Abraham Valdelomar - El Beso de Evans

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El Beso de Evans

Abraham Valdelomar

textos.info
Biblioteca digital abierta

1
Texto núm. 4630

Título: El Beso de Evans


Autor: Abraham Valdelomar
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 1 de mayo de 2020
Fecha de modificación: 1 de mayo de 2020

Edita textos.info

Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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(Cuento cinematográfico)

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I
8 de agosto - 12 m.

–Alice... A...li...ce...

Los médicos acercan un espejo a sus labios. La soeur coloca en su pecho


un pálido Cristo de marfil. El doctor Barcet abandona el pulso del enfermo.
Evans Villard ha dejado de ser...

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II
Había sido un hombre a la moda. Durante mucho tiempo, desde que su
viaje a la India lo consagró como hombre de buen gusto, sus libros
corrieron por las cinco partes del mundo. Después todos fueron triunfos.
Medalla en la academia. Traducción de sus libros. Legión de honor.
Reemplazó a Mr. Salvat en la primera columna de L'Echo. Fue en la
embajada de El Cairo. Exquisito gusto, admirable cultura, irreprochable
elegancia, ciertas óptimas condiciones orgánicas naturales, parisiense,
apasionado, con un bigote discreto, Villard lo fue todo. En el Jockey Club,
en el Casino, en los cabarets, en los bailes, la misma respuesta decidía el
éxito del buen tono:

–¡Va a venir Evans Villard!...

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III
La comentada amistad de Evans y de Lady Alice nació en el mar, como
Venus, ocho días antes de la muerte de Evans: five o'clock a bordo del
Principessa Elena, en Marsella. Marinos ingleses, delgados, rubios y
severos, de manos finas y largas y de dedos casi transparentes. Marinos
italianos, bajos, de carrillos bermejos como manzanas; bigotes, vestidos
azulinos, franjas de oro, medallas. Franceses de ojos grandes, cuerpos
pesados, sin la severidad albionesa ni la grácil arrogancia italiana. Mujeres
cosmopolitas. Música. Lady Alice recostada sobre el barandal de popa,
mira al mar. El viento agita moderadamente su tul de seda. Al lado de la
costa los buques elevan sus múltiples mástiles agudos cual bayonetas...
La nave se menea con solemnidad. Lady Alice piensa en América.
Fantásticamente hace surgir del horizonte nebuloso el continente de los
hombres rudos. Ve los paisajes de palmeras reflejarse en la serenidad de
los ríos profundos; hombres cobrizos, atléticos, cazan fieras y hacen
sangrar, cuando besan, los labios de sus mujeres. Casas inmensas. En
estatua colosal, una mujer extiende el brazo, coronada, y señala el camino
entre el océano agitado: Nueva York. Más abajo, capitanes negros,
caudillos sanguinarios, revoluciones, riqueza, campos fértiles, la mies, el
trabajo, el sol ardiente y pródigo... Alice respira el vaho tibio del mar que,
bajo el sol, la sensualiza. Aspira el yodo de la atmósfera. Su pecho se
levanta armónicamente y su cuerpecillo vibra. Vuelve la vista sobre el
barco y torna a la realidad.

Ve pasar hacia la proa al baroncito Bouret, pálido, flexible, ojos azules,


soñadores, cabello rizado que se encoca como un enjambre de abejas. Va
con Carmen Mauvel, cuyo esposo, Claude Mauvel, aún no ha salido del
bar. Luego pasa el capitán Des Glats, viejo, soltero, uniformado, sin
bigotes. El literato Lapierre, de ojos abultados, cejas rebeldes, bigote y
barbas de sátiro, cuyo cabello gris, como ceniza de tabaco, se escapa bajo
el sombrero. En seguida solo, acechando a Alice, el conde Bellotti. El
conde la mira dominador. Sus ojillos pequeños, inquietos y brillantes,
tienen algo de ofidio. Ha viajado mucho. Conoce leyendas y practica ritos
orientales.

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–América -piensa Lady Alice- el viaje largo sobre el mar, días y noches.
Amores fugaces, coquetería, flirt...

Evans se acercó. Aquella tarde narró cuentos y leyendas de los cow-boys.


Exaltó la astucia de los mejicanos, la agilidad de los gauchos y la riqueza
de los incas. Y desde aquella tarde que charlaron tanto,

Lady Alice y Evans Villard, fueron dos almas complementarias. A Evans


atraían el exotismo y la gracia de Alice, ante quien, él aparecía cálido y
vehemente; un apasionado sugestivo, un enamorado que no suplicaba, un
solicitante que no admitía plazos: un transatlántico.

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IV
7 de agosto - 5 p.m.

En Longchamps. Jockeys. Dueños. Preparadores. Damas elegantes


conversaban con los jockeys. Otras visitan los bocks donde los caballos
reciben las últimas escobilladas. Lady Alice con un gran sombrero de la
Paix, cogida al brazo de Evans Villard que lleva jaquet, gemelos e insignia
de clubman. Los amantes se pierden a lo largo de una avenida. Él habla
con vehemencia. Ella niega con los labios, promete con el corazón y
entrega la mano. Va a iniciarse la carrera. Los espectadores se agrupan
en las vallas.

– (Antes de separarse, mirándola en los ojos)... ¿Mañana?

– (Jugando con la sombrilla) Mañana... en las Acacias...

Han partido los caballos. Emoción. Expectativa. Inquietud. Esperanza. El


Conde Bellotti, que acecha, ha oído el lugar y la hora de la cita.
Maquiavelo y Mefistófeles, conciertan en su cerebro un plan.

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V
El conde Bellotti ha invitado a comer a Evans Villard. Evans ha roto su
austeridad...

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VI
En el cielo. San Gabriel y el Eterno

–Además, Voluntad Infinita, ya sabéis que aquel justo varón, Thelme,


aquella alma toda bondad que era nuestro orgullo, ha desaparecido... Y
aquel otro, el de la Abadía, el que entró tan viejo, el más fiel servidor...

El arcángel no puede continuar. Un emisario con grandes alas blancas y


las manos beatíficamente unidas, en manera gótica, modelo de Fra
Angélico, avanza hasta los pies del Infinito. Se le nota una gran agitación.
Su cuerpecillo blanco tiembla y ha palidecido su cara de pétalos de rosa:

–Bondad Infinita, Principio y Fin de todas las cosas, Alfa y Omega, Rey de
los cielos y de las alturas, de los hombres, de las almas y de las cosas...

–¡Habla!...

–Aquel hombre, el de Marte, el que entró junto con San Luis; aquél que
parecía tan bueno...

–¿Qué?...

–Ha desaparecido...

Aquello era grave. Una evasión. Ni en los tiempos de Lutero.


Decididamente, la humanidad se desviaba. Los ministros del Señor
perdonaban demasiado, ofrecían mucho, o no tenían carácter. El cielo se
iba volviendo un club liberal. Era necesario un remedio inmediato. En el
Olimpo no había nada de eso. Allí las almas no se cansaban nunca. El
paraíso de los chinos tenía campos fecundos, arrozales verdes, paisajes
azules. Mahoma ofrecía festines, música, mujeres. Los hijos de Moisés, en
cambio, apenas tenían un vago recuerdo de la tierra prometida y en el
cielo tenían por toda felicidad, música de órganos, kiries lánguidos,
oraciones beatíficas, estados de alma alejados de toda cosa terrena o
corporal y un amor intenso e indominable por todos los demás. Las
mansiones angélicas tenían una paz monótona, una bondad insensible.

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Todos eran buenos y aquello era intolerable. Música de Palestrina,
cuadros de Fra Angélico y de Murillo. En la biblioteca, Kempis, San
Agustín, la Biblia. Aquello era una especie de convento.

Inocencio X, que por milagro de Dios estaba en el cielo, dejó escapar


algunas ideas. Sin duda alguna -dijo- allí faltaba el desnudo pagano, la
fiesta islámica, la fecundidad de Confucio y Osiris, la tiranía de los asirios...

–El cielo, a mi católico entender, Voluntad Infinita, llega a cansar a


nuestros hermanos. Convendría que no estuviesen separados en distintas
regiones los hombres de las mujeres, ni las mujeres de los niños, ni los
niños de los jóvenes, ni los jóvenes de los hombres...

–Pero entonces, Inocencio, quieres que esto se lo lleve... Si ya no tienen


cuerpos, si les suprimo la carne, ¿por qué tienen apetitos?

–Porque son tan redomados pillastres, Omnipotencia, que han llegado a


ser espirituales. Sus apetitos residen ahora en el alma. El amor ya no es
en el mundo un deseo, Divino Eterno Arquitecto, sino una idea...

–Pero son incorregibles -arguyó el Eterno arreglándose la paloma y el


triángulo-. Un nuevo diluvio no les vendría mal. Amor, amor... ¿hasta
cuándo amor?

–Es que nosotros, Omnipotencia, estamos ya, si se puede decir, un poco


viejos. Amor, amor, esta palabra no debió ponerse en el corazón de los
hombres... Amor habrá hasta que terminen los siglos, y para eso hay que
esperar...

–Pues bien, para reemplazar a los que se han marchado, permite entrar
hoy a todo el que venga; pero sólo por hoy. Hay que llenar esas vacantes...

–Amén, Sabiduría...

Ruido de alas blancas como crujir de sedas. Gabriel se pierde en el azul...

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VII
El palacio del demonio

En el fondo de las tinieblas, un mundo de sombras indescriptible. Una sala


a media luz. El demonio y su estado mayor. Asientos fantásticos.
Dragones, serpientes, búhos, ojos de lobos pendiendo en el aire sombrío.
Luzbel ríe estruendosamente. Sus asesores le corean. Luzbel lleva el traje
del tercer acto de Mefistófeles. Los otros van disfrazados con trajes
modelos de Gavarny, de Poe, de San Juan Apocalíptico, de Lorraine y de
Steinlein. Risas infernales. Alboroto. Luzbel serenándose:

–Buena la hemos hecho. Habrá que conseguir que no vuelva... Thelme...


"aquel varón justo"... "y el otro, el de la Abadía"... "y el otro, el de Marte"...
¡ja... ja... ja! (Se aplica en la vista un vidrio oscuro que le permite ver todo
lo que ocurre en el cielo) ¡Tate!, ¿sabéis quién entra ahora? (observando).
Miradle, ¿le conocéis?

Los demonios hacen la misma operación de llevarse el vidrio a los ojos.


Exclamaciones. Risas. Amenazas. Ludibrio:

–Éste saldrá. ¡Es nuestro!, salió a las 12. Tenía una cita en las Acacias.
Éste nos pertenecía. Era escritor. ¡Nos le han quitado!

Siguen conservando y preparando planes macabros con fruición infantil.

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VIII
8 de agosto. En el cielo. 12 m.

Evans entra en el cielo de mal humor. Le hacen pasar, se pierde, sin ver a
nadie en un sendero azul rodeado de nubes. Está preocupado, casi parece
un demente. Se diría que existe con una preocupación constante, fija,
obcecadora.

Se siente un arrobamiento suave, fresco, delicioso, una "brisa de alma".


Camina hasta un rincón donde las nubes hacen menos luz. Los coros
apenas llegan allí. Las almas en sus envolturas intangibles, se pierden a lo
lejos. Evans se recuesta y musita:

–Alice... Alice... en las Acacias... a las cuatro...

Se duerme. Algo muy extraño pasa en él. Olvida todo y se siente


transportado a París. Va en su milord hacia las Acacias. El milord se
detiene. Evans desciende.

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IX
8 de agosto - 3 y 1/2 p.m. En las Acacias

Afluencia de gente. Coches, autos, bicicletas, caballos, gentlemans,


artistas. Es la hora de moda. Por el fondo del paseo aparece Alice en su
limusina. Vestido largo modelo Taffaret. El groom se inclina. Ella
desciende. El auto se retira. Alice va en busca de Evans. Le ha dicho ayer:
"A las cuatro en las Acacias". Evans nunca falta a una cita. De pronto fija
la vista en un milord que avanza. Es el de Adalberto Bellotti. El conde se
dirige a Lady Alice, saluda, se inicia la charla.

–Buscaba a Lady Alice...

–... No esperaba al señor conde...

–La casualidad... No me reprocho. Tengo el placer de saludar a Lady


Alice...

–... (fastidiada) Lady Alice recibe en su hotel los martes... las visitas de
cortesía...

–... y en las Acacias, a las cuatro, las íntimas...

–Observo la costumbre de mi amigo Evans Villard y de los que quieran


imitarle...

–Y sustituirle...

–Evans Villard no admite ni puede tener sustitutos y Lady Alice no los


tolera...

Las mejillas de Alice se encienden. El conde sonríe y palidece. Breve


silencio. Entran juntos al salón rosado. Pasan al parque, se sientan bajo un
cenador. Un aire de tierra mojada, bajo el sol, sensualiza el ambiente.
Alice, extraña del todo a su acompañante, piensa en el beso de Evans. El
primer beso, el más delicioso, el anhelado. En su imaginación, ve los

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labios de Evans, carnosos, duros, elásticos: parecen una flor. Alice cierra
los ojos pensando en el beso, largo, lento, intenso, cálido. Se va
acercando la hora, sus labios tiemblan. Adalberto le sigue hablando. Ella
pretende no hacer caso, pero las palabras del conde le van describiendo
diabólicamente, el beso, el beso de Evans. Adalberto insiste, cuenta los
minutos, insinúa, mira, presiona una mano, oprime el talle. Falta un
minuto... medio minuto... Alice se ahoga...

Él sella:

–Evans... Evans no vendrá...

Ella musita inconsciente:

–Evans...

¡Las cuatro! Ella ha besado a Evans. Sí. Lo ha sentido. Ha sentido que


Evans estaba allí, que era él quien la besaba y sin embargo, el que está a
su lado es Adalberto Bellotti. Se levantan. Salen. El conde:

–Evans no vendrá. ¡Evans... ha muerto!...

Alice, incrédula, palidece.

Se alejan. Saca un papel del bolsillo del jaquet. Las últimas palabras se
pierden entre las gentes, y luego, bajo las sombras de las acacias jóvenes,
Alice termina:

–Mañana...

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X
En el cielo, 8 de agosto. 4 y 1/4 p.m.

Evans despierta de su sueño sonriendo. Ha sido feliz. Ha estado en las


Acacias a las cuatro. Ha besado a Alice. Han paseado juntos por el
parque. Han estado en el salón rosado. Se han sentado bajo una floresta.
El beso. Han salido y, al despedirse, ella le ha dicho:

–Mañana...

Evans sonríe de felicidad.

¿Qué pasa? Gran tumulto en el cielo. Carreras, vuelos exclamaciones,


plegarias, rezos. Ejércitos de ángeles se acercan a Evans y le miran con
recelo.

–¡El Mal! ¡El Mal! ¡El Mal! ¡Salve! ¡Salve! ¡Salve!

Evans se da cuenta. El demonio ha estado en el cielo. Había entrado. Con


los dedos en Cruz los ángeles signan a todos los vientos. Instintivamente,
Evans hace la Cruz. Entonces vienen a él y se lo llevan. Gabriel le toma
cariñosamente y le amonesta:

–No volver a quedarse dormido en los lugares solitarios. La soledad es un


peligro. Él espía siempre, y logra burlar la vigilancia de los nuestros... ¿Os
hace falta algo? ¿No os despedisteis del mundo? ¿Por qué buscáis la
soledad? Él tienta a las almas pensativas.

–... (indeciso)...

–Bien. ¿Qué queréis ver? ¿Lo pasado? ¿Lo futuro? Os puedo hacer vivir
una hora pasada, tal como fue la Voluntad del Eterno...

–¡Oh, sí! Llevadme a París... a las cuatro... a las Acacias... quiero ver...

Pasan a una galería celeste. Grandes series de lunas para observar. Se

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detienen. Gabriel señala:

–¡Aquí!

Evans se acerca. Observa jadeante. Palidece. Ve claramente el paseo. El


desfile mundano. De pronto Alice que desciende de su limusina. Se acerca
un milord. El milord de Adalberto. Evans palidece. Adalberto y Alice
conversan y se ocultan en el cenador. Luego el beso. Se levantan y se
alejan. Alice habla. Evans adivina por el movimiento labial que tanto
conoce:

–¡Mañana!

Gabriel:

–¡Basta! ¿Estás satisfecho?

El encanto ha desaparecido. Tornan a las otras mansiones y Evans,


melancólico, pasea entre los ejércitos de ángeles. Todos le admiran.
Evans es un ángel triste. Un alma santísima.

Evans piensa en la cita de mañana y mil pensamientos irreverentes cruzan


su espíritu. Decididamente, quiere volver al rincón donde se quedó
dormido. Duda. Seria una falta capital, pensada. Un delito reflexionado.
Luego Alice le engañaba. Adalberto le había envenenado durante la
comida. Alice le había sustituido. Pero había alguien, él, como decía
Gabriel, que podía llevarlo. ¿Qué importaba que ella besase a Adalberto si
era él, Evans, quien sentía el beso? Evans sigue paseándose por los
celestes senderos, preocupado.

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XI
En el palacio de "Él"

Luzbel y sus camaradas, en el mismo salón, conversan. En actitudes


impacientes esperan algo. Uno de ellos mira por el vidrio mágico.

–Ya se acerca al rincón... Ahora parece que duda... quiere volverse...


piensa demasiado.

–Las tres y media, anuncia uno.

–Ya se acerca. Hablan. Nuestro camarada lo convence.

–¿Qué dice?

–¿Qué dice?

–¿Qué dice?

–¡Ya es nuestro! Ya vuelve el Emisario.

En efecto está de vuelta. Entra gozoso y satisfecho. Se ha vencido una


gran batalla.

–¿Qué tal?

Los demonios se agrupan.

–Bien. Consiente en escaparse del cielo y venirse aquí con una condición.

–¿Cuál? ¿Qué quiere?

–Qué lo lleven siempre adonde indique.

–¿Quién?

–Adonde indique Lady Alice.

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–¡Acepto! -dice Luzbel, con la voz baja y honda del tercer acto de
Mefistófeles.

Se da una orden. En el silencio, en el rincón de las nubes, Evans se queda


dormido.

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XII
París, 9 de agosto. 10 a.m.

En el Père Lachaise. Llevan los restos de Evans Villard. Corporaciones,


periodistas, literatos, académicos. Carros de flores, timados por mulos
vestidos de luto. Una inscripción. Se hace círculo; y en medio, frente a la
tumba de Evans, el señor René Laferriere, secretario perpetuo de la
academia, comienza:

–Señores: vengo a cumplir el penoso deber...

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