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La rogativa

Salió despacio de entre los bananeros como una bestezuela satisfecha.


Una pequeña larva humana avanzando entre los amarillentos colgajos
de las hojas. Alrededor de la boca había tierra, restos del furtivo
banquete en el bananal. Aún se chupaba los dedos en persecución de las
últimas migajas. La tierra estaba dura y reseca. No pudo escarbar muy
hondo hasta el mantillo grasiento donde antes de la sequía abundaban
las liendres de la tierra: frescos y gordos gusanillos blancos parecidos a
tarjas de pella entre terrones y con un sabor rancio y azucarado. Poilú
no encontró un solo sevo’í. En el fondo se alegró. Les tenía cierto miedo
a los bichos. La tierra sola le gustaba más; la tierra pegajosa y oscura
que había debajo de los yuyos, especialmente debajo de la yerbabuena y
del hinojo. Podía distinguirla con los ojos cerrados, por el perfume.
Conocía los mejores sitios en el bananal. Pero la tierra había dejado de
ser pegajosa. Y hasta el sabor estaba cambiando. Pero por lo menos
había calmado su hambre. Sólo la sed continuaba brillando con un
reclamo intenso y doloroso al fondo de los ojillos color tabaco.

Era el reclamo que remaba en todas partes; un clamor seco y


crepitante. En la tierra, en las hojas, en la gente.

Se oían los rezos monótonos y plañideros en la capilla; los sones


cascados y opacos de la campaña volteada a trechos como si hubiera
muerto alguien. Estaban todos metidos ahí, desde la mañana temprano,
rezando y cantando a Dios para que lloviese. Terminaban y volvían a
empezar sin descanso: el coro compacto de voces afligidas trepándose
sobre el vozarrón del cura. El clamor subía y se expandía en el aire
quieto, semejante al zumbido de un lembú patas arriba contra el azote.

Poilú era hija de Anuncia, que era la concubina de Timoteo Aldama, que
era a su vez tropero de los Filártiga.

Timó Aldama había «desgraciado» a un hombre de una cuchillada.


Asuntos de apuestas en las carreraspe de Kandeá. Un desafío, un ataque
a traición. Cosas del machaje. Andaba huido de las comisiones
policiales. Unos días después, el herido murió de gangrena. Timó no
pudo volver. La cruz de un aguaí lo convertía en proscripto. El

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comisario de Santa Clara no lo quería. Tenía con él una vieja deuda. Él
mismo encabezaba las batidas. Un tiempo después se supo que Timó
había muerto en el ciclón que asoló Villa Encamación.

Anuncia se las arreglaba como podía conchabándose para recoger el


maíz y la mandioca en las chacras y, alguna que otra vez, vendiendo
aloja y chipá en las riñas de gallos de Ñu-Guasú. Eso quedaba bastante
lejos, pero a las carreras de Kandeá no podía ir como antes, después de
lo que había hecho Timó. A la barragana del «juido» nadie le compraba
nada.

Poilú quedaba siempre sola en el rancho. Anuncia tenía bastante para


andar una legua con su lata de aloja y su pesado canasto de chipás y
fritangas.

Con la sequía de seis meses se había acabado el maíz y la mandioca, se


habían acabado las riñas y las carreras. Se había acabado todo. No
quedaba otra cosa que rezar y esperar. Los que estaban más apurados
se iban muriendo.

No brotaba ni la maleza. Pero la angustia y la desesperación habían


hecho retoñar vigorosamente la fe de la población. La capilla resultó
chica para contener este repentino florecimiento del espíritu religioso.
Desde que Paí Benítez ordenó la rogativa, las ovejas más negras habían
vuelto al redil. Todos querían ponerse bien con Dios en el momento de la
prueba.

—Somos elegidos de Dios —clamaba Paí Benítez con voz engolada y


escaso convencimiento—. Debemos aceptar el castigo y tratar de ser
más buenos para merecer el perdón —con sus palabras caía sobre los
feligreses un medroso aire de contricción.

Entre los «elegidos» no faltaban conocidos cuatreros y hasta viejos


criminales, algunos de los cuales tenían tres marcas en el mango de sus
cuchillos pero cuyos delitos habían prescripto como cuentas
incobrables. Las miradas de Dios no hacían distingos.

El hambre y la sed daban una extraña entonación a los rezos y a los


cantos. Hacía cinco días que había comenzado la rogativa y ella no iba
a cesar hasta que el cielo se apiadara de los pobladores de Santa Clara.

En su carcomido campanario de madera, Quincho, el campanero rengo


y sordo, tiraba de la soga con un rígido espasmo de los brazos. Y la
descalabrada perra de bronce ladraba a Dios con su único ladrido
carrasposo y asmático.

Eso comenzaba desde la salida del sol, cesaba un rato a mediodía y


volvía a la tarde, después de la sesteada del cura, hasta la puesta del
sol.

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—Poilú, cuidado con moverte de aquí. Cuidado con acercarte al pozo.
Cuidado con irte al bananal. Que no venga a encontrarte comiendo
tierra otra vez…

Anuncia atrancaba el rancho y se iba a la rogativa. Poilú un rato


después se descolgaba por la ventana y se iba a sus solitarios atracones
de tierra.

Pero apenas había otra cosa que comer en todo el pueblo. Y no sólo
Anuncia encontraba a su hija comiendo tierra en la banana. Muchas
otras mujeres encontraban a sus hijos haciendo lo mismo. Era una
antigua tradición infantil de Santa Clara. El hambre no había hecho sino
actualizarla y, en cierto modo, sancionarla. La resistencia de las madres
se había ido haciendo cada vez más nominal. En medio del rezo,
Evarista le había dicho en voz baja a Anuncia:

—¡Ay, Jesús, comadre, lo que me pasa! ¡Mba’é tema nikó, che Dios! Mi
Juancito anda comiendo tierra otra vez… Qué pikó voy a hacer un
poco…

—E’á, comadre. Poilú ko también come… La’ criatura tené mucho


hambre… No hay otra cosa… No podemo’hacer nada… «Dios te salve,
María… llena ere de gracia…».

Poilú rodeó el rancho y se encaminó al pozo. El sol pegó de lleno en la


figurita desnuda y grotesca que parecía hecha con cera del monte. La
cabeza grande sobre el cuello escrofuloso; el vientre abultado, a punto
de estallar, con la piel tirante y verdosa llena de manchas blancuzcas.
Las moscas la seguían y se enredaban de tanto en tanto en las greñas
queriendo llegar hasta los granos. Poilú no hacía el más mínimo ademán
de defenderse. El sol, las moscas, el hambre eran partes de su mundo;
no los sentía enemigos suyos. Pero la sed era algo nuevo para ella.
Nunca había faltado agua en Santa Clara. Y ahora todos los pozos
estaban secos. Hasta el arroyo que corría en la orilla del pueblo en un
angosto y hondo cauce de piedra.

La sequía se había metido en todas partes, hasta debajo de la tierra.


Pensó en ella como en un animal dañino, según la explicación de su
amigo Felipe, el viejo loco que habitaba una pequeña gruta del arroyo.

Pero Felipe Tavy tenía maneras extrañas de explicar las cosas. Además,
caminaba todos los días. Poilú estaba desconcertada. Primero le había
dicho:

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—La sequía e’ un gran pájaro, con algo de lagarto y de víbora que etá
sobre Santa Clara, Poilú.

—¿Y cómo tonce se ve el sol, Celipe?

—Porque está hecho con el vellón de la Virgen…

Pero al día siguiente, si volvía a preguntarle le decía:

—¿La sequía, Poilú?

—Sí, Celipe. ¿Por qué no hay agua y no’ tamo muriendo de sed?

—Porque en el cerro Kuruzú hay un tigre azul que se tragó toda el agua.
Hata que el tigre orine no vamo’ a tener má’ agua.

—¿Y cuándo va a orinar el tigre?

—Cuando en el plan del arroyo florezca un yasy-mörötï.

—Pero allí hay piedra mucho ité por toda parte. ¿Cómo pikó va a salir el
flor, Celipe?

Felipe ahuecaba la voz y guiñaba un ojo mirando para todas partes.

—Hay un abujero en la piedra del plan, frente mimo a mi cueva. Por allí
va a crecer el flor del agua.

—¿Y por qué no te va’ a la capilla a rezar con lo’ jotro kuera?

—Na… Yo no soy loco como lo’jotro… No e’ allí que hay que apretar la
verija al tigre… Dios no etá en la capilla… Allí solamente hay el mal
aliento de la’ vieja bruja…

—¿Y ande tonce etá Dios, Celipe?

Él volvía a ahuecar la voz y a guiñar el ojo:

—Dio ko etá conmigo en el arroyo… Él me cuenta todo…

Y Felipe Tavy, semidesnudo, esquelético, con sólo su camisa rotosa que


le llegaba hasta las rodillas, su cabellera y su barba blanca, sucia, color
ceniza, volvía a seguir su camino apoyado en su bastón de tacuara,
envuelto en la aureola cenicienta del polvo. Su atadito de cosas se le
movía en la espalda como una joroba.

Todavía giraba el rostro y por sobre el hombro le decía a Poilú mientras


se iba alejando:

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—Y cuando llueva te voy a traer el flor del yasy-mörötï del arroyo,
forrada en viento-norte-y-nunca-la-verás-mirándola…

Poilú no sabía qué pensar. Felipe y su madre contendían en la nebulosa


nuez que la hidrocefalia todavía no había acabado de inundar. Tanto fue,
que un día le dijo a su madre, al regreso de la capilla:

—¿Para qué pikó rezate en la capilla, mamaíta?

—Para que Dio no’mande la lluvia.

—Celipe dice que no e’ allí donde hay que apretarle la verija al tigre.

Las miradas de Anuncia se tiñeron de indignación en el círculo de las


orejas amoratadas.

—¡Karaí-tuyá-tavy!

—Dice que allí solamente hay el mal aliento de la’ vieja bruja… —
continuó Poilú desaprensiva, inocente.

Anuncia descargó un bofetón en la cara de Poilú. La figura de cera


montés se alejó temerosa unos pasos. Contra la pared cuarteada del
rancho se recostó a llorar. Repasaba con la mano el sitio del bofetón,
encogida, llorando silenciosamente con un hipo sordo que moría en la
garganta. La madre le gritó:

—¡Cuidado que vuelva’ a hablar con ese viejo loco!

—Celipe Tavy e’ bueno, mamaíta… —susurró la figurita de cera.

El vientre enorme se estremecía a cada jipido del lloro. Y entre uno y


otro, la voz de la criatura volvía a atreverse. Parecía atravesar la pared
cuando dijo:

—Celipe Tavy e’ el único que me cuenta cuento. Y cuando llueva me va a


traer del arroyo la flor… —y repitió a su modo, sorbiéndose los mocos,
el disparatado fonema del lunático del arroyo.

Anuncia no se había aplacado. La rogativa había hecho surgir en ella


otra mujer; una mujer dura, inexorable, impersonal. Su voz había
copiado el tono enfático del cura; una voz en la que los pequeños
recuerdos se desintegraban en una mirada de partículas tornasoladas,
como un estornudo.

—No va’ a hablar ma con Celipe Tavy.

—¿Por qué, mamaíta?

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—Porque al hablar él te mete gusano’en lo’oído. Lo’ gusano se va’ a
criar en tu cabezota y te va a salir por la narí y lo’ oído. ¿Me oíte?

Poilú se resistía. Estaba aguantando la respiración.

—Si te agarro hablando con él, te voy a romper el cabeza con el abatí-
soká. Pero aunque yo no te vea, te va a ver Dios, y lo mismo Él te va a
quebrar la cabezota como una sandía madura a la que aplata una
carreta. ¿Me oíte?

El valor de Poilú parecía inagotable. ¿Qué cosas tan secretas como Dios
estaba defendiendo ella en ese momento en sí misma? No respondió a la
intimidación perentoria. Se negaba a responder. Pero un nuevo
coscorrón que resonó neto, rabioso, sonoro, en la enorme cabeza, le
arrancó la promesa:

—Sí, mamaíta… No vi’a hablar ma con Celipe Tavy…

Estas cosas eran las que llevaban preocupada a Poilú. Sus patitas
estevadas la fueron acercando al pozo. Sus pies batían el polvo con el
sonido de una fruta podrida que cae del árbol. Subió sobre las tablas
carcomidas que cubrían la boca del pozo sin brocal. En el centro había
una abertura cuadrada toscamente labrada a hachazos. En las juntas de
las tablas asomaban manojos de culantrillos resecos. El musgo y las
orejas de rana que antes había adheridos a las tablas eran también
polvo ahora; sólo que un polvo pastoso que se negaba a volar.

Poilú miró a través de la abertura. Adentro, bajo el sol del mediodía, era
la noche fresca y sosegada del pozo.

La sed mareaba a Poilú. La arañaba en la garganta, en el pecho, en el


estómago. Le dolía más que los coscorrones del día anterior. Se miró los
pies y las piernas dos o tres veces; le pareció sentir que subían por ellos
hileras de hormigas y que cada una de estas hormigas la picaba con una
punzadura leve y penetrante. ¡Si hubiera un poco de agua en el pozo!

Pero no. Ella sabía que no había, que no podía haberla. Todo estaba
seco. La misma cantarilla se había rajado, como si hubiera muerto de
sed. El porongo parecía la barriga hinchada de una vaca muerta en el
campo, pero vacío, seco, inútil.

Hasta que Felipe Tavy le trajese la gran noticia, ella sabía que no podía
haber agua en ninguna parte. Debajo de las tablas sobre las cuales se
hallaba parada con las invisibles hormigas subiéndole lentamente por el
cuerpo había solamente esa pequeña y redonda noche misteriosa del
pozo. Fresca pero sin agua. Más implacable todavía porque era suave y

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engañadora. Por la abertura caía, casi ya vertical, una viga dorada y
transparente con su cuadrado luminoso en el fondo profundo. Poilú lo
miraba como hipnotizada.

—¡Chake, Poilú…!

Los dulces ojillos legañosos de Felipe la miraban un poco asustados


desde la quincha. Se acababa de parar. El polvo todavía le rodeaba.

El corazón de la criatura empezó a latir con violencia.

—¿Qué está haciendo ahí? ¿Le etá-sacando pikó la lengua a la abuela


del pozo?

Poilú se acercó lentamente a la quincha. La prohibición le dolía en la


cabeza, detrás del coscorrón. Tenía que empezar de alguna manera.

—Celipe, no puedo hablar má con vo. E’ mejor que te vaya…

La voz de Poilú tenía la secreta humedad de las lágrimas.

—¿Por qué, Poilú?

—Mamaíta no quiere…

—¿Por qué, digo yo?

—Por lo’ gusanos que te va’ a criar en mi cabezota.

—¡Jhee, sí, tiene razón! Hay que cuidar ko eso…

—Por eso e’ mejor que te vaya, ante de que ella güelva y no’ agarre
hablando. Andá muy retobado luego ko’ ella, Celipe.

—¡Qué látima, Poilú! Y yo que venía a avisarte que el flor del yasy-
mörötï ya está empezando a crecer.

El rostro de Poilú se iluminó con algo parecido a una sonrisa. Era la


belleza de una nube reflejada en un charco oscuro. En alguna parte del
universo, Poilú en ese momento era hermosa como una flor cuya
absoluta perfección residía en que era todavía increada.

—¿Ya se ve…? —la ansiedad era una oleada fresca en su garganta…

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—Etá creciendo en el abujero. En ete momento ya etará saliendo el
puntito. Pero cuando salga el flor, ya no te podré traer, Poilú…

—Sí, Celipe… Ikatú-ta, porque tonce habrá llovido y mamaíta ya etará


güena otra ve. Podremos volver a hablar. Siempre… Siempre…

Al fin Felipe encontraba alguien más sabio que él. La lógica desesperada
de la criatura lo mareó.

—¡Cuidado, Poilú, no toque’ mucho la bichoquera!

Y bajate de ahí, tarovilla… Ahora me voy… Voy a apretar la verija al


tigre.

Felipe Tavy continúa la recorrida. El polvo, su amigo, lo acompaña. El


lío roñoso tiembla a su espalda como una giba movediza. No se sabe si
el bastón de tacuara se le adelanta siempre un poco o si es él quien
siempre se queda un poco atrás. Se vuelve como de costumbre. Va a
hablar, pero el fantástico trabalengua se le borra de los labios. Ve que
Poilú va andando en dirección a la puntita que está asomando por el
agujero de piedra. Como hace un momento, entre las hojas amarillas de
los bananeros, ahora avanza entre el polvo. Una pequeña larva humana
con las moscas detrás. El anciano la sigue, la llama. Tiene los ojos
turbios como el cielo seco y manchado del verano.

—¡Poilú…, Poilú…!

Pero Poilú no lo oye. No va a oír nunca nada más. Tal vez va oyendo el
ruido distante de la lluvia, el fragor subterráneo de la flor que está
creciendo entre las piedras.

Entre la criatura y el viejo se mantiene la misma distancia. El viejo


quisiera correr, alcanzar a Poilú. Pero no puede. Ríe ahora con grandes
carcajadas lunáticas. Y las conmociones de la risa frenan aún más su
marcha vacilante.

El pueblo parece abandonado en la lechosa claridad del mediodía. En


todos los ranchos hay silencio, un silencio pesado y obstinado. Sólo en
dirección a la capilla continúa el zumbido del gran escarabajo humano,
debatiéndose patas arriba contra la sequía. Cada vez más lejano. Los
rígidos espasmos del campanero, colgado en el aire como una rana
muerta, siguen haciendo ladrar a la perra cascada. Entre el espasmo
del brazo y el sonido, hay un tiempo que el Dios de la capilla debe sentir
transcurrir con desesperación. En ese tiempo rengo y sordo, ningún
milagro puede suceder.

En medio de la luz rosada y manchada, la persecución sigue. Poilú baja


ya hacia el arroyo. El viejo ha quedado muy atrás. La larva se arrastra
entre los altos yuyos y desaparece.

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—¡Poilú…, Poilú…!

Felipe Tavy llega a tiempo al borde de la barranca profunda para


contemplar el maravilloso nacimiento. Entre las piedras afiladas, el
grotesco muñeco de cera montés va rodando, rodando, en busca del
fondo. A veces, una punta lo detiene un instante. Después sigue cayendo
y rebotando entre las otras puntas. Hasta que al fin se detiene.

—¡Poilú…! ¡Poilú…! ¡Poilú…!

Así empezó a llamar Anuncia, hace tres horas. Fue ella sola, primero,
con breve, con sofocado remordimiento. En el bananal, ante las huellas
recientes del almuerzo. Allí estaban todavía los vestigios de las pequeñas
zarpas hambrientas en la tierra, comiéndola, devorándola a ella
primero, en una inversión monstruosa del orden natural. Luego, junto al
pozo y las tablas intactas Por último, ante la posibilidad que ella misma
echara a rodar con un espumarajo de rabia y explosiones de llanto:

—Comadre Evarita… Debe ser Celipe Tavy…, ese viejo loco del arroyo…
Él tiene la culpa… Andaba siempre detrás de Poilú, ese viejo cebado.
Quién sabe qué le habrá pasado a mi hija… Quién sabe qué pa le habrá
hecho…

Y la comadre oficiosa al resto del pueblo, untando con perverso


lengüeteo la sádica mecha colectiva:

—¡Celipe Tavy ha violado a la hija de Anuncia…! Hay que ir allá…


Castigarlo… Salvar a esa pobre inocente…

La multitud que está frente al rancho de Anuncia es la misma de la


rogativa. Sólo falta el cura. Debe estar comiendo su pollo. También
faltan el comisario y los agentes. Andan detrás del padre de Poilú,
queriéndolo cazar a tiros.

Todos, hombres, mujeres, viejos, cuatreros, criminales de hasta tres


marcas en el cuchillo, son en este momento una sola comadre rumorosa
enardecida.

El gran lembú se ha puesto sobre las patas y necesita devorar su


hediondo alimento.

—¡Poilú…! ¡Poilú…!

—¡Tuya añá!

—¡Tekové tavy!

—¡Yajhá katú ña jhundí…!

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El gran lembú se ha puesto en movimiento. Bajo el caparazón late un
corazón duro como el badajo de la campana rota. Los hombres
aperciben sus machetes. Las mujeres acezantes empujan a los hombres
con sus gritos, con sus puños. Algunas mean sobre el polvo, sin siquiera
recoger el ruedo de sus andrajosas polleras. Es la única agua que moja
la tierra sedienta. Todos recogen piedras y palos y se ponen en camino
hacia el arroyo. El polvo borra los ranchos y escolta a la multitud.
Sobre el campo quemado giran bandadas de taguatós en un vuelo lento
y como atontado. Pero uno sabe que sus ojos, sus picos y sus garras
tienen la emponzoñada lucidez, la afilada precisión del hambre. Son las
flores negras y salvajes del cielo que nutren las osamentas.

A mitad del trayecto, la procesión se detiene de golpe. Los gritos cesan.


El silencio latiente se repliega sobre sí mismo. Por el camino avanza
Felipe Tavy. Lleva algo en los brazos. Un bulto pequeño y oscuro. Avanza
lentamente pero seguro. Su bastón de tacuara como siempre tantea el
terreno, un poco en el futuro o dejando a su dueño un poco en el pasado.
Cuando el silencio se hace completo, se oye su risa. Una risa pura, casi
olvidada.

El grito de Anuncia corriendo hacia el anciano ceniciento devuelve al


escarabajo su mortal inquietud. Ondula, se encrespa y el rumor vuelve a
crecer. Los puños se cierran sobre los palos, sobre los machetes, sobre
los pedregullos mataperros.

Felipe Tavy entrega el bulto inerte de Poilú a la madre. Se pueden ver


sobre la cabeza de la criatura vetas rojizas. Algo explica el anciano loco
a la madre, pero ésta no le escucha. Después le escupe en la cara y le
golpea con el puño que tiene libre. Felipe Tavy sigue riendo con su risa
limpia de arroyo. No tiene otra manera de expresar su extraña felicidad.

La primera piedra no cae sobre él hasta que Anuncia vuelve adonde


están los otros. Entonces los pedregullos caen en diluvio sobre el
anciano, y el ruido que hacen al caer sobre él es el mismo que el que
hacen al caer sobre el polvo, un estampido opaco y sofocado. La suave
carcajada parece aún resonar entre, el estruendo blanco de las piedras.
Pero es solamente un recuerdo.

Tan ardua es la piadosa operación que todos se secan el sudor de sus


frentes. Gruesas gotas. Gruesas gotas chorreantes. Y tan absortos están
que no se han fijado en el cielo del Poniente. No se dan cuenta de que
sobre el sudor que mana de adentro, del odio, de la fatiga homicida,
están cayendo las primeras gotas de un caliente aguacero. Negros
nubarrones avanzan velozmente y oscurecen todo el cielo. El aguacero
arrastra a la lluvia. Su olor cercano, su frescura, están llegando en la
primera ráfaga. Lloverá toda la noche. Tal vez durante días.

Después habrá acción de gracias en la capilla de Santa Clara.

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