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Poilú era hija de Anuncia, que era la concubina de Timoteo Aldama, que
era a su vez tropero de los Filártiga.
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comisario de Santa Clara no lo quería. Tenía con él una vieja deuda. Él
mismo encabezaba las batidas. Un tiempo después se supo que Timó
había muerto en el ciclón que asoló Villa Encamación.
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—Poilú, cuidado con moverte de aquí. Cuidado con acercarte al pozo.
Cuidado con irte al bananal. Que no venga a encontrarte comiendo
tierra otra vez…
Pero apenas había otra cosa que comer en todo el pueblo. Y no sólo
Anuncia encontraba a su hija comiendo tierra en la banana. Muchas
otras mujeres encontraban a sus hijos haciendo lo mismo. Era una
antigua tradición infantil de Santa Clara. El hambre no había hecho sino
actualizarla y, en cierto modo, sancionarla. La resistencia de las madres
se había ido haciendo cada vez más nominal. En medio del rezo,
Evarista le había dicho en voz baja a Anuncia:
—¡Ay, Jesús, comadre, lo que me pasa! ¡Mba’é tema nikó, che Dios! Mi
Juancito anda comiendo tierra otra vez… Qué pikó voy a hacer un
poco…
Pero Felipe Tavy tenía maneras extrañas de explicar las cosas. Además,
caminaba todos los días. Poilú estaba desconcertada. Primero le había
dicho:
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—La sequía e’ un gran pájaro, con algo de lagarto y de víbora que etá
sobre Santa Clara, Poilú.
—Sí, Celipe. ¿Por qué no hay agua y no’ tamo muriendo de sed?
—Porque en el cerro Kuruzú hay un tigre azul que se tragó toda el agua.
Hata que el tigre orine no vamo’ a tener má’ agua.
—Pero allí hay piedra mucho ité por toda parte. ¿Cómo pikó va a salir el
flor, Celipe?
—Hay un abujero en la piedra del plan, frente mimo a mi cueva. Por allí
va a crecer el flor del agua.
—¿Y por qué no te va’ a la capilla a rezar con lo’ jotro kuera?
—Na… Yo no soy loco como lo’jotro… No e’ allí que hay que apretar la
verija al tigre… Dios no etá en la capilla… Allí solamente hay el mal
aliento de la’ vieja bruja…
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—Y cuando llueva te voy a traer el flor del yasy-mörötï del arroyo,
forrada en viento-norte-y-nunca-la-verás-mirándola…
—Celipe dice que no e’ allí donde hay que apretarle la verija al tigre.
—¡Karaí-tuyá-tavy!
—Dice que allí solamente hay el mal aliento de la’ vieja bruja… —
continuó Poilú desaprensiva, inocente.
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—Porque al hablar él te mete gusano’en lo’oído. Lo’ gusano se va’ a
criar en tu cabezota y te va a salir por la narí y lo’ oído. ¿Me oíte?
—Si te agarro hablando con él, te voy a romper el cabeza con el abatí-
soká. Pero aunque yo no te vea, te va a ver Dios, y lo mismo Él te va a
quebrar la cabezota como una sandía madura a la que aplata una
carreta. ¿Me oíte?
El valor de Poilú parecía inagotable. ¿Qué cosas tan secretas como Dios
estaba defendiendo ella en ese momento en sí misma? No respondió a la
intimidación perentoria. Se negaba a responder. Pero un nuevo
coscorrón que resonó neto, rabioso, sonoro, en la enorme cabeza, le
arrancó la promesa:
Estas cosas eran las que llevaban preocupada a Poilú. Sus patitas
estevadas la fueron acercando al pozo. Sus pies batían el polvo con el
sonido de una fruta podrida que cae del árbol. Subió sobre las tablas
carcomidas que cubrían la boca del pozo sin brocal. En el centro había
una abertura cuadrada toscamente labrada a hachazos. En las juntas de
las tablas asomaban manojos de culantrillos resecos. El musgo y las
orejas de rana que antes había adheridos a las tablas eran también
polvo ahora; sólo que un polvo pastoso que se negaba a volar.
Poilú miró a través de la abertura. Adentro, bajo el sol del mediodía, era
la noche fresca y sosegada del pozo.
Pero no. Ella sabía que no había, que no podía haberla. Todo estaba
seco. La misma cantarilla se había rajado, como si hubiera muerto de
sed. El porongo parecía la barriga hinchada de una vaca muerta en el
campo, pero vacío, seco, inútil.
Hasta que Felipe Tavy le trajese la gran noticia, ella sabía que no podía
haber agua en ninguna parte. Debajo de las tablas sobre las cuales se
hallaba parada con las invisibles hormigas subiéndole lentamente por el
cuerpo había solamente esa pequeña y redonda noche misteriosa del
pozo. Fresca pero sin agua. Más implacable todavía porque era suave y
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engañadora. Por la abertura caía, casi ya vertical, una viga dorada y
transparente con su cuadrado luminoso en el fondo profundo. Poilú lo
miraba como hipnotizada.
—¡Chake, Poilú…!
—Mamaíta no quiere…
—Por eso e’ mejor que te vaya, ante de que ella güelva y no’ agarre
hablando. Andá muy retobado luego ko’ ella, Celipe.
—¡Qué látima, Poilú! Y yo que venía a avisarte que el flor del yasy-
mörötï ya está empezando a crecer.
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—Etá creciendo en el abujero. En ete momento ya etará saliendo el
puntito. Pero cuando salga el flor, ya no te podré traer, Poilú…
Al fin Felipe encontraba alguien más sabio que él. La lógica desesperada
de la criatura lo mareó.
—¡Poilú…, Poilú…!
Pero Poilú no lo oye. No va a oír nunca nada más. Tal vez va oyendo el
ruido distante de la lluvia, el fragor subterráneo de la flor que está
creciendo entre las piedras.
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—¡Poilú…, Poilú…!
Así empezó a llamar Anuncia, hace tres horas. Fue ella sola, primero,
con breve, con sofocado remordimiento. En el bananal, ante las huellas
recientes del almuerzo. Allí estaban todavía los vestigios de las pequeñas
zarpas hambrientas en la tierra, comiéndola, devorándola a ella
primero, en una inversión monstruosa del orden natural. Luego, junto al
pozo y las tablas intactas Por último, ante la posibilidad que ella misma
echara a rodar con un espumarajo de rabia y explosiones de llanto:
—Comadre Evarita… Debe ser Celipe Tavy…, ese viejo loco del arroyo…
Él tiene la culpa… Andaba siempre detrás de Poilú, ese viejo cebado.
Quién sabe qué le habrá pasado a mi hija… Quién sabe qué pa le habrá
hecho…
—¡Poilú…! ¡Poilú…!
—¡Tuya añá!
—¡Tekové tavy!
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El gran lembú se ha puesto en movimiento. Bajo el caparazón late un
corazón duro como el badajo de la campana rota. Los hombres
aperciben sus machetes. Las mujeres acezantes empujan a los hombres
con sus gritos, con sus puños. Algunas mean sobre el polvo, sin siquiera
recoger el ruedo de sus andrajosas polleras. Es la única agua que moja
la tierra sedienta. Todos recogen piedras y palos y se ponen en camino
hacia el arroyo. El polvo borra los ranchos y escolta a la multitud.
Sobre el campo quemado giran bandadas de taguatós en un vuelo lento
y como atontado. Pero uno sabe que sus ojos, sus picos y sus garras
tienen la emponzoñada lucidez, la afilada precisión del hambre. Son las
flores negras y salvajes del cielo que nutren las osamentas.
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