Este resumen describe la historia de Juanilla, una niña pobre que vive en un pequeño pueblo y ayuda a su abuela vendiendo pan y queso. Un día, mientras huye de unos niños bravucones, Juanilla se esconde en una gran pila de paja y descubre que en realidad es el castillo del Príncipe de los Genios de la Paja. El Príncipe acusa a Juanilla de destruir al trigo al vender pan y exige que le entregue el dinero ganado, iniciando un conflicto entre Juanilla y los genios de
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Este resumen describe la historia de Juanilla, una niña pobre que vive en un pequeño pueblo y ayuda a su abuela vendiendo pan y queso. Un día, mientras huye de unos niños bravucones, Juanilla se esconde en una gran pila de paja y descubre que en realidad es el castillo del Príncipe de los Genios de la Paja. El Príncipe acusa a Juanilla de destruir al trigo al vender pan y exige que le entregue el dinero ganado, iniciando un conflicto entre Juanilla y los genios de
Este resumen describe la historia de Juanilla, una niña pobre que vive en un pequeño pueblo y ayuda a su abuela vendiendo pan y queso. Un día, mientras huye de unos niños bravucones, Juanilla se esconde en una gran pila de paja y descubre que en realidad es el castillo del Príncipe de los Genios de la Paja. El Príncipe acusa a Juanilla de destruir al trigo al vender pan y exige que le entregue el dinero ganado, iniciando un conflicto entre Juanilla y los genios de
Este resumen describe la historia de Juanilla, una niña pobre que vive en un pequeño pueblo y ayuda a su abuela vendiendo pan y queso. Un día, mientras huye de unos niños bravucones, Juanilla se esconde en una gran pila de paja y descubre que en realidad es el castillo del Príncipe de los Genios de la Paja. El Príncipe acusa a Juanilla de destruir al trigo al vender pan y exige que le entregue el dinero ganado, iniciando un conflicto entre Juanilla y los genios de
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Alicia Morel
NOVELA PARA NIÑOS
ILUSTRACIONES DE LAURA THAYER
EDITORIAL ANDRÉS BELLO Si uno montara en un águila y se fuera volando hacia la Cordillera, podría meterse a un valle largo y angosto, lleno de vueltas que se pierden entre las montañas, y ver como corre, hundido en la tierra, el río Maipo. De vez en cuando aparecería un pueblo acurrucado a la orilla del camino que está al lado del río. También se verían unas casas blancas, aisladas, rodeadas de cuadraditos. Estos cuadraditos son potreros llenos de vacas y bueyes, y de árboles y trigo. Pero lo más lindo y curioso sería ver las cabezas de las montañas, algunas secas y ama- rulas como las de la gente pelada, otras verdes y saludables y otras, por fin, como cuencas, llenas de nieve que nunca se derrite. Podría mirarse también el cráter del volcán San José, que queda al fondo del valle, y esto sería muy entretenido, En las noches se ven salir de él largas llamas y unas luces como relámpagos. ¿Qué tendrá dentro? Tal vez una gran bola de fuego que se desinfla de vez en cuando, lanzando llamas y suspiros, para volver a inflarse otra vez y seguir así siempre. O también una enorme fogata encendida por los pobres enanos que viven debajo de la tierra, helados de frío porque nunca ven el sol. Muchas cosas raras y bonitas se podrían descubrir montando en un águila. Yéndose por el camino que está al lado del río, se ven y sienten cosas aún más maravillosas. La voz del río, fuerte y fresca, sirve de compañía. Las sombrías montañas parecen venirse encima y ser dueñas del valle. Y los pueblos, terrosos y acurrucados, donde la gente es pobre y floja, se suceden a lo largo del camino, pequeñitos en medio de tanta grandeza. Sus nombres son muy comunes: a medida que se internan en el valle, se van llamando: Puente Alto, La Obra, El Canelo, El Manzano, San José, El Melocotón, San Alfonso, San Gabriel y El Volcán. En El Canelo vivía Juanilla... Juanilla era una niña de diez años, ojos preguntones, nariz respingada y pelo castaño, amarrado a la nuca en una sola trenza muy tirante. Su casa era más terrosa y pequeña que las demás. Su familia era una abuelita, un hermano, Juanillo, de doce años, y tres alamitos jóvenes que daban su delgada sombra a la casa. Tenían un horno de tierra donde cocían el pan y donde solía alojarse una robusta familia de ratones campesinos. Tenían también un hermoso brasero de cobre, alrededor del cual se reunía la familia en el invierno y se contaban las leyendas del valle. A veces, los enanos que viven debajo de la tierra helados de frío, aparecían brillando entre las brasas y se reían abriendo sus bolsas llenas de piedras preciosas, jugando con ellas. Entonces Juanillo soñaba con ir a las montañas y meterse por los bosques hasta las cuevas de los enanos para jugar con sus tesoros y traerse algunos a la casa. Y Juanilla soñaba también con ser una princesa maravillosa, que nunca hubiera sabido lo que era la palabra escoba, ni menos pelar papas. Sólo la abuela permanecía en su sillón sin soñar nada, pensando en la chacrita que sembraría en la primavera próxima y en las tres cabras hurañas que guardaba en el sucio cortijo. Eran muy pobres, porque la abuela ya estaba vieja y no era mucho el trabajo que podía hacer, por más que se afanara. Juanilla la ayudaba, pero sus manos pequeñas y ciertos orgullos de reina impedían que su ayuda fuera muy preciosa. Por todo esto, Juanilla no iba a la escuela, ni tenía amigas, aunque ella hubiera dado hasta su pequeña trenza por ir donde la maestra, cargada de libros, y por tener muchas amigas que la admiraran y oyeran con devoción. A pesar de todo, limpiaba la casa, vigilaba el pan que vendían en el pueblo, cuando se cocía en el horno; en fin, pelaba las papas y encendía el fuego del brasero para que la abuela preparara las comidas. Juanillo, en cambio, llevaba las cabras a los cerros y allá permanecía todo el día, tirado en el suelo bostezando y mascando el pan o el queso que la abuela le metiera en los bolsillos. Era un flojo desagradecido que siempre buscaba el modo de asustar a la abuela, inventando que una de las cabras se había desbarrancado o haciendo llorar a Juanilla de miedo, contándole que se le había aparecido una bola de fuego, que venía corriendo cerro abajo para quemarles la casa... Pero un día... Ya no quedaba ni una gotita de nieve en los cerros próximos a El Canelo. El río venía pequeño y barroso; surgían de sus aguas grandes piedras grises y pensativas. Salió Juanilla muy temprano con un canasto lleno de pan recién hecho y frescos quesillos de leche de cabra. ¡Tenían un olor tan rico! Seguramente nadie resistiría la tentación de comprarlos, sobre todo con el hambre que da en la mañana allá en El Canelo. Pasó primero a la casa de don Pata de Palo, respetable señor que sabía hacer muchas cosas, entre ellas canastos. Golpeó la puerta con la pequeña mano tostada y dura. De adentro se sintió un toc-toc seco, que fue aumentando a medida que se acercaba a la puerta. Abrió, apareciendo don Pata de Palo, bostezando y gruñendo. Olió el pan y el queso, escupió a todos lados y pidió al fin un pan. Juanilla se sintió desilusionada y le preguntó si no quería un queso también. Don Pata la miró como si no hubiera entendido, cogió el pan y le dejó las monedas en la mano. Después cerró la puerta bruscamente. Juanilla siguió con su venta, un poco triste por lo acontecido. Pero, ¿no tenía fama, don Pata de Palo, de ser avaro? Tal vez el pobre habría querido comer queso y su avaricia le impidió comprarlo. Es terrible ser avaro: se sufre mucho y se hace sufrir a los demás. Y así pensando y hablando sola, siguió Juanilla con su venta de pan y queso. Al llegar a la última casa del pueblo no le quedaban más que tres panes. Juanilla estaba contenta y hacía sonar las monedas en el pequeño bolsillo de su delantal, figurándose que eran las campanas finas y encantadas de un palacio de duendes. De repente, interrumpiendo su concierto de campanas, sintió correr detrás de ella, Se dio vuelta y vio con horror que eran Pedrucho y José, seguidos de sus perros, que venían a quitarle la plata ganada tan pacientemente. Huyó Juanilla, con el corazón como una piedrecita saltándole en el pecho. Cruzó la puerta de la última granja y corrió por un senderillo hasta una gran parva de paja que había en medio del potrero. Allí se sumergió entera, temblando de susto. Pedrucho y José no se atrevieron a seguirla, por la sencilla razón de que la granja pertenecía al señor más rico y gruñón del pueblo. Estaba Juanilla muy acurrucada, llena de todo el miedo del mundo, cuando de pronto vio que se levantaba un montón de paja riéndose a carcajadas y corría hacia ella. Cuando estuvo cerca, se sacudió y salió, todo lleno de polvillo, un enano gordo y barbudo, que reía más y más. Juanilla lo miró de arriba abajo y su pequeña trenza saltó de enojo en su espalda. — ¿De qué te ríes así? — preguntó con una vocecilla seria y aguda. Rió el enano otro rato y al fin pudo decir entrecortadamente: —Cómo no me voy a reír, ¡si te has dejado caer sobre el dueño de la paja! Saltó Juanilla aterrada, creyendo ver salir debajo de ella al señor más rico y enojón del pueblo. Pero en vez de él salió un ser delgado y tenue, muy blanco, y con manos, pelo y pies de espigas. Se estiró largo rato ante los ojos asombrados de Juanilla, haciendo crujir la fina paja de su cuerpo. Murmuró con voz cansada: —0h, ¡qué pesada eres! Y como Juanilla siguiera mirándolo, como no creyendo lo que veía, continuó: —No me mires así, impertinente. Soy el príncipe de los genios de la paja. Dime, ¿con qué permiso tomas por asalto mi castillo? Miró Juanilla alrededor suyo y vio que aquella parva de paja no era una parva sino un hermoso, dorado y crujidor castillo. —Yo no sabía que era castillo esto — murmuró. El genio palideció aún más y dijo fría- mente: —Entra y verás. Se abrió frente a ellos una puerta toda de paja y el genio dio un empujón tan fuerte a Juanilla, que la pobre no tuvo más remedio que entrar. Y también a empujones la llevaron a través de largos corredores y salas doradas. Bajó muchas escaleras y subió a muchas torrecitas de fina paja. Por todas partes se sentían armoniosos crujidos y un delicioso olor a trigo. Todo era tan bonito y curioso, que Juanilla no se dio cuenta cómo llegaron a una gran sala llena de genios, que tenían manos, pelo y pies de espigas. Cuando se inclinaron ante su príncipe, crujieron dulcemente y entre chocaron las cabecitas pálidas de sus espigas con sonido de campanitas. Juanilla se acordó entonces de sus monedas y las hizo sonar en el bolsillo. Los genios la miraron con enojo y la hicieron callar con un crujido seco. Mientras tanto, avanzó el príncipe hasta un sillón hecho de teatinas y se sentó majestuosamente. Hizo callar a unos granos de trigo que jugaban escondiéndose en los cuerpos vacíos de unas cañas. Cuando todo estuvo en silencio, oyéndose sólo el crujir de las paredes del castillo, el príncipe habló, mirando duramente a Juanilla: — ¿Qué tienes en ese canasto? Juanilla se acordó de sus tres panes, blancos y tiernos, y se quedó callada, temblando de espanto. — ¿Que no has oído? —gritó el príncipe, cada vez más agitado, crujiendo todo su cuerpo fríamente. —Tengo pan —contestó entonces Juanilla, con timidez. —Ah! ¡Pan! Era lo que yo temía desde que sentí el olor que salía de tu canasto. Olor a trigo molido, deshecho. ¡Genios! —continuó con voz terrible—, miren a la que destruye a nuestro protegido, el pueblo del trigo, a la que hace llorar de pena a las espigas, al ver como muelen a sus hijitos trigos en los negros molinos hasta convertirlos en harina; a la que vigila el pan mientras se cuece en el horno, para venderlo después en el pueblo. ¡Registren sus bolsillos! Encontrarán las monedas que ha ganado a costa de nuestros protegidos. Todos los genios se abalanzaron sobre Juanilla para quitarle su ganancia. Se defendía la pobre como podía, a mordiscos y patadas. De pronto uno de los genios le tiró la pequeña trenza. Juanilla lanzó un grito tan agudo, que la mitad de la sala se derrumbó crujidoramente, envolviendo en una red de paja a Juanilla y los genios. Un polvillo fino y asfixiante salió de todos los rincones y Juanilla se empezó a ahogar. Mientras tanto, el príncipe miraba desde su sillón dorado, aspirando con delicia aquel “rapé” que de un modo tan práctico se ofrecía a sus narices. Poco duró su contento; en el momento menos pensado, sin que nadie supiera cómo, apareció una brillante Llama riendo a carcajadas y gritando: —Mírenme, mírenme. Montones de paja. ¿Todavía piensan ahogar a una pobre niña porque trabaja y se gana unas pocas monedas? El príncipe se puso más pálido que la nieve y las espigas de sus manos empezaron a entrechocar produciendo un sonido como el de la lluvia menuda al caer entre las hojas de un árbol. —Genios, desahoguen a la niña. Era sólo una broma, Llama; tú comprendes, no hay que tomarlo tan a lo serio. —Hipócrita —chilló la Llama—, hace tiempo que mereces un castigo por tu orgullo y tu poca misericordia con los que tienen menos poder que tú. Bien sabes que el trigo está dichoso de convertirse en harina en los molinos negros y cocerse en los hornos para ser vendido en el pueblo. Bien sabes también que si no fuera así, se pudriría en los campos y los niños vagarían muriéndose de hambre, Ahora ya no espero más. Tú y tus genios morirán en mis manos. Juanilla, mientras tanto, había vuelto de su ahogo y miraba la escena con asombro y miedo. Vio cómo el príncipe suplicaba, y cómo la Llama, sin hacerle caso, agitaba sus manos, llenando de chispas toda la sala. Una de las chispas cayó en el vestido del príncipe y lanzó un grito tan terrible, que Juanilla se desmayó de susto. Cuando volvió en sí, se encontró corriendo hacia su casa, mientras en la granja del señor más rico y enojón del pueblo se quemaba la parva de paja. En su bolsillo tintineaban las monedas que tantos sustos y desmayos le habían costado; de su brazo colgaba el canasto con los tres panes. “Qué cosas tan raras suceden en las parvas de paja”, pensó. “Ya no me atreveré a vigilar el pan en el horno, ni a venderlo en el pueblo”. Cuando llegó a su casa, era cerca de mediodía. La abuela estaba preparando el almuerzo y Juanillo flojeaba sentado en el sillón. La niña sacó las monedas y las puso triunfante sobre la mesa. Un rayo de sol que entraba por la diminuta ventana las hacía brillar como piedras preciosas. La abuela y Juanillo se acercaron a mirarlas, pero en ese momento se oscureció la pieza y oyeron una voz gastada y chillona: —A ver, a ver esas monedas... Las he visto desde el camino y su brillo me ha llamado. Pásenmelas. Se dieron vuelta asombrados y vieron con horror que era la vieja Pobreza: cuando entra a una casa, no sale sino a fuerza de muchos trabajos. —Qué bien se está aquí —continuó chillando— . Juanillo es un flojo, Juanilla ya no vigilará el pan en el horno, ni querrá venderlo en el pueblo de miedo a las parvas de paja. Y la abuela está vieja, no podrá moverme de su sillón. Se apoderó de la casa, con todo lo mejor. Para ella hubo de ser la manta más abrigadora, la comida más nutritiva y la alegría de Juanillo y Juanilla. La gente del pueblo tuvo miedo de pasar frente a la casa. Dejaron de comprar el pan y el queso que la pobre abuela salía a vender. Todo hubiera seguido igual, si un día... Era otoño. El viento helado bajaba de vez en cuando hasta el pueblo. Todo empezaba a emigrar: los pájaros, las hojas secas, los rayos calientes del sol y las flores. Los bosques amarilleaban sobre el fondo oscuro de las montañas y los álamos repartían sus hojas, tirándolas por el camino, como si „fueran monedas de oro. Salió Juanillo muy de mañana, con las tres cabras hacia el cerro del frente. Llevaba en sus bolsillos dos pedazos del pan que la abuela amasara el día anterior. Las hojas secas crujían bajo sus pies y un vientecillo helado le enrojecía la nariz. Cuando hubo subido lo suficiente como para sentirse cansado, se sentó en una piedra, bostezando, sin preocuparse de si las cabras seguían o no trepando. Pero no fue mucho lo que descansó; algo muy agudo le dio un picotón que lo hizo saltar y chillar de dolor. Examinó la piedra por todos lados y encontró incrustada en ella una cosa redonda y movible. —Qué cosa más rara Parece un ojo. — ¿Y qué crees tú que es, ignorante? —gruñó una voz baja desde el fondo de la piedra. — ¿Quién habla? —preguntó, asustado. — ¡Qué tonto eres! ¡Quién va a hablar sino yo, la piedra! — ¿Y de cuándo acá las piedras tienen ojos y voz? —volvió a preguntar, incrédulo. Entonces un coro de risas estalló a su alrededor. Vio que cada piedra tenía un ojo redondo y burlón, que lo miraba fijo. Juanillo no sabía qué cara poner. Se daba vueltas, cogía ramitas y mordisqueaba el pan de la abuela. Por último no pudo más y gritó: — ¿Quieren hacer el favor de no mirarme más? Yo no tengo nada raro. Vuestros ojos redondos y fijos me molestan. Las piedras se rieron y se levantaron de pronto, ágiles como si fueran espumas de agua, y empezaron a bailar una ronda alrededor de Juanillo. Sus voces profundas y bajas cantaban una monótona canción: Juanillo es muy raro: le pesan las piernas, le pesan las manos. Se lleva en los cerros, flojeando, flojeando, cansado, cansado. Nosotras las piedras siempre lo miramos, pensando que el pobre Juanillo es muy raro: le pesan las piernas, le pesan las manos. —A mí no me pesa nada —gritó Juanillo, muy enojado—. Además cuido las cabras, lo que en realidad es un gran trabajo. Las piedras no se dignaron oírlo; siguieron cantando y bailando hasta despertar los ecos de las quebradas, los que repitieron interminablemente la canción. Entonces Juanillo se asustó. Tapándose los oídos, lloriqueó: —Lo que ustedes dicen es verdad. ¡Prometo no ser flojo! Ayudaré a la abuela y a Juanilla. ¡No canten, por favor, esa canción horrible! Un peñasco negro con barbas de musgo, que llevaba la voz baja, se compadeció del pobre Juanillo e hizo callar a las piedras. — Veo que por fin has entrado en razón — retumbó----. . Pero ¿sabes tú lo que es trabajar? Juanillo se miró los zapatos, avergonzado de no saberlo. —No te aflijas por tan poco. Yo te mostraré dónde puedes aprenderlo —murmuró con suavidad el peñasco. Lo miró Juanillo, pensando que a pesar de ser tan duro, su corazón era suave y blando como la nieve recién caída. Y entonces vio que se abría en la corteza negra una misteriosa puerta. —Entra, no tengas miedo —crujió. Juanillo dio unos pasos y se encontró en una bóveda inmensa, iluminada apenas por grietas, que se comunicaba con otras muchas bóvedas, de modo que caminando por ellas se podía dar la vuelta al mundo por debajo de la tierra. — ¿Qué es esto? —preguntó. —Los antros misteriosos de la buena tierra — contestaron muchas voces delicadas—. Aquí nosotras las semillas trabajamos. Por favor, no hables mucho, porque podemos malograrnos y nunca veremos la luz del sol. Juanillo se paseó en puntillas, mirando el trabajo maravilloso delas semillas. Unas eran grandes y blancas, otras pequeñitas como cabezas de alfiler. Delgados hilos de agua las humedecían para que pronto germinaran. Algunas murmuraban lo que serían cuando salieran al sol. Y Juanillo oyó lo que decía una semilla de rosa: —Dentro de mí duerme un pequeño rosal. Cuando sea el tiempo, abrirá sus pequeños brazos verdes. Rompiendo la delicada corteza de mi cuerpo, y subirá hasta la superficie de la tierra. Allí el viento, que canta canciones de vida, lo mecerá dulcemente y el sol lo hará crecer para que dé en primavera unas bellísimas rosas blancas. Mientras tanto, yo me transformaré en raíz y bajaré buscando hilos de agua, para que suba verde y fresco este rosal que duerme ahora, pequeñito, dentro de mí Juanillo pensó que todo aquello era maravilloso: el trabajo paciente de las semillas transformaba sus pequeños cuerpos redondos en flores y frutos, y en ásperas raíces buscadoras de hilos de agua. —Si yo trabajara, ¿cuántas cosas también maravillosas saldrían de mis manos? Apenas llegue a casa, iré a ver a don Pata de Palo para que me enseñe un trabajo. —Cállate, por favor —suplicó en ese momento una semilla—; el pequeño arbusto que tengo dentro de mí empieza a abrir sus brazos. Juanillo vio cómo, con leve crujido, se rompía la corteza y salían dos hojitas verdes. — Saludos para el sol y el viento —murmuraron las demás semillas. Y las pequeñas hojas desaparecieron lentamente, subiendo hacia la superficie. Juanillo pensó que ya había visto bastante y se dirigió a la puerta para salir. Le costó mucho encontrarla y abrirl4. Cuando salió, por fin, a la luz del sol, todo le pareció tan lindo y claro, que se puso a cantar. Y como era ya cerca de mediodía, bajó corriendo con sus cabras por el camino lleno de hojas secas hasta su casa. La abuela lo miró extrañada, porque Juanillo, desde que la Vieja Pobreza se sentara en el sillón, no había cantado. —Abuela —le murmuró al oído—, iré donde don Pata de Palo para que me enseñe a trabajar. He estado en los antros misteriosos de la tierra. Allí las semillas maduran y estallan, y se transforman en plantas y raíces. Si hubieras oído lo que murmuraba una semilla de rosa... Pero la abuela no entendió lo que decía Juanillo y lo miró extrañada. — ¿Vas a trabajar? —Eso es lo que te estoy diciendo, abuela —rió Juanillo—. Desde mañana iré donde don Pata de Palo para que me enseñe un trabajo. Cuando Juanilla supo la buena nueva, se puso a cantar también porque la Vieja Pobreza saldría pronto de su casa. Y corrió a burlarse de ella. La Vieja la escuchó tranquilamente un rato; luego se puso a lanzar graznidos, que era su forma de reír. — ¡Qué ingenua eres! —chilló—, no me iré nunca. Juanillo tendría que trabajar de la mañana a la noche y no lo creo capaz. Y tú, queridita, tendrías que volver a vigilar el pan y salir a venderlo en el pueblo. Y tampoco creo que seas capaz. Tienes demasiado miedo a las parvas de paja. Juanilla bajó la cabeza,- avergonzada. ¿Cuándo dejaría de ser cobarde y de tener miedo a unas tontas y crujidoras parvas de paja? Los genios se habían quemado, ya nada podían hacerle. “Mañana seré valiente y saldré con la abuela a vender el pan”, pensó. Así fue: al otro día muy temprano, salieron de la casa Juanilla, Juanillo y la abuela a sus respectivos trabajos. La Vieja Pobreza se quedó sola, temblando, envuelta en la manta más abrigadora, pensando que pronto tendría que salir de aquella casa, donde estaba tan acostumbrada. —Si la hermana Flojera volviera a amarrar las manos de Juanillo y si el hermano Miedo apretara otra vez el corazón de Juanilla... — murmuró. Pero la Flojera estaba bostezando, vencida, en el fondo de las quebradas y el Miedo se había escondido entre los bosques amarillentos de las montañas. Una pequeña esperanza quedó, sin embargo, en el corazón helado de la Vieja Pobreza. Y esperó ansiosa la llegada de Juanillo. Cerca de mediodía se sintieron sus pasos contentos y livianos. La esperanza de la andrajosa anciana disminuyó. Juanillo entró silbando porque don Pata de Palo había accedido a enseñarle a fabricar canastos, a cambio de unas pocas monedas. La Vieja Pobreza, para disimular su miedo, se rió de él, murmurando: — ¿Crees que con hacer canastos me echarás de aquí? ¡Qué ingenuidad! Y graznó largamente. Juanillo no le hizo caso y se sentó a esperar a la abuela. Al poco rato se sintieron sus pasos, seguidos de los de Juanilla, que venía alegre porque las parvas de paja estaban en las bodegas, enfardadas. La Vieja Pobreza perdió toda esperanza, pero decidió ponerse firme en el sillón de la abuela y tratar de desalentar a Juanillo. Sin embargo, el niño fue todos los días, después de dejar las cabras en los cerros, a casa de don Pata de Palo. ¡Era tan fácil y divertido entretejer los mimbres! ¡Daba tanta alegría ver cómo se iban formando los canastos! Juanilla había juntado, mientras tanto, las monedas que su hermano necesitaba para el pago de sus clases. Cuando estuvieron terminadas, el muchacho se dirigió donde la Vieja Pobreza, que se balanceaba intranquila en el sillón. — ¡Ya puedes ir saliendo! —le gritó—; deja pronto el sillón de la abuela. Ella lo necesita más que tú, vieja haraposa. Y deja también esa manta antes de que se apolille sobre tus rodillas. La Vieja Pobreza se puso roja de ira, pero lo disimuló riendo como loca y aullando: — ¡La prisa que trae el jovenzuelo! ¿No sabe que la gente del pueblo no le comprará los canastos, porque tiene miedo de que yo mande unos harapitos por sus casas? Juanillo palideció, comprendiendo que la Vieja tenía razón. Dio media vuelta y salió con el cabeza bajo, desalentado y triste. Las últimas hojas secas crujían y volaban a su alrededor, murmurando que el viento se las llevaba en sus manos volanderas a un país lejano y maravilloso. Juanillo las hizo callar, dándoles un manotón. Las hojas, que tienen mucho amor propio y poco seso, enrojecieron aún más y formaron un remolino a su alrededor, aturdiéndolo con sus chirridos y aletazos. Juanillo corría desesperado, sin poder desprenderse de ellas. No tuvo más remedio que volver a su casa, pensando que allí no entrarían. Pero se equivocó, porque se metieron junto con él, rechinando. La Vieja Pobreza, que había recuperado su buen humor, rió de la escena y gritó: — Me alegro que traigan a Juanillo a casa, viejas harapientas. Al oírla, las hojas giraron, pálidas por el insulto. — ¿Viejas harapientas nosotras? —gritaron—. Ya verás lo que cuesta reírse de las hojas secas. Y se abalanzaron sobre ella furiosas, como una pequeña tromba roja y crujidora. Formaron tal alboroto a su alrededor y levantaron tanto polvo, que tuvo que dejar el sillón de la abuela y salir corriendo de la casa. Juanillo vio cómo se perdía, a lo lejos; en el camino, agitando los brazos, envuelta en una nube de incansables hojas secas. Su alegría, entonces, fue tan grande, que a gritos recorrió el pueblo, contando que la Vieja Pobreza por fin había salido de su casa. — ¡Cierren ahora las puertas y no la dejen entrar! Anda suelta por el camino, agitando los brazos, rodeada de hojas secas. La abuela y Juanilla oyeron sus gritos y corrieron al sillón. Al verlo vacío, se abrazaron felices, sintiéndose por fin tranquilas y seguras. La abuela se sentó a descansar y Juanilla la envolvió en la manta. Aquella noche no hubo casa más alegre en todo el pueblo que la de ellos. Alrededor del brasero, soñaron de nuevo Juanilla y Juanillo, y la abuela adormilada volvió a pensar en su chacrita. Hasta las tres cabras, en el sucio cortijo, se agitaron retozonas. Y la vida siguió deslizándose, hasta que un día… Era invierno. Colgaba la nieve de las cumbres de las montañas. El viento vagaba helado y feroz por las quebradas y el pueblo. Llovía a menudo y los braseros estaban siempre brillando en todas las casas. El río venía espumoso y agitado, y las vertientes heladas brillaban como espejos. Juanillo y la abuela se levantaron muy temprano, a pesar del frío. Cargados de canastos, partieron rumbo a Puente Alto. Es el pueblo más adelantado y rico del valle del Maipo, porque está más cerca de Santiago que los demás. Tiene una hermosa fábrica de papel: sus altos edificios y chimeneas presiden su vida, midiendo las horas con el traquetear de sus máquinas y el ronco llamado de la sirena, que anuncia las entradas y salidas de los obreros. La abuela pensaba que allí podrían vender a muy buen precio los canastos de Juanillo; juntando esta ganancia con otra, tendría en primavera lo suficiente pan comprar semillas y cumplir al fin su sueño dorado: ver crecer una chacrita alrededor de su casa y poder decir a los vecinos que los choclos estaban muy granados, y que las lechugas tenían un tierno y hermoso color verde. Juanilla, mientras tanto, se había quedado en casa y esto la tenía muy enojada. Antes de salir, la abuela le encargó que barriera muy bien los rincones; que a mediodía se preparara un pequeño almuerzo; que tratara de aprender el abecedario, porque en primavera iría a la escuela; ¡y que no saliera por nada de la casa Juanilla prometió de mala gana cumplir con todo; pero apenas la abuela se perdió a lo lejos en el camino, empezó a pasearse furiosa por las tres piezas de la casa, murmurando: —Qué se ha creído la abuela que soy yo? Me manda a barrer todos los rincones y prepararme el almuerzo; como si fuera poco, tengo que estudiar y quedarme encerrada mientras Juanillo va a Puente Alto porque ha hecho unos horribles canastos. ¡Ah, no! Haré lo que me dé la gana, para eso me han dejado sola. — Juanilla —murmuró en ese momento la escoba, que la miraba desde un rincón—, no seas envidiosa; haz lo que la abuela te manda. Es invierno y ella no llegará hasta mañana. Los duendes acechan a los niños porfiados detrás de las puertas. — ¡Qué sabes tú de duendes! —gritó Juanilla, cada vez más enojada—. Me iré a almorzar donde la señora Candelaria, amiga de la abuela. Y no creas que barreré ni un pedacito de rincón. Dando media vuelta, salió muy tiesa hacia la casa de doña Candelaria. Esta señora vivía sola a un extremo del pueblo y tenía fama de bruja. De esto no se acordó Juanilla en su enojo. El día estaba muy frío y nevaba en los cerros próximos a El Canelo. Un viento helado silbaba tristemente a lo largo del camino y Juanilla tenía que sujetarse los vestidos para que no volaran. Todas las casas tenían las puertas cerradas y a través de las pequeñas ventanas se veía el fuego de los braseros. Juanilla empezó a arrepentirse de haber salido, pero ya era demasiado tarde: en ese momento llegaba frente a la casa de doña Candelaria, que le hacía señas para que entrara. Así lo hizo Juanilla, pensando que al menos habría un buen fuego donde calentar sus manos y sus pobres pies. Pero se equivocó: doña Candelaria estaba acostumbrada al invierno y no tenía ni siquiera brasero. En cuanto a la comida, la hacía debajo de un techado lleno de hoyos, por donde goteaba la neblina y ensayaba sus mejores silbidos el viento. Allí tuvo que acompañarla Juanilla, mientras encendía un diminuto fuego y ponía sobre él una cacerola llena de agua y papas sin pelar. — Hijita —suspiraba doña Candelaria, hundiendo su picuda nariz entre el humo—, la pobreza y el reumatismo me tienen acabada; disculparás este almuerzo, tan pobre para tus dientecillos golosos y firmes. Lo acompañaremos con un traguito de vino que nos hará entrar en calor. Juanilla abrió los ojos, porque ella nunca había oído que las mujeres, y sobre todo las viejas, tomaran siquiera una gota de vino. La abuela decía que el vino se subía a la cabeza, haciendo enrojecer la nariz y decir muchas tonteras. Pero ya que hacía entrar en calor, ello lo tomaría feliz. Doña Candelaria la miraba de reojo, sonriéndose de las caras que ponía porque le había ofrecido un traguito de vino. Cuando las papas estuvieron cocidas, las echó a un plato y entre las dos empezaron a descuerarlas. —Esta mañana, al alba, pasó una tribu de duendes frente a mi casa —dijo de pronto doña Candelaria—. Al pasar, me rasguñaron la puerta, diciéndome que tú vendrías a almorzar conmigo. Juanilla sintió un escalofrío de miedo, acordándose de las palabras de la escoba. — ¿Y cree usted que saben también que la abuela no llegará hasta mañana de Puente Alto? —Ellos todo lo saben. Apenas el invierno cuelga su manta de nieve en las cumbres de las montañas, salen de las quebradas oscuras e invaden el pueblo. Se esconden en todos los rincones, acechan detrás de todas las puertas y en las noches brillan sus ojos pequeños junto a los braseros. “Juanilla — continuó la vieja con voz misteriosa—, tranca bien tu puerta esta noche y cierra firmemente las ventanas, porque pueden hacerte daño al saber que estás sola. —Sí —murmuró Juanilla, temblando—, trancaré bien la puerta y cerraré con firmeza las ventanas. Doña Candelaria molió las papas y les echó un poco de sal; como gran lujo, agregó tres gotas de aceite. Juanilla comió sin apetito, porque el miedo le tenía apretada la garganta. Para colmo de desdichas, pasado el mediodía empezó a llover tan fuerte y continuadamente, que el camino se convirtió al poco rato en un río. Doña Candelaria ofreció, como prometiera, un vaso de vino a Juanilla y ésta se lo tomó de un sorbo, sintiendo que su garganta se quemaba y que no podía respirar. Un calor sofocante invadió todo su cuerpo y pensó que su nariz debía estar muy colorada. “Se me subió el vino a la cabeza”, pensó. Y temiendo que doña Candelaria lo notara, se levantó para irse, agradeciendo su bondad. La vieja se sobó la nariz complacida, y dejó a la niña en la puerta, recomendándole que se fuera corriendo para que no pescara algún resfrío. Juanilla no necesitó semejante consejo; se lanzó camino adelante, entre resbalones y mojaduras, sintiendo un horrible mareo que le impedía ver claro. — ¿Para qué tomaría vino yo? La abuela siempre ha dicho que es un líquido embrujado — murmuraba. Llegó por fin a su casa y encontró la puerta abierta. Esto le pareció algo raro, pero no le dio importancia. La trancó bien y a tropezones encendió el brasero. Con gran trabajo consiguió sentarse en el sillón de la abuela y, apenas hubo recostado la cabeza en el respaldo, se durmió. La lluvia golpeteaba el techo con rumor de cascada. El viento aullaba como perro herido y los tres alamitos, junto a la casa, parecían arcos de mimbre. Juanilla seguía durmiendo, soñando con los pequeños ojos brillantes de los duendes y con la picuda nariz, enrojecida por el vino, de doña Candelaria. Cuando despertó, era de noche y el brasero se había apagado. Ya no llovía, pero en cambio el viento seguía agitándose y remecía la puerta angustiadamente. Juanilla se apresuró a encender de nuevo el brasero, sin atreverse a mirar a su alrededor de miedo a ver algo. Como los remordimientos no la dejaban tranquila, decidió barrer los rincones. Cogió la escoba, pero todo estaba limpio y brillante. — ¿Quién ha barrido tan bien los rincones? — preguntó, asombrada. —Los duendes —contestó la escoba—. Apenas tú saliste, entraron ellos y acababan de irse cuando entraste de vuelta. Juanilla la dejó en un rincón, pensando que los duendes no volverían, porque para eso había trancado bien la puerta. Sus vestidos estaban todavía húmedos y la pequeña trenza colgaba a su espalda, lacia como cola de ratón. Se sentó muy cerca del brasero para secarse. Cogió el abecedario y empezó con voz monótona a nombrar las letras: —A, B, C, D...Pero algún fuerte remezón en la puerta la interrumpía y tenía que volver a empezar: —A, B, C, D... De pronto las letras saltaron de la página aburridas de oírse nombrar sin ningún provecho. — ¿Para qué nos llamas? —preguntaron. Juanilla no halló qué decir, porque es tan raro que las letras hablen y caminen como personas. — ¡Qué tonta eres!—gritaron—. Para aprendernos, tienes que abrir una puertecita en tu cabeza y nosotros nos iremos metiendo y miraremos los libros por tus ojos. Entonces, cuando vayas a la escuela, sabrás leer. Juanilla pensó que tenían razón, pero no sabía cómo abrir una puertecita en su cabeza. — Piensa lo que somos —dijo una A muy abierta y redonda. —Tú eres la letra A —repitió, obediente, Juanilla. Así fue nombrando todas las letras, que se iban tendiendo en orden sobre la página del libro. Cuando terminó, sintió la cabeza pesada y pensó, feliz, que las letras debían estar mirando por sus ojos, listas para leer cualquier libro. Cerró el abecedario y decidió acostarse. Echó más carbón al brasero y estrujó su pequeña trenza. Se metió a la cama con un suspiro. Hacía mucho frío y tal vez nevara durante la noche. “Ojalá los duendes se hayan olvidado de mí”, pensó tratando de dormirse. Desde la cama veía brillar el brasero; en la penumbra divisaba el sillón de la abuela, balanceándose silencioso, con los brazos extendidos como acusándola. Juanilla se tapó la cabeza y trató de no acordarse de lo que había hecho en el día. Era inútil. A cada rato se le aparecía la roja nariz de doña Candelaria y oía sus palabras: “Esta mañana al alba pasó una tribu de duendes frente a mi casa... Tranca bien tu puerta esta noche y cierra firmemente las ventanas, porque pueden hacerte daño al saber que estás sola”. ¡Si no crujiera tanto la casa y se callara un poco el viento, podría dormirse! De pronto, como accediendo a su mego, el viento se calmó y cesó de agitarse la puerta. El brasero se puso a chisporrotear de un modo tan familiar, que Juanilla se tranquilizó, adormilándose. Pero no habían pasado dos segundos cuando se sintió violentamente sacada de la cama y empujada por pequeñas manos invisibles hacia los rincones. Agudas risas y ojillos brillantes como brasas salían de todas partes y la perseguían igual que alfileres. —Te robaremos el alma y la colgaremos a la entrada de nuestras quebradas oscuras — chillaban. “Son los duendes”, pensó aterrada Juanilla. Desprendiéndose de las pequeñas manos, corrió hacia la puerta y huyó a través de los campos. Si el viento y la lluvia habían cesado, en cambio caía silenciosa y liviana la nieve. Los duendes la seguían de atrás, chillando, con los ojillos rojos y agitaban unos faroles de luces fantásticas. El frío se clavaba en sus pies y en todo su cuerpo como si una rama de espinos la envolviera. — ¡Ya me alcanzan, ya me alcanzan! — sollozaba, y el miedo la hacía volar sobre la nieve. Tanto corrió, que los duendes se cansaron de seguirla y se devolvieron a sus escondrijos. Juanilla vio cómo desaparecían entre la nieve sus faroles y sus ojos chispeantes. Volvió a través de los campos y entró a la casa, temblando. Cerró bien la puerta y corrió a acurrucarse en la cama. Lloró largo rato y juró que en adelante sería obediente y trabajadora. ¡Si la abuela supiera lo de los duendes!... Pero ella tendría buen cuidado de no decírselo. Apenas el día asomó sus luces blancas por las rendijas de la ventana, Juanilla empezó a vestirse. Vio que había nevado mucho y el frío era terrible. Pensó que la abuela y Juanillo querrían tomar algo caliente cuando llegaran y encendió el brasero, llenó la tetera con agua y la puso al fuego. Mientras hervía, cogió la escoba y empezó a barrer con gran dedicación. Cuando llegara la abuela, todo estaría tan ordenado y limpio, que no se le ocurriría pensar que ella hasta había tomado vino el día anterior. ¡Malvada señora Candelaria! Con razón tenía fama de bruja. ¡Nunca más pisaría ni el camino frente a su casa! De pronto sintió que la tetera empezaba a hervir. Cuando se acercó para quitarla un poco del fuego, saltó la tapa lejos y se asomó por ella la cabeza de una curiosa y diminuta viejecilla, que, después de guiñar los ojos, se puso a cantar con aguda voz una canción, cuya letra era más o menos así: Una noche muy negra y todita nevada a la pobre Juanilla, por porfiada y por mala, los duendes la sacaron de su camita blanca y corrieron tras ella para robarle el alma. Y la pobre corría a patita pelada, a través de la nieve más allá de su casa. De vez en cuando daba un agudo chillido y los duendes reían con sonido muy fino. Y corrió tan ligero la pequeña Juanilla, que dejó atrás el viento. Y los duendes, cansados, a sus frías guaridas chillando se volvieron. Sus faroles de luces daban mucho, mucho miedo. Y la pobre Juanilla caminó muy despacio, a patita pelada hasta su cama blanca; y allí acurrucadita, lloró muy asustada. Y nunca más fue mala, ni tampoco porfiada. La viejecilla hizo una reverencia y guiñó otra vez los ojos. — ¿Te ha gustado mi canción? — preguntó burlonamente—. Se la cantaré a la abuela. De este modo no se engañará respecto a ti. —Viejecita de la tetera — suplicó Juanilla—, yo te prometo ser buena en adelante, pero no le cantes eso a la abuelita, porque me pegará con la escoba. — Bueno, bueno —gruñó la viejecilla— Tendrás que darme a cambio lo que ella te traiga. —Te daré todo lo que quieras — prometió Juanilla, a pesar de que su pequeño corazón se encogió de pena, pensando que la abuela le traería tal vez unos abrigadores guantes rojos, o alguna deliciosa torta de chocolate. La viejecita desapareció entre las burbujas riendo agudamente y la tapa volvió a colocarse en su sitio, como si nunca se hubiera movido. Juanilla siguió barriendo, rezando para que la abuela no le trajera nada. Al poco rato sintió los pasos apresurados de Juanillo y sus gritos, llamándola: —Juanilla, hemos vendido todo, todo y te traemos un regalo. Juanilla salió a recibirlo, fingiendo una gran curiosidad. — ¿Es una torta de chocolate, o unos guantes rojos? —preguntó. —Es... Son dos tortas, una de chocolate y la otra de manjar blanco —exclamó triunfante Juanillo. La niña se sintió desfallecer. ¡Dos tortas! Y ella no podría probar ni siquiera una miguita, La abuela llegó de atrás, con el paquete oloroso. Juanilla lo recibió sonriente y agradecida, mientras su pequeño corazón ya no resistía tamaño sacrificio. — Te has portado muy bien —dijo la abuela, examinando los rincones—. Parece que los hubieran limpiado los duendes. Juanilla no pudo menos que estremecerse y sonrió para disimular su miedo. — ¿Has estudiado el abecedario? —continuó la abuela. —Sí, y vieras tú qué fácil es abrir una puertecita para que las letras entren y miren los libros por nuestros ojos. La abuela no entendió muy bien lo que Juanilla le quería decir y pensó que sus nietos hablaban a veces como si vivieran en un mundo distinto. —Muy bien, entonces en la primavera próxima, cuando yo tenga plantada mi chacrita, entrarás a la escuela. Juanilla saltó de alegría, consolándose un poco de la pérdida de las tortas. ¡Por fin iría a la escuela! Tendría amigas y podría adornar su pequeña trenza con una gran cinta tricolor para las fiestas patrias, como todas las niñas que iban donde la maestra. Juanillo, mientras tanto; había ido a visitar sus pobres cabras, que se movían hambrientas en el cortijo. Les tiró un fardo de pasto seco para que se tranquilizaran, pensando que Juanilla se olvidaba siempre de darles de comer. Pasó la tarde, y aunque Juanilla esperó pacientemente, la viejecilla de la tetera no volvió a aparecer, ni reclamó de ningún modo las tortas. Sólo en el burbujeo del agua, la niña creyó escuchar su canción. Juanilla no se atrevió a comer los dulces y los regaló a Pedrucho y José, quienes los engulleron con tanta rapidez como asombro, ante el inesperado y desprendido gesto. La vida volvió a reanudarse tranquila y monótona, en espera de que llegara la primavera para poder de nuevo salir por el camino a recibir el sol y su alegría. La abuela sacaba cuentas sentadas en su sillón y Juanillo y Juanilla soñaban, mirando las luces rojas del brasero. Y todo siguió igual, hasta que un día... Era el comienzo de la primavera. Todo estaba cubierto de pasto brillante y nuevo. Los almendros tenían ya frágiles flores blancas y los duraznos estaban llenos de brotecitos rojos. El viento era suave y tibio, y el río venía grande y espumoso. Todavía colgaba de las montañas la nieve casi hasta El Canelo, porque el invierno había sido muy frío. Las quebradas empezaban de nuevo a cantar, al abrirse las vertientes heladas con la tibieza del sol. Era día domingo. La pequeña iglesia, escondida entre los árboles, agitaba sus campanas con inusitado brío, todo el invierno había estado quieta y abandonada. Una larga hilera de gente iba a la misa, llenando el camino de animación. La abuela y Juanillo eran los primeros, Juanilla, que desde el lunes anterior iba a la escuela y tenía amigas, se había quedado atrasada, barriendo. Colorada estaba la pobre, con la trenza agitada y medio deshecha; parecía que las pelusas y el polvo aumentaban a medida que barría. De pronto pasó frente a su casa Josefa, una de sus nuevas amigas, muy arreglada y buenamoza, camino de la iglesia. Al ver a Juanilla barriendo tan colorada y sucia, le gritó: — ¿Todavía no te has arreglado para la misa? Vas a llegar tarde. —Tengo que terminar de barrer —contestó Juanilla, avergonzada. —Yo que tú no permitiría que me trataran tan mal. Pareces una Cenicienta. En mi casa soy una verdadera reina, porque no me quedo con la boca cerrada como tú. Mira mis manos, qué lindas y cuidadas están. Juanilla se las miró con envidia, encontrándole toda la razón. —Espérame, voy contigo —contestó. —Oh, no —replicó Josefa haciendo un gracioso melindre, que dejó con la boca abierta a la ingenua Juanilla—. ¿Cómo puedes pensar que yo pueda llegar a misa junto con la Cenicienta? Y dando media vuelta, se alejó balanceándose sobre sus zapatos, los que, a pesar de su orgullo, tenían varios remiendos. Juanilla se sintió ofendidísima y, tirando la escoba a un rincón, corrió a arreglarse. —Josefa tiene razón, la abuela me hace trabajar como si yo fuera Cenicienta. Pero estoy en la escuela y tengo muchas amigas como para aguantarlo. Con aires de reina, se cambió el sucio delantal que tenía puesto por uno blanco y muy almidonado. Peinó su pequeña trenza y con la nariz más respingada que nunca, salió para la misa apresuradamente. Al rato sintió que alguien corría detrás de ella, arrastrando mucho los pies. Pero no se preocupó de averiguar quién era. Además, desde que se sentía tan importante, no daba vuelta la cabeza para ningún lado y así no veía que el sol brillaba tibio y dorado en las ramas brotadas de los árboles, ni que habían salido pequeñas flores a la orilla del camino. Llegó a la iglesia en el momento preciso en que el sacerdote subía al altar. Se dirigió muy tiesa al banco de la abuela, sintiendo que la persona que venía tras ella la seguía y se hincaba a su lado. Asombrada de semejante insistencia, se dio vuelta para ver quién era la impertinente y se encontró con su escoba, que tan tiesa como ella se preparaba a oír la misa. Estaba llena de pelusas y tierra, y Juanilla se sintió indignadísima. Toda la gente la miraba burlonamente y sus amigas empezaron a secretearse y a señalarla con el dedo, Esto no lo pudo soportar Juanilla y ordenó a la escoba, en voz baja, disimulando un gesto de ira: —Ándate a la casa, pronto. —No quiero —contestó la escoba lo más fuerte que pudo—; tú me has tirado de mal modo en un rincón, murmurando que no eras ninguna Cenicienta para estar barriendo en día domingo, sin fijarte que no era yo la culpable, sino tu gran amiga Josefa, que se cree tanto y tiene los zapatos rotos. Me quedaré a tu lado durante toda la misa, aunque te avergüences de mi compañía. Sin más, se paró junto al asiento de Juanilla, tiesa y seria, como corresponde a una escoba herida en su amor propio. Roja de vergüenza, Juanilla bajó la cabeza, perdiendo todos sus aires de reina desconocida. Más atrás, Josefa, también avergonzadísima, trataba de ocultar sus pies entre las polleras de su madre. El sol entraba por las ventanas, brillaba en el almidonado delantal de Juanilla y en el suelo de tablas sin encerar. Siempre con los ojos bajos, Juanilla pensaba: “He sido muy tonta. He soñado muchos años, junto al brasero, que soy una reina maravillosa que no ha oído nunca la palabra barrer, ni mucho menos lo que es pelar papas. Y hoy día por unas cuantas palabras de Josefa, me he sentido ofendidísima, como si en realidad hubiera sido la princesa de mis sueños. ¡Qué tonta he sido, Dios mío, perder tanto tiempo imaginando cosas inútiles! Yo creía que Josefa era como una princesa y ahora resulta que tiene los zapatos rotos. ¿Todas las princesas serán así? Prefiero ser siempre Juanilla, la de la trenza tirante y barrer los rincones de mi casa todos los días, antes que sufrir la vergüenza de Josefa. ¡Creerse princesa y descubrir que se tienen los zapatos rotos! Adiós, sueños del brasero. De aquí en adelante sólo pensaré en hacer fácil la vida de la abuela, que está ya bastante vieja para trabajar y molestarse por mí”. Después de tomar esta decisión, Juanilla se sintió feliz y levantó la cabeza para atender la misa. Ya no sintió vergüenza de la compañía de la escoba. Más atrás, Josefa también pensaba: “Hasta ahora, mis amigas han creído que yo era algo así como un princesa y me tenían en un alto pedestal para imitar todo lo que yo dijera o hiciera. Pero Dios ha castigado mi orgullo y lo desagradecida que he sido con mis padres, haciendo que una escoba llena de pelusas descubra que mi pedestal son unos zapatos rotos. ¡Dios mío, qué vergüenza! Juanilla será todo lo Cenicienta que se quiera, pero no corre el peligro de caerse de ningún falso pedestal”. Y siguió con la cabeza baja, porque su vergüenza y arrepentimiento eran demasiado grandes. Cuando terminó la misa, Juanilla se dio vuelta para salir junto con la escoba, pero con gran asombro y alegría vio que ya no estaba. “Me ha perdonado”, pensó. Salió al camino y vio el sol dorado y tibio, las flores que habían crecido junto al camino y su corazón se ensanchó. La llegada del sol y las flores con su alegre colorido distraen siempre de las pequeñas desilusiones. Se lanzó corriendo hacia su casa, con la pequeña trenza golpeándole la espalda. Vio que los tres alamitos, que en invierno se doblaran como mimbres, estiraban las ramas finas con delicia, porque pronto tendrían hojas con qué abanicarse en los días calurosos. El viento giraba alrededor de ellos lleno de alegría. Entonces Juanilla se puso a cantar. Entró a su casa y vio que la escoba estaba tal como ella la había dejado, tendida en el suelo. Se apresuró a levantarla con la intención de terminar de barrer las pelusas y el polvo intruso de los rincones, pero todo estaba limpio y claro, como lo estaba también la tierra. Miró a su escoba: —Eres muy buena, a pesar de ser simplemente una escoba. Me pagas el mal con bien. Has dejado todo más limpio de lo que yo lo pudiera hacer barriendo todo un año. —Si tú crees que soy una simple escoba, te equivocas. Lo que en mí llamas el mango, es de madera de álamo; y esta paja servicial es de “curahuilla”, planta sencilla como las cañas y el maíz. Tengo la frescura, el optimismo y la alegría de los álamos, y la ingenuidad de las cañas. He sentido correr la savia que iba a alimentar hasta las hojas más pequeñas. He sentido el abrazo del viento y el llanto de la lluvia. Tengo la huella de la vida impresa en cada partícula de mi cuerpo; porque he vivido simplemente, como los álamos y las cañas, siento la necesidad de ser buena. Juanilla pensó que las palabras de la escoba eran sabias. Se sentó con ella al borde del camino lleno de sol. —Cuéntame la vida de las cañas —pidió. La escoba permaneció un rato callada, recordando: —Las cañas vivían junto al río. Y el río era claro y limpio y estaba siempre copiando el cielo. Las cañas creían hallarse entre dos cielos: uno lejano y opaco, y otro que lamía siempre sus pies, brillante como un espejo. En él se miraban al llegar la mañana o en las noches de luna. El viento solía mecerse entre ellas; entonces sus cuerpos finos y huecos crujían dulcemente. Un día descubrieron en el cielo del río la fina hoz blanca de la luna nueva y se estremecieron asustadas, porque comprendieron que al término del verano se acercaría a ellas silenciosamente y las iría cortando una a una con su filo. Sus crujidos se hicieron dolorosos y el viento se entristecía al mecerse entre ellas. Y ésta es la historia de las cañas: pasar una primavera y un verano entre dos cielos, para que al final las siegue la hoz de la luna. En ese momento, la voz aguda de Juanillo llamó desde la casa: —Juanilla, ¿dónde te has metido, que no vienes a almorzar? Juanilla bajó del mundo extraño de las cañas y agradeció a la escoba la bondad y paciencia que tenía con ella. Después de almuerzo, la abuela se sentó en el sillón, junto a los álamos, para aprovechar el sol; Juanilla y Juanillo lo hicieron en unos pisitos bajos, a su lado. La abuela estaba de buen humor, porque pronto sería el tiempo de plantar la chacrita. Juanillo, en cambio, desde que fuera solo a vender sus canastos a Puente Alto, había perdido la alegría y pasaba silencioso, entretenido en quizás qué negros pensamientos. Mientras la abuela y Juanilla se imaginaban las finas acequias, llenas de agua clara de las quebradas, que rodearían rectas hileras de lechugas, porotos y choclos, él se mordía los dedos muy preocupados. De pronto dijo: —Abuela, cuéntame esa leyenda de Higueras Negras y esa otra de la bola de fuego que se echaba a correr por el cerro Purgatorio. —Pero ¿para qué quieres que te cuente unas leyendas tan tristes? —preguntó asombrada la abuela. —Porque sí, abuela —contestó Juanillo mirando al cielo, para no ver los intrigados y agudos ojos que se clavaban en él, —Bueno, hijo —murmuró al fin la abuela, arreglándose las faldas, como siempre que iba a contar algo misterioso. —La leyenda de Higueras Negras es la siguiente, así como me la contó mi abuela, y así como a mi abuela se la contó su abuela: “Aquella parte del camino entre La Obra y El Canelo estaba bordeada antiguamente de oscuras y frondosas higueras, a fines del verano y a principios del otoño, se llenaban de higos dulcísimos que goteaban miel. Los ricos señores que tenían fundos interminables por estos lados y todos los que pasaban por allí, se detenían a refrescarse y a llenarse los bolsillos de aquella fruta deliciosa que el camino regalaba. “Pero los bandidos no tardaron en aprovechar no sólo los higos, sino también la sombra oscura de las higueras. Se ocultaban con largos cuchillos colgados de sus cinturones y esperaban que se acercara el primer goloso. “La gente empezó a notar que todo aquel que pasaba por las higueras, al caer la tarde, amanecía al día siguiente asesinado y sin el dinero o la cosa de valor que llevaba encima. “En ese tiempo, todo se explicaba por terribles historias de brujas y encantamientos; en vez de pillar a los bandidos, empezaron a decir que aquella parte del camino estaba embrujada: nadie podía pasar por ahí sin caer en manos de un ser misterioso y sanguinario. “Las higueras empezaron a llamarse Higueras Negras. “La gente, aterrada, pensó hacer un rodeo por otro camino. Pero bruscamente, con la llegada del invierno y la caída de las hojas, los asesinatos cesaron. “Se vivió entonces con tranquilidad y se olvidaron poco a poco las terribles historias. “Sin embargo, con la vuelta del verano y de las hojas, cuando de nuevo las higueras lucían su sombra, se encontró el cuerpo mutilado de un arriero, que llevaba a engordar ganado cordillera adentro. Los animales habían desaparecido, pero se encontraron sus huellas atravesando el camino y subiendo por un angosto sendero hacia la Quebrada de las Culebras. Nadie se atrevió a seguirlas y las abuelitas se encerraron en sus casas a rezar interminables rosarios. “En La Obra vivía entonces un niño de doce años que, como tú, Juanillo, iba a los cerros a cuidar las cabras. “Un día, se distrajo con las historias que las nubes forman en el cielo y perdió sus cabras. Desesperado, se lanzó a buscarlas de cerro en cerro y lo pilló la noche en la quebrada misma de las Culebras. “Los leñadores que duermen en los cerros encienden apenas oscurece grandes fogatas, que parecen ojos mirando hacia el valle. Por eso el pastorcillo no se extrañó al divisar, en el fondo de la quebrada, un pequeño fuego. Hacia él se dirigió, pensando que las cabras, atraídas por la luz, estarían allí. Cuando estuvo cerca, le pareció muy raro sentir mugidos de vaca y relinchos de caballo. Se detuvo para escuchar un rato y decidió avanzar con más cuidado, por si acaso no fueran simples leñadores los que habían encendido el fuego. En realidad, no lo eran. Lo descubrió al poco rato, cuando escondido entre las ramas de un matorral, vio a los bandidos de las higueras, contando sus tesoros.” Juanillo, que había escuchado con los ojos muy abiertos, interrumpió a la abuela para preguntarle: — ¿Tenían piedras preciosas y montones de doradas monedas? —El jefe tenía una pequeña bolsa con piedras preciosas amarrada a su cinturón, mientras que los demás bandidos se repartían las monedas y las cosas de valor que habían robado —contestó la abuela, siguiendo después su leyenda de este modo: “El pastor se olvidó de sus cabras y sólo pensó en llegar pronto a su pueblo, para contar lo que había visto. “Al día siguiente, cuando cayó la tarde, salieron todos los hombres de La Obra y todos los hombres de El Canelo en dirección a la Quebrada de las Culebras, armados de hachas y cuchillos. “Cuentan que todos los ecos despertaron con los gritos de los bandidos y que ni uno solo quedó vivo. “Pero la maravillosa bolsita con piedras preciosas y los montones de monedas que habían robado, nunca se pudieron encontrar”. —Y ahora empieza la leyenda de la bola de fuego que se echaba a correr por el cerro Purgatorio —interrumpió Juanillo con los ojos brillantes. —Sí —respondió la abuela—, las dos leyendas están unidas y no se puede contar una sin la otra. Volvió a arreglarse las faldas y continuó: “Cuentan que los enanos que viven en los bosques de las montañas se apoderaron de los tesoros de los bandidos y los juntaron con los que ya tenían en el fondo de sus cuevas llenas de luces. “Pero los hombres no se contentaron con perder los tesoros y la ambición no los dejaba vivir. Se pusieron amarillos de tanto pensar en los reflejos del oro. “Para calmar su inquietud, empezaron a hacer excursiones a las montañas, cada uno por separado, pues tenían miedo de ellos mismos. “Un dorado atardecer de verano, apareció en la cima del cerro Purgatorio una bola de fuego y „dio muchas vueltas allá arriba. Cuando el sol desapareció detrás de los cerros más lejanos, rodó por un flanco de la montaña y cayó al río, quemando todo lo que encontró a su paso. “Los hombres, que estaban como locos, corrieron tras ella, gritando que era de oro fundido, y se ahogaron en el río. “Nunca nadie ha podido encontrarlos tesoros de los enanos, porque ellos los tienen ocultos en sus profundas cavernas llenas de luces. Si alguien atrevido pretende buscarlos, mandan ellos una bola de fuego a la cima del cerro Purgatorio para enloquecerlos”. Aquí la abuela lanzó un suspiro y se persignó devotamente, dando de este modo por terminada la narración de las dos leyendas. Juanillo entonces preguntó: — ¿Y crees tú que estas leyendas son ciertas, abuela? —Son tan ciertas como pueden serlo unas leyendas —respondió juiciosamente la abuela. Meditó un rato Juanillo, mordiéndose los dedos, y se levantó del pisito sin decir nada. Salió al camino y se alejó con la cabeza baja. — ¿Qué pensará Juanillo? —preguntó su hermana. : —Seguramente en la próxima venta de sus canastos —contestó la abuela, entristecida. Pero no era esto lo que pensaba Juanillo a lo largo del camino. Desde que fuera a Puente Alto y viera la ambición de los hombres, soñaba con ir a las montañas y encontrar los perdidos tesoros de los bandidos. La leyenda de la bola de fuego lo detenía, sin embargo, porque a cualquiera le da miedo enloquecer y ahogarse en el río. De pronto fue interrumpido en sus meditaciones por los gritos de Pedrucho y José, sus íntimos amigos. Los pobres tenían tan poco seso, que eran capaces de maltratar a Juanilla sin que se les ocurriera que Juanillo se podía ofender. Habían ido a la escuela dos años y nunca pudieron aprender ni siquiera el abecedario. Ahora estaban jugando con una sucia pelota y llamaban a Juanillo para que jugara con ellos. Éste accedió de mala gana, pegando un gran puntapié a la pelota; cayó dentro de la casa de Peta, señora que no admitía bromas que interrumpieran su ir y venir a través de la cocina, orgullo de su corazón. — ¡Miren al tonto! —gritó Pedrucho—. ¿Y ahora con qué vamos a jugar? — ¿Para qué quieren jugar a esa lata? —replicó Juanillo—. Mucho mejor es ir a las montañas y excursionar por los bosques en busca de nidos de pajaritos. —Nidos de pajaritos —dijeron al mis m tiempo, con voz despectiva, Pedrucho y José—. Ya estamos aburridos de eso. El año pasado recogimos tantos, que nos sirvieron de leña casi todo el invierno. Además nos da miedo encontrarnos con una “candelilla”. — ¿Candelilla? ¿Y eso qué es? —preguntó Juanillo. — ¿No sabes? Son las luces de los faroles de los enanos, que llaman entre las ramas y se apoderan de la gente para perderla entre las quebradas — explicó José, como muy entendido en la materia. — ¿Y has visto alguna? —siguió Juanillo, incrédulo. —Yo no, pero mi abuela dice que cuando ella era chica, vino una de esas luces hasta el pueblo y le alumbró el ojo. Por eso es tuerta —aseguró Pedrucho, dejando a José con la palabra en la boca. — Oye —volvió a preguntar Juanillo, insaciable—, ¿será verdad eso que cuentan de la bola de fuego que se echa a correr por la cima del cerro Purgatorio? — ¡Ésa sí que es mentira grande! —gritó José, sin poderse contener—. La abuela dice que cuando ella era chica... —Cállate —interrumpió Pedrucho, ofendido—, yo sé más que tú. La cuestión es que algunas abuelas dicen que es verdad y otras que no, de modo que no se puede saber nada; y como nunca ha vuelto a aparecer ninguna bola en ningún cerro, es de creer que si eso sucedió alguna vez, fue por casualidad. —Ah... — dijo Juanillo, dando media vuelta y echando a correr a su casa. — ¿Por qué te vas tan luego? —gritaron Pedrucho y José, asombrados. — ¿Qué les importa a ustedes? —contestó Juanillo, sin darse vuelta y sin parar de correr. Una vez en su casa, asombró a la abuela y a Juanilla con su prisa para sacar las cabras a dar un paseo por los bosques. —Pero, hijito, ya es muy tarde — dijo la abuela. — ¿Por qué no esperas a sacarlas mañana? — añadió Juanilla. —No —replicó Juanillo—, tiene que ser hoy mismo. Dame unos pedazos de pan, abuela, para comérmelos mientras suba. Viendo que era inútil tratar de impedir que saliera, la abuela y la niña bajaron la cabeza, pensando que Juanillo quería algo más que pasear a las cabras. Pero no se atrevieron a decirle lo que sospechaban, de miedo a que se enfureciera, ¡Estaba tan raro y tan pálido! Salió Juanillo con sus cabras corriendo hacia las montañas cubiertas de bosques. Al verlo pasar, Pedrucho y José le gritaron que tuviera cuidado con las candelillas. El muchacho rió, pues precisamente iba en busca de una. Trepó ágilmente por el senderillo casi cubierto de ramas, debido a que hacía mucho tiempo que nadie subía por él; no tardó en perderse en los bosques con sus cabras. Miles de pequeños caminos partían en todas direcciones; Juanillo no sabía cuál elegir. Por fin se fue por uno que subía recto entre los troncos musgosos y retorcidos. Las cabras se quedaron atrás, mordisqueando flores de yuyo. ¡Eran tan bonitos los bosques! Juanillo sentía que sus pies se hundían en la profunda capa de hojas secas que se había ido formando desde quizás cuántos años. Las ramas le rasguñaban la cara y las piernas, y las ortigas le dejaban rojas y ardientes ronchas. El sol lo miraba con rayos oblicuos desde la montaña del frente y ponía curiosas sombras en la tierra. Los pájaros, contentos con la llegada de la primavera, se aprontaban a acurrucarse en sus nidos apenas el sol se fuera. Un airecillo húmedo subía del fondo de la quebrada, junto con el fresco cantar del agua de alguna oculta vertiente. De vez en cuando despertaban pequeños ecos con el silbido extraño y triste de las “turcas”, o con el crujido seco de alguna rama. Los grillos saltaban atemorizados a sus pies, chirriando agudamente; sus manos se enredaban en alguna pegajosa tela de araña, tendida con toda mala intención entre dos ramas. Subió mucho, mucho. Al fin llegó a una especie de explanada llena de árboles y allí se sentó a descansar. Sacó un pedazo de pan relleno con queso de cabra y empezó a comerlo a grandes mordiscos. ¡Qué hambre tenía con la subida! Las cabras debían estar mucho más abajo, acurrucadas junto a alguna piedra, rumiando todavía flores de yuyo. El sol ya no lo miraba desde la montaña del frente. “Debe estar hundiéndose en otras montañas más bajas — pensó—; la cumbre del cerro Purgatorio se verá roja y brillante. La abuela empezará a preocuparse al no verme llegar, pero yo me quedaré aquí hasta la noche, esperando que aparezca alguna candelilla. Correré tras ella para encontrar las cuevas llenas de luces de los enanos y colgaré de mi cinturón la bolsita llena con piedras preciosas. Entonces seré muy rico y mi casa será la más linda del pueblo.” Poco a poco el cielo fue perdiendo su color azul, poniéndose muy pálido. Después llegó la noche y se oscureció completamente. Juanillo se había acurrucado detrás de una piedra llena de helechos y al mirar hacia arriba veía las estrellas muy cerca, en las ramas de los árboles, como si alguien las hubiera puesta allí de adorno. “Así deben ser los árboles de Pascua”, pensó. Y se acordó entonces de aquel bonito poema que la abuela le enseñara cuando era pequeño. En voz baja lo recitó, asombrándose de recordarlo todavía: Campanas, campanas, es noche de Pascua; tocad suavecito canciones muy claras. Estrellas, estrellas, prended vuestras luces de oro y de plata, que es noche de Pascua. Niñitos del mundo, cerrad los ojitos, que viene volando ligero, ligero, por el cielo negro, el Viejo Pascuero. “¡Qué bonito es!”, pensó Juanillo. “¿Pero existirá el Viejo Pascuero? Pedrucho y José lo han visto bajar montado en la medianoche hasta el pueblo. Yo siempre me duermo cuando lo espero.” Pasaban las horas y el silencio y la oscuridad crecían. Juanillo seguía recitando todos los versos que aprendiera junto al brasero, tratando de disimular su miedo. De vez en cuando se sentían crujidos y el pesado caer de alguna enorme araña. Juanillo no les tenía miedo y solía cogerlas para llevárselas de regalo a Juanilla; la pobre casi se moría de susto, pues era muy delicada para estas cosas. En el fondo de las quebradas corría hablando suavemente el agua, pero sus palabras eran enredadas y Juanillo no las entendía. Estaba cansado de esperar. ¿Cómo aparecerían los enanos? ¿En larga fila silenciosa o cantando una canción parecida a la del agua? Tal vez surgiera sólo una luz loca que lo guiaría hasta la soñada bolsita de piedras preciosas. Pero ¿hasta qué hora tendría que esperar? Adolorido, cambió de posición y al dar- se vuelta vio con espanto que había tres extraños seres mirándolo. Sostenían unos faroles de suave luz en alto, de modo que podían verse muy bien sus caras: narices rojas, orejas picudas y colgantes, ojos pequeñitos llenos de chispas y una barba toda cubierta de escarcha y largas agujitas de hielo que lanzaban destellos. Unos pelos lacios se escapaban de sus gorras puntiagudas, de color indefinido. De sus trajes salía un humillo blanco, así como el de la ropa húmeda puesta cerca del fuego. Eran pequeños, rechonchos, ligeramente jorobados. Juanillo los miraba con la boca abierta. ¿Serían éstos los enanos que viven debajo de la tierra helados de frío? Los que él viera aparecer en el brasero eran rojos y quemaban. ¡Dios mío, a lo mejor éstos no tenían piedras preciosas ni tesoros! Los enanos, entretanto, seguían mirándolo de fijo, con la misma curiosidad con que él los examinaba. El muchacho no pudo soportar más el helado silencio y murmuró: —Yo soy Juanillo y vivo en El Canelo. — ¿Y qué haces aquí? —preguntaron los tres, con voces profundas y retumbantes, como si hablaran dentro de una bóveda. Juanillo no hallaba qué responder. ¿Cómo iba a decirles que venía a robar sus tesoros? Después de meditar un rato, ante la fija mirada de los extraños seres, respondió: —Yo quería ver la maravillosa bolsita de piedras preciosas. — ¿Y dónde está eso? —preguntaron empinándose para mirarlo de más cerca. — ¿Cómo?—exclamó Juanillo, asombrado— ¿No la tienen ustedes en su gruta de luces, junto a grandes montones de monedas de oro? —Nosotros no tenemos ninguna gruta de luces, ni sabemos lo que son piedras preciosas ni monedas de oro —contestaron, hablando siempre en coro. Juanillo los quedó mirando un rato, sin comprender; después gritó con desesperación: — ¿Entonces ustedes no tienen tesoros? — ¿Tesoros? ¡Ah, eso sí! Tenemos unos tesoros inmensos e incontables. A Juanillo le brillaron los ojos. — ¿Y dónde están? —preguntó ansioso. —En todas partes. Síguenos y los podrás ver. Así diciendo, dieron media vuelta, cargaron sus faroles a la espalda y se metieron por un senderillo que subía hasta la cumbre de la montaña, El caminito estaba lleno de helechos de fino palo negro y ortigas retorcidas. Juanillo los siguió, con las piernas tiritonas y enronchadas, sintiendo un cierto miedecillo allá en el fondo de su pequeño corazón ambicioso. La luz suave de los faroles apenas iluminaba el camino y proyectaba sombras vagas y enormes, que iban caminando junto con el miedo de Juanillo. Subieron mucho rato; Juanillo a veces creía que ascendía y otras que bajaba, tanta era su desorientación. “Dios mío”, pensaba, “si una lucecita siquiera se echara a andar delante, para alumbrarme las ortigas, no tendría tanto miedo”. Al rato, empezó a haber nieve enredada entre las ramas o acurrucada junto a las piedras. “Hemos llegado a la línea de la nieve”, advirtió el muchacho. El sendero se fue poniendo barroso y resbaladizo, y la nieve aumentó poco a poco, de tal modo que el pobre Juanillo se enterraba hasta las rodillas y apenas podía caminar. —Oh! —suspiraba—. ¿Cuándo llegaremos? En el fondo de su corazón se arrepentía de no haber hecho caso de la abuela y Juanilla. Los árboles empezaron a disminuir y, cuando menos lo pensó, se encontró en la cumbre de la montaña. Allí los enanos se detuvieron y, dejando los faroles en unas piedras, empezaron a agitar los brazos: —Estos son nuestros tesoros, inmensos e incontables. Juanillo siguió la dirección de sus brazos y vio primero el cielo, negro y lleno de estrellas lejanas y centelleantes; después, las montañas sombrías y profundas; y por fin, el río, al fondo oscuro del valle, de donde surgía su lejano rumor. Juanillo no comprendió: —Pero, ¿Cuáles son vuestros tesoros? No los veo. Los enanos menearon sus cabezas, haciendo entrechocar las agujitas de hielo como alargadas campanitas y explicaron, agitando nuevamente los brazos: —Nuestros tesoros son: el cielo infinito y negro, en el cual hundimos nuestras miradas y encontramos las estrellas; las montañas con sus bosques llenos de leyendas; las vertientes de aguas claras y el río de aguas turbias. ¿No crees que son inmensos e incontables? Juanillo los miró muy desilusionado, diciendo que sí con la cabeza. Las abuelas habían mentido. No existían los tesoros legendarios, no habían existido nunca. ¿Para qué, Dios mío, se entretenían en contarse mentiras y conservarlas como si fueran verdades de fe? Seguramente la primera abuela tendría la culpa. Pero si los enanos no vivían en grutas llenas de luces, ¿dónde se escondían entonces? Mientras Juanillo pensaba todo esto, los enanos seguían agitando sus brazos y admirando sus tesoros, inmensos e incontables. “¡Qué tontos y habladores son!”, siguió pensando Juanillo, mirándolos despectivamente. De pronto rodó por el cielo una estrella dorada y se perdió entre las montañas. Los enanos se callaron bruscamente, se miraron con asombro y susto, y por primera vez hablaron por separado. El que tenía reflejos verdes en el traje y en el farol gritó: — ¿Quién se atrevió a abrir la llave de los aerolitos? El otro, cuyos reflejos eran rojos, agitó los brazos, murmurando enojado: —A lo mejor tú la echaste a perder con tu afán de ver caer aerolitos todos los días. Y el tercero, que lanzaba pálidos y suaves reflejos azules, trató de tranquilizarlo diciendo: —Tal vez el viento se haya metido por alguna grieta y soplando movió la llave. —Vamos inmediatamente a ver lo que ha sucedido —exclamaron los tres a coro, como de costumbre. Juanillo, entretanto, oía con profundo asombro lo que decían, sin comprender ni media palabra. Viendo que se iban, salió tras de ellos. Descendieron la montaña por el otro lado y subieron la que quedaba al frente. Los padecimientos de Juanillo fueron incontables. La nueva montaña no tenía bosques ni caminos oscuros, llenos de ortigas, pero en cambio estaba revestida de rocas filudas y resbalosas. A cada rato corría el peligro de desbarrancarse y cuando miraba hacia abajo, le daban horribles vahídos. Los enanos iban más adelante subiendo tranquilamente, como si fueran por un ancho y seguro camino. Se parecían a sus cabras. Al fin Juanillo no pudo más y gritó: — ¿Hasta cuándo vamos a subir? Descansemos un poco, por favor. Los enanos contestaron: —Tenemos que llegar pronto a nuestro castillo y no podemos perder tiempo en descansar. Si el camino te parece difícil, puedes volverte. A nosotros nos importa bien poco lo que tú hagas. Juanillo se sintió profundamente herido en su orgullo de andinista y sin decir nada siguió subiendo con nuevo ardor. Se había puesto muy colorado con el esfuerzo y sus piernas ortigadas, que con el contacto de la nieve se deshincharan un poco, se enroncharon de nuevo y empezaron a arderle. Por fin llegaron a la cumbre, erizada de rocas extrañas, cubiertas a manchones de nieve helada. Entonces los enanos se detuvieron, murmurando: —Hemos llegado a nuestro castillo, La nieve no se ha movido de sus torrecitas y está tan oscuro y callado como la bóveda del cielo. Juanillo llegó tras de ellos, hecho un estropajo. Vio que empujaban una roca y que ésta se abría como una humilde puerta. Entraron los enanos a su castillo y Juanillo los siguió, dispuesto a descubrir el misterio. Recorrieron largos y retumbantes corredores, oscuros y húmedos, subieron por angostas escaleras y llegaron al fin a una sala redonda, sin ventanas, cuyas paredes estaban llenas de puertecitas que ostentaban grandes letreros. Juanillo los leyó con asombro: — Aguas Turbias, Aguas Claras, Nublados, Lluvias, Temblores... La puerta de los aerolitos estaba abierta y hacia ella corrieron los enanos; estuvieron manipulando largo rato en una llave extrañamente labrada. Después de asegurarse de que había quedado en buen estado, murmuraron: —Si no acudimos tan pronto, hubiéramos perdido todos nuestros aerolitos. Entonces Juanillo, que seguía sin entender lo que significaban las llaves, preguntó: — ¿Para qué son esas puertecitas y qué están indicando los letreros? Los enanos se dieron vuelta sorprendidos, pues ya se habían olvidado de él, y respondieron: — ¿No te hemos dicho que somos los dueños del cielo sus estrellas, de las montañas y sus bosques, y de las aguas turbias y claras? Por medio de las llaves que están dentro de estas puertas manejamos nuestros dominios. —Ah1 —exclamó Juanillo, muy asombrado, pensando que en realidad los tesoros de los enanos eran inmensos e incontables. Y de pronto se le ocurrió que él podría poseerlos. Entusiasmado con la idea, gritó: —Estos tesoros son mejores que las piedras preciosas y los montones de monedas. Si yo fuera dueño de ellos, todo El Canelo tendría que inclinarse ante mí y pedirme el agua de las vertientes y el agua del río para regar sus plantaciones, y no morirse de hambre y sed. En largas caravanas acudirían los leñadores, suplicándome que les abriera los bosques, porque sin leña no tendrían trabajo. Los dueños de fundos vendrían a pedirme los nublados y las lluvias y el sol para que maduraran sus cosechas. ¡Todo, todo el valle del Maipo estaría a mis pies pidiéndome que lo dejara vivir! ¡Yo sería el señor más temido y poderoso! En los ojos de los enanos había risas de burla. — ¿Crees tú que serías capaz de manejar estos tesoros? — ¿Por qué no? —respondió orgullosamente Juanillo. —Entonces te los regalamos — murmuró simplemente el enano de reflejos verdes. — ¿Me los regalan? —exclamó Juanillo, incrédulo. —Sí —aseguró el enano de reflejos rojos—. Nosotros estamos muy viejos y queremos descansar. —Pero mira bien una cosa —añadió el suave enano de reflejos azules—, cuando seas dueño de estos tesoros, ya no podrás renunciar a ellos, ni tampoco salir del castillo, aunque llores desesperadamente y aunque te rompas las manos contra las paredes. En el preciso momento que iba a aceptar complacido, sintió como un eco muy débil y lejano la voz de la abuela que gritaba su nombre. —Cierra la llave de los ecos — ordenó entonces el enano de reflejos rojos al de reflejos azules. Éste obedeció prontamente y Juanillo nada más pudo OÍL —La abuela me está llamando —murmuró, acordándose de pronto de que la abuela existía—. Debe estar muy asustada al ver que no regreso y andará buscándome por los bosques, acompañada de Juanilla. —No lo creas —dijo entonces despectivamente el enano de reflejos verdes—, ya no se preocupa de ti, porque la has abandonado. Además, ¿qué puede importarte la abuela, si vas a ser dueño del valle del Maipo? —He oído su voz, llamándome, en un eco lejano y débil —murmuró Juanillo, empezando a sentir una extraña aflicción. —Era el viento, que gemía acordándose del invierno —explicó implacable el enano de reflejos rojos. — ¿Y por qué entonces ordenaste cerrar la llave de los ecos? — preguntó, cada vez más compungido, Juanillo. —Porque los gemidos del viento llenan de tristeza los bosques y las montañas, y nosotros debemos velar por su alegría -dijo secamente el enano de reflejos verdes. —Ya estoy creyendo que en realidad no eres capaz de manejar nuestros tesoros —añadió el enano de reflejos azules. Juanillo aseguró, moviendo la cabeza y las manos para dar fuerza a lo que decía, que él se sentía muy capaz de manejar los tesoros y vivir solo en el castillo de piedra; pero la abuela se quedaría muy triste sin él y tal vez la Vieja Pobreza volvería a apoderarse de su sillón, en cuanto supiera que él ya no la defendía. —Pero ésas son razones débiles —exclamó el enano de reflejos rojos impacientándose—; tú puedes proteger a la abuela desde aquí por medio de las puertecitas; y además, ¿no serás el señor más temido y poderoso del valle del Maipo? Juanillo se sintió acorralado. “¿Qué digo, Dios mío, qué digo?”, pensaba. “Yo no quiero que sepan que echo tanto de menos a la abuela y a Juanilla; y que me gustaría estar de nuevo junto a los tres álamos de mi casa, recibiendo el sol tibio de primavera ¿Qué gano con ser el dueño de todo el valle del Maipo, si nunca más podré ver el río, ni el camino de El Canelo, con sus casitas terrosas y ni siquiera un rayito de sol?” Y en su desesperación, miraba las paredes redondas y misteriosas como buscando una idea. De pronto se fijó en la puertecita que guardaba la llave de los ecos y vio que había quedado entreabierta. Corrió hacia ella sin que los enanos se dieran cuenta de sus intenciones y la abrió completamente. Entonces oyó que todos los ecos lo llamaban con la voz de la abuela, y con los gritos angustiados de Juanilla. Comprendió que los enanos lo habían querido engañar, aprovechándose de su ambición. Furioso se dio vuelta hacia ellos y gritó: —Yo no quiero vuestros tesoros; prefiero vivir en mi casa de adobes, pobre pero feliz, con la abuela y Juanilla. Prefiero cuidar siempre las cabras y hacer canastos, a ser dueño de tesoros que nunca veré. Además, haría muy mal uso de ellos porque al no ver nunca el sol, ni los bosques, ni oír las frescas voces de las vertientes y el río, me olvidaría de la falta que hacen a los hombres y no me importaría quitárselos. Mi corazón se pondría más duro que las piedras de este castillo. Ábranme pronto las puertas, porque la abuela está buscándome, No bien hubo terminado de decir estas palabras, se encontró corriendo montaña abajo. Descubrió con asombro que estaba amaneciendo y que las estrellas empezaban a temblar frágilmente en el cielo. Los ecos ya no lo llamaban. La pobre abuela se había cansado de buscarlo y Juanilla estaba ronca de tanto gritar. Desde que cayera la noche, cuando vieron que Juanillo no regresaba, habían caminado desesperadas llamándolo. Primero preguntaron en cada casa si lo habían visto; por fin Pedrucho y José les dieron algunas vagas noticias: tal vez estuviera en los bosques porque hacia ellos se había dirigido. La abuela, con sus años a la espalda, seguida por Juanilla, cuya trenza saltaba de susto cada vez que creía ver una araña, se sumergieron en los bosques oscuros, llenos de senderillos que las hacían dar vueltas y vueltas para dejarlas al fin en el punto de partida. Juanilla lanzaba de vez en cuando un agudo grito, esperando que Juanillo contestara para poder orientarse hasta él. Pero sólo se oían las palabras del agua, en el fondo de la quebrada, y el eco lejano que recogía su grito. Muchas veces creyeron ver brillar entre las ramas los ojos asustados de Juanillo y corrían hacia él con las manos extendidas, preguntándole por qué no había contestado a sus llamados. Pero sólo eran helechos llenos de gotas de rocío. En una de tantas vueltas encontraron, masticando todavía flores de yuyo, a las tres cabras. ¿Por qué Juanillo no estaba con ellas? ¡Anduvo tan callado los últimos días y tenía la cara tan amarilla! Cuando vieron que llegaba la mañana, decidieron volver a casa, con la vaga esperanza de que Juanillo hubiera vuelto por un camino distinto. La abuela iba ahora muy atrás, con el peso de sus años y de su angustia. Adelante caminaba Juanilla entre las cabras, con la pequeña trenza estremecida por los sollozos. Grande fue su desilusión y sobre todo su desesperación cuando, al llegar a casa, vieron que Juanillo no había regresado. No podían saber que venía bajando, lo más ligero que le permitían sus hinchadas piernas. El pobre no supo cómo pasó por aquella especie de explanada, en la cual se encontrara con los tres misteriosos enanos. Cuando llegó al sitio en que dejara las cabras, se extrañó de no encontrarlas, pero no se detuvo a averiguar qué podía haberles pasado: era mucho el apuro por llegar a su casa. ¿Lo estaría buscando todavía la abuela, o se habría encerrado en su pieza a llorarlo por muerto? Tal vez le tendría ya encendida una vela dentro de una casuchita con cruz, al comienzo del camino que sube a los bosques, así como la que todas las tardes encendía doña Peta, junto a las piedras de su casa, a la animita de aquel hombre desconocido que allí encontraron muerto. Juanilla debía estar llorando con la cara escondida entre las manos y con su trenza lacia y estremecida. Por fin llegó al comienzo del camino, donde por supuesto no había ninguna cruz, porque a pesar de las desilusiones y la desesperación, todavía quedaba una lucecita de esperanza en el viejo corazón de la abuela. Nadie había despertado en el pueblo. Era extraño verlo callado y solo, como si estuviera vacío. Juanillo sintió una opresión en la garganta. ¿Y si los enanos, para vengarse, hubieran cerrado la llave que ostentaba el letrero de El Canelo? Pero en ese momento escuchó el grito familiar de un gallo, agudo como corneta, y se tranquilizó. ¿Por qué su casa estaba tan lejos? Parecía que se alejaba por el camino, como ansiosa de llegar al fin del mundo. Pero no, eran ideas suyas. Estaba allí muy quieta, esperándolo pacientemente, con sus tres erguidos alamitos de guardia. ¡Con qué alegría atravesó el portón que antes le pareciera tan sin importancia! —Abuela, ¡ya estoy de vuelta! Salió la abuela secándose las lágrimas con un extremo de su falda, sin creer que era verdad que su niño había vuelto, pensando que aquellos gritos eran engaño de sus oídos ansiosos. Corrió Juanillo hacia ella y ocultó la cabeza entre sus polleras, llorando de felicidad. Juanilla, que había salido detrás de la abuela, se abrazó a él, ocultando también su cabeza entre las faldas consoladoras. — Hijito, ¡yo sabía que ibas a volver! ¿Cómo creer que las montañas podían ser crueles con esta vieja, que las ha mirado y adorado desde que era una chicuela con una pequeña trenza amarrada a la nuca? —murmuró la abuela, feliz. Juanilla, entretanto, preguntaba curiosamente: — ¿Qué te dio por ir a los bosques tan tarde? ¿Qué hiciste solo en ellos toda la noche? —Espera que descanse un poco y te contaré lo que me pasó —respondió Juanillo, sacando la cabeza de entre las faldas y mostrando sus hinchadas piernas. — ¡Qué manera de ortigarse! —exclamaron espantadas la abuela y Juanilla. Entraron a la casa y le prepararon una agüita de yerbas misteriosas que se las deshincharía, calmándole el ardor. Entretanto, Juanillo explicaba el porqué de su ida a los bosques: —Se había apoderado de mí la ambición, abuela, y no me dejaba vivir en paz. Yo me acordaba de mis sueños junto al brasero y de las leyendas que tú me contabas. Las montañas me llamaban agitando como pañuelos sus bosques llenos de tesoros. No pude resistir el llamado y subí a ellas enceguecido. Llegué hasta las cumbres, donde los enanos dueños del valle tienen su castillo de nevadas torrecitas de piedra y de oscuros pasadizos retumbantes. Querían dejarme allí, regalándome sus tesoros, que son inmensos e incontables. Pero yo of un pequeño eco que me llamaba con tu voz, abuela, y me salvé de caer en sus odiosas manos. Ahora que he vuelto, me siento tan feliz como si fuera dueño del mundo entero. — Extrañas cosas les suceden —murmuró la abuela—, y es porque andan soñando imposibles. Miren, yo sueño solamente con plantar pronto una chacra que sea como un relojito: se le da un poco de cuerda y maduran los tomates; otro poco y salen las lechugas; luego, granean los choclos y empiezan los porotos verdes. Al final, cosecharemos papas y cebollas, y un saco de porotos burros para tener de qué echar mano en el invierno. Se sentaron en torno al brasero; la abuela cebó un mate para cada uno y Juanilla partió en tres una tortilla de rescoldo. El chisporroteo de las brasas y el hervor de la tetera llenaron el silencio como palabras tranquilas y juiciosas. Esa misma tarde se pusieron a trabajar: un día picaron la tierra, otro, echaron las semillas, otro, regaron. Siempre había algo que hacer y las semanas volaban. La abuela, sentada en el sillón, sacó alegres cuentas, mientras Juanillo, pala al hombro, vigiló sin descanso las hileras de la plantación. Juanilla, a su vez, arrancó malezas y espantó a los pájaros. A fin de año, cerca de Navidad, hicieron las primeras cosechas. Los canastos que tejió Juanillo se llenaron de hortalizas olorosas y Juanilla atendió a los vecinos que se apiñaron a comprar a la sombra de los álamos. Hasta doña Candelaria vino por tres papas, pero la abuela le regaló un canasto bien surtido con los frutos de su chacra, lo que hizo lagrimear de emoción a la temida bruja. Ya nada fue igual: Juanilla, Juanillo y la abuela realizaron desde entonces sencillos y hermosos sueños, porque al echar las semillas le habían dado cuerda al misterioso relojito de la tierra.