La santa de los imbeciles - Alejandro Leon Melendez

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LA SANTA DE LOS IMBÉCILES

ALEJANDRO LEÓN MELÉNDEZ


INTRODUCCIÓN
A principios del siglo XXI un grupo de amigos se
reunió para trabajar, cada uno, un libro. Cada amigo
se comprometió a escribir una serie de cuentos o
una novela en el transcurso de ciertos meses.
Todas las semanas se presentaría un avance del libro ante el
grupo y todos ofrecerían una retroalimentación dura y
agresiva, pero poderosa.
Al finalizar ese cierto número de meses y cada quien con un
primer borrador bajo el brazo, aportaría una cantidad de
dinero equitativa para contratar a un escritor de renombre
en el ámbito nacional que ofreciera una segunda, no
sesgada, y nada bondadosa opinión de los tantos
manuscritos.
El grupo de amigos escritores deseaban ser masacrados
para que, entonces sí, sus letras surgieran victoriosas como
supervivientes de la guerra.
Algo así como el entrenamiento de Rocky Balboa antes de
subirse al ring para enfrentar a Apolo Creed.
El grupo de amigos comenzó a presumir la pertenencia al
Taller Literario (porque eso era) con el incomprensible
nombre de Diezveintiocho. Todos ellos lo agregaron en su
currículum y diez años después, incluso sin que alguno de
ellos hubiera avanzado en su carrera literaria, seguían
orgullosos de aquella experiencia que en realidad apenas
habrá durado un semestre.
Tal vez menos.
Ninguno de los participantes terminó su libro. Jamás se
contrató al susodicho escritor de renombre nacional.
Acaso este relatario que tienes en tus manos fue el que más
avanzó de todos ellos. Aunque es probable que alguno de
mis viejos compañeros y amigos salte de su asiento y diga
que no es verdad, que hubo otros que avanzaron más.
Igual tienen razón.
Ah, cierto. Lo había ocultado. Yo era uno de esos chicos del
Diezveintiocho. Un grupete cultural del Valle de Toluca que
aspiraba a ser más que las generaciones previas y ejemplo
para las venideras.
Nada más lejos de la realidad.
Aunque, bueno, surgió este relatario. Al menos sus bases.
En aquel entonces me obsesionaba una idea que le había
leído a Ray Bradbury sobre el valor que se requiere para
escribir las pesadillas de cada quien. Y lo necesario que era
para la buena literatura.
Aunque también debo aclarar que no recuerdo donde leí
aquello de Bradbury. Tal vez mi imaginación me ha jugado
una mala pasada y he construido una idea a partir de otras
o simplemente la he atribuido al autor incorrecto.
Si es así y descubres que he cometido un error, por favor,
discúlpame.
Lo que debo contar es que este relatario era justamente una
pesadilla en particular:
Nacer diferente del resto de la gente.
Por aquel entonces, y desde hacía mucho tiempo me sentía
diferente, y una voz en mi cabeza me obligaba a sentirme
orgulloso de ello.
Incluso sin saber en qué consistía mi diferencia ni por qué
sentir ese orgullo.
El grupo Diezveintiocho se diluyó sin demasiada gloria y
pronto olvidé este manuscrito.
Aunque, bueno, antes de olvidarlo por completo, puse dos
de los relatos incluidos acá a concursar y en 2008 fueron
mención honorífica en el Premio Alejandro Céssar Rendón
que organizó la Escuela de Escritores del Estado de México.
Esos dos relatos se publicaron en un libro conmemorativo,
hubo una presentación, un festejo y entonces sí, olvidé a
Santa Mará por primera vez en mi vida.
Rescaté el relatario algunos años después cuando recibí una
invitación a publicar en una editorial independiente.
Recordé el manuscrito y lo entregué con mucha confianza.
Después de todo, dos de esos textos habían sido premiados
(bueno, casi).
El editor (y mi maestro) Roberto Fernández Iglesias me dijo
que esa primera versión del libro era apenas una ventana
con las cortinas medio descorridas. Así no podía conocer a
Santa Mará. Me pidió enfáticamente que le abriera una
puerta para dejarlo salir a las calles del pueblo.
Así que una tarde me senté a escribir otros relatos que le
dieran cierta coherencia a todas esas historias.
La idea era extraordinaria. Al menos en mi cabeza. En lugar
de tener un grupo de historias sueltas con una temática en
común, escribiría otras que unificaran todo en una misma
historia, aunque más grande. Una especie de novela donde
el único personaje recurrente fuera el pueblo de Santa Mará.
Pero algo había cambiado.
Para ese momento mi obsesión por los nacidos distintos ya
no parecía tan legítima. Y mis propias diferencias se habían
diluído. Además, descubrí algo en ellas que no estaba bien.
El morbo.
De pronto, al releer mis palabras me descubrí ansioso de
observar las diferencias de los personajes allí presentados.
Casi como el espectador que paga un boleto para entrar a la
atracción de feria donde se exhiben rarezas de la
naturaleza.
Que fue de donde surgió la idea, en realidad.
Me sentí avergonzado y no me gusté.
Así que cerré el relatario con los avances que le hice y me
olvidé de él por segunda vez. Esta vez, el olvido duró más
de una década
Pero no es posible guardar en el armario las pesadillas.
Hace tan solo unas semanas, en una sesión con mi
terapeuta surgió el tema de mi deseo por observar y mi
vergüenza por ello.
Maru me hizo notar la posibilidad de estar enterrando mi
curiosidad de la misma forma en que padres, sociedad y
sistemas educativos entierran la curiosidad de un niño que
señala algo a lo lejos.
—Entierras tu curiosidad por vergüenza —me dijo—. ¡Nada
menos que un escritor!
Centrar la atención en este tema personal me ha llevado a
varias catarsis y facilitado algunos cambios que mi vida
requería.
Uno de ellos es la reconstrucción de la carta que envío a los
suscriptores de mi newsletter.
Hoy, la newsletter se titula The Sideshow.
Extraordinariedades y Literatura y en ella me permito
observar más atentamente aquellas cosas que hacen a las
personas diferentes y, bueno, extraordinarias.
Como has notado, el título revela una parte importante de lo
que descubrí sobre mi persona y lo que había estado
ocultado.
The Sideshow es una carta que se envía a las bandejas de
entrada los jueves a las 10:28 de la mañana (oh,
descubriste mi broma personal) y la suscripción a ella es
gratuita, al menos por el momento. Te invito a que me leas.
Disculpa si esperabas que te invitara a seguir mis redes
sociales. La verdad es que soy escritor y escribo. La
newsletter es el mecanismo más eficaz y honesto que he
encontrado para mostrar al mundo mi verdadera persona.
Si te interesa, si quieres conocer mis búsquedas insanas y
enfermas para comprender mi necesidad de observar,
puedes suscribirte en alexleonmelendez.com.mx
Otra de las decisiones que tomé luego de aquella revelación
en la sesión con Maru fue la de desempolvar este
manuscrito y ofrecerlo a quien esté dispuesto a leerlo.
Tal vez no son los temas que me interesan en el presente.
Sobre todo porque el día de hoy sé de dónde vienen mis
diferencias y por qué debo estar orgulloso de ellas.
(Felicítame, me llevó casi cuatro décadas descubrir una
parte importante de quién soy y de mi legado genético).
Sin embargo, es indudable que este libro y sus temas
controversiales también soy yo. Y carezco de fuerzas para
seguirlo ocultando.
La decisión de ofrecerte este libro, lector, lectora queridos,
se junta con otra de las decisiones que había estado
aplazando por muchos años: convertirme en un autor
independiente al cien por ciento.
Este es el primer libro que publico por mi cuenta. Y es una
prueba, en efecto.
No sé qué sucederá con él, pero deseo que tenga vida
propia.
Por el momento me ha enseñado que debo aprender a
observar y admirar las diferencias humanas. Que no es poca
cosa.
Y es una celebración de mis propias diferencias, con las que
he aprendido a convivir y a abrazar.
También, gracias a este manuscrito he aprendido procesos
técnicos. Aquí están mis primeros errores en ese rubro.
Espero que sean pocos y que sean todos. Pero eso es poco
probable.
También espero que ahora que has encontrado este libro te
conviertas en un lector regular.
Y que estés bien, por supuesto. Siempre quiero que mis
lectores estén bien.

Alejandro León Meléndez. Toluca, México, 16 de noviembre


de 2024.
DEDICATORIA
Para Tania.

Fíjate, tres lustros de estar juntos y sólo conocías este


texto de oídas.
***

El anciano andaba con el brazo en la espalda —el muñón le


quedaba a la altura de la cadera— y, encorvado, avanzaba
con rapidez. Demasiado aprisa, pensaba el conductor
varado, para un hombre de su edad. No colocaba el brazo
en esa posición para ocultar la falta de mano. Al conductor
varado le pareció que se trataba de una postura
aerodinámica que le permitía saltar entre piedras y recorrer
grandes distancias en poco tiempo.
—¡Mujer! Este hombre se ha quedado sin auto.
La mujer del anciano manco se asomó por la
ventana de la cocina para observar a los dos hombres que
avanzaban hacia la casa.
—Ya anochece— contestó la vieja, y el conductor
varado se preguntó por qué esas ganas de decir cosas
evidentes.
—Es mi mujer— aclaró innecesariamente el
anciano sin mano—, le servirá algo de cenar y luego le
pondrá cobijas en la cama de mi hijo, el mayor, que ya casó
y vive con mujer e hijos en la otra calle. Son unos escuincles
preciosos y listos, mis nietecitos. Ay, si los conociera.
El conductor varado se detuvo. Inspiró profunda y
rápidamente antes de llamar al viejo que se adelantaba con
su paso veloz.
—Disculpe, señor, disculpe. Sólo necesito que me
deje usar su teléfono o, si no tiene, me permita recargar el
celular, por descuido olvidé el cargador del automóvil en
casa. No pienso quitarle más de quince… veinte minutos por
más.
Sin detener el paso, y casi entrando a su casa, el
anciano respondió:
—Como usted desee, pero mi mujer hace unas
enchiladas deliciosas, y en la cama de mi hijo se duerme
muy bien.
El conductor varado reanudó su paso con más
calma. Segundos después entró en la casa. Lo primero que
vio fue al viejo ya sentado a la mesa de un comedor
sencillo. Con una sonrisa señalaba una silla. Ande, siéntese
joven, le dijo con sus ademanes.
—Gracias, muchas gracias, pero no tardaré mucho.
Con que me permita conectar el teléfono podré hacer la
llamada. No tardaré nada.
De la cocina salió la esposa del anciano manco.
Sostenía dos platos humeantes. La mujer le sonrió lo mismo
que su marido, y con el gesto le dijo lo mismo: siéntese y
coma.
—Yo… no quisiera molestarlos… sólo es una
llamada, olvidé el…
No pudo decir más: la mujer sostenía cada plato
con dos dedos. Eran tenazas gordas. Las extremidades de
un cangrejo. La mirada del conductor varado se posó sobre
la deformidad de la señora. Entonces recordó cuando,
siendo pequeño, sintió fascinación por las malformaciones
humanas. Cuando preguntaba al papá por qué no tenía otra
cabeza, o por qué no poseía dos estómagos en su interior,
por qué no tenía los huesos más fuertes y rígidos, por qué
no era un hombre pequeño como los del circo, por qué no
tenía la piel de un cocodrilo o porqué no tenía púas por
cabellos.
Guardados en viejos archivos de la casa paterna, el
conductor varado tenía libros con ilustraciones a una sola
tinta. Poseía, enmohecidas, revistas con fotografías
borrosas. Recortes de periódicos, videocassetes con
grabaciones de la televisión, los programas y los boletos al
museo de cera, a las ferias y circos. También guardaba
dibujos hechos por él mismo o por los amigos a quienes
convencía de que le hicieran un hombre gigantesco, un
bebé con cuerpo de rana, un animal sin ojos y sin cara.
De niño amaba los monstruos. Quería ser uno. El
conductor varado no recordaba cuándo se convirtió en un
hombre normal.
—Acepto la cena— dijo luego de unos momentos
de silencio.
Ni la mujer ni el anciano manco se habían desecho
de la sonrisa. El conductor varado tomó asiento y esperó a
que pusieran la comida frente a él.
—Gracias al cielo que aceptó, señor. Estos platos
están calientes.
—Lo lamento— dijo, pero sus ojos estaban puestos
en las manos de la mujer.
—Le gustan las manos de mi mujer, joven.
—Yo… disculpe… es una falta de respeto, lo sé,
pero es que…
El viejo soltó la carcajada. La mujer hizo lo mismo.
—¿Ve este muñón, joven?
El conductor varado lo veía.
—Pues yo mismo me he cortado la mano, y me
hubiera cortado la otra, de no ser por dos cosas.
El conductor varado abrió más los ojos y contuvo el
aliento.
—La primera, que necesitaba por lo menos una
mano para comer las enchiladas de mi mujer. La segunda,
que ya me faltaba la primera mano, y no tenía con qué
agarrar el machete para dar el otro tajo.
El conductor varado palideció.
—Le ha de parecer una salvajada, joven, pero,
¿quiere que le diga por qué lo hice?
El conductor varado quiso levantarse, pero algo
atoraba la silla. Volteó la cabeza y descubrió a un hombre
que sostenía el respaldo. El tipo medía casi los dos metros y
tenía enormes manos de tenaza.
—Es mi hijo el menor— dijo la señora—. Ande,
salude, hijo, y no diga ni pio, que su papá está por contar la
historia de la mano cortada.
—¿Otra vez? Siempre le aumenta algo.
El anciano dejó de sonreír:
—Usted le hace caso a su madre, saluda al señor,
se sienta para que le sirvan y guarda silencio.
El hijo lo hizo. La madre desapareció en la cocina
para reaparecer con dos platos más. Esta vez pensaba
sentarse ella también. Los ancianos observaron duramente
a su hijo hasta que por fin saludó con desgano.
El conductor varado extendió la mano al recién
llegado, pero la retiró de inmediato, sin saber qué hacer.
Esta vez, a la carcajada se sumó el hijo.
—Mire, no voy a regañar a mi hijo porque ahora
está usted presente. Nomás responda la pregunta que le
hice: ¿por qué cree que me corté la mano?
El conductor varado levantó los hombros. Luego,
ante la insistente mirada del anciano, se aventuró a
responder:
—Porque su mano era como la de su mujer: de
tenaza.
El anciano sonrió.
—No señor, no… está equivocado… me la corté
porque mi mano no era como la de ella. Mi mano, señor, era
como la suya, cinco dedos. Me corté la mano porque yo,
como usted, tenía dos ojos y una nariz, porque, como usted,
caminaba derecho o porque mis orejas estaban completas.
¿Quiere que le cuente la historia?
El conductor varado pensaba que no quería.
Pensaba que quería conectar el teléfono y hacer la llamada,
encerrarse en el interior de su coche, bajar los seguros y
esperar a que fueran por él. Pensaba que quería decirle esto
al señor y a su mujer con manos de tenaza.
—Sí —le respondió— quiero que me cuente.
El viejo se mostró satisfecho.
—Pues no señor, ya ve. Mi hijo no quiere escuchar
la historia otra vez. En cambio, si usted prueba la comida de
mi mujer, y dice que le gusta, ella le puede contar la historia
del pueblo. Y si después de eso usted no ha entendido mi
postura, entonces le cuento.
El conductor varado cortó la tortilla y se llevó un
pedazo a la boca. Sabía bien. Sonrió al paladear la salsa y el
pollo. Esa fue señal suficiente para que la mujer le contara
historias de Santa Mará, el pueblo de la santa de los
imbéciles.

***
1
Mará llegó con un listón. Por eso había tardado tanto, fue su
excusa. El niño se limitó a levantar los hombros como
diciendo: ¿y qué?, jamás hablamos de un listón, pero su
silencio fue convencido. Si comenzaba una discusión con la
niña, las cosas se alargarían irremediablemente. Lemus no
lo quería y permitió a Mará que atara la caja de cartón con
él. Era morado y muy grueso.
—Es de cuando murió mi abuelo.
Lemus no comprendió del todo la aclaración. La
cinta y el color, ¿qué tendrían que ver con la muerte de
nadie? Sin embargo, le alcanzaba para entender a la niña.
La muerte estaba bien, pensaba. Es justo lo que
necesitamos.
—Ya comienza el calor—, dijo la niña enjugándose
el rostro con la manga del suéter.
Lemus asintió. Odiaba las afirmaciones surgidas de la nada
porque no sabía si refutarlas o concederles la razón. Si hace
calor, hace calor, pensaba.
—Ya llegó la feria.
Lemus volvió a asentir y a levantar los hombros.
La lengua de Mará asomaba su punta en la
comisura izquierda. A Lemus le gustaba verla atareada en
algo, como el atado de un moño sobre una caja de zapatos,
porque tenía esa obsesión incontrolable.
¿Por qué tardaba tanto haciendo un nudo? Mará
parecía luchar contra la caja, asunto absurdo para el niño,
porque no se movía, no se agitaba. No había resistencia.
Por fin concluyó. Un nudo enorme y asimétrico
bailoteaba sobre la caja. Mará se irguió y observó a su
amigo, de frente. Sostenía la caja frente a sí, a la altura del
estómago. Debajo de la falda a cuadros temblaban sus
rodillas, y no pasó inadvertido para Lemus.
Él también se sentía diferente: con la boca seca y
un ligero ardor a la altura de la nuca, por dentro. Nada le
indicaba que el sepelio apresurado fuera algo equivocado,
pero su corazón le decía una y otra vez que no lo hiciera. No
lo entierres, no lo entierres.
Lemus paseó su mirada para evitar la de su amiga.
La mina de grava abandonada apenas había sufrido
cambios desde que dejaron de acudir a ella. La rampa
concéntrica descendía hasta lo más bajo. Las paredes de
piedra, hechas años atrás con brazos mecánicos, todavía
mostraban sus fragmentaciones; los distintos tonos de rojo
y negro, y aquellos eran los mismos nidos de lechuza que él
conocía.
Los arbustos que crecían dentro de la mina estaban
más grandes, pero Lemus sabía que con la época de calor
disminuirían su tamaño. Había piedra por todas partes.
Diferentes tamaños. A veces se le dificultaba caminar por
allí con tanta grava.
El sol se había ocultado detrás de las altas
paredes: atardecía. El color naranja iluminó el cielo. Las
sienes de Mará estaban perladas.
Frente a la niña se abría el pozo que minutos atrás
había cavado Lemus, mientras la esperaba. El bulto de
tierra y grava a un lado. La pala insertada en el suelo
tambaleaba su mango.
—No quiero hacerlo—, confesó Mará con voz de
sollozo. Lemus reconocía bien su llanto, porque era el único
que lo había escuchado antes. Odiaba cuando Mará lo hacía.
La odiaba a ella.
El niño escupió al suelo y pateó la tierra. En un
arranque, arrebató la caja con el moño. Se abrazó al féretro
de cartón y en cuclillas, meciéndose, oró por lo bajo:
—Santísima imagen que cuidas a los estúpidos,
danos fuerza para deshacernos de la bestia.

2
Santa Mará protegía al pueblo. Una imagen de yeso
paseaba por las calles todos los días durante la semana de
festividades. Desde antes que nacieran los niños se inició la
costumbre de la feria. Ahora, sobre los hombros de jóvenes,
la pieza inmóvil debía sortear los pasillos entre vendedores
de pan, juegos mecánicos, artesanía rancia y espectáculos
de media monta.
Ese año llegó al festejo un camión con animales
vivos o rellenos de borra. Aberraciones de la naturaleza.
Errores de la biología. Seres inmundos. Las bocinas
apuntaban a todas direcciones desde el centro de la plaza.
Una grabación difusa repetía el anuncio tan pronto como el
sol era naranja y las sombras se alargaban hasta tocarse
unas con otras. Aberraciones.
El tiempo del primer calor en el año. Las hojas
blancas y ocres se desprendían de los árboles de la plaza,
bajaban bailoteando al suelo que quedaba cubierto por
ellas. Errores.
Las frituras difundían su olor desde la entrada de la
iglesia, era una mezcla de grasa vieja y salsas con distintas
tonalidades de rojo. Inmundos. Desde la puerta del palacio
se difundía la esencia de las harinas infladas con dulce.
También, los sudores de gente mayor y la composta
preparada en las casas del pueblo. Mezcla de estiércol y
deshechos orgánicos putrefactos que con el calor apestaban
como nunca antes. Errores.
—¿Tienes miedo?
Lemus había visto a su amiga detenida en las
orillas de la feria. Era el trayecto más corto desde el cerro
hasta su casa.
Mará tenía la cabeza gacha y las piernas fundidas
como una sola debajo de su falda. Sólo él, y nadie más,
ostentaba el derecho a preguntarle algo así a Mará. ¿Tienes
miedo?
Mará asintió con desgana. El cabello negro cubría
parte del rostro.
Ambos sabían que Mará podía rodear las calles
ocupadas. Pero tarde tras tarde ella andaba hasta esa
esquina con el firme propósito de cruzar la feria. Cada vez
se detenía allí y buscaba el valor. Luego de un rato, daba
media vuelta y emprendía una carrera que rodeaba por las
calles aledañas.
—¿Te acompaño?
Mará negó y Lemus esperaba esa respuesta. De
nada serviría que ella cruzara la feria si era con compañía.
Quería hacerlo sola.
Animales que no son de este mundo. Vea las
desgracias de la naturaleza. La vaca que nos acompaña
está viva. Observe el feto del gato.
Mará tomó la mano del niño. Ambos se miraron en
silencio.
—¿Y la bestia? —preguntó la pequeña mientras
desviaba la mirada hacia la cúpula de la iglesia.
—Puse la caja sobre la piedra de la cueva. Me costó
mucho trabajo dejarla allí. Era como abandonarla, y no
podía. Pero recordé que ibas a tu casa y quise alcanzarte.
Mará sonrió para agradecerle el gesto.
—¿Y qué vamos a hacer?
Lemus levantó los hombros y suspiró antes de
responder:
—Lo que dijiste desde el principio: avisamos a
todos. Que todo el mundo lo sepa.
Lemus deshizo el apretón de la mano cuando
descubrió que los dos sudaban. La niña aprovechó para
limpiarse con la manga las lágrimas.
—Odio este lugar —, dijo ella.
—También yo
Las campanas anunciaron la ceremonia de esa
tarde. Las vibraciones de bronce bajaron hasta el suelo y se
expandieron por todo el pueblo. Por la feria y las calles
aledañas. Se escuchó en la mina de grava y en la punta del
cerro. Los niños sintieron un escalofrío.
En ese momento, las bocinas que anunciaban el
espectáculo de los animales redoblaron el volumen. Errores
de la naturaleza. Aberraciones biológicas. Seres inmundos.
3
—¿Qué es inmundo?
—Que está por debajo del mundo.
—¿Del mundo?
—Del planeta.
—¿De la tierra?
—Del planeta, de la tierra, de la vida.
Mará y Lemus se abrazaron tensamente. Lemus no
controló las sensaciones y comenzó a besarla con todas su
fuerzas. Besó sus mejillas, sus ojos, sus orejas, su frente, el
cabello, los labios. Cuando se dio cuenta, ella también lo
besaba sin distracciones, con rabia, sin aliento.
Allí, dentro de la cueva, frente al sarcófago de
cartón que contenía a la bestia, se sentían seguros.

4
Primero llegaron los niños. Los citaron temprano al otro día,
antes de ir a la escuela. Ni Mará ni Lemus aclararon nada.
Todos debían llegar apenas hubiera sol para que
atestiguaran.
—Huele a mierda.
—Tengo frío.
—Na… está muy sucio aquí.
—Esto no me gusta.
—Me quiero ir.
La cueva aún no se llenaba cuando Lemus tuvo el
valor de levantarse. Mará se quedó sentada al fondo, en la
parte más oscura, bajo una roca adornada con telarañas. No
le importó ensuciar el uniforme o sus manos. Con los ojos le
había dicho a Lemus que ella no quería decir nada.
Lemus hizo señas para que todos rodearan el
sarcófago. Los niños se acomodaron de tal forma que
ninguno perdió la visión de lo que tenían enfrente.
—Necesitamos su ayuda para deshacernos de la
bestia—, dijo en voz baja. El eco se encargó de distribuir sus
palabras.
Tomó el extremo de la cinta y lo jaló con
delicadeza. Sus manos temblaban pero no vaciló. El nudo se
deshizo con facilidad y el listón morado cayó junto a la caja.
Todos los presentes contuvieron el aliento cuando, sin gran
preámbulo, Lemus levantó la tapa.

5
Hallaron a la bestia días atrás en la mina de grava. Una cosa
era la mina (o la barranca, por su forma) y otra eran las
cuevas. Ambas estaban en el cerro que sombreaba la iglesia
de Mará y el resto del pueblo. En una cara del cerro, las
cuevas. Del otro lado, la mina.
—¿Qué edad tienes? —le había preguntado el
sacerdote a la niña. Era una mañana nublada, y apenas se
llevaban a cabo los preparativos para el inicio de la fiesta.
—Soy mayor que mi hermana—, respondió Mará
con la cara levantada.
El sacerdote le dio la espalda y sopesó la respuesta
de Mará un rato. Estaban en una oficina dentro de la iglesia.
El despacho del señor sacerdote, dijo la mamá poco antes,
arrastrándola para que se confesara en privado. Tu hermana
ya se confesó, y ve lo contrita que está, llora que llora.
—Te nombraron como la santa— dijo el sacerdote,
interrumpiendo sus recuerdos.
—Nací el mismo día. Pero…
—Pero ¿qué?
—Yo no ayudo a los estúpidos. Quiero irme.
—Espera. No eres tan grande como crees.
Minutos después Mará salió corriendo de la oficina,
con la camisa desfajada y una cintilla de sangre. Las nubes
terminaron de cubrir el cielo y una ráfaga de viento helado
arrastró la basura ruidosamente por las calles.
El sacerdote gritó la orden y las campanas
llamaron.
Mará corrió hasta el cerro, pasó de largo las cuevas, llegó
hasta la punta y se detuvo a llorar.
—¿Fuiste con el padre? —preguntó Lemus, que la
esperaba sentado en el mirador que dominaba todo el valle.
Mará no respondió. Fue la primera vez que Lemus
la escuchó llorando. El niño supo que era cierto, que ya
había ido y no esperó a que le confirmaran.
También supo que fue tan malo como con la
hermana menor.
Fue la primera vez que sintió odio por la niña.
Lloraba y él no lo soportaba. Deseó golpearla, morderla,
arrastrarla por sobre las piedras para que se callara. Pero
fue incapaz, incluso, de amenazarla con el puño. En cambio,
tomó su mano y la condujo lejos del mirador.
Anduvieron despacio la columna vertebral del
cerro. Fueron al otro lado; descendieron hasta la vieja mina
de grava y se sentaron a esperar a que el mundo se hiciera
mierda. Allí estaba la bestia.

6
Después llegaron los adultos. Fue imposible detenerlos.
Varios de los niños no pudieron controlarse y contaron lo
que habían visto:
—Está vivo.
—Está muerto.
—Vive enroscado dentro de la caja y nunca come.
—Tiene pelo y está tieso.
—Es brillante como placa metálica, pero respira
como si fuera un reloj.
Los adultos fueron llegando hasta la cueva,
incitados por la curiosidad, dudosos o prestos a reprender.
La caja se mantuvo abierta porque ya no hallaron fuerzas
para cerrarla. Conforme iban llegando, se sentaban.
Fumaron y para la noche trajeron botellas. La cueva se llenó
de humo y olor a alcohol.

7
Lemus hizo guardia toda la primera noche, y mantuvo su
mirada fija en la bestia. Tenía un ligero dolor en el pecho,
repetitivo y agudo. Había perdido el hambre, el sueño. Pero
ya sabía que eso iba a sucederle. Mará no había dormido en
una semana, tampoco comía o parecía recordar las cosas
recientes.
—¿Qué es eso? —preguntó el sacerdote luego de
que le avisaron que la gente adoraba a una bestia en el
cerro.
—Es un escarabajo.
—Es un ratón.
—Es una aberración.
—Es un monstruo sin pies.
—¡Sí tiene pies!
—Es lo más extraño, padrecito. Díganos usted, por
la santísima imagen, qué es eso.
El sacerdote observó el lugar. Algunos hombres
dormían visiblemente ebrios. Algunas mujeres habían
ordenado la cueva para mantenerse allí: una esquina para
los menesteres del cuerpo, otra para amontonar la basura.
Al fondo, dos parejas dormían abrazadas.
—Es el demonio —resolvió el sacerdote—.
¡Mátenlo! ¡Quémenlo!
Nadie se movió.

8
—¿Cuánto quieren por la bestia? Yo se las compro.
Mará se levantó y se puso delante de la caja. Otros
niños hicieron lo mismo.
Lemus escupió a los pies del hombre de la feria.
—No me voy a ir de este pueblo sin ella. A ustedes
no les sirve de nada. Yo puedo hacerla famosa. No les
pertenece, es del mundo.
Nadie se movió.

9
—Cuenta la historia otra vez.
—La niña Mará y el niño Lemus hallaron a la bestia.
Pensaron que estaba viva. Cuando el resto de la gente la
vio, se negó a examinarla, a descubrirla, a mostrarla. Era de
ellos.
Todas las tardes de la temporada fueron naranjas.
Ese año, todos los huevos de lechuzas eclosionaron. Ese
año, anidaron amontonadas todas las aves rapaces del valle
en las coníferas de Santa Mará. Ese año, los reptiles del
cerro se camuflaron hasta volverse de piedra, o de tronco, o
de grama. Ese año, los pastizales ardieron al punto de las
cenizas. Se extinguieron los conejos silvestres y hubo una
plaga de ardillas con rabia que atacaron a los perros, a los
gatos.
La bestia mostró señales de descomposición justo
en el cambio de la temporada. Cuando los árboles debían
ser ocres y sus hojas cayeran.
Pero antes…

10
—Santísima imagen que nos cuidas…
—Danos el valor de la bestia.
—Concédenos la gracia de ser seres de cera.
—Haznos ferales y aptos para la supervivencia.
Por las tardes, cuando despertaban, los pobladores
paseaban sus miradas del féretro roído a la luz que
ingresaba desde el exterior. Inhalaban el humo de sus
tabacos para soportar el hedor que allí los encerraba. Desde
el primer día los murciélagos, únicos habitantes de la cueva,
habían huido.
De todas las peticiones, se les concedió la
feralidad.
Lemus lamía las caderas de Mará para soportar el
hambre. Mará bebía del sudor de Lemus. Los niños eran
coprófagos. Las madres se alimentaban del cabello
machacado desprendido de los hombres. Los hombres
observaban con ansia los cuerpos de las mujeres.
El sacerdote regresó con antorchas y personas de
otros poblados.
—¡Quemen a la bestia!
—¡Mueran las falsas adoraciones!
—¡Castiguen con putrefacciones las extremidades
de todos ellos!
—¡Salven a los niños animales!
Mará lloraba desde la axila de Lemus.
Nadie se movió. Poco a poco, los nuevos hombres
se adentraron en la cueva. Vieron a la bestia. Se sentaron
en los pocos lugares que aún quedaban.
Mará escupió al cuerpo del sacerdote aplastado por
los pies de los nuevos animales.
Nadie más se movió.

11
El cuerpo de la bestia se fue haciendo quebradizo.

12
Errores de la naturaleza. Los negocios ambulantes
empacaron las mercancías. Se esparció por las banquetas el
aceite quemado con sabor a frituras. La imagen Mará de
yeso se mantuvo guardada en la covacha del templo.
Animales que no son de este mundo.
El último en irse fue el espectáculo de los animales
vivos o rellenos de borra. Desgracias de la naturaleza.
Seres inmundos. La feria desocupó las calles del
pueblo.

13
—¿Qué es esto?
—Es polvo de bestia.
Mará despegó sus labios del cuerpo de Lemus.
Caminó hasta la caja de cartón y jugueteó con el polvo
quebradizo. Suspiró antes de vaciar el contenido en el suelo.
Lemus la descubrió delgada, con los huesos de la cara
sobresaliendo y una marca negra alrededor de los ojos.
Los hombres y mujeres despertaron del letargo. Se
levantaron y alisaron sus ropas sucias. Avergonzados. En
silencio, cada quien se reencontró con los suyos y salieron
agarrados de las manos, trastabillando.
Afuera era de noche.
Las lechuzas aguardaban sobre los árboles.
Graznaban con voz queda. Una larga hilera de seres
humanos descendió hasta el pueblo.
Mará y Lemus quedaron rezagados, ocultos en la
sombra de la cueva de la sombra de la noche.
—Odio este lugar.
—Yo también.

***

Con la tarde llegó un viento que elevaba la tierra. De la


carpa surgían miles de hebras rojas y amarillas que se
movían con desesperación. Al baldío que nos prestaron por
una semana lo rodeaban casas de adobe y cascajos.
Eran malos tiempos para el espectáculo. Pero
siempre fueron malos.
—Niña mía, no es hora de esas andadas.
Jana descubrió su cara, la verdadera, y con una
sonrisa plácida me invitó a seguirla. Yo decliné con los ojos.
Ella conocía mis modos, y también la jiba y el rostro de los
que adolecía.
—No, niña. ¿Yo cómo?
Pareció comprenderlo.
—Esta no es hora para esas andadas —me
respondió después de un rato—, pero tampoco lo será
mañana al amanecer, o por la tarde. Ande, véngase
conmigo.
Debí negar rotundamente porque hizo una mueca.
No era mi culpa y ella lo sabía. Tenía el cuerpo incontrolable.
La división de lona era fustigada por una racha de
aire que se colaba por el suelo a modo de serpiente.
—Estás cansada, muchacha. Al menos espera a
cenar. Vamos con el señor para que te ofrezca algo para el
viaje. No será tan miserable ahora.
Jana accedió con una ligera inclinación de la
cabeza. Estaba acostumbrada a guardar silencio y
comunicarse con el cuerpo.
Caminamos entre la tierra y las rocas que fueron
imposibles de eliminar cuando desempacamos en ese
pueblo. Jana sostenía mi brazo izquierdo —el menos
autónomo de ellos— para conducirme a través de las
divisiones, los animales, las deformidades.
Era mi forma de recordarle que yo me quedaría
solo.
Llegamos a la casa rodante y fue ella quien llamó a
la puerta.
—¡A la mierda! —Se escuchó desde el interior.
Jana intentó alejarse pero alcancé a detenerla. Me
lanzó una mirada de desconsuelo. Quería alejarse lo más
pronto posible, lo supe. Pero no era la primera vez. Me miró
de la misma forma cuando fue abandonada por quienes la
engendraron. Por los portadores de sus genes.
—¡A la chingada!
Jana negó con la cabeza y cerró los ojos. Volvió a
cubrirse con la caperuza que era su protección y claustro.
Yo sabía que le dolía dejarme. También que quería
poner océanos de distancia conmigo. Hubiera puesto
planetas y galaxias entre ella y yo. Entre ella y lo que yo
representaba. Sentía ambas cosas al mismo tiempo. Así era
ella.
Me quería toda ella y me odiaba desde siempre.
Yo jamás la culpé. Tampoco esa tarde que por fin se
alejaba y que jamás la volvería a ver.
—Espera tantito —le dije—, yo hablaré con el señor.
Jana resopló.
Levanté mi brazo y golpeé la puerta. Jana
retrocedió hasta donde pastaba tierra uno de los camellos
más viejos. No llevaba traílla ni se le encerraba en los
corrales. Era tan viejo que nadie se preocupaba porque
fuera a escapar o que lo robaran.
También el animal la extrañaría. Pero también de él
se alejaba. Del ralo pelaje, las costillas salidas y su hambre
eterna.
—¡A la mier…! —Se interrumpió la voz del interior.
El señor había reconocido mi errática forma de llamar.
Conmigo jamás se negaba a abrir la puerta. Veía en mi
deformidad un reflejo de lo que él era. Y, con todo el
desprecio que anidaba en contra mía, no podía sino abrir los
ojos y observarme.
Alguna vez, mis facciones fueron suficientes para
llenar el circo.
Miré a Jana y recordé que, en otras épocas,
también ella con su peculiaridad atiborró las gradas de
fierro.
La mujer que ve lo que otros no pueden.
¡Qué pobreza de alma! Incluso de visión y de
inteligencia. Pobreza. «Es usted una verga sin cerebro», le
dije al señor cuando descubrí su estrategia de mercado,
«inculto, estúpido y ciego». Creo que no me comprendió.
Jana no sólo veía lo que otros no. Ella estaba en el
futuro y en el pasado. Escapaba del presente. Además, solía
ser grandiosa sobre la pista.
—¿Te conté, niña, que estoy enamorado de ti?
Jana levantó su rostro, apartándose del viejo
camello. Del interior de la capucha asomaron dos ojos
mordaces. Nunca se lo había contado, por supuesto. Pero
ella lo sabía. ¿Cómo ocultarle algo así a Jana?
En la casa se escucharon algunos ruidos metálicos.
El señor farfullaba cosas ininteligibles mientras se deshacía
de todo lo que a su paso le estorbaba. Continué lo que había
comenzado. Jana se iba, no tenía ninguna razón para
guardar silencio.
—Desde el día que llegaste. Desde ese día te amo.
El camello reculó ruidosamente. Hacía frío.
—No me malentiendas, Jana. No te amo como el
padre a la hija. No soy tu mentor ni quien te protege con
sabiduría y experiencia. Te amo con la necesidad de
poseerte, de verte desnuda, tocar tus nalgas, tus senos y,
¿por qué no?, tus rostros.
Volteó su mirada al suelo, con una vergüenza que
jamás podría comprender. Porque su dualidad la mantenía
en las dos posturas: la repugnaba y la enternecía. Su
capucha la alejó de mí.
—Era una niña. El día que llegué era una niña.
¿Desde ese día me deseas así?
Yo asentí:
—No eres la primera persona que me llama
monstruo, niña.
—Ya lo sé. Tenías diecisiete y jamás hablaste con
una mujer. Todos te escupían.
—Sí, incluso... —ya no concluí lo que iba a decir—.
Pero tú no lo hiciste.
Jana guardó silencio. La puerta del remolque se
abrió. Los goznes rechinaron.
El señor iba en ropa interior y no estaba contento
de vernos. A ninguno de los dos. Mascaba un gran bulto de
tabaco.
Fui yo quien abrió la boca:
—Jana se va.
El hombre lanzó un salivazo verde a la tierra.
Carraspeó antes de sentarse en la escalinata metálica. La
panza se abultó en su regazo.
—¿Quieres una despedida para la puta?
—No es ninguna…
—No queremos nada —interrumpió Jana.
—A la chingada —dijo el señor con una sonrisa—.
Que se vaya y se muera de hambre. Que se la cojan allá
afuera, que se vengan dentro de ella y luego vomiten.
Hubo un largo silencio, que se interrumpió por las
campanadas de una iglesia lejana.
—Yo lo sé, porque ya lo hice. ¿Te acuerdas, puta?
Jana dio media vuelta.
—No ha comido —me apresuré a decir. Quería
alargar el tiempo de su despedida.
Jana se detuvo. Sus piernas temblaban. Luchaban
por irse y por quedarse.
—No tengo hambre.
—Ojalá, puta, que te acostumbres a no tenerla.
Di un paso hacia él. Moví mi brazo hasta colocarlo
sobre su hombro. Su cara rechoncha se contrajo con asco.
Pero no hizo por deshacerse de mí.
—Una cena no es mucho. Está oscureciendo y aquí
no va a encontrar dónde comer. Al menos eso.
El hombre lo pensó un poco, luego se levantó
pesadamente. Tocó a la puerta del remolque. Del interior, la
voz chirriante de la Tejona respondió con malas maneras.
—¿No te basta un monstruo en la cama? —
preguntó Jana.
—Cualquier monstruo con patas y panocha es lo
mismo.
Jana dio un paso para alejarse de nosotros.
—¿Sabes que te odio, puta?
Jana volvió a detenerse, pero no respondió.
—No te vayas, niña. Todavía no. ¿Y la cena?
—Ya es tarde.
—Muy bien —terció el señor—, una cena. ¡Tejona!
Llama a todos.
Llama a todos. Llama a los cerdos y a los enanos.
Llama a las mujeres con barba y a los hombres de hueso.
Llama al santo y mierda del circo de fenómenos. Llama a tu
madre y llama a tu hermano con tres brazos, llama a la vaca
de un solo ojo y llama a la tortuga de las cuatro colas, llama
al niño de los muchos dedos, llama a los siameses, llama al
hidrocefálico, al gigante, al burro de las tres orejas, a la
bruja, al que moquea, al lector de cartas, al xoloescuincle, a
la rata disecada, al tipo del hoyo en el estómago, al que se
le cae la piel, al que tiene cara de lagarto, al bebé animal, al
animal humano.
Junto a la carpa se fueron acomodando las viejas
mesas de la cervecería. El viento volaba los papeles de
estraza y los vasos de plástico. Poco a poco, se
amontonaron los bocados. La Tejona se encargó de
repartirlos.
Trajeron tequila.
Alguien sacó la grabadora y puso música a todo
volumen.
—Hoy se cancela la función —dijo el señor cuando
estuvo ebrio.
—¡Se cancela! —gritaron otros.
La gente del pueblo salió de sus casas para
observar el espectáculo gratuito. Nos rodearon con
lámparas de mano y velas. Aplaudían nuestras risas y los
movimientos torpes de quienes no podíamos movernos con
naturalidad.
La noche y el frío fueron intensos. La luna estaba
ausente, así que la oscuridad cubrió el baldío y la carpa. La
gente se alejó en la madrugada, borracha de fenómenos, y
sin atreverse jamás a romper el cerco imaginario.
Al amanecer, todos yacíamos desnudos sobre la
tierra.
Menos Jana.
Ella estuvo de pie todo el tiempo, observándonos.
Cuando no hubo quien intentara detenerla, se quitó
la capucha. Con su cabello hizo dos coletas que dejaron al
descubierto la nuca. Nos dio la espalda y se alejó
caminando.
Yo sólo pude observar su otro rostro, el falso, que
se hacía cada vez más pequeño. Sus ojos sin párpados se
clavaron en este pasado, mientras los verdaderos
escudriñaban la oscuridad frente a ella. Fue la última vez
que supe de ella.

***

Un día apareció Gusano en el basurero. No era como la


plaga del año anterior en los maizales: gusanos que en
realidad no son, pues tienen patas articuladas y un color
rojo. Pero así se les dice en Mará a los artrópodos: gusanos.
Este era otra cosa, y al principio se expandió el rumor que
llenó cada casa y cada calle del pueblo, y cada piedra y
cada hueco del cerro. Apareció así, sin previo aviso, como
aparecen esas cosas sin orden, el mismo día que la santa de
los imbéciles fue olvidada por el último de los pobladores.
Antes de que eso ocurriera, Arumbá el viejo y el
loco y el sabio, adoptó a Gusano. Y esto es lo que cuenta la
gente.

Ese día, Arumbá pepenó temprano, antes que cualquiera,


luego de deambular por el bosque, ebrio, con costras en la
cara, y de hablar en voz alta sobre un pasado informe. Por
lo tanto, vio a Gusano alimentarse de los desperdicios. Y lo
pensó como oruga más que como gusano, porque ese
cuerpo, tambaleante sobre un montículo de basura, parecía
moverse gelatinosamente. No tenía ni piernas ni brazos —
de allí que el hombre dudara al principio de lo que veía—, y
su rostro desaparecía debajo de una pelusa fina, grisácea,
que no era ni el asomo de una barba, y que le nacía en
todas partes, sobre los párpados, en la frente, debajo de los
ojos y sobre las orejas. Aún así, Arumbá no se dejó engañar.
Allí había un niño.
Una versión cuenta que Arumbá era ligero, tanto
por una vida de alimento magro como por la práctica, pues
deseaba pasar siempre inadvertido, y que por eso pudo
acercarse a Gusano sin ser detectado. Otra historia cuenta
que, en realidad, era un viejo torpe, pero que todavía estaba
oscuro y que Gusano o hacía demasiado ruido al mascar la
basura o también era sordo, que no sería extraño en un niño
que nació sin las cuatro extremidades.
Porque sólo en eso las versiones están de acuerdo.
Gusano debió ser parido así como lo vio Arumbá. Y aunque
no se supo nada de su pasado —cómo habría de saberse si
Gusano ni hablaba y nadie lo reclamó nunca—, sólo
quedaba esa explicación. Nadie que naciera completo, y
después fuera amputado, podría dominar su cuerpo de la
forma en que Gusano lo hacía. Sea como fuera que ocurrió
el acercamiento del anciano, se sabe que Arumbá llegó a
tenerlo lo suficientemente cerca como para adivinar los ojos
ocultos, percibir el olor a acelgas amargas que su cuerpo
despedía (tan fuerte, tan fuerte, tan fuerte, que sobresalía a
pesar de la basura) y como para asustarlo. El niño se irguió
sobre uno de sus muñones traseros, guardó el equilibrio por
unos instantes antes de caer de espaldas del otro lado del
montículo. Al menos eso fue lo que pensó Arumbá en ese
momento: que había caído. Como lo perdió de vista, el
anciano trepó hasta el lugar donde había estado el Gusano,
miró hacia el otro lado y allí no hubo nada. El niño
desapareció. Por eso Arumbá no le puso por nombre Oruga,
sino Gusano. Las orugas no escarban para desaparecer
debajo de la tierra.
El viejo se guardó de contar lo que vio. Ya está
escrito que se le conocía por varios motes; y sí, era sabio.
Aunque el apodo tuviera más que ver con la costumbre de
digregar en voz alta frente al templo —el mismo que ya
nadie visitaba—, que con alguna demostración de sus
conocimientos frente a los marasianos. No se lo dijo ni al
resto de los pepenadores, ni a la gente que se halló por la
tarde mientras andaba las calles. Estuvo seguro, desde que
lo vio desaparecer, que no lo vería más ese día. A lo mejor,
se ponía a prueba el propio Arumbá, sólo lo he imaginado.
Lo cierto era que el alcohol en su cuerpo también había
desaparecido desde la visión. Por la madrugada, se dijo,
regresaré al basurero, antes que todos, y atraparé al niño
gusano.
La gente que escucha este relato suele reclamar la
existencia de otros trabajadores de la basura en el mismo
sitio. Cómo, preguntan con la voz alzada, si hubo más de
uno allí, escarbando y revolviendo y separando los sólidos
sucios, nunca antes se vio al niño. O, es más: cómo durante
ese día no fue hallado el pequeño malnacido. La pregunta
es válida, y sólo se puede argumentar lo siguiente. Nunca
se supo desde cuándo Gusano vivió en ese lugar; o si ese
mismo día fue arrojado por unos padres tan malnacidos
como él; o que él mismo se arrastrara desde quien sabe
dónde, durante madrugadas y madrugadas, a través del
bosque aledaño. Es cierto que la forma que más tarde halló
para comunicarse no fue suficiente para saber esto o algo
más, apenas servía para mostrar su estado de ánimo o su
apetito. Como quiera que fuese, Gusano bien pudo haber
vivido debajo de los montones de basura, respirando los
gases durante muchos años. Incluso alguien llegó a
sospechar que el niño era del mismo pueblo y que su madre
fue a parirlo en ese lugar, años antes, para dejarlo morir.
Bien se sabe que hay madres sin hambre de serlo. A lo
mejor la madre nunca supo de la carencia de extremidades
y se limitó a dejar el bulto allí. A lo mejor la madre lo parió
como debe ser, pero al ver los problemas del pequeño no
tardó en irlo a tirar a la basura. Si esto fuera cierto, explicar
su supervivencia sería algo menos que fantástico:
alimentado por las ratas o los perros que dan vida a esos
lugares.
De cualquier forma, Gusano allí estuvo, y nunca antes
fue visto por los trabajadores o por los amantes enfermos
que frecuentaban el basurero, porque de esos también los
hay.
Arumbá el tacaño —como también se le conocía por esa
manía de nunca gastar un peso en nada, a pesar de vender
el producto de su cierne en dinero verdadero, y de mendigar
por convicción—, decidió invertir ese día un poco de los
pesos ahorrados. Allí fue donde comenzó el rumor de algo
extraño alrededor del hombre. Aunque, qué lejos estaban
los del pueblo de imaginar la verdadera razón de su
despilfarro. Y entonces, armado con un bote de agua y una
bolsa de frituras, la carnada, se introdujo en el basurero.
Pero en lugar de comenzar su trabajo desde antes, se
dispuso a esperar.
Sentado entre la basura, junto a uno de esos
matorrales amarillentos que nacen y subsisten, a pesar de
todo, entre el desperdicio, encendió una bacha hallada
cerca de sus pies y fumó como se fuman los cigarros en una
espera.
Podría también contarse la otra versión, en la que
Arumbá estaba muerto de miedo y más borracho que
nunca, lo que sería mucho decir para alguien como él. Que
sólo así pudo armarse de valor para regresar durante la
oscuridad. Esta versión también admite la idea de que en
pleno estado de embriaguez el viejo regresara al lugar sin
tener consciencia de ello. Pero estas versiones se omiten
por considerarlas ambiguas y un tanto ilógicas. No se
conoce en la vida real un borracho que no recuerde su
borrachera. Todo lo que se ha dicho al respecto han sido
sólo excusas. Además, el nexo que se formó más adelante
entre Gusano y Arumbá desmentiría la primera de estas
historias. El anciano debió hallarse profundamente
conmovido ante la visión de un niño en tales condiciones, ya
sea por ver en Gusano un reflejo (exagerado, es cierto, pero
nunca se conoce el interior de una persona) de su propia
existencia, o porque al viejo sólo le hacía falta, para ser
feliz, un nieto al qué cuidar y que lo cuidara. En este caso,
que es el que creemos, no se explicaría la necesidad de
armarse de valor con alcohol para regresar a buscarlo.
Por eso nos quedamos con la imagen del viejo
fumando un pedazo de cigarro y sentado junto al matorral.
La madrugada era fría, porque así son en Mará, y los gases,
emanados del suelo, coloreaban en la penumbra algunas
tonalidades metálicas sobre el horizonte. Aunque el
horizonte se fuera a estampar a unos cuantos metros de allí
contra el cerro.
Arumbá no esperó mucho. Justo cuando la ráfaga
de viento —la que viene sucia, pesada y gris desde la
ciudad más cercana—, anunció, como lo ha hecho siempre,
que faltaba media hora para el amanecer; desde uno de los
montones más lejanos emergió el bulto de carne y
vellosidades. Emergió así, como un delfín chapoteando en el
agua. La cabeza de Gusano salió la primera y salpicaba
pedazos de papel avejentados, piezas de aluminio y óxidos
ferrosos, latones, hules, plásticos. Arumbá deseaba ver al
pequeño, pero su cerebro no estaba preparado para aquello.
Le punzó el corazón cuando presenció el prodigio. Y lo que
es más: todo sucedió en el más profundo de los silencios.
Los que han escuchado esta historia discuten aquí.
Que las vibraciones del suelo, que los roces entre los
diversos materiales que conforman los amontonamientos,
que la inestabilidad de los suelos y que muchas otras cosas.
Pero se debe tomar en cuenta que Gusano era capaz de
moverse debajo del suelo de basura cavando túneles con
los movimientos ondulatorios de su cuerpo o con base en
mordidas poderosas.
(Más adelante se le vería introducirse en uno de los
extremos del basurero y aparecer, momentos después, del
otro lado. Se pudo comprobar en más de una ocasión que
Gusano poseía otra capacidad, más asombrosa incluso que
la anterior: la orientación).
Por todo esto no es de extrañarse que el anciano,
durante la segunda ocasión en que viera al niño, no
escuchara absolutamente nada. Si es, como ya se ha
supuesto, que el pequeño vivió toda su existencia en la
basura, y siendo que el silencio era necesario para
mantenerse alejado de la gente y otros animales, aprendió
a moverse en el sigilo completo, sin inmutar más de lo
necesario las partículas de su reducido mundo. Saben todos
que hazañas asombrosas se dan por todas partes, y esta no
debería desmerecer en credibilidad.
Arumbá tampoco perdió el tiempo. Sabía, por lo que vivió
una noche antes, que el niño podía desaparecer sin muchos
problemas. Así pues, de un salto ágil (incluso si hubiese sido
un viejo torpe, como lo dice una de las versiones, se le
disculpa la agilidad a causa del impacto y de la emoción,
que debió ser mucha), y corrió los metros que lo separaban
del niño. Con otro salto se abalanzó contra el cuerpo, que le
daba la espalda y lo abrazó hasta cubrirlo.
Todas las versiones concuerdan en que este primer
acercamiento no fue el mejor que pudo haberse dado. Se
habla de una lucha cruel, puesto que el pequeño, como
animal ignorante que era, no sabía en ese momento por qué
era atacado, ni por quién. El cuerpo de Gusano estaba
cubierto por la misma pelusa fina que se veía en su rostro e
iba desnudo, cosa que el viejo no supo sino hasta ese
momento en que sus antebrazos eran repetidamente
rechazados por los movimientos convulsivos del niño y
porque el vello era resbaloso.
Otra cosa descubrió Arumbá: el niño era
extremadamente pequeño. Aunque jamás se supo la edad
de Gusano —cómo—, no se había visto jamás un niño con
tan minúsculo tamaño, del culo a la cabeza, por lo menos en
el pueblo. A lo mejor la desnutrición de toda su vida, o la
necesidad del cuerpo de amoldarse a sus carencias lo
obligaron a retrasar un crecimiento. O a lo mejor el infeliz
también sufría de enanismo.
El viejo loco, sabio y tacaño terminó por ganar esta
contienda propinando para ello un necesario golpe contra el
cráneo de Gusano. Una vez que lo tuvo inconsciente se
procuró de todo lo necesario, que en un basurero no falta
nada, nunca, para armar una jaula del tamaño adecuado y
con rejas por los seis lados, para que su presa no escapara
por debajo.
Una vez con el cuerpo dentro de la jaula, anudada
la entrada con alambre, seguro de que no se escaparía,
cansado por el esfuerzo sobrehumano, el viejo se volvió a
sentar. Con calma y sensatez, destapó sus frituras y abrió la
botella de agua para alimentarse de ellos.
Claro, hablé al principio de rumores de la gente. Es
muy claro lo que sucedió al principio. El viejo ocultó al niño
en el cerro, muy cerca del basurero, en una de las cuevas
oscuras y húmedas que por allí abundan. Este hueco, se dijo
seriamente el viejo, será lo más parecido a su hogar y lo
encontrará acogedor. Todos los días Arumbá el tempranero,
como se le conoció después, lo visitaba con puñados de
basura que él mismo seleccionaba. Gusano los devoraba
ávidamente.
Los rumores del niño Gusano fueron esparcidos por
el mismo anciano. Salió a la calle y dijo a todo el que
deseaba escucharlo que tenía con él a un nietecito nuevo,
que iba a cuidarlo y que después su nieto lo cuidaría a él. La
gente no le creyó, conociendo que en su informe pasado no
hubo mujeres. Pero fue suficiente para los niños que
crecieron con el cuento del Gusano.
Fue hasta la muerte del viejo, apenas el invierno
siguiente, cuando algunos curiosos se dieron a la tarea de
perseguir los datos que soltó la noche en que falleciera de
sudor congelado. Allá, les dijo con su último aliento y con el
dedo señalando al cerro, guardando el dramatismo hasta el
último momento de su vida, detrás del segundo ocote y
debajo de las matas de hierba negra, se encuentra un hoyo.
Dentro está mi sucesor, suéltenlo ustedes, que están
fuertes, con una correa, para que se ejercite y conviva con
la gente, que mucha falta le hace. Si no lo hice yo es porque
estoy viejo, y la vez que lo metí allí me cansé tanto tanto,
que todavía no he podido descansar lo suficiente para
recuperar las energías.
Dicen las personas que cuando se conoció la
noticia de la existencia todo el pueblo se unió para seguir
las instrucciones del viejo al pie de la letra.
Lo interesante es que Gusano fue el primero. Luego
fueron otros, niños y niñas peculiares, que nacieron aquí y
allá en Santa Mará.

***

Le gustaba decir que nació con luna llena y en casa de


Tauro. Era lugar común incompleto, pero se divertía cuando
alguien escuchaba por enésima ocasión el cuento. Luego,
para joderlo, sus interlocutores le preguntaban por el cuerpo
del bebé que llevaba incrustado en la espalda.
Dejaba de sonreír y respondía: yo nací con luna
llena y en casa de Tauro, mi gemelo no.

***

Llaman a la puerta con golpes secos. El hombre se levanta


despacio. Siente una punzada en la cadera. El dolor le
obliga a recordar que lleva mucho tiempo de cuclillas,
llorando. Llegan hasta él recuerdos de un pasado opaco y de
un presente sin sentido. Por ejemplo, que tiene en el olvido
el lugar de donde se apaga el único foco de la estancia sin
muebles. Tampoco sabe cuánto tiempo lleva encendida la
bombilla. Olvidarían algunos focos su necesidad de fundirse,
se pregunta. Olvidarían, pues, que deben morir. El hombre
voltea al techo de manta. La esfera luminosa pende de un
cable retorcido.
Poco a poco, el dolor disminuye. Apoyando su
espalda contra la pared, termina de levantarse. Sus piernas
tiemblan un poco antes de sostener su vertical. Respira
hondo y suelta otras lágrimas. Vuelven a llamar. Esta vez los
golpes se suceden uno tras otro. Cuánta prisa, dice en
silencio. Qué razones tendrá alguien para visitarlo a esta
hora. En un reflejo, voltea hacia la ventana sin cortinas. La
oscuridad del exterior hace sombra en su piso de tierra. El
cielo centellea, pero no llueve.
—Voy.
Como respuesta, se escuchan nuevos golpes. El
hombre piensa en goteras: insistencia, ligereza y libre
arbitrio. Se limpia las lágrimas y sorbe. También nota el frío.
Hace poco, se dice al descubrir la desnudez de su torso,
hacía mucho calor. Luego niega con la cabeza al no tener
por seguro cuándo fue eso. Anda lento, paso tras paso,
hasta cruzar la habitación. En el camino, vuelven a tocar.
Recarga su frente contra la puerta, toma aliento y
permite a sus ojos las lágrimas. Es necesario. Intenta
recordar la primera vez que lloró, pero no sabe por qué
desea saberlo.
—Quién es.
Espera. Nadie responde. Vuelve a preguntar. No
hay respuesta. Luego repite la pregunta, pero esta vez lo
interrumpen. Abre la puerta.
Afuera, el olor de los capulines tardíos, un sendero
aplanado durante muchos años, las siluetas negras de los
árboles que delimitan su mundo. De pie, con ojos saltones y
una mueca que deja al descubierto su dentadura, está un
niño. Es la historia del niño y el hombre que llora, piensa.
—Quién eres —pregunta al pequeño.
El niño levanta los hombros con desdén. Deja claro
que esa pregunta es irrelevante:
—Has visto al duende —dice con voz ocre.
No. Ninguno ha pasado por aquí.
—A lo mejor no lo has visto. Se me perdió.
—Cuándo.
—Cuándo qué.
—Se te perdió.
El niño vuelve a levantar los hombros. Guarda
silencio. Sus ojos escrutan el interior. El hombre vuelve a
llorar. Los niños pierden duendes y yo lloro por estupideces.
Los circos y las ferias. Los trenes y las malformaciones. No,
se reprocha, no vi un duende y debí hacerlo. Debí estar
atento por si uno pasaba frente a la ventana o se deslizaba
debajo de la puerta.
—No hace mucho ruido. A lo mejor no lo
escuchaste.
—A lo mejor.
El niño da un paso dentro. Camina por debajo del
arco que forma el brazo del hombre. Se detiene cerca del
quicio, hasta que sus ojos se acostumbran a la luz. Luego
observa todo con asombro.
—Lloras.
El hombre cierra la puerta mientras asiente con un
gesto:
—Las glándulas de mis ojos están enfermas.
—Por qué.
—Así nací.
El pequeño olvida la estancia vacía y le dirige una
mirada de reproche. El hombre comprende:
—Alguien debe hacerlo.
Antes de sentarse en el centro del rectángulo,
levanta sus hombros. Después se abraza a si mismo
mientras escruta de nuevo el vacío. De pronto, una sonrisa
atraviesa su pequeño rostro, como si una idea brotara en su
cabeza.
—A, o —grita—. A, o —su boca es un círculo grande
y uno chico.
El hombre cierra los ojos para escuchar la
repetición de la voz del niño. Piensa en caramelos y
lombrices de tierra. A él, cuando niño, le gustaban el eco,
los dulces y los gusanos. Le gustaban muchas otras cosas,
como las orejas de una niña que vivía más allá del cerro; los
perros que se escabullían en los matorrales para espantar
pájaros; el sabor de las hormigas negras; el tacto de una
corteza de pirú y el olor de las noches secas.
—A mi lo que me gustan —dice el niño
interrumpiendo sus pensamientos, aburrido del juego— son
el ruido de los pedos y los dibujos que hacen otros niños.
El hombre llora un poco. Se pregunta por qué llora.
Y se responde, contento por hallar nuevas razones: lo hago
porque no hemos encontrado un duende, porque hace
muchos años que no veo el color cobalto y porque este niño
sabe leer las mentes.
—Ya viste el cielo.
El hombre afirma con la cabeza. A veces, a él
tampoco le dan ganas de responder en voz alta. El niño no
lo nota y continúa hablando (el hombre sabe que aquello no
fue una pregunta):
—Los rayos que se ven son bonitos, pero porque no
llueve y porque los truenos están tan lejanos que no se
escuchan. Es que hay tormenta en otro lado. A lo mejor
detrás del volcán.
El hombre evoca la imagen del volcán. Lo piensa de día y
desde esa ventana; es apenas una línea con tres picos que
se despliega contra el horizonte, como una pantalla. Luego,
lo recuerda desde el cerro: la parte más alta de una muralla,
en las tardes de otoño tiene un halo rojo. Al final, ve al
volcán como si estuviera parado dentro de su cráter, de
noche, y lo rodearan las piedras rojizas y el cielo fuera un
domo de luces intermitentes. Sonríe a pesar del llanto.
—Adivina por qué sé todo esto.
—Te lo dijo el duende.
—A, o.
—Dónde vives.
Los hombros respingan.
—Bueno, pues, dónde quieres buscar.
El pequeño señala con el dedo. El hombre ve la
pared que apunta el índice. Y atravesando la pared, sabe
que están los maizales; y más allá de los maizales, los
ocotes y más allá todavía, la laguna que las garzas visitan
en invierno. Seca sus ojos.
—Y qué esperas.
El niño se levanta, sacude las piernas y toma la
mano que le ofrecen. Su piel, nota el hombre, se parece a la
voz de una abuela. Antes de salir, el hombre tararea una
tonada y el niño apaga la luz.

***

La madre expulsó el producto en un último y liberador


pujido. La masa de carne fue a dar a manos de la partera
quien, conocedora de su trabajo, lo tocó por todas partes
para conocer qué le faltaba. Lo supo cuando sus dedos se
sumieron en el cráneo. Por cerebro tenía agua.
Murió horas después.
La madre lo lloró otras tantas horas y luego
anunció a todos la peculiaridad de su pequeño. La gente
tomó el nacimiento como una bendición. Este año,
pensaron, el agua regresará al pueblo. El venero renacerá,
las garzas tendrán una lagunita a donde llegar, y las lluvias
mojarán los sembradíos.
Pero ese año, también, hubo sequía.
***

Evué corrió las cortinas para evitar que entrara la noche. Le


angustiaba la noche. No podía imaginar una sola razón lo
suficientemente poderosa como para salir mientras la
oscuridad cobraba vida. Todo afuera se transformaba en
algo maligno.
Las miles de estrellas amenazaban con venirse
abajo. Incendiarían el pueblo, los maizales, las calles y
después el resto del mundo se tornaría una inmensa bola de
fuego.
Si no era eso, pensaba, el viento podía congelarla y con ella
al pequeño que crecía en su vientre. Se tornaría pétrea y
con la siguiente ráfaga caería al suelo. Ella y el niño se
convertirían en esquirlas.
Pensaba en los peligros y en los monstruos que
vagan con hambre o con sed de una mirada tierna. Sintió un
escalofrío. Adentro, arropados por el calor de ambos,
estaban bien.
Cerró los ojos con fuerza para deshacerse de los
pensamientos; con ambas manos acarició el abdomen
mientras susurraba algunos cantos que aprendió cuando
niña.
Antes, los monstruos no le importaban. Andaban
por allí y a veces los distinguía porque las malformaciones
eran evidentes; les faltaba un ojo o soltaban un silbido en
cada respiración. Otros no se podían distinguir porque sus
malformaciones estaban debajo de la piel; carecían de un
riñón o simplemente su corazón tenía tres ventrículos.
Antes, los monstruos no le importaban. Se los topaba en la
calle y de ella salía una sonrisa natural y los saludaba;
algunos de ellos fueron sus amigos y sus novios o sus
amantes y pasaba por alto la falta de una falange, las
articulaciones rígidas o las mandíbulas hendidas. Antes, los
monstruos no le importaban. Estaba bien besar a una amiga
con exceso de vello o acariciar el rostro de alguien sin
poros. Ya no.
Es mejor con las cortinas así, pensó. Encerrada no
tenía razón para creer en las estrellas que caen o en el
viento que todo lo congela.
—Qué tonta puedo ser —le dijo a su bebé cuando
se alejó de la ventana rumbo a la cocina—, pero no me
preocupa que tú lo sepas. Me molestaría que los hombres
de afuera lo supieran.
En las calles del pueblo surgió un rumor de cantos
y oraciones. Al principio, el sonido fue vago, pero al ir
avanzando se fue haciendo más fuerte. Una procesión se
acercaba.
Evué apagó la lumbre de la estufa. Se quedaría con las
ganas del té. No podría hacer nada más durante el resto de
la noche ahora que venía la procesión. Tomó su vientre con
la mano y salió de la cocina. A su paso, fue apagando todas
las luces. Se sentó en el sillón más alejado de la ventana.
—Silencio —le ordenó al bebé—. No dejes que
nadie sepa que estamos aquí.
Las voces de hombres y mujeres pasaron frente a
su casa. A través de la cortina de la ventana observaba las
velas encendidas. Eran pequeñas estrellas difuminadas que
avanzaban al ritmo del caminar humano.
Alguien había muerto. Pronto, dobló el bronce de la
iglesia en el centro del pueblo. Los rumores y los tañidos y
el silbido del viento que golpeaba contra la ventana y su
propio jadeo que iba aumentando paso a paso y los latidos
del nonato y la casa que crujía y la tierra que no dejaba de
moverse y el sonido revelador de cada pestañeo. Tenía
miedo.
Evué recordó las épocas en que una santa guiaba a
los hombres. Para ella fueron buenos tiempos. Ahora los
hombres repetían viejas fórmulas, como las procesiones de
los muertos que iban con velas agujerando la noche o las
procesiones de las fiestas que iban con cohetones
destrozando los tímpanos y las nubes del cielo o las
procesiones de invierno, con niños de porcelana que
viajaban en brazos de las mujeres: las niñas, las madres que
ya lo eran y las viejas desdentadas.
Evué temía a la noche. Pero temía más a las
procesiones porque eran enormes gusanos que orugaban en
las calles. Gente que veneraba a los muertos, gente que
adoraba imágenes sin vida o gente que amamantaba y
arrullaba niños falsos, pintados a mano, con ojos de cristal
que podían observarla y pedirle sin palabras que fuera
misericordiosa con ellos. Con todos y cada uno de esos
niños de porcelana. Evué no podría soportarlo. No sería
capaz de cargar a todos los bebés sin vida, cantarles sus
canciones de cuna y ungirlos con el agua podrida que se
guardaba en el templo.
Apretó los dientes. Intentó recordar las oraciones
de cuando niña, pero no pudo. Engarrotó los músculos para
hacerse piedra sobre el sillón y le dijo al nonato:
—Te protegeré y te libraré de todo mal, te cuidaré
de las envidias y de los malos deseos, de los monstruos que
cuentan los días en un calendario apócrifo y de los malos
hombres que son monstruos por dentro como dueños de
circos.
El niño pateó.
—Te libraré y te protegeré de los pensamientos
humanos.
El niño golpeó.
—Te haré vivir con la sangre que da vida, y nadie ni
nada te convertirá en lo que yo fui: caminante. Porque tan
sólo mi temor a tu futuro me hará más fuerte. Seré
pecadora para que tú no lo seas porque yo fui lo que nunca
serás.
El niño no volvió a patear.
Pasaron los meses. Pasaron las procesiones de la
semana inventada (ya nadie recordaba su santidad), la de
otros muertos y la que cantaba que todos se irían al cielo,
luego del fuego de los imbéciles, con voces arrugadas por
ancianas.
Evué dio a luz en invierno. Le escindieron el vientre
para que el niño no se muriera. Era tan pequeño, tan frágil,
tan dulce que un llanto podía reventarlo, que un grito podía
destrozarlo, que una variación en el aire podía hacerlo
moronas. Moronas de niño.
—Por eso —le dijo Evué con la voz cortada—, te
voy a rodear de burbuja de jabón.
Un niño de cristal. Deforme como todos los otros
del pueblo. Piel de papel y huesos rompibles.
Deseó colocarlo en una cueva con dos enormes
toros que lo protegieran con las cornamentas y sus cuerpos.
Rodearlo de paja para mantenerlo caliente y mullido, que
nada fuera capaz de romperlo. Pero nada de eso podía
hacer.
El bebé tenía los ojos azules y parecía no querer
cerrarlos nunca. Evué miraba a su pequeño y le reconocía
las peticiones: cariño y misericordia. Y le pedía, por
supuesto, ir al templo sin santa.
Evué le regresaba la mirada, y no era capaz de
saber si el niño también reconocía sus peticiones.

La procesión dio inicio muy temprano. Evué sabía que por


las calles de Mará caminarían las mujeres y las niñas y las
ancianas, como año tras año, en una costumbre repetida
hasta la saciedad, sin otro significado que el de continuar lo
iniciado, con muñecos de porcelana: bebés despostillados y
con raspones, otros con los brazos rotos y vueltos a pegar,
con los ojos perdidos y reacomodados o reinventados ya no
de cristal sino de papel pintado.
La oruga de mujeres nacería como una excreción
de cada casa, y todas, durante el día señalado, arrullarían
con viejas fórmulas orales, vómitos de palabras.
Evué salió de su casa, como el resto de las
mujeres, con la cara cubierta de chales, con los ojos
dirigidos al suelo, avergonzada de su odio a los monstruos,
avergonzada del terror a las procesiones, odiándose en la
médula y amando como no puede amarse a un bebé de
cristal. El bebé era su amor y su odio, era la razón de
encerrarse durante una procesión y era la razón de salir
durante otra.
La noche era un espejo pando y quebradizo que se
reflejaba a sí misma.
Llegó Evué al templo, y allí había reunidas muchas
mujeres. Se miraban a los ojos y nada decían. No sabían
qué hacer. Esperarán a que termine la noche y regresarán a
sus casas, envolviendo niños falsos para ocultarlos de los
otros habitantes.
Entró Evué y dijo:
—Que regrese la santa de los imbéciles y se ría de
nosotras.
Y las mujeres voltearon a mirarla. En los rostros
observó desdén y odio. También encontró pánico y por lo
tanto interés. Ninguna la calló.
—Porque somos unas imbéciles.
Evué destapó a su niño y lo mostró a todas:
—Porque traemos a estos muñecos y los mojamos
en el agua de la pileta como si les pudiéramos quitar la
mugre acumulada durante tanto tiempo. Es la suciedad que
permitimos se le junte durante todo un año en que no los
vemos, no los limpiamos, no los jugamos.
—¿Y qué haríamos cada año, en este día, si no
tenemos esto para hacer? —preguntó una mujer.
Evué calló.
—¿Y qué limpiaremos cada año, este día, si no son
estos niños de porcelana?
Evué guardó silencio.
—¿Y cómo orugaremos las calles cada año, este
día, si no tenemos niños falsos para cargar por las calles?
Evué negó con la cabeza.
—¿Y cómo seguiremos siendo monstruos, cada
año, este día, si no es adorando al pasado sin
comprenderlo?
Evué dijo:
—¿Se dan cuenta?
Y las mujeres, todas, dejaron caer sus muñecos al
suelo. Se rompieron los niños sobre las baldosas del templo.
Volaron ojos de porcelana y brazos y piernas de todos los
tamaños y las formas, quedaron por allí pequeños dedos
con las uñas encarnadas y mejillas falsas de niños falsos y
el estruendo rebotó por las paredes del templo,
magnificándose, pero se quedó allí dentro. Lo que sucede en
el templo se queda en él.
Y una por una, las mujeres salieron a la noche. Iban
calladas. Regresaban temprano a sus casas y no regresarían
al otro año.
Evué tocó con cuidado a su hijo.
—Si, te entendí todo. Pero a donde vayas, no le
digas a nadie que sigo temiendo a las procesiones y a los
malformados. Que esta vergüenza se vaya conmigo cuando
yo muera.
Evué salió sola del templo. Estaba por amanecer.
Adentro, sobre el piso, millones de esquirlas de
niños de porcelana se revolvían.

***

And here the paths, made or yet unmade,


that told of the need of boys,
always traveling, to be men.
Ray Bradbuy, Dandelion Wine

Debería decir algo, un conjuro, una loa, un poema, una


oración. Por lo menos, piensa, debía hacer una mueca,
enrojecer los ojos, mostrar los dientes, asomar la lengua.
Debería, al menos, ceder a las ganas y proyectar el vómito
contenido, regurgitar la comida o escupir las bacterias que
guarda en su boca. Si no, tendría que hacer una seña
obscena, mentar la madre o enseñar el dedo medio.
Pero no puede.
Incluso piensa que tanta incapacidad es producto
de un maleficio o simplemente del poder que el mal ejerce
sobre él. Y no porque él sea una persona importante,
enemiga jurada del mal, protectora de inocentes. Nada más
lejano, se dice en estos momentos en que no puede mover
un músculo. La simple existencia del mal, piensa, es tan
poderosa que una persona insignificante como él queda
reducida a un bultito de carne con dedos en las manos y
pies. Una figura de plastilina que emula cierta humanidad.
A lo mejor por eso es como es.
Ahora debería contener sus ganas. Pero tampoco
puede y el chorro caliente se expande por sus pantalones.
Luego, su cuerpo comienza a temblar; primero las manos y
luego los pies y luego la diminuta cadera y al final la gran
cabeza amontonada.
Solloza. Lo hace como lo hacen las personas
diminutas: voz de barítono y hecho feto bajo los árboles. Así
sucede en las historias que ha escuchado estos años: había
una vez gente diminuta.
Hay luna que sonríe y hay viento silbante y es un
cementerio con adornos de sauces que lloran y las tumbas
son montones de tierra en formación de guerra y rodeados
de claveles opacos con ramos de rosas silvestres creciendo
por aquí y por allá, con espinas que pinchan. De las ramas,
penden arañas negras. Sobre las tumbas, cruces de madera
podrida. A veces, las lechuzas rasan. En la tierra, hay hoyos
de rata y hoyos de muerto y hoyos de serpiente. Al fondo, a
lo lejos, metida en la bruma, la habitación del dios que
duerme por las noches de luna que sonríe y de bruma y de
viento que sibila serpientemente.
Todo está salido de una historia, se dice. Pero no
puede dejar de sollozar. Pero yo no soy el hombre que llora,
se recuerda. Pero no soy hombre y lloro. Soy el enano de
esta historia. Soy el protagonista adolescente de este
cuento. El niño que crece por dentro pero no por afuera, que
quiere hallar una solución, que quiere cambiar lo que es
para estar entre todos, para que todos vean al hombre que
está por ser. (Que todavía no es, que todavía no es, que
todavía no…) El niño que ha escuchado en otras historias el
cuento de la bruja hechicera, habitante distinguida del
panteón, vecina de los fantasmas, hacedora de milagros
para quien esté dispuesto a pagar el precio.
Con lentitud, abre los ojos. Con dificultad, sorbe y
traga. No importa el tamaño pequeño de sus piernas, la
pequeña largura de los brazos, lo pequeño de los dedos
medios y anulares. Tampoco lo grande de la cabeza, la gran
distancia que tiene entre cada ojo, lo enormes que son las
orejas que el cabello no cubre. Deberé, pronto, ser un
hombre, dice.
Y grita el nombre de la hechicera. Lo grita con
todas sus letras oscuras, redondas como pozos profundos,
oquedades sin eco, sin voluntad; letras de obsidiana; letras
que se pegan al paladar; agujeros lodosos prácticamente
impronunciables. Nombre de sílabas seseantes, sombras,
senderos entre la maleza, surcos; sílabas que sierran su
cerebro con el sonido, con la repetición. Nombre de raíces
enredadas; de una palabra más otra palabra más otra
palabra engarzadas por el tiempo y la maldad.
Sabe que arriba de él, muy arriba, las arañas
retraen en sus estómagos las telarañas. Las lechuzas pegan
sus alas al cuerpo para dejar de volar. El viento se enrosca
en el árbol más alto.
En la orilla del pueblo hay un cerro, recuerda. En el
centro del pueblo hay un edificio con campanas que suenan
con los grandes vendavales de otra estación. Y todo,
mientras se dice un nombre tan largo y tan feo, guarda el
más profundo y temeroso silencio. El pueblo se congela.
Podría orinarse otra vez. O mejor, piensa, ahora
que ya encontré la fuerza para nombrarla, sí podría decir la
oración, la loa o el conjuro para alejar a la maldad de mí.
Aunque no lo hace. Mejor espera a que la tierra
termine de contraer sus músculos.
Él no llegó al panteón a media noche, no se colocó
debajo del árbol donde viven todas las polillas del pueblo,
lagrimeó y se meó como niño y luego se recuperó y abrió la
boca y la nombró por cualquier cosa. No. Ya estaba allí, a
medio camino de su hombría, con una petición y un pago
que dar. Ya no conjuraría al bien para alejarla. Él la ha
llamado, las consecuencias son su responsabilidad.
Cierra los puños. Eriza la nuca y los muslos.
Parpadea. Traga saliva seca. Cierra los ojos y luego los abre.
Contiene el aliento y luego lo suelta. Deja de vivir un
instante y luego revive.
En medio de dos tumbas, una vieja. O mejor, una
silueta de vieja. O mejor, un bulto, una jiba, un bastón y
cansancio en cada movimiento expansivo y relajante de la
respiración. Una silueta de vieja entre dos tumbas y bajo las
ramas de los árboles que filtran la luz de la sonrisa.
—Ah, es un niño.
Tiene una voz amarilla, amarilla, piensa él.
—Dije: ah, es un niño.
Y guarda en su interior, como las brujas, el viento.
Está vacía, vacía. La primera lechuza remonta al cielo.
Hacen flap sus alas.
—Ah, niño, ¿quieres decirme qué?
Y tiembla, toda ella, tiembla, frágil, en el cuerpo
humano que rechaza la maldad que posee.
—¿Estás? Ay, mal lugar. No es bueno, no. Perdido,
¿si?
Y ahora da un paso hacia él, avanza, con su poder
de otros mundos, otras épocas. Con el bastón de mando,
con el báculo del poder.
—Ah, pequeño, si eres un pequeño, pequeño niño.
Y sale a la luz, apenas un poco. Y se le ve, se le ve,
ya puede observar la punta de su…
—¿Tendrás qué, seis añitos, siete, ocho quizá? Ay,
niño pequeñito.
—Y usted tiene trescientos años, seiscientos,
novecientos años.
Y tiene además, piensa, un cuerno en medio de la
frente. Un hueso que rompe la piel. Pero no se asoma lo
suficiente.
—Je. Tengo menos, ay. Pero me siento como.
—Y yo tengo más. Sólo me veo más niño.
—Ay, hueles como bebé meado. Has de tener. Si,
claro, eres muy.
—No, tengo más edad.
—Escuincle de. Hace frío. Siempre. Es noche, ay,
¿qué quieres, pues?
Que usted…, piensa, pero no le dice que quiere
verle el cuerno, y que con el cuerno le toque la piel para que
con su magia lo haga crecer.
—Pero sal, anda. Ay, que sólo veo de ti un bulto
pequeñito, pequeñito, debajo del árbol de las polillas. Has
de tener. Sí yo creo que no eres más. Estás perdido, ¿qué
no? ¿O que se te? Ya, ya. Sal para que te vea.
—Debajo de la tierra hay ratas normales y ratas
enormes.
—Ay, niño, lo dices para que perdamos más. No,
no, son topos. A menos que. Ya, claro. El frío. Mi reuma. Esta
espalda que ya no. ¿Dónde vives?
El niño señala el pueblo.
—¿Para qué? ¿Es a mí a quien? Ah, los dichos, je.
Tienes menos, menos. Niño pequeñito. Hace meses que no
lo. Ya, estás muy niño para tener miedo, ¿si? Pequeñito,
chiquito.
—Puedo pagar el precio.
—¿Qué? ¿Ratas enormes? No, esas ya me las sé.
Je. Tendrías que ser mejor. Con eso no.
—Tengo historias más grandes.
—Prueba. Ay, pronto.
La historia de un enano y la bruja del reino. Una
bruja llena de maldad y de odio. Capaz de dejarse morir
para matar al pueblo. Un enano capaz de vivir para que el
reino viva.
—Ay, esa historia se me antoja. Es un buen pago,
¿si? Pero yo no.
—Y la historia dura días enteros, dura semanas y
hasta meses. Por favor, por favor.
—¿Cómo?
—Hay monstruos en el reino. Algunos son buenos y
otros se mueren de ser monstruos y otros llevan al
monstruo dentro y le enseñan a sus hijos a ser monstruos.
Bestias. Seres mitad animales y mitad hombres. Carroñeros.
Carne putrefacta en el cuerpo de mujeres vivas. Niños que
no son niños, ni animales, ni rocas ni árboles.
—Je.
—En el reino, el tiempo se ha detenido, las cosas
son un bloque de hielo. Todo es octubre y hace frío de
invierno. El reino está rodeado de cerros que impiden el
paso de los visitantes, y el monte mayor es un volcán
dormido. Pero ni son cerros ni es un volcán pero sí están
dormidos todos ellos: son dragones que cuidan su nido.
—Ay. Pero yo no. Ya sabes. Todos esos son. Me
gusta, sí. Se oye que me gusta. ¿No hay hombres galantes?
—Ni uno sólo.
—Así está. ¿Ni princesas hermosas, ah?
—Los monstruos nunca han escuchado hablar de
ellas.
—Ay, bien, bien. Pero yo cuido un cementerio. Tú
eres pequeño. ¿Qué? No, no me digas.
—Mis brazos y piernas sí. Pero mi cabeza es
enorme.
—A ver, sal de allí. Para verte.
—¿Pero usted sí? Digo. Su, ya sabe, su… En el
pueblo lo dicen. Usted hace magia.
—Si, sí lo dicen. Pero no es. Como todos allá
dentro, en el pueblo. Imbéciles. Soy como. Células óseas
que crecen sobre mi frente. Todo tiene nombre. Y tú eres
muy niño.
—Soy enano.
—Ay, niño. Eres hermoso. ¿Y dices que te quedarás
niño para siempre?
—No, si usted me toca con el cuerno.
—¿Y porqué habría de hacerte?
—Para que crezca.
—Ay, la espalda. No, no.
—¿Entonces?
—¿Y tu cabeza guarda esas historias?
—Dicen que como pago por su magia exige
historias.
—Hermoso, hermoso. Niño. Anda, vete a casa. Sal
por la puerta, ¿Saltaste la barda? A que sí. Tontito, tontito.
La reja siempre está abierta. Cierra cuando salgas.
—Pero.
—No se hable más. Es tarde. El frío.
—Pero.
—¿Al menos? Je. Te entiendo. Curiosidad. Eres un.
Ya, ya.
—Por lo menos… el cuerno…
—¿Quieres verlo?
—Si.
—Es tarde. Vete ya.
—Está bien, pero por favor.
—Si quieres ver el cuerno deberás pagar el precio.
—¿Qué quiere?
—Vete de aquí. Regresa mañana, más temprano.
Trae la primera parte, sólo la primera.
—¿Y entonces?
—Si el sol es saludable, niño. Y si no me hace daño
recibirlo, a lo mejor, a lo mejor.
—¿De verdad?
—Y si prometes no decir conjuros, ni loas, ni
oraciones. Ay, no.
—¿De verdad?
El viento se levanta con fuerza. Él rompe en
carrera. Las piernas se abren paso, ágiles, entre la maleza
alta de las tumbas, salta los montones de tierra. En la
puerta, se detiene.
Sonríe. Grita el nombre de la vieja. Dice cada letra
abierta como abanico; cada sílaba blanca de piedra ónix. Al
mismo tiempo, le hace señas, le muestra el dedo medio.
Sonríe. La lengua de fuera. Luego guarda silencio, espera.
La vieja le responde con un quejido lejano.
—¿Y poemas? ¿Puedo decir poemas?
No espera la respuesta. La verja, oxidada, rechina
con cada movimiento. En la entrada del cementerio, ya sólo
el viento.

***

El hijo menor se levantó de la mesa cuando terminó de


comer. Eructó, dijo gracias y llevó su plato a la cocina. Este
hijo mío es tan desconsiderado, dijo la esposa manos de
tenaza. Es un bueno para nada, corrigió el anciano manco.
El conductor varado notó que su plato estaba
vacío. Había estado absorto con las historias que surgían,
entrelazadas, de las bocas de los dos ancianos. Miró su reloj
y se asombró con la hora. Hacía tiempo ya que la noche
estaba en el exterior de la casa. ¿Quiere otro plato?,
preguntó la mujer. No, dijo el conductor varado. ¿Quiere
café, un cigarro?, preguntó el anciano manco. Sí, respondió
el hombre. Sí quiero.
Las tres personas salieron para sentarse en una
banca de concreto construida contra la pared de la fachada.
Encendieron sus cigarros mientras esperaban a que el agua
calentara. No había luciérnagas ni se escuchaba cantar los
grillos. En el cielo se observaban pequeños murciélagos. Se
movían de manera errática y chillaban sin asomo de belleza.
El hijo menor salió de la casa luego de lavar sus
trastos. Vengo al rato, dijo sin más. ¿A dónde vas?, preguntó
la madre. La caza de dragones ha comenzado, respondió
mientras se alejaba.
Frente a ellos, pasó una niña. Buenas tardes, dijo.
Buenas tardes, pequeña, respondieron al unísono los
esposos. Buenas, dijo tardíamente el conductor varado.
Esa niña, informó la mujer manos de tenaza, tiene
seis dedos en cada mano. Otros doce en los pies. Algunos
tienen menos, otros tienen más, dijo el anciano. Las cosas
se equilibran.
Luego pasó un joven con una pierna, iba apoyado
en muletas. También saludó y fue correspondido. Aprisa
andaba un hombre que sonreía. Saludó efusivamente con la
mano y sin mediar palabra. Aprisa se alejó. Ese hombre
nació con prisa y sin nervios en la cara.
Y así, pasaron otros habitantes. ¿No quiere hacer la
llamada?, preguntó el viejo. El conductor varado pensó un
poco. ¿Sigue en pie su oferta de la cama de su hijo el
mayor? El viejo respondió que sí. Entonces, continuó el
conductor varado, nada más avisaré que llego hasta
mañana.
Terminados los cigarros, regresaron a la casa. Ya
está el café, dijo la mujer, lo sirvo y le seguimos. Por favor,
pidió el conductor varado. Lo que no expresó fue la
pregunta que se estaba haciendo: ¿la caza de dragones?

***
Vine a Mará a que se enamoren de mí. A que alguien me
vea y sienta que yo soy el indicado. El monstruo correcto.
Para mí, el amor es muy sencillo. Basta con que me miren
compasivamente o me sonrían con educación.
Yo nací con tres manos. Quince dedos, tres palmas,
quince uñas, tres juegos de líneas que dicen mi futuro, tres
pulgares y tres dedos para señalar. Nací de esta forma y me
dijeron que aquí debía venir, porque aquí llegan los circos
de los malformados, las ferias con atracciones morbosas y
aparecen bestias que se tornan tierra, aquí nacen —como
yo— niños gusano y hombres que lloran.
¿Y por qué vine? Mi tercera mano no llegó
acompañada de otro brazo. Es sólo una mano totalmente
formada, con huesos articulados y terminaciones nerviosas
que me permiten palpar y agradecer el agua fresca cuando
me lavo. La mano es móvil, pero de nada me sirve porque
cuelga del estómago. La oculto con vendajes. Cuando
alguien observa mi torso vendado se preguntan, o me
preguntan, qué me pasó. Y la gente se tranquiliza con sólo
saber que es una operación mal lograda, que la cicatriz se
infecta seguido y que tiene mal aspecto.
En realidad es desagradable.
A veces, cuando me baño, desentumo los dedos
ocultos, abro y cierro una extremidad delgada, velluda y
pálida. Mis dedos se acostumbraron hace muchos años a la
restricción, pero aún me piden libertad. Todo el día, todos
los días, cargo el hormigueo de la insensibilidad. Toda la
noche, todas las noches, siento cómo la sangre recorre
lenta, dolorosamente mi mano. Me pregunto si la falta de
circulación gangrenará la mano. Y si la enfermedad se irá al
estómago. Se pudrirían los intestinos. Se secarían mis
pulmones y moriré con dolores severos.
No pueden quitarme la mano. Ni cuando fui niño, ni
cuando soy lo de ahora. Los médicos hablan de nervios y de
conexiones con la espina.
Piso esta tierra seca, porque las lluvias ya se
fueron, ando junto al anciano de la mano amputada que
camina con el brazo en la espalda para ocultar el muñón. Él
me platica de la santa, y de la bestia, y que ya nadie se
acuerda, y yo escruto los ojos de la gente. A lo mejor veo
una niña cíclope, o me topo con un demonio ciego,
adolescente y necesitado como yo. Estoy en Mará y ya sé
que pronto dejaré de ser extranjero, que la gente me verá
como el día a día, como al volcán del fondo, como el blanco
y el rojo de todas las fachadas. Tal vez, pronto, el escozor de
mi mano desaparezca.
Piso esta tierra seca, observo la formación
volcánica de este cerro que debiera dar sombra y nombre al
pueblo, pero no lo hace. Santa Mará, cuentan, es apta para
estas cosas. Como la mía. No tiene, pero debería, una
estación de ferrocarril abandonada. En cambio, en el cerro
hay minas en desuso y cuevas sin intención. Y la santa que
da nombre al pueblo, ya fue, y el hombre me cuenta la
historia olvidada.
Cuando respiro me pregunto qué hace la gente
aquí o de dónde viene el problema, pero no percibo
respuesta. No sé si sean azufres, ácidos o la simple tierra
cansada de producir lo mismo, lo mismo, lo mismo.
Todavía soy extranjero. Hablo la misma lengua y
los vellos de mi nuca se erizan cuando pasan vientos
húmedos o me topo con gente más fea que yo. Todavía no
me conocen.

***

La primera tenía el rostro hermoso, con facciones que


mamá llamaba felinas, y tenía, además, el cuerpo de la
hermana encarnado en el tórax.
Era natural, decía su madre, porque fui yo quien
vino a este pueblo para quedar gatamente, escondida
debajo de las tejas de los portales de la esquina, con el otro
rostro oculto en la capucha; que me empeciné en
enamorarme de aquí y esparcir con el aliento la enfermedad
de eso que me hace distinta, doble. Natural que la hija
también sea doble, o que sean dos hijas en una sola.
La segunda, rasgos perros y cuerpo vivo pero
inmóvil, colgajo contrahecho, observaba a la hermana con
los labios sellados por la misma herencia de sangre. Y con
los ojos recriminaba o aprobaba los movimientos gatos de la
otra.
Era natural, decía su madre, porque fui yo quien
traía las ganas perras de enfierecerme y parir hijas dobles,
agachando el hocico, sumisa, aparente, negando la otra
cara, aunque terminara obviándose, ante el primero que me
ofreciera apenas algo más que una cama. Natural que la
hija también sea doble. Dos hijas en una sola.
Se escondían las dos en una habitación o se
escondía sólo una de ellas obligando a la otra. Rodeadas de
adobe oscuro, con una ventana para ver a la otra noche, la
del exterior, porque ellas vivían desde su nacimiento en el
adentro.
La gata observaba todas las noches hacia la calle.
Una farola amarillaba la esquina.
—Allí está— murmuraba. Luego, invariablemente,
un suspiro.
La perra observaba todo, todas las noches, y
mantenía el silencio.
Las dos tenían frío desde hacía varios años. Su
madre había quedado muerta en el sillón de la sala. Muerta
de frío. Los pulmones llenos de invierno, con sangre
escarcha. Desde entonces, el frío. El encierro. Sólo abrir las
cortinas un poco, lo suficiente para ver el cono de luz sobre
la esquina.
Y al joven.
—Allí está— murmuraba.
El joven se escurría desde donde la luz no existía,
desde donde el mundo no existía, porque ni la gata ni la
perra atisbaron jamás durante el día. De día se acurrucaban
para dormir mientras esperaban que, como cuando mamá
estaba con ellas, les introdujera un plato de comida por
debajo de la puerta.
El joven se colocaba bajo la luz y recargaba el
costado derecho contra la pared. Encendía un cigarro para
fumarlo con calma. El humo dibujaba una mujer mientras
ascendía hasta desaparecer.
La gata hablaba algunas veces:
—Mamá me dijo que lo hiciera. Que cuando se
muriera dejara su cuerpo en el mismo lugar y que me
encerrara. Que nos encerrara.
La perra escuchaba también algunas veces.

La historia de la madre. La gata observaba la esquina y al


joven fumando y se abstraía en un recuerdo que no era
suyo, pero del que se apropió a fuerza de tanto recordar, en
voz alta, los recuerdos de su madre. La gata compartía con
el rostro frontal de su madre esa necesidad de hablarlo todo
en vez de pensarlo. Al repetirlo, al retransformarlo en cada
regresión, lo iba volviendo real, lo comprendía cada vez
más.
—Mi madre contaba (¿recuerdas, hermana?) que
luego de escapar de la prisión ambulante caminó lo que
para ella fueron horas, y durante lo que consideró
kilómetros. Nunca encontró la estación del tren (porque no
la hay)…
Al principio, la voz de la primera hermana refería a
la madre así, como otra persona. Luego se iba apoderando
de las historias:
—Esa primera noche tuve mucho frío. Jamás hube
dormido bajo el cielo desnudo. Con todo, las lonas del circo
sí eran un techo real aunque endeble. Me cuidé de no
descubrir el otro rostro, el perro. Pero en el pueblo la gente
se había ido, era un espacio ahuecado por la fuerza. Por
todos lados veía casas vacías, pero con esa sensación de
que serían habitadas nuevamente, en cualquier momento.
Una ausencia tensa, a punto de romperse. En el centro de la
plaza, la feria. Y la santa de los imbéciles, quedada para
vestir a otros santos, a punto de desmoronarse con el frío.
Luego supe que los pobladores se habían escondido allá
arriba, en el cerro, en una cueva. Que una bestia. Que una
bestia bastó para olvidarse del crucificado y su santa. Que
una bestia se dejó adorar por la gente de aquí. Que fueron
niños. La siguiente noche no pasé tanto frío. Me escondí en
la primera casa cuya puerta cedió a mis llamados. Una casa
vacía, adobe. Pasó tiempo antes de que la gente regresara.
Una noche vi el fuego que ascendía en hilera hasta la mitad
del cerro. Me aterré ante la imagen. Luego fueron gritos.
Pensé en brujas. Este es el pueblo de las brujas y los brujos.
Por eso todo está vacío. (No, eso no fue). Antes del
amanecer bajaron otras antorchas. No comprendí esa
batalla. La gente regresó a sus casas, iba con los ojos vacíos
y con cansancio en los tobillos. Afortunadamente, yo estaba
en la calle. Nadie me descubrió dentro de sus habitaciones,
hurgando sus cocinas, revolviendo sus sábanas. Esa noche
iba a pasar frío otra vez, lo sabía. Pero llegó él: el hombre, el
padre de mis futuras hijas (de mi futura hija), que me vio a
la cara y se humedeció los labios. No eres de aquí, me dijo.
Y yo negué con la cabeza. Vienes con la feria, me preguntó.
Y yo volví a hacer. Vine con otro circo, en otro lado, pensé,
pero no dije nada. Anda, pequeña hermosa, vamos a la
casa, allá comerás algo. El hombre no sabía en ese
momento que mi nombre era Jana, y que tenía enfrente el
rostro gatuno, y que por nuca tenía otro rostro, uno
aperrado, oculto por la capucha.

La historia de las hijas. La historia de la hija. No recordaban


otra cosa las hermanas. Sólo la gata que debía cargar con la
perra, siempre. Y la perra sí, pero los labios sellados. Las
niñas no salieron nunca a la calle. Se ocultaron por órdenes
de alguien que vieron poco. El padre. El que preñó a Jana
poco antes de descubrir las dos caras. La madre fue
encerrada en una parte de la casa que estaba dividida por
dos habitaciones. Allí pasó el embarazo, allí parió. El hombre
esperaba ver un hijo completo, sano, a pesar de la madre.
Vio el producto, le escupió y volvió a cerrar la puerta.
Ordenó a alguien que todos los días llevara comida. Las
niñas crecieron, aprendió a hablar la una, pero la otra nunca
tuvo boca. La madre les contaba su historia, todos los días,
ensimismada.
El padre abría la puerta de vez en cuando, ebrio.
No miraba a ninguna a los ojos. Les contaba historias del
pueblo:
—Nació un niño sin brazos. La hija de Alira tiene
ocho dedos en cada mano. Nació un bebé sin cerebro, no
vivió mucho. El pequeño de mi hermana no puede dejar de
llorar. Ay, ahora nació un pequeño tan deforme, que no se le
descubre cara o cuerpo, es el más monstruoso de todos.
Luego se iba, otra vez las encerraba sin decir más.
Jana creía que la culpaba a ella y a sus hijas de esparcir la
monstruosidad, y lo comprendía. Nunca debí salir del circo,
pensaba. Lo que Jana no supo nunca, ni su hija que era gata
y perra, es que el padre culpaba a la bestia que, tiempo
atrás, adoraron en el cerro.
—El día que no me despierte —decía a las hijas—,
me dejan donde esté y se encierran en el otro cuarto. Allí las
van a alimentar.
Eso hizo la gata. La perra, unida a la hermana.

La historia del joven. El joven se deslizaba desde la


oscuridad todas las noches. Encendía un cigarro y se
recargaba contra la pared para observar. Le gustaba
imaginar a mujeres que salían del humo del cigarro, las
piernas, los senos, largas cabelleras. Y otras cosas. Tenía el
mandato de entregar comida en la habitación todos los días
de su vida. Impensable fallar. Sólo su muerte o el olor a
muerte desde el interior eran la excusa aceptada.
Pero el encargo no fue para él originalmente. Años
antes, su madre preparaba la comida, la metía debajo de la
puerta. Ahora, con la mujer anciana y enferma, andaba las
calles de Santa Mará arrastrando su lado derecho contra la
pared (afortunadamente para él, su trayecto sólo tenía giros
en esa dirección) y sosteniendo precariamente una charola
con sobras. Ya no se preparaba comida especial.
Se preguntaba cosas. Las razones del mandato. Su
madre, incluso en los peores momentos de la locura,
sostenía que la comida debía entregarse. Y el joven, aunque
fuera sólo medio hombre, tenía más que fuerza para
cumplirle a la madre. Todos los días la entrega.
Se preguntaba cosas. Lo que había dentro de la
habitación. Una vez se recargó frente a la ventana
adecuada, encendió el cigarro e imaginó. Mujeres ocultas
por el celo de un padre enfiebrecido. (Pero, si el señor de la
casa ya estaba muerto, ¿por qué su vieja se empecinaba en
alimentarlas?) Mujeres que se disolvían con facilidad,
porque su mente no lograba construirlas por completo.
Se preguntaba cosas. Si su vida fuera otra, si no
tuviera esas ganas de ocultarse, si se hubiera sobrepuesto
en el pasado cuando le dijeron que no era más monstruo
que los monstruos del pueblo. Hubiera conocido mujeres,
las habría amado y ahora podría imaginarlas.
Se preguntaba cosas. Porque desde hacía tiempo,
cuando se recargaba a fumar y preguntarse, había
descubierto el rostro de una gata en la ventana. Era gata o
mujer. Vigilándose el uno a la otra.
Se preguntaba.

La gata y la perra fueron nombradas por su padre. La


primera tenía un nombre simple, dulce, tres sílabas y
vocales abiertas. El nombre de la segunda, en cambio,
recordaba el de una sacerdotisa etrusca. Siete sílabas
cargadas de consonantes duras. A la gata nunca le gustó
llamar a su hermana por ese nombre. Por el contrario, la
perra hubiera dado la vida por pronunciar el de su hermana.
Ambas cargaban con el peso y el secreto de su
nombre.

La perra, desde su silencio, comprendía. La hermana era


una mujer doble. El joven era sólo la mitad izquierda de un
hombre. Era natural, hubiera dicho la madre, porque cada
quien completa lo que puede.

***

Llueve en Mará. Lluvia de septiembre: hilos trenzados,


tramas entramadas, telares enteros, líquido oblicuo que
golpea cristales y tejados de acrílico endeble. Tromba que
reblandece el asfalto quebrado, el concreto de las casas
recientes. La cauda desciende a trompicones por las calles
del cerro, se abulta en las esquinas, se amontona en el
quicio de las puertas, los golpea repetidamente.
El viento. El nogal de la plaza se estira y rechinan
sus músculos de madera. Los ficus del bulevar levantan los
pies, obligados, arrancan las uñas del lodo al que se aferran.
Los sauces redoblan el llanto. Las puertas vibran, los cables
sobre las calles se enchispecen, los tablones con letras
pintadas giran y giran hasta arrastrarse por las banquetas.
Miedo de bovinos sin cornamenta. Balidos, gorjeos,
voces de perros acallados por el miedo. Ratas maiceras que
nadan entre surcos de barro. Moscas de la fruta
encapsuladas de improviso, violentamente, ahogadas
contra la contundencia del concreto. Mariposas con alas de
augurio que se vuelven humus oscuro en los rellanos.
Golondrinas ateridas. Musgo que se desprende.
Helechos que se trozan. Tuberías hinchadas hasta la
evisceración. Llueve en Mará. Gatos inermes recorren ríos
improvisados, moviendo extremidades y cabeza en forma
aleatoria, henchido el tórax y comisuras color cian.
Llueve de noche en Mará.

***

Mujer toro cantaba las tardes de lluvia. Los chapulines del


cerro no hacen sonar sus instrumentos, decía, porque son
del color al que hieden de las setas, animales horrendos y
silenciosos. Mujer toro, cuatro senos enormes sobre un
pectoral tan ancho como el de un toro castrado, gemía con
voz de barítono.
Sus amigos solían decir que ella cantaba por la
lluvia. Sus detractores, que el agua caía porque ella
cantaba. Cuando el mugido se escuchaba por las calles del
pueblo, los fantasmas se largaban de las añejas casas de
adobe y bestias extintas querían renacer para responder al
llamado de apareamiento.
Lo cierto es que, en tardes de lluvia, mujer toro
gemía de dolor. En sus ubres, la leche acumulada la hacía
sentir que reventaría. Por eso, era costumbre en el pueblo
que, cuando escampaba, afuera de su casa se formaban
mujeres con hijos de pecho.
Cuentan las madres que era un verdadero prodigio
ver a mujer toro amamantando a cuatro niños al mismo
tiempo.
Era tan grande, sin embargo, que nunca pudo salir
de su casa para enamorar a un hombre que le hiciera sus
propios hijos.

***

A Santa Mará llegaron los hacedores del conocimiento


científico. Los especialistas. Hombres y mujeres con lentes
de pasta y zapatos un poco descuidados. No usaban batas
blancas ni llevaban, colgados del cinturón, los más extraños
artilugios con focos leds o pantallas digitales que iluminaran
platinamente las habitaciones oscuras. Eran gente seria.
Verdaderos egresados de universidades, con currículos tan
largos como sus piernas, articulistas publicados,
conferenciantes. Cuando las televisoras no entendían algo,
cualquier cosa, ellos eran los primeros en responder con
palabras accesibles: las mariposas viajan del norte al sur,
todos los años; la Tierra en realidad está un poco ladeada,
no es cosa de preocuparse; la robótica es muy avanzada en
nuestro país; o, la física cuántica puede ser comprendida
por cualquier interesado si lee mi libro.
A Santa Mará llegaron estos hombres y mujeres.
Traían sonrisas y palabras de aliento.
—Vamos a encontrar el problema —dijeron.
Y los habitantes de Santa Mará se miraron unos a
otros.
Efectivamente buscaron el problema. Los
científicos naturales metieron sus cucharas en el suelo,
extrajeron porciones de tierra de aquí y de allá que metieron
en frascos que luego sellaron y etiquetaron
cuidadosamente. Hicieron lo mismo con todos los insectos
hallados. Embotellaron aire de la plaza del pueblo, de la
punta del cerro y de las afueras del cementerio. Cortaron
pedazos de animales que metieron en otros frascos con
etiquetas distintas. Por último, seccionaron a los habitantes
del pueblo, extrajeron sangre, extirparon miembros extras e
hicieron lo necesario: frasco, sello, etiqueta.
Los científicos sociales también buscaron. Hicieron
preguntas para saber quién era hijo de quién, trataron de
averiguar las cosas que comían y se interesaron
particularmente en el abandono de la fe oficial, en la
historia de la bestia y en los cuentos de las ratas enormes.
Anotaron en sus libretas y registraron en pequeñas
grabadoras de voz datos interesantes acerca de los dibujos
de tiza en el piso de cemento, las cúpulas de la iglesia
abandonada o las palabras más usadas para hablar.
Ninguno olvidó datar cuidadosamente las fotografías: cada
una de las infancias solitarias, cuanta sonrisa desdentada
hallaron y la fiesta popular.
Entonces los científicos, satisfechos, sin batas
blancas ni aparatos extravagantes, se fueron. Se llevaron
las sonrisas y dejaron, como si las hubieran olvidado, las
palabras:
—Vamos a encontrar el problema.
***
Para RFI

No tardaron en aparecer los que observan. Esos que


aprovechan el puente peatonal para otear el incendio de la
fábrica detrás de sus muros. Los que bajan la velocidad
cuando hay un cuerpo tendido en la carretera. Los mismos
que pagan un boleto del sideshow y cuchichean con voz
serpentosa: Mirayalovisteesmuyfeocuidatemuchonovayaase
rquesiteportasmalquedesasíconlaspiernasgigantesolosojosa
pretadosytesalgabarbaydejesdeserunaniñabonita, etcétera,
etcétera.
Era una tarde a principios de otoño, muy cómoda
porque no era ni tan fresca ni tan caliente y la luz del sol se
filtraba benévola hasta el suelo.
Llegaron amontonados en camiones de redilas;
dentro de autos compactos color amarillo, o metidos en
autobuses que ofrecían visitar el pueblo de los
malformados: acudan al pueblo del niño cara de reptil,
miren a la señorita con piel de hule, a los hermanos perros
que tienen las barbas más largas y duras, a la familia que
no puede transpirar, a los ancianos manos de tenaza,
etcétera, etcétera.
Otros tantos llegaron en es iu vís de colores
plateados, doble tracción y espejos automáticos. Colgaban
de sus hombros grandes cámaras análogas o pequeñas
cámaras digitales de resoluciones importantes, con la
intención de pedir permiso a cuantos habitantes
encontraran, de posar con todos ellos, de decir miren yo fui
hasta allá y comí de las garnachas del centro de la placita,
platiqué con la doña espalda de camello, con el pequeño de
la caparazón de tortuga, con la vieja de las muchas piernas,
etcétera.
Los primeros en llegar estacionaron sus
automóviles en el centro, junto al viejo templo, los
siguientes ocuparon las calles empedradas y los últimos, sin
tanto miramiento, se apearon de los vehículos en cualquier
lugar, etcétera.
Decían que iban a visitar la fiesta del santo patrón;
o decían que iban a otro lugar pero que nada les impedía
detenerse unos momentos en uno de los pueblos
intermedios (como Santa Mará); o que, en todo caso, si ellos
llegaban era para pagar la artesanía y la foto, a consumirles
a los monstruos que buena falta les ha de hacer que se les
reactive la economía. Etcétera. Etcétera.
Los turistas comenzaron por recorrer las calles a
pie, se veían los unos a los otros en las esquinas y pronto se
cansaron de tomar fotografías a fachadas o a banquetas
vacías. Santa Mará lucía desierto.
¿Dónde están los monstruos?, se preguntaron. ¿Por
qué se han escondido? ¿Quién les ha dicho que veníamos?
Etcétera. Luego, tocaron con los nudillos a las puertas de
madera o de lámina, mientras apuntaban con los
obturadores y afilaban las cámaras:
Toctoctoc
Toctoctoc
Toctoctoc
Toctoctoc
Toctoctoc
Toctoctoc.
Etcétera.
Las puertas, una a una, se fueron abriendo.
Hicieron ruidos de madera o ruidos de metal. En todas y
cada una se asomó una persona. Un ser humano. Un niño
que decía no está mamá, venga más tarde. Una anciana
que decía en qué puedo servirle. Un señor que decía es hora
de la comida, joven, entienda que estoy con los míos. La
señora que decía ahora no puedo comprarle nada, otro día,
pregunte otro día.
En cada puerta, un ser humano distinto: las
consabidas extremidades faltantes, los tamaños
exagerados, las contrahechuras, etcétera, etcétera. Una
persona en cada puerta.
Entonces los turistas, reflejados bizarramente en
todos esos rostros, sintieron incomodidad. Como si las
camisas, de pronto, les quedaran pequeñas. Habían visto a
malformados en ferias, televisión, cine. Jamás los habían
observado así, en sus casas, en su vida diaria, y sintieron
que ellos también eran monstruos porque tenían sus propias
casas, porque también departían con sus familias por las
tardes, porque se ocultaban de las visitas indeseadas,
etcétera. Sintieron extraño porque de pronto no supieron
quién era monstruo, quién atracción, quién era qué.
Pero ocultaron las emociones con palabras que
decían otra cosa: Ay, esta gente es tan fea, esta gente da
miedo porque no se saben monstruos, como si estuvieran a
gusto con ser lo que son, como si tener esas caras o esos
cuerpos fuera lo más normal del mundo; ay, esta gente tan
fea, esta gente que tiene mirada maligna, como si desearan
hacernos daño; ay, estos monstruos tan poco humanos que
acarician a sus hijos como si no fueran cosas horrendas
desagradables espantosas vicios del infierno vómitos
insanos polutos porquerías; ay, ay.
Etcétera. Etcétera. Etcétera.
Y así, como llegaron, se fueron los que se detienen
fascinados ante el cuerpo descompuesto de un perro en la
calle; los que saltan las piernas de los pordioseros; los que
escupen contra las paredes; los que señalan con el dedo; los
que cuentan que se asombran ante el suicida; los que con
gusto y buenas maneras atestiguan lo que se les pide; los
que observan.
Anochecía a principios de otoño, y no regresaron.

***

Los siguientes en llegar fueron los extravagantes. Cabellos


largos, asimétricos y de colores no humanos. Pendientes en
pechos, labios, prepucios. Cuerpos tatuados para contar
historias. Operaciones en la nariz, ojos, glúteos.
Descostillados, vaciados o rellenos del abdomen y las
espaldas. Artistas del cuerpo, modificados para verse
atigrados como el nagual o arcaicos como Cleopatra.
Después llegaron los alternos. Vivientes de la
noche, amorosos del color guinda, holanes, vino tinto.
Necesitados de alcohol, opiáceos, tabaco. Poetas que
rasguñan el cielo y pasan a través de las paredes. Músicos
estridentes, asonantes o amantes del barroco
churrigueresco. Pintores del cielo estrellado y girasoles.
También hicieron su aparición los interrumpidos.
Accidentados con la piel derretida, piernas amputadas,
parches en los ojos. Modificados por la insanidad con
marcapasos, brazos robóticos, pulmones de metal que se
transportan con un carrito. Con desmemoria o convulsos,
con síndrome o con papilomas, la sangre blanca o el hígado
hecho mármol.
Luego, los cyborgs relojizados, celularizados,
computarizados. Adictos a las vidas paralelas, a la
bidimensionalidad, a las cafeteras eléctricas con encendido
automático. Alarmizados, textualizados, memorizados. Con
agendas que parpadean, música comprimida y
enciclopedias completas en los bolsillos.
También los entristecidos entraron en Mará.
Algunos de tan tristes iban enojados, otros en el ensimismo
o en el colmo de la alegría. Traían pastillas en las carteras e
instrucciones de comportamiento.
Arribaron a pie los deambulantes: clochards,
payasitos, enterradores, bomberos, adiestrantes de perros y
pericos para las ferias y sembradores caseros de
mariguana.
Los sexuales hicieron aparición con perneras,
látigos, dildos. Eran amanerados, obsesivos, con alma de
víctima. Onán y Elektra. Multifílicos o insensibles.
También llegaron los que odian el mar, los que son
vistos raro, los que tienen miedo a las alturas, a la gente, a
los gatos. Los que no saben porqué están aquí, que no
quieren estar aquí, que olvidaron para qué están aquí.
Cantantes bajo la lluvia, saltadores de charcos. Maniáticos
que se rascan las piernas y fuman, que guardan las
instrucciones para dar cuerda al reloj o describen cómo
comerse un mango.
Entraron poco a poco en Mará, para quedarse y ser
comunitarios, para pertenecer. Hasta que un día el más
anciano llamó a todos a la plaza y gritó:
—¡Alto! ¿No se han dado cuenta? No cabe todo el
mundo en Mará.
La santa de los imbéciles de Alejandro León Meléndez.
Noviembre 2024
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