La santa de los imbeciles - Alejandro Leon Melendez
La santa de los imbeciles - Alejandro Leon Melendez
La santa de los imbeciles - Alejandro Leon Melendez
***
1
Mará llegó con un listón. Por eso había tardado tanto, fue su
excusa. El niño se limitó a levantar los hombros como
diciendo: ¿y qué?, jamás hablamos de un listón, pero su
silencio fue convencido. Si comenzaba una discusión con la
niña, las cosas se alargarían irremediablemente. Lemus no
lo quería y permitió a Mará que atara la caja de cartón con
él. Era morado y muy grueso.
—Es de cuando murió mi abuelo.
Lemus no comprendió del todo la aclaración. La
cinta y el color, ¿qué tendrían que ver con la muerte de
nadie? Sin embargo, le alcanzaba para entender a la niña.
La muerte estaba bien, pensaba. Es justo lo que
necesitamos.
—Ya comienza el calor—, dijo la niña enjugándose
el rostro con la manga del suéter.
Lemus asintió. Odiaba las afirmaciones surgidas de la nada
porque no sabía si refutarlas o concederles la razón. Si hace
calor, hace calor, pensaba.
—Ya llegó la feria.
Lemus volvió a asentir y a levantar los hombros.
La lengua de Mará asomaba su punta en la
comisura izquierda. A Lemus le gustaba verla atareada en
algo, como el atado de un moño sobre una caja de zapatos,
porque tenía esa obsesión incontrolable.
¿Por qué tardaba tanto haciendo un nudo? Mará
parecía luchar contra la caja, asunto absurdo para el niño,
porque no se movía, no se agitaba. No había resistencia.
Por fin concluyó. Un nudo enorme y asimétrico
bailoteaba sobre la caja. Mará se irguió y observó a su
amigo, de frente. Sostenía la caja frente a sí, a la altura del
estómago. Debajo de la falda a cuadros temblaban sus
rodillas, y no pasó inadvertido para Lemus.
Él también se sentía diferente: con la boca seca y
un ligero ardor a la altura de la nuca, por dentro. Nada le
indicaba que el sepelio apresurado fuera algo equivocado,
pero su corazón le decía una y otra vez que no lo hiciera. No
lo entierres, no lo entierres.
Lemus paseó su mirada para evitar la de su amiga.
La mina de grava abandonada apenas había sufrido
cambios desde que dejaron de acudir a ella. La rampa
concéntrica descendía hasta lo más bajo. Las paredes de
piedra, hechas años atrás con brazos mecánicos, todavía
mostraban sus fragmentaciones; los distintos tonos de rojo
y negro, y aquellos eran los mismos nidos de lechuza que él
conocía.
Los arbustos que crecían dentro de la mina estaban
más grandes, pero Lemus sabía que con la época de calor
disminuirían su tamaño. Había piedra por todas partes.
Diferentes tamaños. A veces se le dificultaba caminar por
allí con tanta grava.
El sol se había ocultado detrás de las altas
paredes: atardecía. El color naranja iluminó el cielo. Las
sienes de Mará estaban perladas.
Frente a la niña se abría el pozo que minutos atrás
había cavado Lemus, mientras la esperaba. El bulto de
tierra y grava a un lado. La pala insertada en el suelo
tambaleaba su mango.
—No quiero hacerlo—, confesó Mará con voz de
sollozo. Lemus reconocía bien su llanto, porque era el único
que lo había escuchado antes. Odiaba cuando Mará lo hacía.
La odiaba a ella.
El niño escupió al suelo y pateó la tierra. En un
arranque, arrebató la caja con el moño. Se abrazó al féretro
de cartón y en cuclillas, meciéndose, oró por lo bajo:
—Santísima imagen que cuidas a los estúpidos,
danos fuerza para deshacernos de la bestia.
2
Santa Mará protegía al pueblo. Una imagen de yeso
paseaba por las calles todos los días durante la semana de
festividades. Desde antes que nacieran los niños se inició la
costumbre de la feria. Ahora, sobre los hombros de jóvenes,
la pieza inmóvil debía sortear los pasillos entre vendedores
de pan, juegos mecánicos, artesanía rancia y espectáculos
de media monta.
Ese año llegó al festejo un camión con animales
vivos o rellenos de borra. Aberraciones de la naturaleza.
Errores de la biología. Seres inmundos. Las bocinas
apuntaban a todas direcciones desde el centro de la plaza.
Una grabación difusa repetía el anuncio tan pronto como el
sol era naranja y las sombras se alargaban hasta tocarse
unas con otras. Aberraciones.
El tiempo del primer calor en el año. Las hojas
blancas y ocres se desprendían de los árboles de la plaza,
bajaban bailoteando al suelo que quedaba cubierto por
ellas. Errores.
Las frituras difundían su olor desde la entrada de la
iglesia, era una mezcla de grasa vieja y salsas con distintas
tonalidades de rojo. Inmundos. Desde la puerta del palacio
se difundía la esencia de las harinas infladas con dulce.
También, los sudores de gente mayor y la composta
preparada en las casas del pueblo. Mezcla de estiércol y
deshechos orgánicos putrefactos que con el calor apestaban
como nunca antes. Errores.
—¿Tienes miedo?
Lemus había visto a su amiga detenida en las
orillas de la feria. Era el trayecto más corto desde el cerro
hasta su casa.
Mará tenía la cabeza gacha y las piernas fundidas
como una sola debajo de su falda. Sólo él, y nadie más,
ostentaba el derecho a preguntarle algo así a Mará. ¿Tienes
miedo?
Mará asintió con desgana. El cabello negro cubría
parte del rostro.
Ambos sabían que Mará podía rodear las calles
ocupadas. Pero tarde tras tarde ella andaba hasta esa
esquina con el firme propósito de cruzar la feria. Cada vez
se detenía allí y buscaba el valor. Luego de un rato, daba
media vuelta y emprendía una carrera que rodeaba por las
calles aledañas.
—¿Te acompaño?
Mará negó y Lemus esperaba esa respuesta. De
nada serviría que ella cruzara la feria si era con compañía.
Quería hacerlo sola.
Animales que no son de este mundo. Vea las
desgracias de la naturaleza. La vaca que nos acompaña
está viva. Observe el feto del gato.
Mará tomó la mano del niño. Ambos se miraron en
silencio.
—¿Y la bestia? —preguntó la pequeña mientras
desviaba la mirada hacia la cúpula de la iglesia.
—Puse la caja sobre la piedra de la cueva. Me costó
mucho trabajo dejarla allí. Era como abandonarla, y no
podía. Pero recordé que ibas a tu casa y quise alcanzarte.
Mará sonrió para agradecerle el gesto.
—¿Y qué vamos a hacer?
Lemus levantó los hombros y suspiró antes de
responder:
—Lo que dijiste desde el principio: avisamos a
todos. Que todo el mundo lo sepa.
Lemus deshizo el apretón de la mano cuando
descubrió que los dos sudaban. La niña aprovechó para
limpiarse con la manga las lágrimas.
—Odio este lugar —, dijo ella.
—También yo
Las campanas anunciaron la ceremonia de esa
tarde. Las vibraciones de bronce bajaron hasta el suelo y se
expandieron por todo el pueblo. Por la feria y las calles
aledañas. Se escuchó en la mina de grava y en la punta del
cerro. Los niños sintieron un escalofrío.
En ese momento, las bocinas que anunciaban el
espectáculo de los animales redoblaron el volumen. Errores
de la naturaleza. Aberraciones biológicas. Seres inmundos.
3
—¿Qué es inmundo?
—Que está por debajo del mundo.
—¿Del mundo?
—Del planeta.
—¿De la tierra?
—Del planeta, de la tierra, de la vida.
Mará y Lemus se abrazaron tensamente. Lemus no
controló las sensaciones y comenzó a besarla con todas su
fuerzas. Besó sus mejillas, sus ojos, sus orejas, su frente, el
cabello, los labios. Cuando se dio cuenta, ella también lo
besaba sin distracciones, con rabia, sin aliento.
Allí, dentro de la cueva, frente al sarcófago de
cartón que contenía a la bestia, se sentían seguros.
4
Primero llegaron los niños. Los citaron temprano al otro día,
antes de ir a la escuela. Ni Mará ni Lemus aclararon nada.
Todos debían llegar apenas hubiera sol para que
atestiguaran.
—Huele a mierda.
—Tengo frío.
—Na… está muy sucio aquí.
—Esto no me gusta.
—Me quiero ir.
La cueva aún no se llenaba cuando Lemus tuvo el
valor de levantarse. Mará se quedó sentada al fondo, en la
parte más oscura, bajo una roca adornada con telarañas. No
le importó ensuciar el uniforme o sus manos. Con los ojos le
había dicho a Lemus que ella no quería decir nada.
Lemus hizo señas para que todos rodearan el
sarcófago. Los niños se acomodaron de tal forma que
ninguno perdió la visión de lo que tenían enfrente.
—Necesitamos su ayuda para deshacernos de la
bestia—, dijo en voz baja. El eco se encargó de distribuir sus
palabras.
Tomó el extremo de la cinta y lo jaló con
delicadeza. Sus manos temblaban pero no vaciló. El nudo se
deshizo con facilidad y el listón morado cayó junto a la caja.
Todos los presentes contuvieron el aliento cuando, sin gran
preámbulo, Lemus levantó la tapa.
5
Hallaron a la bestia días atrás en la mina de grava. Una cosa
era la mina (o la barranca, por su forma) y otra eran las
cuevas. Ambas estaban en el cerro que sombreaba la iglesia
de Mará y el resto del pueblo. En una cara del cerro, las
cuevas. Del otro lado, la mina.
—¿Qué edad tienes? —le había preguntado el
sacerdote a la niña. Era una mañana nublada, y apenas se
llevaban a cabo los preparativos para el inicio de la fiesta.
—Soy mayor que mi hermana—, respondió Mará
con la cara levantada.
El sacerdote le dio la espalda y sopesó la respuesta
de Mará un rato. Estaban en una oficina dentro de la iglesia.
El despacho del señor sacerdote, dijo la mamá poco antes,
arrastrándola para que se confesara en privado. Tu hermana
ya se confesó, y ve lo contrita que está, llora que llora.
—Te nombraron como la santa— dijo el sacerdote,
interrumpiendo sus recuerdos.
—Nací el mismo día. Pero…
—Pero ¿qué?
—Yo no ayudo a los estúpidos. Quiero irme.
—Espera. No eres tan grande como crees.
Minutos después Mará salió corriendo de la oficina,
con la camisa desfajada y una cintilla de sangre. Las nubes
terminaron de cubrir el cielo y una ráfaga de viento helado
arrastró la basura ruidosamente por las calles.
El sacerdote gritó la orden y las campanas
llamaron.
Mará corrió hasta el cerro, pasó de largo las cuevas, llegó
hasta la punta y se detuvo a llorar.
—¿Fuiste con el padre? —preguntó Lemus, que la
esperaba sentado en el mirador que dominaba todo el valle.
Mará no respondió. Fue la primera vez que Lemus
la escuchó llorando. El niño supo que era cierto, que ya
había ido y no esperó a que le confirmaran.
También supo que fue tan malo como con la
hermana menor.
Fue la primera vez que sintió odio por la niña.
Lloraba y él no lo soportaba. Deseó golpearla, morderla,
arrastrarla por sobre las piedras para que se callara. Pero
fue incapaz, incluso, de amenazarla con el puño. En cambio,
tomó su mano y la condujo lejos del mirador.
Anduvieron despacio la columna vertebral del
cerro. Fueron al otro lado; descendieron hasta la vieja mina
de grava y se sentaron a esperar a que el mundo se hiciera
mierda. Allí estaba la bestia.
6
Después llegaron los adultos. Fue imposible detenerlos.
Varios de los niños no pudieron controlarse y contaron lo
que habían visto:
—Está vivo.
—Está muerto.
—Vive enroscado dentro de la caja y nunca come.
—Tiene pelo y está tieso.
—Es brillante como placa metálica, pero respira
como si fuera un reloj.
Los adultos fueron llegando hasta la cueva,
incitados por la curiosidad, dudosos o prestos a reprender.
La caja se mantuvo abierta porque ya no hallaron fuerzas
para cerrarla. Conforme iban llegando, se sentaban.
Fumaron y para la noche trajeron botellas. La cueva se llenó
de humo y olor a alcohol.
7
Lemus hizo guardia toda la primera noche, y mantuvo su
mirada fija en la bestia. Tenía un ligero dolor en el pecho,
repetitivo y agudo. Había perdido el hambre, el sueño. Pero
ya sabía que eso iba a sucederle. Mará no había dormido en
una semana, tampoco comía o parecía recordar las cosas
recientes.
—¿Qué es eso? —preguntó el sacerdote luego de
que le avisaron que la gente adoraba a una bestia en el
cerro.
—Es un escarabajo.
—Es un ratón.
—Es una aberración.
—Es un monstruo sin pies.
—¡Sí tiene pies!
—Es lo más extraño, padrecito. Díganos usted, por
la santísima imagen, qué es eso.
El sacerdote observó el lugar. Algunos hombres
dormían visiblemente ebrios. Algunas mujeres habían
ordenado la cueva para mantenerse allí: una esquina para
los menesteres del cuerpo, otra para amontonar la basura.
Al fondo, dos parejas dormían abrazadas.
—Es el demonio —resolvió el sacerdote—.
¡Mátenlo! ¡Quémenlo!
Nadie se movió.
8
—¿Cuánto quieren por la bestia? Yo se las compro.
Mará se levantó y se puso delante de la caja. Otros
niños hicieron lo mismo.
Lemus escupió a los pies del hombre de la feria.
—No me voy a ir de este pueblo sin ella. A ustedes
no les sirve de nada. Yo puedo hacerla famosa. No les
pertenece, es del mundo.
Nadie se movió.
9
—Cuenta la historia otra vez.
—La niña Mará y el niño Lemus hallaron a la bestia.
Pensaron que estaba viva. Cuando el resto de la gente la
vio, se negó a examinarla, a descubrirla, a mostrarla. Era de
ellos.
Todas las tardes de la temporada fueron naranjas.
Ese año, todos los huevos de lechuzas eclosionaron. Ese
año, anidaron amontonadas todas las aves rapaces del valle
en las coníferas de Santa Mará. Ese año, los reptiles del
cerro se camuflaron hasta volverse de piedra, o de tronco, o
de grama. Ese año, los pastizales ardieron al punto de las
cenizas. Se extinguieron los conejos silvestres y hubo una
plaga de ardillas con rabia que atacaron a los perros, a los
gatos.
La bestia mostró señales de descomposición justo
en el cambio de la temporada. Cuando los árboles debían
ser ocres y sus hojas cayeran.
Pero antes…
10
—Santísima imagen que nos cuidas…
—Danos el valor de la bestia.
—Concédenos la gracia de ser seres de cera.
—Haznos ferales y aptos para la supervivencia.
Por las tardes, cuando despertaban, los pobladores
paseaban sus miradas del féretro roído a la luz que
ingresaba desde el exterior. Inhalaban el humo de sus
tabacos para soportar el hedor que allí los encerraba. Desde
el primer día los murciélagos, únicos habitantes de la cueva,
habían huido.
De todas las peticiones, se les concedió la
feralidad.
Lemus lamía las caderas de Mará para soportar el
hambre. Mará bebía del sudor de Lemus. Los niños eran
coprófagos. Las madres se alimentaban del cabello
machacado desprendido de los hombres. Los hombres
observaban con ansia los cuerpos de las mujeres.
El sacerdote regresó con antorchas y personas de
otros poblados.
—¡Quemen a la bestia!
—¡Mueran las falsas adoraciones!
—¡Castiguen con putrefacciones las extremidades
de todos ellos!
—¡Salven a los niños animales!
Mará lloraba desde la axila de Lemus.
Nadie se movió. Poco a poco, los nuevos hombres
se adentraron en la cueva. Vieron a la bestia. Se sentaron
en los pocos lugares que aún quedaban.
Mará escupió al cuerpo del sacerdote aplastado por
los pies de los nuevos animales.
Nadie más se movió.
11
El cuerpo de la bestia se fue haciendo quebradizo.
12
Errores de la naturaleza. Los negocios ambulantes
empacaron las mercancías. Se esparció por las banquetas el
aceite quemado con sabor a frituras. La imagen Mará de
yeso se mantuvo guardada en la covacha del templo.
Animales que no son de este mundo.
El último en irse fue el espectáculo de los animales
vivos o rellenos de borra. Desgracias de la naturaleza.
Seres inmundos. La feria desocupó las calles del
pueblo.
13
—¿Qué es esto?
—Es polvo de bestia.
Mará despegó sus labios del cuerpo de Lemus.
Caminó hasta la caja de cartón y jugueteó con el polvo
quebradizo. Suspiró antes de vaciar el contenido en el suelo.
Lemus la descubrió delgada, con los huesos de la cara
sobresaliendo y una marca negra alrededor de los ojos.
Los hombres y mujeres despertaron del letargo. Se
levantaron y alisaron sus ropas sucias. Avergonzados. En
silencio, cada quien se reencontró con los suyos y salieron
agarrados de las manos, trastabillando.
Afuera era de noche.
Las lechuzas aguardaban sobre los árboles.
Graznaban con voz queda. Una larga hilera de seres
humanos descendió hasta el pueblo.
Mará y Lemus quedaron rezagados, ocultos en la
sombra de la cueva de la sombra de la noche.
—Odio este lugar.
—Yo también.
***
***
***
***
***
***
***
***
Vine a Mará a que se enamoren de mí. A que alguien me
vea y sienta que yo soy el indicado. El monstruo correcto.
Para mí, el amor es muy sencillo. Basta con que me miren
compasivamente o me sonrían con educación.
Yo nací con tres manos. Quince dedos, tres palmas,
quince uñas, tres juegos de líneas que dicen mi futuro, tres
pulgares y tres dedos para señalar. Nací de esta forma y me
dijeron que aquí debía venir, porque aquí llegan los circos
de los malformados, las ferias con atracciones morbosas y
aparecen bestias que se tornan tierra, aquí nacen —como
yo— niños gusano y hombres que lloran.
¿Y por qué vine? Mi tercera mano no llegó
acompañada de otro brazo. Es sólo una mano totalmente
formada, con huesos articulados y terminaciones nerviosas
que me permiten palpar y agradecer el agua fresca cuando
me lavo. La mano es móvil, pero de nada me sirve porque
cuelga del estómago. La oculto con vendajes. Cuando
alguien observa mi torso vendado se preguntan, o me
preguntan, qué me pasó. Y la gente se tranquiliza con sólo
saber que es una operación mal lograda, que la cicatriz se
infecta seguido y que tiene mal aspecto.
En realidad es desagradable.
A veces, cuando me baño, desentumo los dedos
ocultos, abro y cierro una extremidad delgada, velluda y
pálida. Mis dedos se acostumbraron hace muchos años a la
restricción, pero aún me piden libertad. Todo el día, todos
los días, cargo el hormigueo de la insensibilidad. Toda la
noche, todas las noches, siento cómo la sangre recorre
lenta, dolorosamente mi mano. Me pregunto si la falta de
circulación gangrenará la mano. Y si la enfermedad se irá al
estómago. Se pudrirían los intestinos. Se secarían mis
pulmones y moriré con dolores severos.
No pueden quitarme la mano. Ni cuando fui niño, ni
cuando soy lo de ahora. Los médicos hablan de nervios y de
conexiones con la espina.
Piso esta tierra seca, porque las lluvias ya se
fueron, ando junto al anciano de la mano amputada que
camina con el brazo en la espalda para ocultar el muñón. Él
me platica de la santa, y de la bestia, y que ya nadie se
acuerda, y yo escruto los ojos de la gente. A lo mejor veo
una niña cíclope, o me topo con un demonio ciego,
adolescente y necesitado como yo. Estoy en Mará y ya sé
que pronto dejaré de ser extranjero, que la gente me verá
como el día a día, como al volcán del fondo, como el blanco
y el rojo de todas las fachadas. Tal vez, pronto, el escozor de
mi mano desaparezca.
Piso esta tierra seca, observo la formación
volcánica de este cerro que debiera dar sombra y nombre al
pueblo, pero no lo hace. Santa Mará, cuentan, es apta para
estas cosas. Como la mía. No tiene, pero debería, una
estación de ferrocarril abandonada. En cambio, en el cerro
hay minas en desuso y cuevas sin intención. Y la santa que
da nombre al pueblo, ya fue, y el hombre me cuenta la
historia olvidada.
Cuando respiro me pregunto qué hace la gente
aquí o de dónde viene el problema, pero no percibo
respuesta. No sé si sean azufres, ácidos o la simple tierra
cansada de producir lo mismo, lo mismo, lo mismo.
Todavía soy extranjero. Hablo la misma lengua y
los vellos de mi nuca se erizan cuando pasan vientos
húmedos o me topo con gente más fea que yo. Todavía no
me conocen.
***
***
***
***
***