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Sección de notas

ROBERTO ARLT: LOS ESCRITOS DEL BUEN LADRÓN

• Quisiera violar algo. Violar


el sentido común' (1).

Las tres primeras novelas del escritor argentino Roberto Arlt (1900-
1942) acaban de ser publicadas en España (2). El hecho es impor-
tante, así como significativo su retraso, prueba de los límites y reso-
nancias de una política cultural cuya norma —el aislamiento/reserva
espiritual— perdona a duras penas a los escritores más visiblemente
«consagrados» de la literatura latinoamericana. En el caso de Arlt (en
rigor, desconsagrado) confluyen, por otra parte, los efectos de la crí-
tica académica de su propio país, fiel al censo de errores gramati-
cales, como los «buenos» profesores de lengua en olor de esterilidad.
«Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte»,
decía Arlt en el prólogo a Los lanzallamas (p. 7). Y más adelante:

«Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente


de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que en-
cierran la violencia de un "cross" a la mandíbula. Sí, un libro tras
otro, y "que los eunucos bufen"» (p. 9).

El objetivo de este trabajo no es realizar un análisis pormenoriza-


do e individual de cada una de las novelas, sino anotar algunas con-
clusiones sobre ellas, apuntar sus vínculos con la literatura y la so-
ciedad de su época, y su vigencia —entre profètica y escalofriante—.
Esta última noción incluye no sólo sus lecturas de autores europeos

(1) Roberto Arlt: tos siete locos, Barcelona. Bruguera. 1980, p. 110.
(2) El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931). La primera
fue editada en diciembre de 1979, con prólogo de Juan Carlos Onettl: las otras dos en 1980.
Todas por Bruguera. Las próximas citas se identificarán por las siguientes siglas: EJR, LSL, LL,
con la página a continuación y entre paréntesis.

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y norteamericanos como Poe, sino también las coincidencias con auto-
res más recientes. Mirta Arlt ha destacado, en el prólogo a LSL, y par-
tiendo del concepto sartreano de la «ascesis de la abyección», la
relación con Jean Genet (pp. 9 y ss.). Al menos como amplificación
de la lectura de Roberto Arlt, sería incitante establecer los nexos
con escritores como Pasolini o Allen Ginsberg, tomando como eje
el problema de Dios, los ritos del poder y la autohumillación. Una
obra puede estar aislada por diversas razones culturales, pero reapa-
rece en lo que anticipa o en su capacidad de ser transcrita, aun sin
haber sido leída. En tal sentido, la escritura es transmisión y trans-
cripción; participa, como veremos, de las formas inconscientes del
robo.
La ecléctica formación de Arlt, que incluía desde Baudelaire, Dos-
toievsky o Nietzsche hasta la literatura folletinesca, tiene su simé-
trico ideológico en el proyecto de sociedad secreta que, dirigidos por
el Astrólogo, fundarán los locos. «A veces me inclino a creer que
lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios
la entienda» (LSL, p. 48). No se sabe si la sociedad será bolchevique
o fascista, y en su estructura entra el modelo del Ku-Klux-Klan y la
organización celular de los partidos comunistas. Esta irónica fusión
de ideologías coincide, desde el punto de vista social y político, con
la crisis de las clases medias argentinas. Un hecho determinante: el
golpe del 6 de septiembre de 1930 del general Uriburu, vendrá sus-
tentado por los intereses de la oligarquía agroexportadora, la entrega
al imperialismo británico, la presencia cada vez más fuerte de los
Estados Unidos (3). Con ese golpe militar se abre la llamada década
infame, que se extiende hasta 1943. Cuando haya elecciones en ese
período se recuperará el viejo recurso del fraude electoral. Desde la
perspectiva internacional, Arlt es contemporáneo de la primera guerra
(aun desde una Argentina neutral), del triunfo de la Revolución rusa,
del ascenso de Mussolini, del avance del nazismo, de la crisis del
dólar en 1929.
Otros escritores contemporáneos responden de diversas maneras
a esa misma situación: el ya citado Scalabrini Ortiz; Armando Discé-
polo (el grotesco en el teatro); Enrique Santos Discépolo (¿qué nexo
hay entre el «siglo XX cambalache problemático y febril» y la «en-

(3) Un autor como Raúl Scalabrini Ortiz escribe Político británico en el Rio de la Plota.
Al mismo .iempo, en El hombre que está solo y espera, denuncia la «norteamerícanizaclón»
de las costumbres. Roberto Arlt, a través del Astrólogo, dice (¿es esto profecía?): «Cuando
llegué a la conclusión de quo Morgan, Rockefeller y Ford eran por el poder que les confería
el dinero algo así como dioses, me di cuenta que la rovolución social seria imposible sobre
la tierra porque un Rockefeller o un Morgan podían destruir con un solo gesto una raza, como
usted en su jardín un nido de hormigas» (LSL. p. 153J.

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salada rusa» del Astrólogo?). Sin entrar en detalles, está la rígida
y muchas veces falsa opción entre los grupos de Florida y Boedo (4),
de los que Arlt se mantiene equidistante o, en todo caso, transita de
una a otra «calle». Cabe destacar sus vínculos con autores como Ro-
berto Marlani (definidamente boedista), Raúl González Tuñón, Leopoldo
Maréchal (de Florida).
La crisis en lo ideológico es —entre otros matices y niveles de
análisis de la misma— exponente del fracaso histórico de las clases
medias, a través de distintos momentos: el fugaz y hasta cierto punto
ilusorio apogeo representado por el radicalismo yrigoyenista (1916-
1922 y 1928-1930); el período intermedio del alvearismo, que quiebra
el sentido revolucionario radical y coincide con el brillo de los «años
locos» y el mito de Argentina como «granero del mundo» y país de
«vacas gordas». La otra cara: el empobrecimiento de los sectores
medios, la proximidad con la clase obrera y la frustración de los de-
seos de ascenso social. El protagonista de EJR, Silvio Astier, con-
cluye que «nunca sería como ellos..., nunca viviría en una casa her-
mosa y tendría una novia de la aristocracia» (p. 105).
Junto con el juego de la Ironía y el reflejo de la realidad inme-
diata bajo el tamiz de la disolución ideológica, hay un concepto en
las novelas de Arlt, clave que explica otros, y que revela su conoci-
miento de Nietzsche. Silvio Astier tiene sobre una silla «las siguien-
tes obras»: Virgen y madre, de Luis de Val; Electrotécnica, de Bahía,
y un Anticristo, de Nietzsche» (p. 117). El registro burlón de lo filo-
sófico (de la virgen al anticristo) y lo científico encierra, además, la
ironía sobre la cultura como instrumento de la voluntad de dominio
(robo, traición, asesinato), y es en este plano que se impone el con-
cepto unificador y clave: la mentira metafísica. Ella será necesaria
para conglomerar a los hombres de la sociedad secreta y, sobre todo,
para conducir a las masas. Lo ideológico, en el estricto sentido de
representación imaginaria y pseudocientífica de la realidad social, será
soporte y cobertura del poder y sus «derechos»: el homicidio, el geno-
cidio. Los gases asfixiantes estaban en la mente de los siete locos,
y vinieron después.
Lo curioso es que la búsqueda de la mentira (la mística de la fal-
sedad para la sociedad secreta), se conecta en Arlt con inquisicio-
nes sobre el ser mismo de la novela y, en definitiva, sobre la razón
de escribir. Cuando Erdosain recibe de Haffner, el Rufián Melancólico,
el cheque que le permitirá saldar su estafa, el narrador precisa:

(4) Esquemáticamente se diferenciaban porque los primeros eran revolucionarlos en esté-


tica, atentos a las novedades de las vanguardias europeas, y los segundos, de izquierda, da-
ban mayor importancia a la revolución social que a la li.erarla.

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«Erdosain recogió el cheque, y sin leerlo lo dobló en cuatro
pliegos, guardándolo en su bolsillo. Todo había ocurrido en un mi-
nuto. El suceso era más absurdo que una novela, a pesar de ser
él un hombre de carne y hueso.» (LSL, p. 54.)

El gesto de Haffner es interpretado como un «prodigio». Doble no-


ción de realidad: Erdosain, personaje, es definido por el narrador como
«hombre de carne y hueso». La construcción comparativa pareciera
implicar, frente a la novela, la acepción coloquial del «novelero» (o
«cuentero») como el inventor de mentiras, la ficción estricta. En
última Instancia, ¿qué son los dos términos de la comparación (suceso
y novela), sino dos matices del absurdo?
Ese mismo vaivén entre la realidad del actor (de carne y hueso)
y la excepcionalidad de la acción (prodigiosa) repercute, desde el
punto de vista de la historia (la interior, novelesca; y la exterior, so-
cial), en el sentido aparente de la utopía que pregonan y matizan los
locos. La utopía es, en verdad, su propio reverso: se dice en futuro
—«organizaremos prostíbulos» (.LSL, p. 158)— un suceso cuyo ámbito
referencial pertenece al presente inmediato. En el soliloquio de Haf-
fner antes de su «caída», se mezclan sus proyectos de negocios en
Brasil o el de «industrializar el contrabando de cocaína», con la alu-
sión a la Migdal, «ese gran centro de rufianes», «que tendría que ser
exterminado en pleno» (LL, p. 73). Utopía que deja de serlo, ya que los
sueños repiten lo que ya existe: hay que tener en cuenta que la Mig-
dal fue una organización destinada al tráfico de blancas, eje de un
escándalo en el que se vieron implicados funcionarios del gobierno
argentino. Otro de los matices de la infamia de los años treinta.
La actividad creadora de ficción, llámese novela o poema, es parte
(como medio y hasta como fin en sí mismo) de la tendencia humana
a transformar el mundo que le toca vivir; al menos, a ponerlo en
crisis y transmitir la tensión que el movimiento crítico supone. La
miseria y las distintas formas de la degradación se expresan en la
obra de Roberto Arlt por el antagonismo entre el propio estado (ham-
bre o, genéricamente, los diversos espacios o «zonas» de la angus-
tia) y el deseo de trasladarse a un espacio menos doloroso y sin
conflictos. Ese espacio, sin embargo, admite grados, desde la mujer
rubia y milionària, el viaje, el modelo de hombre de industria (5), hasta
el Rolls Royce y, cerrando el círculo, el prostíbulo (reverso del san-
tuario). La idealización (por la mística, el fetichismo, el sueño de no-

(5) Dice el Astrólogo: «Hacerle ver a un hombre que os tan bello ser jefe ele un alto
horno como hermoso antes descubrir un continente. Mi politico, mi alumno político en la
sociedad será un hombre que pretenderá conquistar la felicidad mediante la industria» (LSL,
pp. S4-55).

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velita rosa) coincide con la sordidez, a través de autohumillaclones
y crueldades, en que ambas tienden a des-realizar la vida. La utopía
entonces existe en cuanto se niega a sí misma. Hay que inventar men-
tiras para poder vivir pero, simultáneamente, «la gente lo que necesita
es plata... no sagradas verdades» (LSL, p. 34).
La pregunta sobre la función de la escritura se mezcla en Arlt
con la certeza del desgarramiento. Para luchar contra él, se entrelazan
respuestas incompletas, contradictorias, pero no antinómicas. Por un
lado, el sueño con una mujer ideal e inalcanzable (pero en su propia
condicción de «idea», degradada hasta lo cursi). Por otro, el deseo de
espectáculo que subyace en la autoagresión, en el crimen individual y,
en el grado más alto, en la masacre que produciría una atmósfera
de gases asfixiantes sobre el Barrio Norte. Lo espectacular de la vio-
lencia, como hecho de escritura, no regida por un cuerpo ideológico
preciso, vale en tanto amplifica la dimensión del grito. En el desajus-
te, en el desgarramiento (no exclusivo de Arlt, desde luego), que
interrumpe el nexo entre palabras y vida material, «busco un poema»,
dice Silvio Astier, «que no encuentro, el poema de un cuerpo a quien
la desesperación pobló súbitamente en su carne, de mil bocas gran-
diosas, de dos mil labios gritadores» (EJR, p. 106).
El deseo de transgredir por el robo (Silvio Astier), la estafa y el
crimen (Erdosain), la falsificación (Enrique Irzubeta), el poder revo-
lucionario, se articula con el sentido de la invención, que engloba to-
dos esos aspectos y, fundamentalmente, el acto de escribir. Y si se
trata de objetos de uso práctico, en los que se conjugan los adelantos
científicos y técnicos, el hecho de inventar coincide con la escritura
por el deseo de transformación: desde las medias con punteras y
talón reforzado con caucho que Arlt patentó en 1934, hasta la cule-
brina de Silvio Astier, que le daba alegría por «la convicción de haber
creado un peligro obediente y mortal» (EJR, p. 24), o la «rosa de co-
bre» de Erdosain, que hace las ilusiones de la familia Espila. Com-
pletando el circuito, inventor es también quien cumple función de
lector: el narrador que recoge y comenta (lee) las confesiones de
Erdosain, compagina ejemplos para falsificar y transgredir un uni-
verso deplorable.
A pesar del cinismo teórico de los «locos», ninguno participa de
una condición estereotípica, ninguno es malo en grado sumo. Es el
fracaso o su propio infierno el que los hace amables. Es, asimismo,
su deseo de violar, por cualquier medio, el sentido común: o sea, el
aburrimiento, la angustia por la ausencia de dinero y de dios, la pér-
dida, en suma, de relación con lo sagrado. En verdad, la zona donde
lo sacro sería acuerdo religioso (consigo mismo y con los otros) está

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ocupada —ahora— por otros ídolos: el coche de cualquier marca
prestigiosa, la rubia, los millones, el viaje a Europa o a Hollywood, el
vestido a la altura (nunca mejor dicho) de esas circunstancias, grotes-
cas por lo inasequibles y, sobre todo, por su bastedad imaginativa.
Así son los «Candidatos a millonarios», aquellos «zaparrastrosos in-
verosímiles, que relojean una máquina de diez mil para arriba y pien-
san si ésa es la marca que les conviene comprar, mientras estrujan
en el bolsillo la única monedita que les servirá para almorzar y cenar
en un bar automático» (6).
Dice Onetti que Arlt «nunca plagió a nadie; robó sin darse cuenta»
(EJR, p. 14). En otra de las Aguafuertes porteñas, después de hablar
del escritor como operario y de la inutilidad de los libros, acusa en
primera persona del plural, calificando a los escritores de «desorien-
tadores». La urgencia de escribir para comer, dice, los obliga a «ma-
canear». Y concluye:

«La gente recibe la mercadería y cree que es materia prima,


cuando apenas se trata de una falsificación burda de otras falsifi-
caciones, que también se inspiraron en falsificaciones» (7).

Detrás de lo hiperbólico de esta afirmación, está lo que Arlt deja


entrever, aun desde la ironía o el descrédito: las ventajas de la fal-
sificación. Uno de los bandidos románticos de El juguete rabioso es
Enrique Irzubeta, que recibía «el edificante apodo de "el falsifica-
dor" (p. 20). Silvio manifiesta su admiración porque consigue falsificar,
con tinta china y sangre, la bandera de Nicaragua, de tal manera que
«el original no se distinguía de la copia» (p. 22).
¿Es verdad que Arlt no se daba cuenta? ¿A qué se debe entonces la
mención, en las tres novelas que comentamos y en las Aguafuertes,
de diferentes obras y autores? ¿Es producto del azar que uno de los
primeros robos que realizan Silvio Astier y sus compañeros sea en
una biblioteca, y que ese robo permita descubir los intereses litera-
rios y científicos del narrador autobiográfico? ¿Y si la falsificación
fuera también otro de los recursos para, paradójicamente, violar el
sentido común de lo literario? Un cuento de Ricardo Piglia, llamado,
precisamente, «Homenaje a Roberto Arlt», contesta a varias de las pre-
guntas anteriores. Se trata de una obra de ficción narrativa y, al
mismo tiempo, de reflexión sobre el hacer crítico. Reivindica la es-
critura como falsificación y, paralelamente, derrumba el mito de la
originalidad en la creación literaria (8).

(6) En Aguafuertes porteñas, 2.' éd.. Buenos Aires. Losada, 1973. p. 155.
(7) En idem ant., p. 184.
(8) En Nombre talso, Buenos Aires, siglo XXI, 1975.

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Varios sentidos se entrecruzan alrededor del problema del robo.
En «Filosofía del hombre que necesita ladrillos» (9), Arlt cita el prin-
cipio de Proudhon de que «la propiedad es un robo», preocupado por
los pequeños robos cotidianos de los pequeños propietarios, escru-
pulosos, vergonzantes. «El robo más audaz que puede hacer este hon-
rado ciudadano consiste en dos chapas de cinc para cubrir el arma-
zón del gallinero» (10). El otro extremo aparece explicado por el Ru-
fián Melancólico:

«Nosotros, los hombres del ambiente, tenemos a una, a dos


mujeres; ellos, los industriales, a una multitud de seres humanos.
¿Cómo hay que llamarlos a esos hombres? ¿Y quién es más de-
salmado, el dueño de un prostíbulo o la sociedad de accionistas
de una empresa?» (LSL, p. 62.)

El robo es, desde la perspectiva de Erdosain, una salida de la an-


gustia. El personaje, además, se siente «un delincuente al margen
de la cárcel» (LSL, p. 24). Robo, falsificación y crimen aparecen como
recursos para descubrir un sentido a la vida, para encontrar en la
canalla el «alma triste de las palabras», pues «eso es lo que interesa,
reos» (LL, p. 284). El juego dual entre la tristeza y el poder explica
que Silvio Astier concluya que no es un perverso, sino «un curioso
de esta fuerza enorme que hay en mí» (EJR, p. 221).
Pero el superhombre se define en cualquiera de las novelas, pa-
radójicamente, por la privación. Ese es su lado ridículo y hasta gro-
tesco. La hybris prometeica no escapa o, mejor aún, encuentra su
verdadero sentido en el camino de la humillación, amplificando el
robo, que comenzó por una «¡dea chiquita». Porque se roba y se hacen
«macanas». Y en la necesidad del robo se encuentra la tendencia al
dios que anda oculto en cada uno de los hombres. ¿Cómo descubrir
el propio rostro? ¿Cómo dilucidar una identidad próxima y a la vez
ajena?
«Indudablemente, en la vida, los rostros significan poca cosa»
(LSL. p. 47).
Bellos o monstruosos (en todo caso, la belleza se manifiesta como
un estereotipo publicitario), el hombre que busca sus rostros o más-
caras, vive el presente, pero repite o participa de lo milenario. Como
hecho fatal o como emulación de los grandes (santos/bandidos) de
otras épocas. Silvio Astier confiesa: «Hace un momento me pareció
que lo que había hecho estaba previsto hace diez mil años» (EJR,

(9) Aguafuertes porteños, p. 30.


(10) Idem ont

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p. 220). Erdosain siente que «héroes de todas las épocas sobrevivían
en él. Ulises, Demetrio, Aníbal, Loyola, Napoleón, Lenin, Mussolini...»
(LSL, p. 276). Esto afecta, inclusive, la concepción de los personajes
de la novela, variantes o matices diversos de un personaje único. En
su diálogo con Hipólita, el Astrólogo afirma: «Yo, Erdosain, el Bus-
cador de Oro, el Rufián Melancólico, Barsut, todos somos iguales» y,
poco después, «creo que Erdosain vive por muchos hombres simul-
táneamente» (LL, pp. 26-27).
La tensión, inevitable, está en que esa ubicuidad enaltece (santo,
héroe o prostituta), pero no supera la conciencia de la propia insig-
nificancia: «de cada grado que se compone el círculo del horizonte
(ahora él es el centro del mundo) le llega una certificación de su pe-
quenez infinita» (LL, pp. 38-39). El afán de respuesta, «¿qué alma le
contestará?» (LL, p. 39), hace a los medios para lograrla indiferentes,
se anulan en su indiferenciación ética.
(Derrumbados los dogmas, agotadas las contravenciones, el indi-
viduo que puebla las obras de Arlt sufre por la falta de escalas valo-
rativas que sirvan de sustitutos o, acaso, eviten el aburrimiento.)
El robo, entonces, es medio de encuentro con otras almas. Y en
este sentido, el robo, como la mentira, tiene carácter metafísico. ¿Dón-
de está el límite que deslinda las acciones de los caracteres? «Sé
que existo así, como negación» (LSL, p. 94). Erdosain existe en el
movimiento que ya del ser al dejar de ser, en la extravagancia: ex
ladrón, ex cobrador de impuestos, criminal y víctima, frente a sí mis-
mo y a los otros literal y alegóricamente mutilados, traidor, nostál-
gico del amor, cruel, ateo y religioso. No hay distancia entre el crimen
y la plegaria, y por eso «a Dios habría que torturarlo» (LL, p. 70). Fun-
ción semejante cumple la relación complementaria entre Barsut, que
dispara sobre Bromberg, y el farmacéutico Ergueta, «arrodillado sobre
una alfombra de hojas secas» (LL, p. 308).
El robo es, además, revelación de una constante de la vida coti-
diana: cómo los hombres se devoran unos a otros. Este hecho es
visto por Arlt desde una doble perspectiva: como síntoma existencial
y social. Los varios grados de la mutilación (el robo diario de un pe-
dazo del otro) abarcan los rasgos animalizados de los personajes
(«pupilas grises como las de un pez», LSL, p. 21), la humillación física
de Erdosain («a medida que pasaban los minutos su espalda se ar-
queaba más», LSL, p. 22), Erdosain e Hipólita, ambos tristes como le-
prosos (LSL, p. 213 y p. 238). Finalmente, y entre otros aspectos, la
imagen desdoblada y complementaria que va de la castración del

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Astrólogo a las palabras de Erdosaln al Rufián Melancólico: «No so-
mos hombres, sino sexos que arrastran un pedazo de hombre»
(LL, p. 57).
El Rufián reivindica a los ciegos y a los locos, como situados fue-
ra de una sociedad de antropófagos. Sabemos que están, de ante-
mano, condenados al fracaso. Esos «modelos» son también seres
mutilados: pérdida de un sentido o de la razón. Por si eso fuera poco,
la trágica ventaja de un ciego o de un loco es que se apartan de los
ruidos e imágenes de la realidad, como lo haría «un encalabozado»
(LL, p. 77). La cárcel es su ámbito propio, confundida con el mundo.
Y si no devoran a nadie, según sigue explicando el Rufián, se debe
a su condición de mutilados. Excluidos, como leprosos; aburridos y
ajenos, como las ostras (LL, p. 76). .
Si los hombres han perdido a Dios, o Dios ha muerto, o el abu-
rrimiento cósmico es tal que incluye a Dios, el Diablo y a los hom-
bres, haría falta (repitamos) reproducir el robo mítico de Prometeo.
Pero el mito, en un siglo de guerras, miseria, gases asfixiantes y
hornos crematorios, se revierte y adquiere la dimensión de la catás-
trofe. Prometeo es el que vive peligrosamente, el que mide la revo-
lución por la magnitud de los fusilamientos que ordena o ejecuta,
pues su superhumanldad crece en relación proporcional directa a los
muertos que acumula. Cuanto más solo, mejor. También en el caso
de los superhombres, Arlt usa la óptica de la privación, sobre todo
en su acercamiento al presente inmediato: así el Mayor cita a un
político que declaraba: «Para gobernar un pueblo no se necesitan más
aptitudes que las de un capataz de estancia» (LSL, p. 170). En otro
caso, la ironía acerca del superhombre se enmascara bajo la refe-
rencia a un aparente contrario de la privación: la armonía de los
opuestos. Así ocurre cuando el Astrólogo exalta el «hermafroditismo
psíquico del superhombre», que «es perfecto en su perfecta soledad
sin deseos. Está más allá del hombre» (LL, p. 88).
A través de los distintos retratos de las novelas, el cuerpo, pró-
ximo y a la vez terriblemente ajeno, está signado por lo grotesco. Por
citar sólo un ejemplo más, de Ergueta destacan «su cara amarilla»,
«sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas flaccidas
y el labio inferior casi colgante», que «le daban la apariencia de un
cretino» (LSL, p. 30). Están también los personajes cuyos epítetos
designan un defecto físico: Hipólita, la Coja bíblica, o la Bizca, vícti-
ma de una ceremonia de sadismo conyugal, finalmente asesinada por
Erdosain. Lo monstruoso se repite en gestos, rasgos físicos y actitu-
des. La belleza en todas sus formas ha sido desterrada. Uno de sus

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aspectos, la poesía, es aludido Irónicamente cuando Erdosain dice
que «al niño le atrae la poesía de la guerra» (LL, p. 218).
Arlt o su máscara: Erdosain, es como el Pedro de la pieza teatral
El fabricante de fantasmas, que se pregunta: «¿Es posible que yo sea
el fabricante de estos monstruos?», frente al Jorobado, la Ciega, la
Coja, la Prostituta. La Coja, por su parte, se rebela contra el autor
y le censura sus «crímenes mentales» (11). Estos personajes, según
declaraciones del propio Arlt, están prefigurados en Los siete ,'ocos
y El ¡orobadito (de 1933), y «son una reminiscencia de mi recorrido
por los museos españoles. Goya, Durero y Bruheguel (sic) el Vie-
jo... (12).
Los cuerpos deformados manifiestan el mal, la degradación, las
zonas de la angustia, el aburrimiento, la sexualidad insatisfecha o ani-
quilada. Estos grotescos, estos personajes-muñecos ligan a Roberto
Arlt con ei expresionismo: basta recordar el desconocido, vestido
para la guerra, que llega ante Erdosain con una careta antigás, seme-
jante al Cristo de George Grosz (LL, pp. 213 y ss.).
En El juguete rabioso la narración es en primera persona: Silvio
Astier cuenta sus memorias. En las otras dos novelas, el narrador
es cronista que recoge las confidencias del protagonista Erdosain.
Es, además, comentador que, por el recurso de las notas a pie de
página, puede aludir a tiempos y circunstancias diferentes, así como
a declaraciones de otros personajes, actores y/o testigos de los he-
chos. En algún momento, como en Los lanzallamas, el «comentador»
relaciona las palabras de Erdosain sobre la guerra con unas noticias
de China aparecidas en diarios franceses «a la hora de cerrarse la
edición de este libro» (p. 227). Es el método del distanciamiento de
quien compara la «verdad» de la ficción con la periodística. El autor
de las Aguafuertes porteñas, por su parte, se presenta como «cronista
meditabundo y aburrido» (13).
Como muchos escritores argentinos antes y después de él, Arlt
se dedicaba a la tarea periodística, aparte de su actividad como na-
rrador y autor de teatro. Esta interrelación entre literatura y periodis-
mo tiene una tradición Importante que señalan autores como José S.
Alvarez (Fray Mocho), Roberto Payró, Last Reason, Benito Lynch y
Félix Lima. La elección de personajes populares y el uso del lenguaje

(11) «El fabricante de fantasmas», en Teatro completo, I. presentación por Mirta Arlt.
Buenos Aires, Schapire, 1968, pp. 162-163. CI. LSL, p. 94: «¡Oué lista! ¡Qué colección! El
capitán, Eisa, Barsut, el Hombre de Cabeza de Jabalí, el Astrólogo, o! Rufián. Ergueta. ¡Oué
lista! ¿De dundo habrán salido tantos monstruos?»
(12) En diario El Mundo (7-X-1936). cit. por Gostautas. Stasys: Buenos Aires y Arlt (Dos-
toievsky, Martinez kstrsda y Scolabrini Ortlz), Madrid. Insula, 1977, p. 121.
(13) "El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular», Aguafuertes porteñas,
página 40.

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coloquial otorgan a las novelas de Arlt su vigor y son útiles también
para cumplir con su inquietud de violar las convenciones en el campo
del lenguaje. Onetti ha dicho que Arlt ha traducido Dostoievsky al
lunfardo. Y es posible. Pero más allá de las fuentes que Arlt «traduce»
y en las que se nutre, está la lucha por defender el propio idioma,
aunque a veces entrecomille con pudor algunos términos del lunfardo.
El poder del lenguaje coloquial es fundamental instrumento en su
búsqueda de «dos mil labios gritadores».
Una de las Aguafuertes porteñas, «El idioma de los argentinos»,
es una carta dirigida a Monner Sans, de la Academia Argentina de
Letras, donde explicita su posición frente al problema del lenguaje
y contra la rigidez de la norma lingüística:

«Los pueblos bestias se perpetúan en su idioma, como que, no


teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas
o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nues-
tro, están en una continua evolución, sacan palabras de todos los
ángulos, palabras que indignan a ios profesores.»

Más adelante, se irrita por «todos los macaneos filológicos y


gramaticales de un señor Cejador y Frauca, Benot y toda la pandilla
polvorienta y malhumorada de ratones de biblioteca...» (14).
Del lado de los personajes que Arlt elige, esos que se deslizan
de una clase a otra, los ladrones, las prostitutas, «los estafadores,
los desdichados, los asesinos, los fraudulentos», más allá de su rol
concreto, está la representación del propio absurdo humano, la ab-
yección y la búsqueda de una vía trascendente (religiosa o no). Ocu-
rre que varias respuestas surgen como medios de la trascendencia:
Dios y el deseo de poder, a través del dinero, el sexo y la crueldad,
los asesinatos mesiánicos. La cultura, en cualquiera de esos casos,
puede actuar como instrumento, fundamento y hasta como cosmético
(social y del cuerpo). Por ejemplo: «El Club de los Caballeros de la
Media Noche» debe contar, según la propuesta de Enrique, «con una
biblioteca de obras científicas para que sus cofrades puedan robar y
matar de acuerdo a los más modernos procedimientos industriales»
(EJfí, p. 39); la sociedad de los siete locos implica una minoría ilus-
trada y una gran mayoría analfabeta, y dirige su mensaje a las ju-
ventudes, «más estúpidas y entusiastas» (LSL, p. 157); finalmente,
Hipólita decide estudiar antes de iniciarse como prostituta, porque
«la cultura era un disfraz que avaloraba a la mercadería» (LSL, p. 229).
Grados y modos de la falsificación.
El revés de la trama es que se está condenado a la impotencia.

(14) Ed. cit.. pp. 142-143.

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No hay fuego sagrado que robar, y nuestros propios homicidios coti-
dianos nos delatan. Lo incitante en las novelas de Roberto Arlt es
que supera el primer nivel de aproximación a los personajes (su mar-
ginalidad) y, vía hiperbólica mediante y a pesar de ella, los natura-
liza. Con esto no sólo nos hace cómplices, sino que advierte los
rasgos de nuestra criminalidad latente. Erdosain es, en definitiva, se-
gún las palabras del narrador, un «visionario a la orilla de un callejón
mental» (LL, p. 196). Más aún: para el Astrólogo, representa «la hu-
manidad que sufre, soñando, con el cuerpo hundido hasta los sobacos
en el barro» (LL, p. 86).
Los personajes se alejan de sus sueños, o los pierden difinitiva-
mente, y se lamentan porque perder un sueño es «casi como perder
una fortuna» (LSL, p. 107). Silvio Astier quiere ser un caballero-ban-
dido, para «estrangular corregidores libidinosos», enderezar entuertos,
proteger viudas, ser amado por singulares doncellas (EJR, p. 20). El
Buscador de Oro, paralelamente, cree posible establecer «una aris-
tocracia bandida» (LSL, p. 186). Más cerca de lo humano, y en cierta
medida fuera de una descarnada filosofía del triunfo

(«¿Sabe usted cuántos asesinatos cuesta el triunfo de un Lenin


o de un Mussolini? A la gente no le interesa eso. ¿Por qué no le
interesa? Porque Lenin y Mussolini triunfaron. Eso es lo esencial,
lo quo justifica toda causa injusta o justa.» LSL, p. 148.)

está ese bandidaje romántico en el que se incluyen los ladrones, ca-


paces—según Arlt—de contar «historias maravillosas», protagonis-
tas también de la admiración de Raúl González Tuñón. Son ellos, aca-
so, los verdaderos autores de la ficción escrita (y valga la paradoja),
de esta falsificación de falsificaciones, como hubiera dicho Roberto
Arlt. La escritura sería entonces un inmenso latrocinio de vidas huma-
nas, muy a pesar de los Ladrones Mayúsculos, burócratas del espí-
ritu y de la letra.
El escritor-buen ladrón es el que caza, roba y pide a gritos, el
poseedor de los dos mil labios gritadores, el que adora la vida, a
pesar de pesimismos así: «así como era imposible transmutar el plo-
mo en oro, así era imposible transformar el alma del hombre (LSL, pá-
ginas 236-237). Quizá baste con la inquietud como paso hacia la tan
deseada transmutación, y los ladrones sean esos escritores, ¡nocen-
tes como animales, y canallas como cristianos (R. González Tuñón),
que falsifican con sangre y tinta china; esos escritores que, afortu-
nadamente, aman la belleza y detestan la descomposición. Como Arlt:
soñando con Rocambole, o con cualquier otro cristo reo.—MARIO
MERLINO. (P'aza de España, 9, 7." izquierda. Madrid-13).

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