GAMERRO C - El Nacimiento de La Literatura Argentia
GAMERRO C - El Nacimiento de La Literatura Argentia
GAMERRO C - El Nacimiento de La Literatura Argentia
A Daniel Link
Prólogo
Los textos que integran este volumen tienen un origen diverso.
La mayoría fueron escritos, entre 2000 y 2005, para los suplementos
culturales de los diarios Página/12 y Clarín; tres de ellos ("El
nacimiento de la literatura argentina", "Borges y la tradición mística"
y "El Ulises de Joyce en la literatura argentina") nacieron como
conferencias, y uno solo, "El escritor irlandés y la tradición"
corresponde a la infértil etapa de mi producción académica (dos
textos apenas) o, dicho de otra manera, a aquella en la cual, por no
contar con ninguna novela publicada, todavía no me atrevía a hablar
como escritor.
Varios privilegios atienden a la práctica de la crítica de autor: el
derecho a la primera persona y, por consiguiente, a hablar desde los
sentimientos y las emociones; un relativo derecho a la ignorancia o
por lo menos a la irresponsabilidad bibliográfica (el crítico
académico, en cambio, es aquel que debe leer toda la literatura
anterior sobre determinado tema antes de permitirse decir una
palabra propia) y —aquí sutilmente pasamos del terreno de los
derechos al de los deberes— la decisión de escribir no en una jerga
de especialistas o iniciados sino en un lenguaje accesible a los
lectores cultos en general.
Las literaturas de dos lenguas, la española e inglesa, y de dos
siglos, el XIX y el XX (con alguna tentativa incursión en el XXI),
convocan con exclusividad la atención de estos textos. La primera
parte, "Esta orilla", está dedicada a la literatura argentina, con una
sola excepción que finalmente no se sostiene como tal. La segunda,
"Buenos Aire s- Dublín: el puente", intenta razonar lo que siempre
sentí como un íntimo, irrefutable parentesco: el de las literaturas
argentina e irlandesa. La tercera parte, "La otra orilla", se vuelca
sobre la literatura norteamericana y, en menor medida, la inglesa,
aunque siempre leídas desde una perspectiva argentina, pocas
veces explícita pero siempre presente.
Apenas un texto ("14 de junio, 1982") no es sobre literatura en
el sentido estricto, pero sí en el lato, porque es un intento de tratar
una cuestión política o histórica (la Guerra de Malvinas, en este
caso) desde la literatura, con las herramientas que la literatura
ofrece —un texto, además, que jamás podría haber escrito sin haber
escrito antes una novela. Y que reclama su lugar en este libro.
Haber tenido un abuelo de Gibraltar (es decir, de sangre
española y cultura inglesa), haber recibido una educación inglesa en
un país sudamericano, enseñar una literatura en lengua extranjera,
mientras practicaba otra en la propia, nativa (maternas, en cambio,
para mí fueron ambas), son dones o estigmas que no se borran
fácilmente, porque resultan tan constitutivos de la identidad cultural
como de la física los genes. No debe ser casual que si mi primera
novela, Las Islas, dramatizaba estas discordias y concordias bajo la
forma de la guerra, mi primer libro de ensayos haga lo propio, esta
vez a partir de la figura más pacífica del puente.
Primera parte
Esta orilla
1. El nacimiento de la literatura argentina
Vidas paralelas
El poema malo
Belleza y verdad
Es tenaz en su barbarie
No esperen verlo cambiar,
El deseo de mejorar
En su rudeza no cabe
El bárbaro sólo sabe
Emborracharse y peliar.
El cuento bueno
Provisoria conclusión
***
I. Mística
II. Gnoseología
III. Semiología
IV. Ética
VI. Estética
La otra orilla
12. El iniciador (Nathaniel Hawthorne)
La literatura argentina nació violenta, política y realista.
Violenta, porque fue escrita entre jadeos, en las pausas de las
batallas o de la huida y el exilio; política, porque era concebida o al
menos imaginada como instrumento y como arma; y realista, porque
quienes la escribían carecían de tiempo para ensueños y veían con
vergüenza ajena la espiritualidad —religiosa o supersticiosa— de los
personajes privilegiados de sus ficciones o reflexiones, los gauchos.
La literatura de los Estados Unidos tuvo un nacimiento más suave,
por darse en un período de garantizada calma, de impetuosa
prosperidad y de optimismo generalizado; aunque también nació
vieja, nocturna y acosada de fantasmas. Más que la violencia de
afuera, la acechaban los demonios del alma; lo fantástico la domina
en sus inicios y el realismo fue para ella una conquista tardía. Quizá
por su carácter agitado, espasmódico, la literatura argentina de los
comienzos no dispone de un autor capaz de constituirse en su suma
y cifra (esto recién sucederá en el siglo XX, con Borges);
Echeverría, Sarmiento y Hernández apenas alcanzan a formar entre
los tres un autor completo; en los Estados Unidos, en cambio, la
literatura nace entera en la obra de un hombre, que es el iniciador, el
primero: Nathaniel Hawthorne.
Hawthorne nació el 4 de julio de 1804, y Henry James, en su
ensayo biográfico sobre el autor, se encarga de señalar el valor
profetice» de la coincidencia: "...un hombre que tuvo el honor de
llegar al mundo nada menos que en el día en que la gran República
sufre su más agudo ataque de autoconciencia... y es saludado por el
tañido de campanas y el trueno de los cañones... recibe por esto el
encargo de realizar algo grande". James ya había visto cumplida la
profecía: cuando él era todavía un niño, en ese país tiene lugar uno
de esos florecimientos culturales comparables a los de la Atenas de
Péneles, la Roma de Augusto, la Italia de Dante, el Siglo de Oro
español y la Inglaterra isabelina. En los años antes y después de
1850 escriben lo mejor de su obra Hawthorne, Poe, Melville,
Emerson, Thoreau y Whitman; de todos, el iniciador es sin duda
Hawthorne.
Pero a pesar de su auspicioso natalicio Hawthorne no se
convirtió en el heraldo de la joven nación, el luminoso cantor de las
nuevas energías y la democracia (carga que finalmente iría a dar
sobre los más robustos hombros de Walt Whitman). Las fuerzas
más oscuras de la tradición y la sangre lo obligarían a ser el cronista
de un nacimiento anterior: el oscuro nacimiento del alma
aristocrática y fanática de la joven nación democrática y tolerante.
En un cuento al menos, Hawthorne alegoriza la transición: Robin, el
protagonista de "Mi pariente, el mayor Molineux", llega del campo a
la ciudad para ponerse bajo el ala del mayor, pariente suyo, al que
busca infructuosamente, a lo largo de una noche onírica como
pocas en la literatura, hasta encontrarlo cubierto de alquitrán y
plumas y montado sobre una viga, expulsado del pueblo por quienes
algún día se levantarán también contra el poder real. Robin termina
uniéndose al escarnio de su pariente, y al hacerlo está cortando sus
lazos con el pasado, reemplazando el viejo ideal europeo (los
privilegios de la cuna) por el de "hacerse uno mismo" de la nación
futura. Pero a pesar de la moraleja, Hawthorne era menos hijo del 4
de julio de 1776 que del 21 de noviembre de 1620, día en que el
Mayflower ancla con la primera carga de puritanos en las costas de
Nueva Inglaterra. William Hawthorne, su primer ancestro americano,
llega a Massachusetts en 1630, y en palabras de su descendiente
"fue soldado, legislador y juez; fue rector de la iglesia; tenía todos
los rasgos puritanos, tanto buenos como malos. Fue también un
acervo perseguidor, como bien lo saben los cuáqueros, que cuentan
el incidente de su dura severidad con una mujer de su secta, que
será recordado, me temo, más que todos sus buenos actos". Su hijo
John no hizo sino perfeccionar las virtudes del padre, convirtiéndose
en uno de los jueces de los procesos de hechicería (es el Juez
Hawthorne de Las brujas de Salem de Arthur Miller). "Tan conspicuo
se hizo en el martirio de las brujas —cuenta su descendiente—, que
es lícito pensar que la sangre de esas desventuradas dejó una
mancha sobre él. Una mancha tan honda que debe perdurar en sus
viejos huesos, si ahora no son polvo." Con ancestros tales, y en el
mismo pueblo de Salem donde vivieron y mataron, Nathaniel
Hawthorne nació en 1804, habitando la antigua residencia familiar,
de la que apenas salía, durante sus primeros treinta y dos años. Se
sabía marcado por un doble estigma: ante el mundo, la vergüenza
de sus ancestros despiadados: "No sé si a mis mayores se le ocurrió
pedir perdón al Cielo por sus crueldades; yo, ahora, lo hago por
ellos y pido que cualquier maldición que haya caído sobre mi raza
nos sea, desde el día de hoy, perdonada". Y ante sus ancestros, el
de verse a sí mismo como el justo castigo de todos sus pecados:
"¿Qué es? —murmuran unas a otras las sombras grises de mis
ancestros—. Un escritor de cuentos. ¿Qué clase de trabajo, qué
modo de glorificar a Dios, de ser útil a la humanidad es ese? ¡Tanto
daría que fuera violinista, el degenerado!". Esta idea de que la
decadencia de una próspera familia burguesa engendra, hacia el
final de su agotado linaje, la delicada y tierna flor del arte; y la
vergüenza del artista ante la mirada de sus ancestros, reaparece
casi idéntica en la obra de Thomas Mann (en Buddenbrooks y Tonio
Kröger) y con algunas modificaciones, en Borges ("No haber caído, /
Como otros de mi sangre, / En la batalla. /Ser en la vana noche / El
que cuenta las sílabas").
"A ningún autor", cita Borges a Johnson en su ensayo
"Nathaniel Hawthorne", "le gusta deber nada a sus
contemporáneos". Sin embargo los contemporáneos de Hawthorne
lo veneraban y amaban, y no es posible encontrar en sus escritos
asomo de animosidad y envidia. "El estilo más puro, el gusto más
fino, la erudición más accesible, el humor más delicado, el más
conmovedor pathos, la imaginación más radiante, el ingenio más
consumado", se embelesa el severo Poe; "una ternura tan profunda,
una simpatía sin límites con todas las formas del ser, un amor tan
omnipresente", sube la apuesta Melville; y no se quedan atrás los
sucesores: "delicado, afectuoso, encantador", repite una y otra vez
Henry James. Hawthorne es poseedor de una cualidad no tan
común en los autores más admirados: es, como Thomas De
Quincey, como Oscar Wilde, y como —único entre los monstruos—
Cervantes, un autor querible. Uno de sus rasgos más celebrados, su
exquisita sensibilidad hacia la luz (física o moral), se revela en
cualquiera de sus páginas, nunca tan bien, quizá, como en aquellas
de su ensayo "La aduana", capítulo introductorio de La letra
escarlata. Allí sugiere que la luz más adecuada para dedicarse a la
creación literaria es la combinada del fuego del hogar y la lunar que
entra por la ventana. A la luz de la luna las cosas se ven, como de
día, en sus más mínimos detalles, pero "espiritualizadas por la luz
inusual, pareciera que pierden su sustancia y se vuelven creaciones
del intelecto... La habitación familiar se ha vuelto un territorio neutral,
a medias entre el mundo real y el de los cuentos de hadas". Y la
cálida luz de un fuego de carbón "se confunde con la fría
espiritualidad de los rayos lunares e infunde el corazón y la
sensibilidad de la ternura humana a las formas que la imaginación
va convocando... Si un hombre, en una hora como ésta, solo en la
habitación, es incapaz de soñar cosas extrañas, y hacer que
parezcan reales, entonces puede olvidarse de escribir romances"—.
Estos párrafos sirven también como instrucciones para la lectura,
porque Hawthorne es uno de esos autores que, como De Quincey,
siempre deberían leerse en un sillón junto al fuego de un hogar a
leña.
Y sin embargo este hombre luminoso y delicado estaba hecho,
también, de la oscuridad más impenetrable. "A pesar del soleado
veranillo que habita el lado de acá del alma de Hawthorne", escribe
Melville, "el otro lado se ve envuelto en una diez veces negra
oscuridad". Y agrega: "es la oscuridad de Hawthorne lo que más me
sujeta y fascina... Este enorme poder de oscuridad que hay en él
deriva de la noción calvinista de la innata depravación del hombre,
del pecado original... Y ningún escritor ha blandido esta horrible idea
con tanto terror como este inofensivo Hawthorne". Una moral
engendrada por una religión fundamentalista suele tener la
capacidad de auto-perpetuarse mucho tiempo después de que la
religión original haya muerto o se haya debilitado, incluso entre
hombres de otras religiones y tierras. Tal el caso de la doctrina
calvinista de la predestinación, que sostiene que todos merecemos
el fuego, y que Dios (en su infinito capricho, más que misericordia)
ya ha elegido a quiénes han de salvarse, y ha pasado por alto
("preterición" es el nombre técnico de esta divina distracción) a
quienes irán al infierno. No es difícil detectar los ecos de esta
doctrina en la moral cotidiana de los estadounidenses: en los
conceptos de born winner y born loser (ganador de nacimiento y
perdedor de nacimiento, respectivamente); en el estigma moral que
se asocia a los que fracasan; en esa cualidad que William
Burroughs (otro incansable inquisidor del alma puritana)
consideraba las más insidiosa de las adicciones; la adicción a tener
siempre razón y a sentir que lo que uno hace es siempre lo correcto:
el self-righteousness (término que, como carecemos de la figura
moral equivalente, no tiene traducción exacta en nuestra lengua).
Hawthorne encarna esta moral puritana, y a la vez la abomina;
la lleva en la sangre, la conoce como un enfermo a su enfermedad
incurable, y jugando con esta materia —peligrosamente, como quien
juega con fuego, dio forma a varios de sus cuentos y a su más
famosa novela, La letra escarlata. El argumento es conocido: una
mujer inglesa, recientemente llegada a la colonia de Massachusetts,
da luz a una niña que no puede ser de su ausente marido. Los
severos puritanos la obligan a llevar una letra A (de adúltera) cosida
sobre el vestido, a la manera que luego popularizarían los nazis, con
símbolos análogos. El marido, que llega al pueblo ocultando su
identidad, decide dar con el otro culpable, y una vez que sus ojos de
predador se fijan en el reverendo Dimmesdale, lo persigue con el
fanático encarnizamiento de Ahab a la ballena, hasta obligarlo a
revelar la letra A que este también portó, pero grabada sobre la
carne. La letra escarlata es la primera novela norteamericana, que,
según James, "pertenece a la literatura... y por vez primera nos
permite enviar a Europa una cosa de calidad tan exquisita como
cualquier otra que hayamos recibido", y leerla provee —aún hoy— la
mejor llave para entrar en ese exótico mundo de la moral
estadounidense, en el cual una nación entera es capaz de discutir si
su presidente debe o no ser destituido por jugar al dip con un puro y
una becaria, y sólo consiente a "perdonarlo" cuando lo ha confesado
públicamente, y con lujo de detalles.
Si hay un hilo negro que recorre la obra de Hawthorne, es la
sospecha (o convicción) de que la búsqueda de Dios —sobre todo
en el fanatismo y la intolerancia— lleva al encuentro con el diablo, y
que los puritanos, en su celo por expulsarlo del mundo, habían
terminado por arrojarse a sus brazos, y en ninguno de sus escritos
logró plasmarla como en "Young Goodman Brown", relato que
Melville (con justa razón) consideró "tan profundo como Dante". El
joven Brown se despide una tarde de su joven esposa Faith ("Fe") y
se interna en el bosque nocturno donde ha hecho una cita con el
diablo. Se siente el primero de su raza en dar este paso, y se
pregunta qué pensarían su abuelo y padre, o los hombres y las
mujeres piadosos de su aldea. El diablo le informa que todos ellos
han recorrido este camino antes, y al mirarlo bien, el joven Brown
reconoce en él los rasgos de su propio abuelo. Llegan finalmente a
un aquelarre que se celebra en el medio del bosque, donde se
mezclan la brujería indígena con el culto satánico, los hombres y
mujeres más píos de la aldea con sus habitantes más disolutos e
inmorales, a cuya cofradía Brown y su esposa serán esa noche
iniciados. "Aquí —dice el diablo— están todos aquellos que desde la
infancia habéis reverenciado. Creísteis que eran más santos que
vosotros, y os avergonzasteis de vuestros pecados, al compararlos
con sus vidas rectas y aspiraciones celestiales. ¡Y sin embargo aquí
están todos, venerándome! Esta noche tendréis acceso a todos los
crímenes secretos; sabréis cómo los mayores de la iglesia, con sus
barbas entrecanas, susurraron palabras de malicia en los oídos de
sus jóvenes criadas; cómo muchas señoras, ansiando los atavíos de
la viudez, dieron a sus esposos una bebida a la hora de acostarse,
permitiéndoles dormir el último sueño en sus regazos; cómo
apuraron jóvenes imberbes la hora de heredar las riquezas de sus
padres; cómo hermosas damiselas cavaron pequeñas tumbas en
sus jardines, convocándome, como único invitado, al funeral de un
infante. Por la simpatía que vuestros corazones humanos tienen
para con el pecado, os será dado olfatear todos los lugares donde
se ha cometido un crimen, y exultantes obtendréis la visión de la
tierra entera chorreando de culpa, convertida en una poderosa
mancha de sangre... Ahora por fin, estáis desengañados. El mal es
la naturaleza del ser humano. El mal será vuestra única felicidad.
¡Bienvenidos una vez más, niños míos, a la comunión de vuestra
raza!" Brown no se deja tentar, y grita a su esposa: "¡Faith, Faith,
eleva los ojos al Cielo y resiste al malvado!". El aquelarre se esfuma
como un sueño, y Brown se encuentra solo en medio del bosque.
Todo está pronto para un final feliz, pero Hawthorne tiene otra cosa
en mente. "¿Se había quedado dormido Goodman Brown en el
bosque, y fue apenas un sueño salvaje el aquelarre? Que así sea, si
así lo prefieres. Pero fue un sueño de mal agüero para el joven
Brown. Se volvió un hombre severo, triste, desconfiado, hasta
desesperado... Y tras muchos años de vida, cuando su cadáver,
blanco como la escarcha, fue llevado a la tumba, seguido por Faith,
una anciana, sus hijos y nietos, una virtuosa procesión que también
incluyó a muchos vecinos, no grabaron palabras de aliento sobre su
lápida, pues la hora de su muerte fue de sombría desesperanza". En
otras palabras, lo mismo da que haya sido un sueño o una
experiencia real: lo decisivo es que Brown cree ahora en la maldad
innata del hombre, y un velo oscuro lo separa para siempre de sus
semejantes, pues la doctrina proclamada por el diablo no es otra
que el credo calvinista, y Brown se ha convertido, finalmente, en la
más triste clase de hombre que la humanidad se ha permitido crear:
un puritano de alma. Hawthorne nos ofrece así dos relatos: uno
admite una explicación psicológica (el sueño) el otro sobrenatural (el
encuentro con el diablo); y es así el precursor de Otra vuelta de
tuerca de Henry James, acechado por análogos fantasmas.
Poe, en varios artículos publicados entre 1842 y 1847, descubre
en Hawthorne la forma ideal del cuento que él practicaba,
aprobando todo salvo la tendencia a alegorizar. "La emoción más
profunda que despierta en nosotros la más lograda de las alegorías,
en tanto alegoría, es el sentido apenas satisfecho de que el artista,
con su ingenio, ha superado una dificultad que hubiéramos preferido
no se tomara el trabajo de acometer", sostiene Poe a propósito de
su maestro. Es comprensible: a fin de cuentas Poe es Hawthorne
sin la alegoría, y difícilmente se encontrará mejor ejemplo de lo que
va de uno al otro que en la lectura que Poe hace de "El velo negro
del pastor". En este relato el pastor de un pueblo de Nueva
Inglaterra decide un buen día, sin motivo aparente, cubrir su rostro
con un velo oscuro. Ese mismo día entierran a una joven.
Hawthorne, como era su costumbre, explícita el sentido del relato al
final: "¿Por qué tiemblan al mirarme? ¡Tiemblen al mirarse unos a
otros! (...) Cuando el hombre no se oculte, en su vanidad, del ojo de
su Creador, atesorando el repulsivo secreto de su pecado: entonces
considérenme un monstruo, por este símbolo bajo el cual he vivido y
he de morir. ¡Miro a mi alrededor, y sobre cada rostro, veo un velo
negro!". Poe, en cambio, afirma que esta pobre moraleja es para la
gilada, que creerá que "la moral puesta en boca del pastor nos da el
verdadero sentido del relato; pero sólo las mentes afines a la del
autor advertirán que se ha cometido un crimen de oscuro tinte (que
se refiere a la 'joven' enterrada)". Poe lee la alegoría moral como
cuento policial, y así convierte al relato de Hawthorne en un
precursor de la serie Dupin.
Faulkner no abunda en homenajes explícitos a Hawthorne,
quizá porque su obra entera constituye uno tácito. Se parecen hasta
en los mínimos detalles: Hawthorne agregó una w al antiguo apellido
Hawthorne, Faulkner una u al ancestral Falkner; ambos crecieron en
las únicas sociedades aristocráticas en decadencia que los Estados
Unidos conocieron; en los dos el pasado echa sobre el presente una
doble carga (la del pasado esplendor, la de los crímenes que se
cometieron para alcanzarlo) y lo ahoga —porque el esplendor ha
pasado pero permanece el pecado: la persecución de las brujas en
Hawthorne, la esclavitud en Faulkner. La descripción de la antigua
mansión de los Pyncheon en La casa de los siete tejados, situada
en la calle que ha pasado de ser la más elegante a la más sórdida,
donde la última descendiente se oculta de la vista del pueblo,
reaparece en "Una rosa para Emily", quizás el mejor cuento de
Faulkner, y la decadencia de los Pyncheon es modelo para la de
todas las familias aristocráticas de Faulkner: Los Sartoris, los
Compson, los Sutpen... ¡Absalón!¡Absalón! puede parecer un intento
de reescribir La casa de los siete tejados, que tras un primera
capítulo formidable cae víctima de la tendencia de Hawthorne
(señalada, entre otros, por Henry James) de convertir a sus
personajes en cuadros estáticos. De las fantasmagorías de
Hawthorne son también hijas directas las surrealistas visiones de la
guerra de Ambrose Bierce, y el horror de un mundo de adictos (a las
drogas, al poder, al dinero, a la religión) de William Burroughs. La
capacidad generativa de Hawthorne es tal que no se limita al campo
de la ficción. Si ubicó a sus propios ancestros en la casa de los siete
tejados, mudando el apellido familiar de Hawthorne a Pyncheon,
unos cien años después un Pynchon (otra vez el escamoteo de una
letra culpable), descendiente a su vez de una antigua familia
puritana, escribiría una serie de novelas de potencia comparable, en
una de las cuales, El arco iris de gravedad, nos encontramos con
una antigua familia puritana, los Slothtrop, que desciende de un
ancestro rebelde, autor de un tratado sobre la centralidad de los
preteridos en el mantenimiento del equilibrio moral del universo
humano.
En "El acercamiento a Almotásim", Borges imagina un hombre
de luz cuyo reflejo, atenuado al ir pasando de alma en alma, es sin
embargo todavía perceptible en aquella de hombres viles, e induce
a un peregrino a remontar esta progresión descendente en busca de
la luz originaria. Un peregrino literario de análogo ánimo puede
comenzar por un destello de belleza en un autor cualquiera, aun en
uno malo, y perseguir este reflejo huidizo por caminos cada vez más
luminosos, hasta llegar a Borges, Onetti, o García Márquez;
Burroughs, Pynchon o Arthur Miller, caminos alternativos que
inevitablemente confluirán en las grandes avenidas de Faulkner,
Bierce, James, Melville y Poe, y al cabo de su peregrinación tendrá
acceso a la estancia donde lo espera Hawthorne, sentado en su
sillón, irradiando la luz conjunta de la luna y de las ascuas; quienes
en cambio decidan partir de un exiguo pozo de sombra, en busca de
una oscuridad cada vez más impenetrable, también llegarán al final
del recorrido al mismo sillón y al mismo hombre.
13. Del fin al principio: Truman Capote
En 1984, poco antes de cumplir los sesenta, Truman Capote
murió en Los Ángeles. Había pasado sus últimos años chapoteando
en un pantano de alcohol, cocaína y pastillas, evitado por su pareja,
su amante y muchos de los que solían pelearse por el honor de ser
sus amigos, y acosado por el fantasma de la obra perfecta que se
había propuesto escribir. Esta se llamaba Plegarias atendidas y
constituiría, como su autor anunció una y otra vez, la nueva En
busca del tiempo perdido: "si Proust fuese norteamericano y viviera
ahora en Nueva York", llegó a decir, "esto es lo que escribiría".
Firmó el contrato por el libro en 1966, comprometiéndose a
entregarlo para principios de 1968, fecha que fue prorrogándose una
y otra vez. Entre 1975 y 1976 publicó cuatro capítulos en la revista
Esquirre. "Mojave", "La Côte Basque", "Monstruos perfectos" y "Kate
McCloud"; posteriormente decidiría que el primero no formaba parte
del libro y lo publicó como cuento separado en Música para
camaleones. Y eso fue todo. La obra que habría rivalizado con la de
Proust y sería publicada póstumamente en 1987 es un delgado
volumen que contiene apenas los capítulos primero, segundo y
séptimo, que sin el armazón de la novela se leen más bien como
relatos sueltos.
¿Por qué Capote abandonó el proyecto de Plegarias? Hay
varias explicaciones posibles, la más fácil y menos interesante la de
su adicción a las drogas y al jet set. También puede haberlo
afectado la publicación de "La Côte Basque", que desencadenó un
escándalo mayúsculo, pues revelaba en él las intimidades —sobre
todo sexuales— de la alta sociedad neoyorquina. Los nombres de
las personas reales estaban cambiados pero cualquiera podía
reconocerlas y al menos una de ellas se suicidó en consecuencia.
La reacción de los sobrevivientes fue, desde su punto de vista al
menos, comprensible: le habían permitido a ese advenedizo enano
sureño codearse con ellos, lo habían invitado a sus casas y a sus
yates, ¿y así les pagaba? Capote veía las cosas de otra manera:
"¿Qué se esperaban? Soy un escritor y me sirvo de todo. ¿Es que
esa gente se pensaba que me tenían para entretenerlos?". Pero
más allá de estas bravatas hasta cierto punto defensivas, la
reacción corporativa del grupo lo sorprendió e hirió —algo que,
dicho sea de paso, también le había sucedido a Proust, su modelo.
Pero no alcanza para explicar su renuencia a seguir trabajando en el
libro. La derrota de un escritor —en tanto escritor— parece requerir,
además, una explicación puramente literaria, y esta puede
encontrarse en la naturaleza misma del proyecto. Sus conocidos y
biógrafos hablan una y otra vez del comportamiento autodestructivo
de Capote, refiriéndose a sus hábitos de vida, ¿pero qué puede ser
más autodestructivo para un escritor de talento —quizá hasta de
genio, como él mismo proclamaba— que querer ser Proust? Nadie
—ni siquiera Proust— puede proponerse de antemano una empresa
semejante. El mismo llegó a entenderlo así. "Sueño con él y mi
sueño es una sensación tan viva como un golpe en el dedo gordo.
Todos los personajes con quienes he vivido, tan brillantes, tan
reales... Una parte de mi cerebro dice: El libro es tan hermoso, tan
bien construido: no ha existido nunca un libro más hermoso. Y la
otra parte de mi cerebro dice: Nadie es capaz de escribir tan bien",
En el prólogo a Música para camaleones (uno de los más
famosos de la literatura contemporánea) aclara que la interrupción
de Plegarias se debió no a las reacciones del público sino a una
crisis creativa. Releyendo todo lo que había escrito hasta entonces,
llegó a la conclusión de que "nunca, ni siquiera una sola vez en toda
mi vida de escritor, había explotado totalmente toda la energía y las
emociones estéticas que albergaba el material. Hasta cuando era
bueno, veía que en ningún momento había trabajado con más de la
mitad, a veces sólo una tercera parte, de mis facultades". Y este,
justamente, sería el libro donde lo pondría todo. Publicado en 1980
—interrumpiendo una vez más el proyecto de Plegarias— Música
para camaleones se compone de seis relatos tradicionales de
impecable factura, siete "retratos dialogados" y un "relato de no
ficción de un crimen americano": "Féretros tallados a mano". Los
"retratos dialogados" incluyen un perfil de Marylin Monroe, otro de
Bobby Beausoleil, un asesino vinculado al clan Manson, el
excepcional "Hola extraño" y uno de los reportajes más famosos de
la historia del periodismo: "Un día de trabajo", en el cual Capote
acompaña a una mujer de limpieza mientras trabaja para personas a
las que nunca ha visto y cuyas vidas va reconstruyendo a partir de
los indicios que encuentra en sus departamentos y de su amorosa
simpatía imaginativa. "Féretros tallados a mano" es un relato
espeluznante acerca de un terrateniente, el Sr. Quinn, que va
enviando féretros en miniatura a los miembros del consejo local,
quienes le arrebataron "su" río en una votación, y luego los asesina.
Capote afirmaría: "Es una destilación de todo lo que sé sobre
técnica literaria: relato breve, guión, periodismo... todo". Lo que no
es, estrictamente hablando, es un relato de no ficción: desde el
vamos no se identifica el lugar ("un pueblo en un pequeño estado
del Medio Oeste") y los personajes tienen nombres inventados, lo
que lleva a suponer, correctamente, que en gran medida los hechos
también lo son.
El relato de no ficción de Truman Capote es, por supuesto, A
sangre fría, la más famosa y quizá la más lograda de sus obras, que
inauguró, según su autor, un género nuevo. Tanto se ha escrito
sobre la génesis de esta novela (de cómo Capote se encontró,
leyendo el New York Times, con la noticia del asesinato de los
Clutter, una próspera familia de agricultores, en Holcomb, un
pequeño pueblo de Kansas; de cómo partió hacia allá un mes
después, y pasó seis años de su vida investigando el caso,
haciéndose amigo de los pobladores, los investigadores y,
eventualmente, de los asesinos, Ferry Smith y Dick Hickock, cuya
ejecución terminaría presenciando) que es mejor pasar directamente
a la debatida cuestión del género. Ha sido frecuente atacar la
presunción de Capote, demostrando que hubo novelas de no ficción
antes de la suya. Entre ellas, Operación masacre de Rodolfo Walsh,
que los argentinos proponemos como verdadera fundadora del
género con la misma tozudez con que pregonamos nuestra potestad
sobre el colectivo, la birome y el dulce de leche. Si bien hay justicia
en el reclamo, también es cierto que un invento no es sólo de quien
lo inventa sino de quien lo patenta, y Capote —por yanqui, famoso y
propagandista nato— tenía todas las de ganar. Además, Capote
sirve la novela con teoría incluida (como hicieron, en otro contexto,
los franceses del nouveau roman) mientras que las reflexiones
teóricas de Walsh sobre la no ficción llegan quince años después de
la obra en sí. Dos características son esenciales a la novela de no
ficción tal como Capote la practica en A sangre fría: a) la verdad, es
decir, la absoluta correspondencia entre los hechos novelescos y los
reales, y b) la objetividad, el borramiento de la persona del
investigador-Capote, en este caso, que no aparece en su obra,
como sí lo hace Walsh en Operación (el imperativo del compromiso
político, central a la concepción del género en Walsh y
absolutamente indiferente, si no hostil, a la de Capote, parece
demandar la presencia del autor-narrador). La conjunción de verdad
factual y objetividad del punto de vista sería el rasgo distintivo de la
novela de no ficción que practica Capote (aunque aparezca en
persona en “Féretros”).
Con respecto a lo primero, en A sangre fría la verdad de los
hechos narrados parece incuestionable. Quienes han intentado
hallar a Capote en falta no desenterraron más que errores tan
nimios (como que la yegua de Nancy Clutter no fue vendida a un
forastero sino a un lugareño) que terminaron apuntalando, en lugar
de refutar, su jactancia. Aun así, se permite una escena inventada,
al final: un encuentro entre Al Dewey, el investigador del caso, y
Susan Kidwell, amiga de Nancy, en el cementerio donde están
enterrados los Clutter. Hablan de los estudios de Susan, del
casamiento del ex novio de Nancy, del ingreso del hijo de Al a la
universidad; un final que parece calcado del de El arpa de hierba y
cuyo mensaje es claro: la vida continúa a pesar de todo. "Me
criticaron mucho por ello", admitió Capote, "me decían que debí
terminar con las ejecuciones, con aquella horrible escena final. Pero
yo sentía que debía regresar a la ciudad, hacer que todo volviera a
cerrar el círculo, terminar en paz". Las exigencias del final —
momento de condensación máxima de sentido en cualquier obra—
lo llevaron a abandonar, por una vez, la exigencia de verdad. Pero
salvo esta excepción, la factualidad se respeta sin grandes
problemas. Es con el imperativo de objetividad que empiezan las
paradojas. Capote viajó a Holcomb un mes después de los hechos y
a partir de entonces vivió en el pueblo, habló casi a diario con el
investigador del caso, compartiendo informaciones e hipótesis;
estaba entre los lugareños cuando llegaron los dos sospechosos
esposados, habló con ellos cientos de veces, se convirtió en amigo
de ambos; presenció a pedido suyo los ahorcamientos y pagó las
lápidas para sus tumbas. De todo esto, nada queda en la obra, salvo
rastros fantasmales, como cuando, cerca del final, Hickock hace un
largo relato a "un periodista" que no se nombra y no es otro que el
propio Capote. En otras palabras, Capote fue también uno de los
protagonistas de la historia e influyó sobre el curso de los
acontecimientos: el minucioso y sistemático borramiento de su
presencia implica, de alguna manera, un falseamiento de los
hechos; y objetividad y verdad, en lugar de ir de la mano, terminan
oponiéndose. A sangre fría se convierte así en un texto que parece
haber sido escrito para demostrar la pertinencia de las modernas
teorías de la física que aseguran que la presencia del observador
inevitablemente modifícalos hechos observados. De todos modos es
indudable que desde el punto de vista emotivo y estético, Capote
eligió el camino correcto: al borrar las marcas de su presencia la
subjetividad acotada e identificable del narrador personal se
convierte en una subjetividad difusa, omnipresente, que permea
cada línea de la obra, en la cual Capote desaparece de un modo
que hubiera llenado de orgullo a su maestro Flaubert, quien
proponía que "el autor debe, en su libro, ser como Dios en el
universo, estar presente en todas partes y no hacerse jamás visible
en ninguna".
Pero este no es un proceso que se pueda hacer sin sacrificios.
Una oportunidad perdida fue la del juego barroco entre planos de
realidad y ficción que la inclusión del autor y la novela dentro de la
novela hubieran permitido: al igual que en la segunda parte del
Quijote, en la cual los personajes han leído la primera y están
pendientes de la aparición de la segunda y todo esto influye sobre el
curso de los acontecimientos, hay un momento en que la inconclusa
novela A sangre fría comienza a afectar las vidas de los personajes
de A sangre fría, Gracias a ella, Perry y Dick se saben estrellas, e
intentan influir sobre lo que Capote escribirá, tratando por ejemplo
de convencerlo de que el crimen no fue planeado, para que sus
apelaciones se vieran favorecidas por esta versión. También les
preocupaba el título, sobre el cual Capote venía mintiéndoles: "Me
han dicho que el libro está a punto de imprimirse y que van a
venderlo después de nuestras ejecuciones. Y el libro SÍ que se titula
A sangre fría. ¿Quién miente?... Francamente, A sangre fría es algo
que clama a la conciencia", le escribió indignado Perry. El libro se ha
vuelto parte de la historia que cuenta, la historia se ve afectada por
el libro: la realidad copia a la no ficción.
Perry y Dick consideraban a Capote su amigo y benefactor, y
hasta horas antes de la ejecución estuvieron llamándolo
desesperados, creyendo (erróneamente, según parece) que podría
aplazarla. Y aunque hubiera podido, Capote sabía que sólo podría
terminar el libro una vez que los ejecutaran, y ya venía de dos años
de torturas, con el libro escrito —salvo por el final— y un
aplazamiento tras otro, sintiendo que apenas la vida de dos
hombres se interponía entre él y la publicación que supondría la
realización de todos sus sueños de dinero y fama. Así, contaría a
una de sus amistades, "el Tribunal supremo ha rechazado las
apelaciones, así que pronto puede suceder algo... Me he llevado
tantas decepciones que ya casi no me atrevo a confiar. Pero...
¡deséame suerte!", y a otra confesó haber pensado, cuando uno de
los abogados defensores sugirió que Perry y Dick no sólo podían
librarse de la horca sino conseguir la libertad, "¡sí, y espero que tú
seas el primero al que se carguen, hijo de puta!". Al menos uno de
los, críticos, su antiguo amigo Kenneth Tynan, lo acusaría
frontalmente: "Por primera vez un escritor de primera fila, e
influyente, se ha encontrado en una situación tan privilegiada y
cercana a unos criminales a punto de ser ajusticiados y, en mi
opinión, ha hecho menos de lo que pudo para salvarlos". Capote
nunca se lo perdonó. La amistad entre Capote y Perry Smith es una
de las fundamentales historias detrás de la historia, y podría
suministrar material para un libro casi tan atrayente como A sangre
fría. Perry es sin duda el personaje central de la novela, y al decir de
Norman Mailer, uno de los más interesantes de la literatura
norteamericana. Hubo desde el comienzo una secreta afinidad entre
los dos: eran outsiders, casi enanos (Perry por un accidente), de
infancias desgraciadas y "sensibilidad artística" y, como sugiere
Gerald Clarke, biógrafo de Capote: "Ambos se miraron y vieron al
hombre que pudieron haber sido". Esto explica que el dilema moral
ante el cual Capote se encontró traspasara las fronteras de la ética
periodística o novelística (si es que tal cosa existe) para volverse
emocionalmente devastador. Confesó haber llorado sin parar
durante dos días y medio tras la ejecución, y nunca se repuso del
todo. "Nadie sabrá nunca lo que A sangre fría se llevó de mí. Me
chupó basta la médula de los huesos." Y no era para menos.
Forzado por las circunstancias que él mismo había ayudado a crear,
había terminado elevando plegarias para que colgaran a dos
hombres, uno de ellos su siniestro dopelgänger, y sus plegarias
habían sido atendidas.
Si A sangre fría es más que una gran aventura periodística y el
relato de un hecho espeluznante es porque Capote se había topado
con un crimen que pudo funcionar como cifra del conflicto entre las
dos Américas: la del exitoso, arrogante, sedentario, conservador,
religioso hombre de familia wasp Herb Clutter y la del ex convicto
nómade, artista malogrado, autocompasivo, mestizo, solitario y
eterno outsider Perry Smith. La novela comienza mostrando en un
montaje paralelo la vida casi idílica de los Clutter en su comunidad y
la mezquina road movie de los dos inadaptados, y sabemos que
cuando las dos líneas se crucen sólo puede sobrevenir la tragedia.
Esta oposición, que en A sangre fría se ve como inconciliable,
encontraría su momento de síntesis en la siguiente obra de no
ficción: Mr. Quinn, el terrateniente asesino de Féretros tallados a
mano, es una prolija fusión de Herb Clutter y Perry Smith.
"Todo esto ha sido la experiencia más interesante de mi vida, y
de hecho la ha cambiado, ha modificado mis puntos de vista sobre
casi todo", dijo Capote, pero ésta no fue la primera vez que algo así
le sucedía. De hecho pasó toda su vida reinventándose a sí mismo,
y haciéndolo, como corresponde a un escritor, a través de su obra.
Nunca se encasilló ni permitió que lo encasillaran: iba pasando de
una vida a otra, y cada novela era el portal. Nadie, ni siquiera él
mismo, hubiera podido predecir que el autor de la delicada
Desayuno en Tiffanny’s, una encantadora nouvelle que contribuyó
corno pocas a mitificar Nueva York y le aportó a Holly Golightly, un
personaje sin el cual es tan difícil concebirla como a Londres sin
Sherlock Holmes, sería capaz de escribir A sangre fría; como
tampoco podría anticipar la glamorosa ligereza de aquella novelita
quien leyera la barroca y esforzada escritura de Otras voces, otros
ámbitos, un relato de ese gótico sureño que dejó tras de sí el reflujo
de la gran marea faulkneriana y que brilló en la obra de Carson
McCullers y Flannery O'Connor; literatura de freaks queribles que en
Capote empieza a teñirse de la clase de sentimentalismo nostálgico
que exhiben películas como Matar a un ruiseñor (en la cual el
pequeño Truman es personaje), Tomates verdes fritos o El gran pez.
El sur, no obstante, fue su cuna, y también la de su escritura,
aunque a diferencia del gran maestro literario de la región, Faulkner,
Capote escribía mejor sobre los mundos a los que se trasplantaba.
El sur, quizá, fue siempre demasiado doloroso. Abandonado por sus
padres, buscando el afecto en seres marginales como él (como su
prima retrasada Sook, la sexagenaria protagonista de "Un recuerdo
navideño", uno sus cuentos más conmovedores), en este ambiente
hostil o al menos ajeno a toda afición literaria, según él mismo nos
cuenta, a los diecisiete "ya era un escritor consumado y estaba listo
para publicar", algo que haría, acto seguido, con sus primeros
relatos, en las más prestigiosas revistas, como The New Yorker y
Harper's Bazaar. Había empezado a escribir a los ocho años, "sin
saber que me había encadenado de por vida a un amo noble pero
despiadado... Cuando Dios te da un don, te da también un látigo",
diría famosamente en el prólogo de Música para camaleones. Con
ese látigo, y hasta el final de sus días, se flagelaría hasta matarse.
14. Holden Caulfield cumple 67
"Si en serio querés que te cuente, lo primero que vas a querer
saber es dónde nací, y cómo fue mi jodida infancia, y qué hacían
mis padres antes de tenerme y todo, toda esa mierda bien David
Copperfield, pero la verdad es que no tengo ni ganas de ponerme a
hablar de eso." Cincuenta años atrás, la primera oración de una
novela le hablaba así a su lector. Así, en singular, ya que El
guardián en el centeno no se dirige a un público, sino a vos,
personalmente (el autor tenía tu rostro ante sus ojos todo el tiempo
mientras la escribía). Así, en el lenguaje que hablas con tus amigos
(o mejor aún: en el lenguaje que te gustaría hablar con tus amigos) y
que jamás habías apreciado del todo —jamás habías podido valorar
estéticamente, y por lo tanto defender— porque nunca lo habías
podido contemplar en la página impresa de un libro. El protagonista,
que pronto nos dirá su nombre, Holden Caulfield, te va a contar, a
vos (como en una de esas noches que comienzan con dos
desconocidos charlando, fumando, y terminan, al alba, con dos
almas gemelas que se han encontrado al fin) la historia de su última
Navidad, cuando fue expulsado de la prestigiosa escuela
preparatoria Pencey y deambuló, solo, por su ciudad, la ciudad de
Nueva York, como si fuera un extranjero, visitando incluso su propia
casa a escondidas, en la noche, como un fantasma. Hay algo que
Holden da por sentado: si nadie en la novela, salvo su hermanita
Phoebe, puede entenderlo, vos sí vas a hacerlo. Porque vos pensás
como él, sentís como él, compartís sus gustos y disgustos —y si no
lo hacés en las primeras páginas, pronto lo vas a hacer, a riesgo de
verte obligado a dejar de leer: es tal su candor (en el sentido que el
contemporáneo Allen Ginsberg daba a la palabra: no ocultar nunca
nada) que te sentís obligado a responderle de la misma manera, y
preferís cambiar vos, antes que disentir con él.
La novela podría suponerse escrita por un adolescente como
Holden, para otros adolescentes, salvo por un rasgo que la delata:
un adolescente al escribir tendería a impostar las formas del
discurso adulto, serio, saturando su estilo de clichés rimbombantes,
de abstracciones altisonantes y formas poéticas pasadas de moda.
Le costará, sobre todo, lograr un estilo homogéneo. El estilo de El
guardián es sistemáticamente el de un joven hablando con otros
jóvenes; como sólo un estilista maduro, elaborando sobre las formas
del habla adolescente, podría lograr. Con treinta y dos años de vida,
J. D. Salinger había crecido en Nueva York, asistido a una academia
militar, participado en el desembarco de Normandía, interrogado
prisioneros alemanes y, una vez regresado a su ciudad (la única de
su literatura), publicado un puñado de cuentos perfectos en la
revista The New Yorker: Durante la guerra pudo conocer a
Hemingway, uno de sus héroes literarios (mucho le debe la saga de
relatos sobre Seymour Glass, de Salinger, a la serie de cuentos
sobre Nick Adams, de Hemingway), pero a diferencia de su maestro
lo que interesa a Salinger no es tanto la guerra sino sus bordes, no
tanto la experiencia extraordinaria sino la cotidiana, en esa sociedad
de posguerra, la más represiva e intolerante de la historia
norteamericana: la época del complejo militar— industrial de
Eisenhower, del macartismo, del primer intento de suicidio de Sylvia
Plath, de la internación de Allen Ginsberg y de Holden Caulfield, del
suicidio de Seymour Glass. Fue, sobre todo para los jóvenes, una
época imposible.
Los jóvenes —los adolescentes, los teenagers- no existieron
desde siempre y en todas partes: su invención es reciente, tuvo
lugar en los Estados Unidos, y en los años cincuenta. Basta mirar el
cine o la publicidad inmediatamente anterior para comprobarlo: cada
jovencito, en su vestimenta, corte de pelo, su aura en suma, es un
cloncito de su papá, y cada muchachita de su mamá. Si algo los
distingue de los progenitores es su carácter incompleto, no
terminado aún, la mirada anhelante ("quiero llegar a ser como vos")
que dirigen al adulto. Pocos años después, la ropa, la música, el
cine, la literatura, la comida, el corte del pelo y el corte del cuerpo,
se han vuelto propios, y los jóvenes sólo se miran entre ellos, u
ocasionalmente, a algún adulto que siga manifestando suficientes
rasgos juveniles, exteriores o interiores. La cultura joven se define
ahora positivamente, por sus rasgos propios, y por oposición (ya no
aspiración) al mundo de los adultos. Hace cincuenta años, los
jóvenes tomaron la cultura por asalto. Lo hicieron en distintos
frentes, y con distintos liderazgos: en el cine con James Dean, en la
música con Elvis Presley, y en la literatura con J. D. Salinger.
El fenómeno de la invención de los jóvenes y su cultura tuvo
ese rasgo diferencialmente norteamericano de congeniar la rebelión
contra el sistema con las demandas del mercado. Los jóvenes se
rebelan contra y rechazan el mundo de sus padres, pero sus padres
descubren que en esa rebeldía hay un mercado potencial hasta
entonces no explotado y surge la cultura joven como cultura de
consumo (probablemente, en los países desarrollados, una de las
más lucrativas de las últimas décadas). En los años 50 y en la
literatura, la invención de la cultura joven tuvo dos vertientes
fundamentales: Salinger y los beats. Salinger representa sobre todo
la insatisfacción de los niños bien: tanto sus personajes como
muchos de sus lectores asisten a las preparatorias más caras y
luego a las universidades de la "Ivy League" (Harvard, Yale,
Princeton y otras). La estética de Salinger es esencialmente
aristocrática, aunque se trate de una aristocracia de la sensibilidad
más que del dinero. Sus personajes son demasiado buenos,
demasiado sensibles para este mundo y terminan suicidándose
(Teddy, Seymour Glass) o en un hospicio (Holden). En su obra
posterior se plantean el problema "¿Cómo puede un individuo
excepcional vivir en un mundo mediocre dominado por cretinos?".
Salinger mismo, como buen escritor, pudo resolver el dilema en su
obra (a través de la "parábola de la señora gorda" incluida en
Franny y Zooey) y transmitir la solución a sus lectores, pero no en
su propia vida. Exasperado por la ineptitud y la soberbia de sus
críticos se retiró del mundo primero, a una granja rodeada por un
muro inexpugnable en Cornish, New Hampshire, y evitó de ahí en
más todo contacto con lectores y periodistas —lo cual ha tenido el
paradójico resultado de convertir a Salinger en un involuntario avatar
de Abenjacán el Bojarí, aquel personaje de Borges que construye un
laberinto para esconderse de su perseguidor y en realidad lo que
logra es atraerlo: Cornish se ha vuelto desde entonces un centro de
peregrinación de visitantes que esperan atrapar al elusivo autor en
una de sus escasa excursiones al mundo exterior. (En ese sentido
Thomas Pynchon, el otro ermitaño de las letras norteamericanas, ha
sido más consecuente, o menos histérico: nunca se dejó ver, nadie
sabe dónde está. Y para esconderse, eligió el lugar indicado: el
laberinto de Nueva York.) Este retiro de su persona de la escena
literaria tampoco fue suficiente: a partir de los tempranos 60,
Salinger se negaría directamente a publicar lo que escribía,
situación que se ha mantenido hasta el presente.
Los beats, que completarían en los cincuenta la educación de la
primera generación de jóvenes, cubrieron en cambio el lado más
democrático y under. Si Holden, y luego los niños Glass, nos
susurran en el oído "vos y yo somos especiales, diferentes" (aunque
lo susurren en el oído de todos nosotros) los personajes de la
literatura beat, entre los cuales se cuentan en primer lugar los
propios autores beat, nos dicen "yo soy como todos, y todos pueden
ser como yo". Entre el Holden Caulfield de Salinger y el Dean
Moriarty de Kerouac quedó trazado el espectro de identidades
posibles para la nueva juventud (los que quedaban fuera eran los
squares, los cuadrados, los que elegían seguir siendo meros adultos
incompletos). Si, como sugiere Harold Bloom en su más reciente
libro, Shakespeare inventó lo humano tal como lo concebimos hoy
día, podemos extender la idea y comprobar cómo, por ejemplo,
Dickens inventó a los niños (tarea que completarían Henry James,
Freud, Joyce, Virginia Woolf y Piaget), y Salinger, Kerouac y
Ginsberg, a los jóvenes.
Fue, sobre todo, como lo son siempre los aciertos de la
literatura, un truco del lenguaje. El largo monólogo en primera
persona de Holden Caulfield es vivido a fuerza de originalidad y
precisión, pero en él abundan todos los "vicios" del lenguaje
adolescente: repetición de ciertas muletillas ("and all", "or anything",
"crazy", "corny" son sólo algunas de las más frecuentes),
vocabulario limitado, nivelación democrática entre el lenguaje culto y
el slang... El logro de Salinger consistió en hacer del vicio virtud, en
darse cuenta, de que allí había una estética; aunque más que de un
léxico se tratara de una música, un ritmo —complementada además
por una ética: la de un autor que nunca se coloca por encima del
lenguaje de su protagonista: nunca nos da la sensación que las
palabras de Holden adolescente estén puestas entre comillas;
nunca la manera de hablar del personaje está tratada como objeto
pintoresco que el autor-antropólogo observa, colecciona y exhibe a
nuestra indulgente consideración; no hay, en las 220 páginas de la
novela, una sola nota falsa. Incluso cuando utiliza sus palabras-
comodín, uno siente que Holden ha dado con la mot juste
flaubertiana (que era, dicho sea de paso, el ideal estilístico de
Salinger —cuando en el cuento "Franny" el pedante estudiante de
literatura Lane Coutell califica de "neurótica" la actitud de Flaubert,
los lectores sabemos sin duda alguna que el autor nos está dando la
indicación "odien a este personaje"). Lo más sorprendente es
comprobar que su lenguaje no ha envejecido —el peligro más
insidioso que acecha a los cultores del habla coloquial. Más que
interpelar a una generación, como hizo su predecesor y modelo
Scott Fitzgerald con los jóvenes de la Jazz Age, Salinger escribe
para las sucesivas generaciones de adolescentes, que todavía hoy,
cincuenta años después, se siguen identificando con el protagonista
como si de uno de ellos se tratara.
De todas las palabras clave que marcan el compás de la
novela, quizá la dominante sea la palabra "phoney" que participa de
nuestros significados de "trucho, falso, careta, hipócrita, insincero"
sin agotarse en ninguno de ellos. El concepto de "phoney" es la vara
con la cual Holden mide el mundo, no sólo el de los adultos sino de
sus pretenciosos y snobs compañeros. La sinceridad se convierte
en la piedra de toque, el rasgo que divide a los nuevos jóvenes (los
primeros jóvenes), del mundo de los adultos y de los jóvenes viejos.
Y la sinceridad se convierte además en la cualidad fundamental de
la obra: no tanto como contenido sino como cualidad formal, como
rasgo de estilo. Todos sabemos, intuitivamente, reconocer las
manifestaciones físicas de la sinceridad y la insinceridad: la persona
que habla puede mirarnos a los ojos en lugar de desviar la mirada,
su voz surge de las entrañas o el pecho en lugar de la garganta o la
nariz, fluye serena y sonora o rechina, titubea, sube y baja:
frecuentemente prestamos más atención a esto que a las palabras
pronunciadas. De manera similar El guardián es sincero no porque
lo que dice la obra sea lo que el autor piensa (Salinger no concede
reportajes ni escribe artículos, así que no podemos saber lo que él
piensa) sino porque reconocemos todos los acentos de la sinceridad
en la voz del personaje.
La obra de Salinger nos entrega, ciertamente, una estética (que
algunos querrán encuadrar dentro del minimalismo), una filosofía
(que básicamente sigue a los maestros el pensamiento zen), nos
ofrece la membrecía de un exclusivo club del gusto y, a
contracorriente de mucha literatura moderna y posmoderna, dedica
gran parte de sus energías a proponer una pedagogía. Para
Wordsworth, uno de los creadores del romanticismo, el niño era el
maestro del hombre. El romántico urbano Salinger hace de esta
verdad el punto fijo alrededor del cual reorganizar la vida humana.
No a otra cosa se refiere el título de esta novela: Holden, cuando
tiene que definir qué le gustaría ser en la vida, describe su visión: un
grupo de niños jugando en un campo de centeno, al borde de un
precipicio, y entre los niños y el precipicio el propio Holden, listo
para atrapar a cualquiera que esté en riesgo de caer. El guardián en
el centeno no los retará, ni siquiera los aleccionará sobre los riesgos
de jugar al borde del abismo, simplemente los atrapará antes de que
caigan. (Lo cual, dicho sea de paso, revela lo obtuso de traducir el
título The Catcher in the Rye como El cazador oculto. Incluso
"guardián" es insuficiente, ya que catcher se refiere al que atrapa la
pelota en el béisbol: Holden sería entonces "el catcher en el
centeno", y es de suponerse que para atrapar a los niños usará el
guante de béisbol en el cual su hermano muerto Allie copiaba sus
poemas favoritos.) La educación actual, para Salinger, consiste en
destruir sistemáticamente la sabiduría del niño, que sólo necesita
desarrollarse sin interferencias. Seymour Glass usará otra imagen:
los niños no son una posesión de los padres: son huéspedes en la
casa, y deben ser tratados —honrados— como tales. Fuera del
mero cuidado físico, toda educación es deformación e interferencia,
y una de las primeras bajas en esta guerra que la educación libra
contra el alma del niño es el candor, la sinceridad.
Se ha repetido hasta el cansancio que los personajes literarios
son meras ristras de palabras, que no tienen existencia real fuera de
la página. Pero lo mismo puede decirse de todos los personajes
históricos: el Julio César de la historia no es más real que el de
Shakespeare, el histórico Ricardo III lo es ciertamente mucho menos
que el del poeta de Avon. Salinger creía en la realidad de sus
personajes, y una de las maneras de demostrarlo fue otorgándoles
la capacidad de seguir viviendo en los intervalos entre un libro y
otro: sobre todo en la saga de la familia Glass, a la que se dedica
por entero tras concluir, en El guardián, la de los Caulfield. Salinger
no toleraba la crítica, pero al parecer lo que le molestaba no era que
lo criticaran a él, como autor, sino que criticaran a sus personajes.
Retiró el manuscrito de El guardián de manos del que iba a ser su
primer editor, porque el hombre "creía que Holden estaba loco". La
necesidad de proteger, a cualquier precio, a sus personajes de la
incomprensión del mundo exterior lo llevaría, eventualmente, a no
volver a publicar las nuevas historias que escribía.
Los escritores que, como Rimbaud, han renunciado a la
literatura, siempre han ejercido en lectores, críticos y colegas una
fascinación no exenta de ofensa y reproche. Pero escribir y no
publicar es, en un escritor consagrado, o un insulto hacia sus
lectores, o una todavía más imperdonable coquetería. No resulta
difícil imaginar a los editores esperando ansiosamente el momento
de su muerte, listos a abalanzarse sobre la pila de inevitables best-
sellers que se habrán acumulado a lo largo de cuarenta años de
productiva reclusión. Quizá Salinger, decidido a dar batalla hasta el
final, haga verdadera la fantasía de Kafka y los queme antes de que
caigan en manos de ese otro fuego peor, el del infierno que son los
lectores. Su actitud parecería alinearse con la de ciertos personajes
de Borges, como el escritor de "El milagro secreto" o el sacerdote de
"La escritura del Dios": la perfección de la obra o del saber son
inmanentes, no necesitan salir al mundo exterior para verse
confirmados: Dios, al menos, los habrá leído y comprendido. El ideal
de autor que tiene Holden es bien sencillo: alguien a quien puedas
llamar por teléfono y contarle. Isak Dinesen y Ring Lardner pasan la
prueba, Somerset Maugham no. Paradojas de la nunca lineal
relación entre vida y obra: J. D. Salinger pasó la prueba —la pasó
con sobresaliente— convirtiéndose en el autor al que todos querían
llamar, y terminó recluyéndose en un monasterio para uno,
rehuyendo todo contacto humano y renunciando a publicar,
justamente para que dejaran de llamarlo.
15. Los dioses del suburbio:
The Stories of John Cheever
Los Pommeroy son una familia más o menos burguesa, que
comparte una casa de veraneo en alguna playa de Massachusetts,
con un pasado calvinista que agotada la fe sobrevive, con aderezos
izquierdistas, en la moral del hermano menor, Lawrence. En una
literatura de crítica social, Lawrence proveería el ácido punto de
vista que desnudaría las pequeñas hipocresías, crueldades y
fatuidades de los otros Pommeroy. En "Goodbye, My Brother",
Lawrence es en cambio un implacable aguafiestas que abruma a
todos con su temperamento sombrío, logrando que los felices se
sientan culpables de su felicidad y los alegres ridículos en su
alegría, negándose sistemáticamente a participar en los rituales de
comunión familiar (nadar en el mar, beber), tratando de convencer a
la jovial cocinera de que es una triste mujer explotada, y yendo a
una fiesta de disfraces sin disfraz para mejor burlarse de los
cuarentones nostálgicos que concurren en sus vestidos de bodas o
antiguos trajes de fútbol. Como aclara su hermano mayor,
protagonista y narrador del relato, Lawrence trafica en verdades,
pero verdades a medias. En cada relación, en cada afecto, en cada
acción ve la mitad mezquina, falsa, inauténtica: "Diana es una mujer
tonta y promiscua. También Odette. Mamá es una alcohólica. ..
Chaddy es deshonesto... Esta casa va a terminar cayéndose al
mar... Y vos sos un tonto...". Cada vez que pasan un rato con él, los
miembros de su familia se internan en el mar, como si necesitaran
una purificación ritual. “¿Qué puede hacerse con un hombre así?
¿Qué puede hacerse? ¿Cómo disuadir a su ojo de que busque, en
la multitud, la mejilla con acné, la mano temblorosa; cómo enseñarle
a responder a la inestimable grandeza de la raza, la áspera belleza
de la superficie de la vida?”, se desespera su hermano, hasta que
encuentra la respuesta: debe golpeárselo en la nuca con una
pesada raíz y sacárselo de encima. Tras la partida del insoportable
Abel, el momentáneo Caín contempla el mar, donde nadan su
hermana y esposa. Cuando las mujeres salen del agua, están
desnudas, sin vergüenza alguna: ahora que el triste puritano ha
partido, también el origen pagano de sus nombres —Diana, Helena
— se desnuda ante el lector. En este relato Cheever invierte la
ecuación habitual: el crítico social es expulsado del cuento, el
burgués auto-complaciente tiene la última palabra. ¿Y por qué no?
¿Quién ha dicho, después de todo, que la literatura deba ser
siempre crítica?
Este relato es el primero de ese inestimable ladrillo escarlata
con letras blancas denominado The Stories of John Cheever,
sesenta y un cuentos de los cuales varios son obras maestras de la
cuentística norteamericana y mundial.
Cheever es un majestuoso creador de locaciones, y sus
cuentos se agrupan fácilmente según donde transcurran: en Nueva
York, en los pequeños pueblos de veraneo de la costa de Nueva
Inglaterra, en Europa (siguiendo la tradición de Henry James, los
norteamericanos de Cheever viajan a Italia), y sobre todo en los
suburbios de Nueva York, en el mundo de los commuters, que
toman el tren para trabajar en la ciudad y cada tarde vuelven a la
paz rural de sus martinis y sus jardines con pileta. Hacia el final de
su carrera, en la época en que la mayoría de los autores se resignan
a que sus lectores les tengan sacada la ficha, su novela Falconer
sumó un ámbito nuevo e impredecible: el de la prisión. Todos, para
el autor, son "metáforas del confinamiento", pero es uno en
particular, el del suburbio, el que con más justicia merece el nombre
de "Cheever country", y reaparece en sus cuentos y novelas en los
familiares nombres de Bullet Park, Shady Hill, Maple Dell... Muchos
autores se encuentran a sí mismos cuando encuentran a su
territorio, y si son los primeros en descubrirlo, su nombre queda para
siempre ligado a él. La cultura suburbana de los commuters (distinta
de aquella de ciudades más nuevas, donde toda la movilidad es en
auto y por autopista) surge en los cincuenta y Cheever fue su poeta
(su propia vida suburbana comenzó exactamente en 1951). Él
inventa la literatura del suburbio acomodado, reflejado luego en
tanta literatura posterior y sobre todo en el cine —en la suma de
miserias de films como Felicidad de Todd Solondz, o más aún, en la
combinación de crisis de la mediana edad y vida suburbana de
Belleza Americana, impensable fuera de la tradición que Cheever
inaugura. El segundo, sobre todo, se acerca al espíritu del autor: el
suburbio es anatomizado sin piedad pero la búsqueda en última
instancia es la de la belleza y la nobleza que pueden encontrarse en
todas partes, incluso ahí. O, como dice el propio Cheever: "Hemos
tenido demasiada crítica del modo de vida de la clase media. La
vida puede ser tan buena y tan rica allí como en cualquier otra parte.
No quiero ser un crítico social... tampoco un defensor de los
suburbios. Pero no hace falta decir que los personajes de mis
cuentos y las cosas que les suceden podrían encontrarse en
cualquier lugar... Sus dioses son tan antiguos como los tuyos y los
míos, quienquiera que seas".
Esta atemporalidad y ubicuidad lo llevó muchas veces a
aprovecharse del recurso usado por Joyce para su celebración de la
vida urbana en Ulises. En The Country Husband (más "marido de
country" que "marido campestre") Francis Weed sobrevive a un
accidente aéreo, debe enfrentar guerras fratricidas en el living de su
casa, se enamora de la baby-sitter, observa una mujer desnuda que
pasa, peinándose, a través de la ventanilla del coche dormitorio de
un tren expreso, y termina consultando a un psiquiatra... Hechos en
la vida cotidiana de cualquier nómade suburbano, sea de Shady Hill
o Pilar, salvo que este cuento es una Eneida en miniatura y las
peripecias de este americano medio recapitulan en detalle las del
legendario ancestro de los romanos: la destrucción de Troya, las
interminables batallas, el amor por Dido, el encuentro con su madre
Venus, la consulta del oráculo. Al final, Weed-Eneas contempla su
tierra prometida, menos nueva que distinta, el mismo paisaje
suburbano transfigurado por los acentos de la visión pastoral:
"Oscurece; es una noche en la cual reyes en corazas de oro
cabalgan elefantes sobre las montañas". La frase, con su poderosa
belleza inmediata y su lejana evocación de la gesta de Aníbal,
enemigo de Roma y vengador de Dido, ilustra como tantas otras un
rasgo característico del autor: Cheever no fue un gran creador de
finales, a la manera de Poe o Chejov, pero sí de frases finales —
característica que legaría a su amigo y discípulo Raymond Carver.
En otros relatos las resonancias no son clásicas sino bíblicas,
sobre todo edénicas: para situarlas en la tradición literaria de su
lengua podríamos decir que Cheever reescribe una y otra vez, en
"The Wrysons", "The Brigadier and the Golf Widow", "A Vision of the
World" y el maravilloso "The World of Apples" el Paraíso perdido de
Milton. De todos sus relatos con trasfondo mítico, el más sugerente
y famoso es sin duda "El nadador", que fue llevado al cine en una
película igualmente perturbadora y enigmática protagonizada por
Burt Lancaster. El nadador del título es Ned Merrill, a la vez uno de
los padres y esposos del mundo suburbano de Bullet Park y un
moderno Ulises que decide invertir la fórmula de su antecesor: en
lugar regresar a casa saltando de isla en isla, Ned irá de pileta en
pileta, nadando a través de cada una, ya que ha descubierto que
juntas forman un río subterráneo que aflorando aquí y allá le
permitirá llegar a su casa por agua. Ned emprende su odisea lleno
de entusiasmo y vigor, pero poco a poco su fuerza física y moral lo
va abandonando, y se pregunta si la tarea que ha emprendido no es
superior a ellas. Una tormenta trae el frío, las hojas de un árbol
inexplicablemente se han vuelto amarillas en pleno verano, el prado
de los Lindleys está lleno de yuyos y la pileta de los Welchers,
vacía. Casi desnudo, tiritando, descalzo, se ve en aprietos para
cruzar la autopista (Escila y Caribdis); atravesar la pileta pública,
saturada de niños gritones y cloro, se convierte en un descenso al
Hades; sus vecinos nudistas, los Halloran (Nausica y sus doncellas),
se conduelen de "sus desgracias", los Biswangers, cíclopes que
ofrecen una fiesta, lo tratan como un colado y su ex amante, Shirley-
Circe, con desdén. Cuando Merrill llega a su destino ya es invierno,
y él, un hombre viejo y derrotado: no nos sorprende que la casa esté
vacía y deshabitada.
¿Cómo leer este relato? ¿Como cuento fantástico sin más?
¿Cómo un ensueño diurno erosionado, y finalmente arrasado, por la
impiadosa realidad? ¿Cómo fábula de la futilidad a la que se
asoman, en la mediana edad, todos los Wasp protagonistas de las
historias suburbanas de este autor? (Tengo el gran trabajo, la gran
casa, la esposa, los hijos... ¿Y ahora qué?). Cheever conoció
también, en su vida, la anomia de la vida suburbana, y además el
acecho del alcohol y las drogas, la inestable convivencia de su
herencia calvinista y su bisexualidad. Pero es de esperar que en
1982, su año final, se haya visto iluminado, como el poeta Asa
Rascomb, protagonista de "A World of Apples", por una obra que
"aun cuando no le trajo el Premio Nobel, llenó de gracia los últimos
meses de su vida".
16. Burroughs para argentinos
La obra de William Burroughs (1914-1997) no sólo excede los
parámetros de la generación beat que él inventó y pronto dejó atrás,
sino también los de la literatura misma. La imagen de Burroughs
está indisolublemente ligada a la de los movimientos
contraculturales de la segunda mitad del siglo xx, pero lo
excepcional de su caso es que fue el indiscutido gurú de tres
generaciones contestatarias: los beat de los 50, los hippies y los
radicales politizados de los 60 y 70, y los ciberpunk de los 90.
Cuando Timothy Leary y Ken Kesey estaban descubriendo el LSD,
él ya lo había dejado, decepcionado de los pobres resultados
obtenidos, y buscaba más allá. Se suele asociar el nombre de
Burroughs con la cultura de las drogas duras (sobre todo la heroína)
pero si bien es indudable que su mejor novela, El almuerzo
desnudo, ofrece el retrato definitivo no ya de la experiencia, sino de
la vivencia de la droga (es decir, no de la vida del adicto, sino de las
pesadillas de su mente) y es el imprescindible punto de partida de
películas como Drugstore Cowboy (en la cual actúa) y Trainspotting,
en su prólogo al libro (de 1959) ya advierte al lector que "los no
yonquis tomamos medidas drásticas, y los hombres se separan de
los muchachitos de la droga" y busca caminos alternativos para
expandir la conciencia o —en sus términos— viajar en el espacio y
el tiempo. Cuando muchos seguían viendo en el consumo de drogas
un camino de liberación, Burroughs las denunciaba como forma de
opresión y veía en él el modelo más puro y refinado de capitalismo
salvaje ("la droga es el producto ideal... la mercancía definitiva. No
hace falta hablar para vender. El cliente se arrastrará por una
alcantarilla para suplicar que le vendan. El comerciante no vende su
producto al consumidor, vende el consumidor al producto. No mejora
ni simplifica su mercancía. Degrada y simplifica al cliente"). La obra
de Burroughs excede ampliamente el campo literario: el mundo del
rock no sería lo que es sin él (bandas como The Soft Machine y
Steely Dan, movidas como la del Heavy Metal tomaron sus nombres
de su obra) y artistas como Keith Richards, Laude Anderson, Frank
Zappa, Tom Waits y Patti Smith siempre lo han seguido y venerado.
El cine y la historieta, sobre todo en los géneros ciencia ficción y
terror, estarían perdidos sin su guía (el cine de David Cronenberg,
desde Shivers hasta eXistenZ, es un permanente homenaje a
Burroughs, que se hace explícito en su versión de 1991 de El
almuerzo desnudo), y de Alien en adelante su luz se extiende sobre
todo lo bueno que el género ha podido aportar.
Su obra parece moverse en ciclos: las novelas preparatorias
(Yonqui, Queer y Cartas del yagé); la tetralogía de El almuerzo
desnudo, Nova Express, La máquina blanda y El boleto que explotó,
armada a partir de los papeles garabateados que sus amigos
Ginsberg y Kerouac recogían del piso de su hotel tangerino durante
la etapa de la adicción; la trilogía de Ciudades de la noche roja, El
lugar de los caminos muertos y Tierras de Occidente, donde
aparece el momento positivo o utópico (las comunidades autónomas
de los piratas del siglo XVIII como modelo social alternativo al que
finalmente terminó imponiéndose) y las últimas obras, entre las
cuales se destaca El fantasma accidental, que lleva el momento
utópico al plano evolutivo y le agrega una dimensión ecologista —a
contrapelo del pensamiento crítico del recién pasado siglo,
Burroughs no se cansó de señalar la base biológica de las injusticias
humanas: descendemos de los monos, animales violentos,
irascibles y competitivos. En El fantasma, el lémur, un primate
pacífico y dado a colaborar y compartir, señala el camino evolutivo
que la especie humana quizá todavía esté tiempo de seguir. La
extinción de los lémures de Madagascar y la destrucción del medio
natural aparecen allí no como meros "excesos" del progreso, sino
como resultado de un plan de los dominadores para asfixiar "el mal
ejemplo", los últimos reductos de un mundo humano alternativo.
De todas estas, la más representativa es sin duda El almuerzo
desnudo, novela que elevó la gastada rutina de chistes del
comediante de vodevil a la dignidad de nuevo género literario. En
las anteriores todavía era posible encontrar una trama realista con
personajes estables, alguno de los cuales cada tanto contaba una
de estas rutinas, como la del pobre Bobo, cuyas hemorroides
externas, a la manera de las chalinas de Isadora Duncan, se
enredaron en la rueda de un Hispano-Suiza y "se destripó
completamente y sólo quedó la cáscara vacía sentada sobre el
tapizado de piel de jirafa. Hasta los ojos y el cerebro salieron con un
espantoso sonido de succión", cuya primera versión aparece en
Queer (novela que, y esto lo comento porque nadie parece haberlo
notado, ofrece lo que bien puede ser la solución al enigma de lo
sucedido a puertas cerradas en la misteriosa entrevista de
Guayaquil: en una plaza de esa ciudad el protagonista ve "la estatua
de Bolívar, 'El tonto libertador’, dándole la mano a otro tipo. Los dos
parecían cansados, de mal humor y tan putos que te caías de culo").
En El almuerzo desnudo las rutinas toman vida propia y, a la manera
del hombre que enseñó a hablar a su propio ano y terminó
silenciado por él, se devoran a la narración y a los personajes que
ya no tienen fuerzas para contenerlas: la novela tradicional es
tomada por asalto (o mejor: estalla desde dentro) por las formas
más fragmentarias y bajas que es capaz de asumir el mundo del
espectáculo: las performances de los sex shows, la charla de
ventas, el cuento del tío, la escena de tortura, la cirugía en vivo, el
mal viaje ácido, la película snuff, el videoclip berreta, el discurso del
presidente dando explicaciones...
Si hasta la primera mitad del siglo XX el gran profeta de los
horrores por venir fue indudablemente Franz Kafka, en la segunda
mitad —y en lo que va del XXI— tal dignidad corresponde sin lugar
a dudas a William Burroughs. Nuestro mundo se ha vuelto cada vez
más burroughsiano, y posiblemente sea por eso que su obra puede
hoy ser leída con mayor facilidad por los jóvenes (letrados o no) que
por muchos adultos "cultos". Es, además, un autor que parece
hablarnos —gritarnos— en el oído a los argentinos. En "Rooseveit
después de la inauguración" el presidente electo "reemplaza a los
miembros de la Corte suprema por nueve babuinos de culo morado,
y aduciendo ser el único capaz de interpretar sus decisiones,
termina controlando al supremo tribunal de la nación". En El
almuerzo desnudo el Dr. Benway es contratado como asesor por la
república de Anexia, donde pone en marcha el programa D.T.,
"desmoralización total": los ciudadanos deben llevar encima una
carpeta de documentos llenados en tinta evanescente, por lo que
son continuamente arrestados por no tenerlos en regla y deben
correr de una oficina a otra en un frenético intento de cumplir unos
plazos imposibles... "Tras unos meses de este sistema, los
ciudadanos se acurrucaban en rincones como gatos neuróticos". La
explicación que Benway da de su primera medida, la de suprimir los
campos de concentración, las detenciones en masa y —excepto en
circunstancias especiales— la tortura, ofrece una síntesis
conceptual de nuestra última transición de la dictadura a la
democracia: "Estoy en contra de la brutalidad. No es eficiente. El
sujeto no debe darse cuenta de que los malos tratos son un ataque
deliberado contra su identidad personal por parte de un enemigo
antihumano... Sometido a la decencia de una burocracia arbitraria e
intrincada, es incapaz de hacer contacto directo con el enemigo". En
Nova Express Burroughs encuentra la ratio última de este enemigo
que ni Marx ni Foucault pudieron identificar con tal meridiana
claridad: "El enemigo sólo existe donde no hay vida y se dedica a
empujar la vida a condiciones extremadamente insostenibles". En
Nova la tierra es una colonia regida por agentes venusinos
encubiertos, cuyo único propósito es explotarla hasta el límite de lo
posible y luego velozmente abandonarla antes de que estalle, al
grito de (en palabras que habrán escuchado tanto Cecilia Bolocco e
Inés Pertiné como Chiche Duhalde) "empaca tus armiños, querida
—nos largamos de aquí ahora mismo".
Otro de los descubrimientos radicales de William Burroughs
concierne a la naturaleza del más preciado objeto de deseo de
escritores y poetas: el lenguaje. Lo resume en una frase: "El
lenguaje es un virus del espacio exterior". Es un virus porque no ha
sido creado por el hombre, sino que lo ha invadido y vive en él como
un parásito; y es un virus —y no una bacteria u otro organismo-
porque es algo no viviente que al introducirse en un ser vivo usurpa
las características de la vida; puede reproducir sus cadenas
informativas dentro del organismo y luego infectar a otros y puede,
incluso, matar (y quién duda de que el lenguaje mata: después de
todo qué es lo que lleva al cuerdo a volverse loco y a ambos al
suicidio sino una serie de frases que giran interminablemente en la
cabeza y no dejan vivir). Lo que hay que destacar es que —como en
el caso, de la conspiración Nova— no se trata de una metáfora, ni
mucho menos de una comparación: es una verdad literal. Burroughs
no dice que el lenguaje es como un virus: sino que el lenguaje es un
virus altamente especializado, porque no sólo no es humano: ni
siquiera es terrestre. En uno de los textos de La máquina blanda
Burroughs presenta el momento en que el virus infecta una tribu de
monos y mata a la mayoría; los que sobreviven —por una
conformación especial de sus órganos vocales— son capaces de
vivir en simbiosis con el invasor, y empiezan a hablar. Como en
2001 de Kubrick, es un elemento venido de fuera lo que convierte al
mono en hombre. En el momento de su formulación, la teoría de
Burroughs pudo parecer delirante, fruto de una mente quemada por
veinte años de adicción, o —lo que constituye una forma más
insidiosa de descrédito— deliciosamente imaginativa, "poética".
Pocos años más tarde, la aparición de los virus de computadora —
que son sin ninguna duda virus de lenguaje— probaría
empíricamente la exactitud de sus predicciones. Los semiólogos han
señalado la preeminencia del lenguaje en la conformación del
pensamiento humano, los psicoanalistas gustan repetir que el
lenguaje informa nuestra psiquis desde fuera, que "somos hablados"
por el lenguaje. Todas estos intentos no son sino balbuceos de lo
que Burroughs expresa de manera mucho más clara y poderosa. El
descubrimiento de Burroughs permite también, resolver la aparente
contradicción de un escritor que dice estar contra la palabra. ¿Se
puede combatir a la palabra con palabras? No hay otra manera, nos
explicará: la tarea del escritor es trabajar el lenguaje como
inoculación, como vacuna: la palabra literaria fortifica el organismo
contra las formas más insidiosas del mal: las palabras de los
políticos, los militares, los comunicadores sociales, los médicos, los
psiquiatras... Al igual que en el yoga, el zen y la obra de algunos
autores como Beckett, la búsqueda de Burroughs es la búsqueda
del silencio, es decir, de manera muy simple, los estados no
verbales de la mente, la ausencia de palabras en la conciencia: el
estado de silencio equivale a la cura del virus del lenguaje —que, a
la manera de la cura de los virus no verbales, no se alcanza
expulsándolo del organismo sino volviéndolo inocuo—, quien la
alcanza puede luego coexistir con el invasor sin ser dominado,
manejado, dicho por él. Sólo quien ha alcanzado el estado de
silencio puede ser dueño de su lenguaje.
Y no hay duda de que Burroughs lo es. Si leídas como totalidad
narrativa sus novelas pueden sumir a muchos lectores en el
desconcierto y el caos, palabra por palabra y frase por frase su
estilo no tiene igual en la literatura norteamericana contemporánea.
Hay que ir atrás, hacia T. S. Eliot, Scott Fitzgerald, Hemingway y
Faulkner, o más atrás, hasta Melville o Hawthorne, para sentir en la
médula espinal ese escalofrío de electricidad que pueden producir
—a veces, sólo a veces— las palabras al frotarse entre sí. Aun
quien sienta rechazo por la pornografía, la misoginia y la violencia
de su mundo, y encuentre incomprensibles sus ideas, puede caer
rendido ante lo que finalmente es lo único que hace o deshace a
cualquier escritor: la fuerza bruta, la virulencia, de su lenguaje.
Al principio sostuve que la práctica de Burroughs excede lo que
habitualmente entendemos por literatura. Burroughs no trabaja un
universo metafórico, un espejo deformado del nuestro —el de la
ficción. Burroughs ve sus novelas como tratados científicos o
políticos sobre este mundo. Es la realidad la que está simulada y
deformada y se ha vuelto una ficción, y es la literatura —su
literatura-la que puede descorrer el velo y mostrarnos las cosas
como son. A eso apunta el título de su mejor novela: el "almuerzo
desnudo" es "el instante en que todos ven lo que está en la punta de
sus tenedores —lo que realmente están comiendo". Para eso le
sirvió, en un primer momento, el consumo de heroína: no para ver
una realidad "otra", más rica, sino esta: la desnuda, brutal y sobre
todo, simple: la realidad de la dominación y el control, la del cuerpo
humano convertido en medio para el ejercicio de un poder superior e
inferior al legal: el poder biológico del Estado. Más que novelas,
relatos o ensayos, los textos de Burroughs son manuales, libros de
instrucciones: de cómo aprender a ver a los poderes invisibles que
nos subyugan, de cómo luchar contra ellos en la realidad cotidiana
de nuestros propios cuerpos sometidos. Por eso para él el
paradigma del poder en la actualidad no está en la ley (como en
Kafka) o en el Estado policíaco (como en Orwell) sino en la
medicina, la biología, la psiquiatría, la ingeniería genética.
La obra de Burroughs no ha sido todavía adecuadamente leída
por nuestra literatura —leída en el sentido fuerte del término, es
decir, no ha sido reescrita por nuestros autores, o más bien, las
obras que llevan su marca —corno la sorprendente versión
burroughsiana del Diario del Che Guevara titulada Guerrilleros: una
salida al mar para Bolivia de Rubén Mira (Tantalia, 1993)— no han
sido reconocidas ni leídas adecuadamente. La generación anterior
era constitutivamente incapaz de hacerlo, y con la rescatable
excepción de Ricardo Piglia, tampoco parece haberlo leído. Quizá
no resulte aventurado predecir que el éxito o el fracaso de las
nuevas generaciones de escritores dependerá en gran medida de su
capacidad de leer a William Burroughs —es decir, de escribir desde
él, como Arlt fue capaz de escribir desde Dostoievski, Borges desde
Kafka, Marechal y Puig desde Joyce, y los autores latinoamericanos
del boom desde Faulkner.
17. Los dos finales de La naranja mecánica
La naranja mecánica nació de dos experiencias personales del
autor. En 1944, mientras Anthony Burgess servía en Gibraltar, su
esposa embarazada fue atacada, golpeada y robada por cuatro
desertores del ejército, a resultas de lo cual perdió el embarazo.
Nunca habría otro, y el autor siempre sintió que el alcoholismo y la
temprana muerte de su mujer fueron consecuencia directa de esa
experiencia. El episodio es recreado en la novela cuando Alex, el
protagonista, y sus tres compinches o drugos entran a la fuerza en
la casa del escritor F. Alexander, quien está trabajando en el
manuscrito de una novela titulada, precisamente, La naranja
mecánica. Los drugos destruyen el libro, golpean salvajemente al
escritor —aunque sin dejarlo paralítico como en la versión
cinematográfica— y lo obligan a mirar mientras violan a su mujer,
quien morirá poco después. Burgess dijo que eligió narrar el
episodio desde el punto de vista de los atacantes y no de las
víctimas como "un acto de caridad" hacia los agresores de su mujer,
y la casi identidad de los nombres Alex y Alexander puede tomarse
como otro intento de acercamiento; pero también es posible ver en
ello razones menos altruistas: la necesidad de expiar la culpa de no
haber estado, obligándose no sólo a verlo sino a sufrirlo él también;
la tentación de invertir la situación traumática, poniéndose en el
lugar del que tiene el poder y el control; la opción de permitirse el
amargo placer de la venganza ficcional, cuando hacia el final de la
historia sea Alex el que se encuentre indefenso en manos del
escritor.
El otro episodio fue inmediatamente anterior a la redacción de
la novela. En 1960 se le diagnosticó a Anthony Burgess un tumor
cerebral, y se le dio un año de vida. Decidido a asegurar el futuro de
su mujer mediante los derechos de autor, escribió cinco novelas y
media en un año, al cabo del cual se encontró todavía con su vida
en sus manos. Burgess viviría otros treinta y tres años, y la media
novela, completada, se convertiría eventualmente en La naranja
mecánica. Aparte de comprobar que no era tanto el apuro, tuvo
otros motivos para darse un respiro y permitirse repensar la obra.
Burgess había encontrado un tema y una ambientación, pero le
faltaba algo esencial: el lenguaje. Su estudio del ruso, en
preparación de un viaje a la Unión Soviética que realizaría al año
siguiente, fue lo que le permitiría inventar el nadsat, dialecto juvenil
en el que hablan los protagonistas y está narrada la novela, una
mezcla de ruso y slang angloamericano rimado, aderezado con
pronombres y formas de dicción del inglés isabelino (en su
primerísima versión, la historia transcurría en tiempos de
Shakespeare, origen que dejó sus huellas en el lenguaje y también
en la vestimenta de Alex y sus drugos).
Además de escritor y compositor, Burgess fue un lingüista
políglota, apasionado de los idiomas, dialectos y jergas (el lenguaje
de los hombres de la edad de piedra en el film La guerra del fuego
(1981) de Jean Jacques Annaud, le pertenece), y uno de los críticos
más perceptivos de la obra de James Joyce (sobre la cual escribió
los esenciales Rejoyce y Joysprick). Para su novela había pensado
en un principio en el lenguaje de los Teddy Boys, los Mods y los
Rockers, cuyos enfrentamientos callejeros, de los que fue testigo en
Brighton y Hastings, sirvieron de modelo e inspiración para la
violencia de La naranja (poco después, en Leningrado asistiría a
episodios semejantes, que confirmarían su intuición de que la
violencia juvenil no es un fenómeno exclusivo del mundo capitalista).
Pero la utilización sistemática de un slang contemporáneo tomado
de la calle —sobre todo si se usa en la narración y no meramente en
los diálogos— supone un grave peligro. Nada envejece más rápido
que la jerga adolescente: el lenguaje del libro puede haber pasado
de moda en menos de una generación, y todos conocemos el efecto
no sólo anacrónico sino risible del "lunfardo de época", sobre todo el
de la época inmediatamente anterior: imaginemos una novela o
película argentina actual donde los: adolescentes se la pasaran
diciendo "brutal", "mató mil", "cheto", "mersa", "frula", "gomas", etc.
Raymond Chandler, enfrentado al análogo problema de representar
el habla de gángsters y ladrones, resumió con su habitual precisión
las dos soluciones posibles: "El uso literario del slang es un arte en
sí mismo. He descubierto que hay sólo dos clases que sirven: el
slang que está establecido hace rato en la lengua, o el que tú mismo
has inventado. Todo lo demás habrá pasado de moda para cuando
el libro llegue a la imprenta".
J. D. Salinger, que unos diez años antes de Burgess tuvo que
lidiar con la cuestión en El guardián en el centeno, optó por una
variante de la primera alternativa: para encontrar la voz de su
narrador Holden Caulfield, indiscutible pionero del dialecto literario
adolescente, Salinger combina las palabras del argot histórico del
inglés con las palabras nuevas que tenían mayores posibilidades de
perdurar en el tiempo, por lo cual su novela puede ser leída
cincuenta años después, incluso por lectores adolescentes, sin la
incómoda sensación de la que hablamos. Esta es una de las
pruebas más difíciles que el paso del tiempo le propone a un
escritor: saber tomarle el pulso al lenguaje y percibir, en las palabras
del presente, sus posibilidades de vida futura. (Hasta cierto punto,
cualquiera de nosotros puede intentarlo: no es arriesgado predecir
que términos relativamente nuevos como "trucho" o "ñoqui" tienen
una larga y saludable vida por delante, mientras que otros como
"masa" o "joya", tienen los días contados.) Burgess, cuya novela,
con su lenguaje adolescente, su por momentos pringosa primera
persona y sus constantes apelaciones a la complicidad del lector,
puede considerarse el reverso oscuro de la de Salinger —Holden y
Alex constituirán a partir de su publicación dos modelos posibles de
rebeldía adolescente, angélico y diabólico, que la literatura y el cine
explorarán de allí en más—, optaría por la segunda alternativa.
Escribir una obra literaria en un lenguaje inventado, y proceder
a crear ese nuevo lenguaje injertando palabras de otros idiomas en
las palabras de la propia lengua, era una osadía que Burgess
aprendió de su idolatrado Joyce, y varios términos del nadsat, como
malchicks (muchachos) o malenky (poco) llegaron al nadsat del ruso
vía Finnegans Wake. (El de Joyce y Burgess es un caso testigo de
lo fatal que pueden ser a veces las relaciones de filiación literaria: a
diferencia de la de Beckett, quien al precio de escribir en otra
lengua, logró sacudirse el yugo, la carrera literaria de Burgess
transcurrió entera bajo la sombra de su demasiado genial
precursor.) Burgess situó su novela en un futuro cercano (principios
de los setenta) y contra la tendencia de la ciencia ficción a definir lo
fundamental de su futuridad en términos de ambientación o
tecnología (algo que necesariamente funciona mejor en el cine que
en literatura) apostó todo al lenguaje: el sabor del futuro
corresponde en su novela al sonido del lenguaje del futuro. Su
justificación de por qué los jóvenes de su mundo presumiblemente
inglés hablan una jerga basada en el ruso es tan débil ("la mayoría
de las raíces son eslavas. Propaganda. Penetración subliminal",
dice algún personaje en la segunda parte) que es mejor ignorarla;
en nada ayuda, además, saber si vienen del ruso o de alguna otra
lengua: el contexto en general las explica y la mayoría son tan
poderosas que el lector pronto las prefiere a las de la suya propia. Y
aunque sean lo primero que salta a la vista, o al oído, no son tanto
las palabras en sí, sino el apoyo que prestan a una sintaxis
insidiosa, envolvente y profundamente musical, plena de rimas
internas y repeticiones hipnóticas, las que otorgan a la prosa de
Burgess (uno está tentado a corregir, de Alex) su inolvidable poder
expresivo.
El potencial cinematográfico de la novela fue evidente desde un
principio, y antes de Kubrick hubo dos intentos de llevarla al cine: el
primero, en 1967, con guión de Terry Southern, comprometió a los
Rolling Stones en todos los aspectos, desde la banda sonora al
protagónico de Mick Jagger como Alex. El segundo fue al año
siguiente, con la dirección de Ken Russell, quien terminaría
dejándola por Los demonios. Pero el destino quiso que la novela, y
con ella su autor, se volviera famosa a partir de la versión
cinematográfica de Stanley Kubrick (1971) hacia el cual sin embargo
(o quizá, precisamente por eso) Burgess mantuvo siempre una
actitud ambivalente (por un lado le dedica su novela Napoleón
Symphony, por el otro escribe una versión musical de La naranja
mecánica que incluye la siguiente indicación escénica: "entra un
hombre con la barba de Stanley Kubrick tocando, en exquisito
contrapunto, Cantando bajo la lluvia en una trompeta. Lo sacan a
patadas del escenario"). En parte las diferencias entre ambos
tuvieron que ver con el final de la película, que nos ofrece un Alex
cínico e irredento que vuelve a las andadas, ignorando así el último
capítulo de la novela, en el cual el protagonista se reforma y quiere
casarse y tener un bebé; pero es necesario aclarar que la
eliminación del capítulo final no fue responsabilidad de Kubrick,
quien nada sabía de él cuando empezó a trabajar en la película,
sino del editor norteamericano, Eric Swenson, quien amablemente
sugirió a Burgess que debía sacrificarlo si quería publicar en los
Estados Unidos (Probablemente sea este el único caso en el cual
los editores norteamericanos y, más increíblemente aún, el cine
norteamericano, le impongan un final cínico o pesimista a un autor
que escribió uno positivo y feliz.) Por eso, durante casi cuarenta
años tanto la versión norteamericana como la española basada en
ella han circulado con un capítulo de menos, y recién en 1999
Ediciones Minotauro de España publicó la versión completa de 21
capítulos. Es decir que en nuestro país tanto quienes leyeron la
traducción española como quienes vieron la película no conocen
este final, que en la novela afecta además el diseño formal: Burgess
la había estructurado en tres partes de siete capítulos cada una,
para corresponder a las siete edades del hombre y sumar 21, la
edad en la que el joven se vuelve adulto. En la edición
norteamericana y en el film, Alex se confirma hacia el final, con más
fuerza que nunca, como el Peter Pan de la delincuencia juvenil.
Pero se reforma y se hace adulto en el capítulo suprimido de la
versión original, del que ofrecemos un breve resumen:
notes
Notes
1
Como, con Oscar Wilde y contra W. H. Auden, descreo de la
sinceridad del autor como garantía o aun índice de la calidad del
texto, me veo forzado a hacer algunas aclaraciones. Oscar Wilde,
paladín de la insinceridad como virtud estética, hace decir a su
personaje Lord Henry Wotton que "el valor de una idea no tiene
nada que ver con la sinceridad del hombre que la expresa. De
hecho, cuanto más insincero sea un hombre, más probable que su
idea sea puramente intelectual, ya que no se verá afectada por sus
necesidades, deseos o prejuicios", y luego dramatiza el concepto
haciendo que la actriz Sybil Vane, que nunca conoció el amor,
componga una Julieta exquisita, que se volverá una marioneta
deleznable cuando la interprete una Sybil Vane enamorada. Auden,
en el prólogo a sus Collected Shorter Poems 1927-1957, define un
poema deshonesto como "aquel que expresa, no importa qué tan
bien, sentimientos ó creencias que el autor nunca ha tenido o
sentido", y acto seguido procede a eliminar o recortar todos los
poemas deshonestos de su antología. Así, mutila una de sus
mejores composiciones, "En memoria de W. R. Yeats", eliminando
las estrofas: