GAMERRO C - El Nacimiento de La Literatura Argentia

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Annotation

¿Cuándo nace una literatura? ¿Cuál es el mito de fundación,


que tan pronto como se escribe se borronea y reaparece con un
estatuto indiscutible? En literaturas jóvenes como la argentina o la
estadounidense, el comienzo, la punta del hilo, puede ubicarse con
relativa facilidad. Carlos Gamerro remonta ese hilo hasta Echeverría
y Hawthorne, respectivamente, contrastando ambos comienzos y
siguiendo luego ambos devenires.
¿Dónde están, por otra parte, los límites entre una y otra
literatura? ¿En las fronteras nacionales? ¿En las lenguas? ¿Y de
qué manera se comunican, a través de ellas, las obras y los
autores? Dos lenguas, entonces, dos siglos, y cuatro literaturas. La
argentina, por un lado; la inglesa y la estadounidense, por el otro; y
la irlandesa como puente: este libro reúne los ensayos de un escritor
sobre autores fundamentales como Echeverría, Borges, Walsh,
Saer, Joyce, Hawthorne, Burroughs, Capote, y otros. Un libro
indispensable para reflexionar sobre un acontecimiento tan feliz
como azaroso: el nacimiento de la literatura argentina.
notes
1
2
3
4
5
EL NACIMIENTO DE LA LITERATURA
ARGENTINA
y otros ensayos

A Daniel Link
Prólogo
Los textos que integran este volumen tienen un origen diverso.
La mayoría fueron escritos, entre 2000 y 2005, para los suplementos
culturales de los diarios Página/12 y Clarín; tres de ellos ("El
nacimiento de la literatura argentina", "Borges y la tradición mística"
y "El Ulises de Joyce en la literatura argentina") nacieron como
conferencias, y uno solo, "El escritor irlandés y la tradición"
corresponde a la infértil etapa de mi producción académica (dos
textos apenas) o, dicho de otra manera, a aquella en la cual, por no
contar con ninguna novela publicada, todavía no me atrevía a hablar
como escritor.
Varios privilegios atienden a la práctica de la crítica de autor: el
derecho a la primera persona y, por consiguiente, a hablar desde los
sentimientos y las emociones; un relativo derecho a la ignorancia o
por lo menos a la irresponsabilidad bibliográfica (el crítico
académico, en cambio, es aquel que debe leer toda la literatura
anterior sobre determinado tema antes de permitirse decir una
palabra propia) y —aquí sutilmente pasamos del terreno de los
derechos al de los deberes— la decisión de escribir no en una jerga
de especialistas o iniciados sino en un lenguaje accesible a los
lectores cultos en general.
Las literaturas de dos lenguas, la española e inglesa, y de dos
siglos, el XIX y el XX (con alguna tentativa incursión en el XXI),
convocan con exclusividad la atención de estos textos. La primera
parte, "Esta orilla", está dedicada a la literatura argentina, con una
sola excepción que finalmente no se sostiene como tal. La segunda,
"Buenos Aire s- Dublín: el puente", intenta razonar lo que siempre
sentí como un íntimo, irrefutable parentesco: el de las literaturas
argentina e irlandesa. La tercera parte, "La otra orilla", se vuelca
sobre la literatura norteamericana y, en menor medida, la inglesa,
aunque siempre leídas desde una perspectiva argentina, pocas
veces explícita pero siempre presente.
Apenas un texto ("14 de junio, 1982") no es sobre literatura en
el sentido estricto, pero sí en el lato, porque es un intento de tratar
una cuestión política o histórica (la Guerra de Malvinas, en este
caso) desde la literatura, con las herramientas que la literatura
ofrece —un texto, además, que jamás podría haber escrito sin haber
escrito antes una novela. Y que reclama su lugar en este libro.
Haber tenido un abuelo de Gibraltar (es decir, de sangre
española y cultura inglesa), haber recibido una educación inglesa en
un país sudamericano, enseñar una literatura en lengua extranjera,
mientras practicaba otra en la propia, nativa (maternas, en cambio,
para mí fueron ambas), son dones o estigmas que no se borran
fácilmente, porque resultan tan constitutivos de la identidad cultural
como de la física los genes. No debe ser casual que si mi primera
novela, Las Islas, dramatizaba estas discordias y concordias bajo la
forma de la guerra, mi primer libro de ensayos haga lo propio, esta
vez a partir de la figura más pacífica del puente.
Primera parte

Esta orilla
1. El nacimiento de la literatura argentina
Vidas paralelas

Quienes hayan asistido a un parto saben que todo nacimiento


participa del orden del milagro. También el de una literatura. En el
caso de las literaturas viejas, de la China a Europa, los orígenes se
pierden en las tinieblas del mito. Pero en América el nacimiento es
un hecho empírico, un acontecimiento al que pueden adosarse
fechas y nombres propios. Dos son los que ahora nos importan.
Nathaniel Hawthorne, el iniciador de la literatura
estadounidense, nació en 1804 y publicó su primera obra valedera,
los cuentos de Twice-Told Tales, en 1837, logrando que sus
principales contemporáneos —Poe y Melville entre ellos— lo
reconocieran como maestro y modelo. Conoció un éxito crepuscular
pero creciente a los cuarenta y seis, con La letra escarlata: fue
amigo de un presidente de los Estados Unidos, que lo nombró
cónsul en Liverpool, y salvo por el tiempo que trabajó en la aduana
de Salem, su situación personal y la de su país le permitieron
dedicarse de lleno a la literatura, y los fragores de la guerra civil
apenas le llegaron al final de sus días y como un eco lejano. Los
sufrimientos que lo marcaron fueron sobre todo interiores: el peso
del pasado familiar (sus ancestros fueron sombríos puritanos
exterminadores de indios, cazadores de brujas y perseguidores de
sectas diversas, y más que el lugar de la víctima, Hawthorne temió
siempre ocupar el del victimario, el del partícipe —así fuera por
herencia— en crímenes abominables) y los doce años de reclusión
autoimpuesta en la venerable y asfixiante mansión familiar, que
describe en una carta de 1837 a su colega Longfellow: "Me he
recluido sin el menor propósito de hacerlo, sin la menor sospecha de
que eso iba a ocurrirme. Me he convertido en un prisionero, me he
encerrado en un calabozo, y ahora no doy con la llave, y aunque
estuviera abierta la puerta, casi me daría miedo salir". Murió a los
sesenta años, consagrado, quizás algo desencantado o aburrido,
dejando a las letras mundiales tres novelas importantes y varios
cuentos imprescindibles.
Esteban Echeverría nació en 1805, en 1825 viajó a París, de
donde regresaría cinco años más tarde trayendo de contrabando el
credo romántico, y publicó La cautiva en 1837, alcanzando
inmediato reconocimiento en el país y en el extranjero. Líder
indiscutido de la primera generación de escritores argentinos, brilló
de manera fulgurante aunque breve en el Salón Literario de 1837,
pero el celo de Rosas y sus partidarios obligaron a cerrarlo al año
siguiente y en 1840 Echeverría debió viajar al exilio. Antes había
vivido también su etapa de reclusión, hurtándole a la Mazorca la
garganta en la estancia de Los Talas, donde presumiblemente
escribió El matadero. Desde su forzado exilio escribió, en una carta
dirigida a Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez: "Porque no
tengo ni salud, ni plata, ni cosa que lo valga, ni esperanza, ni
porvenir, y converso cien veces al día con la muerte hace cerca de
dos años...". Murió a los cuarenta y cinco, en 1851, el año en que
Hawthorne alcanzaba definitivamente la fama, y pocos meses antes
del anhelado derrocamiento de Rosas, que le hubiera ganado un
retorno heroico al país y al centro de la escena política y literaria.
Dejó a nuestras letras un ensayo, el Dogma socialista, un poema
malo y un cuento bueno. El cuento bueno no se publicaría hasta
1871, veinte años después de su muerte.
Hawthorne dejó una obra, un espejo completo en el cual sus
contemporáneos, y las generaciones venideras, podían
reconocerse. Echeverría apenas un par de astillas, una de las
cuales, como esas cosas olvidadas que aparecen al barrer bajo los
muebles, recién saldría a la luz años más tarde.

Los dos comienzos de la literatura argentina

La literatura argentina empezó muy bien y muy mal al mismo


tiempo y a manos de la misma persona. El matadero es buen
candidato a ser considerado uno de nuestros mejores relatos de
ficción, y es sin duda el primero que vale la pena. El poema
narrativo La cautiva, en cambio, es pésimo, es tan malo que el único
goce que puede producir es el de la risotada incrédula, y sólo podría
inventarse su rescate desde una lectura camp. La breve obra de
Echeverría ofrece, así, un caso experimental, ideal para el análisis
de eso tan elusivo que es el valor literario. ¿Cómo pudo el mismo
autor, y casi al mismo tiempo, escribir uno de los mejores y uno de
los peores textos de nuestra literatura?

El misterio de la mala literatura

Los formalistas rusos, a principios del siglo XX, se abocaron a


la ímproba tarea de descubrir qué características inherentes o
inmanentes al texto determinaban su carácter de literatura, y dieron
a esta misteriosa y elusiva esencia el nombre de "literaturidad". La
empresa estaba condenada de antemano al fracaso: "lo literario"
designa mejor a una manera de leer que de escribir, y varía con el
tiempo y las geografías. Más importante aún, la empresa carecía de
interés: cualquiera de los bodrios que cada año se presentan por
millares a los concursos literarios son indudablemente novelas,
cuentos y poemas, por más malos que sean. El verdadero misterio
de la literatura no estriba en qué texto es literario y cuál no, sino en
qué es buena o mala literatura.
Dados dos textos considerados como literarios, ¿qué hace a
uno bueno y a otro malo? La crítica de poco ayuda, como ya lo ha
demostrado empíricamente el poeta-crítico Carlos Argentino Daneri
en sus comentarios al poema de su autoría, "La tierra". La guerra
gaucha de Lugones, uno de los engendros más increíbles de
nuestras letras, puede rendir un análisis mucho más jugoso y quizá
más interesante que, digamos, una obra maestra como Sudeste de
Haroldo Conti. Importa más el talento —y la prosa— del crítico que
el valor del texto analizado. Quizá por este carácter elusivo la mala
literatura tiene un lado hechizante y los más grandes escritores se
han fascinado con ella: Cervantes con las novelas de caballería,
Shakespeare con las piezas retóricas de John Lyly, Flaubert con los
libros que consumen sus héroes-lectores, Joyce con las revistas
femeninas y la agotada literatura victoriana (rescatadas en los
pastiches de los capítulos "Nausica" y "Eumeo" de su Ulises),
Borges con la retórica del ya mencionado Daneri, Puig con sus
folletines. Hay un goce perverso en el disfrute de la mala literatura,
goce que en el siglo XX ha recibido finalmente su nombre, el camp.
Lo cierto es que la excelencia literaria o estética pertenece al
orden de las evidencias: es muy fácil de reconocer pero imposible
de justificar. Por eso, lo que sigue descansará en la presunción de
que cualquier lector culto —es decir, entrenado— cuyo juicio no esté
contaminado de preconceptos historicistas, ideológicos o didácticos,
podrá sentir en todo el cuerpo, al leer los versos que siguen, la
exquisita fruición del horror estético.

El poema malo

Era la tarde, y la hora


en que el sol la cresta dora.
de los Andes. El Desierto
inconmensurable, abierto
y misterioso a sus pies
se extiende, triste el semblante,
solitario y taciturno
como el mar, cuando un instante
el crepúsculo nocturno
pone rienda a su altivez.

El comienzo de La cautiva es digno de la composición escolar


de una alumna de la Escuela 3 de Coronel Vallejos. Atacado por
varios frentes a la vez, el lector se retuerce incapaz de determinar
qué es peor: si la rima boba, el ritmo machacón, la torpeza de los
encabalgamientos o la combinación de comparación remanida y
personificación ñoña (el semblante del desierto solitario y taciturno
es como el mar altivo al cual el crepúsculo le pone una rienda). Un
poco más adelante:
Las armonías del viento
dicen más al pensamiento
que todo cuanto a porfía
la vana filosofía
pretende altiva enseñar.
¿Qué pincel podrá pintarlas
sin deslucir su belleza ?
¿Qué lengua humana alabarlas?
Sólo el genio en su grandeza
puede sentir y admirar.

A todo lo anterior se agrega ahora la evidente insinceridad del


poeta. ¿El viento enseña más que la filosofía? ¿Echeverría, hombre
de París y del Salón Literario, va a reemplazar a Goethe y Fourier
por el Pampero y el Zonda? La idea es antitética a un poema en el
cual el desierto es una fuerza muda y hostil, y de hecho no vuelve a
repetirse. La naturaleza europea, amenazada por la revolución
industrial, podía enseñarles a los románticos europeos muchas
cosas, porque era una naturaleza domesticada, que pertenecía a la
cultura. (La naturaleza a la que se refiere Echeverría también, pero
pertenecía a una cultura otra, que era para el autor una no-cultura:
la del indio.) Echeverría quiere sentir el paisaje desde la sensibilidad
del caminante romántico que recorre la Lakes Region de levita y
bastón, y por eso sus reflexiones suenan más a algo que leyó en
Hugo o Byron y le pareció que venía de perlas para su pictórica
descripción. El desierto de Echeverría recuerda esos cuadros de las
cervecerías de Belgrano en los cuales la misma pincelada del
romanticismo europeo devenido kitsch homogeniza un paisaje
alpino, las sierras de Córdoba y la selva misionera, y el asombro del
poeta ante la imposibilidad de pintar el viento con pinceles se
convierte en adecuado emblema de la mendacidad de su retórica.
Una vez construido el escenario el poeta decide poblarlo:

¿Dónde va? ¿De dónde viene?


¿De qué su gozo proviene?
Por qué grita, corre, vuela,
clavando al bruto la espuela,
sin mirar alrededor?
¡Ved que las puntas ufanas
de sus lanzas, por despojos,
llevan cabezas humanas,
cuyos inflamados ojos
respiran aun furor!

Así el bárbaro hace ultraje


al indomable coraje
que abatió su alevosía;
Y su rencor todavía
mira, con torpe placer,
las cabezas que cortaron
sus inhumanos cuchillos,
exclamando: — "Ya pagaron
del cristiano los caudillos
el feudo a nuestro poder.

Ya los ranchos do vivieron presa


de las llamas fueron,
y muerde el polvo abatida
su pujanza tan erguida.
¿Dónde sus bravos están ?
Vengan hoy del vituperio,
sus mujeres, sus infantes,
que gimen en cautiverio,
a libertar, y como antes
nuestras lanzas probarán"

Es necesario hacer notar-porque nuestro sentido estético


tenderá a reprimir la evidencia de los otros sentidos— que en los
dos últimos párrafos hablan los indios. Echeverría, quien, como más
adelante veremos, fue el primero en darle el habla al gaucho, es
incapaz de poner en boca de los indios un discurso no ya realista,
sino mínimamente verosímil. Aunque, para ser justos, también
cabría argumentar que su proceder es exacto, pues pone en
evidencia, por reducción al absurdo, un rasgo esencial de nuestra
cultura; el indio —a diferencia del gaucho— no tiene lenguaje en
nuestra literatura, puede ser objeto pero nunca sujeto de discurso y
por lo tanto puede, en principio, decir cualquier cosa. Visto así no
hay esencialmente, diferencia alguna entre los indios de Echeverría,
capaces de decir "vengan hoy del vituperio sus infantes a" libertar" y
los de Ema la cautiva de César Aira, que hablan de filosofía y
discuten a Freud.
Un lector desprejuiciado, que en este caso sólo puede ser un
extranjero —digamos, un hispanohablante no argentino—
reconocería inmediatamente al poema por lo que es. Pero al lector
argentino le han endilgado, a la tierna edad en que su sensibilidad
estética todavía se está desarrollando, que es nuestro primer
poema, que es la primera manifestación del romanticismo en
nuestra literatura —y el romanticismo es el movimiento que
justamente insiste en la creación de literaturas nacionales—, que en
él aparecen por primera vez las figuras del indio e —implícitamente
— la del gaucho, ciertas voces del habla local, nombres de animales
y plantas autóctonas y lo que se convertirá en el arquetipo del
paisaje argentino, la pampa o el desierto. Todas estas
consideraciones indican la importancia fundamental de La cautiva
en la historia de nuestra literatura —no es eso lo que está en
discusión— pero no afectan el valor literario del poema; y se
parecen más a un chantaje que a un argumento: La cautiva debe
gustarnos por esos motivos. Es como si nos dijeran que la cucharita
que tenemos entre las manos es la que usó San Martín para
revolver el té en el Plumerillo: súbitamente el humilde utensilio de
peltre ha adquirido un aura, se ha convertido en objeto histórico —
pero tampoco se ha vuelto de oro, ni ha adquirido un nueva pureza
de líneas: sigue siendo la misma cuchara.
Para empeorar las cosas, La cautiva se enseña —y se edita—
siempre en tándem con El matadero: inseparables como French y
Beruti, son los hermanos siameses de nuestra literatura. Mejor que
separarlas, hay que redefinir la base de la unión, que no debería ser
la semejanza sino el contraste. La cautiva es uno de esos textos que
alejan a los adolescentes de la literatura: si no hay más remedio que
incluirlo en el más contrahecho de los cánones, el de la escuela
secundaria, y junto con El matadero, al menos que sea para
enseñar la diferencia entre mala y buena literatura, primero, y una
vez establecido este punto fundamental, se puede pasar a la
importancia histórica de ambas y señalar incluso que la del poema
fue mayor, porque el relato se publicó recién en 1871, cuando ya
existían otros textos fundamentales como el Facundo y la primera
poesía gauchesca.

Belleza y verdad

Habiendo establecido el valor literario del poema, viene ahora la


pregunta del millón. ¿Por qué es tan malo? No puede ser culpa de la
falta de talento del autor, ya que es el mismo que escribió El
matadero; tampoco se puede suponer una evolución o aprendizaje,
ya que los dos son casi simultáneos. Quizá se pueda arriesgar la
idea de que Echeverría fue un buen prosista y un mal poeta; algo
que, a fin de cuentas, le sucedió a los mejores, como Cervantes o
Joyce. La explicación puede bien ser cierta, pero tiene un defecto
insalvable: no es interesante. Cierra la discusión, en lugar de abrirla.
En busca de la respuesta, el masoquista lector puede seguir
adelante hasta llegar al canto cuarto, que cuenta la masacre de los
indios, incluyendo ancianos, mujeres y niños, y recibe el
sorprendente título de "La alborada":

Viose la hierba teñida


de sangre hedionda, y sembrado
de cadáveres el prado
donde resonó el festín.
Y del sueño de la vida
al de la muerte pasaron
Los que poco antes holgaron
sin temer aciago fin.

Y en ese momento, una voz insidiosa puede susurrar en los


oídos la siguiente respuesta: el poema es malo porque es una
justificación del genocidio. Sobre esto, al menos, no hay
demasiadas dudas: si algo inicia el poema en nuestra literatura, es
la tesis sobre la solución final del problema indígena. No sólo porque
la voz poética apenas puede dejar de relamerse mientras pone en
palabras la masacre: hay una cuestión menos visible pero más de
fondo: en el poema de Echeverría los antagonistas no tienen la
misma entidad literaria: Brian es un valeroso caudillo, veterano de
las guerras de la independencia; María una heroína romántica llena
de cualidades de abnegación, valor, etc. El adversario, en cambio,
es una entidad genérica, "el indio," o colectiva, "la tribu", "la
chusma", que en el momento de la bacanal pierde la forma humana
y se convierte en un magma amorfo que burbujea sobre la llanura:
"Así bebe, ríe, canta, / y al regocijo sin rienda / se da la tribu... De la
chusma toda al cabo / la embriaguez se enseñorea / y hace andar
en remolino / sus delirantes cabezas", que en la disolución final
termia autodestruyéndose sin motivo alguno: "Se ultrajan, riñen,
vocean, / como animales feroces / se despedazan y bregan". Contra
la tentación de defender a Echeverría alegando la distancia
ideológica o el clima de época, basta señalar un texto muy anterior,
La araucana de Ercilla, en el cual los indios son tan individuales
como los españoles, y el texto otorga igual humanidad y cualidades
heroicas a ambos. La araucana sigue el modelo de la epopeya
homérica, leyendo la cual, si no lo supiéramos de antemano, sería
difícil decidir si las simpatías del autor están con los griegos o los
troyanos; La cautiva, el de la Chanson de Roland, en la cual el
enemigo es el Otro —las hordas musulmanas— y cada héroe
cristiano, al saberse herido de muerte, se despacha, antes de dar el
alma, a varios miles de sarracenos. ¿La cautiva, entonces, es mala
literatura porque es jodida? ¿Habrá un vínculo necesario entre
belleza y verdad? ¿Entre valor literario y justicia? ¿Será que no se
puede escribir una obra buena defendiendo una causa mala?
Así formulada la pregunta, la respuesta, lamentablemente, es
sí, se puede. La primera película de la historia del cine, El
nacimiento de una nación, es una película racista que no se limita a
defender la tesis de que los negros son la causa de los males que
aquejan a la sociedad de los Estados Unidos, sino que propone
también una solución, el Ku Klux Klan, y en los hechos contribuyó al
resurgimiento y expansión de dicha organización. Y ni hablar de El
triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl, que glorifica al nazismo y
a la figura de Hitler. Y ambas son, desde el punto de vista estético,
grandes obras de arte, que tuvieron enorme influencia sobre todo el
cine posterior —la película de Griffith, paradójicamente, sobre
cineastas de ideología casi contrapuesta, los grandes montajistas
del cine soviético. Y volviendo a los indios y a nuestra literatura, La
vuelta de Martín Fierro nos ofrece la misma receta de Echeverría
pero esta vez en versos vibrantes y poderosos:

Es tenaz en su barbarie
No esperen verlo cambiar,
El deseo de mejorar
En su rudeza no cabe
El bárbaro sólo sabe
Emborracharse y peliar.

Pero quizá sea prudente, antes de descartar la tesis, afinar el


planteo. Algo que no parece estar en duda en los ejemplos de José
Hernández, David W. Griffith o Leni Riefenstahl es su sinceridad:
realmente creían en la incorregibilidad de los indios, la inferioridad
de los negros y la superioridad de la raza aria. Y no se trata aquí de
una sinceridad ideológica, a nivel del pensamiento, sino emotiva,
inconsciente, personal. Y este parece ser el problema con La
cautiva. Echeverría no se ha metido, como Hernández, por completo
en sus personajes, sin dejar rebaba. No se resigna a desaparecer
del poema y siempre anda por ahí, planeando en el viento del
desierto, tratando de pintarlo con pinceles o convencerlo de que le
dé clases de filosofía. Y el indio puede ser enemigo de la nación, es
decir de algunos milicos o estancieros, pero no es un enemigo
personal de Esteban Echeverría. Su señalamiento del indio como
enemigo es más intelectual y programática que visceral y emotiva:
es un postulado más que una vivencia —ni siquiera califica como
vivencia imaginaria.
Además, la literatura tiene sus propios mecanismos, piensa por
cuenta propia. No basta con que el autor tenga un enemigo, su
escritura debe sentirlo como tal. El indio puede ser enemigo de
algunos escritores en tanto sean estancieros o militares, pero nunca
puso en peligro a la literatura. El enfrentamiento con los indios no es
discursivo, entre otras cosas porque los indios no tienen discurso.
Rosas y sus mazorqueros, en cambio, están ahí afuera, rondando,
mientras escribo. Mi gesto inconsciente, al escribir, es de cubrir la
página con el cuerpo, para que no puedan leerla: el enemigo intenta
leer sobre mi hombro, está conmigo en cada palabra que escribo.
Esta página, leída por él, puede causar mi muerte: el enemigo
convierte mi propia escritura en algo hostil. El sentimiento que
predomina es el miedo, si escribo aquí; la impotencia, si escribo
desde el exilio; el odio, en ambos casos. Sabemos que hasta el siglo
XX nuestros hombres de letras no definen su identidad a partir de su
condición de escritores. Y que los intelectuales anteriores se
dedican a la literatura cuando la vía de la acción política, y aun de la
palabra política, están cerradas. A pesar de sus detractores, Rosas
tuvo el indudable mérito de haber obligado a toda una generación de
intelectuales y políticos a convertirse en escritores. Nuestra literatura
nace cuando aparece su antagonista, funciona mejor cuando está
escrita contra alguien, y el miedo y el odio son sus pasiones
iniciales.
La historia ha demostrado que el indio, lejos de ser una
amenaza, era la víctima condenada: una vez terminada la
decepcionantemente fácil campaña del desierto, quienes clamaban
por ella se dieron cuenta de que jamás había estado en duda el
resultado de la lucha (a lo sumo el indio podía resistir en su mundo,
jamás invadir el nuestro). De hecho, la demonización del indio es un
buen índice de conservadurismo y conformismo en nuestra
literatura: el gaucho rebelde de El gaucho Martín Fierro ve en las
tolderías una utopía de libertad y hermandad, el gaucho obediente
de La vuelta, la encarnación de todos los males.
Algo parecido podría decirse de Rosas y la montonera si, como
intenta el revisionismo, se lo convierte en cifra o símbolo del gaucho
frente al gentleman, lo argentino frente a lo europeo, lo rural frente a
lo urbano, pero Rosas ha pasado a significar, también, la tiranía y el
terrorismo de Estado, como prueba la fácil identificación de su
tiempo con el de la última dictadura militar, que propusieron films
como Camila.

El cuento bueno

"La literatura argentina empieza con una violación", dice David


Viñas en su Literatura argentina y realidad política, pero salvo en El
matadero, la literatura antirrosista, tan pródiga en degüellos, se
vuelve pacata a la hora de poner en escena la otra variedad del
terror rosista: la violación anal. Echeverría pone el tema sobre la
mesa, y lo hace con un salvajismo y explicitud que no volverán a
repetirse, en nuestra literatura, hasta bien entrado el siglo XX. Es
tan evidente lo que sucede en el texto ("Por ahora[1], verga y tijera",
"Si no, la vela", "Mejor será la mazorca", "En un momento liaron sus
piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa, volcado su cuerpo
boca abajo... quedó atado en cruz y empezaron la obra de
desnudarlo"), que resulta por lo menos sospechoso que muchos
lectores no lo adviertan. Los comentarios críticos al relato —
ensayos, notas-quizá por la necesidad de '"adecuarse" a la lectura
de la escuela secundaria, suelen esquivar el bulto, utilizando a lo
sumo eufemismos poco jugados como "vejación".
Es tentador descubrir, en el rostro del joven unitario, los rasgos
del propio Echeverría: parte de la furia insana que se desprende del
texto surge de la valentía del escritor de ponerse en ese lugar (así
como la potencia originaria de La naranja mecánica surge de la
decisión de Anthony Burgess de contar la violación de su esposa
desde el punto de vista de los pandilleros que la violaron).
Echeverría sabía que, si lo agarraban, podía pasarle algo bastante
parecido: como tantas veces en la literatura, lo autobiográfico se da
en negativo: no un relato de lo que me pasó, sino de lo que podría
pasarme o —mejor aún— de lo que el destino me tenía reservado y
pude evitar. La del joven unitario es la historia posible del otro
Esteban Echeverría: el que se quedó en lugar de marchar al exilio.
Si es verdad que lo escribió en su escondite de Los Talas, poco
antes de partir, es dado imaginar que lo hizo para convencerse —en
contra de sus principios y convicciones— de que debía huir del país.
La ruptura de fuertes tabúes acerca de lo que podía o no
contarse, sumada a la vulgaridad del lenguaje, infrecuente en la
época, sugiere un texto escrito bajo la certeza de que no sería
publicado y vomitado de una vez; una descarga —como los bruscos
chorros de sangre que salpican cada una de sus páginas, como el
borbotón final que, en lugar de las palabras, surge de los labios del
joven unitario.
A diferencia de La cautiva, donde todos, el poeta, los indios, el
caudillo gaucho y su china hablan como si hubieran pasado la tarde
leyendo a Lamartine, en El matadero hay tres voces claramente
diferenciadas: la voz en primera persona del narrador, irónica, ácida
y que no renuncia a la inteligencia aun en los momentos de mayor
indignación; el habla criolla "baja" de los matarifes, negras
achuradoras y pícaros, que aunque hablan de tú lo hacen con una
sintaxis y léxico que sugiere —y en la memoria tiende a convertirse
en— el vos; y el lenguaje engolado y artificioso del joven unitario.
De los tres, el que domina, en cantidad y calidad, es el de la
gente del matadero, dando lugar a la interesante hipótesis de
Ricardo Piglia, en "Echeverría y el lugar de la ficción": "El registro de
la lengua popular, que está manejado por el narrador como una
prueba más de la bajeza y la animalidad de los 'bárbaros', es un
acontecimiento histórico y es lo que se ha mantenido vivo en El
matadero. Hay una diferencia clave entre El matadero y el comienzo
del Facundo. En Sarmiento se trata de un relato verdadero, de un
texto que toma la forma de una autobiografía; en el caso de El
matadero es pura ficción, Y justamente porque era una ficción pudo
hacer entrar el mundo de los 'bárbaros' y darles un lugar y hacerlos
hablar. La ficción en la Argentina nace, habría que decir, del intento
de presentar el mundo del enemigo, del distinto, del otro (se llame
bárbaro, gaucho, indio o inmigrante). Esa representación supone y
exige la ficción... La clase se cuenta a sí misma bajo la forma de la
autobiografía y cuenta al otro con la ficción".
Y esto es lo fundamental: Echeverría entrega su escritura —su
corpus textual— a la violación simbólica de los mazorqueros, del
lenguaje del vulgo, y lo hace con una fruición salvaje y nihilista
cercana a la desesperación. Los mazorqueros entran a saco en su
texto, lo mancillan, lo pintarrajean de sangre, lo degradan con su
lenguaje obsceno. Y el autor los deja hacer, les da rienda suelta.
Más aún, pareciera ayudarlos en su tarea, dándole a propósito el
lenguaje más afectado al joven unitario, entregándolo inerme —
desnudo de palabras que salven su dignidad— a manos de sus
enemigos. El lenguaje del matadero violando al lenguaje del salón:
de este parto nace nuestra literatura de ficción. Puede también
haber, en esta vejación lingüística, cierta autohumillación
retrospectiva del autor. Porque en las palabras del joven unitario
reconocemos —a esta altura, con cierta ternura— los acentos y los
énfasis del lenguaje de La cautiva. Pero la sensación de familiaridad
pronto cede paso a una comprobación asombrosa: si el lenguaje del
unitario en El matadero es el lenguaje de Echeverría en La cautiva,
el lenguaje de Echeverría en El matadero no es el de Echeverría en
La cautiva. El Echeverría incurablemente romántico de La cautiva
cede en El matadero su retórica al unitario y habla en otra voz (que
para simplificar podemos llamar la del Echeverría realista). Es decir
que la identificación entre Echeverría y el joven unitario, indudable a
nivel de la trama y las declaraciones explícitas —el contenido— de
los dichos del narrador, empieza a desfigurarse en las zonas menos
conscientes del lenguaje: la sintaxis, la entonación, la resonancia
quizás involuntaria de ciertas opciones léxicas. Es indudable que
Echeverría quiere identificarse con el unitario, lo considera un deber
moral; pero es igualmente cierto que su escritura no lo hace, que las
texturas de sus respectivos discursos se separan como el agua y el
aceite.
Esta hipótesis tiene cierto sustento en la postura política de
Echeverría, expresada en el Dogma socialista: "A fines de mayo del
año 1837[...] la sociedad argentina estaba dividida en dos facciones
irreconciliables por sus odios, como por sus tendencias, que se
habían largo tiempo despedazado en los campos de batalla: la
facción federal vencedora, que se apoyaba en las masas populares
y era la expresión genuina de sus instintos semibárbaros, y la
facción unitaria, minoría vencida, con buenas tendencias, pero sin
bases locales de criterio socialista, y algo antipática por sus
arranques soberbios de exclusivismo y supremacía.
"Había, entre tanto, crecido, sin mezclarse en esas guerras
fratricidas, ni participar de esos odios, en el seno de la sociedad una
generación nueva, que por su edad, su educación, su posición,
debía aspirar y aspiraba a ocuparse de la cosa pública.
"La situación de esa generación nueva en medio de ambas
facciones era singular. Los federales la miraban con desconfianza y
ojeriza, porque la hallaban poco dispuesta a aceptar su librea de
vasallaje; la veían hojear libros y vestir frac... Los corifeos del partido
unitario, asilados en Montevideo, con lástima y menosprecio, porque
la creían federalizada, u ocupada solamente de frivolidades. Esa
generación nueva, empero, que unitarizaban los federales y
federalizaban los unitarios, y era rechazada a un tiempo por el
gremio de ambas facciones, no podía pertenecerles".
La colocación de Echeverría es aquí indudable: él y los suyos
querrían un lugar nuevo, y es la persecución rosista lo que lo fuerza
a elegir, a acercarse al lado unitario. Y la pregunta que ahora se
plantea es, por supuesto, la siguiente: ¿es verdaderamente unitario
el joven atacado, o será más bien un miembro de esta nueva
generación? "Unitario" lo llaman los mazorqueros, el narrador se
refiere a él con el revelador —a la luz de los párrafos citados— título
de "el joven", y una sola vez —o ninguna, en esto las ediciones
varían— dice "el joven unitario". Y en el párrafo final se establece
claramente la posibilidad de una diferencia: "...llamaban ellos salvaje
unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de
la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni
ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo
patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad, y por el suceso
anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba
en el matadero".
Volviendo al plano estético, lo que resulta paradójico es que la
intervención del unitario y su lenguaje no arruinan el relato. El
lenguaje del Echeverría romántico, que desplegado sobre la tabula
rasa del desierto (el desierto de nuestra literatura es,
fundamentalmente, un desierto discursivo, es el lugar sin palabra)
produce los dolores estéticos de La cautiva, acá, insertado como
mera oposición y contrapunto al discurso dominante del
mazorquero, funciona, dramática y estéticamente. Tomado
aisladamente, el lenguaje del unitario ("Sí, la fuerza y la violencia
bestial. Esas son vuestras armas, infames. ¡El lobo, el tigre, la
pantera, también son fuertes como vosotros! Deberíais andar como
ellos, en cuatro patas") es igual de malo que el de Brian ("María, soy
infelice / ya no eres digna de mí. / Del salvaje la torpeza / habrá
ajado la pureza / de tu honor, y mancillado / tu cuerpo santificado /
por mí cariño y tu amor"). Pero justo cuando el lector estaba
empezando a acostumbrarse al lenguaje del matadero y éste estaba
empezando a automatizarse y perder brillo, aparece el del unitario
para, por contraste, destacar su originalidad, potencia y calidad. Y
es aquí donde el texto de Echeverría despliega su mayor
perversidad: el maniqueísmo político y moral se convierte en
ambigüedad estética: como lectores —puramente como lectores—
estamos ciento por ciento con los mazorqueros y llegamos a desear
que castiguen al unitario por hablar de manera tan afectada y
artificial. El propio Echeverría parece sucumbir al imperio de la
potencia estética sobre la intención moral: tal vez empezando a
temer por la suerte de su relato, hace que los mazorqueros lo
amordacen para que deje de hablar. Echeverría se queda con lo
mejor de ambos mundos; el joven ideólogo ha dado a su grupo otro
símbolo de la barbarie rosista, el joven escritor ha salvado su relato
y suspira aliviado.
La dicotomía preñada de ambivalencias que atraviesa El
matadero culmina en el Borges de "El sur" y el "Poema conjetural":
la Argentina civilizada y europea puede ser cívicamente deseable
pero es estéticamente impotente y no nos ofrece una identidad
diferenciada; la identidad y la potencia de la literatura argentina
están en la barbarie —o más bien, en la voz de la barbarie imitada
por los civilizados. La exultación de Laprida, al morir a manos de los
gauchos, se emparienta con el salvaje abandono con que
Echeverría entrega a su joven héroe al sacrificio en el altar de la
literatura. Ser violado con una mazorca de maíz es una manera
indudable de entregarse a un "destino sudamericano".

Renacimientos I: "La fiesta del monstruo"

La potencia de un texto originario se mide en los textos en los


que reencarna. Son los autores posteriores, advierte Harold Bloom,
quienes deciden el lugar de un texto en el canon, y lo hacen no
votando u opinando sino escribiendo nuevos textos.
Ninguno de los componentes de H.-Bustos Domecq —
seudónimo del "tercer hombre" que forman Bioy Casares y Borges
cuando escriben juntos— nunca fue de elogiar públicamente El
matadero, y sin embargo, cuando les llega el turno de crear una
fábula contra la opresión tiránica, recurren al texto de Echeverría
como modelo. Coherente con la costumbre de designar al gobierno
peronista como "la segunda tiranía", "La fiesta del monstruo" quiere
ser al peronismo lo que El matadero fue al rosismo, y adopta un
planteo análogo: un grupo de seguidores del Monstruo (Perón) son
arriados hacia la manifestación de la plaza —el "foco" del peronismo
— y terminan asesinando a un joven intelectual judío. Hay
paralelismos evidentes, como el tratamiento picaresco de los
personajes populares y su habla, o el intento de la víctima de resistir
dignamente: "Tonelada... le dijo al rusovita que mostrara un cachito
más de respeto de la opinión ajena, señor, y le dijo que saludara la
figura del Monstruo. El otro contestó con el despropósito que él
también tenía su opinión", y la ejecución se cuenta con una crueldad
que hubiera hecho estremecerse al propio Echeverría: "El primer
cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le desparramó las
encías, y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la
sangre y le arrimé otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja
y ya perdí la cuenta de los impactos, porque el bombardeo era
masivo. Fue desopilante; el jude se puso de rodillas y miró al cielo y
rezó como ausente en su media lengua... Luego Morpurgo, para que
los muchachos se rieran, me hizo clavar la cortaplumita en lo que
hacía las veces de cara... El remate no fue suceso. Los anteojos
andaban misturados con la viscosidad de los ojos y el ambo era un
engrudo con la sangre. También los libros resultaron un clavo, por
saturación de restos orgánicos".
El relato está escrito, como todos los de Bustos Domecq, en
ese estilo "tan calumniado por Bioy Casares y por Borges, que le
reprochan su barroca vulgaridad", y parecería ir más lejos que
Echeverría, al asumir directamente la primera persona del bárbaro
peronista; y porque él mismo es el narrador, y el joven atacado no
habla, el espacio del relato está enteramente ocupado por su
discurso. Este es un argot popular de laboratorio, inventado por el
autor, que incluye voces cultas o raras como "malgrado" o
"desfogamos", y aunque éste sea un procedimiento recomendado
por los grandes —Raymond Chandler solía decir que hay sólo dos
clases de argot que pueden usarse en literatura: el que ya está
establecido en la lengua desde tiempos inmemoriales y el que uno
mismo ha inventado— sentimos que algo falta.
Ese algo es el abrirse del texto de Bustos Domecq al discurso
del enemigo, ese dejarse violentar por el lenguaje hostil. El
procedimiento de Bustos Domecq es exactamente el inverso:
inventa un argot literario y luego invita a sus enemigos a hablarlo, y
así los seguidores del Monstruo están obligados a moverse en un
territorio ajeno y hostil, el de la literatura, y sienten más miedo del
que meten. "A los enemigos, ni lenguaje" parece ser el lema de un
autor que juega con naipes marcados, sin peligro, sin riesgo. La
actitud predominante hacia sus personajes bárbaros no es el miedo
o el odio, sino la burla: los seguidores del Monstruo no son gran
cosa, no merecen ser tenidos en cuenta. Los monstruos de la
literatura son como los de las películas: para tenerles miedo
debemos creer en ellos. Y como no llegamos a creer en la entidad
ficción al de estos monstruos, llegamos a sentir, paradójicamente,
que la violencia sobre el joven es ejercida menos por éstos que por
el autor; al leer no pensamos "qué salvajismo, el de estos
peronistas", sino "qué salvajismo, el de este Bustos Domecq".
El recurso de poner libros en manos del joven atacado se
destaca por lo burdo —aunque algunos años después Anthony
Burgess repetiría el procedimiento en el primer ataque de sus
drugos— y se convierte en el correlato narrativo del eslogan
"alpargatas sí, libros no". Se huele a la legua la intencionalidad: se
nos quiere convencer de que los muchachos peronistas eran como
los mazorqueros, bárbaros hostiles a la ilustración y la cultura y, en
una doble operación simultánea, que Perón era Rosas y era Hitler...
Ni los autores estaban (por suerte) en peligro de muerte cuando
escribían este cuento, ni el cuento mismo estaba amenazado por el
peronismo. Cierto es que no podían publicarlo en tiempos de Perón
y, si la fecha 1947 que figura al final corresponde a la de su
escritura, el cuento debió esperar ocho años para ser publicado (la
fecha lo dice todo: septiembre 1955). "La fiesta del monstruo" es un
cuento gorila que dice mucho sobre el gorilismo y muy poco sobre el
peronismo. Esto no es inevitable. Un cuento de Borges, "El
simulacro", es igualmente gorila, pero dice mucho sobre el
peronismo y como tal se ha incorporado al folklore culto del
peronismo, como la similarmente gorila Eva Perón de Copi.
Un episodio —un personaje, un evento— literario nunca
descansa tranquilo en su ser único, siempre tira a emblemático. El
ataque al joven unitario de El matadero se convierte en ejemplo de
cientos de ataques similares que —nos consta— tuvieron lugar. El
ataque al joven judío de "La fiesta del monstruo" parece sugerir algo
similar, pero lo cierto es que los diez años de gobierno peronista no
se caracterizaron por el asesinato sistemático de los opositores y —
mucho menos— por el antisemitismo programático. "La fiesta de!
monstruo" toma como punto de partida el asesinato del estudiante
Aarón Salmón Feijoo en octubre de 1945, a manos de hombres de
la Alianza Libertadora Nacionalista, por negarse a gritar "¡Viva
Perón!", pero la insistencia con que los antiperonistas invocaron su
ejemplo —y sólo éste— sugiere un acontecimiento único más que
emblemático. El matadero se lee como un testimonio de cómo era la
época de Rosas; "La fiesta del monstruo", como un testimonio no de
cómo era el peronismo sino de cómo lo veían sus adversarios. Para
establecer esta diferencia la evidencia histórica puede servir de
corroboración, pero el lector de percepción afinada debería ser
capaz de reconocerla por la sola lectura del texto. Si tras leer El
matadero alguien —un historiador revisionista, digamos— nos dice
"no era así la época de Rosas", podemos contestar "no se escribe El
matadero desde la mala voluntad o la pura imaginación"; si tras leer
"La fiesta del monstruo" nos dicen "no era así el peronismo",
podremos responder "sí, leyendo el texto ya me di cuenta".
"La fiesta del monstruo" es, así, menos un testimonio de la
barbarie peronista que de la potencia fundante del texto de
Echeverría —entre nosotros, para denunciar barbarie, real o
inventada, nada mejor que recurrir a él y reescribirlo.

Renacimientos II: "El niño proletario"

Este relato de Osvaldo Lamborghini, al igual que el de Bustos


Domecq, está narrado desde el punto de vista de uno de los
agresores, pero hasta acá llegan los paralelos: el gesto fundamental
de Lamborghini es el de invertir el punto de partida —y con él los
presupuestos ideológicos y estéticos— de Echeverría y Bustos
Domecq: en su cuento son tres niños burgueses quienes violan y
asesinan a un niño proletario.
Desde el punto de vista ideológico, Lamborghini pone las cosas
en su lugar: si buscamos en las constantes de nuestra historia, la
barbarie ha sido ejercida más y mejor por la burguesía sobre el
proletariado, por la civilización sobre los salvajes, que viceversa. Y
esta violencia siempre llega hasta el fin: en este relato la violación
se consuma, y en ella "impacientes Gustavo y Esteban querían que
aquello culminara para de una buena vez por todas: ejecutar el acto.
Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza
para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto.
Le metí en la boca él punzón para sentir el frío del metal junto a la
punta del falo. Hasta que de puro estremecimiento pude gozar".
En "El niño proletario" es justamente la institución educativa, en
la figura de la maestra, quien señala a la víctima. "En mi escuela
teníamos a uno, a un niño proletario. Stroppani era su nombre, pero
la maestra de inferior sé lo había cambiado al de ¡Estropeado! A
rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que,
filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus
explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande." De ahí en más,
todos los compañeros sólo le dicen ¡Estropeado! y habilitados por la
autoridad del adulto se sienten con derecho a humillarlo, golpearlo y
eventualmente matarlo. En lo que parece una parodia —por
inversión-de “La fiesta del monstruo”, Stroppani lleva periódicos en
lugar de libros bajo el brazo —periódicos que reparte para ganarse
la vida— cuando es sorprendido por los niños burgueses, y éstos se
los queman.
El silencio de la víctima es aquí total. Si el joven unitario es
amordazado luego de hablar, y el joven judío habla en discurso
referido —habla sólo a través del habla de sus enemigos—, el niño
proletario —nunca dice nada, ni siquiera al principio, cuando no
tiene la cara en el barro o un falo en la boca, o un punzón.
"¡Estropeado! hubo de parar y nos miró con ojos azorados,
inquiriendo con la mirada a qué nueva humillación debía
someterse."
Y sin embargo este negarle la voz al otro tiene el sentido —y el
efecto— inverso al que tiene en "La fiesta del monstruo". Porque
Lamborghini completa su inversión de los parámetros sociales con
una inversión del dispositivo narrativo, y en el gesto más arriesgado
de su relato se pone él mismo, como "yo" entre los agresores. Un
"yo" que es radicalmente distinto del "yo" narrativo de "La fiesta del
monstruo": "¡Estropeado! venía sin vernos caminando hacia
nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo y yo". Si bien este
"yo" no recibe un nombre, se nos permite suponer que ese nombre
puede ser Osvaldo Lamborghini, como cuando el narrador dice: "La
exasperación no me abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra
por letra", imaginemos a "Borges", ese "Borges" que tantas veces se
pone como personaje de sus relatos, apareciendo en "La fiesta del
monstruo" como uno de los que apedrean al joven judío y podemos
apreciar la magnitud de la diferencia: "La execración de los obreros
también nosotros la llevamos en la sangre... Oh por ese color blanco
de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas,
por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado
nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de
dorado color". Un escritor de izquierda, un boedista, un escritor
social, podría, quizás, haber puesto palabras como éstas en boca de
un personaje (personaje que invariablemente "terminaría mal" en el
relato). "Lamborghini" las dice él mismo, asume una identidad
burguesa cuyo rasgo distintivo es su odio de clase al obrero.
Más allá de sus posturas políticas personales, la actitud político-
estética de Lamborghini sólo era posible en los 70, cuando una
generación entera se ve poseída por la culpa de ser lo que es —
burguesa— y el deseo de ser el otro —proletario. Esta postura
política ajena —pues Lamborghini no la compartía— habilita, de
todos modos, la postura estética de su relato: yo soy el villano. Esta
actitud está más allá de la sinceridad o la insinceridad: es una
posición de riesgo total, en la cual el autor se autoinmola y degrada,
renunciando a la posibilidad de ser vocero de cierto bien o cierta
justicia.
La diferencia de Osvaldo Lamborghini —aquello que lo hace
único en las letras argentinas, con la indudable excepción de
Gombrowicz si consideramos a Gombrowicz como parte de las
letras argentinas— es que se atreve a hablar en nombre del mal.
Todo autor se vanagloria de hablar en contra de la moral aceptada,
las buenas costumbres, la doxa —pero inevitablemente
argumentará que lo hace en nombre de un bien más alto, una virtud
superior, etc. Hablar en nombre del mal a sabiendas, hablar en
nombre del vicio como tal y en contra de la virtud, es privilegio de los
escritores llamados malditos.
Es habitual tachar a Lamborghini de maldito, pero
frecuentemente por las razones equivocadas: sus ideas políticas, su
sexualidad, su comportamiento con parientes o amigos. César Aira,
en el prólogo a su edición de las Novelas y cuentos de Lamborghini,
lo defiende así. "En estos últimos años la leyenda ha hecho de
Osvaldo un 'maldito', pero las bases reales no van más allá de cierta
irregularidad en sus costumbres, la más grave de las cuales fue
apenas la frecuencia en el cambio de domicilio. Para unas normas
muy estrictas pudo haber sido un marginal, pero nunca, de ninguna
manera, el esperpéntico fantasmón que un lector crédulo podría
deducir".
Aira, por supuesto, está parking up the wrong tree (utilizo la
expresión inglesa porque su equivalente criollo, "meando fuera del
tarro" podría, en este contexto, resultar un poco ofensiva). No
importa si en la vida real Osvaldo se masturbaba con la sangre de
sus víctimas o ayudaba a las ancianas a cruzar la calle, lo que lo
convierte en maldito —o no- es desde qué lugar escribe: si su yo
narrativo o poético se reivindica como malo en el interior de su
escritura, o si en la trama de sus novelas la virtud es humillada y
recompensado el vicio.
Si bien Christopher Marlowe pudo ser un precursor, pero sus
tiempos y su medio —el teatro popular— le impusieron finales
moralizantes donde el orden en el que él no creía terminaba
afirmándose, el primer escritor maldito plenamente consciente de la
literatura es indudablemente Sade, y su progenie incluye nombres
célebres como los de Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Lautréamont,
Gide, Bataille y Céline —por algo han sido los franceses quienes
definieron el término. Es verdad que el vaciamiento, el sacrificio de
la figura del autor en su texto, suele ir acompañada por tendencias
autodestructivas en la vida real, pero estas actitudes son apenas
epifenómenos del ser maldito. En un caso extremo o hipotético,
podríamos concebir un escritor maldito de vida intachable y
ejemplar, con la misma facilidad con que somos capaces de
concebir un escritor "oficial" de vida imperdonablemente perversa.

Provisoria conclusión

Un texto fundante no lo es, necesariamente, para siempre. La


tradición se construye hacia atrás, desde el presente al pasado, y
cuando nuestro presente cambie, "El matadero" podrá dejar de
ocupar el lugar esencial que todavía es suyo. Pero por el momento,
las patotas de La Triple A y la Dictadura, que realizaron en la
práctica la síntesis dialéctica del matadero de Bustos Domecq y el
de Lamborghini, atacando con igual fervor a los intelectuales
cargados de libros y a los proletarios cargados de panfletos, no han
hecho más que confirmar la pertinencia del relato de Echeverría, el
modo horrible en que nuestra peor realidad se empeña en copiar a
nuestra mejor ficción.
2. Rodolfo Walsh, escritor
A los 25 años de su muerte

Rodolfo Walsh quería escribir una novela. En sus papeles


personales (recopilados y editados por Daniel Link en el
imprescindible Ese hombre) el tema aparece explícitamente tratado
a partir de 1968: "La dificultad de integrar toda la experiencia en la
novela. El sentimiento de impotencia que esto produce. La
posibilidad, casi desesperada, de empezar con todo, tirarse con todo
y crear un monstruo. Un monstruo con todas las historias", escribe, y
más adelante agrega: "Todas las cartas sobre la mesa". La fecha no
es casual. Tras el éxito de sus libros de cuentos Los oficios
terrestres (1965) y Un kilo de oro (1967) la crítica había empezado a
reclamarle lo que sería la "prueba de fuego" de su talento literario: la
novela. Walsh recoge el guante y, en una entrevista publicada en
octubre, se explaya sobre el trabajo en curso: la novela está
compuesta por distintas historias entrelazadas: una, la de un
hombre que hacia 1880 consiguió atravesar el Río de la Plata a
caballo, durante una bajante prodigiosa. Otra, emparentada con la
serie de los cuentos de irlandeses, la del tío Willie, que en el 14
decide regresar a Dublín para pelear contra los ingleses pero que
cambia de idea en el barco y termina muriendo en Salónica. La
tercera, correspondiente a los decisivos años que van de 1945 a
1955, una carta que le escribe a Perón Lidia Moussompes,
personaje del cuento "Cartas" y víctima, como los Walsh, de los
despojos agrarios de 1930. La cuarta, y menos definida, giraría
alrededor de una reunión de escritores revolucionarios fracasados,
en el presente de entonces. La novela resultante acumularía en sus
páginas no sólo casi un siglo de historia nacional, sino "las capas
geológicas del habla rioplatense que han ido superponiéndose
desde los días de la Organización", Walsh había firmado contrato
con el editor Jorge Álvarez, quien le pagaba un salario mensual para
que pudiera escribir, y la entrega estaba prevista para principios de
marzo de 1969. Un mes antes de la fecha fatal, Walsh escribe: "Mi
deuda con Jorge Álvarez alcanza en este momento a 2250 dólares...
El arreglo preveía una novela que podía estar lista de octubre a
diciembre de 1968, y de la que apenas tengo escritas unas treinta
páginas. El tiempo que debí dedicar a la novela lo dediqué, en gran
parte, a fundar y dirigir el semanario de la cgt".
Este conflicto de Walsh tiene dos versiones básicas: en la
pública, registrada en notas y entrevistas, nos ofrece la historia de
su toma de conciencia ideológica: la novela, sostiene, es una forma
de arte burguesa y, por lo tanto, —perimida; el "camino" no será ya
el de los cuentos o la novela sino el marcado por Operación
masacre, Caso Satanowsky y ¿Quién mató a Rosendo?, y el género
literario del futuro —que será a la vez revolucionario y proletario—
será el testimonio. En sus escritos privados, en cambio, esta idea de
evolución o progresión es reemplazada por un continuo vaivén.
Herido por un cruel comentario de Raimundo Ongaro, líder de la
CGT combativa, "No entiendo nada. ¿Escribe para los burgueses?",
Walsh se retuerce entre la defensa: "¿No es precisamente
Raimundo quien usa categorías burguesas, que habla desde una
literatura fácil, comprensible y burguesa como la de Bullrich o
Sábato?", la penitente aceptación: "Raimundo tiene razón: escribir
para burgueses. ¿Será posible una literatura clandestina?", y la
exultación inmotivada: "Lo que estoy descubriendo, caballeros, es
cómo no escribir para los burgueses". Una y otra vez trata de
convencerse de que la novela pertenece al pasado, a una etapa
superada, pero la novela no le cree, y se niega a abandonarlo. A
veces trata de darle la razón, a ver si con eso la calma: "Tengo que
escribir esa novela, aunque sea mi 'última novela burguesa'.
Mientras permanezca sin hacer, es un tapón". Otras veces fantasea
con vidas paralelas: "...distribuir el tiempo en tres partes: una en que
el hombre se gana la vida, otra en que escribe su novela, otra en
que ayuda a cambiar el mundo". También intenta descartarla de
plano: "La novela es el último avatar de mi personalidad burguesa;
al mismo tiempo que el propio género es la última forma del arte
burgués, en transición hacia otra etapa en que lo documental
recupera su primacía", dice muy convencido, y a renglón seguido
agrega: "Pero tampoco estoy seguro de esto, que puede ser una
excusa para mi momentáneo fracaso". Y a veces los términos se
invierten, y su labor periodística y militante aparecen como huidas
del verdadero compromiso: el literario:"Liberado internamente del
compromiso de seguir trabajando en la novela, vuelvo a adquirir un
ritmo de actividad razonable, incluso excelente. ¿Eso quiere decir
que la novela es lo difícil de decir, lo que se resiste a ser dicho? ¿Lo
que me compromete más a fondo?", escribe en enero de 1970, y en
diciembre habla de "su fracaso" en la "zona L" (literatura): "...zona
de la libertad, que es la materia casi informe, mientras que la
redacción de un editorial, de una nota, es a tal punto una repetición
de la experiencia que ningún temor —tampoco ningún temblor— la
recorre". Estas dudas, explicaciones, deliberaciones, culpas y
enamoramientos alternantes sugieren las peripecias de un enredo
conyugal, en el cual Walsh engaña a la literatura con la revolución.
Sostener esta situación no era compatible con su temperamento
católico-puritano, y a fines de los sesenta opta por un arreglo;
escribirá la novela, sí, pero será otra, una novela que pudiera
"redimir lo literario y ponerlo también al servicio de la revolución".
"Los hechos producidos en Córdoba y Rosario proveen a la novela
de un nuevo centro de verdad", escribe en 1969, tras el Cordobazo,
y algunos meses después aparecen los primeros bosquejos de La
punta del diamante: a Novel que, a la manera de Los pasos previos
de Francisco Urondo, parece dedicada a contar la experiencia de los
intelectuales volcados a la revolución. Para esta nueva novela
Walsh se propone un cambio de estilo: "...ser absolutamente
diáfano. Renunciar a todas las canchereadas, elipsis, guiñadas a los
entendidos... Confiar mucho menos en aquella famosa 'aventura del
lenguaje'. Escribir para todos", y en otra parte, refiriéndose ya al
tema, "Los siete locos, sí, pero esta vez heroicos".
No es casual su mención de la novela de Arlt. Por su temática,
por sus ideas políticas, por su origen de clase, resulta natural situar
a Walsh en esa línea populista o social de la literatura argentina:
Eduardo Gutiérrez, "los de Boedo", Arlt. El propio Walsh parece
confirmarlo: "Quiero decir que prefiero toda la vida ser un Eduardo
Gutiérrez y no un Groussac; un Arlt y no un Cortázar". Pero esto no
agota la cuestión, pues apenas un mes antes había escrito: "¿Me
gustaría escribir como Arlt? Me gustaría tener su fuerza, su
resentimiento, su capacidad dramática, su decisión de enfrentar a
los personajes... pero no me gustaría escribir una sola de sus
frases". Para su novela, necesitaba algo más: "El problema es si
podré volcar ese odio rabioso en formas que, hoy, tienen que ser
mucho más cautelosas, inexpugnables, cerradas, que las de Arlt".
Porque la estética de Walsh es lo opuesto de una estética
popular: sólo un lector culto y entrenado puede descifrar esas obras
maestras de la condensación, la elipsis y el sobreentendido que son
sus cuentos "Fotos" o "Cartas". El propio Walsh lo sabía, y se
atormentaba por ello: "Las normas de arte que he aceptado —un
arte minoritario, refinado, etc.— son burguesas". Pero en esto Walsh
se equivocaba: este arte que describe y practica no es burgués, sino
aristocrático, y el salto estético que Walsh se exige coincide con el
salto político que se planteaban por aquel entonces las revoluciones
tercermundistas en las que participaba: pasar de un régimen
aristocrático o semifeudal a uno proletario salteándose la etapa
burguesa. La forma literaria característicamente burguesa era,
repetía el dogma de su época, la novela, y Walsh se refiere siempre
a la novela que nunca llegó a escribir como "su proyecto burgués".
Si es verdad que, como señala Harold Bloom, todo escritor se ve
acosado por sus grandes precursores, no es entonces la figura de
Roberto Arlt la que se cierne sobre las páginas que Walsh escribe,
sino lo que Tomás Eloy Martínez denominó con justeza la "sombra
terrible de Borges". Todos los escritores de la generación de Walsh
debieron encontrar respuestas a la pregunta primera: cómo escribir
después de Borges. La solución genérica pasó por dedicarse a la
novela, forma que Borges no practicó y por eso quedó "libre"; y
dentro de ella hubo luego respuestas individuales: Puig se inclinó
hacia las formas de arte de masas que Borges despreciaba, Saer
hacia la lengua y la cultura francesas y hacia una literatura de la
percepción minuciosa, sumergiéndose en "la prolijidad de lo real"
opuesta a la "escritura de la memoria" que Borges practicaba. Walsh
en cambio estaba atrapado: su fuerte era el cuento corto, su unidad
estilística la frase breve, precisa, trabajada; sus lenguas y literaturas
de referencia la inglesa y norteamericana; sus recursos favoritos, en
sus propias palabras, "la condensación y el símbolo, la reserva, la
anfibología, el guiño permanente al lector culto y entendido". En
otras palabras: Borges.
Walsh intentó escapar de la trampa de distintas maneras: a su
afinidad natural por lo inglés y norteamericano (que políticamente
era como decir: el colonialismo y el imperialismo) la redime,
siguiendo el modelo de Joyce, amparándose en su identidad
irlandesa ("tres o cuatro generaciones de irlandeses casados con
irlandeses", dice de su familia), es decir, a la vez inglesa y
anticolonial-tercermundista. (De hecho, si Borges es su escritor de
referencia nacional, en literatura extranjera su "gran precursor" no
es ni Gorki, ni Sartre, ni Malraux, sino el elitista y apolítico —en el
sentido restringido del compromiso político-Joyce.) Walsh podía
escribir la primera versión de sus textos en inglés para luego
verterlos al español, y el sustrato sintáctico y retórico de su prosa es
sin duda el de la lengua inglesa: tanto Borges como Walsh parecen
frecuentemente haber sido traducidos del inglés y están en las
antípodas de la tradición literaria española y su variante
latinoamericana: el Neobarroco (sobrevive una página neo barroca
de Walsh, el texto titulado "29 del once, La Isla II". Parece haberlo
escrito para explicarse por qué la estética de la Revolución
Cubana[2]nunca podía ser la suya). En su frecuentación de los
géneros, Walsh varía su producción de cuentos con las formas
ajenas a Borges: el teatro, el periodismo, la no ficción y la
proyectada novela. En su ideología, opta por lo que para Borges
constituía la trinidad diabólica: el pueblo, el peronismo, la izquierda.
Pero la figura de Borges lo sigue cercando, al punto que por
momentos hasta parece envidiarle su colocación política: "Borges
preservó su literatura confesándose de derecha, que es una actitud
lícita para preservar su literatura y él no tiene ningún problema de
conciencia. Vos viste que desde la derecha no hay ningún problema
para seguir haciendo literatura", dijo a Ricardo Piglia en una
entrevista de 1973.
Pero la estética del cuento corto, como lo practican Borges o
Walsh, es incompatible con el género novelesco, sobre todo porque
tanto Borges como Walsh aprendieron a escribir cuentos que
condensaran en pocas páginas el material de una novela. (A los dos
los ayudó el cine: a Borges, ese género subsidiario llamado
tratamiento, al cual tantos de sus cuentos remiten; a Walsh, el uso
de las técnicas de montaje.) Ambos escribían así cuentos que
superaban e incluían al género novela, y escribir una novela hubiera
sido de alguna manera un retroceso. Walsh lo veía claramente, pero
en el otro: "El mayor desafío que se le presenta hoy por hoy a un
escritor de ficción es la novela. Yo no sé bien de dónde procede eso,
por qué esa exigencia y hasta qué punto la novela es la forma más
justificable porque hasta cierto punto tiene una categoría artística
superior, aunque hay excepciones; a Borges, por ejemplo, nadie le
pide una novela". A sí mismo no se dio ese permiso. Walsh
perseguía, y quizás hubiera llegado a escribir si le hubieran dado
tiempo, el Santo Grial de la literatura argentina: la novela peronista
de Borges. Esas páginas en blanco pagadas por Jorge Álvarez
debían ser llenadas no con una mera primera novela (a la que
luego, con el tiempo, seguirían otras, mejores), sino con aquello a lo
que Walsh, acosado por lo que llamaba "el mortal perfeccionismo",
se refiere siempre con un mezcla de terror, rechazo y fascinación
como "la" novela. Sabemos que Truman Capote fue un escritor
decentemente feliz hasta que se planteó el proyecto de reescribir la
En busca del tiempo perdido americana: el resultado fueron el
alcoholismo, la drogadicción, la muerte y una serie de fragmentos
muy bien escritos. Walsh se impuso un tarea no menos abrumadora;
cerrar la línea de fractura que atraviesa la literatura argentina,
reescribir las novelas de Arlt en el estilo de Borges: con un mandato
tal, las penurias de la vida clandestina y el riesgo de las patotas de
la Triple A y la esma deben haber sido más tolerables que el terror a
la página en blanco (a esas páginas en blanco) que dejó como
asignatura pendiente para las futuras generaciones de escritores.
La punta del diamante: A Novel no podía ser esa novela (entre
otras cosas, porque todos los escritores de izquierda estaban por
aquel entonces escribiendo una igual), y pronto se desvanece de
sus anotaciones. En su lugar reaparece uno de los capítulos del
proyecto inicial: la historia del tío Willie, contada por su sobrino a sus
compañeros del internado irlandés, y que Walsh escribe en inglés.
Pero luego la literatura parece haber desaparecido de la vida de
Rodolfo Walsh. Sus últimos textos conocidos son todos políticos o
periodísticos: los documentos internos de Montoneros, en los cuales
plantea cada vez con mayor urgencia e impotencia la necesidad de
un repliegue para sustraer a los militantes de la inminente masacre;
los despachos de ancla y Cadena Informativa, que intentaban
romper el bloqueo de la dictadura; la conmovedora "Carta a mis
amigos" sobre la muerte de su hija Vicki en un combate con las
fuerzas del ejército; y sobre todo la Carta abierta de un escritor a la
Junta Militar, que terminó de escribir el 24 de marzo de 1977, el día
anterior al de su muerte.
La Carta ha quedado como su testamento, testimonio de su
opción final por la denuncia, por la escritura puesta al servicio de las
necesidades políticas inmediatas, aunque ciertamente no de su
desinterés por la precisión de la escritura. Si algo nos enseña Walsh
a todos los escritores es a no caer en la coartada moral, es decir, en
la creencia de que la importancia testimonial, política o ética de un
tema nos exime, de alguna manera, de trabajar sus aspectos
formales al máximo de nuestras capacidades. Operación masacre
no es sólo una denuncia valiente de los fusilamientos de 1956 en
medio del silencio de muerte impuesto por la dictadura; es, además,
uno de los libros mejor escritos de nuestra literatura. Walsh sabía
que cuando el tema es polémico, cuando se quiere decir una verdad
silenciada o ignorada, el escritor debe apelar a todos los recursos
estilísticos y retóricos a su alcance, porque si no, corre el riesgo de
crear un efecto contrario al que busca: volver increíbles los hechos,
banalizar los dilemas, reforzar las resistencias de los lectores,
provocar rechazo, escepticismo o indiferencia. Una denuncia mal
escrita, sabía Walsh, es un punto a favor del enemigo. En un texto
de 1964, refiriéndose a Operación, dice: "Releo la historia que
ustedes han leído. Hay frases enteras que me molestan, pienso con
fastidio que ahora la escribiría mejor". Esta actitud vuelve a aparecer
en la Carta. Junto a la exactitud de los datos y la profundidad de los
análisis, nos encontramos con la contundencia de ciertas frases,
"congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las
puntas de las bayonetas", y la eficacia de sus recursos retóricos, "lo
que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como
errores son crímenes y lo que omiten son calamidades", que la fijan
para siempre en la memoria del que la lee. La Carta está escrita con
un ojo puesto en el presente inmediato (en el cual sus posibilidades
de ser leída y difundida, sabía Walsh, eran mínimas) y el otro en la
duración de la literatura. Sabemos por su compañera Lilia Ferreyra
que Walsh tomó como modelo las Catilinarias de Cicerón, buscando
"como en las invectivas latinas, la palabra escrita con la
contundencia de la palabra oral", leyendo en voz alta los párrafos
que iba escribiendo para descubrir "un adjetivo o una palabra de
más o de menos que debilitara un concepto o alterara su ritmo". La
Carta, en otras palabras, está escrita para cambiar el presente
inmediato y para durar dos mil años, para que, de igual manera que
si hoy recordamos al históricamente insignificante Catilina sólo por
los discursos de Cicerón, en el futuro lejano los nombres infames de
Videla, Massera y Agosti no sobrevivan más que como personajes,
o como notas al pie, del texto final de Rodolfo Walsh. De esta
madera está hecha, también, la eficacia política de la literatura.
Walsh la tituló "Carta de un escritor a la Junta Militar" y, a diferencia
de los textos de la CGT y los documentos de Montoneros, decidió
firmarla con su nombre y número de documento. En este texto final
el autor individual y el militante anónimo volvieron a encontrarse.
Walsh vivió en una época pródiga en mitos, y los creyó todos: el
hombre nuevo, la literatura proletaria, la revolución mundial. Entre
ellos, uno de los más insidiosos fue el del intelectual orgánico, quien
por oposición al prescindente intelectual crítico pondría su
pensamiento al servicio de un movimiento o —eventualmente— al
gobierno resultante de él. Entre los escritores, la disyuntiva llevó,
demasiadas veces, a las figuras paralelas del escritor cautivo,
propagandista del régimen, y la del escritor exiliado. En el caso de
Walsh, lo condujo a la militancia en Montoneros y a la subordinación
de su escritura y de su pensamiento a la línea del partido, y resultó,
al menos temporariamente, en uno de los grotescos más
pronunciados de la historia de un país en la que no brillan por su
ausencia: Rodolfo Walsh a las órdenes de Mario Firmenich, Rodolfo
Walsh —que buscaba escribir para todos—, escribiendo para la élite
más restringida con la que se había topado hasta entonces: la
cúpula de Montoneros —y siendo ignorado o censurado por ella
(nos salvamos, vaya a saber por qué milagro, de que dejara como
testamento literario un ejemplo del género más abyecto de la época:
la autocrítica de Walsh escrita por órdenes de la dirigencia de
Montoneros). Sus propuestas de repliegue fueron desoídas
(mientras ellos, con mal disimulado orgullo, contabilizaban "bajas",
Walsh quería salvar vidas), y a comienzos de 1977 empieza a
preparar su propio repliegue: "Hay que seguir la ruta de las lagunas
porque nos quitaron el Tigre. Necesito vivir cerca del agua", le decía
a Lilia Ferreyra, y juntos viajaron hasta San Vicente, primera escala
en su camino hacia el sur, en busca de las tierras de su origen, las
que de joven recorrió con el caballo de su padre. Había otro origen
que estaba buscando. "Pocas semanas antes de cumplir cincuenta
años", cuenta Lilia Ferreyra, "quiso definir dos apuestas para el 24
de marzo del 77, aniversario del primer año de gobierno de la Junta
Militar: terminar el cuento 'Juan se iba por el río' y difundir un
documento que denunciara los crímenes de la dictadura". Ella
recuerda así el cuento perdido: "Al final del cuento, Juan, que ha
evocado su pasado, su historia y la historia de su país, sentado en
un banquito frente al río, empieza a desprenderse de todo el
pasado. Mira hacia la Colonia, del otro lado del río, a donde él
quiere llegar. Una tarde, las aguas se retiran y el río se seca. Juan
monta en su caballo y empieza a cruzarlo. Arriba, los pájaros vuelan
en redondo sobre los peces muertos. Cuando en el horizonte se
hacen cada vez más nítidas las casitas de la Colonia, las aguas
retornan; las patas del caballo empiezan a enterrarse en el fango; su
tranco es chapoteo. El río crece oponiéndose cada vez más al
avance del hombre y su caballo". Final abierto, como se ve: no
estamos seguros si Juan llega o no con vida al otro lado.
Este cuento es, por supuesto, el primer capítulo de aquella
novela burguesa de la que Walsh tantas veces había renegado, y si
la muerte de Walsh (esa muerte que, según un mito tan atemporal
como dudoso, es lo que da el sentido final a la vida de un hombre)
se ha venido asociando únicamente con la Carta, esto se debe en
parte a una ironía del destino (destino en el que Walsh no creía, no
se permitía creer): Walsh ganó su doble apuesta, pero lo que los
militares estaban buscando, la Carta, eludió el cerco y llegó hasta
nosotros; en cambio el texto de la novela, que no les interesaba ni
podían entender, fue secuestrado de la quinta de San Vicente y
hasta hoy permanece, como su autor, desaparecido.[3]
Rodolfo Walsh transitó siempre dos caminos entrecruzados: el
de la verdad de los hechos y el de la verdad de la ficción. La historia
de su vida puede entonces merecer dos finales: el que todos
conocemos y otro que ensayo ahora, con los pobres medios a mi
disposición: Rodolfo Walsh, sentado en un banquito de la costanera
con el ejemplar único del primer capítulo de su novela y las diez
copias de la Carta, ve cómo el río empieza a bajar. Sin dudarlo, se
larga a cruzarlo, y tras él, rezagada, va la patrulla del mayor Julio
César (Julio César, Cicerón: el guiño al lector culto y entendido)
Coronel. El río empieza a subir, pero Rodolfo consigue llegar al otro
lado sosteniendo los textos sobre su cabeza para que no se mojen;
la patota de la Marina, en cambio, es tragada por las aguas. Ya en
Colonia, se dirige al primer buzón, echa los diez ejemplares de la
Carta y se aleja silbando hacia la terminal de micros, pasando al
Brasil primero, y luego, ya fuera de las garras del cóndor, a
Venezuela, a Méjico, a Cuba. Y hoy, tras veinticinco años de
periodismo y militancia, y con varias novelas a sus espaldas, en un
país que gracias a su trabajo incesante no es el mismo país
devastado de hoy, escribe uno de sus inimitables artículos y me
salva de escribir estas líneas inconsolables, nos salva a todos de
tener que recordar los veinticinco años de su muerte con esta
sensación de pérdida irreparable.
3. 14 de junio, 1982
A veinte años de la derrota de Malvinas

En 1992, diez años después de la Guerra de Malvinas,


comencé a escribir una novela que se publicaría eventualmente con
el título de Las Islas. La acción transcurre, también, exactamente
diez años después de la guerra, más precisamente, de las semanas
previas a su final, el 14 de junio de 1982, y su protagonista es un ex
combatiente. Hasta donde alcanzo a ver, mis motivaciones
personales para acometer semejante empresa no son ningún
misterio. Soy clase 62, la clase que fue a Malvinas. No fui a
Malvinas. De hecho, estaba fuera del país cuando comenzó la
guerra, y tan alejado de ella como podía estarlo, geográfica y
espiritualmente —en Méjico, y viviendo mi primer amor. De ese
sueño —el sueño de que la vida, después de todo, valía a veces la
pena de ser vivida— me despertaron, con una semana de demora,
los clarines de la guerra. Volví al país, perdí mi amor, recuperé mi
vida cotidiana en la Argentina del Proceso, bajo el cual se había
desarrollado —o más bien, atrofiado— entera mi adolescencia.
Malvinas, en ese sentido, me marcó, como marcó a toda mi
generación, a los que fueron y a los que se quedaron. Y me dejó,
además, la sensación de una vida, quizá también una muerte,
paralela, fantasmal —la mía, si me hubiera tocado ir. Malvinas no
fue para mí una eventualidad remota; fue un destino al cual por pura
suerte —haber pedido prórroga en lugar de hacer la colimba a los
dieciocho años— escapé. Ese destino paralelo me seguiría
hechizando de tal modo que, diez años después, me vi obligado a
acatarlo, al menos en esa otra vida de la ficción. Las islas es, de
alguna manera, una novela autobiográfica al revés; lo que podría
haber sido mi vida si el ojo del destino hubiera sido un poco menos
descuidado.
Necesité escribirla, también, para escapar de un laberinto
emotivo e intelectual del cual el mero pensamiento no me ofrecía
salida alguna. Las Islas Malvinas son uno de los mitos argentinos, o
pasiones argentinas, más perdurables, y argumentar contra un mito
o una pasión resulta tan fácil como estéril. Nunca conseguí creer
ciegamente, como se nos reclama, en la legitimidad de los derechos
argentinos sobre las Islas, y menos aún en la necesidad de una
guerra para recuperarlas, y menos que menos que esa guerra
pudieran encabezarla los militares que hasta ese momento sólo
habían librado alguna contra su propio pueblo. Pero en la devoción
de ese mismo pueblo por lo que algún personaje de Cortázar con
cierta justicia llamó "islas de mierda, llenas de pingüinos", había,
una vez descartados los eefectos evidentes del patriotismo o
chovinismo instigado por los medios y las instituciones desde la
escuela primaria en adelante, un residuo inexplicable, inaccesible a
mi comprensión, refractario a mi indiferencia, más parecido a las
enfermedades del amor que a las manipulaciones de la política y la
prensa. No me alcanzaba con el pensamiento para sacarme a las
Islas de la mente, el dilema que me planteaban no era pasible de
solución intelectual, y entonces hice lo único que sé hacer en esos
casos; me puse a escribir una novela. No para decir lo que pensaba,
o sentía, sino para descubrirlo. Empecé del modo menos racional
posible, abandonándome a la fascinación formal. Las Malvinas, para
la gran mayoría de nosotros; son, fundamentalmente, dos formas en
un mapa. Casi nadie había visto imágenes de las Islas antes de la
guerra, y quienes lo habían hecho las olvidaban enseguida:
cualquier paisaje de Tierra del Fuego se confunde con el suyo. En el
mapa, en cambio, son inconfundibles; son, junto con las manos de
Perón, el rodete de Evita, la sonrisa de Gardel y la melena de
Maradona, uno de los iconos nacionales. Esta peculiar fascinación
quizá provenga de su simetría; hay pocos casos —basta con mirar
el planisferio— de simetría geográfica tan evidente: parecen cada
una la imagen especular de la otra. Las Islas son fundamentalmente
siluetas, formas vacías. Pero este vacío de Malvinas, tantas veces
invocado para razonar su inutilidad práctica o económica es, de
alguna manera, en combinación con la antedicha simetría, la razón
de su inapreciable valor. Como las Malvinas en sí mismas no son
nada, pueden significarlo todo. Son un fetiche de la nacionalidad, el
objeto del deseo por antonomasia, y cada uno puede ver en sus
siluetas, cambiantes como jirones de nubes, el rostro inconfundible
de su anhelo más preciado. Si a algo me recordaron siempre las
formas de Malvinas es a un Rorschach, esas manchas simétricas de
tinta en las cuales el paciente puede reconocer las formas del delirio
o el deseo, y el médico estudiar las de su locura. Las Malvinas
pertenecen a nuestro inconsciente colectivo, ese inconsciente que
poco tiene de mítico o arquetípico y mucho de sedimento de un
incesante goteo ideológico que lleva generaciones, pero que aun así
corresponde a nuestro lado oculto, a nuestra mitad de sombra,
inaccesible a la luz de la razón. Por algo la izquierda, con sus
pruritos racionalistas, nunca ha sabido bien qué hacer con ellas;
para la derecha en cambio, cuya relación con la realidad es
básicamente irracional y paranoica, tienen un valor sin límites, el
que da ese lugar donde la nada se vuelve todo, la insignificancia
todo lo significa, lo ínfimo usurpa las proporciones del universo,
como puede ilustrar el siguiente silogismo de Alberto Brito Lima:
"Los argentinos amamos las Malvinas. Eva Perón es la
corporización de Malvinas. Yo defiendo a la Eva como si fueran las
islas Malvinas".

***

Si bien las Islas en sí quizá no sean nada, quizá la guerra


librada por ellas pudo haber tenido algún sentido, como la guerra del
príncipe noruego Fortinbras por un pedazo de tierra que no
alcanzaría para enterrar a los muertos de ambos ejércitos, empresa
que mueve Hamlet a reflexionar que "ser grande de veras es...
encontrar con grandeza motivo de pelea en una paja, cuando está
en juego el honor". Las pajas en este caso serían dos (Malvina y
Soledad), y el honor, en ellos, el de seguir siendo el león cuyo rugido
hace temblar al resto del mundo, y en nosotros, el de poder decir sin
esquivarnos las miradas "patria sí, colonia no". “Malvinas” (se ha
hecho costumbre usar el nombre así suelto como símbolo, cuya
referencia excede las más concretas de "Guerra de Malvinas" o
"Islas Malvinas") sería un ejemplo de lucha contra el colonialismo, y
como tal una bandera lícita que enarbolar en análogos procesos de
liberación. Esta idea de que la Guerra de Malvinas fue una guerra
de liberación, o anticolonial, o antiimperialista, tiene una parte de
verdad y una de engaño. La parte de engaño —que también es
autoengaño de quienes lo propalaron— se funda en una falacia
lógica hasta cierto punto comprensible; como Inglaterra es una
potencia colonial y fue, durante mucho tiempo en nuestro imaginario
nacionalista, la potencia colonial, una guerra librada contra
Inglaterra no puede sino ser una guerra anticolonial. Como además
Inglaterra, la Inglaterra de Margaret Thatcher, reaccionó con toda la
retórica y la prepotencia bélica del viejo colonialismo británico, la
cuestión estaría saldada. Pero así como enfrentarme con un
corrupto no me convierte necesariamente" en honesto, ni ser
traicionado me transforma automáticamente en leal, el hecho de
enfrentarse a una potencia imperial no da, por sí solo, credencial de
antiimperialista. Es una variante de la misma falacia que utilizó
Margaret Thatcher para legitimar su guerra contra nosotros: como
nos enfrentamos a una dictadura, estamos luchando por la
democracia. Siguiendo su lógica, si la guerra entre Argentina y Chile
hubiera tenido lugar, los gobiernos de Videla y Pinochet se hubieran
transformado ipso facto en democracias. El hecho de que en
Malvinas uno de los contendientes —Inglaterra— librara una guerra
imperialista clásica no impide que el otro —nosotros— no estuviera
librando, al menos en su imaginación, una guerra imperialista
también. Los militares argentinos estaban animados por un ideal
que va de Alejandro de Macedonia y Hernán Cortés a Napoleón y
Hitler; actuaron como un ejército conquistador que ocupa un
territorio ajeno y somete a la población local: poco importa que el
territorio fuera un páramo desolado y la población menor que la
nómina de afiliados a cualquier club de barrio. Una guerra de
liberación es otra cosa: es la que libraron el fln en Argelia, Fidel
Castro y el Che Guevara en Cuba, Ho Chi Minh en Vietnam. Los
generales del Proceso no querían liberar a nada ni nadie, querían
invadir. Su primera opción fue Chile (yo vi los mapas de la invasión:
me obligaron a quemarlos mientras hacía la colimba en Comodoro
Rivadavia), y como el Papa les aguó la fiesta, optaron por las
Malvinas. El delirio puntual de Malvinas corresponde a un delirio
más general de los argentinos, al menos de sus clases dirigentes y
de sus capas medias para arriba: el de creemos primer mundo,
diferentes y mejores que los latinoamericanos que nos rodean, más
cercanos a Europa y a Estados Unidos que a nuestros vecinos. El
hecho de que los europeos y norteamericanos no nos vean de la
misma manera es una fuente constante de extrañeza para nosotros,
y cada tanto nos empeñamos en demostrarles su error. Invadir las
Malvinas no implicó enfrentarnos a ellos, marcarles nuestras
diferencias: implicó creer que somos tan como ellos que podemos
hacer las mismas cosas impunemente. La Guerra de Malvinas es el
acto final de una farsa titulada "la Argentina potencia que todos
anhelamos", final al que el gobierno de Menem agregaría años
después una posdata, cuando envió sus dos pusilánimes fragatas a
la Guerra del Golfo. Para las potencias imperiales, y para el primer
mundo que se agrupa tras ellas, no había ni hay, en lo esencial,
ninguna diferencia entre Galtieri y Saddam Hussein, entre la
Argentina e Irak. La Guerra de Malvinas anuncia un nuevo orden
imperial en el cual las potencias no se enfrentan militarmente entre
sí y se agrupan para escarmentar a los países tercermundistas con
problemas de aprendizaje: un orden fundado en el eje Estados
Unidos-Inglaterra, la colaboración del resto de los países centrales,
y la protesta apenas formal, la indiferencia, o la anuencia de la
Unión Soviética y la Rusia posterior: argentinos, iraquíes,
sudaneses, serbios, afganos y palestinos son, hasta ahora, quienes
han servido de ejemplo para los demás. Desde 1976 al menos,
nuestros gobiernos han competido entre sí por ver cuál se somete
más servilmente a este poder imperial, y Malvinas no fue una
excepción sino parte de ese proceso: los militares actuaron como el
sirviente que cree que puede cobrársela a su antiguo amo porque se
ha convertido en muy buen sirviente del nuevo señor. Malvinas,
también, debería haber desarmado —aunque para la mentalidad
carapintada parezca lo contrario-el viejo mito del militar nacionalista.
No hay militares nacionalistas, por lo menos desde 1955 todos los
militares han sido (en su función institucional, más allá de lo que uno
u otro pueda pensar en la intimidad de sus barracas) los agentes
locales del poder imperial, garantes últimos de su continuidad. La
absurda e inexplicable confianza en que los Estados Unidos harían
la vista gorda a la invasión de las Islas, contraria al más mínimo
conocimiento histórico, y adquiere así, si no sentido, al menos cierta
lógica delusional: los militares argentinos habían no sólo ganado
"por ellos" la Tercera Guerra Mundial en esta parte del continente,
sino que ahora reemplazaban a los estadounidenses en
Centroamérica, participando en la represión o apoyando a los
contras en Nicaragua. En Centroamérica, los militares argentinos le
sintieron el gustito a lo que implicaba jugarla de potencia imperial,
experiencia que también harían en Bolivia. Y sin embargo nunca
dejaron de ver al amo como tal, ni siquiera a Inglaterra. Una prueba
incidental de ello es su trato hacia los kelpers, nativos de las islas
pero ingleses al fin. Nunca ha dejado de asombrarme que los
mismos militares que cometieron todas las atrocidades conocidas
con sus propios compatriotas, no se atrevieran a tocarles un pelo a
los pobladores de las Islas. Se dice que fue por la opinión
internacional, la misma opinión que nunca les preocupó cuando se
trataba de violar los derechos humanos (por usar un eufemismo) en
su país; se dice también que en las guerras internacionales hay
convenciones que cumplir, pero basta pensar en lo que hubiera sido
la guerra con Chile, basta imaginar —y acá no hay hipótesis, sino
certeza— lo que los militares argentinos les hubieran hecho a los
civiles chilenos y lo que los militares chilenos les hubieran hecho a
los civiles argentinos, para que el respeto a la población de Malvinas
nos impacte con mayor sorpresa. Una sorpresa en la que no hay
reconocimiento de mérito alguno: es indiscutible que ni la decencia,
ni la ética, ni la humanidad pueden invocarse como explicaciones
cuando se trata de los militares del Proceso. La respuesta es más
simple: para cometer atrocidades hay que sentirse superior a la
víctima, y en los rostros de los kelpers los militares argentinos no
podían sino ver, apenas diluido, el rostro de sus viejos amos y
señores. Lo que sucedió en Malvinas fue que ambos contendientes
libraron una guerra ofensiva y de conquista, ambos contendientes
trataron de ocupar el lugar de potencia imperialista —unos de
manera imaginaria y psicótica, plebeya y chambona; los otros con la
naturalidad y la elegancia que sólo pueden dar casi cinco siglos de
práctica constante. La Guerra de Malvinas prueba, de manera
paradójica, nuestra ancestral sumisión a Inglaterra. No hubo
revancha alguna: fue un acto de pura devoción.
La anterior conclusión, si bien me ayudó a comprender mejor el
conflicto de Malvinas (no hablo ya de la guerra que terminó para
siempre, sino del conflicto que continúa en nuestra conciencia
colectiva) en el plano intelectual o ideológico, no hizo sino desplazar
el foco más abajo, hacia la zona del corazón. Cuestionar la
legitimidad, la justicia, el carácter liberador de la Guerra de
Malvinas, ¿no implica olvidarse de los soldados que pelearon en
ella, aquellos que el discurso oficial por chantaje sentimental sigue
llamando los chicos de la guerra, aunque la mayoría ya han pasado
los cuarenta? ¿No es una falta de respeto hacia quienes murieron
por la patria, o combatieron valientemente contra un ejército superior
en poder de fuego y entrenamiento? Creo que no; es evidente que
el valor individual de los combatientes no tiene mucho que ver con la
legitimidad de la guerra. Muchos alemanes combatieron
valientemente en la Segunda Guerra, muchos estadounidenses en
Vietnam, muchos rusos en Afganistán. Tampoco la sangre
derramada otorga títulos de propiedad. Cuando un senador que
interinamente ocupa el sillón de Rivadavia se atreve a decir que las
Malvinas son nuestras "por derecho de sangre" no sólo se comporta
con toda la deshonestidad de quien reclama un pedazo de tierra
mientras intenta —sin mucho talento— vender un país entero con
todo su pueblo dentro, sino que además insulta nuestra más
elemental inteligencia. Si así fueran las cosas, los ingleses tendrían
tanto derecho a las Malvinas como nosotros, así como Bin Laden
podría reclamar la posesión de Manhattan, ya que —sin duda— sus
hombres murieron combatiendo en ella. Por otra parte, el valor físico
(del cual el valor en combate es apenas una variante) no es una
virtud moral, ni mucho menos ética. Es una reacción física, o quizá
fisiológica, que puede estar apuntalada por altos ideales pero
también por impulsos suicidas, por un superyó tiránico, por miedo a
la condena de amigos y familiares, por odio a la vida, por impulsos
sádicos, o puede, como sucede tantas veces, consistir en una
reacción espontánea del cuerpo que la mente no alcanza a
comprender. Puede, sobre todo, variar no sólo de un individuo a otro
sino para distintos momentos del mismo individuo. Desde Homero
en adelante la literatura —el registro más antiguo que poseemos de
las vicisitudes del valor guerrero— ha explorado sus vaivenes.
Enfrentado a Aquiles, Héctor, el campeón de los troyanos, pega
medía vuelta, huye corriendo y bajo la mirada de todo su pueblo da
tres veces la vuelta a los muros de Troya perseguido por su
adversario. Luego se detiene y muere peleando —y Héctor ha
pasado a la historia como paradigma del guerrero valiente. Ambrose
Bierce, que vivió entera la más feroz de las guerras del siglo XIX, la
Guerra de Secesión estadounidense, nos propone en "Parker
Addison, filósofo" el enigma de un condenado a muerte que se
enfrenta con bromas en los labios a la ejecución de la mañana
siguiente y se convierte en un gusano abyecto y suplicante cuando
adelantan la hora de su fusilamiento; Hemingway, valiente
profesional que iba por el mundo buscando guerras como don Juan
mujeres, y en los intervalos corridas de toros y cacerías que ponían
en juego parecidos valores, el enigma de un hombre que corre como
una liebre cuando debe cazar un león y se convierte en un fire eater
(tragabrasas) cuando se enfrenta al ataque de un búfalo. Entre
nosotros, fue el pacífico Borges quien mejor indagó los vaivenes del
coraje en cuentos como "Hombre de la esquina rosada", "Historia de
Rosendo Juárez", "La otra muerte" y tantos otros; a sí mismo se dio,
bajo la forma del semiautobiográfico Juan Dahlmann de "El sur", una
inaudita muerte —que es también un suicidio— en duelo de
cuchillos a cielo abierto. El valor físico es, además, una de las
cualidades humanas que más se prestan a ser capturadas por los
poderes opresores del Estado, la tradición, el patriarcado, etc.
Corresponde a una ética exclusivamente viril o masculina ("ser
hombre" contra "ser mujer" o "ser marica") y como tal se entrelaza
con la cultura del machismo, la misoginia y la homofobia. Es una
forma de valor que insta a despreciar a los débiles, en lugar de
protegerlos, y mucho más apta para relaciones de jerarquía y
obediencia que de solidaridad. En una sociedad como la nuestra, en
la cual el paradigma de la valentía ha pasado de militares a civiles y
de hombres a mujeres y reside hoy, sin duda alguna, en las Madres
de Plaza de Mayo, caer en la trampa de elevar el valor en combate
a la categoría de virtud última es no sólo injusto sino anacrónico,
una manera entre tantas de negar la realidad. Por lo mismo, la
tendencia de acusar de "cobardes" a los militares —oficiales y
suboficiales— que pelearon en Malvinas, si bien comprensible
desde la tentación de refregarles a los milicos en la cara sus propios
valores, es también problemática. En primer lugar, porque parece
implicar que si hubieran peleado valientemente entonces lo que
hicieron en su propia tierra sería de alguna manera menos
reprobable. Es usual, es tentador, echarles en cara que fueron
"valientes" para secuestrar familias, violar mujeres y torturar, y luego
no supieron pelear contra un enemigo "de su tamaño". Pero si bien
esto es verdad de modo genérico —la confusión de creer que ganar
una guerra contra un pueblo indefenso los capacitaba para pelear
contra una fuerza militar entrenada, confusión cuyo símbolo inmortal
es el argentinísimo Pucará, el avión diseñado para bombardear y
ametrallar pueblos en la selva tucumana y que en Malvinas sólo
sirvió para meter ruido—, también es cierto que numerosos notorios
torturadores murieron peleando contra los ingleses, y muchos que
no secuestraron ni torturaron fueron incapaces de dar batalla. La
realidad del deseo querría que todos los asesinos del Proceso
fueran, como Astiz, los cobardes de Malvinas, pero los hechos no
siempre la confirman.
En lo personal, me siento menos cerca de aquellos que
combatieron valientemente o murieron por la patria que de los
soldados —colimbas— que tuvieron miedo y trataron de salvar sus
vidas, o las de otros, los que se ayudaban entre sí a sobrevivir, a
resistir tas condiciones inhumanas y las vejaciones y humillaciones
constantes de sus superiores. Quienes hayan hecho la colimba
saben que es una gigantesca trituradora cuyo fin último es convertir
el instinto de solidaridad en el hábito de la obediencia. No es posible
someterse a una jerarquía de hierro sin renunciar al menos en parte
a la hermandad, y la función del servicio militar es convertir el amor
por el prójimo en el miedo o el odio al superior. La humillación, el
castigo, la obediencia ciega por un lado; el fomento de la delación,
el robo y la traición entre iguales por el otro, son dos caras de un
mismo proceso. En el servicio militar, y en la guerra, no se hacen los
hombres —se deshacen, y con las partes se arma un soldado. No
son tanto los que pelearon contra los ingleses, sino los que en
medio de esa guerra inventada supieron mantenerse unidos,
apoyarse, ayudarse, consolarse, resistir al verdadero enemigo que
eran sus propios oficiales; mantenerse, en suma, humanos, quienes
merecen reconocimiento y respeto. Si hubo héroes de Malvinas,
fueron ciertamente ellos, y no los carapintadas abyectamente
glorificados por Alfonsín.
La Guerra de Malvinas fue una derrota en todo sentido, en
todos los planos, y no hubo manera de disimularlo: el total
aislamiento geográfico de las Islas implicó que no hubiera
posibilidad de honrosa retirada: salvo algunos aviadores y marinos,
todos los que participaron en la guerra debieron rendirse, ser
capturados y volver a su tierra como prisioneros. "Es una vergüenza
ganar una guerra", son las palabras finales de una de las mejores
novelas bélicas, La piel de Curzio Malaparte, y no siempre es mejor
la victoria que la derrota. No lo hubiera sido para Alemania en el 45,
no lo hubiera sido para los Estados Unidos en Vietnam, no lo fue
para los ingleses en 1982, para quienes significó más Margaret
Thatcher y la prolongación basta el presente de la mentira de que
siguen siendo "la nación que construyó un imperio y gobernó una
cuarta parte del mundo". En nuestro caso tampoco hubiera sido
beneficioso, y no estoy pensando únicamente en la continuidad de
la dictadura del Proceso por dos o tres años más, sino en la
continuidad de ciertas obstinaciones argentinas; la idea de que
somos un gran país, la de que somos superiores a nuestros vecinos,
la de que somos primer mundo: nociones que por su evidente
falsedad generan su inevitable, automática contracara: que somos
un país de mierda, que nos merecemos los gobernantes que
tenemos, que somos una colonia y es mejor que nos vayamos
acostumbrando a ello. Todo sentimiento divorciado de la realidad,
todo pensamiento ajeno a la verdad, toda palabra insincera o
hipócrita, engendran fatalmente su opuesto: nos decimos los
mejores y nos sentimos los peores, celebramos a los combatientes
de Malvinas como héroes y después no los queremos ni ver, nos
asombramos de que los kelpers no quieran ser argentinos en el
avión que nos lleva para siempre a Roma, Miami o Tel Aviv; toda
esa dualidad de exitismo y derrotismo simbolizada por las
"demasiado famosas" Islas especulares y la fecha del 2 de abril. El
14 de junio es una fecha triste, sin duda, pero ofrece a cambio algo
que calma, aquieta la mente, devuelve la unidad al pensamiento,
permite que se reencuentren cabeza y corazón, equilibra ese
intolerable vaivén entre grandeza e insignificancia que ya nos está
resultando intolerable. Permite sobre todo callar, y sentir dolor, y
recordar en silencio, ya que a la verdad le bastan pocas palabras, y
es la mentira la que necesita hablar y hablar sin parar. Por todo esto
la fecha que cifra el sentido de Malvinas no es la del 2 de abril sino
la del 14 de junio, día de nuestra pérdida quizá definitiva de las
Islas, día también de nuestra recuperación de la incómoda cordura
de la realidad.
4. Para una reformulación del género policial
argentino
Se admite que la literatura policial tiene dos vertientes: una, la
policial clásica o inglesa, tiene su origen, paradójicamente, en los
Estados Unidos, en los cuentos del caballero Dupin de Poe, y luego,
sí, continúa en Inglaterra, con Conan Doyle, Agatha Christie y P. D.
James. La otra, la policial norteamericana, también llamada novela
negra, surge en los Estados Unidos, en la tercera década del siglo
XX. La literatura argentina, ha cultivado ambas: la analítica o
intelectual, con Borges, Bioy Casares, el Rodolfo Walsh de
Variaciones en rojo y otros; mientras que la novela negra ha sido
practicada por el Walsh de Operación masacre, por Osvaldo
Soriano, Ricardo Piglia, Juan Martini, Juan Sasturain, José Pablo
Feinmann y muchos más. Desde los tempranos años 70 hasta fines
de los 80 al menos se tendió a valorar a la segunda sobre la
primera, como más adecuada a nuestra realidad, por su capacidad
de incluir la temática social, de dar cuenta de la motivación
económica del crimen, etc. A partir de los 90, sin embargo, la policial
clásica ha experimentado en nuestras letras un notable
resurgimiento, mientras que la negra pierde terreno y hoy aparece
en franca regresión.
Se ha sugerido que uno de los problemas es la ausencia de
detectives privados en la Argentina. El diagnóstico, aunque apunta
en la dirección correcta, es inexacto. Detectives privados hay, lo que
no hay son detectives privados íntegros y honestos, desvinculados,
y menos aún opuestos, al poder político y policial, a la manera del
Marlowe de Chandler. Un Marlowe, para nuestra realidad, es tan
exótico o imposible como un Sherlock Holmes o una Miss Marple; y
de ser posible, terminaría flotando boca abajo en el Riachuelo a la
mitad del primer capítulo. Escuchemos por un momento —
verdaderamente escuchemos- las palabras de Chandler: "Por estas
calles viles debe ir un hombre que no sea en sí mismo vil, un
hombre sin miedo ni mancha. El detective de esta clase de historias
debe ser un hombre tal. Él es el héroe, lo es todo... Debe ser, para
usar una frase gastada, un hombre de honor... Debe ser el mejor
hombre de su mundo y suficientemente bueno para cualquier otro
mundo... Si hubiera suficientes hombres como él, el mundo sería un
lugar muy seguro para vivir" ("El simple arte de matar"). El modelo
chandleriano de novela negra pudo —quizá— resultar válido en la
Argentina de los 70; a partir de los 80 se ha vuelto increíble y
obsoleto; en la Argentina actual, donde todos los detectives privados
son ex policías o ex servicios de inteligencia, un detective como
Marlowe sólo sería posible a la manera en que fue posible un
caballero andante en el siglo XVII español.
Así, por lo menos, nos presenta Juan Sasturain a su detective
Etchenique de Manual de perdedores I (1985): su existencia se hace
posible sólo a trueque de aceptar su entidad puramente literaria:
"Pero eso no existe, veterano. Es un invento yanqui, pura literatura,
cine y series de TV... ¿O se cree que tipos como Marlowe o Lew
Archer o Sam Spade existieron alguna vez? ¿Qué le pasó? ¿Se
rayó como don Quijote y creyó que en la realidad podía vivir lo que
leyó en los libros?". Otra comprobación de la imposibilidad de
concebir un detective privado de novela negra en las calles de la
Buenos Aires actual la ofrece la novela Quinteto de Buenos Aires
(1997) de Manuel Vázquez Montalbán. Pepe Carvalho, protagonista
de las incomparables Los mares del sur y La soledad del manager,
ese detective catalán tan cómodamente instalado en la realidad de
su patria que hasta libro de recetas tiene, al llegar a las calles de
Buenos Aires e intentar investigar los crímenes de la dictadura se
vuelve un pelele amorfo y la novela no sólo es la peor de la serie
Carvalho; ni siquiera merece el título de tal. Esto se debe en parte a
que fue concebida como el guión de una serie televisiva que no
pudo ser; pero esta explicación, con ser verdadera, tiene el defecto
de ser poco interesante. Mejor es pensar que la realidad argentina
actual, y la investigación sobre los crímenes de la dictadura en
particular, anulan y aplastan a este detective privado como anularían
a los mejores de la tradición.
Pero quizá, mejor que despotricar contra la tradición
norteamericana, sería recuperar la nuestra. Si la concepción
calvinista del lugar central de la ley y la ética es el centro de la
policial negra (cuestionada en los Estados Unidos, no casualmente
en épocas de radicalismo político: la década del 20, la del 60) y
vuelve una y otra vez, es en parte porque la policial norteamericana
—sobre todo en el cine— deriva del western, donde el sheriff es "el
bueno" y los criminales son "los malos". En cambio en nuestro
equivalente —la gauchesca— la sociedad es una arcadia pastoril
hasta que aparecen el juez de paz y la policía. Más cerca (mucho
más cerca) de Rousseau que de Hobbes, sus héroes son (mezclo, a
propósito, ficción e historia mítica, que se parecen más entre sí que
a la historia documentada) el gaucho renegado Martín Fierro, Juan
Moreira, Hormiga Negra, Bairoletto, Facón Grande y —
paradigmáticamente— el sargento Cruz, que se pasa de bando y
lucha junto al desertor y contra sus propios hombres. El único milico
de renombre, el vigilante —luego sargento— Chirino, es un infame
que sólo se atreve a matar a Moreira por la espalda. Borges, a quien
se ha cuestionado por defender la policial clásica contra la
norteamericana, tenía sin embargo las cosas más claras que
muchos de sus detractores, y todo autor argentino de novelas
policiales haría bien en copiar estas palabras y colgarlas bien a la
vista sobre su mesa de trabajo: "El argentino hallaría su símbolo en
el gaucho y no en el militar, porque el valor cifrado en aquel por las
tradiciones orales no está al servicio de una causa y es puro. El
gaucho y el compadre son imaginados como rebeldes; el argentino,
a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los
europeos, no se identifica con el Estado... Los films elaborados en
Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un
hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de un
criminal para entregarlo luego a la policía; el argentino, para quien la
amistad es una pasión y la policía es una mafia., siente que ese
'héroe' es un incomprensible canalla" ("Nuestro pobre
individualismo").
En esto, el espíritu de la gauchesca sigue estando mucho más
cerca de nuestra realidad que el de la policial negra norteamericana.
En la Argentina actual no hay policías corruptos; la institución
policial es corrupta en su organización básica (funcionamiento en
base a la recaudación ilegal de fondos, imposibilidad de los
subordinados de denunciar a sus superiores, financiamiento policial
de la política, comisarías que se venden o se compran según su
capacidad de generar dinero ilegal, jefes de policía que rápidamente
se convierten en millonarios con jacuzzi en la oficina...). La policía
no representa la ley, sino su contrario. La exclamación de los
delincuentes en las películas norteamericanas, cuando ven llegar a
la policía, "¡Es la ley!", seria entre nosotros una broma de mal gusto.
¿Por qué, entonces, las series y algunas novelas siguen pegadas al
modelo norteamericano? ¿Habrá que darles por una vez la razón a
los nacionalistas, y comenzar a despotricar contra la sumisión a los
modelos foráneos? Esta puede ser una explicación verdadera, pero
sólo en parte. Todos sabemos que la policía es quien comete los
crímenes, y sin embargo llamamos a la policía cuando nos roban o
nos asaltan. Esta aparente paradoja puede en parte deberse a una
comprensible razón psicológica: no tenemos a quien más recurrir.
(Esto, por supuesto, de las clases medias para arriba. Para las
clases populares, para los indigentes sobre todo, la policía es, sin
más, el enemigo.) El imperio de este doble pensamiento digno de
Orwell tuvo en 2004 una corroboración inesperada, al enterarnos de
que la acusación a los policías bonaerenses por el atentado
terrorista de la amia fue fraguada por la justicia y el gobierno
nacional. ¿Por qué el Estado eligió acusar a sus propias fuerzas
policiales? Muy simple: porque sabía que la mayoría de la población
cree que la policía es una organización criminal capaz de cualquier
cosa por dinero. Cada vez que se comete un crimen importante —
un buen ejemplo se da en los asesinatos en pueblos pequeños— la
primera sospechosa, la sospechosa "natural" es la policía, y contra
ella —aun antes de los primeros indicios, by default- se organizan
las marchas populares. Y a la vez, si aumenta la inseguridad,
reclamamos mano dura y mayor poder para la policía, y menos
controles a su accionar —es decir, mayor libertad para delinquir. En
esta trampa orwelliana están atrapadas nuestra ficción y nuestra
vida cotidiana.
Este doble pensamiento o doble conciencia no puede sino
reflejarse en los productos del arte y la cultura de masas. Las series
televisivas como Poliladron, 099 Central —quizá la única excepción
reciente haya sido la serie Tamberos de Adrián Caetano— muestran
una policía dedicada a combatir el crimen, en cuyo seno apenas
esporádicamente aparecen policías corruptos o bandas policiales.
En el cine, películas como El bonaerense dan más cerca del clavo:
un pequeño criminal se salva de la cárcel entrando en la policía, y lo
que se le exige, una vez adentro, es que siga robando. O Plata
quemada (la novela sobre todo, pero también la película) donde
claramente los ladrones son los héroes y la policía los villanos, y el
motivo del tiroteo es que esta vez los chorros se rebelaron y se
negaron a arreglar con la cana. Pero el cine masivo, el de
Comodines y Peligrosa obsesión, apenas repite los modelos
estadounidenses sin más.
Por supuesto, se puede decir que la ficción policial no tiene por
qué ser realista, y este ha sido otro argumento invocado para
defender estas series y películas: son meras ficciones, nadie en su
sano juicio las confundiría con la realidad. Esta defensa también ha
sido ensayada por Borges para la policial clásica, desvinculándola
de plano de la representación realista: Poe no quería que el género
policial fuera un género realista, quería que fuera un género
intelectual, un género fantástico... un género basado en algo
totalmente ficticio; el hecho es que un crimen es descubierto por un
razonador abstracto y no por delaciones, por descuidos de los
criminales, Poe sabía que lo que él estaba haciendo no era realista,
por eso sitúa la escena en París".
Quizá sea por eso que el cultivo de la policial clásica ha
experimentado su revival, que se inicia en los 90 con, por ejemplo,
la transicional El cadáver imposible (1992) de Feinmann, novela que
se la pasa preguntándose a qué género pertenece, La pesquisa
(1.994) de Juan José Saer, La traducción (1998) y Filosofía y Letras
(1999) de Pablo de Santis, Tesis sobre un homicidio (1999) de
Diego Paszkowski, Crímenes imperceptibles (2003) de Guillermo
Martínez y aun Segundos afuera (2005) de Martín Kohan: a
diferencia de la policial negra, la clásica se ha vuelto insospechable:
nadie puede confundirla con la realidad. Es notable que muchas de
estas transcurran efectivamente en lugares exóticos como París (La
pesquisa), Oxford (Crímenes imperceptibles) o en ambientes
cerrados y fantasmales (las novelas de Pablo de Santis). La policial
clásica se caracteriza básicamente por un esquema narrativo, que
puede aplicarse a las realidades más diversas (desde los ambientes
reconociblemente ingleses de Agatha Christie o P. D. James al
medioevo europeo de El nombre de la rosa). La policial negra, si
bien parece igualmente adaptable (el film Coup de Torchon [1981]
de B. Tavernier traslada la acción de Pop 1280 de Jim Thompson de
los Estados Unidos al África colonial francesa, Yojimbo [1961] de
Kurosawa, la de Cosecha roja de Hammett al Japón feudal), es más
fiel al pacto realista: ambas películas efectivamente reflejan la trama
de relaciones sociales y económicas del África colonial francesa y el
Japón feudal. El único caso de novela negra liberada del imperativo
realista es la cruzada con la ciencia ficción, ejemplificado
paradigmáticamente por el film Blade Runner (1982) de Ridley Scott.
Y así y todo, quizá lo característico del cruce entre novela negra y
ciencia ficción no sea la desaparición o debilitamiento del pacto
realista, sino su carácter prospectivo, en fugar de retrospectivo o
actual: tantas veces se ha alabado a Blade Runner como la película
que "la pegó" en sus predicciones sobre el futuro que nos esperaba.
¿Por qué la novela negra argentina, que parecía haber
desplazado definitivamente a la clásica en los 70, hoy parece haber
sido desbancada por ella? ¿Será por la tan cacareada pérdida de
vocación política o realista de nuestra fatalmente posmoderna
literatura actual? Tal explicación pecaría de facilismo y
autocomplacencia setentista. Quizá sea mejor reformular la
pregunta: ¿qué pasó entre los 70 y los 90 para que el quiebre se
diera no antes o después, sino justamente ahí?
Pasó, claro, lo que pasó en todos los órdenes. La última
dictadura militar fue una singularidad dentro de nuestra historia y
nuestra experiencia cotidiana e imaginaria. Nadie (salvo quizás
algunos de los militares que la "estaban planeando) pudo predecirla.
Tampoco la ficción, tantas veces alabada por su carácter
anticipatorio, fue capaz de soñarla; y ni siquiera es muy capaz de
hacerlo ahora, retrospectivamente. De todos los géneros narrativos,
el que más acusa esta asignatura pendiente es el policial. Toda
época tiene su historia y también sus mitos, y estos últimos
perduran aun cuando aquella los haya desmentido. En el período de
la primera democracia post-Proceso —la alfonsinista— se mitificó a
"los militares" como los responsables de la tortura, muerte y
desaparición de las personas. Esto se debió en parte a la
propaganda oficial, pero la aceptación masiva, casi desesperada, de
esta versión no se debió únicamente a la mala fe o la credulidad
ingenua: fue a lo sumo una credulidad perversa que tuvo causas
inconscientes y comprensibles. Si los militares habían sido los
únicos responsables, al retirarse los militares a los cuarteles, al
hacerse impensable un nuevo golpe de Estado, el peligro había
desaparecido y podíamos dejar de vivir aterrados. La historia, en
cambio, demuestra que la policía tuvo un rol casi tan importante,
sobre todo en los innumerables pueblos y ciudades del país donde
no había guarniciones militares, donde las comisarías y jefaturas de
policía eran los únicos centros de detención clandestinos y la policía
la única encargada de ejecutar secuestros, torturas y
desapariciones. Lo cierto es que —también esto lo sabemos y
tratamos de negarlo— el Proceso no terminó del todo. Los militares
abandonaron las calles y se replegaron a los cuarteles, y salvo las
breves excursiones al exterior de las rebeliones carapintadas, allí
quedaron agazapados, kafkianamente esperando un momento que
nunca llegó. Pero antes de retirarse, le pasaron la antorcha a la
policía. Y, a través de ella, el Proceso siguió en las calles, matando,
saqueando, torturando, haciendo desaparecer a las personas. El
cambio que llevó a cabo la institución policial durante el Proceso no
fue cuantitativo sino cualitativo: es el cambio que lleva de una
organización corrupta, que tolera o fomenta el crimen, a una
organización criminal sin más; y en los posteriores años de la
democracia este cambio no hizo sino consolidarse y profundizarse.
En la Argentina, del Proceso en adelante, la policía es el crimen
organizado, tiene el monopolio no sólo de la violencia, sino de la
ilegalidad, y no tolera competencia. El habitual chantaje de la policía
a los intentos de reforma con que cada tanto la amenazan se
resume en la frase: "¿Quieren crimen organizado (es decir,
administrado, en nuestras manos) o lo prefieren inorganizado
(impredecible, innegociable, en manos de los marginales y sin
reparto del botín)?". Los criminales civiles sólo pueden funcionar
bajo las órdenes de la policía, o bajo protección policial. Las bandas
mixtas de policías y ladrones, los presos que muchas veces son
obligados a salir a robar por el personal penitenciario, no son una
excepción o una aberración, sino un modo de funcionamiento
rutinario. Esto determina que una ficción policial argentina ajustada
a los hechos conocidos encuentre grandes dificultades en
permanecer realista, porque la realidad de la policía argentina es
básicamente increíble. La policía cambió, pero el género policial
sigue buscando el rumbo. Después del Olimpo no se puede hacer
novela negra.
Y sin embargo el paso decisivo hacia un género policial
auténticamente argentino ya había sido dado por Rodolfo Walsh
hace casi cincuenta años. Si todavía no lo hemos asumido, es
porque no ha sido adecuadamente explicado y entendido. El paso
no es, como tantas veces se ha repetido, de la policial clásica o
analítica de Variaciones en rojo a la policial negra de Operación
masacre. Operación masacre es algo más; supera la policial negra
en el momento mismo de absorberla: quien investiga —Walsh
mismo— no es un policía o un detective sino un periodista; la policía
ha cometido el crimen y el aparato judicial se ha encargado de
encubrirlo, la lucha del investigador no es por lograr que se haga
justicia, ni siquiera que se la aplique la ley, sino, más
modestamente, por hacer saber la verdad —que nadie quiere oír.
También cambia el centro moral del género, que ya no se encuentra
en la razón del detective analítico, en la ética anglosajona del
detective a la Marlowe, o en el germano celo burocrático del hombre
que —como el inspector Bauer del film El huevo de la serpiente-
"sólo hace su trabajo", sino en las redes de solidaridad entre
ciudadanos comunes.
Es verdad que debe haber, aun hoy, algún policía honrado
suelto, y pudo haber habido alguno durante el Proceso. Pero la
literatura tiende a lo emblemático, y debe intentar, si va a tratar
casos únicos y excepcionales, de resaltar por todos los medios su
carácter excepcional, de problematizarlos en lugar de naturalizarlos.
Nadie cree que la violencia colombiana sea literalmente como la
pinta Fernando Vallejo en La Virgen de los Sicarios, y sin embargo
la novela despliega un mundo criminal que no podría ser de ninguna
otra parte, crea, con sus carteles que anuncian "No arroje cadáveres
aquí", el arquetipo platónico de la violencia colombiana. De manera
análoga, una comisaría argentina de ficción debe ser cualquier cosa
menos una comisaría: un depósito de mercadería robada, una
oficina de recaudación para las coimas, un aguantadero donde los
policías, los chorros civiles, los jueces y los políticos locales se
juntan al final del día para repartir el botín. Las denuncias de la
población deben tomarse entre risotadas cómplices e ipso facto
llevadas a los baños para servir de papel higiénico... Si se adoptan
estructuras clásicas de la policial de Hollywood, como aquella de la
relación entre el viejo policía (siempre en su último día antes de
jubilarse) cínico y sabio, y el joven impetuoso lleno de ideales, debe
adaptárselas: el viejo cana argentino será un coimero, ladrón y
asesino pero que cree en mantener las formas, al menos las
apariencias de la legalidad, mientras que el joven, formado durante
o después de la dictadura, pavoneará su carácter de delincuente
porque lo hace más temible-más eficiente— y no creerá necesario
ocultar nada. Hitchcock solía repetir que un problema de muchos
thrillers era que tarde o temprano el público se preguntaba: "¿Por
qué no acudieron [los personajes en problemas] a la policía?". La
ficción policial argentina corre con ventaja: ya tiene solucionado ese
problema de antemano, porque a nadie en su sano juicio se le
ocurriría hacer una pregunta semejante.
El modelo de la novela negra todavía sería posible para la
Argentina actual a partir de otras fórmulas, como la de Hammett en
Cosecha roja y en las novelas de Sam Spade, un detective que
basa su eficacia en ser más inescrupuloso y ambicioso que la
policía y los criminales. Hammett había sido uno de los detectives
de la Pinkerton, que eran básicamente apaleadores y asesinos de
dirigentes obreros y sociales, y conocía bien el palo: jamás habría
confundido, como muchos de sus compatriotas, a la policía o los
detectives con la ley, y mucho menos con la justicia. También sería
viable el modelo del policía asesino de Jim Thompson en Pop 1280
y El asesino dentro de mí, adaptado a la "realidad" malvinense por
Raúl Vieytes en su novela Kelper.
Por supuesto, alguien podrá decir que mejor que re-formular el
género policial sería reformar la policía. Pero aun en esa futura
época venturosa necesitaremos un registro de aquello por lo que
hemos pasado, para lo cual propongo el siguiente:

Decálogo del relato policial argentino


1. El crimen lo comete la policía.
2. Si lo comete un agente de seguridad privada o —incluso—
un delincuente común, es por orden o con permiso de la policía.
3. El propósito de la investigación policial es ocultar la verdad.
4. La misión de la Justicia es encubrir a la policía.
5. Las pistas e indicios materiales nunca son confiables: la
policía llegó primero. No hay, por lo tanto, base empírica para el
ejercicio de la deducción.
6. Frecuentemente, se sabe de entrada la identidad del asesino
y hay que averiguar la de la víctima. A diferencia de la policial
inglesa, la argentina suele comenzar con la desaparición del
cadáver.
7. El principal sospechoso (para la policía) es la víctima.
8. Todo acusado por la policía es inocente.
9. Los detectives privados son indefectiblemente ex policías o
ex servicios. La investigación, por lo tanto, sólo puede llevarla a
cabo un periodista o un particular.
10. El propósito de esta investigación puede ser el de llegar a la
verdad y, en el mejor de los casos, hacerla pública; nunca el de
obtener justicia.
5. Borges y la tradición mística

I. Mística

Voy a partir de la suposición de que Borges arrastró durante


toda su vida literaria una íntima frustración: la de no haber sido un
poeta místico. Como evidencia, por ahora, voy a citar una de dos
frases suyas que me han sugerido esta idea. En el epílogo a El libro
de arena que es de 1975 y por lo tanto da cuenta de casi toda su
vida literaria, dice, hablando de su cuento "El Congreso": "El fin
quiere elevarse, sin duda en vano, a los éxtasis de Chesterton o de
John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación, pero he
procurado soñarla". Poca cosa, dirá el lector. Puede ser. Pero entre
la humildad del "no he merecido" y la resignación de "he procurado
soñarla", cada vez que la leo me deja una sensación de vaga
tristeza. Seguramente porque quien la escribió era Borges, nada
menos, un hombre al que muchos han estado y están tentados de
calificar de visionario, a veces impulsados por ese mito que asocia
la ceguera con la visión interior, la profecía y la clarividencia;
(tengamos en cuenta que "místico" se deriva del griego µύειν, cerrar
los ojos), otras veces por razones más valederas. Pero creo que una
de las razones fundamentales es que al leerla, inmediatamente supe
que era cierto. Borges nunca había tenido una revelación, un éxtasis
como los que habían experimentado algunos de sus autores
favoritos y también —esto es lo más interesante— algunos de sus
propios personajes. Borges no fue un místico.
¿Qué es exactamente un místico, y cuál la experiencia que lo
define como tal? Tomo la definición de Gershom Scholem, por ser
un autor que Borges frecuentaba y respetaba, En el capítulo "La
autoridad religiosa y la mística" de su libro La cábala y su
simbolismo nos dice Scholem: "Místico es aquel al que se ha
concedido una expresión inmediata, y sentida como real, de la
divinidad, de la realidad última... Tal experiencia le puede haber,
venido por medio de un repentino resplandor, una iluminación, o
bien como resultado de largas y acaso complicadas preparaciones".
El mismo Borges, en Qué es el budismo, enuncia las siguientes
características que, según él, comparten la mística cristiana,
islámica y budista: a) el desdén por los esquemas racionales; b) la
percepción intuitiva, ajena a los sentidos; c) el conocimiento
absoluto, que nos da una certidumbre cabal e irrefutable; d) la
aniquilación del Yo; e) la visión del múltiple universo transformado
en unidad; f) una sensación de felicidad intensa.
Yo agregaría una g) la anulación de la duración, de la sucesión
temporal, o sea una entrada —así fuera temporaria— en la
eternidad, porque si bien Borges no la incluye en este texto en
particular, más de una vez se refiere a ella. Esta anulación de la
sucesión temporal supone otra cualidad fundamental de la
experiencia mística, que es su carácter no verbal —ya que el
lenguaje humano, el verbal al menos, es sucesivo, es decir,
inconcebible sin la duración.
La visión mística resuelve las contradicciones: desaparece la
distancia sujeto-objeto, se vuelven simultáneos presente, pasado y
futuro, el espacio entero cabe en un punto, o en palabras de Blake:

To see a World in a Grain of Sand


And a Heaven in a Wild Flower,
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour.

Y se vuelven equivalentes lo uno y lo múltiple, el todo y la nada.


La lista de poetas místicos o visionarios es, al menos en
Occidente, relativamente escasa y mayormente constante. Entre los
autores que Borges frecuenta se suele tachar de místicos a Dante,
Ángelus Silesius, Swedenborg, Blake, Whitman y Rimbaud. No a
todos Borges les concede el título habilitante: reconoce la plena
dignidad de místico a Swedenborg, y, siguiendo en esto a Emerson,
lo convierte en prototipo del místico. Del místico, más que de poeta
místico: ese sitial parece corresponderle a Blake ("Blake era un gran
poeta, cosa que Swedenborg no era", dice Borges en los Diálogos
con Osvaldo Ferrari).
Por su formación, Swedenborg no era poeta, sino hombre de
ciencia; por eso sus escritos "en árido latín", al decir del poema
"Emanuel Swedenborg" de Borges, nos presentan una suerte de
topografía de las regiones celestiales e infernales. "Hay una
diferencia esencial entre Swedenborg y los otros místicos. En el
caso de San Juan de la Cruz, tenemos descripciones muy vívidas
del éxtasis. Tenemos el éxtasis referido en término de experiencias
eróticas o con metáforas de vino... En cambio en la obra de
Swedenborg no hay nada de eso. Es la obra de un viajero que ha
recorrido tierras desconocidas y que las describe tranquila y
minuciosamente", dice Borges en la conferencia "Emanuel
Swedenborg" de Borges, oral.
A Dante, en cambio, lo coloca —como a sí mismo— del lado de
los que, sin experimentarlo, han procurado soñar un transporte
semejante: "En el caso de Dante, que también nos onece una
descripción del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso, entendemos
que se trata de una ficción literaria. No podemos creer realmente
que todo lo que relata se refiere a una vivencia personal", dice
Borges en la misma conferencia. A los éxtasis soñados de Dante y
los suyos propios, Borges agrega las supuestas iluminaciones de
Rimbaud: "Rimbaud no fue un visionario (a la manera de William
Blake o de Swedenborg) sino un artista en busca de experiencias
que no logró", afirma Borges en "Dos interpretaciones de Arthur
Rimbaud".
Más complejo es el caso de Walt Whitman, cuyo carácter de
poeta místico fue afirmado por su discípulo Richard Bucke, quien
sugirió que la experiencia mística originaria, la que daría origen al
poema, tuvo lugar en "una mañana de junio de 1853 o 1854"
repitiéndose luego. Autoridades respetables como Gershom
Scholem y Malcolm Cowley coinciden en reconocer que el origen de
"Hojas de hierba" se encuentra en una serie de experiencias
místicas. Y sin embargo Borges no menciona, en sus dos ensayos
consagrados al autor, "El otro Whitman" y "Nota sobre Walt
Whitman", una posibilidad semejante. Recién 35 años más tarde, en
1967, en su Historia de la Literatura norteamericana, Borges admite
que pudo haber habido "algo": "En 1848 [Whitman] viajó con su
hermano a Nueva Orleáns. Allí ocurrió algo. Hay quienes hablan de
una experiencia amorosa, otros de una revelación que lo transformó
hondamente".
El caso es que a Borges, Whitman le sirve para otra cosa: para
plantear la diferencia entre el escritor personaje y el escritor real.
Dice en "Nota sobre Walt Whitman": "...hay dos Whitman: el
'amistoso y elocuente salvaje' de Leaves of Grass y el pobre literato
que lo inventó... El mero vagabundo feliz que proponen los versos
de Leaves of Grass hubiera sido incapaz de escribirlos". La clave de
esta renuencia de Borges a concederle a Whitman el título de poeta
místico puede ser en parte psicológica. Harold Bloom afirma en El
canon occidental que Borges quería ser Whitman (algo que
finalmente le tocaría en suerte no a él sino a Neruda) y quizás en los
tempranos ensayos de Discusión (1932) todavía no había perdido
las esperanzas. Si la poesía de Whitman efectivamente tenía un
origen místico, él estaba en serias dificultades; si no, todavía había
esperanzas.

II. Gnoseología

¿Por qué seduce a Borges el conocimiento místico? Pienso que


este interés se deriva de su escepticismo radical sobre el
conocimiento humano. Para Borges, este siempre fue, es y será
limitado y parcial: eso es lo que lo define. Nunca llegará el día en
que tengamos certeza absoluta sobre alguna cosa, mucho menos
sobre todas. De hecho, ni siquiera podemos estar seguros de que
las categorías fundamentales de nuestra intuición (espacio, tiempo,
yo) corresponden a la realidad. "Es aventurado pensar que una
coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) pueda
parecerse mucho al universo", nos advierte Borges en "Avatares de
la tortuga". Damos por hecho que el mundo consta de objetos, las
cualidades de los objetos y las acciones que pueden llevar a cabo o
sufrir... ¿Pero... el mundo es así, o lo entendemos así porque
nuestra lengua clasifica todo en sustantivos, adjetivos y verbos? En
"Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" nos enteramos de que en el hemisferio
austral de Tlön, los idiomas no tienen sustantivos: por lo tanto "el
mundo, para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es
una serie heterogénea de actos independientes". Nuestra
comprensión del mundo está determinada por nuestro pensamiento,
es decir, por el lenguaje; de manera análoga, nuestra percepción del
mundo está limitada por los sentidos que poseemos. "Imaginemos
que el entero género humano sólo se abasteciera de realidades
mediante la audición y el olfato", nos propone Borges en "La
penúltima versión de la realidad", "imaginemos anuladas así las
percepciones oculares, táctiles y gustativas y el espacio que estas
definen... La humanidad se olvidaría de que hubo espacio".
En este cuento fundamental (me refiero, claro, a "Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius") Borges nos presenta un grupo de enciclopedistas
que, cansados de esta infinita falibilidad del conocimiento humano
del mundo, deciden crear la enciclopedia de un mundo ilusorio o
ficcional, hecho a la medida de las capacidades humanas.
Previsiblemente, este mundo cognoscible pasa a reemplazar al
incognoscible mundo "real": "¿Cómo no someterse a Tlön", dice
"Borges" —Borges personaje—, "a la minuciosa y vasta evidencia
de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también
está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas —
traduzco: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de percibir.
Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un
laberinto destinado a que lo descifren los hombres". La empresa de
los tlönistas es la más vasta y ambiciosa acometida por el género
humano, pero es acometida bajo el signo de la resignación. Los
tlönistas renuncian a comprender el universo de Dios (hasta
entonces llamado "real") y deciden crear otro, humano, es decir, de
ficción —quizá sin saber que pasará a reemplazar al otro y se
volverá real.
¿Está, entonces, el conocimiento humano condenado a vagar
para siempre por los laberintos del relativismo y el error? La
respuesta es sí, si lo pensamos únicamente como conocimiento
racional, científico o filosófico, y aun como intuitivo, es decir,
meramente humano. La respuesta es no, si lo pensamos como
conocimiento místico. La experiencia mística iguala el conocimiento
humano al divino, permite al hombre, sea de manera temporaria o
permanente, ver el mundo con el ojo de Dios; y en algunos casos, lo
convierte en Dios sin más. Borges, que no pudo experimentar este
contacto en carne propia, y por lo tanto hablar, como es norma entre
los místicos, en primera persona, procuró, nos dice, soñarlo, es
decir, experimentarlo en tercera persona, a través de sus
personajes.
El ejemplo más claro es el de Tzinacán, el sacerdote maya de
"La escritura del Dios" que, a la manera de los cabalistas, busca una
sentencia divina que permitirá a los hombres la unión con Dios, y la
encuentra cifrada en las manchas del jaguar: "Entonces ocurrió lo
que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad,
con el universo (no sé si estas palabras difieren). Yo vi una rueda
altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados,
sino en todas partes, a un tiempo.
Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era
(aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las
cosas que serán, que son y que fueron, y yo era un de las hebras de
esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra.
Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa rueda
para comprenderlo todo sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la
de imaginar o la de sentir!".

III. Semiología

La revelación puede ser buscada (como en el caso de


Tzinacán) o recibida por un elegido de Dios o del mero azar. Pero es
ahí donde los problemas del místico recién empiezan. Tener la
visión es difícil pero posible, lo que es imposible es comunicarla. Es
esta la angustia del "Borges" personaje de "El Aleph". Cuando ve el
punto donde están todos los puntos del universo, siente "infinita
veneración, infinita lástima" y llora. Pero recién cuando debe poner
en palabras lo que vio habla de su desesperación: "Arribo, ahora, al
inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de
escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos que presupone
un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los
otros el infinito Aleph, que mi memoria apenas abarca? Los
místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar
la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es
todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está
en todas partes y su circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un
ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente, al
Occidente, al Norte y al Sur".
Notemos que dice "mi desesperación de escritor". En cuanto
visión, la experiencia mística es completa y absolutamente
satisfactoria. El ejemplo más extremo es el de Tzinacán, que
encarcelado en un pozo, con todo su pueblo subyugado y
quebrantado, es capaz de decir: "Quien ha entrevisto el universo,
quien ha entrevisto los íntimos designios del universo, no puede
pensar en un hombre, por más que ese hombre sea él. Ese hombre
ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel
otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie.
Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los
días, acostado en la oscuridad".
Transmitir, comunicar la revelación mística es una variante más
compleja del conocido desafío de explicarle los colores a un ciego
de nacimiento: en relación a lo que ve el místico, todos somos
ciegos de nacimiento... Y donde no hay experiencia compartida, el
lenguaje es impotente. Se suele decir que la experiencia mística es
inefable. Lo es, pero no porque esté más allá del lenguaje...
Palabras siempre pueden inventarse. Es inexpresable porque unos
pocos la han tenido y la mayoría no. En los Diálogos con Osvaldo
Ferrari, Borges nos habla de un encuentro con un joven monje
budista que había alcanzado dos veces el nirvana: "...me dijo
también: 'hay otro monje con el Cual yo puedo hablar sobre esto,
porque él ha tenido esa experiencia; a usted no puedo decirle nada'.
Claro, yo entendí: toda palabra presupone una experiencia
compartida, porque si usted está en Canadá y habla del sabor del
mate, nadie puede saber exactamente cuál es".
Bajo este signo aparece la revelación del ya mencionado "El
Congreso". En este relato, un número de hombres decide, un poco a
la manera de los tlönistas, fundar un congreso de representantes de
la humanidad. La paradoja de una representación que sea tan
compleja y completa como lo representado ya había sido explorada
por Borges en el mapa del imperio que coincide con el imperio ("Del
rigor en la ciencia”), en el poema La tierra de Carlos Argentino
Daneri ("El Aleph") y en otros textos. Los congresistas triunfan
cuando se dan cuenta de que han fracasado: lejos de poder
representar al universo en su totalidad, hay que entrar en unión
mística con alguna de sus partes (en las cuales está la totalidad), y
así estaremos más cerca de verlo: "Las palabras son símbolos que
postulan una memoria compartida. La que quiero ahora historiar es
mía solamente; quienes la compartieron han muerto. Los místicos
invocan una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un
sol que es todas las estrellas, y el sol, un cántaro de vino, un jardín
o el acto sexual. De esas metáforas ninguna me sirve para esa larga
noche de júbilo...".
La imaginación del Aleph permite llevar al absurdo la paradoja
de la incomunicabilidad de la experiencia mística, pues la premisa
del relato parece ser: ¿qué si la experiencia visionaria le es otorgada
a alguien que no la merece, que no tiene ningún talento para
expresarla, ni siquiera para apreciarla? ¿Si en lugar de a un
Shakespeare, a un Joyce o a un Borges, se la dan a un tarado como
Carlos Argentino Daneri? Por eso en este relato la visión debe
provenir de un objeto exterior al sujeto: sería difícil aceptar que
alguien pudiera tener la capacidad espiritual de alcanzar el éxtasis y
la absoluta incapacidad estética de ponerlo en palabras.
Llegado a este punto debo hacer una advertencia: la
experiencia de ver el Aleph tiene algunos puntos en común con la
experiencia mística, puede funcionar como análogo o modelo de la
experiencia mística, pero no puede homologársele. El Aleph no es
una visión interna, es un objeto externo. Para verlo no hace falta
ningún tercer ojo, basta con los dos de la cara: cualquiera que se
acueste en el sótano de la casa de la calle Garay puede hacerlo,
hasta Daneri. En el Aleph no se ve a Dios, ni el cielo ni el infierno,
apenas el universo físico —y hasta por ahí nomás, porque si bien
"Borges" habla de ver el universo, su descripción abarca el planeta
Tierra apenas. La visión del Aleph tampoco suministra una
explicación última de los mecanismos que rigen el universo y
tampoco —aunque algunos hayan afirmado lo contrario— una
percepción simultánea de pasado, presente y futuro: es decir, una
percepción en modo de eternidad: en el Aleph están todos los
puntos del espacio, pero no todos los puntos del tiempo. Sólo en
dos aspectos la visión del Aleph supera a la ordinaria: se ven todos
los puntos del espacio a la vez, de manera no sucesiva sino
simultánea, y se ve, también, el interior de las cosas: la sangre, el
centro secreto de una pirámide, el propio esqueleto.
"En la Edad Media", afirma Borges en su prólogo a las Mystical
Works de Swedenborg, "se pensó que el Señor había escrito dos
libros: el que denominamos la Biblia y el que denominamos el
universo". En "La biblioteca de Babel" las dos escrituras de Dios se
funden en una: el universo toma la forma de una vastísima
biblioteca, en la que están todos los libros, es decir el conocimiento
de todas las cosas: pero la biblioteca es tan vasta que nadie puede
hallar el libro que busca. También para este laberinto de libros la
mística ofrece una salida, aunque el narrador no parece creer del
todo en ella: "Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una
cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da
toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso;
sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios". La otra posibilidad
que se anuncia es la de un objeto que sea, como el Aleph, una
fuente externa de revelación: un libro de libros que resuma y
contenga a todos los libros de la biblioteca. Y junto con esta
posibilidad, a través del narrador, reaparece la melancolía de un
Borges excluido de semejante felicidad: "En algún anaquel de algún
hexágono... debe existir un libro que sea la cifra y el compendio
perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es
análogo a un dios... No me parece inverosímil que en algún anaquel
del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un
hombre —¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!— lo haya
examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son
para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar
sea el infierno...".
En “El Zahir", relato que es en un sentido (el racional) el reverso
de "El Aleph", y en otro (el místico) su complemento, el protagonista,
nuevamente "Borges", se encuentra con el objeto mágico Zahir —en
su caso, una moneda de veinte centavos— que una vez
contemplado no puede olvidarse, y gradualmente todo su universo
se resuelve (se simplifica) en él. El destino terrible de quienes han
visto el Zahir parece ser el opuesto al del místico capaz de ver al
universo en su casi infinita variedad: quien ve el Zahir experimenta
un empobrecimiento absoluto que culmina en la idiotez o la locura.
Ahí, sin embargo, estamos cometiendo el error de pensar según
categorías racionales, en este caso, según la lógica de los opuestos.
Porque la simplificación del universo perceptual es una de las
técnicas más habituales para buscar la iluminación. Más
modestamente, en todas las técnicas de meditación la mente debe
concentrarse durante un tiempo más o menos prolongado en un
solo objeto o proceso: la llama de una vela, la propia respiración, el
cuerpo que gira, una plegaria o un sonido (el mantra).
En algún momento quizá se produzca la iluminación, o visión:
ese objeto (que podemos ser nosotros mismos) se va adelgazando
hasta rasgarse como si fuese el último velo que nos separa del otro
lado de las cosas. En las palabras del relato: "Un comentador del
Gulshan i Raz dice que quien ha visto el Zahir pronto verá la Rosa...
El Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo... Para
perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa
y nueve nombres divinos hasta que estos ya nada quieren decir...
Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo; quizá
detrás de la moneda esté Dios".
En "El etnógrafo" la incomunicabilidad toma un sesgo distinto.
Un etnógrafo norteamericano se va a vivir entre los pieles rojas para
conocer "el secreto que los brujos revelan al iniciado". Murdock, que
así se llama, vive dos años entre los indios, como los indios,
llegando a soñar en su idioma. Al cabo de un largo proceso de
iniciación el brujo le comunica el secreto. De vuelta en la
universidad, decide no revelarlo. Su profesor le pregunta si acaso el
idioma inglés es insuficiente. Murdock contesta: "Nada de eso...
podría enunciarlo de cien modos distintos y aún contradictorios... El
secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me
condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos".

IV. Ética

Así como la lógica consiste en una serie de reglas o principios


para ordenar el pensamiento, la ética se concibe como una serie de
reglas o preceptos para ordenar o guiar la conducta humana. En el
plano ético, la certeza es tan difícil de alcanzar como en cualquier
otro, si no más: vivimos y obramos en una permanente atmósfera de
duda, ambigüedad y ambivalencia. El "conócete a ti mismo" está tan
alejado de las posibilidades humanas como el conocimiento de
cualquier otra partícula del universo: una flor, un libro, un grano de
arena.
Pero nuevamente aquí, existe la posibilidad de un atajo, o salto
de nivel: el conocimiento de sí como súbita revelación: algo que
podría quizá llamarse la revelación ética o la unión mística con uno
mismo.
Así aparece en "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz": "Cualquier
destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un
solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre
quién es... A Tadeo Isidoro Cruz... ese conocimiento no le fue
revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un
hombre". En Cruz, sabemos, este momento es aquel en que decide
acatar "su destino de lobo, no de perro gregario" y pelear contra sus
propios hombres "junto al desertor Martín Fierro". La revelación es
en primer lugar ética (el hombre sabe qué debe hacer) y en el
mismo movimiento de su identidad (el hombre sabe quién es o qué
es). Ambos momentos están indisolublemente ligados, tanto que
quizá sean el mismo momento: el hombre sabe quién es cuando
sabe qué debe hacer.
V. Erótica

Otra metáfora tradicional de la experiencia mística es la


experiencia erótica, tanto que para la culminación de ambas suele
usarse la misma palabra, el "éxtasis". La imaginería erótica del
éxtasis místico es particularmente fuerte en la mística cristiana: la
unión con Cristo, o la divinidad, suele decirse en término de la
culminación del coito. En el caso de Whitman, donde la unión se da
con el cosmos entero, más que con un otro humano o al menos
antropomórfico, el éxtasis sexual tiende a ser (como señala Harold
Bloom) el de la masturbación. Fuera de la ya citada referencia a San
Juan de la Cruz, no he encontrado en mis lecturas de Borges
muchas referencias a la imaginería erótica de la experiencia mística.
Tampoco se refiere Borges a la búsqueda del éxtasis por medio de
las sustancias psicotrópicas o alucinógenas, aunque conoce bien la
obra de Aldous Huxley, y el cuento "El etnógrafo" recoge la
experiencia del chamanismo indoamericano.

VI. Estética

La experiencia personal de Borges más cercana a las que aquí


hemos estado tratando parece haber sido la que describe en su
texto "Sentirse en muerte". En él cuenta un paseo nocturno por
calles alejadas de su costumbre "casi tan efectivamente ignoradas
como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible
esqueleto". Llegado a una esquina, en un silencio sin más ruido que
el "intemporal de los grillos" y "en asueto serenísimo de pensar"
siente que el tiempo no ha pasado por allí, se dice "estoy en el mil
ochocientos y tantos", y luego: "Me sentí muerto, me sentí percibidor
abstracto del mundo; indefinido temor imbuido de ciencia que es la
mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las
presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del
sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad".
Este "momento de eternidad" en el que ha brevemente entrado le
permite dudar de la existencia objetiva del tiempo. El tiempo,
fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo
intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de
sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea
y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de
éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no
me fue avara".
Aquella vez Borges parece haber pisado el umbral de una
revelación, y lo que alcanzó a vislumbrar permaneció, entonces,
dentro del terreno de lo comunicable. La experiencia mística parcial,
o momentánea, paradójicamente puede ser más dócil para su
representación poética, que la experiencia mística total y completa.
Porque de esta no puede hablarse, o si se habla, el resultado suele
ser un balbuceo inepto (Scholem habla del carácter amorfo de la
experiencia mística, diferenciándola así del don profetice», que es
un don de palabras). Una experiencia mística verdadera es
intransmisible y cuando se intenta hacerlo lo inepto del resultado
puede llevar, paradójicamente, a sospechar que el pretendido
místico es un farsante.
En "El acercamiento a Almotásim" este riesgo se elude
mediante una astucia narrativa. El cuento se presenta como la
reseña o resumen de una novela de igual título en la cual un
peregrino —un estudiante de Bombay— busca a través de la casi
infinita geografía humana de la India a un hombre de luz, un
iluminado llamado Almotásim. De su "segunda versión" —la que
"decae en alegoría"— se nos dice que "los puntuales itinerarios del
héroe son de algún modo los progresos del alma en el ascenso
místico". Eh último término de este ascenso es el más problemático:
¿cómo contar, cómo mostrar al "hombre que se llama Almotásim"
sin decepcionar al lector? Borges y su autor ficcional, Mir Bahadur
Alí, sortean con elegancia el dilema: "Al cabo de los años el
estudiante llega a una galería 'en cuyo fondo hay una puerta y una
estera barata con muchas cuentas y atrás un resplandor'. El
estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por
Almotásim. Una voz de hombre —la increíble voz de Almotásim— lo
insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese
punto la novela concluye". La revelación mística siempre está del
otro lado de esa puerta, de ese umbral, donde terminan el lenguaje
y la literatura. Un hombre puede pasar esa cortina, pero al hacerlo
ha quedado fuera de nuestro alcance, se ha salido del relato.
Aunque vuelva, lo que haya visto del otro lado no puede
contárnoslo. Otro cuento de Borges, "El fin" nos pone cerca de ese
umbral donde la experiencia estética, esta vez de la naturaleza,
tiembla en el límite de la experiencia trascendente: "Hay una hora
de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal
vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero
es intraducible como una música...".
Llegamos así a la segunda de esas dos frases que me
sugirieron la idea de un Borges nostálgico de la experiencia que
nunca tuvo. Se encuentra en "La muralla y los libros". En ese texto,
Borges señala que el mismo hombre que ordenó la edificación de la
muralla china, el emperador Shih Huang Ti, fue el mismo que ordenó
se quemaran todos los libros anteriores a él. La conjunción de
ambas operaciones en un solo hombre parece sugerir un sentido
que, admite Borges, sistemáticamente se le escapa, y luego de
muchas conjeturas, resignadamente comenta: "...es verosímil que la
idea nos toque de por sí, fuera de las conjeturas que permite... La
música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas
por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos
algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por
decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce,
es, quizás, el hecho estético".
Aquí, Borges está definiendo (con la resignada y tentativa
humildad de ese "quizá") al hecho estético —y por lo tanto a la
belleza— como el lado de acá de la mística, lo que se encuentra en
el umbral (en las orillas, estaríamos tentados a decir) de la
experiencia visionaria. Y al leerla no puedo dejar de sentir,
nuevamente, el tono entre triste y resignado de quien la escribe.
Borges no proclama la continuidad entre estética y mística con el
orgullo y la exaltación de quien ha descubierto una gran verdad, sino
con la calma resignación de quien se sabe condenado a
permanecer del lado de acá, del lado del hecho estético —que se
sitúa en el punto donde el deseo está al borde de alcanzar su
culminación, que tiembla permanentemente en el umbral de la
revelación.
Así también se explica, y parece natural, que Borges haya sido
capaz de poner en palabras, mejor que muchos místicos, la
experiencia del éxtasis. La pudo poner en palabras porque no la
había vivido. Es (ahora podemos entenderlo mejor) lo que había
tratado de decirnos sobre Whitman. En las palabras del relato "El
otro", "si Whitman la ha cantado es porque la deseaba y no sucedió.
El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo,
no la historia de un hecho". A quien la ha vivido, le basta con
haberla vivido. Quien no, necesita construirla con palabras, crear un
análogo verbal de la experiencia que le ha sido negada. De aquí
quizá provenga esa insatisfacción que nos parece inherente a la
condición del artista, a diferencia del místico, que no puede
concebirse sin la plenitud.
Esa tensión de la experiencia estética en el límite de la
revelación, es la misma que encontramos en cada una de las frases
de Borges, en las que el lenguaje está llevado al límite de sus
posibilidades sin ir más allá de ellas, está llevado a ese umbral que
lo potencia al máximo sin volverlo —como sí lo vuelve la experiencia
mística lograda— impotente. La frustración del Borges místico es,
aquí, la realización del Borges poeta. Su pérdida (si la hubo) es
nuestra ganancia.
6. El hombre que hacía llover: Juan José Saer
(1937-2005)
¿Qué se puede decir de Juan José Saer, que era hasta hace
unos meses el más grande escritor argentino viviente, y ahora está
muerto? ¿Pasamos, simplemente, al que sigue? Difícil, porque Saer
no era apenas el primero de una lista, cuyo nombre al tacharse deja
lugar al siguiente. Era otra cosa: un gran escritor, último
representante de un modelo del que tendremos que prescindir, al
menos por algún tiempo. Queda la constelación de estrellas de
variada intensidad, la hermandad de iguales construyendo entre
todos eso que se llama una literatura y que los grandes escritores
hacen solitos. Pobre consuelo. La literatura se resigna a la
democracia cuando no le queda más remedio, pero lo suyo es el
culto del héroe.
Saer no alcanzó ese lugar fácilmente, y su fama de escritor
difícil se acrecentó porque quienes lo lanzaron —la academia,
inicialmente— promovieron, de entrada, sus textos más
inaccesibles. A mí, en la facultad, me enchufaron El limonero real,
que me pareció un bodrio insoportable. También me ligué, en el
mismo combo, "La mayor", otro de sus textos que me hace bostezar
hasta la dislocación de mandíbula. Por suerte más adelante un
amigo salvador me pasó Glosa, y después yo solito llegué a los
sucesivos deslumbramientos de El entenado, Lo imborrable, "Palo y
hueso" y, sobre todo, Cicatrices, la mejor novela del autor y una de
las mejores —y más conmovedoras— de nuestra literatura.
Todas, eso sí, se derivan por igual de la misma —y peculiar—
matriz de escritura. A primera vista, combinar la vastedad épica de
locaciones, de historias, y de subjetividades plasmadas en
sucesivos monólogos interiores o avasallantes narraciones orales,
propias de la literatura de Faulkner, con la pulsión de la minucia y el
preciosismo artificioso del objetivismo francés, parecía una empresa
insensata, por imposible o por inútil. Saer la convirtió en fórmula de
su escritura y así recreó la hazaña de Faulkner: la de un escritor de
provincias, regionalista por colocación y por su elección de temas y
ambiente, que adopta una escritura de vanguardia y crea desde los
márgenes una literatura moderna. Un escritor de provincias que
logra ocupar el centro de la escena sin pasar (ni él ni su obra) por
Buenos Aires ya es toda una revolución en nuestra siempre tan
unitaria literatura.
Los escritores pueden proponerse abarcar el universo entero, y
aun cuando lo logren, en el recuerdo siempre terminamos
asociándolos a alguna de sus provincias: un lugar geográfico, un
momento del día o del año, cierta clase de personajes. Haroldo
Conti es sobre todo una serie de lugares imborrables: el delta, la
Costanera Sur y la costa uruguaya; Borges está en Palermo y la
hora del ocaso, Quiroga en la selva misionera. Juan José Saer está
asociado por supuesto al litoral santafesino, al norte de la provincia,
ya más mesopotamia que pampa: el río, las islas, las inundaciones y
los calores de sus veranos, que provocan menos malestar físico que
asombro metafísico. Y sobre todo, la lluvia, la lluvia de otoño o
invierno, que no para de caer, hora tras hora y día tras día, que
parece que va a seguir para siempre. En Cicatrices, en "El
taximetrista", en "Palo y hueso", en Lo imborrable, en La grande,
fundamentalmente, llueve. No estoy diciendo que cuando leo a Saer
me gustan sus descripciones de la lluvia. (No son, por otra parte,
sartas de palabras sobre la lluvia: son palabras convertidas en
gotas, que mojan a quien las lee.) Estoy diciendo, más bien, que
cada vez que llueve, siento que estoy en una novela de Saer. No
puedo ver llover sin ver, pensar, sentir con sus palabras, sin
convertirme, en suma, en uno de sus personajes.
Hacer llover, en las novelas de Saer, es también una manera de
hacer pasar el tiempo, y esta es otra de las cosas que el autor, como
su maestro Proust, nos enseña: a sentir el tiempo. El ritmo de sus
frases, su tempo básico, tiene la paciencia de la lluvia continua y
lenta. Uno de los momentos inolvidables, en mi vida de lector, fue
aquel en que llegué al final de la primera parte de Cicatrices, el
momento en que Ángel se encuentra con su doble: "Cualquiera
hubiese sido su círculo, el espacio a él destinado a través del cual
su conciencia pasaba como una luz errabunda y titilante, no difería
tanto del mío como para impedirle llegar a un punto en el cual no
podía alzar a la llovizna de mayo más que una cara empavorecida,
llena de esas cicatrices tempranas que dejan las primeras heridas
de la comprensión y la extrañeza".
Saer fue, entre tantas otras cosas, el escritor capaz de
mantener una frase como esta en el aire hasta dejarnos sin aliento
(mientras el suyo sigue fluyendo, seguro y sereno); como esos
equilibristas que todo el tiempo nos hacen creer que están a punto
de caerse, y que llegan al final de su recorrido con una reverencia
tan elegante y canchera que entendemos que los momentos de
zozobra fueron apenas actuados, para que no nos perdiéramos, en
plena contemplación de la belleza, de la emoción del riesgo.
Fue, también, el escritor argentino que llegó más lejos en eso
que antes habían hecho Balzac, Joyce, Faulkner, Onetti: crear un
mundo propio, localizado en lo geográfico y móvil en el tiempo, que
se continúa de novela en novela, poblado de personajes que
volvemos a encontrar, una y otra vez y en distintos momentos de
sus vidas, como sí las páginas de su obra fueran las calles de la
ciudad donde vivirnos (una ciudad de provincia, claro, donde uno
puede encontrarse con la misma gente a cada rato, pero no un
pueblo, en que uno se la encuentra fatalmente todos los días). Y el
hecho de que fuera un escritor contemporáneo hacía que ellos
crecieran o envejecieran con nosotros, acompañándonos. Ahora, ya
está. Con su última novela, La grande, otro universo se nos ha
cerrado.
Es difícil escribir sobre La grande sabiendo que es la última
novela del autor (podría haber sido de otra manera, podría, Saer,
haberla terminado, y publicado como una más ["la nueva", no "la
última"], y fallecido antes de acometer la siguiente). Sabiendo que
es la última, y también la más extensa, la primera tentación es la de
considerarla una summa saeriana, la pieza que corona una obra, la
cierra, coloca la última piedra. Nada más lejos de la realidad. La
grande no es El tiempo recobrado, ni El ocaso de los dioses. Y esto
no porque el proyecto saeriano se viera interrumpido por la muerte
del autor (esa posibilidad que, retrospectivamente, hace temblar:
qué hubiera sido de nosotros si Proust, si Wagner, no hubieran
llegado al final). El proyecto de Saer siempre fue, en cambio,
literalmente infinito, inconcluso por definición. La mayoría de sus
novelas y cuentos se continúan unos con otros, reaparecen los
mismos personajes, se desarrollan historias laterales, y siempre se
comparte el espacio geográfico (la ciudad de Santa Fe y
alrededores), pero Saer no escribe sagas, ni ciclos novelísticos, ni
tampoco se aplica a su obra la imagen del árbol y las ramas (faltaría
en ese caso la obra central que haga de tronco, como en Onetti La
vida breve). Quizá, si de metáforas se trata, se podría pensar en las
novelas y cuentos de Saer como distintos segmentos de un río, no
un río que navegamos —y que por lo tanto podamos conocer en su
continuidad— sino uno al que llegamos, en distintos momentos, por
tierra, conociendo a veces tramos menores y otros mayores, y no
del todo seguros de si se trata del mismo río cada vez. Puede que
La grande cierre alguna historia (la de Escalante, el jugador de
Cicatrices) pero son muchas más las que abre. Dicho de otra
manera, La grande es la última novela de Saer, pero no su novela
final.
La grande no sólo no concluye la obra de Saer sino que está,
además, ella misma inconclusa. El proyecto comprendía una
semana en la vida de diversos personajes de Santa Fe y Rincón, de
martes a lunes. De estas siete jornadas, el autor sólo llegó a
completar seis; la última, "lunes - Río abajo" se reduce a apenas
una oración: "Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo
del vino". Antes de lamentarnos por la irreparable pérdida sufrida
por nuestra literatura, vale la pena preguntarnos qué es lo que
hubiera concluido este inconcluso capítulo final. Elegir la semana
corno unidad no es inocente: a diferencia del día, o del año, la
semana (como la hora y el minuto) es un corte arbitrario en el flujo
temporal, y por esto se corresponde tan bien al orden de la vida
humana, que empieza en cualquier lado y no termina, sino que se
interrumpe, en cualquier otro, sin concluir nada, sin rematar un
sentido ni atar cabos sueltos. El día del Ulises de Joyce funciona por
metonimia: según la formulación de Borges "en un día está la
historia universal"; pero la semana de La grande es una semana y
ya. Así, La grande seguiría estando inconclusa aunque Saer hubiera
escrito el capítulo final, y este capítulo faltante permite que su
incompletud pase del plano contingente al mítico: esa única oración
del lunes es el final que La grande pedía, así como para El castillo
de Kafka el único final posible es la falta de final. El personaje de
Diana, la bellísima mujer a la que le falta una mano —y se salva de
convertirse en diosa gracias a esa imperfección—, puede funcionar
como emblema de la novela en su (inconclusa) totalidad. Sobre todo
si tenemos en cuenta que Diana es manca no por un accidente, sino
de nacimiento. Si los escritores no fueran seres de carne y hueso
que tienen toda una vida por— fuera de su obra, uno estaría tentado
a arriesgar la idea de que Saer murió para que su obra quedara
inconclusa y alcanzara así su destinada perfección.
Si hay algo en La grande que merece la constante atención —y
la explícita reflexión filosófica— del narrador y de muchos de los
personajes, es la fugacidad de la vida, del tiempo: el pasado
irrecuperable, el presente inasible, el futuro imprevisible. Ya como
sentimiento, ya como certeza intelectual, esta encarna en la vida de
los personajes, en sus reflexiones, pero también —y
fundamentalmente—en la experiencia misma de leer la novela.
Porque si al comenzarla sus 435 páginas (vastas y llenas de texto
de margen a margen, como es costumbre del autor) la hacen
parecer tan interminable y hasta intimidante como la vida
contemplada desde la juventud, a medida que se acerca el final el
lector se encuentra rogando que no termine, que siga, que dure
más... Sobre todo porque sabemos que con esta, se terminó.
Y sin embargo en La grande también está el tiempo natural, el
de los ciclos, el de la renovación. Esa última semana no es cualquier
semana, es la última del verano, y esa última oración, en apariencia
tan inocente, nos devuelve al tiempo cíclico de las estaciones y
puede considerarse un reenvío al resto de la obra saeriana, una
invitación a leer, o releer, todo hacia atrás. De esta peculiar
combinación del tiempo del individuo y la sociedad (lineal, arbitrario
e irrecuperable, en el cual todo desaparece y se pierde para
siempre; tiempo de tragedia, en fin) y del tiempo de la especie y la
naturaleza (cíclico, natural, en el que todo vuelve transformado;
tiempo de comedia, sin fin) extrae La grande su potencia y esa
particular combinación de pesimismo y optimismo que deja en el
alma del lector. Leer La grande es lo más parecido a vivir y morirse
que nuestra literatura puede ofrecer (la lectura como petit mort, o
quizás, en este caso, grand mort). Y si bien el pesimismo juega con
dados cargados y posiblemente gane la partida al final, el de Saer
es de esos, como el de Bergman, o incluso —con reservas— el de
Bernhard, que nos llenan de un inexplicable y probablemente
injustificado orgullo de pertenecer a la raza humana, de alegría de
haber vivido y de ganas de seguir. Este efecto de lectura —que en
La grande se manifiesta con particular poder— se encuentra en las
antípodas del de leer, por ejemplo, a Fogwill, que genera tanto asco
de ser humano que dan ganas de morirse o, en el mejor de los
casos, de que se mueran todos los demás.
En La grande reaparecen personajes de Saer, desde los
conocidos Tomatis, Elsa, el Gato y Pichón Garay, Barco, Washington
Moriega, Marcos y Clara Rosenberg, a los más nuevos Gutiérrez,
Nula, Gabriela Barco, etc. Están los vivos y los muertos, los jóvenes
de los 60 y los jóvenes de hoy, algunos de éstos hijos de aquéllos, y
ya se anuncia la nueva generación (los hijos de Nula y Diana, el
embarazo de Gabriela). A diferencia de García Márquez, que decide
destruir Macondo para que no lo sobreviva, o incluso Onetti, que
coquetea con la idea de consumir su Santa María en un incendio
neroniano y tras decidir que no vale la pena el esfuerzo prefiere
dejar que se muera sola, Saer tiene la generosidad de querer que su
mundo siga, se continúe, aunque él ya no esté.
Quizá, quizá no, algo que hubiera aclarado, el último capítulo es
la relevancia de ciertos elementos como la investigación de Soldi y
Gabriela sobre el movimiento precisionista y su líder, el infame
Brando (al igual que en Lo imborrable, Saer se complace, tal vez
bajo el influjo de su larga estancia en Francia, país plagado de
historias de intelectuales resistentes o colaboracionistas, en
imaginar escritores que vendieron su alma a la dictadura, cuando es
sabido que la última dictadura argentina no daba dos mangos por
las almas de los escritores), o la sumisión a este de Calcagno, padre
¿putativo? de Lucía. Porque si es verdad que en La grande ninguna
de las historias concluye, la mayoría se desarrollan, no paran de
crecer. En cambio estas otras —quizá por haber ya transcurrido, y
estar muertos sus protagonistas— son estáticas, y tampoco se
mueve, o se aclara, su relación con el presente.
Es, dicho sea de paso, altamente recomendable leer La grande,
a razón de un capitulo por día: seis de trabajo y uno —que puede
considerarse de descanso o de contemplación— para la oración
final. Quizá la medida de la semana no sea tan arbitraria después de
todo, sino que corresponde al orden divino, más que al humano o
natural —el tiempo que Dios, o uno de sus demiurgos, en este caso,
necesitó para crear su mundo sin fin.
7. Uno de los nuestros: Manuel Vázquez Montalbán
"Más de una vez", escribe Borges en "Nuestro pobre
individualismo", "ante las vanas simetrías del estilo español, he
sospechado que diferimos insalvablemente de España; esas dos
líneas del Quijote han bastado para salvarme de error; son como el
símbolo tranquilo y secreto de una afinidad". Borges pudo sentir esa
afinidad en dos líneas del Quijote; en mi caso necesité una novela
entera; esa novela fue Los mares del sur y es la cuarta de la serie
Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán.
La había visto un par de veces de oferta en las librerías de la
calle Corrientes, que solían rematar los sobrantes de las copiosas
ediciones del Premio Planeta, y por aquel entonces (¿sería el 84, o
el 85?) casi nadie conocía al detective Pepe Carvalho y los libros
tardaban en venderse. Habiendo leído La soledad del manager en la
colección "Best Sellers Serie Negra" me abalancé sobre la
oportunidad. En La soledad había encontrado la primera novela
negra satisfactoria en lengua española, es decir, una que me
provocaba sensaciones morales y estéticas comparables a las que
me deparaban las novelas menores (más genéricas) de Hammett y
Chandler, o las buenas de Caín, Goodis o Himes. No esperaba
encontrarme con algo más cercano a las grandes del género: El
largo adiós o La llave de cristal.
La novela cuenta la historia de un exitoso empresario catalán,
Carlos Stuart Pedrell, que al acercarse a los cincuenta decide
dejarlo todo —la familia, el nombre y la riqueza y, como Gauguin,
irse a los mares del Sur. Un año después, aparece muerto en un
descampado de un barrio marginal de Barcelona, de la cual nunca
había salido, y Carvalho debe investigar qué hizo de su vida en ese
año. Eventualmente descubre que Pedrell, que de joven era
socialista, con veleidades de intelectual y escritor, y de grande
construía inmensas urbanizaciones para estafar pobres en las
afueras de Barcelona, se había condenado a vivir en San Magín,
una de las barriadas que había perpetrado, "interpretando el papel
de un Gauguin manipulado por un autor fanático del realismo
socialista, un autor cabrón dispuesto a castigarlo por todos los
pecados de clase dominante que había cometido. Y ese autor era él
mismo". No hay redención en la elección de Pedrell, tampoco hay
solidaridad o (como sucedió entre nosotros por aquella época)
"opción por los pobres" o una estrategia política de "proletarización".
Sólo hay autocastigo. Y su muerte es una de las más inútiles de la
literatura, casi tanto como la de Geoffrey Firmin, el cónsul alcohólico
protagonista de Bajo el volcán.
Luego leí muchas de las novelas de Vázquez Montalbán (todas
de la serie Carvalho) pero si tuviera que elegir una que definiera la
singularidad de su autor, sería sin duela ésta. De hecho, sería la
misma si tuviera que elegir mi novela española favorita del siglo xx.
Sólo se me ocurre para competir La colmena de Camilo José Cela,
que quizás esté mejor escrita, pero Los mares del sur es
infinitamente más triste.
"Las vanas simetrías" a las que se refería Borges a grandes
rasgos coinciden con eso que Jorge Semprún, a propósito del
"soberbio español" de Ortega y Gasset, denomina "el viscoso acervo
de la castellana retórica": "el engolamiento; la retórica para andar,
tan contentos, por casa; el rebuscamiento arcaizante o geologizante;
la insufrible y pegadiza cursilería". Releo algunas páginas de
Vázquez Montalbán, y no encuentro nada de eso. Sí, con cierta
sorpresa, de esos españolismos que, simpáticos en las películas y
tolerables en las novelas, tan insoportables resultan en las
traducciones. Me sorprendo porque, al menos en la memoria, su
textura verbal (dada, más que por la elección de las palabras, por la
manera de combinarlas, por el ritmo, las pausas, la respiración de
su prosa) lo acercan más a Arlt u Onetti que a sus contemporáneos
españoles. Es una sensación extraña, quizás inexplicable, que a
veces también me asalta cuando rememoro (más que releo) páginas
de Cervantes, y nunca cuando son de Quevedo, Galdós, Baroja o
Cela.
A lo largo del siglo XX, España e Hispanoamérica han tenido
varias veces que tenderse la mano a través del océano: con la
inmigración, a principios de siglo; tras la derrota republicana en la
Guerra Civil, que nos benefició enviándonos las mejores mentes y
corazones de España; la posibilidad de escribir y publicar que
América dio a los españoles exiliados durante la larga siesta
franquista... y luego el reflujo: España como refugio para los
exiliados políticos de las dictaduras latinoamericanas, para los
exiliados económicos de sus democracias después. La relación,
tomándola como un promedio, ha sido no la tan cacareada, de
madre e hijos, sino fraternal. Apenas en alguna que otra
privatización abyecta, en el poder de la industria editorial española y
su control de los circuitos de distribución, que hace que los autores
latinoamericanos deban publicarse allá para poderse leer entre
ellos, y en la curiosa mitología sobre la corrección de la lengua
asociada a la inexplicable veneración del diccionario de la rae, se
mantienen ciertos resabios de una relación que alguna vez fue
asimétrica e imperial.
Vázquez Montalbán es (como más enfáticamente lo fue Neruda
en su momento) un "símbolo tranquilo y secreto" de ese vínculo
fraterno: por sus afinidades políticas (la revolución cubana, la
revuelta zapatista), por sus preferencias culinarias (el asado de tira,
el chimichurri, el chinchulín), por haber caminado nuestras ciudades
(después de Barcelona, la segunda ciudad de Carvalho es Buenos
Aires, donde transcurrirían los capítulos de la serie televisiva "Pepe
Carvalho en Buenos Aires", que Montalbán escribió y nunca llegó a
realizarse —la fallida novela Quinteto de Buenos Aires resultó de
ese material), por su mismo acercamiento a la novela policial, que
en español carecía de tradición en España y se había cultivado
copiosamente aquí. La España que nos acercan sus novelas no es
ninguna madre patria, sino un país hermano. Y Manuel Vázquez
Montalbán, que murió el pasado 18 de octubre de 2004 en Bangkok,
era uno de los nuestros.
Segunda parte

Buenos Aires - Dublín: el puente


8. El Ulises de Joyce en la literatura argentina
El 16 de junio de 2004 se cumplieron cien años de Bloomsday,
probablemente el día más famoso, y ciertamente el más largo, de la
literatura. El 16 de junio de 1904 transcurre el Ulises de Joyce, día
que recorremos hora por hora —por momentos, minuto a minuto—
siguiendo las andanzas del protagonista, Leopold Bloom, y de otros
dos personajes centrales, Stephen Dedalus y Molly Bloom. Se ha
hecho costumbre celebrarlo en Dublín, donde transcurre la novela,
recreando el día en sus mínimos detalles, lo cual implica, entre otras
cosas, desayunar riñón de cerdo a las ocho de la mañana, concurrir
al pub Davy Byrne's a la una y a las tres atravesar la ciudad en
carruaje. En otras latitudes se sostienen maratones de lectura, para
comprobar, ente otras cosas, si es cierto que la novela transcurre en
tiempo real, o sea, si las 24 horas de su acción requieren de 24
horas de lectura corrida. Pero nosotros, en la Argentina, tenemos
algo adicional que festejar. El Ulises es, con toda probabilidad, la
novela extranjera que más ha influido en nuestra narrativa, y por
momentos se siente tan nuestra como si la hubiéramos escrito aquí.
De hecho, no hemos dejado de hacerlo.
El Ulises se publica en París en 1922, y su recorrido por nuestra
literatura comienza, como era de esperarse, por Borges, quien ya en
1925 temerariamente afirma "soy el primer aventurero hispánico que
ha arribado al libro de Joyce" (el año anterior había intentado lo que
bien puede ser la primera versión española del texto, una versión
aporteñada del final del monólogo de Molly Bloom). Borges dice
acercarse al Ulises con "la vaga intensidad que hubo en los
viajadores antiguos al descubrir tierra que era nueva a su asombro
errante", y se apura a anticipar la respuesta a la pregunta que
indefectiblemente se le hace a todo lector de esta novela infinita:
"¿La leíste toda?". Borges contesta que no, pero que aun así sabe
lo que es, de la misma manera en que puede decir que conoce una
ciudad sin haber recorrido cada una de sus calles. La respuesta de
Borges, más que una boutade, es la perspicaz exposición de un
método: el Ulises efectivamente debe leerse como se camina una
ciudad, inventando recorridos, volviendo a veces sobre las mismas
calles, ignorando otras por completo. De manera análoga, un
escritor no puede ser influido por todo el Ulises, sino por alguno de
sus capítulos, o alguno de sus aspectos.
Borges no imita los estilos y las técnicas de Joyce, pero ese
Borges de veinticinco años queda fascinado por la magnitud de la
empresa joyceana, por la concepción de un libro total: el libro de
arena, la biblioteca de Babel, el poema "La tierra" que Carlos
Argentino Daneri intenta escribir en "El Aleph" surgen de la
fascinación de Borges con la novela de Joyce, que (como los
poemas totales de Dante o Whitman, como el Polyolbion de Michael
Drayton) sugiere la posibilidad de poner toda la realidad en un libro.
En sus últimos años, seguía siendo lo que más lo atraía: "Se
endeude que el Ulises es una especie de microcosmos, ¿no? y
abarca el mundo... aunque desde luego es bastante extenso, no
creo que nadie lo haya leído. Mucha gente lo ha analizado. Ahora,
en cuanto a leer el libro desde el principio hasta el fin, no sé si
alguien lo ha hecho", dijo en alguna de sus conversaciones con
Osvaldo Ferrari. Lo propio de Borges, especialmente cuando se
enfrenta con magnitudes inabarcables como el universo o la
eternidad, es la condensación. Procede por metáfora o metonimia,
nunca por acumulación. En el Ulises Joyce expande los hechos de
un día a 700 páginas, en "El inmortal" Borges comprime los de 2800
años en diez. Frente a la ambición de Daneri, "Borges" (el personaje
Borges de "El Aleph") da cuenta del aleph en un párrafo, cuya
eficacia radica en sugerir la vastedad del aleph y lo imposible de la
empresa de ponerlo en palabras. Joyce, en cambio, si bien con más
talento, hubiera procedido como Daneri. "Su tesonero examen de
las minucias más irreducibles que forman la conciencia obliga a
Joyce a restañar la fugacidad temporal y a diferir el movimiento del
tiempo con un gesto apaciguador, adverso a la impaciencia de
picana que hubo en el drama inglés y que encerró la vida de sus
héroes en la atropellada estrechura de algunas horas populosas. Si
Shakespeare —según su propia metáfora— puso en la vuelta de un
reloj de arena las proezas de los años, Joyce invierte el
procedimiento y despliega la única jornada de su héroe sobre
muchas jornadas del lector."
Joyce y Borges tenían estilos casi contrapuestos (si es que
puede atribuirse un estilo a Joyce), los que Borges denominaría, en
su Evaristo Carriego, el "estilo de la realidad", "propio de la novela",
minucioso, incesante, omnívoro —el joyceano por excelencia— y el
que Borges cultivaría, el "del recuerdo", que tiende a la
simplificación y a la economía de los hechos y del lenguaje. "La
noche nos agrada porque suprime los ociosos detalles, como el
recuerdo", agrega en "Nueva refutación del tiempo", y "La noche
que en el sur lo velaron" contiene las líneas "la noche / que de la
mayor congoja nos libra / la prolijidad de lo real". Lo que Borges
denomina "el estilo de la realidad" es por supuesto el estilo de la
percepción, que define la estética de la novela realista y alcanza su
paroxismo en el nouveau roman. Frente a la descripción sistemática
y orgánicamente trabada que intenta quien tiene o simula tener el
modelo antes sus ojos, lo propio de la memoria —memoria de la
cual el olvido no es su opuesto sino un mecanismo fundamental, el
componente creativo por excelencia— es "la perduración de rasgos
aislados". Salvo, por supuesto, que uno sea Funes: su memoria
carece de olvido y lo haría incapaz de escribir cuentos. Esta lógica
borgeana excluye, por supuesto, a Proust, para quien los recuerdos
son más vívidos y minuciosos —y sobre todo más intensos,
vibrantes de intensidad casi visionaria— que lo que se tiene ante los
ojos. "Funes el memorioso" puede, de hecho, ser leído como la
broma de Borges sobre Proust (escritor del que raramente habla).
Lo que sí acerca a Borges y Joyce es su colocación literaria:
ambos escritores de países occidentales periféricos, coloniales o
neocoloniales, supieron a partir de la limitación crear literaturas que
abarcaran toda la cultura, tanto la propia como la del amo, cuya
lengua ambos redefinieron: Joyce enseñándoles a los ingleses
cómo escribir en inglés, Borges haciendo lo propio con los
españoles.
Si Borges se define, en parte, por ser el primer lector del Ulises,
Roberto Arlt se define como aquel que no puede leerlo.
Encolerizado escribe, en 1931, en el prólogo a Los lanzallamas:
"Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que
expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones
entre ambos sexos. Después, esas mismas columnas de la
sociedad me han hablado de James Joyce poniendo los ojos en
blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto
personaje de Ulises, un señor que se desayuna más o menos
aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de
los excrementos que ha defecado un minuto antes. Pero James
Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y
es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día en que
James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de
la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino
media docena de iniciados".
Hubo un tiempo feliz en que la opción Borges/Arlt se proponía
como el Escila-Caribdis de la literatura, argentina (hoy en día, con
menor suerte aún, se la intenta reemplazar por la opción
Borges/Walsh). Lo que está claro es que ya entre 1925 y 1931 el
Ulises divide las aguas en la literatura argentina: están quienes
pueden leerlo y quienes no. "Soy el primero en leer el Ulises", se
ufana Borges. "Voy a ser el último en leer el Ulises", se define con
igual orgullo Arlt, "y eso me hace quien soy". En palabras de Renzi,
personaje de Piglia en Respiración artificial: "Arlt se zafa de la
tradición del bilingüismo; está afuera de eso, Arlt lee traducciones.
Si en todo el XIX y hasta Borges se encuentra la paradoja de una
escritura nacional construida a partir de una escisión entre el
español y el idioma en que se lee, que es siempre un idioma
extranjero... Arlt no sufre ese desdoblamiento... Es el primero, por
otro lado, que defiende la lectura de traducciones. Fíjate lo que dice
sobre Joyce en el Prólogo a Los lanzallamas y vas a ver".
Se dijo en un primer momento, y se sigue diciendo hoy, con tres
versiones distintas sólo en español, que el Ulises es literalmente
intraducible. Quizá por eso varios autores en distintas partes del
mundo (Alfred Döblin con Berlín Alexanderplatz, Luis Martín-Santos
con Tiempo de, silencio, Virginia Woolf con Mrs. Dalloway, el Ulises
femenino) encararon, en lo que puede concebirse como una
traducción radical, la tarea de reescribirlo situando su acción en sus
propios mundos. Leopoldo Marechal, en su Adán Buenosayres,
acometería la ambiciosa tarea de escribir el Ulises argentino: Adán
Buenosayres sigue minuciosa, casi programáticamente, al Ulises,
sobre todo en su sistemático uso de los paralelos homéricos, que
hacia el final ceden paso a los dantescos. Borges siempre afirmaba
sorprenderse del entusiasmo de la crítica por los paralelos
homéricos del Ulises, y aprovechó su cuento "Pierre Menard autor
del Quijote" para tomarlos en solfa: "...uno de esos libros
parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la
Cannebière o a don Quijote en Wall Street". A Marechal fue este uno
de los aspectos que más le interesó, y en su obra aparecen,
prolijamente el escudo de Aquiles, Polifemo, Circe, las sirenas y el
descenso a los infiernos.
También comparte con Joyce la ambición de recuperar para la
novela la tradición épica, con la salvedad —aclara Marechal— de
que él, católico confeso, apunta a recuperar el espíritu de la
epopeya, mientras que Joyce, católico renegado y enemigo de toda
metafísica que nos aleje de la vida en su plenitud terrena, habría
quedado fascinado —y perdido— por lo que Marechal
inmejorablemente denominó, en su "James Joyce y su gran
aventura novelística", el "demonio de la letra": "Por otra parte, en la
epopeya, como en toda forma clásica, los medios de expresión
están subordinados al fin, y la 'letra' no arrebata jamás su primer
plano al 'espíritu'. Joyce, cuya inclinación a la letra ya he señalado,
concluye por dar a los medios de expresión una preeminencia tal,
que la variación de estilos, la continua mudanza de recursos y el
juego libre de los vocablos terminan por hacernos perder la visión de
la escena, de los personajes y de la obra misma. No se ha detenido
ahí, ciertamente, porque hay un 'demonio de la letra' y es un diablo
temible. A juzgar por sus últimos trabajos, el demonio de la letra
venció a Joyce definitivamente".
Adán Buenosayres, comenzado a principios del 30, se
publicaría en 1948. Tres años antes había llegado el momento
profetizado por Arlt: en 1945, apenas tres años después de su
muerte, se publica la primera traducción del Ulises al español,
realizada, claro está, en nuestro país, por el casi desconocido J.
Salas Subirat. A esta seguirían dos, ambas hechas en España. La
versión local es sin duda la más prolífica en errores, pero también
en aciertos, y cuando consideramos que nuestro compatriota no
dispuso del vastísimo aparato crítico que sí pudieron aprovechar sus
sucesores, su empresa y sus logros bien pueden calificarse de
épicos, constituyendo, además, un melancólico testimonio del
tiempo aquel en que Buenos Aires podía considerarse la capital de
la cultura hispánica.
Gran parte de la literatura latinoamericana de los 60 toma a
Faulkner como modelo, en parte porque pertenece, como él, al área
Caribe, y la fórmula faulkneriana de combinar literatura regionalista y
rural con procedimientos modernistas de vanguardia es, sin más, la
fórmula del boom, desde Méjico al Uruguay. En la literatura
Argentina, en cambio, en el siglo xx el foco pasa decisivamente del
campo a la ciudad, ciudad que es además una metrópoli
cosmopolita, marcada por la inmigración europea. Joyce, que
acomete él sólo la tarea de convertir la bucólica irlandesa —la
literatura del "revival céltico" de Yeats y sus seguidores— en una
literatura moderna y urbana, ha sido por eso, más que Faulkner,
nuestro modelo. Incluso los pueblos, sobre todo los de la pampa
gringa, que son los representados con mayor frecuencia en nuestra
narrativa (Walsh, Puig, Haroldo Conti, Osvaldo Soriano, César Aira)
se caracterizan más por su aspiración a la cultura de Buenos Aires
que por una cultura tradicional propia, como evidencia el Coronel
Vallejos de Manuel Puig.
Puig confesaba no haber leído el Ulises completo, afirmando
que le bastaba con saber que cada capítulo estaba escrito con una
técnica, estilo y lenguaje diferentes. Ya en su primera novela, La
traición de Rita Hayworth, se suceden algunos puramente
dialogados, otros en monólogo interior y formas escritas "bajas" (la
carta, la composición escolar, el diario íntimo de señoritas, el
anónimo). Boquitas pintadas parece surgida entera del capítulo pop
del Ulises, "Nausica" (aquel monólogo interior de una adolescente
cuya sensibilidad, lenguaje y alma fueron formadas por las revistas
femeninas), y The Buenos Aires Affaire la más programáticamente
joyceana de todas. Si Borges es quien incorpora el componente
culto, o propiamente modernista, de Joyce, Puig es quien mejor lee
la veta posmoderna del Ulises, su sensibilidad camp y pop hacia lo
kitsch, lo cursi, y los productos de la cultura de masas (que son
anatema para la literatura borgeana).
La obra de Rodolfo Walsh, que las lecturas simplificadoras
todavía en boga harían pasar únicamente por la militancia y la
denuncia, tiene a Joyce presente todo el tiempo. De familia
irlandesa, en un país donde dicha comunidad ha mantenido con
ferocidad su cohesión a través de lengua, religión y tradiciones, y
educado al igual que Joyce en un internado irlandés y católico,
Walsh no podía escapar al influjo de su casi compatriota, aunque en
su caso es más bien el de Dublineses y sobre todo El retrato del
artista adolescente, del cual sus "cuentos de irlandeses" parecen
desprendimientos. Walsh tendía, como Borges, a la economía
verbal, y la desmesura del Ulises pudo parecerle ajena y hasta
hostil; sin embargo, sus cuentos de la pampa, como "Cartas" y
"Fotos", constituyen (la ajustada observación es de Ricardo Piglia)
pequeños universos joyceanos, condensados Ulises rurales.
Joyce, que se convierte en escritor al liberarse del doble yugo
de la Iglesia católica y el imperativo de servir a la revolución
irlandesa, es hostil a toda idea de compromiso ideológico o político.
La obra de Joyce no excluye lo político (de hecho está saturada de
política, desde el cuento "Día de la hiedra en el comité", la cena
navideña del Retrato y, de principio al fin, el Ulises y el Finnegans
Wake). Pero hace justamente eso: lo incluye. La misión de la
literatura es nada menos que la de "forjar la conciencia increada de
la raza" y así política y religión se subordinan a ella. En el capítulo 5
del Retrato, Stephen Dedalus expone su teoría estética: "Quiero
decir que la emoción trágica es estática. O más bien que la emoción
dramática lo es. Los sentimientos excitados por un arte impuro son
cinéticos, deseo y repulsión. El deseo nos incita a la posesión, a
movernos hacia algo; la repulsión nos incita al abandono, a
apartarnos de algo. Las artes que sugieren esos sentimientos,
pornográficas o didácticas, no son, por lo tanto, artes puras. La
emoción estética es por consiguiente estática. El espíritu queda
paralizado por encima de todo deseo, de toda repulsión". La
respuesta de Walsh aparece en su cuento."Fotos":

Cosas para decirle a M.:


El goce estético es estático.
Integritas. Consonantia. Claritas.
Aristóteles. Croce. Joyce.
Mauricio:
Me cago en Croce.
No, viejo, si ya caigo. El arte es para ustedes.
Si lo puede hacer cualquiera, ya no es arte.

Quien habla en primer lugar es Jacinto Tolosa, hijo de un


estanciero y aspirante a poeta y abogado. Mauricio, su amigo, es un
vago, simpático y entrador, hijo de un comerciante y apasionado —
pero inseguro— fotógrafo, y el primero está usando a Joyce para
convencer al segundo de que la fotografía no es arte. Walsh veía
claramente las implicancias de la estética joyceana: la experiencia
estética se basta —como la religiosa— a sí misma, no hace falta,
para justificar al arte, invocar su supuesta utilidad social o individual.
Las artes cinéticas —didácticas, moralizantes, políticas o
pornográficas— nos exigen una conducta, nos llevan hacia fuera de
la obra, a algún tipo de acción: hacer la revolución, por ejemplo, o
masturbarnos. Para Joyce, la literatura modifica —crea— la
conciencia, da forma al alma: es tan profundamente política que no
puede subordinarse a la política: la idea del compromiso es
antitética a su arte. Yeats quería escribir poemas capaces de
acompañar a los hombres al cadalso, Joyce escribió cuentos y
novelas para inmunizar a los hombres contra la estúpida tentación
de subir sus peldaños.
En Juan José Saer el influjo de Joyce aparece en principio
como menos obvio, salvo quizás en el día, progresivamente
ampliado, de su novela El limonero real Pero su particular estilo
resulta de la conjunción aparentemente imposible, de la inundación
verbal y narrativa de Faulkner (discípulo de Joyce al fin) con el
apego clínico a la minucia del objetivismo francés de Robbe-Grillet y
otros —y cabe recordar que todo el objetivismo francés cabe en el
capítulo 17 del Ulises, "Ítaca". El interés de Saer en el Ulises, de
todos modos, está bien evidenciado en sus artículos críticos, como
el titulado "J. Salas Subirat" recogido en Trabajos: "El Ulises de J.
Salas Subirat (la inicial imprecisa le daba al nombre una
connotación misteriosa) aparecía todo el tiempo en las
conversaciones, y sus inagotables hallazgos verbales se
intercalaban en ellas sin necesidad de ser aclaradas: toda persona
con veleidades de narrador que andaba entre los dieciocho y los
treinta años en Santa Fe, Paraná, Rosario y Buenos Aires los
conocía de memoria y los citaba. Muchos escritores de la
generación del 50 o del 60 aprendieron varios de sus recursos y de
sus técnicas narrativas en esa traducción. La razón es muy simple:
el río turbulento de la prosa joyceana, al ser traducido al castellano
por un hombre de Buenos Aires, arrastraba consigo la materia
viviente del habla que ningún otro autor —aparte quizá de Roberto
Arlt— había sido capaz de utilizar con tanta inventiva, exactitud y
libertad. La lección de ese trabajo es clarísima: la lengua de todos
los días era la fuente de energía que fecundaba la más universal de
las literaturas".
La lista se completa, por ahora, con dos novelas de Ricardo
Piglia: Respiración artificial —que se propone la ímproba tarea de
elegir entre Joyce y Kafka, diciendo una cosa y haciendo la otra— y
La ciudad ausente, fascinada por igual con la proteica mutabilidad
verbal del Finnegans Wake y la hija esquizofrénica de Joyce, Lucia.
Y con Luis Gusmán, quien en En el corazón de junio explora los
sutiles, y quizás imaginarios, vínculos entre el 16 de junio más
famoso de la literatura irlandesa, Bloomsday, y el más famoso de la
historia argentina, Bombsday, el 16 de junio de 1955, siguiendo los
pasos de, entre otros personajes, J. R. Wilcock, que tradujo
fragmentos del Finnegans Wake al italiano.
Tenemos, como se ve, muchas razones para festejar este
centenario. Porque el Ulises, además del deleite —más bien el
éxtasis— estético que su lectura produce, suele inducir en su lector
el insensato anhelo de percibir, pensar y sentir cada instante de
cada día de su vida con la intensidad y la atención con que lo hacen
Bloom, Stephen y Molly. O, para concluir donde empezamos, con
Borges, esta vez en las palabras de su poema "James Joyce":

Entre el alba y la noche está la historia


universal. Desde la noche veo
a mis pies los caminos del hebreo,
Cartago aniquilada, Infierno y Gloria.
Dame, Señor, coraje y alegría
para escalar la cumbre de este día.
9. Caín y Babel (sobre El guardián de mi hermano,
de Stanislaus Joyce)
Después de matar al insufrible Abel, inexplicablemente
preferido por Dios, Caín es interrogado por su Creador: "¿Dónde
está Abel tu hermano?". "No sé", responde él. "¿Acaso soy el
guardián de mi hermano?" Cuando Stanislaus Joyce comenzó,
durante la Segunda Guerra y tras la muerte de su famoso hermano
mayor James, a trabajar en el libro que toma de dicha cita bíblica su
título, tenía la idea de hacerlo llegar hasta los años que pasaron
juntos en Trieste (1905-1920, con una larga interrupción durante la
guerra), cuando literalmente fue el guardián no sólo del talento
literario de James, sino el sostén material y emocional de su familia.
Pero antes de morir, a la edad de setenta años, apenas llegó a
completar la primera mitad, la correspondiente a los años de
infancia y juventud en Dublín. Las casi trescientas páginas que dejó
se convierten así, más que en una biografía completa del escritor,
en un correlato subjetivo de su primera novela, Retrato del artista
adolescente, y de la vida conocida de su protagonista, Stephen
Dedalus, que tanto tiene de James Joyce.
El guardián de mi hermano pertenece a una particular categoría
de biografías (algunas ficticias, otras no) en las cuales la primera
persona renuncia a sus fueros (el egocentrismo, fundamentalmente)
y se pone al servicio de la tercera: el narrador soy yo, pero el
protagonista es él: y a él sirvo, ante él me inclino, exagero mi
mediocridad para mejor resaltar su genio, me hago el que no
entiende para que él me pueda explicar. Ejemplos son La vida de
Samuel Johnson de James Boswell (el padre de todos ellos, tanto
que los diccionarios de la lengua inglesa incluyen bajo su nombre la
definición "biógrafo devoto"), la biografía de Kafka de Max Brod, el
retrato que Serenus Zeitblom da de su amigo el compositor Adrián
Leverkühn en Doctor Faustus de Thomas Mann; pero en ninguno de
ellos el vínculo maestro/discípulo, naturalmente asimétrico, se
combina tan peligrosamente con la rivalidad fraternal. La relación
entre hermanos tolera mal su estado ideal, que es la igualdad, y
corteja siempre la preferencia, y en el hogar de los Joyce nunca
hubo dudas de quién era el elegido. Stanislaus llegó al mundo en
una casa dedicada de lleno a la veneración del primogénito: nunca
conoció un mundo en el cual no hubiera un hermano mayor ante
cuyo genio, decretado por los padres, todo el resto de la familia
debía postergarse. En lugar de luchar contra lo inevitable, Stanislaus
decidió doblar la apuesta: nadie daría más que él por “Jim”, y su
propio valor se acrecentaría en la medida en que se volviera
imprescindible para él. Abandonó pronto la idea de seguirlo como
escritor, no sólo por las inevitables y desventajosas comparaciones,
sino por los comentarios adversos y hasta burlones del mayor. Pasó
entonces a llevar un diario, que James leyó y pronunció "aburrido,
excepto cuando hablas de mí". Stanislaus entonces lo quemó, y
comenzó de nuevo, decidido a no cometer el mismo error: el
protagonista de su nuevo diario sería James. Si este, a diferencia de
tantos otros escritores, no se dignaba a apuntar meticulosamente su
vida cotidiana en un diario, su hermano lo haría por él. En sus
peores (desde el punto de vista dramático, mejores) momentos, El
guardián de mi hermano se lee como un catálogo de humillaciones,
poco mitigadas por el hecho de que el humillado las cortejara y las
atesorara para hacer más perfecto su futuro rencor. Con Stanislaus,
James podía ser artero y hasta hiriente, como cuando interrumpía
una discusión, en la cual no llevaba quizá la mejor parte,
comentando así al pasar: "Tienes una horrible expresión de
holandés en el rostro. Compadezco a la mujer que se despierte y la
encuentre en la almohada a su lado". Sabía ser soberbio, diciendo a
Stanislaus que no estaba adecuadamente preparado para discutir
sobre religión con él, y deshonesto, repitiendo como propias algunas
de las muchas salidas ingeniosas de su hermano; era
desagradecido siempre, especialmente con la ayuda material, que
siempre dio por supuesta hasta que encontró patronos más ricos
(Stanislaus replicaría repudiando en vida todo lo que James escribió
lejos de él: el diseño inicial de El guardián era el de la historia de un
talento único, una flor maravillosa que al alejarse de Trieste —y de
él— se marchitó en lugar de fructificar). Pero la actitud más
constante de James era la de una fraternal condescendencia, no
siempre exenta de ternura. “¿Son estos tus pensamientos”, le
pregunta tras la atolondrada confesión de sus dudas religiosas que
el hermanito le ha hecho, "cuando vagas por las calles de la
hermosa ciudad de Dublin?" Stanislaus las cuenta frecuentemente
como anécdotas graciosas, y en el relativo secreto de su diario,
lame sus heridas: "Mi vida fue modelada en el ejemplo de Jim, pero
cuando mi reticente tío John, o Gogarty, me acusan de imitarlo,
puedo destruir con fundamento la acusación. No es mera imitación,
como ellos sugieren; creo que soy demasiado inteligente y mi mente
demasiado adulta para ello. Es más una valoración, de lo que, en
verdad, más admiro en James, y más deseo para mí. Pero es
terrible tener un hermano mayor más inteligente. No se me otorga
casi crédito en materia de originalidad. Sigo a Jim en la mayoría de
las opiniones, pero no en todas. Creo incluso que Jim toma algunas
opiniones de mí. En ciertas cosas, sin embargo, nunca lo sigo. En
beber, por ejemplo, en frecuentar prostitutas, en el habla procaz, en
ser franco sin reservas con los demás, en escribir verso, prosa o
ficción, en los modales, en la ambición y no siempre en las
amistades. Percibo que él me considera absolutamente vulgar y sin
interés —no hace ningún intento por disimularlo— y aun cuando
comparto plenamente esta opinión, no se me puede pedir que me
agrade. Es una cuestión que ninguno de los dos puede remediar",
escribió con llamativa claridad en 1903, a los dieciocho años.
Afirmar, como hace Eliot en el prólogo, que su libro "merece ocupar
un lugar permanente al lado de las obras de su hermano" puede
parecer temerario, pero se puede afirmar de ciertas escenas, entre
ellas la de la muerte del hermano Georgie (utilizada por James para
contar la muerte de Isabel en Stephen el héroe, suprimida luego en
el Retrato), o de la hiriente discusión entre hermanos sobre las
borracheras, que no desmerecerían las páginas del más genial de
los dos.
Si otro talento tuvo Joyce en su vida, aparte del de escribir, fue
el de congregar a su alrededor admiradores, adeptos, ayudantes y
patronos. Ninguno más fiel y constante que Stanislaus, que fue
todas esas cosas a la vez. La recompensa para todos ellos, siempre
estuvo claro —el egoísmo de Joyce tenía la virtud de ser siempre
abierto y declarado—, era apenas el honor y el privilegio de haber
servido al mayor genio literario de su tiempo, y como predijo
Stanislaus en su diario: "...pocas personas lo querrán, a pesar de
sus cualidades y su genio, y quien intercambia favores con él se
expone a llevar la peor parte". Si la figura de James llena cada una
de las páginas de El guardián, este apenas dedica espacio, en su
obra, a la figura de su hermano, salvo para criticarlo o burlarse,
como cuando toma prestadas citas del diario de Stanislaus (del cual
leía siempre, sin pedir permiso) para el insufrible señor Duffy del
cuento "Un triste caso". En Stephen el héroe, la versión primitiva del
Retrato, Stephen tiene un aliado incondicional en su hermano
Maurice: pero Joyce arrojaría a las llamas ese manuscrito (sólo una
parte del cual, rescatada por su hermana Eileen, llegó a nosotros); y
cuando lo reescribió en su totalidad como Retrato del artista
adolescente, Maurice había desaparecido por completo, y Stephen
estaba solo contra el mundo. En la crónica del 16 de junio de 1904,
el día más completo de la literatura mundial, que Joyce tituló Ulises,
hay innumerables menciones y hasta escenas para el padre y varias
de las hermanas de Stephen pero del hermano menor apenas hay
una referencia a su función de interlocutor, de eco o "piedra de
afilar" para el intelecto del mayor. Recién en Finnegans Wake, el
libro que Stanislaus aborreció hasta el punto de rechazar el ejemplar
dedicado que su hermano le envió, hay lugar para "Stannie", en la
perpetua guerra de los hermanos mellizos Shem y Shaun (nombres
irlandeses que corresponden a James y John, primer nombre de
Stanislaus); el escritor y el cartero, el artista y el hombre de acción,
el conquistador del tiempo y el conquistador del espacio, el libertino
y el Tartufo, el diablo y el arcángel y (invirtiendo la ecuación de El
guardián) Caín y Abel. Incluso la vida futura de Stanislaus parece
estar determinada por la labor de su hermano: la fábula de la cigarra
—o langosta— y la hormiga (The ondt and the gracehoper, en
finneganiano), narrada por el previsor Shaun, parece prefigurar el
libro que Stanislaus escribiría: la hormiga despotrica contra la
irresponsable langosta, que canta mientras ella se desloma
construyendo su imperio de dinero, y se burla cuando llega el
invierno de la miseria y las deudas; pero termina reconociendo que
no es nada sin ella, que la necesita incluso más de lo que la
langosta la necesita a ella.
Una de las ventajas de las biografías es que, bien leídas,
pueden convertirse en antídotos del biografismo, al menos del
ingenuo. El lector de una obra como el Retrato, o incluso del Ulises,
casi inevitablemente realiza continuas "suposiciones biográficas" del
tipo "este Stephen indudablemente es el mismo Joyce", "la novela
es un autorretrato", "el protagonista es el portavoz del autor". Las
biografías a veces parecen confirmar nuestras sospechas, pero esto
puede deberse a que el biógrafo escribió bajo el hechizo de las
páginas de ficción del autor, y "la vida" adquirió así el color de "la
obra". En mi caso, la lectura de El guardián me ayudó a disipar, o al
menos matizar, cierta tendencia a la identificación ingenua de
Stephen Dedalus con James Joyce: más aún que en la monumental
biografía de Richard Ellmann, la figura del alegre, atlético y bromista
James que recorre las páginas de El guardián no hace más que
resaltar sus diferencias con el solitario, debilucho, taciturno e
introvertido Stephen: si había alguien serio, intransigente, y dado a
la cavilación sombría, si hubo alguien que hizo de su rebelión contra
la iglesia un drama, ese fue Stanislaus. Quizá se trate de una
venganza inconsciente: si James eliminó al hermano de Stephen de
la obra, Stanislaus se ocuparía de mostrar que fue una absorción
más que un borrado, que hay mucho más de "Stannie" en "Stevie"
de lo que todos creían. Stephen Dedalus, que parecía una versión
apenas disfrazada de James Joyce, se revela como un compuesto,
una construcción, no menos que sus contrapartes Leopold y Molly
Bloom. En Finnegans Wake, finalmente, el compuesto se separaría
en el agua y aceite de los hermanos rivales Shem y Shaun. Es
frecuente, en la literatura, exacerbar los caracteres polares de los
personajes dentro del marco de la obra, para mejor contrastarlos: lo
mismo sucede a veces, en la vida real, dentro del marco de la
familia, y nunca más claramente que entre hermanos del mismo
sexo: la lucha de Stanislaus por ser como su hermano, y al mismo
tiempo diferenciarse de él en todo lo posible, presta a este libro gran
parte del drama: suministra un conflicto y una trama a lo que podría
haber sido un mero recuento cronológico de momentos y anécdotas.
Es llamativo que, con esta premisa, nadie haya querido llevar El
guardián de mi hermano a la pantalla (como sí ha sucedido con
Nora, basada en la biografía que Brenda Maddox escribió sobre la
mujer de Joyce): a primera vista resulta ideal para ese género
biográfico bastardo en el cual una figura menor se revela como la
"verdadera" depositaria del talento que el genio famoso usurpó:
Camille Claudel, Tom & Viv, Sobreviviendo a Picasso. Pero en la
lectura atenta de sus páginas la honestidad emocional de Stanislaus
se revela como el mejor antídoto para una tergiversación tal.
Ni siquiera su muerte pudo transcurrir fuera de la larga sombra
de su hermano. John Stanislaus Joyce murió en 1955, un 16 de
junio, fecha que en todo el mundo se celebra como Bloomsday, el
día en que transcurre el Ulises. Es difícil decidir si fue una
recompensa a la única y duradera devoción de su vida, o una broma
liviana del Dios en el que hacía tantos años había dejado de creer.
10. El escritor irlandés y la tradición
La palabra tradición tiene una etimología curiosa. "Traditio" en
latín significa transmitir, legar. Pero el regalo de la tradición no
puede ser rechazado, es un regalo que obliga. Su significado se
vincula así al de obediencia, o mandato. Determinar cuál es la
tradición literaria (nacional, por ejemplo) se vuelve entonces una
tarea de máxima importancia, porque esta determinará qué se
puede y qué no se puede escribir (y por lo tanto qué puede y qué no
puede existir) en un determinado espacio geográfico, mental y
emocional. En "El escritor argentino y la tradición" Borges examina
el problema, enuncia respuestas anteriores (nuestra tradición es la
gauchesca, o es la literatura española, o no tenemos tradición y
acabamos de nacer, venimos de la nada) para finalmente proponer
la suya: nuestra tradición es toda la literatura occidental. Esta es la
definición que le permite a Borges la libertad de ser Borges, es decir,
la de escribir la obra de Borges.
Borges no quiere escribir únicamente gauchesca, aunque lo
hizo; no quiere escribir La gloria de Don Ramiro, no quiere renunciar
al Beowulf, a Coleridge, a Stevenson y Kafka. La operación de
Borges es más compleja y más inteligente que la habitual alternativa
de escribir desde la tradición/escribir contra la tradición: ambas
suponen a la tradición como ya dada; el conservador la respeta, el
innovador o rebelde la rechaza. Pero Borges va más lejos, cuestiona
directamente la idea determinista de la tradición que ambas
posturas antagónicas comparten. Según él, la tradición no nos
determina, podemos escribir libremente y todo lo que escribamos
bien pasará a formar parte de la tradición literaria argentina. Borges
está mostrando que un escritor elige la tradición que más le
conviene. De hecho, Borges ni siquiera se limita a sus propios
postulados, ya que es indudable que su obra incorpora no sólo la
literatura occidental sino también la oriental a nuestra tradición: “Por
eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que
nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no
podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o
ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier
modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara".
Una idea —una perversión— similar anida en el seno del
ensayo de T. S. Eliot "La tradición y el talento individual". La
tradición, afirma el poeta norteamericano vuelto inglés, "no puede
heredarse, y quien la quiera deberá obtenerla tras muchas fatigas.
Implica, en primer lugar, el sentido histórico (...); y el sentido
histórico implica una percepción, no sólo de lo que en el pasado es
pasado, sino de su presencia". Y más adelante, en una frase que lo
convertirá en precursor del Borges de "Kafka y sus precursores": "Lo
que ocurre cuando se crea una obra de arte es algo que les ocurre
simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los
monumentos existentes forman entre sí un orden ideal que es
modificado por la introducción de la obra de arte nueva". Y también:
"Quienquiera que haya aprobado esta idea del orden, de la forma de
la literatura europea, de la literatura inglesa, no encontrará absurdo
que el pasado sea alterado por el presente, así como el presente
está orientado por el pasado". La tradición no es nunca el pasado
sin más, sino aquella parte del pasado que está viva en el presente,
y son los poetas del presente los que en cada generación deciden
qué parte del pasado reviven y cuál dejan morir. Basta el olvido de
una generación para que una obra determinada desaparezca de la
tradición (con la posibilidad, por supuesto, de reaparecer en alguna
generación siguiente): la lógica de la tradición no es acumulativa; es
una selección que por así decirlo se hace siempre desde cero, un
proceso continuo (el proceso de la tradición) y no un objeto o un
cuerpo fijo de textos al que cada nueva generación agregaría lo
suyo.
Esta idea de tradición como reescritura constante del pasado
literario (de la literatura anterior) nos vuelve necesariamente al
Borges de "Pierre Menard autor del Quijote", donde se examina la
aparente paradoja de que "para cambiar la tradición basta con
repetirla, para repetirla hace falta cambiarla". Resulta tentador
relacionar esta idea con el otro significado contenido en la
etimología de la palabra tradición: el de traición. Ambos se conectan
a través de la idea de entrega. Se entrega un legado, se entrega
una ciudad o información al enemigo. James Joyce, el traidor
íntegro de todos sus legados, había aprendido, en la historia y la
literatura de su país, y en su vida personal, que la traición es la
forma más alta de la lealtad.
¿Con qué tradiciones contaba Joyce para elegir? Por un lado, la
antigua tradición céltica irlandesa, escrita en gaélico,
correspondiente al período en que Irlanda era uno de los centros
culturales de Europa, y de alta gradación patriótica por ser previa a
la ocupación inglesa y a la imposición de su cultura: un origen, un
pasado irlandés "puro" (la tradición perfecta rechaza la hibridación)
e insospechable del cual agarrarse.
La segunda opción era la tradición inglesa, sustentada por el
prestigio de sus grandes nombres (Chaucer, Shakespeare, y más) y
la fuerza efectiva de una ocupación de casi ocho siglos. La lengua
del enemigo, la lengua impuesta, la lengua que se levanta sobre el
cadáver del gaélico (que tras una resistencia de siglos se extingue
irremediablemente y llega prácticamente muerto a los oídos de este
autor), es ahora la lengua de Irlanda, extranjera y materna, "tan
familiar y tan extraña" como la define Stephen Dedalus en el Retrato
del artista adolescente. En este tiempo, además, se ha escrito una
literatura irlandesa en inglés que ha pasado a formar parte de la
"gran tradición" de la literatura inglesa: Swift, Goldsmith, Burke,
Sterne, Wilde, Shaw, por mencionar sólo algunos nombres; elegir la
tradición inglesa no implica para Joyce renunciar a una forma de
tradición propia. Además, la polarización entre lo irlandés y lo inglés
es vista por Joyce como un dilema paralizante ante dos
servidumbres: sumisión al patriotismo o al colonialismo, con el
agravante de que la primera implica necesariamente la servidumbre
a la Iglesia católica, dueña del espíritu de Irlanda como Inglaterra lo
es de su cuerpo.
Por último, queda el camino de rechazar la doble insularidad y
situarse en la perspectiva más vasta de la literatura europea. La
postulación por el joven Joyce, contra todos sus contemporáneos,
del drama realista de Ibsen corno modelo literario, su temprano y
definitivo exilio continental europeo (que rompe con el tradicional
dilema "pudrirse en Irlanda-huir a Inglaterra" de sus predecesores),
la multitud de lenguas en las que lee (las lenguas principales de
Europa serán tan suyas como el inglés) y en las que finalmente
escribe, señalan claramente que esta fue la opción tomada. Pero
como es característico en un autor que, como señalara Richard
Elimann "enfrentado a dos alternativas, siempre elegía ambas", lo
hace sin ignorar o rechazar las dos anteriores.
La antigua literatura céltica, es verdad, no la encuentra Joyce
como tal, sino a través de la versión que de ella dieron los poetas
del llamado "revival céltico", con Yeats a la cabeza. La empresa de
este grupo era dotar al país de una identidad propia, homogénea,
anterior a las divisiones que la situación colonial había introducido y
perpetuado (Yeats mismo era un producto de esta división:
políticamente un patriota revolucionario pero en términos de
identidad de origen angloirlandés y protestante, como gran parte de
los escritores e intelectuales de la Irlanda ocupada); pero el método
no deja de ser paradójico: consistía en reescribir la tradición céltica
en inglés: es decir, para recuperarla se la traicionaba, traduciéndola
a la lengua que la había reemplazado. Joyce satiriza esta
concepción y revela sus contradicciones en dos momentos del
Ulises; uno cuando el inglés Haines habla gaélico a una campesina
irlandesa, y ella piensa que es francés; la otra cuando aquel se
pregunta por la obsesión de Stephen Dedalus con el infierno,
cuando no hay rastros de él en los antiguos mitos irlandeses —
evidenciando así el absurdo de una definición de la cultura irlandesa
que pretende saltearse quince siglos de catolicismo. La conclusión
parece clara: el celtismo desarrollado como símbolo nacionalista
termina convertido en folklorismo para consumo del invasor, una
definición del nativo que tranquiliza la conciencia del antropólogo
imperial, temeroso de que las diferencias esenciales sean licuadas
por la buena o mala convivencia cultural. Pero nada se pierde del
todo: los revivalistas (la misma palabra lo anuncia) mostraron que a
falta de un pasado utilizable, es posible escribirlo a medida. La
necesidad de sentirlo como efectivamente existente, como formando
parte de un presente que aparece como demasiado débil para dar
forma al pasado, llevó a Yeats y su grupo al misticismo, a
exploraciones ocultistas de las regiones platónicas donde la vieja
Irlanda nunca había desaparecido, y a considerar la actual como
mala copia, caída. Joyce lo entendió a su manera, aristotélica y
materialista: cuando Stephen, al final del Retrato, está listo para
iniciar su exilio europeo, escribe en su diario: "parto para forjar en la
fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza".
Joyce postula que la traición se halla en el centro de la historia
irlandesa, política y cultural; desde el usurpador que en el siglo XII
solicitó el apoyo de Inglaterra para reemplazar al legítimo rey, hasta
la traición de la que fue objeto el mayor líder irlandés del siglo XIX,
Parnell, a manos del clero y el pueblo de Irlanda. Si no hay nada
más irlandés que traicionar a Irlanda, Joyce se convertirá en el
traidor máximo: rechaza la lengua, el nacionalismo, la religión
católica, y al traicionar a los traidores, se vuelve leal. Traduce toda
su cultura a una lengua nueva, y al hacerlo, le da una lengua propia.
La traición es lo opuesto del mero rechazo o indiferencia: el traidor
queda para siempre pegado a su objeto, y la culpa es el motor de su
producción. La complejidad y la ambición de la obra de Joyce sólo
pueden entenderse como la tarea de alguien que, habiendo
traicionado todas sus tradiciones (familiar, nacional, lingüística,
religiosa), decide reconstruidas por entero. La diferencia no se
establece entre traidores y leales, sino entre traidores íntegros y
traidores veletas. A estos últimos pertenece Buck Mulligan, amigo
desleal y antagonista de Stephen, que aparece en esa novela como
una versión degradada de Wilde: es el escritor irlandés como bufón
al servicio de la corte inglesa y perro perdiguero del sahib Haines, al
que invita a permanecer en la torre de la que Stephen es expulsado.
Antes de Joyce, a lo más que podía aspirar un escritor irlandés era a
insertarse en la gran tradición de la literatura inglesa: Mulligan es el
término de una larga lista que incluye a los autores irlandeses antes
mencionados, que suponían un triunfo ser aceptados como parte de
la cultura dominante (que se vengaba de ellos cuando traspasaban
ciertos límites, como sucedió con Wilde, que no sólo pagó por
homosexual sino también por irlandés). Joyce se propone algo más
enorme que todos ellos. Primero, dominar la lengua dominante,
agotar no sólo las posibilidades del estado actual de la lengua sino
también manejar todos los estados históricos del inglés literario y
escribir en todos ellos, poniéndose como antagonista nada menos
que a Shakespeare, y una vez que ha logrado manejar la lengua del
amo mejor que el amo mismo, quitársela. Después de Ulises los
escritores ingleses se dan cuenta de que han perdido su bien más
preciado, ese derecho de nacimiento que hasta entonces había sido
suyo sin esfuerzo: la relación familiar con su lengua. Deberán
aprenderla de nuevo, como si fuera ajena, y deberán aprenderla de
sus propios bárbaros (cada cultura construye sus bárbaros), sus
sirvientes, los irlandeses. (Un caso paradigmático es el de Virginia
Woolf: sus novelas iniciales, The Voyage Out [1915] y Night and Day
[1919], son premodernas, clásicas y poco idiosincráticas; tras su
contacto con Ulises [que venía publicándose en forma seriada
desde 1918] Virginia Woolf escribe la primera novela de Virginia
Woolf, la tentativa Jacob's Room [1922], a la que seguirá su Ulises
en versión femenina, Mrs. Dalloway [1925].)
Una inversión tal de las relaciones materiales sólo es posible en
el campo de la cultura, que como es frecuente en los países
colonizados, se ve ante la obligación y la oportunidad de crear lo
que no está presente en la realidad política, social, económica: si se
trata de un reflejo (como supone la teoría literaria marxista clásica)
es un reflejo invertido: la cultura suministra aquello que no está
presente en las condiciones materiales de vida.
Para los ingleses, hubiera sido más fácil aceptar un Ulises
surgido en los Estados Unidos: la humillación hubiera sido menor.
Pero no podía haber sucedido nunca en Estados Unidos. Los
norteamericanos se contentaron con desarrollar una lengua propia,
independiente de la inglesa, y cuando se metían con Inglaterra y su
lengua, lo hacían, como Eliot, sumisamente, pidiendo ser acogidos
en esa cultura que estaba suficientemente lejos de la dominación
efectiva para dignarse graciosamente a ejercer la dominación
simbólica del prestigio, a través de la siempre latente magia del
origen. Los irlandeses en cambio no podían darse el lujo de ser
culturalmente independientes, fueron colonia hasta 1922. Un escritor
como Joyce sólo podía surgir en un país como Irlanda, y el
imperialismo de su imaginación era la contraparte necesaria del
sometimiento de su lugar de origen (que ni siquiera podía definirse a
sí mismo como país, nación, raza). El Ulises es el presente griego
de Irlanda al Imperio Británico, el caballo de Troya que una vez
dentro de las murallas de su literatura, la destruirá (quizá por esto,
no sólo por la obscenidad, Inglaterra fue uno de los últimos países,
junto con Irlanda, en dejarlo entrar). Publicado en 1922 no en
Londres o Dublin o Nueva York sino en París, su difusión es
contemporánea a la decadencia del Imperio Británico; Finnegans
Wake, publicado en 1939, anuncia su disolución. Finnegans es el
resultado necesario de la inercia (hablo de inercia en el sentido que
le da la física, por ejemplo la de una locomotora en movimiento) del
proyecto joyceano: si en Ulises terminó con la lengua inglesa, en
Finnegans lo que desaparece es la idea misma de lengua nacional,
o de lengua a secas, jamás la literatura se independizó de tanto.
La relación de Joyce con la tradición de la literatura inglesa da
su forma al capítulo 14 de Ulises, el llamado "El ganado del sol". En
él, Joyce describe el nacimiento de un niño en la maternidad, en un
estilo cambiante que atraviesa todos los estados históricos de la
prosa literaria inglesa, desde las crónicas latinas y la prosa
anglosajona (óvulo y espermatozoide, respectivamente) y luego
creciendo como un embrión que atraviesa distintos estados: Sir
John Mandeville, Sir Thomas Malory, Milton, Bunyan, Samuel
Pepys, Defoe, Swift, Sterne, De Quincey, Dickens hasta el
nacimiento de una nueva lengua, la lengua del siglo xx que anticipa
la lengua inventada del Finnegans Wake. ¿Que está haciendo Joyce
sino apropiarse de la tradición del amo, y apropiándose de ella de la
única manera que siempre ha habido, es decir rescribiéndola?
Todos estos autores, muestra Joyce, no son sino etapas de una
evolución que culmina en Joyce mismo. Anthony Burgess, en su
Rejoyce, afirma que este es un "capítulo de autor". Si esto es
aceptado, resulta fácil de adivinar de qué es autor Joyce: de toda la
literatura que lo ha precedido.
Eric Hobsbawm, en su ensayo "Inventando tradiciones", nos
advierte que las "tradiciones que aparecen o proclaman ser antiguas
con frecuencia tienen un origen reciente y algunas veces son
inventadas". Encuentra en ellas una función conservadora, la de
legitimar el presente estableciendo continuidades con el pasado
histórico; la de suplir, en las sociedades modernas donde el cambio
y la ruptura son la norma, la ilusión de una identidad y una
normatividad ininterrumpida desde el pasado, que se ha mantenido
constante de generación en generación, como en las sociedades
tradicionales. No sólo la continuidad con el pasado puede ser
artificial, sino el pasado mismo, muchas veces postulado o
inventado para que tal continuidad pueda ser establecida: lo único
real, en todo caso, es el presente, y si el pasado no ofrece
coherencia con este y la coherencia debe ser mantenida, será
necesario reescribirlo (como se hace sistemáticamente en el mundo
de 1984 de George Orwell). La continuidad sin fisuras que la
tradición intenta establecer con el pasado es siempre una ficción
sedativa, sanciona el presente mostrando que pertenece al ámbito
de lo mismo y nunca de lo otro, de lo repetido y no de lo nuevo; y el
encuentro con el pasado reviste la forma ideal de la contemplación
en un espejo donde uno puede a lo sumo ser más joven, pero nunca
otro. El verdadero encuentro con el pasado, en cambio, es otra
cosa, no siempre tan tranquilizadora.
Es en otro autor irlandés, que además de a Joyce ha tenido
tiempo de leer a Proust, donde encontramos una ilustración de lo
que de terrible y desestabilizador puede tener este encuentro.
Samuel Beckett, en La última cinta de Krapp, nos presenta a un
viejo solitario, acabado, que alguna vez quiso ser escritor,
ejecutando el ritual de escuchar el diario que ha ido grabando a lo
largo de su vida. El desconocimiento que experimenta, al
confrontarse con aquel que alguna vez fue, llega hasta el extremo
de obligarlo a buscar en el diccionario palabras que alguna vez usó,
tal como "viduity" (viudez). Luego, al grabar en una nueva cinta sus
impresiones, dice: "...acabando de escuchar a ese pobre cretino que
tomé por mí hace treinta años. Difícil creer que fuese estúpido hasta
ese extremo. Gracias a Dios, por lo menos todo eso ya pasó". El
encuentro con el pasado, en Krapp, es algo radicalmente distinto de
la memoria; la memoria, al menos la memoria voluntaria, es una
hipótesis retrospectiva en constante reformulación, es lo que
reconstruyo del pasado a partir del presente, buscando las
continuidades, la coherencia, modificando y recreando al que fui
para que no entre en conflicto con el que soy, para explicarme, para
justificarme, o al menos para asegurarme que sigo siendo yo. El
encuentro con una foto, una anotación en un diario, o la súbita,
arrolladora irrupción de la memoria involuntaria, como en Proust,
puede tener dos efectos: el de un reconocimiento que tiene la fuerza
de una revelación, en el cual el que fui irrumpe en el presente y
resulta en un desconocimiento del que soy, hasta llegar a
desplazarlo o anularlo (como a veces en Proust); o por el contrario
un desagrado, un rechazo del yo pasado, la certidumbre de "yo —el
yo que ahora soy— no puede haber sido, también, ese" (como en
Krapp). En cualquiera de los dos casos, sea la experiencia gozosa o
perturbadora, lo que ocurre es una fisura, un quiebre de la identidad
que la memoria existe para preservar (si la memoria no estuviera
realizando constantemente esta tarea de reescribir nuestro pasado,
la pluralidad de todos los sujetos que fuimos terminaría por anular
nuestra identidad, en una fragmentación del yo cercana a la
psicosis). Pero también la memoria puede convertirse en una cárcel,
escribiendo siempre la misma historia, obligándonos a mantener al
yo sujeto a ciertas variables más allá de las cuales no podrá ser
mantenido el imperativo de coherencia, o la falsa conciencia
coherente de una realidad de fragmentos incompatibles. Si
descubrimos en el pasado un yo más gozoso, si el vértigo del
extrañamiento llega a trocarse en alivio y sensación de liberación, lo
será a cambio de que aceptemos modificar el yo actual y futuro para
hacerlo coincidir con ese yo pasado que hemos redescubierto.
¿Es posible extrapolar estas cuestiones referidas a la
conciencia individual a fenómenos colectivos como la herencia
cultural, reemplazar memoria por tradición y el descubrimiento de
los documentos de nuestro pasado individual olvidado por el
descubrimiento de los documentos de un pasado literario o histórico
olvidado? Creo que sí, aunque tentativamente, a modo de analogía,
más que de identidad, entre procesos. Descubrir que algo que la
tradición literaria sancionaba como inexistente o imposible
efectivamente fue escrito revela la naturaleza ficticia del trabajo de
la tradición, su carácter de invención constante, libera al presente y
al futuro de las cadenas del pasado, permite crear nuevas cadenas
y saber que son creadas.
Esta tarea de relectura del pasado, como distinta del trabajo del
recuerdo, puede compararse con la tarea del genealogista, tal como
la define, basándose en Nietzsche, Michel Foucault en "Nietzsche,
la Genealogía, la Historia": "Lo que se encuentra al comienzo
histórico de las cosas no es la identidad aún preservada de su
origen —es la discordia de las otras cosas, es el disparate... se trata
de hacer de la historia un uso que la libere para siempre del modelo,
a la vez metafísico y antropológico, de la memoria... se trata de
ajusticiar el pasado, de cortar sus raíces a cuchillo, de borrar las
generaciones tradicionales, a fin de liberar al hombre y de no dejarle
otro origen que aquel en que él mismo quiera reconocerse... las
fuerzas presentes en la historia no obedecen ni a un destino ni a
una mecánica, sino al azar de la lucha". De hecho, sería tiempo de
diferenciar tradición literaria, que es la reconstrucción imaginaria de
una literatura anterior sin conflicto o fisuras con la presente, del
pasado literario, que normalmente, en sociedades no tradicionales,
o tradicionales que han atravesado momentos de ruptura (imperios
caídos, inmigraciones masivas, invasiones, colonialismo), implica la
sorpresa y el extrañamiento del encuentro con la diferencia, el
yo/nosotros como otro.
Y aquí radica la revisión de la idea de tradición que el proyecto
de Joyce implica: toda tradición revela su carácter engañoso: no es
la fuerza del pasado operando sobre el presente, sino el trabajo de
las fuerzas del presente, inventando un pasado que legitime sus
proyectos futuros. La tradición opera al revés, es el presente
creando al pasado. Y la idea de invención debe entenderse en
sentido pleno. Pero la tradición sólo puede funcionar si su
naturaleza inventada permanece oculta: se trata de sancionar el
presente mostrando que no es más que la repetición del pasado. Ni
siquiera se trata de un engaño planificado, sino más bien de una
falsa conciencia necesaria: debemos creer en ese pasado que
acabamos de inventar.
Se ha hecho hora de volver a Borges, al Borges de "Kafka y sus
precursores": "Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he
enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se
parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada
uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o
menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale
decir, no existiría (...) El hecho es que cada escritor crea a sus
precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado,
como ha de modificar el futuro". La idea de "precursor" apela más a
las afinidades electivas que a los mandatos culturales, los
precursores se definen en función de un autor y la tradición en
función de una cultura —frecuentemente nacional. Pero la dinámica
de ambos procesos presenta más similitudes que diferencias: en
ambas vamos del presente al pasado, en ambas el efecto crea la
causa.
Quizá sea momento de preguntarnos por qué en los tres
autores considerados encontramos ciertas similitudes. Lo que salta
a la vista es la inserción incómoda que cada uno tiene en la tradición
que intenta definir como propia: Joyce y Borges por no contar con
tradiciones nacionales autónomas y homogéneas (es dudoso que
los países centrales las tengan, pero al menos pueden imaginar que
las tienen; la falta, en casos como el de Irlanda o Argentina, es en
cambio imposible de negar), Eliot por ser un americano en Londres
que intenta definir su lugar ya no con relación a la literatura
americana sino a la inglesa —es decir, definir una literatura inglesa
que guarde un lugar para Eliot: armar por ejemplo la ecuación
Shakespeare-poetas metafísicos en lugar de la anterior
Shakespeare-poetas románticos. Pero si algo los une en el punto de
partida, la resolución del conflicto de pertenencia es radicalmente
distinta: Eliot, al trasladarse de una cultura imperialista nueva a una
vieja, busca fortalecer el centro en el que ocupará su lugar, Joyce y
Borges desplazan el centro a la periferia sin anudar su status
periférico: Dublín se vuelve el capital desplazada del mundo, y el
punto donde se encuentran todos los puntos es descubierto en un
oscuro altillo de la ciudad de Buenos Aires. La paradoja de la
universalidad de dos autores de culturas provinciales es sólo
aparente: a través del acto imaginativo, la falta se convierte en
plenitud, y la cultura deficitaria se articula como total. De hecho,
podríamos arriesgar esta caracterización: las culturas periféricas se
universalizan por inclusión de lo heterogéneo, las centrales o
imperiales por difusión/imposición de su núcleo propio y homogéneo
a los demás. Existe un provincialismo de la periferia, defensivo, que
contiene su opuesto dialéctico (el celtismo, contra el que se rebela
Joyce; la gauchesca, que Borges decide reescribir), y existe un
provincialismo de la metrópoli (la literatura victoriana) que termina
floreciendo en su negatividad, en el reflujo que empieza por los
caballeros imperiales en el extranjero (Kipling y Conrad) y sigue por
los ex nativos o sus descendientes asentados en la metrópoli
(Rushdie, Kureishi). Que el universo pertenece a sus márgenes lo
dice Borges de manera tajante: "Creo que nuestra tradición es toda
la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa
tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u
otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein
Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de los
judíos en la literatura occidental. Se pregunta si esa preeminencia
permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta
que no; dice que sobresalen en la cultura occidental, porque actúan
dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella
por una devoción especial; ‘por eso —dice— a un judío siempre le
será más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura
occidental’; y lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura
de Inglaterra. Tratándose de los irlandeses, no tenemos por qué
suponer que la profusión de nombres irlandeses en la literatura y
filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque
muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron
descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre
celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses,
distintos, para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos,
los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga;
podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin
supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene,
consecuencias afortunadas". Esta cita (que resume mejor que
cualquier otra que yo conozca los motivos por los cuales Bloom,
irlandés y judío, llega a convertirse en el "everyman" del siglo xx) se
hace doblemente significativa si advertimos que, de manera
insidiosa, la preeminencia de la metrópoli se restablece sobre el
final: los irlandeses son importantes porque han modificado la
cultura inglesa, los sudamericanos lo seremos porque estamos
modificando la europea. Nadie justificaría a la literatura inglesa por
sus contribuciones a la irlandesa, ni destacaría de la importancia de
la europea por su manejo de los temas sudamericanos.
Resulta tentador examinar otras similitudes entre Joyce y
Borges, tales como su relación con las tradiciones literarias
nacionales que ambos encuentran: el revival céltico y la gauchesca.
En ambos casos se trataba de un intento por definir un núcleo
propio, auténtico, diferencial y homogéneo a través de la definición
de un mundo, una temática, unas formas que no se encontrarían en
ninguna otra literatura —lo cual muchas veces abre las puertas a
otra forma de dependencia, la definición negativa a partir de lo que
es diferente de la cultura dominante: como señala Seamus Deane
en Celtic Revivals, el peligro que acechaba a los poetas del revival
céltico era el de terminar utilizando, para definir lo irlandés, el criterio
base de lo "no inglés"—; y, junto con aquél, el de construir una
literatura cuya primera cualidad sea la de ser "exportable",
pintoresca o de color local, que tranquilice a los países compradores
acerca del carácter primitivo, subordinado o al menos diferente de
esa cultura dominada: la lectura como turismo de lo exótico, como
aparece en Ulises cuando el folklorista inglés Haines decide ir a
comprar un librito de poemas de inspiración céltica en lugar de
escuchar las teorías de Stephen sobre Hamlet, porque después de
todo ¿qué podría decir un irlandés acerca del más inglés de los
poemas? Tanto en Joyce como en Borges la relación con esta
tradición que se les ofrece está corporizada a través de la
ambivalente relación personal con los grandes de la generación
anterior: Yeats y Lugones (ambos poetas que pasan del
romanticismo tardío a formas protomodernas, ambos miembros de
minorías amenazadas, defensores de valores tradicionales —rurales
— frente al cambio social, político y económico, ambos pasando de
posiciones nacionalistas a fascistas en la década del treinta). No son
idénticas las situaciones para las cuales estas tradiciones
nacionales han sido creadas: la de Yeats se inscribe en el marco de
la lucha por la independencia, por liberarse de un presente oprimido
por el pasado; en Lugones, por defender a su grupo de la
inmigración, por sostener un presente amenazado por el futuro.
Pero la respuesta en ambos casos es similar; el miedo es a la
modernización, la ruptura de estructuras tradicionales reales o
imaginarias (que a veces deben ser postuladas para. luego sentirlas
como amenazadas); el enemigo es la mezcla, el cambalache, el
materialismo; la defensa es la de una idealidad. También en la
actitud de Joyce y Borges con sus respectivas tradiciones
encontramos diferencias: Joyce parodia la literatura céltica y su
variante aggiornada, el ruralismo, pero no la practica; Borges, si bien
señala en sus ensayos el carácter artificioso de la gauchesca,
cuando la practica lo hace de manera seria, si bien dotándola de
otra lengua (no pintoresquista ni fonéticamente caricaturizada) y
frecuentemente de otra geografía (las orillas más que la pampa).
Por supuesto es necesario recordar que Borges pertenece a la
minoría que creó este mito, y a ella también sus primeros lectores
potenciales: mientras que Joyce opta por el exilio y escribe desde el
vamos para un público europeo. Lo fantástico y lo mágico, por otra
parte, núcleo de la existencia misma del celtismo irlandés, en la
gauchesca está negado y reprimido —apenas a veces tímidamente,
en los relatos de los personajes gauchos, nunca asumida por el
narrador— por los escritores cultos que la practican, sujetos por los
lazos consensuados pero obligatorios de su clase al racionalismo y
al realismo decimonónicos. Más allá de las diferencias, la posición
de Joyce y Borges como autores que han sido incorporados
centralmente al canon universal (más bien occidental) a partir de un
origen periférico y provinciano, ilustra la de dos autores que,
encontrándose con una tradición literaria estrecha, local, obligatoria
y a la vez evidentemente inventada y artificial, aprenden la lección y
se sienten libres para hacer conscientemente lo que habían
practicado con falsa conciencia sus predecesores: la invención de
una tradición literaria en la cual puedan insertarse. No todos los
escritores tienen este privilegio, frecuentemente la tradición es el
resultado de colaboración no consciente de la totalidad de los
escritores, artistas e intelectuales de una época; muchos intentos
quedan en el camino (caso de la gauchesca anarquista, que
desaparece casi sin rastros de la gauchesca oficial). Incluso,
podemos decir, la redefinición de la tradición literaria por parte de un
escritor es siempre el resultado de un esfuerzo colectivo: tanto Eliot
como Joyce como Borges se constituyen en las figuras visibles que
aglutinan el trabajo de numerosos escritores anteriores y sobre todo
posteriores: nadie modifica una tradición sin imposición, consenso o
aceptación de los otros, y esto a veces sucede tardíamente, en el
caso de Borges recién en la década del ochenta. No hay, por otra
parte, posibilidad de que un escritor sea considerado canónico o
central sin que a la vez se acepte su redefinición de la tradición
literaria.
Hasta ahora me he referido a la función de la tradición como si
fuera característica de las tendencias conservadoras y continuistas,
quizá por enfatizar que "conservar", en sociedades en permanente
cambio como las modernas, no es más que el nombre que se le da
a una actividad constante y a veces febril por crear un pasado que
disimule sus diferencias con el presente. Pero es indudable que
muchas veces la tradición se invoca justamente en el momento de
cambiar, de revolucionar una sociedad, una literatura: es en las
crisis donde el miedo a lo nuevo aparece en su forma más irracional,
y la idea de que meramente se está repitiendo algo hecho, algo ya
dado, una parte de nuestra identidad, permite enfrentar el vacío del
presente y del futuro, la angustia de la libertad creadora (la página
en blanco de la escritura o de la historia). Frecuentemente tal
operación toma la forma del salto: la negación del pasado inmediato
(no hay revoluciones contra el pasado distante) y la elección de
algún momento anterior: los renacentistas condenando la Edad
Media para "volver" a la Antigüedad, los románticos rechazando el
Iluminismo para recrear la Edad Media, los poetas del revival céltico
salteándose ocho siglos de dominación británica para reencontrar la
pureza de una Irlanda anterior a la caída, etc. Es, en otras palabras,
momento de la cita de rigor: "Los hombres hacen su historia, pero
no la hacen a su libre arbitrio; bajo circunstancias elegidas por ellos
mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran
directamente, que existen y transmite el pasado. La tradición de
todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el
cerebro de los vivos. Y cuando estos se disponen precisamente a
revolucionarse y a revolucionar las cosas, a crear algo nunca visto,
en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando
conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman
prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para,
con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado,
representar la nueva escena de la historia universal" (Karl Marx, El
Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte).
Borges fue acusado hasta el cansancio de europeísta,
extranjerizante o "cipayo", y en los últimos veinte años se ha hecho
costumbre desdecirse o disculparse por haber tratado de esa
manera a nuestro más grande escritor, argumentando, quizá, que
cuestiones como aquellas no tenían, o ya no tienen, tanta
importancia. En realidad sí la tenían y la siguen teniendo, y por eso
a Borges, lejos de disculparlo, hay que reivindicarlo, porque su
proyecto de escritura implica, corno el de Joyce, una apuesta
anticolonialista de máxima. Sólo que las estrategias de ambos
difieren del anticolonialismo habitual. Este es sobre todo restrictivo,
busca purgar o limpiar la literatura nacional de la influencia
extranjera: su ideal es la pureza y así como se opone a la influencia
de la metrópoli, también dirige su mirada suspicaz sobre las
minorías (como ilustra Joyce en el capítulo "Cíclope" del Ulises,
donde los irlandeses. nacionalistas organizan un pogrom de pub
contra el único judío que hay entre ellos, y cuando entran los
representantes del Gobierno de su Majestad meten violín en bolsa y
se quedan chitos). Además, los productos de la cultura local pura
(inevitablemente artificiales) terminan haciéndole el juego al
consumidor imperial, que quiere tranquilizadoras versiones folk de
las culturas nativas: celtismo en Irlanda, gauchos en la pampa, en el
área Caribe mucho realismo mágico. El rechazo de Joyce por el
celtismo, de Borges por el color local, toman así un sentido
netamente político. También su estrategia de absorber toda la
cultura del amo, apropiársela y luego arrebatársela, así sea en el
plano simbólico. O, en una formulación menos dramática: producir
un discurso sobre la cultura dominante que la cultura dominante no
pueda ignorar. Un criterio indudable para establecer el grado de
asimetría en las relaciones culturales es ver quién tiene derecho a
hablar de quién. Los libros sobre historia y política argentina escritos
en los Estados Unidos son inmediatamente traducidos y consumidos
ávidamente por los lectores locales, mientras que los libros sobre
historia y política de los Estados Unidos escritos en la Argentina no
suelen despertar en los Estados Unidos un interés análogo. Esta
asimetría aparentemente inevitable se invierte en el caso de Joyce y
Borges. Si uno fue el mejor escritor del siglo xx, el otro fue sin duda
su mujer lector, y ambos son autores que los ingleses, los
españoles, los es no ya la literatura irlandesa o argentina, sino sus
propias literaturas. Un par de autores de los márgenes alteraron la
relación que los intelectuales de los países centrales (autores y
lectores) tienen con sus propias tradiciones; ningún inglés lee a
Homero o a Shakespeare sin hacerlo a través de Joyce, aunque
ignore a Joyce, ningún italiano lee a Dante, ningún español al
Quijote, como se los leía antes de Borges.
11. El Ulises en español
El siglo xx no quiso despedirse sin una nueva traducción al
español de su novela más representativa, el Ulises de Joyce. Esta
versión, realizada por Francisco García Tortosa y María Luisa
Venegas tras siete años de trabajo ("tantos como empleó el autor en
escribir el libro" anuncian no sin patetismo en el prólogo), viene a
sumarse a las dos ya existentes, la argentina de J. Salas Subirat
(1945) y la también española de J. M. Valverde (1976, corregida en
1989).
Cuando de una obra como el Ulises se trata, la traducción
forma parte de la historia de la literatura y la lengua de un país, tanto
como su literatura en lengua original. En la literatura argentina del
siglo pasado la huella del Ulises puede rastrearse en las lecturas y
traducciones parciales de Borges, en la rabia de Arlt que no podía
leerlo, en el primer Ulises porteño (el Adán Buenosayres de Mare-
chal), en marcas diversas sobre los textos de Puig, Rodolfo Walsh,
Ricardo Piglia, Luis Gusmán, etc. La literatura argentina siempre fue
buena lectora del Ulises, así como la brasileña lo es del Finnegans
Wake (que entre nosotros poca huella ha dejado). La versión de
Salas Subirat es entonces parte de nuestra historia literaria, y de las
tres ahora existentes sigue siendo mi favorita, a pesar de la por
momentos apabullante profusión de errores y erratas que desfigura
cada una de sus páginas. ¿Cómo justificar preferencia tan
perversa? ¿Será, simplemente, un prejuicio a favor del español
rioplatense hacia el cual se inclina nuestro traductor? Posiblemente.
Es un lugar común hablar de la fealdad de la mayoría de las
traducciones hechas en España, especialmente cuando el argot
asoma. Siempre me he preguntado por qué me deleita encontrar, en
una obra literaria, modismos mejicanos, peruanos, colombianos y
me ponen los pelos de punta los españoles. ¿Un caso de
inconsciente, atávica hermandad latinoamericana? No. Más bien,
una cuestión de respeto. El argot español es guarango, no por
procaz, sino por prepotente. Para los traductores españoles eso que
arrojan sobre la página no es su dialecto, es la lengua, así sin más
—dialecto es lo que hablan los otros, nosotros. (Ocho siglos de
historia, una serie de conquistas imperiales y el inquisitorial
Diccionario de La Real Academia respaldan ese permanente hábito
de descortesía.) España no sabe de hermandad, sino de
maternidad; el traductor latinoamericano en cambio es consciente
de estar traduciendo para una comunidad de hablantes
heterogénea, y es más cauto a la hora de endilgarles sus formas
locales a los lectores extranjeros. Un argentino no traduce a vos,
sino a tú, y no satura de lunfardo portuario el habla de japoneses,
egipcios o irlandeses. Todo esto por supuesto no se aplica a la
literatura en lengua original, donde cada región lingüística tiene el
derecho (algunos dirían, el deber) de prodigar las formas locales,
pero en la traducción es un signo de descortesía que va de la mano
con una política de mercado que impone los textos propios e ignora
los ajenos. La delusión imperial, inevitablemente, resulta en una
lengua provinciana.
Esa es, quizá, la principal molestia que surge de la lectura del
nuevo Ulises: García Tortosa insiste con el argot propio más aún
que su predecesor y compatriota, y aun lo justifica, inocentemente,
en el prólogo: "La informalidad del lenguaje y las expresiones
deslenguadas de los clientes han de ser las de un grupo de
amigotes españoles en idénticas circunstancias". "¿Y por qué no?",
dirá el lector de esta nota. "Si los ecuatorianos quieren su Ulises,
nadie les impide traducirlo." Quizás a esta altura haga falta aclarar
que el Ulises original está escrito, no en una lengua o dialecto, sino
en la tensión entre una variante desprestigiada (el inglés de Irlanda)
y otra dominante (el inglés británico imperial) —relación que puede
compararse, aunque no homologarse, a la que existe entre el
español de España y el de los demás países de habla hispana. Una
traducción española, entonces, necesariamente invertirá esta
tensión, o, como sucede en las dos versiones existentes, la
ignorará. En teoría, una traducción latinoamericana del Ulises
deberá ser más fiel al original que una española. Lo cual puede
comprobarse en la versión de Salas Subirat, que reproduce en todas
sus imperfecciones el tironeo del original: se pasa de formas
dialectales argentinas, o latinoamericanas, a formas
reconociblemente peninsulares: vacilante, políglota, revuelta: esa es
la fricción que enciende el inglés del Ulises, y que hace que el
español de nuestro Ulises criollo (no en el sentido de argentino, sino
de creole) posea algo de la misma vitalidad.
La traducción de Valverde tiene menos errores que la de Salas
Subirat, sin duda, pero también menos aciertos; y la nueva
profundiza esta distinción. A favor del Ulises de García Tortosa se
puede decir que no hay, casi, errores de interpretación o lectura de
la obra de Joyce —lo cual, dada la profusión de obras críticas y
libros de notas como Allusions in Ulysses de Thornton Weldon y
Ulysses Annotated de Gifford, sería imperdonable. Un rasgo clave
del Ulises es lo que García Tortosa llama referencias cruzadas, las
mismas palabras que aparecen repetidas en contextos diferentes, y
que como los leitmotiv dependen, para surtir efecto, del
reconocimiento del lector. Salas Subirat y Valverde frecuentemente
olvidan que una frase ha aparecido antes, y la traducen con
palabras diferentes, anulando así para el lector toda posibilidad de
reconocimiento. Gran parte de los errores cometidos por Salas
Subirat se deben al estado todavía precario de la exégesis joyceana
en los años 40 (los cometidos por Valverde, quien entre otras cosas
insiste en situar a "Bloomsday" un 4 de junio, no tienen, por lo
mismo, excusa alguna). G. Tortosa, además, por primera vez
traduce realmente el capítulo 14. Este fue escrito por Joyce imitando
los principales estilos de prosa inglesa, desde los anónimos
anglosajones hasta Dickens y Carlyle. La nueva traducción nos
ofrece un recorrido parejo y excitante por la historia de la prosa
española "desde el rey Alfonso X el Sabio hasta Pequeñeces del
padre Luis Coloma". La elección puede ser discutible (¿hablar de la
conquista de Irlanda en el inglés de Swift da igual que hacerlo en el
español de Quevedo?), pero es osada, mucho más que el español
inespecíficamente arcaico intentado en las versiones anteriores.
Otras elecciones de la nueva (traducir apodos, que nos dan a
Boylan Botero y Napias Flynn, o topónimos, dando "promontorio del
Rebuzno" por "Bray Head") pueden ser discutibles, pero entran en el
terreno de las opciones válidas, más que de los errores flagrantes.
Lo mismo puede decirse de la decisión de traducir las palabras
dobles como tales: a pesar de resultados dudosos como
diosespeces, blanquiamontonado, colorcortezacacao,
degomaplenas, los traductores se juegan a hacerlo
sistemáticamente, y recuperar, para la traducción, algo del coraje
experimental del original.[4]
¿Condena entonces la nueva versión a nuestro querido y
pionero Ulises criollo a la extinción? Sí, salvo que alguna editorial
local asuma la tarea de hacer corregir los errores evidentes, y de
paso incluir las mínimas notas necesarias. Otra opción, para
terminar de una vez por todas con polémicas como ésta, implicaría
hacer real, en la traducción, lo que el original exhibe de manera
virtual: en el Ulises cada capítulo es tan distinto de los otros que
parece escrito por un nuevo autor, y cuando se dice de un escritor
que ha sido influido por el Ulises, se está diciendo en realidad que
ha sido afectado por alguno de sus capítulos. ¿Por qué no encarar
entonces un meta —Ulises, donde cada capítulo sea traducido por
el autor cuyos efectos mejor asimiló? Como la propuesta es por
ahora utópica, didácticamente y a título de ejemplo propongo un
dream-team de vivos y muertos, con J. C. Onetti para la amargura
del capítulo 1, Julián Ríos para el babélico 3, Borges para el
ultraliterario 9, Rodolfo Walsh para la política irlandesa del 12,
Manuel Puig para el folletín del 13, Guillermo Cabrera Infante para el
ya mencionado 14 (anticipado en la sección "La muerte de Trotsky"
de su novela Tres Tristes Tigres), Ortega y Gasset para el
rimbombante y engolado 16... Esta promiscua e incestuosa mezcla,
esta Caín y Babel de textos hermanados nos daría, seguramente, la
versión más apartada del texto original, y probablemente la más
cercana al sueño de su primer autor.[5]
Tercera parte

La otra orilla
12. El iniciador (Nathaniel Hawthorne)
La literatura argentina nació violenta, política y realista.
Violenta, porque fue escrita entre jadeos, en las pausas de las
batallas o de la huida y el exilio; política, porque era concebida o al
menos imaginada como instrumento y como arma; y realista, porque
quienes la escribían carecían de tiempo para ensueños y veían con
vergüenza ajena la espiritualidad —religiosa o supersticiosa— de los
personajes privilegiados de sus ficciones o reflexiones, los gauchos.
La literatura de los Estados Unidos tuvo un nacimiento más suave,
por darse en un período de garantizada calma, de impetuosa
prosperidad y de optimismo generalizado; aunque también nació
vieja, nocturna y acosada de fantasmas. Más que la violencia de
afuera, la acechaban los demonios del alma; lo fantástico la domina
en sus inicios y el realismo fue para ella una conquista tardía. Quizá
por su carácter agitado, espasmódico, la literatura argentina de los
comienzos no dispone de un autor capaz de constituirse en su suma
y cifra (esto recién sucederá en el siglo XX, con Borges);
Echeverría, Sarmiento y Hernández apenas alcanzan a formar entre
los tres un autor completo; en los Estados Unidos, en cambio, la
literatura nace entera en la obra de un hombre, que es el iniciador, el
primero: Nathaniel Hawthorne.
Hawthorne nació el 4 de julio de 1804, y Henry James, en su
ensayo biográfico sobre el autor, se encarga de señalar el valor
profetice» de la coincidencia: "...un hombre que tuvo el honor de
llegar al mundo nada menos que en el día en que la gran República
sufre su más agudo ataque de autoconciencia... y es saludado por el
tañido de campanas y el trueno de los cañones... recibe por esto el
encargo de realizar algo grande". James ya había visto cumplida la
profecía: cuando él era todavía un niño, en ese país tiene lugar uno
de esos florecimientos culturales comparables a los de la Atenas de
Péneles, la Roma de Augusto, la Italia de Dante, el Siglo de Oro
español y la Inglaterra isabelina. En los años antes y después de
1850 escriben lo mejor de su obra Hawthorne, Poe, Melville,
Emerson, Thoreau y Whitman; de todos, el iniciador es sin duda
Hawthorne.
Pero a pesar de su auspicioso natalicio Hawthorne no se
convirtió en el heraldo de la joven nación, el luminoso cantor de las
nuevas energías y la democracia (carga que finalmente iría a dar
sobre los más robustos hombros de Walt Whitman). Las fuerzas
más oscuras de la tradición y la sangre lo obligarían a ser el cronista
de un nacimiento anterior: el oscuro nacimiento del alma
aristocrática y fanática de la joven nación democrática y tolerante.
En un cuento al menos, Hawthorne alegoriza la transición: Robin, el
protagonista de "Mi pariente, el mayor Molineux", llega del campo a
la ciudad para ponerse bajo el ala del mayor, pariente suyo, al que
busca infructuosamente, a lo largo de una noche onírica como
pocas en la literatura, hasta encontrarlo cubierto de alquitrán y
plumas y montado sobre una viga, expulsado del pueblo por quienes
algún día se levantarán también contra el poder real. Robin termina
uniéndose al escarnio de su pariente, y al hacerlo está cortando sus
lazos con el pasado, reemplazando el viejo ideal europeo (los
privilegios de la cuna) por el de "hacerse uno mismo" de la nación
futura. Pero a pesar de la moraleja, Hawthorne era menos hijo del 4
de julio de 1776 que del 21 de noviembre de 1620, día en que el
Mayflower ancla con la primera carga de puritanos en las costas de
Nueva Inglaterra. William Hawthorne, su primer ancestro americano,
llega a Massachusetts en 1630, y en palabras de su descendiente
"fue soldado, legislador y juez; fue rector de la iglesia; tenía todos
los rasgos puritanos, tanto buenos como malos. Fue también un
acervo perseguidor, como bien lo saben los cuáqueros, que cuentan
el incidente de su dura severidad con una mujer de su secta, que
será recordado, me temo, más que todos sus buenos actos". Su hijo
John no hizo sino perfeccionar las virtudes del padre, convirtiéndose
en uno de los jueces de los procesos de hechicería (es el Juez
Hawthorne de Las brujas de Salem de Arthur Miller). "Tan conspicuo
se hizo en el martirio de las brujas —cuenta su descendiente—, que
es lícito pensar que la sangre de esas desventuradas dejó una
mancha sobre él. Una mancha tan honda que debe perdurar en sus
viejos huesos, si ahora no son polvo." Con ancestros tales, y en el
mismo pueblo de Salem donde vivieron y mataron, Nathaniel
Hawthorne nació en 1804, habitando la antigua residencia familiar,
de la que apenas salía, durante sus primeros treinta y dos años. Se
sabía marcado por un doble estigma: ante el mundo, la vergüenza
de sus ancestros despiadados: "No sé si a mis mayores se le ocurrió
pedir perdón al Cielo por sus crueldades; yo, ahora, lo hago por
ellos y pido que cualquier maldición que haya caído sobre mi raza
nos sea, desde el día de hoy, perdonada". Y ante sus ancestros, el
de verse a sí mismo como el justo castigo de todos sus pecados:
"¿Qué es? —murmuran unas a otras las sombras grises de mis
ancestros—. Un escritor de cuentos. ¿Qué clase de trabajo, qué
modo de glorificar a Dios, de ser útil a la humanidad es ese? ¡Tanto
daría que fuera violinista, el degenerado!". Esta idea de que la
decadencia de una próspera familia burguesa engendra, hacia el
final de su agotado linaje, la delicada y tierna flor del arte; y la
vergüenza del artista ante la mirada de sus ancestros, reaparece
casi idéntica en la obra de Thomas Mann (en Buddenbrooks y Tonio
Kröger) y con algunas modificaciones, en Borges ("No haber caído, /
Como otros de mi sangre, / En la batalla. /Ser en la vana noche / El
que cuenta las sílabas").
"A ningún autor", cita Borges a Johnson en su ensayo
"Nathaniel Hawthorne", "le gusta deber nada a sus
contemporáneos". Sin embargo los contemporáneos de Hawthorne
lo veneraban y amaban, y no es posible encontrar en sus escritos
asomo de animosidad y envidia. "El estilo más puro, el gusto más
fino, la erudición más accesible, el humor más delicado, el más
conmovedor pathos, la imaginación más radiante, el ingenio más
consumado", se embelesa el severo Poe; "una ternura tan profunda,
una simpatía sin límites con todas las formas del ser, un amor tan
omnipresente", sube la apuesta Melville; y no se quedan atrás los
sucesores: "delicado, afectuoso, encantador", repite una y otra vez
Henry James. Hawthorne es poseedor de una cualidad no tan
común en los autores más admirados: es, como Thomas De
Quincey, como Oscar Wilde, y como —único entre los monstruos—
Cervantes, un autor querible. Uno de sus rasgos más celebrados, su
exquisita sensibilidad hacia la luz (física o moral), se revela en
cualquiera de sus páginas, nunca tan bien, quizá, como en aquellas
de su ensayo "La aduana", capítulo introductorio de La letra
escarlata. Allí sugiere que la luz más adecuada para dedicarse a la
creación literaria es la combinada del fuego del hogar y la lunar que
entra por la ventana. A la luz de la luna las cosas se ven, como de
día, en sus más mínimos detalles, pero "espiritualizadas por la luz
inusual, pareciera que pierden su sustancia y se vuelven creaciones
del intelecto... La habitación familiar se ha vuelto un territorio neutral,
a medias entre el mundo real y el de los cuentos de hadas". Y la
cálida luz de un fuego de carbón "se confunde con la fría
espiritualidad de los rayos lunares e infunde el corazón y la
sensibilidad de la ternura humana a las formas que la imaginación
va convocando... Si un hombre, en una hora como ésta, solo en la
habitación, es incapaz de soñar cosas extrañas, y hacer que
parezcan reales, entonces puede olvidarse de escribir romances"—.
Estos párrafos sirven también como instrucciones para la lectura,
porque Hawthorne es uno de esos autores que, como De Quincey,
siempre deberían leerse en un sillón junto al fuego de un hogar a
leña.
Y sin embargo este hombre luminoso y delicado estaba hecho,
también, de la oscuridad más impenetrable. "A pesar del soleado
veranillo que habita el lado de acá del alma de Hawthorne", escribe
Melville, "el otro lado se ve envuelto en una diez veces negra
oscuridad". Y agrega: "es la oscuridad de Hawthorne lo que más me
sujeta y fascina... Este enorme poder de oscuridad que hay en él
deriva de la noción calvinista de la innata depravación del hombre,
del pecado original... Y ningún escritor ha blandido esta horrible idea
con tanto terror como este inofensivo Hawthorne". Una moral
engendrada por una religión fundamentalista suele tener la
capacidad de auto-perpetuarse mucho tiempo después de que la
religión original haya muerto o se haya debilitado, incluso entre
hombres de otras religiones y tierras. Tal el caso de la doctrina
calvinista de la predestinación, que sostiene que todos merecemos
el fuego, y que Dios (en su infinito capricho, más que misericordia)
ya ha elegido a quiénes han de salvarse, y ha pasado por alto
("preterición" es el nombre técnico de esta divina distracción) a
quienes irán al infierno. No es difícil detectar los ecos de esta
doctrina en la moral cotidiana de los estadounidenses: en los
conceptos de born winner y born loser (ganador de nacimiento y
perdedor de nacimiento, respectivamente); en el estigma moral que
se asocia a los que fracasan; en esa cualidad que William
Burroughs (otro incansable inquisidor del alma puritana)
consideraba las más insidiosa de las adicciones; la adicción a tener
siempre razón y a sentir que lo que uno hace es siempre lo correcto:
el self-righteousness (término que, como carecemos de la figura
moral equivalente, no tiene traducción exacta en nuestra lengua).
Hawthorne encarna esta moral puritana, y a la vez la abomina;
la lleva en la sangre, la conoce como un enfermo a su enfermedad
incurable, y jugando con esta materia —peligrosamente, como quien
juega con fuego, dio forma a varios de sus cuentos y a su más
famosa novela, La letra escarlata. El argumento es conocido: una
mujer inglesa, recientemente llegada a la colonia de Massachusetts,
da luz a una niña que no puede ser de su ausente marido. Los
severos puritanos la obligan a llevar una letra A (de adúltera) cosida
sobre el vestido, a la manera que luego popularizarían los nazis, con
símbolos análogos. El marido, que llega al pueblo ocultando su
identidad, decide dar con el otro culpable, y una vez que sus ojos de
predador se fijan en el reverendo Dimmesdale, lo persigue con el
fanático encarnizamiento de Ahab a la ballena, hasta obligarlo a
revelar la letra A que este también portó, pero grabada sobre la
carne. La letra escarlata es la primera novela norteamericana, que,
según James, "pertenece a la literatura... y por vez primera nos
permite enviar a Europa una cosa de calidad tan exquisita como
cualquier otra que hayamos recibido", y leerla provee —aún hoy— la
mejor llave para entrar en ese exótico mundo de la moral
estadounidense, en el cual una nación entera es capaz de discutir si
su presidente debe o no ser destituido por jugar al dip con un puro y
una becaria, y sólo consiente a "perdonarlo" cuando lo ha confesado
públicamente, y con lujo de detalles.
Si hay un hilo negro que recorre la obra de Hawthorne, es la
sospecha (o convicción) de que la búsqueda de Dios —sobre todo
en el fanatismo y la intolerancia— lleva al encuentro con el diablo, y
que los puritanos, en su celo por expulsarlo del mundo, habían
terminado por arrojarse a sus brazos, y en ninguno de sus escritos
logró plasmarla como en "Young Goodman Brown", relato que
Melville (con justa razón) consideró "tan profundo como Dante". El
joven Brown se despide una tarde de su joven esposa Faith ("Fe") y
se interna en el bosque nocturno donde ha hecho una cita con el
diablo. Se siente el primero de su raza en dar este paso, y se
pregunta qué pensarían su abuelo y padre, o los hombres y las
mujeres piadosos de su aldea. El diablo le informa que todos ellos
han recorrido este camino antes, y al mirarlo bien, el joven Brown
reconoce en él los rasgos de su propio abuelo. Llegan finalmente a
un aquelarre que se celebra en el medio del bosque, donde se
mezclan la brujería indígena con el culto satánico, los hombres y
mujeres más píos de la aldea con sus habitantes más disolutos e
inmorales, a cuya cofradía Brown y su esposa serán esa noche
iniciados. "Aquí —dice el diablo— están todos aquellos que desde la
infancia habéis reverenciado. Creísteis que eran más santos que
vosotros, y os avergonzasteis de vuestros pecados, al compararlos
con sus vidas rectas y aspiraciones celestiales. ¡Y sin embargo aquí
están todos, venerándome! Esta noche tendréis acceso a todos los
crímenes secretos; sabréis cómo los mayores de la iglesia, con sus
barbas entrecanas, susurraron palabras de malicia en los oídos de
sus jóvenes criadas; cómo muchas señoras, ansiando los atavíos de
la viudez, dieron a sus esposos una bebida a la hora de acostarse,
permitiéndoles dormir el último sueño en sus regazos; cómo
apuraron jóvenes imberbes la hora de heredar las riquezas de sus
padres; cómo hermosas damiselas cavaron pequeñas tumbas en
sus jardines, convocándome, como único invitado, al funeral de un
infante. Por la simpatía que vuestros corazones humanos tienen
para con el pecado, os será dado olfatear todos los lugares donde
se ha cometido un crimen, y exultantes obtendréis la visión de la
tierra entera chorreando de culpa, convertida en una poderosa
mancha de sangre... Ahora por fin, estáis desengañados. El mal es
la naturaleza del ser humano. El mal será vuestra única felicidad.
¡Bienvenidos una vez más, niños míos, a la comunión de vuestra
raza!" Brown no se deja tentar, y grita a su esposa: "¡Faith, Faith,
eleva los ojos al Cielo y resiste al malvado!". El aquelarre se esfuma
como un sueño, y Brown se encuentra solo en medio del bosque.
Todo está pronto para un final feliz, pero Hawthorne tiene otra cosa
en mente. "¿Se había quedado dormido Goodman Brown en el
bosque, y fue apenas un sueño salvaje el aquelarre? Que así sea, si
así lo prefieres. Pero fue un sueño de mal agüero para el joven
Brown. Se volvió un hombre severo, triste, desconfiado, hasta
desesperado... Y tras muchos años de vida, cuando su cadáver,
blanco como la escarcha, fue llevado a la tumba, seguido por Faith,
una anciana, sus hijos y nietos, una virtuosa procesión que también
incluyó a muchos vecinos, no grabaron palabras de aliento sobre su
lápida, pues la hora de su muerte fue de sombría desesperanza". En
otras palabras, lo mismo da que haya sido un sueño o una
experiencia real: lo decisivo es que Brown cree ahora en la maldad
innata del hombre, y un velo oscuro lo separa para siempre de sus
semejantes, pues la doctrina proclamada por el diablo no es otra
que el credo calvinista, y Brown se ha convertido, finalmente, en la
más triste clase de hombre que la humanidad se ha permitido crear:
un puritano de alma. Hawthorne nos ofrece así dos relatos: uno
admite una explicación psicológica (el sueño) el otro sobrenatural (el
encuentro con el diablo); y es así el precursor de Otra vuelta de
tuerca de Henry James, acechado por análogos fantasmas.
Poe, en varios artículos publicados entre 1842 y 1847, descubre
en Hawthorne la forma ideal del cuento que él practicaba,
aprobando todo salvo la tendencia a alegorizar. "La emoción más
profunda que despierta en nosotros la más lograda de las alegorías,
en tanto alegoría, es el sentido apenas satisfecho de que el artista,
con su ingenio, ha superado una dificultad que hubiéramos preferido
no se tomara el trabajo de acometer", sostiene Poe a propósito de
su maestro. Es comprensible: a fin de cuentas Poe es Hawthorne
sin la alegoría, y difícilmente se encontrará mejor ejemplo de lo que
va de uno al otro que en la lectura que Poe hace de "El velo negro
del pastor". En este relato el pastor de un pueblo de Nueva
Inglaterra decide un buen día, sin motivo aparente, cubrir su rostro
con un velo oscuro. Ese mismo día entierran a una joven.
Hawthorne, como era su costumbre, explícita el sentido del relato al
final: "¿Por qué tiemblan al mirarme? ¡Tiemblen al mirarse unos a
otros! (...) Cuando el hombre no se oculte, en su vanidad, del ojo de
su Creador, atesorando el repulsivo secreto de su pecado: entonces
considérenme un monstruo, por este símbolo bajo el cual he vivido y
he de morir. ¡Miro a mi alrededor, y sobre cada rostro, veo un velo
negro!". Poe, en cambio, afirma que esta pobre moraleja es para la
gilada, que creerá que "la moral puesta en boca del pastor nos da el
verdadero sentido del relato; pero sólo las mentes afines a la del
autor advertirán que se ha cometido un crimen de oscuro tinte (que
se refiere a la 'joven' enterrada)". Poe lee la alegoría moral como
cuento policial, y así convierte al relato de Hawthorne en un
precursor de la serie Dupin.
Faulkner no abunda en homenajes explícitos a Hawthorne,
quizá porque su obra entera constituye uno tácito. Se parecen hasta
en los mínimos detalles: Hawthorne agregó una w al antiguo apellido
Hawthorne, Faulkner una u al ancestral Falkner; ambos crecieron en
las únicas sociedades aristocráticas en decadencia que los Estados
Unidos conocieron; en los dos el pasado echa sobre el presente una
doble carga (la del pasado esplendor, la de los crímenes que se
cometieron para alcanzarlo) y lo ahoga —porque el esplendor ha
pasado pero permanece el pecado: la persecución de las brujas en
Hawthorne, la esclavitud en Faulkner. La descripción de la antigua
mansión de los Pyncheon en La casa de los siete tejados, situada
en la calle que ha pasado de ser la más elegante a la más sórdida,
donde la última descendiente se oculta de la vista del pueblo,
reaparece en "Una rosa para Emily", quizás el mejor cuento de
Faulkner, y la decadencia de los Pyncheon es modelo para la de
todas las familias aristocráticas de Faulkner: Los Sartoris, los
Compson, los Sutpen... ¡Absalón!¡Absalón! puede parecer un intento
de reescribir La casa de los siete tejados, que tras un primera
capítulo formidable cae víctima de la tendencia de Hawthorne
(señalada, entre otros, por Henry James) de convertir a sus
personajes en cuadros estáticos. De las fantasmagorías de
Hawthorne son también hijas directas las surrealistas visiones de la
guerra de Ambrose Bierce, y el horror de un mundo de adictos (a las
drogas, al poder, al dinero, a la religión) de William Burroughs. La
capacidad generativa de Hawthorne es tal que no se limita al campo
de la ficción. Si ubicó a sus propios ancestros en la casa de los siete
tejados, mudando el apellido familiar de Hawthorne a Pyncheon,
unos cien años después un Pynchon (otra vez el escamoteo de una
letra culpable), descendiente a su vez de una antigua familia
puritana, escribiría una serie de novelas de potencia comparable, en
una de las cuales, El arco iris de gravedad, nos encontramos con
una antigua familia puritana, los Slothtrop, que desciende de un
ancestro rebelde, autor de un tratado sobre la centralidad de los
preteridos en el mantenimiento del equilibrio moral del universo
humano.
En "El acercamiento a Almotásim", Borges imagina un hombre
de luz cuyo reflejo, atenuado al ir pasando de alma en alma, es sin
embargo todavía perceptible en aquella de hombres viles, e induce
a un peregrino a remontar esta progresión descendente en busca de
la luz originaria. Un peregrino literario de análogo ánimo puede
comenzar por un destello de belleza en un autor cualquiera, aun en
uno malo, y perseguir este reflejo huidizo por caminos cada vez más
luminosos, hasta llegar a Borges, Onetti, o García Márquez;
Burroughs, Pynchon o Arthur Miller, caminos alternativos que
inevitablemente confluirán en las grandes avenidas de Faulkner,
Bierce, James, Melville y Poe, y al cabo de su peregrinación tendrá
acceso a la estancia donde lo espera Hawthorne, sentado en su
sillón, irradiando la luz conjunta de la luna y de las ascuas; quienes
en cambio decidan partir de un exiguo pozo de sombra, en busca de
una oscuridad cada vez más impenetrable, también llegarán al final
del recorrido al mismo sillón y al mismo hombre.
13. Del fin al principio: Truman Capote
En 1984, poco antes de cumplir los sesenta, Truman Capote
murió en Los Ángeles. Había pasado sus últimos años chapoteando
en un pantano de alcohol, cocaína y pastillas, evitado por su pareja,
su amante y muchos de los que solían pelearse por el honor de ser
sus amigos, y acosado por el fantasma de la obra perfecta que se
había propuesto escribir. Esta se llamaba Plegarias atendidas y
constituiría, como su autor anunció una y otra vez, la nueva En
busca del tiempo perdido: "si Proust fuese norteamericano y viviera
ahora en Nueva York", llegó a decir, "esto es lo que escribiría".
Firmó el contrato por el libro en 1966, comprometiéndose a
entregarlo para principios de 1968, fecha que fue prorrogándose una
y otra vez. Entre 1975 y 1976 publicó cuatro capítulos en la revista
Esquirre. "Mojave", "La Côte Basque", "Monstruos perfectos" y "Kate
McCloud"; posteriormente decidiría que el primero no formaba parte
del libro y lo publicó como cuento separado en Música para
camaleones. Y eso fue todo. La obra que habría rivalizado con la de
Proust y sería publicada póstumamente en 1987 es un delgado
volumen que contiene apenas los capítulos primero, segundo y
séptimo, que sin el armazón de la novela se leen más bien como
relatos sueltos.
¿Por qué Capote abandonó el proyecto de Plegarias? Hay
varias explicaciones posibles, la más fácil y menos interesante la de
su adicción a las drogas y al jet set. También puede haberlo
afectado la publicación de "La Côte Basque", que desencadenó un
escándalo mayúsculo, pues revelaba en él las intimidades —sobre
todo sexuales— de la alta sociedad neoyorquina. Los nombres de
las personas reales estaban cambiados pero cualquiera podía
reconocerlas y al menos una de ellas se suicidó en consecuencia.
La reacción de los sobrevivientes fue, desde su punto de vista al
menos, comprensible: le habían permitido a ese advenedizo enano
sureño codearse con ellos, lo habían invitado a sus casas y a sus
yates, ¿y así les pagaba? Capote veía las cosas de otra manera:
"¿Qué se esperaban? Soy un escritor y me sirvo de todo. ¿Es que
esa gente se pensaba que me tenían para entretenerlos?". Pero
más allá de estas bravatas hasta cierto punto defensivas, la
reacción corporativa del grupo lo sorprendió e hirió —algo que,
dicho sea de paso, también le había sucedido a Proust, su modelo.
Pero no alcanza para explicar su renuencia a seguir trabajando en el
libro. La derrota de un escritor —en tanto escritor— parece requerir,
además, una explicación puramente literaria, y esta puede
encontrarse en la naturaleza misma del proyecto. Sus conocidos y
biógrafos hablan una y otra vez del comportamiento autodestructivo
de Capote, refiriéndose a sus hábitos de vida, ¿pero qué puede ser
más autodestructivo para un escritor de talento —quizá hasta de
genio, como él mismo proclamaba— que querer ser Proust? Nadie
—ni siquiera Proust— puede proponerse de antemano una empresa
semejante. El mismo llegó a entenderlo así. "Sueño con él y mi
sueño es una sensación tan viva como un golpe en el dedo gordo.
Todos los personajes con quienes he vivido, tan brillantes, tan
reales... Una parte de mi cerebro dice: El libro es tan hermoso, tan
bien construido: no ha existido nunca un libro más hermoso. Y la
otra parte de mi cerebro dice: Nadie es capaz de escribir tan bien",
En el prólogo a Música para camaleones (uno de los más
famosos de la literatura contemporánea) aclara que la interrupción
de Plegarias se debió no a las reacciones del público sino a una
crisis creativa. Releyendo todo lo que había escrito hasta entonces,
llegó a la conclusión de que "nunca, ni siquiera una sola vez en toda
mi vida de escritor, había explotado totalmente toda la energía y las
emociones estéticas que albergaba el material. Hasta cuando era
bueno, veía que en ningún momento había trabajado con más de la
mitad, a veces sólo una tercera parte, de mis facultades". Y este,
justamente, sería el libro donde lo pondría todo. Publicado en 1980
—interrumpiendo una vez más el proyecto de Plegarias— Música
para camaleones se compone de seis relatos tradicionales de
impecable factura, siete "retratos dialogados" y un "relato de no
ficción de un crimen americano": "Féretros tallados a mano". Los
"retratos dialogados" incluyen un perfil de Marylin Monroe, otro de
Bobby Beausoleil, un asesino vinculado al clan Manson, el
excepcional "Hola extraño" y uno de los reportajes más famosos de
la historia del periodismo: "Un día de trabajo", en el cual Capote
acompaña a una mujer de limpieza mientras trabaja para personas a
las que nunca ha visto y cuyas vidas va reconstruyendo a partir de
los indicios que encuentra en sus departamentos y de su amorosa
simpatía imaginativa. "Féretros tallados a mano" es un relato
espeluznante acerca de un terrateniente, el Sr. Quinn, que va
enviando féretros en miniatura a los miembros del consejo local,
quienes le arrebataron "su" río en una votación, y luego los asesina.
Capote afirmaría: "Es una destilación de todo lo que sé sobre
técnica literaria: relato breve, guión, periodismo... todo". Lo que no
es, estrictamente hablando, es un relato de no ficción: desde el
vamos no se identifica el lugar ("un pueblo en un pequeño estado
del Medio Oeste") y los personajes tienen nombres inventados, lo
que lleva a suponer, correctamente, que en gran medida los hechos
también lo son.
El relato de no ficción de Truman Capote es, por supuesto, A
sangre fría, la más famosa y quizá la más lograda de sus obras, que
inauguró, según su autor, un género nuevo. Tanto se ha escrito
sobre la génesis de esta novela (de cómo Capote se encontró,
leyendo el New York Times, con la noticia del asesinato de los
Clutter, una próspera familia de agricultores, en Holcomb, un
pequeño pueblo de Kansas; de cómo partió hacia allá un mes
después, y pasó seis años de su vida investigando el caso,
haciéndose amigo de los pobladores, los investigadores y,
eventualmente, de los asesinos, Ferry Smith y Dick Hickock, cuya
ejecución terminaría presenciando) que es mejor pasar directamente
a la debatida cuestión del género. Ha sido frecuente atacar la
presunción de Capote, demostrando que hubo novelas de no ficción
antes de la suya. Entre ellas, Operación masacre de Rodolfo Walsh,
que los argentinos proponemos como verdadera fundadora del
género con la misma tozudez con que pregonamos nuestra potestad
sobre el colectivo, la birome y el dulce de leche. Si bien hay justicia
en el reclamo, también es cierto que un invento no es sólo de quien
lo inventa sino de quien lo patenta, y Capote —por yanqui, famoso y
propagandista nato— tenía todas las de ganar. Además, Capote
sirve la novela con teoría incluida (como hicieron, en otro contexto,
los franceses del nouveau roman) mientras que las reflexiones
teóricas de Walsh sobre la no ficción llegan quince años después de
la obra en sí. Dos características son esenciales a la novela de no
ficción tal como Capote la practica en A sangre fría: a) la verdad, es
decir, la absoluta correspondencia entre los hechos novelescos y los
reales, y b) la objetividad, el borramiento de la persona del
investigador-Capote, en este caso, que no aparece en su obra,
como sí lo hace Walsh en Operación (el imperativo del compromiso
político, central a la concepción del género en Walsh y
absolutamente indiferente, si no hostil, a la de Capote, parece
demandar la presencia del autor-narrador). La conjunción de verdad
factual y objetividad del punto de vista sería el rasgo distintivo de la
novela de no ficción que practica Capote (aunque aparezca en
persona en “Féretros”).
Con respecto a lo primero, en A sangre fría la verdad de los
hechos narrados parece incuestionable. Quienes han intentado
hallar a Capote en falta no desenterraron más que errores tan
nimios (como que la yegua de Nancy Clutter no fue vendida a un
forastero sino a un lugareño) que terminaron apuntalando, en lugar
de refutar, su jactancia. Aun así, se permite una escena inventada,
al final: un encuentro entre Al Dewey, el investigador del caso, y
Susan Kidwell, amiga de Nancy, en el cementerio donde están
enterrados los Clutter. Hablan de los estudios de Susan, del
casamiento del ex novio de Nancy, del ingreso del hijo de Al a la
universidad; un final que parece calcado del de El arpa de hierba y
cuyo mensaje es claro: la vida continúa a pesar de todo. "Me
criticaron mucho por ello", admitió Capote, "me decían que debí
terminar con las ejecuciones, con aquella horrible escena final. Pero
yo sentía que debía regresar a la ciudad, hacer que todo volviera a
cerrar el círculo, terminar en paz". Las exigencias del final —
momento de condensación máxima de sentido en cualquier obra—
lo llevaron a abandonar, por una vez, la exigencia de verdad. Pero
salvo esta excepción, la factualidad se respeta sin grandes
problemas. Es con el imperativo de objetividad que empiezan las
paradojas. Capote viajó a Holcomb un mes después de los hechos y
a partir de entonces vivió en el pueblo, habló casi a diario con el
investigador del caso, compartiendo informaciones e hipótesis;
estaba entre los lugareños cuando llegaron los dos sospechosos
esposados, habló con ellos cientos de veces, se convirtió en amigo
de ambos; presenció a pedido suyo los ahorcamientos y pagó las
lápidas para sus tumbas. De todo esto, nada queda en la obra, salvo
rastros fantasmales, como cuando, cerca del final, Hickock hace un
largo relato a "un periodista" que no se nombra y no es otro que el
propio Capote. En otras palabras, Capote fue también uno de los
protagonistas de la historia e influyó sobre el curso de los
acontecimientos: el minucioso y sistemático borramiento de su
presencia implica, de alguna manera, un falseamiento de los
hechos; y objetividad y verdad, en lugar de ir de la mano, terminan
oponiéndose. A sangre fría se convierte así en un texto que parece
haber sido escrito para demostrar la pertinencia de las modernas
teorías de la física que aseguran que la presencia del observador
inevitablemente modifícalos hechos observados. De todos modos es
indudable que desde el punto de vista emotivo y estético, Capote
eligió el camino correcto: al borrar las marcas de su presencia la
subjetividad acotada e identificable del narrador personal se
convierte en una subjetividad difusa, omnipresente, que permea
cada línea de la obra, en la cual Capote desaparece de un modo
que hubiera llenado de orgullo a su maestro Flaubert, quien
proponía que "el autor debe, en su libro, ser como Dios en el
universo, estar presente en todas partes y no hacerse jamás visible
en ninguna".
Pero este no es un proceso que se pueda hacer sin sacrificios.
Una oportunidad perdida fue la del juego barroco entre planos de
realidad y ficción que la inclusión del autor y la novela dentro de la
novela hubieran permitido: al igual que en la segunda parte del
Quijote, en la cual los personajes han leído la primera y están
pendientes de la aparición de la segunda y todo esto influye sobre el
curso de los acontecimientos, hay un momento en que la inconclusa
novela A sangre fría comienza a afectar las vidas de los personajes
de A sangre fría, Gracias a ella, Perry y Dick se saben estrellas, e
intentan influir sobre lo que Capote escribirá, tratando por ejemplo
de convencerlo de que el crimen no fue planeado, para que sus
apelaciones se vieran favorecidas por esta versión. También les
preocupaba el título, sobre el cual Capote venía mintiéndoles: "Me
han dicho que el libro está a punto de imprimirse y que van a
venderlo después de nuestras ejecuciones. Y el libro SÍ que se titula
A sangre fría. ¿Quién miente?... Francamente, A sangre fría es algo
que clama a la conciencia", le escribió indignado Perry. El libro se ha
vuelto parte de la historia que cuenta, la historia se ve afectada por
el libro: la realidad copia a la no ficción.
Perry y Dick consideraban a Capote su amigo y benefactor, y
hasta horas antes de la ejecución estuvieron llamándolo
desesperados, creyendo (erróneamente, según parece) que podría
aplazarla. Y aunque hubiera podido, Capote sabía que sólo podría
terminar el libro una vez que los ejecutaran, y ya venía de dos años
de torturas, con el libro escrito —salvo por el final— y un
aplazamiento tras otro, sintiendo que apenas la vida de dos
hombres se interponía entre él y la publicación que supondría la
realización de todos sus sueños de dinero y fama. Así, contaría a
una de sus amistades, "el Tribunal supremo ha rechazado las
apelaciones, así que pronto puede suceder algo... Me he llevado
tantas decepciones que ya casi no me atrevo a confiar. Pero...
¡deséame suerte!", y a otra confesó haber pensado, cuando uno de
los abogados defensores sugirió que Perry y Dick no sólo podían
librarse de la horca sino conseguir la libertad, "¡sí, y espero que tú
seas el primero al que se carguen, hijo de puta!". Al menos uno de
los, críticos, su antiguo amigo Kenneth Tynan, lo acusaría
frontalmente: "Por primera vez un escritor de primera fila, e
influyente, se ha encontrado en una situación tan privilegiada y
cercana a unos criminales a punto de ser ajusticiados y, en mi
opinión, ha hecho menos de lo que pudo para salvarlos". Capote
nunca se lo perdonó. La amistad entre Capote y Perry Smith es una
de las fundamentales historias detrás de la historia, y podría
suministrar material para un libro casi tan atrayente como A sangre
fría. Perry es sin duda el personaje central de la novela, y al decir de
Norman Mailer, uno de los más interesantes de la literatura
norteamericana. Hubo desde el comienzo una secreta afinidad entre
los dos: eran outsiders, casi enanos (Perry por un accidente), de
infancias desgraciadas y "sensibilidad artística" y, como sugiere
Gerald Clarke, biógrafo de Capote: "Ambos se miraron y vieron al
hombre que pudieron haber sido". Esto explica que el dilema moral
ante el cual Capote se encontró traspasara las fronteras de la ética
periodística o novelística (si es que tal cosa existe) para volverse
emocionalmente devastador. Confesó haber llorado sin parar
durante dos días y medio tras la ejecución, y nunca se repuso del
todo. "Nadie sabrá nunca lo que A sangre fría se llevó de mí. Me
chupó basta la médula de los huesos." Y no era para menos.
Forzado por las circunstancias que él mismo había ayudado a crear,
había terminado elevando plegarias para que colgaran a dos
hombres, uno de ellos su siniestro dopelgänger, y sus plegarias
habían sido atendidas.
Si A sangre fría es más que una gran aventura periodística y el
relato de un hecho espeluznante es porque Capote se había topado
con un crimen que pudo funcionar como cifra del conflicto entre las
dos Américas: la del exitoso, arrogante, sedentario, conservador,
religioso hombre de familia wasp Herb Clutter y la del ex convicto
nómade, artista malogrado, autocompasivo, mestizo, solitario y
eterno outsider Perry Smith. La novela comienza mostrando en un
montaje paralelo la vida casi idílica de los Clutter en su comunidad y
la mezquina road movie de los dos inadaptados, y sabemos que
cuando las dos líneas se crucen sólo puede sobrevenir la tragedia.
Esta oposición, que en A sangre fría se ve como inconciliable,
encontraría su momento de síntesis en la siguiente obra de no
ficción: Mr. Quinn, el terrateniente asesino de Féretros tallados a
mano, es una prolija fusión de Herb Clutter y Perry Smith.
"Todo esto ha sido la experiencia más interesante de mi vida, y
de hecho la ha cambiado, ha modificado mis puntos de vista sobre
casi todo", dijo Capote, pero ésta no fue la primera vez que algo así
le sucedía. De hecho pasó toda su vida reinventándose a sí mismo,
y haciéndolo, como corresponde a un escritor, a través de su obra.
Nunca se encasilló ni permitió que lo encasillaran: iba pasando de
una vida a otra, y cada novela era el portal. Nadie, ni siquiera él
mismo, hubiera podido predecir que el autor de la delicada
Desayuno en Tiffanny’s, una encantadora nouvelle que contribuyó
corno pocas a mitificar Nueva York y le aportó a Holly Golightly, un
personaje sin el cual es tan difícil concebirla como a Londres sin
Sherlock Holmes, sería capaz de escribir A sangre fría; como
tampoco podría anticipar la glamorosa ligereza de aquella novelita
quien leyera la barroca y esforzada escritura de Otras voces, otros
ámbitos, un relato de ese gótico sureño que dejó tras de sí el reflujo
de la gran marea faulkneriana y que brilló en la obra de Carson
McCullers y Flannery O'Connor; literatura de freaks queribles que en
Capote empieza a teñirse de la clase de sentimentalismo nostálgico
que exhiben películas como Matar a un ruiseñor (en la cual el
pequeño Truman es personaje), Tomates verdes fritos o El gran pez.
El sur, no obstante, fue su cuna, y también la de su escritura,
aunque a diferencia del gran maestro literario de la región, Faulkner,
Capote escribía mejor sobre los mundos a los que se trasplantaba.
El sur, quizá, fue siempre demasiado doloroso. Abandonado por sus
padres, buscando el afecto en seres marginales como él (como su
prima retrasada Sook, la sexagenaria protagonista de "Un recuerdo
navideño", uno sus cuentos más conmovedores), en este ambiente
hostil o al menos ajeno a toda afición literaria, según él mismo nos
cuenta, a los diecisiete "ya era un escritor consumado y estaba listo
para publicar", algo que haría, acto seguido, con sus primeros
relatos, en las más prestigiosas revistas, como The New Yorker y
Harper's Bazaar. Había empezado a escribir a los ocho años, "sin
saber que me había encadenado de por vida a un amo noble pero
despiadado... Cuando Dios te da un don, te da también un látigo",
diría famosamente en el prólogo de Música para camaleones. Con
ese látigo, y hasta el final de sus días, se flagelaría hasta matarse.
14. Holden Caulfield cumple 67
"Si en serio querés que te cuente, lo primero que vas a querer
saber es dónde nací, y cómo fue mi jodida infancia, y qué hacían
mis padres antes de tenerme y todo, toda esa mierda bien David
Copperfield, pero la verdad es que no tengo ni ganas de ponerme a
hablar de eso." Cincuenta años atrás, la primera oración de una
novela le hablaba así a su lector. Así, en singular, ya que El
guardián en el centeno no se dirige a un público, sino a vos,
personalmente (el autor tenía tu rostro ante sus ojos todo el tiempo
mientras la escribía). Así, en el lenguaje que hablas con tus amigos
(o mejor aún: en el lenguaje que te gustaría hablar con tus amigos) y
que jamás habías apreciado del todo —jamás habías podido valorar
estéticamente, y por lo tanto defender— porque nunca lo habías
podido contemplar en la página impresa de un libro. El protagonista,
que pronto nos dirá su nombre, Holden Caulfield, te va a contar, a
vos (como en una de esas noches que comienzan con dos
desconocidos charlando, fumando, y terminan, al alba, con dos
almas gemelas que se han encontrado al fin) la historia de su última
Navidad, cuando fue expulsado de la prestigiosa escuela
preparatoria Pencey y deambuló, solo, por su ciudad, la ciudad de
Nueva York, como si fuera un extranjero, visitando incluso su propia
casa a escondidas, en la noche, como un fantasma. Hay algo que
Holden da por sentado: si nadie en la novela, salvo su hermanita
Phoebe, puede entenderlo, vos sí vas a hacerlo. Porque vos pensás
como él, sentís como él, compartís sus gustos y disgustos —y si no
lo hacés en las primeras páginas, pronto lo vas a hacer, a riesgo de
verte obligado a dejar de leer: es tal su candor (en el sentido que el
contemporáneo Allen Ginsberg daba a la palabra: no ocultar nunca
nada) que te sentís obligado a responderle de la misma manera, y
preferís cambiar vos, antes que disentir con él.
La novela podría suponerse escrita por un adolescente como
Holden, para otros adolescentes, salvo por un rasgo que la delata:
un adolescente al escribir tendería a impostar las formas del
discurso adulto, serio, saturando su estilo de clichés rimbombantes,
de abstracciones altisonantes y formas poéticas pasadas de moda.
Le costará, sobre todo, lograr un estilo homogéneo. El estilo de El
guardián es sistemáticamente el de un joven hablando con otros
jóvenes; como sólo un estilista maduro, elaborando sobre las formas
del habla adolescente, podría lograr. Con treinta y dos años de vida,
J. D. Salinger había crecido en Nueva York, asistido a una academia
militar, participado en el desembarco de Normandía, interrogado
prisioneros alemanes y, una vez regresado a su ciudad (la única de
su literatura), publicado un puñado de cuentos perfectos en la
revista The New Yorker: Durante la guerra pudo conocer a
Hemingway, uno de sus héroes literarios (mucho le debe la saga de
relatos sobre Seymour Glass, de Salinger, a la serie de cuentos
sobre Nick Adams, de Hemingway), pero a diferencia de su maestro
lo que interesa a Salinger no es tanto la guerra sino sus bordes, no
tanto la experiencia extraordinaria sino la cotidiana, en esa sociedad
de posguerra, la más represiva e intolerante de la historia
norteamericana: la época del complejo militar— industrial de
Eisenhower, del macartismo, del primer intento de suicidio de Sylvia
Plath, de la internación de Allen Ginsberg y de Holden Caulfield, del
suicidio de Seymour Glass. Fue, sobre todo para los jóvenes, una
época imposible.
Los jóvenes —los adolescentes, los teenagers- no existieron
desde siempre y en todas partes: su invención es reciente, tuvo
lugar en los Estados Unidos, y en los años cincuenta. Basta mirar el
cine o la publicidad inmediatamente anterior para comprobarlo: cada
jovencito, en su vestimenta, corte de pelo, su aura en suma, es un
cloncito de su papá, y cada muchachita de su mamá. Si algo los
distingue de los progenitores es su carácter incompleto, no
terminado aún, la mirada anhelante ("quiero llegar a ser como vos")
que dirigen al adulto. Pocos años después, la ropa, la música, el
cine, la literatura, la comida, el corte del pelo y el corte del cuerpo,
se han vuelto propios, y los jóvenes sólo se miran entre ellos, u
ocasionalmente, a algún adulto que siga manifestando suficientes
rasgos juveniles, exteriores o interiores. La cultura joven se define
ahora positivamente, por sus rasgos propios, y por oposición (ya no
aspiración) al mundo de los adultos. Hace cincuenta años, los
jóvenes tomaron la cultura por asalto. Lo hicieron en distintos
frentes, y con distintos liderazgos: en el cine con James Dean, en la
música con Elvis Presley, y en la literatura con J. D. Salinger.
El fenómeno de la invención de los jóvenes y su cultura tuvo
ese rasgo diferencialmente norteamericano de congeniar la rebelión
contra el sistema con las demandas del mercado. Los jóvenes se
rebelan contra y rechazan el mundo de sus padres, pero sus padres
descubren que en esa rebeldía hay un mercado potencial hasta
entonces no explotado y surge la cultura joven como cultura de
consumo (probablemente, en los países desarrollados, una de las
más lucrativas de las últimas décadas). En los años 50 y en la
literatura, la invención de la cultura joven tuvo dos vertientes
fundamentales: Salinger y los beats. Salinger representa sobre todo
la insatisfacción de los niños bien: tanto sus personajes como
muchos de sus lectores asisten a las preparatorias más caras y
luego a las universidades de la "Ivy League" (Harvard, Yale,
Princeton y otras). La estética de Salinger es esencialmente
aristocrática, aunque se trate de una aristocracia de la sensibilidad
más que del dinero. Sus personajes son demasiado buenos,
demasiado sensibles para este mundo y terminan suicidándose
(Teddy, Seymour Glass) o en un hospicio (Holden). En su obra
posterior se plantean el problema "¿Cómo puede un individuo
excepcional vivir en un mundo mediocre dominado por cretinos?".
Salinger mismo, como buen escritor, pudo resolver el dilema en su
obra (a través de la "parábola de la señora gorda" incluida en
Franny y Zooey) y transmitir la solución a sus lectores, pero no en
su propia vida. Exasperado por la ineptitud y la soberbia de sus
críticos se retiró del mundo primero, a una granja rodeada por un
muro inexpugnable en Cornish, New Hampshire, y evitó de ahí en
más todo contacto con lectores y periodistas —lo cual ha tenido el
paradójico resultado de convertir a Salinger en un involuntario avatar
de Abenjacán el Bojarí, aquel personaje de Borges que construye un
laberinto para esconderse de su perseguidor y en realidad lo que
logra es atraerlo: Cornish se ha vuelto desde entonces un centro de
peregrinación de visitantes que esperan atrapar al elusivo autor en
una de sus escasa excursiones al mundo exterior. (En ese sentido
Thomas Pynchon, el otro ermitaño de las letras norteamericanas, ha
sido más consecuente, o menos histérico: nunca se dejó ver, nadie
sabe dónde está. Y para esconderse, eligió el lugar indicado: el
laberinto de Nueva York.) Este retiro de su persona de la escena
literaria tampoco fue suficiente: a partir de los tempranos 60,
Salinger se negaría directamente a publicar lo que escribía,
situación que se ha mantenido hasta el presente.
Los beats, que completarían en los cincuenta la educación de la
primera generación de jóvenes, cubrieron en cambio el lado más
democrático y under. Si Holden, y luego los niños Glass, nos
susurran en el oído "vos y yo somos especiales, diferentes" (aunque
lo susurren en el oído de todos nosotros) los personajes de la
literatura beat, entre los cuales se cuentan en primer lugar los
propios autores beat, nos dicen "yo soy como todos, y todos pueden
ser como yo". Entre el Holden Caulfield de Salinger y el Dean
Moriarty de Kerouac quedó trazado el espectro de identidades
posibles para la nueva juventud (los que quedaban fuera eran los
squares, los cuadrados, los que elegían seguir siendo meros adultos
incompletos). Si, como sugiere Harold Bloom en su más reciente
libro, Shakespeare inventó lo humano tal como lo concebimos hoy
día, podemos extender la idea y comprobar cómo, por ejemplo,
Dickens inventó a los niños (tarea que completarían Henry James,
Freud, Joyce, Virginia Woolf y Piaget), y Salinger, Kerouac y
Ginsberg, a los jóvenes.
Fue, sobre todo, como lo son siempre los aciertos de la
literatura, un truco del lenguaje. El largo monólogo en primera
persona de Holden Caulfield es vivido a fuerza de originalidad y
precisión, pero en él abundan todos los "vicios" del lenguaje
adolescente: repetición de ciertas muletillas ("and all", "or anything",
"crazy", "corny" son sólo algunas de las más frecuentes),
vocabulario limitado, nivelación democrática entre el lenguaje culto y
el slang... El logro de Salinger consistió en hacer del vicio virtud, en
darse cuenta, de que allí había una estética; aunque más que de un
léxico se tratara de una música, un ritmo —complementada además
por una ética: la de un autor que nunca se coloca por encima del
lenguaje de su protagonista: nunca nos da la sensación que las
palabras de Holden adolescente estén puestas entre comillas;
nunca la manera de hablar del personaje está tratada como objeto
pintoresco que el autor-antropólogo observa, colecciona y exhibe a
nuestra indulgente consideración; no hay, en las 220 páginas de la
novela, una sola nota falsa. Incluso cuando utiliza sus palabras-
comodín, uno siente que Holden ha dado con la mot juste
flaubertiana (que era, dicho sea de paso, el ideal estilístico de
Salinger —cuando en el cuento "Franny" el pedante estudiante de
literatura Lane Coutell califica de "neurótica" la actitud de Flaubert,
los lectores sabemos sin duda alguna que el autor nos está dando la
indicación "odien a este personaje"). Lo más sorprendente es
comprobar que su lenguaje no ha envejecido —el peligro más
insidioso que acecha a los cultores del habla coloquial. Más que
interpelar a una generación, como hizo su predecesor y modelo
Scott Fitzgerald con los jóvenes de la Jazz Age, Salinger escribe
para las sucesivas generaciones de adolescentes, que todavía hoy,
cincuenta años después, se siguen identificando con el protagonista
como si de uno de ellos se tratara.
De todas las palabras clave que marcan el compás de la
novela, quizá la dominante sea la palabra "phoney" que participa de
nuestros significados de "trucho, falso, careta, hipócrita, insincero"
sin agotarse en ninguno de ellos. El concepto de "phoney" es la vara
con la cual Holden mide el mundo, no sólo el de los adultos sino de
sus pretenciosos y snobs compañeros. La sinceridad se convierte
en la piedra de toque, el rasgo que divide a los nuevos jóvenes (los
primeros jóvenes), del mundo de los adultos y de los jóvenes viejos.
Y la sinceridad se convierte además en la cualidad fundamental de
la obra: no tanto como contenido sino como cualidad formal, como
rasgo de estilo. Todos sabemos, intuitivamente, reconocer las
manifestaciones físicas de la sinceridad y la insinceridad: la persona
que habla puede mirarnos a los ojos en lugar de desviar la mirada,
su voz surge de las entrañas o el pecho en lugar de la garganta o la
nariz, fluye serena y sonora o rechina, titubea, sube y baja:
frecuentemente prestamos más atención a esto que a las palabras
pronunciadas. De manera similar El guardián es sincero no porque
lo que dice la obra sea lo que el autor piensa (Salinger no concede
reportajes ni escribe artículos, así que no podemos saber lo que él
piensa) sino porque reconocemos todos los acentos de la sinceridad
en la voz del personaje.
La obra de Salinger nos entrega, ciertamente, una estética (que
algunos querrán encuadrar dentro del minimalismo), una filosofía
(que básicamente sigue a los maestros el pensamiento zen), nos
ofrece la membrecía de un exclusivo club del gusto y, a
contracorriente de mucha literatura moderna y posmoderna, dedica
gran parte de sus energías a proponer una pedagogía. Para
Wordsworth, uno de los creadores del romanticismo, el niño era el
maestro del hombre. El romántico urbano Salinger hace de esta
verdad el punto fijo alrededor del cual reorganizar la vida humana.
No a otra cosa se refiere el título de esta novela: Holden, cuando
tiene que definir qué le gustaría ser en la vida, describe su visión: un
grupo de niños jugando en un campo de centeno, al borde de un
precipicio, y entre los niños y el precipicio el propio Holden, listo
para atrapar a cualquiera que esté en riesgo de caer. El guardián en
el centeno no los retará, ni siquiera los aleccionará sobre los riesgos
de jugar al borde del abismo, simplemente los atrapará antes de que
caigan. (Lo cual, dicho sea de paso, revela lo obtuso de traducir el
título The Catcher in the Rye como El cazador oculto. Incluso
"guardián" es insuficiente, ya que catcher se refiere al que atrapa la
pelota en el béisbol: Holden sería entonces "el catcher en el
centeno", y es de suponerse que para atrapar a los niños usará el
guante de béisbol en el cual su hermano muerto Allie copiaba sus
poemas favoritos.) La educación actual, para Salinger, consiste en
destruir sistemáticamente la sabiduría del niño, que sólo necesita
desarrollarse sin interferencias. Seymour Glass usará otra imagen:
los niños no son una posesión de los padres: son huéspedes en la
casa, y deben ser tratados —honrados— como tales. Fuera del
mero cuidado físico, toda educación es deformación e interferencia,
y una de las primeras bajas en esta guerra que la educación libra
contra el alma del niño es el candor, la sinceridad.
Se ha repetido hasta el cansancio que los personajes literarios
son meras ristras de palabras, que no tienen existencia real fuera de
la página. Pero lo mismo puede decirse de todos los personajes
históricos: el Julio César de la historia no es más real que el de
Shakespeare, el histórico Ricardo III lo es ciertamente mucho menos
que el del poeta de Avon. Salinger creía en la realidad de sus
personajes, y una de las maneras de demostrarlo fue otorgándoles
la capacidad de seguir viviendo en los intervalos entre un libro y
otro: sobre todo en la saga de la familia Glass, a la que se dedica
por entero tras concluir, en El guardián, la de los Caulfield. Salinger
no toleraba la crítica, pero al parecer lo que le molestaba no era que
lo criticaran a él, como autor, sino que criticaran a sus personajes.
Retiró el manuscrito de El guardián de manos del que iba a ser su
primer editor, porque el hombre "creía que Holden estaba loco". La
necesidad de proteger, a cualquier precio, a sus personajes de la
incomprensión del mundo exterior lo llevaría, eventualmente, a no
volver a publicar las nuevas historias que escribía.
Los escritores que, como Rimbaud, han renunciado a la
literatura, siempre han ejercido en lectores, críticos y colegas una
fascinación no exenta de ofensa y reproche. Pero escribir y no
publicar es, en un escritor consagrado, o un insulto hacia sus
lectores, o una todavía más imperdonable coquetería. No resulta
difícil imaginar a los editores esperando ansiosamente el momento
de su muerte, listos a abalanzarse sobre la pila de inevitables best-
sellers que se habrán acumulado a lo largo de cuarenta años de
productiva reclusión. Quizá Salinger, decidido a dar batalla hasta el
final, haga verdadera la fantasía de Kafka y los queme antes de que
caigan en manos de ese otro fuego peor, el del infierno que son los
lectores. Su actitud parecería alinearse con la de ciertos personajes
de Borges, como el escritor de "El milagro secreto" o el sacerdote de
"La escritura del Dios": la perfección de la obra o del saber son
inmanentes, no necesitan salir al mundo exterior para verse
confirmados: Dios, al menos, los habrá leído y comprendido. El ideal
de autor que tiene Holden es bien sencillo: alguien a quien puedas
llamar por teléfono y contarle. Isak Dinesen y Ring Lardner pasan la
prueba, Somerset Maugham no. Paradojas de la nunca lineal
relación entre vida y obra: J. D. Salinger pasó la prueba —la pasó
con sobresaliente— convirtiéndose en el autor al que todos querían
llamar, y terminó recluyéndose en un monasterio para uno,
rehuyendo todo contacto humano y renunciando a publicar,
justamente para que dejaran de llamarlo.
15. Los dioses del suburbio:
The Stories of John Cheever
Los Pommeroy son una familia más o menos burguesa, que
comparte una casa de veraneo en alguna playa de Massachusetts,
con un pasado calvinista que agotada la fe sobrevive, con aderezos
izquierdistas, en la moral del hermano menor, Lawrence. En una
literatura de crítica social, Lawrence proveería el ácido punto de
vista que desnudaría las pequeñas hipocresías, crueldades y
fatuidades de los otros Pommeroy. En "Goodbye, My Brother",
Lawrence es en cambio un implacable aguafiestas que abruma a
todos con su temperamento sombrío, logrando que los felices se
sientan culpables de su felicidad y los alegres ridículos en su
alegría, negándose sistemáticamente a participar en los rituales de
comunión familiar (nadar en el mar, beber), tratando de convencer a
la jovial cocinera de que es una triste mujer explotada, y yendo a
una fiesta de disfraces sin disfraz para mejor burlarse de los
cuarentones nostálgicos que concurren en sus vestidos de bodas o
antiguos trajes de fútbol. Como aclara su hermano mayor,
protagonista y narrador del relato, Lawrence trafica en verdades,
pero verdades a medias. En cada relación, en cada afecto, en cada
acción ve la mitad mezquina, falsa, inauténtica: "Diana es una mujer
tonta y promiscua. También Odette. Mamá es una alcohólica. ..
Chaddy es deshonesto... Esta casa va a terminar cayéndose al
mar... Y vos sos un tonto...". Cada vez que pasan un rato con él, los
miembros de su familia se internan en el mar, como si necesitaran
una purificación ritual. “¿Qué puede hacerse con un hombre así?
¿Qué puede hacerse? ¿Cómo disuadir a su ojo de que busque, en
la multitud, la mejilla con acné, la mano temblorosa; cómo enseñarle
a responder a la inestimable grandeza de la raza, la áspera belleza
de la superficie de la vida?”, se desespera su hermano, hasta que
encuentra la respuesta: debe golpeárselo en la nuca con una
pesada raíz y sacárselo de encima. Tras la partida del insoportable
Abel, el momentáneo Caín contempla el mar, donde nadan su
hermana y esposa. Cuando las mujeres salen del agua, están
desnudas, sin vergüenza alguna: ahora que el triste puritano ha
partido, también el origen pagano de sus nombres —Diana, Helena
— se desnuda ante el lector. En este relato Cheever invierte la
ecuación habitual: el crítico social es expulsado del cuento, el
burgués auto-complaciente tiene la última palabra. ¿Y por qué no?
¿Quién ha dicho, después de todo, que la literatura deba ser
siempre crítica?
Este relato es el primero de ese inestimable ladrillo escarlata
con letras blancas denominado The Stories of John Cheever,
sesenta y un cuentos de los cuales varios son obras maestras de la
cuentística norteamericana y mundial.
Cheever es un majestuoso creador de locaciones, y sus
cuentos se agrupan fácilmente según donde transcurran: en Nueva
York, en los pequeños pueblos de veraneo de la costa de Nueva
Inglaterra, en Europa (siguiendo la tradición de Henry James, los
norteamericanos de Cheever viajan a Italia), y sobre todo en los
suburbios de Nueva York, en el mundo de los commuters, que
toman el tren para trabajar en la ciudad y cada tarde vuelven a la
paz rural de sus martinis y sus jardines con pileta. Hacia el final de
su carrera, en la época en que la mayoría de los autores se resignan
a que sus lectores les tengan sacada la ficha, su novela Falconer
sumó un ámbito nuevo e impredecible: el de la prisión. Todos, para
el autor, son "metáforas del confinamiento", pero es uno en
particular, el del suburbio, el que con más justicia merece el nombre
de "Cheever country", y reaparece en sus cuentos y novelas en los
familiares nombres de Bullet Park, Shady Hill, Maple Dell... Muchos
autores se encuentran a sí mismos cuando encuentran a su
territorio, y si son los primeros en descubrirlo, su nombre queda para
siempre ligado a él. La cultura suburbana de los commuters (distinta
de aquella de ciudades más nuevas, donde toda la movilidad es en
auto y por autopista) surge en los cincuenta y Cheever fue su poeta
(su propia vida suburbana comenzó exactamente en 1951). Él
inventa la literatura del suburbio acomodado, reflejado luego en
tanta literatura posterior y sobre todo en el cine —en la suma de
miserias de films como Felicidad de Todd Solondz, o más aún, en la
combinación de crisis de la mediana edad y vida suburbana de
Belleza Americana, impensable fuera de la tradición que Cheever
inaugura. El segundo, sobre todo, se acerca al espíritu del autor: el
suburbio es anatomizado sin piedad pero la búsqueda en última
instancia es la de la belleza y la nobleza que pueden encontrarse en
todas partes, incluso ahí. O, como dice el propio Cheever: "Hemos
tenido demasiada crítica del modo de vida de la clase media. La
vida puede ser tan buena y tan rica allí como en cualquier otra parte.
No quiero ser un crítico social... tampoco un defensor de los
suburbios. Pero no hace falta decir que los personajes de mis
cuentos y las cosas que les suceden podrían encontrarse en
cualquier lugar... Sus dioses son tan antiguos como los tuyos y los
míos, quienquiera que seas".
Esta atemporalidad y ubicuidad lo llevó muchas veces a
aprovecharse del recurso usado por Joyce para su celebración de la
vida urbana en Ulises. En The Country Husband (más "marido de
country" que "marido campestre") Francis Weed sobrevive a un
accidente aéreo, debe enfrentar guerras fratricidas en el living de su
casa, se enamora de la baby-sitter, observa una mujer desnuda que
pasa, peinándose, a través de la ventanilla del coche dormitorio de
un tren expreso, y termina consultando a un psiquiatra... Hechos en
la vida cotidiana de cualquier nómade suburbano, sea de Shady Hill
o Pilar, salvo que este cuento es una Eneida en miniatura y las
peripecias de este americano medio recapitulan en detalle las del
legendario ancestro de los romanos: la destrucción de Troya, las
interminables batallas, el amor por Dido, el encuentro con su madre
Venus, la consulta del oráculo. Al final, Weed-Eneas contempla su
tierra prometida, menos nueva que distinta, el mismo paisaje
suburbano transfigurado por los acentos de la visión pastoral:
"Oscurece; es una noche en la cual reyes en corazas de oro
cabalgan elefantes sobre las montañas". La frase, con su poderosa
belleza inmediata y su lejana evocación de la gesta de Aníbal,
enemigo de Roma y vengador de Dido, ilustra como tantas otras un
rasgo característico del autor: Cheever no fue un gran creador de
finales, a la manera de Poe o Chejov, pero sí de frases finales —
característica que legaría a su amigo y discípulo Raymond Carver.
En otros relatos las resonancias no son clásicas sino bíblicas,
sobre todo edénicas: para situarlas en la tradición literaria de su
lengua podríamos decir que Cheever reescribe una y otra vez, en
"The Wrysons", "The Brigadier and the Golf Widow", "A Vision of the
World" y el maravilloso "The World of Apples" el Paraíso perdido de
Milton. De todos sus relatos con trasfondo mítico, el más sugerente
y famoso es sin duda "El nadador", que fue llevado al cine en una
película igualmente perturbadora y enigmática protagonizada por
Burt Lancaster. El nadador del título es Ned Merrill, a la vez uno de
los padres y esposos del mundo suburbano de Bullet Park y un
moderno Ulises que decide invertir la fórmula de su antecesor: en
lugar regresar a casa saltando de isla en isla, Ned irá de pileta en
pileta, nadando a través de cada una, ya que ha descubierto que
juntas forman un río subterráneo que aflorando aquí y allá le
permitirá llegar a su casa por agua. Ned emprende su odisea lleno
de entusiasmo y vigor, pero poco a poco su fuerza física y moral lo
va abandonando, y se pregunta si la tarea que ha emprendido no es
superior a ellas. Una tormenta trae el frío, las hojas de un árbol
inexplicablemente se han vuelto amarillas en pleno verano, el prado
de los Lindleys está lleno de yuyos y la pileta de los Welchers,
vacía. Casi desnudo, tiritando, descalzo, se ve en aprietos para
cruzar la autopista (Escila y Caribdis); atravesar la pileta pública,
saturada de niños gritones y cloro, se convierte en un descenso al
Hades; sus vecinos nudistas, los Halloran (Nausica y sus doncellas),
se conduelen de "sus desgracias", los Biswangers, cíclopes que
ofrecen una fiesta, lo tratan como un colado y su ex amante, Shirley-
Circe, con desdén. Cuando Merrill llega a su destino ya es invierno,
y él, un hombre viejo y derrotado: no nos sorprende que la casa esté
vacía y deshabitada.
¿Cómo leer este relato? ¿Como cuento fantástico sin más?
¿Cómo un ensueño diurno erosionado, y finalmente arrasado, por la
impiadosa realidad? ¿Cómo fábula de la futilidad a la que se
asoman, en la mediana edad, todos los Wasp protagonistas de las
historias suburbanas de este autor? (Tengo el gran trabajo, la gran
casa, la esposa, los hijos... ¿Y ahora qué?). Cheever conoció
también, en su vida, la anomia de la vida suburbana, y además el
acecho del alcohol y las drogas, la inestable convivencia de su
herencia calvinista y su bisexualidad. Pero es de esperar que en
1982, su año final, se haya visto iluminado, como el poeta Asa
Rascomb, protagonista de "A World of Apples", por una obra que
"aun cuando no le trajo el Premio Nobel, llenó de gracia los últimos
meses de su vida".
16. Burroughs para argentinos
La obra de William Burroughs (1914-1997) no sólo excede los
parámetros de la generación beat que él inventó y pronto dejó atrás,
sino también los de la literatura misma. La imagen de Burroughs
está indisolublemente ligada a la de los movimientos
contraculturales de la segunda mitad del siglo xx, pero lo
excepcional de su caso es que fue el indiscutido gurú de tres
generaciones contestatarias: los beat de los 50, los hippies y los
radicales politizados de los 60 y 70, y los ciberpunk de los 90.
Cuando Timothy Leary y Ken Kesey estaban descubriendo el LSD,
él ya lo había dejado, decepcionado de los pobres resultados
obtenidos, y buscaba más allá. Se suele asociar el nombre de
Burroughs con la cultura de las drogas duras (sobre todo la heroína)
pero si bien es indudable que su mejor novela, El almuerzo
desnudo, ofrece el retrato definitivo no ya de la experiencia, sino de
la vivencia de la droga (es decir, no de la vida del adicto, sino de las
pesadillas de su mente) y es el imprescindible punto de partida de
películas como Drugstore Cowboy (en la cual actúa) y Trainspotting,
en su prólogo al libro (de 1959) ya advierte al lector que "los no
yonquis tomamos medidas drásticas, y los hombres se separan de
los muchachitos de la droga" y busca caminos alternativos para
expandir la conciencia o —en sus términos— viajar en el espacio y
el tiempo. Cuando muchos seguían viendo en el consumo de drogas
un camino de liberación, Burroughs las denunciaba como forma de
opresión y veía en él el modelo más puro y refinado de capitalismo
salvaje ("la droga es el producto ideal... la mercancía definitiva. No
hace falta hablar para vender. El cliente se arrastrará por una
alcantarilla para suplicar que le vendan. El comerciante no vende su
producto al consumidor, vende el consumidor al producto. No mejora
ni simplifica su mercancía. Degrada y simplifica al cliente"). La obra
de Burroughs excede ampliamente el campo literario: el mundo del
rock no sería lo que es sin él (bandas como The Soft Machine y
Steely Dan, movidas como la del Heavy Metal tomaron sus nombres
de su obra) y artistas como Keith Richards, Laude Anderson, Frank
Zappa, Tom Waits y Patti Smith siempre lo han seguido y venerado.
El cine y la historieta, sobre todo en los géneros ciencia ficción y
terror, estarían perdidos sin su guía (el cine de David Cronenberg,
desde Shivers hasta eXistenZ, es un permanente homenaje a
Burroughs, que se hace explícito en su versión de 1991 de El
almuerzo desnudo), y de Alien en adelante su luz se extiende sobre
todo lo bueno que el género ha podido aportar.
Su obra parece moverse en ciclos: las novelas preparatorias
(Yonqui, Queer y Cartas del yagé); la tetralogía de El almuerzo
desnudo, Nova Express, La máquina blanda y El boleto que explotó,
armada a partir de los papeles garabateados que sus amigos
Ginsberg y Kerouac recogían del piso de su hotel tangerino durante
la etapa de la adicción; la trilogía de Ciudades de la noche roja, El
lugar de los caminos muertos y Tierras de Occidente, donde
aparece el momento positivo o utópico (las comunidades autónomas
de los piratas del siglo XVIII como modelo social alternativo al que
finalmente terminó imponiéndose) y las últimas obras, entre las
cuales se destaca El fantasma accidental, que lleva el momento
utópico al plano evolutivo y le agrega una dimensión ecologista —a
contrapelo del pensamiento crítico del recién pasado siglo,
Burroughs no se cansó de señalar la base biológica de las injusticias
humanas: descendemos de los monos, animales violentos,
irascibles y competitivos. En El fantasma, el lémur, un primate
pacífico y dado a colaborar y compartir, señala el camino evolutivo
que la especie humana quizá todavía esté tiempo de seguir. La
extinción de los lémures de Madagascar y la destrucción del medio
natural aparecen allí no como meros "excesos" del progreso, sino
como resultado de un plan de los dominadores para asfixiar "el mal
ejemplo", los últimos reductos de un mundo humano alternativo.
De todas estas, la más representativa es sin duda El almuerzo
desnudo, novela que elevó la gastada rutina de chistes del
comediante de vodevil a la dignidad de nuevo género literario. En
las anteriores todavía era posible encontrar una trama realista con
personajes estables, alguno de los cuales cada tanto contaba una
de estas rutinas, como la del pobre Bobo, cuyas hemorroides
externas, a la manera de las chalinas de Isadora Duncan, se
enredaron en la rueda de un Hispano-Suiza y "se destripó
completamente y sólo quedó la cáscara vacía sentada sobre el
tapizado de piel de jirafa. Hasta los ojos y el cerebro salieron con un
espantoso sonido de succión", cuya primera versión aparece en
Queer (novela que, y esto lo comento porque nadie parece haberlo
notado, ofrece lo que bien puede ser la solución al enigma de lo
sucedido a puertas cerradas en la misteriosa entrevista de
Guayaquil: en una plaza de esa ciudad el protagonista ve "la estatua
de Bolívar, 'El tonto libertador’, dándole la mano a otro tipo. Los dos
parecían cansados, de mal humor y tan putos que te caías de culo").
En El almuerzo desnudo las rutinas toman vida propia y, a la manera
del hombre que enseñó a hablar a su propio ano y terminó
silenciado por él, se devoran a la narración y a los personajes que
ya no tienen fuerzas para contenerlas: la novela tradicional es
tomada por asalto (o mejor: estalla desde dentro) por las formas
más fragmentarias y bajas que es capaz de asumir el mundo del
espectáculo: las performances de los sex shows, la charla de
ventas, el cuento del tío, la escena de tortura, la cirugía en vivo, el
mal viaje ácido, la película snuff, el videoclip berreta, el discurso del
presidente dando explicaciones...
Si hasta la primera mitad del siglo XX el gran profeta de los
horrores por venir fue indudablemente Franz Kafka, en la segunda
mitad —y en lo que va del XXI— tal dignidad corresponde sin lugar
a dudas a William Burroughs. Nuestro mundo se ha vuelto cada vez
más burroughsiano, y posiblemente sea por eso que su obra puede
hoy ser leída con mayor facilidad por los jóvenes (letrados o no) que
por muchos adultos "cultos". Es, además, un autor que parece
hablarnos —gritarnos— en el oído a los argentinos. En "Rooseveit
después de la inauguración" el presidente electo "reemplaza a los
miembros de la Corte suprema por nueve babuinos de culo morado,
y aduciendo ser el único capaz de interpretar sus decisiones,
termina controlando al supremo tribunal de la nación". En El
almuerzo desnudo el Dr. Benway es contratado como asesor por la
república de Anexia, donde pone en marcha el programa D.T.,
"desmoralización total": los ciudadanos deben llevar encima una
carpeta de documentos llenados en tinta evanescente, por lo que
son continuamente arrestados por no tenerlos en regla y deben
correr de una oficina a otra en un frenético intento de cumplir unos
plazos imposibles... "Tras unos meses de este sistema, los
ciudadanos se acurrucaban en rincones como gatos neuróticos". La
explicación que Benway da de su primera medida, la de suprimir los
campos de concentración, las detenciones en masa y —excepto en
circunstancias especiales— la tortura, ofrece una síntesis
conceptual de nuestra última transición de la dictadura a la
democracia: "Estoy en contra de la brutalidad. No es eficiente. El
sujeto no debe darse cuenta de que los malos tratos son un ataque
deliberado contra su identidad personal por parte de un enemigo
antihumano... Sometido a la decencia de una burocracia arbitraria e
intrincada, es incapaz de hacer contacto directo con el enemigo". En
Nova Express Burroughs encuentra la ratio última de este enemigo
que ni Marx ni Foucault pudieron identificar con tal meridiana
claridad: "El enemigo sólo existe donde no hay vida y se dedica a
empujar la vida a condiciones extremadamente insostenibles". En
Nova la tierra es una colonia regida por agentes venusinos
encubiertos, cuyo único propósito es explotarla hasta el límite de lo
posible y luego velozmente abandonarla antes de que estalle, al
grito de (en palabras que habrán escuchado tanto Cecilia Bolocco e
Inés Pertiné como Chiche Duhalde) "empaca tus armiños, querida
—nos largamos de aquí ahora mismo".
Otro de los descubrimientos radicales de William Burroughs
concierne a la naturaleza del más preciado objeto de deseo de
escritores y poetas: el lenguaje. Lo resume en una frase: "El
lenguaje es un virus del espacio exterior". Es un virus porque no ha
sido creado por el hombre, sino que lo ha invadido y vive en él como
un parásito; y es un virus —y no una bacteria u otro organismo-
porque es algo no viviente que al introducirse en un ser vivo usurpa
las características de la vida; puede reproducir sus cadenas
informativas dentro del organismo y luego infectar a otros y puede,
incluso, matar (y quién duda de que el lenguaje mata: después de
todo qué es lo que lleva al cuerdo a volverse loco y a ambos al
suicidio sino una serie de frases que giran interminablemente en la
cabeza y no dejan vivir). Lo que hay que destacar es que —como en
el caso, de la conspiración Nova— no se trata de una metáfora, ni
mucho menos de una comparación: es una verdad literal. Burroughs
no dice que el lenguaje es como un virus: sino que el lenguaje es un
virus altamente especializado, porque no sólo no es humano: ni
siquiera es terrestre. En uno de los textos de La máquina blanda
Burroughs presenta el momento en que el virus infecta una tribu de
monos y mata a la mayoría; los que sobreviven —por una
conformación especial de sus órganos vocales— son capaces de
vivir en simbiosis con el invasor, y empiezan a hablar. Como en
2001 de Kubrick, es un elemento venido de fuera lo que convierte al
mono en hombre. En el momento de su formulación, la teoría de
Burroughs pudo parecer delirante, fruto de una mente quemada por
veinte años de adicción, o —lo que constituye una forma más
insidiosa de descrédito— deliciosamente imaginativa, "poética".
Pocos años más tarde, la aparición de los virus de computadora —
que son sin ninguna duda virus de lenguaje— probaría
empíricamente la exactitud de sus predicciones. Los semiólogos han
señalado la preeminencia del lenguaje en la conformación del
pensamiento humano, los psicoanalistas gustan repetir que el
lenguaje informa nuestra psiquis desde fuera, que "somos hablados"
por el lenguaje. Todas estos intentos no son sino balbuceos de lo
que Burroughs expresa de manera mucho más clara y poderosa. El
descubrimiento de Burroughs permite también, resolver la aparente
contradicción de un escritor que dice estar contra la palabra. ¿Se
puede combatir a la palabra con palabras? No hay otra manera, nos
explicará: la tarea del escritor es trabajar el lenguaje como
inoculación, como vacuna: la palabra literaria fortifica el organismo
contra las formas más insidiosas del mal: las palabras de los
políticos, los militares, los comunicadores sociales, los médicos, los
psiquiatras... Al igual que en el yoga, el zen y la obra de algunos
autores como Beckett, la búsqueda de Burroughs es la búsqueda
del silencio, es decir, de manera muy simple, los estados no
verbales de la mente, la ausencia de palabras en la conciencia: el
estado de silencio equivale a la cura del virus del lenguaje —que, a
la manera de la cura de los virus no verbales, no se alcanza
expulsándolo del organismo sino volviéndolo inocuo—, quien la
alcanza puede luego coexistir con el invasor sin ser dominado,
manejado, dicho por él. Sólo quien ha alcanzado el estado de
silencio puede ser dueño de su lenguaje.
Y no hay duda de que Burroughs lo es. Si leídas como totalidad
narrativa sus novelas pueden sumir a muchos lectores en el
desconcierto y el caos, palabra por palabra y frase por frase su
estilo no tiene igual en la literatura norteamericana contemporánea.
Hay que ir atrás, hacia T. S. Eliot, Scott Fitzgerald, Hemingway y
Faulkner, o más atrás, hasta Melville o Hawthorne, para sentir en la
médula espinal ese escalofrío de electricidad que pueden producir
—a veces, sólo a veces— las palabras al frotarse entre sí. Aun
quien sienta rechazo por la pornografía, la misoginia y la violencia
de su mundo, y encuentre incomprensibles sus ideas, puede caer
rendido ante lo que finalmente es lo único que hace o deshace a
cualquier escritor: la fuerza bruta, la virulencia, de su lenguaje.
Al principio sostuve que la práctica de Burroughs excede lo que
habitualmente entendemos por literatura. Burroughs no trabaja un
universo metafórico, un espejo deformado del nuestro —el de la
ficción. Burroughs ve sus novelas como tratados científicos o
políticos sobre este mundo. Es la realidad la que está simulada y
deformada y se ha vuelto una ficción, y es la literatura —su
literatura-la que puede descorrer el velo y mostrarnos las cosas
como son. A eso apunta el título de su mejor novela: el "almuerzo
desnudo" es "el instante en que todos ven lo que está en la punta de
sus tenedores —lo que realmente están comiendo". Para eso le
sirvió, en un primer momento, el consumo de heroína: no para ver
una realidad "otra", más rica, sino esta: la desnuda, brutal y sobre
todo, simple: la realidad de la dominación y el control, la del cuerpo
humano convertido en medio para el ejercicio de un poder superior e
inferior al legal: el poder biológico del Estado. Más que novelas,
relatos o ensayos, los textos de Burroughs son manuales, libros de
instrucciones: de cómo aprender a ver a los poderes invisibles que
nos subyugan, de cómo luchar contra ellos en la realidad cotidiana
de nuestros propios cuerpos sometidos. Por eso para él el
paradigma del poder en la actualidad no está en la ley (como en
Kafka) o en el Estado policíaco (como en Orwell) sino en la
medicina, la biología, la psiquiatría, la ingeniería genética.
La obra de Burroughs no ha sido todavía adecuadamente leída
por nuestra literatura —leída en el sentido fuerte del término, es
decir, no ha sido reescrita por nuestros autores, o más bien, las
obras que llevan su marca —corno la sorprendente versión
burroughsiana del Diario del Che Guevara titulada Guerrilleros: una
salida al mar para Bolivia de Rubén Mira (Tantalia, 1993)— no han
sido reconocidas ni leídas adecuadamente. La generación anterior
era constitutivamente incapaz de hacerlo, y con la rescatable
excepción de Ricardo Piglia, tampoco parece haberlo leído. Quizá
no resulte aventurado predecir que el éxito o el fracaso de las
nuevas generaciones de escritores dependerá en gran medida de su
capacidad de leer a William Burroughs —es decir, de escribir desde
él, como Arlt fue capaz de escribir desde Dostoievski, Borges desde
Kafka, Marechal y Puig desde Joyce, y los autores latinoamericanos
del boom desde Faulkner.
17. Los dos finales de La naranja mecánica
La naranja mecánica nació de dos experiencias personales del
autor. En 1944, mientras Anthony Burgess servía en Gibraltar, su
esposa embarazada fue atacada, golpeada y robada por cuatro
desertores del ejército, a resultas de lo cual perdió el embarazo.
Nunca habría otro, y el autor siempre sintió que el alcoholismo y la
temprana muerte de su mujer fueron consecuencia directa de esa
experiencia. El episodio es recreado en la novela cuando Alex, el
protagonista, y sus tres compinches o drugos entran a la fuerza en
la casa del escritor F. Alexander, quien está trabajando en el
manuscrito de una novela titulada, precisamente, La naranja
mecánica. Los drugos destruyen el libro, golpean salvajemente al
escritor —aunque sin dejarlo paralítico como en la versión
cinematográfica— y lo obligan a mirar mientras violan a su mujer,
quien morirá poco después. Burgess dijo que eligió narrar el
episodio desde el punto de vista de los atacantes y no de las
víctimas como "un acto de caridad" hacia los agresores de su mujer,
y la casi identidad de los nombres Alex y Alexander puede tomarse
como otro intento de acercamiento; pero también es posible ver en
ello razones menos altruistas: la necesidad de expiar la culpa de no
haber estado, obligándose no sólo a verlo sino a sufrirlo él también;
la tentación de invertir la situación traumática, poniéndose en el
lugar del que tiene el poder y el control; la opción de permitirse el
amargo placer de la venganza ficcional, cuando hacia el final de la
historia sea Alex el que se encuentre indefenso en manos del
escritor.
El otro episodio fue inmediatamente anterior a la redacción de
la novela. En 1960 se le diagnosticó a Anthony Burgess un tumor
cerebral, y se le dio un año de vida. Decidido a asegurar el futuro de
su mujer mediante los derechos de autor, escribió cinco novelas y
media en un año, al cabo del cual se encontró todavía con su vida
en sus manos. Burgess viviría otros treinta y tres años, y la media
novela, completada, se convertiría eventualmente en La naranja
mecánica. Aparte de comprobar que no era tanto el apuro, tuvo
otros motivos para darse un respiro y permitirse repensar la obra.
Burgess había encontrado un tema y una ambientación, pero le
faltaba algo esencial: el lenguaje. Su estudio del ruso, en
preparación de un viaje a la Unión Soviética que realizaría al año
siguiente, fue lo que le permitiría inventar el nadsat, dialecto juvenil
en el que hablan los protagonistas y está narrada la novela, una
mezcla de ruso y slang angloamericano rimado, aderezado con
pronombres y formas de dicción del inglés isabelino (en su
primerísima versión, la historia transcurría en tiempos de
Shakespeare, origen que dejó sus huellas en el lenguaje y también
en la vestimenta de Alex y sus drugos).
Además de escritor y compositor, Burgess fue un lingüista
políglota, apasionado de los idiomas, dialectos y jergas (el lenguaje
de los hombres de la edad de piedra en el film La guerra del fuego
(1981) de Jean Jacques Annaud, le pertenece), y uno de los críticos
más perceptivos de la obra de James Joyce (sobre la cual escribió
los esenciales Rejoyce y Joysprick). Para su novela había pensado
en un principio en el lenguaje de los Teddy Boys, los Mods y los
Rockers, cuyos enfrentamientos callejeros, de los que fue testigo en
Brighton y Hastings, sirvieron de modelo e inspiración para la
violencia de La naranja (poco después, en Leningrado asistiría a
episodios semejantes, que confirmarían su intuición de que la
violencia juvenil no es un fenómeno exclusivo del mundo capitalista).
Pero la utilización sistemática de un slang contemporáneo tomado
de la calle —sobre todo si se usa en la narración y no meramente en
los diálogos— supone un grave peligro. Nada envejece más rápido
que la jerga adolescente: el lenguaje del libro puede haber pasado
de moda en menos de una generación, y todos conocemos el efecto
no sólo anacrónico sino risible del "lunfardo de época", sobre todo el
de la época inmediatamente anterior: imaginemos una novela o
película argentina actual donde los: adolescentes se la pasaran
diciendo "brutal", "mató mil", "cheto", "mersa", "frula", "gomas", etc.
Raymond Chandler, enfrentado al análogo problema de representar
el habla de gángsters y ladrones, resumió con su habitual precisión
las dos soluciones posibles: "El uso literario del slang es un arte en
sí mismo. He descubierto que hay sólo dos clases que sirven: el
slang que está establecido hace rato en la lengua, o el que tú mismo
has inventado. Todo lo demás habrá pasado de moda para cuando
el libro llegue a la imprenta".
J. D. Salinger, que unos diez años antes de Burgess tuvo que
lidiar con la cuestión en El guardián en el centeno, optó por una
variante de la primera alternativa: para encontrar la voz de su
narrador Holden Caulfield, indiscutible pionero del dialecto literario
adolescente, Salinger combina las palabras del argot histórico del
inglés con las palabras nuevas que tenían mayores posibilidades de
perdurar en el tiempo, por lo cual su novela puede ser leída
cincuenta años después, incluso por lectores adolescentes, sin la
incómoda sensación de la que hablamos. Esta es una de las
pruebas más difíciles que el paso del tiempo le propone a un
escritor: saber tomarle el pulso al lenguaje y percibir, en las palabras
del presente, sus posibilidades de vida futura. (Hasta cierto punto,
cualquiera de nosotros puede intentarlo: no es arriesgado predecir
que términos relativamente nuevos como "trucho" o "ñoqui" tienen
una larga y saludable vida por delante, mientras que otros como
"masa" o "joya", tienen los días contados.) Burgess, cuya novela,
con su lenguaje adolescente, su por momentos pringosa primera
persona y sus constantes apelaciones a la complicidad del lector,
puede considerarse el reverso oscuro de la de Salinger —Holden y
Alex constituirán a partir de su publicación dos modelos posibles de
rebeldía adolescente, angélico y diabólico, que la literatura y el cine
explorarán de allí en más—, optaría por la segunda alternativa.
Escribir una obra literaria en un lenguaje inventado, y proceder
a crear ese nuevo lenguaje injertando palabras de otros idiomas en
las palabras de la propia lengua, era una osadía que Burgess
aprendió de su idolatrado Joyce, y varios términos del nadsat, como
malchicks (muchachos) o malenky (poco) llegaron al nadsat del ruso
vía Finnegans Wake. (El de Joyce y Burgess es un caso testigo de
lo fatal que pueden ser a veces las relaciones de filiación literaria: a
diferencia de la de Beckett, quien al precio de escribir en otra
lengua, logró sacudirse el yugo, la carrera literaria de Burgess
transcurrió entera bajo la sombra de su demasiado genial
precursor.) Burgess situó su novela en un futuro cercano (principios
de los setenta) y contra la tendencia de la ciencia ficción a definir lo
fundamental de su futuridad en términos de ambientación o
tecnología (algo que necesariamente funciona mejor en el cine que
en literatura) apostó todo al lenguaje: el sabor del futuro
corresponde en su novela al sonido del lenguaje del futuro. Su
justificación de por qué los jóvenes de su mundo presumiblemente
inglés hablan una jerga basada en el ruso es tan débil ("la mayoría
de las raíces son eslavas. Propaganda. Penetración subliminal",
dice algún personaje en la segunda parte) que es mejor ignorarla;
en nada ayuda, además, saber si vienen del ruso o de alguna otra
lengua: el contexto en general las explica y la mayoría son tan
poderosas que el lector pronto las prefiere a las de la suya propia. Y
aunque sean lo primero que salta a la vista, o al oído, no son tanto
las palabras en sí, sino el apoyo que prestan a una sintaxis
insidiosa, envolvente y profundamente musical, plena de rimas
internas y repeticiones hipnóticas, las que otorgan a la prosa de
Burgess (uno está tentado a corregir, de Alex) su inolvidable poder
expresivo.
El potencial cinematográfico de la novela fue evidente desde un
principio, y antes de Kubrick hubo dos intentos de llevarla al cine: el
primero, en 1967, con guión de Terry Southern, comprometió a los
Rolling Stones en todos los aspectos, desde la banda sonora al
protagónico de Mick Jagger como Alex. El segundo fue al año
siguiente, con la dirección de Ken Russell, quien terminaría
dejándola por Los demonios. Pero el destino quiso que la novela, y
con ella su autor, se volviera famosa a partir de la versión
cinematográfica de Stanley Kubrick (1971) hacia el cual sin embargo
(o quizá, precisamente por eso) Burgess mantuvo siempre una
actitud ambivalente (por un lado le dedica su novela Napoleón
Symphony, por el otro escribe una versión musical de La naranja
mecánica que incluye la siguiente indicación escénica: "entra un
hombre con la barba de Stanley Kubrick tocando, en exquisito
contrapunto, Cantando bajo la lluvia en una trompeta. Lo sacan a
patadas del escenario"). En parte las diferencias entre ambos
tuvieron que ver con el final de la película, que nos ofrece un Alex
cínico e irredento que vuelve a las andadas, ignorando así el último
capítulo de la novela, en el cual el protagonista se reforma y quiere
casarse y tener un bebé; pero es necesario aclarar que la
eliminación del capítulo final no fue responsabilidad de Kubrick,
quien nada sabía de él cuando empezó a trabajar en la película,
sino del editor norteamericano, Eric Swenson, quien amablemente
sugirió a Burgess que debía sacrificarlo si quería publicar en los
Estados Unidos (Probablemente sea este el único caso en el cual
los editores norteamericanos y, más increíblemente aún, el cine
norteamericano, le impongan un final cínico o pesimista a un autor
que escribió uno positivo y feliz.) Por eso, durante casi cuarenta
años tanto la versión norteamericana como la española basada en
ella han circulado con un capítulo de menos, y recién en 1999
Ediciones Minotauro de España publicó la versión completa de 21
capítulos. Es decir que en nuestro país tanto quienes leyeron la
traducción española como quienes vieron la película no conocen
este final, que en la novela afecta además el diseño formal: Burgess
la había estructurado en tres partes de siete capítulos cada una,
para corresponder a las siete edades del hombre y sumar 21, la
edad en la que el joven se vuelve adulto. En la edición
norteamericana y en el film, Alex se confirma hacia el final, con más
fuerza que nunca, como el Peter Pan de la delincuencia juvenil.
Pero se reforma y se hace adulto en el capítulo suprimido de la
versión original, del que ofrecemos un breve resumen:

Ya curado del condicionamiento del "tratamiento Ludovico",


Alex ha reunido una nueva banda de drugos y vuelve a los
ambientes de siempre. Los lugares, las actitudes, las palabras son
las mismas que al comienzo, reforzando esa simetría de fábula o
cuento de hadas que es uno de los grandes aciertos de la novela,
sólo que Alex no es ahora el menor sino el mayor de la pandilla, y ya
no parece divertirse como antes. Al pagar unas copas se le cae la
foto de un bebé gordito que había recortado de una revista y llevaba
en el bolsillo, y sus drugos, tan estupefactos como los lectores,
apenas atinan a burlarse de él. Ya solo, Alex se encuentra en la
calle con Pete, uno de los sobrevivientes del grupo original, quien ha
abandonado la delincuencia y el nadsat, consiguiéndose un trabajo
de oficina, un pequeño departamento y una mujercita llamada
Georgina con la cual concurre a tranquilas fiestas que incluyen vino
en copas y juegos de entretenimientos. "Ah, era eso. Ahora Alex
saca su britva y los corta en tiritas", se dice el lector aliviado, pero
no. Alex conversa con ellos amigablemente y se aleja lleno de sana
envidia, con visiones de llegar del trabajo a casa para encontrarse
con su mujer esperándolo con la comida lista y el bebé gorjeando en
su cunita del cuarto vecino, y decide que al día siguiente comenzará
la búsqueda de una madre para el bebé que anhela.

¿Qué llevó a Burgess a perpetrar este engendro? ¿Habrá sido


que Alex se había vuelto demasiado poderoso, y su autor, asustado,
decidió que había llegado la hora de aplicarle el equivalente literario
del tratamiento Ludovico? Hay pocos ejemplos tan flagrantes en
toda la literatura de sustitución a último momento de una lógica
estética por una ética, de un autor irrumpiendo en su relato para
imponerle a último momento a la historia y a los personajes sus
propias opiniones e ideología. Lo que Burgess había querido
escribir, desde un principio, era una fábula moral sobre el libre
albedrío, pero en algún punto (probablemente en la primera oración,
cuando Alex empieza a hablar, o quizá en la segunda, cuando el
nadsat comienza a infectar a la lengua huésped) la cosa se le fue de
las manos. La novela cuenta la historia de un joven criminal, violador
y asesino que es sometido por el Estado al "Tratamiento Ludovico",
que implica obligarlo a mirar imágenes de extrema violencia bajo el
efecto de ciertas drogas que le producen sensaciones físicas de
angustia y muerte. Así condicionan su cuerpo (no su alma, ni
siquiera su mente) a rechazar los actos de sexo o violencia, y como
efecto colateral, lo condicionan contra la música clásica que
acompañaba la proyección de los films. El tratamiento no suprime el
impulso a hacer el mal (más bien todo lo contrario), sino la conexión
entre impulso y acto: en el futuro, cada vez que "el sujeto" sienta el
deseo de violar o lastimar, un reflejo condicionado de náusea y
pánico lo paraliza. Así deja de ser una amenaza para la sociedad,
pero también deja de ser un ser humano, ya que, como dice de Alex
el capellán de la prisión, portavoz ocasional de su católico autor: “No
tiene alternativa, ¿verdad? La autopreservación, el miedo al dolor
físico lo llevaron a esa humillación grotesca. Su insinceridad era
evidente. Ha dejado de ser un malhechor. También ha dejado de ser
una criatura capaz de realizar una elección moral".
Para ilustrar su tesis Burgess eligió a un criminal que lastima
por placer, que ni siquiera tiene motivación económica para delinquir
(la explicación sociológica de la criminalidad juvenil es objeto de
burlas en la novela). Una fábula liberal y biempensante nos hubiera
propuesto en cambio el caso de un disidente, un intelectual o un
artista resistiendo las presiones de la Inquisición, o de un régimen
estatal totalitario, pero así cualquiera se pone a favor del derecho a
la libertad y en contra de la manipulación mecánica del hombre por
el Estado. Pero Burgess, escritor católico al fin, nos propone un
dilema más comprometido: ¿qué sucede si quien representa la
libertad de elección no es una figura heroica sino nuestro enemigo, y
si la libertad que debemos defender es la suya de robarnos,
violarnos y matarnos? La pregunta está así planteada con toda
crudeza, con la valentía adicional que supuso para Burgess elegir
no un ente abstracto, sino uno de los hombres que arruinaron la vida
de su mujer y marcaron la suya para siempre. Pero Burgess no se
contenta con plantear la cuestión, quiere demás responderla de
manera unívoca: está claro que para él es mejor que un hombre
pueda elegir ser malo a que lo obliguen a ser bueno. Decidido a
probar su tesis, debió temer que un final en el cual Alex siguiera
matando y atacando a gente como sus lectores (los amantes de la
lectura, hay que decirlo, no la pasan nada bien en sus manos)
arruinara su mensaje: "Sí, todo muy lindo esto del libre albedrío pero
mira cómo el bestia este sigue masacrando gente. Al final lo que le
hicieron en la cárcel no estaba tan mal", podría pensar más de uno.
Burgess debe probar que quien es libre para elegir el mal también lo
es para elegir el bien, y en el último y controvertido capítulo Alex, sin
que nadie lo presione, se cansa de la mala vida y decide convertirse
en un ciudadano modelo. Como teología, como teoría social o
psicología puede ser aceptable; como literatura, equivale a asesinar
la novela.
Quizás haga falta aclarar que el foco de la novela no es tanto el
comportamiento criminal en general sino la criminalidad adolescente
(Alex tiene quince años en la novela, en la película un Malcolm
McDowell de 28 lo vuelve mucho mayor), que en muchos casos
efectivamente desaparece con la madurez. Burgess había pensado
en un epígrafe shakesperiano tomado de Un cuento de invierno:
"Ojalá no hubiera nada entre los diez y los veintitrés años, o que la
juventud pudiera dormirse de un tirón; porque en ese intervalo no
hay más que preñar jovencitas, burlarse de los ancianos, robos,
peleas...". El final feliz de La naranja se ve matizado por la
melancólica reflexión de Alex de que si bien él ya ha dejado atrás
esa etapa, su hijo deberá atravesarla, y luego su nieto, y su
bisnieto... El enigmático título del libro, que básicamente alude a la
condición de Alex después del condicionamiento que lo ha
convertido en un hombre mecánico (el incurablemente finneganiano
Burgess, que venía de pasar seis años en Malasia cuando comenzó
la novela, no ignoraba que en la palabra inglesa orange se agazapa
la malaya orang, "hombre") adquiere en el último capítulo una
explicación adicional: "Sí, sí, la juventud debe quedar atrás. Porque
ser joven es como ser un animal. O más bien, como uno de esos
juguetes malencos que se videan en la calle, como esos chelovecos
de lata que les das cuerda y hacen grrr grrr grrr y sale iteando, corno
caminando, oh hermanos míos, pero camina en línea recta y se
choca con las cosas, choca y choca y no puede evitarlo. Ser joven
es ser como una de esas malencas máquinas... y así itearía todo
hasta el fin del mundo, una y otra y otra vez, como si un bolche
cheloveco, nada menos que Él, el viejo Bogo, hiciera girar y girar y
girar una vona grasña naranja entre sus gigantescas rucas".
La novela de Burgess se sitúa con justicia como tercer hito de la
fértil tradición inglesa de las distopías o utopías negativas: de Un
mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, Burgess toma la idea del
condicionamiento neopavloviano, el uso sistemático de drogas
sintéticas y de la cultura hedonista y juvenil; de 1984 de George
Orwell (1949), la imagen de un futuro totalitario hecho a partir de la
combinación de lo peor del fascismo, del comunismo y del welfare
state (Estado de bienestar) capitalista. Algo en cambio que es propio
de Burgess es su escepticismo acerca del rol educativo y liberador
de las artes y la alta cultura. Tanto el futuro hedonista de Huxley
como el espartano de Orwell coinciden en la necesidad de suprimir
el arte, la música y la literatura para mejor someter a la humanidad.
Burgess, con más tiempo para aprender la lección de Auschwitz (los
nazis que dirigían los campos de concentración eran a la vez
refinados amantes de Goethe, Wagner, Beethoven), convierte a su
brutal protagonista en un exquisito degustador de la música clásica
—algo que Kubrick aprovecharía a fondo en la película, obteniendo
algunas de las secuencia más logradas: una patota violando a una
joven con música de Rossini, la Novena de Beethoven con
bombardeos y marchas nazis... Estos gustos musicales también
vuelven a Alex, y a su violencia, mucho más atractivos, haciendo
que la versión de Kubrick funcione como un tratamiento Ludovico al
revés: al proyectar imágenes de violencia con música de Bach,
Beethoven o Rossini vuelve más atractivas a las violaciones y las
palizas, y el final cínico de su película, que presenta a un Alex
irredento copulando con una rubia semidesnuda mientras
fantasmagóricos personajes victorianos con máscaras a la Ensor
aplauden en silenciosa cámara lenta, nos invita a confesarnos que
preferimos irnos con un Alex curado no de su criminalidad, sino del
condicionamiento que lo había convertido en un buen ciudadano.
18. 1984 a 20 años de 1984
Durante el siglo XX la literatura inglesa fue el territorio
privilegiado de la imaginación distópica; sus dos grandes modelos,
Un mundo feliz de Aldous Huxley (la distopía made in U.S.A., donde
la gente es controlada mediante la satisfacción de todos sus
deseos), y su contraparte, 1984 de George Orwell (la distopía
modelo soviético, donde se los controla mediante la negación y
frustración de todo posible deseo), pertenecen a las letras inglesas;
y la tercera de la lista y heredera de ambas es la también inglesa La
naranja mecánica. De las tres, 1984 es sin dudas la más aterradora,
probablemente la peor de todas las pesadillas que la literatura haya
jamás soñado.
Leí 1984 por primera vez en la adolescencia, y durante mucho
tiempo me pareció la mejor novela que jamás había leído. Recalco
lo de mejor novela porque uno de los estigmas que se le han
adosado es el de su título (Orwell dudaba entre dos, el otro era "El
último hombre de Europa"): por llamarse 1984 muchos de sus
lectores y críticos se han creído con derecho de tomarla como una
profecía más que una fábula, y le han pedido rendición de cuentas
por todas las predicciones no cumplidas. En tiempos de mi primera
lectura todavía faltaban algunos años para la fecha fatídica, la
Guerra Fría seguía su curso y si bien no parecía probable el
cumplimiento de ese mundo que Orwell había entrevisto, guerra
nuclear mediante (como sucede en su novela), todavía era posible.
Cuando el año 1984 llegó finalmente, un suspiro de alivio pareció
recorrer el mundo: Orwell se había equivocado, o, en otra variante,
lo jodimos. Reacción en principio injusta, ya que uno querría
suponer que la intención política (y Orwell nunca escribía bien sin
ella) de quien escribe una obra como 1984 es evitar que se cumpla
lo que ella enuncia, y es justamente ese no cumplimiento lo que
constituiría su triunfo. Pero la sensación de revancha alberga una
oscura verdad instintiva. Orwell nos invita a un juego: va a seguir
hasta el fin todas las implicancias de una palabra algo gastada,
"totalitarismo", construyendo el modelo de un sistema de
dominación social a la vez global e infinitesimal capaz de abarcar
desde el desarrollo de las guerras intercontinentales hasta la mota
de polvo que señala la inviolabilidad de un diario íntimo. En este
juego totalitario final, el Partido modifica el lenguaje para que sea
imposible pensar o sentir en su contra, modifica el pasado para que
nada distinto de él haya jamás existido, elimina todo afuera y toda
posibilidad de rebeldía —por lo que se ve obligado a crear también
su propia oposición y los libros que lo denuncian. "Encuentren la
falla", parece desafiarnos Orwell, "díganme cómo se sale de esto".
El juego, llevado hasta sus últimas consecuencias, nos deja la
incómoda —quizás insoportable— sensación, sobre el final de la
novela, de que O'Brien, el portavoz de las ideas y métodos del
Partido, es Orwell mismo, y que nosotros somos el torturado
Winston, que creía que alguna salida era posible. Orwell parece
haber caído en la trampa que luego también atrapó a Foucault: la
pasión por denunciar sistemas de dominación y control cada vez
más minuciosos y vastos termina convirtiéndose con el correr del
tiempo en una perversa fascinación con la perfección formal de
dichos sistemas, y la búsqueda de salidas o zonas libres, motor
inicial de la empresa, se hunde y empantana en un regodeo entre
cínico y orgiástico en el "no hay salida". Thomas Pynchon, que de
estas cuestiones entiende bastante, incluyó en su novela El arco iris
de gravedad la historia (o fábula) de la bombilla Byron, uno de esos
legendarios productos indestructibles (en este caso, una bombita
eléctrica que nunca se quema) que por su misma calidad suscitan
las iras del mercado. Perseguida, Byron se conecta con todas las
demás bombitas y "va recogiendo datos de la maquinación, y cuanto
más poderosa y clara se le aparece, mayor es su desesperación.
Algún día lo sabrá todo, y sólo le servirá para quedar tan impotente
como antes. Sus sueños de juventud de organizar a todas las
bombillas del mundo le parecen ahora imposibles. ..
Tradicionalmente, los profetas no duran mucho: o son asesinados
en seguida, o se les provoca un accidente... Pero la suerte de Byron
es mucho mejor. Está condenada a no detenerse jamás, aun
conociendo la verdad y su impotencia para cambiar nada... Su ira y
su frustración aumentarán ilimitadamente y descubrirá, pobre y
perversa bombilla, que empieza a gozar con ello".
¿Qué se puede decir, entonces, de 1984, veinte años después
de 1984? Una reflexión obvia es que parte de lo que se vivió con
miedo durante el siglo XX es vivido en el XXI con aceptación y hasta
con júbilo. Entonces todos temían ser observados por el Gran
Hermano, hoy se ofrecen de a millares para participar en el
homónimo programa televisivo: la temida pesadilla se ha vuelto
anhelado sueño colectivo. Quedan, quedarán para todos los
tiempos, algunas palabras e imágenes sin fecha de vencimiento,
pues ya pertenecen, más que al mundo de la literatura y sus
lectores, a la cultura sin más: los eslóganes del partido ("La guerra
es la paz", "La libertad es la esclavitud", "La ignorancia es la
fuerza"), el cartel con la leyenda "El Gran Hermano te observa", la
construcción física de un mundo entrópico, en permanente
posguerra, y terminal mente feo (el partido persigue la belleza con el
mismo encarnizamiento que el disenso o la libertad). Y el final, para
la literatura al menos, de una o dos ilusiones: que el último reducto
de la libertad está en el interior de los individuos (el ingenuo "no
pueden meterse dentro de tu cabeza") y que el amor puede, en
última instancia, escapar a las redes de las fuerzas
deshumanizadoras y ofrecer un refugio. Winston, humillado,
torturado, quebrado, todavía tiene la suficiente fuerza, o dignidad,
para enfrentar a O'Brien con el desafiante "no he traicionado a
Julia", hablando no de la delación (lo ha hecho en la tortura,
inevitablemente) sino de la continuidad de su amor por ella. Cuando
lo haya hecho, cuando le pida a O'Brien que pongan en el rostro de
Julia las ratas que están a punto de horadar el suyo, estará listo
para transferir todo ese amor al Gran Hermano, y la novela —y con
ella la Historia del hombre, "el último hombre" como lo llama
irónicamente O'Brien— habrá terminado.

notes
Notes
1
Como, con Oscar Wilde y contra W. H. Auden, descreo de la
sinceridad del autor como garantía o aun índice de la calidad del
texto, me veo forzado a hacer algunas aclaraciones. Oscar Wilde,
paladín de la insinceridad como virtud estética, hace decir a su
personaje Lord Henry Wotton que "el valor de una idea no tiene
nada que ver con la sinceridad del hombre que la expresa. De
hecho, cuanto más insincero sea un hombre, más probable que su
idea sea puramente intelectual, ya que no se verá afectada por sus
necesidades, deseos o prejuicios", y luego dramatiza el concepto
haciendo que la actriz Sybil Vane, que nunca conoció el amor,
componga una Julieta exquisita, que se volverá una marioneta
deleznable cuando la interprete una Sybil Vane enamorada. Auden,
en el prólogo a sus Collected Shorter Poems 1927-1957, define un
poema deshonesto como "aquel que expresa, no importa qué tan
bien, sentimientos ó creencias que el autor nunca ha tenido o
sentido", y acto seguido procede a eliminar o recortar todos los
poemas deshonestos de su antología. Así, mutila una de sus
mejores composiciones, "En memoria de W. R. Yeats", eliminando
las estrofas:

Time that is intolerant


Of the brave and the innocent,
And indifferent in a week
To a beautiful physique,

Worships language and forgives


Everyone cowardice, conceit,
Lays its honours at their feet.

Time that with this strange excuse


Pardoned Kipling and his views,
And will pardon Paul Claudel,
Pardons him for writing well.

"Que yo haya sostenido esta malvada doctrina", dice de un


poema análogo, "ya es bastante malo. Pero que lo haya dicho por el
simple hecho de que me sonaba retóricamente efectivo es
imperdonable". "Te perdonamos, Wystan", le respondemos sus
lectores, "pero no nos robes esas líneas. Déjanos decidir a nosotros,
que ya somos grandes". El problema de Auden no es estético, es
moral. Indudablemente había una parte de Auden, su demonio
digamos, que le susurró estas líneas al oído cuando estaba en la
borrachera de la inspiración poética. Luego, al Auden sobrio le
pareció mal lo que decían. Pero algo tan bien dicho no puede ser
falso. La regla de Anden funciona, si, pero si se la aplica al revés: si
yo creo en algo y cuando trato de expresarlo me sale mal, tengo que
preguntarme: ¿Realmente lo creo? ¿Tengo ese sentimiento? ¿O
será que quiero tenerlo? En cambio, si estoy poniendo en palabras
una doctrina opuesta a mis convicciones, y las palabras fluyen como
por arte de magia, quizás en lugar de cuestionar los versos deba
cuestionar mis convicciones. A todos nos gusta creer que hablamos
en nombre del bien, y por eso la insinceridad es un mal que suele
aquejar a los buenos sentimientos más que a los malos. Quien
expresa doctrinas malvadas, en cambio, puede estar bastante
seguro de que hay una parte suya, digamos, para simplificar,
reprimida, que cree en ellas fervientemente.
2
Esto, de la isla para afuera, aunque de la isla para adentro se la
combatiera y condenara.
3
Los apuntes que publica el Centro de Estudiantes de la
Facultad de Filosofía y Letras de la uba solían, a veces (dependía
de la agrupación a cargo), venir encabezados por citas de Walsh,
tales como "Un intelectual que no comprende lo que pasa en su
tiempo y en su país es una contradicción andante" o "Los resultados
de la acción son, desde luego, más importantes que los discursos y
las intenciones". Personalmente, si tuviera que elegir, preteriría algo
más en la línea de "Cuando su papá vendió el forté, compró el forá,
Estela se hizo pis en la cama", pero se entiende que el objetivo de
estas citas es producir una toma de conciencia política, antes que el
mero goce estético. De todos modos, la segunda siempre me
produjo cierta incomodidad, la inevitable de escuchar a un escrito
referirse despectivamente a las palabras. Hasta que me reencontré
con ella, completa, en su contexto originario, el de ¿Quién mató a
Rosendo? Dice así: "Los resultarlos de la acción son, desde luego,
más importantes que los discursos y las intenciones, que Vandor
relega sensatamente a los ideólogos del aparato". La frase, descubrí
no sin alivio, describe la postura —la política— de Augusto Timoteo
Vandor, por aquel entonces amo y señor del sindicalismo argentino y
blanco principal de las denuncias de Walsh; la frase se refiere al
pragmatismo del "Lobo" Vandor, para quien el fin justifica los
medios; la frase da cuenta de la postura no de Walsh sino de su
enemigo. La frase es, en resumidas cuentas, irónica.
Esta anécdota mínima ayuda a resumir lo que puede ser el
principal riesgo al tratar la figura de Rodolfo Walsh: el recorte, la
parcialización. Creer que su singularidad, su carácter insustituible,
provienen en primer lugar de la precisión informativa y la justeza de
sus denuncias, de su compromiso militante o —peor aún— de su
muerte heroica, es empobrecer su figura; ver en él el emblema de
un intelectual que renuncia a la literatura para perseguir un fin más
alto (la lucha política, la acción, la revolución) es falsearla, es
convertirlo en el (como se describe con preocupación en sus
papeles personales) "santón que asume los valores más
respetables de la izquierda", en algo así como el modelo del
perfecto militante revolucionario. Porque la triste, dolorosa verdad es
que en los años que le tocó vivir hubo cientos, quizá miles, de
militantes tan dedicados y valientes como él y que, como él, fueron
asesinados a causa de sus elecciones. Él mismo se sentiría
incómodo, por su natura] modestia, su timidez y sus convicciones,
de verse así encumbrado: para él, el héroe de la acción era siempre
anónimo, era colectivo; era, como se descubre claramente en
Operación masacre y "Un oscuro día de justicia", el pueblo. Lo que
sí distingue a Walsh y lo vuelve único es algo, en comparación, casi
ínfimo; su habilidad para convertir todo aquello en breves frases
inolvidables dispuestas sobre una hoja de papel. Con su injusto
favoritismo, que prefiere las palabras por encima de los actos y las
vidas, el tiempo ha ido olvidando los nombres de estos cientos ' de
héroes y recuerda cada vez con más insistencia el nombre de
Walsh. La perfección puede ser una categoría posible y aceptable
para el arte, pero nunca para la vida; y Walsh no fue ni un perfecto
militante ni un perfecto periodista, pero sí el autor de una serie de
cuentos perfectos ("Fotos", "Cartas", "Esa mujer", "Nota al pie" y los
tres cuentos de irlandeses) y una perfecta obra narrativa de no
ficción: Operación masacre.
Otro ejemplo de esta compulsión al recorte de la figura de
Walsh: cuando publiqué esta nota en el suplemento Radar Libros de
Página/12, se me solicitó sacar el último párrafo, que aquí aparece
publicado, entonces, por primera vez. Para la versión web, esta vez
sin consultarme, eliminaron tres párrafos más, quedando la
conclusión de mi nota en una reiteración de las más previsible doxa
walshiana.
4
En su ensayo "El íncubo de lo imposible" (2002) Eduardo Lago
examina las tres versiones y con envidiable ecuanimidad afirma:
"Honestamente, no considero que ninguna versión sea globalmente
superior a las demás. Las tres me parecen proezas impagables; a
través de cualquiera de ellas se trasluce el pálpito de aquello a lo
que Benjamín se refiere cuando habla del lenguaje puro, aquella
instancia superior e inalcanzable de la que son emanaciones tanto
el original como la suma de sus posibles versiones".
5
Redactada esta nota, me encuentro con el siguiente relato en el
ya mencionado "J. Salas Subirat" de J. J. Saer: "Una tarde de 1967,
el autor de este artículo asistió a la escena siguiente: Borges, que
había viajado a Santa Fe a hablar sobre Joyce, estaba charlando
animadamente en un café antes de la conferencia con un grupito de
jóvenes escritores que habían venido a hacerle un reportaje, cuando
de pronto se acordó de que en los años cuarenta lo habían invitado
a integrar una comisión que se proponía traducir colectivamente
Ulises. Borges dijo que la comisión se reunía una vez por semana
para discutir los preliminares de la gigantesca tarea que los mejores
anglicistas de Buenos Aires se habían propuesto realizar, pero que
un día, cuando ya había pasado casi un año de discusiones
semanales, uno de los miembros de la comisión llegó blandiendo un
enorme libro y gritando: ‘¡Acaba de aparecer una traducción de
Ulises!’. Borges, riéndose de buena gana de la historia, y aunque
nunca la había leído (como probablemente tampoco el original),
concluyó diciendo: 'Y la traducción era muy mala"'. Una vez más,
con menos frustración que resignación, el autor de este artículo
comprueba que cualquiera sea la idea que un escritor argentino
pueda tener, Borges ya la ha tenido antes.
Table of Contents
EL NACIMIENTO DE LA LITERATURA ARGENTINA y otros
ensayos
Prólogo
Primera parte Esta orilla
1. El nacimiento de la literatura argentina
2. Rodolfo Walsh, escritor
3. 14 de junio, 1982
4. Para una reformulación del género policial argentino
5. Borges y la tradición mística
6. El hombre que hacía llover: Juan José Saer (1937-2005)
7. Uno de los nuestros: Manuel Vázquez Montalbán
Segunda parte Buenos Aires - Dublín: el puente
8. El Ulises de Joyce en la literatura argentina
9. Caín y Babel (sobre El guardián de mi hermano, de
Stanislaus Joyce)
10. El escritor irlandés y la tradición
11. El Ulises en español
Tercera parte La otra orilla
12. El iniciador (Nathaniel Hawthorne)
13. Del fin al principio: Truman Capote
14. Holden Caulfield cumple 67
15. Los dioses del suburbio: The Stories of John Cheever
16. Burroughs para argentinos
17. Los dos finales de La naranja mecánica
18. 1984 a 20 años de 1984
Notes
1
2
3
4
5

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