Selección Antígona

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(La escena tiene lugar delante del palacio real de

Tebas. Primeras luces de madrugada. Salen de palacio


Antígona y su hermana Ism ene.)
Antígona. — ¡Oh Ismene, mi propia herm ana, de
mi m ism a sangre!, ¿acaso sabes cuál de las desdichas
que nos vienen de Edipo va a dejar de cum plir Zeus
en nosotras m ientras aún estemos vivas? Nada doloro­
so ni sin desgracia, vergonzoso ni deshonroso existe 5
que yo no haya visto entre tus males y los míos. Y aho­
ra, ¿qué edicto es éste que dicen que acaba de publi­
car el g en eral1 para la ciudad entera? ¿Has oído tú
algo y sabes de qué trata? ¿O es que no te das cuenta
de que contra nuestros seres queridos se acercan des - 10
gracias propias de enemigos?
Ismene. — A mí, Antígona, ninguna noticia de los
nuestros, ni agradable ni penosa, m e ha llegado desde
que ambas hemos sido privadas de nuestros dos her­
manos, m uertos los dos en un solo día por una acción
recíproca. Desde que se ha ido el ejército de los Argi- 15
vos, en la noche que ha pasado, nada nuevo sé que pue­
da hacerm e ni más afortunada ni m ás desgraciada.
A ntígona. — Bien lo sabía. Y, por ello, te he sacado
fuera de las puertas de palacio p ara que sólo tú me
oigas.

1 Se refiere a Creonte y señala una de las más importantes


actividades del jefe del estado, la de general del ejército. Por
otra parte, en poesía se utiliza, a veces, el término stratós signi­
ficando demos ( E squilo , Euménides 566).
250 TRAGEDIAS

20 Ismene. — ¿Qué ocurre? Es evidente que estás me­


ditando alguna resolución.
A ntígona. — Pues, ¿no ha considerado Creonte a
nuestros hermanos, al uno digno de enterram iento y
al otro indigno? A Eteocles, según dicen, por conside­
rarle m erecedor de ser tratado con justicia y según la
zs costum bre, lo sepultó bajo tierra a fin de que resultara
honrado por los m uertos de allí abajo. En cuanto al
cadáver de Polinices, m uerto miserablem ente, dicen
que, en un edicto a los ciudadanos, ha hecho publicar
que nadie le dé sepultura ni le llore, y que le dejen sin
lamentos, sin enterram iento, como grato tesoro para
30 las aves rapaces que avizoran por la satisfacción de
cebarse.
Dicen que con tales decretos nos obliga el buen
Creonte a ti y a mí —sí, tam bién a mí— y que viene
hacia aquí para anunciarlo claram ente a quienes no lo
35 sepan. Que el asunto no lo considera de poca impor­
tancia; antes bien, que está prescrito que quien haga
algo de esto reciba m uerte por lapidación pública en
la ciudad. Así están las cosas, y podrás m ostrar pronto
si eres por naturaleza bien nacida, o si, aunque de no­
ble linaje, eres cobarde.
Ismene. — ¿Qué ventaja podría sacar yo, oh desdi-
40 chada, haga lo que haga 2, si las cosas están así?
A ntígona. — Piensa si quieres colaborar y trabajar
conmigo.
Ismene. — ¿En qué arriesgada empresa? ¿Qué es­
tás tram ando?
A ntígona. — (Levantando su mano.) Si, junto con
esta mano, quieres levantar el cadáver.

2 En griego, literalmente se dice «atando o desatando». Es


una expresión hecha en la que se contienen los dos términos de
una oposición para indicar la imposibilidad de algo. Es un giro
frecuente.
¿Traidora de
qué?
ANTÍGONA 251

Ismene. — ¿Es que proyectas enterrarlo, siendo algo


prohibido para la ciudad?
A ntígona. — Pero es m i herm ano y el tuyo, aunque 45
tú no quieras. Y, ciertam ente, no voy a ser cogida en
delito de traición.
Ismene. — ¡Oh tem eraria! ¿A pesar de que lo ha
prohibido Creonte?
A ntígona. — No le es posible separarm e de los míos.
Ismene. — ¡Ay de mí! Acuérdate, hermana, cómo
se nos perdió nuestro padre, odiado y deshonrado, tras so
herirse él mismo por obra de su m ano en los dos ojos,
ante las faltas en las que se vio inmerso. Y, a continua­
ción, acuérdate de su m adre y esposa —las dos apela­
ciones le eran debidas—, que puso fin a su vida de
afrentoso modo, con el nudo de unas cuerdas. En ter- 55
cer lugar, de nuestros hermanos, que, habiéndose dado
m uerte los dos m utuam ente en un solo día, cumplieron
recíprocamente un destino común con sus propias
manos. ¿Tirano?
Y ahora piensa con cuánto mayor infortunio pere­
ceremos nosotras dos, solas como hemos quedado, si,
forzando la ley, transgredim os el decreto o el poder del 60
tirano. Es preciso que consideremos, prim ero, que so­
mos m ujeres, no hechas para luchar contra los hom­
bres, y, después, que nos m andan los que tienen más
poder, de suerte que tenemos que obedecer en esto y
en cosas aún más dolorosas que éstas.
Yo por mi parte, pidiendo a los de abajo que ten- 65
gan indulgencia, obedeceré porque me siento coaccio­
nada a ello. Pues el obrar por encima de nuestras posi­
bilidades no tiene ningún sentido. Indulgencia y coacción
A ntígona. — Ni te lo puedo ordenar ni, aunque qui­
sieras hacerlo, colaborarías ya conmigo dándome gus- 70
to. Sé tú como te parezca. Yo le enterraré. Hermoso
será m orir haciéndolo. Yaceré con él al que amo y me
252 TRAGEDIAS

ama, tras cometer un piadoso crim en 3, ya que es ma­


is yor el tiempo que debo agradar a los de abajo que a
los de aquí. Allí reposaré para siempre. Tú, si te parece
bien, desdeña los honores a los dioses.
I sm en e. — Y o n o le s d esh o n ro , p ero m e e s im p o s i­
b le o b r a r e n c o n tr a d e lo s c iu d a d a n o s ,
so A n t íg o n a . — T ú p u e d e s p o n e r p r e t e x t o s . Y o m e i r é
a le v a n ta r u n tú m u lo a l h e r m a n o m u y q u e r id o .
Ism en e. — ¡Ah, cómo temo por ti, desdichada!
— No padezcas por mí y endereza tu pro­
A n t íg o n a .
pio destino.
I s m e n e . — Pero no delates este propósito a nadie;
85 mantenlo a escondidas, que yo también lo haré.
A n t í g o n a . — ¡Ah, grítalo! Mucho más odiosa me se­
rás si callas, si no lo pregonas ante todos.
I s m e n e . — Tienes un corazón ardiente para fríos
asuntos 4.
A n t í g o n a . — Pero sé agradar a quienes más debo
complacer.
90 I s m e n e . — En el caso de que puedas, sí, pero deseas
cosas imposibles.
A n t í g o n a . — E n cuanto me fallen las fuerzas, desis­
tiré.
I s m e n e . — No es conveniente perseguir desde el prin­
cipio lo imposible.
A n t í g o n a . — Si así hablas, serás aborrecida por mí
y te harás odiosa con razón para el que está muerto.

3 Figura definida en retórica como un oxímoron. Es un re­


curso estilístico que resalta la idea por el fuerte contraste. Quie­
re expresar que irá en contra de las leyes humanas, pero agra­
dando con ello a los dioses. Doble plano patente en la proble­
mática de toda la obra.
4 Eufemismo que oculta la idea de la muerte, la amenaza
decretada para quien lleva a cabo esta acción. Esto permite al
autor un bello recurso estilístico para poner de relieve las dos
ideas calificadas con estos adjetivos.
ANTÍGONA 253

Así que deja que yo y la locura, que es sólo mía, co- 95


rramos este peligro. No sufriré nada tan grave que no
me permita morir con honor.
I s m e n e . — Bien, vete, si te parece, y sabe que tu con­
ducta al irte es insensata, pero grata con razón para
los seres queridos.
(Antígona sale. Ism ene entra en palacio. El Coro se
presenta llamado por Creonte.)

Coro.
Estrofa 1 .a
Rayo de sol, la más bella luz vista en Tebas, la de 100
las siete puertas, te has mostrado ya, ¡oh ojo del dora­
do día!, viniendo sobre la corriente del Dirce 5, tú, que 105
al guerrero de blanco escudo 6 que vino de Argos con
su equipo, has acosado como a un presuroso fugitivo
en rápida carrera, y al que Polinices condujo contra 110
nuestra tierra, excitado por equívocas discordias 7. Lan­
zando agudos gritos, voló sobre nuestra tierra como un
águila cubierta con plumas de blanca nieve, con a b u n - 115
dan te armamento, con yelm os guarnecidos con crines
de caballos.

5 Dirce es el río que discurre por el O. de Tebas, mientras


que el Ismeno lo hace por el E. (cf. Edipo Rey, nota 5). Aquí
debería haber sido nombrado el Ismeno, sobre cuya corriente
brilla primero el sol al salir, pero, sin embargo, se nombra el
Dhye, tal vez por ser el más representativo. También se llama
así un importante manantial (ver el v. 844 de esta obra).
6 El blanco escudo del ejército argivo es, en el terreno de
la metáfora, el plumaje, blanco como la nieve, del águila con la
que es comparado. Las imágenes se entremezclan en los dos
campos. El color blanco propio del ejército argivo podría haber
sido elegido por la asociación del nombre propio con argós, ad­
jetivo que significa blanco.
7 La lucha que mantenía con Eteocles por los derechos al
trono de Tebas.
254 TRAGEDIAS

Antístrofa 2 .a
Detenido sobre nuestros tejados, y habiendo abierto
sus fauces en torno a los accesos de las siete puertas
120 con lanzas ansiosas de muertes, se marchó antes de
saciar su garganta con nuestra sangre y de que el fue­
go 8 de las antorchas de pino se apoderara del circulo
que form an las torres. Tal fue el estrépito de Ares que
125 se extendió en torno a nuestras espaldas, difícil prueba
para el dragón adversario9.
Zeus odia sobremanera las jactancias pronunciadas
por boca arrogante y, viendo que ellos avanzan en gran
130 afluencia, orgullosos del dorado estrépito, rechaza con
su rayo a quien se disponía a gritar victoria desde las
altas alm enas10.

Estrofa 2 .a
135 Sobre la dura tierra cayó, com o un Tántalo11 por­
tador de fuego, el que, dominado por maníaco impulso,
resoplaba con los ím petus de odiosos vientos.
Pero las cosas salieron de otro modo, y el gran Ares
140 impetuoso fue distribuyendo a cada cual lo suyo sacu­
diendo fuertes golpes.
Pues siete capitanes, dispuestos ante las siete puer­
tas frente a igual número, dejaron a Zeus, el que aleja

8 En griego aparece el nombre propio Hefesto, dios del fue­


go. El mismo caso que cuando traducimos por «guerra» el nom­
bre de Ares (cf. nota 25 de Áyax).
9 El dragón simboliza a Tebas. Los tebanos, según el mito,
nacieron de los dientes del dragón sembrados por Cadmo, el
fundador. Por otra parte, la lucha entre el águila y la serpiente
es un viejo y conocido tema en la literatura griega (Iliada XII
200 y sigs.).
10 Se refiere a Capaneo, príncipe argivo, impetuoso y arro­
gante, que intenta escalar las torres de la ciudad de Tebas para
incendiarla. Un rayo enviado por Zeus le da muerte. A él se re­
fiere también la segunda estrofa.
11 Hijo de Zeus que sufrió un castigo por su arrogancia.
ANTÍGONA 255

los males, todo su armamento como tributo, excepto


los dos desgraciados que, nacidos de un solo padre y de
una sola madre, tras colocar en posición sus lanzas 145
—ambas poderosas—, obtuvieron los dos su lote de
m uerte común.

Antístrofa 2.a
Llegó la Victoria, de glorioso nombre, y se regocijó
con Tebas, la rica en carros. De los combates que aca- iso
ban de tener lugar, que se haga el olvido. Vayamos a
todos los templos de los dioses en coros 12 durante la
noche, y Baco, el que hace tem blar la tierra de Tebas,
sea nuestro guía.
Pero aquí se presenta el rey del país, Creonte, el 155
hijo de Meneceo, nuevo jefe a la vista de los recientes
sucesos enviados por los dioses. ¿A qué proyecto está
dándole vueltas, siendo así que ha convocado especial­
m ente esta asamblea de ancianos y nos ha hecho venir I60
por una orden pregonada a todos?
(Sale Creonte del palacio, rodeado de su escolta,
y se dirige solemne al Coro.)
C r e o n t e . — Ciudadanos, de nuevo los dioses han en­
derezado los asuntos de la ciudad que la habían sacudi­
do con fuerte conmoción. Por medio de mensajeros os
he hecho venir a vosotros, por separado de los demás,
porque bien sé que siempre tuvisteis respeto a la reale- 165
za del trono de Layo, y que, de nuevo, cuando Edipo
hizo próspera a la ciudad, y después de que él murió,
perm anecisteis con leales pensam ientos ju nto a los hi­
jos de aquél.
Puesto que aquéllos, a causa de un doble destino, 170
en un solo día perecieron, golpeando y golpeados en
crimen parricida, yo ahora poseo todos los poderes y

12 Con las danzas dedicadas al dios. Otra alusión a los co­


ros en honor de Dioniso la hemos visto en Áyax, verso 669.
256 TRAGEDIAS

dignidades por mi cercano parentesco con la familia de


los m uertos.
175 Pero es imposible conocer el alma, los sentimientos
y las intenciones de un hom bre hasta que se m uestre
experimentado en cargos y en leyes. Y el que al gober­
n ar una ciudad entera no obra de acuerdo con las me-
180 jores decisiones, sino que m antiene la boca cerrada
por el miedo, ése me parece —y desde siempre me ha
parecido— que es el peor. Y al que tiene en mayor
estim a a un amigo que a su propia patria no lo consi­
dero digno de nada. Pues yo — ¡sépalo Zeus que todo
185 lo ve siempre! — no podría silenciar la desgracia que
viera acercarse a los ciudadanos en vez del bienestar,
ni nunca m antendría como amigo mío a una persona
que fuera hostil al país, sabiendo que es éste el que
190 nos salva y que, navegando sobre él, es como felizmen­
te harem os los amigos 13. Con estas norm as pretendo
yo engrandecer la ciudad. Concordia
Y ahora, de acuerdo con ellas, he hecho proclam
un edicto a los ciudadanos acerca de los hijos de Edi-
195 po. A Eteocles, que m urió luchando por la ciudad tras
sobresalir en gran m anera con la lanza, que se le se­
pulte en su tum ba y que se le cumplan todos los ritos
sagrados que acompañan abajo a los cadáveres de los
héroes. Pero a su herm ano —m e refiero a Polinices—,
200 que en su vuelta como desterrado quiso incendiar com­
pletam ente su tierra patria y a las deidades de su raza,
además de alimentarse de la sangre de los suyos, y qui­
so llevárselos en cautiverio, respecto a éste ha sido or­
denado por un heraldo a esta ciudad que ninguno le
tribute los honores postreros con un enterram iento, ni
205 le llore. Que se le deje sin sepultura y que su cuerpo

13 Alusión, muy repetida, al símil de la nave del estado, que


encontramos desde Arquíloco (fr. 163), en los líricos, trágicos, en
la comedia, historia y oratoria.
ANTÍGONA 257

sea pasto de las aves de rapiña y de los perros, y ul­


traje para la vista. Tal es mi propósito, y nunca por
mi parte los malvados estarán por delante de los jus­
tos en lo que a honra se refiere. Antes bien, quien sea
benefactor para esta ciudad recibirá honores míos en 210
vida igual que muerto.
C o r i f e o . — Eso has decidido hacer, hijo de Mene-
ceo, con respecto al que fue hostil y al que fue favora­
ble a esta ciudad. A ti te es posible valerte de todo tipo
de leyes, tanto respecto a los m uertos como a cuantos
estamos vivos.
C r e o n t e . — Ahora, para que seáis vigilantes de lo 215
que se ha dicho...
C o r i f e o . — Ordena a otro más joven que sobrelleve
esto 14.
C r e o n t e . — Pero ya están dispuestos guardianes del
cadáver.
C o r i f e o . — Conque, ¿qué otra cosa nos encargas,
además de lo dicho?
C r e o n t e . — Que no os ablandéis ante los que des­
obedezcan esta orden.
C o r i f e o . — Nadie es tan necio que desee morir. 220
Creonte. ■ — Éste, en efecto, será el pago. Pero bajo
la esperanza de provecho m uchas veces se pierden los
hombres.
(Entra un guardián de los que vigilan el cadáver de
Polinices.)
G u a r d i á n . — Señor, no puedo decir que po r el apre­
suram iento en mover rápido el pie llego jadeante, pues 225
hice muchos altos a causa de mis cavilaciones, dándo­
me la vuelta en medio del camino. Mi ánimo me habla­
ba muchas veces de esta m anera: « ¡Desventurado! ¿Por
qué vas adonde recibirás un castigo cuando hayas lle-

14 El Coro no disimula la mala acogida que en él tienen las


órdenes de Creonte acerca de Polinices.
258 TRAGEDIAS

gado? ¡Infortunado! ¿Te detienes de nuevo? Y si Creon-


230 te se entera de esto por otro hombre, ¿cómo es posible
que no lo sientas?» Dándole vueltas a tales pensamien­
tos venía lenta y perezosamente, y así un camino corto
se hace largo. Por último, sin embargo, se impuso el
llegarme junto a ti, y, aunque no descubriré nada, ha-
235 blaré. Me presento, pues, aferrado a la esperanza de
no sufrir otra cosa que lo decretado por el azar.
C r e o n t e . — ¿Por q u é tienes este desánimo?
G u a r d i á n . — Quiero hablarte primeramente de lo
que a mí respecta. E l hecho ni lo hice yo, ni vi quién
240 lo hizo, y no sería justo que me viera abocado a alguna
desgracia.
C r e o n t e . — Bien calculas y ocultas el asunto con un
rodeo. Está claro que algo malo vas a anunciar.
G u a r d iA n . — Las palabras terribles producen gran
vacilación.
C r e o n t e . — ¿Y no hablarás de una vez y después te
irás lejos de aquí?
245 G u a r d i á n . — Te lo digo ya: alguien, después de dar
sepultura al cadáver, se ha ido, cuando hubo esparcido
seco polvo sobre el cuerpo y cumplido los ritos que
debía.
C r e o n t e . — ¿Qué dices? ¿Qué hombre es el que se
ha atrevido?
G u a r d i á n . — No lo sé, pues ni había golpe de pala
250 ni restos de tierra cavada por el azadón. La tierra está
dura y seca, sin hendir, y no atravesada por ruedas de
carro. No había señal de que alguien fuera el artífice.
Cuando el primer centinela nos lo mostró, un embara-
255 zoso asombro cundió entre todos, pues é l 15 había des­
aparecido, no enterrado, sino que le cubría un fino pol­
vo, como obra de alguien que quisiera evitar la impu-

15 El cadáver.
ANTÍGONA 259

reza. Aun sin haberlo arrastrado, no aparecían señales


de fiera ni de perro alguno que hubiese venido.
Resonaban los insultos de unos contra otros, acu- 260
sándonos entre nosotros mismos, y se habría produci­
do al final un enfrentamiento sin que estuviera presen­
te quien lo impidiera. Pues cada uno era el culpable,
pero nadie lo era manifiestamente, sino que negaban
saber nada. Estábamos dispuestos a levantar metales
al rojo vivo con las manos, a saltar a través del fuego 16 265
y a ju rar por los dioses no haberlo hecho, ni conocer al
que había tramado la acción ni al que la había llevado
a la práctica.
Finalmente, puesto que en la investigación no sa­
cábamos nada nuevo, habla uno que nos movió a todos
a inclinar la cabeza al suelo por el temor. Y no sabía- 270
mos replicarle, ni cómo actuaríamos para que nos sa­
liera bien. La propuesta era que había de serte comu­
nicado este hecho y que no lo ocultaríamos. Esto fue lo
que se impuso y la suerte me condenó a mí, desafor­
tunado, a cargar con esta «buena» misión. Estoy aquí 275
en contra de mi voluntad y de la tuya, bien lo sé. Pues
nadie quiere un mensajero de malas noticias.
C o r i f e o . — Señor, mis pensamientos están, desde
hace un rato, deliberando si esto es obra de los dioses.
C r e o n t e . — No sigas antes de llenarme de ira con 28O
tus palabras, no vayas a ser calificado de insensato a
la vez que de viejo. Dices algo intolerable cuando ma­
nifiestas que los dioses sienten preocupación por este
cuerpo. ¿Acaso dándole honores especiales como a un
bienhechor iban a enterrar al que vino a prender fuego 285
a los templos rodeados de columnas y a las ofrendas,
así como a devastar su tierra y las leyes? ¿E s que ves
que los dioses den honra a los malvados? No es posible.

16 Sin entrar en suposiciones hago constar que esto es lo


que en la Edad Media se llamaban ordalías o juicios de Dios.
260 TRAGEDIAS

290 Algunos hombres de la ciudad, por el contrario, vienen


soportando de mala gana el edicto y murmuraban con­
tra mí a escondidas, sacudiendo la cabeza, y no man­
tenían la cerviz bajo el yugo, como es debido, en señal
de acatamiento. Sé bien que ésos, inducidos por las
recompensas de aquéllos 17, son los que lo han hecho.
295 Ninguna institución ha surgido peor para los hom­
bres que el dinero. É l saquea las ciudades y hace salir
a los hombres de sus hogares. É l instruye y trastoca
los pensamientos nobles de los hombres para conver-
300 tirios en vergonzosas acciones. É l enseñó a los hombres
a cometer felonías y a conocer la impiedad de toda
acción. Pero cuantos por una recompensa llevaron a
cabo cosas tales concluyeron, tarde o temprano, pagan­
do un castigo.
Ahora bien, si Zeus aún tiene alguna veneración por
305 mi parte, sabed bien esto —y te hablo comprometido
por un juramento— : que, si no os presentáis ante mis
ojos habiendo descubierto al autor de este sepelio, no
os bastará sólo la muerte. Antes, colgados vivos, evi-
310 denciaréis esta insolencia, a fin de que, sabiendo de
dónde se debe adquirir ganancia, la obtengáis en el fu­
turo y aprendáis, de una vez para siempre, que no de­
béis desear el provecho en cualquier acción. Pues, a
causa de ingresos deshonrosos, se pueden ver más des­
carriados que salvados.
315 Guardián. — ¿Me permitirás decir algo, o me voy
así, dándome la vuelta?
C reonte. — ¿No te das cuenta de que también aho­
ra me resultas molesto con tus palabras?
G uardián. — ¿En tus oídos te hieren o en tu alma?
Creonte. — ¿Por qué precisas dónde se sitúa mi
aflicción?

17 De los que murmuran a escondidas.


ANTÍGONA 261

G u a r d iá n . — E l culpable te aflige el alma, yo los 320


oídos.
C r e o n t e . — ¡Ah, está claro que eres por naturaleza
un charlatán!
G u a r d i á n . — Pero esa acción no la he cometido
nunca.
C r e o n t e . — Sí, y e n c i m a t r a i c i o n a n d o t u a l m a p o r
d in e r o .
G u a r d iá n . — ¡A y ! Es te r r ib le , c ie r ta m e n te , p ara
q u ie n t ie n e u n a s o s p e c h a , q u e le r e s u lte fa ls a .
C r e o n t e . — Dátelas de gracioso ahora con mi sospe­
cha. Que, si no mostráis a los que han cometido estos 325
hechos, diréis abiertamente que las ganancias alevosas
producen penas.
(Entra Creonte en palacio.)
— ¡Que sea descubierto, sobre todo! Pero,
G u a r d iá n .
si es capturado como si no lo es —es el azar el que lo
resuelve—, de ningún modo me verás volver aquí.
Y ahora, sano y salvo en contra de mi esperanza y de 330
mi convicción, debo a los dioses una gran merced.

C oro.
Estrofa 1 .a
Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada
más asombroso que el hombre. Él se dirige al otro lado
del blanco 18 mar con la ayuda del tempestuoso viento
Sur, bajo las rugientes olas avanzando, y a la más po- 335
derosa de las diosas, a la imperecedera e infatigable
Tierra, trabaja sin descanso, haciendo girar los arados 340
año tras año, al ararla con mulos.
Antístrofa 1 .a
El hombre que es hábil da caza, envolviéndolos con
los lazos de sus redes, a ta especie de los aturdidos pá-

18 Epíteto que alude al color de la espuma de las olas del


mar al romper en la superficie.
262 TRAGEDIAS

345 jaros, y a los rebaños de agrestes fieras, y a la familia


de los seres marinos. Por sus mañas se apodera del
350 animal del campo que va a través de los montes la, y
unce al yugo que rodea la cerviz al caballo de espesas
crines, así como al incansable toro montaraz.

Estrofa 2.a
Se enseñó a sí m ism o el lenguaje y el alado pensa-
355 miento, así como las civilizadas nianeras de comportar­
se, y también, fecundo en recursos, aprendió a esquivar
bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los
360 de las lluvias inclem entes20. Nada de lo por venir le
encuentra falto de recursos. Sólo del Hades no tendrá
escapatoria. De enfermedades que no tenían remedio ya
ha discurrido posibles evasiones.

Antístrofa 2.a
Poseyendo una habilidad superior a lo que se puede
365 uno imaginar, la destreza para ingeniar recursos, la en­
camina unas veçes al mat, otras veces al bien. Será un
alto cargo en la ciudad, respetando las leyes de la tie­
rra y la justicia de los dioses que obliga por juramento.
370 Desterrado sea aquel que, debido a su osadía, se da
a lo que no está bien. ¡Que no llegue a sentarse junto
375 a m i hogar ni participe de m is pensamientos el que
haga esto!
(Entra el Guardián arrastrando a Antígona.)
C orifeo. — Atónito quedo ante un prodigio que pro­
cede de los dioses. ¿Cómo, si yo la conozco, podré ne­
gar que ésta es la joven Antígona? ¡Ay desventurada,
380 hija de tu desdichado padre Edipo! ¿Qué pasa? ¿No

19 Debe tratarse de la cabra, nombrada por H ombro (Odisea


IX 155; H esíodo, Escudo 407; Filoctetes 955).
20 P. Mazon expone, aquí, la teoría de que estas palabras
aluden a la construcción de sus cuevas y moradas para resguar­
darse de las inclemencias del tiempo.
ANTÍGONA 263

será que te llevan porque has desobedecido las normas


del rey y ellos te han sorprendido en un momento de
locura?
G u a r d i á n . — Ésta es la que ha cometido el hecho.
La cogimos cuando estaba dándole sepultura. Pero, 385
¿dónde está Creonte?
C o r i f e o . — Oportunamente sale de nuevo del pa­
lacio.
C r e o n t e . — ¿Qué pasa? ¿Por qué motivo llego a
tiempo?
G u a r d i á n . — Señor, nada existe para los mortales
que pueda ser negado con juramento. Pues la reflexión
posterior desmiente los propósitos. Y o estaba comple- 390
tamente creído de que difícilmente me llegaría aquí,
después de las amenazas de las que antes fui objeto.
Pero la alegría que viene de fuera y en contra de toda
esperanza a ningún otro goce en intensidad se asemeja.
He venido, aunque había jurado que no lo haría, tra- 395
yendo a esta muchacha, que fue apresada cuando pre­
paraba al m uerto21. Y en este caso no se echó a suer­
tes, sino que fue mío el hallazgo y de ningún otro. Y aho­
ra, rey, tomando tú mismo a la muchacha, júzgala y
hazla confesar como deseas. Que justo es que yo me 400
vea libre de esta carga.
C r e o n t e . — A ésta que traes, ¿de qué manera y dón­
de la has cogido?
G u a r d i á n . — E lla en persona daba sepultura al cuer­
po. De todo quedas enterado.
C r e o n t e . — ¿En verdad piensas lo que dices y no me
mientes?
G u a r d i á n . — La he visto enterrar al cadáver que tú
habían prohibido enterrar. ¿E s que no hablo clara y 405
manifiestamente?

21 Para los ritos del sepelio: esto es, cubrirle de tierra y


derramar libaciones.
264 TRAGEDIAS

Cr e o n t e . — ¿ Y c ó m o f u e v i s t a y s o r p r e n d i d a ?

— La cosa fue de esta manera: cuando


G u a r d iá n .
hubimos llegado, amenazados de aquel terrible modo
410 por ti, después de barrer toda la tierra que cubría el
cadáver y de dejar bien descubierto el cuerpo, que ya
se estaba pudriendo, nos sentamos en lo alto de la coli­
na, protegidos del viento, para evitar que nos alcanzara
el olor que aquél desprendía, incitándonos el uno al
otro vivamente con denuestos, por si alguno descuidaba
415 su tarea. Durante un tiempo estuvimos así, hasta que
en medio del cielo se situó el brillante círculo del sol.
E l calor ardiente abrasaba. Entonces, repentinamente,
un torbellino de aire levantó del suelo un huracán —ca­
lamidad celeste— que llenó la meseta, destrozando todo
420 el follaje de los árboles del llano, y el vasto cielo se
cubrió. Con los ojos cerrados sufríamos el azote divino.
Cuando cesó, un largo rato después, se pudo ver a
la muchacha. Lanzaba gritos penetrantes como un pá-
425 jaro desconsolado cuando distingue el lecho vacío del
nido huérfano de sus crías. Así ésta, cuando divisó el
cadáver descubierto, prorrumpió en sollozos y tremen­
das maldiciones para los que habían sido autores de
esta acción. En seguida transporta en sus manos seco
430 polvo y, de un vaso de bronce bien forjado, desde arri-
‘ ba cubre el cadáver con triple libación 22.
Nosotros, al verlo, nos lanzamos, y al punto le di­
mos caza, sin que en nada se inmutara. La interrogá­
bamos sobre los hechos de antes y los de entonces,
435 y nada negaba. Para mí es, en parte, grato y , en parte,

doloroso. Porque es agradable librarse uno mismo de


desgracias, pero es triste conducir hacia ellas a los deu­

22 La triple libación era ritual. La primera era con leche y


miel, la segunda con vino dulce y la tercera con agua.
ANTÍGONA 265

d o s23. Ahora bien, obtener todas las demás cosas es 440


para mí menos importante que ponerme a mí mismo
a salvo.
C reonte. — (Dirigiéndose a Antígona.) Eh, tú, la que
inclina la cabeza hacia el suelo, ¿confirmas o niegas
haberlo hecho?
A ntígona. — Digo que lo he hecho y no lo niego.
C reonte. — (Al guardián.) Tú puedes marcharte
adonde quieras, libre, fuera de la gravosa culpa. (A An- 445
tígona de nuevo.) Y tú dime sin extenderte, sino breve­
mente, ¿sabías que había sido decretado por un edicto
que no se podía hacer esto?
A ntígona. — Lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo? Era
manifiesto.
Creonte. — ¿Y, a pesar de ello, te atreviste a trans­
gredir estos decretos?
A ntígona. — No fue Zeus el que los ha mandado
publicar, ni la Justicia que vive con los dioses de abajo 450
la que fijó tales leyes para los hombres. No pensaba
que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que
un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e in­
quebrantables de los dioses. Éstas no son de hoy ni de 455
ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron.
No iba yo a obtener castigo por ellas 24 de parte de los
dioses por miedo a la intención de hombre alguno.
f Sabía que iba a morir, ¿cómo no?, aun cuando tú 460
j no lo hubieras hecho pregonar. Y si muero antes de
¡ tiempo, yo lo llamo ganancia. Porque quien, como yo,
I viva entre desgracias sin cuento, ¿cómo no va a obte-
¡ ner provecho al morir? Así, a mí no me supone pesar 465
alcanzar este destino. Por el contrario, si hubiera con­
sentido que el cadáver del que ha nacido de mi madre

23 También podría traducirse por «amigo». El guarda for­


maba parte como esclavo de la familia real.
24 Por transgredirlas, se entiende.
266 TRAGEDIAS

estuviera insepulto, entonces sí sentiría pesar. Ahora,


en cambio, no me aflijo. Y si te parezco estar haciendo
470 locuras, puede ser que ante un loco me vea culpable
de una locura.
C orifeo. — Se muestra la voluntad fiera de la mu­
chacha que tiene su origen en su fiero padre. No sabe
ceder ante las desgracias.
Creonte. — Sí, pero sábete que las voluntades en
exceso obstinadas son las que primero caen, y que es
475 el más fuerte hierro, templado al fuego y muy duro, el
que más veces podrás ver que se rompe y se hace añi­
cos. Sé que los caballos indómitos se vuelven dóciles
con un pequeño freno. No es lícito tener orgullosos
pensamientos a quien es esclavo de los que le rodean.
480 É sta conocía perfectamente que entonces estaba obran­
do con insolencia, al transgredir las leyes establecidas,
y aquí, después de haberlo hecho, da muestras de una
segunda insolencia: ufanarse de ello y burlarse, una vez
que ya lo ha llevado a efecto.
Pero verdaderamente en esta situación no sería yo
485 el hombre —ella lo sería—, si este triunfo hubiera de
quedar impune. Así, sea hija de mi hermana, sea más
de mi propia sangre que todos los que están conmigo
bajo la protección de Zeus del H o gar25, ella y su her­
mana no se librarán del destino supremo. Inculpo a
490 aquélla de haber tenido parte igual en este enterra­
miento. Llamadla. Acabo de verla adentro fuera de sí
y no dueña de su mente. Suele ser sorprendido antes
el espíritu traidor de los que han maquinado en la os-
495 curidad algo que no está bien. Sin embargo, yo, al me-

25 Creonte conoce que incurre en una falta contra los dio­


ses en la persona de Zeus protector del hogar —al que se tenía
consagrado un altar en el patio del palacio—, juzgando y casti­
gando a un miembro de ese hogar, pero cree estar obligado a
ello en su condición de guardián de las leyes de la ciudad.
ANTÍGONA 267

nos, detesto que, cuando uno es cogido en fechorías,


quiera después hermosearlas.
A n t í g o n a . — ¿Pretendes algo m ás que darm e m uer­
te, una vez que me has apresado?
C r e o n t e . — Yo nada. Con esto lo tengo todo.
A n t í g o n a . — ¿Qué te hace vacilar en ese caso? Por­
que a mí de tus palabras nada me es grato — ¡que nun- 500
ca me lo sea!—, del mismo modo que a ti te desagra­
dan las mías. Sin embargo, ¿dónde hubiera podido
obtener yo más gloriosa fam a que depositando a mi
propio herm ano en una sepultura? Se podría decir que
esto complace a todos los presentes, si el tem or no les 505
tuviera paralizada la lengua. En efecto, a la tiranía le
va bien en otras muchas cosas, y sobre todo le es
posible obrar y decir lo que q u ie re 26.
C r e o n t e . — Tú eres la única de los Cadmeos que
piensa tal cosa.
A n t í g o n a . — Éstos tam bién lo ven, pero cierran la
boca ante ti.
C r e o n t e . — ¿Y tú no te avergüenzas de pensar de 510
distinta m anera que ellos?
A n t í g o n a . — No considero nada vergonzoso honrar
a los hermanos.
C r e o n t e . — ¿No era tam bién herm ano el que murió
del otro lado?
A n t í g o n a . — Hermano de la m ism a m adre y del m is­
mo padre.
C r e o n t e . — ¿Y cómo es que honras a éste con im­
pío agradecimiento para aquél?27.
A n t í g o n a . — No confirmará eso el que ha muerto. sis
C r e o n t e . — Sí, si le das honra po r igual que al impío.

26 Frase solemne de aguda crítica al aborrecido régimen de


la tiranía. No es una referencia aislada en la época clásica ( E u r í ­
pides, Ió n 621-632).
27 Eteocles.
268 TRAGEDIAS

A n t íg o n a . — No era un siervo, sino su hermano, el


que murió.
C r e o n t e . — Por querer asolar esta tierra. E l otro,
enfrente, la defendía.
A n t í g o n a . — Hades, sin embargo, desea leyes iguales.
520 C r e o n t e . — Pero no que el bueno obtenga lo mis­
mo que el malvado.
A n t í g o n a . — ¿Quién sabe si allá abajo estas cosas
son las piadosas?
C r e o n t e . — E l enemigo nunca es amigo, ni cuando
muera.
A n t í g o n a . — Mi persona no está hecha para compar­
tir el odio, sino el amor.
C r e o n t e . — Vete, pues, allá abajo para amarlos, si
525 tienes que amar, que, mientras yo viva, no mandará
una mujer.
(Sale Ism ene entre dos esclavos.)
— He aquí a Ismene, ante la puerta, derra­
C o r ife o .
mando fraternas lágrimas. Una nube sobre sus cejas
530 afea su enrojecido rostro, empapando sus hermosas
mejillas.
C r e o n t e . — Tú, la que te deslizaste en mi casa como
una víbora, y me bebías la sangre sin yo advertirlo. No
sabía que alimentaba dos plagas que iban a derrumbar
mi trono. Ea, dime, ¿vas a afirmar haber participado
535 también tú en este enterramiento, o negarás con un
juramento que lo sabes?
I s m e n e . — He cometido la acción, si ésta consiente;
tomo parte en la acusación y la afronto.
A n t í g o n a . — Pero no te lo perm itirá la justicia, ya
que ni tú quisiste ni yo me asocié contigo.
540 I s m e n e . — En estas desgracias tuyas, no me aver­
güenzo de hacer yo misma contigo la travesía de esta
prueba.
A n t í g o n a . — De quién es la acción, Hades y los dio-
ANTÍGONA 269

ses de abajo son testigos. Yo no amo a uno de los míos,


si sólo de palabra ama.
Ismene. — ¡Hermana, no me prives del derecho a 545
m orir contigo y de honrar debidamente al muerto!
A ntígona. — No quieras m orir conmigo, ni hagas
cosa tuya aquello en lo que no has participado. Será
suficiente con que yo muera.
Ismene. — ¿Y qué vida me va a ser grata, si me veo
privada de ti?
A ntígona. — Pregunta a Creonte, ya que te eriges
en defensora suya.
Ismene. — ¿Por qué me mortificas así, cuando en 550
nada te aprovecha?
A ntígona. — Con dolor me río de ti, si es que lo
hago.
Ismene. — Pero, ¿en qué puedo aún serte útil ahora?
A ntígona. — Sálvate tú. No veo con malos ojos que
te libres.
Ismene. — ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Y no alcanzaré
tu destino?
A ntígona. — Tú has elegido vivir y yo morir. 555
Ismene. — Pero no sin que yo te diera mis consejos.
A ntígona. — A unos les pareces tú sensata, yo a
otros 2S.
Ismbne. — Las dos, en verdad, tenemos igual falta.
A ntígona. — Tranquilízate: tú vives, mientras que
mi alma hace rato que ha muerto por prestar ayuda 560
a los muertos.
Creonte. — Afirmo que estas dos muchachas han
perdido el juicio, la una acaba de manifestarlo, la otra
desde que nació.
Ismene. — Nunca, señor, perdura la sensatez en los

28· Ismené se lo parçcia a Creonte, Antígona a Polinices y a


los que ya estaban en el Hades.
270 TRAGEDIAS

que son desgraciados, ni siquiera la que nace con ellos,


sino que se retira.
565 C r e o n t e . — En ti por lo menos, cuando has preferi­
do obrar iniquidades junto a malvados.
I s m e n e . — ¿Y qué vida es soportable para mí sola,
separada de ella?
C r e o n t e . — No digas «ella»: no existe ya.
I s m e n e . — ¿Y vas a dar muerte a la prometida de
tu propio hijo?
C r e o n t e . — También los campos de otras se pueden
a r a r 29.
570 I s m e n e . — No con la armonía que reinaba entre ellos
dos.
C r e o n t e . — Odio a las m ujeres perversas para mis
hijos.
A n t í g o n a . — ¡Oh queridísimo Hemón! ¡Cómo te des­
honra tu padre!
C r e o n t e . — Demasiadas molestias me producís tú y
tu matrimonio.
C o r i f e o . — ¿Vas a privar, en verdad, a tu hijo de
ésta?
575 C r e o n t e . — Hades será quien haga cesar estas bo­
das por mí.
C o r i f e o . — Está decidido, a lo que parece, que
muera.
C r e o n t e . — Tanto en tu opinión como en la mía. No
más dilaciones. Ea, esclavas, llevadlas dentro. Preciso
es que estas mujeres estén encerradas y no sueltas.
580 Pues incluso los más animosos intentan huir cuando
ven a Hades cerca ya de su vida.
(Entran en palacio todos.)

29 Ésta es una imagen usual que encontramos repetida en


el mismo autor {Traquinias 33; Edipo Rey 1211, 1497) y en otros
(E urípides , Ión 49; M enandro, Díscolo 842).

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