Bartleby - Herman Melville
Bartleby - Herman Melville
Bartleby - Herman Melville
de
Herman Melville
No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran
desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir
porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente
agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.
Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma
considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva
York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy
agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una
indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser
temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado,
por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer
de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.
Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared
blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos
los pisos.
Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman
animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En
esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo,
ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un
telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores
miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios
vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque
cuadrado.
-Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo.
Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden reprocharse con
severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una página, es honorable. Con permiso,
señor, los dos estamos envejeciendo.
Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba
resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría
sólo documentos de menor importancia.
Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día
de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un
sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas.
Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no;
creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un
pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena es perjudicial para
los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que ha comido,
así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba
la prosperidad.
Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era
carrero, ambicioso de ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante.
Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero, barredor y
limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un escritorio particular, pero no lo usaba
mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases
de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho cabía en una
cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayor presteza
consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers.
Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían
humedecer sus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos cerca
del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho especial -
pequeño, chato, redondo y sazonado con especias- cuyo nombre se le daba. En las mañanas
frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si fueran obleas -lo
cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido de la pluma se combinaba
con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre las confusiones
vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeció
con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un título hipotecario.
Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una reverencia oriental,
diciéndome:
-Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis
expensas.
Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas
a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el
arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.
Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una
ocupada por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban abiertas
o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado,
para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante.
Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente
daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores
construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios
había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una
pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto
biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al
alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.
Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra
por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en
este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador,
insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría
intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby,
resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.
En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito
conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo,
Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni
un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo,
impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier
manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero,
dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de
Cicerón.
Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas
de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era
necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era indispensable.
Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto,
pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo leyera
el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila, cada uno con su
documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al interesante grupo.
-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la cuarta
copia.
-Preferiría no hacerlo.
Con cualquier otro hombre, me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando
explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en
Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me
conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.
-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un
examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están
obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!
Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era
irrevocable.
-Con todo respeto, señor -dijo Turkey en su tono más suave-, creo que la tiene.
El sagaz lector habrá percibido que siendo mañana, la contestación de Turkey estaba
concebida en términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O para
repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y el de
Turkey estaba franco.
-Ginger Nut -dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo-, ¿qué piensas de
esto?
-Creo, señor, que está un poco chiflado -replicó Ginger Nut con una mueca burlona.
-Está oyendo lo que opinan -le dije, volviéndome al biombo-. Salga y cumpla con su deber.
Mientras tanto, Bartleby seguía en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea.
Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su
conducta extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás iba a
almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado
ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la
mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una
señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas monedas,
y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la ermita,
recibiendo dos de ellos como jornal.
Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo; debe ser
vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, no come más que bizcochos de jengibre.
Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de bizcochos de jengibre. Se
llaman así, porque el jengibre es uno de sus principales componentes, y su principal sabor.
Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y picante. ¿Era Bartleby cálido y picante?
Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente,
él prefería que no lo ejerciera.
Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido
no es inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus
mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su
entendimiento no puede resolver.
Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre! pensé yo, no lo hace por
maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo
involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá con
un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse
de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de amparar a
Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo o nada y,
mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce bocado para mi
conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solía
exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un nuevo encuentro,
a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero hubiera sido lo mismo
tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano en un pedazo de jabón
Windsor.
-Bartleby -le dije-, cuando haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con
usted.
-Preferiría no hacerlo.
Silencio.
Turkey resplandecía como una marmita de bronce; tenía empapada la calva; tamborileaba
con las manos sobre sus papeles borroneados.
-¿Qué pienso? -rugió Turkey-. ¡Pienso que voy a meterme en el biombo y le voy a poner
un ojo negro!
Con estas palabras se puso de pie y estiró los brazos en una postura pugilística. Se disponía
a hacer efectiva su promesa cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado la
belicosidad de Turkey después de almorzar.
-Siéntese, Turkey -le dije-, y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers? ¿No
estaría plenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby?
-Discúlpeme, esto tiene que decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita, y
ciertamente injusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de un capricho pasajero.
-¡Ah! -exclamé-, es raro ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con demasiada
indulgencia.
-Supongo que se refiere a Bartleby. No, hoy no. Turkey -repliqué-, por favor, baje esos
puños.
Cerré las puertas y volví a dirigirme a Bartleby. Tenía un nuevo incentivo para tentar mi
suerte. Estaba deseando que volviera a rebelarse. Recordé que Bartleby no abandonaba
nunca la oficina.
-Bartleby -le dije-. Ginger. Nut ha salido; cruce al Correo, ¿quiere? -era a tres minutos de
distancia- y vea si hay algo para mí.
-Preferiría no hacerlo.
-¡Bartleby!
Silencio.
Silencio.
-¡Bartleby! -vociferé.
Como un verdadero fantasma, cediendo a las leyes de una invocación mágica, apareció al
tercer llamado.
-Muy bien, Bartleby -dije con voz tranquila, aplomada y serenamente severa, insinuando el
inalterable propósito de alguna terrible y pronta represalia. En ese momento proyectaba
algo por el estilo. Pero pensándolo bien, y como se acercaba la hora de almorzar, me
pareció mejor ponerme el sombrero y caminar hasta casa, sufriendo con mi perplejidad y
mi preocupación.
¿Lo confesaré? Como resultado final quedó establecido en mi oficina que un pálido joven
llamado Bartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de cuatro
céntimos la hoja (cien palabras), pero que estaba exento, permanentemente, de examinar
su trabajo y que ese deber era transferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su
mayor agudeza; ítem, el susodicho Bartleby no sería llamado a evacuar el más trivial
encargo; y si se le pedía que lo hiciera, se entendería que preferiría no hacerlo, en otras
palabras, que rehusaría de modo terminante.
Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios
densamente habitados, la puerta tenía varias llaves. Una la guardaba una mujer que vivía
en la buhardilla, que hacía una limpieza a fondo una vez por semana y diariamente barría y
sacudía el departamento. Turkey tenía otra, la tercera yo solía llevarla en mi bolsillo, y la
cuarta no sé quién la tenía.
Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por el
momento. Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana, y
que entonces habría terminado sus tareas.
Con todo, mi espíritu no estaba tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por fin, a
mi puerta. Sin obstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no se veía, miré
ansiosamente por todo, eché una ojeada detrás del biombo; pero era claro que se había ido.
Después de un prolijo examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby debía
haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla, cama o espejo. El
tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en un rincón la huella visible de
una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en el hogar
vacío una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata, jabón y una toalla
rotosa; en un diario, unas migas de bizcocho de jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé,
es bastante claro que Bartleby ha estado viviendo aquí .
Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades,
quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible!
Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día
es una desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de animación y
de vida, por la noche retumba de puro vacío, y el domingo está desolado. ¡Y es aquí donde
Bartleby hace su hogar, único espectador de una soledad que ha visto poblada, una especie
de inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de Cartago!
Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé
que sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra, nunca lo
había visto leer -no, ni siquiera un diario-; que por largo rato se quedaba mirando, por su
pálida ventana detrás del biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca
visitaba una fonda o un restaurante; mientras su pálido rostro indicaba que nunca bebía
cerveza como Nippers, ni siquiera té o café como los otros hombres, que nunca salía a
ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez ahora; que había rehusado decir
quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que, aunque tan pálido
y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, recordé cierto aire de
inconsciente, de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos, o austera
reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con sus rarezas, cuando se
trataba de pedirle el más ligero favor, aunque su larga inmovilidad me indicara que estaba
detrás de su biombo, entregado a uno de sus sueños frente al muro.
Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el
espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales
no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del
corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y
excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido
común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me convenció de que el
amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su
cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.
No cumplí, esa mañana, mi propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto me
incapacitaban, por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi casa, iba pensando en
lo que haría con Bartleby. Al fin me resolví: lo interrogaría con calma, la mañana
siguiente, acerca de su vida, etc., y si rehusaba contestarme francamente y sin reticencias
(y suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete de veinte dólares, además de lo
que le debía, diciéndole que ya no necesitaba sus servicios; pero que en cualquier otra
forma en que necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le pagaría los
gastos para trasladarse al lugar de su nacimiento dondequiera que fuera. Además, si al
llegar a su destino necesitaba ayuda, una carta haciéndomelo saber no quedaría sin
respuesta.
Silencio.
-Bartleby -dije en tono aún más suave- venga, no le voy a pedir que haga nada que usted
preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted.
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo.
-Pero ¿qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un
amigo.
Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba
justo detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.
-¿Cuál es su respuesta, Bartleby? -le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el
cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios
descoloridos.
De nuevo me quedé pensando qué haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al entrar
en la oficina yo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso golpeó en mi
corazón y me prohibió cumplir mi propósito, y me dijo que yo sería un canalla si me
atrevía a murmurar una palabra dura contra el más triste de los hombres. Al fin, colocando
familiarmente mi silla detrás de su biombo, me senté y le dije:
-Por ahora prefiero no ser un poco razonable -fue su mansa y cadavérica respuesta. En ese
momento se abrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima, contra la
costumbre, de una mala noche, producida por una indigestión más severa que las de
costumbre. Oyó las últimas palabras de Bartleby.
-Señor Nippers -le dije-, prefiero que, por el momento, usted se retire.
-Con todo respeto. ¿Qué palabra, señor? -preguntó Turkey, apretándose respetuosamente
en el estrecho espacio detrás del biombo y obligándome, al hacerlo, a empujar al
amanuense.
-Preferiría quedarme aquí solo -dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse atropellado en
su retiro.
-¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si
prefiriera...
Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una mirada
y me preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto documento. No
acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se veía que había sido dicha
involuntariamente. Reflexioné que era mi deber deshacerme de un demente, que ya, en
cierto modo, había influido en mi lengua y quizá en mi cabeza y en las de mis
dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato.
Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño
frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no
escribir más.
Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se
me ocurrió que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las primeras
semanas, había dañado su vista.
Me sentí conmovido y pronuncié algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por supuesto,
era prudente de su parte el abstenerse de escribir por un tiempo; y lo animé a tomar esta
oportunidad para hacer ejercicios al aire libre. Pero no lo hizo. Días después, estando
ausentes mis otros empleados, y teniendo mucha prisa por despachar ciertas cartas, pensé
que no teniendo nada que hacer, Bartleby seria menos inflexible que de costumbre y
querría llevármelas al Correo. Se negó rotundamente y aunque me resultaba molesto, tuve
que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los ojos de Bartleby se mejoraron o
no. Me parece que sí, según todas las apariencias. Pero cuando se lo pregunté no me
concedió una respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al fin, acosado por
mis preguntas, me informó que había resuelto abandonar las copias.
-¡Cómo! -exclamé-. ¿Si sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría entonces?
Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! -si eso fuera posible- se reafirmó
más aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacia nada en la oficina: ¿por qué se iba a quedar?
De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía lástima. No
digo sino la pura verdad cuando afirmo que me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a
algún pariente o amigo, yo le hubiera escrito, instándolo a llevar al pobre hombre a un
retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en el universo. Algo como un
despojo en mitad del océano Atlántico. A la larga, necesidades relacionadas con mis
asuntos prevalecieron sobre toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le dije a
Bartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar medidas en ese intervalo
para procurarse una nueva morada. Le ofrecí ayudarlo en este empeño, si él personalmente
daba el primer paso para la mudanza.
-Y cuando usted se vaya del todo, Bartleby -añadí-, velaré para que no salga
completamente desamparado. Recuerde, dentro de seis días.
Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije:
-El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero,
debe irse.
Silencio.
-Bartleby -le dije-, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos
¿quiere tomarlos? -y le alcancé los billetes.
Pero ni se movió.
-Los dejaré aquí, entonces -y los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi
sombrero y mi bastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí:
-Cuando haya sacado sus cosas de la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con llave
la puerta, ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo, para que yo la
encuentre mañana. No nos veremos más. Adiós. Si más adelante, en su nuevo domicilio
puedo serle útil, no deje de escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien.
No contestó ni una palabra, como la última columna de un templo en ruinas, quedó mudo
y solitario en medio del cuarto desierto.
Después del almuerzo, me fui al centro, discutiendo las probabilidades pro y contra. A
ratos pensaba que sería un fracaso y que encontraría a Bartleby en mi oficina como de
costumbre; y enseguida tenía la seguridad de encontrar su silla vacía. Y así seguí
titubeando. En la esquina de Broadway y la calle del Canal, vi a un grupo de gente muy
excitada, conversando seriamente.
Instintivamente metí la mano en el bolsillo, para vaciar el mío, cuando me acordé que era
día de elecciones. Las palabras que había oído no tenían nada que ver con Bartleby, sino
con el éxito o fracaso de algún candidato para intendente. En mi obsesión, ya había
imaginado que todo Broadway compartía mi excitación y discutía el mismo problema.
Seguí, agradecido al bullicio de la calle, que protegía mi distracción. Como era mi
propósito, llegué más temprano que de costumbre a la puerta de mi oficina. Me paré a
escuchar. No había ruido. Debía de haberse ido. Probé el llamador. La puerta estaba
cerrada con llave. Mi procedimiento había obrado como magia; el hombre había
desaparecido. Sin embargo, cierta melancolía se mezclaba a esta idea: el éxito brillante casi
me pesaba. Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía haberme dejado
cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la rodilla, produciendo un ruido como de
llamada, y en respuesta llegó hasta mí una voz que decía desde adentro:
Era Bartleby.
Quedé fulminado. Por un momento quedé como aquel hombre que, con su pipa en la boca,
fue muerto por un rayo, hace ya tiempo, en una tarde serena de Virginia; fue muerto
asomado a la ventana y quedó recostado en ella en la tarde soñadora, hasta que alguien lo
tocó y cayó.
-¡No se ha ido! -murmuré por fin. Pero una vez más, obedeciendo al ascendiente que el
inescrutable amanuense tenía sobre mí, y del cual me era imposible escapar, bajé
lentamente a la calle; al dar vuelta a la manzana, consideré qué podía hacer en esta
inaudita perplejidad. Imposible expulsarlo a empujones; inútil sacarlo a fuerza de insultos;
llamar a la policía era una idea desagradable; y, sin embargo, permitirle gozar de su
cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué hacer? o, si no había nada
que hacer, ¿qué dar por sentado? Yo había dado por sentado que Bartleby se iría; ahora
podía yo retrospectivamente asumir que se había ido. En la legítima realización de esta
premisa, podía entrar muy apurado en mi oficina, y fingiendo no ver a Bartleby, llevarlo
por delante como si fuera el aire. Tal procedimiento tendría en grado singular todas las
apariencias de una indirecta. Era bastante difícil que Bartleby pudiera resistir a esa
aplicación de la doctrina de las suposiciones. Pero repensándolo bien, el éxito de este plan
me pareció dudoso. Resolví discutir de nuevo el asunto.
-Bartleby -le dije, con severa y tranquila expresión, entrando a la oficina-, estoy
disgustado muy seriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me lo
había imaginado de caballeresco carácter, yo había pensado que en cualquier dilema
bastaría la más ligera insinuación -en una palabra- suposición. Pero parece que estoy
engañado. ¡Cómo! -agregué, naturalmente asombrado-, ¿ni siquiera ha tocado ese dinero? -
Estaba en el preciso lugar donde yo lo había dejado la víspera.
No contestó.
-¿Y qué derecho tiene para quedarse? ¿Paga alquiler? ¿Paga mis impuestos? ¿Es suya la
oficina?
No contestó.
-¿Está dispuesto a escribir ahora? ¿Se ha mejorado de la vista? ¿Podría escribir algo para
mi esta mañana, o ayudarme a examinar unas líneas, o ir al Correo? En una palabra,
¿quiere hacer algo que justifique su negativa de irse?
Pasaron varios días durante los cuales, en momentos de ocio, revisé Sobre testamentos de
Edwards y Sobre la necesidad de Priestley. Estos libros, dadas las circunstancias, me
produjeron un sentimiento saludable. Gradualmente llegué a persuadirme de que mis
disgustos acerca del amanuense estaban decretados desde la eternidad, y Bartleby me
estaba destinado por algún misterioso propósito de la Divina Providencia, que un simple
mortal como yo no podía penetrar. Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás del biombo, pensé; no
te perseguiré más; eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; en una
palabra, nunca me he sentido en mayor intimidad que sabiendo que estabas ahí. Al fin lo
veo, lo siento; penetro el propósito predestinado de mi vida. Estoy satisfecho. Otros
tendrán papeles más elevados, mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una
oficina por el período que quieras. Creo que este sabio orden de ideas hubiera continuado,
a no mediar observaciones gratuitas y maliciosas que me infligieron profesionales amigos,
al visitar las oficinas. Como acontece a menudo, el constante roce con mentes mezquinas
acaba con las buenas resoluciones de los más generosos. Pensándolo bien, no me asombra
que a las personas que entraban a mi oficina les impresionara el peculiar aspecto del
inexplicable Bartleby y se vieran tentadas de formular alguna siniestra observación. A
veces un procurador visitaba la oficina y, encontrando solo al amanuense, trataba de
obtener de él algún dato preciso sobre mi paradero; sin prestarle atención, Bartleby seguía
inconmovible en medio del cuarto. El procurador, después de contemplarlo un rato, se
despedía tan ignorante como había venido.
También, cuando alguna audiencia tenía lugar, y el cuarto estaba lleno de abogados y
testigos, y se sucedían los asuntos, algún letrado muy ocupado, viendo a Bartleby
enteramente ocioso le pedía que fuera a buscar en su oficina (la del letrado) algún
documento. Bartleby, en el acto, rehusaba tranquilamente y se quedaba tan ocioso como
antes. Entonces el abogado se quedaba mirándolo asombrado, le clavaba los ojos y luego
me miraba a mí. Y yo ¿qué podía decir? Por fin, me di cuenta de que en todo el círculo de
mis relaciones corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi
oficina. Esto me molestaba ya muchísimo. Se me ocurrió que podía ser longevo y que
seguiría ocupando mi departamento, y desconociendo mi autoridad y asombrando a mis
visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra
general sobre el establecimiento y manteniéndose con sus ahorros (porque
indudablemente no gastaba sino medio real por día), y que tal vez llegara a sobrevivirme y
a quedarse en mi oficina reclamando derechos de posesión, fundados en la ocupación
perpetua. A medida que esas oscuras anticipaciones me abrumaban, y que mis amigos
menudeaban sus implacables observaciones sobre esa aparición en mi oficina, un gran
cambio se operó en mí. Resolví hacer un esfuerzo enérgico y librarme para siempre de esta
pesadilla intolerable.
¿Qué hacer?, dije para mi, abotonando mi abrigo hasta el último botón. ¿Qué hacer? ¿Qué
debo hacer? ¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con este hombre, o más bien, con
este fantasma? Tengo que librarme de él; se irá, pero ¿cómo? ¿Echarás a ese pobre, pálido,
pasivo mortal, arrojarás esa criatura indefensa? ¿Te deshonrarás con semejante crueldad?
No, no quiero, no puedo hacerlo. Más bien lo dejaría vivir y morir aquí y luego
emparedaría sus restos en el muro. ¿Qué harás entonces? Con todos tus ruegos, no se
mueve. Deja los sobornos bajo tu propio pisapapeles, es bien claro que prefiere quedarse
contigo.
Entonces hay que hacer algo severo, algo fuera de lo común. ¿Cómo, lo harás arrestar por
un gendarme y entregarás su inocente palidez a la cárcel? ¿Qué motivos podrías aducir?
¿Es acaso un vagabundo? ¡Cómo!, ¿él, un vagabundo, un ser errante, él, que rehúsa
moverse? Entonces, ¿porque no quiere ser un vagabundo, vas a clasificarlo como tal? Esto
es un absurdo. ¿Carece de medios visibles de vida?, bueno, ahí lo tengo. Otra equivocación,
indudablemente vive y ésta es la única prueba incontestable de que tiene medios de vida.
No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que dejarlo.
Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo encuentro en mi nuevo
domicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso.
En el día señalado contraté carros y hombres, me dirigí a mis oficinas, y teniendo pocos
muebles, todo fue llevado en pocas horas. Durante la mudanza el amanuense quedó atrás
del biombo, que ordené fuera lo último en sacarse. Lo retiraron, lo doblaron como un
enorme pliego; Bartleby quedó inmóvil en el cuarto desnudo. Me detuve en la entrada,
observándolo un momento, mientras algo dentro de mí, me reconvenla.
Establecido en mis oficinas, por uno o dos días mantuve la puerta con llave,
sobresaltándome cada pisada en los corredores. Cuando volvía, después de cualquier
salida, me detenía en el umbral un instante, y escuchaba atentamente al introducir la llave.
Pero mis temores eran vanos. Bartleby nunca volvió.
Pensé que todo iba bien, cuando un señor muy preocupado me visitó, averiguando si yo
era el último inquilino de las oficinas en el n.º X de Wall Street.
-Entonces, señor -dijo el desconocido, que resultó ser un abogado-, usted es responsable
por el hombre que ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega a hacer todo; dice que
prefiere no hacerlo; y se niega a abandonar el establecimiento.
-Lo siento mucho, señor -le dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor interior-,
pero el hombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un meritorio, para
que usted quiera hacerme responsable.
Pasaron varios días y no supe nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo impulso
de visitar el lugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé qué, me detenía.
Ya he concluido con él, pensaba, al fin, cuando pasó otra semana sin más noticias. Pero al
llegar a mi oficina, al día siguiente, encontré varias personas esperando en mi puerta, en
un estado de gran excitación.
-Este es el hombre, ahí viene -gritó el que estaba delante, y que no era otro que el abogado
que me había visitado.
-Usted tiene que sacarlo, señor, en el acto -gritó un hombre corpulento adelantándose y en
el que reconocí al propietario del n.º X de Wall Street-. Estos caballeros, mis inquilinos,
no pueden soportarlo más; El señor B. -señalando al abogado- lo ha echado de su oficina, y
ahora persiste en ocupar todo el edificio, sentándose de día en los pasamanos de la escalera
y durmiendo a la entrada, de noche. Todos están inquietos; los clientes abandonan las
oficinas; hay temores de un tumulto, usted tiene que hacer algo, inmediatamente.
Horrorizado ante este torrente, retrocedí y hubiera querido encerrarme con llave en mi
nuevo domicilio. En vano protesté que nada tenía que ver con Bartleby. En vano: yo era la
última persona relacionada con él y nadie quería olvidar esa circunstancia.
-Bartleby -dije-, ¿se da cuenta de que está ocasionándome un gran disgusto, con su
persistencia en ocupar la entrada después de haber sido despedido de la oficina?
Silencio.
-Tiene que elegir. O usted hace algo, o algo se hace con usted. Ahora bien, ¿qué clase de
trabajo quisiera hacer? ¿Le gustaría volver a emplearse como copista?
-Es demasiado encierro. No, no me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente.
-Bueno, ¿entonces quisiera viajar por el país como cobrador de comerciantes? Sería bueno
para su salud.
-¿No iría usted a Europa, para acompañar a algún joven y distraerlo con su conversación?
¿No le agradaría eso?
-De ninguna manera. No me parece que haya en eso nada preciso. Me gusta estar fijo en
un sitio. Pero no soy exigente.
-Entonces, quédese fijo -grité, perdiendo la paciencia. Por primera vez, en mi desesperante
relación con él, me puse furioso-. ¡Si usted no se va de aquí antes del anochecer; me veré
obligado, en verdad, estoy obligado, a irme yo mismo! -dije, un poco absurdamente, sin
saber con qué amenaza atemorizarlo para trocar en obediencia su inmovilidad.
Desesperado de cualquier esfuerzo ulterior; precipitadamente me iba, cuando se me ocurrió
un último pensamiento -uno ya vislumbrado por mí.
-Bartleby -dije, en el tono más bondadoso que pude adoptar; dadas las circunstancias-
¿usted no iría a casa conmigo? No a mi oficina, sino a mi casa, ¿a quedarse allí hasta
encontrar un arreglo conveniente? Vámonos ahora mismo.
-No, por el momento preferiría no hacer ningún cambio.
No contesté; pero eludiendo a todos por lo súbito y rápido de mi fuga, huí del edificio, corrí
por Wall Street hacia Broadway y saltando en el primer ómnibus me vi libre de toda
persecución. Apenas vuelto a mi tranquilidad, comprendí que yo había hecho todo lo
humanamente posible, tanto respecto a los pedidos del propietario y sus inquilinos, como
respecto a mis deseos y mi sentido del deber; para beneficiar a Bartleby, y protegerlo de
una ruda persecución. Procuré estar tranquilo y libre de cuidados; mi conciencia justificaba
mi intento, aunque a decir verdad, no logré el éxito que esperaba. Tal era mi temor de ser
acosado por el colérico propietario y sus exasperados inquilinos, que entregando por unos
días mis asuntos a Nippers, me dirigí a la parte alta de la ciudad, a través de los suburbios,
en mi coche; crucé de Jersey City a Hoboken, e hice fugitivas visitas a Manhattanville y
Astoria. De hecho, casi estuve domiciliado en mi coche durante ese tiempo. Cuando
regresé a la oficina, encontré sobre mi escritorio una nota del propietario. La abrí con
temblorosas manos. Me informaba que su autor había llamado a la policía, y que Bartleby
había sido conducido a la cárcel como vagabundo. Además, como yo lo conocía más que
nadie, me pedía que concurriera y que hiciera una declaración conveniente de los hechos.
Estas nuevas tuvieron sobre mi un efecto contradictorio. Primero, me indignaron, luego
casi merecieron mi aprobación. El carácter enérgico y expeditivo del propietario le había
hecho adoptar un temperamento que yo no hubiera elegido; y, sin embargo, como último
recurso, dadas las circunstancias especiales, parecía el único camino.
Supe después que cuando le dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel, éste no
ofreció la menor resistencia. Con su pálido modo inalterable, silenciosamente asintió.
Algunos curiosos o apiadados espectadores se unieron al grupo; encabezada por uno de los
gendarmes, del brazo de Bartleby, la silenciosa procesión siguió su camino entre todo el
ruido, y el calor, y la felicidad de las aturdidas calles al mediodía.
El mismo día que recibí la nota, fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el propósito
de mi visita, y fui informado que el individuo que yo buscaba estaba, en efecto, ahí dentro.
Aseguré al funcionario que Bartleby era de una cabal honradez y que merecía nuestra
lástima, por inexplicablemente excéntrico que fuera. Le referí todo lo que sabía, y le sugerí
que lo dejaran en un benigno encierro hasta que algo menos duro pudiera hacerse -aunque
no sé muy bien en qué pensaba. De todos modos, si nada se decidía, el asilo debía recibirlo.
Luego solicité una entrevista.
Como no había contra él ningún cargo serio, y era inofensivo y tranquilo, le permitían
andar en libertad por la prisión y particularmente por los patios cercados de césped. Ahí lo
encontré, solitario en el más quieto de los patios, con el rostro vuelto a un alto muro,
mientras alrededor; me pareció ver los ojos de asesinos y de ladrones, atisbando por las
estrechas rendijas de las ventanas.
-¡Bartleby!
-Lo conozco -dijo sin darse vuelta- y no tengo nada que decirle.
-Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-. Para
usted, este lugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un
lugar tan triste, como podría suponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí el césped.
-Sé dónde estoy -replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.
-¿Ése es su amigo?
-Sí.
-¿Quiere morirse de hambre? En tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá
con su gusto.
-¿Quién es usted? -le pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial en
ese lugar.
-Soy el despensero. Los caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los provea
de buenos platos.
-Presénteme, ¿quiere? -dijo el despensero, con una expresión que parecía indicar la
impaciencia de ensayar inmediatamente su urbanidad.
-Servidor; señor -dijo el despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal-. Espero
que esto le resulte agradable, señor; lindo césped, departamentos frescos, espero que pase
un tiempo con nosotros, trataremos de hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar hoy?
-Prefiero no cenar hoy -dijo Bartleby, dándose vuelta-. Me haría mal; no estoy
acostumbrado a cenar -con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado, y se
quedó mirando la pared.
-¿Cómo es esto? -dijo el hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro-. Es medio
raro, ¿verdad?
-¿Desequilibrado? ¿ Está desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su amigo
era un caballero falsificador; los falsificadores son siempre pálidos y distinguidos. No
puedo menos que compadecerlos; me es imposible, señor. ¿No conoció a Monroe Edwards?
-agregó patéticamente y se detuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano en mi
hombro, suspiró-: murió tuberculoso en Sing-Sing. Entonces, ¿usted no conocía a
Monroe?
-No, nunca he tenido relaciones sociales con ningún falsificador. Pero no puedo
demorarme. Cuide a mi amigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos.
Pocos días después, conseguí otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los
corredores en busca de Bartleby, pero sin dar con él.
-Lo he visto salir de su celda no hace mucho -dijo un guardián-. Habrá salido a pasear al
patio. Tomó esa dirección.
-¿Está buscando al hombre callado? -dijo otro guardián, cruzándose conmigo-. Ahí está,
durmiendo en el patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado.
El patio estaba completamente tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el
acceso. Los muros que lo rodeaban, de asombroso espesor; excluían todo ruido. El carácter
egipcio de la arquitectura me abrumó con su tristeza. Pero a mis pies crecía un suave
césped cautivo. Era como si en el corazón de las eternas pirámides, por una extraña magia,
hubiese brotado de las grietas una semilla arrojada por los pájaros.
Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la
cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve,
luego me acerqué; me incliné, y vi que sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás,
parecía profundamente dormido. Algo me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un
escalofrío me corrió por el brazo y por la medula hasta los pies.
-Su comida está pronta. ¿No querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer?
Creo que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir
fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector;
quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su
curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara
conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo
satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses
después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo decir
qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí, aunque es
triste, puede también interesar a otros.
El rumor es éste: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas
Muertas de Wáshington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la
administración. Cuando pienso en este rumor; apenas puedo expresar la emoción que me
embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por
naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede
aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y
clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido
funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya
se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no
come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza
para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por
insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la
muerte.