Lo Prohibido (Novela Completa) - 1
Lo Prohibido (Novela Completa) - 1
Lo Prohibido (Novela Completa) - 1
NOTA DE TRANSCRIPCIÓN
LO PROHIBIDO
B. PÉREZ GALDÓS
NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS
LO PROHIBIDO
Novela completa.
13.000
[Ilustración]
=MADRID=
PERLADO, PÁEZ Y COMPAÑÍA
(Sucesores de Hernando)
Arenal, 11
1906
EST. TIP. DE LA VIUDA É HIJOS DE TELLO
IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.
C. de San Francisco, 4.
LO PROHIBIDO
II
--Usted hubiera sido un gran novelador --le dije; y él, acercándose más
á mí, prosiguió de este modo:
»Tu tío Paco, hermano también de mi padre, no tuvo otra manía que criar
gallinas y encuadernar. Coleccionaba papeletas de entierro y hacía
libros con ellas.
»De mis hermanos algo sabes tú; pero algo puedo añadir á tus noticias.
Javier fué la esperanza de mi padre. Era precocísimo; tuvo, como tú,
esas melancolías, ese temor de que se le caía encima un monte. De
pronto le entró la manía mística, dando en la flor de tener éxtasis y
visiones. Mi padre, que quería fuese marino, se disgustó. No había más
remedio que meterle en la Iglesia. Estudió en el Seminario de Baeza
cuatro años, hasta que... Ya sabes que se fugó del Seminario y se casó
con una aldeana. Fué dichoso, tuvo después mucha salud y no padecía
más que unos fuertes ataques de dentera que le hacían sufrir mucho. Su
mujer paría siempre gemelos.
»De mis hermanos sólo quedamos Serafín y yo. Serafín fué siempre el
más robusto de todos. Era un mocetón, la gala de Ronda y el primer
alborotador de sus calles de noche y de día. Por su vigorosa salud y
su constante buen humor, parecía tener completos los tornillos de la
cabeza. Pusiéronle á estudiar marina en San Fernando, y se distinguió
por su aplicación y laboriosidad. Salió á oficial el 43, y su carrera
ha sido muy brillante. Estuvo en Abtao, en el desembarco de Africa,
en el Pacífico. Hoy es brigadier retirado y vive en Madrid, donde no
hace más que pasearse. Tú le conoces. ¿Pero á que no sabes todavía
en qué consiste y de qué manera tan extraña se ha manifestado en
él, al cabo de la vejez, esa maldita quisicosa que no ha perdonado
á ningún Bueno de Guzmán? Te lo diré en confianza. Cuando le trates
más, verás en Serafín el hombre más completo que puedes figurarte, el
tipo del caballero atento, discreto y cumplido, el veterano valiente
y pundonoroso, y seguirás teniéndolo en el más elevado concepto hasta
que descubras su flaco, el cual es de tal naturaleza, que casi me da
vergüenza hablar de él. Pues Serafín ha adquirido la maña... no me
atrevo á llamarla de otro modo... de coger con disimulo tal ó cual
objeto que ve en las casas que visita, metérselo en el bolsillo... ¡y
llevárselo! No sabes los disgustos que hemos tenido... Nada: no te lo
explicas, ni yo tampoco, ni él mismo sabe dar cuenta de cómo lo hace
y por qué lo hace. Es un misterio de la Naturaleza, una aberración
cerebral... Veo que te pasmas... Pues, nada: entra mi hombre en una
librería, acecha el momento en que los dependientes están distraídos,
agarra un libro, se lo guarda en el bolsillo del _carrik_, y abur. En
varias casas ha cogido chucherías de esas que ahora se estila poner
sobre los muebles, y hasta perillas de picaportes, aldabas de puertas,
tapones de botellas... Me ha confesado que siente un placer inmenso en
esto; que no sabe por qué lo hace; que es cosa de las manos... qué sé
yo... mil desatinos que no entiendo.
III
--Me parece, querido, que yo soy, entre todos los Buenos de Guzmán,
el que menor lote ha sacado de esa condenada maleza. La actividad de
mi vida, el afán diario de los negocios, la aplicación constante del
espíritu á cosas reales, me han preservado de graves desórdenes. Sin
embargo, sin embargo, no ha sido todo rosas. En ciertas ocasiones
críticas, á raíz de un trabajo excesivo ó de un disgusto, he sentido...
así como si me suspendieran en el aire. No lo entenderás, ni lo
entiende nadie más que yo. Voy por la calle, y se me figura que no veo
el suelo por donde ando: pongo los pies en el vacío... Al mismo tiempo
experimento la ansiedad del que busca una base sin encontrarla... Pero
ando, ando, y aunque creo á cada instante que me voy á caer, ello es
que no me caigo. La _suspensión_, como yo llamo á esto, me dura tres ó
cuatro días, durante los cuales no como ni duermo; luego pasa, y como
si tal cosa.
IV
Pocas mujeres he visto más arrogantes que María Juana. Era una belleza
estatuaria, diosa falsificada, clasicismo vestido, si los mármoles
admitieran el corsé de ballenas y las telas modernas. Desde que la
conocí, inspiróme más admiración que estima, pues algo va de escultura
á persona. Su airecillo presuntuoso no fué nunca de mi agrado.
Por aquellos días no había empezado á engordar todavía, y así su
engreimiento no tenía la encarnación monumental que ha tomado después.
Su marido me fué más simpático. Parecióme un hombre de gran rectitud,
veraz, sencillo, con cierta tosquedad no bien tapada por el barniz
que le daba su riqueza; callado, prudente, modesto en todo, y muy
principalmente en la estatura, pues era uno de los hombres más pequeños
que yo había visto. Cuando paseaba con su mujer, por cada dos pasos que
ella daba, él tenía que dar tres. Después supe que no era ambicioso;
que no aspiraba á ser padre de la patria, ni á fatigar á los órganos
de la publicidad con la repetición de su nombre; lo que me sorprendió,
pues es de hombres chicos el apetecer cosas altas. Gustaba de la vida
obscura, arreglada y cómoda, y sus ideas, poco brillantes, giraban
dentro del círculo estrecho del ya anticuado criterio progresista; pero
siendo el tal una de las personas que con más sinceridad deploraban
los males del país, no tenía la petulancia de creerse llamado, como
otros campeones del vulgo, á remediarlos por sí mismo. Contáronme que
su origen era humilde. Su padre, que había hecho mucho dinero con los
transportes en la primera guerra civil, usaba siempre en Madrid el
pintoresco traje de Astorga.
Muerto su padre, Cristóbal Medina heredó con sus dos hermanos una
pingüe fortuna. Casó con mi prima dos años antes de mi venida á Madrid,
y hasta entonces no habían tenido sucesión, ni después la han tenido
tampoco. Viviendo en plácida armonía, en su casa todo era orden y
método. Gastaban mucho menos de lo que tenían, y no se señalaban por su
generosidad. Así llegó la malicia á tacharles de sordidez y del prurito
de alambicar, apurar y retorcer demasiadamente los números. No sé si
era ésta ú otra la causa de que tuvieran algunos enemigos, gente quizás
desgobernada y maldiciente que persigue con sátiras de mal gusto á los
que no tiran el dinero por la ventana. Una señora muy conocida que fué
compañera de colegio de mi prima y después, por ciertas cuestiones, ha
trocado su cariño en odio implacable, le puso un apodo que por suerte
no ha prevalecido sino en el círculo de los envidiosos. Recordando
que al padre de Cristóbal se le conocía hace cuarenta años por _el
ordinario de Astorga_, dió aquella mala lengua en llamar á María Juana
_la ordinaria de Medina_.
Mi prima Eloísa era tan guapa como su hermana mayor, y mucho, pero
mucho más linda. María Juana era una belleza marmórea; mas Eloísa
parecióme obra maestra de la carne mortal, pues en su perfección física
creí ver impresos los signos más hermosos del alma humana: sentimiento,
piedad, querer y soñar. Desde que la ví me gustó mucho, y la tuve
por mujer sin par, lo que todos soñamos y no poseemos nunca, el bien
que encontramos tarde y cuando ya no podemos cogerlo, en una vuelta
inesperada del camino. Cuando ví aquella fruta sabrosa, otro la tenía
ya en la mano y le había hincado el diente.
VI
Voy ahora con mi prima Camila, la más joven de las tres. Desde que
la ví me fué muy antipática. Creo que ella lo conocía y me pagaba en
la misma moneda. A veces parecía una chiquilla sin pizca de juicio,
á veces una mala mujer. Serían tal vez inocentes sus desfachateces,
pero no lo parecían, y el parecer dicen que en achaque de moral no
es menos importante que la moral misma. Era una escandalosa, una mal
educada, llena de mimos y resabios. No debo ocultar que á veces me
hacía reir, no sólo porque tenía gracia, sino porque todo lo que sentía
lo expresaba con la sinceridad más cruda. El disimulo, que es el pudor
del espíritu, era para ella desconocido; y en cuanto á las leyes del
otro pudor, venían á ser, si no enteramente letra muerta, poco menos.
No podré pintar el asombro que me causó verla correr por los pasillos
de su casa con el más ligero vestido que es posible imaginar. Un día
se llegó á mí en paños, no diré menores, sino mínimos, y me estuvo
hablando de su marido en los términos más irrespetuosos. A veces,
después de correr tras las criadas y hacer mil travesuras, impropias
de una mujer casada, se ponía á tocar el piano y á cantar canciones
francesas y españolas, algunas tan picantes, que, la verdad, yo hacía
como que no las entendía. A lo mejor, cuando parecía sosegada, se oía
un gran estrépito. Estaba en la cocina jugando con las criadas. Su
mamá la reñía sin enfadarse, consintiéndole todo, y aseguraba que era
aquello pura inocencia y desconocimiento absoluto del mal. Otras veces
dábale por ponerse triste y llorar sin motivo y decir cosas muy duras á
su marido, á sus padres mismos, á sus hermanas, á mí, quejándose de que
no la queríamos, de que la despreciábamos. Mi tía Pilar, alarmándose
al verla así, mandaba preparar abundante ración de tila. Eran los
nervios, los pícaros nervios.
Pero el estado pacífico era el más común, y las breves riñas paraban
pronto en reconciliaciones empalagosas, con besuqueo y tonterías poco
decentes á mi ver.
--Pero usted --le preguntaba yo--, ¿qué ha hecho? ¿En qué acciones de
guerra se ha encontrado? ¿Cuáles son sus servicios?
Al oir esto un día, miróme de tal modo que pensé iba á sacar el sable
y á pegarnos á todos los presentes. Pero lo que hizo fué soltar
una andanada de groseras injurias contra toda la plana mayor del
ejército. Francamente, me daba tanto asco, que le volví la espalda
sin decirle nada. No le creía merecedor ni aun de la impugnación de
sus estupideces. María Juana, que estaba allí, díjome aparte con mal
contenida ira:
II
II
--Un padre debe querer á sus hijos por igual --decía Camila aquel
día entre sollozos y lágrimas. Más tarde vine á saber que todo aquel
alboroto fué por un paquete de caramelos de la Pajarita. Otras veces
la grave causa era «si tú me quitaste el periódico cuando yo lo estaba
leyendo», ó bien «que yo no fuí quien dejó la puerta abierta, sino tú»,
ó cosa por el estilo.
Debo decir, en honor de la verdad, que pasaban también semanas enteras
sin que la paz se turbase, viviendo todos, padres, hijos, hermanas y
yernos, en aparente concordia. Siempre habría sido lo mismo si mis
tíos hubieran establecido en la casa, antes de que la prole creciera,
una estrecha disciplina. Mas no lo hicieron así. Era mi tía Pilar una
excelente señora; pero de tan flojo carácter, que sus hijos, y aun los
criados, y hasta el gato, hacían de ella lo que querían. Mi tío no se
cuidó nunca de sus hijos más que para comprarles dulces y llevarles un
palco para que fueran al teatro algún domingo por la tarde. Todo el
día estaba en la calle, y los festivos solía ir de caza al coto que en
sociedad con varios amigos tenía arrendado.
III
He dicho que en Enero del 81 dió á luz Eloísa el primer nieto que
tuvieron mis tíos. El tal absorbía por completo la atención de toda la
familia. Abuelos, tías y madre eran pocos para mimarle. Las funciones
de su organismo nuevecito, al estrenar la vida y ensayarse en los
procederes elementales del egoísmo humano, preocupaban hondamente á
todos los de casa.
Mi afecto hacia ella era de una pureza intachable; tan así, que gozaba
oyéndola elogiar á su marido. Díjome un día:
--El pobre Pepe vale bastante más de lo que creen papá... y los amigos
de casa. Tiene inteligencia; pero la pobreza y su poca salud le
acobardan mucho.
Otro día me dijo con acento bastante triste que estaba hastiada de
vivir en casa de sus padres; que además de la idea de serles gravosa,
le mortificaba la falta de independencia; que deseaba ardientemente
tener su casa, casa propia, _sus cuatro paredes_, para vivir solita con
su marido y con su hijo. Con la renta de Pepe no había que contar para
este propósito tan honrado y tan legítimo, pues la paga del ministerio
y el producto de unos foros gallegos que además disfrutaba, apenas eran
suficientes para vestirse ambos y para el ama y algunas menudencias.
--Oye lo que ocurre --me dijo otro día, en ocasión que subí á su casa
para que me hiciera el favor de elegirme unas alfombras--. A ver qué
opinas. El ministro de Ultramar, que es muy amigo nuestro... anoche
comieron él y papá en casa de la de San Salomó... ha ofrecido á Pepe un
buen destino en Cuba. Dice papá que si tiene arreglo, puede sacar en un
par de años cien mil duros... sin hacer cosas malas, se entiende. Otros
han traído más en mucho menos tiempo. ¿Te parece que debe aceptar? En
toda la noche he podido dormir pensando en esto, pues si por un lado
quisiera resolver este acertijo de nuestro modo de vivir, por otro no
me haría maldita gracia separarme de mi marido... Y lo que es irme yo
á América... al pensarlo, no son plumas, sino nidos de avestruces lo
que siento en mi garganta. El pobre Pepe no tiene salud para aquellos
climas... y al mismo tiempo no sé... ¡La idea de verle entrar en casa
acompañado de cien mil duros!... Es terrible alternativa ésta, ¿no es
verdad? Parece que la marquesa de Cícero está ahora muy fuerte. ¿Qué
opinas tú? ¿Debemos aceptar el destino?
--Ríete --le dije-- de esas ganancias, sin hacer cosas malas. Pepe se
volverá á España con las manos tan limpias como su conciencia, y los
bolsillos más limpios aún...
III
Con este Bueno de Guzmán había tenido yo trato anteriormente, por haber
pasado conmigo una larga temporada en Jerez y Cádiz. Pocas personas
poseen, como mi primo Raimundo, el don envidiable de cautivar y agradar
de primera intención, porque á pocos seres concedió Naturaleza tal
caudal de prendas brillantes, calidades de esas que podríamos llamar
ornamentales, porque no dan valor positivo á la persona, sino que
lo fingen. Cuando le conocí en Andalucía, estaba Raimundo en todo
su esplendor y en el apogeo de su deslumbradora originalidad. En
Madrid ya le encontré algo decaído. Se me parecía á los artistas que,
abusando de sus facultades, caen en el amaneramiento. En ocasiones,
lo que antes hacía en él tanta gracia principiaba á ser enfadoso.
Sus excentricidades y paradojas, sus ráfagas de ingenio eran para un
rato nada más. Comenzaba á tener manías estrambóticas y á padecer
lamentables descuidos en su conducta social y privada. No era ya el
hombre entretenidísimo, ameno y simpático de otros tiempos; mejor
dicho, tenía temporadas, días muy buenos, horas felices á las que
seguían períodos en que se hacía de todo punto insoportable.
En España son comunes los tipos como este primo mío. Creeríase que son
producto del garbanzo, y que este vegetal ha ingerido en la raza los
talentos decorativos. He conocido muchos que se le parecen, aunque en
pocos he visto combinarse tan marcadamente como en él lo brillante con
lo insubstancial. Había tenido Raimundo una educación muy incompleta;
había leído poco, muy poco, y no obstante, hablaba de todas las cosas,
desde las más frívolas á las más serias, con un aplomo, con una
facundia, con un espíritu que pasmaban. Los que por primera vez le oían
y no le conocían, se quedaban turulatos.
A este don de tratar bien de todo reunía mi primo otros muchos. Hablaba
francés é italiano con rara perfección. El inglés no lo hablaba, pero
lo traducía, y de alemán se le alcanzaba algo. Aprendía las lenguas con
facilidad suma, sin esfuerzo, no se sabe cómo. Su memoria estupenda
descollaba también en la música. Repetía las óperas del repertorio
moderno, con recitados, coros y orquesta, y trozos difíciles de música
sinfónica y de cámara. Cantaba lo mismito que Tamberlick y declamaba
como Rossi, imitando también á los actores cómicos más en boga. En esto
de remedar voces y de asimilarse todos los acentos humanos, superaba
con mucho á su hermana Camila, que igualmente tenía dotes de actriz y
habría lucido en las tablas si á ello se dedicara.
Porque también hacía versos, y tan buenos como los de otro cualquiera.
Los componía serios y epigramáticos, burlescos y trágicos, según
le daba. En la prosa también hacía primores. La escribía de todas
las castas posibles: académica y periodística, atildada y pedestre,
declamatoria y picaresca. Cuando estaba de humor literario, cogía la
pluma y decía: «voy á imitar á Víctor Hugo.» Pues escribía un trozo
que parecía arrancado de _Los Miserables_. Otras veces imitaba á los
clásicos de un modo que no había más que pedir, y como cogiera por su
cuenta el estilo parlamentario y oficial que aquí priva, hacía cosas
muy divertidas. También se las daba de crítico, y tenía un golpe de
vista admirable para juzgar de todas las artes y descubrir en cada obra
aspectos y fases que se ocultan á la generalidad.
Pues con tales disposiciones, las pocas veces que se vió en letras de
molde no fué con lucimiento, porque pensar que hiciera y consumara
un trabajo completo, regular, con principio y fin, era pensar lo
imposible. A menudo, sus tareas literarias, empezadas con febril
entusiasmo, se quedaban sin concluir. Cuando se le reprendía por su
inconstancia, disculpábase con la carencia de estímulo, que es la
asfixia del escritor en nuestro país; con la falta de editores. ¡Oh!
si aquí se cobrara por escribir... Esta era su muletilla, que iba
siempre acompañada de la amarguísima exclamación de Larra: «El genio ha
menester del eco, y no se produce eco entre las tumbas.»
Luego se paró ante mí, y mirándome con aquellos ojazos que parecían
muertos, díjome entre carraspeos:
--Tengo un principio de enfermedad grave. ¿Sabes lo que es?
Reblandecimiento de la médula.
--Hoy estoy muy bien, muy bien... al pelo --me dijo--. Mira, para
probar el estado de los músculos de mi lengua y cerciorarme de
que funcionan bien, he compuesto un trozo gimnástico-lingüístico.
Recitándolo, puedo sintomatizar la _afasia_ y también prevenirla,
porque fortalezco el órgano con el ejercicio. Si lo digo con
dificultad, es que estoy malo; si lo digo bien... Escucha.
Y lo volvió á decir una vez y otra, sin poner punto ni coma, hasta que
cansado de reirme y de oir aquel traqueteo insufrible, le rogué por
Dios que se callara.
II
De los amigos de fuera de casa, los más fieles y constantes y los que
más quería yo eran Severiano Rodríguez y Jacinto María Villalonga, el
primero andaluz neto, el segundo casado con una parienta mía, ambos
excelentes muchachos, de buena posición, muy cariñosos conmigo. A
Severiano Rodríguez le trataba yo desde la niñez; á Villalonga le
conocí en Madrid. El primero era diputado ministerial, y el segundo de
oposición, lo cual no impedía que viviesen en armonía perfecta, y que
en la confianza de los coloquios privados se riesen de las batallas del
Congreso y de los antagonismos de partido. Representantes ambos de una
misma provincia, habían celebrado un pacto muy ingenioso: cuando el
uno estaba en la oposición, el otro estaba en el poder, y alternando
de este modo, aseguraban y perpetuaban de mancomún su influencia en
los distritos. Su rivalidad política era sólo aparente, una fácil
comedia para esclavizar y tener por suya la provincia, que, si se ha de
decir verdad, no salía mal librada de esta tutela, pues para conseguir
carreteras, repartir bien los destinos y hacer que no se examinara la
gestión municipal, no había otros más pillines. Ellos aseguraban que la
provincia era feliz bajo su combinado feudalismo.
Manolito Peña, diputado también, muy decidor é inquieto, fué uno de mis
íntimos. Por la amistad que tenía con mi tío y por haberle tratado con
motivo de un pequeño negocio, vino también á ser mi amigo el marqués
de Fúcar, viejo que tenía el prurito de remozarse y reverdecerse más
de lo que consentían sus años y su respetabilidad. Raro era el día
que no almorzaban conmigo Severiano Rodríguez y mi primo Raimundo.
Los domingos almorzaban los que he citado y también Pepe Carrillo, el
marido de Eloísa. Luego solíamos ir todos á los toros, donde yo tenía
palco y Fúcar también. De otros amigos hablaré más adelante.
IV
Debilidad.
II
--Cada noche --nos decía-- me acuesto pensando en una cosa con tanta
energía, y me caldeo tanto el cerebro, que llego á figurarme que es
verdad lo que pienso. Gracias que me duermo, que si no haría mil
disparates. Anteanoche me acosté pensando que era Presidente del
Consejo de Ministros. A eso de la una ya había resuelto en el Congreso,
charla que te charla, una cuestión grave. Los decretos me salían á
docenas... Y conferencia va, conferencia viene, con el Nuncio, con
el embajador de Francia, con el gobernador, con mis compañeros de
Gabinete... Luego iba á la firma con Su Majestad, mandaba sueltos
á los periódicos, y... Por fin, me dormí cuando estaba hablando
por teléfono con el Ministro de la Guerra para ver de sofocar una
sublevación militar. Anoche me dió por ser director de orquesta del
Teatro Real. Cuando me quitaba la ropa para acostarme, estaban los
oboes comenzando detrás de mí el preludio de _Los Hugonotes_, el gran
_coral_ protestante. A mi izquierda los primeros violines, á mi derecha
los segundos, á un extremo el metal, á otro las arpas... _Ñi, ñi_...
¡Qué bien! En aquel rifi-rafe de la cuerda no se me escapó una nota...
En fin, que dijeron el preludio admirablemente. Luego, al arrebujarme
en las sábanas, tiré del timbre, empezó á subir lento y majestuoso el
telón. Nevers y el coro aparecieron delante de mí... después Raúl,
que, por ser debutante, venía muy turbado. Pusimos gran cuidado en la
romanza... Más tarde, cuando me dormía, ya no era yo el director: yo
era Marcello, y estaba cantando el _pif-paf_... El director era el
señor de Meyerbeer, buena persona, que había resucitado para oirme
cantar...
III
Mi tío me acompañaba poco, porque sus ocupaciones se lo impedían;
pero siempre, al entrar y salir, pasaba á decirme alguna palabra
consoladora. Mi tía Pilar bajaba algunas veces á inspeccionar mi casa y
criados, cuidando de que no me faltase nada. Mas como la pobre señora
estaba muy obesa y bastante torpe de las piernas, sus visitas fueron
menos frecuentes en el período de mi convalecencia, y su hija Eloísa la
sustituía en aquella cariñosa obligación, que tan vivamente agradecía
yo. Aún no había mi prima arreglado su casa y continuaba viviendo en
la de sus padres: érale, pues, fácil vigilar la mía, mantener en ella
el orden y la limpieza y no perder de vista á mis criados. La casa de
un soltero enfermo exige solicitudes y vigilancias extremadas para que
no se convierta en una leonera, y gracias á Eloísa, todo marchó en la
mía con el orden más perfecto. Verdad que mi prima tenía, á mi parecer,
dotes singulares para disponer y arreglar todo lo concerniente á una
casa en las circunstancias difíciles como en las ordinarias. Ella era
quien gobernaba la morada de sus padres. Desde el salón á la cocina,
todo estaba bajo su mando; era, si así puede decirse, el alma de la
casa, la autoridad, el poder ejecutivo, lo mismo en lo referente á la
compra y á los ínfimos detalles de cocina y despensa, que á las más
altas determinaciones de la etiqueta y del mueblaje.
La compañía de Eloísa era la más agradable de todas para mí; digo mal,
érame en altísimo grado consoladora. Por las noches, cuando mis amigos
estaban presentes, yo les decía: «me voy á dormir», para que se fueran
y me dejaran solo con la familia, generalmente representada por mi
prima, su madre y el pequeñuelo con el ama. Eloísa me animaba con su
sola presencia, y hablándome seriamente de cualquier asunto trivial
me hacía más feliz que Raimundo con sus agudezas. Gracias también
á su bondad y á su saber doméstico, mi rebelde estómago iba poco á
poco entrando en caja. Valíase ella para esto de esas mañas que sólo
puede usar quien posee secretos culinarios y la suficiente delicadeza
de paladar para entender el caprichoso apetito de un enfermo. Del
principal me enviaban cositas raras, sabrosas y al mismo tiempo sanas,
de cuya invención no era capaz el talento rutinario, aunque sólido,
de mi cocinera. Otras veces las frioleras se condimentaban en mi
propia casa, entre risas y discusiones de cocina. Bastaba que Eloísa
tomase parte en ellas y pusiera sus manos en la obra, para que á mí
me pareciese de perlas, y me gustaba más aún si era ella quien me lo
servía.
IV
Una noche me pasó una cosa muy rara, digo mal, no fué cosa rara; antes
bien lo considero natural, atendidas las circunstancias. Es el caso que
aquel maldito Raimundo me contaba todos los días un nuevo desenfreno de
su imaginación violentada. Su vida artificial y sonambulesca le ofrecía
á cada momento ratos de soñado placer y aun satisfacciones del amor
propio.
--Mira, chico, anoche me acosté pensando que era yo Sullivan. Venía del
teatro, de verlo representar...
O bien:
Como una media hora estuve aquella noche hablando con Eloísa. Después
creo que me quedé aletargado en el sillón. Escasa luz había en mi
gabinete, no sé por qué. Paréceme recordar que llevaron la lámpara á
la alcoba, donde estaba el pequeñuelo. Medio dormido oí la voz del ama
y la de Juliana. Eloísa hablaba también, siendo el tono de las tres
como de personas que tenían muchas ganas de reirse. Creí comprender que
estaban mudando la ropa de mi cama, mojada por el _barbián_, y alguna
de ellas le reprendió graciosamente por su falta de respeto al lugar en
que reposaba. A mi lado, una respiración arrastrada y penosa hacíame
comprender que mi tía Pilar estaba más profundamente dormida que yo.
Y no fué tan corto aquel momento. El craso error tardó algún tiempo
en desvanecerse, y la desilusión me hizo lanzar una queja. Eloísa se
reía de mi aturdimiento y de mi torpeza para coger la taza y beber del
contenido de ella. A mí me embargaba el temor de haber dicho alguna
tontería en el medio minuto aquél de mi engaño. Temía que el poder de
la idea hubiera sido bastante grande para mover la lengua, y que ésta,
sin encomendarse á Dios ni al Diablo, hubiera pronunciado dos ó tres
palabras contrarias á todo razonable discurso. Dudaba yo de mi propia
discreción en aquel breve lapso de irresponsabilidad, y me atormentaba
la sospecha de haberme puesto en ridículo ó de haber ofendido á mi
prima en su dignidad, que conceptuaba quisquillosa. Y como la veía
reirse de mí, la preguntaba azorado, al tomar de sus manos la taza:
--No has hecho más que dar un suspiro tan grande que... (¡cómo
se reía!) tan grande que creí caerme de espaldas. En cuanto á la
majadería, no dudo que la habrás pensado; pero ten por cierto que no la
has dicho.
II
Era yo, pues, intachable en cuanto á principios. Los ejemplos que había
visto en Inglaterra, aquella rigidez sajona que se traduce en los
escrúpulos de la conversación y en los repulgos de un idioma riquísimo,
cual ninguno, en fórmulas de buena crianza; aquel puritanismo en las
costumbres, la sencillez cultísima, la libertad basada en el respeto
mutuo, hicieron de mí uno de los jóvenes más juiciosos y comedidos que
era posible hallar. Tenía yo cierta timidez, que en España era tomada
por hipocresía.
Pero aún falta un dato que, por ser muy principal, he dejado para
lo último. Tuve una novia. Acaeció esto en la época en que, por
cansancio de mi padre, estaba yo al frente de la casa. Era también de
raza mestiza, como yo; española por el lado materno, inglesa católica
por su padre, el cual había tenido comercio en Tánger y á la sazón
era dueño de los grandes depósitos de carbón de Gibraltar. Además
recibía órdenes de casas de Málaga y trabajaba en la banca. Llamábase
mi novia Catalina. Le decían _Kitty_. Habíase criado en Inglaterra,
con lo cual dicho se está que su educación era perfecta, sus maneras
distinguidísimas. Prendéme de ella rápida y calurosamente un día en
que, hallándome de paso en Gibraltar, me convidó á comer su padre. Su
belleza no era notable; pero tenía una dulzura, una tristeza angelical
que me enamoraban. La pedí y me la concedieron. Mi padre y el suyo se
congratulaban de nuestra unión...
¡Maldita sea mi suerte! Aquel verano, cuando Kitty volvió con su padre
de una breve excursión á Londres, la encontré muy desmejorada. La
pobrecilla luchaba con un mal profundo que el régimen y la ciencia
disimulaban sin curarlo. Octubre la vió decaer día por día. Noviembre
la llamaba á la fría tierra con susurro de hojas caídas y secas. Yo iba
todas las semanas á Gibraltar. Un lunes, cuando más descuidado estaba,
porque el viernes precedente la había visto mejor, recibí un telegrama
alarmante. Corrí á Cádiz; el vapor había salido; fleté uno, y cuando
me dirigía al muelle para embarcarme, un amigo de la casa salióme al
encuentro en Puerta de Mar, y echándome su brazo por encima del hombro,
me dijo con mucho cariño y tono muy lúgubre que no fuera á Gibraltar.
Comprendí que la pobre Kitty había muerto. Se me representó fría y
marmórea, su mirar triste apagado para siempre. Mi dolor fué inmenso.
Tuve horribles tristezas, dolencias que me agobiaron, ruidos de oídos
que me enloquecieron. El tiempo me fué curando con la pausada sucesión
de los días, con el rodar de las ocupaciones y de los negocios. Cuando
vine á Madrid habían pasado cinco años de esta desgracia, que truncó
mis soberbios planes domésticos, dió á mi vida giros inesperados y á mi
conciencia direcciones nuevas.
VI
--Una casa bien puesta --me decía-- es para mí la mayor delicia del
mundo. Siempre tuve el mismo gusto. Cuando era chiquitina, más que las
muñecas, me gustaban los muebles de muñecas. Si alguna vez los tenía,
me entraba fiebre por las noches, pensando en cómo los había de colocar
al día siguiente. Todavía no era yo polla, y me atontaba delante de
los escaparates de Baudevin y de Prevost. Cuando íbamos á paseo con
papá y pasábamos por allí, me pegaba al cristal, y como se empañaba
con mi aliento, habías de verme limpiándolo con el pañuelo para poder
mirar. Papá tenía que tirarme del brazo y llevarme á la fuerza. Gracias
á Dios, hoy puedo proporcionarme algunas satisfacciones, que de niña
me parecían realizables, porque sí... yo soñaba que sería muy rica y
que tendría una casa como la que ves, mejor aún, mucho mejor... Pero
no vayas á creerte, en medio de estas satisfacciones soy razonable.
Dios ha querido que antes de ser rica fuese pobre, y esto me ha
valido de mucho; he aprendido á contener los deseos, á estirar los
cuartitos y á defenderlos contra esta pícara imaginación, que es la
que se entusiasma. Sí, hay que tener mucho cuidado con esto... Porque
yo lo he dicho siempre: el infierno está empedrado de entusiasmos...
¡Qué lástima no poseer muchísimos millones para comprar todo lo que
me gusta! Se ha dado el caso de tener, durante tres ó cuatro días, el
pensamiento fijo, clavado en un par de vasos japoneses ó un medallón
_Capo di Monte_, y sentir dentro de mí una verdadera batalla por si lo
compraba ó no lo compraba... Gracias á Dios, he sabido refrenarme, ir
despacito, hacer muchos números, y decir al fin: «no, no más; bastante
tengo ya...» Los números son la mejor agua bendita para exorcisar estas
tentaciones; convéncete... Yo sumaba, restaba y... vencía. No vayas á
figurarte: también he pasado malos ratos. Después de comprar en casa
de Bach un bronce, veía otro en casa de Eguía que me gustaba más...
¡Qué marimorena entonces en mi cabeza! ¿Lo compro también? Sí... no...
sí otra vez... pues no... que dale, que torna, que vira. Nada, hijo,
que he tenido que vencerme. A poco más me doy disciplinazos. Por las
noches me acostaba pensando en la soberbia pieza. ¿Qué crees? he
pasado noches crueles, delirando con un tapiz chino, con un cofrecito
de bronce esmaltado, con una colección de mayólicas... Pero me decía
yo: «Todas las cosas han de tener un límite. Pues bueno fuera que... Me
conformo con lo que poseo, que es bonito, variado, elegante, rico hasta
cierto punto.» ¿No es verdad? ¿No crees lo mismo?
Díjele que su casa era preciosa; que debía detenerse allí y no aspirar
á más, pues si se dejaba llevar del fanatismo de las compras, podría
comprometer su fortuna y quedarse por puertas. En números tenía yo
mucha más experiencia que ella, y la imaginación no me engañaba jamás,
mixtificándome el valor de las cifras.
Eloísa se entusiasmó con esto, dió palmadas, hizo mil monerías, y entre
ellas expresó conceptos muy sensatos, mezclados con otros que revelaban
ciertas extravagancias del espíritu.
--Porque verás --me dijo, juntando los dedos de entrambas manos como
quien se pone en oración--, yo sé contenerme, sé consolarme cuando
esas bribonadas de la aritmética me privan de hacer mi gusto. ¿Sabes
lo que me consuela? pues lo mismo que me atormenta: la imaginación.
Nada, que cuando me siento tocada, dejo á esa loca que salte y brinque
todo lo que quiera, la suelto, le doy cuerda, y ella, al fin, acaba
por hacerme ver todo lo que poseo como superior, muy superior á lo
que es realmente. Soy como mi hermano, que se acuesta pensando que
es Presidente del Consejo, y al fin se lo cree... Yo me acuesto
pensando que soy la señora de Rothschild. Vas á ver... ¿Tengo un
cuadrito cualquiera, antiguo, de mediano mérito? Pues sin saber cómo
llego á persuadirme de que es del propio Velázquez. ¿Tengo un tapiz
de imitación? Pues lo miro como si fuera un ejemplar sustraído á las
colecciones de Palacio... ¿Un cacharrito? Pues no creas, es del propio
Palissy... ¿Tal mueble? Me lo hizo el señor de Berruguete. Y así me voy
engañando, así me voy entreteniendo, así voy narcotizando el vicio...
el vicio, sí: ¿para qué darle otro nombre?
II
--Hay aquí una cosa --me dijo después mi prima en voz baja, tapándose
la boca con el manguito-- que la semana pasada me produjo dos noches
de fiebre, con escalofríos, amargor de boca, calambres, cefalalgia y
cuantos males nerviosos te puedes figurar. No era pluma lo que yo tenía
en mi garganta, sino un palomar entero y verdadero.
--¡Qué tonterías haces!... ¡Un gasto tan enorme! Vaya, que ahora se
han trocado los papeles: yo soy la aritmética y tú el entusiasmo... De
veras te lo digo: si repites esas calaveradas, no te volveré á dirigir
la palabra.
Camila y yo nos reíamos. Eloísa no hacía más que mirarnos con tristeza.
--Ha sido una broma. No me hacen falta tus obsequios. Formal, formal,
te lo digo formalmente. Si me mandas las sillas, te las devuelvo.
--Toma... cochino.
--Una gran comida, no te creas: verás qué cosa más buena y más
_chic_... Rigurosa etiqueta, ya sabes. Habrá diplomáticos, algún
ministro, toda la _jilife_... Mi cuñado Augusto, el primo de
Constantino, que estudia Farmacia, Veterinaria ó no sé qué; en fin, lo
más escogido... Frac y condecoraciones. Mi marido estará en mangas de
camisa; pero eso no importa. El amo de la casa, ya ves... Te daremos
nidos de avestruz, fideos escarchados, pechugas de rinoceronte, jabalí
en su tinta y _Chateau-Peleón_.
Eloísa, Raimundo y Pepe éramos los invitados. Fuí con mi primo poco
antes de la hora señalada. Los señores de Carrillo no habían llegado
aún.
VII
--Será para que le alcance algo... --decía él sin mostrar mal humor--.
Esto de no tener más que una criada es cargante. Si al menos estuviera
yo en activo, me darían un asistente... ¡Allá voy!
--Amigo José María, así irá usted aprendiendo para cuando se case...
--Yo sí que voy á pillar una pulmonía en esta maldita casa, donde no se
encienden chimeneas --dijo Raimundo cogiendo su capa y embozándose en
ella.
--Tú tienes la culpa... tú... que tú... Siempre eres lo mismo. Así
salen las cosas cuando tú te encargas de ellas... ¡Tonta!... ¡Cabeza de
chorlito!
--No, ve tú.
El café, hecho por la cocinera, era tan malo, que se decidió mandarlo
traer de fuera. Vino pues, el café, mal colado, frío, oliendo á
cocimiento; pero nos lo tomamos porque no había otro. Raimundo y
Constantino se pusieron á tirar al florete. Mi primo no podía tenerse.
La casa parecía un manicomio. Eloísa, su hermana y yo nos fuimos á
la alcoba, donde Camila, sentada junto á mí, hacía mil monerías, que
llamaba nerviosidades. Se recostaba, cerraba los ojos, dejaba ver la
mejor parte de su seno, luego se erguía de un salto, cantaba escalas y
vocalizaciones difíciles, nos azotaba á su hermana y á mí, y concluía
por sacar á relucir aquél su estado que la hacía tan dichosa.
--¡Ay! ¡qué hijín tan rico voy á tener!... Más mono que el tuyo, más,
más. Me parece que le estoy viendo... No os riáis... ¡Qué sabes tú lo
que es esto, egoísta! Si fueras padre, verías. Y dí, ¿por qué no te
casas? ¿Para qué quieres esos millones? Para gastarlos con cualquier
querindanga... ¡Qué hombres! Francamente, eres asqueroso. Eso, eso, da
tu dinero á las tías. Me alegraré de que te desplumen.
--Yo no puedo ver esto --decía Eloísa con enfado, levantándose para
retirarse--. Me voy.
--¿Pues por qué no? Después que hemos echado la casa por la ventana
para obsequiarle... El día de hoy nos arruina para todo el mes. Sí,
dile que sí. José María, esta noche...
VIII
Nos vimos aquella noche en su casa. Hablé con todo el mundo menos con
ella. Ambos temíamos dar á conocer nuestra conciencia, no turbada aún
más que por pensamientos. Presagiábamos las peligrosas resultas de
ellos; mas no se nos ocurría extirparlos, sino simplemente evitar que
nos salieran á la cara. Con Carrillo, que había cogido un pasmo, hablé
de todas las clases de constipaciones posibles; describí el proceso
patológico de los míos y de los de mi padre, y mi tía Pilar vino en
buena hora á dar nuevos horizontes á mi erudición con preciosos datos
catarrales referentes á otras personas de la familia. Hicimos luego una
ensalada inglesa. Hablé de los _whigs_ y los _torys_, de la reforma
electoral de 1834, del _Habeas corpus_, de la Liga de Manchester y del
_bill_ de cereales. Sir Roberto Peel quedó hecho trizas de tanto como
le manoseamos Carrillo y yo, y no salieron mejor librados lord Chatam,
Cobden, Russell, Palmerston y los modernos Disraeli y Gladstone. Nos
volvíamos ingleses sin saberlo, y esto precisamente cuando mi sangre
andaluza, la savia paterna, obscurecía y anonadaba en mí lo que yo
había recibido del sér británico de mi madre.
IX
Razón tenía mi amigo. Dos meses después, advertí que mi secreto había
dejado de serlo para muchas personas, aunque las conveniencias seguían
guardándose con la mayor escrupulosidad. El amor por una parte, con
la dulzura de sus goces prohibidos; la vanidad victoriosa por otra,
mantenían mi espíritu en estado de tensión incesante. Yo no cabía en
mí de gozo. Me sentía ya capaz, no sólo de locuras románticas, sino
aun de las mayores violencias, si alguien osara disputarme aquel bien
que consideraba eternamente mío. Eloísa me esclavizaba con fuerza
irresistible. Su tenaz cariño era pagado liberalmente por mí con
exaltada pasión, con estimación, hasta con respeto, con todo lo que el
corazón humano puede dar de sí en su variada florescencia afectiva.
Y en cierto modo me recreaba en ella como si fuera algo, no sólo
perteneciente á mí, sino hechura de mi propia pasión. Porque sí: Eloísa
era más hermosa desde que estaba en relaciones conmigo; como mujer
valía más, mucho más que antes. Su elegancia superaba á los encomios
que hacía de ella la lisonja. Desde que se instaló en su nueva y
primorosa vivienda, parecía que había subido de golpe al último grado
de esa nobleza del vestir, que no tiene nombre en castellano. Todas las
seducciones se reunían en ella. Y yo... ¡para que vean ustedes cómo me
puse!... la miraba como miraría el artista su obra maestra. No es esto,
no, lo que quiero decir: mirábala como una planta que yo había regado
con mi aliento, abrigado con mi calor y fertilizado con mi dinero,
criándola para goce mío y recreo de la vista de los demás.
II
III
Lo peor de todo fué que en aquel otoño Eloísa montó la casa con más
lujo, tomó más criados, hizo reformas en el edificio, anunciando que
iba á dar comidas todos los jueves. Era preciso hablarle claramente
y arrancar aquella mordaza que el amor me ponía. Una tarde, solos en
nuestro escondite, le hablé el lenguaje sincero y leal de los números.
¡Cómo esquivaba el tema la muy pícara; cómo se escapaba, culebrosa y
resbaladiza, cuando ya la creía tener bien cogida! Por fin se mostró
conforme con mis ideas, y penetrada del buen sentido de las cosas.
Sí: era preciso moderarse, porque el porvenir... Invirtióse la tarde
en cálculos, en proyectos de economía y reducción de inútiles gastos.
A los pocos días volví á mi fiscalización con nuevo empeño. No pude
obtener que me expusiera en términos exactos su presupuesto. Siempre
embrollaba las cifras y las desfiguraba, haciendo un lamentable abuso
de la aplicación de los ceros. Por fin, tras pesadas insinuaciones
mías, me confesó que tenía algunas deudas.
--Te las pago todas --le dije con efusión-- si me juras que no volverás
á contraerlas y que serás juiciosa y arreglada.
XI
Una vez por semana, Eloísa daba gran comida, á la que asistían diez
y ocho ó veinte personas, pocas señoras, generalmente dos ó tres
nada más, á veces ninguna. No gustaba mi prima de que á sus gracias
hicieran sombra las gracias de otra mujer, inocente aprensión de la
hermosura, pues la competencia que temía era muy difícil. La etiqueta
que en los llamados _jueves de Eloísa_ reinaba, era un eclecticismo,
una transacción entre el ceremonioso trato importado y esta franqueza
nacional que tanto nos envanece no sé si con fundamento. Eran más
distinguidas las maneras que las palabras. El ingenio resplandecía
en los dichos; mas á veces, con ser copioso y chispeante, no bastaba
á encubrir la grosería de la intención. Allí se podían observar, con
respecto á lenguaje, los esfuerzos de un idioma que, careciendo de
propiedades para la conversación escogida, se atormenta por buscarlas,
exprime y retuerce las delicadas fórmulas de la cortesía francesa, y no
adelantando mucho por este lado, se refugia en los elementos castizos
de la confianza castellana, limándoles, en lo posible, las asperezas
que le dan carácter. Esta admirable lengua nuestra, órgano de una raza
de poetas, oradores y pícaros, sólo por estos tres grupos ó estamentos
ha sido hablada con absoluta propiedad y elegancia. Las remesas de
ideas que anualmente traemos en nuestro afán de igualarnos á las
nacionalidades maduras, no han encontrado todavía fácil expresión en
aquel instrumento armoniosísimo, pero que no tiene más que tres cuerdas.
Tengo tan presentes los detalles todos de aquellas reuniones, que bien
podría describirlas minuciosamente si quisiera. Pero por no aburrir á
mis lectores con lo que no les importa, seré breve, escogiendo, entre
todo lo que revive en mi mente, lo más adecuado á la inteligencia
de los casos que refiero. De las comidas, retengo todo con pasmosa
frescura. Paréceme que respiro aquella atmósfera tibia, en la cual
fluctuaban las miradas de la mujer querida y sus movimientos y el
timbre de su voz seductora, fenómenos que hasta el otro día se
prolongaban en mi espíritu como la sensación grata de un sueño feliz.
Paréceme estar viendo las paredes y las personas y la alfombra y las
luces en el rato aquél de impaciencia y expectación en que es la hora y
faltan aún cuatro ó cinco convidados. Carrillo, mirando impaciente su
reloj, deja escapar alguna frase con la cual al mismo tiempo recrimina
suavemente á los que tardan y pide excusas á los que esperan.
II
--Si el Tesoro no pide ya prestado, hija mía. Eso cuando tengamos otra
guerra civil.
--No haga usted caso, marqués --indiqué yo--. Estas mujeres ven todo
con la imaginación. Desconocen la Aritmética: lo único que saben de
ella es multiplicar.
La risa del prócer llenaba el salón. Aun los que no podían oir lo que
decía celebraban su gracia. Fúcar era allí muy popular; y envanecido de
ello, gustaba de oirse, hablando, y se enojaba cuando le contradecían.
Conmigo tenía deferencias cariñosas. Una noche, apartándome de un
corrillo de los que allí se formaban, me acorraló contra un mueble para
decirme en secreto:
Otro de los asiduos era el general Morla, hombre muy ameno, verdadera
enciclopedia histórico-anecdótica de Madrid desde el año 34 hasta
nuestros días. Tenía la memoria más prodigiosa que cabe en lo humano:
recordaba la primera guerra civil, toda la historia política y
parlamentaria y toda la chismografía del siglo. Había sido ayudante
del general don Luis de Córdova, luego compañero íntimo de Narváez,
y por fin inseparable amigo de don José Salamanca, cuyos arranques
geniales elogiaba á cada instante. Los motivos secretos de los cambios
políticos en el anterior reinado los sabía al dedillo, y las paredes de
Palacio eran para él de una transparencia absoluta. De las infinitas
trapisondas privadas que amenizan la vida de Madrid, ninguna se le
había escapado. No necesitaba esforzarse para satisfacer todas las
dudas, pues el archivo de su memoria, admirablemente catalogado, le
suministraba sin demora el dato, la noticia ó enredo que se le pedía.
Cuando nos contaba algún lío, hacía mención de la calle, el número
de la casa, el piso; nombraba las personas todas de la familia, y si
no le cortaban el hilo, refería los belenes del padre ó la madre en
la generación anterior. Este narrador entretenidísimo era quizás el
maestro más grande del arte de la conversación que he visto en España.
Cuando se muera no quedará nada de él, pues jamás ha escrito cosa
alguna. Le incitamos á escribir sus memorias, que serían el más sabroso
y quizás el más instructivo libro de la época presente; pero él se
excusa de hacerlo con la pereza y con su poca habilidad de escritor.
En efecto: los grandes conversacionistas rara vez aciertan á interesar
cuando escriben.
Cuando hacía corrillo, no perdonaba nada. Más de una vez hizo disección
horrorosa de la pobre marquesa de San Salomó, que no distaba veinte
pasos del lugar de la hecatombe. De Eloísa y de mí, ¿qué no diría?
Severiano me contaba horrores, vomitados por el _Saca-mantecas_ á poca
distancia de nosotros. Tales cosas, por la exagerada malicia y la
mentira que entrañaban, no ofendían como cualquier verdad secreteada
con palabras ambiguas. «Que yo estaba ya tronado; que Fúcar era el
que pagaba; que Manolito Peña estaba en camino de ser mi sucesor en
la plaza de amante de corazón...» Tales majaderías sólo merecían
desprecio. Lo más gracioso era que el _Saca-mantecas_ había hecho
el amor á Eloísa; habíala acosado, durante una temporadilla, con
declaraciones ardientes, en las cuales lo rebuscado de las cláusulas
no ocultaba lo repugnante del desvarío senil. Ultimamente, el despecho
le había vuelto un tanto fosco. Se hacía el interesante, presentándose
con cara de hastío. Saludaba ceremoniosamente á Eloísa, al entrar,
dándole la mano con brazo muy corto. Jugaba al juego del desdén el muy
mamarracho. Bien lo conocía ella y bien se reía de él. Cuando Severiano
ó algún otro amigo interrogaban al _Saca-mantecas_ sobre su actitud
displicente, respondía, inflándose mucho:
III
Al siguiente nos sorprendió Eloísa con otra novedad (pues cada uno de
estos interesantes días traía su sorpresa): un proyecto hermoso, una
colosal reforma que iba á emprender en su palacio para ensancharlo y
mejorarlo. Por los planos que enseñaba á todos los amigos, se veía
que la obra era tan sencilla como grandiosa. Vais á verla. Consistía
en poner al patio una cubierta de cristales, haciendo de él un salón
espléndido, algo como la famosa estufa de Fernán-Núñez. La imitación
de las grandes casas y el afán de rivalizar con ellas, era la demencia
de mi prima... Sigamos con la reforma. Cubierto de cristales el patio,
lo llenaría de plantas soberbias, latanias, rododendros, azaleas,
araucarias, helechos arborescentes; cubriría las paredes con tapices, y
para remate y coronamiento de tan bella obra, había discurrido llamar
en su auxilio á uno de nuestros artistas más ingeniosos y originales.
Sí: Arturo Mélida le pintaría la escocia, una escocia monumental,
una obra no vista, lo más elegante, lo más inspirado que se podría
imaginar. Eloísa daba cuenta de ella como si la estuviera viendo. El
día anterior había convidado á comer al célebre arquitecto, pintor,
escultor y dibujante, el cual le había explicado su idea. Sería una
procesión de figuras helénicas representando todos los ideales del
mundo antiguo y los prodigios del moderno: la Filosofía peripatética
y el Teléfono de Edison, las Matemáticas de Euclides y la Educación
física de Spencer, el Osiris egipcio y la Vacuna de Jenner, la
Geografía de Herodoto y el Cosmos de Humboldt, el barco de Jasón y el
acorazado de Zamuda, los Vedas y el Darwinismo, Euterpe y Wagner...
--Será una maravilla --dijo Manolito Peña--. Veremos aquí las _Mil y
pico de noches_.
El general Chapa era muy joven. ¡Dos entorchados antes de los cuarenta
años! Para desvanecer la confusión que esto pudiera ocasionar, me
apresuro á decir que era general en el campo y corte de don Carlos;
entre los españoles, caballero particular, capitán de ejército en
1870, prófugo después, y afortunadísimo en la guerra civil. Gozaba
fama de muy valiente y arrojado. Era simpático, bella persona, guapo,
caballeresco, alegre, instruído, de mucho mundo, mucha labia y de muy
buena sombra en amores. Hablaba pestes de los curas, y sostenía que por
culpa de ellos no había triunfado la causa. Sus proezas militares no
eran tan famosas como las mujeriles. Se le señaló durante algún tiempo
como amante de la duquesa de Gravelinas; pero él, procediendo con
delicadeza, nos lo negaba hasta á los más íntimos. De otras conquistas
no hacía misterio. Yo le quería mucho; solíamos pasear, ir al teatro
y almorzar juntos. Por unos días me molestaron ciertas aproximaciones
que noté: tuve celos; él los desvaneció con lealtad; nos explicamos, é
hicimos el trato de respetarnos mutuamente nuestros dominios, pues á su
vez él tenía de mí la infundada queja de que yo obsequiaba demasiado á
la marquesita de Casa-Bojío.
--¡Naturalismo!
--Sí: se ha hecho tan naturalista, que á veces hay que coger con
tenazas lo que dice.
IV
Mi tío Rafael iba todos los jueves; pero no estaba á sus anchas, porque
haciendo gala de conversacionista, la competencia del general Morla,
que hablaba más que él y era oído con más atención, le abrumaba.
Cuando aquellas dos aptitudes se ponían frente á frente, era gracioso
ver cómo se disputaban la palabra, cómo discretamente corregía el uno
las narraciones del otro. Cada cual se jactaba de saber más que su
contrario y de poder añadir un detalle estupendo á su relación. Mi tío
Serafín fué, al principio, algunas veces. A menudo se le encontraba
dormido en el gabinete de Eloísa. Se aburría, y no teniendo allí
el amparo de su _carrik_, no podía hacer de las suyas. Como había
adquirido el hábito de levantarse temprano para ir al relevo de la
guardia, el buen señor no podía prolongar sus veladas. Retirábase
casi siempre á cosa de las once, á su casa de la calle de Capellanes,
vivienda misteriosa y desconocida donde jamás había entrado ninguno de
la familia, porque él no recibía á nadie ni se dejaba sorprender en su
intimidad doméstica.
Me repugnaba aquel hombre, y más aún desde que Eloísa me dijo que le
hacía el amor con hipócrita misterio y groseras ofertas de dádivas.
Por no escandalizar no le puse en la calle cuando tal supe. No se me
ocultaba el desprecio y el asco que mi prima sentía hacia un sujeto
tan abominable por todos conceptos, y que se hacía además ridículo
con sus pretensiones de guapeza. Era un viejo verde, que después de
comer aparecía abotagado, pletórico; y sus ojos vidriosos, grandes,
muy parecidos á los de los besugos, y tan miopes que los corregía
con cristales de número muy alto, decían que allí no había más
que apetitos, usurpando el lugar del alma. Lo mismo Eloísa que yo
resolvimos echarle, eliminándole con maña de las reuniones; pero él no
entendía de indirectas, y se pegaba á la casa como una ostra.
Mi tía Pilar no iba nunca los jueves por la noche á casa de su hija. Su
indolencia crecía diariamente con su torpeza muscular; aborrecía las
ceremonias, y no se encontraba bien sino en su casa, después de haberse
zarandeado dos ó tres horas en coche. En su comedor pasaba las veladas,
dormitando, cuando no iban á hacerle compañía las amigas vecinas: bien
la de Torres, que vivía en el tercero; bien la de Bringas, que habitaba
en la inmediata calle de Olózaga.
Yo sabía que estaban bastante mal de metálico. Aunque era medio loca,
Camila me inspiraba algún interés y lástima, y habiendo notado en
su casa ciertas privaciones, supe valerme de medios delicados para
socorrer sus faltas y para que mi buen ahijado no estrenase la vida en
medio del desamparo y la desnudez.
Supongo que los que esto lean estarán ya fatigados y aburridos de tanto
y tanto jueves. Pues sepan que mucho más lo estaba yo. Dirélo con
franqueza: los tales jueves me iban cargando. Aquel sacrificio continuo
de la intimidad doméstica, de los afectos y la comodidad en aras de
una farsa ceremoniosa, no se conformaba con mis ideas. Me gustaba el
trato de mis amigos, la buena mesa en compañía de los escogidos de mi
corazón, la sociabilidad compuesta de un poco de confianza amable y
de un poco también de etiqueta, ó sea lo familiar combinado con las
buenas formas; pero aquel culto frío de la vanidad, quemando incienso
en el altar del mundo, me lastimaban y aburrían ya. Todo era viento,
humo y la estéril satisfacción de que se hablara de la casa y del trato
de ella. En fin, á las diez ó doce semanas ya tenía yo los jueves
atravesados en el gaznate sin poderlos pasar.
La de San Salomó llegó á última hora. Era la única señora que teníamos
aquella noche. La comida empezó silenciosa, y por una de esas
fatalidades de la conversación, que no es posible vencer, sólo se
hablaba de enfermedades, de médicos, de aguas minerales. De rato en
rato, un criado traía noticias del señor para tranquilizar á la señora.
Estaba mejor, se le iba pasando el ataque. Con esto se sosegaba Eloísa,
y todos hacíamos el papel de que se nos transmitía por arte mágico su
contento. Pepe estaba en su habitación acompañado del médico y de su
ayuda de cámara. Sólo el marqués de Cícero, como de la familia, había
entrado á verle. Después ocupó en la mesa la cabecera que al enfermo
correspondía, y entreveraba los bocados con suspiros. El general Morla
me tocó al lado, y hablamos de la enfermedad de Pepe con la misma calma
que si se tratara de lo buenas que estaban las codornices trufadas.
VI
--Me parece que les estoy viendo á todos ustedes --dijo Pilar-- bajando
de patitas al Infierno...
--¡Qué noche para la pobre Eloísa! Dígale usted que no se apure, que se
esté por allá. Yo entretendré á esta gente como pueda.
--¿Y está mejor, es cierto? --me preguntó mirándome de un modo que era
nueva apelación á mi confianza.
--¿Sí?... ¿de veras? --dijo sonriendo y dando al _de veras_ ese dejo
de burla que es tan elocuente en el lenguaje popular--. O usted se ha
caído de un nido, ó piensa que me he caído yo. Voy á darle una taza de
té para que se le aclaren las ideas.
--Algunos he hecho.
--Ve allá... Quiere verte... No hace más que preguntar por tí.
--Mucha quietud, que eso no es nada. Dentro de unos días, volverá usted
á su vida habitual.
VII
Fuíme entonces derecho á Pepe, que me recibió con sus ojos fijos en la
puerta por donde yo debía entrar. Como no se le veía más que la cabeza,
hízome ésta el efecto de la de San Juan Bautista, la cabeza cortada que
el arte religioso presenta siempre servida en bandeja como un manjar.
Luego que me miró bien, sacó de entre las sábanas su mano, que era toda
huesos, y en la cual la imaginación, á poco que lo intentara, podía
ver una de las llagas del Seráfico, y buscó la mía. Cuando estrechó
mi carne con aquel alicate de hueso, me corrió por el cuerpo un hielo
mortal.
--Caro te vendes, hijo. Se muere uno aquí sin que los amigos vengan á
echarle un vistazo.
--¡Qué pregunta!
--Ve al salón. ¡Qué gente, qué pesadez! Extrañarán que no estés allí.
El pobre Pepe está aletargado. Creo que pasará bien el resto de la
noche.
--Ni afirmo ni niego nada. No hago más que hacer constar un hecho--
replicó, apretándome ligeramente el brazo con sus dedos.
A última hora fuí á enterarme del estado del enfermo. Eloísa me salió
al encuentro en el pasillo. Se había quitado su vestido de sociedad y
puéstose la bata de raso blanco. Como se apareció con una luz, creí
ver á _lady_ Macbeth cuando el paso aquél de las manos manchadas.
Llevándose el dedo á la boca, dióme á entender que Carrillo dormía, y
en palabras muy quedas me dijo:
XII
Espasmos de aritmética que acaban con cuentas de amor.
El dulce peso, como suele decirse, cargó más sobre mí, y la preciosa
boca empezó á chorrear notas terroríficas, mejor diré, conceptos
erizados de cantidades. La oí asustado. Expresábase con timidez,
tendiendo á menguar las cifras, comiéndose algunos ceros, señalando
el remedio antes de mostrar la herida, y respondiendo de antemano á
las exclamaciones severas con que yo la interrumpía. La estimulé á
presentar el problema tal como era, en toda su desnudez abrumadora,
porque desfigurarlo era impedir su solución.
--No enredes las cosas --le dije--: tus gastos son los que te hunden,
no los de él. Yo haré un presupuesto en que pueda subsistir el
entretenimiento de tu marido... Después, oye bien, se venderán todos
los cuadros de buenas firmas, aunque sea por menos dinero del que han
costado. No será difícil encontrar compradores.
Todo aquel día tuve un humor de mil diablos. En el Teatro Real, oyendo
no recuerdo qué ópera, ni por un momento dejé de pensar en las cuentas
de Eloísa. Retiréme á casa antes de que terminara la función, y me
acosté buscando en el sueño lenitivo á la pesadumbre que me abrumaba.
Pero no podía dormir. Entróme fiebre, me zumbaban horriblemente los
oídos, y me tostaba en mi lecho como en una parrilla. La apreciación
de los números despertaba en mí con fiera energía, proporcionada al
largo tiempo de eclipse que había sufrido. En mí renacía de súbito el
hijo de mi madre, el inglés, que llevaba en su cerebro, desde la cuna,
gérmenes de la cantidad, y los había cultivado más tarde en la práctica
del comercio. Mi padre huía de mí, como en el teatro echa á correr el
diablo cuando se presenta el ángel. Y las benditas cifras, ahogadas
temporalmente por la pasión, se sublevaban, vencían y se posesionaban
de mí con un bullicio, con un jaleo que me tenían como loco. Salté
de la cama á la madrugada, y vistiéndome á prisa, corrí hacia un
mueble _secreter_ que en mi alcoba tengo, y en el cual suelo escribir
cartas. Cogí un papel, empecé á desgastar la fiebre que me devoraba,
sumando y dividiendo. Sí: Eloísa, con haber dicho tanto, no me había
dicho la verdad. Hice el cálculo aproximado de los gastos de la casa
en el invierno último: comidas, coches, criados, extraordinarios. No
resultaba que la casa hubiese consumido el tercio de su capital. Había
consumido más... ¡tal vez la mitad!... Y para apuntalar este edificio
que venía á tierra, ¿qué era preciso hacer?... ¡Ah! guarismos y más
guarismos. La mañana me sorprendió en aquel trabajo calenturiento,
semejante á la faena espantosa de las almas de los negociantes que
vienen á penar á sus desiertos escritorios, y se vuelven á sus tumbas
cuando suena el canto del gallo. Así me volví yo á mi cama.
II
Perplejo estuve durante dos días sin saber qué vendería para salir
del paso. ¿Me desprendería del Amortizable, de las acciones del Banco
de España ó de las _Cubas_? Mi tío me decía que no me deshiciera del
Amortizable, cuya alza veía segura. Si continuaba en el Ministerio
nuestro amigo y paisano el señor Camacho, veríamos dicho papel á
65. Las acciones del Banco, después del aumento de capital, andaban
alrededor de 270. Mi padre las había comprado á 479. Aun contando
con el dicho aumento, la venta me traía pérdida. Por fin, después de
pensarlo mucho, resolví sacrificar las acciones y las _Cubas_. Este
papel, según mi tío, iba en camino de valer muy poco, y con el reciente
pánico de la Bolsa de Barcelona, se había iniciado en él un descenso
que sería mayor cada día. Vendí, pues, con pérdida, pues no podía ser
de otra manera. Por aquellos días se estrecharon mis relaciones con
Gonzalo Torres, amigo de mi tío y vecino de toda la familia. Vivía
en el tercero de mi casa, en el cuarto inmediato al de Camila. Era
jugador afortunadísimo, y á menudo me proponía que me asociara á sus
operaciones. Hícelo algunas veces, y siempre con tal éxito, que no me
faltaban ganas de tomar más á pechos aquel negocio, y lo habría hecho
seguramente si el amor no me tuviera preso y como secuestrado, incapaz
para todo lo que fuese extraño á sus ardientes goces.
El agente de quien Torres y mi tío eran clientes, después que realizó
mi operación de venta de títulos, propúsome la compra de una casa.
Torres también me lo había indicado, pues las condiciones en que se
vendía la finca eran realmente buenas. Procedía de un embargo de bienes
y vendíase judicialmente, con tasación demasiado baja. Hice mis cuentas
y no me pareció mal negocio. Deseaba afincarme, colocando en sólido
una parte de mi capital. Dí órdenes de vender más Amortizable, y el
producto lo dividí en dos partes. Una, ¡ay dolor agudísimo, no inferior
á los del cólico nefrítico!, era el destinado á poner á flote la concha
de Venus, que estaba á punto de naufragar. Con la otra parte compré
la casa, que estaba en la calle de Zurbano y era nueva y bonita. Me
daría una renta de 4 por 100, menos que el papel seguramente; pero si
he de decir verdad, la renta del Estado empezaba á inquietarme por la
inseguridad de las cosas políticas, el malestar de Cuba y la anunciada
operación de crédito del Banco de España, el cual, habiendo tomado
sobre sus hombros la inmensa carga de la colocación de los nuevos
valores, comprometía quizás un poco su porvenir.
--¿Qué mujer no haría locuras por tí? --añadió luego--. Por tí, no digo
locuras, sino verdaderas diabluras haría yo.
--Fuera los jueves. Que cada cual vaya á comer á su casa... Fuera
M. Petit, fuera el jefe de cocina, que son capaces de tragarse el
presupuesto de una nación... Fuera todos los criados, á quienes he
estado dando doce duros y dos trajes... Abajo el portero de estrados,
que no sirve más que para enamorar á las doncellas... Abajo la
doncella-costurera... Las cocheras y cuadras quedan en la cuarta
parte... El ramo de vestidos y novedades suprimido por ahora... Vendo
todos los zafiros, todos... Vendo la _rivière_, los cuadros de Sala y
Domingo, el de Nittis, el Morelli, los cuatro grandes tapices, etc.,
etc... Liquidación de arte... Y para concluir, reduciré á su mínima
expresión las beneficencias de mi marido, y haré por que se suprima la
_Sociedad de niños_...
--¡Alto allá! --dije yo, lastimado de ver cómo hería con su furibunda
hacha económica la rama más sagrada del árbol de sus gastos--. Eso me
parece una crueldad. Extremas mucho el programa. Al pobre Carrillo
le quedan pocos días de vida, y es una infamia que se los amarguemos
privándole de un entretenimiento que, por otra parte, es tan meritorio.
Le anticiparíamos la muerte, le asesinaríamos. Señora, yo defiendo
ese capítulo del antiguo presupuesto. Mis remordimientos votan porque
subsista, y aun me atrevo á suponer que los de usted harán lo mismo.
III
--¡Oh, si esto fuera París, qué buen día de campo pasaríamos juntos,
solos, libres!... ¿Pero á dónde iríamos en Madrid? ¡Si aquí se pudiera
guardar el incógnito!... Créelo, tengo un capricho, un antojo de mujer
pobre y humilde. Me gustaría que tú y yo pudiéramos ir solitos, de
incógnito, de riguroso _inepto_, como dijo el del cuento, al Puente de
Vallecas, y ponernos á retozar allí con las criadas y los artilleros,
almorzando en un merendero y dando muchas vueltas en el Tío Vivo,
muchas vueltas, muchas vueltas...
--No des tantas vueltas, que me mareo. Si quieres ir, por mí no hay
inconveniente. Mira, almorzaremos aquí. Da tus órdenes á Juliana...
Después, más tarde, á las cuatro ó cuatro y media, nos iremos en mi
coche á un teatro popular, á Madrid ó á Novedades: tomaremos un palco y
veremos representar un disparatón...
--O _El Pastor de Florencia_, ó _Los Perros del Monte de San Bernardo_.
Estaba yo tan alucinado, que tomaba estas cosas por jovialidades sin
substancia... Con tales tonterías se pasaba el tiempo, y por fin la
adusta hora de la separación llegó. Hubo parodias grotescas de _Romeo y
Julieta_.
--Esa claridad mortecina no es, como dices, la del gas, sino la del
crepúsculo. El cielo, teñido de rojo, celebra con siniestro esplendor
las exequias del día. Es la _pseudo aurora_ que este año da tanto que
hablar á la gente supersticiosa...
--Así, así...
--Señora...
--Te dejo ese cardenal para que te acuerdes de mí cuando mires á otra.
Al fin me voy. ¿Por qué no vienes conmigo?...
--Si parece que has salido de un hospital... ¿Qué tal? ¿Estás malito?...
XIII
--Dí de una vez que mande construir de nuevo la finca --repuse tomando
á broma sus reformas.
--No te hagas el tontito. ¡Ah! desde que eres casero te has vuelto
tacaño, antipático... Ya no eres el caballero de antes; ya no piensas
más que en sacarle el jugo al pobre... Pues mira, tú te lo pierdes. Si
no haces las obras que te he dicho, nos mudaremos y se te quedará el
cuarto vacío. Conque á ver qué te conviene más.
--No, hombre; no creí tal. Ideas de esa loca. No hagas caso... Sois las
personas más formales que conozco. A entrambos os aprecio mucho. Seré
con vosotros un casero indulgente. Seréis para mí los inquilinos más
considerados y los vecinos más queridos. Y cuando me encuentre aburrido
en esta soledad, subiré á haceros compañía, á buscar un poco de calor
en el fuego de vuestra felicidad.
II
Porque en aquellos días tenía yo muy pocas ganas de andar por el
mundo; sentía no sé qué secreto, abrumador hastío, y un indefinible
anhelo de la vida de familia, de reposo moral y físico. No pudiendo
satisfacerlo cumplidamente, compartía mi tiempo entre la casa de Eloísa
y la de Camila, huyendo de círculos, teatros y reuniones mundanas ó
políticas que me aburrían soberanamente. En la primera de aquellas
casas alternaban para mí las horas tristes con las horas entretenidas,
pues si bien la fatiga y cierta tibieza del corazón hacíanme padecer,
pasaba ratos agradables charlando con Eloísa de aquellos proyectos de
pobreza, que tanta gracia tenían en su boca, ó poniendo en vigor con
rigurosa actividad el plan de economías que debía salvarla. Yo mandaba
allí como si fuera el amo, y disponía á mi antojo de todo. Hice un
desmoche horrible de criados, y tuve el gusto de plantar en la calle
al danzante de M. Petit y al jefe de cocina, con sus tres pinches. Una
mujer bastante hábil, asistida de una _pincha_, se encargó de hacer de
comer. Despedí también á la doncella-camarera, que me parecía mujer de
muchos enredos. Era italiana, de buen ver, llamábase _Quiquina_ y había
venido á España al servicio de una célebre artista del Real. Supe que
había dado escándalos en la casa, dejándose requerir por los cocheros
y lacayos, y que Pepito Trastamara la perseguía por los pasillos.
Semejante trapisondista no debía seguir allí, y salió pitando, aunque
Eloísa lo sintió porque la servía muy bien. De los mozos que lucían
frac ó librea en los grandes jueves, no quedó más que Evaristo, criado
mío muy leal, á quien coloqué en la servidumbre de mi prima. Parecía
estar en honestas relaciones con Micaela, la doncella de Rafaelito.
Eloísa me aseguró que se casaban y que seguirían sirviéndola después de
la boda. Agradábame que Evaristo permaneciera, porque me constaba de un
modo absoluto su adhesión, y me convenía tener un perro de presa, un
vigilante, un espía dentro de aquellos muros.
Entre tanto, las cuadras y cocheras se reducían á un tiro nada más. Los
lienzos gustaban al ministro de Holanda, que probablemente se quedaría
con ellos por una cantidad alzada. Eloísa daba á su prendera los
zafiros para que los _corriera_, y todo iba bien, perfectamente bien.
Para descansar de estas tareas de gobierno, solía pasar algunos ratos
con Rafaelito, el más mono y salado chiquitín que podría imaginarse.
Tenía ya dos años, y los disparates de su preciosa boca me encantaban
más que todas las cosas admirables que han dicho los poetas desde que
hay poesía. Sus agudezas, feliz ensayo de la malicia humana, eran mi
mayor diversión. Para gozar de aquel hermoso oriente de una vida,
provocaba yo y movía las manifestaciones rudas de su naciente carácter;
le hurgaba para que se me mostrara tal cual era, ya riendo como un
loco, ya colérico; le sacaba de un modo capcioso las marrullerías, las
astucias y los impulsos nobles del ánimo. Las horas muertas me pasaba á
su lado, á veces tan chiquillo como él, á veces tan hombre él como yo.
Componíale yo los juguetes, después que entre los dos los habíamos roto.
--¿Sabe usted, amigo, que ya van creciendo mucho los días? Hoy, á las
cinco, era completamente claro.
--La pobre Angelita no sospechaba que Pepe viviría menos que yo. Estoy
muy fuerte. Si Pepe hubiera seguido yendo al monte conmigo todos los
sábados para volver los lunes, no se vería como se ve.
--Debe de haber en esto una complicación grave --le dije, razonando con
el sentido común--. ¿Habrá derrame cerebral?
Nada concreto nos decía aquel sabio, que había estado tres años
estudiando al paciente y aún no le conocía. Entre Celedonio y yo, con
ayuda de Villalonga, acostamos á Pepe en su cama, vestido para no
molestarle. No parecía sufrir dolores agudos; pero su cerebro estaba
profundísimamente trastornado. Hablaba sin cesar con torpe lengua,
entrecortando las frases con risas que nos causaban espanto. Sentóse mi
prima por un lado del lecho, y yo por otro. Zayas le contemplaba desde
enfrente sin decir nada. Miraba Pepe á su mujer con estúpidos ojos:
no la reconocía; tomábala por una persona extraña; se volvía á mí, y
confundiéndome con Celedonio, decía:
--Tú, Celedonio, y José María sois las únicas personas que me quieren
y me cuidan en esta casa.
III
--Esta noche me moriré --exclamó con una serenidad que nos dejó
pasmados--. Esta noche se acabará esta vida que he deseado fuese
útil, sin poderlo conseguir. Y no creáis que estoy afligido. Me muero
resignado. ¿Qué soy yo en el mundo? Nada. Soy un cero que padece y nada
más. La mayor parte de los que vivimos, ceros somos, y mientras más
pronto se nos borre, mejor.
--Ni tú, pobrecita, ni Celedonio, servís para estos lances. Más vale
que os retiréis.
--¡Es un santo!
--Si vieras qué tranquilo estoy ahora --me dijo con cariño--. Tú no lo
creerás, porque eres irreligioso. Tampoco creerás que tal como estoy no
me cambiaría por tí.
--Créeme, José María --me dijo dos ó tres veces--, te tengo lástima
como se la tengo á todos los que viven sin fe. Enmiéndate, corrígete.
No des importancia á lo que no la tiene.
Esa pobre --murmuró con afabilidad que me causaba pena-- está pasando
sin necesidad una mala noche. Dile que se acueste. Acompáñala,
consuélala; no la dejes que se entregue al dolor.
Salí para cumplir este encargo. Pero ella no me hizo caso, y continuaba
en el mismo sitio. Al poco rato, Carrillo empezó á mostrar gran
inquietud. Me alarmé. Entre Celedonio y yo le incorporamos en el
lecho. Quiso hablar y no pudo; llevóse una mano á los ojos... Gemidos
roncos salían de su garganta. Acudió su mujer, afanada, secando sus
lágrimas. Entonces, de la boca del desdichado ví salir alguna sangre;
después más, más. Ni él hacía esfuerzos para lanzarla fuera, ni parecía
experimentar dolor. No la arrojaba él; ella se salía serenamente como
el agua que afluye hilo á hilo del manantial. ¡Momento de consternación
en las tres personas que presenciábamos aquel fin de una vida! Fué tan
rápida y tan grande la descomposición del rostro de Pepe, que Eloísa se
impresionó mucho. La ví aterrada, próxima á perder el conocimiento.
IV
Dejando á Celedonio con los restos aún no fríos de su amo, fuí en busca
de Eloísa, cuya situación de ánimo me alarmaba. No la encontré en el
cuarto del niño, que dormía profundamente, sino en el suyo, acometida
de un fuerte trastorno nervioso, manifestando, ya sentimiento, ya
terror. Al verme con el traje de su marido se puso tan mal, que
creí que se desvanecía. Fijábansele los síntomas espasmódicos en la
garganta, como de costumbre, y con sus manos hacía un dogal para
oprimírsela.
Al anochecer, cuando aún no habían vuelto del entierro los que fueron
á él, me dirigí al cuarto de la viuda, á quien acompañaban su madre y
hermanas. En los susurros de su conversación queda, me pareció entender
que hablaban de modas de luto. Eloísa tenía, en su regazo, dormido, al
niño de Camila, y con ésta jugaba Rafael. Pero más tarde, cuando mi tío
Raimundo y el marqués de Cícero volvieron del cementerio, ostentando
este último una aflicción decorativa, que tenía tanta propiedad como
el león disecado con que se retrataba, me alejé del gabinete para no
oir las fórmulas de duelo que se cruzaban allí, como los tiroteos
alambicados de un certamen retórico, cuyo tema fuera la muerte del
pajarillo de Lesbia. Cuando iba hacia el despacho, sentí tras de mí
unos pasitos que siempre me alegraban, y una vocecita que me llamaba
por mi nombre. Era el chiquillo de Eloísa que corría tras de mí. Le
cogí en brazos, y sentándome, le coloqué sobre mis rodillas. Él se puso
al instante á caballo sobre mi muslo, y me echó los brazos al cuello.
Su inocencia no había permanecido extraña á la tristeza que en la casa
reinaba, y en sus mejillas frescas, en su frente coronada de rizos
negros advertí una seriedad precoz, fenómeno pasajero sin duda, pero
que anunciaba la formación del hombre y los rudimentos de la reflexión
humana. Después de hacerme varias preguntas, á que no pude contestarle
por lo muy conmovido que estaba, me cogió con sus manos la cara. Era
de éstos que quieren que se les hable mirándoles frente á frente, y
que se incomodan cuando no se les presta una atención absoluta. Para
satisfacer su egoísmo, tiran de las barbas como si fueran las riendas
de un caballo, para que les pongáis la cara bien recta delante de la
suya. Lo que me tenía que comunicar era esto:
XIV
Hielo.
Dos semanas estuve encerrado. Eloísa me mandaba recados todos los días.
Yo exageraba mi enfermedad, fundando en ella mil pretextos para no
salir de casa. Por fin, una mañana la viuda de Carrillo fué á verme.
Era la primera vez que salía después de la desgracia. Venía vestida
con todo el rigor del luto y de la moda, más hermosa que nunca. Al
verla, no sé lo que pasó en mí. Sentí un frío mortal, un miedo como el
que inspiran los animales dañinos. Sus afectuosas caricias me dejaron
yerto. Observé entonces la autenticidad del fenómeno de mi desilusión,
pues mi alma, ante ella, estaba llena de una indiferencia que la
anonadaba. La miré y la volví á mirar; hablamos, y me asombraba de que
sus encantos me hicieran menos efecto que otras veces, aunque no me
parecieran vulgares. Era un doble hastío, un empacho moral y físico
lo que se había metido en mí; arte del demonio sin duda, pues yo no
lo podía explicar. «Será la enfermedad --me decía para consolarme--.
Esto pasará.» Cierto que yo venía sintiendo cansancio; pero ella me
interesaba al corazón. ¿Cómo ya no me hiere adentro? ¿De qué modo la
quería yo? ¿Qué casta de locura era la mía?... Nada, nada: esto tiene
que pasar.
II
No necesito decir que una parte de este presupuesto recaería sobre mí,
pues la testamentaría, tal como estaba, no podía contar con nada en un
período de tres ó cuatro años, necesario para desempeñar las rentas.
Y seguí trabajando, para desenredar por completo la madeja económica.
¡Cuántas noches pasé en aquel triste despacho! Me causaba hastío y
pesadumbre el verme allí. Iba notando no sé qué extraña semejanza
entre mi sér y el de Carrillo; y cuando vagaba de noche por los vacíos
salones, para ir al cuarto de Eloísa, donde estaban de tertulia Camila
y María Juana, parecíame que mis pasos eran los del pobre Pepe, y que
los criados, al verme pasar, recibían la misma impresión que si yo
fuera su difunto amo.
XV
Por fin, salía del paso y hallaba la suma exacta. Los progresos, bajo
el espoleo de la necesidad, eran rápidos y seguros. Eloísa también era
poco fuerte en cuentas gráficas, enfilaba mal las columnas, sacaba unas
sumas disparatadas; pero de memoria hacía prodigios. Más de una vez me
quedé absorto viéndola sumar cifras enormes sin equivocarse ni en una
unidad. Había adquirido el hábito de calcular de memoria. Camila, en
cambio, no daba pie con bola sin ayuda del lapicito, un sobado pedazo
de madera negra que apenas tenía punta.
--Nada, nada, que me los tienes que prestar. Si no, por la puerta se va
á la calle... No te creas, te los devolveré el mes que entra.
Me supo tan bien el sablazo, que casi casi lo consideré como una
fineza, como una galantería. La verdad, si no hubiera andado por allí,
entrando y saliendo á cada rato, el gaznápiro de Miquis, le doy un
abrazo. Faltóme tiempo para complacerla. Si conforme me pidió cien
duros, me pide mil, se los entrego en el acto.
II
Después se ponía á trabajar con más fuerza, pues pensaba que así se le
iba pasando mejor la pena. Notaba que planchar era muy eficaz, y que
echarle un forro nuevo á la levita militar de Constantino le despejaba
la cabeza. Otras veces decía con íntima convicción:
--No hagas caso de ese majadero --le respondí con toda mi alma--. ¿Pues
no sostenía ayer que habías de llegar á la Z?... ¡Veintiocho hijos,
según la Academia! ¡Qué asquerosidad! te pondrías bonita.
--Pero mucho más triste... Anoche soñé que había tenido dos gemelos.
--¡Oh! sí, demasiado te conozco. Eres una mala cabeza. Pero hay que
declarar que tienes algún mérito. Has domesticado á Constantino. Hay
casos de esto: dos fieras juntas se doman mutuamente. Y Constantino
parece otro hombre. Es más persona; sabe tratar con la gente; no tira
ya aquellas coces; no habla de pronunciarse como si hablara de fumarse
un pitillo; no juega, no bebe, no disputa...
--¿Te quieres ir á paseo? Vaya con el señorito éste... ¿Pues qué tiene
de feo ese retrato? Bien guapo que está. ¿Qué querías tú? ¿que mi
marido fuera como esos tísicos que se van cayendo por la calle, porque
no tienen fuerzas para andar?... ¿como esos palillos de dientes en
figura de personas? Francamente, no me gustaría un marido á quien yo
pudiera retorcer el pescuezo, ó arrancarle un brazo de una mordida.
Constantino es hombre para cogerte como una pluma y tirarte al techo.
--Pues sí que los tendré --dijo poniendo una cara monísima de niña mal
criada, y machacando con el puño de una mano en la palma de la otra--;
los tendré... ¡y rabia! Y llegaré á la N... ¡y rabia! ¡Y tendré á
Napoleón... y toma, toma, toma hijos!
--¿En dónde has estado, pillo? ¿Qué horas son éstas de venir á casa?
Como yo sepa que has ido al café, te voy á poner verde.
Y los dos me instaron tanto, que me quedé y comí con ellos, embelesado
con su felicidad, que me parecía un fenómeno de inocencia pastoril.
De sobremesa, Camila volvió á hablar de lo que tanto la preocupaba, y
riñeron por aquello del alfabeto. Ella no quería nombres de capitanes
herejes, sino de santos cristianos.
XVI
Una tarde del mes de Mayo fuí á ver á Eloísa con firme propósito
de hablarle enérgicamente. No la encontré. Estaba en no sé
qué iglesia, pues por aquel tiempo se le desarrolló la manía
filantrópico-religioso-teatral, y se consagraba con mucha alma, en
compañía de otras damas, á reunir fondos para las víctimas de la
inundación. Lo mismo manipulaba funciones de ópera y zarzuela que
lucidas festividades católicas, en las cuales las mesas de tapete rojo,
sustentando la bandejona llena de monedas, hacían el principal papel.
También inventaba rifas ó _tómbolas_ que producían mucho dinero. Se
me figuró que había transmigrado á ella el ánima propagandista del
desventurado Carrillo. Casi todos los días había en su casa junta de
señoras para distribuir dinero y disponer nuevos arbitrios con que
aliviar la suerte de las pobres víctimas. Por eso aquel día no la pude
ver: de tarde porque estaba en el petitorio, de noche porque había
junta, y francamente, no tenía yo maldita gana de asistir á un femenino
congreso ni de oir á las oradoras. La junta terminaba á las doce, y de
esta hora en adelante bien podía ver á Eloísa; pero no me gustaba pasar
allí la noche, y me iba con más gusto á la soledad de mi casa.
Comprendió ella que yo estaba serio y que le llevaba aquel día las
firmezas de carácter que rara vez le mostraba. Preparóse al ataque con
sentimientos favorables á mi persona, los cuales, según afirmó, rayaban
en veneración, en idolatría. Cuando me tocó hablar, le presenté la
cuestión descarnada y en seco. La reforma de vida que me prometiera
no se había realizado sino en pequeña parte. Las ventas de cuadros y
objetos de lujo continuaban en proyecto. No se quería convencer de que
el estado de su casa era muy precario, y que no podía vivir en aquel
pie de grandeza y lujo. Entre ella y su marido habían derrochado la
fortuna que les dejó Angelita Caballero. Si no se variaba de sistema
pronto, no quedarían más que los escombros, y el inocente niño,
destinado más adelante á poseer el título de marqués de Cícero, no
tendría que comer. Si ella se obstinaba en hundirse, hundiérase sola y
no tratara de arrastrarme en su catástrofe. Yo, por sus locuras, había
perdido una parte de mi fortuna. No perdería, no, lo que me restaba. No
me cegaba la pasión hasta ese punto.
--¿Te casas conmigo, mala persona? ¿De esto no se habla? De esto, que
es el _caballo de batalla_, ¿no se dice nada? Para tí no hay más que
dinero, y el estado, la representación social, no significan nada.
II
--No soy una fiera. Tú puedes domarme, pero no con el látigo de las
cuentas. Amor á cambio de lujo. Pero si le quitas todo de una vez á
esta infeliz, figúrate qué será de mí... Sigo en mis trece. ¿Me vas á
dar tu _blanca mano_? ¿Te _arrancas_ al fin, te _arrancas_?
--¿Qué estás diciendo ahí, loca? ¡Yo tu marido! --exclamé sin poder
contenerme--. ¡Tu marido después de la confesión que acabas de
hacerme... después que has dicho que cuatro trapos y cuatro cacharros
te apasionan más que yo!
--Egoísta tú.
--Tú no eres ya la misma. Has variado mucho. ¿Es esto culpa mía?
Quizás. Tienes ideas groseras y un positivismo brutal... ¡Valiente
papel haría yo si me casara contigo! No, no seré yo esa víctima
infeliz. Con los resabios que has adquirido, ¿qué confianza puedes
inspirar? Porque si no me parece bien vender el honor de un marido por
el amor de otro hombre, ¡cuánto peor es venderlo por un aderezo de
brillantes!... Y á eso vas tú, no me lo niegues; á eso vas sin que tú
misma te des cuenta de ello. Ahí has de parar. Reconozco que tengo una
parte de culpa, pues te he enseñado á arrastrar tu fidelidad conyugal
por los mostradores de las tiendas de lujo... Y para que veas que haces
mal en juzgarme á mí por tí; para que veas que aunque hago números no
estoy tan metalizado como tú, que no sabes hacerlos, te diré que puedes
quedarte con lo que anticipé á la administración de tu casa para que
los usureros no profanaran el duelo del pobre Pepe, aquel ángel, aquel
santo á quien no quiero parecerme, ¿sabes? á quien no quiero parecerme.
Te regalo esos cuartos para que los gastes con tus nuevos amigos. Me
felicito de esta nueva pérdida, que me libra de tí para siempre; lo
dicho, para siempre (_cogiendo mi sombrero_). En la vida más vuelvo á
poner los pies en esta casa. Quédate con Dios.
--Quédate á almorzar.
Y á mí también me dijo con acento firme:
XVII
Sigo narrando cosas que vienen muy á cuento en esta verdadera historia.
Parecerá quizás muy extraño que en una ocasión como aquélla mi primer
pensamiento, al verme en la calle, fuera esperar á Camila para hacerme
el encontradizo con ella é invitarla á dar un paseíto. La ingenuidad
guía mi pluma y nada he de decir contrario á ella, aunque me favorezca
poco. Mientras entretenía el tiempo en la calle, alargándome hasta la
Plazuela de Antón Martín, ó dando la vuelta á la primera manzana de la
calle de la Magdalena, reflexioné sobre lo que acababa de pasarme. La
verdad, yo no podía estar orgulloso de mi conducta, pues si bien el
rompimiento y el acto aquél de perdonar el dinero me honraban á primera
vista (aun quitando de ellos lo que tenían de teatral), en rigor yo era
tan vituperable como Eloísa. Así lo reconocí, aunque sin propósito de
enmienda. Mi razón echaba luz, eso sí, sobre los errores de mi vida;
mas no daba fuerza á mi voluntad para ponerles remedio. «Está muy bueno
--me decía yo-- que le exija virtudes que estoy muy lejos de tener...
Pero los hombres somos así: creemos que todo nos lo merecemos, y que
las mujeres han de ser heroínas para nosotros, mientras nosotros
hacemos siempre lo que nos da la gana. Aquí lo natural y lógico sería
que yo siguiera queriéndola como la quise, y que combinando hábilmente
la disciplina del amor con la de la autoridad, la apartara poquito á
poco de su camino para llevarla al mío. Esto es lo humanitario, lo
digno, lo decente. Además, creo que no sería muy difícil. Pero no,
yo me planto y digo: has de cambiar de vida de la noche á la mañana,
porque yo lo mando, porque así debe ser, porque no quiero gastar
dinero; y yo en tanto, hija mía, si te he visto no me acuerdo, y aunque
sigo haciendo contigo la comedia de la consecuencia, en el fondo de mi
alma te desprecio.»
II
--A pie, en coche, como quieras --le dije--. Siento que hayas
almorzado. Si no, nos iríamos á un restaurant, al Retiro, á las Ventas,
donde gustes. Está un día delicioso...
Y seguimos hablando.
--Tengo yo mucho más dinero que tú, tonta --dije con un candor que me
habría hecho ridículo á mis propios ojos, si no tuviera en éstos las
cataratas de la chifladura amorosa--. Y te quiero pagar la tela. Déjame
á mí, tonta.
--De cornisa.
--No te rías.
--Si no me río.
--Ya estás exaltada. Todo lo abultas, todo lo amplificas. Así eres tú.
--Es que tú eres un _tísico_, y no comprendes esto. Por muy alta idea
que tengas del amor de un hombre, no sabes cómo me quiere Constantino.
Se dejaría matar cien veces por su mujer. Jamás me dice una mentira, y
tiene tal fe en mí, que si le dijeran que yo era mala no lo creería.
Sin poner gran atención en estos elogios del asnito, seguimos avanzando
hasta llegar á la mitad de la calle del Príncipe. Entramos en la
tienda, que era una camisería elegante, llena de chucherías preciosas
y de novedades parisienses; veinte mil monadas de cerámica, metal y
hueso que sirven para regalos y se pagan á elevados precios. Camila
pidió telas, y mientras en el mostrador le medían y cortaban, yo estaba
mirando aquellas bagatelas elegantes. De pronto, mi prima se puso á mi
lado para ver y admirar conmigo los caprichos. Comprendí que se le iban
los ojos; pero que se contenía para que yo no gastara dinero. Todo lo
encontraba carísimo. Empecé á hacer compras, y me llené los bolsillos
de paquetitos.
Al salir, miróme seria, muy seria. Entró en _La Palma_ á comprar unas
cintas de color. Aquella segunda parada fué breve. Salimos pronto.
--¿Y qué?
Y vuelta á reir.
Pegó otro brinco. Salió como un pájaro que levanta el vuelo. Al poco
rato la oí gritar desde la puerta del gabinete:
--No creas, está cargado. Si quieres, ahora puedes curarte esa pasión
con una píldora.
--¿Cómo es eso?
--Pero, vamos á ver, ¿tengo yo que hacer algo en casa? --preguntó él,
mirando embobado á su mujer.
--Usted, señor tísico, lo que tiene que hacer es plantarse ahora mismo
en la calle. Aquí no nos sirve más que de estorbo. ¿No le hemos llenado
ya la tripa?
--Dí que me has abrasado vivo. ¡Vaya un modo de despedir á los amigos!
No, hija: lo que es los clavos te los he de clavar yo, mientras
Constantino escribe á su mamá. Es que me opongo á que nadie más que yo
ponga clavos en mi finca.
--¡Qué burro! Pues que sí; á todo se le dice siempre que sí.
--¡Ay, qué hombre! Tengo que discurrir por todos... No hay aquí más
talento que el mío. ¿Pero dónde han de ir?... Ven acá, mastuerzo...
--Pues entre los dos... Dí, bandido, ¿te has puesto los pantalones
viejos?... ¡Ah! sí. Pues entre los dos me vais á apartar esta cómoda
para buscar unas tijeras que deben haberse caído por detrás... Después,
Constantino, á sacar la máquina, limpiarla, engrasarla, ponerle las
canillas... Y el tísico que se prepare á fijar las argollas... ¡Ea!
mover esas manazas y esas patazas. Adelante con la cómoda.
XVIII
--¿Esa italiana...?
II
III
--Si sigues haciéndome el amor --me chilló una tarde--, le canto todo
al manchego para que te sacuda. Puede más que tú.
--Eso, ¿á mí qué?...
--Bien --le dije--, guardo el billete; pero lo guardo para tí. Soy tu
caja de ahorros. Esto y todo lo que necesites está á tu disposición.
No tienes más que abrir esa bocaza y... enseñarme esos dientazos tan
feos... Todo lo que poseo es para tí, para tí sola, gitana negra, loba.
Lo dije con tanto ardor alargando mis manos hacia ella, que me tuvo
miedo y de un salto se puso al otro lado de la mesa.
--Si no te callas, tísico pasado --gritó--, te tiro este plato á la
cabeza. Mira que te lo tiro...
--Sí, para tí estaba. ¿Ves esta bocaza? No beberás en este jarro. ¿Ves
estos faroles? (los ojos). Otro se encandila con ellos. Emborráchate tú
con las tías de las calles, perdido. ¿Ves este cuerpecito? Es para que
nazcan de él los hijos que voy á tener, para agasajarlos, para darles
de mamar. ¡Y rabia, rabia, rabia... y púdrete y requémate!
Otro día les hallé retozando con libertad enteramente pastoril. Ella,
que tenía calor hasta en invierno, estaba vestida á la griega. Él
andaba por allí con babuchas turcas, en mangas de camisa, alegre,
respirando salud. Ambos se me representaban como la misma inocencia.
Parecía aquello la Edad de Oro, ó las sociedades primitivas. Camila se
bañaba una ó dos veces al día. Era fanática por el agua fresca, y salía
del baño más ágil, más colorada, más hermosa y gitana. Él no era tan
aficionado á las abluciones; pero su mujer, unas veces con suavidad,
otras con rigor, le inculcaba sus preceptos higiénicos, asimilándole al
modo de ser de ella. ¡Una mañana presencié la escena más graciosa!...
Me reí de veras. Mi prima, vestida como una ninfa, daba á su marido
una lección de hidroterapia. Desnudo de medio cuerpo arriba, mostrando
aquella potente musculatura de gladiador, estaba Miquis de rodillas,
inclinado delante de una gran bañera de latón. Su actitud era la del
reo que se inclina ante el tajo en que le han de cortar la cabeza. El
verdugo era ella, toda remangada, con la falda cogida y sujeta entre
las piernas para mojarse lo menos posible. El hacha que esgrimía era
una regadera. Pero había que oirles. Ella: «restriégate, cochino;
frótate bien; toma el jabón.» Él: «socorro, que me mata esta perra;
que me hielo; que se me sube la sangre á la cabeza.» Ella: «lo que
se te sube es la mugre; ráspate bien, hasta que te despellejes.
Grandísimo gorrino, lávate bien las orejas, que parecen... no sé qué.»
Y no teniendo paciencia para aguardar á que él lo hiciese, soltaba la
regadera, y con sus flexibles dedos le lavaba el pabellón auricular con
tanta fuerza como si estuviera lavando una cosa muerta. «Que me duele,
mujer...» «Lo que duele es la porquería», respondía ella pegándole un
sopapo. Parecía meterle los dedos hasta el cerebro.
Y salía sin esquivar los charcos, metiendo los pies en el agua. Llevaba
zapatillas de baño, de esparto, bordadas con cintas de colores; pero á
lo mejor se le caían, y seguía descalza, como si tal cosa, sobre los
fríos ladrillos.
--Estas lejías no las aguanta nadie más que yo... ¿Ha visto usted qué
hiena es mi mujer?
Corría Camila á hacer el almuerzo, pues estaban sin criada, pienso que
por economizar.
--Ahora --me dijo Miquis con beatitud--, nos pasamos con una tortillita
y café. Hemos suprimido la carne como artículo de lujo. Y tan
ricamente... A todo se _jace_ uno. Esta Camila es el mismo demonio.
¿Pues no dice que va á reunir dinero para comprarme un caballo?... ¡No
sé qué me da de sólo pensarlo!... ¿Será capaz?...
IV
--Vamos --decía yo--, no se sabe cuál de los dos tiene más gana. Echar
suertes... No, yo decidiré. Que se lo coma la hiena.
--Pero tío, por Dios, ¿es posible que usted se ahogue en tan poca agua?
¡Estando yo aquí...! ¡Ni que fuéramos...!
Pensé marcharme yo también; pero tuve que detenerme una semana más en
Madrid, porque acertaron á pasar por la corte dos señoras amigas mías,
respetabilísimas, de casta mestiza anglo-hispana, como yo, y á las
cuales no podía menos de tratar con las mayores consideraciones. Eran
las de Morris, mejor dicho, una de ellas era Morris y Pastor, la otra
Pastor y Morris, tía y sobrina, ambas solteronas, distinguidísimas y
ricas. La de Morris debía de tener setenta años; pero se conservaba
bien: era algo pariente de mi madre, y siempre me hablaba del tiempo
en que me había tenido sobre sus rodillas, fajándome, limpiándome
los mocos y dándome cucharadas de _maizena_. La Pastor, su sobrina,
era más joven: ambas parecían de cera, pulcras como el armiño; sus
ojos eran cuatro cuentas azules, enteramente iguales y simétricas.
La concordancia de sus miradas y de sus movimientos era tal, que
á veces parecía que la una movía las manos de la otra, y que la
Morris estornudaba ó tosía con la boca de la Pastor. La tía leía
mucho, así en inglés como en español, y tenía sus puntas de literata:
trataba á Spencer y á George Elliot. La sobrina pintaba, como pintan
las inglesas, haciendo habilidades más bien que obras artísticas,
embadurnando placas de porcelana, trozos de papel de arroz, y ahumando
platos para rascarlos con un punzón. Sus acuarelas tenían frescura
sosa, y siempre expresaba en ellas alguna idea moral. Aunque no pintara
más que un riachuelo reflejando un álamo, yo no sé cómo se las componía
que siempre salía la moral. Eran ambas las personas más agradables, más
buenas, más finas, más delicadas que se podían ver en el mundo.
--Si me parece que fué ayer cuando naciste... Me acuerdo muy bien.
Fué una noche en que hubo muchos truenos y relámpagos. Tu madre se
asustó, echóse en la cama y... te tuvo. Paréceme que te estoy viendo ya
grandecito, pero no tanto que levantases del suelo más que esta mesa.
Eras humilde, delicadito de salud y caprichosillo.
Para darme más que hacer, mis ilustres amigas me rogaron que me hiciera
cargo de sus intereses. Tenían ciega confianza en mí. Endosáronme
varias letras que traían; ordenáronme cobrar por cuenta suya ciertas
sumas en casa de Weissweiller y Baüer, y se fueron. Despedílas en la
estación del Mediodía, después de haber telegrafiado á Cádiz para que
las fueran á recibir. Ambas lloraban cuando se separaron de mí.
Él se puso encarnado y miró á su cara mitad, como miran los niños á sus
madres cuando temen que éstas no les han de permitir aceptar un juguete.
--¡Qué bueno eres! --me dijo, dejándose besar las manos, favor que
hasta entonces no me había permitido. Y yo dije para mí: «Hola, hola,
¿qué es esto?» Francamente, era para maravillarme. Mil veces le hice
ofertas valiosas sin conseguir que me las agradeciera. Habíale dicho:
«Camila, te regalaré un hotel, te pondré coche, te pasaré seis mil
duros de renta», y ella ¿cómo me contestaba? Riendo, injuriándome
ó tirando aquellas lindas coces de borriquita enojada, que eran mi
encanto... En cambio, aceptaba y agradecía obsequios hechos á su
marido. ¿Por qué? Ella se atormentaba con la idea fija de comprar un
caballo á Constantino; pensaba en esto á todas horas, y tenía una
hucha en la cual reunía dinero para aquel fin. ¡Pobrecilla! El regalo
del caballo entrañaba una gran conquista para mí, la conquista del
tiempo, porque Miquis se iría á pasear en él todas las tardes. Además,
Camila se había entusiasmado con mi oferta, se había conmovido... A
veces, por donde menos se piensa se abre una brecha. ¿Sería aquélla
la brecha de la inexpugnable plaza, la juntura invisible de una cota
que parecía milagrosa?... Lo veríamos, lo veríamos. Me marché gozoso á
San Sebastián, diciendo para mí: «Lo que es ahora, borriquita, no te
escapas.»
XIX
Todos los días inventaba yo alguna cosa para que ellos se divirtieran,
para divertirme yo si podía y para alcanzar mi objeto. Unas veces
era expedición á Pasajes; otras caminata por el campo, excursión en
coche á Loyola, pesca en bote, etc... Por todas partes y en todos
los terrenos buscaba yo el idilio, y se me figuraba que lo había de
encontrar si no estuviera pegado siempre á nosotros aquel odioso
monigote de Constantino. Pero su bendita mujer no se divertía sin
él, y él era, sin duda, quien daba la nota delirante de la alegría
en nuestros paseos. Cuando salíamos al campo, Camila se embriagaba
de aire puro y de luz, corría por las praderas como una loca, se
tendía en el césped, saltaba zanjas, apaleaba los bardales, hacía
pinitos para coger madreselvas, hablaba con todos los labriegos que
encontraba, quería que yo me subiera á un árbol á ver si había nidos
de pájaros, perseguía mariposas, aplastaba babosas, reunía caracoles
para apedrearnos con ellos y se ponía guirnaldas de flores silvestres.
He dicho que se embriagaba y es poco. Era más: se emborrachaba, perdía
completamente el tino con la irradiación de su dicha. Si la única
felicidad verdadera consiste en contemplar felices á los que amamos, yo
no debía cambiarme por ningún mortal; pero la felicidad no es tal cosa,
y el filósofo que lo dijo debió de ser un majadero de esos que fabrican
frases para vendérnoslas por verdades.
Nunca había visto á mi borriquita dar tanto y tanto brinco. En su
frenesí llegó á decir, tirándose al suelo: «me dan ganas de comer
hierba.» Por su parte Constantino hacía los mismos disparates,
acomodándolos á su natural rudo y atlético. Daba vueltas de carnero y
saltos mortales, hacía flexiones y planchas en la rama de un roble,
andaba con las palmas de las manos, cantaba á gritos, relinchaba. Ambos
concluían por abrazarse en medio del campo, y jurarse amor eterno ante
el altar azul del cielo.
--No me ahogaría.
--Claro que no, porque te sacaría yo, con riesgo de mi propia vida.
II
Yo estaba nervioso, de muy mal humor, y con ganas de darle una zurra.
Mi fuerza, puramente nerviosa, por lo mismo que fué tan grande, duró
poco. El manchego se repuso, y desasiéndose, ganó pronto ventaja. No
tardé en estar debajo. Cogióme las manos, sujetándome los brazos con
el peso de su cuerpo; dejóme sin movimiento ni respiración, hecho un
lío, una momia. ¡Cómo ostentaba su poder ante mi debilidad! Así me tuvo
un rato, dueño de mí, mirándome y escarneciéndome como si yo fuera un
muñeco con apariencias de hombre.
--Muévete ahora --me decía, apretando más las argollas de hierro de sus
dedos.
Sí: en la mar era yo más fuerte, mucho más, porque nadaba muy bien, y
Constantino apenas se mantenía sobre el agua. Siempre nos bañábamos
juntos; era yo su maestro: enseñábale á mover los brazos; jugábamos
y saltábamos, cabalgando en las olas. Cuando Camila estaba en el
baño, hacía yo más, ¡oh! entonces hacía verdaderas proezas. Orgulloso
de aquella habilidad que aprendí en la niñez, alumno de la marítima
Inglaterra, esperaba á que mi borriquita estuviese presente para irme
muy afuera, muy afuera, hasta que ya no podía más. Decíanme todos, al
volver, que perdieron de vista mi sombrero de palma, lo que me llenaba
de satisfacción. Todas las personas reunidas en la playa estaban con
gran ansiedad y corrían murmullos de alarma. A mi triunfal regreso,
dando brazadas á las olas y abofeteando la espuma, era recibido con
vítores y plácemes. Yo me ponía muy hueco si Camila estaba presente;
si no, no. No veía más que á ella, saliendo de su caseta ya vestida,
colorada, fresca; y me decía con amable reprensión:
--¡Qué susto nos has dado! Creí que no volvías más. A ver si te dejas
de gracias.
--Constantino, ahógale.
III
¿Por qué Camila no era mía? Vamos á ver, ¿por qué? Antojábaseme que
habría sido el más feliz de los mortales teniéndola por esposa. No me
contentaba con robarla al hogar y al tálamo de otro hombre; quería
ganármela legítimamente y tomar posesión de ella ante el mundo y ante
Dios. Sí: tal era la mujer que me convenía; Camila, sí, y no otra,
pues cuando uno se liga á una mujer para toda la vida, es preciso que
ésta lleve en su temperamento aquellos raudales de dicha, aquel reir
inefable y aquella santa salud. ¡Qué fatalidad, llegar siempre tarde!
La interposición del marmolillo de Miquis me parecía una mala pasada
de mi destino. ¡Dios me quería mal, me estaba trasteando y _quedándose
conmigo_! ¡Cuánto disparate! También pensaba mucho en la primera
impresión que me causó la señora de Miquis cuando la conocí. ¿Por qué
me fué antipática? ¿Por qué la juzgué tan severamente? ¡Ah! Porque en
aquellos días yo era idiota; no me quedaba duda de que era el mayor
majadero del mundo, pues la misma equivocación que padecí con Camila
la tuve con respecto á Eloísa, á quien estimé adornada de mil virtudes
sin adivinar su diabólica pasión por el lujo. ¿Y si después de ganar y
poseer á Camila, me salía con un defecto semejante? Porque equivocado
una vez, equivocado mil y quinientas... No, no: ésta no tenía ninguna
chispa del Infierno dentro de sí, como la otra; ésta era la alegría,
alma del mundo; la rectitud guardada en el vaso de la jovialidad...
Tenía que ser mía en una forma ú otra, y después era indispensable
que el marmolillo reventara ó que se le llevaran los demonios, para
legitimar mi victoria.
--Vamos, vamos --decía Camila muy seca--. Me carga este pueblo. Esto es
una _farsantería_.
--Al menos --insistía yo--, que acepte tu marido este paraguas, y tú...
No me desaires. Me enfadaré si no aceptas este _pardessus_.
--Jugar, ¿á qué?
--Al _baccarat_.
IV
--¡Parece mentira --insistía yo-- que teniendo una mujer como la que
tienes...! No te la mereces.
Y él, sin mostrar contrariedad, no decía más que estas breves palabras,
con sencillez grandiosa, que era toda una conciencia sacada á los
labios:
--No te creerá.
--Déjate de bobadas, José María. Este animal no quiere á nadie más que
á mí.
Doy cuenta de la agravación de mis males y del remedio que les aplico.
-- Gonzalo Torres.
--¡Ah! no... aquello fué una tontería... un drama, una idea nueva...
Hice dos ó tres escenas; pero lo abandoné pronto. La cosa no salía.
Después se me ocurrió esta gran obra.
--Algún dibujillo --indiqué deseando que acabase pronto, pues tenía que
hacer--. Dispara, dispara de una vez.
Cortó la frase para extender el papel sobre una mesa, sujetándolo por
los bordes con objetos de peso. Ví muy bien dibujado el contorno de
nuestra Península, con indicaciones de cordilleras, ríos y ciudades.
Los nombres de éstas se hallaban encerrados dentro de círculos
concéntricos de colores de muy diverso matiz.
--Buenos días, tísico --me dijo sin entrar y retirándose otra vez.
--Es que --me dijo después de vacilar un rato-- tienes ahí una visita.
--¿Es verdad eso? Mira, lo sentiría mucho. Creo que te equivocas. No,
no parezco una francesa. No me lo digas otra vez.
--Estoy admirado de tus ideas. ¡Vaya, que tienes una manera de ver las
cosas...! Lo que digo, estás hecha una parisiense... A mí no me vengas
con historias...
II
--Gracias.
--Si no hay por qué dar gracias. Repito que todo lo he traído para que
tú lo veas y digas si es bonito. Siempre que compraba algo, me decía:
«¿le gustará esto?» Y cuando se me figuraba que no te había de gustar,
ni regalado lo quería.
--¡Quién sabe...!
--¿Qué?
--Vamos á ver: una apuesta... ¿A que te chiflas otra vez por mí?
Ambos nos echamos á reir, y concluyó por besarme la mano, como hacen
los chicos con los curas que encuentran en la calle.
--Sin distinciones.
--¡Ah! tengo que contarte --dijo, tras una explosión de risa--: tengo
que contarte... ¿Sabes que Pepito Trastamara está loco por mí y quiere
casarse conmigo?
--¿Ves? Sin querer te estás tomando interés por mí; me estás dando
consejos --replicó con mucha monería--. Si no puedes, hombre, si no
puedes desligarte de mí; si te intereso sin que lo eches de ver...
¿Conque no me conviene Pepito Trastamara...? ¿Y ser duquesa? Pepito
heredará al marqués de Armada-Invencible: fíjate en esto.
--Voy creyendo, como mi hermano Raimundo, que aquí no hay más que mil
duros, que un día los tiene éste y después el otro...
--Ni más ni menos. Te profetizo que pasarás las de Caín. Hay poco
dinero.
Por la tarde, muy á disgusto suyo, le mandé á su casa con Evaristo, que
le había traído. Despedíase de mí con resignación, preguntándome si su
mamá le dejaría volver otro día. En los siguientes, Eloísa no cesaba
de mandarme recados informándose de mi salud, que no era buena, y con
los recados solían ir cartitas rogándome que pasara á su casa. Viendo
que yo no me daba á partido, fué ella misma á verme varias tardes. Por
fin, una mañana me envió con el pequeñuelo una cartita diciendo que
estaba mala y deseaba «verme á todo trance.» Bien comprendí que lo de
la enfermedad era un ardid; pero las flaquezas propias de la naturaleza
humana en general y de la mía en particular me impulsaron á acudir á la
cita. Toda aquella moral mía se la llevó la trampa.
Sabía Eloísa, eso sí, tomar en público los aires de una señora
distinguidísima, y lo que es más raro, conservaba parte no pequeña de
sus relaciones; hacía visitas, iba á misa, era saludada por lo más
selecto de Madrid. Oyéndola hablar, cualquier incauto la habría creído
el espejo de las viudas. Parecía que no rompía un plato. Afanábase por
la educación de su hijo, y le había puesto un aya francesa, de quien
me dijo Evaristo que era más fea que el hambre. Su solicitud materna
era quizás lo único que yo podía estimar en la prójima; pues por todo
lo demás, sólo me inspiraba lo que es propio de las prójimas: lástima,
interés nominal y desdén efectivo.
III
Levantéme una mañana dispuesto á hacer un viaje á Haro y dar una vuelta
por Elciego, Casalarreina, Cenicero, Cuzcurrita y demás centros de
producción... Pero esto era meterme en faenas penosas. Nada, nada:
más valía que, quietecito en Madrid, buscara un modo de trabajar.
El negocio de banca con Londres y París me seducía; pero está muy
acaparado. Hablando con mi tío, éste me hizo ver que el estado de la
Bolsa era muy á propósito para zamparse en ella _hasta la cintura_. La
persistente baja, motivada por los sucesos de Badajoz y el azoramiento
de los tenedores extranjeros, convidaba á meterse en danza, teniendo
serenidad y empuje.
Luego proseguía contándome cómo, al fin, reunidos unos seis mil duros,
dejó los pianos para meterse de hoz y de coz en la Bolsa, que era su
ideal, por suponerse con aptitud nativa para el tráfico de papel. A
los ocho días, ya sabía tanto como los viejos; adquirió pronto el
golpe de vista, la audacia serena y el don de abarcar rápidamente las
operaciones más complejas. Su éxito fué grande. Empezó el 73, cuando
la renuncia de don Amadeo, y las bajas considerables en los años de
guerra civil le pusieron en las nubes. Era pesimista incorregible.
Para él la campaña iba siempre mal, y los carlistas daban cada golpe
que cantaba el misterio. Aquellos mismos seres venerables á quienes
tenía por semidivinos, Urquijo y Ortueta, los banqueros de la calle
de la Montera, fueron sus amigos, y tan iguales á él que le daban
ganas de tutearles. El 77 era ya el espanta-pájaros de la Bolsa.
Todos observaban lo que él hacía para seguirle la correa. Recibía
diariamente despachos telegráficos cifrados de sus agentes de Londres y
París, para jugar en combinación con aquellas plazas.
--Y aquí me tiene usted --añadía--: hoy soy rico; pero me gusta vivir
á la pata la llana, y si tengo carruaje, no es porque me haga falta,
que yo gusto de andar en el caballo de San Francisco; únicamente lo uso
para que esos brutos de la Bolsa me lo vean, y para que mi señora se
pasee.
XXI
Vamos con calma y método, que hay aquí mucho que contar.
María Juana me dijo que pensaba fijar los lunes para invitar á su
mesa á seis ó siete personas, y recibir después á los amigos. Deseaba
ella que en estas reuniones reinase una media etiqueta, con lo cual
contrariaba al bueno de Cristóbal, que renegaba de las farsas y
enaltecía la confianza como flor verdadera de la amistad. Gustábale
á él la abundancia de las comidas españolas, y ponía el grito en
el cielo en tratándose de las fruslerías de la cocina francesa. Su
mujer, habilidosa como pocas, logró encontrar el justo medio, ó mejor,
componendas hipócritas, con las cuales aparentaba llevarle el genio, y
en realidad no hacía sino su santísimo gusto. El adorno de la casa era
un campo de maniobras en que lo elegante y lo cursi andaban á la greña.
Había cosas muy buenas, compradas recientemente en casa de Ruiz de
Velasco, y otras del gusto fiambre, caobas y palisandros barnizados,
papeles horribles con vivos de negro y oro. Porque Cristóbal era de
los que se empeñan en que todo se ha de adornar con _medias cañas_;
tenía fanatismo por este sistema decorativo, y si lo dejaran pondría
las tales _medias cañas_ hasta en la Biblia. Mi prima iba desterrando
poco á poco antiguallas é introduciendo el contrabando de los muebles
de arte y gusto; y como Medina la quería tanto, no le era difícil á
ella triunfar en cuanto se le antojaba, aunque hubo casos en que el
esposo se mostró inflexible. Tenían un portero leal, honradísimo, que
llevaba veinte años comiendo el pan de los Medinas, hombre que, al
decir de Cristóbal, _no se pagaba con dinero_. Pero aquel espejo de los
porteros tenía un gran defecto. No vayáis á creer que se emborrachaba.
¡Era que usaba patillas, unas enormes zaleas negras, revueltas y
despeinadas, que caían tan mal con la librea...! La señora les había
declarado la guerra, las odiaba como si fuese ella propia quien tuviera
aquellos pelos en la cara. De buena gana habría acercado un fósforo
á la de su leal servidor, para incendiar aquel matorral indecente.
Pero Medina se opuso siempre á que se le hablara al tal de raparse.
Le parecía un ataque al libre albedrío y una burla de la personalidad
humana. Además, lo de las caras afeitadas, tratándose de criados, le
parecía farsa, comedia, «moda francesa, hija; _mariconadas_ que me
revientan.» Defendido por su amo, el portero continuó y aun continúa
tan hirsuto como siempre. La casa era una de las fundadoras del barrio
de Salamanca. La compró Medina al Crédito Comercial, y después de
echarle mil remiendos y composturas, porque estaba tan derrengada como
todas las de su tanda, la pintó muy bien por fuera, imitando ladrillo
descubierto, con ménsulas y jambas, figurando piedra de Novelda, y en
el portal y escalera púsole cuantas _medias cañas_ cupieron. Arregló
para sí el principal, que era hermosísimo, con vistas á la calle de
Serrano y al jardín interior de la manzana. Las tales casas, mal
construídas, tienen una distribución admirable, un ancho de crujía y un
puntal de techos que me gusta mucho. Su única imperfección, para mí,
es la curva de las escaleras; defecto que también tenía mi finca de la
calle de Zurbano.
II
¿Qué tenían que ver las anécdotas del general Morla, con aquella
verdad palpitante, toda números, toda vida? Las agudezas de los
conversacionistas más ingeniosos palidecían junto á aquel cuento de
cuentas. Y que no se mordían la lengua los tales.
--Medina sabía de muy buena tinta que los de Casa-Bojío habían llegado
á la extremidad de vivir con lo que les quería fiar el tendero de la
esquina, y, sin embargo, daban bailes, metían mucho ruido, salían por
esas calles desempedrándolas con las ruedas de su coche, y poniendo
perdidos de barro á los pobres transeuntes que han pagado al sastre la
levita que llevan. Él no comprendía esto; no le cabía en la cabeza tal
manera de vivir. ¡Dar bailes y comilonas, y deber la escarola! Nada,
que este Madrid es muy particular...
--No crea usted, Cristóbal tiene motivos para saber cómo andan las
cajas de la grandeza. Las mermas de aquellas casas son los crecimientos
de ésta. Figúrese usted que Cristóbal tiene una pajita en la boca; el
otro extremo cae en la contaduría de Pepito Trastamara. Cristóbal hace
así... _aliquis chupatur_, y se va tragando todo.
III
--Nada, cosa del estómago... Las comidas de viernes no les caen bien...
Pero Bárbara no quiere que en casa se falte á lo que manda la Iglesia,
y yo le digo: «_Partiendo del principio_ de que sea santidad eso de
comer pescado en vez de carne, y yo lo pongo en duda; pero, en fin, lo
admito; _parto del principio_ de que... Yo digo: las personas delicadas
¿no deben estar exentas de cumplir esas reglas? Y no crea usted,
tuvimos que llamar á Zayas. Dolores en la boca del estómago, vómitos.
Al fin, _paulativamente_ se han ido serenando. Bien merecido les está.
Yo, como no creo en esas teologías, comí en casa del amigo Lhardy
buen pavo trufado, buenas salchichas y unos bisteques como ruedas
de carro... Hola, Cristóbal, ¿pero ha visto usted hoy...? Queda el
Perpetuo por debajo de 59. ¿Qué dice Torres? ¿Ha habido malas noticias?
Lo que ya sabíamos: otra sublevacioncita militar. Esto da vergüenza.
Aquí no hay más que pillería, aquí no hay quien sepa gobernar. Yo
fusilaría media España, y veríamos si la otra mitad andaba derecha.
Porque vea usted --añadía tocándome ambas solapas y haciéndome retirar
un poco, pues tenía la mala costumbre de echársele á uno encima--,
si los hombres de negocios nos pusiéramos un día de acuerdo, todos
_compatos_, y dijéramos: «ea, se acabó la farsa: desde hoy abajo la
política de personas, y arriba la de los grandes intereses del país...»
--Seguramente que...
--Porque vea usted --prosiguió él sin dejarme meter baza--. Yo, que
tengo dos mil doscientas cincuenta acciones del Banco, usted que tiene
quinientas, es un suponer, otro que tiene mil, y otro y otro con tanto
y cuanto, y Trujillo que gira diez millones de reales al año, y tal y
cual, cada uno con su negocio... Suponga usted que nos reunimos todos
y decimos: «hasta aquí llegó la farsa.» Se me dirá que es difícil
que tantos intereses se pongan de acuerdo; pero yo, _partiendo del
principio_ de que no hay ningún hombre político que tenga dos dedos de
frente, sostengo...
María Juana, que era bastante maliciosa, hízome reir contándome los
solecismos que el tal decía á cada instante. Oíamos su risa explosiva
que estallaba en el salón inmediato como un petardo, y á poco se nos
acercó Severiano.
¿Pero qué había de vomitarlo? Lo que salía de la boca era un sin fin
de palabras exprimidas, estudiadas, relamidas, queriendo que fuesen
finas y sin poderlo conseguir. Esperancita era graciosa, vivaracha y
bonita; pero tenía en el semblante un cierto aire de familia: el aire
_reventativo_ de su papá, según decía Severiano. Este le daba mucha
broma, y ella se pirraba por que se la diera.
IV
Después de meditar buen rato, díjome mi prima que yo era más tonto
de lo que ella se había figurado. Sin duda Trujillo y su mujer me
recibirían con palio si fuera á pedirles la chica; y en cuanto á ésta,
á la legua se le conocía que estaba hecha un merengue por mí.
--Tú tienes algo por ahí; tú estas chiflado por alguna... Y puede que
sea una buena pieza, en cuyo caso no me tomaría yo interés por tí,
dejándote entregado á las miserias de tu temperamento.
--Es preciso curarte á todo trance --me decía--: estás muy malito, muy
malito. Si fueras ingenuo conmigo, y empezaras por hacerme confesión
general de tus culpas... pero eres arca cerrada y todo te lo tragas.
Que á tí te pasa algo, que no estás en tu centro, se conoce á la legua.
--No vayas á la alza mañana. Vendrá de París una fuerte baja. Hay muy
malas noticias. Torres se lo ha dicho á Cristóbal.
Estas confidencias, por ser hechas muy cerca de Barragán y del mismo
Medina, necesitaban del amparo del abanico, tapando las cotizaciones
como si protegieran una sonrisa aleve.
Fiada del ascendiente que tenía sobre su marido, mi curandera iba
desvirtuando poco á poco los programas de éste en lo tocante á las
etiquetas ramplonas y castellanas. En sus vestidos, daba ella á
conocer su anhelo de elegancia y variedad. De su mesa había desterrado
paulatinamente los asados de cazuela, los salmorejos, las paellas y
otros platos castizos, y, por fin, introdujo en la casa, con carácter
de temporero, mas con idea de que fuese de plantilla, á uno de los
mejores mozos de comedor que había en Madrid. Yo se lo proporcioné, á
instancia suya, é hizo el papel de que creaba la plaza por favorecer á
un honrado padre de familia.
--Ahora --me susurró-- estoy batallando con Medina para que me ponga
gas en el comedor.
--Es preciso --me indicó una noche-- que me traigas á otros amigos
tuyos, al general Morla, por ejemplo, que es tan divertido.
--Ahora mismo me han dado una noticia funesta --me dijo--. ¿No sabes
nada? La pobre Eloísa... trueno completo. Está la infeliz en medio
del arroyo. Bien sabía yo que esto tenía que venir; y lo siento, más
que por ella, pues bien merecido lo tiene, por la vergüenza que cae
sobre toda la familia. En una palabra, Fúcar --añadió, deslizando las
palabras con muchísima cautela--, Fúcar, hace un mes, se declaró huído.
--Eso ya lo sabía.
--También lo sabía.
--Usted debiera irse al monte por dos ó tres días --le dije.
--Al fin creo que Torres se queda con el espejo horizontal y con el
cuadro de Sala. Seguramente los tomará por un pedazo de pan, porque
esa gente es así. ¡Quién le había de decir á Paca, hace doce años,
cuando era doncella de servicio, que iba á tener en su casa tales
preciosidades! Es un escándalo cómo sube esta gentuza, y cómo se va
apoderando de lo que no les corresponde por su falta de educación.
VI
Gozaba fama de avaricia; pero esta fama la tienen en Madrid todos los
que no tiran su dinero á los cuatro vientos, y no hay que hacer caso
de ella. Esta opinión la hacen los pródigos parásitos y los que se
gozan en ver rodar el dinero ajeno después que han desparramado el
propio. ¿Saben ustedes quién había propalado la sordidez de Medina?
Pues entre otros, el pillete de Raimundo, que nunca pudo dar más
que un sablazo á su cuñado, el cual hubo de pararle los pies cuando
intentó descargarle el segundo. Eso sí: Medina no gustaba que nadie le
cogiese de primo; era en esto mucho más inglés que yo, y muchísimo más
práctico. Mi tío Rafael también era algo responsable de aquella falsa
opinión de avaricia. Ignoro si mediaron disgustillos entre uno y otro
por cuestión parecida á la que motivó la mala voluntad que Raimundo
tenía á su cuñado. Sólo sé que en cierta ocasión Medina sacó á mi tío
de un gran apuro, y que si no se repitió el milagro, fué porque el tal
llevaba en su escudo económico el lema de _non bis in idem_. Cristóbal
era generoso cuando veía una lástima y el lastimado no le pedía nada.
Si otorgaba favores de todo corazón á algún prójimo, hacíalo por una
vez; pero si el tal repetía, negábase resueltamente. He oído contar
esta misma costumbre del barón Rothschild y de D. José Salamanca, y
me parece, con perdón de los pedigüeños, que está basada en un sólido
principio de moral financiera.
--Doy á 95.
--Guárdeselo usted...
--Hechas.
XXII
--¿Y las camisas? --me preguntó desde la puerta del gabinete--. ¿Te has
puesto alguna?
--¿Qué? ¿Vas á salir ahora con que no están bien? --gritó la autora
con la prontitud de su genio impetuoso.
--No están sino muy mal --declaró María Juana con la seriedad de quien
acostumbra á poner la justicia por cima de todas las cosas.
--Pues Constantino no usa más que las cortadas por mí, y no se queja.
¿Verdad, tú?
Las risas de María Juana desconcertaron más á la otra, que dió algunas
pataditas.
--Y nada más... ¡Vaya con el señor de los pechos planchados...! que
le han de hacer las camisas los ángeles, y no han de tener ni una
arruga... ¡Y quémeme yo las cejas para esto!
--¡Yo!... Que los dedos se me pudran si vuelvo á dar una puntada por
tí. Te desprecio... altamente.
--Falta una.
--Es la que me puse ayer... Salí con ella, y tuve que volver á casa á
quitármela, porque por la calle iba haciendo gestos como si tuviera el
pescuezo lleno de pulgas.
--Ya te daré yo pulgas, tontín. Verás, verás. Pues, señor, estas cinco
camisas, digo, seis, porque la otra también la apando cuando esté
lavada, me las llevo á mi casita, y haciéndoles una pequeña reforma,
ensanchándoles un poquito de hombros y de cuello, se las arreglo á este
animal. Mira tú por dónde he salido ganando... Chúpate esa y vuelve
por otra... Constantino, hijo de mi alma, vámonos de esta casa de mal
agradecidos. Ya tienes seis albardas más. Tú no les pondrás peros. ¿Qué
has de poner?
Él se reía, diciéndonos:
--No la hagan ustedes caso. Hoy le ha dado por alborotar. En fin, tiro
del ronzal y me la llevo para que os deje en paz.
--¡Qué vecindad tan molesta debe de ser para tí! Estarás harto.
--No lo creas. Viven con arreglo. Es que tenemos de Camila una idea muy
equivocada.
--Ya sé que no se gobierna del todo mal. Pero el día menos pensado la
pega. No hay fondo en ella.
--Anoche estuvo la pobre Victoria en casa. Cada ojo así, por ver si
entrabas. Como no fuiste, la pobre se secaba mirando á la puerta del
salón. Cuando se marchó, creo que le faltaba poco para hacer pucheros.
Tras este exordio, vino una larga amonestación sobre el mismo tema. Yo
debía casarme á ojos cerrados con aquella joven.
--Vaya que tienes aquí cosas divinas. Y á propósito: ¿sabes á dónde han
ido á parar los cuatro grandes tapices de Eloísa? A casa de esa que
llaman la Peri. ¡Qué escándalo! A esto llaman vueltas del mundo; yo lo
llamo volteretas. El espejo horizontal y otras piezas están en casa de
Torres. Se mirará Paca en él para peinarse las greñas. Todo el comedor
ha ido á poder de Sánchez Botín. Él empezó por comerse los manjares, y
ha concluído por tragarse la mesa de roble y las hermosísimas sillas
talladas. ¿Y las dos credencias inglesas, las has visto en alguna parte?
--¿Aquí?
--¡Saltos mortales!
--Y parece que me persiguen estas visiones tristes. Anteayer pasé por
la calle de Hortaleza y ví el busto de Shakespeare en el escaparate de
la Juana, rodeado de mil chucherías. Entré en la tienda y lo compré sin
reparar el precio.
--Es verdad: aquí está. ¡Qué hermoso es! ¡Y cómo nos mira!
--Vaya, si parece que estoy tonta. ¡Qué cabeza ésta mía! ¿Pues no me
iba sin decirte aquello precisamente por que he venido?
--Nada hay tan sabroso para el alma --declaró-- como obligarse á hacer
cosas contrarias á nuestro gusto, y recrearse, después de hechas, en
ver cuán fácil era lo que nos parecía difícil.
Mostréme conforme con esto, y me volví tan filósofo que no había más
que pedir. Sí: yo también me vencía; yo también batallaba día y noche;
yo era un atleta que me robustecía moralmente con la gimnasia aquélla
de dar bofetadas al pícaro gusto y acoquinarlo y meterlo en un puño...
¡Como que mi prima y yo éramos un par de santos, que á poco que nos
esforzáramos íbamos derechos á la canonización! Díjele que admiraba su
virtud y su fortaleza como las cosas más peregrinas que había visto en
mi vida, y que... en fin, dije muchas cosas, con las cuales me parecía
que estaba envolviendo en paja la verdad de mis sentimientos con
respecto á ella, para remitirlos en gran velocidad. Yo era el embalador
del desprecio que me inspiraba.
«Lo que tú quieres, bien lo veo --me dije para mi sayo al volverme á
mi casa--. Pues te saldrás con la tuya.»
II
Aquel mismo día, no sé dónde, oí decir que Eloísa estaba enferma. Era
cosa de la garganta, indisposición pasajera tal vez, la neurosis de
la pluma. No hice caso ni pensé en ir á verla. El general Morla me
entretuvo toda la tarde, enseñándome las armas que había adquirido
recientemente, y sus variadas colecciones, que no se acababan de
ver nunca: tal era su riqueza. Tenía una de clavos arrancados de las
puertas de Toledo, otra de bacías de barbero y otra de muestras de
escritura, la cosa más galana y famosa que se podía ver. Habíalas
hechas con las dos manos á la vez, que eran una maravilla de destreza
caligráfica. Ví también botones militares, espuelas, estribos y mil
herrajes diversos, todo muy limpio y admirablemente clasificado por
épocas. De mañanita se iba mi hombre al Rastro, en cuyos revueltos
tenderetes había encontrado verdaderas joyas arqueológicas.
Y ya que hablo de negocios, diré que había logrado con ellos lo que me
propuse, á saber: distraerme y ganar algún dinero. A estas ventajas
debo añadir la actividad física que por necesidad era inherente á tal
género de vida, y aunque tenía coche, resolví usarlo poco para que
el ejercicio me desentumeciera. De noche me imponía la obligación
de visitar á mis amigos en los distintos círculos á que concurrían.
Por charlar un poco con el amigo Arnáiz, iba al Círculo de la Unión
Mercantil, de que él era presidente; por ver á Severiano y á Chapa, iba
un rato al Casino, y Morla y Villalonga me llamaban hacia el Ateneo.
De estos círculos era yo socio, aunque calentaba poco los divanes en
ellos. Al Bolsín no iba sino cuando tenía que ver necesariamente á
Torres, ó á Samaniego, que siempre estaba allí de una á dos, la hora
de liquidar, llamada propiamente _de Bolsín_. Aquel círculo me era muy
antipático, dicho sea sin ofender á nadie. A la sala de liquidación
no le faltaba más que el vino para parecerse á una taberna. Por las
noches la invadían los cobradores y zurupetos, jugando al tresillo
en las mismas mesas donde por el día se _mataban_ y se _casaban_ las
diferencias; y los escuetos salones eran para mí lo más aburrido del
mundo, salvo cuando corrían noticias de bulto. En estos casos el Bolsín
era el centro de las palpitaciones comerciales, el _gran simpático_ que
reflejaba la excitación de todo el Madrid financiero. Pero en noches
normales parecíame un casino soso, no exento de grosería. El gallito
de él era Torres, que todo lo animaba con sus dicharachos crudos, con
su costumbre de tutear á todo el mundo y aquella risa repentina, entre
marrullera y soez, que desde la escalera se oía, y á la cual algunos
daban toda la importancia de un signo de lenguaje y presumían de
saberlo traducir.
A la Bolsa iba yo entonces todos los días, unas veces decidido á hacer
algo, sin meterme muy á fondo; otras por tomar el pulso al juego.
Corriéndome hacia la derecha, me encontraba con la alta Banca, entre
cuyos individuos tenía yo buenos amigos. Solía tropezar con _Partiendo
del Principio_, que en dos palabras me daba á conocer la excelsitud
de sus conocimientos, y no perdonaba ocasión de hacerme saber que
yo era un inocente, y que la humanidad toda _pasaba desapercibida_
para un sujeto tan perspicuo como él. Medina no faltaba ningún día,
y se paseaba de largo á largo en el espacio aquél de la derecha,
conforme entramos, sin pararse un momento. Andando, daba sus órdenes
á Samaniego, que bajaba del _parquet_ con frecuencia, y se ponía de
acuerdo con Torres. Este no iba todos los días: se había crecido mucho
para prodigarse. Cuando se aparecía por allí, toda aquella gente
de los corros le miraba con cierta veneración, y él se inflaba lo
indecible. En el murmullo del local, tan semejante al zumbido de una
colmena, sonaban sus risas prontas, ásperas y estridentes, parecidas
al rasgar de telas que se oye pasando por la calle de Postas á las
horas de más venta. Comúnmente se venía hacia mí, y concertábamos una
operación modesta. En aquel local siempre me tuteaba: era costumbre
arraigada en él, de la cual sólo se eximían Ortueta, Urquijo y otros
pocos por quienes tenía adoración. Era un asombro ver cómo se lanzaba á
mayores, haciendo operaciones arriesgadísimas, por sumas fabulosas, con
mediación de Samaniego, pero sin publicar.
Un día me dijo Medina, sin detener el paso, para lo cual tuve que
dejarme ir con él:
--Si usted no quiere las Osunas --me dijo Medina--, yo las tomo todas.
Manolo Trujillo había sido, antes de perder la vista, uno de los más
fervientes y al mismo tiempo más discretos admiradores de Eloísa.
Después de su ceguera, la visitaba de vez en cuando, haciendo gala de
una especie de inclinación alambicada y platónica, sentimiento muy
propio de un caballero que ha visto mucho y ya no ve nada. No esperé á
que acabara de contarlo, y deplorando mi descuido, corrí á la calle del
Olmo.
III
--Yo creo que hoy está mejor; pero anoche por poco...
--No está mala desazón. Anoche creímos que se nos iba. ¡Pobrecita! Y
siempre preguntando: «¿Ha venido?» No quería mandarte llamar, sino que
vinieras tú por tí mismo.
--Hija, no sabía...
--Pero ¿cómo está, cómo está? ¿Es cierto que hay mucha gravedad? --le
pregunté sintiendo un dogal en mi garganta.
--Mucha. Pero hoy está mejor que ayer. La hinchazón ha bajado algo. Ya
no padece tanto. Dices que no sabías... ¡tonto! ¿Pues no te dijo Ramón
que anoche me quedé aquí?
--Ya sabe que estás ahí. Se ha excitado un poco. Dice que no entres
todavía; espérate. Ha mandado cerrar bien las maderas para que no entre
ninguna luz. Cuidadito con lo que te he advertido.
--Tienes muy poca fiebre --le dije, observando que tenía mucha y que
las pulsaciones eran muy irregulares.
Le besé la mano una, dos, tres veces, conociendo cuánto gusto le daba
con ello.
--Puedes besarla sin cuidado --afirmó con acento de cariño, que era
como un alfilerazo en mi corazón--. Cuando supe que estabas aquí, hice
que Micaela me las lavara... Es el único gusto que tengo ahora, en
medio de esta suciedad, en medio de este pánico de la pestilencia que
me mata más que el dolor.
--¡Ay! tú no sabes cómo estoy. Ocho días de fiebre muy alta me han
dejado en los huesos... Entra tu mano, y toca, chiquillo.
Metí la mano por entre las sábanas tibias, húmedas y pegajosas, y allá,
en lo más caldeado, tropecé con su mano que me guiaba, mientras la
quejumbrosa voz decía:
--¿Ves?... ¿ves qué pellejos?... Soy la muerte, la muerte.
--No te apures por las carnes, hija --le respondí haciendo un esfuerzo
por reirme--. Verás qué pronto las echas: te pondrás gorda.
--He sido mala, lo conozco... pero bien merezco que me vengas á ver,
por lo mucho que me acuerdo de tí. Lo que yo digo: si tuvieras un perro
y se pusiese enfermo de muerte, ¿no bajarías á verlo al sótano, y lo
rascarías con un palo? Pues eso, eso... Yo no pretendo que te intereses
mucho por mí; pero llegar, darme un vistazo...
Hice un gran esfuerzo para besarla en la frente. Para ello cerré bien
los ojos. Cuando salí de la sofocante alcoba, iba pensando qué cruz tan
pesada y espantosa es ser enfermero en frío, ó sea cuidar á enfermos á
quienes no se ama.
IV
Salí á mis quehaceres y volví sobre las cinco. ¿Por qué he de ocultar
una cosa que me desfavorece? La compasión por Eloísa me atraía
verdaderamente; mas el deseo de encontrarme con la otra no me impulsaba
menos hacia la calle del Olmo. Dicho en plata, me ilusionaba el ver
allí á Camila, hecha una interesante enfermera; y si, al acordarme de
su infeliz hermana, se aplacaban los fuegos de mi querencia, cuando
suponía á la enferma salvada y mejorada, no podía menos de recrear
mi espíritu en la idea de tropezarme con Camila en los rincones y
callejuelas de aquel solitario caserón que tan bien conocía yo. Debo
decir que mi locura, bien por no ser correspondida hasta entonces,
bien por la depuración de mi espíritu en el trabajo, se había vuelto
platónica. Siempre que podía hablar con Camila á solas, pintábame como
un enamorado entusiasta, pero tranquilo, admirador frenético de sus
eminentes virtudes y de la misma resistencia que me había puesto en
tal estado. Y era verdad esto que le decía: la tal borriquita se me
había subido á lo más alto de la cabeza, allí donde se mece, á manera
de nube, lo puramente ideal, lo que es y no es, lo que nos habla de
otros mundos y de Dios, haciéndonos á todos un poco poetas, religiosos
ó filósofos, según los casos.
Dejo esto por ahora, y sigo con la otra infeliz. Moreno Rubio, después
que la vió al anochecer, me dijo que aunque la mejoría se había
iniciado, no las tenía todas consigo. Explicóme lo que era aquello con
todos sus pelos y señales, dándome á conocer la resolución posible,
el proceso reparador en caso favorable, la complicación en el caso
contrario. Pero no repito las palabras de aquel observador eminente
por no cansar á mis lectores, ni entristecerles con estos pormenores
tristísimos de la desdicha humana. Digamos sólo, con la religión, que
somos polvo, inmundicia, y que siendo tan mala cosa, todavía ha de
haber quien quiera regalarse con nosotros, y estos golosos de nuestra
podredumbre son los gusanos.
--No quiero luz: ¿no he dicho que quería estar á obscuras? ¿Es que me
quieren mortificar? --gritó moviendo mucho los brazos.
--¿Es de veras?
--¿Quieres verlo?
--¿No me engañas?
Pues se lo creyó; mas no por eso estuvo más tranquila en las horas que
siguieron.
--No, eso nunca --exclamó rompiendo á llorar--. Quiero que estés aquí,
que me veas cuando espire... ¿Llorarás? Dime si llorarás.
--¿Y me besarás las manos?... las manos nada más, porque la cara... Se
me quita la contrición cuando pienso en lo horrible que estaré. Pero
acuérdate de cuando estuve guapa; acuérdate y cierra los ojos... ¿Me
harás una caricia?... ¡Mira que si no, resucito y te...!
Hacía extraños gestos con los brazos. Yo se los metía entre las
sábanas, recomendándole la tranquilidad en los términos más cariñosos.
--¿Pues qué querías tú? ¿morirte como la _Traviata_, con mucho amor,
tosecitas y besuqueo? Si eso pretendes, se puede hacer. Por mí no ha de
quedar.
--¡Ay, hijo: no te rías de mí! ¿Cómo puedes pensar que yo tenga esas
ideas en medio de estas prosas...? Porque éstas sí son prosas, chico.
Si no hay mayor castigo para una mujer que tener asco de sí misma, yo
estoy bien castigada. Acepto la muerte si la considero como una gran
lejía en la cual me voy á chapuzar...
--Si soñara que me volvías á querer, creo que despertaría muy mejorada.
Respondíle que podía soñar lo que fuera más de su gusto, y desde aquel
momento empezó á calmarse. Quejóse de vivos dolores en la cara; pero
no debieron de ser muy fuertes, porque á eso de las dos ya dormía, si
bien con inseguro sueño. Salí de la alcoba, rendido de cansancio, y me
encontré á mi tía Pilar, profundamente dormida, y á Camila despierta,
aunque con mucho sueño. Disputamos, como era natural, sobre quién
había de descansar... Que ella, que yo. El reposo de la enferma fué
breve, y pronto la oímos que nos llamaba. Micaela y Camila estuvieron
más de una hora con ella, dándole medicinas, curándola y mudándole
hilas y trapos. Mala noche pasó la infeliz. A la madrugada descabecé
un sueño en el despacho de Carrillo, sobre el sofá de cuero, frío y
desapacible.
--¿Cómo está Eloísa? --le pregunté con susto, sospechando que me iba á
dar una mala noticia.
«¿Pero qué tiene este bruto para estar tan malhumorado?» --me dije para
mi sayo.
Sacóme pronto de dudas, pues era Constantino tan rudo como inocente,
incapaz de guardar secretos.
--Anoche, sí.
--¿Qué me cuentas?
--Todo es paparrucha --añadió, dando un gran suspiro y alargando más el
hocico--. Camila se la ha tragado, y no la he podido desengañar. No nos
hablamos. Anoche no pude dormir, pensando en ella. Me parecía mi casa
tan vacía, chico... Me figuraba que mi mujer se me había muerto; no,
que se había ido con otro, y...
--¡Qué ha de ser broma, hombre, qué ha de ser broma! Ya ves que estoy
indignado.
--Que me caiga muerto aquí mismo, que me mate un rayo --juró con
vehemencia salvaje-- si yo he ido á picos pardos. Que me vuelva buey
ahora mismo si he tocado, desde que me casé, más mujer que la mía.
¡Mírala, por ésta!
V
Hablando pasamos á la estancia que había sido de Carrillo. Quise
lavarme; pero no encontré agua.
--¡Qué buen ayuda de cámara me he echado! Ya que eres tan amable, ten
la bondad de decir á Micaela que haga café y me lo traiga aquí.
--Déjelo usted ahí --dije creyendo que era Micaela; mas no tardé en ver
á Camila poniendo el café sobre la mesa.
Volví á la calle del Olmo por la tarde, ¡y qué suerte tuve! El marqués
de Cícero salía cuando yo entraba, Eloísa dormía, y Camila estaba sola.
Se me arreglaron las cosas tan guapamente, que ni de encargo salieran
mejor.
Pasó mucho tiempo, así como medio siglo, y viendo que no parecía, cogí
la labor y, metiéndomela en el bolsillo, fuí en busca de mi borriquita.
Al salir al pasillo tropecé con una figura majestuosa que en tal
instante empujaba la mampara de la antesala. Era la señora de Medina,
que en el caso aquél de enfermedad grave, olvidaba sus resentimientos
y sabía cumplir los deberes de familia. Creo que se alegró mucho de
verme. Su cara de estatua de la Verdad se encendió un poco.
--Explícame una cosa. ¿Qué obra es esa que pensaba hacer Eloísa; esa
estufa, ese techo de cristales?
--Mira, mira: todavía quedan aquí unas cortinas preciosísimas. ¡Oh! qué
ricas son. Toca, toca esta seda, esta pasamanería... Otra cosa. ¿Y en
este hueco, qué hubo?
--Sí, señor. Ahí está la hermana del señor marqués de Cícero, y ese
caballero ciego...
VI
--¡Dios mío! --exclamó la hermana mayor dando á su voz los acentos más
enfáticos de la justicia--. ¡Tal gastar de mujer! Es verdad: si está
todo nuevo...
--Sí, hija: apanda todo lo que puedas. Bien ganado te lo tienes con
velar aquí noche y día.
--¡Ay! ésta cómo aprieta; pero se irá ensanchando... Nada, para mí. Lo
que siento es que no haya calzado de hombre, para abastecer también á
mi marido... Veamos esta otra. Mira, ¡qué bien! Ni encargadas, chico.
--Te voy á enseñar una cosa que te va á dejar lela --dijo Camila
viniendo hacia nosotros con un poco de cojera, pues traía un zapato
suyo en un pie y una bota de Eloísa de tacón alto en el otro.
--¡Pero esa loca vivía como una princesa! --exclamaba María Juana,
confundiendo en un solo acento, por modo extraño, el desprecio y la
admiración--. Claro... pronto tenía que venir el batacazo.
--¡Qué mujer más loca! ¡qué sibaritismo estúpido!... ¡Pero qué cosa más
elegante, qué _chic_! Da gozo ver esto...
--No es para que te pasmes... Vosotros los hombres sois más débiles que
nosotras. Os llamáis sexo fuerte, y sois todos de alfeñique. ¡Nosotras
sí que somos fuertes! Ese maldito poeta inglés, ese _Shakespeare_, era
de mi misma opinión. Lee el _Macbeth_... aunque supongo que lo habrás
leído. Fíjate en aquel personaje, _hecho de la miel del cariño humano_;
en aquel pobre hombre capaz de hacer el bien, y que hace el mal cuando
la grandísima bribona de su mujer se lo manda; fíjate en ella, en Lady
Macbeth, que es el nervio y el impulso de la acción toda en aquel drama
de los dramas. En fin, que nosotras somos el sexo fuerte, y sabemos ser
heroínas antes que ustedes intenten ser héroes. De todo esto deduzco
que vosotros escribís y representáis la historia; pero nosotras la
hacemos.
Aunque no podía ver bien claro á qué cuento venía todo aquello, expresé
mi admiración otra vez con nuevos y más recargados aspavientos,
ponderando el sentido crítico y lo escogido de las lecturas de mi prima.
--No: no hay uñas que valgan, y, sobre todo, en este caso mío no
hay peligro... te juro que no hay peligro --declaró, tomando con
más presunción la actitud de heroína...--. No pienses más en esas
locurillas que me has dicho la otra noche... Aprende de mí á quitar
de la cabeza esos celajes de tormenta. ¡Y si vieras qué tranquilidad
después de haberse limpiado bien! Cuesta un pequeño esfuerzo; pero
se consigue, créelo, se consigue. Oye mi plan curativo: redúcese á
una cosa muy sencilla; es una toma fácil, dulce, agradable, casi un
refresco...
--Ya...
--Yo soy así... Nada, nada: se queman las naves, y adelante. Bien para
tí, bien para mí. Y se acabaron los peligros y las luchas; se acabó esa
tentación tonta, que me ha obligado á reconcentrar todas las fuerzas de
mi espíritu, padeciendo mucho, créelo, padeciendo mucho... ¿Piensas que
todo sale á la cara? ¿piensas que no hay procesiones por dentro, cuando
más vivo se repica?
--Mira, hoy me ha dado esto Medina para las atenciones de Eloísa... Son
cuatro mil reales en billetes pequeños... Me ha encargado mucho no le
diga quién se los da, sino que se los ponga en la gaveta donde tiene
el dinero... Mi marido es así: le gusta hacer el bien en silencio, sin
estrépito; no como otros que se dan bombo cuando le tiran algún perro
chico á un pobre...
--Es venial.
VII
--Eloísa no quiere que entres. La señora no está visible más que para
los ciegos... Dice que te des una vuelta por aquí mañana.
--¿Qué es eso?
Y ellas ríe que te ríe, la una en mis barbas, la otra debajo del tul.
La mejoría de Eloísa era tan manifiesta, que, según había dicho Moreno,
el restablecimiento completo sería obra de una semana. Deseaba ella ver
luz, recibirme, hablar conmigo, y su presunción ideó aquel artificio
del velo, que, sin molestarle, ocultaba su fealdad.
Y volviéndose á mí Eloísa:
--Hija, un desliz... ¿Qué hombre, por santo que sea, no tiene un mal
pensamiento?
Hicimos coro las dos y yo para impetrar el perdón del oliente culpable;
pero Camila no se daba á partido. Después se serenó un poco; nos dijo
que Constantino deseaba le dieran un mando en la reserva, y que ella se
oponía si el destino era fuera de Madrid.
--Piénsalo...
--Gracias á tí, no tendré que vender lo poco que me queda para mandar
á la botica. Ya sabes que siempre se te quiere, aunque tú te hagas el
interesantito.
--Porque me asustaste.
--Los dos.
--Los dos.
--Él y yo.
--Mentira, mentira.
XXIII
¡Qué mal concluyó para mí aquel condenado mes de Marzo! Todos los días
que siguieron al de mi santo fueron aciagos. Ya era un disgusto con
Villalonga; ya que se me perdía un billete de Banco en el Bolsín; ya
que me machacaba un dedo en una puerta, ó se me volcaba la botella de
tinta sobre la mesa. Añadid á esto que se me despidió la cocinera;
que se me desalquilaron dos pisos; que el inquilino del tercero de
la derecha por poco me pega fuego á la casa; que la hija del portero
cayó mala con viruelas; que _Partiendo del Principio_ me dijo que yo
no sabía de la misa la media; que cogí un fuerte constipado; que el
espadista Raimundo halló medio de sacarme dinero; que la liquidación
de fin de Marzo no fué muy buena para mí, y comprenderéis que yo tenía
razón para quejarme de la Providencia y poner el grito en el Cielo.
Pero aún falta lo mejor, es decir, lo peor, y vais á saberlo: ni mi
liquidación ni aquellas otras contrariedades me afectaron tanto como
el golpe que recibí el 1.º de Abril. La casa _Hijos de Nefas_, de que
yo era socio comanditario, había suspendido sus pagos. Los negocios de
Jerez iban de mal en peor; la crisis se agravaba, y tener dinero allí
principiaba á ser peligroso. De la quiebra de los Nefas esperaba yo
salvar algo; mas me inquietaba el no haber cobrado aún el trimestre
vencido de mis arrendamientos. En fin, que aquello se ponía feo.
Viendo caer sobre mí tantos males, uno tras otro, sin darme respiro,
me decía: «por fuerza tiene que caerme ahora algún bien muy grande.»
Y recordando la preciosa sentencia _sperate miseri, cavete felices_,
añadía: «¡Si será que ahora me va á querer Camila...!» Porque con tal
resarcimiento, ya daba yo por buenas todas las calamidades de fin de
Marzo. Habíame vuelto muy supersticioso; creía en las compensaciones,
en el ten con ten de los sucesos para formar este equilibrio que
llamamos vida, y ved aquí cómo se me metió en la cabeza que Camila me
iba á pagar al fin el grande amor, ó mejor dicho, la demencia que yo
sentía por ella.
--Mi hombre --dijo Camila mirando la librería-- está más limpio que
yo. Figúrate que soy una sabia á su lado. Ayer me disputaba que la
Australia es una isla del Asia. ¿No es verdad que está en la Oceanía, y
que no es isla, sino continente, donde hay mucho salvaje? Y decía que
Federico el Grande era Emperador y que lo llamaban Barbarroja, y que se
debe decir _carnecería_ y no _carnicería_... En fin, préstanos libros,
y yo te respondo de que se le pegará algo, pues aunque tenga que
abrirle algún agujero en la cabeza, él ha de aprender ó no soy quien
soy. No quiero más burros en mi casa. A ver, querido Cacaseno, echa
un vistazo á estos letreros y escoge lo que mejor suene en tus orejas
para que te civilices... ¿Qué es esto? _Muller... Historia Universal._
¡Hala! te conviene. A ver si te lo tragas todo. _Chaskepire_...
¡inglés! Nos estorba lo negro, chico; y aunque estuviera en castellano,
éstas son muchas mieles para tu boca... Sigue mirando. No, no me cojas
un verso porque te divido. Prosa, hijito; prosas claras que enseñen
lo que se debe saber. Historia, y alguna novela para que me la leas á
mí de noche. ¿Qué es esto? _Life of_... Esto es cosa de la _jilife_.
Déjalo ahí. No va con nosotros. _Don Quijote_... ¡Hala! tu paisano:
llévalo. ¿Y esto? _Padre Rivadeneyra_... Esto de padre me huele á
religión... No te metas con eso. _La Revolución francesa_... Cógelo,
cógelo...
--Que me vas á dar toda la ropa que deseches. Yo veo que tú te haces
muchos trajes muy buenos y que sólo te los pones un mes. Es un
despilfarro. Yo aprovecharé para mi pobre Bertoldo lo que me quieras
dar. Es una lástima que lo des todo á tus criados.
Pensé decirle que se encargara, por cuenta mía, toda la ropa nueva
que quisiese; pero esto no habría pasado seguramente. Despedíla en la
puerta, y subiendo á escape la escalera, me saludó desde el segundo
tramo con un gesto y una cabezada. No cerré mi puerta hasta que no
sentí el golpe de la suya, cerrándose tras ella.
II
--¿Pues sabes --le dijo Camila con buena sombra-- que si hubiera estado
esperando por tí para aprender á gobernar mi casa, ya estaría fresca?
III
A la otra tarde hablamos de lo mismo; pero me dijo una cosa que me puso
en ascuas y me llenó de confusión.
Faltóme tiempo para negar aquello, que era una falsedad calumniosa.
¡Demasiado lo sabía yo! Mi corazón podría echarse fuera y publicar á
chorros de sangre la inocencia de la pobre Camila. Por más que hice,
no pude convencer á Trujillo. Creo que si llega á tener vista, me
conoce en la cara que decía la verdad: con tanta fe, con tanto calor me
expresaba yo.
Y él, incrédulo siempre. ¿Es que aquella opinión era de las cosas
que se caen de su peso? ¡Triste cargo de conciencia, sin comerlo ni
beberlo, como se suele decir! Tal golpe me faltaba para llevarme al
último grado de la confusión y del trastorno físico y moral. Con
verdadero terror hallé en mi estado no sé qué semejanza con el de
Raimundo en sus días de crisis. El furor imaginativo era síntoma de
mi desorden como del suyo, porque últimamente dí en la flor de forjar
historias como las de él, y aún más extravagantes y pueriles todavía.
Cáusame cierta vergüenza el tener que confesarme del pecado infantil
de suponer lances que jamás pasan en la vida, y que ni aun en la
literatura se ven ya, como no sea en romances de ciego, en aleluyas ó
en algún inocente libraco de los que leen las porteras en sus ratos
de ocio. Figurábame ser príncipe disfrazado que salvaba á una joven
desconocida. La joven me tomaba por pastor, y yo me volvía loco de
amores por ella. Otras veces era ella mi salvadora asistiéndome en
una grave enfermedad, y adiós disfraces y tapujos... Cuando la chica
descubría que yo era príncipe, se le caían las alas del corazón
pensando que no me había de casar con ella. Mucho lloro, pataleo y
sofoquinas. Yo le guardaba la gran sorpresa para el final; y cuando
se enteraba la pobre de que habría casorio, me quería comer á besos.
Excuso decir que la tal soñada mujer mía era Camila. Y tras esta
historia, la misma empezada por segunda y tercera vez, ó bien otra
nueva tan tonta, ridícula y disparatada como la anterior.
--Muy mal, chico, muy mal. Me parece que ya no escapo. ¿Por qué lo
decías? ¿Acaso tú?...
--Pudiera ser.
Me lo espetó dos ó tres veces, tropezando mucho; y fuí tan necio que
puse atención en aquella carraca, y cuando me quedé solo en casa
la repetí para observar si los músculos de la lengua me anunciaban
desquiciamientos de mi sistema nervioso. Aquel día me inspiró tanta
lástima Raimundo, pintóme con tintas tan fúnebres la situación
angustiosa de su erario, sin pedirme nada explícitamente, que le dí
una limosna. En mi furor imaginativo, llegué á figurarme que besaba el
billete como los chiquillos mendigos besan el ochavo que se les arroja.
Fuése contento y muy mejorado.
--Mira qué patas tan elegantes tengo --me dijo adelantando un pie--.
Como hoy estoy de faena, me pongo estas lanchas para no estropear mis
botas ni ensuciar mis zapatillas.
Entré con ella en la cocina, y me senté en una silla que tenía el fondo
hundido. Junto á esta silla había otra. El magnífico mueble que estaba
á mi derecha era una tinaja; enfrente el fogón. Los elegantes vasares
no ostentaban cacharritos japoneses ni porcelanas de Sajonia y Sevres,
sino otros más útiles chismes, y además las cenefas de papel picado con
figuras de toreros.
IV
--Esa girafa me dejó todo como ves, sin fregar... ¡qué tías!
--¿Qué, todavía estás ahí? Pues sí: á mí no me pescas tú. Soy para mi
idolatrado Cacaseno.
Y variando súbitamente de tono:
Yo, medio ahogado por el culebrón que se enroscaba en mí, no podía reir
con ella. Por fórmula debí preguntarle si aquel día tenía dispuesta una
nueva sorpresa, porque siguió su cuento de este modo:
--Hoy le preparo una de órdago. Verás: hace tiempo que está deseando
tener un barómetro aneroide. Desde que lee y se ha metido á sabio, le
da por enterarse de cuando va á llover. Yo le digo: «Eso es muy caro.
No pienses en ello. Que se te quite eso de la cabeza. ¡Ni que fuéramos
príncipes!» Pero aguárdate. Hoy le he comprado ese chisme. Tiene
dos termómetros por los lados: uno de agua encarnada, otro de agua
plateada. Me costó seiscientos veinte reales, y lo tengo escondido
para que no lo vea. ¡Cómo me voy á reir esta noche! Mira lo que he
inventado. Pongo en el gabinete que está al lado de nuestra alcoba tres
ó cuatro sillas unas sobre otras; ato una cuerda á la de en medio,
la cual cuerda pasa por un agujerito de la puerta, y va á parar á la
cabecera de nuestra cama. Cacaseno se acuesta; yo también. Apago la
luz. De repente tiro de la cuerda, ¡cataplum! Figúrate qué estrépito.
Yo me pongo á gritar: ¡ladrones, ladrones! Incorpórase él hecho un
demonio, enciende luz... ¡Jesús qué miedo! Salta de la cama, va á coger
el revólver, y yo digo: «Ahí, ahí, en el gabinete están.»
--¡Qué bonitos y qué bien huelen! Ponlos en ese jarro, por el pronto.
Oye: dale uno á este estafermo, que bien se lo merece. Me estaba
ayudando á poner los trastos en el vasar de arriba, y se le vino encima
el caldero grande: mira la contusión que tiene en la mejilla... ¿Sabes
de lo que hablábamos ahora?...
--¿Quién será?
V
Pero en la soledad de mi gabinete, paseándome de un ángulo á otro, con
las manos en los bolsillos, la cabeza sobre el pecho, no podía apartar
de mí la idea de que en el tercero pasaba ó iba á pasar algo...
Mi inquietud creció de tal modo, que creí oir voces que se transmitían
por el patio. Escuché... nada. Llamé á mi criado y le dije:
--¿Qué dices?
--Veo que al fin conoces que has dado una campanada. La cólera te cegó.
Lo mejor es que subamos los dos, y pidas perdón á tu hermana por el
escándalo que le has dado, haciéndote eco de una calumnia vil; porque
sí, hija, sí, por el Dios que está en el Cielo te juro que Camila es
tan querida mía como del Papa.
--No sé cómo tienes alma para decirme lo que me has dicho, y cómo me
mientes á mí, que he tenido siempre la debilidad de creerte. Hace
tiempo que te estoy observando y que vengo diciendo: «ese se ha
encaprichado por Camila.» Pero después la exploraba á ella, y nada
podía descubrir... ¡Claro, hace tan bien sus comedias!... Mas ya no
me engañáis los dos. Sois buen par de zorros... Pero, créelo, me he
vengado bien. ¡Las cosas que le he dicho!... ¿Pues y á él? Le he
calentado las orejas á ese venado, y le he puesto ante el espejo para
que vea aquella cornamenta que llega al techo...
Me pasó una nube por los ojos. Llamé todas las fuerzas de mi prudencia,
porque de seguro iba á hacer un disparate. Y ella continuaba procaz, de
esta manera:
Cortó la frase, quedándose como perpleja, los ojos fijos con pensadora
atención en el busto de Shakespeare que estaba sobre mi chimenea. Era
el bronce que había pertenecido á Carrillo, y sin duda la vista de
aquel objeto llevó su mente, por la filiación de las ideas, á cosas y
sucesos de otros días. A mí me pasó lo mismo.
--No doy razones --exclamé ya fuera de mí, sin ver ni oir nada más que
el fulgor y el estallido de mi rabia--; ni tengo que añadir una palabra
más, ni me importa que te convenzas ó no, porque ahora mismo te pones
en la calle.
Eloísa bebió un poco de agua. Sin duda se iba serenando. No podía ser
menos. Estas iras pasan, y dejan en el espíritu un amargo y desapacible
sabor, el recuerdo vergonzoso de las tonterías que se han dicho y de
las brutalidades que se han hecho. Tras la cortina de la sala espié yo
los movimientos de mi prima, y lo que hacía y hasta lo que pensaba. La
ví levantarse del duro banco, suspirar fuerte palpándose y oprimiéndose
el pecho como si el corazón se le hubiera salido de su sitio y quisiera
ponérselo donde debe estar. Vaciló entre pasar á la sala y marcharse;
pero se decidió al fin por esto. ¡Qué alivio noté cuando la sentí
bajar, apoyándose en el barandal y mirando mucho los pasos que daba!
«La lección ha sido un poco fuerte --pensé--; pero es preciso, es
preciso...»
¡Gracias á Dios que estaba solo! ¡qué día! No había tenido tiempo de
saborear aquel descanso, cuando... ¡Jesús mío! la campanilla. La oía
sonar, agujereándome el cerebro, y decidí arrancarla de su sitio,
hacerla mil pedazos para que no repicara más. «¿Apostamos á que es
María Juana?» Porque sí, la campanilla sonaba con todo el estudio y la
convicción de una campanilla ilustrada que sabe á quién anuncia. Era
ella, no podía ser otra.
--¡Ramón!
--¿Qué, señor?
--Te nombro mastín --dije delirando--: ponte en la puerta, y al primer
Bueno de Guzmán que entre, me le destrozas á mordidas.
Nada, que aquel día me había yo de volver loco. Bien caro pagaba mis
enormes culpas. Sonó la fatídica campana otra vez... Ramón entró en mi
gabinete, y me dijo muy apurado:
--Tú traes algo --le dije--. Vomita esa bilis... franqueza, amigo.
Luego me tocará hablar á mí.
--Pues cuanto más pronto, mejor --gritó él haciéndome el duo con furia
igual á la mía.
--Como quieras.
--Y no es por poner en claro la honra de tu esposa. ¡Estaría bueno que
dependiera de nuestra puntería! Tu mujer, para que lo sepas, bruto, es
la gran mujer. Ni tú ni yo la merecemos... Nos pegamos porque te tengo
ganas, ¿sabes? Tu conciencia te dirá quizás que no me has ofendido.
¡Ah! tonto, ¿ves estas magulladuras que tengo en la cara? ¿Lo ves, lo
ves? Pues esto, pedazo de bárbaro, es la impresión de las suelas de tus
botas. Tu mujer me ha abofeteado, no con las manos, que esto habría
sido un favor, sino con tus herraduras, animal... Y ahora, tú, tú me lo
has de pagar.
XXIV
Estuve tres días en cama y ocho sin salir de casa: de tal modo me
conmovieron y agobiaron los sucesos de aquella tremenda fecha, una de
las peores de mi vida. ¡Cuán lejos estaba de que habían de venir otras
peores! Ninguna de mis tres primas fué á verme. Mi tío y Raimundo no
faltaron: éste tan dislocado como siempre; aquél sufriendo en silencio
una agitación moral que respiraba por su boca con suspiros volcánicos.
Y no sabía el buen señor nada de lo ocurrido entre sus hijas y yo
aquellos días, pues felizmente no hubo ningún indiscreto que le llevase
el cuento. La causa de su dolor era otra y se sabrá más adelante.
Díjome Ramón que al segundo día había enviado á preguntar por mí el
señor de Medina, y que Evaristo no dejaba de ir por mañana y tarde
á informarse de mi salud. ¿Pero á que no sabéis cuál era la compañía
más grata para mí? Mis amigos me fastidiaban y mis parientes no me
divertían. Vais á saber dónde estaba mi consuelo en aquellas tristes
horas.
Haría dos semanas que, hallándose Camila en casa en ocasión que estaba
también allí mi zapatero, le dije:
--Es preciso que usted no se distraiga tanto con las faldas, so pena
de que se le vaya el santo al cielo y no dé pie con bola en los
negocios. Observe usted que todos los que al entrar por las puertas de
la contratación no supieron desprenderse de los líos de mujeres, han
salido con las manos en la cabeza. Hombre enamoriscado, cerebro inútil
para trabajar.
Algo más iba á decir; pero me asaltó la idea de que su error podía ser
la clave de su inopinada benevolencia, y no extremé los esfuerzos para
sacarle de él. De esta manera se enlazan en nuestra conciencia las
intenciones, formándose un tan apretado tejido entre las buenas y las
malas, que no hay después quien las separe.
--Es usted una mala persona --me dijo al fin sonriendo--; pero para que
vea que me tomo interés por usted, voy á darle un consejo: venda lo más
pronto que pueda las Obligaciones de Osuna.
No pude decir más, porque _Partiendo del Principio_ se nos vino encima.
Había que ver la cara que me puso la sabia dos días después cuando la
acusé de haber iniciado el descrédito de su hermana.
¡Oh! ¡qué argumentos tan sutiles empleé para disipar aquel error! Pero
no pude convencerla por no expresarme con absoluta sinceridad, corazón
en mano. Yo no decía más que la mitad de la verdad, y la mitad de la
verdad suele ser tan falsa como la mentira misma; yo hacía hincapié en
la honradez de mi borriquita, verdad como un templo; pero me guardaba
bien de declarar el dato importante de mi pasión por ella y de la
insistencia con que la perseguía. Arrancada de los autos de la causa
esta hoja que tanta luz arrojaba sobre ella, todo quedaba en gran
confusión.
--¿De modo que tú juras que nunca has tenido pretensiones malas con
respecto á Camila?
--Mira, niño, si crees que tratas con tontos; si crees que todos son
Constantinos y Carrillos, te llevas chasco. Anda con Dios.
Y otro día que nos vimos, no hay que decir dónde ni cómo, hablamos de
lo mismo, y se repitió la pregunta, y la verdad me escarbaba dentro con
esa horrible náusea de la conciencia, que es tan difícil de contener.
Y se me alumbraron los sesos, y ebrio de sinceridad, ardiendo en
apetitos de ella, me desbordé, y lo canté todo de _pe_ á _pa_... En
mi vida he hecho confesión más completa, leal y meritoria. Todavía
me estoy aplaudiendo las palabras que dije, así como creo ver aún
las diversas caras que me iba poniendo la sabia conforme oía, ahora
patética, ahora contrariada, ya envidiosa, ya palpitante de sobresalto,
angustia ó no sé qué. Y cuando le dije: «sí, esa mujer me tiene loco,
me tiene enfermo, y como no la puedo adorar, estoy adorando sus botas
hace muchos días, como si fueran su retrato», ví que la sabia luchaba
entre reirse de mí y darme de bofetadas. Se puso muy severa, miróme de
través, y vuelta á hacer preguntas; ¡pero qué preguntas!
--¿Y quieres hacerme creer que habiendo puesto á sus pies tu fortuna,
habiéndole ofrecido hotel, coche, rentas, lujo, te ha resistido?
Díjele que sí, que ésta era la verdad pura, y soltó una carcajada
que me heló la sangre. Todavía estoy oyendo aquel _ja, ja, ja_, que
continuó con ella hasta la habitación inmediata, pues iba ya en
retirada. Volvió para decirme desde la puerta:
--Si has creído que á mí me podías engañar con fábulas como las que se
cuentan á los rorrós para que se duerman, te equivocas... Eres como
los titiriteros que se sacan cintas de la boca ó se tragan una espada.
Engañan á los paletos y á las criadas de servicio; ¡pero á mí...!
Ahora te falta el golpe más bonito. Desesperado, te metes á cartujo
como Rancé y te pones á cavar tu fosa, ó á jesuita para largarte á
las misiones de Oriente. Porque tales pasiones contrariadas suelen
acabar en misas. ¡Ah! ¡qué enfermo estás!... cerebro desquiciado...
¿Quién puede dar crédito á lo que dices? ¿No te acuerdas ya de las
mentiras que me has dicho á mí? ¿Cómo compagino lo que te he oído otras
veces con lo que acabo de oirte? Francamente, no hay palabras con qué
expresarte lo despreciable que eres.
II
Y aún ocurrió algo más que merece contarse. Otro día, en mi casa,
observé en María Juana una jovialidad que no se armonizaba con aquel
tupé suyo ni con la postura académica y teológica que había adoptado
como se adopta un color ó un perfume. Noté en ella flexibilidad de
espíritu, cierto prurito de hacer extravagancias. Dime á pensar en
este fenómeno, y me ocurrió que la vida es un constante trabajo de
asimilación en todos los órdenes; que en el moral vivimos, porque
nos apropiamos constantemente ideas, sentimientos, modos de ser que
se producen á nuestro lado, y que al paso que de las disgregaciones
nuestras se nutren otros, nosotros nos nutrimos de los infinitos
productos del vivir ajeno. La facultad de asimilación varía según la
edad y las circunstancias: en las épocas críticas y en las crisis de
pasiones adquiere gran desarrollo. Raimundo hablaba también de esto, y
lo expresaba de una manera gráfica diciendo:
--La gente de arriba está más calmada. Pero aunque el pobre chico
parece no dudar de su mujer, tiene la centella en el cuerpo, y se ha
vuelto suspicaz, escamón. En una palabra, hijo, que han perdido la
inocencia, la confianza absoluta el uno en el otro, y se observan, se
discuten y se temen.
Tuve que salir á la sala á recibir á Samaniego, con quien hablé como
un cuarto de hora. Cuando volví á mi gabinete, poniéndome á firmar
varias cartas-compromisos, sentí á María Juana trasteando en mi alcoba,
haciendo algo que no pude comprender de pronto. Ello debía de ser
alguna humorada, porque la sentí reir. Atento á mis asuntos, no hice
caso. De pronto la ví salir, y se despidió de mí conteniendo la risa
que jugaba en sus labios. ¿Qué había hecho? También me sonreí y nos
dijimos adiós.
¿Qué creéis que hizo? En cuanto fuí á mi alcoba me enteré de la
travesura. ¡Se había puesto las botas de Camila, mis dulces prendas, y
había dejado las suyas en el mismo sitio que ocupaban aquéllas y del
propio modo que estaban colocadas! Confieso que me reí, pues el golpe
tenía gracia.
--Se conoce que no quieren más cuentas con usted. ¿Y qué tal? ¿Estos
pájaros pagan? Porque si no, les diré con buen modo que aniden en otra
parte.
--No sea usted grosero --le dije sin disimular la cólera, y decidido á
pegarle.
--No se enfade usted, amigo: es una broma; cosas que dice la gente... y
que podrán no ser verdad; pero yo tengo una mala maña, y es que siempre
las creo.
Camila estaba seria; mirábame con ojos de enfado. Por fin se dejó decir
con ironía:
--Sí, porque nos hace falta tu casa... Este tipo también nos quiere
hacer gorrones. Constantino, dile lo que te dije... No: pegar, no. ¡A
dónde iría á parar el tísico si tú me le echaras la zarpa!...
--Yo la primera.
--¿Y si lo hiciera...?
Aquello de las varas era improvisado, y por eso tenía ante el criterio
de la esposa maestra un mérito mayor.
III
Por otras conversaciones que con Augusto tuve, comprendí que Camila
no había podido quitarle á su asno de la cabeza aquello de darme una
pateadura en público. Sí: era preciso que mi traición no quedase sin
castigo. Nada de duelo, que es una papa. Bofetada limpia y palos. Yo
no merecía ser tratado de otro modo. Y era indudable que Camila estaba
disgustada. Aquella contienda sobre si yo debía ser apaleado ó no, fué
la primer desavenencia de su hogar. Severiano también me habló de esto
seriamente, recomendándome que tuviese cuidado. Y entonces todo lo
varonil resurgía en mí, y hacía yo propósito de enseñar á aquel bruto
cómo arreglan los caballeros sus cuentas de honor.
También entendí (todo se sabe) que la calumnia que pesaba sobre ellos
les daba no pocos disgustos. A Camila le hicieron algunos desaires
las de Muñoz y Nones. Medina había dicho á su mujer, tratándose de
invitarla á una comida, que no quería prójimas en su casa... Por
consecuencia de esto, viéronse alguna vez cargados de nubes los cielos
de aquella alegría espléndida. La borriquita lloraba á ratos, sola ó
delante de Constantino, y á éste le entraban tales furores de venganza,
que Camila se violentaba por restablecer la paz. Eran sin duda menos
felices, porque eran menos inocentes; ambos sabían algo más de la
malicia humana; sin ser pecadores, habían probado las amarguras de la
sospecha, la manzana apetitosa é indigerible, y de buenas á primeras
se habían avergonzado de la desnudez de su inocencia. Creyeron que el
mundo era esencialmente bueno, y de pronto salíamos con la patochada
de que estaba lleno de picardías, de asechanzas, de trampas armadas
entre las hojas verdes, de abismos revestidos de flores. Había que
andar por él con mucho cuidado, midiendo las acciones, las palabras,
y tapándose bien. Los antes descuidados y aturdidos habían de vivir
ahora precavidísimos, atentos al más leve rumor, súbditos del inmenso y
despótico imperio de la opinión.
Pues bien: todo este mal venía sobre mi propia conciencia. Pensad
cuánto me lastimarían peso y dolor tan grandes, añadidos á los de mi
pasión loca y al estado de desaliento en que me encontraba. No me
preguntéis qué hice, en orden de negocios, en aquella cruel temporada.
Fuera del préstamo gordo que hice á Severiano con garantía hipotecaria
de su finca _las Mezquitillas_, ¿en qué me ocupé? Creo que yo mismo
lo ignoraba, y á no ser por las consecuencias, seríame muy difícil
dar aquí cuenta clara de mis operaciones. Varias veces en la Bolsa
pronunciaba los sacramentales _doy_ y _tomo_, sin saber ni lo que daba
ni lo que tomaba. Barragán me dijo que era preciso ponerme curador,
y creo que no le faltaba razón. La liquidación de Mayo me había sido
favorable, y alentado por el éxito me enfrasqué á mitad de Junio en
combinaciones un tanto arriesgadas. Samaniego no pudo publicarlas,
porque eran de tal cuantía mis compras, que hubiera tenido que aumentar
considerablemente su fianza; mas yo no veía ya los peligros que en
otras épocas viera: habíame vuelto temerario y despreocupado como los
aventureros y agiotistas más audaces. Que perdía... ¿y qué? De nada
me servía ya el dinero si estaba seguro de morirme pronto. Yo no tenía
hijos ni herederos directos á quienes dejarlo. Si ganaba, mejor; pero
el perder, que tanto me asustaba antaño, érame ya punto menos que
indiferente.
Sentíame muy mal, agobiado, decaído, sin fuerzas para nada, la memoria
padeciendo horribles eclipses, la inteligencia envuelta en nieblas, la
palabra muy torpe. Aquel módulo que me había enseñado Raimundo para
ejercitar los músculos de la lengua, se me olvidó un día. No sé pintar
lo que me atormentaba el no poder recordarlo, y los esfuerzos que hice
para traer á mi mente aquellas palabras que se me habían ido, como
pájaros escapados de su jaula. Todo inútil: tuve que llamar á Raimundo
y rogarle que me lo repitiera.
--¿Qué, hombre?...
Quería llevar más adelante aún sus pruebas de confianza. Levantóse del
asiento para atrancar la puerta, y cuando estuvo seguro de que nadie
nos oía, me dijo con voz cautelosa:
IV
En Eslava nos tropezamos con mi tío Serafín, que se nos unió, y desde
aquella noche fué de nuestra partida. A la mañana siguiente fuimos
los tres juntos al relevo de la guardia, y seguimos á un regimiento
al compás de la música. Mi tío Serafín confesaba con encantadora
ingenuidad que él tenía que contenerse para no ir delante de las
cornetas, en el tropel de inquietos y entusiastas muchachos. No paraban
aquí nuestras puerilidades, pues nos sentábamos los tres en los puestos
del Prado á beber un vaso de agua con anises, y cuando en cualquier
calle pasábamos por junto á una obra en que estuvieran subiendo un
sillar, nos deteníamos y no abandonábamos el plantón hasta ver la
piedra en su sitio. Don Serafín era inspector de construcciones, y
nos daba cuenta del estado de todas las de Madrid, así públicas como
particulares.
--¿A qué me vienes á mí con esos cuentos? ¡Ni qué me importa á mí!...
--Pues sí: Manolo Flandes ha salido para Francia con las manos en la
cabeza, dejando muchos créditos sin pagar. La pobre Eloísa se encuentra
otra vez en las uñas de los _ingleses_, y me temo que de esta vez me
la han de ahogar de veras... Apencará al fin por Sánchez Botín, uno de
nuestros primeros reptiles, y sin género de duda el primero de nuestros
antipáticos...
--¿Y cómo? --le pregunté sin serlo, pues se me abatieron los ánimos.
Declaro sin vanidad que no me quedé tan aterrado como parecía natural.
Recibí sereno el golpe, y no ví la cosa enteramente perdida.
--¡Ay! ¿Tu operación fué publicada? Creo que no. La de Medina sí. ¿En
qué estabas pensando? Las pérdidas de Medina no son grandes, y él
espera sacar algo. Tú pleitearás... ya sabes lo que son los pleitos.
--Hay que llevarlo con paciencia --dije besándole la mano--. Estas son
las resultas de... Cabeza trastornada, bolsa escurrida... Hija mía, el
amor es muy mal negociante.
--¡Ah! hijo mío, sobre ese particular no tengas duda. La pobre Paca ha
estado en casa llorando como una Magdalena. ¡Infeliz mujer! Gonzalete
escribió una carta en que dice que no puede pagar. Sólo ha dejado unas
pocas _Cubas_, un talonario del Banco y lo que había en la casa...
--¡Oh! --exclamó María sin poder evitar que una chispa de júbilo
cruzara por su rostro--, lo que es ahora el espejo biselado irá _pian
pianino_ caminito de mi sala... Vámonos, vámonos; serénate, y se
procurará que el mal, ya que no pueda evitarse, sea la menor cantidad
de mal posible. La vida humana tiene estas caídas; pero también ofrece
grandes consuelos donde menos se espera. Yo no soy pesimista; creo en
las reparaciones providenciales, y al dolor lo tengo por una sombra.
¿Existiría si no existiera luz?
VI
--Perdone usted...
--No.
--¿Ni al Bolsín?
--Tampoco.
--Tampoco.
--¿Pero no lo recuerdas?
Por la mañana, después de pasarme toda la noche sin pegar los ojos,
mandé un recado á Severiano para que fuese á verme. No tardó en acudir
á mi cita. Yo tenía un humor endemoniado, y le recibí con aspereza.
Mas era él de tan buena pasta, que me soportó con paciencia. Pintéle
mi situación, de la cual él alguna noticia tenía ya, y concluí
conminándole de este modo:
--Vas á reunir todo el dinero que puedas y á traérmelo. No te pido
imposibles; no te pido que me devuelvas en tres días los ochenta mil
duros que te presté sobre las _Mezquitillas_. Pero búscame y facilítame
lo que puedas en esta semana. Echando mano de cuanto tengo disponible,
no me basta para saldar mi liquidación. He de pagar además dos letras
de Tomás de la Calzada, que acepté el viernes, y que me vencen á los
quince días. Es el dinero de las Pastoras... ¿Con que has oído? ¿Cuánto
me puedes dar?
--¡Y lo dices con esa calma! Severiano, tú tomas esto como cosa de
juego. ¿No me ves con el agua al cuello?
--Pues nada, como quiera que sea, tienes que buscarme dinero. Empeña la
camisa.
--Es verdad; pero tú, viéndome como me ves, debes sacarme de este
atolladero, poniendo en venta la finca. Villamejor te la compra.
--Pero ven acá, perdido, ladrón --le dije cogiéndole por las solapas--.
¿Qué has hecho de tu patrimonio?... ¿En qué gastas tú el dinero? ¿Es
que lo tiras á puñados á la calle, ó qué haces?
--¿Y qué remedio tiene?... --me dijo alzando los hombros y riéndose
tanto, tanto, que yo también me reí un poco.
--Con decirte --me susurró al oído con cierta vergüenza-- que estoy
dando sablazos de diez duros, y que anoche me salvó de un conflicto...
cáete de espaldas... te lo digo para que te partas de risa... ¿Quién
creerás? Tu primo Raimundo.
No me partí de risa: lo que hice fué ver con colores más negros mi
situación.
--Que la busque...
Pero el bruto no vino hacia mí. De buena gana habría yo ido hacia
él. Cuando quise hacerlo, ya le había perdido de vista. Viéndome tan
solo, tan aburrido, atormentado por la necesidad de encontrar calor de
vida espiritual en algún sitio, me dije aquella tarde: «Suceda lo que
quiera, yo subo. Si me reciben, porque me reciben; si me tiran por las
escaleras abajo, porque me tiran. No puedo vivir así, con este negro
vacío en mi alma y este afán de que alguien me quiera.»
La puerta vino sobre mí con estrépito. ¡Ay, cómo me quedé! ¿Qué haría?
¿Volver á llamar, ó retirarme? Esto era lo mejor. Dí media vuelta;
pero en aquel instante sentí en mi alma sacudida violenta y me entró
un frenesí de no sé qué pasión, rabia, amor, envidia ó simplemente
brutal apetito de destrucción. Nunca me había yo visto en semejante
estado. Diéronme ganas de derribar la puerta á puñetazos y de pedir
hospitalidad como la piden los bandidos, á tiros y puñaladas. La
ferocidad que en mí se despertó fué soplo tempestuoso que barrió de mi
cerebro toda idea razonable. Me convertí en un insensato; apliqué los
labios á la rejilla y me puse á dar voces:
XXV
Nabucodonosor.
II
Otra noche, Camila junto á la mesa donde habían estado sus botas (no
sé si os acordaréis de esto), y á su lado Constantino. Ella cosía, y
él leía un periódico. Cuando me sintieron mover, ambos me miraron.
Camila vino hacia mí, dejando la costura, y me dijo: «¿Qué tal?»
En mi sensibilidad fuertemente perturbada hizo aquel _qué tal_ el
efecto de un intenso olor de sales súbitamente aplicado á mi nariz. A
punto estuve de hablar... ¡Desdichado de mí si lo hubiera hecho! El
silencio había venido á ser en mí como una coquetería. Tuve serenidad
bastante para dominarme, y sacando una mano, le tomé la suya y la llevé
pausadamente á mis labios. Cuando le daba aquel respetuoso beso que
fué como el homenaje que á los reyes haría el monárquico más sincero
y leal, ví allí enfrente una mirada de Constantino, abrillantada por
la próxima luz. No debía de ser mirada de celos; y si lo fué, ¿qué
culpa tenía yo en aquel momento? La absoluta muerte de las facultades
más características del hombre, me garantizaba una virtud perfecta.
Yo podía ya ser hasta santo á poco que lo intentara. La borriquita,
entendiendo mi homenaje, no retiró su mano. Pensé que debía de ser muy
grande mi mal, cuando aquellos dos enemigos míos me perdonaban y aun
venían á asistirme. «Sólo se perdona de este modo á los moribundos ó á
los locos», pensé.
III
Observé con inquietud que Camila se daba aire como sofocada, que
palidecía y cerraba los ojos. ¿Acaso estaba enferma? De repente salió;
la sentí en mi alcoba. Hice señas á Severiano, que, pensando como yo,
dijo:
--No hay que soñar --añadió--, con que mi marido se corra más. Ya sabes
que él es generoso; pero lo es una sola vez en cada caso. Medina no
repite... mil veces te lo he dicho. Si ahora saliera yo pidiéndole
más dinero, puede que se le quitaran las ganas de hacerte el préstamo
gordo. Él es así: aceptémosle reconociendo que es muy bueno, y no le
perdamos por querer hacerle mejor.
Parecióme esto tan discreto y prudente, que nada tuve que objetar á
ello. Poco después vino Cristóbal, y se me mostró tan afable, tan
bondadoso, que á poco más se me saltan las lágrimas. Declaraba que
lo que hacía por mí no era digno de reconocimiento; rogábame que no
hablase de ello, y que no le sacara los colores á la cara con mis
importunas gratitudes. Dióme esperanzas de obtener algo en el asunto
de Torres, que no dejaba de la mano. Por fin se sabía que el fugitivo
estaba en Pau. Su abogado, uno de los más famosos de España, le había
escrito que no se encargaría de su defensa si no se presentaba en
Madrid. Era, pues, posible que viniese, ingresando desde luego en el
Saladero, en virtud de providencia judicial ya dictada.
Con estas noticias me animé un poco; pero aún me amargaban el espíritu
las dificultades para salir del compromiso de las letras, si algún
inesperado suceso no venía á favorecerme por donde menos lo pensara.
Dije á Severiano que tantease á mi tío, que también fué aquella
noche, y que, después de haberse retirado Cristóbal con su mujer, se
puso á jugar al tresillo con Miquis en mi gabinete. Pero ¡ay! que mi
buen tío estaba en situación de que le pusieran niñera, y no servía
absolutamente para nada. Entre él y yo la diferencia no era grande,
pues si disponía de sus cuatro remos, en cambio arrastraba los pies al
andar, y ya se había caído dos veces en la calle. A lo mejor se quedaba
como dormido y costaba trabajo despertarle. Su conversación era ya
enteramente difusa, incoherente, sin sentido, y á lo mejor se salía con
unas sandeces tan primitivas que ningún oyente sabía tener la risa. Yo
le miraba desde mi sillón ó desde mi lecho, y me decía: «¡Si tendré yo
el mismo aspecto de niño bobo!... Debo de tenerlo.»
IV
Pues, como dije, Severiano trató de ver si aquel pobre anciano infantil
podía disponer de algún dinero. El resultado fué muy singular.
Primero le manifestó mi tío con espontáneo arranque que le era fácil
proporcionarme un millón de reales. Severiano puso cada ojo como un
puño al oir tal ofrecimiento. Media hora después, hablando de lo mismo,
don Rafael se asombró de oir á mi amigo lo del millón, y le dijo:
Importábame más otra cosa, y sobre ello caímos con verdadero afán.
--Creo que al fin se arreglará esto con la ayuda de todos los amigos
--me dijo--. Pasado mañana vencen las _Pastoriles_ letras. No te ocupes
de ello y déjame á mí... Desde ahora te aseguro que serán pagadas.
Cómo, no lo sé; pero tú no has de quedar mal.
--No puedes figurarte qué fatigas representa para mí este favor que te
hago. Lo menos seis meses tendré que estar diciendo mentiras á Medina,
y cree que esto me lastima mucho. Mentir á Cristóbal es escupir al
cielo, hijo mío. Pero es forzoso hacerlo y se hace. Si te salvo de
la deshonra, esta idea tranquilizará mi conciencia, que está, puedes
suponerlo, bastante alborotada. Se irá calmando con la meditación
de los males que nos trae el apartarnos del camino derecho, y con
practicar la mayor suma de buenas obras... Conque entérate. Supongo que
la facultad de contar dinero no se te habrá ido, pobre niño inválido.
Y si gobiernas bien con tu mano derecha, no estaría de más que me
hicieras un recibo...
Muy agradecido estaba yo; pero el rasgo de Camila, del cual no tuve
noticia hasta el día siguiente, fué la emoción más grande y placentera
que recibí en aquel caso. ¡Pobre borriquita! ¡pobre Cacaseno de mi
alma! ¡Cómo se portaban conmigo, y qué lección me daban los dos!
Cuando Severiano me lo dijo, lloré, podéis creérmelo. Porque mi
sensibilidad lacrimal era muy grande, y á la menor emoción me corrían
ríos por la cara. Si esto es infantil ó canino, ó un simple fenómeno de
debilidad nerviosa, lo ignoro; lo que sé es que el corazón se me hacía
un ovillo cuando Severiano me contó lo que á la letra copio:
La impresión recibida por mí al oir esto, fué de tal modo fuerte que,
valiéndome de las extremidades de un solo lado, me eché de la cama. Con
gritos y gestos expresaba yo mi terror, mi vergüenza y la resolución de
no admitir aquella ofrenda. Hizo mi amigo esfuerzos por calmarme. Ramón
y él me vistieron. Pusiéronme luego en mi sillón como un muñeco, y allí
aguanté la rociada de palabras y razonamientos que me echó Severiano.
--Tu situación no es para esos humos ni para que nos andemos con
escrúpulos tontos. Estás en el caso de aceptar lo que venga sin mirarle
la cara... Después pagarás y _pax Christi_... Cuando ví la cosa fea,
me fuí á casa de Eloísa. Encontrémela muy afligida, pensando en tí, en
tu ruina corporal más que en tu pobreza, y me obsequió con la mar de
lágrimas y suspiros. «Venderé todo lo que tengo, por sacarle de su
compromiso.» «Pues empiece usted.» La verdad, chico, lo que en la casa
ví más me revelaba propósitos de engrandecimiento que de liquidación.
Enseñóme un cuadrángano grande que había comprado el día anterior y
otras preciosidades... «¿Y cuánto hace falta?» me preguntó con aquella
vocecita cristalina... Quedamos por fin en que si me buscaba diez mil
duros, tu firma quedaría en salvo. Miró un rato al suelo, el ceño
fruncido. «¡Mucho es!» dijo suspirando, y echando miradas de amor á
sus cachivaches. En fin, chico, ¿para qué andar con rodeos?... ¿te lo
digo?... Pues allá va. Sin vender ni un alfiler, me trajo ayer los diez
mil duros. Se los ha dado Sánchez Botín.
--Por debajo de cuerda he sabido que Botín no le dió más que seis mil
duros. Siempre miserable. Está por la carne barata. Este hombre se
me ha parecido siempre á una chinche. Es para cogerle con un papel y
tirarle, dando á otra persona el encargo de matarle. La idea de verle
reventar delante de mí me pone nervioso... Pues sí, seis mil duros nada
más. El resto lo juntó como pudo, con ayuda de su prendera, y llevando
al Monte y á las casas de préstamos algunas cosillas... ¡Cuando me
lo trajo estaba más contenta...! Pero se le conocía en la cara la
repugnancia de la pócima... ¡Pobre mujer! su trabajo le ha costado...
Y no consintió por ningún caso en que le diera recibo, ni quiere
interés. «No es préstamo --me dijo lo menos veinte veces--: es regalo,
es restitución...» Pero me dió á entender que no deseaba se te ocultase
que á ella debías su salvación. Tiene el orgullo de su rasgo.
--Por Dios y por tu vida y por lo que más ames, hazme el favor de
devolver el dinero á esa mujer, y le dices de mi parte... No, no le
digas nada; no hay más que devolvérselo diciéndole que no se necesita.
Búscalo por otra parte: vende ó empeña hoy todos mis muebles. Mira que
esto es una deshonra que no puedo soportar. Prefiero el protesto de las
letras, hacer un arreglo y pagarlas después á plazos ó como se pueda.
Severiano, amigo querido, líbrame de este bochorno: por Dios te lo
pido... Saca ese dinero de mi mesa y echa á correr. Llévaselo. Dios nos
recompensará esta delicadeza... Me considero el primer desgraciado del
mundo y el número uno entre todos los miserables habidos y por haber.
VI
--A todos nos llega, tarde ó temprano, nuestro sorbo de _jieles_ --me
dijo Severiano, cuando solos hablábamos de esto--. Yo también he tenido
que apechugar... sólo que mi potingue me pareció al principio muy
amargo, y ahora se me vuelve dulce... Pero no te digo más. Esto es una
charada. _La solución en el próximo número._
--¿Por qué estás tan callado? --me decía ésta--. Ramón me ha dicho que
ya pronuncias. ¿Qué te pasa, que estás ahí con ese lápiz, pudiendo
expresarte bien?
--¡Claro, tu nene...!
Lo dijo con tal acento de convicción, que creí que me apuñalaba.
Protesté con gritos roncos y con gestos convulsivos.
XXVI
Final.
Habiéndome quedado casi solo en Julio y Agosto, sin más compañía que
la de aquellos pedazos de mi corazón, Camila y Constantino, pensé en
continuar mis Memorias, interrumpidas en la parte de mi vida que, á
mi modo de ver, merecía más los honores de la narración. No me era
difícil escribir, pues mi mano derecha conservábase expedita; pero se
cansaba pronto, y los trazos no eran muy correctos. La inteligencia y
la memoria me ayudaban bien; púseme á la obra, y con lentitud proseguí
aquel trabajo. Pronto hube de valerme, para andar más á prisa, de un
amanuense que me depararon Dios y mi tía Pilar, hombre que me venía
como anillo al dedo para el caso. Llamábase José Ido del Sagrario, y
tenía una letra clara, hermosa, si bien un poco floreada y como con
tendencias á criar pelo por los infinitos rasgos que por arriba y
por abajo salían de los renglones. Pero era miel sobre hojuelas aquel
hombre, y con sólo mirarme adivinábame los pensamientos. Tal traza al
fin se daba, que contándole yo un caso en dos docenas de palabras,
lo ponía en escritura con tanta propiedad, exactitud y colorido, que
no lo hiciera mejor yo mismo, narrador y agente al propio tiempo de
los sucesos. Con ayuda de tal hombre, los diferentes lances de mi
ruina y mi enfermedad salieron _como una seda_. Decíame Ido que él
era del oficio; que si yo le dejara meter su cucharada, añadiría á
mi relato algunos perfiles y toques de maestro que él sabía dar muy
bien; pero no se lo permití. Por ningún caso introduciría yo en mis
Memorias invención alguna, ni aun siendo tan llamativa como todas las
que brotaban del fecundísimo cacumen de mi escribiente. Yo ponía mis
cinco sentidos en el manuscrito, temeroso siempre de que él se dejara
arrastrar de su desbocada fantasía, y puedo asegurar que nada hay aquí
que no sea escrupuloso traslado de la verdad. La única reforma que
consentí fué variar los nombres de todas las personas que menciono,
empezando por el mío; variación que realizamos con pena, pues me
gustaría llevar la sinceridad á sus últimos límites.
II
--¿Qué?
--¿Otro?
--Sí; y salió César más pronto que la vista, y tan listillo y con tan
mal genio como su hermano.
III
FIN DE LA NOVELA
ÍNDICE
Páginas.
IV.--Debilidad. I-63
XIV.--Hielo. I-269
XXV.--Nabucodonosor. II-307
XXVI.--Final. II-341