Mi Familia y Otros Asesinos - Fran Navarro

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En esta familia todos son sospechosos.

¡No podrás dejar de leer hasta


descubrir al asesino! Entre el mejor cozy crime y la novela policiaca clásica,
la ópera prima de los hermanos Navarro es una carta de amor al género, un
homenaje irresistible a Agatha Christie, Conan Doyle, Hammett y Chandler.
Un misterio envolvente cargado de intriga, sorpresas, muertes impredecibles,
sospechosos imposibles y unos protagonistas carismáticos atrapados en un
escenario aislado en el que el lector se convertirá en un detective más.
En su remota mansión de los Pirineos, los Watson se preparan para celebrar
las fiestas navideñas como una familia cualquiera: reencuentros esperados,
mucha comida y bebida y la firme promesa de no hablar de política. Pero los
Watson no son una familia cualquiera, ya que entre sus miembros se
encuentran los tres inspectores de policía más reconocidos del país: Richard
Watson, patriarca y sabueso a la antigua usanza; Eugenio Watson, su hijo,
obsesionado con el análisis exhaustivo y científico de la escena del crimen, y
Florencia Watson, su peculiar y perspicaz nieta.
Cuando un grito corta el aire helado de la mañana de Navidad, la mansión de
los Watson se convierte en la escena de un crimen. Miriam, la hermana mayor
del clan, ha aparecido muerta en su cuarto, sobre un charco de sangre, pero
sin herida alguna, y con marcas de haber sido estrangulada. Solo hay algo
seguro: el culpable se encuentra dentro de la casa. Richard, Eugenio y
Florencia —abuelo, hijo y nieta—, tendrán que poner a prueba sus diferentes
métodos para resolver el caso antes de que el asesino ataque de nuevo.
Los detectives protagonistas de Mi familia y otros asesinos:
Richard Watson: El abuelo. Inspector de homicidios retirado y una leyenda
del Cuerpo. Sabueso a la vieja usanza: va siempre con su instinto por delante.
Eugenio Watson: El hijo. Inspector de homicidios en activo. Muy formal,
pero siempre agradable. Obsesionado con el análisis científico de las pruebas
del crimen.
Florencia Watson: La nieta. Futura inspectora de homicidios. Friki del k-pop,
es el verso suelto de la familia. Un verdadero genio de la deducción.
Cada uno de los tres inspectores sirve de homenaje a una época y un estilo de
narrativa distintos dentro de la historia del género negro. Florencia Watson
recuerda a detectives propios de las novelas de Agatha Christie: es una

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investigadora tan improbable como miss Marple y tan excéntrica como Poirot
o Benoit Blanc, de Puñales por la espalda. Su abuelo, Richard Watson, es una
versión de Phillip Marlowe o Sam Spade actualizada y avejentada. Es un tipo
duro en una época en la que ya no se llevan los tipos duros. Con respecto a
Eugenio, tiene cosas tanto de Sherlock Holmes, por su capacidad de
reconstruir lo que ha pasado a través de las evidencias y por su falta de
habilidades sociales, como de los policías más modernos de CSI. Las
diferencias entre ellos generan una competitividad que hará que cada uno de
los Watson se esfuerce por ser el primero en resolver el crimen y demostrar
que su método es mejor que el de los demás. ¿Quién será el vencedor?

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Fran Navarro & Chus Navarro

Mi familia y otros asesinos


ePub r1.0
Titivillus 19.11.2024

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Título original: Mi familia y otros asesinos
Fran Navarro & Chus Navarro, 2024
Ilustración de portada: Ignasi Font

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Para nuestra madre

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Guía de personajes

Ofrecemos a continuación una relación en orden alfabético de los principales


personajes que aparecen en esta obra.
BARRIOS, Verónica: exmujer de Eugenio y madre de Florencia. Es la pasota
del grupo. A Verónica le da igual lo que opinen de ella y siempre dice lo
que piensa. Trabaja en el hotel, de recepcionista.
COSTA, Ainhoa: novia de Florencia. La pelota. Quiere caer bien a la familia a
toda costa y se esfuerza por agradar a todos, puede que en exceso.
GALINDO, Juana: la forastera. Inspectora de Homicidios en activo. Policía del
montón, ni buena ni mala. Es un pedazo de pan, pero con los Watson va
a mostrarse firme para hacerse valer entre tanto genio.
JUNQUERA, Berni: el marido de Susana. Es el tío guay. Cercano, sorprende
por la naturalidad con la que acepta los halagos… y los chismorreos
familiares sobre la suerte de Susana por tener a alguien como él.
MONTENEGRO, Emilio: marido de Julia. El cuñado graciosete. Es un hombre
que no ha hecho nada de provecho en su vida ni sería capaz de hacerlo.
Sobrevive, en sus propias palabras, a base de «estar en todos los
fregaos».
NÚÑEZ, Quique: el marido de Eugenio. El tipo inocente que nunca se entera
de nada. O eso parece, a lo mejor se guarda algún secreto. O no.
PÉREZ, Agnes: la abuela. La centrista de la familia. Es esa persona que
siempre afirma que todos pueden tener parte de razón y les afea que
discutan, sea cual sea el motivo de la discusión.
PÉREZ, Gerardo: el tío abuelo. Un imbécil con todas las letras (las seis, que
la i está repetida). Empresario de éxito, es el dueño de una cadena de
hoteles de esquí.

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WATSON, Alvarito: hijo adoptivo de Eugenio y Quique. Es inocente como un
niño de ocho años porque es un niño de ocho años. Venga, va, una pista:
Alvarito no es un asesino.
WATSON, Eugenio: el padre. Inspector de Homicidios en activo. Muy formal,
aunque siempre agradable. No es particularmente talentoso, pero es un
apasionado de su profesión y su perseverancia le hace destacar.
WATSON, Florencia: la hija. Futura inspectora de Homicidios. Friki del
k-pop, es el verso suelto de la familia. Aunque sea capaz de sacar de
quicio a cualquiera con sus ocurrencias y su insufrible ego, es tan dulce y
abierta que resulta imposible cogerle manía. Un verdadero genio de la
deducción.
WATSON, Javi: hijo de Susana. El intenso. Es lo que se conoce como un
«criptobro», un chico obsesionado con las criptomonedas y con su
defensa del sistema neoliberal.
WATSON, Julia: la cuarta hermana. La de la risa fácil. Está bien disfrutar de la
vida, pero ella se pasa. No todo puede ser gracioso, y su marido Emilio
menos, pero ella bien que se ríe. Se hace molesta, la verdad.
WATSON, Míriam: la hermana mayor. La víctima del asesinato. Trabajaba en
la cadena de hoteles de la familia, y posicionarse junto al odiado tío
Gerardo provocó que se distanciara de sus hermanos y de sus padres
durante años. De carácter frío y competitivo, siempre estaba ocupada.
¿Será la única víctima? No os lo vamos a decir, no pretendemos hacer
spoilers de todo antes de empezar. No estamos locos.
WATSON, Richard: el abuelo. Inspector de Homicidios retirado y una leyenda
del Cuerpo. Cariñoso con sus nietos, duro con sus hijos. Es un hombre de
pocas palabras, aunque bien escogidas.
WATSON, Susana: la tercera hermana. La negacionista que hay en cualquier
familia. Habla como si supiera de todo, pero su única fuente de
información son los grupos de Telegram.

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Prólogo
I

RICHARD

Richard Watson tiene una sensación molesta, como si hubiera olvidado algo.
Decide no darle vueltas porque él es más de caminar en línea recta que
haciendo círculos. Ya lo descubrirá después, siempre lo hace. Se levanta de la
cama y entreabre la cortina de su dormitorio, dejando pasar la cantidad justa
de luz. Suficiente como para poder ver, pero no tanto como para despertar a
Agnes, que aún duerme entre las sábanas.
Es un hombre de rutinas, da lo mismo que la noche anterior se acostara
tarde, que bebiera más de lo habitual o que en el exterior esté cayendo la
mayor nevada de la historia de Aragón, él se levanta con el sol, como cada
mañana. Sin embargo, es el sol quien parece más reticente a salir. Hoy casi no
da luz y, aunque es obvio que por ahí debe de andar, permanece escondido
cual criminal.
—Algo habrá hecho.
Richard acostumbra a hablar solo, no porque pretenda afianzar conceptos
o porque busque mantenerse activo, sino porque no depende de nadie. Él dice
lo que tiene que decir y, si hay alguien delante, lo escuchará; si no lo hay, la
información se pierde y punto.
Da una calada a su vapeador, uno de estos modernos que parecen más una
petaca de cuero que una pipa electrónica, y observa el temporal a través de su
ventana. Es un espectáculo violento. Las bolas de granizo, impulsadas por un
viento huracanado, bombardean sin tregua sus terrenos: el tejado, los árboles
de su jardín y las cámaras de seguridad que rodean la casa. Richard deja
escapar una leve sonrisa al percibir que aún están en funcionamiento, a pesar
de todo. El gesto se le tuerce al ver el vehículo oruga de Gerardo, su cuñado,
abandonando su casa de buena mañana. Es un cuatro por cuatro eléctrico, que

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casi no hace ruido ni contamina, pero Richard no está preocupado por el
medio ambiente. No. Su problema con Gerardo va mucho más allá de eso, la
suya es una enemistad sin remedio.
Richard aparta la vista de la ventana, agarra su bastón, de madera aunque
acabado en punta, acondicionado para poder ser clavado en el hielo, y mueve
su fornido cuerpo con vitalidad, ingeniándoselas para no hacer ruido.
—No estarás pensando en salir hoy, ¿verdad? —dice Agnes.
—¿Qué haces despierta? Es mejor que descanses, tenemos un día largo.
—Ya sabes que con todos los niños en casa me cuesta más dormir, pero
no te preocupes por mí. Me compensa.
Algunos de los «niños» tienen ya cincuenta años, pero para Agnes hay
cosas que no cambian. Se incorpora para insistir:
—En la radio dijeron que teníamos que quedarnos en casa mientras durara
la tormenta, Josema va a ser de las fuertes.
Ahora está de moda poner nombre a las borrascas y con esta ha tocado el
nombre de Josema. Richard tiene la teoría de que es así porque es Navidad y
porque a quien sea que se encargue de esos asuntos se le ha antojado hacer un
homenaje a José y María a la vez, aunque a lo mejor es casualidad. Como
siempre afirma Richard, nunca se debe subestimar la torpeza del ser humano.
—No ha nacido nadie llamado Josema capaz de darme miedo. Vuelvo con
pan en media hora.
El anciano sale del dormitorio sin esperar respuesta ni perder más tiempo.
El pasillo es largo; es el mismo camino que recorre cada día desde hace años,
si bien hoy se percibe distinto. Todos sus hijos han vuelto por Navidad y
algunos incluso han venido con sus nietos. Richard tendría que sentirse
henchido de orgullo por estar rodeado por su familia de nuevo, como Agnes,
pero todavía nota esa sensación que no le deja tranquilo. Hay un detalle que
no encaja y no logra identificar cuál. ¿Ha olvidado algún regalo?
Tras bajar las escaleras, Richard desactiva la alarma, repitiendo la misma
acción mecánica de cada amanecer. Todas las noches la enciende y todas las
mañanas la apaga. Es un sistema personalizado y perfeccionado hasta el más
mínimo detalle. Las cámaras cubren la totalidad del perímetro de la casa y los
sensores, colocados estratégicamente, avisarían al instante de cualquier
intento de allanamiento. No cabe duda de que son medidas excesivas para un
ciudadano de a pie, pero Richard nunca será tal cosa. Ha sido inspector de
Homicidios durante décadas y eso no se olvida. Agnes le insiste cada cierto
tiempo en que se deje de alarmas y precauciones, al fin y al cabo, cada día
que pasa es más improbable que sufra las represalias de ninguno de los

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asesinos a los que metió entre rejas. La mayoría de ellos ya serán personas
mayores, como él. Richard la comprende, ha pensado seriamente en apagarlo
todo, pero hay actitudes que no se pueden dejar atrás. Ser previsor forma parte
de su naturaleza. Eso y que la desconfianza que siente teniendo a Gerardo de
vecino le impide relajarse. Hasta ahora ha dormido más tranquilo sabiendo
que le mantenía alejado de sus propiedades.
Mientras se enfunda su largo abrigo negro, Richard piensa que quizá
pronto deba escuchar a su mujer y quitar toda esta parafernalia. Gerardo y él
han pasado décadas sin hablarse, construyendo con mimo un desprecio mutuo
que ha dividido a la familia, separando a padres de hijos hasta convertirlos
casi en extraños. Ambos habían prometido odiarse hasta que la muerte los
separase e iban camino de lograrlo hasta que, sin motivo aparente, Gerardo
aceptó la invitación anual de Agnes para acudir a la cena de Nochebuena.
Richard no tuvo más remedio que aceptar su presencia y, aunque jamás lo
admitirá en voz alta, se alegra de que su cuñado viniera. No conoce las
razones de Gerardo y está convencido de que no son buenas, pero su gesto
facilitó el reencuentro familiar, lo mejor que le ha pasado en años. La vida no
es como los cuentos, en el mundo real a veces es el malo el que salva la
Navidad y al bueno no le queda otra que joderse y aguantarse.
—Es así y así es. Y punto.
Sin detenerse más en pensamientos estériles, el anciano da una última
calada a su vapeador, lo guarda en el bolsillo del abrigo, abre la puerta y se
dispone a enfrentarse con Josema.

Un chillido desgarrador. Es la voz de su hija Julia. El sonido viene de la


habitación de Míriam, otra de sus hijas. Un presentimiento sobrecoge a
Richard, esto es lo que lleva temiendo toda la mañana.
—Mi niña.

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Prólogo
II

AINHOA

No negaré que fui avisada. Cuando comenté con mis compañeros, tanto
jóvenes como veteranos, que Florencia me había invitado a pasar la Navidad
con su familia, todos sin excepción me previnieron de que podía esperar
cualquier cosa de los Watson. Por eso vine preparada para las mayores
excentricidades, genialidades o simples locuras, lástima que lo que me he
encontrado esta mañana supere cualquier expectativa, para mal.
Los gritos que llegan desde el exterior de la habitación me obligan a dar el
paso que llevo demorando ya veinte minutos. ¿O son cinco que se me han
hecho largos? Es imposible de saber. Ayer bebí más de la cuenta y solo
pensar en la verticalidad hace que mi estómago proteste y amenace con la
rebelión. Me planteo la posibilidad de hacerme la tonta y remolonear un rato
más, pero escucho la voz de mi chica fuera y su tono es muy preocupante, de
alarma. No me queda más remedio que levantarme. Vamos, Ainhoa, tú
puedes.
Las circunstancias me obligan a salir sin cambiarme siquiera de ropa, es
una tragedia. Llevo un pijama que me regaló Florencia hace un par de meses,
con las caras y los cuerpos de diversos cantantes de k-pop impresos por todas
partes. Admito que no sé quiénes son, por mucho que ella me repita sus
nombres y enumere sus hazañas vocales y sonoras. No tenía intención de
dejarme ver en sociedad con él puesto, menos aún delante de tantas personas
a las que acabo de conocer y a las que pretendo agradar. Bueno, delante de
ellos y de mi jefe.
Salgo al pasillo y me doy de bruces con el caos. La familia Watson al
completo se encuentra frente a la habitación de Míriam, Florencia incluida.

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Ella me ve y cruzamos una mirada a través de la que me informa de que algo
terrible ha sucedido.
Al menos eso es lo que interpreto yo, ya que mi chica es totalmente
indescifrable. Hasta hace unos meses este era un asunto capaz de
desestabilizarme más que ningún otro. Pese a que ella jamás ha dudado en
demostrarme su amor sin pudor ni vergüenza, yo sentía que siempre había una
distancia entre ambas, que no había conexión. Suena estúpido y quizá lo sea,
pero en mi defensa diré que no es sencillo convivir con una persona genial y
ser consciente de que nunca estaréis pensando en lo mismo, al menos no de la
misma manera. Ahora lo asumo con normalidad e incluso lo veo como parte
de su encanto. Es fascinante presenciar cómo es capaz de suponer lo que los
demás ni imaginamos, por no hablar de que no hay nada más divertido que
ver las reacciones de los señoros cuando una veinteañera con el pelo morado
los deja en evidencia sin esfuerzo aparente. Sí, se puede afirmar que he
encontrado el equilibrio a su lado. A veces hasta me engaño a mí misma,
convenciéndome de que soy capaz de anticipar sus reacciones o comprender
su línea de razonamiento. No son más que ilusiones mías, por supuesto.
—Que nadie toque nada, por favor —dice Eugenio, mi jefe y suegro.
Eugenio se atrinchera en la puerta, impidiendo el paso. Me gustaría saber
cuál es el motivo del drama, pero me rodea una algarabía sin sentido. Todo el
mundo tiene algo que decir y trata de expresarlo al mismo tiempo.
—¿Habéis llamado a una ambulancia? —pregunta Berni, el tío simpático
de Florencia.
—Por lo que he podido ver, no hace falta —contesta Julia, la tía
imprevisible de mi chica. Parece recién levantada, despeinada y
descompuesta, pero, a decir verdad, siempre da esa impresión. Es algo así
como una versión tosca del resto de los Watson, como si al gestarla se les
hubiese olvidado darle definición y sus rasgos estuviesen a medio terminar, a
lo bruto.
—Y no llegarían hasta aquí —responde Verónica, mi suegra, siempre
realista.
—¡Que vengan los geos! —dice Susana, mujer de Berni. Es la tía de
Florencia con tendencia a creer en conspiraciones y a abusar de los rayos uva.
Da igual el evento, siempre va arreglada de más.
—Los que faltaban —contesta Javi, hijo de Susana y primo de mi chica,
mostrando su odio hacia todos los funcionarios públicos, sean quienes sean.
—¡Todos tenemos derecho a entrar y ver qué ha pasado! —exclama
Emilio, el marido de Julia, que no puede evitar dar la nota allá donde vaya.

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El último en llegar es Richard, el abuelo, la leyenda. Cruza una mirada
con su hijo y esta debe de ser más informativa que la que me dedicó Florencia
hace unos segundos, porque él se entera de inmediato de todo. Alvarito, el
hermano pequeño de mi novia, le observa con fascinación:
—¿El abuelo está llorando?
—Corre con la abuela y dale un beso bien fuerte, anda —le dice Quique,
mi otro suegro, el que sigue casado con Eugenio.
Alvarito obedece, sorteando a Richard de camino hacia Agnes, que
observa la escena desde la puerta de su dormitorio, al fondo del pasillo. El
abuelo permanece solo, nadie sabe cómo apoyar a quien jamás ha necesitado
apoyo. Eugenio toma el control:
—Todos fuera de aquí. Esto ya no es la habitación de Míriam, es una
escena del crimen.
La información es nueva solo para mí. Conocí a Míriam ayer y es la única
tía de Florencia que no está en este pasillo. No fue particularmente simpática
conmigo y, sin embargo, la noticia de su pérdida me sobrecoge. Tengo
sudores fríos y descubro asombrada que me tiemblan las piernas. ¿O es la
resaca? Richard, sin embargo, encuentra fuerzas bajo sus lágrimas:
—Yo voy a entrar.
—Retuit —dice Florencia.
La expresión de Eugenio al escucharlos sí logro interpretarla con
facilidad. Él no es tan genial como su hija, de hecho es un libro abierto y yo
llevo ya varios capítulos leídos. Ahora mismo está tentado de contestar con la
firmeza de quien está habituado a tomar decisiones, pero no es lo mismo
responder ante su padre y su hija que ante mí, la última mona de la comisaría.
—No hace falta, en serio —insiste Eugenio—. Es mejor que lo haga una
persona, tan solo hay que confirmar la muerte, determinar la hora de
defunción y si se trata de un homicidio o no.
—¿Y por qué tú y no yo? ¿O el abu? ¿O Ainhoa, que no la conocía? —
pregunta Florencia.
Que mi chica me mencione provoca que más de una decena de pares de
ojos se posen en mí y en las fotos de cantantes coreanos de mi pijama, aunque
el interés desaparece a los pocos instantes. A pesar de que agradezco el
detalle, la sugerencia de mi chica no ha calado. Florencia continúa:
—Papá, si no te han asignado el caso, tú tampoco puedes cruzar esa
puerta. Y, literal, tienes cero unidades de posibilidades de que te lo den
porque la víctima es tu hermana.

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—Lo sé, por eso no voy a recoger pruebas ni a detenerme a analizar nada.
No podemos hacerlo ni yo ni ninguno de los que estamos aquí, ni siquiera
Ainhoa —dice Eugenio y me señala, aunque pronto se vuelve hacia su padre
—. ¿Me oyes, papá? No podemos investigar el caso.
—Hijo, ¿de verdad quieres hacer esto? A mí me da pereza, pero si quieres
jugamos a que tienes poder para venir a mi casa a darme órdenes. ¿Quién
sabe? Quizá me equivoco y resulta divertido, lo mismo hasta te pone
cachondo.
—¡Richard! —le interrumpe Agnes, su mujer.
—¿Qué pasa? El niño ya es mayorcito para responder de sus palabras.
El policía más renombrado de España…, «el niño». No puedo negar que
no me lo avisaron, pero no esperaba tanto de los Watson. Eugenio se pone
colorado, aunque replica con la autoridad acostumbrada:
—Papá, te agradezco la honestidad, pero no soy yo quien te lo ordena, es
lo que dice la ley.
—¿En serio? La ley no dice que puedas entrar tú y no nosotros —contesta
Florencia.
—¡Bueno, ya está bien! ¡Todos! —dice Agnes—. Lo último que nos
faltaba es que os pusierais a competir por quién es mejor detective utilizando
a Míriam como excusa. Es suficiente con lo que nos ha tocado vivir.
La anciana toma aire antes de seguir adelante y descubro, no sin asombro,
el silencio reverencial creado a su alrededor. Se ha cometido un crimen y,
aunque en esta casa tenemos el raro privilegio de escuchar de primera mano la
opinión de los más reputados investigadores de España, quien infunde
verdadero respeto es Agnes, una trabajadora de Correos jubilada. Tras la
atención recibida, continúa hablando, más serena:
—Lo que tenemos que hacer es estar juntos y dejarnos de crímenes y
demás inventos. No tiene sentido ahondar en esos temas porque aquí no hay
asesinos. ¿Me habéis oído? No los hay. Incluso en el supuesto de que alguno
de vosotros tres entrase ahí y recogiera todas las pruebas del mundo…
—Que no se puede —puntualiza Eugenio.
—Y aunque se pudiera. Si uno de vosotros encontrase pruebas irrefutables
que demuestren que mi hija no ha muerto de forma natural…, incluso
entonces daría lo mismo. En esta casa no hay ningún asesino, os lo digo yo.
No me hace falta tener un título como esos vuestros para garantizarlo. Hay
cosas que se saben aquí dentro.
Agnes se señala las tripas y sus palabras vuelven a provocar un silencio
intenso, aunque este no se parece en nada al de hace unos segundos. Pueden

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ser similares, porque nadie habla, pero las motivaciones son radicalmente
distintas. Si el anterior estaba motivado por la reverencia, este está provocado
por la incomprensión más absoluta. Yo admito no entender a qué se refiere,
pero miro a Florencia e intuyo que ella tampoco lo tiene del todo claro. Es
Emilio quien se arranca a hablar en primer lugar, demostrando una vez más
que tiene un don para quedar mal:
—Bueno, si no es un asesinato ni muerte natural, siempre podría ser un
suicidio, ¿no? ¿Te refieres a eso?
Agnes cruza la cara a su yerno en un movimiento inesperado y certero.
Solo un segundo después de cometer la agresión, utiliza la misma mano para
hacer una señal de la cruz.
—Mi hija jamás haría algo así.
El embrujo inicial llega a su fin dando paso al barullo previo. El misterio
se ha resuelto, Agnes no sabía nada, tan solo es una anciana que se niega a
asumir la noticia. Y yo lo entiendo, ¿quién podría? Supongo que es imposible
asimilar la muerte de un hijo, pero aceptar que el asesino pueda ser otro de
ellos debe de ser más que imposible si es que eso es posible.
—Yaya, faltan mil detalles por conocer todavía —dice Florencia.
—Mamá, yo te entiendo, pero en estas cuestiones las pruebas son más
fiables que las corazonadas, lo digo por experiencia —añade Eugenio.
—Y claro que puede haber asesinos aquí. Más de uno. La gente es capaz
de cualquier cosa, incluso si es un Watson —dice Richard a su hijo—. Por eso
tenemos que entrar ya en esa habitación y dejar resuelto lo más básico y lo
más urgente de la investigación, como has dicho tú antes, aunque luego no
vayamos a dirigir el caso ninguno de nosotros.
La presión recae sobre los hombros de mi jefe. La inmensa figura de
Richard ocupa tres cuartas partes del pasillo y el menudo cuerpo de su nieta el
cuarto restante. Ambos se muestran determinados a participar en la
exploración preliminar.
—De acuerdo, reformulo, nadie va a entrar ahí… menos los que seamos,
hayan sido o vayan a ser inspectores de Homicidios —dice Eugenio.
Mi jefe cede ante su padre y su hija, pero me excluye a mí. Me temo que
me espera una Navidad peculiar con los Watson, mucho más de lo que
esperaba. Y eso que fui avisada.

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Prólogo
III

EUGENIO

Eugenio sube la persiana con energía y la luz entra de sopetón en el


dormitorio, dejando a los tres inspectores más a oscuras que antes, aunque sea
durante unos pocos segundos. El sol sigue escondido tras las nubes que ha
traído Josema y aun así el blanco nuclear de la nieve los agrede hasta cegarlos
por completo. Eugenio se llega a plantear la necesidad de ponerse unas gafas
de esquí, pero sus ojos no tardan en adaptarse, para su desgracia.
Eugenio tendría que encontrarse cómodo en la escena del crimen; al fin y
al cabo, él es uno de esos raros casos de personas a las que les gusta su
trabajo. Para él, los asesinatos son intrincados rompecabezas que generan algo
parecido al placer cuando se logra unir todos los puntos. Cuanto más
rebuscado es el caso, mayor es la satisfacción al resolverlo. El momento de
recoger y clasificar las pruebas es el más relevante y, al mismo tiempo, el que
requiere más paciencia y mimo por el detalle. Lo que para otros es un proceso
tedioso, para Eugenio es puro deleite. A sus ojos, los espacios físicos pueden
hablar con quien sepa escucharlos y tienen tanta memoria como las personas,
con la diferencia de que estos son objetivos y nunca guardan intereses ocultos.
Definitivamente, Eugenio disfruta trabajando. Esto no quiere decir que sea un
psicópata, él es consciente de que los crímenes están íntimamente ligados al
dolor. Es cuestión de separar una cosa de la otra, almacenándolas en cajones
distintos dentro de su cabeza. Y, sin embargo, hoy no resulta tan sencillo.
Hasta ahora, ese dolor nunca había sido el suyo.
Por suerte, no es él quien lleva el caso de Míriam ni lo va a ser:
—No podemos tocar nada.
—Tócame los cojones —responde Richard.

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Eugenio evita responder, su padre tiene razón. En adelante hará bien en
evitar obviedades. Es consciente de que su padre y su hija son buenos
inspectores y se creen mejores todavía. No merece la pena generar tensiones
evitables, menos aún ahora que están rodeados por tensiones inevitables.
Y es que el dormitorio de Míriam habla, mostrando a los inspectores sin
ningún tipo de pudor el horror que se vivió dentro de él. El cuerpo yace en el
suelo con los brazos colocados en una posición absurda, por incómoda, para
alguien que aún estuviera vivo, y su ropa y piel están ambas teñidas de rojo.
La sangre se ha esparcido por todas partes; la cama, la mesilla y las zapatillas
de andar por casa, y se acumula en un charco junto al cadáver.
Para cualquiera que conociera a Míriam, bastaría esta imagen para
provocar una punzada de dolor, pero Eugenio es distinto. No es que la
conociera, es que convivió con ella y lo que le impacta es la sensación de que
el tiempo se ha detenido entre estas cuatro paredes. El recuerdo de aquello
que ya no va a volver. La habitación sigue decorada por la Míriam
adolescente, la que él conoció hasta que comenzó a trabajar en el hotel de
Gerardo, la misma que se marchó de casa dejándolos a todos con un palmo de
narices. Richard y Agnes han preservado el lugar sin mover un solo objeto
durante todos estos años. Todo sigue ordenado de una manera obsesiva, con
los libros de las estanterías colocados según tamaños y colores. Así era
Míriam, desde el primer día hasta ayer. Eugenio debe estudiar el asesinato de
la mujer, pero no puede separarla de la adolescente que conoció, que está por
todas partes. Aquí siguen los peluches de la infancia, las carpetas del colegio
y, en las paredes, los pósteres de chicos guapos de los noventa: Leonardo
DiCaprio, Ricky Martin y algún otro cantante o actor del que nadie se acuerda
ya.
—Alguno de esos muchachos estará ya muerto —afirma Richard, para sí.
—Lol —dice Florencia.
Eugenio camina hacia el cuerpo de su hermana, con cuidado de no pisar la
sangre. Una vez cerca de ella, puede ver la lámpara de mesa, ahora bajo la
cama y con la bombilla rota. La señala:
—El ruido de anoche.
Su padre y su hija asienten. Todos lo escucharon a eso de las doce y
media y, en medio de la relajación generalizada propia de una cena navideña,
optaron por dejar ese interrogante sin respuesta. Podían haber insistido, haber
comprobado habitación por habitación qué era lo que se había caído. Para
Míriam, habría importado poco. Para su asesino, habría supuesto la mayor de
las diferencias.

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Eugenio se agacha a inspeccionar el cuerpo como si no fuera su hermana,
como si no estuviera siendo avasallado por miles de recuerdos, como si se
encontrara trabajando un día cualquiera. Comprueba que no tiene pulso, que
no respira. Confirma su defunción mientras lucha con ahínco por contener sus
lágrimas. No lo logra. Era una batalla absurda y por eso la pierde. Los tres lo
hacen, aunque ese pensamiento no dura mucho. El cadáver los obliga a
centrarse en la investigación muy pronto. Algo no cuadra.
—No muestra heridas visibles, hay que replantearse la causa de la muerte
—dice Eugenio.
—Ya está replanteada. Fue ahogada —contesta Richard.
—No adelantemos acontecimientos —replica Eugenio.
—¿De verdad, papá? A mí me están grabando —dice Florencia.
—¿Cómo? ¿Quién? —pregunta el abuelo.
—No preguntes. Es inútil —dice Eugenio a su padre, y se gira hacia su
hija—: ¿Qué pasa, hija? ¿Por qué te graban?
Florencia se ríe por el uso incorrecto de la expresión por parte de su padre,
aunque evita dar explicaciones y se centra en la investigación:
—Porque el abu tiene razón, es muy obvio. Si tiene la cara azul, con esas
venitas rotas, ¿qué más va a ser?
—Lo apropiado es ser cauto, el estudio forense macroscópico puede
inducir a error, no sería la primera vez.
—Ok, boomer —dice Florencia.
Eugenio está tentado de continuar discutiendo, aunque opta por actuar
como el adulto de la conversación, que es lo que es, y se muerde la lengua. En
el fondo, la discrepancia reside únicamente en que él prefiere ser cauto a la
hora de tomar decisiones, no en el análisis. Él también cree que Míriam fue
ahogada y empieza a adivinar de qué pie cojea esta escena del crimen. Es un
testigo hablador, pero no es de fiar. Tendrá que andarse con ojo.
—Dejémoslo en que concuerdo con vosotros en lo esencial. Tanto la
cianosis como las hemorragias petequiales, que es como se dice
correctamente, apuntan a la asfixia.
—Whatever, papá. Te pasas la vida pidiéndome que hable con palabras
comprensibles y ahora me criticas por no usar tu slang. ¿En qué quedamos?
Eugenio adivina una sonrisa en el rostro de Richard y, pese al incordio
que puede ser su hija, se alegra de que haya entrado con ellos en la habitación.
Si ha logrado sacar a su padre del pozo, aunque sea por un segundo, su
presencia está más que justificada.

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—De acuerdo, hija. No hace falta discutir. Todos defendemos la hipótesis
de que Míriam murió asfixiada, así que yo creo que con esto y quizá dando un
estimativo de la hora de la defunción, ya tenemos datos suficientes para
informar al inspector que venga tras nosotros. Dicho esto, ya sé que me he
puesto pesado con que no es nuestro trabajo resolver el crimen, pero, dadas
las circunstancias, pienso que sería negligente por nuestra parte no
preguntarnos lo obvio.
—¿De dónde ha salido tanta sangre? —completa Richard—. No es solo
que no veamos las heridas, es que no creo que existan. Ese cuerpo no es el de
una persona a la que han desangrado, he visto muchos de esos, y no son así.
—¿Y si no es suya? Digo yo que será del agresor —aventura Florencia.
Richard asiente y Eugenio, aunque no dice nada, es de la misma opinión.
El crimen quizá no sea tan complicado, después de todo. Si están en lo cierto,
bastaría con hacer un análisis de esa sangre. En las condiciones actuales, en lo
alto de una montaña y sin acceso a un laboratorio, sería complicado obtener
resultados, aunque Eugenio sabe que encontraría la manera de hacerlo. Si
alguien puede, ese es él. Es el MacGyver de la ciencia forense, te coge un
chicle y una pila y te fabrica un microscopio, sabrá apañárselas. Con todo, se
mantiene cauto, él ya sabe que esta escena del crimen puede mentir.
—¿Os habéis fijado en los tíos antes de entrar? ¿Había alguien que
pudiera estar herido? —continúa Florencia.
—No sabemos si han sido ellos, no nos precipitemos —contesta Eugenio.
—Me mato. No sé cómo resuelves casos, papá. Es imposible que avances,
siempre dudándolo todo.
—Eugenio tiene razón esta vez, muchacha. Empiezo a hacerme una idea
de quién pudo ser y cuándo.
—Ya sé por dónde vas, pero el tío Gerardo se fue a eso de las diez y
media y escuchamos el ruido, que venía desde esta zona de la casa, a las doce
y media, un poco más tarde —contesta Florencia.
—Esta casa es vieja, tiene sus achaques y protesta a menudo, el estruendo
pudo ser cualquier cosa. Os recuerdo que hay un temporal ahí fuera —dice
Richard.
—Bueno, bueno. Haya paz. Si acotamos la hora de la muerte, podremos
descartar una de las dos opciones —tercia Eugenio—. En cualquier caso, no
es cualquier caso y, desde luego, no es nuestro caso. No es nuestra labor hacer
conjeturas. Terminamos esto y nos vamos.
Eugenio saca del bolsillo un termómetro casero que ha recogido de la
cocina antes de entrar, el mismo que usó mil veces cuando era niño, y se pone

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manos a la obra.
—Tengo un oído maravilloso, Eugenio. Escucho hasta lo que no te atreves
a decir. Ya sé que no podemos investigar el caso, te agradecería que no
repitas todo veinte veces —dice Richard, que se gira hacia su nieta—: ¿Tú
padre es siempre así?
—Cada día. Yo creo que lo educaron mal —responde Florencia.
Richard sonríe de nuevo, está claro que le agrada la compañía de su nieta,
y se acerca a la mesa. Se ha fijado en un sobre de papel colocado encima de
un folio escrito a mano que pide a gritos ser leído. Florencia percibe el interés
de su abuelo y se acerca a mirar. El reverso de la carta no tiene remitente, en
él tan solo se lee un nombre, Oso Amoroso, y la letra es la de Míriam. El
anciano saca unas pinzas de su bolsillo sin dudar un segundo. Eugenio se
pone en tensión, pero sigue tomando la temperatura al cadáver y no se puede
mover de donde está.
—Papá, dices que me has oído, pero luego parece que no te enteres de lo
que digo. No me quiero repetir.
—Es por matar el tiempo leyendo algo.
—Si levantas el sobre, esa prueba puede ser descartada en un juicio. Y lo
sabes —contesta Eugenio.
Richard mueve la carta, desafiando a su hijo. Eugenio opta por no
responder a la afrenta. No merece la pena y menos ahora que ha aparecido
una prueba que requiere de toda su atención. La actualidad manda. El folio es
una carta a medio escribir. Parece la letra de Míriam y reza: «Si no lo cuentas
tú, lo voy a cont» seguido de una larga raya. Se detuvo a media palabra.
—Hijo de puta —suelta Richard—. La mataron en ese momento.
—Bueno…, puede ser —dice Florencia, aunque nada más decirlo se le
ocurre algo—. Sí, claro. ¡Qué fantasía! Estoy living.
Ambos hombres la miran, descolocados y esperando una explicación, pero
ella no desvela nada más. Tan solo se limita a mirar alrededor de la mesa,
buscando algo.
—¿Nos vas a contar qué ha pasado por esa cabeza de colores que tienes,
niña?
—No, prefiero no decir nada por no precipitarme, como dice mi padre.
Así aumentamos el hype.
—Bueno, ya está bien. Los dos. Esto es justo lo que no quería que pasara
cuando hemos entrado aquí —protesta Eugenio.
—¿Y qué ha pasado? Tenemos el pseudónimo de quien seguramente sea
el asesino. ¿Qué hay de malo en eso? A veces parece que no quieras

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colaborar, hijo —dice Richard.
—¿Crees que yo no quiero encontrar al que ha hecho esto?
—Creo que no tienes lo que hay que tener para hacerlo.
—Es que, por enésima vez, no tengo que hacerlo yo —responde Eugenio
—. Pero, en todo caso, la resolución de este crimen pasa por analizar el ADN
de esa sangre. La respuesta está en este dormitorio y en las pruebas, no en tus
interrogatorios y tus investigaciones al límite de lo legal. Los tiempos
cambian, papá.
—Pero los asesinos son los de siempre.
Florencia ha dejado de buscar y ahora retira el smartwatch de la muñeca
de su tía Míriam. Lo maneja con cuidado de no dejar huellas y, mientras lo
toquetea, interviene en la conversación:
—Meh. No sé yo, por lo que estoy viendo, este crimen tiene muchas
cositas muy pero que muy random. Hace falta algo más que pruebas o las
fantasías violentas del abu. Algo me dice que ninguno de vosotros seríais los
más adecuados para este caso.
—¿Y tú sí? ¿Qué haces tocando el reloj? Se supone que no tenemos que
invadir la privacidad de Míriam, no tenemos la jurisdicción para eso —
responde Eugenio.
La conversación se interrumpe con el pitido del termómetro: 29,5 °C. Los
avances del caso vuelven a imponer un regreso al trabajo. Eugenio lo resume
para todos:
—Faltarían más datos, pero teniendo en cuenta la temperatura ambiente,
el rigor mortis y la aparente deshidratación del cuerpo, yo diría que la hora
estaría entre las doce y la una de anoche.
—Yasss. Coincide con el ruido que escuchamos —dice Florencia—. Y
con la información que me está dando el smartwatch.
—¿Qué pasa con el reloj? —pregunta Eugenio.
—Tenía pulsómetro, que registró un paro cardiaco a las 00:34. Buen
trabajo, papi.
Florencia enseña el reloj a su padre, que ni siquiera lo mira. La noticia
evidencia de manera empírica que su análisis es correcto y, sin embargo, no
está orgulloso. Esta hora de la muerte certifica que su tío Gerardo es inocente.
Richard tampoco está satisfecho, ha llegado a la misma conclusión:
—Eso demuestra que el asesino está en esta casa. Activé la alarma a eso
de las once, cuando se marchó Gerardo, mucho antes del asesinato, y la he
desactivado hace veinte minutos.

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—¿Y no hay manera de que fallara el sistema de alarma o que alguien
pudiera sortearlo y volviera a salir? Técnicamente es posible, ¿no? —
responde Eugenio, agarrándose a un clavo ardiendo y quemándose.
—Es posible. También pudo venir el mismo dios o que se apareciera
David Copperfield, pero, oye, llámame loco, yo no enfocaría la investigación
en esa dirección.
—¿David quién? —pregunta Florencia, sin recibir respuesta—. Da igual,
lo googleo luego.
—Alguien tiene que estar herido y, sea quien sea, no va a poder ocultarlo
—afirma Richard.
Eugenio reprime sus impulsos de sentarse en la silla que tiene a su lado y
evita de milagro mancharse el pantalón de sangre. Todavía es incapaz de
asimilar la nueva información, el asesino está en la familia.
—¿Quién sería capaz de hacer algo así?
—Esa no es la pregunta que más me preocupa ahora mismo —contesta
Richard—. Lo que más me preocupa es si puede hacerlo de nuevo.
—Espero que, sea quien sea quien se encargue de este caso, se dé prisa
por resolverlo —responde Eugenio—. Mientras tanto, quiero a todo el mundo
en el comedor, que nadie toque nada más, por favor.

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Viaje a la casa Watson

JUANA

Voy cuesta arriba y frenando.


Conduzco por una carretera repleta de curvas, con una inclinación media
del nueve por ciento y el asfalto teñido de blanco mientras nieva como si no
hubiera un mañana. ¡Qué digo! Nieva como si no hubiera un esta tarde o un
dentro de un rato. Hay que joderse. ¿A quién se le ocurre cometer un
asesinato en Nochebuena? Que sí, que todos tenemos algún cuñado
insoportable, pero lo suyo es aguantarse, aunque solo sea por no hacer
trabajar a todo un equipo de Homicidios en plenas vacaciones de Navidad.
Nadie piensa en nosotros y en la cantidad de horas que tenemos que sacrificar
cada vez que matan a alguien. Es injusto, pero es así.
Suena mi teléfono y, aunque pulso el botón del manos libres sin soltar el
volante, por poco no me deslizo montaña abajo. La carretera está
intransitable, tendría que dar la vuelta. Es una locura. Me llama el comisario:
—Juana, ¿qué es eso que me han dicho de que estás subiendo a la estación
de esquí? La carretera estará intransitable, tendrías que dar la vuelta. Es una
locura.
—No digas chorradas, ¿qué otra cosa puedo hacer? Hay un cadáver.
—Ya sé que hay un cadáver, pero la seguridad es lo primero. Además,
creo que el puerto está cerrado al tráfico.
—¿De verdad? ¿Eso «crees»? Gracias por la información, ahora entiendo
qué hacían esos locales con una barrera bloqueando la entrada. Te lo
agradezco de veras, sin tu ayuda nunca lo habría comprendido.
Se hace un silencio y no sé si se ha cortado. Aquí no hay buena señal.
Espero unos segundos y resulta que mi jefe sigue al otro lado, tan solo se
estaba tomando su tiempo antes de contestar:

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—No sé por qué te pones así. Lo digo por ti, el cuerpo seguirá allí cuando
Josema haya pasado de largo. Es lo que tienen los muertos, que no van a
ninguna parte.
—Ya sabes que las primeras horas son esenciales, es primordial que acuda
un inspector para clasificar las pruebas cuanto antes. No es un capricho.
—Bueno, tenemos suerte de que estén los Watson allí, ¿no? —me
responde, y su sonrisa al mencionar a esa familia es tan grande que puedo
verla a través de la línea telefónica.
—Ellos no pueden encargarse de esto, Fede. Saben que estoy yendo, ¿no?
No quiero que toquen nada, ¿me oyes?
No sé si me ha escuchado, porque ahora sí que he perdido la cobertura.
Estoy sola contra la montaña y arriesgando mi vida en cada curva. Tengo
miedo, aunque admito que lo que me perturba no es el camino, sino el lugar
de destino. Encargarse de un caso de homicidio en el hogar de los Watson
supone una presión inmensa para una inspectora del montón. ¿Quién soy yo
para acusar a un hijo de Richard de asesinato? ¿O a una hermana de Eugenio?
¿O a la novia de Florencia? Si cometo un error, se va a hablar de ello durante
décadas. Seguro que ya hay gente poniendo en duda mi capacidad entre tanto
genio.
¡Mierda!
Piso el freno y patino carretera arriba. Me detengo a escasos centímetros
de un pino que bloquea el paso de lado a lado. No lo he visto hasta que se
encontraba demasiado cerca, cubierto como está por la nieve que cae de
forma ininterrumpida. Es demasiado pesado para que pueda moverlo, no
puedo avanzar ni un metro más con el coche. No sé si estoy cerca o lejos, el
GPS tampoco funciona y nunca había subido a la estación de esquí, es lo que
tiene no esquiar. Tendría que volver y darme por vencida, pero he sacrificado
los langostinos y el champán por algo. Me niego a que tengan el placer de
verme fracasar. O no sin haberlo intentado antes.
No va a ser sencillo, la ropa que me he puesto no es la apropiada. ¡Qué
narices! No iría así vestida ni para trabajar, la noticia me ha pillado en casa de
mis padres. Llevo un traje de pantalón y chaqueta de terciopelo burdeos, que
va con los colores de estas fechas, y una blusa de gasa. Nada muy pensado
para combatir el frío, precisamente. Mi abrigo es más estético que práctico.
¿Qué le voy a hacer? Una casi nunca elige sus batallas. Echo el asiento para
atrás y remeto los pantalones por dentro de los zapatos, tratando de evitar que
los calcetines se empapen. No servirá de mucho, pero algo hará. Tomo aire
caliente por última vez, cojo mi bolso y quito el contacto de la llave.

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Al abrir la puerta, primero me asalta el ruido ensordecedor del viento y
luego me invaden la propia nieve y un frío rotundo y seco. Esperaba que el
efecto de la calefacción durara un poco más. Sin pensarlo dos veces, saco el
pie y lo hundo en la nieve hasta los tobillos. Frío.
Cuando logro rodear el pino, me encuentro con que ya no queda rastro de
la carretera. Es como si estuviera en una pista de esquí. Es difícil orientarse, a
mi espalda solo veo un blanco cegador, frente a mí, el mismo blanco, a
izquierda y derecha igual. Mi única guía es caminar hacia arriba, siempre
hacia arriba, hacia donde cada zancada me provoca punzadas de un dolor
chirriante en los dedos de los pies. Espero que la estación esté detrás de esa
curva, porque no sé cuánto voy a aguantar.
Parece mentira que hoy vaya a estar en compañía de los Watson,
compartiendo el día de Navidad con ellos. Yo, Juana Galindo, con ellos. No
logro hacerme una idea de cómo serán en la intimidad. No hay inspector que
no haya hecho conjeturas sobre cómo será crecer en esa familia y cuál será el
secreto que los hace tan especiales. Yo los he conocido a todos y aún no he
logrado descifrarlo.
Richard ya era una leyenda cuando yo empezaba y no puedo decir nada
malo de él. Siempre me trató con respeto y se preocupó de enseñarme el
oficio. Me tiene cariño y me gustaría pensar que yo siento lo mismo, pero
nunca fui capaz de considerarme una igual a él. Para mí siempre había una
distancia, la propia entre la leyenda y la principiante. Eugenio es más joven
que yo, y hemos coincidido en alguna investigación. No es mal tipo, de hecho
es bueno, no le conozco enemigos. A muchos los aburre, porque es un
hombre obsesivo, pero que yo sepa nunca ha ofendido a nadie y eso es
complicado cuando se es el mejor. Los mejores dan rabia y generan envidias,
y esto con él no pasa. Florencia es diferente, la habré visto dos o tres veces,
pero, si no lo hubiera comprobado de primera mano, jamás habría dicho que
fuera un genio. No es por su edad o su aspecto físico, con esos pelos…, es por
su manera de ser, tan desenfadada y trivial. Desde el principio me trató como
si fuese su colega, tomándose unas libertades fuera de lo común. Creo que es
la que más me impone de los tres, porque, aunque es natural que una quiera
demostrar que no está obsoleta y que las nuevas generaciones no son mejores,
con Florencia esto es una quimera. Lo suyo casi parece brujería, ¿cómo se
puede competir con eso?
Detrás de la curva solo había otra recta y después otra curva. Al menos ya
no me duelen los pies, aunque no sé si eso es peor, ya ni los siento. ¿Los voy
a perder? Solo pienso en tomarme un descanso. No me atrevo a hacerlo ante

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la posibilidad de caer muerta, recostándome en silencio sobre esta suave
alfombra blanca. Me obligo a continuar, me niego a hacer trabajar a mis
compañeros en Navidad por partida doble. No puedo mucho más. Si detrás de
la siguiente curva no hay nada, paro un minuto. La estación debe de estar ya
ahí. Tiene que estarlo.
Y está.
Rodeado por la naturaleza más salvaje y poderosa, se alza un armatoste
hortera que representa la banalidad de la raza humana. Lo que veo no llega ni
a la categoría de pueblo, no es un lugar autosuficiente, con una comunidad de
vecinos de toda la vida. No, esto está pensado alrededor del turismo. Son unos
cuantos edificios de madera que luchan contra la pendiente sin saber
adaptarse del todo a ella. Sus paredes rectas y verticales están fuera de lugar
en un entorno de líneas oblicuas. Las montañas, altísimas, nos miran
amenazantes, da la sensación de que podrían caer sobre nosotros en cualquier
momento.
Aquí el mundo sigue adelante como si Josema no existiera. Me cruzo con
dos adolescentes en pantalón corto, gorra y chanclas, seguramente británicos,
que salen corriendo de uno de los hoteles. Contengo el impulso de pedirles
ayuda, estoy tan cerca… Además, los chicos parecen ocupados con lo suyo.
Uno de ellos vomita sobre la nieve, antes virgen, ahora mancillada por su
cena a medio digerir. Es desagradable, pero no he podido evitar fijarme en el
contenido del vómito. Deformación profesional. ¿Quién narices come paella
en Aragón en Nochebuena? Supongo que se merece el mal trago.
Avanzo y avanzo y avanzo. Mis piernas se mueven automáticamente, por
inercia. Dos operarios tratan de limpiar unas pintadas reivindicativas sobre la
fachada trasera del hotel que rezan: «Salvemos al oso pardo». «No a la
ampliación». «Viva el PORN, Viva el AMOR». El hotel pertenece a Gerardo
Pérez, hermano de Agnes, y el PORN del que hablan es el Plan de
Ordenación de los Recursos Naturales, que protege la zona, y que en principio
parecía que iba a impedir la ampliación. Es un caso que ha sonado en los
medios. Por «suerte» para ellos, los políticos parece que van a derogar el plan,
dando luz verde a la operación urbanística y poniendo en riesgo la
supervivencia de la manada de osos pardos que vive por aquí. En fin, lo de
siempre.
Los hoteles se acaban y empiezo a encontrar algunas casas residenciales.
Sigo andando hasta llegar al final del camino, mi destino. Me dijeron que la
casa de los Watson es la última, pero el problema es que hay dos. La primera
es de aspecto humilde aunque de gran tamaño, y la otra es una mansión. Ahí

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tiene que vivir Richard, protagonista de principio a fin. En un breve momento
de flaqueza, no puedo evitar alegrarme de descubrir un acto de bajeza moral
en él. Ha puesto su propio ego sobre la moderación y el sentido común. Eso le
hace más accesible y humano.
Llamo al timbre con mi dedo congelado. ¿He apretado bien? No puedo
saberlo con certeza, no tengo ya sensibilidad en las manos. Repito la
operación y espero, aunque no recibo respuesta. Me encaramo al muro que
protege la entrada y lo que me encuentro me sorprendería en cualquier otra
familia, pero con los Watson una ya se espera cualquier cosa. Una estatua de
un hombre a tamaño real recibe a los visitantes junto al camino. Es la figura
de un señor orgulloso que agita su mano saludando al visitante. Por un
momento me planteo si representará a algún personaje mitológico, pero su
ropa es actual, así que intuyo que se trata de una réplica a imagen y semejanza
del dueño de la casa. El parecido con Richard no está logrado, algo de lo que
me alegro. Un acto tan ególatra no merece otro resultado.
Sigue sin salir nadie y decido aplicar mis métodos detectivescos. Ojeo el
buzón y tiro de una carta que sobresale por la abertura. Entre que está pegada
por culpa del hielo y que mis manos no responden, me cuesta más de lo
esperado. Cuando la tengo en las manos, leo que está dirigida a Gerardo
Pérez. Con razón esa estatua no se parecía a Richard. Me giro con fastidio
hacia la otra casa, la que habría construido un hombre íntegro, en consonancia
con el entorno y todas esas cosas que siempre ha sido el bueno de Richard.
Mierda.
Esta vez me aseguro de que el timbre suene y resuene. Espero y, en esos
segundos tan largos que parecen terceros, me doy cuenta de que la pausa me
ha destrozado. No sé si me siento débil o directamente no siento nada. Venga,
Juana, un último esfuerzo. Tienes que ver a la familia Watson tras el telón.
Tienes que descubrir su secreto.
La puerta se abre y tras ella aparece Eugenio:
—¡Juanola! Dios mío, ¿eres tú? Pero ¿cómo has venido así? Estarás
congelada.
—Estoy perfen…, perfes… tamente.
—Si se te ha congelado hasta la lengua, chiquilla. No te quedes ahí, anda.
Entra en casa.
Richard sale a recibirme con una manta que no tarda en ponerme sobre los
hombros. Me sigue llamando chiquilla, pese a que tengo la jubilación ya a la
vista.
—No, gracias. Quiero ver la escuela…, esquela…, escena del crimen.

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—Lol. Eres mi madre, Juana, pero tendrías que descansar, no se te ve muy
a full —me dice Florencia.
—Las apariencias engañan. Primera no…, norma de inspector.
Bah, habrá mil normas y esta no es demasiado importante. ¡Qué
demonios! Es muy poco importante, las apariencias no suelen engañar, pero,
bueno, está bien marcar un poco el terreno. No me voy a dejar amedrentar por
una veinteañera:
—Vamos a la escena, por favor.
—Por supuesto —me dice Eugenio—. Aquí mandas tú, te indico el
camino.
Me señala el pasillo como si fuera la estatua de su tío. Le intento seguir,
pero mis piernas ya no responden. La estancia me da vueltas, me mareo…,
me siento… un…, un poco…, me mareo…, me ma…

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Té, polvorones y un barreño de agua

JUANA

Necesitaba un vaso de agua, agua del grifo, pero los Watson saben más.
Alguien, y no sé quién, porque son muchos y están todos a mi alrededor, niño
incluido, como si su presencia me fuera a reponer calor, me trae una taza de té
en un platito. ¿Por qué un té? ¿Porque son ingleses? Que en realidad no son
ingleses, que son de Formigal, pero, como el abuelo lo es, pues todos se hacen
los ingleses. Debo tener cuidado. Es una situación de peligro, uno de ellos ha
matado a alguien y no me esperaba tan pronto. Josema daba tiempo al asesino
para limpiar pruebas y preparar coartada. No contaba conmigo.
Me traen una silla al recibidor, me avisan de que me van a quitar la ropa.
Es por mi bien. Me lo dicen como si fuera una niña pequeña o no hablase el
idioma. Doy mi consentimiento. Ya sé cómo hay que proceder en casos de
hipotermia, no soy nueva en el Pirineo. Primero la chaqueta, luego la
camiseta. Pesan. Están destruidas.
—Guardádmelas bien… Mejor tiradlas.
Me desabrochan los cordones de los zapatos con cuidado, soltándolos fila
a fila, con una naturalidad pasmosa. Los zapatos caen y hacen mucho ruido, el
hielo se despedaza, les cuesta quitarme los pantalones.
—El té aún está demasiado caliente. Te lo dejamos por aquí.
Me quitan la ropa interior y me dan un pijama con un ciervo estampado en
la camiseta. Es cálido. Es horrendo. Unas zapatillas de andar por casa del
hotel, a estrenar. Estoy lista. No me voy a morir de frío, parece. Me miran
como si me hubieran salvado la vida.
—Tengo que ver el escenario del crimen. Espero que no hayáis tocado
nada.
Cuando intento levantarme, me agarran y me elevan a horcajadas. No sé a
dónde me conducen. Floto tambaleante por un pasillo con el calor de mi

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deshielo, con el dolor general. No me caigo, me sujetan, me transportan.
—¿Se va por aquí al escenario del crimen?
—No, Juana, es en el piso de arriba, pero no puedes ir en este estado,
primero tendrás que entrar en calor.
—Tengo que haceros preguntas a todos, entonces. Uno a uno, no hay
tiempo que perder —digo en general—. Si no os importa.
Pero no sé si les importa, me siguen conduciendo como si fuera yo la
sospechosa, como si fuera el problema. No me parece correcto que un posible
sospechoso me toque, que me ayude a sentarme cómoda, que me ponga un té
caliente. No cumple ningún protocolo. Aquí, por mucho que sea su casa, las
órdenes tengo que darlas yo, que cualquiera de ellos puede ser el asesino. Y,
si es uno de los inspectores, no voy a llorar. Todos tan especiales, tan suyos.
Genios. En la cárcel no lo serían tanto.
—Siéntate aquí, Juanola —me dice Eugenio—. Es el mejor lugar de la
casa para reponer fuerzas.
—Juana, por favor.
Estamos en una salita muy bien puesta, casi toda de madera de esa que
cruje, con una ventana que da a los Pirineos nevados, enmarcada por unas
cortinas verdes que llegan exactamente hasta el suelo. Hay un olor tremendo a
libros viejos que emana de las estanterías y una mesa camilla en medio. Es
elegante. Asquerosamente elegante. Todo lo que esperaba de los Watson y su
reconocido buen gusto. Eugenio deja el té sobre la mesa y tintinean la taza y
la cucharilla como si esto fuera Buckingham y no hubiera encontrado a su
hermana muerta en su cuarto. De pronto no hay nadie más en la sala. Solos
Eugenio y yo, como si ya hubiera organizado mi primer interrogatorio, pero
lo han hecho ellos, sin consultarme. Han puesto unos dulces navideños en un
pequeño recipiente cerámico. Vaya postal. Un barreño con agua y una toalla
blanca del hotel me esperan junto al sillón. Espero que el agua esté templada,
no me quiero destrozar los pies. Parece templada. Me la podían haber dado
para beber, no té, no para los pies. No me escuchan.
—Estamos a tu disposición, Juanola, para lo que necesites. Ahora no
tengo mi equipo aquí, cómo iba a sospechar yo que podía pasar algo de esto, y
aun así vi mi maletín al salir de casa y dudé, es como estar desnudo, salir sin
mis linternas y lupas y disolventes y microscopio y demás cachivaches, ya me
conoces, me manejo muy bien con mis cosas y sin ellas no sé cómo empezar a
trabajar. Y, cuando te vi, me hizo ilusión imaginar que traerías algo, aunque
sea lo más básico, y que pudiéramos trabajar. ¿No pudiste traer nada contigo?
—No pude. Había un temporal tremendo. ¿Te suena Josema?

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Me interroga él a mí. A mí, que no estaba en esta casa. Se aprovecha de
mi debilidad, o de mi fuerza para llegar hasta aquí con vida. Se arrodilla a mi
lado y me quita las zapatillas de andar por casa.
—No podemos tomar ni las muestras de sangre, ni las de saliva, ni
siquiera revisar las huellas de la habitación y de su cuerpo, lo de siempre,
Juanola, lo de siempre, pero sin el material adecuado va a ser difícil, justo en
el caso más importante, resolverlo como es debido. Es una faena porque
tenemos una buena prueba, que podríamos analizar sin problema. Sabemos
que Míriam murió por asfixia, su cuerpo no presenta hematomas ni heridas de
gravedad y, sin embargo, hemos encontrado un charco de sangre junto al
cadáver. Richard y Florencia querían desnudar a toda la familia para ver si
alguien tenía una herida compatible con la cantidad de sangre derramada,
pero se han negado. Mi madre, Javi, todos. Decían que ellos no habían sido y
que era una falta de respeto, una indecencia. Al final, papá y Florencia han
tenido que ceder y entenderlo, no les quedaba otra. En fin, seguimos teniendo
la sangre y el cuerpo. Por suerte, con el frío, las pruebas se conservarán
mejor.
—Seguro que sí, Eugenio. Habéis hecho bien en no obligar a nadie a
desnudarse contra su voluntad.
Eugenio dobla los bajos del pijama con dedicación y cuidado. Cualquier
roce es un rasguño en este estado de congelación. No me hace daño, es firme
y meticuloso. Sería un asesino muy difícil de pillar. Un asesino ideal.
—Tenemos que ser minuciosos, el asesino tiene que estar en la casa, y
conozco a todos los sospechosos, pero no puedo creer que nadie fuera capaz
de matar a nuestra Míriam. Si alguien se atreve a hacer algo así, con tres
inspectores en casa…, estamos en verdadero peligro.
Sujeta mis pies con sus manos, entiendo que para hacerlos entrar en calor,
para despertarlos. Cosquillean. Duelen. Los mete en el barreño. El agua está
tibia. No se me caen los pies de golpe. Intento mover los dedos. Aún nada.
Nunca imaginé que echaría de menos sentir los dedos de los pies, que sería mi
prioridad física, que me impediría concentrarme. No pienso en la
conversación. Él sí lo hace. Me lleva ventaja.
—Por suerte, tenemos una idea bastante clara de la hora del crimen y de la
coartada de cada uno de nosotros en ese momento. Si quieres, te lo detallo.
—Tendremos que ir paso a paso, desde el comienzo. No nos adelantemos.
Mi trabajo es analizar cada detalle desde que llegasteis aquí. Cuéntame cómo
están siendo las Navidades —le pregunto—, cómo es el tiempo con los
Watson.

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Tomo el control y también algo de aire. Doy un sorbo al té. Quema.
Descongela mi garganta. No me veo, pero juraría que está saliendo humo de
mi boca. ¿Y si me quieren envenenar? Eugenio, ya sentado, ya elegante, se
calienta las manos con una taza que no había visto hasta ahora, tiene las
piernas cruzadas y mira al exterior, a la nieve, al blanco, y parece un dandi
inglés. No bebe, y, si él también lo hiciera, quizá indicaría que no me quieren
matar.
—Es difícil hablar de esto ahora. Estamos muy mal. Queríamos mucho a
Míriam.
—Lo sé, lo siento.
Entiendo que no es fácil para Eugenio. Pero nunca lo es para los
familiares de las víctimas en un posible homicidio. Tan solo hay que darles
tiempo y respeto. Él también lo sabe.
—Vinimos ayer, en Nochebuena, y fuimos de los últimos en llegar, que
Alvarito terminaba el colegio el día anterior, ya sabes, niños, y luego
teníamos cosas que hacer, los típicos preparativos para un viaje, ¿de verdad
quieres que te cuente esto?
—Es importante.
—Por suerte aún no nevaba tanto. O por desgracia. Si hubiera nevado
más, o un poco antes, Míriam seguiría viva, porque nos habría sido imposible
hacer esta cena. O no. No se puede culpar al tiempo.
—No ha muerto congelada, precisamente. ¿Pudisteis subir hasta aquí con
el coche?
—Lo dejamos un poco más abajo, donde el hotel.
—El hotel de tu tío Gerardo.
—El que está más cerca de esta casa. ¿Está bueno el té?
—Sí.
—De jazmín, por si te lo estabas preguntando. Espectacular.
—Sí.
—Lo compra mi madre en un sitio especializado.
—¿Puedo tomar un polvorón?
—Sírvete, solo le gustaban a Míriam, ya nadie los va a comer.
Tengo hambre. Me encantan los polvorones. En mi casa los estarán
comiendo. Me mira esperando a que diga algo. No lo hago. Bebo un trago, me
tomo mi tiempo, miro el paisaje blanco tras la ventana, repongo fuerzas, tomo
un trozo de polvorón y lo mastico despacio, como se come un polvorón,
haciéndose bola. Eugenio espera, cruza y descruza las piernas, mira la mesa,

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se sacude una mota de nieve que aún tenía en su hombro, carraspea. Ya puedo
hablar.
—¿A quién visteis primero?
—Con todo el respeto, Juanola…, son las pruebas físicas las que nos dirán
la verdad. Esto es una reunión familiar, vimos a todos y casi en todo
momento, ¿importa mucho a quién vimos primero?
—A mí sí, mi familia está reunida en el pueblo, echándome de menos, así
que al menos déjame disfrutar de una buena historia familiar mientras tomo
un polvorón y un rico té negro de jazmín.
—Es verde.
—Interesante.
—No sé por qué es eso interesante, y mira que lo estoy intentando. ¿No
me vas a decir por qué te centras en estos temas? Podríamos hablar de la
escena del crimen o de dónde estábamos cuando pasó. ¿Qué estás buscando?
—Necesito saber a quién viste primero y dónde, qué relaciones hay entre
vosotros y qué es lo que presenciaste. Entiende que yo no estaba y necesito
hacerme una idea de la localización exacta de cada cual en cada momento y
quién se lleva mal con quién. Esto es una familia y, como en toda familia,
aquí hay gente que se odia.
He sido tan clara que he conseguido su atención.
—Vi a Verónica, mi exmujer.
—Sé quién es Verónica.
—Cierto, la conoces. Mis disculpas, Juanola. ¿Vas entrando en calor?
Asiento con la cabeza. No me gusta que se vaya por las ramas con la
excusa de la educación. Sé cuando un sospechoso tiene algo que esconder.
—¿Está Verónica, tu exmujer, aquí? ¿Por qué está aquí?
—Trabaja en el hotel y el temporal era demasiado fuerte para que volviera
a su casa, así que le ofrecimos quedarse. Nos llevamos bien. Es la madre de
Florencia y tratamos de mantener una buena relación.
—¿Y cómo es que la viste la primera?
—Estaba mirando el hotel y la vi tras una ventana, discutiendo con
alguien.
—¿Discutía?
—Eso parecía, hablaba alterada y moviendo las manos, como hace ella
cuando discute.
—¿Con alguien?
—No pude verlo, y no miré mucho, por educación, porque hacía frío,
porque mi marido y mi hijo no saben arrastrar una maleta por la nieve, que

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mira que les dije que llevasen mochila como yo, pero son unos presumidos y
traen muchos modelitos y estaban muy graciosos intentando no mancharse la
ropa, y porque las ventanas son así, a veces se ve lo que hay en las
habitaciones, y a veces no se puede ver todo. La vista no es fiable.
—¿Y qué lo es?
—Las pruebas. Las huellas. Por eso necesitamos equipo.
—No va a haber equipo. Estamos nosotros y están las pruebas. Con eso ha
bastado toda la vida para detener a los malos. Y tengo que hacerlo yo.
Me mira de hito en hito. Le interesa. Consigo despertar algo en él. ¿Una
confesión, tal vez? ¿Remordimiento? ¿O tiene una pista sobre cualquier
familiar suyo que no quiera compartir conmigo?
—Eso es cierto —responde al fin—. Quizá pueda buscarme la vida con lo
que hay aquí.
—No. Ayudarás si te lo pido. Pero es mi caso.
—Claro, eso decía. El resultado no será perfecto, pero mejor que nada,
desde luego. Muy bien visto. Ojalá lo pueda aceptar un jurado.
Eugenio acata mis órdenes y mira por la ventana, lidiando con su
frustración. ¿Dónde estarán los demás? Si él no es el asesino de su hermana, o
solo es uno de ellos, puede que haya algún Watson destruyendo pruebas ahora
mismo, preparando una coartada. Quizá yo misma se lo esté poniendo en
bandeja empeñándome en hablar con Eugenio de maletas y nieve. En
cualquier caso, decido seguir adelante con mi estrategia. Tengo que ser fiel a
mí misma.
—¿Y qué hiciste después de ver a Verónica?
—Ayudar a Alvarito y a Quique con las maletas. Sobre todo a Alvarito,
por motivos evidentes.
—Que sean evidentes para ti no implica que lo sean para todo el mundo.
¿Cuáles son esos motivos?
—Es un niño.
Maldita sea. Era obvio.
—Tiene sentido —digo—. ¿Os ilusionaba pasar las Navidades en la casa
Watson?
Muevo los dedos de los pies. Los siento. Una pequeña victoria. Y siento
un cosquilleo en las plantas. De pronto me descubro en el sillón de la salita
llena de libros con un pijama prestado, el pantalón remangado y los pies
metidos en un barreño. Está fuera de lugar. Y, sin embargo, parece que es él
quien se siente incómodo.

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—Yo he pasado muchas Navidades en esta casa, Juanola, muchas. Es una
parte importante de mi infancia. Es curioso, pero quizá la mayoría de mis
recuerdos de cuando era pequeño son aquí, celebrando las Navidades con mi
familia. No eran perfectas, eso desde luego. No digo que lo fueran. Nunca lo
son.
—¿En qué sentido no eran perfectas?
—Mi padre y mi tío Gerardo discutían, por los egos, por ser machos muy
machos de toda la vida, Gerardo era un cerdo capitalista y mi padre un
hombre de principios, pero juntos eran dos machos alfa muy pesados, y mi
madre quería que todo saliera perfecto y ya te digo que eso no pasaba y ella se
frustraba. Pero eran mis vacaciones y era mi familia y hasta se podía disfrutar
un poco de esas peleíllas sin importancia, de los gritos, de las risas, no sé, me
atrevería a decir que mi concepto de la familia, de los cuidados y del amor
está basado en lo que aprendí en aquellos momentos. No es mucho, es solo
una historia personal que ocurre en cualquier familia, pero a mí me emociona.
Y quería, llámame ingenuo, quería que Alvarito pudiese vivir algo parecido,
que conociese las Navidades en casa de los Watson, las noches junto a la
chimenea viendo la nieve amontonarse fuera mientras dentro cantamos y
jugamos a juegos de mesa y comemos lo que sea que haya que comer y hay
bromas y alguien se achispa más de la cuenta, alguien se duerme en media
partida, en media charla, de pronto sientes que tienes una confianza especial
hasta con el tío que nunca ves y te parece imbécil, Emilio, por ejemplo, y hay
algo parecido al amor, por encima de todo el ruido. Y entonces sabes que ese
es tu sitio, cuando te vas a dormir y miras las sombras de los árboles en el
techo e imaginas mil historias, imaginas cómo serás de mayor, si conocerás a
alguien, si formarás una familia propia, una parecida a la tuya, ¿por qué no?,
si algún día tus hijos podrán vivir lo mismo que tú estás viviendo, y eso
significará, de algún modo, que lo has conseguido. Quería esa magia para
Alvarito.
Según me cuenta noto cómo se transporta a otros lugares y otros tiempos.
Mi cuerpo me retiene aquí. El cosquilleo de los pies ha tornado en calor. Y él
me cuenta, y me cuenta, como le he pedido que haga. No sé quién es Emilio.
Me lo apunto mentalmente. Igual que Eugenio no tiene su material, yo no
tengo papel ni lápiz, mis herramientas, y no creo que pudiera escribir aún con
las manos tan doloridas. Me falta mucha información y no tengo tiempo para
conseguirla. Ni siquiera sé cómo es el marido de Eugenio. No sé qué le gusta,
por qué se atrevió a meterse en esta familia y qué espera de la vida.
—¿Y Quique qué pensaba de todo esto?

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—¿Él? Estaba asustado, creo. No se siente cómodo con mi familia. Se
vuelve serio y callado. Las discusiones le asustan, no sabe disfrutarlas. Y creo
que sigue aspirando a que mi familia lo quiera, así que se bloquea y no dice
nada. ¿Sabes que en privado es un tipo con un fantástico sentido del humor?
Y eso que es economista.
—Economista, ¿eh? No te pega nada, Eugenio. ¿Para quién trabaja,
alguna gran empresa?
—No, es una especie de consorcio o algo así. No sé muy bien cómo
funciona, la verdad, me interesa poco esa faceta suya. Ahora que lo pienso, a
lo mejor le estoy fallando y podría hacer mucho más como pareja. Pero es que
a él tampoco le importa mucho. Es trabajo. Hablamos poco de trabajo,
tampoco yo le cuento mucho de mis muertos, no es agradable hablar de
dinero ni de cadáveres en la mesa.
—Llegasteis a la casa. ¿Qué pasó?
—Según llamamos al timbre apareció mamá —continúa— gritando y
gesticulando, que cómo hemos traído maletas, que a quién se le ocurre. Nos
llenó de besos y abrazos aun antes de entrar en casa, y eso también es familia.
Papá estaba en la puerta con una sonrisa, o lo más cercano que él es capaz de
ofrecer…
—No me acostumbro a que nadie llame papá a Richard Watson.
—Pero lo es, es mi papá y no sonríe mucho, pero ese poquito lo hizo, con
algo de orgullo, bueno, quizá orgullo no sea la palabra al ver a su hijo y a su
marido con su nieto, pero sí, quizá sí sea la palabra, y al viejo le encanta
tenernos en casa, sentir a su familia alrededor, unida. La primera vez en
mucho tiempo que ocurría.
—¿Por qué? ¿Tan gordo es lo de Richard y tu tío millonario?
Hablando de eso, pruebo a mover los dedos gordos de los pies sin mover
los demás. No lo consigo. Ahora que lo pienso, no sé si alguna vez he sido
capaz. Lo vuelvo a intentar. Creo que voy mejorando. El tentempié me ha
sentado bien y respiro hondo de una tacada. Estoy más relajada. Eugenio
piensa en su familia mientras juega con la bolsa del té, entre sus manos,
espachurrando lo que quedaba dentro. Apenas sale líquido. Fuera, Josema
sigue cayendo.
—¿Qué te voy a contar? ¿Has probado a mezclar agua y potasio?
—Nunca.
—No lo hagas. Cómo te diría… ¿Dinero y principios? ¿Cianuro y
aspirinas? Hace años que no nos reunimos, porque no hay manera de que
estén en la misma sala sin odiarse. Hasta ayer.

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—Y la primera vez que os reunís se lía. Una pena. ¿Estaba tu tío Gerardo
en casa cuando llegaste?
—Aún no, llegó el último, como las grandes divas.
Cada vez que habla de su tío se pone nervioso y juega con la taza, ya
vacía. Se abstrae y me habla en confidencia. No suele ser tan fácil hablar con
sospechosos y familiares de lo ocurrido, suelen poner filtros a sus palabras, no
hablar mal de nadie, pero Eugenio es de los nuestros y quiere que esto se
resuelva tanto como yo. O quiere incriminar a su tío Gerardo.
—No pienses que quiero incriminar al tío Gerardo. Es un hombre
desagradable, pero quiero ser muy objetivo. Además, ha muerto Míriam, no
mi padre.
—Eso es cierto, sin duda. ¿Por qué iba a matar Gerardo a Míriam?
—No se me ocurren motivos. Parece ser que Míriam le estaba ayudando
mucho con lo de la ampliación con la nueva pista de esquí. Solo podía tener
agradecimiento. De hecho, a ella tampoco la veíamos desde que el tío
Gerardo se peleó con papá. Ni a ella ni a Julia. Aunque a Julia a veces se le
olvidaba que estaba enfadada con nosotros y aparecía. Julia es como la ves,
un caos sin fin. Ambas trabajan en el hotel de Gerardo y tomaron ese bando.
—¿No te molesta que eligieran a tu tío en lugar de a tus padres?
—No soy quién para juzgar nada de eso.
En todas las familias cuecen habas. Y parece que aquí tenían fabada para
un invierno. Por supuesto, otra persona en el lugar de Eugenio sí juzgaría a
sus hermanas. Elegir el dinero antes que la familia es un gesto feo como poco.
Y abre muchas posibilidades al rencor y al odio.
—En cualquier caso —me dice—, Gerardo no estaba en casa cuando
murió Míriam, no puede ser el asesino.
—Descartémoslo por ahora, si eso es cierto. Ya sabemos, entonces, que
mucha gente podía odiar a Gerardo, pero ¿podían odiar a Míriam por eso
mismo, por distanciarse para medrar en el hotel?
—No. No se me ocurre que nadie pudiese odiarla. Siempre hay disputas
entre hermanos, entre familiares, y Míriam era muy peleona, pero no tenía
ningún problema importante con nadie. No nos hablábamos con ella, pero,
quizá por eso, no discutíamos nunca.
—¿Discutió con alguien anoche?
—Un poco con Emilio y con Julia, pero es que cualquiera discutiría con
Emilio. Fíjate, en esa discusión Gerardo se puso del lado de Míriam y
discutieron como un equipo, así de unidos estaban. Y luego también

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discutieron los dos con Javi. Eso fue una conversación distinta, pero es que
cualquiera discutiría con Javi.
—Para, para. Muchos nombres y muchos datos. Estoy convaleciente.
Antes ya has hablado de Emilio y de Julia, en bloque, ¿quiénes son Julia y
Emilio?
—Julia es mi hermana, la que va vestida sin gusto ninguno, con el pelo
despeinado y la cicatriz en la mejilla. Se la hizo cuando era niña, siempre ha
sido un terremoto.
—Tienes más hermanos, ¿no?
—Sí, por orden de edad: Míriam, Julia, yo y Susana. Somos cuatro.
Emilio, que me preguntabas antes, es el marido de Julia, el hombre calvo que
siempre sonríe. Somos una familia grande.
—Muchos posibles sospechosos.
—Yo no lo diría así, Juanola. Son mi familia.
Suspira. Coge aire. Vuelve a suspirar. Juega con la taza. El agua ya no
calienta mis pies.
—Háblame de Emilio y de… Julia. ¿Estaban ya en casa cuando llegaste?
—No, qué va, yo estaba ya ayudando a mamá con la cena, que si no le
toca a ella toda la carga física y mental de la familia y no puede ser.
—Tienes pinta de ser buen cocinero, manejándote tan bien con las
pruebas.
—¿Qué tiene que ver?
—La química, supongo.
Conoce los ingredientes y podría envenenar a cualquiera, o hacerle un
buen guiso según le viniese en gana. También podría no hacerlo.
—Pues ni bueno ni malo, cocino. Me tocó hacer una bechamel para
lasaña, y estaba bastante liado, porque no se puede dejar mucho tiempo sin
remover, se corta, y en esas llegaron Julia y Emilio.
—¿Qué puesto tiene Julia en el hotel?
—Pues creo que vive un poco del cuento. Antes era así, al menos. Nadie
ha sabido nunca muy bien qué hace.
—Cualquier cosa que no se sabe puede ser una pista. ¿Se llevaba bien con
Míriam? ¿Es posible que discutieran por motivos de trabajo?
—Seguro que sí. No lo tengo tan presente porque he pasado mucho
tiempo sin verlas. Pero discuten desde que son niñas, así que me extrañaría lo
contrario. Además, ahora Míriam es la jefa y Julia puede ser desesperante
como subordinada. Pero no creo que fuera a mayores, ya te digo que llevan
así toda la vida.

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—¿Y Emilio? Él es ajeno a la familia. Podría querer que Míriam muriese
para que Julia ascendiese en el organigrama del hotel.
—No funciona así, la verdad.
—¿Estaba Míriam en casa cuando llegó Julia?
—Trabajaba hasta tarde. De siempre. Lo contrario que Julia. Míriam llegó
justo antes que Gerardo.
—Volvamos a la bechamel.
—Casi se me corta cuando entraron. No porque su presencia sea nociva,
sino porque paré de hacerla para abrazar a mi hermana, que me felicitó las
Navidades, me zarandeó y se rio a carcajadas, muy a su estilo. Como si la
hubiera visto antes de ayer. Emilio entró como un señor de alta cuna, se quitó
el abrigo y se lo entregó a Florencia, que pasaba por allí, para que se lo
colgara en el perchero. Por supuesto, lo hizo con su mal gusto habitual y la
llamó bonita. «Cuélgame esto por ahí, bonita», creo que fue lo que dijo. Eso
podría haber generado un problema importante, conociendo a Florencia, si no
fuera porque Ainhoa intervino para quitarle el abrigo de las manos y colgarlo.
Y porque Emilio iba disfrazado de Papá Noel de pies a cabeza y no es fácil
enfadarse con alguien vestido así.
—¿Cómo?
—Lo que oyes. Años sin una reunión familiar que se precie y viene
vestido de Papá Noel, con gorrito y barba incluidos.
Con lo que me he currado yo el vestuario para mi cena familiar, horas
delante del espejo, probando distintos colores, diferentes cortes, tratando de
recordar si la ropa interior roja es para Nochebuena o para Nochevieja sin
ningún éxito, maquillándome… y hay un hombre que decidió que la mejor
opción era comprar un disfraz y ponérselo para ir a casa de sus suegros.
—Es espantoso. ¿Por qué haría eso?
—Le haría gracia, supongo.
—Oye, Ainhoa sigue con Florencia. Ella también está aquí. No tenía ni
idea.
—¿Por qué no? Hacen buena pareja. Adora a Florencia, además.
—Me gusta esa chica, es buena policía, una chica formal. Es muy
agradable trabajar con ella.
—Como si no hubiera ya policías en la familia… Pero sí, tiende a calmar
a Florencia y eso le viene bien. Luego ya se metió Julia en medio, le dio una
tortita en la cara a Florencia y le dijo que sí que era bonita, que era preciosa,
que le encantaba verla. Creo que ya llevaba un par de vinos encima. Y Julia es
una debilidad de Florencia. Todo lo que no sirve para nada le interesa, así es

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mi chica. A partir de ahí, Emilio monopolizó la conversación, diciendo que
tenía un proyecto entre manos, algo especial. Siempre tiene un negocio
especial. Que tenía que hablarlo con Gerardo, pero que daba por hecho que,
en cuanto este supiera de su plan inigualable, se lanzaría a invertir en él, no lo
dudaría ni un segundo. Me hizo gracia, y seguí moviendo la bechamel.
—¿Qué plan era?
—Algo de un whisky, pero no nos lo explicó bien.
—Lo mantuvo en secreto, entonces.
—No, nadie le preguntó. A nadie le importa Emilio. Y todos sabíamos
que acabaría contándolo, así que no le presionamos. A quien queríamos ver y
oír era a Julia, no a él. Y si eso.
Tengo mucho trabajo. Tengo que conocer ese proyecto. Tengo que saber
quiénes son el resto de los familiares. Tengo que tomar un nuevo polvorón.
Nunca son suficientes.
—En ese momento llegó Alvarito de deshacer su maleta, es un chico muy
ordenado, y Florencia, según lo vio, le dio un coscorrón y se chincharon
mutuamente. Me gusta que sean tan hermanos, aunque se vean poco. Alvarito
estaba loco por los regalos, así que te podrás imaginar su cara al ver a Emilio.
—¿Ilusión?
—Decepción. Emilio no es lo que se espera de Papá Noel. Le dijimos que
era un paje y se lo creyó, más por convicción infantil que por ser una buena
mentira. A Emilio le pareció un buen plan, le preguntó si se había portado
bien y le dijo esas cosas que evitamos decirle en nuestra educación
consciente, y Alvarito no paraba de preguntar si alguien había visto a Papá
Noel con los renos. Emilio dijo que tenía información privilegiada sobre
cuándo iba a llegar, pero que no podía compartirla con nadie porque era un
secreto y se abrió una cerveza.
—Ejemplar.
—Y papá…
—Papá…, no me acostumbro.
—Sir Richard Watson dijo que quizá Papá Noel tuviera problemas en
llegar por culpa de Josema y casi le da algo al pobre.
—Qué tierno.
—Y qué drama.
—¿Y cómo se lleva Emilio con tu padre?
—Mi padre lo aguanta como puede, porque quiere a Julia, y Emilio no
entiende de límites. Ayer, es increíble que fuese ayer, que solo haya pasado

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un día, ayer por la noche, para que te hagas una idea, pidió a mi padre que le
cortase un pedazo de su queso favorito para acompañar a su cerveza.
—¿Cómo?
—Eso dijo papá. No sabía de qué hablaba, nunca antes habían hablado de
sus gustos sobre quesos. No se ven. Tan solo manda tonterías por WhatsApp
de vez en cuando a toda la familia y nadie responde.
—Es insoportable.
—Lo es.
—¿Y qué pasó con el queso?
No sé si es que estoy espesa o que Eugenio se explica mal, pero la
conversación no puede ser más frustrante. Él lo cuenta como si Emilio
hubiera hecho algo gravísimo, pero no logro comprender qué.
—Pues que Emilio además habló con retintín, guiñando un ojo a Julia, lo
que incomodó aún más a mi padre.
—¿Por qué? No lo entiendo, no tiene gracia, ¿verdad? ¿Cuál se supone
que es su queso favorito y por qué es tan molesto?
—El emmental, mi querido Watson.
—Qué espanto.
—Se rieron mucho Julia y Emilio.
—¿Y no los detuvisteis?
—Son así. Se ríen de sus propios chistes, siembran un amable caos y
nadie les hace demasiado caso. Si te sientas a su lado en la cena tienes mala
suerte, pero si juegas bien tus cartas los evitas.
Saco los pies del barreño, se me están volviendo a enfriar. Si no cojo un
catarro después de esto, soy inmortal. No sé cuánto tiempo llevamos
hablando. La luz es la misma que cuando entré en la salita.
—¿Se te ha enfriado el agua? ¿Cómo tienes los pies?
—Me duelen.
—Estupendo. No los perderás.
—Puedo seguir con la investigación y ver el escenario del crimen,
entonces.
Cuando me levanto no me responden. Son unos pies mojados inútiles
estropeando el parquet. Me caigo en el sillón. Yo pensaba que a estas alturas
tendría que estar mejorando, pero sigo sin fuerzas.
—Te cambio el agua, creo que puedo calentarla un poco, que te vendrá
bien.
—Gracias. Esto es frustrante.
—Es importante cuidarse. Y luego lo resolvemos, ¿te parece?

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—Es a lo que he venido.
Eugenio sale por la puerta y me deja sola con mis pensamientos y con los
suyos, con los que se ha dejado aquí, solo que no tengo muy claro qué se
puede hacer con ellos.

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La cena de Navidad nunca supo tan mal

JUANA

Soy una intrusa. Tengo una estancia para mí sola en casa ajena el día de
Navidad. Sigo descalza, y con los pies fríos no se piensa bien. Pereza. Llevo
un rato dudando si tapármelos de alguna manera, pero Eugenio va a volver
con otro balde. Tiene que estar al llegar, más le vale. ¿Qué narices andará
haciendo que sea más urgente que hacerme compañía? Cualquier cosa,
supongo. Qué chorrada. Será por lugares en los que puede estar. Quizá se
haya entretenido hablando con su madre o con alguna de sus hermanas.
Estarán desconsolados. Pobre gente.
No aguanto más y subo mis pies al sofá. Los coloco bajo las piernas. Ah,
muy bien. Nunca imaginé que este gesto me podría dar tanto placer, aunque
es un alivio momentáneo. La ciencia tiene esas cosas, que el calor ni se crea
ni se destruye, sino que se traslada desde mis pies hasta mis muslos. En fin,
no es la postura más elegante, pero me han dejado sola, ¿a quién le va a
importar?
—Así me gusta. Tú como si estuvieras en tu casa, chiquilla —me dice
Richard.
Mierda. Richard me observa con una sonrisa amable bajo la puerta
corredera que hay a mi espalda. Su gesto no lo muestra, yo diría que incluso
le he divertido, pero puedo imaginar lo que habrá pensado al verme con un
pijama, descalza y repantingada en su sofá y no es para reír, precisamente.
Saco los pies.
—Perdona, Richard. No es lo que parece.
—Parece lo que parece, es lo que es y está como está.
—¿Cómo?
—Una cosa que solía decir a los chicos. Ya sabes, los ingleses nos
hacemos un lío con esos verbos.

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No lo sabía, en mi colegio se daba francés, aunque no pido más
explicaciones. Richard toma asiento en el sillón, junto al sofá. Me informa de
que Eugenio se ha quedado con Alvarito y que viene él a hacerme compañía.
No trae el balde con agua prometido por su hijo, y lo agradezco. Era extraño
que mi compañero de trabajo me tocara los pies, pero con Richard mi
incomodidad podría alcanzar nuevas cotas. Sí trae una bandeja y, sobre ella,
otro té. ¿Qué le pasa a esta gente con el té?
—Ya sé que has tomado una taza antes, pensarás que estamos
obsesionados con el té —me dice Richard, leyéndome la mente—. Pero está
caliente y no te vendrá mal. O no, no soy matasanos, ni ganas, soy más de
investigar a quienes matan a los sanos.
Pese a que siempre supe que me tenía cariño, Richard no da el perfil de
abuelo simpático que hace chistecitos vulgares. No, él es un hombre frío,
fuerte y formal, que no feo. Quizá sea que en su casa se comporta de otra
manera, que le haya afectado la muerte de su hija o incluso es posible que se
haya hecho mayor durante estos años de retiro. Hasta Richard Watson
envejece, supongo.
—Lo que no te puedo ofrecer es pan, muchacha. No he podido salir esta
mañana.
—¿Por Josema?
—Porque ha muerto mi hija.
Vaya. No estoy fina. Justo hoy, investigando el caso más importante de mi
carrera. Elegí mal día para cruzar un temporal de nieve.
—Por supuesto, estoy al tanto. Voy a encontrar a quien sea que haya
hecho esto, no lo dudes ni un segundo. Ahora me pongo con ello. En un
minuto. O dos.
Los pies ya me permiten caminar, aunque el resto del cuerpo no me
acompaña. No sé qué pasa, pero he vuelto a intentar levantarme hace un
minuto y al segundo he caído otra vez sobre el sofá. No por falta de fuerza,
sino de equilibrio. Entiendo que será normal, parte de un proceso, pero tengo
que salir de aquí y ponerme a trabajar cuanto antes.
—Nunca he dudado, me alegré cuando supe que te habían escogido a ti,
Juana. Eres leal, una cualidad difícil de encontrar hoy en día. ¡Y qué
demonios! Nos entendemos, ¿verdad? Hacíamos buen equipo, podríamos
hacerlo una vez más. Por los viejos tiempos.
Ahí está. La razón de que fuera tan amable se presenta ante mí con la
sutileza de un jarro de agua fría. Quiere que le deje participar en la
investigación, y lo peor es que utiliza una mentira para hacerme la rosca.

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Nunca fuimos un equipo, en los casos mandaba él y los demás obedecíamos.
No es que me queje, porque Richard era muy bueno y quizá darle tanto poder
era lo mejor para todos. Con ese sistema resolvíamos muchos casos, pero no,
yo no diría que éramos un equipo.
—Richard, la víctima es tu hija y estás en la lista de sospechosos, como
cualquiera de los que pasasteis aquí la noche. No puedes participar en la
investigación.
—No hace falta que sea oficial.
—Tampoco que sea extraoficial. No hace falta, punto —le digo.
Richard no pierde los nervios. Quizá nunca los tuvo. No me contradice ni
insiste, pero sí se pone en pie para hablar. Es imposible que se quede quieto
en un sitio. Al levantar su pesado cuerpo del sillón, apoya buena parte de sus
kilos sobre el sufrido bastón. Su enorme presencia llena la sala mientras
divaga.
—Por supuesto, muchacha. Es un ofrecimiento, no una exigencia. Una
bala en la recámara, y las balas es mejor no usarlas, ya lo sabes. Ahora bien,
tan acertado puede ser no pedir ayuda como desafortunado pedírsela a la
persona equivocada, no sé si me entiendes.
—No voy a pedirle ayuda a Eugenio tampoco. Aunque no sé qué
problema tienes con él…
Richard se gira y me dedica una mirada de soslayo. Sabe que estoy
intentando tirarle de la lengua. Mejor no me ando con estrategias. Si en
condiciones normales no tendría muchas posibilidades ante alguien tan
experimentado como él, en las condiciones actuales no tengo ninguna. No
estoy mareada, pero siento la cabeza pesada, como si mi cuerpo fuera muy
pequeño para ella. Con la cabeza pesada no se piensa bien.
—Mi hijo te ha contado lo de la sangre, ¿verdad? —me dice. Y yo
asiento, así que continúa—. ¿Y te ha dicho que, a la hora del crimen, la
alarma estaba activada? —me interroga de nuevo, y yo esta vez niego—. Eso
significa que el asesino está en esta casa, y que tiene que encontrarse herido.
A simple vista no podemos identificar quién puede ser, pero hay otros
medios…
—Ya me ha comentado Eugenio que quieres desnudar a tu familia. ¿A
todos? ¿Inocentes y culpables?
—Yo no lo habría resumido mejor. Para evitar suspicacias podría
inspeccionarlos Ainhoa, la pareja de la niña, por eso de que no es de la
familia. Es muy sencillo…, y Eugenio se niega.
—No es su caso, ha hecho bien.

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—Es el tuyo. Puedes ordenarlo tú.
—No soy partidaria de tomar medidas extremas hasta que se nos agoten
las medidas moderadas. Por ahora no es prioritario.
—¿Y qué lo es?
—Saber quién pudo matarla y por qué. Para eso quiero conocer a los
Watson, a todos. Ya llegarán las pruebas y los interrogatorios. Estaba
preguntando a Eugenio, pero tú puedes responderme igual que él.
Richard vuelve a sentarse. Saca un objeto de su chaqueta que al principio
interpreto que es una petaca y me alarmo. ¿Se va a beber un lingotazo a estas
horas? Se lo lleva a la boca, pero no parece tragar ningún tipo de líquido y al
poco exhala un humo blanco como la nieve. Es un vapeador, ¿quién lo ha
visto y quién lo ve? Antes fumaba en pipa. Ha modernizado su manera de
matarse lentamente.
—Tu hijo me ha hablado de Quique, y de Verónica, además de Alvarito y
Florencia, claro. También me ha contado que Julia y Emilio fueron los
primeros en llegar. ¿Cómo llegó el resto de la familia?
—Gerardo hizo una entrada a lo grande, digna de un hombre tan pequeño.
—Gerardo no te cae bien.
—A nadie en su sano juicio le caería bien.
—Pero no pudo hacerlo él. Eugenio ya me ha dicho que no estaba en casa
cuando pasó todo.
—Entonces, ¿no quieres que te hable de Gerardo? Pues no te hablo de él.
¿De quién quieres que te hable?
—¡No, no! Eso es precisamente lo que me interesa. Conocer las dinámicas
entre todos vosotros, las sensaciones del momento, el ritmo de la noche.
Mierda. ¿El ritmo de la noche? ¿He dicho eso? Me temo que sí, no estoy
fina. Visto lo visto, he hecho bien en no intentar ponerme en pie. Trato de
salir del paso:
—¿Cómo dices que llegó?
—Acompañado de cuatro empleados del hotel… y de su esbirro, Jandro.
Richard también tiene sus cosas. No me había dado cuenta hasta ahora de
lo anticuado que se está quedando. El término «esbirro» está claramente
desactualizado. Esa descripción cuasi legendaria que define a un hombre
peligroso y oscuro que se encarga del trabajo sucio del villano de turno resulta
simplista, de historieta vieja. Intuyo que mi gesto evidencia mi falta de
respeto por esa palabra, porque Richard se ve en la obligación de justificarse:
—Un esbirro, sí. Como lo oyes. Un matón. Un secuaz. Un lacayo. Un tipo
de confianza, capaz de todo por Gerardo. Y, cuando digo todo, es lo que sea.

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Si os encontrarais y lo miraras a los ojos, y él te mirara directamente a los
tuyos, se te helaría la sangre, Juana. Más fría de lo que está ahora.
—Un esbirro. Lo pillo —le contesto, evitando una discusión evitable.
—Vino con Jandro y cuatro empleados. Cargaban con una caja enorme y
pesada. Gerardo insistió en llevarla al salón con el resto de los regalos, porque
es lo que era, un regalo de Navidad. El mío, más concretamente. Al hombre
se le metió en la cabeza que era necesario traerme una ofrenda de paz y tenía
que hacerlo en sus términos. Y sus términos no tienen principios. Su regalo
debía ser el más grande porque nadie podía llamar más la atención que él;
para mi cuñado, la imagen lo es todo. Pusieron la casa patas arriba en plena
reunión familiar, interrumpiéndonos a todos. El ruido, chiquilla, el ruido era
infernal. Los operarios desmontando la puerta de entrada para que cupiera su
caja, Jandro dando órdenes, Josema soplando nieve hacia el interior de la
casa… Fue un desastre, entraron por las bravas, Gerardo incluso se chocó con
Berni y le tiró las gafas al suelo, que el pobre hombre no sabía si quejarse o
pedir perdón. Y todo estaba sucio, Juana, como un tugurio a medianoche.
Movían el regalo usando un carrito que traían de la calle, dibujando dos líneas
marrones de nieve sucia de camino al salón. Agnes se puso a barrer tras ellos
y luego fregó. Un espectáculo grotesco.
—¿Y el regalo? ¿Merecía la pena?
—¿Cómo voy a saberlo? En esta casa los abrimos el día 25, que es hoy. Y
no estamos para zarandajas. Ahí siguen, en el salón. Esperando a ser abiertos.
El asesino tendrá el suyo también, ahora que lo pienso.
—No lo va a poder abrir, lo voy a detener antes.
—¿Tú sola? Ya veremos. ¿Te ha ayudado mucho esta historieta? Si
quieres, todavía estamos a tiempo de buscar heridas entre los sospechosos,
¿eh?
—Háblame de tu otra hija. Porque además de Míriam y de Julia, de la que
me ha hablado Eugenio, tienes otra hija, ¿no?
Richard me dedica una mirada de profunda decepción, como si esperase
más de mí. No es la primera vez que la recibo, aunque sí es la primera vez que
me da lo mismo. Haberme dado cuenta de que ya no es un genio, sino que es
un anciano al que le gustaría revivir tiempos mejores me hace verlo con otros
ojos. Aunque le tengo más cariño, también lo respeto menos.
—Susana —continúa por fin Richard—. Ha venido con su marido, Berni,
y mi nieto, Javi. El único que vale algo es el ajeno, los míos han salido
regular, las cosas como son.
—¿Son malas personas?

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—No hace falta ser malo para matar a alguien, créeme.
—¿Serían capaces de algo así?
—Como todos, Juana, como todos.
—¿Y por qué dices que han salido mal?
—Son personas antipáticas y sin interés. Por eso mismo no merece la pena
gastar minutos y saliva describiendo sus personalidades —me dice, volviendo
a tratar de presionarme.
—Tu nieto se llama Javi. ¿Qué me puedes contar de él?
Richard no se frustra y sigue respetando mi autoridad. Colabora, pero se
lo toma con calma. Suelta el humo del chisme ese del que fuma y, aunque
tiene cuidado de no echármelo en la cara, una nube de vapor me ronda la
cabeza y casi diría que se mete dentro de ella, como si mi cráneo estuviera
fabricado de un material poroso, como si una suave y casi imperceptible
bruma avainillada me envolviera el cerebro. Richard, varios segundos
después, continúa hablando:
—El chico no tiene míos ni los pelos del sobaco. Y tener descendientes
que no llevan nada tuyo es un acto estéril.
—Yo lo he visto muy formal, pero quizá fuera porque es Navidad.
—Va siempre de traje y muchas veces con corbata, sin un pelo en las
mejillas y con la cabeza embadurnada en gomina. ¿Qué te voy a decir?
Conoces el percal. Es un chaval que da un valor excesivo a su imagen, a los
modales, los protocolos… Una deshonra familiar, vaya. No tiene sus
prioridades en orden.
—¿Qué es tan ofensivo? ¿Que valore su aspecto físico?
—No es el aspecto físico, eso es parte de un todo, de una idiosincrasia.
Pero, si vamos a hablar de valores, ese chico solo valora una cosa: el dinero.
Bueno, me he venido arriba. Las criptomonedas esas no son dinero de verdad.
Pero, ojo, no me entiendas mal. No tengo nada en contra de que el muchacho
disfrute de sus aficiones; el problema, lo que lo convierte en una persona
insufrible, es que quiera imponérnoslas a todos. En eso ha salido a su madre.
—¿Susana también está metida en el mundo de las criptomonedas?
—Me refería a lo de ser una predicadora. Ayer mismo entró en casa
ofreciéndonos unas tarjetas ionizadas para que nos las colgáramos del cuello.
Según ella, calman el espíritu, te conectan con la naturaleza y no sé qué gaitas
más. Por lo visto, le costaron doscientos euros cada una, y había traído para
todos. Una insensatez. Yo suelo mandarla a esparragar cuando me viene con
esos temas, pero Agnes le sigue la corriente y al final es ella la que se lleva el
disgusto.

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—Ya me ha dicho Eugenio que tu mujer no lleva bien las discusiones.
—Es lo único que provoca que pierda la compostura. Está en permanente
conflicto con los conflictos, para ella es primordial que nos llevemos bien.
Una pretensión absurda para cualquier familia, incluida la nuestra.
Los Watson, una familia normal. Este hombre vive en su mundo.
—Susana se paseó, con su vestido de fiesta y sus tacones, entregando las
tarjetas de uno en uno. Florencia se la puso sin problema, dijo algo de que le
pareció caguay o algo del estilo, nunca entiendo lo que dice. Ainhoa fingió
alegrarse y mintió como una bellaca, porque está en ese plan de caer de pie en
la familia, aunque sea dando un salto mortal. Emilio se lo puso debajo de su
disfraz y dijo que notaba los efectos al segundo. Iba de Papá Noel, pero hacía
el papel de payaso, como acostumbra. Eugenio no quiso ponérselo, pero
pronto se dio cuenta de que se le estaba pasando la bechamel y salió
corriendo. No es buen cocinero. Le sobra cálculo y le falta cariño. Con su
marcha parecía que habíamos esquivado una bala de cañón, porque la
presencia de Eugenio era garantía de bronca. Ya sabes que mi hijo no es
precisamente un apasionado de la homeopatía. El problema es que justo
después llegó Julia y se lio. Ya te ha contado Eugenio cómo es mi otra hija,
¿no? Son agua y aceite, se nota al primer vistazo. Una siempre tan arreglada y
la otra…, bueno, la otra no combina ni sus dos calcetines. Es el desorden
hecho persona.
Me doy cuenta de que los ojos de Richard están fijos en mí, juzgándome y
tratando de analizarme. Yo asiento, cruzando los dedos porque no se haya
dado cuenta de mi vulnerabilidad. Él sigue:
—A Julia le dio por afirmar que ya conocía esas tarjetas desde hace
décadas y que tenía una tirada por su casa. Susana le dijo que eso era
imposible porque las acababa de inventar un doctor alemán. Doctor, dijo. Da
que pensar, ¿eh? El mundo se va al carajo. El tema es que entraron en un
bucle absurdo, repitiendo ambas los mismos argumentos una y otra vez, solo
que subiendo el tono en cada intervención. Agnes empezó a hiperventilar, yo
me preparé para lo peor, y es entonces cuando Berni apareció para apagar el
fuego. Ese chico es un santo. O un bombero.
—¿Qué hizo?
—El imbécil. Empezó a comentar estupideces, a revolotear por el
comedor y a bailotear con ese cuerpo gordo y peludo que tiene y comenzaron
a reír. Hace una pareja rara con mi hija, ella siempre tan peripuesta y él tan
enorme y campechano. En fin, su método fue tan sencillo como eso que te he
dicho. No sé si es muy inteligente o muy obtuso, aunque intuyo que no puede

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ser un cerebrito si ha decidido pasar sus días rodeado por Susana y Javi. De lo
que no hay duda es de que funciona. En ese momento llegaron Míriam y
Verónica y se encontraron un ambiente inmejorable. Tenías que haber visto a
Agnes. Mi mujer era la viva imagen de la felicidad. Hacía años que no
veíamos a Míriam.
Richard se detiene. No porque no sepa qué más decir, sino porque no
puede hacerlo.
—¿Qué hizo cuando llegó?
—Nada que explique su muerte.
Sus respuestas son evasivas. En este caso, es obvio que evita profundizar
en los pensamientos sobre su hija. Lo comprendo. Richard continúa:
—Todos estábamos pendientes de ella, pero nadie quería mencionar al
elefante en el comedor. Hacía décadas que no hablábamos con ella, aunque
nos cruzáramos a menudo por el pueblo, y ahí estábamos, discutiendo sobre
dónde podría dormir Verónica, como si fuera relevante. Míriam se comportó
en todo momento con naturalidad, saludó como si nada, mencionó cuatro
banalidades sobre Josema y se fue a dejar la maleta a su habitación. Ya no
bajó hasta la cena.
—¿Cómo fue esa cena? Háblame sobre ella —pregunto, intentando que
no se me noten las ganas que tengo de saber cómo puede ser una Nochebuena
en casa de los Watson.
—No podía ir bien y no fue bien. La comida mal. Hace años que les ha
dado por hacer lasaña y no me parece un plato de Navidad. Menos aún si la
bechamel la hace mi hijo, aunque sería injusto responsabilizarlo del fracaso
de la cena. Fue un trabajo en equipo. Susana empezó poniendo en duda la
ciencia forense, decía que era una mentira y que las huellas dactilares y el
ADN son una estafa para asustar a la gente de la calle. Por supuesto, Eugenio
no pudo contenerse y respondió. Fue una discusión larga y aburrida. Todo
esto puso a Agnes cada vez más nerviosa, claro.
—¿Y Gerardo? Escuchándote hablar sobre él pensaba que habría sido el
causante de los problemas.
—Empezó la cena pidiendo disculpas, hizo un discursito lamentable. Dijo
lo que tendría que decir una persona decente en su situación. Lo que pasa es
que lo conozco y no es una persona decente. Admito que todavía no sé qué se
trae entre manos. Cuando nos pusimos a comer, vi que no tocó la lasaña y
estuvo más bien discreto… y pensé que quizá había montado este circo
porque se está muriendo. Eso habría tenido sentido, podría explicar un cambio
de ese calibre en la personalidad. Aunque pronto volvió a ser el de siempre y

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se me quitó la alegría del cuerpo. Empezó a apoyar a Susana, afirmando que
el trabajo de inspector de Homicidios no es serio. Que es para muertos de
hambre y hombres carentes de ambición. Cuando parecía que no podía
provocar más, se puso a decir que Eugenio le había comido la cabeza a su
hija, empujándola a ser homosexual como él. Florencia respondió como suele,
sacándole punta a todo y vacilando de maneras incomprensibles para todo el
mundo menos ella, y entonces el que saltó a defender a Gerardo fue Javi. Se
ve que el chico le tiene por un ídolo, un emprendedor hecho a sí mismo.
—Lógico.
Respondo sin saber muy bien qué me está contando. No me encuentro
nada bien, la verdad. Está claro que estoy empeorando y no logro comprender
por qué. Es cierto que he llevado a mi cuerpo al extremo, pero hace un rato
que estoy sentada y descansando, ¿por qué cada vez me encuentro peor? No
tiene sentido. Y Eugenio no aparece por ninguna parte. No me queda otra que
centrarme en lo que estoy haciendo, tengo que hacer un esfuerzo más. Vamos,
Juana, tú puedes.
—Lo que pasa es que le salió el tiro por la culata porque Gerardo empezó
a atizarlo a él, en lugar de a Eugenio y Florencia —sigue contándome Richard
—. Le dijo que no iba a contratarlo por mucho que le hiciera la pelota, que el
éxito hay que ganárselo y no andar suplicando ayuda a su tío rico como un
niño mimado. El crío, como no puede ser de otra manera, comenzó a sudar y
tartamudear, dando la razón a Gerardo. Para hacerlo todo aún más dramático,
parece ser que mi nieto había pedido el trabajo a Míriam con anterioridad, que
supuestamente ella iba a interceder por él…, pero resultó que mi hija lo había
compartido con mi cuñado y entre los dos habían decidido rechazarlo, así que
Javi se sintió traicionado por Míriam. Le pegó cuatro gritos y salió llorando
del comedor, sin probar el champán. Agnes, llegados a este punto, estaba
destrozada de los nervios, te puedes imaginar.
—Sabes que esto incrimina a Javi, ¿verdad? Una discusión la misma
noche del asesinato hace que sea el principal sospechoso. ¿Es esa tu
intención?
—Me has pedido que te contara lo que pasó, sin prestar atención a lo que
pueda implicar en el caso y eso es lo que he hecho —me dice, y soy incapaz
de creerle.
—Y Míriam, ¿cómo reaccionó a todo esto?
—No sé si habrás estado atenta, pero, si lo has hecho, habrás descubierto
que las broncas y los gritos son habituales en este tipo de reuniones. Hace
años que no estábamos juntos, pero mi hija estaba curada de espanto. No le

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importó lo más mínimo, créeme. Es más, me parece que su primera sonrisa de
la noche estuvo provocada por el arrebato de Javi, le hizo gracia que se
tomara las cosas tan a pecho. Luego tuvo que soportar las bromas estúpidas
de Emilio y volvió a ponerse más seria.
—¿Emilio se rio de ella?
—Con ella, de ella… Míriam es la única que toma polvorones en casa, y
sigue el típico ritual de aplastarlos de un golpe antes de abrirlos. Una
superstición, si me preguntas a mí. Saben igual.
—Saben distinto.
—¿Lo dices por decir o hay alguna ciencia detrás de tamaña afirmación?
—La de la prueba y error.
Richard no insiste. Se ha dado cuenta de que no estoy al cien por cien y no
me quiere provocar más problemas de los necesarios. Me da rabia, tendría que
tratarme como a una igual, sin paternalismos.
—Volviendo a Emilio, lo que hizo fue imitarla. Se sentó a su lado, vestido
de Papá Noel como iba, y empezó a aplastar los polvorones y a comérselos
como ella. La primera vez me sacó una sonrisa, a mí y a todos, la segunda vez
solo se reía Julia. A Míriam no le hizo gracia ni la primera. Y no te puedo
contar mucho más sobre ella. Mi hija se levantó de la mesa poco después para
hacer unas llamadas y luego, un rato después de que se marchara Gerardo, se
fue a la cama. Se fue la primera. Sí. Se fue la primera.
Su mirada se torna vidriosa. Hasta que no ha repetido la frase no me he
dado cuenta de que no se refería a cuándo se fue su hija, sino a que no volvió.
Me gustaría estar ahí para él, mostrar comprensión, pero me siento cada vez
más cansada y cada vez más frustrada por estarlo. Creo que me va a dar un
ataque de ansiedad. Trato de alejar la conversación de temas en los que no
voy a ser capaz de desenvolverme con facilidad.
—¿Te pareció extraño que no esperara unas horas más?
—Hace veinte años lo habría sido. Me sorprendió particularmente que no
quisiera quedarse a la partida, siempre le gustó jugar. Y, sin embargo, se
marchó a toda prisa, poniendo lo que parecía una excusa y sin hablar con
nadie. Sin hablar conmigo. Si tan solo hubiéramos tenido cinco minutos…
—¿Crees que le preocupaba algo relacionado con su muerte?
Richard no me contesta y yo diría que es porque no puede.
—¿Piensas que, si hubieras hablado con ella, podrías saber quién le ha
hecho esto?
—Pienso que podría haberle preguntado qué tal estaba, cómo era su vida
ahora, qué le interesaba y qué le preocupaba, si era feliz… Ahora ya nunca lo

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sabré.
Richard me está compartiendo sus emociones. Es terrible, nunca antes lo
había hecho conmigo. Puede que no lo haya hecho con nadie. Es un instante
especial y emotivo y, en lugar de darle un abrazo, yo solo quiero salir de aquí
porque no puedo más. Necesito aire. O agua sobre la cara. ¿Dónde está
Eugenio? ¿Y su barreño?
—Perdona, Richard. ¿El baño?
Me pongo en pie y, exactamente como las veces anteriores, pierdo el
equilibrio. El anciano me sujeta, mostrando más agilidad de la esperada. Yo
me apoyo en él y él se apoya en su bastón. El ruido que hemos generado
provoca que Florencia entre, alarmada, desde el pasillo. Se acerca a la carrera,
solícita y haciendo gala de su ligereza habitual.
—Ya me encargo yo, abu. Te estaba buscando la yaya.
Me agarra del brazo y me ayuda a caminar. No le doy ni las gracias. Ni a
uno ni a la otra. Richard me observa con preocupación mientras salgo de la
biblioteca, por fin. Veo otras caras. Caras de nombres que acabo de conocer,
pero no sé ni cuál es cuál.
—Ou em lli —me dice Florencia y no sé qué significa—. Tienes la cara
blanca, Jotilla, ¿te puedo llamar Jotilla? Suena feo, ahora que lo pienso.
Vamos a echarte agua en la cara. Venga, no te pares.
Entro a un baño ajeno, llevando un pijama ridículo y preocupando a una
familia que acaba de perder a un familiar en plena Navidad. Parezco la tía
borracha, una que da la nota y genera chismorreos durante años. Sería
gracioso si fuera verdad, pero no lo es. No soy nada de ellos, he venido a
trabajar y, sin embargo, no soy capaz de hacerlo. Soy una intrusa, no cabe
duda.

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Las grullas de la paz

JUANA

Florencia lanza una grulla de papel a las llamas de la chimenea. No se queda a


verla arder, porque me arropa hasta el cuello con la manta, que se me estaba
resbalando sobre el pijama. Luego me hace una carantoña en el moflete y
vuelve al fuego. No es nada parecido al flirteo, más bien lo que haría una
abuela con su nieta. En realidad, Florencia es casi una niña, pero también es
casi una anciana; resulta muy extraño, de una forma que casi no se puede
explicar.
—Estuvimos toda la noche en el comedor, como una familia feliz. ¿Te
han contado ya cuando salimos todos a la vez al sonar la alarma? Menudo
circo.
—¿La alarma? ¿Qué pasó? ¿Entró alguien?
—Fue un momento what the fuck total. Empezó a sonar una sirena
altísima y mi abu se volvió loco. Cuando llegamos a la puerta, vimos que allí
estaban mamá, Quique, la tía Julia y la tía Míriam. Yo estaba segura de que
alguno se iba a llevar una buena peta de mi abu, pero resultó que fue Míriam
la que se equivocó, así que… —me dice, y tira otra grulla.
—A Míriam no le decía nada, por supuesto.
—¿Después de lo que había pasado? Ni loco.
—Pero es raro en Míriam que se equivocara así, ¿no? Aunque hiciera
mucho tiempo que no viniera a esta casa, conocería a su padre —comento.
—Meh. Estaba hablando por teléfono y además tenía un día raro, ya te
habrán contado todo el salseo —me dice—. Eso fue lo único así llamativo de
la noche, que esas cosas random siempre tienen interés. Por lo demás, todo
fue de tranquis.
—¿De tranquis?

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—Sí, de chill, no de tranquis y barranquis, en esta casa nunca se ha visto
nada de eso. Aunque seguro que Emilio no se lo pierde, pero es como si no
fuera de la familia, ¿no te parece?
—¿También se lleva mal contigo? Vaya joyita.
—Un pieza. Ese no aceptaría a ninguna persona queer, bueno, queer, ni
eso, ni woke, es un tío muy básico y machista, hermana. Aunque eso no le
convierte en un asesino, te diré.
—Ya quisiera yo ser woke, me estoy muriendo de sueño.
—Uh, niña, te gustan los juegos de palabras, no sabía eso de ti, vamos a
llevarnos bien.
—No me gustan, no sé por qué lo he dicho.
Ya es indudable que mi cuerpo me está dando un aviso. No estoy segura
de que sea por la hipotermia, quizá tenga algún virus o algo del estilo. De
todas formas, estoy empezando a asumirlo. Es inútil luchar contra ello. Es
mejor estar aquí tumbada y esperar a que pase, no podría hacer otra cosa. ¿Por
qué hacer un esfuerzo tan grande si no voy a lograr nada con ello? Ya he
luchado mucho por hoy, quizá demasiado.
Florencia saca otra grulla de una bolsa que tiene al lado del sillón y no
alcanzo a ver. ¿Cuántas habrá ahí? ¿Cuántas habrá tirado ya al fuego?
—Nos vamos a llevar bien de todas todas, Johnny girl, ya lo pasamos bien
en mi formación como inspectora, ¿no crees?
—Sí, supongo.
—¿Qué signo eras? Tú tienes que ser piscis, no me lo digas.
—Entonces, ¿te lo digo?
Suelta la grulla como si estuviera absolutamente desesperada y abre los
brazos. Exagera sus gestos hasta un punto que nunca sabes qué es verdad y
qué es interpretación. No es alguien de quien te puedas fiar.
—Claro, Jota, dime.
—Soy aries.
—Era mi segunda opción. Entiéndeme, con la hipotermia los signos de
fuego no están en su máximo esplendor —dice, y me mira con interés para
luego observar a su alrededor—. Y tan rodeadas de regalos envueltos…, todo
es un misterio, ¿no crees? Bueno, no todo, que ya hemos abierto uno.
—¿Qué? ¿Cuál?
—Ese de ahí, el más grande de todos.
Florencia señala una enorme caja de madera situada al lado del belén. Es
el regalo de Gerardo del que me habló Richard, sin duda. Es verdaderamente
grande, el anciano no exageraba.

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—Es de Gerardo para Richard, ¿verdad?
—Adivina lo que hay dentro.
—Hay un…
—Una estatua a tamaño real de mi abu —me interrumpe Florencia y no
me deja dar mi pronóstico, pese a que es ella quien me ha preguntado—. Real
que es una fantasía. Te preguntarás si se le parece.
—¿Se le parece?
—Es idéntico. Está sentado en una silla, muy recto, como es él —me dice
Florencia y, mientras habla, imita la forma de la escultura—. Lleva un
sombrero de los suyos y una gabardina que le llega hasta el suelo.
—¿Lleva la gabardina sentado en una silla?
—¡Pues queda bien! Y tiene swag, está así con los dos brazos abiertos, en
una mano sujeta su pipa y en la otra su otra pipa.
Cuando menciona la segunda de las pipas, Florencia hace la forma de una
pistola con la mano. Para rematar, hace como que fuma acercando su primera
mano a la boca, absorbiendo el humo de una boquilla imaginaria.
—Voy a querer conocer a Gerardo, porque no entiendo a alguien así, tan
exagerado, tan opulento. Quizá explique cosas. ¿Crees que su regreso tiene
algo que ver con la muerte de tu tía?
—Típica pregunta de aries, ahora lo veo claro. Ya te voy pillando, Jota.
Es complicado seguir el hilo a Florencia, siempre sale por donde menos te
lo esperas. No es lo ideal en este momento, pero no me quejo, tan solo suspiro
y aguanto. ¿Qué signo será ella para actuar así?
—Volviendo al principio, me has dicho que pasasteis toda la noche en el
comedor. Me han contado que estuvisteis jugando a juegos de mesa, ¿no es
cierto? ¿A qué jugabais?
—Al Cluedo. A mi familia le flipa.
—Estupendo.
—Horas y horas investigando asesinatos en nuestros ratos libres, en plan
el señor Plum ha asesinado con el cuchillo a la señorita Amapola en el cuarto
de invitados —hace una pausa dramática, moviendo una grulla con la mano,
estrujándola—, ¿te imaginas? No, en realidad el Cluedo solo me gusta a mí.
Tira la enésima grulla al fuego, y sube una llamarada que me da un calor
repentino y me saca un poco de mi sopor e ilumina la habitación, reflejándose
en el papel que envuelve esos regalos aún sin abrir de una felicidad que se
prometió y ya nunca será. Un brillo tan breve e intenso como el que han
provocado las llamas. Odio los crímenes y lo que hacen en la gente. Alguien

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se ha cargado la Navidad. Se ha cargado una familia que solo quería estar
unida y jugar a juegos de mesa.
—Entonces no jugasteis al Cluedo.
—No, son unos aburridos, te he mentido, jugamos a la pocha. Que
también puede ser divertido, pero yo qué sé, ¿sabes? Prefería el Cluedo.
Florencia respira hondo y acaricia una grulla, como si le importara, como
si significara algo, como si tuviera nombre. Pobrecilla, no lo muestra porque
siempre lleva puesta una máscara extravagante que lo oculta todo, pero no
puede estar siendo fácil para ella.
—¿Fue en ese momento, mientras jugabais, cuando murió tu tía?
—Justo cuando pasó habíamos hecho un pequeño receso, eso es lo que
hace top este crimen, que todes estábamos repartidos por la casa, pero, cuando
escuchamos la lámpara caer, todes podíamos ver al resto de manera nítida. De
locos. Es imposible que lo hiciera nadie porque nos damos coartada los unos a
los otros como una buena familia. Es una coartada en cadena.
—Para, para, para —la freno, antes de que me explote la cabeza—. Ya sé
que va a ser complicado, pero no anticipemos acontecimientos. Antes de
entrar en eso quiero que me cuentes más sobre vosotros. ¿Por qué no me
cuentas cómo iba la partida de pocha, por ejemplo?
—¿Por qué? ¿No quieres que te cuente dónde estábamos? Mi tía Míriam
no estaba jugando. No creo que la mataran por perder a la pocha.
—No, pero si estás a punto de hacer algo tan grave como cometer un
asesinato juegas tus bazas de una manera diferente.
—No sé cómo juegan muchos de ellos de normal. Ya te digo que a
muchos hacía años que no los veía.
—Esas cosas se notan. ¿No te ha pasado nunca que sabes cómo van a
jugar otras personas a un juego antes de verlas hacerlo? Es parte de la
personalidad.
—¡Jotilla! En verdad eres una caja de sorpresas, me gusta cómo piensas,
loca. Te lo compro. Venga, dime, ¿qué quieres saber?
—Todo, cualquier detalle puede ser crucial. Quién estaba jugando, quién
ganaba…
—Papá, por supuesto.
—También necesito saber quién perdía, quién se picaba con quién, quién
fue al baño en qué momento y esas cosas.
—¿Como en las pelis de espías cuando el jefe dice eso de «quiero saber
con quién habla por teléfono, el color de sus calzoncillos, cuánto tarda en

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ducharse y las veces que se la menea después de mear» y esas cosas de
señoros que gustaban tanto? Pueden ser buenos loles.
—Adelante, entonces. Empieza por el principio.
Florencia se toma un momento para reflexionar. Hay un calor húmedo en
el salón. Si se rompiera el acuario, los peces podrían seguir nadando. Un calor
con olor a chimenea y a alcohol, y a algo que no logro identificar. Algo
característico, que no parece en su lugar. ¿Son las grullas de papel al
quemarse? Pobres bichos, grullas y peces. Si me duermo con este olor, tendré
pesadillas. Pero no son las grullas. ¿Son los regalos? ¿Es el musgo del belén?
¿Las figuritas? ¿El caganer? ¿Es Florencia? No, ella huele bien.
—El abu puso la alarma poco después de irse el tío Gerardo, por la puerta
de atrás que se fue, el muy crápula, como siempre hará, me imagino. Antes
esas puertas eran para el servicio, pero ahora son para los dueños
chanchulleros millonarios. En fin…
—En fin…
—Se fue, puso la alarma y respiramos de otra manera. Teníamos la noche
por delante, una baraja de cartas, y muchas ganas de beefeo. La yaya dijo que
no jugaba, que ella ya no estaba para esos trotes. Pero se quedó mirando. Los
mirones son de piedra y dan tabaco. Eso lo dice siempre, no sé.
—Se dice, sí.
—Se decía. A ratos me puse junto a ella y le di un abrazo, un beso, un
algo, que la mujer estaba muy aburrida solo mirando, aunque le gusta vernos
a todos juntos.
—Claro. ¿Y qué más? ¿Qué hacía Míriam?
—Estaba hablando por teléfono, susurrando a gritos con alguien, seguro
que cosas de trabajo, dicen que era adicta y además se la veía cabreada, pero
eso también era normal. Qué pena que pasase su última noche así. No llegó a
sentarse a la mesa, se excusó y se fue a su habitación.
—¿Y Emilio? Ese hombre es sospechoso, además de machista.
—Se sirvió otra copa, como si fueran gratis, y luego no dio una. Si ya no
parece que sea capaz de contar estando sobrio, imagínate borracho y vestido
de Papá Noel, que ya no sabía dónde poner la barba para beber, ni por dónde
rascarse, ¿has probado a hacer cosplay de Papá Noel? No es lo más agradable,
pica por todos lados… Bueno, que llegó un momento en que perdió todas las
manos y no aguantó más y se vino aquí y se durmió en ese mismo sofá, ¿lo
sabías?
Tira una grulla con desprecio. Y luego otra. Y tiene un escalofrío tan
fingido que parece real.

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—Qué asco —respondo. El olor a alcohol. El olor a rancio. ¿Es eso?—. Y
dime, ¿hay alguien más que no jugara?
Abro mucho los ojos, lo que puedo. No sé si parezco despierta o una loca.
Confío en que no me hayan envenenado, aunque cada vez parece más una
realidad que una teoría absurda, es la única explicación que encuentro a cómo
me siento ahora mismo. Mierda. Es el peor momento para que me pase esto.
Una siempre espera tener un caso como este, para eso trabajamos, para eso
nos preparamos. Pero nadie te pone en estas condiciones en las pruebas, en
los pequeños casos sencillos; en el día a día, nadie cuenta con Josema, con el
sueño, con los dedos de los pies congelados, el pijama prestado de ciervos, la
familia de locos o ese olor que no termino de saber qué es.
—Pues, por ejemplo, Quique, que es tirando a rancio, pero lo quiero,
aunque sea indiscutiblemente rancio, y prefirió estar al teléfono hablando de
trabajo y eso, es una moda familiar, parece, en plena Nochebuena. Y luego
estaría con memes y cosas así. O esquelas, porque miraba el móvil y su cara
era como cero gestos, literal, pero creo que eran cosas graciosas, porque a
veces lo decía. Lo comunicaba, más bien, como si fuera algo oficial. Como el
discurso del rey. Quizá eran memes sobre el discurso del rey, ahora que lo
pienso.
—Ya.
—¿Y quién más no jugó? Adivina.
—No lo sé. ¿Eugenio?
Las grullas se queman y los peces nadan tranquilos en su acuario. ¿Sabrán
ellos quién es el asesino? No lo creo. ¿Qué van a saber? El sueño me hace
delirar y yo siempre he destacado por ser coherente, por ser cuerda. A mí la
locura me sienta fatal. Vamos a dar por hecho que me han envenenado.
¿Quién lo ha hecho?
—Te he dicho ya que papá ganó, tienes que aplicarte más, no estás a lo
que estás, querida. ¡Mamá! Claro, mi mamá, Verónica para ti, no jugó y
estuvo incómoda toda la noche, que si no encuentro mi mechero, que si yo no
quiero dormir en la biblioteca, que si no tengo ropa para la cena, que si me
esperan en casa… Y ya te digo yo, que es mi familia también, que no la
esperaban en ningún lado, que es solo que no está cómoda aquí después de
que acabó con papá, o quizá pensó que al menos con la ruptura se libraba de
algunos y no la culpo, hermana, pero es lo que hay, y, si tienes que quedarte a
dormir, qué menos que jugar un rato a la pocha por Navidad.
Ainhoa entra en el salón como un perrillo que hace demasiado tiempo que
no ve a su persona de confianza, se sienta en el brazo del sillón en el que está

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Florencia y la acaricia con delicadeza. Florencia, sin haberla mirado, sabe que
es ella, que ha entrado, que está a su lado, y finalmente se gira hacia ella, le
sonríe, le guiña un ojo y vuelve la vista a mí. No creo que ninguna de ellas me
haya podido envenenar. Ni siquiera me hacen demasiado caso. Supongo que,
si envenenas a alguien, no te pones a acariciar a tu pareja delante de la
persona envenenada.
—¿Y quién más? —les digo, tratando de seguir la investigación.
—Alvarito tampoco, solo jugó conmigo hasta que se aburrió; y eso que yo
era la más divertida, pero estos niños de hoy pierden la concentración con
cualquier cosa. ¿Ha sonado muy viejo eso? Soy vieja para él y lo entiendo, yo
qué sé. Luego la lio macísimo, porque se fue al baño y volvió oliendo de
locos y pavoneándose, y le preguntamos y no respondió a la primera porque
es una pequeña diva, el maldito, pero luego reconoció que se había echado la
colonia de la abuela para estar guapo cuando llegase Papá Noel, y lo olimos y
no era la colonia de la abuela para nada, era el ambientador del baño, real que
se lo había echado por toda la cabeza y por todo el baño del piso de abajo, ¿tú
te crees? Tuvo que ir mi abuela con él a limpiarle la cabeza y arreglar un poco
el baño, es más, era ahí donde estaba cuando cayó la lámpara.
—Eso es —confirma Ainhoa, que también tira grullas, ahora, y remueve
el fuego con el atizador—; la vio Quique, que estaba hablando en el pasillo,
¿verdad, Quique?
—¿Cómo?
Quique, que hablaba de nuevo por teléfono en el pasillo, entra en el salón.
Esto no es un interrogatorio, es una reunión social.
—Que viste a Agnes limpiando el baño cuando cayó la lámpara.
—Sí, miré hacia las escaleras, y ahí al fondo estaba la luz del baño
encendida y salió Agnes a ver si estaba todo bien.
Tras soltar su información vuelve a ponerse el teléfono en la oreja y se
larga al pasillo. No sé si debería prohibirles el uso del móvil hasta que
resolvamos el caso, no vaya a ser que tengan cómplices en el exterior, o ideen
un plan de fuga. Pero Quique no pudo ser, él estaba en el pasillo cuando
murió Míriam.
—¡Ay, perdona! —grita de pronto Florencia, como dándose cuenta de
algo importante—. Que no querías que te spoileara el momento del crimen y
ya estoy otra vez.
—No pasa nada, ya que hemos empezado, sigamos —le respondo. Ya no
puedo aguantar mucho más despierta y es mejor quitarme esto de encima

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cuanto antes—. Sabemos dónde estaban Agnes, Alvarito y Quique. Falta
mucha gente, algunos más sospechosos que estos que he mencionado.
—Estarás pensando en Berni, otro buenazo, y en la tía Susana, ¿verdad?
¿Dónde estaban?
Pero yo en realidad solo pienso en mantener los ojos abiertos, porque, me
hayan envenenado o no, me duermo, pienso en el calorcito de la manta, de la
chimenea, en la cadencia calmada de la voz de Florencia y, sí, también pienso
en el olor que no reconozco, que no es a grulla ardiendo, que no es a alcohol,
ni a sudor, que no es a ambientador. ¿A qué huele?
—Tu abuela los vio robando chocolate en la cocina —dice Ainhoa,
solícita—. Berni lo buscaba por cualquier rincón y Susana lo devoraba. Dice
que en otra vida debió de ser chocolatera. Dice esas cosas.
—¡Ay, mi amor! ¡No has dejado tiempo a Jota a responder! —Florencia
ataca amorosamente a Ainhoa con una grulla y después me mira—. ¿Ibas a
adivinarlo?
—No, la verdad es que no. En la vida.
—En fin…, no pasa nada, Ainhoa, yo ya sé que tú solo dices factores.
—¿Factores? —pregunta Ainhoa.
—No sé, cielo, lo escuché por ahí y quería probar qué tal sonaba, que
dices verdades, digo, pero la inspectora quiere saber qué ocurrió, y si se lo
damos todo mascadito no podrá recordarlo, es solo eso.
—Gracias. Entonces tuvo que ser Verónica, ¿tal vez?
—Yo estaba en la escalera, junto a la ventana —dice Verónica mientras
entra nerviosa en la habitación y se calienta las manos con el fuego—. Pude
ver a Berni y a Susana en la cocina, y a Julia en la puerta del baño de arriba.
Ella estaba allí porque el baño de abajo estaba ocupado por Alvarito. La
lámpara sonó fuerte y me cayó algo de ceniza en el suelo de la escalera. Me
apresuré a limpiarlo, porque antes los Watson fumaban como carreteros, pero
han cambiado muchas cosas desde que dejé de venir a esta casa. Ahora
Richard vapea, como si fuera sano, y todos odian el tabaco.
Verónica se queda donde está, parece que cada vez hay más gente aquí.
Me gustaría tener la situación más controlada, pero es imposible.
—No hay mayor criminal que el tabaco —dice Florencia, y tendrá razón,
supongo—. Entonces, ¿quién queda?
—No lo sé, sois muchos.
—Piensa, cuenta, suma…
—Resta —añade Ainhoa.

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—Eso es, Ainhoa, justo, hay que restar. Factores —dice Florencia y lanza
la última grulla al fuego, y sé que es la última porque se frota las manos como
si se las limpiase, como si hubiera acabado algo.
¿Quién falta, entonces? No tiene sentido. Si todos estaban viendo al resto,
¿cómo podían estar en dos sitios a la vez? Para eso hay que estar soñando, y
yo aún no estoy soñando. Falta Richard, pero cómo iba a hacer daño él a su
hija.
—¿Richard?
—Estaba a la mesa del comedor, con mi padre, con Ainhoa y conmigo,
comprobando que no hacíamos trampas con las cartas, o algo así.
—¿Míriam? —pregunto, desesperada.
—¡No, mujer! Míriam estaba muriendo, probablemente, en su cuarto,
¡faltaba mi primo Javi! Mi tía Julia estaba esperando en la puerta del baño
porque lo estaba ocupando Javi. Lo olvidáis porque la gente olvida a los
criptobros, pero también ellos mean y cagan en persona, no solo en las redes.
—Entonces nadie pudo hacerlo, no tiene sentido.
—Esa es la gracia, ese es el tema, esa es la movida, esa es la movie, ese
es…
—El quid —dice Ainhoa.
—Basadísima.
—Gracias.
—Eso es lo grave. Que nadie pudo hacerlo y no podía haber nadie más en
la casa. Fuerte, ¿eh? Y no se pudo ahogar ella sola, no así. Hazte cargo.
Tienes un caso de los difíciles.
Tengo un caso imposible y no estoy preparada. Confieso que llevo quince
segundos, al menos, con los ojos cerrados. Confirmo que sienta bien. No
puedo más. Debo hacer más. Pero ya no puedo. Estoy lejísimos de resolver el
caso. Me han envenenado y no sé quién ni por qué. Hay demasiadas cosas que
no entiendo y no he sido capaz de preguntar.
—¿Por qué las grullas? —digo, es lo primero que me ha venido a la
cabeza.
—Las hicimos Ainhoa y yo como símbolo japonés de la paz. Mil grullas
para escenificar la paz familiar. Ahora no hay paz, así que tampoco hay
grullas.
No hay paz cuando corre la sangre. El olor…, ya sé lo que es. Es un olor a
vinagre y a limón. Es un olor a los productos de limpieza de antes. ¿Alguien
ha fregado? Y, con ese descubrimiento, ya no aguanto más, y me dejo caer en
el sueño. O me caigo, que es parecido.

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Dicen que tienes veneno en la sangre

AINHOA

Salgo al exterior de la casa con la intención de reunirme con Florencia, mi


jefe y mi abuelo político. La verdad es que la situación es realmente
intimidante.
Josema continúa escupiendo nieve sin ningún tipo de control, yo diría que
cada vez cae con mayor intensidad. Camino por el porche, que, aunque está
techado, tiene el suelo ya recubierto por una capa blanca. Los tres inspectores,
al fondo del corredor, dan la espalda a la casa y la cara a la montaña. De cada
una de sus cabezas surge un hilo de aire visible que flota hacia el cielo, cálido
y serpenteante, como si los pensamientos propios de la genialidad cobraran
forma física y se compartieran con la naturaleza. Cuando me aproximo a ellos
descubro que se trata del vaho que emanan sus tazas de té, pero la sensación
de estar ante un momento mágico perdura en mí.
Me coloco junto a los tres inspectores para unirme a la conversación.
Bueno, en realidad me sitúo a unos metros de distancia para escuchar de qué
hablan. Solo Florencia tiene un pequeño gesto hacia mí, un leve movimiento
de cabeza. Si ella se comporta con seriedad es que la situación es más que
seria.
—No es grave, pero los síntomas de envenenamiento son inequívocos —
dice Eugenio.
—¿En plan? Yo lo veo muy grave, papá. No es ninguna tontería ir
envenenando a la gente.
—Lo que quería decir es que no se va a morir. Su temperatura y sus
constantes son buenas. Está dormida.
—Ese es precisamente el problema —contesta Richard—. Que está
dormida, y que va a seguir estándolo en el futuro próximo. Habría que tomar
alguna decisión.

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Eugenio suspira y veo cómo se desespera ante una decisión entre dos
opciones irrenunciables. Lo conozco bien y estoy segura de que se muere de
ganas de ponerse manos a la obra y estudiar el caso a fondo, ha nacido para
esto, pero por otro lado se siente obligado a respetar los protocolos porque las
normas son su vida. Está en su mano tomar la decisión, no me cambiaría por
él ahora mismo.
—¿Y si se despierta en cinco minutos? No podemos estar seguros —
pregunta Eugenio.
—Duerme como un bebé, papá. Aunque los bebés a veces tienen el sueño
ligero, ¿no? Es rara esa expresión —opina Florencia.
—Ya, pero no es nuestro lugar intervenir —dice Eugenio.
—Hay un asesino bajo mi techo, hijo. O empezamos a trabajar ahora o me
lío a palos con todos vosotros hasta que alguno confiese el crimen.
—Bueno, bueno, papá. No hará falta, algo haremos, supongo que no pasa
nada por dejarla dormida en el salón. ¿Está abrigada?
—Lleva una manta encima. Es la que se puso Emilio ayer por la noche y
da un poco de grima porque debió de sudar alcohol como para llenar un cubo,
pero, quitando eso…, va a estar bien.
—Yo he llamado a su familia para decirles que se queda aquí para la
comida. He creído que estaría bien que lo supieran —comento.
—Eres una reina —me dice—. Una reina republicana.
Ya sé que no tiene significado ninguno su frase, pero aun así me gusta.
—De acuerdo, vamos a investigar por nuestra cuenta —acepta Eugenio—.
Solo nos queda decidir cómo nos organizamos para que sea lo menos ilegal
posible.
—Antes de que digas lo que quieres decir, es preferible que calles lo que
debes callar, hijo.
—No sabes lo que voy a decir, papá.
—No vas a hacer tú solo la investigación mientras nosotros miramos.
Punto. ¿Era eso lo que ibas a decir?
Eugenio se muerde la lengua, es obvio que sí pensaba autoproponerse
como encargado de la investigación.
—Locos, ¿qué vamos a hacer con el tema del veneno? —pregunta
Florencia, cambiando de tema—. Estoy segura de que lo que sea que le hayan
dado a Juana se lo dieron a Míriam también, por eso se fue a la cama tan
pronto. Y me juego mi colección de cartas Pokémon primera generación a que
pasó lo mismo con el tío Emilio, no es normal que nos dejara tranquiles tan
pronto.

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No sé mucho de Pokémon, pero, por lo que hemos hablado, sé que
Florencia está muy orgullosa de esa colección. Si se la juega es que está
segura de lo que dice. Eugenio no está de acuerdo:
—Puedo entender lo de Míriam, para tenerla relajada y a solas, y hasta
puedo comprender lo de Juana, por eso de que iba a investigar el crimen, pero
lo de Emilio no se sostiene, hija. ¿Qué peligro podía suponer él para el
asesino?
—Si es que no es Emilio quien la mató —concuerda Richard.
—Cuando vengan los forenses lo comprobamos, si queréis —afirma mi
chica, con seguridad—. Lo que no puedo deciros porque no lo sé es cómo los
envenenó ni si piensa volver a hacerlo. Y a lo mejor eso es lo que debería
preocuparnos.
—Nosotros cuatro tenemos que estar especialmente alerta —dice
Eugenio, incluyéndome a mí—. Si se han querido quitar a Juana de encima,
podemos ser los siguientes.
—Cuidado con lo que coméis y bebéis —aconseja Richard.
Todos miran sus tés, de pronto menos reconfortantes que hace unos
segundos.
—Me temo que no podemos hacer muchos análisis ahora para determinar
qué tipo de veneno utilizó, lo primordial es usar esa sangre para identificar al
asesino. Es la única manera que tenemos de encontrarlo ahora mismo.
—Esos procesos llevan tiempo, y no sé vosotros, pero yo no estoy
dispuesto a esperar dos o tres días a que abran el puerto con un asesino en
casa, dándole de comer y de beber y esperando a que vuelva a actuar —
responde Richard—. Vamos a tener que trabajar a la antigua usanza, sin
pruebas forenses.
—No hará falta esperar tanto para obtener resultados —apunta Eugenio.
—¿Y cómo pretendes llevarlo al laboratorio? Si quieres llamamos a David
Copperfield para que lo envíe.
—Joder, otra vez ese tío, no lo he googleado antes —dice Florencia.
—Es un mago —le cuento, y no interrumpimos la conversación.
—Me refiero a que yo podré hacer algo hoy mismo para estudiar esa
sangre. Aquí —sugiere Eugenio.
Se hace un silencio que detiene la discusión. Nadie esperaba esa respuesta
y yo me siento secretamente orgullosa de él. Este es el Eugenio que conozco,
el de todas las semanas. No decepciona.
—¿Sin laboratorio? Lol. Eres mi padre —dice Florencia, y no miente.

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—Las herramientas son importantes, pero el conocimiento lo es más. En
esta casa creo que tengo lo suficiente como para hacer un análisis. No será tan
concienzudo como el de un laboratorio, pero puede servir.
Florencia responde a su padre con un sonidito peculiar, similar a un «ajá»
o un «hum», pero sensiblemente más exagerado de lo que se puede esperar.
—¿Qué pasa, Florencia? ¿Tienes alguna sugerencia?
Florencia se gira hacia ellos y hace una pausa dramática. Muy dramática.
—¿Y si el ADN de la sangre no sirve para nada porque no coincide con
ninguno de los sospechosos? ¿Y si no es de ninguno de nosotros?
—No digas bobadas, niña —responde Richard—. El asesino está aquí. Te
puedo asegurar que nadie entró en la casa, el sistema de seguridad no falla.
—Buen dato —responde mi chica, irónica—. Pero ¿no habéis pensado
que puede estar jugando con nosotros? Puede ser que haya colocado la sangre
para despistar. Pensadlo. El asesino está en esta casa, así que nos conoce, sabe
cómo vamos a reaccionar y que nos vamos a centrar en esa prueba.
Ahora es Florencia la que provoca un silencio en el resto. No sé si alguna
de sus teorías tiene sentido, pero es evidente que todos están poniendo de su
parte para sorprender a sus «rivales».
—Y, si no es suya, ¿de dónde ha sacado esa cantidad de sangre, hija? —
pregunta Eugenio, con cansancio—. No tiene sentido.
—No lo sé. No nos pongamos límites ahora, vamos a pensar fuera de la
caja. A lo mejor ni siquiera es humana, podría ser de un animal, pero la
verdad es que no lo sé. Este caso me tiene confundida y hace mucho mucho
tiempo que no me pasa algo así —dice Florencia, y me mira—. ¿Verdad que
no, amor? Últimamente siempre resuelvo los casos en diez minutos.
—Es un crimen imposible —digo.
—Es un crimen implausible, no imposible —me corrige mi jefe—. No
puede ser imposible si ha pasado.
—Lol. Aunque eso de crimen imposible da hype, eso no vamos a negarlo.
—Pues yo lo niego —responde Richard—. Chiquilla, te digo por
experiencia que no hay que buscarle tres pies al gato, es mejor no buscarle ni
siquiera uno, porque lo que tienen son patas y pezuñas. Las maneras de matar
son por lo general simples, porque la triste realidad es que acabar con una
vida no es tan difícil. Las soluciones nunca vienen de teorías complejas y
rebuscadas.
—Ok, boomer. Vale que os parezca mal todo lo que digo y que estéis
seguros de que la solución va a ser aburrida y todo eso…, pero estaría bien

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escuchar teorías alternativas. ¿Cómo explicáis vosotros que todo el mundo
tenga coartada?
—Yo no lo voy a explicar. Lo van a hacer las pruebas —responde
Eugenio.
—Vale, o sea que, como no lo entiendes, prefieres pasar palabra. ¿Y tú,
abu? ¿Tienes alguna explicación no rebuscada?
—Que alguien miente, por supuesto. Es más viejo que el pan.
—Ok. Ok. Ok —admite Florencia, cambiando su tono cada vez que lo
dice, pensando sobre ello—. Me gusta tu rollo, Richard Watson. Eso
explicaría lo que pasó, aunque para que sea cierto el asesino tendría que
contar con un cómplice. Porque alguien tuvo que cometer el crimen, pero otro
habría tenido que ofrecerle una coartada.
—Es absurdo, Florencia. No le des alas —interviene Eugenio—. Si ya es
complicado encontrar un asesino en esta familia, como para buscar dos.
—Es mi familia también, y los quiero —puntualiza Richard—, pero tú lo
sabes mejor que nadie, en las circunstancias adecuadas, incluso la mejor
persona del planeta puede cometer los actos más abominables.
—¿Y cuáles son esas circunstancias, si puede saberse? —pregunta
Eugenio.
—No lo sé todavía. Ese es el trabajo de un investigador, indagar y tocar
las teclas adecuadas, y quien dice tocar teclas dice tocar los cojones hasta que
aparezcan las respuestas.
—El mundo ya no funciona así. Hacíamos esas investigaciones porque no
se podían analizar las pruebas con la precisión actual, en tu época se condenó
a muchos inocentes —dice Eugenio.
—¿Y ahora no? Un mal inspector sería incapaz de encontrar al culpable
aunque el asesino fuera él mismo. Antes y ahora. Los policías de hoy en día
os habéis vuelto vagos, lo confiáis todo a las pruebas forenses, pero olvidáis
que, para entender una foto, tienes que verla completa. ¿Es un culo o es un
codo? Es tu cara de gilipollas. Da un paso atrás y verás a la persona entera.
Analizar las cosas desde el punto de vista microscópico solo genera
confusión.
—Papá, respeto lo que hiciste en todos tus años de servicio. Todos lo
hacemos —comienza a decir Eugenio.
—Eres el GOAT, abu —interviene Florencia, y estoy convencida de que
ni su abuelo ni su padre saben lo que significa.
—Dicho esto, preferiría que no empezaras a interrogar a nuestra familia.
Sé que lo harías con la mejor de las intenciones, pero lo último que

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necesitamos ahora es empeorar el ambiente. Aunque solo sea por mamá. Y
no, no hay grandes secretos entre nosotros, en esta familia somos gente
normal.
—Te recuerdo que Míriam era una persona maravillosa, pero también
dirigía los negocios del capo de Formigal —responde Richard.
—¿Capo? No exageres, papá.
—No todos los capos llevan capa —dice Florencia.
—Gerardo es un imbécil y un empresario ambicioso, nada más —continúa
Eugenio—. Conociéndolo, a lo mejor elude impuestos o paga mal a sus
empleados, pero eso es todo.
—¿Y la trama urbanística? No sé si estás al tanto de la gresca que tiene
montada con los ecologistas. Llevan semanas haciendo ruido, dicen que la
ampliación de la estación de esquí va a matar al oso pardo. ¿Lo sabías? El oso
pardo. ¿Es un Oso Amoroso, quizá?
—No la mataron por una conspiración, papá. El mundo ya no está
gobernado por caciques y el tío Gerardo es un desgraciado, pero no estaba
aquí. Y dudo que pudiera contratar a nadie para cometer un asesinato.
—¿Eso es una prueba? ¿O una teoría tuya? —responde Richard.
—Habla con él, entonces. Llámalo, no tengo problema con eso.
—Yo le he escrito por WhatsApp hace un rato —intervengo—. Me lo ha
pedido Florencia, y he pensado que debería saber lo que había pasado. ¿He
hecho mal?
—Has hecho lo que tenías que hacer. Alguien tenía que avisarlo. ¿Ha
contestado? —responde mi jefe, serio.
—Sí, varios minutos después. Me ha dicho que estaba de camino a
Madrid por un tema de negocios, que iba en el AVE. Lo único es que… tenía
muchas erratas. ¿Es normal en él?
Nadie me contesta, dudo que le hubieran escrito por WhatsApp en algún
momento de sus vidas. Florencia le tuvo que pedir el número a su abuela,
porque ni ella ni su padre lo tenían.
—Por lo que sabemos, quería mucho a Míriam —comenta Eugenio—.
Puede que las erratas sean porque estuviera afectado, no creo que quisiera a
mucha gente más.
—Según se dice por el pueblo, no apreciaba ni a su esbirro —dice Richard
—. Tenía cariño por Míriam y por sus perros. Ahora solo le quedan los
chuchos. Que se joda.
Se hace un silencio que Florencia aprovecha para abrazarme. Parece ser
que todos han recordado que están tan dolidos como Gerardo. La nieve

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continúa cayendo, llorando con gotas sólidas la muerte de Míriam. Eugenio
da una palmada atenuada por el sonido de los guantes, tratando de ponerse en
marcha.
—Lo primero es la escena del crimen, tenemos que ser precisos. Hoy más
que nunca.
—Y después habrá que investigar esa carta —apunta Richard.
—Y hacer una lista de sospechosos. Yo voto por Emilio —dice Florencia
—. No por nada, es que me gustaría que fuera él.
—Esto no funciona así, no se puede escoger a dedo a los… —replica
Eugenio, antes de morderse la lengua—. ¿Sabes qué? Os dejo a vosotros con
la lista de sospechosos y la carta, lo vais a hacer mejor que yo. Pero antes la
escena del crimen, por favor. Solo os pido eso. Yo ya he preparado algunas
cosas para hacer una exploración más a fondo, por si acaso nos tocaba entrar
o para ayudar a Juana, pero aún faltan un par de detalles.
—Solo necesitas dos ojos, hijo.
—Muy gracioso, papá. Por cierto, ¿sabes dónde hay pinzas de depilar?
Los tres se alejan y se introducen en la casa, trabajando juntos, con los
cerebros a pleno funcionamiento y las tazas de té vacías en sus manos. Me
han dejado aquí sin mirar atrás, tan ocupados como están. Yo tampoco me he
movido, prefiero quedarme a solas un rato. El aire es frío y quema al respirar,
pero me aleja del ambiente cargado del interior. Nos espera un día largo.

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No es un dormitorio, es una escena del crimen

EUGENIO

Ninguno quería volver a la habitación de Míriam. Es la parte más dura del


trabajo, tal vez, tener que investigar con el cuerpo presente, recordándoles que
la víctima es ella, su hija, su hermana, su tía. Pero, al mismo tiempo, ¿qué otra
opción tienen si no es entrar y mirar y analizar la habitación?
En la misma puerta hay un precinto ridículo y terrorífico. Lo puso ahí
Eugenio, como haría un policía responsable. Al no tener cinta profesional, ha
utilizado una bufanda roja recubierta por cinta adhesiva para darle firmeza y
para pegarla al marco de la puerta.
—Qué chistoso, Eugenio, esa bufanda era mía.
—Pero es roja, y nos sirve mejor que ninguna otra, papá, espero que lo
entiendas.
—No me faltan bufandas, pero la próxima vez usas una tuya, o preguntas.
La bufanda no encaja en ese lugar, pero tampoco lo hace un asesinato. Es
extraño para ellos. Han estado muchas veces en ese pasillo, pero nunca con
bolsas de plástico atadas a los pies usando unas gomas de pelo alrededor de
los tobillos, con guantes de látex y con mascarilla.
Eugenio cruza el umbral el primero, por debajo del precinto, con cuidado,
con cariño. Richard después pasa el bastón por encima y luego una pierna, y
luego la otra y llega hasta el fondo de la sala en un alarde de energía.
Florencia entra la última, despegando y volviendo a pegar la bufanda en la
pared, y se queda justo tras la puerta, mirando.
Con todos dentro y el cuerpo de Míriam en medio, no saben por dónde
empezar. Eugenio ya no les pide que no toquen nada, aunque quisiera hacerlo.
—Florencia, recuerda que tienes que dibujar el croquis de la habitación.
—Real que me lo has dicho hace dos minutos, papá —contesta Florencia
y les enseña un cuaderno y un bolígrafo que traía con ella.

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—Nada de colorines ni de cosas cuquis, por favor —dice Eugenio—. Es
una investigación criminal profesional… o debería serlo.
—Muy siglo pasado, cuento con ello.
—En el siglo pasado ya habíamos descubierto los colores, niña —
responde Richard.
—No me consta que entendáis el arcoíris, abu, no te ofendas.
Eugenio ya no los escucha, está concentrado en la sala. Siempre le ha
resultado más sencillo trabajar con los objetos y, por qué no decirlo, con los
muertos que con sus compañeros.
—Sigamos un método punto a punto, ¿de acuerdo? —les dice—. Si
encontramos una evidencia, la señalamos y buscamos cerca de ella.
Richard suspira y Eugenio toma aire, concentrándose. Mira a su alrededor
como hace en cada escena de cada crimen desde que empezó como policía.
De lo más grande a lo más pequeño, al más mínimo detalle y de ahí de vuelta
a lo más grande. Si hay demasiadas evidencias, estas pueden llegar a bloquear
a muchos inspectores. El método es lo que aporta la tranquilidad. La
confianza en las pruebas, en la ciencia. Se podría decir que Eugenio tiene fe
en la ciencia y, como todo creyente, le reza cuando llega al templo. Suelta el
aire. Mira. Ve.
Frente a él, iluminado por la luz blanca de Josema, Leonardo DiCaprio es
el rey del mundo. Pero incluso él, tan joven y guapo, murió en una tabla quizá
demasiado pequeña para dos. No es fácil para nadie, piensa Eugenio. ¿Y
dónde estará aquí el iceberg? ¿Dónde se esconde lo que no se puede ver y es
capaz de matar a su hermana? En la estantería, al lado de Leo, está un osito
con una camisetita blanca con rayas azules, feo, feo como él solo, con el que
Míriam nunca le dejó jugar. Tiene toda la balda para él, un lugar especial. Es
eso o que ha sido olvidado, tal vez sea lo único que le quedó a Míriam de su
infancia, y tan solo porque no lo quiso compartir con sus hermanos pequeños.
Esta habitación es una carencia. Un portalápices sin lápices ni bolígrafos, tan
solo unas tijeras, le da la razón. Un escritorio en el que solo hay un ordenador
portátil cerrado y una carta abierta. La del Oso Amoroso. Esa pista que
obsesiona a su padre. Tendrán que leerla y releerla, tendrán que analizar la
letra y cada palabra escrita, tendrán que saber quién es ese Oso Amoroso.
Entiende que no es el oso de peluche feo, sino otro oso. Y la vista se posa en
una cama vacía, y pequeña, de niña y adolescente, pensada para un solo
cuerpo, cubierta por un nórdico nuevo, quizá el único cambio que ha traído la
modernidad a la habitación.

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Recuerda las mantas con las que dormían de niños. Recuerda el frío,
recuerda a Míriam siendo una niña que cuidaba de él, aunque aún más de sí
misma. Y esa misma niña ha muerto. Eugenio mira ese edredón que no se ha
movido y no se ha usado. ¿Míriam no se llegó a acostar? Estaba envenenada y
cansada, lo normal es que se hubiera ido a dormir de inmediato. ¿Qué estuvo
haciendo hasta entonces? Es un gran enigma, uno de tantos que te puedes
encontrar en una escena del crimen. Míriam llevaba horas en la habitación,
ella sola. Y el ordenador estaba cerrado. No era una gran lectora. Eugenio se
da cuenta de que no conocía a su hermana. Llevaba años sin verla, pero no
recordaba a ningún amigo suyo, ni sabía en qué ocupaba el tiempo, ni en qué
lo perdía. Si sabes en qué pierde el tiempo una persona, quizá sepas más de
ella que sabiendo en qué lo usa. Hay una maleta abierta junto a la cama. Una
maleta que revisa su padre, sin mucho tacto.
—Ponte bien los guantes, papá —dice Eugenio.
—Métete en tus asuntos y déjame en paz, tengo las manos grandes.
—¿No tienes guantes de cocina de tu tamaño en casa, abu? Hay que
participar más en la limpieza.
—Hago otras cosas. Y no vamos a hablar de esto ahora.
Y no lo hacen. Eugenio por fin mira el cuerpo que estaba evitando. A
Míriam muerta. Mira los pies descalzos, con unas medias sin mácula. Mira la
postura agarrotada de las piernas. Mira la mano derecha, entrecerrada en un
gesto tenso, agónico, violento. Su camisa aún puesta. Fue una mujer de
negocios hasta el final, con el atuendo incluido. La boca abierta, los dientes
impolutos, el tono azulado, los ojos en blanco, a juego con la nieve del
exterior, imitándola. Las gafas de Míriam yacen en el suelo junto a su cara,
abiertas sin romperse, como expuestas.
—¿Por qué no llamas al forense, papá? Ya he visto todo tres veces y he
llegado a las mismas conclusiones en dos de ellas. La tercera he mirado solo
por conocer mejor a la tía.
—¿Tienes la habitación dibujada?
—Chill, papá. No te preocupes por eso, tengo la habitación ya tan vista
que podría hacerlo rollo vieja escuela, de memoria. No pongas excusas y
llama de una vez.
Eugenio saca su teléfono móvil del bolsillo, no sin esfuerzo, porque con
guantes de látex no es tan sencillo, y, con toda la ceremoniosidad de la que es
capaz, pulsa el número de Martín, el forense, y hace una videollamada.
—¿Qué pasa, Eugenio? ¿Cómo estás, tron?

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—Bien, Martín, bien… Mal, en realidad. Escucha, estás en manos libres,
con mi padre Richard y mi hija Florencia, sabes quiénes son.
—Un honor, joder, un honor. Son muy grandes.
—Sí, verás, estamos en el escenario del crimen de mi hermana Míriam, en
su habitación. Necesitamos que tomes nota y nos ayudes a clasificarlo todo de
la manera más oficial posible, dadas las circunstancias.
—Aro, hombre, faltaría más —dice Martín, alargando la a inicial de claro
—. Siento mucho vuestra pérdida. Contadme y os guío.
—Dile a tu tron que tenga más respeto y que antes de hacer nada grabe la
conversación, Eugenio.
—Martín, ¿oyes a mi padre? Graba la conversación, puede ser muy útil
para justificar un buen levantamiento de las evidencias. Y trata de ser
profesional.
—Hecho, nenes, y perdonad, no estoy acostumbrado a tratar con los
familiares de las víctimas. ¿Por dónde queréis empezar?
—Bueno, dinos mejor tú primero, ¿te parece?
—Y no veo aquí a ningún nene —añade Richard.
—El gran Richard Watson, ¿eh? Acojona hasta en la distancia, el tío.
Buah, pelos de punta. Empezamos, niños. Miradme bien el cuerpo. ¿Podéis
acceder hasta él sin tocar nada? Me vale un «no sé» como respuesta, no me
seáis tímidos.
Eugenio se agacha junto al cuerpo sin ningún problema, mueve su móvil
para que pueda mostrarlos a él y a Míriam en la cámara, y se siente extraño.
Así no debería ser una investigación criminal, más bien parece que se va a
hacer un selfi para Instagram.
—Aquí estoy, Martín.
—Níquel, niño. Si veis algo en la ropa que sea extraño, que no encaje, que
sobre, yo qué sé, un ejemplo, un pelo rubio y es morena, o un rasguño, o una
doblez que no debería estar ahí… Pues le hacéis una foto y, si es externo al
cuerpo, lo cogéis con unas pinzas esterilizadas y lo metéis en una bolsa
también esterilizada, ¿tenéis de eso? A lo mejor tenía que haber empezado por
ahí, ahora que lo pienso, ¿no?
Florencia suspira. Richard resopla. Eugenio abre una mochila y saca de
ella unas fiambreras y unas pinzas de depilar.
—Las he esterilizado en la chimenea. ¿Servirán? Por cierto, papá, he
descongelado las albóndigas, están en una fuente en la fresquera. No tenía
suficientes táperes y no había nada mejor que esto.
Richard no responde. No es el momento de tener hambre.

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—De lujo, nene —dice Martín—. Así sí. Aro. Sí que tienen que servir, si
no dan muestras de albóndigas.
—Están lavados a fondo.
—No hace falta que me lo jures, Eugenio, que sé cómo trabajas. Eres tan
meticuloso que el inspector jefe me quiere rebajar el sueldo porque siempre
salgo pronto pa mi keli, que me lo dejas todo hecho, cabrón. ¿Eso lo sabíais?
—No lo sabíamos, gracias.
—Procedo a recoger las gafas.
Con sumo cuidado y la mirada atenta de todos los presentes, Eugenio coge
las gafas por el puente con las pinzas de depilar, las levanta y las observa.
—Que me aspen si ahí no hay una huella clarísima —dice Richard.
—Un pulgar, además —precisa Florencia.
—Eso parece. Lo analizaremos de la mejor manera posible.
Mete las gafas en una fiambrera y la cierra herméticamente. El clic le
satisface. Están a salvo. La deja en el suelo, coge esparadrapo y lo pega sobre
la tapa sin que se le adhiera a los guantes. Un nuevo éxito. Escribe sobre él,
con letra firme, «Gafas de Míriam», toma un pósit amarillo y grande, con un
número uno previamente marcado en grande con rotulador y lo coloca en el
punto exacto donde estaban las gafas. Primera evidencia levantada y Eugenio
ya se siente más seguro. Ya tienen algo que investigar. Las posibilidades le
alegran el trabajo.
—De lujo, Eugenio, eres un genio, aunque podrías tardar un poco menos.
Siguiente evidencia, tío, ¿qué ves?
—Vamos a levantar una muestra de la mancha de sangre del suelo.
Esperemos que no esté muy contaminada.
Sabiéndose observado, y, quién sabe, tal vez admirado por su padre y por
su hija, Eugenio saca un cúter de la mochila y un sobre blanco, que no es un
sobre sino una hoja doblada, no para hacer grullas, sino para guardar pruebas,
y rasca el parquet con precisión, arrastrando el polvillo dentro del sobre con
un cepillo de dientes sin usar. Richard y Florencia no parecen tan ilusionados
como aburridos. Quizá salga alguna prueba de ahí, no se puede saber. Lo
miran mientras sella el sobre con cinta aislante, no sin antes lacrarla
debidamente, informando a Martín de la hora y el lugar, a cada minuto, como
si pudiera haber cambiado, como si importara.
—Niño, me abro un yogur —dice Martín—, si no os importa que coma
mientras recoges las pruebas, ¿vale? No es por falta de respeto, lo hago con
cualquiera y estoy más atento con el estómago lleno. Siete comidas al día, por
lo menos. Dicen que es sano, pero yo no paro de engordar, ¿qué te parece?

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—Algo así necesitamos —dice Eugenio—. Para analizar la sangre, digo,
algo como el yogur, o más bien como kéfir, una reacción que nos indique el
tipo sanguíneo por lo menos. Tengo que estudiar, no sé cómo hacerlo aún,
pero tengo una idea.
—Justo, a eso me refería —improvisa el forense—. Quería que llegaras tú
solito. Buen trabajo.
Eugenio pone un número dos en el suelo. Avanzan. Levanta la lámpara
del suelo tratando de tocarla lo menos posible. Sitúa un número tres en su
sitio.
—No se ha roto, pero quizá tenga alguna huella. Es posible que nos
indique quién estuvo en este lugar, si es que no la tiró Míriam al caer al suelo.
No es lo más urgente, pero habría que tenerlo en cuenta para el futuro si viene
un equipo hasta aquí.
—A ver si no va a ser que la lámpara os ilumina al asesino… —dice
Martín, con la boca llena.
Nadie le responde. Eugenio se centra de nuevo en el cadáver. Ese otro
gran enigma. No ve más indicios en el cuerpo de Míriam ni alrededor de él.
No ve laceraciones ni quemaduras en su cuello. No ve nada en particular.
Míriam murió asfixiada sin rastros de dedos o heridas superficiales.
—Murió presumiblemente ahogada, pero no es solo que no haya signos de
violencia, es que no hay arma homicida para toda esa sangre. Y eso es
extraño.
—Consúltalo con la almohada, hijo.
Hay una almohada sobre el edredón. ¿Es la posible arma homicida? Se da
cuenta de que no tiene táperes tan grandes para guardarla y eso le supone un
nuevo reto. Por suerte, a Eugenio le gustan los retos, y piensa.
—Si no hay heridas en el cuello… —lo ayuda Florencia, expresando en
voz alta la obviedad que todos saben.
Eugenio se acerca a la almohada, parece importante. Parece evidente. Y,
sin embargo, Eugenio no se ha dejado llevar nunca por lo evidente. No se
puede descartar que la asesinasen de otro modo. Y de él depende que se
descubra. Si es por Richard o Florencia, el arma homicida sería la almohada y
pasarían a otra cosa. Su padre ha sido mejor inspector que él para los tiempos
que corrían. Su hija lo será. En este momento, el mejor inspector es él.
—Papá, te estoy viendo venir. Por mí como si quieres analizar la tela de la
almohada y estudiarla a nivel microscópico, como hacen en los anuncios de
detergentes esos en los que se ven los hilos enormes, pero no te olvides de

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guardar la carta, que sé que vas del cuerpo hacia afuera. Si te quieres dejar
algo importante, que no sea eso, porfa, que ahí seguro que hay cositas.
—¿Cómor? —pregunta Martín—. ¿Hay una carta y no me habéis dicho
nada? ¿En plan suicidio o en plan asesino en serie, de esas de recortar letritas
y pegarlas como un collage?
—Una carta de Míriam a un tal Oso Amoroso. No parece terminada de
escribir, hay un rayajo a mitad de palabra. Va a ser interesante de analizar, es
posible que encontremos restos del asesino porque suponemos que Míriam
estaba escribiendo cuando fue atacada y pudieron forcejear sobre ella —
explica Eugenio.
A Florencia se le escapa una risa, aunque no se puede descartar que no se
trate de un escape y que la haya soltado voluntariamente. Eugenio y Richard
se giran hacia ella, cansados, aunque optan por no darle el gusto de preguntar
por qué lo hace.
—Lo que no sabemos es qué hizo antes de escribir, pasaron horas desde
que entró en esta habitación hasta que se puso a escribir. ¿Quizá habló por
teléfono con alguien? —aventura Richard.
Florencia se ríe de nuevo y su padre no tiene más remedio que responder a
su llamada de atención:
—Antes también has reaccionado raro cuando hemos hablado de esto,
¿qué pasa?
—Nada, que estoy bastante segura de lo que hizo la tía Míriam y no es lo
que decís, pero es una teoría sin pruebas, no te interesaría —responde
Florencia.
—Puedes contármelo a mí, las pruebas me la traen al pairo. Prometo
guardarte el secreto —asegura Richard.
—Así no tiene gracia, abu.
—¿Y no puedes hacer un esfuerzo y encontrar alguna prueba, hija? ¿Es
tanto pedir?
Florencia mira a su alrededor, en uno de sus gestos tan típicos de pensar.
—Como no respondas a tu padre, va a implosionar y va a dejar la escena
del crimen perdida —dice Richard.
—Oki, pero solo porque me lo pides con gracia —contesta Florencia—.
Se me acaba de ocurrir una idea. Dadme un minuto.
Florencia levanta un dedo al cielo y acto seguido se pone a rebuscar entre
las estanterías de Míriam, perfectamente ordenadas.
—¿Qué está pasando? —pregunta Martín—. Tío, no sé si es por la
videollamada, que me entero de la mitad, pero estoy más perdido que un gato

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en una perrera.
—No eres tú, Martín, es mi hija —responde Eugenio, y se dirige a ella—.
¿Se puede saber qué haces?
—¿Por qué tanto secretismo, niña? Nosotros somos los buenos. ¿No
puedes decirnos lo que buscas y te ayudamos a encontrarlo? —propone
Richard.
—¡Ya! Este me va a valer —responde Florencia, ignorándolos.
—¡No toques nada! —grita Eugenio.
Es demasiado tarde. Florencia ya tiene entre sus manos un cuaderno de
Míriam de cuando iba al instituto. Está perfectamente catalogado. En la
cubierta hay una etiqueta en la que se lee «Geografía e Historia: Tercero de
BUP». La futura inspectora rebusca entre las páginas.
—Pero ¿qué narices puede haber ahí que responda a la pregunta que te he
hecho? —dice Eugenio.
—Yasss —contesta Florencia, como si su padre no existiera.
Les enseña una hoja del cuaderno. Se lee: «por orden, los reyes
visigod…». Y, saliendo de la d, una raya idéntica a la de la carta.
—¿Lo veis?
—Lo veo, pero no lo entiendo —responde su padre—. Veo un rayajo,
como el otro, pero no sigo sin saber qué narices hizo Miriam durante todo ese
tiempo.
—Lol. ¡Si lo has dicho tú! Es igual que el otro. ¿Por qué? Porque la
situación era la misma. Real que me di cuenta nada más verlo, porque a mí
también me pasa. Cuando me quedo dormida en clase, dejo de escribir a
media palabra y tengo rayajos iguales a este en todos mis apuntes. Mis amigas
me trolean mucho con eso. Por eso he buscado aquí, estaba segura de que
Míriam tendría el cuaderno entero con rayas como esta y más en clase de
Geografía e Historia.
Eugenio mira ambas rayas y las compara. Es cierto que se parecen.
Enfoca el teléfono para que lo vea también Martín.
—Joder, tú. Vaya ojo —dice el forense.
—Tú no la animes, anda —responde Eugenio—. Al menos ya hemos
resuelto el enigma. Míriam se quedó dormida mientras escribía, no después.
Viendo cómo ha caído Juana por el veneno, es lógico que ella tampoco
tuviera muchas fuerzas para seguir despierta. Vamos a guardar la carta, de
todas formas. Estaba sobre la mesa y pudo caerle alguna gota de sudor o de
saliva, por ejemplo.

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La prueba ya no tiene tanto potencial como antes, porque el asesino quizá
no tuvo mucho contacto con el papel, aunque Eugenio no se da por vencido.
Piensa en que esa carta no se terminó de escribir, pero que ellos sí deberían
terminar de leerla, de leer incluso lo que no está escrito. La criminalística es
magia y ciencia al mismo tiempo, si es que no siempre van unidas.
Así que Eugenio abre un táper y Richard coge la carta tocándola solo con
la yema de los guantes y la mete dentro, mira a cámara y hace lo que Eugenio
esperaría.
—Son las catorce y dieciséis minutos del veinticinco de diciembre.
Estamos en el escritorio del cuarto de Míriam Watson, y acabamos de
levantar una carta inconclusa. Es la evidencia número cuatro.
Eugenio cierra el táper, inesperadamente orgulloso de su padre. Sitúa un
papel sobre él en el que apunta la hora y el lugar con un rotulador. Lo cubre
con cinta aislante. Guarda el táper en la mochila.
La bufanda se despega de la puerta y asusta a Eugenio y a Richard.
Richard no lo reconocería, por supuesto. La bufanda queda colgando en una
postura antinatural, combada por la acción de la cinta aislante. Y Eugenio
tiene una idea.
—Hay que analizar esa bufanda. Lleva colocada de esa manera algunas
horas, si el asesino sigue aquí, y parece imposible que no sea así, habrá
querido entrar en la habitación para descubrir si se ha dejado algo que lo
incrimine. Y, si se ha rozado con la cinta aislante, quedarán huellas suyas, o
un pelo o una mancha de sangre.
—Lo de la sangre no lo veo, pero dale, analiza, loco —dice Martín.
—Verás lo que tengas que ver, Martín, y la próxima vez recuerda que no
eres la persona indicada para llamar loco a nadie —replica Richard, y luego
mira a Eugenio—. Si vas a poner otra bufanda, pon la tuya esta vez.
Evidencia número cinco marcada. Tienen trabajo por delante. Mucho que
analizar y descubrir. Las pruebas les darán pistas en tan solo unas horas. El
trabajo bien hecho tranquiliza a Eugenio, que está especialmente interesado
en la sangre. Si descubren de quién es, tendrán una gran parte del trabajo
hecho. Sangre de mi sangre, dicen. Y, en este caso, lo cierto es que tiene que
serlo.

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A Florencia no le gustan los detalles random

AINHOA

Hay una mancha de sangre en la pared del pasillo.


Para mi jefe, el descubrimiento es un hito en la investigación. Eugenio
estaba ya preparado para analizar tanto la sangre como las huellas recogidas
en la escena del crimen, pero no ha dudado un segundo en postergarlo todo y
lanzarse a por las nuevas pruebas. Me lo imagino como un niño que está a
punto de desgarrar los envoltorios de sus regalos de Papá Noel cuando recibe
la noticia de que tiene que ir a recoger un regalo extra que le acaba de llegar.
Uno que quizá no sea mejor que los demás, que no promete tanto, pero que es
especial por inesperado.
Para mi chica, la mancha en la pared no significa gran cosa. En realidad,
ninguno de los Watson se lo toma muy a pecho. En las escenas del crimen en
las que he estado, los familiares de la víctima se suelen arremolinar alrededor
de la prueba más insignificante, se interesan por conocer cada mínimo detalle
de la investigación y hacen preguntas por encima de sus posibilidades. Es
cierto que suelen ser bastante incómodos, pero también me hacen sentir que
nuestro trabajo tiene relevancia, que es un arte desconocido, casi magia. Con
esta familia no es así.
Aquí todos han mamado historias de investigaciones hasta convertirlas en
eventos aburridos. Nadie tiene curiosidad por el ADN o el estudio de la
trayectoria que tomó la sangre al caer sobre la pared. En eso está ahora mismo
Eugenio, haciendo una videollamada con un experto, uno mucho más serio y
profesional que Martín, el forense:
—Por el ángulo y la dispersión de la mancha, diría que quien tuviera la
herida caminaba en esa dirección —dice Eugenio, señalando las escaleras.
—No cabe duda —responde el flipado del experto desde su pantallita—.
Aunque habrá que hacer más indagaciones para hacer un estimado de la altura

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desde la que fue proyectada e incluso la velocidad a la que caminaba el sujeto.
Se supone que mi tarea es mantenerme pendiente de que nadie se acerque
a la zona para evitar riesgos que comprometan la prueba, pero Florencia me
hace señales para que me acerque a ella. Y yo lo hago, alejándome de la
conversación y de sus conclusiones. No debería desobedecer una orden
directa de mi jefe, pero ¿cómo voy a decir que no a Florencia en un momento
como este?
—¿No te cansas de perder el tiempo con el capitán Obvious? —me
pregunta, señalando a su padre.
—Es el procedimiento habitual, muchas veces así se descubren detalles
que acaban siendo claves en la resolución del crimen.
Me mira como si me hubiera vuelto loca y no la culpo, Eugenio está
llevando las cosas más lejos de lo habitual, quizá desesperado por la falta de
pruebas concluyentes, o por su cercanía con la víctima. Aun así es mi jefe,
casi mi compañero, le debo una cierta lealtad.
—Boh. Si quieres puedes quedarte con papá y analizar la porosidad de las
paredes, yo tengo un crimen que resolver.
—¿Y cómo lo harías tú? Porque es posible que analizar esa muestra de
sangre no nos lleve a ningún lado, pero la verdad es que yo no sabría cómo
empezar con este caso. Si tienes una idea mejor…
Me mira con una media sonrisa de suficiencia. Odio que haga estas cosas.
¿Sabe algo? No puede saber nada. No puede.
—Si se demuestra que las coartadas se sostienen, no tenemos nada —
añado—. Y es difícil que se caiga alguna porque todos los testigos se veían
entre ellos.
—Conocemos el espacio, pero no el tiempo. ¿Estaban mirándose justo en
ese momento? ¿O se miraron unos segundos después de que cayera la
lámpara?
Florencia señala la habitación de Míriam, situada a unos pocos pasos de
donde nos encontramos.
—Por ejemplo, mi tía Julia. Ella era, de todos los sospechosos, la que más
cerca estaba de la escena del crimen. Y a ella solo la veía mi madre, porque
Javi estaba atrincherado en el baño, con la puerta cerrada. ¿Pudo cometer ella
el asesinato y regresar corriendo para tener coartada?
—Claro, ¿cómo no lo he visto antes? Es perfectamente posible. Además,
no necesitaríamos encontrar una motivación rebuscada, pudo ser un acto
impulsivo, un arrebato. Tuvo la oportunidad de entrar en la habitación,
ahogarla hasta que no respirara y, cuando cayó la lámpara provocando un

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estruendo, salir corriendo de ahí… Y quizá fuera entonces cuando la vio tu
madre, en el pasillo. Ha sido ella.
Reconozco que, en mi afán por impresionar a Florencia, me he tirado a la
piscina de cabeza y, solo con ver su reacción a mis palabras, me doy cuenta
de que el agua estaba helada. Menudo resbalón.
—Me da vibes de que no es tan sencillo, amor. Habría otras muchas
preguntas sin respuesta, como el origen de la sangre o quién era el Oso
Amoroso al que escribía la carta. Y no creo que lo hiciera mi tía Julia.
—Entonces, ¿descartas que lo hiciera ella? ¿Qué es lo que estás
proponiendo?
—Yo lo que digo es que aquí hay demasiados detalles random. Pequeñas
cosas que no me cuadran. Y si algo no me gusta en un crimen son las cosas
random, así que me he propuesto a resolverlas una a una.
—¿Entonces no tienes nada? ¿Es eso lo que dices? ¿Empezamos de cero?
Esperaba que hubiera un plan, una teoría, una idea…
—Van a ser buenos loles, ya verás. Tú solo tienes que seguirme la
corriente, ¿vale?
Me dice y, sin esperar respuesta, me señala con la cabeza a su tía Julia,
que entra en su dormitorio y cierra la puerta tras ella. Debería avisar a
Eugenio de que me voy, pero él ni siquiera se percata de mi ausencia. No creo
que merezca la pena decirle nada.
Entramos en el dormitorio sin llamar y Julia nos observa incómoda. No es
para menos, tiene ropa en la mano y seguramente se iba a cambiar, no es algo
que quieras hacer delante de tu sobrina y tu novia. A Florencia parece que le
da igual y yo la sigo, como una mosca en la pared. Una mosca ruidosa y
molesta de cuya presencia todo el mundo es consciente.
—¿Qué hacéis, chicas? ¿Cómo estáis?
Mientras nos habla se prueba una chaquetilla que le queda fatal, pero que
yo diría que le gusta. Su dormitorio está hecho un desastre, con la ropa tirada
por todas partes. No sé cómo lo hace, pero tiene el don para tenerlo todo
descolocado; su ropa, su pelo, su cara, su personalidad.
—Nosotras bien, pero quería decirte que tú estás siendo muy valiente, tía
Julia. Mucho más que ninguno de los demás.
—Las mujeres como yo tenemos que ser valientes. Vosotras también lo
sois.
Aunque sigue tan incómoda como al principio, Julia no nos echa de aquí,
¿quizá porque cree que eso levantaría sospechas? En cualquier caso, se pone
delante de nosotras y no nos deja pasear libremente por la habitación. Nos

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quedamos apretadas junto a la puerta. Es raro, pero todo en ella lo es. En ese
sentido, es una persona difícil de leer.
—Lo digo porque no me quiero ni imaginar estar en tu piel. Siempre
dicen que es duro para quien encuentra los cadáveres, pero encima en este
caso era tu hermana, con toda esa sangre…, y estás como si nada.
—Chica, como si nada, como si nada… Estoy triste, ¿eh? Yo quería
mucho a Míriam, era la única de esta familia que tenía contacto con ella.
Pregúntale a tu madre, si quieres. Pregúntale.
—No lo dudo. Nadie dice que no la quisieras —dice Florencia.
—Hablábamos casi todos los días en el hotel.
—Por eso no eres sospechosa. No para mí —añade mi chica.
Julia abre la boca, sorprendida. Ella, igual que yo hace unos minutos,
esperaba que Florencia la acusara. ¿Quién sabe? A lo mejor es una de sus
estrategias y le está mintiendo.
—¿Y de qué quieres hablar conmigo entonces?
—Lo que me parece un poco random y quería preguntarte es… ¿qué
hacías allí?
—¿Cómo? ¿Cuando la mataron? Estaba esperando para entrar en el baño,
pero Javi estaba ahí metido y no…
—¡No, no! Esta mañana, cuando encontraste el cadáver de Míriam. ¿Por
qué entraste en su dormitorio tan temprano? Yo no acostumbro a meterme en
las habitaciones de otros nada más despertarme.
—¡Ah! Eso. Es que quería comentarle que había problemas en el hotel
con lo de Josema, que se había bloqueado una puerta y estaban tardando en
quitar la nieve. Me lo ha dicho el tío Gerardo por mensaje, que había pasado
por delante del hotel mientras bajaba a la ciudad en su coche oruga, ese que
tiene que parece un tanque. Me decía que había escrito a Míriam, pero que le
extrañaba que ella no contestara, porque era muy madrugadora. Y era por eso,
para darle el recado. ¿Os gusta cómo me queda?
Todo lo que lleva es espantoso, no combina ni por casualidad. A
Florencia, cómo no, le encanta. Y no es irónico, le gusta de verdad.
—A tope de swag —dice Florencia—. Pues ya lo has dejado todo claro, lo
único… ¿Por qué era tan importante que lo supiera ella y no tú? ¿No te
incumbía a ti? Tú también tienes un cargo importante en el hotel.
—¡Ja! Yo soy el último mono, chica. Me toman por el pito del sereno.
—¿Y no te molestaba un poco que ella fuera la jefa? —la pica Florencia.
Me da la sensación de que mi chica está encontrando algo, pero la puerta
se abre, acabando con la magia del momento. Es Eugenio.

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—¡Estabais aquí! ¿Qué hacéis molestando a Julia?
—¡No me molestan! Estábamos hablando, nada más.
Mi jefe me mira, esperando que yo le confirme que todo es mentira y que
no estamos presionando a los sospechosos como podría hacer el propio
Richard, pero me encojo de hombros. Tampoco es una traición, esto no es un
interrogatorio al uso, a decir verdad no sabría decir qué es.
—Solo quería decirle a la tía Julia que ha sido muy valiente.
—Un poco de sonoridad entre mujeres, Eugenio. No sabrías lo que es eso
—dice Julia.
—Sororidad —la corrijo.
—¿Ves? Las chicas saben lo que se hacen —insiste Julia—. ¿Sabes lo que
es la sororidad, Eugenio? ¿A que no?
—Ainhoa, voy a buscar más manchas —me dice Eugenio, haciendo caso
omiso a su hermana—. Todo apunta a que el asesino bajó por las escaleras; si
encontramos otra, quizá seamos capaces de reconstruir el camino que siguió.
En cuanto puedas, ayúdame a buscar por el comedor y el salón, por favor. No
creo que haya mucho, porque estábamos nosotros y lo habríamos visto, pero
no quiero descartar nada.
—A la orden, capitán —responde Florencia y se pone de firmes, pero
cuadrándose fatal.
Eugenio mira a su hija sin decir palabra, se da la vuelta y se marcha. Me
hace gracia que la trate como a su hermana. Su vida familiar no la envidia ni
el mismo Job.
Nosotras también nos despedimos de Julia de manera apresurada y
regresamos al pasillo donde vemos a Javi pasar, mirando su móvil con la
cabeza gacha, como siempre. Pasa de largo, sin siquiera saludarnos.
—Tu tía es rara siempre, pero hoy esconde algo —digo.
—Yep. Tienes razón —me responde, y me siento orgullosa por haber
acertado—. Aunque hay gente que es ver a la policía y actuar como si fueran
culpables.
—¿Vais a meter a la tía Julia en la cárcel por estar rara? —nos dice Javi,
deteniéndose antes de bajar las escaleras.
—No vamos a meter a nadie en la cárcel —responde Florencia.
—Pues dejad de jugar a los detectives. Vosotras no os veis, pero desde
fuera resulta ridículo.
—Es mi trabajo, Javi. Y va a ser el de Florencia cuando apruebe las
oposiciones —le contesto.

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—Ya, suerte con eso. Siempre da gusto saber que hay más gente dispuesta
a pasarse la vida chupando de la teta del Estado.
—¿No crees que es importante encontrar a los asesinos? —pregunta
Florencia.
—Lo puede hacer el sector privado. La gente pagaría para descubrir ese
tipo de información y la policía funcionaría mucho mejor. Las investigaciones
no las llevaría una chica con el pelo morado haciendo preguntas tontas.
—Son preguntas listas, creo yo. ¿Te importa que te haga algunas a ti?
—Eres libre. Aunque yo también soy libre de no contestarte si me da la
gana.
—Es solo una tontería, solo quería saber si, cuando hablaste con Míriam
para trabajar en el hotel, ella te dio a entender que lo ibas a tener fácil para
que te contrataran. Lo digo porque parecía que te sorprendió que ella no te
apoyara y como no sabemos lo que habíais hablado antes o en que habíais
quedado…
—¡¡Fuera de aquí!! ¿Qué te has creído? —La voz de Eugenio interrumpe
a Florencia. Suena desde el piso de abajo.
—¡Solo quería saber si la tenías tú! —le responde Susana.
Bajamos los tres corriendo, movidos por la curiosidad, y vemos a Susana
salir al pasillo desde la biblioteca. La sigue de cerca Eugenio. Mi jefe está
intentando cachearla y comprobar que no haya cogido nada. Es una clásica
riña de hermanos, salvo que estas se suelen dar con diez años, no con
cincuenta, no entre dos personas de aspecto formal. La conversación está
iniciada, pero, por lo que podemos interpretar, Eugenio ha pillado a Susana
hurgando entre sus instrumentos de trabajo.
—Alguien de aquí me ha robado la tarjeta ionizada —se justifica Susana
—. Una igual que la que os he regalado a todos y que siempre llevo encima.
Ayer me la quité para ducharme y ya no la encontré. Anoche no dije nada
porque pensé que la habría perdido, por eso de no estar en mi casa, que
habíamos bebido y esas cosas, pero hoy la he buscado por todas partes y no
está. Sea quien sea que me la ha robado, se creerá que es una broma, pero es
un asunto muy serio. Casi hubiera preferido que me quitaran un pulmón o un
riñón, que al menos tengo otro, pero, al quitarme la tarjeta, he perdido el
equilibrio interno. Es muy grave, ¿lo entiendes?
—¿Y tú entiendes lo que es la investigación de un crimen? —responde
Eugenio.
La conversación sigue y sigue, entrando en esos bucles absurdos que solo
pueden darse dentro de una familia. Berni intenta mediar, sin mucho éxito.

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Javi se cansa y se marcha y nosotras nos quedamos mirando. Bueno, mi chica
lo hace y yo permanezco a su lado. Agnes se nos acerca, cansada de la
discusión y tratando de no prestarle atención:
—Niña, ¿por qué no avisas a tu abuelo de que la comida está casi lista? Le
he avisado hace unos minutos y todavía no ha bajado a poner la mesa.
—Ahora vamos, yaya. Aunque seguro que acaba por venir él solito.
La discusión entre los hermanos se desinfla a la misma velocidad con la
que se infló y cada uno se va por su lado. La abuela, tranquila al no haber más
conflicto, se vuelve a la cocina, donde, a juzgar por el olor, está recalentando
la lasaña. Eugenio regresa a su improvisado laboratorio y nosotras nos
quedamos con Susana.
—¿Tú sabes algo de mi colgante, Florencia? ¿Crees que quien me lo robó
pudo ser el mismo que cometió el crimen?
—¿Qué te hace pensar eso? ¿Sospechas de alguien?
Ahí va Florencia otra vez.
—No, pero ahora sabemos que se cometieron dos actos infames ayer, dos
fechorías sin explicación, es lógico pensar que estén conectadas. Bueno, ya sé
que no es comparable una cosa con la otra, pero me entendéis.
Por sus palabras, me da la sensación de que esto último lo dice para
quedar bien y que sí que lo considera comparable. Está ciertamente
obsesionada con su amuleto.
—Te entiendo perfectamente. Yo misma he pensado que podía estar
relacionado —dice Florencia, y no tengo la menor idea de si es sincera o no
—. Lo voy a investigar y, en cuanto descubra algo, serás la primera en
saberlo.
—Gracias, cielo.
—Por cierto, aprovechando que estáis aquí, os quería preguntar una cosa
—dice Florencia, que arranca otra vez—. Habéis dicho que ayer, cuando pasó
todo, estabais en la cocina tomando una barrita de chocolate a escondidas,
¿no?
—Eso es lo que hicimos. No estoy orgulloso, pero sí —contesta Berni, y
la redondez de su barriga me sugiere que no es la primera vez que hace algo
así.
—Ya, claro, ¿y no hicisteis nada más? ¿No pasó nada que debamos saber?
Los dos se giran la una hacia el otro y se comunican a través de las
miradas. Mi sensación es que su conversación, traducida a palabras, sería algo
como «ni se te ocurra decir nada», «no pensaba hacerlo, pero tú tampoco
abras la boca».

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—No pasó nada reseñable, no —dice Susana.
Agnes sale de la cocina acompañada de Verónica, es evidente que la
anciana esperaba que Florencia le hubiera hecho caso a estas alturas.
—Niña, ¿has ido ya a avisar a tu abuelo de que la comida está a punto?
—Ahora voy, yaya. Dame un minuto.
Florencia contesta a su abuela sin prestarle mucha atención y la anciana se
marcha en silencio. Pobre señora, no para de preocuparse por todos, mientras
que el resto se preocupa por encontrar al asesino. Verónica sí se queda, me
voy dando cuenta de que siempre es así con ella. Da la sensación de que no
sabe dónde estar y va deambulando por la casa. Mi chica, mientras tanto,
sigue hablando con sus tíos.
—Ya…, claro. Eso que dices tiene sentido, tía Susana. Lo único que es un
poco random es que estuvieseis en la cocina tantísimo tiempo. Llegasteis
antes de que la yaya se acercara a arreglar el estropicio de Alvarito en el baño
y también antes de que mamá se pusiera a fumar, ¿no? ¿No es demasiado rato
para tomar una sola tableta?
—Para nada. La gracia es saborearlo, no engullirlo. Y mientras tanto
hablaríamos de nuestras cosas —responde Berni.
—¿Y qué son vuestras cosas?
—Lo que has dicho, cosas que son nuestras. Temas privados —contesta
Susana.
—Hoy no hay temas privados, lo siento mucho.
Verónica observa a Florencia en silencio, con una sonrisa ambigua que no
logro identificar. Podría decirse que se siente orgullosa de su hija, aunque es
un gesto que se queda a medio camino, otro podría interpretar que siente
lástima por ella o incluso que la considera una idealista sin posibilidad de
éxito.
—Hablábamos de mi tarjeta ionizada, ¿vale? —responde Susana, cortante
—. Porque me sentía descompensada e incómoda, como sin equilibrio. Y no
queríamos comentarlo delante de todos porque no quería preocupar a nadie
con un tema del que no estaba segura y porque no quería que me tratarais
como la histérica de la familia porque a veces pienso que me consideráis una
loca. ¿Te parece bien?
—Claro que no. Me parece fatal y por mi parte te pido disculpas si te he
tratado de esa manera. Y entiendo que no puede ser fácil sentirse así, tenías
toda la razón del mundo en querer callártelo —concede Florencia—. Perdona
por haberme puesto tan pesada.

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Florencia se queda en silencio, pensativa, y se golpea con suavidad la
cabeza evidenciando que hay algo que todavía no le cuadra.
—Lo único es que…, perdona que insista, ¿eh? Pero, cuando volvisteis,
los dos teníais mala cara. Entiendo que tú estabas fastidiada por perder el
colgante, pero el tío Berni estaba muy serio. Yo nunca lo había visto así. ¿Por
qué era?
—Estaba preocupado por el colgante también —contesta él.
Con independencia de lo que vaya a opinar Florencia, me resulta
imposible creer a Berni. Entiendo que empatice con Susana, pero hay algo en
su manera de responder que me resulta forzado. Por no hablar de que es obvio
que sucede algo entre ellos. No se muestran tan compenetrados como
acostumbran, incluso diría que Susana lo rechaza de una forma muy clara.
—Eso lo explica todo. Te preocupabas por ella. Eres un amor, Berni —
señala Florencia, llevándole la contraria a mis pensamientos de nuevo—.
Mamá, aprovechando que estás aquí, una cosa…
—Huy, no. A mí no me metas en tus líos, que te conozco —responde
Verónica—. Voy a ir yo decirle a tu abuelo que hay que poner la mesa, que
veo que tú no lo piensas hacer.
—Espera, mamá. No te retraso, si solo son unas preguntas de nada…
—Que no voy a responder. Porque no me da la gana y porque no creo que
debas meterte en estos asuntos. Tendrías que dejar trabajar a tu padre, o
incluso a tu abuelo.
—Mamá, me tienes bailando, sabes que estoy mucho más capacitada que
ellos para encontrar a quien haya hecho esto —responde Florencia.
—No, no lo sé. Yo no soy policía, pero no me refería a eso.
—¿A qué te referías entonces?
—Me voy a hablar con tu abuelo, hija. Ya hablaremos. O no. Pero no te
metas en líos, hazme el favor.
Verónica le da un beso en la frente y se marcha, sin mirar atrás.
—Mamá, solo una preguntita. Es sobre Míriam y tú, es una cosa un poco
random, sobre el trabajo en el…
Verónica se aleja escaleras arriba y deja a Florencia con un palmo de
narices. Mi chica no se lo toma a mal. Nunca lo hace.
—Interesante. Sigamos. Hay que buscar sangre, ¿no?

El comedor muestra una extraña apariencia de normalidad. Quique y Emilio


están sentados a la mesa tomando una cerveza y algo de queso.

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Los ojos de mi suegro nos siguen mientras rastreamos manchas rojas
como quien busca un pendiente perdido. No me puedo imaginar de qué
habrán hablado estos dos, la verdad, pero, sea lo que sea, compadezco a
Quique, no puede haber sido interesante.
—¿Qué hacéis, chicas? ¿Podemos ayudaros?
—Nada, no os preocupéis —respondo yo.
—Buscamos manchas de sangre —dice Florencia—. Por si el asesino
pasó por aquí.
—¡Anda! Qué peculiar, ¿no? —contesta Quique, que tampoco ha
destacado nunca por su ingenio conversador.
—Yo busco, si queréis. Soy muy bueno encontrando cosas, tengo un
séptimo sentido —se ofrece Emilio.
—No hace falta, gracias, podéis seguir hablando —les digo, con firmeza.
Quique suspira, consciente de que tiene que volver a charlar con Emilio.
Florencia parece que se va a agachar a mirar debajo de un armario cuando se
gira hacia su padrastro, pensativa.
—Quique, ahora que estamos aquí, hay una cosita que sí te quería
preguntar, ¿con quién hablabas anoche? Escuché que se llamaba Charlie, pero
nada más.
—¿Ayer? ¿Por la noche, dices?
—Sí, ¿quién es esa persona con la que hablaste durante tantísimo tiempo?
¡Que a lo mejor es un amante y te estoy poniendo en un compromiso! Lol.
¿Te imaginas? Si es así, prometo no decírselo a papá.
—Es un cliente —responde él, empezando a incomodarse.
—¿Qué cliente? ¿No me vas a decir nada más sobre él? ¿Es un secreto
profesional como el de los curas y los psicólogos? Me estás generando hype
de gratis.
Quique suelta una risa espástica, un «¡JA!» que sale mal, está nervioso.
¿Oculta algo? Me pregunto si Florencia sospecha de él. ¿Y yo? También soy
policía, a veces tendría que ser más proactiva. ¿Yo sospecho de él?
—¿Y este interés repentino por mi trabajo? —responde Quique—. Jamás
me has preguntado sobre lo que hago, y lo entiendo, ¿eh? Es aburrido. Yo me
aburro. ¿Qué más te da quién fuera mi cliente? Que yo te lo digo, pero…
—¡Quiquito! ¿Te estás poniendo nervioso? ¿Tienes algo que ocultar?
—En absoluto. Carlos Bermúdez, de una ONG. Se llama Carlos
Bermúdez, ¿te vale?
Emilio se incomoda por la repentina tensión del momento e,
inconscientemente, redistribuye el peso del cuerpo sobre la silla, alejándolo lo

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más posible de Quique. Supongo que es la reacción normal de quien de
pronto teme estar tomando el aperitivo con un asesino. Florencia se acerca a
su padrastro y le da palmadas en la espalda.
—Chill, Quique, chill. No te acuso de nada, si literal que te estábamos
viendo a la hora del crimen…, ¿o no? ¿Vosotres le visteis?
—Yo sí, varias veces —respondo, y Quique me lo agradece con un gesto.
—Es imposible, implausible como poco —repite Florencia—. Además,
que no eres un asesino y eres el único que no conocía de nada a la tía Míriam,
puedes estar tranquilo.
—Estoy muy tranquilo —responde él, pero es obvio que miente.
—De locos.
Florencia parece que va a soltar la presa, pese a que Quique empieza a dar
señales de que está a punto de derrumbarse. Sin embargo, cuando mi suegro
ya estaba recuperando el resuello, Florencia levanta un dedo índice al aire, en
otro gesto sobreactuado.
—Lo único es que… veo algo un poco random en todo esto. ¿Por qué hay
un señoro que te llama en plena Nochebuena? Durante media hora, además.
No es que seas médico, tu trabajo no es a vida o muerte, siempre puede
esperar, ¿no?
Quique tarda en responder, tremendamente incómodo.
—¿De qué habla un contable? —insiste Florencia—. De pasivos y de
activos, ¿no? Este tenía que ser un pasivo agresivo, pero mucho.
Florencia me mira buscando mi respuesta y yo sonrío, pero quien se parte
de risa es Emilio. Al momento, noto cómo mi chica se arrepiente de su
ocurrencia. La calidad de un chiste se puede medir viendo quién se ríe de él.
Este no podía ser muy bueno, a juzgar por el resultado.
—Bueno, es que aunque no fuera un asunto a vida o muerte, como dices,
sí que era más o menos urgente… —contesta Quique—. Ya sabes que se está
cerrando el año fiscal y Carlos se va la semana que viene a casa de sus
suegros y allí no podrá trabajar. Bueno, como hemos hecho los tres que
estamos aquí, ¿no?
—Y que lo digas. ¡Equipo cuñao! Vamos todos, no me dejéis con la mano
en alto —nos propone Emilio.
Nos vemos obligados a chocar los cinco con él. Somos el equipo cuñao,
¿qué le vamos a hacer? Al menos me considera ya parte de la familia.
—O sea, que lo de la llamada era una buena acción, el espíritu navideño
—resume Florencia.
—Bueno, yo solo hago números.

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—Pues ya estaría. Ya me lo has explicado y no me quedan más dudas.
Muchas gracias, Quiquito. Y nosotras seguimos buscando, ya nos toca ir al
salón.
—¿Estáis seguras de que no podemos ayudar? —pregunta Emilio.
—¡Pues mira, sí!
—No hace falta —digo yo, al mismo tiempo que mi chica—. Es un asunto
policial.
—No es para buscar sangre, chill. Dadme un minuto, que voy a
comprobar una cosa y estoy de vuelta. Tú puedes ir picando algo con el
equipo cuñao mientras tanto.
Florencia me guiña el ojo, vacilona, y desaparece por el pasillo. Y así,
como quien no quiere la cosa, me quedo atrapada junto a Quique en una
conversación con Emilio. Ahora empatizo más con el padrastro de mi chica,
ha debido de sufrir mucho antes de que llegáramos nosotras.
—¿Vosotros sabéis cuál es mi queso favorito? —nos pregunta Emilio, y
negamos, ni lo sabemos ni nos importa—. El emmental, mi querido Watson.
Emilio empieza a reírse solo. Nosotros sonreímos educadamente.
—Con vosotros no tiene gracia, que no sois Watson, pero ayer fueron
unas buenas risas con Richard, tendríais que haberle visto la cara. Se
descojonó el viejo.
—¡Hola! ¿Me oís bien? —grita Florencia, su voz viene del salón.
—¡Hola! Sí, te oímos —respondo.
—¡Hola! ¿Me oís bien? —repite Florencia, en un tono mucho más bajo,
casi imperceptible.
—¡Amor! ¿Qué haces? Claro que te oímos.
Florencia aparece por la puerta luciendo una sonrisa que ilumina la sala.
Bah, no sé si todo el mundo lo habrá percibido de la misma manera. Para mí
ha sido como ver un amanecer, pero no soy imparcial.
—Estaba comprobando la coartada de Emilio, que, a diferencia de las
demás, es cien por cien sonora y no visual. No sé si lo recordaréis, pero un
segundo después de que cayera la lámpara, con el ruido tremendo que hizo, se
escuchó a Emilio gritar desde el salón.
—Me desperté de golpe. Me llevé un buen susto.
—Pero ¿se me ha escuchado bien? ¿Era como Emilio ayer o habéis
notado algo diferente?
—A mí me ha sonado igual —digo yo, y matizo—. Aunque la segunda
vez has hablado mucho más bajo.

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Florencia nos muestra su teléfono móvil, como si significara algo. Es
propio de ella, primero espera a ver nuestra cara de desconcierto y luego ya
nos lo explica:
—Eso es porque la primera vez era mi voz en directo y la segunda la
reproducción de una grabación —nos dice y nos lo vuelve a poner—. ¡Hola!
¿Me oís bien?
—¿Qué necesidad había de comprobar nada? —pregunta Emilio.
El creador y cabeza visible del equipo cuñao comienza a ponerse
nervioso, tal y como hizo Quique un minuto antes.
—Porque si todos tenemos coartada es que alguna tiene que ser fake. Y
falsear la imagen de uno mismo es casi imposible, pero la voz…
—Yo estaba ahí. Lo juro. Y se ha demostrado que no sonaba igual, ¿no?
Esto me descarta como sospechoso.
—No era igual porque sonaba más bajo, no porque supierais que era una
grabación. Yo lo he hecho con mi móvil, que es una castaña, pero si tuviera
algún aparato más chetado…
—¿Y de dónde lo iba a sacar yo? Si no sé ni pagar con Bizum.
Emilio empieza a sudar, le caen gotas por la cabeza y Florencia se apiada
de él.
—Tienes razón, de dónde ibas a sacar un reproductor, ¿verdad? Es
absurdo.
—Ridículo —concuerda él.
—Puedes estar tranquilo, tío Emilio. Nadie dice que fueras tú. Es solo que
tenía que comprobarlo, nada más. Y ahora, si nos disculpáis, Ainhoa y yo
vamos a mirar aquella sala más a fondo.
Abandonamos el comedor, dejando atrás a Quique y Emilio y ya no
pienso que mi suegro esté preocupado por la compañía del cuñado por
excelencia. Ahora creo que solo siente alivio de alejarse de mi chica.
Florencia está sembrando el pánico en la familia.
Al entrar en el salón, me doy cuenta de que Florencia no me ha traído aquí
para buscar más manchas rojas. En esos breves segundos en los que ha estado
a solas en el salón ha pasado algo, ha hecho un descubrimiento importante y
me lo quiere revelar en privado. ¿Ha resuelto ya el crimen?
—No hace falta buscar manchas, no lo necesito, sé que aquí hubo sangre.
En grandes cantidades, además, pero ya no está.
—¿No?
—¿No lo hueles?

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Aspiro y no noto nada raro. El mismo aroma desagradable de antes a
vinagre y limón. Y entonces me doy cuenta.
—Alguien ha fregado hoy.
Florencia da una palmada, emocionada.
—¿Es una pistaza o no es una pistaza? Seguro que había sangre.
Mi chica ha levantado la voz más de la cuenta y yo, sin pensar en ello, la
chisto.
—¿No ves que está dormida? —le digo, y señalo a Juana, que descansa
plácidamente a un paso de nosotras.
Florencia parece comprenderme, se gira hacia la inspectora y la zarandea:
—¡Juana! ¡Juana, despierta!
En ese momento, Verónica abre la puerta y ve a su hija abofetear a la
inspectora. Se le intuye una ligera sonrisa en la cara. Es de esas personas que
disfrutan viendo el mundo arder.
—Chicas, la comida está casi lista. Vuestro abuelo está poniendo ya la
mesa y creo que no va a colocar un plato para Juana, no tenéis que
preocuparos por ella.
—Gracias, mamá. Vamos en un minuto.
Verónica cierra la puerta y veo que Florencia se sonroja ligeramente.
—Pobre Juana. Es un ser de luz, en verdad. Aunque seguro que le gustaría
estar despierta. No me he pasado, ¿no?
—No, seguro que te lo agradecería, soy yo la que ha cometido un error al
pedirte que bajaras la voz —le digo, aunque es más por calmarla que porque
lo piense—. ¿Crees que hay algo aquí? Una pista que se nos haya pasado. En
esta sala puede estar la clave.
—Puede ser. No creo que encontremos nada después de la limpieza, pero
no perdemos nada por intentarlo.
Nos repartimos la tarea. Ella mira la zona de los regalos y el árbol, y yo la
del belén y la caja enorme de la estatua de Richard. No hay nada relevante.
Me fijo en las pequeñas figuritas que tengo ante mí. Los Reyes Magos quizá
no se hayan enterado porque están todavía lejos del belén, pero los pastores,
que miran en mi dirección, estoy convencida de que saben quién es el asesino.
—OMG, ven aquí —me dice Florencia.
—¿Has encontrado algo?
—Hay un regalo que alguien ha abierto y luego ha vuelto a cerrar. El
papel está roto.
Me acerco y me encuentro a Florencia estudiando en detalle lo que parece
un libro.

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—¿Para quién es?
—Para Berni.
—¿Y qué libro crees que es?
—Ni idea.
—¿Y qué implica esto? ¿Crees que tiene que ver con el caso?
Florencia no responde en palabras, pero me sonríe.
—¿Sabes lo que significa? ¿Es importante? —insisto.
—Puede serlo.
—¿No me vas a decir qué es?
—Todavía no, no hasta que lo tenga claro, pero me vas a acompañar a
hacer una visitilla al cubo de la fregona. ¿Qué te parece?
No me da tiempo a contestar, porque antes de que me dé cuenta estamos
en el pasillo, caminando a contracorriente y esquivando a los familiares de mi
chica, que no dejan de cruzarse con nosotras. Vamos claramente en dirección
contraria. Todo el mundo se dirige al comedor menos nosotras, somos unas
kamikazes.
En la cocina solo queda Agnes, que está a punto de sacar la lasaña del
horno.
—¿Qué hacéis aquí? Está ya todo el mundo en la mesa.
—Yaya, una cosa antes de nada, ¿dónde tienes el cubo de la fregona?
Agnes la mira con un cansancio extremo. Florencia se echa a reír, dándose
cuenta de que puede haber un malentendido.
—No he manchado nada, ¿eh? No es por fregar, es por comprobar una
cosa.
—Está detrás de la puerta, donde el almacén.
Nos lo señala y yo al menos me siento absurda, se veía desde aquí. Habría
bastado con mirar.
—¿Es donde la dejas siempre? ¿O está colocada de una manera un poco
distinta? ¿Tú qué crees, yaya?
—Está donde la he dejado esta mañana, después de fregar la sangre del
salón.
Su respuesta nos deja heladas. Yo no sé qué pensar, pero me doy cuenta
de que mi chica está tanto o más sorprendida que yo, lo cual no es nada
habitual.
Me acerco al cubo y veo que todavía hay algún resto de sangre. Es
sorprendente que estuviera a la vista de todos y no nos hubiéramos fijado.
—No hay asesinos en esta casa. Ya lo he dicho y lo vuelvo a repetir. Si no
llego a fregar eso, habríais acusado a alguien inocente y no quiero que sufran

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más personas, ¿está claro?
—Más o menos —dice mi chica.
—Clarísimo —respondo yo.
—Y ahora, a comer.
Agnes coge la lasaña y sale de la cocina. Florencia se queda quieta,
reflexionando.
—Tu abuela no estaría nunca involucrada en el crimen, amor —le digo.
—Literal que confío más en ella que en ti, pero… ¿mi yaya sería capaz de
mentir para proteger a otro de sus hijos?
No respondo porque no tengo respuesta, aunque no me sorprendería en
absoluto que Agnes hiciera algo así.
—Entonces, ¿qué significa esto? —pregunto—. Estamos incluso peor que
al principio. Tenemos una prueba más que antes, pero tiene tan poco sentido
como todas las demás.
—No te creas, sabemos que el asesino fue de la habitación de Míriam al
salón, donde solo estaba Emilio.
—¿El asesino puede ser Emilio? ¿Eso quieres decir?
—Sería una fantasía que fuera él. No lo sé, habrá que presionarlo, pero
con discreción —me dice, y se pone seria.
—¿A qué te refieres? Esto tenemos que contárselo a tu padre y a tu abuelo
—le digo y Florencia me sonríe, negando—. ¿Por qué no?
—Porque ya no hay nada en el salón y porque no quiero que nos estén
estorbando. No vamos a compartir información hasta que tengamos alguna
prueba firme, ¿vale? Prométemelo.
—Vale, confío en ti, pero no estoy de acuerdo.
Mi chica me toca la nariz y se aleja de camino al comedor.
—Vamos, que se enfría la lasaña.

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Cae un rayo de información,
el trueno se hace esperar

RICHARD

La luz de un rayo ilumina el dormitorio y Richard, de manera inconsciente, se


pone a contar. Siempre lo hace. Seis, siete, ocho… y con el nueve llega el
trueno. Está a tres kilómetros, metro arriba, metro abajo. A Richard no le
sirve de nada conocer la distancia a la que se encuentra la tormenta. No va a
actuar de ningún modo diferente, no es una información que le vaya a servir,
pero aun así le interesa saberlo. No todo debe estar ligado a una utilidad, ni
debe obedecer a razones lógicas.
La nevada es más fuerte de lo habitual, rara vez vienen acompañadas de
aparato eléctrico, pero parece que hoy todo lo que les pueda pasar les va a
pasar. Richard reflexiona sobre el hecho de que, a solo tres kilómetros de
donde están, seguramente haya un árbol calcinado, un ser vivo que hace unos
segundos existía y ya no, y todo por una simple cuestión de azar.
—La vida no atiende a razones, la muerte menos.
Nadie le escucha, casi ni él mismo. Está a solas en su dormitorio, donde
reina la calma y lo rodea un silencio mentiroso. A sus ojos, los actos violentos
se parecen al impacto de un rayo. Ambos descargan su ira en un golpe brutal
y van aparejados de consecuencias inevitables, la tormenta va acompañada
del sonido del trueno y la violencia del dolor. La diferencia es que podemos
medir cuándo vamos a escuchar el trueno, es una cuestión física, pero el dolor
es imprevisible, puede hacer acto de presencia de inmediato o permanecer
escondido durante meses antes de salir a la superficie. A él todavía no lo ha
golpeado con fuerza, pero está seguro de que llegará.
Richard abre el cajón de su ropa interior y bucea entre sus calzoncillos,
mete la mano hasta el fondo hasta que encuentra lo que busca: una llave. No
contaba con volver a usarla, aunque no se siente mal al tenerla entre las

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manos. La utiliza para abrir una caja, escondida a su vez dentro del armario
en el que guarda sus camisas.
Al desbloquear la cerradura, se reencuentra con sus herramientas de
trabajo. Hacía tiempo que no las veía. No solo Eugenio utiliza unos utensilios
concretos para investigar, Richard también tiene sus propios cachivaches: un
sombrero negro de tela, una grabadora de audio con cinta de casete, su pipa y
su otra pipa. Los coge todos y saca también una caja de cerillas. No tiene
tabaco, tendrá que pedírselo a Verónica o no podrá cargar su pipa. De la otra
pipa sí tiene cargador y procede a rellenarlo.
—Deja eso donde estaba, haz el favor —le dice Agnes, a su espalda.
—No estoy para favores —contesta Richard.
—Te vas a hacer daño, no tienes edad.
Richard suspira y accede a dejar una de las pipas, la que afecta a sus
pulmones; la otra, la que tiene el potencial de perforarle cualquier órgano
vital, la guarda bajo su ropa. Ata la funda alrededor de su cuerpo utilizando su
vieja correa de cuero y descubre que sigue realizando el gesto de forma
automática. Han pasado años desde la última vez, pero el cuerpo recuerda
cómo se coloca sin pedir ayuda al cerebro.
—¿De verdad la necesitas? ¿A quién pretendes disparar a estas alturas de
la vida?
—Tranquila, no es tanto para disparar como para apuntar, que es para lo
que se usa la mayoría de las veces.
—Para eso no necesitas balas.
—También puede pasar que esta sea una minoría de las veces. Crucemos
los dedos para que no sea así.
Richard se gira hacia su mujer, ya con el sombrero calado. Agnes se echa
a reír y no para, pese al gesto adusto de su marido.
—Estás ridículo, cariño. No te pega nada de esto.
—Me alegra ser motivo de diversión. Ya sabes lo que dicen: lo importante
es que hablen de ti, aunque sea mal. Y que se rían, aunque sea de ti.
—Nadie dice eso. Nadie más que tú y te lo acabas de inventar —responde
Agnes y lo abraza—. Haz lo que quieras, si te sientes bien cargando con tu
pistola, llévala, pero no la uses. No es necesario, ni aquí hay asesinos ni tú
eres inspector de policía. Ya no.
—Ojalá fuera cierto. Cualquiera de las dos cosas.
—Tú sabrás lo que haces. Eres mayorcito. Cada vez más.
—Como todos. Menos tú, que estás como siempre.

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Agnes nunca ha visto la edad como un defecto y, por tanto, no tiene la
pretensión de no envejecer. De todas formas, le sonríe con agradecimiento. La
intención es lo que cuenta.
—He venido para decirte que vamos a comer en unos diez minutos. La
comida está ya hecha, son sobras de ayer y solo tengo que calentarlas, así que
no te entretengas.
—Dame cinco minutos y pongo la mesa.
Agnes se marcha, girándose a mirar de reojo a su marido. Le gusta verlo
así. No tanto por su aspecto actual como por el aspecto que tenía hace años.
Lo conoció con el sombrero puesto. Esto le recuerda que no siempre es malo
recordar, por mucho que hoy duela tanto.
Richard espera a que Agnes cierre la puerta y se sienta frente a su
escritorio. Cambia las pilas de la grabadora, se toma unos segundos para
reflexionar y comienza a hablar al aparato, convirtiendo sus pensamientos a
formato casete.
—Míriam ha muerto asesinada. No voy a entrar a valorar mis emociones,
este no es el canal ni el momento. Dispongo de una lista de sospechosos muy
concreta, pero no encuentro móvil aparente. Ha tenido que ser un hermano o
hermana, un sobrino o sobrina, o un cuñado. No sé gran cosa de ninguno de
ellos, ya no. Tampoco procede ahondar en mis sentimientos sobre ese asunto
aquí, el hecho es que no sé de ellos y punto. Y aquí incluyo a Míriam. No la
conocía como antes. Sé cómo era su espíritu, su carácter y personalidad, pero
no estaba al día de sus preocupaciones, ambiciones, amores o desengaños.
Se escuchan voces en el pasillo y Richard intuye que ya deben de hablar
de él y que Agnes está criticándolo a sus espaldas por no poner la mesa. La
única razón de que no le piten sus oídos es que ha perdido los tonos más
agudos con el paso de los años. Decide continuar:
—Su estado de ánimo cambió en un momento, fue como pulsar un
interruptor. Un segundo era feliz y al siguiente estaba preocupada. ¿Es algo
que vio en su dormitorio? ¿El reencuentro con alguno de sus hermanos?
¿Alguno de sus cuñados? Sea como fuere, la actitud de Míriam cambió.
Durante la cena daba la sensación de querer contar un secreto sin ser capaz de
encontrar el momento adecuado o a la persona indicada para ello. Sigo con la
sensación de que hay algo ahí que vi, pero que todavía no he procesado. No
me lo quito de la cabeza.
Richard pausa de nuevo la grabación. Está en el mismo lugar en el que,
esta misma mañana, reflexionó sobre este asunto. Mirando a través de la
misma ventana. Han pasado unas horas y es como si hubiera ocurrido años

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atrás, puede que en otra vida. ¿Qué intuía él entonces que ahora le es tan
esquivo? ¿Es posible que hubiera decodificado la información en sueños y la
haya vuelto a codificar al despertarse?
—El resto es lo que he comentado a Juana. Ahora sabemos que se perdió
la partida de pocha porque había sido previamente envenenada por su asesino.
No es que no quisiera jugar. No sé si eso significa algo, quizá lo signifique
todo. Sabemos que no durmió de inmediato porque a los pocos minutos saltó
la alarma de la puerta y ahí estaba ella, con el teléfono en la mano. Dijo que
buscaba privacidad y lo comprendo. No formábamos parte de su vida, lo
lógico es que tuviera un novio por ahí suelto. No sería raro y, sin embargo,
algo me dice que esa llamada tuvo relación con…
Llaman a la puerta y Richard detiene la grabadora. Es Verónica, su
exnuera. Cierra la puerta a su espalda, como si temiera que pueda abrirse sin
su permiso.
—¿Te manda mi mujer? Dile que bajo ahora. Nada es tan urgente como
para justificar este acoso. Hasta la Navidad puede esperar un minuto.
—Ahora se lo decimos los dos, pero antes me gustaría hablar un momento
contigo. En privado.
Verónica no espera a que Richard responda y se sienta en la cama, a su
lado. Richard, de inmediato, se da cuenta de que viene con respuestas ante
preguntas que todavía no se han hecho.
—¿Es sobre Míriam?
—Es sobre todos nosotros, pero principalmente sobre mi hija… y sobre
mí —responde Verónica.
—¿Habéis hecho algo de lo que os arrepintáis?
—No va por ahí, Richard. Es mejor que me permitas hablar y te dejes de
elucubraciones, no hay tiempo que perder.
Richard se echa atrás en su silla, disfrutando de la conversación. Verónica
está hablando en su idioma.
—Como quieras. ¿Te importa que lo grabe?
—En este pueblo las paredes tienen oídos, lo último que necesito es añadir
una grabadora. Es un error haber venido aquí, perdona.
Verónica hace ademán de marcharse, pero Richard la retiene, agarrándola
de la muñeca. Suelta la grabadora sobre la mesa, apagada.
Verónica mira a su espalda y después por la ventana, temerosa de que
puedan escucharlos. Esto llama la atención de Richard, con el temporal sería
una locura que alguien los espiara desde el exterior y, sin embargo, Verónica
necesita comprobarlo. La cosa va en serio.

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—No sé mucho, pero sí sé que lo poco que sé fue la causa de la muerte de
Míriam. Y yo no voy a ser como ella, porque soy consciente de lo que son
capaces.
—Ha sido Gerardo, ¿verdad? —pregunta Richard, y se arrepiente al
momento—. Perdona, nada de suposiciones.
—Debes tener cuidado, Richard. Si lo comparto contigo es porque tengo
miedo de que mi hija lo descubra antes que vosotros y se meta donde no la
llaman.
—Podías haber hablado con tu exmarido.
—¿Para qué? Él está más preparado para analizar pruebas de laboratorio
que para enfrentarse a la mafia. Tú sabes defenderte. Y tampoco me importa
que mueras. No me entiendas mal, no tengo nada contra ti, es solo que no
somos los mejores amigos.
Richard no lo rebate porque es cierto. O lo era hasta hace un minuto.
Verónica siempre le pareció insustancial y, por caprichos del destino, es
ahora, cuando ya no tiene que soportarla en aburridas comidas familiares,
cuando empieza a caerle bien.
—Has venido al lugar adecuado. ¿Por qué murió mi hija?
—Porque había descubierto la identidad y el paradero del Oso Amoroso.
Verónica baja la voz al pronunciar ese nombre, pero retumba en los oídos
de Richard como si fuera una bomba atómica. Ella lo observa con terror.
—¿Sabes quién es? ¿Por qué? No serás…
—No soy yo, pero tengo razones para creer que un tal Oso Amoroso es el
asesino. Míriam le estaba escribiendo una carta amenazando con revelar su
identidad en el momento del crimen. La carta quedó a medio escribir. ¿Quién
es? ¿Está relacionado con la ampliación de las pistas?
—¿Esto lo sabe mi hija? No me gusta. No. No es seguro —dice Verónica,
poniéndose en pie y dando vueltas sobre sí misma.
—Ella ha leído la carta, y les he dicho que seguramente tenga que ver con
la recalificación de los terrenos porque tenemos la estación de esquí repleta de
carteles de los ecologistas hablando de los malditos osos. Pero no se lo ha
tomado en serio.
—Si tú sospechas, ella tendrá las mismas teorías y alguna más. Tienes que
darte prisa.
—Me estabas hablando de quién es el Oso Amoroso y dónde está.
—Yo no conozco su identidad. Lo único que sé es que es el líder de los
ecologistas y que está haciendo la vida imposible a Gerardo y a sus amiguitos.
Es una especie de espía, una leyenda. Sabe cosas que nadie debería saber,

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tiene datos internos y parece ser que está chantajeando a todos los socios
involucrados en la ampliación de la estación, aunque especialmente a
Gerardo. Tiene enemigos poderosos y parece que está consiguiendo
detenerlos.
—¿Y dónde está ese Oso?
—Ayer estaba aquí, en esta casa. Se lo escuché decir a Míriam mientras
hablaba por teléfono, después de la cena. Ella pensaba que estaba sola, no
contaba con que yo estaría fumando en el baño.
—Eso está prohibidísimo —responde Richard—. No sabes cómo se pone
Agnes.
—Da igual si está bien o mal, el caso es que lo hice. Y a lo mejor tampoco
debería haber escuchado la conversación, pero me pudo la curiosidad.
—¿Con quién hablaba?
—¿Y yo qué sé? ¿Con Gerardo? No escuché gran cosa, porque bajaba la
voz y se acercaba y se alejaba de mí, pero estoy segura de que dijo que el Oso
Amoroso estaba aquí y pedía consejo sobre cómo actuar. Escuché algo de
unos documentos, pero no logré adivinar qué son ni qué pensaban hacer con
ellos. Lo siguiente que supe es que Míriam había muerto. Por eso necesito tu
ayuda, porque temo que, si mi hija lo descubre, el Oso Amoroso la intente
matar. Puede ser cualquiera, yo no…
Verónica se calla porque se abre la puerta. Es Eugenio:
—Papá, la comida está lista y la mesa no se va a poner sola. Mamá insiste
en que se lo prometiste.
—Ya voy —responde él—. ¿Nos das un minuto?
—No hace falta —se apresura a responder Verónica—. Ya me has
resuelto mi duda.
—¿De qué hablabais? —pregunta Eugenio, suspicaz.
—Del regalo de Agnes. No he traído nada para ninguno de vosotros y no
sabía qué regalar a tu madre.
—Yo podía haberte ayudado.
—¿En serio? Me regalaste una brújula en nuestro aniversario, Eugenio.
—Estaba grabada y era de plata, ¿no te gustó?
Verónica sale de la habitación junto a Eugenio, pero Richard sigue sin
ponerse en pie, dándole vueltas a la cabeza.
—Papá, ¿no vienes? Mamá te va a matar.
—Dame un segundo. Ahora os sigo.
Eugenio pone mala cara, pero no dice nada. Se los escucha alejarse por el
pasillo hablando de regalos. Pronto, el silencio invade de nuevo la habitación.

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Richard pone en orden sus ideas y enciende la grabadora:
—Yo tenía razón. La ampliación de la estación está en el centro del
misterio. ¿El Oso Amoroso es un hombre o una mujer? ¿Trabaja en el hotel o
es la pareja de alguien que lo hace? ¿Verónica me ha dicho todo lo que sabe?
¿Quién puede saber más sobre este asunto que yo?
Richard suelta la grabadora y mira una vez más al exterior. Piensa que el
paisaje nevado representa a la perfección el momento en el que se encuentra
el caso. Allá donde pose la mirada encuentra lo mismo. Nieve y hielo. Él sabe
que debajo hay mucho más, hay plantas y hay piedra y hay asfalto y alguna
mierda de perro sin limpiar. Todo permanece oculto por ahora. Pronto, el
paisaje volverá a su estado original, sacando a la luz aquello que ahora se
esconde. Por desgracia, Richard no tiene tanto tiempo. Tendrá que romper el
hielo.

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¿Dónde está la bechamel?

AINHOA

Lo que más raro me parece cuando llegamos a la mesa es que comamos todos
como una familia en un momento así. Lo siguiente es que no haya una silla
para Míriam. No sé, supongo que esperaba que dejasen un hueco, un plato sin
comida y un vaso vacío, a modo de recordatorio. Pero llevaba años sin comer
con sus padres y no tenía un sitio asignado en la casa. Y somos muchos, en
realidad somos demasiados, así que dejar un espacio para ella significaría
estar apretados a la mesa sin ningún motivo, y eso sería quizá aún más
extraño.
Me sientan al lado de Florencia, por suerte, con Julia al otro lado. Y eso
no es tanta suerte, teniendo en cuenta que la mujer, si en un día normal repite
las mismas frases sin control, mucho más en esta situación. Está nerviosa,
tocándose la cicatriz de su mejilla instintivamente, como si quisiera ocultarla,
pero haciéndola más visible aún. Es un gesto muy suyo, en realidad. Sea
como fuere, está en un tono diferente al resto, todavía inmersa en una fiesta
de la que no ha podido salir. Por supuesto, ya apesta a alcohol a la hora de
comer. No sé de dónde lo ha sacado. ¿Lo traía de casa o se lo ha robado a sus
padres?
—Acuérdate de decirle a Eugenio que está riquísima su bechamel, ¿eh?
—me dice, y me golpea con el codo, cómplice—. Que es lo que más le gusta
en el mundo, que se lo digan, vaya matraca con la bechamel, todo el día con
el punto de la bechamel, con que no lo distraigas con la bechamel…, aunque
la bechamel no sea la mejor. ¡Eugenio! ¿Dónde está la bechamel?
—En la lasaña, Julia, sigue estando en la lasaña.
—¿Dónde está la bechamel? Díselo, dile que te ha gustado, niña, que así
entrarás con buen pie en la familia.

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Julia se ríe mucho y yo no digo nada de eso, tan solo miro a Eugenio y,
aunque creo que él está harto de su hermana, siento que me compadece.
—Qué sosa, niña, qué aburrida. ¿Dónde está la bechamel, Eugenio?
—¿Dónde está la bechamel, papá? —dice Florencia, y a Julia le hace la
tarde.
También a Alvarito le hace gracia, pero no sabe por qué se ríe. Cosas de
niños. Agnes sirve el último pedazo de lasaña, en un plato que pasa de mano
en mano y se genera un alboroto alrededor de la abuela, todos diciendo que
ahí, ahí, ahí está la bechamel. Es obvio que la pobre no entiende por qué lo
dicen, pero se nota que le alegra ver a su familia unida y distraída sea por la
razón que sea. Quizá se conforma con poco. Por otro lado, ¿quién soy yo para
decir a una madre cómo afrontar su duelo?
—Un momento —dice Richard—. No probéis nada todavía.
Richard se levanta y da un golpe con el bastón en el suelo. Nos quedamos
quietos todos, salvo Emilio, que pega un respingo que a Florencia le resulta
encantador, porque aplaude, una sola vez.
—¿Qué pasa? —pregunta Emilio, sintiéndose observado—. ¿Ahora
vamos a rezar antes de comer? Pensaba que éramos ateos.
—Cada uno será lo que quiera ser —responde Agnes—. Aquí no
imponemos nada a nadie.
—Todo lo queréis imponer ya, no hay libertad ni para rezar —dice
Susana, y nos deja a todos preguntándonos cuál es su religión, o si solo habla
por hablar.
Eugenio, Florencia y Richard intercambian miradas. Es evidente que este
secreto no pueden guardarlo un segundo más. Eugenio también se pone en
pie.
—Papá nos pide que no comamos porque hemos descubierto que Míriam
y Juana fueron envenenadas. Y no sabemos cómo ni con qué.
Se hace un silencio, la calma que precede a la tormenta de preguntas
indiscriminadas.
—¿Míriam murió envenenada?
—¡Por favor! No se habla de esto en la mesa —dice Agnes, en una batalla
perdida.
—¿Juana está en peligro?
—¿Estamos en peligro?
—Tenemos que comer algo, mejor correr ese riesgo que morir de hambre.
—¿Me estás diciendo que la bechamel de Eugenio puede estar
envenenada? —pregunta Julia, con gesto serio.

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A nadie le hace gracia ya lo de la bechamel. Ni a Florencia, ni a Alvarito,
ni siquiera a Emilio.
—Os olvidáis de mí —dice Emilio, convencido—. A mí también me
pudieron envenenar, también me quedé dormido en el sofá y eso no fue
normal.
—Bueno, eso no está comprobado, hay opiniones dispares… —acierta a
decir Eugenio, hasta que es interrumpido por Florencia.
—En serio, a mí me están grabando. ¿Estamos locos? ¿Quién te va a
querer envenenar a ti?
Richard se sienta, confundido, y Eugenio resopla otra vez. Mi chica ya los
está sacando de sus casillas y eso que no saben que les está ocultando que
hemos encontrado un montón de sangre en el salón. Yo misma admito que no
comprendo por qué Florencia se jugó sus cartas de Pokémon a que Emilio
había sido envenenado si ahora va a defender a ultranza lo opuesto. Pero ella
es así, o lo tomas o lo dejas. Y yo hace tiempo que he decidido tomarlo, de un
trago si es necesario.
—Eso es algo que se sabe, que se nota —se justifica Emilio.
—Habías bebido, era de noche, habías tenido un día muy largo, te quitaste
el disfraz en plan siesta de pijama, te tumbaste en el sofá… ¿Qué te hace
pensar que estabas envenenado?
—Yo aguanto muy bien el alcohol. ¿Y vosotros qué sabéis de mí? A lo
mejor tengo insomnio y no es tan fácil que me duerma así como así.
—¿Tienes insomnio?
—A lo mejor tengo insomnio, sí.
—Yo tengo insomnio —dice Verónica—. ¿Qué haces tú para conseguir
dormir?
—Cuento ovejitas. ¿A ti qué te importa?
—No tienes insomnio —dice Richard.
—No, pero podría tenerlo, ¿o no? Y estaríais hablando por hablar.
—No nos hagas perder el tiempo, por favor —le pide Eugenio.
—Eso, no nos hagas perder el tiempo —repite Susana—. Ya es suficiente
con lo que tenemos. Hay que dejarles trabajar y priorizar. Yo insisto en que la
clave es encontrar a quien me haya robado mi tarjeta ionizada. Si alguien
tiene información sobre el tema, es importante que la comparta, ¿vale? Solo
digo eso.
Berni abre la boca, pero no habla, tan solo acaricia el brazo de su mujer y
ella lo aparta. Definitivamente, las cosas no van bien entre ellos. Javi se tapa
la cara con vergüenza, Alvarito lo imita. Nadie responde a Susana, creo que

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nadie ha entendido del todo qué es una tarjeta ionizada ni para qué sirve, sería
absurdo que alguien quisiera robarla.
—Pero, volviendo a lo de antes, que no me ha quedado claro. ¿Por qué
querrían envenenarte precisamente a ti, Emilio? O, mejor dicho, ¿para qué?
—dice Florencia.
—Por favor —interrumpe Agnes—. No hablemos de esto en la mesa.
—Eso me pregunto yo —responde Emilio, sin escuchar a Agnes—.
¿Piensas que también querían matarme y no les dio tiempo?
—Literal que nadie piensa eso —responde Florencia y mira a la gente a la
cara—. ¿Alguien? ¿No?
—Entonces, ¿me envenenaron por placer?
—No queda claro que te envenenaran —dice Eugenio.
—A mí sí —responde Emilio.
—Por favor —interviene Agnes.
—Pues pudo ser por error —concede mi chica.
—Se enfría la comida, envenenada o no —señala Javi.
Tenemos los platos delante y no comemos. Esta comida familiar puede ser
muy larga.
—A ver, esto es fácil. Hubo veneno, pero no sabemos dónde. Y todos
comimos lasaña —dice Florencia—. ¿Alguien no la tomó? Que levante la
mano quien no la probara.
No se levanta ninguna mano. Respiramos aliviados. Podemos comer. Y
comemos y callamos. No está envenenada, pero tampoco rica. Está fría y se
nota que es recalentada de ayer, la pasta está pasada. Y la bechamel…
—¿Dónde está la bechamel, Eugenio? —pregunta Julia.
—Muy rica —digo yo—. Está muy buena la lasaña.
Recibo una mirada de mi chica que es la perfecta combinación de cariño y
respeto, es decir, un careto.
—Así me gusta, que hagas la pelota a tu suegro —valora Julia.
—¿Y los langostinos? —pregunta Florencia—. Si están envenenados, me
parece que Javi puede hacer la dormición durante varios días.
Javi tiene uno entre las manos, lo está pelando. Se queda congelado,
cagado de miedo.
—Ni Juana ni Míriam comieron langostinos —apunta Berni, y es lo
primero que dice en la comida—. Puedes comerlos, tranquilo.
—Pero yo sí que comí langostinos y me envenené igualmente —insiste
Emilio.
—¡Por favor! —grita Agnes otra vez.

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—Hay que saber cuándo parar, Emilio —dice Richard—. Me estoy
empezando a cansar de la tontería.
Se hace un silencio. No sé si es porque teníamos hambre y priorizamos
comer o porque no hay más que añadir. Veo que Alvarito levanta la cabeza y
duda antes de hablar. Tiene algo en la cabeza que le preocupa. ¿Conocerá
alguna clave del caso? No creo que nadie le haya preguntado. ¿Ha visto algo?
Por fin, se atreve a abrir la boca:
—¿Cuándo vamos a abrir los regalos de Papá Noel?
—Luego, Alvarito.
—Espero que no nos haya regalado comida, porque se puede estar
poniendo mala —suelta el niño, y se nota que es un Watson. A mí no se me
había ocurrido.
—Nos la vamos a tener que jugar, cielo, hay cosas más importantes ahora
—dice Quique.
—Bueno, venga, dinos, si no es la lasaña ni son los langostinos…, ¿te
envenenaron el whisky, tío Emilio? —pregunta Florencia.
Miro a mi alrededor y noto cómo la insistencia de mi chica con Emilio
indigesta al resto de los comensales más que cualquier potencial veneno.
—Imposible. Estaba sellado cuando lo traje. Puse mucho trabajo en ese
whisky, ¿sabes? En pocas cosas he trabajado más en toda mi vida.
—Trabajaste más de dos horas, eso seguro —dice Julia, en su fiesta
particular. A su marido se nota que no le hace gracia, pero se ríe mucho.
—¿Cómo se trabaja en un whisky? —pregunta mi chica, que ha cogido
carrerilla—. ¿Bebiéndolo gota a gota? ¿Por qué necesitabas a Gerardo? No
me quedó claro anoche.
—Es una historia muy larga y no tiene final feliz.
—Tenemos tiempo —responde mi chica y se echa hacia atrás en la silla.
Alvarito la imita.
Emilio mastica con la boca abierta y muy rápido, no vayamos a
arrepentirnos de escucharle hablar.
—Es la mejor idea que he tenido en mi vida. Sin duda. Y mira que he
tenido ideas y proyectos. Pero esta se lleva la palma. Pues resulta que en la
ladera de la montaña, de esta montaña, donde Gerardo tiene los terrenos y
quieren hacer la pista de esquí, hay unos musgos que solo salen aquí. Son
únicos en todo el mundo, ninguno es igual. Nos interesan sobre todo los
Catoscopium nigritum y los Pseudoleskeella rupestris. Veréis que me importa
esto, que me he aprendido los nombres en latín.
—Veo que estás en tu era de aprendizaje.

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—Llevo meses haciendo pruebas, buscando inversores, soñando con ello.
—Está muy pesado —dice Julia—. Todo el día hablando de whisky y de
musgo, me tiene frita.
—Pues bien que te lo bebes, mi amor.
—No todas las pruebas salen tan bien.
—La actual es cojonuda. La habéis probado, os di un chupito anoche, ¿os
gustó?
—Estaba bueno —concede Berni, siempre tan amable.
Julia me golpea con el codo.
—Cojonudo.
—Cojonudo, sí —convengo yo, y recibo un abrazo extraño, como en un
espasmo, de Julia. Todo en ella es desordenado; en ese sentido, es una
persona absolutamente coherente.
—Es que he encontrado la manera de hacerlo único. Bueno, yo no, con mi
amigo Ricardo, que sabe mucho de musgo y de whisky y de estas cosas. Y el
whisky ahumado es la siguiente historia, los niños ricos van a dejar de tomar
gin-tonic, los señores igual…, todos van a tomar whisky ahumado, eso dice
Ricardo y Ricardo sabe de estas cosas.
—Y de whisky y de musgo —añade Florencia.
—El musgo se quema para hacer la turba del ahumado. Se llama así.
Imaginad que yo, o que Gerardo y yo, o que nosotros, toda la familia,
fuésemos los únicos con acceso a ese Catoscopium nigritum y al
Pseudoleskeella rupestris, los únicos que pudiésemos hacer el whisky
ahumado de esa manera. Imaginad el dinero que podríamos obtener. Yo solo
le pedí a Gerardo que no diese los terrenos para la pista de esquí y que los
usase para recolectar el musgo. Si hay esquí, no hay musgo ni hay whisky, y
los niños pijos y los señores beben otras marcas, que son los que se hacen de
oro. Escoceses y gente así.
No sé qué opinan estos Watson ingleses de los escoceses, si les caen bien
o mal, más allá de Scotland Yard.
—¿Y qué dice Gerardo de este planazo?
—Por ahora creo que no está convencido. Hay que darle tiempo.
—Estos proyectos llevan tiempo, por supuesto —responde Florencia—.
¿Cómo te dijo que no estaba convencido? ¿Fue muy claro o dejó una puerta
abierta? No, mejor, ¿le puso el tapón, o dejó la botella abierta?
—A ver, no, mira, es que no me respondió él, Gerardo me dijo que él de
esos temas no se ocupaba y me mandó a hablar con Míriam, que es la que se
ocupa de todo, por lo visto.

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—¡Cobarde! —grita Richard—. No es capaz ni de hablar con Emilio.
—¿Alguien quiere repetir? —pregunta Agnes—. Venga, que ha sobrado
muy poquito y no se va a quedar ahí. Eugenio, toma un poco más, que estás
muy flaco.
A Eugenio no le queda más remedio que pasarle el plato a su madre.
—¿Dónde está la bechamel, Eugenio? —repite Julia.
—¿Y qué te dijo Míriam? —insiste Florencia.
—Míriam fue muy clara. Dijo que la pista de esquí se va a hacer lo quiera
yo o no, y que la decisión no depende de un montón de musgo, de la
población entera de osos pardos o de un buen whisky, por mucho que sea
ahumado.
—Sí que fue clara —responde Florencia.
—Pero en cuanto Gerardo me oiga, y entienda el plan, no va a querer otra
cosa.
—Es posible —concede Florencia y continúa, con retintín—. Parece que
has tenido suerte y ahora lo vas a tratar directamente con él.
Emilio se atraganta y Agnes golpea la mesa con fuerza.
—Ya está bien.
—¿Qué pensáis del té? —pregunta Richard—. Cualquiera puede haber
envenenado el té.
—Papá, tú no seas como estos asustaviejas, tú no —dice Susana—. No
participes de la cultura del miedo.
Florencia se acomoda en la silla. No es que no estuviera cómoda, es que
va a decir algo que le resulta interesante.
—Si hubieran querido envenenar a Míriam para matarla, no habrían
envenenado el té, que lo bebemos todos como si fuera agua. Tendría que ser
si acaso su taza. Y la de Juana, y la de Emilio. ¿Quién ha tenido acceso a sus
tazas?
—Todos hemos tenido acceso a las tazas en un momento u otro —
responde Eugenio—. Antes se lo he comentado a papá y a Florencia, pero os
lo repito a todos. Ahora mismo no tengo los medios para analizar la comida o
buscar el veneno y no merece la pena que le demos tantas vueltas. El veneno
no es mortal, ya lo hemos visto. Hay otras prioridades.
—¿Puede estar envenenada la mayonesa de los langostinos? —pregunta
Javi, comiendo langostinos como si comer algo de ricos le fuese a hacer
millonario.
—¿O los polvorones? —sugiere Quique.
—¿La bechamel? —pregunta Julia.

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—Es verdad que el whisky estaba muy fuerte y sabía como a veneno —
indica Susana.
—¡Ni de coña estaba envenenado! —responde Emilio.
—¡Por favor! —insiste Agnes, por enésima vez.
—¿Dónde estaba la bechamel, Eugenio? —pregunta Julia, y todos
miramos los platos vacíos.
Ya no queda bechamel ni queda lasaña y hemos comido, aunque parezca
mentira. Hemos sobrevivido a la comida de Navidad.
—¿Y ahora vamos a abrir los regalos o todavía no?
—Todavía no.

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Pinta, colorea y analiza pruebas

EUGENIO

Antes de empezar el procedimiento, Eugenio mira por la ventana de la


biblioteca para asegurarse de que aún nieva y siguen incomunicados. Todo es
nieve virgen, como esperaba. Josema no les va a dar un respiro. Lo acompaña
Alvarito, que no pierde detalle de su padre trabajando. No tiene nada mejor
que hacer en la tarde de Navidad. Estas fechas para Eugenio nunca habían
sido así y no quería esto para Alvarito. Pero ¿qué más podía hacer? Al menos
así está entretenido y le echa una mano con la preparación del laboratorio
improvisado. En realidad, Eugenio se ha pasado la mayor parte del tiempo
tratando de que Alvarito no destruyese el material o comprometiese las
pruebas con sus propias huellas. Ambos llevan guantes de látex, pero aun así
había riesgo de que se le cayese cualquier cosa o manchase todo de tinta. Por
suerte, Eugenio siempre ha tenido mucha paciencia y empatía y han
conseguido prepararlo todo en poco tiempo. En el fondo, aunque no quiera
reconocerlo, a Eugenio le encantaría compartir su pasión por la investigación
forense con su hijo, se dedique a ello o no, poder comentarle lo que hace en el
trabajo y que Alvarito lo entienda y lo disfrute. Lo intentó antes con Florencia
y solo salió bien a medias. Es una gran inspectora, pero con un interés nulo
por lo técnico y forense.
Mira la mesa camilla que ha preparado y recoloca las tiras de papel. No
porque estuvieran mal colocadas, sino por darse seguridad a sí mismo. Son
doce trozos embadurnados en la solución que ha preparado con la sangre seca
recogida junto al cuerpo de Míriam, uno por cada integrante de la familia,
incluido él. Uno por cada sospechoso. Es como un test casero de antígenos, o
una prueba de embarazo. El funcionamiento es el mismo, una reacción
química distinta a la presencia de un tipo de sangre o de otra. No le ha
resultado nada sencillo preparar la solución, ha tenido que repasar sus

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apuntes, buscar información en internet, elaborar una lista con todas las
soluciones posibles y hacer pruebas con varias de ellas. Lo que es un trabajo
científico, de laboratorio, lo que hacía para algún trabajo de clase cuando
estudiaba para ser inspector. No es que lo hicieran así el resto de sus
compañeros, pero por eso él iba un paso por delante. Toda su carrera lleva
oyendo que es genial, que es especial, que es un gran inspector de policía,
cuando él lo único que hace es tomarse las pruebas en serio y dejar que estas
hablen. Y ser creativo, tal vez, en la manera de conseguir hacerlas hablar.
¿Entenderá eso Alvarito? ¿O pensará que todos los policías son así, menos su
hermana y su abuelo?
El trabajo ha sido extremadamente técnico y complicado e, incluso ahora,
duda de si le dará los resultados esperados. A falta de los productos químicos
necesarios para generar una reacción que permita conocer el grupo sanguíneo,
ha buscado por toda la casa algo que le pudiera servir. Primero miró en el
botiquín, y quizá le hubiera podido servir algún medicamento, pensó en las
aspirinas y el ibuprofeno, pero nada le convencía. Tiró, de paso, algunas
medicinas caducadas que seguían guardando sus padres, casi como un
recuerdo. Así que siguió buscando y lo siguiente que miró fueron los
productos de limpieza. Lejías, detergentes…, solo podían quemar y borrar la
sangre. Nada de eso le servía, sin duda, al menos por el momento. Luego le
vendrían bien para limpiar el cuarto de Míriam, cuando hubieran dejado de
investigar y hubieran retirado el cuerpo de su hermana. Tratando de no pensar
más en esa imagen, se dio una vuelta por la casa con mirada crítica, haciendo
un barrido y tratando de ver qué podía hacer reacción. Una mirada sin juicio,
casi infantil, limpia. Así valoró el té, que no iba a ayudarlo, las cortinas
tampoco, la nieve quizá, y entonces su mirada se posó en el acuario. Esos
peces siempre le han resultado simpáticos, aunque también le ha preocupado
su encierro. Claro que, en estas circunstancias, ellos, los humanos, no estaban
menos atrapados que los peces. Tenían mucho que aprender de ellos, de su
aguante y su resignación, dando vueltas todo el rato a la misma pecera sin
perder la calma. Y ahora le ofrecían la solución al problema. El indicador de
la alcalinidad del acuario, para ser más exactos, contiene verde de
bromocresol, un elemento que, utilizado de la manera adecuada, le permitirá
comparar una sangre con otra y dictaminar si pertenecen al mismo grupo
sanguíneo.
¿Y todo para qué? Así no podrá descubrir de quién era la sangre
derramada en la habitación de Míriam, no se pueden hacer milagros sin el
equipo adecuado, pero sí puede averiguar de quién no es. Al conocer el grupo

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sanguíneo, tanto de esa sangre como de la sangre de todos los sospechosos,
pueden acotar la lista de posibles asesinos. Supone un avance importante en la
investigación, una gran oportunidad a la que han llegado con las pruebas, no
con la violencia de su padre ni con la magia de su hija. Algunos podrán
pensar que es un genio. Él se planteará cómo no lo pensó antes, el verde de
bromocresol presente en el indicador de la alcalinidad del acuario de los peces
de sus padres le indicará el grupo sanguíneo. Elemental.
Alvarito ha escrito los nombres de los doce sospechosos familiares y
juntos los han colocado presidiendo cada tira de papel impregnado de
bromocresol y el compuesto derivado de la sangre del supuesto asesino. A su
lado, otros doce pedacitos de papel cuadrado y pequeño, limpio, junto a un
tintero improvisado que él mismo ha fabricado usando la tinta de un bolígrafo
recién roto y un cuenco que ha robado de la cocina. Servirán para las huellas.
Y, con cuidado tanto para no pincharse como para no perderlas, doce agujas
que previamente han metido en agua hirviendo, durante unos veinte minutos,
para esterilizarlas. Eugenio pensó hacerlo de nuevo en la chimenea, pero le
pareció mala idea, con Juana durmiendo al lado y Alvarito pudiendo
quemarse. La cocina era un lugar más seguro. También necesitaba
demostrarse a sí mismo y al resto que no solo entraba a la cocina para hacer
bechamel. Han colocado doce nubes pequeñas de algodón junto a las agujas
para tapar los pinchazos, aunque sea innecesario, así acalla las quejas más que
probables al sacarles una gota de sangre. También han traído cinta aislante
para que los más exagerados puedan vendarse el dedo a conciencia. Eugenio y
Alvarito se miran. Ya no hay nada más que preparar. Lo tienen todo listo.
—Hemos hecho un buen trabajo, Alvarito. Gracias por tu ayuda. ¿Te
apetece salir y decirles a todos que ya pueden entrar? Diles que de uno en
uno.
—¿Quién quieres que entre primero?
—Me da igual, el primero que pilles. Tengo que pinchar a todos.
—No les hagas mucho daño, ¿vale, papá? Si acaso a Javi, que no me hace
ni caso.
—Lo tendré en cuenta, Alvarito.
Y el niño sale de la habitación con una misión. Eugenio se pregunta si eso
no será trabajo infantil, y por tanto explotación, y rechaza la idea enseguida.
No es momento para más crímenes, ni para que él sea el villano de la historia.
Tampoco hará mal a un niño ayudar a su padre a resolver un asesinato. La
idea empeora cuanto más la piensa. Afortunadamente, Alvarito entra pronto
con el primer sospechoso: su padre Quique.

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—Pues tú me dirás, mi amor —dice Quique, incómodo. Está
acostumbrado a tratar con Eugenio como un igual, y que estas situaciones se
las cuente en la sobremesa, hablando de otras personas.
—Puedes sentarte, Quique, será solo un minuto.
—A sus órdenes —dice Quique.
—Alvarito, ¿puedes encargarte de tener a alguien preparado para cuando
acabe con papá?
—A sus órdenes —contesta el niño, y sale raudo por la puerta, a cualquier
sitio.
—Ya quieres tener a alguien preparado para cuando acabes conmigo…
—Es la vida del forense. Nadie nos dura mucho. Acerca una mano, anda.
Quique acerca su mano y Eugenio se la agarra con firmeza, y al mismo
tiempo con suavidad.
—Podríamos probar un día a que te dejes los guantes puestos cuando
vuelvas del trabajo —dice Quique—. Hay mucho que analizar.
—No sería muy profesional, ¿no crees? Quizá haya tocado antes muertos,
o asesinos, no suena muy provocativo.
—No, la verdad es que no. ¡Ay!
No esperaba que Eugenio le pinchase el dedo y pusiese una gota en un
papel.
—Juegas muy fuerte para mí, con sangre y todo. Podías avisar.
—¿A qué creías que venías? ¿A que adivinase tu grupo sanguíneo por tu
sonrisa?
—No lo sé, Alvarito solo ha dicho que teníamos que hacer unas pruebas
de unos dibujos y colores y laberintos, si lo sé no vengo.
—Sí, le he explicado cómo funciona y se ha quedado con la parte buena.
—¿Qué son los laberintos?
Eugenio le enseña el cuenco con tinta.
—La huella dactilar. Un laberinto distinto para cada persona, del que
nadie puede salir nunca. Dame la otra mano, dedos pulgar e índice.
—No estoy seguro de que le estemos dando una educación adecuada —
dice Quique mientras Eugenio planta su dedo índice en el papel cuadrado,
justo después de mojarlo en la tinta como si fuera un pico de pan en una salsa.
—Es la mejor educación que podemos darle. —Eugenio coge el dedo
pulgar de Quique y lo mete en el cuenco—. Mierda. Eso es lo que dicen mis
padres.
—Y no has salido mal del todo, ¿no te parece?
—Eso también lo dicen.

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Eugenio apoya el pulgar de Quique al lado de donde puso el índice. Lo
mueve un poco a izquierda y derecha, lo aplasta ligeramente contra el papel
para que salga el dibujo entero.
—En cualquier caso, me acabas de cortar el rollo hablando de tus padres,
sin faltarles al respeto, pero no es lo que uno espera cuando su pareja mete su
pulgar en tinta.
—¿Estabas en esas? Yo solo estaba haciendo mi trabajo. Es parte de mi
educación. Piensa que mi padre es sir Richard Watson, ¿qué crees que me
enseñó? Cualquier mínimo detalle que tenga con Alvarito y con Florencia
tendrá más cariño y humanidad que toda una vida con mi padre. Y quiero
resolver este caso. Por mi hermana, claro.
—Y por hacerlo mejor que tu padre y que tu hija.
—No, yo no.
—Tú no, las pruebas.
—Eso es. Ellas hablan…
—Tú las traduces para que el resto las entendamos.
Sin quitarse los guantes, Eugenio da un pañuelo a Quique para que se
limpie la mano.
—En un cuarto de hora sabremos si tu sangre es compatible con la
encontrada en el escenario del crimen. Y en unas horas espero saber de quién
es la huella en las gafas de Míriam.
—¿Había una huella en las gafas de Míriam? ¿Es profesional que me
cuentes información sobre el caso?
—Eres mi pareja. Los policías hablamos con nuestras parejas de vez en
cuando sobre nuestros casos y sobre lo que nos preocupa.
—No creo que tu padre lo hiciera mucho.
—No, yo también escuchaba a mi mujer, porque su día a día era tan
importante como el mío —dice Richard, que ha entrado en la habitación—.
Me ha dicho el crío que soy el siguiente. Te has buscado un buen ayudante,
Eugenio. Tiene a todos en fila ahí fuera.
—Te veo luego, Eugenio —dice Quique.
—Y yo a ti. Te quiero —responde Eugenio, guiñándole un ojo.
—Bueno, bueno, bueno, yo también os quiero, pero esto es una
investigación criminal. Centrémonos. ¿Dónde pongo mi dedo?
—Aquí, papá. Tengo que pinchártelo primero, no puedes hacerlo tú solo,
no sabes dónde va, confía en mí.
—Confiaré en ti cuando seas mayorcito. ¿Tú crees que esto nos va a dar
algún resultado?

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—Espero que sí.
—Y los peces también lo esperan, hijo, que les has dejado sin cacharro
para comprobar el estado del agua.
Y Eugenio se centra y saca la gota de sangre a su padre. Y a Emilio, que
entra nervioso y sale nervioso. Y a Julia, que felicita a Eugenio por ser tan
apañado. Y a Susana, que se resiste a creer en la ciencia, pero lo hace
obligada. Y a Javi, que mira las subidas y bajadas de sus criptomonedas
mientras le sacan sangre, en un estado de indiferencia quizá fingido, quizá
real. Y a Berni, que es tan amable como siempre y pregunta si necesita más
sangre, que se la da, si necesita más huellas, más tinta, más ayuda, y se va
dando las gracias, las gracias por qué, por nada, pero las da en cualquier caso.
Y a Verónica, que no quiere estar allí y se lleva bien con su exmarido, pero no
le gusta que le haga pruebas, que la considere una sospechosa, una posible
criminal, aunque entiende el procedimiento y lo sigue a rajatabla. Y a
Florencia, que es Florencia todo el tiempo y casi estropea la muestra en su
caos, porque no es fácil guardar una huella suya sin que salga movida. Y a
Ainhoa, que se ofrece a procesar la información de algún modo, cosa que
Eugenio casi acepta, y no lo hace porque puede hacerlo él solo, y Florencia
necesita a Ainhoa a su lado, tener a alguien que la distraiga, que la mire, que
la entretenga, que le haga pensar, porque en el fondo es muy sensible, muy
sentida, y puede pasarlo mal si es del todo consciente de que es su tía a quien
ha perdido, aunque no la viera desde hace años y quizá no la recordase, o no
la quisiera; y por último a su madre, que es como si no estuviera ahí, como si
no se enterase, ni le duele el pinchazo, ni se limpia bien la tinta, aunque venía
con las manos recién lavadas, como Poncio Pilatos, y a ella le recoge las
muestras por no faltarle al respeto, porque está convencido de que ella no le
haría daño a su hija, pero sabiendo que ha de ser justo con todo el mundo;
tanto que se hace la prueba a sí mismo, aun sabiendo el resultado que iba a
dar.
Termina así las pruebas a su familia y las deja ordenadas y clasificadas,
preparadas para ser analizadas, pero eso será más tarde. Antes necesita
tiempo, cerrar alguna herida abierta, darle a su hermana el reposo que merece.
Ya han sacado todo lo que necesitaban de su cuerpo y de su cuarto. Si hay
más pruebas, no las ha encontrado. Lo ha hablado con sus familiares y lo han
preparado todo. Ya es hora de llevar a Míriam al cobertizo del jardín, donde
se podrá conservar mejor su cuerpo, con el frío, y se podrá mantener apartado
de la casa, para que no tengan que dormir sabiendo que el cadáver de su hija
muerta, de su hermana muerta está en la habitación contigua. Nadie merece

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eso. Paso a paso. Ya tiene las muestras. No va a huir ningún sospechoso, ni
aunque lo intente. Ya habrá tiempo para analizar la sangre.
A la salida de la biblioteca lo esperan su padre, su madre, su hija con su
novia, su marido con su otro hijo y Berni. Agnes aprieta una sábana doblada
contra su pecho, como si se agarrase a ella. Caminan juntos escaleras arriba,
en silencio, salvo por algún sollozo, Eugenio cree que de su madre, pero
podría ser de cualquiera. No se gira para mirar. En la puerta de Míriam,
Florencia y él quitan el precinto policial y lo dejan a un lado. Ya lo recogerá
él para analizar si hay más muestras. Ahora no es el momento. Agnes le da la
sábana y se queda esperando en el pasillo junto a Alvarito, agarrado de su
mano. Ella no tiene por qué entrar. Entre Quique y Eugenio han decidido que
su hijo podía estar presente, que no era necesario evitarle las penas y los
sufrimientos o esconderle la muerte. Otra cosa es que le estén hablando de
ello todo el tiempo. Quieren que tenga una Navidad familiar, pese a todo.
Entre Ainhoa, Florencia y Eugenio extienden la sábana en el suelo, junto al
cadáver. Quique y Berni levantan a Míriam como pueden, Quique de las
piernas, Berni de los brazos, y les cuesta hacerlo, porque pesa, porque ofrece
la resistencia de un cuerpo que ya no reacciona a los estímulos de manera
natural. Aún no huele demasiado mal. Aún parece ella. Ponen el cuerpo sobre
la sábana y Richard resopla, quizá para no llorar todavía. Cogen la sábana
desde las esquinas, se miran a los ojos y la levantan con un gesto, sin tener
que hablar. No sin dificultades logran pasarla por la puerta y llegar al pasillo.
Agnes mira la habitación ya vacía. Lo estuvo durante años y no tocaron
nada, la mantuvieron como Míriam la había dejado, en parte porque querían
que se sintiera a gusto y en casa cuando se decidiera a volver a ver a sus
padres, y en parte porque no necesitaban ocuparla y no sabían qué hacer con
los trastos. Quizá esperasen que fuese ella la que decidiese qué se guardaba y
que se tiraba, si DiCaprio se iba a la basura, si el osito de peluche podría
encontrar un nuevo niño, no suyo, porque nunca se le conoció pareja estable,
y ya era mayor para ser madre, pero quizá un sobrino o sobrina. Eso ya no
pasará. Alvarito le aprieta la mano, o es ella la que le aprieta la mano a
Alvarito.
—Mamá —dice Eugenio—, tenemos que bajar.
Agnes sale de su ensoñación, mira a su hijo, y camina como si tuviera
diez años más de los que tiene. Alvarito camina junto a ella con mucho
cuidado, temiendo que su abuela se pueda romper en cualquier momento.
¿Cuáles serán sus aprendizajes de estos días?, se pregunta Eugenio, ¿qué
sacará Alvarito de todo esto? ¿Qué recuerdo le quedará? ¿Su padre haciendo

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pócimas en la biblioteca?, ¿los regalos que nunca se abren?, ¿dónde está la
bechamel, Eugenio?, ¿su tía Míriam, a la que apenas conocía, muerta en el
suelo de su cuarto?, ¿o la mano de su abuela sujetando la suya, agarrándose a
él para no caer? Solo el tiempo lo dirá. Para eso necesitan cerrar bien esta
fase, descubrir al asesino y seguir con el duelo sin impedimentos.
Abajo se encuentran a Julia, a Emilio, a Verónica, a Susana y a Javi,
esperándolos con el abrigo puesto y la mirada perdida. Verónica abre la
puerta y se enfrentan al frío y a la nieve, que los golpea con calma. Ellos, los
que vienen del piso de arriba con el cuerpo, no llevan abrigo, pero nadie se
queja. Caminan como pueden por la nieve, hundiéndose en ella, el corto
trecho que los separa del cobertizo, un pequeño almacén de no más de cinco
metros cuadrados que se proyectó como garaje y acabó sirviendo para los
trastos del jardín. Florencia corre a abrir la puerta y a despejar la mesa de
tijeras podadoras, motosierra, guantes y abono. Material más que de sobra
para cometer otro asesinato, piensa Eugenio. Quizá lo piensen todos los
policías de la familia. Eso él no lo sabe. Dejan el cuerpo sobre la mesa y lo
tapan con la sábana. Y en ese momento no saben qué hacer. Desde luego, no
rezan, porque no son creyentes. Nadie se siente en la responsabilidad de decir
unas palabras. Tan solo esperan ahí, muertos de frío, y se les viene encima
toda la tristeza que han estado evitando con investigaciones y juegos, y hasta
Berni, que no es tan de la familia, llora.
—Creo que puedo maquillarla un poco —dice Florencia—. Algo he
aprendido sobre el tema en la academia, cuando hablamos con los forenses. Y
así podemos venir a verla en algún momento, ¿os parece?
—Te traigo maquillaje y un abrigo y te ayudo —sugiere Ainhoa—.
Aunque no sé nada de cosmética.
Todos lo aceptan. Eugenio abraza a su hija y el tiempo pasa, es difícil
decir cuánto. Los familiares se van yendo, uno a uno, sin urgencia, con la
esperanza de volver a despedirse como es debido. Eugenio sabe que en la
biblioteca le esperan unos análisis, unos que le van a decir quién es
sospechoso y quién no. Pero eso será más tarde. Ahora no es el momento.

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Todos castigados hasta nueva orden

RICHARD

La familia se congrega alrededor de Agnes en el comedor. Todos salvo


Florencia y Ainhoa, que se han quedado maquillando a Míriam. Agnes,
cansada de obedecer órdenes de inspectores, toma la voz cantante y trata de
organizar un plan conjunto para acabar la Navidad con buen pie. Richard
observa desde una esquina, manteniendo un intimidante silencio. Observando
a sus familiares desde una pretendida distancia.
—Yo lo único que digo es que los regalos están ahí y que Papá Noel hizo
el esfuerzo de traerlos pese a la nevada —dice Agnes, guiñando un ojo.
—Y Rudolph, que es el que más se esforzó —añade Alvarito.
—¿Quién es ese? ¿Ahora son dos?
—Es el reno, mamá —contesta Eugenio—. Y hay que reconocer que su
labor también ha tenido mérito, no solo han llegado hasta aquí pese a la
intensidad de Josema, es que han sido capaces hasta de sortear el sistema de
alarma de papá.
—A lo mejor fue Papá Noel el que mató a Míriam —dice Emilio.
La sonrisa del hombre se apaga de inmediato al ver las reacciones de la
gente a su alrededor. Richard carraspea y, aunque no dice nada, su mirada
expresa la poca gracia que le hace el comentario. El silencio en el comedor es
generalizado. Nadie sabe qué contestar y es la propia Julia quien toma la
palabra:
—Es un poco pronto para hacer bromas, cari.
—Ni pronto ni tarde, nunca va a ser buen momento para bromear sobre
esto —dice Richard.
—Por supuesto que no, no me refería a eso. Es que como Eugenio ha
dicho lo de la alarma… —intenta justificarse Emilio, sin éxito.
—No fue Papá Noel, ¿verdad que no?

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—No, Alvarito, no fue él —responde Richard—. Fue alguien de los que
estamos aquí.
Alvarito levanta la mirada, asustado, buscando encontrar la cara de un
asesino entre sus tíos y tías, y Agnes golpea la espalda de su marido con el
dorso de la mano. Es un toque, más sonoro que doloroso, que sirve como
advertencia al resto.
—No fue nadie de aquí. Y no se habla más de ese tema en casa. Está
terminantemente prohibido a partir de ahora. El que diga algo de asesinatos
delante de mí o de Alvarito se va a la calle y me da igual que nieve o que
truene, ¿entendido?
—En realidad, no. Nadie se puede ir a la calle, es mejor que estemos todos
localizables hasta que descubramos… —dice Eugenio, y se detiene al ver la
mirada de su madre—. Lo que sea que queramos descubrir.
—¿Y cuándo va a ser eso? —pregunta Verónica—. Yo no puedo
quedarme en vuestro sofá indefinidamente. Esta no es mi familia, no creo que
vaya a ocurrir nada porque pase la noche en el hotel.
—No puedo retenerte, no tengo autoridad para tomar ese tipo de
decisiones, pero es preferible que sigamos todos aquí —responde Eugenio.
—Pero ¿cuánto va a tardar? —pregunta Susana—. Porque no has
respondido a la pregunta. En dar rodeos y tratar a la gente por gilipollas sois
todos unos expertos. Pero ya no vale con soltar generalidades, ahora los
ciudadanos de a pie estamos bien informados, basta con encender un móvil
para saber lo que cuestan las cosas.
Eugenio intenta armarse de paciencia:
—Pero ¿qué te van a decir en el móvil que no te podamos contar
nosotros? Sabes a lo que nos dedicamos, ¿no?
—¿Lo ves? Sigues sin responder —contesta Susana, luciendo una amplia
sonrisa de superioridad.
—Porque no podemos saber cuándo vamos a descubrir algo, cada proceso
es distinto y tiene sus tiempos. Pero no es que haya una conspiración, ni una
élite que te manipule, ni nada que se le parezca —replica Eugenio—. De
todas formas, ya que insistes, deberíamos tenerlo resuelto antes del fin de año.
Los reunidos reaccionan con hastío. Es obvio que esperaban que les diera
un plazo menor.
—Si no hemos encontrado al… —dice Richard, que se calla y corrige al
recibir un codazo de su mujer—. A la persona que estamos buscando hoy o
mañana, sería para darnos de… —mira de nuevo a Agnes— collejas hasta que

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se nos salgan los ojos de las órbitas. Y a mí me gustan mis ojos como están, le
dan un nosequé a mi cara.
—Entonces, ¿qué hacemos mientras tanto? ¿Se puede ayudar? —pregunta
Julia.
—¡No! —responden Eugenio y Richard al unísono, y continúa solo
Eugenio—. Ya somos muchos, gracias. Preferiría que os quedaseis todos
aquí, tranquilitos. Es cuestión de esperar a los resultados.
—Y vivir la Navidad —añade Agnes—. Está claro que no es como
queríamos que fuera, pero estamos juntos. Lo mejor que podemos hacer es
superar las desgracias unidos, con la mayor normalidad que seamos capaces
de aparentar. Y por eso digo que tendríamos que abrir esos regalos. Ya sé que
está la chiquilla ahí dormida, pero puede entrar alguien y sacarlos.
La propuesta es tomada con frialdad en líneas generales, salvo por
Alvarito, que se pone a aplaudir y a canturrear, sin ritmo alguno:
—¡Re-ga-los! ¡Re-ga-los!
—A mí me han regalado una caja enorme, ¿cómo la vamos a sacar de ahí
sin hacer ruido? —plantea Richard.
—Es del tío Gerardo, ¿lo llamamos? —dice Susana.
—Se ha ido a la ciudad, me ha escrito hace un rato —responde Julia.
—Y yo tengo que trabajar, o si no papá se va a sacar los ojos a collejas.
No querría perderme ese momento, mamá —responde Eugenio—. ¿Por qué
no jugáis a algo mientras estoy en el laboratorio?
—¿Otra vez?
—Es buena idea —aprueba Richard—. Tenemos pendiente hacer un
registro de la casa, habitación por habitación.
Si la sugerencia de Agnes fue mal recibida, la de Richard por poco no
provoca un motín. Eugenio trata de calmarlos:
—Bueno, bueno. Eso no es decisión tuya, papá. Yo tengo que hacer mis
análisis, eso no puede esperar.
—Pues lo hacemos después, yo sí puedo esperar. Pero el que sea inocente
no tiene nada que ocultar, y podemos encontrar alguna pista. Yo, por mi parte,
voy a hacer todo lo posible para encontrar a quien haya hecho esto, no sé tú.
Eugenio no contesta. Ante esos términos tramposos que ha establecido su
padre, no es sencillo oponerse, aunque no está de acuerdo en llegar tan lejos.
Richard tampoco cree en sus propias palabras. Ha dicho lo que ha dicho para
ganar tiempo, pero no cree que el registro pueda esperar. Hay unos
documentos incriminatorios en la casa y debe encontrarlos antes de que el

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asesino se desprenda de ellos. Richard aprovecha la indecisión de su hijo para
seguir hablando:
—Hasta entonces, que nadie se mueva del comedor.
Vuelve la algarabía y cada uno de los Watson tiene algo que decir. A
Richard le es indiferente si chillan o patalean, pero está muy interesado en
analizar sus reacciones y trata de no perderse una sola respuesta. Cruza una
mirada con Verónica, que se muestra visiblemente tensa y la comprende, esto
puede poner en alerta al Oso Amoroso. Siendo alguien tan peligroso, es mejor
no presionarlo. Emilio parece sobrepasado, como si estuviera a punto de
desmayarse. Se dedica a respirar con intensidad y palparse la cabeza, secando
sus sudores fríos como el criminal que limpia una escena del crimen. Julia se
pone a gritar y a insultar sin ton ni son, feliz de encontrar una manera de
canalizar su frustración. Su hermana Susana reacciona de forma similar,
aunque al menos argumenta sus objeciones, ella siempre tuvo argumentos
para todo, aunque fueran absurdos:
—¿Y dónde quedó la libertad? Tú no eres nadie para registrar mis objetos
personales y mi ropa interior. Eres un dictador.
—¡Eso es! Todos los funcionarios sois iguales —añade Javi—. El Estado
siempre busca lo mismo, controlarnos y tenernos vigilados. Pero somos más y
se os va a acabar el chollo.
—Seguramente encontremos el colgante en el registro, Susana —responde
Richard.
—Ah —concede Susana—. Eso es otra cosa, eso es hacer tu trabajo.
Teníais que haber empezado hace un rato a buscar, pero está claro que no os
interesaba.
—¿De verdad, mamá? ¿Ese es tu precio? —responde Javi—. ¿Te vas a
dejar pisotear por tan poco?
—Aquí nadie se deja pisotear, Javi —interviene Berni—. Esa tarjeta es un
asunto muy serio para tu madre, deberías empezar por respetarla a ella.
—Puedo defenderme yo solita, gracias.
—¿No podemos tener la fiesta en paz? —dice Agnes—. No ganamos nada
discutiendo entre nosotros. Y sigue siendo Navidad.
Richard toma nota del cambio en la actitud de Susana hacia su marido, es
evidente que ha pasado algo entre ellos. Quizá esté relacionado con el crimen,
aunque puede tratarse de un problema derivado de la pérdida del dichoso
colgante. Richard piensa que, ya sea placebo o realidad, Susana está
descontrolada desde que lo ha perdido. Por otro lado, la pérdida de su tarjeta
ionizada podría ser la excusa perfecta para mostrar sus nervios ante todos

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nosotros sin resultar demasiado sospechosa. Se podría pensar que la razón de
su exaltación es que ha perdido su amuleto, y no que está tensa por haber
matado a alguien.
—Pero si encuentras al asesino con los análisis tampoco será necesario el
registro, ¿no? ¿Eugenio? —balbucea Quique.
—Por supuesto que no. Aunque seguramente sí que registraríamos la
habitación del sospechoso, no lo sé —admite Eugenio.
Richard se detiene a observar a Quique en detalle, tratando de ver a la
persona que se esconde detrás del personaje con el que todos actuamos. Quizá
sea la primera vez que le intenta mirar de este modo y es posible que haya
tardado más de lo debido en hacerlo, a fin de cuentas se trata del marido de su
hijo. El caso es que, entre que Eugenio es ya mayorcito para saber lo que hace
y que el aspecto de Quique no podía ser más anodino, Richard lo aceptó en su
vida como a quien le regalan un imán y lo pega en la nevera. Siempre está
ahí, lo ves cada mañana al desayunar, pero nunca te paras a pensar qué
significa, si es bonito, o si tiene algún valor personal. Sencillamente está.
Ahora Richard mira a Quique, y lo nota tembloroso y temeroso. Hay un
asesino en la casa, mucha gente podría asustarse en una situación así, pero lo
de Quique parece algo más. Puede que sepa o que esconda algo.
—Entonces, ¿no podemos salir de estas cuatro paredes? ¿Somos
prisioneros? —pregunta Emilio.
—Si quieres decirlo así… —responde Richard.
—¡No! No sé si utilizaría esa palabra, lo que dice mi padre es que quiere
teneros situados, más que nada. No es una detención —contesta Eugenio.
Sus palabras suenan peor de lo que él debe de haber imaginado y generan
una nueva reacción en contra. Richard lo comprende, su hijo es
increíblemente torpe tratando con gente, aunque sea su familia. Construir las
frases desde el negativo es un error de principiante. La gente tiene una
capacidad de comprensión limitada, les da lo mismo que antepongas la
palabra «no», que si escuchan también «detención» no tienen oídos para nada
más. Eugenio trata de arreglarlo, sin éxito:
—No tenéis que tomarlo a la tremenda, repito que no estáis encerrados y
tampoco sabemos si vamos a hacer el registro —insiste Eugenio—. Pensad
que estáis en el comedor sin que os hayan forzado a ello. Podéis jugar a algo,
tomar turrón o poner villancicos. No es tan terrible.
—¿Y qué pasa si tenemos que ir al baño? —continúa Emilio—. Como no
podemos salir…, ¿hay que levantar la mano como en el cole?

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Richard considera que su cuñado está más insoportable que de costumbre,
lo que no hace sino reforzar su condición de sospechoso. Hay esperanza en
que él sea el asesino. Sí, no cabe duda de que tiene que comenzar el registro
por la habitación que comparte Emilio con Julia.
—No, no hace falta levantar la mano. Basta con que informes a los demás
—responde Richard.
—¡Qué divertido! Es como en el cole —dice Julia y se acerca a su sobrino
Alvarito—. ¿Tú también lo haces? ¿Levantas la mano?
—Claro, como todos.
—¡Qué gracioso! ¿Y cómo lo haces? ¿A ver cómo lo haces?
Alvarito mira a su padre, sin saber cómo reaccionar, y Eugenio asiente,
incitándolo a que levante la mano. Richard lo ve sensato, con Julia lo mejor es
seguirle el juego o no habrá manera de hacerla parar. El niño acaba por
obedecer y Julia aplaude y lo imita. Alvarito está perdido con ella, ya tiene
edad para comprender que su tía Julia actúa sin control ninguno. Richard cree
que quizá la haya superado en cuanto a sensatez y saber estar. ¿Es posible que
alguien como ella pueda ser el Oso Amoroso? Es su primera opción. Es la
única de los presentes que trabajaba en el hotel junto a Míriam, quitando a
Verónica. Podría haber tenido acceso a todo tipo de documentos y cuenta con
la ventaja de que nadie sospecharía de ella. No da con el perfil de espía, y
quizá eso haya permitido que llegue más lejos que nadie. Sea como fuere,
tiene que descubrirlo y no hay tiempo que perder. Debe hallar los documentos
de los que le habló Verónica antes de que Eugenio registre la casa, y debe
hacerlo solo.
Richard se levanta mientras su mujer les pone villancicos en la disquetera.
No son los clásicos, es jazz en inglés. Tampoco se trata de una costumbre
española ni británica, pero a Richard le gustan. Lo calman, y le molesta
perdérselos, pero tiene tarea. Se dispone a salir del comedor tras Eugenio, y
Emilio lo detiene:
—Abuelo Watson, ¿a dónde vas? No has levantado la mano.
—Es mi casa. Y soy yo quien va a hacer el registro.
—Empezamos bien. Esto no puede ser, todos tenemos que cumplir las
mismas normas. Todos somos iguales ante la ley —dice Susana—. ¡Eugenio!
¡Que papá se va!
—No puedes irte, papá. Tienen razón.
—Tengo que ir al baño, ¿vale? Y no me da la gana publicitarlo cada cinco
minutos. Cuando tengáis la próstata de un hombre de setenta años lo
comprenderéis.

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Richard se marcha junto a Eugenio, sin esperar respuesta. Al salir se
cruzan con Ainhoa y Florencia, que regresan del exterior:
—¿Qué pasa, papá? ¿Dónde están todos?
—Los ha detenido tu abuelo y los tiene de prisioneros en el comedor —
dice Eugenio, y continúa antes de que ellas repregunten—. A mí no me
miréis, están todos ahí. Podéis ir a ver.
Las dos chicas corren hacia el comedor, y se las escucha reiniciar la
conversación. Richard no se detiene, no le sobra el tiempo. Se dirige al piso
de arriba, porque es ahí donde empezará a buscar y porque coincide con su
coartada. Ha dicho que va al baño y resulta creíble que se dirija al que está
situado contiguo a su dormitorio, esas cosas se suelen hacer cuando se tienen
invitados. Esto le aporta un par de minutos más, tres a lo sumo, pero quizá no
sea suficiente. No se tarda tanto en mear como en registrar varias
habitaciones, por mucho que tengas problemas de próstata. Otro habría subido
las escaleras corriendo, Richard no. Él sabe que alguien puede verlo desde la
puerta del comedor, así que opta por subirlos muy lentamente, poniendo todo
su peso en el bastón. Cualquiera que lo vea pensaría que los años están
haciendo estragos en él y que va a tardar veinte minutos entre la ida y la
vuelta. Y eso es justo lo que él pretende.
En cuanto cruza la esquina, ahora sí, Richard comienza a correr. Mueve su
anciano centenar de kilos con la ligereza de un adolescente. La coordinación
del movimiento de sus piernas con el apoyo del bastón solo puede ser
comparable a las patas de un caballo de competición. Es un movimiento
fluido. Recorre los metros necesarios en pocos segundos y se introduce como
una exhalación dentro del dormitorio de su hija Julia.
El lugar es un desastre, como no podía ser de otra forma. En la mayoría de
las parejas, si uno de los dos es desordenado, el otro tiende a compensar. Esto
no sucede con ellos. La ropa de Julia y la de Emilio aparece mezclada, situada
en los lugares más inverosímiles. ¿Cómo puede acabar un calcetín encima de
la lámpara? Richard sonríe para sí, imagina que fuera Julia quien hubiera
muerto y que esta fuera la escena del crimen:
—Eugenio se retira solo de pensar en clasificar pruebas en esta pocilga.
Mira su reloj, no tiene mucho tiempo. Lo que busca son unos documentos,
lo más probable es que estén escondidos en un armario o en la propia maleta.
Richard abre los cajones, donde no encuentra nada de interés: papeles de su
hija de cuando estudiaba, antiguas fotografías, una peonza o cajas de
condones de marcas que seguramente ya ni existan. Sin embargo, todos estos
objetos parecen llevar años ahí guardados y no revisten interés para la

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investigación. Richard se centra ahora en la maleta, que está cerrada con
candado, es de llave.
—Interesante.
En las maletas los candados suelen ser de combinación, aunque no es la
opción más segura; las contraseñas muchas veces constan tan solo de tres
cifras. Para desbloquearlo no hace falta conocer el número o ser un genio de
las matemáticas, basta con ir probando y tener paciencia. Su hija ha debido de
poner un candado de llave para asegurarse de que nadie la abra, y,
paradójicamente, es una buena noticia para Richard. Él tiene la paciencia,
pero no el tiempo necesario para encontrar la combinación, aunque
conociendo a Julia es posible que fuera 123. Con llave no hay problema, un
inspector de la vieja guardia tiene recursos de sobra para abrir una cerradura.
El anciano coge un pendiente de su hija, que ha visto sobre la mesilla hace
un minuto, lo introduce en el pequeño candado y, haciendo vibrar sus manos
en la justa medida, consigue desbloquearlo. Lo que encuentra en su interior es
interesante para la investigación, pero no es lo que esperaba.
No hay rastro de documentos de ningún tipo, aunque la maleta está
manchada de sangre en su interior. Con razón Emilio sudaba y Julia gritaba,
tenían mucho que ocultar. Richard, en un gesto que habría puesto malo a un
inspector de hoy en día, como su hijo, toca la mancha con sus dedos
desnudos. La sangre es reciente. ¿De dónde viene? ¿De quién es?
Richard mira a su alrededor, buscando el origen. Al levantar prendas del
suelo, encuentra más manchas de sangre. Debajo de un jersey, de unos
pantalones o de un zapato. Resulta que el desorden tenía su razón de ser,
después de todo. Estaban ocultando pruebas. ¿Dónde está el origen? Es
complicado de decir, y menos con el poco tiempo del que dispone. Mira su
reloj y ya lleva cinco minutos en el piso superior. Pronto van a empezar a
cuestionarse dónde está, debe darse prisa. En su contra juega el hecho de que
esta sea la habitación de infancia de su hija, porque los niños a menudo crean
lugares ocultos donde esconden sus objetos de valor. Los adultos no suelen
ser así, a no ser que tengan joyas u objetos caros, aunque muchas veces esos
no tienen valor, solo precio. Richard continúa poniendo patas abajo lo que
estaba patas arriba, hasta que se fija en una mancha en la puerta del armario
empotrado. En la junta parece haber algo más. Se acerca, hay espuma, como
de jabón.
Antes de que pueda buscar el origen de las pompas en el interior del
mueble, escucha pasos apresurados que llegan desde el pasillo. Alguien corre
hacia esta habitación del mismo modo que lo hizo Richard hace cuatro

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minutos. En un impulso, el anciano se esconde bajo la cama. En un nuevo
alarde de agilidad, Richard se cuela bajo el colchón sin casi hacer ruido. La
puerta se abre. ¿Quién lo sigue? ¿Lo estaban siguiendo? ¿Es el Oso Amoroso
que viene a por él?
Desde su posición, pegado al suelo, puede ver los pies de su hija Julia.
Pese a que Richard lo ha removido todo y se ha dejado la maleta abierta, ella
pasa de largo y se dirige directa al armario. De su interior extrae un barreño
con agua y, sin perder tiempo, lo saca de la habitación. Richard está tentado
de detenerla, pero prefiere ver a dónde se lo lleva. Hace la croqueta, rodando
sus más de cien kilos de peso fuera de la cama. Se incorpora con ayuda del
bastón y sale al pasillo. Ahora sí cojea por el esfuerzo. Ahora sí aparenta tener
la edad que tiene.
Va tras Julia con discreción mientras ella camina pesadamente a causa del
cubo, repleto de agua, jabón y algo más que no alcanza a ver. Se dirige hacia
la habitación de Susana. ¿Qué pretende? ¿Están compinchadas? Julia se gira
justo antes de entrar y por poco no descubre a su padre. El anciano inspector
se esconde tras el marco de la puerta justo a tiempo, hay habilidades que no se
pierden nunca.
Escucha una ventana abrirse y se oye a Josema, todavía dando guerra. Los
copos no suenan al caer sobre el suave manto de nieve, pero el viento es
atronador. La tormenta no cesa, ni dentro ni fuera de la casa. Richard llega a
la puerta de la habitación de su otra hija a tiempo de observar a Julia justo
cuando se dispone a volcar el contenido del cubo por la ventana.
—¡Detente, jovencita!
Julia pega un grito y deja caer el cubo al suelo, pringando el parquet de
agua, sangre y jabón. Con el cubo también cae ese otro objeto que antes no
podía ver: el traje rojo de Papá Noel, empapado y pesado.
—¿Qué ha pasado ahora? ¿Estáis bien? —grita Eugenio desde el piso de
abajo.
—¡Todo bien! ¡He chocado con el cubo de la fregona! ¡No hace falta que
vengas! —responde Richard, a gritos.
—Papá, no es lo que parece.
—Parece lo que parece, es lo que es y está como está.
—¿Y qué es lo que te parece?
—Ese es el problema, que no sé qué demonios parece, pero me lo vas a
contar.
—Soy inocente.

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—No digo que no, ni tampoco que sí. Por ahora no te estoy acusando de
nada, esto ni siquiera es un interrogatorio y yo no soy inspector. No aquí y no
ahora, así que lo suyo es que te calmes y te lo tomes como una charla padre-
hija, porque no es más que eso.
Richard golpea con suavidad el colchón, invitando a Julia a sentarse junto
a él. La cama de Susana y Berni está perfectamente hecha. Richard piensa que
al menos uno de los dos miembros de esta pareja sí que debe de ser ordenado.
Julia obedece, cada vez más nerviosa. No tienen charlas padre-hija a menudo.
No las han tenido nunca, a decir verdad, así que la perspectiva de tener una
ahora mismo resulta casi más intimidante que un interrogatorio.
—Dime qué ha pasado. Estoy aquí para escucharte —dice Richard,
forzando una sonrisa.
—¿Qué ha pasado? Que soy inocente, y Emilio también. No es lo que
parece, papá. Te juro que no es lo que parece.
Richard inspira profundamente, pero solo encuentra aire cuando lo que
buscaba era paciencia. Esto va a ser más complicado de lo que creía. Evita
repetir que no sabe qué es lo que parece, porque eso sería entrar en un bucle,
como suele suceder con Julia. Llega a la conclusión de que con su hija es
mejor no andarse con rodeos:
—La sangre, ¿cómo ha llegado al disfraz?
—No lo sé. Nadie lo sabe.
—Apareció sola, entonces. El perro se ha comido mis deberes y ha
empapado en sangre el traje de Papá Noel de mi marido.
—Papá, no te rías. Es un asunto grave —le dice Julia, seria por primera
vez en meses—. Emilio se encontró la sangre cuando se despertó, pero no fue
él. Alguien le está intentando incriminar, ¿comprendes?
—¿Quién es el Oso Amoroso?
—No sé de qué hablas.
—Eres tú, ¿verdad? Puedes confesármelo, no me va a parecer mal, estoy a
favor de que ataques a tu tío Gerardo.
—¿Un oso ataca al tío Gerardo? ¿Qué pasa?
Richard se toma una pausa, utilizando uno de sus viejos trucos. Hace
como que va a decir algo y luego la observa fijamente a los ojos.
Pausadamente, saca el vapeador del bolsillo y aspira. En sus buenos tiempos
utilizaba su pipa, pero las cosas cambian. Julia tampoco se rompe como solían
hacer los delincuentes. Donde hay confianza no hay miedo. O eso, o su hija es
inocente y está cometiendo un error.
—Papá, ¿me dices qué pasa?

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—Tú no eres el Oso Amoroso, es Emilio.
—Emilio no es un oso, casi no tiene pelo. Ni en la cabeza ni en el cuerpo.
Es un horror, papá.
—Puedes confesármelo, no te preocupes —responde él, obviando
contestar a los comentarios de Julia sobre el aspecto físico de su marido. Es
mejor no abrir esa puerta—. Emilio ha utilizado tus credenciales para acceder
a documentos que nadie más podría ver, ¿verdad?
—Emilio no está interesado en esas cosas.
—Su idea para hacer whisky depende de que no consigan esa licencia de
obra. ¿Te está utilizando, Julia?
—Emilio me lo cuenta todo. Me dice hasta las cosas que no quiero saber.
—No debes tener miedo, no olvides que soy tu padre y no un inspector
extraño que no sabe quién eres. Te conozco. Ahora dime dónde ha escondido
Emilio los documentos y habrá acabado todo.
Julia se levanta, y se dirige a la puerta. Cada vez más nerviosa, repitiendo
su tic de tocarse la cicatriz de su mejilla. Richard se siente culpable por haber
presionado a su hija hasta este límite, pero no había otra manera de llevarla al
punto en el que fuera capaz de confesar. Sigue estando en forma.
—No me gusta nada el tono de esta conversación, papá. Emilio tiene un
corazón de oro, y no tenía problemas con Míriam. Otros sí que los tenían y no
les dices nada. Y todos nos callamos porque somos así de buenos y de tontos.
—Nadie tenía problemas con ella.
—¿Y Verónica? Ayer se puso como una loca, gritándole en medio del
hotel. Fue justo antes de que viniéramos a casa, además. Montó un buen
escándalo. Que si era una irresponsable, que si estaba jugando a dos bandas
con lo de la recalificación de los terrenos, que no tenía palabra…, no sé qué
más dijeron porque Míriam cerró la puerta, pero si tienes que mirar a alguien
aquí es a ella. No a mí.
La revelación consigue lo impensable, coge desprevenido a Richard. Se
plantea si es posible que Verónica le haya mentido, o que haya estado
jugando con él, alejando la atención de ella. Sería un movimiento inteligente,
sin duda. Demasiado inteligente, quizá. Por ahora lo que tienen es un traje
lleno de sangre, y eso no lo explica el hecho de que Verónica riñera con su
hija.
—Mientes, Julia.
—¡No! Míriam era mi hermana, no protegería a Emilio si creyera que es
culpable.

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Richard empieza a cansarse de la conversación. Los criminales y sus
cómplices nunca colaboran, ni siquiera cuando tienen todas las pruebas en
contra. Es parte de la condición humana.
—Hija, yo quiero creerte, pero, si lo que dices es cierto, ¿por qué no lo
has confesado antes?
—¡Eso! Justo eso es lo que le dije yo a Emilio, pero él está seguro de que
no nos hubierais creído. Yo le insistí en que se equivocaba, porque la verdad
siempre sale a la luz, ¿verdad? La policía no es tonta, ¿o sí?
Richard no contesta, es preferible callar que mentir o, peor aún, que
adentrarse con su hija en un debate sobre el funcionamiento del mundo. Julia
toma su silencio como una acusación.
—Me tienes que creer, papá. Antes has dicho que quieres creerme y para
creer no hacen falta pruebas físicas, basta con sentirlo. Mira la gente que cree
en Dios, no se necesita más.
—Pero para resolver crímenes sí que se necesita algo más, hija. Y nada de
lo que me has dicho tiene fundamento, más allá de tu fe en tu marido. Lo
siento, pero tengo que detenerlo, a no ser que tengas algo que añadir.
Julia se le queda mirando, pero no salen palabras de su boca. Su padre
está a punto de detener a su marido acusado de asesinar a su hermana. ¿Qué
se dice en un momento así?

Richard entra en el comedor, seguido de Eugenio. Ambos mantienen un


semblante firme, Eugenio sostiene el disfraz ensangrentado, con los guantes
puestos. Por supuesto, la sangre casi no se ve, es la ventaja de vestir de rojo
intenso. Recorren la estancia sin mediar palabra, su expresión lo dice todo.
Vienen a por alguien.
—Emilio Montenegro, estás detenido por el asesinato de Míriam Watson
—dice Richard.
—¿Yo? No he hecho nada. Estaba dormido, lo juro.
—¿Es este tu disfraz? —pregunta Eugenio.
—Esa sangre no es mía —responde Emilio mientras Richard le sostiene
las manos a la espalda y se las ata usando unos cordones.
—No podéis detenerlo —dice Agnes—. Estoy segura de que es inocente.
Lo conocemos desde hace años, es imposible…
—Eso lo veremos, por ahora va a acompañarnos y el tiempo dirá si hemos
acertado o no —replica Richard.
—¿Dónde os lo lleváis? —pregunta Julia.

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—Al baño del pasillo. Es el único sitio en el que sabemos que va a estar
controlado y donde va a poder hacer sus necesidades si lo necesita —contesta
el abuelo—. Aquí no hay nada más que ver, podéis seguir jugando.
La familia al completo los observa marchar, en silencio. Todos menos
Florencia:
—OMG. ¡Qué fantasía!

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Ojalá

EUGENIO

Nadie sabe —ni Quique, ni lo supo nunca Verónica, ni se lo ha contado a sus


hijos, ni que decir tiene que tampoco a sus padres— que a Eugenio le gusta
concentrarse, cuando trabaja en un caso con material delicado, escuchando a
Silvio Rodríguez. Alguna vez lo intentó con Amaral, e incluso con La Oreja
de Van Gogh, y no salió bien. Nunca entendió por qué. Tal vez Amaral le
removiese demasiado y La Oreja de Van Gogh demasiado poco, o viceversa.
Por un tiempo probó con los Beatles, por aquello de sentirse más inglés, y los
resultados fueron nefastos. También hay ingleses que no terminan de conectar
con los Beatles, se consuela Eugenio, no está solo en eso. Con Silvio
Rodríguez entra en una extraña zona de confort. Más allá de la investigación,
su música no le interesa, no la escucha, no la disfruta. Es su música de
investigar. Así que, con los auriculares puestos, Eugenio manipula los test de
la sangre que ha sacado a sus familiares, con la mirada constante y la palabra
precisa.
No es el mejor laboratorio en el que ha tenido la oportunidad de trabajar,
pero sí quizá en el más bonito. Por la ventana de la biblioteca entra una luz
melancólica, a él le resulta así, e ilumina los libros viejos que ya nadie más va
a leer y las pruebas de sangre y las huellas de sus familiares, tan rojas y tan
negras que impactan contra la suavidad del polvo que ya no se puede limpiar,
del blanco más blanco de la nieve, y parece que todo encaja si lo quiere ver
así, y es el caso, con la música y con su estado de ánimo. En este contexto no
va a empezar por el test de Emilio. No va a empezar por el principal
sospechoso, lo había pensado, pero esa idea le vuelve a la cabeza como un
ruido de camino cansado. No, empieza por el test de su madre porque necesita
entrar en la investigación a través de alguien a quien no considera sospechoso
bajo ningún concepto. Si comete algún error de cálculo no será grave, y un

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resultado positivo no le resultará tan abrupto y violento. Revisa el test paso a
paso, el lugar donde ha dejado caer la sangre, el progreso por el papel, la línea
de control, que se marca, y la línea de positivo, donde ha colocado la carga de
antígeno, limpia. La sangre de su madre no coincide con la encontrada en la
habitación de Míriam. Lo esperado. Está haciendo bien su trabajo. Está listo
para pasar a otra prueba.
Deja que su cuerpo se meza a ritmo, de manera sutil, como si no bailara,
porque no baila, tan solo generando en sus caderas el mínimo movimiento
necesario para que el caos no provenga de los gestos que deben ser precisos.
Quien lo viera no sabría lo que está ocurriendo, a no ser que lo viera tanto, a
no ser que lo viera siempre. Es importante para él mantener unas rutinas, y
que estas no estén siempre dentro de lo académico. Le hace sentirse más libre.
El problema de seguir una investigación siguiendo las normas y los
procedimientos con precisión es que es sencillo huir de la ortodoxia en algún
alarde, por aburrimiento. Así que estas pequeñas rebeldías, como bailotear al
manipular pruebas, lo ayudan a que la investigación se mantenga dentro de
los cauces de la monótona legalidad.
El resultado de Julia es positivo, sin lugar a dudas. Una raya fuerte y firme
divide la tira de papel de manera horizontal. Su sangre es compatible con la
del asesino. Comparten tipo sanguíneo, como millones de personas, así que
no procede venirse arriba con el resultado. Tan solo dejarla en la lista de los
sospechosos. Siempre ha tenido cariño a Julia. Es decir, no la soporta, pero lo
cierto es que nadie lo hace. Desde mucho antes de casarse con Emilio. Ella es
así. La persona con la que más jugó de niño, la más cercana. Su querida,
cruel, egoísta y herida hermana mayor. No le gustaría nada que fuera la
asesina. Sería como si un pedazo de su infancia se rompiese. Por ahora solo
sabe que la sangre coincide y que hay probabilidades de que haya asesinado a
Míriam, es un dato a tener en cuenta y registrar. Eugenio hace una foto con
flash al test de Julia, una luz cegadora, un disparo de nieve, y aparta el test a
un lado. Ya no lo necesita.
Turno de Quique. Todo correcto en su prueba, sangre, antígeno, suero,
líneas. Es positivo, del mismo grupo sanguíneo. A veces las pruebas hablan y
Eugenio no puede entender su idioma. No es grave, sigue sonando Silvio y le
dice que ojalá se muera antes de resolver el crimen. No escucha la letra.
Quizá no diga eso. El caso es que, cuando no puede entender el idioma de las
pruebas, sigue descifrándolas. Quizá el contexto ayude. Y el contexto le dice
que Quique se va al grupo de los que siguen siendo sospechosos, que no lo

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puede descartar. Bueno. Es un resultado que no le dice nada y no le quiere
decir nada. Es igual que con Julia.
La canción se acaba y Eugenio no baila, sin saber si no lo hace porque no
hay música o porque no hay ganas. No contaba con que la sangre de Quique
pudiera ser compatible. De pronto, piensa en si realmente conoce a su pareja,
piensa en si habría podido matar a Míriam y por qué iba a hacerlo, en que no
puede descartarlo, aunque convivan desde hace años y nunca antes hayan
hablado de su hermana, piensa en todo lo que no sabe aún de Quique y quizá
nunca sepa, en qué ocupa gran parte del día, mientras trabaja, y no tiene que
avergonzarse de ello porque Eugenio está orgulloso de ser de esas parejas
modernas que no quieren controlar ni saberlo todo, pero ¿puede Quique ser un
asesino sin que él lo sepa? ¿No se habría enterado antes? Y claro que sería
injusto que no lo investigase por ser su marido, sería un trato de favor, pero
¿cómo iba a ser un asesino ese hombre que lo abraza al dormir, que cuenta
cuentos a Alvarito al acostarlo, que es un pedazo de pan? Y entonces, como
en meditación, no lucha contra esos pensamientos intrusivos, esas imágenes
mentales violentas, sino que deja que sigan su curso, como si no fueran con
él.
Comienza otra canción y se obliga a moverse mientras descubre que la
sangre de su padre también es positiva. Y su padre no es sospechoso para él.
Por Richard sí que pone la mano en el fuego sin dudarlo. Bueno, Eugenio no
es de poner la mano en ningún fuego, el que actúa como un machito es su
padre. Y Richard no mataría nunca a su hija. Es curioso que afrontar las
pruebas lo ayude a descubrir sus prejuicios. Él, un hombre moderado, tiene
prejuicios. El primer paso es reconocerlo.
La sangre de Ainhoa también es compatible. Es una fiesta de la
compatibilidad. Podrían quedar a hacerse transfusiones unos a otros. Como no
podía ser de otro modo, Eugenio se siente culpable por haber dudado de
Quique, por haberlo imaginado matando. Por suerte, el pensamiento intrusivo
se ha ido como ha venido. Apunta a Ainhoa como sospechosa. Estuvo con
ella y con Florencia la mayor parte de la noche, jugando a la pocha, no se
imagina cuándo pudo alejarse y matar a Míriam. Además, cayó la lámpara y
ella estaba ahí, a su lado. Pero la apunta, porque es un profesional.
También Javi da positivo. Y, aun siendo su sobrino y habiéndolo visto
crecer, siendo aún casi un niño, no le importaría que fuese el asesino. No le
importaría verlo en la cárcel y odiarlo sin remordimiento durante el resto de
su vida. En la cabeza de un adolescente absorbido por el ego es posible
imaginar un odio primario hacia una tía que apenas ha conocido y que ha

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rechazado contratarlo en el hotel. No es suficiente. Pero se puede investigar.
Y de verdad que sería una solución aceptable que él fuera el asesino. No sería
una gran pérdida para Eugenio. No sabía que tenía esos sentimientos hacia
Javi. Por suerte, no se deja llevar por las emociones. Parece que este tipo
sanguíneo es muy común en la familia.
Y en lo que no es su familia del todo, porque Verónica también comparte
el mismo tipo de sangre.
No cree que fuese Verónica, por mucho que trabajara con Míriam. En
esos entornos se pueden construir enemistades capaces de provocar un
asesinato. No sería la primera vez que lo ve. Pero, si está mal dudar de tu
marido, está fatal incriminar a tu exmujer. Sobre todo si la ruptura fue
amistosa y así debe seguir siendo.
Florencia, tan especial ella, no se salva de esta coincidencia. Y en su caso
tiene que ser eso, una coincidencia. Él mismo tiene ese mismo tipo de sangre.
Está cantando demasiadas líneas y ningún bingo. Hay demasiadas personas
que pudieron sangrar en la habitación de Míriam. Por ahora solo su madre se
salva. Pero no es un dato de interés, a ella no iba a investigarla, cualquiera lo
vería, ella y Alvarito estaban fuera de toda duda. Está teniendo mala suerte, al
menos hasta que Berni da negativo y acaba con la racha de sospechosos. Su
sangre es definitivamente diferente a la encontrada en el escenario del crimen.
Un hombre tan amable, tan simpático, no pudo matar a Míriam. No es
imaginable.
Metido en faena, en un buen ritmo, revisa el resultado de Susana y, como
el de la mayoría de sus hermanos, es de la misma tipología que la sangre
encontrada. A diferencia de Julia, a Susana, la pequeña, siempre le costó
entenderla, y su deriva hacia el negacionismo y las teorías de la conspiración
la ponen en un lugar imprevisible, radical, no le cuesta tanto imaginarla
siendo culpable. En cualquier caso necesitaría un motivo para atacar a
Míriam. ¿Y por qué iba ella a matarla? Sospechosa, en cualquier caso. Una
más a la lista.
Al ver los resultados, Eugenio se ha descubierto como el seguidor de un
deporte animando a unos o a otros para que su tipo sanguíneo coincida o no.
Le recuerda a cuando era niño y tenía que elegir entre dos opciones que le
importaban exactamente lo mismo y lanzaba una moneda al aire solo para
averiguar, al sentir alivio o decepción por el resultado, que en realidad sí tenía
una preferencia por alguna variable. Por lo demás, no ha logrado grandes
resultados con este proceso. Le falta solo Emilio, la prueba que quería revisar
desde el comienzo. El principal sospechoso. Se remanga, respira hondo, se

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hace uno con Silvio, con la luz que entra por la ventana, ya más crepuscular,
con la biblioteca reconvertida en laboratorio, y toma el último test como si
fuese un bien preciado.
Negativo. La sangre de Emilio no coincide con la encontrada. No era suya
la sangre hallada en la habitación de Míriam y es lógico suponer que tampoco
le pertenece la del traje de Papá Noel. Bueno. No se va a frustrar. Para otro
investigador esto supondría una sorpresa. Para él todas las opciones son
esperables, porque confía en la objetividad de los hechos. No, en realidad, si
es sincero consigo mismo, sí que le sorprende un poco que no sea su sangre.
Le molesta. Desde luego, que la sangre del disfraz y la sangre de Emilio no
coincidan es un inconveniente. Se podría decir que lo descarta. Tenían una
sola prueba contra él, el disfraz manchado de sangre. Y ahora nada. Les va a
tocar trabajar más para entender lo ocurrido. Hubiera sido muy sencillo que
coincidieran y que se le pudiera investigar a él directamente como sospechoso
principal.
Tiene más información que antes, y sigue sin entender qué le dicen las
pruebas. La sangre de Berni, Emilio y Agnes no es la encontrada en la
habitación de Míriam. El resto de las sangres sí pueden serlo. Cualquiera de
ellos pudo estar en la habitación a la hora de la muerte. Eso si es que la sangre
se derramó durante la muerte de Míriam, que parece que sí. Algo debe dar por
sentado o se va a volver loco.
Eugenio apaga la música, silencia a Silvio sin siquiera pedirle disculpas.
Necesita silencio y claridad. Piensa. Mira sus manos, apretadas en un puño.
Está tenso. Tiene que relajarse. Respira hondo. Aún le quedan pruebas por
hacer. Su trabajo tan solo acaba de empezar. Tiene las huellas. Y las huellas
señalan a una sola persona, que puso su dedo en las gafas. Ya han
comprobado que esa huella no es de Míriam. Hay que analizarlas, una a una.
—Bonito desaguisado has montado aquí —dice Richard, a la espalda de
Eugenio, en la puerta—. Más te vale dejarlo todo como estaba.
—¿Y eso, Abu? —responde Florencia, convertida en su sombra—. ¿Si no
lo hace él te va a tocar a ti, o le vas a dejar toda la limpieza a la abuela, como
siempre?
—¿Habéis venido a discutir o queréis saber el resultado de las pruebas?
—pregunta Eugenio, y ambos callan.
Eugenio se apoya en la mesa camilla y mira con orgullo su trabajo, aun
después de que no le haya dado los resultados esperados. A la ciencia se la
venera aunque nos lleve la contraria.
—He terminado de revisar los análisis de sangre —añade.

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—La sangre de Emilio no coincide.
—¿Y el disfraz? —pregunta Richard—. ¿Qué cojones…?
—Claro que no coincide —se ríe Florencia—, es de primero de
investigador.
—Pues lo podías haber dicho antes, investigadora —dice Eugenio—, que
eso sí es de primero de compañera.
—A toro pasado —dice Richard— todos somos…
—¿Una vaca en celo? —responde Florencia.
—Manolete.
—Por favor —tercia Eugenio, y siente que ha heredado el rol pacificador
de su madre.
—No rentaba decir nada, no me habríais hecho caso —suelta Florencia
con un deje de indignación—, preferí que lo descubrierais vosotros. Si os lo
doy todo hecho os apalancáis, y necesito que estéis despiertos.
—No te pases, niña —dice Richard—. ¿Y tú estás seguro de que lo has
hecho bien? ¿No los habrás mezclado?
—Estoy seguro, papá. Soy metódico.
—¿De quién es la sangre, entonces? —pregunta Richard y señala la mesa
con su bastón, como una extensión de su brazo.
—No lo sé.
Richard se queda mirándolo.
—No lo sabes.
—Puede ser de cualquiera menos de Berni, de mamá y de Emilio.
—Entonces puede ser casi de cualquiera. ¡Menudo éxito, hijo!
Ojeando los libros de la biblioteca, como si no estuviera en la
conversación, Florencia ríe.
—Nadie dijo que fuera a hacer un milagro —contesta Eugenio, molesto
con la actitud de ambos—. Este hallazgo es firme y sólido. Es el único
camino.
Richard expulsa el humo de su vapeador sobre la cara de Eugenio
mientras lo mira fijamente a los ojos. Su hijo baja la cabeza sin vergüenza
ninguna, no está por la labor de participar en un duelo de miradas.
—No me manches el aire con la suciedad de tus pulmones, papá. Esto es
un laboratorio ahora.
—Es lo que es, no lo que quieras que sea. Las bibliotecas son como los
inspectores de policía: pese a que se les dé otro uso, su naturaleza permanece
intacta, no se puede cambiar ni aunque se quiera.

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—Pues no enturbies la biblioteca en la que este inspector va a trabajar,
¿eso lo puedes aceptar?
Eugenio señala las marcas de las huellas que ha recogido anteriormente.
Richard las observa como quien se encuentra con un texto en japonés. No
sabría ni cómo empezar, seguramente hasta las leyera del revés.
—Has analizado ya la sangre y no ha servido de mucho —dice Richard—.
¿De verdad quieres perder tu tiempo mirando rayajos?
—Suenas como Susana.
—Me alegro, pensaba que tendría la voz más cascada.
—Lol —dice Florencia, disfrutando como si esto no fuera con ella.
Eugenio ni contesta, se limita a sentarse tras la mesa que ha convertido en
su escritorio.
—No sé, ¿qué otra cosa podemos hacer? No le veo sentido a seguir con
todo ese jaleo de los registros, papá.
—Es ahí donde están las respuestas, hijo. Solo tenemos que ir a buscarlas.
—¿Como con Emilio? Nos ha servido de mucho —ironiza Eugenio.
—¡Boom! Menudo zasca, di que sí, papi.
—No es un zasca —matiza Eugenio, conciliador—. Es la realidad. No
sabemos ni lo que buscamos, no hay un arma homicida porque el asesino
seguramente usó la almohada. A no ser que haya algo concreto que buscar, lo
vamos a cancelar, ¿vale?
—Tengo razones para creer que hay pruebas esenciales para la resolución
del crimen escondidas en algún rincón de esta casa —dice Richard.
—¿Qué razones?
—Las mías.
Richard cruza sus piernas y vuelve a expulsar el humo de su vapeador,
dando a entender que esas preguntas no van a recibir respuestas.
—Papá…, ¿de verdad? Ya estás como mi hija.
—¡Eh! Un momento, yo no he hecho nada ahora.
—Los dos sois iguales. No entendéis que, si no compartimos la
información, no vamos a ninguna parte.
—La información es que sospecho que hay pruebas escondidas. No
necesitas saber más, y yo lo único que necesito es que me permitas hacer un
registro a fondo. No tendrías que acompañarme, puedes quedarte aquí con las
pinturitas esas —dice Richard, señalando las huellas—. Esto puedo hacerlo
solo.
—Lo siento, papá. No puedo retener a nuestra familia en el comedor sin
motivos.

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—Si los dejas salir, van a destruir las pruebas. Y lo sabes.
—A lo mejor podemos pedirles que sigan ahí un rato mientras esperamos
el resultado del cotejo de las huellas. Así podríamos registrar solo al
sospechoso que encuentre Eugenio —media Ainhoa, que habla cuando hay
que hablar.
—Eso lo acepto —dice Eugenio—. ¿Podemos limitarnos a eso? Solo os
pido que estéis quietos hasta tener el resultado, ¿es posible?
Richard asiente, pero no dice nada. Se limita a incorporarse de forma
fatigosa, cansado por el esfuerzo del día, y se recoloca el cinturón.
—No quiero que te enfades conmigo —continúa Eugenio, que se toma
confianzas y apoya la mano en la espalda de su padre—. ¿Por qué no te
relajas, papá? Ya verás como esto lo resuelvo con las pruebas. Ha sido un día
largo, la situación es demasiado dura para todos. Incluso para ti. Yo me pongo
ahora con las huellas, a ver si nos aclaran algo más. Nos vemos en un rato, si
os parece bien.
Y les parece bien y se separan, y la biblioteca se queda en silencio, con el
silencio de la música que ya no suena. Eugenio comienza a recoger los test de
antígenos, con la sensación de quizá no estar más cerca del asesino, pero
desde luego no más lejos.

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El turno de Ainhoa

AINHOA

Salimos al pasillo y nos sentimos tan desprotegidos como si estuviéramos a la


intemperie. Nos encontramos a cubierto, en un lugar donde cada rincón
transmite amabilidad y cercanía y, sin embargo, el espacio nos agrede y nos
quiere expulsar. Bah, miento. Es lo que percibo yo, no tengo la menor idea de
cómo se sienten Richard y Florencia ahora mismo. Con ellos nunca se sabe,
aunque yo diría que no pueden estar contentos: nuestra investigación se ha
arruinado en un segundo porque a Emilio le ha salido la carta que le deja libre
de la cárcel. Volvemos a la casilla de salida.
Ambos se quedan parados junto a la puerta cerrada de la biblioteca porque
no tienen un sitio mejor al que ir. Yo me quedo a su lado porque tampoco lo
tengo.
No dicen nada y ni siquiera se miran entre ellos. Por supuesto, tampoco
me miran a mí. Se puede decir que tienen los ojos abiertos, pero no ven hacia
fuera, sino hacia dentro. Intuyo que por sus mentes estarán circulando las
ideas más brillantes imaginables. Ojalá pudieran llegarme a mí. Estoy a su
lado, ¿sería mucho pedir que una sola de sus ocurrencias decidiese quedarse
conmigo en lugar de viajar directa a sus cerebros? Si las soluciones a los
problemas tuvieran un origen concreto en el espacio y se movieran por el aire
a la velocidad de la luz hasta materializarse en las cabezas de la gente, ahora
mismo estarían pasando justo a mi lado, casi rozándome. Es como cuando la
megafonía te avisa de que el tren que te va a llevar a casa no efectúa parada
en tu estación. Solo te queda esperar y verlo recorrer las vías a toda velocidad
ante tus narices. Aguantas la frustración mientras escuchas el ruido infernal
de sus ruedas patinando sobre los raíles y respiras el viento sucio que arrastra
a su paso y que agita todo tu cuerpo. Así es como me siento, ¿por qué no se
me puede ocurrir a mí la solución del caso?

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Viendo que no reaccionan ni tienen visos de hacerlo, trato de sacarlos de
su ensimismamiento con la realidad del presente:
—Pues habrá que liberar a Emilio, ¿no?
Richard y Florencia salen a desgana del lugar de privilegio en el que se
deben de encontrar. No les gusta escuchar mis palabras, es obvio que no
tienen ninguna gana de sacar a Emilio de donde está y tener que soportar sus
chistes ridículos y su sonrisa de superioridad al saberse inocente.
—Eres una party pooper, amor —me dice Florencia.
—Que sea inocente del asesinato de mi hija no significa que no sea
culpable de ser un gilipollas esférico —me contesta Richard—. Pero sí, habrá
que sacarlo de ahí. Yo voy a activar ya la alarma porque viendo cómo está la
cosa fuera es obvio que nadie va a salir de casa y menos ahora, que la noche
se nos ha echado encima casi sin avisar. ¿Podéis liberarlo vosotras?
—Lo hago yo si quieres, pero me lo tienes que pedir por favor. Más que
nada porque literal que es un favor —dice Florencia.
—No estoy de humor para jueguecitos, Florencia. Es lo más práctico, no
un favor.
—La excusita de la alarma no se sostiene, abu. Tardas cinco segundos en
ponerla. Los hombres de tu edad tenéis unas cosas… ¡No hay que
avergonzarse de pedir favores! No eres menos duro por hacerlo.
—Mira, niña, yo no tengo que demostrar que soy duro a nadie, porque no
quiero ni pretendo ser… —comienza a responder Richard, cuando se da
cuenta de que está perdiendo los nervios y reinicia su respuesta—. Da lo
mismo. Por favor, querida nieta, ¿podrías soltar tú a tu encantador tío Emilio?
—Claro que sí, abu. Aunque a lo mejor tardo un ratillo, que primero
quiero ir a por el cargador del móvil, que lo tengo en mínimos desde hace
horas. ¿Te parece bien?
—Fetén —responde él, tratando de cerrar la conversación.
—Real que tú tardas menos con lo de la alarma que nosotras con lo del
móvil…, pero no te preocupes, he dicho que lo haría yo y lo voy a hacer. Y si
el tío Emilio tiene que esperar, que espere. Está en el baño, tampoco es el
peor lugar del mundo. Si le entran ganas de hacer pis, por ejemplo, está justo
ahí. Y también tiene agua. En verdad va a estar mejor ahí que nosotras
encerradas en el comedor.
Richard obvia su conversación banal y se encamina directamente a la
puerta. Nosotras lo seguimos, sobre todo porque a Florencia le pilla de
camino a su habitación para coger su cargador, y yo la acompaño a todas
partes como un perrito faldero. Pasamos al lado del baño donde está Emilio,

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sería muy fácil abrir la puerta y quitárnoslo de encima, pero ellos prefieren
dejarle sufrir un rato más y yo no soy quién para decirles nada. Florencia
continúa hablando, como si no fuera consciente de que su abuelo no le
contesta:
—Yo, si tuviera que quedarme encerrada en una habitación de la casa,
creo que el baño sería mi segunda opción. La cocina es la primera, porque
tienes la comida a mano, y luego iría el baño. ¿Cuál sería la vuestra?
—Yo me quedaría el día en la cama. O en el salón, viendo la tele debajo
de una manta —respondo.
—¿Sin comer y sin ir al baño? Es una locura. Si quieres ponerte cómoda,
siempre puedes llenar la bañera, piénsalo. Es un sitio genial para estar —
insiste mi chica.
—Espero que Emilio no haya tenido el cuajo de darse un baño de sales
mientras estaba detenido —dice Richard.
Florencia se ríe y se abraza a su abuelo. Y él sonríe con ella. ¿Cómo no va
a hacerlo? Mi chica derrocha alegría.
Nos alejamos de Richard escaleras arriba mientras él activa la alarma,
colocando sus anchas espaldas entre nosotras y los números de la clave,
evitando que pudiéramos descubrir la combinación. Mi instinto me dice que
es una precaución excesiva, pero la realidad dice lo contrario. No está la
situación para fiarse de nadie.
—Me resulta tan raro que active la alarma… —le digo a Florencia—. Más
que nada porque el peligro no está fuera, sino dentro.
—Lol. La alarma sirve para protegerlos a ellos de nosotros, y no al revés
—me responde—. No es mala idea, ¿eh? Eres brillante.
No lo soy, lo que he dicho era una tontería. Aun así, y aunque sea
únicamente por educación, da gusto escuchárselo decir.
—Real que eres brillante —insiste, como leyéndome el pensamiento—.
Tienes mucho talento, más del que te atribuyes habitualmente y una cabeza
bastante más estructurada que la mía.
—Gracias, pero no hace falta que digas estas cosas. Soy feliz como soy.
—Ya sabes que no soy una simp, hablo en serio. No sabes la de veces que
he envidiado tu capacidad para organizarte y clasificar cada detalle del caso
en su sitio. Mi mente está más desordenada que mi armario, créeme.
Según me lo dice, entramos en su habitación, que está manga por hombro,
como siempre. Llevamos aquí una noche, casi no hemos pisado el cuarto
desde que llegamos y ya está inhabitable. Ella es así, un torbellino. Por eso
mismo, la afirmación que acaba de hacer es bastante atrevida, su armario no

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tiene ni pies ni cabeza, así que es difícil creer que su mente sea más caótica
todavía. Por otro lado, es de justicia reconocer que, pese al desorden,
Florencia se las apaña cada día para encontrar la ropa que busca en cada
momento y jamás va mal conjuntada. Como si me demostrara que ese método
le funciona, mete la mano debajo de un jersey tirado debajo de la cama y saca
su cargador del móvil. ¿Cómo ha podido saber que estaba ahí? Para mí es
imposible de comprender, pero mi chica es así.
—Venga, dime qué piensas del caso. Tú trabajas de esto también y muero
por saber qué conclusiones estás sacando —me insiste.
Florencia se sienta sobre la cama cruzando las piernas y me mira,
esperando una respuesta. Nuestra relación no necesita de validaciones de
ninguna clase, aunque admito que me haría ilusión que por una vez la
admiración fluyera desde ella hacia mí y no al revés. Es paradójico, en el
trabajo lucho por conseguir que me den más voz para exponer mis teorías y,
ahora que de verdad hay alguien dispuesto a escuchar, me da reparo hablar.
Hubiera agradecido que me avisara con antelación y tener tiempo para
preparar una respuesta bien trabajada. En fin, supongo que la vida es así y las
oportunidades nunca aparecen cuando las pides, lo hacen cuando le da la gana
al universo. Me siento a su lado, aunque yo con los pies en el suelo y la
espalda recta.
—Es, sin lugar a dudas, un caso extremadamente complicado y lleno de
matices —le digo, ganando tiempo a base de soltar obviedades—. Es evidente
que la coartada en cadena, como la has llamado tú, nos lleva a un callejón sin
salida.
—Calle cortada. Total —me responde y me regala unos segundos extra
para armar mi discurso.
—Por eso, creo que lo mejor es obviar ese problema y pasar a otros
asuntos. ¿Sabes cuando tienes una pregunta complicada en un examen y
decides dejarla para el final? Pues aquí igual.
Me doy cuenta de que estoy exponiendo mi discurso con el tono ligero de
Florencia, seguramente para impresionarla. La verdad es que yo nunca
hablaría así delante de Eugenio. Ni siquiera pienso en estos términos, pero a
lo mejor ese es el problema. Si utilizara razonamientos tan informales como
los de mi chica, quizá podría ser tan genial como ella. Lo dudo, en realidad.
—Luego está el charco de sangre, la otra gran prueba, pero tampoco nos
ayuda mucho. ¿Por qué ha aparecido tanta sangre si la víctima no presenta
heridas visibles? ¿Tiene algún sentido que ninguno de los sospechosos
aparente estar herido? ¿Cómo es posible que el disfraz que llevaba Emilio

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apareciera empapado en sangre y que luego no sea suya? Es verdad que
sabemos que había sangre en el salón, pero al no ser suya tiene menos sentido
aún. Son demasiadas preguntas sin respuesta fácil. Tuviste una gran idea
cuando sugeriste que la sangre puede estar colocada para despistarnos, eso al
menos tendría lógica. El asesino sabe que está matando a alguien bajo el
mismo techo en el que están los tres mejores inspectores de Homicidios de
España, sería coherente que plantara alguna pista falsa, para confundiros.
—Tres inspectores y tú, que eres una agente excelente. ¡Vaya! Ha rimado.
Lol.
—Ya me entiendes. Lo que me incomoda de este asunto es que, si la
pusieron allí…, ¿por qué a Emilio? ¿El asesino iría al salón específicamente
para colocarle la sangre? Es un poco absurdo. Que ya sé que todos tenemos
ganas de que sea él el asesino, pero no hay nada en su contra más allá de ser
insoportable, ¿no?
—No es poco. Hay estudios que dicen que un alto porcentaje de los
asesinatos son cometidos por personas insoportables —bromea Florencia.
—De todas formas, a lo mejor ese tampoco es el camino y no debemos
obcecarnos con encontrar un móvil, o no por ahora. Aunque sean tu familia,
tú no sabías cómo se llevaban entre ellos y yo desconozco por completo las
dinámicas que hay entre vosotros. Entonces creo que tendría sentido pensar
en cómo pudo hacerse… Y tampoco es sencillo de comprender. Emilio
asegura que le drogaron y, de ser cierto, eso reforzaría la teoría de que le
colocaron la sangre para incriminarlo. Suponiendo que el asesino lo durmió
para tener la oportunidad de señalarlo, ahora nos queda averiguar quién pudo
hacerlo y cuándo. Y tampoco es sencillo. El caso es que Emilio estuvo
haciendo visitas al mismo baño en el que se encuentra encerrado ahora,
seguramente para mear todo el alcohol que bebió, y que en el pasillo estuvo
Quique al teléfono, y Verónica, Alvarito y Agnes estuvieron moviéndose de
aquí para allá toda la noche. Y nadie recuerda que entrara nadie en el salón,
nadie que no fuera Emilio.
Florencia reacciona con un ruidito muy suyo. No hay duda de que está
emocionada al escuchar mis palabras. ¿Qué he dicho que tenga sentido? ¿He
resuelto el caso sin querer? Lo dudo, pero de todos modos no tengo mucho
más que decir, así que trato de terminar antes de meter la pata:
—Y yo creo que ahí está la clave. No es tanto si el asesino «plantó» la
sangre en el disfraz de Emilio, sino cómo lo hizo. Y cuándo.
Mi chica empieza a aplaudir. No sé si se burla de mí o es sincero. Ambas
opciones son muy suyas.

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—Eres la GOAT de este caso, amor. No sé cómo no se me había ocurrido
antes, pero has dado en el clavo. Todo tiene sentido —me dice.
—¿En serio? ¿Sabes qué ha pasado?
—Me hago una idea. Me falta todavía cerrar un par de detalles, pero sin ti
no habría podido avanzar. Estás on fire.
—Ya, bueno, gracias, lo único es que… me sienta fatal admitirlo, pero no
sé qué es eso tan genial que he dicho. ¿Me puedes decir de qué me he dado
cuenta sin darme cuenta?
Florencia se levanta de la cama de un salto, plena de energía.
—Vamos, tengo que comprobar algo —me dice.
—¿No me lo vas a decir? Tengo derecho a conocer mis aciertos.
—No te voy a spoilear nada todavía. Solo te puedo decir que eres la
mejor. Venga, sígueme.
Florencia sale de la habitación sin esperarme y yo la sigo. Como siempre,
aunque esta vez casi me choco con ella porque se detiene en lo alto de las
escaleras sin previo aviso, llevándose las manos a la cabeza y acompañando el
gesto con un gritito corto y agudo, como cuando alguien sale de casa y se da
cuenta de que se ha dejado las llaves del coche en la mesilla de la entrada.
—Se me había olvidado lo de liberar a Emilio. Mierda. Mira, vamos a
hacer una cosa. Lo libero yo sola y luego bajas conmigo y hacemos lo que
tenía pensado, ¿ok?
No sé qué es eso que tiene pensado.
—Podemos liberarlo las dos —respondo.
—Ya…, pero es un marrón. Y es mi tío. Lo hago yo, y mientras tanto tú
puedes llamar a tu familia, que no has hablado con ellos todavía, ¿no? Venga,
hacemos eso.
Antes de que pueda dar una respuesta, mi chica ya está bajando las
escaleras a saltitos. Algún día se va a caer. Y le va a dar lo mismo.
La escucho alejarse y saco el teléfono, con pereza. Hay un motivo por el
que no he llamado antes, y es que me da pánico decirles a mis padres que ha
habido un crimen y que estoy conviviendo con el asesino, que puede ser
cualquiera. Intuyo cómo se van a poner ama y aita, y no va a ser una
conversación agradable. No es que ellos sean particularmente protectores,
saben que sé apañármelas y, como no suelo meterme en problemas, nunca les
he dado razones para preocuparse por mí… Lo que pasa es que, por lo que
sea, algo me dice que todos los padres del mundo se agobiarían en una
situación así.

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Después de dar un par de vueltas de un lado al otro del pasillo, decido que
no puedo relegarlo más y marco el número de ama, da un par de tonos y
escucho su voz, festiva:
—¡Ainhoa! ¿Qué tal estás? ¡Pensábamos que ya no llamarías!
Ella sigue hablando, pero no escucho una palabra más porque, de pronto,
la casa de los Watson se convierte en un guirigay. Otra vez. Es la alarma,
como la noche anterior. Desde el piso de arriba suena a todo volumen, no
puedes no oírla. Cuelgo a ama y bajo los escalones de tres en tres, sin saber
quién ha podido abrir. Ni lo sé ni pienso en ello, porque con este ruido es
imposible pensar, así que solo corro hacia allí.
Y me encuentro a Alvarito junto a la puerta. Él me mira, desconcertado.
Yo miro afuera y cierro. En ese momento sale al pasillo el grueso de la
familia, liderados por Richard:
—¡Todo el mundo a cubierto! Niña, aléjate de la puerta —me grita.
Me aparto tirando de Alvarito. Le obedezco porque es su casa y porque
utiliza un tono tan firme que es imposible negarse. La mayor parte de los tíos
de Florencia, que dos segundos antes habían abandonado alegremente su
encierro en el comedor a toda carrera, ahora se echan al suelo y se esconden
detrás de los muebles. Richard apoya una mano en su bastón y con la otra
saca un arma reglamentaria, o lo que sería reglamentario en el siglo pasado, y
la levanta al aire. Eugenio sale de la biblioteca y pega otro grito:
—¡Deja eso, papá! Vas a hacer daño a alguien.
—Hay un asesino suelto, por si no te habías dado cuenta —responde
Richard.
Agnes le da una colleja y le quita la pistola de las manos.
—¡En esta casa no se habla de esas cosas! ¿Cómo lo tengo que decir?
—Lo siento mucho, cariño, pero, por mucho que insistas, alguien ha
tenido que hacerlo. Y alguien ha abierto la puerta, y no sé por qué. ¿Quién ha
sido?
Alvarito se echa a llorar y salto yo en su defensa, no me queda otra:
—Lo siento, Richard, me temo que he sido yo. Se me había olvidado que
estaba cerrado, estaba hablando con mi madre por teléfono…
Alvarito me mira, con sorpresa, pero se calla. Es obvio que no quiere
cargar con la culpa, y hace bien. Los niños no tendrían que pasar por estas
cosas. No sé por qué querría salir al exterior, pero estoy segura de que no
escondía ninguna maldad.
—No deberías haberlo hecho, en este momento tenemos que cuidar la
seguridad de todos más que nunca, ¿lo comprendes? —me interpela Richard,

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paternalista.
—Eso es cierto, Ainhoa —me dice Eugenio—. Es un error que no puede
permitirse alguien con tu experiencia y formación. Me decepcionas.
Alvarito me agarra de la mano y me la aprieta. Se agradece, me estoy
llevando una buena bronca por su culpa. Espero que haya aprendido la lección
y con lección no me refiero a no abrir puertas con alarma, sino a que lo
correcto es proteger al indefenso, aunque para ello haya que hacer sacrificios.
—Lo lamento, de verdad —les respondo—. No estaba pensando en lo que
hacía.
—No ha salido nadie ni entrado nadie, ¿verdad? —pregunta Richard.
—Deja en paz a la chiquilla ya, Richard. Volvamos al comedor —lo
reprende Agnes—. No hace falta que contestes a sus preguntas impertinentes
de viejo chocho.
—Lo siento, Agnes, pero me temo que es importante que nos lo asegure,
para estar tranquilos.
—No ha entrado ni salido nadie, ¡hombre ya! —le responde su mujer, en
mi nombre. Y luego me pregunta—. ¿O me equivoco?
—No. Solo he abierto la puerta y no ha pasado nada más. Podéis estar
tranquilos —respondo.
Es mentira. No puedo saberlo con certeza, nadie puede, salvo Alvarito, y
él no me lo va a responder porque su abuela se lo lleva al comedor:
—Ni caso a tu abuelo, le gusta llamar la atención.
—¿Como a Florencia? —pregunta él.
—Más o menos. No lo había pensado, pero creo que eso lo ha heredado
de él —le dice ella.
La familia se aleja de nuevo, cada uno a su sitio; Eugenio vuelve a su
laboratorio y el resto regresan a su encierro. ¿Y yo? ¿A dónde voy yo? Mi
mente rebobina hasta recordar qué narices estaba haciendo cuando sonó la
alarma y me llevo las manos a la cabeza y acompaño el gesto con un gritito
corto y agudo. Me doy cuenta de que no he visto a Florencia por ninguna
parte. Ni a Emilio. ¿Y si resulta que él era el asesino? ¿Y si ha hecho daño a
Florencia para fugarse?
Recorro los pocos metros que me separan del cuarto de baño en dos
zancadas y abro la puerta a toda prisa. Por primera vez en mi vida, me alegro
de ver a Emilio. Nunca me imaginé que me haría tanta ilusión ver a este
hombre sentado sobre un retrete. Al menos lleva los pantalones puestos y la
tapa está bajada. Me mira, nervioso:

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—¡Ainhoa! ¿Qué ha pasado? Era la puerta, ¿no? ¿Se ha escapado alguien?
Eso demuestra que soy inocente —me dice, de forma atropellada.
—Sí, ahora te suelto, la sangre no es tuya y…
Mientras deshago los nudos que lo mantienen retenido, él trata de
avasallarme a preguntas, pero yo no lo escucho. No paro de pensar en
Florencia. ¿Dónde está? ¿Se habrá fugado? Imagino que pronto tendré
respuestas, porque me llama. Termino de soltar al cuñado más cuñado de los
Watson, que sale a toda prisa del baño y, cuando estoy a solas, cojo la
llamada.
—Ven al salón —me dice Florencia.
Y me cuelga. No se puede ser más dramático que ella. Salgo al pasillo y
escucho el recibimiento a Emilio en el comedor. Por su tono de voz, intuyo
que está contando uno de sus chistes. Celebro en silencio mi suerte por no
estar allí ahora mismo y entro en el salón, donde Florencia me recibe con un
beso apasionado. Es raro besarse así estando a dos metros de Juana, pero la
inspectora sigue durmiendo, bajo los apacibles efectos del veneno, y, si no le
ha despertado la alarma de la casa, no lo puede hacer un beso, por muy
apasionado que sea.
—Eres la GOAT, te lo dije. Lo que has hecho cargando con la culpa en
nombre de Alvarito es top —me dice.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque estaba a tu lado. Ven conmigo, anda.
Por enésima vez, me fuerza a perseguirla por la casa. Y yo la sigo, como
siempre. Me lleva a la puerta y señala el perchero, rebosante de abrigos. Debe
de haber al menos uno por cada miembro de la casa y tanto Richard como
Agnes deben de tener colgados varios. Florencia no se detiene cuando llega y,
de un paso ligero, se cuela detrás, pegada a la esquina. No se la ve.
—Estaba aquí. He abierto la puerta y me he metido en un segundo. ¿Qué
te parece?
Me cuesta procesarlo. ¿Ha abierto ella la puerta? Y yo defendiendo a
Alvarito, desde luego no estoy acertada. Florencia sale de su escondite. Está
radiante.
—Mi hermano no me ha visto de milagro, pero me renta que estuviera
yendo al baño justo en ese momento, ha quedado de locos, ¿no crees? Tú
estabas exactamente donde estaría Míriam anoche, lo que significa que pudo
pasar exactamente lo mismo. Mi teoría es que alguien abrió la puerta, el
asesino corrió a esconderse tras el perchero y luego Míriam, que no vio a la

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persona que entraba, pero sí a la que abrió la puerta, tuvo el detalle de cargar
con la culpa. Sin saberlo, decidió proteger a su propio asesino.
Es demasiada información, así que trato de organizarla en mi cabeza.
—Entonces, ¿el asesino no estaba en la casa?
—Bueno, por ahora es una teoría, pero daría lo mismo. Tan culpable sería
quien la mató con sus propias manos como quien le dejó pasar. La clave es
que de esta manera todo encaja. El asesino pudo esconderse tras el perchero
hasta que tuvo vía libre hacia el salón, donde cogió el disfraz de Emilio para
pasearse por la casa sin que nadie se diera cuenta de que había un extraño.
Las primeras veces sería Emilio quien fue a mear al baño, pero la última de
ellas sería el asesino. Pudo pasar delante de Quique y de mi madre sin que
nadie pensara que no era mi tío. Es verdad que lo vieron salir y no regresar,
pero ¿quién piensa en esas cosas? Ellos estarían a lo suyo. Además, como
escuchamos la voz de Emilio viniendo desde este mismo salón cuando sonó el
ruido de la lámpara, todos dimos por hecho que el Papá Noel habría vuelto.
—Eso explicaría la coartada en cadena, desde luego. Y que nadie muestre
heridas visibles.
—Dilo, reina. La sangre sería del asesino, que solo tuvo que esperar
escondido en algún rincón de la casa y, cuando el abu quitó la alarma por la
mañana, pudo salir corriendo.
—¿Y quién pudo abrir la puerta?
—Esa es la pregunta. Pudo abrir mucha gente: Verónica estaba por allí,
Quique, que hablaba por teléfono, Julia creo recordar que iba camino del
baño… y el propio Emilio, que estaba en el salón y que apareció junto a la
puerta cuando nosotros llegamos. No sé si te acuerdas de que el abu tenía
miedo de que alguien le diera el cambiazo con alguna carta al levantarnos de
la mesa y nos obligó a hacerle una foto a la mesa antes de salir. Tardamos
demasiado como para saber quién llegó primero. Sea quien sea, Míriam
decidió protegerlo.
Las ideas de Florencia son rebuscadas, pero tienen lógica. No me atrevería
a afirmar que se equivoca. De todos modos, lo que propone, aunque explica
varios enigmas, no soluciona el caso. Seguimos sin saber quién pudo ser el
culpable, entre otras cosas.
—Se lo decimos a tu padre y tu abuelo, ¿no?
—¡No! —me grita, y después baja la voz—. No podemos hacer eso. ¿Y si
nos equivocamos? Menudo cuadro. Todavía no estoy segura de si es cierto.
No tengo pruebas y sí algunas dudas. Lo único que tengo es mi experimento y

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eso no es nada. Si pudiera encontrar el escondite…, podría demostrar que el
asesino vino de fuera.
—Pero en esta casa hay mil escondites posibles.
—Exacto. Además, también me gustaría investigar quién es el asesino, y,
para eso, antes tengo que hablar con mi tío Gerardo. A lo mejor mañana lo
llamo o le hago una visita a su casa, de tranquis, para cotillear. Una de dos.
No sé por qué, pero estoy segura de que está implicado en todo esto.
No me parece una buena idea y no es nada profesional. En el trabajo,
jamás osaría esconder información a mis superiores, estamos todos en el
mismo equipo. Sin embargo, entiendo que aquí hay tres equipos, y me da la
sensación de que los motivos de Florencia para callar tienen que ver con que
ella quiere ganar el partido.
—Porfi, amor. Si lo piensas bien, no tenemos nada de nada. Te prometo
que, si surge alguna nueva pista en esta dirección, lo utilizamos, pero no
merece la pena hacerles perder el tiempo si no estamos seguras. ¿Ok?
Me mira imitando el gesto de un gatito pidiendo comida. Es monísima, no
me queda más remedio que aceptar. Si algo me está quedando claro es que lo
mejor que puedo hacer es seguirla a donde vaya. Al fin y al cabo, las ideas
geniales no llaman a mi puerta y, si lo hacen, se quedan escondidas detrás del
perchero, que viene a ser lo mismo.

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Las mentiras tienen las patas muy robustas

RICHARD

Richard se refugia en su dormitorio. Si Eugenio ha tomado la biblioteca, él


tiene que encontrar su propio centro de operaciones y no hay otro mejor y
más tranquilo que este. Se sienta sobre su escritorio, con una pierna apoyada
en el suelo y la otra colgando. Es un gesto chulesco, de otra época de su vida.
El anciano inspector aún le da vueltas a la prohibición de su hijo a la hora
de registrar los dormitorios. Si hay algo que le molesta especialmente es la
educación con la que se lo ha dicho. Interpreta que la aparente suavidad
esconde condescendencia y piensa que es absurdo que un hijo muestre
paternalismo hacia su padre. Entiende que las motivaciones de Eugenio son
buenas. Pensará de manera sincera que su padre está sobrepasado porque es
un hombre ya mayor, y porque la muerte de una hija es un hecho que se
comprende, pero no se asimila. Richard entiende que Eugenio haya llegado a
esa conclusión, aunque es evidente que olvida quién es su padre. Él es
inspector de policía, lo lleva dentro y no puede dejar de serlo, no podría ni
aunque quisiera. Por eso mismo no puede descansar hasta encontrar al
asesino.
Levanta de nuevo su grabadora y habla con ella:
—Las horas pasan y el caso se estanca. No tengo permiso para registrar la
casa en busca de los documentos y creo que puedo descartar que Julia sea el
Oso Amoroso. Eso no significa que no pueda ser Emilio. Es cierto que la
sangre no es suya, pero tendría motivo y oportunidad para ser el Oso. La
oportunidad se la da mi hija Julia y sus recursos para acceder a todo tipo de
documentos en el hotel. Podría haber conseguido llaves, claves, lo que sea. Su
motivación es obvia, si Gerardo sigue adelante con la ampliación de la
estación de esquí, los sueños de Emilio de convertirse en millonario gracias a
ese whisky asqueroso se desvanecen. El problema es que Verónica se refiere

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al Oso Amoroso como si fuera una suerte de espía legendario, alguien capaz
de poner en riesgo una compleja trama mafiosa a través de chantajes y
amenazas veladas, y también desveladas. Intuyo que el Oso es una persona
inteligente, fría y carente de compasión, y ese no es Emilio. Tampoco es Julia.
¿Puede ser Verónica?
Según la menciona, Verónica abre la puerta y entra en la habitación. A
simple vista podría parecer que la ha invocado al pronunciar su nombre,
aunque la realidad es más prosaica que todo esto. Richard la estaba esperando
porque le ha escrito un mensaje hace un minuto, pidiéndola que se presentara
en su dormitorio.
—¿Qué quieres, Richard? No tengo más información que darte, vas a
tener que apañarte con lo que tienes —le dice, con cansancio.
—¿Te han seguido?
—No digas tonterías, haz el favor, que ya no estás para estas cosas. Les he
dicho que iba a fumar y nadie ha hecho más preguntas. Solo te importa a ti
que salgamos o no del comedor. Venga, dime, ¿para qué me has llamado?
—Siéntate, tenemos que hablar.
Richard utiliza la pierna que tenía levantada para dar una patada a la silla,
ofreciendo asiento a su exnuera. Verónica no oculta su hastío hacia Richard y
su gestualidad anticuada, pero cierra la puerta a su espalda. Se acerca a
Richard y saca un pitillo.
—¿Puedo?
—No, no puedes. Está prohibido en esta casa, ya lo sabes.
Verónica hace caso omiso, pasa de largo de la silla, abre la ventana y
enciende su cigarro. Richard no se lo reprocha, él también desobedecería esa
orden si no viniera de Agnes. Verónica suelta el humo y se dirige a él,
lacónica:
—No tengo nada más que decirte. Es más, ahora me arrepiento de haber
hablado antes.
—No deberías, hiciste bien. Es lo único que has hecho bien.
—¿Yo? ¿Soy yo la que hace las cosas mal?
Richard levanta el culo del escritorio y se aproxima a Verónica, para
hablar más cerca de ella. Aprovecha para sacar otra vez el vapeador. Se toma
su tiempo antes de contestar:
—Te lo acabo de decir, pero, como veo que lo necesitas, te lo repito. Lo
único que has hecho bien es hablar conmigo.
—No soy yo la que ha retenido a todos en el comedor y se ha puesto a
hablar de registros. ¿Qué ha sido eso? Es obvio que el Oso sabía que

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hablábamos de él, estás jugando con fuego. Cuando ha saltado la alarma hace
unos minutos he pensado que se había acabado todo, que mi hija habría
muerto. No te llamé para que nos pusieras en peligro.
—Me llamaste para encontrar al Oso Amoroso.
—Te equivocas otra vez. Te llamé para que, si lo encontrabas, te
enfrentaras a él. Si fuera solo por encontrarlo, hubiera llamado antes a mi
hija… o incluso a Eugenio. Ya no eres lo que eras, Richard. Mírate.
—Estoy en la flor de la vida. Una flor rara y exclusiva. Deberían
exponerme en el jardín botánico.
Verónica apaga el pitillo en la nieve apilada sobre el hueco de la ventana
y lo mira de arriba abajo, con lástima.
—Eres una flor seca, Richard. Ya no estás para estos trotes y creo que
deberías asumirlo.
—Me lo apunto en la agenda.
Verónica se aleja de la ventana y del frío y, ahora sí, utiliza la silla que
antes le ofreció su exsuegro.
—No has encontrado al Oso, ¿verdad? No estás ni cerca. Joder, ¿cómo
pude confiar en ti a estas alturas? Qué error…
—El error no es contármelo, es mentirme.
—¿Cómo?
Richard recoge la colilla de Verónica y la mete dentro de un papel. No
tiene papelera en su dormitorio, casi nadie la tiene, a no ser que vivas en un
piso compartido.
—Mira, si te divierte puedes llamarme anciano, acabado, o incluso
tiquismiquis, pero si hay algo que no me gusta un pelo es que me mientan.
¿Qué le voy a hacer? Manías de uno. Ya sabes, los viejos tenemos muchas
manías. Y la mentira me molesta especialmente cuando se supone que me
están dando información valiosa sobre el caso de la muerte de mi hija.
—¿De qué hablas?
—¿No discutiste con Míriam ayer antes de venir a casa?
Richard vuelve a sentarse sobre el escritorio, manteniendo una posición de
superioridad ante ella. Verónica calla, sabe que la ha descubierto.
—Has hablado con Julia, ¿no?
—La verdad puede tener muchos mensajeros, pero es única e inmutable.
Discutiste con mi hija Míriam a gritos pocas horas antes de que muriera, y
dejaste testigos. Eugenio mismo os vio desde la calle, viniendo hacia aquí.
Bueno, te vio gritándole a alguien, aunque él no sabía que era Míriam.
—Yo nunca dije que no hubiera discutido con ella. Por tanto, no mentí.

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—¿Eres tú el Oso Amoroso?
Verónica se pone en pie y Richard interpreta que ya está a punto de
confesar, si es que tiene algo que confesar.
—Chocheas —le dice Verónica.
—Tienes acceso a los documentos que necesitaba el Oso, la frialdad
necesaria para hacer chantajes y, por lo visto, también una motivación para
enfrentarte a ellos.
—¿Cómo que la motivación? Discutí con Míriam, pero eso no hace que
quiera matarla.
—¿Por qué discutíais?
—Tú estás discutiendo conmigo ahora y no por eso me vas a matar —dice
Verónica, evitando contestar a la pregunta.
—¿Por qué discutíais?
Richard golpea el suelo con su bastón y Verónica no contesta. Richard
camina alrededor de ella, hablando pausadamente, con firmeza.
—Ya que no respondes, déjame que comente en voz alta una idea que se
me está pasando por la cabeza. Es solo una idea. Imaginemos que Míriam te
descubrió. Te pilló con las manos en la masa confabulando contra la
expansión del hotel y llegó a la única conclusión posible. Que tú eres el Oso
Amoroso.
—¡No! ¿Qué dices? ¿Por qué te inventas las cosas?
—Y por eso la mataste.
—Richard, es tarde y empiezas a decir chorradas. Yo me voy. Y tú
también deberías. Se acerca la hora de la cena y, si no quieres problemas con
Agnes, esta vez deberías poner la mesa a tiempo. A este paso tiene pinta de
que te va a tocar dormir en el sofá y ya lo tiene cogido Juana.
—Ahora vamos, no te preocupes. Hay tiempo para todo. Estabas a punto
de confirmarme que tú mataste a Míriam.
Verónica le dedica una mirada cansada y se dirige hacia la puerta sin
responder. No lo considera necesario. El hombre no deja de hablar, haciendo
caso omiso de su performance:
—Es solo una idea, pero sería un plan perfecto, eres la única persona que
no iba a venir a la cena, no contábamos contigo. Nadie pensaría que todo era
parte de un plan trazado hace mucho tiempo.
—¿Yo planeé la mayor tormenta de la historia de Aragón? ¿De verdad?
Tengo poderes, por lo visto.
—Si no hubiera sido Josema, habría sido otra cosa.

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Verónica se ríe, frustrada, y olvida su intención de abandonar la
habitación durante un momento.
—Sería graciosísimo si no fuera muy peligroso. No puedes pensar eso,
Richard. Lo vas a estropear todo. Yo no soy el Oso y, si crees que lo soy, no
vas a dedicar tu tiempo a buscar al verdadero. Y necesitas dedicar toda tu
atención a esa tarea, porque no lo estás logrando.
—¡Te lo pregunto por enésima vez! ¿Por qué discutíais? —responde
Richard, utilizando a su favor el nerviosismo de Verónica para sacar una
respuesta.
—Porque era una dictadora, ¿te vale? —contesta ella en un arrebato.
Verónica se calma y continúa—. Porque Míriam era la peor jefa del mundo.
Yo quería acortar mi jornada en el hotel ante la previsión de que se nos echara
encima la tormenta y ella no me dejó. Se empeñó en que cumpliera todas mis
horas. Y me dijo que podía venir aquí, que vendría Florencia y estaría con mi
hija…, y me enfadé. Mucho. Porque tengo mi propia familia; padres,
hermanos, tíos…, todo el pack. Por eso y porque os odio a todos. A todos,
Richard. Siempre me disteis pereza y no quería volver a pasar por esto. ¿Es
suficiente con esto? ¿Podemos irnos ya a cenar?
Se hace un silencio. Richard se sienta en la silla, satisfecho de haber
sacado una respuesta, que ya verá si es sincera o no. No sabe aún qué pensar
de Verónica, sigue siendo una sospechosa sólida ante sus ojos, y no está
seguro de que le haya contado todo lo referente a la discusión. De todos
modos, no gana nada confrontándola directamente ahora. Es mejor que
Verónica se sienta fuera de toda sospecha, relajada:
—Nos odias a todos, ¿eh? No sé qué puedes tener contra Agnes.
—No tengo nada contra ella —admite Verónica con culpabilidad—. Me
he venido arriba. Tampoco tengo nada contra mi hija ni contra Ainhoa, que es
una chica estupenda… Incluso Eugenio es aceptable, pese a que casarse
conmigo sin decirme que era gay fue un mal detalle.
—Sí, no me gustó a mí tampoco.
Verónica apoya su mano en el hombro de Richard, lo que le hace
plantearse que quizá el paternalismo hacia él se puede estar convirtiendo en
tendencia. No le gusta, en cualquier caso.
—No soy el Oso, Richard.
—No tenías que haberme mentido.
—No tenía que haberte dicho nada. Ya no sabes lo que haces y nos estás
poniendo a todos en peligro.

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En ese momento, el teléfono de Richard suena y se ilumina, mostrando el
nombre de quien llama: es Jandro, el esbirro de Gerardo.
—Tengo que cogerlo. Ve yendo al comedor.
—¿Te llama a menudo?
—¿Tú qué crees?
—Joder, Richard. Merezco saber qué es lo que quiere.
—Ya hablaremos, Verónica. Gracias por venir, has sido útil.
Verónica se resiste a marcharse y el teléfono no deja de sonar. Richard
espera pacientemente, sin mover un músculo hasta que ella se va y cierra la
puerta a su espalda. Es entonces cuando Richard responde a la llamada:
—Hola, Jandro. Feliz Navidad.
—No sé tú, pero yo no estoy para bromas.
—¿Y yo sí?
—No lo sé, Richard. Dímelo tú.
Richard aparta el teléfono de su oreja, había supuesto que Gerardo se lo
habría dicho, pero ahora es consciente de que Jandro quizá no sepa que
Míriam ha muerto.
—¿Por qué no estás para bromas?
—Richard, no me jodas.
—No tengo interés, no eres mi tipo. ¿En qué puedo ayudarte?
—Te llamo para advertirte. Sea lo que sea lo que estáis haciendo, si es que
estáis haciendo algo, dejad de hacerlo. No sabéis con quién estáis tratando —
dice Jandro, y cuelga.
Richard vuelve a sentarse en el escritorio, dejando colgar una pierna.
Vapea y piensa, piensa y vapea. Y le habla a su grabadora:
—El Oso Amoroso está poniendo nerviosa a mucha gente que no suele
estar nerviosa. Están dando palos de ciego y temen que yo pueda estar
involucrado. Ya ha supuesto un gran sacrificio cruzar unas palabras con
Gerardo después de tantos años de éxito evitándolo, pero no me va a quedar
más remedio que rendirle otra visita mañana. No hay nadie mejor que él para
ayudarme a descubrir quién es este Oso. En fin, la Navidad une a las familias,
¿qué le vamos a hacer?
Richard baja la grabadora y piensa un poco más sobre el tema. Parecen
pensamientos profundos:
—Antes de que salga el sol me paso por su casa. Con un poco de suerte
tiene roscón y, si en lugar de poca tengo mucha, lo mismo también tiene té.
No caerá esa breva.

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Perdido en el laberinto de una huella dactilar

EUGENIO

Laberinto a laberinto, todos diferentes, Eugenio se guía por los surcos de los
dedos de sus familiares, como un pitoniso tratando de leer el futuro en las
hendiduras de sus manos. Aunque en realidad trata de leer el pasado. Porque
del futuro no hay restos, del pasado sí, y todo lo que hacemos queda
registrado en la memoria del planeta. O, sin tanto misticismo, dejamos
indicios, pruebas, a nuestro paso. Algo tan íntimo y tan desconocido como la
forma de los dedos puede cambiar el curso de una investigación. No hay dos
iguales. Todos somos diferentes. Y solo uno es el asesino. O dos, tal vez, si
hay cómplices. No debería haberlos. Respira hondo. Suena Silvio. Le da
fuerzas.
Se encuentra en su lugar en el mundo, sentado a solas tras una mesa,
analizando pruebas, observando y catalogando los detalles minúsculos que
esconden las grandes verdades. Se va a tomar su tiempo. ¿Quién sabe cuánto
puede tardar? Pueden ser horas y no le importa, más bien al contrario, lo
reconforta. Cada indicio merece su atención total, su dedicación de artesano y
no está dispuesto a renunciar a nada. Se merece este momento de paz después
de todo lo que le está ocurriendo.
Pasa por los recovecos de las manos gastadas de su madre, muy distintos a
los de las gafas de Míriam; recorre la violencia antigua de las manos de su
padre y no hay nada que ver ahí. Se sorprende por la finura de las líneas de
Emilio, sinuosas y sutiles, y concluye que tampoco tocaron las gafas. Emilio
se puede sentir a salvo pese a haber manchado su disfraz de sangre que no era
suya, no se sabe cómo: no tocó las gafas. Las pruebas no mienten.
Eugenio toma aire, bebe un sorbo de té y no se envenena, porque
evidentemente el veneno no estaba ahí, y se pierde en los surcos de Florencia,
que se entremezclan y llevan a sitios distintos por los mismos caminos. Nada.

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Los dedos jóvenes y fuertes de Ainhoa tampoco tocaron las gafas, se libra de
esta. Siente que se acerca al sospechoso, que ya le van quedando menos
dedos, menos manos, y, si la lógica impera, ese dedo marcado en el cristal es
uno de los que quedan por revisar. Cualquiera diría que Susana se habría
quemado las huellas dactilares, borrando esa herramienta de control por parte
del Estado y de la Policía, negando la posibilidad de maniatarla en el sistema.
Pero no. Sus huellas son normales. Nada destacable. Bueno, sí, el hecho de
que no son las que busca. Una menos. Y de Susana pasa a Julia, de una
hermana a otra, y ambas le dejan huella, ¿qué tendrá él de sus hermanas?
¿Qué dirán ellas de él? ¿Cómo verían sus huellas, sus dedos, su personalidad?
La huella de Julia se ha impreso con fuerza, hubo que pedirle que la repitiera,
que no empapase tanto el papel, porque unas líneas se mezclaban con otras. Y
lo hizo de nuevo y casi no tocó el papel, y movió el dedo y se emborronó, así
que lo hicieron una tercera vez, que sirvió, también marcada con fuerza y
decisión. No es ella. Quedan tres, sin contarse a sí mismo. Javi, Berni y
Quique.
Con miedo, mucho miedo, Eugenio mira la huella de Quique y piensa en
su marido de nuevo como un posible asesino, no como un amante, como un
apoyo, como un amigo, y revisa su rastro, sus líneas, esa huella que se ha
posado tantas veces en su propio cuerpo, acariciándolo, apretándolo,
palpándolo, y eso es lo que desea pensar, en esas manos como deseo y como
sostén, no como peligro, y se da cuenta de que no conoce esa huella, sabe de
memoria su número de teléfono, su DNI, su fecha de nacimiento, pero no su
huella única, que lo separa del resto, y no, tampoco él tocó las gafas, y menos
mal. Se gana otro trago de té. Es de noche. Hace tiempo que se fue el sol, pero
es indudablemente de noche. Berni o Javi. O el imposible. O el error.
La huella de Javi es pulcra y es joven, firme, concienzuda o crédula según
se mire, un laberinto que parece un jardín afrancesado, el Versalles de las
huellas, todo ordenado, y es increíble cómo pueden coincidir la huella y la
personalidad. Eugenio se para un segundo a pensarlo. Después de tanto
tiempo revisando huellas lo daba por hecho. ¿Acaso nuestra personalidad
incide en todo lo que somos, en todo lo que nos representa y nos hace
personas? ¿O es la forma íntima de nuestras huellas lo que nos hace ser lo que
somos, lo que influye en nuestra manera de sentir y de pensar? Y no, claro
que no coincide con la huella de las gafas.
Queda Berni. Si la huella no es suya, ¿de quién? Pero ¿Berni puede ser el
asesino? Hay que escuchar a su huella. Y la huella habla despacio, como
todas, línea a línea, de fuera a dentro, y es una huella interesante por lo

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impredecible. Tan impredecible que es la misma huella que hay en las gafas,
y por tanto, se puede afirmar que Berni tocó ese cristal con su dedo gordo y a
Eugenio no se le ocurre nadie que pudiera predecir este resultado. Pero la
ciencia es la que es.
Berni estuvo en la habitación de Míriam y tocó el cristal de sus gafas con
el dedo pulgar.
Berni es el principal sospechoso del asesinato de Míriam.
Pero la sangre no es de Berni.
¿Puede ser de Susana o de Javi? ¿Un crimen de esa parte de la familia?
Tal vez su mujer o su hijo matasen a Míriam, quedando heridos por un arma
blanca cuyo paradero es desconocido, y él los esté encubriendo. No se
entiende, en ese supuesto, por qué tocó las gafas. Quizá se agachó para
tomarle el pulso a Míriam en el cuello, una vez asesinada, para confirmar su
muerte, y a ella se le cayeron las gafas en el acto, y él las cogió y trató de
ponérselas, tan buen tipo como es, antes de darse cuenta de que ya nunca más
iba a usarlas. Es una idea extraña pero factible.
O bien es el asesino. Se hace raro. Un tipo tan entrañable, que siempre
saluda. Y, si es el asesino había alguien más en la habitación, alguien que está
herido y que sangró.
Apaga la música. Afuera es noche cerrada. ¿Han cenado? No lo recuerda.
Ni siquiera sabe si tiene hambre. Mete ambas huellas en un sobre en el que
escribe su nombre, la dirección y la fecha y la hora, las diez y cinco de la
noche del 25 de diciembre. Hora de dormir en Inglaterra. Ha pasado casi todo
el día de Navidad trabajando. Se descubre cansado, le pesa todo el cuerpo y
sabe que aún queda mucho que resolver. Y no soporta la idea de enfrentarse
en este momento a las ocurrencias de su hija o a la violencia de su padre. Pero
trabaja con ellos y tiene que comunicarles su descubrimiento.
En el salón, toda su familia está sentada a la mesa, con las ensaladeras
llenas y los platos aún vacíos. La mirada de Eugenio se dirige a Berni, que
mastica un pedazo de pan con sobrasada, con la boca cerrada, y una pequeña
mancha de grasa le cae por la comisura del labio. Se la limpia rápidamente, la
esconde. Podría ser el acto de una persona culpable. O de alguien que ha
empezado a comer antes que el resto.
—Te hemos llamado, cariño —dice Quique—. ¿No nos has escuchado?
—No he oído nada.
Quique acaricia el brazo de Eugenio, que se apoya en el respaldo de su
silla.

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—Hemos dado por hecho que estabas muy metido en tu trabajo y
estábamos a punto de cenar sin ti.
—Has venido atraído por el olor, ¿a qué sí? —dice Emilio, disfrutando de
su reciente libertad—. Cuando aprieta el hambre se agudizan los sentidos que
da gusto, ¿o no?
—¿Te pongo un plato? —dice Agnes—. Tienes tiempo para comer ahora
con nosotros, ¿no?
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—Papá, ¿me puedes ayudar? Ya tengo los resultados.
Su semblante es firme y Richard comprende que el momento va a ser
complicado. Se pone en pie con diligencia y se sitúa detrás de su hijo. Todos
los miran, dejan los cubiertos, las servilletas y los vasos. Esperan al nuevo
veredicto, en completo silencio. Ya saben cómo va. Emilio coge aire y no
parece que lo suelte. La situación le trae malos recuerdos. ¿Y si vuelven a por
él? No le ha dado tiempo ni a comer caliente, no va a poder disfrutar de su
última cena. Pero Eugenio, seguido de Richard, pasa de largo y se sitúa junto
a Berni. Eugenio teme que la situación se complique, que Berni monte un
escándalo, que no se deje detener. Sabe que su padre está deseando que ocurra
y verse obligado a poner al principal sospechoso del asesinato de su hija a
inspeccionar el parquet con un golpe de su bastón. Por suerte, eso no sucede,
no por ahora, y Eugenio se queda, de hecho, muy contento con la expresión
que se le ha ocurrido, piensa que a su padre le gustaría decir eso de
inspeccionar el parquet.
—Bernardo Junquera, estás detenido por el asesinato de Míriam Watson.
—¿Yo? No la he matado, tiene que haber un error. ¿Por qué me detenéis?
—Tus huellas estaban en las gafas de Míriam —dice Eugenio—. Tenemos
que detenerte, Berni.
—Ni siquiera sabía que Míriam llevara gafas ayer. Pero respeto mucho tu
trabajo, el de los tres, y entiendo que no es sencillo, os ayudaré en todo lo que
pueda y colaboraré para resolver el malentendido.
Berni se levanta y echa las manos hacia atrás, para que Richard se las
pueda atar, usando unos cordones como hicieron con Emilio.
—Pero ¿cómo vais a detener a Berni? —dice Agnes—. Estoy segura de
que es inocente. Lo conocemos desde siempre, y es un amor.
—No podemos saberlo. No sería la primera vez que detenemos a alguien
por error. Pero por ahora es así. Si nos equivocamos, mala suerte.

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Susana no dice nada. No mira a su marido a la cara. Javi sí lo hace, sus
ojos muestran odio, decepción. Sus reacciones carecen de sentido para
Eugenio. Están deteniendo a su marido, a su padre. Y no son gente de
quedarse callada ante las injusticias. Qué menos que gritar, que patalear, que
porque me están sujetando que si no yo les arranco la cabeza. Eso sería lo
normal en Susana, y quizá también en Javi. Aunque con Javi sería distinto, a
él no podrían sujetarlo. La familia al completo observa la procesión salir de la
habitación, salvo Florencia, que se pone en pie y los sigue. Hace señas a
Ainhoa para que los acompañe.
—Tú mejor quédate aquí, Ainhoa —le dice Eugenio—. Y controlas un
poco la situación mientras acabamos con este asunto.
La chica mira a Florencia, que se encoge de hombros.
—Así al menos podrás ir cenando —dice ella.
Los tres inspectores escoltan a Berni en dirección al baño del pasillo.
Eugenio reflexiona sobre esta nueva fase de la investigación. Tienen que
interrogar a varias personas. Tienen que registrar la habitación de Berni.
Eugenio se pregunta si esta vez habrán acertado o no y si tienen ya al asesino.
Pero también se pregunta cuándo y qué va a cenar, y cuándo podrá acostarse
un rato.
—Qué canteo —le dice Florencia—. Aquí hay mucho que rascar. Y estoy
convencida de que Berni no es el asesino.

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Una certeza que es mejor no saber,
una duda que hay que comprobar

AINHOA

Las cenas del día de Navidad suelen ser bastante aburridas. Al menos en mi
familia. Todos se han dicho ya lo que se tenían que decir y no queda claro si
todavía es noche de celebración, o si es momento de descansar y estar cada
uno a su aire. Esta ha sido aún peor. Algunos estamos todavía asimilando la
noticia de que Berni es el principal sospechoso, aunque su mujer y su hijo no
parecen muy afectados. Teníamos que estar juntos en familia, después de la
desgracia, y no habíamos podido decir chascarrillos ni ponernos al día. A mí
no me conocen. Si hubiéramos tenido una Navidad en condiciones tal vez me
habrían hecho las preguntas típicas, si estoy viviendo con Florencia, si vamos
en serio, si queremos tener hijos, a qué se dedican mis padres… Pero no ha
ocurrido y se da por hecho que no va a ocurrir y hemos pasado directamente
al momento incómodo en el que a todos nos sobra el resto de las personas y
queremos estar solos, ver una serie, escuchar música, leer un libro y cagarnos
en la Navidad al menos hasta el año que viene.
Al final me he atrevido a llamar a mi familia y no ha sido para tanto.
Sencillamente no se lo creían. Ama no ha parado de preguntar si podía salir de
aquí de algún modo. Y yo lo haría encantada, me iría con Florencia muy lejos,
pero no solo tenemos que resolver el caso, es que, además de todo, soy
sospechosa. Cuando mi chica se ha ido con Richard y Eugenio nos hemos
quedado en silencio y hemos comido lo que nos entraba. Ni siquiera estaba
bueno. Picoteo y restos. Las albóndigas del táper que ha utilizado Eugenio
para guardar pruebas. Pan de ayer con cosas. El plato con mayor elaboración
era una tortilla francesa con queso y tampoco sabía del todo bien. Esta gente
se empeña en cocinar con mantequilla en lugar de aceite y no estoy
acostumbrada. Y eso que Agnes es maña de toda la vida.

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Así las cosas, he agradecido infinito a Florencia que me salvase de la
mesa y que me permitiese ir con los inspectores Watson a ver qué ocurría. Y
lo que ocurre es que no han encontrado nada en el registro de la habitación de
Berni y que a mi novia no le convencen las pruebas y necesita algún apoyo.
Nos alejamos por el pasillo hacia el salón, donde aún duerme Juana, y
hablamos susurrando, conspirando. Y eso que somos los buenos.
—Hay que liberar a Berni, pero no me escuchan. ¿Tú qué piensas,
Ainhoa?, ¿te parece normal tener al hombre atado en un baño? ¿Crees que
sería capaz de matar a una mosca? Díselo, amor.
—Es una situación difícil —digo yo, tratando de no decir nada. No me
corresponde tomar ese tipo de decisiones.
—Yo estoy de acuerdo en que Berni no ha podido hacerlo solo, la sangre
no es suya, pero algo ha hecho, donde hay huella hubo dedo —opina Richard
—. Y lo digo yo, que no soy un fanático de los forenses, ya lo sabes.
—No puede ser que las pruebas solo te sirvan si respaldan tus intuiciones,
Florencia —señala Eugenio, paternalista.
—¿Por qué no? Apoyémonos en lo que nos sirva y desechemos el resto,
no estamos para perder el tiempo.
—El trabajo policial no es así. No me he pasado toda la tarde mirando
manchas de tinta para que las descartes porque no sale el sospechoso que te
interesa.
—Venga, no las descarto. ¿Cómo puedo convenceros de que no ha
matado a Míriam?
—Explícanos cómo han llegado sus huellas a las gafas —responde
Eugenio.
—No puedo.
—Entonces es sospechoso, nos guste o no. Y hay que investigarlo —dice
Eugenio—. Y es cierto que la sangre no es suya, así que actuó con alguien.
Ese es el camino que debemos seguir. Nuestros primeros sospechosos, por
lógica, tienen que ser Javi y Susana, que son los más cercanos a él y los
únicos que pudieron convencerlo de hacer algo así.
—Porque la sangre solo puede ser de alguien de dentro, ¿no? —pregunto
yo.
Prometí a Florencia que no diría nada sobre sus sospechas hacia el intruso
que entró por la puerta o el descubrimiento de la sangre en el salón, pero nada
me impide darles pistas.
—Ya lo hemos hablado, amor. Nadie podría evitar la alarma —me explica
Florencia, y me advierte con una mirada que no diga nada más.

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—Yo creo que ya es hora de presionar a los sospechosos y averiguar qué
motivos pudieron tener Berni, Susana o Javi para matar a Míriam. Tenemos
que interrogarlos, revisar sus cuentas… apretarles las tuercas, en general —
indica Richard.
—Desde ya os aviso que no os va a gustar lo que estáis buscando, darlings
—nos dice mi chica.
—Otra vez con esto. ¿Nos estás ocultando cosas, hija? —pregunta
Eugenio—. ¿Sabes algo que no hayas compartido con nosotros?
—Tengo una certeza que no queréis conocer y una duda que necesitaría
comprobar —responde Florencia.
Ahora mismo agarraría a mi chica de las solapas y la zarandearía hasta
que abandone su secretismo. Lo peor de todo es que algo me dice que no solo
oculta datos a Eugenio y Richard, me da que hay mucho que yo todavía no sé.
Parece muy segura del asunto de las huellas, ¿qué sabe ella que
desconocemos el resto? ¡Qué rabia me da!
—No podemos actuar solo confiando en ti, hija. Tienes que darnos algo.
—Oki doki. Entonces, si queréis hablamos con Susana, con Javi y con
Berni, vamos al cuarto de Míriam a recrear cómo pudo ocurrir y, cuando veáis
que tengo razón, pasamos a otra cosa. Pero ya os digo que no os va a gustar.
¿Es eso lo que queréis?
—Es lo que quiero, lo que necesitamos y lo que hay que hacer —dice
Richard.
—Si estamos todos de acuerdo, hagámoslo. ¿Primero Berni? —pregunta
Eugenio.
—Susana, sin duda —afirma Richard—. Y luego el niño. Berni para
comprobar lo que digan después.
—Y me dejáis a mí llevar el peso y terminamos antes, ¿vale? —dice
Florencia.
—No, lo hago yo, que es lo mío —replica Richard, sin dudarlo—. Llevo
cincuenta años sacando información a gente. Hijo, díselo.
—Lo tendría que hacer yo, pero, como no me vais a escuchar, prefiero
que lo dirija Florencia —concluye Eugenio—. Lo siento, papá, pero, si no lo
hacemos así, ella es capaz de no decirnos lo que sabe.
—Vosotros veréis —concede Richard, rindiéndose de manera definitiva
—. Pero lo hacemos ya, que me temo que esta noche ni ceno ni duermo.
Pobre hombre. Cualquiera diría que se va a quedar dormido sobre el
bastón. Pero allá que vamos, de nuevo al comedor, donde se hace el silencio
al llegar nosotros. ¿De qué hablarían cuando no estábamos? ¿Hablarían?

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Nadie se ha ido a dormir y eso que dicen que son ingleses y que se van a la
cama temprano. Esperan nuestros siguientes pasos, tal vez nuestro veredicto,
están a expensas de nosotros para conocer la verdad. Qué vulnerabilidad.
—Susana, ¿puedes acompañarnos a la biblioteca, por favor? —le pide
Eugenio—. Queremos hacerte unas preguntas.
—Yo no tengo por qué responder a nada. Soy tu hermana, Eugenio, no
eres mi superior ni mi jefe ni nada.
Me suena al típico «tú no mandas» de cuando éramos niños. Supongo que
con los hermanos nunca terminamos de ser mayores del todo.
—Te lo estoy pidiendo por favor. Sé que no soy ninguna figura de
autoridad.
—¿Qué es una figura de autoridad, papá? —dice Alvarito, a punto de
quedarse dormido, sentado sobre las piernas de Quique.
—Nada, Alvarito, una tontería. Un señor que manda mucho.
—Entonces sí que eres una figura de autoridad a veces.
—Puede ser. Pero no con la tía Susana.
Eso parece convencer a Alvarito. Y a Susana.
—Voy, voy —nos dice, como perdonándonos la vida—, vaya numerito os
habéis montado para convencerme. Os ayudo, pero con la condición de que os
comprometáis a ayudarme a encontrar mi tarjeta ionizada.

En la biblioteca yo me siento en el suelo, apoyada contra las estanterías


porque no hay suficientes sillas y estoy cansada, al lado de Susana. Al otro
lado están los tres policías mirándola como si fuera solo una conversación y
siendo conscientes de que es un interrogatorio. Yo no cabía junto a ellos, y no
me parecía razonable estar cuatro frente a una.
—Es muy extraño lo de la huella de Berni, ¿verdad? —dice Eugenio,
siempre tan conciliador.
—Sí, puede ser extraño, si crees en que se puede identificar a alguien
usando las huellas. Porque eso es una mentira y lo sabes. Todos tenemos
huellas muy parecidas y además nos van cambiando con los años. Es una
herramienta de control del Gobierno.
Eugenio suspira, creo que ya se acuerda de que habla con Susana, y eso
no parece sencillo. Florencia parece estar disfrutando más, juega con un
bolígrafo, pasándolo entre los dedos de la mano como si supiera hacer trucos
de magia que en realidad no conoce.
—Hacía mucho que no veíais a Míriam, tú y Berni, ¿no? —dice mi chica.

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—Yo no la veía desde hace muchísimo tiempo, como a ti, Florencia. O
más.
—He crecido mucho desde entonces, ¿verdad? De niña jugaba a resolver
crímenes y aquí me tienes. Y Berni tampoco vería a Míriam desde hace años,
claro —añade Florencia, como si no fuera relevante. Eso significa que lo es.
—Supongo. No controlo a quién ve y a quién deja de ver, yo no soy
ninguna figura de autoridad para mi marido.
—Ni él para ti, hermana.
—Nadie es una figura de autoridad para mí, sobrina.
Florencia suelta un gritito de los suyos y se le cae el bolígrafo sobre las
piernas. Tan grande es su emoción al escucharla. Lo recoge y sigue jugando.
Es una persona adulta y no lo es.
—Nunca os habéis llevado mal, que yo recuerde, más allá de que se fuera
con Gerardo y perdierais el contacto —dice Eugenio.
—Ninguno de mis hijos os habéis llevado mal entre vosotros.
—Bueno, abu, a ver…
—¿Qué tendríais tú o Berni contra ella? —pregunta Eugenio.
—O Javi, no lo olvides —completa Richard.
—Es verdad, Javi quería trabajar con Gerardo y Míriam no lo ayudó
mucho —dice Eugenio.
—Le dio tremendo zasca, si no recuerdo mal —corrige Florencia.
—¿Queréis dejarla hablar? —pregunto yo—. Que para eso la habéis
traído.
A Florencia se le vuelve a caer el bolígrafo de la sorpresa de que yo les
corte la mala educación y, cuando va a recogerlo del suelo, Richard lo lanza
al otro lado de la habitación con un golpe de bastón. Y no me parece mal, me
gusta verla jugar, pero también puede llegar a agotar.
—¿Y qué queréis que os diga? —contesta Susana—. ¿Que éramos íntimas
y que Míriam era una persona estupenda? Pues, mira, no era la mejor hermana
del mundo, pero tampoco la peor.
Florencia se levanta y cruza la sala en dirección al bolígrafo, obstinada
como es ella. Lo recoge, agachándose sin flexionar las piernas, como una
pin-up de las de toda la vida, y me guiña un ojo. En realidad, la adoro.
—Hay una cosa que no entiendo, bueno, no la entiendo yo ni creo que la
entienda nadie de los que estamos aquí —dice Eugenio—. ¿Podrías
explícarnos por qué no te ha ofendido que detuviéramos a Berni? Se supone
que lo quieres, que estáis muy unidos.
—Eso son cosas tuyas.

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Florencia se queda quieta, al escucharla, haciéndose la sorprendida.
Eugenio tampoco sabe qué decir. Creo que Richard está a punto de quedarse
dormido. Sigue con gesto de hombre fuerte, porque él es así, pero sospecho
que en su cabeza solo hay cansancio.
—¿Son cosas mías que lo quieres y estáis muy unidos, o que no te ha
molestado? —pregunta Eugenio—. Yo admito que esperaba que tirases la
cena al suelo cuando he pronunciado su nombre.
—Soy una persona civilizada y la procesión va por dentro.
—¿Y por qué no pareces muy triste tampoco por la muerte de Míriam? —
dice Florencia—. Pareces triste, un poquito, pero enfadada sobre todo.
—Expreso así mis emociones, lo que pasa es que no me conoces tanto,
sobrina.
—¿Y por qué crees que Javi tampoco ha reaccionado con la detención de
su padre? —insiste Florencia.
Noto a mi chica entrando en su zona de confort. Ya se acomoda en el
sillón, como hace ella, meneando el culo como tratando de hundirse en el
asiento, levantando los pies del suelo. Ya no la van a parar en este
interrogatorio.
—No lo sé —dice Susana—, no soy mi hijo.
—¿Cómo crees que llevó él que Berni tuviera una aventura con Míriam?
¿También se enfadó, como tú?
Eso era. La bomba que estaba preparando. La certeza que su padre y su
abuelo no iban a querer descubrir. Los ojos de Richard se han abierto de
verdad. Eugenio ha sonreído al oírlo, como si no lo entendiera, como si no lo
creyera y pese a todo tuviese todo el sentido del mundo, y aún sigue
sonriendo como un bobo. Y Susana, ¿qué hace? Quieta, congelada en la silla,
mirando al infinito. Solo Florencia se mueve, juguetona, activa, dando
golpecitos con el bolígrafo en la mesa camilla, como una concursante de un
programa de la tele después de acertar una pregunta y esperando la de los
muchos millones. Y la situación está muy bien hasta que Susana salta de la
silla y se enfrenta a Florencia. Ni que decir tiene que me toca levantarme y
sujetarla para proteger a mi novia, por mucha razón que tenga Susana en
enfadarse.
—No te voy a consentir que hables así de mi marido, de mi hermana y de
mi hijo, niñata.
—Pero es verdad, ¿o no es verdad?
—Niña, esta es una acusación muy grave. ¿Puedes explicar por qué has
llegado a esa conclusión? —interviene Richard. Para según qué generaciones

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puede ser un asunto casi tan serio poner los cuernos a tu pareja como matar a
alguien.
—Y no vale responder con conjeturas, hija. Es momento de darnos algo
—añade Eugenio.
—Pufff, ¿por dónde empiezo? —dice Florencia, y me mira—. A ver, lo
primero de todo, tenemos que confesar que Ainhoa y yo sabemos algunas
cositas que era mejor no decir…, como que la abuela encontró un montón de
sangre esta mañana en el salón y, en lugar de decírnoslo, se puso a fregar
como una loca para que nadie lo viera.
—¿Cómo? ¿Es esto cierto, Ainhoa? —me pregunta mi jefe,
responsabilizándome del secreto.
—El salón apestaba a vinagre y limón, y hemos visto el cubo de la
fregona, en la cocina —respondo—. Estaba rojo de sangre. Agnes lo ha
confesado.
—¿Por qué? Ella no ha participado en el crimen —afirma Richard.
—¿Tienes pruebas de eso? —pregunta mi chica, tensando la cuerda.
—Yo, como tú, también tengo una certeza que no puedo explicar, y es que
quien se atreva a acusarla de algo se las va a ver con mi puño derecho hasta
perder el ojo izquierdo —responde Richard, y se luce con la frase, supongo
que podría ser cualquier ojo, pero el hombre ha buscado la musicalidad, y no
lo culpo. En cualquier caso, el mensaje ha llegado con claridad.
—Chill, abu, ya sabemos que no ha sido ella. Pero no creo que nadie dude
de que la yaya sería capaz de encubrir a cualquiera de los que estamos aquí.
Bueno, no a cualquiera. Especialmente a un nieto u a otro de sus hijos… o
hija. ¿Verdad, Susana?
—No sé de qué hablas.
—Claro que no, y no mientes —dice Florencia, sin mostrar un ápice de
ironía—. No sabías que habías pintado de rojo el suelo del salón con las
huellas de tus preciosos zapatos de tacón. ¿Cómo lo ibas a saber? Ni siquiera
viste el charco, era de noche y no encendiste las luces para no llamar la
atención. Y tampoco te enteraste de nada al quitarte los zapatos porque las
suelas también son rojas. Imitación de Louboutin, ¿verdad?
—No sé si son imitación de nada, son bonitos.
—Me juego mi entrada para el concierto de BTS a que, si fuéramos a
verlos ahora mismo, podríamos comprobar que aún están manchados de
sangre, pero no hará falta, ¿no?
Susana ya ni confirma ni desmiente, solo asesina a su sobrina con la
mirada.

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—Lo importante aquí es que la yaya sí que sabía que tú eras la única que
llevaba tacones ayer, así que no tuvo problemas en identificar de quién eran
esas huellas y pensó que podías haber cometido una estupidez, pero también
tenía la certeza de que tú no podías haber matado a tu hermana, por el mismo
motivo por el que el abu sabe que la yaya es inocente. Por amor. No quería
que te detuviéramos y te protegió, como haría cualquier madre.
—Todo esto es muy cuqui y muy díver, pero no tiene nada que ver con tu
acusación. Berni nunca me ha puesto los cuernos —dice Susana.
—¡Buen dato! Ahora viene la fantasía. Es un error de lo más tonto. Yo lo
descubrí porque en el salón no había nada fuera de lo normal. El suelo estaba
perfectamente limpio, con todas las pruebas que pudiera haber ahí destruidas
—dice Florencia, y veo a Eugenio suspirar—. Nada fuera de lo normal…,
salvo una cosita. Había un regalo cuyo envoltorio de papel había sido abierto
y vuelto a cerrar. Un regalo destinado a Berni, para ser más precisos.
Susana baja la cabeza, admitiendo su culpabilidad.
—En cuanto lo vi supe que era para Berni porque estaba en la pila con el
resto de sus regalos… y porque su nombre estaba escrito sobre el papel que lo
envolvía. Y reconocí la letra, era la misma que había en la carta de la escena
del crimen, la letra de Míriam.
Me cago en la mar. Yo he visto lo mismo que ella, ¿por qué no me entero
yo de estas cosas?
—Y por eso supe que fuiste tú. ¿Qué otra persona podía tener interés en
abrir el regalo que Míriam le hizo a Berni? Podría haber sido el propio Berni,
pero la yaya no se habría tomado tantas molestias en protegerlo a él, por
mucho que sea un amor. No, tenía que ser alguno de sus hijos o de sus nietos.
¿Y cuál de ellos podría estar interesado en el regalo? ¿Por qué justo ese y no
otro? Si además era un libro, que no daba nada de curiosidad. Pensé que
tendría que haber una relación entre ellos dos que no conociéramos, porque
nadie querría stalkear el regalo entre dos personas casi desconocidas. Ahora,
si fueran dos amantes…, ¡menuda fantasía! La cosa cambia. Y entonces pensé
que había algo muy random en vosotros dos. Estabais muy serios y pasasteis
mucho tiempo hablando a solas en la cocina. Era obvio que había beef entre
vosotros y que tenía que ser por algo que había pasado aquí, porque no
estabais así desde el principio, para nada. Cuando te pregunté sobre esto me
dijiste que era porque habías perdido el colgante con tu tarjeta, pero eso no
explicaba que Berni estuviera tan afectado; me daba la vibra de que era algo
mucho más heavy. Y me acordé de que tu actitud hacia él cambió de golpe
desde el momento en que llegó Míriam. Ni antes ni después. Cuando llegó

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Míriam. A partir de ahí le empezaste a tratar fatal y todavía sigues. Tendrías
que verte… Al pobre no le permites ni que te dé la mano.
—Me puso los cuernos con mi hermana, ¿tú qué hubieras hecho?
—Joder —dice Richard, aceptando que Florencia tenía razón. No quería
descubrirlo.
—Pero es nuestra vida, no la tuya —continúa Susana—. Y, si te
informaras antes de hablar, sabrías que eso ya se acabó hace un tiempo, que
no hay que remover las mierdas del pasado, porque te manchas igual.
—Yo he avisado, ¿eh? No quería decirlo, han sido ellos, que han insistido.
—Que no se entere la abuela, no necesita saber nada de esto —acierta a
decir Richard.
—Pero entonces todo tiene sentido, Javi o Susana pudieron matar a
Míriam, o incluso Berni. Hay un móvil —dice Eugenio.
—Hay un móvil, pero no suena —responde Florencia—. Ya lo verás,
papá, no te adelantes.
—Un móvil es un móvil y hay que investigarlo, ya veremos si suena o no.
—¿Sabes lo que pienso de los móviles que no suenan? Que deberían
volver los politonos. En mi generación no hemos tenido, y los merecemos, en
verdad.
Ahí se ha crecido mi chica. Por ahora sus extravagancias las dejan pasar
con una mueca, un apretar de los labios, como acaba de hacer Eugenio, y un
seguir adelante. Espero que la cosa no cambie y empiecen a responder de
malas maneras. ¿Qué politono tendría Eugenio en el móvil? ¿La Oreja de Van
Gogh? ¿Amaral? Quizá Silvio Rodríguez, ahora que lo pienso.
—¿Por qué iba a matar yo a Míriam? Si acaso mataría a mi marido, ¿no?
Es él quien me puso los cuernos. Con ella dejaría de hablarme y punto.
—Y así fue como ocurrió —interviene Eugenio.
—Exacto, Eugenio, eres un lince.
Me fijo en mi jefe y lo veo suspirar. Es una pena, con lo que le gusta su
trabajo, cuando está cerca de su padre y su hija lo pasa fatal.
—Qué horror —dice Richard—. Mis niñas.
—Y esta era la primera vez que os veíais desde que pasó lo que pasó —
aventura Florencia.
—Yo sí, Berni creo que también.
—¿Se pudieron reencontrar ayer y que se reavivase la llama? ¿Es posible
que un impulso irrefrenable los llevase al uno junto al otro?
—No, no me parece. Qué peliculera eres.
—Una, que es policía, pero podría ser influencer.

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Florencia pone morritos y Susana sonríe, por educación, supongo. Tengo
la sensación de que otra persona se asustaría y mentiría en este momento,
pero Susana no tiene miedo a que la metan en la cárcel, o bien no es
consciente de lo sospechosa que resulta su situación y habla sin tapujos sobre
lo que sea que le pregunten.
Eugenio carraspea y se pone firme, serio y profesional:
—Muy bien, por recapitular, os reencontráis años después de que tu
marido te fuera infiel con ella, os dais dos besos, comentáis cualquier cosa sin
importancia, Míriam rechaza contratar a tu hijo y a la mañana siguiente
aparece muerta, con una huella de tu marido en sus gafas. ¿Me dejo algo?
—Que yo no la maté. Estaba con Berni en la cocina cuando pasó todo,
precisamente hablando de esto. Es lo que ha dicho tu hija, por eso tardé tanto
en tomarme el chocolate. Y nos vio mamá, que estaba limpiando el baño por
el desastre que había hecho tu hijo con el ambientador, y nos vio tu exmujer,
que estaba fumando en la escalera. Yo no fui.
Richard suspira, siempre llegan al mismo punto:
—¿Y sabía Javi lo de la aventura?
—No lo sé. Por mí no, yo nunca lo hablé con él.
—Pues habrá que saberlo —afirma Eugenio.
Y así, tal cual empezó el interrogatorio a Susana, se termina. Son casi las
once de la noche y estamos todos agotados. Pero llamamos a Javi para que
venga a responder a unas preguntas.
—Responderé solo con una copa de whisky del bueno, el que guardan los
abuelos para las ocasiones especiales.
Qué hostia tiene, con perdón. Pero en toda la cara. Como me pasa con su
tío Emilio, es de esa gente que, no sabes bien por qué, genera ese deseo de
marcarle los dedos en la mejilla sonrosada cada vez que habla, aunque te pida
que le acerques el agua. Y más cuando se comporta así. Florencia, Eugenio y
Richard se miran. Richard se encoge de hombros. Florencia lo imita. Y con la
mirada deciden que le toca a Eugenio salir a complacer sus demandas. No sé
por qué lo hacen. No cumple ninguna normativa ni Javi tiene derecho a pedir
nada. Creo que están muy cansados y sin ganas de discutir, pero algo me dice
que Juana no aprobaría esta decisión.
—¿Sabes dónde está? —pregunta Richard a Eugenio.
—Donde siempre, supongo.
—Eso es. —Richard golpea el suelo con su bastón.
Eugenio se para en la puerta y se gira sin ganas.
—¿Cuál es el whisky bueno, papá? Yo casi no bebo, ¿recuerdas?

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—Ponle de cualquiera, que no va a notar la diferencia.
—Ponle del whisky ahumado de Emilio, que nos va a sacar de pobres —
dice Florencia, y todos reímos, sin excepción.
—El del fondo a la izquierda, según abres el armarito. Sabrás cuál es —
dice Javi, que ha estado estudiando—. Con un par de hielos, por favor.
—¿Con hielo? Lo vas a destrozar.
—Yo lo tomo así.
Richard niega con la cabeza.
—Voy —se ofrece Eugenio, que sigue aquí—. Haced el esfuerzo de no
torturarlo hasta que vuelva.
Y se va sin escuchar la respuesta de su sobrino.
—Me vais a tratar bien y voy a responder a lo que me plazca. No estoy
detenido.
—Tú no. Tu padre tal vez —dice Florencia—. Así, entre nosotres —
utiliza el neutro entre otras cosas porque sabe que no le va a gustar a su
primo, estoy convencida—, ¿crees que mató a Míriam?
—No lo sé.
Javi sonríe como los malos de las películas. De verdad, es que qué ganas
de cruzarle la cara. Por suerte, tengo unos valores.
—No parecías muy sorprendido, ni muy molesto porque lo detuviéramos.
Yo pensaba que os queríais.
—Yo no soy mi padre. Él hace su vida y yo me preocupo por la mía. Es
un hombrecillo entrañable al que me gusta ver por casa, pero no me supone
nada más. Todo lo que he hecho en la vida me lo he ganado solito, sin ayuda
de él ni de nadie. No veo por qué me iba a importar que lo hayáis detenido.
—Te ha quedado precioso. Meritocracia a muerte.
—Aquí tienes tu whisky.
Eugenio le entrega un vaso quizá demasiado lleno de whisky y dos hielos.
Javi los remueve con el dedo, como si supiera lo que hace.
—Veo que manejas una técnica depurada para mezclar hielo con alcohol.
¿Envenenaste así a Míriam y a Juana? —pregunta Richard.
—No sé de qué me hablas. Si acaso, Eugenio puede haberme envenenado
a mí, sabe de química y sabe que soy el más inteligente, así que podría tratar
de deshacerse de mí.
—¿Qué? —exclama Eugenio.
Javi bebe un trago de whisky y tose. No quiere toser, pero tose.
—¿Por qué tardaste tanto en salir del baño? Julia estaba esperando fuera,
llamando a la puerta.

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—Estaba firmando unos papeles, ya me entendéis.
—¿Así os limpiáis el culo los jóvenes de hoy? —dice Richard, sin
entender nada.
—No me creo que estuvieras todo ese tiempo haciendo aguas mayores —
rebate Florencia—. Has venido aquí para decirnos la verdad y beber whisky,
cumple tu palabra.
—Tenía cosas que hacer que no importan a nadie más.
—¿Estabas haciendo cosas de mayores tú solito? ¿Viendo porno?
—No serás capaz de ponerte a ver porno con tu tía Julia al otro lado de la
puerta, ¿no? —pregunta Eugenio, incrédulo.
—Que no se entere de esto la abuela, repito —nos pide Richard.
—Puedes contárnoslo, no saldrá de aquí —dice Eugenio.
¿A quién le vamos a contar esto? ¿Por qué íbamos a hacernos eso? No
esperaba que la conversación girase en torno a la masturbación del primo
postadolescente de Florencia. Podíamos pasar sin ello. A veces las
investigaciones criminales pueden ser desagradables.
—No estaba viendo porno. Estaba vendiendo, ¿vale? —nos reconoce Javi
—. Vendiendo a saco.
—¿Qué vendías? ¿Por Wallapop o algo así? —pregunta Florencia,
empática—. ¿Qué tienes tú?
—Las criptos del perrito cayeron anoche. Ya sabéis, las del perro Shiba, el
del meme, que es muy gracioso. Pues se desplomaron y estaba perdiendo
mucho dinero. Muchísimo. Y tenía que resolverlo cuanto antes.
—¿Por qué no podías hacerlo en el salón?
—Estaba muy nervioso y era importante tomarme mi tiempo, respirar y
hacerlo bien. Y no quería que nadie más se enterase. Mis padres no son
conscientes del volumen de la cartera que manejo. Y os hubierais reído de mí.
—No nos podemos reír de algo que ni siquiera entendemos —dice
Richard.
—Yo pensaba que los tíos duros «holdeabais» —apunta Florencia—. Y tú
fuiste al baño a soltarlo todo. Te debiste de manchar bien.
—¿Lo veis? Os ibais a reír de mí.
—Perdona, perdona.
—¿Has perdido mucho dinero? —pregunta Richard—. Había oído hablar
del mal de las apuestas, pero no sabía que lo tendría tan cerca. Qué inútil.
—Perdona también al abu.
—Perdí todas mis ganancias y algo más, pero no todo. Estoy volviendo a
empezar, pero no hay que perder de vista el objetivo cuando tienes un bache

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en el camino, eso es de losers. Este año no me iré de viaje y punto.
—¿Y no es una opción dejarlo? —pregunta Eugenio y no recibe
respuesta.
—¿Y por qué crees que tu padre mató a Míriam? Porque yo creo que es
inocente, pero tú no —dice Florencia, directa.
—Él sabrá —responde Javi.
—¿Y tú? ¿Qué sabes? ¿Por qué eres tan importante para la investigación?
¿No nos has dicho que lo eres?
Javi vuelve a sonreír, se toma su tiempo, se pasa la lengua por los labios y
no suelta el whisky ni un segundo, como si quisiera calentar los hielos con la
fuerza de sus dedos, como si quisiera reventar el cristal en mil pedazos y
evitar así que siga el interrogatorio.
—Está muy bueno, abuelo, está mereciendo la pena. Sabe a roble.
—En absoluto, chaval —corrige Richard.
Ahora tengo curiosidad por saber a qué sabe.
—Podrías responder —dice Florencia—. ¿Qué problema podría tener
Berni con Míriam?
—Ninguno, que yo sepa.
—¿Y Míriam con él?
—Menos aún.
—¿Menos?
—Sí, menos.
—Menos que nada es muy poco. Dicho así, parece que se llevaran muy
bien entre ellos, vamos, mejores amigos, confidentes, almas gemelas.
—A lo mejor sí.
—Y tú sabes de eso porque…
—Porque se pasaron años teniendo una aventura y creo que solo lo sé yo.
Y ahora vosotros.
—No me lo puedo creer —miente Florencia, y lo hace de maravilla.
—¿Veis como ha merecido la pena traerme el whisky? —se pavonea Javi.
Eugenio vuelve a coger fuerzas, Florencia ya ha hecho el trabajo sucio y
es su momento de retomar el pulso al interrogatorio.
—¿Eres consciente de que todo esto te hace sospechoso? Ella te negó la
propuesta de trabajar para el hotel.
—Tengo otras opciones. Manejo otros contactos. —Javi bebe de nuevo.
Creo que va demasiado rápido, el alcohol solo se toma deprisa en las
películas. Supongo que es su principal referencia.

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—También sabías que tu tía se acostaba con tu padre. Eso podía parecerte
humillante para tu madre. Y verla aquí y que todos estuviéramos tan
contentos con ella… Hay quien podría pensar que no te gustó la idea y que la
mataste cuando creías que dormía, que ella te clavó algo y que tu padre os
encontró así, te ayudó, comprobó que Míriam tuviese pulso y en ese proceso
se le cayeron las gafas y las dejó lo mejor que pudo en el suelo, a su lado. Eso
encajaría con las pruebas encontradas. ¿Qué nos puedes decir a eso?
—Podría decir muchas cosas, pero mejor os demuestro que la sangre no es
mía y punto, que me renta más.
Javi deja al fin el vaso sobre la mesa camilla, se levanta y se quita el
jersey, y después la camiseta, y no hace frío, pero tampoco para hacerse
nudista en este preciso instante. Consigue quitarse los zapatos sin desatar los
cordones y tira de los calcetines hasta que se los saca. La verdad es que no es
un genio desvistiéndose. Se quita el cinturón, se desabrocha el pantalón y se
baja tanto el pantalón como los calzoncillos. Va al gimnasio, sin duda, pero se
salta el día de piernas a menudo. Tiene un tatuaje de Bitcoin en el muslo y
otro del Tío Sam en la espalda. Vaya joyita. Lo que no tiene es ninguna
herida, por ningún sitio. Da una vuelta lentamente, con los brazos en alto,
para que lo podamos comprobar. Bebe un trago de whisky, aún desnudo. No
sé qué placer puede encontrar en estar desnudo delante de su abuelo, su tío, su
prima y su cuñada lesbiana.
Richard lo mira a los ojos. Eugenio decide no hacerlo, con los ojos fijos
en la mesa y Florencia lo observa de arriba abajo, con detalle, aunque creo
que bastante aburrida y eso que la situación es de todo menos aburrida. El
chaval se depila la entrepierna, pero no las piernas, y hay una línea absurda
que marca el límite de los pelos que considera oportuno quitarse. En realidad,
da cierta ternura, aunque sigo con ganas de cruzarle la cara, es inevitable.
—De locos, Javi —dice Florencia—. Ya puedes volver a vestirte.
Y el niño se viste, medio achispado por el alcohol e igual de torpe que
antes.
—También pudo ser Susana quien la matara, contigo presente. Y que
Berni llegase más tarde. O todos juntos —sugiere Eugenio.
—Bueno, papá, me gusta cómo piensas, en serio, pero, si no parece que
pudiera haber nadie, ¿cómo iba a haber de pronto tres personas en la
habitación de Míriam?
—Quizá sea más fácil que hubiera tres personas que una, por eso de la
coartada compartida.

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—El camarote de los hermanos Marx —define Richard, tirando de
hemeroteca.
—Los hermanos Watson —dice Florencia, pero creo que sabía a lo que se
refería su abuelo.
—Se me ha acabado el whisky, Eugenio. Más. Quiero más.
Y los tres investigadores deciden que ya basta. Así que lo echamos de la
biblioteca, borracho y loco, antes de que ocurra un terrible accidente. Qué
tensión. Y, antes de darme cuenta, estamos saliendo de la sala, yo pensaba
que íbamos a interrogar aquí a Berni, pero han debido de hablar algo entre los
Watson. Florencia llama a la puerta del baño que hace las veces de celda. Se
abre la puerta y Berni nos mira con cara de haber estado llorando. No es para
menos.
—Nos vamos a la habitación de Míriam otra vez, ¿vienes? —dice
Florencia.
—¿Ahora?
—¿Otra vez? —pregunta Eugenio, agotado.
Y allá que vamos, entramos todos en la habitación sin saber muy bien qué
va a pasar, siguiendo la iniciativa de Florencia, que ha tomado el control y
quiere poner a prueba la duda de la que hablaba antes.
—Mira, Berni, sabemos que te acostabas con Míriam, y que dejaste de
hacerlo. Lo primero de todo es decirte que eso está muy feo. Engañar a tu
mujer no mola —me alegra que piense eso—, y ya si lo haces con tu
cuñada… ¿En qué estabas pensando?
—Es difícil de decir —responde Berni—. Yo…, es difícil de decir.
—Ya lo hablaremos, Berni —responde Florencia.
—No hace falta hablar de nada de esto —opina Richard.
—Lo importante es que os acostabais y que lo sabían Javi y Susana —dice
Eugenio.
—¿Lo sabía Javi? No tenía ni idea.
Berni no puede manejar tanta información, y lo entiendo.
—De verdad, hay mucho de lo que hablar, pero no ahora —interrumpe
Florencia—. Y es real que tienes mucho pelo en tu cuerpo, y que se podría
pensar que eres el Oso Amoroso de la carta.
—¿Qué carta? —dice Berni—. ¿Qué Oso?
Florencia no hace caso de Berni, ya ha cogido carrete y no la vamos a
parar hasta que termine de ser brillante.
—Aquí hay quien piensa que tú podrías ser el asesino, despechado porque
Míriam ya no quisiese estar contigo y, ciego de pasión o, mejor, bajo la

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amenaza de ella de contar lo vuestro, la envenenases y vinieses después a
ahogarla, pero, claro… ¿Puede alguien sentarse en esa silla, por favor?
Nadie se mueve. ¿Tendré que hacerlo yo? Tendré que hacerlo yo.
—Gracias, Ainhoa, te adoro, eres lo puto más. Siéntate aquí, eso es, y
recuéstate sobre la mesa. Vale, entendéis que ella es Míriam y yo soy Berni.
No la veo, porque estoy recostada sobre la mesa, pero entiendo que va a
recrear el asesinato conmigo. No me parece el mejor paso para nuestra
relación, pero es que está en trance investigador. Qué torpe puede llegar a ser
para los temas románticos.
—Voy a actuar como vosotros creéis que sucedió y que vais a ver que es
casi imposible. Si yo soy Berni, me acerco por detrás, sigiloso, sabiendo que
Míriam duerme, con la almohada en las manos, convencido de que será
sencillo. Pero, mientras estoy en ello, entra alguien en la habitación. ¿Un
cómplice? ¿Un testigo? Alguien que va a resultar herido, ya sea por acción de
Míriam o de Berni, que podría estar en plan killer total, en esta historia.
Disculpa la crudeza, Berni.
—Disculpada.
—Lo que sí que sabemos es que Berni no puede ser el herido porque la
sangre no coincide, dato que conocemos gracias al gran esfuerzo de papá. Sin
ti nada de esto sería posible. Te amo. Sigamos.
Veo aparecer y desaparecer las manos de Florencia por delante de mi cara,
supongo que interpreta que me ahoga. Ay.
—Y, en este punto, Míriam cae al suelo, en un forcejeo y a Berni se le
escurre la almohada y toca las gafas de Míriam. Pero ¿cómo? Cáete al suelo,
amor.
Me dejo caer de la silla, sin gracia, sin poner nada de ilusión a mi
actuación.
—Muy bien así, Ainhoa, Míriam tampoco debió de caer con mucha
energía, pero mirad, si estoy detrás de ella, ¿cómo puedo poner el pulgar en
sus gafas?
Florencia me manosea la cara, con todos los dedos. Me dejo hacer.
—No puedo, ¿veis? No parece posible que fuera él el asesino. Así que
pudo ser cómplice, pensaréis. O primero testigo y luego encubridor, y por
tanto cómplice.
—Eso es —dice Richard, que sigue atentamente todo lo que dice su nieta.
Los veo a todos desde el suelo, mirándome con mucho interés. Se parecen
bastante los tres investigadores Watson. Richard más enjuto y doblado por la
edad, y Florencia resplandeciente, pero veo esos mismos rasgos comunes, esa

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nariz respingona, esos pómulos huesudos, esos ojos saltones. Tres
generaciones de Watson sobre mí.
—Y pongamos que es posible que Javi y Susana fuesen a matar a Míriam,
ya que, como hemos visto, tienen un móvil.
—Eso es —dice Richard, que está tan cansado que quizá ya no sea capaz
de cambiar de palabras.
—Pongamos que tal vez la envenenaron para venir a matarla, y que
vinieron cuando creían que nadie los iba a echar en falta. ¿Puedes acercarte,
papá? Vas a ser Javi, y yo Susana.
Eugenio se acerca a Florencia, y yo me vuelvo a sentar en la silla sin que
me diga nada, lo que conlleva que Florencia me premie con una sonrisa y un
beso lanzado.
—Y en este supuesto la fueron a ahogar, cuando Míriam se revolvió e
hirió a su hermana. Revuélvete, Ainhoa.
No sé qué hago, pero lo hago.
—Genial, mi amor. Javi terminó de matarla con la almohada, en el
suelo… En el suelo, Ainhoa, eso, y, en ese momento, llegaste tú, Berni, y
viste el percal, y lo primero que hiciste fue acercarte a ver si respiraba,
entonces te agachaste a mirar su pulso, yo ahora soy Berni también, ¿eh?
Tengo dos papeles, pero no quiero obligar al abu a actuar, y tampoco a Berni,
por motivos obvios. El caso es que se te cayeron sus gafas, por lo que las
intentaste recolocar en sus ojos, sin éxito.
Florencia vuelve a toquetearme la cara sin ninguna gracia. Vamos a
necesitar muchas caricias para reconducir esta situación.
—Agarrándolas de una manera muy difícil, poniendo el dedo pulgar en el
cristal. Solo ese dedo. ¿A nadie más le resulta complicado de imaginar? Esa
fue mi primera gran duda, la que me llevó a otras. Y es que Míriam estaba
medio drogada, dormida, eso está bastante claro; fuera lo que fuese que le
echasen, algo la hizo dormir sobre la mesa. Pero, aunque la gente no se quita
siempre la ropa, se suele quitar las gafas antes de dormir. Suena feo todo esto,
¿no os parece? Improbable. Y voy a ir más allá, porque puedo. Las gafas han
sido una prueba principal. Pero ¿recordáis que la tía Míriam llevase gafas?
—De toda la vida ha llevado gafas —dice Richard, con confianza absoluta
—. Yo mismo he ido con ella al oculista cientos de veces.
—Ya serán menos, abu, pero debéis tener en cuenta que yo a Míriam
apenas la recordaba. Yo no tenía recuerdos de ella de hace años. Así que,
cuando la vi venir sin gafas a la cena, pensé que era así de normal.
—¿Vino sin gafas? —pregunta Eugenio.

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—Ainhoa —me dice Florencia—, ya puedes levantarte de la silla, hemos
terminado con esto. Tú no conocías a Míriam. ¿Llevaba gafas?
—Creo que no —respondo, levantándome—. No lo recuerdo.
—Una buena investigadora… —empieza a decir Richard, pero lo
interrumpe mi chica.
—Una buena investigadora no piensa que la tía de su novia va a morir esa
noche, relaja la raja, abu. Dicho esto, considero que ayer pudo llevar lentillas.
Diré más, quedarte dormida con lentillas puede ser un horror, pero,
comparado con unas gafas, es más fácil que no te las quites por pereza para
dormir, porque tienes que ir al baño a quitártelas y es un rollo. O porque las
olvidas. Las gafas se quitan en un segundo. Plin. —Lo escenifica—. Gafas
quitadas. Puede que esa incomodidad en los ojos hiciera que no se durmiese
tan profundamente y que ese duermevela le permitiera herir a alguien cuando
trataban de matarla. Pero eso ya es aventurar demasiado. No sé cómo puede
afectar la sequedad en los ojos al sueño, no soy científica.
—Entonces, si bajamos ahora a ver el cuerpo de Míriam —dice Eugenio
—, y abrimos sus ojos, veremos unas lentillas, que descartan que Berni fuera
el asesino.
—Eso es lo que iba a proponer —responde Florencia.
—Entonces, ¿por qué nos has hecho subir al segundo piso?
Eugenio no entiende nada, y yo tampoco. Así son los genios como
Florencia.
—Necesitaba que me creyerais, que me entendierais. No es tan fácil.
—¿Y de dónde sale entonces la huella de Berni? —dice Richard.
—Es lo que comenté de la sangre. Quien sea que matara a Míriam sabía
que estaríamos los tres aquí. También debía de haber descubierto que eran
amantes, lo que no parece que fuera tan complicado si lo sabían su mujer y su
hijo, justo las únicas personas que no debían saberlo bajo ningún concepto.
—Añade ahí a Agnes. No debe saberlo —repite Richard.
—Así que el asesino —dice Florencia— logró que Berni tocase las gafas
y las guardó hasta asesinarla, momento en que las colocó en el lugar del
crimen para despistarnos. Es, sin duda, un crimen muy bien planificado.
—Es factible —dice Eugenio—. Yo qué sé ya.
—Entonces no soy sospechoso —deduce Berni.
—Solo infiel —responde Richard—. Nos caías bien, chaval.
—Y no podemos descartar nada todavía —concluye Eugenio—. Hay que
comprobar lo de las lentillas, que sin esa prueba todo esto que ha dicho
Florencia es solo cháchara.

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De nuevo volvemos a las escaleras, donde dejamos a Berni, y lo
liberamos.
—Disculpa, Berni, por este mal trago —le digo yo.
—Cosas que ocurren en una investigación —explica Eugenio—. Y, si
querías a Míriam de verdad, y no era solo un rollito temporal, siento mucho tu
pérdida. Estarás devastado.
Berni no responde y se va, devastado, supongo. Nos ponemos los abrigos,
miramos la hora, cerca de la medianoche, y salimos a la intemperie, al terreno
de Josema, a hundirnos en la nieve, con las pocas ganas que tenemos ya de
eso. Qué cansancio. Entramos en el cobertizo y ahí sigue Míriam, que, medio
congelada por el frío, se mantiene muy bien y apenas huele. La hemos dejado
bastante guapa, tengo que decirlo. Rodeamos el cuerpo y esperamos a que
alguien tome la iniciativa, aunque sabemos que ha de ser Eugenio, que es el
especialista en estas lides. Él, que es un hombre sin prisa, suspira emitiendo
una nube de vaho por su boca, saca las manos de sus bolsillos y, tembloroso
por el frío y la pena, las pone sobre los párpados de Míriam. Encuentra
fuerzas de algún lado y, en un movimiento profesional y certero, logra abrirle
el ojo, que ya no parece que mire, ni siquiera da impresión. Y saca una lentilla
reseca.
—Tenías razón —dice Eugenio, a su pesar—. Esto lo cambia todo.
—Os lo dije. Que iba a levantar historias que no os gustarían y que este no
era el camino. Pero había que hacerlo, ¿no?
—He tirado la tarde —dice Eugenio.
—Qué va, papá —responde Florencia—. Estamos más cerca.
—Eso espero.
Eugenio cierra los ojos a Míriam, le da un beso en la frente, suelta una
lágrima, y nos vamos otra vez a la casa, a pensar en todo lo ocurrido; a
pelearnos con la cama, con la almohada, que nos recordará a un arma
homicida; a enfrentarnos a nuestros fantasmas, a nuestras teorías y al miedo
de no encontrar al asesino en esta ocasión. Y, después de eso, si logramos
deshacernos de ello, podremos dormir un rato y compartir esas caricias que
Florencia me debe, por favor.

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El perro se llama Flauta

RICHARD

Richard observa por su ventana la más absoluta negrura. La nieve debe de


seguir cayendo, pero es imposible de saber en estas condiciones, no hace
ruido y a estas horas todavía no hay luz ni se la espera pronto. Este es uno de
los días del año en que más tarde amanece, y aquí, protegidos por las
montañas, el sol tarda aún más en hacer acto de presencia. Richard no envidia
su trabajo, que es casi la maldición de una tragedia griega. Cada día, sin
perdonar uno, y sea cual sea la meteorología, haga frío o calor, el sol tiene
que escalar la montaña y aportar algo de luz a sus vidas. Una y otra vez. El
caso es que todavía faltan unas cuantas horas para que complete la tarea, pero
Richard no puede esperar más. Vestido y vapeando, farfulla:
—Si la luz no viene a Formigal, Formigal irá hacia la luz.
Richard agarra su bastón y, como cada mañana, recorre los pasos que lo
separan de la puerta con extremo cuidado, buscando el silencio pese a que su
corpulencia pide pasos firmes y sonoros. Esta vez, Agnes no se despierta. Esa
era la intención de Richard, ha dedicado una gran cantidad de esfuerzo por
conseguirlo y, sin embargo, lo decepciona. Le hubiera reconfortado cruzar
unas palabras con ella y que lo riñera por salir de casa en medio de un
temporal siendo todavía de noche. Por supuesto, él no le haría caso y saldría a
resolver el misterio de todas formas, pero aun así le gustaría escuchar a Agnes
decirle que se equivoca.
El anciano observa sin prisa ni pausa a su mujer antes de salir. Es
consciente de que, si sigue adelante con esto, Agnes se va a despertar sola,
incapaz de encontrarlo a su lado en la cama. Después de todo, quizá sí que
tendría que volver a meterse bajo las sábanas y quedarse con ella. La verdad
es que le duelen todos los músculos debido al cansancio acumulado. Bueno, a
eso y a la pena que arrastra. Si se quedara junto a Agnes, les daría a ambos

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una oportunidad de apoyarse mutuamente, compartir su luto. La noche
anterior, antes de echarse a dormir, Agnes y él se abrazaron y lloraron. Sí,
lloraron los dos y fue un momento tan catártico como breve. Richard podría
haber pasado horas así, es lo que le pedía el alma; sin embargo, su cuerpo
necesitaba reponer fuerzas con la esperanza de que el nuevo día fuera mejor
que el anterior. Era una esperanza pobre, pero se le habían acabado las ricas.
Podría quedarse aquí, olvidar sus responsabilidades y centrarse en sus
emociones. Nadie lo iba a culpar por hacerlo, ni siquiera él mismo, como
nadie lo obliga a salir a enfrentarse a Josema, a un criminal escurridizo y a un
enigma cada vez más enrevesado. Florencia y Eugenio quizá sean capaces de
resolverlo sin él. Lo duda, pero no lo descarta:
—Cosas más raras han pasado, aunque yo no recuerdo ninguna.
No se olvida de Juana, la investigadora oficial del caso. También ella
tendrá que despertarse en algún momento, aunque Richard la considera una
incompetente que estorba menos dormida. Sí, podría quedarse en la cama
junto a Agnes y, sin embargo, Richard abre la puerta y se marcha. Está
convencido de que no es lo más sensato, aunque también tiene la certeza de
que una persona no debe luchar contra su naturaleza o acabará desconociendo
quién es. Y a Richard cada célula de su cuerpo le pide que resuelva el caso
cuanto antes, no escuchar esa llamada sería como negar su propio ser.
El pasillo de su casa se presenta ante él como el inicio de un largo camino
que no ha empezado a recorrer y ya le tiene exhausto. No ha descansado bien.
No es capaz de dormir a pierna suelta sabiendo que comparte techo con un
asesino. Los ruidos que llegaban de fuera, provocados por el viento y las
ramas de los árboles que cedían ante el peso de la nieve, amortiguaban
cualquier sonido proveniente del interior de la casa. Inmerso en una
duermevela incómoda, discernir unos sonidos de otros era casi una cuestión
de fe, y Richard nunca fue ni creyente ni crédulo. Por eso mismo, no puede
asegurar que no haya sucedido nada y no está dispuesto a repetir la
experiencia del día anterior. Hoy no pueden quedar dudas ni sensaciones
incómodas.
Richard abre, una a una, las puertas de las habitaciones de sus hijos y
nietos. Eugenio y Quique duermen en armonía, sus respiraciones se
acompasan y sus cuerpos reposan en posturas cómodas. Julia y Emilio son lo
opuesto, ella tiene una pierna encima de su marido y él, como no podía ser de
otra manera, ronca. Susana y Berni se dan la espalda mutuamente, cada uno
en un extremo del colchón. Él ocupa media cama, ella solo una cuarta parte.
Richard se plantea si su distancia será consecuencia de los trapos sucios de

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Berni, que nunca fueron limpiados como es debido. Lo más probable es que
siempre duerman así.
—El amor no tiene nada que ver con dormir abrazados o no, aunque unos
pasarán más calor que otros —se dice a sí mismo y casi despierta a Berni.
El despacho que utilizó durante tantas tardes y noches, investigando los
crímenes de un mundo que entonces parecía más sencillo de comprender que
el actual, ahora está ocupado por Javi y Alvarito. Richard no quería juntar a
sus nietos, más por compasión hacia el hijo de Eugenio que por otra cosa,
pero lo cierto es que no tenían una alternativa mejor. Era eso o meter a uno de
los dos jóvenes a dormir con sus padres. Alguien tenía que joderse y aguantar
a un extraño en su habitación, y el mundo funciona así; ante la duda, siempre
pringan los ancianos y los niños. Javi duerme a pierna suelta en la cama,
Alvarito respira con calmada profundidad en un colchón colocado en el suelo.
Javi no parece tan imbécil con los ojos y la boca cerrados, y Richard no
pierde la esperanza de que cambie, aún es joven.
—Cosas más raras han pasado, pero muy pocas.
Sus nietos no reaccionan lo más mínimo, su sueño es más profundo que el
de los adultos. A esas edades se descansa más, Richard supone que será
porque soportan menos preocupaciones. Las últimas que le quedan por visitar
en este piso son Florencia y Ainhoa, en la habitación de invitados. Ainhoa
duerme tranquilamente, ¿y Florencia? ¿Dónde está? ¿Le ha pasado algo?
—Abu, ¿qué haces? ¿Sales ya? —le dice ella embutiéndose en un
segundo jersey, sentada en una silla en una esquina.
Richard hace un gran esfuerzo para reprimir su impulso natural de pegar
un grito, y se alegra de haberlo conseguido, no habría sido una reacción a la
altura de su leyenda. El precio a pagar es que no tiene aire en sus pulmones
para contestar con normalidad, así que se limita a mirarla adoptando el gesto
más respetable que es capaz de fingir.
—Estoy bien, tranquilo —dice Florencia.
—Nadie ha dicho que no lo fueras a estar.
—Yo también acabo de hacer una ronda y todos están de chill —le dice
ella—. También mi madre y Juana, porque supongo que todavía no has
pasado por el piso de abajo.
—No, y habría sido más sensato que me dejaras esas cosas a mí. Si te pilla
Susana, habría puesto el grito en el cielo y más allá. Ya sabes, su derecho a la
privacidad y esas cosas.
—Soy una ninja.

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—Una niña ninja —responde él jugando con las palabras, seguramente
inspirado por su nieta.
—Lol —dice Florencia, aunque no se ríe—. Oye, ve bajando a desactivar
la alarma. Yo me pongo las botas de nieve y estoy.
—Solo voy a comprar el pan, no hace falta que me acompañes.
Florencia le guiña un ojo y responde:
—A estas horas, ¿eh? Yo también quiero comprar el pan. Y no te voy a
molestar, te lo prometo. A lo mejor hasta pillo un roscón de Reyes.
—Ya lo he pensado, pero no creo que Gerardo tenga de esas cosas. Te
espero abajo —dice Richard y cierra la puerta tras de sí.

Richard se ajusta la bufanda y la coloca sobre su nariz, de tal forma que tan
solo sus ojos quedan al descubierto bajo el sombrero. Va tan preparado como
acostumbra, con sus botas de nieve y sus pantalones de agua y, aun así, es
cuestionable que esta vez vaya a ser suficiente para protegerlo del frío.
Josema no está por la labor de ponérselo fácil y las articulaciones de Richard
no son lo que eran, el último resfriado lo postró en la cama durante un día
entero. Si se tiene en cuenta que hoy no ha descansado bien y que nunca se ha
enfrentado a una nevada de este calibre, la empresa es extremadamente
temeraria. Sabe cómo sale, pero no cómo va a volver. Y no le importa.
Florencia se une a él, y su atuendo es opuesto al de su abuelo. Ella viste
como una turista que esquía por primera vez. Lleva demasiadas capas y los
colores de su abrigo, pantalones, gorro, guantes y botas compiten en
estridencia. Hay rojos, amarillos, morados, verdes y azules. Pese a todo, de
alguna forma, logran combinar y convivir en una armonía chillona.
—Si nos perdemos, nos van a encontrar rápido, incluso de noche —le dice
Richard.
—Yass. Estoy estrenando casi todo, ¿te gusta mi outfit, abu?
Florencia da una vuelta sobre sí misma, lo abultado de su ropa le ha
quitado tanta movilidad que parece un bolo del Grand Prix. Richard contesta
con un gruñido y se pone en marcha, haciendo uso de su bastón y
adentrándose en la oscuridad que rodea la casa. No ven casi donde pisan,
aunque con luz no sería muy distinto. Lo que hace tan solo unos días fue un
cuidado jardín, repleto de plantas, hoy no es más que una planicie de nieve.
Florencia ilumina el suelo con su móvil y sigue a su abuelo, porque él
conocería el camino con los ojos cerrados. Vistos desde la lejanía se asemejan
a dos canicas sobre un fondo blanco; una es grande y negra, la otra pequeñita

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y de colores. Una avanza pesada, a un ritmo constante, la otra va dando
saltitos irregulares.
—¿Ainhoa no quería venir?
—Es muy temprano, abu. ¿O es tarde? Da igual, la cosa es que se le han
pegado las sábanas. Si estamos cerca cuando terminemos, a lo mejor se suma.
—¿Cuando terminemos qué? —pregunta Richard—. Porque yo sé lo que
busco, de ti no sé nada.
—OMG. ¿Eso es que tienes alguna pista? ¿Estamos siguiendo un rastro
como dos sabuesos? Venga, cuéntamelo, abu. No se lo digo a nadie, te lo
juro…
Florencia se bambolea hasta golpear el brazo de Richard con suavidad, en
un gesto tierno incluso para un témpano de hielo como es él. No es suficiente
para hacerle hablar, en todo caso:
—He preguntado yo primero, jovencita. Y cuando pregunto es porque me
interesan las respuestas. ¿Qué quieres averiguar de Gerardo? Es un hombre
desagradable con el que es mejor no hablar, a no ser que busques algo en
concreto.
—Pues alguna cosa hay, pero no quiero hacerte spoilers hasta tenerlo
seguro.
—No me importa que me lo destripes, soy de los que leen las últimas
páginas de las novelas para saber si merece la pena empezarlas.
—Uno: estás muy loco, me gusta. Y dos: es buen intento, pero va a ser
que no. No quiero meter la pata, y todavía no estoy segura. Lo que sí digo es
que no creo en las casualidades, si el tío Gerardo vuelve a casa por Navidad
después de tantos años y justo ese día muere Míriam…, es que algo pasa. ¿O
no? ¿Tú qué piensas? ¿Por qué vas tú?
—No quiero hacerte spoilers —responde, sardónico.
En la acera, frente a la mansión de Gerardo, encuentran aparcado el
famoso todoterreno oruga. Junto a la puerta hay un montón enorme de nieve
apilada. A juzgar por lo que ven, resulta obvio que alguien trabajó para
limpiar la entrada, pero se rindió ante la evidencia de que era misión
imposible, habrían necesitado una excavadora. Por el contrario, la puerta
pequeña para peatones, situada al lado del portón automático, sí que parece
libre de nieve. De un vistazo, ambos Watson han reconstruido en sus cabezas
un proceso que debió de requerir varias horas de la vida de una persona y, sin
embargo, no lo verbalizan. No les parece necesario.
—Tiene que ser un lujo tener minions que hagan todas estas cosas por ti,
¿eh? —dice Florencia.

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—Yo prefiero encargarme de mis propios asuntos.
Richard llama al telefonillo. Ambos esperan una respuesta y, como le
sucedió el día anterior a Juana, esta no llega. Florencia vuelve a tocar el
timbre, con la diferencia de que ella deja el dedo pulsado varios segundos más
de la cuenta, en un gesto que resulta incordioso:
—Estará dormido —se justifica.
Pese a que en el interior de la mansión debe de reinar el estruendo, en la
calle tan solo se escucha un silencio terco. Gerardo no hace acto de presencia.
—Es imposible que no lo escuche, no me creo que nos esté haciendo
ghosting —dice Florencia—. Porque no será capaz de ir al hotel a pata, ¿no?
—Gerardo coge el coche para todo, no ha ido andando al hotel ni en pleno
verano y no está la noche para experimentos.
—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos damos la vuelta o compramos el pan de
verdad?
—Yo iba en serio con lo del pan, pero no vamos a hacer ni lo uno ni lo
otro. ¿Cómo te ves para saltar?
Richard señala con la cabeza el muro a su lado. La nieve está a más de un
metro de altura, así que el salto, que en un día normal sería irrealizable para
Florencia, ahora no parece una locura.
—Estoy living contigo, abu. Estás loquísimo. ¿Es en serio?
—Lo haría yo mismo, pero tú has venido acolchada, si te caes no te vas a
hacer daño —dice Richard, y continúa forzando un tono de decepción—.
Aunque, si no te atreves, no te voy a insistir. Dejamos a Gerardo en paz y nos
quedamos sin escucharlo. No es el fin del mundo.
—No, no, me renta. Lo hago.
Florencia se sopla los guantes con la vana ilusión de que ese gesto sirva
para calentar sus manos y se lanza sobre el portón. Es como si participara en
una prueba extraña de Humor amarillo. La chica gira sobre sí misma,
empujada por su abuelo hasta caer como un peso muerto al otro lado. El golpe
suena amortiguado por la nieve y Richard escucha a su nieta reírse a
carcajadas. Bueno, en realidad, de tan histriónica que es, a él le resulta
complicado discernir si ríe o llora.
—¡Florencia! ¿Estás bien?
—De locos. Tendrías que probarlo, abu. Es superdivertido.
—Me vale con que me lo cuentes. Escúchame, la puerta estará cerrada, así
que a lo mejor tienes que…
Richard se calla, porque Florencia le abre la puerta pequeña antes de que
termine la frase.

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—El tío Gerardo es más confiado que tú, abu. Estaba abierta por dentro.
—Los mafiosos son así. Hasta el más tonto sabe que, si te encuentras un
Ferrari con las llaves puestas, lo mejor es mantenerse lejos de él. En esta vida
solo se dejan tocar los intocables.
—Y la gente normal también, abu, que te has rodeado de criminales y
policías toda tu vida, pero la mayoría de las personas dejan que te acerques y
hasta que los abraces. El mundo es más alegre de lo que crees.
—Ojalá tuvieras razón.
Ambos se adentran en el jardín del cacique hotelero y pasan junto a la
estatua de Gerardo, que los recibe levantando su mano a modo de saludo.
—Buenas noches, tío Gerardo. Vas a coger frío —dice Florencia.
Richard no habla con la estatua, se limita a bajarse la bufanda y escupir al
suelo. Su escupitajo, caliente, derrite la nieve y se hunde hasta perderse de
vista.
Cuando llegan a la puerta, a cubierto bajo un porche, se retiran la nieve
acumulada sobre sus abrigos y llaman al timbre. Esta vez están más cerca y
pueden escuchar su sonido.
—El timbre funciona. Si Gerardo no lo oye es porque no quiere.
—Pues yo ya no puedo saltar ninguna puerta…
—No te preocupes por eso.
Richard saca de su abrigo una navaja multiusos y estudia la cerradura con
atención.
—Flipo. Esto es delito, más todavía que antes. Nos pueden detener.
—Que venga la policía es el menor de mis miedos, niña. Ahora, yo si
fuera tú me apartaría de la puerta. No sabemos de lo que es capaz Gerardo,
esto se puede convertir en una ensalada de tiros en un santiamén y no te lo
recomiendo como desayuno. El plomo puede hacerse pesado en el estómago.
Florencia obedece a su abuelo, aunque no puede ocultar su sonrisa de
oreja a oreja.
—Qué fantasía, abu. ¿Eres siempre así?
Richard abre la puerta en dos movimientos certeros y quien los recibe no
es Gerardo, sino sus dos perros. Se trata de dos mastines enormes que, si
quisieran, podrían suponer una amenaza incluso para el veterano inspector, lo
que pasa es que no quieren. Están más por la labor de dar saltos y repartir
lametones. Florencia se lanza a acariciarlos sin miedo, ni a ellos ni a Gerardo.
Su abuelo, por el contrario, ha desenfundado su pistola y entra en la casa
preparado para lo peor.

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—¡Gerardo, sabemos que estás aquí! No queremos hacerte daño, sal con
las manos en alto.
No hay respuesta. Según entran, van descubriendo la mansión, que nada
tiene que ver con la humilde casa de Richard. Recuerda más bien a la guarida
del villano en una película de James Bond. Todo está construido a lo grande,
denotando gusto por el exceso sin mostrar excesivo gusto. Las paredes están
cubiertas por cuadros imponentes, lámparas llamativas y estanterías repletas
de libros. No hay un patrón estético más allá de que los elementos decorativos
no solo son caros sino que deben parecerlo. Los amplios ventanales están
cubiertos casi en su totalidad por la nieve caída, pero resisten sin romperse.
—Esos cristales deben de ser gruesos como paredes —dice Richard.
La casa se mantiene a una temperatura agradable, la calefacción está al
máximo, lo que indica que alguien la habrá encendido. Y hay más animales,
además de los dos mastines; se encuentran con dos gatos y un loro, que se
mueve libre por el salón y les dice:
—Oso Amoroso. El Oso Amoroso.
—Osos es justo lo único que no hay aquí —señala Florencia—. No sabía
que el tío Gerardo tuviera tantas mascotas.
—El hombre no tenía amigos y yo nunca le conocí conquistas, tendría que
compensar por algún lado —responde Richard.
Florencia se agacha a acariciar a uno de los gatos mientras Richard
camina entre las puertas de las habitaciones contiguas, registrando el lugar
con el arma en alto.
—Son cariñosos y confiados, no me pega nada con el tío Gerardo. O sus
animales no se parecen a él o nos tiene engañados a todos.
—¡Hijos de puta! —exclama el loro—. Os voy a matar, cabrones.
—Esto sí me cuadra más. Oye, ¿tú crees que tienen hambre? —pregunta
Florencia.
—Yo no me preocuparía por eso ahora mismo. ¿Dónde está este hombre?
—¿Queréis comer? —pregunta la chica a los animales y estos le
responden con alborozo—. Les voy a dar de comer, abu.
Richard asiente y se adentra en la casa. Intuye que el dormitorio se
encontrará al fondo del pasillo y se dirige allí derecho. Gerardo tiene que estar
ahí dentro, ¿estará dormido? El inspector retirado avanza apoyando su bastón
con una mano y apuntando su arma hacia la puerta con la otra. Hace años que
no dispara y su pulso ya no es tan firme como solía. Richard trata de no hacer
ruido con el objetivo de no desvelar su posición, pero, por mucho que lo
intente evitar, el bastón resuena a cada golpe contra el suelo. Aunque conoce

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todos los conceptos, Richard ya no es capaz de ejecutar los movimientos con
la precisión requerida.
—Esto es lo que hay. Y si me matan, pues no habrá nada. Y punto.
Al llegar a la puerta la abre de una patada sin detenerse un segundo y se
echa hacia atrás, protegiéndose tras la pared.
—Gerardo, solo quiero hablar. No dispares.
De nuevo, no hay respuesta. Richard, aún a cubierto, decide lanzar su
bufanda al aire, ofreciendo así un objetivo móvil al previsible disparo de su
archienemigo. La bufanda cae plácidamente al suelo. Richard, por fin, se
decide a entrar en la habitación de un salto que por poco no le provoca una
fractura de cadera. En el interior, encuentra la cama hecha y vacía. Gerardo
no está en la casa.
Richard renquea hasta la mesilla, donde encuentra la agenda personal de
su cuñado. Mira hacia el pasillo para comprobar que su nieta no lo vea, y la
abre. Está convencido de que Florencia aprobaría sus métodos, pero prefiere
mantenerla al margen. A estas alturas de la vida, le cuesta enfocar la vista
para leer, pero se ayuda de unas gafas de Gerardo que encuentra en la mesilla.
—Los buenos, los malos, los gilipollas y los genios, todos estamos en las
mismas.
En el día 25 de diciembre aparece anotada su cita en Madrid a las doce de
la mañana con el «Doctor Silva», a las nueve de la noche hay otra en el hotel
Sancho, con una anotación: «Reunión definitiva entre M., S. y A.». El hotel
Sancho se encuentra en la misma estación de esquí, justo enfrente del hotel de
Gerardo. Está regentado por Samuel, el socio de su cuñado en el nuevo plan
para ampliar las pistas. Hay una tercera cita apuntada con letra temblorosa.
Aunque aparezca en último lugar, tiene lugar a las ocho de la tarde, una hora
antes que la anterior. Esta iba a celebrarse en su propio hotel, el A&G, y junto
a la hora se puede leer: «Oso Amoroso. ¿RIP?».
Richard arranca la hoja de la agenda y trata de reflexionar sobre los planes
de Gerardo, aunque no tiene tiempo para ello porque le sorprende el estridente
sonido del telefonillo. Es evidente que su cuñado lo tendría que haber
escuchado si hubiera estado en la casa. ¿Quién visitará a Gerardo a estas
horas?
Richard sale de la habitación con la pistola preparada. Esta vez no se
preocupa por el ruido y trota hacia la puerta como un caballo viejo y herido.
Un caballo que muchos criadores sacrificarían sin dudar.
—¡Florencia! Déjame a mí y escóndete —grita Richard.

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El anciano baja las escaleras al galope, está cerca de caerse. Escucha la
puerta de la entrada abrirse y acelera aún más el paso. Debido al enorme
esfuerzo, su campo de visión se limita al metro que tiene frente a él, no hay
tiempo para mirar más adelante.
—¡Florencia, apártate! —grita.
—¡No, abu! Quieto.
Richard se tira al suelo en una pirueta impropia de un hombre de su edad
y aterriza con la barriga pegando con el suelo y sus manos sosteniendo la
pistola, que nunca deja de apuntar al frente. Está dispuesto a apretar el
gatillo…, pero no tiene ante sí a un posible agresor. Lo que ve es a Ainhoa
protegiendo a Florencia usando su propio cuerpo como escudo. El anciano se
da cuenta del error antes de que sea demasiado tarde y se relaja, bajando el
arma. Florencia grita, emocionada:
—OMG, bebé. Te has jugado la vida por mí. ¡Qué fantasía!
—No me llames bebé, por favor —contesta Ainhoa—. No delante de tu
abuelo, al menos.
—La próxima vez avisad de estas cosas. Si yo hubiera sido diez años más
joven, podría haber apretado el gatillo un segundo antes, y entonces no habría
próxima vez.
Richard se arrastra por el suelo hasta que alcanza su bastón, y se apoya en
él para incorporarse, no sin dificultad.
—Ha sido espectacular, abu. Estás en tu prime.
—Estoy, que no es poco.
—¿Habéis descubierto algo? —pregunta Ainhoa.
Los dos Watson se miran. Richard no quiere confesar nada y, a juzgar por
la reacción de su nieta, sospecha que ella está en las mismas. Sea lo que sea
que haya podido encontrar Florencia, seguramente no sea tan relevante como
lo suyo. No pregunta porque con su nieta ser directo puede ser
contraproducente, es preferible no presionarla. Richard opta por compartir la
información imposible de ocultar y confiar en que ese gesto la ablande lo
suficiente como para que ella le confiese algo en contraprestación.
—Yo sí, he estado en el dormitorio de Gerardo —dice Richard—. No está
en casa y tiene la cama perfectamente hecha.
—Yo he descubierto que nadie ha dado de comer a sus mascotas —indica
Florencia—. Así que, entre una cosa y otra, algo me dice que no ha pasado
aquí la noche.
—Entonces estará en el hotel, ¿no? —deduce Ainhoa—. Pero ¿por qué iba
a estar allí y no en su casa?

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—¿Cómo vamos a saberlo? Yo no soy adivino, ¿tú lo eres? —pregunta
Richard a Florencia y su nieta niega—. No, es lo que me temía, aquí no hay
adivinos, lo siento.
Richard nunca ha mostrado paciencia con los policías jóvenes, y Ainhoa
no es una excepción. Hay quien diría que se trata de una estrategia para
mantenerlos concentrados e incentivar su esfuerzo, pero la realidad es que
Richard sencillamente desconfía de ellos. No cree en los nuevos métodos de
la policía, ni en cualquier método diferente al de su época, en general.
—Bueno, bueno, abu —salta Florencia, defendiendo a su novia—. No lo
sabemos, pero es una buena pregunta. Es la que hay que hacerse. Y que tendrá
que responder Gerardo, ¿no? Muy bien, Ainhoa.
—No hace falta que me des ánimos, no me lo he tomado mal.
—Y olvídate de interrogar a Gerardo, no vamos a poder hablar con él —
responde Richard—. Si él no quiere vernos, no lo va a hacer. En el hotel se
encuentra protegido, su despacho es como un fuerte, de difícil acceso. Quizá
sea por eso que está allí y no aquí, porque no quiere enfrentarse a nuestras
preguntas.
—Entonces sí que sabías la razón de que estuviera en el hotel, ¿no? —
dice Florencia—. Y todo sin ser adivino.
—Déjalo, Florencia. Por favor —insiste Ainhoa—. Richard y yo somos
compañeros, es así como hablamos en el gremio.
Richard sonríe. Considera que la chica ha demostrado mano izquierda al
tratarlo como si aún estuviera en activo, aunque sigue lejos de probar que está
capacitada para el trabajo. Hacer la pelota es quizá el único arte que pueden
dominar incluso los más torpes. Por supuesto, esto no lo dice. Cuestión de
modales.
—Vámonos, aquí no hay más que ver —dice Richard—. ¿Has descubierto
algo más, niña?
—Yo no, ¿y tú?
—Menos.
Richard se queda con la sensación de que ambos se siguen mintiendo. No
le importa, por ahora tiene suficiente con tirar de su propio hilo, no necesita
saber lo que sea que haya encontrado su nieta.
Continúa siendo de noche cuando abandonan la mansión. Las chicas se
encaminan de vuelta a la casa familiar, y se sorprenden de que Richard no las
siga.
—Ni siquiera habrán hecho pan hoy, abu —pregunta Florencia—. ¿De
verdad merece la pena ir hasta allí?

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—Esto es una estación de esquí. Les da igual que nieve o truene, el pan se
hace cada día.
Florencia se queda mirando la calle, mal iluminada y repleta de nieve. Es
un terreno peligroso donde es difícil saber dónde se pisa. Las farolas dejan
ver, en pequeñas islas de luz, una larga fila de coches sepultados bajo un
manto blanco. Es más, pueden saber que son coches porque los vieron el día
anterior cuando llegaron, de otro modo podrían haber pensado que no eran
más que pequeños montículos.
—Señor Watson, sé que no es asunto mío, pero no me parece buena idea
hacer un camino tan largo con la calle en este estado —dice Ainhoa—. Puede
ser peligroso.
—¿Me lo dices porque soy un anciano? ¿Crees que no soy capaz de
sobrevivir a un paseo de medio kilómetro?
—¡No! Estoy segura de que, si alguien puede, ese es usted —responde
Ainhoa.
—Entonces, ¿crees que no puede nadie? —pregunta Richard.
—Abu, no seas pesado —dice Florencia—. Ainhoa tiene razón, es una
locura salir con la que está cayendo y la que ha caído, pero está claro que, si
quieres hacerlo, vas a hacerlo. Allá tú.
—Eso es. Y, como quiero, lo hago —afirma él—. Os aviso cuando llegue
y así os quedáis más tranquilas. ¿De acuerdo?
Las dos chicas asienten y Richard, sin esperar más, sale camino del hotel.
Obviamente no va a la panadería, pero eso ellas no tienen por qué saberlo.
Richard avanza calle arriba, enfrentándose al viento y a las bolas de nieve
que no deja de lanzarle Josema, recordándole que está viejo y que las
bravuconadas son cosa del pasado. Corre el riesgo real de no lograrlo esta
vez. Le gustaría darse la vuelta, descansar y esperar a que amaine para
interrogar a Gerardo. Puede hacerlo mañana, o en dos días. Está convencido
de que es lo más sensato, sabe que no está obligado a tomar tantos riesgos y,
sin embargo, no puede negar su naturaleza.
Richard se pierde dentro de la tormenta a paso lento, sin detenerse. Tiene
una misión que no puede rechazar porque, si lo hiciera, ya no sería Richard
Watson.

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Cotillear un móvil ajeno es delito

AINHOA

Richard se aleja de nosotras, adentrándose en la oscuridad como un


descubridor que parte en una expedición hacia los confines del planeta,
aunque la épica no viene dada por la grandeza de la gesta, sino por su propia
debilidad. Es absurdo que un señor de su edad, que camina apoyado en un
bastón, tome este tipo de riesgos. Nosotras lo observamos marchar desde la
entrada a la mansión, manteniendo un silencio respetuoso. La verdad es que
ver a Florencia mostrando una actitud tan solemne me tiene sorprendida, debe
de estar realmente preocupada por su abuelo.
—¿Quieres que le impidamos seguir? ¿Crees que le va a pasar algo?
—¿Estás loca? Vamos a esperar a que se marche y volvemos a entrar. No
quiero que nos vea —me dice.
Así que era eso, estaba actuando. Richard se gira para despedirse, o quizá
incómodo porque le clavamos nuestras miradas en la espalda. Florencia hace
el teatrillo de volver a casa de los Watson y yo voy tras ella. Nuestro gesto
parece convencer a su abuelo, porque sigue adelante hasta perderse en la
noche.
—Va, rápido, que me congelo —me dice Florencia.
Las dos corremos de vuelta a la mansión y yo todavía no sé por qué.
Florencia se quita uno de los guantes de color amarillo fosforito y, con su
mano desnuda, saca del bolsillo unas llaves que yo no podía ni sospechar que
ella llevaba encima y abre la puerta.
—¿Me vas a explicar de qué va todo esto? —pregunto.
—Quiero comprobar una teoría, ¿te importa que hablemos dentro?
—¿Y cómo vamos a entrar? ¿También tienes la llave de esa puerta?
No me da tiempo ni a terminar la pregunta cuando mi chica selecciona la
susodicha llave. Le cuesta acertar a introducirla en la cerradura, hace mucho

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frío y sus manos están agarrotadas. Lo termina consiguiendo pese a la
dificultad, y lo celebra emitiendo un grito de alegría de esos tan suyos.
En pocos segundos nos encontramos otra vez a cubierto, rodeadas de
animales que nos reciben con alegría entre maullidos, ladridos y algún que
otro insulto.
—¡Ganapanes! ¡Perroflautas! —grita el loro.
Mientras tanto, entre semejante alboroto, nosotras empezamos de nuevo el
ritual de quitarnos la ingente cantidad de prendas de abrigo que llevamos
encima: los guantes, el gorro, la braga, el abrigo y el polar. Si llego a saber
que no íbamos a movernos de aquí, no hago el esfuerzo de ponerme y
quitarme todo, es un trabajo y no me gusta trabajar gratis. Ahora que lo
pienso, llevo trabajando gratis toda la Navidad porque nadie me va a abonar
las horas dedicadas a esta investigación. En fin, no quiero ni pensarlo, espero
que Papá Noel se haya portado bien o la Nochebuena me va a salir a pagar.
—¿Ya me vas a contar qué hacemos aquí? Has encontrado algo, ¿verdad?
Has vuelto a ocultar información a tu abuelo —le digo.
—Y él a nosotras, ¿qué te has creído? Sabe más Richard Watson por viejo
que por Watson.
Florencia se adentra en el salón, rodeada por todos los animales, que no sé
si le han cogido cariño o es que todavía tienen hambre. Elijo creer que es lo
del cariño, más que nada porque esa es mi razón para seguirla y, si los
animales y yo estamos juntos en esto, quizá compartamos un objetivo común.
Por otro lado, debo confesar que yo también tengo algo de hambre, la
diferencia está en que yo no albergo esperanzas de que Florencia me dé de
comer.
—¿Me vas a decir qué es lo que sabes o prefieres seguir ocultándomelo
todo? No soy tu abuelo, te lo advierto. A mí no me da igual —le digo.
—Eres una ansias. Iba a decírtelo ahora mismo, amor.
Florencia me lleva hacia la mesa del comedor, donde Gerardo ha colocado
un ordenador de sobremesa. A primera vista se hace raro que haya puesto un
armatoste en el mismo sitio donde come, lo lógico sería pensar que un
hombre de su envergadura tuviera un despacho propio, y más viviendo solo
en una casa tan grande. Aunque pensándolo bien, y basándome en lo poco que
lo conocí, me da la sensación de que no es el tipo de persona que acostumbre
a recibir invitados para comer, así que tampoco resulta tan extraño que haya
decidido hacerlo todo en el mismo lugar. Es más cómodo y además el loro
está en esta habitación, así puede hablar con alguien.

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—El secreto está aquí —dice y señala el ordenador—. Sí, lo digo, he
estado bitcheando con el ordena de mi tío Gerardo.
—¿Cómo? ¿No tiene contraseña?
—¿En serio? El señoro este trabaja con un puto ordenador de consola en
pleno siglo XXI, ¿de verdad creías que iba a poner contraseña?
—Yo qué sé, tampoco es tan raro tener uno de estos, ¿o sí?
—Ya, puede que no. La verdad es que he probado por si acaso… y se ha
encendido. Y mira lo primero que he visto. Ojete al dato.
—Para ser tan ideal a veces dices unas cosas tan feas…
—Yo creo que es la casa, que se me pega la ranciedad —me contesta—.
Pero mira, anda. Esto lo cambia todo.
Lo que me enseña es un documento de Word guardado en el escritorio. Es
el único documento en su escritorio, el resto está en carpetas, perfectamente
ordenado. En eso, al menos, es de los míos. El documento está titulado
«Confidencial: abrir solo en el caso de encontrar mi cadáver». Florencia
busca sus metadatos.
—Los últimos cambios se guardaron el día 24 de este mes, antes de ayer
—dice Florencia—. Mi tío abuelo pensaba que lo iban a matar.
—No lo sabes, a lo mejor lo que le pasa es que está enfermo. No lo habrás
abierto, ¿no?
Florencia me mira con cara culpable, aunque es evidente que no se
arrepiente de nada.
—¿Cómo has podido? Eres lo peor, el cadáver que hemos encontrado no
es el suyo, precisamente.
—El tío Gerardo no es mi dueño, no tengo por qué hacerle caso, ¿no?
Además, no me digas que no es interesante. ¿No quieres leerlo tú también? A
mí no me ha dado tiempo a llegar al final. ¿Y qué más te da? Ya es ilegal
entrar en una casa sin permiso y encender el ordenador. Es solo un poco más
ilegal, y punch.
—No está bien, no me puedes pedir tanto. Te recuerdo que yo estoy en
activo, podría perder el trabajo por esto.
Florencia vuelve a ponerme ojos de gato y morritos de bebé suplicante:
—Porfi, porfi…
Sé que es infantil, pero no puedo negarme ante esto. Asiento y mi chica
hace doble clic en el archivo. La carta no tiene desperdicio. Está escrita con
letras enormes, lo que dificulta la lectura para cualquiera que no sea un
hombre mayor con problemas de presbicia. Tan solo caben unas cuantas

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palabras en la pantalla. Florencia la lee en voz alta mientras va bajando con el
ratón:
—«Si estáis leyendo esto es porque ha aparecido mi cadáver. En primer
lugar, aseguro que yo, Gerardo Pérez Parra, estoy en plenas facultades
psicológicas y la muestra de ello es que me he mantenido en activo hasta el
mismo momento en que he sido asesinado. No he sido coaccionado por nadie
para escribir estas palabras y lo hago en pleno ejercicio de mi libertad. Como
víctima que soy, quiero comenzar exigiendo que la investigación del crimen
no sea liderada por mi sobrino Eugenio Watson, de quien no me fío ni
considero que tenga la capacidad ni el talento requeridos para dicha labor». —
Florencia se detiene y me mira—. Lol. El hombre es un imbécil, pero aquí le
doy mis dieces.
—Te recuerdo que yo trabajo en el equipo de tu padre, amor.
Florencia se ríe y me planta un beso.
—Tu talento está desperdiciado, y lo sabes. Va, seguimos —dice mientras
hace scroll para continuar leyendo—. «Ni que decir tiene que mi cuñado,
Richard Watson, tampoco está cualificado para esta misión y, por tanto,
espero y deseo que mantenga sus manos alejadas de mi casa y de mi cadáver.
Richard siempre fue un hombre mediocre, que ha alimentado durante años un
odio irracional hacia mi persona».
Florencia vuelve a parar, entre risas y aplausos.
—¿De ti no dice nada?
—No sé. Yo he llegado hasta aquí antes, que justo bajaba el abu. No sabes
lo que me ha costado callarme con él. ¿Te imaginas que me funa a mí
también? Sería una fantasía. Me estoy poniendo nerviosa, no sé si quiero
seguir.
—¿De verdad? No podemos detenernos ahora.
—Ahora quieres leer, ¿eh? ¿Y si ahora soy yo la que se niega? ¿Cómo me
vas a convencer?
Florencia está disfrutando como una niña el día de su cumpleaños. No la
culpo, este es el tipo de investigaciones que a ella la motivan, y después del
palo de la muerte de su tía, se merece un momento como este. Me toca
esforzarme y entrar en su juego. Abro mucho los ojos y saco los labios todo lo
que puedo. Intuyo que mis ojos son más de besugo que de gato, pero a
Florencia no parece importarle.
—Porfi —digo, y sé que la hago feliz porque continúa leyendo de
inmediato.

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—«Es más, me gustaría que ningún inspector estudiara el caso. Esa y no
otra es la razón última de que escriba estas palabras».
—Eso es ilegal, da igual lo que diga la víctima. Los crímenes se
investigan —digo, y Florencia me chista.
—«Soy consciente de que es una petición inhabitual, pero insisto en
solicitar que se detenga la investigación de inmediato. En este aspecto, me
gustaría recordar que he pagado más impuestos que nadie en este país.
Entiendo que muchos compañeros empresarios hayan decidido buscar
fórmulas alternativas ante los abusos de los gobiernos bolivarianos que nos ha
tocado sufrir, pero yo, por una decisión de puro patriotismo, he optado por
reducir al máximo mis tributos en paraísos fiscales» —dice Florencia, y se
echa a reír—. ¡Míralo qué majo! Casi no defraudaba nada.
—¡Oso Amoroso! ¡Matar al Oso Amoroso! ¡Hijos de puta! —chilla el
loro.
—«Ni que decir tiene que siempre me he destacado por mi apoyo
incondicional a las Fuerzas y Cuerpos del Estado, aportando generosas
donaciones» —continúa leyendo Florencia—. «Espero que todas estas
cuestiones sean tomadas en consideración a la hora de deliberar sobre la
cuestión planteada».
—¡Será sinvergüenza! La Justicia es igual para todos —suelto, sin poder
contenerme.
—Qué inocente, cariño. Pero es bonito —me dice, y sigue—: «Exijo que
las actividades internas de mi empresa queden fuera de la investigación. No
puedo enfatizar este punto lo suficiente, es vital que se respete el normal
funcionamiento de una empresa que ha traído tanta riqueza a la zona. Por ello,
solicito que cualquier referencia al Oso Amoroso o al supuesto espionaje
industrial sean retiradas de cualquier informe y no se hagan públicas bajo
ningún concepto. Resolver este asunto era mi responsabilidad como CEO y
fundador de la compañía, y de nadie más. Por ello, no se puede sino concluir
que el último y único culpable de mi asesinato soy yo mismo. La persona que
haya apretado el gatillo (o lo que sea que hayan tomado a bien hacerme) es,
por tanto, inocente. Espero que mis últimas voluntades sean respetadas. En
Formigal, a día 24 de diciembre de 2024».
Ambas tenemos la misma idea a la vez, porque levantamos la mirada y
vemos que, junto a la impresora, hay un sobre tamaño DIN-A4 relleno con
una pila de folios en su interior. En el sobre se lee, escrito a mano, el mismo
texto que titulaba la carta: «Confidencial: abrir solo en el caso de encontrar mi
cadáver». La palabra «cadáver» no le cabía bien porque la frase era muy

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larga, así que ha tenido que añadir un guioncito después de «cadá» y
continuar en una línea abajo con «ver». Es casi tierno.
—Joder, estaba delante de nuestras narices —dice Florencia—. Esto no se
lo decimos a nadie, ¿eh? Será nuestro secreto.
Florencia abre el sobre antes de que yo pueda objetar de nuevo. Y hace
bien, porque me habría rendido, como la vez anterior, y hubiéramos perdido
el tiempo. Todos y cada uno de los folios están firmados, incluido el último.
—Bueno, pues ya estaría, ¿no? —dice Florencia—. Si no nos queda claro
con esto, yo ya no sé…
No respondo porque mi cabeza está a punto de explotar, necesito tiempo
para madurar la información y tratar de darle sentido. Este caso está siendo
tan intrincado que ha llegado un punto en el que me da miedo descubrir
nuevos datos, porque cuanto más sé menos comprendo. Me esfuerzo por no
parecer perdida ante sus ojos y deambulo por el espacioso salón comedor sin
rumbo fijo.
—Todavía no sabemos quién es el asesino, pero es un paso, ¿no? —me
dice.
Amo a mi chica con todo mi ser, pero en este instante también la odio.
¿Por qué entiende lo que está sucediendo? Busco ayuda a mi alrededor y solo
ahora me doy cuenta de que, en mi caminar sonámbulo, he acabado sentada
en un sofá junto a un mastín precioso, que me mira con sus enormes ojos
marrones a escasos centímetros de los míos. Inspira paz y me devuelve a la
tierra, al aquí y al ahora. Su actitud reposada me dice que todo está bien y que
mis problemas no son para tanto. ¿Quién quiere pastillas contra el estrés
cuando puedes perderte en la mirada de un perrazo de setenta kilos?
—Ya es hora de confesar, Florencia —digo—. No soy buena inspectora,
no como tú. Y no pasa nada por admitirlo. Estoy totalmente superada con esta
investigación, que para ti es muy obvia. Ya sé que ayer me dijiste que era la
mejor y que tratas de animarme, pero no puedo vivir fingiendo que sé lo que
hago. Es un peso enorme sobre mis hombros y no lo quiero. Es mejor que me
veas como realmente soy, una policía normal. Ni buena ni mala.
Florencia se ríe. Se carcajea de mí en mis narices y se tira al sofá, con
nosotros. Si esto me lo hiciera otra persona, seguramente lo tomaría como una
burla, con ella es distinto. Está claro que he hecho mal en preocuparme.
—¿No te da bajón saber que soy una fracasada? —insisto.
—Pero ¿qué dices, amor? Real que no he conocido a nadie que sea tan
crack como yo en esto. Si siguiera tu razonamiento, toda la gente del planeta,
menos yo, serían fracasados. Además, no te quiero por eso, me da igual que

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no seas Sherlock Holmes. Casi prefiero que sea así, ya he tenido que soportar
muchas burlas por eso de apellidarme Watson. Si creyera que eres mejor
investigadora que yo, lo más probable es que me generaras un trauma y casi
seguro que tendría que dejarte.
—Entonces, ¿se podría decir que estamos juntas gracias a que no soy tan
lista como tú?
—Justo.
Florencia me planta un beso y mis preocupaciones me abandonan de
manera definitiva.
—¡Perroflautas! ¡Os voy a matar! ¡Piojosos! —dice el loro.
—A ver, ¿qué es lo que no comprendes? —me pregunta mi chica.
—¿Por dónde empiezo? Lo primero, ya sé que ambos eran un equipo, y
que Míriam era parte esencial del entramado empresarial de Gerardo. Es
normal pensar que, si uno estaba en peligro, el otro también lo estuviera, pero
me confunde leer una carta en la que tu tío abuelo da por hecho que va a ser
asesinado, y que luego sea Míriam la que ha muerto.
—Supuestamente —me contesta.
—Supuestamente mis ovarios, Míriam está muerta. ¿O no?
—Por desgracia, sí. Me refiero a que no sabemos si Gerardo está vivo. Yo
lo que sé es que no ha dormido en su casa y que su coche todoterreno está
aquí.
—Entonces, ¿está muerto? —pregunto.
—Tampoco he dicho eso. Lo que digo es que no lo sé —responde
Florencia, y se queda pensando en lo que ha contestado—. ¡Qué bien suena
eso! No lo sé. Es algo que no digo mucho, ¿verdad? En las investigaciones,
me refiero. Si me preguntas cuál es la capital de Kuala Lumpur, te lo digo sin
problema: no lo sé. Pero así, en medio de un caso, decir «no lo sé» suena raro
en mi boca. Me da buenas vibes.
—Ya, yo casi preferiría que lo supieras, fíjate —le digo.
—Pues no. Admito que no sé si mi tío Gerardo está muerto, si está
escondido en su hotel, protegido en alguna habitación como un búnker o si de
quien se esconde es precisamente de la gente de su hotel. Las tres cosas
pueden ser.
No puedo evitar soltar un suspiro y me abrazo a mi amigo el mastín.
Florencia tiene dudas que a mí ni siquiera se me habían ocurrido. Es peor de
lo que pensaba. Intento aclararme, otra vez:
—Pero hay algo que no me cuadra. Gerardo estaba en el AVE camino de
Madrid cuando le escribí por WhatsApp para informarle de la muerte de su

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sobrina. Supuestamente él iba a tener una reunión allí y luego iba a volver el
mismo día, hasta ahí normal. Una paliza, pero normal. Lo que no entiendo es
que decidiera seguir adelante con su plan. La carta la escribió la noche
anterior, así que ya estaba sobre aviso de que había un riesgo grande y,
aunque Gerardo pensaba que era su vida y no la de Míriam la que estaba en el
alambre, aun así es raro que volviera sabiendo que sus temores estaban
fundados, ¿no?
—Nop. Tú misma lo has dicho. Él mismo, cuando escribió esta carta, ya
daba casi por seguro que iba a morir, y le dio lo mismo. Siguió haciendo su
vida como si nada.
—¿Por qué? A nadie le da igual que lo asesinen.
—No lo sé —dice Florencia, y se le escapa una risita—. Otra vez que no
lo sé, ¿ves lo que te digo? Este caso es el padre de todos los casos. Lo que
está claro es que escribió la carta y acto seguido vino a la cena. ¿Es porque
pensaba que lo iban a matar ahí? No lo sé. ¿Por qué no huyó muy lejos si
sabía que lo iban a matar? Tampoco lo sé.
—La casa de tu abuelo era un lugar muy seguro, en realidad. Había
muchos inspectores en esa casa, a lo mejor por eso decidió acudir a última
hora. Eso resolvería otro misterio.
—Tendría sentido… si fuera una decisión de última hora. Lo que pasa es
que mi tío Gerardo encargó una estatua a tamaño real de mi abuelo. Y eso no
se hace en dos días, lleva meses de preparación. Pero vas bien, me gusta tu
rollo. Vamos a dar ideas, a lo loco. ¿Por qué alguien como el tío Gerardo
desistiría de luchar por su vida?
Tomo aire y busco inspiración en mi chico, el perrazo sentado a mi lado.
Lo malo es que ya no me mira y se limita a ofrecerme su barriga para que lo
acaricie y yo lo hago. Resulta que no era un perrazo, sino una perraza.
Aprecio su sororidad previa, aunque ahora me haya dejado sola. Suelto lo
primero que se me pasa por la cabeza:
—Es un hombre importante. Esta gente muchas veces valora sus negocios
más que nada en el mundo. Puede que tuviera algo especialmente relevante
entre manos y considerara que merecía la pena jugarse su vida para conseguir
sacarlo adelante.
Florencia empieza a dar vueltas por la sala. Se ve que está pensando con
mucha intensidad, y que está disfrutando con el reto.
—Lo veo. Es un señoro muy pro, obvio. Como Jimin, pero en empresario,
para que nos entendamos —me dice, aunque yo lo entendía igual antes—. Lo
que pasa es que, si eres tan poderoso como Jimin, ¿a quién temes? No, lo que

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pasa es que él no es Jimin, eso sería Amancio Ortega, por ejemplo. Gerardo es
más bien un idol de una banda con una carrera larga, que llenan conciertos,
pero que no son famosos fuera de su barrio de Busan. Y, si ese idol tuviera un
beef con BTS, entonces sí que estaría acabado. Eso puede ser. Mi tío Gerardo
trata con gente de la élite, no podemos descartar que hubiera enfadado a
alguien demasiado poderoso, tanto que fuera inútil enfrentarse a él.
Yo asiento, es evidente que su cabeza funciona de un modo totalmente
distinto al mío, aunque siempre logra adquirir sentido al final.
—Venga, más ideas —me sugiere.
—¿Y si está enfermo terminal? —contesto—. Es un señor mayor, no sería
tan raro y explicaría que le diera lo mismo ser asesinado. Habrá quien piense
que es mejor morir de un balazo en un segundo que sufrir dolores durante
cuatro meses postrado en una cama.
—Oh, yasss. Bien pensado. Cuidado, que vas a reventar los medidores de
putoamismo.
—Es una chorrada, amor. Yo lo vi estupendo y aquí no hay ningún
aparato médico. Podemos buscar medicinas, pero no creo que sea eso —
replico, rebajando sus expectativas sobre mí—. No soy Sherlock Holmes, no
hace falta que dejes de quererme.
Esperaba una reacción alegre, un «lol» o una risa exagerada, pero
Florencia ya no está en esta sala, al menos no físicamente. Su cabeza ha
volado al mundo de las ideas geniales e intimidantes.
—Yo lo que no dejo de pensar es que, en la carta, insiste mucho en
proteger a su asesino. Mi tío Gerardo es como un productor musical, esa gente
es capaz de usar a su propia madre si eso le fuera a dar beneficio. Es raro que
se preocupe por nadie que no fuera él mismo, y eso es justo lo que no
entiendo, ¿por qué actuaría así un cabrón sin escrúpulos? —se plantea
Florencia.
—¡Matar al Oso! ¡Panda de inútiles! —chilla el loro.
Se hace un silencio producto de la frustración de Florencia y decido
ponerme y dar vueltas alrededor de la sala.
—Venga, voy a ver si puedo pasar todo esto a limpio en mi cabeza para
saber qué tenemos y qué nos falta —le digo—. Lo primero es que podemos
confirmar que en el centro del enigma del asesinato hay un espía al que todos
conocían como Oso Amoroso. Yo imagino que tenía contactos en el hotel y
que su objetivo era frenar la ampliación de las pistas de esquí. Sabemos que
este topo no era Míriam y que había amenazado de muerte a Gerardo, pero
que a quien acabó asesinando es a la propia Míriam. Aunque puede que esté

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relacionado porque seguramente habría que matar a los dos para frenar el
proyecto de ampliación de las pistas.
—Y no sabemos si mató a Gerardo también, no lo olvides —me dice mi
chica.
Florencia recorre el salón conmigo mientras pensamos, aunque ella
camina en sentido opuesto. Nos cruzamos dos veces en cada vuelta alrededor
del salón comedor ante la atenta mirada de todos los animales. Por lo que sea,
no están acostumbrados a presenciar este tipo de coreografías sin sentido.
—Cierto —respondo—. Gerardo no sabemos dónde está, puede que
muerto, puede que escondido, pero sí tenemos la certeza de que conocía al
Oso Amoroso y de que no le deseaba ningún mal.
—Y eso es raro porque Gerardo no quería a nadie más que a sí mismo. Y
a lo mejor un poco a Míriam —apunta Florencia.
—Además sabemos que Míriam también conocía la identidad del Oso
Amoroso, pero que ella no se quedó ahí, sino que estaba intentando escribirle
una carta para chantajearlo cuando este la mató. Lo que todavía
desconocemos son los motivos de Gerardo para regresar a la estación después
de tener noticias del crimen y, por supuesto, la identidad del Oso. Y no sé si
me dejo algo más.
—Lo más importante —concluye Florencia—. La razón por la que
estamos aquí. Descubrir quién abrió la puerta en medio de la noche.
—¿Seguimos pensando que eso es una opción? ¿No es muy complicado?
Si el Oso estuviera dentro de la casa, no necesitaría abrir la puerta, ¿no?
—Da lo mismo, no habría podido hacerlo —me responde—. Por
paradójico que parezca, sería mucho más difícil de explicar. Habría que
resolver el problema de la coartada en cadena, la sangre que no es de nadie…
De esta manera solo tenemos que encontrar el escondite. Además, hay un
candidato ideal para cometer el asesinato. Sí, uno perfecto.
La miro, esperando que lo diga, pero eso no sería propio de ella.
Demasiado fácil. Me toca preguntarlo:
—¿Quién, si puede saberse? ¿El esbirro de tu tío?
—¡Perroflautas! ¡Malnacidos! —chilla el loro.
—El mismo. Jandro.
Mi amiga la perraza gruñe al escuchar ese nombre. A ella tampoco le cae
bien. Me la quiero llevar a casa, no hay nada que haga mal.
—Vale, tiene pinta de ser capaz de matar. Y es posible que tu tío le
tuviera cariño, pero ¿el perro sería capaz de matar a su amo? Con perdón,

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chica —le digo a la perraza—. Ha sido una mala comparación, no sois de la
misma especie. Él es claramente de los nuestros.
—Claro que sería capaz. Es como los guardaespaldas de los idols, que se
juegan la vida por ellos, pero porque es su curro. A veces me he fijado en sus
caras y se los ve hasta las narices, seguro que muchos los tratan como si
fueran basura. Y son seres humanos, hasta Jandro lo es.
La perra vuelve a gruñir, demostrando que la primera vez no fue
casualidad. Florencia sigue hablando:
—Lo que no me cuadra es que él sea el Oso. Me pega más como ejecutor
que como planificador. Así que el espía tiene que estar en la casa. ¿Quién es?
No lo sé.
—La opción obvia es Julia, que trabaja en el hotel y podría estar resentida
porque la toman por el pito del sereno, así que esta sería su venganza —digo.
—No sabemos si el tío Gerardo la quería, me parece raro que lo hiciera y
es más extraño todavía que ella fuera capaz de algo así, pero es una opción —
me responde Florencia.
—Podría ser Emilio usando el contacto de la propia Julia para infiltrarse.
El tipo es un imbécil y sus motivaciones son las que más claramente están
alineadas con la labor del espía. Es el más interesado en parar la ampliación
porque quiere fabricar whisky con el musgo de la zona.
—Me sigue pareciendo que esto lo supera. Es demasiado imbécil.
—¡Pagafantas! —chilla el loro.
—Tu madre también trabaja en el hotel y ella sí que estaría capacitada
para hacer esto. Lo que pasa es que no conocemos su móvil… y no me la
imagino matando a nadie —digo.
—¡Menuda es ella! No podemos descartarla, aunque no tenemos móvil.
—Por eso no podemos olvidar a Susana y a Javi. Ellos sí que tienen
móvil, al menos para matar a Míriam. Susana estaba celosa, y Javi la odiaba
por haberle rechazado su ofrecimiento de trabajar en el hotel. Lo que pasa es
que ellos lo que no tenían era acceso al hotel. Es posible que conocieran a
Jan… —digo y me detengo antes de pronunciar ese nombre y provocar un
nuevo gruñido—. Al esbirro, y que utilizaran su contacto, pero no tenemos
pruebas de que tuvieran relación alguna con él. Esta vez no me dejo nada,
¿no?
Florencia me planta otro beso.
—Lo has dicho todo.
—Entonces, ¿cuál es el siguiente paso? —pregunto—. ¿Volvemos a la
casa y los investigamos con esto en mente? ¿O vamos al hotel a ver al

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esbirro?
—Ni lo uno ni lo otro. A casa vamos luego y al hotel no merece la pena ir,
porque el abu ya está encargándose de eso.
—¿No iba a comprar el pan? —pregunto y me arrepiento al instante. He
sido muy ingenua.
—Yo lo que te propongo es hacer un pequeño juego. ¿Te apetece?
Florencia me coge de la mano sin esperar mi respuesta y me guía otra vez
a la mesa del comedor, al ordenador de sobremesa. Siento que esto ya lo he
vivido.
—Vamos a escribir a Jan…, al señoro este, y nos vamos a hacer pasar por
Gerardo. Así sabremos si lo ha matado o no. ¿Te apetece?
—No entiendo…, ¿cómo? No tenemos su número y nunca se creería que
somos Gerardo. Es ridículo.
Mis palabras nacen viejas porque, antes incluso de que yo termine de
hablar, Florencia me enseña la pantalla y en ella aparece, reluciente y verde,
el dibujito de la aplicación del WhatsApp en el ordenador. Gerardo tiene un
ordenador de sobremesa de hace diez años y en general es más rancio que
desayunar con un sol y sombra, pero aun así se mensajea con sus amigos a
través del ordenador. En fin, el futuro ya está aquí. Ni corta ni perezosa ni
discreta, Florencia agarra el ratón, hace doble clic sobre el icono y, en
cuestión de un segundo, tenemos ante nuestros ojos las últimas
conversaciones de Gerardo. Un registro en primera persona de los últimos
pasos del hombre investigado, esto es el sueño de cualquier inspector que se
precie y también del que no se precie.
La primera de todas sus conversaciones es con Jandro. Es decir, es el
último con el que ha hablado. La penúltima soy yo misma, pero esa
conversación ya la conozco y la tengo en mi móvil, así que seleccionamos la
del esbirro.
El último de los mensajes ha sido enviado hace tan solo unos minutos.
Dice:

Qué cojones está pasando? Tengo que


estar al día. Ayer no te presentaste a la
reunión, necesito verte y hablar o no
respondo de mis actos

Florencia y yo nos miramos. No sé lo que pensará ella, pero a mí me han


surgido más preguntas que respuestas, lo que, por otro lado, es normal. Las
conversaciones de este estilo tienen la peculiaridad de que se leen de atrás

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adelante, en orden cronológico inverso. Decidimos subir hasta el último
mensaje enviado por Gerardo, es del día de ayer al mediodía, poco antes de
recibir el mío. Dice:

Todo marcha como es debido, aunque me


voy a retrasar más de lo previsto. Seguiré
informando

A partir de aquí, una retahíla de mensajes de su empleado sin respuesta,


repartidos a lo largo de las siguientes horas:

Ok, yo voy en hora

Jefe, estoy en tu casa y salvo este perro


que no me deja en paz no hay nadie aquí

Dónde estás?

Jefe, perdona por insistir, pero empiezo a


preocuparme. He escrito a Míriam y ella
tampoco me contesta

—¡Para, para, para! —exclamo, impidiendo que sigamos leyendo—.


¿Jandro no sabe que Míriam ha muerto? Eso tira por tierra todas nuestras
teorías, es imposible que la matara él si dice esto.
—Amor, ¿no ves lo que está haciendo? Nadie en su sano juicio confesaría
un crimen a su siguiente víctima —me explica Florencia.
—Claro, es lógico. Estaba mintiendo, ni se me había ocurrido —digo—.
Bueno, no vamos mal, hemos descubierto que Gerardo no ha muerto, al
menos no a manos de su esbirro porque lo está buscando. Sigue leyendo.
Solo nos quedaba un mensaje sin leer, también de la noche anterior, que
dice:

Voy a llamar a tu cuñado

No sé si te parece bien, pero no me queda


otra opción

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—¡Motherfucker! El abu habló con él, se lo tenía bien calladito —suelta
mi chica—. ¿Qué sabrá él que no sepa nadie más? Tenemos que darnos prisa
o lo va a resolver él antes que nosotras, y menudo cuadro. A ver con qué cara
vuelvo a su casa el año que viene.
—¿Y qué podemos hacer? Es que no sé ni por dónde tirar —le digo.
—Solo hay un camino, pero es resbaladizo. A ver cómo lo hacemos…
Mi chica se remanga concienzudamente, como si fuera a hacer una
complicada labor con sus manos desnudas. En lugar de eso, se sienta frente al
teclado y comienza a escribir:

Estoy en lugar seguro, pero debo andarme


con ojo

He encontrado al Oso

Borra la palabra «Oso» y la cambia por «espía». Se lo piensa un segundo


y vuelve a poner «Oso». Y lo envía.
—¿Qué has hecho? —pregunto.
—No he podido resistirme a la rima —confiesa.
—Me refiero a lo que has puesto, ¿qué plan tienes?
—Si no podemos encontrar al Oso nosotras ni podemos presionar a Jandro
para que nos diga quién es, tendremos que provocar que sea él mismo quien
lo haga, por su propia voluntad.
Recibimos un mensaje:

Estaba a punto de liarla para encontrarte

Por qué no me has avisado?

Florencia sonríe y responde sin pensar


mucho:

No es asunto tuyo

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—Eres un genio del bien —le digo, porque de verdad lo pienso. No es por
regalarle los oídos.
Jandro vuelve a escribir:

Cuál es el plan?

Aplazamos la reunión al día de hoy, mismo


lugar, misma hora?

Mi chica me mira, para esto no hay una respuesta inmediata.


—Estoy segura de que esa reunión es top —dice Florencia—. Pero no nos
renta hablar de ella, lo que queremos es atraerlo a casa de mis abuelos, no
prometer que Gerardo va a aparecer en ningún sitio.
—¿Y si aparece? —pregunto—. No sabemos dónde está escondido.
—Bien tirado. Le vamos a dar la vuelta a la tortilla.
Florencia vuelve a ponerse manos a la obra y responde:

No voy a ir, vas a venir tú. Te espero en


casa de Richard

Y me mira, poniendo una mueca enfatizando la locura de lo que acaba de


poner. Yo grito y la perraza ladra.
—¡Ganapanes! Matar al Oso —dice el loro.

¿Qué haces allí? Es una locura

Lo que es una locura es lo que me has


hecho. Sé que sabes que el Oso está en
esa casa

Mi chica levanta las manos del teclado y espera respuesta, con nervios. La
aplicación nos informa de que «Jandro está escribiendo un mensaje…», pero
tarda en llegar. Debe de estar pensando mucho qué hacer en este momento.
—Aquí nos la jugamos —me dice Florencia—. Ahora mismo, él sabe que
Gerardo sabe que lo ha traicionado. A partir de aquí, tiene dos opciones: o
pone las cartas sobre la mesa y se enfrenta a mi tío abuelo, o se achanta y pide
perdón.

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El mensaje llega:

Tenía que habértelo dicho antes. Es error


mío

Florencia se pone a bailotear a mi lado. Empieza de un modo


descontrolado y pronto se pone a perrearme. Está muy contenta; perrear no es
su estilo. Jandro sigue escribiendo:

Ok. ¿Quieres algo más?

Cuando llegues, quiero que mantengas una


conversación con el Oso y le dejes clara su
situación

Sin violencia, esa casa es un nido de


policías

Como quieras

Florencia se gira hacia mí y hace el gesto como de soltar un micrófono


imaginario que tiene entre las manos y marcharse. Es un movimiento de
chulería que ella reserva solo para los momentos más brillantes. Lo merece,
desde luego.
—¡Qué tensión, joder! —exclamo—. ¿Qué hacemos? Podemos descansar
un poco, ¿no?
—Nop, lo siento, amor, pero no está todo hecho. Lo ideal sería
descubrirlo antes de que aparezca, que no tenemos ni idea de la hora a la que
quedaron ayer, aunque no puede ser muy pronto, porque mi tío Gerardo
estaba en Madrid. De todas formas, no podemos fiarnos, mi tío abuelo es
capaz de aparecer en el peor momento. O eso, o ha estado todo el rato detrás
de Jandro mientras le escribíamos y nos ha tomado el pelo. Es muy capaz de
hacer algo así. No nos podemos relajar.
—Entonces, ¿volvemos ya a casa de tus abuelos?
—Nop. Tengo pensado algo mejor. Ven conmigo —me propone mi chica.
Vuelvo a seguirla y se me unen la perraza, el otro perro y los gatos. Todos
menos el loro de los cojones. Nos dirigimos a la cocina y los animales se

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empiezan a poner nerviosos y a saltar. Creen que Florencia les va a dar de
comer otra vez.
—Antes, cuando di de comer a todos estos, he visto que mi tío Gerardo
tiene roscón de Reyes en la nevera. De los que llevan nata. Y he pensado que
no hay tanta prisa por volver, ¿no? Aunque a lo mejor deberíamos llevar algo
a casa de los abus, a Alvarito le hará ilusión.
Ahora soy yo la que se empieza a poner nerviosa y a saltar. Florencia me
va a dar de comer.

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Un cadáver a los polvorones

EUGENIO

Aún antes de que amanezca, Eugenio, que siempre ha sido muy de madrugar,
se encuentra en la cocina con Susana. De todos modos, en casa de sus padres
siempre se ha hecho de día muy tarde, con las montañas como visera, y si
esperan a que el sol haga acto de presencia se les va la mañana. El tiempo está
en su contra. Susana lleva una bata negra y rosa con tachuelas, de su
adolescencia, que ha debido de encontrar en su cuarto. Nadie esperaba estar
en la casa de Agnes y Richard a 26 de diciembre. Eugenio ya se ha duchado y
va vestido de ayer, preparado para volver a trabajar. Ha dormido unas cuantas
horas, mal, incómodo, culpable. Inocente del crimen, pero culpable de no
solucionarlo. El día anterior no ha sido, desde luego, el más productivo para
él. Pero ha descartado opciones y evidencias. Más de lo que ocurre en días
enteros con otros casos. Así que se ha levantado y ha mirado por la ventana.
Y había nieve. Ha bajado las escaleras y Juana seguía dormida. Respiraba
bien, tan solo dormía. El caso seguía siendo suyo.
—¿Sigo siendo sospechosa? —pregunta Susana.
—Claro —responde Eugenio—. De eso no se libra nadie hoy aquí. ¿Has
calentado agua?
—Por supuesto que sí —contesta Susana, ofendida—. Soy también una
Watson y tomo té a todas horas, como los demás. No decido quién va a la
cárcel y quién no, pero no me echéis todavía de la familia.
Susana mira al infinito, por la ventana, como si tuviera resaca. Eugenio
está seguro de haberla visto en esa postura con esa misma ropa, muchos años
atrás, cuando aún eran jóvenes y no estaban envueltos en crímenes.
—Gracias. —Eugenio se sirve una taza de té y comienza a dar vueltas por
la cocina—. No hay pan.
—Ya.

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De pronto, no sabe si por influjo de la superstición de su hermana,
Eugenio se pregunta si podrá tener un buen día desayunando sin pan. No hay
que forzar a la suerte.
—No nos podemos hacer tostadas.
—Hay galletas —responde Susana, masticando una con la boca abierta.
—Pues tendrán que valer, porque a ver quién es el guapo que sale a por
pan con este temporal.
—Papá.
Eugenio se queda congelado, como si no hubiera entendido su respuesta.
—No jodas.
—Usa el bastón como quitanieves y sale a la aventura. Ya me dijo mamá
que lo hacía.
—Un día le va a pasar algo.
Hay sitio para los dos en la mesita de la cocina y se hacen hueco uno al
lado del otro, como antaño.
—Él sabrá lo que hace. Ya es mayorcito. Se ha ido con tu hija y su novia,
por cierto. He ido a avisarlas de que iba a usar el baño por si necesitaban
entrar ellas antes y no estaban en su habitación.
Con tanta noticia, Eugenio se olvida de comprobar si estaba caliente y se
quema con el té.
—Pero ¿qué hora es? —dice Eugenio—. Pensaba que habíamos
madrugado.
—Somos Watson. Todos madrugamos. Ayer escuché el tanque del tío
Gerardo saliendo a las seis de la mañana.
—Él no es un Watson.
Susana chasquea la lengua. O mastica una galleta. Tampoco está cómoda.
—También es verdad —admite—. ¿Habéis sabido algo de mi tarjeta
ionizada? Me noto las energías raras.
—Nada.
Eugenio moja una galleta en el té y se la come. Enseguida se arrepiente.
La siguiente se la toma seca. No es el desayuno que necesitaba.
—¿Has dormido con Berni? —le pregunta.
—Sí, ¿qué querías que hiciera?
Al poder saborear el té, Eugenio descubre que Susana lo ha dejado
demasiado tiempo en el agua hirviendo. Le suele ocurrir. Amarga. Sí, un mal
desayuno. Como los de entonces.
—Después de todo lo que ha pasado no sabía cómo te lo ibas a tomar —
dice Eugenio.

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—Lo que pasó fue hace mucho tiempo, está ya hablado y resuelto entre
nosotros. No fue fácil, pero está cerrado.
—¿Cómo sabes que se quedó ahí y no volvieron a verse? Puede que
siguieran quedando. Eso sería un motivo de asesinato.
—Tengo fe en que es así. Lo sé. ¿Tú cómo sabes que Quique no te
engaña? ¿O Verónica, antes?
Susana da por terminado su desayuno, pone su taza en la pila y se
remanga para fregar.
—No puedo saberlo —responde Eugenio, tras meditarlo—. De verdad que
no. Solo puedo creer que es así y confiar.
—Mentira. Lo sabrías. Eso se sabe. Y eres un policía de la leche.
—Así que reconoces que soy bueno en lo mío.
—Bah. Seguro que puedes comprobar las llamadas de teléfono de una y
de otro, los mensajes, lo que sea, y no lo has hecho. Ya te digo que no
quedarían por paloma mensajera.
—Lo de la paloma mensajera es más de alguien tan negacionista de la
ciencia como tú —señala Eugenio, con inesperado cariño—. A veces me
alucina lo que entiendes de mi trabajo, que no creas en las huellas y el ADN,
pero sí pienses que tenemos acceso ilimitado a los teléfonos de la gente.
—Si pueden hacerlo los novios tóxicos, podéis hacerlo vosotros. No sois
tan distintos.
Por supuesto que podrían o deberían haber intentado ya mirar el teléfono
móvil de Míriam para descubrir si alguien la había amenazado o si tenía algún
problema con alguien. Pero no es tan sencillo entrar en un teléfono sin la
contraseña, sin dedicarse a eso, y además necesitarían una orden judicial que
no les pueden dar así como así, si ni siquiera saben que están llevando ellos
mismos la investigación. Claro que el mayor impedimento suele ser el interés
de la familia en que no se revele la intimidad de la fallecida, y eso ya está
ocurriendo.
—Y, aunque pudiera ver sus mensajes —dice Eugenio, sin embargo—,
ellos podrían haberlos borrado.
Susana, por fin, comienza a fregar, dando la espalda a Eugenio, hablando
sin mirarse, siguiendo con su vida. Eso siempre era así cuando convivían.
—Acepto que Berni pudiera querer hacer eso, pero una mujer soltera e
independiente como Míriam, ¿por qué iba a hacerlo? ¿Tú crees que le
importaba mucho que alguien supiera con quién se acostaba?
—Lo hablaré con mis jefes, les voy a pedir permiso para mirar sus
mensajes, pero no te puedo prometer nada, ¿te sirve? Si tienes razón, serás

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menos sospechosa.
—Eso estaría muy bien.
El chorro de agua sobre su taza interrumpe la conversación y el vapor que
baña las manos de Susana da envidia a Eugenio. Quizá porque en esa bruma
todo es posible y la eterna búsqueda de la verdad se diluye. Y seguro que
porque el calor en las manos es un bien escaso en las Navidades del Pirineo.
Bebe el último trago de té amargo y la espera para fregar también él su taza.
—Podrías haber contado conmigo cuando supiste lo de Berni y Míriam —
dice Eugenio—. Creo que te habría apoyado.
—No somos tan cercanos, Eugenio. ¿Cómo me habrías podido ayudar?
Ya estaba hecho.
Susana se seca las manos. Sin prisa. Se ha mojado, pese a arremangarse,
su bata rosa y negra con tachuelas.
—No lo sé —responde Eugenio—. Estando.
Y friega él su taza, sin prisa. Sigue sin amanecer, y el fregadero se llena
de vaho. Sienten la Inglaterra de sus ancestros en la cocina.
—Además, tú siempre fuiste más cercano a Míriam que yo. ¿Qué querías?
¿Que te dijera que tu querida hermana mayor se acostaba con mi marido?
¿Qué iba a cambiar eso?
—Habrías tenido a alguien en quién apoyarte. A veces viene bien que te
escuchen.
—¿Tú me llamaste cuando acabó tu relación con Verónica?
—Te lo conté.
—Meses más tarde, cuando te vi con Quique por la calle, de la mano. Eres
un ejemplo de comunicación.
Eugenio cierra el grifo y pone la taza a secar, junto a la de su hermana.
—No éramos tan cercanos, no —reconoce Eugenio.
—Ni siquiera hablé con Míriam, la muy hija de una hiena, como para
hablarlo contigo.
Susana se acerca a la puerta, con las manos en los bolsillos, y no mira a la
cara a Eugenio, pero tampoco se va. Son sus dinámicas de toda la vida entre
hermanos.
—Se supone que hay que hablar bien de los muertos —dice Eugenio—,
cuando acaban de morir al menos.
—No ayuda para dejar de ser sospechosa, desde luego —admite Susana.
—Desde luego. Y todos nos estamos llevando una opinión peor de ella a
medida que pasan las horas. Me asusta que dentro de un rato descubramos
que es la responsable del hambre y de la guerra en el mundo.

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—¿Y qué crees que hacía en el hotel? Cargarse el Pirineo con eso de la
pista de esquí y hacerse rica a toda costa. Bien por ella, pero no era para darle
un premio a la mejor persona.
—El tío Gerardo no era la mejor influencia —responde Eugenio.
—Déjate de tíos Gerardos. Se acostó con mi marido. Anda que no habrá
hombres. ¿Tú crees que me pidió disculpas? ¿Que intentó arreglarlo? Siguió
con su vida como si no hubiera pasado nada.
Eugenio asiente, apoyado en la mesa de la cocina. Visto así, no encuentra
muchos caminos para defender a Míriam. Coge una mandarina, la pela, y da
un par de gajos a su hermana, que los acepta sin decir nada.
—¿Crees que pudo afectar a Javi? —pregunta Eugenio—. Sabía de esta
infidelidad y no lo habló ni contigo ni con Berni. Se lo quedó todo para él, a
una edad tan decisiva. Quién sabe lo que pasaría por su cabeza, pobre chico.
Quizá ese silencio, esa ira y esa distancia con Berni y contigo le hizo
centrarse más en temas de criptomonedas y cosas raras, muchos chavales
buscan validación por esas vías para sentirse más fuertes.
—No hables de lo que no sabes. Javi siempre ha sido así. Ya de niño le
dabas un hielo y una pieza de fruta y trataba de vender limonada en el parque,
tú te acuerdas de eso, seguro.
—Sí, es verdad.
—Especulaba con su propia merienda sin que nosotros le inculcásemos
nada. Salió así y lo queremos como es.
—Pero por eso mismo. Míriam era igual, los dos lo sabemos. Dos
tiburones de los negocios. Y Javi, probablemente odiándola y sabiendo lo que
había pasado con Berni, se ofreció a trabajar en el hotel, con ella. Cualquiera
pensaría que Míriam no podía negarse, que intercedería por él ante Gerardo,
qué menos podía hacer después de lo que había supuesto para vosotros como
familia. Y no dudó en rechazarlo.
—Javi sabe cómo funciona el mundo del dinero, no te preocupes por él.
—No es por él por quien me preocupo.
—No mató a Míriam. Y si lo hizo no lo puedes demostrar ni yo sé nada.
Déjame en paz, ¿quieres?
—Claro, perdona. La mandarina al menos estaba buena, ¿no crees?
—Las he tomado mejores.
Susana se dirige a la puerta, esta vez sí, para irse.
—Oye, Eugenio, ¿esto ha sido un interrogatorio o una conversación entre
hermanos?

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—No estoy seguro. Eres sospechosa, pero también eres mi hermana.
¿Puede que un poco de todo?
—Puede.
—Estoy aquí para hablar cuando lo necesites. Como hermano.
Esta muestra de apoyo deja fuera de juego a Susana. El resto de la
dinámica entre ellos podía remitir a la infancia que compartieron, pero este
detalle no, porque entonces iban cada uno a lo suyo y no estaban para
ayudarse entre sí, ni mucho menos para escucharse. Sin dar las gracias,
porque quizá eso sea demasiado pedir para ella, se va definitivamente de la
cocina, dejando a Eugenio atrás. Eso sí, con un gesto más amable y benévolo
que cuando comenzó a desayunar. El mundo se cambia con pequeños gestos,
piensa Eugenio.
Por suerte, sin su padre y sin su hija se siente más cómodo. Ambos fuera
de casa dejan de ser una molestia, un impedimento para investigar por su
cuenta. Son ruido. Y ahora tiene calma. No entiende bien por qué un inspector
de policía tendría que salir de una casa en la que están todos los sospechosos.
En su recién elegido optimismo piensa que aún le queda mucha casa que
investigar. Que el asesino pudo dejar algún rastro que no están teniendo en
cuenta.
Y, como buen inspector que es, mira a su alrededor, porque la cocina es
un lugar tan bueno como cualquier otro para investigar. Pero ¿qué le puede
ayudar con la investigación? ¿Qué es lo que no está viendo? ¿Escuchando tal
vez? ¿Sintiendo? ¿Oliendo? Está en la cocina. Eugenio piensa. Siente.
Eugenio tiene que saborear. Quizá sea una tontería. Quizá siga teniendo
hambre. ¿Qué se puede saborear? Quizá pueda resolver qué envenenó a
Míriam y a Juana y quizá a Emilio. Eso ayudaría con la investigación.
No es el té. Si lo fuera, ya estarían todos dormidos. Es más, les da energía.
Y no es de seres muy inteligentes tratar de dormir a una persona con una
bebida estimulante. Si los hubieran dormido con pan ya no puede saberlo,
porque no queda. Aún le molesta que hayan llegado hasta ese punto. Josema
se lo está poniendo muy difícil. En cualquier caso, todos comieron pan, así
que prefiere descartarlo y olvidarlo, al menos hasta que lleguen Florencia y
Richard. Las galletas no son. Ni el chocolate, Susana y Berni lo asaltaron la
noche en que murió Míriam y están ambos muy despiertos. De la cena del 24
ya no queda nada, se comieron los restos entre todos el día anterior. Por
suerte, eso implica que su madre no tuvo que cocinar, con todo lo que tenía
encima. Quizá no sea posible descubrir cómo los envenenaron. O quizá se les
esté escapando algo.

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¿Qué es lo que Eugenio no ve, o no escucha o no huele o no siente? ¿Qué
es lo que no saborea? Aquello que no le gusta. ¿No está claro? Es muy
evidente. ¿Y qué no le gusta? Si él siempre ha comido de todo. Su madre
presumía de ello. Sus hijos comían siempre de todo. No solo fish and chips y
una taza de té de vez en cuando. Las bromas que les hacían de críos se
mantienen en la cabeza para siempre. Pero hay algo. Tiene que haberlo. Y lo
hay. Lo hay. Polvorones.
Solo Míriam los toma, desde niños. No les gustan. A nadie más. Es un
plan perfecto. Nunca tienen en casa, al menos desde que Míriam se separó del
núcleo familiar, y antes tenía que comprarlos ella porque al resto se le
olvidaba, incluso, su existencia. Una vez al año para ella. Ninguna para el
resto. Tiene que ser eso, un asesino que la conociera lo sabría, sabría que no
había riesgo de envenenar a nadie más y que ella los tomaría. Eugenio está
pletórico, da vueltas por la cocina con un polvorón en una mano y otro en la
otra, ni se percata de la presencia de su madre calentando más agua. Bailotea
sin música, sin Silvio, y piensa en cómo cazar al que lo trajo. Desde luego,
este día la investigación fluye mejor que el anterior. Polvorón eres y en
polvorón te convertirás. Eugenio no es religioso, pero la mera idea de que la
frase le venga a la cabeza lo divierte. Encuentra a su madre y la abraza.
—Te quiero, mamá —dice—. Buenos días.
—Yo también, Eugenio.
—No hay pan, han ido Florencia, Ainhoa y papá a comprarlo, quizá
lleguen antes de que desayunes.
—Ya he desayunado, esto es para mi segundo té. Y sí, ya me ha contado
Susana. Espero que no lleguen tan lejos y se den la vuelta. Es una locura.
—Ay, vaya. ¿Cuándo os habéis levantado todos? No respondas. Muy
pronto. No entiendo nada.
Eugenio besa a su madre en la frente, como ha hecho cada vez que la ve
desde que es más alto que ella, y se va de la cocina directo a su laboratorio, la
biblioteca.
Por supuesto, Verónica ya se ha levantado y está en el baño. Todos los
habitantes de esta casa parecen dispuestos a levantarse antes que el sol. Así
que se puede sentar cómodamente en el sillón, dejando los polvorones en la
mesa camilla. Para reflexionar. No tiene aún nada más que hacer. Sin el
equipo pertinente, no puede analizar una muestra de polvorón. Hasta el
momento solo tiene una suposición, como la tendrían su padre o su hija.
Ahora necesita convertirla en una prueba. ¿Comieron polvorones Emilio y
Juana? Juana seguro, cuando tomaba té con él en esta misma habitación,

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cuando aún era una biblioteca. Se comió varios, lo que, unido a su débil
estado cercano a la hipotermia, podría hacerla dormir más de un día sin
problemas. Y juraría que Emilio, en su incomprensible humor, imitó a Míriam
al seguir el protocolo habitual de machacar el polvorón antes de comerlo. El
muy estúpido se envenenó a sí mismo por error. Si es que de verdad el veneno
está ahí. Probablemente el asesino haya espolvoreado alguna benzodiazepina
triturada sobre el azúcar glas, los ansiolíticos pueden provocar mucha
somnolencia, tanta como para dormir a alguien por unas cuantas horas, y más
si se ha bebido alcohol. Además, mucha gente lo consume y lo tiene recetado.
Cualquiera puede ser sospechoso. Al apretar o golpear el polvorón, se
mezclaría con el ansiolítico, diluyendo su sabor amargo entre el dulzor.
Sabiendo que Míriam es capaz de comer alrededor de cinco polvorones por
Nochebuena, esta resulta una táctica infalible para mandarla a dormir.
Mientras busca soluciones para demostrar su hipótesis, guarda los
polvorones en una fiambrera, pegando encima una nota con la fecha y la hora.
Ya marcada como evidencia parece más real. No ha cambiado nada, pero se
siente mejor policía. Respira hondo y mira la noche por la ventana. Debería
estar durmiendo, en este día de vacaciones, durante al menos un par de horas
más. Pero no tiene tiempo que perder, y no sabe de nada en la casa que pueda
hacer reacción ante un fármaco o una droga y no lo haga ante cualquier
ingrediente natural del polvorón. Eugenio sabe lo que tiene que hacer, aunque
no quiera hacerlo. Y, como es un hombre responsable, vuelve a la cocina a
por un vaso de agua, encontrándose allí, desayunando, a Verónica, Emilio y
Javi. Pero no les hace caso, llena el vaso hasta arriba. Y, por las dudas, llena
otro vaso y se va con los dos. No se deja distraer. No es desagradable con
ellos, solo distante.
—Estoy investigando, por favor —les dice, respetuosamente—, hablamos
en otro momento.
—Solo te estábamos dando los buenos días, Eugenio, pero ya lo haremos
después, si te pones así. Ya sabemos quién se despierta de mal humor —
responde Emilio, con toda la ofensa que es capaz de fingir.
En el laboratorio la fiambrera sigue en su sitio, ¿y a dónde se podía ir?
Eugenio, sin embargo, habría deseado que la hubiesen robado, pero deja el
vaso de agua ceremoniosamente y saca uno de los polvorones y lo aplasta sin
ganas y sin gracia, como lo haría alguien que no quiere comerse un polvorón
y no lo ha hecho en los últimos veinte años, por lo menos. Lo mira de cerca.
Le parece un polvorón normal. Lo huele. Quizá un poco extraño. Quizá un
poco amargo. ¿Dijeron algo Míriam, Emilio o Juana sobre el sabor? No lo

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recuerda. Todos lo tomaron acompañado de champán, de whisky o de té. Eso
cambia la percepción, sin lugar a dudas. Debería saber raro, pero no recuerda
el sabor de un polvorón. No tiene con qué comparar. Y no puede probar más
que unas migas, lo justo para no caer en un sueño como el de Juana.
Ponérselo en los dientes, quizá, como los agentes de narcóticos de las
películas con la cocaína. En la realidad no lo hacen, claro, pero quizá tampoco
sea la peor de las ideas. Podría dárselo a probar a alguien, poner a dormir otra
vez a Emilio, o a Berni, a cualquiera que no vaya a ser tan importante como él
mismo para pillar al asesino. Eso, sin embargo, no sería ético ni de buen
profesional. Y bajo qué pretexto obliga a alguien a tomar algo que no le gusta.
No son niños pequeños. Y, claro, le viene a la cabeza la posibilidad de dárselo
a probar a quien se deja obligar a comer, como Alvarito, y la mera idea de
envenenar a su hijo lo avergüenza. Tiene que ser él mismo. Una dosis mínima
no le hará daño.
Arranca un pedazo de polvorón con dos dedos y se lo lleva a la boca, lo
mastica con asco, lo saborea con la punta de la lengua y lo mueve al paladar,
tiene una arcada que logra contener, vuelve a la lengua, se deshace en su
boca, se mezcla con su saliva, lo traga al fin y sabe amargo, como él esperaba,
pero ¿no se estará engañando? Bebe un vaso entero de agua, hace gárgaras, se
maldice. Toma otro pedazo pequeño de polvorón y repite el proceso, toda una
experiencia navideña. Definitivamente no sabe solo a polvorón. Hay algo
más. Es amargo. Hay algo tóxico. El veneno estaba ahí. Así que se ha
drogado de buena mañana, incluso antes de amanecer. Ni que fuera fumador.
Eugenio camina hacia el baño, sin correr, porque le enseñaron que no había
que correr por los pasillos, y está en la casa familiar, hay que mantener unas
formas, pero se siente definitivamente sucio, sutilmente aparta a Javi, que se
dirigía hacia allí a hacer pis o a vender unas acciones, cierra la puerta, se
disculpa, abre la taza, se mete los dedos en la garganta y vomita. El día
comienza con un hallazgo, pero no le resulta del todo placentero. Al menos
puede estar tranquilo, ha expulsado cualquier sustancia nociva y sana de su
organismo.
Solo tiene que saber quién trajo los polvorones a casa de sus padres,
porque, sea quien sea, ha dedicado mucho tiempo a poner probablemente
polvo de ansiolítico en cada uno de los polvorones. No se podía arriesgar a
hacerlo delante de toda la familia. Tenía que traer los deberes hechos de casa.
Y deshacerse de los polvorones que hubiera en la casa. ¿Cómo? ¿Los tiró a la
basura? ¿Por el mismo retrete que ahora abraza?
Cuando sale del baño, Susana lo mira con desprecio, junto a Javi.

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—No estaban tan malas las galletas, Eugenio —dice Susana—, eres un
mimado y un exagerado.
De nuevo la sensación entre ellos es la de una vuelta a la niñez, con sus
disputas por cualquier gesto, con sus envidias y sus celos, solo le ha faltado a
Susana ir a chivarse a papá y mamá.
—No han sido las galletas —responde Eugenio, tratando de calmar el
estómago con un masaje.
—Me da igual —responde Susana—. Ser policía no te da derecho a ir
empujando a la gente por la vida. Pídele perdón a Javi.
—Me podías haber hecho daño, Eugenio.
—Disculpa el empujón, Javi, tenía cierta urgencia. Lo siento. Oye,
necesito saber algo y sé que esto es personal, pero ¿alguno de vosotros toma
ansiolíticos? No hay nada de lo que avergonzarse con la salud mental.
Susana pone los ojos en blanco. Es un gesto muy suyo, como si supiera
más que el resto de las personas.
—La medicina tradicional es un engaño, Eugenio, pensaba que lo sabías.
Una trampa para obligarnos a consumir.
Eugenio nunca entiende del todo cuál es la ideología de su hermana.
Parece claro que la ciencia es el enemigo principal. Pero fuera de la medicina
tradicional también hay somníferos potentes. Y amargos.
—¿Y fuera de la medicina tradicional?
—Pues a veces me tomo una tila, si no te importa.
—Lo siento, Susana, me importa. Pero necesito saber algo más que una
tila. ¿Y tú, Javi?
—Deja a mi hijo en paz, Eugenio. ¿Y tú para qué quieres saber eso?
¿Necesitas uno? ¿Por eso vomitabas? Vaya policía, como para resolver
ningún caso.
Eugenio se da cuenta de que hubiese sido más sutil pedirles uno y le
hubiesen respondido a la primera. Florencia lo habría hecho así. Richard
habría registrado todas sus pertenencias otra vez. Eugenio va de cara por
defecto y en algunas ocasiones no es la mejor opción.
—Entonces, ¿tenéis algo? Me vendría bien.
No suena como esperaba. Su iniciación en la droga está siendo
exponencial.
—No, no tenemos —dice Susana.
—Tener ansiedad es de perdedores —responde Javi—. Y yo soy un
ganador —aclara después, como si su madre y su tío no pudieran entenderle.

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—Suerte con eso. De verdad —responde Eugenio—. Disculpa de nuevo el
empujón. Ya sabes, cosas de perdedores.
Necesita saber quién toma ansiolíticos y quién ha traído polvorones. La
intersección entre ambas respuestas le puede dar un sospechoso claro. ¿Y
quién puede saber mejor que una madre o una abuela las dolencias y
vicisitudes de su familia? Y ahí está, entre fogones, apoyada contra la
encimera, despeinada, más vieja que el día anterior y triste. Y muy fuerte.
—¿Ya estás haciendo la comida? —pregunta Eugenio.
—Sí, ya iba siendo hora. No os voy a dar restos todos los días.
—Bueno, mamá, permítete sentir.
Eugenio abraza a su madre, que se deja abrazar, pero no es de esas
mujeres que llevan bien mostrar sus emociones.
—¿Tú sabes de alguien que haya estado con ansiedad o depresión?
¿Alguien a quien le hayan recetado pastillas?
Agnes se suelta del abrazo y sigue con la cocina, sin girarse a mirarlo,
dando vueltas a un puchero.
—No sé por qué os empeñáis en removerlo todo —le dice—. Ya podíais
quedaros quietos y en paz.
—Lo siento. Pero tiene que haber alguien. Y a ti te lo cuentan.
—¿Qué me van a contar a mí? Aquí se viene a comer, a pasar unos días en
la nieve y a pedir dinero. Soy vuestra madre, no vuestra amiga.
—Mamá…
—Míriam seguro que tomó algo durante un tiempo. Tanto trabajo, tanto
estrés… Verónica también, que lo dijo el otro día. Y no me sorprendería de
Julia. Es ese trabajo.
—Gracias, mamá. Por cierto, ¿quién compró los polvorones?
—Yo los compré, claro. Cada vez que ha venido Míriam por Navidad ha
tenido polvorones. Si se los comía a pares. Ahora ya no compraremos más,
nadie los come.
—¿Y de qué marca eran? ¿Dónde los compraste?
Al tiempo que Agnes suspira, Alvarito entra corriendo en la cocina,
seguido por Quique.
—No se corre por los pasillos —dice Agnes, olvidando los polvorones.
Amanece en el Pirineo y, justo con la llegada del primer rayo de sol,
Eugenio bosteza a salvo.

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¿Quién cena tortilla de camarones en Nochebuena
en Huesca?

RICHARD

Las luces de Navidad, antes tendidas de las farolas, perfectamente iluminadas,


ahora cuelgan de ellas y se balancean con el viento. Como no podía ser de
otra forma, el cable que las sostenía ha cedido ante el peso de la nieve.
Algunas están encendidas, otras se han roto. A estas horas tendrían que estar
apagadas, pero Richard supone que quien sea que se encargase de apretar el
botón de turno ha sido incapaz de hacerlo, a causa del temporal.
—La Navidad ha muerto con Míriam —murmura el anciano.
Richard avanza a duras penas y arrastrando las penas más duras, pero no
se detiene ni varía su rumbo un ápice. Sabe a dónde se dirige y nadie puede
frenarlo, salvo la muerte. No es descartable que lo haga, en cualquier caso. Su
cuerpo se inclina hacia delante para compensar la fuerza del viento que lo
empuja hacia atrás. Mantiene la cabeza inclinada con la vana intención de que
el sombrero lo proteja de los proyectiles de nieve que el universo le dispara a
la cara sin ningún tipo de compasión ni comprensión por la gesta en la que se
encuentra inmerso. Guarda la mano derecha en el abrigo mientras se ve
obligado a sacar la izquierda para apoyar el bastón, que se hunde y se hunde
hasta tocar una superficie dura que debe de ser hielo, no tierra. Se esfuerza en
levantar las rodillas en cada paso, intentando sacarlas por encima de la altura
de la nieve. Algunas veces lo consigue, otras no. Su avance es lento pero
imparable.
—Normal que la chiquilla no se despierte, después de ver esto yo tampoco
tengo ganas de abrir los ojos en un buen rato.
No quiere abrirlos, pero lo hace. Él tiene cuestiones pendientes,
imposibles de aplazar. Richard termina de subir la cuesta y aprovecha para
levantar la vista por un segundo. Desde ahí puede ver ya los edificios de

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apartamentos para alquilar, todos con las luces apagadas, y al fondo los
hoteles, totalmente encendidos y llenos de vida. No se detiene a regodearse en
el hecho de que cada vez quede menos camino. Tampoco lo hace cuando se
apagan las farolas ni cuando las nubes negras tras la cima de las montañas
adquieren una tonalidad más brillante, dejando intuir la presencia del sol y la
llegada del nuevo día. No puede regalar un esfuerzo ni detenerse un
momento.
Al acercarse al hotel de Gerardo, se abren las puertas y del interior sale un
chaval de piel blanquecina a la carrera. No va abrigado, y se tambalea como si
estuviera gravemente herido. ¿Huye de algo? De la resaca. El joven no tarda
en vomitar su cena sobre la nieve. Repite todo el rato la misma palabra y
Richard sospecha que es alemán. Tiene más sentido que diga «nein» a que
diga «nine», todavía queda un rato para que sean las nueve de la mañana.
—¿A quién se le ocurre tomar tortillas de camarones en Huesca en plena
Navidad? —pregunta Richard, sin esperar respuesta.
No es la primera vez que se encuentra con un espectáculo similar, es casi
una rutina de sus paseos matinales. A Richard esto le solía poner de mal
humor, por la limpieza del lugar y por el absurdo de ver cómo los chicos y
chicas jóvenes decidían desperdiciar sus años de plenitud maltratando su
cuerpo. Ahora lo ve con cierto cariño. La vida sigue y no tiene mucho sentido.
Así debe ser.
Richard, manteniendo el ritmo, pasa de largo del alemán y también de la
puerta automática de la que salió y su promesa de una reconfortante
calefacción. No se dirige al hotel de su cuñado, sino al de la competencia, al
otro lado de la acera. Aún quiere recabar algo más de información sobre el
caso antes de presentarse ante él. Sus piernas habrían hecho solas este
camino, ya que es el que realiza todas las mañanas. Richard tiene por
costumbre hacer una parada en el bar del hotel antes de comprar el pan.
La nieve empieza a estar pisada y eso la hace más resbaladiza y peligrosa,
aunque también aligera sus pasos. Ya nada lo puede detener. Richard sube los
escalones que conoce de memoria por simple inercia. Su cuerpo ya va solo.
Tres pasos, dos, uno… y la calefacción lo golpea en la cara, casi quemándolo.
Se tambalea hasta una silla en el lobby y toma asiento. Se queda ahí parado
sin mover un músculo y, por unos segundos, pone la mente en modo avión. Es
la manera más rápida de recargar energías.
Los recepcionistas no le prestan atención. Puede ser que estén tan
acostumbrados a él que ni siquiera hayan caído en la cuenta de que hoy no es
un día cualquiera y que ha tenido que caminar bajo el peor temporal de la

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historia para llegar hasta aquí. Otra opción es que ni siquiera se hayan
percatado de que se trata de él y no de uno de sus clientes, porque hay
montones de hombres y mujeres, ancianos y niños, entrando y saliendo de
manera constante.
Richard mantiene los ojos cerrados, aunque le resulta imposible abstraerse
del ruido que lo rodea. El hotel está más vivo que nunca. Son fechas en las
que tradicionalmente estos alojamientos agotan sus reservas, hay muchas
parejas que utilizan cualquier excusa para alejarse de sus familias y demás
compromisos, ¿y qué mejor lugar para ello que uno rodeado de nieve en
Navidad? La diferencia de este año con otros es que Josema impide la
práctica del esquí, o cualquier otra actividad que implique salir al exterior. Se
podría pensar que muchos habrían cancelado sus reservas ante los
apocalípticos anuncios del hombre del tiempo, pero es evidente que no es el
caso. Ya sea porque habían descartado contratar un seguro de cancelación,
porque no tenían otro plan o, sencillamente, porque no creyeron oportuno
comprobar la previsión del tiempo, la realidad es que están todos en el hotel.
El problema es que este lugar no está pensado para pasar en él las
veinticuatro horas del día. No es más que un lugar de descanso en el que
rellenar las horas en las que no se está disfrutando de la naturaleza o
emborrachándose en una de las discotecas de la zona. Aquí no hay spa y
piscina climatizada, tan solo tienen un futbolín y una mesa de billar. Aparte
del bar, claro está. Y es ahí, a pocos metros de donde se encuentra Richard,
donde se ha reunido la clientela prácticamente al completo, compitiendo unos
contra otros por hacerse oír entre el barullo generalizado.
—Llegar hasta aquí han sido los preliminares, ahora sí que voy a estar
bien jodido.
Richard es consciente de que si quiere encontrar respuestas se va a ver
obligado a meter sus narices en una trama entre mafiosos, forzado a tratar con
gente que es peligrosa todos los días de la semana, y nunca tanto como hoy.
Richard no sabe exactamente qué hay en juego ni qué personas conforman
cada bando, pero tiene la certeza de que el hielo se ha quebrado y que todos
están huyendo del alud que amenaza con caer sobre sus cabezas.
Hace años este habría sido un escenario ideal para él. Su secreto era
precisamente ese, se movía entre los criminales como un esquiador en la
nieve, esquivando las piedras del camino con aparente ligereza, deslizándose
a toda velocidad sin tener en cuenta los riesgos. Un kamikaze que siempre, de
manera incomprensible, llegaba sano y salvo a su destino. Esta misión habría
encajado con sus aptitudes hace décadas, pero no está seguro de ser capaz de

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realizarla ahora mismo. Se va a dar un minuto más antes de continuar y
plantear bien la estrategia que pretende seguir, si hay un momento de
descansar es este. Una vez que se ponga en marcha, el terreno va a ser
resbaladizo y quizá ya no pueda parar a coger aire.
Richard se ajusta el sombrero como es debido, saca su vapeador de un
bolsillo y su grabadora de otro:
—Alguien ha agitado el avispero y los bichos están que muerden. La
muerte de Míriam no es el principio de esta trama, tampoco el final. Todo
apunta a que el asesino de mi hija es el Oso Amoroso, un espía que
amenazaba con cancelar los futuros negocios del hotel de mi cuñado… y
también el de este. Samuel y Gerardo, Gerardo y Samuel. Esta montaña sería
un lugar mejor si no existiera ninguno de ellos.
Richard se fija en que una niña nórdica lo mira divertida, sentada en el
suelo junto a la puerta automática. Debe de creer que el anciano manda un
mensaje de audio y que su móvil es prehistórico. El anciano se sonríe; si es
eso lo que piensa, a la niña no le falta razón, o no del todo. Se centra y saca la
hoja de la agenda que arrancó en casa de su cuñado. La estudia, entrecerrando
los ojos y alejando el papel para leerlo correctamente. Ahora no cuenta con el
apoyo de las gafas de Gerardo y ha dejado las suyas en casa.
—Gerardo había concertado tres citas. La primera era en Madrid, con un
doctor. ¿Qué era tan urgente como para hacer un viaje de ida y vuelta hasta
allí en plena Navidad bajo un temporal como este? Quizá sí que se esté
muriendo, después de todo. ¿Eso explica sus disculpas y su arrepentimiento?
No lo creo. Por ahora voy a dar por hecho que se encuentra cerca de la tumba
y cruzo los dedos para que el médico no sea tan bueno como para salvarlo.
Richard vapea, pensativo. Levanta la vista y encuentra la mirada
reprobadora de un matrimonio de unos cincuenta años, ambos vestidos con
monos de esquí. Él es consciente de que vapear está mal, pero no lo considera
tan grave como ir disfrazado de mamarracho sabiendo que las pistas no van a
abrir hoy. Richard vuelve a entrecerrar los ojos y sigue leyendo.
—La tercera cita apuntada es la segunda por orden cronológico. Algo me
dice que es la más relevante para el caso. Iba a tener lugar en el hotel A&G,
del que era dueño, y va acompañada por una anotación compuesta por dos
palabras y unas siglas. «Oso Amoroso. ¿RIP?». —Richard suspira—. «RIP»
aparece entre interrogaciones. Lo lógico es pensar que Gerardo había
descubierto la identidad del Oso y pensara matarlo, aunque no las tuviera
todas consigo. Si de verdad está gravemente enfermo, tendría menos que
perder, lo que lo hace aún más sospechoso de querer solucionar el problema a

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las bravas. También puede ser que sea una manera de hablar, que ese «RIP»
no sea literal y se refiera a que iba a terminar con la leyenda de este espía de
una vez por todas. La última reunión del día estaba convocada en este mismo
lugar, el hotel Sancho, y Gerardo iba a estar acompañado por tres personas
asociadas a las iniciales M., S. y A. Es fácil inferir que la S pertenece a
Samuel, el dueño del hotel, y supongo que la M es Míriam. La A es más
intrigante, aunque algo me dice que pronto lo descubriré y no me parece tan
relevante. Se sobrentiende que, una vez resuelto el asunto del Oso Amoroso,
ya estarían en disposición de firmar los contratos. No sé qué pasaría en esa
reunión, Miriam no acudió y Jandro parecía preocupado cuando me llamó.
Tendré que averiguarlo.
Richard estira las piernas mientras se masajea la rodilla, tratando de
recuperar la movilidad.
—Suponiendo que Gerardo hubiera decidido matar al espía, ¿Míriam
estaría al tanto? No me gusta pensar que mi hija pudiera tomar parte en un
crimen, aunque no lo puedo descartar. Ella y Gerardo eran un equipo, y
Verónica asegura haber escuchado a Míriam decirle a un tercero, por teléfono,
que el Oso Amoroso estaba en mi casa el día de Nochebuena. Podía estar
avisando a un aliado de un peligro… o tratando de planificar un homicidio.
Sea como fuere, es ella quien acabó siendo asesinada a manos del espía. No
sé si matarla fue siempre parte de su plan o la manera que encontró el Oso de
dar un golpe sobre la mesa, lo que está claro es que ha cambiado el guion
previsto y ha puesto a todos en alerta. Verónica está convencida de que va a
haber más muertes, Jandro me llamó por teléfono para amenazarme de forma
preventiva y Gerardo ha evitado dormir en su propia casa, presa del pánico.
—Perdona, Richard, ya sabes que no se puede vapear aquí —lo
interrumpe el recepcionista, y se justifica poco después—. Lo siento, hay
clientes que se han quejado.
Richard suelta el vapeador y mira a su alrededor, buscando a los chivatos
horteras. Los encuentra junto a la recepción y, por su gestualidad, parece que
no han quedado satisfechos con su renuncia a seguir vapeando. Quizá quieren
cárcel o un espectáculo de humillación pública, pero Richard no se inmuta.
Está habituado al conflicto con gente mucho más peligrosa que ellos. Les
devuelve la mirada muy fijamente y los invita a acercarse a él, con un gesto
tranquilo pero firme. Es obvio que la sugerencia los impone, porque la pareja
de esquiadores de interior se marcha, acobardada. El recepcionista también se
aleja, aliviado por haber evitado un conflicto casi seguro.
El inspector se da unos segundos para concentrarse y vuelve a lo suyo:

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—No sé qué papel representa Samuel en todo esto, y si él también está
nervioso y escondido. El espía tiene que formar parte de uno de los equipos,
el suyo o el de Gerardo. Es otro de tantos enigmas que me quedan por
resolver. De lo que estoy seguro es de que no están en el camino de encontrar
al Oso, los lleva mareando meses. Me va a tocar echarles una mano. Si no me
encargo yo, no se encarga nadie.
Richard se guarda la grabadora en el bolsillo, se pone en pie para disgusto
de sus rodillas y se acerca a la recepción.
—Niño, vas a hacerme un favor —le dice al recepcionista que se ha
dirigido a él—. Vete a buscar a Samuel y le dices que Richard Watson está en
el lobby y que quiere hablar con él.
—Lo siento, Richard, pero Samuel no está.
—Ya, no está y además no quiere visitas, esta ya me la sé —responde él
—. Sé buen chico y hazme caso. Dile que tengo información valiosa sobre el
Oso Amoroso.
Al escuchar la mención al espía, el gesto del recepcionista cambia de
manera radical. Es obvio que Richard ha dado en el clavo, aunque el hombre
trate de ocultarlo.
—No sé de qué oso me hablas. ¿Has visto uno por la zona? Hay que tener
cuidado.
—Si se entera tu amo de que has rechazado esta información, te vas a
llevar unos azotes. Y luego vendrán los lloros. Venga, levanta ese telefonito y
no me hagas perder el tiempo.
El hombre se queda callado, consciente de que no existe una salida digna
para esta situación.
—¿Sabes qué? Dame un minuto, seguro que puedo arreglarlo para que se
acerque al hotel. Ahora que lo pienso bien, creo que me ha dicho que iba a
llegar sobre esta hora —dice.
—Eso pensaba yo.
El recepcionista, en un arranque de orgullo, se mete en la trastienda a
coger otro teléfono y no el que Richard le había señalado previamente. El
anciano se sienta en un taburete colocado ante el mostrador, no le vendrá mal
guardar fuerzas. Piensa en voz alta de nuevo:
—Cuidado con Samuel. El amigo de mi enemigo es doblemente enemigo.
—¿Qué dices de un enemigo? —le dice Beatriz, a su espalda.
Richard, de manera inconsciente, se estira al reconocer esa voz, incluso
mete un poco la barriga. Beatriz es una mujer de su edad, que lleva con
elegancia un traje tan vintage que casi es viejo. Ella actúa de manera similar

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ante Richard, se podría decir que incluso posa para él. Es evidente que se
conocen.
—Que para amigas como tú, es preferible tener enemigos —responde
Richard.
—Tú y yo nunca fuimos amigos. Podíamos haber sido otra cosa bien
distinta si tú hubieras querido, pero la opción de ser amigos nunca estuvo
sobre la mesa. De todas formas me alegro de verte.
Beatriz se sienta en un taburete junto a él y, al pasar a su lado, le toca el
hombro con una caricia plena de significados obvios. Le susurra, muy cerca
de su oreja:
—Mentiría si dijera que no tenía la esperanza de encontrarte por aquí.
—¿Has venido con tu marido? —responde él, casi sin mirarla—. Se
llamaba Arturo, ¿verdad?
—Sabes perfectamente cómo se llama.
—¿Sigue siendo alcalde de Zaragoza?
—Ahora es el secretario de Urbanismo de Aragón. Es un puesto más
tranquilo, que no reclama tantas atenciones y ofrece más… oportunidades, ya
sabes.
—Sí, ya sé. Sois una pareja ideal. La última vez que os vi juntos juraste
acabar con mi carrera.
—Hace treinta años de aquello.
—Hay cosas que se recuerdan como si fueran ayer y cosas de ayer que ya
he olvidado.
—Mira, esto es noticia, ¿Richard Watson olvida cosas? Al verte, no
pensaba que te hubieras hecho mayor, pero ahora me lo pienso dos veces.
Richard sonríe. Es obvio que Beatriz sabe cómo hablarle, se dispone a
contestar, pero el recepcionista los interrumpe:
—El señor Gaitán ya te espera en su despacho. Te acompaño, si no te
importa.
—Te reclaman —dice Beatriz—. Ya me contarás qué te dice Samuel.
—Espera sentada —responde Richard.
—Eso pensaba hacer, ahora mismo iba a buscar una silla en el bar —dice
ella.
Richard sonríe y se aleja de ella, siguiendo al recepcionista. Camina muy
recto mientras se apoya en su bastón, aunque no mira atrás ni cuando esperan
al ascensor y no tienen otra cosa que hacer.
—Arturo, con la A —dice Richard.
—¿Cómo dices? —pregunta el recepcionista.

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—Digo que te metas en tus asuntos, muchacho.
El ascensor pita anunciando su llegada y acto seguido se abren las puertas.
De manera discreta, Richard acerca su mano a la pistola. Por suerte, no tiene
que usarla. No había nadie en el interior. Richard se mete tras el recepcionista
y, ahora sí, mira hacia atrás. Beatriz ya no está en la recepción.

El despacho de Samuel es lo esperado en un hombre de negocios de hoy en


día. Tiene una mesa de despacho amplia y repleta de papeles, pero también un
sofá rojo, comprado en la última tienda de diseño que se haya puesto de
moda, y una mesita baja, que nadie habrá usado jamás. Al fondo, un ventanal
desde el que se pueden ver las pistas. Samuel es un hombre de unos cincuenta
años, que apesta a perfume caro y presume de tener un cuerpo esculpido
gracias a pasar más horas en el gimnasio que en la oficina. Siempre lleva un
traje impoluto y el pelo peinado hacia atrás, empapado en gomina.
Samuel espera a Richard dándole la espalda y mirando por la ventana,
como si hubiera algo que ver, como si no estuviera ansioso por saber qué
información tiene sobre el Oso Amoroso. Richard interpreta que el
empresario espera a que sea él quien hable primero, para generar la sensación
de que es el inspector quien más interés tiene sobre este asunto. No le va a dar
ese placer. En su lugar, Richard se sienta en el sofá y mantiene un silencio
que se alarga tanto que empieza a parecer ridículo. La situación se convierte
en un reto para ver quién aguanta más y, por supuesto, es Samuel quien cede
el primero. Se gira y aparenta sorpresa al verlo.
—¡Hombre, Richard! Ya estás aquí y veo que te has puesto cómodo.
—Estaría más a gusto tomándome un mojito en la playa, pero no me
quejo.
Samuel se ríe como si Richard le pareciera graciosísimo, aprovechando
para mostrar sus dientes perfectamente blanqueados. El hombre casi se dobla
sobre sí mismo mientras toma asiento tras su mesa. Lo normal sería que
Richard se hubiera sentado en alguna de las sillas que hay frente a la mesa y
no en el sofá, así que ahora hay una distancia enorme entre ellos.
—Es un poco pronto para eso, pero he oído que los jubilados no tenéis
horarios, ¿no? —dice Samuel—. ¡Qué demonios! Si quieres pido que te
traigan uno.
—Corto de hielo, por favor.
—¿Vas en serio? Que lo pido, ¿eh? Que no me cuesta nada.

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—Por mí como si te la pica un pollo, haz lo que te venga en gana —
responde Richard.
El empresario vuelve a partirse de risa. Richard es consciente de que sus
palabras no son tan divertidas y que la reacción de Samuel evidencia que no
sabe gestionar la tensión.
—Como si te la pica un pollo…, ¿de dónde sacas esas expresiones? Me
encanta, me la apunto —dice Samuel, pero no lo apunta y tampoco pide el
mojito—. Bueno, venga, vamos a tener que parar un poco con el cachondeo,
que si por mí fuera estaríamos todo el día chiste va chiste viene, lo que pasa
es que ya sabes que soy un hombre ocupado, algunos todavía trabajamos,
¿sabes?
Richard no contesta, solo lo mira muy fijamente. El hombre continúa:
—Pues eso, ¿qué es tan urgente para que insistas tantísimo en verme?
Cuéntame.
—Lo creas o no, vengo para ofrecerte mi apoyo. Tenemos un enemigo
común —dice Richard.
—El Oso. El famoso Oso de los cojones, ya me han contado. Y no
entiendo qué haces tú aquí, vas a tener que explicármelo en detalle.
—No sé qué hay que entender. Tenéis un problema, pero no sabéis cómo
resolverlo ni estáis capacitados para hacerlo.
—¿Ah, no? —dice Samuel, y se levanta para pasear por la sala, nervioso.
—No. El secreto está en que las ratas abandonan el barco cuando se
hunde, nunca antes. Y si no lográis cazar a la rata es porque ninguno de
vosotros se atreve a hundir este barco. A mí, sin embargo, vuestro Titanic de
baratillo me da lo mismo.
Samuel se detiene un momento, tratando de no perderse en la metáfora.
—Pero yo, aunque encontremos al espía, no gano nada si se hunde el
barco, ¿o sí?
—Nada en absoluto.
Samuel vuelve a partirse de risa, esta vez de forma genuina. Richard le
está sorprendiendo de verdad.
—Entonces no tenemos tanto en común, hombre. No tienes nada que
ofrecerme. ¿Por qué me iba a interesar a mí hablar contigo?
—Porque yo no soy la única persona en esta montaña con dos dedos de
frente. Tu socio puede haber llegado a la misma conclusión que yo, ¿qué le
impide a él hundir este barco para sacar a la rata que tú tienes dentro?
—La rata no la tengo yo. No creo. Y Gerardo no me haría eso. Nos
conocemos desde hace treinta años.

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—Te fías de él. Es un sentimiento muy navideño, algo ñoño incluso.
Samuel se lo piensa, empieza a preocuparse. Da vueltas por la sala, como
si quisiera huir de la conversación sin moverse del sitio.
—Admito que eso explicaría algunas cosas —dice Samuel, que se gira
hacia Richard y lo mira como si acabara de verlo entrar en el despacho—. Y
ahora entiendo por qué estás aquí. Quieres arruinar a tu cuñado.
—Eso sería tentador, no lo niego, pero estoy aquí por mi hija.
La cara de Samuel vuelve a evidenciar su más absoluto desconcierto.
Richard suspira, no le gusta tratar con gente tan obtusa, lo hace todo más
lento y pesado.
—¿Por qué por tu hija? —pregunta Samuel—. ¿Has hablado con ella?
—Obviamente no.
—Perdona, pensaba que…, se decía por ahí que os habíais reconciliado
por Navidad.
Ahora es Richard quien evidencia desconcierto. Por una vez, es él quien
se ha comportado de forma obtusa. Ha cometido un error, ha dado por hecho
que Samuel sabía que su hija había muerto, aunque es lógico que no lo sepa.
Si no está en contacto con el asesino, nadie lo ha anunciado de forma oficial.
—No, has escuchado bien —balbucea Richard—. Ha venido a casa por
Navidad, es…
Richard no logra terminar la frase. No esperaba tener que enfrentarse a
esta situación. Fingir que su hija sigue viva no le resulta sencillo, aunque es lo
correcto para la investigación.
—¿Sigue allí? —pregunta Samuel.
—¿Cómo?
—¿Está en tu casa? ¿Es ahí donde está?
—No, mi hija ya no está ahí. No —dice Richard, triste, y reorienta la
conversación—. Escucha, no he hablado con ella de estos temas porque no
hemos tratado temas de trabajo, no era el momento…, pero la he notado
preocupada, he investigado y he querido ayudarla. ¿Entiendes?
—¿Preocupada? Míriam. ¿Por qué?
—A ella le interesa encontrar al Oso tanto como a ti, ¿no?
—¿No sabes que ella ya lo ha encontrado?
Richard se queda mudo de nuevo. Jamás hubiera imaginado que una
charla con un mindundi como este le cogiera fuera de juego dos veces en cosa
de un minuto. Está más oxidado de lo que imaginaba, y el problema ha
resultado ser más mental que físico. Él sabía que Míriam había encontrado al
Oso en su casa, pero no tenía ni idea de que se lo hubiera contado a todos los

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demás socios y que fuera hace ya tiempo. Samuel pega un grito, sorprendido
de que Richard no lo supiera. Está sobreexcitado.
—¡No lo sabes! Eso tiene sentido. Tío, es ella quien lo encontró y quien
nos escribió a Arturo y a mí nos pidió que nos preparáramos para firmar los
papeles de inmediato. No nos dijo su nombre, pero nos aseguró que lo tenía
bajo control. Por eso estamos pasando la Navidad en la puta montaña y no
tomando mojitos, como dices tú.
—Pero Míriam no se presentó, ¿verdad?
—No.
—Ni ella ni Gerardo.
—No.
—Pues a lo mejor el agua ya está entrando a borbotones en la línea de
flotación de un barco —dice Richard, recuperando la compostura—. Y
estamos ahora mismo en la proa, para más señas. Da lo mismo que las ratas
sean tuyas o suyas, yo, si fuera tú, las estaría buscando como si no hubiera
mañana, porque puede no haberlo.
Richard se levanta, apoyándose en el bastón. Casi se cae porque no le
llegan las fuerzas, pero lo disimula aparentando que la flojera era un gesto
enérgico.
—Gerardo no me haría eso, no puede hacerlo —dice Samuel—. El
contrato siempre se redactó para las dos empresas, Arturo no firmaría solo
con él.
—Depende de los datos que tenga a su disposición el Oso, supongo. Si te
incriminan a ti, y también a Arturo, pero de pronto no tuvieran nada contra
Gerardo…
Samuel ya no contesta, derrotado. No queda mucho del hombre risueño de
hace un minuto.
—Ah, yo si fuera tú me daría prisa —añade Richard—. Si doy con él yo
antes, no tendré reparo en utilizar la información que encuentre para mis
intereses y no se me ha perdido nada para salvarte a ti. Tú sabrás lo que haces.
Richard cierra de un portazo y casi se cae al suelo del esfuerzo. Aunque
sabía que le quedaba lo más duro, no imaginaba cuánto le iba a costar.
—La edad es solo un número, pero únicamente se puede contar hacia
delante, nunca hacia atrás.

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Nunca es tarde para hacerse hacker

EUGENIO

No es que a Eugenio le moleste la presencia de Florencia en casa de nuevo, es


que le supone un problema que sea tan irritante. Siempre sabe lo que tiene que
hacer. Otros llevan trabajando muchos años y no tienen esa audacia. Al
menos traía un roscón de Reyes a medio comer.
Sin que su hija le haya echado de ningún sitio de manera explícita,
Eugenio ha necesitado refugiarse en la biblioteca para tener un lugar donde
escucharse pensar y planificar sus siguientes pasos.
Mientras está ahí, como tampoco puede quedarse quieto, revisa la bufanda
de su padre que dejó como cerco policial. Si alguien se coló en el escenario
del crimen después de que él la pusiera, es muy probable que haya dejado
pelos o hilos de ropa en la cinta adhesiva con la que embadurnó la bufanda.
Trucos de viejo investigador. Sabe que el asesino a menudo vuelve al lugar
del crimen a limpiar alguna prueba, si no ha podido alejarse antes. No pierde
nada por intentar descubrirlo.
Despliega la bufanda, recubierta de cinta americana, y la observa. A veces
basta con eso. Hay un par de pelos castaños y largos, que pueden ser de
Florencia, por ejemplo, o pueden haber sido de Verónica, o es posible que
fueran pelos de Míriam que se han levantado con una racha de aire. No
parecen una prueba, desde luego. Necesita algo más.
Necesita unos hilos marrones de lana, de exactamente el mismo color del
jersey de Julia del día anterior. Eso significa algo. Porque Julia no tenía
motivos para entrar en el cuarto de Míriam una vez puesto el cerco. Eugenio
se recuesta en la silla y se regodea por un instante en lo buen policía que es,
tan solo siguiendo el manual y aplicando un puntito de creatividad, solo lo
justo.

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Tras afrontar la posibilidad de encontrarse con Florencia y sus pintorescas
investigaciones, Eugenio se decide a salir de la biblioteca para buscar a Julia,
que tiene mucho que explicarle.
—¿Dónde te escondías, viejo truhan? —le dice Florencia, nada más
cruzar la puerta—. ¿Has encontrado ya al asesino?
—Aún no, estoy en ello. ¿Y tú?
Florencia sonríe con sus mejillas sonrosadas por el temporal. Sigue
llevando las múltiples capas de ropa de esquí y camina arrasando con todo por
el pasillo, como una bola de nieve multicolor, como un arcoíris que se cerrase
sobre sí mismo y rodase por la casa Watson.
—Casi —responde Florencia, girándose como puede para mirar a su padre
al pasar junto a él—. Me faltan un par de detalles que tengo que encajar, pero
estoy cerca. Supongo que como tú.
—Supongo, sí. Oye, échate crema en la cara, ¿vale? Que la nieve quema
mucho. Y haz el favor de cambiarte de ropa, que lo vas a poner todo perdido.
—Ese es mi papi. Preocupándose por mi salud. Eres el mejor, ¿te lo he
dicho?
Florencia abraza a Eugenio, y lo moja con los restos de nieve de su
abrigo. Eugenio lo acepta como puede y apenas suspira.
—Bueno, me voy a hacer cosas —dice Eugenio.
—Claro, bro, yo también —contesta Florencia—. Queda raro decirte bro a
ti. ¿Cómo he dicho antes? Viejo truhan. Me gusta mucho más.
Eugenio sigue su paso y se encuentra con Ainhoa, siempre un par de
pasos tras Florencia y mucho más sutil, que se ha quitado el abrigo y las botas
y camina con todo ello en los brazos de la mejor manera que encuentra.
—Hola, Ainhoa, ¿cómo estás? —pregunta Eugenio—. ¿Has dormido
bien? ¿Te ha sentado bien el paseo a por el roscón?
—Hola, Eugenio, todo estupendo, con Florencia siempre es todo más
entretenido.
—No lo dudo.
Eugenio se recuerda que quiere a su hija y sigue adelante, buscando a
Julia. No la buscaba tantas veces en un par de días desde que tenían cinco
años. Florencia podría estar cerca de encontrar al asesino, o al menos a un
sospechoso. Se tiene que dar prisa o perderá la iniciativa. No le gusta la prisa,
conduce a errores. Y además es desagradable. Por suerte, encuentra rápido a
Julia, que está en su cuarto, sentada sobre la cama, sola. A su lado tiene un
peluche. Pero no es suyo. Es un peluche de Míriam, su favorito de la infancia.

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—¿Qué haces, Julia? Se supone que no puedes tener eso —dice Eugenio,
sentándose a su lado.
—Y a ti qué te importa, pesado.
Julia no lo mira. Solo mira al peluche y le mueve las patas. No parece que
sepa cómo se juega con un peluche. Alvarito lo hace a menudo, y no se parece
a nada de eso. Aunque, claro, cualquiera es libre de elegir cómo jugar con un
muñeco.
—Estaba en el escenario del crimen —dice Eugenio—, no se podía coger
nada.
—Es un peluche, joder —responde Julia—. ¿Tú crees que he podido
matar a mi hermana por un peluche?
No, claro que no lo cree. Pero tiene prisa. Y no se trabaja bien con prisa.
Ha tenido que venir Florencia a fastidiarle la mañana y a traer roscón.
—Eso no puedo saberlo —responde, de todos modos.
—Vete a la mierda, Eugenio.
—Lo siento.
—Era muy difícil, ¿recuerdas?
—No, no recuerdo. ¿Qué tengo que recordar?
—A Míriam. Era muy difícil. No se podía jugar con ella, a no ser que
fuera a lo que ella quería.
Julia hace caminar el viejo y feo osito hacia Eugenio, moviéndole las
patas, hasta chocarse con sus piernas. Es un gesto tan tierno como extraño en
una mujer adulta. Y lo que sostiene en sus manos es un elemento de la escena
de un crimen, y es algo que no debe tocarse, y mucho menos jugar con él.
—Míriam era la mayor.
—Me da igual, Eugenio, yo era mayor que tú y no era así contigo, ¿a que
no?
—No, tú no, pero ella era la mayor y era así.
Julia deja caer el osito, como si Eugenio lo hubiera matado con sus
palabras. Y este, sabiendo y aceptando que la conversación se va a alargar, se
quita los zapatos, porque hay modales que respetar, y se tumba junto a su
hermana en la cama.
—No nos dejaba tocar sus cosas, Eugenio. Era una tirana. Decía que este
muñeco era suyo y no se podía tocar. Pues mira ahora.
—Ahora ya es tarde para jugar con muñecos, ¿no?
—¿Te crees que no lo sé? Soy tonta, pero no tanto. Y, aun así, a lo mejor
no es tan tarde para jugar.
—Ya.

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Eugenio coge el muñeco y lo mira y lo mueve en el aire, como si volara
por encima de ellos. Y, al mismo tiempo, es como si el espíritu de Míriam
siempre estuviera por encima de ellos, como cuando eran pequeños,
controlando y dominando la situación.
—Era muy mala, y al mismo tiempo era la más buena —dice Julia—. La
que nunca daba problemas, la que sacaba mejores notas, bueno, también tú
sacabas buenas notas.
—Como ella, pero es que estudiábamos mucho.
—¿Y qué? —responde Julia, incorporándose—. ¿Yo no estudiaba? Me
mataba igual que ella, pero yo era tonta y ella además siempre estaba
monísima y todo le quedaba bien. ¿Te acuerdas de lo bien que le quedaba
todo? Luego me tocaba a mí ponerme su ropa y parecía un monito de feria.
Eugenio suspira. ¿Qué se responde a eso? Tiene claro que no es justo, que
no lo era, pero a veces la vida es así. Julia tuvo que tener una infancia más
complicada que ellos, con su cicatriz, que la hacía diferente del resto. Es
complejo y es posible que odiase a su hermana perfecta. Pero ¿tanto como
para matarla? Es un móvil. Sin embargo, no puede creer que ese sea el motivo
por el que haya muerto Míriam. Se niega a creerlo.
—Vestías ropa usada, y la suya siempre era nueva —dice Eugenio—. Por
eso parecía que le quedaba mejor, porque la compraban para ella, no para ti.
—Me da igual, Eugenio, no era por eso y lo sabes. Hay gente que nace
elegante, que nace sabiendo mandar, que cae de pie en la vida. Todo el mundo
tomaba en serio a Míriam, por mucho que mintiera o que nos fastidiara a
nosotros, o que fuera una mala hermana.
—Yo no diría eso.
—Una hermana espantosa. ¿Tú recuerdas que hiciese algo por ti alguna
vez? Todo era por ella.
Eugenio se cansa de jugar con el osito, en realidad no sabe qué más hacer
con él. ¿Cuándo dejó de saber jugar con peluches? ¿Alguna vez supo? ¿Cómo
lo hace Alvarito? Quizá está tan centrado en su trabajo y en sus
preocupaciones que no tiene tiempo para verlo jugar tanto como quisiera.
—Éramos unos niños —dice Eugenio—. Cosas de niños.
—Qué dices, chico, hasta ayer mismo era así. Que tú no la veías, pero yo
trabajaba con ella. Era capaz de pisar a cualquiera para conseguir lo que
quería, era igualita al tío Gerardo en eso, así se llevaban de bien y trabajaban
juntos todo el tiempo. Pero es que podía decir lo que quisiera que todo el
mundo la iba a tomar en serio. Y a mí nadie me toma en serio, Eugenio.
Conmigo se ríen a veces. Pero nadie me toma en serio.

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—Eso es un motivo para matar, Julia, y yo soy policía. Esto que me estás
contando…
—Te lo cuento porque no me quito de la cabeza una cosa y no sé cómo
decírtela.
La confesión. El momento de la confesión. Eugenio se incorpora y toma
las manos de Julia, no tanto para retenerla como para darle apoyo y cariño.
—Pues dímela a lo bruto, como siempre —le dice y le sonríe.
—¿Ves? Hasta en eso. Míriam no diría las cosas a lo bruto. Ella sabría
cómo hacer que pareciese que dice lo que dice porque lo tiene que decir,
porque es lo normal. Ella era lo normal todo el tiempo. Y yo no.
—¿Entonces?
—Pues que, si me hubiera muerto yo en lugar de ella, todo el mundo
estaría menos triste.
—Qué dices.
Eugenio deja de acariciar las manos de Julia. Se queda petrificado. No
necesitaba esta confesión. Pero, al mismo tiempo, sabe que Julia sí la
necesitaba. Cosas de hermanos, claro. Y hay que estar ahí. No parece una
asesina, desde luego.
—Que me tenía que haber muerto yo y no ella, porque yo no sirvo para
nada y ella era la reina de todos los saraos. Y ahora está muerta y no tendría
que estarlo. Tendría que estar aquí y hacernos rabiar mirándonos como si no
estuviéramos mientras todo el mundo la admira.
—No era la reina de nuestro sarao, por lo visto. Estate tranquila, porque
estoy descubriendo que no la admirábamos tanto como pensábamos. —Y sin
embargo sus palabras no la tranquilizan, así que prueba otra cosa—. Mira,
Julia, yo soy tu hermano y te quiero, y no me gustaría que te murieras. No sé
qué responder mejor que eso.
Julia abraza al osito y comienza a llorar. Eugenio ya no sabe si es por la
muerte de Míriam o por lástima de sí misma. La abraza también. Y al osito.
Es extraño. Entra Alvarito, se les une y se queda con el peluche.
—No lloréis, anda —pide Alvarito, con voz impostada de osito,
sorprendentemente aguda para un oso—. Tenemos que hacer una guarida para
pasar el invierno, ¿me ayudáis?
Y así era como se jugaba con un osito, tal vez. O solo es la opción de su
hijo. Eugenio le da un beso en la mejilla, otro a Julia y se levanta.
—Yo no puedo, a lo mejor la tía Julia y Alvarito te pueden ayudar, osito.
Yo tengo que trabajar.

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Se pone los zapatos y se va a la habitación de Míriam, tocado, superado
por las emociones, y se pone a buscar el teléfono móvil, que no guardaron
como evidencia cuando registraron la escena del crimen. ¿Error de novatos?
Tal vez. Pero ahí está Eugenio para subsanarlo. No es difícil, sin embargo. Se
lo encuentra enseguida, con el cargador puesto, encima de la mesa de
escritorio donde estaba la carta al Oso Amoroso. Lo pasaron por alto, porque
quizá un teléfono móvil ya no se ve. Es un elemento cotidiano que pasa
desapercibido. Tantos años han dedicado esas empresas a diseñarlos para que
nos resulten bonitos, deseables, y ahí está, encima de la mesa, invisible salvo
para quien lo busque, un elemento más del decorado, intrascendente.
Encendido. Perfecto.
Y entonces Eugenio recuerda una de las múltiples clases que recibe
cuando tiene algo de tiempo libre, esos cursillos que le hacen ser un mejor
policía, algunos dicen que mejor que el resto. Le dieron un taller sobre
tecnología, sobre robos de teléfonos móviles, sobre cómo entrar a ver las
aplicaciones sin conocer el patrón de bloqueo. Eugenio, antes de esa clase, en
caso de querer revisar un teléfono móvil sin conocer la contraseña, habría
comprobado las huellas de la pantalla, y muchas veces habría encontrado
cómo desbloquearla. Eso lo haría un buen policía. Pero le explicaron que
podía pulsar el botón de apagado del teléfono varios segundos hasta que
apareciese la opción de reiniciar en modo seguro. Eso, en sí, no le daba la
solución, porque no podría entrar en las aplicaciones externas al móvil. Pero
sí le permitiría eliminar las aplicaciones de bloqueo del teléfono. Luego solo
tendría que reiniciarlo y abrirlo sin problema. Hecho. Móvil desbloqueado y
con acceso a todas las aplicaciones. A veces no hay que ser más listo, basta
con ir a clase.
Eugenio se asusta del clasismo de esa idea que le ha venido a la cabeza, le
gusta más pensar que él no es mejor que nadie y que estudiar no te hace mejor
persona, pero descarta ese pensamiento enseguida y recoge el teléfono móvil
y se lo guarda en el bolsillo. Tiene que revisarlo, pero siempre será mejor
hacerlo en la biblioteca él solo que con Florencia fisgoneando por la casa. Si
lo viera en la habitación de Míriam revisando su teléfono móvil, tendría que
compartir la información con ella, y su hija querría llevar la iniciativa y
sacaría conclusiones a raíz del emoticono más usado por su tía, o alguna
rareza del estilo. No quiere eso. Solo quiere saber cuándo fue la última vez
que habló con Berni, o la última vez que se escribieron, o si tienen fotos
juntos, o si mandó algún mensaje extraño la noche anterior. Porque ya saben
que el asesinato fue premeditado. Quizá se percató en algún momento, o

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sintió miedo. Se le hace raro imaginar a Míriam sintiendo miedo. Y, mientras
baja por las escaleras con las manos en los bolsillos y apretando el teléfono
móvil de su hermana, no sabe si para que no se escape o para que nadie pueda
verlo dentro de su pantalón, mágicamente se le aparece la idea de que quizá
habló mal de ellos con alguien. Es posible que no le guste lo que va a
encontrar; puede ser incluso personal. No va a ser fácil.
Con mucho cuidado y tratando de no dar un portazo, pero que tampoco se
escuchen sus movimientos, Eugenio cierra la puerta y corre hacia el sillón,
saca el móvil y lo mira como si fuera adicto a las pantallas. Primero las
llamadas, busca el nombre de Berni. La última fue hace dos años. Nada por
ahí. Entra en el chat y encuentra la conversación con Berni. El último mensaje
es de Míriam y dice:

Ok

Con un punto al final. No le dice nada. Lee el anterior, que es de Berni.

Tenemos que parar, Miri, lo nuestro no es


posible. Hacemos mucho a daño a gente
que quiero. Es curioso que querer tanto a
alguien te haga hacer daño a otras
personas que también quieres

No es un poeta. Pero el mensaje es triste. Escrito el 25 de agosto de hace


dos años. Entonces la respuesta es demoledora:
«Ok».
Míriam podía ser así. Eso, conociéndola, quizá quisiera decir que le dolía,
que ella también lo quería, pero que no estaba preparada para mostrar sus
sentimientos así de fácil, y menos en un momento en que están cortando la
relación con ella. Quizá lloró y una lágrima cayó sobre el teclado. O quizá le
dio igual y se centró en el trabajo, o en otro amante, o en cualquier asunto que
tuviera entre manos.
Investigar la intimidad de una pareja ajena no es bonito. Eugenio sabe que
es así. No quiere ver más. Tiene suficiente. Que lo revise Florencia si quiere.
Que revise sus emoticonos más usados. Pero esta situación aleja a Susana y a
Javi de cometer el asesinato de Míriam. Era lo que buscaba.
Y, sin querer rebuscar más en la intimidad de Míriam, y sin una orden
policial, pero sabiendo que puede haber información importante de los

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últimos días, Eugenio comienza a trastear por sus mensajes. Entre los
contactos de sus últimas conversaciones solo reconoce a Verónica y casi
todos se apellidan «Hotel», o «Mantenimiento», o «Tinder» o «Gestor». Nada
parece muy estimulante. Así que Eugenio va a la última conversación, con
«Ana Hotel», en la que hablan de si van a cerrar las carreteras y lo que se
puede hacer con las reservas, tanto de los que están en el hotel como de los
que no llegan. A Eugenio le alegra leer que no se puede echar a la calle a los
clientes que no paguen noches extra, pero Míriam pide que Ana Hotel se
asegure de que no sepan que eso es así.

Qué remedio

No los vamos a dejar morir en la calle, que


se nos cae el pelo

Cuando Ana Hotel se queja de estar incomunicada en el hotel en Navidad,


Míriam también tiene respuesta:

Imagínate yo, atrapada con mi familia de


polis. Prefiero morir de frío en la calle

Jaja. Bueno, tendrás que seguir trabajando


y yo debería dormir algo

Podía dejarlos en peor lugar. Eugenio suspira asqueado. No quiere seguir


leyendo. Sin embargo, debe hacerlo. De esa conversación no puede sacar más,
pero hay otras de la noche de su muerte. Poco antes habló con «Jandro
Mantenimiento».
Su último mensaje fue el contacto de un consultor. Eso no le dice nada.
Va al comienzo de la conversación entre ellos del día de su muerte.

Está aquí, Jandro

En casa de mis padres

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Qué mierdas hace aquí? Crees que quiere
algo?

Te llamo

Jandro, como siempre, respondía lacónico, como si ya supiese que


Eugenio podría leer esta conversación, desde el pasado.
Así que Eugenio, ante una prueba que tiene que ser importante, asustado,
nervioso, envalentonado, comprueba las llamadas y esta con Jandro ocurrió a
las once menos veinticinco, probablemente la misma hora a la que sonó la
alarma de la casa, cuando se abrió la puerta y Míriam estaba en el pasillo,
hablando por teléfono. Tenía que ser esta llamada. Se la veía molesta, aunque
entonces interpretó que era la reacción normal al recibir una llamada de
trabajo en Nochebuena.
¿Quién estaba aquí? ¿Alguien que pudiera amenazar a Míriam? ¿Cómo?
Si en la cena son todos de la familia. Algo no encaja. Ese es su miedo. Esa
persona es la peligrosa, la que pudo matarla. Tiene que seguir leyendo, por si
han dicho algo más, Jandro o alguna otra persona de sus mensajes. Están
conviviendo con alguien implicado en la negociación de las pistas de esquí,
alguien que podría beneficiarse con la muerte de Míriam, y quizá con la de
Gerardo.
Jandro, tras la conversación telefónica, le envió un contacto. ¿Quizá el
número del sospechoso?
«Consultor Consorcio». Y no dice nada más. Puede ser un empleado de
los inversores que iban a participar en la ampliación, y que está en la casa.
Eugenio no sabe nada sobre temas económicos, pese a vivir con Quique, le
aburren esos asuntos de dinero, tan abstractos. No sabe a qué se dedica un
consultor ni tiene claro qué es exactamente un consorcio. Podría ser la
persona que busca. Pero ¿quién puede ser ese consultor?
Se obliga a sí mismo a pensar fríamente en su siguiente paso. Su padre
estará dando un paseo. Su hija está comiendo cruasanes. No tiene prisa en
resolver nada. Respira hondo y se concentra en su respiración. Si el
sospechoso está en la casa, él tendrá su número de teléfono, porque tiene el
número de todos sus familiares. Saca su móvil del bolsillo con una
premonición funesta. No le espera un buen rato, sea quien sea. Comienza a
escribir las cifras del teléfono de «Consultor Consorcio» en su propio móvil, y
hay varias coincidencias entre sus contactos, que se van reduciendo a medida
que suma números, hasta quedar una sola coincidencia. Un sospechoso. Es,

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como no podía ser de otro modo, como no quería reconocerse a sí mismo, su
marido, Quique. El consultor de un consorcio. ¿Por qué no? Eugenio no
puede entender nada. Se le hiela la sangre, y no por el frío. Trata de
concentrarse en la respiración de nuevo, pero se atraganta con su propia saliva
y tose.
En ese momento se abre la puerta y entra Florencia con una sonrisa.
—Tron, necesito tu ayuda. ¿Vienes o vas a seguir tirado en ese sillón
mirando al infinito? Lo de tron es un homenaje a tu época, ¿te gusta?
—Mucho —responde Eugenio, guardando el teléfono de Míriam en su
bolsillo lo más casualmente que puede—. Vamos allá, tronca.
—¿Estás bien?
—Todo lo bien que se puede estar.
—Pues vamos, creo que te va a interesar.
Eugenio se levanta, sin haber tomado una decisión sobre si compartir con
ella o no su último descubrimiento. Un buen policía comparte sus hallazgos.
¿Es él un buen policía? Si ni siquiera ha sabido ver que su marido estaba
implicado. Si ni siquiera sabe a qué se dedica su marido. Consultor de un
consorcio suena a empleo que podría olvidar mil veces. Pero no en esta
ocasión. Ya no lo olvidará. Y, por el momento, no dice nada. Se descubre
como un cobarde y, quizá, como un cómplice. Por tanto, no solo no sabía lo
suficiente de Quique, no sabía nada de sí mismo, de que podía traicionar sus
principios como inspector y caer tan bajo como para ocultar pruebas. El día
comienza comiendo galletas en lugar de tostadas, y de ahí todo solo puede ir a
peor.

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La sesión de Mademoiselle Florence

AINHOA

—Alguien nos la está liando desde dentro de la casa, amor, sí, lo digo —
me suelta Florencia, con la boca llena y comiendo un pedazo más de roscón
—. El Oso puede ser amoroso a ratos, pero también puede ser peligroso y un
poco mala gente. El abu diría que es un hijo de la gran puta, así, muy vieja
escuela. Más viejo que los boomers.
Es la tercera vez que desayuna hoy. No tiene control si le gusta comer
algo. Y el roscón le encanta. Y diría que los nervios de la investigación le
hacen engullir. Algún día aprenderá a controlarlo, supongo. Que haya un
asesino suelto en la casa no ayuda.
—No puedo parar —me dice—. Y no es por encontrar el premio. Que
también.
—Al que le toca tiene que pagar el roscón al año siguiente —explica Julia
con una sonrisa enorme, como si las tradiciones la hicieran feliz de pronto.
Viene del baño y aún se seca las manos en un gesto nervioso y se acaricia su
cicatriz, como siempre.
—Tienes razón. El año pasado me tocó a mí en todos los roscones que me
comí, y este año lo he comprado yo, aunque no pensase hacerlo —responde
Florencia a Julia, y me guiña un ojo.
Quiere mantener la mentira de que lo hemos comprado por ahí, más como
un juego que como parte de la investigación. O quizá sea la investigación. Me
pierdo con ella. Todo se une en una mezcla imposible.
Comemos en silencio. No es incómodo, o no me lo parece, pero Julia se
aleja un par de pasos.
—Bueno… —nos dice.
—¿Has desayunado? —le pregunto—. Por favor, coge algo de roscón
antes de que se lo acabe Florencia, o le va a sentar mal.

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—Para eso ya no hay marcha atrás —dice Florencia.
—Sí, he tomado algo antes, gracias.
Y se va por donde ha venido. Quizá no estuviera tan feliz como me ha
parecido antes. Florencia la despide con un sencillo gesto de cabeza.
—Ha estado llorando, dejémosla tranquila —me cuenta—. Es pura
emoción. Ni una pizca de inteligencia emocional en ese cuerpo achaparrado,
le sale todo a lo bravo. La amo.
Florencia se limpia las manos y mira lo que queda del roscón. Se contiene,
por ahora.
—Hay gente que no ha tomado —me dice—. ¿Será el Oso Amoroso uno
de ellos? Es decir, podríamos estar haciendo un bien a la humanidad
terminándonos el roscón nosotras solas, dejando al asesino sin dulce.
Acerca la mano y la aleja. Lo hace un par de veces. Deja escapar un gritito
de los suyos. Suena forzado, actuado.
—Mis abus no han comido.
Está obviamente nerviosa. Creo que ahora no tiene tan claro el crimen, y
eso la saca de su calma. En este momento es aún más impredecible, si es que
eso es posible. Hemos llegado hace media hora y seguimos vestidas con la
ropa de esquí dentro de casa. Podríamos cambiarnos ya, creo yo. Me parece
que estamos dando el cante. No sé qué hacer con las botas y el abrigo. Podría
irme al cuarto un rato. Pero no puedo dejarla sola en este momento.
—¿Has pensado en la posibilidad de que el Oso Amoroso sea el bueno de
esta historia? —me pregunta—. No sé, alguien que debiera salvar a Míriam
en el último momento, su última esperanza, y que no lo consiguiera. No tiene
nombre de malo de la película.
Ella niega con la cabeza, como si se cansase a sí misma, como si supiese
que se está pasando de rosca. Se quita un brazo del abrigo, sin bajar apenas la
cremallera. Solo uno. Juega con la manga, cogiéndola desde atrás, al estilo de
una marionetista, y parece que haya dos personas ahí, una de ellas, la manga,
moviéndose sin control, chocando con todo. Es grotesco y magnético.
—El Oso Amoroso —me dice—. ¿Lo ves?
Yo no lo veo. No veo qué relación puede tener. Ella no para de mover la
manga, aunque cada vez de una forma más mecánica.
—Tenemos que hacer algo —me susurra—, pero no sé el qué.
—Deberíamos cambiarnos de ropa —le sugiero—, darnos una ducha,
descansar un rato y luego ver qué podemos hacer. Desde otro estado de
ánimo.
Se para y me mira. Muy adentro. Suelta la manga.

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—Tienes razón —dice—. Tienes que hacer eso mismo. Estarás agotada,
no paro de meterte en líos, pobre.
Cuando se pone en este plan me desarma por completo. ¿Qué espera que
haga? Por supuesto que estoy agotada, pero yo lo decía por ella, porque la veo
al límite. Sin embargo, sienta muy bien ser vista por la persona a la que
quieres, y abrazarnos y besarnos y saber que somos un equipo.
—Sube al piso de arriba, date una buena ducha calentita, descansa un rato
y luego nos vemos aquí abajo. Necesito que estés en las mejores condiciones
para resolver el crimen conmigo.
—¿Y tú?
—Yo no puedo descansar. ¿Crees que papá descansa? ¿Crees que el abu
descansa? Si está por ahí dando tumbos por la nieve. No, amorch, yo me
quedo.
Lo cierto es que me muero por una ducha caliente. Y que, esta vez, la
creo. No parece ninguna estratagema de las suyas para hacer locuras por su
cuenta. Estará aquí para cuando vuelva. Seguimos abrazadas con la manga
colgando a nuestro lado.
—Voy a ir a ver al viejo truhan, a ver qué hace —me dice—. Quizá eso
me ayude a aclarar ideas. Siempre está haciendo lo que debe, siempre tiene
algo productivo entre manos.
—Es un buen poli —le respondo, y me alegra que tenga esa visión de su
padre por una vez. A veces los veo enfrentados en una pelea muy de
adolescente con sus aitas que no terminan de superar. Es más lo que los une
que lo que los separa, en el fondo.
—Ya me jode, pero sí que es buen madero. —Suspira y se levanta, como
si tuviera ochenta años y le pesara todo el cuerpo—. Venga, te acompaño
hasta la biblioteca.
—Por favor, Florencia, querrás decir «el laboratorio».
—Ay, el laboratorio, cómo he podido cometer tal equivocación, disculpe,
no volverá a ocurrir —me sigue el juego, y, sin embargo, lo hace por mí,
porque me sienta bien, se le nota.
Llegamos a la puerta y me agarra de la muñeca con fuerza, en un gesto de
cariño. Nos damos un pico y sigo mi camino escaleras arriba.
Es extraño, pero siento al mismo tiempo una pequeña liberación al saber
que no va a haber emociones fuertes que cambien mi percepción de lo que
veo, al menos por unos minutos, y al mismo tiempo me siento algo
desprotegida, algo huérfana sin su presencia y su liderazgo. Florencia es
mucho. La habitación sigue hecha un desastre, como ocurre con cualquier

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estancia que habite Florencia, pero por suerte encuentro rápidamente mi ropa
seca y limpia. La que me pondría en un día normal de vacaciones. Finjo que
nada de esto ha ocurrido, imagino que es un mal sueño y que solo estoy de
vacaciones con toda la familia disfuncional de mi novia. No pienso en quién
podría ser el asesino, no trato de resolver nada. Solo dejo que el agua caliente
renueve mis ideas y mis poros. Afuera, el frío. Aquí, algo de paz. ¿Qué habrá
de comer? ¿Necesitará Agnes ayuda en la cocina? Bloqueo también esa idea.
No necesito más agobios. La vida puede ser así de sencilla. El cambio de ropa
me sienta de maravilla. Lo necesitaba. Estoy guapa. Nada especial, pero
alegra sentirse así. Escribo a mi familia, les mando besos, les digo que los
quiero, que estoy bien. Me viene una canción a la cabeza. No la reconozco,
pero dejo que suene. Bajo las escaleras como si flotara y pienso que, en el
fondo, me han aceptado muy bien en esta casa. No soy como una más, pero
tampoco lo es Florencia, eso no lo hace sencillo. Es especial. Tengo ganas de
verla de nuevo, y no he pasado ni media hora sin ella. ¿Habrá resuelto ya el
crimen? ¿Se encontrará mejor? Confío en que no esté haciendo ninguna
locura.
—Amor, llegas justo a tiempo, le voy a tirar las cartas a mamá —me dice.
Y ahí están, la mayor parte de la familia en el comedor, con las cortinas
cerradas, velas, un incienso que no sé de dónde han sacado y Florencia
presidiendo la mesa de comedor aún vestida para la nieve. Al menos se ha
quitado la chaqueta del todo y debajo llevaba una camiseta de un cantante de
k-pop que le gusta, creo que es Jimin, no, seguro que es Jimin. No para de
hablar de esta gente, aprendo por costumbre. Baraja las cartas del tarot
sintiéndose una crupier y yo tengo la sensación de que no se hace así con este
tipo de cartas. Así de rápido es como se me van la confianza y la tranquilidad.
Volvemos al lío. A apagar fuegos.
—Susana tenía estas cartas y no podíamos desaprovechar la oportunidad
—me explica Florencia—. ¿Has visto el ambiente que hemos creado?
Mademoiselle Florence a su servicio.
—Le hemos dicho varias veces que no hacía falta nada de esto. Cerrar las
cortinas y encender velas no sirve de nada, pero Florencia no entra en razón
—me dice Susana, resignada.
—No entendéis que la luz nos impide ver lo que hay en las sombras.
—Es literalmente al revés —le apunto.
—Literal, sí, bien visto, mi amor —me responde—. No me cortéis las
energías, estoy sintiendo una vibra negativa que no me gusta nada. Siéntate
aquí a mi lado, amor, a ver qué sale de esta vaina.

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Me siento y a la tenue luz de las velas, que no deben de haberse encendido
desde el siglo pasado, veo las caras de Quique, de Susana, de Berni, de Javi y
de Verónica, justo delante de Florencia. Sus rasgos parecen danzar con las
pequeñas corrientes que mueven la llama de las velas. Miro alrededor y, en la
otra punta de la sala, están Emilio y Julia, casi en la oscuridad, aunque la luz
se refleja en la cabeza de él. Nos miran mientras beben cerveza. Ya a estas
horas. No participan, pero tienen curiosidad. Nadie quiere perderse el
espectáculo de Florencia.
—La abuela Agnes ha dicho que somos imbéciles por hacer estas cosas y
se ha llevado a Alvarito con ella, que no quiere que aprenda brujerías —me
comunica Florencia, riendo—. Ella se lo pierde, ya se le pasará. Y, por
supuesto, papá tampoco ha querido participar. Lo he traído engañado,
diciéndole que le iba a interesar, pero en cuanto ha visto las cartas ha salido
corriendo. ¿Quién nos iba a decir que el fan número uno de la ciencia iba a
tener miedo de la espiritualidad? En fin.
Me despisto un rato y lía a toda la familia en sus excentricidades. ¿No
encontraba soluciones y ha pensado que va a resolver el crimen con
adivinación? Le auguro un futuro muy prometedor como inspectora de
policía. Bueno, lo cierto es que sí que se lo auguro, pero no por esto.
Augurios.
—¿Has pensado en lo que querías preguntar, mamá? Recuerda, tiene que
ser algo sobre un aspecto de tu vida. Lo más normal es salud, dinero y amor,
lo de siempre. ¿Nos lo quieres decir en voz alta?
—Ya tengo mucho con aceptar que me tires, voluntariamente —hace
énfasis en esta palabra, como si no lo fuera—, las cartas delante de todo el
mundo, Florencia.
Como era previsible, este comentario provoca un gritito de Mademoiselle
Florence.
—No, era un farol, mamá, creo que tienes que decirme algo, no puede
haber respuesta sin pregunta. Que soy lista, pero no adivina.
A Julia se le escapa una risa en la distancia, que reprime enseguida. Nadie
parece creer mucho en el trabajo de Florencia como tarotista, y apenas ha
comenzado.
—Pues yo qué sé, quiero saber qué va a ser de mi trabajo ahora que mi
jefa ya no está, si tanto te importa —responde Verónica, a la defensiva.
Y me pregunto si esa incomodidad no la hará sospechosa de algo, si no
tendrá algo que esconder. Aunque quizá mostrarse vulnerable delante de tu
exfamilia no es lo más cómodo que existe.

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—Perfecta esa pregunta, mami. De locos —le dice—. Aquí hemos venido
a jugar.
—No, Florencia, esto no es un juego, dame las cartas, se acabó ya la
tontería —interviene Susana, que empieza a estar harta.
Florencia le pide calma, con un gesto confiado y seguro. Quizá sí le esté
viniendo bien el teatrillo, vuelve a ser más ella.
—Corta el mazo, mamá, por donde quieras, con la mano izquierda, a ser
posible, que es la que representa el instinto y el corazón —le dice a Verónica
—. Solo están los arcanos mayores, aviso.
—Menos mal —dice Verónica, y ya sé de dónde ha sacado Florencia el
aire socarrón. Golpea la primera carta del mazo con el puño cerrado, dándolo
por cortado.
—Veamos… —comienza Florencia, tomando aire y soltándolo
lentamente, juntando los pulgares y los índices de ambas manos.
Estoy convencida de que eso tampoco se debe hacer así. Sabía que le
gustaba todo este asunto del tarot, y alguna vez le habían echado las cartas,
pero jamás la he visto hacerlo a ella. ¿Por qué no lo hace Susana, que es la
que sabe? Ni idea, pero ahí está, actuando con decisión, dando importancia a
cada movimiento como si fuera relevante, y sacando las tres primeras cartas
del mazo, colocándolas boca abajo sobre la mesa, de derecha a izquierda.
—El pasado, el presente, el futuro —nos informa, poniendo la mano sobre
cada una de las cartas según habla.
—Genial, hija, leyendo pasado y presente y conociéndome como si
habláramos todos los días, que lo hacemos, al menos acertarás dos terceras
partes.
—Ay, amiga, no podemos desligar el futuro del pasado y del presente. Si
solo te mostrase el futuro, estaríamos hablando en la nada, en el caos. El tarot
representa el mundo, tu mundo. ¡No lo olvides! El futuro es cualquiera, está
abierto; el pasado y el presente son los que son, no hay más opciones, y son
muy importantes también.
Habla como si estuviera en posesión de la verdad. Cuando hace eso es
signo inequívoco de que está hablando sin pensar.
—Vale, vale —responde Verónica, que lo sabe y entiende que es mejor no
discutir y seguirle el juego.
Y llega el momento de levantar la primera carta, a la izquierda de
Verónica, su pasado. Y la carta es de un señor con barba y una linterna. No
veo cómo va a relacionar esto con el pasado de su madre.

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—¡El ermitaño, loca! —Florencia aplaude, gana tiempo—. No te creo.
Claro que tu pasado es el ermitaño, mamá, ay, si es que tenía que ser así.
—¿Que tenía que ser así? ¿Qué dices?
Florencia se cruje los dedos de la mano izquierda. Tiene suerte de que su
abuela no esté en la sala, porque le caería una buena.
—El ermitaño mira hacia atrás, al pasado, y ese pasado es la noche,
porque nadie lleva un farol de día, ¿o qué? Es decir, has estado en un mundo
oscuro, como es el hotel del tío Gerardo, un sitio de locos, competitivo, donde
la única luz venía de ti, de tu farol, y es que esa es la más puritita verdad,
cielo, cómo te entiendo. Llevas unas ropas así como de abrigo, porque en el
Pirineo hace mucho frío y Gerardo no se gastaría un duro en la calefacción
para las oficinas, que seguro que ahorra en lo que sea para ganar unos lereles
más.
—Lo de la ropa es una tontería —dice Susana—. ¿Has hecho esto alguna
vez?
Florencia toma aire y no mira a su tía Susana. Tan solo cierra los ojos con
fuerza y mueve las manos alrededor de su cabeza.
—Siento una perturbación en la fuerza, ahora mismo. Por favor, calma,
confiemos en las cartas, yo solo soy el canal.
Después se calla, dejando que se calmen los ánimos.
—¿Tienes algo que decir, mamá? ¿Qué te sugiere a ti? ¿Qué te hace
sentir?
—Veo a un hombre viejo, perdido y solo. Supongo que está bien así.
—Qué bajonero, mamá. Pero gracias por la sinceridad. En fin, es tan solo
tu pasado. Nada que no se pueda cambiar. Dicho esto —continúa—, la barba
te da también calor y te queda de lujo, y eso, básicamente, es lo que nos dice
la carta, que estabas en una búsqueda de conocimientos, de sabiduría,
formándote, aprendiendo, creciendo como persona. Estoy orgullosa de ti,
mamá.
Y se lleva la mano al corazón. Suele ser al revés, supongo, que las madres
sean quienes se enorgullecen de sus hijas. Creo que se le ha olvidado que está
investigando un crimen y se ha metido de lleno en la tirada de cartas para su
madre.
—Pues muy bien, Florencia —responde Verónica—. Gracias. Si es para
esto, puedes seguir leyendo.
Florencia mira a todos a los ojos, analizando, creando tensión, y procede a
levantar la segunda carta. Esta la conozco. Es el diablo. Boca abajo, además,
signifique lo que signifique. Florencia se levanta de la mesa, asustada. Nadie

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reacciona. Tres días con ella generan también ese efecto de costumbre a sus
exageraciones.
—¿Lo estáis entendiendo? —nos susurra—. Tu presente es este. El diablo
no deja mucho margen para nada más.
—¿Qué pasa con el diablo? —responde Verónica en voz alta.
—Mira bien la imagen. ¿Quién crees que eres de ahí?
—¿El diablo? —pregunta Verónica, con dudas.
—Un señoro poderoso, seguro de sí mismo, con los huevos bien
colganderos, despreocupado…, ¿a ti te representa? Es verdad que tiene vibes
de divorciada.
Creo que dice lo de divorciada como algo positivo, y voy a decidir no
darle importancia, y pensar que habla de sus padres y ya está. Verónica se
rasca la cabeza. No es fácil seguir a Florencia.
—Te conozco, y sé dónde vas a parar —le dice—. Vas a decir que yo soy
una de esas figuritas que están con una correa al cuello, atadas al diablo.
—Y ese diablo es… —nos habla como a niños pequeños, sin ninguna
paciencia.
—¿Gerardo? —responde Verónica.
Todos asienten. Era bastante obvio. Se ve que en esta casa no se tiene
mucho aprecio al tío millonario. Por una vez, están de acuerdo.
—Y hace lo que quiere, y tú y otros diablitos danzáis a su ritmo, lo que
viene a ser patriarcado básico… Ese es tu presente.
—Pero la carta está boca abajo, Florencia —dice Susana.
—Qué típico de aries.
—Soy leo.
—No me refería a ti, hablaba de tu hijo el defensor de las causas ganadas.
Es hablar mal del patriarcado y alguno se siente identificado…
—Sigue estando boca abajo —insiste Susana, muy seria.
—Está boca abajo, a ver qué dices, mujer —apremia Javi.
Susana da un empujón a su hijo que casi lo tira de la silla y le levanta el
dedo índice, como diciéndole que ni una más, que por ahí no se pasa, y
Susana no me cae nada bien, la verdad, cosa que nunca diré a Florencia, pero
me alegra que ponga algunos límites.
—Lo iba a decir ahora mismo —dice Florencia—. Ya sé que está boca
abajo y no tiene ningún tipo de sentido para mí. Lo comparto por si podéis
saber qué significa.
—Puede ser que ahora Verónica esté por encima de Gerardo —apunta
Berni.

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—Que ya no me influya lo que haga, porque yo trabajaba para Míriam y
ahora no está, y a lo mejor me echa —indica Verónica—. Sin ella dentro, ya
no sé si encajo ahí. ¿Para quién trabajo?
Me sorprende que se abra tanto con sus miedos. Diría que le importa una
mierda lo que pensemos en esta familia, o quizá quiera ayudar a su hija en la
investigación, dándole información que no comprendemos los demás. ¿Cómo
explica esto quién abrió la puerta? ¿Cómo resuelve quién es el Oso Amoroso?
—Puede que Gerardo haga flexiones haciendo el pino —dice Javi—. Yo
las hago, y me dejan una espalda brutal.
—Por favor, Javi, te lo pido por favor —le indica Susana.
—Si está boca abajo…, malo para él —señala Emilio—. Yo no sé nada de
eso, pero no me gustaría estar boca abajo, ya seas el diablo, Judas o tu madre
en bicicleta.
Supongo que ninguno quería pensar en esa opción, por muy desagradable
que nos resulte Gerardo. Se forma un silencio. Yo, desde luego, no voy a
hablar.
—¿Cómo de malo? —pregunta Verónica, como si Emilio pudiera tener la
respuesta.
—Yo solo estoy aquí tomando el aperitivo —responde él—, no me hagáis
caso.
—A lo mejor descubren chanchullos en la venta de los terrenos a la
estación de esquí y lo meten en la cárcel —apunta Susana.
—No me extrañaría —dice Berni, apoyando a su mujer. Tarde.
—Podría vender el hotel para pagar la multa —sugiere Javi—. Y
reinvertir lo que le quede en criptos o lo que sea, para volver a empezar de
cero, mucha gente lo hace así ahora.
—Javi, te la estás ganando —amenaza Susana.
No me gustan las amenazas. Está bien poner límites a tu hijo, sobre todo
si tu hijo es un idiota, y lo voy a seguir celebrando, pero es tu hijo y esto
quizá es demasiado. No serán tampoco las mejores Navidades para él.
—El tío Gerardo podría perder el hotel —dice Julia—. Y quedarse sin
nada. Qué pena.
Y según lo dice se ríen ella y Emilio. Tal para cual.
—Podría estar muerto, ¿no? —supone Javi—. Mamá, por favor, déjame
hablar, tengo razón y lo sabes. Míriam ha muerto, quién sabe si no la han
matado por la recalificación de los terrenos. Y, si la han matado a ella…,
necesitan que mueran los dos, el CEO y la heredera, para evitar la venta. Es
cosa de los típicos ecologistas terroristas.

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Susana ahora no reacciona. Quizá no le moleste tanto que se metan con
los ecologistas.
—Ibas bien, querido —dice Florencia—. Típico de piscis cagarla al final.
—Soy aries.
—Te ponía a prueba.
No es verdad, claramente. Lanza ideas al vuelo sin saber.
—¿En serio está en peligro Gerardo? —pregunta Verónica a Florencia.
—No se puede saber —responde Florencia—. Nosotras solo podemos
interpretar las cartas.
—No me jodas, Florencia, digo en el mundo real.
A Florencia no parece gustarle la distinción entre el mundo real y el tarot.
—Ha salido el diablo boca abajo. Puede que él no sea el diablo. —Se echa
hacia atrás y levanta las manos, como si esto fuera un atraco—. Has sido tú la
que has insinuado que podía ser él. Yo no te puedo decir más. En cualquier
caso, este no es un arte de una carta. Es una tirada, y nos falta una carta por
ver. La relación entre todas nos dará el resultado final. Hay que pensar en
global. Pensar es relacionar, mi querida madre.
—Deja de darme lecciones sobre la vida y descubre la última carta.
La última carta aparece y hasta Julia y Emilio se han levantado para verla.
En ella hay una mujer en un trono, con un escudo y un cetro agarrado. Parece
una reina. Florencia y Verónica lo miran con intensidad, y no dicen nada,
cuando todos esperan que mi chica les aclare qué está pasando, incluida su
madre, incluida yo también. Pero Florencia tan solo se levanta de la mesa y la
abraza por detrás.
—Todo va a estar bien —le dice—. Muchas gracias. Tengo mucha suerte
de tenerte como madre.
Y no entiendo nada, ni yo ni casi nadie. Tan solo Susana se deja caer
sobre el respaldo de la silla, harta del espectáculo.
—Es la emperatriz —explica—. Tampoco es para tanto amor.
—Es una mujer que mira hacia delante, hacia el futuro con calma y con
seguridad, agarrando el escudo, protegiendo a los suyos, a nosotros. Es un
poco agobio tener tanta carga, porque ya no tiene manos ni para comer.
—Ni para beber —añade Emilio.
—Nada. Ni para beber agua. Y aun así lo hace con esa paz que se le ve.
Esa es mi madre. No sabemos qué futuro tendrá, pero estará tranquila y los
demás con ella. Nos va a defender de lo que venga. Mamá, gracias. Te adoro.
Verónica acepta el abrazo y Julia comienza a aplaudir. Todos aplaudimos.
Estos momentos también los suele generar Florencia. No es la primera vez

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que me encuentro aplaudiéndola por cualquier motivo.
—Bueno, ¿quién se apunta ahora? —pregunta Florencia—. ¿Te atreves,
Quique?
—Eh, claro, sí, ¿por qué no? ¿Qué me puede pasar?
Y no sé por qué ha ido a por Quique, pero quería tirarle las cartas a él. Y
ya está mi chica trabajando de nuevo, por un momento lo había dudado. No
tengo ni la menor idea de qué quiere sacar de Quique, o si pretende ver la
reacción de otros. Pero sin duda está trabajando en el caso.
—Pues tendrás que limpiar las cartas, y a saber cómo, porque no tengo mi
tarjeta ionizada ni sé dónde están mis cuarzos, que se supone que su sitio es la
estantería de mi cuarto y no los he visto al venir.
—No hay problema, sé dónde están. No os mováis de aquí, que estoy en
un pliqui.
Y de un salto sale de la habitación, y yo tras ella.
—¿Qué ha sido todo eso? —le pregunto, ya en el pasillo.
—Un momento muy bello con mi madre. Muy bello.
Me agarra de la mano y entramos en el salón.
—¿Y lo de Gerardo? —añado.
—Bastante revelador, ¿no te parece?
Aquí la luz del día y de la nieve entra de manera natural, no hacen falta
velas, y me resulta raro. Es curioso lo que ocurre con Florencia. Consigue que
lo extraño me parezca normal, y lo normal me extrañe.
—No me digas que crees que tu tío ha muerto porque ha salido una carta
del revés.
—Bueno, amor, el tarot también es interpretación, y es intuición. Las
cartas son lo de menos la mayor parte de las veces. Pero las caras cambian. Se
mueven emociones muy intensas, ¿no crees? ¿Dirías que nos da tiempo a
pasar por la cocina para coger un poco más de roscón?
—Yo me esperaría a la comida —respondo, tratando de no herir sus
sentimientos.
—Ah, la voz de la razón, qué bien me sienta.
Florencia mira el belén que ha montado su abuela y agarra dos pastores
que estaban sobre unas piedras y los deja tirados sobre el río.
—No hagas eso, anda, déjalos al menos en el camino —le digo—, o en el
puente. Que tu abuela se lo ha currado mucho.
Florencia los coloca y se queda un instante petrificada, como si jugase al
escondite inglés. Yo al principio tampoco me muevo, no vaya a haber un oso
de verdad y no queramos asustarlo. Intuyo que ha pasado algo importante,

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que ha descubierto algo. Miro a lo que mira. El belén es una mezcla de
figuritas de diferentes tamaños, épocas y colores, en lugar de carros los
pastores llevan cochecitos de juguete, el río está hecho de papel de aluminio,
una pluma estilográfica sirve como puente y el campo es el musgo que tanto
le importa a Emilio. Es un belén de los de toda la vida, compuesto con retales
de lo que ha ido encontrando, no sé qué ha podido ver Florencia ahí para
dejarla obnubilada. Pero nada, se gira hacia mí, me sonríe como si acabase de
descubrir el mensaje oculto de la Navidad y me besa. Acto seguido coge las
tres piedras que había bajo los pastores, unas piedras medio transparentes que
no pegaban nada en ese paisaje.
—Una pena, le daban un toque ciberpunk al belén —me dice—. El
finísimo sentido del humor de la abuela Agnes.
Yo no creo que lo haya hecho por hacer algo gracioso, sino porque eran
piedras que tendría a mano y eso es un belén, pero no la saco de su
ensoñación. Y volvemos corriendo, de la mano, al comedor, a la oscuridad, a
la familia.
—Ya estamos, cariños, vamos al lío.
Florencia pone las piedras sobre las cartas usadas y hace unos barridos
con las manos del aire que hay sobre ellas.
—¿Ahora qué haces? —pregunta Susana.
—Solo estoy limpiando el aura de las cartas, por encima de los cuarzos.
En mi casa lo hacemos así.
Susana pone los ojos en blanco y se remueve, ya no sabe cómo sentarse
para soportar tanta tontería. Entiendo que le gusta que el tarot sea el plan
familiar de la mañana, pero creo que a veces el precio a pagar puede ser
demasiado alto. Julia y Emilio miran por la ventana con un copazo en la
mano. Antes era una cerveza. Evolucionan rápido. Creo que el ambiente ya no
está para otra lectura. Berni y Javi se han ido y Quique espera sentado en el
sitio en el que antes estaba Verónica, que se está haciendo un cigarrillo de liar
en el sofá, prácticamente a oscuras. Espero, por su bien, que no se le caiga
nada de tabaco en el suelo.
Mademoiselle Florence aparta los cuarzos, se sienta y comienza a barajar,
sin dejar de mirar a los ojos a Quique. ¿Por qué Quique?
—¿Cuál va a ser tu pregunta? —le plantea Florencia.
—Quiero saber si el proyecto en el que estoy trabajando va a salir bien —
responde él, con inquietud. No esperaba que creyera tanto en las cartas.
—Siento preguntarte esto ahora, y me da cierta vergüenza —dice
Florencia—, pero ¿qué narices? Si no te lo pregunto ahora, ya no lo haré

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nunca. ¿En qué trabajabas exactamente?
—Soy consultor de un consorcio. Economista. Hago números para
empresas y a veces para organismos públicos. Me encargo de que todo
cumpla la legalidad.
—Consultor de un consorcio —repite Florencia.
—Qué aburrimiento, chico —suspira Emilio—. Yo que tú ya estaría
pensando en la jubilación.
Julia se ríe. Ni siquiera sé si ha escuchado sus palabras. Es oír el tono de
bromita de su marido y echarse a reír. Me pregunto si alguien nos verá así a
Florencia y a mí. Ojalá no. Aunque un poco sí que me gustaría que nos viesen
como dos idiotas que viven en su propio universo creado para ambas.
—No es tan aburrido —responde Quique—, solo te tienen que gustar los
números.
—Pues eso —contesta Emilio, sin dejar de mirar cómo nieva.
—Corta por donde quieras, Quique —ofrece Florencia.
Y Quique, al contrario que Verónica, sí corta con curiosidad, por la mitad
del pequeño mazo, aproximadamente.
—¿Puedo sacar yo las tres cartas? —nos pregunta—. Prefiero culparme a
mí mismo del azar.
—Nada ocurre por azar en el tarot —dice Florencia—. Ni siquiera que me
hayas pedido sacar tres cartas.
Qué sabrá ella del tarot y la casualidad. Quique saca las tres cartas de
lugares muy distintos del mazo, y las deja sobre la mesa, boca abajo.
—En contra, a favor, resultado —indica Florencia, señalando las cartas.
—Pensaba que era pasado, presente y futuro —responde Quique. Creo
que, si hiciera calor estaría sudando, de tanta tensión.
—¿Prefieres que lo sea? —pregunta Florencia.
No entiendo el tono en absoluto, parece que lo esté retando. Siempre se
han llevado muy bien.
—No, en contra, a favor y resultado me parece estupendo. Así sé lo que
puedo esperar —responde Quique.
—¿Lo que puedes esperar de los números? —dice Florencia.
—No siempre se comportan de manera sencilla.
—Se multiplican, se dividen, se suman… —Florencia juega con Quique.
—Se restan.
—Lo has dicho tú, no yo.
Y Quique no debería jugar con Florencia. No sé si significa algo que los
números se resten, pero después de lo de Gerardo, que parecía que era solo

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una carta boca abajo y ha acabado en peligro de muerte, cualquier resta puede
ser negativa.
—Empecemos, primera carta, en contra.
Levanta la primera carta, y es el ahorcado. Otro que está boca abajo. Qué
manía.
—Tenías razón con los números. A veces pueden ser traidores. No sé si
sabes que a los traidores, en tiempos, los colgaban boca abajo, como a este
hombre.
—No sé si puedo colgar a un número —bromea Quique. Se sigue
equivocando.
—Entonces no tendrás mucho problema, si esto es lo que hay en contra y
el traidor es solo un número.
Estaba claro. Entonces, ¿el traidor es Quique? ¿A quién ha traicionado?
No me puedo creer que haya engañado a Eugenio, eso sería muy estúpido, lo
mires por donde lo mires. Primero, porque Eugenio es un pedazo de pan, y
segundo, porque es un gran detective. Lo sabría. Pero aquí hablan de un
proyecto. No hay que olvidar la pregunta. Y la pregunta no es de amor, es de
trabajo. ¿Ha traicionado Quique a los números? ¿Ha robado? Todo es muy
difícil. Susana mira la tirada sin entender tampoco nada. Ya no sabemos si
hablan de tarot o de qué. Ni siquiera sé si Quique cree que Florencia sabe lo
que él esconde. Porque algo tiene que esconder. Es evidente, viendo cómo se
comportan ambos.
—Tranquilo, la carta del ahorcado puede significar muchas cosas —dice
Florencia, con su sonrisa de mala, fría, calculadora, la que se reserva para
estos momentos—. Míralo, qué tranquilo está. Puede ser un traidor, pero tiene
la conciencia tranquila. Y ya, ya sé que los números suelen tener la conciencia
tranquila y no se arrepienten de nada. Si es que hablamos de números, claro, y
no queremos que se resten.
—Los números pueden hacer muchas cosas —responde Quique—. A
veces basta con que la ecuación dé cero de resultado, no tienen por qué ser
positivos ni negativos.
—Olvidaba que esto iba de economía, perdona —responde Florencia—.
¿Quieres que veamos qué tienes a favor?
—Juguemos.
A Susana le tiembla el párpado, de tanto poner los ojos en blanco. Esto no
es un juego para ella. Pero quiere ver la carta, igual que todos, y no dice nada.
Y la carta es la de una mujer también sentada, pero mirando a la izquierda,

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con un libro abierto, y un paño a sus hombros, que no deja ver lo que hay
detrás.
—La sacerdotisa, la suma sacerdotisa, la papisa —dice Florencia—.
Cuidado con ella.
—¿Por qué? Parece agradable.
—No sé si agradable. Está mirando al ahorcado y está muy tranquila con
eso. Quizá eso implique sadismo, o frialdad. Y ese libro que tiene entre las
manos…, ¿crees que será un libro de cuentas?
—Seguramente.
—¿Me lo dices o me lo cuentas? Perdona, me he excedido con el juego de
palabras. No tenía sentido. Y toda esa ropa… ¿Ves su ropa, la tela que tiene
detrás de ella? Si quisiera esconder algo, tendría muchísimo sitio para hacerlo.
Digamos que, si al traidor del ahorcado le hubiera ido bien en la vida, quizá
fuera algo así como ella.
—No es eso, Florencia, es la intuición, la energía femenina —explica
Susana—. Es la carta de la sabiduría interior.
—Exacto —coincide Florencia—. Puede ser eso. Pero esa inteligencia,
usada de los modos adecuados…, resuelve muchos problemas sin que nadie
se dé cuenta. ¿Me explico? Problemas matemáticos, quería decir. Igual no me
explicaba bien.
Está ya en fase de explicar los chistes. Se ha cansado del juego. Supongo
que, según madure y se desarrolle como inspectora, le pasará cada vez menos,
pero ahora a veces se desconecta y puedo ver el clic en su cabeza, apagando
su concentración. Esta en particular es una investigación de muy poco
descanso y con mucha presión. Es normal que le cueste seguir el ritmo.
—El resultado —nos dice, sin más dilación, y levanta la tercera carta, la
de en medio. La carta principal.
Ante nuestros ojos aparece la justicia. Y da cierto miedo, porque su
mirada apunta directamente a quien la mira, a los ojos del que pregunta. Y
tiene una balanza entre las manos, como se recuerda siempre a la justicia, la
señora con una balanza, pero también tiene una espada en la otra.
—Creo que tenemos un tema recurrente, ¿no? El equilibrio. —Florencia
hace una pausa dramática de las suyas, cómo le gustan—. ¿Lo alcanzaremos?
—Hace otra pausa antes de hablar—. Ese se supone que es el resultado, el
equilibrio, pero no te puedes fiar de nadie que tenga una espada, ni de nadie
que esté sentado en un trono.
Susana no aguanta más tanta invención. ¿Quizá fuera eso lo que estaba
tratando de provocar Florencia?

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—Florencia, te estás inventando el tarot. No significa nada de lo que
dices. Es una carta positiva, todo se equilibra al final. Buenísimo para los
negocios, mejor aún si las cuentas tienen que cuadrar.
—El balance queda en cero, sí —responde Florencia—. Pero no sabemos
si habrá que usar la espada para ello.
—La espada está ahí porque las cartas son de origen medieval, por lo
menos, y la gente llevaba armas. Ahora nos las han prohibido para coartar
nuestra libertad, pero entonces era lo más normal del mundo.
Creo que me debería sorprender que Susana esté a favor de la libre
portación de armas, pero pasados unos días en esta casa ya nada me
sorprende.
—Bueno. De acuerdo. Genial. Ok. Vale. Acepto lo que dices. Pero la
justicia no siempre es positiva. Para el ahorcado, la justicia implica acabar
boca abajo. Para la sacerdotisa, es el éxito, quizá. Para Quique, el resultado
será de lujo, porque es un hombre legal y correcto. —¿He entendido un tono
irónico en Florencia? ¿Por qué? Ojalá estuviera en su cabeza—. Pero no será
tan bonito para todo el mundo.
Quique resopla y se seca una gota de sudor que ha conseguido escapar de
su frente pese al frío y el invierno y Josema con todos sus copos. Solo aspiro a
entender algún día algo de lo que Quique y Florencia saben y no nos cuentan
a los demás.
—¿Quién va ahora? —pregunta Florencia—. ¿Alguien más quiere que le
tire las cartas? ¿Susana?
—Ni de coña —responde Susana, al tiempo que comienza a guardar las
cartas, antes de que Florencia se atreva a volver a usarlas.
En este instante entran en la sala Agnes y Alvarito, que corre al regazo de
su padre.
—Como vea una sola historia de esas, os prometo que os quedáis sin
comer —nos dice Agnes, abriendo las cortinas—. Ya está bien de tonterías,
que hay niños delante.
—¿Vamos a jugar a las cartas? —nos pregunta Alvarito, aburrido como él
solo. Pobrete, vaya vacaciones.
—No, eran cartas de mayores muy aburridas —dice Quique, acariciándole
el brazo.
—Entonces, ¿podemos abrir ya los regalos? —vuelve a intentar.
—Hay que esperar un poco más. Ya sé que es difícil.
—Como me hayan traído carbón, se me va a poner malo.

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Florencia, dando por terminada su sesión de espiritismo, apaga las velas y
me acerca a ella, para darme un beso en la mejilla. Y yo me dejo, claro. Y en
ese movimiento se aproxima a mi oreja y me susurra, solo para mí:
—Ya casi lo tengo —me dice—. Hoy mismo encuentro al asesino.
Y me muerde la mejilla con cariño. No sé por qué lo hace. A veces le da
por ahí.
—No te han traído carbón, seguro —tranquiliza Quique a Alvarito, con
voz suave y calmada—. Ten paciencia.
—Me decís que tenga paciencia todo el rato —protesta Alvarito—, y yo
tengo mucha paciencia, pero la Navidad es un aburrimiento.
—Como la economía, niño, y a tu padre le divierten las sumas y las restas
—dice Emilio, pero no creo que Alvarito entienda muy bien de qué va la
economía. No creo que ninguno de nosotros lo entienda del todo.
—Voy a por el roscón, a ver si alguien más quiere —nos dice Florencia, y
se levanta. Ya tiene toda la energía que le faltaba hace un rato.
Y se va por la puerta y yo me quedo en el salón con el resto de la gente,
cada uno a lo nuestro. Al final, estas vacaciones nos van a convertir en una
familia unida de las de toda la vida.

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Otra cosa no, pero Wolfgang sabe escuchar

RICHARD

Richard sostiene su sombrero con la mano mientras su abrigo negro y largo


ondea al ritmo que marca el viento. El anciano se mantiene firme en el sitio,
sin dar un paso adelante, aunque tampoco atrás. Su cuerpo contundente y
vestido todo de negro permanece inmutable ante la tormenta blanca y furiosa.
—La muerte está al otro lado de la calle —dice, para sí.
—Sí, no exageraban los del tiempo, que parecía el fin del mundo y no lo
es, pero casi. Por eso yo me he dado la vuelta y usted también debería. Está la
cosa imposible, se lo digo de verdad —le contesta un turista de unos
cincuenta años, seguramente madrileño a juzgar por su forzada simpatía y su
poca vergüenza para hablar con un extraño.
—No se hace usted una idea. Buenos días y hasta luego —responde
Richard, levantando su sombrero a modo de saludo y también de despedida.
El hombre se mete en el hotel Sancho mientras echa pestes del anciano y
de su mal carácter. Richard vuelve la mirada al frente, al hotel A&G, su
terrible destino. Un rayo toma tierra cerca de él, seguramente impactando en
alguna torreta del telesilla, y el trueno no tarda ni un segundo en maltratar sus
oídos. Richard lo interpreta como una señal y entra de nuevo al lobby,
siguiendo los pasos del madrileño impertinente, que avanza delante de él.
—La muerte puede esperar unos minutos, no creo que le importe, lleva
años haciéndolo.
Richard esta vez se dirige a la barra del bar y espera a ser atendido,
aunque hay tanta gente que puede llevar un tiempo. No tiene prisa. Richard
vuelve a sacar su grabadora, tratando de poner sus pensamientos en orden.
Por lo general, no compartiría detalles de una investigación abierta con
decenas de desconocidos, pero aquí nadie le presta atención. Está rodeado por
extranjeros que hablan y hablan y no escuchan, en una torre de Babel de la

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banalidad que no parece tener fin. Richard conversa consigo mismo y, sobre
todo, se escucha.
—Tenía que haberlo sabido. Estaba delante de mis ojos y yo mirando
hacia otro lado. O espabilo o me van a…
¡Clac! La grabadora se detiene de improviso y con ella la voz de Richard,
como si una cosa estuviera ligada a la otra. La cinta se ha terminado, lo que le
faltaba. Siempre podría reflexionar sin hablar en voz alta o incluso podría
darle la vuelta y sobrescribir lo ya grabado. Dada la situación actual, es casi
una certeza que no lo va a escuchar en el futuro y es aún menos probable que
necesite hacer un informe de sus pesquisas. Sin embargo, para él no es una
opción.
—Los hechos no se sobrescriben, mis palabras tampoco.
Richard habla para sí mismo, y para un borracho alemán que lo mira
fijamente los labios tratando de traducir sus palabras. Pese a que el inspector
siempre presumió de tener una dicción perfecta en castellano para ser inglés,
no parece preocupado por revelar secretos al turista. A juzgar por la expresión
de su cara, el hombre no tiene un gran nivel de castellano. Richard opta por
levantarse de su taburete y sentarse junto a su admirador.
—¿Puedo? —pregunta Richard.
—Sí. Buenos día —responde el alemán.
Richard arrastra la silla y se sienta dejando caer su peso de golpe,
evitando hacer más esfuerzos de los necesarios. Se inclina hacia el hombre,
que lo mira con intriga. El anciano carraspea y se prepara para utilizar al
hombre como si fuera su grabadora:
—De acuerdo. Lo que vamos a hacer es lo siguiente. Yo voy a hablar y tú
no vas a enterarte de nada. ¿Comprendido?
—Yo poco español. Despacio —responde el turista.
—Así me gusta. Ya sé que a simple vista no tiene mucho sentido, pero me
viene bien exteriorizar las ideas, las teorías siempre parecen más reales
cuando se materializan en ondas sonoras.
—No sé. Yo Wolfgang.
El hombre se ríe, incómodo, y Richard decide que puede continuar. Esto
quizá funcione, después de todo.
—Como venía diciendo, hace unos minutos me he visto sorprendido por
las revelaciones de un completo inútil. Eso de por sí no sería una vergüenza si
él contara con información privilegiada a la que yo no pudiera acceder de
ninguna manera, pero no es el caso. Había señales y pistas obvias que
apuntaban a que mi hija sabía quién era el espía desde hace tiempo. Para

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empezar, Míriam estaba escribiendo una carta destinada al Oso Amoroso
cuando fue asesinada, lo que demuestra que estaba en contacto con él y que lo
conocía. Es más, a juzgar por su contenido, ella pretendía forzarlo a revelar su
identidad: «Si no lo cuentas tú, lo voy a cont» y ahí dejó de escribir. Es el
mensaje que se dedica a una persona cercana, que te inspira más confianza
que miedo. Es el mensaje que se dedica a un familiar.
Richard se detiene y se da cuenta de que el alemán levanta la mano
tratando de llamar la atención de la camarera. Seguramente quiera una
cerveza para amenizar la charla, pero la cosa va para largo. La chica está
ocupada tratando de entender la comanda de una familia de rusos sentados
unos metros más allá. El inspector decide seguir a lo suyo:
—¿Quién demonios es el Oso? ¿Cómo de cerca está de mí? Hay un dato
contradictorio que no logro comprender. Verónica asegura haber escuchado a
Míriam hablando por teléfono, informando a alguien de que el Oso estaba en
la casa. Es extraño que ella no supiera quién iba a venir…, a no ser que el Oso
sea la propia Verónica. Y es que todos los caminos llevan a Verónica. Es la
única persona que no había anunciado su presencia con antelación, tenía
acceso a todos los secretos del hotel y goza de la inteligencia de la que
carecen Julia y Emilio, por ejemplo. Lo que no me entra en la mollera es que
haya sido ella misma la que me ha advertido de la llamada. Es posible que se
trate de una estrategia de distracción para anticiparse a nuestros
descubrimientos, quizá Míriam ni siquiera mencionó al Oso en su
conversación por teléfono. Sí, no cabe duda de que sería una idea brillante,
aunque es demasiado rebuscada para ser creíble.
Richard se calla porque ve a Samuel salir del ascensor. El veterano
inspector tiene el hábito adquirido de escoger asiento en el lugar en el que
pueda controlar los movimientos de todos a su alrededor. Ahora mismo tiene
una visión perfecta del lobby, y puede ver cómo Samuel mantiene una
conversación con su recepcionista. Se le nota alterado y confundido, tanto o
más que cuando hablaba con Richard.
—¿Habrá pasado algo nuevo o sencillamente ha necesitado media hora
para atar cabos?
Wolfgang se encoge de hombros y Richard coincide en su apreciación. No
pueden saberlo. La conversación entre el empresario y su empleado sube en
intensidad. Samuel mueve los brazos y el recepcionista se desespera, como si
le pidiera una locura. El chico señala la puerta que da al exterior utilizando
ambos brazos, extendiendo las palmas hacia arriba. No podría gesticular más

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para hacerse entender, pero su jefe sigue negando. Se le nota convencido de lo
que ordena, sea lo que sea.
El recepcionista se rinde y se marcha. Richard lo ve cruzar la puerta que
se esconde tras el mostrador de recepción, que seguramente dé a una pequeña
oficina. El muchacho no tarda más de tres segundos en regresar, ha cogido un
enorme abrigo de plumas, que no tarda en ponerse. Está muy disgustado y
abandona el edificio entre aspavientos, pero aun así obedece las órdenes.
Samuel se queda esperando junto a la puerta, frotándose las manos, para
calmar tanto el frío como los nervios.
—Algo me dice que Samuel no va a encontrar al Oso antes que yo. En fin,
yo no perdía nada por intentarlo y lo que pierda él me la trae al pairo. Y a ti
también, ¿verdad?
El alemán borracho ni siquiera lo mira, está pendiente de Samuel,
seguramente tratando de comprender por qué interesa tanto a Richard. Viendo
que la situación con el empresario se ha estancado, el anciano continúa con su
charla:
—Verónica puede ser el Oso o puede no serlo, pero, cuanto más indago,
más me enfado y no precisamente con el asesino, que queda casi en un
segundo plano. Estoy cabreado como hacía años que no lo estaba y si tengo
que señalar a alguien es a Gerardo. Mi problema es con él y no con otro,
porque, aunque todavía no sé qué papel tenía en todo este asunto, sí que estoy
convencido de que era su responsabilidad y no la de mi hija. No es ella quien
tenía que haber hablado con Samuel y Arturo, no era su tarea informar de la
presencia del Oso en mi casa. Quien se tenía que haber jugado la vida es
Gerardo, que por algo es el jefe y es quien se va a llenar los bolsillos gracias a
este negocio. ¿Y dónde está? Escondido, atrincherado en su hotel, rodeado
por sus matones. Es así. Mi hija está muerta y la culpa solo puede ser de
Gerardo. Me importa un carajo que no haya utilizado sus propias manos para
ahogarla. Yo lo culpo a él.
Wolfgang asiente, comprendiendo sin entender una frase. A estas alturas
ya ha debido de asumir que la charla va para largo y es capaz de empatizar
con las emociones de Richard, que van más allá del significado de sus
palabras.
Richard se queda callado, tratando de rebajar su tensión y observa a
Samuel. No hay cambios en su situación; continúa en el exterior esperando
algo que no llega. Es un cervatillo asustado vestido con un traje caro.
—Estoy enfadado con Samuel, me irrita solo verlo —sigue Richard—. Y
lo mismo me pasa con Arturo. Son hombres ricos, con las vidas solucionadas.

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¿Qué necesidad tenían de meterse en este negocio y de arrastrar a mi hija a
participar en él? El plan urbanístico que han creado es legal únicamente
porque tienen el poder de doblegar las leyes a su antojo. Se han encontrado
enfrente a los colectivos ecologistas y a los vecinos de la zona y ni por esas se
han planteado la opción de recular. El clamor social en su contra era tan
grande que ha tenido que aparecer un espía para chantajearlos, a la
desesperada. Esta persona, el Oso, debe de haber encontrado material
particularmente comprometido sobre ellos, documentos que podrían llevarlos
a la cárcel o humillarlos públicamente, porque ha logrado que consideren
pausar sus planes. Pausarlos, que no cancelarlos, porque ahí siguen, tratando
de hallar maneras de sortear al espía, asumiendo riesgos impensables para
ninguno de nosotros. Como si ganar más dinero fuera una cuestión de vida o
muerte, de libertad o cárcel. Pero es Míriam quien ha muerto, no ellos. Sí. Si
hay alguien responsable de que mi hija haya acabado muerta son Samuel y
Arturo y su avaricia de mierda.
Richard se calla, y al volver su atención a Samuel descubre que el enigma
de su espera se ha resuelto ante sus ojos y los de la clientela del hotel al
completo. El recepcionista ha aparcado su coche en la entrada y es un
todoterreno normal con cadenas, nada que ver con el armatoste con ruedas
oruga que tiene su socio. Richard sonríe.
—Es la peor huida que he visto en mi vida, y he visto muchas. La mayoría
de las veces huían de mí.
El recepcionista entrega las llaves a su jefe. Antes de que se marche
intenta de nuevo hacerle entrar en razón, pero Samuel no está por la labor de
escuchar y se sube al vehículo. Richard vuelve a lo suyo, charlar con el
alemán está siendo una experiencia catártica para él.
—Estoy furioso con Míriam. Sí. Es injusto tener estos sentimientos
precisamente hoy y, sin embargo, no puedo evitarlo. Se metió en ese mundo
ella sola. Ni Gerardo ni Samuel ni Arturo la obligaron a trabajar ahí. Nadie la
forzó a ascender hasta convertirse en la mandamás de ese estercolero moral
con forma de hotel. Si se alejó de su madre y de mí fue porque ella quiso. El
camino que tomó y la gente con la que se mezcló es responsabilidad suya y de
nadie más. No digo ni diré que merecía morir. Eso nunca. Pero el mal café
que llevo encima no me lo quita nadie.
A través de la cristalera de la entrada se ve que el coche de Samuel no
logra salir de donde está. Las ruedas patinan sobre la nieve y él empieza a
revolucionar el motor como si eso fuera a solucionar el asunto. Empieza a

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llamar la atención de todos los allí presentes. El recepcionista pide ayuda a
varios de sus compañeros y entre todos salen a empujar.
—¿A quién quiero engañar? ¿A ti? No tendría mucha lógica, no te
conozco de nada y me importa un carajo lo que pienses. ¿A mí? —dice
Richard, y el alemán se vuelve a encoger de hombros—. Es a mí, claramente.
Y es inútil, a mí no me engaña nadie, ni siquiera yo mismo. La verdad es que,
si hay una persona que me saca de quicio hoy, ese soy yo. Tal como suena. Y
suena horrible. Yo sabía que Míriam estaba tomando malas decisiones, que
estaba metiéndose de lleno en un mundo de mafiosos, y no dije nada. No me
enfrenté a Gerardo, no investigué sus negocios aunque sabía que no eran
limpios. Podría haber sacado a la luz muchos de sus chanchullos, pero preferí
mantenerme al margen por no manchar el nombre de mi hija. No. Ya que
estoy siendo sincero, tengo que serlo hasta el final. No lo hice por eso, lo hice
por orgullo. Esperaba que volviera a mis brazos arrepentida, que admitiera su
error al seguir a su tío. Nunca lo hizo. Ya nunca lo va a hacer. ¿Por qué?
Porque soy yo el que tenía que haber hecho algo. Si hay un culpable de haber
llegado hasta aquí, ese soy yo. Por eso tengo que seguir adelante, sin importar
las consecuencias.
Wolfgang deja de escucharlo por un momento porque los clientes del bar
están revolucionados y se mueven en masa hacia la puerta. El coche de
Samuel ha arrancado por fin, ha salido demasiado revolucionado, ha
derrapado tres veces y ha chocado frontalmente contra la panadería, unos
metros más adelante en la calle. La gente se agolpa para ver el espectáculo, no
tienen nada mejor que hacer hoy. El alemán está interesado, aunque no se
atreve a dejar solo a Richard y escucha unas palabras más.
—Gerardo es peligroso, está esperando, casi seguro que está armado y,
sobre todo, es peligroso porque tiene miedo. ¿A quién o a qué tiene miedo?
¿A Verónica o a quienquiera que sea el Oso Amoroso? No lo creo. Ahora
pienso que me tiene miedo a mí. Sabe que voy a exigir respuestas sobre mi
hija y que lo odio. Es a mí a quien espera, con su escopeta cargada, al otro
lado de esta calle. Y ahí es a donde tengo que ir, pese a que mi familia me
espera y me necesita en casa. No puedo evitarlo, tengo que llegar hasta el
fondo de este asunto. En fin. Eso es todo, no hay más. Puedes irte.
Richard le hace un gesto y el hombre sale corriendo, apilándose entre los
demás para ver algo. El inspector supone que lo mejor ya ha pasado porque el
coche de Samuel no iba tan rápido, lo más normal es que esté ileso.
Al levantarse el alemán, abre el campo visual de Richard, demostrando
que no tenía tan controlado el espacio del bar como pensaba. Beatriz está

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sentada al fondo de la barra y ha debido de estar ahí desde el principio. Está
demasiado lejos para escucharlo, aunque a esa distancia un inspector
experimentado como él tendría que haberla visto. No cabe duda de que sus
facultades están mermadas, sería temerario negarlo llegados a este punto.
Richard se acerca a ella caminando a su ritmo y sin apresurarse. La mujer
lo espera, con las piernas cruzadas y una sonrisa incipiente.
—No has perdido facultades —le dice Beatriz—. Una charla de veinte
minutos contigo ha sido suficiente para que Samuel intente escapar de la
montaña a cualquier precio.
—No es cuestión de precio, sino de inteligencia. Con un trineo le hubiera
ido mejor —responde Richard—. Contigo no ha surtido efecto mi
conversación, por lo que veo.
—Yo te conozco y sé que ladras mucho y muerdes poco —le dice—.
Vamos a tomar algo, ¿no?
Beatriz hace un gesto a la camarera, que por fin está disponible, para que
se acerque.
—Ponme lo de siempre, chiquilla —dice Richard.
—Tomaré lo mismo que el señor, gracias —añade Beatriz.
La camarera se marcha y Richard observa a su interlocutora, dándose
cuenta de cómo han cambiado las cosas.
—No me conoces, ya no. Hoy no —dice Richard.
—Hay gente capaz de cambiar, es cierto. No es tu caso. Richard Watson
siempre será Richard Watson, y me alegro de que sea así.
—No deberías, por tu propio bien.
La mujer estira su mano para tocar la de Richard, que la aparta,
manteniendo la mirada fija en ella.
—Es una pena que no quisieras venir conmigo —dice Beatriz—. Te ofrecí
una vida a mi lado, no es algo que hiciera con todos, puedes sentirte
orgulloso.
Richard se encoge de hombros, del mismo modo que hacía el alemán con
él.
—¿Nunca piensas en qué habría pasado si hubieras tomado otra decisión?
—insiste ella—. ¿En la vida que habríamos tenido?
—Jamás, ni siquiera el día que me lo propusiste.
—Habrías hecho una fortuna. Los hombres como tú solo necesitan un
empujón en la dirección adecuada para hacerse con todo lo que desean. No
habrías tenido que vivir como un ermitaño en medio de la nada, eso te lo
aseguro.

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—Y, sobre todo, ella habría podido deshacerse de su marido —dice
Arturo, a su espalda—. Es lo que no te está diciendo.
Arturo es un anciano de pelo blanco y piel bronceada y estirada. Viste de
una manera apropiada para el tiempo que hace, aunque es evidente que es la
primera vez que se pone cada una de las prendas que lleva encima. Pasa junto
a Richard y se sienta con su mujer. La saluda con un pico, sin mostrar un
ápice de reproche.
—No me molesta que sueñe con un pasado contigo, es inútil competir
contra lo que nunca sucedió —continúa Arturo—. La realidad siempre es más
imperfecta que la fantasía.
—La mía no —dice Richard.
—Eso estaba oyendo, sí. Eres un tipo recto, Richard, siempre lo has sido.
Y muy duro. Por eso siempre te respeté, incluso cuando nuestros caminos se
separaron, pero ¿no crees que ya nos hacemos mayores para estas cosas?
—¿Qué cosas? Tienes que ser más específico, Arturo —sugiere Richard.
—Lo que le has hecho a Samuel, por ejemplo —dice Beatriz, y luego mira
a su marido—. Te referías a eso, ¿no, cariño?
—Eso y estar husmeando por aquí, en general —añade Arturo—. Eso son
cosas de chavales, Richard. Ya no valemos para esas cosas, y nos toca
asumirlo.
—Supongo que la corrupción no tiene edad —responde Richard.
Arturo se lleva la mano al pecho, como si las palabras de Richard se le
hubieran clavado en el corazón.
—No…, no vayas por ahí. Eres mejor que eso. Es un recurso fácil, pero
nadie nos está acusando de corrupción.
—¿Qué es lo que quieres, Arturo? Sigues sin ser específico y yo no soy
político. A mí hay que hablarme con claridad —insiste Richard.
—Lo único que pido es que seas sensato, que vuelvas a casa a disfrutar de
la Navidad y te dejes de aventuras.
—¿Y si no me apetece?
—Entonces me vas a empujar a mí a participar en estas historias —
responde Arturo—. No te voy a engañar, yo también estoy mayor y no tengo
ninguna gana de dar ese paso, pero no me quedaría más remedio. Y yo no soy
como tú, que te puedes dar la vuelta y no pasaría nada. Yo me juego mucho.
Piénsatelo bien.
Richard se siente tentado de darle la noticia de que su hija ha muerto, pero
se detiene antes de hacerlo. No cambiaría nada en la conversación.

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—Agradezco tu consejo, Arturo, y te informo de que no lo voy a seguir —
responde él—. Me das asco, los dos me lo dais. Representáis todo lo que hace
que este mundo sea un lugar jodido para vivir y estaría encantado de hacer
todo lo que estuviera en mi mano para hundiros en la miseria. No os quepa
duda.
—Eres demasiado dramático, Richard —dice Beatriz.
—La buena noticia es que hoy estáis de suerte. Hay otra persona que me
interesa más que vosotros.
—Gerardo —dice Arturo.
—Si me entregáis a mi cuñado, os dejo marchar —afirma Richard—. Será
como si no os hubiera vuelto a ver, cosa que me gustaría mucho que fuera
cierta, la verdad.
—No hagas una locura, Richard. No merece la pena —dice Beatriz.
—De lo contrario, voy a encontrar al Oso Amoroso y me voy a hacer con
sus documentos —continúa Richard, sin escucharla—. Y ya os anticipo que
yo no negocio. No me interesa impedir la ampliación de las pistas y no me
quita el sueño mantener el ecosistema este y la vida de los osos y demás
zarandajas. Yo solo quiero veros sufrir.
—Si haces eso, eres hombre muerto —amenaza Arturo.
—No es la primera vez que lo oigo —responde Richard—. Es más, llevo
toda la vida escuchándolo y todavía no ha pasado.
—En algún momento sucederá. Todos vamos a morir algún día —dice
Beatriz.
—¿Quién sabe? Quizá yo viva para siempre —replica Richard.
La camarera interrumpe, con dos zumos de naranja, que entrega a Richard
y Beatriz.
—Vuestros zumos —dice.
Beatriz se queda boquiabierta, no es la bebida que esperaba.
—Te dije que ya no me conocías —dice Richard mientras se levanta y
habla con la camarera—. ¿Qué te debo?
—Invita la casa —responde ella, que ha estado escuchando.
—Gracias, aunque yo al final no me lo voy a tomar, tengo cosas que hacer
—se disculpa Richard.
—Te estás equivocando —insiste Arturo.
—Tampoco es la primera vez que escucho eso —responde Richard, sin
mirar atrás.
Richard sale a la calle, haciéndose un hueco entre la muchedumbre que
regresa al lobby, defraudada ante el buen estado de salud de Samuel. El

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empresario cojea de vuelta al hotel, apoyándose en su fiel recepcionista.
Richard los saluda mientras cruza la calle.
Samuel lo observa como quien mira a un hombre que se encamina a la
horca y a Richard le da igual. Está preparado para ello, ya no hay vuelta atrás.

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Que si la abuela fuma

EUGENIO

Eugenio sabe perfectamente que tiene que hablar con Quique. Quizá
detenerlo. Perfectamente lo sabe. Pero, al mismo tiempo, no se ve capacitado
para hacerlo, no al menos en este momento. Lleva en una nebulosa desde que
leyó la conversación de Míriam en el teléfono. Tal vez haya entendido mal
algo, quizá no sea lo que parece. Pero casi siempre es lo que parece. Lo sabe
porque es un buen policía y esta es la mejor prueba que ha encontrado en este
caso. No es una prueba válida, porque no tenía el visto bueno para revisar el
teléfono de su hermana, ni siquiera para investigar este crimen. Este caso no
es suyo, se dice, se convence, se engaña Eugenio, sin mucho éxito. Ya ha
perdido a su hermana, no quiere perder a su marido.
Se levanta del sillón de la biblioteca, en un mal sueño, en un mareo. No
está para estas emociones fuertes. Tiene que ir a hablar con él, en algún
momento tendrá que hacerlo, no va a evitar a su pareja durante toda su vida, y
no va a seguir conviviendo con él como si no hubiera pasado nada, no podrá
mirarlo a los ojos y que no se note que duda de él, que lo teme, que algo se ha
roto entre ellos. Así que se pone en marcha. A buscar algo, lo que sea.
Polvorones. No se olvida de ellos. Si el asesino trajo polvorones envenenados
tuvo que tirar los que hubiera en la casa, no se iba a arriesgar a que Míriam
comiese solo los no adulterados. Y en algún lugar tienen que estar, si no los
polvorones, que se pueden tirar por el retrete, sí los envoltorios. Papeles
blancos arrugados con dibujos azules, rojos, negros o grises. Sale de la
biblioteca sin saber a dónde ir, desde luego evitará el salón, donde escucha
voces, donde presume que estará Quique, con quien debe hablar, pero no
quiere. No puede. Y va a la cocina y abre la basura y la mira. No encuentra
nada ahí a primera vista. Sabía que eso iba a ocurrir, así que se pone los
guantes de látex, que le siguen quedando pequeños, y comienza a manipular

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los restos sin mucho interés. No espera encontrar nada, más allá de sobras de
la comida, cáscaras de mandarina, servilletas de papel, pelusas, pieles de
patata, zanahoria y, claro, unos pocos envoltorios de polvorón, todos iguales,
blancos, con el logo en azul y dibujos de ondas a ambos lados. Son los que
comieron Míriam, Juana y Emilio. Son todos iguales, están disgregados y no
llegan a diez. Si los tiró a la basura el asesino, deberían estar todos juntos,
porque los metería ahí a la vez.
¿Y qué pasará con Alvarito si Quique es culpable? Eugenio piensa mucho
en su hijo pequeño, quizá pretendiendo que viva una infancia mejor que la
suya. O al menos igual. Se siente culpable por haberlo traído a un mundo que
no lo va a tratar especialmente bien. No es que se responsabilice del cambio
climático o de la deriva política del país, pero qué menos que intentar que se
sienta querido. Y por supuesto que él ha criado antes a una hija de padres
separados, sabría cómo hacerlo, aunque Alvarito pudiera salir con unas
carencias tan evidentes como las que tiene Florencia. Lo que pasa es que no
está dispuesto. Eugenio quiere a Quique, lo quiere de verdad, y no le gustaría
confirmar que ha matado a su hermana.
Nada. En la basura no hay nada. No se desespera, pero la situación lo
sobrepasa. Una lágrima cae a la basura como un símbolo del estado de su
relación. O de su tristeza. Se pregunta si es la primera vez que llora sobre un
montón de basura. La respuesta es afirmativa. Se centra de nuevo. Un asesino
concienzudo no habría tirado a la basura las pruebas de su delito. Pero tenía
que intentarlo. Con una desidia que no le representa, se levanta del suelo y
tira los guantes. A la basura amarilla, porque sabe que es importante reciclar,
aunque él no sea el principal responsable del cambio climático. Y se dirige al
piso de arriba, lejos de las voces de Florencia, de Susana y de Verónica que
surgen del comedor. No va a rebuscar entre las maletas porque eso ya lo ha
hecho su padre, y quizá Florencia, y les hubiera extrañado encontrar estos
envoltorios. Tendrá que mirar los recovecos de los cuartos, quitar los cajones
para ver sus fondos, comprobar los suelos, las paredes, los armarios, buscando
piezas sueltas donde quepa un pequeño escondite. Sea quien sea el asesino,
conoce esta casa y sus secretos.
¿Por qué tendría que hacer Quique algo así? Su vida está relativamente
bien, ambos trabajan, traen dinero a casa, su hijo va a un colegio público, no
tienen grandes gastos. Sin saber exactamente qué o dónde buscar, Eugenio
observa metódicamente el cuarto de Susana y no parece haber ningún
escondite secreto. También pudieron tirarlos por la ventana, pero no podrían
ir muy lejos con la nieve, y al derretirse quedarían ahí, atrapados en el hielo,

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expuestos como en un museo. Se supone que el asesino quería librarse para
siempre del crimen, no solo por unas horas. ¿En qué momento se ve envuelto
Quique en un problema tan grande? No le encuentra explicación. ¿Tiene
alguna adicción que mantiene oculta? Le duele que no haya podido confiar en
él. Y también no haberse dado cuenta de lo que ocurría. De una droga se
habría enterado, no es tan difícil. Quizá estaba metido en un lío de apuestas.
Esas cosas se pueden mantener más en secreto. Pero eso no cuadra nada con
el Quique que conoce. O el Quique que cree conocer, mejor dicho. En la
habitación de Julia tampoco hay ningún escondrijo secreto donde quepan
envoltorios de polvorón.
Al ir a entrar a su propio cuarto, y de Quique, encuentra a Agnes y a
Alvarito en el cuarto de sus padres. Agnes le está contando un cuento de los
que le contaba a él cuando era pequeño. Odiaba que Hansel y Gretel
volviesen con el padre que los había abandonado. No lo entendía. Mejor una
adopción, mejor con alguien que los cuidase de manera incondicional. Y no
quiere que su hijo deje de ver a su padre porque tenga que entrar en la cárcel
hasta que le den la condicional. Eugenio es consciente de que puede que esté
relacionando ideas que no están tan conectadas, Hansel y Gretel con la
posibilidad de que Quique sea un criminal, pero cómo podría relativizar ante
un hecho de esta gravedad. «Consultor Consorcio» es un problema con el que
no contaba y que lo impregna todo de un veneno contra el que no tiene
antídoto.
—Abuela Agnes, ¿tú crees que hay casas de chocolate?
—A lo mejor hay alguna.
—¿Y de carbón? Mi amigo Gael me ha dicho que si te portas mal te traen
carbón, pero que es carbón que se come y está rico, que él se portó mal un
año, pero que luego fue muy bueno y ya no le trajeron más carbón, aunque le
gustaba mucho.
—De carbón no puede haber, seguro. Tú tranquilo.
No entra, tan solo escucha desde fuera, apoyando la cabeza en el marco de
la puerta. No podría disimular y no quiere que su madre y su hijo lo vean en
este estado. Tiene que lograr centrarse en la búsqueda, en la investigación. Es
lo que mejor sabe hacer.
El Quique que conoce no mataría a Míriam. También es cierto que lo
conoce desde hace menos de diez años. Su pasado tiene lagunas y misterios
que ha decidido respetar. Pensó que sería solo una juventud aburrida entre
manuales y libros de economía y alguna juerga que otra. Que no contase nada
porque no hubiese nada que contar. Pero no se puede descartar que le haya

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venido a visitar un pasado oscuro e inevitable. Esos problemas ocurren. Uno
intenta salir de ahí y no lo consigue, si has huido de las malas compañías es
normal que te persigan y te encuentren y te hagan pagar los favores que les
debes. Richard ve o imagina ese tipo de problemas todo el tiempo. Y es cierto
que Quique trabaja con dinero y no puede salir nada bueno de ahí, eso
aumenta la ambición y las relaciones peligrosas. La gente con la que trabaja
puede tener mucho poder. Quizá solo estuviera devolviendo un favor y no
supiera lo que iba a tener que hacer hasta que fue demasiado tarde y no pudo
echarse atrás.
No le parece suficiente. Es un asesinato, eso es lo que es y no hay muchos
atenuantes morales para algo así. Le vienen mareos. Entra en su cuarto y se
tumba en su cama. Sabe que el canapé tiene un doble fondo, donde escondía
las revistas eróticas cuando era adolescente. Sabe que existe ese escondite.
Pero ¿iba Quique a guardar ahí las pruebas de su delito, de ser él el culpable?
No quiere mirar. El techo le da vueltas sobre la cabeza. Nada tiene sentido.
Respira hondo y trata de relajar el cuerpo. Podría no ser nada. Podría ser un
error de Míriam, que hubiera confundido a Quique con otro hombre. Que
Quique solo fuera un consultor normal.
Debajo de la cama no hay nada. Ni monstruos, ni asesinos ni envoltorios
de polvorón. Nadie sería tan tonto como para esconder una prueba debajo de
la cama del mejor inspector de policía del país. Y, sin embargo, Eugenio
respira aliviado. Otro minuto que pasa sin confirmar que Quique es el
culpable. Solo tiene que seguir así hasta el fin de sus días.
Descarta buscar en el cuarto de sus padres, por el momento, y se decide a
bajar de nuevo a la planta principal. Hay habitaciones que no ha mirado. El
salón, por ejemplo.
Desciende las escaleras agarrándose al pasamanos que instalaron para su
padre y este nunca usa. Quizá le venga bien tomar un té caliente y reponer
fuerzas.
Y en el piso inferior recuerda. Debajo de las escaleras hay un pequeño
almacén, un hueco que sirvió en su momento de bodega y se ha quedado en
un almacén para recuerdos de segundo nivel y trastos que se espera que tal
vez sirvan de nuevo algún día, pero no pronto. Es un lugar absolutamente
olvidable en el que nadie entra si no es necesario. Un escondite ideal para
guardar las pruebas del delito hasta el momento en que se acabe el temporal y
se pueda salir de esta casa. Eugenio se queda quieto delante de la portezuela,
consciente de que al otro lado puede tener respuestas. No sabrá quién los ha
dejado ahí, en caso de encontrar los envoltorios, pero sería un buen primer

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paso. Imagina su presencia en una esquina, entre una raqueta de tenis y otra
de nieve, o entre una aspiradora vieja y un equipo de música. Imagina las
huellas de Quique sobre ellos, invisibles, pero ensuciando el papel por todos
lados, torpemente, apretándolos en un amasijo informe. ¿Es eso lo que
quiere?
Abre la puerta y le asalta un olor que reconoce. Es el ambientador que usa
su madre para varias estancias de la casa, el que Alvarito confundió con la
colonia de su abuela. Enciende la luz y ahí están: las raquetas, el equipo de
música, una televisión antigua, una cámara de fotos analógica, un bastón de
hockey sobre hielo. Y en la esquina del fondo, donde deberían de encontrarse
los envoltorios, un cenicero hasta arriba de colillas. No es lo que esperaba.
Pero es interesante. Quizá el asesino de Míriam se quedó aquí escondido hasta
que no hubo nadie merodeando por el pasillo. Pero son muchos pitillos para
un rato, quizá han tenido a alguien ahí escondido, viviendo entre ellos todo
este tiempo, y por eso no saltó la alarma. Es una idea reconfortante, eso
implicaría que Quique no es un asesino. Que nadie de su familia lo es. Quique
dice que nunca ha fumado, ni para probarlo. ¿Será verdad u otra mentira más?
No puede saber nada.
—¿Qué buscas? —pregunta Agnes, a su espalda.
—¡Mamá! —grita Eugenio, sobresaltado, como un niño pillado haciendo
lo que no debe—. Estaba buscando unos papeles.
—Aquí no hay papeles, Eugenio, como si no conocieras esta casa, hijo,
¿qué tipo de papeles?
—Pues unos de la investigación. —No se le ocurre nada mejor que decir,
como le ocurriría a ese niño pillado in fraganti por su madre.
—Venga, sal de aquí, que no es un sitio para estar.
Agnes lo agarra del brazo y tira de él hacia afuera, con insistencia, y se
pone entre él y el almacén. Es muy extraño, porque ella no suele comportarse
con violencia. Alvarito, en la puerta, los mira hacer este extraño baile sin
entender nada.
—Espera, mamá, qué prisa tienes —dice Eugenio.
En ese momento lo ve claro. Su madre encubre a alguien que fuma a
escondidas y luego abusa del ambientador para enmascarar el olor. De ahí que
su hijo lo llamase así, la colonia de su abuela, la debió de pillar usándolo en
algún momento, o ha heredado los dones de percepción de los Watson.
Pobrecillo. ¿Encubre entonces su madre al asesino que ha vivido entre ellos?
¿Cómo iba ella a hacer eso? Eugenio deja de luchar por dentro del almacén y

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Agnes cierra la puerta todo lo rápido que puede, quedándose apoyada contra
ella, de escudo humano.
—Mamá, para, por favor, no insistas. Ya he visto el cenicero —se la juega
Eugenio.
Agnes lo mira con los ojos muy abiertos. Con una decepción tremenda.
—Alvarito, ¿por qué no te vas al salón con los demás? Ahora mismo
vamos tu padre y yo.
—Pero yo tenía que hacer pis, abuela Agnes, y ya no aguanto más —dice
Alvarito con inocencia.
—Pues ve a hacer pis, entonces, que puedes ir solo —responde Agnes, en
tensión.
Esperan en silencio hasta que Alvarito cierra la puerta del baño, y
entonces Agnes se acerca a Eugenio, a menos de un palmo, con aires
matoniles.
—Ni se te ocurra decirle a nadie que fumo a escondidas —le advierte,
señalándolo con el dedo.
—¿Cómo?
—Ya sé que no tengo que hacerlo y que fumar es horrible, pero lo probé
hace un año, por ver cómo era, cogí uno de la última cajetilla de tu padre,
antes de que se pasase al vapeador, y me gustó. No de primeras, pero luego
probé un segundo y un tercero y es un momento para mí, no sé si lo entiendes,
estoy todo el día centrada en tu padre y en ti y en tus hermanos y en la casa, y
este momento es solo para mí, cuando entro al trastero y tengo unos minutos
en los que solo fumo, ya sé que está mal y que es malísimo, por eso no os
dejo fumar en casa a ninguno, pero yo no puedo evitarlo, ¿me entiendes? Ya
lo voy a dejar. No volveré a hacerlo, pero no le digas nada a nadie o vamos a
tener una conversación tú y yo.
Eugenio se queda muy callado. La confesión de su madre es demasiado
para él.
—¿Me has entendido, Eugenio? Ya lo voy a dejar. Ni siquiera me queda
tabaco, que no he podido salir a comprar más. Se acabó lo que se daba.
—Sí, mamá, te he entendido. No diré nada.
Agnes relaja su actitud. Se aleja un poco de Eugenio y mira al baño.
Suena la cadena.
—En cuanto salga Alvarito, esta conversación no ha ocurrido.
Alvarito sale del baño y Agnes se acerca a él, sonriendo.
—¿Quieres que vayamos al salón? —le propone—. ¿Vienes, Eugenio?
—No, aún no. Tengo cosas que hacer —responde él.

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Los ve marcharse y se queda solo, como ya se estaba sintiendo. Nacemos
y morimos solos, se dice, tenemos la ilusión de compartir algo profundo, de
conocer a las personas de nuestro entorno, pero una madre puede comenzar a
fumar en la vejez, y tu pareja puede matar a tu hermana. No hay nada a lo que
agarrarse. Las certezas se desmoronan en cuanto rascas su superficie. No es el
fin del mundo, pero duele. Sabe que podría seguir buscando los malditos
envoltorios de los polvorones hasta que los encontrase o se cansase, pero es
consciente de que son una distracción, una prueba secundaria que trata de
resolver para no enfrentarse a su deber, que es tener una conversación con
Quique. No está preparado para ella, no va a estarlo. Y, sin embargo, es el
momento de afrontarla. Sin fuerzas ni ganas se dirige al salón, a su destino,
donde se oye a su hija Florencia hablar a gritos, como casi siempre, con una
ilusión jovial y juvenil que a Eugenio le queda muy lejos.

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Cien por ciento sobre ciento veinte

AINHOA

—Ya lo tengo —me dice Florencia.


Sus palabras me alivian tanto como me molestan. Quiero que esta
pesadilla después de Navidad acabe cuanto antes, pero no negaré que me da
rabia su secretismo. Le gusta tanto el show que es incapaz de resolver los
crímenes de una manera efectiva y sencilla. Ella no puede limitarse a decir el
nombre de la persona que abrió la puerta al asesino, explicar el por qué y
zanjar el tema. No. Florencia tiene que generar expectación y frustración a
partes iguales.
—¡Qué bien! ¿Y quién ha sido? ¿Y por qué? —pregunto, sin perder la
esperanza.
—Lol. Todavía no se puede decir, porque hay que crear hype y porque no
tengo pruebas, pero tampoco dudas. El problema con eso es que mi padre me
va a pedir pruebas, que lo veo venir. Es muy suyo con esas cosas.
—¿Y esas pruebas crees que están aquí?
Llevamos cinco minutos dando vueltas por el salón, que sigue a oscuras
para no despertar a Juana. La ilumino con la linterna del móvil y ella busca.
Abre los armarios empotrados y mira dentro de los cajones, todos llenos de
objetos reunidos durante una vida: cubertería cara, manteles viejos, papeles
familiares, álbumes de familia. Nada de esto le interesa lo más mínimo.
—¿Y se puede saber qué esperas encontrar, al menos?
—Si te lo dijera, no sería una sorpresa.
—No tiene que ser una sorpresa, ¿no? —respondo—. Entiendo que lo
hagas con los demás, pero yo soy tu pareja. Entre nosotras no hay secretos,
somos un equipo.
—Bien jugado, pero no cuela. Literal que es justo al revés. Si hay alguien
a quien quiero impresionar es a ti, amorch. Se lo podría contar a alguien de

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quien no me importara lo que piense sobre mí.
—Esa persona no existe, tú quieres impresionar a todo el mundo, sin
excepción.
Florencia se ríe, dándome la razón, y se tira al suelo para mirar debajo del
sofá. Yo me agacho para darle luz. Escuchamos que la puerta se abre y se
cierra.
—Hola, ¿dónde estáis? —pregunta Alvarito—. ¿Florencia?
A mi chica no le gusta que su hermano esté con nosotras y me pide que
guarde silencio.
—Florencia, sé que estás ahí. Y tú también, Ainhoa. ¿Por qué os
escondéis? Vais a abrir los regalos, ¿verdad? Venga, decid algo, que me da
miedo.
Florencia niega con la cabeza, ordenándome que me quede agachada tras
el sofá, pero esta vez no me da la gana hacerle caso y me incorporo.
—Hola, Alvarito. Estamos buscando una cosa, no tiene nada que ver con
los regalos.
Florencia se pone en pie justo después, ya no tiene nada que perder.
—Por eso es importante que vayas con la yaya o con los papás, aquí no
puedes estar —le dice Florencia—. Vas a despertar a Juana.
—¿Y vosotras no? ¡Qué morro!
—Pero nosotras tenemos que estar aquí, estamos trabajando —le explico,
conciliadora.
—¿Lo sabe papá?
—Claro que lo sabe —miente Florencia.
—No lo sabe, mentirosa. Sé cuándo mientes —replica mi cuñadito, y me
mata de envidia. Lo peor es que será verdad, no hay Watson tonto—. Como
no me dejes estar aquí, vas a papá.
—No serás capaz de hacerme eso. Somos un equipo, Alvarito —dice mi
chica, copiando mi argumento sin pudor.
—Los equipos juegan juntos —rebate él.
Alvarito se gira hacia la puerta y coge el pomo, como si estuviera
dispuesto a traicionarla. Seguramente sea un farol, aunque es imposible estar
segura de eso. Alvarito en ese sentido es como todos los niños, imprevisible.
—¡Espera! —exclama mi chica—. Pero me tienes que prometer que no
vas a tocar los regalos o la yaya me echa de su casa a patadas. Se toma estas
cosas muy en serio.
Alvarito se detiene, se lo piensa y suelta la mano del pomo.
—Vale, pero puedo ver las cajas desde fuera.

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—Sin tocar nada —negocia mi chica.
Su hermano se cruza de brazos de una manera rara, tocándose la espalda
con las palmas de las manos. Es su manera de demostrar que tiene las manos
inutilizadas, debe de ser algo que les dicen en el cole.
Florencia vuelve a lo suyo y rebusca ahora cerca del belén, revisando
todas las piezas. Ya hemos estado aquí y volvemos a mirar. Está claro que
busca algo en esta esquina y yo me pregunto si tendrá relación con lo que sea
que vio en el belén que tanto le interesó cuando cogimos las piedras. No dijo
nada sobre lo que había visto, pero le llamó mucho la atención y ahora hemos
vuelto hasta aquí. ¿Qué significa? No tengo la menor idea. En general, no
termino de desentrañar qué es lo que ha descubierto durante el espectáculo de
Mademoiselle Florence.
¿Por qué le interesaba tanto indagar sobre su madre? Es innegable que
tenía más relación con Míriam que casi ninguno de la familia, trabajaba
directamente para ella. Si alguno de nosotros estaba al tanto de sus
preocupaciones y sus conflictos, esa es Verónica. En casa de Gerardo ambas
planteamos la posibilidad de que ella fuera el Oso. Tenía la inteligencia, la
mala uva y los contactos, aunque nos faltaba un móvil. ¿Es eso lo que estaba
buscando Florencia? ¿Las motivaciones de su madre? Yo no puedo descartar
que fuera Verónica quien abrió la puerta al asesino y, sin embargo, no me ha
dado la sensación de que Florencia sospechase de ella, más bien al contrario.
La única conclusión que he logrado sonsacarle sobre la sesión con Verónica
es que ha compartido «un momento muy bello» con su madre. Yo diría que
esto la descarta como sospechosa, lo que no sé es por qué. ¿Qué me he
perdido? Yo solo la vi responder con algo de hastío a las ocurrencias de
Florencia, sin tomarse en serio nada. ¿Dijo alguna palabra cuyo significado
conocieran solo ellas dos?
—Huele mal por aquí —dice Alvarito.
—Ya lo sé. Alguien habrá regalado comida, como dijiste tú —respondo, y
me llevo un codazo de Florencia—. Y con alguien me refiero a Papá Noel,
claro está. Todos los regalos son suyos.
—Papá Noel no hace malos regalos —me responde el niño.
—Es el GOAT, nadie dice lo contrario, pero lo que él no podía imaginar
es que íbamos a tardar dos días en abrirlos, ¿a que no? —dice Florencia—.
Papá Noel sabe muchas cosas, pero no es inspector de policía.
—En eso los GOAT son los Watson, ¿verdad? —supone Alvarito.
—Sí, con diferencia —responde mi chica, y pronto se lo piensa—. Bueno,
casi todos. En realidad, la única que de verdad destaca…

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—Todos los Watson son los mejores inspectores, no hagas ni caso a tu
hermana —digo, interrumpiendo a Florencia—. ¿O no?
—Tan real como que Papá Noel ha venido hasta aquí en persona a
traernos todas estas cosas —me responde.
—Pues eso es superreal —dice Alvarito.
Cruzo una mirada con Florencia, que se siente muy orgullosa de tomar el
pelo a su hermano pequeño. Me sigue sorprendiendo que la investigadora más
brillante que he conocido, capaz de atrapar al criminal más precavido del
mundo, siga dando valor a pequeñas cosas como esta.
—No veo los míos —dice Alvarito—. ¿Y si nadie le ha avisado de que
íbamos a estar aquí? A lo mejor los ha llevado a nuestra casa.
—Están al fondo, son todos esos —responde Florencia, señalando una
pila de regalos colocados sobre un sillón—. Sin tocar, ¿eh? Que te veo.
Florencia continúa registrando el belén y yo ayudándola con la luz.
Mientras ella hace lo que sea que haga, yo le doy vueltas de nuevo a qué
información misteriosa puede haber obtenido de su madre. No han
mencionado nada muy concreto. Verónica estaba preocupada por si va a
perder el trabajo tras la muerte de Míriam y es evidente que el asesinato
puede tener relación con el hueco que deje Míriam en el hotel. ¿Su puesto de
trabajo era tan atractivo como para llegar al extremo de matarla solo para
arrebatárselo? Seguramente ahora mismo no, pero es posible que Gerardo
tuviera planeado nombrarla como sucesora. Ahí hay un móvil, con la
ampliación de la estación de esquí se va a mover mucho dinero, suficiente
como para cambiar una vida. Hace unos días se hacía raro imaginar que
Gerardo pudiera pensar en retirarse, especialmente estando tan cerca de dar
un pelotazo de este calibre, pero ahora sabemos que temía ser asesinado en
cualquier momento, es lógico pensar que tuviera atado el futuro de su imperio
hotelero en su ausencia. Quizá fuera más inminente de lo que creíamos. Solo
se me ocurre una persona que nos pueda responder a estas preguntas, y ya
hemos contactado con él.
—Oye, ¿por qué no esperamos a que llegue Jandro y nos resuelva quién
es el Oso? —pregunto.
—Por muchas razones. La primera es que nadie nos asegura que mi abu
no lo vaya a resolver antes de que venga y luego… es que no sabemos qué es
de Gerardo. Si está vivo, puede influir en Jandro, que por algo es su jefe, y si
está… —no dice nada y me hace el gesto de muerto pasando sus dedos sobre
su cuello como si se lo cortara.
—Si le ha pasado eso, ¿qué? No cambiaría nada en Jandro, ¿no?

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—A no ser que haya sido él quien lo haya hecho o que se haya enterado.
Piénsalo —me dice—. Si fuera así, no creo que hiciera mucho caso a los
mensajes que le hemos mandado.
Repasando mentalmente la sesión de Mademoiselle Florence, ese es el
otro gran tema que tocó; la eventual muerte de Gerardo. ¿Estaba buscando a
su asesino? Quizá sea más sencillo investigar ese crimen que el otro. Es
posible que Florencia haya identificado a su asesino cuando sacó el tema
gracias a las cartas. Yo no vi nada de particular en las reacciones de ninguno,
pero no soy una Watson.
Si contamos que Verónica está descartada por Florencia, ¿quién nos
queda? Julia y Emilio hicieron sus bromas estúpidas de siempre, así que ahí
no hay nada extraño. Javi sí que criticó a su tío abuelo y casi se relamió ante
la perspectiva de que estuviera muerto, pero eso es precisamente lo último
que haría su asesino delante de todo el mundo, por lo que yo lo descartaría.
Susana se mostró especialmente susceptible con su hijo, lo que podría ser una
prueba de su nerviosismo, aunque la verdad es que lleva así desde que perdió
su dichoso colgante. Berni volvió a defender a su mujer y a salir escaldado, y
Quique se mantuvo callado, como acostumbra. Todos actuaron de la manera
habitual, lo esperado. Ahora que lo pienso, la única reacción atípica fue la de
Florencia, que pidió a Quique que abandonara su cómodo segundo plano para
ponerse en primera fila. Se empeñó en echarle las cartas justo a él. ¿Es
Quique sospechoso? ¿Por qué?
Florencia interrumpe mis pensamientos soltando un pequeño grito de los
suyos. Uno de felicidad. O eso creo. Seguro que Alvarito lo sabe con certeza,
qué rabia me da. De todos modos, la duda se resuelve rápidamente:
—Yasss. Lo sabía, mira que lo sabía —me dice.
Florencia coge la figura de un paje de Gaspar con extremo cuidado,
utilizando la punta del índice y el pulgar y me lo muestra, acercándolo a la
luz. Tiene una mancha de sangre que enrojece la totalidad de su capa, parece
Superman.
—¿Lo ves? Esto es importante —insiste mi chica.
—Ya. Claro. Importantísimo —respondo, hablo sin convicción y se me
nota.
—No lo ves, ¿verdad?
—Es que… no es raro encontrar sangre aquí, ¿no? El disfraz de Emilio
estaba empapado de ella y, según tu teoría… —me callo y busco una manera
de hablar del tema sin que Alvarito se entere—, «quien tú sabes» pasó por
aquí antes de hacer lo que hizo, ¿no?

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—Quien tú sabes es Papá Noel, ¿no? ¡Florencia! Es Papá Noel, ¿no? —
dice Alvarito, dando vueltas alrededor de sus cajas de regalos.
—Sí, Alvarito. Sí —le responde Florencia a su hermano, y luego me
contesta a mí—. La clave es que «quien yo sé» se vistió aquí y se marchó,
pero luego tuvo que volver al salón, porque Emilio recuperó el traje, ¿o no?
—Pero ese traje no era el de Papá Noel de verdad. Papá me dijo que era
una imitación cutre —dice Alvarito.
—Hay una cosa muy random aquí —me cuenta Florencia, sin responder a
Alvarito, y me señala los lugares de los que habla—. La puerta está ahí, el
sofá donde estaba tumbado Emilio es ese… y este paje está aquí. ¿Lo ves
ahora?
—Creo que ya sé por dónde vas. ¿Por qué caminaría esa persona hasta el
final de la habitación, si en ella no hay nada más que el belén? Suena random,
sí. Aunque luego en las investigaciones te das cuenta de que la gente se pasa
el día haciendo cosas random. La explicación puede ser supersencilla, como
por ejemplo que escuchó a alguien y se alejó de la puerta, escondiéndose aquí
un minuto.
—O toda la noche, ¿no? —me dice y me mira con intención—. Te
quejarás de que no te digo nada, ¿eh? Esta pista es buena.
Me dice y no me dice, me lo tengo que trabajar. Interpreto que su teoría es
que el asesino se escondió en algún lugar del salón para pasar la noche y
esperar a que Richard quitara la alarma a la mañana siguiente. Era la única
manera de hacernos creer que el asesino estaba entre nosotros. Y Florencia
tiene razón en que su escondrijo no puede estar muy lejos de aquí. La última
estancia de la casa en la que sabemos que estuvo es este salón, cuando
devolvió el disfraz. No tendría mucha lógica arriesgarse a recorrer la casa
entera estando toda la familia rondando.
Veo que Florencia da pequeños golpes a las paredes y al suelo, buscando
una puerta secreta. La imito, sin mucha fe. Si me viera Eugenio ahora mismo,
sería capaz de despedirme. No es un procedimiento muy serio para una
policía en activo.
—Jo —dice Alvarito—. A mí Papá Noel me ha regalado cosas pequeñas,
pero al abu le ha regalado un juguete enorme. Ha tenido que ser buenísimo
este año para que le traigan una cosa tan grande en el trineo.
Alvarito ha venido junto a nosotras, y se ha quedado fascinado con la
inmensa caja de madera que esconde la escultura que Gerardo ha regalado a
Richard. Es verdaderamente imponente, un gigante entre niños.

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—Ese regalo no es para tanto, ¿eh? A mí no me gustaría que me lo
hicieran —digo.
—A veces las cosas grandes son grandes mierdas —responde mi chica.
—No se dice «mierda» —le contesta su hermano—. Oye, ¿y vosotras
cómo sabéis lo que hay ahí dentro? ¿Lo habéis abierto ya? No se pueden
tocar.
—No tenemos ni idea de lo que hay ahí —miente otra vez Florencia, le
van a traer carbón a este paso—. Lo que pasa es que estoy segura de que los
tuyos son mejores que los del abu, porque tú eres bueno y él a veces se porta
regular.
—Lo dices porque fuma mucho, ¿no? Ahora lo hace con el palo ese de
plástico, pero papá dice que es todavía peor —razona el niño.
—¡Menos mal que no fumas, Alvarito! —le suelto, tratando de ser
cercana con él.
—Los niños no fuman —me dice y se echa a reír.
—Por eso tienen siempre los mejores regalos, ¿no lo habías pensado? —
responde Florencia.
—No —contesta, y lo piensa ahora por primera vez.
Se abre la puerta interrumpiendo lo que sea que hagamos, es Susana, tan
peripuesta como siempre, con su vestido de fiesta y sus tacones aunque
estemos encerrados durante una investigación de asesinato:
—¡Estabais aquí! ¿Por qué no contestáis a vuestros móviles? Os he
buscado por toda la casa. ¿Queréis un té? Estamos calentando agua y
preparando tazas para todos.
Florencia responde pronunciando una letra, la e. Y la alarga más allá de lo
razonable, llega un momento en que parece que va a parar, pero coge aire y
sigue. La pobrecilla está tan centrada en su búsqueda y en su investigación
que la mente no le da para más. Lo que pasa es que mi chica no se queda
bloqueada como cualquier hijo de vecino, ella es especial hasta para esto.
—Florencia, ¿me estás vacilando? Sabes que tengo un día de mierda, que
no tengo equilibrio y me tocas las narices —se enfada Susana.
—No se dice «mierda» —corrige Alvarito.
—Es que estamos trabajando para el caso, Susana —respondo yo—. Pero
creo que no sabe cómo contestar sin revelar información confidencial.
—¿Alvarito sí puede estar al tanto y yo no?
Florencia abandona la letra e y se une a la conversación:
—Lo que estoy buscando no lo sabe ni Ainhoa, tía Susana. De todas
formas, esa cosa que no te puedo decir no está aquí, salimos contigo.

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—Así me gusta. Y me decís qué té queréis —le pide Susana mientras nos
marchamos—. Y de paso nos ayudáis con las bandejas, que estamos bastante
liados.
—Ah, no. No quiero trolearte, tía, te prometo que no, pero no vamos a
poder echarte una mano. Sorry… —dice Florencia, agarrando del brazo a su
tía, aunque ella, a diferencia de mí, es inmune a los encantos de Florencia—.
Lo que buscamos no está en el salón, pero tenemos que seguir trabajando. No
vamos a poder tomar ni el té ni unas pastas ni nada.
—Lo primero es el estómago, si no la cabeza no funciona —responde
Susana.
—Pues habrá que tirar de reserva, porque el abu está a punto de resolverlo
y me querría morir si lo hace antes que nosotras, que lo tenemos tan cerca.
—¿Dónde está mi padre? ¿Lo sabes? No entiendo que esté fuera, llevo un
rato llamándolo y no me hace ni caso.
—Está resolviendo el crimen, ya lo conoces —contesta Florencia—.
Seguro que está partiéndole la cara a alguien ahora mismo.
—¿Qué dices de partirle la cara a alguien? ¿Papá? —pregunta Julia, que
se acerca a nosotras desde la cocina.
En un momento, nos hemos reunido unos cuantos en el pasillo. Junto a
Julia también venía Berni. Esto es muy propio de los Watson, no sabes cómo
sucede, pero de un segundo a otro puedes encontrarte rodeada de personas
que hablan todas a la vez.
—Seguro. Eso o mirando muy fijamente a un señoro hasta que le diga la
verdad sobre el universo, yo qué sé…, todas esas cosas que normalmente no
funcionan, pero que a él le salen bien porque tiene una flor en el culo.
—Eso que comentas es muy serio, Florencia —apunta Berni—. Puede ser
peligroso, tu abuelo es un hombre mayor.
—Esa es mi esperanza, que le cueste un poco más y que lo entretengan —
responde Florencia—. Yo ya lo tengo resuelto al cien por cien, diría, pero
necesito encontrar una prueba antes de que se me adelante.
—¿Ya lo tienes? —pregunta Julia.
—¿Y si a papá le pasa algo? —dice Susana.
—No le va a pasar nada. Lleva su pistola —responde Florencia.
La afirmación de mi chica no hace sino empeorar las cosas y sus
familiares empiezan a rodearnos y acribillarla a preguntas. Florencia trata de
quitárselos de encima como puede. Yo me mantengo al margen, no estoy tan
segura de que a Richard le vaya a ir bien. Es una locura salir a caminar con
este tiempo a su edad y es cierto que tampoco hemos sabido nada de él. No

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nos ha escrito para decirnos que ha llegado bien y no contesta nuestros
mensajes. Es posible que no le apetezca escribir por el móvil mientras
investiga un crimen, pero también existe la posibilidad de que le haya pasado
algo. No digo nada porque no es mi lugar y porque Florencia ya tiene
suficiente con sobrevivir a su familia.
—¿Qué pasa que estáis todos reunidos? —pregunta Eugenio, que sale de
la biblioteca—. ¿No podéis bajar un poco el tono de voz? Así no hay quien
piense.
Veo a Eugenio agotado y hundido. Casi no he podido estar con él estos
días y me siento un poco mal por ello. Nuestra relación es la propia de un jefe
y su subordinada, un suegro y su nuera, cordial y cercana aunque sin
compartir intimidades. Pese a todo, nos hemos acostumbrado el uno al otro y
nos hemos llegado a conocer bastante bien. Ha perdido a una hermana,
alguien con quien creció, y tiene que afrontar que el asesino está en la familia.
Es comprensible que su ánimo no sea el mejor ahora mismo. Mi presencia no
habría hecho mucho por ayudarlo a ver las cosas con mayor optimismo, ya lo
sé. Es solo que al menos me habría gustado intentarlo.
—Papá, ¡necesito tu ayuda! —dice Florencia—. ¿Me puedes fabricar una
luz de esas que muestran sangre, fluidos y esas cosas?
—Una linterna de luz ultravioleta, dices —responde, cansado.
—Superultravioleta, eso es —dice Florencia.
—Vamos a sacar las tazas que hay en el comedor, con esta gente es
imposible razonar —dice Susana, rindiéndose ante el cambio de tema de
Florencia. Me habla a mí, que soy la única que le devuelve la mirada—, no
escuchan, ese es siempre el problema. La sociedad de hoy ya no sabe
escuchar.
Susana se marcha hacia el comedor y la acompaña Berni, su eterna
sombra. Pobrecillos, a esa relación le esperan unos meses complicados.
—En realidad es solo ultravioleta y sí que podría, claro —responde
Eugenio a Florencia—. En cinco minutos puedo hacer algo, si lo necesitas.
No será profesional, eso sí.
—Me renta.
Eugenio suspira, como si le costara un mundo ponerse a ello. Reflexiona
sobre el tema y veo cómo intenta mirar el lado positivo. Eso es algo que me
encanta de él. Incluso en los peores momentos trata de buscar las cosas
buenas.
—Está bien que te intereses por los métodos científicos, ya sabes que yo
creo que son los únicos que merecen la pena. Ojalá hubieras ido por este

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camino antes, pero, oye, lo has decidido ahora. No me quejo. ¿Para qué
quieres la linterna?
—Para comprobar una cosa. Es secreto.
—No hay secretos en las investigaciones —responde Eugenio el ingenuo
—. Ainhoa lo sabe.
—En las de tu hija sí que los hay, Eugenio —respondo.
—¿Qué has descubierto, hija? ¿Sabes algo?
—¡Lo sabe todo! Dice que ya ha resuelto el caso al cien por cien —
interviene Julia.
—¿Cómo que lo has resuelto ya? Dime lo que sabes, Florencia. Esto no es
una competición.
—Eso lo dices porque pierdes.
—Lo digo porque he dedicado mi vida a esto y porque mi hermana ha
muerto y quiero saber quién ha cometido el crimen. Ya sé que te gusta hacer
así las cosas, pero por una vez, solo por una vez, ¿podrías comportarte con un
poco de seriedad?
Eugenio está al borde del colapso. Si se muere, va a ser el crimen más
sencillo de resolver de la historia. Lo habrá matado el hype creado por mi
chica. Florencia está tensando la cuerda con toda su familia, hasta yo
comprendo que se enfaden con ella ahora. Mi teoría es que es algo buscado
por ella. Le gusta convertirse en la villana para que el momento de la
revelación sea todavía más inesperado y heroico. Es un juego arriesgado, pero
ella nunca fue de contemporizar.
—Papá, no te preocupes. Antes no lo he explicado bien y por eso se ha
confundido Julia. No lo tengo todo, todo resuelto, solo al cien por ciento
sobre ciento veinte, no sobre cien, ojo. Porque es un caso extremadamente
complicado y hay que medir sobre ciento veinte.
—Así no funcionan los porcentajes —responde Eugenio, armándose de
paciencia.
Mi chica es tan brillante que me da la sensación de que nunca prestó
demasiada atención en clase. Sus aptitudes deductivas le bastaban para sacar
los exámenes sin necesidad de aprender nada.
—Da igual, me has entendido —responde Florencia—. En un rato te digo
lo que sé, te lo prometo, pero antes necesito esa linterna que solo tú puedes
fabricarme. ¿Podrías hacerme ese increíble favor, papito? Sería casi como si
resolvieras tú el caso.
—Me da igual quién resuelva el caso. Y no me llames papito.
—Pero lo vas a hacer, ¿a que sí, papurri?

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Eugenio se marcha, sin contestarle. Solo le ofrece la mano a su hijo:
—Ven, Alvarito, vamos a hacer bricomanía.
—¿Qué es eso?
—Cosas de boomers —dice Florencia.
Richard cierra la puerta de la biblioteca de un portazo y por fin nos
quedamos solas. Parece mentira que sea posible en esta casa, pero ha
sucedido. Tengo que aprovecharlo:
—Yo admito que sí que estoy un poco preocupada por tu abuelo,
Florencia. A lo mejor teníamos que haberles dicho otra cosa y no darles falsas
esperanzas. Si hubiera policía aquí, que no seamos nosotras y tu padre, la
llamaría para que se interesaran por él.
Mi chica da un saltito con el que no coge mucha altura, pero lo hace para
tocarse el culo con los pies. Es un salto de Instagram, no de la vida real. Por
supuesto, no me ha escuchado una palabra. La sociedad de hoy ya no sabe
escuchar, que diría Susana.
—Yasss. ¡Ahí está!
Florencia corre hasta abrir una puertecita que hay debajo de la escalera y
que da a un pequeño almacén. Es el típico hueco de la casa que todo el mundo
ve, pero en el que nadie repara. La puerta está entreabierta, como si se hubiera
cerrado mal.
—¡Fíjate! Está mal cerrada, esto se ha abierto hace no mucho. Mi yaya no
lo tendría así de descuidado —me dice Florencia, y entra.
En el interior de la pequeña estancia nos encontramos con el limbo de los
trastos, entre estas cuatro paredes han guardado todo aquello que no se quiere
ni tirar ni tener. La mayoría de los cachivaches aquí apilados tienen tantos
años como yo, algunos son incluso mayores. Hay hasta televisiones de tubo,
de las que iban con antena. Casi da pena verlos aquí, castigados y acumulando
polvo. En su época, estos trastos debieron de ser los reyes de la casa, estoy
segura de que presenciaron todo tipo de historias, participaron en otras, y
ahora ya nadie les presta atención.
—Ven aquí, al fondo. ¡Qué fantasía! —me dice Florencia.
Alguien ha montado una pequeña guarida en la que poder sentarse y pasar
el rato ajeno al mundo. Una pila de enciclopedias hacen la función de silla en
la que reposar y la prueba es que la de arriba no tiene polvo. Alguien se ha
sentado hace bien poco, mi chica no estaba equivocada. Florencia me señala
al suelo, hay colillas esparcidas por todas partes. No huele a tabaco porque el
aire apesta a ambientador, sea quien sea el que fumara, hizo lo posible por
ocultar su rastro.

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—Alguien se escondió aquí —me dice Florencia—. Lo hemos
encontrado.
—Son muchos pitis para una sola noche. Se los tuvo que fumar de dos en
dos. Suerte tiene de estar vivo.
—Lo que me recuerda que estaba herido. Tiene que haber sangre por
alguna parte, mira a ver —me dice.
—¿Qué os creéis que hacéis aquí dentro? —nos pregunta Agnes, desde la
puerta. Y su voz resuena con un tono cortante que no pensaba que tuviera.
Quizá sea la acústica del almacén.
—Hola, yaya. No recordaba que este sitio estuviera aquí —responde
Florencia, risueña.
—Bien que hacías, y espero que lo olvides pronto. ¿Quién te ha dado
permiso para husmear en mi casa? —contesta su abuela, dejando claro que no
es la acústica.
—Perdona, Agnes. No sabíamos que estaba prohibido entrar en el
almacén. La puerta estaba entreabierta —digo.
—Os lo ha dicho Eugenio, ¿verdad? —supone Agnes.
—Mamá, te aseguro que no he dicho nada —afirma Eugenio, que acaba
de llegar con la linterna—. La puerta debía de estar entreabierta, lo ha dicho
Ainhoa.
—¿Y no sabes cerrar bien una puerta? Ni una hora has tardado en hacer
que entre aquí media familia —le contesta su madre.
Madre e hijo comienzan a discutir. Eugenio trata de defenderse de los
ataques de su madre, sin saber muy bien por qué recibe una bronca mientras
Florencia coge la linterna de las manos de su padre, aprovechando que está
despistado. La familia se vuelve a reunir en torno a la reyerta y nosotras nos
centramos en probar el invento, buscando sangre.
Es una monada el aparato que ha fabricado mi jefe, una obra de artesanía
preciosa. Ha utilizado una vieja linterna a la que ha colocado sobre el extremo
un preservativo hecho con varias capas de papel film pintado con rotulador
azul. Para que no se suelte el condón, lo ha ajustado al cilindro de la linterna
utilizando una goma de pelo enrollada. El azul del papel bloquea así todos los
colores de la luz salvo los violetas. Es muy básico y, sin embargo, emociona
la sencillez con que lo ha resuelto en tan solo cinco minutos. Por un momento
me preocupa que Alvarito haya estado trabajando en lo que yo veo como un
preservativo, pero pronto me doy cuenta de que esa interpretación está solo en
mi cabeza y que un niño vería la realidad sin imaginaciones de ningún tipo.
Dicho esto, el parecido es asombroso.

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La linterna eyacula un haz de luz que se pasea por la estancia sin
encontrar nada nuevo. Florencia se empieza a preocupar.
—Florencia, hija, díselo a tu abuela, que ella no me cree —nos interrumpe
Eugenio—. ¿A que yo no te he dicho nada sobre el almacén?
Ahora todos la miran, esperando que resuelva su pequeña pelea. Mi chica
observa a su abuela, a su padre, y baja la cabeza, decepcionada.
—Este tabaco no lo ha fumado el asesino, has sido tú, ¿verdad? —le dice
a Agnes.
No comprendo por qué lo dice, ni qué le hace pensar eso. Entiendo que
está confundida por sus dificultades para encontrar la sangre en el escondrijo,
aunque, tratándose de Florencia, no me atrevo a poner la mano en el fuego, ni
en el hielo.
—¡Tendrá valor esta niña! Si soy yo quien ha prohibido el tabaco en esta
casa —exclama Agnes, y no le falta razón.
—Florencia, ¿qué estás diciendo? ¡Haces muchas locuras, pero esta se
lleva la palma! Pide perdón a tu abuela ahora mismo —dice Eugenio.
Mi jefe es el peor mentiroso que he conocido nunca, es incapaz de contar
una falsedad sin que se note. Ahora mismo se ha dado cuenta hasta Emilio,
que acaba de llegar. Solo faltan Quique y Javi, supongo que cada uno
prestando atención a sus móviles, uno trabajando y el otro compravendiendo.
Pese a su ausencia, regresa el alboroto a la familia Watson. Todos sienten la
necesidad de hablar con Agnes y preguntarle por sus vicios.
—Yo no se lo he dicho, mamá. Ha sido ella sola —se justifica Eugenio.
—¿Por qué no nos lo has contado, mamá? Te habríamos escuchado —
dice Susana.
—¿Te venías aquí todos los días? Debió de ser muy estresante —supone
Berni.
—Fumar está mal, Papá Noel te traerá peores regalos —dice Alvarito.
—¡Di que sí! Haz lo que te dé la real gana, y que se joda papá. ¡Rebeldía!
—la alienta Julia.
—Madre mía, Agnes, una cosa es darle al fumeque y otra cosa es esto,
¿eh? Eso son muchos pitis —dice Emilio.
Florencia se queda al margen, centrada en el caso. Y yo con ella.
—Este escondrijo es suyo, claro —me dice—. Eso no significa que no
haya podido ser usado por el asesino, pero… hay algo que no está
funcionando bien. Vamos, acompáñame a la calle.
Florencia y yo nos cruzamos con la masa de los Watson enfurecida, y mi
chica acaba por llamar su atención, en concreto la de su abuela.

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—¿Tenías que decirlo delante de todo el mundo, niña?
—Ha sido un fail, yaya. No era mi intención.
—Al menos dime dónde está tu abuelo, ¿lo sabes? —le pide Agnes.
—Sé que ha salido a hacer cosas, nada más —se escabulle Florencia.
—No te estás portando bien, niña —la reprende su abuela.
—Te van a traer carbón —añade Alvarito.
—Lo siento mucho, yaya —responde Florencia mientras se pone el abrigo
a toda prisa y me entrega el mío para que haga lo mismo—. Y ya sé que no
está bien fumar, pero a mí me parece bien que hagas lo que te da la gana.
—Hombre, ¡faltaba más! —exclama Agnes.
Florencia abre la puerta y salimos al exterior. Se pone a buscar con la
linterna. Es verdad que el día está oscuro, pero, aun así, la tarea es
complicada. Nos sigue Eugenio y la puerta se queda abierta. Todos nos miran.
Se acabó la discreción para Florencia.
—¡Para, para! ¿Qué estamos buscando? —le digo.
—Sangre.
—¿Por qué en la calle, hija? —pregunta Eugenio.
—Ahí no hay nada, chica —grita Julia, desde la puerta—. Vuelve a casa y
deja de hacer el tonto.
—¿No sería más interesante encontrarla dentro de la casa? Nos indicaría
más cosas —pregunto yo, pese a su indiferencia ante nuestras preguntas.
—El asesino nunca salió a la calle, ¿o sí? —pregunta de nuevo Eugenio,
totalmente perdido. Yo estaría igual si no me hubiera informado Florencia.
—Por ahí no hay nada —vuelve a gritar Julia—. ¡Ya está bien! Que vais a
coger frío.
—Yo no puedo seguir así. ¡Florencia! Danos algo con lo que trabajar —la
suplico.
La agarro del brazo y la detengo en su búsqueda obsesiva y alocada.
Florencia, por fin, regresa al presente. Me mira a los ojos y acepta la derrota.
No es algo que pase a menudo.
—No busco la sangre del asesino, ¿vale? Busco otra cosa… que también
puede estar relacionada con la sangre —nos dice.
Por supuesto, Florencia nunca capitula totalmente, o no sería ella. Lo tiene
que hacer a su manera. Me habla con indirectas para que yo sepa a qué se
refiere, al mismo tiempo que evita informar a su padre. Yo entiendo que se
refiere a que buscamos el cadáver de Gerardo. Ella debe de estar convencida
de que ha muerto y de que su cuerpo está cerca.
—Vale —digo.

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—¡No! No vale —protesta Eugenio y arrebata la linterna a su hija de un
manotazo—. Ainhoa sabe a qué te refieres, pero yo no. ¿Por qué estamos
fuera? ¿Qué buscamos?
—Venga, todos. Vamos a tomar el té —interrumpe de nuevo Julia, que
está más pesada que nunca—. ¿Quién quiere rooibos y quién earl grey?
Florencia abre la boca para contestar, pero Eugenio la interrumpe antes de
que lo haga:
—Y esta vez lo quiero todo, no me contestes a medias.
—Cuando sonó la alarma en Nochebuena, no fue Míriam quien abrió la
puerta. Fue otra persona, y ella nos mintió para protegerla, porque sabía que
se iba a llevar una bronca del abu o de quien fuera. Lo que Míriam no podía
saber es que…
—Vale, fui yo —la interrumpe Julia—. ¿Contenta? ¿Es lo que querías oír?
Florencia no se lo esperaba. Es lo opuesto a lo que quería oír. Por una vez,
no ha acertado con su teoría. Emilio se echa a reír, a saber por qué.
—¿Eres el Oso Amoroso? —pregunta Florencia.
—¿Qué oso ni qué amoroso? Yo abrí la puerta porque estaba harta de los
colgantes raros de Susana. Abrí la puerta y lo tiré por ahí, muy cerca de donde
estás tú.
—¿Cómo? ¡Mi colgante! —grita Susana.
—Porque es eso lo que buscas, ¿no? —continúa Julia—. Venga, sácalo de
donde esté y déjame mal delante de todo el mundo.
Florencia se queda sin respuestas. Una cosa es equivocarse con la
identidad del Oso y otra muy distinta que se venga abajo toda tu teoría sobre
el crimen de un plumazo.
—¡Que es broma! —exclama Emilio, entre risas.
—No es broma, Emilio. Lo robé cuando mi hermana se duchaba y lo tiré
en cuanto pude.
—Eres lo peor —dice Susana—. Mis hermanas no dejan de traicionarme,
es increíble. ¿Cómo pudiste hacerme algo así?
—Pues porque estoy harta de estos chismes que son todos mentira. Te
vendrá bien estar sin esa cosa colgando.
—¿Y no crees que te has pasado un poco, Julia? —pregunta Berni,
arriesgándose a recibir un palo de su mujer que esta vez no llega.
—No. Me salió así y ya está. Igual que mamá fuma a escondidas, yo tiré
el colgante. Me salió así.
—No es lo mismo, Julia. No tiene nada que ver —intercede Eugenio.
—Me da que Papá Noel solo ha traído carbón a esta casa —dice Alvarito.

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—No, si al final me voy a tener que disculpar —responde Julia—. Gracias
por nada, Florencia. Yo pensaba que estarías buscando al asesino de mi
hermana y no perdiendo el tiempo con esta gilipollez.
—No es ninguna gilipollez —replica Susana.
Las hermanas se llevan su bronca al interior de la casa y arrastran consigo
a todos los demás menos a Eugenio, a Florencia y a mí. Mi jefe habla con su
hija con tacto, sabe que se ha equivocado y no quiere ser duro con ella. A él
no le van a traer carbón.
—¿Volvemos a casa, hija? Aquí no tienes nada más que buscar, ¿verdad?
—Ahora voy, déjame sola un rato, anda —responde Florencia.
Eugenio se marcha y yo me quedo. No sé si sola es conmigo o sin mí,
aunque creo que es lo primero, porque me da un fuerte abrazo.
—Ya no lo tengo —me dice—. Un cero por ciento sobre ciento veinte.

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Y de postre, una ensalada de tiros crepusculares

RICHARD

El sensor capta la llegada de Richard y las puertas del hotel A&G se abren
automáticamente. El anciano se prepara para lo peor.
—Que sea lo que tenga que ser, pero que sea ya, cojones.
El inspector da un par de pasos y se adentra en territorio enemigo. Lo que
encuentra no es positivo ni agradable, aunque tampoco es lo que esperaba. Lo
recibe el mismo guirigay que acaba de abandonar al otro lado de la calle. Es
un déjà vu perverso. Puestos a elegir, habría preferido revivir momentos con
Agnes o con Míriam y no este paseo por el hall de la infamia. Los turistas,
tanto aquí como allí, se comportan como bestias enjauladas. Habían venido
hasta este lugar con dos objetivos: esquiar y salir de fiesta. Al fallarles uno, se
han centrado en el otro y llevan ya dos días inmersos en esa tarea. Pese a
todo, Richard no está preocupado ni molesto por ellos.
—Habría preferido morir en un prado lleno de flores, pero nadie escoge el
lugar de su muerte.
—Hell yeah, mate! —le responde a gritos un turista australiano, que se le
acerca en exceso a la oreja.
Richard se quita al borracho de encima de un empujón que pilla
desprevenido al joven. El chico cae al suelo y sus amigos saltan a defenderlo,
sin importarles que su rival sea un anciano, quizá porque sigue siendo más
grande que ellos o porque van tan ciegos que no lo ven bien. Richard resuelve
el problema llevándose la mano a la pipa. No la desenfunda, solo la muestra.
Es suficiente. Los veinteañeros se alejan de él, caminando hacia atrás,
mostrando las palmas de las manos.
Richard se interna más y más en la boca del lobo. Camina apoyándose en
el bastón, sin alejar la mano libre de su pistola. No presta atención a los
chicos australianos ni a ningún otro turista de los que lo rodean, sus ojos están

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demasiado ocupados rastreando el lugar en busca de tiradores escondidos. No
los encuentra y teme que le suceda como con Beatriz hace un rato. Ya no es el
que fue y tiene que suplirlo duplicando las precauciones. Se siente como el
protagonista de una película del Oeste en la escena final.
—En la vida real los finales no suelen ser felices, salvo en la mía. A ver lo
que dura —dice para sí.
El anciano inspector llega al mostrador de la recepción del hotel, colocada
en el lado opuesto a la del hotel de Samuel, pero muy similar a aquella. Aquí
lo atiende una chica muy amable:
—¿En qué puedo ayudarle, caballero? ¿Tiene reserva? No sabía que
hubieran abierto ya la carretera.
—Quiero hablar con Gerardo y tiene que ser aquí. No voy a ir a su
despacho bajo ningún concepto, ¿entendido? —responde Richard.
—¿Qué Gerardo?
La chica pregunta desenfadada y pizpireta. Richard, al contrario que ella,
está enfadado y nada pizpireto.
—¿Hay dos Gerardos en este hotel? —pregunta, muy serio.
—¿Se refiere al jefe?
—¡Bingo!
—No tenemos, lo siento. Hay billar y dardos, nada más —responde ella
—. Pero el jefe no ha venido, ¿eh?
—Ya, no está y además no quiere visitas, esta ya me la sé —dice Richard
—. ¿Por qué no coges ese telefonito de ahí y le dices que tengo al Oso
Amoroso encerrado en mi casa?
La recepcionista quiere responder con la habilidad que acostumbra,
aunque solo le sale abrir la boca. En su trabajo tiene que responder preguntas
de todo tipo, es complicado que la sorprendan. Richard lo ha conseguido.
—Me temo que no le he escuchado bien, caballero.
—Tengo al Oso Amoroso encerrado en mi casa —insiste él, y al
pronunciar el nombre del espía acompaña sus palabras de un gesto cómplice
con sus cejas, para ayudarla—. ¿Te lo deletreo?
—Es que no somos una protectora de animales ni un refugio. De todas
formas, si es un oso, tendría que hablar con Protección Civil, aunque no creo
que puedan ayudarle hoy. Ya sabe, por Josema. ¿Es muy grande el oso?
Richard se da cuenta de que la chica no le toma el pelo, sencillamente no
sabe de lo que habla.
—No llevas mucho tiempo aquí, ¿verdad?

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—Estoy de refuerzo de Navidad. He tenido suerte, ¿eh? Mi primera
semana y me quedo aquí encerrada.
—Podría ser peor, créeme —contesta él, cansado de la conversación—.
Déjame hablar con un superior, por favor.
—Es que no sé con quién podría pasarle. Ya le digo que Gerardo no ha
venido y lo hemos estado buscando. Pero no es solo él, hoy no ha llegado casi
nadie.
—Ya, me lo puedo imaginar. Sé de alguno de tus compañeros que no ha
podido venir —responde Richard, sin entrar en detalles—. ¿Jandro está aquí?
—¡Sí! Es el único, pero… no sé si es buena idea avisarlo.
—Lo conozco y le interesa. No perdamos más el tiempo, venga. Hazme
caso.
—Bueno, yo lo llamo, pero no está muy fino hoy. Ha insistido en no
hablar con nadie —dice la chica, y, al ver el gesto firme de Richard, sigue
hablando—. Pero lo llamo, no se preocupe.
La recepcionista no es como su homólogo del edificio de enfrente. Ella no
se va a ninguna salita contigua a hablar porque no siente herido su orgullo.
Contacta con Jandro delante de Richard, que escucha cómo el hombre pone
pegas y la chica tiene que insistir. Es una conversación vulgar y rutinaria,
tanto que Richard tiene la tentación de relajarse y esperar con calma a que
finalice la llamada. No lo va a permitir, no esta vez.
Richard da la espalda a la chica y vigila su entorno. Busca sospechosos y
encuentra rostros cuyas expresiones definen el aburrimiento. Algunos callan,
otros beben y unos pocos dormitan en los sofás de recepción. Los pocos que
se fijaron en que se llevaba la mano a la pistola ya lo han olvidado.
—En la sociedad en la que vivimos, no se lleva tener miedo de los
ancianos.
El veterano inspector nunca imaginó que el infierno se pareciera a la sala
de espera de un aeropuerto, aunque lo considera apropiado. Escucha a la
recepcionista colgar el telefonillo.
—Disculpe, señor —le dice la chica, a su espalda—. Me ha costado
convencerlo, pero Jandro ha dicho que sí, que acepta verlo. Lo único es que
tiene que ser en el despacho de Gerardo, no quiere bajar hasta aquí.
—Y yo no quiero envejecer, pero cada día me salen más pelos en las
orejas. Llámalo otra vez.
—Lo siento, eso no va a poder ser. No sé si conoce a Jandro, pero no dice
las cosas dos veces.

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—A veces ni una, ya lo sé. Es un hombre de pocas palabras y mal
escogidas. No es la peor combinación.
Richard toma aire y golpea el mostrador con los nudillos una sola vez. Es
su manera de zanjar la conversación. Se gira hacia el ascensor sin mediar
palabra.
—¿Puedo hacer algo más por usted? —pregunta la chica—. ¿Va a ir al
despacho de Gerardo? ¿Quiere que le acompañe?
—Conozco el camino, es el único que hay.
Richard llama al ascensor de empleados y espera a que se abra la puerta.
De nuevo, se lleva la mano a la pipa y, del mismo modo que la vez anterior,
lo encuentra vacío. No hay rastro de la violencia anunciada, aunque lo lógico
es que sus agresores lo esperen en la planta. Es el mejor lugar para hacer el
trabajo, es el que habría escogido el propio Richard si fuera un criminal. El
inspector, ahora sí, desenfunda la pistola, ya no merece la pena andarse con
remilgos. El ascensor asciende a su ritmo, con parsimonia, provocando que el
momento se eternice. Un villancico cantado por un coro de niños desafinados
añade tensión a la situación.
El ascensor se detiene. La pantalla muestra un número tres rojo, ha
llegado a su destino. Las puertas metálicas se abren lateralmente. Richard
coloca su dedo sobre el gatillo. Flexiona sus rodillas maltrechas, preparado
para moverse. Y no hay nada al otro lado. Un pasillo deshabitado. Richard no
se mueve, no todavía. Aguarda la llegada de un disparo que nunca le alcanza.
Las puertas se cierran tal como se abrieron y él pulsa el botón para impedirlo.
Sale a la planta dando un paso largo.
—¿Qué pretendes, Gerardo? Me tienes a tu merced, haz tu movimiento,
demonios.
El ascensor se cierra de nuevo tras él, eliminando su mejor vía de escape.
La puerta del despacho de Gerardo está al fondo a la izquierda, como el
cuarto de baño de cualquier bar. Para llegar hasta allí tiene que recorrer casi
cincuenta metros, con puertas a ambos lados. No se fía, pero da lo mismo.
Estos edificios son todos iguales. La moqueta del suelo, constantemente
salpicada por la nieve de los zapatos de quien entra aporta un olor a humedad
inconfundible. La longitud de los pasillos, sin ventanas al exterior, genera una
sensación de alienación propia del lugar. La calefacción, constantemente
encendida, provoca que las mejillas se sonrojen sin remedio y más aún si eres
inglés, como es el caso de Richard. Las paredes están fabricadas con un
conglomerado de madera que deja pasar todos los sonidos, incluidos los

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golpes del bastón de Richard, con su punta afilada. Sus pasos resuenan
amortiguados por todo el piso. Plum, plum, plum.
—Si pasa el sonido, pasa una bala.
Visto desde fuera, Richard no es más que un anciano vestido con un
abrigo negro y sombrero, que recorre entre cojeos el pasillo de un hotel de
esquí durante las vacaciones de Navidad. No es así como se ve él. Es un
policía adentrándose en el escondrijo del criminal sin contar con refuerzos. El
asesino al que persigue está al tanto de su llegada y se acompaña de sus
secuaces. Es una misión heroica y suicida.
Richard va dejando atrás un despacho tras otro. El de Julia, el de Verónica
y el de Míriam, al fondo. La última vez que visitó este lugar, el edificio estaba
recién construido, su hija todavía tenía relación con él y Verónica estaba
casada con Eugenio, que no había salido del armario aún. El edificio no ha
cambiado, todo lo demás sí. Las puertas están cerradas y no se escucha nada
en su interior. Sin embargo, eso no significa gran cosa: Richard sospecha que,
si le disparasen, moriría antes de oírlo. Es cierto que dependería del arma que
usasen, pero es probable que la bala viajara a mayor velocidad que el sonido.
Como suele hacer con el rayo y el trueno, Richard podría contar los segundos
que separan el impacto y el ruido de la detonación para calcular la distancia a
la que le han disparado. Claro que para entonces podría estar muerto y sería
imposible ponerse a contar.
Pese a sus temores, el inspector alcanza su destino, el despacho de
Gerardo. Ya está, no hay más. Al otro lado de la puerta tienen que estar el
hombre que más ha odiado a lo largo de su vida y su fiel esbirro. Se puede
imaginar a su cuñado con los pies sobre la mesa, fumando un puro y bebiendo
ese whisky que ha guardado durante años, esperando una ocasión especial. En
su visión, Jandro está a su lado y apunta a Richard con una ametralladora.
Quizá es esto lo que Gerardo estaba esperando. No quería matarlo en el
momento más sencillo, sino en el más placentero. Se lo ha puesto en bandeja,
aunque es mal momento para lamentarse. Como quien se quita una tirita,
Richard gira el pomo y abre la puerta.
Nada. No hay peligro.
No es Gerardo quien se encuentra repantingado y borracho tras el
escritorio, sino Jandro. A su cuñado no se le ve por ninguna parte. El esbirro
de su enemigo lo mira con indiferencia y los ojos entrecerrados. En su estado
de embriaguez actual no queda nada del hombre duro y sin escrúpulos que
Richard conoce.
—Hombre, el que faltaba. Has tardado en llegar.

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Richard se acerca a él apuntándolo con su pistola:
—¿Dónde está Gerardo?
—¿No está en tu casa?
—No, ahí está tu puta madre.
—Joder, Richard. No hacía falta, a veces te pasas.
Richard ya está a su lado. Jandro no está armado, lo único que tiene entre
las manos es la copa de la que bebe. El anciano enfunda su pistola, apoya el
bastón y lo coge por las solapas.
—No estoy de humor para juegos. ¿Dónde está tu jefe?
—No lo sé.
Richard lo abofetea y Jandro se ríe.
—Me da igual lo que me hagas. Soy inmune a tus amenazas, viejo. Yo ya
estoy acabado y sé que tú no me matarías.
—No, yo no acabaría contigo. Pero a lo mejor debería, porque después de
lo que le habéis hecho a mi hija lo mismo hasta podría defender que estoy
enajenado.
La mención a Míriam logra despertar a Jandro, que abre los ojos y se
asusta por primera vez.
—Tienes suerte de que yo no sea como vosotros —continúa Richard—.
Pero comprenderás que no voy a salir de aquí sin saber dónde está su asesino.
—¿Cómo? ¿Qué hija? —pregunta Jandro, más afectado de lo esperado.
—Es inútil que te hagas el tonto, ya sé que lo eres y no cambia nada.
—Míriam ha muerto, ¿verdad?
Jandro se echa a llorar y Richard lo suelta la solapa. No se puede
amenazar con dolor a quien está sufriendo. El matón se lamenta de manera
sincera:
—Si es que lo sabía, lo sabía. ¡Joder! Lo siento, Richard.
—¿Sabes quién lo ha podido hacer?
—Lo siento de verdad. Yo nunca le haría daño.
Richard vuelve a abofetearlo, pero en esta ocasión no quiere presionarlo,
sino despertarlo e intentar que se centre en la conversación.
—¡Escúchame, muchacho! Si lo que dices sobre que lo sientes es cierto,
no me sirven de nada tus lloros. Tienes que darme algo más. ¿Por qué dices
que lo sabías?
Jandro va a contestar con sinceridad, pero se lo piensa antes de responder:
—Tu hija era una persona especial, estaba hecha de otra pasta. De lo poco
que hay en este negocio que merezca la pena.

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—¿Por qué no me lo dices? ¿Qué escondes? ¿Por qué crees que estás
acabado?
—Gerardo me ha pedido que vaya a tu casa.
Richard no termina de comprender.
—¿Cuándo ha sido? ¿Por qué?
—Me ha escrito un mensaje y me lo ha dicho, yo qué sé por qué. Pero da
igual, lo que es seguro es que es una trampa y que me ha dejado caer, como
un lastre, ¿no lo entiendes?
—Explícate. Y sé claro, me estás poniendo nervioso y te recuerdo que mi
amiga —dice Richard, levantando su pistola— prefiere la calma. Si se pone
tensa, pierde el control.
—¡Si te lo estoy diciendo todo!
Richard lo abofetea de nuevo, esta vez es más por gusto que otra cosa.
—Joder, Richard. Te pasas —se queja Jandro, que empieza a hablar,
despacio. Está hundido—. Gerardo se habrá enterado de que Míriam ha
muerto y habrá hecho un pacto. No sé con quién ni cómo, pero no hay otra
explicación. ¿Por qué si no querría reunirse en una casa de policías y no aquí?
¿Por qué me habría pedido que me acercara a hablar con el Oso? Me ha
dejado caer, el muy cobarde.
—El Oso. ¿Es él quien ha matado a mi hija?
Jandro se encoge de hombros.
—Yo no estaba allí.
—Pero sabes quién es y que estaba en mi casa. ¿Quién es? ¿Verónica?
Jandro se empieza a reír.
—Míriam estaba convencida de que lo ibas a descubrir todo, no podía
haber estado más equivocada. No te enteras de nada, abuelo.
—Por eso me lo vas a contar tú. Si no fuera porque es uno de los peores
días de mi vida, diría que es mi día de suerte.
—No le vas a contar nada —los interrumpe Arturo.
El veterano político los apunta con su escopeta de caza al otro lado de la
puerta abierta. Richard esconde la pistola detrás de su cuerpo. Si Arturo
descubre que va armado, puede ponerse nervioso. Y su amiga la escopeta
también prefiere la calma.
—No sigas con esta estupidez, Arturo —dice Richard—. No estás hecho
para esto y menos a estas alturas de la vida. Estás ridículo con ese arma.
—No lo niego, pero ya te lo dije, eres tú quien me ha obligado a hacerlo.
No puedo permitir que esto salga a la luz. Lo he intentado por lo civil y ahora
toca lo criminal.

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Arturo mueve la escopeta lateralmente, usándola para señalar a los dos
hombres dónde quiere que se posicionen, los quiere alejar del escritorio. Su
cuerpo se balancea acompañando el movimiento, es evidente que el arma le
pesa y que le cuesta sostenerla en alto.
—He estado en suficientes situaciones de este percal como para saber que
te vas a hacer daño —dice Richard—. Suelta la escopeta y vamos a hablar con
calma.
—No hay nada de qué hablar. Si no salís de este despacho con las manos
en alto, os pego un tiro. Es muy sencillo.
Jandro se pone en pie y Richard le dice que no, mostrándole su propia
pistola. Y Jandro se sienta de nuevo.
—Seamos serios, Arturo. Tú no eres un asesino y sabes perfectamente que
acabarías tus días entre rejas si aprietas ese gatillo.
—¿Es que no te das cuenta? Si sacas a la luz esos documentos, entonces sí
que estoy en problemas. ¡Sal de ahí de una vez! No lo diré más.
—Richard, creo que va en serio —comenta Jandro, cada vez más y más
sobrio a fuerza de sustos—. No hagas una locura.
—¿Qué dices? —grita Arturo—. ¿Qué locura puede hacer?
—Tranquilo, Jandro. Arturo no va a disparar, ¿verdad que no? Si no
puedes ni con esa escopeta. Suéltala y hablamos.
—No lo hagas, Richard —insiste Jandro, con sus ojos fijos en el arma.
—¿Estás armado? Muéstrame las manos —ordena Arturo, temblando.
—Esta situación te sobrepasa, Arturo —dice Richard, con voz calmada—.
Respira hondo, baja el cañón…

¡Pum! Jandro cae de la silla. Arturo grita, asustado de sus propios actos.
Richard se tira al suelo con agilidad, sin pensar ni un instante en si Jandro
ha recibido el impacto antes o después de escuchar el disparo. Ahora tiene
otras cosas de las que ocuparse. El veterano inspector actúa por reflejo,
repitiendo movimientos ya automatizados, que su cuerpo ejecuta de memoria.
El problema es que los músculos y las articulaciones ya no son los que fueron
y sus movimientos resultan torpes, espásticos y lentos.
Su intención era caer sobre un hombro y rodar sobre la espalda, de tal
forma que pudiera recorrer por el suelo todo el largo del escritorio y detenerse
justo al final de la mesa, donde pudiera tener una línea de visión directa con
su oponente. No logra hacer el movimiento entero, y queda tumbado con la
espalda apoyada en el suelo, vulnerable como una cucaracha boca arriba. Si

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fuera más joven no habría problema, podría apuntar e incluso disparar con
facilidad, pero sus abdominales no son lo que eran y ya no es capaz de
levantar la cabeza lo suficiente como para tener una buena visión de la sala.
Por suerte para él, ha avanzado tan poco que la mesa del escritorio sigue
interponiéndose entre él y Arturo. No se ven el uno al otro.
—¡Mira lo que has hecho, Richard! Esto es culpa tuya, te dije que iba a
disparar.
—Suelta el arma, Arturo. Te tengo en el punto de mira —dice Richard,
mintiendo—. No te voy a avisar dos veces.
La respuesta de Arturo se hace esperar, solo lo escucha dar una serie de
pasos acelerados. Seguramente se ha puesto a cubierto tras la puerta. Richard
aprovecha para rodar por el suelo y llegar a una distancia en la que pueda
golpear con el pie el cuerpo de Jandro, tumbado en el suelo junto a él. El
hombre se queja, está vivo. Tiene una herida de bala a la altura de la
clavícula, no parece que su vida corra ningún riesgo.
—¿Quién ha hablado? —pregunta Arturo.
—He sido yo, que me he torcido un tobillo, aunque lo superaré, no te
preocupes por mí —se apresura a contestar Richard.
Jandro lo mira con cansancio, no sabe qué pretende el inspector con más
mentiras, y este le pide silencio llevándose el índice de una mano a la boca y
mostrándole la pistola con la otra. El esbirro obedece, a su pesar.
—¿Crees que está muerto? —pregunta Arturo.
—No soy médico, aunque el disparo le ha cruzado el cráneo de un lado al
otro, ¿tú qué piensas? —miente Richard, socarrón—. Venga, qué demonios,
me lanzo. Yo diría que sí, que ha pasado a mejor vida. Enhorabuena, ya eres
un asesino.
Richard se gira sobre sí mismo mientras habla y se coloca boca abajo.
Sigue incómodo, aunque esta posición es más manejable para él. Se arrastra
por el suelo. Su objetivo es rodear el escritorio para tener a tiro a Arturo.
Avanza con lentitud, no es ningún marine a estas alturas.
—¡Joder! Yo no quería matarlo. Lo sabes.
—Claro que no, querías matarme a mí. Se lo podemos decir al juez, si
quieres —responde Richard.
Arturo no contesta, aunque se le escucha entrar a toda prisa en la
habitación y ponerse a cubierto. Para cuando Richard logra tener la puerta en
su línea de visión, el político no está ahí.
—Oye, Arturo, ya está, ¿no? —dice Richard—. Has hecho suficiente.
Déjate de patochadas y suelta el arma de una vez por todas. Te vas a pegar un

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tiro en el pie, al final.
—No, ya no tiene sentido. No puedo parar ahora, me da igual matar a uno
que matar a dos.
Jandro reprocha con un gesto a Richard la ocurrencia de decir que está
muerto y el inspector le pide que se haga el dormido utilizando el gesto que se
hace a los niños, colocando el dorso de la mano sobre su mejilla.
—Pues venga, ven a por mí y acabemos con esto a la antigua usanza —
responde Richard.
Se escuchan los pasos de Arturo sobre la moqueta, corriendo hacia el
lugar donde se encuentra Richard. El inspector se arrastra por el suelo y logra
ponerse a cubierto en el lateral de la mesa antes de que el político lo vea.
—Con que jugando al escondite, ¿eh? —dice Arturo—. Pensaba que los
tipos duros como tú afrontaban los problemas de cara.
—Y eso voy a hacer, tranquilo.
Richard agarra su bastón, en el suelo junto a él, y coloca su sombrero en
un extremo. Le da un beso de despedida y acto seguido lo levanta,
mostrándolo por encima de la mesa, lejos de él. ¡Pum! El sombrero salta por
los aires. Richard vuelve a girar sobre sí mismo, esta vez hace un esfuerzo
extra y consigue aportarle la potencia adecuada a sus movimientos.
Se encuentra frente a frente con Arturo, que intenta apuntarlo al darse
cuenta del engaño, pero es golpeado en el brazo por Jandro, desde el suelo.
Richard dispara, pero él lo hace bien. Esto no se pierde, no a esta distancia.
Impacta en el brazo del político, provocando una herida limpia, de poco
riesgo, aunque incapacitante. Arturo grita y suelta la escopeta. Richard se
incorpora, con la dificultad acorde a su edad y al esfuerzo realizado y recoge
el arma.
—Arturo, estás detenido. Se han acabado tus fechorías.
El político aplica presión sobre su brazo y se apoya contra la pared. Está
lívido. Richard lo sujeta por el brazo bueno y lo ata a la pata de la mesa,
usando el cable de unos auriculares.
—¿Qué vas a hacer conmigo? Me tienes que llevar a comisaría, conozco
mis derechos.
—Tengo asuntos pendientes con Jandro.
Richard se gira a mirar al esbirro, y lo encuentra sentándose con dificultad
en la silla de su jefe.
—Ya voy, ya voy. Tengo la información en el despacho de Míriam, pero
dame un minuto, joder —responde Jandro.
—Tienes diez segundos —responde Richard.

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—No lo hagas, Richard. Todo se puede negociar —dice el político—. Te
pago lo que quieras.
Richard se agacha, con extrema dificultad, a recoger su bastón astillado y
su sombrero agujereado.
—Lo que quiera, ¿eh?
—Lo que quieras.
—Devuélveme la vida de mi hija. ¿Puedes hacerlo?
—¿Cómo? ¿Qué ha pasado?
—Eres imbécil, Arturo —dice Jandro, ya de pie.
—¿Quién ha muerto? —insiste Arturo.
Richard agarra el brazo de Jandro y lo escolta hasta el despacho de
Míriam, contiguo al de Gerardo. No merece la pena seguir hablando con
Arturo, ya no tiene nada que aportarle.
El despacho de Míriam es más humilde que el de su jefe y, como no podía
ser de otra forma, está perfectamente ordenado.
—¿Dónde está lo que busco?
—En el cajón de la mesa, son unos papeles en una carpeta.
Jandro se sienta, dolorido, en la silla frente a la mesa de Míriam, y
Richard lo hace en la silla de su hija.
—No hagas ninguna tontería —advierte el inspector.
—¿Te he ayudado o no te he ayudado?
—Antes sí, ahora espero que también.
Richard abre el cajón y saca la carpeta. La coloca sobre la mesa y se da
cuenta de que su hija tenía colocada una foto de familia en la que sale él,
salen todos. Se lo piensa un momento antes de abrirla, tiene que prepararse
mentalmente para dar este paso. Muy pronto va a descubrir que hay un
asesino en su familia. No es algo que se haga todos los días.
—No te he dado las gracias por lo de antes —dice Richard.
—No me las des. Me iba a ir mejor contigo que con él, por extraño que
suene. Por no hablar de que no me gusta que me disparen.
—Es un hábito molesto, no te lo voy a negar —responde Richard, que se
pone el sombrero agujereado y posa sus manos sobre la carpeta—. No me va
a gustar lo que encuentre, ¿verdad?
—Solo espero que recuerdes que estoy colaborando. Y, por favor, me da
igual cómo lo hagas, pero encuentra a quien haya matado a Míriam.
Richard toma aire y abre la carpeta. En ella aparecen una serie de
documentos que demuestran que un tal Enrique Núñez, consultor de un

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consorcio, ha estado guardando archivos relacionados con la trama en una
caja fuerte de un banco. Enrique Núñez. Quique es el Oso Amoroso.
—¿Lo conoces? —pregunta Jandro—. Nosotros no sabíamos de dónde
había salido, pero Míriam me llamó en plena Nochebuena para decirme que
estaba en tu casa.
—A Eugenio no le va a hacer gracia.

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Hay amores que matan, otros no.
A saber cuál es este

EUGENIO

Suben las escaleras en silencio, Quique y Eugenio, con gravedad, como


harían un condenado y su verdugo. O como dos personas pasando un periodo
de duelo.
—Deberías descansar en algún momento —dice Quique, tomando la
mano de Eugenio al llegar al piso de arriba—. Sé que trabajar te sienta bien,
pero déjate sentir un poco. No has parado en dos días. Puedes hablar
conmigo. Puedes contar conmigo.
Pero no es el momento para que Eugenio acepte caricias, ni para que se
deje sentir, así que suelta la mano de Quique y le señala la puerta de su
dormitorio. No habla, porque no puede. Entran ambos en el cuarto, Eugenio
cierra la puerta y pide a Quique que se siente en la cama.
—Por favor —le dice—. Es importante.
Quique sigue sus indicaciones, que han sido sencillas hasta el momento.
Eugenio es consciente de que se está comportando de una manera hostil. No
es para menos. Pero más hostiles han sido antes con Emilio y con Berni.
Malas Navidades para ser hombre y pareja de un Watson. Ellos fueron
esposados en el baño, con Quique tan solo se sienta a su lado y le dice:
—Tenemos que hablar.
Pero lo duro en este caso no es el qué, sino el cómo, y lo expresa con una
frialdad que hiela a Quique como si estuviera desnudo en el jardín con
Josema.
—Claro, hablemos —responde.
Y Eugenio calla. No es sencillo. Quiere hacer lo correcto y no encuentra
la objetividad. Ha perdido el manual del buen policía y no tiene recursos.
Colgando del cabecero de su cama, tras Quique, puede ver una medalla que

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ganó en un campeonato de ajedrez cuando era niño, y la dejó ahí, visible,
como recuerdo, como pequeño orgullo infantil. Ya nunca supo encontrar el
momento de quitarla, de tirarla o de guardarla en un cajón. A Quique le hizo
mucha gracia descubrirla cuando llegaron, solo un par de días antes, y estuvo
bromeando bastante, se la puso, le quitó el polvo, lo llamó su rey, su reina, su
alfil, su peón, su caballo, su torre. Todo muy fálico, por otro lado. Ahora ya
no ríen tanto. Y el recuerdo de ese momento feliz le hace daño.
—Tenemos tiempo —dice Quique, con paciencia—. Cuando quieras. Yo
estoy aquí.
Eugenio logra mirarlo a los ojos un segundo y vuelve a apartar la mirada.
—No sé por dónde empezar, es solo eso. Enrique Núñez, háblame de tu
trabajo.
Sin duda, si alguien hubiera pedido a Quique que adivinase las palabras de
Eugenio, jamás habría acertado.
—Pensaba que me ibas a dejar. —Quique ríe y Eugenio no lo acompaña
ni con una sonrisa—. Esto es mucho más sencillo. Soy consultor financiero,
Eugenio Watson, trabajo con números y dinero, como dices tú. Nada muy
interesante.
Esta respuesta provoca un suspiro de Eugenio. La temía. Es lo que diría
alguien culpable.
—¿Seguro? —le pregunta—. Nunca te pregunto por tu trabajo, y tú no me
dices nada. En cambio yo te cuento todos los crímenes que investigo, con
todo lujo de detalles. Estoy empezando a pensar que te he dejado de lado. ¿He
sido una buena pareja?
—Claro que lo eres —le dice Quique—. No te cuento más porque no hay
mucho que contar.
Quique trata de acercarse a Eugenio, que lo evita y se levanta de la cama,
quedándose a una distancia prudencial, profesional.
—A veces te cuento anécdotas de algún cliente —continúa Quique—.
Recuerda a la señora que nos regala una caja de picotas cada año, por
ejemplo.
—De su propia finca —responde Eugenio.
—O el que presumía de llevar colonia de Chánel, con tilde en la a.
—Como los canales de la tele.
Es cierto. A veces hablan de su entorno de trabajo, nunca del trabajo en sí.
Eugenio no sabe qué hace cuando está en la oficina, ni cómo lo hace. Pero a
veces le cuenta alguna anécdota. A veces.

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—Pero no me cuentas de todos tus clientes —se queja Eugenio, que había
comenzado pidiendo disculpas y ahora lo ataca—. Sales por la mañana, pasas
ocho horas, a veces más…
—Otras veces menos.
—Alrededor de ocho horas trabajando con clientes de los que a veces no
sé nada, haciendo unas operaciones que ni siquiera me imagino, y llegas a
casa y no se menciona nada sobre ese tiempo de tu vida.
—Se llama desconexión, amor mío —responde Quique, conciliador.
—¿Y hay algo de esa desconexión de lo que tengas que hablarme? ¿Algún
cliente especial?
—Todos lo son, a su manera, supongo.
Hasta este punto, su comportamiento es igual al de un criminal. Las
respuestas evasivas, los cambios de tema, la incomodidad. Es una pesadilla
para Eugenio. Quería evitar este momento y, ahora que ha llegado, descubre
que tenía motivos para estar preocupado. Sin poder evitarlo, comienza a dar
vueltas por la habitación, pisando los tablones del parquet siguiendo el patrón
del caballo del ajedrez, dos hacia delante y uno a un lado, como hacía cuando
era un adolescente y tenía problemas, o cuando se enamoraba y no sabía qué
hacer con esos sentimientos, o cuando tenía que memorizar un examen. Y
ahora necesita pensar, necesita entender.
—¿Alguien que yo pueda conocer por otros medios? —pregunta, dándole
una nueva oportunidad de hablar.
—No se me ocurre.
—Ayúdame un poco, Quique, no me lo estás poniendo nada fácil.
Quique se muerde las uñas. Otro gesto que Eugenio desconocía de él. ¿Lo
ha hecho siempre? ¿Es un reflejo de su infancia? Quique se empieza a
romper. Se acercan las verdades. Se acaba el jugar al gato y al ratón,
fingiendo que no hay ningún problema entre ellos.
—No sé qué quieres que te diga, Eugenio. De verdad que trato de
apoyarte y no sé cómo y estás llegando a ser un poco maleducado. Dime las
cosas claras y te responderé si puedo. Otro como Florencia, me estáis dando
la mañana. Entiendo que es una situación muy complicada para vosotros.
—¿Florencia te ha estado haciendo preguntas?
Eugenio deja de caminar y mira por la ventana, como hacía cuando era
niño y deseaba que nevase tanto que no pudieran ir a clase. Habría estado
contento con esta situación. Ahora que es mayor no se puede librar tan
fácilmente. Es más, no le tocaba trabajar y, por causa de la nieve, ha tenido
que hacerlo.

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—Me ha tirado las cartas. Y ha sido muy desagradable, Eugenio. La
quiero mucho, ya lo sabes, y no es fácil para mí ser el padrastro de una
veinteañera, no estoy preparado, y Florencia es mucha Florencia, además.
Cuando Quique se pone victimista, a Eugenio le cuesta mucho tratar con
él. Y más sabiendo que actúa igualito que un culpable.
—¿Qué te ha dicho Florencia? —le pregunta Eugenio.
Quizá Florencia también sospeche de Quique. Si de verdad él mató a
Míriam, es cuestión de tiempo que su hija y su padre lo descubran. Tenía que
haberlo pensado. No es el único inspector talentoso de la familia. Y habrá más
pruebas que él no ha podido encontrar. Visto así, ha hecho lo correcto en
hablar con Quique antes de que lo hagan Florencia o Richard.
—No entiendo muy bien qué me ha dicho, ya sabes cómo habla —
responde Quique—. Han salido el ahorcado, la sacerdotisa y la justicia, ¿te
dice algo?
—Nada en absoluto. ¿Qué conclusiones ha sacado?
—Que los números son traidores, creo —dice Quique.
—Eso es interesante. ¿Qué crees que sabe?
Eugenio vuelve a caminar, a su partida de ajedrez, a tratar de colarse en
las filas enemigas con saltos transversales. Florencia puede saber más de lo
que dice. Él no es el único que se está guardando información. Lo
sospechaba. Ahora lo sabe.
—No tengo ni idea, cariño. Si tenéis algo que decirme, hacedlo, si me
tenéis que meter en el baño y atarme las manos, iré encantado, o no tan
encantado, pero entenderé mejor lo que pasa, porque esta actitud es
demasiado para mí. Y para quieto de una vez, por favor, me vas a dar dolor de
cabeza.
Le ha hablado como lo haría con un hijo, pero no habla así a Alvarito, ¿lo
hará cuando sea más mayor? Dicho esto, se queda quieto y lo mira. Quizá
tenga razón, quizá tenga que parar y decir las cosas como son.
—¿Uno de tus trabajos tenía que ver con Gerardo y con Míriam? —le
pregunta, al fin.
—Eso es confidencial.
—Eso es que sí.
—Firmé un papel que decía que no podía hablar de ello.
Firmó un papel. No es suficiente. Eugenio se juega mucho.
—Esto es una investigación criminal —le dice.
—Pensaba que era una conversación de pareja.

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Ahora sí que se ríe Eugenio. Como el loco histérico que no es, como el
chico de quince años al que no correspondían, como el chaval que no sacaba
el diez que necesitaba para cumplir sus estándares. Y Quique se asusta.
—No es una conversación de pareja, ya te lo digo yo —dice Eugenio,
hablando muy rápido—. Ha habido un crimen y lo estoy investigando yo, y
estás oponiendo resistencia a la Justicia.
Quique respira y habla pausadamente y bajito, por ver si a Eugenio se le
pega algo.
—En mi trabajo la confidencialidad es muy importante, no podía pensar
que iba a estar relacionado con la muerte de tu hermana.
—Eres un sospechoso, Quique, date cuenta. Mi hermana Míriam pensaba
que eres peligroso. Yo sospecho que la carta para el Oso Amoroso iba
dirigida a ti. ¿Eres tú el Oso Amoroso?
—¿Qué? No, no sé qué es eso. No lo soy —responde Quique, y es obvio
que miente.
—Puedes hablarme de ese caso. Te pido que lo hagas. Como novio, como
investigador, como padre de tu hijo. Solo tienes que decirme qué pasó con
Gerardo y con Míriam y aceptaré lo que me digas. Hasta entonces, no te
puedo creer, ni puedo permanecer a tu lado, ni te voy a poder defender. ¿Eres
un asesino?
—Por favor, Eugenio. No.
—Habla.
—Eugenio, no me puedes tratar así.
Eugenio respira hondo y se sienta al final de la cama en la que durmió
durante años. Donde tuvo sus primeros sueños y pesadillas, donde se
masturbó por primera vez, donde aprendió lo que era el insomnio. Si superó
todo aquello, podrá tener una conversación calmada con su pareja a los
cincuenta años.
—Te lo pido por favor —le dice, más calmado.
El ambiente se destensa. Un haz de luz entra en la habitación,
iluminándolos, haciéndoles guiñar los ojos. Fuera, sorprendentemente, sale el
sol. Ha dejado de nevar. Una tregua.
—No sé cómo decírtelo, porque ni yo mismo lo entiendo. Hace un mes, o
cuarenta días, tendría que mirarlo, cómo pasa el tiempo, me llegó un mensaje
de un número desconocido, que me ordenaba que trabajase para él en un
asunto, y que fuese discreto.
—El Oso Amoroso.
—Eso me dijo.

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—Lo sabía. ¿Reconociste la voz? ¿Sabes quién es?
—La voz estaba manipulada, como un robot. Y yo nunca lo vi. Muy mal
rollo. Yo le dije que me tenía que dar más información, que soy alguien
profesional y que me gustan las cosas legales y de cara. Ya lo sabes.
Eugenio asiente, pero duda mucho de que lo sepa. En este momento duda
de todo lo que rodea a Quique.
—Además, tenía mucho trabajo, a final de año hay que cuadrar cuentas de
muchas empresas y no es tan sencillo encontrar espacio para gestiones ajenas.
Este es el tipo de reflexiones que Eugenio suele dejar de escuchar. Estos
datos le aburren enormemente. ¿Es una mala pareja por no interesarse más?
—Así que le dije que no lo haría —continúa Quique—. Tenía prisa,
insistió, ofreció mucho dinero. Una barbaridad de dinero, Eugenio, pero ni un
solo dato, ni un nombre, nada que me ofreciese ninguna garantía, y no nos va
mal con lo que ganamos, no necesitamos estos extras, aunque un viaje al
sudeste asiático siempre apetece. No te debería estar contando esto. Es muy
confidencial.
—Y le dijiste que sí —le dice Eugenio.
—Estaba pidiendo un café en el sitio al que suelo ir…
—¿Un café? No sé qué sitio es —responde Eugenio—. No sé nada de ti.
—Hemos tomado café ahí muchas veces, Eugenio, bueno, tú tomas té y te
enfadas porque es de bolsita barata, es el que hay enfrente de mi despacho.
—Entonces sí.
Eugenio se desespera con estos detalles, pero no lo corta, porque quiere
que llegue a lo que necesita saber antes de que entren Florencia o Richard en
la habitación con una prueba irrefutable. Al menos ahora está hablando y no
esconde que trabajó con el Oso Amoroso.
—Estaba esperándome. Me habían estado espiando, eso es obvio. Esa vez
pedí que me pusieran el café para llevar, aunque nunca lo tomo así y hacía
frío, pero es que estaba asustado, porque presentía algo, el ambiente era
extraño, entonces toqué mi vaso de café y tenía una nota enganchada a la
tapa. Tendría que haberla tirado directamente, pero la abrí y solo contenía un
mensaje: «Siéntate en la tercera mesa libre a la izquierda desde la puerta, por
favor».
—¿Y lo hiciste?
—Claro que lo hice. No quería hacerlo, pero me sentí obligado. ¿Te
puedes creer que el «por favor» fue lo que más miedo me dio? La frialdad que
eso esconde…

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—Si algo así te vuelve a ocurrir, prométeme que te darás la vuelta. Ese
tipo de gente es peligrosa. ¿Y qué pasó en la tercera mesa libre a la izquierda?
Quique se va sintiendo cómodo, así que se quita los zapatos y apoya los
pies en la cama, para poder mirar directamente a Eugenio mientras le habla.
—En el asiento había unos cascos, unidos a un walkman. Me resultó
antiguo, la verdad, pensaba que ya no existían. Pero me los puse y presioné
Play. En el audio, con bastante ruido, no sé cómo escuchábamos a esa calidad,
la misma voz me comunicaba que yo iba a trabajar para el Oso Amoroso, que
entendía que tenía mucho que hacer, pero que me iba a pagar lo suficiente
para que yo contratase a otros que lo hicieran en mi lugar. Me dijo que el
trabajo era importante y que tenía que ser yo. Eso me subió la moral, la gente
no me suele valorar tanto, lo que yo hago lo pueden hacer miles de personas.
O eso creía yo. Necesitaba que lo ayudase con un documento y todas las
cuentas que rodeaban a ese documento, esa expresión es la que usó.
—¿Y qué quiere decir?
—Comisiones, trampas legales, gente de la administración que mira
oportunamente hacia otro lado, organizaciones ecologistas que se callan en el
momento adecuado, eso es lo que rodeaba al documento.
Por deformación profesional, Eugenio no puede entender que Quique le
haya estado ocultando actividades ilegales de sus clientes, ni puede
comprender que se viera envuelto. ¿Qué le habían ofrecido para justificar
tanto? Pero no dice nada al respecto, no lo juzga, lo deja hablar. No quiere
que vuelva al silencio.
—Entiendo —dice.
—Pero no podías saberlo tú. Ni tú ni nadie. Porque, si tú lo sabías, se
encargaría de hacerme la vida imposible, incluso acabar con ella.
—¿Te amenazaron?
—Nunca abiertamente. El Oso Amoroso es muy listo, mide mucho sus
palabras. Me dijo que tenía los papeles en el asiento contiguo. Que si abría la
carpeta, entendía que iba a trabajar para él. Que no me arrepentiría. Y lo hice.
No decía nada de las repercusiones si me desentendía del tema una vez abierta
la carpeta, o si lo hablaba contigo. Nada bueno, seguro. Pero supongo que ya
la situación se ha ido mucho de las manos. No sé nada del Oso Amoroso
desde hace unos días y no sé qué va a pasar con ese documento, ha ido todo
demasiado lejos. Y confío en que me protejas bien. Quizá podamos irnos con
el programa de protección de testigos a vivir al sudeste asiático, a Alvarito le
encantará.
—No funciona así.

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—Ya lo sé. Me lo cuentas todo de tu vida como inspector.
Una amenaza de muerte suena muy convincente como motivo para hacer
el trabajo. Y muy conveniente. Sin duda, Eugenio entiende que le prohibieran
que hablase del tema con él porque sabían que es un gran inspector de policía,
la última persona que debería saber de estos trapicheos. Y Eugenio quiere
creer a Quique, pero se le ha quedado dentro la duda, la mentira. Porque su
marido le ha mentido. No se ha acostado con nadie más, pero es una traición
que puede tener implicaciones incluso peores. Cree que le va a costar
superarlo si lo hace y se siente culpable por pensar en su relación de pareja
cuando investiga la muerte de Míriam, a quien tal vez mató la persona que
tiene delante de sus narices, sentada cómodamente con los pies oliendo a
menos de un metro.
—¿Qué había en ese documento? —pregunta Eugenio—. ¿La
recalificación de las pistas de esquí?
—Eso es.
—Y el Oso quería impedirla a cualquier precio.
—Quería impedirla a cualquier precio. Para eso estaba yo. Para destapar
todos los chanchullos, todas las mordidas y comisiones, legales e ilegales,
todas las leyes que pudieran evitar que saliera adelante, los paraísos fiscales
de las personas implicadas, todo.
Delante de los ojos de Eugenio se empieza a aclarar el tablero. Los peones
se han disgregado, ambas partes han perdido varias piezas y solo queda un
pequeño enroque, al fondo, que necesita desentrañar. Tiene que quitar de ahí
esa medalla y dejar de pensar en ajedrez. Hacía años que lo había olvidado.
—¿Y tú tenías acceso a todo eso? —le pregunta Eugenio—. Todo eso son
números y dinero, entiendo.
Los números de su tío, entre otros, y, por tanto, de la empresa en la que
trabajaba Míriam, sus miserias, sus trapos sucios. Por supuesto que Míriam
quería quitarse de encima al Oso Amoroso, eso decía en la carta. El Oso les
quería dejar sin pistas de esquí. Los estaba extorsionando. Lo sorprendente es
que la muerta sea Míriam y no el Oso Amoroso.
—Como consultor he trabajado con muchas empresas y con muchos
empresarios —dice Quique, orgulloso—. Sé demasiadas cosas sobre ellos. Y
tengo que conocer las leyes que afectan a las transacciones económicas, claro
está. Todo el rollo ecologista, de protección del medio ambiente, era más
difícil, la verdad, tuve que estudiar. Por suerte, estudié también los primeros
cursos de Derecho, en su momento, y conozco el idioma.
—No sé nada de ti —responde Eugenio.

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—Nunca tuvo importancia. Empecé Derecho y no era para mí. No hay
más historia.
—Encontraste algo en esos documentos.
—Sí. No fue fácil. Tenían a gente muy buena redactándolos. Pero siempre
quedan resquicios, espacios para que salga la ambición desmedida de alguna
de las partes. Tu tío Gerardo forzó mucho para sacar el mayor beneficio
posible. Cometió errores. Transacciones extrañas poco antes de la
recalificación, pagos a cuentas en paraísos fiscales, comidas copiosas con el
secretario de Urbanismo de Aragón, todo el lote.
A Eugenio no le extraña que su tío Gerardo sea corrupto. Lo que le
extraña es que sea tan torpe.
—¿Tienes pruebas de esto?
—En el ordenador. Recuerda que no podías saber nada de esto.
—¿Puedo verlas?
—Estaba deseando que me lo preguntases —responde Quique, juguetón.
—Ahora no, Quique. Por favor.
—Y confío en ti. Me dijeron que me matarían si te contaba algo, pero no
creo que puedan hacerlo, si tú estás a mi lado. No debí dudar de eso. Me entró
miedo.
—Esto no ha acabado —responde Eugenio.
Quiere creerlo y le alegra saber que no ha colaborado en la trama de
corrupción. Sin embargo, una vez escuchada la historia, la inquietud de
Eugenio no se ha ido. Todo lo contrario. Siente un vacío enorme. Un miedo y
una vergüenza que luchan por dominar su cuerpo.
—No me lo contaste porque la muerte de Míriam te incrimina —le dice.
—¿Cómo? No es cierto. Yo…
Quique se vuelve a callar y Eugenio mira por la ventana, esperando que
vuelva a nevar, que la tregua se haya terminado. Pero no es así, el sol sigue
reluciendo. En algún momento saldrán las quitanieves y los sacarán de aquí.
Deja tiempo a Quique para explicarse, si puede. Eso sí le puede dar.
—Entiendo que no puedo convencerte de lo contrario. Pero no es por eso.
Yo no podía decírtelo.
—De eso no hay pruebas. Y al mismo tiempo tenías un móvil para matar a
Míriam, que te había reconocido y podía tirar por tierra todo tu trabajo. Quizá
la pudiste matar en defensa propia, no lo niego. Pero dormirla antes con
polvorones envenenados no parece la mejor coartada.
—No la maté.
—Necesitaré ver esos documentos.

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Quique se baja de la cama, con los pies descalzos, vulnerable y frío, y
saca su ordenador de una maleta. Lo enciende, pone su contraseña y se lo
entrega.
—No tengo nada que esconder —le dice—. ¿Me vas a llevar al baño de
abajo con las manos detrás de la espalda?
—Eso me temo. Primero me explicas los documentos. No tengo ni idea de
números ni de dinero —responde Eugenio, con sequedad.
Y se aproxima a él, se pone a su lado, muy pegado. El niño de quince años
habría soñado con estar así de cerca de un hombre tan guapo en esa cama.
Jaque al rey, hubiese dicho, tal vez. Pero esta cama pertenece tanto al niño de
quince años que fue como al adulto de cincuenta que es ahora. Y ahora le toca
ser profesional y detener al hombre que más ha querido en toda su vida. Al
hombre con quien quiere hablar. Y contarle que se siente muy mal, que, a
pesar de haber estado tan distante de Míriam, ahora que está muerta la echa de
menos, que tiene mucho miedo. A no poder darle una buena educación él solo
a Alvarito, a ser un mal padre, una mala pareja, a que sea verdad que él ha
matado a Míriam, y todo apunta en esa dirección.

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Quien madruga resuelve el caso

JUANA

No sé dónde estoy y me temo que he muerto. Si es así, hay otra vida y


consiste en un sofá antiguo y una chimenea apagada. No parece gran cosa,
pero tampoco lo ha sido la vida, así que no podía esperar mucho. Tengo
urgencia por ir al baño. Y por beber agua. Cojo aire. Puedo hacerlo. No creo
que pueda respirar, beber y mear estando muerta. Así que debo de estar viva.
Mejor así.
Me incorporo en el sofá y me duele toda la espalda, siento el cuerpo
agarrotado, las piernas dormidas y llevo un pijama que no es mío con motivos
de ciervos. ¿Cuánto he dormido? Es de día, hay una ventana por la que se
cuela la luz, y deja ver el Pirineo nevado. Consigo levantarme, pese al
cosquilleo, y mirar a mi alrededor. No me estiro, porque temo romperme
entera. En esta sala hay muchos regalos sin abrir, que no tengo claro que sean
para mí, pero podrían serlo. Huele mal. Hay un belén descuidado, hecho con
cualquier cosa. Y unas fotos de familia en una mesilla. Es la familia Watson:
Richard, Eugenio, Florencia y la muerta. Y los demás. Ahora recuerdo. Estoy
descalza y el suelo está frío. Hace frío en general. Al menos eso me sienta
bien, con este dolor de cabeza. Como alguno de esos locos ingleses me
ofrezca un té en lugar de agua no me responsabilizo de mi respuesta. Necesito
agua. Y mear. Me siento como si llevase horas sin ir al baño. ¿En qué
momento me quedé dormida en un sofá en medio de una investigación
criminal? No es admisible en alguien de mi trayectoria. Que hasta el día de
hoy ha sido mediocre, sí, pero siempre respetable.
Salgo al pasillo como puedo y escucho voces en una habitación cercana.
No quiero entrar. Quiero vestirme como es debido, de los pies a la cabeza,
beber agua, hacer pis, darme una ducha. Ojalá pudiera tener espacio en la
cabeza para resolver crímenes y no solo para sobrevivir. La puerta de la

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habitación de las voces, entre las que reconozco la de Florencia, está abierta,
como es de esperar en una casa familiar donde se supone que no hay nada que
esconder. Será el comedor, o un segundo salón, disponer de varios salones es
algo propio de un caserón como esté. Tengo que cruzar por delante para ir al
baño. O quizá debería saludar antes, ver en qué punto está la situación
climática, saber si pueden llegar refuerzos, organizarme para hacer
interrogatorios y revisar a fondo el escenario del crimen. No, mejor pasar de
largo. Eso puede esperar. Mi vejiga no. Una, dos y… ¡tres!
—¡Un fantasma! —exclama Florencia.
—¡Un intruso! —grita Julia.
—¡Juana! —acierta Ainhoa.
Sigo caminando, como si no hubiera oído los gritos. Qué exageradas. Un
intruso, un fantasma…, sabían que yo estaba aquí.
—¡Johnny girl, espera! —me dice Florencia, y la escucho seguirme.
Si el baño es la siguiente puerta, todavía podría llegar antes de que me
alcance, pero las fuerzas no me acompañan del todo aún.
—¡Jota! —me llama, alcanzándome.
Y sí, era el baño, he llegado a ver el lavabo. Otra vez será. Hay planes que
salen mal y hay que aceptarlo. Volvemos al comedor del que ha salido, medio
abrazadas, medio sujetándome para que no me escape. De pronto pienso que
quizá no se hayan dado cuenta de que me he dormido. Quizá solo hayan
pasado unos minutos. Es posible que pueda fingir y que nadie advierta mi
infamia. En cualquier caso, no creo que se atrevan a mencionarme algo así. Se
callarán. Harán como si no hubiera ocurrido.
—Y la bella durmiente, harta de esperar, se despertó sin beso, requiriendo
solo del amor por una misma, di que sí, reina —dice Florencia,
presentándome en sociedad.
—Es lo que yo llamo una siesta de baba —señala Emilio, el marido de
una de las hermanas de la asesinada, sin venir a cuento. Julia, la que creo que
es su mujer, se echa a reír. No tenía gracia.
—Esto lo tiene que saber mi padre —me dice Florencia—, que está arriba
con Quique. ¡Papá!
—No grites, niña —la reprende Agnes, la matriarca de la casa—, ni que
no pudieras subir unas escaleras.
Ainhoa es la que se mueve, sin embargo.
—Voy yo —se ofrece, y se pone en marcha. Aquí nadie me tiene en
cuenta.

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—¿Necesitas algo? —me pregunta Agnes, y, antes de darme tiempo a
responder, sigue hablando—. ¿No querrás un tecito?
—No, gracias, quiero… necesito beber agua y…
—¿Estás segura? Un té te sentará mejor. ¿Alguien más quiere?
Varias personas levantan la mano.
—Traeré la tetera grande.
Ojalá se acabe pronto este caso, se derrita parte del hielo y pueda volver a
casa.
—Y un vaso de agua, por favor —me atrevo a decir, pero no sé si me oye,
ya ha salido por la puerta, seguida por Alvarito, como una pequeña sombra.
Los presentes me miran con curiosidad. Julia y Emilio se están tomando
una copa, a un lado de la sala, como si esto no fuera con ellos. El chaval joven
me observa en pose señorial por encima de su teléfono móvil, su madre se ha
echado las cartas del tarot a su lado, su padre está sin estar, sentado al fondo
de la mesa, sin molestar a nadie. Se encuentra aquí toda la familia, incluyendo
a Verónica, que me observa desde la ventana y levanta la cabeza al verme, a
modo de saludo. Florencia no me suelta, me sostiene como un premio, o
como si me fuera a caer. No tienen nada mejor que hacer que estar en el
comedor viendo a una mujer en un pijama ridículo aguantándose el pis. Feliz
Navidad a todos.
—Hola a todos, os recuerdo que estamos en medio de una investigación
policial y yo soy la encargada del caso. Quiero que los inspectores me hagan
un informe detallado de lo ocurrido mientras dormía.
—Pues ya puedes ir cogiendo papel y boli, hermana, porque se han venido
cositas —responde Florencia.
Esta chica actúa como si mandase en esta investigación y no era así hace
un rato. Aquí ha tenido que pasar algo mientras yo estaba en el salón y no me
lo están diciendo.
—¿Cuánto tiempo he estado dormida? —les pregunto, temiendo la
respuesta.
—¿Un día entero? —dice Florencia, mirándose la muñeca, y es absurdo,
porque no lleva reloj de pulsera—. Quizá algo más.
—No es posible.
Hasta se atreven a tomarme el pelo. Un día durmiendo, dicen. Ni siquiera
sé si es posible. Además, en un sofá. Sin ir al baño. Necesito ir al baño.
—Sí lo es, querida —me responde Florencia, con condescendencia—. Y
tanto que es posible.
—Sufrí una hipotermia, pero me estaba recuperando —les digo.

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—Bueno, fue porque casi te quedas congelada y también por el veneno
que te pusieron sin querer, pero ya llegaremos a eso. Mira el lado positivo, no
tendrás jet lag, has dormido el día entero.
No entiendo nada. Necesito hablar con alguien funcional. Florencia solo
dice barbaridades y a nadie le hace gracia, lo toman como algo normal. Yo ya
temía que me hubieran envenenado, pero, si lo hubieran hecho, ella no lo
comentaría con esa soltura. Quiero creer que no lo harían. Llegan Eugenio,
Quique y Ainhoa.
—¿Quién me ha envenenado? —pregunto, a ver si así entiendo algo.
—El asesino, presumiblemente —me responde Eugenio—. Pero fue
accidentalmente, quería envenenar a Míriam y te tocó a ti de rebote, y a
Emilio.
—También siesta de baba —apunta él, levantando la mano. Julia se
vuelve a reír. Por favor.
—Esto es una locura —les digo—. ¿Qué dicen los superiores?
Se hace un silencio incómodo. No me vienen muy bien los silencios ahora
mismo.
—No hemos hablado aún con los superiores —afirma Eugenio.
—¿Cómo que no? Entonces, ¿qué habéis hecho?
—Hemos creído que la mejor decisión era esperar y ver —explica
Eugenio, no sin vergüenza en su tono—. Entiéndelo, no podía acceder nadie
hasta aquí, había tres inspectores de policía entre los Watson, además de
Ainhoa, y creímos que informar de la situación sería contraproducente y
alarmaría a tu familia.
—Alarmar a mi familia es el menor de los problemas. Esto es muy
irregular.
—La situación en sí es muy irregular. Se podría decir que cualquier
muerte lo es, si lo miramos desde un cierto punto de vista.
—Qué bien dicho, papá.
Ahora se compadrean. No entiendo nada. Un tintineo precede la llegada
de Agnes.
—¡Té para todos!
Ni rastro de mi agua. Me muero de sed. Tengo que ir al baño. Todo es una
enorme contradicción.
—Ni siquiera hay tres inspectores en activo —les digo—. Uno está
retirado y otra aún no lo es.
—Oficialmente no —acepta Florencia, quitándole hierro.

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—Oficialmente, tengo que ir al baño. Cuando vuelva, quiero mi vaso de
agua. Por favor.
Necesito imponerme de nuevo. Parece que me hacen caso. En el espejo
me veo demacrada, resacosa, y con un pijama ridículo. Van a tener que
explicarme muchas cosas. Dónde está Richard, para empezar. Espero que no
hayan tocado nada. Ojalá no lo hayan hecho. Seguro que lo han hecho.
Aprieto la vejiga para volver lo antes posible al comedor, pero esto no
termina nunca. Soy la responsable de este desaguisado. Quién me mandaba a
mí aceptar este caso en Navidad, con la que estaba cayendo. Ya. Se acaba la
meada interminable. Al menos me siento mejor. Puedo pensar. Me lavo las
manos, la cara, me peino lo que puedo, me recoloco el pijama de cualquier
manera. No mejoro mucho. Salgo al pasillo. Tengo que dar órdenes
enseguida, o pensarán que mandan ellos. No deberían ponerme en esta
situación, pero lo hacen. Me encantaría que cooperasen, que yo resolviese el
crimen con su ayuda como testigos y nos tomásemos un té con pastas a mi
salud. Pero los Watson saben más.
—Todos sentados, por favor, en la mesa del comedor.
Me miran incrédulos.
—Por favor —les digo—. Cuanto antes, mejor.
Tintinean sus tazas, moviéndose hacia la mesa, cogen su sitio, se sientan y
me miran. Me siento el espectador del cuadro de La última cena, con todos
delante. Solo falta Richard.
—Ha pasado un día entero conmigo dormida y no se ha avisado a la
Jefatura de Policía. ¿Ha seguido activa la investigación?
Solo recibo silencio. Luego se miran entre ellos. Luego risas. Se
cachondean de mí.
—Se podría decir que la investigación ha seguido adelante —dice
Eugenio.
Lo que me temía.
—Vale. Eso es muy irregular. Sois la familia de la víctima, ¿os dais
cuenta? No sé si nadie va a aceptar las pruebas que hayáis conseguido. Pero
asumo que es lo que hay, y sois todos muy reputados y la gente acepta
cualquier cosa que hagáis.
—Eso está guay —dice Florencia—. Ayuda a la hora de dar validez a las
pruebas, digo.
—Digamos que sí. ¿Y quién se ha hecho cargo de la investigación en este
día? Decidme al menos que no habéis tocado nada.

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Ahora se ríen sin esperar al silencio y las miraditas. Si acaso alguien sorbe
té con energía. Tengo el convencimiento de que Julia y Emilio han echado
unas gotitas de alcohol a su taza, porque cuando beben se miran entre ellos
con una complicidad malévola y ridícula. Soy como la profesora de un
colegio que se queja porque le ha caído el grupo complicado. Qué tormento.
No se dan cuenta de lo que han hecho.
—Algo hemos tocado —admite Eugenio.
—Ainhoa habrá llevado la voz cantante, ¿no? Ella no tiene una
implicación directa con la víctima.
Ainhoa me mira, sorprendida, como despertando de un letargo. Por
supuesto que no se ha ocupado ella de nada.
—Tomo la responsabilidad de lo que haya ocurrido aquí durante este día
—dice Eugenio.
—Y yo también —añade Florencia.
No puede ser. Todos han investigado por su cuenta. Salvo Richard, que
debe de estar durmiendo, porque no entiendo que no esté aquí.
—¿Y Richard? —les pregunto—. ¿Dónde está Richard?
Cuando me van a responder, se abre la puerta de la calle, de un portazo.
Es el primer portazo que escucho al abrir y no al cerrar, se activa una alarma
ruidosa y entra Richard, casi en ruinas, cojeando sin bastón. No me lo puedo
creer.
—Ya estoy en casa —anuncia Richard, apagando la alarma y cogiendo un
nuevo bastón de un paragüero de la entrada, como si bastase con eso.
Agnes se ha levantado y lo abraza y lo mira y parece que le va a dar una
torta, pero se contiene y lo vuelve a abrazar.
—¿Cómo has venido? —pregunta Agnes.
—Me han traído en una moto de nieve los empleados del hotel de
Gerardo. No les he tenido que insistir mucho, no querían ni verme por allí.
—Suena peligroso. Ya hablaremos —responde Agnes.
Vuelvo a no tener el control de la situación. Cojea demasiado. Un herido
más. Y, si Richard está herido, cómo estarán los del otro bando, sean quienes
sean. Consigo beber un sorbo de agua, de un vaso que me ha traído el niño.
Ya era hora.
—¿Esto qué es? —les digo.
—Buenos días, Juana —dice Richard—. Espero que hayas dormido bien
en nuestra casa. ¿Te han ofrecido un té?
—Sí. Sentaos ahí, por favor. Donde podáis. Esta situación es muy
irregular, y vais a tener mucho que explicarme si no queréis que haya

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consecuencias.
—Empiezo yo —se ofrece Richard—. Tengo mucho que contar. He
resuelto el crimen.

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Richard lo sabe todo y lo cuenta.
A ver quién le dice que no

RICHARD

La familia Watson al completo está reunida en el comedor, con el añadido de


Juana sentada en el lugar que ocupó Míriam en Nochebuena. Así visto, se
podría decir que se trata de una agradable velada familiar, aunque en este caso
las sillas no están orientadas hacia el interior de la mesa, sino hacia uno de sus
lados. Parecen dos filas de espectadores observando el espectáculo de un
monologuista: Richard.
El anciano se apoya en su bastón y les habla con suficiencia y orgullo.
—Estaba delante de nuestros ojos.
Hace una pausa para vapear. Se siente triunfador y, por qué no decirlo,
joven. Dadas las circunstancias, Richard se recrea en el momento, sin prisa
por acabar.
—De los míos, los de Eugenio, los de Florencia…, de todos los que
estamos aquí. Tuvimos la solución ante nuestras narices y no supimos
comprenderla. Yo mismo me desperté la mañana de Navidad abrumado por
una angustia inexplicable. Julia todavía no había encontrado el cadáver de
Míriam, pero yo ya lo sabía. Algo dentro de mí me decía que había ocurrido
un acto terrible, aunque por entonces todavía no sabía qué.
—A mí no me comentaste nada —dice Agnes.
—Ni a ti ni a nadie, ni siquiera a mí mismo. Así de grave era el asunto,
temía que, al darle forma a través de las ondas de sonido, lo pudiera hacer
realidad. Pocos segundos después supe que tenía motivos para estar asustado
y también que ya era tarde para evitarlo. No ha sido hasta hace unos minutos
que he descubierto qué era eso que había visto, pero que no había procesado,
y que incrimina a uno de los aquí presentes como el asesino de Míriam.

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Richard se calla de nuevo y levanta la cabeza. No mira a nadie en
concreto, sus ojos hacen un barrido por el comedor, posándose en cada uno de
sus hijas, nietos y parejas sin detenerse en ninguno. Las reacciones están
cargadas de tensión, Emilio suelta una risa nerviosa y Julia lo silencia de un
codazo. Por una vez no se atreve a secundarlo.
—Ya lo he dicho y lo voy a repetir —dice Agnes—. Aquí, entre nosotros,
no hay un asesino. No necesito ser policía para saberlo. Si tu discurso va por
ahí, es mejor que te calles ahora mismo y nos dejes vivir la Navidad en paz.
—Lo siento mucho, cariño, pero esto tengo que hacerlo —responde
Richard, con voz suave—. He recorrido un camino muy largo, repleto de
nieve y hielo para llegar a donde estoy ahora. Es mi sino, no puedo detenerme
justo ahora. Nadie me va a devolver los años que perdí sin ver a Míriam y
tampoco espero que la Justicia calme nuestro dolor, pero es mi manera de ser.
Tengo que resolverlo o no podría descansar tranquilo, y ya solo me queda un
paso, el más cortito.
—Allá tú, pero, si sigues adelante, vas a acusar a una persona inocente y
va a ser peor.
—Perdona, Agnes —dice Juana—. Tu nombre es Agnes, ¿verdad?
—Dime, mocita. ¿Cómo te encuentras? ¿Has despertado bien?
—Sí, muchas gracias. El té me ha sentado de maravilla —responde Juana,
y muchos de los Watson asienten, satisfechos—. Entiendo tu opinión, yo
misma tengo mis dudas con respecto a lo que está pasando aquí. Pienso que
Richard no es la persona adecuada para trabajar en este caso y, sin embargo,
no podemos negar los hechos. Hay un cadáver y uno de los inspectores más
reputados de la historia asegura haber identificado al asesino. Para bien o para
mal, es mi responsabilidad encontrar al culpable y admito que, de manera
egoísta, me interesa que Richard comparta con nosotros lo que sabe. ¿Te
parece bien permitirle que siga? Te aseguro que no voy a detener a nadie sin
estar totalmente segura de haber encontrado a la persona correcta.
Agnes pone mala cara y cruza sus brazos en señal de protesta, aunque no
se opone. Richard continúa:
—Agnes tiene razón en una cosa, no va a ser bonito. La historia que os
voy a contar no deja en buen lugar a algunas personas que queremos. Van a
salir a la luz acciones detestables que nos van a hacer dudar sobre si
realmente conocemos a la persona que tenemos a nuestro lado.
—Vale, papá, pero ¿quién ha sido? —pregunta Julia—. Nos tienes en
ascuas.
—No es tan sencillo como decir un nombre —responde Richard.

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Emilio abuchea y empieza a canturrear, buscando con la mirada a alguien
que se sume a él:
—¡Que empiece ya, que el público se va, la gente se marea y el público se
mea!
Julia esta vez sí se suma al cántico, aunque se quedan solos. Solo Alvarito
acompaña dando palmas.
—¡Ya está bien! —los manda callar Richard—. Quiero que todos
conozcáis los hechos que me han llevado a sospechar de esta persona. Es
esencial que no quede pregunta sin respuesta, para que no quepa una sola
duda de su culpabilidad. ¿Lo habéis entendido?
Emilio y Julia asienten, sin poder esconder una sonrisa traviesa. Juana los
observa fascinada, es obvio que esperaba otra cosa del hogar de los Watson.
—Sí os puedo adelantar desde ya que el asesino es el Oso Amoroso —
dice Richard.
—Ou em lli, abu. Notición —apunta Florencia, irónica.
—Para algunos de nosotros era obvio que esto era así, pero tienes que
entender que Juana, por ejemplo, no sabe quién es —dice Richard a Florencia.
—Yo tampoco —añade Susana.
—Casi nadie de los que estamos aquí habíamos escuchado su nombre
antes del día de Navidad —continúa Richard—. Eugenio, Florencia y yo lo
leímos por primera vez en una carta que encontramos junto al cuerpo de
Míriam. En un texto a medio escribir, mi hija amenazaba a esta persona con
revelar una información si no lo hacía antes ella. Míriam se quedó dormida
antes de terminar de redactar la frase, y solo despertó para ser asesinada. Ya
entonces, yo interpreté que ese Oso tenía relación con el conflicto de la
ampliación de la estación de esquí, y el tiempo, que me ha quitado tantas
cosas, esta vez me ha dado la razón.
—Perdona, Richard, ¿qué tiene que ver un oso con una trama urbanística?
—pregunta Juana.
—Es muy sencillo, mi cuñado se había asociado con Samuel, el dueño del
otro hotel de la estación, para negociar una recalificación de terrenos que les
permitiera ampliar las pistas de esquí y construir dos nuevos hoteles en la otra
cara de la montaña. El problema es que esto afectaría al ecosistema, poniendo
en peligro a la fauna del lugar y, más en concreto, a una pequeña camada de
osos que suele frecuentar la zona. Son una especie protegida y monitorizada,
y los ecologistas no han dejado de hacer ruido para pararlo desde que se filtró
la información.
—Entiendo —interviene Juana—. Bien pensado, Richard.

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—Ya sé que lo pensé bien, niña. Gracias por tu aprobación —responde
Richard, cortante, y se acerca a Verónica—. No tardé en confirmar que mis
sospechas eran ciertas, cuando Verónica se acercó a hablarme en privado para
compartir conmigo una información clave, que cambió el caso por completo.
—¿En plan? —protesta Florencia—. No me creo que no me lo dijeras a
mí, mami.
—Yo sí que no me lo creo. ¿Hablaste con mi padre y no conmigo? —
pregunta Eugenio, mirando a su exmujer.
—Habló con quien podía ayudarla —interviene Richard—. Solo yo estaba
capacitado para combatir en esta guerra. No era una situación apta para
forenses ni para chiquillas que se fijan en los pequeños detalles que a nadie
importan y se dedican a hacer el chorra por ahí.
—Ouch —se queja Florencia.
—¿Y se puede saber qué información le diste, Verónica? —pregunta
Juana, reconduciendo la conversación.
—Que en Nochebuena, después de cenar, Míriam habló con alguien por
teléfono, y yo…, bueno, escuché la conversación, esas cosas que se hacen,
¿no? El caso es que ella dijo que el Oso Amoroso estaba en la casa y que
estaba segura de que tendría los documentos consigo.
—Por eso querías hacer un registro en casa —deduce Eugenio.
—No teníais autorización para eso —advierte Juana—. No lo hicisteis,
¿verdad?
—Yo no llamaría registro a lo que hice, fue más bien buscar en mi propia
casa unos papeles que no encontraba —contesta Richard.
Juana suspira y se pasa la mano por la frente. Se empieza a ver superada.
Richard continúa hablando:
—De todas formas, no sirvió de mucho porque pronto me topé con una
distracción, la sangre en el disfraz de Papá Noel.
—¿Una distracción? Es más que eso, es una prueba importante —señala
Eugenio.
—No sirvió de nada —se reafirma Richard—. Desviarse del camino
basándose en las pruebas físicas es un error de principiante. Nunca debes
permitir que factores externos lleven la iniciativa de tu investigación.
—Las pruebas revelan la verdad, papá —responde Eugenio.
—La verdad es que la gente mata por algo. Los asesinatos se gestan
durante meses, el crimen es solo el último paso de una larga cadena de
eventos. Estudiar solo ese instante es tan inútil como tratar de curar un cáncer
segundos antes de que muera el paciente. Apúntatelo, hijo.

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—No apuntes nada, Eugenio —aconseja Juana—. Soy yo la que tiene que
apuntar, no me entero ni de la mitad de lo que hablas, pero no te preocupes
por mí, ya me pondré al día por contexto. No quiero retrasaros, puedes
continuar. Hablabas de la sangre.
—Decía que el hallazgo de la sangre en el disfraz no es relevante y que
Emilio no es el asesino —dice Richard.
—¡Vamos ahí! Chupaos esa —exclama Emilio.
—Yo lo dije desde el principio —indica Julia, y lo besa—. Nunca dudé de
ti, cariño.
—Tampoco es Berni, porque ya hemos demostrado que las huellas que
encontraste tampoco son relevantes, Eugenio —continúa Richard.
—¿Y los demás? —pregunta Julia—. ¿Yo soy inocente?
—Esto no va así, hija —responde Richard—. Decir uno a uno quién es
inocente es lo mismo que señalar al culpable. Aunque debo confesar que
aprecio tu colaboración en el caso, gracias ti supe que Verónica no había sido
del todo sincera conmigo la primera vez que hablamos.
Verónica golpea la mesa con la palma de su mano:
—¡Lo sabía! Sabía que era ella la que se había chivado, qué vergüenza,
Julia. ¡Qué vergüenza! —protesta Verónica.
—Cállate, que seguro que fuiste tú la asesina —replica Julia—. Papá, fue
ella, ¿verdad?
Richard exhala otra nube avainillada de su vapeador, dándose tiempo
antes de contestar. El proceso no está resultando tan placentero como
esperaba, es complicado tratar con sus hijos. Uno sabe dónde empieza la
conversación y dónde termina, pero lo que pase entre medias es incontrolable.
—No. Verónica no mató a Míriam y te advierto que es la última persona
que descarto. Sin embargo, sin ser la asesina, eso no la convierte
completamente en inocente. Empezando porque me ocultó la discusión que
tuvo con Míriam en el hotel.
—Yo presencié esa discusión a través de la ventana, no sabía que fue con
Míriam —le cuenta Eugenio a Verónica.
—No fue nada, ya lo expliqué, no sé por qué seguimos hablando de esto
—se excusa Verónica—. Solo discutíamos porque Míriam no me había
dejado irme a casa antes y me quedé atrapada con la tormenta por su culpa, ya
está.
—¿Ya está? —pregunta Richard.
Richard la mira muy fijamente. Se hace un silencio incómodo, Verónica
está siendo señalada y acusada delante de todos.

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—Lo que no me ha quedado claro es por qué te llamó Jandro cuando
hablabas conmigo —contraataca Verónica—. Porque aquí estamos dando
todos por hecho que eres inocente, que todos los inspectores lo sois, pero
estuvisteis aquí como cualquier otro, sois tan sospechosos como los que más.
Y no sé si recibir llamadas, cuyo contenido desconocemos, de un tipo oscuro
como ese es garantía de nada.
—No te falta razón. Espero que tanto mi hijo como mi nieta me hayan
tenido en sus consideraciones tanto como yo los he tenido a ellos, lo contrario
sería negligente. Nadie podría haberlo hecho mejor que ninguno de nosotros
tres, estoy convencido. Mi manera de defenderme es precisamente desvelar
todo lo que sé, que señala a una persona que no soy yo.
—Yo siempre he sabido que eres inocente porque eres un pedazo de pan,
abu. Sí te digo que Jandro me da cringe, ¿para qué te llamaba? —pregunta
Florencia.
—Eso es lo más interesante, que no dijo casi nada. Me amenazó. Quería
que yo dejase lo que sea que estuviera haciendo. Eso es todo.
—¿Qué es lo que estabas haciendo? ¿Investigar el crimen? —pregunta
Juana.
—No sé a qué se refería porque él no fue específico. Aunque, para mí, la
clave no está en el contenido de sus palabras, sino en el hecho mismo de que
me llamara. Era la primera vez que contactaba conmigo en toda mi vida, ¿por
qué tuvo la necesidad de levantar el teléfono en ese preciso momento si no me
iba a decir nada concreto? Entonces pensé lo mismo que tú, que mi cuñado
había mandado a su perro a ladrarme para impedir que metiera las narices en
sus negocios, seguramente porque Gerardo podía estar involucrado de alguna
forma en el homicidio. Luego supe que la verdad no tenía nada que ver con
esto. Jandro no había hablado con su jefe antes de llamarme, y esa, y no otra,
era su preocupación. Gerardo estaba desaparecido y su esbirro pensaba que yo
podía tener algo que ver en el asunto.
—¿Por qué creía que estaba desaparecido? ¿Qué tiene que ver con
Míriam? —pregunta Eugenio.
Richard se sonríe y juguetea con el vapeador, sintiendo el cuero sobre la
palma de la mano. Con Eugenio sí que es sencillo conversar, sus dudas son
razonables y dan pie a disfrutar del momento con calma.
—A eso llegaremos más adelante, paciencia. Por ahora, te puedo anticipar
que la llamada de Jandro no era consecuencia directa del crimen porque
Jandro ni siquiera sabía que Míriam había muerto. Nadie se lo había dicho. Es
a esto a lo que me refería antes. Es absurdo investigar el momento en el que

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Míriam fue asesinada sin comprender el mundo que la rodeaba. Estaban
pasando muchas cosas estos días, no solo una.
—De todas formas, Richard, aunque Jandro no supiera nada del crimen,
su amenaza era real —apunta Ainhoa—. No tendrías que haber ido a casa de
Gerardo al día siguiente. Ni yo ni Florencia te hubiéramos acompañado de
haberlo sabido.
—Y os habríais equivocado. Para tener éxito en una investigación es
necesario tomar la ruta más corta, apretar el acelerador y no tener miedo al
choque frontal. Si empiezas a frenar y a tomar desvíos alternativos, nunca vas
a llegar a tu destino. Apúntatelo, niña.
—No hace falta que apuntes nada, Ainhoa —responde Juana—. ¿Qué os
dijo Gerardo?
—¿Cómo que qué dijo? Obviamente no estaba en casa. Jandro no es una
lumbrera, pero tampoco va con las luces apagadas. De haber estado Gerardo
allí, Jandro se habría dado cuenta. Es el primer sitio en el que buscaría.
—Entonces… ¿os disteis la vuelta? —pregunta Juana.
Richard se empieza a reír y su risa se contagia a Florencia, y nadie más
los sigue, ni siquiera Ainhoa, que se tapa la cara con las manos.
—Vamos a hacer una cosa, lo que vamos a comentar ahora es mejor que
lo dejemos off the record, ¿os parece? —propone Richard.
—No, no nos parece —responde Juana—. Dime que no entrasteis en casa
de Gerardo, por favor. Eso sería allanamiento de morada. No tengo que
recordaros que es un delito grave, lo sabéis perfectamente.
Richard va a contestar, pero no puede porque un nuevo ataque de risa se
lo impide. Florencia se vuelve a contagiar. Es como cuando se ríen Emilio y
Julia, con la diferencia de que a los inspectores Watson los suelen respetar, lo
que provoca que la situación actual sea atípica e inesperada. Richard por fin
logra recuperar la compostura:
—Bueno, es suficiente, ¿no? Tengo que parar de reír, porque vapear no
me hace daño a los pulmones, pero las carcajadas me los destrozan. No es
para tanto. No lo hicimos en calidad de inspectores que investigaban un
crimen, tan solo éramos un cuñado y una sobrina nieta buscando a un hombre
que había desaparecido.
—Y, si hay que forzar una cerradura para lograrlo, lo hacemos.
Estábamos preocupados por él —añade Florencia, disfrutando el momento.
—Me temo que lo voy a tener que incluir en mi informe —dice Juana.
—Por mí como si escribes una canción sobre el tema —responde Richard
—. Esta es la razón por la que Verónica contactó conmigo y no con vosotros,

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yo no estoy sujeto a vuestras ataduras. Yo puedo hablar con los criminales
porque domino su idioma, vosotros no. Y ahora, si os parece, seguimos con la
explicación.
Juana y Eugenio asienten, tan disgustados como lo estaba Agnes antes, y
Richard continúa:
—No encontramos a Gerardo por ninguna parte y no me sorprendió. A ese
hombre le sobran el dinero y el poder, pero le falta coraje para afrontar las
consecuencias de sus actos. Lo que no se le puede negar es una habilidad
especial para apuntarse los éxitos y pasar desapercibido en los fracasos.
Seguramente en este mismo momento permanezca escondido en algún rincón
recóndito de esta montaña hasta que pase el peligro. Tiene razones para estar
acojonado, pero en eso entraremos más adelante. Lo que me interesa
compartir con vosotros ahora es lo que encontré en su dormitorio.
Richard mete la mano en el bolsillo de su chaqueta de punto y saca un
papel arrugado, que levanta al aire. Es la hoja que arrancó de la agenda de
Gerardo.
—Por favor, dime que no te has llevado una prueba de su casa —suplica
Eugenio, agobiado.
—Eso es precisamente lo que he hecho y lo volvería a hacer.
—El mundo ya no funciona así, papá —explica Eugenio—. Pero no es
porque seamos unos cobardes, sino porque es lo mejor. Ahora podemos
analizar cada indicio de maneras que antes no podíamos ni imaginar, por eso
no los contaminamos con las manos desnudas, como estás haciendo ahora.
—¿Y qué pensabas descubrir de este trozo de papel? —pregunta Richard
—. Yo ya sé que es de Gerardo, no necesito que ningún genetista me lo
confirme, yo lo que quiero es leerlo y tenerlo a mano cuando lo necesite, para
poder descubrir la siguiente prueba, y así una y otra vez. Avanzando. En este
papel hay claves importantes, podéis leerlo.
Richard se lo entrega a Eugenio.
—Así que esto es lo que encontraste, ¿eh, viejo sabueso? —dice Florencia
—. Ya dije yo que habías descubierto algo. ¿A que sí?
—Sí, lo dijiste —confirma Ainhoa.
—Siempre descubro algo —responde Richard y señala el pedazo de papel
—. Profundizaré en el significado de esas anotaciones más adelante, pero por
el momento, y como podéis ver, en esa hoja se mencionan tres citas, las tres
en el día 25 de diciembre. Una con un médico en Madrid a mediodía, otra que
hace referencia al Oso Amoroso, con el añadido entre interrogantes de las
siglas RIP, y una tercera reunión con tres personas que responden a las

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iniciales M., S. y A. Los dos primeros nombres son obvios: Míriam y Samuel.
El tercero era una incógnita para mí la primera vez que lo leí, pero lo resolví
cuando visité a Samuel en su hotel.
—Es una locura que te movieras hasta allí con Josema pegando tan fuerte
—insiste Agnes.
—El médico me dijo que caminara más, que hiciera diez mil pasos. Ni
siquiera he llegado —dice Richard.
—Te dijo que no hicieras grandes esfuerzos —le responde Agnes—. Y
jugarte la vida bajo la mayor tormenta de nieve de la historia de Aragón no
parece sensato.
—Sensato o no, mereció la pena —contesta Richard—. Tenías que
haberlo visto, era precioso. Había hasta rayos y truenos bajo la nieve.
—Tienes que cuidarte más, papá —dice Susana—. Y hacer caso al
médico.
—¿Ahora crees en los médicos? —pregunta Javi, levantando por fin la
vista de su teléfono—. Eres una poser, mamá.
—Siempre he creído en los médicos, hijo. No soy una loca. Loco es tu
abuelo, jugándose la vida por una investigación.
—Pues estoy bien, ¿de acuerdo? —informa Richard—. No hay problema
en que os preocupéis por mí, pero, francamente, me importa un bledo. Yo sé
cuidar de mí mismo y hasta ahora no lo he hecho mal. Llegué de una pieza al
hotel de Samuel y pude hablar con él.
—No me gusta a mí ese señor, va siempre demasiado bien peinado y es
así como muy… —dice Julia, que se detiene a buscar las palabras y sorprende
a todos con la imitación de una voz de hombre—. «Eh, ¿qué pasa, tía? Soy
rico y visto trajes carísimos».
—Es un necio de manual —concuerda Richard—. Aunque me ayudó, me
proporcionó una información con la que no contaba y que a la postre ha
resultado ser clave para la resolución del caso —dice, y hace una pausa antes
de continuar—. Míriam no solo había identificado al Oso en esta casa en
Nochebuena, sino que había descubierto su identidad varios días antes y se lo
había comunicado a sus socios, sin revelarles el nombre, por supuesto. Este
dato no parece tener mucha relevancia por sí mismo, pero cualquiera que
conociera a Míriam sabe que tendría un plan para utilizar esa información a su
conveniencia. Y mi teoría es que eso fue lo que acabó con ella,
eventualmente.
—No entiendo, ¿qué plan podía tener? ¿Acabar con él? ¿Amenazarlo? —
pregunta Juana.

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—Ahora os lo explico, aún falta algo de contexto antes de entrar en las
conclusiones. Por ejemplo, es importante que sepáis que, en el lobby del hotel
de Samuel, me encontré con una vieja conocida, sobre todo vieja: Beatriz
Guzmán.
—Agh, ¡qué pesadilla de mujer! —reacciona Agnes, al momento—. No
puedo con ella.
—¿Quién es? No la conozco, ¿no? —pregunta Eugenio.
—Una pretendienta de Richard desde tiempos inmemoriales —responde
su madre—. Le da igual las veces que él la rechace, que ella sigue ahí,
seduciendo sin ningún tipo de pudor. Y ya sabes lo coqueto que es tu padre,
así que es la historia de nunca acabar.
—Yo siempre he sido claro con ella —se defiende Richard.
—Ya lo sé, no lo dudo, no digo que fantasees con ella ni me siento
traicionada, pero te gusta gustar. Estás encantado con sus toqueteos y sus
sugerencias, aunque luego la mandes a tomar viento. Es así y no pasa nada.
¿Qué le vamos a hacer? ¿Qué ha dicho ahora esa lagarta?
—Estaba en el hotel acompañada de su marido, Arturo Gallego, el antiguo
alcalde de Zaragoza, ahora secretario de Urbanismo de Aragón.
Richard vuelve a dedicar una mirada a los reunidos en la sala, dando valor
al dato, permitiendo que lo procesen. Y continúa:
—Con la presencia de Arturo ya hemos resuelto quién era la A de la
reunión. La duda que se planteaba en ese instante es por qué un hombre como
ese, que no ha hecho deporte en su vida, iba a pasar la Navidad en una
estación de esquí a sus casi ochenta años. Y solo había una respuesta, estaban
preparados para firmar las licencias que dieran luz verde a la construcción de
los hoteles.
—¿Por qué? Si Míriam decía que el Oso estaba presente y activo, no
habría cambiado nada. Seguían teniendo la misma amenaza que antes, no
tiene sentido —dice Ainhoa.
—Siempre existe un sentido, por eso fui a buscarlo al único lugar que me
quedaba por visitar, el hotel de Gerardo. Acudí con la esperanza de
enfrentarme a él, pero de nuevo evitó hacer acto de presencia. Allí solo estaba
Jandro.
—¿Y él todavía desconoce dónde está? —pregunta Verónica—. Si no lo
sabe Jandro, no lo sabe nadie. Ese hombre respira solo para oler el culo a
Gerardo, está siempre detrás de él.
—Jandro tiene una teoría, a la que yo no daría mucha credibilidad —
responde Richard—. Me dijo que Gerardo le había escrito y que quería

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reunirse con él en esta casa, hoy mismo, pero no…
—Nosotras podemos explicar eso —lo interrumpe Ainhoa.
—Bueno, a ver. No sé si nos renta decirlo todo todo —dice Florencia.
—Hay que hacerlo, amor. Es lo correcto —contesta Ainhoa y se pone en
pie como en el colegio, para que la oigan todos y que quede claro que se
responsabiliza de sus actos—. Florencia y yo escribimos a Jandro
haciéndonos pasar por Gerardo.
Ainhoa cruza una mirada con su jefe, y este, para sorpresa de la chica, no
se enfada ni le reprocha nada, sencillamente agacha la cabeza, rendido. Juana
los mira, asombrada:
—¡Pero bueno! ¿Es que no vas a decir nada, Eugenio?
—A estas alturas, ¿qué se puede decir? —pregunta Eugenio—. Solo se me
ocurre haceros una pregunta, chicas: ¿cómo lo habéis hecho?
—Usando su WhatsApp en el ordenador —responde Ainhoa—. El
ordenador estaba encendido y la aplicación abierta, tan solo tuvimos que
entrar en la conversación que mantiene con Jandro y escribir.
—Y, como Gerardo llevaba unas horas sin decir nada, decidimos hacerlo
nosotras por él. Easy peasy —completa Florencia.
—Enhorabuena, niñas, es brillante —dice Richard.
—No lo es, es un delito —responde Juana—. Es suplantación de identidad
y también descubrimiento y revelación de secretos.
—¿Florencia va a ir a la cárcel? Ya era hora —dice Javi.
—Bueno, bueno, calma —responde Eugenio—. En determinadas
situaciones se puede llegar a extremos como este. Mientras no salga de aquí,
no veo el problema.
—Claro que no va a salir, como esto vea la luz del día, se acaban nuestras
carreras, Eugenio —dice Juana—. Me decepciona que lo apoyes.
—No lo apoyo, lo comprendo. Y tu carrera no se va a acabar, yo respondo
por ellas. Aunque tendré que hablar con vosotras luego, ¿entendido?
Las dos chicas asienten, han vuelto a ser dos niñas pendientes de la bronca
del padre de una de ellas.
—Tú mismo —responde Juana, cansada—. ¿Y se puede saber qué era eso
tan interesante que le escribisteis que justificara cruzar esa línea roja?
—El plan era que Jandro se presentara aquí e identificara al Oso por
nosotras —responde Ainhoa.
Richard aplaude golpeando el suelo con el bastón.
—Ya os digo que eso no va a suceder, pero la idea es excelente.

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—Si te gusta tanto, empiezo a pensar que la idea no es tan buena —
responde Florencia.
—¿Por qué estás tan seguro de que Jandro no va a venir? No sé qué te
habrá dicho, pero yo no me fiaría de su palabra —dice Verónica.
—Tengo algo más que su palabra, créeme. Y también su palabra, que fue
más que interesante. Me informó del plan de Míriam, ese que os he anticipado
anteriormente. Mi hija había decidido dar un golpe de Estado en la empresa.
Ella entendía que Gerardo se estaba haciendo mayor y que el hecho de no
haber resuelto este asunto era la prueba definitiva de que ya no estaba
capacitado para dirigir la cadena de hoteles.
—¡No! ¿En serio? —se sorprende Julia—. ¡Qué valiente! Di que sí.
—Valiente e imprudente. Eso es lo que acabó con ella.
—¿Y cómo pensaba hacerlo? —pregunta Juana.
—Jandro me estaba contando los pormenores de la conspiración, en la que
él mismo estaba involucrado, cuando nos interrumpió un pequeño tiroteo con
Arturo, así que no pudo contarme quién era el Oso hasta que…
—¡Para, para, para! —grita Juana.
—¿Qué pasa? Jandro me mostró los documentos que indican quién es el
Oso, sí. Los tengo aquí —responde Richard.
El anciano rebusca en una carpeta que ha traído consigo, aunque de pronto
nadie presta atención a lo que tenga que decir sobre el Oso Amoroso. Ese es
el poder de un tiroteo, basta mencionarlo para que incluso el más importante
de los enigmas pase a un segundo plano.
—¿Quién ha disparado a quién? —pregunta Eugenio.
—¿Hay muertos? —pregunta Juana.
—¿Has matado a alguien? —pregunta Javi.
—¿Estás bien, abu? —pregunta Florencia.
—Es la última vez que coges esa pistola, te lo advierto —dice Agnes.
Richard los escucha con calma y les responde por orden:
—Arturo disparó a Jandro en la clavícula, y luego yo le perforé el bíceps a
él de un balazo —responde a Eugenio y sigue—. No ha muerto nadie, ambos
están bien, han sido atendidos en la enfermería del hotel por un médico que
estaba alojado allí y los hombres de seguridad del propio hotel los están
custodiando hasta que llegue la policía y se los lleve detenidos —explica a
Juana—. No, no he matado a nadie, ni hoy ni nunca —responde a Javi—.
Estoy como un chaval a la edad del pavo, pero sin granos —contesta a
Florencia—. No pensaba cogerla nunca más, pero, si te quedas más tranquila,
la puedes guardar tú —le dice a Agnes—. ¿Alguien tiene alguna duda más?

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Se lo piensan, aunque Richard ha sido contundente en sus respuestas y
nadie levanta la mano, salvo Ainhoa:
—¿Quién es el Oso Amoroso?
—Buena pregunta —dice Richard—. Pero ahora tendréis que esperar un
poco más para saber la respuesta.
El grupo reacciona con decepción, uno dice «oh», otra suspira y Emilio
abuchea, provocando las risas de Julia.
—Os he contado lo que descubrí, ahora quiero compartir mis
conclusiones. Los datos son como el arameo, si no sabes traducirlos al
español es como si no los escucharas, y muy pocos dominamos el idioma —
explica Richard—. Lo primero que quiero abordar son las razones que
llevaron a mi hija a traicionar a Gerardo. Ella siempre fue su mano derecha y
él era su principal valedor, ¿es comprensible que dejara caer a su tío por el
simple hecho de haber fallado al atrapar al espía? ¿O es que había algo más?
Richard cojea por la estancia, acercándose a dar los diez mil pasos de cada
día y mirando a los suyos con gesto altivo.
—Por lo que yo sé de Gerardo, es un hombre orgulloso que siempre ha
dado mucha relevancia a su imagen pública. Le gustaba venderse como un
hombre de éxito, de conducta intachable. Mi teoría es que los documentos del
Oso Amoroso contenían datos que amenazaban precisamente esa apariencia
respetable que tantos años le había costado construir. No sé lo que habría ahí,
puede ser cualquier cosa: desde fotografías en las que aparecía robando
cremas en una tienda hasta vídeos en los que se demostraba que era
consumidor de prostitución. Y eso no podía consentirlo, su reputación era su
bien más preciado, por encima incluso del dinero, y por eso había decidido
rendirse —dice, y hace una pausa dramática—. Como lo oís, Gerardo iba a
permitir que el espía ganara la partida. Esa es la línea roja que mi hija no
habría sido capaz de aceptar.
Richard concluye su argumento golpeando el suelo con el bastón,
asustando a más de uno, y sigue hablando:
—Mi segunda conclusión es que Gerardo había descubierto los planes de
Míriam. Esto es una mera conjetura, pero, aun así, estoy seguro de estar en lo
cierto. Ya me sorprendió durante la cena de Nochebuena la actitud de mi
cuñado hacia ella. Las pocas veces que intercambiaron palabras se mostró
cordial, pero cuando la vio hablar por teléfono no pudo ocultar un gesto duro,
antipático. Yo había imaginado mil escenarios para el transcurso de esa cena,
y en ninguno de ellos ocurría algo así. El único atributo positivo de Gerardo

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era el amor que sentía hacia Míriam y en Nochebuena sentí que ya no podía
salvar ni eso de él. Mis sospechas se confirmaron al ver ese papel.
Richard señala de nuevo la hoja que arrancó de la agenda de Gerardo.
—Es extraño tener una cita con un médico en Madrid el día de Navidad,
incluso para un empresario reputado como él, habituado a ciertos tratos de
favor. Mi hipótesis es que Gerardo se está muriendo. Eso explicaría su
cambio de actitud hacia la familia y, sobre todo, la debilidad que ha mostrado
ante el espía. Pero Gerardo es un egocéntrico. Pese a que Míriam seguramente
se ofreciera para relevarlo y solucionar el problema, él se aferró al cargo y a
la esperanza de supervivencia que le diera el doctor, es de esos que no pasa el
testigo hasta que muera. Y es precisamente esta obsesión por el poder la que
explica que no podía quedarse en Madrid ni siquiera una noche, tenía que
regresar ese mismo día. Sin falta. ¿Por qué? Esto se explica con la siguiente
anotación. ¿Qué lees ahí, Eugenio?
Su hijo lee directamente de la hoja, que tiene entre sus manos:
—Reunión definitiva entre M., S. y A.
—Eso es, la palabra clave ahí es «entre». Esto admito que me confundió
al principio porque, al leer la anotación de una reunión en su agenda, intuí que
él estaba invitado. Al fin y al cabo nadie incluye su propio nombre en las
reuniones a las que va a acudir, pero lo normal sería escribir «con», no
«entre». Era una reunión entre ellos, sin él. Iban a firmar el nuevo contrato a
sus espaldas, y Gerardo lo sabía.
Richard vuelve a golpear el suelo con el bastón, aportando entidad a su
afirmación.
—Y esto, a su vez, nos lleva a la tercera anotación de la agenda, que
Gerardo escribió en último lugar pese a que estuviera planificada antes de la
anterior y que hace referencia al Oso Amoroso. Esta era su jugada más
arriesgada. Sabía que tenía que negociar con el Oso para evitar que cumpliera
sus amenazas de publicar la información después de que Míriam firmara el
contrato. Este espía es una persona peligrosa, por eso Gerardo añadió las
siglas RIP entre interrogaciones. No es porque se planteara matar al Oso,
como imaginé en un principio, es porque, aunque pueda parecer paradójico
debido a que tenía una grave enfermedad, Gerardo temía morir en el intento.
Florencia empieza a aplaudir.
—¡Qué fantasía, abu! Me tienes dando volteretas; yo lo sabía, pero jamás
lo habría adivinado sabiendo lo que sabes tú.
—¿Tú estabas al tanto de que Gerardo pensaba que podía morir a manos
del Oso Amoroso? —pregunta Richard, extrañado.

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—Sí, Ainhoa y yo, pero lo nuestro no tiene mérito —dice Florencia—.
Encontramos una carta en la que daba por hecho que podía ser asesinado y
pedía que nadie investigara a su asesino. Nos pareció bastante random, pero,
ahora que lo explicas, tiene sentido.
—De verdad, no quiero ser pesado, pero tenéis que aprender a compartir
información. Todos —dice Eugenio—. Cuando yo encontré las huellas y los
resultados de los análisis de sangre os lo dije al momento.
—Eso está muy bien, pero nosotros hemos descubierto pruebas que tienen
alguna utilidad, hijo. Es muy distinto —responde Richard—. Y ahora que mi
teoría está confirmada por las niñas, ya es hora de revelar la identidad del
Oso.
Emilio empieza a aplaudir, hasta se pone de pie.
—Ese Richard, cómo mola, se merece una ola —dice, y hace una ola con
sus brazos.
—Lo primero que tengo que explicar es que el Oso Amoroso no es una
persona, es una asociación.
Richard camina por la sala y pone la mano sobre el hombro de Verónica.
—Verónica, aquí presente, era la encargada de conseguir documentos
internos del hotel, y de mandárselos a la persona al mando, que es quien los
gestionaba.
—Richard, ¿qué estás diciendo? —se defiende Verónica—. Yo no soy el
Oso. Nunca haría daño a Míriam.
—A mí ya no me puedes engañar más, chiquilla. Puedes darte con un
canto en los dientes por haberlo logrado una vez, aunque no te lo recomiendo,
yo diría que duele —responde Richard—. Pero en algo tienes razón, nunca
habrías hecho daño a mi hija, ya he dicho antes que tú no eres la asesina. Pero
sí que colaboraste con él.
Verónica no contesta, solo mantiene una sonrisa que esconde su rabia por
ser descubierta.
—Por eso estabas tan preocupada cuando hablaste conmigo —continúa
Richard—. Porque sabías hasta dónde podía llegar esta persona y temías que
tú o tu hija pudierais ser las siguientes. Y eso nos lleva a tu segunda mentira,
la que has mantenido ante todos nosotros hace unos minutos. La discusión
con Míriam no tenía relación con una simple disputa de trabajo, ¿me
equivoco?
—No, no te equivocas —responde ella.
—Tú sabías que había decidido traicionar a Gerardo porque habías visto a
Arturo paseando por el hotel y habías deducido que la única razón de que ese

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hombre estuviera en la estación de esquí es que la firma del contrato era
inminente. Por eso discutiste con Míriam, porque ella iba a dar al traste con
todos tus esfuerzos para frenar la ampliación de la estación. ¿Es así o no es
así?
—Yo jamás habría imaginado que el Oso llegaría tan lejos, Richard, te lo
juro. No sé ni quién es, solo sé que alguien que se hacía llamar Oso Amoroso
me pidió que le entregara unos documentos, me dijo que quería acabar con la
corrupción y que estaba harto de que los animales y las plantas fueran siempre
las víctimas de la avaricia de los humanos. Y yo pensé que no había nada de
malo en eso.
—No te equivoques, no te juzgo, a mí tampoco me gusta lo que pensaba
hacer mi hija con esta montaña. Otra cosa es que escogieras la peor compañía
de todas, sin saberlo. Lo que sí hiciste bien es escuchar lo que decía mi hija
por teléfono. Ella había visto al Oso en esta casa, y eso fue lo que provocó
que su actitud cambiara de manera repentina y radical, Míriam pasó de la
ilusión por el regreso a casa al miedo paralizante, y no fue capaz de ocultarlo
por mucho que lo intentó. Eso es lo que vi que mi mente no supo procesar, el
detalle que anunciaba un hecho aterrador, el miedo de mi hija a ser asesinada.
Richard vuelve a pasearse, rodeando la mesa y pasando al lado de sus
familiares. Todos temen que el anciano se detenga a su lado y los señale:
—El Oso es alguien que había aprendido a odiar a Gerardo, que tenía
contacto con diversas ONG a diario y que estaba harto de verlos perder,
avasallados por los poderosos. El Oso es Quique.
Richard se detiene al lado de su yerno. Se hace un silencio en la sala, esta
vez no hay gritos ni suspiros ni comentarios supuestamente graciosos.
Richard lanza la carpeta con los documentos que incriminan a Quique sobre
la mesa:
—Si tenéis dudas, está todo ahí. Son las pruebas que encontró Míriam y
son inequívocas —dice Richard, y se dirige solo a Quique—. Enrique Núñez,
estás detenido por el asesinato de Míriam Watson.
Eugenio aparta la mano de su padre, que estaba apoyada en el hombro de
su marido.
—No, papá. Te equivocas y puedo demostrarlo. Quique es inocente.

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Eugenio se salta el guion

EUGENIO

—No fue Quique, y no lo digo porque sea mi pareja, sino porque es lo que
dicen las pruebas —dice Eugenio.
Y se levanta, como si esto fuera una clase magistral. Con pausa, con la
calma que le otorgan la razón y la experiencia. Sabe que le toca hablar a él y
que lo van a escuchar, porque lo que tiene que decir es importante.
—Creo que ya he dejado muy claro que las pruebas no sirven de nada sin
las personas. Hay un asesino y hay una víctima, y lo importante es saber por
qué ese asesino quería matar a esa víctima. El crimen es solo el final de ese
proceso —dice Richard.
—Muy interesante eso que propones, papá. Has dicho que es como tratar
de curar un cáncer segundos antes de que muera el paciente. Pero nosotros no
tratamos de curar. Ojalá. Nos conformamos con esclarecer lo sucedido, de
manera científica.
Camina por detrás de las sillas, a paso lento, mirando a la cara a todos,
asegurándose de que atienden a su lección sobre investigación policial. Al
terminar de dar la vuelta a la mesa, apoya su mano en el hombro de Quique y
lo aprieta. Es más un profesor que anima y defiende a un alumno que una
pareja. Es más un inspector de policía que un hermano de la víctima. Es más
el inspector Watson que Eugenio.
—Y las pruebas son objetivas —prosigue, con convicción—. Una huella
dactilar pertenece a una sola persona, y lo mismo sucede con la sangre, con la
letra, con un documento oficial firmado con certificado electrónico, o con la
hora exacta de la muerte.
—Salvo que alguien plante una prueba falsa, como unas gafas con la
huella dactilar de la persona que se quiera incriminar —responde Florencia,
muy atenta—. Así como ejemplo random.

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—Pero un buen ejemplo, bien visto —dice Eugenio, evitando la
confrontación con su hija—, porque al final descubrimos que era una prueba
falsa. Así que, incluso así, esa evidencia también nos dio información válida.
Supimos que Berni, más allá de sus decisiones en lo personal, en las que no
me meto ahora, no era el asesino, sino alguien a quien se nos hizo pasar por
sospechoso.
—¿Alguien plantó una prueba falsa en el escenario del crimen para
incriminar a Berni? —pregunta Juana, tomando notas en una servilleta.
—Sí.
—Así que habéis registrado el escenario del crimen buscando evidencias
—se impacienta Juana.
—Eso es.
—Esto es muy irregular, Eugenio —responde Juana—. Tiene que hacerlo
la persona al cargo de la investigación, que coincide que soy yo. ¿Habéis
estado clasificando esas evidencias?
Eugenio estaba esperando esta pregunta, pero la responde con mucha
calma y un toque de orgullo.
—No lo dudes. Hicimos una videollamada con Martín, el forense.
—Esto es muy regular, Jota —dice Florencia—. Es oficial.
—Demasiado oficial —añade Richard—. Me sobró el tal Martín.
—Y esa prueba falsa ya me dio una pista —afirma Eugenio, recuperando
el control de la conversación—. El asesino sabía que podía incriminar a
Berni, por motivos en los que, como ya he dicho, no voy a entrar ahora. Tenía
que ser alguien muy cercano a él, o a Míriam, para saberlo.
—Lo sabíamos todos —dice Florencia—. ¿O no?
—¿Qué sabíais? —pregunta Juana—. No me escondáis información, por
favor, eso complica mi trabajo.
—Por respeto a la relación entre Berni y Susana no podemos decir nada.
Hay que ser discretos —recomienda Florencia.
Eugenio la mira como haría un profesor a una alumna graciosilla. No la
reprende, ni le lanza una tiza. Porque no tiene tizas a su alcance, porque eso
ya no se hace, y porque es su hija.
—¿Qué? No habrás sido capaz, Berni —dice Agnes, uniendo los puntos
—. ¡Por favor!
—Todos tenéis mierdas que ocultar —dice Susana—. Dejadnos en paz.
Berni responde a Susana con un pequeño gesto que no llega a una caricia,
un leve contacto no correspondido.

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—Y, por tanto, el asesino —prosigue Eugenio— había planificado el
crimen. No fue un impulso. Fue premeditado. Estábamos ante ese tipo de
crimen. Y, al menos una parte de lo que viéramos, estaba pensado por el
asesino para que lo encontrásemos. Alguien estaba jugando con nosotros.
—Me encantan los juegos —dice Florencia—. Qué considerado.
—¡A mí también! —exclama Julia—. Son divertidos.
Eugenio es plenamente consciente de que determinados miembros de su
familia tienden a la dispersión, así que no se amilana y espera con paciencia a
que se callen para continuar.
—Esto no era divertido, me temo —responde—. Provocaba que no nos
pudiésemos fiar de nuestras intuiciones y que quizá las pruebas presentes en
el escenario fuesen justo aquellas que no quiso limpiar el asesino. Pensadlo
bien. Es una situación infernal para un inspector concienzudo. Así que decidí
no ir detrás de ningún sospechoso, no seguir una hipótesis y limitarme a
inspeccionar de la manera más objetiva posible, para recabar la máxima
información que nos dieran las evidencias y juzgar a partir de ahí.
—¿Cómo pretendíais ser objetivos siendo familia de la víctima? —
pregunta Juana.
—Era un reto, no lo voy a negar. Me centré en las pruebas, como si fueran
matemáticas, algo mecánico que pudiese separar de las emociones y los
recuerdos. Y así es como descubrí que la sangre era compatible con
cualquiera de los que estábamos en la casa a excepción de Emilio, Berni y
mamá.
—¿Sin laboratorio? —pregunta Juana—. Pero ¿cómo?
—Bueno, no es difícil conseguir un test mezclando un par de elementos y
una pizca de suerte.
—¿Y ese método es fiable?
—Papá está basadísimo —dice Florencia—. No te hagas el humilde, loco.
—Yo me fío. No entiendo lo que hace Eugenio, pero me fío —apunta
Ainhoa, tratando de ganarse puntos ante su jefe y compañero.
—Eugenio sabe de esas cosas desde niño —concede Richard.
Con un gesto muy suyo, sencillo y elegante, Eugenio agradece sus
palabras con un parpadeo lento y una inclinación de cabeza. Y se permite un
segundo antes de seguir hablando.
—Te lo dejaré explicado y analizado por escrito, Juana, pero yo, que dudo
de casi todo, no dudo de la exactitud de esos resultados. En fin, sigamos, así
fue como Emilio, cuya ropa estaba manchada de sangre que no era de Míriam,
quedaba prácticamente excluido como sospechoso.

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—Tenía la ropa manchada de sangre, pero no las manos —explica Emilio.
—¡Poeta! —dice Florencia, haciendo reír a Emilio y a Julia, pero a nadie
más, por supuesto, no a Eugenio.
—Como decía, con esa vía demasiado abierta, con muchos posibles
sospechosos, busqué otras evidencias, y descubrí el veneno que adormeció a
Míriam, a Juana y a Emilio.
—El asesino sabría que era el más inteligente y me quería fuera de
combate —afirma Emilio.
—¿Por qué no? Objetivamente, es posible —dice Eugenio.
Y, solo por un instante, a Eugenio se le cruza por la mente la idea de
seguir durmiendo a Emilio una Navidad tras otra, tan solo por un rato, para
poder descansar de sus cuñadeces. La descarta para seguir la investigación.
—¿Con qué nos envenenaron? —pregunta Juana, preocupada.
—Con un ansiolítico metido en los polvorones —responde Eugenio.
—Me tomé tres por lo menos, con el té que me disteis. Y quizá llegué a
cinco.
—Si sumas eso al cansancio extremo para llegar a esta casa y la
deshidratación propia de la hipotermia, el resultado es un día entero
durmiendo.
—Podía haberme muerto —dice Juana.
—No has corrido peligro, tan solo has descansado mucho —rebate
Richard.
—¿Qué desalmado pondría veneno dentro de un símbolo navideño como
es un polvorón? —pregunta Juana.
—¡Ou em lli! ¿El Grinch? —sospecha Florencia.
—O alguien que sabía que Míriam era la única de la familia a la que le
gustaban los polvorones. Así que tenía que ser un sospechoso de dentro. El
asesino era uno de nosotros.
—Eso es imposible, ya os lo he dicho —responde Agnes, y nadie le hace
caso.
—Y, desde luego, tenía que ser una persona que hubiera pasado más
Navidades en familia. Quique, amor mío, ¿tú sabías que solo a Míriam le
gustaban los polvorones?
—No, os lo prometo a todos —responde Quique.
—No es suficiente —responde Richard—. Podría haberle dado esa
información Verónica, o cualquier miembro de la familia.
—No lo niego —dice Eugenio.

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Camina de nuevo. Hace tiempo. Organiza su disertación, rebusca en su
memoria las pruebas que tiene, los datos que deben saber sus familiares para
conocer la verdad. Y la verdad es una mierda. Ojalá hubiera mil mentiras y
que Míriam siguiera viva. Y, para afrontar la verdad, tiene que ir con ella por
delante.
—Antes me has preguntado, Juana, por qué no era más duro con Florencia
y con Ainhoa por haber suplantado a Gerardo. Lo cierto es que yo he hecho lo
mismo. He registrado el teléfono móvil privado de Míriam, sin pedir permiso
a nadie de manera oficial, y he revisado sus mensajes, principalmente para
saber si había recibido mensajes de Berni recientemente, o si se habían
llamado. Y no compartí esa información con la Jefatura de Policía ni con papá
ni con Florencia. Os he fallado.
Estas palabras no calan en su público. Esperaba indignación, sorpresa y,
sobre todo, decepción. Nada de eso ocurre, así que insiste.
—He cometido una irregularidad en la investigación y quedo a
disposición de la Justicia. Pagaré por ello si he de hacerlo.
—Por favor, Eugenio —responde Richard.
—No es necesario, podías haberlo hecho mejor, pero no es tan grave —
dice Juana—. El teléfono de la víctima lo íbamos a registrar si había
consentimiento de la familia y está claro que lo hay. No es grave.
—¿Crees que vas a ir a la cárcel, tío Eugenio? ¿Por eso? —pregunta Javi,
sin levantar la cabeza de su móvil.
—¿Se habían enviado nudes? —pregunta Florencia.
—No. Nada de eso. No había comunicación entre ellos.
Tanto preocuparse para nada. ¿Qué mundo es este en el que se puede
investigar un crimen cometiendo actos ilegales sin que tengan ninguna
repercusión?
—¿Esto descarta definitivamente a Berni? —pregunta Juana.
—Y sobre todo a Susana y a Javi —responde Eugenio—, que podrían
haber querido matarla en un ataque de celos.
Javi levanta la cabeza, al fin, con una sonrisa.
—¿He sido un sospechoso principal? —dice, feliz—. Esto lo tengo que
contar por ahí.
—¡No! —prohíbe Juana—. Esto es confidencial.
—¡Por favor, Javi! —dice Agnes, que le pega un capón en la nuca, a la
vieja usanza.
—Sin embargo, había mensajes que incriminaban a Quique. Míriam
pensaba, como ha dicho papá, que era el Oso Amoroso.

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—O sea, que lo sabías. Bien calladito que te lo tenías, viejo truhan —dice
Florencia.
—Muy feo —añade Julia.
—Muy bonito —la corrige Verónica—. No esperaba que entorpecieras
una investigación por amor.
Ahora sí encuentra las reacciones que esperaba y, como tenía planeado,
toma el ordenador portátil de Quique de una mochila que había dejado
previamente en una mesilla, y lo abre delante de todos. Es su principal golpe
de efecto. Habría sido más espectacular tener los documentos impresos, pero
no hay impresora en casa de sus padres.
—Es cierto que Quique ha trabajado para el Oso Amoroso. Pero él no es
el Oso Amoroso.
Ante esta afirmación, Richard se remueve en su silla. A nadie le gusta
cometer errores.
—Recibió el encargo de investigar la recalificación de los terrenos de las
pistas de esquí desde todos los ángulos posibles —explica Eugenio—. El Oso
le envió las cuentas de los involucrados, el contrato y demás archivos
relacionados con dinero. Son documentos de los que no tengo mucho
conocimiento, no significan nada para mí, pero para él sí. Y me los ha estado
explicando uno a uno. Si tenéis dudas después de lo que yo os diga, se lo
preguntáis a él.
—¿Y esos documentos se pueden ver?
Eugenio mira a Quique, y Quique afirma con cariño. Es reconfortante para
Eugenio. Y pensar que tan solo una hora antes creía que su relación se tenía
que acabar. A veces no hay que fiarse de las pruebas, a pesar de todo.
—Se supone que son confidenciales —dice Eugenio—. Pero Quique los
ofrece a la investigación policial, con la única condición de que no se hagan
públicos. De eso ya se iban a encargar él y el Oso, eligiendo los momentos,
los medios y los documentos. Como imaginaréis, sacar un proyecto de esta
envergadura conlleva una cantidad ingente de chanchullos, de mordidas a
concejales y a intermediarios y de acuerdos fraudulentos. Nada nuevo con
esto. Dinero llama a dinero. Y el dinero solo se reproduce con pequeñas
trampas al borde de la legalidad y muchas veces por encima. El tal Arturo
recibió una cantidad escandalosa de dinero poco antes de la firma.
—Y también una bala, firmada por mí —dice Richard.
—Ojalá las firmases de verdad, abu, sería una fantasía —sugiere
Florencia.

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—Quien firmó la transacción para Arturo fue una compañía de las islas
Caimán llamada O. A. S. L.
—¿Oso Amoroso, S. L.? —supone Florencia.
—Tal vez. Y, siguiendo el camino de ese dinero, descubrimos que la
compañía está a nombre de mamá —añade Eugenio.
Nadie ha visto venir este momento. A Eugenio se le escapa una sonrisa, la
propia de quien sabe más que el resto, por mucho que esté dando una mala
noticia. Los tiene a todos pendientes de sus palabras, esperando que diga más,
como poseedor de la verdad de lo ocurrido.
—Qué poca vergüenza, Eugenio —dice Agnes.
—Mamá, obviamente no eres culpable de sobornar a un político. Pero tu
hermano Gerardo lo es.
—Agnes, por favor —dice Richard—. ¿Firmaste algún papel que te diera
tu hermano sin leerlo?
—No lo sé. A lo mejor los papeles de la herencia de la tía Lucre. Ya me
extrañó que me diera tantos papeles para firmar.
—Qué cutre —dice Javi—. Cualquiera sabe que no puedes poner a tu
hermana de pantalla. Te acaban pillando.
Eugenio señala a su sobrino con un entusiasmo que ni siquiera Javi
esperaba.
—¡Eso es, Javi! Claro que sí. Se equivocó en muchos más asuntos —dice
Eugenio—. Fue poco cuidadoso, dejó huellas de sus tejemanejes por todos
lados. Y eso parece ser que no es tan habitual.
—No lo es —dice Quique—. Tuvimos suerte de que fuera tan torpe, quizá
es por eso de que estaba enfermo, como dice Richard, pero ya os digo que
suele ser mucho más difícil encontrar estar pruebas. En general, estos
procesos son complicados. Nadie de dentro de las empresas se suele atrever a
denunciar, por miedo a perder el trabajo y la prensa tampoco va a arriesgarse
a ofender a los poderosos a no ser que el caso sea muy claro o que les interese
por algún motivo especial. Por eso casi no salen casos de corrupción, no es
porque no existan. Aquí se dieron muchas circunstancias casi milagrosas.
—El Oso Amoroso lo había hecho extraordinariamente bien y Gerardo
particularmente mal —dice Eugenio—. El error del Oso Amoroso fue que no
tuvo cuidado al pagar a Quique por sus servicios y que no contaba con que
Quique rastreara también de dónde venía ese dinero. No resultó demasiado
difícil seguir esa pista. Y conducía de nuevo a la empresa de mamá en las
islas Caimán.
—¡Oh! ¡Ah!

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—Te aseguro que yo no te he pagado nada, Quique —dice Agnes—. Nada
ilegal. Solo he pedido un detallito a Papá Noel para ti, pero está en un sobre.
Está ahí en el salón, puedes verlo.
—¿Vamos a ir ya a abrir los regalos? —pregunta Alvarito, ajeno a todo,
despertando al oír un tema que entiende y que le interesa.
—Aún no, Alvarito. Pero pronto —contesta Eugenio—. Por supuesto que
no pagaste nada, mamá, volvió a ser el tío Gerardo. ¿Y esto qué quiere decir?
Florencia levanta la mano insistentemente. Eugenio sabe que, en cuanto
responda, el misterio se irá acabando y todos sabrán lo mismo. Debería
alegrarle, pero descubre que no está disfrutando en absoluto de este momento.
Quizá sea porque sabe que descubrir al asesino no le devolverá a Míriam,
pero sí le obligará a afrontar su muerte como hermano, y ya no como
inspector de policía. Y se siente mucho más incómodo en ese lugar.
—¿Florencia?
—Entonces, ¿el tío Gerardo era el Oso Amoroso?
—Eso parece. Se estaba saboteando a sí mismo, por un motivo que
todavía no alcanzo a comprender. Por más vueltas que le doy no le encuentro
la lógica, pero en el fondo no importa. Es el Oso Amoroso y punto, da lo
mismo por qué, no afecta al asesinato de Míriam. Y ahí está la clave, ¿cómo
se relaciona esto con el crimen? Y la respuesta me la ha dado papá. Buen
trabajo, inspector Richard Watson.
—A mandar —responde Richard.
—Míriam los había descubierto, o había descubierto a Quique, que
trabajaba para Gerardo. O podemos decir que lo había hecho a medias, porque
ella no tenía ni idea de dónde había salido el tal Enrique Núñez, ya que,
aunque supongo que recordaría que mi marido se llamaba Quique, no
sospechó que, de todos los Enriques del mundo, fuera el mío el que estuviera
colaborando con Gerardo. El problema es que ella no estaba por la labor de
dejar caer el proyecto por el que tanto habían trabajado, era capaz de
cualquier cosa, y esto lo sabemos porque estaba conspirando para arrebatarle
el control del hotel a su tío. No porque supiera que Gerardo era el espía, sino
porque pensaba que ya no estaba capacitado para dirigirlo con la mano dura
habitual. Esto habría sido el fin para los planes de Gerardo, que había
dedicado tantos esfuerzos a boicotear a su propia empresa. Él tampoco podía
echarse atrás…, así que decidió matarla.
—¡Por favor! —dice Agnes—. Mi hermano es muy mala persona, pero es
mi hermano, un respeto.

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—Yo se lo tengo, mamá. Es él quien se lo perdió a sí mismo. Pero, dicho
esto, sabemos que él no pudo ser el asesino, no en persona. Porque quien lo
hizo tiene que estar aquí, entre nosotros. Recordad el tema de la alarma, que
nadie salió ni entró y que Gerardo ya estaba fuera de la casa cuando Míriam
murió.
—Entonces, ¿qué propones, Eugenio? —pregunta Juana.
La inspectora se está quedando sin servilletas para apuntar sus notas. Le
podrían haber dado un cuaderno, un papel o un ordenador mismo.
Sencillamente no se les ocurrió. No son los mejores anfitriones, a pesar de
ofrecer té.
—Lo contrató, como había contratado a Verónica y a Quique para
ayudarlo con su trama de espionaje.
—Entonces pudo ser cualquiera de los dos —dice Richard—. No veo
cómo exculpa esto a Quique.
—Vaya ojo tienes, papá —dice Florencia—. ¿Esta era toda tu
explicación?
Eugenio se da unos segundos antes de contestar. Es el momento de la
verdad, el que ha estado temiendo desde que comenzó a exponer su teoría.
—Ya sabéis que siempre me remito a las pruebas. Y, como veis, ahora no
las tengo. Pero llevo todo el día trabajando con mi padre y con mi hija y, lo
creáis o no, aprendo de ellos. He criticado su propensión a dejarse llevar por
la intuición y a dar más importancia a los motivos para matar y a la psicología
que a las pruebas, pero esta vez voy a seguir su ejemplo y hacer como ellos.
—Gracias, supongo —dice Richard.
—Zapatero a tus zapatos —dice Florencia, por llevar la contraria.
—Por tanto, no creo que contratara a Quique ni a Verónica. La razón de
que ellos lo ayudaran en primer lugar es que estaban de acuerdo con la lucha
animalista y contra la corrupción, eran dos personas que no tenían reparo en
hacer perder dinero a Gerardo. Y él lo sabía. Pero una cosa es conspirar y otra
asesinar. Para llegar a ese extremo se necesita tener una mala relación con la
víctima. La asesina debía tener una mala relación con Míriam desde siempre,
es alguien que estaba por debajo de ella en el organigrama del hotel, a pesar
de haber entrado casi al mismo tiempo.
—¿Crees que yo la maté? —pregunta Julia—. Qué feo, Eugenio.
—Por favor —dice Agnes, ya sin energía.
Eugenio se encoge de hombros. Sabía que esa reacción era la más
probable.

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—Aparentas siempre mucha sencillez, pero quizá sea solo una fachada.
No me creo que entrases en el cuarto de Míriam, pese a que ya estaba cerrado
por ser una escena del crimen, solo para robarle la muñeca. Creo que querías
coger su teléfono móvil, por si había algo en él que demostrase que Gerardo
era el asesino, que tuviste la mala suerte de que alguien cruzó el pasillo y no
te quedó más remedio que salir antes de conseguir borrar también esa prueba.
—A mi mujer no te atrevas a llamarla sencilla —dice Emilio,
levantándose, amenazador—. Y ya puedes ir retirando lo de que es una
asesina, con todo lo que ha hecho ella por ti y con todo lo que te quiere,
desagradecido.
Berni y Ainhoa lo frenan antes de que sus puños alcancen a Eugenio.
—Es lo que siento, Emilio. Discúlpame si me equivoco. Julia podía
ascender en la empresa con la muerte de Míriam, Julia la odiaba, Julia entró
en su habitación después de muerta. Y es verdad que fue Gerardo quien ideó
el plan, pero no estaba aquí. Y de quienes estamos aquí, Julia es la sospechosa
más creíble de todos. De cualquier manera, será el propio Gerardo quien nos
confirme la identidad del asesino cuando lo detengamos.
—Todo eso está muy bien, salvo por un pequeño detalle —dice Florencia
—. Que yo sé quién asesino a Míriam. Y no es ella.

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OMG

AINHOA

Florencia hereda la posición de su padre, que a su vez hizo lo propio con


Richard. Es un relevo generacional visto a cámara rápida. Mi chica, como no
podía ser de otra manera, se lo toma con menos solemnidad y más desenfado,
priorizando el espectáculo ante la seriedad. Se pone en pie sobre su silla y
hace reverencias. Es como los grandes artistas, que piden y reciben los
aplausos antes incluso de comenzar el show.
—Chill, familia, chill —les dice, pidiendo silencio, aunque ya están casi
callados—. Tranquilidad, porque tengo todas las respuestas. Os voy a decir
quién mató a Míriam, cómo lo hizo y por qué. Y ya os anticipo que no es
Verónica ni Julia ni Quique, pero sí que está aquí.
—Y dale, otra más —dice Agnes.
—No te preocupes, yaya, que tú también tienes parte de razón, ya verás
—le responde Florencia—. Pero lo primero de todo y antes de empezar,
quiero pedir un aplauso a mi abu, que es el mejor. Tiene muchísimo mérito
cómo ha descubierto que Quique y mamá estaban metidos en el ajo del
espionaje. Un aplauso para él.
Los aplausos son tímidos, nadie sabe muy bien hacia dónde va mi chica,
ni siquiera yo. ¿Realmente tiene toda la información que dice tener? Hace un
rato me ha confesado que su caso estaba al cero por ciento.
—Menos cachondeo, niña —le suelta Richard, que cree que se está
burlando de él.
—No te estoy troleando, ¿eh? Sin tu ayuda no lo podría haber conseguido,
estaría perdida. Bueno, no del todo. Yo ya sospechaba que mis dos papis que
no son Eugenio habían participado en el espionaje y también estaba
convencida de que no eran los asesinos.

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—¿Basándote en qué pensabas todo eso, si puede saberse? —pregunta
Eugenio—. Porque las conjeturas valen solo como medidas desesperadas una
vez que se tienen ya todos los datos en la mano, no como fundamento para tu
investigación al completo y sin apoyarse en ninguna prueba.
—Ya que te interesa tanto, te lo digo —responde Florencia—. Es verdad
que yo al principio solo tenía conjeturas, como dices, pero luego las confirmé
con factores, para más señas en la sesión de tarot de Mademoiselle Florence.
—¿El tarot? ¿De verdad? —pregunta Juana, decepcionada.
—No es serio, hija. Así no. Las cartas no revelan la verdad —dice
Eugenio.
—Las cartas no, sus caras sí —se justifica Florencia—. Eran un poema en
prosa, tenías que haberlos visto, menudo cuadro. Y ahí también fue cuando
descubrí que ninguno de ellos había matado a Gerardo, por cierto. No sabían
ni que había muerto.
—¿Gerardo? Estamos investigando la muerte de Míriam —dice Richard
—. Estás muy perdida, niña.
—No estoy perdida y sí, me refiero a Gerardo, que ha muerto. Asesinado,
además.
—Pero ¿es seguro? —pregunto yo—. Porque estamos todo el rato que sí,
que no… ¿Eso está confirmado?
—Al ciento veinte por ciento —me dice y me guiña un ojo—. Pero, antes
de ir a eso, quiero pedir otro fuerte aplauso para mi papurri Eugenio, que no
se me olvide.
Florencia es la única que aplaude, por ahora, y sigue hablando:
—Ha sido brillante cómo ha descubierto que Gerardo era el oso más
amoroso de Aragón, yo jamás entenderé cómo funciona esa mente ni cómo se
las apaña para llegar a conclusiones acertadas, pero lo ha conseguido y,
gracias a él, todo ha hecho clic dentro de mi cabeza. Venga, no seáis tímidos.
¡Todos juntos! ¡Eugenio! ¡Eugenio! —corea Florencia.
Cantamos y aplaudimos más por obligación que por convicción y no es
por despreciar a Eugenio, que creo que merece el reconocimiento, sino por
Florencia. En el aire flota la sensación de que ahora mismo podría acusar sin
pruebas a cualquiera de ser un asesino, pero eso, aunque parezca que no,
limita el entusiasmo.
—Y ahora vamos al turrón, nunca mejor dicho —dice, y baja de la silla de
un salto para hablarnos mientras camina alrededor de le mesa—. El caso este
es tricky desde el principio, está en el punto justo entre la brillantez y la
chapuza, y eso es lo que lo ha hecho tan difícil. Para resolverlo había que

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responder a varias preguntas, cada cual más complicada. ¿Por qué utilizar un
veneno si luego la iban a matar usando otro método distinto? —pregunta, y
mientras lo hace levanta los dedos al aire y abre mucho los ojos, de manera
teatral—. ¿De dónde salía la sangre que encontramos en la escena del crimen
y luego en el salón? ¿Cómo explicar quién pudo matarla si todos tenemos una
coartada cuando sucedió? Y, por último, pero no menos importante…, ¿por
qué Gerardo querría ser el Oso Amoroso, actuando contra su propia empresa?
Florencia termina de dar una vuelta completa a la mesa y vuelve a ponerse
de pie sobre su silla:
—Las respuestas están en esta pluma —dice mientras nos la muestra, es la
pluma que estaba en el belén haciendo de puente sobre el río—, y en Nils
Sjöberg. El fucking Nils Sjöberg, nada menos. ¿Sabéis quién es?
Todos negamos.
—¿Tú lo sabes, Susana? —pregunta, y le acerca la pluma a la boca como
si fuera un micrófono.
—No —admite ella, avergonzada, como si estuviera en la tele y no
supiera la respuesta.
—¿Papá? ¿Julia? ¿Javi? ¿Nadie? —pregunta mi chica.
—¿El inventor de Ikea? —responde Emilio.
—¡No! Más famoso y mucho más importante, es quizá la persona más top
del planeta Tierra, venga, que lo conocéis todos. Una pista, tiene que ver con
Rihanna. —Florencia hace una pausa muy dramática y me mira—. ¿Ainhoa?
¿Ahora sí lo conoces?
—Ni idea —contesto.
Florencia se echa a reír.
—Pues quedaos con ese nombre, porque van a ser buenos loles. Ya veréis
—dice, y yo lo dudo—. Pero lo primero es lo primero, la pluma.
Florencia levanta de nuevo la pluma, elegante y seguramente cara. No
parece tener nada de especial, pero mi chica nos lo muestra como si ella fuera
el mandril de El rey león, nosotros todos los animales de la sabana africana y
la pluma Simba recién nacido. Esa es la importancia que le da.
—Esta pluma es la que Míriam usó para escribir la carta al Oso, o al que
ella creía que era el Oso, porque pensaba que era Quique —dice y la enseña a
derecha e izquierda, para que la veamos todos—. No encontré ningún
bolígrafo ni pluma en la habitación de Míriam, y eso me pareció random
desde el principio. Con algo tuvo que escribir y ese algo no podía haber ido
muy lejos. Hasta me tiré al suelo para buscarlo, pero nada, no lo encontré. Ya
entonces se me ocurrió que el asesino se lo había llevado. Pero ¿por qué

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sustraer esta pluma en concreto de la escena de un crimen? ¿Qué tenía de
especial? Esto ya no os lo voy a preguntar, que no me estáis dando vibes de
estar participativos y me cortáis el rollo. Se la llevó porque es el arma
homicida.
Otro silencio. Si Florencia fuera monologuista, estaría fracasando
estrepitosamente.
—Ya, pero Míriam murió ahogada, y hemos comprobado que la sangre no
es suya —dice Eugenio.
—De locos, pero recuerda que os he dicho que Gerardo también está
muerto. ¿Y si él es el asesino de Míriam? Voy a ir más allá… ¿Y si Míriam es
la asesina de Gerardo?
—Es una soberana memez —suelta Richard.
—Y si fuera cierto has destrozado las pruebas, la has manoseado entera,
hija —dice Eugenio.
—Esas afirmaciones hay que probarlas, Florencia. Y haría falta un cuerpo,
por ejemplo —advierte Juana.
Florencia no deja de sonreír, y yo me doy cuenta de que es justo lo que
ella pretende, le encanta generar desconfianza hacia sus teorías para
amplificar el asombro cuando revele la verdad. A priori puede parecer raro
que le funcione siempre, una podría pensar que llegaría un momento en el que
la gente se diera cuenta de que no falla nunca, lo que pasa es que en esta
sociedad nadie se fía de las veinteañeras frikis con el pelo teñido de morado.
Se equivocan, claro, y es un placer verlo.
—A mí también me parecía muy random que fuera él. Es más, ni siquiera
lo había considerado hasta que vosotros dos me habéis abierto los ojos. Abu,
eres tú quien ha dicho que el asesino era el Oso Amoroso, y, papá, es gracias
a ti que sabemos que Gerardo era el Oso. Yo solo he unido los puntos.
—Niña, yo vi a Gerardo salir con el coche bien temprano, a través de la
ventana de mi dormitorio, minutos antes de desconectar la alarma, y te
aseguro que Gerardo no pudo irse de aquí sin que saltaran los sensores. Nadie
puede burlar mi sistema y menos Gerardo. No pudo ser él —responde
Richard.
—Eso es lo que él quería que pensáramos, es genial. ¿Tú viste su cara tras
el volante? No creo que la vieras a través de la ventana, con la tormenta y sus
cristales tintados —dice Florencia.
—Ni la vi ni ganas de verla, nunca me gustaron sus rasgos, era el feo de
su familia —responde Richard—. De todas formas, es suficiente con ver el
coche salir de su casa. No se lo habría dejado a nadie. No creo.

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—Y después fue a Madrid en AVE, seguro que se puede comprobar que
usó el billete —responde Eugenio.
—¿No lo veis? Es la coartada perfecta. Nunca salió de aquí. ¿Alguien lo
vio hacerlo? Todos vimos que iba hacia la puerta de atrás, porque es la que le
pilla cerca de su casa, y escuchamos la puerta cerrarse. Ya está, dimos por
hecho que se había ido, pero literal que nadie lo vio físicamente abrir la puerta
y marcharse. ¿O sí?
Nos miramos entre todos. Y no hay respuesta.
—Era tan fácil como quedarse escondido, seguramente en el salón,
esperar a que el abu encendiera la alarma, y luego encontrar el momento de
salir de su escondrijo para asesinar a Míriam. Una vez hecho, se vuelve a
esconder, pasa aquí la noche y sale ya cuando el abu desconecte la alarma por
la mañana. Easy peasy.
—Eso no explica lo del coche. ¿Quién lo conducía, según tú? —plantea
Juana.
—Jandro, claro. Su esbirro fue a Madrid haciéndose pasar por él,
asegurándose de que los vecinos vieran el inconfundible coche del tío
Gerardo saliendo de la estación y luego usó el billete con el nombre de
Gerardo Pérez, aprovechando que los controles para coger el tren no son
demasiado exhaustivos, que digamos. No es como en los aeropuertos, por
ejemplo.
—Entonces el médico podría testificar que no recibió su visita —dice
Eugenio.
—El médico sería un cómplice más, seguro que es alguien de confianza,
como Jandro. No niego que el tío Gerardo estuviera enfermo, es más, tengo la
sospecha de que la visita al médico tuvo alguna razón de ser. No sería raro
que Jandro estuviese allí para recoger unos resultados, de la manera más
confidencial posible. Después de eso, a Jandro solo le quedaría coger el AVE
de vuelta y conducir hasta la casa de su jefe, donde supuestamente se reuniría
con él. Es un plan perfecto. Pese a quedarse todo el día encerrado en esta
montaña, el tío Gerardo tendría montones de pruebas que demostrasen que
estuvo recorriendo España.
Según la escucho, me doy cuenta de que tiene razón. No sé cómo se le ha
ocurrido, pero todo empieza a encajar de manera natural.
—Los mensajes que intercambió con Jandro te pueden dar la razón —
intervengo.
—Explícate, ¿qué decían esos mensajes? —me pregunta mi jefe.

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—El último mensaje de Gerardo era todavía por la mañana, y en él decía
que se podía retrasar. No decía en qué, pero podría significar que le iba a
costar salir de esta casa. Jandro le respondía que él sí que iba en hora.
—¿En hora para qué? —pregunta Eugenio.
—Puede ser el viaje a Madrid perfectamente —respondo—. Su siguiente
mensaje es por la tarde, que puede ser cuando regresó desde la capital y le
dice a Gerardo que está en su casa y le pregunta que por qué no se encuentra
allí.
—¿Y qué le respondió Gerardo? —me pregunta Juana, que está todavía
un poco perdida.
—Nada, ya os digo que el último mensaje de Gerardo fue por la mañana.
A partir de ahí todos los mensajes son de Jandro y cada vez son más
insistentes, se le nota preocupado por no recibir noticias suyas.
—El coche de Gerardo estaba aparcado en la puerta, ¿lo dejó Jandro ahí?
¿Por qué no se lo llevó al hotel? —dice Richard.
—Porque era el coche del tío Gerardo, no podía robarle el coche a su jefe,
abu. Él no podía saber que estaba muerto —responde Florencia—. Jandro
llegó e intentó meterlo en el garaje, pero había demasiada nieve y desistió.
Entró en casa a buscar al tío Gerardo y, cuando vio que no estaba, volvió al
hotel. ¿Alguna duda más?
La gente sigue sin estar muy convencida, aunque es evidente que ya están
interesados.
—¿Y dónde estaba Gerardo mientras tanto? —pregunta Richard—. Dices
que estaba escondido, pero ¿dónde?
Florencia aplaude.
—Exacto. Eres el GOAT, abu, ahí está la clave. Porque con esto
respondemos a casi todas las preguntas, aunque tenemos que responder a una
nueva, esa que dices. Ya sabemos que lo hizo Gerardo, que la sangre es suya,
la coartada en cadena tiene sentido porque había una persona más y ahora os
explico lo del veneno, aunque es bastante lógico.
—Un momento, yo quiero detenerme en la sangre —dice Juana—.
Entiendo que Míriam lo atacó con la pluma, ¿no?
—Eso es —responde Florencia—. Gerardo intentó matarla, pero la tía
Míriam era más fuerte de lo que él esperaba y se defendió. Cogió lo primero
que encontró y se lo clavó, posiblemente en el abdomen. Eso explica el
charco de sangre y también la sangre dentro del disfraz.
—¡Un momento! —pregunta Emilio—. ¿Por qué llevaba Gerardo mi
disfraz? Yo no se lo di.

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—Eso fue un golpe de suerte que compensó otro golpe de mala suerte —
responde Florencia—. El tío Gerardo no contaba con que Quique se iba a
pasar toda la noche hablando por teléfono o con que Verónica se iba a quedar
en casa esa noche, dejando todas sus cosas en la biblioteca y saliendo a la
ventana a fumar cada quince minutos. La mala suerte para él es que el pasillo
no estuvo libre en ningún momento. La buena es que apareciste tú con el
disfraz y te quedaste dormido al momento.
—Bueno, no sé si estuvo tan afortunado. Gerardo tampoco tenía tanta
prisa, ¿no? Podía haber esperado a que nos fuéramos todos a dormir —
comento yo.
—No, tenía que matar a Míriam antes de que se pasaran los efectos del
somnífero —me responde mi chica.
—Si le afectó tanto como a mí, iba sobrado —dice Juana.
—Puede ser, pero él no es médico, no podía arriesgarse. Además, tú
tomaste muchos polvorones, Johnny girl, pero muchos —responde Florencia
—. No soy quién para decirte nada, pero tienes un problema con los dulces
navideños.
—Necesitaba energías después de subir el puerto andando —se justifica
ella.
—Esa no te salió muy bien, ¿eh? —dice Emilio, y se ríe solo—. Pero me
parece que todavía no me habéis respondido. ¿Por qué me quitó el disfraz?
¿Es que no podía salir de otra manera? Me drogó y me tenía ahí a su merced.
¿Crees que el viejo abusó de mí de alguna manera?
—Ni un ciego abusaría de ti —dice Richard.
—Te lo quitó porque vestido de Papá Noel no se le reconocería y si
alguien se cruzaba con él pensaría que eras tú —explica Florencia—.
Seguramente todos lo vimos ir o volver, y no le dimos importancia. Muy top.
—Y lo del veneno, ¿por qué? —pregunta Juana—. Es complicarse, ¿para
qué tanto lío si podía matarla sin más utilizando un veneno más potente?
—Porque entonces habría corrido el riesgo de matar a más personas, ¿no?
—respondo yo—. Emilio también estaría muerto, por ejemplo.
Emilio finge recibir un ataque, como si le faltara aire. Se toca el cuello y
cae sobre la mesa, como si estuviera muerto.
—No caerá esa breva —dice Richard.
—Bueno, no sé si eso le preocupaba mucho al tío Gerardo tampoco —me
sugiere Florencia—. Pero hay una razón más poderosa por la que no podía
envenenarla hasta matarla y es el mismo motivo por el que decidió venir a

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cenar en Nochebuena después de tantos años. No creo que fuera porque
estaba enfermo y quería pedir perdón, la verdad.
Mi chica se queda callada, esperando que preguntemos. Menuda es ella; si
no lo complica todo, revienta.
—Venga, hija, por favor. ¿Cuál es el motivo? —pregunta Eugenio,
cansado de tanta parafernalia.
—He dicho uno, pero en verdad son dos. Uno: porque quería estar fuera
de la lista de sospechosos, y eso no era posible envenenándola, y el segundo y
el más importante, porque pretendía que esa lista estuviera formada
únicamente por los que estamos aquí, la familia que él odiaba tanto. Por eso la
mató en esta casa y por eso volvió en Nochebuena, porque quería que
cargáramos con la muerta.
—¿Y entonces la huella también la puso él? —pregunta Berni—. ¿Qué le
he hecho yo para que me haga algo así? Si casi no lo conocía.
—El tío Gerardo era muy cercano a la tía Míriam. Estaba al tanto del
salseo de vuestro pasado y sabía que podía utilizarlo para hacerte pasar por
sospechoso.
—Te lo ganaste, por listo —le dice Susana a su marido.
Berni agacha la cabeza y suspira. A ese pobre hombre le queda un largo y
duro camino por delante, no cabe duda.
—No te rayes, tío Berni, que no era solo por ti —responde Florencia—. El
tío Gerardo te señaló a ti porque eras el más fácil, pero yo creo que le daba
igual quién de nosotros fuera a la cárcel. Lo que más le ilusionaba, creo yo,
era dejar en ridículo a los tres inspectores Watson que no fueron capaces de
pillarlo.
—Eso sí me lo creo más —responde Richard—. Es lo más sensato que he
oído hasta ahora sobre su regreso.
—Si no estuviera muerto, estaría feliz viendo cómo nos comemos la
cabeza para descubrirlo —concuerda Eugenio.
—¡Y con esto está casi todo! Solo queda saber dónde está, ¿no?
—Esto…, una cosa —dice Quique—. Perdonad que participe, pero
tampoco queda claro por qué decidió hacerse espía contra su propia empresa
y meternos a Verónica y a mí en sus jaleos. A mí eso me interesaría saberlo,
la verdad.
—Oops, se me olvidaba eso, pero es importante también —dice Florencia
—. La respuesta a eso la tiene Nils Sjöberg porque, de igual manera que
sucede con el Oso Amoroso, Nils Sjöberg no existe. Es el pseudónimo que
utiliza Taylor Swift para componer algunas de sus canciones. Hizo esto, por

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ejemplo, con una canción que compuso para Rihanna, y por eso he dado esa
pista. ¡Era facilísimo!
—¿Taylor qué? —pregunta Richard.
—¿En plan? Me mato. Voy a hacer como que no he oído eso. Si yo sé
quiénes son los Beatles, tú deberías saber quién es Taylor Swift —responde
Florencia.
—Perdón, pero sigo sin ver la relación, Florencia —dice Quique—. Y yo
sí que sé quién es Taylor Swift. Es más, confieso que soy un poco swiftie, no
tanto como para conocer su pseudónimo, pero sí que me pongo su música
para trabajar. Esa chica tiene mucho talento y es muy trabajadora.
Florencia se levanta de un salto, pega un grito y corre a abrazarlo.
—No te creo. Estoy living contigo, Quique. Eres una caja de sorpresas —
dice Florencia y vuelve a gritar.
—Entonces, ¿me vas a responder qué pasa con Taylor? —insiste Quique,
que menciona a Taylor Swift como si fuera una amiga, sin apellido ni nada, y
creo que lo lleva un poco lejos, aunque mi chica no se lo toma en
consideración.
—Easy peasy. Ella sabe que cualquier tema que saque va a ser juzgado de
forma distinta al llevar su nombre y, para evitar que ese sesgo afecte al
recibimiento que tienen sus canciones más personales, se inventó a Nils
Sjöberg —dice Florencia—. El tío Gerardo se inventó al Oso Amoroso para
que nadie supiera que era un activista amante de los animales. Los únicos
seres vivos a los que quería eran sus mascotas y las amaba con locura. Mi
teoría es que no quería perjudicar a los osos con el negocio y se inventó al
Oso Amoroso para detener la operación sin que nadie supiera que era cosa
suya.
—Que quiera a sus perros, sus gatos y su loro no significa que quiera a
todos los animales del mundo —responde Richard.
—No, pero no sé si os fijasteis en que no comió lasaña —apunta Florencia
—. A alguno le pudo parecer una falta de respeto o un signo de enfermedad,
pero seguramente fuera porque era vegano. No tenía carne en su nevera,
tampoco.
—Ya, pero aunque sea así. Podría haberlo dicho públicamente, no hacía
falta montar todo este jaleo y matar a Míriam por el camino —responde
Eugenio.
—No negaré que se le fue de las manos, aunque tampoco era tan fácil
como dices. Es bastante loco el tema, pero seguro que empezó porque se
estaba muriendo y se puso en plan YOLO. En ese momento, uno empieza a

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poner en orden sus prioridades y a pensar en su legado —contesta Florencia
—. Piénsalo, lo que repetís todos de él es que era un hombre presumido, que
priorizaba su imagen por encima de todo y que sería capaz de cualquier cosa
con tal de que no se hicieran públicos unos documentos que lo avergonzasen.
—Eso he dicho yo, sí. Esto no tiene nada que ver, nadie se avergonzaría
tanto por ser animalista —responde Richard.
—Ou em lli, abu. Es peor aún —dice Florencia—. Ya sabes cómo es ese
ambiente en el que se mueve, de señoros muy machitos que quedan para ir a
los toros o para organizar partidas de caza. Los animalistas son ridiculizados
en ese mundo. Y si hubieran sabido que tenía tantos compañeros de piso
peludos le habrían dicho que era como una Merche o una solterona con gatos.
No. Para mantener su imagen de hombre intachable seguramente tuvo que
pasarse la vida encerrado en ese armario, sin confesar su pasión por los
animales y su activismo colaborando con refugios y ONG.
—Un momento, un momento, ¿me estás diciendo que el tío Gerardo
decidió arruinar un negocio de millones de euros por proteger a una manada
de osos? Menudo loser —dice Javi.
—¿Lo veis? —señala Florencia—. Nadie lo habría entendido. Lo de matar
a la tía Míriam tiene otra explicación, y es que debía de estar muy enfadado
con ella. Yo intuyo que la tía Míriam sabía que el tío Gerardo se estaba
muriendo, por eso no lo veía con fuerzas y por eso organizó el motín.
Esperaría que el tío Gerardo le dejara el negocio y, por lo que decís todos de
ella, lo más normal es que se lo dijera a la cara. Imaginad cómo se sentiría el
tío Gerardo. Su favorita, a la que él había ayudado tanto, le pagaba los favores
con una traición, justo cuando él más la necesitaba, en los últimos momentos
de su vida. Además, ella no le estaba dando mucha opción, estaba a punto de
destaparlo todo, y en ese momento habría sido muy vergonzoso para él. La
bola de nieve había crecido muchísimo, en plan Josema. Una cosa es que
salga a la luz que eres animalista y otra muy distinta que todo el mundo sepa
que has trabajado como espía contra tu propio negocio y que has amenazado a
sus socios.
—Se dice que había de todo en esos documentos —dice Verónica—.
Tenía fotos personales de Samuel y de Arturo que no creo que gustasen a sus
familias. Ni a sus mujeres.
—¡Ya ves tú! No me da ninguna pena esa Beatriz —exclama Agnes.
—Y había sacado a la luz la corrupción de la empresa, por eso me llamó a
mí —dice Quique—. Para que encontrara los chanchullos en sus cuentas. Y
no eran pocos.

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—De acuerdo, no hace falta que insistáis —acepta Richard—. Llegados a
ese punto, si hubiera salido a la luz que Gerardo era el Oso Amoroso, habría
estado en serios problemas.
—¿Y su carta en la que pensaba que iba a morir? —pregunto—. ¿Por qué
era? No tendría miedo del Oso porque era él y tampoco creo que temiera a
Míriam.
—¿Y qué hay de la anotación en su agenda? ¿Esa que menciona al Oso
Amoroso y las siglas RIP? —plantea Richard.
—Recordad la conversación con Jandro —nos contesta Florencia—. El
esbirro decía que lo esperaba para una reunión y sabemos que no era la que
tenía agendada después con Samuel y Arturo. Lo lógico es pensar que la
reunión fuera con Jandro, para contarle lo que había hecho y por qué le había
pedido que fuera a Madrid.
—¿Jandro no lo sabía? —pregunta Eugenio.
—No lo creo, Florencia tiene razón —confirma Richard—. Cuando yo lo
vi estaba asustado temiendo que Gerardo los hubiera descubierto y quisiera
despedirlo. No pensaba ni por un momento en que Míriam hubiera muerto a
manos de él.
—Jandro había ido a Madrid a hablar con el doctor y, como os dije, es
posible que trajera resultados de sus análisis. De ahí lo de RIP, el tío Gerardo
esperaba una mala noticia. No podía saber que, para cuando llegase la
información, ya iba a estar muerto.
—Yo creo que aquí te equivocas, niña —dice Richard, muy serio—. Es
posible que esperara malos resultados de un análisis, no digo que no, pero eso
no explica la carta de la que hablas. No, él temía ser asesinado.
—¿Por quién? —pregunta Juana, que no termina de ponerse al día.
—Por Samuel. O por Arturo. O por el propio Jandro. Cualquiera. Había
hecho muchos enemigos. Su plan era bueno, pero tenía un punto débil,
necesitaba que Jandro lo ayudara haciéndose pasar por él en su viaje a
Madrid, pero no se había atrevido a decirle cuál era el motivo. Esto le servía
para asegurarse de que su esbirro hiciera el trabajo, pero su empleado, más
temprano que tarde, iba a acabar descubriendo que Míriam había muerto ese
mismo día y empezaría a hacer preguntas. Por eso Gerardo quería
comunicárselo en persona y por eso temía ese momento. Cabía la posibilidad
de que, por una vez, a Jandro no le gustasen las respuestas de su jefe. Ese
hombre quería a Míriam, iban a traicionar al tío Gerardo juntos, puede que
fueran muy cercanos. No lo sé. No conozco la naturaleza de su amor, pero he

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visto con mis propios ojos su reacción a la noticia de la muerte de mi hija, y
ha sido muy parecida a la mía.
Se hace un silencio. Nadie había pensado que el esbirro de Gerardo
pudiera tener sentimientos, y que fueran tan importantes en el caso. Richard
continúa, muy serio:
—Yo no digo que Gerardo temiera que Jandro lo fuera a matar, pero
bastaba con que se negara a guardar silencio para convertirlo en hombre
muerto. Y no tengo claro que lo hubiera hecho. Gerardo lo había convertido
en cómplice del asesinato de Míriam sin saberlo. No le haría ninguna gracia
descubrirlo.
—Cero unidades de gracia —confirma Florencia—. Bien visto, abu. Es
verdad que eres el GOAT.
—Tú tampoco lo has hecho mal —responde Richard.
—Nada mal —concuerda Eugenio.
Se hace un nuevo silencio, pero en este ya no queda nada de la sensación
de fracaso de Florencia. Hacia ella solo hay admiración, aunque creo que
nadie está pensando en esto ahora mismo. Todos le dan vueltas al caso. Es
normal que sea así, cuando sabes cómo ha pasado algo es cuando empiezas a
pensar qué podías haber hecho de otra manera para evitar que sucediera.
—¿Cómo murió Gerardo? ¿Desangrado? ¿Y dónde está?
Florencia levanta la pluma.
—La respuesta está aquí —me dice, y se pone en pie—. Vamos, seguidme
todos.
Yo me levanto al instante, pero los demás se van desperezando poco a
poco. Les cuesta encontrar la vitalidad después de recibir una paliza en forma
de información.
—En verdad, podía haber empezado por esto y no contaros nada más —
dice Florencia—. Solo con ver lo que creo que nos vamos a encontrar no
habría hecho falta decir mucho más, pero así ha sido más divertido.
Florencia se detiene en el pasillo, justo antes de entrar en el salón.
—Por cierto, es mejor que no entre Alvarito. No creo que esté bien que
vea esto, va a ser tope de gore. Lo siento, compi.
—¡Jo! No es justo. Seguro que vais a abrir regalos —dice Alvarito.
—No, para nada. Es otra cosa, ya te lo contaré cuando seas más mayor,
¿vale? —contesta Florencia.
—Yo me quedo con él, si os parece bien. No creo que me interese ver lo
que quieres enseñar, hija —dice Agnes.

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—Me parece bien —afirma Eugenio—. Y, si alguien más quiere quedarse
aquí, es libre de hacerlo.
Nadie se detiene siquiera en contestar, todos decidimos entrar en el salón.
Queremos resolver esto de una vez. Florencia se dirige hacia el belén.
—Aquí es donde encontré la pluma y supuse que el escondrijo del asesino
tenía que estar cerca. Me ha costado lo mío darme cuenta, pero era bastante
obvio —dice Florencia, y a continuación baja la voz—. Por cierto, antes he
mentido a mi hermano, sí que vamos a abrir un regalo.
Según dice esto, se acerca a la inmensa caja de madera, donde se
encuentra la estatua que encargó Gerardo para Richard, y la abre. Se me
escapa un grito. No soy la única.
Sentado en el regazo del Richard esculpido en la piedra, nos encontramos
con el cadáver de Gerardo. Está blanco, ha sangrado mucho. Su espalda se
apoya en los brazos de la figura, con su pipa en una mano y su otra pipa en la
otra. Así visto, seguramente la escultura fue diseñada para ser utilizada como
un asiento.
—El plan de Gerardo era utilizar la estatua del abu como un Richard
Watson de Troya —dice Florencia—. Esto real que me estaba volviendo loca.
Encontré la pluma aquí al lado y sabía que el asesino había venido al salón a
devolver el traje a Emilio, y que había dejado un charco de sangre en esta
misma sala. Lo lógico es que su escondite estuviera cerca, casi me pongo a
tocar las paredes buscando una puerta secreta y entonces, cuando descubrí
que el asesino era Gerardo, lo supe. En verdad estaba clarísimo. El tío
Gerardo nunca quiso hacer un regalo al abu, ni pedir disculpas ni nada.
Entonces, ¿por qué encargar una estatua de este tamaño? Porque tenía un
propósito. Era todo parte de un plan. Además, cuando la abrimos para
cotillear, no nos costó nada forzarla. Es una caja que tiene que sostener una
estatua de varias toneladas, lo normal es que vaya segura, pero nosotras la
abrimos como si nada. ¿Por qué? Porque estaba pensada para abrirse. Lo
hemos tenido delante todo este tiempo.
—Gerardo tuvo que sentirse sin fuerzas paulatinamente, cuanta más
sangre perdiera, menos capaz sería de hacer esfuerzos. Su enfermedad lo haría
todo más grave, debió de quedarse dormido —supone Eugenio.
—Ya, pero, aun así…, podría haber dicho algo —apunto yo—. Podríamos
haberle salvado la vida.
—Era un cabezota, no habría pedido ayuda ni muerto —dice Julia, y no se
ríe—, y menos aún estando a punto de morir por otra cosa.

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—Y era consciente de la atrocidad que había hecho —añade Susana—. Le
esperaba la cárcel.
—Seguro que pensó que podría aguantar hasta que no hubiera nadie fuera
y salir huyendo —sostiene Florencia—. Pero Juana se ha pasado el día aquí,
durmiendo, y no se atrevería a salir de su escondite.
—¡Mira! Al final he sido importante en el caso, aunque sea sin querer —
dice Juana.
Observamos callados a Gerardo. Era una mala persona que acabó siendo
peor todavía, pero, aun así, da pena verlo en estas circunstancias.
—¡Qué mal gusto tenía el hombre! —exclama Richard—. No me gusta
nada la estatua, espero que venga con tíquet regalo.

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Epílogo

JUANA

Creo que ninguno somos conscientes de haber acabado con la investigación


del crimen. Bueno, a mí me falta todo el papeleo, los Watson se irán de
rositas.
—¿Podemos abrir ya los regalos? —pregunta Alvarito—. Porfa, porfa,
porfa.
Qué niño más materialista. ¿Dónde quedó el espíritu navideño, el disfrutar
de una familia unida y feliz? Pero, claro, una familia también tiene sus riñas,
sus rencores, sus complejos, su jerarquía. En realidad, es fácil quedarse con
los regalos. U odiar la Navidad. A lo mejor lo que me molesta es que se vayan
a abrir los regalos y no haya ninguno para mí. Porque los míos están en casa
de mis padres, lejos de aquí, bajando por el valle. Y ya no nieva, pero todavía
no es sencillo transitar la carretera y me toca esperar con ellos al menos unas
horas más.
Por suerte, ha cambiado el ambiente en la casa de los Watson. Aquí nadie
es culpable. Se miran unos a otros y ya no hay recelo, ni el miedo a que la
persona que tienen al lado sea asesina o cómplice. Ahora la persona de al lado
puede ser insoportable, si te toca Emilio, por ejemplo. Pero en eso consiste
también la familia, también eso es la Navidad. Supongo que compartir
vivencias junto al peor cuñado posible puede ser estimulante si es solo
durante unos días.
—Pregúntale a la yaya —responde Eugenio a Alvarito—. Ella es la que
dice lo que se puede hacer en esta casa.
—Yaya, ¿podemos abrirlos ya? —El niño ya no puede más de tanta
espera.
—Sí, ya podemos, en el tiempo que tarda en calentarse la comida —
concede su abuela—. ¿Sabes dónde están los tuyos?

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Alvarito ni responde, se dirige hacia el sillón del fondo y empieza a abrir
los regalos uno por uno, sin rasgar el papel, disfrutando de cada detalle y
compartiéndolo con sus padres y con su hermana. Yo esperaba que fuese más
salvaje, pero es el hijo de Eugenio y Quique, que son educados hasta el
extremo. Le han traído su primer kit de investigación criminal, con sus lupas,
sus sobres para evidencias y su linterna. El pobre niño lo celebra abrazando a
sus padres como si le hubiera llegado una videoconsola. Supongo que ese es
uno de los motivos que hacen a los Watson los mejores inspectores del país y
quizá del mundo. También Florencia es hija de Eugenio y grita y juega con
los restos de los envoltorios de sus regalos como si fueran confeti, celebrando
no sé qué concierto con Ainhoa.
—¡Amorch! ¡Que nos vamos a ver a Blackpink!
Emilio ha regalado una botella de un whisky, que al parecer ha hecho él, a
todos los adultos de la familia. A Verónica y a mí nos han dado las que
correspondían a Míriam y a Gerardo.
—Qué honor —dice Verónica, y no sé si habla en serio o irónicamente.
En cuanto a mí, es que es mi único regalo y me hace ilusión.
Todos observan lo que les ha traído Papá Noel con tranquilidad, pero, si
me fijo bien, puedo notar en algunos regalos halos de trascendencia que no
tenían cuando fueron colocados junto a la chimenea la tarde de Nochebuena.
Mezclados con el resto, sin saber exactamente cuáles, hay regalos que les hizo
Míriam. Que compró sin sospechar que estaría muerta cuando se abrieran, que
sería lo último que sus familiares iban a recibir de ella en esta vida. Sean los
que sean, de pronto son importantes y los relacionarán con Míriam a partir de
ahora. En algún momento sabrán cuáles son, ya sea porque el resto de los
familiares les pregunten si han acertado con determinado regalo, porque
quede algo sin reclamar, o porque lo investiguen, que para algo son
inspectores la mayor parte de ellos. Su último recuerdo, ya sea un jersey, o
una baraja de cartas del tarot, da igual si es mejor o peor regalo o si les dedicó
más de cinco minutos, será un detalle que pensó Míriam para ellos poco antes
de morir. La muerte tiene muy poco sentido.
Y, en una esquina, cerca de la chimenea, hay dos montoncitos de
envoltorios que supongo que nadie abrirá nunca, los que corresponden a
Míriam y a Gerardo. Qué lástima, con lo difícil que es pensar un regalo, más
aún si no ves a la persona en los últimos años, y ahí se van a quedar, sin saber
si han acertado o no. Y, mientras me abstraigo en estos pensamientos sobre la
vida y la muerte, Julia y Emilio hablan y se abrazan y se parten de risa.

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—Un momento, por favor —dice él y, como nadie le hace caso, golpea
una botella de su whisky con una cucharilla de té que había por aquí. Siempre
hay una cucharilla de té rondando por esta casa—. ¡Un momento! Tengo un
anuncio que hacer.
Ahora sí que se callan todos, con curiosidad, o porque saben que no va a
parar hasta que lo hagan.
—Con el triste fallecimiento de Gerardo y de Míriam —dice Emilio,
haciendo una pausa dramática—, entiendo que el hotel, a falta de otros
descendientes que trabajen en él, pasará a dirigirlo mi queridísima y nunca del
todo valorada mujer, Julia Watson. Te lo mereces, preciosa mía. ¡Un aplauso
para ella!
Y, como un público obligado, aplaudimos. No parece el momento para
repartirse los restos del naufragio, es de muy mal gusto, y ni siquiera ha visto
el testamento. Sin embargo, nadie le lleva la contraria, parece que aceptan la
herencia de Julia como algo natural. O no les importa mucho el hotel. Julia se
ríe, feliz. Si la investigación siguiera en pie, esto sería un móvil para cometer
el crimen.
—Tía Julia —dice Javi—. Tendrás sitio para que yo trabaje en el hotel,
¿verdad?
—¿Por qué no? Puedes ocupar mi antiguo puesto.
—¿Y dirías que yo mantendré mi trabajo? —pregunta Verónica.
—Claro, yo qué sé. Lo hacías bien, ¿no?
—¿Y un aumento de sueldo? —tienta a la suerte Verónica.
—Bueno, eso ya veremos. Tengo que pensarlo. ¿Te sirve?
—De sobra.
—Y no solo eso —nos dice Emilio—. Para quien no se haya dado cuenta,
Julia puede disponer de los terrenos de la montaña que se iban a usar en la
ampliación de las pistas de esquí. ¡Y eso significa que habrá whisky ahumado
de calidad para todos! Ya veréis cuando se lo diga a mi amigo Ricardo.
Vamos a ser ricos. ¡Chin, chin!
Obviamente, casi nadie responde a ese brindis, porque no tienen ninguna
copa ni ningún vaso a mano, nadie más que él y Julia está bebiendo alcohol.
De nuevo, un móvil más para cometer el doble crimen. O son unos genios del
mal y nos han engañado a todos, o son dos personas con una suerte que no se
la creen.
A Susana le han regalado un curso de iniciación al reiki para dos
personas, y unas piedras, que parecen ser ónix y amatistas. Es cosa de Berni.

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Se dan un abrazo horrible, frío, nada en consonancia con la ilusión que le
hace el regalo.
—La comida está lista —dice Agnes.
Y allá que vamos todos. Sobre la mesa nos encontramos un guiso con una
pinta excelente. Por lo visto lo ha preparado Agnes y no puedo sino admirar a
la anciana por su coraje. Han tenido que ser días complicados y aun así ha
seguido preocupándose por todos los demás. También podían haberla
ayudado y dejarse de crímenes, pero ¿qué sabré yo? El aspecto de la comida
es increíble aunque cualquier cosa me serviría, en este momento, después de
un día sin comer.
—¿Dónde está la bechamel, Eugenio? —pregunta Julia.
En ningún lado. ¿Qué bechamel?
—¿Dónde está la bechamel, Eugenio? —preguntan todos, incluso una
persona respetable como Agnes. Y se ríen como si fuese lo más gracioso que
se ha dicho nunca. Eugenio acepta su papel, actúa como si estuviera muy
ofendido.
—No os vuelvo a cocinar nada, malditos —contesta, y también ríe.
—¡No, por favor! ¿Qué vamos a hacer sin esa bechamel? —dice
Florencia.
—¿Dónde está la bechamel, Eugenio? —repite Julia por enésima vez.
No entiendo lo que ocurre, será una broma de los Watson. Julia ya no
parece estar molesta con Eugenio por haberla considerado sospechosa.
Eugenio se levanta y la besa en la frente. Yo no entiendo nada. Obviamente,
nadie cuenta conmigo. Tampoco tendrían por qué hacerlo. Vine a resolver un
crimen y ya está resuelto. Ahora no tengo nada más que hacer aquí, solo
espero a irme mientras los veo ser una familia casi normal.
—Una cosa —dice Ainhoa—. Entonces los osos… ¿vivirán?
Se quedan pensando y sorbiendo de sus cucharas. Nadie había reparado en
los osos, y no creo que quisieran hablar más del asunto.
—Todos menos el amoroso —responde Florencia—. O no, no tenemos
planeta B y nos lo estamos cargando a saco, incluso sin pista de esquí.
Toda la familia mira a Susana, esperando una respuesta. Temiéndola.
—El cambio climático es una filfa —dice Susana, al fin—. Os están
lavando el cerebro, niñas. ¿Sabéis que ya hubo una glaciación hace mil años y
no se acabó el mundo?
—Fue hace mucho más tiempo —responde Eugenio—. Y fue natural.
—Dame pruebas, Eugenio, no hables por hablar, tú que eres tan de
pruebas.

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Eugenio se limpia los labios y tira la servilleta sobre la mesa, con su
elegancia característica.
—No se puede hablar contigo, se me olvidaba —responde, sin levantar la
voz.
—No puedes demostrar nada. Es lo de siempre, se os llena la boca con el
cambio climático y no os dais cuenta de que quieren controlarnos.
—Ya está bien, por favor —pide Agnes.
—Entonces Gerardo quería salvar el ecosistema —dice Ainhoa.
—Sí. ¿Y? —pregunta Richard—. Hizo algo por una buena causa una vez
en su vida. ¿Le damos una medalla?
—Solo dice que pensábamos que únicamente le importaba el dinero y el
poder, y no era así —responde Florencia—. Que hasta la peor persona tiene
su corazoncito en algún lado del pecho.
—Por favor, este tema en la mesa no —implora Agnes.
—Que no, que quería salvar a los ositos, pero la solución que encontró fue
matar a su mano derecha, a mi hija —responde Richard, demasiado en
caliente para callarse.
Todos callan. El que no hubiera terminado de comer lo ha hecho en este
momento. Agnes se va de la mesa, recogiendo los platos a su paso. Florencia
se levanta con ella y le pasa un brazo por el hombro, con suavidad.
—Pues vaya solución, ¿no? —sigue Richard—. No me veréis llorar por su
muerte. Estará muy bien bajo tierra.
Nadie responde nada a eso, porque no hay nada que responder. Pasan
unos minutos en silencio y alguien pone unos villancicos en inglés en el
equipo de música, y traen té, y whisky y vasitos cortos. De pronto hay unas
cartas sobre la mesa. Parece que vamos a jugar a la pocha. El sol sigue arriba.
Pronto darán por terminada la borrasca y podré irme de aquí.
Los que no querían jugar ya se han levantado de la mesa y se van a echar
la siesta, a mirar el teléfono móvil, o a estar solos por un momento, lejos del
resto.
—¿Es ahora cuando decís que soy la mejor inspectora? —pregunta
Florencia—. Para ir preparándome para hacerme la humilde.
—No sabías ni por dónde te daba el aire hasta que hablamos Eugenio y
yo, niña —responde Richard.
—Hay que valorar el trabajo de todos —añade Eugenio—. Yo he
encontrado y descartado muchas pruebas que podían habernos llevado a error,
por ejemplo. Y más o menos lo había descubierto todo.

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—Has acusado a Julia, campeón, genio, mastodonte —le dice Florencia
—. No eres un ejemplo.
—Me he dejado llevar, lo mío son las pruebas, y me empujasteis a salir de
ellas, eso no es mi fuerte. Pero en cuanto a las pruebas he estado muy
acertado.
—Yo he acabado con una trama de corrupción a nivel nacional —dice
Richard.
—Pero estáis de broma, ¿o qué? Al final, la que resolvió todo… fui yo. Y
ahora tengo cinco bazas.
Ya escucho la quitanieves en la calle, acercándose. Me levanto. Me doy
cuenta de que sigo en pijama. Nadie se ha dignado a darme una ropa decente
en este tiempo. Creo que ya me iré así de esta casa. Agnes me ve y se acerca.
—Yo te llevo, Juana —me dice—. Muchas gracias de nuevo por tu ayuda
con el caso.
—Solo hemos repartido cuatro cartas —dice Quique a Florencia—, no
puedes tener cinco bazas.
—Las cuatro sobre la mesa y una más por resolver el crimen.
Es un lujo tenerlos como compañeros y verlos resolver los crímenes que
les llegan. Pero es odioso verlos pavonearse como niños. La quitanieves ya ha
sobrepasado la puerta. Puedo irme. Ojalá mi coche siga en mitad de la
carretera y funcione. No se levantan para despedirse. Solo Quique y Ainhoa.
Los tres inspectores Watson apenas se dan cuenta de que me voy, siguen
enfrascados en su pelea por ver quién es mejor inspector, mejor jugando a la
pocha, mejor en cualquier cosa. Dicen que hay que intentar no conocer a tus
ídolos de cerca. Tienen razón. Y, aun así, ha merecido la pena.

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Agradecimientos

Hemos empezado esta novela con una dedicatoria para nuestra madre, porque
este libro surgió y existe como homenaje a todos aquellos libros que leímos
gracias a ella y con ella. Sin su impulso, no habríamos conocido de tan
jóvenes las obras de Agatha Christie o Arthur Conan Doyle, y es algo que nos
marcó a ambos. Solíamos jugar a ver quién adivinaba al asesino. Leíamos el
mismo libro los tres y, cuando creíamos que habíamos descubierto al
culpable, escribíamos su nombre en un papel —que guardábamos a buen
recaudo— junto con el número de página en el que estábamos, por si
coincidíamos y necesitábamos un criterio de desempate. Casi nunca
acertábamos, pero pasamos muy buenos ratos y ahora lo recordamos como
uno de los primeros momentos en los que nos enamoramos de la lectura. Por
eso es la dedicatoria. Por eso y porque es nuestra madre y la queremos.
Toda esta explicación viene un poco a justificar que solo aparezca su
nombre al inicio y no el de nuestro padre o el de nuestra hermana, por
ejemplo. Con esto pretendemos evitar envidias y reproches, que los
conocemos. La realidad es que también los queremos y les agradecemos su
apoyo y su amor, no seríamos como somos si ellos no existieran, pero había
que escoger a uno para la dedicatoria y no son ellos. Bueno, no había que
escoger, nadie nos ha pedido nada, pero lo hemos hecho, y ya está. No hay
vuelta atrás. Superadlo. También nos acordamos del resto de los tíos y
primos, que no son demasiados, pero no vamos a escribir aquí todos los
nombres, ellos saben quiénes son y lo mucho que los apreciamos.
También tenemos muchos amigos que han estado a nuestro lado y que
seguramente hayan llegado hasta aquí esperando recibir ese subidón de
adrenalina que produce ver tu propio nombre impreso sobre el papel de una
novela. No va a ser. Os queremos y es genial que hayáis leído el libro, pero
sois demasiados. Más de cinco y menos de quince, seguramente.
Por supuesto, nos acordamos también de Alberto Marcos, nuestro editor.
Muchas gracias por todo. Alberto ha hecho una apuesta decidida por nosotros
desde el primer momento, lo cual tiene mérito porque es nuestra primera

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novela, y además nos hacía saber de una manera muy vehemente lo mucho
que le gustaban los textos que le íbamos enviando. Suponemos que nos lo
decía convencido, pero, si no fuera así, nos lo hemos creído y nos ha hecho
bien. Es un proceso largo y resulta muy reconfortante sentirse arropado.
Chus quiere agradecer a Paula por ser una compañera constante de juegos
y risotas, y a Río por existir. A ambos por hacerle redescubrir y repensar la
idea de familia.
Fran quiere agradecer a Marina por compartir su vida con él y por hacerle
tan feliz. Y también le gustaría dar las gracias a sus gatos, Grisini y Kai, pero
sería inútil porque no saben leer.

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CHUS NAVARRO trabaja en la librería Derivas, en Madrid, donde imparte
talleres de escritura creativa, y ha cursado el Máster de Narrativa en la
Escuela de Escritores. Ha escrito la novela Al final, feliz, publicada en 2020.

FRAN NAVARRO es guionista de cine y televisión y ha colaborado en


producciones como Las chicas del cable, Velvet Colección y En el corredor
de la muerte.

Esta es la primera novela que escriben juntos.

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ÍNDICE

Guía de personajes
Prólogo I
Prólogo II
Prólogo III
Viaje a la casa Watson
Té, polvorones y un barreño de agua
La cena de Navidad nunca supo tan mal
Las grullas de la paz
Dicen que tienes veneno en la sangre
No es un dormitorio, es una escena del crimen
A Florencia no le gustan los detalles random
Cae un rayo de información, el trueno se hace esperar
¿Dónde está la bechamel?
Pinta, colorea y analiza pruebas
Todos castigados hasta nueva orden
Ojalá
El turno de Ainhoa
Las mentiras tienen las patas muy robustas
Perdido en el laberinto de una huella dactilar
Una certeza que es mejor no saber, una duda que hay que comprobar
El perro se llama Flauta
Cotillear un móvil ajeno es delito
Un cadáver a los polvorones
¿Quién cena tortilla de camarones en Nochebuena en Huesca?
Nunca es tarde para hacerse hacker
La sesión de Mademoiselle Florence

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Otra cosa no, pero Wolfgang sabe escuchar
Que si la abuela fuma
Cien por ciento sobre ciento veinte
Y de postre, una ensalada de tiros crepusculares
Hay amores que matan, otros no. A saber cuál es este
Quien madruga resuelve el caso
Richard lo sabe todo y lo cuenta. A ver quién le dice que no
Eugenio se salta el guion
OMG
Epílogo
Agradecimientos

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