Rice Lisa Marie Mujer A La Fuga
Rice Lisa Marie Mujer A La Fuga
Rice Lisa Marie Mujer A La Fuga
Mujer a la
fuga
ÍNDICE
AVISO.......................Error: Reference source not found
Prólogo Error: Reference source not found
Capítulo 1Error: Reference source not found
Capítulo 2Error: Reference source not found
Capítulo 3Error: Reference source not found
Capítulo 4Error: Reference source not found
Capítulo 5Error: Reference source not found
Capítulo 6Error: Reference source not found
Capítulo 7Error: Reference source not found
Capítulo 8Error: Reference source not found
Capítulo 9Error: Reference source not found
Capítulo 10 Error: Reference source not found
Capítulo 11 Error: Reference source not found
Capítulo 12 Error: Reference source not found
Capítulo 13 Error: Reference source not found
Capítulo 14 Error: Reference source not found
Capítulo 15 Error: Reference source not found
Capítulo 16 Error: Reference source not found
Capítulo 17 Error: Reference source not found
Capítulo 18 Error: Reference source not found
Capítulo 19 Error: Reference source not found
Epílogo Error: Reference source not found
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA....Error: Reference source not
found
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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA
AVISO
El material que viene a continuación tiene un alto contenido gráfico
sexual y va dirigido a lectores adultos. Mujer a la fuga ha sido clasificada
como novela S-ensual por al menos tres revisores independientes.
La Cueva de Ellora cuenta con tres niveles de lectura de
entretenimiento Romántica: S (S-ensual), E (E-rótica) y X (X-trema).
Las escenas de amor S-ensual son explícitas y no dejan ningún
espacio a la imaginación.
Las escenas de amor E-rótico son explícitas, no dejan espacio a la
imaginación y ocupan gran parte de la novela. Además, algunos de los
títulos clasificados como E pueden contener material fantasioso que algún
lector podría encontrar reprensible, como la esclavitud, la sumisión, los
encuentros sexuales entre dos personas del mismo sexo, las seducciones
forzadas, etc. Aquellos libros clasificados como E son los más gráficos de
la colección; es normal, por ejemplo, que un autor emplee palabras como
"follar", "polla", "coño", etc. en sus obras.
Los libros X-tremos únicamente se diferencian de los E-róticos en el
lugar en que se desarrolla la trama y en la ejecución del argumento. Al
revés que los títulos E, las historias designadas con la X tienden a
contener temas polémicos, no aptos para corazones asustadizos.
* * *
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Prólogo
30 de septiembre, Boston.
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lejos que he llegado nunca hacia el oeste es Chicago. Dudo mucho que
pueda hacer de profesora de primaria; soy hija única, nunca he estado con
niños, no me interesan los niños y no sé nada de ellos. Soy editora —y
buena, por cierto—, no profesora. Tanto mi padre como mi madre están
muertos y, decididamente, no eran un... Bob y una Laverne cualquiera.
Nací en el extranjero y jamás en mi vida he ido a ningún lado sin mi
pasaporte. Y le aseguro que no puedo llamarme... Sally; y menos aún Sally
May. —Se detuvo para tamborilear los dedos sobre la estantería de
plástico sobre la que estaban los pocos efectos personales que Davis le
había traído de la parafarmacia, y después volvió a sentarse sobre la
cama, abrazándose con la rasposa manta—. Así que, como puede ver,
será mejor que se invente algo mejor.
Herbert Davis había estado escuchando sus quejas con la cabeza
ladeada, mirándola con seriedad y dejando que se desahogara.
—Bueno —dijo, frotándose las manos en las rodillas y frunciendo los
labios—, supongo que todo esto no es tan necesario.
Julia pestañeó. ¿Ah, no?
Davis suspiró.
—Siempre puede decidir no testificar contra Santana y nosotros
seguiremos adelante con las pruebas que tenemos. De acuerdo con la ley,
podríamos retenerla como testigo material, pero preferimos no aplicarla
así. Nadie puede obligarla a que cumpla con su deber de ciudadana para
poner a la escoria de la sociedad entre rejas. Si de verdad quisiera, podría
salir ahora mismo de esta habitación, volver a casa y retomar su vida
desde donde estaba antes de que viera cómo Domenic Santana le pegaba
un tiro en la cabeza a Joel Capruzzo, el sábado pasado.
Recobró la esperanza de golpe. ¡Síííí! Todo aquello no era más que
una pesadilla y parecía que por fin acababa. Julia empezaba a sentirse
bien por primera vez en tres días, y el dolor que le oprimía el corazón
desde hacía tres días empezaba a remitir.
No se le había ocurrido que pudiera haber una salida. Por supuesto
que, como ciudadana, su deber era que se hiciera justicia. Durante unos
dos segundos, Julia sopesó su deber como buena ciudadana con recuperar
su vida.
La pelea ni siquiera fue justa: su vida ganaba por mayoría absoluta.
Tiró la apestosa manta sobre la cama.
—Bueno, si ese es el caso, creo que...
—Claro que —murmuró Davis, quitando pelusas imaginarias de la
manta—, no duraría más de cinco minutos ahí fuera. De acuerdo con lo
que cuentan por ahí, Santana le ha puesto precio a su cabeza... y no estoy
siendo poético, querida, quiere su cabeza, literalmente. Ofrece un millón
de pavos, Sally...
—Julia —susurró mientras se dejaba caer de nuevo sobre la mugrienta
cama. Podía sentir cómo la sangre se le agarrotaba en la cabeza.
—Sally —dijo Davis con firmeza—. Como le iba diciendo, el primero
que la pesque, recibirá un millón de dólares. En efectivo. Más de uno de
esos haría cosas mucho peores que matar y decapitar por mucha menos
pasta. Acaba de empezar la temporada de caza, Sally... ¡y usted es la
pieza a cobrar!
Su garganta emitió un sonido y Davis asintió.
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* * *
Un millón de dólares.
El profesional se quedó mirando la pantalla del ordenador. No habían
pasado tantos años desde que el profesional fuera uno de los mejores
piratas informáticos de Stanford. Seguía teniendo ese poder. Y la
información era poder.
La mayoría de la gente piensa que los asesinos a sueldo son
descerebrados mentales, apenas suficientemente inteligentes como para
empuñar un arma. Pero estaban equivocados. Se trataba de una profesión
maravillosa para una persona ambiciosa y con ansias de llegar lejos.
Estableces tus propios horarios, hay dinero más que de sobra y, sobre
todo, se cobra en negro. El último acto, apretar el gatillo, es el más fácil de
todos. Bastaban unas cuantas horas en el campo de prácticas para que así
fuera.
No, lo difícil era encontrar a la víctima, la caza en sí. Eso era lo que
diferenciaba al profesional del medio millón de dólares del matón de los
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cien dólares. Este tipo, sonrió el profesional, o mejor dicho esta «tipa» era
el objetivo perfecto. En cuanto la encontrara, un solo tiro sería más que
suficiente.
Qué coño, probablemente una cápsula de cianuro disuelta en una
taza de café bastara. No podía ser muy difícil convencerla para que se
tomara una taza de café. Todo el mundo coincidía en que Julia Devaux era
una persona agradable. Simpática, trabajadora, ratón de biblioteca,
videoaficionada... Se educó en el extranjero, habla tres idiomas, licenciada
en filología, trabaja editando libros, le encantan los gatos, odia a los
perros. Su gato se llama Federico Fellini.
No le había costado mucho reunir toda aquella información. Era
sorprendente todo lo que la gente estaba dispuesta a contarle a un tipo
trajeado y con una placa del FBI comprada en los chinos.
Un millón de dólares. No estaba nada mal. Junto con la suma de los
trabajos que ya había completado, era más que suficiente para retirarse
en aquella casa en primera línea de playa de St. Lucía; francos suizos
llegándole todos los meses, dinero fijo y seguro, y la Agencia Tributaria a
miles de kilómetros de distancia. La jubilación a los treinta en una casa de
lujo al sol. Qué trabajo tan maravilloso.
Julia Devaux debía morir.
Un poco de lástima sí que le daba. Todo el mundo hablaba tan bien
de ella, y parecía guapa, a juzgar por la única foto que pudo encontrar el
profesional: una copia emborronada del boletín mensual de la empresa.
Aun así... un millón de dólares eran un millón de dólares.
Los idiotas de Santana estarían dando vueltas ahora mismo,
buscando detrás de los arbustos, volviéndose locos y dejando huellas que
hasta un ciego podría seguir.
«No», pensó el profesional tecleando a ritmo constante en el teclado.
Había otras formas mucho más inteligentes de encontrar a Julia Devaux.
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Capítulo 1
Simpson, Idaho
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—Perfecto. Está bien, panda, vamos allá. Tenemos media hora para
hacer la mayor y más mezquina calabaza-linterna que haya visto nunca
este pueblo en las escaleras del colegio.
—¡Sí! ¡Eso es! —Tras una maraña de extremidades y con el máximo
ruido y lío posible, Don Grande empezó a cobrar forma. Por raro que
pareciera, el ruido y la confusión tranquilizaban a Julia, acostumbrada
como estaba al ajetreo y al bullicio de una gran ciudad. Simpson estaba
desértica hasta a media mañana, hecho que le ponía los pelos de punta.
Observó a los niños mientras trataban de vaciar de pepitas la
gigantesca calabaza, interviniendo sólo para recoger lo que caía al suelo
para que los niños no se resbalaran y acabaran en el suelo. Jim, el bedel,
se encargaría del resto.
Al cabo de más o menos un cuarto de hora, Rafael volvió a la clase
con los ojos secos pero rojos. Julia esperaba que se uniera a la diversión,
pero el chiquillo se quedó en un rincón, fuera del torbellino de actividad.
Julia suspiró y escribió otra nota a sus padres, preguntándoles si podían
venir a verla, y metió la nota en la tartera del niño. Era la quinta nota en
dos semanas que les escribía. Por poco que le gustara la idea, si tampoco
recibía respuesta esta vez, tendría que pedirle a Jerry el teléfono de casa
de Rafael y llamar a sus padres el lunes sin falta.
—Señorita Anderson, mire, mire.
Julia, que estaba pensando en qué tipo de padres podía pasar por alto
la infelicidad de un chiquillo tan maravilloso, necesitó un par de minutos
para responder a la ilusionada petición. Se giró para encontrarse con que
doce caritas resplandecientes la miraban como flores al sol; si supieran
que sólo estaba improvisando...
—Mire lo que hemos hacido. —Reuben estaba de pie, orgulloso, con
una mano sobre la enorme calabaza.
—Hecho —corrigió Julia. Bordeó sonriente su mesa y se acercó,
alzando una ceja al ver la mirada feroz de Don Grande. Los chicos habían
dejado parte de las semillas en el interior, pues tampoco había demasiado
tiempo, pero habían esculpido el exterior hasta convertirlo en el sueño
dorado de algún fanático de las películas de terror.
Julia ladeó la cabeza con gracia.
—Da miedo. Parece que lo haya hecho Freddy Kruger. —Los suspiros
de satisfacción le provocaron un sentimiento punzante y doloroso en el
pecho, y se le borró la sonrisa. Eran tan jóvenes... tener miedo a su edad
era algo divertido: cosas que hacen ruido por la noche, fantasmas que
salen de los armarios, y mamá y papá listos para ahuyentarlos con un
abrazo y una sonrisa.
¿Pero quién ahuyentaría a sus fantasmas?
Se oyó un fuerte sonido metálico; Julia pegó un brinco al oír la
campana y maldijo a Jerry. Pegar un salto y maldecir a Jerry estaba
empezando a convertirse en un acto reflejo.
—Adiós, señorita Anderson, adiós. —En uno o dos segundos el aula se
vació por completo. No había nada más rápido en la naturaleza que unos
niños pequeños que salen de clase al final del día. En un periodo de
tiempo sorprendentemente breve, el colegio entero estaba desértico.
Además, como era viernes, los profesores también se iban en cuanto
podían.
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arriba, de donde había salido ese copo, había muchos más aguardando. Y
su caldera había escogido aquel preciso momento para declararse en
huelga.
Sintió un repentino y profundo nudo de nostalgia en la garganta. En
casa, si le pasara algo a la caldera y no funcionara, habría llamado a Joe
desde el trabajo y, para cuando llegara a casa, estaría arreglada. En casa,
en un día frío y oscuro como aquel habría hecho lo que fuera por hacer
algo especial, como alquilar una película clásica, comprarse un nuevo libro
u organizar una cena con alguna amiga como Dora, por ejemplo. A Dora
también le gustaban las comidas calientes y especiadas en los días fríos y
desapacibles. Habrían ido a The Iron Maiden, ese nuevo restaurante
ucraniano de moda que había en Charles, o puede que se hubieran
animado a probar algún restaurante sichuanés... o a lo mejor habrían
pedido algo en un mejicano...
O podría haber llamado a Mason Hewitt y habrían encontrado alguna
comedia que ver, habrían tomado dim sum en Lo's y un café por la noche
en Latte & More. Y después se habría planteado seriamente la posibilidad
de dejar que Mason la sedujera. Hacía mucho, mucho tiempo que no
echaba un polvo. Desde la muerte de sus padres, de hecho. Tampoco
había planeado que las cosas fueran así pero, de todas formas, así es
como habían salido.
Mason podía ser la persona adecuada para volver a introducirse en
las profundidades de la sexualidad. Aunque no era sexy, era gracioso y, si
la cosa salía mal, siempre podrían hacer unas risas sobre ello.
Una ráfaga de agujas de hielo sobre el rostro trajo a Julia de vuelta a
la realidad. No iría a ningún sitio con Dora aquella tarde; no alquilaría
ninguna película ni se compraría libro alguno y, decididamente, no echaría
ningún polvo. Probablemente ni siquiera tuviera calefacción en casa.
«¿Qué hago aquí?, —se preguntó Jordan desolada—, ¿A ochenta
kilómetros del Estée Lauder más cercano y donde la única comida rápida
es el ciervo?».
Lo irónico del asunto era que Dora, Mason y todo el mundo pensaban
que estaba en Florida. Davis le había hecho llamar desde una línea
telefónica segura y pedir la baja no remunerada por asuntos personales
para cuidar de un abuelo enfermo en San Petersburgo. Sin regularidad,
pero con frecuencia, enviaban postales firmadas por Julia a la lista de
amigos y compañeros de trabajo que Davis le había hecho elaborar.
Probablemente Dora y Mason la envidiaran en aquellos momentos por
poder pasar un tiempo en Florida, regodeándose al sol, siendo buena y
haciendo el bien.
Lo injusto que era todo aquello le carcomía el alma.
Una oleada de desesperación invadió a Julia hasta el punto de que
casi se cae de rodillas y se pone a llorar. ¿Qué cojones había hecho ella
para merecer esto? Estaba siendo castigada por un delito que no había
cometido; había presenciado por casualidad un asesinato y, en el espacio
de unas pocas horas, le habían arrebatado su tranquila vida de golpe.
Atravesó la calle despacio y recorrió la media manzana que había
hasta la intacta cabina pública que, al contrario de las que había en Nueva
York y Boston, no estaba destrozada. Pero estaba en un estado lamentable
y se averiaba continuamente, como si la compañía telefónica encargada
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ahí!
—Sólo te preguntaba si habías visto a alguien sospechoso por pura
rutina, pero créeme —continuó Davis—, nadie sabe quién eres ni dónde
estás.
«Tiene sentido, porque ni yo misma sé quién soy ni dónde estoy»,
pensó Julia. Volvió a dar una patada con sus pies congelados y el teléfono
volvió a hacer ruidos.
Un repentino golpe hizo que Julia se diera la vuelta corriendo con el
corazón en un puño; pero no era más que un antiguo y descolorido póster
de Coca-Cola que el gélido viento golpeaba contra una pared agrietada de
hormigón, así que Julia se volvió a dejar caer contra el cristal, aliviada. La
fuerza del viento arrancó el póster de la pared, que salió despedido por la
vacía calle.
«Sé exactamente cómo te sientes», pensó.
—La conexión vuelve a ser mala —chilló cubriendo con la mano el
altavoz, y colgó. Ya había tenido suficientes malas noticias. No le bastaba
con decirle que estaría ahí atrapada durante meses... al parecer, alguien
había estado cerca de descubrir dónde se ocultaba.
Julia se detuvo en seco un segundo, paralizada por la idea aterradora
que acababa de tener más que por el frío viento. Davis parecía estar
completamente seguro de que nadie podía piratear los archivos del
Departamento de Justicia, pero había leído más de una noticia en los
periódicos acerca de hackers de doce años y llenos de espinillas que
entraban en los ordenadores de compañías y de las fuerzas de seguridad.
¿Qué pasaba si Dominic Santana resultaba ser un experto
informático? Su mente volvió a aquella terrible y espantosa noche de un
mes antes. Normalmente trataba de eliminar las imágenes de su mente,
especialmente a las dos de la madrugada, cuando las pesadillas
amenazaban con volverla loca, pero ahora evocó a propósito aquellas
imágenes grabadas para siempre en su cabeza.
Hacía calor aquel día. Había sido un día de bochorno de una tarde de
veranillo inusualmente calurosa.
Repasó la escena a cámara lenta... el esquelético hombre de rodillas;
el sudor, del miedo, que goteaba en la acera manchada de aceite; otro
hombre, que le apuntaba con un arma a la cabeza; el dedo que apretaba
despacio el gatillo; la detonación; la cabeza del hombre esquelético que
explotaba... ahí era donde siempre apartaba la imagen de su cabeza, pero
esta vez continuó y se concentró en el hombre que sostenía la pistola. Era
alto y corpulento. Se concentró en su cara. Sus gestos eran de una frialdad
animal, llenos de brutalidad y violencia... aunque no inteligencia. Julia
empezó a volver a respirar. No, se dijo, ese hombre no podía piratear un
ordenador así.
Además, recapacitó Julia mientras volvía al edificio vacío del colegio,
llevaba en Simpson el tiempo suficiente para conocer a todos de vista.
Últimamente no había visto ninguna cara nueva.
El cielo rugió de camino al colegio y las luces parpadearon una vez.
«Genial, —pensó—. Esto es genial». Ahora sí que tenía que apresurarse a
volver a casa; tenía una gotera y no le apetecía tener que buscarla a
tientas.
Entró en su clase, con el familiar olor a polvo de tiza. Don Grande la
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Capítulo 2
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* * *
¿Y ahora qué?
Julia mantuvo el dedo en la boca del spray, confiando en que no se le
resbalara de las sudorosas y temblorosas manos. Una gota de sudor le
caía por los ojos, pero no se atrevía a limpiarla. Apenas podía respirar, y la
falta de oxígeno le estaba haciendo ver destellos de colores. El tratar de
noquear a aquel terrorífico hombre era la cosa más valiente que había
hecho nunca, pero no tenía sentido que hiciera el papel de Xena, la
princesa guerrera, cuando en realidad se sentía al borde del desmayo.
Se oyeron pasos en el pasillo y, sin perder de vista al aterrador tipo
que tenía sentado contra la pared, se dirigió a la puerta.
—¡Jim! —gritó—. ¡Llama al sheriff! Dile que tengo a un peligroso
delincuente aquí. ¡Dile que venga ya mismo! —Julia alzó la vista lo justo
para ver que Jim tiraba la fregona al suelo y se alejaba arrastrando los
pies. Volvió a fijarse en el hombre que había contra la pared.
Era aterrador, pese a que estaba sentado. Le había golpeado en la
cabeza con Don Grande, pero no había conseguido dejarle K.O. Era alto y
fuerte, de espalda ancha, e iba vestido con un jersey negro de cuello alto,
una cazadora negra y vaqueros; oscuras y duras facciones, ojos negros y
despiertos... todo en él delataba que era un asesino. Le tembló la mano.
¡Menos mal que se había acordado del spray contra el mal aliento que
guardaba en el bolso!
—No te muevas —repitió Julia, jadeando. Estaba tan asustada que
tenía el corazón en un puño. El terror de los meses previos volvió
multiplicado por mil, envuelto en un paquete alto, delgado y de espalda
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amplia. Le miraba fijamente con sus oscuros ojos y supo que el tipo estaba
calculando su próximo movimiento. Aquel hombre era un asesino
profesional. ¿Cuánto tiempo podría mantenerle a raya con el spray para el
mal aliento?
La puerta del colegio se abrió y oyó a alguien correr por el pasillo.
Abrieron la puerta de la clase de par en par y el sheriff Chuck Pedersen
apareció en el vano con una pistola en la mano.
Se detuvo de lleno al ver al asesino del suelo y a Julia.
—Oficial —dijo Julia con un hilillo de voz. Carraspeó para aclararse la
voz y comenzó de nuevo—: ¡Oficial, arreste a este hombre! ¡Es un
delincuente peligroso!
El sheriff Pedersen volvió a guardar la pistola y se apoyó contra el
vano de la puerta.
—Hola, Coop.
—Chuck.
Julia sacudió las rodillas, pues sentía que estaban a punto de fallarle.
Miró al sheriff y aspiró con fuerza.
—¿Conoce a este hombre?
El sheriff Pedersen cambió de pie su considerable peso y se pasó el
chicle de un lado a otro de la boca.
—¿Que si le conozco? —preguntó con tono filosófico—. Depende de
qué implique «conocer» a una persona. Puedes pasar años junto a una
persona y no comprender nunca…
—Chuck —repitió el tipo del suelo, esta vez con un gruñido.
Pedersen se encogió de hombros.
—Sí —dijo mirando a Julia—. Conozco a Sam Cooper. Lo conozco de
toda la vida y conocí a su padre. ¡Joder, pero si hasta conocía a su
abuelito!
—Oh, Dios mío —se quejó Julia. El estómago le daba vueltas a mil por
hora y no conseguía detenerlo. La adrenalina aún corría por sus venas y
era incapaz de pensar nada coherente.
Le habría gustado morirse allí mismo; se había defendido con valentía
contra un asesino a sueldo y ahora resultaba que había noqueado a un
respetable ciudadano de Simpson.
El tipo seguía sentado en el suelo, observándola.
Julia trató de pensar en algo razonable que decir. ¿Cómo demonios
iba a disculparse? «Siento muchísimo haberle atacado, pero pensé que era
un asesino a sueldo». Era de locos.
Claro que su imaginación tampoco andaba tan mal encaminada. El tío
este, el tal Sam Cooper, parecía de verdad peligroso. Parecía un asesino a
sueldo cualquiera. Todo en él era aterrador: una espiral de poder oscuro
emanaba de él y, aun desde el suelo, parecía un tigre a punto de saltar
sobre su presa. Su rostro era tan anguloso que parecía tallado en el Monte
Rushmore. Todo en él era oscuro, por eso había asumido instintivamente
que no era de Simpson.
Tras su primera semana en el pueblo, Julia se había dado cuenta de
por qué Herbert Davis había elegido el nombre de Sally Anderson: en
Simpson, todo el mundo parecía llamarse Jensen, Jorgensen o Pedersen.
Estaba convencida de que, en algún momento del siglo pasado, un
destartalado grupo de colonos escandinavos en busca del océano Pacífico
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habían dado su último aliento al llegar a Idaho, pues todo el mundo allí
parecía compartir los genes: tenían todos el rostro y el pelo pálidos y
suaves.
Aunque el hombre al que había atacado un poquito no era sí; no había
nada pálido y suave en él.
Tenía el pelo y los ojos negro azabache, a juego con su cazadora
negra azabache y el principio de barba negra que le cubría las mejillas. El
único color que había en él era el naranja del puré de calabaza que le
cubría.
Julia tragó con fuerza, sintiéndose culpable, y volvió a meter el spray
contra el mal aliento en el bolso.
—Eh... ¿qué tal? Me llamo Ju... Sally Anderson. —Trató en vano de que
no le temblara la voz.
—Sam Cooper —dijo. Apoyó la mano en el suelo y se levantó con un
único y ágil movimiento tan repentino que hizo que retrocediera con
miedo. Empezó a sacudirse las semillas y Julia volvió a sentirse culpable.
—Casi todos le llaman Coop —comentó el sheriff.
Julia se preguntó qué habría pensado su rigurosa madre acerca del
protocolo de la situación. ¿Podías llamar a alguien a quien habías tratado
de dejar inconsciente por su apodo?
Seguro que no.
—Señor Cooper.
—Señorita Anderson. —Dudó por uno segundo. Su voz era como la de
un asesino... profunda, baja y ronca. Le miró de reojo una vez más.
Seguía pareciéndole peligroso.
—¿Está seguro de que conoce a este hombre, sheriff?
—Sí, señora —replicó el sheriff Pedersen con una sonrisa—. Cría y
entrena caballos en un terreno que hay entre Simpson y Rupert. Todo tipo
de caballos, pero especialmente purasangres y árabes.
—Creo... mmm... creo que le debo una disculpa, señor Cooper. —Julia
trató de pensar en algo lógico que decir—. Le... le he confundido con otra
persona.
La clase se sumió en un silencio embarazoso.
—No me puedo creer que te hayan pillado desprevenido, Coop —dijo
el sheriff riéndose—. En especial una chica.
—Mujer —murmuró Julia, conteniéndose para no poner los ojos en
blanco.
—¿Qué? Ah, sí, ya no se puede llamar chicas a las chicas. —El sheriff
sacudió la cabeza con pesar ante la forma de pensar del mundo actual.
Observó a Julia de arriba a abajo y se rió de Cooper—. Te estás volviendo
un blando. —Se giró hacia Julia—: Coop era un SEAL, ¿sabes?
¿Una foca2?
Por unos instantes, Julia se preguntó si el mes de terror habría
acabado con sus neuronas. ¿Qué demonios quería decir el sheriff? ¿Una
foca...?
Ah. Se refería a los SEAL. Un soldado. Entrenados para matar.
Al fin y al cabo, no había andado tan mal encaminada.
Julia trató de asimilar aquella información mientras observaba a Sam
2
En inglés, seal significa foca, aunque el sheriff hace referencia a los SEAL, los grupos de
operaciones especiales de la armada de los Estados Unidos. (N. de la T.)
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* * *
Cooper había estado pensando en la facilidad con que la tal Sally
Anderson entablaba conversación con Chuck, al que conocía desde hacía
apenas cinco minutos. A él le había costado horrores darle el pésame a
Chuck cuando murió Carly, la mujer del sheriff.
Y luego Chuck le había rondado con gesto taciturno y se había
limitado a darle unas palmaditas en el hombro cuando la mujer de Cooper,
Melissa, se marchó. Al parecer, las profesoras de primaria guapas no
tenían el tipo de problemas que tenían los hombres. Y menos aún las
profesoras guapas de pelo rojo, no —volvió a comprobarlo mientras ella no
le miraba—: castaño.
Habría jurado que era pelirroja. Parecía una pelirroja; y él tenía
auténtica debilidad por las pelirrojas. Aunque, a decir verdad, no había
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visto a una pelirroja tan maravillosa como aquella más que en las
películas.
Seguía muerta de miedo. Le había tendido una mano temblorosa; una
mano suave, pequeña y fría como el hielo. Había tenido la irresistible
tentación de seguir agarrándole la mano para calentársela. Pero la había
soltado, pues parecía aterrorizada; era difícil olvidar la cara de verdadero
pavor que había puesto mientras le mantenía acorralado. La última vez
que había visto esa expresión de horror en alguien había sido a punta de
pistola.
Ahora ocultaba bien su miedo con una educada expresión en su
adorable rostro, pero recordaba su mano temblorosa.
Se hizo un silencio repentino y Chuck y la profesora se lo quedaron
mirando, expectantes. El eco de la pregunta de la señorita Anderson
resonaba en el aire.
—Eh... es cierto. —La respuesta debía de haber sido la adecuada,
porque la profesora recogió sus cosas y salió por la puerta. Chuck le dio
una palmadita en la espalda y la siguió; Sam se quedó sólo en el colegio,
con Jim, que barría el pasillo.
Escuchó a Jim tararear la canción Be my Baby, desentonada pero al
ritmo de la fregona. Cooper se dirigió hacia la puerta y oyó que algo crujía.
Las notas. Las notas que Sally Anderson había escrito. Había venido a
hablar de Rafael.
Joder. Se le había olvidado por completo.
* * *
Los acordes del principio de Tosca llenaron la aireada y luminosa
estancia. La habitación era un tesoro oculto de objetos maravillosos y
extraños. Un observador de a pie jamás habría visto el estado del sistema
de seguridad, ni la colección de revólveres y rifles que escondía en el falso
suelo de la cómoda de roble del Renacimiento.
Sobre la consola Hepplewhite había un ordenador y, junto a él, un
bote Wedgwood del siglo XVIII contenía lápices y bolígrafos.
El profesional abrió el archivo y empezó a meter el programa
adaptado de descodificación; su triunfo personal. Ese programa podría
valer más de 100.000$ sin problemas en el mercado informático. Si
estuviera en venta, que no era el caso. Cien mil no eran un millón, y el
programa de Negocios de Stanford había dejado muy claro que había que,
para conseguir dinero, primero había que gastarlo.
Introdujo la última de las claves para que el programa se pusiera en
marcha y el ordenador emitió un pitido. Inmediatamente, la pantalla
empezó a llenarse de letras.
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Descodificación 60%...70%...80%...90%...
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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA
Descodificación completada.
ARCHIVO: 248
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Descodificación completada.
ARCHIVO: 248
ÚLTIMO DOMICILIO: 308 South Hampton Drive, Apt. 3B, Frederick, VA.
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Descodificación completada.
ARCHIVO: 248
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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA
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248. Nadie más que buscara la cabeza de Julia Devaux sabía tanto como
él. Debería poder jaquear un código de tres dígitos en dos semanas como
mucho. Y con S. T. Akers en el caso, Santana no iría a juicio hasta
principios del año próximo, como pronto.
Aún quedaba tiempo. Archivo 248... no era mucho, pero al menos
tenía algo.
Aún quedaban esperanzas, el profesional meditó mientras Tosca se
lanzaba por el precipicio.
Aún quedaban esperanzas.
* * *
El camino desde el colegio hasta la casa de Julia era corto.
El camino a cualquier sitio en Simpson era corto. La verdad era que
Julia ni siquiera necesitaba el viejo Ford Fairlane verde lima que Davis le
había proporcionado. Hacía ruido, devoraba la gasolina y tenía edad
suficiente para votar.
Echaba de menos su elegante Fiat.
Echaba de menos su elegante vida.
¿Qué estaría pasando en Boston? Dora llevaba un tiempo pensando
seriamente en hacerse autónoma, e incluso le había dejado caer a Julia
que la aceptaba con ella. ¿Habría dado el salto? Andrew y Paul, sus
vecinos gays, se habían peleado. Julia esperaba que siguieran juntos
cuando... si volvía algún día. Nadie hacía la lasaña como Paul, y siempre
podía contar con Andrew para que la acompañara a cualquier evento de
arte.
Alguien les enviaría una postal de Halloween extrañamente alegre
desde Florida, recordándoles el baile de Halloween al que fueron los tres el
año anterior. Si supieran... Julia sonrió ante la repentina imagen de Andrew
y Paul acudiendo a rescatarla.
Y Federico Fellini, el gato más guapo y con más temperamento del
mundo. ¿Se habrían dado cuenta sus nuevos dueños de que le gustaba la
carne a medio hacer y de que se enfriaba con facilidad?
Desearía que su vida fuera una película que pudiera rebobinar a hacía
un mes y, así, decidiera no ir a hacer su mini safari fotográfico en la jungla
de la zona industrial del puerto. Cualquier cosa habría sido mejor que eso.
Una endodoncia; una operación a corazón abierto; o incluso leerse por fin
su copia antigua y sin estrenar de La Guerra y Paz, de tapa a tapa y con
notas al pie incluidas.
Cualquier cosa habría sido mucho mejor que lo que de verdad hizo:
conducir por el puerto en un intento de obtener fotografías realistas, pues
con su amago de fotografiar escenas románticas sólo había conseguido
desperdiciar un carrete entero con alas borrosas de mariposas y dientes
de león desenfocados.
Bueno, al final había obtenido su dosis de realismo.
Julia caminó por la desértica calle, observando los escaparates de las
tiendas a medida que avanzaba. Pese a que era prácticamente de noche,
nadie había encendido aún las luces y aquello parecía una ciudad
fantasma. La calle era espeluznante. El pueblo era espeluznante. Su vida
en sí lo era.
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distinguir qué parte era la cabeza y cuál la cola. El perro zanjó su duda
alzando el puntiagudo y manchado hocico y golpeando la madera del
suelo con la cola.
Julia se acercó un poco más, preguntándose qué tipo de vocabulario
comprenderían los perros. Federico Fellini, su gato, era un intelectual al
que se le podía hablar de libros y películas, siempre y cuando antes le
hubiera dado bien de comer; aunque tenía el presentimiento de que los
perros preferían hablar de política y de fútbol.
«Esto es mala idea, Julia, —se dijo—. No te basta con estar en
Simpson, Idaho, amenazada de muerte... ¡tienes que ponerte a ayudar a
un perro que seguramente tenga la rabia!». Se giró.
El perro lanzó un aullido lastimero.
Joder.
Julia dio un paso hacia atrás y se agachó para observar al animal bajo
la poca luz que daba la farola de la calle. Al menos el perro respiraba y no
tendría que hacerle el boca a boca. No había aprobado el curso de
reanimación cardiopulmonar que hizo.
El perro meneó la cola débilmente contra el suelo al ver que Julia se
acercaba con cautela a acariciarle. Sintió algo húmedo y retiró la mano,
antes de darse cuenta de que el animal trataba de lamerle la mano. El
perro alzó el hocico hacia la mano de Julia, quien habría jurado que le
miraba hasta lo más profundo de su ser. El pobre chucho parecía perdido y
solo.
—Tú también, ¿eh? —murmuró y, suspirando, chasqueó los dedos
para que entrara.
El perro tembló y trató de levantarse, pero volvió a caer y aulló con
fuerza.
—¿Qué pasa? ¿Estás herido?
Julia le acarició suavemente, tratando de no pensar en pulgas y
garrapatas, y se detuvo al sentir la pata delantera derecha.
—Está rota, ¿eh? —le dijo al perro; éste se limitó a mirarla y a mover
la cola—. A lo mejor sólo está torcida. No lo sé. A saber si hay veterinario
en Simpson. En fin... —Respiró con fuerza y le miró con gesto severo—.
Esta noche te dejo entrar sólo porque hace frío y estás herido. Pero
mañana te echo... ¿te ha quedado claro?
Volvió a sacudir la cola y le lamió la mano.
—De acuerdo, dejemos las cosas claras. —Julia cogió al perro, que
pesaba más de lo que se esperaba, en los brazos y se sorprendió un poco.
Se acordó del criterio que tenía Federico de la cocina—. No te pienso dar
comida hecha en casa; con un poco de pan y leche vas que chutas. —El
perro volvió a gemir cuando cruzaron el umbral. Julia suspiró—. Está bien,
si te portas muy bien a lo mejor te dejo comer los restos de mi ensalada
de atún.
Puso unas cuantas toallas viejas en el suelo, en un rincón del salón, y
dio un paso hacia atrás. Era un perro grande, pero estaba famélico. Se le
veían claramente las costillas a través de la piel; tanto que podía contarlas
si quería.
Julia fue a la cocina, echó un poco de leche en un cuenco de plástico y
puso las sobras de su ensalada de atún en un plato de plástico. Sabía que
al día siguiente se detendría en el supermercado a comprar comida de
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* * *
Si Cooper no hubiera estado ya en el suelo, aquella sonrisa le habría
derribado. Hacía que el rostro de Sally Anderson pasara de precioso a
maravilloso. En el espacio de una hora la había visto aterrorizada,
enfadada y confusa, y ahora divertida; cada sentimiento había sido tan
visible como si lo llevara escrito en la frente. Una habilidad de la que él
carecía. Melissa le había dicho tantas veces que tenía el rostro de piedra
que había empezado a creer que no sería capaz de mostrar ningún
sentimiento por mucho que lo intentara.
La sonrisa de Sally Anderson desapareció y Cooper se dio cuenta de
que se le había quedado mirando. Trató de sonreír a su vez y sintió crujir
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para cuando llegaba a la cama caía en un sueño tan profundo que bien
podría llamarse comatoso.
Otra parte se debía al calvario que había vivido durante su
matrimonio con una mujer sin sentimientos. Sólo con pensarlo se ponía
enfermo. Su matrimonio había sido como vivir el descarrilamiento de un
tren a cámara lenta.
El año anterior había metido la polla entre las piernas de Melissa
tantas veces como en la boca de una serpiente de cascabel. Claro que
seguramente la serpiente le habría dado mejor acogida.
Pero la parte más importante se debía a que las mujeres atractivas y
solteras no abundaban en Magnolia. Ni en Rupert ni en Dead Horse, la
verdad. Hacía mucho, mucho tiempo que no veía a una mujer tan guapa
como aquella. Si es que la había visto nunca.
La verdad era que había deseado a la tal Sally Anderson desde el
momento en que la vio, y ahora ya no sabía qué hacer. Había perdido por
completo la costumbre de hablar con féminas. Con las humanas, al
menos.
Si aquello le hubiera sucedido mientras estaba con los SEALs, y ella
fuera una chica de algún bar cercano a la base, le habría invitado a una
copa sin tener que preocuparse de persuadirla, cortejarla o tratar siquiera
de entablar conversación. La música en los bares estaba siempre
demasiado alta y, de todas formas, nadie iba allí a hablar; iban a buscar
alguien con quien echar un polvo. Durante sus años de la Armada, el sexo
no había supuesto ningún problema, especialmente en Colorado, donde
abundaban las groupies de los SEAL.
Después, Melissa había puesto los ojos en él y prácticamente le había
arrastrado al altar sin que Cooper pudiera decir nada al respecto. Muy a su
pesar, acabó descubriendo que ser la esposa de un oficial no era tan
divertido como pensó en su día. Y ser la esposa de un ranchero no tenía
ningún tipo de encanto. A Melissa no le gustaba vivir en el campo y se
aseguró de que Cooper se enterara bien de ello, de día y de noche.
En el ejército le habían enseñado todas las técnicas de evasión y
escape habidas y por haber, y había hecho uso de ese conocimiento, a
menudo, en su matrimonio. Se había limitado a mantener la polla dormida
y, ahora que volvía a la vida, no había nada en su caja de herramientas
que le valiera para llevarse a aquella dama a la cama.
Porque estaba claro que Sally Anderson era una dama. Una
espectacular dama muy bien educada y encantadora. Y los encantos de
Cooper no iban a lograr convencerla de que se fuera a la cama con él,
sencillamente porque no tenía. No era un hombre de palabras bonitas ni
movimientos suaves.
Aunque tal vez lo consiguiera si le arreglaba las tuberías...
* * *
Mientras Sam Cooper trabajaba en silencio, Julia fregaba todo aquel
desastre.
En más de una ocasión tuvo que rodear las interminables piernas de
él, que estaba tendido en el suelo. «Bonitas piernas, —pensó—. Muy, muy
bonitas». Aunque después se sintió avergonzada por comerse con los ojos
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las piernas del tipo que le estaba ayudando. Claro que eran perfectamente
comestibles.
Julia se detuvo un segundo para examinarle bien las piernas.
Eran largas y musculosas, de muslos excepcionalmente fuertes. Los
pantalones ajustados que llevaba le marcaban las líneas de los músculos
del muslo, duros como el acero y macizos, que se hinchaban y agrandaban
con cada uno de sus movimientos de una manera que Julia encontraba
verdaderamente fascinante. No podía apartar los ojos de esos músculos;
nunca había visto la fuerza masculina tan de cerca. Tuvo que clavarse las
uñas en la palma de la mano para evitar acercarse a tocar toda esa fuerza
masculina. Sólo un segundo. Para ver cómo era.
Julia siempre había escogido a sus ligues en base a su conversación y
encanto. Y, cómo no, tenían que ser buenos lectores y amantes de las
películas antiguas; además de llevarse bien con Federico, algo que no era
fácil pues el gato era muy melindroso en cuanto a sus amigos.
La verdad era que los músculos de los muslos nunca habían formado
parte de la ecuación.
Nunca se le habría ocurrido que pudiera excitarse sólo con observar
la mitad inferior de un hombre de la forma en que a los hombres les
ponían las tetas. Ella no era así; normalmente tenía muy en cuenta las
conversaciones y el encanto de las personas. Le horrorizaba sentirse
atraída por los atributos físicos de un hombre. El estrés y el miedo le
habían convertido en ese... ese tío de pueblo.
Estaba completamente segura de que el tipo que le estaba
arreglando las tuberías en aquellos momentos no tenía encanto ni era
buen conversador pero, al parecer, allí los músculos de los muslos eran
mejores que el encanto, a juzgar por las oleadas de intenso placer que le
recorrían la piel.
El miedo y el estrés le estaban volviendo loca. Era la única explicación
posible.
Cooper se pegó más contra la pared, sin dejar de mover la llave
inglesa y, al girarse medio segundo, Julia vio perfectamente bien que Sam
Cooper tenía otra cosa enorme, aparte de los muslos.
O aquel tipo tenía una erección gigantesca, o estaba en el Libro
Guiness de los Records. La temperatura interior de Julia se convirtió en un
fuego abrasador que minaba la fuerza de sus músculos.
Oh, Dios. ¿Qué le estaba pasando? Le temblaban las piernas y no
podía apartar los ojos de los pantalones de Sam Cooper, viejos y
desgastados por la parte de delante y en la zona de la ingle, donde se
estiraban por el contacto con los músculos de sus muslos y la...
«Esto no está bien».
Antes de que las rodillas le flaquearan, Julia se fue a la cocina a
frotarse las muñecas con hielo, puesto que no tenía agua. Empezó a
calmarse. Cuando por fin consiguió controlarse, volvió a donde Cooper
estaba trabajando.
Por fin salió de la pared y con un gigantesco «¡boom!», el calentón
volvió. Al igual que en el colegio, cuando le dio con la calabaza en la
cabeza, Cooper se puso en pie con un único y ágil movimiento. Bajó la
vista para mirarla. Su rostro, oscuro y duro, era completamente
inexpresivo. Alzó las manazas, llenas de grasa, y vio con consternación
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que se había hecho una herida; dos de los nudillos estaban cubiertos de
sangre.
—¿Puedo lavarme las manos? —tenía una voz profunda y ronca, como
si no hablara normalmente.
—Claro. Muchísimas gracias. —La casa empezaba a entrar en calor y
Julia se sintió enormemente agradecida. De acuerdo, no hablaba
demasiado y no podía dejar de pensar en sus muslos, y en lo que había
entre ellos... pero le había arreglado la calefacción y le estaba
eternamente agradecida—. El cuarto de baño es la segunda puerta a la
derecha. Hay toallas limpias.
Asintió con la cabeza y se giró. En un acto de autocontrol que
consideró heroico, Julia no le miró el culo. Ya tenía suficiente distracción
con su parte delantera, así que volvió a la cocina.
Le haría una taza de té... no, a lo mejor los vaqueros preferían el café.
Estaba llenando el filtro cuando oyó que llamaban a la puerta.
Aquello empezaba a parecerse a la Estación Central. En el mes que
llevaba allí nadie se había acercado a verla. Pero aquella noche parecía un
circo: primero el perro, luego Cooper y ahora alguien más.
Julia abrió la puerta y su peor pesadilla apareció de entre la oscuridad
Una pistola. Y le apuntaba directamente a la cabeza.
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Capítulo 3
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* * *
Cooper podría conducir los 43,8 kilómetros que había de Simpson a
Doble C con los ojos cerrados, maniatado y usando sólo los dedos de los
pies; menos mal, porque lo único que veía era el rostro de Sally Anderson
frente a él, y en lo único que pensaba era en la erección que tenía y que
dolía un huevo.
Seguía empalmado. A Cooper le preocupaba que su polla se hubiera
centrado en Sally Anderson y sólo la deseara a ella, a ella y a nadie más,
pues eso significaría que, teniendo en cuenta cómo se había comportado,
probablemente no volviera a echar un polvo en su vida. Había sido incapaz
de decir más de diez palabras seguidas, y había frotado su erección contra
ella cuando la sostuvo en sus brazos, después del susto que se llevó con
los chiquillos del «truco o trato».
Lo más probable es que pensara que era algún tipo raro que no podía
hablar con las mujeres pero al que le excitaba restregarse contra ellas.
Aun así, no podía culpar a su polla de tener un gusto excelente. Había
algo en Sally Anderson. Algo en la calidad de su piel, pálida y tan luminosa
que parecía brillar como si tuviera luz propia. O tal vez fueran esos ojos
azul turquesa, del color del mar. Fuera lo que fuera, no había podido
apartar los ojos de ella.
Cuando sonreía le salía un hoyuelito en la mejilla izquierda y, de
pronto, deseó haberle arrancado otra sonrisa, sólo para verlo. Pero ya no
sabía hacer reír a una mujer, si es que alguna vez supo. Podía bajar
haciendo rappel de un helicóptero suspendido en el aire, bucear a sesenta
metros de profundidad, disparar a una distancia de casi dos mil metros y
domar al caballo más salvaje, pero hacer reír a una mujer... era algo
completamente distinto.
Cooper sabía todo lo que había que saber acerca del entrenamiento
militar y sobre el ganado. Pero no tenía ni puñetera idea de cómo hacer
para llevarse a una mujer a la cama.
* * *
«No es mi hijo», esa misma noche, Julia repasaba sus palabras en la
cama mientras releía por tercera vez consecutiva el mismo párrafo.
¿Qué cojones significaba eso? ¿Que Rafael era el hijo de su mujer? De
ser así, «no es mi hijo» le parecía una forma muy cruel y fría de decirlo.
Pero Sam Cooper no le parecía cruel.
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Está bien, no era el tipo más hablador del mundo; aunque Julia
presentía que se debía más a que no tenía habilidad para comunicarse, y
no a que no fuera lo suficientemente inteligente para hacerlo. Había leído
en algún sitio que los comandos, o las fuerzas especiales, o como se
llamaran, tenían que tener una inteligencia superior a la media, aunque
era muy probable que el encanto y la capacidad de parlotear no
estuvieran entre las cualidades requeridas para el trabajo.
Era cierto que Sam Cooper parecía amenazador pero, por alguna
razón, era incapaz de creer que fuera cruel.
Echó un vistazo a Fred, que estaba acurrucado en la vieja manta en
una esquina del salón y la miraba con sus ojos castaños. Cooper había
sido amable hasta con el chucho sarnoso que le había adoptado como
dueña. Un hombre que tratara con amabilidad a perros y mujeres
abandonadas no podía ser cruel con un niño pequeño tan encantador,
¿no?
Claro que, ¿ella qué iba a saber? Ya no estaba segura de nada. En el
último mes, su mundo entero se había vuelto completamente del revés.
Llevaba una vida perfectamente normal y satisfactoria hasta que,
¡pum!, su vida entera se había vuelto de pronto una de esas canciones de
música ranchera; una de esas lastimeras y quejicas. Julia empezó a
inventarse algunas estrofas, marcando el ritmo con el pie debajo de la
sábana.
«Perdí mi trabajo y perdí mi casa y perdí mi coche...», Fred alzó la
cabeza de pronto y empezó a morderse el hombro con rabia. «…Y mi
perro tiene pulgas», concluyó con desánimo.
Para rematar el asunto, por primera vez en la vida era incapaz de
ahuyentar la pena con la lectura. No disponía de la mejor panacea del
mundo: sumergirse en un buen libro. Lo única que se podía leer en
Simpson era el The Rupert Pioneer y un par de hojas de escándalos que
informaban de los cotilleos semanales, disponibles en el supermercado de
Loren Jensen. Así que Julia tenía que apañárselas con los pocos libros que
se había traído.
No había tenido más que diez escasos minutos en la librería del
aeropuerto de una de las muchas escalas que hizo para llegar a Boise, así
que había comprado prácticamente la estantería entera. Para su desazón,
entre ellos había cuatro libros que ya se había leído, uno sobre la historia
del comercio con Japón en el siglo XX y un diccionario español-inglés. El
resto eran las novelas que llevaba todo el mes leyéndose una y otra vez.
Julia se concentró por enésima vez en el libro que estaba leyéndose.
A lo mejor por eso no lograba concentrarse en el misterio del asesinato.
Esta vez estaba leyéndolo con su ojo crítico de editora. Habría sido un
buen libro para una buena editora. Habría sido un bueno libro para ella.
Era buena editora.
Antes.
¿Quién la habría reemplazado en Turner&Lowe? Cuando se fue, un
gigantesco conglomerado editorial alemán acababa de comprar la
empresa. Aún no se había enfriado el muerto y ya se hablaba de recorte
de personal; no era de extrañar que hubieran acogido con tanto
entusiasmo su petición de baja no remunerada por asuntos personales.
¿Le habría sustituido Dora? No, Dora tenía muy buen ojo editorial para las
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novelas que no son de ficción. Hasta los hombres de negocios sin rostro
que había al otro lado del Atlántico preferirían que sus editores trabajaran
en las áreas de trabajo que conocían; era económicamente lógico.
A lo mejor Donny se había hecho cargo de los autores. Donny Moro
llevaba un tiempo siendo su asistente personal, y Julia había visto más de
una vez un brillo especulativo en sus ojos. Se habría lanzado a la mínima
posibilidad de quedarse con su puesto. Casi podía oír a ese mocoso pelota:
«Qué pena que Julia tuviera que marcharse justo ahora, cuando tenemos
tanto trabajo. ¿En qué estaría pensando? Da igual, estaré encantado de
tomarle el relevo».
¿Quién sabe qué se encontraría cuando volviera?
Si volvía.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, aunque era plenamente
consciente de que un par de lágrimas no cambiarían la situación. Ni un
poquito. Debería saberlo. Aquel último mes había llorado más que en su
vida, de miedo y de enfado por lo que le estaba pasando. Pero sus
problemas seguían estando ahí.
Julia se frotó los ojos y bostezó. Habían sido suficientes emociones por
un día: la llamada de Davis, el lanzamiento de Don Grande a la cabeza de
un SEAL, sus tuberías que amenazaban con reventar e inundar su casa, el
terror que sintió cuando pensó que uno de los hombres de Santana le
había encontrado, la inapropiada oleada de deseo por un soldado-ranchero
parco en palabras... el día había sido de lo más completo. Se le cerraban
los párpados. Hora de dormir.
Alargó la mano automáticamente hacia la alarma del reloj, pero se
detuvo; mañana era sábado, así que no necesitaba poner la alarma.
Y, además, ya había tenido suficientes sobresaltos.
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Capítulo 4
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buen numerito ayer. Seguía riéndose cuando llegó a casa. Te debo una por
eso, de verdad, hacía mucho tiempo que no le oía reírse.
Julia apretó los dientes.
—Vaya, me alegra saber que se divirtió; aunque la verdad es que me
asusté bastante.
—¿Por Coop? —Los ojos azules de Alice se agrandaron—. Pero si Coop
es el tío más simpático del mundo. Le conozco de toda la vida y no
mataría a una mosca. —Se quedó pensando unos minutos—. Bueno, al
menos no a un americano y menos aún a una mujer. Ni siquiera cuando
Melissa... —Alice se interrumpió y alzó la vista, sonriendo—: Hola, Coop —
dijo.
Julia giró la cabeza de golpe para encontrarse con que,
efectivamente, ahí estaba Sam Cooper, alto y grande como la vida misma.
Seguía vestido de negro, y seguía pareciendo tan oscuro y amenazador.
¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Esperaba que no creyera que había ido
preguntando por él, tratando de recabar más información.
—Alice —dijo, y luego asintió hacia Julia—: Sally.
Julia se llevó una mano al estómago; la voz de Sam Cooper era tan
oscura y profunda que parecía resonar en su diafragma.
O eso, o iba a echar el café.
Cooper alargó la mano y apretó con suavidad el hombro de Alice.
—¿Qué tal te va, Alice? —Julia se sorprendió de lo amable que parecía
su voz—. ¿Qué tal va la cafetería? —Cooper se sentó junto a Julia, que se
escabulló y se puso junto a la ventana. La amplia espalda del vaquero
ocupada dos tercios del asiento.
Los ojos de Alice brillaron por las lágrimas.
—No lo sé, Coop. No consigo hacerme con ello. —Se puso en pie para
llevarle una taza y le sirvió un poco de café, frotándose los ojos
clandestinamente. Julia vio que la taza de Coop también estaba
desconchada, sólo que la de él lo estaba a la derecha del asa y la suya a la
izquierda. «Qué monada, —pensó—, nuestras tazas son a juego».
Alice volvió a sentarse y soltó un suspiro.
—Me pregunto si estoy haciendo lo correcto. —Movió una mano por la
cafetería, rodeando las mugrientas y lúgubres paredes y el mostrador de
linóleo. Aparte de ellos tres, no había nadie más en la cafetería—. A lo
mejor debería venderlo, aunque dudo mucho que nadie lo comprara.
Cooper bebió un sorbo de café e hizo una mueca.
—Bueno, al menos mantienes las tradiciones. Carly hacía un café
horrible y tú también. Me alegra saber que hay cosas que no cambian;
además, la compañía sigue siendo buena... eso compensa lo del café. —
Torció la boca en una sonrisa.
Julia se quedó perpleja. ¿Sam Cooper? ¿Gastando una broma? ¿Y
sonriendo? Y además, pensó distraídamente, tenía una sonrisa
encantadora. Menos mal que no la mostraba tan a menudo. Le ablandaba
los rasgos y le hacía parecer mucho más humano, mucho más cercano. A
la luz del día vio que sus ojos no eran negros como el azabache, sino de
un marrón muy oscuro. La sonrió a ella también y Julia contuvo el aliento.
«Oh-oh», pensó.
Cooper se volvió hacia Alice y Julia pudo volver a respirar. Dentro.
Fuera. Dentro. Fuera. No era tan difícil cuando le pillabas el tranquillo.
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veo películas que tengan por lo menos veinte años. Me ahorra un montón
de problemas. Si después de veinte años se sigue considerando buena, es
que es verdaderamente buena. Aunque la vestimenta y los peinados
suelen ser un poco raros, y te encuentras con gente hablando por
teléfonos móviles del tamaño de un ladrillo.
Cooper se había quedado mirando la taza, y ella hizo lo mismo,
confiando en encontrar ahí la respuesta a los problemas de Alice. Pero en
la taza no había más que un líquido turbio y nocivo. Clavó los ojos en el
fondo de la taza y, de pronto, se le ocurrió.
—Té. —Julia se sorprendió de oírse hablar.
Alice alzó la cabeza.
—¿Té?
—Té —dijo Julia con convencimiento—. Tienes que ofrecerles té a los
clientes. Té negro y... infusiones de hierbas.
—¿Infusiones de hierbas? —Alice parecía perdida.
—Sí. —Julia miró a Cooper y se encontró con que la miraba fijamente
con sus marrones y opacos ojos. Era imposible saber qué pensaba—.
Mucha gente bebe té, ¿o no, Cooper? —Se sintió osada y le dio un
golpecito por debajo de la mesa en el tobillo con el pie.
—Claro. —El rostro de Cooper no dejaba entrever nada pero, de
nuevo, a Julia le dio la sensación de que sonreía. Brevemente—. Todo el
tiempo.
Estaba mintiendo, claro, pero Julia le habría dado un beso por ello. Se
calentó con pensar en besar a Cooper.
—¿Coop? ¿De verdad? —Alice no parecía muy convencida.
Cooper asintió pesadamente con la cabeza y Alice dejó de fruncir el
ceño. Estaba claro que, para Alice, lo que Cooper dijera iba a misa.
—He visto que tenéis una planta de menta ahí fuera. —Julia de pronto
revivió los calurosos días del verano en Marruecos y el té de menta fresca
—. Deja secar las hojas y haz una infusión con ellas. Puedes hacer
infusiones aromáticas prácticamente con cualquier cosa... romero,
escaramujo, verbena, sasafrás, salvia... La lista es interminable. Luego
puedes añadir cosas como canela o piel de limón al té negro, para darle
sabor. Tengo una receta maravillosa para el té de vainilla; no sabes lo bien
que sabe.
—Espera. —Alice sacó un bloc de notas y un lápiz del bolsillo del
delantal y empezó a escribir como loca—. Canela, piel de limón, vainilla. —
Sacudió la cabeza—. Ey, ¿quien sabe? Puede funcionar. Además, ¿qué
podemos perder? —Vio que Cooper se ponía en pie—. ¿Qué te parece,
Coop?
—Puede que funcione —respondió, dejando unas monedas encima de
la mesa—. ¿Por qué no lo intentas? —Y le tendió una mano a Julia para
ayudarle a levantarse—. Deberíamos irnos —le dijo.
Alice los miró boquiabierta, primero a Cooper y luego a Julia, para
volver a Cooper. Se veía claramente lo que pensaba.
—Ah —dijo, respirando interminablemente—. ¡Ah!
Julia iba a empezar a negar lo que fuera que estuviera pensando
Alice, pero Cooper le agarró fuertemente del codo y empezó a caminar
hacia la puerta. Julia sólo tenía dos opciones: o se iba con él, o le regalaba
el brazo.
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—Te daré las recetas después —se apresuró a decirle a Alice por
encima del hombro.
Justo entonces se abrió la puerta y apareció un adolescente. Llevaba
la parte inferior de la cabeza rapada al cero y la parte superior recogida en
una coleta rubia que le llegaba hasta los hombros. Tenía un pendiente en
una de las orejas, otro en la nariz y otro en la ceja. Llevaba una andrajosa
cazadora vaquera, sin nada debajo pese al frío helador, unos pantalones
vaqueros rotos en las rodillas y botas negras con suficientes clavos y
chinchetas como para remachar el tejado entero de un estadio de fútbol.
El joven se detuvo y observó pasar a Julia y a Cooper.
—Ey, hermanita —dijo lo suficientemente alto como para que le
oyeran—, ¿quién es esa monada?
Julia hizo una mueca. Matt Pedersen era un auténtico quebradero de
cabeza.
Fuera se había levantado un viento helador. Julia se detuvo en medio
de la desértica calle y se abrazó con fuerza, frotándose los brazos. El día
se presentaba mucho más frío de lo que pensó al principio, y la chaquetilla
que llevaba no le servía de nada contra ese viento. Se sintió perdida y
muerta de frío.
«¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó de pronto.
La ansiedad y la depresión la dejaron casi paralizada. Allí estaba, a
punto de ir a un rancho aislado con un hombre al que apenas conocía...
por mucho que le atrajeran sus muslos... para hablar de los problemas
psicológicos de un chiquillo, algo para lo que no estaba preparada. Y todo
ello con el estómago vacío. ¿Qué estaba haciendo?
«Huir de un asesino, eso es lo que hago».
Julia volvió a estremecerse y casi pega un brinco cuando alguien le
puso algo pesado y cálido sobre los hombros. Era la cazadora negra de
cuero de Cooper, que le llegaba hasta las rodillas. Dejó el maletín que
llevaba en el suelo y metió las manos en las mangas, saboreando por un
momento lo calentito que estaba. Alzó la vista. Muy, muy alto.
—Gracias. —Trató de sonreír, pero le castañeaban los dientes—. No
pensé que fuera a hacer tanto frío. Pero, ¿y tú? —Agitó torpemente la
manga de la cazadora, de la que sólo sobresalían los dedos.
—No tengo frío —soltó. Probablemente estuviera mintiendo, pero Julia
no pensaba renunciar a la chaqueta calientita—. ¿Dónde tienes el coche?
Julia se quedó paralizada y trató de sofocar la incipiente oleada de
pánico.
—¿Mi... mi coche?
¿Quería que condujera hasta allí? Su mente se vio invadida por los
recuerdos de su accidentado viaje a Rupert. Nunca había sido una
conductora demasiado buena y la mera idea de ponerse detrás del volante
y conducir por aquellos parajes inhóspitos le ponía los pelos de punta,
pese a que sabía que él iría delante.
Además, cuando terminaran de hablar de Rafael, tendría que conducir
de vuelta a casa. Sola.
Claro que no podía demostrarle lo mucho que le horrorizaba la idea si
no quería que la considerara una extraterrestre. En Simpson, los niños
aprendían a conducir casi antes que a andar. Tampoco había otra opción
en esas tierras enormes y desiertas. Julia deseó una vez más volver a la
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* * *
—Eeh, ¿qué tal está Rafael? —preguntó, más por oír el sonido de una
voz humana que por saber la respuesta.
—Bien —contestó Cooper. Era la tercera palabra que decía en veinte
minutos. Las otras dos habían sido «sí» y «no», como respuesta a dos
preguntas directas. Julia se dio por vencida y se puso a contemplar el
paisaje. O eso, o se ponía a mirar a Cooper y, para su asombro, se
encontró con que le inquietaba mirar a Cooper, así que trató de apartar los
ojos de él.
Era un conductor fabuloso.
Julia admiraba de verdad a los buenos conductores, en parte por lo
mala conductora que era ella. Daba igual los esfuerzos que hiciera por
concentrarse, pasados unos cinco minutos siempre encontraba algo
mucho más interesante en lo que pensar que no tenía nada que ver con
los semáforos en verde o rojo o quién debía cederle el paso a quién. Pero
Cooper estaba concentrado y relajado, y cambiaba de marchas como si
tocara un instrumento musical. «El Beethoven de las Camionetas», pensó
con ironía.
Tal vez no fuera muy hablador, pero era un auténtico as al volante.
No era normal que Julia apreciara si un tío conducía bien o no, o que
tuviera manos fuertes o piernas largas. Aunque era perfectamente
consciente del hombre alto, oscuro y silencioso —aunque no atractivo—
que iba sentado al lado suyo y, por mucho que lo intentara, no conseguía
saber por qué.
Claramente, no podía ser por que tuviera una conversación
maravillosa, que era lo que normalmente le atraían de los hombres. Hasta
ahora habría jurado que tenía todas las hormonas sexuales en la cabeza.
Los tres líos que había tenido habían empezado porque descubrió que
compartía los mismos gustos literarios del hombre en cuestión, o porque
tenía alguna razón interesante para no hacerlo, o porque se trataba de un
conversador ingenioso o le hacía reír.
Nunca porque sus largas y fuertes manos, que tenían una ligera
película de pelo negro en el dorso, descansaran con facilidad y elegancia
en el volante, ni porque los músculos de su antebrazo se movieran de
manera fascinante cada vez que cambiaba de marcha, o porque cuando
pisaba el embrague se le marcaran los músculos que iban desde la rodilla
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por pasillos interminables, rancios y oscuros desde los que divisó varias
habitaciones grandes, rancias y oscuras. Tras un par de kilómetros,
Cooper se detuvo por fin para abrir una enorme puerta de roble y le puso
una mano en la espalda.
Julia echó un vistazo a la puerta y entró con paso vacilante, sin saber
muy bien qué habría dentro.
Al igual que Carly's Diner, a la habitación no le habrían venido nada
mal los consejos de un decorador de interiores. Los muebles eran
gigantescos y oscuros, y estaban ordenados pegados a las paredes, de
forma que en el centro quedaba un espacio vacío sin nada. A lo mejor en
las noches de verano Cooper se dedicaba a dar conciertos ahí, o algo así.
Cuando los ojos de Julia se acostumbraron a la penumbra, se relajó.
Cooper era lector.
En aquel preciso instante, le perdonó sus problemas para
comunicarse y sus muslos y brazos que le hacían perder la cordura.
Cooper era de su misma tribu; la de los lectores.
Había libros por todas partes, en todas las superficies disponibles, e
incluso alineados en las estanterías. Libros de verdad, para leer, no de
decoración. Las manos de Julia se morían por acercarse y mirar las
cubiertas, tal vez incluso por frotar la cara contra unos cuantos e inhalar el
olor. Pero entonces tal vez se echara a llorar y anegara todos los libros de
Cooper, así que se abstuvo.
La única fuente de calor era el fuego que prendía en una chimenea
gigantesca, entorno a la cual había agrupadas unas cuantas sillas macizas
de roble. Julia distinguió la silueta de un hombre y un niño pequeño. El
hombre tenía el pelo oscuro e iba vestido de negro, como Cooper. Julia se
preguntó si se habría perdido la moda del vaquero ninja.
—¡Señorita Anderson! —Rafael saltó de su asiento y fue corriendo
hacia ella. Alzó su ansiosa carita—. ¿Por qué está aquí, señorita Anderson?
No he hecho nada malo, ¿verdad?
—No, cariño —dijo Julia suavemente, alborotándole el pelo—. Claro
que no has hecho nada malo. Sólo he venido a visitaros y a decirle a tu
padre lo buenísimo que eres. —Parte de la ansiedad de Rafael
desapareció, aunque Julia aún percibía tensión en su rostro.
Cooper volvió a tomarla del brazo y se acercaron a la chimenea.
—Sally Anderson, permíteme presentarte a Bernaldo Martínez, el
padre de Rafael y mi capataz.
El hombre, que no dio muestras de haberle oído hablar, siguió
hundido en la silla con la cabeza entre las manos.
—Bernie... —La profunda voz de Cooper se convirtió en un gruñido
amenazador.
Poco a poco, Bernaldo Martínez giró la cabeza; se puso en pie como si
tuviera mil años.
Julia hizo una mueca de dolor al verle los ojos, del color de los muchos
semáforos que se había saltado en sus despistes al volante. Se preguntó si
dolería verlo todo a través de unos ojos tan rojos.
Estaba demacrado y una barba de varios días asomaba a su delgado
y atractivo rostro. No era la típica barba cuidada y conseguida con el
esmero de la cuchilla de afeitar, sino una auténtica barba de varios días,
de la que sólo se consigue no afeitándose durante varios días.
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* * *
En cuanto la puerta se cerró detrás de Julia, Bernie cayó rendido
sobre la silla y se frotó la cara entre las manos. Se quedó mirando
fijamente el fuego durante un buen rato, mientras Cooper se limitaba a
observarle.
—Se ha ido, Coop —dijo al final—. Se ha ido para siempre.
—Sí —Cooper se sentía incómodo; aquel no era su campo, no sabía
cómo consolar a un tipo al que su mujer había engañado.
Bernie parecía estar pasando por un infierno. Cooper sintió una
punzada de pena por su mejor amigo. La marcha de Carmelita había
dejado un auténtico vacío en la vida de Bernie. Por unos instantes, Cooper
casi envidió a Bernie la intensidad de sus sentimientos. Cuando Melissa se
marchó por fin, Cooper se había sentido aliviado.
Bernie estaba verdaderamente dolido; aunque eso no era excusa
para comportarse como lo había hecho con Sally Anderson.
—Escucha, Bernie —dijo Cooper—, Sé cómo te sientes, pero tienes
que recomponerte. Al fin y al cabo, la señorita Anderson...
—Olvídalo —dijo Bernie—. No tienes ninguna posibilidad con ella.
Acabarás perdiéndola de todas formas. Todas las mujeres que entran aquí
se acaban marchando. —Alzó los rojizos ojos hacia Cooper—. Deberías
haberme hablado de la maldición, Coop. ¿Cómo iba yo a saber que
ninguna mujer se queda demasiado tiempo en las tierras de los Cooper?
—Eso no es más que una leyenda estúpida. —Cooper apretó los
dientes—. Me sorprende que te hayas parado a considerarlo siquiera una
posibilidad.
—¿Considerarlo? ¡Que te jodan, he perdido a mi mujer por culpa de
eso! —gritó Bernie antes de hacer una mueca de dolor y alzar la cabeza.
—No has perdido a tu mujer porque estuviera en las tierras de los
Cooper —dijo Cooper razonablemente—. La has perdido porque... porque...
—Cooper se detuvo. No sabía por qué se había ido Carmelita. ¿Quién sabía
por qué hacían las cosas las mujeres?
—Porque estamos en las tierras de los Cooper —concluyó Bernie.
—¡Que no, joder!
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Capítulo 5
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pues el único signo de vida eran esos ojos negros y brillantes; y aun así a
Julia le costaba Dios y ayuda apartar la vista de su rostro.
—Bernie. —Julia volvió a girarse para mirar al padre de su alumno,
que era precisamente a quien tenía que mirar, y no a un ranchero con un
parecido extraordinario a una piedra—. Creo que alguien debería vigilar
los deberes de Rafael; tal vez convendría que alguien pasara un par de
tardes con él, para asegurarse de que vuelve a acostumbrarse a hacer los
deberes, que vuelva a coger práctica. No creo que le cueste mucho, es un
chico brillante.
Bernie alzó la vista, confuso; de pronto se le iluminó el rostro.
—Tienes razón —exclamó. Alargó la mano y estrechó la de Julia,
agradecido—. Tienes toda la razón.
Agitó la mano de Julia con entusiasmo hasta que vio el ceño fruncido
de Cooper y la dejó caer.
—¿Por qué no se me habría ocurrido antes? Es una idea maravillosa.
Gracias, Sally. Muchísimas gracias.
—Ah, no —dijo Julia con consternación—. No me refería a que...
—Es justo lo que necesita Rafael. —Bernie se pasó la mano por el pelo
despeinado y soltó un suspiro de alivio—. Un tutor.
—Tutor —corrigió sin pensarlo.
—Tutor. Es genial; genial.
—No, la verdad... —empezó a decir Julia.
—Un toque femenino —meditó Bernie—. Suavidad, amabilidad y
disciplina, por supuesto. Mano de hierro en un puño de terciopelo...
—En un guante —dijo Julia.
—Eso —asintió Bernie—. Eso es lo que Rafael necesita.
—Ehh, Bernie, de verdad que no creo...
—Alguien que le haga caso. De hecho... —Bernie hizo una mueca—...
Carmelita no era demasiado buena en eso. Nadie le habría dado el Premio
a la Mejor Madre del Año, te lo aseguro. Pero tú, Sally, eres justo lo que
Rafael necesita. Te adora. Siempre está hablando de ti; «la señorita
Anderson esto», «la señorita Anderson aquello».
—Escucha...
Bernie miró a Julia con agradecimiento.
—No puedo expresar lo mucho que significa para mí, y para Rafael,
claro...
—Mira, Bernie...
—Eres un ángel —dijo sencillamente—. Gracias.
—De acuerdo. —Julia alzó las manos y, sacudiendo la cabeza, se dio
por vencida—. Si eso es lo que quieres.
Pensándolo bien, tampoco le importaba tanto. De todas formas, ¿qué
otra cosa iba a hacer por las tardes, aparte de volverse loca? A lo mejor
así pensaba menos en sus problemas.
Bernie se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón.
—Bien, ¿cuánto quiere por las clases?
—No quiero dinero. —Julia entrecerró los ojos y se llevó un dedo a los
labios, pensando. Se giró hacia Cooper—: ¿Qué tal es Rafael con los
animales?
—Muy bueno —respondió Cooper—. Quiere ser veterinario de mayor.
—Bien. —Julia se volvió hacia Bernie—. Ese es mi precio. Quiero que
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* * *
Sally Anderson y Bernie se lo quedaron mirando como si de pronto
tuviera dos cabezas.
Probablemente Sally Anderson le mirara así porque no querría
encontrarse por las tardes a un tipo que se empalmaba cada vez que la
miraba; y Bernie porque sabía muy bien que Cooper no tenía tiempo de ir
a Simpson un par de tardes por semana. Y era cierto. Pero su polla decidía
por él, y le estaba costando lo suyo alcanzarla.
—Le recogeré por las tardes —dijo Cooper. Bernie abrió la boca, miró
a Cooper y volvió a cerrarla—. Y aún no has establecido el precio
completo.
Sally arqueó la boca. Coop la miró fascinado; sus labios eran suaves y
de un rosa natural, sus comisuras estaban ligeramente alzadas en una
sonrisa perpetua. Labios cálidos y acogedores...
Ladeó la cabeza y observó a Cooper.
—¿Ah, no?
—¿Qué? —Cooper trató de concentrarse—. No.
—¿Y cuál es el resto del precio?
—Tu calefacción necesita primeros auxilios, hay que arreglar el
segundo escalón del porche, y eso es sólo el principio.
—Tienes razón. —Julia le dedicó una sonrisa deslumbrante que hizo
que Cooper se quedara sin respiración—. Dime, ¿Rafael es manitas?
—Es mucho más manitas que su padre, eso te lo aseguro. —Cooper le
sonrió antes de quedarse de piedra. Estaba flirteando con ella. Era una
sensación tan nueva que perdió el hilo de lo que estaban diciendo.
Esta flirteando con una mujer preciosa. En la cocina de los Cooper.
Imposible.
Desde que tenía uso de razón, aquella cocina había sido un sitio frío e
impersonal donde los hombres reponían fuerzas rápidamente y volvían a
trabajar lo antes posible. Y eso incluía, sin duda, el sombrío periodo que
duró su matrimonio.
Pero ahora, con Sally ahí sentada bromeando amablemente con él, y
Bernie, la cocina parecía casi... acogedora.
—¿Coop? —Bernie le miraba—. ¿Quieres que le arregle las tuberías?
—No —respondió Cooper; la idea de ver a Bernie con un martillo entre
las manos le devolvió de pronto a la realidad—. Lo haré yo. Eres un
desastre con las herramientas o con cualquier cosa que no se mueva o
coma heno. Yo...
—¡Papá! ¡Papá! —Rafael entró corriendo como loco en la cocina y,
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* * *
La información era poder y, últimamente, la información también era
dinero. Cuanto más secreta fuera la información, más poder te daba y más
dinero valía. Era la regla principal de la economía moderna, cortesía de
Stanford.
«Así que, —pensó el profesional—. No sé dónde está Julia Devaux.
Todavía. Pero tengo las direcciones y las nuevas identidades de dos
personas bajo el Programa de Protección de Testigos. Esa información no
le vale a Dominic Santana, pero estoy seguro de que hay alguien, en algún
lugar, dispuesto a pagar bien la información».
De pronto, al profesional se le ocurrió una idea; una idea brillante.
Ya iba siendo hora de dejar aquel negocio. Al profesional no le cabía
la menor duda de ello. Con una veintena de buenos golpes bajo el
cinturón, el profesional se había ganado una buena reputación, pero el
tiempo jugaba en el lado de la policía. Antes o después, y pese a los
preparativos más meticulosos, cometería algún desliz. Era
matemáticamente inevitable. Decididamente, era hora de abandonar.
La cabeza de Julia Devaux le proporcionaría tres millones de dólares
para retirarse a gusto a una playa paradisíaca de clima cálido. Pero tres
millones de dólares ya no eran lo que era antes. De acuerdo, había metido
ya un millón y medio en un fondo de inversión decente; estaban invertidos
en bonos de bajo riesgo. Con el dinero no se juega; ya corría demasiados
riesgos en la vida.
Pero el traslado y la compra de una casa en primera línea de playa se
llevarían buena parte de sus ahorros, por lo que se vería obligado a
recortar gastos de otros lados.
Necesitaba más dinero.
En el mercado actual, el precio de un golpe en sí era de 200.000$
para arriba, pero había un límite de números de golpes al año y, de todas
formas, iba siendo hora de dejarlo.
Aunque la información necesaria para dar el golpe como, por ejemplo,
dónde estaba un antiguo empleado que ahora era testigo del Estado,
podía valer mucho dinero. Dinero de verdad. Con un ordenador en
condiciones y un módem, se podría obtener la información desde
cualquier lugar del inundo, hasta en las islas del Caribe, y podría enviarse
a cualquier parte del mundo, sin ningún peligro. Y no había límite en
cuanto a número de golpes de información.
Daba igual cuántos firewalls instalara el Departamento de Justicia
para proteger sus archivos, el profesional podía internarse en ellos sin
problemas.
«Es el negocio perfecto, —pensó el profesional—. Golpes virtuales a,
por ejemplo, 50.000$. Para siempre. Sin riegos». Stanford estaría orgulloso
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de él.
* * *
—Estaba buenísimo —dijo Rafael, rebañando el plato con la última
galleta—. Muchas gracias, señorita Anderson.
—Bueno, chicos, sois fáciles de complacer —dijo sonriendo—. Haz un
par de trozos de carne a la parrilla, calienta un par de patatas y siéntate a
disfrutar de la lluvia de cumplidos.
«Ha sido un poco más complicado que eso», pensó Cooper. Sally se
había paseado por la despensa maravillada, bromeando acerca del
tamaño y realizando un inventario de lo que allí había. Luego, se las había
ingeniado para adobar los filetes, preparar un poco de mantequilla de ajo
para las patatas y hacer un sofrito de jamón y guisante como guarnición
en muy poco tiempo. Había hecho hasta galletas.
Era una cocinera estupenda. Todo lo que preparó estaba delicioso
pero, sobre todo, se llevaba bien con todo el mundo. Mientras se movía a
gusto por la cocina, había mantenido una alegre conversación en tono
suave y agradable.
Bernie ya no tenía la mirada perdida que tenía últimamente y Rafael
reía y correteaba como el niño de siete años que era, en lugar de andar
por ahí con gesto abatido y como si cargara con el peso del mundo sobre
los hombros.
Estaban comiendo una comida deliciosa en un ambiente agradable y
relajado.
En la cocina de los Cooper.
Con una mujer.
Imposible.
La maldición de los Cooper desapareció durante un par de horas. Las
comidas con Melissa habían sido de todo menos alegres. Y Cooper, gracias
a Dios, no tenía ni idea de cómo habían sido las comidas con Carmelita,
pues la había esquivado con el mismo cuidado y por las mismas razones
por las que habría esquivado a una tarántula.
Mientras Sally estaba ocupada devolviendo a la cocina el aspecto de
un lugar agradable, Cooper hacía lo que podía por no pensar en sus
curvas.
Se esforzó mucho para no fijarse en los pechos y el culo de Sally, e
hizo un esfuerzo aún mayor por no imaginársela debajo de él, con sus
esbeltos muslos apretándole las caderas. Trataba de no pensar en cómo
se sentiría dentro de ella; estaba seguro de que sería pequeña y prieta. Y,
por encima de todo, trató de no pensar en follarla tan fuerte como quisiera
porque, por cómo se sentía en aquellos momentos, probablemente la
matara de la fuerza.
El caparazón de hielo con el que se había cubierto desde que tenía
uso de razón empezaba a derretirse; a la larga era bueno, claro. Pero
ahora mismo significaba que tenía que apretar los puños para no tumbar a
Sally en el suelo de la cocina, desnudarla y follársela con fuerza durante
horas.
No debía pensar en ese tipo de cosas cuando una profesora de
primaria muy guapa y agradable hacía lo que podía por ayudar al hijo de
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hablando de eso... —Se giró hacia Cooper—: Tengo que hacerte una
pregunta.
—¿Sobre golpear a alguien en la cabeza? —Cooper estaba atónito;
pensaba que no le gustaba la violencia.
—No, sobre leer. —Se llevó la mano a la barbilla y le miró con
aquellos enormes ojos turquesas—. Tengo que pedirte algo.
—Lo que quieras —replicó Cooper inmediatamente, luego vio que
Bernie sonreía de oreja a oreja y movía la cabeza de uno a otro. Por
desgracia, Bernie no estaba lo suficientemente cerca como para llevarse
una patada por debajo de la mesa—. Te lo debemos —añadió, mirando a
Bernie deliberadamente.
—Tus libros —dijo Sally.
—¿Mis qué? —preguntó Cooper, sorprendido.
—Libros —suspiró—. No hay ningún sitio en Simpson donde comprar
libros y he visto que tienes un montón. ¿De dónde los has sacado?
—Rupert —dijo, y vio la mueca que ponía—. ¿Pasa algo? ¿Has estado
en Rupert?
—Bueno... —Sally suspiró—. Sí y no. Era el primer fin de semana que
pasaba aquí y pensé que me vendría bien salir a... explorar un poco. —
Cerró los ojos y se estremeció—. Y alguien me dijo que Rupert era un
pueblo agradable y que estaba aquí al lado, me indicaron que siguiera una
carretera interminable y conduje, y conduje sin saber muy bien si iba en la
buena dirección... —Abrió los ojos y miró a Cooper—. ¿Sabías que no hay
señales que indiquen cómo llegar a Rupert?
—Es posible —replicó Cooper con calma—. Cualquiera que haya
nacido en Simpson se sabe el camino a Rupert con los ojos cerrados.
—Bueno, pues yo no he nacido aquí y no puedo. —Sally tragó saliva
—. Así que, tal y como iba diciendo, seguí y seguí por la carretera
desértica y, la verdad, aquello era como ir a la conchinchina; además,
cada tanto había un cruce de caminos y como no tenía ni idea de dónde
estaba y estaba todo tan... vacío. Mi coche es viejo, así que no paraba de
pensar que si se me rompía me quedaría allí tirada para siempre, y que
nevaría y me moriría congelada y no encontrarían mi cuerpo hasta la
primavera siguiente. Para cuando divisé un par de casas y vi el cartel de
«Bienvenidos a Rupert» ya se había hecho de noche y estaba tan
empapada de sudor que me di la vuelta y conduje hasta llegar a casa. —
Miró a Cooper con pesar—. ¿La librería es buena?
—Está bien. —Cooper se bebió el café—. Bob tiene una buena
selección de libros, y si estás buscando un libro que no tengan allí, te lo
puede pedir. En una semana más o menos lo tienes. —Cooper se puso en
pie—. Se está haciendo tarde y ya te hemos hecho perder suficiente
tiempo. Te llevaré de vuelta. Eeh... por cierto, ¿quieres venir conmigo a
Rupert el sábado que viene? Tengo cosas que hacer allí.
—¿De verdad? —Se animó de inmediato. Oh, Dios, sólo con pensar en
que estaría una hora en una librería...
—¿De verdad? —preguntó Bernie—. Pensé que íbamos a ir a... —
Luego vio la mirada de Cooper y se dio un golpe en la cabeza; algo que a
Cooper le habría gustado hacer, sólo que con más fuerza—. Ah, es verdad.
Tienes que... que ocuparte de eso tan importante. Cieeerto. Ve a Rupert el
sábado y quédate todo el tiempo que quieras. —Bernie le guiñó un ojo—.
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* * *
«Faltaba algo», pensó Julia mientras miraba por la ventanilla para no
tener que mirar a Cooper.
Pero no necesitaba mirarle. Ejercía sobre ella tal fuerza gravitacional
que era plenamente consciente de su presencia a todas horas. Lo mismo
había sucedido en la cocina. Se había sentado en silencio en la silla, sin
hablar apenas y, aun así, todo el mundo parecía girar en torno a él, como
si Bernie, Rafael y ella misma fueran planetas diminutos en torno al sol.
Bernie le hacía caso en lo que dijera, Rafael le adoraba abiertamente y
ella... bueno, a ella le costaba horrores apartar los ojos de él.
Y se había sentido... distinta toda la tarde. ¿Qué era? Era tan difícil
determinar qué sentía; era algo que ya había sentido antes, de eso estaba
segura, pero hacía mucho tiempo. Antes de que sus padres murieran, de
hecho.
Eso era.
La última vez que sintió aquello había sido hacía cuatro años, durante
unas vacaciones que pasó en París con sus padres. La familia Devaux
había vivido en París de los diez a los quince años de Julia, y todos ellos
guardaban muy buenos recuerdos de su estancia allí. Visitaban la ciudad
siempre que podían. Se hospedaron en una pensión maravillosa en Rue du
Cherche-Midi y visitaron a unos viejos amigos. Su madre se había cortado
el pelo en la elegante peluquería de Jean-David, como en los viejos
tiempos. Se habían reído mucho, y compraron cosas para su nuevo
apartamento de Boston; se había sentido feliz, sin problemas y... a salvo.
Después de eso sus padres murieron en un accidente de coche y ya
no volvió a sentirse segura. Estaba contenta en Boston, pero había
momentos en que se sentía sola e intranquila; a la deriva tras la muerte
de sus padres.
Y durante aquel último mes lo único que había sentido era terror y
una soledad enorme. Aquella tarde, por primera vez en mucho tiempo, el
peso del miedo y de la soledad que soportaba su alma se había aligerado.
Había disfrutado de una tarde agradable y feliz, preocupándose solo de lo
contentó que parecía Rafael, de lo extraña que era aquella gigantesca
cocina y cómo, de alguna forma, parecía estar hecha para Cooper.
Aquella tarde, Rafael se había reído y había bromeado. «Feliz como
un cerdo en un barrizal», había dicho Bernie. Había intentado preparar una
comida que les gustara a los tres hombres, nada demasiado elaborado,
aunque a los tres prácticamente se les caía la baba para cuando por fin
puso las cosas encima de la mesa. Se habrían comido cualquier cosa que
no fuera serrín.
Se había divertido bromeando con Rafael y con Bernie, quien había
ocultado su anterior agresividad. Incluso el silencio de Cooper había sido
un... interesante tipo de silencio. Aquella tarde había sentido muchas
cosas; alivio por que Rafael estuviera bien, diversión ante las patéticas
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Capítulo 6
* * *
Quédate.
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miedo estropear la pálida piel lechosa tan delicada que parecía que fuera
a hacerle un moratón si respiraba demasiado fuerte.
Paseó su largo dedo índice alrededor del pecho derecho, para luego
cogerlo entre sus manos. Había estado en lo cierto; cabía perfectamente
bien en su mano cerrada. Era como tocar un cálido satén. Agachó la
cabeza y acercó la boca al pecho, lamiéndole el pequeño pezón rosado y
chupándolo. Sabía exactamente como había imaginado. A cereza. Sus dos
pezones sabían a cereza. Cuando levantó la cabeza, estaban duros, rosa
oscuro y húmedos por haberlos tenido en su boca.
Se le había acelerado la respiración y podía ver el latido del corazón,
a toda velocidad, en su pecho izquierdo. ¿Deseo? ¿Miedo?
Cooper volvió a inclinarse hacia delante, rozándole la boca con la
suya.
—No me temas —le susurró—, no voy a hacerte daño. —Rogó a Dios
porque fuera cierto.
—No —susurró Sally. Pero su voz era suave e insegura.
Era el momento de darle confianza con sus palabras, de hacerle
entrar en calor, de ablandarla. Sally Anderson era una profesora, una
lectora. Las palabras le ayudarían a relajarse con él e incluso, si daba con
las adecuadas, las palabras la excitarían. Cooper necesitaba excitarla,
necesitaba que su tono se humedeciera y estuviera listo para acogerle. Si
no, la cosa no funcionaría.
Pero su asquerosa suerte quiso que Cooper no encontrara nada que
decir para seducirla y tranquilizarla; absolutamente nada. No sería capaz
ni en sus mejores tiempos, menos aún ahora que tenía la mente llena de
lujuria. Era un milagro que hubiera logrado decir algo.
Cooper soltó la silla. Necesitaba desnudarla ya mismo y, para ello,
necesitaba las dos manos. Le desabrochó los pantalones, bajó la
cremallera y se los abrió; soltó un gruñido cuando rozó su suave y plano
vientre con el dorso de la mano. Cooper le pasó una mano por la espalda y
la levantó sin esfuerzo, quitándole los pantalones y las braguitas en un
sólo movimiento con la otra mano y llevándose, con ello, los calcetines y
los zapatos. Por fin estaba desnuda.
«Joder».
Cooper la empujó suavemente hacia atrás en la silla, sin apartar la
mano del muslo, y se quedó mirando fijamente los brillantes rizos rojos
que había junto a su mano. Alzó la vista para mirarla a los ojos.
—Eres pelirroja —dijo sin aliento.
Sally Anderson era pelirroja y él era, oficialmente, hombre muerto. Si
albergaba alguna esperanza de no caer rendido a los pies de Sally
Anderson, podía olvidarse de ella. Era increíblemente guapa, inteligente,
amable, cálida. Y pelirroja. Estaba acabado.
—Sí. Sí, ehh... Soy pelirroja. —Respiró hondo y le miró directamente a
los ojos—. Ehh... ¿es un problema? —Por raro que pareciera, Sally se
quedó helada, sin saber muy bien qué hacer, e incluso con algo de miedo.
¿Pensaba que no le gustaban las pelirrojas?
—No. —Cooper se aclaró la garganta—. Me encantan las mujeres
pelirrojas.
—Ah. —Más que una palabra, parecía una suave exhalación de aire—.
Eso... eso es bueno entonces.
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nada que me detenga. Así que los únicos preliminares que vas a obtener
son estos, aquí y ahora. En esta silla.
—Oh. —Sally formó una O perfecta con su preciosa boca. Casi podía
ver cómo procesaba en su cabeza lo que acababa de decirle. Abrió la boca
para volver a decir algo, pero Cooper le acarició el clítoris con el dedo,
haciendo círculos, y los pulmones de Sally se vaciaron de aire con un
silbido audible. Sentía su excitación por la forma en que sus músculos
internos le apretaban el dedo y podía verlo en su pecho y en el cuello,
donde se le marcaba el pulso acelerado. Apretó los dientes. Si se le
hinchaba la polla una gota más, le reventaría.
Respiró con dificultad, dentro y fuera, tratando de controlarse.
—Hay algo más —le advirtió Cooper. Tenía que decirlo mientras aún
le quedara algo de sangre en la cabeza—. Sólo tengo un condón en la
cartera. Por razones sentimentales, supongo, porque hace más de dos
años que no me acuesto con nadie. Probablemente esté caducado. Y una
goma no va a ser suficiente; por cómo me siento ahora mismo, no nos
bastaría ni con diez. No sé cómo vamos a solucionar eso.
Se puso roja como un tomate, y pasó del rosado claro al rosa chillón
en medio minuto. Sonrió poco segura y tiró de la mano que había dentro
de ella. Cooper dejó que le sacara la mano y se quedó alucinado al ver que
se llevaba la mano a la boca y le frotaba los nudillos contra los labios.
Tenía los dedos y la palma pringosos de sus jugos.
—No pasa nada —susurró. Sus ojos eran dos piscinas color turquesa,
tan brillantes y profundas que podía hundirse en ellas—. Mis reglas eran
irregulares y la ginecóloga me recetó la píldora. No hace falta...
Lo que fuera a decir se ahogó en la boca de Cooper; la levantó en
brazos y se la llevó.
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Capítulo 7
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* * *
Había tanta sangre.
El huesudo y pálido hombre yacía en el asfalto sobre un río de sangre
que salía de su propia cabeza y que formaba una mancha gruesa y
viscosa en el suelo. Retrocedió horrorizada, escurriéndose por el pegajoso
suelo. El hombre de la pistola se giró lentamente, tenía la boca abierta y
curvada en una sonrisa cruel, y sus labios eran de un color rojo sangre.
—Preciosidad —gruñó, ensanchando la roja sonrisa y alzando
lentamente la pistola—. Muere.
—¡No! —gritó, pero le falló la voz. La palabra resonó en su pecho,
pero el mundo guardaba un silencio glacial. Estaba de rodillas ahora,
buscando algo, cualquier cosa; oyó los latidos de su corazón en la base de
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* * *
Julia jadeó y abrió los ojos, temblando desorientada, perdida. Estaba
paralizada de miedo y sudando. ¿Dónde estaba? ¿Qué...?
Había una figura alta y más oscura que la noche junto a su cama. El
grito no salió de su garganta; salió en forma de susurro ahogado mientras
se pegaba al cabecero de la cama, tratando de acurrucarse y esperando
no sentir la bala...
La amplia silueta se agachó a su lado y tomó la mano entre las suyas.
—Sally —dijo una voz profunda.
—¿Quién? —Julia sacudió la cabeza, esforzándose por pasar de la
pesadilla a la realidad—. ¿Quién es Sa...? —Las alarmas resonaron en su
cabeza. Se mordió los labios con tanta fuerza que se hizo sangre. Los ojos
se le llenaron de lágrimas.
Cooper le sostenía la mano con firmeza. Sus manos eran cálidas,
duras y seguras.
—Sally, cariño, escúchame.
Julia parpadeó, tratando de pensar con claridad pero sin conseguirlo.
Lo único que la mantenía entera era la mano de Cooper. Se aferró a él y
éste se inclinó sobre ella. Podía sentir el calor de su cuerpo en la oscura y
fría noche.
—Tengo que irme, cariño. —Cooper estaba completamente vestido y
se había puesto hasta el pesado abrigo negro de invierno. Su rostro
quedaba medio oculto por las sombras, pero pudo ver que flexionaba con
fuerza los músculos de la mandíbula—. A las 4:30 de la mañana tengo que
salir a caballo con cinco de mis hombres para comprobar las cabañas que
hay en las colinas. Nos llevará al menos treinta y seis horas, tal vez algo
más, y tendremos que pasar la noche en una de las cabañas. No podré
llamarte porque ahí arriba no hay cobertura.
—De... de acuerdo. —Le castañeaban los dientes y era casi incapaz
de hablar. Las terribles imágenes de la pesadilla seguían dando vueltas en
su mente como el humo tras un fuego. Apenas sabía de qué estaba
hablando, ni siquiera sabía a qué cabañas se refería. Lo único que sabía
era que Cooper se marchaba y la dejaba sola, en la oscuridad, luchando
ella sola contra sus fantasmas.
Tenía el ceño fruncido. La miró fijamente durante un segundo o dos.
—¿Estás bien? —le preguntó por fin con su profunda voz.
Julia sabía a qué se refería. Todos y cada uno de sus músculos
protestaron cuando se incorporó. Le dolían los muslos, que estaban
escocidos y pringosos. El sexo había sido increíblemente duro. Mucho más
fuerte y profundo y largo que nunca. Cooper no había sido capaz de
controlarse y presentía, de alguna forma, que se arrepentía de ello.
Le estaba preguntando si le había hecho daño.
No, la verdad es que no. Estaba dolorida, pero en gran medida se
debía a la intensidad de sus orgasmos.
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«¿Estás bien?».
No, la verdad es que no estaba bien. Estaba perdida, muerta de
miedo y sola. Quería desesperadamente que Cooper se quedara con ella.
Quería agarrarse a él y sentir su fuerza. Quería que mantuviera el miedo y
la soledad apartados.
—Bien —dijo sin más. Abrió la boca para esgrimir una enorme y falsa
sonrisa, consciente de que en la oscuridad no vería la falta de naturalidad
de su expresión, sólo el blanco de los dientes—. Estoy bien.
La agarró más fuerte y se le volvieron a tensar los músculos de la
mandíbula. Sabía que estaba mintiendo.
Cooper abrió la boca para volver a cerrarla. Estaba claro que no podía
decirle lo que quería decir.
—Tengo que irme —repitió.
Julia asintió con cuidado, moviendo la cabeza despacio como si
estuviera debajo del agua, ocultando sus emociones bajo una capa
finísima. Apretó la mandíbula con fuerza. Si abría la boca se echaría a
llorar y le suplicaría a Cooper que se quedara.
Pero no podía.
Nadie podía quedarse con ella. Estaba completamente sola.
Cooper la observó unos instantes. Julia estaba desnuda y muerta de
frío. El único punto cálido de su cuerpo, de su vida, era la mano que
agarraba Cooper. Cuando la soltó, centró todos sus esfuerzos en no
echarse a temblar. Estaba helada hasta la médula.
Estaba allí de pie, alto y ancho, a medio metro de la cama. Costaba
creer que hacía muy poco había estado desnudo y dentro de ella. Durante
todo el rato en que estuvieron haciendo el amor, Julia no pensó en nada
que no fuera el cuerpo de él sobre el suyo y la explosión de placer casi
aterradora que le estaba proporcionando. Mientras hacían el amor se
había sentido más unida a él que a ningún otro ser humano. No se había
sentido perdida ni sola.
Ahora se alejaba, se iba, y la dejaba sola en la fría oscuridad de la
noche.
La lucecita de su reloj de alarma indicaba que eran las 4 de la
mañana. Si quería llegar a tiempo a su rancho, debería irse ya.
Cooper retrocedió un paso y se detuvo. Julia podía oírle respirar
hondamente, casi podía sentir las vibraciones de la frustración que le
embargaba. Pasó el peso de un pie al otro; estaba claro que no quería
marcharse.
—Vete —le dijo con suavidad.
Cooper exhaló y asintió. Un segundo después, sin decir nada más, se
había marchado. Escuchó el sonido de la puerta principal al abrir y cerrar
y, un segundo después, el ruido del motor de su coche.
El silencio la embargó, tan oscuro y frío como la noche. Julia hundió la
frente en las rodillas y dejó fluir las lágrimas.
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Capítulo 8
* * *
—¡Oye!
El lunes por la tarde Julia sonrió y se quitó el jabón de los ojos. Le
gustaba tanto que hubiera otro ser humano en la casa. El domingo había
estado dando vueltas por la casa vacía, sintiéndose atrapada entre las
cuatro paredes, perdida y sola, hablando con Fred, quien sólo podía
responderle ladrando. Dio gracias a Dios de que llegara el lunes y tuviera
una clase abarrotada de niños.
Rafael la había acompañado después de clase y habían repasado sus
deberes, pero la Guerra Civil y los verbos quedaron relegados
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braguitas, las medias y los zapatos. La agarró de las piernas y las pasó por
encima de sus caderas; con una mano le acariciaba el sexo mientras se
desabrochaba la cremallera y volvía a estremecerse. Podía sentir lo
húmeda que estaba.
Era sorprendente. A Julia siempre le había llevado su tiempo
calentarse sexualmente. Le gustaban los preliminares largos y lánguidos,
que le dijeran palabras cariñosas y le acariciaran suavemente. No le había
dado nada de eso y, aun así, estaba más que lista. Sólo con verle se había
puesto a mil, como el hámster que sabe que si presiona la barra obtiene
bolitas de comida. Cooper equivalía al sexo duro y excitante.
Se abrió los pantalones y su pene se liberó de inmediato. Lo guió con
la mano hacia ella. La abrió con dos dedos, metió la punta del pene y
empujó con fuerza.
Julia estaba completamente poseída por él. Se la comía con la boca y,
con el peso de su cuerpo, la mantenía anclada contra la pared mientras le
abría las piernas con las manos. La áspera tela de sus vaqueros le rozaba
las piernas.
Se apoyó pesadamente contra ella, apartando la boca de la de ella. La
miró con los ojos entrecerrados. Su rostro era tan duro, tan inflexible.
—Llevo un día y medio soñando con esto —murmuró con los ojos
brillantes.
Así, de pronto, Julia empezó a sentir el orgasmo, unos empujones
fuertes que hicieron que los ojos de Cooper se abrieran y las narinas se le
inflaran. Aspiró aire con fuerza y se la sacó casi entera para empezar a
empujar con fuerza.
—¿Señorita Anderson? ¿Señorita Anderson? ¿Dónde está? Fred
necesita un secador. ¿Señorita Anderson?
—Joder —suspiró Cooper.
Los dos se quedaron paralizados; Julia miró fijamente los ojos negros
de Cooper. Su orgasmo no se detuvo, pues su cuerpo seguía su camino
pese a que su mente gritara: «¡Alto!».
La fuerza del orgasmo hizo que se estremeciera y que perdiera por
completo el control de su cuerpo. Cooper respiraba con fuerza. Se quedó
quieto dentro de ella.
—¿Señorita Anderson? —La voz de Rafael se perdió. Iba a buscarla a
la cocina, donde obviamente no la encontraría. No quedaba más que una
habitación más en la casa y enseguida se oyeron sus pasos atravesando la
pequeña sala de estar.
Gracias a Dios, las contracciones empezaban a desaparecer.
Temblando aún, Julia empujó a Cooper de los hombros, que cerró los ojos
como si le doliera y se retiró. Bajó las piernas confiando en que no le
fallaran; estaba temblando.
—¿Señorita Anderson? Ey, ¿dónde está? —El picaporte de la puerta se
movió.
—Un... —No le salía la voz. Julia se aclaró la garganta y lo intentó de
nuevo—: Un momento. No entres, Rafael, ahora mismo salgo.
—Vale. Necesitamos un secador. —Rafael silbó alegremente mientras
volvía al cuarto de baño con Fred.
Julia sólo pudo bajar la vista. El pene de Cooper era oscuro y estaba
totalmente hinchado y pringoso de sus jugos. Cooper trataba de meter su
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entera. Julia levantó las manos para protegerse, pero Rafael estaba
chorreando. El cuarto de baño estaba tan mojado que era demasiado
peligroso utilizar un secador allí. Con un suspiro, Julia le quitó el secador a
Rafael, sacó una toalla vieja del armario y la extendió por el suelo de la
despensa.
—Aquí, Rafael —dijo, enchufando el secador.
Rafael y Fred fueron afablemente hacia la despensa, chorreando agua
a su paso. Cuando el niño encendió el secador, Julia salió de allí.
Cooper la estaba esperando en el salón, con la enorme caja en las
manos. Se la tendió.
—Es para ti —dijo sencillamente.
Un regalo. Julia parpadeó. La caja iba envuelta en papel marrón y
tenía un cordel. En Boston, el envoltorio con papel marrón y cordel se
consideraba muy chic; claro que el papel tenía que estar hecho a mano,
no estar teñido y ser tosco, y el cordel tenía que ser de cáñamo y solía
envolver algo muy caro.
El papel de esta caja llevaba un sello desigual que rezaba «Emporio
de Ferreterías Kellogg».
Julia cogió la caja y la sopesó. Era sorprendentemente pesada. Alzó
los ojos hacia Cooper con el corazón desbocado.
—Gra... gracias.
Asintió con seriedad.
Julia sacudió la caja y algo grande botó en su interior. No tenía ni idea
de qué podía ser. El rostro de Cooper no mostraba expresión alguna. Julia
cortó el cordel, rasgó el papel, abrió la caja... y se encontró con artilugio
de acero y metal; miró desconcertada a Cooper.
—Cerrojo —dijo.
—Ah —contestó con un hilo de voz—. Un cerrojo. Ehh, gracias.
Siempre había querido tener uno.
—La cerradura de la puerta es demasiado enclenque. —Cooper tenía
el ceño fruncido, como si la cerradura de casa de Julia fuera su reto
personal.
—¿Sabes cómo... arreglarlo? —¿Se decía así? ¿Qué se hacía con los
cerrojos? ¿Montar? Aunque ya estaba montado; era una sola y reluciente
pieza. Aun así, Cooper parecía haberle entendido. Echó la cabeza hacia
atrás, sorprendido, y frunció aún más el ceño.
—Claro —dijo, como si le hubiera preguntado si sabía andar o leer.
¿Le había ofendido? No había forma de saberlo, pues su expresión era
exactamente igual que siempre: impenetrable. A los pocos minutos,
Cooper se había enfrascado en su caja de herramientas y hacía algo
varonil y competente con la puerta de Julia y el cerrojo.
Así que ella fue a hacer algo femenino y competente en la cocina.
Para cuando un Fred semiseco y que olía a rosas, y un sonriente Rafael
entraron en la cocina, Julia había puesto té y una tarta de limón, que había
hecho el domingo en pleno aburrimiento, encima de la mesa.
Cooper apareció medio minuto después. A través de la puerta de la
cocina pudo ver el cerrojo en la puerta, enorme y brillante, y capaz de
proteger secretos nucleares.
Era tan dulce que hubiera pensado en eso. Julia sonrió a Cooper, que
estaba de pie en el marco de la puerta.
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una tontería.
—Mañana pondré una mirilla y otro cerrojo en la puerta de atrás. Hay
que poner alarmas en las ventanas.
—Sí, Cooper.
—Quiero que estés a salvo. —Las palabras salieron de lo más
profundo de su pecho, posiblemente de algún punto cercano a donde
debería estar su corazón, si lo tuviera.
Sally se estremeció y perdió el color. Mierda, la estaba asustando.
«Hora de dejarlo, Cooper». La mujer más guapa y deseable del mundo
quería acostarse con él, y él se dedicaba a asustarla.
No podía evitarlo.
—Prométeme que no volverás a hacerlo.
—Te lo prometo. —Fue un susurro tembloroso, sus asombrosos ojos
turquesa se ensancharon. Alzó una mano y la apoyó contra el pecho de
Cooper, sobre su corazón—. Créeme, te lo prometo.
Las palabras se amontonaron en la cabeza de Cooper; había tantas
que no conseguía decir ninguna. No conseguía apartar de su cabeza la
imagen de Sally herida.
La imagen hizo que le hirviera la sangre, y se dio cuenta de que
mataría con tal de mantenerla a salvo.
Cooper metió las manos entre el pelo de Sally y se inclinó para
besarla. Su boca era suave, acogedora, tal y como sabía que sería su
coño. Estaba lista. Su cuerpo entero se lo decía. La forma en que recibió la
lengua de Cooper, abriendo la boca aún más para saborearla mejor. La
forma en que se retorció contra él para permitir que le tocara donde
pudiera. La forma en que le agarró los hombros con las manos.
Su pequeño coño estaría húmedo y caliente, como había estado hacía
una hora. Lo sabía con la misma seguridad con que sabía su nombre.
La idea de ello, de que ya estuviera húmeda y suave, aguardándole,
le puso a mil.
Cooper la alzó en volandas y la llevó al dormitorio. El simple hecho de
llegar a la cama le exigía un esfuerzo por controlarse, porque lo que de
verdad quería hacer era tirarla al suelo, ahí, donde estaban, y abrirle la
ropa lo suficiente para meterle la polla y empezar a moverse con fuerza y
rápido.
Pero el suelo estaba frío y era duro, y el pesaba mucho. Necesitaban
una cama. Se la llevó al dormitorio, quitándole el jersey y el sujetador
antes de caer en la cama sin dejar de besarla. Se movía frenéticamente
ahora, confiando en no herirla con las manos. Menos mal que llevaba
falda; se la levantó y le arrancó las medias y las braguitas, al tiempo que
se desabrochaba la cremallera del pantalón. Cooper indagó en las
profundidades de su boca mientras le recorría los muslos rápidamente con
una mano y, con la otra, le abría las piernas.
Estaba húmeda y gimió contra su boca cuando le tocó el coño. Suave,
cálido y acogedor, igual que su boca.
Cooper gruñó mientras la mantenía abierta con dos dedos y sintió que
todo su cuerpo se estremecía cuando empujó con fuerza para metérsela.
«¡Mierda!».
Se mantuvo profundamente dentro de ella y se apoyó en los
antebrazos. Sus miradas se encontraron. Las pupilas se le habían
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Capítulo 9
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—Ya, claro. —Glenn hundió los hombros—. Como si eso fuera posible
por aquí. —Pagó lo que había comprado y cogió la bolsa—. Muchas gracias
por escucharme. Beth. Loren. —Asintió en dirección a Julia—. Señorita
Anderson.
Beth le acompañó hasta la puerta y le dio unas palmaditas en el
hombro.
—Dale un beso a Maisie de mi parte; dile que me llame si necesita
hablar con alguien. —Le observó mientras se alejaba, se encogió de
hombros y se volvió con gesto de haber hecho lo que tenía que hacer.
—Gracias por ser tan paciente —le dijo a Julia—. Ahora mismo pido lo
que querías.
—No pasa nada —dijo Julia con suavidad—. Mi madre tuvo una
depresión de caballo cuando yo tenía quince años. Me asusté mucho. —
Hasta que abrió la boca, Julia ni siquiera sabía que iba a decir aquello.
—¿Ah, sí? —Beth la miró con gesto amable—. Mis hijos también se
asustaron cuando estuve deprimida, pero no podía evitarlo. ¿Y cómo
consiguió superarlo tu madre?
—Se... —Fue cuando Julia tenía quince años. A su padre le enviaron
de pronto de París a Riyadh. A su madre le encantaba París y odiaba
Arabia Saudí; odiaba las humillantes restricciones que imponían a las
mujeres, y aquella sociedad estricta, inculta y dominada por los hombres.
Entonces, un sábado, su padre se encontró con su madre y con las
mujeres del embajador, del agregado cultural y del que se decía que era
un oficial de la CIA, conduciendo por el gigantesco recinto de la embajada,
puesto que no se les permitía conducir por ningún otro sitio, achispadas
por haber bebido demasiado oporto del que la mujer del embajador había
introducido en el país en las valijas diplomáticas, y cantando a pleno
pulmón No hay nada como una Dama.
Después de aquello, Alexandra Devaux se calmó y se dedicó a llevar
la mejor vida posible junto con su familia en Riyadh, tal y como había
conseguido hacer en cada lugar en el que habían vivido.
Julia parpadeó para deshacerse de las lágrimas. Le gustaría poder
contarle la historia a Beth; estaba segura de que le habría gustado. Pero
Beth creía que ella era Sally Anderson, quien nunca había salido del país y
cuya madre seguía vivita y coleando en Bend.
—¿Sally? —Beth la observaba con la cabeza ladeada—. ¿Qué le pasó a
tu madre?
Julia se limpió los ojos furtivamente y pensó en algo a toda velocidad.
—Ah, se... se alistó voluntaria para ayudar a los hijos de los
trabajadores inmigrantes a aprender a leer en inglés, y luego se convirtió
en tutora por las tardes. Sigue haciéndolo. —Tampoco era una mentira tan
mala, en especial porque se la había inventado sobre la marcha. Además,
si su madre hubiera sido Laverne Anderson, en lugar de Alexandra
Devaux, seguro que habría hecho eso.
Beth suspiró.
—Eso es lo que necesita hacer Maisie. ¿Sabes qué creo? Que seguro
que es una gran cocinera, ¿pero quién iba a contratar una cocinera en
Simpson? —Beth sacudió la cabeza con pesar y se puso detrás del
mostrador. Empezó a apuntar las cosas de Julia—. Paquete de arroz, lata
de salsa de tomate, macarrones... no, ya no se llaman así: pasta... café
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descafeinado. Vale, creo que eso es todo. ¡Ah! —Alargó una mano y puso
un paquete de seis cervezas sobre el resto de las cosas de Julia—. Casi se
me olvida.
—Pero... pero... no quiero cervezas —protestó Julia. Prefería el vino,
aunque aún tenía un agujero en el estómago de la vez que probó el vino
de Loren. Desde entonces no había vuelto a probarlo—. No es que me
guste demasiado la cerveza.
—No es para ti, querida —dijo Beth con sencillez—, sino para Coop. Es
su marca preferida.
—Yo... —Julia sintió que se ponía colorada—. Ah, es... ehhh... —Las
palabras no querían salirle. La lengua había desconectado por completo
del cerebro y se movía sin sentido por su boca—. De acuerdo, ehhh...
aña... añádelo a la cuenta.
—No —dijo Loren—. Se lo debo a Coop; me dejó una de sus
camionetas cuando se rompió nuestra camioneta de reparto. Dile que
invita la casa.
—De acuerdo... muchas gracias, entonces.
—Un placer. —Loren le dio las dos bolsas de provisiones y pasó el
brazo por los amplios hombros de su mujer.
Beth sonrió y sus redondas mejillas rosadas brillaron.
—Estamos muy contentos de que Coop por fin se acueste con alguien
—dijo.
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Capítulo 10
—¿Y? —El sábado por la mañana, Alice miró a Julia con gesto
expectante y sin parpadear.
Julia se metió otro trozo de tarta de limón en la boca para asegurarse
de no haber cometido un error.
—¿Qué me dices? —preguntó Alice con impaciencia.
«Maravilloso, —pensó Julia—. Si quieres un coma diabético».
—Um, Alice —empezó a decir Julia, pues no quería herir los
sentimientos de la chica—, ¿seguiste mi receta al pie de la letra?
—Claro. —Alice frunció el entrecejo—. Bueno, pensé que el azúcar era
algo escasa, así que añadí un poco más.
—Tal vez sea mejor que te ciñas a la receta original —dijo Julia con
diplomacia.
—Está bien. —Alice le sonrió—. A partir de ahora, voy a seguir tu
receta punto por punto. Tres clientes han repetido para tomar té y Karen
Lindberger me dijo que iba a tratar de convencer a algunas de sus amigas
de la Asociación de Mujeres de Rupert para organizar algunas de las
reuniones aquí. ¿Te imaginas? Karen me dijo que le había dicho a la
presidenta de la Asociación de Mujeres que iba a hablar con la gerente al
respecto. Se refería a mí. —Alice se llevó la mano al pecho y sonrió—. La
gerente.
Julia hizo un mohín, tratando de no mirar a su alrededor, a las sucias
paredes y al suelo rayado. Gerente. Tal vez debería haberlo llamado
guardián.
—Qué bien —dijo, tratando de parecer entusiasmada por el bien de
Alice—. La semana que viene te daré un par de recetas más de tartas.
—Gracias. —Alice le sirvió un poco más de té a Julia y observó su
reacción—. ¿Qué te parece el té?
—Excelente —dijo Julia entre sorbo y sorbo. Y lo era—. Felicidades.
Alice se reclinó en el asiento, encantada. Tenían la cafetería para
ellas solas. En contra de las expectativas de Alice, seguía estando vacía un
sábado por la mañana. Julia estaba allí porque era sábado, y el sábado era
el día de la cafetería. También estaba medio esperando a Cooper, que se
había medio ofrecido a llevarla a Rupert de compras.
Pero eso había sido hacía una semana y no había vuelto a
mencionarlo desde entonces. Tampoco es que hubieran... hablado mucho
desde entonces. Las tardes y noches habían caído en una rutina: Cooper
llegaba a última hora de la tarde y, mientras ella ponía al día a Rafael con
los deberes, Cooper le arreglaba la casa en silencio. La caldera funcionaba
como la seda, no había goteras por ningún lado de la casa ya, el escalón
del porche ya no crujía y, sobre todo, al parecer tenía todas las medidas
de seguridad inventadas por el ser humano.
De pronto se había vuelto un obseso de su seguridad, de forma que
todas las puertas tenían ahora cerraduras nuevas y resplandecientes y
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importante, al parecer?
—¿Alice? ¿Qué maldición?
Pero Alice había desaparecido en la cocina.
—¿Alice? ¿Alice? —Julia alzó la voz, casi gritando—. ¿De qué maldición
estás hablando?
Alice asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—De la maldición de los Cooper, claro. —Abrió mucho los ojos al mirar
detrás de Julia—. ¿Qué hay, Coop? Estás fantástico. ¿Te has arreglado así
para casarte o para que te entierren?
* * *
—Ha subido la apuesta medio millón más. —Aaron Barclay le lanzó
una cinta de audio a su jefe.
Herbert Davis no se molestó en alzar los ojos del archivo que estaba
leyendo; alargó la mano y cazó la cinta al vuelo. Davis levantó la vista a
tiempo para ver el gesto de sorpresa de su ayudante y trató de no echarse
a reír. Puede que ya no tuviera la cintura de antes, pero su coordinación
ojo-mano seguía siendo la misma.
—¿Quién —preguntó— ha subido el qué?
—Santana. —Aaron Barclay hizo una mueca de disgusto—. Está todo
ahí, en la cinta—. Su portavoz acaba de proclamar a los cuatro vientos de
parte de Santana que el precio por la cabeza de Julia Devaux se ha
incrementado en otros quinientos mil.
Davis dejó de tamborilear los dedos sobre la cinta y se lo quedó
mirando.
—Joder —dijo sin aliento—. Santana está ofreciendo... —Davis se
detuvo un segundo, sin poder creer lo que decía—... dos millones de
dólares por... por...
—Por la cabeza de Julia Devaux —dijo Barclay con voz sombría—. Esa
parte no ha cambiado.
—Pero es... es de locos. —Davis se oyó a sí mismo—. Hombre... de
locos. ¿Qué significado tiene eso cuando estamos hablando de un
psicópata como Santana? ¿Y qué más le da lo que se gaste? Con Devaux
muerta, saldrá de rositas y tendrá otros 348 millones en el banco. Aun así
esto va... va en contra de las reglas. Vamos a tener a todos los aspirantes
a listillos del país deseando forjarse un nombre y hacer su agosto de
golpe. Esto va a ser la jungla. ¿Qué ha pasado? Pensaba que S. T. Akers
estaba haciendo bien su trabajo.
Barclay apoyó una cadera en la mesa de Davis.
—Sí, pero la juez Bromfield ha decidido que, mientras aguarda al
juicio, Santana quede recluido en Furrow Island. La juez Bromfield tiene
sus teorías acerca de los gángsters y ha tomado esa decisión, tal vez en
beneficio de Akers. Su chico quiere librarse y ella pretende hacérselo
pagar caro. —Barclay se estremeció—. Si le digo la verdad, jefe, si tuviera
dos millones los usaría para mantenerme alejado de Furrow Island.
—Furrow Island. —Davis había estado allí en una ocasión, para hacer
una entrega. Era una experiencia que no le apetecería repetir. Un montón
de lóbregos edificios color ceniza en una isla lóbrega y azotada por el
viento. Dentro había reinado lo más parecido al infierno en la tierra, una
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Capítulo 11
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Al fin y al cabo, estaban en el Oeste. Era probable que allí los chicos
aprendieran a disparar antes que a andar—. Me sorprendía, eso es todo. Al
fin y al cabo —dijo, tratando de tranquilizarse a sí misma—, sabes muy
bien cómo se utilizan.
—Claro —dijo Cooper, pisando el acelerador al ver que llegaban a una
extensión abierta. La miró de reojo—. Pero se me dan mucho mejor los
cuchillos.
* * *
«Dos millones de dólares por la cabeza de Julia Devaux».
El profesional resopló con desprecio al ver el mensaje de la pantalla.
Decididamente, Santana estaba desquiciado.
El mundo entero estaba desquiciado.
Ya nada era como en los viejos tiempos, cuando el mundo estaba
dividido entre los doce, tal vez quince, tipos duros. Hombres que reinaban
con mano de hierro, tipos despiadados y decididos que nunca, jamás, se
desquiciaban. Hombres con los que se podía contar que mantuvieran el
control y que nunca enviarían mensajes lamentables como aquél desde la
cárcel, clara muestra de debilidad.
Pagar un millón de dólares por un golpe ya era algo escandaloso, algo
que iba en contra de las reglas.
Los golpes iban de los cien mil a los doscientos mil como mucho. El
que se ofreciera más no significaba necesariamente que el golpe fuera a
hacerse mejor; en todo caso, lo único que se conseguía era que los
mentecatos que vivían bajo un puente salieran a probar suerte,
interfiriendo en el camino de los profesionales y abarrotando el territorio.
Ofrecer dos millones de dólares era algo de locos. Los hombres de antaño
no lo habrían tolerado ni por un momento, estuvieran o no en Furrow's
Island. Pero, al parecer, esos tiempos habían pasado y las tranquilas y
mortales normas que habían gobernado el mundo estaban destrozadas.
Era una señal muy clara de que ya iba siendo hora de retirarse; sin
duda alguna. Invertiría muy bien los dos millones de la recompensa de
Santana. De todas formas, los matones como Santana desperdiciaban el
dinero. No tenía la menor idea de para qué servía el dinero. Los hombres
de antaño sabían muy bien que el dinero era una herramienta de
precisión: un bisturí, no una porra.
El profesional se quedó mirando fijamente las ventanas del ático, que
iban del suelo al techo, observando cómo se arremolinaban las nubes
cargadas de tormenta. La vista era maravillosa, tal y como le había
indicado la agente inmobiliaria. La mujer se había ido encantada con la
compra, convencida de que las vistas habían sido decisivas para cerrar el
trato. La hermosa y joven agente jamás habría imaginado que la venta se
había llevado a cabo porque, salvo que apareciera un francotirador en
helicóptero, el ático estaba fuera del campo de tiro de cualquiera.
La lluvia empezó a golpear el cristal blindado de las ventanas. El
invierno llegaba pronto este año; iba siendo hora de deshacerse de Julia
Devaux y desaparecer en el Caribe.
El profesional ejercía una disciplina mental de lo más estricta cuando
se centraba en una misión, pero por unos segundos, mientras el cielo se
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* * *
Cooper recordaba haber leído en algún sitio que los científicos habían
descubierto por qué a algunas personas se las consideraba guapas. Era un
juego de la mente, relacionado con la geometría. La belleza era simetría,
era así de simple. Si los dos lados de la cara eran idénticos: ¡bingo!
Estrella de cine o chica de portada.
Cooper miró un segundo a la mujer que había sentada a su lado.
Tenía una de las paletas ligeramente rota y el arco de su ceja derecha era
un poco más alto que el de la izquierda. Y, aun así, era asombrosa. No
podía apartar los ojos de ella. Lo que demostraba que los científicos no
tenían ni puñetera idea de nada.
Allá donde estuviera Sally, el aire vibraba a su alrededor como un
colibrí. Tenía un brillo especial, como si tuviera luz propia.
Menos mal que se sabía el camino hasta Rupert con los ojos cerrados,
porque se distraía fácilmente con las emociones que se veían en su
expresivo rostro, tan sincero y a todo color. Era tan exquisita, desde la
perfección perlada de su piel con ligeros toques rosados a los profundos
ojos color turquesa y las cejas color caoba perfectamente arqueadas.
Cuando reuniera el valor suficiente, le pediría que volviera a dejarse
el pelo pelirrojo. De pelirroja, Sally debía de ser absolutamente irresistible.
Menudo gilipollas era. Ni siquiera era capaz de reunir el valor
suficiente para pedirle que no volviera a teñirse el pelo.
Probablemente se hubiera tirado a Sally más veces durante aquella
semana que a su mujer durante el tiempo que duró su matrimonio. Era
cierto que aún no había explorado todo su cuerpo. No le había mostrado
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sus dotes con la lengua; joder, pero si no habían pasado de la postura del
misionero. No creía poder saciarse nunca de ella lo suficiente como para
ponerse a explorar nuevas formas. Pero sabía muy bien qué hacer para
que se corriera y estaba deseando explorar, en algún momento en el
futuro en el que no se muriera por metérsela inmediatamente, nuevas
formas de hacerle el amor despacio. Sabía a qué sabían sus pezones,
cómo eran los sexies gemidos que hacía cuando la follaba con fuerza,
claro que tampoco es que la hubiera follado de otra forma, las fuertes
contracciones con que le agarraba cuando se corría...
Mierda. Ya estaba otra vez empalmado. Menos mal que se había
dejado la chaqueta puesta. «Piensa en otra cosa», se ordenó. Pero su
mente volvía una y otra vez a Sally. Se sentía más cerca de ella de lo que
se hubiera sentido nunca con ninguna mujer. Mucho más cerca de lo que
se había sentido con Melissa, eso seguro.
Cooper se preguntó con profunda inquietud si encontraría sus
silencios ofensivos o extraños. Melissa siempre estaba quejándose de ello,
pues le acusaba de ignorarla.
Sally era habladora. Normalmente eso le irritaba. Él era un solitario
por carácter y por decisión propia, pero cuando hablaba de lo que había
hecho en la semana, su adorable y suave voz le atraía sin remedio.
Escucharla era una maravilla; era divertida y elocuente.
Luego, mientras la escuchaba hablar, se quedaba cada vez más
sorprendido con las historias que le contaba de los habitantes de Simpson.
¿Habría dos pueblos distintos pero con el mismo nombre? ¿Cómo podía
haber estado en los mismos sitios y a la misma hora que ella, y no
haberse enterado de lo que pasaba a su alrededor? ¿Por qué sabía todo
aquello? ¿Y por qué no lo sabía él?
Se enteró de que había algo llamado el «síndrome del nido vacío»,
que Maisie Kellogg lo padecía y que Beth Jensen lo había pasado también,
hacía tiempo; también supo que Chuck Pedersen seguía deprimido por la
muerte de Carly. Al escucharla hablar de la gente con la que él había
crecido, se quedó sorprendido y algo triste. ¿Por qué a él nadie le decía
nunca nada?
¿Dónde había estado él mientras sucedía todo aquello?
* * *
Al cabo de un rato, mientras Cooper la llevaba a través de ese
desierto, Julia pensó que no le hablaba porque era una mujer. Se pasó el
viaje mirando fugazmente su duro y marcado rostro hasta que al final
decidió que probablemente hablara igual de poco con los hombres.
No era la primera vez que se le ocurría que sabía de su cuerpo mucho
más que lo que sabía de lo que pensaba. Era el polvo más intenso que
hubiera tenido nunca, pero era incapaz de hacerle abrir la boca.
Normalmente no obligaba a nadie a que le hablara si no quería.
Bueno, de acuerdo, prefería hablar a estar callada, pero aun así... había
que respetar las decisiones de la gente. Pese a que fuera incapaz de
comprender esas decisiones.
Pero ahora estaban fuera, en campo abierto. Allí no había nadie, sólo
grandes extensiones de hierba. Y luego, peor aún, a unos pocos kilómetros
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* * *
Richard Abt, alias Robert Littlewood, se tropezó con el bordillo en
Rockville, Idaho. La verdad era que no estaba fijándose en dónde pisaba,
porque no necesitaba hacerlo. Rockville era una ciudad tranquila y él
estaba en la zona residencial. En Crescent Drive no había muchos coches;
la carretera era tranquila y frondosa.
Abt estaba inmerso en sus pensamientos. Debía testificar dentro de
cinco meses, tras lo que podría volver a su vida de antes, aunque la idea
no le atraía en exceso. No estaba casado y nadie esperaba a que
regresara. Además, en la parte del mundo en la que estaba ahora se
necesitaban contables urgentemente. Podía asentarse tranquilamente allí.
Abt pensaba felizmente en establecer su propio bufete cuando un coche
embistió de pronto contra la acera.
No tuvo suerte.
Para cuando sus espantados sentidos registraron el gruñido del
motor, ya estaba volando por encima del capó sin vida.
* * *
—Es una buena historia, ¿verdad? —preguntó Cooper con tranquilidad
—. Muestra perfectamente bien lo que el espíritu humano puede
conseguir.
Julia le miró, confusa. Tenía que volver a centrarse en el presente; se
había inmerso completamente en la historia de Song Li, transportada al
Vietnam de principios de los sesenta. El libro enganchaba desde la
primera página. La contracubierta prometía la historia del conflicto de
Vietnam vista desde los ojos de una joven que crece durante la guerra.
Julia sabía que iba a comprarlo.
—¿Te lo has leído?
Cooper asintió.
Julia cerró el libro y tamborileó sobre la cubierta. Tierra salada.
—¿Es tan bueno como dicen? —Había leído las críticas cuando lo
publicaron y le intrigó, aunque nunca se había animado a leerlo.
—Mejor. —Cooper dejó la pila de libros que llevaba y lo cogió—. Lo leí
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Capítulo 12
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muy bien cuidados. Se podría hacer una guía con Rupert: Grandes
pequeñas ciudades del Oeste. —Apoyó la barbilla sobre las manos—. ¿Qué
pasa con Simpson?
Julia casi podía ver el proceso de asimilación de lo que acababa de
decirle en la mente de Cooper.
—Bueno... tal vez los pueblos sean como sus habitantes. Algunos son
robustos y otros no. Unos soportan la rudeza del tiempo mejor que otros.
Los caballos también son así —añadió tras un momento.
Era una forma de verlo.
—Vale... Entonces, ¿cuándo empezó Simpson a... eehh... —Julia trató
de encontrar alguna palabra que no fuera demasiado fuerte—... a
empeorar? —finalizó con delicadeza.
Cooper se detuvo para pensarlo.
—Supongo que las campanas fúnebres sonaron cuando hicieron que
la nueva interestatal pasara a sesenta kilómetros hacia el oeste de
Simpson. En el 84.
—¿Quieres decir que los peritos dibujaron una línea en el mapa para
construir una carretera y un pueblo se va al garete... —Julia chasqueó los
dedos—... así? —Era un concepto original y se dio cuenta de que el tiempo
que había pasado en Simpson era la primera vez que no vivía en un lugar
extraño y pintoresco y en una guía. Era extraño vivir en un sitio que en un
par de años podría ya no estar en los mapas.
—Así es; aunque también es cierto que así es como se fundaron la
mayoría de los pueblos del Oeste, así que supongo que se le podría llamar
justicia poética.
—¿A qué te refieres?
Cooper parecía mucho más relajado. La historia del Oeste era un
tema que dominaba, a juzgar por la cantidad de libros de historia que Julia
había visto en su librería.
Cooper se hizo a un lado para que la camarera depositara frente a
ellos dos platos de postre y dos humeantes tazas de café.
—La mayoría de los pueblos de por aquí se fundaron sin pensarlo: allí
donde un minero había plantado su tienda de campaña y otro más detrás,
donde se había enterrado a un colono o donde había agua subterránea. En
Montana y Wyoming fue aún más arbitrario si cabe: los ingenieros del
ferrocarril tomaban un lápiz y un compás y marcaban franjas alrededor de
las vías cada ochenta kilómetros, pues había que rellenar de agua los
trenes, y allí es donde establecieron los pueblos ferroviarios. Como no, los
pueblos recibieron el nombre de la madre, mujer o hija del ingeniero; de
ahí que haya muchos pueblos llamados Clarissa o Lorraine que, muchas
veces, no eran más que un par de chabolas. Algunos de ellos crecieron y
otros no. Simpson tuvo más suerte que el resto... al menos durante un
tiempo. Hay mucha agua subterránea debajo de Simpson y en la década
de 1920 había una mina de oro en funcionamiento. Después vivieron del
ganado, y aquello fue rentable hasta que cambiaron la trayectoria de las
vías del tren. Desde entonces, la cosa ha ido poco a poco hacia abajo. No
tardará en convertirse en una ciudad fantasma.
—Qué triste. —Julia pensó en todo ello; en un pueblo entero
agonizante. Simpson borrado del mapa. Si es que alguna vez estuvo en un
mapa.
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no parecen tener ese tipo de lealtad. Claro que tampoco ayuda el hecho
de que el instituto local cerrara y haya que enviar a los jóvenes a Dead
Horse. Los niños que crecen en Simpson ya tienen asumido que acabarán
yéndose de allí cuando crezcan. Ya nadie quiere hacerse cargo de los
negocios familiares.
—Mmm. —Julia bebió un sorbo de su café y no le sorprendió descubrir
que era una de las mejores tazas de café que hubiera tomado nunca. La
Fábrica de Cerveza tenía un café verdaderamente excepcional. Pobre Alice
—. Lee Kellogg no quiere hacerse cargo de la ferretería de Glenn; quiere
ser profesor de historia. Glenn está pensando en venderla en un par de
años. Sobre todo desde que Maisie ya no parece interesada en ayudarle
con la tienda.
Cooper se quedó con la boca abierta.
—¿De dónde te has sacado eso?
—Hablo con la gente, Cooper. Es asombroso lo mucho que puedes
aprender cuando haces eso. —Julia se acabó la tarta de zanahoria—. De
hecho, lo que de verdad le gustaría a Maisie es cocinar. ¿Pero quién iba a
contratar a una cocinera en Simpson?
—Alice no, desde luego. —Cooper hizo una seña a la camarera para
que les trajera la cuenta—. Siempre anda con el agua al cuello; igual que
cualquier otro negocio de Simpson.
—La Teoría de la Ventana Rota —dijo Julia dubitativamente.
—¿La qué? —Cooper se quedó quieto.
—Teoría de la Ventana Rota. Lo leí en una revista. —«En otra vida»,
pensó.
Se acordaba perfectamente de dónde estaba cuando leyó esa teoría:
tomando café en una cafetería tan encantadora como La Fábrica de
Cerveza, hundiendo la cabeza en los problemas del mundo y sin ser
consciente de que al poco tiempo el mundo se desmoronaría a sus pies.
—Hicieron un estudio sobre las barriadas y los proyectos de
viviendas; algunos se mantienen en pie gracias a los habitantes mientras
que otros se convierten en vertederos, y los investigadores quisieron
saber por qué algunos se salvaban de la desolación y otros no. Y llegaron
a la conclusión de que todo el que vive en un sitio, se preocupa por él;
pero una ventana rota basta para que el lugar se degenere. Es como la
señal de que nadie se preocupa de ello; la señal de que se puede
destrozar ese lugar.
—Sí —asintió pensativamente Cooper—. Supongo que Simpson es un
poco así. Hace mucho que nadie hace nada; las tiendas se han ido
cerrando en los últimos diez años y nadie invierte un céntimo en el lugar.
Si nadie hace nada, el pueblo no va a durar demasiado. Los lugares
necesitan que se les preste un poco de atención, como la gente.
«Los lugares necesitan atención», pensó Julia con una repentina
punzada de dolor. Las palabras de Cooper resonaron en su cabeza. Ella
misma era culpable de negligencia. Llevaba ya un mes entero viviendo en
su casita y no había hecho absolutamente nada por hacerla más bonita o
agradable. Eso era muy poco propio de una Devaux. Había llegado a
Simpson coaccionada, de acuerdo; pero su madre también había llegado a
Riyadh coaccionada y su casa de allí había sido el triunfo decorativo de su
madre.
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«No he hecho absolutamente nada por hacer que mi vida aquí sea un
poquito mejor», pensó. Su madre no habría estado nada orgullosa de ella.
—¿Cooper, crees que podrías...? —se interrumpió.
—¿Que sí creo que podría qué?
—Nada... —Julia movió una mano. Ya le había hecho demasiados
favores—. Da igual.
—Cuéntamelo.
—Olvídalo, Cooper. —Se encogió de hombros—. No era más que una
tontería.
Cooper la miraba fijamente con sus profundos e impenetrables ojos
negros. La camarera llegó con la cuenta, pero Cooper le indicó con un
gesto que se marchara. Para sorpresa de Julia, Cooper se recostó en la
silla y se cruzó de brazos.
—Hasta que no acabes esa frase no nos moveremos de aquí.
Julia se mordió el labio y miró a Cooper. Tenía el rostro serio e
impenetrable. Casi podía sentir la fuerza de su empeño a través de la
mesa, así que se dio por vencida.
—Vale —dijo suavemente—. ¿Sabes si hay alguna tienda de
decoración por aquí?
—¿Una... tienda de decoración? —dijo con cuidado, descruzando los
brazos e inclinándose hacia delante.
—Sí, ya sabes... Pintura, papel de paredes, plantillas, telas. No sé, lo
normal... una tienda de decoración.
—Pintura, papel de paredes, telas... —Cooper se quedó pensándolo—.
Supongo que Schwab's podría servir.
Julia se sentía culpable. Le estaba arreglando la casa entera; le había
acompañado a Rupert, a la librería y ahora a comer, e invitaba él.
—¿Tienes tiempo de parar en una tienda, Cooper? ¿O tienes muchas
cosas que hacer hoy?
Cooper hizo una seña a la camarera; ésta le trajo la cuenta y Cooper
pagó. Cuando se hubo marchado, Cooper se inclinó hacía delante
apoyándose en la mesa.
—No estoy muy seguro de que comprendas bien la situación, Sally —
dijo en voz baja y suave—. No hay nada que no puedas pedirme. Haría
cualquier cosa por ti, lo que fuera. —Le miró fijamente con sus ojos negros
—. Mataría por ti. Detenernos en una tienda no es nada.
* * *
Durante el camino de vuelta, Cooper esperó a que Sally se girara
hacia él y le dijera «háblame», porque cuando lo hiciera, le hablaría. Tenía
un par de ideas en mente que practicó en silencio. Estaba preparado. Sólo
tenía que pedírselo.
Pero Sally no le preguntó nada. De hecho, no hacía prácticamente
nada en el lado del copiloto, aparte de mirar por la ventana y perderse en
sus pensamientos.
El silencio era el compañero constante de Cooper, era algo a lo que
estaba acostumbrado, algo que podía controlar. Pero por alguna razón, el
silencio y Sally Anderson eran dos cosas que no encajaban nada bien. Se
encontró ansiando que le hiciera caso. Echaba de menos que se girara
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hacia él, con sus enormes ojos turquesa bien abiertos y centrados en él,
pidiéndole que le hablara y bebiéndose después todas y cada una de sus
palabras. Quería que dejara de mirar por esa condenada ventana y que se
centrara en él.
Era una locura. Se sentía como un niño de doce años haciendo el pino
para impresionar a la nueva chica del colegio.
No le hablaba, sino que miraba fijamente el paisaje a través de la
ventana. Joder, ojalá pudiera saber qué encontraba tan fascinante ahí
fuera. Pero si ya era de noche.
Cooper se dio cuenta de lo lejos que había llegado cuando se
encontró deseando que le sonriera. Cuando le sonreía como si fuera el
hombre más fascinante sobre la faz de la tierra, sentía que algo se le
soltaba en el pecho, algo que llevaba mucho, mucho tiempo firmemente
atado. Toda su vida, de hecho.
Tuvo que pensar mucho sobre ello. Sobre lo que significaba para él y
sobre cómo estaba tratándola.
Sally Anderson era, sin duda alguna, la mujer más importante que
hubiera pasado por su vida y él se había dedicado a tirársela como si no
fuera a haber un mañana. Como si estuviera allí sólo para él, para que se
desahogara sexualmente tras un largo periodo de sequía.
Hizo una mueca al pensar en eso. Por las tardes, después de llevar a
Rafael a casa, volvía directamente a casa de Sally. Apenas dos minutos
después de que le abriera la puerta, ya la había desnudado y puesto de
espaldas. La primera vez que se la follaba siempre se trataba de algo
frenético. Claro que la segunda y tercera vez también lo eran. Nunca
parecía tener tiempo para nada que no fuera eso.
A primera hora de la mañana, cuando se acercaba la hora de
marcharse, seguía siendo frenético, le agarraba las caderas con firmeza y
seguía follándola con fuerza.
No le había dado nada. Ni una palabra dulce, ni una caricia amable. Ni
siquiera preliminares.
Cada amanecer, cuando llegaba a Doble C, se veía inmediatamente
inmerso con las tareas del rancho, la mayoría de ellas al aire libre y
rodeado de sus hombres. Le era imposible llamarla siquiera. Así que,
básicamente, se la tiraba toda la noche para desaparecer al amanecer. A
los tipos como él se les llamaba de una determinada forma.
La comida de hoy en La Fábrica de Cerveza era la primera vez que
podía ofrecerle a Sally algo. Una cerveza y una hamburguesa, en lugar de
sacarla a cenar por ahí a un sitio agradable, ¡y encima había querido
pagar ella! La había dejado impresionada con eso.
Sally se merecía restaurantes caros y elegantes. Tampoco es que los
hubiera en Simpson, pero podía haberla llevado a Boise. Era cierto que no
tenía tiempo de hacerlo, aunque a lo mejor podía organizarse mejor.
Mientras estuvieron casados, Melissa había insistido en que salieran a
cenar a sitios caros un par de veces al mes, y cuando estaban
comprometidos siempre quería salir a cenar fuera.
Joder, había tratado a Melissa mucho mejor que a Sally, y la primera
era una auténtica perra.
Cuando encuentras a una mujer que, además de ser preciosa y tener
un corazón enorme, significa mucho para ti, se la corteja. Se la trata... no
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sé, como la dama que es. Se le hacen regalos bonitos (no, los cerrojos y
los sistemas de alarma en las ventanas no cuentan) y se la saca a cenar
por ahí a restaurantes agradables.
No te la tiras hasta casi matarla y luego desapareces por la mañana.
Una y otra vez, y otra, y otra.
Era una verdadera lástima que el sexo se hubiera interpuesto en el
camino. La deseaba tanto que le dejaba sin aliento. Cuando entraba en su
casita, era como si el viento le levantara y se lo llevara lejos. La lujuria le
llenaba la mente y era incapaz de pensar en nada que no fuera meterle la
verga a la primera de cambio. Y quedarse ahí todo lo que pudiera. Y como
estaba tan atrasado en cuestiones de sexo, se quedaba ahí dentro hasta la
mañana siguiente, que se la sacaba para marcharse a trabajar.
«Esto no es bueno», pensó Cooper mientras giraba por la calle de
Sally.
Esa noche iba a ser diferente. Iba a ser amable; iba a hacerle el amor,
no a follársela como si se fuera a acabar el mundo.
A la mañana siguiente, Cooper tenía que marcharse muy pronto para
llegar al aeropuerto de Boise. Tenía que hacer trasbordo en tres
aeropuertos para llegar a Lexington, Kentucky, esa misma noche. Tenía
que asistir a la inauguración de la reunión anual de la Asociación de
Criadores de Caballos, que era cuando compraba los potros de seis meses
y se dedicaba a relacionarse como loco con la gente. Ese viaje anual era el
eje central de su negocio y normalmente se lo pasaba en grande.
Tenía que demostrarle que iba a echarla de menos y eso que, a
juzgar por las punzadas de dolor en el pecho cuando no estaba cerca, la
palabra «echar de menos» se quedaba corta. La idea de un fin de semana
sin Sally le provocaba miedo y soledad.
Cooper condujo por la calle de Sally y aparcó dos manzanas más
abajo, aunque a estas alturas todo Simpson, todo Dead Horse y la mayoría
de Rupert sabían que eran amantes.
Miró a Sally. Llevaba demasiado tiempo demasiado callada para lo
que era ella, y ahora supo por qué: estaba apoyada contra el cristal,
profundamente dormida.
—Sally —dijo suavemente. Al ver que no se movía, alargó la mano
para tocarle la mejilla. Cada vez que la tocaba se sorprendía de lo suave
que era su piel—. Despierta, cariño.
Los párpados se movieron; parecía que empezaba a despertar. Por
primera vez, Cooper se dio cuenta de lo agotada que debía de estar. No le
dejaba dormir por las noches y, durante el día, no paraba de trabajar.
A lo mejor debería comportarse como un caballero. Tal vez debería
acompañarla hasta la puerta y despedirse de ella con un beso,
prometiéndole verla en una semana.
Sally parpadeó y abrió esos ojos de color tan vivo pese a ser de
noche, que eran como un trocito de cielo. Pareció desconcertada un
momento, hasta que le reconoció.
—Cooper —susurró, y le sonrió.
Se le encogió el corazón.
Marcharse no estaba dentro de sus planes.
Cooper le rodeó el cuello y la besó. Como siempre, abrió la suave y
cálida boca inmediatamente, acogiéndole. Su primera reacción siempre le
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respirar.
Cooper se introdujo en ella, sintiendo cómo Sally se abría para él.
Todo su cuerpo le decía lo mucho que le deseaba; sus manos le apretaban
firmemente con las manos, sus piernas le abrazaban las caderas y su
chocho le daba la bienvenida, húmedo y caliente.
Empujó contra ella, contra el calor resbaladizo de su interior,
sintiéndose como si acabara de llegar a casa después de un viaje
larguísimo en una tierra lejana y fría.
Cooper le metió la verga hasta el fondo, y se quedó quieto allí,
saboreando su estrechez. Rotó las caderas para introducirse con mayor
comodidad en ella y, ¡wham!, Sally se corrió. Su coño dio unos tironcitos
fuertes, se retorcía bajo él, gemía y jadeaba. Iba a volverle loco.
Cooper sintió un hormigueo recorrerle la espina dorsal, sintió que las
pelotas se le contraían, y se corrió el también. Todo su cuerpo se
estremeció mientras se corría en su interior, con una ráfaga de placer
repentina y eléctrica.
Sally giró la cabeza un poco y le besó la oreja.
La agarró con más fuerza y toda idea de tomárselo con calma se
esfumó de su mente como el humo al empezar a empujar contra ella.
Estaba suave y húmeda de su semen; era la cosa más cálida y suave del
mundo, y era toda suya.
Como cada vez que estaba dentro de ella, perdió la noción del tiempo
y de sí mismo. Se detuvo un momento, jadeando, y giró la cabeza para
secarse con la sábana el sudor de la frente. Podría haber usado la mano,
pero eso implicaría tener que soltar a Sally.
Los ojos de Cooper se posaron sobre el reloj de alarma de Sally. Era
imposible descifrar la hora que señalaban las manecillas fluorescentes.
Las dos y cuarto, leyó por fin. ¿Cómo era posible? Asombrado, Cooper
comprobó su reloj: las dos y cuarto.
«Joder.»
Tenía que salir de Doble C a las 3 a.m. como muy tarde, y todavía
tenía que hacer la maleta y recoger sus documentos. De hecho, siempre
se iba a Boise la noche anterior, para poder llegar sin problemas al vuelo
de las 6 a.m., pero esta vez había decidido salir a primera hora de la
mañana, en lugar de aquella noche, para poder hacer un hueco en su
apretada agenda y aprovechar un poquito más de tiempo junto a Sally.
Cooper tenía que irse pitando. No podía perder ese vuelo, porque de
lo contrario no habría forma humana de que llegara a Lexington por la
noche; y le iban a entregar el premio al «Mejor Criador del Año».
Sencillamente, tenía que estar allí.
Cooper soltó a Sally y se retiró de ella. Se aferraba firmemente a él
con las manos y las piernas. Hasta su coño se aferraba a su polla,
dificultándole la salida.
Cooper se habría echado a llorar, de haber sabido, ante la frialdad
que le asoló su húmeda polla cuando salió de ella. Por primera vez en
horas, había algo de distancia entre su pecho y las tetas de Sally. Se había
acostumbrado tanto a sentirlas contra él que ahora le parecía raro, poco
natural, sentir el frío aire de la noche contra su pecho, en lugar de la piel
suave y fragante de Sally. Seguía agarrada a sus hombros.
—¿Cooper?
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intensa.
Parecía cada vez más perdida.
—Intensa —dijo débilmente—. Vale.
Cooper se puso en pie. Joder, cómo odiaba eso. Debería poder
quedarse con ella, hacerle el amor un poco más y luego quedarse el resto
de la noche, abrazándola con fuerza. Debería poder pasar el domingo con
ella, en la cama, y tal vez salir a pasear por la tarde.
Pero esa semana era decisiva para Doble C. Iba a devolverla a la vida
después de años de negligencia. La raza era cada año mejor. Todo
dependía de los potros que eligiera en ese viaje anual que hacía a
Kentucky, y en los contactos que hiciera allí.
El deber le llamaba.
Y Cooper tenía que responder.
Dos y treinta y cinco.
—Tengo que irme, cariño. —Retrocedió sin ganas.
—Te... te echaré de menos, Cooper —dijo Sally suavemente.
No había palabras para expresar lo que sentía.
—Sí —dijo, y se marchó.
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Capítulo 13
* * *
Sangre y sesos, una cabeza destrozada. Un cuerpo pequeño y pálido
echo un ovillo sobre la grasienta acera. El olor a cordita. El hombre grande
de mirada feroz que alzaba la pistola. Giraba la cabeza despacio,
mecánicamente, como un robot, hacia ella.
Vio por el rabillo del ojo que algo se removía: una figura alta y oscura,
que le prometía seguridad y refugio. ¡Cooper! Trató de levantarse, de
moverse hacia él, pero estaba rodeada de sangre pegajosa. Sus pies
escarbaban en vano para salir de allí.
Cooper se la quedó mirando varios minutos, con sus ojos oscuros e
indescifrables, y luego se movió a cámara lenta, girando sus anchos
hombros. ¡Se estaba marchando! Podía verle la amplia espalda, las largas
piernas que se lo llevaban de allí a grandes zancadas, moviéndose tan
rápido que apenas tuvo tiempo de gritarle: «¡Cooper! Vuelve, ¡ayúdame!».
Gritó hasta que le dolieron los pulmones, pero no salió ningún sonido.
Cooper siguió avanzando y, en el tiempo que tardó en alargar la mano
hacia él, se había marchado. Se quedó mirando el frío y vacío espacio
donde había estado.
Oyó una risa baja y cruel desde detrás de ella y se giró en redondo,
muerta de miedo. La sonrisa de Santana se había alargado de manera
poco natural y su boca entera se volvió de un rojo sangre al tiempo que
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* * *
Julia dio un bote en la cama, sudorosa y temblando. Esta vez el sueño
había sido diferente. No sabía decir por qué, pero había sentido algo raro,
cierta urgencia, como si algo se estuviera cerrando en torno a ella.
Un relámpago iluminó la habitación y un trueno atravesó el cielo.
Sonaba como si estuviera justo encima del tejado y Julia se dio cuenta de
que lo que le había despertado había sido el sonido del trueno, y no una
bala en su cerebro. Algo húmedo le tocó la mano y gritó; se llevó una
mano al cuello mientras con la otra buscaba frenéticamente algo que
utilizar como arma.
Fred estaba sentado sobre sus patas traseras, mirándola con recelo
con sus enormes ojos marrones. Gimió suavemente sin abrir el hocico y
Julia recordó que le habían maltratado. La agonía de la pesadilla debía de
haberle hecho patalear en la cama y debía de haberle asustado.
No era de extrañar, ella también se había asustado. Julia dio una
palmadita en la cama y Fred saltó inmediatamente junto a ella,
acurrucándose en una cálida bola de pelo y haciendo que el colchón se
inclinara con su peso. Al menos ya no olía.
Julia apoyó la cabeza con cuidado sobre el cabecero antiguo de
imitación barata y trató de luchar contra la desesperación. Pero hasta la
desesperación era mejor que lo que había detrás: el miedo.
Una persona, posiblemente varias, le buscaba para matarla y cada
día que pasaba allí estaba (o estaban) más cerca de encontrar su
escondite.
Davis tampoco era de demasiada ayuda a la hora de tranquilizarla.
Las últimas veces que había llamado había parecido impaciente. Las
llamadas le deprimían tanto que había empezado a llamar con menos
frecuencia. Total, siempre tenían las mismas conversaciones:
—¿Alguna novedad?
—No.
—¿Sabe qué va a pasar?
—No.
—¿Cuánto tiempo tendré que seguir así?
—No lo sé.
Las variaciones eran mínimas y Davis se ponía pesado cuando trataba
de prolongar la conversación. A Julia ni siquiera le caía bien Davis, pero
era todo lo que había entre ella y el abismo. O Santana, que para el caso
era lo mismo.
Fred le apoyó el hocico en la rodilla y ella le acarició la cabeza con
mano temblorosa. Encontró el punto ese que tenía detrás de la oreja y que
le hacía entrecerrar los ojos de placer, y se preguntó por qué sería tan
fácil con los perros. Por mucho que le acariciaran detrás de la oreja, el
miedo y la soledad no se irían a ninguna parte.
Julia tiró de la manta para taparse las rodillas. Como la mayoría de lo
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que había en la casa, era barata y estaba raída, y había perdido los
colores tras los muchos lavados. No tenía nada que ver con el edredón de
seda pura del color de las gemas que su madre le había encargado de
París para su vigésimo cuarto cumpleaños.
Había llegado después del funeral de sus padres.
Julia hundió la cabeza en las rodillas y se esforzó por que las lágrimas
no brotaran. Las lágrimas no solucionarían nada y, de todas formas,
tampoco debían de quedarle lágrimas ya. Aunque, al parecer, no debía de
ser así cuando un par de gotas renegadas rodaron por sus mejillas. Julia se
pasó una mano por las frías mejillas y se estremeció al oír la ráfaga de
lluvia que daba contra las ventanas. ¿Se había ido la calefacción? Estaba
demasiado cansada, y demasiado deprimida (y muerta de miedo) como
para levantarse a comprobarlo.
A lo mejor Cooper... Julia se detuvo. No debería acostumbrarse a
depender de Cooper. Cooper se había ido.
Esa era la otra parte de la pesadilla. Cooper marchándose. Le daba la
espalda y se iba. Tanto en la vida real como en su pesadilla.
Tampoco le extrañaba que se hubiera marchado.
Era un hombre de negocios y tenía un negocio del que ocuparse.
Tenía cosas a las que atender y no podía responsabilizarse de una
desolada señorita del este que había tenía la mala suerte de estar en el
sitio equivocado, en el momento equivocado.
Cooper y ella eran amantes, eso estaba claro. ¿Pero quién sabía qué
pensaba o sentía Cooper? Lo que significaba para él. Se lo había
demostrado; habían follado como locos durante horas y luego se había
vuelto a marchar.
El ciclo se repetía.
Una amiga suya de Nueva York tenía un amante casado como ese y
solía llamarle el Murciélago. A Cooper parecía importarle, pero no se lo
decía. Y ahora la había abandonado durante toda una semana.
Julia se mordió el labio. Le parecía casi imposible imaginarse una
semana entera sin Cooper en la cama. Cuando estaba cerca no tenía
miedo. Pero ahora, todo ese miedo atrasado aparecía de pronto. Quería
llamarle para que volviera, decirle que necesitaba que se quedara con
ella.
Claro que eso era estúpido. ¿Qué era ella para él, aparte de un buen
polvo?
¿Qué era ella para nadie?
Por primera vez en su vida, Julia contempló las opciones que tenía.
Había viajado por todo el mundo con sus padres y había sido maravilloso,
pero nunca se había parado a mirar por encima del hombro, a ver qué
estaba dejando atrás. Sólo se había fijado en lo que había delante, en el
futuro. Había sido tan excitante... cada vez que se mudaban a un nuevo
país, a una nueva ciudad, toda la nueva gente que conocía.
Por primera vez en su vida, Julia deseó haber pertenecido a una
comunidad. Tener a gente a la que pudiera pedir ayuda. Una comunidad
de personas que vivieran en un sitio, y que llevaran generaciones enteras
haciéndolo, y no expatriados que vivían en lugares remotos.
Allí también había hechos nuevos amigos, claro está. Alice, Beth. Pero
creían que la mujer a la que había conocido era Sally Anderson, una
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* * *
Nada, absolutamente nada, era tan gratificante como navegar por el
ciberespacio. Era como ser invisible y todopoderoso. No había nada a
salvo de la inteligencia que merodeaba por ahí. La gente se sorprendería
de todo lo que se puede aprender si sabías lo que estabas haciendo.
Podías encontrar la talla de gorro de un hombre, su libro preferido, qué le
compra a su amante y si le han recetado algo para la hernia, todo ello sin
que se enterara nunca de que le están investigando.
Obviamente, los archivos del Departamento de Justicia eran los más
difíciles de encontrar. Sus firewalls eran muy buenos y estaban reforzados
con barreras de protección. Pero, si la persona adecuada le ponía el
suficiente empeño, era tan útil como un muro hecho de piezas de Lego. «Y
yo soy la persona adecuada», pensó el profesional. La pregunta no era si
encontraría el archivo de Julia Devaux, sino cuándo.
Iba siendo hora de hacerlo. Se podía acceder al sistema del
Departamento Judicial desde cualquier lugar del mundo con un ordenador
portátil; esa parte era fácil. El siguiente paso requería inteligencia.
El profesional se vio interrumpido por el parte meteorológico de la
televisión, que anunciaba un invierno frío, con previsiones de tormentas
de nieve para Acción de Gracias.
«Quiero pasar Acción de Gracias en St. Lucía», pensó el profesional.
Prefería el sol y los cangrejos a la nieve y el pavo.
* * *
—Tenemos una baja.
El rostro inexpresivo de Herbert Davis alzó la vista de la circular que
habían puesto junto a la nueva escoba del piso superior, que no hacía más
que recordarles por enésima vez que no se aceptaban los comentarios
despectivos contra las mujeres o las minorías, bajo ningún concepto y
como quedaba establecido en la orden bla-bla-bla de la ley bla-bla-bla.
«Pero si estamos encargados de hacer cumplir la ley, ¡no me jodas!»,
pensó con enfado. «No podemos hacer del mundo un lugar mejor, aunque
sí uno más seguro».
¿Pero cómo cojones iban a hacerlo si el presupuesto era cada vez
menor y tenían que medir cada una de sus palabras? Barclay carraspeó y
Davis recordó que le había dicho algo.
—¿Qué?
—Tenemos una baja. —Barclay cogió una mesa que había por ahí
cerca, la giró y se sentó a horcajadas. Barclay parecía hecho una mierda, y
tampoco olía bien; se parecía alarmantemente a un vagabundo. El divorcio
estaba acabando con él.
Davis sacudió la cabeza, malhumorado. Verdaderamente, el mundo
se estaba yendo a pique.
—¿Quién?
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otras el mosquito.
* * *
El profesional repasó los datos que tenía de Sydney Davidson, el
segundo nombre que había en el archivo que sacó del Departamento de
Justicia.
El doctor Davidson, un brillante bioquímico, había sido contratado
nada más salir de la universidad por Sunshine Pharmaceuticals, un
laboratorio farmacéutico con base en Virginia. Pero los conocimientos del
buen doctor no se limitaban a las aspirinas y los antibióticos.
El profesional se acordaba perfectamente del escándalo de Sunshine
Pharmaceuticals, que se había destapado en medio de una acalorada
campaña electoral para el Senado. Un determinado número de los
miembros del consejo de la compañía se habían involucrado en un negocio
adicional extremadamente lucrativo: proporcionar drogas de diseño
altamente sofisticadas a la élite profesional de la costa sudeste.
El candidato peor considerado, un joven abogado de distrito con
aspiraciones, se vio favorecido por la difusión de las fotografías de los
directivos de Sunshine llevados a juicio esposados, obteniendo al final la
victoria. Después de que se emitiera la orden de arresto de la plantilla
entera, Sydney Davidson tardó medio minuto en hacerse testigo del
Estado.
Al profesional no le atraían las drogas en ningún sentido. Donde
estuviera su Veuve Cliquot, que se quitara el resto.
Comprobó el organigrama de la empresa. No le serviría de nada
contactar con el director general ni con ningún otro miembro del consejo.
El jefe de seguridad era el único que le interesaba.
El profesional tecleó el mensaje para el noruego:
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* * *
—¡Y luego... y luego... y luego los Power Rangers se metamorfosearon
en Megazords porque tenían... poderes! —dijo un Rafael emocionado,
golpeando el aire con sus pequeños puños y escupiendo trocitos de tarta
—. Y luego, y luego tenían mogollón de poderes y eran como... como
mastodontes y tigres con los dientes picados, porque tenían que luchar
contra el malo, Lord Zedd, pero él era demasiado fuerte para ellos, e iba a
dominar el mundo, ¡así que los Power Rangers se metamorfosearon en
Ninjetis! —Gritó la última palabra, golpeando el aire de nuevo y sonriendo
de oreja a oreja.
Era miércoles por la tarde y Julia había decidido recompensar a Rafael
por su renovado interés en los estudios (y por haber convertido a Fred en
un chucho adorable de pelo brillante) llevándole a tomar un chocolate
caliente y un trozo de tarta a Carly's Diner; además, con ello esperaba
hacer un poco más amena la hora del té para Alice. Rafael estaba
contándole el episodio de los Power Rangers con pelos y señales, pero no
hacía más que perder el hilo de la trama y Julia había desistido de tratar
de seguirle. Había sacado su libreta de dibujos y se entretenía haciendo
garabatos.
—¿Sabes? Los Power Rangers tenían que ayudar a Zordan, un ser
interchocolate...
—Galáctico, mocoso. —Matt se había acercado con otro trozo de
tarta, el tercero de Rafael ya, que puso delante del niño—. Es un ser
intergaláctico.
—Galático —repitió Rafael obedientemente. Se quedó callado,
meditándolo, antes de volverse hacia Matt—: ¿Qué significa «galático»,
Matt?
—Galáctico, de la galaxia. —Matt trató de parecer impaciente y
superior, pero estaba luchando por no sonreír. Alice había seguido los
consejos de Cooper a pies juntillas y le había involucrado en la cafetería.
Se había tomado el trabajo tan en serio que incluso se había vestido:
ahora llevaba la camiseta siempre puesta—. Del espacio exterior.
—Ah —dijo Rafael con gesto serio—. Espacio exterior. —Alargó la
mano para acercarse el plato de tarta, sin dejar de pensar en la palabra.
Julia miró a su alrededor esperando a que Bernie llegara en cualquier
momento para recoger a Rafael. Estos últimos días, Bernie le había
tomado el relevo a Cooper y venía él a recogerle; pero no era lo mismo.
La cafetería estaba más llena que nunca. Aparte de ella y Rafael, Matt
y Alice, había tres rancheros sentados en una esquina y discutiendo
tranquilamente los precios del pienso. Unos tipos toscos, de piel curtida y
con camisas de franela desteñidas, vaqueros y botas raspadas, bebiendo
té. Era hora punta, pero aun así. Por algo había que empezar.
Rafael hundió entusiasmado el tenedor en su tercer trozo de tarta, sin
dejar de contarle las aventuras de los Power Rangers.
—Y luego los Power Rangers tenían que luchar contra Ivan Ooze
porque quería recubrir el mundo de baba púrpura y quería hacer que
todos los padres se suicidaran. Pero Ivan Ooze se transformó en un robot
gigante y entonces los Power Rangers se transformaron en robots
gigantes y lucharon en el espacio exterior ¡y a Ivan Ooze se lo lleva un
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—¿Quieres decir si alguien hubiera hecho algo con ellos en los últimos
treinta años? —dijo Alice.
—No quería decir... —empezó a decir Julia, y observó a Alice, que la
miraba fijamente con una sonrisa en los labios. Julia empezaba a conocer
a Alice lo suficiente para saber que iba directa al grano. No tenía sentido
que se anduviera con rodeos—. Hombre... una capa de pintura no le
vendría mal.
—O que lo tiraran entero. —Alice sacudió la cabeza al ver la protesta
automática de Julia—. No, es cierto. Mamá nunca hizo nada por arreglar el
local. La cafetería nunca dio demasiado dinero y después, cuando
probablemente se lo habría podido permitir, se puso mala. De hecho, llevo
mucho tiempo esperando a poder redecorarlo, pero... —Alice se mordió el
labio inferior con nerviosismo—. No sé demasiado sobre decoración. No
soy demasiado buena para eso; igual que con la cocina.
—Bueno, no sé —protestó Julia—. Rafael parece estar disfrutando de
la tarta.
—No la he hecho yo —respondió Alice abatida—. Traté de hacer la
receta esa que me diste, la de la tarta Sacher. ¿Sabes cuál te digo? La de
chocolate.
—¿Y? —le animó Julia.
—Y me salió fatal. —Alice suspiró con fuerza—. Me salió sosa. Y
pegajosa. Así que le pasé la receta a Maisie y le salió genial. Ya se ha
acabado. También me hizo la tarta de especias. Tal vez si redecorara el
lugar, la gente no se fijaría tanto en que no sé cocinar.
—A lo mejor —dijo Julia sin demasiada convicción.
—Así que, Sally. —Alice se inclinó hacia delante para echar un vistazo
a lo que ocultaba Julia con el brazo—. ¿Qué tenías pensado?
Julia se quedó quieta un segundo, pensando, y luego le tendió la hoja
a Alice.
—Bueno, a decir verdad, estaba pensando en algo tipo retro funk de
los años cincuenta.
La sonrisa de Alice se volvió vidriosa y Julia suspiró. Tal vez la
decoración retro funk no era en lo que había pensado Alice.
—¿Qué tenías en mente, Alice? Si tuvieras una varita mágica, ¿en qué
convertirías tu cafetería?
Alice no lo dudó ni un segundo:
—Lo decoraría con helechos —dijo, con el mismo tono de voz con que
habría podido pedir el cielo.
—¿Con... helechos? —Julia frunció el ceño—. ¿Eso no es muy de... ya
sabes... muy de los ochenta?
—¿Mmm? —Alice echó un vistazo a su alrededor con aspecto soñador
—. ¿Quieres decir pasado de moda? Es posible, pero Simpson no ha tenido
nunca un bar así. Creo que ni siquiera Rupert ha tenido nunca uno.
«No me extraña», pensó Julia, y se estremeció al imaginarse de
pronto con un Simpson invadido por la moda de los ochenta, infestado de
yuppies con Adidas y mujeres con trajes de chaqueta y hombreras
enormes.
—No sé, Alice. ¿De verdad...? —Pero a Julia le bastó con ver a Alice, su
expresión de anhelo y las chiribitas que le hacían los ojos, para callarse de
inmediato. Miró en redondo la cafetería y su falta de decoración e hizo una
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Capítulo 14
Pese a ser la mejor habitación del hotel, no era gran cosa. A lo largo
de los años, el profesional se había acostumbrado a vivir con todas las
comodidades. En una ocasión, durante un trabajillo que llevó a cabo en
San Diego, el profesional se había alojado en el Hotel del Coronado y había
celebrado el golpe en la suite Coronet con una deliciosa botella del
champán seco local.
Oyó el gorgoteo del agua en las tuberías cuando encendió la
calefacción y el profesional suspiró. No tenía nada que ver con Coronado.
Fuera llovía y la habitación era fría y húmeda. El profesional no veía el
momento de acabar el trabajo y salir de allí. Tenía todo cuidadosamente
preparado, con tres identidades distintas. El viaje de Sea-Tac a Hawaii. Allí
cambiaría de pasaporte para ir a Ciudad de Méjico, y de Méjico a Kingston
con otro pasaporte más. Una vez en el Caribe, desaparecer no sería muy
difícil; el Caribe estaba lleno de personas «desaparecidas».
El profesional se quedó helado. No podía ser tan fácil, ¿o sí?
Febrilmente, el profesional desenterró el listín telefónico local, que
estaba sobre el tablero de plástico barnizado de pino barato que servía de
mesa. Junto al listín había un bol de plástico con una bolsa de cacahuetes
que había caducado en septiembre.
Echó un vistazo rápido pero concienzudo a los condados y los prefijos
telefónicos le dieron la respuesta: había un prefijo 248 en una zona de
Idaho que correspondía, más o menos, al condado de Cook. Una zona de
3.773 kilómetros cuadrados.
El profesional consultó el ordenador portátil y el espléndido mapa que
se había descargado del Departamento de Investigaciones Geológicas de
los Estados Unidos; había tres ciudades de tamaño mediano, cuatro
pueblecitos y un puñado de aldeas. Debían de haber metido a Julia en uno
de los pueblecitos. Descartó la zona que había alrededor de Rockville y
Ellis, lo que le dejó un triángulo formado por Dead Horse, Rupert y
Simpson.
Vaya, vaya, vaya.
El profesional entrecerró los ojos.
«Ya sé dónde estás, Julia Devaux. Ahora sólo me queda saber quién
eres.»
* * *
—¿Qué opinas, Sally? —le preguntó Alice con ansiedad el sábado por
la mañana, enseñándole unas muestras de color. Melocotón, azul claro y
topo.
Alice le había suplicado que le acompañara a Rupert. Julia había
aceptado, reacia, para sorprenderse después de lo bien que lo habían
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pasado.
Durante el camino de ida, Alice no había dejado de hablar y Julia
había descubierto que a la tercera iba la vencida. En lugar de que el
paisaje que había entre Simpson y Rupert la oprimiera y asustara, esta vez
le pareció imponente y majestuoso.
Cuando entraron en la tienda de Harlan Schwab, éste les saludó con
cordialidad. Aunque al principio se sintió decepcionado de que Julia no
estuviera con Cooper. Su segunda pregunta fue si estaba casada y Julia se
quedó momentáneamente perpleja. ¿Había algún tipo de norma en el
Oeste de la que no se había enterado? ¿Tenías que estar casada para
comprar telas? Luego se dio cuenta de que, como todo el mundo, Schwab
estaba tratando de hacer de casamentero. Por allí sólo había tres canales
de televisión y no sabían lo era la televisión por cable. Estaba claro que,
en lugar de ver la televisión, por ahí la gente se dedicaba a emparejar a
los demás. A Julia le costaron sus buenos diez minutos que Schwab
volviera a centrarse en el proyecto de Alice.
—Bueno... —Julia retrocedió tres pasos para verlo mejor. Se llevó una
mano a la mejilla y se fijó más en la reacción de Alice que en las muestras.
La joven canturreaba de emoción y los ojos azules le brillaban con la
ilusión de planear su nuevo local. Parecía una niña pequeña con zapatos
nuevos. Julia reprimió una sonrisa mientras hacía como que se lo pensaba.
Pero nada más lejos de la realidad. El azul cielo de la tela era exactamente
del mismo color que los ojos de Alice—. Yo escogería el azul, y podríamos
mezclarlo con un tono crema. ¿Harlan? ¿Tú qué crees?
—Buena elección —dijo Harlan Schwab, sonriéndoles a las dos—.
Bien, chicas, creo que ya lo tenéis todo. Tenéis... —Pasó los paquetes por
la caja registradora—... la pintura, las telas, las plantillas de hojas, un
juego completo de tazas de té y tazas de café. Lo tenéis todo.
Con los comentarios de Cooper acerca de comprar a los locales aún
en mente, Julia había convencido a Alice para que le comprara todo lo que
pudiera a Glenn y luego hicieran el viaje a Rupert para comprar sólo
aquello que Glenn no tuviera. Al parecer, Harlan lo había comprendido de
inmediato.
Alice pagó y Julia empezó a recoger los paquetes, pero Harlan las
detuvo con un movimiento de la mano.
—No, no, no, señoritas, no podemos aceptar eso. Decidme dónde
tenéis el coche y cuando vayáis a volveros mi hijo os estará esperando ahí
con los paquetes.
—Harlan, de verdad, no hace falta... —empezó a decir Alice.
—Oh, sí, claro que sí. —Harlan estaba haciéndole ya una seña a un
adolescente fuertote y dijo, sonriendo a Julia—: Coop no me lo perdonaría
jamás si no ayudara a su chica.
«¿La chica de Cooper?, —pensó Julia—, ¿Lo llevo escrito en la frente o
qué?».
* * *
—Ya sé que te dije que quería volver pronto, ¿pero te importaría que
paráramos en la librería un segundo? —preguntó Alice mientras se dirigían
al coche—. Quiero buscar un par de libros de decoración, para coger un
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* * *
La pistola no era importante, pero la cámara sí.
No se necesitaba la Magnum 44 de Harry el Sucio para hacer salir a
Julia Devaux. Cualquier especial del sábado por la noche era más que
suficiente. Dos horas después de aterrizar en el aeropuerto de Boise, el
profesional había comprado, con total legalidad, una Smith and Wesson
60. Era pequeña, tenía un cañón de cinco centímetros y sólo llevaba cinco
balas, pero no estaba mal. Con dos disparos bastaría.
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* * *
Cooper estaba verdaderamente enfadado cuando, el domingo por la
tarde, llegó a Carly's Diner. Había sido una semana espantosa.
Sí, había hecho un montón de negocios y había comprado quince
potros muy prometedores, pero no había estado ni un sólo minuto solo. Se
había levantado al amanecer cada mañana para ver las sesiones de
entrenamiento, había estado todo el día ocupado con la conferencia anual
y todas las noches había salido a cenar, hablando de negocios hasta muy
tarde. El único momento que tenía libre, para llamar a Sally, era a primera
hora de la mañana, que para ella eran las 3 de la madrugada.
Después, una mierda de tormenta había obligado a retrasar el vuelo
hasta el domingo por la mañana. Cooper se pasó el día con gesto sombrío,
pasando de un aeropuerto a otro y con una sola idea en la cabeza: volver
a casa y ver a Sally.
La había echado muchísimo de menos. Las noches habían sido la peor
parte; se había pasado las noches permanentemente empalmado
pensando en ella, deseando con toda su alma estar con ella.
Bernie le había mantenido al tanto por e-mail de lo que pasaba en el
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Capítulo 15
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De todas formas, ¿qué tenía Cooper que le hiciera tan especial? ¿Por
qué le importaba tanto? No era guapo y, decididamente, tampoco
encantador. Era...
—¿Cooper? —susurró. Estaba pintando la última parte del zócalo, la
de la esquina y de pronto ahí estaba, al pie de la escalera... como si el
pensar en él le hubiera hecho aparecer de repente de la nada.
Parecía serio, como siempre. Se lo quedó mirando detenidamente
unos segundos, maravillándose con sus rasgos.
La pintura estaba goteando, destrozando con ello el trabajo de toda la
tarde. Se lanzó a coger las gotitas azul claro que caían y perdió el
equilibrio. La escalera se tambaleó y sintió que se caía.
—¡Cooper! —gritó.
—Aquí estoy. —Su voz era baja, profunda y tranquila; estiró el brazo y
la agarró de la cintura, con suavidad pero con firmeza. Julia soltó el rodillo
y dejó que cayera al suelo, aferrándose instintivamente a la ancha espalda
de Cooper. Con la misma facilidad con que bajaría una lata de café de la
estantería, la levantó de la escalera y dejó que resbalara lentamente a lo
largo del cuerpo.
Julia podía sentir su fuerza penetrar en todo su cuerpo. Era como si el
mundo, el universo, se hubiera detenido de pronto y Cooper y ella fueran
los únicos seres vivos sobre la faz de la tierra. Su rostro ocupaba todo el
campo de visión de Julia, quien le soltó muy a su pesar cuando tocó el
suelo con el pie. Se agarró a su brazo en busca de equilibrio.
De pronto, todo pareció cobrar sentido, como si la piececita de su
corazón que faltaba hubiera aparecido de pronto. Era inescrutable,
impasible y silencioso, y ella llevaba ocho días esperando
impacientemente a que llegara. Con un sobresalto casi de dolor, se dio
cuenta de que se estaba enamorando de Cooper.
—Has vuelto —dijo tontamente y casi sin respiración.
—Sí.
Trató de averiguar qué pensaba, pero fue incapaz. Lo único que veía
era que estaba profundamente emocionado, pero no conseguía descifrar
por qué. Le brillaban los ojos.
—¿Cuándo has llegado?
—Hace menos de una hora.
—Creí... creí que habías dicho que volvías el viernes. —Julia sabía que
debería soltarle el brazo y retroceder un poco, pero no conseguía hacerlo.
—Tenía una reunión. Cancelaron el vuelo. Me ha costado mucho
volver.
—Bueno, me... me alegro de que hayas vuelto.
La mandíbula se le tensó.
—Y yo de estar aquí.
—Estamos redecorando esto, ¿lo sabías?
—Eso me habían dicho. Bernie me mandó un e-mail.
Julia esbozó una sonrisa. Casi se le había olvidado la lacónica forma
en que hablaba Cooper.
—Has debido de dejarte los pronombres en Kentucky —dijo.
—Puede. —Uno de los laterales de la boca de Cooper se torció en una
sonrisa.
«Es curioso, —pensó Julia—, nunca me había fijado en lo bonita que
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* * *
Sydney Davidson metió un dedo en el agua templada de la vieja y
oxidada bañera y, con un gemido, puso los ojos en blanco. Se estremeció.
¡Joder, qué frío hacía en Idaho! Pensó con pesar en su casa de Virginia y
su recién estrenado jacuzzi.
Claro que los muertos no necesitaban un jacuzzi, se recordó a sí
mismo.
No era la primera vez que Sydney Davidson se arrepentía. Se
lamentaba de que le hubiera tentado el dinero, de haber desperdiciado
sus años de estudio de bioquímica. Se arrepentía de que su vida se
hubiera desviado tanto.
Aun ahora, apenas podía creer lo fácil que había sido caer. Un par de
favores poco significativos, como, por ejemplo, unos cuantos fármacos de
recreo para un par de fiestas, a cambio de poder usar un apartamento en
Vail un par de años después. Más favores luego, algo más sustanciales
esta vez, y un Lexus nuevecito a cambio. Y, de pronto, pasaba más tiempo
inmerso en sus... actividades extra curricular es que en el trabajo en sí,
mientras el dinero no dejaba de lloverle. Y entonces todo se había
descontrolado y ahí estaba, arruinando su vida.
Aun así, una vieja bañera era mucho mejor que un ataúd. Le estaban
dando una segunda oportunidad y por Dios que, esta vez, iba a hacerlo
bien.
Cuando todo este lío hubiera acabado, y una vez hubiera testificado,
se... se dedicaría a hacer buenas obras.
No del todo seguro de qué englobaban las buenas obras, Davidson
reflexionó sobre cómo podría hacer borrón y cuenta nueva. Y lo único que
se le vino a la mente fue la Cruz Roja. «¡Sí!», pensó con emoción. Los
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* * *
—Bueno —dijo Beth una hora después, apoyando las manos en las
caderas—. Esto ya es otra cosa. —Miró a su alrededor con gesto de
aprobación, observando los cambios que se habían hecho en las últimas
cuarenta y ocho horas en Carly's Diner; ahora ya, oficialmente, Out to
Lunch.
Julia miró a su alrededor también, aunque estaba más concentrada en
Cooper. Cada vez que se daba la vuelta, ahí estaba, dándole un cepillo,
mezclando la pintura por ella o, por lo general, volviéndola loca de deseo.
Había conseguido cogerle de la mano, tocarle la nuca y pasarle una mano
por la espalda hasta que se sintió sensibilizada, casi magnetizada por su
presencia. Sentía su presencia por la forma en que se le erizaba el pelo de
la nuca.
—Hmm —respondió como en un sueño. Cooper estaba justo detrás de
ella y podía sentir el calor de su cuerpo. Julia estaba intentando hacerse la
indiferente, pero le estaba costando tanto no recostarse sobre él que
temblaba.
Beth le dio un codazo suave en las costillas.
—¿Qué te parece, Sally?
—¿Quién? —Era como si tuviera el cerebro embotado—. ¿Qué?
—La cafetería... o, más bien, el restaurante —dijo Beth con paciencia
—. ¿Qué te parece?
—Yo... —Julia miró a su alrededor e intentó centrarse.
Habían hecho ya la mayoría del trabajo. Las paredes estaban
pintadas, los mostradores listos y los helechos plantados. Todo olía y
parecía fresco y nuevo. La irregular capa de pintura y las mesas
ligeramente ladeadas pasaban totalmente desapercibidas. Alice se había
pasado con los helechos y Julia no pudo evitar pensar que los clientes en
potencia iban a tener que venir armados con machetes. Aun así, tenía
cierto encanto.
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Ahora volvía a estar ahí, más largo que la vida, quitándose los guantes de
trabajo y escrutando la habitación con sus ojos negros hasta que la vio.
Sus miradas se encontraron. Julia sintió que le recorría una oleada de
emoción y el cuerpo se le tensó, anticipando lo que vendría después.
Cooper empezó a atravesar el restaurante y Glenn cogió al vuelo el
vaso que se le había resbalado a Julia de los nerviosos dedos. Volvió a
dejarlo encima de la mesa, con cara de póquer.
—Ehh... tengo que ir a hablar con alguien —dijo Glenn—. Sobre algo.
Ahora te veo.
—¿Qué? —Julia se volvió hacia él sin verle—. Ah, vale. Claro, está
bien.
«Es magnífico», fue todo lo que pudo pensar Julia al ver que Cooper
se le acercaba despacio, bloqueándole la vista del resto. Su expresión era
dura, como siempre. Quería tocarle la cara, tratar de borrarle esas arrugas
de expresión y acariciarle la dura y preciosa boca con el dedo.
Cooper se le acercó tanto que tuvo que ladear la cabeza.
—Ven conmigo —le dijo—. Ahora.
—Sí, Cooper —susurró Julia, dejando el palito de pollo encima de la
mesa.
Cooper la tomó de la mano y se la llevó por la puerta, hacia la
camioneta negra.
—¿Dónde vamos? —preguntó Julia.
Cooper prácticamente la metió en volandas en la camioneta, se subió
y salió de allí chirriando ruedas.
—A tu casa —le dijo con firmeza—. Esta vez vamos a hacerlo bien.
Vamos a follar toda la noche.
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Capítulo 16
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* * *
Estaba temblando. Cooper casi podía sentir vibrar el aire del lado del
copiloto. Mierda. Estaba comportándose como un animal. Hacía una
semana que se había ido, no la había llamado siquiera y ahí estaba,
llevándosela corriendo a la cama.
Tenía que tener mucho cuidado. Había una larga hilera de mujeres
atractivas que habían dejado a los hombres Cooper por mucho menos que
eso. En sí ya era un jodido milagro. Necesitaba aferrarse a ella. Poco
importaba que se estuviera muriendo por metérsela, ahora mismo debía
comportarse mucho mejor que eso.
Cooper se inclinó en la oscura camioneta y la besó, aferrándose con
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Sonrió y se estiró hacia él, que se agachó para besarla. Era tan suave
y cálida como recordaba. Se giró por completo hacia él, rodeándole el
cuello con los brazos. No quería cambiar nada de su posición, así que
simplemente la envolvió con los brazos, la levantó y la llevó a la
habitación. La dejó junto a la cama y, sin dejar de besarla, le quitó el
abrigo. No quería dejar de besarla, pero debería hacerlo si quería
desnudarla.
Movió las manos con rapidez mientras se agachaba. Camisa de
franela, sujetador, vaqueros, medias, zapatos, calcetines, ah... ahí estaba.
Desnuda. Un ángel pálido y brillante. Cooper dio un paso atrás,
observándole el rostro con cuidado, giró la mano y se la llevó a la
entrepierna. Aún no estaba demasiado húmeda. Introdujo un dedo y le
acarició su suave y cálido coño; se humedeció enseguida, como un
milagro. Pero, aun así, no era suficiente. Cooper estaba inflamado como
uno de sus sementales y tenía que conseguir que estuviera muy húmeda
antes de metérsela, aunque ya casi estaban.
Volvió a inclinarse sobre ella, besándola profundamente mientras
empujaba con el dedo en su interior. Sally estaba clavándole los dedos en
los hombros y respiraba entrecortadamente mientras Cooper probaba su
suavidad.
—Cooper —susurró, y luego—: ¡Ah! —Cuando le dibujó círculos con el
dedo sobre el clítoris. Se sacudió, y él con ella.
Nunca había conocido a una mujer que pasara de cero a mil
kilómetros por hora en tan poco tiempo.
Apretó los dientes porque, aunque estaba cada vez más suave y
húmeda, seguía sin ser suficiente. En cuanto se la metiera, iba a follarla
con fuerza y, para eso, necesitaba que estuviera preparada.
—A la cama —le susurró contra la boca.
—Vale. —Sus labios se curvaron en una sonrisa. Sabía que había
reconocido ese tono; el que le indicaba que estaba a nada de perder el
control.
Cooper la ayudó a ponerse sobre la cama con la mano que tenía libre,
y luego se colocó él junto a su cadera. Seguía teniendo el dedo dentro de
ella, moviéndolo con suavidad. Levantó la palma de la mano y ella,
obedientemente, abrió las piernas. Tenía unas piernas maravillosas, largas
y esbeltas. Le acarició el interior de los muslos, suaves como el terciopelo.
Cooper la observó unos segundos. La habitación estaba a oscuras,
pero la piel de Sally brillaba suavemente a la luz de la farola del exterior.
Pese a que se moría por estar dentro de ella, se tomó unos minutos para
saborear cada detalle de su cuerpo. Las delicadas clavículas, los pequeños
y tensos pechos con sus pálidos pezones rosados, el suave y liso vientre,
la mata de pelo rojo que había entre sus muslos... Todo en ella era
elegante y perfecto.
Movía las piernas sin descanso sobre la manta, mientras Cooper
imitaba a su polla con el dedo. Claro que su cipote nunca había sido tan
amable con ella, siempre le había dado empellones fuertes y rápidos. A lo
mejor así sería siempre. A lo mejor la única forma que tenía de que le
follara despacio era haciéndolo con la mano.
El silencio era absoluto, salvo por su respiración y el sonido húmedo
que hacía su dedo al entrar y salir de ella.
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sonaba.
Poco a poco volvió en sí y se dio cuenta de que lo que sonaba no era
su cabeza, sino el teléfono.
A la mierda. Quienquiera que fuera, podía irse a freír espárragos.
—No contestes —murmuró Cooper besándola.
—¿Contestar a qué? —dijo Sally con voz soñolienta.
—Al teléfono.
—Ah. —Suspiró—. Pensé que lo que sonaba era mi cabeza.
Sonrió en la oscuridad y le paseó la boca por el cuello. El maldito
teléfono seguía sonando, pero Cooper no le hizo caso.
Sally se puso tensa de pronto.
—El teléfono. El teléfono. Oh, Dios, el teléfono. —El tono de su voz era
áspero, como si se hubiera despertado de golpe. Le empujó del hombro—.
Tengo que contestar.
Cooper elevó la cabeza, sorprendido.
—Por favor, Cooper, deja que me levante. De verdad que tengo que
contestar.
Cooper frunció el ceño sin dejar de mirarla. Estaba temblando y su
piel parecía haber perdido el poco color que tenía normalmente.
—Cooper, por favor. —Volvió a empujarle del hombro, pero pesaba el
doble o triple que ella. Era imposible que se deshiciera de él si no quería. Y
no parecía querer. Estaba cómodo donde estaba, con la polla
profundamente metida dentro de Sally—. Cooper, por favor, por favor —
susurró. El teléfono seguía sonando.
Le temblaba la voz.
Con el ceño fruncido, salió de ella y se movió hacia un lado. Sally se
escabulló de allí y corrió al salón.
Cooper estaba recalentado y sudoroso de haberle hecho el amor y del
orgasmo, pero un escalofrío le recorrió entero cuando pensó en la
expresión de la cara de Sally.
Era una expresión que conocía demasiado bien.
Miedo.
Algo le había atemorizado. Y mucho. A la mierda. Nada ni nadie iba a
atemorizar a esa mujer. Con gesto agrio, Cooper se puso en pie y la siguió.
* * *
Julia temblaba cuando se escabulló de debajo de Cooper. Miró la hora
que era: las diez de la noche. No podía ser nadie de Simpson, porque allí
todos se metían en la cama a las nueve en punto. Sólo podía ser una
persona.
Herbert Davis. Y si le estaba llamando a estas horas, no podían ser
buenas noticias.
Se quedó quieta medio minuto junto a la cama, hasta haberse
asegurado de que las piernas no le fallarían. Su orgasmo acababa de
terminar y aún se sentía de mantequilla. Al levantarse, sintió resbalar los
jugos de Cooper y de ella por las pantorrillas. Se secó pasándose
rápidamente la sábana y cogió la bata que había en una silla mientras se
dirigía hacía el salón.
—¿Hola? —Seguía teniendo la voz ronca del sexo; carraspeó para
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aclarársela—. ¿Hola?
—¿Julia? ¿Julia Devaux? —El corazón de Julia le dio un vuelco al oír en
voz alta, por primera vez desde hacía seis semanas, su verdadero nombre.
—Señor Davis —susurró. Estaba claro que las reglas se habían
acabado. Estaba usando su verdadero nombre y no se quejó cuando Julia
hizo lo mismo con él. Algo iba muy, muy mal.
—Así es. Herbert Davis. Ahora, quiero que me escuche muy bien,
Julia. Tenemos motivos para creer que su identidad ha sido desvelada. No
estamos completamente seguros, pero preferimos no arriesgarnos. De
ahora en adelante, no quiero que salga de su casa. No quiero que hable
con nadie; ni que se ponga en contacto con nadie. Con nadie en absoluto,
¿me entiende? No puede confiar en nadie. Puede estar en peligro y vamos
a buscarla. Ahora escuche, esto es lo que quiero que haga...
Se le resbaló el teléfono de las nerviosas manos y cayó
estrepitosamente sobre la mesa. Podía oír la voz de Herbert Davis
gritándole desde el auricular; un sonido apenas perceptible:
—¿Julia? ¡Julia! ¡Respóndame! ¿Qué cojones está pasando? ¿Julia?
—¿Quién era? —preguntó una voz ronca a sus espaldas.
Julia ahogó un grito y se giró. Cooper estaba en la puerta, apoyado
sobre el vano. «No quiero que hable con nadie. No quiero que confíe en
nadie», le había dicho Davis.
Bueno, aunque Cooper no hablaba demasiado, acostarse con él
probablemente estuviera entre la lista de cosas que no hacer de Davis.
—Nadie —dijo casi sin aliento. Se agachó sin ver y colgó el teléfono—.
Absolutamente nadie. Se... se habían equivocado de número. —Tenía la
bata abierta. Era de locos. Cooper y ella acababan de hacer el amor y allí
estaba ella, tapándose con fuerza con la bata. Cooper dio un paso
adelante y Julia retrocedió instintivamente.
—¿Sally? —Cooper frunció el ceño—. ¿Qué sucede? —Caminó hacia
ella, que retrocedía cada vez, hasta que se dio contra la pared. Julia agarró
la pared que había detrás de ella, como si pudiera protegerla. Como si
hubiera algo capaz de protegerla de Cooper.
Era tan fuerte que le daba miedo. No le había visto muchas veces
desnudo a plena luz. Era pavoroso. Tenía los brazos y hombros llenos de
músculos, fuertes y poderosos. Si le atacaba, no tendría sentido que
luchara contra ellos. Cooper podría acabar con ella en un segundo si
quería.
Julia recordó haber leído en alguna parte que los soldados de Esparta
peleaban desnudos para aterrorizar al enemigo.
Bueno, pues funcionaba. Estaba aterrorizada.
Cooper se detuvo junto a ella y puso un brazo a cada lado de Julia.
Estaba atrapada.
Miró fijamente a los oscuros pelos del pecho, a la hendidura en que se
unían los pectorales, antes de subir poco a poco la mirada. Su rostro era
inexpresivo. Era el rostro de un desconocido. El rostro de su amante.
«No confíes en nadie».
Alargó una mano temblorosa para tocarle la barbilla. Podía sentir el
movimiento de los músculos de la mandíbula. Sacudió la cabeza despacio,
sin perderle de vista.
—Que Dios me ayude, si no puedo confiar en ti... no quiero seguir
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viviendo.
Cooper no contestó. Abrió los brazos y Julia se abalanzó a ellos.
Después de mecerla unos minutos, Cooper la llevó al sofá y se
sentaron. Julia le rodeó el cuello con las manos y lloró. Era completamente
imparable. Lloró de rabia, desesperación y miedo, aferrándose con fuerza
a él, que no decía nada. Se limitó a quedarse sentado y a acunarla hasta
que se tranquilizó.
A Julia se le ocurrió que a lo mejor ésta sería la última vez que vería a
Cooper. Lo que sentía por él era tan fuerte, mucho más de lo que hubiera
sentido nunca por un hombre y, ahora que le había encontrado, iba a
perderle.
En una hora, tal vez en dos, los agentes vendrían a buscarla y se la
llevarían a otra parte. Desaparecería en mitad de la noche.
Sabía muy bien que tendría que cortar todo lo que la uniera a su vida
anterior. A sus vidas, en este caso. Así que dejaría Simpson para siempre y
acabaría en Dakota del norte o en Florida o en Nueva Méjico, con un
nombre y una identidad nuevos. El juicio de Santana no se llevaría a cabo
hasta primavera, según le había dicho Davis. A lo mejor más tarde.
Después, tendría que mantenerse en el programa hasta que todos los
recursos hubieran finalizado; eso sería un año, a lo mejor dos, antes de ser
libre para poder ir a donde quisiera.
¿Lo suyo con Cooper aguantaría un par de años de ausencia? Era todo
tan nuevo, tan reciente... Sólo llevaban dos semanas siendo amantes, de
las cuales una él no había estado. Ni siquiera habían hablado demasiado.
La mayor parte del tiempo que pasaban a solas estaban haciendo el amor.
A lo mejor eso era todo, el sexo.
Aun así, le estaría eternamente agradecida a Cooper por el tiempo
que habían pasado juntos. Le había mantenido cuerda, especialmente
durante las noches. Tuvo un repentino flash de ella misma en su nueva
vida; en algún pueblecito anónimo de algún sitio, completamente sola... y
se dio cuenta de pronto lo mucho que Cooper significaba para ella.
Estaba sentada sobre su regazo. Él seguía desnudo, y podía sentir su
erección bajo los muslos, pero no se la estaba frotando contra ella. Había
hundido la cabeza en el cuello de Cooper, que apoyaba la barbilla en su
cabeza. Le besó el cuello, fuerte, cálido y húmedo de sus lágrimas.
—Tengo que contarte algunas cosas —le dijo quedamente, secándose
los ojos en los hombros de él.
—Sí. —Sintió que asentía con la cabeza—. Te escucho.
—No soy... no soy quien crees que soy. —Julia se enderezó un poco,
pero sin levantar la cabeza de su hombro; ese amplio y fuerte hombro
sobre el que no podría quedarse mucho más tiempo. En cuanto le contara
la verdad, tendría que empezar a recoger sus cosas. En un par de horas
habría desaparecido de su vida. A lo mejor para siempre. Julia cerró los
ojos unos segundos.
Le dolía el corazón.
Ahora mismo, en aquel preciso instante, sería Sally Anderson por
última vez en su vida. Y la mujer de Sam Cooper; la amiga de Alice
Pedersen, y de Maisie y de Beth y de todos los demás. La madre de Fred.
A lo mejor Cooper se quedaba con Fred por ella.
O a lo mejor no.
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que se había sentido nunca. Antes de que llegara se había dejado llevar,
se hundía cada vez más en sus oscuros pensamientos, como un barco a la
deriva.
Ella había cambiado eso; su presencia había sido su bote salvavidas.
Le había devuelto a la vida. Estaba devolviendo Simpson entero a la vida.
¡No pensaba dejarla escapar!
—Cooper, van a venir a buscarme, tengo que prepararme, recoger
mis...
—Cariño, escúchame bien; no vas a ninguna parte. Te vas a quedar
aquí, conmigo, donde pueda protegerte.
—Pero... —Julia miró a su alrededor, como si los del Departamento
fueran a presentarse en cualquier minuto—. Quieren sacarme de aquí,
Cooper. Se ha acabado.
—No, no se ha acabado. Para nada, cariño. ¿No lo ves? Los del
Departamento lo único que van a hacer es darte una identidad nueva y
llevarte a cualquier otro sitio. Pero han birlado su seguridad. Si les ha
sucedido una vez, les sucederá otra. Así que calla. Deja que me ocupe yo
de esto.
Quitó la mano del auricular.
—Dime —gruñó.
—Bueno, señor... eh, Cooper —empezó a decir Herbert Davis.
—Es jefe mayor Cooper.
—Ah. —El otro lado de la línea se quedó callado—. De la marina.
—SEAL. —Cooper nunca trataba de impresionar a nadie con el hecho
de que hubiera sido SEAL, pero en aquellos momentos necesitaba que
Davis le prestara atención y la mejor forma de hacerlo era dejarle muy
claro con quién estaba tratando—. Y, para que quede claro, no se va a
llevar a Julia Devaux a ninguna parte. Se va a quedar aquí, bajo la
protección del Sheriff, Charles Pedersen, y la mía propia.
—¡Ni de broma! ¡No he oído nada más absurdo que esto en toda mi
vida...!
Cooper puso un tono de voz suave y mortal.
—No voy a dejar que la saque de aquí. Desde luego, no con el tipo de
protección que le habéis estado ofreciendo. Así que deje que el sheriff y yo
nos hagamos cargo.
—Me temo que eso es impo...
—Más le vale hacerlo si no quiere que lleve esto directamente al
Departamento de Justicia. Justo después de hablar con mi buen amigo Rob
Manson, del Washington Post. Estoy seguro de que habrá leído sus
artículos; es el que ha escrito todos esos artículos sobre cómo el
Departamento de policía echó a perder el asunto Warren. Le va a encantar
esto: testigos del gobierno sin protección usados como cebos. Ya estoy
viendo los titulares.
—Yo... eehh... yo de usted no haría eso señor...
—Cooper. Y tengo el número de teléfono de Manson justo delante. —
Cooper sonaba tan convincente que Julia miró asombrada sus manos
vacías, esperando ver una agenda. No necesitaba nada de eso para
marcar el teléfono de Rob—. Manson trabaja hasta tarde los domingos.
Debe de seguir en su mesa. Va a hablar con el sheriff de aquí, Charles
Pedersen, para que todos lleguemos a un acuerdo sobre la mejor forma de
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proteger a Julia Devaux hasta que el juicio se lleve a cabo, o llamo a Rob y
luego al Departamento de Justicia. Y cuando digo ahora, es ahora mismo.
Rob puede llegar a tiempo aún para publicar la historia en el periódico de
mañana.
—Mire, señor Cooper, estoy seguro de que sabe que no puedo fiarme
de usted. ¿Cómo sé quién es? Se queja de que no estamos protegiendo a
la señorita Devaux adecuadamente; pero sería muy poco serio de mi parte
si se la confiara al primer hombre que me llama.
Tenía toda la razón. Joder. Cooper miró a la pared con furia.
—De acuerdo —dijo al final—. Esto es lo que va a hacer. Va a llamar al
número de teléfono que le doy. Es el móvil personal de Josh Creason.
Puede preguntarle que quién soy. Dígale que Harry y Mac Boyce están
conmigo y que ninguno de nosotros hemos perdido cualidades. Me quedo
a la espera.
—Ese tal Joshua Creason —empezó a decir Davis—, ¿no será el
General Joshua Creason? ¿El director de los Jefes de Estado mayor?
—No. —Cooper miró al techo—. Es Joshua Creason, el cantante de
ópera. ¡Claro que es el General Joshua Creason, imb...! —Cooper se mordió
la lengua. Quería que el hombre cooperara con él, no que se pusiera en su
contra—. Está perdiendo el tiempo. Compruebe lo que le digo con Josh, y
dígale de mi parte que me sigue debiendo diez pavos y que espero que
haya mejorado al póquer.
Cooper se quedó a la espera y se recostó en la silla, preparado a
esperar. Sally (Julia) le observaba con el rostro pálido. No hablaron. Se
limitó a atraerla hacia sí y abrazarla, apoyando la mejilla sobre su cabeza.
Un cuarto de hora después, la voz volvió.
—Señor Cooper.
—Sí. —Cooper se enderezó y Julia le miró asustada.
—Esto es... esto es muy poco normal. —Davis soltó aire para librarse
de la tensión. Cooper se jugaba el cuello a que ese maldito hijo de puta
estaba sometido a mucha presión. Sus gilipolleces casi le cuestan la vida a
un testigo.
—Sí. —Cooper no iba a ayudarle ni un poquito. Esperó.
—He... he hablado con el General Creason, quien me dio muy buenas
referencias sobre usted, Sanderson y Boyce. Y también hemos
comprobado al sheriff Pederson.
Todo eso ya lo sabía, así que no dijo nada.
—Después, eehh... después de consultarlo con mis colegas, hemos
decidido que si su plan es factible, podemos dejar a la señorita Devaux
ahí. Se coordinará con nuestra oficina de Boise.
—Entendido.
—Me informará sobre la situación con regularidad.
—Sí. Y quiero que me dé toda la información disponible sobre el caso
ahora mismo.
A Cooper se le erizó el pelo de la nuca mientras escuchaba hablar a
Davis sobre cómo sospechaban que se había filtrado información. Y de que
se decía que el precio de la cabeza de Julia Devaux había subido a los dos
millones de dólares.
—Así que... dejo a la señorita Devaux en sus manos y las de su
sheriff. Desde ahora, su seguridad es responsabilidad directa suya. ¿Está
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Capítulo 17
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* * *
—Cooper, no —susurró Julia, impresionada. Y luego más alto—: ¡No!
—Temblaba de nervios, se puso en pie de un salto y paseó por la
habitación.
Cooper la miraba con su inexpresivo rostro de siempre, pero Chuck
parecía preocupado y se removía incómodo sobre el sillón de muelles
rotos.
Nada más colgar, Cooper había llamado a Chuck, que había llegado a
casa en menos de diez minutos, jadeando y resollando; tiempo de sobra
para que Julia se pusiera unos vaqueros y un jersey. Chuck llegó justo
cuando Cooper salía de la habitación con la camisa medio abrochada.
Pese a la gravedad del asunto, Julia se había puesto colorada
pensando que Chuck iba a llegar a la conclusión obvia. Pero, por la
expresión del sheriff, Julia y Cooper podrían haber estado tomando un té
con pastas.
Chuck había escuchado pacientemente el relato de Julia del asesinato
aquel día de septiembre y de lo que había sucedido desde entonces.
Después, ellos dos habían escuchado atentamente a Cooper mientras
establecía un plan para mantener a Julia a salvo. Ésta se estremeció al
oírle trazar un plan que Amnistía Internacional habría tachado de castigo
cruel y poco común.
El plan de Cooper consistía, básicamente, en mantenerla encerrada
en una habitación, con un guardia armado en la puerta, hasta que se
llevara el caso ante la Justicia. Julia sintió que se ahogaba.
—Eso no es un plan... ¡es una condena! —Julia se rodeó con los
brazos, temblando de frío y tensión—. Cooper, vas a tener que encontrar
un plan mejor. No puedes tenerme encerrada bajo llave como si fuera una
prisionera. Me volvería loca.
Cooper la miró sosegadamente.
—No serías una prisionera. Pero estarías a salvo... todo lo a salvo que
puedo mantenerte.
—Eso no es estar a salvo, Cooper. Es estar muerta. —Julia se
estremeció y pensó en aquel último mes y medio, con sus cafés del jueves
y del sábado con Alice, planeando la resucitación del local, involucrándose
en las vidas de la gente de Simpson... todas esas cosas la habían
mantenido cuerda. Se conocía muy bien. Sabía lo aterrorizada que estaría
si la encerraran en una habitación; se sentiría como una polilla frenética
que se golpea hasta morir contra la ventana—. No puedes hacerme esto,
Cooper. —Cerró las manos—. No puedes. Creo —dijo suspirando—... creo
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reflejo de la ventana.
—No puedo hacerlo, Cooper —dijo suavemente—. No puedes
encerrarme. Por favor, no me obligues a hacerlo.
—No irás a ningún lado sin decírmelo antes —dijo, poniéndole las
manos en los hombros. Julia se volvió con los ojos llenos de esperanza.
—No.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Irás del colegio a casa. Y Chuck, Bernie, Sandy, Mac o yo te
acompañaremos.
—Sí, Cooper.
—Llevarás un arma siempre. Salvo cuando estés en clase, y Chuck
estará a la puerta del colegio.
—¿Ah, sí? —Julia le miró perpleja—. No he usado un arma en mi vida.
—Pues aprenderás; te enseñaré, tampoco es tan difícil.
—Vale. —Julia ladeó la cabeza—. Y quiero que me enseñes lo básico
de defensa personal.
—Buena idea. Aikido.
—¿Ai... qué?
—Aikido —repitió Cooper—. Un arte marcial. No requiere la fuerza del
judo o del kárate.
—Sí, Cooper.
—Si quieres ir a ver a alguna de tus amigas, Alice, Maisie o Beth, me
lo dices y o te acompaño yo, o te acompañan Chuck, Bernie, Sandy o Mac.
También tengo que decírselo a Loren y Glenn —añadió Cooper, mirando a
Chuck—. Y al resto de los hombres del pueblo. No tienen por qué saber la
razón; les basta con saber que no puedes estar sola ni un minuto.
Chuck asintió.
Julia no estaba demasiado convencida de haber tomado la decisión
acertada, pero ahora mismo sólo había una respuesta posible:
—Sí, Cooper.
—No contestes al teléfono. Nunca. Lo haré yo por ti.
—Sí, Coop... —empezó a decir Julia y se detuvo—: ¿A todas horas?
¿Cómo vas a hacer eso?
—Estaré aquí todo el tiempo que pueda; voy a mudarme aquí,
contigo.
—Pero, Cooper... Si te mudas conmigo... quiero decir, ¿qué va a
pensar la gente? No es muy... —Se encogió de hombros sin saber qué
decir y miró a Chuck.
—No pasa nada, querida —dijo éste dándole unas palmaditas en el
hombro—. Lo último de lo que tienes que preocuparte es de qué piense la
gente de Simpson de ti. A todos nos caes fenomenal. Joder, en todo caso,
estamos encantados de que Cooper por fin se acueste con alguien.
* * *
«Me protegen hasta la muerte», pensó Julia un par de días mis tarde.
Abrió la puerta del cuarto de baño del colegio y le puso una mano al bedel
en el pecho para que no le siguiera.
—Aquí no, Jim —dijo exasperada.
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* * *
¡Ya está!
El profesional se echó hacia delante con entusiasmo mientras el
ordenador pitaba.
Ya iba siendo hora. Aquel lugar pondría los pelos de punta a
cualquiera. La cama estaba hundida, el tiempo era un asco y la comida era
peor. Pero la larga espera llegaba a su fin.
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Descodificación completada.
¡Bingo!
La pantalla se llenó de letras.
ARCHIVO: 248
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«Área 248. Bien, ya sabemos dónde está eso. Ahora, a por lo demás».
La información ya estaba en el archivo, sólo tenía que saber sacarla. Y no
era más que cuestión de tiempo, y paciencia.
Descodificación completada.
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* * *
La tarde del lunes siguiente, Julia estaba en la puerta de la tienda de
los Jensen, escuchando atentamente las risotadas femeninas que llegaban
del Out to Lunch.
Alice por fin había conseguido que la Asociación de Mujeres de Rupert
organizara su merienda allí y, al parecer, todo el mundo estaba pasándolo
fenomenal en el nuevo restaurante de moda de Simpson.
Todo el mundo menos Julia.
Cooper le había dado la orden estricta de que le esperara en la tienda
de los Jensen hasta que pudiera pasar a recogerla. Hasta Beth había ido al
restaurante y probablemente se estuviera regodeando en la mousse de
chocolate y ron de Maisie.
Para ser honestos, Beth le había preguntado a Julia si no le importaba
que fuera; y ésta había apretado la mandíbula y le había dicho que no
fuera tonta, que fuera. Pero no era justo que tuviera que perderse toda la
diversión.
Además, aunque Cooper llegara a tiempo, tampoco podría pasarse
por allí.
No, señor.
Cooper le había dejado muy claro que la reunión de la Asociación de
Mujeres de Rupert le quedaba terminantemente prohibida. La noche
anterior lo habían discutido y le había rogado que le dejara asistir, pero no
consiguió nada. Trató de seducirle, y eso sí que funcionó. Y muy bien.
Aunque no para hacer cambiar de opinión a Cooper, sino para hacerle
sentir seis o siete orgasmos alucinantes.
Hablar con Cooper era como hablar con las paredes; no había quién le
hiciera cambiar de parecer. Era una locura pensar que algún miembro de
la Asociación de Mujeres de Rupert pudiera sacar de pronto una
ametralladora de su bolso de flores.
Julia las había visto llegar a todas, una por una. Estaba claro que las
mujeres de Rupert no sabían que lo que estaba de moda eran los bolsos
pequeños. A decir verdad, algunas de ellas llevaban unos bolsos en los
que cabía un bazoka.
Aun así, era ridículo que Cooper sospechara de cualquiera de los
miembros de la Asociación de Mujeres de Rupert. Todas ellas se conocían
desde hacía siglos. Había intentado sonsacarle la verdadera razón para
que se negara a dejarla asistir, pero ahí también se había encontrado con
un auténtico muro de piedra. Lo único que había sacado en claro era que
no se fiaba de nadie que no hubiera conocido de toda la vida, infancia
incluida, pese a que la persona en cuestión fuera mujer, tuviera setenta
años y una artritis de caballo.
Pues aquello no era vida. ¿Qué sentido tenía estar viva si no podías
probar siquiera la mejor mousse de chocolate y ron del mundo entero? Por
no mencionar la tarta de crema de manzana o la crema bávara de
chocolate. Maisie se había superado. Julia lo sabía porque le había dado a
probar las tartas de ensayo. Pero ahora quería probar las de verdad.
Le llegó otra risotada desde el otro lado de la calle y Julia miró con
pena hacia allí. La calle estaba desierta, como siempre. No había asesinos
locos con pistolas, ni siluetas siniestras, ni un perro callejero siquiera.
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—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —El tono de voz era
fuerte y enfadado.
«Oh, oh», pensó Julia.
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Capítulo 18
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se atrevía a tocarla, así que metió las manos en los bolsillos del pantalón y
retrocedió un paso.
—No, no deberías haberlo hecho.
—No debería haberte desobedecido.
—No.
—Estabas preocupado.
Preocupado se quedaba corto. Más bien aterrorizado.
—Sí.
—De todas formas... —Julia luchaba por no alzar la voz—... De todas
formas, me cuesta imaginar a una de las Mujeres de Rupert confabulada
con Santana.
—No tienes ni idea de eso —respondió Cooper. No se dio cuenta de lo
áspera que había sonado su voz hasta que le vio hacer una mueca de
dolor—. El peligro puede venir de cualquier frente, en cualquier momento,
y si no estás preparada... eres historia en menos que canta un gallo. No
voy a dejar que Santana te atrape, puedes estar segura de ello.
—Ya lo ha hecho. —Su voz era suave y le llevó un minuto darse
cuenta de lo que acababa de decirle.
—¿A qué demonios te refieres con eso?
—Santana ya ha ganado, Cooper. Ya me ha quitado mi vida. Lo más
seguro es que ya no tenga trabajo y hace casi dos meses que no veo mi
casa. ¿Quién sabe cuándo volveré a verla? Para entonces todas mis
plantas habrán muerto ya. Y mi gato. —Trató de soltar una carcajada y se
frotó los ojos con enfado, prometiéndose a sí misma que no lloraría—.
Federico Fellini. Llamé a Fred en honor a él. —Su voz era desoladora y
vacía—. Todo lo que tenía. Todo lo que era yo... me lo ha quitado. Ya no
tengo vida; me la ha quitado.
Era cierto. Ya no tenía esa viveza que tanto contrastaba; parecía que
alguien hubiera apagado la luz de su interior. Santana le había quitado su
vida, su centro, su esencia propia.
Cooper no conocía a demasiadas personas que pudieran soportar la
pérdida de su casa, de su trabajo y su vida, que se encontraran de pronto
en un pueblo desconocido y, aun así, hacer amigos como Julia. Él nunca
habría podido hacerlo. Si le hubiera sucedido lo mismo que a ella, no
habría tenido el valor suficiente para meterse de lleno en el pueblo, hacer
amigos, y trastocar la vida de la gente que le rodeara.
—¿Cooper? —Le miró con ansiedad—. ¿Sigues enfadado conmigo?
—No. —Soltó el aire poco a poco y alargó una mano para acercarla a
él, agradecido de tenerla junto a él. Viva y en sus brazos—. No estoy
enfadado, sólo asustado.
—Yo también —susurró.
Cooper se apartó un poco.
—Entonces por qué... —empezó a decir, pero se detuvo. Sabía por
qué. Había hecho toda la remodelación y el trabajo para decorar el local
de Carly y convertirlo en el de Alice. Se merecía unirse a la fiesta.
—Me... preocupo —dijo al fin.
—Lo sé, Cooper. Y siento haber hecho que te preocuparas con mi
egoísmo. ¿Me perdonarás?
Eso habría movido hasta a una piedra. Y, dijera lo que dijera Melissa,
Cooper no estaba hecho de piedra.
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* * *
—¡Uft! —Dos tardes más tarde Cooper rodaba sobre su hombro.
Agradeció de inmediato las colchonetas que había puesto en el salón de
Julia para practicar Aikido.
—¡Lo he hecho! —chilló Julia, subiéndose a horcajadas sobre Cooper y
golpeando el aire, encantada—. ¡Lo he hecho! ¡Te he tirado! —Se levantó
y ejecutó un bailecito triunfal, golpeando con ferocidad a enemigos
imaginarios.
—Pues sí. —Cooper sonrió y se puso en pie. Le encantaba verla así de
feliz y triunfal.
Le había costado tirarse al suelo sin que se notara, pero había
merecido la pena. Ya se sabía un par de llaves básicas, y Cooper
empezaba a convencerse de que podría tumbar a un atacante poco
entrenado. Uno muy débil y poco entrenado. Pero quería que supiera lo
que se sentía tumbando a alguien, que ganara confianza.
Julia estaba tarareando la canción de Rocky y golpeaba el aire como
sí fuera una campeona de pesos pesados.
—No eres tan duro, grandullón —dijo y se echó a reír.
Cooper sonrió.
—Supongo que no; aunque es algo humillante.
—Quiero un premio por haber ganado. —Le rodeó haciendo como que
boxeaba—. Si no quieres que te dé una paliza.
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de Rupert te aterraba.
Apretó la mandíbula.
—Sí.
—Así que esta es una concesión enorme por tu parte —dijo.
—Sí.
—Es nuestra segunda pelea.
—Sí.
—Y has cedido.
—Ehh...
—Sólo será una tarde, Cooper —dijo Julia—. Un par de horas. Y a lo
mejor tú también podrías venir.
—Claro que iré. —Cooper se la quedó mirando. ¿Cómo podría pensar
lo contrario? Estaría allí... y armado. Igual que Bernie, Sandy, Mac y Chuck.
Iba a ser todo lo seguro que pudiera.
—Bueno, me alegro de que cambiaras de opinión. —Le sonrió y él la
abrazó con fuerza. Al cabo de un rato, le dijo—: Me alegra saber que no
siempre eres tan tozudo.
—Gracias —respondió forzando una sonrisa—. Creo.
* * *
Como muchos de aquel oficio, el profesional tenía el don de la
invisibilidad.
Gracias a que era de altura y peso medios, el profesional podía entrar
y salir de los sitios, indagar un poco y, después, nadie sería capaz de
describirle con exactitud. Parte de un buen golpe se debía a la
información, y no se podía obtener información si se llamaba la atención.
Le había resultado imposible encontrar un buen mapa de Simpson,
pero no le había costado encontrar el 150 East Valley Road. Debía de
haber unas seis calles en total en el pueblo y el profesional ni siquiera
tuvo que preguntar dónde estaba. Le había bastado con darse una vuelta
por la zona para distinguir cuál era la casa de Julia Devaux.
Era una casita de una planta, con pintura atenuada y un jardincito en
la entrada. Una de las columnas del porche tenía una raja de medio
centímetro de ancho y, en su conjunto, no tenía nada que ver con la casa
en la que solía vivir en Boston: 4677 Larchmont Street era un edificio lleno
de apartamentos de yuppies valorados en 250.000 dólares cada uno.
«Has pasado a peor vida, Julia Devaux», pensó el profesional.
Pero, al parecer, no había perdido el tiempo en Simpson. Se la
relacionaba con un vaquero, un tal Sam Cooper, y para su gran disgusto
no parecían dejarla sola ni un minuto del día. Desde que salía de su casa,
por la mañana, hasta que volvía a entrar por la tarde acompañada de Sam
Cooper, que se quedaba a dormir allí, Julia Devaux siempre iba
acompañada de alguien. Si Sam Cooper no estaba por ahí, iba con alguno
de sus hombres. El profesional oyó que en el pueblo les llamaban Bernie,
Sandy y Mac.
Había tenido una mínima oportunidad durante aquella estúpida
reunión de mujeres, pero ese maldito vaquero había aparecido en el peor
momento.
Normalmente todo eso no le habría supuesto ningún problema, pues
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* * *
—Cooper, háblame —le susurró Julia en el cuello. Le abrazó con más
fuerza y apretó las piernas en torno a las caderas de él. Esas últimas horas
las habían pasado haciendo el amor.
Aunque había cambiado algo en la forma de hacer el amor de Cooper.
Ya no era tan salvaje como antes; ahora insistía más en los preliminares,
tanto que acababa rogándole que la penetrara.
Mientras Cooper estaba dentro de ella, nada podía herirla. Era como
si el tiempo no pasara.
Estaba agotado, tumbado sobre ella y pegándola al colchón con su
peso. Julia estaba húmeda de sudor y semen.
Giró la cabeza para besarle el cuello.
—Háblame —le repitió.
Cooper abrió de pronto los ojos. Se había quedado dormido.
—No estoy siendo muy justa, ¿verdad, Cooper? —dijo Julia
suavemente, acariciándole la cabeza.
Últimamente parecía tener las emociones a flor de piel, y pasaba de
un extremo a otro sin previo aviso. Un miedo tan atroz a veces que la
paralizaba; un placer que le volvía loca; ansiedad; alegría; tristeza.
Suspiró.
—A veces no puedo parar de pensar, ¿sabes? La cabeza me da más y
más vueltas y sencillamente no sé cómo...
—Te quiero.
A Julia se le paró el corazón.
—No... —Su menté voló en busca de una respuesta mientras su
cuerpo, por propia iniciativa, respondía a las fuertes manos de Cooper que
le agarraban de la cadera mientras su pene renacía y se prolongaba
dentro de ella—... No encuentro una respuesta a eso.
—No pasa nada. —Parecía tranquilo—. Imagino que no puedes. Estás
hecha un auténtico lío con todo lo que te está pasando. Y no tengo
derecho a decirte algo como eso, en estos momentos, pero quería que lo
supieras por si... —Cooper vaciló—... por si acaso —dijo al fin.
—Cooper, yo... —Pero le puso un dedo en los labios.
—No; no quiero que me respondas. El mundo que te rodea es un
follón, demasiado como para que sepas cuáles son tus sentimientos. Con
los míos es suficiente.
Julia, emocionada, le besó la barbilla.
—¿Cuándo te has vuelto tan sensible?
Cooper levantó la cabeza y sonrió con tristeza. Suavemente, empezó
a mover las caderas.
—Tal vez no sea el hombre más sensible del mundo, pero no estoy
hecho de piedra.
—No, no lo estás. Sólo una parte de ti. —Le frotó los labios contra el
cuello y se agarró a su hombro. Le encantaba sentirle, sentir su tuerza y
su seguridad.
Le rodeó con las piernas, conduciéndole con los talones mientras
entraba y salía de ella. Sus movimientos fueron lentos y lánguidos al
principio. Julia cerró los ojos, concentrándose en la espiral eléctrica de
placer que sentía entre las ingles. Cooper fue incrementando
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Capítulo 19
—Ey, Davis, feliz Navidad. —La voz del joven ayudante resonó en la
oficina vacía del Departamento de Justicia.
—Es Acción de Gracias, animal —respondió gruñendo Herbert Davis
mientras le daba un mordisco a su sándwich de pavo. Eran las nueve de la
noche y estaba haciendo horas extra. Otra vez. En un día festivo.
—Da igual —respondió alegremente, inclinándose para dejarle un
paquete sobre la mesa—. Es tiempo de felicidad.
Davis recogió el paquete marcado con el sello de URGENTE y lo abrió,
despidiendo al ayudante con un gesto de la mano. Era una cinta de audio.
David suspiró y sacó la hoja que venía la cinta; estaba cansado y sin
fuerzas. A lo mejor Aaron le había contagiado la gripe; Aaron llevaba dos
días en casa, enfermo, y a Davis se le empezaba a acumular el trabajo.
Leyó el mensaje del FBI sin concentrarse del todo en lo que decía.
Habían estado pinchando el teléfono privado de S.T. Akers por un caso de
drogas que no tenía nada que ver con el caso de Santana, pero el agente
encargado le había enviado la cinta considerando que podría resultarle
interesante.
Davis metió la cinta en el radiocassete, picado por la curiosidad.
Llevaba demasiado tiempo haciendo horas extra y, por primera vez, la
idea de pasar el día de Acción de Gracias con su familia política le atraía
más que estar allí.
Se estremeció. Ni de broma; estaba cansado, eso era todo. Davis
volvió a desear que Aaron no se hubiera puesto malo. Pulsó el botón de
play.
El sonido llegaba un poco mal y le costó unos minutos darse cuenta
de qué decían y quién lo decía. En cuanto lo hizo, se le pusieron los pelos
de punta. Paró la cinta y la rebobinó. Tamborileó unos segundos sobre la
mesa, sin atreverse a volver a pulsar el botón de play; sabía que, después
de eso, no volvería a trabajar igual. Lo pulsó.
Se oyó el ruido de un teléfono y después una voz impaciente.
—¿Sí? Akers al habla.
—¿Señor Akers?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Un amigo, señor Akers. O, más bien dicho, un amigo de Dominic
Santana. —Le escucho.
—Sé dónde está Julia Devaux...
—Espere un segundo. Sabe que no puedo escuchar ese tipo de
información. Iría totalmente en contra de la ley.
—Bueno, y cómo…
—Pero imaginemos una situación hipotética. Imaginemos que cuelgo
el teléfono ahora y conecto el contestador. Cuando deje su mensaje, yo
estaré fuera de la habitación, así que no sabré qué ha dicho. E
imaginemos... hipotéticamente, claro, que cuando visite a mi cliente en la
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* * *
—¡Feliz día de Acción de Gracias, Coop, Sally! —dijo Alice
alegremente. Era por la tarde y los primeros copos de nieve empezaban a
caer. Cooper le puso una mano en la espalda a Julia y atravesó el umbral
del Out to Lunch, muerto de miedo.
Aquello no le gustaba nada.
—Venga —les dijo Alice, tomando de la mano a Julia—. Tienes que ver
cómo hemos decorado los platos, te va a encantar. Y Maisie ha hecho un
pan de jerez que te mueres.
«Dios, espero que no», pensó Cooper con amargura, soltando la mano
de Julia. No quería que se alejara demasiado, aunque fuera para seguir a
Alice a la cocina. Le hizo una seña a Bernie, quien se levantó y siguió a las
dos mujeres. Sally se quedó donde estaba, junto a la ventana, mirando
fijamente el local y la calle. Ambos eran buenos hombres.
Cooper miró a su alrededor. Por primera vez aquel día, dio gracias a
que el tiempo fuera tan malo. Muy pocos que no conociera habían
conseguido llegar a la cena de Acción de Gracias. Un Glenn de lo más
orgulloso estaba sentado con Matt a una mesa que había cerca de la
cocina. En otra mesa, los Roger, los Lee y los Munro, tres familias de
Simpson, estaban como en una fiesta; y había otras dos parejas de Rupert
que conocía, aunque no recordaba sus nombres. Además, una pareja
mayor a la que no conocía se deleitaba con una selección de los mejores
postres de Maisie; pero ambos rondaban los setenta y Cooper resistió la
tentación de acercarse y pedirles su identificación.
Observó a un tipo al que no había visto nunca. Parecía un vendedor
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* * *
Julia observó a Cooper comer, divertida. Estaba claro que le gustaba
la comida, y que no había probado algo tan rico demasiadas veces en su
vida. La consideraba una cocinera excelente cuando era verdad que no
era mala, aunque nada en comparación con Maisie. Probó un poco de la
comida de Maisie y trató de no cerrar los ojos de placer.
Había hecho bien en venir. Lo necesitaba. Sabía que Cooper prefería
estar con ella, y él también lo necesitaba. Un tiempo de descanso. Cooper
necesitaba bajar la guardia un poco; necesitaba relajarse un poco. Aunque
no le había dicho nada, sabía que estaba dejando su trabajo de lado. Se
estaba volviendo del revés tratando de mantener el rancho y cuidar de
ella.
A lo mejor debería ofrecerse a quedarse en el rancho con él.
Esa idea le habría espantado hacía unos días, pero ahora tenía cierto
atractivo. Podría probarse y decorar la casa de la familia Adams de
Cooper, divertirse merodeando por su cocina de kilómetro y medio,
observar cómo ejercitaban esos caballos maravillosos. Pero, sobre todo,
podría estar con Cooper. Podrían disfrutar de las tardes hechos un ovillo
delante de la chimenea. Esa casa tenía tantas chimeneas que podían
probar a hacer el amor delante de todas ellas.
Julia se metió otro bocado en la boca, fantaseando con las chimeneas
y con Cooper, y se quedó petrificada.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Cooper dejó el tenedor y sacó el móvil del bolsillo. Al hacerlo, se le
levantó la chaqueta y Julia vio el arma que llevaba oculta. Abrió el teléfono
y frunció el ceño al ver quién era.
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—Cooper.
Escuchó, apretando el móvil con fuerza. Julia vio que se le cambiaba
la cara a medida que escuchaba a su interlocutor.
—Cooper —dijo suavemente. Giró la cabeza hacia ella, pero sin verla.
Oía el sonido de la voz de alguien al otro lado de la línea, pero no
conseguía descifrar lo que decía. Cooper cambió el teléfono de mano y
sacó una pistola con la derecha.
—¿Cooper? —preguntó asustada.
Colgó el teléfono y tensó el rostro.
—Sandy —dijo en voz baja.
—Sí.
—Mac.
—Aquí.
—Bernie.
—Sí.
—Llamad a Chuck.
—Enseguida, jefe. —Sandy desapareció en la oscuridad. Bernie y Mac
miraron a Cooper y se acercaron.
—Bernie. —Cooper no levantó la vista—. Saca la Springfield y el 38 de
la camioneta. Asegúrate de tener munición suficiente.
—Cooper. —Julia tiró de la manga de la chaqueta de Cooper. Le
temblaba la mano—. Dime qué pasa, por el amor de Dios. ¿Qué ha
ocurrido? ¿Quién te llamaba?
Cooper se volvió hacia ella.
—Era Herbert Davis —le dijo con voz fría—. Santana descubrió dónde
estabas hace veinticuatro horas. Lo más seguro es que sus hombres ya
estén aquí.
* * *
Todo pareció suceder de golpe.
Chuck entró corriendo, sacudiendo la nieve del chaquetón y trayendo
un auténtico arsenal. Bernie y Mac salieron unos segundos y volvieron con
varias armas más. Los dos parecían serios.
Todo estaba sucediendo muy rápido. Julia alargó la mano para tocar a
Cooper, pero éste ya había atravesado la mitad de la sala y hablaba con
Glenn. Julia le observó unos momentos como si fuera un extraño. Los
hombres le habían rodeado en círculo y estaba dirigiéndose a ellos en voz
baja.
—¿Sally? —La voz asustada de Mary Ferguson hizo que se girara en
redondo—. Sally, ¿qué sucede? ¿A qué viene tanto alboroto? —Mary se
había puesto pálida y temblaba.
—Es una historia muy larga, Mary, y nada agradable. Siento mucho
que te haya pillado en medio. —Por encima del hombro de Mary, Julia vio a
Maisie salir de la cocina secándose las manos en el delantal. Se acercó
inmediatamente a Glenn.
—¿Sally? —Alice había salido de la cocina detrás de Maisie—. ¿Qué
pasa?
Julia se volvió hacia Alice. Alargó la mano y le palmeó el hombro para
tranquilizarla, aunque ella misma no estaba nada tranquila.
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* * *
La nieve caía con fuerza y la capa que cubría el suelo medía ya unos
centímetros, escondiendo el sonido de las pisadas. La nieve podía ser un
adversario mortal, y Cooper sabía que tenía que ponerla de su parte, y no
en su contra. La temperatura había caído en picado.
Cooper se agachó y fue pasando en silencio de puerta a puerta a lo
largo de Main Street, seguido de cerca por Chuck. La mente de Cooper iba
a toda velocidad. El tiempo. El tiempo era crucial. Davis se había mostrado
claramente culpable de que uno de sus hombres hubiera traicionado a
Julia, y había trabajado duro para darle a Cooper toda la información que
pudiera.
S. T. Akers había ido a ver a Santana fuera del horario de visita,
alegando una urgencia médica. A los prisioneros no se les permitía llamar
hasta las siete de la mañana, cuando se grabó una conversación entre
Santana y uno de sus matones. Davis había comprobado todos los vuelos.
Incluso asumiendo que hubieran tenido a un equipo de asalto listo para
salir enseguida, los asesinos no podrían haber llegado antes de las dos de
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la tarde a Boise. Todos los vuelos que salían de Logan se habían retrasado
por la tormenta; además, había un trayecto de tres horas desde el
aeropuerto de Boise a Simpson con buenas condiciones metereológicas y
teniendo en cuenta que se conociera el camino. Alguien que no conociera
el territorio, y en medio de una tormenta de nieve, tardaría unas cuatro
horas.
Cooper comprobó el reloj. Las cinco y media. Tenía una media hora
para organizado todo.
Cooper maldijo en alto cuando sonó el teléfono. Antes de que sonara
por segunda vez, ya lo había abierto.
—Cooper —dijo en voz baja, sin dejar de inspeccionar Main Street.
—Soy Davis. Tenemos noticias.
Cooper cerró los ojos y rezó en silencio.
—Dime que la cacería ha concluido y que los perros vuelven a estar
encerrados.
—Lo siento, ya me gustaría. ¿Qué está sucediendo allí?
—Tengo a Julia a salvo en un lugar seguro, y el sheriff y yo nos
dirigimos a su casa a organizar la bienvenida para los matones.
—Bien, pues buena suerte. Diles a los malos que, de todas formas,
nunca habrían cobrado la recompensa.
Una camioneta giró despacio por Main Street y Cooper se puso tenso
hasta que la camioneta pasó de largo y reconoció a un hombre cuyo
rancho lindaba con el suyo.
—¿Qué cojones significa eso? —preguntó.
—Santana está muerto.
—¿Qué? —Cooper frunció el ceño. ¿Había oído bien? No podía
permitirse haber escuchado mal. No, ahora que la vida de Julia estaba en
juego—. Repíteme eso.
—Santana sufrió un ataque al corazón hacia las tres. —No pudo evitar
ocultar su satisfacción—. Le declararon muerto hacia las tres y cuarto de
la tarde. Acabo de enterarme.
—¿Podría estar simulándolo?
—No, a no ser que haya llegado a un pacto especial con Dios. Los
restos de Santana están esparcidos sobre una mesa de autopsias ahora
mismo. El patólogo dice que bebía demasiado y que tenía el hígado
destrozado. Así que... si atrapas a esos tipos, todo habrá acabado.
Colgó y trató de olvidarse de lo que Davis acababa de contarle. Tenía
que centrarse por completo en la misión que tenía entre manos.
—¿Quién era?
—Luego te digo. —Cooper señaló hacia la casa de Julia y giró la
muñeca. «A la parte de atrás». Chuck asintió y se dirigieron en silencio
hacia atrás. Cooper entró con su llave. Se metieron en la casa y cerraron
la puerta. Sacó una linterna del bolsillo y sacó una de las trampas de la
bolsa de cuero. Sacó las toallas que había cogido de la cocina y le dio una
a Chuck.
—No podemos dejar ninguna huella. —Chuck asintió y fue secando
mientras Cooper ponía las trampas. En cuarenta y cinco segundos, habían
acabado. Cooper gruñó de satisfacción y se dirigió de inmediato al
dormitorio.
Estaba metiendo la ropa de Julia debajo de la manta, para que
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* * *
Tres manzanas más allá, Julia oyó la explosión. Los cristales de las
ventanas del Out to Lunch se tambalearon un poco y después no se oyó
nada más.
Julia miró a su alrededor y vio la expresión de terror de los demás;
salvo Sandy, Mac y Bernie, que habían puesto gesto serio y no se habían
movido de sus sitios.
—No —murmuró Julia. Alice miraba al suelo; Maisie avanzó un poco
para rodear los hombros de Julia con el brazo, pero Julia la apartó—. No —
dijo más fuerte.
Nadie dijo nada.
Con dedos temblorosos, Julia volvió a comprobar por enésima vez el
cañón de su arma. De pronto, se dio cuenta de que si algo malo le hubiera
sucedido a Cooper, sería capaz de utilizar su arma. Le quitó el seguro y
salió por la puerta con tanta rapidez que los hombres de Cooper no se
dieron cuenta.
—¡Ey! —oyó chillar a Bernie—. Cooper ha dicho que...
Pero, para entonces, ya había salido a la calle. No quería escuchar a
Bernie decir lo que hubiera dicho Cooper; quería que Cooper se lo dijera
directamente. Quería que fuera el propio Cooper, en cuerpo y alma, quien
la regañara y se quejara de que no le hubiera hecho caso. Quería que
Cooper le gritara, le dijera que se había puesto en peligro y que no iba a
tolerarlo. Quería que Cooper... quería a Cooper.
Vivo.
Julia corrió a su casa, limpiándose las lágrimas y la nieve con el dorso
de la mano, resbalándose un poco, porque no llevaba el calzado apropiado
para el mal tiempo. La nieve le llegaba casi hasta los tobillos, aunque
tampoco habría importado que le llegara hasta el cuello, porque no le
habría impedido seguir avanzando. Sólo quería llegar hasta Cooper.
Recorrió el último trozo que quedaba hasta su casa deslizándose y, al
llegar, subió los escalones de un salto y abrió la puerta de par en par.
Jadeando y con los ojos como pelotas, entró en el salón y le llevó unos
minutos asimilar la escena.
Había dos hombres esposados sentados en el suelo, con la espalda
vuelta hacia la pared, y Chuck les estaba leyendo sus derechos con voz
monótona. Cooper salió del cuarto de baño chupándose los nudillos y con
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La pesadilla ha acabado.
Semanas y semanas de miedo agonizante, de soledad tan profunda
que a veces pensaba que moriría sólo de eso. Semanas de aislamiento y
exilio. De despertarse sudando y temblando de miedo.
La pesadilla ha acabado.
De su pecho salió un sollozo, y luego otro. Y otro.
—Oh, Dios —dijo entre lágrimas y sin poder respirar bien.
Cooper le tomó de las manos suavemente.
—Ya está. Ya no tengo que quedarme aquí. Puedo hacer lo que
quiera, puedo volver a casa. Oh, Dios mío, puedo volver a casa. No veo el
momento. Oh, Dios, no veo el momento. Quiero irme a casa ya. —Las
lágrimas rodaban por sus mejillas como nunca antes y el corazón le latía
desbocado en el pecho. Julia apenas se dio cuenta de que Cooper le había
soltado.
Se pasó las temblorosas manos por el pelo. Sólo podía pensar en una
cosa: volver a casa.
La pesadilla ha acabado.
Miró a su alrededor y se concentró en Cooper, que se alejaba. Chuck
también se estaba alejando. Bernie le daba la espalda y estaba quieto,
junto a la puerta.
De pronto, Julia recordó lo que había dicho y le preocupó qué
interpretaría Cooper. Pensaría que se refería a que quería irse a casa y no
volver nunca más. Pero no se refería a eso... para nada. Lo que de verdad
había querido decir era... era... no tenía ni idea de qué había querido decir.
Julia trató de poner sus ideas en orden, pero no funcionó. Sólo le
provocó dolor.
Se dio cuenta de los progresos que había hecho en comprender a
Cooper, de lo bien que se le daba ahora ver en su rostro lo que pensaba.
Cooper estaba de pie, frente a ella, derecho, alto y ancho, y su rostro era
impenetrable.
Chuck estaba sacando a los dos prisioneros por la puerta. Bernie ya
se había marchado. Y Cooper tenía una mano en el vano de la puerta.
—No te molestarán nunca más. —Su voz era tan distante como su
rostro—. Davis dijo que te llamaría para hacer una deposición, pero no
será en un futuro cercano. Te reservaré un billete de avión para mañana;
uno de mis hombres te llevará al aeropuerto.
—No, yo... —Julia alargó una mano. No podía soportar ver esa mirada
perdida en la cara de Cooper. Pero su cuerpo era una oleada de
sentimientos que no podía controlar. Se mordió el labio y dejó caer la
mano.
Quería decirle un montón de cosas a Cooper, pero al parecer no iba a
poder, porque antes de que le diera tiempo a levantarse, él ya se había
marchado.
Puede que fuera mejor así.
No había forma humana de que pudiera explicarle nada a nadie,
aquella noche no y en ese momento menos aún.
Julia se recostó en la butaca; esa espantosa butaca de muelles rotos.
Le sorprendió darse cuenta de que iba a echar de menos esa estúpida
butaca. La que tenía en Boston estaba tapizada con una exquisita tela
beige, pero esta espantosa butaca tenía... personalidad.
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* * *
Cooper se arrepintió de haber dejado a Julia en cuanto salió del
pueblo. La camioneta hizo un quiebro al pasar por un montículo de nieve y
luchó por no perder el control. La nieve le llenaba el parabrisas de nieve, y
los limpiaparabrisas apenas servían.
Hasta el viento quería que volviera atrás.
El orgullo era algo curioso, pensó. Los hombres Cooper llevaban
cuatro generaciones ahogándose en su orgullo. Pero el orgullo no te hacía
reír, ni te calentaba la cama por las noches. El orgullo era un compañero
muy frío.
Había dicho que quería volver a casa. ¿Y qué? Claro que quería volver
a casa. Cualquier querría. Se había adaptado tan bien a Simpson, que casi
se había olvidado de que no era de allí, de que había dejado una vida
propia atrás.
Ni siquiera le había dado la oportunidad de decir nada. No le había
dejado reaccionar. No, señor. Se había limitado a informarle con frialdad
de que alguien la acompañaría al aeropuerto.
Cooper se la imaginaba acurrucada, tratando de asimilar los
sobresaltos de aquel día. Podía verla en aquella ridícula butaca de muelles
rotos.
Aquella noche, de entre todas, no podía dejar a Julia sola. Se merecía
que le dieran una bofetada por el comportamiento que había tenido.
Debería estar allí ahora, tranquilizándola, preparando algún tipo de
comida para ella, y observándola mientras se la comía con serias
dificultades.
La camioneta volvió a patinar y Cooper redujo la velocidad. De
pronto, se dio cuenta de que no veía el momento de volver junto a ella. No
quería que Julia pasara un minuto más sintiéndose sola y abandonada.
Condujo con una mano la camioneta mientras, con la otra, buscaba el
móvil para decirle que volvía. Lo encendió y marcó el número, pero no le
dio señal.
Debía de haber marcado mal el número. Cooper detuvo la camioneta
y volvió a marcar, frunciendo el ceño. Volvió a intentarlo otras tres veces
antes de apagar el teléfono.
«Eres un maldito gilipollas», se dijo. Le habían herido el orgullo y
había sido incapaz de pensar con cordura.
Nadie le había dicho que Santana hubiera mandado sólo a dos
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* * *
—Ehh, Mary. —Julia se lamió los labios resecos—. Cuidado con esa...
pistola. Puede estar cargada.
—Claro que está cargada, estúpida. —Mary abrió la maleta y sacó una
cámara de vídeo que dejó sobre la mesita del salón—. Una de las balas
lleva tu nombre escrito y te está esperando desde hace casi dos meses. —
Miró a Julia con ojo crítico—. Ponte junto a la pared, necesito un fondo
blanco.
—Mary —susurró Julia—. ¿Qué estás haciendo?
—¿Que qué hago? Ganarme dos millones de dólares, querida, ¿qué
crees que estoy haciendo? —Movió la pistola—. Muévete.
Julia arrastró los pies en la dirección que indicaba Mary, sin perderla
de vista. Se puso junto a la mesita del salón, donde había dejado su
Tomcat. Cuando se acercó, Mary alargó de pronto la mano.
—Ah-ah-ah... Julia. —Mary recogió la Tomcat, abrió el cargador y lo
vació—. Una Tomcat 32. Alguien muy listo te ha estado aconsejando, Julia.
Aunque no te va a servir de nada.
¿Cómo había llegado a pensar nunca que Mary era una chica joven?
Esa mujer debía de ser un auténtico genio con el maquillaje. Ahora que la
miraba bien, Julia observó las arrugas que tenía alrededor de los ojos.
—Mary —susurró—. ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Qué te he hecho
yo? Por favor, no lo hagas.
Mary se echó a reír.
—En primer lugar, no me llamo Mary; aunque tampoco creas que
tengo intención de decirte mi nombre verdadero. En segundo lugar, por
supuesto que voy a matarte. Llevo siguiéndote el rastro desde octubre. Me
voy a comprar una preciosa casa junto a la playa contigo. O mejor dicho,
con tu cabeza.
Mary se inclinó para comprobar la cámara y luego apagó las luces del
salón. Todo ello sin dejar de apuntar a Julia con la pistola.
—La lux tiene que ser la adecuada. —murmuró.
—Pero... —Julia estaba tratando de asimilar lo que sucedía—. Se han
llevado a los hombres de Santana. Trató de cogerme, pero no funcionó.
—¿Esos ineptos? —El rostro de Mary se congestionó y Julia se dio
cuenta de pronto de que lo que había visto en el restaurante no había sido
miedo, sino enfado—. No eran más que dos matones de pacotilla. Pensar
que han estado a punto de quitarme mi dinero... Pero con estas
instantáneas Santana sabrá a quién tiene que pagar.
—¡No lo hará! —Julia casi se pone a llorar de alivio. Estaba claro que
Mary, o como quiera que se llamara, no lo sabía—. Santana no te va a
pagar. No puede. ¿No te has enterado? Santana esta muerto. Murió esta
tarde.
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Epílogo
«FIN»
Julia se recostó en el sillón, contenta, observando el parpadeo del
cursor durante un par de minutos más. Suspiró profundamente de
satisfacción, guardó el documento, apagó el ordenador y se estiró
haciendo una mueca. El hombro le dolía más de lo normal, lo que
significaba que seguiría nevando. Según el parte metereológico, se
esperaba una tormenta de nieve para Acción de Gracias del calibre de la
acaecida hacía cuatro años.
Aquella tormenta de nieve había estado a punto de costarle la vida.
Los médicos del hospital de Rupert le dijeron que su presión arterial había
estado por debajo de cincuenta y bajando cuando Cooper la llevó allí. Pese
a que apenas había estado consciente, las pesadillas de Julia seguían
siendo blancas: la nieve, la bata de los médicos y enfermeras, la luz de la
sala de operaciones justo antes de perder el conocimiento...
Tenía suerte de seguir viva y de que la bala sólo le hubiera dejado un
hombro-barómetro que enseñar. Si Cooper no hubiera sabido cómo
vendarle la herida y si no hubiera luchado contra la tormenta para abrirse
paso hasta Rupert... Julia se estremeció al pensarlo.
En cuanto recuperó las fuerzas necesarias para incorporarse en la
cama, Cooper trajo a un juez para que les casara. Y allí, en aquella
habitación de hospital llena de flores que Cooper había traído y rodeada
de sus amigos de Simpson, Julia había unido su vida a la de Cooper.
Le había costado seis meses de escayola y otros seis de rehabilitación
para volver a acostumbrarse a su hombro. Y durante todo ese tiempo,
Cooper le había prohibido trabajar. Claro que después de eso el
nacimiento de las gemelas había ocupado todo el tiempo libre que pudiera
tener en los próximos dos años.
La primera vez que pensó en tener niños fue durante el viaje que
hicieron a Boston cuando por fin pudo moverse con cierta facilidad. Allí,
había puesto a la venta el apartamento, había enviado sus cosas a Idaho y
había tenido una conmovedora reunión con sus amigos. A todos ellos les
había invitado a que fueran a visitarla, y alguno de ellos ya lo había hecho.
Tomar la decisión tampoco fue tan difícil. Después de hacer el amor
durante toda la noche en su viejo apartamento, Julia le había dicho a
Cooper tranquilamente al oído:
—No he vuelto a tomar la píldora.
—Bien —fue todo lo que dijo. Y ya está.
Nadie esperaba un par de gemelas revoltosas. Durante los dos
primeros años no pudo pensar siquiera en trabajar, hasta que Julia empezó
a impacientarse. Y ahora había empezado su nueva carrera como editora
autónoma o, como lo llamaba ella; médico de libros. Su primer contrato
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fue para la novela de Rob Manson, que había ganado el Publitzer por el
artículo que escribió sobre ella: «El pueblo que salvó a Julia».
Cooper le había contado la historia de Julia e, intrigado, había viajado
a Simpson para investigar acerca de la historia. Allí había conocido a Alice
y había decidido quedarse como director editorial de The Rupert Pioneer.
Su artículo había sido elegido como noticia nacional y había dado la vuelta
al país. Lo que contaba en él acerca de la ineficacia del Programa de
Protección de Testigos había llevado a que se nombrara un nuevo director
y se donaran más fondos. «El pueblo que salvó a Julia» apareció en
Dateline.
Rob bromeaba a menudo diciendo que, en realidad, Simpson era «El
pueblo que Julia salvó». En esos años, se habían establecido un par de
negocios en Simpson. El hermano de Rob, un ingeniero electrónico de
Cupertino, les visitaba a menudo y estaba pensando en establecer en
Simpson su nueva empresa. Rob y Alice se habían casado el año anterior y
estaban esperando su primer bebé.
Julia se levantó para ver qué hacían Cooper y las niñas. Le llevó su
tiempo atravesar la inmensa sala que utilizaba como despacho. Cooper
había habilitado toda la planta alta de la casa para que Julia la usara, y
ésta tenía ahora más espacio que en la empresa en la que trabajaba
antes. De la zona de trabajo a la puerta había al menos diez metros.
Julia tenía una zona de trabajo, una biblioteca para sus libros de
referencia, una zona para poner la impresora, una zona de lectura y lo que
Cooper llamaba «zona de pensar»: una esquina espaciosa con vistas a la
parte anterior de la casa, desde donde podía observar a los hombres de
Cooper tratando de evitar las travesuras de las niñas.
Julia se pasó una mano por la tripa. Si el test de embarazo de esa
mañana estaba en lo cierto, en agosto llegaría otra niña Cooper. Sería una
niña, de eso estaba segura. La Maldición de los Cooper se había terminado
para siempre con el nacimiento de Samantha y Dorothy. Fred también
había encontrado pareja; una adorable perra collie con la que había tenido
una camada de mayoría de hembras. Hasta las yeguas habían empezado
a tener más potrillas. Cooper estaba ahora rodeado de mujeres.
Julia abrió la gigantesca puerta de su estudio y descolgó el letrero de
«La doctora de los libros está TRABAJANDO». Justo a tiempo. La puerta
principal se cerró de golpe y oyó la fuerte voz de Cooper y el parloteo de
las niñas.
Se oyó el ruido de las botas y el arañazo de las uñas de Fred, que les
seguía. Julia sonrió a Cooper desde las escaleras.
—¿Podemos subir? —Llevaba una niña en cada brazo y parecía feliz y
contento; como siempre desde el nacimiento de las niñas.
—Claro. —Julia sonrió al ver a su familia—. Sube, tengo algo que
decirte.
Cooper subió el último tramo de escaleras.
—¿Ya has acabado? —preguntó—. ¿Qué tal te ha ido?
—¿El libro? —Julia le hizo una señal con los pulgares hacia arriba—. Va
a ser todo un éxito. Pero eso no es...
—Bien. —Cooper esbozó una sonrisa—. Me he parado a tomar un café
y Alice se ha pasado la mañana entera revoloteando a mi alrededor, pero
sin atreverse a preguntarme por la novela. Al final le dije que estabas a
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
MUJER A LA FUGA
Julia Devaux adora su sofisticada vida en la gran ciudad. ¿Cómo no iba a gustarle?
Tiene un fabuloso trabajo en el mundo editorial, unos amigos maravillosos, un apartamento
de infarto, la compañía de su precioso aunque temperamental gato siamés, Federico Fellini;
¡no podía irle mejor! Hasta que, de pronto, Julia tiene la mala suerte de presenciar el asesinato
de un miembro de la mafia, destrozando así su vida por completo.
El programa de protección de testigos la recoloca en el fin del mundo, a miles de
kilómetros de la librería más cercana, donde la única comida rápida son los ciervos y la única
distracción es echar un polvo con un ranchero local más bien lacónico. Por suerte, lo que
mejor sabe hacer Sam Cooper no es precisamente hablar… El exSEAL Sam Cooper no puede
creerse la suerte que tiene cuando la misteriosa Sally Anderson llega a su pueblo. En
Simpson, Idaho, no hay ni una taza de café decente, por no hablar de profesoras de primaria
de quitar el hipo. En el momento en que Cooper ve a Sally, se la apropia como si fuera suya.
De acuerdo, no es demasiado bueno hablando, pero hace lo que puede por mantenerla
contenta. Cuando descubre que su vida está en peligro, nada le detendrá para mantenerla a
salvo y junto a él.
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