Rice Lisa Marie Mujer A La Fuga

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LISA MARIE RICE

Mujer a la
fuga
ÍNDICE
AVISO.......................Error: Reference source not found
Prólogo Error: Reference source not found
Capítulo 1Error: Reference source not found
Capítulo 2Error: Reference source not found
Capítulo 3Error: Reference source not found
Capítulo 4Error: Reference source not found
Capítulo 5Error: Reference source not found
Capítulo 6Error: Reference source not found
Capítulo 7Error: Reference source not found
Capítulo 8Error: Reference source not found
Capítulo 9Error: Reference source not found
Capítulo 10 Error: Reference source not found
Capítulo 11 Error: Reference source not found
Capítulo 12 Error: Reference source not found
Capítulo 13 Error: Reference source not found
Capítulo 14 Error: Reference source not found
Capítulo 15 Error: Reference source not found
Capítulo 16 Error: Reference source not found
Capítulo 17 Error: Reference source not found
Capítulo 18 Error: Reference source not found
Capítulo 19 Error: Reference source not found
Epílogo Error: Reference source not found
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA....Error: Reference source not
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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

AVISO
El material que viene a continuación tiene un alto contenido gráfico
sexual y va dirigido a lectores adultos. Mujer a la fuga ha sido clasificada
como novela S-ensual por al menos tres revisores independientes.
La Cueva de Ellora cuenta con tres niveles de lectura de
entretenimiento Romántica: S (S-ensual), E (E-rótica) y X (X-trema).
Las escenas de amor S-ensual son explícitas y no dejan ningún
espacio a la imaginación.
Las escenas de amor E-rótico son explícitas, no dejan espacio a la
imaginación y ocupan gran parte de la novela. Además, algunos de los
títulos clasificados como E pueden contener material fantasioso que algún
lector podría encontrar reprensible, como la esclavitud, la sumisión, los
encuentros sexuales entre dos personas del mismo sexo, las seducciones
forzadas, etc. Aquellos libros clasificados como E son los más gráficos de
la colección; es normal, por ejemplo, que un autor emplee palabras como
"follar", "polla", "coño", etc. en sus obras.
Los libros X-tremos únicamente se diferencian de los E-róticos en el
lugar en que se desarrolla la trama y en la ejecución del argumento. Al
revés que los títulos E, las historias designadas con la X tienden a
contener temas polémicos, no aptos para corazones asustadizos.

* * *

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Prólogo

30 de septiembre, Boston.

—Su nuevo nombre es Sally Anderson —dijo el jefe de policía.


—Eso es absurdo —soltó Julia Devaux, exasperada—. ¿Tengo cara de
Sally?
—Hombre, a decir verdad... —El jefe de policía la observó de arriba a
abajo, con compasión—. Ahora mismo tiene una cara desastrosa.
—Muchas gracias. —Julia tiró de la mugrienta y desgastada manta de
hotel para cubrirse más los hombros, convencida de que generación tras
generación de comerciantes ambulantes se habrían corrido sobre ella.
Pero era calentita. Hacía tres días que no conseguía quitarse el frío de los
huesos. Claro que hacía tres días también que un tipo la perseguía para
matarla, hecho más que suficiente para que cualquiera se quedara helado.
El hombre se sentó junto a ella en la apestosa cama del apestoso
hotel y le tomó de la mano. Herbert Davis no era ningún Gary Cooper, algo
habitual entre los jefes de policía. No era mucho más alto que ella, y tenía
más pinta de censor jurado de cuentas que de jefe de policía.
Si Julia hubiera trabajado en la Administración, habría elegido a
alguien distinto para que desempeñara el papel de Jefe de policía y, si
alguien le hubiera preguntado el porqué, habría alegado que Herbert
Davis sencillamente no daba la talla. Los jefes de policía deberían ser altos
y atléticos, debían tener ojos acerados y un revólver a la cadera; no bajos,
rechonchos y miopes, y con un teléfono móvil enfundado en la pistolera.
Pero nadie le había pedido su opinión y tendría que conformarse con lo
que tenía.
—Escuche, Sally...
—¿Sally?
—De ahora en adelante se llama Sally Anderson. —Herbert Davis sacó
unos cuantos papeles de su arrugada chaqueta de traje—. Su nombre
completo es Sally May Anderson. Nació el 19 de agosto de 1977 en Bend,
Oregon, y es hija de Bob y Laverne Anderson, librero y ama de casa,
respectivamente. Ha vivido toda su vida en la costa noroeste del Pacífico y
nunca ha viajado al extranjero, ni siquiera a Canadá. Se graduó como
profesora en 1999 y llevaba impartiendo clases y viviendo en su casa de
Bend desde entonces. Quería alejarse de sus padres, así que acaba de
aceptar un empleo en Simpson, Idaho, como profesora de alumnos de
segundo de primaria.
¿Una profesora de primaria? Ajjjjjjjj.
—Ni de broma —dijo Julia con firmeza, poniéndose en pie. La
minúscula alfombra color mugre con manchas de café y quemaduras de
cigarrillo que había sobre el suelo era demasiado pequeña como para
caminar sobre ella, así que se conformó con echarse a temblar—. Esto no
va a funcionar. Nunca he estado en Oregon, ni en Idaho. De hecho, lo más

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lejos que he llegado nunca hacia el oeste es Chicago. Dudo mucho que
pueda hacer de profesora de primaria; soy hija única, nunca he estado con
niños, no me interesan los niños y no sé nada de ellos. Soy editora —y
buena, por cierto—, no profesora. Tanto mi padre como mi madre están
muertos y, decididamente, no eran un... Bob y una Laverne cualquiera.
Nací en el extranjero y jamás en mi vida he ido a ningún lado sin mi
pasaporte. Y le aseguro que no puedo llamarme... Sally; y menos aún Sally
May. —Se detuvo para tamborilear los dedos sobre la estantería de
plástico sobre la que estaban los pocos efectos personales que Davis le
había traído de la parafarmacia, y después volvió a sentarse sobre la
cama, abrazándose con la rasposa manta—. Así que, como puede ver,
será mejor que se invente algo mejor.
Herbert Davis había estado escuchando sus quejas con la cabeza
ladeada, mirándola con seriedad y dejando que se desahogara.
—Bueno —dijo, frotándose las manos en las rodillas y frunciendo los
labios—, supongo que todo esto no es tan necesario.
Julia pestañeó. ¿Ah, no?
Davis suspiró.
—Siempre puede decidir no testificar contra Santana y nosotros
seguiremos adelante con las pruebas que tenemos. De acuerdo con la ley,
podríamos retenerla como testigo material, pero preferimos no aplicarla
así. Nadie puede obligarla a que cumpla con su deber de ciudadana para
poner a la escoria de la sociedad entre rejas. Si de verdad quisiera, podría
salir ahora mismo de esta habitación, volver a casa y retomar su vida
desde donde estaba antes de que viera cómo Domenic Santana le pegaba
un tiro en la cabeza a Joel Capruzzo, el sábado pasado.
Recobró la esperanza de golpe. ¡Síííí! Todo aquello no era más que
una pesadilla y parecía que por fin acababa. Julia empezaba a sentirse
bien por primera vez en tres días, y el dolor que le oprimía el corazón
desde hacía tres días empezaba a remitir.
No se le había ocurrido que pudiera haber una salida. Por supuesto
que, como ciudadana, su deber era que se hiciera justicia. Durante unos
dos segundos, Julia sopesó su deber como buena ciudadana con recuperar
su vida.
La pelea ni siquiera fue justa: su vida ganaba por mayoría absoluta.
Tiró la apestosa manta sobre la cama.
—Bueno, si ese es el caso, creo que...
—Claro que —murmuró Davis, quitando pelusas imaginarias de la
manta—, no duraría más de cinco minutos ahí fuera. De acuerdo con lo
que cuentan por ahí, Santana le ha puesto precio a su cabeza... y no estoy
siendo poético, querida, quiere su cabeza, literalmente. Ofrece un millón
de pavos, Sally...
—Julia —susurró mientras se dejaba caer de nuevo sobre la mugrienta
cama. Podía sentir cómo la sangre se le agarrotaba en la cabeza.
—Sally —dijo Davis con firmeza—. Como le iba diciendo, el primero
que la pesque, recibirá un millón de dólares. En efectivo. Más de uno de
esos haría cosas mucho peores que matar y decapitar por mucha menos
pasta. Acaba de empezar la temporada de caza, Sally... ¡y usted es la
pieza a cobrar!
Su garganta emitió un sonido y Davis asintió.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—De acuerdo. —Davis volvió a consultar su cuaderno de notas—.


Déjeme hablarle de usted. Nació en Londres, el 6 de marzo de 1977, hija
única de padres ya mayores. Su padre era un directivo de IBM y usted se
crió por todo el mundo, asistiendo a colegios americanos. Sus padres
están muertos y no tiene ningún otro familiar vivo. Tras graduarse, volvió
a los Estados Unidos para continuar sus estudios y se licenció en filología
inglesa por la universidad de Columbia. Desde 2001 ha estado trabajando
como editora de una prestigiosa editorial de Boston. Gana 38.000$ al año
más beneficios. Se compró un apartamentito en Boston con lo que sus
padres le dejaron, donde vive sola, con su gato, Federico Fellini. Le
encantan las películas, cuanto más antiguas, mejor. Le apasionan los
libros y pasa la mayoría de su tiempo libre en las librerías de segunda
mano. Su mejor amiga se llama Dora. Le apasiona la comida picante y de
vez en cuando sale con un tipo llamado Mason Hewitt. —Alzó la vista y la
miró con expresión suave—. ¿Hasta ahí qué tal?
Julia le miró boquiabierta, incapaz de decir palabra.
—Todo lo que acabo de contarle está en los archivos públicos; sus
vecinos y colegas estuvieron más que encantados de contarnos sus
costumbres. Créame, cualquiera podría hacerse con esta información. Un
millón de dólares es un incentivo más que razonable. Así que, tenemos
aquí el retrato de una joven muy sofisticada y que ha viajado mucho, a la
que le encantan las ciudades, los libros y las películas de arte, y que ha
vivido siempre en la Costa Este. ¿Ve por qué tenemos que enviarla a la
zona oeste, a un pueblo tan pequeño que no tiene ni librería, y convertirla
en una profesora de primaria sin pasaporte?
Davis se puso su chaqueta de tweed pasada de moda y se dirigió
hacia la puerta.
—Por favor —susurró Julia—. No puedo hacerlo. —Su voz no era más
que un susurro tembloroso.
Davis la miró con gesto sombrío, con sus ojos de perro viejo.
—Bienvenida a la cadena alimenticia, Sally —dijo quedamente, giró el
deslustrado y grasiento pomo de la puerta y salió.

* * *
Un millón de dólares.
El profesional se quedó mirando la pantalla del ordenador. No habían
pasado tantos años desde que el profesional fuera uno de los mejores
piratas informáticos de Stanford. Seguía teniendo ese poder. Y la
información era poder.
La mayoría de la gente piensa que los asesinos a sueldo son
descerebrados mentales, apenas suficientemente inteligentes como para
empuñar un arma. Pero estaban equivocados. Se trataba de una profesión
maravillosa para una persona ambiciosa y con ansias de llegar lejos.
Estableces tus propios horarios, hay dinero más que de sobra y, sobre
todo, se cobra en negro. El último acto, apretar el gatillo, es el más fácil de
todos. Bastaban unas cuantas horas en el campo de prácticas para que así
fuera.
No, lo difícil era encontrar a la víctima, la caza en sí. Eso era lo que
diferenciaba al profesional del medio millón de dólares del matón de los

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

cien dólares. Este tipo, sonrió el profesional, o mejor dicho esta «tipa» era
el objetivo perfecto. En cuanto la encontrara, un solo tiro sería más que
suficiente.
Qué coño, probablemente una cápsula de cianuro disuelta en una
taza de café bastara. No podía ser muy difícil convencerla para que se
tomara una taza de café. Todo el mundo coincidía en que Julia Devaux era
una persona agradable. Simpática, trabajadora, ratón de biblioteca,
videoaficionada... Se educó en el extranjero, habla tres idiomas, licenciada
en filología, trabaja editando libros, le encantan los gatos, odia a los
perros. Su gato se llama Federico Fellini.
No le había costado mucho reunir toda aquella información. Era
sorprendente todo lo que la gente estaba dispuesta a contarle a un tipo
trajeado y con una placa del FBI comprada en los chinos.
Un millón de dólares. No estaba nada mal. Junto con la suma de los
trabajos que ya había completado, era más que suficiente para retirarse
en aquella casa en primera línea de playa de St. Lucía; francos suizos
llegándole todos los meses, dinero fijo y seguro, y la Agencia Tributaria a
miles de kilómetros de distancia. La jubilación a los treinta en una casa de
lujo al sol. Qué trabajo tan maravilloso.
Julia Devaux debía morir.
Un poco de lástima sí que le daba. Todo el mundo hablaba tan bien
de ella, y parecía guapa, a juzgar por la única foto que pudo encontrar el
profesional: una copia emborronada del boletín mensual de la empresa.
Aun así... un millón de dólares eran un millón de dólares.
Los idiotas de Santana estarían dando vueltas ahora mismo,
buscando detrás de los arbustos, volviéndose locos y dejando huellas que
hasta un ciego podría seguir.
«No», pensó el profesional tecleando a ritmo constante en el teclado.
Había otras formas mucho más inteligentes de encontrar a Julia Devaux.

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Capítulo 1

Un mes más tarde. Halloween

Simpson, Idaho

—Ey Sally —llamó una voz sin aliento—. ¡Espera!


Julia Devaux siguió andando por el pasillo del colegio hasta que, de
pronto, se detuvo en seco. Sally. Ella era Sally ahora. ¿Conseguiría
acostumbrarse algún día a ese nombre? No se sentía como si se llamara
Sally aunque, si se mirara bien en el espejo, posiblemente lo pareciera.
Llevaba una blusa marrón oscuro, un aburrido jersey marrón y
zapatos planos color marrón. Todo ello a juego con el dichoso color
castaño con el que Herbert Davis se había empeñado en que se tiñera el
pelo, cubriendo así la espléndida melena pelirroja de la que Julia se había
sentido tan orgullosa. Por absurdo que pareciera, no se dio cuenta de lo
que de verdad entrañaba la situación hasta que tuvo que teñirse el pelo.
Tuvo que leer las indicaciones de uso con los ojos empañados; lo cual tal
vez explicara la masa opaca y sin vida que le cubría la cabeza. Se lo había
cortado ella misma, y parecía una versión femenina de George Clooney.
Herbert Davis no le había dejado llevarse su antigua ropa. Se había
encontrado con dos maletas llenas de ropa esperándole en el aeropuerto,
ropa sosa, aburrida, sin forma y pasada de moda... cosas que no se habría
puesto en su vida.
Al principio no le había importado; ¡de ahí que Dios hubiera inventado
las compras! Pero no había contado con el hecho de que la tienda con más
existencias del pueblo fuera el Emporio de Ferreterías Kellogg.
Una cosa estaba clara: no dio la nota en ningún momento. La moda
no estaba entre las prioridades de Simpson, Idaho. Julia se estremeció y
apretó el jersey contra su cuerpo. Era cuestión de sobrevivir y entrar en
calor.
—Hola Jerry —trató de que su voz sonara algo más entusiasta al
dirigirse al administrador del colegio. Era bastante simpático e inofensivo,
excepto cuando intentaba enredarla en las inacabables vueltas de buenas
acciones que, sorprendentemente, no tenían ningún sentido. Su último
gran logro había consistido en enviar doscientos kilos de jamón y prendas
de lana a un país islámico que había sido devastado por un terremoto y
donde la temperatura media en invierno rondaba los 40 grados.
—Hola Sally. —Jerry Johnson sonrió y empujó las gafas hacia arriba
con el índice. Llevaba unos estrechos pantalones oscuros de poliéster que
le llegaban hasta los tobillos, una camisa de poliéster de manga corta,
pese a que fuera caía aguanieve, y unas gafas baratas de carey. «¿A este
tío quién le viste?», pensó Julia, apretando los dientes, «¿Elmer Fudd?».
—¿Cómo te va? —preguntó Jerry con sonrisa de bobalicón.
Unos tipos trataban de matarla. La tenían recluida en Simpson,

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Siberia. Federico Fellini, su amado y mimoso gato, estaba en una casa de


acogida. ¿Se acordarían sus padres de acogida de darle de comer sólo los
trozos de carne más selectos y de llevarle al veterinario homeopático?
Había perdido un trabajo que adoraba y vivía en una casa en la que había
goteras no sólo en el techo, sino por las paredes también. Sonrió
ligeramente.
—Genial, Jerry. Genial. ¿Qué puedo hacer por ti?
Él le devolvió la sonrisa, enseñando así una hilera de dientes blancos.
El hermano de su mujer estudiaba para convertirse en higienista dental y
practicaba con Jerry. Mucho.
—Elsa y yo hemos organizado una cenita mañana por la noche y nos
gustaría saber si vas a poder venir. —Se acercó un poco más y un tufillo
letal a menta la dejó noqueada. Había vuelto a lavarse los dientes—. Elsa
va a hacer su especialidad: macarrones. No querrías perdértelo.
Julia se animó.
Pasta.
Su mente se llenó de imágenes de sus trattorias preferidas de Italia y
estuvo a punto de echarse a llorar. Queso gorgonzola y pasta penne. Salsa
amatriciana. Pesto. Vendería su alma al mismísimo diablo por un poco de
buena comida.
—No sabía que Elsa cocinara comida italiana —suspiró.
—Por supuesto que sí —replicó Jerry, orgulloso—. Tiene una receta
maravillosa que hace continuamente: sólo hay que cocer la pasta como
una hora, hasta que esté blandita y buena, luego se le añade Ketchup y
Cheddar, y se mete en el horno—. Sonrió y sus grandes ojos marrones
brillaron tras las gafas—. Ñammm.
Julia cerró los ojos y rezó en silencio al Gran Director del Cielo para
que la sacara de aquella espantosa y cursi película de serie B en la que
estaba atrapada. Quería un nuevo guión; una buena comedia romántica y
sofisticada en la que el protagonista fuera, por ejemplo, Cary Grant.
Charada, o La fiera de mi niña. Pero no American Pie.
—Puedes traer acompañante si quieres —añadió Jerry—. Una cita.
Elsa siempre hace de más.
Una cita. ¿Eso qué era, algo blandito y cilíndrico que crecía en los
árboles? Durante el mes que llevaba en Simpson, todos los hombres que
había conocido llevaban casados desde los doce años o no tenían más de
un par de dedos de frente. No había ningún Cary Grant a la vista. Sólo el
cielo sabía qué harían las solteras de Idaho para encontrar un poco de
sexo. ¿Emigrar a Alaska, tal vez?
Luego recordó que se suponía que no debía tener citas, ni siquiera
debía fraternizar con la gente local, y se deprimió aún más al pensar que
tal vez nunca más volvería a disfrutar de un buen polvo.
—Gracias, Jerry. Eres muy amable, pero tengo un montón de trabajo
que hacer. —«Como limarme las uñas, ordenar alfabéticamente la
estantería de las especias, escurrir las medias...»—. Tengo que ponerme al
día con mi curso. Pero dale las gracias a Elsa de mi parte y dile que me
guardo la invitación para la próxima vez.
—Vale. —Su animosidad estaba haciéndole trizas los nervios, ya de
por sí bastante sensibles—. Aunque vas a perderte una noche muy
divertida.

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Julia sonrió débilmente y luego pegó un chillido.


—¡Joder! Digo... ¡Jolín! ¿Podrías hacer algo con ese timbre, Jerry? —
Los oídos seguían retumbándole y se dio un golpecito en un lado de la
cabeza—. ¿Se puede saber de dónde lo has sacado? ¿De los restos de un
submarino?
—Consigue llamar la atención de los niños —respondió con suavidad
—. Bueno, tengo que irme. Qué pena que no puedas venir mañana.
Julia sacó a relucir una sonrisa.
—Otra vez será, Jerry. —Se rodeó con los brazos e intentó no pegar
un brinco al escuchar el segundo timbre, el timbre «o ya veréis», como lo
llamaban los alumnos, porque los profesores les decían que se
tranquilizaran en clase, «o ya veréis».
Sus niños se comportaban sorprendentemente bien. Se acordaba
perfectamente del primer día que entró en su clase de doce alumnos de
segundo de primaria esperando... ¿el qué?
Le costaba recordar la turbación rallando en el miedo que había
sentido un mes antes. Las imágenes de rufianes con chaquetas negras,
navajas y pistolas, bajo los efectos de cualquiera de las drogas callejeras
que estuvieran de moda en aquel momento, habían poblado su cabeza. La
partirían en dos y tirarían su cuerpo a las afueras del pueblo, y se irían de
rositas ante la ley por ser menores de edad.
La realidad fue que entró en la clase, se presentó como la nueva
profesora, que venía a sustituir a la señorita Johanssen, quien había tenido
que mudarse repentinamente a California para ocuparse de su madre
enferma. Pasó lista, abrió el libro por la primera página y eso fue todo. Los
niños se portaron asombrosamente bien, no hubo más que un par de riñas
insignificantes entre ellos y pronto se vio a sí misma como «la seño», de
tanto que lo repetían.
De hecho, al principio los chicos se portaban tan bien que tuvo la
descabellada sensación de verse metida de lleno en un re-make de La
invasión de los ultracuerpos: en realidad los niños eran alienígenas criados
en vainas en el sótano del colegio. Poco a poco, se fue dando cuenta de
que vivían en un ambiente tan severo —en el que se les mandaba hacer
tareas casi antes de aprender a andar—, que estaban acostumbrados a
obedecer sin rechistar.
Entró en su clase y se detuvo al ver que una bala de cañón pequeña y
morena iba derecha a su estómago. Soltó un silbido de aire y apoyó las
manos en dos hombritos. Sintió sus huesecitos, frágiles como los de un
pájaro, bajo las manos.
—Rafael —sonrió y se agachó. Rafael Martínez era su alumno
preferido. Pequeño, tímido y con una adorable carita color castaño, había
merodeado a su alrededor durante el pasado mes, trayéndole puñados de
margaritas, un mugriento trozo de hueso color té que aseguraba que era
un fósil de dinosaurio y su preferida: una minúscula tortuga verde.
Julia se había preocupado al ver que las dos últimas semanas había
estado cada vez más triste. Le pasaba algo en casa. Habría resistido la
tentación de interferir si Rafael se hubiera vuelto agresivo y violento,
como los niños de las películas. Pero simplemente se había vuelto cada
vez más callado, y luego malhumorado; olas de infelicidad ondeaban
palpablemente alrededor de su cabecita redonda y morena.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Ey, compañero —dijo Julia suavemente. Alargó un dedo para secar


una lágrima—. ¿Qué ocurre?
Murmuró algo hacia el suelo. Julia creyó oír «Missy» y «madre» y miró
con fijeza a Missy Jensen, la niña de peto y pelo color paja muy corto que
le hacía parecer más un niño que una niña.
Julia no entendía nada. Normalmente, Missy y Rafael eran mejores
amigos e intercambiaban cromos de béisbol y renacuajos.
—¿...de baño? —murmuró Rafael a su cintura, con la cabeza gacha.
Necesitaba llorar en privado. Julia abrió los brazos y el niño la rodeó y echó
a correr hacia el cuarto de baño que había al final del pasillo.
Se acercó hacia Missy, que había seguido a Rafael con la mirada y
tenía cara de afligida.
—¿Qué es todo esto, Missy? —le preguntó con calma.
—No lo sé, sita. —Le temblaba el labio inferior—. No lo he hecho a
posta. Sólo le pregunté si su mamá le iba a traer a hacer «truco o trato»
conmigo. —Missy alzó unos atormentados ojos color azul—. Y luego salido
corriendo.
«Oh, oh, —pensó Julia—. Problemas. Aquí mismo, en River City».
—Salió —corrigió sin pensar—. Bueno, entonces déjalo estar.
Tenemos que ponernos a trabajar si queremos tener todo listo para esta
tarde. —Julia se levantó y dio un par de palmadas—. Está bien, niños, cada
uno a lo suyo. Tenemos que preparar a Don Grande.
Todos los niños habían traído sus propias calabazas para prepararlas
para esa noche, Halloween. Catorce pequeñas calabazas con sonrisas
cuarteadas y torcidas aguardaban en fila sobre la estantería. Ahora le
tocaba el turno a Don Grande. Uno de los granjeros del lugar se había
presentado aquella mañana y, sin mediar palabra —decididamente, los
habitantes de Simpson no eran nada habladores—, había depositado una
gigantesca calabaza de veinte kilos para que los chicos se entretuvieran
vaciándola.
Vaciar la gigantesca calabaza se había convertido en un proyecto de
clase y, esa misma tarde, cuando estuviera terminada, la pondrían en las
escaleras del colegio con una vela en su interior.
Como la mayoría de los expatriados estadounidenses, Julia y su
familia habían mantenido las festividades americanas religiosamente, sin
importarles dónde estuvieran en cada momento. La madre de Julia se las
había apañado para hacerse con un pavo de Acción de Gracias en Dubai,
calabazas para Halloween en Lima y un árbol de navidad en Singapur. Julia
se sintió estafada al ver que, en Nueva York y en Boston, hacía tiempo que
los niños no salían a pedir «truco o trato» porque se había vuelto
demasiado peligroso.
Por suerte, el mayor peligro para un niño en Simpson era que un alce
los corneara. Estaba encantada de que sus niños llevaran toda la semana
entusiasmados ante la idea de disfrazarse y salir a pedir «truco o trato»
por las casas.
—Henry, Mike, quiero que cojáis la bolsa de plástico; ahí es donde
vamos a poner las semillas y la pulpa. Sharon, coge el rotulador para que
podamos pintarle la cara. ¿Quién tiene la vela?
—Yo. —Reuben Jorgensen enseñó su mejor sonrisa desdentada y alzó
una vela de tamaño industrial.

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—Perfecto. Está bien, panda, vamos allá. Tenemos media hora para
hacer la mayor y más mezquina calabaza-linterna que haya visto nunca
este pueblo en las escaleras del colegio.
—¡Sí! ¡Eso es! —Tras una maraña de extremidades y con el máximo
ruido y lío posible, Don Grande empezó a cobrar forma. Por raro que
pareciera, el ruido y la confusión tranquilizaban a Julia, acostumbrada
como estaba al ajetreo y al bullicio de una gran ciudad. Simpson estaba
desértica hasta a media mañana, hecho que le ponía los pelos de punta.
Observó a los niños mientras trataban de vaciar de pepitas la
gigantesca calabaza, interviniendo sólo para recoger lo que caía al suelo
para que los niños no se resbalaran y acabaran en el suelo. Jim, el bedel,
se encargaría del resto.
Al cabo de más o menos un cuarto de hora, Rafael volvió a la clase
con los ojos secos pero rojos. Julia esperaba que se uniera a la diversión,
pero el chiquillo se quedó en un rincón, fuera del torbellino de actividad.
Julia suspiró y escribió otra nota a sus padres, preguntándoles si podían
venir a verla, y metió la nota en la tartera del niño. Era la quinta nota en
dos semanas que les escribía. Por poco que le gustara la idea, si tampoco
recibía respuesta esta vez, tendría que pedirle a Jerry el teléfono de casa
de Rafael y llamar a sus padres el lunes sin falta.
—Señorita Anderson, mire, mire.
Julia, que estaba pensando en qué tipo de padres podía pasar por alto
la infelicidad de un chiquillo tan maravilloso, necesitó un par de minutos
para responder a la ilusionada petición. Se giró para encontrarse con que
doce caritas resplandecientes la miraban como flores al sol; si supieran
que sólo estaba improvisando...
—Mire lo que hemos hacido. —Reuben estaba de pie, orgulloso, con
una mano sobre la enorme calabaza.
—Hecho —corrigió Julia. Bordeó sonriente su mesa y se acercó,
alzando una ceja al ver la mirada feroz de Don Grande. Los chicos habían
dejado parte de las semillas en el interior, pues tampoco había demasiado
tiempo, pero habían esculpido el exterior hasta convertirlo en el sueño
dorado de algún fanático de las películas de terror.
Julia ladeó la cabeza con gracia.
—Da miedo. Parece que lo haya hecho Freddy Kruger. —Los suspiros
de satisfacción le provocaron un sentimiento punzante y doloroso en el
pecho, y se le borró la sonrisa. Eran tan jóvenes... tener miedo a su edad
era algo divertido: cosas que hacen ruido por la noche, fantasmas que
salen de los armarios, y mamá y papá listos para ahuyentarlos con un
abrazo y una sonrisa.
¿Pero quién ahuyentaría a sus fantasmas?
Se oyó un fuerte sonido metálico; Julia pegó un brinco al oír la
campana y maldijo a Jerry. Pegar un salto y maldecir a Jerry estaba
empezando a convertirse en un acto reflejo.
—Adiós, señorita Anderson, adiós. —En uno o dos segundos el aula se
vació por completo. No había nada más rápido en la naturaleza que unos
niños pequeños que salen de clase al final del día. En un periodo de
tiempo sorprendentemente breve, el colegio entero estaba desértico.
Además, como era viernes, los profesores también se iban en cuanto
podían.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Vería a la mayoría de los niños aquella tarde engalanados con sus


disfraces; una bolsa llena de caramelos aguardaba a que llegara el
momento en la deteriorada y rayada mesita de la entrada de su casa.
Un par de veces por semana, Julia se quedaba un par de horas más
con una excusa u otra. Herbert Davis le había pedido que le llamara a
cobro revertido desde una cabina telefónica cada dos o tres días, pues la
cobertura ahí, en el campo, no era demasiado buena y tampoco quería
que utilizara la línea de teléfono de su casa.
Estaba claro que Davis no tenía ni idea de cómo era Simpson. Había
tres teléfonos públicos en todo el pueblo: uno en el colegio, otro en Carly's
Diner y otro en la tienda de comestibles, y Julia tenía que rotar las
llamadas entre los teléfonos para no levantar sospechas.
Los pasos de Julia retumbaron por el desértico pasillo mientras se
dirigía afuera. El bedel llegaría enseguida, pero de momento estaba sola
en el edificio. La alegre confusión que creaban los chiquillos ocultaba lo
viejo y destartalado que estaba el edificio. Pasó por azulejos rotos y se
estremeció al ver las rajas y las amarillentas goteras que había en la
pared.
Julia se detuvo un minuto en la entrada del edificio y observó Main
Street, la única calle de Simpson, Idaho, 1.475 habitantes. Casi dos mil
almas, la verdad, si se contaba el Simpson Metropolitana, que incluía a los
habitantes de los ranchos que había esparcidos por el vasto y vacío
territorio.
De momento había dejado de caer aguanieve, pero las nubes
amoratadas que cubrían Flattop Ridge anunciaban una nueva tormenta
aquella misma noche. Sabía que, por muy malo que hiciera, los niños
desafiarían al tiempo para poder ir a hacer «truco o trato». Era unos
supervivientes pequeños pero fuertes; tenían que serlo, en aquella zona
tan dura.
Davis estaba equivocado, pensó Julia desolada. «Necesito un
pasaporte para estar aquí».
El viento se levantó y Julia apretó el jersey contra ella. Por unos
segundos, sólo unos segundos, se sintió como si el viento la empujara
hasta el borde del mundo. Un paso más y se caería...
Se acordó de un mapa medieval que había visto una vez. La tierra era
plana y en los bordes exteriores no había más que tierra salvaje, donde el
dibujante del mapa había escrito: «Aquí están los leones». El fin de la
civilización. Era como ahora, con una única diferencia: «Aquí están los
pumas».
«Santana nunca podrá encontrarme, —pensó—. ¿Cómo iba a hacerlo,
si no me encuentro ni yo misma?».
Simpson era como aquel viejo chiste: si no ibas porque querías llegar
allí, es que te habías perdido. No llevaba a ningún sitio ni estaba de
camino a ninguna parte. A unos 50 kilómetros de allí, la carretera llena de
baches doblaba hacia Rupert, una metrópoli de 4.000 habitantes, o hacia
Dead Horse1, una mancha en un cruce de caminos tan sofisticada como su
nombre.
Un solitario copo de nieve pasó junto a ella y se derritió antes de
llegar al suelo, pero un vistazo rápido al cielo le valió para ver que ahí
1
En inglés, Dead Horse significa Caballo Muerto (N. de la T.)

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

arriba, de donde había salido ese copo, había muchos más aguardando. Y
su caldera había escogido aquel preciso momento para declararse en
huelga.
Sintió un repentino y profundo nudo de nostalgia en la garganta. En
casa, si le pasara algo a la caldera y no funcionara, habría llamado a Joe
desde el trabajo y, para cuando llegara a casa, estaría arreglada. En casa,
en un día frío y oscuro como aquel habría hecho lo que fuera por hacer
algo especial, como alquilar una película clásica, comprarse un nuevo libro
u organizar una cena con alguna amiga como Dora, por ejemplo. A Dora
también le gustaban las comidas calientes y especiadas en los días fríos y
desapacibles. Habrían ido a The Iron Maiden, ese nuevo restaurante
ucraniano de moda que había en Charles, o puede que se hubieran
animado a probar algún restaurante sichuanés... o a lo mejor habrían
pedido algo en un mejicano...
O podría haber llamado a Mason Hewitt y habrían encontrado alguna
comedia que ver, habrían tomado dim sum en Lo's y un café por la noche
en Latte & More. Y después se habría planteado seriamente la posibilidad
de dejar que Mason la sedujera. Hacía mucho, mucho tiempo que no
echaba un polvo. Desde la muerte de sus padres, de hecho. Tampoco
había planeado que las cosas fueran así pero, de todas formas, así es
como habían salido.
Mason podía ser la persona adecuada para volver a introducirse en
las profundidades de la sexualidad. Aunque no era sexy, era gracioso y, si
la cosa salía mal, siempre podrían hacer unas risas sobre ello.
Una ráfaga de agujas de hielo sobre el rostro trajo a Julia de vuelta a
la realidad. No iría a ningún sitio con Dora aquella tarde; no alquilaría
ninguna película ni se compraría libro alguno y, decididamente, no echaría
ningún polvo. Probablemente ni siquiera tuviera calefacción en casa.
«¿Qué hago aquí?, —se preguntó Jordan desolada—, ¿A ochenta
kilómetros del Estée Lauder más cercano y donde la única comida rápida
es el ciervo?».
Lo irónico del asunto era que Dora, Mason y todo el mundo pensaban
que estaba en Florida. Davis le había hecho llamar desde una línea
telefónica segura y pedir la baja no remunerada por asuntos personales
para cuidar de un abuelo enfermo en San Petersburgo. Sin regularidad,
pero con frecuencia, enviaban postales firmadas por Julia a la lista de
amigos y compañeros de trabajo que Davis le había hecho elaborar.
Probablemente Dora y Mason la envidiaran en aquellos momentos por
poder pasar un tiempo en Florida, regodeándose al sol, siendo buena y
haciendo el bien.
Lo injusto que era todo aquello le carcomía el alma.
Una oleada de desesperación invadió a Julia hasta el punto de que
casi se cae de rodillas y se pone a llorar. ¿Qué cojones había hecho ella
para merecer esto? Estaba siendo castigada por un delito que no había
cometido; había presenciado por casualidad un asesinato y, en el espacio
de unas pocas horas, le habían arrebatado su tranquila vida de golpe.
Atravesó la calle despacio y recorrió la media manzana que había
hasta la intacta cabina pública que, al contrario de las que había en Nueva
York y Boston, no estaba destrozada. Pero estaba en un estado lamentable
y se averiaba continuamente, como si la compañía telefónica encargada

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de la cabina no se hubiera molestado en volver a pasar por allí desde los


tiempos de Edison.
La cabina estaba en la parte exterior de la destartalada casa de dos
plantas y de listón de Ramona Simpson, última descendiente de Casper
Simpson, el fundador inmortal de la ciudad. Corría el rumor de que
Ramona estaba loca, y Julia creía a pies juntillas ese rumor. Echó un
vistazo a la señal de SE ALQUILAN HABITACIONES que había en la ventana
del salón de la casa de la señora Simpson y se estremeció. Salvo por el
hecho de que no estaba en una colina, la casa era igualita al hotel de
Norman Bates en Psicosis.
Julia se detuvo junto al teléfono y observó la calle arriba y abajo; no
debía haberse molestado en hacerlo, pues Main Street estaba desértica.
Le habría gustado pensar que se debía a que eran las cuatro de una
heladora tarde de viernes, pero no era así. Main Street estaba siempre
desértica.
Echó una moneda en el teléfono y le pidió a la operadora que
realizara la llamada a cobro revertido.
—Davis.
Julia se dejó caer sobre la cabina de plástico duro, aliviada, al oír su
voz.
—Hola, soy yo. —Davis le había prohibido terminantemente que dijera
su nombre. Si él no estaba, debía dejar recado de que su prima Edwina
había llamado. «¿De dónde sacará esos nombres?», se preguntó por
enésima vez, «¿de la Biblia familiar?».
—¿Qué tal estás? —La voz de Davis era monótona, casi aburrida. A
Julia le cabreaba pensar que él estaba en su cálida oficina, en una de las
mayores ciudades del mundo, mientras ella estaba en aquel tugurio
helador. Davis tenía Louisbourg Square, ella Main Street; él podía comer
todo tipo de comidas deliciosas, ella sólo macarrones pasados y Ketchup.
—¿Que qué tal estoy? —Julia apretó los labios y observó el cielo lívido
en busca de inspiración. Aspiró con fuerza para soltar el aire muy
despacio, esperando hasta asegurarse de que no le temblara la voz—.
Déjame ver... estamos a unos cuarenta grados bajo cero y la temperatura
sigue bajando. La ciudad está igual de vacía que Tombstone en un tiroteo.
Missy Jensen ha hecho llorar a Rafael Martínez y yo estoy a punto de
unirme a él. Estoy a miles de kilómetros de cualquier parte. ¿Cómo
cojones crees que estoy?
Era su pequeña rutina, como las parejas de ancianos casadas que
siguieron juntos por el bien de los niños al principio y, después, por el bien
de los perros. Julia se quejaba y él escuchaba y se compadecía de ella.
Julia esperaba que Davis le dijera lo que quería oír, pero no parecía
dispuesto.
—¿Cuánto tiempo? —suspiró Julia, mientras se frotaba el brazo que
sujetaba el teléfono con la mano que le quedaba libre. Se acurrucó cuanto
pudo en la cabina, deseando escapar del gélido vendaval que empezaba a
levantarse.
Siempre preguntaba lo mismo: «¿Cuánto tiempo?».
—Parece que hasta después de Semana Santa.
—¿Después de Semana Santa? —Julia se enderezó y ahogó un gritito
—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Cómo demonios voy a sobrevivir otros

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seis meses más aquí, señor...


—Sin nombres —le advirtió con rapidez.
—Arghh... —Julia odiaba otra cosa, más aún que Simpson, y era el
tener que vigilar lo que decía—. Se suponía que ibas a sacarme de aquí lo
antes posible, ¿recuerdas? ¿Qué ha pasado?
—Lo que ha pasado es que nuestro amigo Fritz —Su nombre en clave
para Santana— ha contratado los servicios de S. T. Akers.
—¿De quién?
—S. T. Akers. Joder, siempre me olvido de que no creciste en Estados
Unidos. Es el abogado criminal más famoso de América; todos sus clientes
son muy, muy ricos y muy, muy culpables. Su lema es que siempre saca a
sus hombres del lío...
A Julia se le congeló la respiración.
—¿Y lo hace?
Oyó un pesado suspiro.
—Sí, lo hace. Hasta el momento ha peleado por miles de ellos. Acaba
de inundar la oficina del fiscal del distrito con tantas mociones de indulto
que parece que haya pasado una avalancha por ahí. Les va a llevar un
mes dedicarse a procesar todo eso. El fiscal me dijo ayer, en privado, que
tendrían mucha suerte si lograran llegar a juicio antes de verano.
—Y... —Julia tragó con fuerza—... ¿y yo?
—Bueno tú... eres nuestra mejor baza. El resto de las pruebas no
tienen sentido. Akers sería capaz de salvar a Hitler con tecnicismos, si
quisiera. Al parecer, vas a tener que aguantar allí un poco más.
Julia esperaba que el escozor húmedo de sus ojos se debiera al viento
helador y no a las lágrimas. Otros seis meses, tal vez más, en Simpson. El
pecho le ardía.
—¿Qué? —preguntó. Davis le había dicho algo, pero sonó como si una
tormenta de nieve hubiera golpeado los cables del teléfono—. No tengo
mucha cobertura, ¿qué has dicho?
Oyó un ruido y luego: «...raro».
—No te oigo —gritó—. ¿Qué dices?
De pronto, la conexión se arregló y oyó a Herbert Davis como si
estuvieran frente a frente.
—He dicho que si has notado algo raro últimamente.
—¿Raro? —Julia contuvo las ganas de echarse a reír como una bruja
loca—. ¿Algo raro, dices?
Miró a su alrededor. Las oscuras nubes se habían ido amontonando
hasta cubrir casi por completo el horizonte de capas sucias, de forma que
la luz del final del día aparecía por debajo del cielo, mostrando sin piedad
la decadencia del pueblo.
Como siempre, en todo Main Street no había un alma; los edificios
necesitaban una buena capa de pintura, y el resto de las tiendas estaban
cubiertas por cartones. Lo que le sorprendía no era que los negocios no
funcionaran, sino que aún funcionara alguno. El pueblo de Simpson estaba
muerto, pero su cadáver aún no se había enterado de ello. Volvió a
concentrarse en el teléfono.
—Aquí todo es raro. ¿Te referías a alguna rareza en especial?
—Hombre... —Para su sorpresa, Davis parecía avergonzado. A lo
mejor se debía a la conexión defectuosa—. Quiero decir, ¿has visto a

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

alguien diferente o fuera de lugar... por allí? Alguien... ¿extraño?


Julia pegó una patada y dio un suspiro de frustración que salió con
vaho. La temperatura caía por momentos.
—Aquí todos son raros. Llevan siglos casándose entre primos y sus
genes se han vuelto locos. No hay nadie normal, si no, no estarían aquí; se
habrían marchado hace siglos. ¿De qué hablas?
Le llegó un sonido de fondo tan alto que tuvo que apartarse el
auricular de la oreja para no quedarse sorda.
—¿Qué?
La voz de Herbert Davis se oía débilmente.
—Ordenador... codificado... confidencial. —Y luego—:...archivos
perdidos... la información... —Y después un ruido.
—¡Oye! —Julia se mordió la lengua justo antes de decir el nombre de
Davis—. Vuelve a decirme eso.
El ruido se detuvo repentinamente.
—...decía que hemos perdido una parte de nuestros archivos de
ordenador. Estábamos pasando los archivos a un CD. —Julia podía oír el
entusiasmo en la voz de Davis—. Nos han traído un nuevo programa para
comprimir información que es genial, hemos podido comprimir...
Julia se acurrucó en su jersey y observó cómo los negros nubarrones
seguían cubriendo el cielo, que un relámpago iluminó por unos segundos.
—Venga, corta el rollo. —El tono de chico duro le salió sin poder
evitarlo e hizo una mueca de disgusto—. ¿Por qué me cuentas esto? ¿Qué
tiene que ver conmigo?
—Ah. —Julia casi podía ver a Davis al otro lado de la línea,
sorprendido de que no mostrara ningún entusiasmo por su nuevo juguete
de ordenador. Oyó que tomaba aire—. Bueno, no creo que te afecte de
verdad, y no quiero preocuparte, pero hemos... extraviado temporalmente
algunos archivos y parte de esos documentos que hemos perdido...
extraviado... es algo temporal, ¿vale?, estaban relacionados con tu caso.
—¿Qué? —gritó, antes de bajar la voz por si había algún ser humano
por ahí cerca. El corazón le latía a mil por hora—. ¿Mi caso? ¿Te refieres a
información acerca de dónde estoy ahora? ¿En documentos? ¿Que habéis
perdido?
—Hombre... perder es una palabra demasiado fuerte... prefiero
pensar que están extraviados. Temporalmente. Pero... —Davis bajó la voz
hasta lo que probablemente consideró un tono de voz suave pero que sólo
consiguió aterrorizar a Julia aún más—... no te preocupes. Toda la
información estaba codificada y nuestros programas son muy seguros.
Además, los archivos de Protección de Testigos están doblemente
codificados. A un genio o a una cadena de ordenadores les llevaría un mes
descubrir el código y, créeme, Fritz no tiene acceso a ninguna de las dos
cosas. Los archivos están programados para que se autodestruyan a no
ser que se introduzca un código especial cada media hora, así que estás a
salvo. Hemos encontrado los archivos y los hemos descargado en un
nuevo programa de codificación.
Julia agarró el auricular con fuerza y escuchó su diatriba informática,
tratando de respirar y preguntándose qué hacer para calmarse. Ni siquiera
había una parafarmacia en Simpson. No había Prozac, ni Xanax y el whisky
le daba ardor de estómago. ¡Ni siquiera podía echar un buen polvo por

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

ahí!
—Sólo te preguntaba si habías visto a alguien sospechoso por pura
rutina, pero créeme —continuó Davis—, nadie sabe quién eres ni dónde
estás.
«Tiene sentido, porque ni yo misma sé quién soy ni dónde estoy»,
pensó Julia. Volvió a dar una patada con sus pies congelados y el teléfono
volvió a hacer ruidos.
Un repentino golpe hizo que Julia se diera la vuelta corriendo con el
corazón en un puño; pero no era más que un antiguo y descolorido póster
de Coca-Cola que el gélido viento golpeaba contra una pared agrietada de
hormigón, así que Julia se volvió a dejar caer contra el cristal, aliviada. La
fuerza del viento arrancó el póster de la pared, que salió despedido por la
vacía calle.
«Sé exactamente cómo te sientes», pensó.
—La conexión vuelve a ser mala —chilló cubriendo con la mano el
altavoz, y colgó. Ya había tenido suficientes malas noticias. No le bastaba
con decirle que estaría ahí atrapada durante meses... al parecer, alguien
había estado cerca de descubrir dónde se ocultaba.
Julia se detuvo en seco un segundo, paralizada por la idea aterradora
que acababa de tener más que por el frío viento. Davis parecía estar
completamente seguro de que nadie podía piratear los archivos del
Departamento de Justicia, pero había leído más de una noticia en los
periódicos acerca de hackers de doce años y llenos de espinillas que
entraban en los ordenadores de compañías y de las fuerzas de seguridad.
¿Qué pasaba si Dominic Santana resultaba ser un experto
informático? Su mente volvió a aquella terrible y espantosa noche de un
mes antes. Normalmente trataba de eliminar las imágenes de su mente,
especialmente a las dos de la madrugada, cuando las pesadillas
amenazaban con volverla loca, pero ahora evocó a propósito aquellas
imágenes grabadas para siempre en su cabeza.
Hacía calor aquel día. Había sido un día de bochorno de una tarde de
veranillo inusualmente calurosa.
Repasó la escena a cámara lenta... el esquelético hombre de rodillas;
el sudor, del miedo, que goteaba en la acera manchada de aceite; otro
hombre, que le apuntaba con un arma a la cabeza; el dedo que apretaba
despacio el gatillo; la detonación; la cabeza del hombre esquelético que
explotaba... ahí era donde siempre apartaba la imagen de su cabeza, pero
esta vez continuó y se concentró en el hombre que sostenía la pistola. Era
alto y corpulento. Se concentró en su cara. Sus gestos eran de una frialdad
animal, llenos de brutalidad y violencia... aunque no inteligencia. Julia
empezó a volver a respirar. No, se dijo, ese hombre no podía piratear un
ordenador así.
Además, recapacitó Julia mientras volvía al edificio vacío del colegio,
llevaba en Simpson el tiempo suficiente para conocer a todos de vista.
Últimamente no había visto ninguna cara nueva.
El cielo rugió de camino al colegio y las luces parpadearon una vez.
«Genial, —pensó—. Esto es genial». Ahora sí que tenía que apresurarse a
volver a casa; tenía una gotera y no le apetecía tener que buscarla a
tientas.
Entró en su clase, con el familiar olor a polvo de tiza. Don Grande la

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

observaba desde su rincón. Tenía que acordarse de decirle a Jim que lo


dejara en las escaleras del colegio cuando acabara de limpiar.
Las luces volvieron a parpadear en la oscura clase. Se oyeron unos
pasos fuertes en el pasillo que había fuera; el sonido retumbaba en el
silencio del colegio. Alguien andaba con rapidez, se detenía y volvía a
ponerse a andar, como si... el corazón se le paralizó; como si estuviera
buscando algo... o a alguien.
«No seas estúpida», se dijo, pero su corazón siguió su desbocada
carrera. Con manos temblorosas, metió los papeles en su maletín,
maldiciendo al ver que se le caía uno al suelo. Se oía a sí misma jadear e
hizo un esfuerzo por tranquilizarse. Los pasos se detuvieron y volvieron a
empezar. Cada profesor tenía su nombre escrito en la puerta de la clase.
Si alguien andaba buscando a Sally Anderson...
Se detenía, volvía a empezar...
Agarró su abrigo y trató de calmarse. Davis la había asustado, nada
más. Probablemente fuera Jim...
...sólo que Jim era un hombre mayor y arrastraba los pies...
...o uno de los profesores...
...aunque todos se habían marchado a casa...
Más cerca, más cerca...
Los pasos se detuvieron y clavó la vista en la ventanilla de cristal que
cubría la parte superior de la puerta. Tenía que ver quién era, asegurarse
de que no era más que uno de los inofensivos ciudadanos de Simpson y
no... y no...
Un rostro apareció junto a la ventana. Era un hombre. Metió una
mano en la chaqueta para sacar algo.
Las luces se apagaron.
Julia gimió y trató de pensar en el nudo de miedo que se le estaba
formando en la garganta. ¿Qué podía usar como arma?
No llevaba nada en el bolso, aparte de un diario de bolsillo, unas
llaves y algo de maquillaje. Las mesas de los niños pesaban demasiado
como para que las levantara y las sillas, de plástico ligero, apenas
pesaban. Su mano rozó algo grade y duro... ¡Don Grande!
Jadeando cada vez más, puso la silla en dirección a la puerta, se subió
a ella y sostuvo la enorme calabaza en las manos. Estaba de pie,
temblando, a un lado de la puerta y lista para aplastarle la cabeza al
hombre que había ahí fuera. Se le tensó el cuerpo, preparada para luchar.
Giró el pomo.
Julia cerró los ojos y volvió a ver la cara que había visto con las
brillantes luces fluorescentes del pasillo.
El pelo negro, liso y demasiado largo que encuadraba una serie de
angulosas y duras facciones que se unían para formar las mejillas y la
barbilla. La boca seria y los ojos negros.
Un rostro desconocido.
Un rostro inolvidable.
El rostro de un asesino.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 2

Sam Cooper sentía deseos de matar a alguien. Preferiblemente a su


capataz y mejor amigo, Bernaldo Martínez. O, en su defecto, a Carmelita,
la desleal e infiel mujer de Bernie. Se conformaría con cualquiera de los
dos.
Los que debían estar ahí, dispuestos a hablar con la profesora del
Rafaelito eran ellos, y no él. Preferiría andar sobre el fuego antes que
tener que hacerse cargo de toda esa mierda emocional; tenía problemas
más que suficientes con el incremento de los precios del pienso y las
goteras del techo.
No tenía la más remota idea de qué podría decirle a la profesora de
Rafael; lo único que sabía era que Bernie no estaba en condiciones de
hablar con nadie en aquel momento.
Cooper se metió la mano en el bolsillo, donde llevaba las notas que la
profesora, una tal señorita Anderson, había mandado a casa con el niño.
Se las sabía de memoria, pues las había leído una y otra vez desde que
volvió a casa tras un viaje de negocios a Boise y se encontró con un Bernie
medio inconsciente, con una botella de whisky barato en una mano y las
notas en la otra.
Le había quitado las notas de la mano, había agarrado a Bernie del
hombro, le había metido completamente vestido en la ducha y había
encendido el grifo del agua fría.
Bernie había recuperado la sobriedad lo suficiente para maldecirle
débilmente, antes de caer rendido en la cama que llevaba mucho, mucho
tiempo sin hacer. Cooper había estado tentado de dejar a Bernie como
estaba, sobre la cama deshecha y con la ropa empapada, pero cedió y,
suspirando, le desvistió y le tapó con un par de mantas.
La resaca que tendría al día siguiente le haría sentirse
suficientemente mal; no hacía falta que pillara también una pulmonía.
Pero Bernie le debía una. Y muy gorda. Hacer de niñera y hablar con
profesoras de primaria no estaba entre sus hobbies preferidos.
Cooper se quedó de pie junto a la puerta de la clase. No tenía por qué
seguir esperando; la placa que había fuera de la puerta confirmaba que,
efectivamente, aquella era la clase de la señorita Anderson. Trató de mirar
a través del cristal de la puerta con la esperanza de que la clase estuviera
vacía, pero las luces del pasillo eran tan brillantes que lo único que vio era
el reflejo de su propio rostro en el cristal.
Parecía todo lo enfadado que estaba.
«Joder, qué poco me apetece hacer esto», pensó apretando los labios
con fuerza. Aun así, se echó hacia delante, preguntándose si debería
llamar a la puerta. Luego pensó que para qué... giró el pomo y la abrió.
Un montón de ladrillos se le cayeron en la cabeza.
—¿Qué...? —Cooper se encontró de pronto contra la pared de la clase,
con las piernas abiertas. Se llevó una mano a la cabeza y palpó un buen

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

moratón que estaba convencido de que no tardaría en aparecer. Cuando


retiró la mano estaba húmeda y, por un instante, pensó que era sangre;
hasta que vio que era una sustancia naranja y con semillas blancas.
¿Calabaza? Se quedó unos segundos mirando fijamente la mano
cubierta de pulpa de calabaza y semillas. ¿Le habían dado en la cabeza
con una calabaza?
—No te muevas —le advirtió una voz alta y tensa. Justo enfrente tenía
a una mujer pequeña, delgada y preciosa, que no dejaba de jadear y
temblar.
Cooper se dio cuenta de que estaba muerta de miedo.
Debería haber sido pelirroja. Pese a que su pelo era de color marrón,
tenía la piel pálida y los ojos azul turquesa propios de las pelirrojas. Le
recordó al cachorrillo de zorro que se había encontrado una vez con la
pata atrapada en una trampa. El cachorro estaba herido de muerte y quiso
liberarle de la trampa, pero el animal le había siseado y gruñido, e incluso
había tratado de morderle con sus dientes de leche.
De forma que se quedó sentado sobre el puré de calabaza, mirando
fijamente cómo hiperventilaba y temblaba la joven. Sus manos
temblorosas sostenían una lata de spray dirigido a él. Era exactamente
igual que el spray contra el mal aliento que tenía en su cuarto de baño.
—Es un spray de pimienta —mintió—. Como hagas un movimiento...
un solo movimiento, te rocío.
No quería volver a lavarse los dientes, así que se quedó quieto.

* * *
¿Y ahora qué?
Julia mantuvo el dedo en la boca del spray, confiando en que no se le
resbalara de las sudorosas y temblorosas manos. Una gota de sudor le
caía por los ojos, pero no se atrevía a limpiarla. Apenas podía respirar, y la
falta de oxígeno le estaba haciendo ver destellos de colores. El tratar de
noquear a aquel terrorífico hombre era la cosa más valiente que había
hecho nunca, pero no tenía sentido que hiciera el papel de Xena, la
princesa guerrera, cuando en realidad se sentía al borde del desmayo.
Se oyeron pasos en el pasillo y, sin perder de vista al aterrador tipo
que tenía sentado contra la pared, se dirigió a la puerta.
—¡Jim! —gritó—. ¡Llama al sheriff! Dile que tengo a un peligroso
delincuente aquí. ¡Dile que venga ya mismo! —Julia alzó la vista lo justo
para ver que Jim tiraba la fregona al suelo y se alejaba arrastrando los
pies. Volvió a fijarse en el hombre que había contra la pared.
Era aterrador, pese a que estaba sentado. Le había golpeado en la
cabeza con Don Grande, pero no había conseguido dejarle K.O. Era alto y
fuerte, de espalda ancha, e iba vestido con un jersey negro de cuello alto,
una cazadora negra y vaqueros; oscuras y duras facciones, ojos negros y
despiertos... todo en él delataba que era un asesino. Le tembló la mano.
¡Menos mal que se había acordado del spray contra el mal aliento que
guardaba en el bolso!
—No te muevas —repitió Julia, jadeando. Estaba tan asustada que
tenía el corazón en un puño. El terror de los meses previos volvió
multiplicado por mil, envuelto en un paquete alto, delgado y de espalda

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

amplia. Le miraba fijamente con sus oscuros ojos y supo que el tipo estaba
calculando su próximo movimiento. Aquel hombre era un asesino
profesional. ¿Cuánto tiempo podría mantenerle a raya con el spray para el
mal aliento?
La puerta del colegio se abrió y oyó a alguien correr por el pasillo.
Abrieron la puerta de la clase de par en par y el sheriff Chuck Pedersen
apareció en el vano con una pistola en la mano.
Se detuvo de lleno al ver al asesino del suelo y a Julia.
—Oficial —dijo Julia con un hilillo de voz. Carraspeó para aclararse la
voz y comenzó de nuevo—: ¡Oficial, arreste a este hombre! ¡Es un
delincuente peligroso!
El sheriff Pedersen volvió a guardar la pistola y se apoyó contra el
vano de la puerta.
—Hola, Coop.
—Chuck.
Julia sacudió las rodillas, pues sentía que estaban a punto de fallarle.
Miró al sheriff y aspiró con fuerza.
—¿Conoce a este hombre?
El sheriff Pedersen cambió de pie su considerable peso y se pasó el
chicle de un lado a otro de la boca.
—¿Que si le conozco? —preguntó con tono filosófico—. Depende de
qué implique «conocer» a una persona. Puedes pasar años junto a una
persona y no comprender nunca…
—Chuck —repitió el tipo del suelo, esta vez con un gruñido.
Pedersen se encogió de hombros.
—Sí —dijo mirando a Julia—. Conozco a Sam Cooper. Lo conozco de
toda la vida y conocí a su padre. ¡Joder, pero si hasta conocía a su
abuelito!
—Oh, Dios mío —se quejó Julia. El estómago le daba vueltas a mil por
hora y no conseguía detenerlo. La adrenalina aún corría por sus venas y
era incapaz de pensar nada coherente.
Le habría gustado morirse allí mismo; se había defendido con valentía
contra un asesino a sueldo y ahora resultaba que había noqueado a un
respetable ciudadano de Simpson.
El tipo seguía sentado en el suelo, observándola.
Julia trató de pensar en algo razonable que decir. ¿Cómo demonios
iba a disculparse? «Siento muchísimo haberle atacado, pero pensé que era
un asesino a sueldo». Era de locos.
Claro que su imaginación tampoco andaba tan mal encaminada. El tío
este, el tal Sam Cooper, parecía de verdad peligroso. Parecía un asesino a
sueldo cualquiera. Todo en él era aterrador: una espiral de poder oscuro
emanaba de él y, aun desde el suelo, parecía un tigre a punto de saltar
sobre su presa. Su rostro era tan anguloso que parecía tallado en el Monte
Rushmore. Todo en él era oscuro, por eso había asumido instintivamente
que no era de Simpson.
Tras su primera semana en el pueblo, Julia se había dado cuenta de
por qué Herbert Davis había elegido el nombre de Sally Anderson: en
Simpson, todo el mundo parecía llamarse Jensen, Jorgensen o Pedersen.
Estaba convencida de que, en algún momento del siglo pasado, un
destartalado grupo de colonos escandinavos en busca del océano Pacífico

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

habían dado su último aliento al llegar a Idaho, pues todo el mundo allí
parecía compartir los genes: tenían todos el rostro y el pelo pálidos y
suaves.
Aunque el hombre al que había atacado un poquito no era sí; no había
nada pálido y suave en él.
Tenía el pelo y los ojos negro azabache, a juego con su cazadora
negra azabache y el principio de barba negra que le cubría las mejillas. El
único color que había en él era el naranja del puré de calabaza que le
cubría.
Julia tragó con fuerza, sintiéndose culpable, y volvió a meter el spray
contra el mal aliento en el bolso.
—Eh... ¿qué tal? Me llamo Ju... Sally Anderson. —Trató en vano de que
no le temblara la voz.
—Sam Cooper —dijo. Apoyó la mano en el suelo y se levantó con un
único y ágil movimiento tan repentino que hizo que retrocediera con
miedo. Empezó a sacudirse las semillas y Julia volvió a sentirse culpable.
—Casi todos le llaman Coop —comentó el sheriff.
Julia se preguntó qué habría pensado su rigurosa madre acerca del
protocolo de la situación. ¿Podías llamar a alguien a quien habías tratado
de dejar inconsciente por su apodo?
Seguro que no.
—Señor Cooper.
—Señorita Anderson. —Dudó por uno segundo. Su voz era como la de
un asesino... profunda, baja y ronca. Le miró de reojo una vez más.
Seguía pareciéndole peligroso.
—¿Está seguro de que conoce a este hombre, sheriff?
—Sí, señora —replicó el sheriff Pedersen con una sonrisa—. Cría y
entrena caballos en un terreno que hay entre Simpson y Rupert. Todo tipo
de caballos, pero especialmente purasangres y árabes.
—Creo... mmm... creo que le debo una disculpa, señor Cooper. —Julia
trató de pensar en algo lógico que decir—. Le... le he confundido con otra
persona.
La clase se sumió en un silencio embarazoso.
—No me puedo creer que te hayan pillado desprevenido, Coop —dijo
el sheriff riéndose—. En especial una chica.
—Mujer —murmuró Julia, conteniéndose para no poner los ojos en
blanco.
—¿Qué? Ah, sí, ya no se puede llamar chicas a las chicas. —El sheriff
sacudió la cabeza con pesar ante la forma de pensar del mundo actual.
Observó a Julia de arriba a abajo y se rió de Cooper—. Te estás volviendo
un blando. —Se giró hacia Julia—: Coop era un SEAL, ¿sabes?
¿Una foca2?
Por unos instantes, Julia se preguntó si el mes de terror habría
acabado con sus neuronas. ¿Qué demonios quería decir el sheriff? ¿Una
foca...?
Ah. Se refería a los SEAL. Un soldado. Entrenados para matar.
Al fin y al cabo, no había andado tan mal encaminada.
Julia trató de asimilar aquella información mientras observaba a Sam
2
En inglés, seal significa foca, aunque el sheriff hace referencia a los SEAL, los grupos de
operaciones especiales de la armada de los Estados Unidos. (N. de la T.)

- 23 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Cooper. En el suelo le había parecido peligroso; ahora que estaba de pie,


le parecía aterrador, enorme y amenazador. El material perfecto para la
armada. Le observó detenidamente, prestando especial atención a sus
manos alarmantemente grandes, y se volvió hacia el sheriff.
—Puede que lo sea —dijo con educación—, pero ya no tiene aletas.
El sheriff se la quedó mirando durante unos instantes; resolló con
fuerza una vez, y luego otra. Hasta que no se dobló por la mitad,
sacudiendo los hombros, Julia no se dio cuenta de que se estaba riendo.
Era lo último que le quedaba. El espantoso día entero se le cayó
encima; Herbert Davis y sus muy poco alentadoras noticias de que los
asesinos podían haber estado cerca de descubrir dónde se escondía; el
terror cuando pensó que uno de los asesinos a sueldo de Santana le había
encontrado; su heroica y última batalla de El Álamo; el gigantesco alivio
cuando descubrió que, después de todo, no iban a matarla.
Y luego el sheriff que corría a rescatarla; sólo que no la había
rescatado. De hecho, podría detenerla por... ¿por qué? ¿Agresión con un
vegetal mortal?
Y, para colmo, el sheriff estaba haciendo una imitación espantosa de
Walter Brennan en Río Bravo; sólo que él tenía todos los dientes y no
cojeaba. Julia odiaba Río Bravo.
Ahora que lo pensaba, también odiaba El Álamo.
—Si no le importa, sheriff —dijo con frialdad.
Chuck Pedersen resolló una vez más y se frotó los ojos.
—Aletas —dijo, y volvió a resollar. Sacudió la cabeza—. No, señorita...
«Devaux», pensó.
—Anderson —dijo.
—Anderson, es verdad. Lo siento. ¿Acaba de mudarse, verdad?
—Hace poco menos de un mes. —Veintisiete días y doce horas, ¿pero
quién lleva la cuenta? Ella no.
—Así que no conoce a todo el mundo aún, pero el viejo Coop, aquí
presente, formaba parte de la Marina, era un SEAL, como le he dicho.
Tropas de asalto. Hizo un trabajo jodidamente bueno, además; le dieron
una medalla y todo. Pero su padre murió y volvió para hacerse cargo del
rancho.
Dios mío. Julia cerró los ojos unos segundos. Aquello era mucho peor
de lo que pensaba. No le bastaba con haber atacado a uno de los buenos
ciudadanos de Simpson... no, tenía que ser, además, un héroe de guerra.
Abrió los ojos y volvió a mirar a Sam Cooper.
Seguía pareciéndole duro y peligroso.
Recopiló la poca dignidad que aún le quedaba y, haciendo acopio de
todo su valor, le tendió la mano a Sam Cooper, el criador de
caballos/SEAL.
Le miró fijamente a los negros e inexpresivos ojos y se estremeció.
—Le ruego que acepte mis disculpas, señor Cooper.
Tras unos segundos, Sam Cooper le dio una mano enorme, fuerte y
llena de callos. Le estrechó la mano y él le miró a los ojos; Julia se lo quedó
mirando antes de soltarse y apartar la mirada, sintiéndose como si
acabara de escapar de un campo de fuerza. Emitió un sonido y decidió
tomarlo como que aceptaba sus disculpas, pues recordó que los SEALs no
hablaban. Sólo gruñían.

- 24 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Julia se volvió hacia el sheriff y trató de sonreír.


—Supongo que también le debo una disculpa a usted, Sheriff.
—Chuck —dijo el sheriff sonriendo—. No somos muy dados a las
formalidades por aquí.
—Chuck, pues. Siento mucho haber causado todo este alboroto.
El sheriff se dio la vuelta para marcharse.
—Bueno, no voy a decir que para eso estamos, porque me ha dado un
buen susto, señorita Anderson...
—Sally —dijo Julia, odiando el nombre.
—Sally. Como iba diciendo, pensé que por fin había cogido a un
delincuente. Normalmente me limito a acabar con las peleas de la noche
del sábado y detener a los que se pasan de velocidad. Aunque tampoco
hay muchos de esos.
—No, supongo que no —murmuró Julia—. Simpson parece un
pueblecito tan agradable. —Después de todo lo que había pasado esa
tarde, ¿qué mal podía hacer una mentirijilla? De acuerdo, una mentira
enorme—. Acogedor y tranquilo.
Los años que había pasado en el extranjero hacían que fuera más
fácil decir las cosas agradables y falsas. Julia recordaba haber oído a su
madre decir cosas maravillosas acerca del paisaje que rodeaba Reykiavik
(una tierra baldía, sin árboles ni vida) a un islandés encantado. El sheriff
sonrió abiertamente.
—Eso seguro. Me alegro de que te guste la vida aquí; siempre
estamos encantados de dar la bienvenida a los forasteros. Necesitamos
sangre nueva. Los jóvenes se marchan en cuanto acaban el instituto. No
hago más que decirles que el mundo de ahí fuera no es un lugar
agradable, pero nadie me escucha. No sé qué creen que van a encontrar
ahí fuera.
«Oh, no lo sé, —pensó Julia—. Librerías, cines, teatros, galerías de
arte. Buena comida, buena conversación, tiendas. Aceras. Humanos».
Luego, como siempre le decían que era como un libro abierto, sonrió y
trató de pensar en cualquier otra cosa.
—Ya sabes cómo son los críos. Supongo que creen que tienen que ir a
descubrirlo por ellos mismos. —Por educación, Julia se giró hacia el
hombre al que le había dado en la cabeza—: ¿No es cierto, señor Cooper?

* * *
Cooper había estado pensando en la facilidad con que la tal Sally
Anderson entablaba conversación con Chuck, al que conocía desde hacía
apenas cinco minutos. A él le había costado horrores darle el pésame a
Chuck cuando murió Carly, la mujer del sheriff.
Y luego Chuck le había rondado con gesto taciturno y se había
limitado a darle unas palmaditas en el hombro cuando la mujer de Cooper,
Melissa, se marchó. Al parecer, las profesoras de primaria guapas no
tenían el tipo de problemas que tenían los hombres. Y menos aún las
profesoras guapas de pelo rojo, no —volvió a comprobarlo mientras ella no
le miraba—: castaño.
Habría jurado que era pelirroja. Parecía una pelirroja; y él tenía
auténtica debilidad por las pelirrojas. Aunque, a decir verdad, no había

- 25 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

visto a una pelirroja tan maravillosa como aquella más que en las
películas.
Seguía muerta de miedo. Le había tendido una mano temblorosa; una
mano suave, pequeña y fría como el hielo. Había tenido la irresistible
tentación de seguir agarrándole la mano para calentársela. Pero la había
soltado, pues parecía aterrorizada; era difícil olvidar la cara de verdadero
pavor que había puesto mientras le mantenía acorralado. La última vez
que había visto esa expresión de horror en alguien había sido a punta de
pistola.
Ahora ocultaba bien su miedo con una educada expresión en su
adorable rostro, pero recordaba su mano temblorosa.
Se hizo un silencio repentino y Chuck y la profesora se lo quedaron
mirando, expectantes. El eco de la pregunta de la señorita Anderson
resonaba en el aire.
—Eh... es cierto. —La respuesta debía de haber sido la adecuada,
porque la profesora recogió sus cosas y salió por la puerta. Chuck le dio
una palmadita en la espalda y la siguió; Sam se quedó sólo en el colegio,
con Jim, que barría el pasillo.
Escuchó a Jim tararear la canción Be my Baby, desentonada pero al
ritmo de la fregona. Cooper se dirigió hacia la puerta y oyó que algo crujía.
Las notas. Las notas que Sally Anderson había escrito. Había venido a
hablar de Rafael.
Joder. Se le había olvidado por completo.

* * *
Los acordes del principio de Tosca llenaron la aireada y luminosa
estancia. La habitación era un tesoro oculto de objetos maravillosos y
extraños. Un observador de a pie jamás habría visto el estado del sistema
de seguridad, ni la colección de revólveres y rifles que escondía en el falso
suelo de la cómoda de roble del Renacimiento.
Sobre la consola Hepplewhite había un ordenador y, junto a él, un
bote Wedgwood del siglo XVIII contenía lápices y bolígrafos.
El profesional abrió el archivo y empezó a meter el programa
adaptado de descodificación; su triunfo personal. Ese programa podría
valer más de 100.000$ sin problemas en el mercado informático. Si
estuviera en venta, que no era el caso. Cien mil no eran un millón, y el
programa de Negocios de Stanford había dejado muy claro que había que,
para conseguir dinero, primero había que gastarlo.
Introdujo la última de las claves para que el programa se pusiera en
marcha y el ordenador emitió un pitido. Inmediatamente, la pantalla
empezó a llenarse de letras.

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fikropeqhgtjenras,nwkehtjmikofljeqgklanrrikeñnake

jrkbowrejjbpeqigtkrfqnrehtoqlakngfdla'ljtrkoeqjfikr

Descodificación 60%...70%...80%...90%...

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Descodificación completada.

El ordenador emitió un pitido suave y el profesional se sentó.

ARCHIVO: 248

TESTIGO DEL PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: Richard M. Abt

FECHA Y LUGAR DE NACIMIENTO: 05/03/65, Ciudad de Nueva York.

ÚLTIMO DOMICILIO: 6839 Sugarmaple Lane, Ciudad de Nueva York,


NY.

CASO: Contable del grupo de abogados Ledbetter, Duncan y


Terrance. Los tres abogados están acusados de blanquear dinero
para la mafia. Abt es el único dispuesto a testificar. Fecha en que
prestará declaración: 14/11/05.

FECHA INGRESO PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: 09/09/04

RICHARD ABT, TRASLADADO COMO: Robert Littlewood.

ÁREA 248, Código 7fn609jz5y

DOMICILIO ACTUAL: 120 Crescent Drive, Rockville, Idaho.

Iglesia correcta. Banco equivocado.


El ordenador empezó a escupir más datos y el profesional se quedó
sentado un rato, tragándose la decepción, antes de ponerse en pie para
echarse un poco de Veuve Cliquot helado en una copa Baccarat y soltarse
los zapatos de piel hechos a medida en James & Sons, un zapatero inglés.
Le iba a llevar un rato.
El Veuve Cliquot estaba seco y le sentó como un sueño. La luz del
candelabro de Murano atravesaba el cristal de la copa y reflejaba miles de
pequeños arco iris. Bebiendo un trago, el profesional observó el baile de
los arco iris a la luz.
Era fácil, tan fácil, acostumbrarse a las cosas buenas de la vida...
Ropa exclusiva, muebles exquisitos, una suite en un ático...
Estaba muy, muy por encima del parking de caravanas y las esperas
aguardando a que el viejo llegara a casa, borracho la mayoría de las
veces. Todo eso había acabado. Para siempre. No habría más golpes de
cinturón, ni profesoras amables que le preguntaran por el ojo amoratado,
ni más colecciones de sellos.
Ya no. Nunca más.

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Descodificación 60%... 70%... 80%... 90%...

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Descodificación completada.

El ordenador volvió a emitir un pitido y, tras unos segundos en los


que pareció pensarlo bien, la pantalla del ordenar se llenó de palabras.

ARCHIVO: 248

TESTIGO DEL PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: Sydney L. Davidson

FECHA Y LUGAR DE NACIMIENTO: 27/07/56, Frederick, Virginia.

ÚLTIMO DOMICILIO: 308 South Hampton Drive, Apt. 3B, Frederick, VA.

CASO: Químico de Sunshine Pharmaceuticals. Todos los dirigentes


de la compañía acusados de proporcionar drogas de diseño a
amigos y otros socios del negocio. Davidson se ofreció a
comparecer ante el Estado a cambio de una reducción u omisión
de su sentencia. Deberá prestar declaración contra los empleados
el: 23/11/05.

FECHA INGRESO PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: 25/08/04

SYDNEY DAVIDSON, TRASLADADO COMO: Grant Patterson.

ÁREA 248, Código 7gj668jx4r

DOMICILIO ACTUAL: 90 Juniper Street, Filis, ldaho.

El profesional perdió interés de inmediato.


Nadie dijo que aquello fuera a ser fácil.
De hecho, le estaba llevando su tiempo. El tiempo suficiente para
hacer una seria incursión al bote de caviar iraní de contrabando y para
escuchar el segundo acto de Tosca. El Veuve Cliquot estaba a media asta.
Tosca introdujo ruidosamente el cuchillo en el traicionero pecho de
Scarpia, y la orquesta aumentó mientras el ordenador zumbaba. El
profesional se incorporó en su asiento, entrecerrando los ojos.

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Descodificación 60%... 70%... 80%... 90%...

Descodificación completada.

ARCHIVO: 248

TESTIGO DEL PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: Julia Devaux

FECHA Y LUGAR DE NACIMIENTO: 06/03/77, Londres, Inglaterra.

- 28 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Venga, venga. El profesional se inclinó hacia delante con los ojos


clavados en la pantalla. «Todo eso ya me lo sé. Cuéntame algo que no
sepa».

ULTIMO DOMICILIO: 4677 Larchmont Street, Boston, MA.

Ah... la emoción de la caza no era nada en comparación con la


emoción intelectual de saber que eres más listo que todos los demás.
Ahora, a por el resto. El profesional se tomó su tiempo para escuchar
la música y hundir un trozo de palito de pan italiano en lo que quedaba de
caviar. La pantalla se llenó de letras.

CASO: Homicidio, Joel Capruzzo, 30/09/04.

ULTIMA DIRECCIÓN CONOCIDA: Hotel Sitwell, Boston, MA.

CAUSA DE LA MUERTE: hemorragia masiva a causa de una herida de


bala del calibre .38. en el lóbulo anterior izquierdo del cerebro.

ACUSADO: Dominic Santana.

DOMICILIO ACTUAL: Centro Correccional de Warwick. Warwick,


Massachussets.

FECHA INGRESO PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: 03/10/05

JULIA DEVAUX, TRASLADADA COMO:

Sí, eso era.


El cursor se detuvo y parpadeó, como si aguardara pacientemente
alguna señal de las profundidades de la máquina. Tosca luchaba con el
policía y maldecía el nombre de Scarpia mientras despacio, muy despacio,
las letras empezaban a borrarse, una detrás de otra, hasta que la pantalla
se quedó en blanco.
El profesional se quedó ahí, asombrado. Estaba claro qué había
sucedido. Los archivos tenían una bomba programada. Si no se introducía
un código a intervalos determinados, probablemente cada —el profesional
miró el Rolex Oyster de oro, recuerdo del primer pago al contado de su
primer encargo— media hora, los archivos se autodestruían.
La copa de cristal se hizo añicos contra la pared de enfrente y el
champán se derramó por la pared como si fueran lágrimas efervescentes.
El caviar siguió el mismo camino y las huevas dejaron un rastro grisáceo y
grasiento tras ellas.
Había estado tan cerca. Tan jodidamente cerca.
Después de cinco minutos de pasear su cabreo, el profesional se
tranquilizó. Un mes de trabajo por el retrete. El Departamento de Justicia
cambiaría todas las claves de acceso y podría costarle otro mes más
volver a entrar.
«Respira hondo. Contrólate. Recuerda que el control es lo que te sacó
del parking de caravanas. El control.»
Archivo 248. La información de Devaux estaba en un archivo llamado

- 29 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

248. Nadie más que buscara la cabeza de Julia Devaux sabía tanto como
él. Debería poder jaquear un código de tres dígitos en dos semanas como
mucho. Y con S. T. Akers en el caso, Santana no iría a juicio hasta
principios del año próximo, como pronto.
Aún quedaba tiempo. Archivo 248... no era mucho, pero al menos
tenía algo.
Aún quedaban esperanzas, el profesional meditó mientras Tosca se
lanzaba por el precipicio.
Aún quedaban esperanzas.

* * *
El camino desde el colegio hasta la casa de Julia era corto.
El camino a cualquier sitio en Simpson era corto. La verdad era que
Julia ni siquiera necesitaba el viejo Ford Fairlane verde lima que Davis le
había proporcionado. Hacía ruido, devoraba la gasolina y tenía edad
suficiente para votar.
Echaba de menos su elegante Fiat.
Echaba de menos su elegante vida.
¿Qué estaría pasando en Boston? Dora llevaba un tiempo pensando
seriamente en hacerse autónoma, e incluso le había dejado caer a Julia
que la aceptaba con ella. ¿Habría dado el salto? Andrew y Paul, sus
vecinos gays, se habían peleado. Julia esperaba que siguieran juntos
cuando... si volvía algún día. Nadie hacía la lasaña como Paul, y siempre
podía contar con Andrew para que la acompañara a cualquier evento de
arte.
Alguien les enviaría una postal de Halloween extrañamente alegre
desde Florida, recordándoles el baile de Halloween al que fueron los tres el
año anterior. Si supieran... Julia sonrió ante la repentina imagen de Andrew
y Paul acudiendo a rescatarla.
Y Federico Fellini, el gato más guapo y con más temperamento del
mundo. ¿Se habrían dado cuenta sus nuevos dueños de que le gustaba la
carne a medio hacer y de que se enfriaba con facilidad?
Desearía que su vida fuera una película que pudiera rebobinar a hacía
un mes y, así, decidiera no ir a hacer su mini safari fotográfico en la jungla
de la zona industrial del puerto. Cualquier cosa habría sido mejor que eso.
Una endodoncia; una operación a corazón abierto; o incluso leerse por fin
su copia antigua y sin estrenar de La Guerra y Paz, de tapa a tapa y con
notas al pie incluidas.
Cualquier cosa habría sido mucho mejor que lo que de verdad hizo:
conducir por el puerto en un intento de obtener fotografías realistas, pues
con su amago de fotografiar escenas románticas sólo había conseguido
desperdiciar un carrete entero con alas borrosas de mariposas y dientes
de león desenfocados.
Bueno, al final había obtenido su dosis de realismo.
Julia caminó por la desértica calle, observando los escaparates de las
tiendas a medida que avanzaba. Pese a que era prácticamente de noche,
nadie había encendido aún las luces y aquello parecía una ciudad
fantasma. La calle era espeluznante. El pueblo era espeluznante. Su vida
en sí lo era.

- 30 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Trató de repasar la escena en su cabeza como si fuera una película;


un viejo truco que usaba cuando tenía miedo o se sentía sola o deprimida.
En aquel instante se sentía todo ello, así que se sumió en sus
pensamientos y observó su propia película.
«Una película de los años cuarenta, —pensó—. Rodada en blanco y
negro. Eso es. El cielo grisáceo filtra todos los colores. El tipo malo es... ah,
Humphrey Bogart. O tal vez... Jimmy Cagney».
«Y yo soy la guapa heredera que sigue la pista de la misteriosa
muerte de... de mi tío aquí, en este pueblo fantasma... y la única pista que
tengo es esta estatua de halcón... y el detective privado que contraté es
guapo y misterioso...».
Julia se entretuvo con su fantasía, que sacaba de un montón de
películas clásicas, hasta que llegó ante la puerta machada por el tiempo
de la casita de madera de doble vertiente que Herbert Davis le encontró.
Y, entonces, la fantasía desapareció. Ninguna heroína de película de los
años cuarenta digna de llamarse así tendría una casita que dejara pasar
ráfagas de viento helador ni cuyo sistema de calefacción estuviera
siempre roto.
Julia se vio obligada a volver de golpe a la fría, fría realidad.
Subió las escaleras del porche de madera, que necesitaba
urgentemente un arreglo, e introdujo la llave. Se detuvo al oír unos
arañazos y suspiró con fuerza. Llevaba dos días tratando de ahuyentar a
un perro callejero sarnoso y esquelético que había tirado el cubo de la
basura ya dos veces. Daba igual el chillido que le pegara, pues siempre
volvía.
Con razón prefería a los gatos; tenían demasiada dignidad como para
comportarse como delincuentes juveniles.
Divisó una sombra polvorienta de un marrón amarillento en una
esquina del porche.
—¡Fuera! —dijo con enfado; pero el perro no echó a correr como hacía
normalmente. Julia suspiró y decidió pasar de tirarle una piedra; con lo
bien que le habían ido las cosas hoy, lo más seguro era que fallara y
golpeara a alguien.
Giró la llave y, al entrar en casa, oyó un suave gemido proveniente
del porche.
Un gemido.
Bueno, no era de su incumbencia. ¡Joder, ni siquiera le gustaban los
perros! Julia entró en la cocina para hacerse una tranquilizante taza de té
pero se detuvo, entrecerrando los ojos y dando golpecitos en el suelo con
el pie.
«Estoy loca», pensó, y se giró para volver a salir por la puerta.
El perro estaba acurrucado en una esquina del porche. Julia se acercó
con cautela. No sabía una mierda de perros. Todo cuanto sabía era que
ese animal podía tener alguna enfermedad horrible, la rabia o cualquier
cosa, y podría saltarle al cuello con un gruñido. Trató de recordar todo lo
que sabía acerca de la rabia, pero lo poco que sabía no era nada
agradable... sólo que el tratamiento era espantoso y conllevaba
inyecciones en el estómago.
—Perrito bueno —dijo con poco convencimiento mientras se acercaba
a la amarillenta bola de pelo. En la penumbra, ni siquiera era capaz de

- 31 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

distinguir qué parte era la cabeza y cuál la cola. El perro zanjó su duda
alzando el puntiagudo y manchado hocico y golpeando la madera del
suelo con la cola.
Julia se acercó un poco más, preguntándose qué tipo de vocabulario
comprenderían los perros. Federico Fellini, su gato, era un intelectual al
que se le podía hablar de libros y películas, siempre y cuando antes le
hubiera dado bien de comer; aunque tenía el presentimiento de que los
perros preferían hablar de política y de fútbol.
«Esto es mala idea, Julia, —se dijo—. No te basta con estar en
Simpson, Idaho, amenazada de muerte... ¡tienes que ponerte a ayudar a
un perro que seguramente tenga la rabia!». Se giró.
El perro lanzó un aullido lastimero.
Joder.
Julia dio un paso hacia atrás y se agachó para observar al animal bajo
la poca luz que daba la farola de la calle. Al menos el perro respiraba y no
tendría que hacerle el boca a boca. No había aprobado el curso de
reanimación cardiopulmonar que hizo.
El perro meneó la cola débilmente contra el suelo al ver que Julia se
acercaba con cautela a acariciarle. Sintió algo húmedo y retiró la mano,
antes de darse cuenta de que el animal trataba de lamerle la mano. El
perro alzó el hocico hacia la mano de Julia, quien habría jurado que le
miraba hasta lo más profundo de su ser. El pobre chucho parecía perdido y
solo.
—Tú también, ¿eh? —murmuró y, suspirando, chasqueó los dedos
para que entrara.
El perro tembló y trató de levantarse, pero volvió a caer y aulló con
fuerza.
—¿Qué pasa? ¿Estás herido?
Julia le acarició suavemente, tratando de no pensar en pulgas y
garrapatas, y se detuvo al sentir la pata delantera derecha.
—Está rota, ¿eh? —le dijo al perro; éste se limitó a mirarla y a mover
la cola—. A lo mejor sólo está torcida. No lo sé. A saber si hay veterinario
en Simpson. En fin... —Respiró con fuerza y le miró con gesto severo—.
Esta noche te dejo entrar sólo porque hace frío y estás herido. Pero
mañana te echo... ¿te ha quedado claro?
Volvió a sacudir la cola y le lamió la mano.
—De acuerdo, dejemos las cosas claras. —Julia cogió al perro, que
pesaba más de lo que se esperaba, en los brazos y se sorprendió un poco.
Se acordó del criterio que tenía Federico de la cocina—. No te pienso dar
comida hecha en casa; con un poco de pan y leche vas que chutas. —El
perro volvió a gemir cuando cruzaron el umbral. Julia suspiró—. Está bien,
si te portas muy bien a lo mejor te dejo comer los restos de mi ensalada
de atún.
Puso unas cuantas toallas viejas en el suelo, en un rincón del salón, y
dio un paso hacia atrás. Era un perro grande, pero estaba famélico. Se le
veían claramente las costillas a través de la piel; tanto que podía contarlas
si quería.
Julia fue a la cocina, echó un poco de leche en un cuenco de plástico y
puso las sobras de su ensalada de atún en un plato de plástico. Sabía que
al día siguiente se detendría en el supermercado a comprar comida de

- 32 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

perros y a preguntar por un veterinario.


«Estás loca, Julia», se volvió a decir mientras dejaba la comida
delante del perro. Pero se alegró al ver que el perro engullía la comida y
sorbía la leche con avidez, sin dejar de mirarla con los ojos entrecerrados.
—Lo has pasado mal, ¿eh, compañero? —preguntó Julia con suavidad.
El perro bostezó con fuerza, mostrando la boca llena de dientes
amarillentos, apoyó el morro en las patas delanteras y se apagó como la
luz.
Julia le envidió. No había dormido ni una sola noche bien desde hacía
cuatro semanas. Haría falta algo más que una manta y un poco de
ensalada de atún para arreglar su desastrosa vida.
Julia se estremeció. Hablando de arreglos...
Sin muchas ganas fue hacia la despensa, que no era más que un
armarito justo al lado de la cocina, donde algún tipo con un enrevesado
sentido del humor había instalado algo que se suponía que calentaba el
agua y, en teoría, calentaba la casa. Pero lo único que hacía el armatoste
ese era suavizar un poco el frío que hacía en la casa y proporcionar, tras
muchos gemidos y quejidos, un hilillo de agua templada.
Al menos eso había hecho, hasta aquella mañana, cuando el agua de
la ducha salió heladora y se percató de la gotera que había en la pared.
Algo se había roto en algún lugar.
La pared era una metáfora de su vida.
La gotera se había extendido hasta el punto de que había agua en el
suelo y se oía un preocupante gorgoteo. Julia estaba convencida de que
los fontaneros hacían algo, aparte de observar y frotarse las manos, ¿pero
el qué?
El timbre de la entrada sonó.
Echó un último vistazo a la maraña de tuberías entrecruzadas antes
de dirigirse a la puerta y abrirla de par en par.
Una ráfaga de aire frío entró y Julia se estremeció. La temperatura
había bajado diez grados más.
Sam Cooper estaba en la puerta, alto, oscuro y con una aterradora
expresión sombría en el rostro. Le brillaban los ojos. Julia le miró fijamente
unos segundos antes de recopilar el valor suficiente. El hecho de que
estuviera allí sólo podía significar una cosa. Y no era nada bueno.
—¿Va a presentar cargos? —preguntó, alzando la barbilla.
Sam pestañeó y algo, una extraña e indescifrable expresión, le
atravesó el rostro.
—No. —Hasta su voz era oscura, baja y profunda.
—Ah. —Consiguió librarse de parte de la tensión—. Está bien.
—He venido porque...
Se oyó un estrépito fuerte y el sonido del agua al caer contra el suelo.
—¡Oh, no! —Julia gruñó y corrió hacia la despensa. El agua caía de la
pared desde donde había estado la gotera. Algo reventó y el agua empezó
a salir a chorros junto con trozos de escayola de la pared.
—¿Dónde está la válvula principal del agua?
Julia se giró hacia la profunda voz que oyó tras ella y se quedó
mirando a Sam Cooper sin comprenderle. Sam resopló, palpó por donde
estaba el agua hasta que encontró algo y giró la muñeca hacia la derecha.
El agua paró como por arte de magia.

- 33 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Después, se arrodilló y empezó a arrancar trozos de escayola de la


pared. Metió las dos manos en las entrañas de su casa hasta acabar de
lado y con la cabeza metida dentro de la pared. Julia le oyó gruñir antes de
volver a sacar la cabeza.
—Perno —le dijo.
Julia le miró con cara de póquer. ¿De qué hablaba ese tío?
—¿Cómo ha dicho? —dijo con enfado.
Una ligera sonrisa iluminó sus austeras facciones.
—Necesito un perno. —Sacó las llaves del bolsillo de los vaqueros—.
Las llaves de la camioneta. La caja de herramientas está en el asiento
delantero.
Julia cogió las llaves que le tendía y, al hacerlo, le rozó la mano. Era
mucho más dura que cualquier mano que hubiera tocado nunca. Dura,
áspera y cálida.
Vaciló un momento con el manojo de llaves en la mano como si
fueran algún tipo de talismán. Le miró fijamente a la cara, inspeccionando
sus oscuras facciones y los brillantes ojos negros que la observaban. No
podía saber qué estaba pensando. Abrió la boca para decir algo, pero
volvió a cerrarla y se dirigió hacia la puerta, donde observó con
consternación a través de la ventana del porche el aguanieve que caía.
Buscó con la mirada y, efectivamente, encontró la abollada camioneta
aparcada fuera.
Era negra.
Cómo no.
Correteó temblando hacia la camioneta. A través de la ventana del
copiloto, Julia divisó la caja de herramientas de acero, de esas que solían
llevar los hombres prácticos. Abrió la puerta con la tercera llave que probó
y sacó la caja de herramientas. Pesaba un quintal. Resopló y la llevó
dentro, donde se sacudió la mezcla de agua y hielo.
—Aquí. —Si iba a ser seco como John Wayne, por su madre que ella
también.
Rebuscó entre la caja, perfectamente ordenada, y sacó una
herramienta de aspecto espantoso de la que Vlad el Empalador habría
estado orgulloso.
—Esto. —Al ver que le observaba con cara desconcertada, suspiró—:
Perno.
—Ah —dijo Julia, y sonrió.

* * *
Si Cooper no hubiera estado ya en el suelo, aquella sonrisa le habría
derribado. Hacía que el rostro de Sally Anderson pasara de precioso a
maravilloso. En el espacio de una hora la había visto aterrorizada,
enfadada y confusa, y ahora divertida; cada sentimiento había sido tan
visible como si lo llevara escrito en la frente. Una habilidad de la que él
carecía. Melissa le había dicho tantas veces que tenía el rostro de piedra
que había empezado a creer que no sería capaz de mostrar ningún
sentimiento por mucho que lo intentara.
La sonrisa de Sally Anderson desapareció y Cooper se dio cuenta de
que se le había quedado mirando. Trató de sonreír a su vez y sintió crujir

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

sus desacostumbradas mejillas; no logró mantener la sonrisa demasiado


tiempo, así que volvió a concentrarse en organizar las tuberías de Sally
Anderson.
Aún le quedaba mucho por hacer, pues nadie había cambiado las
tuberías de aquella casa en cuarenta años. Estaban oxidadas y
prácticamente todas las arandelas parecían a punto de reventar.
No pasaba nada, pues su caja de herramientas tenía de todo. Así
debía ser ya que siempre se rompía algo en Doble C y se había vuelto un
experto manitas desde que volvió para hacerse cargo de ello.
Se concentró en las arandelas para no quedarse mirando a la
maravillosa señorita Sally Anderson. Habría dejado a cualquiera fuera de
juego, incluso en la gran ciudad; pero allí, en Simpson, era un jodido
milagro, como una rosa en invierno. Tuvo que hacer acopio de toda su
concentración para no quedarse mirándola.
No era pelirroja, pese a que lo parecía. Nunca había sido capaz de
resistirse a las pelirrojas. Si en lugar de tener el pelo marrón lo tuviera
rojo, probablemente la habría tomado en volandas, la habría lanzado
sobre la cama y habría saltado sobre ella. Pero ya le estaba costando
trabajo resistirse a sus encantos como era, ¡como para que además fuera
pelirroja!
Era del tipo de mujeres que atrapan la luz y la devuelven con el doble
de brillo. Era imposible no mirarla cuando estaba cerca. Al menos, a
Cooper le parecía imposible... y por eso estaba tratando de concentrarse
en las oxidadas tuberías y las juntas agujereadas. Si le hubieran dejado
solo, probablemente habría parado y se habría dedicado a observarla para
siempre. Claro que lo más seguro es que la hubiera acojonado, también.
Había otra razón para no querer moverse de donde estaba, en el
suelo y contra la pared.
Se había empalmado.
Muy en su línea. Su polla había elegido aquel preciso instante, de
entre todos, para despertar.
Desde que Melissa se fue, hacía un año, su pene había sido
básicamente un trozo de carne muerta colgando entre sus piernas. Y la
mayoría del año anterior a ese también, mientras su matrimonio se
deshacía lenta y dolorosamente.
No había tenido apetito sexual (nada, cero, rien) desde hacía siglos.
Era como si le hubieran fundido los plomos a esa parte de su vida. Casi se
había resignado a una existencia sin polvos y ahí estaba su polla, de
vuelta a la vida y pidiendo a gritos lo que le había sido negado todo este
tiempo, justo en el peor momento. Decididamente, aquel no era el mejor
momento para empalmarse.
Nunca había pensado que sufriría de inapetencia sexual. Jamás.
Siempre le había divertido el sexo y había tenido muchos buenos polvos
en sus mejores tiempos. La inapetencia sexual le había pillado
completamente desprevenido.
En parte se debía al agotador y matador trabajo de volver a poner
Doble C en funcionamiento, tras la negligencia de su padre durante sus
últimos años de vida. Cooper trabajaba dieciocho horas al día; un trabajo
físico duro y tan intenso como el que había realizado a diario con los SEAL,
aunque sin desprender la adrenalina previa de los combates. Además,

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

para cuando llegaba a la cama caía en un sueño tan profundo que bien
podría llamarse comatoso.
Otra parte se debía al calvario que había vivido durante su
matrimonio con una mujer sin sentimientos. Sólo con pensarlo se ponía
enfermo. Su matrimonio había sido como vivir el descarrilamiento de un
tren a cámara lenta.
El año anterior había metido la polla entre las piernas de Melissa
tantas veces como en la boca de una serpiente de cascabel. Claro que
seguramente la serpiente le habría dado mejor acogida.
Pero la parte más importante se debía a que las mujeres atractivas y
solteras no abundaban en Magnolia. Ni en Rupert ni en Dead Horse, la
verdad. Hacía mucho, mucho tiempo que no veía a una mujer tan guapa
como aquella. Si es que la había visto nunca.
La verdad era que había deseado a la tal Sally Anderson desde el
momento en que la vio, y ahora ya no sabía qué hacer. Había perdido por
completo la costumbre de hablar con féminas. Con las humanas, al
menos.
Si aquello le hubiera sucedido mientras estaba con los SEALs, y ella
fuera una chica de algún bar cercano a la base, le habría invitado a una
copa sin tener que preocuparse de persuadirla, cortejarla o tratar siquiera
de entablar conversación. La música en los bares estaba siempre
demasiado alta y, de todas formas, nadie iba allí a hablar; iban a buscar
alguien con quien echar un polvo. Durante sus años de la Armada, el sexo
no había supuesto ningún problema, especialmente en Colorado, donde
abundaban las groupies de los SEAL.
Después, Melissa había puesto los ojos en él y prácticamente le había
arrastrado al altar sin que Cooper pudiera decir nada al respecto. Muy a su
pesar, acabó descubriendo que ser la esposa de un oficial no era tan
divertido como pensó en su día. Y ser la esposa de un ranchero no tenía
ningún tipo de encanto. A Melissa no le gustaba vivir en el campo y se
aseguró de que Cooper se enterara bien de ello, de día y de noche.
En el ejército le habían enseñado todas las técnicas de evasión y
escape habidas y por haber, y había hecho uso de ese conocimiento, a
menudo, en su matrimonio. Se había limitado a mantener la polla dormida
y, ahora que volvía a la vida, no había nada en su caja de herramientas
que le valiera para llevarse a aquella dama a la cama.
Porque estaba claro que Sally Anderson era una dama. Una
espectacular dama muy bien educada y encantadora. Y los encantos de
Cooper no iban a lograr convencerla de que se fuera a la cama con él,
sencillamente porque no tenía. No era un hombre de palabras bonitas ni
movimientos suaves.
Aunque tal vez lo consiguiera si le arreglaba las tuberías...

* * *
Mientras Sam Cooper trabajaba en silencio, Julia fregaba todo aquel
desastre.
En más de una ocasión tuvo que rodear las interminables piernas de
él, que estaba tendido en el suelo. «Bonitas piernas, —pensó—. Muy, muy
bonitas». Aunque después se sintió avergonzada por comerse con los ojos

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

las piernas del tipo que le estaba ayudando. Claro que eran perfectamente
comestibles.
Julia se detuvo un segundo para examinarle bien las piernas.
Eran largas y musculosas, de muslos excepcionalmente fuertes. Los
pantalones ajustados que llevaba le marcaban las líneas de los músculos
del muslo, duros como el acero y macizos, que se hinchaban y agrandaban
con cada uno de sus movimientos de una manera que Julia encontraba
verdaderamente fascinante. No podía apartar los ojos de esos músculos;
nunca había visto la fuerza masculina tan de cerca. Tuvo que clavarse las
uñas en la palma de la mano para evitar acercarse a tocar toda esa fuerza
masculina. Sólo un segundo. Para ver cómo era.
Julia siempre había escogido a sus ligues en base a su conversación y
encanto. Y, cómo no, tenían que ser buenos lectores y amantes de las
películas antiguas; además de llevarse bien con Federico, algo que no era
fácil pues el gato era muy melindroso en cuanto a sus amigos.
La verdad era que los músculos de los muslos nunca habían formado
parte de la ecuación.
Nunca se le habría ocurrido que pudiera excitarse sólo con observar
la mitad inferior de un hombre de la forma en que a los hombres les
ponían las tetas. Ella no era así; normalmente tenía muy en cuenta las
conversaciones y el encanto de las personas. Le horrorizaba sentirse
atraída por los atributos físicos de un hombre. El estrés y el miedo le
habían convertido en ese... ese tío de pueblo.
Estaba completamente segura de que el tipo que le estaba
arreglando las tuberías en aquellos momentos no tenía encanto ni era
buen conversador pero, al parecer, allí los músculos de los muslos eran
mejores que el encanto, a juzgar por las oleadas de intenso placer que le
recorrían la piel.
El miedo y el estrés le estaban volviendo loca. Era la única explicación
posible.
Cooper se pegó más contra la pared, sin dejar de mover la llave
inglesa y, al girarse medio segundo, Julia vio perfectamente bien que Sam
Cooper tenía otra cosa enorme, aparte de los muslos.
O aquel tipo tenía una erección gigantesca, o estaba en el Libro
Guiness de los Records. La temperatura interior de Julia se convirtió en un
fuego abrasador que minaba la fuerza de sus músculos.
Oh, Dios. ¿Qué le estaba pasando? Le temblaban las piernas y no
podía apartar los ojos de los pantalones de Sam Cooper, viejos y
desgastados por la parte de delante y en la zona de la ingle, donde se
estiraban por el contacto con los músculos de sus muslos y la...
«Esto no está bien».
Antes de que las rodillas le flaquearan, Julia se fue a la cocina a
frotarse las muñecas con hielo, puesto que no tenía agua. Empezó a
calmarse. Cuando por fin consiguió controlarse, volvió a donde Cooper
estaba trabajando.
Por fin salió de la pared y con un gigantesco «¡boom!», el calentón
volvió. Al igual que en el colegio, cuando le dio con la calabaza en la
cabeza, Cooper se puso en pie con un único y ágil movimiento. Bajó la
vista para mirarla. Su rostro, oscuro y duro, era completamente
inexpresivo. Alzó las manazas, llenas de grasa, y vio con consternación

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

que se había hecho una herida; dos de los nudillos estaban cubiertos de
sangre.
—¿Puedo lavarme las manos? —tenía una voz profunda y ronca, como
si no hablara normalmente.
—Claro. Muchísimas gracias. —La casa empezaba a entrar en calor y
Julia se sintió enormemente agradecida. De acuerdo, no hablaba
demasiado y no podía dejar de pensar en sus muslos, y en lo que había
entre ellos... pero le había arreglado la calefacción y le estaba
eternamente agradecida—. El cuarto de baño es la segunda puerta a la
derecha. Hay toallas limpias.
Asintió con la cabeza y se giró. En un acto de autocontrol que
consideró heroico, Julia no le miró el culo. Ya tenía suficiente distracción
con su parte delantera, así que volvió a la cocina.
Le haría una taza de té... no, a lo mejor los vaqueros preferían el café.
Estaba llenando el filtro cuando oyó que llamaban a la puerta.
Aquello empezaba a parecerse a la Estación Central. En el mes que
llevaba allí nadie se había acercado a verla. Pero aquella noche parecía un
circo: primero el perro, luego Cooper y ahora alguien más.
Julia abrió la puerta y su peor pesadilla apareció de entre la oscuridad
Una pistola. Y le apuntaba directamente a la cabeza.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 3

Julia gritó y el corazón casi se le sale por la boca. Movió


frenéticamente la mano en un intento por buscar algo que pudiera usar
como arma, aunque sabía que ya era demasiado tarde. Locamente, trató
de protegerse del disparo.
—Truco o trato. —La tonadilla infantil le llegó de algún punto cerca de
las rodillas y se quedó helada. Una bruja, un Harry Potter rubio con falsas
gafas redondas de plástico y un vaquero la miraban asustados por el grito
que había pegado. El pequeño vaquero soltó la pistola y la brujilla se echó
a llorar.
No era asesinos, sino niños en busca de caramelos. La puerta de la
entrada se cerró. Sutilmente, como si estuviera a miles de kilómetros de
distancia, Julia oyó una profunda voz masculina y los chillidos excitados de
los niños en el porche. Luego, medio minuto después, la puerta de entrada
volvió a abrirse y entró una gélida ráfaga de viento. Se tambaleó hacia el
salón y clavó con fuerza las uñas en el respaldo del sofá tapizado con
flores chillonas. Hizo caso omiso de los fuertes golpes que le daba el
corazón en el pecho y trató de controlar el temblor de las manos. Durante
unos segundos se le aparecieron unas luces de colores frente a los ojos y
vio borroso, como en una fotografía amarillenta. Vio cómo le caía un
lagrimón sobre los nudillos blancos.
El terror, la soledad y la desesperación se arremolinaron con fuerza y
dolor en el corazón de Julia, como cuchillos que lucharan por salir al
exterior y, por el camino, le hicieran trizas el corazón. Sintió aparecer otra
lágrima de entre las pestañas y se dejó llevar por otro sollozo. Le sacudió
un escalofrío. Justo antes de que las rodillas le fallaran, sintió que le
obligaban a darse la vuelta y se encontró abrazada contra un amplio torso.
Para horror de Julia, se vio sacudida por sollozos cortos y
entrecortados. Se balanceó y notó que la sostenían con fuerza; unos
brazos fuertes la abrazaban con fuerza y se dejó llevar.
Hacía siglos que nadie la abrazaba y confortaba. De hecho, desde la
muerte de sus padres nadie lo había hecho. Y ahora Julia se encontró
llorando sus miedos, la rabia y la soledad con grandes e incontrolables
sollozos que no habría conseguido reprimir aunque le hubiera ido la vida
en ello. Lloró y lloró y lloró, plenamente consciente de que acabaría
arrepintiéndose. Después. Pero ahora no. Ahora necesitaba desahogarse
tanto como necesitaba respirar.
Al final, los sollozos dieron paso al hipo y se apoyó, agotada, contra el
pecho de Cooper. Su jersey estaba húmedo de las tuberías oxidadas y las
lágrimas de ella.
Respiró profundamente, consciente de pronto de sobre quién estaba
apoyada, de quién la abrazaba. Una mano enorme le cubría la cabeza, y
un brazo fuerte la sujetaba de la cintura firmemente contra él.
Era una erección. Una muy grande y, por sorprendente que pareciera,

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

seguía creciendo, latiendo y alargándose contra su estómago. Podía sentir


el calor de su pene a través de los pantalones y de su vestido, y se
preguntó si él podría sentir el repentino calor que le embargaba por
dentro.
Julia pasó inmediatamente de la fría desesperación a una cálida
oleada de deseo. En un instante había pasado de ser una mujer en apuros
a la que un perfecto desconocido consolaba, a ser una mujer firmemente
abrazada a un hombre empalmado. Era suficiente para volver loca a
cualquiera.
Debería apartarse. Aquello era completamente inadecuado. No sabía
nada sobre aquel hombre, aparte de que no era demasiado hablador y
sabía arreglar tuberías.
Bueno, eso no era del todo cierto.
Sabía lo grande que la tenía.
Enorme.
Julia se apartó inmediatamente y se tambaleó hacia el espantoso
sillón, donde cayó cerrando los ojos con fuerza.
«No puedo con esto», pensó. Con nada de todo aquello.
Ser el premio de una cacería, estar exiliada en Simpson, que unos
niños la aterrorizaran con su «truco o trato» y deseara a un hombre poco
hablador, empalmado y con unos muslos de infarto. Era demasiado.
Se le habían secado las lágrimas, pero aún sentía la punzada de
ardiente dolor en el pecho.
Notaba la presencia de Cooper a su lado.
—Tome. —Puso un vaso medio lleno de algún líquido en las manos de
Julia que, agradecida, se lo bebió de un trago y aulló al sentir que le
quemaba las entrañas.
—¿Qué era eso? —jadeó, alzando la vista para verle. Los ojos se le
volvieron a llenar de lágrimas, pero de mucho mejor tipo.
—Whisky —dijo Cooper, retirándole el vaso de la mano insensible.
Todo su cuerpo se había quedado insensible, salvo las partes que estaban
calientes.
—¿De dónde ha sacado el whisky? —Julia tosió una vez más y se llevó
una mano al estómago, donde se había asentado una bola de calor—. Yo
no tengo.
—Pero yo sí.
—¿En la caja de herramientas? —Julia le miró alucinada.
—No. —Cooper torció la boca en lo que interpretó como diversión en
lenguaje vaquero—. De la camioneta. Para emergencias.
Julia tuvo la tentación de preguntarle a qué tipo de emergencias se
refería, pero una mirada a aquel rostro anguloso y cerrado le bastó para
no decir nada.
Ya, claro... en las películas los vaqueros siempre recibían disparos y
se echaban whisky en la herida. Justo antes de sacar la bala con una
navaja, a la luz de una hoguera.
Se le estaba subiendo el whisky a la cabeza; o eso, o la adrenalina
había desaparecido de golpe de su cuerpo. Fuera lo que fuera, Julia estaba
completamente agotada. Cooper se sentó en la butaca a juego que había
junto al sillón, apoyó las manos sobre las rodillas y la observó
detenidamente.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Quienquiera que hubiera decorado la casa sabía de tapicería lo mismo


que de tuberías: nada. Las butacas estaban cubiertas de gigantescas
rosas con sombras rojas y rosas muy poco factibles. Cuando Cooper se
sentó, con su camisa negra y el pelo oscuro, pareció absorber toda la luz
como un eclipse de sol. Su butaca tenía un agujero negro con la forma de
un hombre y rodeado de un montón de flores de colores vivos.
Se hizo el silencio en la habitación, roto sólo por el sonido del
aguanieve al golpear contra la ventana. Julia odiaba los silencios y solía
parlotear para llenarlos. Siempre había algo de lo que hablar con la otra
persona. A menudo había estado en sitios en los que la política y la
religión eran temas tabúes, pero el tiempo solía ser un campo neutral
perfecto.
Salvo en Arabia Saudí, donde la política y la religión estaban
completamente vedados y donde no había tiempo del que hablar. Allí solía
acabar hablando de películas americanas. Todo el mundo en Arabia Saudí,
desde el conductor de camello hasta el más alto cargo, tenía un
reproductor de DVDs y estaba completamente enganchado al cine
Hollywoodiense.
Pero ahora no tenía la más remota idea de qué hablar con Sam
Cooper. Ella le había atacado y él le había salvado de morir congelada, le
había empapado la camiseta con sus lágrimas, le había provocado una
erección y, a su vez, había sentido un intenso deseo por él y, aun así,
seguía sin saber de qué hablar con él.
No tenía fuerzas suficientes para mentirle y la verdad era demasiado
peligrosa. Había una razón para que estuviera en aquel embrollo y saltara
a la mínima de cambio; una razón para tener los nervios destrozados; una
razón para estar tan loca como para sentirse atraída por un hombre al que
no conocía. Pero no podía contársela. Davis se lo había dejado muy claro:
su vida dependía de que nadie supiera que era un testigo protegido.
Silencio. Cooper la miraba con su oscuro rostro inexpresivo. No tenía
ni idea de en qué podía estar pensando; aunque no podía ser nada bueno.
—No puedo hablar de ello —soltó cuando el silencio empezó a
hacerse incómodo. Alzó la barbilla.
Cooper asintió una vez con la cabeza, como si acabara de oír la cosa
más razonable del mundo, y Julia suspiró aliviada. Pegó un brinco al sentir
algo frío y húmedo contra la mano.
—¡Oh! —Julia se inclinó sobre el apoyabrazos y observó los
conmovedores ojos castaños. Era una locura, probablemente se debiera al
alcohol y al estrés, pero tenía la extraña sensación de que el perro
comprendía perfectamente bien por lo que estaba pasando. Le miró con
adoración y le lamió la mano. No había un solo ser humano en la faz de la
tierra que le mostrara la misma gratitud por los restos de una ensalada de
atún y una vieja manta.
—¿Arregla animales con la misma facilidad que las tuberías señor...
eehh... Cooper?
—Sólo Cooper, señora.
Se levantó de la butaca con facilidad, algo que no era tan sencillo;
Julia sabía que esa butaca tenía los muelles rotos. Ella misma se las había
visto y deseado en más de una ocasión para levantarse. Si no hubiera
estado tan desconcertada, le habría advertido a Cooper de que estaba

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

sentándose en una butaca devoradora de hombres. Pero Cooper se


levantó con tal facilidad que parecía que la butaca le hubiera expulsado, lo
que sólo podía significar una cosa: que tenía unos abdominales
fantásticos, a juego con los asombrosos músculos de sus muslos. «De
hecho, —pensó Julia abstraída al ver que Cooper se inclinaba sobre el
perro—, todo en él es fantástico».
Se movía con una gracia increíblemente ágil y poderosa. Los
músculos bien ejercitados se percibían a través del jersey negro. Las
manos, que movía suavemente sobre el perro, eran grandes, de dedos
largos y elegantes. Se agachó para murmurarle algo al perro y Julia se vio
de nuevo inmersa en sus muslos. ¿Cómo podía alguien tener unos
músculos como aquellos? Hombre, se dedicaba a la cría de caballos, así
que probablemente montara a menudo.
Julia tuvo una repentina y mordaz visión de Cooper montándole a ella
y esos increíbles muslos flexionados firmemente sobre ella mientras le...
Cooper alzó la vista para mirarla y Julia se puso colorada de golpe.
Oh, Dios mío, confiaba en que no pudiera leerle la mente.
Acariciaba la cabeza del perro callejero con su enorme mano y Julia
aprovechó para centrarse en cualquier cosa que no fueran los muslos de
aquel tipo. O lo que era peor... lo que había entre ellos.
—El perro no es mío, ¿sabe? Hace días que merodea por aquí,
rebuscando comida en el cubo de la basura, y siempre lo echo. Pero esta
tarde, cuando llegué a casa después de... —«...de darte en la cabeza con
una calabaza...».
Julia pestañeó y sintió que volvía a enrojecer.
Cooper no pareció darse cuenta. Sus enormes y maravillosas manos
masculinas acariciaban el cuerpo entero del perro, deteniéndose junto a la
pata delantera derecha.
—También me he dado cuenta de eso, ¿está rota? —Julia se asomó
por encima del apoyabrazos.
—Nop.
—¿Entonces?
—Torcida. Y alguien le ha estado tratando muy mal. —Cooper emitió
unos sonidos con su voz profunda y ronca para tranquilizar al perro que
hicieron que hasta Julia se calmara, y volvió a alzar la vista—. ¿Tiene
nombre?
—No. Ya se lo he dicho; ha aparecido esta tarde.
—Necesita un nombre. —Cooper acarició suavemente el pelo que
había entre las orejas del animal.
—Eehh... —Aquel raído y amarillento perro no tenía nada que ver con
Federico Fellini, su elegante gato siamés. Y aun así... el chucho tenía
cuatro patas, cabeza y cola, como Federico. Con eso le valía—. Fred. Le
llamaré Fred.
—De acuerdo pues. Hola, Fred. —Cooper dejó que el perro volviera a
olisquearle los dedos—. En unos días estará perfecto si no se apoya sobre
esa pata. Lo único que necesita es un par de buenas comidas y un buen
sitio en el que dormir. —Cooper hizo un ruido con la boca y se puso de pie
de un salto. Julia estiró el cuello para observarle.
—¿Se va? —Se sintió inexplicablemente invadida por el pánico.
—No. —La miró un segundo, inexpresivo, y Julia se encontró

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

deseando poder descifrar qué estaría pensando; aunque seguramente no


le gustara. Estaba convencida de que sus pensamientos debían de ir en la
línea de «cómo salir airoso de la casa de una loca».
Abrió la puerta y desapareció. Ya era de noche y Julia vislumbró la
oscuridad y una ráfaga de agujas de aguanieve que caían en vertical,
atravesando el halo de luz de las farolas. Antes de que el frío entrara por
la puerta abierta, Sam estaba de vuelta con un kit de primeros auxilios en
la mano.
—¿Eso también ha salido de la camioneta mágica?
Volvió a parecerle ver una sonrisa.
—Sip.
Cooper se arrodilló junto a Fred y empezó a murmurar de nuevo, con
ruidos tranquilizadores y sin sentido. Julia se sorprendió al ver que el perro
no protestaba, ni siquiera cuando Cooper se puso a examinar con cuidado
la pata delantera, para envolvérsela después firmemente con una venda
elástica. Tenía un rasguño profundo en el flanco derecho pero Fred no se
movió, aunque gimió cuando Cooper se lo examinaba. Sam limpió la
herida, pero no se la vendó.
Julia se asomó por el apoyabrazos del sillón y observó a Cooper con
interés. Trabajaba rápido, en silencio y de manera competente.
—¿Qué cree que le pasó?
Cooper se sentó sobre los talones, estirando con ello los vaqueros.
Julia se concentró en no apartar la mirada de los ojos de él; la repentina
fascinación que le provocaba la parte inferior de su cuerpo era
abrumadora. Ya había caído demasiado bajo tal y como estaba... le
horrorizaba pensar que se estuviera convirtiendo en el tipo de mujeres
que se ponían cachondas con nada e iban a los bares en busca de
hombres.
—Lo más probable es que haya sido un accidente de coche —dijo—.
Una de dos, o le golpeó un coche o lo tiraron de uno en marcha.
Julia inhaló con fuerza, indignada.
—¡Tirarlo! ¿De verdad cree que hay gente capaz de tirar a un pobre
animal de un coche en marcha? ¿A propósito?
—Sí; no sería la primera vez que alguien cree que quiere una mascota
y, en cuanto se cansa, la abandona. Se ve claramente que Fred es el perro
de alguien. O lo era. Tiene buenos músculos; probablemente sea buen
cazador. —Cooper acarició la cabeza de Fred y le rascó detrás de las
orejas. El perro movió la cola con energía.
—Si usted lo dice. —Julia miró a Fred con dudas. Los buenos
músculos, si de verdad estaban ahí, debían de estar escondidos debajo de
la mugre del pelo—. No soy muy partidaria de los perros y no tengo
ninguna intención de quedármelo. Sólo me daba pena.
Cooper se puso en pie y metió las manos en los bolsillos traseros del
pantalón.
—Tal vez quiera quedárselo un tiempo. Puede hacerle compañía
cuando... —Se detuvo de golpe.
—¿Cuando me derrumbe? —preguntó Julia con sequedad—. Le
aseguro, señor Cooper, que no suele darme por ponerme a llorar todas las
tardes.
—No quería decir eso, señora. —Pasó el peso de una bota a otra con

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

agilidad, pese a que se sentía incómodo—. Y me llamo Cooper.


Julia ladeó la cabeza mientras le examinaba.
—¿Nadie le llama por su nombre de pila? ¿Cómo era? ¿Sam?
—Sip. Pero casi todo el mundo me llama Coop.
—¿De pequeño también? ¿Cómo le llamaba su madre?
—No lo sé. Murió cuando tenía tres años; apenas la recuerdo.
—¿Cómo le llamaban en el colegio?
—Coop.
—¿Y su mujer?
—La mayor parte de las veces me llamaba hijo de puta, señora. —La
taladró con sus oscuros ojos—. Sobre todo poco antes de que me
abandonara.
Vale, así se daba una conversación por finalizada.
—Ah. Lo... lo siento. No quería entrometerme en su vida, sólo que... —
Julia hundió la cabeza y se encogió de hombros, avergonzada, antes de
ver con curiosidad la notita que sacaba Cooper del bolsillo de los vaqueros
y que le entregaba.
Con sorpresa, la desdobló y se encontró con que era una de las notas
que les había escrito a los padres de Rafael y que había metido en la
tartera del niño. Poco importaba qué nota era, pues todas decían más o
menos lo mismo:

Rafael está teniendo verdaderos problemas en el colegio y me


gustaría poder hablarlo con ustedes.

Miró al alto y silencioso hombre que tenía enfrente, antes de volver a


mirar la nota.
—No veo la... —Y entonces, de pronto, la vio.
Obviamente, Sam Cooper era el padre del pequeño Rafael. Julia unió
la línea de puntos y lo comprendió todo. La mujer de Cooper, la misma
que le llamaba hijo de puta casi siempre, debía de haberles abandonado
hacía poco y por eso Rafael estaba teniendo tantos problemas.
No, eso no encajaba.
El apellido de Rafael era Martínez, no Cooper, así que no podía ser su
mujer... pero había dicho que su mujer le había abandonado, así que tal
vez Rafael fuera el hijo de un matrimonio anterior de ella (el hijo de la ex-
mujer de Cooper). Le estaba costando trabajo aclararse con esos
penetrantes ojos negros clavados en ella.
Como cada vez que no comprendía algo, Julia se puso a hablar.
—Mire, siento mucho haberme entrometido; créame, normalmente no
lo hago, pero Rafael está teniendo problemas en el colegio. Esta misma
mañana se puso a llorar porque...
—Mañana —interrumpió Cooper—. ¿Puede venir?
Estaba empezando a hacerse una experta en descifrar lo que decía.
Traducido al lenguaje de los humanos, Cooper le estaba preguntando si
podría acercarse al rancho mañana para hablar de los problemas de
Rafael.
Fred hundió el hocico en la mano de Cooper, que le acarició el lomo y,
al parecer, sabía perfectamente dónde prefería el perro que le acariciaran.
Por lo visto Sam Cooper se comunicaba mil veces mejor con los animales

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

que con los seres humanos.


Julia no tenía gran cosa que hacer al día siguiente, aparte de
preocuparse por su situación actual y llorarle a Fred. Cualquier cosa era
mejor que eso; incluso hablar de los problemas de un niño pequeño.
—Sí, claro —dijo, y Fred giró la cabeza hacia ella sin apartarse de
Cooper—. ¿Dónde está su casa... eehh... rancho?
—Conduzca unos ocho kilómetros hacia el oeste por la vieja carretera
McMurphy, hacia la interestatal, gire a la derecha en la intersección y siga
unos tres kilómetros hacia el noreste. Tome la bifurcación a la derecha y
siga unos trescientos metros...
Julia le escuchaba con pánico; se vio de pronto girando hacia la
derecha donde debía haber ido a la izquierda, y conduciendo por las
curvas interminables del extenso y desértico terreno hasta que se quedara
sin gasolina y se la comieran los lobos.
Su cara debía de ser un auténtico cuadro porque Cooper se detuvo.
—Mañana por la mañana estaré en la ciudad —dijo, y Julia creyó
haberle oído suspirar levemente—. ¿Podemos quedar en Carly's Diner
hacia las diez?
—Carly's Diner —dijo Julia totalmente aliviada y feliz de no tener que
adentrarse sola por aquellos parajes salvajes y solitarios, plagados de
lobos. Ocho kilómetros al oeste... bifurcación hacia el sur... trescientos
metros... ¡Aquello le sonaba a chino!—. A las diez en punto, perfecto.
—Está bien. —Inclinó la cabeza con gesto solemne—. Gracias.
—No hay de qué —dijo Julia con suavidad—. Es lo menos que puedo
hacer después de... —Movió una mano con torpeza, luchando por evitar
gesticular el momento en que le había lanzado la calabaza a la cabeza.
Cooper estaba ya junto a la puerta abierta. Seguía cayendo
aguanieve y la temperatura había caído. El vaho de su respiración le
coronaba la cabeza, lo que le hacía parecer un poco fantasmagórico. Sus
fuertes, inatractivas y marcadas facciones parecían esculpidas en piedra,
como si en lugar de un ser humano fuera una estatua. Sólo brillaban sus
ojos.
Por alguna extraña razón, Julia se encontró mirando fijamente esos
profundos ojos. Ya no le tenía miedo, nada, por muy amenazador que
pareciera. Parecía tan reservado, tan intocable... y, sin embargo, se había
comportado —con ella y con Fred— con total amabilidad. Esa amabilidad
no cuadraba con un hombre que pudiera hacer a su hijo tan infeliz.
Estaban tan cerca, y él era tan alto, que empezaba a dolerle el cuello
de tanto mirar hacia arriba. Fred no paraba de mover la cabeza de un lado
al otro, mirando a sus dos nuevos amigos.
Era como si la mantuviera en algún tipo de hechizo. Cuando Julia se
dio cuenta de que empezaba a inclinarse hacia delante, como si los ojos
de Cooper tiraran de ella, dio un paso hacia atrás y trató de poner en
orden las ideas.
—Rafael —dijo sin aliento. No conseguía apartar los ojos de los de él
—. Es un niño maravilloso. Estoy segura de que, con un poquito de ayuda,
las cosas se solucionarán por sí solas.
Estaba de pie, en medio de la puerta, y el preciado calor empezaba a
escaparse en la gélida noche. Cooper se giró y anduvo por el porche
desvencijado. El segundo escalón tenía una tabla suelta y crujió. Le

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

observó mientras se alejaba por el jardincillo. A mitad de camino se


detuvo y se volvió.
—Señorita Anderson...
—Sally —dijo.
—Sally, Rafael... —Cooper vaciló.
—¿Sí, Cooper? —Su voz era suave en la fría noche—. ¿Qué pasa con
Rafael?
—No es mi hijo —dijo Cooper. Se giró sobre los talones, se subió a la
camioneta y se marchó en la oscura y nevosa noche.

* * *
Cooper podría conducir los 43,8 kilómetros que había de Simpson a
Doble C con los ojos cerrados, maniatado y usando sólo los dedos de los
pies; menos mal, porque lo único que veía era el rostro de Sally Anderson
frente a él, y en lo único que pensaba era en la erección que tenía y que
dolía un huevo.
Seguía empalmado. A Cooper le preocupaba que su polla se hubiera
centrado en Sally Anderson y sólo la deseara a ella, a ella y a nadie más,
pues eso significaría que, teniendo en cuenta cómo se había comportado,
probablemente no volviera a echar un polvo en su vida. Había sido incapaz
de decir más de diez palabras seguidas, y había frotado su erección contra
ella cuando la sostuvo en sus brazos, después del susto que se llevó con
los chiquillos del «truco o trato».
Lo más probable es que pensara que era algún tipo raro que no podía
hablar con las mujeres pero al que le excitaba restregarse contra ellas.
Aun así, no podía culpar a su polla de tener un gusto excelente. Había
algo en Sally Anderson. Algo en la calidad de su piel, pálida y tan luminosa
que parecía brillar como si tuviera luz propia. O tal vez fueran esos ojos
azul turquesa, del color del mar. Fuera lo que fuera, no había podido
apartar los ojos de ella.
Cuando sonreía le salía un hoyuelito en la mejilla izquierda y, de
pronto, deseó haberle arrancado otra sonrisa, sólo para verlo. Pero ya no
sabía hacer reír a una mujer, si es que alguna vez supo. Podía bajar
haciendo rappel de un helicóptero suspendido en el aire, bucear a sesenta
metros de profundidad, disparar a una distancia de casi dos mil metros y
domar al caballo más salvaje, pero hacer reír a una mujer... era algo
completamente distinto.
Cooper sabía todo lo que había que saber acerca del entrenamiento
militar y sobre el ganado. Pero no tenía ni puñetera idea de cómo hacer
para llevarse a una mujer a la cama.

* * *
«No es mi hijo», esa misma noche, Julia repasaba sus palabras en la
cama mientras releía por tercera vez consecutiva el mismo párrafo.
¿Qué cojones significaba eso? ¿Que Rafael era el hijo de su mujer? De
ser así, «no es mi hijo» le parecía una forma muy cruel y fría de decirlo.
Pero Sam Cooper no le parecía cruel.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Está bien, no era el tipo más hablador del mundo; aunque Julia
presentía que se debía más a que no tenía habilidad para comunicarse, y
no a que no fuera lo suficientemente inteligente para hacerlo. Había leído
en algún sitio que los comandos, o las fuerzas especiales, o como se
llamaran, tenían que tener una inteligencia superior a la media, aunque
era muy probable que el encanto y la capacidad de parlotear no
estuvieran entre las cualidades requeridas para el trabajo.
Era cierto que Sam Cooper parecía amenazador pero, por alguna
razón, era incapaz de creer que fuera cruel.
Echó un vistazo a Fred, que estaba acurrucado en la vieja manta en
una esquina del salón y la miraba con sus ojos castaños. Cooper había
sido amable hasta con el chucho sarnoso que le había adoptado como
dueña. Un hombre que tratara con amabilidad a perros y mujeres
abandonadas no podía ser cruel con un niño pequeño tan encantador,
¿no?
Claro que, ¿ella qué iba a saber? Ya no estaba segura de nada. En el
último mes, su mundo entero se había vuelto completamente del revés.
Llevaba una vida perfectamente normal y satisfactoria hasta que,
¡pum!, su vida entera se había vuelto de pronto una de esas canciones de
música ranchera; una de esas lastimeras y quejicas. Julia empezó a
inventarse algunas estrofas, marcando el ritmo con el pie debajo de la
sábana.
«Perdí mi trabajo y perdí mi casa y perdí mi coche...», Fred alzó la
cabeza de pronto y empezó a morderse el hombro con rabia. «…Y mi
perro tiene pulgas», concluyó con desánimo.
Para rematar el asunto, por primera vez en la vida era incapaz de
ahuyentar la pena con la lectura. No disponía de la mejor panacea del
mundo: sumergirse en un buen libro. Lo única que se podía leer en
Simpson era el The Rupert Pioneer y un par de hojas de escándalos que
informaban de los cotilleos semanales, disponibles en el supermercado de
Loren Jensen. Así que Julia tenía que apañárselas con los pocos libros que
se había traído.
No había tenido más que diez escasos minutos en la librería del
aeropuerto de una de las muchas escalas que hizo para llegar a Boise, así
que había comprado prácticamente la estantería entera. Para su desazón,
entre ellos había cuatro libros que ya se había leído, uno sobre la historia
del comercio con Japón en el siglo XX y un diccionario español-inglés. El
resto eran las novelas que llevaba todo el mes leyéndose una y otra vez.
Julia se concentró por enésima vez en el libro que estaba leyéndose.
A lo mejor por eso no lograba concentrarse en el misterio del asesinato.
Esta vez estaba leyéndolo con su ojo crítico de editora. Habría sido un
buen libro para una buena editora. Habría sido un bueno libro para ella.
Era buena editora.
Antes.
¿Quién la habría reemplazado en Turner&Lowe? Cuando se fue, un
gigantesco conglomerado editorial alemán acababa de comprar la
empresa. Aún no se había enfriado el muerto y ya se hablaba de recorte
de personal; no era de extrañar que hubieran acogido con tanto
entusiasmo su petición de baja no remunerada por asuntos personales.
¿Le habría sustituido Dora? No, Dora tenía muy buen ojo editorial para las

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

novelas que no son de ficción. Hasta los hombres de negocios sin rostro
que había al otro lado del Atlántico preferirían que sus editores trabajaran
en las áreas de trabajo que conocían; era económicamente lógico.
A lo mejor Donny se había hecho cargo de los autores. Donny Moro
llevaba un tiempo siendo su asistente personal, y Julia había visto más de
una vez un brillo especulativo en sus ojos. Se habría lanzado a la mínima
posibilidad de quedarse con su puesto. Casi podía oír a ese mocoso pelota:
«Qué pena que Julia tuviera que marcharse justo ahora, cuando tenemos
tanto trabajo. ¿En qué estaría pensando? Da igual, estaré encantado de
tomarle el relevo».
¿Quién sabe qué se encontraría cuando volviera?
Si volvía.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, aunque era plenamente
consciente de que un par de lágrimas no cambiarían la situación. Ni un
poquito. Debería saberlo. Aquel último mes había llorado más que en su
vida, de miedo y de enfado por lo que le estaba pasando. Pero sus
problemas seguían estando ahí.
Julia se frotó los ojos y bostezó. Habían sido suficientes emociones por
un día: la llamada de Davis, el lanzamiento de Don Grande a la cabeza de
un SEAL, sus tuberías que amenazaban con reventar e inundar su casa, el
terror que sintió cuando pensó que uno de los hombres de Santana le
había encontrado, la inapropiada oleada de deseo por un soldado-ranchero
parco en palabras... el día había sido de lo más completo. Se le cerraban
los párpados. Hora de dormir.
Alargó la mano automáticamente hacia la alarma del reloj, pero se
detuvo; mañana era sábado, así que no necesitaba poner la alarma.
Y, además, ya había tenido suficientes sobresaltos.

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Capítulo 4

—¿Quieres otro café?


Julia alzó la vista del The Rupert Pioneer para ver el rostro sonriente y
expectante de la joven y hermosa camarera de la edad de Julia que
sostenía una jarra de café.
¿Debería tomar más café? A lo mejor no, teniendo en cuenta que el
hospital más cercano probablemente estuviera a miles de kilómetros de
distancia. El líquido ese era mortal.
—No, gracias. Con una taza me basta —dijo sonriendo.
Julia intentaba seguir con su rutina normal en la medida de lo posible,
lo que le hacía sentir que tenía algún tipo de control sobre su vida. Una de
sus costumbres más queridas era tomarse su tiempo después del trabajo
delante de una buena taza de café en su cafetería preferida, a ser posible
con una o dos amigas. Y ningún sábado lo sería sin su taza de café por la
mañana fuera de casa mientras leía el periódico.
De normal, ahora mismo estaría tomándose un café en The
Bookworm de State Street, con una nueva pila de libros a sus pies y
cotilleando cómodamente sobre sus compañeros de oficina con Jean y
Dora, mientras se tomaba un mochaccino. En lugar de ello, estaba leyendo
The Rupert Pioneer y tomando una taza de lodo tibio.
Pero, le gustara o no, su vida estaba ahí ahora, y se vio inmersa en la
vida de Simpson casi contra su voluntad. Se había leído The Pioneer de
cabo a rabo, incluyendo el relato sin aliento y con puntos y comas del
partido de baloncesto de la semana pasada del equipo local —que habían
perdido—, y los obituarios de personas de las que no había oído hablar en
su vida. «Una verdadera Devaux», pensó Julia con ironía.
Llevaba en la sangre la cualidad de hacer, de los sitios más
insospechados, su hogar. Su madre había sido hija de un diplomático y su
padre mocoso de la armada. El trabajo de su padre les había obligado a
trasladarse cada dos o tres años a un país distinto, y Julia había aprendido
la lección: te asientas y te las arreglas con lo que haya.
Estaba allí, en Simpson, en contra de su voluntad y amenazada de
muerte pero, le gustara o no, aquél era su hogar ahora.
—¿Seguro que no quieres más? —volvió a preguntar la joven
camarera con entusiasmo. Julia veía por qué la joven parecía querer
agradarle; era la única clienta del local.
—No, de verdad. De todas formas, muchas gracias.
La joven hizo una mueca, dejó la jarra en la mesa rota de linóleo y se
sentó enfrente de Julia.
—No te culpo, la verdad —dijo suspirando—. Es espantoso, ¿verdad?
La sonrisa de Julia desapareció. Era absolutamente imposible decir
nada agradable acerca del café sin mentir descaradamente.
—Mmm, bueno... —dijo, tratando de no contestar.
—No pasa nada —dijo alegremente la joven—. Sé que es espantoso.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Debe de ser una tradición familiar; el café de mi madre también era


espantoso. Mi madre era Carly. La de Carly's Diner. —Su expresión era
abierta y sus ojos azul pálido, color que Julia empezaba a llamar el «azul
de Simpson», brillaban con interés. Apoyó la barbilla en el dorso de la
mano y se echó hacia delante—. Eres Sally Anderson, ¿verdad? ¿La nueva
profesora de primaria?
—Sí —dijo Julia suspirando. Odiaba mentir a una mujer de rostro tan
dulce—. Me mudé aquí hace un mes.
—Ya lo sé —respondió, apartando un mechón de brillante pelo color
caramelo—. Te he visto por aquí un par de veces. Quería haberme
presentado pero... no sé. —Se encogió de hombros, avergonzada—.
Supongo que hace tanto tiempo que no conozco a nadie que no haya
conocido de toda la vida que no sé cómo empezar una conversación.
Como casi todo el mundo por aquí. A veces pienso que somos dinosaurios,
extinguidos, pero no nos hemos dado cuenta porque vivimos perdidos del
mundo.
Se parecía tanto a la idea que tenía Julia de Simpson que se sintió
avergonzada.
—Hombre... —empezó Julia. Se había mentido tantas veces al
respecto que ya casi le parecía real—. Supongo que Simpson no está tan
mal, quiero decir en comparación con otros sitios, eehh...
—Alice —dijo la joven con alegría y alargó una mano con tanta
rapidez que a punto estuvo de tirar el café. Julia agarró la taza de café con
la mano izquierda mientras con la derecha estrechaba la de Alice—. Alice
Pedersen. Encantada de conocerte. No suelo tener oportunidad de conocer
a gente nueva, especialmente a nadie de mi edad. Esto es genial, es
genial. Me alegro mucho de que hayas venido. ¿Estás casada?
Julia estaba haciendo un esfuerzo por darle otro sorbo al café y casi
se atraganta.
—¿Cómo dices?
—No debía haberlo preguntado tan directamente, ¿verdad? —dijo
Alice desanimada—. Se me había olvidado. Como he dicho antes, no estoy
acostumbrada a tratar con extranjeros y, además, últimamente he pasado
demasiado tiempo con mi hermano pequeño. Tiene diecisiete años y da
bastante trabajo, la verdad. Le quiero, y lo ha pasado muy mal desde la
muerte de mamá, por eso le perdono que sea tan pesado, pero no es la
mejor de las compañías, créeme. ¿Has estado casada alguna vez?
El rostro de Alice era como un libro abierto y Julia pudo ver en sus
azules ojos que no la movía más que la curiosidad amistosa. Ahogó un
suspiro.
—No, Alice. No estoy casada ni lo he estado nunca. Ni siquiera he
estado prometida nunca. —«Y un romance no entra dentro de mis
planes», pensó. Una imagen de Sam Cooper y sus fabulosos muslos le
atravesó la cabeza. «Aunque la lujuria puede que sí», se corrigió.
—Qué raro. —Alice parpadeó—. ¿Cómo es posible? Eres fabuloooosa.
Y pareces... no sé... una chica de ciudad.
Julia dejó la taza en la mesa.
—Eehh... gracias. Creo. —Trató de cambiar de tema—: Alice
Pedersen. Pedersen. ¿No tendrás algo que ver con el sheriff?
—Sí. Es mi padre. He oído que tú y el viejo Coop le montasteis un

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

buen numerito ayer. Seguía riéndose cuando llegó a casa. Te debo una por
eso, de verdad, hacía mucho tiempo que no le oía reírse.
Julia apretó los dientes.
—Vaya, me alegra saber que se divirtió; aunque la verdad es que me
asusté bastante.
—¿Por Coop? —Los ojos azules de Alice se agrandaron—. Pero si Coop
es el tío más simpático del mundo. Le conozco de toda la vida y no
mataría a una mosca. —Se quedó pensando unos minutos—. Bueno, al
menos no a un americano y menos aún a una mujer. Ni siquiera cuando
Melissa... —Alice se interrumpió y alzó la vista, sonriendo—: Hola, Coop —
dijo.
Julia giró la cabeza de golpe para encontrarse con que,
efectivamente, ahí estaba Sam Cooper, alto y grande como la vida misma.
Seguía vestido de negro, y seguía pareciendo tan oscuro y amenazador.
¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Esperaba que no creyera que había ido
preguntando por él, tratando de recabar más información.
—Alice —dijo, y luego asintió hacia Julia—: Sally.
Julia se llevó una mano al estómago; la voz de Sam Cooper era tan
oscura y profunda que parecía resonar en su diafragma.
O eso, o iba a echar el café.
Cooper alargó la mano y apretó con suavidad el hombro de Alice.
—¿Qué tal te va, Alice? —Julia se sorprendió de lo amable que parecía
su voz—. ¿Qué tal va la cafetería? —Cooper se sentó junto a Julia, que se
escabulló y se puso junto a la ventana. La amplia espalda del vaquero
ocupada dos tercios del asiento.
Los ojos de Alice brillaron por las lágrimas.
—No lo sé, Coop. No consigo hacerme con ello. —Se puso en pie para
llevarle una taza y le sirvió un poco de café, frotándose los ojos
clandestinamente. Julia vio que la taza de Coop también estaba
desconchada, sólo que la de él lo estaba a la derecha del asa y la suya a la
izquierda. «Qué monada, —pensó—, nuestras tazas son a juego».
Alice volvió a sentarse y soltó un suspiro.
—Me pregunto si estoy haciendo lo correcto. —Movió una mano por la
cafetería, rodeando las mugrientas y lúgubres paredes y el mostrador de
linóleo. Aparte de ellos tres, no había nadie más en la cafetería—. A lo
mejor debería venderlo, aunque dudo mucho que nadie lo comprara.
Cooper bebió un sorbo de café e hizo una mueca.
—Bueno, al menos mantienes las tradiciones. Carly hacía un café
horrible y tú también. Me alegra saber que hay cosas que no cambian;
además, la compañía sigue siendo buena... eso compensa lo del café. —
Torció la boca en una sonrisa.
Julia se quedó perpleja. ¿Sam Cooper? ¿Gastando una broma? ¿Y
sonriendo? Y además, pensó distraídamente, tenía una sonrisa
encantadora. Menos mal que no la mostraba tan a menudo. Le ablandaba
los rasgos y le hacía parecer mucho más humano, mucho más cercano. A
la luz del día vio que sus ojos no eran negros como el azabache, sino de
un marrón muy oscuro. La sonrió a ella también y Julia contuvo el aliento.
«Oh-oh», pensó.
Cooper se volvió hacia Alice y Julia pudo volver a respirar. Dentro.
Fuera. Dentro. Fuera. No era tan difícil cuando le pillabas el tranquillo.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—¿Qué tal Matt? —preguntó.


Alice miró por la ventana y se mordió el labio.
—No tan bien, Coop —confesó—. No se centra en los estudios y
responde a papá constantemente. A mí también, pero no es lo mismo. Se
pasa el día en su cuarto, escuchando música rap y machacando el
ordenador. Está empezando a hacer pellas. Está muy dolido.
—Dale alguna responsabilidad.
—¿Qué? —Giró la cabeza y se lo quedó mirando fijamente.
Cooper rodeó la taza con las manos.
—Dale un par de tareas aquí, en la cafetería. Págale si hace falta,
pero mantenle ocupado y pídele consejo de vez en cuando. Involúcrale en
lo que estás haciendo.
—Oh, Coop —gimió Alice—. No sé qué estoy haciendo. ¿En qué estaba
pensando? Quiero decir que apenas daba dinero cuando mamá vivía, y ya
sabes lo famosa que era mamá. La gente se pasaba a tomar una taza de
café y un trozo de tarta sólo para saludarla. Pero ahora ya nadie se pasa. Y
no les culpo; vamos, ¡mira este sitio! —Alice movió la mano y Julia y
Cooper miraron a su alrededor obedientemente.
«No me extraña que no haya un alma en Carly's Diner», pensó Julia.
Aunque fuera el único sitio en un radio de sesenta kilómetros en el que
tomarse una copa o algo de comer, tenías que estar muerto de hambre, o
completamente desesperado, para arriesgarte a comer algo allí, en vista
del café que hacían. Probablemente saldrías mejor parado si te compraras
una barrita de chocolate y un par de manzanas en el supermercado de
Jensen. Las paredes estaban sucias y la única decoración eran un par de
calendarios de años anteriores y un retrato familiar con una versión más
joven, feliz y delgada del sheriff, una adorable mujer de mediana edad y
con la sonrisa de Alice, una Alice adolescente y un chiquillo desdentado y
de cara dulce.
En el mostrador había una tarta de manzana con aspecto pasado,
bajo un plato de cristal salpicado de agua. La pizarra que había en la
pared opuesta anunciaba hamburguesas a cuatro dólares y un menú
especial barra libre a doce dólares. Julia se estremeció sólo con pensarlo.
La cafetería entera pedía a gritos un decorador de interiores, aunque
tampoco le sorprendía. El pueblo entero pedía a gritos un decorador de
exteriores.
Había que hacer algo al respecto. Así que Julia hizo lo que cualquier
mujer madura y compasiva habría hecho en su lugar: se encorvó y miró a
su alrededor con gesto furtivo.
—Oh, no lo sé —cacareó con su mejor imitación de Igor—. No está tan
mal. Un poco de pintura, unos cuantos cojines... —Volvió a cacarear y
esperó a que se rieran, pero no obtuvo más que un largo y embarazoso
silencio.
Alice la miraba como sí se hubiera vuelto completamente loca.
Cooper la miraba con la misma impavidez de siempre.
—Eso es de El jovencito Frankestein, ¿verdad? —preguntó por fin y,
volviéndose hacia Alice—: Eres demasiado joven para acordarte. Es una
película antigua de Gene Wilder. De hecho —volvió a girarse hacia Julia
con gesto de perplejidad—: eres demasiado joven para acordarte.
—No —respondió, estirándose con un suspiro—. Por regla general sólo

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

veo películas que tengan por lo menos veinte años. Me ahorra un montón
de problemas. Si después de veinte años se sigue considerando buena, es
que es verdaderamente buena. Aunque la vestimenta y los peinados
suelen ser un poco raros, y te encuentras con gente hablando por
teléfonos móviles del tamaño de un ladrillo.
Cooper se había quedado mirando la taza, y ella hizo lo mismo,
confiando en encontrar ahí la respuesta a los problemas de Alice. Pero en
la taza no había más que un líquido turbio y nocivo. Clavó los ojos en el
fondo de la taza y, de pronto, se le ocurrió.
—Té. —Julia se sorprendió de oírse hablar.
Alice alzó la cabeza.
—¿Té?
—Té —dijo Julia con convencimiento—. Tienes que ofrecerles té a los
clientes. Té negro y... infusiones de hierbas.
—¿Infusiones de hierbas? —Alice parecía perdida.
—Sí. —Julia miró a Cooper y se encontró con que la miraba fijamente
con sus marrones y opacos ojos. Era imposible saber qué pensaba—.
Mucha gente bebe té, ¿o no, Cooper? —Se sintió osada y le dio un
golpecito por debajo de la mesa en el tobillo con el pie.
—Claro. —El rostro de Cooper no dejaba entrever nada pero, de
nuevo, a Julia le dio la sensación de que sonreía. Brevemente—. Todo el
tiempo.
Estaba mintiendo, claro, pero Julia le habría dado un beso por ello. Se
calentó con pensar en besar a Cooper.
—¿Coop? ¿De verdad? —Alice no parecía muy convencida.
Cooper asintió pesadamente con la cabeza y Alice dejó de fruncir el
ceño. Estaba claro que, para Alice, lo que Cooper dijera iba a misa.
—He visto que tenéis una planta de menta ahí fuera. —Julia de pronto
revivió los calurosos días del verano en Marruecos y el té de menta fresca
—. Deja secar las hojas y haz una infusión con ellas. Puedes hacer
infusiones aromáticas prácticamente con cualquier cosa... romero,
escaramujo, verbena, sasafrás, salvia... La lista es interminable. Luego
puedes añadir cosas como canela o piel de limón al té negro, para darle
sabor. Tengo una receta maravillosa para el té de vainilla; no sabes lo bien
que sabe.
—Espera. —Alice sacó un bloc de notas y un lápiz del bolsillo del
delantal y empezó a escribir como loca—. Canela, piel de limón, vainilla. —
Sacudió la cabeza—. Ey, ¿quien sabe? Puede funcionar. Además, ¿qué
podemos perder? —Vio que Cooper se ponía en pie—. ¿Qué te parece,
Coop?
—Puede que funcione —respondió, dejando unas monedas encima de
la mesa—. ¿Por qué no lo intentas? —Y le tendió una mano a Julia para
ayudarle a levantarse—. Deberíamos irnos —le dijo.
Alice los miró boquiabierta, primero a Cooper y luego a Julia, para
volver a Cooper. Se veía claramente lo que pensaba.
—Ah —dijo, respirando interminablemente—. ¡Ah!
Julia iba a empezar a negar lo que fuera que estuviera pensando
Alice, pero Cooper le agarró fuertemente del codo y empezó a caminar
hacia la puerta. Julia sólo tenía dos opciones: o se iba con él, o le regalaba
el brazo.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Te daré las recetas después —se apresuró a decirle a Alice por
encima del hombro.
Justo entonces se abrió la puerta y apareció un adolescente. Llevaba
la parte inferior de la cabeza rapada al cero y la parte superior recogida en
una coleta rubia que le llegaba hasta los hombros. Tenía un pendiente en
una de las orejas, otro en la nariz y otro en la ceja. Llevaba una andrajosa
cazadora vaquera, sin nada debajo pese al frío helador, unos pantalones
vaqueros rotos en las rodillas y botas negras con suficientes clavos y
chinchetas como para remachar el tejado entero de un estadio de fútbol.
El joven se detuvo y observó pasar a Julia y a Cooper.
—Ey, hermanita —dijo lo suficientemente alto como para que le
oyeran—, ¿quién es esa monada?
Julia hizo una mueca. Matt Pedersen era un auténtico quebradero de
cabeza.
Fuera se había levantado un viento helador. Julia se detuvo en medio
de la desértica calle y se abrazó con fuerza, frotándose los brazos. El día
se presentaba mucho más frío de lo que pensó al principio, y la chaquetilla
que llevaba no le servía de nada contra ese viento. Se sintió perdida y
muerta de frío.
«¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó de pronto.
La ansiedad y la depresión la dejaron casi paralizada. Allí estaba, a
punto de ir a un rancho aislado con un hombre al que apenas conocía...
por mucho que le atrajeran sus muslos... para hablar de los problemas
psicológicos de un chiquillo, algo para lo que no estaba preparada. Y todo
ello con el estómago vacío. ¿Qué estaba haciendo?
«Huir de un asesino, eso es lo que hago».
Julia volvió a estremecerse y casi pega un brinco cuando alguien le
puso algo pesado y cálido sobre los hombros. Era la cazadora negra de
cuero de Cooper, que le llegaba hasta las rodillas. Dejó el maletín que
llevaba en el suelo y metió las manos en las mangas, saboreando por un
momento lo calentito que estaba. Alzó la vista. Muy, muy alto.
—Gracias. —Trató de sonreír, pero le castañeaban los dientes—. No
pensé que fuera a hacer tanto frío. Pero, ¿y tú? —Agitó torpemente la
manga de la cazadora, de la que sólo sobresalían los dedos.
—No tengo frío —soltó. Probablemente estuviera mintiendo, pero Julia
no pensaba renunciar a la chaqueta calientita—. ¿Dónde tienes el coche?
Julia se quedó paralizada y trató de sofocar la incipiente oleada de
pánico.
—¿Mi... mi coche?
¿Quería que condujera hasta allí? Su mente se vio invadida por los
recuerdos de su accidentado viaje a Rupert. Nunca había sido una
conductora demasiado buena y la mera idea de ponerse detrás del volante
y conducir por aquellos parajes inhóspitos le ponía los pelos de punta,
pese a que sabía que él iría delante.
Además, cuando terminaran de hablar de Rafael, tendría que conducir
de vuelta a casa. Sola.
Claro que no podía demostrarle lo mucho que le horrorizaba la idea si
no quería que la considerara una extraterrestre. En Simpson, los niños
aprendían a conducir casi antes que a andar. Tampoco había otra opción
en esas tierras enormes y desiertas. Julia deseó una vez más volver a la

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

ciudad. A cualquier ciudad. Con tranvías y metros, y autobuses y taxis. Y


gente. Y no estas interminables extensiones de vacío.
Julia trató de sonreír y se lamió los labios resecos.
—He... he dejado el coche detrás de casa. Si me esperas medio
minuto voy a buscarlo... —Se detuvo súbitamente al ver que le agarraba
del brazo.
—Sólo quería saber dónde estaba —dijo Cooper—. Tengo que volver
al pueblo después —comentó, aunque Julia estaba segura de que volvía a
mentirle—, así que puedo traerte de vuelta. —Se agachó para recoger el
maletín del suelo y echó a andar.
Julia se lo quedó mirando unos segundos antes de correr para
alcanzarle, llena de alivio.

* * *
—Eeh, ¿qué tal está Rafael? —preguntó, más por oír el sonido de una
voz humana que por saber la respuesta.
—Bien —contestó Cooper. Era la tercera palabra que decía en veinte
minutos. Las otras dos habían sido «sí» y «no», como respuesta a dos
preguntas directas. Julia se dio por vencida y se puso a contemplar el
paisaje. O eso, o se ponía a mirar a Cooper y, para su asombro, se
encontró con que le inquietaba mirar a Cooper, así que trató de apartar los
ojos de él.
Era un conductor fabuloso.
Julia admiraba de verdad a los buenos conductores, en parte por lo
mala conductora que era ella. Daba igual los esfuerzos que hiciera por
concentrarse, pasados unos cinco minutos siempre encontraba algo
mucho más interesante en lo que pensar que no tenía nada que ver con
los semáforos en verde o rojo o quién debía cederle el paso a quién. Pero
Cooper estaba concentrado y relajado, y cambiaba de marchas como si
tocara un instrumento musical. «El Beethoven de las Camionetas», pensó
con ironía.
Tal vez no fuera muy hablador, pero era un auténtico as al volante.
No era normal que Julia apreciara si un tío conducía bien o no, o que
tuviera manos fuertes o piernas largas. Aunque era perfectamente
consciente del hombre alto, oscuro y silencioso —aunque no atractivo—
que iba sentado al lado suyo y, por mucho que lo intentara, no conseguía
saber por qué.
Claramente, no podía ser por que tuviera una conversación
maravillosa, que era lo que normalmente le atraían de los hombres. Hasta
ahora habría jurado que tenía todas las hormonas sexuales en la cabeza.
Los tres líos que había tenido habían empezado porque descubrió que
compartía los mismos gustos literarios del hombre en cuestión, o porque
tenía alguna razón interesante para no hacerlo, o porque se trataba de un
conversador ingenioso o le hacía reír.
Nunca porque sus largas y fuertes manos, que tenían una ligera
película de pelo negro en el dorso, descansaran con facilidad y elegancia
en el volante, ni porque los músculos de su antebrazo se movieran de
manera fascinante cada vez que cambiaba de marcha, o porque cuando
pisaba el embrague se le marcaran los músculos que iban desde la rodilla

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

hasta la ingle... Julia apartó la cabeza rápidamente y se quedó mirando sin


ver por la ventana.
Decididamente, le pasaba algo. El estrés le estaba volviendo loca; o
eso, o el silencio era lo que le volvía loca. No estaba acostumbrada al
silencio. Puede que si hablara con él se rompiera el extraño hechizo bajo
el que estaba.
—¿Queda mucho?
Cooper la miró brevemente.
—Ya estamos.
Julia le miró fijamente.
—¿Ah, sí? —Observó a su alrededor. No veía nada que no fuera lo que
llevaba viendo desde hacía media hora: árboles, hierba, árboles, hierba y
más árboles.
—Hace unos diez minutos que estamos dentro de Doble C —dijo
Cooper. Cierto, ahora que lo mencionaba podía ver vallas perfectamente
ordenadas, paralelas a la carretera y que, a lo lejos, colindaban con una
cadena de colinas. Las vallas delimitaban un terreno exactamente igual al
que llevaban media hora atravesando. Julia era incapaz de ver la
diferencia entre la parte vallada y la parte sin vallas.
—¡Ey! —dijo de pronto, apretando la nariz con emoción contra la
ventanilla de la camioneta—. ¡Caballos! —Se volvió hacia Cooper con
imágenes románticas rondándole la cabeza—. ¿Crees que son mustang3?
—No —dijo Cooper, reduciendo la marcha del vehículo—. Son míos.
—Ah. —Julia observó a los maravillosos animales. Había al menos
cuarenta de ellos trotando con gracia en un prado, y sintió una extraña
punzada de decepción—. Supongo que los mustang sólo existen en las
películas.
—De hecho —dijo Cooper, girando por un amplio camino de piedra—,
se encuentran sobre todo en Nevada y Nuevo Méjico. Hemos llegado.
Había tanto que ver, y todo ello extraño para ella, que Julia tardó unos
minutos en decidir qué le parecía. La valla aquí era blanca y encerraba
unos edificios grandes y recién pintados, así como áreas circulares llenas
de arena. Julia había leído suficientes novelas de Dick Francis como para
reconocer los establos y los picaderos. ¿O en el Oeste se les llamaba
corrales?
Había diez o doce hombres trabajando laboriosamente; unos cuantos
rastrillaban el suelo, varios de ellos llevaban a los caballos de lo que
parecía una sola rienda larga y otros pocos montaban a caballo. Daba la
impresión de ser un negocio próspero y ajetreado.
Cooper aminoró la velocidad de la furgoneta y se acercaron a lo que
Julia en un principio pensó que era una formación geológica. Hasta que
volvió a mirarlo. No conocía ninguna formación geológica rectangular y
hecha de madera.
—¿Qué es eso? —preguntó, agitando la mano hacia la... cosa a la que
se acercaban.
—La casa. —Cooper giró y detuvo la camioneta bajo un cobertizo
grande como un edificio. La casa misma debía de haber sido diseñada por
la NASA. Julia se preguntó si sería uno de esos edificios con clima propio.
—¿Y quién construyó la casa? —Apartó la vista del gigantesco edificio
3
Los mustang son los caballos salvajes (en realidad, cimarrones) de Norteamérica.

- 56 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

y miró a Cooper—. ¿Dios?


—Mi tatarabuelo. —Rodeó la camioneta y se acercó a abrirle la puerta
a Julia, a la que agarró del codo hasta que estuvo a salvo, en el suelo de
cemento del cobertizo de coches.
Julia le sonrió.
—Debió de tirar todo un bosque para construirlo.
—A mi abuelo le gustaba tener espacio suficiente para moverse. —
Sus ojos eran oscuros e indescifrables.
—Y que lo digas. Seguro que se ve desde el espacio, como la Gran
Muralla China.
Julia salió del cobertizo un segundo y miró a su alrededor. Desde
donde estaba tenía que mover la cabeza para abarcar el edificio entero
con la vista, pues era mayor que su campo de visión.
—Menos mal que lo construyó antes de que la Agencia de Protección
Ambiental se estableciera, porque le habrían detenido por destruir un
ecosistema entero. ¿Para qué necesitaba tanto espacio?
Cooper se encogió de hombros.
—Cuando mi tatarabuelo emigró de Irlanda, siendo un niño, era pobre
como una rata. Juró que fundaría una dinastía cuando hiciera su fortuna.
Era el último de doce hermanos y quería tener doce hijos que, a su vez,
tuvieran doce hijos cada cual. Y quería que todos ellos vivieran bajo el
mismo techo.
—Eso haría 144 personas de la generación de tu abuelo —dijo Julia,
tratando de hacer los cálculos mentalmente—. Y de la tuya seríais,
seríais...
—Veinte mil setecientos treinta y seis.
—Vaya... —Julia observó la casa considerándolo—. A lo mejor algunos
de los primos lejanos deberían alojarse en un hotel. Menos mal que se
inventó el control de natalidad antes de eso. ¿Entonces, cuántos Coopers
viven aquí ahora mismo?
—Sólo yo —dijo Cooper.
—¿Sólo tú?
Vio que ahogaba un suspiro.
—Sí.
—¿Ni siquiera hay un primo o dos perdidos en algún lugar de la casa?
—Nop. —Cooper cambió el peso de un pie al otro. Debía de ser el
lenguaje corporal de los vaqueros para expresar vergüenza—. Mi
tatarabuelo tuvo un único hijo varón, mi bisabuelo tuvo un único hijo
varón, mi abuelo tuvo un sólo hijo varón y mi padre...
—Espera —dijo Julia—. Déjame adivinarlo: tuvo un sólo hijo varón. Tú.
—Bingo. —Puso la mano en el codo de ella—. Vamos.
Entraron en una cocina que era exactamente igual de grande que el
salón de baile de la versión de Errol Flynn de Robin Hood.
Era el ejemplo perfecto del dicho aquel de «si vale la pena hacer algo,
mejor hacerlo doble». Había dos chimeneas lo suficientemente grandes
como para asar dos bueyes enteros y dos hornos en los que se podían
asar niños enteros. Una mesa de caballete lo suficientemente larga como
para patinar sobre ella atravesaba la cocina entera. Julia apenas tuvo
tiempo de abarcarla entera con la mirada, porque Cooper había vuelto a
agarrarla fuertemente del brazo y parecía querer llevarla por toda la casa,

- 57 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

por pasillos interminables, rancios y oscuros desde los que divisó varias
habitaciones grandes, rancias y oscuras. Tras un par de kilómetros,
Cooper se detuvo por fin para abrir una enorme puerta de roble y le puso
una mano en la espalda.
Julia echó un vistazo a la puerta y entró con paso vacilante, sin saber
muy bien qué habría dentro.
Al igual que Carly's Diner, a la habitación no le habrían venido nada
mal los consejos de un decorador de interiores. Los muebles eran
gigantescos y oscuros, y estaban ordenados pegados a las paredes, de
forma que en el centro quedaba un espacio vacío sin nada. A lo mejor en
las noches de verano Cooper se dedicaba a dar conciertos ahí, o algo así.
Cuando los ojos de Julia se acostumbraron a la penumbra, se relajó.
Cooper era lector.
En aquel preciso instante, le perdonó sus problemas para
comunicarse y sus muslos y brazos que le hacían perder la cordura.
Cooper era de su misma tribu; la de los lectores.
Había libros por todas partes, en todas las superficies disponibles, e
incluso alineados en las estanterías. Libros de verdad, para leer, no de
decoración. Las manos de Julia se morían por acercarse y mirar las
cubiertas, tal vez incluso por frotar la cara contra unos cuantos e inhalar el
olor. Pero entonces tal vez se echara a llorar y anegara todos los libros de
Cooper, así que se abstuvo.
La única fuente de calor era el fuego que prendía en una chimenea
gigantesca, entorno a la cual había agrupadas unas cuantas sillas macizas
de roble. Julia distinguió la silueta de un hombre y un niño pequeño. El
hombre tenía el pelo oscuro e iba vestido de negro, como Cooper. Julia se
preguntó si se habría perdido la moda del vaquero ninja.
—¡Señorita Anderson! —Rafael saltó de su asiento y fue corriendo
hacia ella. Alzó su ansiosa carita—. ¿Por qué está aquí, señorita Anderson?
No he hecho nada malo, ¿verdad?
—No, cariño —dijo Julia suavemente, alborotándole el pelo—. Claro
que no has hecho nada malo. Sólo he venido a visitaros y a decirle a tu
padre lo buenísimo que eres. —Parte de la ansiedad de Rafael
desapareció, aunque Julia aún percibía tensión en su rostro.
Cooper volvió a tomarla del brazo y se acercaron a la chimenea.
—Sally Anderson, permíteme presentarte a Bernaldo Martínez, el
padre de Rafael y mi capataz.
El hombre, que no dio muestras de haberle oído hablar, siguió
hundido en la silla con la cabeza entre las manos.
—Bernie... —La profunda voz de Cooper se convirtió en un gruñido
amenazador.
Poco a poco, Bernaldo Martínez giró la cabeza; se puso en pie como si
tuviera mil años.
Julia hizo una mueca de dolor al verle los ojos, del color de los muchos
semáforos que se había saltado en sus despistes al volante. Se preguntó si
dolería verlo todo a través de unos ojos tan rojos.
Estaba demacrado y una barba de varios días asomaba a su delgado
y atractivo rostro. No era la típica barba cuidada y conseguida con el
esmero de la cuchilla de afeitar, sino una auténtica barba de varios días,
de la que sólo se consigue no afeitándose durante varios días.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Probablemente el mismo número de días que no había dormido.


—Bernie... —El tono de voz de Cooper era más bajo y amenazante
que antes, si cabe.
Martínez se pasó una mano por el oscuro pelo y asintió hacia Julia.
—Señorita Anderson. —Tenía la voz rasposa y áspera.
—Señor Martínez. —Julia inclinó la cabeza.
—Oye, chaval. —Cooper se agachó hasta ponerse a la altura de
Rafael. Su voz volvía a ser amable—. Estrella del Sur dio a luz ayer por la
noche. ¿Por qué no le pides a Sandy que te lleve a ver al potrillo?
—¿Un potrillo? —El rostro de Rafael se iluminó de alegría y la tensión
desapareció en un instante—. ¡Yupiiiiii! —gritó, dando un puñetazo al aire.
Recordando sus modales, murmuró un rápido adiós en dirección a Julia y
salió corriendo por la puerta.
Bernie Martínez giró despacio la cabeza hacia Cooper; era como si le
doliera hacerlo.
—¿Qué ha sido? ¿Una potranca?
Cooper se puso en pie de nuevo y miró a Martínez fijamente.
—Potro.
—Un potro —dijo Martínez, soltando una amarga carcajada—, Debería
haberlo supuesto; ni siquiera las yeguas quieren estar aquí. La Maldición
de los Cooper vuelve a la carga...
—Ya basta, Bernie. —La voz de Cooper era fría y profunda. Julia se
estremeció; no le gustaría que usara ese tono de voz con ella. La
mantendría callada durante un siglo entero por lo menos.
Pero Martínez no parecía demasiado impresionado.
—Apuesto a que si no nos hubiéramos trasladado aquí, mi Carmelita
no se habría ido. Apuesto a que...
—¡He dicho que ya basta! —La voz de Cooper era, si cabe, más
profunda y fría. Se acercó a Martínez con las manazas apretadas en
puños. Martínez alzó la barbilla en tono desafiante, retando a Cooper a
que le golpeara.
El aire olía fuerte y a almizcle. Julia se preguntó si se debería a todos
esos libros o a la testosterona que aquellos dos hombres estaban
soltando. Tenía que hacer algo, y rápido. Martínez no parecía muy capaz
de sobrevivir la resaca del día siguiente, por no mencionar un par de
asaltos con Cooper. Julia volvió a mirar las gigantescas manos de Cooper,
que ahora formaban dos puños. Probablemente no demasiados hombres
sobrevivirían a un par de asaltos con Cooper.
—Bueno —dijo Julia, y se frotó las manos—. Bueno, pues aquí
estamos. —Ninguno de los dos mostraba ninguna reacción, así que intentó
sonreír enseñando un par de dientes.
Nada.
Se quedaron allí, de pie, mirándose el uno al otro con el ceño
fruncido, como si Julia no existiera.
Se dio por vencida. A lo mejor, después de todo, un par de asaltos no
les vinieran nada mal.
—Ehh, ¿Cooper? —Julia reprimió el impulso de tirarle de la manga
para que le prestara un poco de atención. Pero no fue necesario; esos
oscuros y feroces ojos volvieron a centrarse en ella. Julia se estremeció de
nuevo, aunque esta vez no fue de miedo—. Me he... —Julia se lamió los

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

labios resecos—... Me he dejado el maletín en la camioneta y tenía


algunos trabajos de Rafael que quería enseñarle al señor Martínez. No... —
Alzó una mano al ver que Cooper se movía hacia ella—. Voy yo a
buscarlos, pero repíteme cómo hago para volver a la cocina. O dibújame
un mapa.
El tono de voz de Cooper volvió a ser amable.
—Gira a la derecha nada más salir y después, siete puertas más allá,
gira a la izquierda y sigue el pasillo hasta el final. Llegarás a la despensa y
de ahí a la cocina.
A Julia le estaba costando trabajo concentrarse con su penetrante
mirada. El campo de fuerza se había vuelto a poner en marcha.
—Siete puertas, izquierda, despensa, cocina —dijo—. Lo tengo.
Se giró y nada más salir por la puerta miró con horror el interminable
y gigantesco pasillo.
Tal vez debería de haber dejado un rastro de migas de pan.

* * *
En cuanto la puerta se cerró detrás de Julia, Bernie cayó rendido
sobre la silla y se frotó la cara entre las manos. Se quedó mirando
fijamente el fuego durante un buen rato, mientras Cooper se limitaba a
observarle.
—Se ha ido, Coop —dijo al final—. Se ha ido para siempre.
—Sí —Cooper se sentía incómodo; aquel no era su campo, no sabía
cómo consolar a un tipo al que su mujer había engañado.
Bernie parecía estar pasando por un infierno. Cooper sintió una
punzada de pena por su mejor amigo. La marcha de Carmelita había
dejado un auténtico vacío en la vida de Bernie. Por unos instantes, Cooper
casi envidió a Bernie la intensidad de sus sentimientos. Cuando Melissa se
marchó por fin, Cooper se había sentido aliviado.
Bernie estaba verdaderamente dolido; aunque eso no era excusa
para comportarse como lo había hecho con Sally Anderson.
—Escucha, Bernie —dijo Cooper—, Sé cómo te sientes, pero tienes
que recomponerte. Al fin y al cabo, la señorita Anderson...
—Olvídalo —dijo Bernie—. No tienes ninguna posibilidad con ella.
Acabarás perdiéndola de todas formas. Todas las mujeres que entran aquí
se acaban marchando. —Alzó los rojizos ojos hacia Cooper—. Deberías
haberme hablado de la maldición, Coop. ¿Cómo iba yo a saber que
ninguna mujer se queda demasiado tiempo en las tierras de los Cooper?
—Eso no es más que una leyenda estúpida. —Cooper apretó los
dientes—. Me sorprende que te hayas parado a considerarlo siquiera una
posibilidad.
—¿Considerarlo? ¡Que te jodan, he perdido a mi mujer por culpa de
eso! —gritó Bernie antes de hacer una mueca de dolor y alzar la cabeza.
—No has perdido a tu mujer porque estuviera en las tierras de los
Cooper —dijo Cooper razonablemente—. La has perdido porque... porque...
—Cooper se detuvo. No sabía por qué se había ido Carmelita. ¿Quién sabía
por qué hacían las cosas las mujeres?
—Porque estamos en las tierras de los Cooper —concluyó Bernie.
—¡Que no, joder!

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Vale, entonces, ¿cómo es que Melissa se fue? —La voz de Bernie


era hostil—. Respóndeme a eso, venga.
—Porque... porque...
—Porque estabais viviendo aquí. —Bernie asintió con gesto de
sabiduría, como si acabara de resolver algún teorema matemático
imposible.
—¡Porque no quería seguir viviendo conmigo! —Cooper alzó las
manos exasperado—. Y ya basta. No tiene nada que ver con el rancho.
—¿Y por qué se marchó tu madre? —preguntó Bernie.
—No se fue. —Bernie estaba dolido, y Cooper le perdonaba lo que
dijera. Pero todo tenía un límite—. Murió.
—Es lo mismo. —Bernie apretó la mandíbula con tozudez—. ¿Y tu
bisabuela? ¿No huyó con el tipo de la máquina de coser Singer? ¿Y tu
abuela? Un niño y fuera.
—Bernie... —gruñó Cooper.
—¿Y las yeguas que nos traen para cubrir? ¿Eh? ¿Qué me dices de
eso? Tienes una proporción de 70 caballos y 30 yeguas. Es algo
estadísticamente imposible.
—Casualidad.
—¿Casualidad? De acuerdo, ¿y qué me dices de la perra collie que
tuvo seis cachorros, todos ellos machos? ¿Qué me dices? ¿Eh? ¿Eso
también fue casualidad? No me extraña que Carmelita y Melissa se
largaran. Este lugar es veneno para las mujeres.
«Especialmente para las putas», pensó Cooper, pero prefirió guardar
silencio.
Bernie se pasó las manos por el áspero pelo negro.
—Debería haberme buscado trabajo en un banco o en una tienda; así
seguiríamos siendo una familia y no estaría en este embrollo. —Dejó caer
la cabeza—. Y Rafael tampoco.
—Bernie —dijo Cooper con paciencia—, no podrías haber conseguido
un trabajo en un banco o en una tienda porque no tienes la formación
necesaria para hacerlo. Estás hecho para trabajar con el ganado. Es lo que
sabes hacer, y lo haces muy bien. Cuando no te vuelves loco.
—Claro que me estoy volviendo loco —gritó Bernie—. ¡Acabo de
perder a mi mujer por tu jodida maldición!
—¡Cierra el pico de una puta vez! —gritó Cooper a su vez. Sally
Anderson probablemente fuera la única mujer, y desde luego la única
mujer atractiva, en un radio de doscientos kilómetros que nunca hubiera
oído hablar de la Maldición de los Cooper y, sin duda alguna, Cooper
quería que siguiera siendo así—. La señorita Anderson está a punto de
volver, le ha hecho un hueco en su apretada agenda para hablarte de tu
hijo así que te vas adecentar de una puta vez y te vas a comportar como
una persona normal con ella.
Cooper no sabía si Sally Anderson tenía una agenda apretada o no; la
mayoría de la gente de Simpson no tenía demasiadas cosas que hacer,
pero eso Bernie no tenía por qué saberlo.
Bernie trató de concentrarse en Cooper, pero la cabeza le daba
vueltas. Cuando por fin consiguió verle, los ojos rojos le brillaban.
—Oblígame —gruñó.
Estaba pidiendo una pelea a gritos, pero lo último que Cooper quería

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

era que Sally Anderson volviera y se encontrara con una pelea.


—Deja de decir gilipolleces, Bernie.
—No. —Bernie se puso en pie, se balanceó y se puso en guardia en
una postura más bien ridícula, pues apenas podía mantenerse en pie.
—Que te jodan. —Cooper elevó los ojos al cielo—. Los dos sabemos
que no puedes enfrentarte a mí cuerpo a cuerpo. A mí me han entrenado y
a ti no. Te saco quince centímetros y dieciocho kilos, así que déjate de
gilipolleces.
Bernie empezó a hacer círculos lentamente alrededor de él.
—Oblígame.
—Bernie —dijo Cooper con los dientes apretados—. Estás borracho.
Probablemente hasta estés viendo doble. No voy a pelearme contigo, y ya
está. Acabaría contigo en menos que canta un gallo, así que déjalo.
Cooper esperaba que Bernie sonriera al oír uno de los viejos dichos de
su padre, pero Bernie apretó la mandíbula y se balanceó violentamente.
Cooper esquivó el golpe sin moverse de su sitio. Aquello iba a ser
peor de lo que pensaba. Bernie volvió a balancearse, tan despacio que
Cooper podría haber terminado de leer la biografía de Eisenhower y aún le
habría sobrado tiempo para detener el puño de Bernie. Cooper dejó que
Bernie se librara de su mano y le dijo:
—No seas bobo, Bernie, no puedes derribarme y lo sabes.
—¿Ah, sí? —Bernie respiraba con dificultad. Trató de ponerle la
zancadilla a Cooper, pero no funcionó, aunque se llevó un puñetazo en la
barbilla.
—¡Joder, Bernie! ¡Eso ha dolido un huevo!
Bernie le enseñó los dientes.
—Eso pretendía. —Se puso en cuclillas y empezó a rodear a Cooper,
quien retrocedió.
—Bernie, como no dejes de hacer el gilipollas ahora mismo... —Bernie
embistió. Cooper se movió, y Bernie se golpeó los puños primero y la
cabeza después contra la chimenea de piedra maciza. Cooper hizo un
gesto de dolor al oír el golpe. Bernie se giró; sangraba por una herida que
se había hecho en la ceja, pero alzó los puños. Los nudillos de una de las
manos sangraban también. Cooper suspiró y alzó los puños a su vez.
La puerta se abrió.
Sally Anderson se detuvo en el umbral, con los ojos abiertos de par en
par y el maletín en la mano. Los dos hombres, uno sangrando y el otro
seriamente cabreado, se volvieron para mirarla con expresión hosca.
—Supongo que son cosas de chicos, ¿no? —preguntó.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 5

—¡Au! —Bernaldo Martínez trató de apartar la cara.


—No seas nenaza. —Julia le agarró de la barbilla y le obligó a girar la
cabeza para seguir limpiándole la herida de la frente. Ya casi había dejado
de sangrar—. Pensé que los vaqueros eran unos tipos duros.
—No soy un vaquero —se quejó mientras Julia terminaba de limpiarle
la herida—. No soy más que un pobre cholo del barrio que se metió en
unos cursos sobre cría de animales porque te daban créditos para la
universidad. —Pero sonreía sentado a la enorme mesa de la cocina y
dejando que Julia le curara. Cooper también sonreía... más o menos.
«¡Hombres!», pensó Julia con desesperación. Hacía un cuarto de hora
estaban tratando de matarse, igualitos a cualquiera de sus alumnos más
inquietos de siete años, y míralos ahora.
Julia tomó la mano de Martínez y le examinó los nudillos. Se encontró
con los ojos oscuros de Cooper.
—¿Cuándo limpiaron por última vez ese cuarto?
—Está limpio. —Cooper frunció el ceño, ofendido—. Mis hombres
hacen turnos para limpiar escrupulosamente todo. Limpian los establos y
luego la casa. A Bernie no se le va a infectar ese rasguño, te lo aseguro. Y,
de todas formas, es inmune a todo, incluso al sentido común.
—Si tú lo dices. —Julia observó los cortes sin estar muy convencida—.
Aun así, me quedaría más tranquila si se lo desinfecto. ¿Tu kit de primeros
auxilios sigue estando en la camioneta?
Cooper apretó los labios.
—Es mejor que le pongas el ungüento con antibiótico que usamos
para los caballos, está en un cuenco en la nevera.
Julia se quedó mirando a Cooper unos segundos, sin saber si hablaba
en broma o no, pero ir en serio y ni siquiera sabía si era capaz de bromear,
así que se dirigió hacia la gigantesca nevera industrial, abrió las enormes
puertas de acero y se quedó mirando lo que había dentro.
Tenía amigas en Boston con apartamentos más pequeños que el
interior de aquella nevera.
—¿Quién cocina aquí? —preguntó mirándoles por encima del hombro
—. ¿Paul Bunyan?
—Los hombres hacen...
—Turnos, ya. —Julia volvió a centrarse en la nevera y examinó lo que
había dentro—. ¿Dónde está el ungüento de caballos?
—En un cuenco.
—Aquí hay dos cuencos, Cooper.
—El verde.
Julia echó un vistazo al rojo y abrió los ojos de par en par.
—¿Y qué hay en el rojo?
Cooper se encogió de hombros.
—¿Comida?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Ni de coña —dijo Julia con firmeza. Se retiró de la nevera con el


cuenco verde en la mano y cerró la pesada puerta con la cadera,
pensando que deberían poner una pegatina de peligro biológico en la
puerta—. Eso no puede ser comida, ni en broma. Una forma de vida
mutante, tal vez, o un experimento echado a perder; pero decididamente
no puede ser comida. —Respiró hondo y tosió. Una de dos, o lo que había
en el cuenco verde curaba al padre de Rafael, o le mataba.
—Espero que esté preparado para esto, señor Martínez.
—Bernie.
—De acuerdo, Bernie. Es hora de separar a los hombres de los niños.
Listo o no, allá voy. —Le cubrió la frente y los nudillos con una capa del
apestoso ungüento—. No me puedo creer que de verdad llegarais a los
puños. Como niños de siete años. ¿No os ha enseñado nadie que para
solucionar las cosas nunca se usa la violencia? Es un comportamiento
completamente inaceptable en dos adultos. —Julia se estaba calentando
con ese tema. El uso de la violencia era un tema que le afectaba
especialmente en aquellos momentos. Alzó la voz—: La violencia es para
los bárbaros. ¿Qué demonios pretendíais conseguir? Debería daros
vergüenza.
—Sí, señora —respondieron los dos al unísono.
Julia se echó a reír al darse cuenta de que había alzado el dedo en
tono desafiante, como hacía con sus niños de primaria cuando se
enfadaba con ellos.
—Me parece que eso ha sonado demasiado a profesora de primaria,
¿verdad? Hablando de lo cual... —Julia trató de no pensar en lo poquísimo
preparada que estaba para decir lo que tenía que decir—: Eehh, hablando
de lo cual, señor... Bernie, he traído algunos de los trabajos de Rafael que
quiero enseñarte. Es un alumno excepcional, de verdad, y ha sacado muy
buenas notas, pero estas dos últimas semanas su trabajo no ha sido el
mismo. No presta atención en clase y, sinceramente, le he pillado llorando
más de una vez.
Bernie suspiró.
—Tiene razón, señorita Anderson...
—Sally —dijo Julia, odiando el nombre con todas sus fuerzas. Aunque
la verdad, ahora que lo pensaba, una Sally Anderson cualquiera
probablemente se encontrara tan tranquila en un rancho aislado del
mundo, vendando a un capataz herido. Julia Devaux no habría podido
hacerlo.
—De acuerdo, Sally. La historia es la siguiente: mi mujer y yo
estamos... estábamos... —Bernie empezó a respirar pesadamente—. No...
no nos... —Bernie se detuvo, incapaz de proseguir.
—¿Llevábamos bien? —sugirió Julia con suavidad.
Bernie asintió con pesar.
—Me lo había imaginado. Y Rafael sufría, ¿no?
Bernie volvió a asentir; a Julia le partía el alma verle así.
No había vivido un divorcio en su propia carne, pero imaginaba que
debía de ser horrible.
Se giró para mirar a Cooper. Su mujer también le había abandonado.
¿Habría sufrido igual? No lo parecía; no parecía tener demasiados
sentimientos. Su anguloso y duro rostro podría estar cincelado en piedra,

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

pues el único signo de vida eran esos ojos negros y brillantes; y aun así a
Julia le costaba Dios y ayuda apartar la vista de su rostro.
—Bernie. —Julia volvió a girarse para mirar al padre de su alumno,
que era precisamente a quien tenía que mirar, y no a un ranchero con un
parecido extraordinario a una piedra—. Creo que alguien debería vigilar
los deberes de Rafael; tal vez convendría que alguien pasara un par de
tardes con él, para asegurarse de que vuelve a acostumbrarse a hacer los
deberes, que vuelva a coger práctica. No creo que le cueste mucho, es un
chico brillante.
Bernie alzó la vista, confuso; de pronto se le iluminó el rostro.
—Tienes razón —exclamó. Alargó la mano y estrechó la de Julia,
agradecido—. Tienes toda la razón.
Agitó la mano de Julia con entusiasmo hasta que vio el ceño fruncido
de Cooper y la dejó caer.
—¿Por qué no se me habría ocurrido antes? Es una idea maravillosa.
Gracias, Sally. Muchísimas gracias.
—Ah, no —dijo Julia con consternación—. No me refería a que...
—Es justo lo que necesita Rafael. —Bernie se pasó la mano por el pelo
despeinado y soltó un suspiro de alivio—. Un tutor.
—Tutor —corrigió sin pensarlo.
—Tutor. Es genial; genial.
—No, la verdad... —empezó a decir Julia.
—Un toque femenino —meditó Bernie—. Suavidad, amabilidad y
disciplina, por supuesto. Mano de hierro en un puño de terciopelo...
—En un guante —dijo Julia.
—Eso —asintió Bernie—. Eso es lo que Rafael necesita.
—Ehh, Bernie, de verdad que no creo...
—Alguien que le haga caso. De hecho... —Bernie hizo una mueca—...
Carmelita no era demasiado buena en eso. Nadie le habría dado el Premio
a la Mejor Madre del Año, te lo aseguro. Pero tú, Sally, eres justo lo que
Rafael necesita. Te adora. Siempre está hablando de ti; «la señorita
Anderson esto», «la señorita Anderson aquello».
—Escucha...
Bernie miró a Julia con agradecimiento.
—No puedo expresar lo mucho que significa para mí, y para Rafael,
claro...
—Mira, Bernie...
—Eres un ángel —dijo sencillamente—. Gracias.
—De acuerdo. —Julia alzó las manos y, sacudiendo la cabeza, se dio
por vencida—. Si eso es lo que quieres.
Pensándolo bien, tampoco le importaba tanto. De todas formas, ¿qué
otra cosa iba a hacer por las tardes, aparte de volverse loca? A lo mejor
así pensaba menos en sus problemas.
Bernie se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón.
—Bien, ¿cuánto quiere por las clases?
—No quiero dinero. —Julia entrecerró los ojos y se llevó un dedo a los
labios, pensando. Se giró hacia Cooper—: ¿Qué tal es Rafael con los
animales?
—Muy bueno —respondió Cooper—. Quiere ser veterinario de mayor.
—Bien. —Julia se volvió hacia Bernie—. Ese es mi precio. Quiero que

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Rafael me ayude a limpiar a mi perro, Fred. —«Mi perro», pensó


sorprendida. Sonaba tan raro—. Quiero tenerlo limpio y peinado y... —
Pensó en la bola de pelo sucia y enmarañada—... espulgado. A cambio,
Rafael puede venir un par de tardes a la semana y le ayudaré a ponerse
de nuevo al día. —De pronto le vino una idea a la cabeza que hizo que
mirara a Cooper con horror—. Pero alguien tiene que venir a buscar a
Rafael para traerle aquí. Yo no puedo... no, ni en broma...
—Hombre, podría... —empezó a decir Bernie.
—Iré yo —interrumpió la voz profunda de Cooper.

* * *
Sally Anderson y Bernie se lo quedaron mirando como si de pronto
tuviera dos cabezas.
Probablemente Sally Anderson le mirara así porque no querría
encontrarse por las tardes a un tipo que se empalmaba cada vez que la
miraba; y Bernie porque sabía muy bien que Cooper no tenía tiempo de ir
a Simpson un par de tardes por semana. Y era cierto. Pero su polla decidía
por él, y le estaba costando lo suyo alcanzarla.
—Le recogeré por las tardes —dijo Cooper. Bernie abrió la boca, miró
a Cooper y volvió a cerrarla—. Y aún no has establecido el precio
completo.
Sally arqueó la boca. Coop la miró fascinado; sus labios eran suaves y
de un rosa natural, sus comisuras estaban ligeramente alzadas en una
sonrisa perpetua. Labios cálidos y acogedores...
Ladeó la cabeza y observó a Cooper.
—¿Ah, no?
—¿Qué? —Cooper trató de concentrarse—. No.
—¿Y cuál es el resto del precio?
—Tu calefacción necesita primeros auxilios, hay que arreglar el
segundo escalón del porche, y eso es sólo el principio.
—Tienes razón. —Julia le dedicó una sonrisa deslumbrante que hizo
que Cooper se quedara sin respiración—. Dime, ¿Rafael es manitas?
—Es mucho más manitas que su padre, eso te lo aseguro. —Cooper le
sonrió antes de quedarse de piedra. Estaba flirteando con ella. Era una
sensación tan nueva que perdió el hilo de lo que estaban diciendo.
Esta flirteando con una mujer preciosa. En la cocina de los Cooper.
Imposible.
Desde que tenía uso de razón, aquella cocina había sido un sitio frío e
impersonal donde los hombres reponían fuerzas rápidamente y volvían a
trabajar lo antes posible. Y eso incluía, sin duda, el sombrío periodo que
duró su matrimonio.
Pero ahora, con Sally ahí sentada bromeando amablemente con él, y
Bernie, la cocina parecía casi... acogedora.
—¿Coop? —Bernie le miraba—. ¿Quieres que le arregle las tuberías?
—No —respondió Cooper; la idea de ver a Bernie con un martillo entre
las manos le devolvió de pronto a la realidad—. Lo haré yo. Eres un
desastre con las herramientas o con cualquier cosa que no se mueva o
coma heno. Yo...
—¡Papá! ¡Papá! —Rafael entró corriendo como loco en la cocina y,

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

antes de que la puerta de entrada se hubiera cerrado, ya se había lanzado


en brazos de su padre—. Papá, Estrella del Sur ha tenido un potrillo, ¡y es
genial! Tiene una estrella en la nariz, como su madre, y tienes que ver
cómo se mueve. Va a ser un campeón, ya verás. Espera a que Coop lo
entrene... ¡va a ganar todos los premios del mundo!
El niño saltaba excitado.
—¿Ah, sí? —Bernie sonrió a su hijo y le abrazó—. Bueno, pues parece
que vas a ser un niño muy ocupado estos días, entre cuidar del nuevo
potrillo e ir a clases un par de tardes con la señorita Anderson.
Rafael giró la cabeza de golpe y los ojos se le agrandaron.
—¿Ah, sí?
—Sí —sonrió Sally—. Si te parece bien. Claro que, a cambio, vas a
tener que ayudarme a cuidar de mi perro.
—¿Un perro? —Él rostro de Rafael se iluminó—. ¡Guay! ¿De qué raza
es?
Sally miró a Cooper.
—¿Cooper? ¿De qué raza es Fred?
—Mestizo.
—Mestizo. Sí, supongo que eso engloba un poco todo. Bien. —Se frotó
las manos—. Supongo que debería...
—¿Papá? ¿Qué hay de comida? —Rafael se frotó el estómago—. Me
muero de hambre.
Bernie se acarició la barbilla con el dedo y miró a Cooper sin saber
muy bien.
—No he hecho la compra estos días, Coop. ¿Quién está en el turno de
cocina hoy?
—Debería haber estado Larry —respondió Cooper—, pero ha tenido
que ir a Rupert a por alambre para hacer fardos.
—¿Entonces quién va a cocinar? —preguntó Rafael con tono
lastimero.
Julia se encontró de pronto con tres rostros masculinos y seis pares
de ojos oscuros que la miraban con una expresión patética tan parecida a
la de Fred la noche anterior que tuvo que morderse los carrillos para no
echarse a reír.
—¿Queréis que os prepare algo de comida?
Los dos adultos vacilaron con educación, pero Rafael era demasiado
pequeño como para preocuparse de algo tan trivial como eran los
modales.
—¡Genial! Apuesto a que hace una comida riquísima, señorita
Anderson.
—Bueno... —replicó Julia—. La verdad es que no se me da mal, si
tengo algo con lo que trabajar. —Miró a Cooper—. Aunque no pienso tocar
lo que había en ese cuenco. Y he echado un vistazo al cajón de las
verduras y es asqueroso.
—¿Has echado un vistazo a qué? —preguntó Cooper, y Julia suspiró.
—Da igual. —Se puso en pie, inexplicablemente feliz de pensar en
comer con Bernie y Rafael. Bueno, y con Cooper también. La idea de
volver a su fría y solitaria casa no le atraía en absoluto—. Estoy segura de
que tenéis un congelador bien surtido. Nadie puede vivir en medio de la
nada sin un congelador. ¿Dónde está?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—No hay mucho dentro —respondió Cooper.


—¿No? —Eso la detuvo. Trató de imaginarse convirtiendo en comida
algo, lo que fuera, de lo que había visto en la nevera, pero fue incapaz.
—No. —Cooper se le acercó y, al alzar la vista, Julia se encontró con
sus oscuros ojos marrones. Sonreía desde lo más profundo—. Pero
tenemos una despensa.

* * *
La información era poder y, últimamente, la información también era
dinero. Cuanto más secreta fuera la información, más poder te daba y más
dinero valía. Era la regla principal de la economía moderna, cortesía de
Stanford.
«Así que, —pensó el profesional—. No sé dónde está Julia Devaux.
Todavía. Pero tengo las direcciones y las nuevas identidades de dos
personas bajo el Programa de Protección de Testigos. Esa información no
le vale a Dominic Santana, pero estoy seguro de que hay alguien, en algún
lugar, dispuesto a pagar bien la información».
De pronto, al profesional se le ocurrió una idea; una idea brillante.
Ya iba siendo hora de dejar aquel negocio. Al profesional no le cabía
la menor duda de ello. Con una veintena de buenos golpes bajo el
cinturón, el profesional se había ganado una buena reputación, pero el
tiempo jugaba en el lado de la policía. Antes o después, y pese a los
preparativos más meticulosos, cometería algún desliz. Era
matemáticamente inevitable. Decididamente, era hora de abandonar.
La cabeza de Julia Devaux le proporcionaría tres millones de dólares
para retirarse a gusto a una playa paradisíaca de clima cálido. Pero tres
millones de dólares ya no eran lo que era antes. De acuerdo, había metido
ya un millón y medio en un fondo de inversión decente; estaban invertidos
en bonos de bajo riesgo. Con el dinero no se juega; ya corría demasiados
riesgos en la vida.
Pero el traslado y la compra de una casa en primera línea de playa se
llevarían buena parte de sus ahorros, por lo que se vería obligado a
recortar gastos de otros lados.
Necesitaba más dinero.
En el mercado actual, el precio de un golpe en sí era de 200.000$
para arriba, pero había un límite de números de golpes al año y, de todas
formas, iba siendo hora de dejarlo.
Aunque la información necesaria para dar el golpe como, por ejemplo,
dónde estaba un antiguo empleado que ahora era testigo del Estado,
podía valer mucho dinero. Dinero de verdad. Con un ordenador en
condiciones y un módem, se podría obtener la información desde
cualquier lugar del inundo, hasta en las islas del Caribe, y podría enviarse
a cualquier parte del mundo, sin ningún peligro. Y no había límite en
cuanto a número de golpes de información.
Daba igual cuántos firewalls instalara el Departamento de Justicia
para proteger sus archivos, el profesional podía internarse en ellos sin
problemas.
«Es el negocio perfecto, —pensó el profesional—. Golpes virtuales a,
por ejemplo, 50.000$. Para siempre. Sin riegos». Stanford estaría orgulloso

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de él.

* * *
—Estaba buenísimo —dijo Rafael, rebañando el plato con la última
galleta—. Muchas gracias, señorita Anderson.
—Bueno, chicos, sois fáciles de complacer —dijo sonriendo—. Haz un
par de trozos de carne a la parrilla, calienta un par de patatas y siéntate a
disfrutar de la lluvia de cumplidos.
«Ha sido un poco más complicado que eso», pensó Cooper. Sally se
había paseado por la despensa maravillada, bromeando acerca del
tamaño y realizando un inventario de lo que allí había. Luego, se las había
ingeniado para adobar los filetes, preparar un poco de mantequilla de ajo
para las patatas y hacer un sofrito de jamón y guisante como guarnición
en muy poco tiempo. Había hecho hasta galletas.
Era una cocinera estupenda. Todo lo que preparó estaba delicioso
pero, sobre todo, se llevaba bien con todo el mundo. Mientras se movía a
gusto por la cocina, había mantenido una alegre conversación en tono
suave y agradable.
Bernie ya no tenía la mirada perdida que tenía últimamente y Rafael
reía y correteaba como el niño de siete años que era, en lugar de andar
por ahí con gesto abatido y como si cargara con el peso del mundo sobre
los hombros.
Estaban comiendo una comida deliciosa en un ambiente agradable y
relajado.
En la cocina de los Cooper.
Con una mujer.
Imposible.
La maldición de los Cooper desapareció durante un par de horas. Las
comidas con Melissa habían sido de todo menos alegres. Y Cooper, gracias
a Dios, no tenía ni idea de cómo habían sido las comidas con Carmelita,
pues la había esquivado con el mismo cuidado y por las mismas razones
por las que habría esquivado a una tarántula.
Mientras Sally estaba ocupada devolviendo a la cocina el aspecto de
un lugar agradable, Cooper hacía lo que podía por no pensar en sus
curvas.
Se esforzó mucho para no fijarse en los pechos y el culo de Sally, e
hizo un esfuerzo aún mayor por no imaginársela debajo de él, con sus
esbeltos muslos apretándole las caderas. Trataba de no pensar en cómo
se sentiría dentro de ella; estaba seguro de que sería pequeña y prieta. Y,
por encima de todo, trató de no pensar en follarla tan fuerte como quisiera
porque, por cómo se sentía en aquellos momentos, probablemente la
matara de la fuerza.
El caparazón de hielo con el que se había cubierto desde que tenía
uso de razón empezaba a derretirse; a la larga era bueno, claro. Pero
ahora mismo significaba que tenía que apretar los puños para no tumbar a
Sally en el suelo de la cocina, desnudarla y follársela con fuerza durante
horas.
No debía pensar en ese tipo de cosas cuando una profesora de
primaria muy guapa y agradable hacía lo que podía por ayudar al hijo de

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su mejor amigo y estaba, incluso, haciendo que su cocina se convirtiera en


un lugar cálido y relajado por primera vez en las cuatro generaciones de
Cooper.
Así que Cooper se sentó, la observó y escuchó, sonriendo cuando los
demás reían, comiéndose aquel delicioso manjar, disfrutando con las
sonrisas de Rafael y frunciendo el ceño cuando Bernie flirteaba.
Todo ello sin dejar de pensar en tener a Sally desnuda bajo él o, ¡Dios
mío!, sobre él. No podía apartar esa imagen de la cabeza; Sally
montándole, sonriéndole mientras se la tiraba. La polla creció
dolorosamente bajo los pantalones al pensar en ello y se puso rígido en la
silla, agradecido de que la mesa ocultara su erección.
Si estuviera sobre él, podría observar ese precioso rostro mientras se
la follaba. Así descubriría cómo le gustaba. Fuerte y rápido o suave y
lentamente. Aunque poco importaba cómo le gustara porque, en aquellos
momentos, no conseguía imaginar follársela más que frenéticamente y
durante toda una semana sin parar.
Normalmente se controlaba muy bien durante el sexo y era capaz de
dar los empellones que la mujer quisiera. No era bueno con las palabras,
pero tenía el lenguaje corporal dominado. Una mujer no necesitaba decir
qué quería, podía verlo en la forma en que movía las caderas cuando la
penetraba, en la forma en que sus manos se aferraban a él, en la forma en
que respiraba.
A Sally Anderson probablemente le gustara hacerlo despacio, suave y
con romanticismo. Tenía ese tipo de cara. Todo en ella era tan delicado.
Seguro que quería que la cortejaran, que le dieran un montón de besos,
que la desnudaran lentamente y un montón de preliminares.
Probablemente querría que la penetrara despacio, poco a poco. La tenía
muy grande, así que tendría que tener cuidado y, una vez dentro de ella,
probablemente prefiriera empellones largos y lentos. Probablemente
esperara que fuera un caballero y que no le metiera la polla hasta el
fondo, sino que mantuviera los empellones poco profundos.
Ni de broma.
Se sentía exactamente igual que Grayhawk, su semental negro,
cuando montaba a Leyla, la maravillosa potranca árabe. Los caballos
copulaban con violencia; así los había diseñado la naturaleza. Coopers
normalmente impedía que los propietarios lo vieran, porque todos tenían
una visión romántica de sus sementales y les atribuían una nobleza y
caballerosidad que, sencillamente, los sementales no tenían. Grayhawk
era un semental de 590 kilos de pura masculinidad, uno de los animales
más fuertes sobre la faz de la tierra. Mientras cubría a Leyla, Grayhawk le
había mordido el cuello con tanta fuerza que le había hecho sangre, y sus
negros cascos le habían hecho rasguños en los flancos.
Si Cooper no tenía cuidado, así era exactamente como montaría a
Sally Anderson. Por detrás, utilizando toda su fuerza para metérsela hasta
el fondo, obligándole con las manos a agacharse y mordiéndole el cuello.
La idea le espantó y trató de apartar la imagen de la cabeza, trató de
ignorar el calentón que le estaba provocando esa imagen. Trató de
recordar que, al revés que Grayhawk, él debía comportarse como una
persona civilizada.
Cooper hizo lo que pudo por no fijarse en que los pechos de Sally eran

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

pequeños, redondos y firmes. Su mano cerrada probablemente fuera


mayor que sus pechos. Siempre se había considerado un hombre de
pechos generosos, cuanto mayores fueran mejor, aunque en realidad
había sido un auténtico capullo. De pronto comprendía que el viejo dicho,
«teta que mano no cubre, no es teta sino ubre», era absolutamente cierto.
Llevaba un jersey y, si se fijaba bien (sin que se notara lo bien que se
estaba fijando), podía ver el suave contorno del pezón, pequeño y
delicado, y probablemente sabría a cereza.
En cuanto a su culo... Jesús, no podía apartar los ojos de ahí cuando
se inclinaba para comprobar las galletas que tenía en el horno. Escaso
pero redondo. Perfecto.
Estaba seguro de que sus manos grandes se acoplarían
perfectamente a cada una de sus nalgas para sujetarla con fuerza
mientras le metía hasta el fondo la...
—¿Qué opinas, Coop? —preguntó la voz infantil de Rafael.
«Creo que follarme a Sally Anderson es la mejor idea que he tenido
nunca».
Cooper parpadeó, horrorizado.
¿Lo había dicho en voz alta? De ser así, tendría que salir a pegarse un
tiro. Miró a su alrededor con frenesí.
A lo mejor no lo había dicho en alto, porque nadie le miraba atónito y
asqueado. Todos le miraban con cara de expectación. ¿De qué cojones
habían estado hablando? Parecía una pregunta de sí o no, así que Cooper
intentó responder; tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de no
equivocarse.
—Sí —dijo.
Rafael alzó el puño en el aire.
—¡Sííííííííí!
Bernie parecía satisfecho y Sally sonreía. Cooper se preguntó si
acabaría de aceptar algo irrevocable, como entregar Doble C a algún tipo
de culto.
De todas formas, no podía ser nada de gran importancia porque todo
el mundo seguía sentado a la mesa, comiendo y sonriendo. La comida
estaba deliciosa y se comieron hasta la última miga. No quedaba nada
cuando Sally se puso en pie.
—Deja eso —dijo Cooper de pronto al ver que se disponía a recoger
los platos—. Ya has hecho más que suficiente. Los hombres se ocuparán
de ello.
—De acuerdo. —Se sacudió las manos—. Me alegro de que se hayan
arreglado las cosas entre vosotros.
¿Arreglar las cosas? Cooper y Bernie se miraron sin comprender.
—¿Arreglar el qué? —preguntó Cooper.
Sally puso los ojos en blanco, exasperada.
—Hombre, no me gustaría abrir viejas heridas pero hace un rato os
estabais tirando el uno a la yugular del otro.
—Ah, eso —dijo Cooper encogiéndose de hombros—. No era nada.
—Sólo estábamos desestresándonos un poco —asintió Bernie.
—Hombres. —Sally sacudió la cabeza—. Cuando quiero
desestresarme hago algo relajante, como hablar con alguien o leer un
buen libro; no me dedico a dar golpes a nadie en la cabeza. Por cierto,

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

hablando de eso... —Se giró hacia Cooper—: Tengo que hacerte una
pregunta.
—¿Sobre golpear a alguien en la cabeza? —Cooper estaba atónito;
pensaba que no le gustaba la violencia.
—No, sobre leer. —Se llevó la mano a la barbilla y le miró con
aquellos enormes ojos turquesas—. Tengo que pedirte algo.
—Lo que quieras —replicó Cooper inmediatamente, luego vio que
Bernie sonreía de oreja a oreja y movía la cabeza de uno a otro. Por
desgracia, Bernie no estaba lo suficientemente cerca como para llevarse
una patada por debajo de la mesa—. Te lo debemos —añadió, mirando a
Bernie deliberadamente.
—Tus libros —dijo Sally.
—¿Mis qué? —preguntó Cooper, sorprendido.
—Libros —suspiró—. No hay ningún sitio en Simpson donde comprar
libros y he visto que tienes un montón. ¿De dónde los has sacado?
—Rupert —dijo, y vio la mueca que ponía—. ¿Pasa algo? ¿Has estado
en Rupert?
—Bueno... —Sally suspiró—. Sí y no. Era el primer fin de semana que
pasaba aquí y pensé que me vendría bien salir a... explorar un poco. —
Cerró los ojos y se estremeció—. Y alguien me dijo que Rupert era un
pueblo agradable y que estaba aquí al lado, me indicaron que siguiera una
carretera interminable y conduje, y conduje sin saber muy bien si iba en la
buena dirección... —Abrió los ojos y miró a Cooper—. ¿Sabías que no hay
señales que indiquen cómo llegar a Rupert?
—Es posible —replicó Cooper con calma—. Cualquiera que haya
nacido en Simpson se sabe el camino a Rupert con los ojos cerrados.
—Bueno, pues yo no he nacido aquí y no puedo. —Sally tragó saliva
—. Así que, tal y como iba diciendo, seguí y seguí por la carretera
desértica y, la verdad, aquello era como ir a la conchinchina; además,
cada tanto había un cruce de caminos y como no tenía ni idea de dónde
estaba y estaba todo tan... vacío. Mi coche es viejo, así que no paraba de
pensar que si se me rompía me quedaría allí tirada para siempre, y que
nevaría y me moriría congelada y no encontrarían mi cuerpo hasta la
primavera siguiente. Para cuando divisé un par de casas y vi el cartel de
«Bienvenidos a Rupert» ya se había hecho de noche y estaba tan
empapada de sudor que me di la vuelta y conduje hasta llegar a casa. —
Miró a Cooper con pesar—. ¿La librería es buena?
—Está bien. —Cooper se bebió el café—. Bob tiene una buena
selección de libros, y si estás buscando un libro que no tengan allí, te lo
puede pedir. En una semana más o menos lo tienes. —Cooper se puso en
pie—. Se está haciendo tarde y ya te hemos hecho perder suficiente
tiempo. Te llevaré de vuelta. Eeh... por cierto, ¿quieres venir conmigo a
Rupert el sábado que viene? Tengo cosas que hacer allí.
—¿De verdad? —Se animó de inmediato. Oh, Dios, sólo con pensar en
que estaría una hora en una librería...
—¿De verdad? —preguntó Bernie—. Pensé que íbamos a ir a... —
Luego vio la mirada de Cooper y se dio un golpe en la cabeza; algo que a
Cooper le habría gustado hacer, sólo que con más fuerza—. Ah, es verdad.
Tienes que... que ocuparte de eso tan importante. Cieeerto. Ve a Rupert el
sábado y quédate todo el tiempo que quieras. —Bernie le guiñó un ojo—.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

La noche entera, si es necesario.


Cooper tomó a Sally del codo y se dijo que cuando volviera tenía que
acordarse de darle a Bernie un par de lecciones de discreción.
Con una sartén.

* * *
«Faltaba algo», pensó Julia mientras miraba por la ventanilla para no
tener que mirar a Cooper.
Pero no necesitaba mirarle. Ejercía sobre ella tal fuerza gravitacional
que era plenamente consciente de su presencia a todas horas. Lo mismo
había sucedido en la cocina. Se había sentado en silencio en la silla, sin
hablar apenas y, aun así, todo el mundo parecía girar en torno a él, como
si Bernie, Rafael y ella misma fueran planetas diminutos en torno al sol.
Bernie le hacía caso en lo que dijera, Rafael le adoraba abiertamente y
ella... bueno, a ella le costaba horrores apartar los ojos de él.
Y se había sentido... distinta toda la tarde. ¿Qué era? Era tan difícil
determinar qué sentía; era algo que ya había sentido antes, de eso estaba
segura, pero hacía mucho tiempo. Antes de que sus padres murieran, de
hecho.
Eso era.
La última vez que sintió aquello había sido hacía cuatro años, durante
unas vacaciones que pasó en París con sus padres. La familia Devaux
había vivido en París de los diez a los quince años de Julia, y todos ellos
guardaban muy buenos recuerdos de su estancia allí. Visitaban la ciudad
siempre que podían. Se hospedaron en una pensión maravillosa en Rue du
Cherche-Midi y visitaron a unos viejos amigos. Su madre se había cortado
el pelo en la elegante peluquería de Jean-David, como en los viejos
tiempos. Se habían reído mucho, y compraron cosas para su nuevo
apartamento de Boston; se había sentido feliz, sin problemas y... a salvo.
Después de eso sus padres murieron en un accidente de coche y ya
no volvió a sentirse segura. Estaba contenta en Boston, pero había
momentos en que se sentía sola e intranquila; a la deriva tras la muerte
de sus padres.
Y durante aquel último mes lo único que había sentido era terror y
una soledad enorme. Aquella tarde, por primera vez en mucho tiempo, el
peso del miedo y de la soledad que soportaba su alma se había aligerado.
Había disfrutado de una tarde agradable y feliz, preocupándose solo de lo
contentó que parecía Rafael, de lo extraña que era aquella gigantesca
cocina y cómo, de alguna forma, parecía estar hecha para Cooper.
Aquella tarde, Rafael se había reído y había bromeado. «Feliz como
un cerdo en un barrizal», había dicho Bernie. Había intentado preparar una
comida que les gustara a los tres hombres, nada demasiado elaborado,
aunque a los tres prácticamente se les caía la baba para cuando por fin
puso las cosas encima de la mesa. Se habrían comido cualquier cosa que
no fuera serrín.
Se había divertido bromeando con Rafael y con Bernie, quien había
ocultado su anterior agresividad. Incluso el silencio de Cooper había sido
un... interesante tipo de silencio. Aquella tarde había sentido muchas
cosas; alivio por que Rafael estuviera bien, diversión ante las patéticas

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

muestras de agradecimiento de los hombres por la comida que había


preparado, excitación ante la idea de ir a una librería, aquella alocada
atracción por Cooper. Pero no se había sentido sola y, por encima de todo,
no había sentido el miedo; su compañero constante durante aquel último
mes.
Y eso se lo debía a Cooper; no le cabía la menor duda. Era imposible
tener miedo cuando estaba cerca. Se había sentado en la cocina,
observándola en silencio con sus oscuros ojos, una presencia grande y
quieta que le tranquilizaba enormemente. Era como tener un gigantesco
perro guardián cuidando de ella.
Le miró de reojo. Entrecerraba los ojos por el sol y sus manazas
descansaban sobre el volante, la piel morena que tenía alrededor de los
ojos estaba arrugada y machacada por el tiempo y, de perfil, la línea de su
angulosa mejilla le parecía extrañamente elegante. El sol del atardecer se
reflejaba en su pelo negro como el azabache.
Vale, tal vez no fuera un perro guardián, sino un lobo marcado por la
lucha.
Pero estaba ahí y ella se sentía protegida por su simple presencia.
Sintió que le miraba y movió la cabeza para observarla a su vez. Le
brindó una deslumbrante sonrisa. La camioneta negra hizo un ligero
quiebro.
—¿Qué? —preguntó.
—Sólo sonreía, Cooper —dijo Julia, alucinada por lo segura y libre que
se sentía con él, como si pudiera hacer o decir cualquier cosa—. Por nada
en especial. Supongo que no sonríes demasiado, ¿verdad?
—Nop. —Pero había curvado los labios en una medio sonrisa.
—Tampoco hablas demasiado.
—Nop.
—No pasa nada —dijo animadamente—. Yo hablo y sonrío por dos, así
que supongo que todo se equilibra solo.
Julia volvió a mirar por la ventana y, por primera vez, se permitió
observar de verdad el paisaje. El viaje a Rupert había sido tal pesadilla que
no había visto gran cosa. Se había limitado a encogerse con ansiedad
sobre el volante, dolorosamente consciente del hecho de que las vastas
praderas de hierba eran perfectas para que un tirador hiciera blanco en
ella sin problemas. Las largas y solitarias carreteras a través de bosques
de pino parecían diseñadas a posta para las emboscadas.
No le había costado trabajo imaginarse a un asesino escondido tras
cada árbol. Para cuando por fin llegó a Rupert, había estado empapada de
sudor.
Ahora que no veía el paisaje con ojos aterrorizados, observó que el
paisaje tenía una especia de esplendor salvaje y sin refinar. El fuerte
viento movía las ligeras y esponjosas nubes por el cielo azul. El paisaje era
tan extenso que podía seguir las sombras de las nubes corriendo a través
de la hierba.
—¿Eso qué es? —Julia señaló una hilera de árboles especialmente
bonitos.
—Fresno espinoso del norte. —Cooper redujo la velocidad al entrar en
los límites del pueblo—. Aunque se le conoce comúnmente como árbol de
dolor de muelas.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Árbol de dolor de muelas. —Julia le dio vueltas al nombre


mentalmente—. ¿Por qué crees que le pusieron ese nombre?
—No lo sé —murmuró Cooper—. Nunca me había parado a pensarlo. A
lo mejor el taxónomo tenía dolor de muelas aquel día y llamó así al árbol.
—O a lo mejor algún trampero muerto de hambre trató de hacer un
caldo con la corteza y se rompió un diente. —Julia se imaginaba muy bien
la brutalidad con que vivían los primeros colonos—. O... o alguien del
equipo de investigación que descubrió el árbol tenía dolor de muelas aquel
día. Espera, tengo una mejor... el que descubrió el árbol tenía resaca y
pensó que se parecía a una muela.
Cooper se dirigió hacia la casa de Julia y se detuvo delante de la
puerta.
—Supongo que nunca lo sabremos. Hemos llegado.
—Bueno —empezó a decir Julia—, gracias por acercarme...
Pero Cooper ya se había bajado de la camioneta y la estaba
rodeando. Un segundo después, le abría la puerta y le alargaba la mano
para que bajara. El escalón para bajar de la camioneta era alto, y se
alegró de llevar vaqueros y de que le ayudara a bajar. Una vez abajo, alzó
los ojos para verle y de nuevo, sintió que se inclinaba hacia él. Cooper
implicaba seguridad y deseo y un montón de otros sentimientos que no
conseguía descifrar. Salvo el miedo. No tenía nada de miedo junto a él.
Julia se dio cuenta de que aún le agarraba de la mano. La retiró casi
con pesar.
—¿Quieres, ehh...? —De pronto se le había secado la garganta—.
¿Quieres pasar a tomar un café? ¿O a probar una de las recetas de té que
le voy a dar a Alice?
—Sí. —La profunda voz era suave. Respondió inmediatamente, lo que
le hizo pensar que de verdad quería pasar, aunque su expresión no
mostraba nada. Era incapaz de ver lo que pensaba.
El segundo peldaño de las escaleras del porche crujió y Julia recordó
que Cooper se había comprometido a arreglárselo. El mero hecho de saber
que volvería a verle pronto le hacía sentirse mejor.
Fred les esperaba en lo alto de las escaleras y, cuando Julia abrió la
puerta, se metió dentro meneando el rabo de placer al verles.
En su raído y pequeño salón, Julia se quitó el abrigo y se giró hacia
Cooper. Estaba de pie junto a la puerta, observándola. No se movía ni
decía nada, pero el corazón se le desbocó. Se hundía en aquellos ojos
oscuros.
Algo húmedo le tocó la mano y le hizo volver a la realidad.
—¡Oh! —miró hacia abajo y vio que Fred le lamía la mano.
Cooper se agachó y, al hacerlo, los vaqueros le marcaron los muslos.
Alargó una mano.
—Ey, chico —murmuró, y Fred se le acercó, apoyó el hocico en el
muslo de Cooper mientras éste le acariciaba la cabeza. Cuando Julia se
encontró envidiando a Fred por poder apoyar la cabeza en aquellos
increíbles muslos, decretó que iba siendo hora de preparar el té.
Le temblaron las manos al echar Earl Grey en la tetera y añadirle
unos granos de vainilla. Puso la tetera, dos tazas, el azucarero y dos
cucharillas en una bandeja de té. La familiar rutina y el aroma que
desprendía la tranquilizaron un poco. Cuando volvió al salón, Cooper

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

estaba sentado a la mesita que había allí.


Se había quitado la chaqueta; a través del jersey, Julia podía distinguir
los macizos músculos del pecho y de los brazos. Se puso en pie en cuanto
entró en el salón, un gesto de educación que había desaparecido en el
este pero que, al parecer, seguía utilizándose aquí. No volvió a sentarse
hasta que Julia no se hubo sentado.
Tenía que concentrarse tanto para que no le temblaran las manos
mientras servía el té, que no dijo nada. Bebieron el té en silencio,
mirándose el uno al otro. No conseguía hablar de trivialidades, por no
decir que no conseguía hablar de nada.
Julia nunca había sido tan consciente de todo lo que le rodeaba como
en aquellos momentos. Tenía todos los sentidos perfectamente abiertos.
Volvía a caer aguanieve y las finísimas agujas de hielo hacían un sonido
rítmico al chocar contra la ventana. Fred se había quedado
completamente dormido y debía de estar soñando con alguna presa,
porque movía las patas y gemía suavemente en sueños. El té era fuerte;
percibía el toque de bergamota que se mezclaba con la vainilla. Oía la
respiración de Cooper, y la suya propia.
Oía los latidos de su corazón, al triple de la velocidad normal.
No podía hablar; un nudo gigantesco en la garganta le impedía
articular palabra. Las sensaciones habían formado una bola ardiente y
enmarañada en el pecho; el miedo, la soledad, la desesperación. Un deseo
tan intenso que ardía con fuerza en su cuerpo. Sentía todo ello. Y todo le
dolía.
Cooper se acabó el té y se puso en pie. Se iba. A Julia le entró el
pánico.
De pronto, se dio cuenta de que no podía pasar la noche sola,
temblorosa y perdida, acurrucada contra ella misma en la oscuridad,
buscando un poco de consuelo. Necesitaba a Cooper como al aire para
respirar. No tenía ni idea de si le necesitaba por el sexo o para mantener a
raya la profunda y solitaria oscuridad de la noche, o por ambas cosas. Lo
único que sabía era que no podía estar sola aquella noche y que Cooper
era la única persona a la que quería junto a ella, nadie más.
Cooper, de pie, la miraba sin moverse y con la enorme mano apoyada
encima de la mesa.
Julia puso una mano encima de la de él, que se flexionó una vez, con
fuerza, bajo la de ella, antes de quedarse quieta. Su mano era cálida,
fuerte, poderosa. Sus ojos se encontraron con los de él; el cielo y la noche.
—Quédate, por favor —le susurró.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 6

Hay un hombre en Noruega. Al profesional le gustaba imaginárselo


como a un hombrecillo gris en un cuartucho gris e inclinado sobre un
portátil gris; pero la realidad era que el profesional no tenía ni idea de
cómo era aquel tipo. Nadie sabía cómo era.
Le bastaba con saber, como sabían unos pocos elegidos dispersos por
el mundo, que el tipo de Noruega tenía un servicio que ofrecer. Por un
precio razonable, el noruego enviaba cualquier mensaje a cualquier parte
del mundo garantizando el anonimato. Nadie sería capaz, nunca jamás, de
rastrear el mensaje, de ninguna forma.
El profesional tomó la hoja impresa del archivo que había pirateado
del Departamento de Policía de los Estados Unidos y observó el primer
nombre que aparecía: Richard M. Abt. Rápidamente, el profesional ojeó los
escuetos hechos del caso y reconstruyó la historia con facilidad.
Richard M. Abt había sido contable jefe de Ledbetter, Duncan &
Terrance, un exclusivo grupo de abogados que blanqueaba dinero para la
mafia. Un par de transacciones facilillas y luego las ilegalidades, con las
huellas de Richard Abt por todas partes. La investigación del FBI y el
arresto. Estaba todo ahí. El profesional comprendía muy bien qué había
pasado. Estaba claro que habían utilizado a Richard Abt como cabeza de
turco, quien se enfrentaría de diez a veinte años de prisión sin libertad
condicional. Entonces, en Julio del año pasado, Richard Abt cantó se
convirtió en un ruiseñor y cantó una melodía muy, muy bonita, una
canción con sirenas que metería a los socios principales de Ledbetter,
Duncan & Terrance entre rejas de por vida. Ledbetter, Duncan & Terrance
estarían más que dispuestos a pagar una buena cantidad de dinero por
impedir que el ruiseñor cantara en el juicio.
Eran las dos de la mañana en Noruega pero, por lo que el profesional
sabía, el noruego nunca dormía.
El profesional tecleó el mensaje para el noruego:

MENSAJE PARA SIMON LEDBETTER. INFORMACIÓN SOBRE LUGAR Y


NUEVA IDENTIDAD DE RICHARD ABT DISPONIBLE EN CUANTO RECIBA
NOTIFICACIÓN DE INGRESO DE VEINTE MIL DÓLARES AMERICANOS EN N°
DE CUENTA GHQ 115 Y BANQUE SUISSE SEDE CENTRAL GINEBRA. GOLPE
DEBE PARECER ACCIDENTE.

Y se reclinó en el asiento, dispuesto a disfrutar de su pechuga de


faisán ahumada y del CD de La Bohème.
El Rodolfo de Luciano Pavarotti era alucinante.

* * *
Quédate.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Cooper tenía manos grandes y fuertes. Manos que podían desmontar


un M16 en siete segundos, manos que podían dominar sin problemas a un
semental, manos que podían levantar un fardo de heno de 136 kilos. La
pálida y delicada mano de Sally Anderson era casi la mitad de la suya; era
imposible que su mano igualara la fuerza de la de él.
Y, sin embargo, cuando puso una mano sobre la suya, fue como si le
hubiera clavado una estaca que le impidiera moverse. No podría moverla
ni aunque su vida dependiera de ello.
Al igual que el día anterior, tenía la manita helada y temblaba
débilmente.
Entendía que temblara, porque él también se sentía tembloroso, pero
no estaba helado. Hervía.
Todo el deseo sexual que no había sentido en aquellos dos años
brotaba ahora en una sola oleada de deseo y sexo. Cada célula de su
cuerpo estaba llena de lujuria cálida y pegajosa. Su erección era diez
veces mayor que nunca, y palpitaba dolorosamente contra sus vaqueros.
Le miraba con ansiedad, pensando obviamente si habría sido
demasiado audaz e iba a negarse.
No. No, iba a rechazarla.
No había nada lo suficientemente fuerte en la tierra como para
apartarle de ella ahora.
Despacio, consciente de la increíble erección que le impedía andar
con normalidad, Cooper se agachó hasta que estuvo a la altura de los ojos
de Sally. Tenía unos ojos asombrosos. Desde cerca, el iris era de una
mezcla de azules y verdes que, de lejos, los hacía parecer turquesa.
Estaban llenos de ansiedad, lo que le espantaba.
Retiró la mano de la de él, pero Cooper no se atrevía a tocarla.
Todavía no, no hasta que consiguiera controlarse. Agarró la esquina de la
silla de Julia con una mano y el borde de la mesa con la otra. Estaba
atrapada entre la mesa y él, en su abrazo, aunque no la estaba tocando.
Se miraron el uno al otro en silencio, Cooper tratando de mantener la
respiración bajo control. No sabía cómo moverse o qué decir, así que
permaneció inmóvil y en silencio. La mirada de Sally se dirigió a las manos
cerradas de Cooper, y ensanchó los ojos al ver la fuerza con que se
agarraba, los nudillos blancos, el esfuerzo que estaba haciendo por no
tocarla. Alzó la vista y se detuvo en su boca. Una señal. Por fin.
Cooper se movió despacio hacia delante, muy despacio, y le tocó la
boca con la suya. Los dos exhalaron temblorosos.
La boca de Sally era tal y como se la imaginaba. Suave, delicada y
endiabladamente excitante. A Cooper le dolieron los músculos del cuello
del esfuerzo que hacía por no abalanzarse sobre ella, por no comerle la
boca y morderla.
Quería meter la lengua en su suave boca. También quería meterle la
polla ahí, pero ahora no tocaba pensar en eso. Ya estaba suficientemente
excitado así.
Cooper abrió la boca, un poquito, y el corazón se le desbocó cuando
ella abrió la suya. Ladeó la cabeza para llegar mejor, lamiéndole el interior
del labio inferior y volviendo a ladear la cabeza para saborearla mejor y en
profundidad. Casi se corre en los pantalones cuando la lengua de Sally
rozó la suya, tímidamente.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

La cosa no iba a acabar bien sí un simple beso le ponía tanto que


apenas podía respirar... Agarró la silla con más fuerza mientras cubría la
boca de ella con la suya, explorándole con la lengua. Sabía tan bien como
se había imaginado; era un sabor ligeramente dulce, no sabía si por el té
que se habían tomado o porque tuviera alguna cualidad innata dulce.
Cooper soltó el borde de la mesa para poco a poco, como si luchara
con la mano contra una fuerte corriente de agua, para llevarla al cuello de
Sally. Sin dejar de besarla, le acarició la suave piel del cuello con el dorso
del dedo índice y siguió por la delicada línea de la clavícula.
La boca de Sally se suavizó con su contacto y Cooper estuvo a punto
de correrse, allí mismo. Era tan receptiva que podía sentir la reacción a
sus caricias en la boca.
Tocarla en dos puntos era más de lo que podría soportar en aquellos
momentos. Apartó la boca de la de ella; Sally tardó unos segundos en
darse cuenta de que se había apartado. Tenía los ojos aún cerrados, la
boca húmeda y entreabierta. Los tonos de su piel, crema y marfil, tenían
un ligero toque rosado. Parpadeó y abrió los ojos, buscando algo en el
rostro de Cooper. Algo que él no sabía cómo darle.
—¿Cooper? —susurró.
No podía responder; no le salían las palabras. Emitió un sonido desde
lo más hondo del pecho que ni él mismo comprendió. Todos y cada uno de
los músculos de su cuerpo estaban tensos de deseo. Se sentía
exactamente igual que debía haberse sentido Grayhawk, tras la pared de
madera de su cuadra, oliendo a Leyla y con todos sus instintos pidiendo a
gritos poder poseerla.
La pared de madera representaba la violencia que había en su deseo.
Cooper debía tener cuidado si no quería herir a aquella preciosidad. Jamás
había deseado ser tan cuidadoso con nadie como en aquellos instantes,
con Sally Anderson. Claro que jamás había sentido aquella sed de sangre
que le ponía tan cachondo y le hacía perder el control. Si la hería, fuera
como fuera, nunca se lo perdonaría.
Con mucho cuidado, Cooper abrió la mano para rodearle el cuello. La
piel era suave, mucho más suave que la seda más fina. Sus manos eran
ásperas y callosas, y casi había esperado que su suave piel quedara
atrapada en sus manos, como lo habría hecho una tela delicada. Le
acarició hacia arriba hasta que llegó al corto pelo castaño y sintió la
delicada estructura de su cráneo.
En parte se alegraba de que Sally no fuera pelirroja. Le encantaba el
pelo rojo; siempre le había puesto a mil. Todo en ella le gustaba tanto que,
si hubiera sido pelirroja, probablemente ya se habría corrido.
Sin apartar los ojos de los de ella, Cooper bajó la palma de la mano
hacia los frágiles huesos de los hombros de Sally, para después seguir
hacia los botones del jersey. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de
voluntad para no arrancarle el jersey de cuajo.
Aunque podría hacerlo; Sally le habría dejado, lo veía en sus ojos.
Vacilaba un poco, parecía un poco tímida, pero estaba claro que le
deseaba.
Puede que incluso le pareciera excitante que le arrancara la ropa.
Pero si empezaba arrancándole la ropa, abriría un agujero enorme en su
dudoso autocontrol y la lujuria saldría con fuerza, como el agua a través

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

de una presa rota.


No se detendría tras haberle arrancado la ropa, el sujetador, los
pantalones y las braguitas. No, si emprendía ese camino resbaladizo y
dejaba que sus instintos se libraran del encierro en que los tenía, la
acabaría tumbando en el suelo, la abriría con los dedos y le metería la
polla hasta el fondo, estuviera preparada o no. Le abriría las piernas con
tanta fuerza que no podría moverse, y la follaría con fuerza allí mismo, en
el suelo...
No estaba preparada para que la follara furiosamente y con fuerza, tal
vez no lo estuviera nunca. Cooper aceptaría lo que Sally estuviera
dispuesta a darle, pero tenía que dárselo ella, cuando estuviera
preparada.
Así que, en lugar de arrancarle la ropa y hacerla trizas, lanzarla al
suelo y montarla, Cooper le acarició el cuello del jersey con el dedo índice
y jugueteó con el botón superior, sin perder a Sally de vista. Su expresión
no cambió. Muy despacio, desabrochó el botón con manos torpes.
Cuando se abrió, revelando un trocito de piel cremosa, el rostro de
Sally se relajó. Si no hubiera estado tan pendiente de sus reacciones, tal
vez no se habría dado cuenta. No era una sonrisa, sino algo mucho más
sutil. La tensión desapareció un poco, lo justo para que Cooper supiera
que iban por el camino que Sally conocía. Y quería.
A nivel animal, Sally había notado la violencia del deseo de Cooper.
Percibía la tensión en sus músculos y la fuerza con que se agarraba a la
silla. Era como una yegua que se movía incómoda al ver que el semental
se acercaba. Las yeguas saben que el apareamiento va a ser salvaje,
furioso y brutal y, de alguna forma, Sally sabía que su apareamiento con
Cooper también podía volverse brutal.
Los primeros pasos hacia el sexo, su beso moderado y la forma en
que le había desabrochado el botón del jersey, le demostraban que,
después de todo, podía confiar en que se controlara.
Cooper esperaba que estuviera en lo cierto.
Otro botón. Y otro, y otro. La mano temblorosa de Cooper empezó a
moverse. Por suerte sólo había seis botones; la expresión de Sally se hacía
más apacible con cada botón que desabrochaba. Cuando por fin pudo
abrir el jersey y se lo deslizó con cuidado por los hombros, soltó un
suspiro.
El sujetador blanco que llevaba se abrochaba en el centro, algo que
Cooper agradeció; si hubiera tenido que ponerle las manos en la espalda
para desabrocharle el sujetador, a lo mejor habría perdido el control. Sally
dejó caer los brazos y el sujetador se quedó entre la cintura y el respaldo
de la silla, encima del jersey. Estaba desnuda de cintura para arriba.
Sally le dedicó una sonrisa temblorosa que Cooper no le devolvió.
Sentía demasiadas cosas como para sonreír. Aun así, era bueno que le
sonriera pues significaba que lo estaba haciendo bien. Al menos de
momento.
Cooper respiró entrecortadamente. Ya no tenía que concentrarse
tanto en la expresión de su rostro; ahora podía fijarse bien en lo que se
había afanado por dejar al descubierto.
Cuando por fin bajó la vista se sintió medio mareado. Era pequeña,
delicada y completamente perfecta. Casi le daba miedo tocarla; le daba

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

miedo estropear la pálida piel lechosa tan delicada que parecía que fuera
a hacerle un moratón si respiraba demasiado fuerte.
Paseó su largo dedo índice alrededor del pecho derecho, para luego
cogerlo entre sus manos. Había estado en lo cierto; cabía perfectamente
bien en su mano cerrada. Era como tocar un cálido satén. Agachó la
cabeza y acercó la boca al pecho, lamiéndole el pequeño pezón rosado y
chupándolo. Sabía exactamente como había imaginado. A cereza. Sus dos
pezones sabían a cereza. Cuando levantó la cabeza, estaban duros, rosa
oscuro y húmedos por haberlos tenido en su boca.
Se le había acelerado la respiración y podía ver el latido del corazón,
a toda velocidad, en su pecho izquierdo. ¿Deseo? ¿Miedo?
Cooper volvió a inclinarse hacia delante, rozándole la boca con la
suya.
—No me temas —le susurró—, no voy a hacerte daño. —Rogó a Dios
porque fuera cierto.
—No —susurró Sally. Pero su voz era suave e insegura.
Era el momento de darle confianza con sus palabras, de hacerle
entrar en calor, de ablandarla. Sally Anderson era una profesora, una
lectora. Las palabras le ayudarían a relajarse con él e incluso, si daba con
las adecuadas, las palabras la excitarían. Cooper necesitaba excitarla,
necesitaba que su tono se humedeciera y estuviera listo para acogerle. Si
no, la cosa no funcionaría.
Pero su asquerosa suerte quiso que Cooper no encontrara nada que
decir para seducirla y tranquilizarla; absolutamente nada. No sería capaz
ni en sus mejores tiempos, menos aún ahora que tenía la mente llena de
lujuria. Era un milagro que hubiera logrado decir algo.
Cooper soltó la silla. Necesitaba desnudarla ya mismo y, para ello,
necesitaba las dos manos. Le desabrochó los pantalones, bajó la
cremallera y se los abrió; soltó un gruñido cuando rozó su suave y plano
vientre con el dorso de la mano. Cooper le pasó una mano por la espalda y
la levantó sin esfuerzo, quitándole los pantalones y las braguitas en un
sólo movimiento con la otra mano y llevándose, con ello, los calcetines y
los zapatos. Por fin estaba desnuda.
«Joder».
Cooper la empujó suavemente hacia atrás en la silla, sin apartar la
mano del muslo, y se quedó mirando fijamente los brillantes rizos rojos
que había junto a su mano. Alzó la vista para mirarla a los ojos.
—Eres pelirroja —dijo sin aliento.
Sally Anderson era pelirroja y él era, oficialmente, hombre muerto. Si
albergaba alguna esperanza de no caer rendido a los pies de Sally
Anderson, podía olvidarse de ella. Era increíblemente guapa, inteligente,
amable, cálida. Y pelirroja. Estaba acabado.
—Sí. Sí, ehh... Soy pelirroja. —Respiró hondo y le miró directamente a
los ojos—. Ehh... ¿es un problema? —Por raro que pareciera, Sally se
quedó helada, sin saber muy bien qué hacer, e incluso con algo de miedo.
¿Pensaba que no le gustaban las pelirrojas?
—No. —Cooper se aclaró la garganta—. Me encantan las mujeres
pelirrojas.
—Ah. —Más que una palabra, parecía una suave exhalación de aire—.
Eso... eso es bueno entonces.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Mmmm. —No podía responder. Había demasiado ruido en su cabeza


y estaba demasiado concentrado estudiando el contraste entre su mano y
los muslos de ella; su áspera y oscura piel frente a la de ella, suave y
pálida. Sus manos se alzaron como si no le pertenecieran, como si
tuvieran vida propia, y cubrieron la zona en la que quería meterle la polla
en cuanto pudiera sin ser un animal.
Sally abrió las piernas un poco, lo justo para darle la bienvenida. El
pelo que cubría su monte de Venus era suave, no demasiado grueso.
Cooper deslizó los dedos por los pliegues del sexo de Sally. Ahora que la
exploraba, los dos temblaban. Tal y como sospechaba, era pequeña y
estrecha. Pero estaba húmeda.
Eso era bueno. Un poco más y por fin podría meterle su palpitante
polla. Ahora no, todavía no. Aunque muy pronto, o se moriría.
La sondeó, esparciendo con cuidado su leche por la pequeña
apertura, rodeando el clítoris.
Se quedó muy sorprendido la vez en que una camarera le dijo que le
encantaba que le tocara ahí. Al parecer, la mayoría de los hombres
empujaban y sacaban, apretando con fuerza, sacudiendo y bombeando la
mano como si el clítoris fuera una polla. Era sorprendente lo gilipollas que
podían llegar a ser los hombres.
Él tocaba a una mujer ahí con cuidado; eran tan suaves y aquello era
tan pequeño... Si no prestabas atención, si en vez de manos tenías mazos,
te perdías las pequeñas señales que emitía el cuerpo de la mujer.
El sexo de una mujer era como la boca de un caballo. Antes de
contratar a un caballista, Cooper se fijaba en cómo usaba el bocado. Los
caballos podían ser animales grandes y fuertes, pero tenían una boca muy
delicada. Si los tratabas mal podías herirlos, pero si los tratabas bien, te
los ganabas por completo.
La fuerza no servía de nada ahí. Había visto a caballistas fuertes y
grandes cagarla con la boca de los caballos. Y a hombres fuertes y
grandes cagarla con las mujeres.
Los caballos necesitaban una caricia de vez en cuando; lo mismo
pasaba con las mujeres. Cooper la exploró con el dedo, mirándola
fijamente. Vio que se ruborizaba, que abría ligeramente la boca en busca
de aire; que su respiración se aceleraba.
Cooper presionó el dedo dentro de ella, sintiendo que su suave piel se
abría a su paso. Movió el dedo con cuidado. La mayoría de las mujeres
tenían un punto débil, justo ahí...
Gimió y abrió las piernas aún más; los músculos del estómago se le
tensaron. Cooper se detuvo, paralizado unos instantes y sin mover la
mano. Sintió bajo los vaqueros que su pene supuraba semen. Se
estremeció, a punto de correrse.
Sally le puso una mano temblorosa en la cara; ya no tenía las manos
heladas sino al revés, parecía un hierro candente contra su piel.
—¿Cooper? —Le miró a los ojos—. ¿Quieres... quieres que vayamos a
la cama?
—Más que nada en el mundo —logró articular. Tenía la garganta seca
y rasposa; las palabras salían de su garganta como piedras, lenta y
dolorosamente—. Pero en cuanto estemos en la cama y me haya quitado
los pantalones, estaré dentro de ti en menos de medio segundo. No habrá

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

nada que me detenga. Así que los únicos preliminares que vas a obtener
son estos, aquí y ahora. En esta silla.
—Oh. —Sally formó una O perfecta con su preciosa boca. Casi podía
ver cómo procesaba en su cabeza lo que acababa de decirle. Abrió la boca
para volver a decir algo, pero Cooper le acarició el clítoris con el dedo,
haciendo círculos, y los pulmones de Sally se vaciaron de aire con un
silbido audible. Sentía su excitación por la forma en que sus músculos
internos le apretaban el dedo y podía verlo en su pecho y en el cuello,
donde se le marcaba el pulso acelerado. Apretó los dientes. Si se le
hinchaba la polla una gota más, le reventaría.
Respiró con dificultad, dentro y fuera, tratando de controlarse.
—Hay algo más —le advirtió Cooper. Tenía que decirlo mientras aún
le quedara algo de sangre en la cabeza—. Sólo tengo un condón en la
cartera. Por razones sentimentales, supongo, porque hace más de dos
años que no me acuesto con nadie. Probablemente esté caducado. Y una
goma no va a ser suficiente; por cómo me siento ahora mismo, no nos
bastaría ni con diez. No sé cómo vamos a solucionar eso.
Se puso roja como un tomate, y pasó del rosado claro al rosa chillón
en medio minuto. Sonrió poco segura y tiró de la mano que había dentro
de ella. Cooper dejó que le sacara la mano y se quedó alucinado al ver que
se llevaba la mano a la boca y le frotaba los nudillos contra los labios.
Tenía los dedos y la palma pringosos de sus jugos.
—No pasa nada —susurró. Sus ojos eran dos piscinas color turquesa,
tan brillantes y profundas que podía hundirse en ellas—. Mis reglas eran
irregulares y la ginecóloga me recetó la píldora. No hace falta...
Lo que fuera a decir se ahogó en la boca de Cooper; la levantó en
brazos y se la llevó.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 7

Era como volar.


Julia no tenía ninguna sensación de gravidez. Cooper la portaba con
facilidad, como si fuera un peso pluma. Lo que la mantenía en la tierra era
el abrazo de sus fuertes brazos y el beso de su boca.
No vaciló ni comprobó cuartos; como si llevara toda la vida viviendo
en aquella casa, Cooper fue derecho a su cuarto. Abrió la puerta, que
estaba medio cerrada, de una patada tan fuerte que rebotó contra la
pared. Hizo un sonido parecido al de una bala en una noche silenciosa.
Era el primer indicio de que estaba perdiendo el control, el indicio de
que el puño de acero con que se mantenía a raya estaba quebrándose. Si
no la tuviera en una red de fuego, se habría quedado helada. Pese a que
todos sus músculos habían sido fuertes y tensos cuando la besaba, habría
sido imposible saber que los besos le ponían enormemente. Sus besos
eran suaves y dulces, de hecho. Mucho más suaves que muchos de los
que le habían dado.
Cualquier otro hombre habría ido directo al grano en cuanto hubiera
aceptado acostarse con él. Pero Cooper no; Cooper la había besado con
cuidado, la había tocado con cuidado y había estado pendiente de ella,
aguardando. Si no hubiera visto, y percibido, la forma en que se
controlaba, habría pensado que era del tipo de hombres que se encienden
despacito.
Pero los músculos de su cara se habían tensado y sus narinas se
habían abierto como las de un semental. Había percibido fugazmente su
brutal erección a través de los pantalones, aunque no se había atrevido a
mirarla fijamente.
Ejercía tal control sobre sí mismo que pensó que tal vez lograra
hacerle el amor suavemente, y después podría abrazarse a él. Esa era la
parte que más le había gustado siempre del sexo: el sentirse protegida.
Pero si Cooper empezaba abriendo la puerta a patadas, la cosa iba a ser
más dura de lo que pensaba.
Cooper fue directamente a la cama, donde la depositó sin dejar de
besarla en ningún momento. Cuando estuvo completamente tumbada, se
apartó.
La pérdida de su intenso cuerpo la dejó helada. Allí, tumbada en la
cama, Julia se dio cuenta de pronto de que estaba completamente
desnuda. Tiró de la colcha para cubrirse.
—No —gruñó, sacudiendo la cabeza con fuerza—. No te tapes.
—Tengo frío —susurró Julia. Y era verdad; aunque también estaba un
poco asustada. Claro que no podía decírselo; después de todo, ella había
empezado aquello. No podía mostrarse reticente ahora; había invitado a
Sam Cooper a su cama y ya no había vuelta atrás.
Pero había algo en la forma en que Cooper se desnudaba, con
movimientos bruscos y sin la gracia masculina que había admirado hacía

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

unos minutos, que le daba un poco de miedo. Sus gruesos y marcados


músculos, que se flexionaban y se tensaban a medida que se desvestía, le
hacían parecer aún más largo y más poderoso que nunca. La luz del salón
que entraba por la puerta entreabierta le permitía ver cómo se quitaba
Cooper el jersey y la camiseta y los lanzaba al suelo. Se desnudó con un
par de movimientos de las manos; su enorme pene sobresalía de entre la
densa capa de negro vello púbico.
Julia se estremeció de pronto al ver lo que había estado oculto por la
ropa.
Había visto cuerpos así desnudos antes, claro que sí, en su gimnasio y
en las revistas. Pero no tenían nada que ver con el poderoso ser que tenía
desnudo junto a su cama. El cuerpo de Cooper no tenía nada que ver con
el típico cuerpo de modelo de portadas. Era mucho más fuerte, duro y
resistente que eso. Tenía el torso cubierto con una mata de grueso pelo
negro, así como en los brazos y piernas. Los músculos que tenía no se
debían a horas de gimnasio, sino a la vida, a las batallas. Su cuerpo era
ancho, fuerte y tenía cicatrices. Era el cuerpo de un guerrero.
Era un guerrero.
Julia se había olvidado completamente de ello, había olvidado que no
era un simple ranchero amable al que no se le daba bien conversar. Era,
básicamente, un asesino entrenado. Probablemente igual que los asesinos
que la buscaban.
Presa repentinamente del pánico, Julia se dio cuenta de que en su
dolor y soledad había roto una de las reglas cardinales de Herbert Davis:
no involucrarse con los locales. En teoría no debía dejar que nadie se
acercara demasiado a ella; le había dicho que era muy peligroso. No podía
decirle a nadie que estaba en el Programa de Protección de Testigos. Los
tentáculos de Santana eran muy largos y una recompensa de un millón de
dólares tentaría a cualquiera. Invitar a Cooper a su cama era como firmar
su sentencia de muerte.
En más de un sentido. Era el hombre más poderoso que hubiera visto
nunca; podía romperle el cuello con un movimiento de la mano.
Cooper se giró un poco hacia ella. Su pene era enorme, largo, ancho y
tenía la punta húmeda.
El peligro podía venir por distintos caminos; y éste era uno de ellos.
A Julia le latía el corazón con tanta fuerza que pensó que la casa
entera se temblaría con ello. El pánico, el miedo y la excitación se
reunieron en un único y gigantesco sentimiento demasiado grande como
para que su cuerpo lo albergara.
Cooper se arrodilló en la cama y el colchón se hundió con el peso de
su cuerpo. Julia tuvo que tensar los músculos para no rodar por el valle
que había formado.
Cuando se inclinó sobre ella, Cooper no parecía un amante a punto de
follarla, sino un guerrero a punto de matar. Los músculos de su pecho y de
los brazos estaban en tensión, los bíceps flexionados sobresalieron cuando
la rodeó con un fuerte y largo brazo para montarla al tiempo que, con la
otra mano, le abría los muslos. No sonreía. Su rostro no mostraba ninguna
suavidad cuando bajó la vista para mirarla; la piel que cubría sus
angulosas mejillas estaba completamente tensa y su boca se había torcido
en una mueca.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Hasta su pene parecía más un arma que un instrumento de placer.


Era gordo, duro como una porra y mucho más largo que ningún miembro
que hubiera visto nunca. Era el peligro personificado y podía escapar. El
cuerpo se le cerró en banda, presa del pánico, pero ya era demasiado
tarde.
Cooper la cubrió. Era grande e intransigente. Durante unos segundos,
fue incapaz de respirar. Una mano enorme se puso entre ellos, buscando
los labios de la vagina. Sintió cómo ajustaba la ancha y dura cabeza del
pene contra ella y, antes de que le diera tiempo a relajar los músculos de
la vagina para facilitarle el paso, empujó con toda la fuerza de su pelvis,
con dureza y hasta el fondo.
Le dolió.
El pene de Cooper era demasiado grande para ella y no estaba
preparada. Le quemó el interior, abriéndola sin piedad.
Julia parpadeó para hacer desaparecer las repentinas lágrimas, se
quejó una vez antes de morderse el labio. Se lo había buscado ella, era lo
que había querido. Si era demasiado para ella, era su jodida culpa.
Cooper alzó la cabeza y la echó hacia atrás, buscando aire, como si
surfeara una ola. Un grueso mechón de pelo negro le caía por la frente;
tensó la mandíbula y los tendones del cuello se le marcaron como
cuerdas.
—Joder —dijo entre dientes, agarrándola con fuerza de las caderas—.
No estás lista. —Estaba sudando; una gota de sudor le rodó por la mejilla
—. No puedo parar. No puedo. Lo siento. —Su profunda voz sonaba tensa
—. Perdón.
—No pasa nada —le susurró.
Con un gruñido, Cooper bajó el pecho hasta tumbarse pesadamente
sobre ella, con la cara hundida en la almohada que había junto a ella.
Flexionó los muslos con fuerza y empezó a dar empellones fuertes y duros,
con toda la fuerza de su cuerpo.
Era como si estuviera atrapada en una tormenta, abofeteada por la
fuerza del viento. Julia se aferró a los hombros de Cooper como se
aferraría a un árbol en una tormenta infernal, no como se abrazaría a un
amante.
El ritmo de los empellones de Cooper fue in crescendo hasta acabar
golpeándola, provocando con ello que la cama diera con fuerza contra la
pared y los muelles chirriaran en protesta. Siguió así durante tanto tiempo
que Julia perdió la noción del tiempo; le daba la sensación de que el pene
de Cooper llevaba toda la vida dentro de ella, bombeando hacia delante y
hacia atrás.
De pronto, y sin previo aviso, Julia llegó al clímax. Gritó cuando la
oleada la golpeó con la fuerza de un tren en movimiento y todo su cuerpo
se convulsionó.
Normalmente tardaba mucho en llegar al orgasmo. Solía empezar
sintiendo remolinillos de placer, como si vinieran de muy lejos; después, le
empezaban a temblar los muslos y sentiría una oleada de calor en la parte
inferior del vientre. De hecho, su cuerpo solía avisarle con mucha
antelación de lo que iba a suceder.
Pero esta vez no. Esta vez fue como si encendieran de pronto un
poderoso interruptor, provocándole el orgasmo más potente que hubiera

- 86 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

experimentado nunca y haciendo que su vagina se aferrara con fuerza al


pene de Cooper.
Cooper gritó contra la almohada; Julia sintió la vibración de su
profunda voz contra los brazos y el pecho. Gimió y gruñó, se hundió aún
más en ella y llegó al clímax él también. Sus empujones cesaron mientras
empujaba contra ella, todo lo que pudo, soltando oleadas de semen en su
interior.
El orgasmo de Julia llegó a su fin. Se agarraba con fuerza a la espalda
de Cooper; sus músculos estaban duros como piedras de la tensión y la
espalda pringosa de sudor. Ella también estaba pringosa, del sudor de
Cooper, del suyo propio y del semen que le resbalaba por las pantorrillas.
Julia se dio cuenta de pronto de lo... de la forma tan educada en que había
hecho el amor siempre; habían sido sesiones de sexo amable, sin sudor,
como si se tomara el té con un tío, solo que más divertido y desnudos.
Con Cooper, sin embargo, había sido elemental, brutal, animal. Nada
de amabilidad y suavidad. Hasta el placer había sido un... placer animal,
idéntico a la forma en que copulaban los águilas o los pumas.
Seguía estando duro como el acero dentro de ella. No había estado
bromeando cuando le dijo que con una vez no le bastaría.
Ella había tenido más que suficiente con una vez.
Julia estaba agotada, abrumada por la forma áspera e interminable en
que le había hecho el amor y el explosivo orgasmo. Se sentía incapaz de
mover los músculos. Cooper pesaba tanto que tenía que inflar los
pulmones con fuerza para lograr respirar. Tenía los muslos abiertos de par
en par, al máximo, completamente abiertos para él. Julia estaba
empezando a pensar cuándo podría empujar a Cooper para que se
retirara, cuando las caderas de éste empezaron a moverse de nuevo.
«Oh, Dios, otra vez no». Ya había sido el polvo más largo de su vida. Y
el más excitante. De hecho, seguía siendo excitante. Pese a que su mente
le decía que ya estaba bien, la parte inferior de su cuerpo no quería
hacerle caso.
Los empellones profundos y pesados de Cooper eran más excitantes
que los de antes. Ahora estaba completamente húmeda, debido al
orgasmo y a la cantidad de semen que había eyaculado antes. Cooper se
movía con habilidad dentro y fuera de ella, abrasándola de placer.
Cooper alzó la cabeza y se la quedó mirando; su rostro era duro e
inexpresivo. Estaban unidos en el acto más íntimo entre dos seres
humanos y, aun así, era incapaz de saber en qué estaba pensando ni qué
sentía.
Empujaba pesadamente ahora; sus fuertes y profundos empellones la
llenaban de pasión. Alzó las manos para rodearle la cara, apoyando los
pulgares sobre las mejillas. Julia estaba completamente inmovilizada; no
podía mover el cuerpo en ninguna dirección, pues la tenía presa con su
pesado cuerpo. Tampoco podía mover la cara, y su mirada era tan intensa
que ni siquiera podía cerrar los ojos.
Poco a poco, Cooper fue bajando la cabeza hasta que cubrirle la boca
con la suya. Para su sorpresa, su beso no fue áspero y posesivo, sino que
le tocó la boca con suavidad y cuidado, una y otra vez. Le cubrió las
mejillas y los párpados de ligeros besos, suaves y delicados con las alas de
las mariposas. La boca de Cooper vagó por la frente de Julia, rozándole

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

ligeramente la oreja y la línea de la mandíbula. Su boca era cálida y suave.


Dolorosamente tierna.
El contraste entre sus besos, dulces y suaves, y la forma ruda, casi
violenta, con que hacían el amor era eléctrico, como si le estuvieran
haciendo el amor dos tipos distintos a la vez. Por primera vez en su vida,
Julia se quedó sin palabras y, aunque hubiera sabido qué decir, cada vez
que quería decirlo se encontraba con que tenía la boca ocupada.
Paseó la mano por la fuerte espalda de Cooper y se colgó de sus
hombros, deleitándose en el tacto de los músculos. Era tan asombroso;
como el acero, solo que cálido. Pese a que sus besos eran lentos y
lánguidos, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, como si
fueran dos jóvenes besándose por primera vez en un prado, los golpes de
sus caderas eran fuertes y cada vez más rápidos.
Cooper abrió la boca de Julia son suavidad. El roce de la lengua de
Cooper contra la suya fue suficiente para acabar de ponerla a cien. Su
grito quedó ahogado en la boca de Cooper; Julia volvió a experimentar un
orgasmo, más fuerte que el anterior, las inmensas olas de ardiente placer
la sacudieron, su vagina se cerraba con fuerza y volvía a relajarse al ritmo
de las sacudidas de Cooper. Era tan intenso que le entraron ganas de
gritar, de llorar; el corazón se le salía del pecho. Se aferraba a Cooper con
los ojos llenos de lágrimas que rodaron por sus mejillas hasta caer en la
almohada.
Cooper murmuraba algo que no lograba descifrar. Era incapaz de oír
ni de pensar, sólo podía sentir.
Seguía duro dentro de ella —parecía poder quedarse así, duro y
dentro de ella, el resto de su vida—, pero sus movimientos habían cesado.
El sexo había parado, pero seguía haciéndole el amor, llenándole la cara y
el cuello de suaves y cariñosos besos.
Julia estrechó su abrazo y escondió la cara en el pecho de Cooper. No
tenía nada que decirle, absolutamente nada. Había roto todas sus
defensas y, si abría la boca, todos sus secretos saldrían a borbotones.
Así que se agarró y escondió el rostro, con los ojos firmemente
cerrados, abrumada por las emociones, con el pecho dolorido y
aguardando a que su corazón se tranquilizara. Agarrada firmemente a
Cooper, lo único estable en su destartalado mundo, Julia se quedó
dormida.

* * *
Había tanta sangre.
El huesudo y pálido hombre yacía en el asfalto sobre un río de sangre
que salía de su propia cabeza y que formaba una mancha gruesa y
viscosa en el suelo. Retrocedió horrorizada, escurriéndose por el pegajoso
suelo. El hombre de la pistola se giró lentamente, tenía la boca abierta y
curvada en una sonrisa cruel, y sus labios eran de un color rojo sangre.
—Preciosidad —gruñó, ensanchando la roja sonrisa y alzando
lentamente la pistola—. Muere.
—¡No! —gritó, pero le falló la voz. La palabra resonó en su pecho,
pero el mundo guardaba un silencio glacial. Estaba de rodillas ahora,
buscando algo, cualquier cosa; oyó los latidos de su corazón en la base de

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

la garganta y se preguntó si sentiría el momento en que dejara de latir.


—Demasiado tarde —gruñó el hombretón, apretó el gatillo y ella se
dispuso a morir allí, en el suelo de grava y arrodillada sobre la sangre de
otro.

* * *
Julia jadeó y abrió los ojos, temblando desorientada, perdida. Estaba
paralizada de miedo y sudando. ¿Dónde estaba? ¿Qué...?
Había una figura alta y más oscura que la noche junto a su cama. El
grito no salió de su garganta; salió en forma de susurro ahogado mientras
se pegaba al cabecero de la cama, tratando de acurrucarse y esperando
no sentir la bala...
La amplia silueta se agachó a su lado y tomó la mano entre las suyas.
—Sally —dijo una voz profunda.
—¿Quién? —Julia sacudió la cabeza, esforzándose por pasar de la
pesadilla a la realidad—. ¿Quién es Sa...? —Las alarmas resonaron en su
cabeza. Se mordió los labios con tanta fuerza que se hizo sangre. Los ojos
se le llenaron de lágrimas.
Cooper le sostenía la mano con firmeza. Sus manos eran cálidas,
duras y seguras.
—Sally, cariño, escúchame.
Julia parpadeó, tratando de pensar con claridad pero sin conseguirlo.
Lo único que la mantenía entera era la mano de Cooper. Se aferró a él y
éste se inclinó sobre ella. Podía sentir el calor de su cuerpo en la oscura y
fría noche.
—Tengo que irme, cariño. —Cooper estaba completamente vestido y
se había puesto hasta el pesado abrigo negro de invierno. Su rostro
quedaba medio oculto por las sombras, pero pudo ver que flexionaba con
fuerza los músculos de la mandíbula—. A las 4:30 de la mañana tengo que
salir a caballo con cinco de mis hombres para comprobar las cabañas que
hay en las colinas. Nos llevará al menos treinta y seis horas, tal vez algo
más, y tendremos que pasar la noche en una de las cabañas. No podré
llamarte porque ahí arriba no hay cobertura.
—De... de acuerdo. —Le castañeaban los dientes y era casi incapaz
de hablar. Las terribles imágenes de la pesadilla seguían dando vueltas en
su mente como el humo tras un fuego. Apenas sabía de qué estaba
hablando, ni siquiera sabía a qué cabañas se refería. Lo único que sabía
era que Cooper se marchaba y la dejaba sola, en la oscuridad, luchando
ella sola contra sus fantasmas.
Tenía el ceño fruncido. La miró fijamente durante un segundo o dos.
—¿Estás bien? —le preguntó por fin con su profunda voz.
Julia sabía a qué se refería. Todos y cada uno de sus músculos
protestaron cuando se incorporó. Le dolían los muslos, que estaban
escocidos y pringosos. El sexo había sido increíblemente duro. Mucho más
fuerte y profundo y largo que nunca. Cooper no había sido capaz de
controlarse y presentía, de alguna forma, que se arrepentía de ello.
Le estaba preguntando si le había hecho daño.
No, la verdad es que no. Estaba dolorida, pero en gran medida se
debía a la intensidad de sus orgasmos.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

«¿Estás bien?».
No, la verdad es que no estaba bien. Estaba perdida, muerta de
miedo y sola. Quería desesperadamente que Cooper se quedara con ella.
Quería agarrarse a él y sentir su fuerza. Quería que mantuviera el miedo y
la soledad apartados.
—Bien —dijo sin más. Abrió la boca para esgrimir una enorme y falsa
sonrisa, consciente de que en la oscuridad no vería la falta de naturalidad
de su expresión, sólo el blanco de los dientes—. Estoy bien.
La agarró más fuerte y se le volvieron a tensar los músculos de la
mandíbula. Sabía que estaba mintiendo.
Cooper abrió la boca para volver a cerrarla. Estaba claro que no podía
decirle lo que quería decir.
—Tengo que irme —repitió.
Julia asintió con cuidado, moviendo la cabeza despacio como si
estuviera debajo del agua, ocultando sus emociones bajo una capa
finísima. Apretó la mandíbula con fuerza. Si abría la boca se echaría a
llorar y le suplicaría a Cooper que se quedara.
Pero no podía.
Nadie podía quedarse con ella. Estaba completamente sola.
Cooper la observó unos instantes. Julia estaba desnuda y muerta de
frío. El único punto cálido de su cuerpo, de su vida, era la mano que
agarraba Cooper. Cuando la soltó, centró todos sus esfuerzos en no
echarse a temblar. Estaba helada hasta la médula.
Estaba allí de pie, alto y ancho, a medio metro de la cama. Costaba
creer que hacía muy poco había estado desnudo y dentro de ella. Durante
todo el rato en que estuvieron haciendo el amor, Julia no pensó en nada
que no fuera el cuerpo de él sobre el suyo y la explosión de placer casi
aterradora que le estaba proporcionando. Mientras hacían el amor se
había sentido más unida a él que a ningún otro ser humano. No se había
sentido perdida ni sola.
Ahora se alejaba, se iba, y la dejaba sola en la fría oscuridad de la
noche.
La lucecita de su reloj de alarma indicaba que eran las 4 de la
mañana. Si quería llegar a tiempo a su rancho, debería irse ya.
Cooper retrocedió un paso y se detuvo. Julia podía oírle respirar
hondamente, casi podía sentir las vibraciones de la frustración que le
embargaba. Pasó el peso de un pie al otro; estaba claro que no quería
marcharse.
—Vete —le dijo con suavidad.
Cooper exhaló y asintió. Un segundo después, sin decir nada más, se
había marchado. Escuchó el sonido de la puerta principal al abrir y cerrar
y, un segundo después, el ruido del motor de su coche.
El silencio la embargó, tan oscuro y frío como la noche. Julia hundió la
frente en las rodillas y dejó fluir las lágrimas.

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Capítulo 8

La habitación seguía resonando con el Do de pecho de Luciano


cuando la señal del correo electrónico se puso a parpadear.

VEINTE MIL DÓLARES AMERICANOS DEPOSITADOS EN CUENTA SUIZA.


¿ACCIDENTE DE COCHE OK?

El profesional comprobó la cuenta de Ginebra, una de las diez que


tenía en Suiza, y bendijo a las autoridades de los bancos suizos por
permitir que se hicieran transferencias veinticuatro horas al día. Ahí
estaban los 20.000$.
Mimi se estaba poniendo los manguitos, diciéndole a Rodolfo que le
calentaría las manos. Se estaba muriendo. Los dedos del profesional se
apartaron del teclado del ordenador para saborear aquel doloroso y
colosal momento. Esa parte era tan conmovedora, tan trágica. El
profesional tarareó suavemente la parte en que Rodolfo toma el cuerpo sin
vida de Mimi entre sus manos, cantando su pena. Cuando la música
acabó, tardó unos momentos en recuperar la compostura antes de
ponerse a escribir la respuesta para el noruego.

RICHARD M. ABT: TRASLADADO A ROCKVILLE, IDAHO. DIRECCIÓN 120


CRESCENT DRIVE, BAJO EL NOMBRE DE ROBERT LITTLEWOOD. OK
ACCIDENTE COCHE. BUENA SUERTE.

De improviso y por pura curiosidad, el profesional indagó un poco por


la ficha robada en busca del segundo nombre de Richard Abt. Se sentía
casi como si revolviera en una habitación vieja. El proceso era rápido. Ahí
estaba: Marion. II segundo nombre de Richard Abt era Marion. ¿Qué clase
de nombre era ése para un tío? No le extrañaba que sólo pusiera la inicial.
Daba igual, el tipo era historia.
El profesional sonrió. Richard Marion Abt. Destruido por medio del
ratón.

* * *
—¡Oye!
El lunes por la tarde Julia sonrió y se quitó el jabón de los ojos. Le
gustaba tanto que hubiera otro ser humano en la casa. El domingo había
estado dando vueltas por la casa vacía, sintiéndose atrapada entre las
cuatro paredes, perdida y sola, hablando con Fred, quien sólo podía
responderle ladrando. Dio gracias a Dios de que llegara el lunes y tuviera
una clase abarrotada de niños.
Rafael la había acompañado después de clase y habían repasado sus
deberes, pero la Guerra Civil y los verbos quedaron relegados

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

inmediatamente a un segundo plano al ver a Fred. Rafael se había


apresurado a acabar los deberes y a aprenderse los verbos de memoria
antes de salir escopetado a ayudar en la fascinante tarea de adecentar a
Fred.
Para ello necesitaron la bañera, medio bote de jabón con esencia de
rosa y prácticamente todas las toallas que había en la casa. Tras un par de
días de comida, descanso y cariño, Fred ya parecía otro. Ya casi no
cojeaba e iba camino de enamorarse de Rafael; sentimiento claramente
recíproco, pues Fred y Rafael sonreían con la misma cara de bobos.
—Sigues oliendo, compañero —le dijo Julia a Fred mientras le frotaba
con fuerza—. Pero al menos ahora hueles un poco más a rosas.
El perro gimió en respuesta.
Llamaron con fuerza a la puerta. Julia se puso en pie con el corazón
desbocado.
—Cooper. —La puerta ahogaba su voz, pero no había duda de que era
él. No había sabido nada de él desde que se marchara el domingo antes
de que amaneciera siquiera.
Se secó las manos en la única toalla que quedaba limpia y, tratando
de calmarse, fue a abrir la puerta. Ahí estaba, alto y ancho, vestido de
negro y sosteniendo un paquete envuelto en papel marrón. Se había
pasado el día anterior entero pensando en él y, aunque no hubiera estado
pensando en él, su cuerpo se habría acordado de él pues tenía agujetas y
los muslos doloridos, como si siguiera dentro de ella.
En cuanto la vio se quitó el sombrero de vaquero que llevaba.
—Sally.
«Oh, Dios». Esa voz. Le había murmurado cosas al oído mientras le
hacía el amor con aquella profundísima voz. Al oírla ahora, tuvo un
flashback momentáneo de la oscura habitación y Cooper profundamente
dentro de ella, moviéndose con rapidez y fuerza. Le temblaron las rodillas.
—Cooper. —Casi no le salía la voz. Se hizo a un lado de la puerta y
Sam entró, pasando tan cerca de ella que podía olerle. Cuero, lluvia,
hombre.
Desde el cuarto de baño, Rafael chilló de placer y Fred ladró. Cooper
alzó la cabeza un momento y cuando volvió a bajarla para mirarle a los
ojos, Julia casi pudo ver lo que pensaba. Rafael estaba ocupado en el
cuarto de baño con Fred. Estaban, de momento, solos.
Julia había ensayado las diferentes poses que podía adoptar cuando
volviera a verle: simpática pero distante; no, fría pero divertida; no,
cariñosa pero sin ser pegajosa; no, simpática pero irónica...
No le dio tiempo a poner en práctica ninguna de ellas porque Cooper
dio un paso hacia delante y la besó. Profunda y apasionadamente. El beso
fue el equivalente del polvo que habían echado, cuando su pene la poseyó
por completo.
Se puso junto a ella, la alzó en brazos y se la llevó al dormitorio. Cerró
la puerta y echó el pestillo sin soltarla. Metió una de sus enormes manos
debajo de la falda para acariciarle la cadera. Oh, Dios, cómo le gustaba
sentirle otra vez por su cuerpo. Con los ojos cerrados, Julia abrió más la
boca para él y le apretó la lengua con la suya.
Cooper se estremeció. Se echó un poco hacia atrás y la alzó contra la
pared, sujetándola con una mano mientras con la otra le quitaba las

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

braguitas, las medias y los zapatos. La agarró de las piernas y las pasó por
encima de sus caderas; con una mano le acariciaba el sexo mientras se
desabrochaba la cremallera y volvía a estremecerse. Podía sentir lo
húmeda que estaba.
Era sorprendente. A Julia siempre le había llevado su tiempo
calentarse sexualmente. Le gustaban los preliminares largos y lánguidos,
que le dijeran palabras cariñosas y le acariciaran suavemente. No le había
dado nada de eso y, aun así, estaba más que lista. Sólo con verle se había
puesto a mil, como el hámster que sabe que si presiona la barra obtiene
bolitas de comida. Cooper equivalía al sexo duro y excitante.
Se abrió los pantalones y su pene se liberó de inmediato. Lo guió con
la mano hacia ella. La abrió con dos dedos, metió la punta del pene y
empujó con fuerza.
Julia estaba completamente poseída por él. Se la comía con la boca y,
con el peso de su cuerpo, la mantenía anclada contra la pared mientras le
abría las piernas con las manos. La áspera tela de sus vaqueros le rozaba
las piernas.
Se apoyó pesadamente contra ella, apartando la boca de la de ella. La
miró con los ojos entrecerrados. Su rostro era tan duro, tan inflexible.
—Llevo un día y medio soñando con esto —murmuró con los ojos
brillantes.
Así, de pronto, Julia empezó a sentir el orgasmo, unos empujones
fuertes que hicieron que los ojos de Cooper se abrieran y las narinas se le
inflaran. Aspiró aire con fuerza y se la sacó casi entera para empezar a
empujar con fuerza.
—¿Señorita Anderson? ¿Señorita Anderson? ¿Dónde está? Fred
necesita un secador. ¿Señorita Anderson?
—Joder —suspiró Cooper.
Los dos se quedaron paralizados; Julia miró fijamente los ojos negros
de Cooper. Su orgasmo no se detuvo, pues su cuerpo seguía su camino
pese a que su mente gritara: «¡Alto!».
La fuerza del orgasmo hizo que se estremeciera y que perdiera por
completo el control de su cuerpo. Cooper respiraba con fuerza. Se quedó
quieto dentro de ella.
—¿Señorita Anderson? —La voz de Rafael se perdió. Iba a buscarla a
la cocina, donde obviamente no la encontraría. No quedaba más que una
habitación más en la casa y enseguida se oyeron sus pasos atravesando la
pequeña sala de estar.
Gracias a Dios, las contracciones empezaban a desaparecer.
Temblando aún, Julia empujó a Cooper de los hombros, que cerró los ojos
como si le doliera y se retiró. Bajó las piernas confiando en que no le
fallaran; estaba temblando.
—¿Señorita Anderson? Ey, ¿dónde está? —El picaporte de la puerta se
movió.
—Un... —No le salía la voz. Julia se aclaró la garganta y lo intentó de
nuevo—: Un momento. No entres, Rafael, ahora mismo salgo.
—Vale. Necesitamos un secador. —Rafael silbó alegremente mientras
volvía al cuarto de baño con Fred.
Julia sólo pudo bajar la vista. El pene de Cooper era oscuro y estaba
totalmente hinchado y pringoso de sus jugos. Cooper trataba de meter su

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

enorme erección en los pantalones, pero la cremallera se quedó


enganchada. Julia le miró con una mueca de dolor.
—Eso tiene que doler.
—No tienes ni idea —farfulló.
—¿Y no te has, ehh...?
—No. —La taladró con sus negros ojos—. Aunque pretendo hacerlo.
En cuanto haya dejado a Rafael en casa, pretendo volver y pasarme toda
la noche dentro de ti y entonces sí que lo haré. Y mucho.
No tenía aire en los pulmones, sólo calor. Por lo que había visto, y
sentido, Cooper era muy capaz de hacer lo que decía.
—Ah —dijo débilmente—. Ah, eh, de acuerdo.
Le rodeó el cuello con una mano y la besó. Cuando alzó la cabeza,
seguía acariciándole el cuello con el pulgar.
—Será mejor que vayas a ver a Rafael. Iré en un segundo.
Julia asintió y se dirigió lentamente hacia la puerta.
—¿Cariño? —Julia se giró y le miró inquisitivamente—. ¿No quieres
ponerte los zapatos y algo de ropa interior antes de salir?
—Ya —dijo Julia, aún confusa. Sus palabras apenas habían calado en
ella. Aún seguía sintiendo los efectos posteriores al orgasmo; las húmedas
paredes de su sexo se rozaban cuando se movía—. Ropa interior.
Ropa interior, ropa interior. ¿Dónde...? Ah. Las medias, braguitas y
zapatos estaban en un rincón. Para cuando por fin estuvo lista, Cooper
parecía menos salvaje también, aunque se fijó en que no se había quitado
la chaqueta, que le llegaba hasta los muslos y cubría la erección.
Julia sacó el secador del cajón y se dirigía a la puerta cuando le sintió
justo detrás de ella; sintió el calor de su cuerpo y la enorme presencia de
Cooper.
—¿Señorita Anderson? —La voz de Rafael llegaba débilmente desde el
cuarto de baño.
—¡Voy corriendo! —Gritó Julia, y casi dio un brinco cuando sintió la
áspera y enorme mano de Cooper en el cuello. Se inclinó y la besó en la
nuca, un ligero beso que acabó casi antes de haber empezado.
—Eso espero —murmuró junto a la oreja de Julia—. Que te corras toda
la noche.
Se detuvo con la mano en el picaporte, una oleada de calor casi le
hace caer de rodillas. Cooper no debería decirle cosas como esas;
especialmente cuando estaba a punto de salir al encuentro de un niño
pequeño. Estaba segura de haber enrojecido. Estaba hecha un lío y tenía
el pulso acelerado. Para conseguir abrir la puerta, tuvo que intentarlo dos
veces. No podía darse la vuelta; si lo hacía, si veía a Cooper, cerraría la
puerta, se giraría y le lanzaría los brazos al cuello. Así que fijó la vista al
frente con decisión, abrió la puerta y salió con paso tembloroso hacia el
cuarto de baño.
Aquello era un increíble desastre. La bañera estaba llena hasta arriba
de agua y espuma, que fluía hasta el suelo cada vez que Fred se movía.
Julia le tendió el secador a Rafael, quien apenas alzó la vista.
—Genial, gracias señorita Anderson. Tengo que secar a Fred, si no se
enfriará. Venga, Fred, sal. —Rafael chasqueó los dedos y Fred saltó fuera
de la bañera, junto con la mitad del agua.
—¡Espera! —Demasiado tarde. Fred se sacudió y caló la habitación

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

entera. Julia levantó las manos para protegerse, pero Rafael estaba
chorreando. El cuarto de baño estaba tan mojado que era demasiado
peligroso utilizar un secador allí. Con un suspiro, Julia le quitó el secador a
Rafael, sacó una toalla vieja del armario y la extendió por el suelo de la
despensa.
—Aquí, Rafael —dijo, enchufando el secador.
Rafael y Fred fueron afablemente hacia la despensa, chorreando agua
a su paso. Cuando el niño encendió el secador, Julia salió de allí.
Cooper la estaba esperando en el salón, con la enorme caja en las
manos. Se la tendió.
—Es para ti —dijo sencillamente.
Un regalo. Julia parpadeó. La caja iba envuelta en papel marrón y
tenía un cordel. En Boston, el envoltorio con papel marrón y cordel se
consideraba muy chic; claro que el papel tenía que estar hecho a mano,
no estar teñido y ser tosco, y el cordel tenía que ser de cáñamo y solía
envolver algo muy caro.
El papel de esta caja llevaba un sello desigual que rezaba «Emporio
de Ferreterías Kellogg».
Julia cogió la caja y la sopesó. Era sorprendentemente pesada. Alzó
los ojos hacia Cooper con el corazón desbocado.
—Gra... gracias.
Asintió con seriedad.
Julia sacudió la caja y algo grande botó en su interior. No tenía ni idea
de qué podía ser. El rostro de Cooper no mostraba expresión alguna. Julia
cortó el cordel, rasgó el papel, abrió la caja... y se encontró con artilugio
de acero y metal; miró desconcertada a Cooper.
—Cerrojo —dijo.
—Ah —contestó con un hilo de voz—. Un cerrojo. Ehh, gracias.
Siempre había querido tener uno.
—La cerradura de la puerta es demasiado enclenque. —Cooper tenía
el ceño fruncido, como si la cerradura de casa de Julia fuera su reto
personal.
—¿Sabes cómo... arreglarlo? —¿Se decía así? ¿Qué se hacía con los
cerrojos? ¿Montar? Aunque ya estaba montado; era una sola y reluciente
pieza. Aun así, Cooper parecía haberle entendido. Echó la cabeza hacia
atrás, sorprendido, y frunció aún más el ceño.
—Claro —dijo, como si le hubiera preguntado si sabía andar o leer.
¿Le había ofendido? No había forma de saberlo, pues su expresión era
exactamente igual que siempre: impenetrable. A los pocos minutos,
Cooper se había enfrascado en su caja de herramientas y hacía algo
varonil y competente con la puerta de Julia y el cerrojo.
Así que ella fue a hacer algo femenino y competente en la cocina.
Para cuando un Fred semiseco y que olía a rosas, y un sonriente Rafael
entraron en la cocina, Julia había puesto té y una tarta de limón, que había
hecho el domingo en pleno aburrimiento, encima de la mesa.
Cooper apareció medio minuto después. A través de la puerta de la
cocina pudo ver el cerrojo en la puerta, enorme y brillante, y capaz de
proteger secretos nucleares.
Era tan dulce que hubiera pensado en eso. Julia sonrió a Cooper, que
estaba de pie en el marco de la puerta.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Gracias, Cooper. —Su sonrisa le dejó paralizado, pero Julia


empezaba a reconocer ya los distintos grados de su impasibilidad.
Ensanchó la sonrisa—. Toma un poco de tarta y té.
Rafael ya se había tomado tres trozos y ya le había pillado dándole
disimuladamente trocitos a Fred. Julia cortó un trozo enorme para Cooper
y otro mucho más pequeño para ella. Le había puesto piel de naranja y
unas barritas de canela al té, para darle más sabor. Cooper lo olió antes
de beber con precaución al principio y, después, con evidente placer.
Sonrió al ver cómo masticaba con entusiasmo tras el primer mordisco a su
tarta de limón.
—Está bueno —farfulló—. Y el té.
«¿Bueno?». Por unos instantes, Julia se indignó. ¿Estaba diciendo que
su tarta de limón estaba buena? La receta era de su madre, y era famosa
en tres continentes. No era buena, era fabulosa. Estaba a punto de echarle
la bronca cuando vio que entrecerraba los ojos de placer, igual que había
hecho Fred. Se relajó.
Estaba claro que cuando un vaquero decía «bueno», quería decir
«fabuloso».
Julia envolvió el resto de la tarta de limón en papel de plata.
—Para Bernie —dijo, aunque sospechaba que Rafael se tomaría la
mayor parte de ello.
Cooper se puso en pie y Rafael le imitó.
—A la camioneta, Rafael —dijo Cooper, sin apartar los ojos de ella—.
Pero primero da las gracias a la señorita Anderson.
—Claro; muchas gracias, señorita —dijo Rafael obedientemente, tras
lo que se inclinó para abrazar a Fred y salió corriendo.
Cooper se quedó quieto, observándola. Sus ojos negros bajaron hasta
la boca de Julia.
—No puedo darte un beso ahora —dijo. Alzó la vista, llena de oscuro
deseo—. Sería incapaz de parar.
Julia asintió. La intensidad de su mirada la dejó sin aliento. El aire
estaba cargado de hormonas sexuales.
Cooper recogió el gorro de la percha de los abrigos, se pasó la mano
por el pelo y se lo puso.
—Ahora vuelvo. Lo antes posible —dijo y salió.
Julia empezaba a acostumbrarse a sus abruptas despedidas. ¿Quién
sabía? A lo mejor las despedidas elaboradas eran algo decadente, propio
sólo de las ciudades. Aun así, y sin admitirse a sí misma que quería volver
a echarle un vistazo, abrió las cortinas de la ventana y vio cómo Cooper
ayudaba a Rafael a subir en el asiento de copiloto. Como siempre, los
movimientos de Cooper eran precisos, ágiles y poderosos.
Aunque el jersey y los vaqueros que llevaba parecían perfectamente
limpios, eran exactamente iguales que los que había llevado el sábado. Lo
que no había visto nunca era la furgonetilla negra a la que se estaba
subiendo.
Julia se quedó pensando en aquel hombre que parecía tener más
coches que ropa.

* * *

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

«Preliminares, preliminares, preliminares».


Cooper se repetía las palabras como si fueran un mantra mientras
conducía de vuelta a Simpson y a Sally, tras haber dejado a Rafael en el
rancho. A lo mejor convendría que se golpeara la frente contra el volante
para que la sangre le volviera a la cabeza y pudiera acordarse después.
«Preliminares, preliminares, preliminares».
No iba a alzar a Sally, desnudarla, ponerla contra la pared y meterle
la polla hasta el fondo.
No, no, no.
Iba a haber preliminares. Sí. Trató de grabarse la idea en la mente,
mientras aún le funcionara.
Llevaba dos días enteros empalmado, lo que le valió un montón de
miradas extrañas por parte de sus hombres mientras hacían la ronda por
las cabañas de las colinas. Si su polla se tranquilizaba unos segundos,
bastaba cualquier recuerdo... el pezón de Sally, por ejemplo, y su sabor, o
aquel instante eléctrico en que había metido la polla entre los prietos
tejidos de su coño, abriéndolos... para que volviera a ponerse más dura
que antes.
La noche anterior no había dormido, ni siquiera unos minutos. No
había echado ni una cabezadita. Estaba entrenado para ello, claro; parte
del entrenamiento de los SEAL incluía, estar despierto varios días
seguidos, en aguas poco profundas, después de una larga caminata. Era
un test de resistencia en el que se mezclaba el cansancio, con la
incomodidad extrema y la falta de sueño. Había superado las sesiones de
entrenamiento gracias a su fuerza de voluntad.
Pero esta falta de sueño no tenía nada que ver, era exclusivamente
voluntaria. No es que no quisiera dormir, simplemente, cada vez que se
tumbaba en la cama podía ver —casi podía sentir—, el suave cuerpo de
Sally. Sus piernas rodeándole las caderas, los pequeños pechos contra su
pecho, su suave boca rozándole la oreja. Cuando cerraba los ojos en un
vano intento de apartarlos, era capaz de oler su piel, con un ligero toque
de rosas, el femenino y único olor de Sally.
Así que llevaba dos noches sin pegar ojo, aunque no estaba cansado.
Estaba hasta arriba de testosterona.
No podía hacer nada, no podía hacer uso de ningún juego mental
para controlar su erección por las noches. En su vida normal A.M. (Antes
de Melissa), había sufrido noches de insatisfacción durante su segundo
año de instituto, tras haberse metido en las bragas de Lory Kendall. Desde
entonces, siempre que estaba cachondo, siempre había habido alguna
mujer cerca, en algún sitio. Sólo había que saber dónde buscar. Las únicas
veces en que las mujeres no estuvieron disponibles fue porque estuviera
completamente concentrado con los entrenamientos o hasta metido hasta
las trancas en alguna misión peligrosa, tan ocupado luchando por
mantener sus pelotas a salvo que no podía pensar en nada que implicara
utilizarlas. Y, por supuesto, durante lo que duró su matrimonio, y un año
después de que se fuera al garete, su polla permaneció tan tranquila entre
sus piernas y dentro de los pantalones.
Ahora saltaba a la mínima de cambio, especialmente por las noches.
La noche anterior estaba tumbado despierto, en su saco de dormir,
sudando pese a lo frío que estaba el suelo y pensando una y otra vez en

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

tirarse a Sally como si se le hubiera rayado la película en la cabeza. Se


habría hecho una paja, pero sus hombres se habrían dado cuenta de ello.
Normalmente tampoco pasaba nada por que lo hiciera. Las cabañas
eran lo más parecido a los barracones que había entre los civiles, y los
hombres se la machacaban en los barracones; era lo más normal del
mundo. Ser soldado era un trabajo peligroso y solitario y si un hombre
podía encontrar algo de alivio en su puño, nadie se lo echaría en cara.
Pero ni él ni sus hombres estaban en un campo de batalla, a miles de
kilómetros de cualquier mujer dispuesta. Tenías todo tipo de mujeres
disponibles, si estabas dispuesto a conducir hasta Rupert, Dead Horse o
Boise. No tenía razón alguna para machacársela; sólo que su polla
deseaba a Sally y nada más que Sally. No estaba allí, y exigía saber la
razón.
Apenas había saciado su apetito follándose a Sally una vez, y el haber
tenido la polla metida dentro un par de minutos, hacía ya una hora, no
contaba. En todo caso, le ponía mucho más. Había hecho muchas cosas
difíciles a lo largo de su vida, pero sacársela cuando acababa de metérsela
había sido la más difícil. Mientras ella aún se estaba corriendo.
Se merecía una jodida medalla.
El corazón de Cooper se puso a mil por hora cuando se acercó y vio la
destartalada casita de Sally. Habría querido aparcar justo enfrente e ir
directamente hacia la puerta, pero se tomó su tiempo y pasó de largo,
para una manzana más allá. Iba a dejar la camioneta allí toda la noche,
aunque tendría que salir al alba para llegar a tiempo para las sesiones de
entrenamiento de primera hora de la mañana.
Era un vano intento de proteger la reputación de Sally, pese a que la
mayor parte de los habitantes de Simpson sabía siempre qué hacía el
resto.
Había oído decir que los profesores tenían una cláusula en sus
contratos acerca de la «inmoralidad». Si hacían algo que fuera contra la
moral de la comunidad, podían despedirlos.
Claro que el único que podía echarla era el director del colegio, Larry
Janssen, primo segundo suyo. Y estaba seguro de que Larry no la
despediría por acostarse con él; sino que estaría feliz de que Cooper
echara un polvo por fin.
Aun así, lo que Sally y él hicieran juntos no tenía por qué importarle a
nadie más a ellos.
Cooper subió las escaleras del porche con la sangre hirviéndole en las
venas, e hizo una mueca al oír el crujido. Ese escalón era el siguiente en
su lista de arreglos. La puerta se abrió antes de que llamara y una Sally
sonriente apareció en el marco de la puerta. Tan preciosa como la
recordaba, tan frágil y preciada. Y había abierto la puerta sin saber quién
estaba al otro lado.
Eso le dejó helado.
—Has abierto la puerta —dijo, frunciendo el ceño con gesto de
desaprobación.
Se le borró la sonrisa de la cara. Le miró, miró la puerta y volvió a
mirarle a él.
—Ehh, sí, así es.
—No te he dicho quién era.

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Sally puso los ojos en blanco.


—Cooper, te he oído llegar desde el camino y estaba esperándote;
¿quién iba a ser si no?
Cabronazos, drogadictos, violadores, asesinos en serie... ¡cualquiera
cosa! Cooper tuvo una repentina y espantosa visión de Sally herida, tal
vez muerta; de pronto sintió un pánico atroz por lo que perdería si a Sally
le sucedía algo.
Cooper había tenido más de una visión intuitiva en su vida,
impresiones sensoriales muy precisas de peligro. Una vez se había visto
en el suelo, junto a la pared de un precipicio, con una cadera rota y el
fémur destrozado. Se había visto a sí mismo con la pierna doblada en un
ángulo muy poco natural, había sentido el dolor de los huesos rotos,
mientras observaba cómo le salía la sangre a borbotones de una arteria
cortada. Se había dejado llevar por la oscuridad mientras se desangraba.
Le había puesto tan nervioso que había vuelto a comprobar el equipo y
había descubierto una cuerda deshilachada que se le había pasado por
alto antes.
En otra ocasión, había tenido la repentina visión de que él y sus
hombres se encaminaban a una emboscada en la densa y calurosa jungla
de una isla de Indonesia. Había alzado el puño, la señal de que se
detuvieran, y su equipo se había quedado completamente quieto en su
sitio. Permanecieron ocultos más de cuatro horas, sin moverse, sin
respirar apenas y con el dedo en el gatillo. Justo cuando Cooper había
empezado a pensar que su famosa intuición podía haberle fallado, se oyó
una señal y veinte islamistas insurgentes salieron de sus agujeros
camuflados. Su equipo los masacró. Si no hubiera detenido a sus hombres,
habrían ido derechos a la emboscada.
Cooper había aprendido por las malas a confiar en sus instintos. No se
trataba de ningún tipo de magia, y él no era ningún vidente. Tenía unos
sentidos muy agudos y le habían entrenado para ser muy buen
observador. Cogía al vuelo las sutiles señales de peligro, que su
subconsciente unía y le mandaba una señal de alarma en forma de visión.
Y eso era precisamente lo que acababa de tener. Una repentina y
dolorosa visión en la que Sally yacía en un charco de su propia sangre, sin
vida, lejos de él para siempre. Algo en su subconsciente le decía que Sally
estaba en peligro. Podían hacerle daño. Podía morir.
No mientras él viviera.
Cooper entró en la casa, se quitó el sombrero y se acercó tanto a
Sally que ésta tuvo que echar la cabeza hacia atrás para verle. Estaba
tocando su espacio personal y lo sabía, pero quería grabarle bien en la
cabeza lo que tenía que decirle.
—No vuelvas a abrir esa puerta sin saber antes quién está al otro
lado, ¿está claro? —El tono de su voz era brusco, duro, era el tono que
usaba con sus hombres. El ser humano recuerda lo que aprende por las
malas, especialmente en lo que se refiere al dolor. Así es como nos han
programado. Sally tenía que acordarse de lo que le estaba diciendo, así
que usó su tono más áspero para asegurarse de que así fuera.
La sonrisa de Sally desapareció y lo lamentó, pero no lo suficiente
para dejar de llegar a donde quería.
—Sí, Cooper —murmuró, buscando su mirada—. Tienes razón, ha sido

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una tontería.
—Mañana pondré una mirilla y otro cerrojo en la puerta de atrás. Hay
que poner alarmas en las ventanas.
—Sí, Cooper.
—Quiero que estés a salvo. —Las palabras salieron de lo más
profundo de su pecho, posiblemente de algún punto cercano a donde
debería estar su corazón, si lo tuviera.
Sally se estremeció y perdió el color. Mierda, la estaba asustando.
«Hora de dejarlo, Cooper». La mujer más guapa y deseable del mundo
quería acostarse con él, y él se dedicaba a asustarla.
No podía evitarlo.
—Prométeme que no volverás a hacerlo.
—Te lo prometo. —Fue un susurro tembloroso, sus asombrosos ojos
turquesa se ensancharon. Alzó una mano y la apoyó contra el pecho de
Cooper, sobre su corazón—. Créeme, te lo prometo.
Las palabras se amontonaron en la cabeza de Cooper; había tantas
que no conseguía decir ninguna. No conseguía apartar de su cabeza la
imagen de Sally herida.
La imagen hizo que le hirviera la sangre, y se dio cuenta de que
mataría con tal de mantenerla a salvo.
Cooper metió las manos entre el pelo de Sally y se inclinó para
besarla. Su boca era suave, acogedora, tal y como sabía que sería su
coño. Estaba lista. Su cuerpo entero se lo decía. La forma en que recibió la
lengua de Cooper, abriendo la boca aún más para saborearla mejor. La
forma en que se retorció contra él para permitir que le tocara donde
pudiera. La forma en que le agarró los hombros con las manos.
Su pequeño coño estaría húmedo y caliente, como había estado hacía
una hora. Lo sabía con la misma seguridad con que sabía su nombre.
La idea de ello, de que ya estuviera húmeda y suave, aguardándole,
le puso a mil.
Cooper la alzó en volandas y la llevó al dormitorio. El simple hecho de
llegar a la cama le exigía un esfuerzo por controlarse, porque lo que de
verdad quería hacer era tirarla al suelo, ahí, donde estaban, y abrirle la
ropa lo suficiente para meterle la polla y empezar a moverse con fuerza y
rápido.
Pero el suelo estaba frío y era duro, y el pesaba mucho. Necesitaban
una cama. Se la llevó al dormitorio, quitándole el jersey y el sujetador
antes de caer en la cama sin dejar de besarla. Se movía frenéticamente
ahora, confiando en no herirla con las manos. Menos mal que llevaba
falda; se la levantó y le arrancó las medias y las braguitas, al tiempo que
se desabrochaba la cremallera del pantalón. Cooper indagó en las
profundidades de su boca mientras le recorría los muslos rápidamente con
una mano y, con la otra, le abría las piernas.
Estaba húmeda y gimió contra su boca cuando le tocó el coño. Suave,
cálido y acogedor, igual que su boca.
Cooper gruñó mientras la mantenía abierta con dos dedos y sintió que
todo su cuerpo se estremecía cuando empujó con fuerza para metérsela.
«¡Mierda!».
Se mantuvo profundamente dentro de ella y se apoyó en los
antebrazos. Sus miradas se encontraron. Las pupilas se le habían

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agrandado de la excitación, y tal vez del susto, de modo que ahora no


quedaba más que un borde turquesa a su alrededor. Tenía la boca
húmeda e hinchada.
—Preliminares —jadeó. Se había olvidado por completo.
Sally tiró de los músculos del cuello de Cooper hasta que la boca de él
estuvo junto a la suya.
—Después —susurró, y le besó.

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Capítulo 9

—Toma, querida —le dijo el día siguiente Loren Jensen, el tendero, a


su mujer—, puedes empezar a meter esto en bolsas. —Pasó los productos
muy despacio, pero Julia no se impacientó.
A decir verdad, casi empezaba a... bueno... a gustarle el ritmo propio
de Simpson. Algo bueno, por otro lado, pues los Jensen debían de ser los
tenderos más tranquilos de todo Estados Unidos.
En Boston se habría puesto a tamborilear y a mirar constantemente el
reloj si la cajera del supermercado se hubiera movido con la lentitud de
Loren.
Le parecía que había pasado una eternidad desde la última vez que
tamborileara los dedos sobre el volante, aguardando a que el semáforo se
pusiera en verde, o desde que aguardara impacientemente su turno en la
cola del banco. En Simpson no había razón para hacer eso, pues con ello
no conseguiría que nadie fuera más rápido y, de todas formas, ¿qué prisa
había? Ni ella ni el resto tenían otra cosa que hacer.
Le recordaba a algunos de los sitios en los que había vivido con sus
padres siendo una niña. Antes de que el trabajo de su padre les llevara a
París y Londres, habían vivido en un pueblecito a las afueras de Dublín y
en un pueblo cerca de Ámsterdam. Había vivido la mayoría de su infancia
al ritmo de los pueblecitos y casi lo había olvidado. Hasta que llegó a
Simpson.
«Soy una verdadera Devaux», pensó con ironía. Se atrincheraba,
tratando de amoldarse cuanto pudiera, antes de volver a mudarse.
Hacer la compra en la tienda de los Jensen se estaba convirtiendo en
un agradable ritual. Loren y Beth eran encantadores, parecían la típica
pareja de abueletes. Loren era alto y delgado, mientras que Beth era
bajita y rechoncha. Recordaba un poco a la mujer del granjero de Babe, el
cerdito valiente.
Cada vez que Julia pedía algo que no tenían en el almacén, como
algún pan integral especial, yogures griegos o pasta hecha de trigo duro,
lo apuntaban y se lo pedían a algún mayorista de Rupert.
—...yogur, leche, huevos, pan; ¿sabes que desde que empezaste a
pedir el pan de harina de avena, cada vez lo compra más gente? —Loren
le sonrió y se giró hacia su mujer—: ¿A que sí, querida?
—Así es. La semana que viene vamos a pedir pan de salvado. Y
también hemos vendido todos los yogures griegos esos que pediste. No
eres nuestra mejor clienta, porque comes menos que un pajarito, Sally,
pero eres la más lista de todas. —Beth Jensen le sonrió—. ¿Tienes todo lo
que necesitas? —Entrecerró los ojos y se mordió el labio mientras echaba
un vistazo a las estanterías de la tienda.
Julia se preguntaba si estaría viendo la tienda por lo que era, o si
llevaba tanto tiempo allí que se había vuelto invisible, como esas mujeres
incapaces de ver cómo tienen el salón; las telas desgastadas, los muebles

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

arañados y la tapicería destrozada de una casa en la que la joven esposa


veía a sus hijos crecer sin darse cuenta de que para su casa también
pasaban los años.
La tienda era pequeña, más ancha que larga y un escaparate con
expositores decolorados por el sol que Julia no había visto que cambiaran
en el tiempo que llevaba en Simpson. A decir verdad, la tienda entera
parecía no haber cambiado desde los tiempos en que Eisenhower era
presidente.
Se oyó un tintineó y Julia se dio la vuelta. El alcalde y propietario del
Emporio de Ferreterías Kellogg entró. Glenn Kellogg era un hombre
panzudo de edad media. Solía blandir una enorme sonrisa y saludaba
efusivamente a todo el mundo. El día en que conoció a Julia, se mostró
especialmente bullicioso. Según Beth, se debía a que era la primera
persona en cinco años que se mudaba a vivir a Simpson, y a Glenn le
gustaba pensar que era la primera de un montón que estaban por venir. A
Julia le divertía su vociferante simpatía. Era inofensivo, si no se tenían en
cuenta su retahíla sin fin de chistes verdaderamente malos. Se preparó
para escuchar uno de ellos, pero vio que estaba pálido y parecía alicaído.
—Hola, Glenn —dijo.
Glenn asintió con los labios apretados. A Julia le pareció que no le
había reconocido siquiera.
Loren estaba apuntando el nuevo pedido de Julia: pan de pita y
tomates italianos. Alzó la vista con una sonrisa.
—Ey, Glenn.
—Ey, Loren. —Gleen esbozó una sonrisa a su vez, pero el tono de su
voz era apagado y carecía de su exaltación habitual.
—¿Estás bien? —preguntó Loren.
—Sí, sí. Bien. —Glenn no parecía estar bien. Julia pudo ver que le
temblaba la mano al sacar una hoja de papel del bolsillo de la camisa y
desdoblarla poco a poco. Aun cuando por fin la tuvo completamente
estirada, siguió mirándola con gesto inexpresivo, como si se le olvidara lo
que estuviera leyendo.
—¿Cómo va el negocio? —Loren le miraba con curiosidad.
—Bien. —Glenn dejó caer la hoja en el mostrador y miró a su
alrededor, como si le sorprendiera estar donde estaba.
—¿Y los chicos? ¿Qué tal les va en la universidad?
—Sí, sí —dijo Glenn con voz apagada—. Les va bien.
—¿El estado de Idaho va bien?
—Mmm. —Se tocó el estómago distraídamente.
—¿Y tu úlcera?
—Bien. —Glenn se pasó la mano por la cabeza, despeinándose por
completo—. Está bien.
Loren parecía confundido y se mordió el labio.
—Bueno, qué... ¿vas a ensañarme esa lista?
—¿Qué lista? —Glenn bajó la vista, sorprendido, hacia el papel que
tenía sobre el mostrador de linóleo—. Ah, sí. Toma. —Se la tendió a Loren.
—¿Qué tal está Maisie, Loren? —preguntó Beth con voz amable.
—Ah... bien —respondió éste— Está... no. —Miró a Beth con pesar—.
No, no está bien. No está nada bien. No puede... no quiere... ¡joder! —
Glenn soltó el aire con fuerza, frustrado, y los ojos se le humedecieron.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—No pasa nada, Glenn. Tranquilízate. —Beth se acercó y le puso una


mano en los hombros—. ¿Qué es lo que no puede hacer?
—Nada. —Glenn se giró hacia Beth miserablemente—. Ya no puede
hacer nada. O no quiere, no sabría decírtelo. Lo único que sé es que la
mayoría de las veces ni siquiera sale de la cama en toda la mañana, y
cuando lo hace no se molesta en vestirse. Lleva así desde septiembre,
desde que el pequeño comenzó en la universidad. Lo único que hace es
quedarse mirando fijamente la pared y decir que ya nada le importa.
—Yo estuve un tiempo algo deprimida cuando nuestra Karen se casó.
—Beth le puso una mano en el hombro—. Fue horrible. Era como si mi vida
se hubiera... detenido. Luego me recetaron unas medicinas contra la
depresión y empecé a sentirme algo mejor, pero sólo porque estaba todo
el tiempo grogui. La verdad es que no me importaba si estaba triste o no.
—¿Deprimida? —Glenn miró a Beth con inquietud, y luego a Loren—.
¿Eso es lo que es? ¿Una depresión? ¿Pero por qué iba a estar deprimida?
—Incluyó a Julia en la mirada que les lanzó con los ojos del azul de
Simpson húmedos y dolidos—. ¿Qué? —Alargó las manos como suplicando
—. Nuestro matrimonio es maravilloso. Quiero a Maisie, siempre la he
querido. Tenemos dos chicos maravillosos. Tenemos buena salud, todos,
los chicos también. ¿Qué más quiere? ¿Qué otra cosa podría querer? —Se
giró hacia Loren, luego hacia Beth y después hacia Julia—. ¿Eh?
Loren se encogió de hombros y evadió la mirada de Glenn,
Claramente incómodo con las preguntas y con los sentimientos que
desprendía Glenn a borbotones.
Beth y Julia se miraron con gesto de: «Hombres... ¡no tienen ni idea!».
Julia dio un paso hacia atrás para que Beth se encargara de ayudarle.
Glenn parecía completamente perdido.
Julia se había encontrado un par de veces con Maisie Kellogg. Ahora
que lo pensaba, hacía al menos dos semanas que no veía a Maisie por ahí.
—Hombre, Glenn. —Beth apretó los dientes—. No estoy muy segura
de que todo en la vida funcione así.
—¿Cómo? —preguntó Glenn.
—Eso. —Loren miró a su mujer con curiosidad—. ¿Cómo?
—Toma, querido. Encárgate de esto, ¿quieres? Creo que Glenn
necesita hablar con alguien. —Beth empujó las cosas de Julia hacia su
marido—. Mira, Glenn, el hecho de que tú y los chicos estéis bien no tiene
por qué significar que Maisie esté bien.
—Pero... pero no pasa nada. —Glenn alzó las manos, confuso.
—Glenn. —Beth tomó aire con fuerza y lo soltó poco a poco. ¿Te
acuerdas del '79, cuando la tienda se quemó y Maisie estaba embarazada
de Rosie?
—Claro —dijo Glenn, sonriendo débilmente—. Maisie era como una
piedra. Montó una cocina sobre la marcha para dar de comer a los que
luchaban por apagar las llamas y, después, a los que reconstruyeron la
tienda. Se negó a dar a luz hasta que la tienda estuvo terminada. —
Sacudió la cabeza con admiración—. Rosie nació doce horas después de
que amartillaran el último clavo.
—¿Y de la vez que pensabas que te estaba dando un ataque al
corazón pero los médicos descubrieron que no era más que una hernia
hiatal?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Sí, claro. —Glenn frunció el ceño—. Maisie me llevó hasta Boise a


pesar de la nevada que estaba cayendo, y no me dejo solo hasta que los
médicos nos dijeron que estaba bien. —Suspiró frustrado—. Pero a eso es
a lo que me refiero, Beth. Maisie y yo hemos pasado por un montón de
cosas. Hemos superado momentos malos y baches horrorosos, pero
siempre hemos salido adelante. ¿Qué pasa ahora?
—Creo —dijo Beth con suavidad—... Creo que el problema es que ya
nadie la necesita. Los chicos son mayores, corre el rumor de que estás
pensando en vender el negocio... —Le miró con curiosidad.
—Es cierto. —Glenn miró a Beth con gesto de culpabilidad, y luego a
Loren. Si la única ferretería que había en el pueblo cerraba, las cosas se
iban a poner algo más complicadas para los habitantes de Simpson—. El
pueblo parecer estar haciéndose cada vez más pequeño y cada año
nuestros ingresos son menores. Además, nuestro Lee no tiene ninguna
intención de seguir con el negocio. Quiere ser profesor de historia, ¿qué te
parece? Es una verdadera lástima. Ferreterías Kellogg lleva en pie desde
1938; la fundó mi abuelo. Seguiré un año más, tal vez dos, pero si las
cosas no mejoran, me veré obligado a cerrarlo. —Encogió los hombros—.
Supongo que así es la vida.
—Pero mientras tanto tienes tu negocio, y tus cosas: la caza en otoño.
—Beth miró con gesto de desaprobación a Glenn y a Loren—. Las partidas
de póquer del viernes por la noche.
Los dos hombres se revolvieron incómodos.
—¿Y qué tiene Maisie? —continuó—. Hasta ahora tenía que cuidar de
ti, porque tenías la tienda. Y de los chicos. Pero ahora...
—Yo la necesito —protestó Glenn—. Sigo necesitándola.
—No, no es verdad. —La voz de Beth era suave—. Tú y los chicos la
necesitabais antes, pero ya no. Ahora tiene... tiene que hacer algo por ella
misma.
—¿Pero el qué? Has dicho antes que pasaste por lo mismo. ¿Qué
hiciste?
—Empecé a ayudar a Loren con la tienda. —Beth miró a su alrededor
con gesto de disgusto—. Aunque nadie diría que una mujer trabaja aquí.
—¿Trabajar en la tienda? —Glenn tamborileó un dedo sobre la
barbilla, pensando, antes de sacudir la cabeza—. Nooo. Maisie odia las
herramientas.
—Hombre, no tiene por qué estar con las herramientas —dijo Beth—.
Puede ser cualquier cosa. ¿Qué le gusta hacer a Beth?
—No lo sé, de verdad. Nunca... —empezó a decir Glenn; de pronto se
le iluminó el rostro—. Cocinar. Le gusta cocinar. Es una cocinera
maravillosa. Sabe todo lo que hay que saber acerca de la comida y esas
cosas. ¿Qué tal si Loren y tú...?
—Lo siento, Glenn. —Loren había acabado de llenar una bolsa de
plástico con las cosas que había en la lista—. Apenas llegamos a fin de
mes como estamos. Ya sabes cómo va la economía local desde hace un
par de años. Puede que nosotros también acabemos cerrando; a ninguno
de nuestros hijos le atrae la idea de continuar con el negocio. —Suspiró—.
Ni siquiera quieren quedarse en Simpson. Ningún joven quiere. De aquí a
diez años Simpson será una ciudad fantasma, ya verás. Será mejor que le
busques a Maisie trabajo en otro sitio.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Ya, claro. —Glenn hundió los hombros—. Como si eso fuera posible
por aquí. —Pagó lo que había comprado y cogió la bolsa—. Muchas gracias
por escucharme. Beth. Loren. —Asintió en dirección a Julia—. Señorita
Anderson.
Beth le acompañó hasta la puerta y le dio unas palmaditas en el
hombro.
—Dale un beso a Maisie de mi parte; dile que me llame si necesita
hablar con alguien. —Le observó mientras se alejaba, se encogió de
hombros y se volvió con gesto de haber hecho lo que tenía que hacer.
—Gracias por ser tan paciente —le dijo a Julia—. Ahora mismo pido lo
que querías.
—No pasa nada —dijo Julia con suavidad—. Mi madre tuvo una
depresión de caballo cuando yo tenía quince años. Me asusté mucho. —
Hasta que abrió la boca, Julia ni siquiera sabía que iba a decir aquello.
—¿Ah, sí? —Beth la miró con gesto amable—. Mis hijos también se
asustaron cuando estuve deprimida, pero no podía evitarlo. ¿Y cómo
consiguió superarlo tu madre?
—Se... —Fue cuando Julia tenía quince años. A su padre le enviaron
de pronto de París a Riyadh. A su madre le encantaba París y odiaba
Arabia Saudí; odiaba las humillantes restricciones que imponían a las
mujeres, y aquella sociedad estricta, inculta y dominada por los hombres.
Entonces, un sábado, su padre se encontró con su madre y con las
mujeres del embajador, del agregado cultural y del que se decía que era
un oficial de la CIA, conduciendo por el gigantesco recinto de la embajada,
puesto que no se les permitía conducir por ningún otro sitio, achispadas
por haber bebido demasiado oporto del que la mujer del embajador había
introducido en el país en las valijas diplomáticas, y cantando a pleno
pulmón No hay nada como una Dama.
Después de aquello, Alexandra Devaux se calmó y se dedicó a llevar
la mejor vida posible junto con su familia en Riyadh, tal y como había
conseguido hacer en cada lugar en el que habían vivido.
Julia parpadeó para deshacerse de las lágrimas. Le gustaría poder
contarle la historia a Beth; estaba segura de que le habría gustado. Pero
Beth creía que ella era Sally Anderson, quien nunca había salido del país y
cuya madre seguía vivita y coleando en Bend.
—¿Sally? —Beth la observaba con la cabeza ladeada—. ¿Qué le pasó a
tu madre?
Julia se limpió los ojos furtivamente y pensó en algo a toda velocidad.
—Ah, se... se alistó voluntaria para ayudar a los hijos de los
trabajadores inmigrantes a aprender a leer en inglés, y luego se convirtió
en tutora por las tardes. Sigue haciéndolo. —Tampoco era una mentira tan
mala, en especial porque se la había inventado sobre la marcha. Además,
si su madre hubiera sido Laverne Anderson, en lugar de Alexandra
Devaux, seguro que habría hecho eso.
Beth suspiró.
—Eso es lo que necesita hacer Maisie. ¿Sabes qué creo? Que seguro
que es una gran cocinera, ¿pero quién iba a contratar una cocinera en
Simpson? —Beth sacudió la cabeza con pesar y se puso detrás del
mostrador. Empezó a apuntar las cosas de Julia—. Paquete de arroz, lata
de salsa de tomate, macarrones... no, ya no se llaman así: pasta... café

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descafeinado. Vale, creo que eso es todo. ¡Ah! —Alargó una mano y puso
un paquete de seis cervezas sobre el resto de las cosas de Julia—. Casi se
me olvida.
—Pero... pero... no quiero cervezas —protestó Julia. Prefería el vino,
aunque aún tenía un agujero en el estómago de la vez que probó el vino
de Loren. Desde entonces no había vuelto a probarlo—. No es que me
guste demasiado la cerveza.
—No es para ti, querida —dijo Beth con sencillez—, sino para Coop. Es
su marca preferida.
—Yo... —Julia sintió que se ponía colorada—. Ah, es... ehhh... —Las
palabras no querían salirle. La lengua había desconectado por completo
del cerebro y se movía sin sentido por su boca—. De acuerdo, ehhh...
aña... añádelo a la cuenta.
—No —dijo Loren—. Se lo debo a Coop; me dejó una de sus
camionetas cuando se rompió nuestra camioneta de reparto. Dile que
invita la casa.
—De acuerdo... muchas gracias, entonces.
—Un placer. —Loren le dio las dos bolsas de provisiones y pasó el
brazo por los amplios hombros de su mujer.
Beth sonrió y sus redondas mejillas rosadas brillaron.
—Estamos muy contentos de que Coop por fin se acueste con alguien
—dijo.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 10

—¿Y? —El sábado por la mañana, Alice miró a Julia con gesto
expectante y sin parpadear.
Julia se metió otro trozo de tarta de limón en la boca para asegurarse
de no haber cometido un error.
—¿Qué me dices? —preguntó Alice con impaciencia.
«Maravilloso, —pensó Julia—. Si quieres un coma diabético».
—Um, Alice —empezó a decir Julia, pues no quería herir los
sentimientos de la chica—, ¿seguiste mi receta al pie de la letra?
—Claro. —Alice frunció el entrecejo—. Bueno, pensé que el azúcar era
algo escasa, así que añadí un poco más.
—Tal vez sea mejor que te ciñas a la receta original —dijo Julia con
diplomacia.
—Está bien. —Alice le sonrió—. A partir de ahora, voy a seguir tu
receta punto por punto. Tres clientes han repetido para tomar té y Karen
Lindberger me dijo que iba a tratar de convencer a algunas de sus amigas
de la Asociación de Mujeres de Rupert para organizar algunas de las
reuniones aquí. ¿Te imaginas? Karen me dijo que le había dicho a la
presidenta de la Asociación de Mujeres que iba a hablar con la gerente al
respecto. Se refería a mí. —Alice se llevó la mano al pecho y sonrió—. La
gerente.
Julia hizo un mohín, tratando de no mirar a su alrededor, a las sucias
paredes y al suelo rayado. Gerente. Tal vez debería haberlo llamado
guardián.
—Qué bien —dijo, tratando de parecer entusiasmada por el bien de
Alice—. La semana que viene te daré un par de recetas más de tartas.
—Gracias. —Alice le sirvió un poco más de té a Julia y observó su
reacción—. ¿Qué te parece el té?
—Excelente —dijo Julia entre sorbo y sorbo. Y lo era—. Felicidades.
Alice se reclinó en el asiento, encantada. Tenían la cafetería para
ellas solas. En contra de las expectativas de Alice, seguía estando vacía un
sábado por la mañana. Julia estaba allí porque era sábado, y el sábado era
el día de la cafetería. También estaba medio esperando a Cooper, que se
había medio ofrecido a llevarla a Rupert de compras.
Pero eso había sido hacía una semana y no había vuelto a
mencionarlo desde entonces. Tampoco es que hubieran... hablado mucho
desde entonces. Las tardes y noches habían caído en una rutina: Cooper
llegaba a última hora de la tarde y, mientras ella ponía al día a Rafael con
los deberes, Cooper le arreglaba la casa en silencio. La caldera funcionaba
como la seda, no había goteras por ningún lado de la casa ya, el escalón
del porche ya no crujía y, sobre todo, al parecer tenía todas las medidas
de seguridad inventadas por el ser humano.
De pronto se había vuelto un obseso de su seguridad, de forma que
todas las puertas tenían ahora cerraduras nuevas y resplandecientes y

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cadenas de seguridad, las puertas y ventanas tenían alarmas y estaban


conectadas a la oficina del sheriff, había mirillas en la puerta principal y la
de la cocina, y lo que Cooper llamaba «luces de seguridad» fuera, que
eran focos excesivamente potentes para que pudiera ver quién había
fuera.
Era un poco excesivo para Simpson, pero Julia necesitaba protección
y tenía que admitir que le hacía sentirse segura.
Por no mencionar el hecho de que todas las noches se llevaba la
mejor y mayor medida de seguridad de todas a la cama con ella: Sam
Cooper.
Después de trabajar en la casa y llevar a Rafael de vuelta al rancho,
Cooper volvía, la llevaba al dormitorio, la desnudaba, se desnudaba, la
lanzaba sobre la cama y se dejaba caer sobre ella. Un segundo después,
estaban haciendo el amor. Fuerte y rápido.
No era del tipo de lo que se encuentran en las novelas románticas,
pero era jodidamente excitante. Aquellas últimas noches Julia había
experimentado diez veces más de orgasmos que en toda su vida. No se
paraban a hablar, no se detenían para comer, ni siquiera para dormir.
Antes de conocer a Cooper, no había tenido la más remota idea de que
fuera físicamente posible hacer el amor durante horas, noche tras noche.
A veces, cuando Cooper se retiraba de ella antes del amanecer,
seguía estando empalmado. Se vestía, se iba dándole un beso y Julia caía
dormida como un muerto hasta las siete y media. Pese a que tenía un
atraso de sueño de unas cincuenta y dos horas, estaba revolucionada,
pero nada cansada. Y entre el colegio, Rafael, Fred y Cooper, se mantenía
ocupada todo el día; no le quedaba tiempo para pensar. Ni para tener
pesadillas. ¿Cómo iba a tenerlas? Sus noches estaban plagadas de sexo y
placer.
A lo mejor debería decirles a los tipos del Programa de Protección de
Testigos que el sexo era la mejor forma de mantener a sus protegidos a
salvo.
—Así que —dijo Alice con tono casual—, te vas a Rupert con Coop,
¿no?
Julia se la quedó mirando.
—¿Cómo demonios sabes...? —Y cayó en la cuenta: era la comidilla
del pueblo—. No lo sé —le dijo a Alice sinceramente—. Cooper me lo dijo el
sábado pasado, de manera algo informal, pero no ha vuelto a mencionarlo
desde entonces. —Se encogió de hombros—. Así que... no lo sé. A lo mejor
se le ha olvidado. O puede que esté ocupado.
—Oh, si Coop dice que va a hacer algo, lo hace —le aseguró Alice con
franqueza—. Cooper es un hombre de palabra.
—Cuando habla —dijo Julia. Sintió que enrojecía. Cooper hacía otras
cosas mejor que hablar.
—Ya, bueno. —Alice estaba estudiando su expresión y Julia se
preguntó qué vería en ella—. Cooper no habla demasiado, pero es buen
tipo, ¿sabes?
—Sí. —Julia enrojeció levemente.
—Quiero decir que es... es... algo silencioso, y eso en parte hace que
sea más fácil... bueno... subestimarle. Es lo que hizo su mujer, te lo
aseguro.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Julia fue incapaz de reprimir la curiosidad. Ni siquiera lo intentó. «No


estoy cotilleando», se dijo. No era más que interés sano por otro ser
humano. Por un ser humano que se había convertido en su amante. Se
inclinó hacia delante y trató de que su voz no la delatara:
—¿Su mujer? ¿Cómo era?
—¿Quién, Melissa? —Alice hizo amago de servirle más té, pero Julia
sacudió la cabeza y puso una mano sobre la taza—. Melissa trabajaba para
los corredores de bolsa de Coop en Seattle. Nunca lo habrías adivinado,
por la vida que lleva, pero Coop es un tío muy rico y Melissa sabía lo que
valía. Se lo ligó en Seattle y un día apareció con esta mujer, con la que se
había casado. —Alice arrugó la nariz—. Todos hicimos un esfuerzo por
aceptarla, por el bien de Cooper, pero nunca encajó demasiado bien.
—Qué pena. —Julia no pudo evitar chasquear la lengua.
—Y otra cosa —continuó Alice—: Melissa siempre andaba quejándose
por la increíble carrera profesional que había sacrificado para venir a
enterrarse aquí en vida, y por cómo estaba desperdiciando su MBA entre
los pinos de Idaho. —De pronto, el dulce rostro de Alice se iluminó con una
sonrisa endiablada, mirando a Julia—. Hasta que Matt, mi hermano...
—Le he conocido —murmuró Julia.
—¿Ah, sí? —Alice puso los ojos en blanco—. Entonces sabrás lo
puñetero que es. De hecho, en aquel momento sólo estaba empezando a
serlo. Pero acabó tan hasta las narices de sus llantos y lamentos como el
resto de Simpson, así que investigó entre los archivos de la Universidad de
Washington y descubrió que nuestra querida Melissa técnicamente nunca
se había graduado. Luego se metió en los archivos de los corredores de
bolsa y se encontró con que Melissa no era más que una secretaria. Y en
todo este tiempo, Coop ha sido demasiado caballeroso como para decir
nada.
Julia podía verlo. Veía que sus silencios no sólo iban con su
naturaleza, sino también con su caballerosidad.
—Pasado un tiempo, Melissa empezó a quejarse ante todo el mundo
de lo aburrido que era Cooper. —De pronto, Alice taladró a Julia con su
mirada azul clarito—. No crees que Coop sea aburrido, ¿verdad?
Julia se quedó sorprendida. ¿Cooper? ¿Aburrido? Se acomodó en su
asiento y notó las agujetas. Normalmente hasta media mañana no
conseguía deshacerse de la rigidez de sus muslos.
—No —respondió de corazón—. Creo que es misterioso y fascinante, y
un poco frustrante, ¿pero aburrido? Nunca.
—Vale. —Alice parpadeó con una ligera y preciosa sonrisa—. Vale, eso
es genial. Sabía que eras...
—Ehhh, Alice, mira. —Julia estaba incómoda. ¿El pueblo entero se
dedicaba a emparejarles? Esa... cosa, fuera lo que fuera, con Cooper era
algo temporal. Julia se piraría a Boston en cuanto el asunto de Santana
hubiera acabado—. Si estás pensando en lo que creo que estás
pensando...
Alice se puso de pie, sin escucharla, y recogió la mesa.
—Lo sabía, sencillamente lo sabía. Esto es genial. Ya era hora de que
Cooper se acostara con alguien. Y tú eres demasiado inteligente como
para hacer caso de esa estúpida maldición.
Julia se quedó paralizada. ¿Maldición? ¿Se había perdido algo? ¿Algo

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

importante, al parecer?
—¿Alice? ¿Qué maldición?
Pero Alice había desaparecido en la cocina.
—¿Alice? ¿Alice? —Julia alzó la voz, casi gritando—. ¿De qué maldición
estás hablando?
Alice asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—De la maldición de los Cooper, claro. —Abrió mucho los ojos al mirar
detrás de Julia—. ¿Qué hay, Coop? Estás fantástico. ¿Te has arreglado así
para casarte o para que te entierren?

* * *
—Ha subido la apuesta medio millón más. —Aaron Barclay le lanzó
una cinta de audio a su jefe.
Herbert Davis no se molestó en alzar los ojos del archivo que estaba
leyendo; alargó la mano y cazó la cinta al vuelo. Davis levantó la vista a
tiempo para ver el gesto de sorpresa de su ayudante y trató de no echarse
a reír. Puede que ya no tuviera la cintura de antes, pero su coordinación
ojo-mano seguía siendo la misma.
—¿Quién —preguntó— ha subido el qué?
—Santana. —Aaron Barclay hizo una mueca de disgusto—. Está todo
ahí, en la cinta—. Su portavoz acaba de proclamar a los cuatro vientos de
parte de Santana que el precio por la cabeza de Julia Devaux se ha
incrementado en otros quinientos mil.
Davis dejó de tamborilear los dedos sobre la cinta y se lo quedó
mirando.
—Joder —dijo sin aliento—. Santana está ofreciendo... —Davis se
detuvo un segundo, sin poder creer lo que decía—... dos millones de
dólares por... por...
—Por la cabeza de Julia Devaux —dijo Barclay con voz sombría—. Esa
parte no ha cambiado.
—Pero es... es de locos. —Davis se oyó a sí mismo—. Hombre... de
locos. ¿Qué significado tiene eso cuando estamos hablando de un
psicópata como Santana? ¿Y qué más le da lo que se gaste? Con Devaux
muerta, saldrá de rositas y tendrá otros 348 millones en el banco. Aun así
esto va... va en contra de las reglas. Vamos a tener a todos los aspirantes
a listillos del país deseando forjarse un nombre y hacer su agosto de
golpe. Esto va a ser la jungla. ¿Qué ha pasado? Pensaba que S. T. Akers
estaba haciendo bien su trabajo.
Barclay apoyó una cadera en la mesa de Davis.
—Sí, pero la juez Bromfield ha decidido que, mientras aguarda al
juicio, Santana quede recluido en Furrow Island. La juez Bromfield tiene
sus teorías acerca de los gángsters y ha tomado esa decisión, tal vez en
beneficio de Akers. Su chico quiere librarse y ella pretende hacérselo
pagar caro. —Barclay se estremeció—. Si le digo la verdad, jefe, si tuviera
dos millones los usaría para mantenerme alejado de Furrow Island.
—Furrow Island. —Davis había estado allí en una ocasión, para hacer
una entrega. Era una experiencia que no le apetecería repetir. Un montón
de lóbregos edificios color ceniza en una isla lóbrega y azotada por el
viento. Dentro había reinado lo más parecido al infierno en la tierra, una

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

especie de tierra de nadie legal donde se enviaba a los prisioneros más


violentos y pirados. Los guardias encerraban a los presos y tiraban la
llave, de manera que cada tipo se las arreglara como pudiera. Era,
básicamente, un contenedor de deshechos humanos.
Davis sabía que Santana era un tipo duro con el carácter violento del
criminal innato. Pero Santana llevaba siendo rico demasiados años, y los
ricos se hacen cada vez más blandos. Se acostumbran a que otras
personas hagan el trabajo sucio por ellos y, después de todo, la violencia
es un trabajo sucio.
Davis preguntó cuánto haría desde la última vez que Santana se
habría manchado las manos... o se hubiera pringado los nudillos de
sangre. Se preguntó si se acordaría de cómo se hacía. Bueno, si le
mandaban al Furrow seguro que lo recordaría. Enseguida.
Entretanto, el Departamento de Justicia seguía teniendo un problema.
—Ahora sí que vamos a vernos presionados —meditó Barclay.
—Sí. —Davis giró la cabeza; de pronto tenía los músculos de los
hombros cargados—. Pocos querrán desperdiciar la posibilidad de ganar
dos millones de pavos... ¡Mierda!
Con frustración, golpeó la mesa con el puño y recogió los papeles que
se habían desperdigado con el golpe. Los ordenó y volvió a ordenarlos,
más por mantener las manos ocupadas que por otra cosa. Después, se
quedó mirando fijamente a Barclay, quien le miraba fijamente a su vez.
Estaban pensando en lo mismo.
Barclay habló primero:
—Podríamos sacarla de allí.
—Podríamos —asintió Davis—. ¿Pero dónde la llevaríamos? ¿Dónde
iba a estar más a salvo?
—No podemos sacarla del país, es ilegal —dijo Barclay con pesar. Se
cruzó de brazos y miró al techo, pensando qué hacer—. Tampoco sería
legal meterla entre rejas; sería el único sitio donde de verdad estaría a
salvo.
Davis pensó seriamente en meter a Julia Devaux en una de esas
instalaciones federales pijas con saunas y pistas de tenis, pero la ley le
impedía hacerlo. Una auténtica lástima. No se podía encarcelar a un
ciudadano cuyo único delito era haber estado en el sitio equivocado, en el
momento equivocado. ¿Así que, qué otra opción tenían?
—¿Cuánta gente tenemos en Boise? —Davis empezó a repasar
mentalmente las opciones que les quedaban.
—Ocho.
—¡Eso es ridículo! —dijo Davis con indignación—. Joder, cualquier
estación de servicio metropolitana que quiera rentabilizar sus surtidores
tiene más personal.
—Recortes de presupuesto —respondió Barclay brevemente—. Cada
vez recortan más y más.
Davis tamborileó los dedos.
—¿Qué recursos tenemos en Boise?
—Tome. —Barclay le entregó la documentación de la oficina de Boise
y Davis le echó un vistazo rápido. Allí no sobraba nadie; a decir verdad, no
tenía ni idea de cómo conseguían mantener abierta la oficina de Boise.
Miró a Barclay—. ¿Podríamos sacar a Grizzard y Martínez del caso Krohn?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Barclay sacudió la cabeza.


—El senador Fillmore se ha interesado personalmente en ese caso.
Quiere que se le dé «prioridad máxima». Cito textualmente. Y ya sabes el
interés político que ha despertado ese caso. Santana no es más que un
criminal; de acuerdo, un pez gordo entre los criminales, pero su caso no es
nada en comparación con el caso Krohn, donde la condena puede valer
diez mil votos. Las elecciones están a la vuelta de la esquina. Así que... ni
de coña. En este sitio la política siempre gana al crimen, en especial desde
que... —Barclay alzó los pulgares—... tomó el relevo.
Davis asintió con cansancio.
—No puedo meter a los becarios en un caso como este, eso está
claro. ¿Quién nos queda? —Se quitó las gafas y se pellizcó el puente de la
nariz—. ¿Pacini?
Barclay se cruzó de brazos con una sonrisilla en el rostro. Esto iba a
ser divertido.
—Pacini está... de baja por paternidad —dijo.
—¡Cómo! —Davis se levantó de la silla como un cohete y volvió a
sentarse. Tomó aire con fuerza y lo fue soltando poco a poco hasta que
consiguió control el tono de voz. Puso los ojos en blanco—. Baja por
paternidad. Dios, justo lo que necesitábamos. No me lo puedo creer. Baja
por paternidad. ¿Y qué vendrá después? ¿Pedirse la baja por un padrastro?
¿O cuando se te muera el perro?
—Venga, Herb. Estoy harto de escuchar el Lamento de los Viejos
Tiempos... lo fuertes que erais, que nada os detenía...
—La puta verdad —asintió Davis—. Si te metían un balazo te tomabas
dos aspirinas y al día siguiente estabas de vuelta. En mis tiempos, cuando
tenías un hijo te daban la tarde libre y un puro. Sin excepciones. —Davis
sabía que sonaba como un dinosaurio. Joder, a veces se sentía como uno
de ellos. Viejo, escamoso y a punto de extinguirse—. Yo me perdí el parto
de dos de mis hijos.
—Y yo no vi a mi hijo recién nacido en un mes. —Barclay bajó la voz
como con pesar—. A lo mejor por eso me dejó mi mujer.
Davis observó la mano izquierda de su ayudante y se fijó en la línea
blanca que rodeaba el dedo anular. El chico lo estaba pasando mal con el
divorcio. El cotilleo de la oficina decía que la mujer le estaba dejando seco.
Hubo un silencio incómodo.
—Bien... ya es suficiente. —Davis cambió de tema y volvió al archivo
de Boise—. Al parecer no vamos a poder tener ningún hombre extra
disponible hasta dentro de... ¿qué? ¿dos o tres meses? Para entonces, Julia
Devaux estará ya testificando en el tribunal o... —vaciló.
—Frita —dijo Barclay.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 11

Julia estaba sentándose en el cómodo asiento delantero de la


camioneta cuando, de pronto, se quedó petrificada.
—¿C-Cooper?
La camioneta se inclinó hacia el lado de Cooper cuando éste se subió.
Cerró la puerta del conductor sin hacer ruido.
—¿Hmm?
—Cooper. —Bajó la voz hasta hacerla apenas un susurro y se inclinó
hacia él—. Ahí hay una... una pistola.
Cooper echó un vistazo con indiferencia por encima del hombro antes
de poner la camioneta en marcha.
—Nop —dijo.
—¿Ah, no? —preguntó ella, confusa. La camioneta arrancó con un
brinco hacia delante y tuvo que agarrarse al cinturón de seguridad.
—No es una pistola.
Julia se había quedado asombrada ante lo diferente que le hacía
parecer el traje de negocios de corte elegante que llevaba puesto. No le
hacía parecer guapo, eso sería imposible, pero decididamente le hacía
parecer... imponente. Serio.
Había aparecido por la pequeña y destartalada cafetería de Alice
enfundado en ese traje elegante y se había quedado allí de pie, alto,
grande y poderoso, con expresión fría, dura y remota, y por una fracción
de segundo Julia había sentido un momento de pánico al pensar que iba a
meterse en un coche y a adentrarse en el desierto sola con aquel tipo que
parecía tan aterrador. Fue una sensación momentánea que desapareció
enseguida.
Cooper no suponía ningún peligro para ella. Estaba segura de ello. Al
fin y al cabo, llevaba durmiendo con aquel tipo esa última semana. Pero
no le costaba nada separar al hombre que le calentaba la cama por las
noches de este hombre poderoso y con pinta de peligroso.
Después, Alice había cortado una rodaja de aquella tarta espantosa,
pesadilla de todo diabético, y se la había puesto en la mano. Cooper se la
había tomado con valentía bajo la atenta mirada de Julia que, cuando le
miró a los ojos, estaba convencida de que los dos pensaban lo mismo: «¿A
que es asqueroso?». Pero había alabado la tarta con voz suave y amable,
y había esbozado una ligera sonrisa cuando Alice le miró sonriente,
aunque cuando la joven quiso ofrecerle otro trozo de tarta, «invitación de
la casa», la sonrisa se le borró inmediatamente de los labios. Pero se había
zampado el segundo trozo también.
Julia era capaz de imaginar un montón de cosas, era uno de sus
muchos defectos, pero era incapaz de imaginarse un tipo violento que se
comiera un segundo trozo de aquella tarta por el bien de su amistad con
nadie. Cuando le miró, sus ojos oscuros estaban llenos de amabilidad y tal
vez algo de soledad. Un poco como Fred.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Pero ahí estaba, aventurándose en aquellos caminos infinitos con un


hombre que tenía una pistola en la parte delantera de la camioneta, a
mano, y su imaginación empezó a recalentarse de nuevo. Luego Cooper
empezó a hacer ese movimiento tan sexy que hacía con sus muslos y se le
empezó a recalentar algo más. Julia apartó la vista un momento antes de
volver a mirarle y centrarse con determinación en el rostro de Cooper.
—¿Quieres hacerme creer que eso... —La señaló con la barbilla, pues
no quería tocarla—... no es una pistola?
—No —dijo Cooper—. Es una Springfield. Un rifle de caza muy bueno.
—Ah. —Julia enmudeció por unos segundos, luego se revolvió en el
asiento.
Ahí estaba, quieta, larga, brillante y mortal. Nunca había estado en un
espacio cerrado con una pistola —un rifle—, jamás. Nunca se habría
imaginado que pudiera estar junto a un hombre capaz de tener una
pistola. O rifle.
—¿Tienes pensado pegarle un tiro a alguien de Rupert hoy?
Cooper pareció pensárselo.
—Hombre, ahora que lo mencionas, no estoy demasiado satisfecho
con la calidad del pienso que me vendió Davis Walker la semana pasada...
—Se volvió hacía ella al ver que jadeaba horrorizada—. Era broma, Sally.
—Ah. —Dejó de sentir pánico, pero seguía preocupada—. Eso está
bien; está muy bien. ¿Entonces para qué necesitas... —Volvió a señalar la
parte de atrás con la barbilla— ...eso?
—Lo cierto es que no es mío. Bernie es quien normalmente usa esta
camioneta y la Springfield es suya. Yo prefiero las escopetas.
—¿Y Bernie para qué quiere una pisto... un rifle?
—Alimañas.
Aparte de en las viejas reposiciones de la serie Bonanza, y en los
tropecientas películas malas del oeste, Julia nunca había escuchado a
nadie usar esa palabra en la vida real.
—¿Alimañas? ¿Como qué? ¿Ladrones de ganado?
Cooper seguía moviendo rítmicamente el embrague y el pedal del
freno, además de la palanca de cambios, y Julia trataba de no quedarse
mirándole fascinada, así que no vio la expresión de su rostro, aunque sí
que oyó lo que le pareció una risa ahogada. ¿De Cooper?
—¿Qué? —Estaban saliendo hacia la autopista, de modo que dejó de
mover las piernas y Julia pudo relajarse. Le miró y creyó detectar una
sonrisa.
—Ya no quedan demasiados ladrones de ganado. Además, nosotros
no tenemos ganado. Por lo general, Bernie la usa para matar ratas y
liebres. Durante la época de caza puede cazar uno o dos ciervos; todos
tenemos debilidad por la carne de venado. —La miró y frunció el ceño—.
¿Te molesta la pistola, Sally? ¿Quieres que la guarde en la parte de atrás?
Aunque es más seguro llevarla donde está. Y te prometo que está
descargada; la munición está en la guantera.
Julia se acordó de pronto de todas las razones por las que vivía en la
ciudad. Allí ibas a restaurantes con camareros encantadores que te
servían en el plato cosas que aquellos que vivían en el campo tenían que
cazar y despellejar.
—N-no, no pasa nada. —No quería que pensara que era una endeble.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Al fin y al cabo, estaban en el Oeste. Era probable que allí los chicos
aprendieran a disparar antes que a andar—. Me sorprendía, eso es todo. Al
fin y al cabo —dijo, tratando de tranquilizarse a sí misma—, sabes muy
bien cómo se utilizan.
—Claro —dijo Cooper, pisando el acelerador al ver que llegaban a una
extensión abierta. La miró de reojo—. Pero se me dan mucho mejor los
cuchillos.

* * *
«Dos millones de dólares por la cabeza de Julia Devaux».
El profesional resopló con desprecio al ver el mensaje de la pantalla.
Decididamente, Santana estaba desquiciado.
El mundo entero estaba desquiciado.
Ya nada era como en los viejos tiempos, cuando el mundo estaba
dividido entre los doce, tal vez quince, tipos duros. Hombres que reinaban
con mano de hierro, tipos despiadados y decididos que nunca, jamás, se
desquiciaban. Hombres con los que se podía contar que mantuvieran el
control y que nunca enviarían mensajes lamentables como aquél desde la
cárcel, clara muestra de debilidad.
Pagar un millón de dólares por un golpe ya era algo escandaloso, algo
que iba en contra de las reglas.
Los golpes iban de los cien mil a los doscientos mil como mucho. El
que se ofreciera más no significaba necesariamente que el golpe fuera a
hacerse mejor; en todo caso, lo único que se conseguía era que los
mentecatos que vivían bajo un puente salieran a probar suerte,
interfiriendo en el camino de los profesionales y abarrotando el territorio.
Ofrecer dos millones de dólares era algo de locos. Los hombres de antaño
no lo habrían tolerado ni por un momento, estuvieran o no en Furrow's
Island. Pero, al parecer, esos tiempos habían pasado y las tranquilas y
mortales normas que habían gobernado el mundo estaban destrozadas.
Era una señal muy clara de que ya iba siendo hora de retirarse; sin
duda alguna. Invertiría muy bien los dos millones de la recompensa de
Santana. De todas formas, los matones como Santana desperdiciaban el
dinero. No tenía la menor idea de para qué servía el dinero. Los hombres
de antaño sabían muy bien que el dinero era una herramienta de
precisión: un bisturí, no una porra.
El profesional se quedó mirando fijamente las ventanas del ático, que
iban del suelo al techo, observando cómo se arremolinaban las nubes
cargadas de tormenta. La vista era maravillosa, tal y como le había
indicado la agente inmobiliaria. La mujer se había ido encantada con la
compra, convencida de que las vistas habían sido decisivas para cerrar el
trato. La hermosa y joven agente jamás habría imaginado que la venta se
había llevado a cabo porque, salvo que apareciera un francotirador en
helicóptero, el ático estaba fuera del campo de tiro de cualquiera.
La lluvia empezó a golpear el cristal blindado de las ventanas. El
invierno llegaba pronto este año; iba siendo hora de deshacerse de Julia
Devaux y desaparecer en el Caribe.
El profesional ejercía una disciplina mental de lo más estricta cuando
se centraba en una misión, pero por unos segundos, mientras el cielo se

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

volvía gris y la lluvia se convertía en granizo, le fue fácil soñar despierto


con su casita en la playa. A lo lejos, los edificios de oficinas empezaban a
encender las luces temprano. Diez pisos más abajo, la gente corría a
resguardarse de la lluvia y del viento que golpeaba sus chubasqueros y
abrigos.
La casa de St. Lucía, que estaba en lo alto de un acantilado, miraba
hacia una extensión de playa sin límites y de arena fina como el polvo. El
agua era del mismo color que el cielo y se veía el fondo aun desde la
distancia.
El profesional no se hacía demasiadas ilusiones con respecto a los
habitantes de la isla. El Caribe estaba plagado de personajes extraños,
evasores de impuestos en su gran mayoría, algunos de ellos hombres de
negocios que habían caminado demasiado cerca de la cuerda floja. Gente
que probablemente pagaría muy bien cualquier consejo sobre cómo mover
divisas, sin hacer preguntas. Sería muy agradable, y lucrativo,
proporcionarles algo de consejo. Iba a ser divertido tratar con gente cuyo
dinero no viniera en maletines llenos de billetes pequeños.
Podía oír el viento a través de los gruesos ventanales, por lo que lo de
fuera debía de ser un auténtico vendaval. Los rayos iluminaban el cielo y
las nubes siguieron amontonándose, cada vez más grises.
El profesional se sirvió dos dedos de Calvados y contempló su futuro
de playas de arena, atardeceres eternos y una vida de delincuencia
mucho mejor.

* * *
Cooper recordaba haber leído en algún sitio que los científicos habían
descubierto por qué a algunas personas se las consideraba guapas. Era un
juego de la mente, relacionado con la geometría. La belleza era simetría,
era así de simple. Si los dos lados de la cara eran idénticos: ¡bingo!
Estrella de cine o chica de portada.
Cooper miró un segundo a la mujer que había sentada a su lado.
Tenía una de las paletas ligeramente rota y el arco de su ceja derecha era
un poco más alto que el de la izquierda. Y, aun así, era asombrosa. No
podía apartar los ojos de ella. Lo que demostraba que los científicos no
tenían ni puñetera idea de nada.
Allá donde estuviera Sally, el aire vibraba a su alrededor como un
colibrí. Tenía un brillo especial, como si tuviera luz propia.
Menos mal que se sabía el camino hasta Rupert con los ojos cerrados,
porque se distraía fácilmente con las emociones que se veían en su
expresivo rostro, tan sincero y a todo color. Era tan exquisita, desde la
perfección perlada de su piel con ligeros toques rosados a los profundos
ojos color turquesa y las cejas color caoba perfectamente arqueadas.
Cuando reuniera el valor suficiente, le pediría que volviera a dejarse
el pelo pelirrojo. De pelirroja, Sally debía de ser absolutamente irresistible.
Menudo gilipollas era. Ni siquiera era capaz de reunir el valor
suficiente para pedirle que no volviera a teñirse el pelo.
Probablemente se hubiera tirado a Sally más veces durante aquella
semana que a su mujer durante el tiempo que duró su matrimonio. Era
cierto que aún no había explorado todo su cuerpo. No le había mostrado

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

sus dotes con la lengua; joder, pero si no habían pasado de la postura del
misionero. No creía poder saciarse nunca de ella lo suficiente como para
ponerse a explorar nuevas formas. Pero sabía muy bien qué hacer para
que se corriera y estaba deseando explorar, en algún momento en el
futuro en el que no se muriera por metérsela inmediatamente, nuevas
formas de hacerle el amor despacio. Sabía a qué sabían sus pezones,
cómo eran los sexies gemidos que hacía cuando la follaba con fuerza,
claro que tampoco es que la hubiera follado de otra forma, las fuertes
contracciones con que le agarraba cuando se corría...
Mierda. Ya estaba otra vez empalmado. Menos mal que se había
dejado la chaqueta puesta. «Piensa en otra cosa», se ordenó. Pero su
mente volvía una y otra vez a Sally. Se sentía más cerca de ella de lo que
se hubiera sentido nunca con ninguna mujer. Mucho más cerca de lo que
se había sentido con Melissa, eso seguro.
Cooper se preguntó con profunda inquietud si encontraría sus
silencios ofensivos o extraños. Melissa siempre estaba quejándose de ello,
pues le acusaba de ignorarla.
Sally era habladora. Normalmente eso le irritaba. Él era un solitario
por carácter y por decisión propia, pero cuando hablaba de lo que había
hecho en la semana, su adorable y suave voz le atraía sin remedio.
Escucharla era una maravilla; era divertida y elocuente.
Luego, mientras la escuchaba hablar, se quedaba cada vez más
sorprendido con las historias que le contaba de los habitantes de Simpson.
¿Habría dos pueblos distintos pero con el mismo nombre? ¿Cómo podía
haber estado en los mismos sitios y a la misma hora que ella, y no
haberse enterado de lo que pasaba a su alrededor? ¿Por qué sabía todo
aquello? ¿Y por qué no lo sabía él?
Se enteró de que había algo llamado el «síndrome del nido vacío»,
que Maisie Kellogg lo padecía y que Beth Jensen lo había pasado también,
hacía tiempo; también supo que Chuck Pedersen seguía deprimido por la
muerte de Carly. Al escucharla hablar de la gente con la que él había
crecido, se quedó sorprendido y algo triste. ¿Por qué a él nadie le decía
nunca nada?
¿Dónde había estado él mientras sucedía todo aquello?

* * *
Al cabo de un rato, mientras Cooper la llevaba a través de ese
desierto, Julia pensó que no le hablaba porque era una mujer. Se pasó el
viaje mirando fugazmente su duro y marcado rostro hasta que al final
decidió que probablemente hablara igual de poco con los hombres.
No era la primera vez que se le ocurría que sabía de su cuerpo mucho
más que lo que sabía de lo que pensaba. Era el polvo más intenso que
hubiera tenido nunca, pero era incapaz de hacerle abrir la boca.
Normalmente no obligaba a nadie a que le hablara si no quería.
Bueno, de acuerdo, prefería hablar a estar callada, pero aun así... había
que respetar las decisiones de la gente. Pese a que fuera incapaz de
comprender esas decisiones.
Pero ahora estaban fuera, en campo abierto. Allí no había nadie, sólo
grandes extensiones de hierba. Y luego, peor aún, a unos pocos kilómetros

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

de Simpson el paisaje cambiaba y atravesaron el corazón de un bosque


donde los árboles, altos y espantosamente oscuros, bloqueaban el sol.
Él paisaje estaba tan vacío como su alma; como su vida.
Su vida. Julia se esforzó por no pensar en qué iba a ser de su vida.
Más tarde. Después del juicio, si conseguía llegar. No tendría una vida a la
que volver.
Si es que volvía.
Sabía muy bien que su trabajo no le estaría esperando para cuando
volviera. Sí, si el gobierno le diera la suficiente importancia, la compañía
tal vez no la echara, pero le dejarían algún trabajo de poca monta, y no el
trabajo de editora al que había conseguido llegar.
En el mundo de la empresa, nadie deja un agujero al irse. Las
empresas eran como el océano: las olas cubrían los espacios vacíos, de
manera que nunca sabrías si ahí había habido alguien.
Federico Fellini tenía otra familia ahora y, mientras le dieran raciones
generosas y nadie le molestara, estaría encantado. Jean y Dora se
acordarían de ella los sábados por la mañana, pero ya está. No había
ningún hueco vacío en Boston esperando a que ella llegara a llenarlo. No
había estado allí el tiempo suficiente para echar raíces. De hecho, nunca
había estado el tiempo suficiente para echar raíces en ningún lado, pensó
Julia con tristeza.
Para bien o para mal, la vida que llevaba en Simpson era su vida
ahora.
Se estremeció y apenas notó que Cooper se agachaba para encender
la calefacción. No tenía frío fuera, sino dentro de su cuerpo. Se sentía fría,
miserable y sola.
¿Quién sabía cuántos tipos la perseguían para matarla? Herbert Davis
siempre intentaba tranquilizarla cuando llamaba, pero sabía que estaba
preocupado. Preocupado por el caso, por el testimonio. Preocupado por
que no consiguiera llegar.
Bueno, ella también lo estaba.
Aun así, seguro que mientras estaba en un coche en movimiento, y
con Cooper, estaba a salvo. No necesitaba echar un vistazo al volante para
saber que tenía manos grandes y competentes. Para saber que era alto y
fuerte. Que parecía saber muy bien qué hacer en cualquier situación.
Si se les pinchara una rueda seguramente fuera capaz de levantar el
coche con una cuerda que mantuviera entre los dientes y cambiar la rueda
mientras ahuyentaba a los maleantes. Después de todo, era un soldado
entrenado. Y para colmo, había un arma en la camioneta y Cooper había
dicho que sabía cómo usarla.
Claro que también había dicho que prefería los cuchillos.
Julia se estremeció al darse cuenta de la dirección que habían tomado
sus pensamientos. Se sentía completamente sola y perdida, fuera de su
campo. ¿Qué hacía allí? En un sitio donde era una extraña, en el sentido
más literal de la palabra. Quería deshacerse de esas ideas negras y
amargas, pero no sabía cómo hacerlo; no tenía ni una buena película, ni
un buen libro. Ni siquiera tenía whisky.
Lo único que tenía era a Cooper; bastante bueno para deshacerse de
los pensamientos amargos por las noches, por cierto. Pero ahora, a plena
luz del día, no podía echar un polvo, al menos no mientras estuviera

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conduciendo. Así que tenía que hablarle.


—¿Cooper?
—¿Si?
—Háblame. —Julia podía oír la nota de melancolía de su voz.
—¿Que te hable? —Y la tensión en la voz de Cooper—. ¿De qué
quieres que te hable?
—Cuéntame... cuéntame qué es eso de la Maldición de los Cooper —
dijo.
—Joder. Perdón. —Cooper apretó los nudillos en el volante hasta que
se volvieron blancos—. ¿De dónde has sacado eso?
—Oh —dijo con cautela—... De por ahí.
—No es nada. —Cooper hablaba en voz baja y tensa—. Es una
leyenda estúpida.
—¿Sobre qué? —Al ver que guardaba silencio, repitió la pregunta con
voz suave—: ¿Qué dice esa estúpida leyenda, Cooper?
El silencio se prolongó hasta que quedó claro que no iba a
contestarle. Le había hecho la pregunta dos veces; no sería educado
hacerlo una tercera vez. Estaba formulando un comentario sobre algo
neutral, algo que Cooper no viera como una amenaza, tal vez algo
inanimado, cuando oyó su gruñido:
—¿Qué quieres saber?
No le agradaba hablar de ello; pero le estaba hablando, y eso era
mucho mejor que el silencio.
—Bueno... ¿qué es? A ver, está claro que es una maldición y que
afecta a tu familia, puesto que es la Maldición de los Cooper, y no la de los
Smith o la de los Jones. Debe de ser fascinante tener una maldición
familiar —dijo con sinceridad—. Gozan de un pedigrí literario impecable.
Como en El fantasma de Canterville. —Se giró hacia Cooper y le sonrió—.
Piensa que es parte de una arraigada tradición literaria.
Creyó haber oído un pequeño suspiro.
—Ehh —dijo, y se detuvo.
—¿Cooper? —dijo después de un minuto entero—. ¿Sigues ahí?
—Sí. —Ya empezaba a haber pequeños grupos de casas. Estaban
acercándose a Rupert—. Te he hablado de mí tatarabuelo, ¿verdad?
—¿El último de doce hermanos? —Julia asintió—. El tío que construyó
la primera biosfera.
—Exacto. —Ya estaban a las afueras de Rupert. Julia no había llegado
tan lejos la vez que se dio la vuelta. Le sorprendió ver lo atractivo que era
—. Llegó al Oeste en 1899 y le otorgaron las cincuenta y tres hectáreas de
rigor. En cuanto demostró lo que tenía, consiguió una novia por correo.
—Vaya, qué raro.
—En aquellos días no lo era tanto. No era más que una forma de
supervivencia. Debía de haber una mujer por cada cien hombres, así que
si querías una mujer y trata de formar una familia, tenías que importarlas,
como se importaban el whisky y las armas.
—Sólo que con el whisky y las armas podía especificar la marca —dijo
con voz agria.
Cooper la miró con gesto extraño.
—Eso es. Pues importó la... la marca equivocada.
—¿Qué le pasaba? ¿Tenía algún defecto? ¿Fecha de caducidad a corto

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plazo? —Cooper hizo una mueca de dolor al oír el sarcasmo de su voz—.


¿No llevaba al día las inspecciones? Aunque supongo que por aquel
entonces debía de ser difícil enviar las cosas de vuelta a la fábrica.
—Se enamoró de ella —dijo Cooper sin más—. Era irlandesa, como él.
Sus padres se llevaron a la familia a América durante la gran hambruna
irlandesa, pero murieron de gripe al poco. Aún no existían los antibióticos,
por aquel entonces. Se quedó sola a los dieciséis años, y fue entonces
cuando vio el anuncio en el periódico. O se casaba con un hombre al que
no conocía, o se moría de hambre. Escribió a mi tatarabuelo y le envió un
daguerrotipo que mi tatarabuelo quemó después, cuando ella le
abandonó, pero decían que era una auténtica belleza. Le envió el dinero y
viajó al oeste. Pero los problemas empezaron casi enseguida; al parecer,
mi tatarabuelo no era un hombre fácil. Era un hombre... taciturno.
«No me digas», pensó Julia.
—Hombre —dijo Julia con amabilidad—... la facilidad de expresión no
lo es todo.
Cooper la miró con cara de interrogación.
—No, supongo que no. Aun así, la gente de Simpson sabía que las
cosas no iban bien.
—¿Simpson ya existía por aquel entonces? —A Julia le costaba
imaginar que Simpson tuviera, ¿qué?, ¿más de cien años?
—Sí, aunque entonces no era más que un agujerito en la pared.
«No como la gigantesca metrópoli de hoy en día», pensó Julia. Tras un
minuto o dos de silencio, le animó a seguir:
—Así que... ahí estaban tu tatarabuelo, un hombre poco hablador, y
su preciosa mujer, que no se llevan bien y tienen un bebé. Un chico.
Cooper giró la cabeza de golpe.
—Ya te sabes la historia —le dijo en tono acusador.
—No. —Le miró con cara de engreída—. Eso ya me lo habías contado.
Además, si no hubieran tenido un niño que continuara con el apellido
Cooper, no estarías aquí ahora mismo, contándomelo, ¿verdad?
—No, supongo que no. —El tráfico se hizo más denso y Cooper
empezó a mover los muslos y los brazos de nuevo. Si no hubiera estado
tan interesada en la historia, Julia se habría distraído por completo—.
Bueno, para resumirlo, no se quedó más que lo suficiente para destetar a
Ethan...
—Tu bisabuelo.
Cooper asintió.
—Mi bisabuelo. Sólo lo suficiente para destetarle y asegurarse de que
sobreviviría. Cuando cumplió los dos años, mi tatarabuela se marchó de
casa. Desapareció un día, así, sin más, sin que nadie supiera a dónde.
—¿No intentó seguirle la pista?
—No, dicen que no volvió a hablar nunca.
—Wow. —Julia estaba ocupada tratando de encajar todos aquellos
detalles en la imagen que tenía de Cooper—. ¿Volvió a casarse?
—No. Se limitó a continuar con la granja y a hacer un poquito más de
dinero cada día. Después decidió importar unos cuantos sementales, y así
es como empezó la yeguada.
—Así que eres la quinta generación de criadores. —Y la quinta
generación de tipos poco habladores. A lo mejor estaba genéticamente

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incapacitado para comunicarse.


—Sí. —Cooper se permitió una sonrisita—. Somos bastante conocidos.
Estaba siendo modesto. Loren Jensen le había dicho que la yeguada
de los Cooper era una de las mejores del país.
—¿Y qué pasó después?
Cooper frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
—Cooper. —Julia le miró con gesto de reproche—. No se saca una
maldición de un matrimonio fallido. Cualquier maldición digna de llamarse
así requiere algo más de chicha. ¿Qué sucedió? ¿Tu tatarabuela murió y su
fantasma no ha abandonado la propiedad, o algo así? O a lo mejor... a
ver...
Cooper sacudió la cabeza.
—No, nada de eso. Nunca volvió; ni ella ni su espíritu.
—¿Entonces qué sucedió?
Cooper suspiró.
—Mi bisabuelo creció, heredó la yeguada e importó más caballos. Fue
quien de verdad empezó a criarlos; fue uno de los primeros del país en
aplicar las leyes genéticas de Mendel a la cría de caballos. En 1937
importó tres árabes...
—Cooper —dijo Julia exasperada—... la Maldición.
—Ah. —Apretó los labios—. Sí, bueno. Mi bisabuela tuvo a mi abuelo
y, tras cinco años de matrimonio, huyó con el hombre de las Singer. —
Cayó un momento, pensando—. Se llevó la máquina de coser con ella.
—¿Y tu abuela?
Cooper aparcó el coche.
—Huyó con el capataz.
—Y tu madre murió cuando eras pequeño —dijo Julia despacio—. Y... y
tu mujer te dejó. Todo eso es muy triste; ¿pero qué tiene que ver con la
Maldición?
Estaba en la puerta del copiloto.
—Bueno... —Cooper parecía muy triste. Le ayudó a bajar de la
camioneta—. Supongo que la gente empezó a sumar dos más dos y les dio
cinco. La leyenda cuenta que ninguna mujer, nadie del sexo femenino,
puede vivir en Doble C. Que la granja está maldita. Por alguna
coincidencia, también tenemos más potros que potras. —Le puso una
mano en la espalda y echaron a andar.
Julia atravesó la calle en silencio. Una vez en la otra acera, le miró
decepcionada.
—¿Ya está? ¿Esa es la maldición?
—Esa es.
—¿No te has dejado nada? ¿No hay fantasmas lastimeros ni ruido de
cadenas?
—No.
—¿Sólo mujeres Cooper que huyen de hombres Cooper?.
Cooper hizo una mueca de dolor.
—Más o menos, sí.
Julia lo repasó mentalmente.
—Bueno —dijo considerándolo y observó cómo se tensaba Cooper—...
Creo que es ridículo. No me puedo creer las cosas que se inventa la gente.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Que... ¿qué? —Cooper se la quedó mirando.


—Esperaba algo más excitante. Una maldición; pero una de verdad. A
ver, lo único que me has contado es que ha habido unos cuantos
matrimonios frustrados en tu familia. ¿Y qué? ¿Qué pasa con eso? Eso no
es una maldición; es la vida.
Se detuvo de pronto en medio de la acera.
—¿Lo dices en serio?
—Claro que sí. —Parpadeó y sonrió—. Una maldición —dijo, moviendo
la mano con gesto despectivo—. Creo que es la cosa más tonta que he
oído nunca.
—Yo también —dijo, y percibió el alivio en su voz—. Vamos, querrás
estar un rato en la biblioteca. Luego conozco un sitio fantástico para
comer.

* * *
Richard Abt, alias Robert Littlewood, se tropezó con el bordillo en
Rockville, Idaho. La verdad era que no estaba fijándose en dónde pisaba,
porque no necesitaba hacerlo. Rockville era una ciudad tranquila y él
estaba en la zona residencial. En Crescent Drive no había muchos coches;
la carretera era tranquila y frondosa.
Abt estaba inmerso en sus pensamientos. Debía testificar dentro de
cinco meses, tras lo que podría volver a su vida de antes, aunque la idea
no le atraía en exceso. No estaba casado y nadie esperaba a que
regresara. Además, en la parte del mundo en la que estaba ahora se
necesitaban contables urgentemente. Podía asentarse tranquilamente allí.
Abt pensaba felizmente en establecer su propio bufete cuando un coche
embistió de pronto contra la acera.
No tuvo suerte.
Para cuando sus espantados sentidos registraron el gruñido del
motor, ya estaba volando por encima del capó sin vida.

* * *
—Es una buena historia, ¿verdad? —preguntó Cooper con tranquilidad
—. Muestra perfectamente bien lo que el espíritu humano puede
conseguir.
Julia le miró, confusa. Tenía que volver a centrarse en el presente; se
había inmerso completamente en la historia de Song Li, transportada al
Vietnam de principios de los sesenta. El libro enganchaba desde la
primera página. La contracubierta prometía la historia del conflicto de
Vietnam vista desde los ojos de una joven que crece durante la guerra.
Julia sabía que iba a comprarlo.
—¿Te lo has leído?
Cooper asintió.
Julia cerró el libro y tamborileó sobre la cubierta. Tierra salada.
—¿Es tan bueno como dicen? —Había leído las críticas cuando lo
publicaron y le intrigó, aunque nunca se había animado a leerlo.
—Mejor. —Cooper dejó la pila de libros que llevaba y lo cogió—. Lo leí

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cuando salió. Aquello debió de ser un auténtico infierno. Es sorprendente


que la mujer consiguiera salir de una pieza para contar la historia. —Su
expresión era remota, no sonreía, como si se estuviera acordando de algo
horrible.
—Oh, Cooper —dijo Julia sin aliento. Nunca habría pensado... y eso
que había visto un montón de documentales al respecto. Ahora un montón
de cosas acerca de Cooper cobraban sentido. Se acercó un poco más y le
puso una mano en el brazo. Era como tocar hierro. Un hierro cálido—.
¿Fue... fue horrible?
Cooper miró la mano de Julia.
—¿El qué?
—La guerra, claro. Pero qué pregunta más tonta, claro que fue
horrible. Dios santo, debió de ser un infierno.
—Sally, ¿estás hablando de la guerra de Vietnam? —preguntó.
—Claro —dijo, confusa.
—Tenía cinco años cuando cayó Saigon —le dijo con amabilidad. Se
quedó pensando un momento—. Tampoco estuve en la guerra de Corea.
Ni en la Segunda Guerra Mundial.
Julia sumó y restó y se sintió estúpida.
—Ah. Vale. —Sacudió la cabeza y dejó caer la mano—. Creo que veo
demasiadas películas antiguas. Lo siento, Coop. Siempre confundo las
fechas. Pero... —Julia ladeó la cabeza y miró a Cooper. Llevaba el pelo
negro peinado hacia atrás. Su traje debía de ser de un diseñador italiano o
de un sastre excelente. Tenía un corte maravilloso. La corbata era de
seda, a juego con el pañuelo de seda que llevaba en el bolsillo de la
chaqueta. Hoy parecía un... un próspero hombre de negocios... de no ser
por sus manos, que no eran las manos suaves y mimadas de un hombre
de negocios, sino grandes y ásperas; unas manos acostumbradas a
trabajar. Sin embargo, seguía pareciendo un guerrero pese al traje
elegante—. Chuck Pedersen me dijo que te habían dado una medalla. ¿Por
qué fue, entonces? ¿Por la Tormenta del Desierto?
—No. Me uní a la armada en 1992, y lo dejé en el año 2002 porque mi
padre había muerto, así que también me perdí la segunda guerra de Irak.
—¿Entonces? ¿En qué guerra estuviste? —¿Se había perdido alguna
guerra en algún punto entre Nueva York y Boston?
—En ninguna. —Cooper tomó aire con fuerza—. Vuelo 101 —dijo con
gesto sombrío.
—¡Cooper! —Julia se había quedado de piedra. Las guerras eran algo
remoto que sucedía en lugares lejanos. El Vuelo 101 fue secuestrado en
suelo americano; en el JFK, a menos de quince kilómetros de Columbia,
donde acababa de empezar sus estudios. Había visto la tragedia del Vuelo
101 en la CNN. El país entero había permanecido cuatro días y cuatro
noches pegado a sus televisores, rezando por los rehenes. Todo el mundo
había seguido en directo la terrorífica secuencia de los hechos; las
peticiones de los terroristas, las negociaciones interminables y la
horrorosa imagen de los siete rehenes a los que mataron a sangre fría
desde la cabina del piloto, que estaba abierta, y cuyos cuerpos sin vida
lanzaron al asfalto uno a uno.
—¿Estuviste allí cuando... cuando...? —No podía decirlo.
—Sí, estaba allí. Nos llamaron inmediatamente. Teníamos la orden de

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

esperar a que las negociaciones concluyeran. Esperamos y esperamos.


Cuando la niña pequeña fue... —Cooper miró hacia otro lado y apretó la
mandíbula—... Entonces decidimos actuar.
Recordaba a los hombres con pasamontañas negros que se metieron
furtivamente en el avión. Por lo que recordaba, dos de ellos murieron.
—Por eso te dieron la medalla —dijo Julia.
—Mm-hmm. —Cooper miró a su alrededor—. ¿Lista para marcharnos?
—Sí, eso creo. —Julia seguía tratando de asimilar lo que acababa de
contarle. Una cosa era conocer a alguien que había estado en la guerra y
otra, muy distinta, era haberle visto hacerlo en la televisión. Claro que
había llevado un pasamontañas y, por supuesto, en aquel entonces no le
conocía.
Por aquella época, recordó de pronto Julia, había estado saliendo con
Henry Borsello, un apasionado de la historia. Era un tipo encantador,
parlanchín, superficial y poco fiable. Vamos, muy poco del estilo de
Cooper. Por unos segundos, Julia trató de imaginarse a Henry con un
pasamontañas, descendiendo de un avión por una cuerda y sacando a los
terroristas a punta de pistola. O arreglándole las tuberías. Fue incapaz.
—Vamos a comer algo, Cooper —dijo—. Una chica no consigue todos
los días irse a comer con un héroe de carne y hueso. —Le mostró una
sonrisa de oreja a oreja—. Yo invito.
La idea pareció alarmar a Cooper, quien frunció el ceño y la tomó del
brazo.
—Ni hablar.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 12

—Háblame, Cooper —dijo Julia antes de meterse otro bocado de


hamburguesa en la boca. Pensó en suspirar de placer, pero no lo hizo por
respeto a Alice.
—Ehh... —Cooper hizo señas para que le trajeran otra taza de café,
posiblemente para ganar tiempo mientras pensaba en algo que decir. Julia
iba a tener que practicar eso con él. Se le iluminaron los ojos cuando se le
ocurrió algo—: ¿Te gusta este sitio?
Julia dejó la taza con cuidado encima de la mesa y miró a su
alrededor. La Fábrica de Cerveza. El suelo era de madera pintada; contra
una de las paredes había una chimenea encendida cuyos crepitantes
troncos hacían de la estancia un sitio acogedor. Estaba decorado al azar
(aunque con mucho gusto) con viejos tarros de cobre utilizados como
macetas y la rueda de una carreta como candelabro. En una mesa de
caballetes decorada con vasos de barro llenos de semillas de algarroba, de
ajwain y de mentha aquatica, estaba la comida sobre unas bandejas de
peltre. Una cesta de mimbre, más bien grande, contenía hojas secas de
carrizo de las Pampas y juncos. La zona de la cocina estaba abierta,
separado tan sólo por una cómoda enorme, pasada de moda y con
superficie de mármol que, además, servía de mostrador. Volvió a
centrarse en Cooper.
—Es genial —dijo suavemente, observándole con expectación—. Te
toca.
Apretó las mandíbulas mientras trataba de pensar en algo más que
decir.
—Mmm... bonito día, ¿verdad?
Estaban sentados junto a la ventana, por lo que tenían más vistas
maravillosas del cielo que ennegrecía por momentos. Una repentina
ráfaga de viento hizo crujir las contraventanas con fuerza. Julia se echó a
reír y, un segundo después, Cooper se le unía.
—Supongo que no eres demasiado ducho en esto de hablar —dijo.
—Nop. —Se echó hacia atrás para que la camarera pudiera retirar los
platos sucios de la mesa. Se bebió lo que quedaba de café y la miró con
precaución.
—¿Cómo puede ser tan agradable esto? —preguntó Julia.
Cooper le miró atónito.
—¿Cómo? ¿Qué es agradable?
—Esto. Rupert. —Julia abarcó con un gesto de la mano la agradable
cafetería y el pueblo que había fuera—. Este sitio es maravilloso. La
comida es sensacional, la decoración es auténtica... Es una cafetería
verdaderamente fantástica. La librería El rincón de Bob también era
maravillosa; tenía una selección de libros estupenda y Bob era muy
agradable. Era una librería perfecta para un pueblecito. Hemos recorrido
dos callecitas adorables para llegar aquí, plantadas con pinos y geranios

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

muy bien cuidados. Se podría hacer una guía con Rupert: Grandes
pequeñas ciudades del Oeste. —Apoyó la barbilla sobre las manos—. ¿Qué
pasa con Simpson?
Julia casi podía ver el proceso de asimilación de lo que acababa de
decirle en la mente de Cooper.
—Bueno... tal vez los pueblos sean como sus habitantes. Algunos son
robustos y otros no. Unos soportan la rudeza del tiempo mejor que otros.
Los caballos también son así —añadió tras un momento.
Era una forma de verlo.
—Vale... Entonces, ¿cuándo empezó Simpson a... eehh... —Julia trató
de encontrar alguna palabra que no fuera demasiado fuerte—... a
empeorar? —finalizó con delicadeza.
Cooper se detuvo para pensarlo.
—Supongo que las campanas fúnebres sonaron cuando hicieron que
la nueva interestatal pasara a sesenta kilómetros hacia el oeste de
Simpson. En el 84.
—¿Quieres decir que los peritos dibujaron una línea en el mapa para
construir una carretera y un pueblo se va al garete... —Julia chasqueó los
dedos—... así? —Era un concepto original y se dio cuenta de que el tiempo
que había pasado en Simpson era la primera vez que no vivía en un lugar
extraño y pintoresco y en una guía. Era extraño vivir en un sitio que en un
par de años podría ya no estar en los mapas.
—Así es; aunque también es cierto que así es como se fundaron la
mayoría de los pueblos del Oeste, así que supongo que se le podría llamar
justicia poética.
—¿A qué te refieres?
Cooper parecía mucho más relajado. La historia del Oeste era un
tema que dominaba, a juzgar por la cantidad de libros de historia que Julia
había visto en su librería.
Cooper se hizo a un lado para que la camarera depositara frente a
ellos dos platos de postre y dos humeantes tazas de café.
—La mayoría de los pueblos de por aquí se fundaron sin pensarlo: allí
donde un minero había plantado su tienda de campaña y otro más detrás,
donde se había enterrado a un colono o donde había agua subterránea. En
Montana y Wyoming fue aún más arbitrario si cabe: los ingenieros del
ferrocarril tomaban un lápiz y un compás y marcaban franjas alrededor de
las vías cada ochenta kilómetros, pues había que rellenar de agua los
trenes, y allí es donde establecieron los pueblos ferroviarios. Como no, los
pueblos recibieron el nombre de la madre, mujer o hija del ingeniero; de
ahí que haya muchos pueblos llamados Clarissa o Lorraine que, muchas
veces, no eran más que un par de chabolas. Algunos de ellos crecieron y
otros no. Simpson tuvo más suerte que el resto... al menos durante un
tiempo. Hay mucha agua subterránea debajo de Simpson y en la década
de 1920 había una mina de oro en funcionamiento. Después vivieron del
ganado, y aquello fue rentable hasta que cambiaron la trayectoria de las
vías del tren. Desde entonces, la cosa ha ido poco a poco hacia abajo. No
tardará en convertirse en una ciudad fantasma.
—Qué triste. —Julia pensó en todo ello; en un pueblo entero
agonizante. Simpson borrado del mapa. Si es que alguna vez estuvo en un
mapa.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Tú también creciste cerca de una ciudad fantasma.


—¿Ah, sí? —Julia volvió sorprendida a la realidad.
—Shanako. —Cooper la miró con expectación.
Julia parpadeó.
—¿Shanaqué?
Cooper cortó un trozo de tarta.
—Shanako. Los mayores importadores de ovejas del mundo hasta que
el mercado australiano abrió sus puertas en la década de 1860, y
entonces desapareció del mapa. En un año pasó de tener 40.000
habitantes a no tener ninguno. No me creo que no hayas estado nunca
allí; no puede estar a más de cien kilómetros de Bend.
Julia sonrió con educación, como si Cooper hubiera empezado a
hablar de pronto y de forma inexplicable en urdú. Cooper frunció el ceño.
—¿No decía Chuck que venías de Bend, Oregon?
Dónde había escuchado aquel nombre... Bend... ¡claro! Su tapadera.
Julia había estado tan absorta hablando con Cooper, considerándole tan
intrigante y a la vez tan impenetrable, que no había habido espacio para
nada más.
—¿Sally? —Cooper la miraba con expresión rara.
—¿Quién? —dijo. Y luego—: ¡Ah!
Sacudió la cabeza y trató de repasar mentalmente los últimos
momentos de conversación.
—No, nun-nunca he estado en... Shanako. Nos mudamos a Bend
cuando estaba... —Su mente iba a mil por hora—... empezando la
secundaria, después fui a la universidad de... —¿A qué universidad irían
los de Oregon?
—¿Portland? —Cooper la miraba con la cabeza ladeada.
—Eso es —dijo Julia con alivio—, Portland. —El único Portland en el
que había estado nunca estaba en Maine.
Aquello era un auténtico estrés. Herbert Davis podría haberle dado un
manual sobre cómo esconderse.
—Así que supongo que no he explorado los alrededores de Bend tanto
como me habría gustado. —Cooper la miraba demasiado fijamente. Esos
ojos negros tenían la habilidad de hacerle caer en picado. Trató de darle
un giro a la conversación—. ¿Qué pasó con Simpson? Has dicho antes que
movieron la interestatal, y supongo que tendría sentido que eso tuviera un
impacto en Simpson. Habría menos tráfico atravesando la ciudad. ¿Algo
más?
—Sí. —Cooper se metió el resto del tenedor en la boca, lo mordió y se
lo tragó. Cortó otro trozo de la esponjosa tarta de queso y asintió—. Es
posible que me esté comiendo otra de las razones del declive de Simpson.
Julia suspiró.
—¿Te refieres a cómo cocina Alice? —No le sorprendía. Alice cocinaba
suficientemente mal como para que desapareciera un pueblo entero.
—Sí. Pero no sólo Alice, no hay ni un sitio decente en todo el pueblo
donde comer decentemente. Carly tampoco era buena cocinera, pero la
gente iba ahí de todas formas. Por la misma razón por la que yo solía
comprarle el pienso a Errol Newton pese a que me cobraba 5 céntimos
más por kilo. Me alegré un montón cuando Errol por fin cerró, en 1994.
Todo el mundo solía esforzarse por comprar a los locales. Pero los jóvenes

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

no parecen tener ese tipo de lealtad. Claro que tampoco ayuda el hecho
de que el instituto local cerrara y haya que enviar a los jóvenes a Dead
Horse. Los niños que crecen en Simpson ya tienen asumido que acabarán
yéndose de allí cuando crezcan. Ya nadie quiere hacerse cargo de los
negocios familiares.
—Mmm. —Julia bebió un sorbo de su café y no le sorprendió descubrir
que era una de las mejores tazas de café que hubiera tomado nunca. La
Fábrica de Cerveza tenía un café verdaderamente excepcional. Pobre Alice
—. Lee Kellogg no quiere hacerse cargo de la ferretería de Glenn; quiere
ser profesor de historia. Glenn está pensando en venderla en un par de
años. Sobre todo desde que Maisie ya no parece interesada en ayudarle
con la tienda.
Cooper se quedó con la boca abierta.
—¿De dónde te has sacado eso?
—Hablo con la gente, Cooper. Es asombroso lo mucho que puedes
aprender cuando haces eso. —Julia se acabó la tarta de zanahoria—. De
hecho, lo que de verdad le gustaría a Maisie es cocinar. ¿Pero quién iba a
contratar a una cocinera en Simpson?
—Alice no, desde luego. —Cooper hizo una seña a la camarera para
que les trajera la cuenta—. Siempre anda con el agua al cuello; igual que
cualquier otro negocio de Simpson.
—La Teoría de la Ventana Rota —dijo Julia dubitativamente.
—¿La qué? —Cooper se quedó quieto.
—Teoría de la Ventana Rota. Lo leí en una revista. —«En otra vida»,
pensó.
Se acordaba perfectamente de dónde estaba cuando leyó esa teoría:
tomando café en una cafetería tan encantadora como La Fábrica de
Cerveza, hundiendo la cabeza en los problemas del mundo y sin ser
consciente de que al poco tiempo el mundo se desmoronaría a sus pies.
—Hicieron un estudio sobre las barriadas y los proyectos de
viviendas; algunos se mantienen en pie gracias a los habitantes mientras
que otros se convierten en vertederos, y los investigadores quisieron
saber por qué algunos se salvaban de la desolación y otros no. Y llegaron
a la conclusión de que todo el que vive en un sitio, se preocupa por él;
pero una ventana rota basta para que el lugar se degenere. Es como la
señal de que nadie se preocupa de ello; la señal de que se puede
destrozar ese lugar.
—Sí —asintió pensativamente Cooper—. Supongo que Simpson es un
poco así. Hace mucho que nadie hace nada; las tiendas se han ido
cerrando en los últimos diez años y nadie invierte un céntimo en el lugar.
Si nadie hace nada, el pueblo no va a durar demasiado. Los lugares
necesitan que se les preste un poco de atención, como la gente.
«Los lugares necesitan atención», pensó Julia con una repentina
punzada de dolor. Las palabras de Cooper resonaron en su cabeza. Ella
misma era culpable de negligencia. Llevaba ya un mes entero viviendo en
su casita y no había hecho absolutamente nada por hacerla más bonita o
agradable. Eso era muy poco propio de una Devaux. Había llegado a
Simpson coaccionada, de acuerdo; pero su madre también había llegado a
Riyadh coaccionada y su casa de allí había sido el triunfo decorativo de su
madre.

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«No he hecho absolutamente nada por hacer que mi vida aquí sea un
poquito mejor», pensó. Su madre no habría estado nada orgullosa de ella.
—¿Cooper, crees que podrías...? —se interrumpió.
—¿Que sí creo que podría qué?
—Nada... —Julia movió una mano. Ya le había hecho demasiados
favores—. Da igual.
—Cuéntamelo.
—Olvídalo, Cooper. —Se encogió de hombros—. No era más que una
tontería.
Cooper la miraba fijamente con sus profundos e impenetrables ojos
negros. La camarera llegó con la cuenta, pero Cooper le indicó con un
gesto que se marchara. Para sorpresa de Julia, Cooper se recostó en la
silla y se cruzó de brazos.
—Hasta que no acabes esa frase no nos moveremos de aquí.
Julia se mordió el labio y miró a Cooper. Tenía el rostro serio e
impenetrable. Casi podía sentir la fuerza de su empeño a través de la
mesa, así que se dio por vencida.
—Vale —dijo suavemente—. ¿Sabes si hay alguna tienda de
decoración por aquí?
—¿Una... tienda de decoración? —dijo con cuidado, descruzando los
brazos e inclinándose hacia delante.
—Sí, ya sabes... Pintura, papel de paredes, plantillas, telas. No sé, lo
normal... una tienda de decoración.
—Pintura, papel de paredes, telas... —Cooper se quedó pensándolo—.
Supongo que Schwab's podría servir.
Julia se sentía culpable. Le estaba arreglando la casa entera; le había
acompañado a Rupert, a la librería y ahora a comer, e invitaba él.
—¿Tienes tiempo de parar en una tienda, Cooper? ¿O tienes muchas
cosas que hacer hoy?
Cooper hizo una seña a la camarera; ésta le trajo la cuenta y Cooper
pagó. Cuando se hubo marchado, Cooper se inclinó hacía delante
apoyándose en la mesa.
—No estoy muy seguro de que comprendas bien la situación, Sally —
dijo en voz baja y suave—. No hay nada que no puedas pedirme. Haría
cualquier cosa por ti, lo que fuera. —Le miró fijamente con sus ojos negros
—. Mataría por ti. Detenernos en una tienda no es nada.

* * *
Durante el camino de vuelta, Cooper esperó a que Sally se girara
hacia él y le dijera «háblame», porque cuando lo hiciera, le hablaría. Tenía
un par de ideas en mente que practicó en silencio. Estaba preparado. Sólo
tenía que pedírselo.
Pero Sally no le preguntó nada. De hecho, no hacía prácticamente
nada en el lado del copiloto, aparte de mirar por la ventana y perderse en
sus pensamientos.
El silencio era el compañero constante de Cooper, era algo a lo que
estaba acostumbrado, algo que podía controlar. Pero por alguna razón, el
silencio y Sally Anderson eran dos cosas que no encajaban nada bien. Se
encontró ansiando que le hiciera caso. Echaba de menos que se girara

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

hacia él, con sus enormes ojos turquesa bien abiertos y centrados en él,
pidiéndole que le hablara y bebiéndose después todas y cada una de sus
palabras. Quería que dejara de mirar por esa condenada ventana y que se
centrara en él.
Era una locura. Se sentía como un niño de doce años haciendo el pino
para impresionar a la nueva chica del colegio.
No le hablaba, sino que miraba fijamente el paisaje a través de la
ventana. Joder, ojalá pudiera saber qué encontraba tan fascinante ahí
fuera. Pero si ya era de noche.
Cooper se dio cuenta de lo lejos que había llegado cuando se
encontró deseando que le sonriera. Cuando le sonreía como si fuera el
hombre más fascinante sobre la faz de la tierra, sentía que algo se le
soltaba en el pecho, algo que llevaba mucho, mucho tiempo firmemente
atado. Toda su vida, de hecho.
Tuvo que pensar mucho sobre ello. Sobre lo que significaba para él y
sobre cómo estaba tratándola.
Sally Anderson era, sin duda alguna, la mujer más importante que
hubiera pasado por su vida y él se había dedicado a tirársela como si no
fuera a haber un mañana. Como si estuviera allí sólo para él, para que se
desahogara sexualmente tras un largo periodo de sequía.
Hizo una mueca al pensar en eso. Por las tardes, después de llevar a
Rafael a casa, volvía directamente a casa de Sally. Apenas dos minutos
después de que le abriera la puerta, ya la había desnudado y puesto de
espaldas. La primera vez que se la follaba siempre se trataba de algo
frenético. Claro que la segunda y tercera vez también lo eran. Nunca
parecía tener tiempo para nada que no fuera eso.
A primera hora de la mañana, cuando se acercaba la hora de
marcharse, seguía siendo frenético, le agarraba las caderas con firmeza y
seguía follándola con fuerza.
No le había dado nada. Ni una palabra dulce, ni una caricia amable. Ni
siquiera preliminares.
Cada amanecer, cuando llegaba a Doble C, se veía inmediatamente
inmerso con las tareas del rancho, la mayoría de ellas al aire libre y
rodeado de sus hombres. Le era imposible llamarla siquiera. Así que,
básicamente, se la tiraba toda la noche para desaparecer al amanecer. A
los tipos como él se les llamaba de una determinada forma.
La comida de hoy en La Fábrica de Cerveza era la primera vez que
podía ofrecerle a Sally algo. Una cerveza y una hamburguesa, en lugar de
sacarla a cenar por ahí a un sitio agradable, ¡y encima había querido
pagar ella! La había dejado impresionada con eso.
Sally se merecía restaurantes caros y elegantes. Tampoco es que los
hubiera en Simpson, pero podía haberla llevado a Boise. Era cierto que no
tenía tiempo de hacerlo, aunque a lo mejor podía organizarse mejor.
Mientras estuvieron casados, Melissa había insistido en que salieran a
cenar a sitios caros un par de veces al mes, y cuando estaban
comprometidos siempre quería salir a cenar fuera.
Joder, había tratado a Melissa mucho mejor que a Sally, y la primera
era una auténtica perra.
Cuando encuentras a una mujer que, además de ser preciosa y tener
un corazón enorme, significa mucho para ti, se la corteja. Se la trata... no

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sé, como la dama que es. Se le hacen regalos bonitos (no, los cerrojos y
los sistemas de alarma en las ventanas no cuentan) y se la saca a cenar
por ahí a restaurantes agradables.
No te la tiras hasta casi matarla y luego desapareces por la mañana.
Una y otra vez, y otra, y otra.
Era una verdadera lástima que el sexo se hubiera interpuesto en el
camino. La deseaba tanto que le dejaba sin aliento. Cuando entraba en su
casita, era como si el viento le levantara y se lo llevara lejos. La lujuria le
llenaba la mente y era incapaz de pensar en nada que no fuera meterle la
verga a la primera de cambio. Y quedarse ahí todo lo que pudiera. Y como
estaba tan atrasado en cuestiones de sexo, se quedaba ahí dentro hasta la
mañana siguiente, que se la sacaba para marcharse a trabajar.
«Esto no es bueno», pensó Cooper mientras giraba por la calle de
Sally.
Esa noche iba a ser diferente. Iba a ser amable; iba a hacerle el amor,
no a follársela como si se fuera a acabar el mundo.
A la mañana siguiente, Cooper tenía que marcharse muy pronto para
llegar al aeropuerto de Boise. Tenía que hacer trasbordo en tres
aeropuertos para llegar a Lexington, Kentucky, esa misma noche. Tenía
que asistir a la inauguración de la reunión anual de la Asociación de
Criadores de Caballos, que era cuando compraba los potros de seis meses
y se dedicaba a relacionarse como loco con la gente. Ese viaje anual era el
eje central de su negocio y normalmente se lo pasaba en grande.
Tenía que demostrarle que iba a echarla de menos y eso que, a
juzgar por las punzadas de dolor en el pecho cuando no estaba cerca, la
palabra «echar de menos» se quedaba corta. La idea de un fin de semana
sin Sally le provocaba miedo y soledad.
Cooper condujo por la calle de Sally y aparcó dos manzanas más
abajo, aunque a estas alturas todo Simpson, todo Dead Horse y la mayoría
de Rupert sabían que eran amantes.
Miró a Sally. Llevaba demasiado tiempo demasiado callada para lo
que era ella, y ahora supo por qué: estaba apoyada contra el cristal,
profundamente dormida.
—Sally —dijo suavemente. Al ver que no se movía, alargó la mano
para tocarle la mejilla. Cada vez que la tocaba se sorprendía de lo suave
que era su piel—. Despierta, cariño.
Los párpados se movieron; parecía que empezaba a despertar. Por
primera vez, Cooper se dio cuenta de lo agotada que debía de estar. No le
dejaba dormir por las noches y, durante el día, no paraba de trabajar.
A lo mejor debería comportarse como un caballero. Tal vez debería
acompañarla hasta la puerta y despedirse de ella con un beso,
prometiéndole verla en una semana.
Sally parpadeó y abrió esos ojos de color tan vivo pese a ser de
noche, que eran como un trocito de cielo. Pareció desconcertada un
momento, hasta que le reconoció.
—Cooper —susurró, y le sonrió.
Se le encogió el corazón.
Marcharse no estaba dentro de sus planes.
Cooper le rodeó el cuello y la besó. Como siempre, abrió la suave y
cálida boca inmediatamente, acogiéndole. Su primera reacción siempre le

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

dejaba petrificado como si, si no la mantuviera clavada al suelo con su


polla, fuera a desaparecer como el humo.
Esta vez su reacción fue igual de intensa, pero diferente. Su cálida y
adormilada piel, la débil fragancia a rosas que emanaba de ella, la suave
manita que le acariciaba la mejilla y le tranquilizaba con un placer difuso,
como si cayera en un mar de cálidos pétalos de rosa.
Se giraron el uno hacia el otro al mismo tiempo. Sally alargó las
manos para rodearle el cuello. Él le abrió el abrigo con la mano y le metió
la mano debajo del jersey, mientras le desabrochaba el sujetador.
Dios, cómo le gustaban sus tetas. Cuando le rodeó el pezón con el
dedo, Sally gimió en su boca. Sintió cómo se le erizaban los pezones,
firmes y duros. Era exactamente lo mismo que le estaba ocurriendo a su
polla.
Cooper estaba decidido a hacerlo de forma diferente esta vez. Se
apartó de ella. A Sally siempre le llevaba unos momentos recuperarse de
sus besos. Parpadeó despacio para abrir los ojos y le miró
inquisitivamente.
—Quiero hacerlo bien. —Las palabras le salieron atropelladamente—.
Necesito hacerlo bien.
Sally le buscó con la mirada. Era como si pudiera pasear por el
interior de la cabeza de Cooper y leer allí lo que sentía. Estaba seguro de
que podía comprender lo que sentía mucho mejor que él. Su rostro se
ablandó.
—Oh, Cooper. —Se inclinó hacia delante y apretó los labios contra los
de él. No era un beso, sino consuelo—. Lo estás haciendo bien. Siempre lo
haces bien.
Necesitaban estar dentro de la casa, en la cama, desnudos. Ahora.
Mismo. Cooper no podía esperar. Era como si su corazón y su polla
estuvieran unidos por una línea directa, eléctrica, y alguien hubiera
encendido el interruptor, haciendo así que volvieran a la vida de
inmediato.
En medio minuto había recogido las compras de Sally (bolsas llenas
de material de colores de los que nunca había oído hablar, aunque al
parecer Harlan Schwab sí), le había ayudado a bajar de la camioneta y la
llevaba medio corriendo por la calle.
Una vez dentro de su casa, Cooper dejó caer todas las bolsas y cogió
a Sally en brazos.
No se trataba de un gesto romántico, sino la forma más rápida de
llevarla al dormitorio. Se detuvo junto a la cama y dejó que resbalara
hasta el suelo. Tenía que sentir su erección. Palpitaba con tal fuerza que
posiblemente el pueblo entero pudiera sentirla. Seguro que interfería en la
señal de la radio.
Cooper le agarró de la cabeza mientras la besaba y, con la otra mano,
empezó a desvestirla, prestando mucha, mucha atención para no romper
nada. Abrigo, blusa, sujetador. Ahhhhh, ahí estaba, de nuevo en su mano.
Era tan suave.
Cooper le soltó el pecho única y exclusivamente porque era necesario
desnudarla de cintura para abajo también. Una vez estuvo desnuda, Julia
se abrazó a él con fuerza y habría jurado que podía sentir su piel desnuda
a través de la chaqueta, la camisa y los pantalones. La agarró del culo

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

para subirla a la cadera, sobre su erección, y se torturó a sí mismo


sintiéndola.
Apartó la boca de la de ella.
—Desvísteme —le dijo sin aliento. Alguien tenía que hacerlo, y él
tenía las manos ocupadas con ella.
—Vale. —Le sonrió mientras le desabrochaba la camisa y tiraba de
ella, junto con la chaqueta, hasta que cayeron al suelo. Le besó el pecho
hacia abajo, a través de la camiseta interior—. Sube los brazos. —No era
suficientemente alta como para quitarle la camiseta, así que alzó los
brazos por encima de la cabeza y Sally se la quitó. La lanzó por encima del
hombro y se abrazó a él, su piel contra la de él. Abrió la boca para
recibirle, jugueteando con la lengua. Se movió para llevarlos a la cama,
pero se detuvo cuando Julia dijo—: Espera.
Cooper se detuvo y trató de no estremecerse de impaciencia.
Alzando la vista para sonreírle, Sally le desabrochó los pantalones y le
abrió la cremallera lentamente, rozándole la erección con los dedos. Le
bajó los pantalones y los calzoncillos lentamente. Poniéndose de rodillas,
Sally le quitó los zapatos y los calcetines, y Cooper alzó los pies
obedientemente mientras le desnudaban. Sally se puso en pie y sonrió al
verle la verga, completamente erecta sólo para ella. La agarró sin apretar,
sin hacer demasiada fuerza con los dedos y tocándole con delicadeza.
La presión no era suficiente. La única presión que podría satisfacerle
sería abrirle los prietos pliegues de su chochito.
—Cama —gruñó, tomándola en brazos y dejándola suavemente sobre
la cama. Se puso sobre ella y cerró los ojos momentáneamente ante el
placer de volver a tenerla debajo. Y sabiendo que estaba a punto de
experimentar mucho más placer.
Dios, su olor le bastaba para correrse. Cooper apretó la cara contra el
cuello de Sally e inhaló con fuerza, esperando no estar comportándose
como Fred cuando conocía a un nuevo ser humano.
La piel del cuello de Sally era increíblemente suave y delicada, y olía
ligeramente a rosas y a ella. Tenía un olfato muy agudo. Estaba tan
compenetrado con su olor que podría encontrarla en la oscuridad
guiándose sólo por el olfato. Cooper sintió cómo le latía el pulso
aceleradamente bajo sus labios y le lamió ahí, donde la sangre palpitaba
justo debajo de su piel. Sally se estremeció y se arqueó contra él,
tensando las manos sobre la espalda de Cooper.
Era tan receptiva... su cálido cuerpecito aromático se retorcía contra
él. Cooper le mordió suavemente el lóbulo de la oreja y le lamió el borde.
Arqueó el cuello hacia atrás y alzó las caderas.
Cooper la abrió los muslos y la tocó. Como siempre, era suave y
acogedora y estaba húmeda. Introdujo el dedo índice en ella, teniendo
mucho cuidado con la suave y delicada piel. Era consciente de que sus
dedos eran ásperos y con callos, y guardaba aún la suficiente cordura para
saber que tenía que acariciarla con mucho cuidado.
Se puso completamente sobre ella, recorriéndole la parte posterior de
los muslos con las manos. Le abrió las piernas con cuidado y se las
levantó, gruñendo al sentir cómo se abría para él.
Algún día tenía que recorrerle el cuerpo con los labios y las manos.
Aunque ahora no. Ahora necesitaba estar dentro de ella, tanto como

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respirar.
Cooper se introdujo en ella, sintiendo cómo Sally se abría para él.
Todo su cuerpo le decía lo mucho que le deseaba; sus manos le apretaban
firmemente con las manos, sus piernas le abrazaban las caderas y su
chocho le daba la bienvenida, húmedo y caliente.
Empujó contra ella, contra el calor resbaladizo de su interior,
sintiéndose como si acabara de llegar a casa después de un viaje
larguísimo en una tierra lejana y fría.
Cooper le metió la verga hasta el fondo, y se quedó quieto allí,
saboreando su estrechez. Rotó las caderas para introducirse con mayor
comodidad en ella y, ¡wham!, Sally se corrió. Su coño dio unos tironcitos
fuertes, se retorcía bajo él, gemía y jadeaba. Iba a volverle loco.
Cooper sintió un hormigueo recorrerle la espina dorsal, sintió que las
pelotas se le contraían, y se corrió el también. Todo su cuerpo se
estremeció mientras se corría en su interior, con una ráfaga de placer
repentina y eléctrica.
Sally giró la cabeza un poco y le besó la oreja.
La agarró con más fuerza y toda idea de tomárselo con calma se
esfumó de su mente como el humo al empezar a empujar contra ella.
Estaba suave y húmeda de su semen; era la cosa más cálida y suave del
mundo, y era toda suya.
Como cada vez que estaba dentro de ella, perdió la noción del tiempo
y de sí mismo. Se detuvo un momento, jadeando, y giró la cabeza para
secarse con la sábana el sudor de la frente. Podría haber usado la mano,
pero eso implicaría tener que soltar a Sally.
Los ojos de Cooper se posaron sobre el reloj de alarma de Sally. Era
imposible descifrar la hora que señalaban las manecillas fluorescentes.
Las dos y cuarto, leyó por fin. ¿Cómo era posible? Asombrado, Cooper
comprobó su reloj: las dos y cuarto.
«Joder.»
Tenía que salir de Doble C a las 3 a.m. como muy tarde, y todavía
tenía que hacer la maleta y recoger sus documentos. De hecho, siempre
se iba a Boise la noche anterior, para poder llegar sin problemas al vuelo
de las 6 a.m., pero esta vez había decidido salir a primera hora de la
mañana, en lugar de aquella noche, para poder hacer un hueco en su
apretada agenda y aprovechar un poquito más de tiempo junto a Sally.
Cooper tenía que irse pitando. No podía perder ese vuelo, porque de
lo contrario no habría forma humana de que llegara a Lexington por la
noche; y le iban a entregar el premio al «Mejor Criador del Año».
Sencillamente, tenía que estar allí.
Cooper soltó a Sally y se retiró de ella. Se aferraba firmemente a él
con las manos y las piernas. Hasta su coño se aferraba a su polla,
dificultándole la salida.
Cooper se habría echado a llorar, de haber sabido, ante la frialdad
que le asoló su húmeda polla cuando salió de ella. Por primera vez en
horas, había algo de distancia entre su pecho y las tetas de Sally. Se había
acostumbrado tanto a sentirlas contra él que ahora le parecía raro, poco
natural, sentir el frío aire de la noche contra su pecho, en lugar de la piel
suave y fragante de Sally. Seguía agarrada a sus hombros.
—¿Cooper?

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Con pesar, Cooper alargó la mano para soltarse delicadamente los


hombros. Las manos de Sally cayeron y perdió su calor.
Cooper se inclinó y le besó la mejilla y la boca.
—Tengo que irme, cariño. Lo siento. Tengo que llegar a...
—Mañana es domingo —le interrumpió enseguida con voz perdida y
débil—. ¿No puedes quedarte? ¿Al menos esta noche?
Quedarse.
Esa palabra mágica había sido el detonante de todo aquello. Por un
segundo Cooper se vio seriamente tentando de hacer eso: quedarse. A la
mierda la reunión anual. A la mierda el premio. Al fin y al cabo, no era más
que una puta placa. Un trozo de madera y metal que no valía más de
veinte pavos. No había nada en Lexington que pudiera competir, ni
remotamente, con quedarse entre los brazos de Sally, dentro de su calor y
suavidad.
Joder, ¿y por qué no vendía Doble C y se mudaba con Sally? Se
pasaría los días arreglándole la casa y las noches follándola sin descanso.
Si vendiera el rancho podría vivir cómodamente el resto de sus días con
los beneficios. De hecho, sus inversiones ya le habían reportado unos
buenos beneficios que estaba reinvirtiendo en el rancho. Así que Coop no
tenía por qué trabajar. Podría retirarse mañana mismo si así lo quería. ¿Por
qué no?
Porque tenía responsabilidades, por eso no podía hacerlo. Cuarenta
hombres y sus familias dependían de Doble C. El negocio del rancho era lo
que mantenía Simpson vivo y era de vital importancia para un montón de
negocios de Rupert y Dead Horse.
Le encantaba la Armada, pero cuando su padre murió, supo que tenía
que volver. En Estados Unidos había un montón de jóvenes valientes con
buena vista, manos firmes, espalda fuerte y un par de pelotas. Pero sólo
había un Cooper que tomara el relevo de la yeguada Cooper y la
mantuviera con vida.
Durante unos instantes, el deseo y el deber lucharon con fuerza en su
interior. Pero Cooper estaba hecho para cumplir con su deber.
—No puedo quedarme, cariño. —¿Podía oír el áspero pesar de su voz?
¿Por qué demonios no le había dicho antes que tenía que marcharse?
Porque su mente entera había estado repleta de deseo, por eso mismo—.
Tengo que irme. Fuera de la ciudad, de hecho. A Kentucky. Volveré el
viernes.
Se incorporó inmediatamente, haciendo crujir las sábanas.
—¿Te vas de la ciudad? —Le miró con los ojos abiertos de par en par.
Aún en la oscuridad de la habitación, podía ver que estaba disgustada—.
¿De verdad... tienes que hacerlo?
Se encogió de hombros. Mierda, iba justo de tiempo. Tenía que irse ya
mismo.
—Sí, tengo que hacerlo. Asuntos de negocios.
Sally asintió despacio, con los ojos muy abiertos. Pudo oír cómo
tragaba con fuerza.
—Sí... ehh... negocios. Claro.
¡Joderjoderjoderjoderjoder! Cooper odiaba dejarla así. Se inclinó y le
dio un suave beso. Tenía que darle la otra mala noticia:
—Cariño... no voy a poder llamarte. Va a ser una semana muy...

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

intensa.
Parecía cada vez más perdida.
—Intensa —dijo débilmente—. Vale.
Cooper se puso en pie. Joder, cómo odiaba eso. Debería poder
quedarse con ella, hacerle el amor un poco más y luego quedarse el resto
de la noche, abrazándola con fuerza. Debería poder pasar el domingo con
ella, en la cama, y tal vez salir a pasear por la tarde.
Pero esa semana era decisiva para Doble C. Iba a devolverla a la vida
después de años de negligencia. La raza era cada año mejor. Todo
dependía de los potros que eligiera en ese viaje anual que hacía a
Kentucky, y en los contactos que hiciera allí.
El deber le llamaba.
Y Cooper tenía que responder.
Dos y treinta y cinco.
—Tengo que irme, cariño. —Retrocedió sin ganas.
—Te... te echaré de menos, Cooper —dijo Sally suavemente.
No había palabras para expresar lo que sentía.
—Sí —dijo, y se marchó.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 13

El archivo que había sustraído contenía tres nombres, todos con un


código de tres dígitos. Dos de los testigos habían sido recolocados en
Idaho, y era posible que Julia Devaux también. El profesional accedió a la
base de datos de una empresa de estudios geológicos, de donde sacó
mapas de Idaho.
Había unas doscientas personas en el Programa de Protección de
Testigos, lo que equivaldría a unas cuarenta personas por cada estado.
Deberían estar todo lo dispersas que se pudiera, de manera que las
personas que huían no se encontraran una y otra vez. Pero tenía sentido
que los archivos se guardaran de manera geográfica, de forma que un
mismo oficial pudiera hacerse cargo de dos o tres casos en la misma zona.
Abt estaba en Rockville, Davidson en Ellis. El profesional consultó el mapa
de estudio, todo lo preciso que la tecnología láser permitía, y pasó el dedo
por encima. Algunos de los pueblos eran tan pequeños que estaban en un
archivo aparte. El profesional dijo los anticuados nombres en voz alta,
buscándolos por el mapa con el dedo: Jefferson, Clearwater, Bute. Julia
Devaux y los dos millones de dólares debían de estar en alguno de esos.
El profesional cogió el auricular y reservó un avión de ida en primera
clase a Boise, Idaho.

* * *
Sangre y sesos, una cabeza destrozada. Un cuerpo pequeño y pálido
echo un ovillo sobre la grasienta acera. El olor a cordita. El hombre grande
de mirada feroz que alzaba la pistola. Giraba la cabeza despacio,
mecánicamente, como un robot, hacia ella.
Vio por el rabillo del ojo que algo se removía: una figura alta y oscura,
que le prometía seguridad y refugio. ¡Cooper! Trató de levantarse, de
moverse hacia él, pero estaba rodeada de sangre pegajosa. Sus pies
escarbaban en vano para salir de allí.
Cooper se la quedó mirando varios minutos, con sus ojos oscuros e
indescifrables, y luego se movió a cámara lenta, girando sus anchos
hombros. ¡Se estaba marchando! Podía verle la amplia espalda, las largas
piernas que se lo llevaban de allí a grandes zancadas, moviéndose tan
rápido que apenas tuvo tiempo de gritarle: «¡Cooper! Vuelve, ¡ayúdame!».
Gritó hasta que le dolieron los pulmones, pero no salió ningún sonido.
Cooper siguió avanzando y, en el tiempo que tardó en alargar la mano
hacia él, se había marchado. Se quedó mirando el frío y vacío espacio
donde había estado.
Oyó una risa baja y cruel desde detrás de ella y se giró en redondo,
muerta de miedo. La sonrisa de Santana se había alargado de manera
poco natural y su boca entera se volvió de un rojo sangre al tiempo que

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

alzaba la enorme pistola, negra. Rojo y negro. El mundo se había vuelto


de los colores de la sangre y de la muerte.
Alzó la pistola y Julia se abrazó. «Muere, puta» le gruñó, y apretó el
gatillo.

* * *
Julia dio un bote en la cama, sudorosa y temblando. Esta vez el sueño
había sido diferente. No sabía decir por qué, pero había sentido algo raro,
cierta urgencia, como si algo se estuviera cerrando en torno a ella.
Un relámpago iluminó la habitación y un trueno atravesó el cielo.
Sonaba como si estuviera justo encima del tejado y Julia se dio cuenta de
que lo que le había despertado había sido el sonido del trueno, y no una
bala en su cerebro. Algo húmedo le tocó la mano y gritó; se llevó una
mano al cuello mientras con la otra buscaba frenéticamente algo que
utilizar como arma.
Fred estaba sentado sobre sus patas traseras, mirándola con recelo
con sus enormes ojos marrones. Gimió suavemente sin abrir el hocico y
Julia recordó que le habían maltratado. La agonía de la pesadilla debía de
haberle hecho patalear en la cama y debía de haberle asustado.
No era de extrañar, ella también se había asustado. Julia dio una
palmadita en la cama y Fred saltó inmediatamente junto a ella,
acurrucándose en una cálida bola de pelo y haciendo que el colchón se
inclinara con su peso. Al menos ya no olía.
Julia apoyó la cabeza con cuidado sobre el cabecero antiguo de
imitación barata y trató de luchar contra la desesperación. Pero hasta la
desesperación era mejor que lo que había detrás: el miedo.
Una persona, posiblemente varias, le buscaba para matarla y cada
día que pasaba allí estaba (o estaban) más cerca de encontrar su
escondite.
Davis tampoco era de demasiada ayuda a la hora de tranquilizarla.
Las últimas veces que había llamado había parecido impaciente. Las
llamadas le deprimían tanto que había empezado a llamar con menos
frecuencia. Total, siempre tenían las mismas conversaciones:
—¿Alguna novedad?
—No.
—¿Sabe qué va a pasar?
—No.
—¿Cuánto tiempo tendré que seguir así?
—No lo sé.
Las variaciones eran mínimas y Davis se ponía pesado cuando trataba
de prolongar la conversación. A Julia ni siquiera le caía bien Davis, pero
era todo lo que había entre ella y el abismo. O Santana, que para el caso
era lo mismo.
Fred le apoyó el hocico en la rodilla y ella le acarició la cabeza con
mano temblorosa. Encontró el punto ese que tenía detrás de la oreja y que
le hacía entrecerrar los ojos de placer, y se preguntó por qué sería tan
fácil con los perros. Por mucho que le acariciaran detrás de la oreja, el
miedo y la soledad no se irían a ninguna parte.
Julia tiró de la manta para taparse las rodillas. Como la mayoría de lo

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que había en la casa, era barata y estaba raída, y había perdido los
colores tras los muchos lavados. No tenía nada que ver con el edredón de
seda pura del color de las gemas que su madre le había encargado de
París para su vigésimo cuarto cumpleaños.
Había llegado después del funeral de sus padres.
Julia hundió la cabeza en las rodillas y se esforzó por que las lágrimas
no brotaran. Las lágrimas no solucionarían nada y, de todas formas,
tampoco debían de quedarle lágrimas ya. Aunque, al parecer, no debía de
ser así cuando un par de gotas renegadas rodaron por sus mejillas. Julia se
pasó una mano por las frías mejillas y se estremeció al oír la ráfaga de
lluvia que daba contra las ventanas. ¿Se había ido la calefacción? Estaba
demasiado cansada, y demasiado deprimida (y muerta de miedo) como
para levantarse a comprobarlo.
A lo mejor Cooper... Julia se detuvo. No debería acostumbrarse a
depender de Cooper. Cooper se había ido.
Esa era la otra parte de la pesadilla. Cooper marchándose. Le daba la
espalda y se iba. Tanto en la vida real como en su pesadilla.
Tampoco le extrañaba que se hubiera marchado.
Era un hombre de negocios y tenía un negocio del que ocuparse.
Tenía cosas a las que atender y no podía responsabilizarse de una
desolada señorita del este que había tenía la mala suerte de estar en el
sitio equivocado, en el momento equivocado.
Cooper y ella eran amantes, eso estaba claro. ¿Pero quién sabía qué
pensaba o sentía Cooper? Lo que significaba para él. Se lo había
demostrado; habían follado como locos durante horas y luego se había
vuelto a marchar.
El ciclo se repetía.
Una amiga suya de Nueva York tenía un amante casado como ese y
solía llamarle el Murciélago. A Cooper parecía importarle, pero no se lo
decía. Y ahora la había abandonado durante toda una semana.
Julia se mordió el labio. Le parecía casi imposible imaginarse una
semana entera sin Cooper en la cama. Cuando estaba cerca no tenía
miedo. Pero ahora, todo ese miedo atrasado aparecía de pronto. Quería
llamarle para que volviera, decirle que necesitaba que se quedara con
ella.
Claro que eso era estúpido. ¿Qué era ella para él, aparte de un buen
polvo?
¿Qué era ella para nadie?
Por primera vez en su vida, Julia contempló las opciones que tenía.
Había viajado por todo el mundo con sus padres y había sido maravilloso,
pero nunca se había parado a mirar por encima del hombro, a ver qué
estaba dejando atrás. Sólo se había fijado en lo que había delante, en el
futuro. Había sido tan excitante... cada vez que se mudaban a un nuevo
país, a una nueva ciudad, toda la nueva gente que conocía.
Por primera vez en su vida, Julia deseó haber pertenecido a una
comunidad. Tener a gente a la que pudiera pedir ayuda. Una comunidad
de personas que vivieran en un sitio, y que llevaran generaciones enteras
haciéndolo, y no expatriados que vivían en lugares remotos.
Allí también había hechos nuevos amigos, claro está. Alice, Beth. Pero
creían que la mujer a la que había conocido era Sally Anderson, una

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

profesora de primaria perfectamente normal.


Y no Julia Devaux, una mujer a la fuga.

* * *
Nada, absolutamente nada, era tan gratificante como navegar por el
ciberespacio. Era como ser invisible y todopoderoso. No había nada a
salvo de la inteligencia que merodeaba por ahí. La gente se sorprendería
de todo lo que se puede aprender si sabías lo que estabas haciendo.
Podías encontrar la talla de gorro de un hombre, su libro preferido, qué le
compra a su amante y si le han recetado algo para la hernia, todo ello sin
que se enterara nunca de que le están investigando.
Obviamente, los archivos del Departamento de Justicia eran los más
difíciles de encontrar. Sus firewalls eran muy buenos y estaban reforzados
con barreras de protección. Pero, si la persona adecuada le ponía el
suficiente empeño, era tan útil como un muro hecho de piezas de Lego. «Y
yo soy la persona adecuada», pensó el profesional. La pregunta no era si
encontraría el archivo de Julia Devaux, sino cuándo.
Iba siendo hora de hacerlo. Se podía acceder al sistema del
Departamento Judicial desde cualquier lugar del mundo con un ordenador
portátil; esa parte era fácil. El siguiente paso requería inteligencia.
El profesional se vio interrumpido por el parte meteorológico de la
televisión, que anunciaba un invierno frío, con previsiones de tormentas
de nieve para Acción de Gracias.
«Quiero pasar Acción de Gracias en St. Lucía», pensó el profesional.
Prefería el sol y los cangrejos a la nieve y el pavo.

* * *
—Tenemos una baja.
El rostro inexpresivo de Herbert Davis alzó la vista de la circular que
habían puesto junto a la nueva escoba del piso superior, que no hacía más
que recordarles por enésima vez que no se aceptaban los comentarios
despectivos contra las mujeres o las minorías, bajo ningún concepto y
como quedaba establecido en la orden bla-bla-bla de la ley bla-bla-bla.
«Pero si estamos encargados de hacer cumplir la ley, ¡no me jodas!»,
pensó con enfado. «No podemos hacer del mundo un lugar mejor, aunque
sí uno más seguro».
¿Pero cómo cojones iban a hacerlo si el presupuesto era cada vez
menor y tenían que medir cada una de sus palabras? Barclay carraspeó y
Davis recordó que le había dicho algo.
—¿Qué?
—Tenemos una baja. —Barclay cogió una mesa que había por ahí
cerca, la giró y se sentó a horcajadas. Barclay parecía hecho una mierda, y
tampoco olía bien; se parecía alarmantemente a un vagabundo. El divorcio
estaba acabando con él.
Davis sacudió la cabeza, malhumorado. Verdaderamente, el mundo
se estaba yendo a pique.
—¿Quién?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Un tipo llamado Richard Abt. ¿Te acuerdas de él? Le trasladamos


bajo el nombre de Robert Littlewood.
Davis miró al techo como si estuviera dando marcha atrás
mentalmente al calendario, pero lo cierto era que no podía acordarse de
ello. El departamento de policía tenía unos doscientos testigos en el
Programa de Protección de Testigos y Davis se había dado cuenta de que
era incapaz de seguirles la pista a todos. Se pasó un dedo por los labios.
—Era el... —Davis hizo una pausa.
—Contable. —Barclay estaba leyendo la ficha.
—Contable —repitió el primero—. Cierto. Eh... mmm... Iba a testificar
en el... el...
—Caso Ledbetter, Duncan y Terrance. —Davis asintió al oír los
nombres que Barclay leía de la ficha—. Abt debía testificar el 14 de
noviembre. —Barclay tamborileó los dedos sobre el archivo y suspiró—.
Parece que, después de todo, esos rastreros de Ledbetter, Duncan y
Terrance van a salirse de rositas. Abt era el único dispuesto a testificar.
Todo el trabajo que hicimos no servirá para nada.
Davis tomó un bolígrafo y empezó a tomar notas. Aunque él no se
encargaba de ese caso, perder a un testigo era algo que sacudía el
departamento entero desde los cimientos. No sucedía a menudo pero,
cuando ocurría, rodaban cabezas. Davis quería estar preparado para
salvarse el culo si la mierda llegaba a su alrededor.
—¿Sabemos quién lo hizo? —Davis resopló y rió sin alegría—. Aparte
de los tres obvios.
—Ese es el problema, jefe. —Barclay se movió incómodo—. Parece...
parece haber sido un accidente.
—¿Cómo? ¿Un accidente? ¿Y qué gilipollas se ha creído eso? ¿Los
polis locales? —Davis miró a Barclay con cara de pena—. ¿Se puede saber
dónde habíamos metido a Abt?
—En Idaho. En un pueblecito llamado Rockville.
Davis resopló con fuerza.
—Los polis de allí no se encontrarían el culo ni con un plano detallado.
—No, ellos no cerraron el caso. Lo hicimos nosotros. —Barclay se frotó
los ojos inyectados de sangre—. Nuestra gente informó de que de verdad
parecía un accidente. El conductor se dio a la fuga.
—¿De verdad? —Davis frunció el ceño.
—Eso parece. Si se lo hubieran cargado, los listillos se habrían
asegurado de que todo el mundo se enterara de lo sucedido; a modo de
advertencia, para que todo el que esté pensando en testificar se lo piense
dos veces.
Era cierto. Aun así... Davis sacudió la cabeza con pesar.
—No me puedo creer la mala suerte de ese pobre diablo. Abt iba
camino de librarse... —Davis volvió a comprobar la ficha—... de que le
condenaran en tres estados, le habrían caído de veinticinco a treinta años,
fácil. Decide hacerse testigo del Estado y le dan una identidad
completamente nueva y un trabajo. —Davis echó un vistazo rápido a la
información—. Al parecer le iba bastante bien con su nueva identidad. Y
de pronto todo se va a la mierda por un coche...
—No siempre es así. —Barclay se miró una uña sucia y Davis se dio
cuenta de que le temblaba la mano—. Unas veces eres el parabrisas, y

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

otras el mosquito.

* * *
El profesional repasó los datos que tenía de Sydney Davidson, el
segundo nombre que había en el archivo que sacó del Departamento de
Justicia.
El doctor Davidson, un brillante bioquímico, había sido contratado
nada más salir de la universidad por Sunshine Pharmaceuticals, un
laboratorio farmacéutico con base en Virginia. Pero los conocimientos del
buen doctor no se limitaban a las aspirinas y los antibióticos.
El profesional se acordaba perfectamente del escándalo de Sunshine
Pharmaceuticals, que se había destapado en medio de una acalorada
campaña electoral para el Senado. Un determinado número de los
miembros del consejo de la compañía se habían involucrado en un negocio
adicional extremadamente lucrativo: proporcionar drogas de diseño
altamente sofisticadas a la élite profesional de la costa sudeste.
El candidato peor considerado, un joven abogado de distrito con
aspiraciones, se vio favorecido por la difusión de las fotografías de los
directivos de Sunshine llevados a juicio esposados, obteniendo al final la
victoria. Después de que se emitiera la orden de arresto de la plantilla
entera, Sydney Davidson tardó medio minuto en hacerse testigo del
Estado.
Al profesional no le atraían las drogas en ningún sentido. Donde
estuviera su Veuve Cliquot, que se quitara el resto.
Comprobó el organigrama de la empresa. No le serviría de nada
contactar con el director general ni con ningún otro miembro del consejo.
El jefe de seguridad era el único que le interesaba.
El profesional tecleó el mensaje para el noruego:

MENSAJE PARA RON LASLETT, JEFE DE SEGURIDAD DE SUNSHINE


PHARMACEUTICALS. INFORMACIÓN SOBRE LUGAR Y NUEVA IDENTIDAD
DE DR. SYDNEY DAVIDSON DISPONIBLE EN CUANTO RECIBA
NOTIFICACIÓN DE INGRESO DE CIEN MIL DÓLARES AMERICANOS EN N°
DE CUENTA GHQ 115 Y BANQUE SUISSE SEDE CENTRAL GINEBRA. GOLPE
DEBE PARECER ACCIDENTE. ACCIDENTE DE COCHE NO VÁLIDO.

A las dos horas, el ordenador emitió por fin un pitido; el profesional


parpadeó y se incorporó. Aparte de dormitar, tampoco había gran cosa
que hacer en Idaho.

CIEN MIL DÓLARES AMERICANOS DEPOSITADOS EN SU N° DE CUENTA


GHQ 115 Y C/O BANQUE SUISSE SEDE GINEBRA. A LA ESPERA DE
ACEPTACIÓN DE EJECUCIÓN. FORMA PREFERIDA: ELECTROCUCIÓN
DURANTE BAÑO. POR FAVOR INDIQUE CUANTO ANTES SI ESTÁ DE
ACUERDO.

La respuesta del profesional fue inmediata:

ELECTROCUCIÓN OK. TIENE QUE PARECER ACCIDENTE AL MENOS 56


HORAS. NUEVA SITÚACION DR. DAVIDSON E IDENTIDAD: GRANT
PATTERSON, 90 JUNIPER STREET, ELLIS, IDAHO. BUENA SUERTE.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

* * *
—¡Y luego... y luego... y luego los Power Rangers se metamorfosearon
en Megazords porque tenían... poderes! —dijo un Rafael emocionado,
golpeando el aire con sus pequeños puños y escupiendo trocitos de tarta
—. Y luego, y luego tenían mogollón de poderes y eran como... como
mastodontes y tigres con los dientes picados, porque tenían que luchar
contra el malo, Lord Zedd, pero él era demasiado fuerte para ellos, e iba a
dominar el mundo, ¡así que los Power Rangers se metamorfosearon en
Ninjetis! —Gritó la última palabra, golpeando el aire de nuevo y sonriendo
de oreja a oreja.
Era miércoles por la tarde y Julia había decidido recompensar a Rafael
por su renovado interés en los estudios (y por haber convertido a Fred en
un chucho adorable de pelo brillante) llevándole a tomar un chocolate
caliente y un trozo de tarta a Carly's Diner; además, con ello esperaba
hacer un poco más amena la hora del té para Alice. Rafael estaba
contándole el episodio de los Power Rangers con pelos y señales, pero no
hacía más que perder el hilo de la trama y Julia había desistido de tratar
de seguirle. Había sacado su libreta de dibujos y se entretenía haciendo
garabatos.
—¿Sabes? Los Power Rangers tenían que ayudar a Zordan, un ser
interchocolate...
—Galáctico, mocoso. —Matt se había acercado con otro trozo de
tarta, el tercero de Rafael ya, que puso delante del niño—. Es un ser
intergaláctico.
—Galático —repitió Rafael obedientemente. Se quedó callado,
meditándolo, antes de volverse hacia Matt—: ¿Qué significa «galático»,
Matt?
—Galáctico, de la galaxia. —Matt trató de parecer impaciente y
superior, pero estaba luchando por no sonreír. Alice había seguido los
consejos de Cooper a pies juntillas y le había involucrado en la cafetería.
Se había tomado el trabajo tan en serio que incluso se había vestido:
ahora llevaba la camiseta siempre puesta—. Del espacio exterior.
—Ah —dijo Rafael con gesto serio—. Espacio exterior. —Alargó la
mano para acercarse el plato de tarta, sin dejar de pensar en la palabra.
Julia miró a su alrededor esperando a que Bernie llegara en cualquier
momento para recoger a Rafael. Estos últimos días, Bernie le había
tomado el relevo a Cooper y venía él a recogerle; pero no era lo mismo.
La cafetería estaba más llena que nunca. Aparte de ella y Rafael, Matt
y Alice, había tres rancheros sentados en una esquina y discutiendo
tranquilamente los precios del pienso. Unos tipos toscos, de piel curtida y
con camisas de franela desteñidas, vaqueros y botas raspadas, bebiendo
té. Era hora punta, pero aun así. Por algo había que empezar.
Rafael hundió entusiasmado el tenedor en su tercer trozo de tarta, sin
dejar de contarle las aventuras de los Power Rangers.
—Y luego los Power Rangers tenían que luchar contra Ivan Ooze
porque quería recubrir el mundo de baba púrpura y quería hacer que
todos los padres se suicidaran. Pero Ivan Ooze se transformó en un robot
gigante y entonces los Power Rangers se transformaron en robots
gigantes y lucharon en el espacio exterior ¡y a Ivan Ooze se lo lleva un

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

cometa! —La carita de Rafael brillaba—. ¡Es genial!


Para ser la sinopsis de una serie, necesitaba pulirlo un poco.
—Niños. —Matt sacudió la cabeza con gesto indulgente, desde la
sabiduría de sus diecisiete años. Miró a Julia con gesto serio—. ¿Quiere
algo más, señorita Anderson? ¿Quiere que le sirva un poco más de té? —
Se sacó un bolígrafo de detrás de la oreja y aguardó a la expectativa. Julia
trató de parecer tan seria como él, pero le estaba costando trabajo. Matt
estaba tratando de ser adulto y profesional; tanto que hasta se había
quitado el pendiente de la ceja.
«No crezcas demasiado rápido, —quiso decirle Julia—. Lo de ahí fuera
da miedo».
—Nada, gracias Matt —dijo Julia sacudiendo la cabeza—. Y me llamo
Sally.
Tenía que darle un par de puntos a Alice. El sitio seguía tan lleno de
polvo y lúgubre como siempre, pero con Matt y un par de personas más
por ahí, parecía un poco menos desolador. El té era excelente y, a juzgar
por el apetito de Rafael, la tarta de especias debía de serlo también. Claro
que a Rafael le gustaba cualquier cosa que llevara azúcar, almidón y grasa
en cantidades copiosas.
Julia sonrió a Matt.
—Si no te importa, esperaremos a que Bernie venga a recoger a
Rafael.
—Claro, señorita Anderson.... eh, Sally. —Matt sonrió abiertamente—.
Tomaos el tiempo necesario. Así que... supongo que Coop no va a venir
esta tarde.
—Cooper está fuera —dijo Julia entre dientes. Observó la palmera que
salía del tiesto de terra cotta que había dibujado en la hoja que tenía
enfrente. Había salido de su subconsciente, pero no estaba mal. Como
estaba inspirada, le añadió una hoja de palmera—. Por negocios. —Bajó la
cabeza, concentrada como estaba en su dibujo—. Hasta el viernes —
añadió.
—Ah, es verdad. En Kentucky —asintió Matt—. Su viaje anual. Coop
lleva meses planeándolo. Papá me dijo que Bernie le había dicho que Coop
se había pasado toda la tarde al teléfono, tratando de anular el viaje, pero
que no pudo. —Ladeó la cabeza con curiosidad, tratando de ver qué
dibujaba—. ¿Puedo verlo?
—¿Que quería hacer el qué? —Julia alzó la cabeza de golpe.
—Cancelar el viaje. —Matt se inclinó hacia delante todo lo que pudo
—. ¿Puedo ver lo que estás dibujando? —repitió.
—¿Lo que estoy qué? —Julia le miró sin comprender, sin mover el
lápiz y pensando a toda velocidad. ¿Cooper había querido anular el viaje?
Seguro que no era por... por ella, ¿no? No, claro que no. Sabía que podrían
retomar el sexo en cuanto volviera. Esa idea era sólo suya, y se debía a
una mezcla de miedo y soledad. Probablemente Cooper nunca se sintiera
angustiado o muerto de miedo o...
—¿Sally?
—¿Quién? —Julia empezó a decir y, con un esfuerzo, recobró la
compostura que parecía perder cada vez que pensaba en Cooper—. Ah.
Perdona, Matt, ¿qué decías?
La miró con curiosidad y tiró de la hoja de papel para sacarla de

- 146 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

debajo del hombro de Julia.


—¿Qué es eso, señorita... Sally?
—Ah... nada. Es sólo... —Tomó aire con fuerza y dejó de pensar en
Cooper—. Es una especia de hobby. Me gusta decorar y sólo estaba
pensando en un par de ideas para la cafetería. —Alargó la mano para
recoger la hoja, muerta de vergüenza—. No es nada, Matt.
—No, oye, es genial. —Matt observó las palmeras, los mostradores de
aluminio, la máquina de discos, las letras de neón. Sus ojos azul Simpson,
tan parecidos a los de su hermana, brillaron de emoción—. En serio, es
muy bueno. —Miró la cafetería y luego volvió a centrarse en la hoja—. Iría
fenomenal aquí.
Julia se sintió halagada.
—¿De verdad lo crees? Siempre he sido muy partidaria de la moda
retro funk de los cincuenta.
—¿Eso es lo que es? ¡Es genial!
—¿Qué es genial? —Alice limpió la mesa de migas con una bayeta, se
sentó junto a Julia y ladeó la cabeza exactamente igual que Matt—. ¿Qué
es eso?
Julia se dio cuenta de pronto de lo mucho que se parecían los dos
hermanos. Ahora que los veía de cerca, Julia observó que Matt y Alice
tenían la misma tez, además de gestos y expresiones muy parecidos.
¿Cuándo fue la última vez que tuvo tiempo de observar a una familia?
No lo hacía desde Singapur, el último destino de sus padres. Su madre se
había hecho amiga de un clan entero de familias inglesas
interrelacionadas que llevaban expatriados tres generaciones. Los Devaux
habían jugado a tratar de hacer el árbol genealógico basándose en los
parecidos y sus gestos.
Al perder a su familia, perdió todo aquello también. Había conocido a
gente en Nueva York y en Boston, pero sin tener ni idea nunca de lo que
les rodeaba. No tenía ni la más remota idea de si sus compañeros de
oficina se parecían a sus hermanos, ni siquiera sabía si tenían hermanos.
Hacía demasiado tiempo que no gozaba de una vida familiar, aunque no
fuera la suya propia.
—¿Sally? —Alice tiraba suavemente del papel.
—No es nada, Alice.
Julia trataba de esconder sus garabatos con el hombro, pero Alice
seguía tirando de él.
Julia maldijo esa costumbre que tenía. Alice pensaría que era una
difamación de la cafetería. Claro que la cafetería era sosa y polvorienta,
pero eso a ella no le incumbía. Siempre estaba tratando de cambiar lo que
le rodeaba, era algo innato en ella, había empezado a barajar la idea sin
darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo. Lo había heredado de su
madre, que no podía dejar en paz una habitación hasta que no estuviera
exactamente igual a como se la había imaginado. Julia se había pasado la
vida entera redecorando y, al parecer, detalles ínfimos como las amenazas
de muerte y los destierros no eran suficientes para romper con las
costumbres.
—No hagas caso, Alice. Sólo estaba, eeehh, imaginando cómo podría
quedar la cafetería si lo dejáramos... —«Bonito». Julia se mordió la lengua
justo a tiempo—. Vamos, si... —Suspiró y desistió.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—¿Quieres decir si alguien hubiera hecho algo con ellos en los últimos
treinta años? —dijo Alice.
—No quería decir... —empezó a decir Julia, y observó a Alice, que la
miraba fijamente con una sonrisa en los labios. Julia empezaba a conocer
a Alice lo suficiente para saber que iba directa al grano. No tenía sentido
que se anduviera con rodeos—. Hombre... una capa de pintura no le
vendría mal.
—O que lo tiraran entero. —Alice sacudió la cabeza al ver la protesta
automática de Julia—. No, es cierto. Mamá nunca hizo nada por arreglar el
local. La cafetería nunca dio demasiado dinero y después, cuando
probablemente se lo habría podido permitir, se puso mala. De hecho, llevo
mucho tiempo esperando a poder redecorarlo, pero... —Alice se mordió el
labio inferior con nerviosismo—. No sé demasiado sobre decoración. No
soy demasiado buena para eso; igual que con la cocina.
—Bueno, no sé —protestó Julia—. Rafael parece estar disfrutando de
la tarta.
—No la he hecho yo —respondió Alice abatida—. Traté de hacer la
receta esa que me diste, la de la tarta Sacher. ¿Sabes cuál te digo? La de
chocolate.
—¿Y? —le animó Julia.
—Y me salió fatal. —Alice suspiró con fuerza—. Me salió sosa. Y
pegajosa. Así que le pasé la receta a Maisie y le salió genial. Ya se ha
acabado. También me hizo la tarta de especias. Tal vez si redecorara el
lugar, la gente no se fijaría tanto en que no sé cocinar.
—A lo mejor —dijo Julia sin demasiada convicción.
—Así que, Sally. —Alice se inclinó hacia delante para echar un vistazo
a lo que ocultaba Julia con el brazo—. ¿Qué tenías pensado?
Julia se quedó quieta un segundo, pensando, y luego le tendió la hoja
a Alice.
—Bueno, a decir verdad, estaba pensando en algo tipo retro funk de
los años cincuenta.
La sonrisa de Alice se volvió vidriosa y Julia suspiró. Tal vez la
decoración retro funk no era en lo que había pensado Alice.
—¿Qué tenías en mente, Alice? Si tuvieras una varita mágica, ¿en qué
convertirías tu cafetería?
Alice no lo dudó ni un segundo:
—Lo decoraría con helechos —dijo, con el mismo tono de voz con que
habría podido pedir el cielo.
—¿Con... helechos? —Julia frunció el ceño—. ¿Eso no es muy de... ya
sabes... muy de los ochenta?
—¿Mmm? —Alice echó un vistazo a su alrededor con aspecto soñador
—. ¿Quieres decir pasado de moda? Es posible, pero Simpson no ha tenido
nunca un bar así. Creo que ni siquiera Rupert ha tenido nunca uno.
«No me extraña», pensó Julia, y se estremeció al imaginarse de
pronto con un Simpson invadido por la moda de los ochenta, infestado de
yuppies con Adidas y mujeres con trajes de chaqueta y hombreras
enormes.
—No sé, Alice. ¿De verdad...? —Pero a Julia le bastó con ver a Alice, su
expresión de anhelo y las chiribitas que le hacían los ojos, para callarse de
inmediato. Miró en redondo la cafetería y su falta de decoración e hizo una

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

mueca de dolor. Cualquier cosa era mejor que eso.


Julia eligió mentalmente unas telas y colores. Podría hacerse.
Pasó rápidamente las hojas en las que había garabateado su visión de
Carly's Diner hasta llegar a las hojas en blanco. Se había divertido
dibujando sus ideas pero, al fin y al cabo, se trataba del sueño de Alice.
Julia decidió hacer todo lo que pudiera para ayudar a Alice a conseguirlo.
Julia decoraba hasta en sueños. De hecho, más de una vez lo había
hecho. Una vez, al poco de que los Devaux se mudaran a Roma, Julia se
levantó una mañana en su vacía habitación sabiendo exactamente cómo
iba a decorarlo.
El lápiz de Julia voló por el papel.
—Bien. —Miró a Alice—. Pide por esa boquita, y veré qué puedo
hacer.
—¿Cómo? Ehhh... —Alice la miró sin saber muy bien qué quería—...
No sé si te sigo.
—Bueno —dijo Julia con razón—, vas a necesitar un plano del suelo y
plantillas de colores para redecorarlo. Le echaremos un vistazo al asunto,
mientras hago un esquema de los planos. Lo he hecho mil veces con mis
amigas. ¿Dónde estabas pensando en poner la barra? —Julia garabateó
unos instantes antes de dibujar las paredes. Al ver que el silencio se
extendía, subió la vista—: ¿Alice?
—¿Eh? —Alice había tirado un poco de sal del salero de cristal roto
que había encima de la mesa y estaba dibujando círculos con el dedo.
Tenía las mejillas sonrosadas.
Julia dejó el lápiz encima de la mesa y trató de pensar en las palabras
adecuadas.
—Alice —dijo con amabilidad—, ¿tienes pensando en cómo quieres
que sea, ¿no?
—Ehh... —Alice miró por la ventana. La calle estaba desierta—. Más o
menos.
Julia sintió que pisaba terreno resbaladizo.
—Alice —preguntó con cuidado—, ehh, ¿has estado alguna vez en uno
de esos bares que dices?
—Bueno... dentro, dentro no —explicó Alice con sinceridad—. A ver,
cuando mamá enfermó solíamos ir a un bar que uno de nuestros amigos
conocía, de camino al hospital de Boise. Eran tan... tan chulo. El hospital
era horrible, y después volvíamos a casa en silencio y, cuando llegábamos,
la cafetería estaba cerrada y llena de polvo y sucia y todo era tan...
deprimente. Una semana después teníamos que volver al hospital para
que le dieran la quimioterapia, que era totalmente horrible, y pasábamos
delante de ese sitio maravilloso llamado La Trattoria, que era fresco y
limpio y... y chulo. Allí todo el mundo parecía pasarlo en grande... —Alice
se mordió el labio y se encogió de hombros—... No sé. Todo el mundo
parecía feliz. —Alice volvió a encogerse de hombros y apartó la vista.
—Entiendo —dijo Julia. Y era verdad.
Bueno, pues si Alice quería un bar con helechos, iba a hacer lo que
fuera necesario por que lo tuviera.
—De acuerdo. —Julia trató de no perder la voz—. Bien, pues vamos a
poner un par de ideas encima de la mesa, ¿no? A ver, podríamos poner la
barra nada más entrar a la izquierda. —Se detuvo y entrecerró los ojos

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

mientras pensaba en algo—. Alice, ¿puedes conseguir los papeles


necesarios para vender alcohol?
Alice se levantó indignada.
—Tengo veinticinco años —dijo con dignidad—, ¡claro que puedo
conseguirlos! Además, mi primo Newton es alcalde y Coop está al cargo
del ayuntamiento. Newton y Coop se reúnen un par de veces al año para
tratar de los asuntos del pueblo y luego se van a Rupert a tomar unas
cañas. No se me había ocurrido nunca, pero si pudiera vender alcohol aquí
se ahorrarían un montón de kilómetros.
—No hay nada como los amigos —dijo Julia secamente—. De acuerdo,
la barra podría estar aquí, entonces. Eso no es difícil de construir; basta
con un murete de ladrillo con tejas de cerámica en los lados y una cubierta
de madera como encimera. Ahí es donde esperan los clientes hasta que su
mesa esté lista, y es donde normalmente los yuppies se emborrachan y
los frikis de la salud se enjuagan el riñón con litros y litros Perrier con lima.
Nosotros tendremos vaqueros y cerveza, pero no pasa nada. —El lápiz de
Julia volaba mientras hablaba. Pasó la página—. Ahora, en la zona central
podemos poner las mesas. Cualquier tipo de mesa funcionará, pero tiene
que ser redonda; da igual que sean de las de plástico barato, porque
podemos coserles unas fundas de tela para tapar las patas. Podemos
pintar las paredes de azul claro y crema o de melocotón y crema. Y
podemos forrar las puertas de mármol. Necesitamos macetas grandes,
algo como... —Julia sacó la lengua mientras dibujaba—... esto. Puesto que
queremos helechos, las macetas tienen que ser grandes y profundas. —
Levantó la vista al ver que una sombra atravesaba la mesa—. Hola,
Bernie.
—Sally. —Bernie asintió con la cabeza—. Alice. Ey, chaval. —Bernie
apoyó la mano en el hombro de Rafael.
—¡Papá! —La sonrisa de Rafael mostraba lo encantado que estaba y
buena parte del último trozo de tarta que se había metido en la boca—. La
señorita Anderson me ha invitado a un poco de tarta.
—Ya lo veo —dijo Bernie con indulgencia, alborotándole el pelo al niño
—. De hecho, lo veo demasiado bien. ¿Recuerdas lo que te dije acerca de
masticar con la boca abierta?
Rafael cerró la boca obedientemente y continuó masticando.
Bernie se quedó con la sonrisa de encantado de su hijo y se volvió
hacia Sally.
—Gracias, Sally. ¿Qué tal ha ido la clase?
—Bien —dijo Julia sonriendo y cruzando los dedos por debajo de la
mesa. El niño apenas había abierto los libros antes de salir escopetado a
jugar con Fred en el patio de atrás—. Y además conseguimos peinar a
Fred.
—Me alegro. —Bernie vaciló unos segundos, girando su Stetson en las
manos y pasando el peso de una bota a la otra—. Y... ¿qué tal le va en el
colegio? —preguntó por fin—. Dijiste que había estado teniendo problemas
y me gustaría saber si... las cosas iban mejor ahora. —Bernie miró a su
hijo, pero Rafael estaba ocupado recogiendo las migas del plato con el
tenedor—. ¿Y? ¿Va mejorando?
Julia miró el rostro tenso de Bernie. Había dejado de juguetear con los
dedos y estaba de pie, recto, frente a ella, como a la espera de que le

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

registraran. Julia se preguntó si habría estado en las fuerzas armadas,


como Cooper. De ser así, podría haber pasado revista en aquellos
momentos. Estaba recién afeitado y la ropa que llevaba, pese a estar
destrozada, estaba limpia y planchada. El blanco de los ojos era límpido,
no quedaba ni rastro del rojo del día que le conoció. —Rafael va bien,
Bernie —dijo con amabilidad—. No creo que tengas que seguir
preocupándote. Sus notas han mejorado y parece estar adaptándose
bien... —Julia vaciló. ¿Cómo se hablaba con delicadeza de una madre que
se ha largado?—... a la nueva situación —concluyó escuetamente.
Bernie soltó un suspiro.
—Me alegro; me alegro mucho. —Se volvió hacia su hijo—: ¿Por qué
no me esperas en la camioneta, hijo? Enseguida voy.
—Vale, papá.
Bernie esperó a que Rafael se hubiera marchado y se volvió hacia
Julia.
—¿Estás... segura de que está bien?
—Hombre —sonrió Julia—, no soy psicóloga infantil, y aun es pronto
para saber si se convertirá en Jack el destripador o en director de la mayor
empresa contaminante. Pero, de momento, ha vuelto a la normalidad de
un niño de siete años.
Bernie soltó un suspiro de alivio.
—Yo también he vuelto a mis cabales. Han sido unos días muy...
duros.
—Me lo imagino. —La voz de Julia era firme. Se acordó del despojo de
hombre que había conocido, nada que ver con el vaquero sobrio y
trabajador que tenía ahora en frente.
—Creo que ya podemos dejar de molestarte.
—Ah... —Julia movió la mano. La verdad era que, ahora que Cooper no
estaba, Rafael le hacía compañía y mantenía la oscuridad a raya. Cuando
Bernie venía a buscar a Rafael, se quedaba con la sola compañía de Fred
—. Rafael no me molesta. Para nada...
—De todas formas, tiene que ponerse al día con sus deberes. Ya va
siendo hora de que nos adaptemos a nuestra nueva rutina. De que
recuperemos nuestras vidas. Claro que no podría haberlo hecho sin tu
ayuda; nunca podré agradecértelo lo suficiente. —Los oscuros ojos de
Bernie la miraron fijamente—. Te lo debo. Rafael lo es todo para mí. Me
avergüenzo de haberle fallado así; si no hubieras recogido los trozos rotos,
no sé qué habría pasado.
—Oh, no. —Bernie estaba siendo demasiado duro consigo mismo—.
No habría pasado nada. Rafael es muy buen chico, y está claro que eres
un padre muy atento. No ha sido que una mala época, pero todo ha salido
bien.
—Gracias a ti —insistió Bernie—. De verdad, no puedo agradecértelo
lo suficiente. —Se pasó la mano por el pelo y volvió a ponerse el Stetson
—. Si algún día necesitas algo, lo que sea, sólo tienes que pedírmelo.
Muchas gracias de nuevo y... —Se detuvo al darse cuenta, de pronto, del
dibujo que había sobre la mesa—... ¿qué es eso?
—Nada —dijo Julia rápidamente.
—¿Cómo que nada? —preguntó Alice indignada. Le dio la vuelta al
papel para que Bernie pudiera verlo bien—. A Sally se le han ocurrido un

- 151 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

par de ideas para redecorar la cafetería, ¿a que es genial? Vamos a


convertirla en un sitio de moda.
—¿Ah, sí? —Bernie examinó el dibujo de Julia con cuidado, y luego
echó un vistazo alrededor de la cafetería, como si la viera por primera vez
—. No soy ningún experto —dijo Bernie—, pero parece que va a ser un
sitio agradable.
—Sí, sí que lo será —dijo Alice con orgullo—. Sólo que no conseguimos
decidir dónde meter los helechos.
Bernie se paró a pensarlo.
—Cooper tiene un par de abrevaderos de caballo antiguos. Podríamos
adecentarlos, llenarlos de tierra y clavarlos al suelo. Os los podríamos
traer con un camión cuando queráis. Y en cuanto al trabajo en sí... bueno,
yo no soy demasiado mañoso con el serrucho y el martillo, pero Cooper sí
y enseguida estará de vuelta. Así que podemos ayudaros.
—Eres un auténtico encanto, gracias. —Julia observó la cara de júbilo
de Alice—. Y dale las gracias a Cooper también.
—No hay de qué. Sé que Coop haría cualquier cosa por ti. Y yo
también. —Bernie se llevó la mano al Stetson en una especie de saludo
vaquero—. Sally. Alice.
Se marchó, dejando a Julia con la cabeza como un bombo.
Alice no estaba haciéndole caso.
—Dios mío, Sally. —Estudiaba los dibujos de la misma forma en que
algunas mujeres observan el último Vogue—. Son geniales. —Levantó la
vista y sacudió la cabeza maravillada—. Tienes verdadero talento.
—No es más que un boceto —dijo Julia con modestia, volviendo a
centrarse en la decoración. Cuando Bernie mencionó el nombre de
Cooper, el corazón le había dado un vuelco—. A ver, estaba pensando en
que podríamos poner la zona de la cocina aquí... —Julia se detuvo
pensando en la cocina y en que una cocina era donde se preparaba
comida para el consumo humano, y en que la persona encargada de
preparar esa comida para el consumo humano iba a ser Alice.
Al parecer, Alice estaba pensando lo mismo.
—La zona de la cocina —dijo sin ningún entusiasmo.
—¿Sabes, Alice? —Julia dejó el lápiz y ladeó la cabeza—. Estaba
pensando que si tu cafetería... tu restaurante... sale adelante y la gente
empieza a venir desde, ehh, Rupert y Dead Horse... bueno, a lo mejor te
gustaría centrarte en hacer de anfitriona y no en la cocina.
—Anfitriona. —Alice esbozó una sonrisa—. Eso me gusta.
—Así que —continuó Julia—, estaba pensando que a lo mejor querrías
contratar a alguien... a alguien que pudiera... ya sabes, encargarse de ese
otro asunto.
—¿Te refieres a alguien como... un cocinero? —Alice frunció el ceño.
—Bueno, sí. Estaba pensando que a lo mejor Maisie Kellogg pudiera
echarte una manita con eso. Sus hijos ya no viven en casa y creo que le
aceptaría encantada un trabajo a media jornada.
Alice parpadeó.
—¿Maisie Kellogg?
—Sí.
—¿De cocinera?
—Ajá.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Alice le dio vueltas a la idea mentalmente.


—Hombre, está claro que Maisie Kellogg es una gran cocinera. De
pequeños todos nos peleábamos por llevarnos su tarta de chocolate en el
mercadillo que organizábamos para la Iglesia. Pero no lo sé, Sally. —Alice
se removió en su asiento, como con vergüenza—. La cafetería no da tanto
dinero; no podría permitirme el pagarle a nadie un salario.
—Bueno, ¿y por qué no tratas de hablar de eso con Maisie? —Julia le
indicó el teléfono con la cabeza—. Llámale y háblalo con ella. A lo mejor
podéis llegar a algún tipo de acuerdo, como compartir los beneficios o algo
así.
—¿Ahora? —preguntó Alice.
—¿Para qué ibas a dejar para mañana lo que puedes hacer hoy?
Alice se acercó despacito hasta el teléfono y marcó el número. Julia
observó a Alice, apoyada contra la pared y con el cable del teléfono
enrollado en el dedo índice, como la adolescente que había sido hasta
hacía poco, y escuchó la conversación que le llegaba.
—Hola, Glenn. Soy yo, Alice. Bien, ¿y tú? ¿Y qué tal Maisie? Oh, siento
oír eso. —Alice miró a Julia, quien sacudió la cabeza y le dijo en silencio:
«Venga». Alice tomó aire con fuerza y se volvió hacia el teléfono—. Ehh,
de todas formas, ¿podría hablar con ella un minuto? Ehh, negocios. Creo.
Dile... ah, vale, espero... Hola Maisie; soy Alice. Escucha, estoy aquí con
Sally Anderson, ya sabes, la nueva profesora de primaría. Y, ehh,
estábamos hablando acerca de redecorar la cafetería. No, no está decidido
aún, de momento sólo es una idea... ehhh... y... y estaba pensando que
necesitaría que alguien me ayudara en la cocina. El problema es que no
puedo permitirme... ah. Sí... claro, vale. Hasta ahora entonces. —Alice
colgó el teléfono con cara de sorpresa y se giró hacia una sonriente Julia—.
Dice que viene ahora mismo.
—¿Lo ves? —dijo Julia—. No ha sido tan difícil, ¿a que no? Venga,
sigamos con lo nuestro antes de que llegue Maisie, que luego querréis
hablar de negocios sin tenerme a mí de por medio. —Julia acabó el dibujo
de la sala vista desde la pared del fondo y le añadió un par de
abrevaderos, que llenó de plantas—. Dime —dijo como sin querer,
concentrándose en pintar las hojas de los helechos—, ¿crees que Cooper
querrá ayudarnos... ayudarte con esto?
—Sí, claro. —Alice ladeó la cabeza con curiosidad—. Venga hombre, si
estás por aquí, Coop también lo estará; no hay duda de eso. Oye, Sally ¿de
dónde podemos sacar todas esas plantas? La floristería más cercana está
en Dead Horse y, de todas formas, los helechos no son nada baratos.
Julia terminó el último dibujo y lo admiró en silencio. Carly's Diner
nunca se parecería a eso, pero aun así.
—Alice, entre Simpson y Rupert no hay nada más que helechos y
árboles.
—¿Quieres decir que robemos algunos helechos?
—Prefiero pensar que los estamos recolocando en otro sitio —
respondió Julia de inmediato—. De todas formas, el Estado de Idaho tiene
toneladas enteras de helechos. Sólo tenemos que asegurarnos de no
cortarles la raíz.
—Robarlos —dijo Alice con admiración—. Nunca se me habría
ocurrido. Tienes una imaginación desbordante, en serio. ¿Cómo lo haces?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Con astucia —dijo Julia con un suspiro.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 14

Pese a ser la mejor habitación del hotel, no era gran cosa. A lo largo
de los años, el profesional se había acostumbrado a vivir con todas las
comodidades. En una ocasión, durante un trabajillo que llevó a cabo en
San Diego, el profesional se había alojado en el Hotel del Coronado y había
celebrado el golpe en la suite Coronet con una deliciosa botella del
champán seco local.
Oyó el gorgoteo del agua en las tuberías cuando encendió la
calefacción y el profesional suspiró. No tenía nada que ver con Coronado.
Fuera llovía y la habitación era fría y húmeda. El profesional no veía el
momento de acabar el trabajo y salir de allí. Tenía todo cuidadosamente
preparado, con tres identidades distintas. El viaje de Sea-Tac a Hawaii. Allí
cambiaría de pasaporte para ir a Ciudad de Méjico, y de Méjico a Kingston
con otro pasaporte más. Una vez en el Caribe, desaparecer no sería muy
difícil; el Caribe estaba lleno de personas «desaparecidas».
El profesional se quedó helado. No podía ser tan fácil, ¿o sí?
Febrilmente, el profesional desenterró el listín telefónico local, que
estaba sobre el tablero de plástico barnizado de pino barato que servía de
mesa. Junto al listín había un bol de plástico con una bolsa de cacahuetes
que había caducado en septiembre.
Echó un vistazo rápido pero concienzudo a los condados y los prefijos
telefónicos le dieron la respuesta: había un prefijo 248 en una zona de
Idaho que correspondía, más o menos, al condado de Cook. Una zona de
3.773 kilómetros cuadrados.
El profesional consultó el ordenador portátil y el espléndido mapa que
se había descargado del Departamento de Investigaciones Geológicas de
los Estados Unidos; había tres ciudades de tamaño mediano, cuatro
pueblecitos y un puñado de aldeas. Debían de haber metido a Julia en uno
de los pueblecitos. Descartó la zona que había alrededor de Rockville y
Ellis, lo que le dejó un triángulo formado por Dead Horse, Rupert y
Simpson.
Vaya, vaya, vaya.
El profesional entrecerró los ojos.
«Ya sé dónde estás, Julia Devaux. Ahora sólo me queda saber quién
eres.»

* * *
—¿Qué opinas, Sally? —le preguntó Alice con ansiedad el sábado por
la mañana, enseñándole unas muestras de color. Melocotón, azul claro y
topo.
Alice le había suplicado que le acompañara a Rupert. Julia había
aceptado, reacia, para sorprenderse después de lo bien que lo habían

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

pasado.
Durante el camino de ida, Alice no había dejado de hablar y Julia
había descubierto que a la tercera iba la vencida. En lugar de que el
paisaje que había entre Simpson y Rupert la oprimiera y asustara, esta vez
le pareció imponente y majestuoso.
Cuando entraron en la tienda de Harlan Schwab, éste les saludó con
cordialidad. Aunque al principio se sintió decepcionado de que Julia no
estuviera con Cooper. Su segunda pregunta fue si estaba casada y Julia se
quedó momentáneamente perpleja. ¿Había algún tipo de norma en el
Oeste de la que no se había enterado? ¿Tenías que estar casada para
comprar telas? Luego se dio cuenta de que, como todo el mundo, Schwab
estaba tratando de hacer de casamentero. Por allí sólo había tres canales
de televisión y no sabían lo era la televisión por cable. Estaba claro que,
en lugar de ver la televisión, por ahí la gente se dedicaba a emparejar a
los demás. A Julia le costaron sus buenos diez minutos que Schwab
volviera a centrarse en el proyecto de Alice.
—Bueno... —Julia retrocedió tres pasos para verlo mejor. Se llevó una
mano a la mejilla y se fijó más en la reacción de Alice que en las muestras.
La joven canturreaba de emoción y los ojos azules le brillaban con la
ilusión de planear su nuevo local. Parecía una niña pequeña con zapatos
nuevos. Julia reprimió una sonrisa mientras hacía como que se lo pensaba.
Pero nada más lejos de la realidad. El azul cielo de la tela era exactamente
del mismo color que los ojos de Alice—. Yo escogería el azul, y podríamos
mezclarlo con un tono crema. ¿Harlan? ¿Tú qué crees?
—Buena elección —dijo Harlan Schwab, sonriéndoles a las dos—.
Bien, chicas, creo que ya lo tenéis todo. Tenéis... —Pasó los paquetes por
la caja registradora—... la pintura, las telas, las plantillas de hojas, un
juego completo de tazas de té y tazas de café. Lo tenéis todo.
Con los comentarios de Cooper acerca de comprar a los locales aún
en mente, Julia había convencido a Alice para que le comprara todo lo que
pudiera a Glenn y luego hicieran el viaje a Rupert para comprar sólo
aquello que Glenn no tuviera. Al parecer, Harlan lo había comprendido de
inmediato.
Alice pagó y Julia empezó a recoger los paquetes, pero Harlan las
detuvo con un movimiento de la mano.
—No, no, no, señoritas, no podemos aceptar eso. Decidme dónde
tenéis el coche y cuando vayáis a volveros mi hijo os estará esperando ahí
con los paquetes.
—Harlan, de verdad, no hace falta... —empezó a decir Alice.
—Oh, sí, claro que sí. —Harlan estaba haciéndole ya una seña a un
adolescente fuertote y dijo, sonriendo a Julia—: Coop no me lo perdonaría
jamás si no ayudara a su chica.
«¿La chica de Cooper?, —pensó Julia—, ¿Lo llevo escrito en la frente o
qué?».

* * *
—Ya sé que te dije que quería volver pronto, ¿pero te importaría que
paráramos en la librería un segundo? —preguntó Alice mientras se dirigían
al coche—. Quiero buscar un par de libros de decoración, para coger un

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

par de ideas, y me gustaría ver si han traído ya el nuevo libro de Mary


Higgins Clark.
—Claro —respondió Julia. No tenía nada más que hacer, aparte de
volver a teñirse el pelo esa tarde. Lo había estado retrasando. Odiaba
llevar el pelo marrón—. Siempre me han encantado las librerías.
—No me puedo creer lo extraordinaria que eres. —Alice le pasó la
mano por el brazo mientras recorrían las preciosas calles de Rupert—.
Estoy verdaderamente emocionada con lo que estamos haciendo. Y me
encanta venir a Rupert. Es una pena que Rupert no tenga ningún... ¡Oh,
Dios mío!
—¿Qué? —Alice había pegado tal grito que Julia se volvió de golpe,
con el corazón a mil por hora y preguntándose de dónde vendría aquel
nuevo peligro y de qué se trataría esta vez. Entrecerró los ojos para ver
bien la calle, pero no vio más que aceras desiertas y llenas de geranios—.
¿Qué?
—Mira eso —susurró Alice. Tenía los ojos abiertos como platos y
señalaba con la mano el escaparate de una tienda, donde había un moño
morado y azul con un cinturón blanco y ancho. Estaba hecho de algún tipo
de poliéster brillante y compartía escaparate con un conjunto de
motociclista con lentejuelas—. ¿Me imaginas con eso? Yo sí. Dios, ¿no es
maravilloso? ¿Cómo crees que me quedaría? —Había pegado la nariz al
cristal y estaba llenándolo todo de vaho.
«Como un Power Ranger», pensó Julia.
—Alice —dijo con cuidado—, ¿no crees que deberías guardar el dinero
para redecorar el local?
—Ah. —Alice parpadeó, de vuelta a la realidad, y suspiró con fuerza.
Se separó de la ventana y Julia casi pudo oír el «pop»—. Sí, tienes razón —
dijo con pesar, siguiendo a Julia como una niña a la que se separa de una
tienda de dulces. Alice volvió la cabeza para echar un último vistazo al
escaparate.
—Venga, Alice —la convenció Julia—. Vamos a ver las revistas de
decoración. Espero que Bob haya recibido la última Metropolitan Home. —
Había agarrado firmemente a Alice del codo, sin dejar de hablarle para
distraerla y, para cuando entraron en El rincón de Bob, Alice parecía haber
recuperado el control. Se fue derechita a la sección de decoración.
Julia se quedó quieta unos segundos, disfrutando del embriagador
olor de los libros. Había estado en la librería hacía menos de una semana,
pero estaba acostumbrada a entrar y salir de las librerías con la misma
frecuencia con que otras personas entraban y salían de la cocina. Sabía
que normalmente las librerías recibían libros dos veces a la semana, así
que lo más seguro es que hubiera buena cantidad de libros nuevos desde
el sábado pasado. Y, a decir verdad, el sábado pasado había estado tan
distraída con la embriagadora presencia de Cooper que no había hojeado
todo lo que le habría gustado. Alice era una chica encantadora, pero
decididamente no le hacía perder la cabeza como Cooper.
Tarareando quedamente, Julia se metió entre las estanterías.
Media hora después salió de su trance con los brazos llenos de libros
y habiendo examinado a conciencia los libros que tenía Bob. Para lo
pequeñita que era, la librería estaba muy bien surtida. Si hubiera estado
en Boston, habría sido una de sus preferidas. Puesto que el trayecto hasta

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Rupert ya no le aterrorizaba, Julia sabía que su estancia en Simpson,


durara lo que durara, sería mucho más amena ahora.
Además, Simpson no era tan horrible como había pensado en sus
momentos de debilidad. Alice estaba convirtiéndose en una buena amiga,
y el proyecto de decoración la mantendría felizmente ocupada un tiempo.
Y estaba Cooper, cómo no, que la mantenía calentita por las noches y le
hacía sentir más orgasmos que árboles había en Idaho. Y que estaría de
vuelta en casa el viernes.
Julia buscó a Alice con la mirada y la vio en la sección de revistas,
hablando con una joven rubia. Alice vio a Julia y la saludó, sonriente. Julia
se acercó.
—Ey, Sally. —Alice movió las revistas para dejar una mano libre—. Te
presento a Mary Ferguson. Ella también es nueva por la zona. Vive en
Dead Horse. Mary, ésta es Sally Anderson, nuestra nueva profesora de
primaria de Simpson. Está a unos quince kilómetros de aquí.
—Hola, Mary. —Julia le estrechó la mano—. Encantada de conocerte.
—Mary Ferguson parecía de la edad de Alice, tal vez uno o dos años más,
y era también rubia.
—Hola, Sally. —La joven rubia sonrió—. Es un placer conocer a otro
extranjero. Por lo que se ve, no somos demasiados los que trasladamos
aquí. ¿Así que tú también vives en Simpson? ¿Qué tal es?
Julia lo pensó unos segundos.
—Tranquilo.
—Ah. —Mary parecía abatida—. Eso no es demasiado bueno. ¿No hay
juicios ni divorcios?
—Ehh... —Julia reprimió una sonrisa—. Últimamente no. ¿Buscas
pleitos y divorcios?
—Por supuesto que sí. —Mary sonrió y le tendió una tarjeta—. Si
necesitas asesoramiento legal, soy tu mujer. —Julia vio que Alice tenía una
tarjeta igual en la mano.
Con curiosidad, Julia la examinó. Estaba hecha con cartón barato y
llevaba impreso: «MARY FERGUSON. ABOGADO».
—No viene la dirección —dijo Julia—. Sólo hay un número de teléfono.
—Es un servicio de secretaría que hay en Dead Horse. En cuanto
tenga uno o dos clientes, conseguiré una oficina. Mientras tanto vivo en
una habitación de alquiler. Acabé los estudios de derecho este verano y no
quería ponerme a trabajar en el despacho de abogados de mi padre. Tiene
uno en Boise y siempre supuso que... bueno, supongo que pensó que iba a
querer trabajar automáticamente con él. Pero si empiezo directamente
con él, jamás sabré si de verdad soy buena o no; así que decidí
establecerme por mi cuenta. Aunque en mi curso se graduaron más
abogados que nunca y no hay forma de establecerse allí. Así que me
decanté por hacer un estudio geográfico para ver dónde había menos
abogados... ¡y aquí estoy! Claro que... —añadió con pesar— empiezo a
comprender por qué hay tan pocos.
—Hombre, es... —Julia no sabía qué decir—... es... has hecho un
estudio muy original.
—Eso fue lo que me dijo mi padre —dijo Mary con desánimo—. Sólo
que usó la palabra «estúpido» en lugar de «original».
—Yo también estoy abriendo un negocio nuevo —dijo Alice—. Aunque

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

no tengo tarjetas. —Vio la mirada de Julia y añadió—: Aún.


—¿Ah, sí? —Mary miró a Alice con simpatía—. ¿Qué tipo de negocio?
—Una cafetería-bar —dijo con orgullo—. Y dentro de poco la
inauguraremos. A lo mejor para la próxima reunión de la Asociación de
Mujeres de Rupert.
—¿Hay una Asociación de Mujeres de Rupert? —Mary se animó y sacó
una agenda enorme del bolso. Sacó un boli y escribió cuidadosamente en
una de las páginas—. Asociación de Mujeres de Rupert —dijo mientras iba
escribiéndolo, y luego levantó la vista—. Eso es genial. Me uniré de
inmediato. ¿Quién sabe?, a lo mejor alguna quiere divorciarse. O tal vez
hayan atropellado a alguien y quiera presentar cargos. ¿Sabes cuándo es
la próxima reunión?
—Oh —dijo Alice despreocupadamente—. En los próximos diez días,
pero no sé bien cuándo.
—Bien, creo que podré ir. —Mary empezó a pasar páginas de la
agenda con gesto de importancia. A Julia le hizo gracia ver que la mayoría
de las hojas estaban en blanco—. ¿Con quién debería hablar?
—Karen Lindberger. Aparece en el listín telefónico de Rupert.
Mary escribió diligentemente el nombre en la agenda y luego elevó la
vista hacia Alice.
—¿Y cómo se va a llamar tu nuevo restaurante?
—Carly's... no. —Alice se mordió el labio y miró a Julia con ojos
suplicantes—. No quiero ponerle el mismo nombre. ¿Cómo podemos
llamarlo?
—Hombre, no es difícil —dijo Julia—. Me parece obvio el nombre. —
Tarareó las primeras estrofas de El restaurante de Alicia y miró a Alice y
Mary con expectación.
Se encontró con dos rostros inexpresivos.
Julia sabía que cantar no era lo suyo. Volvió a tararear las estrofas y
suspiró cuando las sonrisas de las dos chicas empezaron a torcerse. La
miraban como dos confusos perrillos rubios. Hombre, eran más jóvenes
que ella y estaba claro que no compartían su afición por las películas
antiguas. No tenían ni idea de cuál era la canción. Julia se sintió de pronto
mayor.
—Vaaaaa-leeeee —suspiró—. ¿Qué te parece... qué te parece... Out to
Lunch?
—Comer fuera. —Los ojos de Alice brillaban—. ¡Es genial! —Sólo le
faltó ponerse a aplaudir como loca—. Oh, Sally, eres tan lista. ¿Cómo se te
ocurren esas cosas?
—Práctica —dijo Julia.

* * *
La pistola no era importante, pero la cámara sí.
No se necesitaba la Magnum 44 de Harry el Sucio para hacer salir a
Julia Devaux. Cualquier especial del sábado por la noche era más que
suficiente. Dos horas después de aterrizar en el aeropuerto de Boise, el
profesional había comprado, con total legalidad, una Smith and Wesson
60. Era pequeña, tenía un cañón de cinco centímetros y sólo llevaba cinco
balas, pero no estaba mal. Con dos disparos bastaría.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Había comprado la pistola con una de sus identidades falsas. Las


balas acabarían en el laboratorio de balística, localizarían el arma y lo
asociarían a esa identidad. El profesional había creado un personaje
imposible de rastrear, con un historial de crédito entrecruzado, una
educación excepcional e incluso un par de premios por servicios públicos
concedidos por las Cámaras de Comercio de dos estados diferentes. El
profesional se lo había pasado en grande con las citaciones.
Los polis se volverían locos buscándole.
Y para cuando el primer funcionario mal pagado del laboratorio
examinara las balas, el profesional estaría tomándose un margarita helado
en la terraza de su casa de la playa.
No, la pistola no tenía ninguna importancia. Lo importante era la
cámara. Tras pensarlo detenidamente, el profesional había puesto una
Hasselbald 35mm que estampaba automáticamente la fecha y la hora a lo
que grababa. Eso sí que era importante.
Santana era un animal, y cuando dijo específicamente que quería la
cabeza de Julia Devaux, eso era exactamente lo que quería. El profesional
podía imaginarse a Santana en algún garaje, recién sacado de prisión y
regodeándose con la cabeza de Julia Devaux. Probablemente haría que se
la enmarcaran.
Pero no había forma de que el profesional viajara por el mundo
transportando una cabeza humana. Así que necesitaba algo más para
convencer a Santana de que había hecho el trabajo.
El profesional lo había planeado todo, hasta el más mínimo detalle.
Primero le dispararía al hombro para incapacitarla, le haría unas
fotografías con fecha. Luego, pondría la cámara en automático mientras
ponía la pistola junto a la cabeza de Julia Devaux y apretaba el gatillo. Y la
fotografía final.
«Un primer plano de la cabeza, —pensó el profesional con
satisfacción—. Me gusta».

* * *
Cooper estaba verdaderamente enfadado cuando, el domingo por la
tarde, llegó a Carly's Diner. Había sido una semana espantosa.
Sí, había hecho un montón de negocios y había comprado quince
potros muy prometedores, pero no había estado ni un sólo minuto solo. Se
había levantado al amanecer cada mañana para ver las sesiones de
entrenamiento, había estado todo el día ocupado con la conferencia anual
y todas las noches había salido a cenar, hablando de negocios hasta muy
tarde. El único momento que tenía libre, para llamar a Sally, era a primera
hora de la mañana, que para ella eran las 3 de la madrugada.
Después, una mierda de tormenta había obligado a retrasar el vuelo
hasta el domingo por la mañana. Cooper se pasó el día con gesto sombrío,
pasando de un aeropuerto a otro y con una sola idea en la cabeza: volver
a casa y ver a Sally.
La había echado muchísimo de menos. Las noches habían sido la peor
parte; se había pasado las noches permanentemente empalmado
pensando en ella, deseando con toda su alma estar con ella.
Bernie le había mantenido al tanto por e-mail de lo que pasaba en el

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

pueblo. Le había contado que Sally estaba ayudando a Alice a redecorar la


cafetería y que Sally, Alice, Chuck, Matt, Glenn y Maisie llevaban todo el
fin de semana trabajando en ello. Cooper había contestado al e-mail
indicándole a Bernie que mandara a echar una mano a todos los hombres
de los que pudiera prescindir, y que quitaran los viejos abrevaderos de
caballos, los limpiaran, los llenaran de tierra y se los llevaran.
Pero se había maldito una y otra vez por no estar allí ayudando. Por
no estar allí con Sally.
Por fin, a las cinco de la tarde, Cooper llegó al rancho. Se pegó una
ducha rápida y se cambió de ropa antes de salir escopetado hacia
Simpson, sobrepasando todos los límites de velocidad. Claro que tampoco
importaba, porque nadie podía arrestarle; Chuck estaba en el local,
ayudando.
Para cuando llegó a Carly's ya eran más de las seis.
Y ahí estaba.
La mirada de Cooper se fue directa a la alta escalera que había en
una esquina. Sally estaba subida en el último escalón y alzaba las manos
para llegar a la esquina superior. Estaba haciendo algo complicado con un
rodillo; Cooper no estaba seguro de qué era, pero el efecto era
maravilloso. Las paredes estaban pintadas con motas de color azul claro y
blanco, como si fuera el interior de un huevo de petirrojo. Alrededor de la
pared, cerca del techo, habían estampado unas hojas muy bonitas de color
verde. Si se lo hubieran tratado de describir con palabras, probablemente
no lo habría comprendido, pero quedaba muy bien.
Sally había llenado su mente y sus sueños durante su estancia en
Kentucky, y no se trataba sólo de una obsesión sexual. Fuera lo que fuera,
era real porque el corazón se le puso a mil en cuanto la vio. Iba vestida
para faenar: pantalones vaqueros desteñidos y una camiseta vieja, pero
nada de eso podía ocultar las esbeltas y elegantes líneas de su cuerpo. La
deseaba con una intensidad feroz, pero no se trataba sólo de eso.
Criaba caballos, y lo sabía todo acerca de la atracción sexual que las
hembras tienen en el macho de cualquier especie, ya sea animal o
humano. Hacía más de dos años que no se sentía atraído de esa forma,
pero era algo tan fuerte como lo que había visto en los sementales. Así
que sí, era sexo, pero también había algo más. Mucho más.
Quería follársela, pero no se quedaba ahí la cosa. Quería tenerla
siempre a su lado; quería contarle cómo le había ido la semana. Quería
que le redecorara la casa; joder, quería que le redecorara la vida entera,
como estaba haciendo con la cafetería de Alice. Había algo diferente en el
ambiente de la cafetería ya. La tristeza que había reinado en el ambiente
había desaparecido. Era un milagro. La polvorienta y vieja cafetería que
había conocido desde siempre había desaparecido.
Y menos mal. Ya no recordaba la cantidad de ardores de estómago
que había tenido gracias a Carly y a Alice. Si Maisie Kellogg iba a hacerse
cargo por fin de la cocina, todos ganarían y nadie correría el riesgo de
envenenarse.
Alice se movía por ahí como un colibrí, contenta y feliz; Chuck estaba
ocupado clavando clavos en un tablero de madera que sujetaba Matt;
Loren y Beth estaban secando platos; y Cooper se alegró de ver que
Bernie y sus hombres estaban ayudando. Rafael y Fred revoloteaban con

- 161 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

cara de felicidad, estorbando a todo el mundo.


Y todo gracias a Sally.
Cooper la observó, subida a la escalera, y se le removió el alma
entera porque sabía que Sally también le estaba transformando a él.
Estaba haciendo con él lo mismo que con la cafetería: convirtiéndolo en
alguien mejor y más alegre.
Cooper se quedó un momento allí, de pie, tratando de controlar todas
las emociones, desconocidas para él, que le embargaban. Eran claras,
fuertes y completamente nuevas. Todo él era completamente nuevo.
Sally le había arreglado.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 15

Cuando Julia se cansaba de pintar, le bastaba con pensar en Cooper


para retomar fuerzas, imaginándose que le estaba pintando a él.
Estaba sorprendida de lo mucho que había echado de menos a
Cooper.
Las noches eran la peor parte. Para su sorpresa, echaba de menos el
sexo. Julia nunca se había visto como una mujer especialmente sensual,
pero unas cuantas noches con Cooper le habían demostrado que no tenía
ni idea de la rapidez con que se podía acostumbrar uno al buen sexo.
Ni siquiera al buen sexo, la verdad. Cooper no era demasiado dado a
los preliminares y prefería ir directo al grano. Tampoco importaba. A su
cuerpo no le podía importar menos. Desde el mismo instante en que
empezaba a moverse dentro de ella, Julia empezaba a experimentar el
orgasmo. Era como si le tocara algún punto erótico y pudiera tener un
orgasmo detrás de otro. Santana, el peligro que le amenazaba, Simpson...
todos sus problemas desaparecían de su mente con los orgasmos.
Cuando estaba con Cooper no podía pensar en nada que no fuera el
placer salvaje y asombroso que le proporcionaba. Aquellas últimas noches
sin él habían sido espantosas. Se había pasado las tardes merodeando
sola por su casita, incapaz de ponerse a hacer nada y esperando con
horror a que llegara la hora de irse a la cama. La hora de dormir era lo
peor. Había tenido pesadillas todas y cada una de las noches. Se
despertaba hacia las tres de la madrugada con el corazón desbocado,
desorientada, con la boca seca y aterrorizada.
Las noches era cuando más echaba de menos a Cooper, tanto que
casi le aterrorizaba más que las pesadillas: daba miedo desear a alguien
así.
«Volveré el viernes», le había dicho. «¡Ja!», pensó metiendo de golpe
el rodillo en la pintura y deteniéndose al ver que estaba salpicándolo todo.
Llevaba esperando a que Cooper llegara, ansiosa, desde el viernes
por la tarde, cuando Alice, Maisie y ella habían empezado a planearlo todo.
Cada vez que la puerta del local se abría, levantaba la vista esperando
verle, pero se llevaba siempre una decepción, Bernie, Chuck, Glenn, Loren,
Matt e incluso Fred habían atravesado el umbral. Cada vez que se
acercaba un hombre, el corazón le daba un vuelco. Pero enseguida se le
caía el alma a los pies.
Durante todo el día del sábado, mientras trabajaban en el local, había
estado en un estado de constante expectación, excusándole
mentalmente.
Se había girado un millón de veces hacia Bernie, deseando hacerle la
pregunta que tenía en la punta de la lengua: ¿dónde está Cooper? Pero le
daba vergüenza y, de todas formas, no quería escuchar la respuesta. ¿Qué
pasaba si le decía: «Coop está ya en el rancho, pero está demasiado
ocupado para venir al pueblo»?

- 163 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

De todas formas, ¿qué tenía Cooper que le hiciera tan especial? ¿Por
qué le importaba tanto? No era guapo y, decididamente, tampoco
encantador. Era...
—¿Cooper? —susurró. Estaba pintando la última parte del zócalo, la
de la esquina y de pronto ahí estaba, al pie de la escalera... como si el
pensar en él le hubiera hecho aparecer de repente de la nada.
Parecía serio, como siempre. Se lo quedó mirando detenidamente
unos segundos, maravillándose con sus rasgos.
La pintura estaba goteando, destrozando con ello el trabajo de toda la
tarde. Se lanzó a coger las gotitas azul claro que caían y perdió el
equilibrio. La escalera se tambaleó y sintió que se caía.
—¡Cooper! —gritó.
—Aquí estoy. —Su voz era baja, profunda y tranquila; estiró el brazo y
la agarró de la cintura, con suavidad pero con firmeza. Julia soltó el rodillo
y dejó que cayera al suelo, aferrándose instintivamente a la ancha espalda
de Cooper. Con la misma facilidad con que bajaría una lata de café de la
estantería, la levantó de la escalera y dejó que resbalara lentamente a lo
largo del cuerpo.
Julia podía sentir su fuerza penetrar en todo su cuerpo. Era como si el
mundo, el universo, se hubiera detenido de pronto y Cooper y ella fueran
los únicos seres vivos sobre la faz de la tierra. Su rostro ocupaba todo el
campo de visión de Julia, quien le soltó muy a su pesar cuando tocó el
suelo con el pie. Se agarró a su brazo en busca de equilibrio.
De pronto, todo pareció cobrar sentido, como si la piececita de su
corazón que faltaba hubiera aparecido de pronto. Era inescrutable,
impasible y silencioso, y ella llevaba ocho días esperando
impacientemente a que llegara. Con un sobresalto casi de dolor, se dio
cuenta de que se estaba enamorando de Cooper.
—Has vuelto —dijo tontamente y casi sin respiración.
—Sí.
Trató de averiguar qué pensaba, pero fue incapaz. Lo único que veía
era que estaba profundamente emocionado, pero no conseguía descifrar
por qué. Le brillaban los ojos.
—¿Cuándo has llegado?
—Hace menos de una hora.
—Creí... creí que habías dicho que volvías el viernes. —Julia sabía que
debería soltarle el brazo y retroceder un poco, pero no conseguía hacerlo.
—Tenía una reunión. Cancelaron el vuelo. Me ha costado mucho
volver.
—Bueno, me... me alegro de que hayas vuelto.
La mandíbula se le tensó.
—Y yo de estar aquí.
—Estamos redecorando esto, ¿lo sabías?
—Eso me habían dicho. Bernie me mandó un e-mail.
Julia esbozó una sonrisa. Casi se le había olvidado la lacónica forma
en que hablaba Cooper.
—Has debido de dejarte los pronombres en Kentucky —dijo.
—Puede. —Uno de los laterales de la boca de Cooper se torció en una
sonrisa.
«Es curioso, —pensó Julia—, nunca me había fijado en lo bonita que

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

es su boca». Apretó las manos y se la quedó mirando unos minutos,


paseando la mirada por sus rasgos hasta quedarse fijo en su boca. Luego
inclinó la cabeza poco a poco.
Julia podía sentir el calor corporal de Cooper sobre su cuerpo, podía
sentir los brazos de él bajo sus manos, sus fuertes muslos a la altura de
los de ella. Julia empezó a cerrar los ojos y se puso de puntillas.
—¡Uff! —Fred se abalanzó sobre Cooper, haciendo que Julia perdiera
el equilibrio; de no ser por los rápidos reflejos de Cooper, habría caído al
suelo. Fred meneaba el rabo feliz, ladrando y tratando de lamerlos a los
dos.
Media docena de personas les miraban con interés. Al ver la mirada
de Cooper, Chuck carraspeó y se giró, y el resto de los espectadores con
él.
—A lo mejor deberías marcarla, Coop —le dijo Bernie con una sonrisa
—. Así nadie se confundiría. —Levantó las manos ante el gruñido de
Cooper—. Ey, es sólo una idea, jefe. Sólo una idea.
—Venga, querida —le dijo Maisie a la sorprendida Julia—. Lo que
necesitas es una buena taza de café y mi brownie especial de chocolate
doble. —Condujo a Julia a la cocina, que la siguió con piernas de goma y
sabiendo que necesitaba azúcar para que la sangre volviera a llegarle a la
cabeza.

* * *
Sydney Davidson metió un dedo en el agua templada de la vieja y
oxidada bañera y, con un gemido, puso los ojos en blanco. Se estremeció.
¡Joder, qué frío hacía en Idaho! Pensó con pesar en su casa de Virginia y
su recién estrenado jacuzzi.
Claro que los muertos no necesitaban un jacuzzi, se recordó a sí
mismo.
No era la primera vez que Sydney Davidson se arrepentía. Se
lamentaba de que le hubiera tentado el dinero, de haber desperdiciado
sus años de estudio de bioquímica. Se arrepentía de que su vida se
hubiera desviado tanto.
Aun ahora, apenas podía creer lo fácil que había sido caer. Un par de
favores poco significativos, como, por ejemplo, unos cuantos fármacos de
recreo para un par de fiestas, a cambio de poder usar un apartamento en
Vail un par de años después. Más favores luego, algo más sustanciales
esta vez, y un Lexus nuevecito a cambio. Y, de pronto, pasaba más tiempo
inmerso en sus... actividades extra curricular es que en el trabajo en sí,
mientras el dinero no dejaba de lloverle. Y entonces todo se había
descontrolado y ahí estaba, arruinando su vida.
Aun así, una vieja bañera era mucho mejor que un ataúd. Le estaban
dando una segunda oportunidad y por Dios que, esta vez, iba a hacerlo
bien.
Cuando todo este lío hubiera acabado, y una vez hubiera testificado,
se... se dedicaría a hacer buenas obras.
No del todo seguro de qué englobaban las buenas obras, Davidson
reflexionó sobre cómo podría hacer borrón y cuenta nueva. Y lo único que
se le vino a la mente fue la Cruz Roja. «¡Sí!», pensó con emoción. Los

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trabajadores de la Cruz Roja eran almas delicadas que recorrían el mundo


en busca de vidas que salvar. Seguro que se trataba de un trabajo
estresante; seguro que necesitaban un poco de ayuda para luchar contra
todas esas riadas, terremotos, hambrunas y guerras. «Veamos, —pensó—,
podría prepararles un cocktailcito que les hiciera sentir mejor. Unos
miligramos de desipramina y phenylethytamina para el estrés, una pizca
de serotonin e inhibidores para sentirse mejor y olvidarse de toda esa
fealdad. Con eso bastaría».
Abrió el grifo del agua caliente un poco más. Mientras Davidson
pensaba felizmente en una forma mejor de ejercer de bioquímico, un
sensor minúsculo e indetectable salvo con un microscopio de electrones
hizo que un semiconductor pasara a ser conductor, en lugar de insulador.
Un cable con corriente que había sido deshilachado con tal cuidado que ni
el microscopio más potente podría detectar que se había hecho a
propósito, se zambulló inmediatamente en la caldera.
Cuando Sydney Davidson se sumergió por fin en el baño de agua
caliente, la corriente le paralizó el corazón, le hirvió la sangre de las venas
y frió uno de los cerebros farmacéuticos más brillantes de nuestro siglo.

* * *
—Bueno —dijo Beth una hora después, apoyando las manos en las
caderas—. Esto ya es otra cosa. —Miró a su alrededor con gesto de
aprobación, observando los cambios que se habían hecho en las últimas
cuarenta y ocho horas en Carly's Diner; ahora ya, oficialmente, Out to
Lunch.
Julia miró a su alrededor también, aunque estaba más concentrada en
Cooper. Cada vez que se daba la vuelta, ahí estaba, dándole un cepillo,
mezclando la pintura por ella o, por lo general, volviéndola loca de deseo.
Había conseguido cogerle de la mano, tocarle la nuca y pasarle una mano
por la espalda hasta que se sintió sensibilizada, casi magnetizada por su
presencia. Sentía su presencia por la forma en que se le erizaba el pelo de
la nuca.
—Hmm —respondió como en un sueño. Cooper estaba justo detrás de
ella y podía sentir el calor de su cuerpo. Julia estaba intentando hacerse la
indiferente, pero le estaba costando tanto no recostarse sobre él que
temblaba.
Beth le dio un codazo suave en las costillas.
—¿Qué te parece, Sally?
—¿Quién? —Era como si tuviera el cerebro embotado—. ¿Qué?
—La cafetería... o, más bien, el restaurante —dijo Beth con paciencia
—. ¿Qué te parece?
—Yo... —Julia miró a su alrededor e intentó centrarse.
Habían hecho ya la mayoría del trabajo. Las paredes estaban
pintadas, los mostradores listos y los helechos plantados. Todo olía y
parecía fresco y nuevo. La irregular capa de pintura y las mesas
ligeramente ladeadas pasaban totalmente desapercibidas. Alice se había
pasado con los helechos y Julia no pudo evitar pensar que los clientes en
potencia iban a tener que venir armados con machetes. Aun así, tenía
cierto encanto.

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—Es genial —dijo.


—Bonito. —La voz de Cooper resonó a su espalda, provocándole un
escalofrío. Julia respiró hondo para calmarse.
—¿Crees que podrías hacer algo con nuestra tienda? —le preguntó
Beth a Julia.
—¿Con vuestra... tienda? —preguntó ésta con los nervios a flor de
piel. Cooper se había acercado un poco más. Le puso una mano en el
hombro y el pulso se le desbocó.
—Sí, ya sabes... modernizarla o algo así. —Beth movió la mano—.
Esto ha quedado tan bonito...
Julia vio en los ojos de Beth la misma mirada que había visto en los de
Alice y, pese a que Cooper estaba distrayéndola, le interesó el asunto.
—Bueno...
—¿Sí? —dijo Beth con entusiasmo—. ¿Qué me dices?
—No estoy muy segura de que debáis modernizaros. A lo mejor
deberíais convertir la tienda en una de esos emporios maravillosos y
pasados de moda, como los de las películas. Podríais volver a pintar el
mostrador y poner vidrieras de cristal dentro, para enseñar la mercancía.
Y podríais meter los productos en barriles y botes. Y luego...
—¡A ver, chicos! —Chuck dio un par de palmadas con fuerza—. Dejad
todos los picos y las palas en el suelo; ya va siendo hora de salir de las
minas. Maisie nos ha preparado a todos un auténtico manjar.
Hubo un alboroto para ver quién llegaba antes a las mesas de
caballete que había junto a la pared. Julia se encontró de pronto junto a
una de ellas, luego Glenn le puso un plato en las manos y cogió un palillo.
—Oh, Dios —dijo, y cerró los ojos. —Está bueno, ¿eh? —preguntó
Glenn con orgullo.
—Maravilloso —dijo con veneración, y volvió a morder el pollo al curry
—. Si es una muestra de las dotes culinarias de Maisie, el restaurante va a
ser un auténtico éxito.
—Para mí ya lo es —dijo Glenn sonriendo—. Ha hecho que Maisie
saliera de la cama y volviera a mostrar interés por algo. Si el restaurante
no consigue clientes, soy capaz de pedir cuarenta comidas al día para
mantenerlas ocupadas. Sólo con volver a ver a Maisie sonreír, me merece
la pena.
—Sí. —Julia observó a Maisie, que servía platos de comida a todo el
mundo con entusiasmo.
—Tengo que agradecerte esto —dijo Glenn.
—No veo por qué —respondió Julia sorprendida—. Yo no he cocinado
nada, ha sido Maisie...
—No me refiero a eso. —Glenn movió la mano con impaciencia—. Me
refiero a que eres quien le dio la idea a Alice para que redecorara el lugar
y llamara a Maisie. Tanto Chuck como yo estamos muchos más
agradecidos de lo que se pueda expresar con palabras. Si algún día
necesitas algo, cualquier cosa, cuenta con nosotros.
—Oh, no, de verdad. —Sintió que se ponía colorada—. No he hecho
nada... —Se le quebró la voz.
Cooper estaba en la puerta de entrada. Uno de sus hombres, uno alto
y larguirucho que se llamaba Sandy, le había llamado para que saliera.
Tenían problemas para colgar el cartel y Cooper había desaparecido.

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Ahora volvía a estar ahí, más largo que la vida, quitándose los guantes de
trabajo y escrutando la habitación con sus ojos negros hasta que la vio.
Sus miradas se encontraron. Julia sintió que le recorría una oleada de
emoción y el cuerpo se le tensó, anticipando lo que vendría después.
Cooper empezó a atravesar el restaurante y Glenn cogió al vuelo el
vaso que se le había resbalado a Julia de los nerviosos dedos. Volvió a
dejarlo encima de la mesa, con cara de póquer.
—Ehh... tengo que ir a hablar con alguien —dijo Glenn—. Sobre algo.
Ahora te veo.
—¿Qué? —Julia se volvió hacia él sin verle—. Ah, vale. Claro, está
bien.
«Es magnífico», fue todo lo que pudo pensar Julia al ver que Cooper
se le acercaba despacio, bloqueándole la vista del resto. Su expresión era
dura, como siempre. Quería tocarle la cara, tratar de borrarle esas arrugas
de expresión y acariciarle la dura y preciosa boca con el dedo.
Cooper se le acercó tanto que tuvo que ladear la cabeza.
—Ven conmigo —le dijo—. Ahora.
—Sí, Cooper —susurró Julia, dejando el palito de pollo encima de la
mesa.
Cooper la tomó de la mano y se la llevó por la puerta, hacia la
camioneta negra.
—¿Dónde vamos? —preguntó Julia.
Cooper prácticamente la metió en volandas en la camioneta, se subió
y salió de allí chirriando ruedas.
—A tu casa —le dijo con firmeza—. Esta vez vamos a hacerlo bien.
Vamos a follar toda la noche.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 16

—Otro menos. —Aaron Barclay colgó el teléfono con fuerza y se volvió


hacia su jefe.
—¿Otro qué? —Davis mordisqueó la pizza helada y dura como una
piedra. La cafetería cerraba los domingos y, de todas formas, ya eran más
de las once de la noche. Las reducciones de personal habían sido una
putada; Barclay y él se habían visto obligados a hacer horas extras.
—Testigo. En Idaho.
—Jesús. —Davis tragó la pizza con dificultad—. Ya van dos.
—En dos días —asintió Barclay.
—¿Quién ha sido?
—Ni idea. A ver. —Barclay abrió un archivo de su ordenador y tecleó
rápidamente un par de datos—. Aquí está. El tipo se llamaba Sydney
Davidson. Trabajaba en Sunshine Pharmaceuticals. Le habíamos cambiado
el nombre a Grant Patterson y estaba en un sitio llamado Ellis. Ellis, Idaho.
—¿Asesinato?
—Accidente.
Davis resopló.
—Bueno... —Barclay hizo una mueca—... Te cuento. Nuestra gente de
Boise fue a... —Volvió a mirar la pantalla del ordenador—... Ellis. La policía
local decía que había sido un accidente, pero se llevaron a nuestros
hombres de apoyo. Perder a dos testigos, en dos días no es moco de pavo.
Pero al parecer, fue un accidente. Los cables de la casa no estaban bien.
Hubo un cortocircuito y le pilló metido en la bañera. Murió
inmediatamente. Tanto los locales como los federales lo han repasado una
y otra vez, pero no han encontrado nada raro. Y nosotros tampoco.
—Bien, pues que nuestros hombres vuelvan a repasarlo todo con pies
de plomo. Perder a dos testigos así... —Davis frotó con enfado una
mancha de grasa que tenía en la corbata—... Esto empieza a parecer de
broma. Dime... —Davis levantó la vista de golpe—... ¿A cuanto está Ellis de
donde metimos a Julia Devaux? —Devaux era, sin duda alguna, la testigo
protegida más valiosa de esos momentos.
—No muy lejos.
—¿Mismo código postal?
—Sí. —Barclay parecía resignado. Los dos se habían opuesto a la
decisión de organizar los archivos por código postal.
A Davis se le erizó el pelo de los brazos.
—Sácala de ahí —dijo tranquilamente—. Sácala de ahí ahora mismo.
—Pero... jefe. —Barclay se removió incómodo y señaló el nuevo
manual de reglamentos—. Reglamento 5: «Prohibidos los gastos
innecesarios». Cuesta más de cincuenta mil dólares trasladar a un testigo
y tenemos que justificarlo. Si nuestra gente dice que Devaux no corre
peligro y, aún así, la sacamos de ahí, nos cortan los huevos.
—¡Joder! —Davis golpeó el manual de reglamentos—. ¡No sé cómo ni

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quién, pero alguien tiene el archivo! Tienen que tenerlo. A lo mejor lo


sacaron cuando estuvimos pasándolo a CD, hace un par de semanas. ¿Te
acuerdas? Tuvimos algún tipo de fallo en el sistema. Bien, pues alguien
debe de haberse metido en nuestro sistema. ¡Y está deshaciéndose de
todos los que estaban en ese archivo! Tenemos que sacar a Devaux de
ahí.
—Jefe, deja que haga el papel de abogado del Diablo. Dios sabe que
ella lo haría. —Barclay miró hacia el techo y los dos supieron que se
refería a la nueva directora. Levantó un puño y Davis no pudo evitar
pensar en lo sucio que estaba—. Primero —dijo Barclay, subiendo un dedo
sucísimo y sin uña casi—. Por poco improbable que parezca, la policía, los
federales y nuestra propia gente han determinado que ambas muertes
han sido accidentales.
—Oh, la poliiii-cíííííía...
—Espera. Segundo. —Otro dedo—. Se ofrece una recompensa de dos
millones de dólares por la cabeza de Julia Devaux. Y las noticias al
respecto han atravesado el país unas tres o cuatro veces; a saber cuántos
mequetrefes y profesionales han respondido a la llamada. ¿De verdad
crees que alguien lo suficientemente inteligente como para penetrar en
nuestras redes y descubrir dónde tenemos a Devaux está ahí fuera ahora
mismo, eliminando una por una a las personas de ese archivo en... qué...
orden alfabético? Por cargarse a Abt y Davidson ha debido de llevarse un
par de cientos, como mucho. ¿De verdad crees que dejaría a Julia y los dos
millones en último lugar? ¿Tiene sentido eso?
Visto así, no.
—Y en cualquier caso —continuó Barclay—, hemos vuelto a codificar
todos nuestros archivos con un código de 240-bit. Nadie va a entrar ahí,
jefe.
Davis se mordió los labios, pensando con fiereza. Por lo general, se
fiaba del instinto de Aaron Barclay.
Pero Barclay no parecía estar demasiado bien últimamente. Tenía
unas espantosas ojeras bajo los ojos. Davis observó a Barclay, que
tamborileaba nerviosamente sobre el manual. No parecía en buena forma.
—Pero tú decides, jefe —dijo Barclay.
—Así es. —Davis suspiró, despidiéndose mentalmente de un tranquilo
día de Acción de Gracias—. Y voy a hacer caso a mis instintos. Vamos a
sacarla de ahí.

* * *
Estaba temblando. Cooper casi podía sentir vibrar el aire del lado del
copiloto. Mierda. Estaba comportándose como un animal. Hacía una
semana que se había ido, no la había llamado siquiera y ahí estaba,
llevándosela corriendo a la cama.
Tenía que tener mucho cuidado. Había una larga hilera de mujeres
atractivas que habían dejado a los hombres Cooper por mucho menos que
eso. En sí ya era un jodido milagro. Necesitaba aferrarse a ella. Poco
importaba que se estuviera muriendo por metérsela, ahora mismo debía
comportarse mucho mejor que eso.
Cooper se inclinó en la oscura camioneta y la besó, aferrándose con

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fuerza al volante para no caer en la tentación de tocarla. Fue un beso


suave y dulce. Los labios de ella se curvaron bajo los suyos y le rodeó la
barbilla con su manita.
—Entremos —le susurró contra la boca.
—Vale. —Suspiró. No le había metido la lengua, sus labios apenas
habían rozado los de ella, pero en el aliento de Sally podía oler el brownie
de chocolate que Maisie les había dado.
Cooper apretó la mandíbula al ayudarle a bajar de la camioneta y vio
que se estremecía. No llevaba más que una camiseta puesta, y hacía un
frío de demonios. Había tirado de ella con tanta prisa que no le había dado
tiempo de coger su abrigo, Se desabrochó rápidamente la cazadora y le
envolvió los hombros con ella.
Le brindó una sonrisa enorme, como si acabara de llenarla de rubíes.
—Gracias.
Jesús. Le estaba dando las gracias, en lugar de quejarse de lo
gilipollas que era. Se aclaró la garganta y le pasó un brazo por los
hombros.
—No hay de qué. Vamos dentro, hace un frío horrible aquí fuera.
Empezaba a nevar. En Simpson, todo el mundo estaba en la cafetería.
La calle de Julia era oscura y silenciosa. Era como sí estuvieran solos en el
pueblo, en el estado, en el mundo.
Una vez dentro, Sally encendió la luz y le miró.
—¿Te gusta? —preguntó, sacudiendo la nieve del abrigo.
Cooper estaba confuso. ¿Que si le gustaba qué? ¿Ella? ¿Qué cojones
quería decir? Claro que si... luego miró hacia donde miraba ella y abrió
mucho los ojos.
La casita destartalada y triste se había transformado por completo.
Había pintado las paredes de color crema, había hecho unas preciosas
cortinas color crema y rosa y había usado esa misma tela para hacer un
mantel. El sofá de espantosos colores chillones estaba ahora cubierto por
una tela en tonos amarillo claro que había atado de manera artística a los
lados. Cooper reconoció algunas de las cosas que había comprado en
Schwab con él, aunque jamás se habría imaginado que pudieran cambiar
tan dramáticamente una habitación.
—Está fenomenal. —La abrazó con más fuerza—. Eres una auténtica
maga.
—No, sólo me gusta sacar lo mejor de cada cosa.
Desde donde estaba, Cooper veía sus largas pestañas, las delicadas
mejillas y la piel cremosa. Le cortaba la respiración. No era una maga, sino
una bruja, y le tenía completamente embrujado.
De pronto, toda esa semana que había pasado solo, sin Sally, le
pareció el peor calvario al que hubiera estado sometido nunca. No habría
podido soportarlo ni un minuto más.
—Tenemos que ir a la cama —dijo con voz pastosa—. Ahora.
—¿Ahora? —preguntó sonriendo.
Cooper asintió.
—Supongo que va a ser una de esas veces —dijo suavemente.
Una de esas veces en que la desnudaba y se la metía en cuanto era
humanamente posible.
—Sí.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Sonrió y se estiró hacia él, que se agachó para besarla. Era tan suave
y cálida como recordaba. Se giró por completo hacia él, rodeándole el
cuello con los brazos. No quería cambiar nada de su posición, así que
simplemente la envolvió con los brazos, la levantó y la llevó a la
habitación. La dejó junto a la cama y, sin dejar de besarla, le quitó el
abrigo. No quería dejar de besarla, pero debería hacerlo si quería
desnudarla.
Movió las manos con rapidez mientras se agachaba. Camisa de
franela, sujetador, vaqueros, medias, zapatos, calcetines, ah... ahí estaba.
Desnuda. Un ángel pálido y brillante. Cooper dio un paso atrás,
observándole el rostro con cuidado, giró la mano y se la llevó a la
entrepierna. Aún no estaba demasiado húmeda. Introdujo un dedo y le
acarició su suave y cálido coño; se humedeció enseguida, como un
milagro. Pero, aun así, no era suficiente. Cooper estaba inflamado como
uno de sus sementales y tenía que conseguir que estuviera muy húmeda
antes de metérsela, aunque ya casi estaban.
Volvió a inclinarse sobre ella, besándola profundamente mientras
empujaba con el dedo en su interior. Sally estaba clavándole los dedos en
los hombros y respiraba entrecortadamente mientras Cooper probaba su
suavidad.
—Cooper —susurró, y luego—: ¡Ah! —Cuando le dibujó círculos con el
dedo sobre el clítoris. Se sacudió, y él con ella.
Nunca había conocido a una mujer que pasara de cero a mil
kilómetros por hora en tan poco tiempo.
Apretó los dientes porque, aunque estaba cada vez más suave y
húmeda, seguía sin ser suficiente. En cuanto se la metiera, iba a follarla
con fuerza y, para eso, necesitaba que estuviera preparada.
—A la cama —le susurró contra la boca.
—Vale. —Sus labios se curvaron en una sonrisa. Sabía que había
reconocido ese tono; el que le indicaba que estaba a nada de perder el
control.
Cooper la ayudó a ponerse sobre la cama con la mano que tenía libre,
y luego se colocó él junto a su cadera. Seguía teniendo el dedo dentro de
ella, moviéndolo con suavidad. Levantó la palma de la mano y ella,
obedientemente, abrió las piernas. Tenía unas piernas maravillosas, largas
y esbeltas. Le acarició el interior de los muslos, suaves como el terciopelo.
Cooper la observó unos segundos. La habitación estaba a oscuras,
pero la piel de Sally brillaba suavemente a la luz de la farola del exterior.
Pese a que se moría por estar dentro de ella, se tomó unos minutos para
saborear cada detalle de su cuerpo. Las delicadas clavículas, los pequeños
y tensos pechos con sus pálidos pezones rosados, el suave y liso vientre,
la mata de pelo rojo que había entre sus muslos... Todo en ella era
elegante y perfecto.
Movía las piernas sin descanso sobre la manta, mientras Cooper
imitaba a su polla con el dedo. Claro que su cipote nunca había sido tan
amable con ella, siempre le había dado empellones fuertes y rápidos. A lo
mejor así sería siempre. A lo mejor la única forma que tenía de que le
follara despacio era haciéndolo con la mano.
El silencio era absoluto, salvo por su respiración y el sonido húmedo
que hacía su dedo al entrar y salir de ella.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Observó la mano que movía entre las piernas de Sally. Su leche le


había dejado el dedo pegajoso. Cuando volvió a acariciarle el clítoris con el
pulgar, su pequeño coño se agarró a él, los músculos de la tripa se le
tensaron y los muslos le temblaron.
—¿Te gusta esto? —le preguntó en voz baja, mirándole por fin
directamente a los ojos. Le había estado observando mientras la miraba.
Sally le acarició el brazo.
—Me gusta todo lo que me haces, Cooper —dijo sencillamente.
Cerró los ojos, como si le doliera. La polla se le endureció aún más si
cabe, dando contra la tela de los pantalones como si diera contra una
puerta.
Empezó a desabrocharse la camisa, pero se detuvo asombrado.
Le temblaba la mano.
A él nunca le temblaban las manos. Era un excelente tirador y, tal y
como le había dicho a Sally, mejor aún con el cuchillo. Y no puedes decir
que lo seas si eres del tipo de hombres al que le tiemblan las manos con la
presión.
Sólo recordaba otra vez que le hubiera temblado la mano, y había
sido la primera vez que vio a Sally.
Sally Anderson estaba deshaciéndole poco a poco. Y luego le volvía a
reconstruir. En un hombre mucho mejor.
Terminó de desabrocharse los botones de la camisa con una mano.
Para conseguir quitársela por completo, su mano derecha debía
abandonar la calidez y la suavidad del cuerpo de Sally y, por un momento,
estuvo tentado de dejarse la camisa puesta.
Pero le encantaba sentir el contacto de su piel contra la de él. Cuando
hacían el amor se frotaba contra él como un gatito y saboreaba cada
milímetro del roce de su piel.
Muy a su pesar, Cooper sacó la mano del interior de Sally para
quitarse la camisa y camiseta. Se desabrochó las botas de trabajo, y se las
quitó, junto con los calcetines.
Se acostó junto a ella y le pasó la mano por la espalda. Se inclinó y le
dio un beso en la mandíbula, en el cuello y luego le mordisqueó la oreja.
Sally se estremeció y se aferró a él.
—Te he echado de menos —le dijo al oído.
—Oh, Cooper, yo también te he echado de menos. —Le pasó una
mano por el pelo y ladeó la cabeza para besarle el cuello—. Muchísimo. No
sabes cuánto.
Joder, claro que lo sabía.
—He pensado en ti todas las noches. —Le lamió el cuello y le hizo un
recorrido de besos hasta el pecho. Dejó una mano sobre su montículo.
Sally subió una pierna y la enrolló sobre el muslo de Cooper, abriéndose
para él.
—¿No piensas quitarte esos vaqueros?
—Todavía no —gruñó—. En cuanto lo haga, te la meteré hasta el
fondo.
Podía sentir su sonrisa contra el cuello.
—Son una especie de cinturón de castidad, ¿no?
—Sí. —Ya podía meterle dos dedos; menos mal, porque empezaba a
perder el control. Dos dedos no equivalían al tamaño de su verga, pero se

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

estaba ensanchando para él. Le metió y sacó los dedos, separándolos


cada vez un poco más, mientras le lamía los pezones. Le estaba clavando
las uñas en la espalda y había empezado a hacer esos ruiditos guturales
que tanto le gustaban. Esos que hacía justo antes de correrse.
Le mordió suavemente un pezón mientras empujaba más hacia
dentro y Sally se tensó y contuvo la respiración. Se estremeció al sentir
que el coño se estrechaba sobre sus dedos y se vio sacudida por un
orgasmo.
¡Yayayayayaya!
Cooper la besó con fuerza, temblando mientras se desabrochaba los
pantalones y se los quitaba junto con los calzoncillos. Quería total libertad
de movimientos, así que no se contentó con bajárselos hasta los muslos.
En medio segundo estaba desnudo y rodaba sobre ella.
Sally seguía corriéndose, jadeando suavemente. Le abrió las piernas
aún más y se la metió de golpe, sintiendo sus afilados tirones al entrar.
Era de cortar la respiración. Sally se corría con todo el cuerpo. Le agarraba
con brazos y piernas, empujaba con las caderas hacia arriba para que se
la metiera todo lo que pudiera, y tenía la boca abierta. Cada trozo de su
cuerpo le daba la bienvenida.
Tenía la polla completamente sensibilizada, como si le hubiera
quitado una capa de piel. Llevaba ocho noches seguidas empalmado y,
por mucho que se la machacara sólo, en su habitación de hotel, la cosa no
había mejorado. Estaba más que preparado y, en cuanto se abrió paso
entre esos suaves tejidos que le bañaban con su leche, perdió el control.
Cooper gimió contra su boca, le agarró fuerte de las caderas y
empujó con fuertes y cortos empellones, moviéndose hacia su interior.
Empezaba a conocerla a la perfección. Si empujaba fuerte y rápido, daba
contra su clítoris y el orgasmo se hacía interminable. Cuando sintió que un
nuevo orgasmo la sacudía, emitió un sonido de alegría desde lo más
profundo del pecho, embistiéndola con más fuerza esta vez.
Las contracciones, cálidas y duras, acabaron con él. Gruñó y se corrió,
expulsando un chorro caliente de su semen, sacudiéndose, sudando y
palpitando. Sus sentidos, que normalmente eran tan agudos,
desaparecieron con la intensidad del orgasmo. No oyó el crujido de la
cama, ni los gritos de placer de Sally, y no podía ver nada aparte del
trocito de piel de Sally que tenía justo delante de los ojos. Todo en él se
movía en espiral hacia dentro, ferozmente concentrado en su verga y en
los saltos de júbilo que daba dentro de ella.
Temblando con fuerza, Cooper se puso completamente encima de
Sally, mirando su rostro sobre la almohada, jadeando y temblando aún.
Seguía estando duro. Apenas había saciado una ínfima parte de su
deseo. En cuanto recuperara el resuello empezaría de nuevo y sería aún
mejor, porque Sally estaría suave y húmeda ahora que los dos se habían
corrido. Algunas noches se había corrido hasta cuatro o cinco veces dentro
de ella y, hacia el final de la noche, estaba tan húmeda y llena de sus
jugos que podía moverse dentro de ella como en un sueño. Aunque aquel
orgasmo había sido mucho más intenso de lo habitual. No le apetecía
volver a empezar tan pronto. Al fin y al cabo, tenían toda la noche. Ahora
mismo lo único que quería era saborear el palpitante placer a medida que
iba recuperando sus sentidos. Había sido tan intenso que la cabeza le

- 174 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

sonaba.
Poco a poco volvió en sí y se dio cuenta de que lo que sonaba no era
su cabeza, sino el teléfono.
A la mierda. Quienquiera que fuera, podía irse a freír espárragos.
—No contestes —murmuró Cooper besándola.
—¿Contestar a qué? —dijo Sally con voz soñolienta.
—Al teléfono.
—Ah. —Suspiró—. Pensé que lo que sonaba era mi cabeza.
Sonrió en la oscuridad y le paseó la boca por el cuello. El maldito
teléfono seguía sonando, pero Cooper no le hizo caso.
Sally se puso tensa de pronto.
—El teléfono. El teléfono. Oh, Dios, el teléfono. —El tono de su voz era
áspero, como si se hubiera despertado de golpe. Le empujó del hombro—.
Tengo que contestar.
Cooper elevó la cabeza, sorprendido.
—Por favor, Cooper, deja que me levante. De verdad que tengo que
contestar.
Cooper frunció el ceño sin dejar de mirarla. Estaba temblando y su
piel parecía haber perdido el poco color que tenía normalmente.
—Cooper, por favor. —Volvió a empujarle del hombro, pero pesaba el
doble o triple que ella. Era imposible que se deshiciera de él si no quería. Y
no parecía querer. Estaba cómodo donde estaba, con la polla
profundamente metida dentro de Sally—. Cooper, por favor, por favor —
susurró. El teléfono seguía sonando.
Le temblaba la voz.
Con el ceño fruncido, salió de ella y se movió hacia un lado. Sally se
escabulló de allí y corrió al salón.
Cooper estaba recalentado y sudoroso de haberle hecho el amor y del
orgasmo, pero un escalofrío le recorrió entero cuando pensó en la
expresión de la cara de Sally.
Era una expresión que conocía demasiado bien.
Miedo.
Algo le había atemorizado. Y mucho. A la mierda. Nada ni nadie iba a
atemorizar a esa mujer. Con gesto agrio, Cooper se puso en pie y la siguió.

* * *
Julia temblaba cuando se escabulló de debajo de Cooper. Miró la hora
que era: las diez de la noche. No podía ser nadie de Simpson, porque allí
todos se metían en la cama a las nueve en punto. Sólo podía ser una
persona.
Herbert Davis. Y si le estaba llamando a estas horas, no podían ser
buenas noticias.
Se quedó quieta medio minuto junto a la cama, hasta haberse
asegurado de que las piernas no le fallarían. Su orgasmo acababa de
terminar y aún se sentía de mantequilla. Al levantarse, sintió resbalar los
jugos de Cooper y de ella por las pantorrillas. Se secó pasándose
rápidamente la sábana y cogió la bata que había en una silla mientras se
dirigía hacía el salón.
—¿Hola? —Seguía teniendo la voz ronca del sexo; carraspeó para

- 175 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

aclarársela—. ¿Hola?
—¿Julia? ¿Julia Devaux? —El corazón de Julia le dio un vuelco al oír en
voz alta, por primera vez desde hacía seis semanas, su verdadero nombre.
—Señor Davis —susurró. Estaba claro que las reglas se habían
acabado. Estaba usando su verdadero nombre y no se quejó cuando Julia
hizo lo mismo con él. Algo iba muy, muy mal.
—Así es. Herbert Davis. Ahora, quiero que me escuche muy bien,
Julia. Tenemos motivos para creer que su identidad ha sido desvelada. No
estamos completamente seguros, pero preferimos no arriesgarnos. De
ahora en adelante, no quiero que salga de su casa. No quiero que hable
con nadie; ni que se ponga en contacto con nadie. Con nadie en absoluto,
¿me entiende? No puede confiar en nadie. Puede estar en peligro y vamos
a buscarla. Ahora escuche, esto es lo que quiero que haga...
Se le resbaló el teléfono de las nerviosas manos y cayó
estrepitosamente sobre la mesa. Podía oír la voz de Herbert Davis
gritándole desde el auricular; un sonido apenas perceptible:
—¿Julia? ¡Julia! ¡Respóndame! ¿Qué cojones está pasando? ¿Julia?
—¿Quién era? —preguntó una voz ronca a sus espaldas.
Julia ahogó un grito y se giró. Cooper estaba en la puerta, apoyado
sobre el vano. «No quiero que hable con nadie. No quiero que confíe en
nadie», le había dicho Davis.
Bueno, aunque Cooper no hablaba demasiado, acostarse con él
probablemente estuviera entre la lista de cosas que no hacer de Davis.
—Nadie —dijo casi sin aliento. Se agachó sin ver y colgó el teléfono—.
Absolutamente nadie. Se... se habían equivocado de número. —Tenía la
bata abierta. Era de locos. Cooper y ella acababan de hacer el amor y allí
estaba ella, tapándose con fuerza con la bata. Cooper dio un paso
adelante y Julia retrocedió instintivamente.
—¿Sally? —Cooper frunció el ceño—. ¿Qué sucede? —Caminó hacia
ella, que retrocedía cada vez, hasta que se dio contra la pared. Julia agarró
la pared que había detrás de ella, como si pudiera protegerla. Como si
hubiera algo capaz de protegerla de Cooper.
Era tan fuerte que le daba miedo. No le había visto muchas veces
desnudo a plena luz. Era pavoroso. Tenía los brazos y hombros llenos de
músculos, fuertes y poderosos. Si le atacaba, no tendría sentido que
luchara contra ellos. Cooper podría acabar con ella en un segundo si
quería.
Julia recordó haber leído en alguna parte que los soldados de Esparta
peleaban desnudos para aterrorizar al enemigo.
Bueno, pues funcionaba. Estaba aterrorizada.
Cooper se detuvo junto a ella y puso un brazo a cada lado de Julia.
Estaba atrapada.
Miró fijamente a los oscuros pelos del pecho, a la hendidura en que se
unían los pectorales, antes de subir poco a poco la mirada. Su rostro era
inexpresivo. Era el rostro de un desconocido. El rostro de su amante.
«No confíes en nadie».
Alargó una mano temblorosa para tocarle la barbilla. Podía sentir el
movimiento de los músculos de la mandíbula. Sacudió la cabeza despacio,
sin perderle de vista.
—Que Dios me ayude, si no puedo confiar en ti... no quiero seguir

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

viviendo.
Cooper no contestó. Abrió los brazos y Julia se abalanzó a ellos.
Después de mecerla unos minutos, Cooper la llevó al sofá y se
sentaron. Julia le rodeó el cuello con las manos y lloró. Era completamente
imparable. Lloró de rabia, desesperación y miedo, aferrándose con fuerza
a él, que no decía nada. Se limitó a quedarse sentado y a acunarla hasta
que se tranquilizó.
A Julia se le ocurrió que a lo mejor ésta sería la última vez que vería a
Cooper. Lo que sentía por él era tan fuerte, mucho más de lo que hubiera
sentido nunca por un hombre y, ahora que le había encontrado, iba a
perderle.
En una hora, tal vez en dos, los agentes vendrían a buscarla y se la
llevarían a otra parte. Desaparecería en mitad de la noche.
Sabía muy bien que tendría que cortar todo lo que la uniera a su vida
anterior. A sus vidas, en este caso. Así que dejaría Simpson para siempre y
acabaría en Dakota del norte o en Florida o en Nueva Méjico, con un
nombre y una identidad nuevos. El juicio de Santana no se llevaría a cabo
hasta primavera, según le había dicho Davis. A lo mejor más tarde.
Después, tendría que mantenerse en el programa hasta que todos los
recursos hubieran finalizado; eso sería un año, a lo mejor dos, antes de ser
libre para poder ir a donde quisiera.
¿Lo suyo con Cooper aguantaría un par de años de ausencia? Era todo
tan nuevo, tan reciente... Sólo llevaban dos semanas siendo amantes, de
las cuales una él no había estado. Ni siquiera habían hablado demasiado.
La mayor parte del tiempo que pasaban a solas estaban haciendo el amor.
A lo mejor eso era todo, el sexo.
Aun así, le estaría eternamente agradecida a Cooper por el tiempo
que habían pasado juntos. Le había mantenido cuerda, especialmente
durante las noches. Tuvo un repentino flash de ella misma en su nueva
vida; en algún pueblecito anónimo de algún sitio, completamente sola... y
se dio cuenta de pronto lo mucho que Cooper significaba para ella.
Estaba sentada sobre su regazo. Él seguía desnudo, y podía sentir su
erección bajo los muslos, pero no se la estaba frotando contra ella. Había
hundido la cabeza en el cuello de Cooper, que apoyaba la barbilla en su
cabeza. Le besó el cuello, fuerte, cálido y húmedo de sus lágrimas.
—Tengo que contarte algunas cosas —le dijo quedamente, secándose
los ojos en los hombros de él.
—Sí. —Sintió que asentía con la cabeza—. Te escucho.
—No soy... no soy quien crees que soy. —Julia se enderezó un poco,
pero sin levantar la cabeza de su hombro; ese amplio y fuerte hombro
sobre el que no podría quedarse mucho más tiempo. En cuanto le contara
la verdad, tendría que empezar a recoger sus cosas. En un par de horas
habría desaparecido de su vida. A lo mejor para siempre. Julia cerró los
ojos unos segundos.
Le dolía el corazón.
Ahora mismo, en aquel preciso instante, sería Sally Anderson por
última vez en su vida. Y la mujer de Sam Cooper; la amiga de Alice
Pedersen, y de Maisie y de Beth y de todos los demás. La madre de Fred.
A lo mejor Cooper se quedaba con Fred por ella.
O a lo mejor no.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

A lo mejor Cooper se enfadaba tanto porque le hubiera mentido que


la arrojaría de su regazo sin miramientos y saldría de su casa. De su vida.
—Me llamo... —Se le quebró la voz. Se mordió el labio y esperó hasta
asegurarse de que no iba a echarse a llorar—. No me llamo Sally
Anderson. No soy de Bend, ni soy profesora de primaria. —No se movió
más que para estrecharle aún más en sus brazos—. Mi verdadero nombre
es Julia Devaux y vivo... vivía en Boston. Soy editora. O, mejor dicho, lo
era. Ahora ya no sé lo que soy. Sólo sé que estoy muerta de miedo.
Julia ladeó la cabeza para verle la cara. Era totalmente inexpresivo,
como siempre. La observaba con sus ojos negros, fija y pacientemente.
Ahora venía la parte dura.
—Vi... vi algo horrible —dijo por fin—. En septiembre. Estaba haciendo
un curso de fotografía y merodeaba por los muelles de Boston en busca de
algo que fotografiar, algo que fuera realista. Me tropecé con un almacén
abandonado. Habían quitado la puerta, así que me metí. Llevaba una de
esas cámaras automáticas que tienen los fotógrafos de moda, y paseé por
ahí, haciendo una foto detrás de otra. Hasta que llegué al patio interior y...
—Se mordió el labio y trató de controlar los temblores que le sacudían el
cuerpo al recordar. Podía verlo todo de nuevo: el paisaje industrial
grisáceo, el hombrecillo aterrorizado, la pistola negra sobre su cabeza, el
asesino gigantesco de rostro cruel, el tiro mortal—. Presencié un
asesinato, y está todo grabado —dijo sencillamente, y oyó que Cooper
tomaba aire con fuerza. Se le tensaron todos los músculos del cuerpo—.
Era algún tipo de ajuste de cuentas. Pude... pude identificar al asesino, un
tipo llamado Dominic Santana, de entre una línea de sospechosos. Al
parecer es un pez gordo de la mafia que el FBI lleva tiempo intentando
meter entre rejas. En teoría, tengo que testificar en su juicio, pero me han
dicho que ofrece una recompensa por mí. Una grande, al parecer. Un
millón de dólares. Entretanto, mientras esperamos a que salga el juicio,
me han puesto en el Programa de Protección de Testigos. Pero ha debido
de pasar algo con la seguridad...
—¡Malditos hijos de puta!
Cooper la levantó de su regazo y se puso en pie. Julia le miró
completamente sorprendida, de pronto su cara ya no era impasible e
impenetrable. Cooper estaba cabreado y todo su cuerpo se tensaba de
rabia. Julia sintió algo. No era miedo, eso no... no exactamente.
Pero presentía que iba a pasar algo, algo que ya no estaba en sus
manos. Muy en el fondo de su ser, había querido contarle sus problemas a
Cooper y, ahora que lo había hecho, junto con el alivio se sintió turbada
porque ahora Cooper parecía cargar con ello. Era una figura gigantesca y
terrorífica; una fuerza incontrolable de la naturaleza.
Un guerrero.
—¿Cooper?
Pero no le escuchaba. Se puso junto al teléfono, lo colgó, volvió a
cogerlo y marcó el 69.
Cuando oyó a alguien decir «Herbert Davis» al otro lado de la línea, le
espetó:
—¿Quién cojones eres, Davis?
Cooper le oyó tomar aire antes de preguntar:
—¿Con quién hablo?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Cooper cogió el teléfono con más fuerza, recordándose que no debía


perder el control.
—Soy Sam Cooper. Le llamo desde Simpson, Idaho, desde el teléfono
de... —Miró a Sally... no, a Julia... que estaba hecha un ovillo en el sofá.
Estaba pálida y sus ojos azul turquesa le miraban fijamente. Parecía
pequeña y vulnerable como un niño pequeño. La idea de alguien pudiera
hacerle daño le volvía loco. Se giró un poco, para no distraerse—... Le
llamo desde el teléfono de Julia Devaux. Se lo voy a preguntar una última
vez: ¿quién cojones es usted?
—No estoy autorizado para facilitarle esa información. —La voz de
aquel hombre era distante, impersonal.
—Escúchame, hijo de la grandísima puta. Si eres del Departamento
de Policía de los Estados Unidos, lleváis la seguridad de los testigos mucho
peor de lo que imaginaba. Había oído hablar de que el Departamento
estaba de capa caída, pero esto es mucho peor que eso. No podéis enviar
hasta aquí a una mujer inocente a la que le pisan los talones unos
asesinos sin enviar siquiera a un agente a echarle un ojo. ¿Qué mierda de
protección es esa?
—Ah... eeeh... —Cooper vio que el hombre no sabía qué decir—.
Hemos tenido recortes de personal y la oficina de Boise...
—¡A la mierda con los recortes de personal! —bramó Cooper—. ¿Qué
cojones os pasa? No podéis soltar a un testigo en algún lugar y confiar en
que esté a salvo. Le han puesto precio a su cabeza. Necesita toda la
protección que no le estáis dando. ¡Desde ya mismo!
—Bueno, pues desde ya mismo eso no es de su incumbencia. Han
filtrado información y vamos a sacarla de allí.
—Y una mierda —dijo Cooper, suavizando de pronto la voz con la
amenaza—. Inténtelo.
—¿Cooper? —Julia le tocó el hombro y éste se giró—. ¿Qué dice,
Cooper?
Cooper tensó la mandíbula, sin contestar.
—¿Cooper?
Cubrió el auricular con la mano.
—Dice que quieres sacarte de aquí.
—Ya lo sé, ¿cuándo vienen? —Apoyó la frente en su hombro unos
segundos y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Parecía pequeña
y asustada. Cooper apretó el auricular con tal fuerza que los nudillos se le
pusieron blancos.
—No vas a ir a ninguna parte.
—¿Qué? No entiendo...
—Que no te vas. Te quedas aquí, conmigo.
Esto no debería estar pasándole a ella. No debería estar pasándoles a
ellos. Ahora mismo deberían estar en su habitación, follando aún. Siempre
era demasiado frenético la primera vez, pero no le preocupaba demasiado
porque sabía que se calmaría, a su tiempo. Pensaba que tenían todo el
tiempo del mundo.
Y ahora el tiempo se les acababa.
—¿Cooper?
La miró a la cara, pálida y confusa, y vio el futuro que siempre había
soñado. Con Sally —no, con Julia, ¡joder!— se sentía mucho más vivo de lo

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

que se había sentido nunca. Antes de que llegara se había dejado llevar,
se hundía cada vez más en sus oscuros pensamientos, como un barco a la
deriva.
Ella había cambiado eso; su presencia había sido su bote salvavidas.
Le había devuelto a la vida. Estaba devolviendo Simpson entero a la vida.
¡No pensaba dejarla escapar!
—Cooper, van a venir a buscarme, tengo que prepararme, recoger
mis...
—Cariño, escúchame bien; no vas a ninguna parte. Te vas a quedar
aquí, conmigo, donde pueda protegerte.
—Pero... —Julia miró a su alrededor, como si los del Departamento
fueran a presentarse en cualquier minuto—. Quieren sacarme de aquí,
Cooper. Se ha acabado.
—No, no se ha acabado. Para nada, cariño. ¿No lo ves? Los del
Departamento lo único que van a hacer es darte una identidad nueva y
llevarte a cualquier otro sitio. Pero han birlado su seguridad. Si les ha
sucedido una vez, les sucederá otra. Así que calla. Deja que me ocupe yo
de esto.
Quitó la mano del auricular.
—Dime —gruñó.
—Bueno, señor... eh, Cooper —empezó a decir Herbert Davis.
—Es jefe mayor Cooper.
—Ah. —El otro lado de la línea se quedó callado—. De la marina.
—SEAL. —Cooper nunca trataba de impresionar a nadie con el hecho
de que hubiera sido SEAL, pero en aquellos momentos necesitaba que
Davis le prestara atención y la mejor forma de hacerlo era dejarle muy
claro con quién estaba tratando—. Y, para que quede claro, no se va a
llevar a Julia Devaux a ninguna parte. Se va a quedar aquí, bajo la
protección del Sheriff, Charles Pedersen, y la mía propia.
—¡Ni de broma! ¡No he oído nada más absurdo que esto en toda mi
vida...!
Cooper puso un tono de voz suave y mortal.
—No voy a dejar que la saque de aquí. Desde luego, no con el tipo de
protección que le habéis estado ofreciendo. Así que deje que el sheriff y yo
nos hagamos cargo.
—Me temo que eso es impo...
—Más le vale hacerlo si no quiere que lleve esto directamente al
Departamento de Justicia. Justo después de hablar con mi buen amigo Rob
Manson, del Washington Post. Estoy seguro de que habrá leído sus
artículos; es el que ha escrito todos esos artículos sobre cómo el
Departamento de policía echó a perder el asunto Warren. Le va a encantar
esto: testigos del gobierno sin protección usados como cebos. Ya estoy
viendo los titulares.
—Yo... eehh... yo de usted no haría eso señor...
—Cooper. Y tengo el número de teléfono de Manson justo delante. —
Cooper sonaba tan convincente que Julia miró asombrada sus manos
vacías, esperando ver una agenda. No necesitaba nada de eso para
marcar el teléfono de Rob—. Manson trabaja hasta tarde los domingos.
Debe de seguir en su mesa. Va a hablar con el sheriff de aquí, Charles
Pedersen, para que todos lleguemos a un acuerdo sobre la mejor forma de

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

proteger a Julia Devaux hasta que el juicio se lleve a cabo, o llamo a Rob y
luego al Departamento de Justicia. Y cuando digo ahora, es ahora mismo.
Rob puede llegar a tiempo aún para publicar la historia en el periódico de
mañana.
—Mire, señor Cooper, estoy seguro de que sabe que no puedo fiarme
de usted. ¿Cómo sé quién es? Se queja de que no estamos protegiendo a
la señorita Devaux adecuadamente; pero sería muy poco serio de mi parte
si se la confiara al primer hombre que me llama.
Tenía toda la razón. Joder. Cooper miró a la pared con furia.
—De acuerdo —dijo al final—. Esto es lo que va a hacer. Va a llamar al
número de teléfono que le doy. Es el móvil personal de Josh Creason.
Puede preguntarle que quién soy. Dígale que Harry y Mac Boyce están
conmigo y que ninguno de nosotros hemos perdido cualidades. Me quedo
a la espera.
—Ese tal Joshua Creason —empezó a decir Davis—, ¿no será el
General Joshua Creason? ¿El director de los Jefes de Estado mayor?
—No. —Cooper miró al techo—. Es Joshua Creason, el cantante de
ópera. ¡Claro que es el General Joshua Creason, imb...! —Cooper se mordió
la lengua. Quería que el hombre cooperara con él, no que se pusiera en su
contra—. Está perdiendo el tiempo. Compruebe lo que le digo con Josh, y
dígale de mi parte que me sigue debiendo diez pavos y que espero que
haya mejorado al póquer.
Cooper se quedó a la espera y se recostó en la silla, preparado a
esperar. Sally (Julia) le observaba con el rostro pálido. No hablaron. Se
limitó a atraerla hacia sí y abrazarla, apoyando la mejilla sobre su cabeza.
Un cuarto de hora después, la voz volvió.
—Señor Cooper.
—Sí. —Cooper se enderezó y Julia le miró asustada.
—Esto es... esto es muy poco normal. —Davis soltó aire para librarse
de la tensión. Cooper se jugaba el cuello a que ese maldito hijo de puta
estaba sometido a mucha presión. Sus gilipolleces casi le cuestan la vida a
un testigo.
—Sí. —Cooper no iba a ayudarle ni un poquito. Esperó.
—He... he hablado con el General Creason, quien me dio muy buenas
referencias sobre usted, Sanderson y Boyce. Y también hemos
comprobado al sheriff Pederson.
Todo eso ya lo sabía, así que no dijo nada.
—Después, eehh... después de consultarlo con mis colegas, hemos
decidido que si su plan es factible, podemos dejar a la señorita Devaux
ahí. Se coordinará con nuestra oficina de Boise.
—Entendido.
—Me informará sobre la situación con regularidad.
—Sí. Y quiero que me dé toda la información disponible sobre el caso
ahora mismo.
A Cooper se le erizó el pelo de la nuca mientras escuchaba hablar a
Davis sobre cómo sospechaban que se había filtrado información. Y de que
se decía que el precio de la cabeza de Julia Devaux había subido a los dos
millones de dólares.
—Así que... dejo a la señorita Devaux en sus manos y las de su
sheriff. Desde ahora, su seguridad es responsabilidad directa suya. ¿Está

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

de acuerdo con eso?


—Totalmente.
—De acuerdo. Llámeme mañana por la tarde y repasaremos los
detalles.
—Eso haré. Le llamaré a las trece en punto con un plan de seguridad
detallado. Y ya está arreglando esas fugas, ¿me oye?
Cooper le oyó suspirar de nuevo y colgó. Cuando Julia le tocó el
nombro con timidez, se volvió para cogerla en brazos, abrazándola con
fuerza.
—Ya está. Te quedas aquí, conmigo —dijo Cooper al final—. La única
forma que te cojan será por encima de mi cadáver.
Julia respiró con fuerza.
—En ese caso, Cooper —le dijo con voz suave—, a lo mejor
convendría que te pusieras algo de ropa.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 17

En Stanford, el profesor Jerzy Stanislaus había perfeccionado un


modelo de ordenador al que había llamado Topografía Aquitectónica
Matrix, o TAM. La idea en sí de TAM era que la mejor forma de navegar por
la base de datos de un ordenador era hacerlo tridimensionalmente.
Stanislaus sostenía que un ordenador era como una casa y que, como tal,
tenía una puerta y una llave para esa puerta. Luego, el profesor había
seguido explicando que la tridimensionalidad era como una llave para esa
puerta. El profesional se había quedado fascinando por la lógica simbólica
de TAM.
En aquella clase no había ni un solo estudiante que no se hubiera
dedicado a piratear alguna vez; ni uno solo que no se hubiera dado cuenta
de inmediato de los verdaderos usos de TAM: una llave, literalmente
hablando, para entrar en habitaciones cerradas.
En las pocas incursiones que había hecho el profesional en el
ciberespacio, había encontrado rastros de alguien que, evidentemente,
había utilizado TAM para pasar las barreras. El profesional supo, por el
tamaño de la llave, que se trataba de uno de los estudiantes de
Stanislaus. Normalmente, el profesional cerraba la puerta con cuidado y
salía de allí de puntillas.
El profesional iba a utilizar TAM para penetrar en los archivos del
Departamento de Justicia y acceder a la situación de Julia Devaux.
Los códigos de los ordenadores del Departamento de Justicia tenían
ahora tres niveles de profundidad y un código de codificación de 240-bit.
Ahora, sus ordenadores tenían puertas blindadas y ventanas a prueba de
balas, y no se abrirían por mucho que se rascara las puertas o se usara
una ganzúa. Pero una puerta era siempre una puerta; es decir: una forma
de entrar.
El profesional atacó a una red de ordenadores de Madison que
pertenecía a una compañía que por las noches dejaba completamente
inactiva esa magnífica máquina, con potencial más que de sobra para
hacer cálculos inmensos. «La madre de todas las placas madre», pensó el
profesional con cinismo.
Julia Devaux, empieza a rezar.
El profesional se puso a buscar la llave. Se trataba de una ristra
interminable de números que sobrepasaban incluso sus cualidades
informáticas.
Mientras el ordenador portátil de Idaho conversaba con el de
Wisconsin, el profesional cenó (muy mal) galletitas saladas y una Coca-
Cola. Por aquellos lares no había caviar ni champán. Menos mal que ese
trabajo acabaría pronto.
El profesional comprobó la hora. Sólo podía utilizar el ordenador de la
compañía en periodos cortos de menos de media hora, si no, el
departamento informático de la empresa que había pirateado el

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

profesional se daría cuenta. Habían pasado veinte minutos.


Era hora de salir.
El profesional suspiró y empezó a hacer el largo y delicado camino de
vuelta. Le llevaría otras dos noches entrar en el Departamento de Justicia;
tres como mucho. El problema era qué iba a hacer con la llave que había
descifrado parcialmente. Era demasiado larga y compleja como para
almacenarla en el disco duro del ordenador. ¿Dónde podía meterla?
El profesional sonrió de pronto.
¿Dónde se dejaban las llaves? La respuesta era obvia: bajo el felpudo.

* * *
—Cooper, no —susurró Julia, impresionada. Y luego más alto—: ¡No!
—Temblaba de nervios, se puso en pie de un salto y paseó por la
habitación.
Cooper la miraba con su inexpresivo rostro de siempre, pero Chuck
parecía preocupado y se removía incómodo sobre el sillón de muelles
rotos.
Nada más colgar, Cooper había llamado a Chuck, que había llegado a
casa en menos de diez minutos, jadeando y resollando; tiempo de sobra
para que Julia se pusiera unos vaqueros y un jersey. Chuck llegó justo
cuando Cooper salía de la habitación con la camisa medio abrochada.
Pese a la gravedad del asunto, Julia se había puesto colorada
pensando que Chuck iba a llegar a la conclusión obvia. Pero, por la
expresión del sheriff, Julia y Cooper podrían haber estado tomando un té
con pastas.
Chuck había escuchado pacientemente el relato de Julia del asesinato
aquel día de septiembre y de lo que había sucedido desde entonces.
Después, ellos dos habían escuchado atentamente a Cooper mientras
establecía un plan para mantener a Julia a salvo. Ésta se estremeció al
oírle trazar un plan que Amnistía Internacional habría tachado de castigo
cruel y poco común.
El plan de Cooper consistía, básicamente, en mantenerla encerrada
en una habitación, con un guardia armado en la puerta, hasta que se
llevara el caso ante la Justicia. Julia sintió que se ahogaba.
—Eso no es un plan... ¡es una condena! —Julia se rodeó con los
brazos, temblando de frío y tensión—. Cooper, vas a tener que encontrar
un plan mejor. No puedes tenerme encerrada bajo llave como si fuera una
prisionera. Me volvería loca.
Cooper la miró sosegadamente.
—No serías una prisionera. Pero estarías a salvo... todo lo a salvo que
puedo mantenerte.
—Eso no es estar a salvo, Cooper. Es estar muerta. —Julia se
estremeció y pensó en aquel último mes y medio, con sus cafés del jueves
y del sábado con Alice, planeando la resucitación del local, involucrándose
en las vidas de la gente de Simpson... todas esas cosas la habían
mantenido cuerda. Se conocía muy bien. Sabía lo aterrorizada que estaría
si la encerraran en una habitación; se sentiría como una polilla frenética
que se golpea hasta morir contra la ventana—. No puedes hacerme esto,
Cooper. —Cerró las manos—. No puedes. Creo —dijo suspirando—... creo

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que preferiría morir.


Cooper la miró fijamente, juzgando si lo decía en serio.
—¿Qué sugieres? —preguntó frustrado. Se pellizcó el puente de la
nariz—. ¿Quieres ir por ahí con una diana en la cabeza? ¿Ponemos un
anuncio en el Pioneer? Un mapa y una flecha, quizá. «Atención asesinos a
sueldo. Julia Devaux está aquí».
Julia se mordió el labio y rogó porque no brotaran las lágrimas de
terror que se le agolpaban en los ojos.
—Quiero estar a salvo, Cooper. Claro que no quiero correr riesgos
innecesarios; pero tampoco quiero que me entierren en vida. A ver, ¿qué
fue lo que te dijo exactamente Herbert Davis? ¿Saben con seguridad si
Santana ha descubierto dónde estoy?
—No —dijo Cooper a su pesar—. Pero lo cree muy posible.
—¿Y en qué se basa? —preguntó Chuck.
Cooper se volvió agradecido hacia Chuck, confiando en que éste fuera
más racional.
—La información relativa a Julia estaba guardada en un archivo
codificado, junto con otros dos casos. Los otros dos testigos estaban
también en Idaho, como Julia. —Cooper cerró los puños—. Y los dos están
muertos.
Las espantosas palabras quedaron suspendidas en el aire. Chuck
parecía dubitativo y Julia sintió que el pánico volvía a embargarla.
—¿Muertos... cómo? —preguntó por fin.
—Accidente. Los dos. —Cooper tensó los músculos de la mandíbula—.
O eso dicen.
—¿Quién lo dice?
—La policía y los federales.
—¿Tanto la policía como el FBI cree que las muertes fueron
accidentales? —preguntó Chuck.
Cooper asintió.
—No lo sé Coop —dijo Chuck rascándose la barbilla—. La policía y los
federales... No son cualquier cosa, ¿sabes? Lo habrán investigado bastante
a fondo. A nadie le gusta que le pillen con el culo al aire... perdón por la
expresión, Sally.
Cooper tensó de nuevo la mandíbula.
—Y seguro que... —Julia se lamió los labios resecos. Le estaba
costando trabajo pensar bien—. Seguro que si alguien supiera dónde
estoy... habrían venido a buscarme primero a mí, ¿no? Creo que ofrecen
un millón de dólares por mi cabeza.
—Dos millones —dijo Cooper con pesar—. Lo han subido.
Julia cerró los ojos y se estremeció. Santana estaba dispuesto a pagar
dos millones de dólares por verla muerta. Nunca la habían odiado tanto.
—No hay pruebas estables de que hayan descubierto mi paradero,
¿verdad?
—No. Pero tampoco hay garantías de que no lo hayan hecho.
Julia se acercó despacio a la ventana y miró fuera. La temperatura
había caído y el suelo estaba helado. El mundo parecía frío y sin vida. Julia
trató de imaginarse mirando a través de esa ventana, hora tras hora, día
tras día, asustada, sola y atrapada.
Cooper se acercó a ella por detrás y sus miradas se encontraron en el

- 185 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

reflejo de la ventana.
—No puedo hacerlo, Cooper —dijo suavemente—. No puedes
encerrarme. Por favor, no me obligues a hacerlo.
—No irás a ningún lado sin decírmelo antes —dijo, poniéndole las
manos en los hombros. Julia se volvió con los ojos llenos de esperanza.
—No.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Irás del colegio a casa. Y Chuck, Bernie, Sandy, Mac o yo te
acompañaremos.
—Sí, Cooper.
—Llevarás un arma siempre. Salvo cuando estés en clase, y Chuck
estará a la puerta del colegio.
—¿Ah, sí? —Julia le miró perpleja—. No he usado un arma en mi vida.
—Pues aprenderás; te enseñaré, tampoco es tan difícil.
—Vale. —Julia ladeó la cabeza—. Y quiero que me enseñes lo básico
de defensa personal.
—Buena idea. Aikido.
—¿Ai... qué?
—Aikido —repitió Cooper—. Un arte marcial. No requiere la fuerza del
judo o del kárate.
—Sí, Cooper.
—Si quieres ir a ver a alguna de tus amigas, Alice, Maisie o Beth, me
lo dices y o te acompaño yo, o te acompañan Chuck, Bernie, Sandy o Mac.
También tengo que decírselo a Loren y Glenn —añadió Cooper, mirando a
Chuck—. Y al resto de los hombres del pueblo. No tienen por qué saber la
razón; les basta con saber que no puedes estar sola ni un minuto.
Chuck asintió.
Julia no estaba demasiado convencida de haber tomado la decisión
acertada, pero ahora mismo sólo había una respuesta posible:
—Sí, Cooper.
—No contestes al teléfono. Nunca. Lo haré yo por ti.
—Sí, Coop... —empezó a decir Julia y se detuvo—: ¿A todas horas?
¿Cómo vas a hacer eso?
—Estaré aquí todo el tiempo que pueda; voy a mudarme aquí,
contigo.
—Pero, Cooper... Si te mudas conmigo... quiero decir, ¿qué va a
pensar la gente? No es muy... —Se encogió de hombros sin saber qué
decir y miró a Chuck.
—No pasa nada, querida —dijo éste dándole unas palmaditas en el
hombro—. Lo último de lo que tienes que preocuparte es de qué piense la
gente de Simpson de ti. A todos nos caes fenomenal. Joder, en todo caso,
estamos encantados de que Cooper por fin se acueste con alguien.

* * *
«Me protegen hasta la muerte», pensó Julia un par de días mis tarde.
Abrió la puerta del cuarto de baño del colegio y le puso una mano al bedel
en el pecho para que no le siguiera.
—Aquí no, Jim —dijo exasperada.

- 186 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Pero... pero señorita Anderson —protestó éste, abriendo mucho sus


acuosos ojos azul clarito—. Chuck me dijo que no la perdiera de vista en
ningún momento.
—Estoy segura de que Chuck no se refería a que me tuvieras que ser
también al cuarto de baño de señoras. De verdad, Jim, no va a pasarme
nada.
Sin darle la oportunidad de que contestara, se deslizó en el cuarto de
baño de profesores y cerró la puerta tras ella. Apoyó las dos manos en el
lavabo y se miró en el espejo.
Ella, que había pensado que su vida se había descontrolado desde
que presenció el asesinato... ¡Eso no era nada comparado con que Sam
Cooper la protegiera! Observó el pequeño cuarto de baño. Era la primera
vez en tres días que conseguía estar a solas. Cooper había pasado el resto
de la noche del domingo y las primeras horas de la mañana del lunes
hablando por teléfono con Herbert Davis y consultando qué hacer con
Chuck. Entre los tres habían desarrollado un plan de lo más elaborado,
que ella no había conseguido seguir, lleno de «líneas claras de
comunicación», «zonas de fuego» y «señales de inteligencia». Julia se
había quedado dormida en el sillón, escuchando la profunda voz de
Cooper.
Ahora vivía en una casa blindada, en la que todo lo que se pudiera
abrir tenía alarmas. La puerta principal y la trasera estaban hechas ahora
de acero reforzado. Cooper había enviado a dos de sus hombres a Boise y,
el lunes por la noche, le instalaron detectores de movimiento y trampas.
Su teléfono grababa mensajes y reconocía las llamadas; y en cada
habitación había un extintor de incendios.
Desde que se levantaba por las mañanas hasta que volvía a su casa
por las noches, Julia iba pasando de mano en mano, siempre vigilada por
alguien.
Se sentía como el testigo en una carrera de relevos.
No tenía la más remota idea de qué historia le habrían contado
Cooper y Chuck a los demás hombres del pueblo, pero dio resultado.
Cuando iba a ver a Beth para planear el rejuvenecimiento de la tienda de
comestibles, Loren permanecía atento a cualquier movimiento que
pudiera haber fuera. Julia podía llenar hojas y hojas de garabatos mientras
Beth iba comentándole lo que quería, que Loren no apartaba los ojos de la
puerta ni una sola vez.
Una vez en que un vendedor ambulante que se había perdido entró a
preguntar por una dirección, Loren sacó un walkie-talkie de debajo del
mostrador y dijo algo con voz queda. Chuck y Bernie se materializaron de
inmediato; el primero llevaba la mano sobre la pistola y, el segundo, un
rifle. El vendedor ambulante había mirado a uno y otro, compró una bolsa
de manzanas, preguntó cómo se llegaba a Rupert y salió de allí
inmediatamente. Julia le vio frotarse la ceja una vez fuera y correr al
coche, que tenía fuera. Chuck, Loren y Bernie se pusieron junto a la puerta
y le observaron hasta que el coche desapareció de la vista.
No era la mejor forma para fomentar el turismo.
Julia estaba deseando que llegara esa noche, pues Cooper le había
conseguido un reproductor de DVD y había traído suficientes películas
para mantenerla ocupada durante los próximos cincuenta años. Para su

- 187 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

sorpresa, Cooper también era un apasionado de las películas; a más


antigua, mejor, como ella. Sus gustos eran bastante parecidos, aunque
Julia prefería las comedias románticas y Cooper se inclinaba más hacia
Hitchcock y las películas del oeste. Esa noche le había prometido que le
llevaría Casablanca.
Se estremeció al pensar en lo que vendría después.
Normalmente, menos cuando estaba en el colegio, Julia llevaba una
pistola pequeña pero poderosa. Una Beretta Tomcat del calibre 32.
Cooper le había dicho que no quería que llevara una «pistola de
niña». La Tomcat era pequeña, pero Julia se quedó sorprendida del
retroceso que tenía, y del daño que hizo en los pocos árboles contra los
que había practicado.
Cooper era un profesor excelente, paciente y minucioso. Al principio,
le había repetido una y otra vez la teoría hasta volverla del revés con
tanto tecnicismo; y después le había dejado empezar a practicar con
blancos. Aún le dolía la parte de atrás de las piernas de la mala postura
que había adoptado al principio. Cooper le había hecho echarse hacia
delante, como si estuviera un poco agachada, y apoyar la mano sobre la
de él para pegar el primer tiro de su vida. Lo falló, pero por muy poco.
No estaba segura de poder tener la sangre fría necesaria para
disparar a un ser humano, pero le sorprendió descubrir la seguridad que le
daba llevar un arma siempre con ella.
Un golpe seco la sacó de sus pensamientos.
—¿Señorita Anderson? —llamó Jim con ansiedad—. ¿Se encuentra
bien?
—Sí, Jim —dijo con un suspiro—. Ya salgo.

* * *
¡Ya está!
El profesional se echó hacia delante con entusiasmo mientras el
ordenador pitaba.
Ya iba siendo hora. Aquel lugar pondría los pelos de punta a
cualquiera. La cama estaba hundida, el tiempo era un asco y la comida era
peor. Pero la larga espera llegaba a su fin.

dnjsterhjkqarngdea,mftgnñtrhklagfna,dm ghñtkhrñ

fikropeqhgtjenras,nwkehtjmikofljeqgklanrrikeñnake
ejrkhowrejfhpeqigtkrfqnrebtoqlakngfdla'ljtrkoeqjfikr

Descodificación 60%,.. 70%... 80%... 90%...

Venga, muñeca, aún podemos pasar Acción de Gracias en St. Lucía.

Descodificación completada.

¡Bingo!
La pantalla se llenó de letras.

ARCHIVO: 248

- 188 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

TESTIGO DEL PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: Julia Devaux.

FECHA Y LUGAR DE NACIMIENTO: 06/03/77, Londres, Inglaterra.

ÚLTIMO DOMICILIO: 4677 Larchmont Street, Boston, MA.

CASO: Homicidio, Joel Capruzzo, 30/09/04.

ÚLTIMA DIRECCIÓN CONOCIDA: Hotel Sitwell, Boston, MA.

CAUSA DE LA MUERTE: hemorragia masiva a causa de una herida de


bala del calibre 38. en el lóbulo anterior izquierdo del cerebro.

ACUSADO: Dominic Santana.

DOMICILIO ACTUAL: Centro Correccional de Warwick. Warwick,


Massachussets.

«Venga, venga... todo eso ya me lo sé». El profesional se inclinó hacia


delante con los ojos fijos en la pantalla. «Venga, cuéntame algo que no
sepa».

FECHA INGRESO PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: 03/10/05

Área 248, Código 7gj608hx4y

«Área 248. Bien, ya sabemos dónde está eso. Ahora, a por lo demás».
La información ya estaba en el archivo, sólo tenía que saber sacarla. Y no
era más que cuestión de tiempo, y paciencia.

Área 248, Código 7gj608hx4y:

El cursor parpadeó en ese punto durante quince minutos. El


ordenador se puso a pitar justo cuando el profesional terminaba de contar
todas las grietas que había en el techo.

Descodificación 60%... 70%... 80%... 90%...

Descodificación completada.

¡Ahh! La emoción de la caza. No había nada como aquello.


Las letras empezaron a aparecer.

JULIA DEVAUX, TRASLADADA COMO: Sally Anderson.

DOMICILIO ACTUAL: 150 East Valley Road, Simpson, Idaho.

«Vaya, vaya, vaya», pensó el profesional recostándose en la silla.


«Sally Anderson».
Ya estaba. En nada el profesional estaría en un avión, rumbo a
paradero desconocido, con dos millones de dólares en el bolsillo.

- 189 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

* * *
La tarde del lunes siguiente, Julia estaba en la puerta de la tienda de
los Jensen, escuchando atentamente las risotadas femeninas que llegaban
del Out to Lunch.
Alice por fin había conseguido que la Asociación de Mujeres de Rupert
organizara su merienda allí y, al parecer, todo el mundo estaba pasándolo
fenomenal en el nuevo restaurante de moda de Simpson.
Todo el mundo menos Julia.
Cooper le había dado la orden estricta de que le esperara en la tienda
de los Jensen hasta que pudiera pasar a recogerla. Hasta Beth había ido al
restaurante y probablemente se estuviera regodeando en la mousse de
chocolate y ron de Maisie.
Para ser honestos, Beth le había preguntado a Julia si no le importaba
que fuera; y ésta había apretado la mandíbula y le había dicho que no
fuera tonta, que fuera. Pero no era justo que tuviera que perderse toda la
diversión.
Además, aunque Cooper llegara a tiempo, tampoco podría pasarse
por allí.
No, señor.
Cooper le había dejado muy claro que la reunión de la Asociación de
Mujeres de Rupert le quedaba terminantemente prohibida. La noche
anterior lo habían discutido y le había rogado que le dejara asistir, pero no
consiguió nada. Trató de seducirle, y eso sí que funcionó. Y muy bien.
Aunque no para hacer cambiar de opinión a Cooper, sino para hacerle
sentir seis o siete orgasmos alucinantes.
Hablar con Cooper era como hablar con las paredes; no había quién le
hiciera cambiar de parecer. Era una locura pensar que algún miembro de
la Asociación de Mujeres de Rupert pudiera sacar de pronto una
ametralladora de su bolso de flores.
Julia las había visto llegar a todas, una por una. Estaba claro que las
mujeres de Rupert no sabían que lo que estaba de moda eran los bolsos
pequeños. A decir verdad, algunas de ellas llevaban unos bolsos en los
que cabía un bazoka.
Aun así, era ridículo que Cooper sospechara de cualquiera de los
miembros de la Asociación de Mujeres de Rupert. Todas ellas se conocían
desde hacía siglos. Había intentado sonsacarle la verdadera razón para
que se negara a dejarla asistir, pero ahí también se había encontrado con
un auténtico muro de piedra. Lo único que había sacado en claro era que
no se fiaba de nadie que no hubiera conocido de toda la vida, infancia
incluida, pese a que la persona en cuestión fuera mujer, tuviera setenta
años y una artritis de caballo.
Pues aquello no era vida. ¿Qué sentido tenía estar viva si no podías
probar siquiera la mejor mousse de chocolate y ron del mundo entero? Por
no mencionar la tarta de crema de manzana o la crema bávara de
chocolate. Maisie se había superado. Julia lo sabía porque le había dado a
probar las tartas de ensayo. Pero ahora quería probar las de verdad.
Le llegó otra risotada desde el otro lado de la calle y Julia miró con
pena hacia allí. La calle estaba desierta, como siempre. No había asesinos
locos con pistolas, ni siluetas siniestras, ni un perro callejero siquiera.

- 190 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Estaba completamente sola, pues todo Simpson estaba en la fiesta.


Todos menos Loren, que estaba en la trastienda ordenando la
mercancía. Pintura, barniz, clavos, barricas de madera antiguas. El sábado
iba a ser el gran día para la tienda de los Jensen, pues iban a redecorarla
siguiendo los planos que habían hecho Julia y Beth.
Julia pudo oír a Loren murmurándose algo para sí mismo y sonrió. No
estaba muy familiarizado con la pintura y los artículos de ferretería, y Julia
le había visto algo desbordado con los planes de remodelación; pero Beth
estaba tan entusiasmada con la idea que había aceptado hacerlo. Ahora
probablemente estaría llevándose las manos a la cabeza por la cantidad
de cosas que habían comprado.
Seguramente estaría ocupado la siguiente media hora, repasando
toda aquella mercancía de la que nada sabía. Julia volvió a comprobar la
calle, que seguía vacía. Todavía eran las cuatro y media; Cooper le había
dicho que no llegaría hasta las cinco.
Cuatro y treinta y tres. Julia volvió a comprobarlo y observó la calle
desértica.
¿Por qué no? ¿Qué podría suceder? Podía dejarse caer por el Out to
Lunch, tomarse una rápida taza de té, probar un par de trozos de las obras
maestras de Maisie, reírse un poco y volver corriendo antes de que Cooper
o Loren se dieran cuenta siquiera de que no estaba. No tardaría más de un
cuarto de hora.
Se sintió osada y volvió a echar un último vistazo antes de cruzar
corriendo la calle. Abrió la puerta del Out to Lunch y sonrió en cuanto le
llegaron el olor a comida deliciosa y el sonido familiar de una reunión de
mujeres.
—¡Sally! —Alice corrió hacia ella sonriendo de oreja a oreja. Parecía
joven, fresca y feliz—. Qué bien verte, aunque pensé que Coop había
dicho... —Se volvió al ver que una mano le agarraba del brazo—: Sí,
señora —le dijo a una señora grandota con un espantoso vestido
amarillento—, está al fondo a la izquierda. La flecha rosa es el de señoras.
Espere, que la acompaño. —Aun sonriendo, miró a Julia y se disculpó para
acompañar a la señora. Eran como un punto de exclamación y una
calabaza.
«Le va a ir bien», pensó Julia con orgullo mientras observaba a Alice.
Miró a su alrededor. Ahora que el restaurante estaba lleno, parecía un
poco menos cursi. De hecho, la mesa llena de comida que hacía la boca
agua de Maisie, el precioso mantel azul clarito y las maravillosas tazas de
té que ofrecían lo hacía parecer hasta... elegante.
Nadie parecía quejarse. Debía haber unas treinta personas ahí
metidas y, al parecer, todas ellas estaban disfrutando del encuentro. Y
devorando la comida como gumias.
Julia observó la sólida barrera de espaladas que había junto a la mesa
y estudió el terreno. Tendría que ir derecha hacia la mesa de la comida.
No tenía mucho tiempo y quería probarlo todo. Julia empezó a andar con
paso decisivo, preparada para la batalla.
—Ey. —Una joven rubia se puso en su camino con un plato lleno de
todo lo que había en la mesa—. ¿Qué tal? Dios, qué bien ver una cara
conocida. ¿Has probado esto de chocolate? Está delicioso.
Julia estudió a la joven. Le resultaba familiar...

- 191 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Mary —dijo de pronto, recordando—. Mary...


—Ferguson.
—Eso es. —Julia no perdía de vista la mesa. Quedaban tres trozos de
chocolate—. Nos conocimos en la librería de Rupert, ¿verdad?
—Sí. —La joven se metió un churro en la boca—. Uauu. ¿Qué es esto?
—Churros —dijo Julia. Una mano de entre la multitud se llevó uno de
los trozos de mousse de chocolate. Uno menos; quedaban dos—. Es masa
de donuts frita, más o menos. Si me disculpas...
La joven apoyó una mano en la de Julia.
—Tenías razón, ¿sabes?
—¿Ah, sí? —Otro trozo desapareció y Julia suspiró para sus adentros
—. ¿Con qué?
—Fue una estupidez venirme aquí.
—Fue una... ahh... ya me acuerdo. ¿Quieres decir que aún no has
encontrado ningún cliente?
—No, he encontrado un par de clientes, pero...
A Julia se le hacía la boca agua y le estaba costando concentrarse en
la conversación. Observó con envidia cómo Mary se acababa el último
churro.
—¿Pero?
—No lo sé —suspiró Mary—. He tenido un caso de divorcio y otro de
lesión personal. —Se encogió de hombros—. Pero el divorcio es de lo más
amargo y la pareja está usando a los niños como rehenes. Y el caso de
lesión... —Se inclinó hacia delante y susurró—: ...el tío lo está simulando.
Pretende sacarle un pico a la compañía de seguros.
—No. —Julia trató de parecer impresionada.
—Pues sí —dijo Mary con gesto solemne—. No pensé que esto fuera a
ser... así. Pensé que sería más como La ley de Los Angeles o Murder One.
Ya sabes, pelearse por que se haga justicia y conseguir que un cliente
inocente salga libre.
—¿A qué tipo de abogacía se dedica tu padre?
—Bienes inmuebles. Antes pensaba que era un rollo, pero ahora... —
Mary hundió el tenedor en la crema bávara de chocolate y se lo metió en
la boca. A Julia le entraron ganas de llorar—. Ahora ya no lo sé. En el
derecho inmobiliario no hay padres maltratadores ni certificados médicos
falsos.
—A lo mejor deberías volver a plantearte la situación... a lo mejor lo
que hace tu padre no está tan mal, después de todo.
—Sí, a lo mejor. Iba a quedarme hasta Navidad pero, ¿sabes?, a lo
mejor me vuelvo después de Acción de Gracias. Sólo quedan unos días y
Alice me ha dicho que el Out to Lunch lo va a celebrar por todo lo alto.
Después creo que haré las maletas y volveré a casa, a Boise. Papá se está
portando de miedo; aún no me ha dicho el «te lo dije».
—Mmm —respondió Julia con educación, tratando de acercarse
furtivamente a la mesa de comida. El único trozo de mousse de chocolate
que quedaba no iba a estar ahí toda la vida—. Hasta Acción de Gracias,
entonces.
Una mujer se acercaba al trozo de mousse y Julia se apresuró para
llegar antes que ella. De pronto, una mano de hierro la agarró del hombro
y tiró de ella hacia atrás.

- 192 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —El tono de voz era
fuerte y enfadado.
«Oh, oh», pensó Julia.

- 193 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 18

—¿Qué cojones ha sido eso? —preguntó Cooper por enésima vez. La


había arrastrado fuera del restaurante sin dejar siquiera que se despidiera
de nadie, y le había llevado a casa sin dejar de mirar a todos lados.
La última media hora no había parado de caminar por la alfombra
haciendo círculos.
—Creí que te había dicho...
—Que no saliera de la tienda —concluyó Julia la frase—. Sí, me lo
dijiste.
—Sabías que no debías ir a lo de Alice, ¿verdad?
—Sí, Cooper. —Julia cerró los ojos.
—Sabías que era demasiado peligroso. Lo hemos discutido un millón
de veces.
—Sí, Cooper. Lo siento —dijo al fin, suspiró con fuerza y se pasó la
mano por el pelo—. Sólo tratas de protegerme y yo me he comportado
como una niña pequeña. Lo siento, Cooper.
A Cooper se le pasó un poco el enfado que se había cogido al verla en
el Out to Lunch. Aunque el enfado era mejor que el miedo que había
sentido cuando entró en la tienda de los Jensen y no ver a nadie allí. Un
miedo atroz, como nunca antes había sentido, le invadió cuando Loren
salió de la trastienda secándose las manos en el delantal y le dijo:
—Lo siento, Coop. Me he entretenido ahí atrás. ¿Dónde...? —Y
entonces Loren había mirado a su alrededor, lívido de horror.
Julia no estaba y a Cooper se le cayó el alma a los pies.
Vio a Loren girar la cabeza, buscándola pese a que sabía que ya era
demasiado tarde.
—Oh, Dios, Coop —había susurrado Loren—. No está. Dios mío, qué
he... —Pero Loren se había quedado hablando solo, porque Cooper ya
había salido escopetado a la calle, derecho hacia el único sitio en el que
podía estar.
La fiesta de señoras de Alice.
Daba igual que hubieran estado discutiendo hacía nada por qué no
podía ir. Pese a que Julia sabía que alguien iba tras ella, estaba
completamente fuera de su elemento. No le habían entrenado para eso,
como a él, que había perseguido a hombres y sabía muy bien lo que era.
Le había obligado a Herbert Davis a que le enviara toda la
información relativa a Santana, descubriendo así que Santana no era un
matón cualquiera, sino un gángster de considerable poder. Cooper sabía lo
suficiente como para ser consciente de que una recompensa de dos
millones de dólares significaría que todos los matones del país estarían
buscando cualquier pista que les llevara al escondite de Julia.
—Lo siento, Cooper —repitió Julia con suavidad, mirándole a los ojos
—. No debería haber ido.
El enfado y el miedo de Cooper empezaban a remitir, aunque aún no

- 194 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

se atrevía a tocarla, así que metió las manos en los bolsillos del pantalón y
retrocedió un paso.
—No, no deberías haberlo hecho.
—No debería haberte desobedecido.
—No.
—Estabas preocupado.
Preocupado se quedaba corto. Más bien aterrorizado.
—Sí.
—De todas formas... —Julia luchaba por no alzar la voz—... De todas
formas, me cuesta imaginar a una de las Mujeres de Rupert confabulada
con Santana.
—No tienes ni idea de eso —respondió Cooper. No se dio cuenta de lo
áspera que había sonado su voz hasta que le vio hacer una mueca de
dolor—. El peligro puede venir de cualquier frente, en cualquier momento,
y si no estás preparada... eres historia en menos que canta un gallo. No
voy a dejar que Santana te atrape, puedes estar segura de ello.
—Ya lo ha hecho. —Su voz era suave y le llevó un minuto darse
cuenta de lo que acababa de decirle.
—¿A qué demonios te refieres con eso?
—Santana ya ha ganado, Cooper. Ya me ha quitado mi vida. Lo más
seguro es que ya no tenga trabajo y hace casi dos meses que no veo mi
casa. ¿Quién sabe cuándo volveré a verla? Para entonces todas mis
plantas habrán muerto ya. Y mi gato. —Trató de soltar una carcajada y se
frotó los ojos con enfado, prometiéndose a sí misma que no lloraría—.
Federico Fellini. Llamé a Fred en honor a él. —Su voz era desoladora y
vacía—. Todo lo que tenía. Todo lo que era yo... me lo ha quitado. Ya no
tengo vida; me la ha quitado.
Era cierto. Ya no tenía esa viveza que tanto contrastaba; parecía que
alguien hubiera apagado la luz de su interior. Santana le había quitado su
vida, su centro, su esencia propia.
Cooper no conocía a demasiadas personas que pudieran soportar la
pérdida de su casa, de su trabajo y su vida, que se encontraran de pronto
en un pueblo desconocido y, aun así, hacer amigos como Julia. Él nunca
habría podido hacerlo. Si le hubiera sucedido lo mismo que a ella, no
habría tenido el valor suficiente para meterse de lleno en el pueblo, hacer
amigos, y trastocar la vida de la gente que le rodeara.
—¿Cooper? —Le miró con ansiedad—. ¿Sigues enfadado conmigo?
—No. —Soltó el aire poco a poco y alargó una mano para acercarla a
él, agradecido de tenerla junto a él. Viva y en sus brazos—. No estoy
enfadado, sólo asustado.
—Yo también —susurró.
Cooper se apartó un poco.
—Entonces por qué... —empezó a decir, pero se detuvo. Sabía por
qué. Había hecho toda la remodelación y el trabajo para decorar el local
de Carly y convertirlo en el de Alice. Se merecía unirse a la fiesta.
—Me... preocupo —dijo al fin.
—Lo sé, Cooper. Y siento haber hecho que te preocuparas con mi
egoísmo. ¿Me perdonarás?
Eso habría movido hasta a una piedra. Y, dijera lo que dijera Melissa,
Cooper no estaba hecho de piedra.

- 195 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Sí —dijo con voz ronca—. Te perdono. De todas formas, ha sido mi


culpa; no debería haber llegado tan tarde.
—No, Cooper, no te culpes. Soy la única culpable, pero no he podido
evitarlo. No puedo vivir como te gustaría que hiciera; tendría que ser ciega
y sorda y... no preocuparme por nadie, supongo. Quería ver qué tal le iba
a Alice.
—Más bien querías probar el bollo de chocolate —dijo sonriendo.
—Mousse —sonrió—. Y sí, eso también. Aunque no probé bocado. De
todas formas, Maisie traerá un poco mañana a lo de Beth, si se lo pido.
¿Cooper?
—¿Sí?
—Acabamos de tener nuestra primera pelea.
Cooper suspiró.
—Sí.
—Y hemos sobrevivido.
—Sí.
—Aunque, cómo no, eres un auténtico tozudo.
Cooper apretó los labios.
—Y tú una imprudente sin perdón.
—Pero me has perdonado. —Le sonrió de oreja a oreja—. ¿A que sí?
—Sí. —Cooper alargó la mano y la estrechó entre sus brazos,
besándola.
—Supongo que eso significa que de verdad te importó —susurró Julia
al cabo de un rato.
Cooper sonrió con tristeza.
—Supongo que sí.

* * *
—¡Uft! —Dos tardes más tarde Cooper rodaba sobre su hombro.
Agradeció de inmediato las colchonetas que había puesto en el salón de
Julia para practicar Aikido.
—¡Lo he hecho! —chilló Julia, subiéndose a horcajadas sobre Cooper y
golpeando el aire, encantada—. ¡Lo he hecho! ¡Te he tirado! —Se levantó
y ejecutó un bailecito triunfal, golpeando con ferocidad a enemigos
imaginarios.
—Pues sí. —Cooper sonrió y se puso en pie. Le encantaba verla así de
feliz y triunfal.
Le había costado tirarse al suelo sin que se notara, pero había
merecido la pena. Ya se sabía un par de llaves básicas, y Cooper
empezaba a convencerse de que podría tumbar a un atacante poco
entrenado. Uno muy débil y poco entrenado. Pero quería que supiera lo
que se sentía tumbando a alguien, que ganara confianza.
Julia estaba tarareando la canción de Rocky y golpeaba el aire como
sí fuera una campeona de pesos pesados.
—No eres tan duro, grandullón —dijo y se echó a reír.
Cooper sonrió.
—Supongo que no; aunque es algo humillante.
—Quiero un premio por haber ganado. —Le rodeó haciendo como que
boxeaba—. Si no quieres que te dé una paliza.

- 196 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Me tienes muerto de miedo. —Era incapaz de resistirse a ella


cuando estaba de tan buen humor—. De acuerdo. Dime qué quieres.
Cualquier cosa.
Julia se detuvo y le miró a los ojos.
—¿Lo dices en serio?
Sonrió ante la idea de darle algo.
—Sí, claro. Cualquier cosa. ¿Quieres un caballo? —le preguntó
animado—. Tengo una alazana maravillosa de boca muy suave. Te
encantará.
Julia sacudió la cabeza. Vale, caballos no.
—¿Joyas?
Volvió a sacudir la cabeza.
—¿Un abrigo de piel?
Sacudió la cabeza otra vez.
—No, eso tampoco.
—¿Bueno, y qué quieres? —Si podía dárselo, se lo daría.
—Quiero ir a la fiesta de Acción de Gracias de Alice.
La sonrisa se borró de sus labios de inmediato.
—No —dijo—. Rotundamente no.
Ella también dejó de sonreír.
—Me habías dicho que podía tener lo que quisiera; y lo que quiero es
estar allí cuando Alice y Maisie vean el éxito que es.
—No. —Cooper apretó la mandíbula—. Cualquier cosa, menos eso.
Puedes pedirme perlas y diamantes. Te doy mi mejor semental, si quieres.
Pero no quiero verte entre la multitud del día de Acción de Gracias. Y no
hay más que hablar.
El aire se llenó de tensión. Julia dejó de hacer el payaso y se quedó
quieta, muy recta.
—Trabajé durante días para renovar la cafetería. Alice es mi amiga. —
Tragó con fuerza—. Si no puedo tener amigos, y no puedo ver cómo
triunfan, ni hacer planes, me da igual existir o no, Cooper. Poco importaría
que estuviera muerta. Te lo estoy pidiendo como un favor; quiero
compartir al menos parte de ese día con Alice. Sólo un ratito. —Le buscó
con la mirada—. Por favor, Cooper.
—¡Joder! —Cooper quería golpear algo. Sabía muy bien qué le estaba
pidiendo; y era una locura. Pero también sabía lo mucho que se lo
merecía, lo que significaría para ella, para Alice y Maisie, que estuviera allí
el día de Acción de Gracias.
No volvió a suplicárselo; se lo dejó a él, a que decidiera qué hacer.
Era una locura, pero se merecía estar allí.
«No quiero hacerlo, —pensó—. No quiero decirlo». Pero lo hizo.
—Vale.
—¡Oh, Cooper! —La espantosa sensación de haber cometido un error
cediendo casi valió la pena por ver cómo se le encendía el rostro—. Oh,
Cooper, ¡gracias! —Julia le abrazó—. Llevo tanto tiempo deseándolo. Sé lo
mucho que ha trabajado Maisie para hacer el menú y va a ser... —Se
detuvo y le miró con cuidado—. Me habías dicho que no quieres que esté
cerca de ningún extraño.
—Ya lo sé.
—Quiero decir que la idea de la reunión de la Asociación de Mujeres

- 197 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

de Rupert te aterraba.
Apretó la mandíbula.
—Sí.
—Así que esta es una concesión enorme por tu parte —dijo.
—Sí.
—Es nuestra segunda pelea.
—Sí.
—Y has cedido.
—Ehh...
—Sólo será una tarde, Cooper —dijo Julia—. Un par de horas. Y a lo
mejor tú también podrías venir.
—Claro que iré. —Cooper se la quedó mirando. ¿Cómo podría pensar
lo contrario? Estaría allí... y armado. Igual que Bernie, Sandy, Mac y Chuck.
Iba a ser todo lo seguro que pudiera.
—Bueno, me alegro de que cambiaras de opinión. —Le sonrió y él la
abrazó con fuerza. Al cabo de un rato, le dijo—: Me alegra saber que no
siempre eres tan tozudo.
—Gracias —respondió forzando una sonrisa—. Creo.

* * *
Como muchos de aquel oficio, el profesional tenía el don de la
invisibilidad.
Gracias a que era de altura y peso medios, el profesional podía entrar
y salir de los sitios, indagar un poco y, después, nadie sería capaz de
describirle con exactitud. Parte de un buen golpe se debía a la
información, y no se podía obtener información si se llamaba la atención.
Le había resultado imposible encontrar un buen mapa de Simpson,
pero no le había costado encontrar el 150 East Valley Road. Debía de
haber unas seis calles en total en el pueblo y el profesional ni siquiera
tuvo que preguntar dónde estaba. Le había bastado con darse una vuelta
por la zona para distinguir cuál era la casa de Julia Devaux.
Era una casita de una planta, con pintura atenuada y un jardincito en
la entrada. Una de las columnas del porche tenía una raja de medio
centímetro de ancho y, en su conjunto, no tenía nada que ver con la casa
en la que solía vivir en Boston: 4677 Larchmont Street era un edificio lleno
de apartamentos de yuppies valorados en 250.000 dólares cada uno.
«Has pasado a peor vida, Julia Devaux», pensó el profesional.
Pero, al parecer, no había perdido el tiempo en Simpson. Se la
relacionaba con un vaquero, un tal Sam Cooper, y para su gran disgusto
no parecían dejarla sola ni un minuto del día. Desde que salía de su casa,
por la mañana, hasta que volvía a entrar por la tarde acompañada de Sam
Cooper, que se quedaba a dormir allí, Julia Devaux siempre iba
acompañada de alguien. Si Sam Cooper no estaba por ahí, iba con alguno
de sus hombres. El profesional oyó que en el pueblo les llamaban Bernie,
Sandy y Mac.
Había tenido una mínima oportunidad durante aquella estúpida
reunión de mujeres, pero ese maldito vaquero había aparecido en el peor
momento.
Normalmente todo eso no le habría supuesto ningún problema, pues

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

el profesional sabía utilizar armas de precisión y podía pegarle un tiro a


Julia Devaux desde lo alto de algún tejado mientras atravesaba la calle.
Pero había dos problemas. Y eran grandes.
El primero de ellos era que los hombres de Simpson parecían ser
bastante desconfiados, empezando por Sam Cooper, que no paraba de
mirar a todos lados al andar. Y el sheriff también parecía estar demasiado
alerta, sin apartar nunca la mano de la pistola. El profesional no estaba del
todo seguro de poder escapar tras el disparo, y al profesional le gustaba
estar seguro de las cosas.
Pero, sobre todo, Santana tenía que saber exactamente quién se
había deshecho de Julia Devaux; de lo contrario, podía despedirse de su
recompensa. Julia Devaux muerta no significaba nada para el profesional,
a no ser que pudiera demostrarle a Santana quién lo había hecho y, así,
hacerse con los dos millones de dólares.
Tenía todo muy bien preparado. Todo estaba en su sitio, listo para
hacerse. La pequeña pistola, la cámara con la hora... pero las cosas
parecían no ir según lo establecido, y eso era malo. Muy malo. El
profesional lo había organizado todo para llegar a la casa de la playa el
domingo treinta, y esas dificultades inesperadas estaban llevando su plan
al garete.
Maldito Sam Cooper.
Aburrido y enfadado, el profesional rebuscó el archivo de Cooper,
esperando encontrarse con los detalles estúpidos de la vida de un vaquero
cualquiera. La pantalla se llenó de información relacionada con Sam
Cooper. Lo primero que vio fue el símbolo que indicaba que había
pertenecido al servicio militar, y el profesional se enderezó.
Un antiguo soldado. Eso sí que eran malas noticias.
El profesional investigó en el Departamento de Defensa.
Muy malas noticias.
Después de todo, Sam Cooper no era un vaquero cualquiera, sino un
antiguo SEAL. Cinturón marrón, y diestro en otras muchas artes marciales.
El hombre no sólo era un ex-combatiente, sino que, según el informe, era
un magnífico estratega militar. Varios de los hombres que mandaba le
siguieron hasta su rancho, entre ellos dos francotiradores condecorados
llamados Harry Sanderson y Mackenzie Boyce. Sandy y Mac. No era muy
difícil sumar dos y dos.
Muy, muy malas noticias.
Entre los hombres de Cooper no había ningún Bernie, pero el
profesional estaba seguro de que no tendría demasiados problemas con
un arma.
Así que no era ninguna coincidencia que Julia Devaux nunca estuviera
sola.
El profesional se enfadó de pronto. Tenía que haber sido tan
jodidamente fácil. Tan limpio y preciso. Completamente indoloro. Y ahora,
todo su plan se iba a la mierda.
Acción de Gracias. Tendría que ser entonces, cuando la gente
estuviera distraída. Cuando todo el mundo estuviera celebrándolo y
disfrutando de la buena comida y de la bebida. Un trabajo limpio. Nada
complicado.
El profesional odiaba la violencia.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

* * *
—Cooper, háblame —le susurró Julia en el cuello. Le abrazó con más
fuerza y apretó las piernas en torno a las caderas de él. Esas últimas horas
las habían pasado haciendo el amor.
Aunque había cambiado algo en la forma de hacer el amor de Cooper.
Ya no era tan salvaje como antes; ahora insistía más en los preliminares,
tanto que acababa rogándole que la penetrara.
Mientras Cooper estaba dentro de ella, nada podía herirla. Era como
si el tiempo no pasara.
Estaba agotado, tumbado sobre ella y pegándola al colchón con su
peso. Julia estaba húmeda de sudor y semen.
Giró la cabeza para besarle el cuello.
—Háblame —le repitió.
Cooper abrió de pronto los ojos. Se había quedado dormido.
—No estoy siendo muy justa, ¿verdad, Cooper? —dijo Julia
suavemente, acariciándole la cabeza.
Últimamente parecía tener las emociones a flor de piel, y pasaba de
un extremo a otro sin previo aviso. Un miedo tan atroz a veces que la
paralizaba; un placer que le volvía loca; ansiedad; alegría; tristeza.
Suspiró.
—A veces no puedo parar de pensar, ¿sabes? La cabeza me da más y
más vueltas y sencillamente no sé cómo...
—Te quiero.
A Julia se le paró el corazón.
—No... —Su menté voló en busca de una respuesta mientras su
cuerpo, por propia iniciativa, respondía a las fuertes manos de Cooper que
le agarraban de la cadera mientras su pene renacía y se prolongaba
dentro de ella—... No encuentro una respuesta a eso.
—No pasa nada. —Parecía tranquilo—. Imagino que no puedes. Estás
hecha un auténtico lío con todo lo que te está pasando. Y no tengo
derecho a decirte algo como eso, en estos momentos, pero quería que lo
supieras por si... —Cooper vaciló—... por si acaso —dijo al fin.
—Cooper, yo... —Pero le puso un dedo en los labios.
—No; no quiero que me respondas. El mundo que te rodea es un
follón, demasiado como para que sepas cuáles son tus sentimientos. Con
los míos es suficiente.
Julia, emocionada, le besó la barbilla.
—¿Cuándo te has vuelto tan sensible?
Cooper levantó la cabeza y sonrió con tristeza. Suavemente, empezó
a mover las caderas.
—Tal vez no sea el hombre más sensible del mundo, pero no estoy
hecho de piedra.
—No, no lo estás. Sólo una parte de ti. —Le frotó los labios contra el
cuello y se agarró a su hombro. Le encantaba sentirle, sentir su tuerza y
su seguridad.
Le rodeó con las piernas, conduciéndole con los talones mientras
entraba y salía de ella. Sus movimientos fueron lentos y lánguidos al
principio. Julia cerró los ojos, concentrándose en la espiral eléctrica de
placer que sentía entre las ingles. Cooper fue incrementando

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gradualmente la velocidad hasta que la tuvo, temblando, al límite.


Un par de movimientos fuertes y cortos y se corrió. Con un grito
salvaje, las contracciones del orgasmo de Julia hicieron que él también se
corriera. Ya estaba increíblemente húmeda de las veces anteriores. Cada
vez que dormía con él, tenía que cambiar la sábana bajera.
Pero no le importaba.
Le encantaba todo lo relativo a la forma de hacer el amor de Cooper,
pero ese momento era especial. Cuando se quedaban quietos, callados, y
aún unidos.
Cooper. Su Cooper. Por muy fuerte que fuera, no era un hombre de
acero. No era Supermán. Le había visto cansado, preocupado y ansioso.
Tenía un par de arrugas nuevas en el rostro, y parecían permanentes.
Sabía que ella era la causa de la mayoría de sus problemas, pero jamás le
había dejado ver, de ninguna forma, que se lamentara de su intrusión en
la vida de él.
Trató de ver la hora en la oscuridad. No lo consiguió, pero debían de
ser cerca de las once. Los rancheros seguían un horario muy saludable. No
se acostaba tan temprano desde que era pequeña.
Todo aquello era tan poco parecido a Boston. En casa, a las once la
gente seguiría saliendo de los bares y teatros de Larchmont Street. La vida
nunca se detenía en el corazón de Boston.
Ahí fuera, en Simpson, no había más que tierra salvaje.
Era un lugar tan extraño para encontrar el amor.
Amor. Cooper le había dicho que la quería. Ella también le quería. O,
al menos, parecía amor. Aunque estaba segura de que el amor requería
un futuro juntos y, ahora mismo, ella era incapaz de pensar en el futuro.
Cada vez que intentaba tomar el control de su vida o planear algo, una
cortina oscura lo tapaba todo.
De pronto, necesitó que Cooper supiera que le importaba. Levantó la
vista para decírselo, pero le puso un dedo en los labios.
—Duerme ahora, cariño —le susurró—. Mañana es el día de Acción de
Gracias.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 19

—Ey, Davis, feliz Navidad. —La voz del joven ayudante resonó en la
oficina vacía del Departamento de Justicia.
—Es Acción de Gracias, animal —respondió gruñendo Herbert Davis
mientras le daba un mordisco a su sándwich de pavo. Eran las nueve de la
noche y estaba haciendo horas extra. Otra vez. En un día festivo.
—Da igual —respondió alegremente, inclinándose para dejarle un
paquete sobre la mesa—. Es tiempo de felicidad.
Davis recogió el paquete marcado con el sello de URGENTE y lo abrió,
despidiendo al ayudante con un gesto de la mano. Era una cinta de audio.
David suspiró y sacó la hoja que venía la cinta; estaba cansado y sin
fuerzas. A lo mejor Aaron le había contagiado la gripe; Aaron llevaba dos
días en casa, enfermo, y a Davis se le empezaba a acumular el trabajo.
Leyó el mensaje del FBI sin concentrarse del todo en lo que decía.
Habían estado pinchando el teléfono privado de S.T. Akers por un caso de
drogas que no tenía nada que ver con el caso de Santana, pero el agente
encargado le había enviado la cinta considerando que podría resultarle
interesante.
Davis metió la cinta en el radiocassete, picado por la curiosidad.
Llevaba demasiado tiempo haciendo horas extra y, por primera vez, la
idea de pasar el día de Acción de Gracias con su familia política le atraía
más que estar allí.
Se estremeció. Ni de broma; estaba cansado, eso era todo. Davis
volvió a desear que Aaron no se hubiera puesto malo. Pulsó el botón de
play.
El sonido llegaba un poco mal y le costó unos minutos darse cuenta
de qué decían y quién lo decía. En cuanto lo hizo, se le pusieron los pelos
de punta. Paró la cinta y la rebobinó. Tamborileó unos segundos sobre la
mesa, sin atreverse a volver a pulsar el botón de play; sabía que, después
de eso, no volvería a trabajar igual. Lo pulsó.
Se oyó el ruido de un teléfono y después una voz impaciente.
—¿Sí? Akers al habla.
—¿Señor Akers?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Un amigo, señor Akers. O, más bien dicho, un amigo de Dominic
Santana. —Le escucho.
—Sé dónde está Julia Devaux...
—Espere un segundo. Sabe que no puedo escuchar ese tipo de
información. Iría totalmente en contra de la ley.
—Bueno, y cómo…
—Pero imaginemos una situación hipotética. Imaginemos que cuelgo
el teléfono ahora y conecto el contestador. Cuando deje su mensaje, yo
estaré fuera de la habitación, así que no sabré qué ha dicho. E
imaginemos... hipotéticamente, claro, que cuando visite a mi cliente en la

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

cárcel me llevara la cinta. Sigamos imaginando que tuviera que mostrarle


otra parte de la cinta a mi cliente. No sabré qué dice el mensaje hasta
haberle dado play y, para entonces, será demasiado tarde. ¿Me entiende?
—Claro.
—Pues en cuanto cuelgue, saldré de mi oficina y estaré fuera un
cuarto de hora, ¿con eso le vale?
—Sí, no es más que una dirección. Pero quiero dinero. Quiero la mitad
de la recompensa. Quiero un millón de dólares...
—No sé de qué está hablando. Pero si tiene cualquier petición,
dígasela a la cinta.
Se oyó el clic del teléfono al colgar y Davis apagó el radiocassette. No
quería seguir escuchando. Se sentó con la cabeza entre las manos y dejó
que la tristeza le embargara. Tenía que hacer un millón de cosas y andaba
escaso de tiempo, pero necesitaba un minuto para pensar en silencio.
El hombre que había vendido la información acerca del paradero de
Julia Devaux iba a ser perseguido por la ley. Perdería su trabajo, su
pensión, sus amigos y su libertad. Atentar contra la seguridad en beneficio
propio conllevaba penas de hasta 25 años de cárcel. El hombre ya había
perdido a su familia.
Herbert Davis acababa de oír a un hombre suicidándose. Pero no se
trataba de un hombre cualquiera... si no de su mejor amigo desde hacía
veinte años.
El hombre que había traicionado a Julia Devaux era Aaron Barclay.

* * *
—¡Feliz día de Acción de Gracias, Coop, Sally! —dijo Alice
alegremente. Era por la tarde y los primeros copos de nieve empezaban a
caer. Cooper le puso una mano en la espalda a Julia y atravesó el umbral
del Out to Lunch, muerto de miedo.
Aquello no le gustaba nada.
—Venga —les dijo Alice, tomando de la mano a Julia—. Tienes que ver
cómo hemos decorado los platos, te va a encantar. Y Maisie ha hecho un
pan de jerez que te mueres.
«Dios, espero que no», pensó Cooper con amargura, soltando la mano
de Julia. No quería que se alejara demasiado, aunque fuera para seguir a
Alice a la cocina. Le hizo una seña a Bernie, quien se levantó y siguió a las
dos mujeres. Sally se quedó donde estaba, junto a la ventana, mirando
fijamente el local y la calle. Ambos eran buenos hombres.
Cooper miró a su alrededor. Por primera vez aquel día, dio gracias a
que el tiempo fuera tan malo. Muy pocos que no conociera habían
conseguido llegar a la cena de Acción de Gracias. Un Glenn de lo más
orgulloso estaba sentado con Matt a una mesa que había cerca de la
cocina. En otra mesa, los Roger, los Lee y los Munro, tres familias de
Simpson, estaban como en una fiesta; y había otras dos parejas de Rupert
que conocía, aunque no recordaba sus nombres. Además, una pareja
mayor a la que no conocía se deleitaba con una selección de los mejores
postres de Maisie; pero ambos rondaban los setenta y Cooper resistió la
tentación de acercarse y pedirles su identificación.
Observó a un tipo al que no había visto nunca. Parecía un vendedor

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

ambulante; se lo quedó mirando fijamente hasta que, un par de minutos


después, el tipo apartó la vista para encontrarse con la mirada hostil de
Sandy. El hombre tamborileó un par de minutos sobre la silla, dejó el
tenedor en el plato y se levantó, rebuscando dinero en los bolsillos. Al
poco, la pareja de ancianos se fue también.
Cooper vio a la joven rubia con la que había estado hablando Julia
cuando fue a buscarla y la sacó a rastras de la reunión de Mujeres de
Rupert. Se preguntó si debería acercarse a la joven a pedir disculpas por
su comportamiento del otro día, pero al final decidió que no era necesario.
A la mierda los modales.
Cooper se giró con los ojos entrecerrados hacia el alboroto que había
en la puerta. Ya se había llevado la mano a la pistola para cuando se dio
cuenta de que sólo era la voz de Roy Munro felicitando a Maisie y a Alice.
Respiró hondo para tranquilizarse.
Lo había calculado a propósito para llegar justo para cuando los
últimos clientes se estuvieran marchando. Estaba casi seguro de que no
habría clientes para cenar; llevaban todo el día anunciando una tormenta
fuerte, y sólo un loco se aventuraría a salir a la carretera en una tierra tan
aislada como aquella por la noche y con tormenta.
Cooper se sentó a la mesa que Alice les había reservado y esperó con
resignación a que Julia saliera de la cocina.
Por enésima vez aquel día, Cooper se arrepintió de haber aceptado
que Julia viniera a celebrar el día de Acción de Gracias allí, y rogó por que
acabara pronto.
Era la última vez que le permitiría ir a un lugar público antes del
juicio, fuera cuando fuera. Luego, Cooper se dio cuenta de que la Navidad
estaba al caer y gruñó para sus adentros. No habría forma de evitar que
Julia celebrara la Navidad con sus amigos; era del tipo de mujeres que
consideraban un sacrilegio no celebrar la Navidad en condiciones. A él le
importaba una mierda; las dos Navidades anteriores habían sido días
normales de trabajo, como todos los días.
Los caballos no celebraban los domingos, los días festivos, las
Navidades, o el día de Acción de Gracias. Había que alimentarlos y darles
de beber, sacarlos a hacer ejercicio todos los días, sin excepción.
De hecho, empezaba a costarle hacer todo. Cooper no sabría cuánto
más podría aguantar aquella situación; si pudiera convencerla para que se
quedara con él... torció de pronto la boca en una sonrisa; la primera desde
hacía una semana.
Claro, eso solucionaría todos sus problemas. Si pudiera convencer a
Julia de que se quedara en el rancho con él, todo sería mucho más fácil. Se
permitió soñar despierto un rato. A lo mejor podría convencerla para que
decorara un poco la casa, como había hecho con Alice y Beth. Que la
hiciera más agradable. Tal vez pudiera convencerla para que se quedara.
A lo mejor, si jugaba bien sus cartas, podría convencerla para que se
quedara permanentemente...
—No sabes lo que me gusta verte sonreír —dijo Julia, deslizándose en
el asiento que había junto a él—. Empezaba a pensar que se te había
quedado el ceño fruncido para siempre.
Alice puso dos enormes platos delante de ellos.
—Un poco de todo —le dijo a Cooper—. A comer. —Cooper fue

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

incapaz de reconocer la mayor parte de lo que había en el plato. El día de


Acción de Gracias significaba pavo, salsa de arándanos y pastel de
calabaza. Punto.
Pero Julia parecía saber qué era todo aquello.
—Mmm —suspiró, cerrando los ojos y saboreándolo todo—. Soufflé de
patata dulce; pudding de maíz; pavo con salsa de frambuesa... Maisie se
ha superado.
Alice rió feliz.
—Sí, es genial, ¿verdad? Prueba la salsa de frambuesa. El editor de
The Rupert Pioneer ha estado aquí y le ha gustado tanto que va a escribir
un artículo. —Alice miró a su alrededor—. Aunque menos mal que no todo
el mundo ha conseguido venir; aún no tenemos todos los problemas
solucionados. Hemos encargado demasiados pavos, pero pocas verduras;
además, estamos quedándonos sin café y tartas. Aun así —dijo,
encogiéndose de hombros—, en Navidad todo irá sobre ruedas ya. Para
ser unos principiantes, no lo estamos haciendo tan mal.
Cooper se puso manos a la obra, aunque no tenía demasiado apetito.
Empezó masticando despacio, y enseguida se animó. No, no lo estaban
haciendo nada mal. Disfrutó de dos mordiscos antes de que su placer se
viera interrumpido de golpe.
Sonó su teléfono móvil y, al ver quién era, se quedó helado. Era el
número de Davis. No podía ser nada bueno.

* * *
Julia observó a Cooper comer, divertida. Estaba claro que le gustaba
la comida, y que no había probado algo tan rico demasiadas veces en su
vida. La consideraba una cocinera excelente cuando era verdad que no
era mala, aunque nada en comparación con Maisie. Probó un poco de la
comida de Maisie y trató de no cerrar los ojos de placer.
Había hecho bien en venir. Lo necesitaba. Sabía que Cooper prefería
estar con ella, y él también lo necesitaba. Un tiempo de descanso. Cooper
necesitaba bajar la guardia un poco; necesitaba relajarse un poco. Aunque
no le había dicho nada, sabía que estaba dejando su trabajo de lado. Se
estaba volviendo del revés tratando de mantener el rancho y cuidar de
ella.
A lo mejor debería ofrecerse a quedarse en el rancho con él.
Esa idea le habría espantado hacía unos días, pero ahora tenía cierto
atractivo. Podría probarse y decorar la casa de la familia Adams de
Cooper, divertirse merodeando por su cocina de kilómetro y medio,
observar cómo ejercitaban esos caballos maravillosos. Pero, sobre todo,
podría estar con Cooper. Podrían disfrutar de las tardes hechos un ovillo
delante de la chimenea. Esa casa tenía tantas chimeneas que podían
probar a hacer el amor delante de todas ellas.
Julia se metió otro bocado en la boca, fantaseando con las chimeneas
y con Cooper, y se quedó petrificada.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Cooper dejó el tenedor y sacó el móvil del bolsillo. Al hacerlo, se le
levantó la chaqueta y Julia vio el arma que llevaba oculta. Abrió el teléfono
y frunció el ceño al ver quién era.

- 205 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Cooper.
Escuchó, apretando el móvil con fuerza. Julia vio que se le cambiaba
la cara a medida que escuchaba a su interlocutor.
—Cooper —dijo suavemente. Giró la cabeza hacia ella, pero sin verla.
Oía el sonido de la voz de alguien al otro lado de la línea, pero no
conseguía descifrar lo que decía. Cooper cambió el teléfono de mano y
sacó una pistola con la derecha.
—¿Cooper? —preguntó asustada.
Colgó el teléfono y tensó el rostro.
—Sandy —dijo en voz baja.
—Sí.
—Mac.
—Aquí.
—Bernie.
—Sí.
—Llamad a Chuck.
—Enseguida, jefe. —Sandy desapareció en la oscuridad. Bernie y Mac
miraron a Cooper y se acercaron.
—Bernie. —Cooper no levantó la vista—. Saca la Springfield y el 38 de
la camioneta. Asegúrate de tener munición suficiente.
—Cooper. —Julia tiró de la manga de la chaqueta de Cooper. Le
temblaba la mano—. Dime qué pasa, por el amor de Dios. ¿Qué ha
ocurrido? ¿Quién te llamaba?
Cooper se volvió hacia ella.
—Era Herbert Davis —le dijo con voz fría—. Santana descubrió dónde
estabas hace veinticuatro horas. Lo más seguro es que sus hombres ya
estén aquí.

* * *
Todo pareció suceder de golpe.
Chuck entró corriendo, sacudiendo la nieve del chaquetón y trayendo
un auténtico arsenal. Bernie y Mac salieron unos segundos y volvieron con
varias armas más. Los dos parecían serios.
Todo estaba sucediendo muy rápido. Julia alargó la mano para tocar a
Cooper, pero éste ya había atravesado la mitad de la sala y hablaba con
Glenn. Julia le observó unos momentos como si fuera un extraño. Los
hombres le habían rodeado en círculo y estaba dirigiéndose a ellos en voz
baja.
—¿Sally? —La voz asustada de Mary Ferguson hizo que se girara en
redondo—. Sally, ¿qué sucede? ¿A qué viene tanto alboroto? —Mary se
había puesto pálida y temblaba.
—Es una historia muy larga, Mary, y nada agradable. Siento mucho
que te haya pillado en medio. —Por encima del hombro de Mary, Julia vio a
Maisie salir de la cocina secándose las manos en el delantal. Se acercó
inmediatamente a Glenn.
—¿Sally? —Alice había salido de la cocina detrás de Maisie—. ¿Qué
pasa?
Julia se volvió hacia Alice. Alargó la mano y le palmeó el hombro para
tranquilizarla, aunque ella misma no estaba nada tranquila.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—No pasa nada, cariño.


—Sí que pasa —dijo la voz ronca de Cooper tras ella—. Alice, vienen
uno tipos a Simpson. Son asesinos a sueldo y vienen en busca de... —
Vaciló un segundo.
—Julia. —Respiró hondo. ¿Qué sentido tenía seguir guardando el
secreto?—. Alice, mi verdadero nombre no es Sally Anderson, sino Julia
Devaux. Y esos hombres vienen a por mí.
—¿Están ya de camino? —preguntó Alice con tranquilidad—. Bueno,
pues no van a atraparte. Puedes estar segura de eso. —Alice miró a
Cooper—: ¿Qué quieres que hagamos, Coop?
Cooper miró a su alrededor, fijándose en todos los detalles. Estaba
tenso, pero la voz sonaba tranquila, como la de Alice.
«Supongo que en el oeste no existe el pánico», pensó Julia.
—De acuerdo —dijo Cooper—. Quiero que cerréis todas las puertas y
que apaguéis las luces. Que todo el mundo se ponga en el centro, lejos de
las ventanas. Y quitad todo lo que pueda romperse, cualquier cosa de
cristal o de cerámica; lo último que queremos es que alguien se corte.
Dejaré a Bernie, Sandy y Mac aquí...
—Y a mí. —Glenn se puso en pie—. Sé manejar un arma, Coop, lo
sabes muy bien. Puedes contar conmigo. Estamos juntos en esto.
—Sí —dijo Loren.
Cooper asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Que Chuck os dé un arma. Poneos en la puerta de
atrás, Bernie se quedará en la de delante. Sandy y Mac cubrirán las
ventanas. Confío en que no haya problemas aquí, supongo que irán a
buscar a Julia a su casa, aunque nunca se sabe.
Julia les observó mientras Chuck les daba armas y Glenn, Bernie,
Sandy y Mac ocuparon sus posiciones. Cooper metió unos cuantos objetos
que no reconoció en la bolsa de cuero y después, por extraño que parezca,
metió dos toallas que había sacado de la cocina.
Miró a su alrededor con un nudo en la garganta. Las mujeres estaban
ocupadas retirando los platos y moviendo las mesas; mientras los
hombres comprobaban sus armas. Nadie le dijo nada.
Era su problema; todo el mundo podría haber decidido salir de allí y
que se ocupara ella sólita; Cooper se habría quedado con ella, después de
todo, era su chica. Y Chuck era la ley. Pero Glenn, Loren, Bernie, Sandy,
Mac, Beth, Alice, Maisie... no era su problema, sino el de ella.
Las lágrimas se le agolparon en los ojos. La gente de Simpson estaba
arriesgando su vida por ella, sin decir una palabra. Julia sintió que la
tocaban y se volvió para encontrarse con el abrazo de Cooper.
—Cooper —susurró—. Ten cuidado.
—Sí. —Cooper la apartó un poco para mirarla a los ojos—. Estaremos
bien. ¿Y tú?
Julia hizo lo que pudo por sonreír para tranquilizarle.
—Sí, estaré bien —dijo, antes de que se le quebrara la voz.
—Saca tu pistola.
—Ah. —Julia se había olvidado por completo de ella. Sacó la pistola,
preguntándose si sería capaz de utilizarla.
—Recuerdas lo que te dije acerca del gatillo, ¿verdad?
—Sí, Cooper. —Julia parpadeó para no llorar.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Fija el blanco en un punto pequeño e inclina el cuerpo hacia


delante. Empuja, no pegues un apretón. ¿Tienes munición de sobra?
Julia apretó el bolsillo y asintió.
Cooper le dio un beso rápido y apasionado y, para cuando la primera
lágrima rodó por su mejilla, ya estaba saliendo por la puerta con Chuck.
—¿Papá? —La voz de Matt se quebró a mitad de palabra. Chuck se
detuvo en el vano y miró atrás.
—Dime, hijo.
—Yo también necesito un arma.
Julia vio las emociones que reflejaban el rostro de Chuck: sorpresa,
miedo, orgullo.
Ganó el orgullo.
Chuck se acercó a la mesa auxiliar donde Bernie había atrincherado
las armas y escogió un rifle. Lo agarró con fuerza y se lo tendió a su hijo.
Julia no pudo soportarlo. Una cosa era que Chuck, Cooper y sus
hombres le defendieran y otra muy distinta era que Matt lo hiciera. No era
más que un crío.
—No, Chuck —le rogó—. Es mi guerra, y no podría soportar que
dispararan a un chiquillo porque...
Chuck la calló con una mirada.
—Eres uno de los nuestros, Julia. Matt aprendió a disparar a los seis
años; yo mismo le he enseñado. Supongo que hasta ahora no me había
dado cuenta, pero ya no es un niño. —Con gesto solemne, Chuck le
entregó el arma a Matt quien lo recogió con la misma solemnidad—.
Protege a las mujeres, hijo.
—Lo haré, papá.
Chuck asintió y siguió a Cooper fuera.
En cuanto salieron, una sonrisa apareció en el rostro de Matt.
—¡Joder! —gritó feliz, tomando posiciones junto a la ventana principal.
Con una mano sostenía el arma junto a la oreja, como en la tele, mientras
con la otra golpeaba el aire—. ¡Menuda pasada!

* * *
La nieve caía con fuerza y la capa que cubría el suelo medía ya unos
centímetros, escondiendo el sonido de las pisadas. La nieve podía ser un
adversario mortal, y Cooper sabía que tenía que ponerla de su parte, y no
en su contra. La temperatura había caído en picado.
Cooper se agachó y fue pasando en silencio de puerta a puerta a lo
largo de Main Street, seguido de cerca por Chuck. La mente de Cooper iba
a toda velocidad. El tiempo. El tiempo era crucial. Davis se había mostrado
claramente culpable de que uno de sus hombres hubiera traicionado a
Julia, y había trabajado duro para darle a Cooper toda la información que
pudiera.
S. T. Akers había ido a ver a Santana fuera del horario de visita,
alegando una urgencia médica. A los prisioneros no se les permitía llamar
hasta las siete de la mañana, cuando se grabó una conversación entre
Santana y uno de sus matones. Davis había comprobado todos los vuelos.
Incluso asumiendo que hubieran tenido a un equipo de asalto listo para
salir enseguida, los asesinos no podrían haber llegado antes de las dos de

- 208 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

la tarde a Boise. Todos los vuelos que salían de Logan se habían retrasado
por la tormenta; además, había un trayecto de tres horas desde el
aeropuerto de Boise a Simpson con buenas condiciones metereológicas y
teniendo en cuenta que se conociera el camino. Alguien que no conociera
el territorio, y en medio de una tormenta de nieve, tardaría unas cuatro
horas.
Cooper comprobó el reloj. Las cinco y media. Tenía una media hora
para organizado todo.
Cooper maldijo en alto cuando sonó el teléfono. Antes de que sonara
por segunda vez, ya lo había abierto.
—Cooper —dijo en voz baja, sin dejar de inspeccionar Main Street.
—Soy Davis. Tenemos noticias.
Cooper cerró los ojos y rezó en silencio.
—Dime que la cacería ha concluido y que los perros vuelven a estar
encerrados.
—Lo siento, ya me gustaría. ¿Qué está sucediendo allí?
—Tengo a Julia a salvo en un lugar seguro, y el sheriff y yo nos
dirigimos a su casa a organizar la bienvenida para los matones.
—Bien, pues buena suerte. Diles a los malos que, de todas formas,
nunca habrían cobrado la recompensa.
Una camioneta giró despacio por Main Street y Cooper se puso tenso
hasta que la camioneta pasó de largo y reconoció a un hombre cuyo
rancho lindaba con el suyo.
—¿Qué cojones significa eso? —preguntó.
—Santana está muerto.
—¿Qué? —Cooper frunció el ceño. ¿Había oído bien? No podía
permitirse haber escuchado mal. No, ahora que la vida de Julia estaba en
juego—. Repíteme eso.
—Santana sufrió un ataque al corazón hacia las tres. —No pudo evitar
ocultar su satisfacción—. Le declararon muerto hacia las tres y cuarto de
la tarde. Acabo de enterarme.
—¿Podría estar simulándolo?
—No, a no ser que haya llegado a un pacto especial con Dios. Los
restos de Santana están esparcidos sobre una mesa de autopsias ahora
mismo. El patólogo dice que bebía demasiado y que tenía el hígado
destrozado. Así que... si atrapas a esos tipos, todo habrá acabado.
Colgó y trató de olvidarse de lo que Davis acababa de contarle. Tenía
que centrarse por completo en la misión que tenía entre manos.
—¿Quién era?
—Luego te digo. —Cooper señaló hacia la casa de Julia y giró la
muñeca. «A la parte de atrás». Chuck asintió y se dirigieron en silencio
hacia atrás. Cooper entró con su llave. Se metieron en la casa y cerraron
la puerta. Sacó una linterna del bolsillo y sacó una de las trampas de la
bolsa de cuero. Sacó las toallas que había cogido de la cocina y le dio una
a Chuck.
—No podemos dejar ninguna huella. —Chuck asintió y fue secando
mientras Cooper ponía las trampas. En cuarenta y cinco segundos, habían
acabado. Cooper gruñó de satisfacción y se dirigió de inmediato al
dormitorio.
Estaba metiendo la ropa de Julia debajo de la manta, para que

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

pareciera que estaba durmiendo, por si acaso alguien miraba por la


ventana, cuando Chuck le dio en el hombro. Cooper asintió. Él también lo
había oído. Un coche bajaba por la calle.
Cooper miró por la ventana. El coche no llevaba luces y se detuvo a
unos cincuenta metros de allí. Descendieron dos tipos del coche y cerraron
las puertas con cuidado. Era imposible distinguirles el rostro, pero por la
forma en que se movían, Cooper supo que eran profesionales.
Cooper empujó a Chuck en el armario y cerró la puerta. Eso debería
protegerles en caso de que sucediera lo peor y hubiera onda expansiva.
Cooper comprobó el reloj. Los tipos llegaban quince minutos antes de lo
que habían estimado. Eran rápidos, y buenos.
Pero él era mejor.

* * *
Tres manzanas más allá, Julia oyó la explosión. Los cristales de las
ventanas del Out to Lunch se tambalearon un poco y después no se oyó
nada más.
Julia miró a su alrededor y vio la expresión de terror de los demás;
salvo Sandy, Mac y Bernie, que habían puesto gesto serio y no se habían
movido de sus sitios.
—No —murmuró Julia. Alice miraba al suelo; Maisie avanzó un poco
para rodear los hombros de Julia con el brazo, pero Julia la apartó—. No —
dijo más fuerte.
Nadie dijo nada.
Con dedos temblorosos, Julia volvió a comprobar por enésima vez el
cañón de su arma. De pronto, se dio cuenta de que si algo malo le hubiera
sucedido a Cooper, sería capaz de utilizar su arma. Le quitó el seguro y
salió por la puerta con tanta rapidez que los hombres de Cooper no se
dieron cuenta.
—¡Ey! —oyó chillar a Bernie—. Cooper ha dicho que...
Pero, para entonces, ya había salido a la calle. No quería escuchar a
Bernie decir lo que hubiera dicho Cooper; quería que Cooper se lo dijera
directamente. Quería que fuera el propio Cooper, en cuerpo y alma, quien
la regañara y se quejara de que no le hubiera hecho caso. Quería que
Cooper le gritara, le dijera que se había puesto en peligro y que no iba a
tolerarlo. Quería que Cooper... quería a Cooper.
Vivo.
Julia corrió a su casa, limpiándose las lágrimas y la nieve con el dorso
de la mano, resbalándose un poco, porque no llevaba el calzado apropiado
para el mal tiempo. La nieve le llegaba casi hasta los tobillos, aunque
tampoco habría importado que le llegara hasta el cuello, porque no le
habría impedido seguir avanzando. Sólo quería llegar hasta Cooper.
Recorrió el último trozo que quedaba hasta su casa deslizándose y, al
llegar, subió los escalones de un salto y abrió la puerta de par en par.
Jadeando y con los ojos como pelotas, entró en el salón y le llevó unos
minutos asimilar la escena.
Había dos hombres esposados sentados en el suelo, con la espalda
vuelta hacia la pared, y Chuck les estaba leyendo sus derechos con voz
monótona. Cooper salió del cuarto de baño chupándose los nudillos y con

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

el ceño profundamente fruncido.


El corazón de Julia le dio un vuelco y la voz se le quebró en la
garganta. Temblando, volvió a poner el seguro a la Tomcat y la dejó sobre
la mesita del salón.
—Cooper... —Las palabras no salieron de su boca. Tuvo que probar de
nuevo—: Cooper. —Fue un susurro apenas perceptible, pero le oyó.
Se volvió, con el ceño aún fruncido, que frunció más cuando la vio.
—Qué dem... —empezó a decir—. Bernie, creí haberte dicho que la
mantuvierais a salvo.
Bernie abrió la boca para contestar, pero estaba sin aliento. De todas
formas, poco importó porque Julia se lanzó a los brazos de Cooper con un
grito de alegría.
—Oh, Dios, Cooper, cuando oí la explosión creí... creí...
—Lo sé. —Cooper la abrazó con fuerza—. Oye, creí haberte dicho que
te quedaras donde estabas.
Incapaz de hablar, Julia se limitó a asentir con la cabeza.
—Te dije que te quedaras en el Out to Lunch, ¿verdad? Tampoco era
pedir demasiado, ¿no? Deberías haberte quedado donde estabas hasta
que volviera a por ti.
Julia asintió, sacudió la cabeza, volvió a asentir y se echó a reír.
—Yo también me alegro de verte.
Era maravilloso tenerle cerca, sentir su fuerza, su solidez, hasta el
olor a mojado de su chaqueta. Se puso tensa y se quedó mirando a los dos
hombres que había contra la pared. Se soltó de Cooper para acercarse a
observarlos más de cerca.
—¿Qué les ha pasado en la cara? —preguntó.
—Se dieron contra una puerta —dijo Cooper.
—Se resistieron al arresto —dijo Chuck.
Julia estudió los magullados rostros del enemigo. Uno de ellos era
rubio, y llevaba una larga y sucia cola de caballo; el otro era moreno, y
tenía una cresta y tres pendientes. Pese a las diferencias superficiales,
tenían la misma mirada. La misma mirada que había visto en Santana. El
tipo de rostro que se le quedaría grabado para siempre en la memoria:
frío, cruel, brutal. Supo con una certeza enfermiza que no habrían dudado
en matarla.
Y Santana aún pensaba hacerlo.
Se volvió hacia Cooper con cara de horror.
—Cooper. —Apoyó una mano en la pared para no caerse—. Cooper,
Santana ya sabe dónde estoy. Puede mandar a otros...
—Santana no va a mandar a nadie más aquí —respondió Cooper—.
Está muerto, cariño. Murió hace un par de horas. De un ataque al corazón.
La pesadilla ha acabado.
Tardó un par de segundos en comprender lo que le decía.
La pesadilla ha acabado. Repitió las palabras mentalmente una y otra
vez. La pesadilla ha acabado. Apenas tenían sentido.
—Ah —dijo neciamente—. Ah, qué... qué bien.
Cooper la miró con el ceño fruncido.
—Siéntate, cariño. Siéntate, no te vayas a caer.
No quería sentarse, pero las rodillas le fallaron. Le estaba costando
asimilar lo que Cooper acababa de decirle.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

La pesadilla ha acabado.
Semanas y semanas de miedo agonizante, de soledad tan profunda
que a veces pensaba que moriría sólo de eso. Semanas de aislamiento y
exilio. De despertarse sudando y temblando de miedo.
La pesadilla ha acabado.
De su pecho salió un sollozo, y luego otro. Y otro.
—Oh, Dios —dijo entre lágrimas y sin poder respirar bien.
Cooper le tomó de las manos suavemente.
—Ya está. Ya no tengo que quedarme aquí. Puedo hacer lo que
quiera, puedo volver a casa. Oh, Dios mío, puedo volver a casa. No veo el
momento. Oh, Dios, no veo el momento. Quiero irme a casa ya. —Las
lágrimas rodaban por sus mejillas como nunca antes y el corazón le latía
desbocado en el pecho. Julia apenas se dio cuenta de que Cooper le había
soltado.
Se pasó las temblorosas manos por el pelo. Sólo podía pensar en una
cosa: volver a casa.
La pesadilla ha acabado.
Miró a su alrededor y se concentró en Cooper, que se alejaba. Chuck
también se estaba alejando. Bernie le daba la espalda y estaba quieto,
junto a la puerta.
De pronto, Julia recordó lo que había dicho y le preocupó qué
interpretaría Cooper. Pensaría que se refería a que quería irse a casa y no
volver nunca más. Pero no se refería a eso... para nada. Lo que de verdad
había querido decir era... era... no tenía ni idea de qué había querido decir.
Julia trató de poner sus ideas en orden, pero no funcionó. Sólo le
provocó dolor.
Se dio cuenta de los progresos que había hecho en comprender a
Cooper, de lo bien que se le daba ahora ver en su rostro lo que pensaba.
Cooper estaba de pie, frente a ella, derecho, alto y ancho, y su rostro era
impenetrable.
Chuck estaba sacando a los dos prisioneros por la puerta. Bernie ya
se había marchado. Y Cooper tenía una mano en el vano de la puerta.
—No te molestarán nunca más. —Su voz era tan distante como su
rostro—. Davis dijo que te llamaría para hacer una deposición, pero no
será en un futuro cercano. Te reservaré un billete de avión para mañana;
uno de mis hombres te llevará al aeropuerto.
—No, yo... —Julia alargó una mano. No podía soportar ver esa mirada
perdida en la cara de Cooper. Pero su cuerpo era una oleada de
sentimientos que no podía controlar. Se mordió el labio y dejó caer la
mano.
Quería decirle un montón de cosas a Cooper, pero al parecer no iba a
poder, porque antes de que le diera tiempo a levantarse, él ya se había
marchado.
Puede que fuera mejor así.
No había forma humana de que pudiera explicarle nada a nadie,
aquella noche no y en ese momento menos aún.
Julia se recostó en la butaca; esa espantosa butaca de muelles rotos.
Le sorprendió darse cuenta de que iba a echar de menos esa estúpida
butaca. La que tenía en Boston estaba tapizada con una exquisita tela
beige, pero esta espantosa butaca tenía... personalidad.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Iba a echar de menos un montón de cosas.


Volvía a casa. Por primera vez, Julia se permitió saborear la idea.
Casa.
Casa.
¿Pero qué tenía allí? ¿Cuál era su casa ahora? ¿Qué le esperaba? ¿Su
trabajo? Pese a que consiguiera recuperar su trabajo, enseguida se
hartaría de él. Pero si hasta había barajado la posibilidad de establecerse
como autónoma.
Vería a Dora y a Jean.
Aunque Julia se dio cuenta de pronto de que, en todo el tiempo que
llevaba en Simpson, nunca se había preguntado qué tal les iría. En la
oficina, Jean, Dora y ella se había llevado bastante bien, leían los mismos
libros y quedaban los sábados a tomar un café y charlar. Pero eso era
todo.
No era como allí, que estaba involucrada en las vidas diarias de sus
amigos. Quería saber qué tal le iba a Alice, si el Out to Lunch sería todo un
éxito. Quería seguir probando las deliciosas recetas de Maisie. Quería
ayudar a Beth a redecorar su tienda. Matt le había mencionado que había
escrito ciento veinte páginas de ciencia ficción y quería leerlas.
No podía dejarles.
Julia se quedó mirando el húmedo hocico que había junto a ella.
Federico, su gato siamés, habría encontrado ya otra familia a la que
mandar. No como Fred, que la necesitaba. No podía dejarle.
No podía dejar a Cooper.
Ni en un millón de años.
La emoción y el alivio del momento le habían hecho reaccionar así,
pero ahora empezaba a verlo todo mucho más claro. Quería que Cooper
volviera... su Cooper, que le hacía sentir a salvo y excitada al mismo
tiempo, que la regañaba y le arreglaba las cosas.
La marabunta de emociones empezaba a remitir, dejándola más
tranquila y decidida.
Había sido una tonta, pero no pasaba nada. Cooper la perdonaría.
Tenía que hacerlo, de lo contrario... le derrotaría. Ya habían luchado una
vez en broma, y él se había reído tanto que se las había apañado para
hacerle caer al suelo.
Bueno, pues aunque él tuviera ese estúpido orgullo, ése no era su
caso. Julia se puso en pie, agradecida de que por fin las rodillas le
respondieran.
Levantó el teléfono y se lo quedó mirando. No daba señal. Lo sacudió,
como si así fuera a conseguir que volviera la señal. El teléfono sonó y,
sorprendida, dejó el auricular y lo miró fijamente. Volvió a sonar y
entonces se dio cuenta de que lo que sonaba era la puerta, y no el
teléfono.
Fuera quien fuera, tendría que marcharse porque ahora mismo no
quería hablar con nadie que no fuera Cooper.
Julia abrió la puerta y se encontró con Mary Ferguson.
—Hola —dijo, sonriendo tímidamente—. Me marcho. Vuelvo a casa,
con papá. Supongo que, después de todo, tenía razón. Sólo quería
despedirme. ¿Puedo pasar un minuto?
Decididamente, Mary no era Cooper. Julia quería que se marchara,

- 213 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

pero sus buenos modales ganaron. Se despediría de Mary y luego echaría


a correr en busca de Cooper.
—Claro. —Julia sonrió forzadamente y retrocedió para que pasara—.
Entra.
—Menuda tarde más movidita —dijo Mary. Dejó la maleta en el suelo
—. Estaba muerta de miedo.
—Sí. —Julia se dirigió a la cocina, puso agua a hervir y volvió con dos
tazas—. Por suerte, todo ha acabado.
—Bueno, ese es el problema, Julia —dijo Mary con pesar—. Me temo
que no ha terminado.
Mary Ferguson tenía un arma, y la estaba apuntando a ella.

* * *
Cooper se arrepintió de haber dejado a Julia en cuanto salió del
pueblo. La camioneta hizo un quiebro al pasar por un montículo de nieve y
luchó por no perder el control. La nieve le llenaba el parabrisas de nieve, y
los limpiaparabrisas apenas servían.
Hasta el viento quería que volviera atrás.
El orgullo era algo curioso, pensó. Los hombres Cooper llevaban
cuatro generaciones ahogándose en su orgullo. Pero el orgullo no te hacía
reír, ni te calentaba la cama por las noches. El orgullo era un compañero
muy frío.
Había dicho que quería volver a casa. ¿Y qué? Claro que quería volver
a casa. Cualquier querría. Se había adaptado tan bien a Simpson, que casi
se había olvidado de que no era de allí, de que había dejado una vida
propia atrás.
Ni siquiera le había dado la oportunidad de decir nada. No le había
dejado reaccionar. No, señor. Se había limitado a informarle con frialdad
de que alguien la acompañaría al aeropuerto.
Cooper se la imaginaba acurrucada, tratando de asimilar los
sobresaltos de aquel día. Podía verla en aquella ridícula butaca de muelles
rotos.
Aquella noche, de entre todas, no podía dejar a Julia sola. Se merecía
que le dieran una bofetada por el comportamiento que había tenido.
Debería estar allí ahora, tranquilizándola, preparando algún tipo de
comida para ella, y observándola mientras se la comía con serias
dificultades.
La camioneta volvió a patinar y Cooper redujo la velocidad. De
pronto, se dio cuenta de que no veía el momento de volver junto a ella. No
quería que Julia pasara un minuto más sintiéndose sola y abandonada.
Condujo con una mano la camioneta mientras, con la otra, buscaba el
móvil para decirle que volvía. Lo encendió y marcó el número, pero no le
dio señal.
Debía de haber marcado mal el número. Cooper detuvo la camioneta
y volvió a marcar, frunciendo el ceño. Volvió a intentarlo otras tres veces
antes de apagar el teléfono.
«Eres un maldito gilipollas», se dijo. Le habían herido el orgullo y
había sido incapaz de pensar con cordura.
Nadie le había dicho que Santana hubiera mandado sólo a dos

- 214 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

matones. Podrían haber dejado a un tercero sin problemas, como refuerzo,


antes de llegar a la casa. Ahora mismo, podría haber un asesino en su
casa.
Había dejado a Julia sola y sin forma de defenderse.
Cooper se aferró al volante con fuerza y apretó el acelerador,
maldiciéndose por haber sido tan estúpido.

* * *
—Ehh, Mary. —Julia se lamió los labios resecos—. Cuidado con esa...
pistola. Puede estar cargada.
—Claro que está cargada, estúpida. —Mary abrió la maleta y sacó una
cámara de vídeo que dejó sobre la mesita del salón—. Una de las balas
lleva tu nombre escrito y te está esperando desde hace casi dos meses. —
Miró a Julia con ojo crítico—. Ponte junto a la pared, necesito un fondo
blanco.
—Mary —susurró Julia—. ¿Qué estás haciendo?
—¿Que qué hago? Ganarme dos millones de dólares, querida, ¿qué
crees que estoy haciendo? —Movió la pistola—. Muévete.
Julia arrastró los pies en la dirección que indicaba Mary, sin perderla
de vista. Se puso junto a la mesita del salón, donde había dejado su
Tomcat. Cuando se acercó, Mary alargó de pronto la mano.
—Ah-ah-ah... Julia. —Mary recogió la Tomcat, abrió el cargador y lo
vació—. Una Tomcat 32. Alguien muy listo te ha estado aconsejando, Julia.
Aunque no te va a servir de nada.
¿Cómo había llegado a pensar nunca que Mary era una chica joven?
Esa mujer debía de ser un auténtico genio con el maquillaje. Ahora que la
miraba bien, Julia observó las arrugas que tenía alrededor de los ojos.
—Mary —susurró—. ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Qué te he hecho
yo? Por favor, no lo hagas.
Mary se echó a reír.
—En primer lugar, no me llamo Mary; aunque tampoco creas que
tengo intención de decirte mi nombre verdadero. En segundo lugar, por
supuesto que voy a matarte. Llevo siguiéndote el rastro desde octubre. Me
voy a comprar una preciosa casa junto a la playa contigo. O mejor dicho,
con tu cabeza.
Mary se inclinó para comprobar la cámara y luego apagó las luces del
salón. Todo ello sin dejar de apuntar a Julia con la pistola.
—La lux tiene que ser la adecuada. —murmuró.
—Pero... —Julia estaba tratando de asimilar lo que sucedía—. Se han
llevado a los hombres de Santana. Trató de cogerme, pero no funcionó.
—¿Esos ineptos? —El rostro de Mary se congestionó y Julia se dio
cuenta de pronto de que lo que había visto en el restaurante no había sido
miedo, sino enfado—. No eran más que dos matones de pacotilla. Pensar
que han estado a punto de quitarme mi dinero... Pero con estas
instantáneas Santana sabrá a quién tiene que pagar.
—¡No lo hará! —Julia casi se pone a llorar de alivio. Estaba claro que
Mary, o como quiera que se llamara, no lo sabía—. Santana no te va a
pagar. No puede. ¿No te has enterado? Santana esta muerto. Murió esta
tarde.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—¡Estás mintiendo! —le espetó Mary.


Sorprendida, Julia miró fijamente a los ojos azules de Mary. No vio en
ellos la brutalidad ni la frialdad de Santana o de los dos tipos que habían
entrado en su casa. Sólo vio locura.
—Mientes para salvarte el pellejo. Pero no va a funcionar. Voy a
dispararte y le mandaré a Santana las instantáneas. Y entonces él me
enviará mi dinero.
—¡No puede! No puede mandarte el dinero. —Julia trató
desesperadamente de que la creyera, pero Mary era impenetrable, no
había forma de llegar a ella. Empezó a mover la pistola hacia arriba.
«¡Tiempo!, —pensó Julia—. Necesito más tiempo». Si pudiera hacer
algo... rebasar a Mary hasta que alguien viniera a por ella. Seguro que
Cooper...
Pero Cooper se había ido. Qué estúpida, qué estúpida. A lo mejor
podría distraer a Mary.
—Harías bien en marcharte a casa, Mary, porque nunca cobrarás la
recompensa. Si te vas ahora no se lo diré a nadie te lo prometo. Nadie lo
sabrá nunca. Baja la pistola y veté. Santana está muerto.
La apuntó al corazón con la pistola.
—Por favor —susurró.
—¿Por favor, qué, Julia? —se burlo Mary—. ¿Qué demonios puedes
ofrecerme que supere los dos millones de Santana? Me voy a comprar una
vida nueva con ese dinero. Una vida nueva, a cambio de la tuya. —Soltó
una risotada corta y fría. Me parece justo.
—No, no vas a hacerlo. —Julia trató de mantener la calma—. No
puedes comprarte una vida nueva con la mía Mary —dijo—. No vas a llegar
muy lejos con esta tormenta. Te cogerán. Y todo para nada, Mary. Todo
para nada, porque Santana no te va a dar ningún dinero. Está muerto.
—¡Mientes! —gritó Mary y apretó el gatillo.
Julia se golpeó contra la pared y un dolor punzante le atravesó el
hombro. Se puso en pie, tambaleándose, hasta que las piernas le fallaron.
Vio que Mary se acercaba y se agachó. Vio una luz y luego otra. Le llevó
unos minutos darse cuenta de que era el flash de una cámara.
Mary se puso en pie, resbalándose un poco con la sangre y puso cara
de asco.
—Sangre. —Hizo una mueca—. Odio la sangre. A ver, un par más de
fotos, querida, y luego el último disparo... a la cabeza… y ya está.
Después, tengo que marcharme; tengo que coger un avión.
Julia vio cómo se le teñía el jersey de rojo y le costó darse cuenta de
que se debía a la sangre. Julia oyó un gruñido bajo y feroz.
—¡Joder!
Mary le dio una patada a Fred, que estaba delante de Julia con el
lomo erizado. Ladró y se abalanzó a morder a Mary cuando ésta trató de
poner la pistola en la sien de Julia.
—Quita a ese estúpido perro del medio —siseó Mary—. Tengo que
salir de aquí.
—Buen perro —murmuró Julia—. Buen chico, Fred. —Le dolía horrores
ahora.
—Bueno, si no lo quitas de ahí, tendré que hacerlo desde aquí. —Mary
apuntó el cañón hacia Julia y cerró un ojo.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

A Julia le pesaba la cabeza un montón. La levantó con dificultad y se


quedó mirando el cañón que le apuntaba a la cabeza.
No quería morir. Quería vivir. Quería vivir y casarse con Cooper,
romper la Maldición de los Cooper y darle una casa llena de niñas
pelirrojas que le volvieran loco. Y ni siquiera le había dicho a Cooper que le
quería.
Julia vio cómo Mary tensaba el dedo y pensó: «Se acabó».
Se oyó un fuerte ruido y la cabeza de Mary se llenó de rojo. Fred ladró
y Cooper se arrodilló junto a ella, rasgándose la chaqueta y apretándola
contra el hombro de Julia, la tomó en sus brazos y le gritó:
—¡Julia, Julia! —Podía sentir sus manos sobre ella, comprobando que
no estuviera herida en ningún otro sitio, y luego apretó con fuerza la
herida del hombro.
Quiso decirle que parara, pero el dolor no le dejaba hablar.
—Julia. —Cooper la levantó con cuidado. Se le quebró la voz—. No te
me mueras, Julia. Te necesito. Aguanta, aguanta, te llevaré a Rupert, al
doctor Adams. Aguanta. Háblame, Julia. No te mueras, no dejaré que te
mueras. Háblame, por favor. Háblame.
—Ey —susurró Julia. Alargó una mano temblorosa y le rozó la mejilla.
Estaba caliente, áspera y era sólida. Como Cooper—. Esa frase es mía.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Epílogo

Cuatro años después.

«FIN»
Julia se recostó en el sillón, contenta, observando el parpadeo del
cursor durante un par de minutos más. Suspiró profundamente de
satisfacción, guardó el documento, apagó el ordenador y se estiró
haciendo una mueca. El hombro le dolía más de lo normal, lo que
significaba que seguiría nevando. Según el parte metereológico, se
esperaba una tormenta de nieve para Acción de Gracias del calibre de la
acaecida hacía cuatro años.
Aquella tormenta de nieve había estado a punto de costarle la vida.
Los médicos del hospital de Rupert le dijeron que su presión arterial había
estado por debajo de cincuenta y bajando cuando Cooper la llevó allí. Pese
a que apenas había estado consciente, las pesadillas de Julia seguían
siendo blancas: la nieve, la bata de los médicos y enfermeras, la luz de la
sala de operaciones justo antes de perder el conocimiento...
Tenía suerte de seguir viva y de que la bala sólo le hubiera dejado un
hombro-barómetro que enseñar. Si Cooper no hubiera sabido cómo
vendarle la herida y si no hubiera luchado contra la tormenta para abrirse
paso hasta Rupert... Julia se estremeció al pensarlo.
En cuanto recuperó las fuerzas necesarias para incorporarse en la
cama, Cooper trajo a un juez para que les casara. Y allí, en aquella
habitación de hospital llena de flores que Cooper había traído y rodeada
de sus amigos de Simpson, Julia había unido su vida a la de Cooper.
Le había costado seis meses de escayola y otros seis de rehabilitación
para volver a acostumbrarse a su hombro. Y durante todo ese tiempo,
Cooper le había prohibido trabajar. Claro que después de eso el
nacimiento de las gemelas había ocupado todo el tiempo libre que pudiera
tener en los próximos dos años.
La primera vez que pensó en tener niños fue durante el viaje que
hicieron a Boston cuando por fin pudo moverse con cierta facilidad. Allí,
había puesto a la venta el apartamento, había enviado sus cosas a Idaho y
había tenido una conmovedora reunión con sus amigos. A todos ellos les
había invitado a que fueran a visitarla, y alguno de ellos ya lo había hecho.
Tomar la decisión tampoco fue tan difícil. Después de hacer el amor
durante toda la noche en su viejo apartamento, Julia le había dicho a
Cooper tranquilamente al oído:
—No he vuelto a tomar la píldora.
—Bien —fue todo lo que dijo. Y ya está.
Nadie esperaba un par de gemelas revoltosas. Durante los dos
primeros años no pudo pensar siquiera en trabajar, hasta que Julia empezó
a impacientarse. Y ahora había empezado su nueva carrera como editora
autónoma o, como lo llamaba ella; médico de libros. Su primer contrato

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

fue para la novela de Rob Manson, que había ganado el Publitzer por el
artículo que escribió sobre ella: «El pueblo que salvó a Julia».
Cooper le había contado la historia de Julia e, intrigado, había viajado
a Simpson para investigar acerca de la historia. Allí había conocido a Alice
y había decidido quedarse como director editorial de The Rupert Pioneer.
Su artículo había sido elegido como noticia nacional y había dado la vuelta
al país. Lo que contaba en él acerca de la ineficacia del Programa de
Protección de Testigos había llevado a que se nombrara un nuevo director
y se donaran más fondos. «El pueblo que salvó a Julia» apareció en
Dateline.
Rob bromeaba a menudo diciendo que, en realidad, Simpson era «El
pueblo que Julia salvó». En esos años, se habían establecido un par de
negocios en Simpson. El hermano de Rob, un ingeniero electrónico de
Cupertino, les visitaba a menudo y estaba pensando en establecer en
Simpson su nueva empresa. Rob y Alice se habían casado el año anterior y
estaban esperando su primer bebé.
Julia se levantó para ver qué hacían Cooper y las niñas. Le llevó su
tiempo atravesar la inmensa sala que utilizaba como despacho. Cooper
había habilitado toda la planta alta de la casa para que Julia la usara, y
ésta tenía ahora más espacio que en la empresa en la que trabajaba
antes. De la zona de trabajo a la puerta había al menos diez metros.
Julia tenía una zona de trabajo, una biblioteca para sus libros de
referencia, una zona para poner la impresora, una zona de lectura y lo que
Cooper llamaba «zona de pensar»: una esquina espaciosa con vistas a la
parte anterior de la casa, desde donde podía observar a los hombres de
Cooper tratando de evitar las travesuras de las niñas.
Julia se pasó una mano por la tripa. Si el test de embarazo de esa
mañana estaba en lo cierto, en agosto llegaría otra niña Cooper. Sería una
niña, de eso estaba segura. La Maldición de los Cooper se había terminado
para siempre con el nacimiento de Samantha y Dorothy. Fred también
había encontrado pareja; una adorable perra collie con la que había tenido
una camada de mayoría de hembras. Hasta las yeguas habían empezado
a tener más potrillas. Cooper estaba ahora rodeado de mujeres.
Julia abrió la gigantesca puerta de su estudio y descolgó el letrero de
«La doctora de los libros está TRABAJANDO». Justo a tiempo. La puerta
principal se cerró de golpe y oyó la fuerte voz de Cooper y el parloteo de
las niñas.
Se oyó el ruido de las botas y el arañazo de las uñas de Fred, que les
seguía. Julia sonrió a Cooper desde las escaleras.
—¿Podemos subir? —Llevaba una niña en cada brazo y parecía feliz y
contento; como siempre desde el nacimiento de las niñas.
—Claro. —Julia sonrió al ver a su familia—. Sube, tengo algo que
decirte.
Cooper subió el último tramo de escaleras.
—¿Ya has acabado? —preguntó—. ¿Qué tal te ha ido?
—¿El libro? —Julia le hizo una señal con los pulgares hacia arriba—. Va
a ser todo un éxito. Pero eso no es...
—Bien. —Cooper esbozó una sonrisa—. Me he parado a tomar un café
y Alice se ha pasado la mañana entera revoloteando a mi alrededor, pero
sin atreverse a preguntarme por la novela. Al final le dije que estabas a

- 219 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

punto de acabarla, para que se tranquilizara.


—Se lo entregaré en persona. Con mis comentarios. Positivos todos
ellos. —Julia puso la cara para que le diera un beso. Cooper se inclinó,
sonriendo, y puso una mueca de dolor cuando Samantha le tiró del pelo
con fuerza. El pelo de Cooper, antes negro azabache, se estaban volviendo
plateado, y todas y cada una de las canas se debían a las niñas.
—¡Auuu! Sam, suelta. —Trató de desenredar con cuidado la mano de
Samantha de su pelo—. Cariño, suéltame—. Pero Samantha tiró con más
fuerza, parloteando alegremente, e hizo otra mueca de dolor—. Por favor,
princesa; suelta a papá.
Suspirando profundamente, Julia se puso de puntillas para mirar a la
niña a los ojos y le dijo con firmeza:
—¡Samantha! Deja. De. Tirar. Del. Pelo. A. Tu. Padre. ¡YA! —Sus ojos
turquesa se encontraron con los negros de la niña y Samantha abrió su
mano regordeta. Sabía quién mandaba ahí.
—¿Cómo lo haces? —Preguntó Cooper con pesar, frotándose el cuero
cabelludo—. Yo nunca consigo que haga lo que le digo. Ni Dot tampoco.
Julia puso los ojos en blanco, exasperada.
—Sinceramente, Cooper. Eres mayor y más fuerte que las niñas. Eres
un experto en artes marciales; un antiguo miembro de los SEAL, por el
amor de Dios. Si no puedes convencerlas... usa la violencia.
Julia se mordió el labio al ver la cara de horror de Cooper. El
nacimiento de las niñas había acabado por completo con su sentido del
humor.
Las niñas se retorcían con impaciencia. Cooper se inclinó y las dejó en
el suelo. Samantha y Dorothy se quedaron milagrosamente quietas unos
segundos. Miraron a su alrededor, parpadeando, a la habitación que por lo
general tenían vetada, preguntándose qué maldad podrían hacer.
Julia observó a sus dos preciosas niñas con el corazón en un puño.
Sam y Dot la tenían siempre demasiado ocupada como para que se
emocionara por el milagro de su existencia pero, durante unos segundos,
mientras las observaba, Julia sintió que los ojos se le humedecían. Sam y
Dot habían heredado su brillante melena roja, y los ojos negros de su
padre. Eran listas y no le tenían miedo a nada. «Mis hijas», pensó Julia con
una punzada de dolor poco característica en ella, «deben de ser las
hormonas», pensó. De la nueva vida que crecía ya en ella. Se recostó
contra Cooper, quien le pasó una mano por los hombros mientras
observaban a las niñas moverse en direcciones opuestas.
Julia le dio un codazo a Cooper en las costillas.
—Auu —se quejó débilmente—. ¿Y eso a qué se debe?
—Tengo que decirte algo, pero antes quiero que me des un beso.
—¿Eso es todo? —Los ojos negros de Cooper brillaban—. ¿Y por qué
no me lo has pedido?
Julia le pasó a Cooper los brazos por el cuello y se dejó llevar por la
magia que seguían provocando aun después de cuatro años de casados.
Antes de perderse en su beso, Cooper abrió un paternal ojo vigilante.
Inmediatamente abrió el otro, horrorizado, mientras se apartaba.
—¡Dorothy! —Dio un par de zancadas y le quitó las tijeras a la niña
justo a tiempo. Fred estaba junto a ella, permitiendo pacientemente que la
niña le cortara los pelos largos y amarillos del estómago. Dorothy había

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estado a punto de asegurarse de que Fred no volviera a tener nunca otra


camada.
Cooper se agachó.
—Dot, cariño, no puedes hacer eso. Pobre Fred, has estado a punto
de...
La niña rompió a llorar y Cooper puso la cara de pánico que adoptaba
cada vez que una de las niñas lloraba.
—Ayy, princesa —dijo sin saber qué hacer—. No llores, no pasa
nada... —Levantó la vista para encontrarse con que Julia le miraba muerta
de risa—. ¿Qué? —preguntó con cara de cordero degollado.
—Es culpa tuya, Cooper. —Julia se recostó contra la librería—. Si tú,
tus hombres y Rafael, y hasta Fred os dedicáis a jugar a haceros los
muertos con las niñas, os van a torear siempre. Sam y Dot empiezan a
estar convencidas de que cualquier cosa con cromosoma Y está ahí para
servirlas.
Daba igual. Cooper había cogido a Dot en brazos y la estaba
arrullando, intentando que le sonriera. Julia casi podía ver las ruedecillas
de la cabeza de Dot girando, maquinando cómo sacar partido de la
situación.
—Ya está, cariño. —Cooper volvió a dejar a la niña en el suelo y le dio
una palmadita en el trasero.
—¿Coop?
—¿Sí? —dijo, mirándola con una sonrisa de oreja a oreja.
—Estaba intentando decirte que...
—Ah, se me ha olvidado decirte —le interrumpió Cooper emocionado
—, que Sandy las ha montado en Estrella del Sur. Dice que Sam tiene
madera de campeona. Dot necesita un poco de práctica pero...
—Cooper —dijo Julia reprimiendo un suspiro—. Las niñas tienen dos
años. Es un poco pronto para que Sandy sepa si tienen madera de
amazonas o no. Céntrate en lo que estaba tratando de decirte...
—No es tan pronto. —Cooper frunció el ceño—. La nueva potra de
Pure Gold estará lista para domarse en unos dos años y medio, y las niñas
deberían hacerse con ella cuanto antes. El otro día justo...
—Cooper, hola, estoy intentando decirte algo...
—Bernie me decía que la nueva chica con la que estaba quedando en
Dead Horse, ¿sabes quién te digo?, esa preciosidad que entrena los
caballos de la yeguada de Hughes. Bueno, pues me dijo que le había
dicho...
—Cooper...
—... que había empezado a montar a los dos años. Su padre la montó
en un pony en su segundo cumpleaños y no volvió a bajarse de él. Te
apuesto lo que quieras a que nuestras niñas...
—Cooper...
—... van a ser campeonas estatales. Pero si hasta podrían ir a los
Juegos Olímpicos si quisieran. A ver, lo más seguro es que hasta los Juegos
Olímpicos del 2020 no puedan ir, pero si empezamos ya mismo, seguro
que podemos... —Julia le puso un dedo en los labios para que se callara.
—Cooper —le dijo con cariño—. Cierra el pico.

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* * *

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

LISA MARIE RICE


Lisa Marie Rice vive permanentemente en los treinta años y nunca envejecerá. Es alta,
esbelta y guapa. Los hombres caen rendidos a sus pies como peras maduras. Ha ganado todos
los premios literarios habidos y por haber del mundo. Es cinturón negro y tiene conocimientos
avanzados de arqueología, física nuclear y literatura tibetana. Es concertista de piano. ¿He
mencionado ya el premio Nobel?
Claramente, Lisa Marie Rice es una mujer virtual que sólo existe delante del teclado
cuando escribe novelas románticas. En cuanto el ordenador se apaga, desaparece.
Si quieres saber más: www.cuevadeellora.com

MUJER A LA FUGA
Julia Devaux adora su sofisticada vida en la gran ciudad. ¿Cómo no iba a gustarle?
Tiene un fabuloso trabajo en el mundo editorial, unos amigos maravillosos, un apartamento
de infarto, la compañía de su precioso aunque temperamental gato siamés, Federico Fellini;
¡no podía irle mejor! Hasta que, de pronto, Julia tiene la mala suerte de presenciar el asesinato
de un miembro de la mafia, destrozando así su vida por completo.
El programa de protección de testigos la recoloca en el fin del mundo, a miles de
kilómetros de la librería más cercana, donde la única comida rápida son los ciervos y la única
distracción es echar un polvo con un ranchero local más bien lacónico. Por suerte, lo que
mejor sabe hacer Sam Cooper no es precisamente hablar… El exSEAL Sam Cooper no puede
creerse la suerte que tiene cuando la misteriosa Sally Anderson llega a su pueblo. En
Simpson, Idaho, no hay ni una taza de café decente, por no hablar de profesoras de primaria
de quitar el hipo. En el momento en que Cooper ve a Sally, se la apropia como si fuera suya.
De acuerdo, no es demasiado bueno hablando, pero hace lo que puede por mantenerla
contenta. Cuando descubre que su vida está en peligro, nada le detendrá para mantenerla a
salvo y junto a él.

* * *

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

© 2005, Lisa Marie Rice


Título original: Woman on the run
© de la traducción: 2008, Moría Alonso
Editor original: Ellora's Cave Publishing, 10/2005

© El tercer nombre, S.A., 04/2008,


© Cubierta: Ellora's Cave Publishing, Inc.
I.S.B.N.: 978-84-96693-25-8
Depósito legal: M-11.338-2008

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