Becquer Creed en Dios
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Creed en Dios - Becquer 2/3
Por último, pudo encontrar una ocasión propicia; tendió el brazo y voló Cuando Teobaldo dejo de percibir las pisadas de su corcel y se sintió
la saeta, que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, lanzado en el vacı́o no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de
que dio un salto y un espantoso bufido. – ¡Muerto está – exclama con terror. Hasta entonces habı́a creı́do que los objetos que se representaban
un grito de alegrı́a el cazador, volviendo a hundir por la centésima vez a sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo, y
el acicate en el sangriento ijar de su caballo.– ¡Muerto está! En balde que su corcel corrı́a desbocado, es verdad; pero corrı́a sin salir del ter-
huye. El rastro de la sangre que arroja marca su camino – y esto di- mino de su señorı́o. Ya no le quedaba duda de que era el juguete de un
ciendo, comenzó a hacer en la bocina la señal del triunfo para que la poder sobrenatural que le arrastraba, sin que supiese adónde, a través
oyesen sus servidores. En aquel instante, el corcel se detuvo, flaquearon de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y
sus piernas, in ligero temblor agitó sus contraı́dos musculosa y cayó al fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a veces con el resplandor de
suelo desplomado, arrojando por la hinchada nariz, cubierta de espuma, un relámpago, creı́a distinguir las hirvientes centellas, próximas a des-
un caño de sangre. Habı́a muerto de fatiga, habı́a muerto cuando la prenderse. El corcel corrı́a, o, mejor dicho, nadaba en aquel océano de
carrera del herido jabalı́ comenzaba a acortarse, cuando bastaba un solo vapores caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron
esfuerzo más para alcanzarlo. a desplegarse, unas tras otras, ante los espantados ojos de su jinete.
IX III
Pintar la ira del colérico Teobaldo serı́a imposible. Repetir sus maldicio- Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas con orlas de fue-
nes y sus blasfemias, sólo repetirlas fuera escandaloso e impı́o. Llamó a go, suelta al huracán la encendida cabellera y blandiendo sus espadas,
grandes voces a sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas que relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz, vio a los ángeles,
inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó las barbas, presa ministros de la cólera del Señor, cruzar como un formidable ejercito sobre
d la más espantosa desesperación. – Lo seguiré a la carrera, aun cuando las alas de la tempestad. Y subió más alto y creyó divisar a lo lejos las
haya de reventarme – exclamó, al fin, armando de nuevo su ballesta y tormentosas nubes, semejantes a un mar de lava, y oyó mugir el turno
disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel momento sintió ruido a a sus pies como muge el Océano azotando la roca desde cuya cima le
sus espaldas, se entreabrieron las ramas de la espesura y se presentó a contempla el atónito peregrino.
sus ojos un paje que traı́a del diestro un corcel negro como la noche. –
El cielo me lo envı́a – dijo el cazador lanzándose sobre sus lomos, ágil IV
como un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como Y vio al arcángel, blanco como la nieve, que, sentado sobre un inmenso
la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarse la brida. globo de cristal, los dirige por el espacio en las noches serenas, como un
bajel de plata sobre la superficie de un lago azul. Y vio el sol volteando
X
encendido sobre sus ejes de oro en una atmósfera de colores y de fuego,
El caballo relincho con una fuerza que hizo estremecer el bosque; dio un y en su foco a los ı́gneos espı́ritus que habitan incólumes entre las llamas
bote increı́ble, un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y y desde su ardiente seno, entonan al Creador himnos de alegrı́a. Vio los
el aire comenzó a zumbar en los oı́dos del jinete como zumba una piedra hilos de luz imperceptibles que atan los hombres a las estrellas y vio el
arrojada por la honda. Habı́a partido sal escape; pero aun escape tan arco iris, echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al
rápido, que, temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado por primer cielo del segundo.
el vértigo, tuvo que cerrar los ojos agarrarse con ambas manos a sus
V
flotantes crines. Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni ani-
marlo con la voz, el corcel corrı́a, corrı́a sin detenerse. ¿Cuánto tiempo Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra; vio bajar muchas
corrió Teobaldo con él sin saber por dónde, sintiendo que las ramas le y subir pocas. cada una d aquellas almas inocentes iba acompañada de
abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus vestidos, y un arcángel purı́simo, que la cubrı́a con las sombras de sus alas. Los que
el viento silbaba a su alrededor? Nadie lo sabe. tornaban solos, tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos; los que
no , subı́an cantando como suben las alondras en las mañanas de abril.
XI
Después, las nieblas rosadas y azules, que flotaban en le espacio como
Cuando, recobrado el animo, abrió los ojos un instante para arrojar en cortinas de gasa transparente, se rasgaron como el dı́a de gloria se rasga
torno suyo una mirada inquieta, se encontró lejos, muy lejos de Monta- en nuestros templos el velo de los altares, y el paraı́so de los justos se
gut y en unos ligares para él completamente extraños. El corcel corrı́a, ofreció a sus miradas deslumbrador y magnı́fico.
corrı́a sin detenerse, y arboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su
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lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrı́an ante
su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más Allı́ estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpi-
desconocidos. Valles angostos, erizados de colosales fragmentos de grani- dos en las portadas de piedra de nuestras catedrales; allı́ las vı́rgenes
to que las tempestades habı́an arrancado de la cumbre de las montañas; luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el pintor en los vi-
alegres campiñas cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blan- drios de colores de las ojivas; allı́ los querubines con sus largas y flotantes
cos caserı́os; desiertos sin limites, donde hervı́an las arenas calcinadas vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los altares; allı́,
por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las je-
regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, rarquı́as celestes, y hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora de
destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos fantasmas que ex- Montserrat, la Madre de Dios, le Reina de los arcángeles, el amparo de
tendı́an sus brazos para asirle por los cabellos al pasar: todo esto, y mil los pecadores y el consuelo de los afligidos.
y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, y
hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejo de percibir el ruido VII
que producı́an los cascos del caballo al herir la tierra.
Más allá del paraı́so de los justos; más allá del trono donde se asienta la
********************* Virgen Marı́a, el ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo
pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad, el eterno silencio, viven
I en aquellas regiones que conducen al misterioso santuario del Señor. De
cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frı́o como la hoja
Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas que escucháis mi de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la
relato: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es una fábula te- medula de los huesos, ráfagas semejantes a las que anunciaban a los pro-
jida a mi antojo para sorprendes vuestra credulidad. De boca en boca fetas la aproximación del espı́ritu divino. Al fin llegó a un punto donde
ha llegado hasta mi esta tradición, y la leyenda del sepulcro, que aun creyó percibir un rumor sordo, que pudiera comparase al zumbido lejano
subsiste en el monasterio de Montagut, es un testimonio irrecusable de de un enjambre de abejas cuando, en las tardes de otoño, revolotean en
la veracidad de mis palabras. Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo derredor de las últimas flores.
que aún me resta por decir, que es tan cierto como lo anterior, aunque
más maravilloso. Yo podré acaso adornar con algunas galas de la poesı́a VIII
el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia; pero nunca me
apartare un punto de la verdad a sabiendas. Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la Tie-
rra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos
II que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye. Aquı́,
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Creed en Dios - Becquer 3/3
La noche habı́a cerrado y el viento gemı́a agitando las hojas de los – ¿Quién sois y qué hacéis aquı́? – le pregunto Teobaldo al monje. – Yo
árboles, por entre cuyas frondas se deslizaba un suave rayo de luna, soy – le contesto éste– un humilde servidor de Dios, religioso del monas-
cuando Teobaldo incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos terio de Montagut. – Pero... – interrumpió el barón– Montagut ¿no es
como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y un señorı́o? – Lo fue... – prosiguió el monje– hace mucho tiempo... A su
se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalı́, donde cayó muerto último señor, según cuentan, se lo llevó el diablo, y como no tenia a na-
su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le habı́a die que lo sucediese en el feudo, los condes soberanos hicieron donación
arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas. Un silencio de de estas tierras a los religiosos de nuestra regla, que están aquı́ desde
muerte reinaba a su alrededor; un silencio que sólo interrumpı́a el lejano habrá cosa de ciento a ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois? – Yo... –
bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas y el eco de balbuceó el señor de Fortcastell, después de un largo rato de silencio–,
una campana distante que de cuando en cuando traı́a el viento en sus yo soy... un miserable pecador que, arrepentido de sus faltas, viene a
ráfagas. – Habré soñado – dijo el barón, y emprendió su camino a través confesarlas a vuestro abad y a pedirle que lo admita en el seno de su
del bosque, y salió, al fin, a la llanura. religión.
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