Becquer Creed en Dios

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Creed en Dios - Becquer 1/3

Creed en Dios (Cántiga provenzal)


Gustavo Adolfo Bécquer
Yo fui el verdadero a sus pecheros, se batı́a con sus iguales, perseguı́a a las doncellas, daba
Teobaldo de Montagut, de palos a los monjes, y, en sus blasfemias y juramentos, ni dejaba santo
barón de Fortcastell. Noble en paz ni cosa sagrada de que no maldijese.
o villano, señor o pechero,
tú, cualquiera que seas, que III
te detienes un instante al borde
de mi sepultura, cree en Dios Un dı́a que salió de caza y que, como era su costumbre, hizo a entra
como yo he creı́do y a guarecerse de la lluvia a toda su endiablada comitiva de pajes licen-
ruégale por mı́. ciosos, arqueros desalmados y siervos envilecidos, con perros, caballos y
con gerifaltes, en la Iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable
sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques de su
I carácter impulsivo, le conjuró, en nombre del cielo y llevando una hostia
consagrada en sus manos, a que abandonase aquel lugar y fuese a pie y
Nobles aventureros que, puesta la lanza en la puja, caı́da la visera del con un bordón de romero a pedir al Papa la absolución de sus culpas. –
casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más pa- ¡Déjame en paz, viejo loco! – exclamó Teobaldo al oı́rlo–; déjame en paz
trimonio que vuestro nombre cları́simo y vuestra montante, buscando o ya que no he encontrado una sola pieza durante el dı́a, te suelto mis
honra y prez en la profesión de las armas: si al atravesar el quebrado va- perros y te cazo como a un jabalı́ para distraerme.
lle de Montagut os ha sorprendido en él la tormenta y la noche y habéis
encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aun se ve en su IV
fondo, oı́dme.
Teobaldo era hombre de hacer lo que decı́a. El sacerdote, sin embar-
II go, se limitó a contestarle. – Haz lo que quieras; pero ten presente que
hay un Dios que castiga y perdona, y que si muero a tus manos borrará
Pastores que seguéis con lento paso vuestras blancas ovejas, que pacen
mis culpas del libro de su indignación para escribir tu nombre y hacerte
derramadas por las colinas y las llanuras; si al conducirlas al borde del
expiar tu crimen. – ¡Un Dios que castiga y perdona! – prorrumpió el
transparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos
sacrı́lego barón con una carcajada–. Yo no creo en Dios, y para darte
del valle de Montagut, en el rigor del verano y en una siesta de fuego,
una prueba voy a cumplirte lo que te he prometido, porque aunque poco
habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas
rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo!
del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oı́dme.
¡Pedro! Azuzad la jaurı́a, dadme el venablo, tocad el alali en vuestras
III trompas, que vamos a darle caza a este imbécil, aunque se suba a los
retablos de sus altares.
Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo
de vuestra humildad: si en la mañana del santo patrono de estos lu- V
gares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles y margaritas con
que embellecer su retablo, venciendo el amor que os inspira el sombrı́o Ya, después d dudar un instante y a una nueva orden de su señor, co-
monasterio que se alza entre sus peñas, habéis penetrado en su claus- menzaban los pajes a desatar los lebreles, que aturdı́an la Iglesia con
tro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, a cuyos sus ladridos; ya el barón habı́a armado su ballesta, riendo con una risa
bordes crecen las margaritas más nobles y los jacintos más azules, oı́dme. de Satanás, y el venerable sacerdote, murmurando una plegaria, elevaba
sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del
IV sagrado recinto una vocerı́a terrible, bramidos de trompas que hacı́an
señales de ojeo y gritos de: ¡Al jabalı́! ¡Al jabalı́! ¡Por las breñas!
Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor ¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió a las
errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta puertas del santuario, ebrio de alegrı́a; tras él fueron sus servidores, y
aún con gotas de rocı́o, semejantes a lágrimas: todos habréis visto en con sus servidores, los caballos y los lebreles.
aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la componı́an
una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y sólo queda VI
la piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa
en paz el último varón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual – ¿Por donde va el jabalı́? – preguntó el varón, subiendo a su corcel sin
voy a referiros la peregrina historia. apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta. – Por la cañada que se
extiende al pie de esa colinas – le respondieron. Sin escuchar la última
********************* palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del
I caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos. Los habitantes
de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, y que al
Cuando la noble condesa de Montagut estaba encinta de su primogénito, aproximarse el terrible animal se habı́an guarecido en sus chozas, aso-
Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; maron tı́midamente la cabeza a los quicios de las ventanas, y cuando
tal vez una vana fantası́a que el tiempo realizó más adelante. Soñó que vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura
en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa que arro- se santiguaron en silencio.
jando agudos silbos, y ora arrastrándose entre la menuda hierba, ora re-
plegándose sobre sı́ misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose, VII
al fin, entre unas zarzas. – ¡Allı́ está, allı́ está! – gritaba la condesa en
Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más castigado
su horrible pesadilla, señalando a sus servidores la zarza en que se habı́a
que los de sus servidores, seguı́a tan de cerca la res, que dos o tres veces,
escondido el asqueroso reptil. Cuando sus servidores llegaron presurosos
dejándole la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se habı́a empinado
al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un profundo terror, le
sobre los estribos y echándose al hombro la ballesta para herirlo. Pero
señalaba aun con el dedo, una blanca paloma se levantó de entre las
el jabalı́, al que sólo divisaba a intervalos entre los espesos matorrales
breñas y se remontó al as nubes. La serpiente habı́a desaparecido.
tornaba a desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del
II alcance de su arma. Ası́ corrió muchas horas, atravesó las cañadas, el
pedregoso lecho del rı́o, e internándose en un bosque inmenso, se perdió
Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz; su padre pereció entre sus sombrı́as revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada res.
algunos años después en una emboscada, peleando como bueno contra Siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad
los enemigos de Dios. Desde este punto, la juventud del primogénito de maravillosa.
Fortcastell solo puede compararse a un huracán. Por donde pasaba se
veı́a señalando su camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba VIII

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Por último, pudo encontrar una ocasión propicia; tendió el brazo y voló Cuando Teobaldo dejo de percibir las pisadas de su corcel y se sintió
la saeta, que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, lanzado en el vacı́o no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de
que dio un salto y un espantoso bufido. – ¡Muerto está – exclama con terror. Hasta entonces habı́a creı́do que los objetos que se representaban
un grito de alegrı́a el cazador, volviendo a hundir por la centésima vez a sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo, y
el acicate en el sangriento ijar de su caballo.– ¡Muerto está! En balde que su corcel corrı́a desbocado, es verdad; pero corrı́a sin salir del ter-
huye. El rastro de la sangre que arroja marca su camino – y esto di- mino de su señorı́o. Ya no le quedaba duda de que era el juguete de un
ciendo, comenzó a hacer en la bocina la señal del triunfo para que la poder sobrenatural que le arrastraba, sin que supiese adónde, a través
oyesen sus servidores. En aquel instante, el corcel se detuvo, flaquearon de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y
sus piernas, in ligero temblor agitó sus contraı́dos musculosa y cayó al fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a veces con el resplandor de
suelo desplomado, arrojando por la hinchada nariz, cubierta de espuma, un relámpago, creı́a distinguir las hirvientes centellas, próximas a des-
un caño de sangre. Habı́a muerto de fatiga, habı́a muerto cuando la prenderse. El corcel corrı́a, o, mejor dicho, nadaba en aquel océano de
carrera del herido jabalı́ comenzaba a acortarse, cuando bastaba un solo vapores caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron
esfuerzo más para alcanzarlo. a desplegarse, unas tras otras, ante los espantados ojos de su jinete.

IX III

Pintar la ira del colérico Teobaldo serı́a imposible. Repetir sus maldicio- Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas con orlas de fue-
nes y sus blasfemias, sólo repetirlas fuera escandaloso e impı́o. Llamó a go, suelta al huracán la encendida cabellera y blandiendo sus espadas,
grandes voces a sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas que relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz, vio a los ángeles,
inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó las barbas, presa ministros de la cólera del Señor, cruzar como un formidable ejercito sobre
d la más espantosa desesperación. – Lo seguiré a la carrera, aun cuando las alas de la tempestad. Y subió más alto y creyó divisar a lo lejos las
haya de reventarme – exclamó, al fin, armando de nuevo su ballesta y tormentosas nubes, semejantes a un mar de lava, y oyó mugir el turno
disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel momento sintió ruido a a sus pies como muge el Océano azotando la roca desde cuya cima le
sus espaldas, se entreabrieron las ramas de la espesura y se presentó a contempla el atónito peregrino.
sus ojos un paje que traı́a del diestro un corcel negro como la noche. –
El cielo me lo envı́a – dijo el cazador lanzándose sobre sus lomos, ágil IV
como un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como Y vio al arcángel, blanco como la nieve, que, sentado sobre un inmenso
la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarse la brida. globo de cristal, los dirige por el espacio en las noches serenas, como un
bajel de plata sobre la superficie de un lago azul. Y vio el sol volteando
X
encendido sobre sus ejes de oro en una atmósfera de colores y de fuego,
El caballo relincho con una fuerza que hizo estremecer el bosque; dio un y en su foco a los ı́gneos espı́ritus que habitan incólumes entre las llamas
bote increı́ble, un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y y desde su ardiente seno, entonan al Creador himnos de alegrı́a. Vio los
el aire comenzó a zumbar en los oı́dos del jinete como zumba una piedra hilos de luz imperceptibles que atan los hombres a las estrellas y vio el
arrojada por la honda. Habı́a partido sal escape; pero aun escape tan arco iris, echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al
rápido, que, temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado por primer cielo del segundo.
el vértigo, tuvo que cerrar los ojos agarrarse con ambas manos a sus
V
flotantes crines. Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni ani-
marlo con la voz, el corcel corrı́a, corrı́a sin detenerse. ¿Cuánto tiempo Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra; vio bajar muchas
corrió Teobaldo con él sin saber por dónde, sintiendo que las ramas le y subir pocas. cada una d aquellas almas inocentes iba acompañada de
abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus vestidos, y un arcángel purı́simo, que la cubrı́a con las sombras de sus alas. Los que
el viento silbaba a su alrededor? Nadie lo sabe. tornaban solos, tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos; los que
no , subı́an cantando como suben las alondras en las mañanas de abril.
XI
Después, las nieblas rosadas y azules, que flotaban en le espacio como
Cuando, recobrado el animo, abrió los ojos un instante para arrojar en cortinas de gasa transparente, se rasgaron como el dı́a de gloria se rasga
torno suyo una mirada inquieta, se encontró lejos, muy lejos de Monta- en nuestros templos el velo de los altares, y el paraı́so de los justos se
gut y en unos ligares para él completamente extraños. El corcel corrı́a, ofreció a sus miradas deslumbrador y magnı́fico.
corrı́a sin detenerse, y arboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su
VI
lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrı́an ante
su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más Allı́ estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpi-
desconocidos. Valles angostos, erizados de colosales fragmentos de grani- dos en las portadas de piedra de nuestras catedrales; allı́ las vı́rgenes
to que las tempestades habı́an arrancado de la cumbre de las montañas; luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el pintor en los vi-
alegres campiñas cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blan- drios de colores de las ojivas; allı́ los querubines con sus largas y flotantes
cos caserı́os; desiertos sin limites, donde hervı́an las arenas calcinadas vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los altares; allı́,
por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las je-
regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, rarquı́as celestes, y hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora de
destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos fantasmas que ex- Montserrat, la Madre de Dios, le Reina de los arcángeles, el amparo de
tendı́an sus brazos para asirle por los cabellos al pasar: todo esto, y mil los pecadores y el consuelo de los afligidos.
y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, y
hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejo de percibir el ruido VII
que producı́an los cascos del caballo al herir la tierra.
Más allá del paraı́so de los justos; más allá del trono donde se asienta la
********************* Virgen Marı́a, el ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo
pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad, el eterno silencio, viven
I en aquellas regiones que conducen al misterioso santuario del Señor. De
cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frı́o como la hoja
Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas que escucháis mi de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la
relato: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es una fábula te- medula de los huesos, ráfagas semejantes a las que anunciaban a los pro-
jida a mi antojo para sorprendes vuestra credulidad. De boca en boca fetas la aproximación del espı́ritu divino. Al fin llegó a un punto donde
ha llegado hasta mi esta tradición, y la leyenda del sepulcro, que aun creyó percibir un rumor sordo, que pudiera comparase al zumbido lejano
subsiste en el monasterio de Montagut, es un testimonio irrecusable de de un enjambre de abejas cuando, en las tardes de otoño, revolotean en
la veracidad de mis palabras. Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo derredor de las últimas flores.
que aún me resta por decir, que es tan cierto como lo anterior, aunque
más maravilloso. Yo podré acaso adornar con algunas galas de la poesı́a VIII
el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia; pero nunca me
apartare un punto de la verdad a sabiendas. Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la Tie-
rra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos
II que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye. Aquı́,

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en un circulo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones II


de las vı́rgenes, los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones de los
humildes, las castas palabras de los limpios de corazón, las resignadas En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra
quejas de los que padecen, los ayes de los que sufren y los himnos de los silueta de su castillo sobre el fondo azulado y transparente del cielo de
que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces, que palpitaban aún en la noche. – Mi castillo está lejos y estoy cansado – murmuró–; esperaré
el éter luminoso, la voz de su santa madre, que pedı́a a Dios por él; pero el dı́a en un lugar cercano – y se dirigió al lugar. Llamó a una puerta.
no oyó la suya. – ¿Quién sois? – le preguntaron. – El barón de Fortcastell – respondió,
y se le rieron en sus barbas. Llamó a otra. – ¿Quién sois y que queréis?
IX – tornaron a preguntarle. – Vuestro señor – insistió el caballero, sor-
Más allá hirieron sus oı́dos, con un estrépito discordante, mil y mil acen- prendido de que no le conociesen–; Teobaldo de Montagut. – ¡Teobaldo
tos ásperos y roncos, blasfemias, gritos de venganza, cantares de orgı́as, de Montagut! – dijo colérica su interlocutora, que lo era una vieja –.
palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación, amenazas de la im- ¡Teobaldo de Montagut, el del cuento!... ¡Bah!... Seguid vuestro camino
potencia y juramentos sacrı́legos de la impiedad. Teobaldo atravesó el y no vengáis a sacar de su sueño a las gentes honradas para decirles
segundo cı́rculo con la rapidez que el meteoro cruza el cielo en una tar- chanzonetas insulas.
de de verano, por no oı́r su voz, que vibraba allı́ sonante y atronadora,
III
sobreponiéndose a las otras voces en medio de aquel concierto infernal.
– ¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! – decı́a aún su acento, agitándose Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, a
en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer. cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el dı́a. El foso estaba cegado
X con los sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo, inútil ya, se
pudrı́a colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orı́n
Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de vi- por la acción de los años; en la torre del homenaje tañı́a lentamente una
siones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y campana; frente al arco principal de la fortaleza, y sobre un pedestal de
llegó, al cabo, al último cı́rculo de la espiral de los cielos, donde los serafi- granito se elevaba una cruz; en los muros no se veı́a un solo soldado, y
nes adoran al Señor, cubierto el rostro con las triples alas y prosternados confuso y sordo, parecı́a que de su seno se elevaba como un murmullo
a sus pies. Él quiso mirarlo. Un aliento de fuego abrasó su cara, un lejano, un himno religioso, grave, solemne y magnı́fico. – ¡Y este es mi
mar de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oı́dos, castillo, no hay duda! – decı́a Teobaldo, paseando su inquieta mirada
y arrancado del corcel y lanzado al vacı́o como la piedra candente que de un punto a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba–. ¡Aquel
arroja un volcán, se sintió bajar y bajar, sin caer nunca; ciego, abrasa- es mi escudo grabado aún sobre la clave del arco! ¡Este es el valle de
do y ensordecido, como caerı́a el ángel rebelde cuando Dios derribó el Montagut! ¡Estas tierras que domina el señorı́o de Fortcastell!... En
pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios. aquel instante, las pesadas hojas de la puerta giraron sobre los goznes y
apareció en su dintel un religioso.
*********************
I IV

La noche habı́a cerrado y el viento gemı́a agitando las hojas de los – ¿Quién sois y qué hacéis aquı́? – le pregunto Teobaldo al monje. – Yo
árboles, por entre cuyas frondas se deslizaba un suave rayo de luna, soy – le contesto éste– un humilde servidor de Dios, religioso del monas-
cuando Teobaldo incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos terio de Montagut. – Pero... – interrumpió el barón– Montagut ¿no es
como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y un señorı́o? – Lo fue... – prosiguió el monje– hace mucho tiempo... A su
se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalı́, donde cayó muerto último señor, según cuentan, se lo llevó el diablo, y como no tenia a na-
su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le habı́a die que lo sucediese en el feudo, los condes soberanos hicieron donación
arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas. Un silencio de de estas tierras a los religiosos de nuestra regla, que están aquı́ desde
muerte reinaba a su alrededor; un silencio que sólo interrumpı́a el lejano habrá cosa de ciento a ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois? – Yo... –
bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas y el eco de balbuceó el señor de Fortcastell, después de un largo rato de silencio–,
una campana distante que de cuando en cuando traı́a el viento en sus yo soy... un miserable pecador que, arrepentido de sus faltas, viene a
ráfagas. – Habré soñado – dijo el barón, y emprendió su camino a través confesarlas a vuestro abad y a pedirle que lo admita en el seno de su
del bosque, y salió, al fin, a la llanura. religión.

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