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Elementos para una crítica de las políticas dirigidas

a la protección de la diversidad cultural en Colombia*

Jean Paul Sarrazin (Colombia)**

Resumen

En este artículo se reflexiona sobre los fundamentos y las consecuencias


de las políticas dirigidas a la protección de la diversidad cultural en Colombia.
Se presenta un esbozo histórico sobre la evolución de las ideas dominantes, a
propósito de la alteridad racial y cultural desde el siglo xix hasta los comienzos del
siglo xxi, y se analizan acciones y documentos institucionales para sustentar una
crítica sobre la relación entre la noción de «protección de la diversidad cultural»
y otros conceptos como los de «daño cultural», «preservación de tradiciones» y
«autenticidad». Se concluye que las concepciones hegemónicas sobre la diversidad
cultural son incongruentes con respecto a las realidades socioculturales del país,
insistiendo en la necesidad de revaluar las políticas dirigidas a la protección de la
diversidad cultural, puesto que las existentes son confusas, insostenibles a futuro e
ineficaces en su pretensión de ayudar a las comunidades más marginalizadas.

Palabras clave

Políticas Públicas; Diversidad Cultural; Multiculturalismo; Etnicidad; [ 127 ]


Colombia.

Fecha de recepción: agosto de 2018 • Fecha de aprobación: noviembre de 2018

Cómo citar este artículo

Sarrazin, Jean Paul. (2019). Elementos para una crítica de las políticas
dirigidas a la protección de la diversidad cultural en Colombia. Estudios Políticos
(Universidad de Antioquia), 54, pp. 127-148. http://doi.org/10.17533/udea.espo.
n54a08

*
Este artículo de reflexión se deriva, en parte, del proyecto de investigación Usos y sentidos del
concepto de diversidad cultural en ámbitos institucionales, financiado por el Instituto Colombiano de
Antropología e Historia (Icanh), 2012 y 2013.
**
Antropólogo. Magíster en Migraciones y Relaciones Interétnicas. Doctor en Sociología. Departamento
de Sociología, Universidad de Antioquia UdeA. Calle 70 No. 52-21, Medellín, Colombia. Correo
electrónico: [email protected] Orcid: https://orcid.org/0000-0002-8022-4674

Medellín, enero-abril de 2019: pp. 127-148


Elements for a Critique of the Policies
Intended to Protect the Cultural Diversity

Abstract

This article reflects on the foundations and consequences of the policies


aimed at the protection of cultural diversity in Colombia. In the first part, a historical
outline is presented on the evolution of dominant ideas regarding racial and cultural
alterity since the 19th century up to the beginning of the 21st century. The second
part of the article analyses institutional actions and discourses, an analysis that
leads to a critique concerning the relationship which has been officially established
between the notion of «the protection of cultural diversity» and other concepts such
as «cultural damage», «preservation of traditions» or «authenticity». It is concluded
that hegemonic views on cultural diversity are incongruent with respect to the socio-
cultural realities of the country. This emphasizes the need to reassess the policies
aimed at the protection of cultural diversity, since the existing ones are confusing,
unsustainable for the future, and ineffective in their attempt to assist the most
marginalized communities.

Keywords

]128 [ Public Politics; Cultural Diversity; Multiculturalism; Ethnicity; Colombia.

Estudios Políticos, 54, ISSN 0121-5167 • eISSN 2462-8433


Elementos para una crítica de las políticas dirigidas a la protección de la diversidad...

Introducción
En este artículo se reflexiona sobre los fundamentos y las consecuencias
de las políticas dirigidas a la protección de la diversidad cultural en Colombia,
políticas que se basan en el artículo 7 de la Constitución Política. Esto implica
un análisis crítico del concepto de «diversidad cultural» tal como se utiliza en
contextos institucionales, donde se le asocia principalmente a la etnicidad
(Bocarejo, 2011). Cabe notar que esto no es un fenómeno exclusivo de
Colombia, ya que existe una agenda transnacional de «etnización» de las
diferencias socioculturales (Segato, 2007).

Por otro lado, varios autores han demostrado que la «diversidad


cultural» es un concepto elogiado unánimemente en diferentes países y
dentro de diferentes ideologías, tanto de izquierda como de derecha, en la
academia, las empresas privadas, las organizaciones gubernamentales y no
gubernamentales (Ribeiro, 2007; Wood, 2003). Muchos de los discursos
sobre diversidad cultural se han convertido en un tipo de manifiesto ético.
Cedric Herring (2009) señala que «generalmente, “diversidad” se refiere a
políticas y prácticas que buscan […] crear una cultura inclusiva que valore
y use las cualidades de todos sus integrantes» (p. 209. Traducción propia).
Personalidades de la academia transnacional igualmente asocian el concepto [ 129 ]
de «diversidad» a un valor. Por ejemplo, de acuerdo con Tariq Modood
(2011), «donde “la diferencia” se valora positivamente (o se acepta) [...], lo
llamaré diversidad»; además, el autor incorpora el concepto a un discurso
moral: «deberíamos valorar la diversidad» (p. 5. Traducción propia). Por citar
solo un caso más, el investigador mexicano Héctor Díaz-Polanco (2006)
claramente toma partido y habla de la «diversidad» como un «meta-principio»
que debería guiar la acción social.

En un espíritu similar de valoración positiva se basa el principio de


protección de la «diversidad cultural». Dicho principio es frecuentemente
invocado desde la institucionalidad colombiana y fundamenta una serie de
medidas dirigidas a los grupos étnicos. Sin embargo, es necesario preguntarse:
¿qué significa dicho principio?, ¿qué se entiende precisamente por
«protección» y por «diversidad cultural»?, ¿sobre qué estructura de creencias
se fundamenta el principio?, ¿cuáles han sido algunos de los efectos sociales
de su aplicación? Estas son algunas de las cuestiones que se abordarán, pero
para ello será necesario analizar igualmente el sentido de otros conceptos
utilizados en los discursos institucionales, tales como «comunidad étnica»,
«daño cultural», «autenticidad» o «preservación de tradiciones».

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Jean Paul Sarrazin

La primera parte de este artículo presenta un esbozo histórico de la


evolución de algunas expresiones de valoración positiva de la alteridad —
comenzando en particular por de la indigenidad—1 por parte de ciertos
sectores de las élites políticas e intelectuales del país. Se proporciona una
breve reseña del periodo que va desde la primera mitad del siglo xix hasta
finales de la década de 1950. A partir de la década de 1960, el análisis será un
poco más detallado, ya que este fue el comienzo de un periodo directamente
relacionado con las políticas multiculturalistas condensadas en la Constitución
Política de 1991, la cual está actualmente vigente.

Luego de ese esbozo histórico, este artículo desarrolla una reflexión


crítica a partir de una revisión de las políticas, leyes, decretos, normas o
comunicados oficiales donde se evoca el principio de protección de la
diversidad cultural. Asimismo, esta reflexión se basa en estudios realizados
por el autor para dar respuesta a las solicitudes que la Corte Constitucional
de Colombia ha planteado al Instituto Colombiano de Antropología e Historia
(Icanh). Se trata, en este último caso, de litigios en los que los representantes de
los grupos étnicos apelan al principio de protección de la diversidad cultural
al oponerse a otros tipos de actores, tales como las comunidades campesinas,
los grupos religiosos, las entidades estatales o las empresas privadas.2
]130 [
Si bien es cierto que los grupos étnicos han participado activamente
en el proceso que los ha llevado a ser reconocidos institucionalmente, las
élites intelectuales no étnicas han desempeñado un papel determinante en la
valoración de la categoría de lo étnico en Colombia y otros países de América
Latina (Sarrazin, 2008; 2009). También es cierto que las relaciones de poder
diferenciales características del contacto interétnico se hacen más evidentes
cuando se observan a través de las manifestaciones de la sociedad dominante
(Ramos, 1998, p. 284). Teniendo en cuenta lo anterior, en este artículo se
observa que la protección de la diversidad cultural es un principio cuya
aplicación está fuertemente influenciada por las representaciones sociales y
las motivaciones de un sector dominante de la sociedad colombiana.

1
Los discursos a propósito de las poblaciones indígenas constituyeron el modelo para posteriores
discursos sobre otros tipos de etnicidad, incluyendo lo afro (Restrepo, 2007).
2
Las respuestas presentadas por el Icanh fueron tenidas en cuenta en Sentencias de la Corte
Constitucional, véase, entre otras, Sentencia T-1080/12, Sentencia T-009/13, Sentencia C-359/13,
Sentencia T-098/2014.

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Aunque el multiculturalismo ha sido ya criticado desde diversos ángulos


(Bocarejo, 2011; Chaves, 2011; Hale, 2002; 2005; Pineda, 2011; Segato,
2007; Wade, 2011), hay un déficit de estudios críticos más recientes que
analicen específicamente los fundamentos conceptuales y las consecuencias
prácticas del principio de «protección de la diversidad cultural» como política
estatal. Este principio parece haberse convertido en la doxa incuestionable
en ciertos medios institucionales; se trata de un elemento infaltable del
discurso «políticamente correcto». Por supuesto, este artículo no pretende
oponerse a dicho principio per se, sino que busca aportar a la explicación de
las problemáticas concretas que efectivamente han surgido en el curso de su
aplicación en las realidades sociales.

1. Los discursos sobre la indigenidad desde 1810 hasta 1970


Desde el siglo xix la mayoría de los proyectos nacionalistas se fundaron
sobre el ideal de homogeneidad cultural de la nación (Smith, 2000, p. 17).
El nacionalismo colombiano ciertamente no fue una excepción a esta regla:
un país unificado con una cultura, un idioma y una religión, entre otros. La
recién nacida República de Colombia declaró en la Constitución Política de
1821 la igualdad de todos los hombres. Las élites colombianas, influenciadas
por las ideas republicanas francesas, creían que el Estado solo podía florecer [ 131 ]
bajo un régimen basado en la noción de «ciudadanía».

Sin embargo, ante la necesidad de fortalecer una identidad propia, y


especialmente una identidad separada de lo español, en algunas situaciones
se recurrió a la idea de indigenidad como uno de los símbolos de autoctonía
y autonomía. En efecto, dado que los «indios» eran los pueblos originarios del
Nuevo Continente, su imagen idealizada se tomó a veces como parte de los
estandartes que buscaban reforzar la identidad nacional. Como ejemplo de
esto, brevemente después de la batalla final por la Independencia en 1819,
las élites liberales representaron al continente americano como una joven
indígena (Pineda, 1997, p. 112). Unas décadas más tarde, bajo la influencia
del romanticismo, algunos autores colombianos —por ejemplo, José Joaquín
Borda y Próspero Pereira— glorificaron la cultura local y tradicional, hablando
de los «magníficos reinos» del indio del pasado (Langebaek, 2003). Por
supuesto, esta tendencia ha existido al mismo tiempo que los verdaderos
indios de carne y hueso generalmente han sido despreciados por las mayorías
(Pineda, 1997, p. 111).

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Si los regímenes liberales, generalmente asociados en Colombia con las


ideologías de izquierda, tendían a privilegiar el principio de igualdad de todos
los hombres, los regímenes conservadores, generalmente de derecha, solían
proponer medidas más discriminativas respecto a los nativos. Por ejemplo,
en la Constitución Política de 1886, escrita bajo un régimen conservador, los
discursos oficiales consideraron abiertamente a los indios como «salvajes»,
y desde el punto de vista de la legislación fueron considerados como
«menores», quienes debían estar bajo la tutela de las misiones católicas y
debían permanecer en reservas geográficamente delimitadas (Pineda, 2002).

A medida que transcurrió el tiempo y sin importar qué tipo de gobierno


estuviera en el poder, las medidas relativas a las poblaciones indígenas fueron
un tema de intensos debates. La mayoría de los discursos oficiales de la primera
mitad del siglo xx suponían que la asimilación de los indios era necesaria para
la construcción de un país moderno. Esto hacía parte de un discurso según
el cual la «raza colombiana» era «mestiza», lo cual implicaba una asimilación
tanto racial como cultural de las distintas poblaciones del país.3 Frente a
esto, prominentes intelectuales como Gregorio Hernández de Alba, crítico
de la realidad sociocultural europea de la época, planteó públicamente que
las culturas indígenas debían ser admiradas por las poblaciones modernas
]132 [ (Troyan, 2007) y que algunas características indígenas deberían integrarse en
la identidad colombiana (Hernández de Alba, 1944).

Las décadas de 1940 y 1950 constituyen un periodo en el que los


estudios del folclore tomaron importancia en Colombia, siguiendo una
tendencia visible en otros países de América Latina, especialmente en México
y Perú (Rueda, 2009). Este fue también un momento fundacional para la
institucionalización de la etnología en el país (Langebaek, 2003), una ciencia
social que realza la importancia de las culturas no occidentales. Paralelamente,
siguiendo tendencias como el cubismo europeo, donde se rescataban
elementos del arte africano, las organizaciones de artistas colombianos
también desempeñaron un papel clave en la valoración de lo indígena. Por
ejemplo, el grupo Bachué —constituido por intelectuales, literatos y artistas
indigenistas— promovió la «recuperación» y la «reinterpretación» del arte, los
símbolos y los mitos nativos como fuentes de inspiración (Troyan, 2007).

3
Este proyecto de mestizaje y de valoración de una «raza colombiana» circulaba paralelamente al
hecho de que la blancura de la piel era en realidad la característica más valorada positivamente (Wade,
2000), una situación que se observa aun hoy en día entre la población colombiana.

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2. La promoción de la diferencia (étnica) y la llegada


del multiculturalismo
Notorios cambios culturales, económicos y políticos tuvieron lugar a
fines de la década de 1960 y durante la década de 1970. Por ejemplo, las
teorías marxistas sobre la dependencia económica denunciaban las relaciones
comerciales desiguales entre América Latina y los poderes económicos del
Norte. Los grupos étnicos fueron categorizados como parte de una clase
social dominada y como las víctimas de una nueva forma de colonialismo.

Más tarde, los discursos anticolonialistas comenzaron a denunciar


el error generalizado de tratar a los pueblos indígenas como «atrasados»
culturalmente (Wade, 2000, p. 94). Se expande entonces el discurso sobre
el valor de las «otras culturas». Por demás, se llega a asegurar que «ninguna
cultura es superior a otra» (Jackson, 1995, p. 308). Este fue también el
momento en que la palabra «étnico» comenzó a usarse sistemáticamente.

Lo anterior corrió paralelamente con el desarrollo de movimientos


contraculturales, los cuales, junto con el anticolonialismo, contribuyeron a
la crítica a la «cultura occidental», especialmente en sectores intelectuales
de la época, apoyando, en consecuencia, el surgimiento de expresiones [ 133 ]
organizadas de defensa de las minorías etnoculturales o no occidentales. El
cambio y la diferencia cultural empezaron a adquirir un estatus valioso en
algunos contextos sociales y el proyecto de asimilación de los grupos étnicos a
la cultura dominante incluso pudo verse como una forma de «etnocidio». Este
marco favoreció la fundación y el fortalecimiento de los movimientos étnicos
en Colombia (Laurent, 2005).

En la década de 1990 el Estado adoptó el Convenio 169 de la


Organización Internacional del Trabajo sobre los «derechos de las minorías
tribales» (OIT, 1989). Este convenio se convirtió en ley nacional y ha
proporcionado bases legales para posteriores decretos y acciones institucionales
relacionadas con la protección de grupos étnicos, por ejemplo, el respeto de
sus tierras comunales, la atribución de un cierto grado de autonomía para las
comunidades indígenas, el derecho a la consulta previa, entre otros (Pineda,
2002).4

4
No es una coincidencia aleatoria que la firma de este tipo de convenciones ocurriera al mismo tiempo
que las ONG internacionales y las instituciones globales como la Organización de las Naciones Unidas
(ONU) han incrementado su presencia en el ámbito público colombiano.

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En la década de 1990 se generalizó el discurso identitario que presenta


a Colombia como un país «diverso»: el ideal de homogenización ya no
tiene allí cabida (Gros, 2000). La Constitución Política de 1991, producto
de largos debates animados por un grupo de constituyentes ideológicamente
heterogéneo, tiene lugar en el marco de una serie de procesos sociales tales
como el reformismo constitucional en América Latina —México, Brasil,
Perú y Bolivia, entre otros—, la emergencia de movimientos ambientalistas,
la necesidad de relegitimación de las instituciones gubernamentales
y la movilización de algunos grupos étnicos. Estos últimos enfatizaron
particularmente en la necesidad de que el gobierno incluyera las diferencias
culturales en las políticas públicas.

Este es el momento en que el discurso oficial comienza a hacer


énfasis en la idea de que las «culturas étnicas» están «en peligro» y deben
ser «protegidas». Algunos de los artículos de la Constitución Política de 1991
relacionados con la diversidad y su protección se refieren a esto: Artículo
7: «El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación
colombiana». Artículo 8: «Es deber del Estado y del pueblo proteger la riqueza
cultural y natural del país». Artículo 68: «Los miembros de grupos étnicos
tienen derecho a recibir una educación que respetará y desarrollará su
]134 [ identidad cultural». Artículo 70: «El Estado reconoce la igualdad y la dignidad
de todas [las culturas] que viven en el país».

Para implementar el reconocimiento de la diferencia étnico-cultural,


el Estado colombiano ha puesto en marcha el enfoque diferencial, el cual
insta a que todas las instituciones —que administran, por ejemplo, subsidios
alimentarios, programas de salud, de desarrollo, entre otros—, antes de tomar
cualquier acción institucional, tengan en cuenta las posibles afectaciones a las
minorías étnicas, considerando sus condiciones socioculturales particulares,
su historia, sus creencias, sus necesidades, entre otros. La implementación
del enfoque diferencial debería contribuir a alcanzar el ideal de inclusión e
igualdad en el país.

Es un hecho que, después de la Constitución de 1991, los grupos étnicos


son reconocidos como actores políticos y tienen mayores posibilidades de
interactuar con el Estado a favor de sus propios intereses (Laurent, 2005), por
lo que no son actores pasivos en este proceso de promoción de la diversidad
cultural en su versión étnica. Las comunidades pueden beneficiarse de su
identidad étnica recientemente valorada para obtener cierto tipo de beneficios

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(Domínguez, 2015). Como consecuencia de este tipo de ventajas específicas,


el número de personas que se han declarado miembros de grupos étnicos
se ha incrementado muy notoriamente debido a procesos de etnogénesis y
reetnización (Chaves, 2003).

A pesar de las ventajas que el multiculturalismo pueda aportar a los


grupos étnicos —por ejemplo, brindándoles autonomía política y jurídica en sus
territorios o el derecho a detener la ejecución de ciertos proyectos económicos
que pongan en peligro su «integridad cultural»—, su implementación real
ha sido fuertemente criticada en varios aspectos que no pueden revisarse
exhaustivamente aquí. Sin embargo, directamente relevante para el propósito
de este artículo, se observa que la protección de la diversidad cultural ha sido
un principio sistemáticamente evocado en esos casos, dando lugar a acciones
que en realidad se basan en la preservación de las «culturas étnicas».

3. Problemas estructurales y conceptuales detrás


de las políticas para la diversidad
Uno de los problemas de los discursos y las políticas dominantes
relacionados con la «protección de la diversidad cultural» es que presentan
constantemente la diversidad cultural como un conjunto de «culturas» [ 135 ]
delimitadas. Esto obedece a un sistema de clasificación muy particular e
históricamente localizado que incide en nuestras formas de ver el mundo
social y su heterogeneidad. Seguimos imaginando que vivimos en un «mundo
multicultural» (Amselle, 2001). En esta visión no solo se asume que los grupos
étnicos tienen diferentes «culturas», sino que son «culturas» diferenciadas y
que, además, son «tradicionales».

Esta construcción contemporánea de «diversidad cultural» ignora las


críticas que se han planteado al concepto de «culturas» diferenciadas (Gupta
y Ferguson, 2008; Grimson, 2011), y a la categoría de «grupos étnicos»
(Brubaker, 2004; Restrepo, 2013). En ambos casos, se trata de intentos
taxonómicos que son producto de la historia y que hacen parte de sistemas de
creencias dominantes. En Colombia se observa claramente una «etnización»
reciente de distintos grupos sociales (Restrepo, 2013), lo cual concuerda con
una agenda transnacional de etnización promovida por organizaciones como
la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el Banco Mundial o el Banco
Interamericano de Desarrollo. Por otro lado, no parece ser una coincidencia
que el elogio de la diversidad cultural esté también muy presente en los

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discursos de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la


Ciencia y la Cultura (Unesco) o del Gobierno de los Estados Unidos (Wood,
2003). A partir de la idea de «culturas étnicas» se han definido normas
oficiales y procedimientos administrativos equivocados, ya que se presume la
existencia de fronteras culturales rígidas y atemporales.

Particularmente en Colombia, la protección de la diversidad cultural


—artículo 7 de la Constitución— se ha convertido en un principio clave
de gobernanza. Un gran número de leyes, decretos, normas oficiales o
argumentos jurídicos se basan en él, generando así medidas políticas que
afectan muy concretamente a ciertos grupos sociales. Dicho principio se
traduce en dos tipos de acciones institucionales muy diferentes, pero que
frecuentemente se amalgaman y se confunden: las políticas cuyo objetivo es
la «preservación cultural» y las políticas cuyo objetivo es brindar asistencia a
poblaciones excluidas y marginalizadas.

Uno de los principales argumentos utilizados para tratar de explicar


la combinación de estos dos tipos de políticas expone que la cultura de
los grupos étnicos ha sido pormenorizada, subvalorada y rechazada por la
mayoría «blanca» o «mestiza» del país; por esa razón, valorizar las «culturas
]136 [ étnicas» contribuiría a disminuir su exclusión. Así, por ejemplo, el Estado
ha decidido patrocinar campañas publicitarias donde se exalte el valor de
las «culturas étnicas». Ese tipo de acciones institucionales no solo debería
contrarrestar la discriminación y la exclusión de los individuos étnicos, sino
que también debería permitir que los grupos étnico-culturales se sientan
orgullosos de su «propia identidad» y de su «propia cultura»: «se requieren
estrategias y acciones que ayuden a la identificación de las riquezas culturales
de los grupos étnicos, el reencuentro con su identidad […]» (DNP, 2012, p.
8). También se anuncia que la discriminación contra las culturas étnicas afecta
negativamente las posibilidades de que los individuos étnicos prosperen
económicamente o de otra manera.

Esta campaña oficial destinada a proteger la cultura étnica no es una


idea local y autóctona. La Unesco es una referencia muy importante en el país
sobre la protección de la diversidad cultural y los discursos que la justifican. Por
ejemplo, la Convención para la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial
(Unesco, 2003)5 es constantemente mencionada por las instituciones
nacionales para sustentar las acciones de protección de la diversidad cultural.

5
Convención aprobada mediante la Ley 1037 de 2006.

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Así, entre las políticas culturales dictadas por el Ministerio de Cultura, hay
un decreto para la «protección del patrimonio inmaterial» que ordena a las
autoridades locales tener «inventarios de su patrimonio cultural local», los
cuales son identificados como «manifestaciones significativas de su diversidad
cultural». Se puede observar que la diversidad cultural frecuentemente se
asocia tanto con el patrimonio del pasado, como con los grupos étnicos, ya
que se presupone que estos últimos son «culturas tradicionales».

De acuerdo con la Unesco (s. f.), «el patrimonio cultural inmaterial


es un importante factor del mantenimiento de la diversidad cultural»,
y dicho patrimonio se compone de «tradiciones o expresiones vivas
heredadas de nuestros antepasados y transmitidas a nuestros descendientes,
como tradiciones orales, artes del espectáculo […]». Además, de manera
aparentemente incluyente y respetuosa, se dice que «el patrimonio cultural
inmaterial sólo puede serlo si es reconocido como tal por las comunidades,
grupos o individuos que lo crean, mantienen y transmiten». Se asume
entonces, de manera universalista, que cada persona o grupo en la tierra
sabría decidir naturalmente qué es «patrimonio cultural».6 Basado en esas
definiciones, el Gobierno de Colombia ha establecido que los lugareños
deben elegir su propio «patrimonio cultural» para participar en una suerte
de concurso donde las autoridades nacionales —élites no étnicas— elegirán [ 137 ]
qué expresiones culturales merecen ser consideradas como parte de dicho
patrimonio. La selección nacional eventualmente se presentará en el ámbito
internacional —ante la ONU, el comercio transnacional de artesanías, la
industria del turismo, por ejemplo—. De esta manera, para adquirir el estatus
de «patrimonio cultural del país» y, por lo tanto, para ser consideradas como
parte de su «diversidad cultural», las comunidades étnicas paradójicamente
han emprendido procesos de transformaciones culturales que les permitan
adaptarse a los estándares globalizados del comercio, de las élites o de las
instituciones globalizadas.

4. Dificultades procedimentales en la aplicación


de las políticas para la diversidad
La vaguedad y la ambigüedad detrás del principio de «protección de la
diversidad» le cuestan caro a la nación. Así lo demuestra la creciente cantidad
de litigios extensos y complejos en los que este principio está involucrado.

6
Algo poco probable, ya que, como Jean Jackson (1995) ha mostrado, un grupo étnico puede incluso
desconocer el concepto mismo de «cultura propia».

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Por ejemplo, se pretende evitar el «daño cultural» o las «pérdidas culturales»


en un país donde las comunidades étnicas están en contacto con otras
poblaciones, con los procesos de modernización del país y más ampliamente
con un sistema-mundo desde el siglo xvi. Innumerables flujos interétnicos
y socioculturales en general inevitablemente cambian las realidades de
los grupos humanos, causando transformaciones que podrían —o no—
considerarse como «daños», «pérdidas», «destrucción de una cultura» o
«destrucción de la diversidad cultural». Un ejemplo emblemático de ello
es el caso en que la Corte Constitucional restringe las actividades religiosas
de un conjunto de indígenas evangélicos bajo el argumento de preservar la
diversidad cultural del país (Sarrazin y Redondo, 2018). Como resultado, el
sistema judicial y las instituciones de investigación como el Icanh reciben una
cantidad abrumadora de demandas donde los representantes étnicos apelan,
entre otros, al artículo 7 de la Constitución.

En este contexto, algunos grupos e individuos recurren a una forma de


«esencialismo estratégico», construyendo discursos sobre la «cultura propia»
o la «ancestralidad» (Domínguez, 2015). Aunque se suele creer que esos
discursos son la expresión máxima de autoctonía, es importante considerar
que allí no solo se «inventa la tradición» —al decir de Eric Hobsbawm y Terence
]138 [ Ranger (1983)—, sino que se suelen reproducir ideas e ideales hegemónicos
y globalizados de lo que sería una cultura étnica (Sarrazin, 2006). Otra
inesperada consecuencia de estos procesos es que aquellos individuos o grupos
que pueden mostrar una imagen de etnicidad «tradicional» ante el Estado y la
sociedad dominante son aquellos que obtienen sus beneficios, lo cual genera
desigualdades con respecto a otros individuos o grupos que, justamente por
no manejar tan bien el lenguaje occidentalizado e intelectualizado de la
etnicidad «auténtica» y «ancestral» se ven marginalizados y excluidos.

Además, es posible notar que estos procesos promueven la creación


de un nuevo tipo de burócratas étnicos (Chaves y Hoyos, 2011). Se trata
de individuos que se han especializado en interactuar con el Estado,
viajando constantemente a las ciudades capitales, socializando con políticos,
funcionarios, «expertos» y élites intelectuales. A medida que esos individuos
adquieren un nuevo estatus y poder, hay cambios en las relaciones sociales y
las estructuras políticas dentro de las comunidades étnicas, en algunos casos
creando divisiones sociales, tensiones y rivalidades que antes no existían.
Una vez que comienzan a recibir los beneficios del Estado —generalmente

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dinero—, sus prácticas, alianzas y valores culturales también se transforman


radicalmente.

Conscientes de los usos y abusos del esencialismo estratégico y la


manipulación de marcadores de identidad por parte de ciertos individuos
y grupos étnicos, el Estado y las élites reclaman constantemente pruebas de
autenticidad cultural. Esto implica criterios supuestamente más precisos y
estrictos para encontrar la «verdadera» diversidad cultural y, así, «protegerla».
Basándose en los conceptos de expertos —notablemente, antropólogos—,
diferentes instituciones gubernamentales —como el Ministerio del Interior—
recurren a definiciones de «comunidad indígena» como esta: «grupo o
conjunto de familias de ascendencia amerindia, que tienen conciencia de
identidad y comparten valores, rasgos, usos o costumbres de su cultura,
así como formas de gobierno, gestión, control social o sistemas normativos
propios que la distinguen de otras comunidades» (Decreto 2164 de 1995,
artículo 2). Además de ser muy ambigua —por ideas como «comparten
rasgos»—, esta definición muestra la importancia que se le da al hecho de que
los «valores», «usos», entre otros, sean diferentes a los de otras comunidades.
La diferenciación es un criterio que reaparece más adelante en el citado
documento y en muchas otras normas oficiales.
[ 139 ]
¿Es posible, en un país como Colombia, trazar una frontera cultural en
función de «valores» o «usos» diferentes? ¿Se puede afirmar que un indígena
y un campesino tienen «valores diferentes»? Quizás sí, pero igualmente se
puede encontrar dos individuos, por ejemplo, dos hermanos que han crecido
juntos, cuyos valores también son diferentes; o también se puede encontrar
que un indígena colombiano y un citadino francés tienen valores en común.
¿Cómo se establece entonces el criterio para definir cuáles son las diferencias
culturales que permiten identificar fronteras y diferenciar «culturas»? Para el
Gobierno, en cualquier caso, debe haber un límite que separe a la «diversidad
cultural» del resto de la población. Sin embargo, dicho límite, en la práctica,
no es necesariamente claro, ya que estamos hablando de personas reales
que se mueven, reciben objetos e información de diversas localidades, viven
en un «sistema-mundo» y poseen orígenes que no se pueden reducir a un
linaje milenario o a unas raíces étnicas prístinas. La cuestión de definir una
línea divisoria es aún más problemática en algunas áreas rurales donde las
comunidades campesinas tienen una larga historia de intercambios culturales
con las que hoy se considerarían como comunidades étnicas.

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Esperando resolver el problema de la diferenciación, los documentos


oficiales se remiten —una vez más— a la noción de preservación —de antiguas
tradiciones—; de hecho, el Decreto 2164 de 1995 especifica que las únicas
comunidades que se consideran indígenas son «aquellas que han preservado
sus propias costumbres». Pero, de nuevo, en un espacio de intercambios
culturales —que datan de hace varios siglos—, ¿cómo se identifican cuáles
son las costumbres «propias» de un grupo? ¿No es esta una expresión de
esencialismo de Estado?

Asimismo, las políticas para la protección de la diversidad cultural no


vienen acompañadas de una suerte de «manual de instrucciones» para los
empleados del Gobierno. Cuando estos últimos deben aplicar dichas políticas
en comunidades de personas reales que viven en los tiempos modernos, se
encuentran con la gran dificultad de distinguir una «cultura étnica auténtica»
de una «no auténtica»; no saben exactamente qué diferencias buscar, qué
tradiciones deben haberse preservado y, mucho menos, cómo preservarlas.
Esta falta de parámetros genera confusión, conflictos e ineficiencias
procedimentales.

Suponiendo que fuera posible superar el problema de identificación


]140 [ mencionado anteriormente, las instituciones del Estado se enfrentan al
reto adicional de diseñar políticas especiales para grupos étnicos según
sus particularidades. Sobre la base de ese principio, las organizaciones
étnicas como la Organización Nacional de Indígenas de Colombia (ONIC)
han demostrado acertadamente que las políticas del Estado no han tenido
suficientemente en cuenta sus características específicas. Para solucionar ese
problema, se recurre a una medida adicional en la normatividad nacional:
la consulta previa, un principio legal —basado en el Convenio 169 de la
OIT— que ordena que los grupos étnicos sean consultados cada vez
que se piense adelantar un proyecto de desarrollo que pueda afectar su
«integridad cultural», su cultura o su identidad (Decreto 1320 de 1998). La
implementación de la consulta previa, sin embargo, depende también de
la definición de criterios necesarios para decidir aspectos tales como: ¿qué
es «integridad cultural»?, ¿qué debería hacerse exactamente en caso de que
se generen cambios culturales, sociales o materiales?, ¿son esos cambios
negativos?, ¿quién decide lo anterior?, ¿qué tipo de compensaciones debería
haber dependiendo de cada caso?, ¿cuánto tiempo pueden extenderse
las discusiones y negociaciones con las comunidades? Los veredictos que

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surjan de cualquier consulta previa dependen, implícita o explícitamente,


de la noción de «daño cultural» analizada anteriormente. Efectivamente,
en la práctica, los abogados que representan a las comunidades indígenas
a menudo plantean en sus argumentos conceptos como «daño a la cultura
ancestral», «peligro contra la identidad cultural» o «influencias perjudiciales»
(Sarrazin y Redondo, 2018), conceptos que implican un posicionamiento
moral7 y el tipo de vaguedad y ambigüedad al cual se ha referido ya. ¿Cómo
diferenciar los cambios sociales —que ocurren en cualquier sociedad— de las
afectaciones o del «daño cultural»?

Se puede decir que todos los interrogantes anteriores pueden ser


solucionados preguntándole a las comunidades mismas que conforman
la diversidad cultural. Pero esto conduce a otro tipo de problemáticas no
menos complejas. Se trata de dificultades conceptuales y procedimentales a
la hora de decidir quiénes son legítimos representantes de las comunidades,
especialmente teniendo en cuenta que sus estructuras sociales y políticas no
necesariamente obedecen a los parámetros de las democracias occidentales.
En algunos casos, ni siquiera es seguro que los representantes realmente
pertenezcan a la comunidad étnica o si la comunidad como tal existe en
absoluto. De hecho, en Colombia no hay consenso ni certeza sobre el número
de grupos étnicos habitando el territorio nacional y mucho menos cuántas [ 141 ]
personas pertenecen a ellos. Los procesos de etnogénesis, reetnización,
migraciones, divisiones, múltiples identidades, entre otros, hacen que esas
preguntas no puedan ser respondidas definitivamente.

Aunque el Estado y muchos sectores de la academia insistan en


imaginar comunidades claramente establecidas y delimitables, la misma
noción de comunidad, en general, puede ser cuestionada. Eso que desde la
academia o desde el Gobierno se denomina «comunidades», son conjuntos
de personas donde lo que en realidad se observa son alianzas cambiantes e
identidades fluidas. Empíricamente es posible observar que la misma persona
puede hablar y actuar como miembro de una comunidad en una situación
dada y como miembro de otra comunidad en otra situación (Baumann, 1996,
p. 5). Es posible encontrar comunidades dentro de las comunidades, al igual

7
No es este el espacio para discutir sobre el trasfondo moral de todas estas expresiones —daño,
perjudicial, pérdidas, entre otros—, pero cabe anotar que, tarde o temprano, dicho trasfondo debe
hacerse explícito y entrar a ser debatido públicamente.

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que varias «culturas» dentro de una comunidad o varias comunidades dentro


de una «cultura» (p. 10). En el mismo sentido, James Beckford (2015, p. 229)
sostiene su posición crítica frente a la noción de «comunidad», ya que ella es
parte de un discurso público donde se imaginan artificialmente colectividades
indiferenciadas.

Para ser coherente con sus propios principios, el Estado debería estudiar
y tener en cuenta las especificidades culturales de más de ochenta grupos
indígenas, los diferentes grupos romaníes o un número aun más incierto
de comunidades afro. Adicionalmente, el Estado debería diseñar políticas
especiales para cada uno de ellos, considerar sus cambios en el tiempo, las
dudas sobre la representación legítima en cada caso, las divisiones dentro de
las comunidades, sus múltiples y nuevas identidades, entre otros. Y luego de
haber resuelto todas esas preguntas —algo poco probable que ocurra con una
cantidad limitada de recursos—, cada ley, cada decreto, cada proyecto, cada
acción institucional podría ser objeto de consultas previas con un número
indeterminado de representantes.

Respecto a la problemática de la representación, se han creado


algunas organizaciones —principalmente indígenas, como la Organización
]142 [ Nacional de Indígenas de Colombia (ONIC) o el Consejo Regional Indígena
del Cauca (CRIC)— que fungen como representantes de las comunidades
étnicas. Sin embargo, estas organizaciones también pueden ser acusadas de
favorecer los intereses de ciertos sectores poblacionales, olvidando la voz de
las comunidades dentro de las comunidades o de aquellos que no tienen
suficiente fuerza para hacerse oír. Además, las personas que pertenecen
a algunas de esas organizaciones pueden ser criticadas por convertirse en
burócratas que viven en las ciudades y no conocen adecuadamente las
opiniones y necesidades de las comunidades rurales. En tercer lugar, si bien
estas organizaciones han logrado visibilidad y han desempeñado un papel
destacado en las negociaciones con el Estado, no necesariamente informan
a las comunidades de base sobre todo lo que está ocurriendo en esas
negociaciones y no transmiten adecuadamente los recursos que el Estado ha
destinado a dichas comunidades. Este último punto muestra una paradoja
más del sistema: aunque en teoría el objetivo es ayudar a las comunidades
vulnerables y marginadas, aquellos que se benefician de las políticas para la
diversidad suelen ser organizaciones fuertes o individuos privilegiados que,
aunque clasificables como étnicos, necesitan menos apoyo.

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Conclusiones
Desde los discursos indigenistas románticos, hasta el reciente lema de
«la diversidad es riqueza», surge en Colombia una serie de políticas para la
protección de la diversidad cultural que, en la práctica, son dirigidas a grupos
con identidad étnica.

Evidentemente, sería absurdo negar que la diversidad cultural existe y


difícilmente puede negarse la importancia de su inclusión en un país como
Colombia. Sin embargo, las «políticas para la diversidad», tal como han sido
concebidas y aplicadas, pueden ser objeto de un análisis crítico, ya que se
han traducido en acciones institucionales con efectos contraproducentes.

La protección de la diversidad cultural es parte de una lógica institucional


cuyo concepto clave es la identificación. En efecto, mucho esfuerzo se invierte
en la definición o detección de identidades-alteridades por parte de múltiples
actores institucionales. Así, la Corte Constitucional solicita «conceptos técnicos»
con el fin de determinar si un conjunto de personas hace parte de la diversidad
del país. Ingenuamente, dicho proceso de identificación-alterización se asume
como una cuestión puramente técnica, totalmente despolitizada, libre de todo
prejuicio, basada en criterios exclusivamente objetivos y moralmente neutros. [ 143 ]
En otras palabras, se niega completamente que esa «diversidad cultural» es
un concepto, como cualquier otro, socialmente construido a lo largo de una
historia y en el marco de relaciones de poder, dependiente de los esquemas
de pensamiento dominantes. Sin desconocer que en el mundo existen varios
tipos de multiculturalismo y varias propuestas para proteger la diversidad
cultural (Vertovec, 2007), la expresión dominante e institucional que aquí
recurre persistentemente a la idea de diferentes culturas, imaginadas como
tradicionales —estáticas y arqueologizadas en muchos aspectos—, distintas y
separadas radicalmente de una mayoría mestiza, blanca, occidental, o que se
resiste a ser categorizada.8

Detrás del elogio y supuesto favorecimiento de la diversidad cultural se


reproduce el pensamiento de ciertos sectores de la población —no étnica—
que tienen el poder de nombrar a los Otros como diversidad y definir, por
consiguiente, quiénes tienen una cultura digna de ser respetada y valorada.
Las acciones institucionales concretas vuelven una y otra vez a basarse en

8
En instituciones públicas como la Universidad de Antioquia, los estudiantes que no pertenecen a la
diversidad o a categorías de inclusión son categorizados como «normales».

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categorías fijas que ignoran la diversidad cultural real y sus constantes


transformaciones, para luego imponer puntos de vista hegemónicos sobre el
valor de algunas expresiones culturales e identidades cristalizadas.

El proceso de identificación inherente a las políticas para la protección


de la diversidad cultural está estrechamente relacionado con el ideal de
preservar lo auténtico. De nuevo, se olvida u oculta que la autenticidad es
siempre una invención cultural que no puede ser definida meramente a
través de conceptos técnicos. Y al pretender que supuestas culturas étnicas
preservadas sean los representantes auténticos y verdaderos de la diversidad
cultural se refuerzan dispositivos que minimizan o invisibilizan lo que Slavoj
Žižek (2008) denomina «la confrontación con el abismo que representa el
deseo del Otro» (p. 121). Por eso, el Otro protegido culturalmente, es un
Otro inmóvil, una alteridad inofensiva. Se trata entonces de un programa
funcional a la minimización del debate político que surge ante la presencia de
alteridades con intereses o deseos verdaderamente divergentes.

Además, bajo esta lógica de protección de la diversidad, un gran número


de individuos que no encajan con el molde de la autenticidad son y serán
excluidos. No olvidemos que los impuros son siempre más numerosos que
]144 [ los puros. Esa exclusión —mayoritaria— es el lado oscuro de un programa
supuestamente incluyente de las minorías.

No sobra notar que los monumentales —y quizás bien intencionados—


esfuerzos institucionales para llevar a cabo esa protección no han demostrado
ser muy útiles si se toma la sociedad como un todo. La valoración de ciertas
diferencias culturales —las étnicas, tradicionales, entre otras— florece al
mismo tiempo que crece en el país la desigualdad, la discriminación de otras
categorías sociales o la intolerancia respecto a las diferencias de opinión. El
reto es entonces reconocer, respetar y convivir con la diferencia sin necesidad
de cristalizarla en identidades-alteridades predefinidas.

El concepto de diversidad cultural no escapa a un cierto esencialismo de


Estado, el cual conduce a políticas que no funcionan simplemente porque las
esencias no existen en la realidad. Un concepto como el de super-diversidad
propuesto por Steven Vertovec (2007), el cual pretende señalar que dentro de
las categorías convencionales de diversidad existen otras subcategorías —la
diversidad dentro de la diversidad—, no escapa tampoco a la lógica criticada
en este artículo. Sería preciso cambiar el marco ontológico dominante que
concibe la diversidad como un conjunto delimitado de categorías específicas

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—sean cuantas sean—, de manera que se abra la posibilidad de entender


su naturaleza ubicua, cambiante e ilimitada. Puesto que la diversidad se
destruye y se recrea constantemente bajo nuevas configuraciones, rígidas
políticas basadas en categorías establecidas difícilmente podrán mantenerse
actualizadas.

Quizás el Estado deba dirigir sus esfuerzos no al establecimiento de


las categorías de la «diversidad» ni a la identificación de aquellas personas
que «realmente» pertenecen a esas categorías, sino a la comprensión de
los fundamentos socioculturales de la discriminación y la exclusión que se
presentan en las interacciones cotidianas del conjunto de la sociedad.

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