11 Estudios y Debates Pedagógicos
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Documento de Catedra
Construyendo inclusión a través del lenguaje: el valor de la palabra en los espacios educativos
1. Introducción
A dos lustros del cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), bajo la Agenda
2030, nos enfrentamos a una de las mayores crisis del último siglo provocada por la COVID-19, la
que sin lugar a duda generará un impacto negativo en el desarrollo político, económico, cultural,
ambiental y educativo de los distintos territorios (Beltrán y Venegas, 2020; De Sousa, 2020).
Uno de los objetivos que se ha visto afectado por la crisis actual es el ODS 4, el cual hace
referencia a “garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades
de aprendizaje durante toda la vida para todos” (UNESCO, 2017a, p. 18). A la fecha y según datos
proporcionados por CEPAL-UNESCO (2020), a mediados de mayo más de 1200 millones de
estudiantes de todas las edades, habían tenido que interrumpir su proceso educativo presencial
producto del despliegue de modalidades de aprendizaje virtual como medidas que evitarían la
propagación del virus y la mitigación de su impacto. Esta situación, producto de la desigualdad en
cuanto al acceso a oportunidades educativas por la vía digital, podría generar dificultades tanto en
los procesos de socialización como de inclusión en general (CEPAL-UNESCO, 2020; Sanz, Sainz y
Capilla, 2020).
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Ante el panorama de complejidad actual gatillado por la pandemia, el presente artículo busca abrir
espacios de reflexión y deliberación acerca de la importancia que tiene el lenguaje en la
construcción de espacios educativos, sean estos virtuales y/o presenciales. En este sentido, el
documento pretende concientizar sobre el impacto que tienen las elecciones lingüísticas en la
disminución de las barreras que atentan contra los principios de equidad e inclusión social y
cultural.
La Educación, entendida no solo como el proceso por el cual se aprende algo en un contexto
determinado, sino más bien como un fenómeno cultural propio de cada sociedad, releva su
sentido en la construcción de un entorno social en el que se reflejan distintas experiencias e
intencionalidades a favor del progreso de todos los actores que conforman el sistema educativo.
Una mirada histórica sobre la educación muestra el avance hacia enfoques que la entienden como
fenómeno cuya función principal involucra la superación de las desigualdades de los distintos
estudiantes para avanzar hacia una sociedad más justa, equitativa y democrática (Blanco,
2006; Giménez, Ovando y Heredia, 2018; Leiva, 2019; UNESCO, 2017b; UNESCO, 2000a, 2020b).
De esta manera, se entiende que la educación debe aspirar al principio de inclusión, que exige la
adaptación de la enseñanza a la diversidad, comprendida ésta como el derecho que tiene todo
sujeto a ser educado (Tomasevsky, 2002). En esta etapa, es el sistema educativo el que se acopla a
las diferencias, habilidades y motivaciones de todos sus estudiantes y no sólo de aquellos que
requieren de adaptaciones curriculares o visualizaciones psicológicas, sino como un constante
ejercicio de convivencia interpersonal, donde cobran valor las diferencias a favor del aprendizaje.
Esto está en correspondencia con los lineamientos que la comunidad internacional ha trazado
para atender y evaluar la inclusión en la realidad educativa (UNESCO, 1990; UNESCO, 1994;
UNESCO, 2000; UNESCO, 2017b; UNESCO, 2020b).
Pero más allá de los aspectos técnicos, metodológicos, que pudiera sustentar la inclusión como un
eje educativo, surge la interrogante acerca de cómo es posible llegar a incorporar la inclusión es
una de las raíces de la educación como experiencia que construye mundos para quienes participan
en ella. La experiencia educativa en el lenguaje es una de esas posibilidades, en tanto depende de
la natural interacción de una persona con su entorno, pero también de las conceptualizaciones
que el sujeto reconozca en función de su propia trayectoria comunicativa.
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La necesidad de avanzar hacia una sociedad con mayor inclusión ha implicado que el sistema
educativo enfrente una serie de compromisos que garanticen aprendizajes equitativos y
resguarden el derecho de niños y jóvenes de ser formados en un ambiente justo y dialogante
(Ramírez, 2020; UNESCO, 2017b; UNESCO, 2020b). Sin embargo, todavía la realidad áulica
demuestra que la inclusión y la valoración de la diversidad siguen siendo temas pendientes.
Hoy vemos cómo el sistema educativo formal presenta altos índices de deserción por estudiantes
que han visto que dicho sistema les niega la posibilidad de construir un futuro que trabaje en base
a las diferencias. Según la UNESCO (2020a), y bajo el actual contexto de crisis, la Educación
Superior podría experimentar los mayores indices de abandono escolar, así como una reducción
de su matrícula del orden del 3,5% (7,9 millones de estudiantes). Misma situación la
experimentará la Educación Preescolar con una reducción de su matrícula en un 2,8% (5 millones
de estudiantes), seguido de la Educación Secundaria con una pérdida del 1,48% del alumnado (5,7
millones), y finalmente la Educación Primaria con una reducción del 0,27% del estudiantado (5,2
millones).
La inclusión, por lo tanto, más allá de las políticas públicas generadas por los Estados, continúa
buscando modos para ser visibilizada en las experiencias y dinámicas internas del sistema, en las
relaciones entre los miembros de la comunidad educativa y en el desarrollo de estrategias y
planificaciones que velen por su adecuada presencia en el ámbito pedagógico (Agencia de Calidad
de la Educación, 2019).
Con todo lo anterior, la inclusión educativa se posiciona como una condición fundamental para el
desarrollo sostenible de las sociedades hacia la construcción de “un mundo justo, equitativo,
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tolerante, abierto y socialmente inclusivo en el que se atiendan las necesidades de los más
desprotegidos” (UNESCO, 2020b, p. 10).
Todo lo anterior hace que el lenguaje sea catalogado como “un hecho simultáneamente biológico,
social y cultural” (Ciapuscio, 2010, p. 186). El hecho biológico se justifica por la capacidad que tiene
la especie humana de adquirir y decodificar las lenguas, porque, a fin de cuentas, es un órgano
genéticamente definido. A su vez, lo social y cultural, determinan los estímulos del entorno que
permiten la activación y desarrollo de la facultad biológica.
El órgano del lenguaje permite representar los objetos de la realidad gracias a un sistema de
signos lingüísticos suficientemente complejo y regulado. Esta representación se materializa a
través de las lenguas, que son sistemas de signos definidos y compartidos por grupos humanos,
cuyo componente convencional aporta a la autorregulación del hablante.
La lengua define, por medio de la expresión, las ideas, intenciones y sentimientos de los sujetos
sociales (Di Tullio, 2010). En este aspecto la asociación directa entre palabra y entorno genera, en
términos de Carnap (2007), un proceso dinámico conformado por vínculos intensionales y
extensionales: los primeros señalan conceptos individuales y, los segundos, denotan los objetos
del entorno a los que se les aplica el conjunto semántico intensional. Evidentemente, la relación
entre intensión y extensión estructura la intencionalidad del lenguaje (Trigos, 2010) lo que
manifiesta que todo contenido proposicional tiene un modo psicológico de ser concebido.
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Ahora bien, debido a que los sistemas lingüísticos dependen en gran medida de factores sociales,
culturales, políticos y geográficos, las estructuras que los conforman presentan cierta variabilidad:
la lengua no es un conjunto fijo y predeterminado socialmente, es más bien, una fuente dinámica
de comunicación. Los hablantes hacen uso de su lengua mediante repertorios finitos que
adquieren y aprenden por medio de la interacción en comunidad. Este desarrollo es posible
gracias a la regulación lingüística que permite que los hablantes apliquen la norma gramatical en
cada uno de los enunciados, manteniendo así la aceptabilidad en los actos comunicativos.
Dicho todo esto, entender el lenguaje como una serie de operaciones que manifiestan las
elecciones del repertorio, es también comprender que estas elecciones responden a un modelo
representacional complejo e interiorizado. Probablemente por esta complejidad, como
reconoce Bosque (2018), se ha extendido la creencia simplificada del uso del lenguaje, asociada a
un carácter estrictamente instrumental, como si fuera un sistema externo al sujeto, sin embargo,
“el lenguaje no está para ser usado. No usamos la respiración, no usamos la circulación de la
sangre. Tampoco usamos el lenguaje. El lenguaje está para ser incorporado, para ser vivido, para
ser escuchado, para ser entendido” (Bordelois, 2012, citado en Bosque, 2018, p. 13). Y bajo estas
percepciones, el sistema lingüístico se interpreta como un conjunto que ofrece oportunidades
para denominar con precisión un mundo exterior caracterizado por la diversidad situacional, social
y cultural. Si el lenguaje es un elemento cohesivo que permite identificar mecanismos de exclusión
o inclusión social, entonces depende del sistema educativo aprovechar las posibilidades que
ofrece el sistema lingüístico.
En consecuencia, el significado tras las palabras que forman nuestro lenguaje es una construcción
dinámica, en permanente evolución y altamente sensible a las variables extralingüísticas, ya que
conecta la visualización de la realidad con las necesidades expresivas que son motivo de lo que el
sujeto observa y experimenta (Speranza, Pagliaro y Bravo de Laguna, 2018).
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La segunda fuente de análisis (aunque no por ello desconectada de la anterior) reconoce que el
lenguaje es también una manera de acceder al funcionamiento de la mente desde la experiencia
(O'Connor y McDermott, 2016; Segura, 2019). En este sentido y tal como lo plantea James (1890),
la configuración de los estados mentales o campos de conciencia y su permanente estado de
variabilidad, propician una experiencia activa y dinámica de la persona con su entorno. Tal
explicación permite vislumbrar la posibilidad de que la experiencia no solo es organizada a partir
de la conducta observable (a la cual no debe circunscribirse su estudio y comprensión), sino
también en la corriente de la conciencia es posible concentrarse en objetos que constituyen el
foco de la experiencia, y a los que prestamos mayor atención hasta el momento en que son
reemplazados por otros y pasan a situarse en los márgenes de la conciencia, donde se vuelven
menos definidos.
Por otra parte, Bollnow (1974) señala que el lenguaje (la palabra) es el modo de acceder al mundo
exterior: al designar objetos y personas, el lenguaje hace que estén disponibles, lo que permite
estructurar el flujo de conciencia, la experiencia de una persona. El autor afirma que “nombrar es
conocer” (p. 105), tal como lo haría un hablante con dominio preteórico. El lenguaje orienta y
determina incluso la percepción, ya que lo que no tiene nombre, incluso al ser percibido, no
existiría en sí mismo. Desde el trato práctico con el mundo surge la necesidad de discernir, de
categorizar lo vivido; así se observa la capacidad de concebir en el lenguaje: crear nociones y
concepciones que permiten categorizar y organizar la realidad. Por tanto es en este flujo de
conciencia donde el lenguaje viene a ofrecer un elemento que estructura y relaciona la realidad y
la experiencia, a un nivel ontogenético de lo humano. Ya no solo se trata de comprender el
desarrollo del lenguaje; sino de entenderlo como una experiencia en sí mismo, cuya principal
característica y finalidad es estructurar la experiencia del mundo, para luego impulsar la creación
de este desde la palabra (Bollnow, 1974).
Todo lo anterior nos permite insinuar la importancia del lenguaje como dimensión de la educación
que hace posible la inclusión como principio ineludible y fundamental. Diferentes aspectos del
lenguaje vinculado a sus formas (p. ej., sus características expresivas, la ventaja metafórica para
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modificar el significado de las palabras) hacen que la dinámica del lenguaje sea clave en el mundo
educativo, en tanto permiten potenciar las capacidades no solo en teoría, o desde la atención
excesiva hacia las técnicas y metodologías, sino también rescatando el valor de la experiencia
lingüística de las personas en la construcción del conocimiento (Gama, 2018; Signoret,
2009; Speranza et al., 2018).
Recordemos que, dada la organización del entorno en base a las nociones y conceptos que
‘creamos’ al conocer el mundo, los estudiantes van construyendo una idea de sí mismos dirigidas,
en gran medida, a partir de las emisiones lingüísticas de los docentes, y luego en base a estas
ideas, seguirán construyendo una autoimagen que les permita organizar nuevas frases, teniendo
como resultado lo que comúnmente se denomina “autoestima”.
Es decir, en relación con esta misma experiencia, el propio hábito lingüístico del docente se
constituye como un modelo para sus estudiantes, un modo de representar con palabras el entorno
y como un constante ejercicio de percepción dirigida (Errázuriz, 2017). Hemos mencionado que
ante este rol de modelo competencial que asume el docente, la importancia recae en su
formación lingüística, pedagógica y sociocultural, ya que la manera en la que este enfrenta el
entorno comunicativo es uno de los tantos modos reconocidos para el estudiante (Durán, May y
Ramírez, 2017; Sotomayor, Parodi, Coloma, Ibáñez y Cavada, 2011). En este escenario, los
docentes se vuelven ejemplos, referentes de cómo utilizar el lenguaje para nominar el mundo; no
obstante, bien podemos decir que son un ejemplo parcial, pues no representan todas las
posibilidades lingüísticas que los estudiantes pudieran aprovechar para acceder al entorno, sino
tan solo las que estos mismos adultos tienen, acotando por sí mismas el campo de conciencia que
puede llegar a constituir la experiencia de éstos bajo esta dinámica.
En relación con lo expuesto, el lenguaje al interior del aula (al ser el resultado de la interacción
entre las personas que comparten esa experiencia) contribuye a permear o rigidizar la experiencia
ante la diversidad, mediante la construcción de categorías semánticas que definen nuestro mundo
en uno u otro sentido. Es lo que ocurre con el tratamiento dado a diversas temáticas en el
contexto educativo, particularmente en el institucionalizado mediante el discurso oficial (que, en
su construcción, no escapa a las dinámicas y características aquí revisadas). Tómese como ejemplo
cualquier termino que se utilice para definir a un grupo minoritario dentro de la población:
‘discapacitado’, ‘homosexual’, ‘etnia’ u otro de similar función. Cuando estos términos son
utilizados para nominar una porción de nuestra experiencia con el mundo, se crea
automáticamente una relación de exclusión con otra categoría (semánticamente distinta y -en
muchos casos- opuesta a la primera), cuya relación dialógica nos permite no solo ubicarnos, sino
también ubicar a otros en un sistema de referencias basado en el significado de estos términos. En
consecuencia, una misma realidad puede estructurar la experiencia educativa de distintas formas,
lo que debe ser interpretado por profesores y estudiantes como una nueva experiencia
sociolingüística dentro de un mismo contexto. Esto abre nuevos caminos para reflejar las prácticas
de aprendizaje como experiencias más diversas y más inclusivas (Leiva, 2019).
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Ahora bien, ¿cómo es posible lograr aquello? Desde la lógica de la formación de nociones, esto es
posible mediante la construcción de nuevos conceptos que sean capaces de integrar otros
términos de amplitud menor, sin que con ello se les reste valor representacional. Así ocurre hoy en
día, por ejemplo, con el concepto de diversidad, el cual apunta no solo a las diferencias que es
posible verificar entre individuos (una mera variabilidad respecto de una norma), sino que apunta
también a la valoración de esas diferencias como elementos que nutren y enriquecen nuestra
experiencia en diferentes ámbitos, particularmente el de la educación. Cuando señalamos al inicio
de la discusión, que la educación en la diversidad ha avanzado desde enfoques de integración a
enfoques de inclusión, hablamos precisamente de aquello: integrar e incluir tienen alcances
distintos; la integración de la diferencia no supone, en términos educativos, una real disposición a
aprender de ella, ni a permitir que modifique nuestro significado del mundo. En cambio, cuando se
habla de inclusión en educación (y remarcamos con las cursivas lo que en sí mismo es un acto de
habla en el discurso), precisamente se orienta una filosofía y una práctica de la educación pensada
en la valoración de la diferencia como elemento que enriquece los procesos de desarrollo y
despliegue de la esencia misma del ser humano, apuntando a su autorrealización (O’Connor y Mc
Dermott, 2016; Ramírez, 2020; Zullo, 2013).
5. Propuestas
Siguiendo los postulados de John Searle, Gama (2018) señala que “el lenguaje no es una mera
copia de la realidad dada: al hablar no solo se reflejan estados de cosas, sino que se crean cosas,
se instauran hechos de otro tipo que los meramente naturales, hechos institucionales que, en
esencia, configuran la realidad social” (p. 132).
Entonces, si asumimos la premisa de que el lenguaje construye realidad, se debe asumir también
la responsabilidad de que esa realidad integre todas las posibilidades que ofrece el lenguaje como
herramienta de construcción de la misma. Y esto surge, entre otros factores, a partir de la actitud
misma con que los educadores enfrentan su rol: si pensamos por un momento ser poseedores de
una verdad que no admite cuestionamientos o reformulaciones, estamos dejando de lado la
inclusión; mientras que, si somos cuidadosos y conscientes de que el mundo es un mundo de
posibilidades, y eso se respeta en nuestra palabra, nuestros significados y por tanto, en nuestra
experiencia lingüística con otros, ciertamente estaremos algunos pasos más cerca de ser parte de
una educación inclusiva. Para garantizar esto, como reconoce Leiva (2019), “se requieren
instrumentos de visibilización de la diversidad y la generación de espacios sociales y educativos
para la construcción democrática de identidades complejas y transculturales” (p. 4).
Cuando se olvida tener una adecuada consideración por el uso que hacemos del lenguaje,
ignorando estos aspectos, se pueden cometer errores que marcarían la vida de un individuo en las
formas más insospechadas. Hacerse cargo de ello sería una responsabilidad moral (y, asimismo,
promover que otros también lo hagan), para convertir la educación en algo más que un mero
proceso de instrucciones en información, sino en un proceso de construcción de nuestra propia
esencia, con un lugar claramente activo por parte de los estudiantes, empoderándolos como
enunciadores de sus propios discursos. Para lograr este propósito, se debe “construir ambientes
áulicos para que el Otro se exprese, sea escuchado, se pueda escuchar y logremos que la palabra
circule, forme ideas que se deconstruyan para construir nuevas ideas, superadoras, inclusoras”
(Hidalgo, Mazzeo y Olmos, 2018, p. 128).
En definitiva, para generar climas inclusivos a partir del lenguaje, el profesor debe descubrir que
las diferencias sociales, culturales y lingüísticas no restan, sino que conforman un aporte para la
resignificación de “educar en la diversidad”. Esta transición es posible, como ya hemos perfilado,
cuando el docente se posiciona como un agente intermediario entre las esferas lingüísticas que
promueve la escuela y las que se configuran en los entornos inmediatos de los estudiantes. Desde
esta perspectiva pedagógica se dejaría en evidencia que los vínculos socioculturales que traza la
lengua son mecanismos que aportan a la construcción de trayectorias escolares permanentes y
significativas.
Tomando en cuenta lo antes enunciado y como cierre de las reflexiones aquí presentadas, es que
se requiere (desde una visión más macro) políticas educativas que contribuyan de manera
significativa a la atención de la diversidad, las cuales surjan como un cambio ideológico
institucional, en la forma de tratar las problemáticas sociales (Heras, 2009; Vecino et al., 2018).
Existe la necesidad latente de llevar el discurso a la práctica: estas políticas educativas deben
presentar una coherencia entre la representación declarada y la representación pragmática que se
desprenden de los lineamientos curriculares y formativos. Solo así podremos valorar que el poder
del lenguaje está en el propio sujeto enunciador (Bosque, 2018; Signoret, 2009).
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Con políticas educativas más flexibles, que nazcan en y desde el contexto a las cuales éstas
apuntan, los actores educativos (directivos, profesores, estudiantes, familias, etc.) serán siempre
los principales protagonistas de su construcción.
6. Conclusiones
Preguntarse por las formas en que es posible hacer educación en un mundo diverso, implica
asumir el desafío de incorporar esa diversidad en las diferentes dimensiones de la educación:
cultura, política y práctica. Esto, en primer lugar, es un imperativo fundamental a nivel del
propósito que tienen la labor de educar: no solo el traspaso y la reproducción de contenidos, sino
que basado en ellos (pero también más allá de los mismos), interpretado este proceso como la
construcción de un sistema de vida social en constante flujo y transformación, que permita “unir
realidades, construir saberes colectivos y expresar múltiples lenguajes que permitan a las personas
reconocerse e identificarse como miembros activos de una comunidad” (Leiva, 2019, p. 87).
En otras palabras, se trata de abordar el lenguaje desde la connotación y no solo desde lo que
denotan las formas, porque entre el sentido y el significado social hay matices que el sistema
educativo debe atender. Ciertamente es una tarea compleja; sin embargo, muy necesaria que
debe ser asumida con seriedad. El objetivo es hacerles ver a los estudiantes que pueden “transitar
con crecientes grados de autonomía [en] las experiencias formativas que se propongan” (Vecino et
al., 2018, p. 74), sin que ello implique someterse o restringirse a sistemas predominantes que
limiten los grados de compromiso con los que expresan y se manifiestan en el mundo.
La diversidad debe ser considerada como elemento constitutivo de la realidad educativa actual, lo
que en sí mismo ya constituye un avance hacia la inclusión: dejar fuera la diversidad, por el solo
hecho de ser distinta, va en contra de este principio. Incorporar la diversidad al lenguaje del
espacio educativo de modo amplio, desde una mirada comprensiva y de aceptación más que en un
mero cumplimiento de contenidos mínimos sin la actitud genuina de instalarla como un tema que
potencia aprendizajes, desarrollo y construcción de mundo, es posible desde el lenguaje, en tanto
se le considere como una experiencia que, de modo inherente, contribuye a esa construcción del
entorno.