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Coronavirus: Todos somos mortales.

Del significante vacío a la naturaleza


abierta de la historia1
Rita Laura Segato

Han circulado en estos días un número significativo de textos, muchos de ellos


escritos por autores influyentes. Ellos intentan dar cuenta de dos aspectos
distintos de la pandemia que nos aflige. Un grupo hace apuestas a lo que puede
haber sido el origen del virus, dividiéndose entre aquéllas que adhieren a la
teoría del complot y las otras que, sin necesariamente saberlo, dan continuidad a
lo que ya Marx llamaba “ruptura metabólica” o desequilibrio de la relación entre
los seres humanos con la naturaleza.

Me ocuparé aquí del otro conjuntos de interpretaciones, que dicen respecto al


significado y uso a futuro de la pandemia. Cada uno de ellos se deriva y tiene
como presupuesto un proyecto político y un sistema de valores que defiende.

Por mi parte, veo el covid-19 como Ernesto Laclau vio a la figura de


Perón en la política argentina: un “significante vacío”, al que
diversos proyectos políticos le tendieron su red discursiva. También
lo veo como un evento que da origen a un “efecto Rashomon”,
evocando aquí la forma en que en las Ciencias Sociales se ha usado
el tema del clásico film de Kurosawa: un mismo crimen relatado
desde cuatro perspectivas de interés diferentes. Pero sobre todo lo
veo como una situación de lo que Lacan llamó “irrupción de lo real”
-el imaginario que atrapa nuestra visión del mundo o grilla a través de la cual
filtramos las entidades que formarán parte de nuestra percepción es una fina tela
que nos envuelve. Más allá de ella se encuentra lo “real”, para usar el término de
Lacan: la naturaleza tal cual sea, incluyendo nuestra propia naturaleza.

El virus no es otra cosa que justamente un evento del desdoblamiento de este


otro plano, la Historia Natural, la marcha azarosa de la naturaleza, sus
desdoblamientos contingentes, su deriva. Organismos se consolidan, duran y
desaparecen. Nuestra especie seguirá ese destino incierto también o, con suerte
improbable, tendrá la longevidad de la cucaracha –aunque será difícil, porque la
cucaracha se caracteriza por necesitar de poco. Es importante acatar la idea de
que, aun si este virus fuese un resultado de la manipulación humana en
laboratorio o, como ciertamente es, una consecuencia de la forma abusiva en que
la especie ha tratado su medio ambiente, igualmente y de todas formas se
trataría de un evento de la naturaleza. ¿Por qué? Porque nosotros somos parte
de esa misma naturaleza y, aun cuando capaces, como especie, de manipular
microorganismos y provocar el advenimiento de una nueva era como es el
Antropoceno, tenemos allí nuestro lugar, somos parte de esas escena que
llamamos “naturaleza”. Nuestra interacción bioquímica pertenece y juega un rol
en una escena toda ella interior al gran nido que habitamos, aun cuando el
pensamiento occidental haya presionado para retirarnos de esa posición
contenida, interdependiente y dependiente. Pensarlo así no nos resulta fácil,
porque estamos dentro de la lógica cartesiana de sujeto-objeto, de cabeza-
1
Agradezco a mi hija Jocelina Laura de Carvalho Segato las incontables horas de conversación
sobre los errores cognitivos y epistemológicos del especismo.
cuerpo, de mente-res extensa. La cosificación y externalización de la vida es
nuestro mal.

Al hacer esa maniobra, el pensamiento occidental cancelaba dos molestias. Una


de ellas es la temporalidad de la vida, con su inherente descontrol y el límite que
interpone al intento de administrarlo. El tiempo, que no es otra cosa que el
tiempo de los organismos, de la propia Tierra como gran organismo, y de la
propia especie como parte de ese gran útero terrestre, desafía la omnipotencia
de Occidente, su obsesión por administrar los eventos, lo que he llamado en otra
parte su neurosis de control. La otra obsesión del pensamiento colonial-moderno,
occidental, es la de colocarnos, como especie, en la posición de omnipotencia de
quien sabe y puede manipular la vida, la maniobra cartesiana de formular la res-
extensa, la vida cosa, y catapultarnos hacia fuera de la misma. Por eso, frente a
esta pandemia, tenemos la oportunidad de salvarnos cognitivamente de esta
trampa y conseguir entender que, mismo aunque sea el efecto de nuestra
interferencia, el virus que nos está enfermando es, de todas maneras, un evento
natural, de ese acontecer sinuoso e imprevisible que es el tiempo. Y lo es porque
resulta de una interacción dentro del reino de la naturaleza, de cuya escena
somos parte. El salto de un virus del animal al humano debe leerse de esta forma,
que nos recoloca en esta posición de ser parte del mundo natural con sus azares,
que muchas veces creemos dominados. Toda una disponibilidad distinta para la
vida y para lo inevitable de la muerte surge de una consciencia que acepta ser
parte subordinada al orden natural. La exterioridad cartesiana, lejos de ser
universal, lleva a un vicio de lectura propio de Occidente y tiene consecuencias.

El otro gran tema es el del futuro, vinculado también a la dimensión anárquica


del tiempo. Las tres imágenes de que hablo me permiten aventurar que un gran
desconcierto ha sobrevenido en el mundo frente a esta rara plaga de conducta
arcaica. Frente a este desconcierto, las tres imágenes que le atribuyo: la ausencia
de un significado e intencionalidad propia, su provocación Rashomon y su
realidad radical e independiente de nuestras apuestas me permiten hablar de
una batalla a futuro por la imposición de un orden a ese desconcierto. Quién
tendrá la permisión de narrarlo a futuro, para usar la expresión de Edward Said, o
quién detendrá el derecho a narrar, usando aquí las palabras de Homi Bhabha?
Entonces esas tres figuras teóricas nos permiten prever que se dará una batalla
para decidir qué red de significaciones, qué discursos y qué relatos serán capaces
de atrapar el evento que nos desafía, para instalar así las políticas que darán
forma al mundo en el después. Sin embargo, como ya he argumentado, la única
utopía que ha sobrevivido a los sucesivos fracasos “revolucionarios” en su
intento de reorientar el camino de los pueblos es la absoluta imprevisibilidad del
futuro: nunca sabemos hacia dónde ni cómo soplará el viento de la historia. Lo
único que nos resta es hacer nuestro papel, en acuerdo con nuestras
convicciones y responsabilidades.

El preanuncio de la contienda en puertas ya lo hemos visto suceder por estos


días, y este texto también, inevitablemente, se incluye. Muchas mallas de sentido
se han tendido para atrapar el tiempo de la naturaleza. Ya de inicio
testimoniamos la divergencia entre dos grandes analistas, como son Slavoj Zizek
e Byung-Chul Han: utopía y distopía en confrontación, a la par como presagios. A
partir de allí, centenas de atribuciones de significado circularon en muchos
textos, pero el virus las excede en su incerteza y el desconcierto en que ha
sumido a la humanidad. Esto es muy importante considerarlo pues nos lleva
hacia la apertura de la historia, a su imprevisibilidad y a la aceptación de los
límites implacables impuestos a nuestra capacidad de controlarla, ordenarla. El
virus da fe de la vitalidad y constante transformación de la vida, su carácter
irrefrenable. Demuestra la vitalidad de la naturaleza, con nosotros adentro de
ella. Se ha mostrado una realidad que nos excede y supera todo voluntarismo.
Occidente se enfrenta así con lo que constituye la dificultad suprema del mundo
colonial-moderno, porque la meta por excelencia del proyecto histórico
eurocéntrico es la dominación, cosificación y control de la vida. Acorralar y
bloquear todo imprevisto, toda improvisación ha sido su intento y relativo
triunfo progresivo.

Este virus y todos los que le antecedieron y vendrán más tarde presentan una
libertad que hace temblar inclusive más que la misma muerte a esta propuesta
civilizatoria. Una libertad desconocida. Siendo así, la orden del día solo ha podido
ser replegarse para “sacarle el agua al pez”, dejar al nuevo ser sin hospedero,
hasta que su peligrosidad quiera “dar la curva” y, o surja una vacuna de las
manos del papel que representamos en esta gran escena: la escena ambiental.
Lo que sabemos sirve, pero más que un control indica una “adaptación”, una
flexibilidad y maleabilidad de los comportamientos, y una capacidad de
respuesta que forma parte de un mismo drama, del que somos parte. Gran
lección le da este minúsculo ser al Occidente.

Difícil y escamoteado en el discurso de los medios fue el impacto inicial


incontestable del virus, porque su aparición en escena fue francamente
democrática. Atacó en primer lugar y con gran fuerza a las dos más grandes
potencias del mundo, y a la rica confortable Europa. En este mismo momento
está avergonzando a la Big Apple y a todo el mundo así llamado “desarrollado” al
demostrar que carece de lo que parecía tener: seguridad para su gente y
capacidad de cuidado masivo y general para sus habitantes. Atacó a nobles,
políticos de alto rango y empresarios de poderosas corporaciones. Hizo
sorprendentes bajas entre las élites cosmopolitas. Ante el mismísimo lente
mediático, le mostró al mundo que, sin lugar a dudas, todos somos mortales. Se
comportó como un migrante al que nadie le coloca vallas. Llevó al propio Henry
Kissinger a hablar del fin de la hegemonía norteamericana.

Es posible afirmar que, al menos por un tiempo, el virus, evento de la naturaleza,


ha dado una lección democrática. En América Latina, mientras tanto, es posible
adivinar un terror expectante y apenas entredicho, una verdad pronunciada a
medias sobre lo que sabemos puede suceder cuando el virus finalmente derribe
la frontera que blinda la inclusión de la exclusión. ¿Qué sucederá cuando
macizamente “cruce las vías” e haga su entrada, con toda contundencia,
incontenible, entre los pobres? Hasta hoy, en nuestro continente, debido a la
cuarentena, la exclusión penaliza a los que viven rigurosamente al día por su
necesidad del ingreso diario, pero no es en su cuadrícula que la peste se ha
dejado sentir con más fuerza por ahora. ¿Qué pasará cuando arroye de lleno el
espacio de los hacinados? Eso no lo hemos visto todavía. Aunque quizás quepa
aquí una digresión sobre el caso particular de Guayaquil. He visitado en una
ocasión esa ciudad y sus alrededores, y creo que por su extensa faja portuaria en
la que atracan pesqueros pero también contrabandistas y traficantes es posible
decir que allí hay una extensa población que, siendo pobre, es también
cosmopolita. Esa rara conjunción entre pobreza y cosmopolitismo es lo que creo
haber anticipado la llamativa vulnerabilidad de esa ciudad.

Volviendo a la futurología practicada hasta el momento por autores notables, los


intentos de captura han sido, hasta el momento, al menos los siguientes:

- El virus hará posible derrumbar la ilusión neoliberal y abandonar la


acumulación egoísta, porque sin solidaridad y sin estados proveedores no
nos vamos a salvar. Sin un estado que garantice protección y entrega de
recursos a los que menos tienen, no será posible continuar la vida. La
postura, en este caso es que entenderemos que es necesario colocar la
acumulación a disposición de la gente que la necesita para sobrevivir, y
los gobernantes serán a futuro llevados a desobedecer el precepto
fundamental en que el capitalismo se apoya.

- El segundo pronóstico circulando podría describirse como “agambeniano”


y es preanunciado por la ciencia ficción distópica. Estaríamos ingresando
en un laboratorio de experimentación a gran escala que permitirá espiar
a la población mundial con medios de control digital e inteligencia
artificial con nuevas tecnologías infalibles. Todo será informado sobre
cada uno de los vivientes y la amenaza de un estado de excepción de
magnitud desconocida asolará a la humanidad.

- Gobernantes como Trump, el mexicano Manuel López Obrador y


Bolsonaro parecen adherir, sin enunciarlo reflexivamente, a un tercer
vaticinio relacionado con lo no dicho sobre la masacre esperada cuando
el virus atraviese la gran frontera con los cantegriles y favelas. Un
subtexto de su discurso y accionar parece asentir al exterminio de los
sobrantes del sistema económico, curvarse a la ley de la sobrevivencia del
más fuerte, del más apto. Una perspectiva neo-malthusiana y neo-social-
darwinista se hace presente aquí, una ideología totalitaria – en la
definición de ideología de Hannah Arendt – cuyos valor afirma que quien
no esté adaptado a la sobrevida en determinadas circunstancias o quien
pueda perjudicar el proyecto nacional como definido por la perspectiva
en poder, deberá perecer. El virus, visto desde esa ideología, se encabalga
con la “solución final” característica del totalitarismo: lo que no sirve, en
el sentido de que no presta servicio a un ideario, no debe vivir. Esta
posición, que es ideológica y responde al proyecto político de un sector de
intereses, no debe ser confundida con un abordaje como el de Alemania,
por ejemplo, que diverge de la estrategia de la cuarentena rigurosa y la
extinción del virus mediante la absoluta restricción de hospederos
humanos, y permite la circulación de personas apostando a la declinación
natural de la potencia infecciosa del virus mediante el aumento de la
inmunidad humana. Este último abordaje no es igual al de la propuesta
del neo darwinismo social porque los estados que la proponen, como
Alemania y Suecia, tienen una mayor oferta de atendimiento y
equipamiento médico para reducir la letalidad del virus.

- La cuarta interpretación adhiere a la importancia de un abordaje bélico y


una derivación hacia una actitud fascista. Se entrena así para actuar sobre
la base de la existencia de un enemigo. El frenesí del enemigo asoma su
cabeza. Toda política montada sobre la presunción de la existencia de un
enemigo común tiende necesariamente al fascismo. La enemistad, el
belicismo se convierten en la razón de ser de la política. El virus sirve a las
fuerzas de seguridad para actuar dentro de esa perspectiva y lógicas
punitivas y de exterminio se desatan. Una parte de la población cuyo
perfil en la política y en la ciudadanía tiene esas características se ha
encuadrado hoy en esa lectura de la pandemia. Hay una cantidad de
ejemplos de expresión de animadversión y agresividad extrema contra
vecinos que trabajan en hospitales, sean médicos o enfermeros, contra
personas que han llegado del exterior y contra personas que se
encuentran enfermas. El furor y odio hacia toda y cualquier persona
asociada a la plaga cunde entre sectores reaccionarios de la sociedad, que
pretenderán, a futuro, imponer ese orden social frente a lo que puedan
definir como “amenaza pública”: enfermos, migrantes, no-blancos,
delincuentes, inmorales, etc.

- La quinta predicción es que, al final, habrá de persuadir e imponerse a


todos la idea de que la Tierra, en cualquiera de los nombres que recibe,
nos habrá demostrado su límite y dejará probado que la explotación
industrial de la naturaleza nos lleva en una dirección suicida. Ricos y
pobres, según los que así piensan, habremos aprendido lo que los pueblos
indígenas nos han repetido tantas veces: “No tenemos la tierra, es Ella
quien nos tiene”.

- Una sexta postura es la de que el virus vino a imponer una perspectiva


femenina sobre el mundo: reatar los nudos de la vida comunal con su ley
de reciprocidad y ayuda mutua, adentrarse en el “proyecto histórico de
los vínculos” con su meta idiosincrática de felicidad y realización,
recuperar la politicidad de lo doméstico, domesticar la gestión, hacer que
administrar sea equivalente a cuidar y que el cuidado sea su tarea
principal. Es a eso que le he llamado en estos días de un “estado materno”,
como distinto a aquel estado patriarcal, burocrático, distante y colonial
del que nuestra historia nos ha acostumbrado a desconfiar.

Seamos honestos: todas estas apuestas pueden ser perfectamente convincentes,


dependiendo de cuál sea el proyecto histórico al que se adhiere y cuáles son los
intereses que nos representan. Todas son igualmente interesantes e inteligentes,
pero todas son omnipotentes, en el sentido de que pretenden, de antemano,
vencer en la ruleta del tiempo. Todas adolecen de la neurosis de control del
Occidente en su empeño por encuadrar la historia en un rumbo previsible.
Muestran la inculcada incapacidad de estar, evocando aquí inevitablemente el
rescate de la potencia del tiempo en su fluencia emprendido por nuestro filósofo,
Rodolfo Kush, cuando substituyó el ser heideggeriano por el estar andino.

Problemas que ya existían se muestran exacerbados y se han vuelto más visibles,


han aflorado y rasgado una superficie que antes no les daba acceso. El proyecto
histórico del capital, y su estructura manifiesta en lo que he llamado “proyecto
histórico de las cosas”, como opuesto al “proyecto histórico de los vínculos”,
había vedado con eficiencia la consciencia de la finitud. Necesitaba colocar la
muerte en un planeta distante. Pero hoy tenemos un gran funeral mediático, son
centenas de ataúdes impúdicamente expuestos. Es posible que esto desvíe
nuestro deseo en otra dirección que no la acostumbrada: ¿qué importancia
podrían tener las marcas, frente a la presencia de La Muerte en el vecindario?
Mejor pongámonos cómodos. Total….!

Resulta, además, que las plagas siempre son bíblicas, pedagógicas,


aleccionadoras. De repente, es posible preguntarse si el orden institucional y la
usina económica a que respondía no era ficcional, si el universo que habitábamos
no adolecía ya de una precariedad insostenible. Más que por las muertes que
ocasiona, pues decesos, mortandades ya hemos visto muchos, pero no han
parado el mundo, es el desconcierto, descontrol e imprevisibilidad que la
microscópica criatura ha introducido lo que viene a molestar la credibilidad del
sistema. Por ejemplo, ha venido a demostrar que se puede cambiar la realidad
prácticamente “de un plumazo” presidencial. He aquí una pedagogía ciudadana:
nada es inamovible, todo puede ser alterado bastando la voluntad política. En
materia de gestión de la vida, constatamos que es posible transformar el mundo
en un gran laboratorio en el que se realiza un portentoso experimento. Y eso es
lo que les mueve el piso a los dueños del planeta

Que nadie venga a decirnos ahora que “no es posible ensayar otras formas de
estar en sociedad” u otras formas de administrar la riqueza: se puede parar la
producción y se puede parar el comercio. Estamos presenciando un acto de
desobediencia fenomenal sin poder adivinar cuál será la ruta de salida. El mundo
se ha transformado en el vasto laboratorio donde un experimento parece ser
capaz de reinventar la realidad. Se revela, de repente, que el capital no es una
maquinaria que independe de la voluntad política. Todo lo contrario. Estamos
ahora frente a la evidencia que siempre los dueños de la riqueza y sus
administradores buscaron esconder: la llave de la economía es política, y las
leyes del capital no son las leyes de la naturaleza. Estamos frente a un Estado
de Excepción inusitado y a la inversa, que ha apretado la palanca que suspende el
funcionamiento de la gran usina que confundíamos con el orden divino. Un
pseudo orden divino, una impostura cuya perfecta metáfora es el famoso becerro
de oro bíblico, el falso dios que desorientó al pueblo de Israel en su travesía a
Canaán: una gran plaga sobrevino por colocar un falso dios en el lugar del
verdadero. El capital es el falso dios, la Madre Tierra es el verdadero. Y eso son
los mitos en la gran episteme de la especie: siempre nos pautan la lectura del
presente.

Proteger la vida, cuidar de ella en un aquí y ahora y a como de lugar, en un


presente absoluto, es todo lo que importa. No así los pronósticos y las
declaraciones de principio e intención moral, pues, como he argumentado en
otra parte, en esta fase apocalíptica del capital, el discurso de persuasión moral
se ha vuelto inocuo frente a la pedagogía de la crueldad que ha inoculado
nuestros corazones y consciencias con el antídoto eficacísimo que cancela la
percepción empática del sufrimiento ajeno. Además, las pautas a futuro basadas
en una supuesta idea general del bien son arriesgadas: cualquier falla en la
cláusula que hayamos establecido y la construcción entera se agrietará;
cualquier decepción, y nos parecerá derruirse la estructura que cuidadosamente
hayamos edificado. Trabajar en la predicción es peligroso, pues no tenemos
datos claros ni sobre el presente ni sobre el futuro. No conocemos con precisión
lo que nos amenaza. Lo que importa es aprender a estar, cuidar como se pueda y
soportar el suelo en movimiento debajo de los pies. He sugerido en otra parte
que una politicidad en clave femenina se adapta mejor a este tipo de
contingencia en la que salvar la vida es todo lo que importa.

En más de un texto he presentado al estado como la última etapa de la historia


del patriarcado. He dicho que cuando la tarea política masculina deja de ser una
entre dos tareas políticas, y el espacio donde se ejecuta deja de ser uno entre dos
espacios -el público y el doméstico, cada uno con su estilo propio de gestión-
para convertirse en una esfera pública englobante y el ágora única de todo
discurso que se pretenda dotado de politicidad, es decir, capaz de impactar en el
destino colectivo, en ese momento, la posición de las mujeres, ahora
secuestradas en la cápsula de la familia nuclear, se desploma a la calidad de
margen y resto, expropiada de toda politicidad. Sin embargo, se me ocurre que el
enfoque albertiano, su manera de hablarnos, es, al menos en esta circunstancia,
una gestión doméstica de la nación. La manera en que nos habla pide aunarnos,
genera una experiencia infrecuente en nuestro país. Genera comunidad, nos pide
que depongamos la discordia e intentemos reinicializar para enfrentar lo
desconocido, dice que nos va a proteger y que va considerar las necesidades
materiales en su desigualdad. Es por eso que he dicho que parece encarnar un
estado maternal, una gestión doméstica, como una innovación. No puedo dejar
de recordar aquí las dos nociones de patria a que el maravilloso ensayo de Jean
Améry “Cuánta Patria Necesita un Hombre” hace referencia: La patria patriarcal,
bélica, defensiva, amurallada, y la patria maternal, hospitalaria, anfitriona. Las
lenguas nórdicas tienen dos palabras diferentes para ellas: vaterland o fatherland
la una, y heimat, homeland, la patria hogar, la otra. Es imprescindible destacar
este acontecimiento, la diferencia albertiana, porque al teorizar, no solo
describimos los eventos, sino que también los prescribimos, los hacemos ser, les
otorgamos realidad, les alentamos un camino. Tenemos que identificar y
nombrar las novedades que aparecen en la desconocida escena del presente.

Más que una fantasía de futuro, debemos prestar atención a lo que de hecho hay,
las propuestas y prácticas que emergen, lo que la gente está concretamente
haciendo e inventando. Lo que ocurre aquí y ahora a nuestro alrededor, entre
nosotros. De nuevo: la politicidad en clave femenina, como he dicho otras veces,
es tópica y no utópica, práctica y no burocrática. En esa vigilia, maneras de
sustentar la vida que estaban al rescoldo se van reencendiendo lentamente. Nos
vamos dando cuenta de que al menos una parte de la capacidad de subsistencia
tiene que quedar necesariamente en manos de la propia gente. Resurge en
nuestro país la memoria del 2001. Nuestra propia Odisea del Espacio,
infelizmente archivada. Un sentimiento de pérdida muy grande se experimenta
cuando nos percatamos de que, en el momento en que el Estado retoma
eficientemente las riendas de la economía nacional y se supera el período de la
gran carencia, toda aquella economía popular se desintegra. En la hambruna e
intemperie del 2001, surgieron estructuras colectivas, el individualismo recedió
y el país pasó por una mutación que se deja sentir hasta hoy. Pero cuando el
problema de las necesidades materiales inmediatas se resolvió, nada promovió la
permanencia de esas estructuras operativas que se habían creado.

He defendido que el buen estado es un estado restituidor de fuero comunitario,


protector de la producción y el mercadeo local y regional, capaz de fogonear un
camino anfibio: no podrá abdicar del mercado global porque de sus dividendos
provienen los recursos para sus políticas públicas, pero tampoco deberá
abandonar la auto-sustentabilidad de las comunidades, la soberanía alimentar y
el mercadeo local, arraigado, que, como en el caso presente, vuelve a hacerse
crucial para la sobrevivencia. Un buen estado transita entre los dos caminos y
blinda al más frágil, para que sus saberes, sus tecnologías de sociabilidad y sus
productos no se pierdan, ni tampoco su autonomía. Vemos nuevamente hoy
como resurgen a nuestro alrededor las pequeñísimas huertas en balcones,
corredores, galerías y patiecitos, las trocas de sus productos entre vecinas;
propone el gobierno las cuarentenas comunitarias, en barrios que se cierran
como comunas; retoman su papel los colectivos, hacen colectas, se organizan
para que la gente coma, y mis vecinas santelmeñas en red me preguntan todos
los días qué necesito.

El problema que resta es ¿cómo garantizar que esa experiencia quede registrada
en los discursos del tiempo pos-pandemia y permanezca audible para, de esa
forma, evitar que sea rehecha la fantasía de normalidad y de inalterabilidad que
nos capturaba? ¿Cómo retener la experiencia de un deseo que, al menos durante
este intervalo, se encaminó libremente hacia otras formas de satisfacción y
realización? Habrán fuerzas habilidosas, muy bien instruidas, estudiando el tema
para clausurar esa memoria, desterrarla, dejarla bien vedada, para de esa forma
garantizar la continuidad de una “normalidad” que la pandemia había
interrumpido. ¿Cómo estar preparadas para que el olvido no suceda? Como
evitar, también, que la pérdida de experiencia acumulada en el 2001, vuelva a
ocurrir?

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