Patricia Aguirre 2

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Antropóloga Patricia Aguirre

Es doctora en Antropología por la Universidad de Buenos Aires y


docente e investigadora del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús (UNLA). Ha
trabajado 20 años en el Departamento de Nutrición del Ministerio de Salud de Argentina. Entre sus varios
libros se encuentran Estrategias de consumo. Qué comen los argentinos que comen (Miño y Dávila,
Buenos Aires, 2005) y Ricos flacos y gordos pobres (Capital intelectual, Buenos Aires, 2007).

Ley de etiquetado frontal. Objeto comestible no identificado


Las frutas y verduras son perfectas pero están llenas de agroquímicos y no tiene sabor. Los
peces son peligrosos por el mercurio de las aguas. Las galletitas que ayer nos gustaban, hoy
nos tapan las arterias. Pese a que el saber sobre la alimentación humana es cada vez mayor,
la tecnología más precisa y las políticas más activas, comemos peor. En el pasado, las abuelas
nos decían qué alimentos eran buenos para crecer sanos. Hoy montones de especialistas se
arrogan esa función. Entre tantas voces contradictorias, tenemos que decidir qué comer solo
guiados por la billetera. La ley de Etiquetado Frontal no busca sacar productos de las góndolas
sino ayudarnos a elegir para no depender del mercado a la hora de decidir nuestra
alimentación. ¿Por qué vale la pena vigilar su cumplimiento?
Según las viejas reglas (no escritas) de la comensalidad, no se debía hablar ni de sexo, ni de
religión, ni de política en la mesa. Las pasiones, discusiones y rencores que estos temas
despertaban debían mantenerse alejados del momento de reunión familiar que se soñaba
armónico y cordial. ¿De qué se hablaba entonces? De la comida misma, por ejemplo. Se
empezaba por halagar y el agradecer a la cocinera. Como hoy, las mujeres eran las
encargadas de las tareas reproductivas y -con excepción del asado, comida especial que ni
siquiera se cocinaba en la cocina- , por mandato o por elección, eran las encargadas de la
alimentación diaria. Un buen comensal comenzaba halagando a la hacedora. Se valorizaba la
calidad de los ingredientes y la dedicación en la preparación, se recordaban ocasiones, recetas
y anécdotas de comidas exitosas o fallidas -la misma cocinera relataba sus comienzos, sus
triunfos y sus fracasos en forma risueña- y los niños aprendían a través de los alimentos los
valores que daban sentido a pertenecer a esa familia, a esa clase social, a esa época y a ese
país. Hablando de alimentación se hablaba de sexo (roles de género), cultura (identidad,
valores, educación) y política (precios, ingresos, empleos, y las posibilidades de movilidad
ascendente). Todo eso sin darse cuenta y sin querer. Hoy rigen otras reglas pero no cambió la
orientación alimentaria de la mesa, aunque la familia no hable o coma capturada por las
pantallas. En los noticieros, en los reality shows, en los programas de cocineros-estrellas -casi
rockstars-, en los discursos médicos, en la educación nutricional, en la difusión de las dietas
más diversas y, sobre todo, en la propaganda interesada de la industria se bombardea a los
sujetos con imágenes y sentidos acerca de qué y por qué comer mejor. Tanto o más encubierta
que en la TV, la comida y su publicidad están omnipresentes en las redes sociales. Entran sin
invitación, a veces sin reflexión siquiera, a través de influencers y reels. Se podrá decir que es
así porque la comida es parte importante no solo de la reproducción biológica sino de la
reproducción social. Y esto es una pequeña parte de la verdad. Pese a que el saber sobre la
alimentación humana es cada vez mayor, la tecnología cada vez más precisa y las políticas
cada vez más activas, comemos cada vez peor. Los alimentos disponibles superan en mucho
las cantidades necesarias para que toda la población del planeta viva activa y sana pero los
médicos y nutricionistas alertan sobre su composición -son poco densos y están contaminados-
los economistas critican la volatilidad de sus precios, los ecologistas su cuestionable
sustentabilidad y los comensales…todo lo demás.
Las frutas tienen buen aspecto pero no tienen sabor. Las verduras son perfectas pero están
llenas de agroquímicos. Los peces son peligrosos no por las espinas sino por el mercurio de las
aguas. Las salchichas que creíamos eran de cerdo descubrimos que pueden ser de vaca. Los
quesos pueden ser emulsiones de aceite en agua con grasa incorporada en un gel de caseina,
la industria los llama “quesos análogos”. Las galletitas que ayer hacían nuestras delicias, hoy
nos tapan las arterias. Nuestros alimentos parecen lo que no son. Parecen manzanas, parecen
naturales, pero son fruto de árboles sometidos a condiciones extremas, medicados, sacudidos,
hiper-fertilizados para dar frutos enormes, e intervenidos. Su crecimiento se parece más a una
línea de montaje que a un huerto. El procesamiento transformó nuestros alimentos en OCNIS
(Objetos comestibles no identificados), como decía Claude Fischler. Ignoramos de qué están
hechos: dulce de batata sin batata, quesos análogos sin leche. Ignoramos los químicos con que
se procesaron: en las etiquetas aparecen saborizantes, estabilizantes, conservantes,
colorantes, “permitidos”. Desconocemos si tienen sal o azúcar invisible, descreemos del
transporte y del envasado. No tenemos información ni saberes para discernir entre la verdad
que nos alarma y la mentira que nos asusta. La información es super-abundante pero sentimos
que no alcanza porque es interesada y contradictoria. Mientras en el pasado la tradición, las
abuelas, nos decía qué comer para crecer sanos o argentinos, hoy montones de especialistas
se arrogan esa función. Los nutricionistas nos dicen qué alimentos consumir para estar
saludables, los cocineros para comer rico, los economistas para llegar a fin de mes, los
publicistas para ganar en rapidez, sexualidad o placer y millones de foodies – buscadores de la
verdad en la cocina- nos prometen encontrar a dios, la salud, la identidad, el amor o la
longevidad en dietas restrictivas. No tenemos información ni saberes para discernir entre la
verdad que nos alarma y la mentira que nos asusta. Por distintas razones, todos los
comensales del mundo consideran que están comiendo mal: los que no tienen porque les falta
y los que tienen porque no saben qué están comiendo. Lo sano no siempre es rico, lo rico no
siempre barato, lo tradicional no necesariamente es rápido. Entre tantas voces contradictorias,
el ciudadano contemporáneo debe decidir qué comer sin ayuda de su cultura, de su educación,
solo guiado por su billetera, en medio de pares igualmente perdidos. Si a esto le sumamos que
la academia cambia al vertiginoso ritmo de la investigación, recurrir a la ciencia con sus
verdades relativas agrega ruido a esta cacofonía de voces valores y saberes. El resultado: los
comensales modernos, acá y en todos lados, caemos en las garras del mercado a la hora de
decidir nuestra alimentación.
La cultura alimentaria que transmitían las abuelas ofrecía como comida la mejor síntesis
posible entre las posibilidades del medio ambiente, la tecnología de extracción y
procesamiento, la organización política, la organización social del trabajo, del ocio, del saber y
las especializaciones de género y edad. Hoy todo eso fue arrasado por la industria alimentaria
que, de la mano de la mecanización, conservación, transporte, redes de comercio
mayorista/minorista integradas a nivel global, investigación y seguridad biológica asegurada por
sistemas expertos, encontró en la fórmula sal-azúcar-grasa la combinación perfecta como
estimulante del sabor y del placer.
Este Bliss point se apoya en nuestra biología arcaica de homo sapiens. Hace cientos de miles
de años comer tanta azúcar tanta grasa y tanta sal como se pudiera encontrar fue estrategia de
supervivencia. Las frutas estaban disponibles una vez al año, los animales de caza son magros
y la sal solo era abundante en costas y salinas. Pero hoy, esos mismos “hambres innatos”
(como los llamó el antropólogo Marvin Harris) nos llevan a una ingesta sin freno, son la base
del estado de inflamación permanente que conduce a las enfermedades crónicas no
transmisibles que sufre la mayoría de la población en la actualidad. Cáncer, diabetes tipo 2,
enfermedades cardiovasculares, hígado graso y aumento de la presión arterial, que en décadas
anteriores eran enfermedades de la vejez, hoy empiezan a ser observadas en la práctica
pediátrica. Modelos matemáticos predicen una reducción de la esperanza de vida cercana a los
5 años si seguimos consumiendo así.
El problema es mundial porque la industria alimentaria está concentrada en 250 grandes
holdings. Estos conglomerados de empresas financieras, bancos, empresas agropecuarias e
industriales, de transporte, químicas, puertos cuentan con su brazo ideológico: la industria
publicitaria. La publicidad construye los valores que dan sentido a por qué producir y por qué
consumir. También crea una demanda a la medida de la oferta con la sola lógica de vender más
para obtener más ganancias.
La Federación Interamericana del Corazón (FIC) de Argentina, en 2015, realizó una
investigación cuantificando y analizando las publicidades de alimentos en TV. Del total de
publicidades de alimentos, el 31% correspondía a bebidas azucaradas sin alcohol, el 11% a
lácteos industrializados, 9% a postres y 7% a golosinas. Sobre 21.085 avisos, el 46% se
emitieron en programas infantiles. En esas emisiones, los postres (23.3%), los lácteos (16.2%),
las bebidas azucaradas (13.2%), las cadenas de comida rápida (12.5%) y los snacks salados
(7,9%) fueron las categorías más repetidas. El 24,8% de las propagandas infantiles usan
personajes animados y famosos y el 32,7% utilizan promociones, juegos y concursos. El 88%
de los alimentos publicitados tienen, según los indicadores de la Organización Mundial de la
Salud (OMS), bajo valor nutritivo.
Todas las sociedades, en todos los tiempos, dirigieron, orientaron, manejaron y/o controlaron la
alimentación porque la paz social y la continuidad política de la administración, en gran medida,
dependen de ella. Que tal control no resulte evidente no quiere decir que no exista. Los estados
orientan la producción agropecuaria -las retenciones cumplen, entre otras, esa función-,
controlan la tecnología a aplicar -qué transgénicos y agroquímicos se utilizan en el país-,
regulan los procesamientos industriales -qué colorantes, saborizantes, estabilizantes están
permitidos y en qué cantidad- e incluso fijan los precios de venta de los alimentos y su
distribución.
Los sistemas expertos del estado -como la ANMAT, el INAL, o el Instituto Malbrán- nos
aseguran que lo que compramos es inocuo. Pero ¿es suficiente? ¿Nuestros alimentos no
deberían ser vehículo de otros valores además de la salud, tales como la equidad o la
sustentabilidad? Aun así, extender el campo de lo inocuo a lo saludable es una lucha que vale
la pena luchar.
La nueva ley
En distintos países, organizaciones internacionales, estados y sociedad civil comenzaron a
problematizar y desarrollar propuestas para revertir este estado de cosas. En la Argentina, la
ley Nº 27.642, decreto reglamentario 151/2022, reconoce la necesidad de ampliar el derecho a
la información de los ciudadanos. Conocer qué contienen los envases de los alimentos
ultraprocesados y qué ofrece la industria permite tomar mejores decisiones acerca de qué
comprar y qué comer.
La cultura alimentaria que transmitían las abuelas ofrecía la mejor síntesis posible entre las
posibilidades del medio ambiente, la tecnología de extracción y procesamiento, la organización
política, la organización social del trabajo, del ocio, del saber y las especializaciones de género
y edad.
La ley subsana el problema del antiguo etiquetado donde la información nutricional estaba,
pero no era ni clara ni comprensible para el ciudadano común. Solo 3 de cada 10 mayores de
13 años leía las etiquetas, y entre ellos solo la mitad las entendía, es decir menos del 15% de
la población comprendía la información nutricional de uno de los envases. La nueva normativa
también regula la publicidad de alimentos destinada a los niños para mejorar la salud futura.
Busca prevenir las Enfermedades No transmisibles, que hoy aumentan a escala global a una
velocidad pasmosa y la obesidad, primera pandemia declarada por la OMS basada en una
enfermedad crónica no-infecciosa.
A partir de la reglamentación de la ley, los productos ultra procesados e industrializados (no los
naturales ni los ingredientes) tienen en el frente de los paquetes los ahora conocidos
“octógonos negros” con las leyendas “exceso en azúcares”, “exceso en sodio”, “exceso en
grasas saturadas”, “exceso en grasas totales” y “exceso en calorías”. Los alimentos con
edulcorantes deben llevar un rectángulo negro al pie del envase que dice “no recomendable en
niños/as”, y los que tienen cafeína: “evitar en niños/as”.
Los productos que tienen el sello negro no pueden incluir la declaración de propiedades
nutricionales o “claims” en los envases (“aumenta tus defensas”, por ejemplo); no pueden
utilizar elementos gráficos, dibujitos, personajes divertidos, o ganchos comerciales que influyan
en su elección; no podrán ser ofrecidos o entregados a título gratuito a niños y adolescentes y
se prohíbe su venta, regalo o patrocinio en entornos escolares. Se regula también la publicidad
destinada a niños y adolescentes que hoy utilizan personajes del espectáculo o del deporte y
animalitos o dibujitos de fantasía, concursos y premios para estimular la compra.
En un país con el 46% de población bajo la línea de pobreza y dado el crecimiento de las
enfermedades no transmisibles entre la población más vulnerable, la ley plantea que no se
pueden incluir productos con sellos negros en los programas estatales de asistencia
alimentaria, tanto los de asistencia directa (bolsones) como en las políticas de precios. En su
lugar deben seleccionarse productos realmente nutritivos.
La ley no pretende sacar alimentos de las góndolas sino llenarlas con productos más
saludables, impulsando –para esto- una reconversión industrial en busca del “libre de sellos”,
como ocurrió en Chile. En el país trasandino, después de una seria y controlada
implementación de la ley, bajó el consumo de gaseosas y alimentos de fantasía alcanzados por
la denominación “exceso en…” y las empresas cambiaron sus fórmulas y comenzaron a
competir por el “libre de sellos”.
Pero a la industria no le gusta cambiar ni que la regulen, aunque esto sea en nombre de la
salud o del bienestar de los niños. Todo cambio cuesta. No es casual el lobby feroz que se hizo
contra esta ley. El empresarial estuvo liderado por la COPAL (Confederación de Productores de
Alimentos de la Argentina), la Cámara Argentina de la Industria de Bebidas sin Alcohol
(Cadibsa); y la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en la Argentina (Amcham). El
Centro Azucarero Argentino (CAA) donde Ledesma monopoliza el mercado llevó adelante otra
estrategia, negoció sus intereses a través del gobernador y las senadoras de Tucumán.
La ley aprobada el 22 de marzo de 2022 fue presentada 4 años antes, varias veces estuvo a
punto de perder estado parlamentario y fue reiteradamente re-presentada e impulsada por las
asociaciones de la sociedad civil y las asociaciones profesionales (sobre todo de la salud).
Tanta era la militancia ciudadana en su favor que algunos representantes prefirieron adherirse
antes que entrara al Congreso como Iniciativa Popular, figura introducida por la Constitución del
‘94. Aún así costó años de trabajo y de superar particularismos: hubo que resumir los 15
proyectos presentados en un texto único.
Vigilar su cumplimiento resulta particularmente importante en momentos de crisis económica
donde es fácil que políticos e industriales negocien precio por salud. Crisis o no crisis, esta ley
es un paso hacia la producción de alimentos más saludables en la industria y facilita
información para que el consumidor elija con responsabilidad.

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