Tema Ii. Contexto Social Cultural

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Máster en psicología

clínica y psicoterapia
infanto juvenil
MÓDULO I.

www.isfap.com – [email protected]
TEMA II. CONTEXTO SOCIAL/CULTURAL
Introducción
Creemos conveniente partir del concepto de sujeto. Un sujeto es un sujeto social, hijo de
un momento específico. El momento actual consideramos que marca al sujeto de una
manera singular.

Para acercarnos a comprender un poco mejor esa marca de la sociedad actual, vamos a
basarnos en una perspectiva psicoanalítica y partimos del concepto de salud mental
actual. Ello nos puede ayudar en nuestro objetivo.

Salud-Enfermedad. Salud-OMS
Recorreremos e intentaremos elaborar diferentes términos que implican una posición
determinada en el terreno de la salud mental. Vamos a centrarnos concretamente en tres
que en realidad son dos intersecciones que influyen en el sentido que buscamos: Salud-
Enfermedad y Salud-OMS (Organización Mundial de la Salud).

Saber donde está el límite entre la salud y la enfermedad a veces no es tan claro como
pudiera parecernos, más si se trata del terreno de lo psíquico. Para aclarar algo de esa
frontera, comencemos pensando en el concepto de anomalía. Se trata de un término
descriptivo que se refiere a un hecho, a una desviación, a la presencia de algo insólito o
desacostumbrado. La anomalía no tiene porque ser patológica. Pongamos un ejemplo:
un anciano está paseando por la playa después de media noche, de pronto piensa que
nunca en su vida se ha bañado por la noche, sin pensárselo dos veces se quita la ropa y
se tira al agua. Su mujer que está mirando toda la escena se queda perpleja y piensa "se
ha vuelto loco". Y ¿Por qué?, tenemos tendencia a diagnosticar la locura a las primeras
de cambio. Esta conducta puede resultar sorpresiva y en ese sentido anómala pero no
tiene porque ser, en sí misma, una conducta patológica o enferma.

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¿Y lo normal? ¿Qué es lo normal? Al utilizar esta palabra estamos aludiendo a lo que es
conforme a la regla, lo que no se inclina a derecha ni izquierda, el famoso centro. Es lo
habitual, esto es, el promedio. Se trata en realidad de un término estadístico. Es aquello
que de acuerdo con una distribución "normal", se da con mayor frecuencia. Tiende
entonces a ser análogo a lo frecuente; normal entonces puede ser la patología, como por
ejemplo el hábito de fumar.

Como se ve, las cosas no son tan claras. Un problema serio es que se le suele dar un juicio
de valor a los términos normal y anomalía. Es entonces cuando normal es sinónimo de
bueno y justo. Se podría decir que esto es una perversión de las cosas. Se simplifican las
cosas y se deja que lo bueno y lo malo lo establezcan unas estadísticas. Esta manera de
ver las cosas tiene una base sociocultural y en realidad se refiere a la adaptación o
desadaptación del sujeto al sistema social. No deja de aludir a prejuicios.

La enfermedad mental no está necesariamente en las conductas fuera de la norma. El


límite entre la salud y la enfermedad no es una cuestión estadística. En realidad, se trata
de dos términos heterogéneos, distintos, la diferencia es cualitativa.

Más allá de los términos de anomalía o de términos conductuales, pensamos que la


enfermedad tiene que ver con el malestar que habita la estructura intrapsíquica del ser
humano.

Pero pongamos ahora en juego la otra intersección de la que hablábamos, nos


centraremos en una de las últimas definiciones de la OMS del concepto de salud. La
consideramos representativa del momento ideológico actual.

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“Estado completo de bienestar mental, físico y social y no meramente la ausencia de
enfermedad o dolencia”.

Es una definición que intenta superar la referencia a lo normal o lo anormal, pero que cae
en una propuesta de salud en términos ideales, la utilización de las palabras completo y
bienestar así lo ratifican.

Alude a la completud, una completud ideal. Tiene que ver con la posición ideológica
predominante actual. El llamamiento al goce de la sociedad actual, sociedad donde se
vende el goce más allá de otra cosa, el goce puesto en artículos de consumo.

La propuesta de este ideal es confusional para el sujeto. Por un lado, se anula al sujeto,
que por definición es un ser partido por el lenguaje (desencuentro naturaleza-cultura).
Por otro lado, anuda al individuo con una propuesta de goce completo imaginariamente
posible. Se trata de una propuesta nacida en el seno de la sociedad capitalista y
consumista. Propuesta de la que surge la ideología que mantiene la dirección de los
avances tecnológicos, la cual alude a la posibilidad de la inmortalidad, de vencer a la
vejez y a todas las enfermedades. En realidad, la definición de la OMS deja fuera de juego
lo que es rechazado en la sociedad actual: que el ser humano es incompleto, que existe
el malestar, que los síntomas y las enfermedades son una expresión de la expresión de
ese malestar. Ser conscientes de ello es lo que nos puede permitir tener mejores

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herramientas para comprender la forma de enfermar actual y las dificultades para
elaborar los sucesos traumáticos.

Preferimos partir de la propia etimología de la palabra salud. Encontramos dos palabras


muy iguales en latín “Salus y salvatio” que significan “estar en condiciones de poder
superar un obstáculo”. De estas palabras latinas, se derivan las castellanas salud y
salvación. El término castellano salvarse, incluye el original “superar una dificultad”. Este
es también el significado original de salud. De tal forma que la podemos definir como el
hábito o estado corporal que nos permite seguir viviendo, que nos permite superar los
obstáculos. Los obstáculos psíquicos tienen bastante que ver con el malestar.

Bajo nuestro punto de vista, es deseable partir del malestar en la cultura, no de ideales
inalcanzables. Se trata del malestar en la cultura al que aludió Freud. Freud advirtió tres
fuentes de infelicidad en el ser humano: la naturaleza hostil, la propia constitución del
cuerpo mortal y sus enfermedades y la insatisfacción de la relación con los otros y con las
instituciones culturales.

Dos de estas fuentes son inevitables, pero la tercera fuente, aquella que alude a la
relación con los otros y la cultura, pareciera constituida precisamente para evitar el
sufrimiento y no para ser una fuente más del mismo. Sin embargo, lo es. En realidad, la
cultura refleja la esencia del ser humano, su insatisfacción. La pulsión de muerte, la
pulsión destructiva se manifiesta de mil formas: sentimientos de culpa, el narcisismo que
conduce a la segregación, la ambición de poder, la explotación de los otros, la
agresividad, el terrorismo, etc.

Digamos que la cultura es producto de un trauma (el de la instauración del lenguaje y la


sustitución del orden natural por el simbólico) y que moviliza un malestar que tiene que
ver con la domeñación de los instintos y con la imposibilidad de acceder a lo real. Es por
ello que insistirá ese real y viviremos en un malestar que no puede ser erradicado.

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El ser humano desde que nace tiene que atravesar un proceso de renuncia pulsional y de
canalización de la agresividad, tiene que aprender a relacionarse con el otro, renunciando
a su narcisismo. Todo esto está en la fuente del malestar.

En este siglo, la cultura ha cambiado y sin embargo el malestar no ha disminuido, si acaso


varían sus formas, sus síntomas.

Son malestares productos de una determinada evolución donde prevalece el


decaimiento de la función paterna con todo lo que ello implica de dificultad para que los
individuos puedan sujetarse en una ley que favorezca un posicionamiento constructivo
hacia la autoridad. El precepto hoy en día está en el goce inmediato, en la ley del
consumo. El imperativo, incluso el imperativo de donde parece que surge la definición de
salud de la OMS, es el de gozar en su más descarnada versión. Es por ello que surge una
desintegración del sujeto y una acentuación de enfermedades o malestares narcisistas
que surgen en cualquier estructura. Lo común está en como aluden a la desintegración
del sujeto.

Desde esa desintegración del sujeto es desde donde se puede entender esos malestares
y esa tendencia a dividir al sujeto por rasgos y por síntomas, olvidando las estructuras
clínicas clásicas. Pareciera que los sujetos están todos en un sitio de bordelaine, en esos
estados límite entre la cordura y la locura. Pudiera ser, teniendo en cuenta el decaimiento
paterno al que aludíamos, pero en el borde está el sujeto a pesar de todo.

Para el psicoanálisis, el síntoma es un fenómeno subjetivo que constituye no el signo de


una enfermedad sino la expresión de un conflicto inconsciente. De acuerdo con Freud y
con Lacan, podemos decir que un síntoma es una forma de enfermar que tiene que ver
con la expresión simbólica de un conflicto y también una manera de gozar.

Para el orden médico todo signo patológico tendrá una cara significante, expresión
material del signo, fenómeno percibible según el método científico, y una cara

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significada, su contenido semántico, el sentido que el profesional le asigna al nominarlo.
Este signo patológico supone además un referente, es decir, la clasificación nosológica a
la cual recurre el profesional para ubicar el conjunto de signos que ha recogido durante
el diagnóstico.

El psiquiatra o el psicólogo solo deberá retener lo significativo, lo que tiene sentido, es


decir, lo que remite a los conocimientos semiológicos acumulados científicamente según
el método de observación empírica. Todo material significante puede convertirse en
signo, si puede asociársele un sentido que esté contenido en la referencia que es la
clasificación de todas las patologías posibles para la ciencia.

El diagnóstico se establece por unos síntomas que pueden ordenarse en síndromes. Esta
reducción a un referente sindrómico supone un soporte corporal: el sistema nervioso
para el psiquiatra, la conducta efectiva para el conductista, el proceso mental
determinado genéticamente para el cognitivo. La suposición de estos soportes
referenciales funciona como garantes de la verdad científica.

La verdad científica se funda en el ideal de una descripción exhaustiva, donde tiene que
haber una fidelidad, sin lagunas, entre lo visible y lo enunciable.

Se constituye por medio del método un saber observar, pero no de escuchar. Lo que se
constituya de la observación habrá de recoger todo lo enunciable en términos del
método, y también, por supuesto, ha de excluir todo cuanto no sea enunciable en ese
discurso. La aptitud del buen observador será juzgada entonces, por lo que habrá sabido
retener y por lo que ha sabido excluir. Lo no propio del discurso del orden médico, lo no
articulable en su metodología de observación, es un no hecho.

Por el contrario, nuestra posición parte de que el sujeto está precisamente allí donde en
principio no están articuladas las cosas, en la falta, en la equivocación, en lo que no
cuadra.

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Ya desde su colaboración con Charcot, Freud se interesa por pacientes que presentan
síntomas que no tienen ningún tipo de justificación orgánica. Por ejemplo, un sujeto que
presenta una parálisis en una mano sin ningún tipo de daño anatómico. Los médicos lo
revisaron, le hicieron todos los estudios y el hombre estaba perfecto, pero no podía
mover la mano. En estos casos, Freud relaciona la formación del síntoma con un retorno
de lo reprimido. Freud descubre que la inmovilidad de la mano guarda relación simbólica
con el "haber tocado o deseado tocar algo no permitido". Es decir, que el síntoma se
desarrollaba en base a una significación que era desconocida para el sujeto; una
significación inconsciente.

Freud postula que la enfermedad psíquica debe su génesis a un conflicto entre fuerzas
psíquicas que se oponen. El síntoma surge de ese choque de un impulso psíquico (Freud
lo llamará pulsión) inaceptable para el sujeto que demanda satisfacción y otro agente
psíquico también que se le opone. El síntoma surge como una formación de compromiso.

Existen en nuestro psiquismo impulsos que por entrar en conflicto con la moral tienen
obstruido el acceso a la conciencia. Estos impulsos son reprimidos. Pero lo reprimido no
pierde su energía y pugna por abrirse camino. En ciertos casos, el proceso de represión
fracasa y no puede impedir el retorno de lo reprimido dando origen al síntoma que es una
formación de compromiso porque conlleva la satisfacción del deseo reprimido, pero no
en forma directa, ya que la parte represora alcanza a "disfrazarlo". Pero si que hay un
elemento de satisfacción pulsional que llamamos goce. En todo caso, por sí mismo el
síntoma no permite una salida, pero posibilita la transferencia fundamental para el lazo
social, para la relación con los otros.

Para la medicina, el síntoma es un signo visible que conduce a una causa. Desde una
perspectiva psicoanalítica, el síntoma implica una verdad en sí misma. Se trata de un
enigma que alude a quién es el sujeto pero que está disfrazado por la represión. Se trata
de un mensaje cifrado que el sujeto necesita descifrar.

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El síntoma es la evidencia de que algo no funciona, y que esa disfunción posee un sentido
y expresa una verdad desconocida, ignorada o negada.

El contexto social actual, el Otro social ejerce una presión muy grande en la dirección, no
de la prohibición del goce como en otras épocas, sino en la demanda de goce. Cuando
ésta se ejerce en estructuras con una función paterna débil, que no terminó de
constituirse, nos encontramos con los llamados comportamientos locos como los
actings-out, los pasajes al acto, las manifestaciones psicosomáticas, accesos de pánico,
adicciones, etc.

Pensemos el acting out. Un concepto ingles utilizado por Strachey. Este concepto alude
según Freud, a que el sujeto repite en la cura analítica en lugar de recordar, el sujeto vive
nuevamente sin darse cuenta lo mismo. Pero es un llamado al Otro. El acting out es una
forma de mostración, es la demostración de un deseo desconocido dirigido al Otro, al
otro que ocupe ese lugar.

El acting, en el proceso psicoanalítico, remite a una escena donde demanda que el


analista aparezca, que no desfallezca, que escuche. Es decir, aparece allí donde el
analista no ha puesto la escucha. Desde este punto de vista, podemos pensar que el Otro
social actual no escucha al sujeto, no le da espacio para la subjetividad, con lo que el
sujeto se ve empujado a esos actos locos, enferma y puede ser muy destructivo y por
supuesto muy autodestructivo. En todo caso, en el acting aún existe un anudamiento al
deseo, sin embargo, en el pasaje al acto nos encontramos ya sin deseo, sin sujeto,
podríamos hablar de un empuje a lo real, al goce.

En nuestra sociedad, la del primer mundo, la figura paterna ha funcionado para favorecer
el pasaje del sujeto de la naturaleza a la cultura, de ahí surge la castración que se refiere
a la satisfacción que debe ser sustraída del sujeto a fin de desprenderlo de su tendencia

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natural narcisista. La modernidad se caracteriza por la declinación de la imago paterna
como una crisis psicológica cuyas consecuencias son los nuevos malestares tanto en el
campo de la psicosis como en el de la neurosis. La disolución perversa del concepto de
autoridad muestra sus repercusiones en el debilitamiento de la transmisión de las
insignias del ideal del yo, y acaba por generar efectos de retorno de agresividad.

El psicoanalista Gustavo Dessals habla incluso de que el síntoma de este siglo tiene que
ver con el autismo y la promoción exacerbada del individualismo que se apoya en el
derecho a gozar. Se atreve a decir que existe una modalidad novedosa del síntoma
psíquico cuya estructura no responde a la definición tradicional del síntoma como
metáfora, expresión simbólica del inconsciente, sino que consiste fundamentalmente en
una concentración de goce. Su única verdad es su efectuación en sí misma, es decir, son

síntomas cuyo sentido no es otro que el goce que comportan.

Incluso se va más allá del goce sexual, para la posición autista la relación sexual está fuera
de juego.

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Sólo a partir de desviar su fin autoerótico es como el goce de uno mismo puede
condescender a buscar algo en el Otro. Para obtener esa errancia, ese desvío, es preciso
que la castración trace un límite, mientras que el discurso contemporáneo consiste en
oponerse a la castración.

El goce y la felicidad, confundidos ambos bajo la definición de la OMS de salud, se


articulan en una coartada de la pulsión de muerte, de la destrucción. Del ideal que no
existe.

El derecho al goce, máxima de la modernidad, es la cara visible de un imperativo que


impulsa a franquear toda barrera que se interponga al goce. Es el tormento de la felicidad
que se ha vuelto obligatoria, en lugar de deseable.

Es en este contexto donde encontramos actualmente las estructuras bordelaine. La


histeria fue el paradigma de la estructura subjetiva en finales del XIX y principios del XX,
coincidiendo con el inicio del psicoanálisis, una estructura donde el sujeto está ocupado
en el deseo del Otro. Actualmente notamos otro paradigma, que tiene que ver con sujetos
bordelaine que comentábamos más arriba. Se trata de un paradigma que tiene más que
ver con la esquizofrenia y con el goce autista, ese que no tiene en cuenta al Otro pareciera.

Resumiendo, hay un decaimiento del sujeto y un fracaso del síntoma, producto del
imperativo social predominante: ¡Goza! Es en ese difícil lugar que nada entre dos aguas
donde encontramos al sujeto de hoy en día. Es un sujeto frágil por excelencia.

El nacimiento del psicoanálisis y su articulación


con la evolución social
La época de Freud está marcada por la supremacía de la razón y del yo. Está enmarcada
sobre la represión de la sexualidad y es por ello que las propuestas freudianas causaron
rechazo y aversión. Sus teorías sobre la sexualidad femenina e infantil tocaron un mundo
reprimido. Se propuso una sexualidad de la mujer más allá de ser un sujeto pasivo y se

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rompió el mundo de la inocencia infantil al postular la existencia en el niño de una
sexualidad exacerbada.

El complejo de Edipo y la teoría del trauma rescatan al sujeto de lo imaginario y lo


enfrenta a su inconsciente. El sujeto traumado también tiene su responsabilidad en la
forma de reaccionar al trauma.

La intención de Freud era crear una ciencia que permitiese establecer cuenta de los
hechos psíquicos más allá de las dilucidaciones que brinda la psicología general que
apela a la conciencia, a la voluntad a la conducta, al pensamiento y a los sentimientos. El
psicoanálisis es una explicación de una parte de la realidad de un sujeto, de la
subjetividad, que es la teoría del inconsciente.

El inconsciente fue uno de los grandes aportes de la teoría psicoanalítica. No podemos


decir que Freud lo inventó; sí que el gran aporte freudiano fue saber escucharlo. En la
primera parte de su obra, Freud se dedicó con mucha minuciosidad a demostrar que a
pesar de que el inconsciente no es palpable, ni localizable, existen manifestaciones que
dan cuenta de su existencia. A estas manifestaciones las llamó Formaciones del
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inconsciente: el lapsus, el acto fallido, el chiste y los sueños. Es en estas formaciones
donde hay que buscar el inconsciente freudiano.

Freud descubrió que los llamados síntomas nerviosos o histéricos, a los que se dedicaba
a tratar, eran expresiones del inconsciente, de conflictos intrapsíquicos, de
representaciones intolerables para el yo que encontraban una salida, una forma de
manifestación disfrazada. En este sentido, los síntomas eran un símbolo, o un mensaje
de algo que quería ser dicho para alguien que los quisiera escuchar.

La existencia del movimiento psicoanalítico respondía a una época con características


particulares, la época Victoriana de la Viena de Freud, donde la represión sexual para las
mujeres era muy fuerte, y donde los prejuicios, tabúes y exigencias de la sociedad,
condenaban a los sujetos de ese momento a reprimir sus deseos y emociones y que por
eso justamente aparecían estos síntomas. En nuestro tiempo, la modernidad y
postmodernidad, pareciera que no se justifica la represión freudiana, ya que asistimos a
una sociedad liberada, donde lo sexual ya no constituye un tabú y donde además se
respeta y admiten las elecciones de vida y sexuales de cada sujeto, y en cambio no sólo
siguen persistiendo los síntomas, sino que se resuelven en nuevas manifestaciones del
malestar.

El pasaje de Freud al postmodernismo


Por comenzar por algún sitio para poder articular la estructura social con la subjetividad,
aludimos al artículo de 1938 sobre la familia de Lacan que señalaba que el nacimiento del
psicoanálisis está ligado al declinar de la función del padre en los tiempos en que Freud
era un niño aún siendo fuerte la figura paterna en esos momentos. Este dato es
confirmado en la investigación biográfica posterior de la relación de Freud con su padre.
Irónicamente, el padre de entonces, que ocupaba una posición de privilegio y poder,
estaba, precisamente por ello, expuesto a que en el ejercicio de su función se revelara su

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impotencia fundamental, su carácter fraudulento en relación al ideal imposible de
realizar que encarnaba. En el siglo y medio transcurrido desde el nacimiento de Freud, la
caída del padre se ha oficializado, por decirlo así. Esporádicamente han surgido
aberraciones sintomáticas: padres que quieren ser más padres que el Santo Padre, cuyos
estragos Lacan subrayaba en su “Cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la
psicosis”. Hoy en día, cuestionar al padre es de rutina, y ya casi ni interesa: ya no existe
ninguna correspondencia entre el prestigio y la autoridad. Y, sin embargo, tiene
consecuencias importantes a nivel de subjetividad y de la clínica psicológica.

La problemática humana generada alrededor del conflicto psíquico es abordada a finales


del siglo XIX por Freud bajo la estructura neurótica, dando lugar al cuerpo teórico del
psicoanálisis alrededor del ideal, de la culpa, de la ambivalencia y del conflicto. La
represión y la problemática identificatoria eran conceptualizados como los mecanismos
psíquicos que da lugar a la formación de síntomas. Todo esto era sostenido bajo la figura
del padre, bajo la presencia de un Otro, que sostenía la autoridad, la ley, el saber, los
ideales en lo que podemos llamar estructura modernista. El concepto de modernidad es
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aquel por el cual cada generación se despega de la precedente y se coloca en posición de
instituirse en su heredera. Pero en nuestra modernidad actual no hay solamente crisis de
la transmisión, de sus objetos y se sus procesos: es también la crisis del concepto de la
transmisión misma.

Los comienzos del siglo XXI se sitúan ya en el postmodernismo, configurado como la caída
de los ideales, tanto religiosos, como políticos y sociales, y por ende, del Padre. El saber
queda diluido, exterminado en tanto parece que todo los sujetos portan un saber que se
ubica al mismo nivel que el de otros sujetos, de tal manera que un sujeto que se ha
organizado a través del esfuerzo, del tiempo y de la experiencia constituyendo un saber –
desde un abogado, médico, psicoanalista – queda borrado como sujeto que porta un
saber en detrimento de los otros que se ubican al mismo nivel del saber; en la actualidad
“todo el mundo” puede hablar de cualquier cosa, de cualquier manera, y que posee tanto
valor como el de esos sujetos que han organizado su vida alrededor de un saber concreto
– y que por supuesto no se trata de un saber absoluto -. La consecuencia es el borramiento
del saber, y también del sujeto que ha subjetivado ese saber, formalizándose dentro de
las caídas que formalizan el postmodernismo.

Numerosos autores de origen francés se han visto comprometidos en el estudio de lo


transgeneracional. En Francia lo transgeneracional está de moda. Se habla de análisis
transgeneracional, de concatenación y de cadena de generaciones o de "reverberación
mnésica" entre generaciones. Baranes habla de los desfondados o los deprimidos
blancos que deambulan de no-investidura en desinvestidura como resultado de fallas
narcisísticas y de identidad. Son casos en los que falta el trabajo de transmisión y de
reapropiación de la herencia de las generaciones precedentes. La falta en la transmisión
generacional se hace patente en la adolescencia, donde se vuelve a hacer una revisión -
Piera Aulagnier-del contrato narcisista con la redacción de una "cláusula conclusiva". Así
el joven adulto podrá ser inscrito simbólicamente de una manera nueva en el parentesco
y en la doble diferencia de los sexos y de las generaciones.

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Esta actualidad de transmisión se hace notar extremadamente, y configurada en
lo que hemos apelado como transgeneracional en la adolescencia.

Los adolescentes en gran medida carecen de reglas de autopaternalización, no reciben


ninguna enseñanza por el ejemplo o por conversaciones con sus padres. La televisión se
convierte en la única referencia en casas vacías de adultos, y cuando estos aparecen no
tiene lugar el diálogo, conversan, pero no se dicen una palabra, con lo cual los chicos
tienden más y más a replegarse y aislarse.

Y cuando ambos padres trabajan, los chicos, al volver del colegio, se encuentran la casa
vacía, y la nevera llena. Los niños tienen que crecer rápidamente y adaptarse a la nueva
situación. Los padres dejan de hacer y se abstienen de educar a los pequeños. Y si no hay
niños, tampoco hay adultos. Los padres no se creen necesarios y dejan de aconsejar de
presentarse como modelos a imitar y pasan, paradoja, a ser ellos quienes imiten a los
jóvenes. Resulta llamativo ver a los padres vestirse y moverse como muchachos, madres
que compiten con sus hijas y que intentan por todos lo medios parecerse a ellas, padres
que se emparejan con mujeres de la edad de sus hijas y que, en definitiva, claudican del
rol de enseñantes y transmisores. Todo en la sociedad actual tiende a la exaltación de la

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juventud, incluso a nivel comercial es explotada: (ropa joven, música joven, cremas para
estar joven, etc.) con lo que el adulto despoja al joven de sus rasgos de identidad.

En la sociedad globalizada tomamos la vida como un plato precocinado, prefijado por el


consumo de una cosa detrás de otra, donde ya no parecen importar los ingredientes,
solemos comportarnos siguiendo patrones de conducta preestablecidos, ya sea a través
de la segunda residencia, de la moda, de los restaurantes, de las marcas y de los
espectáculos. Es la publicidad la que se encarga de señalarnos aquello que se debe de
poseer-consumir. La consecuencia es la escapada, la huida de la individuación, a la
creación de la propia identidad consumiéndonos en productos tecnológicos como el
“Gran Hermano”, en los juguetes mecanizados, en la sustitución del intercambio personal
por chateos anónimos.

Asistimos, pues, a un fenómeno preocupante: la reducción espectacular de la vida


interior. La aldea global se preocupa por ganar y gastar, presionando hacia el estrés, de
gozar y morir, prescindiendo de la experiencia que denominamos, ya desde hace tiempo,
vida psíquica. El acto y el abandono sustituyen la posibilidad de encontrar un sentido a
muchos sujetos que habitan en la llamada aldea global. Parece como si no hubiera ni
tiempo ni espacio para tener un alma, creándose un ser narcisista – en su condensación
de narcisismo y cinismo en el decir de Colette Soler: narcisismo sin vergüenza en su
voluntad de goce, que ni siquiera requiere justificar el cinismo que sustenta, puesto que
la moralidad actual lo impone, moralidad que debe ser distinguida de la ética, de la
reflexión sobre nuestros actos, y respecto de la cual el discurso analítico es una de los
pocos que puede ofrecer un espacio - dolido, resentido pero sin remordimiento.

El sufrimiento atenaza al cuerpo, se somatiza. Asistimos a un ceremonial donde la queja


se autocomplace en sí misma y se desea sin salida. Este ser doliente si no está deprimido
se exalta con objetos menores y devaluados en un placer angustiante, ya que no sabe de
la satisfacción.

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Estamos en la época en el que todo vale, impidiendo la aventura de conocer el propio
deseo, la renuncia, aquello que conviene, la creatividad, alcanzando hasta la autonomía.
Esta situación se traduce en lo referente a la articulación de intervención sobre
malestares en una demanda exigente, eficaz, rápida, que al sujeto doliente no le haga
sufrir, que tapone su malestar sin que el sujeto no “sienta” la intervención, siendo en
definitiva una demanda realizada al terapeuta de que devuelva al sujeto a una situación
de goce perdido y que exige la restitución de ello con las características descritas. Y no
importa cómo sea el procedimiento, si es por fármacos o es por psicoterapia, la cuestión
reside en que el mal sea expulsado del sujeto, no acusando recibo del malestar, de sus
causas, de sus orígenes el sujeto. De ahí, que la industria multinacional farmacéutica,
haciendo un Uno con el sujeto del malestar, proponga un Prozac o similares bajo la
categoría de lo absoluto capaz de restituir el equilibrio y el goce perdido.

El Héroe posmoderno. Hamlet


Hace ya algunos años dividía Eugenio Trías el espacio literario en función de dos modelos
narrativos. El drama al estilo de la Odisea homérica, y la tragedia al estilo de Hiperión de
Holderlin. Según Trías, la diferencia entre ambos modelos estriba en que Ulises puede
volver siempre a una patria donde es esperado, reconocido, así su viaje en cierto sentido
era intemporal. Penélope le espera tejiendo y destejiendo los hilos del tiempo, los rivales
son burlados y luego ajusticiados. Hiperión, sin embargo, cuando vuelve es un extranjero
en su patria. La diferencia entre el drama y la tragedia es que en el segundo no hay retorno
posible, la identidad no está preservada por el hogar, por la familia, por la tierra. En el
drama el tiempo es reversible, en la tragedia no hay reversibilidad, como en ciertos
procesos psíquicos.

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El héroe posmoderno está más cerca de ese desconocido Hiperión que de Ulises, incluso
los héroes del Ulises de Joyce parecen acercarse más al modelo de la tragedia, como el
mismo Hamlet otrora considerado cumbre del drama. Pero Hamlet, el irresoluto Hamlet,
parece acercarse a ser el héroe posmoderno por excelencia, huérfano desde muy joven,
hereda un mandato paterno gracias al cual, paga con su vida la inteligencia que
demuestra. Su astucia tiene un precio, la locura y después la muerte. Es un héroe trágico
donde los haya: a medio camino entre el bufón y el loco, su intelecto se escurre entre
bambalinas, nunca da la cara en apoteosis, nunca se jacta excepto en la soledad o por
procuración; al contrario que el resto, trabaja en la sombra, disimula, es astuto pero se
equivoca, sale impulsivamente de la rumiación pero mata a quien no es sin
remordimiento alguno, además vive bajo el mandato del padre más aún tras su muerte
que en vida. El fantasma del padre de Hamlet es una voz que le tortura, es el reproche del
deber filial no cumplido.

La mitología del héroe posmoderno está más cerca de Hamlet que de Edipo y su drama
de deseo y culpabilidad. Freud realiza una lectura interesante, aunque interesada de
Hamlet, subrayando todas las concomitancias edípicas que hay en éste, que no son
pocas, Hamlet sin embargo es un mito -como nos recuerda Zizek -, más antiguo que
Edipo.

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El hijo que venga al padre
asesinado por el hermano
para ocupar su trono, el hijo
que sobrevive haciéndose el
loco y actuando locamente,
aunque diciendo verdades,
insiste Zizek, pero hay que
añadir que Hamlet es
también el mito del héroe de
hoy, no es un héroe
romántico, es un héroe
trágico.

Hamlet es un hijo justiciero,


pero también representa el
hijo que no logra construir un
destino propio y paga con su vida el amor filial, al igual que le ocurre al personaje de Andre
Green en “La madre muerta”.

Hamlet, es también el personaje acosado por la duda, incapacitado para la acción,


inhibido, retraído, suspendido en el tiempo, acosado por las recriminaciones,
incapacitado para hacer el duelo del padre muerto, enfermo de sus pensamientos,
pensamientos que le atormentan en forma de imperativo categórico moral. No obstante,
puede actuar con total determinación y sin remordimientos, con frialdad y
distanciamiento, con desprecio por el otro, y por sí mismo. Hamlet, en ese sentido está
más cerca de la escisión que de la represión, su oscilación entre la conspiración y la
bufonada nos devuelve a una realidad mucho más fragmentaria y estallada que la
secuencia narrativa lineal y recursiva de Edipo.
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En definitiva, parece que Hamlet nos interroga hoy de modo mucho más inquietante que
lo pueda hacer Edipo, que se ha convertido en un lugar común. La estructura hamletiana
es mucho más abierta que la edípica, en la cual el destino parece más determinado y
definido de antemano.

La experiencia del hombre posmoderno se debate entre la perplejidad y la apatía, con


incursiones epidérmicas en períodos de entusiasmo hipomaniaco. El individualismo es
una conquista irrenunciable, pero la pérdida de responsabilidad no es sino la otra cara de
la pérdida de las pasiones, sustituidas en lo general por deseos efímeros. Dice Rimo Bodei
que“…la tendencia a disfrutar inmediatamente, como dones irrepetibles, del amor, de la
amistad, del placer o del bienestar, parece concentrarse en instantes puntuales y
discontinuos, los momentos dignos de ser vividos”.

Y continua este pensador italiano con su descripción del individuo posmoderno, cita que
reproducimos en su textualidad:

“El individuo estaba precedentemente dotado de una identidad rígida sólo porque se
orientaba hacia un universo simbólico relativamente unitario y centrado. En un mundo en
continuo cambio, normas y valores son diariamente publicitados y valorados en bolsa
mediante un especial índice Dow Jones, que establece su circulación. La identidad, a su vez,
debe ser fabricada y ensamblada en base a piezas varias, revelando su naturaleza de
construcción – constricción histórica, como resultado de largos esfuerzos por fijar en el
individuo sus responsabilidades”.

“El problema ético más difícil, una vez que es dominante este tipo de individualismo, es
justamente el de la responsabilidad, es decir, el de inducir a las personas a asumir
obligaciones éticas de larga duración, frente a su propensión a favor de los non-binding
commitments, es decir, a compromisos no vinculantes, revocables y en cualquier caso
reformulables…En este sentido, los conflictos son eludidos, la personalidad autocentrada,
se refuerza momentáneamente, pero sólo hasta que aquellos no alcancen la masa crítica.

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En ese caso se disgrega lentamente y con la ayuda de técnicas que aseguran un mínimo de
sufrimiento”.

El sujeto actual desde el psicoanálisis


En primer lugar, señalamos la discordancia entre la preeminencia del conflicto neurótico,
como concepto por excelencia de la teoría psicoanalítica y de su transmisión -, frente a
los problemas actuales que surgen en la práctica privada y pública del psicoanálisis en
cualquiera de sus modalidades. Tales problemas, en muchas ocasiones, difícilmente
pueden ser referidos al campo de la neurosis; de ello se deriva que el eje del conflicto y
de su corolario principal la culpa, no es ya el centro de los relatos de los pacientes. A esta
altura cabría recordar, que, la culpa, como bien nos mostró Freud, es un logro en el
desarrollo del ser humano, un logro no garantizado. La culpa presupone una
interiorización del otro, cuya facticidad es lo que hoy nos preguntamos. Es decir que
situamos uno de los ejes del sujeto actual y sus patologías en las dificultades para pensar
la alteridad, para reconocer la presencia del otro en mí, para transaccionar entre los
ideales del narcisismo y la necesidad del reconocimiento que por parte del otro
precisamos.

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Los problemas relacionados con la constitución de una identidad, sea en la vertiente del
ideal del yo a través de las identificaciones, sea en la del yo ideal, mediante la
idealización, nos conducen al campo del narcisismo, de la constitución del narcisismo en
sus diferentes
modalidades.
Problemáticas que dan
lugar a manifestaciones
psicosomáticas de
diversa índole y
gravedad. Estados
límites, en los cuales la
oscilación neurótica-
psicótica se hacen
presentes. Trastornos psicóticos aligerados de su carga más pesada por la influencia de
los psicofármacos, pero resistentes y recalcitrantes en tanto son el último refugio de la
subjetividad. O simplemente normópatas cuyo tedio vital exige del analista un plus de lo
que Lacan llama el “deseo del analista”.

Todo ello desplaza el centro de interés de la culpa a la angustia en sus diversas


modalidades, angustia de castración, pero también angustia de intrusión y de abandono,
angustia de desintegración, y subformas como la abulia, la astenia y la atonía.

De la culpa neurótica ligada a la transgresión y al temor al otro surge el pasaje a la


angustia de la falta de representación, de la ausencia de otro como referente, o de su
intrusión salvaje en lo que Rodulfo llama los “significantes del Superyó”. De la enorme
dificultad para reconocer el lugar del otro, tanto en lo externo como en lo interno, es
decir, el otro en mí, a la ineluctable presencia del otro como amenazante en las formas
más paranoides.
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Como segundo elemento planteamos la fragilidad narcisista, ya sea por exceso o por
defecto, así como su corolario, el fracaso de las estrategias intrapsíquicas de resolución
del conflicto, y su transformación en síntoma – social, intersubjetivo o corporal -. En este
sentido, la proliferación de la violencia es el fracaso de lo intrapsíquico.

El canadiense Thierry Hentsch en el texto “la violencia es el fracaso de pensar” señala que
la violencia, buena o mala, excesiva o apropiada, contribuye desde el origen a la
formación de nuestra identidad. Es una violencia que recibimos del otro, y que
posteriormente interiorizamos. Esto relativiza ese mecanismo repetido hasta la saciedad,
de que todo sujeto violento ha sido violentado en su infancia, como si eso lo explicara
todo. Para este autor la violencia está al servicio de la identidad, y opera por exclusión: lo
que no incorporamos lo rechazamos. En definitiva, se trataría de negar la alteridad dentro
de mí, lo que me es extraño, lo que no puedo soportar de mí mismo. Es una doble
negación: interna que rechaza parte de nuestra propia personalidad, por ejemplo,
rechazo en el hombre de lo considerado como pasivo, débil o femenino. Y externa:
rechazo del que es diferente, del que no se somete, del que no es reductible a la identidad.

En tercer lugar, presentamos el papel de la subjetividad, en referencia a los niños del siglo
XXI, y de ese futuro inmediato. En el apogeo freudiano, el psicoanálisis se preocupaba por
el hecho de hipotecar el futuro de los niños en tanto se depositaba en ellos aquello que
en los padres eran frustraciones, para que lo llevasen a cabo, así como los deseo no
realizados: el hijo venía a colmar el narcisismo fallido de los padres, representando para
el infans una carga, y la intrusión, por tanto, de estos elementos paternos. El pasaje en la
actualidad, lo que igualmente nos preocupa, es el hecho de que para muchos niños no
haya ni siquiera esa depositación de sueños fallidos de los adultos, sino una obsesión por
la preparación para la supervivencia ya sea con jornadas agotadoras o con expedientes
académicos que se inauguran a la edad de seis años. Este pasaje en la actualidad nos trae

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una absoluta falta de investiduras narcisistas para constituirse como sujeto, con la
garantía que da el ser objeto del deseo del otro.

En cuarto lugar, señalamos el desplazamiento y sustitución en la actualidad de las teorías


del apego por problemas identitarios, planteándose una regresión. Alcanzar el vínculo es,
ya, una meta, establecerlos es más importante que su desarrollo mismo, sea éste lo
conflictivo o armónico que sea. El destino neurótico o no de los vínculos que el sujeto
establece queda en segundo término cuando el problema mismo es el logro de un vínculo
cualquiera con el otro. El hecho mismo del apego empieza a parecer problemático.

Una interpretación sobre el padre del siglo


XXI
El psicoanálisis nace en 1900 con “la Interpretación de los sueños”, de Freud; y éste dice
muy claramente que lo que ha motivado el nacimiento del psicoanálisis fue una relación
conflictiva y preocupante con su padre. Esto lo comentábamos antes y nos parece
relevante elaborar alguna reflexión más.

El padre en el nacimiento del psicoanálisis estaba aún muy presente. Y posteriormente


desaparece, no tanto por los estudios freudianos sino por los estudios postfreudianos. En
particular con Melanie Klein que cambia el interés al primer año de vida y en particular al
super-yo que se forma en este primer año.

En épocas de la prehistoria, la aparición del padre es de algún modo equivalente a la


aparición de la cultura y de la historia. La salida de la zoología, de la biología, y la entrada
en la antropología se corresponden con la entrada del padre. Los simios
antropomórficos, los más evolucionados, no tienen un padre, no tienen una función
paterna verdadera. Tienen una madre, una madre muy fuerte y tienen un pequeño atisbo
de cultura. No sólo son instinto, sino también tienen un poco de educación. Sabemos que
el simio muy evolucionado, el pequeño es muy dependiente de la madre, el monito

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aprende ciertas técnicas que no son heredadas, sino que son aprendidas, las aprende en
los primeros años con su madre, por ej, aprende a capturar hormigas con una hoja. Los
machos de los grandes simios no tienen una relación con sus hijos y no tienen una
relación monogámica con las hembras. En cambio, en las sociedades humanas, aún en
las más antiguas y aun en las más simples- es decir, aquellas que no tienen escritura,
observadas por antropólogos en épocas recientes – todas tienen alguna forma de función
paterna. Más allá de la discusión antropológicas de si la sociedad es patriarcal, matriarcal
o matrilineal es necesario hacer referencia a que en todas las sociedades hay un tipo de
función paterna, como, por ejemplo, el abuelo materno.

El pasaje de la sociedad animal a cualquier tipo de sociedad humana corresponde al


pasaje a un tipo de identidad masculina, a otro tipo de identidad masculina muy diversa
que no tiene correspondencia en lo femenino porque en el ámbito femenino existe la
madre tanto en un nivel animal como en un nivel humano. En la sociedad animal tenemos
machos prepaternos, machos que combaten por poseer a las hembras y que no forman
una institución familiar. El macho humano ha formado una familia monogámica. Y una
relación estable con los hijos. Señalamos una dualidad en la psicología masculina,
aquella del macho prepaterno relacionada con la agresividad, que simplemente combate
para obtener algo, y aquellas del macho paterno que establece una continuidad, que no
combate por un resultado, más bien que tiene un programa, una continuidad.

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Nos parece observar en estos momentos una regresión al macho prepaterno en tanto
figura cada vez más desfigurada.

Observamos además como en estos últimos cincuenta años en los niveles


socioeconómicos mas superiores se puede observar una refracción del padre, una
desaparición del padre a causa del divorcio o simplemente porque hay menos
casamientos, y más del cincuenta por ciento de los niños crecen sin padre pues en las
separaciones los hijos quedan con la madre, tanto en Paris como en New York. Es un
fenómeno universal la desaparición del padre, que se extiende más a todos los niveles,
no dándose solo en los centros urbanos, desde donde parte, sino que también se está
extendiendo a las zonas rurales.

A esta desaparición que es literal, real, estadística, se agrega la desaparición simbólica, la


desaparición por esa figura de autoridad paterna extendida como respeto a la autoridad
o acatamiento de la autoridad, un hecho que se extiende cada vez más. La gente tiende
cada vez más a no respetar esa figura que establecía un determinado orden que
acompañaba antiguamente a la figura del padre y que hoy en día conlleva el alejamiento
de esos roles.

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El respeto al padre disminuye y al mismo tiempo se da difusión a una figura paterna
violenta, de un padre que quita la vida en vez de darla, un padre terrible, destructivo y
negativo – que nos lleva a la figura del padre en tótem y tabú –Este es un modelo que
parte de Europa y que se ha ido extendiendo a lo largo del mundo. Nos estamos refiriendo
a las figuras del fascismo y del bolchevismo, que aparecen contemporáneamente con la
finalización de la primera guerra Mundial, y que vienen a cubrir un vacío, no solo a nivel
político, sino precisamente el vacío de la figura paterna fuerte, un vacío de este tipo de
presencia paterna que el padre, al desaparecer, va dejando lugar.

El padre en la actualidad, como consecuencia de esta desaparición tanto estadística


como simbólica, tiene como consecuencia el aumento de las bandas agresivas y
destructivas que aumentan continuamente y que aluden a una función prepaterna
masculina. El germen para la acción terrorista está puesto en juego. Se trata, por tanto,
de una regresión. Otro tipo de reacción, que deseamos señalar, es una huida para
adelante, una fuga, que es el intento de encontrarle al padre un espacio seguro dentro
del espacio de la madre. Podríamos señalar que es una feminización de lo masculino, una
feminización del padre. Se trata, pues, de ubicar al padre, en una función dentro de los
roles maternos, en una relación un poco más primaria, de cuidado y de nutrición del niño.
Y así, el padre pasa a cumplir roles nutricios de la madre.

Las presentaciones sintomatólogicas que hemos reseñado como ludopatía,


toxicomanías y la anorexia y bulimia son patologías del acto, bajo lo que denominaríamos
adicciones, desplazando la cuestión del objeto a la crisis en relación con lo imposible de
decir. Estas patologías del acto están articuladas por el par compulsión-impulsión.
“Adicto” significa literalmente “esclavo”: también significa lo no-dicho, y bajo esta
acepción que se va a sostener teóricamente nuestra práctica analítica. Lo no-dicho del
sujeto, se vincula al peculiar modo de presentación clínica: las crisis – los pasajes al acto
– excluyen la dimensión discursiva, y se resume en una acción bien definida y separada
del orden significante. Y ahí donde impera el acto, en tanto pasaje, el sujeto queda en

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paréntesis. Por tanto, el discurso que prevalece en el encuentro terapéutico puede ser
tildado como un decir que gira en torno al apilamiento de las crisis - al decir de Nasio en
los “límites de la transferencia”-. Es un suceder que puede ser pensando como un proceso
incoercible, y de origen inconsciente, a través del cual, el sujeto se ubica en situaciones
penosas, limitándose a repetirlas sin recordarlas, con la convicción, al principio de sus
inicios, de que son plenamente motivadas por situaciones actuales.

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Bibliografía
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• Aflalo, A., Arenas, A. y otros: “La envoltura formal del síntoma”. Manantial. Buenos
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Aires.
• Ferrater Mora, J. Diccionario de Filosofía, Ariel, Barcelona, 1994
• Freud, S. Obras Completas. Textos específicos:
El malestar en la cultura
Inhibición, síntoma y angustia
Más allá del principio del placer
Introducción al narcisismo.
• Kohut, H. Análisis del self. El tratamiento psicoanalítico de los trastornos
narcisistas de la personalidad. V. Ed. Amorrortu. Buenos Aires, 1989.
• Kristeva, J. Las Nuevas enfermedades del alma. Madrid: Cátedra, 1993.

• Lacan, J. Le Séminaire, livre I, Les Ecrits techniques de Freud (1953-1954). Paris. Ed.
Seuil. 1981.
• Laplanche, J. y Pontalis, JB. Diccionario de Psicoanálisis. Labor, Barcelona, 1971.
• Manual diagnóstico y estadístico de las enfermedades mentales. DSM IV.
• Moore, B.E. y Fine, B.D. Términos y conceptos psicoanalíticos. Biblioteca Nueva.
1997.
• Rabinovich, D. Una clínica de la pulsión: las impulsiones. Edit. Manantial. Buenos
Aires, 1989.
• Vallejo, A. Vocabulario lacaniano. Helguero Ediciones. 1987

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Cuestiones
1.Origen del malestar en el ser humano y en la sociedad actual

2.Elaboración crítica del concepto de Salud de la OMS

3.Contexto social del sujeto desde Freud hasta hoy. La función paterna

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