La Restauración de La Cultura Cristiana - John Senior

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LA RESTAURACIÓN

DE LA CULTURA CRISTIANA
John Senior

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LA RESTAURACIÓN
DE LA CULTURA CRISTIANA
Traducción e introducción
Rubén Peretó Rivas
Prefacio a la edición inglesa
Andrew Senior
Prólogo a la edición española
Dom Philip Anderson
Presentación
Natalia Sanmartin Fenollera
John Senior

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BIBLIOTHECAHOMOLEGENS

© Andrew Senior
© Editorial Vórtice, 2017
Hipólito Yrigoyen 1970 (1089) C.A.B.A., Buenos Aires, Argentina
© Homo Legens, 2018
Calle Monasterio de las Batuecas, 21
28049 Madrid
www.homolegens.com

Colección dirigida por Gabriel Ariza

De la traducción: ©Rubén Peretó

De la presentación: ©Natalia Sanmartin

Del prólogo a la edición española: ©Dom Philip Anderson

Título original: The restoration of Christian culture (1983)

Maquetación y diseño: Ignacio Cascajero Curros

Imagen de cubierta: Abadía de Bolton, North Yorkshire, Inglaterra

ISBN: 978-84-17407-09-4

Todos los derechos reservados.


Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier
medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y la
distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público sin permiso previo y por
escrito del editor.

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ÍNDICE

Prefacio a la edición inglesa, por Andrew Senior


Prólogo a la edición española, por Dom Philip Anderson
Introducción, por Rubén Peretó Rivas
Presentación, por Natalia Sanmartin Fenollera

LA RESTAURACIÓN DE LA CULTURA CRISTIANA


1. La restauración de la cultura cristiana
2. El holocausto climatizado
3. La agenda católica
4. Teología y superstición
5. El espíritu de la regla
6. La solución final para la educación liberal
7. Las tinieblas de Egipto

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PREFACIO A LA EDICIÓN INGLESA
Ved como la vela esparce su luz; del mismo
modo brilla una buena acción en un mundo malvado.
Shakespeare, El mercader de Venecia

Pocas luces cálidas en los corazones y en los hogares, en las iglesias y monasterios, se
mantuvieron encendidas durante la Alta Edad Media, pero resplandecían y brillaban de
un modo aún más ardiente debido a la fría oscuridad que las rodeaba. San Beda el
Venerable compara nuestra vida terrena con la experiencia de un pequeño pájaro perdido
en una fría y oscura noche de invierno que, repentinamente, se encuentra como por
accidente en el gran salón de un enorme castillo, donde queda deslumbrado por el
abrigo, el resplandor del fuego y el sonido de la música. Súbitamente, atraviesa una
rendija en la pared y se halla nuevamente fuera, en medio de la helada noche.
Este libro es como una fiesta asombrosa. Escrito cuando Occidente se adentraba en
las profundidades de la malvada noche del mundo moderno, se transforma en una luz
cálida y resplandeciente que esparce su fulgor en un mundo realmente malvado. En
primer lugar, provoca que el lector tome conciencia de que, como Dante en el comienzo
de su viaje, estamos perdidos en una gran foresta. Y luego, suavemente, nos conduce
hacia los viejos, probados, verdaderos, simples y familiares senderos de la tradición. El
silencio y la oración harán más por la restauración de la cultura cristiana que el ruido y la
acción, y este libro nos guía hacia ese silencio. Se trata de un verdadero compendio de
los principios y las prácticas de la cultura cristiana. Es bello y encantador como
Shakespeare, serio y sobrio como la Imitación, virtuoso e inspirador como los escritos de
los santos.
La publicación de esta nueva edición es causa de alegría y renovada esperanza de
que no todo está perdido. El hecho de que haya mucho interés en el libro es signo de la
eficaz naturaleza de esta obra. Confío en que aporte una visión de la cultura cristiana
capaz de iluminar el camino de una nueva generación.
Puede decirse que toda la vida de mi padre estuvo dedicada a las estrellas, y al amor
que las mueve. Sería suficiente con que este libro tuviera el efecto de incitar a los
lectores a salir al aire libre y gozar de lo que Aristóteles y todos los clásicos llaman “la
experiencia primaria del asombro”, es decir, la contemplación de las estrellas. Y si esto
se hace de un modo honesto y genuino, seguramente conducirá al amor que mueve las
estrellas. En la misa exequial, el P. Anglés decía: “Él todavía nos está hablando a través
de su familia, sus amigos, y sus seguidores. Todavía nos habla a través de sus obras”. Y
concluyó diciendo: “Su nombre está escrito en las estrellas”.

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Andrew Senior

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PRÓLOGO A LA
EDICIÓN ESPAÑOLA

Verdaderamente, La restauración de la cultura cristiana es más que un libro: es la voz


de un profeta que clama en la barbarie cultural de nuestra época. Por eso, es maravilloso
ver que, finalmente, aparece la edición española.
Algunos lectores conocerán la historia que comenzó hace más de cuarenta años en
los Estados Unidos. Todo ocurrió en la Universidad de Kansas y dio como resultado una
ola de conversiones a la fe católica bajo la tutela de tres profesores que compartían la
misma visión de la educación. El Pearson Integrated Humanities Program (Programa de
Humanidades Integradas Pearson) se asentó en la tradición y desbordó todas las
expectativas debido al juvenil optimismo de un nuevo comienzo.
La finalidad de este “experimento en la tradición”, como fue llamado, era rescatar las
mentes y los corazones de toda una generación de estudiantes que estaba siendo presa
del escepticismo y del quiebre espiritual de esos años. Y lo que provocó el fin del
“experimento” fue el hecho de que resultó demasiado exitoso, fomentando la envidia y
los celos de otros profesores y sufriendo, finalmente, su supresión por parte de la
administración de la universidad, temerosa por lo que estaba sucediendo. Este libro de
John Senior, uno de esos tres profesores, ofrece un destello de las ideas y los ideales que
nutrieron a este famoso programa de estudios de la Universidad de Kansas.
“La única cosa perfectamente divina –dice G. K. Chesterton–, y que resulta ser un
atisbo del paraíso único en este mundo, es el de ver a alguien librar una batalla perdida...
y no perderla”. Una de las inspiraciones más grandes –y más sorprendentes– del Pearson
Integrated Humanities Program, al cual John Senior dedicó su enseñanza en los ’70, fue
el significado y la importancia que le otorgaba a Don Quijote de la Mancha. Tanto los
profesores de literatura como el hombre de la calle tienden a ver en este personaje,
nacido de la fértil imaginación de Miguel de Cervantes, a un divertido loco que,
habiendo leído muchos libros de la antigua caballería, se perdió a sí mismo en un pasado
idealizado. John Senior, por el contrario, veía en Don Quijote una especie de sabiduría
superior.
En el contexto de los desafíos que enfrentaban los estudiantes universitarios de fines
del siglo XX, el Caballero de la triste figura vino a simbolizar el combate desigual pero
glorioso de cada ser humano contra lo que parecía ser la inevitable hegemonía de la
tecnología y de la estandarización deshumanizada. Creo que, a pesar de las amarguras de

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esta lucha, John Senior nunca perdió esa actitud de “esperar contra toda esperanza”, ese
valor quijotesco al que llamaría “asombro invencible”. El lema del Pearson Integrated
Humanities Program era Nascantur in admiratione: “Que nazcan en el asombro”.
Con el paso de los años, tras la muerte de John Senior en 1999, me asombra el modo
en que su memoria y su legado continúan suscitando el interés de la gente. Uno de los
casos más sorprendentes me ocurrió hace pocos años leyendo en un diario católico
francés una entrevista a Natalia Sanmartin Fenollera, la autora española de El despertar
de la señorita Prim. Para mi más completo asombro, comentaba que muchas de las ideas
de su novela, que es un bestseller internacional, venían de John Senior.
Espero que todos los que lean La restauración de la cultura cristiana puedan
compartir la visión del profesor norteamericano. Que puedan verdaderamente nacer en el
asombro y restaurar en su compresión y en su amor el incomparable legado de nuestra
cultura cristiana.

† Dom Philip Anderson


Abad de Nuestra Señora de Clear Creek

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INTRODUCCIÓN

Tal como señala el P. Anderson en el prólogo, leer La restauración de la cultura


cristiana equivale a asomarse a lo que fue una de las experiencias más extraordinarias, y
silenciadas, del ámbito educativo y religioso de las últimas décadas. No hay otro modo
de calificar el hecho de que un programa de estudios –o carrera universitaria– basado en
la lectura de los autores clásicos, que proponía frontalmente una visión crítica del mundo
y del relativismo modernos, haya podido desarrollarse en una universidad estatal
americana, como es la Universidad de Kansas.
Pero lo más asombroso es que este programa se convirtió en una opción popular
entre la multitud de estudiantes de los años ’70, en medio de las rebeliones juveniles que
caracterizaron esa década. Y, más aún, provocó una ola de conversiones a la fe católica
de más de doscientos jóvenes, a los que siguieron, con el tiempo, sus familias. Mientras
que las nuevas corrientes conciliares dentro de la Iglesia abogaban por una apertura al
mundo moderno y, como consecuencia, las iglesias se vaciaban, un programa de estudios
de las enseñanzas de los autores antiguos y tradicionales, impartido por tres laicos,
convertía a los rebeldes más empedernidos y llenaba las iglesias.
En el mismo momento que en París, durante 1968, los estudiantes armaban
barricadas en las calles y arrojaban bombas incendiarias y, pocos años después, sus
colegas americanos incendiaban edificios universitarios y asesinaban policías, tres
profesores comenzaban con un experimento insólito: enseñar en la universidad que la
verdad existe y que puede ser conocida. Ellos eran católicos, pero su programa de
estudios no lo era. Su tarea consistía en enseñar los clásicos e inculcar en sus estudiantes
el amor por el conocimiento y por el legado de la civilización occidental.
Lo que parecía una iniciativa disparatada y condenada al fracaso, consiguió una gran
aceptación. Centenares de jóvenes se inscribían en el nuevo programa y, con el paso del
tiempo, comenzó a revelarse su peligrosidad, despertando alarmas entre el resto del
cuerpo académico de la Universidad de Kansas, ya que muchos de los estudiantes, que
eran ateos, judíos, protestantes o católicos relajados, comenzaban a convertirse a la
Iglesia católica y practicar fervientemente la fe. Peor aún, luego se convertían en
excelentes profesores, sacerdotes, escritores, e influían considerablemente en la sociedad
civil, y, en medio de la revolución sexual, se les ocurría formar familias numerosas.
Se trataba de un caso que generaba controversias. Era previsible. Los tres profesores

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que llevaban el programa –John Senior, Dennis Quinn y Franklyn Nelik– se ubicaban en
una abierta confrontación con el espíritu del tiempo en que vivían: el relativismo cultural
y el humanismo ateo. La tarea que tenían por delante no era sencilla. El material con el
que debían trabajar estaba dañado. Los estudiantes de fines de los ’60 llegaban a la
universidad sumidos en el desorden mental, completamente escépticos desde su
adolescencia, apenas capaces de pensar lógicamente, cuestionando absolutamente todo,
dudando incluso si de verdad existían. Y todo esto en una universidad que proclamaba
que todo aquello que hiciera sentir a gusto a los alumnos estaba bien. Nada era superior a
nada, no existían absolutos, tampoco principios.
“No era solamente que habían perdido su fe –comenta Senior– sino que habían
perdido la razón. La fe necesita tener algo en la naturaleza del hombre sobre lo cual
trabajar. Y nuestra tarea fue restaurar esa naturaleza”. Y eso implicaba enfrentarse a un
numeroso grupo estudiantil que no creía en nada y afirmaba la no existencia de la
realidad. Y ante este panorama, en vez de ceder a las pretensiones estudiantiles, como
aconsejaban los sapientes conocedores de las ciencias de la educación, eligieron ser
genuinamente extremistas: desafiaron a sus estudiantes a que creyeran en la realidad, que
buscaran la sabiduría antes que al conocimiento; que buscaran la Verdad, la Belleza y el
Bien, es decir, todo aquello que el resto de los profesores se dedicaban a desprestigiar en
sus clases.
Sigue Senior: “No tenían los conocimientos y las habilidades básicas necesarias para
siquiera considerar las realidades más altas”. Entonces, él y sus colegas diseñaron un
programa de estudios de dos años de duración, no para transformar a sus anémicos
alumnos en intelectuales, sino para cimentarlos en los principios básicos de la
civilización. Y así fue. Los jóvenes recibieron una sólida dieta de clásicos, poesía,
música y mitos y, lentamente, su vigor educativo comenzó a revivir. Pronto, eran ellos
mismos quienes hablaban en la “Gran conversación”, o coloquio, que fue la modalidad
de clases adoptada, y que tenía lugar dos veces por semana, durante una hora y media de
duración.
Uno de los alumnos del programa recuerda: “Éramos la generación de la televisión.
Nuestras vidas estaban fragmentadas, nuestros pensamientos interrumpidos cada diez
minutos por las propagandas comerciales. Lo que hicieron nuestros profesores fue juntar
los fragmentos y formar la pintura completa”. Y otro agrega: “Para nosotros no había
verdad, nada importaba, había que hacer solamente lo que nos hacía sentir bien y tratar
de aprovecharnos de lo que estuviera a mano. Era una cultura descabellada, pero no
conocíamos otra mejor. Nuestros profesores comenzaban preguntándonos las cuestiones
básicas sobre el mundo, y haciéndonos reír acerca de los ridículos supuestos sobre la
sociedad moderna, sobre la superioridad del siglo XX y sobre las ventajas del
humanismo ateo. Pero al poco tiempo dejábamos de reír y, cuando quise darme cuenta,
me encontré que era católico tradicionalista, que tenía siete hijos y una visión del mundo
completamente diversa a la de nuestros tiempos”.

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El lema del programa era Nascantur in admiratione (“Que nazcan en el asombro”) y
el profesor Quinn explicaba la elección: “El asombro es la facultad de la mente que te
lleva a mirar hacia las cosas de arriba en contraste con la arrogancia de nuestro tiempo,
que busca mirar hacia abajo para poder decir: «Yo esto lo conozco»”. En consecuencia,
los estudiantes eran animados a experimentar las cosas simples, quizás por primera vez
en su vida. Debían memorizar el poema de Wordsworth, Se estremece mi corazón, que
dice:

Se estremece mi corazón cuando contemplo


un arco iris en el cielo;
así fue cuando empezaba mi vida;
así es ahora que soy un hombre;
así sea cuando me haga viejo,
o si no, ¡dejadme morir!
El niño es el padre del hombre;
desearía que mis días se enlazaran
unos a otros con amor filial.
Parece extraño que la poesía de un escritor romántico del siglo XIX sea la materia
que terminó conduciendo a los estudiantes a la tradición y, finalmente, a la iglesia
católica, pero exactamente eso fue lo que sucedió. Es que –pronto cayeron en la cuenta–
Wordsworth remitía a Milton, que a su vez remitía a Chaucer, que a su vez remitía a
Boecio y a san Agustín y, finalmente, a los Padres de la Iglesia. La línea apostólica podía
verse incluso en la literatura. Todo había sido fundado por la gracia y la verdad que trajo
Nuestro Señor. Se trataba, de alguna manera, de formar inicialmente buenos paganos
para formar luego buenos cristianos. Se criticaba a los tres profesores responsables del
programa porque enseñaban a despreciar al mundo moderno, pero en realidad ellos
capacitaban a sus alumnos para que, por primera vez en sus vidas, vieran lo que estaba
mal en ese mundo y, a la vez, amaran realmente las cosas simples y gozaran de la vida.
En este sentido, Senior relata que “los estudiantes se convertían tanto por leer a san
Agustín como por leer a Platón, porque Platón no es solamente un dispositivo para
provocar a la mente en el descubrimiento de la verdad, sino que Platón tiene realmente
una parte de la verdad”. Y continuaba: “En clase, enseñábamos la tradición, es decir, lo
real. Creíamos realmente que lo real era real. Cuando enseñábamos la belleza a través de
la Odisea de Homero, no la falseábamos ni tratábamos de imbuirla de elementos
católicos. La verdad es siempre verdad, y nos conduce a la verdad trascendente”. Y
Quinn aseguraba: “Éramos Quijotes, y como Don Quijote veíamos el Bien, la Verdad y
la Belleza cuando nuestros colegas no los veían. Peleábamos contra los molinos de
viento de la universidad y del mundo moderno”.
Se trataba de una iniciativa que iba a contracorriente en todos los sentidos. Los
demás profesores de la universidad estaban furiosos. No podían entender que los

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estudiantes se sintieran atraídos por lo tradicional, que les gustara la caligrafía, que
memorizaran poesías y aprendieran a bailar el vals. Era revolucionario educar a jóvenes
que elegían vivir un romance en vez de participar en las fiestas desenfrenadas que
diariamente tenían lugar en las residencias estudiantiles. Es que, en realidad, los jóvenes
clamaban por algún tipo de orden que les permitiera avanzar y alcanzar lo real y las
cosas perennes. Esto molestaba al resto de los académicos.
El programa de estudios de humanidades diseñado por estos tres profesores sobre la
base del amor a la verdad, la belleza y el bien condujo, naturalmente, a que muchos de
los estudiantes decidieran convertirse a la Iglesia católica. Fueron más de doscientos.
Algunos se animaron a más y eligieron la vida consagrada como sacerdotes y religiosos.
Treinta y uno se hicieron monjes en la abadía francesa de Notre Dame de Fontgombault.
El autor del prólogo a esta edición es uno de ellos: el P. Philip Anderson. Él, junto a un
grupo de monjes, retornó en 1999 a los Estados Unidos para fundar el monasterio de
Nuestra Señora de Clear Creek, en Oklahoma donde, en la actualidad, más de cincuenta
monjes viven la vida benedictina siguiendo la liturgia latina tradicional. Un grupo más
numeroso aún de sus miembros, que se habían casado, se trasladaron a un pequeño
pueblo en el desierto de Nuevo México, llamado Gallup, y formaron una comunidad de
familias católicas. Otros se dedicaron a sus profesiones en diversas partes de Estados
Unidos y en otros países. La buena semilla del Evangelio, sembrada por John Senior y
sus colegas, encontró tierra fértil en la cual creció y dio mucho fruto. El programa, por
cierto, fue sometido a la muerte por inanición por parte de las autoridades
administrativas de la universidad.
La lectura de La restauración de la cultura cristiana nos pone en contacto directo
con esa maravillosa empresa que tuvo lugar hace pocas décadas, en un mundo y en un
ámbito tan descristianizado como el nuestro. El modo en que se desarrolló este proceso
no consistió en grandes encuentros masivos, ni ruidosas misiones populares, ni
alborotados programas televisivos. Fue a través del silencio, la oración y la lectura de los
clásicos, ofrecidos por tres profesores de provincia, como cientos de vidas se
transformaron. Es ese el modo divino de actuar: Dios habla a través de la brisa y no del
viento, y se manifiesta en el silencio y en la profundidad del corazón, como nos enseña
Nuestra Señora.

Rubén Peretó Rivas

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PRESENTACIÓN

EL COMBATE BELLO Y TERRIBLE

Tengo que confesar que me enamoré de la historia del Programa Pearson de


Humanidades Integradas (IHP) de la Universidad de Kansas antes incluso de leer a John
Senior. Se podría decir que la conocí por casualidad, en caso de que uno crea que existe
algo llamado casualidad, leyendo un poco de aquí y un poco de allá. Cuando descubrí lo
que Senior, Dennis Quinn y Frank Nelick hicieron en 1971 en Lawrence, me pareció
estar contemplando una epopeya moderna. Recuerdo que la imagen de aquellos tres
profesores en el salón de actos del campus, charlando tranquilamente entre ellos de
Homero y de Platón, declamando poemas, contando anécdotas campesinas, entonando
alguna melodía de viejo folclore ante un auditorio de chicos asombrados y
aparentemente ignorados por sus maestros, me hizo pensar en tres héroes griegos
iniciando un inspirado combate contra la modernidad.
Leer los recuerdos de los antiguos alumnos de Senior, narrados en decenas de actos
de homenaje en su memoria, es de una belleza que deja sin aliento. La historia de cómo
esos estudiantes fueron rescatados de un mundo escéptico y estéril y conducidos a través
de la literatura, la poesía, el conocimiento y la experiencia de lo real hacia la Verdad, el
Bien y la Belleza merece un libro entero. Las conversiones, las vocaciones, la multitud
de historias que nacieron en el programa Pearson; la silenciosa aventura que va desde el
campus de Lawrence a la abadía de Fontgombault en Francia y al claustro del
monasterio de Nuestra Señora de la Anunciación de Clear Creek, en Oklahoma, tiene
todos los elementos de un viaje a Ítaca.
Yo caí bajo el influjo de esa historia, me deslumbró la tremenda y bellísima huella
que la Providencia dejó impresa en Kansas, y después, y sólo después, me acerqué al
libro que ahora tienen en las manos. Ése fue el orden: el acontecimiento real me llevó a
la palabra escrita. Porque lo que ocurrió en el IHP es una de esas cosas de las que uno
piensa: esto es, así ha sido siempre, así funciona; sin ruido, sin grandes organizaciones,
de corazón a corazón, por contagio. Así es como actúa Dios en el mundo.
“Un proceso secreto y silencioso está fraguándose en los corazones de muchos”.
Siempre que leo estas palabras de John Henry Newman, y me obligo a releerlas de vez
en cuando porque creo que son proféticas, pienso en un corazón como el de John Senior.
Newman creía que la Providencia estaba preparando un ejército para hacer frente a una
demolición de la fe cristiana nunca vista antes, una milicia desperdigada nacida para
pelear “en las próximas centurias”. Cuál sería el tiempo exacto o el lugar, no lo sabía.

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Pero sentía que ese proceso estaba gestándose, como un dique de abrigo construido para
hacer frente a una tempestad.
W.B. Yeats tiene un hermoso poema que expresa muy bien lo que quiero decir: “Una
belleza terrible está naciendo”. Con la pequeña hoguera que se encendió en la
Universidad de Kansas comenzó a nacer una belleza terrible. Una belleza que está
presente en todo lo que Senior escribió, que está presente en las páginas de La
restauración de la cultura cristiana, pero que sobre todo sigue viva en las múltiples
vidas en las que él influyó. No hay una ruptura entre su vida y su obra, no hay una
separación entre lo que hizo y lo que escribió, no existe una teoría separada de una
práctica. Senior llevó a cabo en la vida la misión que plasmó en los libros. Por eso,
cuando se conoce su historia y se leen sus palabras, se contempla un edificio levantado
con cimientos firmes, construido sobre la verdad y alimentado por la fe y por la
experiencia. No es un experimento pedagógico, no es una ideología de laboratorio; es la
cosa misma.
Mientras Senior enseñaba a Platón y a Shakespeare, mientras hablaba de la belleza
de las estrellas y mostraba la nobleza de Don Quijote en Kansas, yo aprendía mis
primeras rimas y leyendas, cuentos de hadas y acertijos. Mientras él animaba a sus
alumnos a contemplar el firmamento o a bailar el vals, yo jugaba a hacer “comiditas”
con las plantas del jardín, comía moras en el campo, recogía conchas en la playa y
dormía en una habitación llena de hermanas. Pertenezco, seguramente, a una de las
últimas generaciones de niños que vieron una vaca pastando y la oyeron mugir antes de
verla en una pantalla y escucharla cantar. Y tuve ese tesoro en las manos (porque algunas
de esas experiencias sencillas y reales son hoy tan raras como un tesoro) sin conocer
durante mucho tiempo su importancia y su valor.
Senior puso las piezas del tesoro en orden; les dio un sentido y una función. Su
convencimiento de que parte de la incapacidad de las mentes y los corazones modernos
para adherirse a la verdad tiene que ver con las disfunciones de una vida aislada de lo
real, de una imaginación no fecundada por la naturaleza, la poesía y los buenos libros, de
la ausencia de una cultura cristiana capaz de proteger y acoger la semilla, me convenció
de que todas aquellas piezas pequeñas, todas aquellas obras, canciones y leyendas, todas
las costumbres y tradiciones eran los peldaños de una escalera. Y me llevó también a
escribir un libro.
El mundo que yo intenté recrear en ese libro debe mucho a antiguos y no tan
antiguos maestros cristianos, debe mucho a John Senior, a las viejas y buenas ideas en
las que él creía, que amó y que enseñó. Todo el universo de san Ireneo de Arnois bebe de
la cultura cristiana. Un pequeño lugar en combate perpetuo con el mundo moderno; un
refugio donde las cosas son lo que siempre han sido; un pueblecito en el que la escala de
la vida es pequeña, en el que se conservan las tradiciones, en el que el mundo está hecho
a la medida del hombre, en el que hay un tiempo para cada cosa y en el que no se han
borrado los senderos que conducen a Dios.

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El protagonista de El despertar de la señorita Prim es un alumno de John Senior. Un
hombre que se convirtió al catolicismo después de asistir a un programa en la
Universidad de Kansas. El detalle, aparentemente casual, no pasó desapercibido a los
ojos de un gran conocedor y admirador de Senior, Philippe Maxence, director del diario
católico L’Homme Nouveau, ni a los del abad del monasterio de Clear Creek, Philip
Anderson, que un buen día me escribió un mensaje intrigado por la “conexión” que veía
en el libro con la Universidad de Kansas y con su antiguo maestro.
La conexión fue incluida en la historia como homenaje y agradecimiento a Senior,
como una pista para el improbable caso de que el libro llegase a manos de alguno de sus
alumnos; y así ocurrió. La señorita Prim, aunque seguramente no lo sabe, debe mucho al
Programa Pearson y al milagro de Lawrence, a esos tres profesores católicos que
comenzaron un buen día a conspirar con las estrellas, preparados por la Providencia y
guiados por Nuestra Señora –a la que John Senior amaba tanto– para participar en un
combate bello y terrible que se inició hace mucho tiempo y que todavía no ha terminado.

Natalia Sanmartin Fenollera

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LA RESTAURACIÓN
DE LA CULTURA
CRISTIANA
1. LA RESTAURACIÓN
DE LA CULTURA CRISTIANA

Rosa mística, Torre de David, Torre de marfil, Casa de oro, Arca de la alianza, Puerta
del cielo, Estrella de la mañana... ¿Por qué llamamos de este modo tan misterioso y
maravilloso a la Santísima Virgen María? Ricardo de San Víctor, un maestro espiritual
de la Edad Media, dice en un oscuro latín: “Ubi amor ibi oculus” (Donde está el amor
allí está el ojo), lo cual quiere decir que el amante es el único que realmente ve la verdad
acerca de la persona o cosa que ama. Esto es el complemento perfecto de otra famosa
frase: “Amor cæcus est” (El amor es ciego), ciego a toda la mentira del mundo, pues
sólo ve la verdad. Cuando un joven se enamora de una mujer, sus amigos suelen decir
“¿Qué le ha visto?”. Y Nuestro Señor responde: “Dejen al que tiene ojos que vea”. Si
amas, comprenderás. Ubi amor ibi oculus.
Las Letanías Lauretanas han sido escritas en el lenguaje de un incomparable cántico de
amor, al que san Bernardo llama “la obra maestra del Espíritu Santo”:
Eres jardín cercado, hermana mía, esposa; eres jardín cercado, fuente sellada.
Es tu plantel un bosquecillo de granados y frutales, los más exquisitos; de
alheñas y de nardos. De nardo y de azafrán, de canela y cinamomo... Voy,
voy a mi jardín, hermana mía, esposa, a tomar de mi mirra y de mi bálsamo; a
comer la miel virgen del panal; a beber de mi vino y de mi leche. Venid,
amigos míos, y bebed y embriagaos, carísimos. Yo duermo, pero mi corazón
vela. Es la voz de mi amado que me llama.

Éste es el lenguaje que la Santísima Virgen María comprende; éste es el lenguaje del
amor de Dios, el único que ella comprende.
Yo creo, y éste es el tema y la tesis de este libro, que la verdadera devoción a María
es ahora nuestro único recurso. Como muchos católicos, me encuentro preocupado y
desorientado por esta “noche oscura” de la Iglesia, que la aflige desde hace quince años.
Yo duermo, pero mi corazón vigila. Como un maestro de escuela a la antigua usanza,

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llevo el rumboso título de profesor, pero no soy experto en teología. El enfoque de este
libro es el de un aficionado, alguien que ama la religión sin ser muy religioso. Como un
portero, abro la puerta a los demás, y los animo a entrar en habitaciones en las cuales
nunca estuve. Soy como aquel que ha estudiado mapas y leído diarios de viaje donde se
narran tales maravillas que parecen pertenecer a otro mundo, y que se despierta con un
recuerdo ancestral de su país natal y de su Rey.

Qui vitam sine termino


Nobis donet in patria.
Los expertos han destruido este amor y esta nostalgia, y por esto no llegan a ver la
verdad. Todo aquello que se mueve recibe su significado del fin hacia el cual se dirige;
nosotros somos criaturas en movimiento y nos definimos por nuestros deseos; aquello
que ansiamos es nuestra verdad. Una acción sin finalidad se destruye a sí misma. Es éste
el drama actual de la Iglesia y de la cultura cristiana.
La teología y su sierva, la filosofía, son ciencias que estudian los fines. Algunos de
los mejores pensadores de la generación anterior se equivocaron pensando que la
filosofía y la teología podrían ser los instrumentos de la restauración de la cultura. Pero
las ciencias obran por abstracción a partir de la experiencia. Y si bien, tomado en sí
mismo, el pensamiento es independiente de toda situación determinada, y la verdad
tomada en sí misma no hace acepción de personas, tiempo y lugar, es una persona
determinada la que piensa en un momento y en un lugar determinado, y sólo a propósito
de aquello que conoce efectivamente. Como decía Chesterton, el loco no es el que ha
perdido la razón, sino el que ha perdido todo excepto la razón. La restauración de la
razón supone la restauración del amor, y nosotros no podemos amar sino aquello que
hemos conocido porque antes lo hemos tocado, gustado, olido, escuchado y visto. Este
encuentro con la realidad exterior engendra naturalmente respuestas interiores que urgen,
que motivan y liberan las energías de la inteligencia y la voluntad, infinitamente más
poderosas que las de los átomos. Privados de estas motivaciones, el pensamiento y la
acción no tienen objeto, a veces son ciegos, más frecuentemente mecánicos; son
comandados tiránicamente, es decir, desde el exterior. La cultura cristiana es el medio
natural de la verdad, asistida por el arte, ordenada intrínsecamente –es decir, desde
dentro– a la alabanza, la reverencia y al servicio del Señor nuestro Dios. Para restaurarla,
debemos aprender este lenguaje.
La Santísima Virgen dijo a su Esposo en el momento de la Encarnación: “Él me
introdujo en sus habitaciones”. Los santos que comentan este pasaje nos dicen que cada
una de nuestras almas, como la Virgen, deben descender a las habitaciones con el Señor,
donde Él le dirá: “Come, amiga, bebe, embriaguémonos, mi bienamada”. Los santos
hablan de esto como de una determinada etapa de la vida espiritual. Debemos pasar por
ella para arribar al Reino de los Cielos, que es el único objetivo de la vida cristiana, y
que tiene por lenguaje a la música, palabra cuya raíz etimológica significa silencio, como

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en mudo y en misterio. La música es la voz del silencio, y, por lo tanto, para entrar con
Nuestro Bienamado Señor en la oración de quietud y pedir para este fin la ayuda de
Nuestra Señora, debemos aprender a hablar este lenguaje, es decir, debemos conocer la
música y, sobre todo, la música de las palabras que es la poesía. Cualquiera que sea
nuestra especialidad, nuestra vocación, nuestro trabajo, todos somos amantes; y mientras
que sólo los expertos en cada campo deben conocer matemáticas, ciencias u otras artes,
todos debemos ser poetas en el camino ordinario de la salvación. Así como los caminos
propios de la vida cristiana son del dominio de los sacerdotes, los ordinarios de la vida
profana son del dominio de los maestros, como yo, quienes desde su humilde puesto, y
aunque los altos caminos de la ciencia y de la teología les resulten casi prohibidos, sin
embargo saben aquello que todo el mundo debe hacer primero.
En Fátima la Santísima Virgen reveló que los pecados de impureza son la causa de la
mayoría de las almas que se condenan. En los Estados Unidos se registran anualmente
más de un millón de asesinatos de niños no nacidos, mientras que sofisticados fármacos
producen la muerte de diez millones más. Se los llama mentirosamente anticonceptivos,
cuando en realidad contienen sustancias abortivas que destruyen los recursos necesarios
para la vida durante los cuatro primeros días del niño.
Hasta donde sé, no es una verdad de fe definida por la Iglesia, pero se dice que las
almas de los niños muertos sin bautizar se ven privados de la visión beatífica y van,
según santo Tomás, que habla “según los Padres”, a un lugar de perfecta felicidad
natural, llamado “limbo de los niños”1, porque ellos no tienen “ninguna esperanza de
poseer la bienaventuranza del cielo”. Santo Tomás, naturalmente, habla de aquello que
nosotros podemos presumir en tales casos. Nadie conoce con certeza el estado de las
almas, a excepción de la de los santos canonizados; nadie conoce los caminos
misteriosos y extraordinarios por los cuales actúa la misericordia de Dios. Pero nuestras
elecciones morales dependen aquí y ahora de lo que conocemos con certeza moral, de las
reglas ordinarias, no de lo que puede ocurrir extraordinariamente como excepción. Creo,
en consecuencia, que esas píldoras son instrumentos de un crimen peor que el asesinato
porque arrancan a los niños no solamente de la vida, sino también del camino ordinario
de la salvación.
Santo Tomás dice también que en el último día todos resucitaremos a la edad
perfecta de treinta y tres años. Cita a san Pablo: “Hasta que lleguemos... a la edad del
hombre perfecto, a la edad de Cristo en su plenitud” (Ef. 4, 13). Cuál será el sentimiento
de los que han utilizado la píldora cuando, caminando en ese terrible valle de sombras,
aquel día terrible, sientan llamar: ¡Mamá! ¡Papá!, y se encuentran con sus hijos
resucitados en la edad perfecta, pero privados del cielo por su impureza. Habitualmente
pensamos en los pecadores que se pierden, lo que ha sido por su culpa, mas esto es peor
y mucho más triste.
Pero no es mi intención hablar de la crisis por la que atraviesa la Iglesia y el mundo.
Éste debe ser un libro positivo, un programa para la restauración de la cultura cristiana y

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no un obituario de su muerte. Creo que es imprudente hablar de un estado de desastre
irreversible, como muchos hacen. Publicando sus logros se da al demonio más ventaja de
la que merece. La cuestión es qué se puede hacer, qué puede y debe ser hecho, porque no
tenemos opción.
Nuestra acción, cualquier cosa que hagamos en el orden político y social, debe tener
su fundamento indispensable en la oración, el corazón de la cual es el santo sacrificio de
la Misa, plegaria perfecta de Cristo mismo, sacerdote y víctima, en la cual el sacrificio
del Calvario se hace presente de un modo incruento. ¿Qué es la cultura cristiana?
Esencialmente la Misa. Ésta no es mi opinión personal o de alguna otra persona, o una
teoría o un deseo, sino el hecho central de dos mil años de historia. La Cristiandad, que
el secularismo llama Civilización Occidental, es la Misa y todo el aparato que la protege
y favorece. Toda la arquitectura, el arte, las instituciones políticas y sociales, toda la
economía, las formas de vivir, de sentir y de pensar de los pueblos, su música y su
literatura, todas estas realidades, cuando son buenas, son medios de favorecer y de
proteger el santo sacrificio de la Misa. Para celebrar la Misa es necesario un altar, y
sobre el altar un techo, por si llueve. Para reservar el Santísimo Sacramento, construimos
una pequeña Casa de Oro, y sobre ella una Torre de Marfil con una campana y un jardín
alrededor con rosas y lirios de pureza, emblemas todos de la Virgen María –Rosa
Mystica, Turris Davidica, Turris Eburnea, Domus Aurea–, que llevó su Cuerpo y su
Sangre en su seno, Cuerpo de su cuerpo, Sangre de su sangre. Alrededor de la iglesia y
del jardín donde enterramos a los fieles difuntos, viven los que se ocupan de ella: el
sacerdote y los religiosos cuyo trabajo es la oración, y que conservan el misterio de la fe
en ese tabernáculo de música y palabras que es el Oficio Divino. Y en torno a ellos se
reúnen los fieles que participan del culto divino y realizan el resto de los trabajos
necesarios para perpetuar y hacer posible el Sacrificio: producen el alimento y
confeccionan el vestido, construyen y salvaguardan la paz, para que las próximas
generaciones puedan vivir por Él, por quien el Sacrificio continuará hasta la
consumación de los siglos.
Debemos grabar en nuestro corazón la primera ley fundamental de la economía
cristiana: el fin del trabajo no es la ganancia sino la oración; y la primera ley de la ética
cristiana: vivir para Cristo, no para nosotros mismos. Y vivir en Él es amar. Si
guardamos los diez mandamientos, evitaremos el infierno; si amas a Dios y al prójimo
como a ti mismo, cumplirás la ley de justicia. Pero la vida cristiana no consiste
solamente en evitar el infierno, aunque esto sea esencial. Porque la vida misma es el
Reino de los Cielos que consiste en amar a Cristo y a nuestro prójimo como Él nos ama.
Santa Teresita de Lisieux, teóloga ignorante, scienter nescia, ha remarcado que en la
primera Misa, después de que Nuestro Señor distribuyó su Cuerpo y su Sangre a los
primeros cristianos, con este acto fue más allá no solamente de la ley de la justicia sino
también de la ley del amor. Él nos dice: “No os améis unos a otros como a vosotros
mismos. Poned algo de mística. Amaos los unos a los otros como yo, el primero, os he

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amado”. Si morimos habiendo guardado la ley de la justicia y la ley de la caridad, pero
no esa caridad, pasaremos tanto tiempo en el purgatorio cuanto sea necesario para
aprenderla, en terribles sufrimientos; como dice santo Tomás, todos los sufrimientos
naturales del mundo juntos son menores que un instante de aquel otro dolor. A veces
temo que los conservadores, y no solamente los liberales, se parezcan a los fariseos: son
católicos, pero absoluta y fríamente determinados a tener siempre la razón. El camino
real de Cristo es un camino caballeresco, romántico, lleno de fuego y pasión;
cabalgamos en fogosos caballos pura sangre, que galopan gozosamente, olfateando el
viento, mientras que con ruido de armas pronunciamos el grito de batalla de Roland y
Olivier: ¡Montjoie! Nuestra Iglesia es la Iglesia de la pasión. Escuchemos al Espíritu
Santo mismo, escuchemos el lenguaje con el que habla el Esposo a su Bienamada Virgen
en el Cantar de los Cantares, y nos dice a nosotros también:

Voy a mi jardín, hermana mía, esposa; a tomar de mi mirra y de mi bálsamo;


a comer la miel virgen del panal, a beber de mi vino y de mi leche. Venid
amigos míos, y bebed y embriagaos, carísimos.

Es necesario guardar los Mandamientos, pero no es suficiente. Es necesario amarnos


los unos a los otros como a nosotros mismos, pero no es suficiente. Lo único necesario,
el unum necessarium del Reino, es amar como Jesús nos amó. Éste es el amor que
produce la alegría en el sufrimiento y en el sacrificio, el amor de Roland y Olivier, que
se lanzan a la batalla, defendiendo hasta la muerte aquello que aman. ¡Montjoie! Ésta es
la música de la cultura cristiana. Los demonios que, en nuestro país y en la Iglesia
asesinan a los niños y deshonran a la Esposa de Cristo, serán arrojados fuera solamente
con la oración y el ayuno. La impureza es una infracción a los Mandamientos de Dios,
pero, más profundamente, una mala dirección del amor. No la echaremos nunca fuera,
todas las tentativas para resolver la crisis de la Iglesia serán vanas, si no consagramos
nuestros corazones al Corazón Inmaculado de María, lo cual implica mucho más que
recitar una oración impresa, al igual que el ayuno implica mucho más que comer menos.
Implica compartir su misma vida interior. Como Ella, debemos descender cada día a la
habitación donde Cristo nos llama, y allí, solos con Él, embriagarnos de su amor.
Ubi amor ibi oculus. ¿Cómo veremos sin el ojo del amor? Pero, ¿cómo
aprenderemos a amar sin conocer el lenguaje del amor? Y para aprender este lenguaje,
¿cuál es la escuela? Pues bien, escuchemos al más grande de los maestros ingleses:
Si la música es el alimento del amor, tocadla.

¿Es difícil comprender el significado de lo que Shakespeare nos quiere decir? La


pregunta es la de un maestro a sus alumnos, no la de un erudito a sus colegas. Aún
cuando sea difícil, e incluso imposible dar la definición científica, la fórmula es clara y
fuerte como el buen vino. Si la música es el alimento del amor... Reflexionemos un

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momento sobre estos célebres versos con los que comienza la obra La noche de Reyes,
obra destinada a todo el pueblo, no solamente a los estudiosos, escrita como un
entretenimiento para la fiesta de Epifanía, hace trescientos cincuenta años. Así como la
antigua Ley prohibía comer cualquier tipo de carne, excepto la de los rumiantes, así
deberíamos prohibir toda crítica que se alimentara despedazando la carne de los textos
en notas y apéndices, en favor de una rumiante lectura de los versos en su más ordinario
y obvio sentido. El mejor comentario será un pasaje similar del mismo autor o de un
autor parecido. Tomemos, por ejemplo, el Sueño de una noche de verano. Oberon, rey
de la música, hace una especie de comentario al discurso ducal que abre La noche de
reyes:

Acercaos, querido Puck.


¿Recuerdas aquel día en que subí a una montaña y escuché a una sirena que era
llevada por un delfín? Ella cantaba unos aires tan dulces y armoniosos que el mar
agitado se calmó con su voz, y algunas estrellas abandonaron su lugar para escuchar la
música de la hija de las olas.

Y Puck responde:

¡Recuerdo!
Notemos cuidadosamente el poder que atribuye a la música este gran maestro de
nuestra cultura: el mar agitado se calmó con su voz. La música alimenta el amor. Sí,
alimenta el amor de Cristo que aquieta el corazón rebelde, brutal y salvaje del pecador.
Comprendan lo que esto significa: que la civilización es obra de la música. Shakespeare
dice esto una y otra vez. En El mercader de Venecia dos jóvenes amantes entran en un
jardín. Es de noche, y sobre ellos están la luna y las estrellas. Lorenzo le pide a su amigo
Stefano que le ayude a buscar algunos músicos, y luego, dirigiéndose a su amada, dice:

¡Con qué dulzura duerme la luz de la luna en ese macizo! Nos sentaremos
aquí y que los sones de la música se deslicen en nuestros oídos: la blanda
calma y la noche se hacen notas de una dulce armonía. Siéntate, Jéssica. Mira
cómo el firmamento del cielo está densamente tachonado de patenas de oro
claro: hasta en la más pequeña esfera que observas hay un ángel que canta en
su movimiento, haciendo coro siempre a los querubines de ojos de niño. Tal
es la armonía que hay en las almas inmortales; pero mientras esta fangosa
vestimenta de corrupción siga groseramente cerrada, no podemos oírla.

Este pasaje ilustra el tema que toda la creación canta, los cielos declaran la gloria de
Dios, las estrellas en su curso tejen una música de esferas que responde armónicamente a
los ángeles cantando Sanctus, Sanctus, Sanctus, en torno al trono de Dios. Todos los

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hombres poseen también esta música, pero en tanto moren en “esta vestidura de barro”,
en esta vida expuesta a la agitación del mundo, atrapados por una multitud de
preocupaciones y deseos, no la podrán escuchar ni entender. Los músicos llegan al
jardín, y Lorenzo les grita:

¡Vamos, venid y despertad a Diana con un himno! Que vuestros más dulces
acentos acaricien los oídos de vuestra señora, y llene su casa de música.

En el bello latín de san Jerónimo, la Esposa del Cantar de los Cantares exclama:
Trahe me! (¡Atráeme!). Y Jéssica responde:

Nunca estoy alegre cuando oigo música.

¿Respuesta extraña? Posiblemente, pero sin embargo verdadera. La música es mucho


más que diversión; aun en las músicas más gozosas hay algo de tristeza. Todos han
remarcado que, por ejemplo, en las más ligeras piezas de Mozart, en sus óperas cómicas
o en obras maravillosamente brillantes como el concierto para clarinete, hay un casi
insoportable peso, una tristeza imposible de escuchar sin lágrimas. Quizá el ejemplo más
famoso en Mozart sea el empleo que hace de la hermosa canción de amor Dove sono de
Las bodas de Fígaro en el Agnus Dei de su Requiem, uso que podría parecer blasfemo si
el repertorio gregoriano no hubiese dado el ejemplo: ciertas melodías son comunes a las
misas de esponsales y de difuntos.
Jéssica dice:

Nunca estoy alegre cuando oigo música.

Y Lorenzo, el filósofo, explica por qué:

La causa es que tu espíritu está atento, pero observa sólo una manada salvaje y
que retoza, o un grupo de potros jóvenes y sin domar, dando locos saltos,
aullando y relinchando, conforme a la naturaleza caliente de su sangre: si por
casualidad oyen sonar una trompeta o si un aire de música toca sus oídos,
notarás que se detienen todos a la vez, y sus ojos salvajes se reducen a una
mirada humilde por el dulce poder de la música: por eso el poeta fingió que
Orfeo movía árboles, piedras y ríos: puesto que no hay nada tan terco, duro y
lleno de cólera que la música no lo cambie de naturaleza por algún tiempo. El
hombre que no tiene música en sí mismo y no se mueve por la concordia de
dulces sonidos, está inclinado a traiciones, estratagemas y robos; las
emociones de su espíritu son oscuras como la noche, y sus afectos tan
sombríos como el Erebo: no hay que fiarse de tal hombre. Atiende a la música.

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Nuestro Señor ha explicado en la parábola del Sembrador que su amor crece sólo en
cierta tierra, la tierra de la cultura cristiana, que es obra de la música en sentido amplio, e
incluye las canciones, el arte, la literatura, los juegos, la arquitectura. Son otros tantos
instrumentos de una orquesta que ejecuta día y noche la música de los que aman; y si se
desafina, entonces el amor de Cristo no crecerá. Es evidente que hoy, en los Estados
Unidos, el demonio se ha apoderado de estos instrumentos y ejecuta una danse macabre,
una danza de muerte, especialmente a través de lo que nosotros llamamos “media”, la
televisión, la radio, las grabaciones, los libros, las revistas y los diarios. La restauración
de la cultura cristiana en todos sus aspectos espirituales, morales y físicos exige un
cultivo del suelo en el cual el amor de Cristo pueda crecer, y esto significa que nosotros
debemos repensar, como se dice, nuestras prioridades.
Lo que yo propongo, no como respuesta a todos nuestros problemas, sino como
condición de la respuesta, es algo a la vez simple y difícil: se trata de reinstalar en
nuestros hogares “las caricias de una dulce armonía”, a fin de que nuestros hijos crezcan
mejor que nosotros, con música en sus corazones, y que, cantando las viejas canciones
durante toda su vida, se dispongan a escuchar un día el cántico del Bienamado:

Levántate ya, amada mía, hermosa mía, y ven:


que ya se ha pasado el invierno y han cesado las lluvias.
Ya han brotado en la tierra las flores,
ya es llegado el tiempo de la poda
y se deja oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola.
Ya ha echado la higuera sus brotes,
ya las viñas en flor esparcen su aroma.
Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven.

¿Qué mujer escuchará cantar así al joven al cual desposará? Me temo que ninguna.
¿Y qué hombre y qué mujer escucharán a Cristo en el otoño de su vida?
Como primera medida, destruyan su aparato de televisión. La Iglesia Católica no se
opone a la violencia, sino solamente a la violencia injusta. Entonces, destruyan su
televisor. Y con el tiempo y el dinero que ahorren, compren un piano, y restauren en sus
hogares el gusto por la música; la música cristiana corriente, ordinaria, que, en su
mayoría, es fácil de ejecutar. Todo el mundo puede aprender las canciones tradicionales,
las de Stephen Foster o de Robert Burns, por ejemplo, las melodías irlandesas o italianas,
después de algunas horas de aprendizaje. De este modo, la familia se reunirá por la
noche en el hogar; y porque vivirá al unísono, el afecto y el amor renacerán sin pensarlo.
No hay nada que desintegre más el amor que los intentos artificiales destinados a
favorecerlo, como grupos de encuentro u otras “dinámicas” del mismo género. El amor
nace y crece, no puede ser fabricado ni exigido, y solamente crecerá con las dulces

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armonías de la música.
La clase más importante de música, en sentido amplio, y entendiendo con esto toda
expresión cultural, es, por supuesto, la música de las palabras: la poesía y la literatura.
La música en sentido estricto, ya sea vocal o instrumental, juega un rol muy importante
en la formación de la sensibilidad; y lo mismo ocurre con las artes plásticas. Pero lo que
uno lee entra directamente en la inteligencia y, por tanto, tiene un efecto mayor.
Debemos poner nuestro mayor esfuerzo en restaurar la lectura en la casa y, sobre todo, la
lectura en voz alta: junto al fuego del hogar en invierno, y en el porche, en las noches de
verano.
Para los niños más grandes y los adultos la lectura silenciosa, pero todos reunidos en
la sala. No es necesario buscar las grandes obras maestras de la literatura que necesitan
una lectura analítica y son útiles sobre todo a los especialistas, sino leer lo que podemos
llamar los “mil buenos libros”, que tienen que estar en toda biblioteca, cuentos como los
de Mamá Ganso y poemas como los de William Shakespeare; los “mil buenos libros”
para los niños y para los adolescentes, que todos hemos leído y releeremos durante el
resto de nuestras vidas.
Pero, en primer lugar, no seríamos serios en nuestra intención de restaurar la Iglesia
y la Ciudad si no tenemos el sentido común de destruir nuestro aparato de televisión. Se
dice que la televisión no es buena ni mala. Que es un instrumento como podría ser un
revólver: su moralidad depende del uso que se le dé. No es mala per se sino
accidentalmente, dicen los moralistas. Es verdad, ¡pero las situaciones concretas son per
se accidentales! La televisión no es mala solamente por accidente, es mala de modo
general y determinante. No es cuestión de elegir los mejores programas, de influenciar
sobre los productores o los anunciantes, o de lanzar un canal propio. La televisión posee
dos defectos: su radical pasividad, física e imaginativa, y la distorsión de la realidad.
Sentados frente a la pantalla no ejercitamos nuestra mirada para fijar y seleccionar los
detalles, aquello que los poetas llaman “remarcar” las cosas. Ni tampoco ejercitamos
nuestra imaginación, como nos vemos obligados a hacer cuando leemos metáforas, que
nos exigen saltar al “tercer término” sugerido por la yuxtaposición de imágenes, y
reparar en similitudes y diferencias, capacidades que Aristóteles dice que son uno de los
principales signos de inteligencia. La televisión es mala, por tanto, intrínsecamente,
como también lo es extrínsecamente. Todo pasa por el filtro laicista de los que tienen el
poder. “¡Qué hermoso es ver al Papa!”. Pero ustedes no ven al Papa; ven al Papa visto
por los periodistas, a través de sus comentarios, de las elecciones que ellos hacen de lo
que van a transmitir y de sus montajes. Un teólogo me respondió un día, cuando me
quejaba de la comunión distribuida por los laicos: “Si fuera la única manera de recibirla,
yo la recibiría del mismo diablo”. Creo que está equivocado. En esto sigo a Newman
que, ante una situación similar respondió: “Esperaría una mejor oportunidad”. Si quiero
ver al Papa, viajaré los seis mil kilómetros que me separan de Roma, pero nunca lo vería
a través de los ojos de la CBS. Toda la televisión está mal orientada porque quienes la

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dirigen no solamente no son cristianos, sino que son anticristianos. Y no sólo en los
programas obviamente malos sino también en aquellos llamados educativos, y que son
realizados con el mismo fin: extirpar de la cultura y deformar todo lo que sea cristiano.
Aún en algunas emisiones, como reportajes o documentales, programas deportivos o de
variedades que, en sí, no tiene nada malo, sí lo tiene el contexto, y es el contexto lo
determinante. Y esto no es lo peor; lo peor es el insidioso irrealismo. Me refiero a la
cuestión del profesionalismo deportivo. ¡Mi partido de fútbol!, es el grito paterno: Nerón
mirando la lucha de gladiadores que se matan entre ellos, mientras beben una insípida
cerveza y comen patatas fritas. En tanto, los niños se embrutecen escuchando rock en el
reproductor. ¿Les gusta el fútbol? Salgan los domingos y juéguenlo con sus hijos.
Sé que lo que digo parece una locura; es demasiado, demasiado rápido, y siempre
contra corriente. Pero los tocadiscos y los equipos de música sustituyen a los sentidos, a
la imaginación e, incluso, a la realidad. Y no se dejen engañar por las hermosas
colecciones que se ofrecen, desde canto gregoriano hasta Aaron Copland. El canto
gregoriano es una solemne oración y no debe nunca convertirse en un “placer para el
oído”, como dicen. En cuanto a Copland, es la vulgaridad contemporánea. Los
drogadictos y pornógrafos no tienen el monopolio de lo artificial. El bello mundo de la
cultura de lujo, de la New York Philharmonic o del Metropolitan, atestados de
micrófonos, trituran a los clásicos con las interpretaciones modernas en un amasijo
electrónico, con ingredientes de sofisticadas desarmonías diseñadas para la
autodestrucción de la música y la ruina de todos los hábitos tradicionales de
diferenciación tonal. Pienso en lo mejor de los genios desorientados como Stravinsky o
Mahler, para no mencionar los autopromovidos fraudes como Schoenberg. Y aunque
sería largo de explicar, los aparatos electrónicos no son malos solamente en cuanto se
apartan del fin, sino también en cuanto a los medios mismos que son destructivos de la
imaginación y la sensibilidad, como es el caso de la televisión. Las reconstituciones
electrónicas de sonidos desintegrados no producen sonidos reales: es como si
creyéramos que la leche en polvo es realmente leche. El más grande de los pianistas de
la última generación, Joseph Hoffman, siempre rehusó a hacer grabaciones porque le
horrorizaba la idea que se pudiera fijar una interpretación hecha una vez, y ser
reproducida infinidad de veces, cuando él en los conciertos tocaba cada nota fresca,
como si fuera la primera vez. Yo acepto el riesgo de pasar por un fanático peligroso,
pero repito con toda la calma y seriedad que puedo: deshagámonos de todos estos
aparatos mecánicos y electrónicos y restauremos en nuestros hogares la música y la
literatura real, viva, simple, cristiana, doméstica. Sé que no es agradable recibir una
reprimenda; es más fácil escuchar al profeta cuando critica a los filisteos que viven al
otro lado de la calle; pero, como decía Newman, el predicador va muy lejos cuando
comienza a llegar a nosotros. Sin embargo, es muy simple. Los católicos han aceptado
algunas de las peores distorsiones de su fe en el orden de la música, del arte y de la
literatura sin una palabra de enojo, porque nunca han escuchado verdaderamente el

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Tantum ergo o el Ave Maris Stella. No es falta de fe, es falta de música: nunca han
tenido en su hogar aquello que les hubiera formado el buen gusto y el buen sentido.
¿Y qué decir de la lectura en el hogar? Ya nadie lee. El movimiento en favor de los
“grandes clásicos” lanzado por la generación que nos precedió no pudo alcanzar su
cometido. No por culpa de los libros. Ellos eran, como bien decía Matthew Arnold, “lo
mejor que se ha pensado y dicho”, pero del mismo modo que el vino se pierde en
botellas agrietadas, los libros se perdieron en espíritus que ya no sabían leer. Con otra
comparación, la semilla germinó, pero el terreno estaba agotado. La fecundidad de las
ideas de Platón, de Aristóteles, de san Agustín o de santo Tomás no se pueden
manifestar si no es en el terreno de una imaginación saturada de fábulas y de cuentos de
hadas, de historias y poemas, romances y aventuras: Grimm, Andersen, Stevenson,
Dickens, Scott, Dumas y tantos otros buenos libros. La tradición occidental, que asimiló
todo lo mejor del mundo grecorromano, nos ha dado una cultura en la cual la fe se
desarrolla sanamente. Desde la conversión de Constantino esta cultura se transformó en
cristiana. Las inteligencias y las voluntades germinan en este terreno que es apto para los
estudios literarios y científicos, incluida la teología, sin la cual los demás son inhumanos
y destructores. El atleta inculto y el esteta decadente sufren los vicios opuestos a las
virtudes que Newman llama del caballero. Cualquiera que estudie las letras o las
ciencias desde un punto de vista especulativo o práctico, descubrirá que un poco de
cultura general significa un salto decisivo. Crecerá como una planta desnutrida que,
repentinamente, es fertilizada y regada.
Y el mejor punto de vista es el del aficionado, de la persona común que se entretiene
con lo que lee, ignorante de esos exámenes críticos, históricos o textuales que destruyen
lo que analizan, tan enemigos de la cultura como los estudios de la sexualidad lo son del
matrimonio, o la agricultura científica de la vida en el campo. Cualquier cosa que hagan,
no envenenen el aljibe y el campo con diccionarios, enciclopedias, atlas, guías, ediciones
críticas, notas, apéndices biográficos e históricos. Todo eso es la ciencia de la literatura,
una mala aplicación del método científico a un campo que está fuera de su competencia.
Nosotros queremos lo que Robert Louis Stevenson llamó “un jardín de niños”, algo
simple, directo, placentero, espontáneo, libre, romántico, si quieren. Teniendo presente
que no basta para la salvación, como creyeron los románticos, que no es suficiente para
la ciencia y la filosofía, pero que es indispensable para el desarrollo moral, intelectual y
espiritual. En vez de un razonamiento les propongo una lectura: aquella de los mil
buenos libros.
Como la vista es el primero de los sentidos, y resulta especialmente importante en
los primeros años, es conveniente tener ediciones ilustradas por artistas que trabajen
dentro de la tradición cultural que buscamos restaurar, las cuales servirán tanto para una
introducción al arte como para participar del universo imaginativo que nos propone el
libro. No se trata de despreciar a todos los artistas contemporáneos, puesto que la
tradición no excluye la experimentación. Al contrario, la lectura de estos libros debería

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ser un incentivo para escribir bien y dibujar bien. Un ejemplo no es una camisa de
fuerza, sino un maestro que propone reglas y modelos para imitar. Las ilustraciones de
los libros alcanzaron su perfección clásica en los cien años anteriores a la Primera
Guerra Mundial, con figuras como Beatrix Potter, sir John Tenniel, Arthur Rackam, Kate
Greenaway, George Cruickshank, Leslie Brooke, y muchos otros. Con buen olfato, se
pueden encontrar ediciones originales en librerías de segunda mano; o nos podemos
contentar con facsímiles que, si bien no tienen la misma calidad de trazo y color, son
más económicos.
Los católicos de lengua inglesa presentan una dificultad que, para tratarla
adecuadamente, necesitaríamos un libro entero: la literatura inglesa es sustancialmente
protestante. Es bueno citar a san Pablo, quien dice que todo lo que es verdadero viene del
Espíritu Santo, y argumentar que esta literatura, en la medida en que es verdadera, es
católica, sin importar las convicciones de su autor, sea éste protestante, judío o pagano.
Todo andaría bien si la literatura fuera una ciencia abstracta, donde “dos más dos son
cuatro”. Pero la literatura, realidad paradojal por definición, es un “universal concreto”:
muestra a los hombres en acción, hace revivir sus luchas afectivas, morales y
espirituales. En consecuencia, los católicos anglófonos deben convivir con una
dificultad: los mil buenos libros que son para ellos el terreno indispensable para la
inteligencia de la fe católica, terreno indirectamente requerido para entrar en el reino de
los cielos, no son católicos, son protestantes.
Esta dificultad ha conducido a algunos educadores católicos bien intencionados a
recomendar solamente textos de autores estrictamente católicos, lo que supone dar a leer
traducciones de un gran número de autores franceses, italianos, españoles, y de algunos
escritores católicos ingleses que, aunque talentosos, desgraciadamente no son de primer
orden. Cualquiera sea el modo en que lo hagan, ésta es una empresa sin esperanzas.
Somos un pueblo de lengua inglesa. Si queremos asimilar nuestra lengua debemos
asimilar aquello que constituye el genio propio del inglés. Si queremos que existan
escritores –¡y lectores!– católicos de lengua inglesa, es necesario aprender el inglés del
mejor modo, lo cual no puede hacerse con traducciones, incluso hechas por excelentes
traductores, pero que no son genios, y no pueden traducir la grandeza de la obra con la
que trabajan. Veamos un ejemplo. Dorothy Sayers es una excelente católica inglesa. Por
otro lado, el católico italiano Dante es uno de los tres candidatos para el título del mejor
poeta del mundo. Pues bien, la traducción que hace Dorothy Sayers de la Divina
Comedia es una comedia en otro sentido, y no tiene nada que hacer al lado de la
excelente traducción hecha por el secretario latino del Consejo de Estado Puritano, John
Milton, que además fue muy cercano del archihereje y asesino de la Irlanda católica,
Cromwell; ni tampoco puede rivalizar con Shelley, ateo favorable a la causa irlandesa, al
cual la señorita Dorothy intenta –desastrosamente– reproducir en la terza rima de Dante.
La literatura inglesa no es una opción, es un hecho. Es protestante, y para nosotros es a la
vez una bendición y una condena: una bendición, porque es la mejor del mundo, y una

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condena porque no podemos hacerla nuevamente.
Los padres y maestros católicos de lengua inglesa deben leer y releer La literatura
católica en lengua inglesa del cardenal Newman. Es un muy buen ensayo sobre la
materia que nos ocupa, bien equilibrado; lo mejor sobre el tema.
Las dificultades afectan al corazón de los niños –ese órgano tan delicado, sede de los
afectos y disposiciones interiores– y también a su imaginación: serán formados por
autores alejados del universo católico y, muchas veces, muy alejados. Pero si no leen,
¿cómo desarrollar sus aptitudes y facultades esenciales?
Dicho esto, hay que agregar que podemos vivir y vivir bien a pesar de las
dificultades que he señalado y tomar las cosas por lo que son. En primer lugar, en la
medida en que esta literatura es protestante, es bíblica y cristiana: la existencia de Dios,
la divinidad de Cristo, la necesidad de la oración y la obediencia a los mandamientos
constituyen la trama sólida de la mayor parte de estas obras, aunque se suelen encontrar
críticas, a veces groseras, a veces fundadas, que contradicen en algo a la fe católica.
Debido a que el protestantismo está a mitad de camino de sus ancestros católicos y
judíos –una suerte de cristianismo hebreo, al menos en su tendencia calvinista–, su
literatura popular es hostil a la vez a los católicos y a los judíos. Charles Kingsley
escribió un excelente libro para niños lleno de injuriosas mentiras con respecto a los
jesuitas; el Shylock de Shakespeare y el Fagin de Dickens han explotado y exagerado la
avaricia de los judíos. Pero el comentario de Chesterton sobre el libro de Kingsley –“Es
una mentira, pero llena de santidad”– se aplica al Mercader de Venecia y a Oliver Twist.
Solamente los judíos o los católicos farisaicos se indignan por ser caricaturizados. Una
justa y sana caricatura consiste en remarcar algunos rasgos accidentales de aquello que
es esencial. Es un hecho que hay jesuitas que a veces protagonizaron escándalos a pesar
de la gloriosa falange de sus santos, y que hay judíos usureros, pornógrafos y comunistas
a pesar de la valentía con la que afrontaron una persecución injusta y de la pequeña
falange de sus santos convertidos. Los católicos y judíos pueden reír y llorar a la vez de
la verdad de estas caricaturas, del mismo modo que un irlandés sobrio –si se puede
encontrar uno– reiría y lloraría de un irlandés borracho, o un italiano honesto de su
padrino.
Uno de los más conocidos de esta lista de clásicos para niños, y en verdad un genio,
no es un protestante inglés sino una especie de católico francés. Cuando se termina de
leer Los tres mosqueteros se tiene en claro que el pecado siempre es castigado. Al
comienzo de la novela, Aramis simula y se burla de la vocación religiosa, y termina
siendo monje –¡aunque no de los mejores! Está también la escena muy colorida en la que
D’Artagnan, corazón generoso y verdadero héroe, comete un adulterio, sensacional y
grotesco a la vez, con una de las más peligrosas femmes fatales de toda la literatura; las
consecuencias serán espantosas para los dos: una horrible muerte para ella y una terrible
lección para él. Sin duda, es mejor reservar la lectura de Los tres mosqueteros para
adolescentes de más de dieciséis años, porque es un libro para adolescentes y un ejemplo

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de valentía y altos ideales. Es un buen libro, quiero decir, un libro moralmente bueno.
Nos guste o no, el tipo de aventuras de Alejandro Dumas está en la literatura como las
Montañas Rocosas están en la geografía. Si éstas no existieran, podríamos viajar más
rápidamente por California, pero el interés del viaje disminuiría mucho. Sin los
romances, sin las intrigas y los amores de los personajes de Dumas, ¿dónde estaría lo
emocionante de la literatura?
El peor defecto de la literatura clásica inglesa es la omisión: María Santísima,
nuestra madre, y el Santísimo Sacramento, están ausentes. Es ésta la desaparición de los
dos misterios más importantes de la fe católica, y de una serie de elementos accidentales
de la vida católica, como el culto a los santos, la veneración de las reliquias, el uso de
medallas, de escapularios, del agua bendita y del rosario. Cuando estas cosas están
presentes es sólo para tacharlas de supersticiones. A veces estas “supersticiones” son
bien tratadas, como la hermosa escena de Mujercitas donde la criada francesa explica el
rosario a la incrédula pero maravillada y edificada Amy. Sin embargo, no hay duda de
que es una carencia grave, y debe ser compensada por el uso cotidiano de los tesoros de
la piedad católica y el recurso constante a la liturgia latina.
Desde el punto de vista cultural –que, insisto, no es algo menor o accidental, sino
algo indispensable en los medios ordinarios de la salvación– y prescindiendo de las
difíciles controversias canónicas y teológicas sobre su licitud o validez, como así
también de los aspectos pastorales, debo decir que la Misa nueva, al menos tal como se
celebra en los Estados Unidos, es un desastre. Y, con el respeto debido a las autoridades,
debo dar testimonio público de mis peticiones privadas para que se restaure la gran
liturgia gregoriana y tridentina que se celebraba antes de la reforma del concilio
Vaticano II: la obra de arte más refinada y más bella que haya existido en el mundo; el
corazón, el alma, la fuerza más determinante de nuestra civilización occidental, y la
madre nutricia de tantos santos.
Los niños católicos formados por lo mejor de la literatura inglesa deben alimentarse
al mismo tiempo de las prácticas católicas tradicionales, como el rosario, las visitas al
Santísimo o el Via Crucis. Y cuando esta literatura denigra explícitamente aquello que
hay de católico, los padres y los maestros deben obrar como censores. Esta censura no
debe hacerse con la tijera, porque estos pasajes están muy unidos al contexto, sino con la
explicación. Los padres o hermanos que leen las historias en voz alta a los más pequeños
deben corregir dulcemente los errores, y éstos servirán para enseñar la verdad, y muchas
veces la verdad es que los católicos no siempre han vivido de acuerdo a su fe. Con sus
alumnos, el maestro puede aprovechar las caricaturas o injurias para hacer leer otros
textos; por ejemplo, el ataque a los jesuitas puede ser ocasión para leer la vida de san
Isaac Jogues y sus compañeros, o la de otros santos misioneros. Su propia firmeza en la
fe debe bastar a los adolescentes y a los jóvenes; los textos hostiles al catolicismo serán
la ocasión para examinar su comprensión de la fe, y sus profesores podrán dirigir las
discusiones en los puntos más difíciles.

30
Con lo que he dicho es suficiente. Las cientos de miles de páginas de los mil buenos
libros contienen pocos pasajes para corregir. El verdadero problema, común a toda la
cultura moderna, es el de la ausencia de los tesoros de la piedad católica, determinantes
en materia de fe. Y estos tesoros deben ser restaurados en la Iglesia y en los hogares.
Debido a que somos de lengua inglesa y que vivimos en una subcultura no católica, es
bueno para los niños que conozcan con su imaginación el medio hostil en el que viven,
exceptuando por supuesto la burla, la pornografía y la subversión, pero esto no aparece
en la literatura clásica infantil. Artística, moral y espiritualmente ella es buena, aunque
incompleta.
Quizá sea conveniente hacer alguna advertencia con respecto a la lectura para los
adolescentes. Este período de la vida es peligroso por definición. “Adolescente”
proviene de una palabra latina que significa “arder”, y es ciertamente una edad
“ardiente”. La lectura de Romeo y Julieta, por ejemplo, puede impresionar a una
imaginación viva. Estos amantes se enamoran de un modo desesperado y ardiente, pero
la lectura de estos bellos pasajes pueden conducir al pecado, como el caso de aquellos
condenados de la Divina Comedia, a quienes el Dante atribuye su suerte a la lectura de
una novela cortesana. “Ese libro fue un galeotto”, dice Francesca, y galeotto significa en
italiano “proxeneta”. Estas lecturas suponen paralelamente una formación moral estricta,
seria, exigente y enérgica. Pero a la vez hay que hacer una advertencia a los padres
católicos: muchas veces, cuanto más conservadores son en su fe, más jansenistas son en
la educación de sus hijos. Alrededor de los doce años el niño comienza su adolescencia,
lo cual implica una explosión de aptitudes físicas y reacciones emotivas, el deseo del
peligro y las primeras llamadas del amor. Se cuenta que los chinos vendaban los pies de
sus hijas para que no crecieran. Parece que hay también padres que ponen vendas a las
almas de sus hijos: algunas familias católicas envían a la universidad a sus hijos
adolescentes con dieciocho años, esmeradamente conservados y embalados en la edad
afectiva y mental de doce; buenos chicos y chicas, bien vestidos y poco ruidosos, que
jamás han tenido un problema y que nada saben de la vida ni del amor. El Reino de los
Cielos es el conocimiento y el amor de Dios. No podremos aprender a soportar las
llamas vivientes del amor divino si no pasamos por el fuego más temperado de los
deseos humanos, y una adolescencia “ardiente” es tan necesaria para el desarrollo normal
del cuerpo y del alma como lo es la fe. La fe supone y perfecciona la naturaleza, y por
tanto no podrá ser eficaz si está atrofiada. ¿De qué serviría proteger a los niños del fuego
del infierno si los privamos de los medios para ir al Paraíso?
Denles una catequesis fuerte, sermones serios, buenos ejemplos y ejercicio físico.
Gobiérnenlos con firmeza, pero no los enfermen: déjenlos leer los buenos libros
“peligrosos”, y déjenlos practicar deportes “peligrosos”, como el rugby o el montañismo.
La condición humana supone que alguno se quiebre una pierna y peque, pero en una
familia católica bien equilibrada las caídas serán pocas y los cuerpos y las almas se
recuperarán. El valor de estas lecturas y de estos juegos es tan grande que deberíamos

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agradecer a Dios por haber sido de tal modo colmados de bendiciones en la literatura y
en los deportes ingleses.
Afortunadamente, la mayoría de estos autores tienen simpatía por nuestra fe y,
algunos de ellos, Shakespeare por ejemplo, era católico in pectore. Dickens tuvo un
sueño visionario, al que tomó muy en serio, en el cual la Virgen María lo invitaba a
escribir más cálidamente sobre los católicos, lo cual hace en Barnaby Rudge, una de sus
mejores novelas. La historia no se puede rehacer, lo pasado pasó, y está fuera de nuestras
manos. Olviden a los clásicos y serán incultos: nuestra cultura es la que es, pero es la
nuestra y permanecerá, en su verdad, en su bondad y en su belleza, católica.
Para concluir, les exhorto a hacer una experiencia: lean, en voz alta si es posible, los
buenos libros ingleses, desde los cuentos de Mamá Ganso hasta la novelas de Jane
Austen. No es necesario hacer una lista: un clásico es una obra de la cual todo el mundo
conoce el nombre. Y por la noche, reunidos en torno al piano, canten las canciones
tradicionales. Sí, la música alimenta el amor y, en sentido amplio, es un signo específico
de la civilización humana. Si nos hemos cocinado en la olla familiar de la imaginación
cristiana, habremos aprendido por absorción a escuchar este lenguaje, esta misteriosa
música del Esposo. Comenzaremos a amarnos los unos a los otros como Él nos ama. Y
veremos finalmente, al término de esta noche oscura, a la Estrella de la Esperanza que
brilla al comienzo de la mañana. Veremos porque amaremos –Ubi amor ibi oculus– pero
solamente con su ayuda: Rosa mystica, Turris Davidica, Domus aurea, Stella matutina...
Estrella de la mañana.

1 Cfr: Comisión Teológica Internacional: La esperanza de salvación para los niños que mueren sin bautismo.
Documento del 19 de abril de 2007.

32
2. EL HOLOCAUSTO CLIMATIZADO

Quizá conozcan la historia de Sam, el famoso productor de cine. Uno de sus amigos
solía decirle: “No te llevarás nada contigo”, y él respondía: “Entonces no me iré”. Pero
se fue. Y todos nosotros también nos iremos: los flacos, los gordos, los traidores, los
fieles, los insatisfechos, los llenos. Aquí está la lección de esta historia: algunas
realidades son según las fabricamos, como el cine, el dinero y las ciencias sociales; y
otras cosas son objetivamente ciertas, como la muerte y los impuestos.
Todas las cosas tienen un precio que cada uno debe pagar. Ni siquiera el aire que
respiramos es gratis. Hay un impuesto general sobre todo aquello que vive, que se mueve
y que posee el ser. El impuesto sobre toda vida es la muerte de alguien, porque nada de
valor se puede ganar sin sacrificio. En la naturaleza, todo lo que se alimenta se convierte
en algún momento en alimento, y –¡qué escándalo para nuestro amor propio!– incluso
nosotros. Como dice Hamlet:

Un pescador puede pescar un pez con un gusano que se ha alimentado de un


rey, y comer el pescado alimentado con el gusano. Esto es para mostrarles
como un rey puede viajar por las tripas de un vagabundo.

Toda la filosofía, enseña Sócrates, “es una meditación sobre la muerte”. Los poetas
trágicos, y la mayor parte de los cómicos, están llenos de pesimismo porque ven la
certeza de la muerte. Si esto es verdad, si ellos tienen razón, si todos deben morir, ¿cuál
es entonces el sentido de la vida?

Todos serán pasados por el cuchillo

Si sugieren que la vida continúa a través de las generaciones en los descendientes,


los poetas responden: “Esto no soluciona la cuestión; sólo la pospone”. ¿Dónde van
finalmente todas esas generaciones? La existencia de la especie humana tomada en su
conjunto durará lo mismo que las pulsaciones de alguna estrella en su proceso de
evolución hacia la extinción. Verdaderamente toda esta historia es lo que afirma
Macbeth: “Una historia absurda... narrada por un demente”. Y como dice Salomón:
“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
Entonces, si la vida es absurda, podemos racionalmente concluir con la amarga

33
resignación de los poetas trágicos, o gritar con los cómicos: “Come, bebe y sé feliz,
porque mañana morirás”. Éstas son las dos respuestas extremas, opuestas pero
complementarias, del racionalismo pesimista. Otros, aún concluyendo en el mismo
pesimismo, se han negado irracionalmente a aceptarlo, y han tratado de construir un
universo artificial a su gusto, a pesar de la muerte; una suerte de Paraíso en la tierra
donde no existen ni la muerte ni los impuestos, y que la tecnología trata en vano de
realizar. Después de quinientos años de espectacular éxito, han reducido nuestra vida a
nada más que muerte e impuestos.
En su célebre ensayo El culto del hombre libre, Bertrand Russel, premio Nobel y
principal responsable de las matemáticas que hicieron posible la computadora, escribió
el resumen más popular y más preciso de la mentalidad tecnocrática:

El hombre es el producto de causas que no conocen el fin hacia el cual se


mueven; su origen, su crecimiento, sus esperanzas y sus temores, sus amores
y sus creencias, son solamente el resultado de una colocación accidental de
átomos; no hay fuego, ni heroísmo, ni intensidad de pensamiento o
sentimiento que pueda preservar la vida individual más allá de la tumba; todo
el trabajo de los siglos, todas las devociones, toda la inspiración, todo el brillo
del genio humano está destinado a la extinción cuando se cumpla la muerte
general en el sistema solar, y el templo entero de las realizaciones humanas
será inevitablemente enterrado bajo los restos de un universo en ruinas. Todas
estas cosas, si no están bajo discusión, son tan ciertas que ninguna filosofía
que las rechace permanecerá. Sólo dentro del andamiaje de estas verdades,
sólo en la firmeza de una inquebrantable desesperación, podrá ser construida
con firmeza la habitación del alma.

Poetas y tecnócratas, pesimistas y optimistas, opuestos sólo superficialmente,


pertenecen en el fondo al mismo grupo: todos están de acuerdo en la real insignificancia
de la vida.
Por supuesto, hay otra visión completamente distinta de la vida, según la cual no es
ni insignificante ni nefasta. Están aquellos como Sócrates, Platón, Aristóteles y la
tradición del pensamiento cristiano, cuya meditación sobre la muerte comienza con el
reconocimiento de la obligación de pagar los impuestos, los cuales –dicen– explican la
muerte de un modo satisfactorio: si se paga un precio, un bien es justamente adquirido.
Sócrates creía que había una justicia final en otro mundo más allá de la muerte, un reino
del Bien, de la Belleza y de la Verdad. Opinaba que, más allá de todo, el universo es
bueno, y se encaminó a su muerte con serenidad, considerándola el sacrificio por el cual
se paga el justo impuesto a la inmortalidad, y fue una muerte cargada de sentido, la
muerte del justo.
Un pequeño grupo de cristianos continúa viviendo en la esperanza incluso en la

34
actualidad pero, en general, el mundo moderno está dividido entre los literatos
pesimistas y los tecnólogos optimistas que, en realidad, son pesimistas de largo alcance.
Algunos usan máscaras cómicas, como Gustave Flaubert, y se ríen con amargura de las
absurdas esperanzas de los cristianos a los que desprecian; otros, como Dylan Thomas,
rechinan los dientes con ira, rabiosos “contra la luz que se apaga”; otros, como Yeats,
construyen paraísos imaginarios con su arte:

Consumid mi corazón, enfermo de deseo


y atado a un animal agonizante
no sabe ya lo que es, y llevadme
a la ilusión de la eternidad.

Todos ellos, tanto los optimistas como los pesimistas, están de acuerdo en que la
vida no tiene sentido en absoluto. Los poetas y novelistas rumian, suicidas como Hamlet,
el gran engaño de sus existencias. Hardy, Conrad, Hemingway, Camus, la lista es
famosa, aburrida y extensa; y los cómicos se mofan y satirizan cantando baladas al
absurdo: Flaubert, Joyce, Nabokov.
La poesía, la música y otras artes, incluyendo la historia y la filosofía, lo que
colectivamente llamamos “humanidades”, son los principales instrumentos de los valores
humanos. Pero los humanistas de los tiempos modernos, la mayoría de ellos ubicados en
el pesimismo, niegan que exista alguna finalidad, propósito o valor en el universo o en la
vida humana, y, por tanto, no proponen alternativas positivas a la transformación
tecnológica. Las humanidades, en la actualidad, están dominadas por una filosofía cuya
meditación sobre la muerte concluye en la radical insignificancia de la existencia
humana, y no tienen nada para ofrecernos más allá de una lenificación del dolor a través
del entretenimiento y del cambio tecnológico. Los humanistas sencillamente han
capitulado con los tecnócratas fuertes, agresivos y destructivos. Los departamentos de
Estudios Clásicos, Literatura, Filosofía, Historia, Música, Arte y otros similares en las
universidades, se han poblado de expertos en edición de textos e indexación
computarizada, y construyen hipótesis lingüísticas, sociológicas y psicológicas, las
cuales, más allá de su utilidad, no son de valor humano. Se trata de una investigación
científica en el campo de las humanidades que en sí misma no es científica.
La tecnología, por supuesto, no es nueva. Caín fue el primer tecnólogo, ya que
inventó la agricultura científica y la guerra. La tecnología, nueva o vieja, es pesimismo
disfrazado de optimismo. Contradiciendo sus lúgubres principios, propone lo que se
supone es una empresa llena de esperanza: transformar la naturaleza para el uso humano.
Dado que, de acuerdo con la doctrina de la fatalidad evolucionista, la vida no significa
nada y todo volverá a la nada, debemos actuar en el momento presente como si todo eso
no fuera verdad. Los tecnólogos construyen un optimismo artificial basados en la
premisa artificial de que se puede comprar ahora y pagar más tarde, de que se puede

35
tener, tener y seguir teniendo a fin de dejar todo eso a los nietos. Sam estaba en lo cierto,
dicen, pero aunque no puedas llevar todo eso contigo, puedes al menos, más pronto que
tarde, posponer indefinidamente la agonía de la partida, porque la ciencia está ya por
conquistar el poder sobre la muerte; estamos a punto de sintetizar algo así como el Árbol
de Vida y comer sus frutos congelados para siempre, viviendo por lo menos un milenio
entre las fauces de un bostezo de la evolución. Con suficiente investigación y
manipulación de las masas, los científicos pueden conquistar la pobreza, el espacio
exterior, la guerra, la enfermedad e incluso la muerte. En una palabra, la ciencia
establecerá el Reino de este Mundo. Por supuesto, a la larga, este proceso conducirá a la
autodestrucción, pero más tarde, después de mucho mucho tiempo.
Fue Protágoras el Sofista quien decía: “El hombre es la medida de todas las cosas”, y
Sócrates entregó su vida para refutar esa afirmación. Sócrates dijo en la última hora de
su vida, mientras esperaba al siniestro técnico con la cicuta, hablando sobre los sofistas:

No les interesa saber lo que es verdadero, sino que su única preocupación es


hacer que sus propios puntos de vista parezcan verdaderos [...] En cuanto a
vosotros, no os ocupéis demasiado de lo que dice Sócrates sino más bien de la
verdad.

Decía Sócrates que algunas cosas son verdaderas, como la muerte y los impuestos.
Hay una realidad fuera de nosotros y dentro de nosotros, en el orden psicológico y
espiritual, de acuerdo con la cual somos medidos. La realidad exterior es la naturaleza; la
realidad interior es la naturaleza humana, una realidad respecto a la cual nosotros
mismos no somos excepción y por la cual somos medidos. Y la felicidad consiste –en
oposición exacta a lo que dicen los tecnólogos– en la conformidad con la naturaleza, no
contra ella ni tampoco reconstruyéndola de acuerdo con nuestros deseos. Hay verdades
simples y ordinarias que todos conocen desde la niñez. Aunque una persona no conozca
la explicación filosófica o científica de ellas, o no la conozca exhaustivamente, o no sepa
el cómo y el por qué, sin embargo, ese proverbial hombre de la calle conoce el qué de
ellas, el simple hecho de que existen con absoluta certeza. Por ejemplo, todo lo que vive
morirá; todo lo que se mueve, incluso nosotros, debe provenir de otra cosa y moverse
hacia un fin fuera de él mismo, y todo lo que se toma del suelo o del aire, o de nuestro
padre, o del padre de nuestro padre, debe ser restituido a las generaciones futuras bajo
pena de agotar las fuentes. El hombre no es la medida de verdades como éstas. Son ellas
las que miden al hombre y hacen que su vida tenga sentido.
Los sofistas dicen que no hay verdad y que el hombre es la medida de las cosas. En
el orden moral, afirman que no hay bien ni mal sino construcciones del pensamiento. Y
en el orden práctico sostienen: “Yo soy el número uno, y tomaré todo lo que pueda”. Son
tecnólogos para toda la vida, epicúreos que piensan que el propósito de la vida es el
placer.

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La tecnología –nueva o vieja, ya que no hay ninguna diferencia en su base filosófica:
una computadora es tan complicada como un ábaco– es la inevitable consecuencia del
epicureísmo. Es dedicar nuestras vidas a perseguir la felicidad entendida como placer; es
la dedicación de nuestras vidas enteramente a nosotros mismos, autocomplaciéndonos,
tomando todo como un medio, como si no existiera un fin, un fin para las cosas y un fin
para nosotros mismos, como si nuestras vidas no tuvieran un propósito, un objetivo con
respecto al cual pudieran ser medidas. Y es así como pasamos nuestras vidas, al decir de
Shakespeare, en “un penoso desperdicio”, multiplicando instrumentos indefinidamente,
convirtiéndonos a nosotros mismos y a nuestros amigos en instrumentos. Ahora
llamamos a esto psicología conductista. Shakespeare la llamaba lujuria:
Derroche del espíritu en vergüenza
es la lujuria en acto...

La lujuria, en el sentido estricto del término, es el uso del sexo exclusivamente como
placer, como si los niños fuesen accidentes que se pudieran prevenir y que, con las
debidas precauciones, no sería necesario que ocurrieran. En un sentido amplio, la lujuria
es toda energía humana –intelectual, emocional o física–, empleada a los solos efectos
del placer, personal y egoísta, o colectivo y egoísta. Del mismo modo, definir la felicidad
como el mayor bien para el mayor número de personas –pero siempre entendiendo el
placer como el mayor bien–, equivale a decir que se trata del placer para el mayor
número de personas, es decir, para nosotros, y nada más. El capitalismo y el comunismo,
en el fondo, no son tan diferentes, porque ambos esclavizan a nuestros propios
instrumentos, ambos son egoístas, aunque ciertamente uno de ellos es mucho peor
porque es totalitario. Sin embargo, la mejor defensa del mundo que se dice “libre” es un
retorno radical –radical significa raíz– al cristianismo. El capitalismo es una simonía
secular; es la venta de aquello que, en razón de la caridad, pertenece a los demás.
Todos saben que las alas están hechas con el propósito de volar, y no al contrario.
Las aves no son torpes instrumentos que tienen el propósito de batir las alas. Las alas se
ordenan al movimiento de los pájaros a fin de que escapen de sus predadores, consigan
alimentos y también para que encuentren una hembra para reproducirse. Todos pueden
ver que el placer del sexo es para la reproducción de la especie humana. Nadie en su
sano juicio puede pensar que, en la economía de la naturaleza, los niños y todas las
dificultades y consecuencias que implica su crianza, no son más que excusas
innecesarias para asegurar la satisfacción genital. Y, en el caso de la alimentación,
cualquiera puede darse cuenta de que el sabor de la comida asegura la nutrición, y no al
revés. El placer es el modo que tiene la naturaleza para alentarnos a hacer las cosas
necesarias y que no siempre son placenteras en sí mismas. Seducidos por una envoltura
atractiva, aquellos que viven para el placer tiran el regalo a la basura; que, en el caso del
sexo, es el gran regalo de la vida misma.
Una vez que estos ejemplos nos han ayudado a establecer los principios, debemos

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preguntarnos cuál es nuestro propósito en la vida. Cuál es el fin, que necesariamente es
externo a nosotros, ya que nada de lo que se mueve ya ha llegado donde se dirigía,
puesto que si ya estuviera allí no se movería. Y entonces nos preguntamos, ¿cuál es el fin
de la vida humana? ¿Hacia dónde vamos? ¿Por qué?
Dígase lo que se diga, lo cierto es que nuestra conducta indica que no lo sabemos.
Como personas, en nuestra vida privada –aquello que nos queda de privado–, y como
nación, somos una desesperada colectividad de hedonistas que se complacen a sí mismos
con comida rápida, con sexo aún más rápido y con cualquier otro placer rápido que
podamos conseguir, sea físico o intelectual, distinguido o vulgar. Tanto al jugador que
lucha por hacer saltar la banca del casino, al estudiante universitario que lucha contra las
ideologías, o al científico que lucha contra las células de cáncer o contra las galaxias en
su laboratorio en busca del premio Nobel, a todos ellos les guía la misma desapacible
búsqueda de los medios, como si el hecho de ir más rápido, más lejos o vivir más tiempo
nos permitiera saber adónde vamos y por qué. Si lanzamos cohetes a la velocidad de la
luz o practicamos los más variados juegos sexuales, si expandimos nuestro conocimiento
o consumimos las drogas más elaboradas, ¿hacia dónde es lanzado el cohete, quién es
concebido con el sexo, hacia qué cosa se expande el conocimiento, qué nos dicen las
drogas? Si viajamos a la luna o al espacio exterior, o hacia nuestro propio espacio
interior, a la velocidad del sonido o de la luz o del pensamiento, ¿a dónde llegamos y de
dónde partimos, si no nos llevamos a nosotros con nosotros mismos? Como decía san
Agustín en ese maravilloso latín, a la vez humanista, elegante y preciso:

Quo a me ipso fugeram? Quo non me sequerer?


¿Adónde puedo huir de mí mismo? ¿Adónde puedo ir sin seguirme a mí
mismo?

Podremos explorar el espacio exterior y el espacio interior, pero nunca podremos


escapar de nosotros mismos. Colón descubrió un continente virgen y le dio a Europa una
segunda oportunidad. Europa consiguió tabaco, algodón y las bases económicas para la
trata de esclavos, porque se llevó a sí misma en ese descubrimiento. Si hoy
descubriéramos el paraíso, algún emprendedor inmobiliario lo parcelaría y, en poco
tiempo, habría reproducido allí la ciudad de Los Ángeles. Si viajáramos a las estrellas,
tendría lugar una batalla espacial, porque el hombre lleva la marca de Caín, la marca de
la Bestia. La tecnología nos condujo a este desorden y, mientras más se acelera el
progreso tecnológico, más se profundiza el caos. La tecnología amplifica y propaga lo
que somos, y somos una generación de epicúreos que viven para sí mismos, para quienes
la vida es un cuento narrado por un idiota y no significa nada. De ese modo,
amplificamos y propagamos las fuerzas destructivas de la nada. Los valores humanos y
las nuevas tecnologías tienen una misma matriz, la de la insignificancia radical, la
convicción absoluta de que no hay nada absoluto, y ninguna consecuencia para nuestras

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convicciones.
Somos un mundo sometido a los medios de comunicación, los medios que pueden
poner o quitar un presidente, declarar y terminar una guerra. Los media son medios, es
decir, cosas que existen para alcanzar un fin, pero ¿qué lógica es aquella en la que los
medios se identifican con los fines? Si no hay fines, no puede haber entonces medios o
media. Vivimos obnubilados por una quimera, por algo que no existe. Y esta inexistencia
en el corazón del capitalismo se convierte entre los materialistas en un ídolo, la Historia,
que es determinada, según Marx, por los medios de producción.
El materialismo dialéctico es una variedad de mecanismos. Marx sostiene que la
invención de nuevas herramientas, al modificar los medios de producción, destruye los
modos de propiedad. El principio dinámico del desarrollo histórico es la lucha de clases:
si pierde su razón de ser, una élite instalada es suplantada por una clase nueva cuya
emergencia resulta de un progreso técnico. Recuerdo un momento de fatua solemnidad
en una defensa doctoral sobre un tema de historia medieval cuando, habiendo
preguntado el profesor la causa del feudalismo, el estudiante respondió, correctamente
según se nos dijo: “la invención del arado”. Es verdad, si se quiere, pero en tanto causa
instrumental: los hombres fabrican herramientas en vista de un fin que ha sido concebido
por su inteligencia. Lo que siempre existió no fue una lucha de clases, sino una especie
de lucha en la sociedad entre los medios disponibles y los juicios acerca de la ética de su
uso. Por cierto que la invención del arado hizo posible para el hombre cambiar el modo
con el que cultivaba la tierra, pero fue inventado porque él quería encontrar los medios
para lograr ese cambio. Y es verdad que, cuando los medios están, es frecuentemente
una tentación usarlos contra la razón. Pero también sabemos que, a pesar de nuestras
carencias, la razón ha prevalecido o, al menos, sobrevivido. Cuando Europa era cristiana
había códigos caballerescos para la guerra y, cuando fueron abandonados, la Cristiandad
se sorprendió por las masacres. Incluso en la actualidad, cuando tienen lugar las
masacres, hay cierto consenso en que no deberían ocurrir. Pero si la sociedad toma sus
instrumentos como fines, es gobernada por una suerte de nada, en tanto los instrumentos
son nada más que medios en orden a un fin, y nada puede ser juzgado como bueno o
como malo. Las masacres, entonces, se convierten en un lugar común.
Las poderosas ideologías dirigidas a esclavizar al mundo están construidas sobre esta
ficción: los medios son fines. Los hombres son esclavos de los estados tecnológicos y los
niños son accidentes de espasmos erógenos. Los dos monstruos más conspicuos de la
nueva tecnología son el comunismo y la contracepción.

Dice Dante en el comienzo de su gran poema:

En el medio del camino de nuestra vida


me encontré en un bosque oscuro
porque había perdido el camino correcto.

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Para nosotros, el camino correcto de los Estados Unidos, de los países de habla
inglesa, de la misma civilización, está perdido. Las personas a quienes les importa
solamente ellos mismos son siempre derrotados por aquellos que son capaces de
sacrificio, que luchan por algo más que ellos mismos, y es así como se explica la primera
derrota militar de nuestra historia: nos condujo a entregar a sus exterminadores a
millones de personas a las que habíamos prometido proteger. Fue una guerra que
perdimos no en los campos de batalla sino en los medios de comunicación. Los hombres
que viven para sí mismos no morirán por los demás; se convierten en esclavos de
aquellos que se preocupan por algo mucho más grande que ellos mismos y por lo cual
morirían, aunque no lo hicieran por los demás. Y cuando esa cosa es una persona, la
muerte es la definición de una palabra famosa y largamente abusada: el amor es la
muerte de uno mismo por la persona a la que se ama. “El amor es fuerte como la
muerte”, dice la Novia en el Cantar de los Cantares.
Mi padre tenía una bella voz de barítono, y uno de los recuerdos más cálidos de mi
infancia es cuando lo escuchaba cantar Y por mi dulce Ana Laura, o Oh mi querida, yo
moriría por ti. Y abrazaba a mi madre mientras ella estaba sentada al piano con sus
hijos. Esas viejas y hermosas canciones son menospreciadas por la técnica literaria que
pretende ser criticismo, porque no aportan al Producto Interior Bruto ni a la liberación
sexual.
Dios sabe que incluso un pez nadará mil kilómetros y morirá de amor, pero un
americano vivirá avergonzado si no puede comprar un nuevo televisor, un equipo de
música o un automóvil con aire acondicionado. En medio de un mundo en fuego,
mientras el humo y la hediondez de los campos de trabajo llega a nuestras narices,
deseamos el fresco alivio de un hielo indiferente, y esperamos que el lento avance de un
glaciar de Coca-Cola alcance nuestros corazones helados y carentes de amor.
Los arqueólogos evalúan una cultura por la calidad de sus recipientes y botellas: no
por el arte “serio” sino por los utensilios de uso diario preservados por la desprejuiciada
democracia de los vertederos. Una simple vasija griega es para nosotros una preciosa
antigüedad, y el más grande de los artistas del mundo contemporáneo es incapaz de
hacer un millar de ordinarias vasijas griegas. Incluso una maceta de interior victoriana es
una obra de arte comparada con una cerámica vulgar y kitsch de Picasso. Nadie se
detendrá a contemplar nuestros despojos. Los arqueólogos pasarán de largo ante esos
depósitos sórdidos a fin de dedicar su tiempo a épocas más fructuosas, más primitivas
quizás, pero que era capaces de hacer collares de perlas y jade. Un estúpido eslogan
como “Los medios son nuestro mensaje” estimula nuestra complacencia; y el pop art y
la indecente exposición de nuestras almas es la expresión de nuestras más altas
aspiraciones. Medios, medios, todo es mediocre: máquinas y plásticos, caños y
contraceptivos. Un poeta cantaba a la urna griega: “Oh tú, esposa silenciosa, eternamente
intacta”... Pero para nosotros, nada de silencio, nada de esposa. Nuestras hijas son ahora

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inviolables a raíz de la educación sexual impartida en las escuelas primarias. Si existen
generaciones futuras y piensan en nosotros, dirán, mientras excavan en nuestras ruinas:
“Éste fue un pueblo que vivió vidas inconsumadas”.
Sin embargo, hubo un tiempo, no hace mucho –y no fue una Arcadia imaginaria–, en
que nuestros abuelos vivían por algo que no era ellos mismos y la vida era mucho más
honesta; mucho más dura, pero también mucho más digna de ser vivida. ¿Tendremos
que atrasar el reloj? Acepto el riesgo de provocar desprecio al decir claramente,
enfáticamente y sin ninguna ironía, remordimiento o hipocresía: “Por supuesto que sí”.
Podemos y debemos retroceder el reloj al momento adecuado. La única salida para la
crisis actual de inflación, energía y todo el resto, es simplificar, como decía Thoreau. De
buena o mala manera, como hombres libres o como esclavos, debemos retornar a la
pobreza. La alternativa es clara: o la terrible miseria del Estado totalitario o la sana
frugalidad, que Chaucer llamaba gozosa pobreza:

Gozosa pobreza, cosa honesta y segura...

Por supuesto que podemos atrasar el reloj, y con esto quiero decir que la tecnología
debe ser limitada a las dimensiones del bien del hombre, que es todo lo contrario a lo que
ocurre en la actualidad. “La gente se adaptará”, nos dicen, lo cual significa que seremos
reclutados por los tecnócratas a fin de ajustarnos a sus planes. La educación se ajustará a
las necesidades del registro civil, las industrias se organizarán por la eficiencia de sus
administraciones y no por la producción o por el tipo de trabajo que deba realizarse. Allí
nos servirán comidas insípidas en locales de comida rápida, a fin de que entremos y
salgamos rápidamente, a fin de ahorrar más dinero y tener menos platos sucios. En una
palabra, será un mundo en el que los valores humanos estarán supeditados al sistema. La
pregunta no es si se puede atrasar el reloj. Por supuesto que se puede. Los relojes son
instrumentos para marcar el tiempo, no para crearlo. La pregunta es a qué hora. ¿Cuál es
el bien del hombre? Propongo la antigua respuesta que ha sido probada: sí, existe la
naturaleza humana. Y, por lo tanto, hay una escala humana objetiva y determinada que
tiene su ritmo. En pocas palabras, existe un ámbito óptimo para el desarrollo de la
especie humana. Pero debajo de ese optimum, el industrialismo rampante está
empujando a tres cuartas partes de la humanidad a una condición de bestias humanas,
privadas de alimento y de abrigo, listas para humillarse en la mugre de cualquier tirano
que prometa que las alimentará. Y hay un extremo opuesto de perezosa opulencia, que es
más bajo que el de un animal –como un ángel caído–, y es el de quien se humilla ante sí
mismo, deslizándose en su propia obesidad hacia una bestialidad desconocida hasta por
los honestos cerdos y cabras. Levantándose como montañas entre estos dos abismos de
desesperación está el dorado justo medio de la vida ordinaria, que claramente dejamos
atrás hace cien años.
Es tiempo de regresar a esas condiciones en las cuales el ser humano puede crecer

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nuevamente, no solamente con aire puro y agua clara, que algunos tecnólogos piensan
que pueden conseguir con aplicaciones más intensas de la misma química que ensució
todo en primer término, sino al aire y al agua naturales, a las flores y a los árboles, y,
más importante aún, a los barrios y pueblos en los que podamos caminar a una velocidad
humana normal, comprar en comercios amistosos donde el carnicero y el almacenero
conozcan a sus clientes, enviar a nuestros hijos a colegios en donde los padres conozcan
a los maestros y los maestros amen su oficio y a sus alumnos. Por supuesto, dado que
somos humanos, podemos fallar; pero, porque podemos hablar entre nosotros, existe la
posibilidad de que nos convirtamos en amigos y, aunque esto no resuelva la crisis
mundial y la recesión económica, podremos vivir en hogares decentes aunque modestos,
como familias, sin las cuales los hombres no son ni siquiera productos bioquímicos, sino
frutos del azar.
Es curioso cómo la arrogante noción de que somos dueños del universo nos ha
llevado al error práctico de ser esclavos de nuestros instrumentos. No es verdad que,
porque hemos inventado automóviles, debamos conducirlos; y porque inventamos
cohetes, debamos ir a la luna; o porque inventamos la bomba atómica, debamos aniquilar
el mundo. Los grandes debates son siempre sobre cosas simples; se combate por cosas
obvias. Nosotros somos los dueños y no los esclavos de las cosas que fabricamos, así
como somos servidores y no dueños de nuestra naturaleza. Si medimos nuestras vidas
por nuestra naturaleza, todos podremos ver que el año pasado fue mejor que este año; y
todos los que recuerden diez, veinte o cincuenta años atrás, dirán lo mismo. Todo el que
examine la evidencia real, no sólo en el arte, la arquitectura, la música, la literatura, sino
también en los tejidos, la vajilla, los cuchillos, tenedores, cucharas, zapatos y botones;
todo el que examine la evidencia diaria y ordinaria, podrá inferir que la vida de hace un
siglo, con todas sus fallas, era un lecho de rosas en comparación con las muertes en masa
de nuestras guerras, los asesinos de nuestra falsa paz y la inhumanidad de nuestras
relaciones humanas. La vida de hace un siglo era dura, sórdida, peligrosa, sucia, llena de
enfermedades y cruel, y había esclavos en América del Sur. Pero todo esto no eran más
que síntomas de la nueva tecnología. Incluso en las ciudades, como lo testimonia el
Londres de Dickens con todos sus sufrimientos, a fortiori, y en los pueblos, la vida era
sustancialmente humana, rica, bella y libre comparada con la nuestra, que vivimos en
este páramo de esclavos asalariados, encerrados en vulgares burbujas de fealdad y mal
gusto barato.
Miren por un momento su ciudad, barrio o pueblo e incluso a las fábricas que se
levantan en los campos, y a las que aún se llaman, anacrónicamente, granjas.
Pregúntense honestamente si los lugares han mejorado desde que fueron comprados a los
indios o si ustedes han mejorado viviendo allí. Cuando éramos niños acudíamos a las
gitanas que nos leían la suerte en las palmas de las manos: “Ésta es la mano que hizo
Dios –nos decían– y ésta es la que hiciste tú”. Y nosotros escondíamos en la espalda la
mano que nosotros habíamos hecho para ocultar nuestra vergüenza. ¿Fue necesario que

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todo haya sido de este modo? Nuestros padres vivieron por cosas superiores a ellos.
Podemos retroceder cien años si viajamos por la Europa rural. Todavía quedan
algunos pueblos en los que se pueden ver pruebas directas de que la raza humana puede
vivir en armonía con la naturaleza y a escala humana, decentemente, en una “pobreza
feliz”, no con indigencia sino con la acogedora frugalidad de los pueblos y aldeas que
aún adornan, como collares y anillos, las montañas. Ustedes pueden ver con sus propios
ojos que no es inevitable el suicidio de la civilización. Otra cosa sería si Estados Unidos
fuera gobernada por sus granjeros y artesanos capaces de satisfacer sus propias
necesidades y nada más, como esperaba Jefferson, sin agitar sus pasiones ni esa pereza
agitada a la que se llama lujuria. Me refiero a una América sin colchones de agua y
aceleradores de partículas, pero obediente a la religión cristiana y a la dura filosofía de
los pioneros; entonces Nueva York, Chicago y Los Ángeles podrían ser tan bellas como
Asís, Chartres o Salamanca. Y sus hijos tan fuertes, generosos y libres como los
caballeros, en lugar de obesos arribistas que circulan en sus descapotables rojos,
fumando –marihuana quizás– por las avenidas de sus universidades y bebiendo el
alcohol que consiguen en las industrias del ocio, que son también las industrias que
financian sus estudios y las publicaciones de prestigiosas universidades como Princeton
y Yale. ¡Huyan, por el amor de Dios, huyan de los débiles terraplenes del éxito! Vayan a
los arruinados barrios y pueblos de su infancia y reconstrúyanlos. Los acusarán de
nostálgicos. En griego, “nostalgia” significa “añoranza por el hogar”. Nuestros
corazones han sido perforados como el triste corazón de Ruth, enfermo por su hogar, en
medio de un pueblo extranjero. Contrariamente al famoso poema, el hogar es algo que
merecen. De hecho, es necesario que ustedes sacrifiquen su vida por él. Si todos nosotros
regresáramos a casa, cada pueblo en Estados Unidos podría ser hoy tan bello, bueno,
fuerte y libre como lo era Lissoy en la juventud de Oliver Goldsmith, cuyos encantos lo
hacen cantar así 1:

EL PUEBLO DESIERTO

Mi dulce Auburn, pueblo encantador en la llanura, donde salud y abundancia


alegran al zagal laborioso, y una primavera sonriente regala una visita
temprana, demorando la partida de las flores con el verano. Mis amadas y
preciosas glorietas de inocencia y paz, mis sedes juveniles, cuando todo juego
es placer.
¡Cuán a menudo holgazaneaba en tu verdor,
donde una humilde felicidad colmaba cada escena! Muchas veces me extasié
en cada uno de tus encantos, la cuna protegida, la tierra cultivada, el arroyo
incansable, el molino atareado,
la decorosa iglesia coronando la colina cercana,
el arbusto de espino, descansando a la sombra,

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que acoge los coloquios y los susurros amorosos.
Cuántas veces he bendecido el día que llega,
y también cuando el trabajo le da su lugar al ocio, y todo el trajín del pueblo,
de sus cargas libre, está dado a sus diversiones bajo un árbol frondoso,
entretenidos muchos a su sombra,
compitiendo los niños ante la mirada de sus mayores. Retozan muchos con
piruetas en el suelo,
brincos con arte y pruebas de fuerza por doquier; y como todo placer con sus
repeticiones cansa, ese grupo feliz se lanza a otras diversiones. La pareja al
bailar sólo busca renombre
pretendiendo cansar el uno al otro;
con vergüenza el zagal tiembla por su sucia cara,
mientras sordas risas hay a su alrededor:
no reprime sus miradas de amor la tímida doncella, mientras la vista de la
matrona las vigila y reprueba. Éstos fueron tus encantos, pueblo dulce; alegres
diversiones en dulce sucesión, que incluso hicieron del trabajo un placer.
En torno a tus glorietas volcaban su alegría.
Fueron así tus encantos. Pero ahora ya no están.
La enfermedad grava la tierra colmándola de males, las riquezas se agrandan y
los hombres decaen. Príncipes y señores florecen o se desvanecen; un soplo
puede hacerlos, y un soplo los ha hecho. Pero campesinos fuertes, orgullo del
país, destruidos una vez, ya no habrá otros jamás. Antes que la penuria en
Inglaterra apareciera, un pequeño lote le daba mantenimiento a un hombre;
para él un leve esfuerzo era una saludable provisión, aquello que la vida
requería y nada más; sus compañeros mejores, inocencia y salud; y su mejor
tesoro, ignorar la riqueza.
Los tiempos han cambiado; el comercio no siente; ha usurpado la tierra y
despojó al zagal;
en la verde llanura, con dispersas aldeas,
sólo se ve riqueza inmanejable y un engorroso lujo; cada uno quiere a la
opulencia por aliada,
y ese dolor punzante con que la locura paga la ambición. Gentiles horas que
plenas florecían,
calmos deseos que poco espacio ansiaban,
saludables deportes adornaban la escena tranquila, vívidos en cada mirada,
llenando de luz el verde. Éstos partieron lejos en busca de más amables costas,
la campestre alegría con sus ritos felices no existe ya.

¿Por qué esos hogares quedaron desiertos? Porque durante el siglo XVIII una
ambición desenfrenada condujo a un epicureísmo escandaloso e irracional. El que se

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llamó a sí mismo Siglo de las Luces, que se parece por su título a la Edad de la Razón,
fue en realidad un tiempo de tinieblas, donde la razón estaba al servicio del hombre en
lugar de estar al servicio de la verdad. Y nosotros somos esclavos de un sistema humano
sin verdad, que aplica la razón para alcanzar la riqueza. Es lo que llamamos Revolución
Industrial, primera ola de revoluciones de las que aún no hemos visto el final.
Goldsmith, apropiándose de su apellido (orfebre), expresó extraordinariamente su
admiración en estos versos:

Ill fares the land, to hast’ning ills a prey,


Where wealth accumulates and men decay.
[La maldad se apresura sobre la tierra, y abusará de ella, allí donde se
acumulan las riquezas y los hombres se desmoronan].
Confronten estos famosos versos con su propia experiencia, con sus ojos y narices
concentrados en la ciudad en la que viven, y no con los engañosos instrumentos de las
relaciones públicas organizadas, las escalas de crecimientos económicos, probabilidades
y proyecciones. Confronten la realidad inmediata y evidente. Miren la mano que hizo
Dios y la mano que hicimos nosotros.

Tal vez pronto un extraño al que nadie conoce,


con el oro en la mano del lugar se hará dueño,
¡oh lugares que habitan, según nuestra memoria, tantas sombras queridas,
familiares!, y entonces todos nuestros recuerdos de las cunas y tumbas, huirán
a su voz igual que las palomas
echarán a volar de su nido en el árbol
de los bosques que el hacha abatió para siempre, y que ya no sabrán donde
van a posarse.
¡No permitas, Señor, tanto llanto y ofensa!
No toleres, Dios mío, que nuestra humilde herencia pase de mano en mano a
vil precio comprada, como el techo de gentes que vivieron del vicio,
arruinados, o el campo que fue de unos proscritos. Que un extraño avariento
venga con paso altivo y que pise el humilde surco que años atrás fue también
nuestra cuna sobre un campo de hierba, a expoliar a los huérfanos, a contar
sus monedas donde sólo tenía la pobreza un tesoro, blasfemando tu nombre
aquí bajo estos pórticos donde antaño mi madre enseñaba a la voz de sus hijos
los cánticos que exaltaban tu gloria.

Ahora debemos enfrentar lo que propone Goldsmith. Decía Edmund Burke: “La
felicidad filosófica consiste en desear poco”. Se entiende que pocas cosas materiales y,
por tanto, desear en primer término la verdad, la belleza, la alegría, el júbilo y la amistad.
¡Qué poco interés tiene el resto! Micrófonos y amplificadores que, lejos de mejorar,

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distorsionan la voz. Shakespeare escribió lo mejor de la lengua inglesa sin máquinas de
escribir; Homero mejores cosas desprovisto incluso de útiles de escritura; la luz eléctrica
no ha mejorado el contenido de nuestras lecturas, ni la crítica literaria la calidad de
nuestra poesía y nuestra prosa. Tomen cualquier actividad humana y confróntenla con el
Producto Interior Bruto. Nosotros tenemos un gran PIB; quizás tengamos el PIB más
grande de la historia de todas las naciones y, sin embargo, en ninguna ciudad o pueblo es
bueno o, incluso, seguro criar a los hijos.
Pero ¿qué podemos hacer? ¿Tenía razón Marx, después de todo? ¿Estamos
determinados por nuestros instrumentos? ¿Estamos esclavizados sin defensa a una
tecnología que, según podemos ver, está matando todo aquello por lo que vale la pena
vivir? Las profecías como las de Marx tienden a autocumplirse porque paralizan la
resistencia. ¿Qué podemos hacer frente a las inexorables leyes económicas de la historia?
Quizás nada. Concedámosle la historia a Marx. Porque ¿quién sabe algo de esa
abstracción estadística que se llama historia? Y miremos ahora la realidad concreta de
nuestras vidas. Cada uno de nosotros, ahora mismo, puede vivir una vida mejor si quiere,
donde sea que esté. No es cuestión de mudarse a bahías encantadoras o a algún otro
lugar fuera de este mundo, sino a las inexploradas fronteras que se extienden detrás de
nuestras propias puertas cerradas. La respuesta está donde siempre estuvo, no en las
leyes de las naciones, que determinaron el destino de Sodoma y Gomorra, sino en las
leyes de nuestro reino interior porque es a él al cual elegimos. Allí no somos esclavos de
los instrumentos sino solamente de nuestros propios malos hábitos que hicieron nacer a
los instrumentos; esclavos de nuestros deseos de sexo, dinero, poder, placeres, esclavos
del vacío.
Pero aún así, cada uno de nosotros lleva dentro de sí un gigante dormido, al héroe de
su propia conciencia. Quizás alguien que esté leyendo estas páginas en este momento se
levantará y destrozará el televisor. Ese acto, que no modificará el curso de la historia,
cambiará radicalmente su vida y, sobre todo, la de sus hijos. Otro quizás no se contentará
con eso sino que también apagará la luz eléctrica, reunirá a su familia en la sala y
encenderá fuego en el hogar, y si no tiene hogar, construirá uno. Johnson decía que se
puede medir la excelencia de la literatura por la cantidad de vida que contiene.
Análogamente, podemos medir la excelencia de nuestras casas por el tamaño de la
familia. Si comparamos el equipo de música con el piano, por ejemplo, podrán ver que
las familias no se reúnen en torno a los parlantes a cantar. Las familias no acercan sus
sillas al radiador de la calefacción central. Nadie canta mientras espera que termine de
funcionar el lavavajillas. Pero maridos y mujeres realmente conversan y cantan mientras
lavan y secan juntos los platos. Y lavar la ropa, según narra la Odisea, es una recreación
para las princesas. Todos los aparatos que ahorran trabajo destruyen el trabajo del amor.
El hogar, o la chimenea, es el edificio de ladrillos vivos de la civilización, y consiste
materialmente en paredes, un techo y humo elevándose por la chimenea. Incluso los
pobres que no tienen casa, y viven en chozas en el bosque, se sientan en torno al fuego y

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¡El humo blanco
sube en silencio por entre los árboles!
Puede ser, dirán algunos,
es de los vagabundos que acampan en el claro,
o del ermitaño en su cueva,
que está junto a su chimenea.
Construyan un hogar de acuerdo con las indicaciones del conde Rumford, o de su
rival en la mecánica del tiraje, Ben Franklin, y olvídense de la eficiencia. Como dice
Thoreau, somos estúpidos por haber renunciado a una de las vistas más bellas del
mundo, un fuego viviente. Destruyan el televisor, apaguen las luces eléctricas,
construyan un hogar, reúnan a la familia en el salón, pongan una jarra para preparar té y
cacao, y tengan la experiencia del gozo. Es un repentino e inesperado cambio, el corazón
y el primer paso en la restauración de un hogar, y verán como el amor transforma una
noche de invierno.
Los filósofos realistas nunca propiciaron la transformación social, ya que nada serio
y profundo se logra a través de las técnicas. La educación no se mejora con un nuevo
plan de estudios –se necesitan buenos maestros– y tampoco el matrimonio con un
cambio de posición sexual. Para un cambio rápido y significativo en la educación, en el
matrimonio y en todas las cosas, se necesita sentido común, tradición, suerte y amor. Los
hippies, a pesar de las exageraciones sentimentales, alcanzaron estas cosas a la mitad,
denunciando correctamente las enfermedades de la sociedad, pero de la que ellos
siguieron viviendo como carroñeros: de los cheques de padres preocupados y de los
alimentos recibidos de la seguridad social. Crearon una parodia de la libertad, la que
anhelaban a través de una vida sencilla, cercanos unos de otros y de la tierra.
No espero ni proclamo una “solución final” a la catástrofe del mundo sino solamente
el cambio de dirección de algunas personas. La simplicidad no es producto del estudio.
No se puede estar preparado para ella, ni guionada tal como se escribe el guión de un
asesinato de ficción, y es desagradable ver cómo este concepto es explotado por los
ecologistas y por la izquierda, que lo usan como caballito de batalla. Tenía razón Belloc
cuando decía que se puede transformar al hijo de un granjero en universitario en un solo
semestre, mientras que llevaría tres generaciones transformar un estudiante universitario
en un granjero. Los cambios profundos son lentos y, a los efectos prácticos, imposibles,
pero la decisión de cambiarse uno mismo es irreflexiva e instantánea, una sístole del
corazón. E incluso si algunos miembros de la próxima generación tuvieran que vivir en
temblorosa esperanza, cuando llegue el cambio, como siempre ha ocurrido, como un
ladrón en la noche, por sorpresa, vendrá justamente por ellos, y no por las multitudes
enloquecidas. Por ellos, que vivirán alejados de las protestas sociales, de las luces y las
cámaras encendidas, en el tranquilo rincón del hogar, junto al fuego que, humilde como
es, es también la riqueza más inmediata y última.

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Simplificando, y como dice Thoreau, el asunto no consiste en cambiar un gobierno –
que no sería más que cambiar el collar en un cuello sucio–; o en denunciar a IBM, al
comunismo, a la jerarquía católica, a los masones o a los judíos, sino en un único,
sincero y olvidado acto, como decía Wordsworth, de bondad y de amor. Y como primer
acto significativo de un cambio de corazón, realmente –no sólo simbólicamente–
destruyan el televisor, luego siéntense con la familia y algunos amigos junto al fuego, y
conversen. Conversar solamente, aunque sea una noche a la semana, les ahorrará energía
y hará crecer su amor. Pero no lo fuercen a crecer. El corazón, como el buen suelo,
trabaja de forma invisible, en secreto, y lentamente. Luego de un largo tiempo bajo la
tierra de una tranquila vida en familia, aparecerán verdes brotes de vigorosa pobreza; se
convertirán, en pequeña medida, en pobres. Si varias familias, compartiendo este
humilde secreto, compraran casas antiguas en un mismo suburbio y se establecieran allí,
habrán reconstruido el pueblo de Goldsmith en medio de sus ciudades en ruinas, y
habrán comenzado la restauración de aquella cosa ordinaria, saludable y humana que es
el vecindario. Los niños, alejados del televisor, comenzarán a jugar afuera nuevamente;
varias familias podrán sostener un pequeño colegio privado donde aprendan a leer y
escribir en vez de educación vial y cómo prevenirse de las enfermedades venéreas.
John Dewey decía que las escuelas son instrumentos de cambio social más bien que
de educación, y esa es la razón por la cual Juanito o María no leen, ni escriben, ni
sueñan, ni piensan. Las verdaderas escuelas son, precisamente, lugares de no cambio, de
cosas permanentes. Y si hay un vecindario, volverá el almacén de la esquina, la
peluquería y el simpático bar donde los hombres puedan beber, como decía Belloc,
porque están alegres, y no como alcohólicos que beben para estar alegres. Y, más
importante aún, la casa de té abrirá sus puertas y allí las mujeres podrán olvidar las
dietas para adelgazar y estar a la moda, disfrutarán más de la vida (unos kilos de más
entre amigos es una cosa buena), comerán tortas, beberán café o té, con sorbos de
chismes sobre cosas transitorias, que son incluso más importantes que las cosas
permanentes; todas aquellas cosas que los hombres no conocen y que, si las conocieran,
no serían capaces de entender y las menospreciarían tontamente, tales como romances,
cortejos, embarazos, fidelidades, infidelidades y muerte. El lugar de la mujer es el hogar
no porque algún chauvinista la puso allí sino porque es una ley de la gravedad de la
naturaleza humana, tal como existe en la física, por la cual buscamos nuestra felicidad en
el centro.
Durante los años ’70 solía aparecer una leyenda en la parte baja de la pantalla del
televisor, en torno a las diez de la noche, que decía: “¿Dónde están tus hijos? ¿Dónde
están tus hijos?”. Era una buena idea alertar a los padres, porque sus hijos seguramente
no estaban en casa durmiendo, aunque es posible que estuvieran en una cama y en algún
otro lugar como el Bunny Club para adolescentes auspiciado por la National Parent
Teacher Association, en iglesias variadas, en el centro de Planificación Familiar o en el
YMCA, donde participarían en experiencias de “interrelaciones”, “compartiendo sus

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preocupaciones” y “explorando los cuerpos y almas de los otros”. En 1984 la cosa era
peor, porque los que estaban en el Bunny Club eran los padres y había que preguntarle a
sus hijos: “¿Dónde están tus padres?”.
Mis padres murieron en sus propias camas, en sus casas, y están enterrados a pocos
kilómetros de su lugar de nacimiento. Yo no espero lo mismo para mí. Hay geriátricos
en todas las calles de nuestras ciudades, y el Gran Hermano, o la Gran Hermana, nos
pondrá allí apenas palidezcamos, en esos sórdidos conventillos, apestando a orina y a
seguridad social. Algunos son sustituidos por mansiones con nombres aristocráticos o
incluso cristianos, pero todos ellos son hoteles de tránsito, hospicios para moribundos,
donde la eutanasia es la palabra de moda para denominar la “solución final” al problema
de la vejez. En Estados Unidos se han asociado como las cadenas de comida rápida, para
ganar más dinero, y en algunos lugares se han construido enormes conglomerados
habitacionales, como Sun City y los Everglades.

En las orillas del río Swanee, muy muy lejos,


está el lugar al que mi corazón siempre regresa,
está el lugar donde están los ancianos.

Están haciendo eso, pero no por mucho tiempo. Si, cuando la vida se convierte en
dolor, la muerte es insignificante, ¿por qué no aplicar una inyección o señalarle
discretamente la píldora correcta? ¿La nueva tecnología? ¡El holocausto climatizado!
Pero si, en cambio, se deshacen del exceso de tecnología, y mantienen cerca a la
abuela, viviendo en una casa menos pretenciosa pero más habitable y si –¡me guardo el
mejor vino para el final!– venden el coche y aprenden a caminar de nuevo, piensen en el
dinero que ahorrarían y todo el tiempo que tendrían para hacer ejercicios y caminatas. Y
las mujeres no tendrían que trabajar para pagar las cuotas del coche y el seguro. Es
realmente estúpido tener que decir esto, pienso que todos deberíamos saberlo, pero la
mitad del salario de las esposas que trabajan termina aumentando los impuestos y el
coste de mantenerlas trabajando: un segundo coche, comida congelada y guarderías, esos
dulces y cálidos lugares que, en realidad, son orfanatos peores que geriátricos. Si las
mujeres permanecieran en sus casas, que es a donde pertenecen, alguien sabría dónde
están los hijos y dónde están los ancianos; la comida tendría nuevamente sabor a carne y
a verdura porque sería cocinada, y no solamente descongelada; la vida sería de nuevo
saludable, buena y llena de amor porque ella estaría en casa; en los pianos sonarían
viejas canciones; los hijos, los padres y los abuelos cantarían juntos por las noches y
contarían cuentos junto al fuego. Alguien estaría en casa para amar y cuidar al
discapacitado, al enfermo o al moribundo. Las mujeres deben ser liberadas de su
moderna “emancipación”, que es, en realidad, dócil esclavitud a un ideal calvinista y
masculino, y entonces podrán volver a la tarea que les es propia –más grande que la
medicina, la ingeniería, los negocios y la política– participando con Dios en la creación y

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crianza de la vida humana, lo que no puede ser hecho por los hombres y ni siquiera por
los ángeles. Los hombres, por supuesto, procrean y deben gobernar y proveer, pero –
aunque sea una obviedad– solamente las mujeres pueden concebir y amamantar, y a su
modo lo siguen haciendo físicamente, psicológicamente y espiritualmente mucho
después de haber destetado a sus hijos.
¿Quién es rico o quién es pobre? Hay una destitución espiritual, un tercer mundo
esterilizado en los Estados Unidos peor que en cualquier lugar de Asia o África, en el
que los enfermos y los ancianos mueren solos, los niños son evitados y, cuando las
barreras físicas y químicas fallan, son abortados; y si por accidente o planificación llegan
uno o dos, son enviados a los gulags liliputienses donde sufren abuso sistemático y
científico de acuerdo con el último número de la revista Psychology Today, y son
entrenados para sobrevivir en un mundo sin hogares ni fuego, sin la calidez de la madre,
y por tanto, sin el amor de nadie.
Cuando sus seguidores le pidieron a Cristo un signo, les dijo: “No se les dará otro
signo más que el de Jonás”. Este profeta, algunos siglos antes, había predicado en la
ciudad malvada y profetizado que “en cuarenta días Nínive será destruida”. Y Jesús les
dijo a los habitantes de la Jerusalén de su tiempo, y creo que a nosotros también en
nuestras ciudades: “Los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación el día
del juicio y la condenarán, porque ellos se arrepintieron”.
No he usado argumentos de autoridad religiosa porque no serían reconocidos por
algunos a quienes no quiero excluir, y que podrían estar de acuerdo solamente por
razones naturales. Para la mayoría de los cristianos, sin embargo, no es necesario decir
que, si hay un Dios de justicia y amor, no permitirá la inhumanidad que estamos
sufriendo por mucho tiempo, aunque Dios no tiene que molestarse en destruir nuestras
ciudades: las mujeres de Nínive se levantarán en el día del Juicio con su generación. Una
economía que se alimenta con la exterminación tecnológica de más de un millón y medio
de niños cada año, se destruye a sí misma.

1 Fragmento de The deserted village (1950), poema de Oliver Goldsmith, traducción de Carlos R. Domínguez [n. del
traductor].

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3. LA AGENDA CATÓLICA

¿Cómo será la última vez que recemos el Ave María, cuando “ahora” sea, efectivamente,
“la hora de nuestra muerte”? Y debamos decir “Amén”, que, como sabemos, significa
“Así sea”.
Hay numerosas “últimas palabras”, como las de Sam: “En caso de que no me quiera
ir”..., o las del poeta alemán1 que dijo: “¡Más luz!”, que parecieron a todos muy
románticas y edificantes hasta que su sirviente relató que, en realidad, el moribundo
había pedido un café vienés y la expresión alemana utilizada –Mehr licht!– significaba,
en este caso, que quería “más crema” en su taza. Y están las palabras que los santos
pronunciaron antes de morir. Santo Tomás de Aquino citó el Cantar de los Cantares:
“Vayamos a los prados”, o la Santísima Virgen que, según dicen todos los santos, murió
solamente de amor y, hasta donde sabemos, sin decir nada. O santa Catalina de Siena,
que se levantó repentinamente de la cama segundos antes de caer en el estado de coma
final, gritando: “¡Sangre! ¡Sangre!”.
Ante la inminencia de la muerte, no hay nada que hacer. La muerte no tiene agenda.
En ese momento, todo es consecuencia, el resultado de las cosas que hicimos durante la
agenda de nuestra vida. “Agenda”, del latín agere, “actuar” o “hacer”, es otro modo de
decir “¿Qué es lo que hay que hacer?”. Siempre que se considera una acción, se está en
el orden de los fines, es decir, se está proponiendo el fin de la acción que se va a realizar,
y siempre que se está en el orden de los fines hay tres sentidos simultáneos de la
expresión que entran en juego: el inmediato, el próximo y el final. Ellos juegan juntos en
armonía, como tres notas de un acorde musical sonando al mismo tiempo.
El fin inmediato es hacer simplemente el trabajo que hay que hacer: para el
carnicero, cortar la carne, y para el maestro, enseñar las tablas de multiplicar. El fin
próximo, del latín proximus, significa “vecino”, exactamente como en la frase “Ama a tu
prójimo”, que en latín se dice: “Diliges proximum tuum”. El fin próximo,
sorprendentemente quizás, se alcanza fundamentalmente en la oración. Y el final, o
último propósito, la razón por la cual trabajamos y rezamos, es conocer y amar a Dios,
como Él es en sí mismo, en tanto sea posible, imitando la vida terrena de Jesucristo,
cuyo acto más importante fue un sacrificio. Los fines inmediato, próximo y final de
todas nuestras operaciones pueden ser resumidos en tres palabras: trabajo, oración y
sacrificio. Éstos son los ítems de la agenda católica. Y todas las veces que rezamos el

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Ave María, nos referimos a ella en la frase final: “Ruega por nosotros pecadores ahora”,
que es el trabajo inmediato que hay que hacer, “y en la hora de nuestra muerte”, que es la
próxima plegaria que debemos decir, porque la oración es siempre una especie de
muerte, morir a sí mismo, morir al egoísmo; y finalmente decimos: “Amén”, que es el
sacrificio.
El fin inmediato depende de un conocimiento particular: cortar carne, cocinar, etc.
Podemos decir, naturalmente, que Dios nos manda elegir un oficio honesto y ejercerlo a
conciencia. Todas las oraciones y todos los sacrificios del mundo serían burla y
blasfemia, estaríamos bebiendo nuestra propia condenación, si no hacemos un buen
trabajo y si no empujamos hacia adelante como debemos. Pero el modo en que lo
hagamos depende del conocimiento particular de la actividad a la que cada uno de
nosotros está ligado. Una de las preguntas más amargas que debemos hacernos es si, aún
haciendo un buen trabajo, nuestro trabajo es honesto; o, en otras palabras, si se ordena al
bien común. Gran cantidad de trabajo en el estado burocrático consiste en lo que se
llama administración y gestión pero, en realidad, es manipulación del trabajo, de los
recursos y de los mercados. Algunos apuestan a las subidas y bajadas del mercado, y
otros especulan con los intereses de los préstamos. Los gerentes se enorgullecen por sus
márgenes de venta, pero ¿cuántos productos inútiles e innecesarios se multiplican con el
único objetivo de aumentar las ventas? Además, gran parte de la administración, y del
trabajo también, no es más que la explotación de las rentas creadas por la situación
impulsada por los sindicatos y los convenios colectivos.
Debemos preguntarnos honestamente por cada trabajo: cui bono? ¿Es bueno para
quién? ¿Es este trabajo necesario? ¿Debe ser hecho? ¿Está realmente en la agenda del
bien común o solamente quiero sacar de él alguna ventaja personal? La cuestión no es
reformar el orden social y económico, aunque esto sea importante, sino la elección moral
que cada uno de nosotros debe tomar. La totalidad de nuestra sociedad semisocialista es
una enorme y asimétrica economía en la que pocos hacen el trabajo necesario y muchos
son parásitos. Sería apresurado fijar y definir el grado de pecado que cometen los que se
dedican al trabajo parasitario, pero desde el punto de vista de la salud de la economía,
estamos sufriendo una plaga. La vida económica se ha convertido en ocasión de pecado,
en la que la virtud se convierte en una empresa moralmente imposible para la mayoría.
Thoreau lo decía en una frase citada con frecuencia: “La mayoría de los hombres viven
vidas de tranquila desesperación”. Las generaciones que lo siguieron no fueron tan
tranquilas.
Un buen modo de conocer la bondad de nuestro trabajo consiste en pensar que algún
día nuestros nietos nos preguntarán: “¿En qué trabajabas, abuelo?”. Burke dice que todos
los trabajos son buenos, pero no todos los trabajos dignifican. Es el caso, por ejemplo, de
los peluqueros.
Suponiendo que los fines inmediatos han sido alcanzados en un buen trabajo bien
hecho, pasemos ahora a los fines próximos. El fin próximo de un trabajo es el amor al

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prójimo. El trabajo debe servir para hacer amigos. Si somos comerciantes, nuestro fin es
vender honestamente pero, al mismo tiempo, es hacerse amigo de los compradores y
vendedores. Por supuesto, no podremos hacer esto si la mercancía está fallada o si
compramos barato para vender lo más caro posible. Los amigos no son para ser usados;
el amor no puede nacer de un robo, ya que implica querer el bien del otro. Y esto no
tiene nada que ver con la mermelada sentimental que está de moda y que reviste de buen
gusto al egoísmo. El amor no puede sustraerse a la honestidad en el trabajo. Debe
añadirse.
Todo el mundo vive diciendo: amor, amor, amor. Estas exhortaciones nos dejan un
sentimiento de culpabilidad pero no nos enseñan cómo es el amor y cómo hay que amar.
Los santos, que sabían de qué estaban hablando por su experiencia, enseñan lo que
pareciera ser una doctrina chocante. Porque si bien esta doctrina es repetida demasiadas
veces en las predicaciones, nos parece que no tiene relación con lo que hacemos.
Estamos acostumbrados a tratar las frases familiares más bien como rituales esotéricos o
balbuceos piadosos que apelan a los sentimientos mientras la inteligencia duerme. Todos
los santos dicen que el amor cristiano, o la caridad, es una fuerza que presupone y usa de
los afectos como de un instrumento, pero que en sí mismo es otra cosa. La Caridad no es
humana sino que es un trabajo divino consumado a través del trabajo humano, con
nosotros como sus instrumentos voluntarios:

Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles.

Hay una grave confusión entre los fines inmediatos y los fines próximos. Habrán
escuchado decir con frecuencia que el trabajo es oración, pero no es eso lo que dice san
Benito. Lo que él dice es trabajo y oración.
Para que nuestro trabajo sea eficaz en orden al amor, primero debemos disponernos a
nosotros mismos a la gracia. Santa Catalina de Siena explica lo siguiente en sus
Diálogos, en palabras que sus amigos tomaban mientras ella las dictaba en estado de
éxtasis (Yo es Dios hablando a través de sus labios):

Quisiera mostrarte cómo un hombre se convierte en amigo...


Toda perfección y toda virtud proceden de la caridad, y la caridad se nutre en
la humildad, la cual surge del conocimiento y santo desprecio de sí. Para
llegar a esto, el hombre debe perseverar y permanecer en la celda del
conocimiento de sí en la cual conocerá mi misericordia, en la Sangre de mi
Hijo Único, que lo atrae a Sí mismo, con este amor, mi divina Caridad,
ejercitándose en la extirpación de su perversa voluntad, espiritual y temporal,
escondiéndose a sí mismo en su propia casa, como hizo Pedro, el cual, luego
de pecar negando a mi Hijo, comenzó a llorar [...] Pedro y los demás se
ocultaron en la casa esperando la venida del Espíritu Santo que mi Verdad les

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había prometido. Permanecieron enrejados dentro de ella por temor, porque el
alma siempre teme hasta que llega al verdadero amor. Pero cuando ha
perseverado en el ayuno y en la oración humilde y continua, hasta alcanzar la
abundancia del Espíritu Santo, el alma pierde su temor y sigue y predica a
Cristo crucificado.

El principal impedimento para amar al prójimo es el amor a sí mismo. Y por eso la


práctica del fin próximo se alcanza en lo que santa Catalina llama la “celda del
conocimiento de sí” donde, con lágrimas y penitencia, como las de san Pedro,
descubriremos qué es lo que somos realmente, como hizo san Pedro, quien se avergonzó.
Atrancaremos la puerta con temor, en la casa de Nuestra Santísima Madre, como Pedro y
los Apóstoles, y esperaremos la ayuda del Espíritu Santo. Entonces, de acuerdo con las
promesas, la ayuda vendrá, y seremos capaces de alcanzar el próximo fin de nuestro
trabajo.
La oración en la celda del autoconocimiento es, en realidad, un acto social. La acción
social no es en sí misma un acto de amor al prójimo, a no ser que sea consecuencia del
amor a Dios. La justicia, a los ojos del mundo, es un salario decente por un trabajo bien
hecho. A los ojos de los socialistas, a quienes su tráfico de ídolos ha hundido aún más, la
justicia puede ser el salario básico, porque algo siempre es mejor que nada. La justicia de
Cristo vive de la fe, y presupone el trabajo bien hecho y la gracia, que es la obra de Dios
bien hecha.
La amistad no es amabilidad. Shakespeare decía que las personas amables llevan el
corazón en la mano. La persona a la que encuentras por primera vez y te tiende
enseguida su mano diciéndote “Llámame Jack”, probablemente esté tratando de venderte
muy caro algo que no quieres y que tampoco necesitas.
Nada ha sido más catastrófico para la verdadera acción social y para la amistad que
la devastación de las órdenes contemplativas hechas en su nombre. Tener hambre y sed
de justicia significa, literalmente, ayunar, es decir, ayunar y tener sed literalmente. Hasta
que hayamos aplastado el propio interés y nos hayamos convertido en instrumentos del
único y verdadero agente de la caridad, toda buena obra es vana.

Y si diera todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregara mi
cuerpo para ser quemado, pero no tengo amor, de nada me sirve.

Esto no debe ser un argumento para el quietismo. Hay obras urgentes que deben ser
hechas. Pero es un argumento contra la Teología de la Liberación. No hay oposición
entre oración y trabajo. Hay dos notas simultáneas en el triple acorde de cada acto
humano.
Atranca la puerta, dice santa Catalina, porque la verdadera amistad es lo que los
autores espirituales llaman Vida Devota, el habitare secum benedictino, el vivir solo

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consigo mismo. Es lo opuesto al hombre amable que siempre sonríe y que, como dice
Chaucer, frecuentemente “guarda el cuchillo bajo el poncho”. La amistad es el abandono
del provecho egoísta por el cual el carnicero que reza corta la carne, quizás sin decir una
palabra, pero la corta como se debe. Ama a sus clientes como a sí mismo porque se
conoce a sí mismo. Santo Tomás dice que los esposos deben ser amigos, una afirmación
remarcable, como la de muchos santos, tan simple que podemos olvidar su importancia.
El fin inmediato del matrimonio es la procreación y la alimentación de los hijos, pero el
fin próximo es que los hijos sean ocasión de oración.
Y, finalmente, suponiendo que el buen trabajo ha sido bien hecho y se ha rezado,
aparece el último fin de todo acto humano, la tercera nota del acorde. En tanto Dios
trabaja en nosotros, vive en nosotros. Dicen los santos que todo acto humano, hecho en
gracia, es la participación en la intimidad, en la vida infinita y en el amor de la Santísima
Trinidad. Es sacramental y misterioso. En esta vida experimentamos la vida divina como
si viéramos las figuras de un tapiz del revés, como un sufrimiento y no como un gozo,
como el acto de Cristo sobre la cruz, como un sacrificio. Toda obra y toda oración en la
tierra es una participación del gozo del cielo a través del sufrimiento. Es una paradoja el
que toda obra cristiana sea un padecer: In hoc signo vinces [Con este signo vencerás]. Es
el signo de la Cruz.
Cuando rezamos el Ave María nos referimos al fin inmediato de los actos con la
palabra “ahora”: “ruega por nosotros pecadores” porque ahora es la hora en que
trabajamos con el sudor de la frente, esa es la vida del hombre sobre la tierra. Nos
referimos al próximo fin en el Ave María cuando decimos “en la hora de nuestra
muerte”, porque la oración es una especie de muerte. Como dice Sócrates en La
República, toda filosofía es una meditación sobre la muerte. La Revelación repite la
verdad filosófica: “Hombre, recuerda que eres polvo y al polvo volverás”. Santa Catalina
decía: “Ve a la celda del conocimiento de ti mismo y conoce la muerte de ti mismo”. Y
el último fin es expresado en el Ave María cuando decimos “Amén”. El sacrificio es el
ofrecimiento del sí mismo purificado a la mayor gloria de Dios. Ésta es la Agenda
Católica: trabajo, oración, sacrificio, “ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”.
Cuando los Hijos del Trueno quisieron seguir a Jesús en su gloria, Él les dijo: “No
sabéis lo que pedís. ¿Podréis beber el cáliz que yo beberé?”. Y ellos le respondieron:
“Podemos”. Santiago fue el primero de los apóstoles en ser martirizado, arrojado desde
el tejado del Templo de Jerusalén, mientras que Juan, el último, vivió una larga vida en
el exilio esperando beberlo. Seguir a Cristo hasta el final como religioso, o a mitad de
camino, si se cumple la otra mitad en el matrimonio, es participar en el gran sacramento
que se actualiza en la Misa. Sacramento significa sacrificio: es participación en la obra
de la Cruz. Trabajamos para ser exitosos y, si bien parece difícil al comienzo, si nos
empeñamos podemos ser hombres de oración y ver claramente la significación humana
de nuestro trabajo. Pero ¿cuál es la relación entre trabajo y sacrificio?
Santo Tomás Moro, como canciller de Inglaterra, fue uno de los hombres más ricos y

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exitosos de su tiempo, y mientras ocupó ese puesto, bajo las costosas vestimentas que
debía lucir, llevaba un cilicio, y esto sólo lo sabía su hija Margarita, que tenía la
desagradable tarea de lavar ese cinto impregnado de sangre y de restos de carne. Y
sabemos que al final dijo “Amén” con una broma, ofreciendo alegremente su cuello por
el derecho de los católicos a asistir al Santo Sacrificio de la Misa en Inglaterra.
El Cardenal Newman expuso la cuestión en términos más simples: ¿Qué hubieses
perdido suponiendo que la fe católica fuera falsa? ¿Cuánto de tu vida habría sido gastada
en vano? ¿Cuánto has invertido en la fe? ¿Cuánto has abandonado por tu fe en tus
negocios, en tu matrimonio, en tu colegio o en tu iglesia?
Trabajo, oración, sacrificio: lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre. Cuando
estos tres elementos se separan, se trata no solamente de una debilidad o de un simple
pecado, y de una vuelta atrás y de una herejía, sino de una negación implícita de la
Trinidad: el Hijo es trabajo, el Espíritu Santo es oración –Él ora en vosotros con gemidos
inenarrables– y es a Dios Padre a quien Cristo ofreció su Cuerpo y Sangre en el
Sacrificio de la cruz, y lo continúa haciendo en el altar.
El fin inmediato depende del conocimiento específico de cada trabajo en particular,
pero la Iglesia ha hecho alguna generalización, especialmente en las encíclicas dedicadas
a la Doctrina Social, las cuales enseñan esencialmente que, cuando en una nación hay un
porcentaje de católicos –que no necesariamente deben ser la mayoría sino de un número
suficiente para influir en la política–, el poder político y social de los fieles debe ser
usado en favor de lo que los economistas llaman distributismo, más bien que en favor del
capitalismo o del socialismo. Esto significa que los impuestos y el resto de los
instrumentos públicos deben ordenarse a favorecer a las empresas independientes,
pequeñas y libres, especialmente las granjas familiares. Si esto parece remoto y
anacrónico en esta época de conglomerados internacionales, condominios y supremacía
comunista, recuerden la caída de Babilonia y de Roma, la impotencia de Egipto y, frente
a ello, la fuerza de la Cristiandad medieval que se animó a luchar contra toda esperanza
durante las Cruzadas. La única cosa segura sobre el futuro es que estará lleno de
sorpresas. Cien años de profecías marxistas han fracasado; cincuenta años de intensiva
industria y agricultura comunista en Rusia han fracasado; treinta años de socialismo sin
entusiasmo han empujado a Gran Bretaña a la recesión. El capitalismo triunfante en
Estados Unidos está seriamente comprometido por la inflación, la miseria urbana, el
incipiente bilingüismo y la criminalidad. El presidente de una de las empresas estatales
más grandes del mundo escribió un libro recientemente, justo antes su muerte, en el que
propone el retorno a los principios católicos para salvar la moribunda economía inglesa.
Y esto no es deseable desde un punto de vista humano, sino que afirma su necesidad
económica. El libro de E. F. Schumacher, Lo pequeño es hermoso, es particularmente
importante por su terco realismo. El autor no es un académico soñador sino un muy
exitoso hombre de negocios. Es un impresionante testigo de la oportunidad, de la
urgencia y de la practicidad de la Agenda Católica en el orden de los fines inmediatos.

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Los católicos no somos fastidiosos, ni fanáticos, ni románticos, ni perezosos, ni
rebuscados, ni soñadores. Es el Señor quien nos manda. No se trata solamente de la
religión del obrero, sino de la religión de su obra. La obra misma debe estar en armonía
con el plan del creador, que es también el plan de la naturaleza porque Dios es el autor
de la naturaleza. Pero nunca podrá comprenderse que la seguridad social, política,
económica y familiar sea contra naturam en una sociedad que rechaza a sus niños y a
todo lo que es natural y real.
La oración es incluso más importante. De acuerdo con las maravillosas palabras de
san Pablo, toda la salud económica del mundo no es más que muerte si no está motivada
por la caridad. Como dice santa Catalina, la caridad comienza con la oración, y lo
primero que decimos sobre la oración es que no tenemos tiempo para ella.
Por oración entiendo sobre todo la práctica de la soledad y el silencio, perfectamente
ejemplificados por la Santísima Virgen, que dijo poco e hizo menos, porque la mejor
comunión con su Hijo era secreta, privada y silenciosa. Cuando Cristo nació, los
oráculos paganos se quedaron en silencio, los demonios escaparon de sus santuarios y
una potente voz gritó en el cielo: “El gran dios Pan ha muerto”. Uno de los signos más
inquietantes de nuestro tiempo fue la profanación de los conventos contemplativos, la
sistemática destrucción de la vida de silencio y de virginidad consagrada, la
vulgarización del oficio divino: las monjas salieron a la calle a gritar que Cristo está
muerto.
El trabajo es una necesidad física: el que no trabaja, no come. La oración es una
necesidad por obligación: el que no reza, no entrará en el Reino de los Cielos. La oración
es un deber, un oficio. Es el pago libre y voluntario de la deuda que tenemos con Dios
por la existencia y por la gracia. La palabra latina que traduce “deber” es officium, y la
perfecta oración de la Iglesia es el Oficio Divino. San Benito la llamaba opus Dei, la
obra de Dios.
Me he referido al origen latino de varias palabras no por afán erudito sino porque su
significado es latino. El latín es el lenguaje de la Iglesia Católica Romana. Se puede
repudiar la tradición y derribar la Iglesia, pero no se puede tener la tradición y la Iglesia
sin su lengua. Y aunque el Concilio Vaticano II permitió la sustitución del latín por las
lenguas vernáculas allí donde lo justificaran razones pastorales, recomienda que se
conserve. La fe católica está tan íntimamente unida a los dos mil años de oración en latín
que cualquier intento de vivir la vida católica sin él, terminará erosionándola y,
finalmente, culminará en la apostasía, de la que hemos sido testigos en estas últimas
décadas de experiencias vernáculas.
Debemos retornar a la fe de nuestros padres a través de la oración que rezaban
nuestros padres. El principal deber de los sacerdotes es la recitación diaria del Oficio; lo
cual, ciertamente, pueden hacer en latín. Los breviarios latinos para el nuevo rito existen
y, en el caso de los religiosos, la mayoría de los monasterios y órdenes tienen varios
privilegios por los que la tradición entera puede ser conservada en su integridad. Y los

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sacerdotes seculares pueden gozar también de estos privilegios a través del simple y
meritorio trámite de convertirse en oblatos o unirse a las terceras órdenes. Para los
laicos, la participación en algunas de las horas canónicas que se rezan públicamente en
iglesias y oratorios es enfáticamente aconsejada y, donde esto no existe, puede ser
respetuosamente solicitado. Y, por supuesto, siempre está la participación de los laicos
en las devociones aprobadas por la Iglesia: el Oficio Parvo de la Santísima Virgen, la
Bendición del Santísimo Sacramento, el Ángelus, el Vía Crucis, las Cuarenta Horas y el
Rosario, que constituyen una obligación de caridad en una época donde la oración, para
todos sus efectos prácticos, ha sido silenciada, como los oráculos paganos cuando nació
Cristo. Ahora aquellos dioses han retornado:

Cuando una vasta imagen del Spiritus Mundi


Inquietó mi vista: en algún lugar en las arenas del desierto
Una forma con cuerpo de león y cabeza de hombre,
Una mirada vacía y despiadada como el sol,
Mueve sus pausados muslos, mientras por doquier
Circundan las sombras de las indignadas aves del desierto.

En la famosa pintura El Ángelus, de Millet, el cansado labrador, luego de un buen día


de trabajo, de pie y con su cabeza inclinada, con el sombrero en mano y la esposa a su
lado, escucha el tañer de las campanas, participa con su agotador trabajo en el campo en
el otro trabajo más grande de gratitud que el sacerdote eleva a Dios en la iglesia lejana.
Antiguamente, los límites de las parroquias estaban determinados por la distancia a la
que llegaba el sonido de la campana, y muchas de las canciones infantiles traducen el
amor por ellas. En algunas parroquias suenan aún las campanas en el momento de la
Elevación del Santísimo, luego de la consagración en la Santa Misa, a fin de que
aquellos que están trabajando, o los enfermos en los hospitales, puedan hacer su
comunión espiritual. Las campanas son una bendición sonando en círculos hasta las
montañas eternas.
Por supuesto, la más simple y práctica restauración de la cultura cristiana será la
restauración de los conventos y monasterios contemplativos. Sin publicidad ni
recaudaciones de grandes sumas de dinero, porque la gracia no se puede ver o escuchar
por sí misma y es muy pobre. Sólo una pobre casa con algunas vírgenes consagradas
totalmente a la vida de oración podrá revitalizar la vida espiritual de una ciudad
moribunda.
Para el resto de nosotros, laicos y sacerdotes de vida activa, debemos incluir lo
siguiente en nuestras agendas: alienten a los jóvenes –especialmente a las mujeres, ya
que tienen mayor aptitud– a ser lo que Nuestro Señor dijo: “Sed perfectos”. Entre todas
las carreras que los jóvenes pueden considerar y elegir, deben poner la opción por Dios
en primer lugar y considerar la posibilidad de la llamada a la vida contemplativa. Y esto

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no es una opción sino una obligación. Ello implica que debe haber libros que describan y
expliquen la vida de los monjes, y se deben organizar visitas y retiros a los monasterios
contemplativos que conserven la liturgia latina. Los padres, sacerdotes y maestros que
omitan este paso cometen un pecado de anticoncepción espiritual contra la próxima
generación.
Incluso los que estamos en la vida activa estamos llamados a pagar el diezmo a la
vida contemplativa. Los monjes y monjas de clausura llevan esta vida en su grado más
alto, pero cada uno de nosotros, en el puesto que le corresponde, debe pagar su deuda.
Hay tres grados de oración: el primero, correspondiente a los religiosos consagrados, es
total. Ellos rezan permanentemente siguiendo el consejo de Nuestro Señor. La totalidad
de su vida es el Oficio Divino, la Misa, la lectura espiritual, la oración mental, las
devociones y un mínimo de trabajo necesario para mantener la salud física. Rezan ocho
horas, duermen ocho horas y dividen las otras ocho horas entre el trabajo y la recreación.
El segundo grado es la vida mixta de las órdenes activas y de los sacerdotes seculares,
quienes están consagrados fundamentalmente a la oración. En este caso, rezan cuatro
horas, duermen ocho, trabajan ocho –predicación, enseñanza, atención de los pobres y
enfermos– y tienen cuatro horas para la recreación. El tercer grado es el de aquellos que
viven en matrimonio o son solteros, y ofrecen el diezmo de su tiempo para la oración –
en torno a dos horas y media por día– con ocho horas para el trabajo, ocho para dormir y
las cinco horas y media restantes para la recreación con la familia.
Todos dirán al unísono: eso no es posible. Y esto es lo que quiero decir cuando
afirmo que la primera cosa que se dice de la oración es que no tenemos tiempo para ella.
Pero la razón es porque los sacerdotes no marcan el camino rezando ellos sus cuatro
horas diarias, y los monjes y monjas no hacen lo suyo manteniendo las vigilias
nocturnas. Todo laico debe su diezmo de tiempo, dos horas y media por día.
La primera cuestión que tenemos que tener en cuenta si queremos rezar es prestar
atención al tiempo. ¿A dónde se va el tiempo? Se va en trabajos inútiles y en tratar de
llegar al trabajo en medio del tráfico de las ciudades. Y, más tarde, tratando de
escaparnos del trabajo con distracciones complicadas y costosas, en las que
desperdiciamos el tiempo en actividades improductivas y destructivas. En cuanto al
trabajo, recomiendo leer Lo pequeño es hermoso y, si tienen a mano una buena librería o
biblioteca, lean las obras de los grandes cruzados de la generación que nos precedió:
Hilaire Belloc, por ejemplo, cuyo librito La restauración de la propiedad es el principal
escrito económico y social del catolicismo. Y también los libros de su amigo G. K.
Chesterton, que escribió ampliamente y bien, con ingenio y humor, sobre la
descentralización y la restauración del orden social. En cuanto a la diversión, que es una
subdivisión del trabajo puesto que es descanso del trabajo, si quieren cavar en el jardín y
plantar flores y verduras, llenarán la mesa, embellecerán sus vidas, perderán peso y
ganarán fuerza física y espiritual, y también la suficiente alegría para cancelar el viaje a
las montañas y abandonar el absurdo y dañino exhibicionismo de salir a caminar o a

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correr. Si no restauramos el orden en el trabajo y la diversión, por supuesto que nunca
tendremos tiempo para la oración.
Si, como sugerí en el capítulo anterior, encontráramos modos de restaurar las
pequeñas comunidades o pueblitos, podríamos comprar e incluso trabajar en el mismo
lugar por donde los niños irían caminando al colegio; y las mujeres se quedarían en la
casa, el tiempo se estiraría, se haría más flexible; nuestros nervios se relajarían y las
presiones serían menores. Debido a que nuestro trabajo es desordenado, no hay tiempo
para la oración, y porque no hay tiempo para la oración nuestro trabajo es cada vez peor.
La oración es el fin próximo de todo trabajo inmediato. Es el suelo humilde, el humus de
la naturaleza humana, regada por las lágrimas de la contrición. El trabajo sin oración está
muerto. Oración y trabajo no son la misma cosa. No se puede usar una como sustituto de
la otra: eso conduciría al activismo o al quietismo. El trabajo necesita oración, así como
el cuero resquebrajado necesita aceite. La oración llena los poros del trabajo y lo hace
flexible y útil para Dios.
Cualquiera que esté atrapado en esos malos trabajos, como son el negocio
inmobiliario o la construcción para el Estado, debe considerar de qué manera diligente
los ateos trabajaron, con qué imaginación construyeron desarrollos inmobiliarios y
edificios públicos para fomentar su religión. Mientras tanto, los cristianos tenemos a
nuestras espaldas los mejores y más hermosos desarrollos urbanísticos de la historia en
los pueblos católicos de Europa y somos incapaces de reproducirlos. Los visitamos,
tomamos fotografías, pero nunca soñamos en que podríamos vivir en ellos, cuando, de
hecho, es viable e incluso rentable construir algo similar en los suburbios de Nueva York
o de San Francisco, publicitándolos como ¡Altos de Cristo! Propongo que se considere
seriamente, incluso por aquellos que viven en los alrededores de las grandes ciudades,
restablecer lo que alguna vez se llamó “guetos católicos”. Para los jóvenes o almas más
aventureras existe la enorme y aún virgen tierra salvaje del norte esperando por hombres
santos. Hay, por supuesto, dificultades peores que aquellas que los sitios salvajes tenían
tiempo atrás, y me refiero al Estado burocrático, que al verse amenazado por el ejercicio
de la propia libertad religiosa los acosará con la necesidad de permisos para la
construcción, certificaciones de escolaridad e impuestos. Los Amish, los Dunkards y
otras sectas han luchado contra todo esto mejor que nosotros y viven sus pobres
religiones mejor de lo que nosotros hemos vivido la nuestra.
Pero supongamos que hemos ordenado nuestras vidas materiales para poder pagar el
diezmo de la oración, ¿cómo lo hacemos? ¿Existe algún manual? Por supuesto, hay
muchos. san Felipe Neri, cuando alguno le pedía consejo de lecturas, le decía: “Lee
cualquier cosa de cualquier autor que tenga la palabra santo antes de su nombre”. Tomen
el santo que quieran. Todos dicen lo mismo con casi las mismas palabras, y esto es lo
que dicen: Primero, la oración es silencio. Sin duda alguna, todo lo que sea ruido,
inquietud, gritos y zapateos; todo lo que esté acompañado de guitarras eléctricas y
micrófonos, no es oración. La viejecita que en una iglesia oscura no deja de rezar, que no

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sabe nuestro nombre, nunca pregunta, a veces sonríe pero más frecuentemente aún
solloza cerca de un cirio encendido ante la Santísima Virgen o san José, o sus otros
santos amigos, ella sabe cómo rezar. Ella ha permanecido por mucho tiempo en la celda
del conocimiento de sí y ha alcanzado también el conocimiento de nosotros mismos. Ella
nos conoce aunque probablemente nunca sepa nuestros nombres, y reza por nosotros.
Los hombres se hacen más cercanos a través de la oración silenciosa que de otra manera.
Se acercan unos a otros porque están cerca de Nuestro Padre del Cielo y porque el Reino
de los Cielos está dentro del alma de cada uno. Y mientras más nos acercamos al cielo
que está dentro de nosotros, más nos acercamos al alma de los otros. El ermitaño en su
celda, perdido en medio del desierto, dice su misa privada con más eficacia que los
sacerdotes, obispos y el mismo Papa en las grandes basílicas, porque está más
concentrado en el Dios solitario. Cuando María, solitaria en su pequeña habitación, dijo
Fiat mihi secundum verbum tuum, estuvo más cerca y fue la mejor amiga de todo el
género humano. ¿Cuántos asistieron a la crucifixión? Solamente cuatro, tres de los
cuales se llamaban María. Como descubrió el profeta Elías, Dios no está en el trueno
sino en el susurro de la brisa.
Aquí tienen el testimonio de un autor cuyo nombre comienza con “San”: “No se
desanimen, hijas, por la cantidad de cosas que tienen que tener en cuenta antes del
Divino Viaje que es el Camino Real al cielo”. Santa Teresa habla de Camino Real, que
es la oración. “Si alguno les dice que es peligroso, tengan a esa persona como su
principal peligro y escapen de su compañía”. Noten que la santa dice: cualquiera que les
diga que la oración es obsoleta y que es mejor que gasten su tiempo en actividades
sociales, no solamente está equivocado sino que es su principal peligro. Y habiendo
dicho esto, santa Teresa nos enseña cómo rezar, exactamente como lo hizo Nuestro
Señor, a través del Padrenuestro. Si aprendemos cómo rezar esta oración tendremos el
secreto de toda oración y estaremos al final del Camino Real en presencia de Dios. Esto
es lo que ella dice:

“Padre nuestro que estás en los cielos”.


¿Pensáis que importa poco saber qué cosa es cielo y adónde se ha de buscar
vuestro sacratísimo Padre? Pues yo os digo para entendimientos derramados,
que importa mucho, no sólo creer esto, sino procurarlo, entender por
experiencia. Porque es una de las cosas que ata mucho el entendimiento y
hace recoger el alma.
[...] ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad
y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo, ni para
regalarse con Él, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, está tan
cerca que nos oirá. Ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en
soledad y mirarle dentro de sí...
Este modo de rezar, aunque sea vocalmente, con mucha más brevedad se

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recoge el entendimiento [...] llámase recogimiento, porque recoge el alma
todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios, [...] Las que de esta
manera se pudieren encerrar en este cielo pequeño de nuestra alma, adonde
está el que le hizo, y la tierra, y acostumbrar a no mirar ni estar adonde se
distraigan estos sentidos exteriores, [...] Reiránse de mí, por ventura, y dirán
que bien claro se está esto, y tendrán razón; porque para mí fue oscuro algún
tiempo. Bien entendía que tenía alma; mas lo que merecía esta alma y quién
estaba dentro de ella, si yo no me tapara los ojos con las vanidades de la vida
para verlo, no lo entendía. Que, a mi parecer, si como ahora entiendo que en
este palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran Rey, que no le dejara tantas
veces solo, alguna me estuviera con Él, y más procurara que no estuviera tan
sucia. Mas ¡qué cosa de tanta admiración, quien hinchiera mil mundos y muy
mucho más con su grandeza, encerrarse en una cosa tan pequeña! A la
verdad, como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama, hácese a
nuestra medida.
No os pido ahora que penséis en Él, ni que saquéis muchos conceptos ni que
hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os
pido más de que le miréis. Pues ¿quién os quita volver los ojos del alma,
aunque sea de presto si no podéis más, a este Señor? Pues podéis mirar cosas
muy feas, ¿y no podréis mirar la cosa más hermosa que se puede imaginar?
Pues nunca, hijas, quita vuestro Esposo los ojos de vosotras. Haos sufrido
mil cosas feas y abominaciones contra Él y no ha bastado para que os deje de
mirar, ¿y es mucho que, quitados los ojos de estas cosas exteriores, le miréis
algunas veces a Él? Mirad que no está aguardando otra cosa, como dice a la
esposa, sino que le miremos.
Si estáis con trabajos o triste, miradle camino del huerto: ¡qué aflicción tan
grande llevaba en su alma, pues con ser el mismo sufrimiento la dice y se
queja de ella! O miradle atado a la columna, lleno de dolores, todas sus
carnes hechas pedazos por lo mucho que os ama; tanto padecer, perseguido
de unos, escupido de otros, negado de sus amigos, desamparado de ellos, sin
nadie que vuelva por Él, helado de frío, puesto en tanta soledad, que el uno
con el otro os podéis consolar. O miradle cargado con la cruz, que aun no le
dejaban hartar de huelgo. Miraros ha Él con unos ojos tan hermosos y
piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores por consolar los
vuestros, sólo porque os vayáis vos con Él a consolar y volváis la cabeza a
mirarle.
Ríanse de santa Teresa si quieren por su simplicidad. Una vieja estúpida, y Doctora
de la Iglesia Universal. ¡Santa Teresa, ruega por nosotros, para que podamos aprender
cómo rezar del modo en que nos enseñaste! En Misa, en el rosario, laudes, vísperas y en
la oración privada, toda nuestra oración se debe acercar a lo que la santa dice: acompañar

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al Maestro en el Camino Real, el camino verdadero y de Cristo Rey hacia la Cruz.
Algunos dicen que deberíamos callar, por prudencia, algunas afirmaciones difíciles y
duras de Nuestro Señor, pero Él no las calló. Algunos dicen que, si hablamos de eso, la
gente se desanima y se aleja, diciendo que son cosas muy duras, pero lo mismo hicieron
con Nuestro Señor cuando Él las decía. Consideran que hay que alejarse de las cosas
tristes y no agravarlas, y mantenerse más bien en las que son reconfortantes.
Sucede que yo tengo cierta vocación de sembrador de tristezas. Mi himno protestante
favorito, ligeramente distinto del modo en que se canta en las misas católicas de hoy, es
el que comienza diciendo: “Oscurece el lugar en que te encuentras”, porque creo que si
bien la vida es divertida, no está hecha para la diversión. Hemos nublado la distinción
entre ser alegres y ser bienaventurados, confundiendo el fuerte y a veces amargo vino
católico con el jugo de uva del protestantismo liberal. Cualquiera que diga que Cristo os
hará felices es alguien que no ha seguido ni intentado andar el Camino Real, y se ha
mantenido muy alejado de él, porque el Camino Real es el camino de la Cruz. Hay
menciones explícitas de Nuestro Señor llorando en varias ocasiones, pero en ninguna
parte del Evangelio dice que el Señor haya reído o siquiera sonreído. La “Buena Noticia”
es como la “buena muerte”.
Esto no significa proponer una apariencia de santidad hipócrita como la del
jansenista Tartufo de la obra de Molière, que hace su aparición llamando en voz alta a su
sirviente de modo tal que puedan oírlo las señoras que están en el salón, para que le
prepare la disciplina con la que se flagelaba. Por el contrario, el sentido del humor es
parte del sentido católico. “Humor” viene de humus, que es la raíz de “humano” y de
“humanidad”. Chaucer, que ciertamente tenía sentido del humor, y nunca nadie lo acusó
de ser triste, decía que debemos “imitar la alegría”, que debemos “fabricar el gozo”,
especialmente porque sabemos que esta vida es un valle de lágrimas. Shakespeare,
cualquiera que haya sido su religión, acerca de lo cual no sabemos nada, tenía el sentido
católico que calibra el verdadero júbilo y la más amarga de las realidades.

Sopla, viento invernal,


pues daño nunca harás
como la ingratitud.
Tu diente es menos cruel,
porque nadie te ve,
por rudo que seas tú.
¡Eh, oh! ¡Eh, oh, el verde del bosque!
Amor es ceguera; amigos, traiciones.
¡Eh, oh, el bosque!
Es vida y es goce.
Hiela, aire glacial,
pues no podrás cortar

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como lo hace el olvido.
Puedes el agua herir,
mas no eres tan hostil
como el pérfido amigo.
¡Eh, oh! ¡Eh, oh, el verde del bosque!
Amor es ceguera; amigos, traiciones.
¡Eh, oh, el bosque!
Es vida y es goce.
El júbilo católico es decir ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Cuando en el
momento de su muerte santa Catalina exclamó “Sangre, sangre”, podríamos decir que
experimentó el gozo de la unión perfecta de amor con Nuestro Señor, pero aterrorizó a
todos los que estaban en la habitación pues se parecía muy poco a lo que habitualmente
llamamos felicidad.
¿Qué fue lo que quiso expresar Miguel Ángel en su Pietà? ¿A una fresca y plácida
María sosteniendo a su Hijo en sus brazos a fin de besar sus heridas? Yo creo que no
podríamos mirarla si ella posara sus ojos sobre nosotros con su ardiente mirada,
sumergida en lágrimas.
Las niñas, en Navidad, exclaman: “Mirad la muñeca bajo el árbol; mis oraciones
fueron escuchadas”. Y ustedes dicen: “Sí, querida, Dios es bueno; Él siempre escucha
nuestras plegarias”. Pero interiormente se preguntan: “¿Escucha realmente las mías?”.
Las mías no las responde. ¿No es así, acaso, cuando han llegado a cierta edad? Y
algunos alcanzan esa edad cuando son cronológicamente muy jóvenes. Sea cuando sea, a
cierta edad espiritual se asienta una pena en nuestro interior, una tristeza, una pérdida,
una ansiedad, y comenzamos a molestarnos con todos esos cristianos felices gritando
alegría y paz, porque no hay ningún gozo y paz en absoluto para nosotros. Un día
decimos, silenciosamente, “Señor, mis oraciones no han sido escuchadas. Intenté hacer
lo que dice santa Teresa. Te miré una y otra vez, pero Tú no me miraste. Nadie me
entiende, ni siquiera Tú. Estoy solo”. Y entonces Él dice: “¿Solo?”. Y tú respondes: “Sí,
solo”. Él dice: “¿Estás abandonado por alguien?”. “Sí”. Y responde: “Ahora tus
oraciones han comenzado a ser respondidas por primera vez. Has comenzado a ser como
yo que gritaba en la Cruz las más amargas palabras hebreas que, si escucharas en el
silencio de cada misa, me escucharías gritar: Eli, Eli, lama sabachtháni, Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?”.
En el Santo Sacrificio de la Misa, Cristo mismo pronuncia las palabras de la
consagración a través del suicidio voluntario de la propia personalidad del sacerdote. El
sacerdote se convierte en “persona”, el instrumento a través del cual un sonido es
pronunciado, y Cristo, no el sacerdote, dice: Hoc est Corpus meum. Y ese Cuerpo es
elevado en silencio. El sonido de las campanas acentúa el silencio y su tañir apaga el
ruido del mundo. Y luego dice: Hic est Calix Sanguinis mei. En el Huerto de los Olivos
oraba: “Si es posible, que este cáliz se aleje de mí sin que yo lo beba”. Pero ahora dice:

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“Éste es el Cáliz de mi Sangre”. En la Consagración, la Sangre de Cristo se hace
presente en el altar, separada de su Cuerpo, lo cual es la reconstrucción del
derramamiento de la Sangre en la crucifixión. La Sangre es derramada bajo la apariencia
de vino, y las campanas proclaman solemnemente este acontecimiento al mundo que a
veces escucha. Éste es el Misterio de la Fe.
Hay un serio error de traducción en los folletines que circulan en las iglesias de
Estados Unidos en sustitución de los misales. En el texto oficial aprobado por las
congregaciones vaticanas, la frase Mysterium Fidei tiene un punto al final, indicando que
estas palabras se refieren a lo que acaba de ocurrir, el acto central de la Misa, la
consagración del Cuerpo y Sangre de Cristo, renovando de un modo incruento, bajo las
apariencias de pan y vino, pero realmente renovando el Sacrificio de la Cruz: éste es el
Misterio de la Fe. Y en el texto latino hay un punto. Pero en los “misalitos” americanos
hay un guión, lo cual cambia completamente la referencia y la dirige hacia las palabras
que siguen, que hablan de la Resurrección y de la Segunda Venida, las cuales son
consecuencia y signos del Misterio de la Fe. Sin ellos, como dice san Pablo, nuestra fe
sería vana, pero no son el Misterio mismo. El Misterio ha sido siempre e infaliblemente
tomado para expresar la renovación real del acto central en toda la historia del universo,
desde que se dijo el Fiat lux hasta la consumación del mundo. Como dice san Pablo,
Nuestro Señor ordenó a los Apóstoles “haced esto en mi memoria”, y no simplemente
recordar. En ese momento de la Misa incluso los ángeles detienen su canto, el silencio
invade la corte de los cielos y sobre la tierra se extienden las tinieblas hasta la hora nona.

Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo, y la tierra


tembló y las rocas se partieron.

Aunque no era católica, Emily Dickinson fue una poetisa cristiana con intuición
poética de la verdad de las cosas, especialmente por el dolor. Ella lo conocía bien, y
escribió sobre él en un lenguaje extraordinariamente preciso:

Después de un gran dolor, uno se hace formal.


Los Nervios se apoltronan, como Tumbas.
El Corazón ya tieso se pregunta
si fue Él quien lo pudo soportar,
si fue Ayer o hace Siglos.
[...]
Es la Hora del Plomo.
Si se la sobrevive, es recordada
como quien soportó Nieves glaciales.
Frío –al principio– luego Aturdimiento.
Después dejarse ir.

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“Después de un gran dolor, uno se hace formal”. Un poema siempre explica las cosas
haciéndolas menos claras, como una gasa que cubre una herida. El Santo Sacrificio de la
Misa es el acto más formal del cual tengamos experiencia.
Hay otro “sentimiento formal”, exactamente el opuesto, el de vergüenza. San
Gregorio Magno decía:

Hay hombres que escrutan las enseñanzas espirituales con aplicación y


perspicacia, pero que, en su vida, tropiezan con aquello mismo que
penetraron con su inteligencia. Se apresuran por enseñar lo que aprendieron,
no por la práctica sino por el estudio, y contradicen con su conducta lo que
enseñan con sus palabras [...] Es por esto que el Señor se lamenta a través del
profeta por su despreciable conocimiento diciendo: “Cuando bebiste el agua
más clara, enturbiaste el resto con tus pies”.

Mientras escribía este libro –y sospecho que le pasará lo mismo a los que lo lean– se
me presentó con insistencia una pregunta: “¿Quién soy yo para enseñar estas cosas?”.
Una vez escuché a alguien que decía: “Médico, cúrate a ti mismo”. Durante toda mi vida
he trabajado menos de lo que debía, y he rezado menos aún. E incluso en las pequeñas
cruces, como Macbeth después de matar al rey, me di cuenta de que “Yo no podría decir
Amén”.
Ya es tarde. Tarde en mi vida y quizás en la tuya; es más tarde de lo que piensas,
tarde en este cristiano siglo XX. Será muy difícil llevar a cabo siquiera el diez por ciento
de la Agenda Católica: vivir y trabajar en un oficio honesto en un pueblo católico,
reservar el diezmo del tiempo para la oración y ofrecer todos nuestros trabajos,
oraciones, gozos y sufrimientos en sacrificio al Señor. De hecho, es imposible. Pero
tenemos la ayuda de su Santísima Madre. Ya recomendé el libro de E. F. Schumacher,
Lo pequeño es hermoso; el de Hilaire Belloc, La restauración de la propiedad; cité
abundantemente los Diálogos de santa Catalina de Siena, y también el Camino de
perfección de santa Teresa. Si leen esos libros, especialmente los escritos por los santos,
no habrán leído éste en vano.
Y si, a diferencia de mí, ustedes siempre hacen lo mejor en su trabajo honesto,
practican la oración con constancia y aceptan los desafíos de la vida diaria con un
corazón alegre, dicen los santos que en la hora de la muerte las murallas de vuestra
mansión interior súbitamente serán como el cristal, y el blanco resplandor de la presencia
de Dios brillará a través de ellas. Cuando asistan a su propio funeral, los presentes dirán
que las campanas tañen como cristales, sonando como risas de ángeles, y verán la
verdadera Pietà, esa que ningún artista es capaz de pintar porque nadie puede verla y
seguir viviendo. Y si ustedes se parecen más a mí, y no han vivido una vida católica
como correspondía, quizás renueven conmigo la resolución de poner todas estas cosas en

66
la Agenda y en la práctica diaria, porque la alternativa, en el mejor de los casos, es sufrir
un dolor como no se ha visto nunca en la tierra y, en el peor, la condenación eterna. El
dolor en la tierra, que parece cernirse sobre nosotros como una plancha de acero, es en
realidad una fina lámina que atravesaremos en la muerte, del mismo modo que Cristo
atravesó la pared de la casa donde estaban reunidos los apóstoles, sin abrir siquiera la
puerta. O del modo en que nació de María, dejándola virgen y perfectamente intacta.
Allí, aquí, ahora, justo al otro lado del muro visible de las cosas, más cercano a nosotros
que nuestra propia respiración, en la verdadera Pietà, Jesús sostiene a su Madre en sus
brazos. Y enjuga para siempre las lágrimas de sus ojos. Y Ella, mirándolo, sonríe.
Esto no es un sueño; es la verdad. Y sabemos que es la verdad porque Él dijo que lo
era; y Él no engaña y no se deja engañar. Si practicamos un diez por ciento de la Agenda
Católica ahora, en la hora de nuestra muerte, sostenidos por los brazos de María,
exclamaremos con santa Catalina: “Sangre, sangre”, que es lo mismo que decir, “Amén,
amén”. Trabajo, oración, sacrificio. Ésta es la Agenda Católica.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores


ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

1 Goethe, murió en Weimar el 22 de marzo de 1832 [n. del traductor].

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4. TEOLOGÍA Y SUPERSTICIÓN

Resulta cada vez más difícil para los conservadores hablar con los liberales, y para los
tradicionalistas hablar entre ellos. No tengo titulación alguna para solucionar estas
disputas y trataré solamente de contar mi historia. Quizás encuentre un corazón
comprensivo, como el cochero del cuento de Chekhov que, durante los festejos de un
Año Nuevo, trataba en vano de entablar conversación con las personas que encontraba
en las diferentes fiestas pero, finalmente, terminó por retornar al establo para contarle a
su viejo caballo que su hijo había muerto.
La “superstición” es algo que continúa teniendo vigencia aunque nadie sabe bien el
porqué. Uno de los antropólogos más populares –creo que fue Malinowsky– registra que
los salvajes de Melanesia, separados de la cultura de sus antepasados de tierra firme
durante varios siglos, rendían culto a las herramientas de labranza y las colgaban de los
árboles, puesto que ya no sabían cuál era su uso. La teología de santo Tomás se ha
convertido en algo parecido, una especie de superstición entre los católicos del siglo XX,
incluidos los conservadores y tradicionalistas. Sus fórmulas cuelgan de la cadena sagrada
de la teología, como si fueran arados y podaderas, y no es extraño entonces que las
nuevas generaciones hayan decidido desprenderse de ellas.
Algunos raros teólogos, más bien desconocidos y ancianos, se dedican aún a estudiar
y enseñar a santo Tomás, quien ya no es considerado el Doctor Común de la Iglesia. El
mismo Tomás dice en el prólogo de la Summa Theologica que se trata de una “obra para
principiantes”, pero en la actualidad tenemos muy pocos principiantes. Nuestras escuelas
y colegios producen técnicos superiores en ciencias aplicadas que no poseen las bases
necesarias para los estudios tradicionales de filosofía y teología. Y tampoco para el
célebre mens sana in corpore sano de los antiguos, es decir, la disciplina en el hábito de
la percepción, memoria e imaginación de la realidad. Para compensar nuestros errores,
durante las décadas que precedieron al Vaticano II los seminarios se dedicaron a
coleccionar máximas tomadas de la Summa, en un estilo vagamente cartesiano, para
elaborar los textos de estudios, que tenían mucho método escolástico pero poco que ver
con la realidad, aún menos del ámbito de la memoria y nada de imaginación o del
espíritu de santo Tomás. En las grandes universidades católicas de Roma y en todas
partes del mundo, los grandes profesores dominicos y jesuitas enseñaban en latín a sus
estudiantes, muchos de los cuales provenían de Estados Unidos, y los asistentes del
maestro debían hacer señales para que los alumnos rieran cuando el profesor hacía

68
alguna broma, puesto que ninguno podía distinguirla de una fórmula escolástica. No
sorprende entonces que en esas universidades las fórmulas escolásticas se convirtieran
en bromas. Se decía que la única habilidad especial que había que poseer en las
universidades romanas era leer latín al revés, ya que en los exámenes orales el profesor
leería en voz alta la pregunta desde un manual, el cual sostenía delante del estudiante. Si
se había adquirido la capacidad de leer al revés, era posible responder palabra por
palabra y aprobar el examen con la nota más alta. A raíz de una docilidad groseramente
mal entendida, los estudiantes eran capaces de sufrir durante horas, con el cerebro vacío,
los cursos que le sonaban como chino. Y al finalizar recibían un certificado dorado en
Derecho Canónico o en Teología, que en realidad certificaba una educación conseguida a
base de resúmenes, apuntes de compañeros y exámenes cuyas preguntas se filtraban con
anticipación y cuyas respuestas se leían del libro del profesor. Y con estos doctorados,
los clérigos luego oficiaban de profesores, rectores y aún de obispos, y eran quienes
ocupaban los puestos de autoridad en las universidades católicas y seminarios. Por
supuesto que había excepciones pero, aunque suene brutal, creo que es una ajustada
descripción de la situación general.
Los resultados son todavía visibles entre aquellos sacerdotes formados con
anterioridad al Concilio. ¿Cómo pudo ocurrir el fracaso posconciliar? Hace algunas
semanas escuché un buen ejemplo de alguien a quien quiero mucho y que, en términos
de piedad, habría que decir de él lo que dice el Común de Confesores: Euge, serve bone
et fidelis, in modico fidelis! [¡Levántate, siervo bueno y fiel, porque en lo poco fuiste
fiel!]. Pero, explicando la eucaristía a un fiel de la parroquia que se había escandalizado
al ver unos niños que partían la hostia en vez de consumirla, dijo: “santo Tomás enseña
que solamente los accidentes del pan pueden ser tocados, pero no el Cuerpo de Cristo,
que es la sustancia”.
Es mejor, como dijo Sócrates muchas veces, no saber y saber que no se sabe, que no
saber y creer que se sabe. O, como dijo el poeta, “Saber poco es cosa peligrosa”; es
necesario saber mucho, o no saber nada. La teología y la filosofía son difíciles; son
ciencias exactas, y hay pocas vocaciones para esas ciencias en cada generación. E
incluso para aquellos particularmente dotados en inteligencia y voluntad, siempre existe
el prerrequisito de doce años de estudios primarios y secundarios.
Y, por supuesto, esta situación constituye en los seminarios el terreno perfecto para
los astutos discípulos de Loisy y Meréchal, algunos de los cuales son perjuros, porque
hicieron el Juramento antimodernista, fueron ordenados fingiendo ortodoxia y ocuparon
posiciones de poder, preparando el camino de lo que Pablo VI llamó la “autodemolición
de la Iglesia”.
Y por eso comienzo por un hecho grave: siempre hay algunos que dicen que
debemos consolarnos mutuamente a pesar de la verdad de los hechos, proponiendo
“soluciones” hacia lo que llaman “problemas”. Pero la falsificación no es suelo adecuado
para la esperanza, y la realidad no es un “problema” que deba ser “resuelto”, aunque

69
presente dificultades, algunas de las cuales deberán ser evitadas y otras enfrentadas.
Cualquier otra cosa no es alegría cristiana sino estupidez.
Yo debería reconfortarles repitiendo aquí la vieja y nítida verdad de que no estamos
destinados a tener éxito en este mundo sino más bien a cumplir lo mejor que podamos la
tarea que se nos ha encomendado, ya que nuestra Esperanza está en el mundo futuro. El
siglo XX no es el más conveniente para el triunfalismo católico. Derrotada como está la
cultura cristiana, no hay posibilidades de que podamos construir una catedral como
Chartres o escribir un texto como la Summa Theologica, e incluso, excepto para algunos
pocos, de llegar a entenderla. Santo Tomás sigue siendo el Doctor Común de la Iglesia
Católica pero no hay muchos católicos comunes. El semillero del arte y de la ciencia
escolástica, que constituyen la Cultura Cristiana, está agotado. Vivimos en un terreno en
el que, si se siembra trigo, inmediatamente los brotes se marchitarán en medio de la
sequía. Hay muchos momentos de la historia, como en la vida, en los que la difícil virtud
de la paciencia debe ser especialmente practicada con un corazón alegre. Debemos,
incluso, como dice Chaucer, “simular la alegría”, seguros como estamos de saber, como
decía Milton en los sonetos sobre su ceguera, que “también es importante solamente
estar y esperar”.
Santo Tomás llamó “paja” a su obra maestra poco antes de morir en una abadía
benedictina. Por tanto, esta obra es tierra fértil, en la que el grano puede germinar y dar
su fruto. El neotomismo de nuestros tiempos no ha podido sobreponerse a las langostas
del relativismo y del darwinismo social. Y tampoco pudieron los pocos tomistas serios
como Garrigou-Lagrange, que propusieron una verdadera teología para aquellos que no
podían ver más allá de la retórica de la ciencia popular, deslumbrados como estaban con
figuras retóricas en vez optar por la apacible luz del pensamiento. Gilson cuenta en uno
de sus últimos libros, y también el más triste1, cómo rechazó la petición de Pío XII de
escribir una refutación a Teilhard de Chardin, cuyos manuscritos, a pesar de la
condenación, circulaban discretamente entre los jesuitas jóvenes. Y rechazó la petición
no porque despreciara la figura del Papa, sino porque afirmaba que en Teilhard no había
una doctrina clara para refutar, solamente una suerte de poesía que confundía y afectaba
las emociones sin ninguna argumentación, evidencia o sustancia. Louis Salleron lo
compara con las extravagancias ocultistas de la época de Victor Hugo. Maritain, en El
campesino del Garona, coincide con esta opinión, y confiesa que todos los intentos
hechos para popularizar a santo Tomás, incluidos los suyos, fallaron porque no puede
haber un sustituto para la luz intelectual, para la primera intuición del Ser. Él mismo,
aunque no lo admita, tan pronto como dejó su pericia en la filosofía teórica y se volcó al
arte práctico de la política, cayó en el campo modernista. Pero incluso Maritain, quizás
el mejor popularizador de santo Tomás, admitió finalmente que eso había sido un error.
Un estudiante de los buenos tiempos de Laval, inmediatamente después de la guerra, me
contó que, luego de la lectura de un texto de Aristóteles, uno de sus compañeros pidió un
ejemplo fácil para entenderlo. El profesor, que era Charles de Koninck, levantó sus

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manos extendidas, en un gesto silencioso que quería decir: “Tiene que subir su nivel”. Es
necesario ver la luz de los principios, porque las popularizaciones, aún las mejores, los
oscurecen.
No estoy preconizando nada que se parezca a una renovación tomista. Creo que es
imposible en las presentes condiciones. El tomismo está en el lugar en el que debe estar.
Santo Tomás no debe renacer, por el simple hecho de que no ha muerto. Pero nosotros
estamos muertos, o estamos muriendo. No se ha pagado el alquiler, no tenemos que
comer y la casa amenaza ruina. Todos los poetas lo testimonian: Hopkins, Housman,
Hardy, Yeats, Eliot, incluso Frost; y también los historiadores proféticos como Spengler,
Brooks y Henry Adams, Belloc, e incluso H. G. Wells. Lo testimonian también las
profecías hindúes, hasídicas y católicas: todas ellas coinciden en predecir el fin de los
tiempos de las naciones. Más que los científicos y los filósofos, son los poetas y los
profetas los que tienen la visión intuitiva de lo concreto, y todos ellos dicen que la
nuestra es una época de aridez espiritual y disolución; la Noche Oscura de la historia de
la Iglesia. Y cualquiera que tenga la mínima sensibilidad cultural podrá ver por sí mismo
que somos los “hombres huecos” del poema de T.S. Eliot y de las pinturas de De
Chirico; somos muñecos rellenos de estopa que caminamos sin sentido entre las estatuas
rotas de una civilización devastada. Nadie en su sano juicio querría ser “original” o
“innovador” en estos tiempos. Y es éste el motivo por el cual hay razón para la
esperanza. Todos los santos han dicho que, en noches como éstas, siempre la oscuridad
es más profunda justo antes del amanecer. Son estadios en el crecimiento del alma. El
padre Hopkins escribe:

Y aunque las últimas luces desaparezcan en el oscuro oeste, la mañana se


adivina en los bordes broceados del este, porque el Espíritu Santo está justo
en el recodo, mundo del calor de su seno,
y de la luz de sus alas.

“Oh noche –decía san Juan de la Cruz– más amorosa que el alba”. Hay momentos en
los que estamos privados de los consuelos externos propios de los grandes y
esplendorosos siglos, como los que van del IV al XIII. Eran épocas de logros artísticos,
políticos y científicos, entendiendo este concepto como cultural. Privados de tales
consuelos, viviendo en tiempos estrechos y superficiales y en épocas de ansiedades que
se convierten en desesperaciones, habitamos en costosas mansiones que no valen nada –
el mismo dinero no vale nada–, comemos alimentos desnaturalizados, vivimos sujetos a
burocracias totalitarias, a guerras de guerrillas, a francotiradores, a secuestros, a una
ciencia materialista, a una religión relativista y a un arte industrializado. Entonces, la
única salida del alma cristiana es la apertura paciente y silenciosa a la acción divina.
Personajes bulliciosos y arrogantes, frívolos, ciegos y tramposos, se arremolinan en
torno a nosotros urgiéndonos a la acción, convocando incluso a extravagantes encuentros

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públicos de oración. Ofrecen el mismo espectáculo desolador de una actividad
infructuosa y destructiva, como los marineros camino a Tarsis mientras Jonás dormía en
la tranquila y oscura bodega de la nave sacudida por la tempestad.
Este tiempo quedó simbolizado para mí cuando, en una oportunidad, llegué a una
gran abadía benedictina para dar una conferencia a los seminaristas. En la puerta de
entrada, en vez de encontrar un portero, según lo prescribe la Regla de San Benito, había
un teléfono con una lista de nombres y números para llamar. Después de esperar en vano
que respondiera el monje que me había invitado, fui a dar un paseo por el muy bien
cuidado jardín, donde encontré a un jardinero de manos callosas rastrillando la grava del
sendero. Probablemente no era católico y ciertamente no era un monje, pero era un
hombre honesto que me llevó al edificio donde pensaba que podrían darse las
conferencias. Cuando entré, me recibió el rector o prior, sonriendo amablemente, vestido
con su hábito, con una lata de Coca-Cola en una mano y un cigarrillo en la otra.
Bocaccio habría disfrutado la escena, pero no san Benito ni tampoco Chaucer:

Recíbanse a todos los huéspedes que llegan como a Cristo, pues Él mismo ha
de decir: “Huésped fui y me recibieron”. A todos dése el honor que
corresponde, pero sobre todo a los hermanos en la fe y a los peregrinos.
Cuando se anuncie un huésped, el superior o los hermanos salgan a su
encuentro con la más solícita caridad. Oren primero juntos y dense luego la
paz. No den este beso de paz antes de la oración, sino después de ella, a causa
de las ilusiones diabólicas. Muestren la mayor humildad al saludar a todos los
huéspedes que llegan o se van, inclinando la cabeza o postrando todo el
cuerpo en tierra, adorando en ellos a Cristo, que es a quien se recibe.

El afán de novedades e informalidades en todas las cosas que vemos hoy, es un signo
seguro de nuestro vacío espiritual. Cada semana en la Misa, los confundidos y
semiapóstatas fieles deben ver una y otra innovación superficial, como si dar la espalda a
los altares, o dar la comunión bajo las dos especies o en la mano, pudiera perfeccionar la
terrible realidad del sacrificio divino. Baudelaire lo describe muy bien, como si hubiera
previsto la Iglesia postconciliar, en su amargo e irónico libro Spleen:

Esta vida es un hospital en el que cada enfermo quiere cambiar de cama. Éste
quisiera sufrir mirando la estufa, y el otro piensa que será curado cerca de la
ventana.

Las escuelas filosóficas, como todo, se convierten rápidamente en modas. En lo que


me parece una vida breve, yo mismo he sufrido, desde mi primer despertar intelectual a
finales de los años ’30, shocks de marxismo, dividido en stalinismo y trotskismo;
freudismo, en las versiones de Jung y Adler; variedades del positivismo de Bloomsbury

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y de hinduismo californiano, taoísmo, zen, existencialismo, neotomismo. Cada época
tiene a su gurú llamado Husserl, Heidegger, Wittgenstein, Sartre. Es innegable que todos
ellos son brillantes, pero no son estrellas fijas en la constelación clásica sino meteoros
parpadeando en la larga noche del Kali Yuga. Ya no está la luz franca y constante de las
grandes escuelas filosóficas sino la llama errática de una elegante y breve putrefacción.
Durante las vacaciones, a fin de respirar un poco de aire, hice mi visita anual al cine.
Encontré la publicidad de una película que parecía lo suficientemente decente para que
un hombre de mi edad no se sonrojara, motivo por el cual no se colocaba la advertencia:
“Los padres serán admitidos solamente en compañía de sus hijos”. Era un filme de
ciencia ficción que terminaba con una escena en la cual un astronauta copulaba con una
sonda espacial electrónica... Las más populares de las películas actuales han
popularizado el neomaniqueísmo, una adaptación de la antigua herejía que dice que Dios
es a la vez bueno y malo. La película sugería que el jefe del grupo del mal, a quien
llamaban La Fuerza, era secretamente el padre del joven héroe del bien, así como los
maniqueos afirmaban que Satanás es el verdadero padre de Cristo.
Las películas son un indicador de la imaginación popular, y esto viene de larga data:
desde Julio Verne a H. G. Wells. Debo almorzar dos veces por semana en Burger King.
Ustedes saben, por supuesto, que millones de americanos comen regularmente patatas
fritas con las manos. Nos hemos hundido, desde el punto de vista antropológico, por
debajo del nivel cultural del tenedor. Los hábitos cotidianos de un pueblo no se registran
pero se miden por sus valores. Una civilización desintegrada se mide no solamente por
su decadencia artística sino también por sus diversiones populares y sus restaurantes.
Por eso yo no propongo un retorno a santo Tomás, como tampoco propongo la
construcción de réplicas de Mont Saint Michel o de Chartres. No es el momento, por
decir lo menos. Solamente un milagro podría producir un gran teólogo en la actualidad, y
hay pocas razones para esperarlo, porque aunque los milagros obran más allá de la
naturaleza, no ocurren sin una razón, y si un gran teólogo escribiera hoy, nadie lo
entendería. Lo más parecido a un milagro que podemos esperar es la destrucción de
Sodoma y Gomorra. Existe una analogía proporcional entre las fuerzas dominantes de
nuestra época. La contracepción y la usura, como lo sabía Dante, están contrariamente
unidas por la misma relación: una hace estéril lo que es naturalmente fecundo, y la otra
hace fecundo lo que es naturalmente estéril. La contracepción y la usura son la forma y
materia de la ideología industrial, cuyo desenlace es el vicio innombrable. Tengo dudas
acerca de si Dios encontrará más santidad entre nosotros que la que Abraham encontró
en Sodoma.
Sin embargo, es un hecho que la Summa Theologica no es solamente la mayor obra
teológica de la historia, considerando solamente su tamaño, su unidad y su extensión.
Esto cualquiera podría decirlo con sólo consultar una enciclopedia. Pero, tal como ha
sido repetidamente afirmado por muchos papas durante varios siglos y sin disidencias, es
decir, como una enseñanza infalible del magisterio ordinario, la Summa Theologica es la

73
medida de toda la teología católica. Los católicos deben creer que Tomás de Aquino es
el Doctor Común de la Iglesia con el mismo grado de certeza con la que creen que es
santo. San Agustín, san Gregorio, san Bernardo, san Buenaventura, san Juan de la Cruz y
otros son también doctores, y sus doctrinas son buenas, preciosas, amables,
indispensables e intensamente personales para muchos, pero todas ellas son medidas por
la regla ordinaria de santo Tomás y leídas por su luz. Y no digo “en su luz” porque esas
doctrinas tienen luz propia, sino por su luz. Santo Tomás ocupa un lugar especial entre
los teólogos, análogo al que ocupa la Santísima Virgen entre los santos. Ocupa el medio
entre el dogma y la opinión, lo que podríamos llamar hiperdoxia, tal como María, por la
hiperdulía, ocupa el medio entre la veneración y la adoración. Pero a diferencia de la
Madre de Dios, santo Tomás es teóricamente superable, y la Iglesia nunca ha enseñado
que cada sílaba de la Summa es de fide como el Credo. La Iglesia nunca desalentó el
estudio de otros teólogos, ni siquiera de los herejes, ya que incluso en sus errores dejaron
entrever algunas verdades que nunca habrían sido vistas con claridad si no hubiese sido
por ellos. El mismo santo Tomás se lamentaba de la quema de las obras heréticas. Si
hubiésemos tenido los argumentos exactos de los gnósticos y de los maniqueos, decía,
cuánto mejor habríamos entendido la fe como explícitamente opuesta a éste o aquel
error.
Pero, como muchas veces ocurre, el mandato de la Iglesia fue exagerado o
simplificado en su ejecución. En lugar de la difícil tarea de usar a santo Tomás como un
instrumento de estudio de la teología, los seminarios muchas veces lo sustituyeron por
resúmenes codificados de la Summa a fin de ser memorizados, repetidos como loros y
precintados en la mente. Hubo, de hecho, un temor al pensamiento, temor a que algunos
intelectos débiles e inexpertos fueran más fácilmente seducidos por el error que
abrazados por los castos y fríos brazos de la verdad. No hay que asombrarse, entonces,
de que generaciones de sacerdotes suspiraran y desearan una teología viva en la cual
pensaban que hallarían algo más que las detestables preguntas y respuestas que
encontraban en aquello que llamaban tomismo.
Puede parecer que estoy menospreciando algunos buenos y fieles maestros de la
renovación tomista. Pero el fracaso de este movimiento no puede ser atribuido solamente
a ellos, y nunca pensé algo parecido. Difícilmente veremos a una persona comparable en
santidad y sabiduría a los padres Boyer y GarrigouLagrange. Pero cuando su generación
declinó, los obispos y rectores de seminario se adaptaron a la creciente ineptitud de sus
estudiantes, de lo cual resultó el colapso general de la Cultura Cristiana en el mundo
industrializado. Los jóvenes seminaristas salían de las escuelas, por primera vez en la
historia después de la Alta Edad Media, incompetentes en latín y en las artes liberales.
Bajo la inmensa presión de la necesidad económica, las escuelas primarias y secundarias
rápidamente sustituyeron la poesía y la historia por los estudios técnicos. Los anticuados
estudios de las llamadas “ciencias naturales” o “historia natural”, en los que la filosofía
aristotélica y, consecuentemente, la teología escolástica se había desarrollado, fueron

74
dejados de lado. Los tradicionales estudios universitarios, como la Ratio studiorum de
los jesuitas, que son recomendados por Newman en su libro La idea de universidad, se
convirtieron en escuelas de entrenamiento preprofesional para la tecnología. Y debo
enfatizar el hecho, porque no está suficientemente admitido que todos los estudios
universitarios en la actualidad son técnicos, incluso el estudio de la literatura, de la
música y del arte. No existen dos culturas como sugiere sir Charles Snow, sino
solamente una. Y aunque el objeto de estudio de algunas disciplinas sea humanístico, su
abordaje formal es técnico, y consiste en los métodos de edición de textos, de
clasificación histórica, de clasificación de tipos, análisis lingüístico de estilos o análisis
psicológicos y sociológicos de contenido. Es raro encontrar el tipo de enseñanza literaria
a la que Mark Van Doren, por ejemplo, debió su fama hace algunas décadas, que se
aplica a gustar directamente la poesía en el modo en que la comprenden los poetas. Y es
más raro aún encontrar el modo de estudiar la naturaleza que aplicaba el gran
entomologista Henri Fabre, que podría ser llamado poético, y en el cual la materia es
científica pero el estudio formalmente humanista. Hay una poesía de la poesía y una
poesía de la ciencia que hemos excluido despiadadamente de los programas de estudio a
fin de favorecer su total desaparición, al convertirlas en la ciencia de la poesía y en la
ciencia de la ciencia. Una famosa fórmula escolástica decía: Ars sine scientia nihil. Y,
para nuestra desgracia, hemos encontrado que scientia sine arte nihilisimus. La ciencia
sin el arte no es solamente nada, sino que es nihilismo.
A los profesores de seminarios durante el siglo XX se les ordenó que enseñaran
santo Tomás a estudiantes que simplemente no tenían los requisitos necesarios; se les
pidió que formaran las mentes de seminaristas sin tener en cuenta el material con el que
trabajaban. Por lo tanto, no formaron; solamente instruyeron. El tomismo, entonces, se
convirtió en un caparazón vacío, capaz de ofender algunos cerebros brillantes que
buscaban la luz entre los gentiles y los judíos incrédulos. Lo que necesitamos, decían, es
una nueva síntesis entre la fe católica y el espíritu de los tiempos. Lo que santo Tomás
hizo con Aristóteles, nosotros debemos hacerlo con Marx, Husserl o Heidegger, que son
autores entretenidos y vivos.
Consideremos las quinientas diez cuestiones de las tres grandes partes de la Summa,
más las noventa y nueve del Supplementum, es decir, seiscientas once cuestiones, con
cinco o seis artículos en promedio cada una. Consideremos el peso, extensión, altura,
profundidad, amplitud y economía que poseen; la intensidad de cada uno de los
argumentos maravillosamente construidos, abarrotados de energía como las fibras del
cerebro. Por ejemplo, en la famosa cuestión II de la Prima Pars, cuando apenas
comienza su obra, titulada “¿Dios existe?”. Consideremos el texto capital del artículo III
de esa cuestión, Utrum Deus sit, que ocupa dos páginas en el apretado texto de la edición
Marietti. En mil palabras, la totalidad de las cinco pruebas de la existencia de Dios;
escasamente mil palabras, difíciles pero simples, que son tan importantes para la teología
como la Magna Charta o la batalla de las Termópilas para la historia. Consideremos sus

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enormes e intrincados logros y pensemos luego en las doscientas palabras del prólogo:

Porque los Doctores de la Verdad Católica no deben instruir solamente a los


avanzados, sino que deben formar también a los principiantes, según lo que
dice el Apóstol en su primera Carta a los Corintios (3, 12): “Como a hijos en
Cristo, os he dado leche y no carne”, el fin que nos proponemos en esta obra
es tratar las cosas que tocan a la religión cristiana, según el método que
conviene a los principiantes.

¿Principiantes? Si la Summa es leche, ¿quién será capaz de comer la carne?


Intentaremos, confiando en la ayuda divina, continuar la exposición de lo que
se refiere a la doctrina sagrada, con la brevedad y claridad que el tema
requiera.

“Con brevedad y claridad”, en tres mil densos artículos, cada uno con sus
argumentos a favor y en contra, vinculados por los complejos Respondeo, con sus
distinciones y divisiones, condensando todo lo que puede ser dicho, con sus grados de
certeza, por parte de la Iglesia docente.
Si algo puede decirse con certeza sobre santo Tomás es que no fue un estúpido.
Debió haber existido un buen número de principiantes preparados para leer la Summa,
estudiantes que dominaban la filosofía y la escritura, los dos requisitos inmediatos para
la teología. Y dominaban también los requisitos inmediatos para esos saberes, es decir,
las siete Artes Liberales –gramática, lógica, retórica y las ciencias matemáticas– y,
remotamente, los requisitos para esas Artes Liberales, es decir, el entrenamiento
elemental de la memoria, conocido por los antiguos como educación musical en el
sentido amplio del término, y que incluía canto, ejecución de instrumentos y danza,
literatura, historia y estudios naturales; y finalmente, el requisito para la música, que es
un entrenamiento vigoroso del cuerpo a través de la gimnasia, cuyo propósito no era
solamente recreativo y sanitario, sino agudizar los sentidos; por ejemplo, la vista era
agudizada y coordinada a través de la arquería. La gimnasia es el primer paso de todo
aprendizaje de acuerdo con el principio nihil in intellectu nisi prius in sensu [Nada hay
en el intelecto si no está primero en los sentidos].
La afirmación de que el primer obstáculo para el estudio de santo Tomás es la
sociedad industrial podría ser vista, en un primer momento, como una mera excusa
romántica. Los niños han crecido con calefacción central y aire acondicionado en sus
casas y escuelas, han sido trasladados de un lugar a otro encapsulados en autobuses
culturalmente sellados, nadan en piscinas climatizadas y asépticas, sin corrientes, ni
remolinos y mareas, donde incluso las estelas que los nadadores van dejando son
aspiradas mecánicamente a fin de no arruinar la pura experiencia de hacer deporte por el
deporte mismo. Son niños que hacen deportes de verano, como arrojar la pelota a través

76
de un aro, reinventado como basketball. En las noches de invierno, vestidos con
pantalones cortos, juegan al fútbol bajo cúpulas geodésicas climatizadas, y en pleno
verano esquían sobre nieve artificial. ¡Pobres niños ricos de los suburbios urbanos que
tienen todas estas diversiones! Viven constantemente bajo tubos fluorescentes, nunca
ven las estrellas de las que santo Tomás, siguiendo a Aristóteles y a todos los antiguos,
dice que son las primeras experiencias de lo real formuladas en los primeros principios
metafísicos: alguna cosa es.
Incluso Lucrecio, que trataba de concebir un universo constituido solamente de
átomos y vacío, tuvo que admitir dentro de su esquema mecanicista un principio para
explicar por qué los átomos nunca se tocan. Debe existir alguna urgencia inherente en
los átomos, dice, que por supuesto arruina todo el esquema: si existe una urgencia
inherente, hay algo más que átomos y vacío. Pero me temo que hoy toda una generación
ha crecido sin esta experiencia. Cuando los niños levantan la vista para estudiar
astronomía en el planetario de sus ciudades, espontáneamente recuerdan un nuevo
salmo: “Los cielos proclaman la gloria del hombre”. No son ni siquiera panteístas, sino
panantropistas que creen que todo es hombre. No hay nada que no sea artificial en su
experiencia: las fibras de sus ropas, las superficies de las mesas y escritorios sobre las
que descansan sus codos, el alimento que comen, el aire que respiran e, incluso, el olor
que hieden sus amigos, impregnado de desodorantes artificiales, en los habitáculos que
han construido. Pero, gracias a Dios, todo esto ocurre solamente en las zonas que hemos
industrializado. Es reconfortante pensar que en vastos espacios del tercer mundo, e
incluso en el primero y en el segundo, los sucios, ordinarios, atrasados y pobres
campesinos no industrializados todavía esperan la autodestrucción de nuestra
imbecilidad. Ellos son, esencialmente, los mismos que estaban durante la noche oscura
en que los pastores vieron la estrella, que está todavía cerca de nosotros, con la única
condición de que seamos pobres.
Como ya dije, temo que todo lo que escribo pase por ser solamente una hipérbole
literaria, un entretenimiento luego del cual cada uno de nosotros retorne a la realidad de
la rutina diaria, pero justamente ése es el punto: nuestra rutina diaria no es real. Los
poetas no son personas que entretienen; ellos aciertan en algunas cosas. Ninguna
restauración seria de la Iglesia o de la sociedad podrá ocurrir sin el retorno a los primeros
principios, pero antes que a los principios debemos retornar a la realidad ordinaria de la
que se alimentan los principios. Si tenemos desordenado el intelecto y la voluntad, hay
pocas posibilidades de que tengamos alegría en el corazón. Para eso será necesario que
ocurra la catástrofe de la que hablan los poetas y los profetas: pestes, guerras atómicas,
erupción solar; poco importa lo que sea. Pero después, los sobrevivientes de la especie
humana considerarán la inmensidad de la tierra despoblada y dirán: “Dios nos ha dado
una nueva oportunidad”. Entonces, probablemente, alguno dirá “esto es mío”, y entonces
“esta extraña y movida historia”, tal como Shakespeare llama a nuestras vidas,
comenzará de nuevo. Mientras tanto, hay unos pocos que vigilan y esperan.

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Santo Tomás enseña que, entre las verdades verdaderamente ciertas, hay verdades
ciertas y permanentes.

Jesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula.


[Jesucristo ayer y hoy, el mismo para siempre].
Aquellos que niegan o dudan de la posibilidad de certeza suelen estar bien
dispuestos. Los Diálogos de Platón fueron escritos de una vez para siempre, y nadie lo
hubiese hecho mejor. Y si un estudiante, después de leerlos, persiste en el escepticismo,
demuestra su incapacidad para continuar con los estudios de la filosofía. Se puede decir
que hay culminaciones de la acción y del pensamiento que son consumaciones, pero hay
otras que no lo son. Y tales consumaciones se obtienen de una vez y para siempre. La
rueda, por ejemplo, ya fue inventada, y si alguien quiere hacer otra, puede adaptarla
como quiera, hacerla más gruesa o más delgada, más grande o más pequeña, de madera o
de metal, pero si es una rueda, tendrá bordes, un centro y algún tipo de conexión entre
ellos. En sentido amplio, la filosofía y la teología ya fueron hechas, aunque existan
todavía grandes áreas de discusión, pero los contenidos han sido delimitados y la
extensión del terreno ya ha sido cartografiado. Aún así, hay algunos que quieren hacerlo
a su modo, de manera diferente, desperdiciando sus mentes y perdiendo el tiempo
tratando de reinventar la rueda. Quieren tener su propia filosofía y su propia teología,
cuando lo único que puede ser hecho es hacer filosofía y teología por uno mismo pero
entendiendo la que ya se hizo. Las grandes líneas de la verdad católica están todas en la
Summa Theologica y no pueden ser hechas de nuevo. Si alguno quiere hacerlas (lo cual
hoy es imposible, dada la pérdida de cultura que sufrimos), volverían a ser la mismas.
Por tanto, allí están ellas, tan vastas, incomprensibles y magníficas como el Mont Saint
Michel y Chartres.
La superstición, aquello que se afirma aunque nadie sabe por qué, es precisamente lo
opuesto a la “comprensión”. Y hoy, para una gran cantidad de católicos, no solamente la
teología sino la misma fe se han convertido en una superstición. Asentimos sin creer,
porque creer implica cierto grado de comprensión. La fe, como la ciencia, sin
inteligencia, es magia. Muchos –la mayoría–, durante la misa actual, tienen muy poca
comprensión del más grande de los actos del universo, ante el cual los ángeles doblan
sus rodillas. Con la pérdida de la cultura y la ayuda de los liturgistas, la mayoría de los
católicos ven a la Misa como un modo de compartir la presencia de Cristo con los
demás, especialmente a través de la parodia del beso benedictino de la paz. Luego de
hacerse cargo de una nueva parroquia, un buen sacerdote que conozco examinó a los
niños y adolescentes que ya habían hecho su catecismo. Les hizo una sola pregunta y les
propuso tres respuestas posibles: “¿Dónde está Cristo de un modo más perfecto y
plenamente presente: en el sagrario, en el crucifijo o en nosotros mismos?” La gran
mayoría respondió: “En nosotros mismos”. Y algunos de ellos dijeron luego que las
respuestas deberían haber incluido el libro de lecturas de la Misa, que el sacerdote eleva

78
durante la celebración como si fuera la hostia. Sólo dos o tres del grupo, que reunía a
más de sesenta niños, habían escuchado hablar de la presencia real de Cristo en la
eucaristía.
Para tomar otro ejemplo, citaré las escandalosas “intercomuniones” –así se las
llama– en las que los sacerdotes distribuyen deliberadamente la comunión a no católicos.
Dado que la eucaristía es el sacramento de la unidad cristiana, explican, si utilizamos el
signo podremos alcanzar la unidad. Lo que hacen es invertir la causa y el efecto, que es
exactamente lo propio de la operación mágica. Sabemos que un sacramento es un signo
que produce lo que significa: ellos poseen su eficacia por la acción de Dios. La magia
obra por la manipulación ilícita de los signos separados de su causa. En la magia no hay
causa de ningún tipo sino ilusión, lo cual no significa que no haya efectos que
correspondan a otras causas: los magos del faraón hacían casi los mismos milagros que
Moisés. Distribuir la Sagrada Comunión a quienes están fuera de la Iglesia puede ser una
malicia muy eficaz si, ya sin la excusa de la ignorancia invencible, los no católicos
reciben el Cuerpo y Sangre de Cristo para su propia condenación.
Cuando una joven y brillante mujer le preguntó al académico más importante del
mundo, hacia fines del siglo IV, dónde podía conseguir la mejor educación, san
Jerónimo le respondió: “En ninguna parte, porque el mundo ya pasó”. Y le aconsejó que
ingresara a un convento. Cien años más tarde, un brillante joven de la campaña fue a
Roma para hacer sus estudios universitarios pero, faltándole poco para llegar, a causa de
un impulso, huyó antes de apoyar su pie en el suelo contaminado. Algunos años más
tarde, lejos de allí y entre las colinas, los pastores vieron que los arbustos se movían.
¿Un león? ¿Una oveja? Cuando apartaron las zarzas, ¡sorpresa!, allí estaba el muchacho
del campo, que era san Benito. ¿Qué estás haciendo?, le preguntaron. Rezando,
respondió. ¿Por qué? Porque primero debemos buscar el reino de los cielos. ¿Nos
podemos unir a ti?, preguntaron. Y les respondió que podían si lo pedían tres veces. Lo
hicieron, y para hacer corta una larga historia, en cien años ellos hicieron Europa: San
Agustín en Inglaterra, san Bonifacio en Alemania, los santos Cirilo y Metodio, y todos
los demás.
La palabra “monje” deriva de monos, que significa “uno”, “solitario”, “solo”, como
en las palabras “monarca” o “monotonía”. El monje es esencialmente un hombre solo
con Dios. Cuando varios de ellos se reúnen para aprender mejor el modo de estar solos,
tenemos un “monasterio”, lugar donde se conserva lo esencial de la soledad. Fue a través
del testimonio silencioso y paciente de los monjes en oración durante la Alta Edad
Media que se alcanzó lo que llamamos Cristiandad. San Benito, patrono de Europa,
fundó Monte Casino en 529. Santo Tomás, cuando tenía cinco años, en torno a 1229,
entró a ese monasterio para educarse. ¡Siete siglos de gestación en el seno de las
oraciones benedictinas y de trabajo benedictino produjeron como resultado a santo
Tomás! La vida benedictina es el terreno de la teología; sin ella, nadie puede adquirir las
bases necesarias.

79
Creo que hoy estamos en tiempos similares a los de san Jerónimo, moviéndonos
rápidamente hacia los tiempos de san Benito. Los bárbaros han destruido nuestras
instituciones culturales, esta vez sobre todo desde dentro, y es verdad que, ahora como
entonces, no hay nada en el mundo que ofrecerle al hombre. Si yo fuera hoy un joven
que buscara a Dios, entraría, si pudiera, a un monasterio benedictino. Y si fuera un
benedictino que busca a Dios, trabajaría para reformar mi monasterio a fin de hacerlo
más conforme con la Regla de San Benito en su estricta integridad, rezando siete veces
al día el gran Oficio latino, tal como fue recuperado por la laboriosa tarea de los monjes
de Solesmes y, en el tiempo restante, trabajaría con mis manos para cubrir las
necesidades inmediatas de techo y comida. Y si fuera llamado a otras vocaciones, el
sacerdocio secular o el matrimonio, sería oblato de algún monasterio o, al menos, estaría
lo más cerca posible de él.
Si fuera papa, haría exactamente aquello que parece que está haciendo Juan Pablo II.
Si la teología se ha convertido en una superstición, porque la mayoría ha perdido la
capacidad de entenderla, las grandes reformas son imposibles en lo inmediato. En tal
caso, lo que hay que hacer es encontrar algunas almas extraordinarias, especialmente
dotadas de inteligencia y voluntad, con aptitud racional y celo por aprender, y
entrenarlas en un intensivo ejercicio benedictino, hacerlas recitar diariamente el Oficio,
enseñarles la Summa Theologica como su trabajo diario, y luego enviar a estas élites de
soldados, elegidos entre las diversas órdenes, como tropas de asalto de una
contrarreforma católica general. Si el Santo Padre logra restaurar a los dominicos y a los
jesuitas habrá dado un gran paso: implementar los contenidos reales de los concilios
Vaticano I y Vaticano II, así como san Pío V hizo con los de Trento.
Y si fuera Dios, amaría a mi madre como Él y, por amor a ella, sería una vez más
misericordioso; lo que ocurrirá, dice, solamente si le tememos. Y como María está de pie
junto a la Cruz, detrás de las órdenes predicadoras o dedicadas a la enseñanza están las
órdenes silenciosas y contemplativas, sin cuya paciencia las vidas activas serían
estériles.
Santo Tomás ingresó a Monte Casino a la edad de cinco años, y lo dejó para ir a la
Universidad de Nápoles cuando tenía dieciséis; luego entró a los dominicos, estudió con
san Alberto y se convirtió en el maestro más grande de su orden y finalmente de la
Iglesia. Todos saben que, en una ocasión, en éxtasis frente al crucifijo en Nápoles, o en
Orvieto según dicen otros, escuchó que Cristo le decía: “Has escrito bien de mí, Tomás,
¿qué quieres a cambio?”. A lo cual respondió Tomás: “Ninguna otra cosa más que a ti
mismo, Señor”. En 1274, viajando a pie, como siempre lo hacía, a fin de participar del
Concilio de Lyon, cayó mortalmente enfermo. Los carmelitas dicen que Nuestra Señora
llevó prematuramente al cielo a santo Tomás y a san Buenaventura a la vez, porque los
dos iban a liderar un complot de dominicos y franciscanos en ese concilio. La leyenda
cuenta que, cuando ya le fue imposible caminar, sus compañeros lo pusieron sobre un
asno, aunque protestaba porque se consideraba indigno de sentarse en el mismo sitio

80
donde se había sentado tan gran Caballero. Los cistercienses de Fossa Nova lo
hospedaron y, al entrar al monasterio, dijo: “Éste es el lugar de mi reposo para siempre,
y habitaré aquí porque lo he deseado”. Un versículo del salmo 131, que se canta durante
las vísperas de los martes en el oficio benedictino, y de los miércoles en el dominico.
Todo el salmo –que comienza así: Memento Domine, David et omnis mansuetudinis
ejus– es como un comentario de la vida de santo Tomás y es de especial importancia
para nuestro tiempo, ya que él es el tipo perfecto del intelectual activo que vive con el
caparazón de la vida contemplativa, que teje la delicada música del oficio divino hora
tras hora, día tras día, a través de las vigilias de la noche, para así, cuando llegue la hora
de la muerte, poseer ya el hábito de la vida eterna formado en él. Santa Teresa dice con
una famosa imagen:

Pues crecido este gusano [...] comienza a labrar la seda y edificar la casa
adonde ha de morir. [...] Pues ¡ea, hijas mías!, prisa a hacer esta labor y tejer
este capullito, quitando nuestro amor propio y nuestra voluntad, el estar
asidas a ninguna cosa de la tierra, poniendo obras de penitencia, oración,
mortificación, obediencia, todo lo demás que sabéis; [...] ¡Muera, muera este
gusano, como lo hace en acabando de hacer para lo que fue criado!, y veréis
cómo vemos a Dios y nos vemos tan metidas en su grandeza como lo está
este gusanillo en este capullo. Pues veamos qué se hace este gusano, que es
para lo que he dicho todo lo demás, que cuando está en esta oración bien
muerto está al mundo: sale una mariposita blanca. ¡Oh grandeza de Dios, y
cuál sale una alma de aquí, de haber estado un poquito metida en la grandeza
de Dios y tan junta con Él; que a mi parecer nunca llega a media hora!

Santo Tomás fue tratado con tanta amabilidad en el monasterio, que temía por su
humildad. “¿De dónde viene este honor, que los siervos de Dios me traigan leña para mi
fuego?”, se preguntaba. A solicitud de los monjes, Tomás dictó un comentario al Cantar
de los Cantares, que quedó sin terminar en el momento de su muerte cuando,
dirigiéndose al santo Viático que le era llevado, dijo:
Si la ciencia pudiera agregar aquí abajo alguna cosa sobre este misterio, yo
respondo: “Sí, creo firmemente y tengo por cierto que en este sacramento
adorable está Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Hijo único del
Padre y de una Virgen Madre; lo creo en el corazón y lo confieso con los
labios [...] Yo os recibo, Cuerpo sagrado, precio del rescate de mi alma,
viático de mi peregrinar en la tierra, por el amor con el cual yo estudié, me
desvelé, enseñé y prediqué. Nunca escribí nada contra Ti. Si algo no fue
correctamente dicho, debe ser atribuido a mi ignorancia. Y tampoco quiero
ser obstinado en mis opiniones, pero si he escrito algo erróneo con respecto a
este Sacramento o sobre otros temas, me someto en todo al juicio y

81
corrección de la Santa Romana Iglesia, en cuya obediencia dejo ahora esta
vida.

Y sus palabras finales fueron las que la Esposa dirigió a Cristo, en el Cantar de los
Cantares:

Ven amado mío, vayamos a los campos...

La leyenda dice que, en ese mismo momento, el asno que lo había transportado
escapó del establo y corrió hacia un prado, donde murió. Es una historia franciscana de
un fraile dominico que murió en una casa benedictina de estricta observancia, en donde
la verdad estaba unida al amor, lo que es la definición formal de la Sabiduría. Yo digo
que santo Tomás no necesita ser revivido porque no está muerto. Está vivo y con buena
salud, esperando pacientemente durante las vigilias de la noche con todo aquel que reza
el Oficio de la Iglesia. Algunas de las oraciones por él compuestas se rezan actualmente
en varias ocasiones, especialmente en la fiesta del Corpus Christi: el Sacris Solemnis en
Maitines, con la famosa estrofa que comienza con Panis Angelicus; el O Salutaris
hostia, en Laudes; en la Misa la secuencia Lauda Sion, y en vísperas el Pange lingua,
que termina con el Tamtum ergo, cuyo responsorium sintetiza la dulzura de su amor por
Jesús presente en el Santísimo Sacramento. Y no solamente lo cantamos en las vísperas
de Corpus Christi, sino también en la bendición con el Santísimo:

Omne delectamentum in se habentem.


[Contiene en sí todas las delicias].

1 L’atheisme difficile (El difícil ateísmo), publicado en 1979, al año siguiente de su muerte (1978), y traducido al
castellano por la Universidad Católica de Chile en 1991 [n. del traductor].

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5. EL ESPÍRITU DE LA REGLA

Cuenta la leyenda que, en la cima de los “grandes siglos”, uno de los canes de Dios de
santo Domingo que atraía a entusiastas multitudes a una nueva espiritualidad, se detuvo
un día a hablar con un soldado desconocido que se hallaba de pie junto a un árbol. La
gente comenzó a preguntarse: “¿Quién es el que está hablando con fray Tomás?”. Y
alguien respondió: “Es el rey de Francia”. Era san Luis, el rey de Francia, muchas de
cuyas anécdotas son como éstas. No fue uno de los grandes y espectaculares santos
como Pablo, Agustín y Tomás de Aquino, que alcanzaron grandes logros intelectuales y
dones espirituales visibles, sino que, fuera de su vida pública como soldado y como rey,
fue más bien como san José, que dormía durante el acontecimiento más grande de la
historia del universo después de la Creación. Y a este tipo de santos pertenece también
san Benito, cuyas obras completas alcanzan apenas una escasa docena de páginas,
muchas de las cuales se parecen a un horario (y lo son), si las comparamos, por ejemplo,
con los veinte o treinta volúmenes de la obra de san Agustín o de santo Tomás. La vida
de san Benito llena solamente otra media docena de páginas en la vasta opera omnia de
san Gregorio Magno. Y nadie habla de san Benito Magno, pero la cuestión es que san
Gregorio fue un monje benedictino que se convirtió en papa a regañadientes, y escribió
sobre su padre espiritual:

Si se desea comprender en profundidad su personalidad y su vida, se puede


encontrar en las disposiciones de la Regla la imagen exacta de todas las
acciones de un maestro, porque este santo varón fue incapaz de enseñar otra
cosa sino lo que vivía.

Y así se presenta él también, bajo un árbol, en este humilde, pequeño, simple y poco
original libro, con un latín rústico, sin nada que recuerde a un estilo brillante o
intelectual, incluso ni siquiera extremadamente espiritual. San Gregorio dice de él en una
famosa antítesis, que fue scienter nescius et sapienter indoctus [sabiéndose ignorante,
pero de ignoracia rica en sabiduría]. Dom Paul Delatte, segundo abad de Solesmes, en el
mejor comentario moderno a la Regla dice que, así como los Diez Mandamientos de la
Ley, ella está justificata in semetipsa [justificada en sí misma]. No necesita de brillo
estilístico, intelectual o espiritual puesto que, siendo tal como es, transformó la historia
de la Civilización Occidental y, más importante aún, el corazón de hombres y mujeres

83
durante más de mil quinientos años.
Así como sucede con otros escritos de profunda simplicidad, como el caso de la
Biblia, frecuentemente una única parte puede resumir la totalidad, por ejemplo el
Prólogo del evangelio de san Juan. Los estudiosos consideran que el Prólogo de la Regla
de san Benito, que fue lo último que escribió, es también el último fruto de una larga y
práctica experiencia, que exhala el espíritu del conjunto. En él están contenidos en
totalidad y profundidad todas las enseñanzas y las detalladas acciones que le siguen.
Incluso el mismo Prólogo está contenido en los cuatro imperativos de su primera frase,
las cuales comentaré sólo en tanto que ellas se aplican a los miembros de una comunidad
universitaria, no monástica, que se ocupa de las ciencias y de las artes liberales.

Ausculta, O fili, praecepta magistri.


[Escucha, hijo, los preceptos del maestro].

O fili... como dice Dom Delatte, l’appellation est caressante. [la llamada es
cariñosa]. Es el íntimo y afectuoso susurro del pater familias, el amoroso padre de la
familia, junto al fuego, con un perro a sus pies y un gato en su falda. Nada es impuesto
sino que más bien el maestro invita al alumno a salir de sí mismo. La docilidad, como
dice la Novia en el Cantar, es una atracción –Trahe me, dice–, “atráeme”. Pareciera que
hay una secreta conspiración etimológica entre doce y dulce.
E inmediatamente después, en cuatro discretos y tranquilos aunque vigorosos
imperativos, san Benito explica la condición, disposición, modo y motivo del
aprendizaje.
Ausculta, susurra. “Escucha”. Esto indica, por supuesto, el silencio benedictino. A
fin de escuchar, uno debe callarse, por dentro y por fuera. El primer monje y el
paradigma de los estudiantes fue Elías, quien descubrió que el Señor de la verdad “no
estaba en el viento [...], tampoco en el terremoto [...], tampoco en el fuego [...] sino
[sibilus aurae tenuis] en el murmullo de una ligera brisa”.
Aunque todo esto nos resulta muy familiar, debería ser para nosotros una especie de
conmoción. Sabemos estas cosas así como sabemos el número de habitantes de la ciudad
de Chicago, la fecha de la muerte de César, o algunos otros datos más complejos aunque
del mismo orden, como las causas económicas de la Segunda Cruzada, pero ¡qué cosa
distinta es sentir la fuerza del hecho! ¿Qué significaría realmente tener en silencio la
mente? El silencio no es solamente la ausencia de ruidos, así como tampoco la paz es la
ausencia de guerra. Es más bien un logro positivo y difícil, un estado de justicia en el
alma, de acuerdo con la fórmula clásica que se remonta a Platón: cada parte recibe lo que
le corresponde según su propia función –las pasiones otorgan la fuerza afectiva en el
cumplimiento de los mandatos de la voluntad, la voluntad en ejecutar los mandatos de la
razón y la razón en abrirse a la verdad. La verdad del mundo exterior por la abstracción
de las esencias contenidas en el concreto sensible, la verdad del mundo interior en el

84
reconocimiento de los principios y la verdad del mundo superior en la obediencia a la
gracia. Todo esto en una única palabra: ausculta, “escucha”. Aquellos cuyo trabajo está
en las artes liberales y en las ciencias, como es el caso de profesores y estudiantes, deben
sonrojarse al recordárseles que solamente el justo, sumergido en el encanto silencioso de
aquello que lo ocupa, como un amante por su amada; que solamente aquel que escucha,
con paciencia y atención, recibe la revelación del sentido escondido del poema, del
misterio de los nombres, de las estrellas, de los minerales, de las plantas, sea cual sea la
realidad a la cual se sujeta la ciencia. Bertrand Russel se reveló como digno
representante de la arrogante camarilla de los tecnócratas cuando dijo que la función de
la ciencia es “adiestrar a la naturaleza a mendigar su pitanza”. Cualquiera sea el lugar
que la tecnología ocupe en la sociedad, debe ubicarse fuera del recinto de la academia. Y
ésta es una cuestión de tal importancia, que se juega la vida y la muerte de los corazones,
ya que los estudiantes deben aprender no solamente a analizar y clasificar, sino también
a tomar de lo bueno, de lo bello y de lo verdadero.
Ausculta, O fili, praecepta magistri, et inclina aurem cordis tui.
[Escucha hijo, los preceptos del maestro, e inclina el oído de tu corazón].
Esto significa que los estudiantes deben amar a sus profesores, y los profesores
deben ser dignos de ese amor. El aprendizaje es un movimiento del corazón y no un
contrato mercenario en el “mercado de las ideas”, donde los deseos naturales de la
juventud por alcanzar las estrellas son desviados de sus objetivos por los catálogos de
materias, las sesiones de orientación y los consejos académicos que los empujan al
mercantilismo y a la explotación de los subsidios del Estado. Wordsworth decía en su
popular soneto:

El mundo nos encierra demasiado, por la mañana y por la tarde, comprando y


gastando, desperdiciamos nuestras fuerzas, no hay nada en la naturaleza que
sea nuestro, hemos entregado nuestros corazones.

El estudiante que se presenta a un profesor dotado de esa virtud tan alabada por la
universidad moderna con el nombre de “inteligencia crítica”, arruinado por el
escepticismo superficial de Hume y Kant, incluso antes de comenzar sus estudios, y que
rechaza a priori cualquier cosa que no incite su curiosidad, ese tipo de estudiante podrá
adquirir la tecnología de la ciencia y de las humanidades, pero nunca podrá experimentar
la razón de ser de ambas. Esa inteligencia crítica, cualquiera sea su uso en el mercado, es
un profiláctico para la belleza, el bien y la verdad. Debemos tener, dice san Benito y
canta Wordsworth, “el corazón que vigila y que recibe” cerca de aquello que nos ocupa.

Ausculta, O fili, praecepta magistri, et inclina aurem cordis tui, et


admonitionem pii patris libenter excipe.
[Escucha, hijo, los preceptos del maestro, e inclina el oído de tu corazón;

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recibe con gusto las advertencias de un padre piadoso].
“Recibe con gusto las advertencias de un padre piadoso”, no solamente los preceptos
y consejos, sino acepta también las correcciones y reprimendas del maestro que está in
loco parentis [en lugar de los padres] como firme, amable y piadoso padre. La humildad
es condición necesaria para aprender. La relación entre estudiante y maestro no es una
relación de igualdad, pero tampoco de iniquidad cuantitativa, como aquella que hay entre
los que están sentados más adelante con respecto a los que están más atrás en un mismo
avión. Se trata de la relación entre discípulo y maestro, en la cual la docilidad es una
analogía del amor entre el hombre y Dios, del cual deriva toda paternidad en el cielo y en
la tierra. Esto significa que el propósito del estudio no es adquirir una filosofía propia,
como frecuentemente se dice, sino aprender filosofía. De acuerdo con la visión de san
Benito, y contra lo que sostiene el ideal actual de universidad, y en exacta consonancia
con Sócrates, santo Tomás y el cardenal Newman, el propósito de la universidad no es –
y diré esto suavemente, con reverente reserva– no es la investigación sino la amistad. La
investigación, más allá de lo que digan los lógicos, es subalterna al saber. Puede jugar un
rol auxiliar intrínseco, aportando ilustración y ejemplo para las clases, y extrínsecamente
puede aportar alguna idea u objeto de utilidad secundaria, así como el carpintero vende
el serrín y las virutas al heladero.

Ausculta, O fili, praecepta magistri, et inclina aurem cordis tui, et


admonitionem pii patris libenter excipe, et efficaciter comple.
[Escucha, hijo, los preceptos del maestro, e inclina el oído de tu corazón;
recibe con gusto las advertencias de un padre piadoso, y cúmplelo
verdaderamente].
El estudiante no debe recibir solamente el saber, el consejo y la corrección del
maestro, sino que debe llevarlos a la práctica, lo que significa que debe entenderlos, no
como el loro o a regañadientes. Es necesario que se introduzca en el pensamiento y se
asimile al modelo espiritual, intelectual y moral del maestro. Es difícil imaginar tal
situación en la actualidad, pero los profesores y estudiantes de la facultad, de acuerdo
con esta regla, deben ser mejores que el resto de la comunidad, no sólo en inteligencia
sino además en cortesía, en moral y también en buenos modales. La universidad debe ser
la imagen ejemplar, no el reflejo servil de la comunidad; o, peor aún, la iniciadora
miserable de variadas e innombrables prácticas a las que llama “liberación”.
Durante mil años, los monasterios benedictinos civilizaron a la Europa bárbara. “Tú
debes –dice san Benito con la frase de Nuestro Señor– ser el hacedor del mundo”; en una
palabra, ser justo no solamente por el estudio sino por la sed de justicia, empezando
especialmente por ustedes mismos,

ut ad eum per obedientiae laborem redeas, a quo per inobedientiae desidiam


recesseras [para que por el trabajo de la obediencia vuelvas a él, del cual

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caíste por la pereza de la desobediencia].

El lema benedictino es Ora et labora, y el gran pecado de la universidad es la


desidia, una agitada indolencia de los indiferentes que cuentan las manchas del tigre
mientras una burocracia agresiva y antropófaga devora la academia. La desvergüenza en
boga entre profesores y estudiantes que muestran las encuestas y estadísticas, es el modo
que tienen de esconder una profunda pusilanimidad. No se trata de la moda de izquierda
a pesar de toda la publicidad que recibe. Ésta no ha sido la trahison des clercs [traición
de los clérigos] sino la de los funcionarios inútiles, como el Rey en La tierra baldía de
T.S. Eliot, que son ratas de biblioteca y de laboratorio en busca de curiosidades que
todavía no han sido publicadas, mientras que los preceptos saludables de la justicia y de
la caridad son profanados en los parques de las universidades. Observen las condiciones
bajo las cuales enseñamos; la arquitectura moderna, por ejemplo, indigna, falta de
grandeza y de gusto, y nos atrevemos a llamarnos magister artium. Con qué servilismo
diseñamos nuestros cursos a fin de proponer un programa tentador, ideado en función de
lo que se denominan “exigencias económicas”, es decir, en vistas del crecimiento de una
hábil casta administrativa.
El año 500 de nuestra era fue un momento histórico de crisis y convergencia, cuando
el declinante mundo clásico, con su cultura y estructura unificantes, se encontró con las
crecientes y descentralizadas fuerzas de la barbarie y de la conversión. Con un poder
profético finamente balanceado por su educación liberal, Boecio fue un testimonio
admirable de estos hechos, de los cuales participó de dos modos: primero y
exitosamente, compiló enciclopedias, que significa literalmente “libros para niños”, y no
el índice para expertos de nuestros tiempos modernos. En ellas simplificó, sintetizó y
preservó lo esencial de la ciencia clásica, que se había transformado en algo ininteligible
para una generación que debía luchar para sobrevivir en los campos de batalla. La
Academia de Atenas, fundada por el mismo Platón mil años antes, se clausuró
definitivamente casi en el mismo año en que Boecio se convertió en cónsul de Roma.
Para contrarrestar estos hechos, él había traducido y anotado comentarios al Organon de
Aristóteles y al Isagogé de Porfirio, otro comentador de Aristóteles, y escrito libros de
texto sobre aritmética, geometría y música, los cuales se convirtieron en las fuentes
habituales para la educación científica durante los siguientes mil años. En segundo lugar,
Boecio intentó sin éxito influir en Teodorico, el gran dictador godo, a fin de mantener
alguna semejanza con el imperio y la ortodoxia de la Iglesia. Por este motivo fue
ejecutado –algunos dicen martirizado–, entregando su vida como la entregó Sócrates y
demostrando la verdad de la sentencia de Platón, que dice que la República es bendecida
si la gobiernan los filósofos, o si los gobernantes son filósofos. De acuerdo con la
Consolación, la Dama Filosofía le había pedido que aceptara esta doble vocación:

Eres tú, por tanto, quien ha decretado esta máxima por boca de Platón: que

87
los Estados serán felices si son regidos por aquellos que se dedican al estudio
de la sabiduría, o si aquellos que los rigen se dedican al estudio de la
sabiduría.

El ojo interior puede contemplar a este príncipe de los filósofos, sosteniendo el


corazón de la civilización descarriada, como el pobre Troilo,

Infelix puer atque impar congressus Achilli...


Desgraciado niño, comprometido en una lucha desigual contra Aquiles:
perdida la armadura, derribado de espaldas, de la brida Traba, que al vacuo
carro le asegura: tiran los potros en veloz corrida; arrastra el cuello y
cabellera suelta, y el polvo fácil marca el asta vuelta.

E.K. Rand dice: “Boecio fue el último de los filósofos romanos y el primero de los
teólogos escolásticos”, y cita a su adversario, el viejo Gibbons, que admite a
regañadientes que La consolación por la filosofía es un “libro dorado, sin duda digno del
esparcimiento de un Platón o de un Cicerón”. Extraña palabra, “esparcimiento”, toda vez
que el libro fue escrito por el autor en su celda, condenado a muerte, en los días
anteriores a su ejecución.
Y justamente en la cumbre de los esfuerzos académicos y políticos de Boecio, san
Benito, scienter nescius, rechazó poner su pie dentro de la universidad, huyó de la
ciudad de destrucción hacia el desierto de Subiaco y Montecassino. Ambos se deben
haber cruzado en el camino: Boecio, el último de los romanos, volviéndose hacia las
últimas luces del Occidente titilante, y san Benito, el primero de los monjes,
apresurándose hacia el luminoso Oriente, donde se levanta la Estrella de la Mañana,
oriens ex alto. No fueron las enciclopedias ni las estructuras del Imperio las que salvaron
a la civilización y las almas, sino la Regla de san Benito.
De acuerdo con el Cantar de los Cantares, Cristo ama los jardines cerrados repletos
de la simplicidad, pobreza, castidad, obediencia, silencio y gozo. Y también ama las
fuentes selladas de donde surge el agua viva que salta hasta la vida eterna. Ambas son
figuras de la Santísima Virgen:

Mi hermana, mi esposa es un jardín cerrado,


una fuente sellada.

El modo de leer la Regla no es el estudio sino la oración como un Rosario en


pequeñas cuentas, una y otra vez hasta alcanzar sus secretos. Gran parte de ella establece
el reglamento para regir un monasterio y su granja. Su carácter práctico se mide por el
asombroso éxito de quince siglos de ejercicio continuo. Para aquellos de nosotros que
vivimos en el mundo y no en los monasterios, la parte más útil es la que prescribe los

88
modos, formas y distribución de la oración. Hay varias espiritualidades; algunas de ellas
son altamente especializadas y se dirigen a las élites de cada generación, como es el caso
del Carmelo o la Cartuja. Otros, como la Introducción a la vida devota de san Francisco
de Sales, o los Ejercicios de san Ignacio de Loyola, son disciplinas espirituales
destinadas a personas comprometidas con la vida activa. La de san Benito es conocida
como la espiritualidad de la vida ordinaria, y se basa en el hecho conocido por todos los
maestros de la philosophia perennis –Platón, Aristóteles, santo Tomás– y la enseñanza
constante de los papas, e incluso por Guénon y Coomaraswamy, de la tradición oriental,
confirmada por la Revelación y puesta a prueba por la experiencia común de la
humanidad: el hecho de que la gran mayoría de los hombres son agricultores. Hay una
profunda analogía entre el ejercicio de labrar la tierra y la elevación del espíritu y del
corazón en la alabanza, es decir, la oración. Una misma raíz une las palabras culto y
cultura. Ora et labora. El trabajo alcanza su más alto punto físico en el hombre, cuyo
trabajo transforma la materia en alabanza, así como Dios transforma por su gracia la
materia y el espíritu en gloria. Según el Evangelio, Deus agricola est, Dios es agricultor.
La espiritualidad benedictina es una espiritualidad de trabajo humano en la labor y
de trabajo divino en la oración. El Oficio de la Iglesia, el officium o deber por el cual el
hombre paga su deuda de alabanza a Dios por su existencia y por la gracia, está fundado
en las prescripciones de la Regla de san Benito. La recitación del salterio –cantado en
gregoriano–, de los himnos, la lectura de la Escritura y de los Padres, las antífonas, todo
está distribuido en los horarios que san Benito diseñó a fin de seguir los cambios de las
estaciones del año y del año litúrgico. La teoría –en el sentido de intuición intelectual y
no de hipótesis–, de esta espiritualidad se funda en el hecho de que existen dos
revelaciones: la del Libro de la Naturaleza, en el que las cosas visibles de este mundo
significan las cosas invisibles del otro mundo, y la del Libro de la Escritura, donde las
cosas invisibles del otro mundo se hacen visibles en la vida y la muerte de Cristo. Por un
intercambio íntimo con la naturaleza en el trabajo manual y la absorción en su Presencia
durante la Misa, y por la lectio divina de su Palabra, el canto del Oficio y una vida en
íntegra conformidad con Él, la totalidad de la persona del monje, cuerpo y alma, se
transforma en Cristo.
Las maneras –viene de la palabra manus: mano– se enraizan en el trabajo manual.
La raíz es el trabajo, el tronco y las ramas son el cumplimiento de la vida monástica, las
flores son la liturgia y los frutos la santidad, todo lo cual es visible en las posturas,
actitudes, la gracia en el moverse, los gestos, las palabras de los monjes, la totalidad de
lo que en la escuela se llamaba “urbanidad”, y que san Benito llama “conversación”.

Vamos, pues, a instituir una escuela del servicio divino y, al hacerlo,


esperamos no establecer nada que sea áspero o penoso. Pero si, por una razón
de equidad, para corregir los vicios o para conservar la caridad, se dispone
algo más estricto, no huyas enseguida aterrado del camino de la salvación,

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porque éste no se puede emprender sino por un comienzo estrecho. Mas
cuando progresamos en la vida monástica y en la fe, se dilata nuestro
corazón, y corremos con inefable dulzura de caridad por el camino de los
mandamientos de Dios. De este modo, no apartándonos nunca de su
magisterio, y perseverando en su doctrina en el monasterio hasta la muerte,
participemos de los sufrimientos de Cristo por la paciencia, a fin de merecer
también acompañarlo en su reino. Amén.
Processu vero conversationis et fidei, dilatato corde, inenarrabili dilectionis
dulcedine curritur via mandatorum Dei.
[En cambio, a medida que se avanza en la vida monástica y en la fe, se corre
por la vía de los preceptos divinos con el corazón dilatado por la indecible
soberanía del amor].

El abad Justin McCann, cuya traducción de la Regla he seguido, explica la palabra


conversatio en esta nota:

Ésta es la primera aparición de la muy discutida palabra conversatio, que


encontramos mencionada diez veces a lo largo de la Regla [...] El Thesaurus Linguae
Latinae propone dos acepciones monásticas: 1) Introitus in vitam monachorum
[Comienzo de la vida monástica]; 2) Vita ac consuetudo monachi [Vida y costumbre del
monje]. Mi opinión, luego de mucho estudio del término conversatio en san Benito, es
que estos dos significados expresan exactamente lo que quiso decir el santo. Distingo los
dos sentidos como primarios y secundarios en el siguiente esquema:
1) Sentido primario: la palabra tiene un significado activo y denota la “conversión”
monástica, es decir, el abandono de la vida secular por la vida religiosa, el acto de
convertirse en monje.
2) Sentido secundario: la palabra tiene un significado medio y denota la vida
monástica como una disciplina establecida y una observancia regular.
Al mismo tiempo, mientras distinguimos estos dos sentidos, debemos estar atentos al
hecho de que existe una continuidad real entre uno y otro. Convertirse en monje significa
ser un monje, pero existe el factor constante del monje y su propósito. Se podría decir,
en efecto, que toda su vida es, o debe ser, una prolongación de su “conversión” original.

Dom Delatte, al comentar el primer caso en el que aparece el término al final del
Prólogo, escribe:
Processu vero conversationis et fidei [...] L’habitude des observances
monastiques, l’habitude de l’attachement à Dieu.
[El avance en la vida monástica y en la fe [...] El hábito de las observancias
monásticas; el hábito de la unión con Dios].

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“Conversión” es “el hábito de la observancia monástica”, y este hábito es definido
más adelante como “el hábito de la unión con Dios”. San Pablo, por supuesto, había
dicho: “Nuestra conversión está en el cielo”. La primera conversión de la vida monástica
es, como dice Dom Delatte, ese ingreso estricto y difícil por la puerta estrecha, dejando
los anchos caminos del mundo. Es el instante de la pobreza real, más alta que la llamada
a la pobreza espiritual que es dado a todos. Es el instante del desprendimiento,
vendiendo todo lo que tenemos y dándoselo a los pobres, alabado por san Ignacio en los
Ejercicios Espirituales y por san Juan de la Cruz en La subida al Monte Carmelo. Es el
instante en el que san Martín da su manto al mendigo, san Francisco escapa desnudo de
la casa de su padre y los primeros apóstoles abandonan sus redes y lo siguen. Pero
conversatio es también la segunda conversión, como explica Dom Delatte, no solamente
del desprendimiento del mundo sino al hábito de la unión con Dios que, según san
Benito, sólo puede tener un inicio estrecho:

Non est nisi angusto initio incipienda...


[No es sino un inicio estrecho]

casi las palabras del mismo Cristo:

Quam angusta porta et arcta via est quae ducit ad vitam!


[¡Porque estrecha es la puerta y angosta la senda que lleva a la vida!].

La verdad, dice santo Tomás, es la relación de la mente y las cosas. Los hábitos
monásticos no son simplemente físicos y emocionales. Fundados sobre el trabajo y la
oración, son proporcionales a la doble naturaleza del hombre que es espíritu y es cuerpo.
Ambos, trabajo y oración, son hábitos intelectuales que relacionan el espíritu con las
cosas y, porque en esta relación la “cosa” es Dios, la verdad es Cristo. Dom Delatte
enseña que estos dos aspectos de la conversión monástica nos alivian y nos vacían:

El corazón se dilata, se agranda al tamaño de Dios: Dios está a sus anchas en


nosotros y allí es libre y soberano. Y también nuestra alma reposa en Él.
Todos los conflictos se aquietan, no hay más que una gozosa docilidad, una
santa y dulce confiscación de nuestra voluntad por la voluntad del Señor, una
pertenencia plena a todas sus conductas. Una fuente de ternura ha surgido de
las profundidades de nuestro desierto, y sus aguas, de una dulzura sin
nombre, penetran como un perfume líquido hasta los confines de las regiones
devastadas. Es el delicado toque de Dios y su beso sustancial. Y el alma se
pone en camino, corre y canta: Dilatato corde, inenarrabili dilectionis
dulcedine curritur via mandatorum Dei [con el corazón dilatado por la
indecible soberanía del amor].

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Nunca olvidaré la tarde, después de un viaje transatlántico en avión, una noche –o un
día– sin dormir en París, largas horas en tren y, finalmente, un autobús vecinal que nos
llevó atravesando la sorprendentemente delicada y pequeña aldea de Descartes –que,
como estudiantes de filosofía, esperábamos que fuese matemática y mecanizada–,
siguiendo campo adentro, entre bosques y prados hasta que, repentinamente, medio
dormidos, no sabiendo del todo qué estaba pasado, nos encontramos parados con
nuestras maletas delante de una maciza pared de piedra con altas torres y techos,
exactamente como un viajero se encontraría hace mil años en el mismo lugar, junto al
hermoso río Creuse, donde el eremita Pedro de la Estrella oró, murió y fue sepultado. La
campana más profunda sonaba, y le respondía la más pequeña. Después supe que todas
ellas tienen nombre. Y entonces, sin transición, como en un sueño (pero esto no era en
absoluto un sueño, y eso es justamente lo importante, porque era real), yo estaba bajo el
cuidado, casi diría en los brazos de un ángel ligeramente entrado en años, fervoroso y
sonriente, que me saludaba con tanto afecto, todo él nacido de la Regla, manifestando tal
solicitud, que me podría haber equivocado y pensado que era Cristo. En Fontgombault la
Regla no es un libro, es un hecho.
El contraste con el resto del mundo fue todavía más notable porque durante la tarde,
cuatro o cinco horas antes, yo y los tres jóvenes que estaban conmigo –uno de ellos es
ahora monje– habíamos degustado la mejor de todas las comidas del mundo en una
pequeña posada de campaña, donde habíamos comido coq au vin y vin de la région. El
contraste no fue entre lo peor y lo mejor, sino entre lo mejor que la más grande y
refinada civilización puede ofrecer y las más humildes atenciones de un Reino que no es
de este mundo.
El hospedero tomó en sus manos y en sus ojos felices nuestras maletas, nuestros
brazos, nuestras risas y nuestro pésimo francés.
Ad portam monasterii ponatur senex sapiens, qui sciat accipere responsum et
reddere, et cujus maturitas eum non sinat vagari.
[A la puerta del monasterio póngase a un anciano discreto, que sepa recibir
recados y transmitirlos, y cuya madurez no le permita estar ocioso]. Este
portero debe tener su celda junto a la puerta, para que los que lleguen
encuentren siempre presente quien les responda. En cuanto alguien golpee o
llame un pobre, responda enseguida Deo gratia o Benedicite, y con toda la
mansedumbre que inspira el temor de Dios, conteste prontamente con el
fervor de la caridad.

Y allí estaba el portero, como uno de los ángeles de Fra Angélico, con cierta dulce
reserva, como si conociera un secreto que yo iba a descubrir para mi enorme bien y
gozo, exactamente como san Benito disponía, y que yo siempre había considerado como
una República ideal, a la manera de Platón, pero nunca como una realidad, incluso en la

92
Edad Media, y mucho menos una realidad contemporánea.

Omnes supervenientes hospites tamquam Christus suscipiantur, quia ipse


dicturus est: Hospes fui, et suscepistis me.
[Recíbanse a todos los huéspedes que llegan como a Cristo, pues Él mismo ha
de decir: “Huésped fui y me recibieron”].

El espíritu de la Regla es seguido incluso con la antigua costumbre del lavado de


manos. Recuerdo presentarme junto a los otros huéspedes a la entrada del refectorio y
acercarme al Padre Abad. Después de haberme tendido su mano a fin de besar su anillo,
lo cual se hace de rodillas como muestra de respeto a su cargo, el más cercano en
santidad al de un obispo, vertió sobre mis manos lo que parecía un chorro de plata. Un
novicio alto y delgado, manteniendo sus ojos bajos a fin de fijarlos interiormente en
Cristo como si asistiera a un sacramento, sostenía una fuente brillante con una toalla
blanca doblada sobre su brazo. Los modales son los fundamentos de las costumbres, y
las costumbres de toda nuestra vida exterior. Y, dado que los principios se unen en los
extremos, los modales reflejan también la vida de la gracia en nosotros.
Sin exageración, después de la liturgia, la cena en este monasterio –y comer es
realmente una parte de la liturgia como todo en este monasterio– es lo más cercano que
he estado del cielo.
Cuando Ulises comenzó el relato de sus andanzas, en presencia de las damas y
caballeros en el palacio de Alcino en Fecia, decía:

Creo que no hay nada más agradable que cuando el humor festivo reina en los
corazones de todos y los comensales escuchan al trovador desde sus sitiales,
con las mesas frente a ellos repletas de pan y carne, y los sirvientes sacando
los vinos de las crateras y escanciándolo en los vasos. Esto, en mi opinión, es
algo muy próximo a la perfección.

Un banquete de este tipo en la Odisea es, en el orden secular, un pálido reflejo de la


comida vespertina en la casa de una orden religiosa, lo cual es la misma perfección.
Podría ser que todos los grandes acontecimientos de nuestra vida y de la historia –buenos
y malos– tuvieran lugar en una fiesta. Sería posible, en todo caso, hacer una lectura de la
Odisea, obra de acción por antonomasia, olvidando la acción en provecho de las
comidas. Estaría Telémaco con los cortesanos en el gran salón de Itaca, y en la playa de
Pylos, donde se encontró con Néstor y su hijo, y en el palacio de Menelao mirando a
Helena mientras descendía

desde los perfumes de su revestida habitación, pareciéndose a Artemisa con


su rueca de oro.

93
o Ulises en el horrible festín de los Cíclopes, o con Calipso, o desayunando en la
choza de Eumeo, o en el clímax de todo el poema, cuando de regreso a Itaca tiende el
arco.
La comida vespertina, a la caída del sol, en el gran refectorio de Fontgombault, es
una actualización solemne de la Última Cena. Las largas mesas están arregladas como en
una pintura de Leonardo, con el abad de pie frente a su pequeña mesa ubicada al fondo,
bajo el Crucifijo, mientras los monjes se ordenan en las mesas de los costados, con sus
cabezas ligeramente inclinadas. El abad entona solemnemente:

Benedicite

Y ciento cincuenta voces responden:

Benedicite

Entonces el abad inicia el versículo, y todos se le unen:

Edent pauperes et saturabuntur, et laudabunt Dominum, qui requirunt eum:


vivent corda eorum in saeculum saeculi.
[Los pobres comerán hasta saciarse, y los que buscan al Señor lo alabarán.
¡Que sus corazones vivan para siempre!].
Esta oración inicial concluye con una bendición que nos recuerda que toda comida
aquí abajo es un anticipo del glorioso festín de los ángeles y santos:

Ad cenam vitae aeternae perducat nos Rex aeternae gloriae.


[Que el Rey de la eterna gloria nos conduzca a la cena de la vida eterna].

Estuve nervioso las primeras noches durante las cenas porque todo pasaba tan
rápidamente, sin transición, como el día de mi llegada. Toda la vida aquí es así. Y me
parecía que todo se apresuraba y no se lentificaba tal como yo había esperado, durante
un retiro de oración meditativa y contemplativa, hasta que descubrí que no era una
cuestión de velocidad sino de ausencia de tiempo: los monjes trascendían el tiempo. Es
una imitación del eterno ahora cuando todo ocurre, como decía Boecio, tota simul.
Había humeantes soperas, verduras frescas de la huerta monástica, enormes platos
blancos llenos de un queso blanco que se parecía al yogurt, un vaso de fuerte vino tinto y
fruta.
Durante toda la comida, un joven monje leía, o más bien cantaba en tono agudo y
monocorde, la historia de un martirio. Excepto por esto, el silencio es estricto.

94
Et summum fiat silentium.
[Guárdese sumo silencio], de modo que no se oiga en la mesa ni el susurro ni
la voz de nadie, sino sólo la del lector. Sírvanse los hermanos unos a otros, de
modo que, los que comen y beben, tengan lo necesario y no les haga falta
pedir nada.
Nevó la mañana siguiente a mi llegada, durante la Semana Santa. Nos levantábamos
para Maitines cuando aún era de noche, envueltos en nuestros abrigos porque el frío era
glacial, y nos deslizábamos semidormidos escaleras abajo hacia la iglesia abacial, una
enorme caverna gótica absolutamente a oscuras, salvo por la roja luz de la lámpara del
sagrario que brillaba al fondo. Lo único que podía ver era mi respiración, como algo
blanco y fantasmal. Y luego aparecieron los monjes en fila, casi sin hacer ruido salvo por
el suave sonido del arrastrar de su hábitos, negro sobre negro en la oscuridad. Entonces
se encendieron algunas pequeñas lámparas que parecían incluso aumentar el silencio, si
esto fuera posible. Los monjes permanecieron de pie en sus sitiales que descendían como
tribunas a ambos lados del altar mayor. Apenas podía verlos como sombras silenciosas
mientras se encendían las quince velas de un gran candelabro. Escuchamos un ruido e,
inmediatamente, los monjes cayeron de rodillas. Luego, todos se levantaron. Y escuché
nuevamente esa voz que no pertenece al tiempo y que se elevaba en las sombras, alta y
clara como un grito:

Zelus domus tuae comedit me et opprobia exprobrantium tibi ceciderunt


super me.
[El celo de tu casa me consume, y los denuestos de los que te vituperaban
cayeron sobre mí].

Siguieron tres salmos penitenciales cuyo canto resonaba profundamente bajo la alta
bóveda de piedra. Siempre había tenido la sensación, cuando escuchaba las grabaciones
o, incluso, durante los conciertos en las iglesias, que el canto gregoriano era algo rico y
extraño a la vez, pero verdaderamente esto era propiamente canto llano, pobre y familiar.
Al final de cada salmo, se apagaba una vela. Cuando estuvieron todas apagadas, los
maitines terminaron.
San Benito dice en la Regla:

Creemos que Dios está presente en todas partes, y que “los ojos del Señor
vigilan en todo lugar a buenos y malos”, pero debemos creer esto sobre todo
y sin la menor vacilación, cuando asistimos a la Obra de Dios. Por tanto,
acordémonos siempre de lo que dice el Profeta: “Sirvan al Señor con temor”.
Y otra vez: “Canten sabiamente”. Y: “en presencia de los ángeles cantaré para
ti”. Consideremos, pues, cómo conviene estar en la presencia de la Divinidad
y de sus ángeles, y asistamos a la salmodia de tal modo que nuestra mente

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concuerde con nuestra voz.

En el primer nocturno de maitines del Jueves Santo, las tres Lamentaciones son
cantadas por un solo cantor, ¿o era un ángel?

Quomodo sedet sola civitas plena populo! Facta est quasi vidua domina
gentium; princeps provinciarum facta est sub tributo.
Plorans ploravit in nocte, et lacrimae ejus in maxillis ejus: non est qui
consoletur eam, et omnibus caris ejus.
[Ay, qué solitaria quedó Jerusalén, la ciudad tan poblada. Como una viuda
quedó la grande entre las naciones. La ciudad que dominaba las provincias
tiene ahora que pagar impuestos.
Llora durante las noches, las lágrimas corren por sus mejillas. Entre todos sus
amantes nadie hay que la consuele].
Cuando llegó el tiempo de partir, el lunes de Pascua, me volví una vez más y le dije
al Padre Abad que permanecía en la puerta: “Pienso de verdad lo que voy a decirle,
aunque suene absurdo. Si bien vivo en Estados Unidos, y no sé cómo podría arreglarse la
cuestión, deseo ser enterrado aquí”. Y él me miró con esa mirada fija que los santos
dicen que es la mirada de Cristo, y con la ternura y sabiduría de Cristo, me respondió:
“Sería imposible ser enterrado junto a su mujer en un cementerio monástico”. Me
arrodillé para recibir su bendición. “Para usted y para su querida familia”, dijo:

In viam pacis et prosperitatis dirigat te omnipotens et misericors Dominus: et


Angelus Raphael comitetur tecum in via, ut cum pace, salute et gaudio
revertamur ad propria.
[Que el omnipotente y misericordioso señor te conduzca por senderos de paz
y prosperidad, y el ángel Rafael sea tu compañero en el camino y que vuelvas
a tu hogar con paz, salud y gozo].

Es verdad que los monasterios son para los monjes, y yo me marché con lágrimas
recordando con la mayor gratitud el don y la gracia más querida a mi corazón.
No seré tan insensato para pedir que todos en las universidades renuncien a
considerar el espíritu crítico como una virtud, lo cual sería una presunción, teniendo en
cuenta sobre todo mi ignorancia de sus profundos saberes, que desafían y confunden mi
ingenuo amor por las artes liberales. Pero sugiero, con el debido respeto, que reorienten
ese gran saber, por interés incluso de su propio éxito, hacia un trabajo más humilde y
más grande: la conversión y la educación de sus alumnos –un nacimiento– en la luz del
bien, de lo bello y lo verdadero. Los textos literarios solamente viven en la luz y en el
espacio libre del corazón, del alma, en el espíritu y en la fortaleza de los hombres
ordinarios, que serán más profundos y más abiertos cuando las universidades vuelvan a

96
ser, como lo fueron alguna vez, templadas por el espíritu de la Regla de san Benito, y no
regidas por ella, lo cual sería mucho pedir. A pesar de la hegemonía de la ciencia y de la
técnica, es necesario encontrar un tiempo y un lugar de silencio, algunos lugares
tranquilos en los cuales aquellos que lo deseen puedan dedicarse exclusivamente a un
saber y a un amor escondidos, en un pequeño college, o dentro de un college, como se
observa en los viejos planos de Oxford, cuyo propósito no es ser utilizados sino honrar el
pasado. Un college que no es concebido como “preparatorio” o “profesional”, sino que
está destinado a alcanzar el fruto que le es propio. La ciencia que no se da cuenta que
está injertada en ese tronco es un ciencia superficial y mediocre. Lo que vio tan
claramente san Benito, lo que emprendió con una determinación tan sorprendente, es
exactamente lo que nosotros tenemos necesidad de ver y de hacer hoy: que el fin de la
universidad, como de toda empresa humana, es volver a Aquel del cual nos alejamos.
Esto es lo que significa que un college no es un lugar consagrado a la acción, sino que
está consagrado fundamentalmente a la más alta forma de amistad que es la oración, en
la que nos convertimos en amigos de Dios, cuando se eleva el corazón y el espíritu más
allá del servicio de sí mismo –incluso del sí mismo colectivo y democrático– hacia
Aquél que, a través de la humilde sumisión a su Madre, se sometió a nosotros. Es verdad
que la ciencia puede modificar e incluso transformar lo real, pero no puede obrar
independientemente o en ausencia de la realidad. Con la sola tecnología se puede
analizar la Regla benedictina y citar sus fuentes literarias, tomar las medidas
fotométricas de la catedral de Chartres y catalogar sus partes y sus estilos, pero en
ningún caso puede escribirse un texto o construirse un edificio tan alto, tan profundo, tan
elaborado, y plenamente humano. Porque para eso es necesario el ardor inextinguible
que ha lanzado la flecha irreprochable que no puede fallar. 1
1 Charles Peguy, La tapicería de Nuestra Señora, 1913 [n. del traductor].

97
6. LA SOLUCIÓN FINAL
PARA LA EDUCACIÓN LIBERAL

Las controversias en educación, como en todas las cosas, son consecuencias de


divisiones más profundas en la filosofía y, en última instancia, en la religión. Las
discusiones sobre estudios generales o especiales, sobre la prioridad de la enseñanza o de
la investigación, o entre las humanidades y las ciencias, son un reflejo del más antiguo y
más amargo conflicto de ideas ilustrado por la muerte de Sócrates. Él lo llamaba la lucha
entre la filosofía y la sofística. Los aristotélicos lo llaman realismo versus relativismo,
porque todas las cuestiones nacen en última instancia de la afirmación o negación de una
realidad independiente de la mente a la que podemos conocer con certeza. El relativismo
es la religión de los medios masivos de comunicación, incluyendo no solamente los
diarios, revistas, libros, radio, grabaciones y televisión, sino también a las escuelas y
universidades que se han convertido en algo similar a seminarios de un sacerdocio
relativista donde se forman los escritores, sus editores, sus maestros y sus gerentes. En
estos últimos años, la instauración de este relativismo ha tomado un carácter totalitario:
se impone a todos con la fuerza inquisitorial de un fariseismo fanático que contradice los
principales artículos de su propio credo, tales como el de “libertad académica”, “libertad
religiosa”, “separación de la Iglesia y el Estado”, y excluye definitivamente la visión
realista, en especial la visión cristiana, que ha sido dominante en la civilización
occidental desde la conversión de Constantino.
A través de las decisiones de la justicia, por intermedio de grupos de presión, de
institutos de investigación y de innumerables organizaciones ideológicas especializadas,
somos nosotros las víctimas, en nuestras vidas públicas, de un agnosticismo general y sin
precedentes en la historia de la humanidad. Y más grave todavía, este estado del espíritu
relativista ha paralizado a las mismas iglesias cristianas, en las que los fieles se
amontonan como rebaños sin protección, desorientados y diezmados por lobos
transformados en pastores que les enseñan desde los púlpitos que la esencia de la
tradición es el cambio. La oración ha sido prohibida en las escuelas públicas y
desnaturalizada en las escuelas parroquiales, con la complicidad activa de redes
ideológicas infiltradas en el interior de las comunidades cristianas. La ironía de todo esto
no es tanto que las organizaciones encargadas de representar a las iglesias cristianas
trabajan por excluir la oración de la vida pública, sino sobre todo que esta oración sea
excluida por el hecho mismo de que la constitución de los Estados Unidos garantiza la

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libertad religiosa. Más o menos discretamente, el relativismo se ha instalado en el
interior de las universidades, donde la religión cristiana puede ser estudiada siempre y
cuando no se crea en ella. Los textos cristianos pueden ser examinados como uno más
entre el resto que integra el panteón, en el que todas las religiones son comparadas de
acuerdo con los principios de una antropología relativista que nunca puede concluir
acerca de la verdad de ninguna de ellas. Las religiones, incluido el cristianismo, son
tratados como mitologías.
Lo que llamamos secularización de la cultura cristiana, incluyendo la secularización
de las iglesias cristianas, no es principalmente la consecuencia de la pérdida de fe entre
las filas cristianas. Desde que los tribunales prohibieron rezar en las escuelas públicas,
todas las encuestas muestran claramente que la gran mayoría de la población pide que
sea restablecida, y la última que se conoce, publicada en una revista evangélica, muestra
incluso que “ocho de cada diez americanos creen que Jesucristo es Dios o el Hijo de
Dios”. Por eso, no se trata de una merma de fe entre los humildes sino de una
desintegración de la razón en las clases dirigentes, entre los jueces, los escritores, los
profesores y, sobre todo, entre los clérigos.
La razón es la materia sobre la que trabaja la forma de la fe. La fe perfecciona la
razón de un modo análogo al que una escultura perfecciona a la piedra, pero si la piedra
se pulveriza, la forma queda a merced de las corrientes de aire. Después de la pérdida de
la razón, no queda más que un puñado de polvo, una pseudoforma de la fe, un
sentimiento vago e incierto, un deseo. No se trata siquiera de esa voluntad de creer de los
filósofos románticos, y mucho menos de esa certeza intelectual definitiva que constituye
una fe auténtica. La consecuencia práctica es una concepción ciega y sentimental de la
caridad. No es más que “amabilidad”, solidaridad, sustituciones neuróticas y
desesperadas de los afectos naturales, confusión del alma con la piel, un hedonismo
colectivo en el que el bien común se redefine como una sensación interactiva: todo está
bien si hace sentir bien a la persona y no interfiere con el bienestar de otra persona.
Pareciera que el mayor bien para el mayor número de personas consiste en acomodarse
confortablemente en una cama de agua comunitaria. Si uno se da la vuelta, todos deben
darse la vuelta. Toda tentativa de ser justos hacia sí mismo, hacia los demás o hacia las
naciones, es vista como un perjuicio. Incluso la guerra en defensa propia o para liberar a
un pueblo sufriente y cautivo es considerada impensable, ya que el pensamiento ha
desaparecido hace mucho tiempo.
Sócrates, en los diálogos de Platón, especialmente en el Gorgias y en la República,
muestra que la justicia es una virtud intelectual enraizada en nuestra naturaleza
considerada objetivamente, por la cual sabemos que el bien siempre disminuye por un
acto en contra de esta naturaleza, más allá del dolor o del placer que produzca. Un
crimen sin víctima es imposible; incluso un crimen cometido en secreto y contra sí
mismo se comete contra la propia naturaleza del hombre y, en consecuencia, dado que
todos los hombres comparten la misma naturaleza, contra la raza humana. El suicidio,

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por ejemplo, es un atentado contra la misma vida humana. Dejar impune a quienes lo
intentan y honrar a quienes lo logran, rebaja la vida de todos. Nadie tiene derecho
absoluto sobre su cuerpo. En virtud de un contraste muy estricto, somos los guardianes
de nuestros cuerpos y de nuestras almas y tenemos responsabilidad sobre ellos. Dante
dice que las almas de los suicidas se convierten en árboles sangrantes, cuyas ramas son
cortadas perpetuamente porque, como una de ellas explica, “no es justo que un hombre
posea aquello que se ha privado por sí mismo”.
No somos los propietarios sino los guardianes de nuestra propia vida, sus cuidadores
o arrendatarios, pero no sus explotadores capitalistas. La filosofía clásica, el cristianismo
y el sentido común acuerdan que el único motivo para acabar con una vida humana –
pero nunca la propia– es la defensa de otra vida, o cuando la justicia exige que un crimen
capital sea equitativamente castigado. La justicia no es una cuestión de deseos o de
voluntad, sino un reconocimiento del ser de las cosas. El ser y el bien son términos
convertibles: ens et bonum convertuntur. Los filósofos realistas siempre han afirmado la
existencia de un Ser necesario, infinito e inteligente, como la última explicación de un
universo realmente existente, y lo hacen a la luz natural de la sola razón. No es necesaria
la revelación para conocer la existencia de Dios, aunque la revelación lo confirma a la
gran mayoría de personas que no son filósofos y no tienen el tiempo ni la ingenuidad
para pensar utilizando difíciles argumentaciones. El sentido común acierta al afirmar,
junto a la Revelación, que solamente el insensato niega la existencia de Dios. Todo
hombre sensato puede verlo: nada de lo que nos rodea, y ni siquiera nosotros mismos,
tiene en sí mismo razón suficiente de su propia existencia. Entonces, o bien hay un
último Existente (al cual llamamos Dios), que es en sí mismo razón suficiente de su
propia existencia, o no hay razón para la existencia de ninguna cosa, lo cual es un
absurdo radical, y el absurdo radical no es una alternativa razonable. Ningún ser
inteligente puede obrar de modo tal que niegue su propia inteligencia. Un acto de ese
tipo podría darse solamente por un acto deliberado de la voluntad que oscureciera a la
inteligencia, una opción perversa por la que, dice san Pablo, la persona será juzgada
responsable y se le pedirá estricta cuenta. No hay opción entre Dios y el absurdo porque
ningún ser racional puede elegir lo absurdo. “El ojo –como dice Wordsworth– no puede
elegir otra cosa que ver”. Y lo mismo puede decirse de la inteligencia, que ve el
contenido inteligible de la realidad y la necesidad de su causa última.
Todo aquello que tiene un comienzo y un medio tiende hacia un fin determinado. La
palabra curriculum viene del latín y significa “correr una carrera”, y una carrera tiene
sentido solamente si tiene una línea de llegada. La educación actual simplemente no
tiene línea de llegada. Las universidades son una colección de estudios que posibilitan la
obtención de varios certificados –en historia, literatura, ingeniería, medicina o cualquier
otra cosa–, pero no hay ninguna causa final para la institución en su conjunto, no hay un
principio de integración, no hay una “idea” de universidad, según el sentido que le dio
Newman; no hay una definición de hombre educado, lo que el propio Newman llamaba

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un “caballero”, en oposición al mero académico, crítico, científico o técnico. Como la
nación misma, las universidades se han propagado siguiendo las demandas del mercado,
empujadas por grupos ideológicos de presión y limitadas por la inercia. Ya no tienen
definición.
Incluso las grandes universidades, últimas herederas del movimiento de los grandes
libros de los clásicos, donde se leía “lo mejor que ha sido pensado y dicho”, según la
frase de Matthew Arnold, sufren de falta de finalidad. Su postura es la del filósofo del
mito de Lessing que, invitado por los dioses a elegir entre la verdad y la búsqueda de la
verdad, ¡eligió la búsqueda! Cualesquiera sean los beneficios de esta lectura de los
clásicos, incluso la de los más geniales, no producirá ningún fruto si no hay un criterio
que distinga entre lo verdadero y lo falso.
A pesar de mi respeto y mi gratitud hacia aquellos a quienes debo mi iniciación al
pensamiento, y sobre todo a cierto excelente maestro, “de mirada lenta y grave”, de la
universidad de Columbia, debo decir que incluso el movimiento de los grandes libros,
que fue muy bueno en muchos aspectos, está basado en una falsa suposición retórica,
puesto que los estudiantes simplemente no poseen las condiciones necesarias que exige
ese tipo de educación. Los profesores traicionan en sus cursos la dulce sabiduría con la
cual se comprometen cuando explican Platón, Aristóteles o santo Tomás a las mentes sin
formación que, en primer lugar, no han ejercitado ni purificado su imaginación en el
“jardín poético de los niños”, como decía Robert Louis Stevenson. Y me refiero a los
miles de grandes libros que niños y adolescentes solían leer antes de animarse a los
clásicos. De acuerdo con mi propia experiencia como profesor de literatura en la
universidad, debo decir que me he encontrado con muchos estudiantes que encontraban,
según sus propias palabras, que La isla del tesoro era una lectura pesada, lo cual
significa que es muy difícil de ser gozada por los que se acercan con placer a Star Wars
o a los juegos electrónicos.
Yo mismo enseñé los clásicos por más de treinta años, pero encuentro un número
cada vez mayor –y ahora una pasmosa mayoría– de estudiantes de los primeros años que
salen de las escuelas secundarias sin saber leer a una velocidad conveniente, y por tal no
entiendo rapidez, sino un ritmo en el que la atención se concentre sobre la inteligencia y
la profundidad, e incluso sobre ciertas cualidades –el “gusto” y el “tacto”– de los textos,
lo que requeriría un nivel universitario estándar. Ya sea que se trate de libros de prosa o
poesía, lo que consiguen no es más que descifrar penosamente algunas frases como si
estuvieran leyendo latín. Sabedores de esta situación, las editoriales han comenzado a
publicar ediciones comentadas que parecieran hechas para textos en lenguas extranjeras,
con infinidad de anotaciones y reescrituras que siguen el saber básico de la televisión y
de las revistas. Hemos llegado al punto de tener que utilizar traducciones de la literatura
inglesa estándar. Para tratar de resolver este problema, traté de entusiasmar a mis
estudiantes de veinte años con lecturas de libros para niños que deberían haber leído a
los cuatro, ocho, diez o doce años, y descubrí que el problema no son solamente los

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libros; no es solamente el lenguaje, sino que son las cosas: han perdido la experiencia
misma.
Dejemos de lado sus filosofías sentimentales, pero reconozcamos que los poetas
románticos fueron buenos profetas, al menos una vez. Más allá de que rechacen el
panteísmo juvenil de Wordsworth, este poeta acierta cuando dice: “Sal a la luz de las
cosas”. No hay cantidad alguna de lecturas, tempranas o tardías, ni hay cantidad alguna
de estudios de ningún tipo que pueda sustituir el hecho de que somos especies
enraizadas, enraizadas en la experiencia fundamental del aire, del agua, de la tierra y del
fuego a través de nuestros sentidos. Nihil in intellectu nisi prius in sensu [Nada hay en el
intelecto si no está primero en los sentidos]. Quizás estén cansados de bromas sobre
nuestro mundo de plástico, de la irrealidad de la Coca-Cola, las patatas fritas y los
programas de televisión. En un mundo en el que ningún cambio causa ya asombro, la
trampa más astuta del demonio es impedir que gustemos, que nos aburramos de estas
realidades simples pero saludables, que ya han pasado de moda como los vestidos con
corsé o los zapatos abotonados. Cuando se siembra la mejor literatura para niños, incluso
en las mentes jóvenes más brillantes, si el suelo de esas mentes no ha sido enriquecido
por la experiencia natural, no se conseguirá el fruto fecundo de la literatura que es la
imaginación, sino solamente la fantasía estéril. Los niños necesitan la experiencia directa
y diaria de los campos, los bosques, los arroyos, los lagos, los océanos, el pasto y la
tierra, para que así puedan cantar espontáneamente con el salmista:

Alabad al Señor en la tierra, dragones y abismos del mar, rayos, granizo,


nieve y bruma, viento huracanado que cumple sus órdenes, montes y todas las
sierras, árboles frutales y cedros, fieras y animales domésticos, reptiles y
pájaros que vuelan.

Si no conocen por donde comenzar a conocer las cosas –y que no sea en National
Geographic o el zoológico–, no aprenderán a cantar o a gustar de los libros para niños
que celebran estas cosas. Y si, después de leer aventuras, comienzan estudios que los
inician en la lectura de los clásicos, sin que hayan tenido previamente la experiencia
inmediata de la realidad y el amor por ella, obtendrán personas brillantes cuyos astutos
razonamientos estarán desprovistos de todo contenido. Sócrates se paseó durante toda su
vida por caminos sin pavimentar y por arroyos de una ciudad que era grande pero que se
mantenía esencialmente rural. Lo pueden ver en el Fedro de Platón, bañando sus pies
desnudos en las aguas de un arroyo mientras enseña a un joven enamorado los
contenidos inteligibles del amor. Y dice Sócrates en la República que llegaba de caminar
los ocho kilómetros que separan Atenas de la costa, y que los caminaría de regreso a la
ciudad al anochecer. Aristóteles enunció los mayores principios metafísicos mientras
caminaba los sesenta kilómetros que lo separaban de Megara. Santo Tomás de Aquino,
que fue educado en el monasterio de Montecassino desde los cinco años, enraizado en la

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vida rural de la Edad Media, caminó desde Roma hasta Alemania una docena de veces,
ida y vuelta, a través de los Alpes. Ni los programas de televisión, ni los videocassettes,
ni las piscinas climatizadas, ni la nieve artificial pueden reemplazar esta educación física
y poética, sana y natural que la justa razón presupone. Y el problema no radica, como ya
he dicho, en que los contenidos de la televisión sean malos. No necesitamos mejores
producciones de Jacques Cousteau sobre la vida marina. Es la artificialidad de la
televisión misma el problema, aún cuando el material supuestamente sea real. La ballena
de veinte metros de largo que se zambulle en unos pocos centímetros cuadrados de la
sala de estar mientras beben una Coca-Cola no es la realidad. Tengo un vívido recuerdo
del motivo por el cual mis estudiantes de hace veinte años tenían serias dificultades de
comprensión cuando debían leer el Cuento del cura y la monja de Chaucer. El problema
no era que ignoraran la teología escolástica a la cual yo los podría haber iniciado, sino
que, como nunca habían visto pollos, eran incapaces de divertirse con Chantecler, el
gallo que hablaba como santo Tomás. Recuerdo también que, hace muchos años, llevé a
mis hijos a visitar el zoológico de Nueva York y, al final del largo recorrido, no
encontramos al ornitorrinco que esperábamos, sino a un granjero ordeñando una vaca,
acto que era observado con grandes ojos de asombro por nuestros pobres niños de
ciudad, desnutridos culturalmente y con sus almas hambrientas y dilatadas.
Y déjenme señalar nuevamente el papel que han jugado las iglesias en esta
desconexión con la realidad, porque si consideran la vida cultural de Estados Unidos
desde sus orígenes, podrán constatar que el lenguaje, la música, el arte, las costumbres,
los modales, la entonación y los gestos, han tenido principalmente dos principios
normativos: la versión solemne de la Biblia en la versión del rey Jaime, el Libro de
oraciones de Cranmer y los himnos de Wesley, por una parte; y, por otra, la espléndida
liturgia latina de los católicos. Pero hoy, en lugar de eso, las diversas iglesias cristianas
distribuyen sus respectivas comuniones en un ambiente que reproduce directamente el
modo en el que McDonald’s distribuye hamburguesas, con la misma música, los mismos
uniformes, las mismas sonrisas carismáticas y, hasta donde podemos suponer, a veces
también el mismo contenido aparente de comida y bebida.
Pero aun suponiendo que encontramos milagrosamente un estudiante que ingresa en
la universidad siendo capaz de comprender algo de los clásicos, la cuestión de la
finalidad no estaría resuelta. Si nadie sabe de qué está hablando, el estudio de los
clásicos y de las grandes ideas que ellos enseñan no será más que un juego, quizás
inteligente, pero ciertamente estéril. Aprender por sí mismo no es un fin; la finalidad del
aprendizaje es el estudio de la verdad. Incluso el mejor coloquio sin certezas que lo
guíen es como el diálogo interminable que Dante describe con fuerza y tristeza y que se
da, en el limbo, entre los buenos paganos, esas almas dulces y luminosas, eternas
seguidoras de la Verdad, que siempre buscaron lo que nunca encontraron. Entre ellos se
encuentra el mismo Virgilio, que decía senza speme vivemo in disio, “sin esperanza
vivimos en el deseo”. Todo el pasaje con el que comienza el Inferno constituye una

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exacta descripción de los coloquios y clases que se imparten en el seno de las mejores
universidades. De hecho, la lista de quienes intervienen parece el catálogo de una
biblioteca. Éste es el texto en español:

[...]
crucé por siete puertas con los sabios;
hasta llegar a un prado fresco y verde.

Gente había con ojos graves, lentos,


con gran autoridad en su semblante:
hablaban poco, con voces suaves.

Nos apartamos a uno de los lados,


en un claro lugar alto y abierto,
tal que ver se podían todos ellos.

Erguido allí sobre el esmalte verde,


las magnas sombras fuéronme mostradas,
que de placer me colma haberlas visto.

A Electra vi con muchos compañeros,


y entre ellos conocí a Héctor y a Eneas,
y armado a César, con ojos rapaces.

Vi a Pantasilea y a Camila,
y al rey Latino vi por la otra parte,
que se sentaba con su hija Lavinia.

Vi a Bruto, aquel que destronó a Tarquino,


a Cornelia, a Lucrecia, a Julia, a Marcia;
y a Saladino vi, que estaba solo;
y al levantar un poco más la vista,
vi al maestro de todos los que saben,
sentado en filosófica familia.

Todos le miran, todos le dan honra:


y a Sócrates, que al lado de Platón,
están más cerca de él que los restantes;

Demócrito, que el mundo pone en duda,

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Anaxágoras, Tales y Diógenes,
Empédocles, Heráclito y Zenón;

y al que las plantas observó con tino,


Dioscórides, digo; y vi a Orfeo,
Tulio, Livio y al moralista Séneca;

al geómetra Euclides, Tolomeo,


Hipócrates, Galeno y Avicena,
y a Averroes que hizo el “Comentario”.

No puedo detallar de todos ellos,


porque así me encadena el largo tema,
que dicho y hecho no se corresponden.

El grupo de los seis se partió en dos:


por otra senda me llevo mi guía,
de la quietud al aire tembloroso

y llegué a un sitio en donde nada luce.

Con respecto a la cuestión capital de la finalidad, los programas de estudio de ciertas


instituciones católicas son mejores que los viejos programas laicos que les sirvieron de
modelo. Pero sería conveniente que los filósofos tomistas que dictan esos cursos
recordaran el axioma escolástico según el cual los medios deben ser proporcionales a los
fines. En tanto que medios para enseñar, los debates o controversias pasan por ser un
método dialéctico inaugurado por los diálogos de Sócrates. Supongamos por un
momento que fuera así –aunque la rápida mirada a un texto de Platón muestra que no es
así–, y que hubiera estudiantes aptos para aprovecharse de este método –aunque una
rápida mirada sobre sus lecturas habituales muestra lo contrario–, pero supongamos que
se dieran esas dos cualidades: si no hubiera lecciones magistrales y profesores que saben
hacer buenas preguntas y dar buenas respuestas, los debates degenerarían rápidamente en
una pelea de mastines en la que el más fuerte o más hábil ganaría, y si esas sesiones se
hicieran habituales, todo terminaría en un escepticismo arrogante, lo cual es el final de la
Academia de Platón. Los estudiantes necesitan de la exposición sistemática de ideas y un
entrenamiento cotidiano y sostenido de las disputas lógicas en el marco de debates bien
estructurados. Pero en ausencia de gimnasia, música, arte, historia, y de modales, moral
y religión, todo lo cual se aprende en los hogares cristianos, el intercambio de opiniones
en los debates o seminarios sobre los clásicos alentaría la sofística contra la cual
combatió Sócrates y terminó entregando su vida. Los estudiantes aprenden un método

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crítico con el cual demoler las ideas del adversario sin haber captado previamente la
realidad que subyace en esas ideas; y, sobre todo y lo peor de todo, es que si el
estudiante durante ese tiempo no fue capaz de dominar sus apetitos y temperamento –si
es débil, impaciente, malicioso, sensual o indolente–, dotado de esas armas críticas es un
candidato seguro a acumular diplomas y certificados y a aparecer en la revista Hola.
Los antiguos distinguían cuatro grados del saber. El primero era la poética, o las
verdades que son captadas intuitivamente, como cuando uno confía en el amor de otro.
La retórica, en la que uno es persuadido por la evidencia, pero sin pruebas
determinantes, admitiendo por tanto que puede estar equivocado, como cuando votamos
por un candidato político. Luego viene la dialéctica, en la que se prueba de una manera
que excluye toda duda razonable que, de dos argumentos opuestos, sólo uno puede ser
verdadero, y éste es el tipo de evidencia suficiente para condenar en un tribunal de la
corte o para certificar alguna droga para el uso humano en un laboratorio. Finalmente, la
ciencia –ciencia en el sentido antiguo y no en el moderno, que es dialéctico y retórico,
sino ciencia como epistemai– que alcanza la certeza absoluta, como cuando conocemos
que el todo es mayor que la parte, que el movimiento presupone un agente, o que conoce
hechos evidentes como que Cuba es una isla porque se puede navegar en derredor. Cada
uno de estos grados posee una facultad apropiada: la memoria y el juego de la
imaginación para la poesía; las reglas y práctica de la elocuencia para la retórica; la
argumentación escolástica y la experimentación en laboratorios para la dialéctica, y la
exposición sistemática para la ciencia. Pero ¿dónde está la “discusión en clase”? No está.
¿Por qué? Porque los antiguos la habían rechazado.
En el siglo XVI, cuando al decir de John Donne, “la nueva filosofía puso todo en
duda”, surgió de entre las ruinas del pensamiento antiguo y medieval un quinto modo de
conocimiento. Uno de sus más brillantes entusiastas fue Montaigne, y lo llamo essai, que
en francés significa “ensayo”. Montaigne, que era escéptico, tenía certeza de que no
existían certezas, que la inteligencia era una especie de juego y que la verdad nunca es
más que un essai. En el siglo XX, para hacer la historia corta, como el humor cultural se
ha deslizado rápidamente hacia el estado de diversión y todas las formas de actividad se
han tecnologizado, el ensayo, también llamado “investigación”, como todo lo demás, se
ha transformado en colectivo. La discusión es nuestro modo dominante de exposición,
tanto en una comisión como en el gobierno. Como en la “percusión”, que es el choque de
un cuerpo contra otro, la “discusión” es un golpe de reflexiones personales que chocan
con las reflexiones de otros que están tratando de alcanzar la verdad; es el enérgico
ejercicio de varias inteligencias reunidas saltando sobre un trampolín en la oscuridad. El
desperdicio más grande de todo este sistema es que nadie escucha. Las mentes de todos
los participantes son hiperactivas. Apenas la frase termina de pronunciarse, ya aparece la
respuesta: “¿Qué entiendes por verdad? ¿Qué entiendes por entender? ¿Qué entiendes
por qué?”. En todo esto no hay un lento crecimiento de la inteligencia, como decía
Wordsworth, ni tampoco el espíritu pastoral que se encuentra en los diálogos socráticos;

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nada de rumiar la verdad como aconsejaban los santos, nada de contemplación como
comienzo de la compresión contemplativa. De hecho, no hay compresión de nada; lo
único que hay es una especie de superstición en la cual la mente pretende erigirse en
maestra de la realidad. De acuerdo con estas discusiones, el hombre es la medida de
todas las cosas, como decían los sofistas. Niels Bohr, el físico atómico, lo resumió en
una suerte de confesión de apostasía filosófica: “Toda proposición que se pronuncia debe
ser entendida como una pregunta y no como una afirmación”.
El dios de esta investigación colectiva es el cambio y, por intermedio de la
investigación colectiva, el cambio se instala como el dios inamovible de los gobiernos,
las universidades, los conventos y los compromisos religiosos. Los llamados
“seminarios” o debates son la aplicación de la investigación colectiva a los cuatro modos
de conocimiento, y no es apropiada para ninguno de ellos. Los buenos maestros, me
apresuro a decirlo, más allá de sus técnicas, inflaman el espíritu de sus estudiantes
cuando el fuego virtual de los textos golpea la actualidad a través de la chispa de su
propia voluntad e ingenio. Yo he visto arder ese fuego muchas veces, como se puede ver
en los Diálogos con Sócrates, cuando un buen profesor, entusiasmado por la
consideración del bien, de lo verdadero y de lo bello, interrumpe repentinamente los
recitados de “yo pienso, tú piensas, él piensa”, para profetizar, al igual que Jeremías, con
la fuerza todopoderosa de la certeza que desciende silenciosamente como la paloma
sobre todos los que están allí reunidos. En ese momento, nos arrepentimos de nuestras
opiniones egoístas y de nuestros valores propios, y nos sonrojamos en la vergüenza del
asentimiento puro, simple e incandescente. “Esto es verdadero –decimos–, esto es
realmente verdadero”. Y esa es la experiencia que nunca se olvidará en una verdadera
educación liberal, y cuando se ha experimentado una vez, nos permite soportar los
fracasos, las estériles horas de discusión, en la esperanza de que el fuego arderá
nuevamente. Y si nunca se ha producido es porque nunca has tenido educación en
absoluto.
Una de las mejoras inmediatas para aplicar a la vida contemporánea, incluyendo la
educación, podría ser la suspensión del parloteo. No más ensayos, individuales o
colectivos, no más discusiones en comisiones ni en columnas de opinión, no más debates
televisivos, diálogos religiosos o conferencias ecuménicas. Si alguien sabe algo, si tiene
autoridad, dejémoslo explicar tanto como le parezca y a quiénes él considere apropiados,
y todos los demás escuchan y se quedan callados –con excepción de las mujeres, por
supuesto, que tienen un privilegio especial–, pero ¡no!, especialmente las mujeres,
porque ellas tienen el don más elevado para el silencio: la contribución más grande para
la restauración del orden de toda la sociedad humana consistiría en la fundación, en cada
ciudad, pueblo o comarca rural, de comunidades de religiosas contemplativas
consagradas a la vida de silencio, y de esa manera el silencio estaría presente en nuestros
trabajos y en nuestros días como un árbitro vigilante en el juego, a fin de juzgar y
sopesar todos nuestros ruidosos logros. La razón principal por la cual, en la actualidad,

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los hombres y las mujeres destruyen su sexualidad mediante formas tan variadas como
violentas de esterilidad voluntaria, es la escasez de aquellos que son tan fecundos que
abrazan el estado de virginidad consagrada. Y la razón por la cual nuestros debates y
nuestras comisiones terminan en la esterilidad del escepticismo, es que el grupo que
lleva una vida de silencio fecundo y consagrado es aún más reducido.
La educación en los años ’60, en su gran mayoría, abandonó el limbo en el cual
estaban aún las universidades que seguían la tradición de los grandes clásicos para
precipitarse por otro camino, mucho más rápido y profundo, hacia el infierno, hacia la
zona donde “nada brilla”. Pero ¿no será, en última instancia, mejor así, porque quizás sea
conveniente que seamos arrojados a las tinieblas antes de volver a ver la luz que
permitiría volver a poner las cosas en su lugar? El largo camino para salir de la
deseducación de izquierda de nuestros tiempos será encontrado, me parece, por aquellos
que alcancen el fondo del laberinto universitario y puedan, como Dante en el fondo del
Infierno, “a través de una compuerta redonda, ver los bellos objetos que ruedan en el
cielo y así, de nuevo, contemplar las estrellas”.
Hace quinientos años que Hamlet lanzó su desastrosa pregunta y encaminó a la
civilización occidental por el sendero de la duda, en el que “ser” se convierte en una
pregunta. Cuando Moisés preguntó: “¿Quién debo decir que me envía?”, la Voz de la
zarza ardiente respondió: “Diles: «Ser me envió, Aquél que Es»”. Y esto no es un
ensayo, es una certeza; no es una duda, sino los fundamentos de la fe y la razón, y la
razón última de todo este ajetreado curriculum que es la vida humana.
Supongamos que Dios no es un sentimiento sino un hecho. Si existe, eso marca una
diferencia, y no solamente sobre algunas cosas, sino sobre todas las cosas, incluyendo la
ética, la política, la ciencia, la literatura, la ingeniería, los negocios y la religión, en una
palabra, el cursus completus, el curriculum entero.
Buchenwald, el Archipiélago Gulag y las oscuras y siniestras factorías de la muerte
masiva de niños no nacidos en Estados Unidos, son la solución final de la Civilización
Occidental, son su exterminio. En el ámbito intelectual, esta solución ha sido la
disolución del conocimiento en departamentos especializados, discusiones en clases y
comisiones, en las que el maestro ya no toma el ideal de Aristóteles, el maestro de los
que saben, sino de Hamlet y de Descartes, los maestros de los que dudan: controlan,
experimentan y publican pero nunca concluyen más que con un essai. Para ellos , la
“verdad” está siempre entre comillas; para ellos, la perfecta unidad de expresión no es la
frase sino el paréntesis.
Si Dios existe, hay verdaderamente un verbo “ser”. Los verbos afirman la existencia
y, por tanto, hay frases y, si además de existir, Dios revela y salva, entonces hay frases
de vida eterna y de muerte. Y ciertamente, si existe, a fortiori, si Él se revela y salva, no
puede ser excluido del curriculum, excepto por un acto deliberado de ignorancia
voluntaria que santo Tomás dice que es el elemento esencial de todo pecado. Sócrates
decía que el pecado es una clase de ignorancia, lo cual es cierto porque las palabras

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“ignorancia” e “ignorar” tienen la misma raíz, pero ignorar no es solamente falta de
conocimiento sino obrar bajo una deliberada falta de conocimiento de la regla que se
conoce perfectamente bien. En su tratado De Malo, dice:

Por eso el artesano no peca por el hecho de no tener la regla en sus manos,
sino por el hecho de que, aun sin tener la regla en sus manos, corta la madera.

No tener universidades en absoluto significaría ignorancia de muchas cosas, pero


tener una universidad en la cual el conjunto de alumnos y profesores se unen para dejar a
Dios fuera no implica solamente la privación de una enorme rama del conocimiento: si
Dios, que es la causa existencial y actual de todas las cosas, queda fuera, no solamente se
permanece en la ignorancia sino que se comete lo que santo Tomás llama el pecado
intelectual de malicia cierta. Si ocho de cada diez americanos creen que Cristo es Dios,
es previsible que en ocho de cada diez universidades se encontrará también esa mayoría,
pero sucede exactamente lo contrario. Incluso en instituciones nominalmente cristianas,
y por supuesto en las otras también, el curriculum está fundado en una rigurosa
exclusión de ciertas verdades, lo cual prueba el estado de pluralismo inquisitorial en el
que vivimos.
Las cuestiones sobre los planes de estudio se reducen a las últimas preguntas
filosóficas, que son religiosas. Supongamos que Dios existe y que por tanto habrá un
orden necesario en la naturaleza y en todas las ciencias y artes que, al estudiar, imitan a
la naturaleza. Supongamos, además, que Dios se revela y ese saber revelado tendrá un
contenido necesario que no podremos ignorar, el cual será no solamente un nuevo saber
sino que, dado que es superior y arquitectónico con respecto al resto, ese resto deberá ser
consistente con respecto a él e interpretado a su luz. Supongamos también que Dios
salva, que se hizo hombre, vivió entre nosotros y nos dio a través de su sacrificio los
medios para participar de su propia vida, a la que llamamos Vida Eterna, y que Él es el
final sin fin de nuestra existencia –y esta suposición no cabe dentro de la filosofía pero la
historia la propone como un hecho–, entonces no solamente tendremos un orden y un
contenido, sino también una praxis, un conjunto de cosas que deben ser hechas, en las
cuales el aprendizaje y todo otro tipo de actividad se convierten en oración, un sacrificio
de alabanza ad majorem Dei gloriam, para la mayor gloria de Dios, según la famosa
frase de san Ignacio de Loyola, que fundó el mejor sistema de colegios y universidades
de la historia, para las cuales estableció como primer principio y fundamento que:
El hombre ha sido creado para alabar, reverenciar y servir a Dios Nuestro
Señor y, a través de esto, salvar su alma.

El primer principio y fundamento establece una nueva economía con la cual medir
los colegios, los planes de estudio, los profesores y los estudiantes. Si se acepta, no
solamente cambian algunas cosas sino que todo cambia. Cualquier otra cosa inferior,

109
será inútil y peor que estéril, porque si Dios existe, se revela y salva, todos los que
rechazan los medios que les ofrece no solamente son incapaces de alcanzar el fin sino
que gustarán para siempre el amargo fruto de su malicia.
Una universidad agnóstica imita con exactitud a Lucifer en su caída, como escribe
Jacques Maritain en su notable librito El pecado del ángel:

El Ángel se fija libremente en el mal. No quiere ninguna parte en la felicidad


sobrenatural para la cual Dios lo hizo, porque a pesar de todo su esplendor,
tendría que saberse menor en comparación con Él. Peca contra el orden
sobrenatural y al mismo tiempo contra el orden natural, que manda obedecer
siempre a Dios. Se ha hecho para sí mismo su propia felicidad y su voluntad
permanecerá en esta actitud, al precio de los sufrimientos del infierno, que
aceptó anticipadamente. Prefiere este tipo de felicidad, soledad en su propia
naturaleza y autosuficiencia en el mal y en la negación, y orgullo en ser capaz
de imponer privación en la voluntad (antecedente) de Dios [...] Y tiene lo que
quiso. El acto por el cual elige el mal y rechaza la caridad es el primer acto de
libertad. Está fijado en él para siempre porque la decisión libre del ángel es
esencialmente irrevocable.

La decisión libre del hombre y de sus universidades no son irrevocables mientras


estemos en la tierra, aunque debo admitir que lo que pide la revelación cristiana es
imposible de realizar sin un milagro de por medio. Pero si esta revelación es verdadera,
la respuesta a la cuestión de la finalidad de la enseñanza –que está lejos de ser la única
finalidad que se ha perdido de vista– puede resumirse en una palabra: conversión. Y esto
quiere decir, en primer lugar, que la ficción sofística de la separación de la Iglesia y el
Estado debe ser reemplazada por el franco reconocimiento que todo debe ser realizado
AMDG, para mayor gloria de Dios.
No les estoy negando a los no creyentes el derecho a tener sus escuelas, pero es una
interpretación absurda de la justicia que los cristianos deban excluirse a sí mismos de sus
propias escuelas a fin de no ser descorteses con los no creyentes, como si aquellos que
pueden ver debieran arrancarse sus ojos a fin de darle a los ciegos el derecho a la
igualdad. La educación actual no es solamente incompleta sino contraria tanto a Dios
cuanto a la naturaleza; es sacrílega y anticientífica.
En segundo lugar, la conversión de la educación significa el reconocimiento de que
en todo tipo de estudio hay una relación formal con la inteligencia divina, tal como se
reveló a las criaturas, físicas, matemáticas y éticas, y tal como es imitada en las cosas
que producen, de modo tal que el mismo Dios es siempre nuestro único tema, lo cual no
implica negar la distinción real de las partes. Y en tercer término, la estructura del
aprendizaje debe seguir el orden de la naturaleza y del que aprende, desde el
conocimiento sensible al imaginativo y al inteligible. La gimnasia, la música en sentido

110
amplio y la ciencia siguen en este orden, y no pueden ser salteadas, invertidas o
mezcladas.
Tal como dicen los escoceses: “El pescado se pudre comenzando por la cabeza”. La
actual crisis de liderazgo es una catástrofe nacional. Estamos sufriendo bajo el reinado
de los ignorantes y sometidos a una burocracia imbécil pero astuta en su mediocridad,
cuya mayor preocupación es la de preparar su propio crecimiento, lo cual facilita dejar
de lado a aquellos a quienes les interesa el trabajo que hacen, los que se quedan noches
enteras pensando los misterios de la física y del corazón humano, y días enteros
peleando con las incasables y reacias mentes de los jóvenes.
Pero los profesores no tienen derecho a quejarse. Los profesores de las universidades
traicionaron su compromiso, que era el de transmitir a las nuevas generaciones el gran
depósito del bien, de la belleza y de la verdad, conocidos como occidental, o más
apropiadamente, como civilización cristiana. La “traición de los intelectuales” ha sido un
asunto lamentable, triste y sórdido.
Los padres que confiaron sus hijos en buena fe a las universidades encontraron que
habían sido vendidos por astutos feriantes en el mercado de esclavos del siglo XX:
marxismo, psicología conductista, drogas, pornografía, perversión sexual. No es
asombroso que padres y ciudadanos estafados hayan buscado otra cosa. Si esa es la
educación liberal, dijeron, es mejor tener escuelas de negocios o escuelas técnicas que
nos provean de administradores serios que eviten la raíz del mal que es ¡el pensamiento!
Fue un grave error. Se le hizo el juego al enemigo que reía en un costado. La misión
de la universidad no es mantenerse alejada de los problemas. El error es, efectivamente,
un problema. Pero también lo es la verdad. Lo que necesitamos son decanos buenos y
fuertes, rectores y profesores que hayan sido formados ellos mismos en la educación
liberal, que tengan la valentía de volver atrás y comenzar de nuevo según el modo
correcto y el único primer principio y fundamento.
La universidad, como los negocios y la nación, necesitan desesperadamente de
líderes y seguidores con conocimiento, que amen verdaderamente la verdad, que sean
caballeros y bien educados, y que sean combativos porque es necesario tener corazón de
soldados para remontar la corriente de cobardía y debilidad que se esconde detrás de las
cifras, pues en la actualidad es el número de páginas publicadas en revistas científicas,
sin tener en cuenta su calidad, el que decide los cargos en las cátedras, las becas y los
años sabáticos. Al mismo tiempo, los buenos profesores son alabados
condescendientemente y recompensados con premios simbólicos que ni siquiera son
tenidos en cuenta en las evaluaciones. Cualquiera que sea la universidad, los mejores
profesores suelen estar en lo más bajo de la escala, mientras que los peores brillan en las
cátedras más prestigiosas.
¿Es posible una reforma de esta situación? Sí. Cuando alguien tome la tarea de
reconstruirla sobre los buenos fundamentos, entonces las escuelas y las universidades se
levantarán de sus ruinas. Lo que es verdadero, es verdadero semper et ubique idem

111
[siempre y en todo lugar]. Tenemos el gobierno y la educación que merecemos, y
tendremos líderes verdaderos cuando realmente los deseemos; lo que implica que, como
nación y como vecindades en el ámbito local, y en los hogares, tengamos en vista un
objetivo. No se pueden reformar los medios sin antes conocer el fin y éste es, en el
fondo, una cuestión religiosa. Si la nación, comenzando por sus pequeñas poblaciones,
sus hogares y sus corazones, no retorna a sus orígenes y fines cristianos, se desintegrará.
Para liderar cualquier ámbito de la vida debemos tener santos, que son hombres y
mujeres ordinarios que llevan hasta el heroísmo sus virtudes por amor a Dios. Y los
encontraremos cuando queramos encontrarlos. Algunos de ellos estarán leyendo estas
líneas, y se preguntarán si hay aún santos, como santa Cecilia y san Francisco, que se
desconocían como santos, con su gran vocación escondida en sus propios corazones
como el oro en las rocas. La restauración nunca comienza en las cimas que se
desmoronan, sino que siempre comienza en las profundidades oscuras de los corazones
simples. No nace en los rugidos de los huracanes sino en el soplo de la brisa ligera.
Cuando una nación no tiene otra escala de valores más que el éxito material, está
liderada por la mediocridad mezquina y opresora, que le impide responder a la agresión
de las potencias extranjeras, las cuales son más efectivas en tanto están motivadas por
amores y odios más profundos, y están dispuestas a sacrificar sus comodidades e incluso
sus vidas por lo que creen.

112
7. LAS TINIEBLAS DE EGIPTO

Se dice que en las catacumbas, que recorren cientos de kilómetros bajo las calles de la
Roma moderna, más profundas que las criptas, y por debajo también del Vaticano, hay
barriles, tarros, cajas, cajones y cofres llenos de reliquias, que no están catalogadas ni
autentificadas, entre los que se cuenta un fémur de Adán y la costilla que compartió con
Eva apenas salieron del paraíso terrenal; huesos de santos conocidos y desconocidos y
también de impostores (por ejemplo huesos de cerdos etiquetados como humanos y
docenas de cráneos que rivalizan por ser la cabeza de Juan Bautista); pedazos de ropa y
coágulos de sangre seca que se licúan en ciertas ocasiones.
Se cuenta que un día, un joven monje de la orden encargada de la verificación de las
reliquias, que había ido a buscar un hueso auténtico de primera clase, descubrió
accidentalmente una pequeña ampolla sellada de cristal, envuelta en telarañas y llena de
moho. Picado por una nerviosa curiosidad, el monje acercó su lámpara, rompió el sello y
sacó el pequeño tapón. Sus dedos sintieron un húmedo goteo que le produjo la misma
sensación que si hubiese tocado una babosa, aunque parecía que allí no había nada.
Alumbrando con su lámpara el rótulo, leyó con cuidado la escritura uncial en latín:
Tenebrae Aegypti [Las tinieblas de Egipto], y en una escritura más pequeña, estos
versículos del libro del Éxodo:

Y dijo el Señor a Moisés: “Extiende tu mano hacia el cielo, y habrá tinieblas


sobre la tierra de Egipto, tan espesas que podrán sentirse”. Y Moisés extendió
su mano hacia el cielo; y vinieron horribles tinieblas sobre toda la tierra de
Egipto.

El joven monje arrojó la ampolla, que se rompió al golpear con las húmedas piedras
del suelo, y huyó despavorido, mientras las espesas tinieblas comenzaban a subir hacia
las calles a través de las alcantarillas, empapando los vestidos e insinuándose en los
corazones y en las mentes, y terminaron cubriendo Roma, Italia, Europa y el mundo
entero.
Por supuesto, se trata de una leyenda. Pero, como ocurre con los mejores cuentos,
está cargado de sentido.
La religión secular más ampliamente extendida en el mundo occidental, e incluso en

113
las iglesias cristianas de hoy, es llamada frecuentemente humanismo. ¿Puede haber un
humanismo cristiano?
Ismo, en sentido estricto, significa la adhesión excluyente y excesiva a una persona,
causa o cosa. Los ismos son resultado de las mentes que tienen ideas fijas y conducen al
fanatismo. La palabra humanismo fue aplicada en primer lugar al trabajo de algunos
académicos y científicos del Renacimiento que se rebelaron contra lo que consideraban
que era una adhesión excesiva a la teología escolástica y a la ciencia de Aristóteles. Las
nuevas observaciones de la naturaleza, especialmente a partir de la invención del
telescopio y la disección de los anatomistas, las habían convertido, decían, en obsoletas.
Aunque había entre estos académicos y científicos una tendencia a rebelarse contra el
cristianismo porque lo consideraban pasado de moda, no fue la posición de todos los
humanistas del Renacimiento, algunos de los cuales defendieron la fe a partir de los
nuevos conocimientos. Por ejemplo Erasmo, que escribió contra Martín Lutero, y santo
Tomás Moro, que fue tanto un humanista como también un mártir de la fe. Pero, en
general, los humanistas –como la palabra indica– centraron su filosofía sobre el hombre
y sobre las cosas del hombre excluyendo a Dios. Shakespeare lo resume en el discurso
de Hamlet:

¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble en su razón! ¡Qué infinito en


sus facultades! ¡Qué expresivo y admirable es en su fuerza y en sus
movimientos! Por sus actos, se parece a un ángel; por su pensamiento, se
parece a un dios. ¡Es la maravilla del mundo! ¡El animal ideal!

Víctima de su drama, Hamlet adoptó enseguida la posición contraria y


complementaria del pesimismo implacable, típico del pensamiento antihumanista del
Renacimiento, que fue una época de divisiones y de violentos contrastes. Luego de haber
pronunciado esas palabras de alabanza al hombre, agrega irónicamente:

Y sin embargo, ¿qué es para mí esta quintaesencia del polvo? El hombre no


tiene encanto para mí, y la mujer tampoco.

Y todos recuerdan cómo, en otro famoso discurso, piensa en el suicidio, diciendo de


sí mismo (aunque habla también de su época)
Los colores de la vida se demudan bajos los pálidos reflejos del pensamiento.

Con el ojo penetrante del poeta, Shakespeare vio que este animal ideal, aunque
puede ser semejante a un ángel o a un dios por medio de su acción, se muestra bestial
con mayor frecuencia. Santo Tomás Moro y su amigo Enrique VIII eran ambos
humanistas y compartían esa nueva filosofía. Uno se convirtió en santo; el otro en algo
peor. La hija de Enrique, la “bondadosa reina Bess”, podía componer un hexámetro en

114
latín como el mismo Virgilio, y ordenar, como Salomé, la decapitación de varios santos.
Evelyn Waugh, en su brillante biografía de san Edmundo Campion, describe esta exacta
yuxtaposición de sofisticados conocimientos científicos y destrezas literarias junto a la
crueldad física y moral “baja y grosera”:

Sir Francis Knollys, Lord Howard, Sir Henry Lett y otros nobles de moda
estaban ya esperando junto al cadalso. Cuando llegó el cortejo, discutían
acerca de si el movimiento del sol de este a oeste era violento o natural, pero
pospusieron la discusión para mirar a Campion, sucio y cubierto de barro,
sobre un carro que se detuvo junto a la horca. El lazo fue colocado sobre su
cuello. El griterío de la multitud era continuo y solamente los más cercanos a
él pudieron escucharlo cuando comenzó a hablar. Quería pronunciar una
especie de exhortación religiosa. Spectaculum facti sumus Deo, angelis et
hominibus, comenzó. “Éstas son las palabras de san Pablo, que traducidas
dicen: «Hemos sido hechos un espectáculo para Dios, un espectáculo para los
ángeles y para los hombres», y se cumplen hoy en mí, que soy aquí un
espectáculo para mi Señor Dios, un espectáculo para sus ángeles y para
ustedes los hombres”.

Nadie escuchaba. Algunos minutos después, lo colgaron, le abrieron las entrañas


mientras aún estaba vivo y cortaron su cuerpo en pedazos que clavaron en postes en
cuatro distritos de la ciudad como un “espectáculo para los hombres”.
Ismo, como dije, es una adhesión excluyente y excesiva. Entre la variedad de
significados, también se indica que este sufijo es una “condición anormal resultante de
un exceso, como en el alcoholismo”. Y así es: el Humanismo es un exceso y una
adicción exclusiva a lo humano, como el alcoholismo, y por tanto es o un vicio o una
enfermedad.
Homo sum, humani nihil a me alienum, escribió el poeta romano Terencio: “Soy un
hombre, y nada de lo humano me es ajeno”. Hasta aquí, todo está muy bien, pero cuando
uno se concentra en el hombre, Dios se convierte en extraño. La dificultad que los
católicos tenemos con el humanismo no es que no seamos humanos, sino que es con el
ismo, cualquier ismo, porque lo católico, que significa universal, es una religión
ordenada hacia el Autor del Ser integral e infinito, del cual nada está excluido y tampoco
puede haber exceso en amarlo, dado que Él es el Infinito en sí mismo. En sentido amplio
y bien entendido, un ismo puede designar pertenencia a un grupo, pero hablando con
propiedad, incluso la palabra “catolicismo” es un oxímoron, es decir, una contradicción
de dos ideas contradictorias en una sola palabra compuesta.
La dificultad que los católicos tienen con el humanismo no es que haya algo extraño
en el hecho de ser humanos, sino en que hay algo destructivo. Porque es destructivo de
lo propiamente humano arrancar al hombre de la tierra, que es su punto de partida, de las

115
estrellas, de los ángeles y de Dios mismo que es su fin. John Donne dice: “Sé más que un
hombre, o serás menos que una hormiga”, y a esto un católico debería agregar una
verdad complementaria: “Admite que eres menor a un ángel o te creerás más grande que
Dios”.
La palabra humano viene del latín humus, que significa “tierra”, lo mismo que la
palabra castellana humus, que es el terreno rico y orgánico en el cual crecen las cosas. Y
en hebreo, Adán significa “tierra”:

Y el Señor Dios formó al hombre


del limo de la tierra.

Humus es la raíz de “humano”, “humildad” y “humor”, porque al conocer nuestros


humildes orígenes, nunca nos podremos tomar demasiado en serio. Los fanáticos nunca
se ríen porque excluyen todo lo que no sea ellos mismos. Creen que son los únicos y, al
perder su sentido de ubicación, pierden también el sentido de la proporción.
El mejor, o quizás el más grande de los poetas ingleses, Chaucer, que vivió mucho
antes que los nuevos filósofos del humanismo hubiesen quebrado la visión católica del
mundo, fue capaz de escribir sobre toda la escala de los seres, desde los ángeles a las
bestias, y de toda clase de hombres, desde los santos hasta los pecadores, cada uno en el
lugar que le correspondía, con una genial y generosa salud católica. “Aquí está la
plenitud de Dios”, decía Dreyden. Chaucer veía a cada criatura como un eslabón de una
intrincada cadena de oro suspendida del amor de Dios:

Cuando el primer motor, allí en lo alto,


hizo al comienzo la bella cadena de amor,
grande fue su obra y alto su pensamiento,
porque él sabía el porqué, y sobre lo que meditaba.
Con su bella cadena de amor, él une
con lazos seguros, el fuego, el aire, el agua y la tierra para que ellos no
puedan huir...

La visión católica, universal e integral de lo humano, y de todo lo demás, nunca


puede ser, en sentido estricto, un ismo. La Iglesia no es una secta, arrancada y que vive
por sí misma. Los humanistas, en cambio, arrancan y destruyen la vida humana allí
donde quisieran que se expandiera.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, dice Nuestra Señora, y se alegra mi
espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava”. Un
auténtico humanismo cristiano tendría que abandonar el ismo y recordar que fue hecho
del barro.
Por otro lado, la palabra griega para hombre es anthropos, una combinación de ana,

116
que significa “hacia lo alto”, y de tropos, que quiere decir “girar”: el hombre es el animal
que gira hacia lo alto, que camina erguido, cuya cabeza está ubicada de tal modo que
puede ver el sol y las estrellas:

Mientras que el resto de los animales son pronos y miran hacia la tierra, los
dioses dieron a los hombres un rostro que mira hacia arriba y le ordenaron
mirar los cielos y, estando de pie, elevar sus rostros hacia las estrellas.

San Isidoro de Sevilla, en su gran enciclopedia llamada Etimologías, cita estas líneas
del poeta latino Ovidio y comenta:

El hombre camina erguido y ve los cielos a fin de servir a Dios, no buscando


satisfacerse a sí mismo en la tierra como los animales, a quienes Dios hizo
pronos por naturaleza y obedientes a su vientre. El hombre es doble, interior y
exterior. Interiormente es el alma; exteriormente es el cuerpo.
Y el Señor Dios formó al hombre del limo de la tierra y sopló sobre su rostro
el aliento de vida, y el hombre se convirtió en una alma viviente.

Entonces, anthropos, la criatura que mira hacia arriba, es el humus inteligente, el


pequeño pedazo de tierra sobre el cual Dios sopló vida semejante a Él mismo.
Veamos ahora la palabra cultura, que generalmente es utilizada como el trabajo de
un medio cualquiera a fin de favorecer el crecimiento. En sentido humano, la cultura
incluye las circunstancias artísticas y morales que deliberadamente creamos. Cultura,
como en “agricultura”, el cultivo de los campos, deriva del latín cultus, que significa
esencialmente aquello que está sometido, lo que está bajo un yugo –y pensemos en los
bueyes que tiran del arado. La cultura es lo que está subyugado, puesto bajo una regla,
como el yugo, y de ese modo domesticado. Un campo cultivado está subyugado a la
regla del agricultor para favorecer el crecimiento de las plantas. Ya no es más salvaje; ha
sido trabajado, la tierra ha sido “girada” porque ha sido arada, lo que nos recuerda a
anthropos. Las palabras se conectan e interconectan rápida e intrincadamente, y en este
sentido son como constelaciones de estrellas. Virgilio usa el latín vertere, “dar vuelta”,
en los primeros versos de su gran poema sobre la vida campestre, las Geórgicas, uno de
los textos capitales de la cultura occidental. Dryden lo llama “el mejor poema del mejor
poeta”.

Lo que hace alegrar las espigas,


bajo las estrellas la tierra se da vueltas...
A eso canto.
Virgilio, junto con la totalidad de la tradición pagana y cristiana, piensa en la cultura
primariamente como la dignidad y perfección del trabajo, especialmente en la vida rural.

117
San Isidoro la define simplemente como “el trigo y vino que se saca de la tierra después
de un largo trabajo”. Muchos de los grandes doctores medievales de la Iglesia,
especialmente san Buenaventura, decían que Dios había escrito dos libros de la
Revelación: la Biblia y el Libro de la Naturaleza, y cada uno de ellos debe ser leído a la
luz del otro. Decía san Isidoro, por ejemplo, que la diferencia entre la desnudez y vestir
ropas no reside solamente en el hecho físico sino que es también un signo espiritual. La
desnudez está asociada a nuestros primeros padres antes de la Caída y significa, o bien la
inocencia, o bien la segunda rebelión contra Dios, que nos ha condenado vivir sometidos
al trabajo arduo y con el sudor de nuestra frente. Las hojas de higuera entretejidas como
taparrabos son un signo de modestia, es decir, un reconocimiento de la vergüenza que
nuestros padres experimentaron como consecuencia de su pecado. Pero es también un
signo de trabajo, que es esencialmente penitencial, lo cual está dicho en la Escritura con
las palabras “ceñid vuestra cintura”, cada vez que se hace necesario realizar un trabajo.
Nuestro Señor dijo a sus discípulos: “Ceñid vuestra cintura y encended vuestras
lámparas, y sed similares a los hombres que esperan a su Señor”.
Otras cinturas más grandes han sido ceñidas con muros, como enormes cinturones,
en torno a nuestros santuarios, hogares, talleres, campos y ciudades. A través de la
historia de la civilización, tanto pagana como cristiana, las paredes han sido signo de
decencia y seguridad para la vida humana. Cuando Homero quiere caracterizar a los
cíclopes, que son caníbales, todo lo que dice, con estricta economía poética, es que “ellos
viven sin murallas”, lo cual recuerda el sabio dicho de los campesinos: “Los buenos
muros hacen buenos vecinos”.
El gusto californiano por la desnudez, el culto por el placer, el esparcimiento y la
diversión, las propiedades sin vallas entre ellas, las casas sin paredes interiores, son
todos signos de un lento y suave movimiento hacia esa segunda Caída, no del paraíso en
esta ocasión, sino del trabajo como verdadera base de la cultura. El desdibujarse de la
distinciones en la filosofía y la teología, el ataque a los muros de la propiedad privada y
de la privacidad, la pérdida de la modestia y de la vergüenza que se manifiesta todos los
días en las propagandas y en los artículos de diarios y revistas, escritos por descaradas
prostitutas con esa dura sabiduría que les da la calle, que se han convertido en la
conciencia de América y desvelan públicamente todo lo que es secreto, terrible o tierno,
bajo el pretexto de que narran solamente “lo que todo el mundo hace”, todo esto es signo
en nuestro tiempo del rechazo de la vida civilizada. Si nosotros vamos a restaurar un
auténtico humanismo cristiano, en el sentido amplio de cultura cristiana, tendremos que
pensar no solamente en luchar contra el infanticidio, la educación sexual y la
pornografía, que son el frente de batalla del humanismo secular –y deberemos luchar a
muerte contra eso–, sino también en un trabajo positivo de restauración de la cultura que
yace destrozada tras los ataques del humanismo. Tendremos que pensar en esas cosas
más simples, más amplias y más elementales que, al perder su fuerza original, dieron
acceso al enemigo, y me refiero a las cosas elementales que son el principio y

118
fundamento de la sociedad que debemos reconstruir. Deberemos pensar en el trabajo,
aquel trabajo con el que ganamos nuestro pan cotidiano, y especialmente en la
agricultura como única y verdadera base de la vida económica y social. “Dios hace al
país y el hombre hace el pueblo”, como decía un poeta, y otro:
Ill fares the land, to hast’ning ills a prey,
Where wealth accumulates and men dacay.
[La maldad se apresura sobre la tierra, y abusará de ella, allí donde se
acumulan las riquezas y los hombres se desmoronan].

Pío XII lo decía de este modo:

Debemos reconocer que una de las causas del desequilibrio y confusión de la


economía mundial, que afecta a la civilización y a la cultura, es sin duda el
desagrado e incluso el desprecio que se muestra hacia la vida rural junto a sus
numerosas y esenciales actividades. Pero, ¿no es que la historia,
especialmente en el caso de la caída del Imperio Romano, nos enseña a ver
las señales de alarma de la decadencia de la civilización? [...] Nunca se
insistirá demasiado en que el trabajo de la tierra genera salud física y moral,
con sólo reforzar el sistema que este beneficioso contacto con la naturaleza
que procede directamente de la mano del Creador. La tierra no es traidora. No
está sujeta a las veleidades, a las falsas apariencias, a las atracciones
artificiales y enfermizas de las ciudades avaras. Su estabilidad, su curso
extenso y regular, la perdurable majestad del ritmo de las estaciones, son
reflexiones sobre los atributos divinos.

Palabras como éstas de poetas y papas han caído en oídos sordos por más de un
siglo. Aquellos que están en las universidades, convencidos de que la realidad reside en
las estadísticas, gráficos y mapas, desprecian este tipo de exhortaciones y las consideran
viejos clichés desactualizados. Como he dicho muchas veces en este libro, el problema
no es encontrar la verdad y proclamarla, sino tomarla en serio, escucharla y vivir en
consecuencia.
Nosotros nos convertimos en el trabajo que hacemos. Si la agricultura refleja los
atributos divinos, entonces los agricultores, a través de su trabajo, se convierten en
semejantes a Dios. Las apariencias no son solamente signos de la realidad sino que, en
cierto sentido, son como sacramentos, ya que causan lo que significan. Lo que quiero
decir es que hay una relación de causa-efecto entre el trabajo que hacemos, la ropa que
usamos o que no usamos, las casas en las que vivimos, las murallas o la falta de
murallas, el paisaje, lo que registramos más o menos conscientemente todos los días por
la vista; los sonidos, los olores, gustos y tactos de nuestra vida de todos los días. Hay una
estrecha conexión entre todo esto y el desarrollo moral y espiritual de nuestras almas. Es

119
ridículo pero no menos verdadero que la generación que abandonó la distinción entre
dedos y tenedores encontrará difícil mantener la distinción entre afectos y sexo, o entre
el derecho sobre el propio cuerpo y la muerte de un niño. Si se come patatas fritas
cubiertas de ketchup con los dedos todos los días, se está en el camino correcto hacia la
morada de los Cíclopes. Las acciones semiconscientes y cotidianas que se ubican bajo la
categoría de los buenos modales son el terreno sobre el cual crecen la moral, y la moral,
a su vez, lo es de la vida espiritual. Somos criaturas de hábitos, como solían decir las
monjas. En el orden moral y espiritual, hay una asimilación progresiva entre el modo de
vestirnos y nosotros mismos –el hábito hace al monje–, y lo mismo sucede con nuestros
modos de comer y con nuestro trabajo. Éste es el secreto de la Regla de San Benito que,
en sentido estricto, reguló la vida de los monasterios y, en sentido amplio, a través de la
influencia y ejemplo de los monasterios, civilizó a Europa. El hábito de los monjes, las
campanas, la vida ordenada, la “conversación”, la música, los jardines, la oración, el
trabajo duro y las murallas, todas estas formas accidentales e incidentales conformaron
la vida moral y espiritual de los cristianos, en el amor a María y a su Hijo.
La arquitectura moderna, por poner un ejemplo notable, ha deformado nuestra
relación con Dios y nos ha alejado de su amor. El movimiento arquitectural moderno fue
introducido en los Estados Unidos en las décadas de los veinte y los treinta, por los
refugiados de la Bauhaus, una construcción experimental de Berlín, diseñada y
construida por los marxistas, antes de la llegada del nazismo al poder, para una
comunidad obrera revolucionaria; una especie de kibbutz comunista. El propósito era
lograr que quienes lo habitaran vivieran de acuerdo con la doctrina marxista. Pero, por
una ironía digna de las Cartas del diablo a su sobrino, de C. S. Lewis, los rascacielos
que habitan los financieros en Nueva York están construidos de acuerdo con estas
prescripciones marxistas, y hasta el diablo se habría sorprendido al ver que estos mismos
principios se aplicaron también a la construcción de iglesias católicas. El conocido
escritor Tom Wolfe, en un artículo superficial pero preciso titulado From Bauhaus to
Our House, ha explicado las consecuencias destructivas de la arquitectura marxista
kitsch en toda la vida americana.
De entre todos los gusanos suicidas que mordisquean los órganos vitales de la
llamada Iglesia posconciliar, el más destructivo es el pluralismo multicultural. Los fieles
que se ven obligados a asistir, domingo tras domingo, al Santo Sacrificio en una iglesia
construida siguiendo el modelo del palacio de la patata frita, no tardarán en perder la fe,
hartos de las innovaciones litúrgicas, como consagrar Coca-Cola y galletitas.
Pero, ¿puede existir un legítimo humanismo cristiano? El estado de la cuestión,
como decían los dialécticos clásicos, está en la definición. Solamente es posible juzgar si
un humanismo o cualquier otro desarrollo cultural es compatible con la fe católica si se
conoce en qué consiste ese desarrollo. Para resumir y luego poder continuar: debido a
que un católico nunca puede ser sectario, y adherir de modo exclusivo y excesivo a una
causa, persona o cosa, no puede existir un humanismo cristiano en sentido estricto. Pero

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puede existir y ha existido una cultura católica que a veces es llamada humanismo
católico o humanismo cristiano. Como ya dije, la palabra cultura deriva del latín cultus,
y significa esencialmente un conjunto de acciones destinadas a estar sometidas o sujetas
a una regla. Así como la agricultura es el cultivo de los campos, en la religión el culto es
la representación de acciones prescritas y diseñadas para someter al pueblo a los deseos
de su dios, como el culto de Apolo o de Isis entre los paganos, o el culto de Cristo, de su
Santísima Madre y de los ángeles y santos entre nosotros.
La religión no es un sentimiento ni tampoco un entusiasmo público o privado. Es una
especie de justicia, y la justicia se define como “dar a cada uno lo que se debe”. La
justicia siempre es representada sosteniendo una balanza porque el pago de las deudas
requiere igualdad: debemos devolver exactamente lo que debemos. Pero hay cierta clase
de deudas que pueden ser pagadas solamente en parte, hasta donde podemos, porque en
sí mismas están más allá de nuestra medida y de nuestra capacidad natural. Por ejemplo,
la deuda que tenemos con nuestros padres por darnos la vida y con Dios por darnos la
existencia. No podemos darle vida a nuestros padres, incluso si llegáramos a
sacrificarnos a nosotros mismos para salvarlos a ellos. No podemos darle la existencia a
Dios porque Él es la existencia en sí misma y no podemos darle lo que ya tiene, y
tampoco podemos dar existencia de ninguna manera porque no tenemos poder creador
para hacerlo. Nuestra naturaleza no puede crear ex nihilo, es decir, de la nada. Por tanto,
este tipo de deudas solamente pueden ser pagadas por lo que se llama justicia relativa,
según la cual, como en la parábola, damos la moneda de la viuda: damos todo lo que
podemos de acuerdo con lo que naturalmente poseemos. La virtud de la piedad es una
especie de justicia relativa por la cual honramos a nuestros padres para compensar la
deuda de la vida; y la religión es también una especie de justicia relativa por la cual
honramos a Dios como Dios y Señor. Dado que estas deudas son inconmensurables e
imposibles de saldar, retribuimos con la moneda del honor, que se define como el
reconocimiento de la excelencia. El honor puede ser tributado a cualquiera por un trabajo
bien hecho, pero cuando particularmente es dado por aquellos que están sometidos a
quien honran, como los hijos que están sometidos a sus padres, los ciudadanos a su
nación o el género humano a Dios, entonces el honor es tributado de acuerdo con formas
prescritas, por las cuales reconocemos que poseen la excelencia y nuestra sumisión, y
ésta es la definición formal de culto. Hay un culto civil hacia nuestra patria que se
expresa principalmente en los actos oficiales del gobierno; hay un culto doméstico por el
que damos honor formal a nuestros padres, por ejemplo, cuando se pide el permiso
paterno para contraer matrimonio; y hay un culto religioso entre los católicos que se
centra en la eucaristía e incluye el culto a nuestra Santísima Madre y a los ángeles y
santos.
El culto es la base de la cultura. Una auténtica cultura cristiana, por tanto, debe estar
centrada en un auténtico culto cristiano.
Éstos son términos técnicos; déjenme entonces repetirlo: la religión es la especie de

121
justicia relativa por la cual nosotros hacemos lo mejor que podemos a fin de pagar la
inconmensurable deuda que debemos a Dios por nuestra existencia. Se trata de pagar la
deuda de honor a nuestro superior máximo por su suprema e infinita excelencia a través
de formas prescritas oficialmente, a las que llamamos culto. Los diferentes tipos de culto
están diversificados según los grados de excelencia de la persona a la que se honra: el
mismo Dios es siempre el principal objeto del culto religioso cristiano. Y por principal
quiero decir que él es siempre el objeto, obviamente cuando el culto está dirigido
directamente a Él; pero aunque menos obvio, es ofrecido indirectamente a Él a través del
culto secundario a los ángeles y santos, ya que la excelencia que honramos en ángeles y
santos es la excelencia de la gracia, la cual es en realidad su presencia en ellos. Dado que
hay un solo Dios, el culto debido directamente a Él es único, y los teólogos lo llaman el
culto de latría. Si el culto de latría es dado a alguna cosa o alguna persona diferente a
Dios, estamos frente a un pecado contra la religión, que es la definición técnica de
superstición. Y este culto es llamado idolatría (ídolo es la forma española de eidolon,
que significa falso, vacío, imagen falsa). San Pablo dice que un ídolo (I Cor. 7, 4) es
“nada en el mundo”, y por eso la idolatría es el ofrecimiento supersticioso del culto de
latría a algo o alguien que no es Dios, y esto está prohibido por la razón y expresamente
en el primer mandamiento. Pero Dios puede ser honrado indirectamente en sus ángeles y
santos porque está presente en ellos por la gracia y, entonces, hay otra especie de culto
que los teólogos llaman dulía.
¿Y que ocurre con Nuestra Santísima Madre? ¿Se le debe dar a ella el culto de dulía
en su más alto grado porque es la llena de gracia? Hubo una pelea de familia entre los
teólogos debido a esto, pero por amplio consenso de los doctores, concilios y papas, y
por el testimonio de la liturgia y la creencia común –el sensus fidelium– sería apresurado
y temerario negar que María es un caso especial. La excelencia es el resultado de una
acción, y las acciones se miden por sus resultados. La acción más importante de María –
su embarazo– culminó en la unión hipostática, la unión de Dios y el hombre. La
Santísima Virgen, de esta manera, toca el infinito, y no solamente por la gracia, como
ocurre con los ángeles y santos, sino en su propia naturaleza. Bajo la acción del Espíritu
Santo, una célula de su cuerpo se convirtió en Cristo, verdadero Dios y verdadero
hombre. De este modo, ella conoció una participación en la vida divina, mientras que los
ángeles y santos solamente la comparten a través de la gracia santificante, convirtiéndose
en hijos por adopción. El primer y más alto e importante culto de dulía (que los teólogos
llaman protodulía, del griego proto, primero) se debe probablemente a san José porque,
como esposo de Nuestra Señora, él es espiritualmente “una carne” con ella y, como
padre adoptivo de Nuestro Señor, es su hijo adoptivo más cercano. Algunos dicen que
ese culto de protodulía se debe a san Juan Bautista porque Nuestro Señor dijo que no
había nacido de mujer hombre más grande que Juan Bautista. Pero León XIII pareciera
que zanjó la cuestión en su encíclica Quamquam pluries:

122
La dignidad de la Madre de Dios es tan elevada que no puede haber ninguna
criatura por encima de ella. Pero dado que san José estuvo unido a la
Santísima Virgen por los lazos conyugales, no hay duda que él se aproximó
más que ninguna otra persona a esta dignidad.

Garrigou-Lagrange, en quien me he basado para este tema, lo discute en su su


brillante libro La Madre del Salvador.
Pero María es madre real, y no adoptiva, de Dios, y así, el culto que los teólogos
llaman de hiperdulía es debido solamente a ella. Hiper, como sabemos debido al uso
médico del prefijo, significa “sobre” o “en grado inminente”. No se trata de
“Mariolatría”, puesto que no es culto de latría, como los protestantes piensan, lo cual
significaría superstición, sino de hiperdulía, una única y más alta dulía, debida a ella
como Theotokos, Madre de Dios, que es su excelencia más importante, más grande aún
que su plenitud de gracia, y constituye la razón radical, pero no la causa próxima de su
Asunción.
San Alfonso María de Ligorio dice que, cuando el Esposo del Cantar de los
Cantares le grita a su amada “¡Alimenta a tus cabritos!”, significa el Espíritu Santo, que
es el Esposo, quien le da a María, su Esposa, el poder de alimentar incluso a los
pecadores con su gracia salvífica. Como sabemos, Cristo dice que los “cabritos” serán
separados de las “ovejas” en el día del Juicio, por lo que el cabrito es figura del que se
condena, pero no todos los pecadores se condenarán porque el Espíritu Santo dice
“Alimenta a tus cabritos”, lo que significa, de acuerdo con san Alfonso, a aquellos que
pertenecen a ella, aquellos pecadores que, a pesar de sus pecados, tienen un deseo
sincero de enmendarse y devoción a la Santísima Virgen a lo largo de su vida. A éstos –
sus cabritos–, aunque permanezcan en el pecado incluso hasta la hora de su muerte, y
que para todo juicio humano debieran condenarse, les será dada en el último instante la
gracia de recibir los sacramentos o la contrición perfecta, lo cual es una buena razón para
pensar nuevamente en la precisión y riqueza teológica de cada una de las palabras de su
magnífica oración: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora, y
en la hora de nuestra muerte. Amén”. Por supuesto, san Alfonso nos advierte que no
debemos burlarnos de la Santísima Virgen abusando de su amor con pecados de
presunción; lo dice de un modo tan simple que corremos el riesgo de perder la
profundidad de la afirmación:

Es imposible que un devoto de María, que es fiel en honrarla y encomendarse


a ella, se condene.
Por tanto, yo respondería a la pregunta inicial –si existe un humanismo cristiano–
diciendo que, en sentido estricto, no existe, porque ningún católico puede adherirse
exclusiva y excesivamente a ninguna criatura. Se trataría en este caso de un pecado de
superstición y su práctica de un culto idolátrico, o bien un acto desordenado de la virtud

123
de religión en la que el culto debido a Dios o a su Santísima Madre es tributado a un ser
inferior. Solamente Dios es infinito por naturaleza, pero porque ella lo concibió y así
tocó el infinito, el culto tributado a María no es idolátrico.
El humanismo en sentido estricto no puede ser cristiano. Pero en un sentido amplio,
entendido como cultura, el cultivo del terreno físico, moral y espiritual en el cual crecen
los seres humanos puede ser, y de hecho ha sido, un humanismo cristiano. Y aunque sea
un escándalo para los historiadores seculares y una sorpresa para los católicos, el
auténtico humanismo cristiano, o más propiamente cultura cristiana, ha sido ni más ni
menos que el culto a la Santísima Virgen.
Es la totalidad de la gran cultura que floreció en los mil años en los que Europa
estuvo profundamente penetrada de Cristo –el famoso aforismo de Belloc es real: “La fe
es Europa, Europa es la fe”– y que se sucedió desde el siglo V hasta el siglo XV, cuando
el Renacimiento arrancó al hombre de su humus y de su florecimiento entre las estrellas.
Durante mil años existió algo llamado Cristiandad y su cultura fue el culto a María,
fundado en el humus de su humildad elevada al cielo, desde donde nos atrae.
Siempre llama la atención, en argumentos de este tipo, donde los católicos podrían
ser acusados de exageración, el testimonio de los agnósticos con respecto a la verdad
católica. Cuando Henry Adams, uno de los mejores historiadores americanos
(ciertamente el más reflexivo y filosófico), que no era católico sino un pesimista secular
que se había percatado de las vanas promesas del humanismo, quería resumir las
diferencias entre la cultura cristiana y el humanismo secular, recurría al famoso contraste
entre la Virgen y la dínamo. La totalidad de la cultura cristiana, decía, floreció en la
Edad Media, cuando el espíritu de Cristo informaba todos los aspectos de la vida, hasta
los detalles más ínfimos, desde las canciones de barraca más rudas o las baladas de
pastores más populares, hasta las modulaciones más finamente ornamentadas del canto
gregoriano; desde las rústicas cruces de los caminos hasta los cruceros de las grandes
catedrales como Chartres; desde las alborotadas peleas de estudiantes en las tabernas del
Barrio Latino de París hasta la brillante constelación de la Summa Theologica; lo mismo
entre santos y pecadores, en la arquitectura, en la guerra –que era conocida como
caballería–, en la política, la economía, la música, la poesía, en los campesinos y en los
cultores del amor cortés, en los modales groseros o delicados de las cabañas o de las
cortes: toda la cultura era simplemente el culto de María, y todo era para ella. En nuestro
tiempo, con el reinado de la ciencia y la tecnología, Adams dice que la cultura no es otra
cosa que el culto de la dínamo, símbolo de una fuerza sin inteligencia o amor. El
humanismo secular, a pesar de su nombre, no es el culto del hombre sino de las
producciones humanas. Toda la teoría de la historia de Karl Marx nació de la idea de que
estamos determinados por nuestra tecnología, a la que él llama medios de producción.
Mientras que el humanismo cristiano, más precisamente la cultura cristiana, es el uso de
los instrumentos al servicio de la Virgen María.
En 1900, Henry Adams asistió a la Exposición Universal de París que celebraba la

124
llegada del siglo XX. Allí visitó la sección de Ciencias e Industria en compañía de su
amigo, el astrónomo Langley, uno de los inventores del aeroplano. Más tarde, hablando
de sí mismo en tercera persona, escribía:
Nada hay más asombroso en la educación como la masa de ignorancia que se
acumula bajo la forma de hechos inertes. Adams estudió a Karl Marx y su
doctrina de la historia con profunda atención, pero en París fue incapaz de
aplicar esa teoría. Langley, con la facilidad de un gran maestro de la
experimentación, dejó de lado en la Exposición todo aquello que no revelaba
una nueva aplicación de fuerza [...] Él conducía a sus alumnos directamente
hacia las fuerzas. Lo que más le interesaba era la pasmosa complejidad de
los nuevos motores Daimler y de los automóviles que desde 1893 se habían
convertido en pesadillas a cien kilómetros por hora [...] Luego, mostraba a
sus discípulos el gran salón de las dínamos [...] Para él, la dínamo no era más
que un ingenioso canal para transportar el calor latente en algunas toneladas
de carbón [...] pero para Adams era un símbolo del infinito. A medida que se
fue acostumbrando a las grandes galerías de máquinas, comenzó a sentir a
las dínamos de doce metros de largo como una fuerza moral, casi como los
primeros cristianos sentían a la cruz. Hasta las revoluciones tradicionales y
previsibles del planeta, anuales o diarias, le parecían menos impresionantes
que esta enorme rueda que giraba con rapidez vertiginosa y apenas con un
murmullo. Era un murmullo apenas audible, como una advertencia de que
era necesario abstenerse de tocar la fuerza. Un bebé podría haber dormido
recostado sobre esta máquina sin despertarse. Y, por poco, no comenzaba
uno a rezarle, ya que el instinto atávico dicta su actitud natural al hombre
que se ubica frente a una fuerza silenciosa e infinita.

No vale la pena detenerse a probar en qué medida nuestra música, la arquitectura, la


poesía, el arte desde Picasso, Stravinsky y la Bauhaus hasta las expresiones populares
como Star Wars, son idolatrías de la fuerza. Con una asombrosa agudeza profética,
Henry Adams vio la totalidad del siglo XX desplegada ante sus ojos como un mapa, y
vio con claridad equivalente que esto se oponía desde todo punto de vista a otro tiempo,
cuando las cosas eran incomparablemente mejores y más bellas.

En el Louvre y en Chartres, como él sabía por las investigaciones realizadas


y por lo que está aún ante sus ojos, se encuentra la fuerza más alta alguna
vez conocida por el hombre, el creador de las cuatro quintas partes del mejor
arte, y ejerce una atracción mayor sobre el alma humana que todas las
máquinas de vapor y dínamos con las que siempre soñó. Sin embargo, esa
energía fue desconocida para los americanos [...] Todo el vapor del mundo
es incapaz de construir Chartres, pero la Virgen es capaz de hacerlo. Símbolo

125
o energía, la Virgen actuó como la fuerza más grande que el mundo
occidental haya jamás experimentado. Y atrajo hacia ella las actividades de
los hombres con más fuerza que el que cualquier otro poder, natural o
sobrenatural, haya podido jamás ejercer. La tarea de los historiadores fue
seguir el rastro de esta energía, encontrar de dónde venía y hacia donde iba.
Se trata de orígenes múltiples y canales complejos, sus méritos, los
equivalentes y las modificaciones.

Por supuesto, intentó lo imposible. Intentó seguir las huellas de la energía y de la


fuerza de María sin el secreto de su gracia y su naturaleza, y sin el amor por su Hijo y,
por tanto, sin ningún tipo de amor o comprensión de ella, como si fuera una fuerza y
como si el método científico pudiera abarcarla.
Sin embargo, el libro que resultó de este intento imposible es destacable por sus
intuiciones e incluso por sus errores. Mont Saint Michel and Chartres es una obra
maestra del pesimismo secular, que hace evidente la vanidad del laicismo y razona con
el mismo triste asombro con que lo hacen los ángeles caídos frente al amor que mueve
las estrellas. Adams dice de Chartres que

para la Iglesia, sin duda, esta catedral es una entidad bien definida y
administrativa, entre tantas otras sedes episcopales [...] pero para nosotros, es
una fantasía de niño, una casa destinada a agradar a la Reina del Cielo, a
agradarle tanto que pudiera encontrarse feliz en ella, para encantarla mientras
sonríe.
La Reina Madre fue de una imponente majestad. Era absoluta, a veces severa
y podía incluso encolerizarse. Pero permanecía mujer, que amaba la belleza,
el ornato –su limpieza, sus ropas, sus joyas–, que consideraba el orden de sus
palacios con atención y le gustaba tanto la luz como el color [...] Era
extremadamente sensible a las negligencias, a las impresiones desagradables,
a la falta de inteligencia de su entorno. Fue la más grande de los artistas, de
los filósofos, de los músicos y de los teólogos que jamás hayan vivido sobre
la tierra, excepto su Hijo. Pero en Chartres, él era todavía un pequeño niño
bajo su protección. La Iglesia fue construida para ella en un espíritu de fe
ingenua, práctica, utilitaria y en pureza de pensamiento, en todo punto
comparable al de la niña que prepara una casa para su muñeca preferida. A
menos que podáis volver a vuestras muñecas, no tenéis lugar aquí. Si podéis
escapar al peso de vuestros hábitos durante un rato, entonces veréis a
Chartres en toda su gloria.

Y esto, dice Adams, es verdad no solamente para las grandes catedrales de Francia,
que son la más alta expresión en piedra, sino de la cultura cristiana absolutamente en

126
todo lugar, y lo será siempre, sobre toda la superficie de la tierra. Y María es su causa, su
consecuencia y su medida. El nombre del demonio es legión y su doctrina el pluralismo.
Y la Santísima Virgen lo odia a él, a su doctrina y a la arquitectura de sus satánicas
fábricas de tinieblas. Por eso, debemos preguntarnos acerca de nuestras iglesias y de
nuestras liturgias, de nuestras ciudades, escuelas y hogares, si ellas agradan a la
Bienaventurada Reina de los Cielos y de la Tierra, que es tan sensible a la luz y al color,
a las negligencias, a las impresiones desagradables y a la falta de inteligencia de su
entorno. Y, por encima de todo, qué tipo de habitación le hemos preparado en nuestros
corazones, donde ella pueda descender y visitarnos con su Hijo. Cada uno de nuestros
vestidos y cada una de nuestras diversiones, cada una de nuestras conversaciones, de
nuestras empresas o de nuestros experimentos en los laboratorios, cada uno de nuestros
escritos ¿le están dedicados? Las reflexiones de los técnicos y de los historiadores
confirman lo que la piedad popular sabía desde siempre, y que ha sido claramente
reconfirmado por las recientes revelaciones privadas, oficialmente aprobadas por la
Iglesia, especialmente en Fátima. Yo creo que la teología y la piedad popular se ponen
de acuerdo para afirmar que la restauración de la cristiandad está ligada al número de
corazones que están consagrados al Inmaculado Corazón de María. En 1942, Pío XII
consagró el mundo al Corazón Inmaculado, cuando los ejércitos hitlerianos amenazaban
por fuera a la Iglesia visible. En 1982 y 1984, Juan Pablo II explícitamente repitió este
gran acto pontifical en Fátima. Y si queremos colaborar con él en la restauración de la
Iglesia, que actualmente se encuentra bajo la amenaza más insidiosa de una apostasía
interior, nuestro primer deber de católicos es consagrar nuestros hogares, nuestras
escuelas, nuestras parroquias y nuestros corazones.
Los signos de los tiempos parecen muy claros: es muy probable, aunque no haya
certeza, que el ángel exterminador esté ya sobre nuestras cabezas, justo en el momento
en que se acaba el siglo más siniestro de la historia. Creo que la hora del castigo
anunciado en Fátima ha llegado. No es algo que haya que esperar, sino algo que hay que
reconocer. El Santo Padre afrontó la muerte en un atentado. Una fracción importante, si
no mayoritaria, de la Iglesia en los Estados Unidos y en otros países está en rebelión
material e incluso formal contra el Magisterio. La desobediencia a las enseñanzas del
magisterio ordinario contenidas en la Casti connubii y en la Humanae Vitae es general.
Las encuestas muestran que los católicos y los humanistas no se distinguen en nada por
sus opiniones y sus prácticas en materia de contracepción, de divorcio, de infanticidio e
incluso del vicio nefando. No hay nada comparable históricamente al holocausto anual
de un millón y medio de bebés americanos. Y más grave aún, en el orden espiritual, la
libre elección es ya parte constitutiva de las reglas para la celebración del acto más
grande del universo que es el santo sacrificio de la Misa.
Entre las numerosas y excelsas prerogativas de nuestra Santísima Madre se
encuentra la Esperanza: ella es nuestra vida, nuestra dulzura y nuestra Esperanza. En otro
momento de la historia, en el tiempo de las tinieblas sobre Egipto, los hebreos marcaron

127
las puertas de sus casas con la sangre de un cordero inmolado. En este mismo momento,
María pasa delante de la puerta de nuestros corazones y los marca con la Preciosa Sangre
de su Hijo.
Por supuesto que mañana nos levantaremos como cualquier otro día, desayunaremos
y nos iremos a trabajar; incluso en tiempos de crisis la vida sigue su curso. Las
apariciones de Nuestra Señora en La Salette, en Lourdes y en Fátima, donde nos exhorta
a la oración y al sacrificio, no deben ser interpretadas como una invitación al quietismo.
Por el contrario, ellas recuerdan y señalan una verdad bien conocida: los grandes
cambios de la historia se produjeron a la distancia, mientras que el mundo y sus
vanidades ocupaban el frente de la escena. Permítanme traer a colación una vez más a un
humanista como testimonio de la fe. En este caso, se trata de un poeta tan agnóstico y
sutil como Wystan Hugh Auden, que llevó una vida muy lejana a la de la Santísima
Virgen pero se aproximó a Ella a través de una asombrosa intuición. W. H. Auden
expone cómo las pinturas antiguas que representan los momentos decisivos, tales como
la Navidad, la Pasión de Nuestro Señor o el martirio de los santos, rellenan el fondo de
los cuadros, e incluso los primeros planos, con personajes sin relación aparente con el
tema, pero justamente aquí está el punto:
Acerca del dolor jamás se equivocaron
los Antiguos Maestros. Y qué bien entendieron
su función en el mundo. Cómo llega
mientras alguno cena o abre la ventana
o nada más camina sin objeto.
Cómo, mientras los viejos aguardan reverentes
el milagroso Nacimiento, habrá siempre
niños sin mayor interés en lo que ocurre,
patinando en el estanque helado a la orilla del bosque.

No olvidaron jamás
que el eterno martirio ha de seguir su curso,
irremediablemente, en sórdidos rincones
donde viven los perros su perra vida
y el caballo del verdugo se rasca
las inocentes grupas contra un árbol.

Y en la segunda parte del poema, Auden se refiere a una famosa pintura que
representa el mito de Ícaro, el joven cuyo padre le había fabricado alas de cera y plumas
y que, siendo un adolescente rebelde y arrogante, voló demasiado cerca del sol y sus alas
se derritieron, provocando su caída y muerte en el mar. El punto clave de la
interpretación del mito por parte de Brueghel se concentra en un hecho que ha sido
celebrado desde siempre por los artistas, y que jamás llamará la atención de los

128
productores de televisión. Pasa desapercibido en el espacio e, incluso, en el tiempo. No
debemos caer nunca en el error de creer que el interés de los medios de comunicación es
la medida de los hechos:

Por ejemplo en el Ícaro de Brueghel:


con qué serenidad
todo parece lejos del desastre.
El labrador oyó seguramente
el rumor de las aguas y el grito inconsolable;
pero el fracaso no lo conmovió:
brillaba el sol como brilló en el cuerpo blanco
al hundirse en las aguas verdes.
Y la elegante y delicada nave
debió haber visto lo asombroso:
la caída de un hombre que volaba.
Mas el barco tenía un destino
y siguió navegando en calma.

Entonces, nosotros debemos seguir ciertamente con nuestra vida humana,


purificando nuestras zonas menos inocentes, mientras esperamos el fin. No estoy
sugiriendo que nos escondamos en bunkers y almacenemos allí alimentos y agua
mientras esperamos al Anticristo. Todo lo contrario. “Estén ceñidos vuestros lomos y
vuestras lámparas encendidas, y sed como el hombre que espera el regreso de su señor”.
Debemos seguir tranquilamente con nuestros trabajos y nuestros impuestos, redimiendo
el tiempo mientras estamos en este mundo, incluso cuando se produzca el nacimiento
milagroso o el martirio, en el momento menos esperado quizás, como en un improbable
Belén, en el patio de nuestras casas. Seguramente hay alguien leyendo estas palabras
ahora mismo que, como santa Margarita María y santa Catalina Labouré, serán el alma
de una renovación histórica aunque no lo sepan. En este mismo momento, en el mundo
entero, María y sus ángeles circulan entre los hombres. Si le consagramos nuestro
corazón, estaremos entre aquellos que harán la diferencia.
El amor de María envuelve, en primer lugar, a sus sacerdotes, cuyo rol es primordial
porque la Eucaristía es en cierto sentido la misma Iglesia, y el sacerdote es el
instrumento indispensable, pero abraza también y al mismo tiempo a los sacerdotes y
laicos que asisten al Sacrificio. Incluso los más débiles de entre nosotros, agobiados por
sus pecados y sus fracasos, compartirán ese momento espléndido de la historia de la
Iglesia, porque no solamente sus ovejas sino también sus cabritos serán llamados. Si
verdaderamente la amamos, veremos en algún lugar y en algún momento, en algún
recodo del camino, a un maravilloso Niño bajar del cielo, y la Santísima Virgen hará de
nosotros sus súbditos, nos someterá a Él, a su voluntad, a pesar de las tinieblas de Egipto

129
y de las tinieblas de nuestros corazones.
Este libro se terminó de imprimir en Madrid, el 13 de
abril de 2018, coincidiendo con el XIX aniversario de la
muerte de John Senior

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Índice
1 Prefacio a la edición inglesa 6
2 Prólogo a la edición española 8
3 INTRODUCCION 10
4 PRESENTACION 14
5 LA RESTAURACION DE LA CULTURA CIRSTIANA 17
6 EL HOLOCAUSTO CLIMATIZADO 33
7 LA AGENDA CATÓLICA 51
8 Teología y superstición 68
9 EL ESPÍRITU DE LA REGLA 83
10 LA SOLUCIÓN FINAL PARA LA EDUCACIÓN LIBERAL 98
11 LAS TINIEBLAS DE EGIPTO 113

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