La Restauracion de La Cultura - John Senior
La Restauracion de La Cultura - John Senior
La Restauracion de La Cultura - John Senior
?
í
f DE LA CULTURA CRISTIANA
I
V O R T IC E
J O H N S E N IO R nació en Stamford, Con-
necticut, en 1923, y creció en la zona rural
de Long Island. Realizó sus estudios univer
sitarios en Letras en la Universidad de C o-
lumbia y se dedicó plenamente a la docen
cia, enseñando Ingles, Literatura Comparada
y Literatura Clásica en Bard Collcgc, I lofs
tra College, y en las universidades de Cor-
nell, Wyoming y Kansas. Durante su estadía
en la Universidad de Cornell, a fines de la
década de los ’5(), se convirtió a la Iglesia
Católica. Quizás la parte más conocida de* su
vida pública se desarrolló en la Universidad
de Kansas donde, junto a sus colegas I)enms
Quinn y Franck Nclick, fundó el controver
tido Programa de Humanidades Integradas,
que resultó ser instrumento para la conver
sión de varios centenares de estudiantes y de
vocaciones a la vida consagrada. Fue, ade
más, una figura ampliamente reconocida en
los medios tradicionalistas del mundo ente
ro, siendo uno de los pioneros en afirmar el
sostenimiento de la tradición católica. Falle
ció el día de Pascua de 1999 y está sepultado
en el cementerio de Nuestra Señora de la
Paz, en St. Mary, Kansas.
Jo hn Sénior
La restauración
de la cultura cristiana
Traducción e introducción
Andrew Sénior
Presentación
V O R T IC E
Buenos Aires
2016
La edición de esta obra pudo llevarse a cabo merced
a la generosidad del hijo del autor, Andrew Sénior
Sénior, John
La restauración de la cultura cristiana / John Sénior;
contribuciones de Natalia Sanmartín Fenollera;
prefacio de Andrew Sénior; prólogo de Philip Anderson
Ia ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Vórtice, 2016
212 p. ; 20 x 14 cm.
Traducción de Rubén Peretó Rivas
ISBN 978-987-9222-79-9
1. Doctrina Cristiana. 2. Educación Cristiana. 3. Literatura Cristiana
I. Sanmartín Fenollera, Natalia, colab. II. Sénior, Andrew, pref.
III. Anderson, Philip, prolog. IV. Peretó Rivas, Rubén, trad. V. Título
CDD 230
Indice
2. El holocausto climatizado...................................................... 53
3. La agenda católica.................................................................. 83
4. Teología y superstición.........................................................111
5
I’ivlucio a la edición inglesa
7
hacia ese silencio. Se trata de un verdadero compendio de los
principios y las prácticas de la cultura cristiana. Es bello y en
cantador como Shakespeare, serio y sobrio como la Imitación,
virtuoso e inspirador como los escritos de los santos.
La publicación de esta nueva edición es causa de alegría y re
novada esperanza de que no todo está perdido. El hecho de que
hay mucho interés en el libro es signo de la eficaz naturaleza de
esta obra. Confío en que aporte una visión de la cultura cristiana
capaz de iluminar el camino de una nueva generación.
Puede decirse que toda la vida de mi padre estuvo dedicada a
las estrellas, y al amor que las mueve. Sería suficiente con que
este libro tuviera el efecto de incitar a los lectores a salir al aire
libre y gozar de lo que Aristóteles y todos los clásicos llaman “la
experiencia primaria del asombro”, es decir, la contemplación de
las estrellas. Y si esto se hace de un modo honesto y genuino,
seguramente conducirá al amor que mueve las estrellas. En la
misa exequial, el P. Anglés decía: “Él todavía nos está hablando
a través de su familia, sus amigos, y sus seguidores. Todavía nos
habla a través de sus obras”. Y concluyó diciendo: “Su nombre
está escrito en las estrellas”.
Andrew Sénior
13 de diciembre de 2007
Fiesta de Santa Lucía
8
Prólogo a la edición española
9
de las ideas y los ideales que nutrieron a este famoso programa
de estudios de la Universidad de Kansas.
“La única cosa perfectamente divina -dice G. K. Chesterton-,
y que resulta ser un atisbo del paraíso único en este mundo, es el
de ver a alguien librar una batalla perdida... y no perderla”. Una
de las inspiraciones más grandes -y más sorprendentes- del
Pearson Integrated Humanities Program, al cual John Sénior
dedicó su enseñanza en los ’70, fue el significado y la importancia
que le otorgaba a Don Quijote de la Mancha. Tanto los profesores
de literatura como el hombre de la calle tienden a ver en este per
sonaje, nacido de la fértil imaginación de Miguel de Cervantes,
a un divertido loco que, habiendo leído muchos libros de la anti
gua caballería, se perdió a sí mismo en un pasado idealizado.
John Sénior, por el contrario, veía en Don Quijote una especie de
sabiduría superior.
En el contexto de los desafíos que enfrentaban los estudiantes
universitarios de fines del siglo XX, el Caballero de la triste
figura vino a simbolizar el combate desigual pero glorioso de
cada ser humano contra lo que parecía ser la inevitable hegemo
nía de la tecnología y de la estandarización deshumanizada. Creo
que, a pesar de las amarguras de esta lucha, John Sénior nunca
perdió esa actitud de “esperar contra toda esperanza”, ese valor
quijotesco al que llamaría “asombro invencible”. El lema del
Pearson Integrated Humanities Program era Nascantur in ad-
miratione: “Que nazcan en el asombro”.
Con el paso de los años, luego de la muerte de John Sénior en
1999, me asombra el modo en que su memoria y su legado con
tinúan suscitando el interés de la gente. Uno de los casos más
sorprendentes me ocurrió hace pocos años leyendo en un diario
católico francés una entrevista a Natalia Sanmartín Fenollera, la
autora española de El despertar de la señorita Prim. Para mi más
10
completo asombro, comentaba que muchas de las ideas de su no
vela, que es un best-seller internacional, venían de John Sénior.
Espero que todos los que lean La restauración de la cultura
cristiana puedan compartir la visión del profesor norteamerica
no. Que puedan verdaderamente nacer en el asombro y restaurar
en su compresión y en su amor el incomparable legado de nuestra
cultura cristiana.
11
Introducción
13
En el mismo momento en que en París, durante 1968, los es
tudiantes armaban barricadas en las calles y arrojaban bombas
incendiarias y, pocos años después, sus colegas americanos in
cendiaban edificios universitarios y asesinaban policías, tres pro
fesores comenzaban con un experimento insólito: enseñar en la
universidad que la verdad existe y que puede ser conocida. Ellos
eran católicos, pero su programa de estudios no lo era. Su tarea
consistía en enseñar los clásicos e inculcar en sus estudiantes el
amor por el conocimiento y por el legado de la civilización occi
dental.
Lo que parecía una iniciativa disparatada y condenada al
fracaso, consiguió una gran aceptación. Centenares de jóvenes
se inscribían en el nuevo programa y, con el paso del tiempo,
comenzó a revelarse su peligrosidad, despertando alarmas entre
el resto del cuerpo académico de la Universidad de Kansas, ya
que muchos de los estudiantes, que eran ateos, judíos, protestantes
o católicos relajados, comenzaban a convertirse a la Iglesia ca
tólica y practicar fervientemente la fe. Peor aún, luego se con
vertían en excelentes profesores, sacerdotes, escritores, e influían
considerablemente en la sociedad civil, y, en medio de la revo
lución sexual, se les ocurría formar familias numerosas.
Se trataba de un caso que generaba controversias. Era previ
sible. Los tres profesores que llevaban el programa-John Sénior,
Dennis Quinn y Franklyn Nelik- se ubicaban en una abierta con
frontación con el espíritu del tiempo en que vivían: el relativismo
cultural y el humanismo ateo. La tarea que tenían por delante no
era sencilla. El material con el que debían trabajar estaba dañado.
Los estudiantes de fines de los ’60 llegaban a la universidad su
midos en el desorden mental, completamente escépticos desde
su adolescencia, apenas capaces de pensar lógicamente, cuestio
nando absolutamente todo, dudando incluso si de verdad existían.
Y todo esto en una universidad que proclamaba que todo aquello
14
»|uc* hiciera sentir a gusto a los alumnos estaba bien. Nada era
•nperior a nada, no existían absolutos, tampoco principios.
"No era solamente que habían perdido su fe -comenta Senior-
mdo que habían perdido la razón. La fe necesita tener algo en la
n.ilmaleza del hombre sobre la cual trabajar. Y nuestra tarea fue
restaurar esa naturaleza". Y eso implicaba enfrentarse a un nu
meroso grupo estudiantil que no creía en nada y afirmaba la no
existencia de la realidad. Y ante este panorama, en vez de ceder
.1 las pretensiones estudiantiles, como aconsejaban los sapientes
conocedores de las ciencias de la educación, eligieron ser genui-
namente extremistas: desafiaron a sus estudiantes a que creyeran
en la realidad, que buscaran la sabiduría antes que al conocimien
to; que buscaran la Verdad, la Belleza y el Bien, es decir, todo
aquello que el resto de los profesores se dedicaban a desprestigiar
en sus clases.
Sigue Sénior: “No tenían los conocimientos y las habilidades
básicas necesarias para siquiera considerar las realidades más al
tas”. Entonces, él y sus colegas diseñaron un programa de estu
dios de dos años de duración, no para transformar a sus anémi
cos alumnos en intelectuales, sino para cimentarlos en los prin
cipios básicos de la civilización. Y así fue. Los jóvenes recibieron
una sólida dieta de clásicos, poesía, música y mitos y, lentamente,
su vigor educativo comenzó a revivir. Pronto, eran ellos mismos
quienes hablaban en la “Gran conversación”, o coloquio, que fue
la modalidad de clases adoptada, y que tenía lugar dos veces por
semana, durante una hora y media de duración.
Uno de los alumnos del programa recuerda: “Éramos la ge
neración de la televisión. Nuestras vidas estaba fragmentadas,
nuestros pensamientos interrumpidos cada diez minutos por las
propagandas comerciales. Lo que hicieron nuestros profesores
lúe juntar los fragmentos y formar la pintura completa”. Y otro
agrega: “Para nosotros no había verdad, nada importaba, había
15
que hacer solamente lo que nos hacía sentir bien y tratar de apro
vechamos de lo que estuviera a mano. Era una cultura descabe
llada, pero no conocíamos otra mejor. Nuestros profesores co
menzaban preguntándonos las cuestiones básicas sobre el mun
do, y haciéndonos reír acerca de los ridículos supuestos sobre la
sociedad moderna, sobre la superioridad del siglo XX y sobre las
ventajas del humanismo ateo. Pero al poco tiempo dejábamos de
reír y, cuando quise darme cuenta, me encontré que era católico
tradicionalista, que tenía siete hijos y una visión del mundo com
pletamente diversa a la de nuestros tiempos”.
El lema del programa era Nascantur in admiratione (“Que
nazcan en el asombro”) y el profesor Quinn explicaba la elec
ción: “El asombro es la facultad de la mente que te lleva a mirar
hacia las cosas de arriba más bien que la arrogancia de nuestro
tiempo, que busca mirar hacia abajo para poder decir decir: «Yo
esto lo conozco»”. En consecuencia, los estudiantes eran ani
mados a experimentar las cosas simples, quizás por primera vez
en su vida. Debían memorizar el poema de Wordsworth, Se es
tremece mi corazón, que dice:
16
,i la tradición y, finalmente, a la iglesia católica, pero exactamente
eso liie lo que sucedió. Es que -pronto cayeron en la cuenta-
Wordsworth remitía a Milton, que a su vez remitía a Chaucer,
que a su vez remitía a Boecio y a San Agustín y, finalmente, a los
Padres de la Iglesia. La línea apostólica podía verse incluso en la
literatura. Todo había sido fundado por la gracia y la verdad que
trajo Nuestro Señor. Se trataba, de alguna manera, de formar
micialmente buenos paganos para formar luego buenos cristia
nos. Se criticaba a los tres profesores responsables del programa
porque enseñaban a despreciar al mundo moderno, pero en reali
dad ellos capacitaban a sus alumnos para que, por primera vez en
sus vidas, vieran lo que estaba mal en ese mundo y, a la vez,
amaran realmente las cosas simples y gozaran de la vida.
En este sentido, Sénior relata que “los estudiantes se conver
tían tanto por leer a San Agustín como por leer a Platón, porque
Platón no es solamente un dispositivo para provocar a la mente
en el descubrimiento de la verdad, sino que Platón tiene realmente
una parte de la verdad”. Y continuaba: “En clase, enseñábamos
la tradición, es decir, lo real. Creíamos realmente que lo real era
real. Cuando enseñábamos la belleza a través de la Odisea de
Homero, no la falseábamos ni tratábamos de imbuirla de elemen
tos católicos. La verdad es siempre verdad, y nos conduce a la
verdad trascendente”. Y Quinn aseguraba: “Éramos Quijotes, y
como Don Quijote veíamos el Bien, la Verdad y la Belleza cuan
do nuestros colegas no los veían. Peleábamos contra los molinos
de viento de la universidad y del mundo moderno”.
Se trataba de una iniciativa que iba a contracorriente en todos
los sentidos. Los demás profesores de la universidad estaban fu
riosos. No podían entender que los estudiantes se sintieran atraí
dos por lo tradicional, que les gustara la caligrafía, que memori
zaran poesías y aprendieran a bailar el vals. Era revolucionario
educar a jóvenes que elegían vivir un romance en ve/ de paila i
17
par en las fiestas desenfrenadas que diariamente tenían lugar en
las residencias estudiantiles. Es que, en realidad, los jóvenes cla
maban por algún tipo de orden que les permitiera avanzar y al
canzar lo real y las cosas perennes. Esto molestaba al resto de los
académicos.
El programa de estudios de humanidades diseñado por estos
tres profesores sobre la base del amor a la verdad, la belleza y el
bien condujo, naturalmente, a que muchos de los estudiantes de
cidieran convertirse a la Iglesia católica. Fueron más de doscien
tos. Algunos se animaron a más y eligieron la vida consagrada
como sacerdotes y religiosos. Treinta y uno se hicieron monjes
en la abadía francesa de Notre Dame de Fontogombault. El autor
del prólogo a esta edición es uno de ellos: el P. Philip Anderson.
Él, junto a un grupo de monjes, retornó en 1999 a los Estados
Unidos para fundar el monasterio de Nuestra Señora de Clear
Creek, en Oklahoma donde, en la actualidad, más de cincuenta
monjes viven la vida benedictina siguiendo la liturgia latina tra
dicional. Un grupo más numeroso aún de sus miembros, que se
habían casado, se trasladaron a un pequeño pueblo en el desierto
de Nuevo México, llamado Gallup, y formaron una comunidad
de familias católicas. Otros se dedicaron a sus profesiones en di
versas partes de Estados Unidos y en otros países. La buena se
milla del Evangelio, sembrada por John Sénior y sus colegas,
encontró tierra fértil en la cual creció y dio mucho fruto. El pro
grama, por cierto, fue sometido a la muerte por inanición por
parte de las autoridades administrativas de la universidad.
La lectura de La restauración de la cultura cristiana nos pone
en contacto directo con esa maravillosa empresa que tuvo lugar
hace pocas décadas, en un mundo y en un ámbito tan descris
tianizado como el nuestro. El modo en que se desarrolló este
proceso no consistió en grandes encuentros masivos, ni ruidosas
misiones populares, ni alborotados programas televisivos. Fue a
18
1 ¡ives del silencio, la oración y la lectura de los clásicos, ofrecidos
1
*
Presentación
21
rias que nacieron en el programa Pearson; la silenciosa aventura
que va desde el campus de Lawrence a la abadía de Fontgombault
en Francia y al claustro del monasterio de Nuestra Señora de la
Anunciación de Clear Creek, en Oklahoma, tiene todos los ele
mentos de un viaje a Itaca.
Yo caí bajo el influjo de esa historia, me deslumbró la tremen
da y bellísima huella que la Providencia dejó impresa en Kansas,
y después, y sólo después, me acerqué al libro que ahora tienen
en las manos. Ése fue el orden: el acontecimiento real me llevó a
la palabra escrita. Porque lo que ocurrió en el IHP es una de esas
cosas de las que uno piensa: esto es, así ha sido siempre, así fun
ciona; sin ruido, sin grandes organizaciones, de corazón a cora
zón, por contagio. Así es como actúa Dios en el mundo.
“Un proceso secreto y silencioso está fraguándose en los co
razones de muchos”. Siempre que leo estas palabras de John
Henry Newman, y me obligo a releerlas de vez en cuando porque
creo que son proféticas, pienso en un corazón como el de John
Sénior. Newman creía que la Providencia estaba preparando un
ejército para hacer frente a una demolición de la fe cristiana
nunca vista antes, una milicia desperdigada nacida para pelear
“en las próximas centurias”. Cuál sería el tiempo exacto o el lu
gar, no lo sabía. Pero sentía que ese proceso estaba gestándose,
como un dique de abrigo construido para hacer frente a una tem
pestad.
W. B. Yeats tiene un hermoso poema que expresa muy bien lo
que quiero decir: “Una belleza terrible está naciendo”. Con la
pequeña hoguera que se encendió en la Universidad de Kansas
comenzó a nacer una belleza terrible. Una belleza que está pre
sente en todo lo que Sénior escribió, que está presente en las
páginas de La restauración de la cultura cristiana, pero que so
bre todo sigue viva en las múltiples vidas en las que él influyó.
No hay una ruptura entre su vida y su obra, no hay una separación
22
entre lo que hizo y lo que escribió, no existe una teoría separada
de una práctica. Sénior llevó a cabo en la vida la misión que plas
mó en los libros. Por eso, cuando se conoce su historia y se leen
sus palabras, se contempla un edificio levantado con cimientos
firmes, construido sobre la verdad y alimentado por la fe y por la
experiencia. No es un experimento pedagógico, no es una ideo
logía de laboratorio; es la cosa misma.
Mientras Sénior enseñaba a Platón y a Shakespeare, mientras
hablaba de la belleza de las estrellas y mostraba la nobleza de
Don Quijote en Kansas, yo aprendía mis primeras rimas y le
yendas, cuentos de hadas y acertijos. Mientras él animaba a sus
alumnos a contemplar el firmamento o a bailar el vals, yo jugaba
a hacer “comiditas” con las plantas del jardín, comía moras en el
campo, recogía conchas en la playa y dormía en una habitación
llena de hermanas. Pertenezco, seguramente, a una de las últimas
generaciones de niños que vieron una vaca pastando y la oyeron
mugir antes de verla en una pantalla y escucharla cantar. Y tuve
ese tesoro en las manos (porque algunas de esas experiencias sen
cillas y reales son hoy tan raras como un tesoro) sin conocer du
rante mucho tiempo su importancia y su valor.
Sénior puso las piezas del tesoro en orden; les dio un sentido
y una función. Su convencimiento de que parte de la incapaci
dad de las mentes y los corazones modernos para adherirse a la
verdad tiene que ver con las disfunciones de una vida aislada de
lo real, de una imaginación no fecundada por la naturaleza, la
poesía y los buenos libros, de la ausencia de una cultura cristiana
capaz de proteger y acoger la semilla, me convenció de que todas
aquellas piezas pequeñas, todas aquellas obras, canciones y le
yendas, todas las costumbres y tradiciones eran los peldaños de
una escalera. Y me llevó también a escribir un libro.
El mundo que yo intenté recrear en ese libro debe mucho a
antiguos y no tan antiguos maestros cristianos, debe mucho a
23
John Sénior, a las viejas y buenas ideas en las que él creía, que
amó y que enseñó. Todo el universo de San Ireneo de Amois
bebe de la cultura cristiana. Un pequeño lugar en combate per
petuo con el mundo moderno; un refugio donde las cosas son lo
que siempre han sido; un pueblecito en el que la escala de la vida
es pequeña, en el que se conservan las tradiciones, en el que el
mundo está hecho a la medida del hombre, en el que hay un tiem
po para cada cosa y en el que no se han borrado los senderos que
conducen a Dios.
El protagonista de El despertar de la señorita Prim es un
alumno de John Sénior. Un hombre que se convirtió al catolicismo
después de asistir a un programa en la Universidad de Kansas. El
detalle, aparentemente casual, no pasó desapercibido a los ojos
de un gran conocedor y admirador de Sénior, Philippe Maxence,
director del diario católico L Honirne Nouveau, ni a los del abad
del monasterio de Clear Creek, Philip Anderson, que un buen día
me escribió un mensaje intrigado por la “conexión” que veía en
el libro con la Universidad de Kansas y con su antiguo maestro.
La conexión fue incluida en la historia como homenaje y
agradecimiento a Sénior, como una pista para el improbable caso
de que el libro llegase a manos de alguno de sus alumnos; y así
ocurrió. La señorita Prim, aunque seguramente no lo sabe, debe
mucho al Programa Pearson y al milagro de Lawrence, a esos
tres profesores católicos que comenzaron un buen día a conspirar
con las estrellas, preparados por la Providencia y guiados por
Nuestra Señora -a la que John Sénior amaba tanto- para parti
cipar en un combate bello y terrible que se inició hace mucho
tiempo y que todavía no ha terminado.
24
La restauración
de la cultura cristiana
i I ¡i restauración de la cultura cristiana
27
de azafrán, de canela y cinamomo... Voy, voy a mi jardín, her
mana mía, esposa, a tomar de mi mirra y de mi bálsamo; a comer
la miel virgen del panal; a beber de mi vino y de mi leche. Venid,
amigos míos, y bebed y embriagaos, carísimos. Yo duermo, pe
ro mi corazón vela. Es la voz de mi amado que me llama.
28
I i teología y su sierva, la filosofía, son ciencias que estudian
I" 1 lies. Algunos de los mejores pensadores de la generación
1
29
arribar al Reino de los Cielos, que es el único objetivo de la vida
cristiana, y que tiene por lenguaje a la música, palabra cuya raíz
etimológica significa silencio, como en mudo y en misterio. La
música es la voz del silencio, y, por lo tanto, para entrar con
Nuestro Bienamado Señor en la oración de quietud y pedir para
este fin la ayuda de Nuestra Señora, debemos aprender a hablar
este lenguaje, es decir, debemos conocer la música y, sobre todo,
la música de las palabras que es la poesía. Cualquiera sea nuestra
especialidad, nuestra vocación, nuestro trabajo, todos somos
amantes; y mientras que sólo los expertos en cada campo deben
conocer matemáticas, ciencias u otras artes, todos debemos ser
poetas en el camino ordinario de la salvación. Así como los ca
minos propios de la vida cristiana son del dominio de los sacer
dotes, los ordinarios de la vida profana son del dominio de los
maestros, como yo, quienes desde su humilde puesto, y aunque
los altos caminos de la ciencia y de la teología les resulten casi
prohibidos,* sin embargo saben aquello que todo el mundo debe
hacer primero.
En Fátima la Santísima Virgen reveló que los pecados de
impureza son la causa de la mayoría de las almas que se condenan.
En los Estados Unidos se registran anualmente más de un millón
de asesinatos de niños no nacidos, mientras que sofisticados fár
macos producen la muerte de diez millones más. Se los llama
mentirosamente anticonceptivos, cuando en realidad contienen
sustancias abortivas que destruyen los recursos necesarios para
la vida durante los cuatro primeros días del niño.
Hasta donde sé, no es una verdad de fe definida por la Iglesia,
pero se dice que las almas de los niños muertos sin bautizar se
ven privados de la visión beatífica y van, según Santo Tomás,
que habla “según los Padres”, a un lugar de perfecta felicidad
natural, llamado “limbo de los niños”, porque ellos no tienen
30
ninguna esperanza de poseer la bienaventuranza del cielo”.
Santo Tomás, naturalmente, habla de aquello que nosotros pode
mos presumir en tales casos. Nadie conoce con certeza el estado
de las almas, a excepción de la de los santos canonizados; nadie
conoce los caminos misteriosos y extraordinarios por los cuales
actúa la misericordia de Dios. Pero nuestras elecciones morales
dependen aquí y ahora de lo que conocemos con certeza moral,
de las reglas ordinarias, no de lo que puede ocurrir extraordina
riamente como excepción. Creo, en consecuencia, que esas píl
doras son instrumentos de un crimen peor que el asesinato porque
arrancan a los niños no solamente de la vida, sino también del
camino ordinario de la salvación.
Santo Tomás dice también que en el último día todos resuci
taremos a la edad perfecta de treinta y tres años. Cita a San Pablo:
“Hasta que lleguemos... a la edad del hombre perfecto, a la edad
de Cristo en su plenitud” (Ef. 4, 13). Cuál será el sentimiento de
los que han utilizado la píldora cuando, caminando en ese terrible
valle de sombras, aquel día terrible, sientan llamar: ¡Mamá!
¡Papá!, y se encuentran con sus hijos resucitados en la edad per
fecta, pero privados del cielo por su impureza. Habitualmente
pensamos en los pecadores que se pierden, lo que ha sido por su
culpa, mas esto es peor y mucho más triste.
Pero no es mi intención hablar de la crisis por la que atraviesa
la Iglesia y el mundo. Este debe ser un libro positivo, un progra
ma para la restauración de la cultura cristiana y no un obituario
de su muerte. Creo que es imprudente hablar de un estado de de
sastre irreversible, como muchos hacen. Publicando sus logros
se da al demonio más ventaja de la que merece. La cuestión es
qué se puede hacer, qué puede y debe ser hecho, porque no tene
mos opción.
Nuestra acción, cualquier cosa que hagamos en el orden polí
tico y social, debe tener su fundamento indispensable en la ora
31
ción, el corazón de la cual es el santo sacrificio de la Misa, ple
garia perfecta de Cristo mismo, sacerdote y víctima, en la cual el
sacrificio del Calvario se hace presente de un modo incruento.
¿Qué es la cultura cristiana? Esencialmente la Misa. Ésta no es
mi opinión personal o de alguna otra persona, o una teoría o un
deseo, sino el hecho central de dos mil años de historia. La Cris
tiandad, que el secularismo llama Civilización Occidental, es la
Misa y todo el aparato que la protege y favorece. Toda la arqui
tectura, el arte, las instituciones políticas y sociales, toda la eco
nomía, las formas de vivir, de sentir y de pensar de los pueblos,
su música y su literatura, todas estas realidades, cuando son bue
nas, son medios de favorecer y de proteger el santo sacrificio de
la Misa. Para celebrar la Misa es necesario un altar, y sobre el
altar un techo, por si llueve. Para reservar el Santísimo Sacramen
to, construimos una pequeña Casa de Oro, y sobre ella una Torre
de Marfil con una campana y un jardín alrededor con rosas y
lirios de pjureza, emblemas todos de la Virgen María -Rosa
Mystica, Turris Davidica, Turris Ebúrnea, Domus Aurea-, que
llevó su Cuerpo y su Sangre en su seno, Cuerpo de su cuerpo,
Sangre de su sangre. Alrededor de la iglesia y del jardín donde
enterramos a los fieles difuntos, viven los que se ocupan de ella:
el sacerdote y los religiosos cuyo trabajo es la oración, y que
conservan el misterio de la fe en ese tabernáculo de música y
palabras que es el Oficio Divino. Y en torno a ellos se reúnen los
fieles que participan del culto divino y realizan el resto de los
trabajos necesarios para perpetuar y hacer posible el Sacrificio:
producen el alimento y confeccionan el vestido, construyen y
salvaguardan la paz, para que las próximas generaciones puedan
vivir por Él, por quien el Sacrificio continuará hasta la consuma
ción de los siglos.
Debemos grabar en nuestro corazón la primera ley fundamen
tal de la economía cristiana: el fin del trabajo no es la ganancia
32
.¡no la oración; y la primera ley de la ética cristiana: vivir para
( i isto, no para nosotros mismos. Y vivir en Él es amar. Si guar
damos los diez mandamientos, evitaremos el infierno; si amas a
I )ios y al prójimo como a ti mismo, cumplirás la ley de justicia,
fiero la vida cristiana no consiste solamente en evitar el infierno,
aunque esto sea esencial. Porque la vida misma es el Reino de
los Cielos que consiste en amar a Cristo y a nuestro prójimo
como Él nos ama.
Santa Teresita de Lisieux, teóloga ignorante, scienter nescia,
ha remarcado que en la primera Misa, después de que Nuestro
Señor distribuyó su Cuerpo y su Sangre a los primeros cristianos,
con este acto fue más allá no solamente de la ley de la justicia
sino también de la ley del amor. Él nos dice: “No os améis unos
a otros como a vosotros mismos. Poned algo de mística. Amaos
los unos a los otros como yo, el primero, os he amado”. Si mo
rimos habiendo guardado la ley de la justicia y la ley de la cari
dad, pero no esa caridad, pasaremos tanto tiempo en el purgato
rio cuanto sea necesario para aprenderla, en terribles sufrimien
tos; como dice Santo Tomás, todos los sufrimientos naturales del
mundo juntos son menores que un instante de aquel otro dolor. A
veces temo que los conservadores, y no solamente los liberales,
se parezcan a los fariseos: son católicos, pero absoluta y fríamente
determinados a tener siempre la razón. El camino real de Cristo
es un camino caballeresco, romántico, lleno de fuego y pasión;
cabalgamos en fogosos caballos pura sangre, que galopan
gozosamente, olfateando el viento, mientras que con ruido de
armas pronunciamos el grito de batalla de Roland y Olivier:
¡Montjoie! Nuestra Iglesia es la Iglesia de la pasión. Escuchemos
al Espíritu Santo mismo, escuchemos el lenguaje con el que ha
bla el Esposo a su Bienamada Virgen en el Cantar de los Can
tares, y nos dice a nosotros también:
33
Voy a mi jardín, hermana mía, esposa; a tomar de mi mirra y
de mi bálsamo; a comer la miel virgen del panal, a beber de mi
vino y de mi leche. Venid amigos míos, y bebed y embriagaos,
carísimos.
34
¿lis difícil comprender el significado de lo que Shakespeare
nos quiere decir? La pregunta es la de un maestro a sus alumnos,
no la de un erudito a sus colegas. Aún cuando sea difícil, e incluso
imposible dar la definición científica, la fórmula es clara y fuerte
como el buen vino. Si la música es el alimento del amor... Refle
xionemos un momento sobre estos célebres versos con los que
comienza la obra La noche de Reyes, obra destinada a todo el
pueblo, no solamente a los estudiosos, escrita como un entreteni
miento para la fiesta de Epifanía, hace trescientos cincuenta
años. Así como la antigua Ley prohibía comer cualquier tipo de
carne, excepto la de los rumiantes, así deberíamos prohibir toda
crítica que se alimentara despedazando la carne de los textos en
notas y apéndices, en favor de una rumiante lectura de los versos
en su más ordinario y obvio sentido. El mejor comentario será un
pasaje similar del mismo autor o de un autor parecido. Tomemos,
por ejemplo, el Sueño de una noche de verano. Oberon, rey de la
música, hace una especie de comentario al discurso ducal que
abre La noche de reyes:
Y Puck responde:
¡Recuerdo!
35
con su voz. La música alimenta el amor. Sí, alimenta el amor de
Cristo que aquieta el corazón rebelde, brutal y salvaje del peca
dor. Comprendan lo que esto significa: que la civilización es obra
de la música. Shakespeare dice esto una y otra vez. En El merca
der de Venecia dos jóvenes amantes entran en un jardín. Es de
noche, y sobre ellos están la luna y las estrellas. Lorenzo le pide
a su amigo Stefano que le ayude a buscar algunos músicos, y
luego, dirigiéndose a su amada, dice:
36
I n el bello latín de San Jerónimo, la I sposa del Cantar de los
( ¡miares exclama: Trahe me! (¡Atráeme!). Y Jéssiea responde:
37
cambie de naturaleza por algún tiempo. El hombre que no tiene
música en sí mismo y no se mueve por la concordia de dulces
sonidos, está inclinado a traiciones, estratagemas y robos; las
emociones de su espíritu son oscuras como la noche, y sus afec
tos tan sombríos como el Erebo: no hay que fiarse de tal hombre.
Atiende a la música.
38
Ya lian brotado en la tierra las flores,
ya es llegado el tiempo de la poda
y se deja oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola.
Ya ha echado la higuera sus brotes,
ya las viñas en flor esparcen su aroma.
Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven.
39
la inteligencia y, por tanto, tiene un efecto mayor. Debemos po
ner nuestro mayor esfuerzo en restaurar la lectura en la casa y,
sobre todo, la lectura en voz alta: junto al fuego del hogar en
invierno, y en el porche, en las noches de verano.
Para los niños más grandes y los adultos la lectura silenciosa,
pero todos reunidos en la sala. No es necesario buscar las grandes
obras maestras de la literatura que necesitan una lectura analíti
ca y son útiles sobre todo a los especialistas, sino leer lo que po
demos llamar los “mil buenos libros”, que tienen que estar en
toda biblioteca, cuentos como los de Mamá Ganso y poemas
como los de William Shakespeare; los “mil buenos libros” para
los niños y para los adolescentes, que todos hemos leído y relee
remos durante el resto de nuestras vidas.
Pero, en primer lugar, no seríamos serios en nuestra intención
de restaurar la Iglesia y la Ciudad si no tenemos el sentido común
de destruir nuestro aparato de televisión. Se dice que la televisión
no es buena ni mala. Que es un instrumento como podría ser un
revólver: su moralidad depende del uso que se le dé. No es ma
la per se sino accidentalmente, dicen los moralistas. Es verdad,
¡pero las situaciones concretas son per se accidentales! La tele
visión no es mala solamente por accidente, es mala de modo
general y determinante. No es cuestión de elegir los mejores
programas, de influenciar sobre los productores o los anunciantes,
o de lanzar un canal propio. La televisión posee dos defectos: su
radical pasividad, física e imaginativa, y la distorsión de la rea
lidad. Sentados frente a la pantalla no ejercitamos nuestra mi
rada para fijar y seleccionar los detalles, aquello que los poetas
llaman “remarcar” las cosas. Ni tampoco ejercitamos nuestra ima
ginación, como nos vemos obligados a hacer cuando leemos me
táforas, que nos exigen saltar al “tercer término” sugerido por la
juxtaposición de imágenes, y reparar en similitudes y diferencias,
capacidades que Aristóteles dice que son uno de los principales
40
signos de inteligencia. La televisión es mala, por tanto, intrín
secamente, como también lo es extrínsecamente. Todo pasa por
el liltro laicista de los que tienen el poder. “ ¡Qué hermoso es ver
¡il Papa!”. Pero ustedes no ven al Papa; ven al Papa visto por los
periodistas, a través de sus comentarios, de las elecciones que
ellos hacen de lo que van a transmitir y de sus montajes. Un
teólogo me respondió un día, cuando me quejaba de la comunión
distribuida por los laicos: “Si fuera la única manera de recibirla,
yo la recibiría del mismo diablo”. Creo que está equivocado. En
esto sigo a Newman que, ante una situación similar respondió:
“Esperaría una mejor oportunidad”. Si quiero ver al Papa, viajaré
los seis mil kilómetros que me separan de Roma, pero nunca lo
vería a través de los ojos de la CBS. Toda la televisión está mal
orientada porque quienes la dirigen no son solamente no-cristia
nos sino anti-cristianos. Y no solamente en los programas obvia
mente malos sino también en aquellos llamados educativos, y
que son realizados con el mismo fin: extirpar de la cultura y de
formar todo lo que sea cristiano. Aún en algunas emisiones, co
mo reportajes o documentales, programas deportivos o de varie
dades que, en sí, no tiene nada malo, sí lo tiene el contexto, y es
el contexto lo determinante. Y esto no es lo peor; lo peor es el
insidioso irrealismo. Me refiero a la cuestión del profesionalismo
deportivo. ¡Mi partido de fútbol!, es el grito paterno: Nerón mi
rando la lucha de gladiadores que se matan entre ellos, mientras
beben una insípida cerveza y comen papas fritas. En tanto, los
niños se embrutecen escuchando rock en el reproductor. ¿Les
gusta el fútbol? Salgan los domingos y juéguenlo con sus hijos.
Sé que lo que digo parece una locura; es demasiado, demasia
do rápido, y siempre contra corriente. Pero los tocadiscos y los
equipos de música sustituyen a los sentidos, a la imaginación e,
incluso, a la realidad. Y no se dejen engañar por las hermosas
colecciones que se ofrecen, desde canto gregoriano hasta Aaron
41
Copland. El canto gregoriano es una solemne oración y no debe
nunca convertirse en un “placer para el oído”, como dicen. En
cuanto a Copland, es la vulgaridad contemporánea. Los droga-
dictos y pornógrafos no tienen el monopolio de lo artificial. El
bello mundo de la cultura de lujo, de la New York Philharmonic
o del Metropolitan, atestados de micrófonos, trituran a los clá
sicos con las interpretaciones modernas en un amasijo electróni
co, con ingredientes de sofisticadas desarmonías diseñadas para
la autodestrucción de la música y la ruina de todos los hábitos
tradicionales de diferenciación tonal. Pienso en lo mejor de los
genios desorientados como Stravinsky o Mahler, para no men
cionar los autopromovidos fraudes como Schoenberg. Y aunque
sería largo de explicar, los aparatos electrónicos no son malos
solamente en cuanto se apartan del fin, sino también en cuanto a
los medios mismos qu£ son destructivos de la imaginación y la
sensibilidad, como es el caso de la televisión. Las reconstituciones
electrónicas de sonidos desintegrados no producen sonidos rea
les: es como si creyéramos que la leche en polvo es realmente
leche. El más grande de los pianistas de la última generación,
Joseph Hoífman, siempre se rehusó a hacer grabaciones porque
le horrorizaba la idea que se pudiera fijar una interpretación
hecha una vez, y ser reproducida infinidad de veces, cuando él en
los conciertos tocaba cada nota fresca, como si fuera la primera
vez. Yo acepto el riesgo de pasar por un fanático peligroso, pero
repito con toda la calma y seriedad que puedo: deshagámonos de
todos estos aparatos mecánicos y electrónicos y restauremos en
nuestros hogares la música y la literatura real, viva, simple, cris
tiana, doméstica. Sé que no es agradable recibir una reprimenda;
es más fácil escuchar al profeta cuando critica a los filisteos que
viven al otro lado de la calle; pero, como decía Newman, el pre
dicador va muy lejos cuando comienza a llegar a nosotros. Sin
embargo, es muy simple. Los católicos han aceptado algunas de
42
Ins peores distorsiones de su fe en el orden de la música, del arte
y de la literatura sin una palabra de enojo, porque nunca han
escuchado verdaderamente el Tantum ergo o el Ave Maris Stella.
No es falta de fe, es falta de música: nunca han tenido en su
hogar aquello que les hubiera formado el buen gusto y el buen
sentido.
¿Y qué decir de la lectura en el hogar? Ya nadie lee. El mo
vimiento en favor de los “grandes clásicos” lanzado por la ge
neración que nos precedió no pudo alcanzar su cometido. No por
culpa de los libros. Ellos eran, como bien decía Matthew Arnold,
“lo mejor que se ha pensado y dicho”, pero del mismo modo que
el vino se pierde en botellas agrietadas, los libros se perdieron en
espíritus que ya no sabían leer. Con otra comparación, la semilla
germinó, pero el terreno estaba agotado. La fecundidad de las
ideas de Platón, de Aristóteles, de San Agustín o de Santo Tomás
no se pueden manifestar si no es en el terreno de una imaginación
saturada de fábulas y de cuentos de hadas, de historias y poemas,
romances y aventuras: Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens,
Scott, Dumas y tantos otros buenos libros. La tradición occidental,
que asimiló todo lo mejor del mundo greco-romano, nos ha dado
una cultura en la cual la fe se desarrolla sanamente. Desde la
conversión de Constantino esta cultura se transformó en cristia
na. Las inteligencias y las voluntades germinan en este terreno
que es apto para los estudios literarios y científicos, incluida la
teología, sin la cual los demás son inhumanos y destructores. El
atleta inculto y el esteta decadente sufren los vicios opuestos a
las virtudes que Newman llama del caballero. Cualquiera que
estudie las letras o las ciencias desde un punto de vista especu
lativo o práctico, descubrirá que un poco de cultura general sig
nifica un salto decisivo. Crecerá como una planta desnutrida que,
repentinamente, es fertilizada y regada.
43
Y el mejor punto de vista es el del aficionado, de la persona
común que se entretiene con lo que lee, ignorante de esos exáme
nes críticos, históricos o textuales que destruyen lo que analizan,
tan enemigos de la cultura como los estudios de la sexualidad lo
son del matrimonio, o la agricultura científica de la vida en el
campo. Cualquier cosa que hagan, no envenenen el aljibe y el
campo con diccionarios, enciclopedias, atlas, guías, ediciones
críticas, notas, apéndices biográficos e históricos. Todo eso es la
ciencia de la literatura, una mala aplicación del método científico
a un campo que está fuera de su competencia. Nosotros quere
mos lo que Robert Louis Stevenson llamó “un jardín de niños”,
algo simple, directo, placentero, espontáneo, libre, romántico, si
quieren. Teniendo presente que no basta para la salvación, como
creyeron los románticos, que no es suficiente para la ciencia y la
filosofía, pero que es indispensable para el desarrollo moral, in
telectual y espiritual. En vez de un razonamiento les propongo
una lectufá: aquella de los mil buenos libros.
Como la vista es el primero de los sentidos, y resulta especial
mente importante en los primeros años, es conveniente tener
ediciones ilustradas por artistas que trabajen dentro de la tradición
cultural que buscamos restaurar, las cuales servirán tanto para
una introducción al arte como para participar del universo ima
ginativo que nos propone el libro. No se trata de despreciar a
todos los artistas contemporáneos, puesto que la tradición no
excluye la experimentación. Al contrario, la lectura de estos
libros debería ser un incentivo para escribir bien y dibujar bien.
Un ejemplo no es una camisa de fuerza, sino un maestro que
propone reglas y modelos para imitar. Las ilustraciones de los
libros alcanzaron su perfección clásica en los cien años anteriores
a la Primera Guerra Mundial, con figuras como Beatrix Potter,
Sir John Tenniel, Arthur Rackam, Kate Greenaway, George
Cruickshank, Leslie Brooke, y muchos otros. Con buen olfato, se
44
pueden encontrar ediciones originales en librerías de segunda
mano; o nos podemos contentar con facsímiles que, si bien no
tienen la misma calidad de trazo y color, son más económicos.
Los católicos de lengua inglesa presentan una dificultad que,
para tratarla adecuadamente, necesitaríamos un libro entero: la
literatura inglesa es sustancialmente protestante. Es bueno citar a
San Pablo, quien dice que todo lo que es verdadero viene del
I spíritu Santo, y argumentar que esta literatura, en la medida en
que es verdadera, es católica, sin importar las convicciones de su
■nitor, sea éste protestante, judío o pagano. Todo andaría bien si
la literatura fuera una ciencia abstracta, donde “dos más dos son
cuatro”. Pero la literatura, realidad paradojal por definición, es
un “universal concreto”: muestra a los hombres en acción, hace
revivir sus luchas afectivas, morales y espirituales. En consecuen
te¡a, los católicos anglófonos deben convivir con una dificultad:
los mil buenos libros que son para ellos el terreno indispensable
para la inteligencia de la fe católica, terreno indirectamente re
querido para entrar en el reino de los cielos, no son católicos, son
protestantes.
Esta dificultad ha conducido a algunos educadores católicos
bien intencionados a recomendar solamente textos de autores
estrictamente católicos, lo que supone dar a leer traducciones de
un gran número de autores franceses, italianos, españoles, y de
algunos escritores católicos ingleses que, aunque talentosos, des
graciadamente no son de primer orden. Cualquiera sea el modo
en que lo hagan, ésta es una empresa sin esperanzas. Somos un
pueblo de lengua inglesa. Si queremos asimilar nuestra lengua
debemos asimilar aquello que constituye el genio propio del
inglés. Si queremos que existan escritores -¡y lectores!-católicos
de lengua inglesa, es necesario aprender el inglés del mejor
modo, lo cual no puede hacerse con traducciones, incluso hechas
por excelentes traductores, pero que no son genios, y no pueden
45
traducir la grandeza de la obra con la que trabajan. Veamos un
ejemplo. Dorothy Sayers es una excelente católica inglesa. Por
otro lado, el católico italiano Dante es uno de los tres candidatos
para el título del mejor poeta del mundo. Pues bien, la traducción
de hace Dorothy Sayers de la Divina Comedia es una comedia en
otro sentido, y no tiene nada que hacer al lado de la excelente
traducción hecha por el secretario latino del Consejo de Estado
Puritano, John Milton, que además fue muy cercano del archi-
hereje y asesino de la Irlanda católica, Cromwell; ni tampoco
puede rivalizar con Shelley, ateo favorable a la causa irlandesa,
al cual la señorita Dorothy intenta -desastrosamente- reproducir
en la terza rima de Dante. La literatura inglesa no es una opción,
es un hecho. Es protestante, y para nosotros es a la vez una ben
dición y una condena: una bendición, porque es la mejor del
mundo, y una condena porque no podemos hacerla nuevamente.
Los padres y maestros católicos de lengua inglesa deben leer
y releer La literatura católica en lengua inglesa del cardenal
Newman. Es un muy buen ensayo sobre la materia que nos
ocupa, bien equilibrado; lo mejor sobre el tema.
Las dificultades afectan el corazón de los niños -ese órgano
tan delicado, sede de los afectos y disposiciones interiores- y
también a su imaginación: serán formados por autores alejados
del universo católico y, muchas veces, muy alejados. Pero si no
leen, ¿cómo desarrollar sus aptitudes y facultades esenciales?
Dicho esto, hay que agregar que podemos vivir y vivir bien a
pesar de las dificultades que he señalado y tomar las cosas por lo
que son. En primer lugar, en la medida en que esta literatura es
protestante, es bíblica y cristiana: la existencia de Dios, la divi
nidad de Cristo, la necesidad de la oración y la obediencia a los
mandamientos constituyen la trama sólida de la mayor parte de
estas obras, aunque se suelen encontrar críticas, a veces groseras,
46
ii voces fundadas, que contradicen en algo a la fe católica. Debido
ii que el protestantismo está a mitad de camino de sus ancestros
• ¡iiólicos y judíos -una suerte de cristianismo hebreo, al menos
en su tendencia calvinista-, su literatura popular es hostil a la vez
ii los católicos y a los judíos. Charles Kingsley escribió un exce
lente libro para niños lleno de injuriosas mentiras con respecto a
los jesuitas; el Shylock de Shakespeare y el Fagin de Dickens
liiin explotado y exagerado la avaricia de los judíos. Pero el
comentario de Chesterton sobre el libro de Kingsley - “Es una
mentira, pero llena de santidad”- se aplica al Mercader de Ve-
uccia y a Oliver Twist. Solamente los judíos o los católicos fari-
.1 icos se indignan por ser caricaturizados. Una justa y sana cari-
t ¡llura consiste en remarcar algunos rasgos accidentales de aque
llo que es esencial. Es un hecho que hay jesuitas que a veces
protagonizaron escándalos a pesar de la gloriosa falange de sus
santos, y que hay judíos usureros, pornógrafos y comunistas a
pesar de la valentía con la que afrontaron una persecución injus
ía y de la pequeña falange de sus santos convertidos. Los católi
cos y judíos pueden reír y llorar a la vez de la verdad de estas
caricaturas, del mismo modo que un irlandés sobrio -si se puede
encontrar uno- reiría y lloraría de un irlandés borracho, o un ita
liano honesto de su padrino.
Uno de los más conocidos de esta lista de clásicos para niños,
y en verdad un genio, no es un protestante inglés sino una espe
cie de católico francés. Cuando se termina de leer Los tres mos
queteros se tiene en claro que el pecado siempre es castigado. Al
comienzo de la novela, Aramis simula y se burla de la vocación
religiosa, y termina siendo monje -¡aunque no de los mejores!
Fstá también la escena muy colorida en la que D’Artagnan, co
razón generoso y verdadero héroe, comete un adulterio, sensa
cional y grotesco a la vez, con una de las más peligrosas femmes
fatales de toda la literatura; las consecuencias serán espantosas
47
para los dos: una horrible muerte para ella y una terrible lección
para él. Sin duda, es mejor reservar la lectura de Los tres mos
queteros para adolescentes de más de dieciséis anos, porque es
un libro para adolescentes y un ejemplo de valentía y altos idea
les. Es un buen libro, quiero decir, un libro moralmente bueno.
Nos guste o no, el tipo de aventuras de Alejandro Dumas está en
la literatura como las Montañas Rocosas están en la geografía. Si
éstas no existieran, podríamos viajar más rápidamente por Cali
fornia, pero el interés del viaje disminuiría mucho. Sin los ro
mances, sin las intrigas y los amores de los personajes de Dumas,
¿dónde estaría lo emocionante de la literatura?
El peor defecto de la literatura clásica inglesa es la omisión:
María Santísima, nuestra madre, y el Santísimo Sacramento, es
tán ausentes. Es ésta la desaparición de los dos misterios más
importantes de la fe católica, y de una serie de elementos acciden
tales de la vida católica, como el culto a los santos, la veneración
de las reJiquias, el uso de medallas, de escapularios, del agua
bendita y del rosario. Cuando estas cosas están presentes es sólo
para tacharlas de supersticiones. A veces estas “supersticiones”
son bien tratadas, como la hermosa escena de Mujercitas donde
la criada francesa explica el rosario a la incrédula pero maravilla
da y edificada Amy. Sin embargo, no hay duda de que es una
carencia grave, y debe ser compensada por el uso cotidiano de
los tesoros de la piedad católica y el recurso constante a la litur
gia latina.
Desde el punto de vista cultural -que, insisto, no es algo me
nor o accidental, sino algo indispensable en los medios ordinarios
de la salvación- y prescindiendo de las difíciles controversias
canónicas y teológicas sobre su licitud o validez, como así tam
bién de los aspectos pastorales, debo decir que la Misa nueva, al
menos tal como se celebra en los Estados Unidos, es un desastre.
Y, con el respeto debido a las autoridades, debo dar testimonio
48
público de mis peticiones privadas para que se restaure la gran
liliirgia gregoriana y tridentina que se celebraba antes de la re
ísima del concilio Vaticano II: la obra de arte más refinada y más
tu lla que haya existido en el mundo; el corazón, el alma, la
tuerza más determinante de nuestra civilización occidental, y la
madre nutricia de tantos santos.
Los niños católicos formados por lo mejor de la literatura in-
rlesa deben alimentarse al mismo tiempo de las prácticas cató
licas tradicionales, como el rosario, las visitas al Santísimo o el
Via Crucis. Y cuando esta literatura denigra explícitamente aque
llo que hay de católico, los padres y los maestros deben obrar
como censores. Esta censura no debe hacerse con la tijera, por
que estos pasajes están muy unidos al contexto, sino con la ex
plicación. Los padres o hermanos que leen las historias en voz
¡ilta a los más pequeños deben corregir dulcemente los errores, y
estos servirán para enseñar la verdad, y muchas veces la verdad
es que los católicos no siempre han vivido de acuerdo a su fe.
t'on sus alumnos, el maestro puede aprovechar las caricaturas o
injurias para hacer leer otros textos; por ejemplo, el ataque a los
jesuítas puede ser ocasión para leer la vida de San Isaac Jogues y
sus compañeros, o la de otros santos misioneros. Su propia fir
meza en la fe debe bastar a los adolescentes y a los jóvenes; los
textos hostiles al catolicismo serán la ocasión para examinar su
comprensión de la fe, y sus profesores podrán dirigir las discu
siones en los puntos más difíciles.
Con lo que he dicho es suficiente. Las cientos de miles de pá
ginas de los mil buenos libros contienen pocos pasajes para co
rregir. El verdadero problema, común a toda la cultura moderna,
es el de la ausencia de los tesoros de la piedad católica, determi
nantes en materia de fe. Y estos tesoros deben ser restaurados en
la Iglesia y en los hogares. Debido a que somos de lengua inglesa
y que vivimos en una sub-cultura no católica, es bueno para los
49
niños que conozcan con su imaginación el medio hostil en el que
viven, exceptuando por supuesto la burla, la pornografía y la
subversión, pero esto no aparece en la literatura clásica infantil.
Artística, moral y espiritualmente ella es buena, aunque incom
pleta.
Quizá sea conveniente hacer alguna advertencia con respecto
a la lectura para los adolescentes. Este período de la vida es pe
ligroso por definición. “Adolescente” proviene de una palabra
latina que significa “arder”, y es ciertamente una edad “ardiente”.
La lectura de Romeo y Julieta, por ejemplo, puede impresionar
una imaginación viva. Estos amantes se enamoran de un modo
desesperado y ardiente, pero la lectura de estos bellos pasajes
pueden conducir al pecado, como el caso de aquellos condenados
de la Divina Comedia, a quienes el Dante atribuye su suerte a la
lectura de una novela-cortesana. “Ese libro fue un galeotto'\ dice
Francesca, y galeotto significa en italiano “proxeneta”. Estas
lecturas süponen paralelamente una formación moral estricta,
seria, exigente y enérgica. Pero a la vez hay que hacer una ad
vertencia a los padres católicos: muchas veces, cuanto más con
servadores son en su fe, más jansenistas son en la educación de
sus hijos. Alrededor de los doce años el niño comienza su ado
lescencia, lo cual implica una explosión de aptitudes físicas y
reacciones emotivas, el deseo del peligro y las primeras llamadas
del amor. Se cuenta que los chinos vendaban los pies de sus hijas
para que no crecieran. Parece que hay también padres que ponen
vendas a las almas de sus hijos: algunas familias católicas envían
a la universidad a sus hijos adolescentes con dieciocho años,
esmeradamente conservados y embalados en la edad afectiva y
mental de doce; buenos chicos y chicas, bien vestidos y poco
ruidosos, que jamás han tenido un problema y que nada saben de
la vida ni del amor. El Reino de los Cielos es el conocimiento y
el amor de Dios. No podremos aprender a soportar las llamas
50
vivientes del amor divino si no pasamos por el fuego más tem
perado de los deseos humanos, y una adolescencia “ardiente” es
i.m necesaria para el desarrollo normal del cuerpo y del alma
como lo es la fe. La fe supone y perfecciona la naturaleza, y por
lauto no podrá ser eficaz si está atrofiada. ¿De qué serviría pro
teger a los niños del fuego del infierno si los privamos de los
medios para ir al Paraíso?
Denles una catcquesis fuerte, sermones serios, buenos ejem
plos y ejercicio físico. Gobiérnenlos con firmeza, pero no los
enfermen: déjenlos leer los buenos libros “peligrosos”, y déjenlos
practicar deportes “peligrosos”, como el rugby o el montañismo.
I a condición humana supone que alguno se quiebre una pierna y
peque, pero en una familia católica bien equilibrada las caídas
serán pocas y los cuerpos y las almas se recuperarán. El valor de
estas lecturas y de estos juegos es tan grande que deberíamos
agradecer a Dios por haber sido de tal modo colmados de
bendiciones en la literatura y en los deportes ingleses.
Afortunadamente, la mayoría de estos autores tienen simpatía
por nuestra fe y, algunos de ellos, Shakespeare por ejemplo, era
católico in pectore. Dickens tuvo un sueño visionario, al que
tomó muy en serio, en el cual la Virgen María lo invitaba a
escribir más cálidamente sobre los católicos, lo cual hace en
liarnaby Rudge, una de sus mejores novelas. La historia no se
puede rehacer, lo pasado pasó, y está fuera de nuestras manos.
Olviden a los clásicos y serán incultos: nuestra cultura es la que
es, pero es la nuestra y permanecerá, en su verdad, en su bondad
y en su belleza, católica.
Para concluir, los exhorto a hacer una experiencia: lean, en
voz alta si es posible, los buenos libros ingleses, desde los
cuentos de Mamá Ganso hasta la novelas de Jane Alisten. No es
necesario hacer una lista: un clásico es una obra de la cual lodo
51
el mundo conoce el nombre. Y por la noche, reunidos en torno al
piano, canten las canciones tradicionales. Sí, la música alimenta
el amor y, en sentido amplio, es un signo específico de la civiliza
ción humana. Si nos hemos cocinado en la olla familiar de la
imaginación cristiana, habremos aprendido por absorción a escu
char este lenguaje, esta misteriosa música del Esposo. Comen
zaremos a amarnos los unos a los otros como El nos ama. Y
veremos finalmente, al término de esta noche oscura, a la Estrella
de la Esperanza que brilla al comienzo de la mañana. Veremos
porque amaremos -U bi amor ibi oculus pero solamente con su
ayuda: Rosa mystica, Turris Davidica, Domus aurea, Stella ma
tutina... Estrella de la mañana.
52
i i I liolocausto climatizado
53
sano. Esto es para mostrarles como un rey puede viajar por las
tripas de un vagabundo.
54
En su célebre ensayo El culto del hombre libre, Bertrand
Russel, premio üobel y principal responsable de las matemáti
cas que hicieron posible la computadora, escribió el resumen
más popular y mis preciso de la mentalidad tecnocrática:
55
había una justicia final en otro mundo más allá de la muerte, un
reino del Bien, de la Belleza y de la Verdad. Opinaba que, más
allá de todo, el universo es bueno, y se encaminó a su muerte con
serenidad, considerándola el sacrificio por el cual se paga el jus
to impuesto a la inmortalidad, y fue una muerte cargada de sen
tido, la muerte del justo.
Un pequeño grupo de cristianos continúa viviendo en la espe
ranza incluso en la actualidad pero, en general, el mundo moderno
está dividido entre los literatos pesimistas y los tecnólogos opti
mistas que, en realidad, son pesimistas de largo alcance. Algunos
usan máscaras cómicas, como Gustave Flaubert, y se ríen con
amargura de las absurdas esperanzas de los cristianos a los que
desprecian; otros, como Dylan Thomas, rechinan los dientes con
ira, rabiosos “contra la luz que se apaga”; otros, como Yeats, cons
truyen paraísos imaginarios con su arte:
56
il<is cu el pesimismo, niegan que exista alguna finalidad, propósito
m vulor en el universo o en la vida humana, y, por tanto, no pro-
|*onc*n alternativas positivas a la transformación tecnológica. Las
Inmunidades, en la actualidad, están dominadas por una filosofía
i un ; i meditación sobre la muerte concluye en la radical insigni-
lli inicia de la existencia humana, y no tienen nada para ofrecernos
unís allá de una lenificación del dolor a través del entretenimien
to y del cambio tecnológico. Los humanistas sencillamente han
i -i|titulado con los tecnócratas fuertes, agresivos y destructivos.
I os departamentos de Estudios Clásicos, Literatura, Filosofía,
Historia, Música, Arte y otros similares en las universidades, se
lum poblado de expertos en edición de textos e indexación com-
l'tilarizada, y construyen hipótesis lingüísticas, sociológicas y psi-
i ologicas, las cuales, más allá de su utilidad, no son de valor hu
mano. Se trata de una investigación científica en el campo de las
humanidades que en sí misma no es científica.
La tecnología, por supuesto, no es nueva. Caín fue el primer
tccnólogo, ya que inventó la agricultura científica y la guerra. La
tecnología, nueva o vieja, es pesimismo disfrazado de optimismo.
( ontradiciendo sus lúgubres principios, propone lo que se supo
ne es una empresa llena de esperanza: transformar la naturaleza
pura el uso humano. Dado que, de acuerdo con la doctrina de la
l.italidad evolucionista, la vida no significa nada y todo volverá
,i la nada, debemos actuar en el momento presente como si todo
eso no fuera verdad. Los teenólogos construyen un optimismo
.11 tificial basados en la premisa artificial de que se puede comprar
■iliora y pagar más tarde, de que se puede tener, tener y seguir
teniendo a fin de dejar todo eso a los nietos. Sam estaba en lo
cierto, dicen, pero aunque no puedas llevar todo eso contigo,
puedes al menos, más pronto que tarde, posponer indefinidamen
te la agonía de la partida, porque la ciencia está ya por conquistar
el poder sobre la muerte; estamos a punto de sintetizar algo así
57
como el Árbol de Vida y comer sus frutos congelados para siem
pre, viviendo por lo menos un milenio entre las fauces de un bos
tezo de la evolución. Con suficiente investigación y manipulación
de las masas, los científicos pueden conquistar la pobreza, el es
pacio exterior, la guerra, la enfermedad e incluso la muerte. En
una palabra, la ciencia establecerá el Reino de este Mundo. Por
supuesto, a la larga, este proceso conducirá a la autodestrucción,
pero más tarde, después de mucho mucho tiempo.
Fue Protágoras el Sofista quien decía: “El hombre es la me
dida de todas las cosas”, y Sócrates entregó su vida para refutar
esa afirmación. Sócrates dijo en la última hora de su vida, mien
tras esperaba al siniestro técnico con la cicuta, hablando sobre
los sofistas:
*
58
verbial hombre de la calle conoce el qué de ellas, el simple he
cho de que existen con absoluta certeza. Por ejemplo, todo lo que
vive morirá; todo lo que se mueve, incluso nosotros, debe pro
venir de otra cosa y moverse hacia un fin fuera de él mismo, y
todo lo que se toma del suelo o del aire, o de nuestro padre, o del
padre de nuestro padre, debe ser restituido a las generaciones fu
turas bajo pena de agotar las fuentes. El hombre no es la medida
de verdades como éstas. Son ellas las que miden al hombre y
hacen que su vida tenga sentido.
Los sofistas dicen que no hay verdad y que el hombre es la
medida de las cosas. En el orden moral, afirman que no hay bien
ni mal sino construcciones del pensamiento. Y en el orden prác
tico sostienen: “Yo soy el número uno, y tomaré todo lo que pue
da”. Son tecnólogos para toda la vida, epicúreos que piensan que
el propósito de la vida es el placer.
La tecnología -nueva o vieja, ya que no hay ninguna diferen
cia en su base filosófica: una computadora es tan complicada
como un ábaco- es la inevitable consecuencia del epicureismo.
Es dedicar nuestras vidas a perseguir la felicidad entendida co
mo placer; es la dedicación de nuestras vidas enteramente a no
sotros mismos, autocomplaciéndonos, tomando todo como un
medio, como si no existiera un fin, un fin para las cosas y un fin
para nosotros mismos, como si nuestras vidas no tuvieran un
propósito, un objetivo con respecto al cual pudieran ser medidas.
Y es así como pasamos nuestras vidas, al decir de Shakespeare,
en “un penoso desperdicio”, multiplicando instrumentos indefi
nidamente, convirtiéndonos a nosotros mismos y a nuestros ami
gos en instrumentos. Ahora llamamos a esto psicología conduc-
tista. Shakespeare la llamaba lujuria:
59
La lujuria, en el sentido estricto del término, es el uso del sexo
exclusivamente como placer, como si los niños fuesen acciden
tes que se pudieran prevenir y que, con las debidas precauciones,
no sería necesario que ocurrieran. En un sentido amplio, la luju
ria es toda energía humana -intelectual, emocional o física-, em
pleada a los solos efectos del placer, personal y egoísta, o colec
tivo y egoísta. Del mismo modo, definir la felicidad como el ma
yor bien para el mayor número de personas -pero siempre en
tendiendo el placer como el mayor bien-, equivale a decir que se
trata del placer para el mayor número de personas, es decir, para
nosotros, y nada más. El capitalismo y el comunismo, en el fon
do, no son tan diferentes, porque ambos nos esclavizan a nuestros
propios instrumentos, ambos son egoístas, aunque ciertamente
uno de ellos es mucho peor porque es totalitario. Sin embargo, la
mejor defensa del mundo que se dice “libre” es un retorno radical
-radical significa raíz- al cristianismo. El capitalismo es una si
monía secular; es la venta de aquello que, en razón de la caridad,
pertenece a los demás.
Todos saben que las alas están hechas con el propósito de vo
lar, y no al contrario. Las aves no son torpes instrumentos que
tienen el propósito de batir las alas. Las alas se ordenan al mo
vimiento de los pájaros a fin de que escapen de sus predadores,
consigan alimentos y también para que encuentren una hembra
para reproducirse. Todos pueden ver que el placer del sexo es
para la reproducción de la especie humana. Nadie en su sano jui
cio puede pensar que, en la economía de la naturaleza, los niños
y todas las dificultades y consecuencias que implica su crianza,
no son más que excusas innecesarias para asegurar la satisfacción
genital. Y, en el caso de la alimentación, cualquiera puede darse
cuenta de que el sabor de la comida asegura la nutrición, y no al
revés. El placer es el modo que tiene la naturaleza para alentamos
a hacer las cosas necesarias y que no siempre son placenteras en
60
I mismas. Seducidos por una envoltura atractiva, aquellos que
\ iven para el placer tiran el regalo a la basura; que, en el caso del
<\o, es el gran regalo de la vida misma.
Una vez que estos ejemplos nos han ayudado a establecer los
l'i mcipios, debemos preguntamos cuál es nuestro propósito en la
vida. Cuál es el fin, que necesariamente es externo a nosotros, ya
•|iic nada de lo que se mueve ya ha llegado donde se dirigía,
puesto que si ya estuviera allí no se movería. Y entonces nos pre-
puntamos, ¿cuál es el fin de la vida humana? ¿Hacia dónde va
mos? ¿Por qué?
Dígase lo que se diga, lo cierto es que nuestra conducta indi-
(¡i que no lo sabemos. Como personas, en nuestra vida privada
aquello que nos queda de privado-, y como nación, somos una
desesperada colectividad de hedonistas que se complacen a sí
mismos con comida rápida, con sexo aún más rápido y con cual
quier otro placer rápido que podamos conseguir, sea físico o in-
telectual, distinguido o vulgar. Tanto el jugador que lucha por
hacer saltar la banca del casino, el estudiante universitario que
lucha contra las ideologías, o el científico que lucha contra las
células de cáncer o contra las galaxias en su laboratorio en busca
del premio Nobel, a todos ellos los guía la misma desapacible
búsqueda de los medios, como si el hecho de ir más rápido, más
lejos o vivir más tiempo nos permitiera saber adonde vamos y
por qué. Si lanzamos cohetes a la velocidad de la luz o practica
mos los más variados juegos sexuales, si expandimos nuestro co
nocimiento o consumimos las drogas más elaboradas, ¿hacia dón
de es lanzado el cohete, quién es concebido con el sexo, hacia
qué cosa se expande el conocimiento, qué nos dicen las drogas?
Si viajamos a la luna o al espacio exterior, o hacia nuestro pro
pio espacio interior, a la velocidad del sonido o de la luz o del
pensamiento, ¿a dónde llegamos y de dónde partimos, si no nos
llevamos a nosotros con nosotros mismos? Como decía San
61
Agustín en ese maravilloso latín, a la vez humanista, elegante y |
preciso:
63
mentos son nada más que medios en orden a un fin, y nada puede
ser juzgado como bueno o como malo. Las masacres, entonces,
se convierten en un lugar común.
Las poderosas ideologías dirigidas a esclavizar al mundo es
tán construidas sobre esta ficción: los medios son fines. Los hom
bres son esclavos de los estados tecnológicos y los niños son ac
cidentes de espasmos erógenos. Los dos monstruos más conspi
cuos de la nueva tecnología son el comunismo y la contracepción.
Dice Dante en el comienzo de su gran poema:
64
Mi padre tenía una bella voz de barítono, y uno de los recuer
dos más cálidos de mi infancia es cuando lo escuchaba cantar Y
por mi dulce Ana Laura, o Oh mi querida, yo moriría por ti. Y
abrazaba a mi madre mientras ella estaba sentaba al piano con
sus hijos. Esas viejas y hermosas canciones son menospreciadas
por la técnica literaria que pretende ser criticismo, porque no
aportan al Producto Bruto Interno ni a la liberación sexual.
Dios sabe que incluso un pez nadará mil kilómetros y mori
rá de amor, pero un americano vivirá avergonzado si no puede
comprar un nuevo televisor, un equipo de música o un automóvil
con aire acondicionado. En medio de un mundo en fuego, mien
tras el humo y la hediondez de los campos de trabajo llega a
nuestras narices, deseamos el fresco alivio de un hielo indiferen
te, y esperamos que el lento avance de un glaciar de Coca-Cola
alcance nuestros corazones helados y carentes de amor.
Los arqueólogos evalúan una cultura por la calidad de sus
recipientes y botellas: no por el arte “serio” sino por los utensilios
de uso diario preservados por la desprejuiciada democracia de
los vertederos. Una simple vasija griega es para nosotros una
preciosa antigüedad, y el más grande de los artistas del mundo
contemporáneo es incapaz de hacer un millar de ordinarias va
sijas griegas. Incluso una maceta de interior victoriana es una
obra de arte comparada con una cerámica vulgar y kitsch de
Picasso. Nadie se detendrá a contemplar nuestros despojos. Los
arqueólogos pasarán de largo ante esos depósitos sórdidos a fin
de dedicar su tiempo a épocas más fructuosas, más primitivas
quizás, pero que era capaces de hacer collares de perlas y jade.
Un estúpido eslogan como “Los medios son nuestro mensaje”
estimula nuestra complacencia; y el pop art y la indecente ex
posición de nuestras almas es la expresión de nuestras más altas
aspiraciones. Medios, medios, todo es mediocre: máquinas y plás
ticos, caños y contraceptivos. Un poeta cantaba a la urna griega:
65
“Oh tú, esposa silenciosa, eternamente intacta”... Pero para no
sotros, nada de silencio, nada de esposa. Nuestras hijas son aho
ra inviolables a raíz de la educación sexual impartida en las es
cuelas primarias. Si existen generaciones futuras y piensan en
nosotros, dirán, mientras excavan en nuestras ruinas: “Este fue
un pueblo que vivió vidas inconsumadas”.
Sin embargo, hubo un tiempo, no hace mucho -y no fue una
Arcadia imaginaria-, en que nuestros abuelos vivían por algo
que no era ellos mismos y la vida era mucho más honesta; mu
cho más dura, pero también mucho más digna de ser vivida.
¿Tendremos que atrasar el reloj? Acepto el riesgo de provocar
desprecio al decir claramente, enfáticamente y sin ninguna iro
nía, remordimiento o hipocresía: “Por supuesto que sí”. Podemos
y debemos retroceder el reloj al momento adecuado. La única
salida para la crisis actual de inflación, energía y todo el resto, es
simplificar, como decía Thoreau. De buena o mala manera, como
hombres libres o como esclavos, debemos retornar a la pobreza.
La alternativa es clara: o la terrible miseria del Estado totalitario
o la sana frugalidad, que Chaucer llamaba gozosa pobreza:
66
i lies de comida rápida, a fin de que entremos y salgamos rápida
mente, a fin de ahorrar más dinero y tener menos platos sucios.
I n una palabra, será un mundo en el que los valores humanos
estarán supeditados al sistema. La pregunta no es si se puede
atrasar el reloj. Por supuesto que se puede. Los relojes son instru
mentos para marcar el tiempo, no para crearlo. La pregunta es a
qué hora. ¿Cuál es el bien del hombre? Propongo la antigua
respuesta que ha sido probada: sí, existe la naturaleza humana.
Y, por lo tanto, hay una escala humana objetiva y determinada
que tiene su ritmo. En pocas palabras, existe un ámbito óptimo
para el desarrollo de la especie humana. Pero debajo de ese opti-
mum, el industrialismo rampante está empujando a tres cuartas
partes de la humanidad a una condición de bestias humanas, pri
vadas de alimento y de abrigo, listas para humillarse en la mugre
de cualquier tirano que prometa que las alimentará. Y hay un
extremo opuesto de perezosa opulencia, que es más bajo que el
de un animal -como un ángel caído-, y es el de quien se humilla
ante sí mismo, deslizándose en su propia obesidad hacia una
bestialidad desconocida hasta por los honestos cerdos y cabras.
Levantándose como montañas entre estos dos abismos de deses
peración está el dorado justo medio de la vida ordinaria, que cla
ramente dejamos atrás hace cien años.
Es tiempo de regresar a esas condiciones en las cuales el ser
humano puede crecer nuevamente, no solamente con aire puro y
agua clara, que algunos teenólogos piensan que pueden conse
guir con aplicaciones más intensas de la misma química que
ensució todo en primer término, sino al aire y al agua naturales,
a las flores y a los árboles, y, más importante aún, a los barrios y
pueblos en los que podamos caminar a una velocidad humana
normal, comprar en comercios amistosos donde el carnicero y el
almacenero conozcan a sus clientes, enviar a nuestros hijos a co
legios en donde los padres conozcan a los maestros y los maes
67
tros amen su oficio y a sus alumnos. Por supuesto, dado que so- I
mos humanos, podemos fallar; pero, porque podemos hablar en- I
tre nosotros, existe la posibilidad de que nos convirtamos en i
amigos y, aunque esto no resuelva la crisis mundial y la recesión
económica, podremos vivir en hogares decentes aunque modes- I
tos, como familias, sin las cuales los hombres no son ni siquiera
productos bioquímicos, sino frutos del azar.
Es curioso cómo la arrogante noción de que somos dueños del
universo nos ha llevado al error práctico de ser esclavos de nues
tros instrumentos. No es verdad que, porque hemos inventado
automóviles, debamos manejarlos; y porque inventamos cohetes,
debamos ir a la luna; o porque inventamos la bomba atómica,
debamos aniquilar el mundo. Los grandes debates son siempre
sobre cosas simples; se combate por cosas obvias. Nosotros so
mos los dueños y no los esclavos de las cosas que fabricamos, así
como somos servidores y no dueños de nuestra naturaleza. Si
medimos nuestras vidas por nuestra naturaleza, todos podremos
ver que el año pasado fue mejor que este año; y todos los que
recuerden diez, veinte o cincuenta años atrás, dirán lo mismo.
Todo el que examine la evidencia real, no sólo en el arte, la I
arquitectura, la música, la literatura, sino también en los tejidos, 1
la vajilla, los cuchillos, tenedores, cucharas, zapatos y botones; I
todo el que examine la evidencia diaria y ordinaria, podrá inferir I
que la vida de hace un siglo, con todas sus fallas, era un lecho de
rosas en comparación con las muertes en masa de nuestras gue- 1
rras, los asesinos de nuestra falsa paz y la inhumanidad de núes- j
tras relaciones humanas. La vida de hace un siglo era dura, sórdi
da, peligrosa, sucia, llena de enfermedades y cruel, y había es
clavos en América del Sur. Pero todo esto no eran más que sín
tomas de la nueva tecnología. Incluso en las ciudades, como lo j
testimonia el Londres de Dickens con todos sus sufrimientos, a 1
fortiori, y en los pueblos, la vida era sustancialmente humana, 1
ih ,i bella y libre comparada con la nuestra, que vivimos en e\U
|nii,iino de esclavos asalariados, encerrados en vulgares burbuja1.
'I. Imi Idad y mal gusto barato.
Miren por un momento su ciudad, barrio o pueblo e incluso a
l,i. lábricas que se levantan en los campos, y a las que aún se lla
man anacrónicamente, granjas. Pregúntense honestamente si los
limares han mejorado desde que fueron comprados a los indios o
Mustedes han mejorado viviendo allí. Cuando éramos niños acu-
•liamos a las gitanas que nos leían la suerte en las palmas de las
manos: “Ésta es la mano que hizo D ios-nos decían-y ésta es la
que hiciste tú”. Y nosotros escondíamos en la espalda la mano
que nosotros habíamos hecho para ocultar nuestra vergüenza.
I iie necesario que todo haya sido de este modo? Nuestros pa
bles vivieron por cosas superiores a ellos.
Podemos retroceder cien años si viajamos por la Europa rural,
lodavía quedan algunos pueblos en los que se pueden ver prue-
bns directas de que la raza humana puede vivir en armonía con la
naturaleza y a escala humana, decentemente, en una “pobreza
Miz”, no con indigencia sino con la acogedora frugalidad de los
pueblos y aldeas que aún adornan, como collares y anillos, las
montañas. Ustedes pueden ver con sus propios ojos que no es ine-
vitable el suicidio de la civilización. Otra cosa sería si Estados
I Inidos fuera gobernada por sus granjeros y artesanos capaces de
satisfacer sus propias necesidades y nada más, como esperaba
Jefferson, sin agitar sus pasiones ni esa pereza agitada a la que se
llama lujuria. Me refiero a una América sin colchones de agua y
aceleradores de partículas, pero obediente a la religión cristiana
y a la dura filosofía de los pioneros; entonces Nueva York, Chi
cago y Los Ángeles podrían ser tan bellas como Asís, Chartres o
Salamanca. Y sus hijos tan fuertes, generosos y libres como los
caballeros, en lugar de obesos arribistas que circulan en sus des
capotables rojos, fumando -marihuana quizás- por las avenidas
69
de sus universidades y bebiendo el alcohol que consiguen en la*
industrias del ocio, que son también las industrias que financian
sus estudios y las publicaciones de prestigiosas universidades co
mo Princeton y Yale. ¡Huyan, por el amor de Dios, huyan de los
débiles terraplenes del éxito! Vayan a los arruinados barrios \
pueblos de vuestra infancia y reconstrúyanlos. Los acusarán de
nostálgicos. En griego, “nostalgia” significa “añoranza por el ho
gar”. Nuestros corazones han sido perforados como el triste co
razón de Ruth, enfermo por su hogar, en medio de un pueblo ex
tranjero. Contrariamente al famoso poema, el hogar es algo que
merecen. De hecho, es necesario que ustedes sacrifiquen su vida
por él. Si todos nosotros regresáramos a casa, cada pueblo en
Estados Unidos podría ser hoy tan bello, bueno, fuerte y libre
como lo era Lissoy en la juventud de Oliver Goldsmith, cuyos
encantos lo hacen cantar así
EL PUEBLO DESIERTO
1 Fragmento de The d e se rted village (1950), poem a de Oliver G oldsm ith, traduc
ción de Carlos R. D om ínguez [n. del traductor].
70
el arroyo incansable, el molino atareado,
la decorosa iglesia coronando la colina cercana,
el arbusto de espino, descansando a la sombra,
que acoge los coloquios y los susurros amorosos.
Cuántas veces he bendecido el día que llega,
y también cuando el trabajo le da su lugar al ocio,
y todo el trajín del pueblo, de sus cargas libre,
está dado a sus diversiones bajo un árbol frondoso,
entretenidos muchos a su sombra,
compitiendo los niños ante la mirada de sus mayores.
Retozan muchos con piruetas en el suelo,
brincos con arte y pruebas de fuerza por doquier;
y como todo placer con sus repeticiones cansa,
ese grupo feliz se lanza a otras diversiones.
La pareja al bailar sólo busca renombre
pretendiendo cansar el uno al otro;
con vergüenza el zagal tiembla por su sucia cara,
mientras sordas risas hay a su alrededor:
no reprime sus miradas de amor la tímida doncella,
mientras la vista de la matrona las vigila y reprueba.
Éstos fueron tus encantos, pueblo dulce; alegres diversiones
en dulce sucesión, que incluso hicieron del trabajo un placer.
En torno a tus glorietas volcaban su alegría.
Fueron así tus encantos. Pero ahora ya no están.
La enfermedad grava la tierra colmándola de males,
las riquezas se agrandan y los hombres decaen.
Príncipes y señores florecen o se desvanecen;
un soplo puede hacerlos, y un soplo los ha hecho.
Pero campesinos fuertes, orgullo del país,
destruidos una vez, ya no habrá otros jamás.
Antes que la penuria en Inglaterra apareciera,
un pequeño lote le daba mantenimiento a un hombre;
71
para él un leve esfuerzo era una saludable provisión,
aquello que la vida requería y nada más;
sus compañeros mejores, inocencia y salud;
y su mejor tesoro, ignorar la riqueza.
Los tiempos han cambiado; el comercio no siente;
ha usurpado la tierra y despojó al zagal;
en la verde llanura, con dispersas aldeas,
sólo se ve riqueza inmanejable y un engorroso lujo;
cada uno quiere a la opulencia por aliada,
y ese dolor punzante con que la locura paga la ambición.
Gentiles horas que plenas florecían,
calmos deseos que poco espacio ansiaban,
saludables deportes adornaban la escena tranquila,
vividos en cada mirada, llenando de luz el verde.
Éstos partieron lejos en busca de más amables costas,
la campestre alegría con sus ritos felices no existe ya.
72
[La maldad se apresura sobre la tierra, y abusará de ella,
allí donde se acumulan las riquezas y los hombres se desmoronan].
73
b la s fe m a n d o tu n o m b r e a q u í b a jo e s to s p ó rtic o s
74
puede vivir una vida mejor si quiere, donde sea que esté. No es
i uestión de mudarse a bahías encantadoras o a algún otro lugar
hiera de este mundo, sino a las inexploradas fronteras que se ex-
ili nden detrás de nuestras propias puertas cerradas. La respuesta
. donde siempre estuvo, no en las leyes de las naciones, que
1.1
75
por la chimenea. Incluso los pobres que no tienen casa, y viven
en chozas en el bosque, se sientan en tomo al fuego y
76
1 . 1 lindos de la seguridad social. Crearon una parodia de la liber
tad la que anhelaban a través de una vida sencilla, cercanos unos
ili oíros y de la tierra.
No espero ni proclamo una “solución final” a la catástrofe del
mundo sino solamente el cambio de dirección de algunas perso
na • I,a simplicidad no es producto del estudio. No se puede ser
po parado para ella, ni guionada tal como se escribe el guión de
un asesinato de ficción, y es desagradable ver cómo este concepto
f. explotado por los ecologistas y por la izquierda, que lo usan
*unió caballito de batalla. Tenía razón Belloc cuando decía que
puede transformar al hijo de un granjero en universitario en un
i'lu semestre, mientras que llevaría tres generaciones transfor-
iii.ii un estudiante universitario en un granjero. Los cambios pro-
Imulos son lentos y, a los efectos prácticos, imposibles, pero la
decisión de cambiarse uno mismo es irreflexiva e instantánea,
una sístole del corazón. E incluso si algunos miembros de la pro
pina generación tuvieran que vivir en temblorosa esperanza,
i liando llegue el cambio, como siempre ha ocurrido, como un
ladrón en la noche, por sorpresa, vendrá justamente por ellos, y
lio por las multitudes enloquecidas. Por ellos, que vivirán aleja
dos de las protestas sociales, de las luces y las cámaras encendi
das, en el tranquilo rincón del hogar, junto al fuego que, humilde
i orno es, es también la riqueza más inmediata y última.
Simplificando, y como dice Thoreau, el asunto no consiste en
i ambiar un gobierno -que no sería más que cambiar el collar en
un cuello sucio-; o en denunciar a IBM, al comunismo, a la je-
mrquía católica, a los masones o a los judíos, sino en un único,
sincero y olvidado acto, como decía Wordsworth, de bondad y de
amor. Y como primer acto significativo de un cambio de corazón,
realmente -no sólo simbólicamente- destruyan el televisor, lue
go siéntense con la familia y algunos amigos junto al fuego, y
conversen. Conversar solamente, aunque sea una noche a la se-
77
mana, les ahorrará energía y hará crecer vuestro amor. Pero no lo
fuercen a crecer. El corazón, como el buen suelo, trabaja de foi
ma invisible, en secreto, y lentamente. Luego de un largo tiempo
bajo la tierra de una tranquila vida en familia, aparecerán verdes j
brotes de vigorosa pobreza; se convertirán, en pequeña medida,
en pobres. Si varias familias, compartiendo este humilde secreto,
compraran casas antiguas en un mismo suburbio y se establecie
ran allí, habrán reconstruido el pueblo de Goldsmith en medio de
sus ciudades en ruinas, y habrán comenzado la restauración de
aquella cosa ordinaria, saludable y humana que es el vecindario,
Los niños, alejados del televisor, comenzarán a jugar afuera nue
vamente; varias familias podrán sostener un pequeño colegio
privado donde aprendan a leer y escribir en vez de educación vial
y cómo prevenirse de las enfermedades venéreas.
John Dewey decía que las escuelas son instrumentos de cam
bio social más bien que de educación, y esa es la razón por la
cual Juancito o María no leen, ni escriben, ni sueñan, ni piensan.
Las verdaderas escuelas son, precisamente, lugares de no-cam
bio, de cosas permanentes. Y si hay un vecindario, volverá el
almacén de la esquina, la peluquería y el simpático bar donde los
hombres puedan beber, como decía Bel loe, porque están alegres,
y no como alcohólicos que beben para estar alegres. Y, más im
portante aún, la casa de té abrirá sus puertas y allí las mujeres
podrán olvidar las dietas para adelgazar y estar a la moda, dis
frutarán más de la vida (unos kilos de más entre amigos es una
cosa buena), comerán tortas, beberán café o té, con sorbos de
chismes sobre cosas transitorias, que son incluso más importan
tes que las cosas permanentes; todas aquellas cosas que los hom
bres no conocen y que, si las conocieran, no serían capaces de
entender y las menospreciarían tontamente, tales como roman
ces, cortejos, embarazos, fidelidades, infidelidades y muerte. El
lugar de la mujer es el hogar no porque algún chauvinista la puso
78
illi sino porque es una ley de la gravedad de la naturaleza hu
mana, tal como existe en la física, por la cual buscamos nuestra
Ir Ih idad en el centro.
Durante los años ’70 solía aparecer una leyenda en la parte
l»ii|n de la pantalla del televisor, en torno a las diez de la noche,
que decía: “¿Dónde están tus hijos? ¿Dónde están tus hijos?”.
I i.i una buena idea alertar a los padres, porque sus hijos segura-
una ite no estaban en casa durmiendo, aunque es posible que es
tuvieran en una cama y en algún otro lugar como el Bunny Club
pnu adolescentes auspiciado por la National Parent Teacher
\ssociation, en iglesias variadas, en el centro de Paternidad Res
ponsable o en el YMCA, donde participarían en experiencias de
"mierrelaciones”, “compartiendo sus preocupaciones” y “explo-
imido los cuerpos y almas de los otros”. En 1984 la cosa era peor,
porque los que estaban en el Bunny Club eran los padres y había
que preguntarle a sus hijos: “¿Dónde están tus padres?”.
Mis padres murieron en sus propias camas, en sus casas, y
rsián enterrados a pocos kilómetros de su lugar de nacimiento.
Yo no espero lo mismo para mí. Hay geriátricos en todas las ca
lles de nuestras ciudades, y el Gran Hermano, o la Gran Herma
na, nos pondrán allí apenas palidezcamos, en esos sórdidos con-
\altillos, apestando a orina y a seguridad social. Algunos son
sustituidos por mansiones con nombres aristocráticos o incluso
*ristianos, pero todos ellos son hoteles de tránsito, hospicios pa
la moribundos, donde la eutanasia es la palabra de moda para
denominar la “solución final” al problema de la vejez. En Esta
dos Unidos se han asociado como las cadenas de comida rápida,
para ganar más dinero, y en algunos lugares se han construido
enormes conglomerados habitacionales, como Sun City y los
I verglades.
En las orillas del río Swanee, muy muy lejos,
79
está el lugar al que mi corazón siempre regresa,
está el lugar donde están los ancianos.
I
Están haciendo eso, pero no por mucho tiempo. Si, cuando la
vida se convierte en dolor, la muerte es insignificante, ¿por qué
no aplicar una inyección o señalarle discretamente la píldora
correcta? ¿La nueva tecnología? ¡El holocausto climatizado!
Pero si, en cambio, se deshacen del exceso de tecnología, y
mantienen cerca a la abuela, viviendo en una casa menos pre
tenciosa pero más habitable y si -¡me guardo el mejor vino para
el final!-venden el auto y aprenden a caminar de nuevo, piensen
en el dinero que ahorrarían y todo el tiempo que tendrían para
hacer ejercicios y caminatas. Y las mujeres no tendrían que tra
bajar para pagar las cuotas del auto y el seguro. Es realmente
estúpido tener que decir esto, pienso que todos deberíamos sa
berlo, pero la mitad del salario de las esposas que trabajan termi- '
na aumentando los impuestos y el costo de mantenerlas traba
jando: un segundo auto, comida congelada y guarderías, esos
dulces y cálidos lugares que, en realidad, son orfanatos peores
que geriátricos. Si las mujeres permanecieran en sus casas, que
es a donde pertenecen, alguien sabría dónde están los hijos y
dónde están los ancianos; la comida tendría nuevamente sabor ;i
carne y a verdura porque sería cocinada, y no solamente descon- ¡
gelada; la vida sería de nuevo saludable, buena y llena de amor
porque ella estaría en casa; en los pianos sonarían viejas can
ciones; los hijos, los padres y los abuelos cantarían juntos por las
noches y contarían cuentos junto al fuego. Alguien estaría en
casa para amar y cuidar al discapacitado, al enfermo o al mori
bundo. Las mujeres deben ser liberadas de su moderna “eman
cipación”, que es, en realidad, dócil esclavitud a un ideal calvi
nista y masculino, y entonces podrán volver a la tarea que les es
80
propia -más grande que la medicina, la ingeniería, los negocios
\ l,i política- participando con Dios en la creación y crianza de
lo \ ida humana, lo que no puede ser hecho por los hombres y ni
siquiera por los ángeles. Los hombres, por supuesto, procrean y
deben gobernar y proveer, pero -aunque sea una obviedad- sola
mente las mujeres pueden concebir y amamantar, y a su modo lo
liguen haciendo físicamente, psicológicamente y espiritualmen-
lf mucho después que han destetado a sus hijos.
¿Quién es rico o quién es pobre? Hay una destitución espiri-
Imil, un tercer mundo esterilizado en los Estados Unidos peor
que en cualquier lugar de Asia o Africa, en el que los enfermos y
los ancianos mueren solos, los niños son evitados y, cuando las
Imii roras físicas y químicas fallan, son abortados; y si por acciden
te o planificación llegan uno o dos, son enviados a los gulags li
liputienses donde sufren abuso sistemático y científico de acuer-
ilo con el último número de la revista Psicología hoy, y son en
henados para sobrevivir en un mundo sin hogares ni fuego, sin la
i .ilidez de la madre, y por tanto, sin el amor de nadie.
Cuando sus seguidores le pidieron a Cristo un signo, les dijo:
"No se les dará otro signo más que el de Jonás”. Este profeta,
rtlgunos siglos antes, había predicado en la ciudad malvada y
profetizado que “en cuarenta días Nínive será destruida”. Y Je-
mis les dijo a los habitantes de la Jerusalén de su tiempo, y creo
81
I
tiene que molestarse en destruir nuestras ciudades: las m ujeres
de Nínive se levantarán en el día del Juicio con su generación.
Una economía que se alimenta con la exterminación tecnológica
de más de un millón y medio de niños cada año, se destruye a si
misma.
82
* Ii» agenda católica
83
T
el resultado de las cosas que hicimos durante la agenda de nuestni
vida. “Agenda”, del latín agere, “actuar” o “hacer”, es otro modo
de decir “¿Qué es lo que hay que hacer?”. Siempre que se consi- I
dera una acción, se está en el orden de los fines, es decir, se está
proponiendo el fin de la acción que se va a realizar, y siempre j
que se está en el orden de los fines hay tres sentidos simultáneos
de la expresión que entran enjuego: el inmediato, el próximo y {
el final. Ellos juegan juntos en armonía, como tres notas de un
acorde musical sonando al mismo tiempo.
El fin inmediato es hacer simplemente el trabajo que hay que
hacer: para el carnicero, cortar la carne, y para el maestro, enseñar
las tablas de multiplicar. El fin próximo, del latín proximus, sig
nifica “vecino”, exactamente como en la frase “Ama a tu próji
mo”, que en latín se dice: “Diliges proximum tuum El fin pró
ximo, sorprendentemente quizás, se alcanza fundamentalmente
en la oración. Y el final, o último propósito, la razón por la cual
trabajamos y rezamos, es conocer y amar a Dios, como El es en
sí mismo, en tanto sea posible, imitando la vida terrena de Jesu
cristo, cuyo acto más importante fue un sacrificio. Los fines in
mediato, próximo y final de todas nuestras operaciones pueden
ser resumidos en tres palabras: trabajo, oración y sacrificio. Estos
son los ítems de la agenda católica. Y todas las veces que rezamos
el Ave María, nos referimos a ella en la frase final: “Ruega por
nosotros pecadores ahora”, que es el trabajo inmediato que hay
que hacer, “y en la hora de nuestra muerte”, que es la próxima
plegaria que debemos decir, porque la oración es siempre una
especie de morir, morir a sí mismo, morir al egoísmo; y finalmente
decimos: “Amén”, que es el sacrificio.
El fin inmediato depende de un conocimiento particular: cor
tar carne, cocinar, etc. Podemos decir, naturalmente, que Dios
nos manda elegir un oficio honesto y ejercerlo a conciencia. To
das las oraciones y todos los sacrificios del mundo serían burla y
84
M.i-.lcmia, estaríamos bebiendo nuestra propia condenación, si
lio hacemos un buen trabajo y si no empujamos hacia adelante
mino debemos. Pero el modo en que lo hagamos depende del
>onocimiento particular de la actividad a la que cada uno de no-
ntios está ligado. Una de las preguntas más amargas que debe
mos hacernos es si, aún haciendo un buen trabajo, nuestro trába
lo es honesto; o, en otras palabras, si se ordena al bien común.
( irán cantidad de trabajo en el estado burocrático consiste en lo
•|iic se llama administración y gestión pero, en realidad, es ma
nipulación del trabajo, de los recursos y de los mercados. Algu
nos apuestan a las subas y bajas del mercado, y otros especulan
i on los intereses de los préstamos. Los gerentes se enorgullecen
por sus márgenes de venta, pero ¿cuántos productos inútiles e
innecesarios se multiplican con el único objetivo de aumentar
las ventas? Además, gran parte de la administración, y del trába
lo también, no es más que la explotación de las rentas creadas
por la situación impulsada por los sindicatos y los convenios co
lectivos.
Debemos preguntamos honestamente por cada trabajo: cui
bono? ¿Es bueno para quién? ¿Es este trabajo necesario? ¿Debe
ser hecho? ¿Está realmente en la agenda del bien común o sola
mente quiero sacar de él alguna ventaja personal? La cuestión no
es reformar el orden social y económico, aunque esto sea impor-
lante, sino la elección moral que cada uno de nosotros debe to
mar. La totalidad de nuestra sociedad semisocialista es una enor
me y asimétrica economía en la que pocos hacen el trabajo ne
cesario y muchos son parásitos. Sería apresurado fijar y definir
el grado de pecado que cometen los que se dedican al trabajo
parasitario, pero desde el punto de vista de la salud de la econo
mía, estamos sufriendo una plaga. La vida económica se ha con
vertido en ocasión de pecado, en la que la virtud se convierte en
una empresa moralmente imposible para la mayoría. Thoreau lo
85
decía en una frase citada con frecuencia: “La mayoría de los
hombres viven vidas de tranquila desesperación”. Las genera
ciones que lo siguieron no fueron tan tranquilas.
Un buen modo de conocer la bondad de nuestro trabajo con
siste en pensar que algún día nuestros nietos nos preguntarán:
“¿En qué trabajabas, abuelo?”. Burke dice que todos los trabajos
son buenos, pero no todos los trabajos dignifican. Es el caso, por
ejemplo, de los peluqueros.
Suponiendo que los fines inmediatos han sido alcanzados en
un buen trabajo bien hecho, pasemos ahora a los fines próximos. |
El fin próximo de un trabajo es el amor al prójimo. El trabajo
debe servir para hacer amigos. Si somos comerciantes, nuestro
fin es vender honestamente pero, al mismo tiempo, es hacerse
amigo de los compradores y vendedores. Por supuesto, no podre
mos hacer esto si la mercancía está fallada o si compramos bara
to para vender lo más caro posible. Los amigos no son para ser
usados; el amor no puede nacer de un robo, ya que implica querer
el bien del otro. Y esto no tiene nada que ver con la mermelada
sentimental que está de moda y que reviste de buen gusto al egoís
mo. El amor no puede sustraerse a la honestidad en el trabajo.
Debe añadirse.
Todo el mundo vive diciendo: amor, amor, amor. Estas exhor
taciones nos dejan un sentimiento de culpabilidad pero no nos
enseñan cómo es el amor y cómo hay que amar. Los santos, que
sabían de qué estaban hablando por su experiencia, enseñan lo
que pareciera ser una doctrina chocante. Porque si bien esta doc
trina es repetida demasiadas veces en las predicaciones, nos pa
rece que no tiene relación con lo que hacemos. Estamos acostum
brados a tratar las frases familiares más bien como rituales eso
téricos o balbuceos piadosos que apelan a los sentimientos mien
tras la inteligencia duerme. Todos los santos dicen que el amor
cristiano, o la caridad, es una fuerza que presupone y usa de los
86
afectos como de un instrumento, pero que en sí mismo es otra
cosa. La Caridad no es humana sino que es un trabajo divino
consumado a través del trabajo humano, con nosotros como sus
instrumentos voluntarios:
Hay una grave confusión entre los fines inmediatos y los fines
próximos. Habrán escuchado decir con frecuencia que el trabajo
es oración, pero no es eso lo que dice San Benito. Lo que él dice
es trabajo y oración.
Para que nuestro trabajo sea eficaz en orden al amor, primero
debemos disponernos a nosotros mismos a la gracia. Santa Cata
lina de Siena explica lo siguiente en sus Diálogos, en palabras
que sus amigos tomaban mientras ella las dictaba en estado de
éxtasis (Yo es Dios hablando a través de sus labios):
87
ha perseverado en el ayuno y en la oración humilde y continua
hasta alcanzar la abundancia del Espíritu Santo, el alma pierde !
su temor y sigue y predica a Cristo crucificado.
88
hit raímente, ayunar, es decir, ayunar y tener sed literalmente.
Hasta que hayamos aplastado el propio interés y nos hayamos
i (invertido en instrumentos del único y verdadero agente de la
i idad, toda buena obra es vana.
.11
89
gracia, es la participación en la intimidad, en la vida infinita y e
el amor de la Santísima Trinidad. Es sacramental y misterioso
En esta vida experimentamos la vida divina como si viéramos las ')
figuras de un tapiz desde el revés, como un sufrimiento y no
como un gozo, como el acto de Cristo sobre la cruz, como un
sacrificio. Toda obra y toda oración en la tierra es una participa
ción del gozo del cielo a través del sufrimiento. Es una paradoja
el que toda obra cristiana sea un padecer: In hoc signo vincos
[Con este signo vencerás]. Es el signo de la Cruz.
Cuando rezamos el Ave María nos referimos al fin inmedia
to de los actos con la palabra “ahora”: “ruega por nosotros peca
dores” porque ahora es la hora en que trabajamos con el sudor de
la frente, esa es la vida del hombre sobre la tierra. Nos referimos
al próximo fin en el Ave María cuando decimos “en la hora de
nuestra muerte”, porque la oración es una especie de muerte. Co
mo dice Sócrates en La República, toda filosofía es una medita
ción sobre la muerte. La Revelación repite la verdad filosófica:
“Hombre, recuerda que eres polvo y al polvo volverás”. Santa
Catalina decía: “Ve a la celda del conocimiento de ti mismo y
conoce la muerte de ti mismo”. Y el último fin es expresado en el
Ave María cuando decimos “Amén”. El sacrificio es el ofreci
miento del sí mismo purificado a la mayor gloria de Dios. Esta es
la Agenda Católica: trabajo, oración, sacrificio, “ahora y en la
hora de nuestra muerte. Amén”.
Cuando los Hijos del Trueno quisieron seguir a Jesús en su
gloria, Él les dijo: “No saben lo que piden. ¿Podrán beber el cáliz
que yo beberé?”. Y ellos le respondieron: “Podemos”. Santiago
fue el primero de los apóstoles en ser martirizado, arrojado desde
el tejado del Templo de Jerusalén, mientras que Juan, el último,
vivió una larga vida en el exilio esperando beberlo. Seguir a
Cristo hasta el final como religioso, o a mitad de camino, si se
cúmple la otra mitad en el matrimonio, es participar en el gran
90
lm i ¡miento que se actualiza en la Misa. Sacramento significa sa
' i ilicio: es participación en la obra de la Cruz. Trabajamos para
mi exitosos y, si bien parece difícil al comienzo, si nos empeña-
mus podemos ser hombres de oración y ver claramente la signi-
li» ación humana de nuestro trabajo. Pero ¿cuál es la relación en-
lu trabajo y sacrificio?
Santo Tomás Moro, como canciller de Inglaterra, fue uno de
los hombres más ricos y exitosos de su tiempo, y mientras ocupó
r.c puesto, bajo las costosas vestimentas que debía lucir, llevaba
mi cilicio, y esto sólo lo sabía su hija Margarita, que tenía la de-
ugradable tarea de lavar ese cinto impregnado de sangre y de
fritos de carne. Y sabemos que al final dijo “Amén” con una
l'ioma, ofreciendo alegremente su cuello por el derecho de los
i niólicos a asistir al Santo Sacrificio de la Misa en Inglaterra.
El Cardenal Newman expuso la cuestión en términos más
imples: ¿Qué hubieses perdido suponiendo que la fe católica
lucra falsa? ¿Cuánto de tu vida habría sido gastada en vano?
, ( uánto has invertido en la fe? ¿Cuánto has abandonado por tu
le en tus negocios, en tu matrimonio, en tu colegio o en tu iglesia?
Trabajo, oración, sacrificio: lo que Dios ha unido, no lo separe
el hombre. Cuando estos tres elementos se separan, se trata no so
lamente de una debilidad o de un simple pecado, y de una vuelta
.itrás y de una herejía, sino de una negación implícita de la Trini
dad: el Hijo es trabajo, el Espíritu Santo es oración -É l ora en
vosotros con gemidos inenarrables- y es a Dios Padre a quien
( l isto ofreció su Cuerpo y Sangre en el Sacrificio de la cruz, y lo
continúa haciendo en el altar.
El fin inmediato depende del conocimiento específico de cada
trabajo en particular, pero la Iglesia ha hecho alguna generaliza
ción, especialmente en las encíclicas dedicadas a la Doctrina So
c¡al, las cuales enseñan esencialmente que, cuando en una nación
91
hay un porcentaje de católicos -que no necesariamente deben sei
la mayoría sino de un número suficiente para influir en la polín
ca-, el poder político y social de los fieles debe ser usado en lii
vor de lo que los economistas llaman distributismo, más bici
que en favor del capitalismo o del socialismo. Esto significa que
los impuestos y el resto de los instrumentos públicos deben or
denarse a favorecer a las empresas independientes, pequeñas \
libres, especialmente las granjas familiares. Si esto parece remo
to y anacrónico en esta época de conglomerados internacionales
condominios y supremacía comunista, recuerden la caída di
Babilonia y de Roma, la impotencia de Egipto y, frente a ello, I;
fuerza de la Cristiandad medieval que se animó a luchar contni
toda esperanza durante las Cruzadas. La única cosa segura sobo
el futuro es que estará lleno de sorpresas. Cien años de profecías
marxistas han fracasado; cincuenta años de intensiva industria \
agricultura comunista en Rusia han fracasado; treinta años di.
socialismó sin entusiasmo han empujado a Gran Bretaña a I;
recesión. El capitalismo triunfante en Estados Unidos está seria
mente comprometido por la inflación, la miseria urbana, el inci
píente bilingüismo y la criminalidad. El presidente de una de las
empresas estatales más grandes del mundo escribió un libro re
cientemente, justo antes su muerte, en el que propone el retorni
a los principios católicos para salvar la moribunda economía in
glesa. Y esto no es deseable desde un punto de vista humano, sim
que afirma su necesidad económica. El libro de E. F. Schumacher
Lo pequeño es hermoso, es particularmente importante por si
terco realismo. El autor no es un académico soñador sino un mu)
exitoso hombre de negocios. Es un impresionante testigo de h
oportunidad, de la urgencia y de la practicidad de la Agenda Ca
tólica en el orden de los fines inmediatos.
Los católicos no somos fastidiosos, ni fanáticos, ni románti
cos, ni perezosos, ni rebuscados, ni soñadores. Es el Señor quier
92
Iin', manda. No se trata solamente de la religión del obrero, sino
i!< la religión de su obra. La obra misma debe estar en armonía
mui el plan del creador, que es también el plan de la naturaleza
|iuique Dios es el autor de la naturaleza. Pero nunca podrá com-
i'h iiderse que la seguridad social, política, económica y familiar
M,i contra naturam en una sociedad que rechaza a sus niños y a
linio lo que es natural y real.
I,a oración es incluso más importante. De acuerdo con las
maravillosas palabras de San Pablo, toda la salud económica del
mundo no es más que muerte si no está motivada por la caridad.
I orno dice Santa Catalina, la caridad comienza con la oración, y
lu primero que decimos sobre la oración es que no tenemos tiem
po para ella.
Por oración entiendo sobre todo la práctica de la soledad y el
silencio, perfectamente ejemplificados por la Santísima Virgen,
que dijo poco e hizo menos, porque la mejor comunión con su
Hijo era secreta, privada y silenciosa. Cuando Cristo nació, los
oráculos paganos se quedaron en silencio, los demonios escapa-
ion de sus santuarios y una potente voz gritó en el cielo: “El gran
dios Pan ha muerto”. Uno de los signos más inquietantes de nues
tro tiempo fue la profanación de los conventos contemplativos,
l,i sistemática destrucción de la vida de silencio y de virginidad
consagrada, la vulgarización del oficio divino: las monjas salie-
ron a la calle a gritar que Cristo está muerto.
El trabajo es una necesidad física: el que no trabaja, no come.
I a oración es una necesidad por obligación: el que no reza, no
entrará en el Reino de los Cielos. La oración es un deber, un
oficio. Es el pago libre y voluntario de la deuda que tenemos con
I)ios por la existencia y por la gracia. La palabra latina que tra
duce “deber” es officium, y la perfecta oración de la Iglesia es el
Oficio Divino. San Benito la llamaba opus Dei, la obra de Dios.
93
I
Me he referido al origen latino de varias palabras no por atan [
erudito sino porque su significado es latino. El latín es el lengua’ I
je de la Iglesia Católica Romana. Se puede repudiar la tradición fl
y derribar la Iglesia, pero no se puede tener la tradición y la Igle
sia sin su lengua. Y aunque el Concilio Vaticano II permitió la
sustitución del latín por las lenguas vernáculas allí donde lo jus
tificaran razones pastorales, recomienda que se lo conserve, l a
fe católica está tan íntimamente unida a los dos mil años de ora
ción en latín que cualquier intento de vivir la vida católica sin él.
terminará erosionándola y, finalmente, culminará en la apos-
tasía, de la que hemos sido testigos en estas últimas décadas de
experiencias vernáculas.
Debemos retornar a la fe de nuestros padres a través de la ora
ción que rezaban nuestros padres. El principal deber de los sacer
dotes es la recitación-diaria del Oficio; lo cual, ciertamente, pue
den hacerlo en latín. Los breviarios latinos para el nuevo rito
existen y,*en el caso de los religiosos, la mayoría de los monaste
rios y órdenes tienen varios privilegios por los que la tradición
entera puede ser conservada en su integridad. Y los sacerdotes
seculares pueden gozar también de estos privilegios a través del
simple y meritorio trámite de convertirse en oblatos o unirse ;i
las terceras órdenes. Para los laicos, la participación en algunas
de las horas canónicas que se rezan públicamente en iglesias y
oratorios es enfáticamente aconsejada y, donde esto no existe,
puede ser respetuosamente solicitado. Y, por supuesto, siempre
está la participación de los laicos en las devociones aprobadas
por la Iglesia: el Oficio Parvo de la Santísima Virgen, la Bendición
defSantísimo Sacramento, el Ángelus, el Vía Crucis, las Cuarenta
Horas y el Rosario, que constituyen una obligación de caridad en
una época donde la oración, para todos sus efectos prácticos, ha
sido silenciada, como los oráculos paganos cuando nació Cristo.
Ahora aquellos dioses han retornado:
94
( uando una vasta imagen del S p iritu s M u n d i
Inquietó mi vista: en algún lugar en las arenas del desierto
Una forma con cuerpo de león y cabeza de hombre,
Una mirada vacía y despiadada como el sol,
Mueve sus pausados muslos, mientras por doquier
Circundan las sombras de las indignadas aves del desierto.
95
I
das las carreras que los jóvenes pueden considerar y elegir, deben J
poner la opción por Dios en primer lugar y considerar la posibi
lidad del llamado a la vida contemplativa. Y esto no es un opción }
sino una obligación. Ello implica que deben haber libros que ,
describan y expliquen la vida de los monjes, y se deben organi/;u
visitas y retiros a los monasterios contemplativos que conserven
la liturgia latina. Los padres, sacerdotes y maestros que omitan
este paso cometen un pecado de anticoncepción espiritual contr;i
la próxima generación.
Incluso los que estamos en la vida activa estamos llamados itl
pagar el diezmo a la vida contemplativa. Los monjes y monjas de
clausura llevan esta vida en su grado más alto, pero cada uno de
nosotros, en el puesto que le corresponde, debe pagar su deuda
Hay tres grados de oración: el primero, correspondiente a los re
ligiosos consagrados, es total. Ellos rezan permanentemente si
guiendo el consejo de Nuestro Señor. La totalidad de su vida es
el Oficio* Divino, la Misa, la lectura espiritual, la oración mental,
las devociones y un mínimo de trabajo necesario para mantener
la salud física. Rezan ocho horas, duermen ocho horas y dividen
las otras ocho horas entre el trabajo y la recreación. El segundo
grado es la vida mixta de las órdenes activas y de los sacerdotes
seculares, quienes están consagrados fundamentalmente a la ora
ción. En este caso, rezan cuatro horas, duermen ocho, trabajan
ocho -predicación, enseñanza, atención de los pobres y enfer
m os- y tienen cuatro horas para la recreación. El tercer grado es
el de aquellos que viven en matrimonio o son solteros, y ofrecen
el diezmo de su tiempo para la oración -en torno a dos horas y
media por día- con ocho horas para el trabajo, ocho para dormir
y las cinco horas y media restantes para la recreación con la fal
milia.
Todos dirán al unísono: eso no es posible. Y esto es lo que
quiero decir cuando afirmo que la primera cosa que se dice de l;i
96
I
Him ion es que no tenemos tiempo para ella. Pero la razón es por-
i|H< los sacerdotes no marcan el camino rezando ellos sus cuatro
ln ii *is diarias, y los monjes y monjas no hacen lo suyo mantenien
do Lis vigilias nocturnas. Todo laico debe su diezmo de tiempo,
tíos lloras y media por día.
I ;i primera cuestión que tenemos que tener en cuenta si qué
panos rezar es prestar atención al tiempo. ¿A dónde se va el
lli nipo? Se va en trabajos inútiles y en tratar de llegar al trabajo
• ii medio del tráfico de las ciudades. Y, más tarde, tratando de
i n .iparnos del trabajo con distracciones complicadas y costosas,
• n Lis que desperdiciamos el tiempo en actividades improducti-
i iis y destructivas. En cuanto al trabajo, recomiendo leer Lo pe-
tliit ño es hermoso y, si tienen a mano una buena librería o biblio-
liH'ii, lean las obras de los grandes cruzados de la generación que
líos precedió: Hilaire Belloc, por ejemplo, cuyo librito La restau
ración de la propiedad es el principal escrito económico y social
iL I catolicismo. Y también los libros de su amigo G. K. Chester-
)•m i . que escribió ampliamente y bien, con ingenio y humor, sobre
Li descentralización y la restauración del orden social. En cuanto
ii l.i diversión, que es una subdivisión del trabajo puesto que es
descanso del trabajo, si quieren cavar en el jardín y plantar flores
i verduras, llenarán la mesa, embellecerán vuestras vidas, perde-
iíiii peso y ganarán fuerza física y espiritual, y también la sufi-
i lente alegría para cancelar el viaje a las montañas y abandonar
1 1.ibsurdo y dañino exhibicionismo de salir a caminar o a correr.
Si no restauramos el orden en el trabajo y la diversión, por su
puesto que nunca tendremos tiempo para la oración.
Si, como sugerí en el capítulo anterior, encontráramos modos
dr restaurar las pequeñas comunidades o pueblitos, podríamos
• omprar e incluso trabajar en el mismo lugar por donde los niños
ii lan caminando al colegio; y las mujeres se quedarían en la casa,
el liempo se estiraría, se haría más flexible; nuestros nervios se
97
relajarían y las presiones serían menores. Debido a que nuestro
trabajo es desordenado, no hay tiempo para la oración, y porque
no hay tiempo para la oración nuestro trabajo es cada vez peor.
La oración es el fin próximo de todo trabajo inmediato. Es el suc-
lo humilde, el humus de la naturaleza humana, regada por las
lágrimas de la contrición. El trabajo sin oración está muerto.
Oración y trabajo no son la misma cosa. No se puede usar una
como sustituto de la otra: eso conduciría al activismo o al quie
tismo. El trabajo necesita oración, así como el cuero resquebra
jado necesita aceite. La oración llena los poros del trabajo y lo
hace flexible y útil para Dios.
Cualquiera que esté atrapado en esos malos trabajos, como
son el negocio inmobiliario o la construcción para el Estado, de
be considerar de qué manera diligente los ateos trabajaron, con
qué imaginación construyeron desarrollos inmobiliarios y edifi
cios públicos para fomentar su religión. Mientras tanto, los cris
tianos tenemos a nuestras espaldas los mejores y más hermosos
desarrollos urbanísticos de la historia en las pueblos católicos de
Europa y somos incapaces de reproducirlos. Los visitamos, to
mamos fotografías, pero nunca soñamos en que podríamos vivir
en ellos, cuando, de hecho, es viable e incluso rentable construir
algo similar en los suburbios de Nueva York o de San Francisco,
publicitándolos como ¡Altos de Cristo! Propongo que se consi
dere seriamente, incluso por aquellos que viven en los alrededo
res de las grandes ciudades, restablecer los que alguna vez fue
ron llamado “ghettos católicos”. Para los jóvenes o almas más
aventureras existe la enorme y aún virgen tierra salvaje del norte
esperando por hombres santos. Hay, por supuesto, dificultades
peores que aquellas que los sitios salvajes tenían tiempo atrás, y
me refiero al Estado burocrático, que-al verse amenazado por el
ejercicio de la propia libertad religiosa los acosará con la nece
sidad de permisos para la construcción, certificaciones de escola-
98
i »•lucí e impuestos. Los Amish, los Dunkards y otras sedas han
luchado contra todo esto mejor que nosotros y viven sus pobres
leligiones mejor de lo que nosotros hemos vivido la nuestra.
I'ero supongamos que hemos ordenado nuestras vidas mate-
itules para poder pagar el diezmo de la oración, ¿cómo lo hace
mos? ¿Existe algún manual? Por supuesto, hay muchos. San Fe
lipe Neri, cuando alguno le pedía consejo de lecturas, le decía:
I ee cualquier cosa de cualquier autor que tenga la palabra Santo
mies de su nombre”. Tomen el santo que quieran. Todos dicen lo
mismo con casi las mismas palabras, y esto es lo que dicen: Pri
mero, la oración es silencio. Sin duda alguna, todo lo que sea
lindo, inquietud, gritos y zapateos; todo lo que esté acompañado
•le guitarras eléctricas y micrófonos, no es oración. La viejecita
i|iie en una iglesia oscura no deja de rezar, que no sabe nuestro
nombre, nunca pregunta, a veces sonríe pero más frecuentemen
te aún solloza cerca de un cirio encendido ante la Santísima Vir-
pcn o San José, o sus otros santos amigos, ella sabe cómo rezar.
I lia ha permanecido por mucho tiempo en la celda del conoci
miento de sí y ha alcanzado también el conocimiento de noso
tros mismos. Ella nos conoce aunque probablemente nunca sepa
nuestros nombres, y reza por nosotros. Los hombres se hacen
más cercanos a través de la oración silenciosa que de otra manera.
Se acercan unos a otros porque están cerca de Nuestro Padre del
( icio y porque el Reino de los Cielos está dentro del alma de
i nda uno. Y mientras más nos acercamos al cielo que está dentro
de nosotros, más nos acercamos al alma de los otros. El ermitaño
en su celda, perdido en medio del desierto, dice su misa privada
con más eficacia que los sacerdotes, obispos y el mismo Papa en
las grandes basílicas, porque está más concentrado en el Dios
solitario. Cuando María, solitaria en su pequeña habitación, dijo
l 'iat mihi secundum verbum tuum, estuvo más cerca y fue la me-
jor amiga de todo el género humano. ¿Cuántos asistieron a la cru-
99
1
cifixión? Solamente cuatro, tres de los cuales se llamaban Mai in
Como descubrió el profeta Elias, Dios no está en el trueno sino
en el susurro de la brisa.
Aquí tienen el testimonio de un autor cuyo nombre comien/n
con “San”: “No se desanimen, hijas, por la cantidad de cosas quo|
tienen que tener en cuenta antes del Divino Viaje que es el Ca
mino Real al cielo”. Santa Teresa habla de Camino Real, que cu'
la oración. “Si alguno les dice que es peligroso, tengan a esa per
sona como su principal peligro y escapen de su compañía”. No*
ten que la santa dice: cualquiera que les diga que la oración es
obsoleta y que es mejor que gasten su tiempo en actividades so
ciales, no solamente está equivocado sino que es su principal
peligro. Y habiendo dicho esto, Santa Teresa nos enseña cómo
rezar, exactamente como lo hizo Nuestro Señor, a través del P¡i
drenuestro. Si aprendemos cómo rezar esta oración tendremos el
secreto de toda oración y estaremos al final del Camino Real en
presencia de Dios. Esto es lo que ella dice:
100
porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de sí
con su Dios, [...] Las que de esta manera se pudieren encerrar en
este cielo pequeño de nuestra alma, adonde está el que le hizo, y
la tierra, y acostumbrar a no mirar ni estar adonde se distraigan
estos sentidos exteriores, [...] Reiránse de mí, por ventura, y di
rán que bien claro se está esto, y tendrán razón; porque para mí
fue oscuro algún tiempo. Bien entendía que tenía alma; mas lo
que merecía esta alma y quién estaba dentro de ella, si yo no me
tapara los ojos con las vanidades de la vida para verlo, no lo en
tendía. Que, a mi parecer, si como ahora entiendo que en este
palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran Rey, que no le dejara
tantas veces solo, alguna me estuviera con Él, y más procurara
que no estuviera tan sucia. Mas ¡qué cosa de tanta admiración,
quien hinchiera mil mundos y muy mucho más con su grandeza,
encerrarse en una cosa tan pequeña! A la verdad, como es Señor,
consigo trae la libertad, y como nos ama, hácese a nuestra me
dida.
No os pido ahora que penséis en Él ni que saquéis muchos
conceptos ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones
con vuestro entendimiento; no os pido más de que le miréis.
Pues ¿quién os quita volver los ojos del alma, aunque sea de
presto si no podéis más, a este Señor? Pues podéis mirar cosas
muy feas, ¿y no podréis mirar la cosa más hermosa que se puede
imaginar? Pues nunca, hijas, quita vuestro Esposo los ojos de
vosotras. Haos sufrido mil cosas feas y abominaciones contra Él
y no ha bastado para que os deje de mirar, ¿y es mucho que, qui
tados los ojos de estas cosas exteriores, le miréis algunas veces
a Él? Mirad que no está aguardando otra cosa, como dice a la
esposa, sino que le miremos.
Si estáis con trabajos o triste, miradle camino del huerto:
¡qué aflicción tan grande llevaba en su alma, pues con ser el
mismo sufrimiento la dice y se queja de ella! O miradle atado a
la columna, lleno de dolores, todas sus carnes hechas pedazos
por lo mucho que os ama; tanto padecer, perseguido de unos,
escupido de otros, negado de sus amigos, desamparado de ellos.
101
sin nadie que vuelva por Él, helado de frío, puesto en tanta so
ledad, que el uno con el otro os podéis consolar. O miradle caí
gado con la cruz, que aun no le dejaban hartar de huelgo. Miraros
ha Él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas,
y olvidará sus dolores por consolar los vuestros, sólo porque os
vayáis vos con Él a consolar y volváis la cabeza a mirarle.
102
i Iones explícitas de Nuestro Señor llorando en varias ocasiones.
| hto en ninguna parte del Evangelio dice que el Señor haya reí-
ilo o siquiera sonreído. La “Buena Noticia” es como la “buena
nmcrte”.
I!sto no significa proponer una apariencia de santidad hipócri-
u como la del jansenista Tartufo de la obra de Moliere, que hace
mi aparición llamando en voz alta a su sirviente de modo tal que
puedan oírlo las señoras que están en el salón, para que le prepare
la disciplina con la que se flagelaba. Por el contrario, el sentido
tlr I humor es parte del sentido católico. “Humor” viene de humus,
que es la raíz de “humano” y de “humanidad”. Chaucer, que cier-
i luiente tenía sentido del humor, y nunca nadie lo acusó de ser
Inste, decía que debemos “imitar la alegría”, que debemos “fabri-
i ¡ir el gozo”, especialmente porque sabemos que esta vida es un
vnlie de lágrimas. Shakespeare, cualquiera que haya sido su reli
gión, acerca de lo cual no sabemos nada, tenía el sentido católico
que calibra el verdadero júbilo y la más amarga de las realidades.
103
como el pérfido amigo.
¡Eh, oh! ¡Eh, oh, el verde del bosque!
Amor es ceguera; amigos, traiciones.
¡Eh, oh, el bosque!
Es vida y es goce.
104
Él dice: “¿Estás abandonado por alguien?”. “Sí”. Y responde:
"Ahora tus oraciones han comenzado a ser respondidas por pri
mera vez. Has comenzado a ser como yo que gritaba en la Cruz
las más amargas palabras hebreas que, si escucharas en el silen
cio de cada misa, me escucharías gritar: Eli, Eli, lamasabachtháni,
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
En el Santo Sacrificio de la Misa, Cristo mismo pronuncia las
palabras de la consagración a través del suicidio voluntario de la
propia personalidad del sacerdote. El sacerdote se convierte en
"persona”, el instrumento a través del cual un sonido es pronun
ciado, y Cristo, no el sacerdote, dice: Hoc est Corpus meum. Y
ese Cuerpo es elevado en silencio. El sonido de las campanas
acentúa el silencio y su taflir apaga el ruido del mundo. Y luego
dice: Hic est Calix Scmguinis mei. En el Huerto de los Olivos
oraba: “Si es posible, que este cáliz se aleje de mí sin que yo lo
beba”. Pero ahora dice: “Éste es el Cáliz de mi Sangre”. En la
Consagración, la Sangre de Cristo se hace presente en el altar,
separada de su Cuerpo, lo cual es la reconstrucción del derrama
miento de la Sangre en la crucifixión. La Sangre es derramada
bajo la apariencia de vino, y las campanas proclaman solemne
mente este acontecimiento al mundo que a veces escucha. Éste
es el Misterio de la Fe.
Hay un serio error de traducción en los folletines que circulan
en las iglesias de Estados Unidos en sustitución de los misales.
En el texto oficial aprobado por las congregaciones vaticanas, la
frase Mysterium Fidei tiene un punto al final, indicando que estas
palabras se refieren a lo que acaba de ocurrir, el acto central de la
Misa, la consagración del Cuerpo y Sangre de Cristo, renovando
de un modo incruento, bajo las apariencias de pan y vino, pero
realmente renovando el Sacrificio de la Cruz: éste es el Misterio
de la Fe. Y en el texto latino hay un punto. Pero en los “misalitos”
iimericanos hay un guión, lo cual cambia completamente la refe
105
rencia y la dirige hacia las palabras que siguen, que hablan de la
Resurrección y de la Segunda Venida, las cuales son consecuencia
y signos del Misterio de la Fe. Sin ellos, como dice San Pablo,
nuestra fe sería vana, pero no son el Misterio mismo. El Misterio
ha sido siempre e infaliblemente tomado para expresar la reno
vación real del acto central en toda la historia del universo, desde
que se dijo el Fiat lux hasta la consumación del mundo. Como
dice San Pablo, Nuestro Señor ordenó a los Apóstoles “hacer es
to en mi memoria”, y no simplemente recordar. En ese momento
de la Misa incluso los ángeles detienen su canto, el silencio inva
de la corte de los cielos y sobre la tierra se extienden las tinieblas
hasta la hora nona.
106
“Después de un gran dolor, uno se hace formal”. Un poema
iempre explica las cosas haciéndolas menos claras, como una
casa que cubre una herida. El Santo Sacrificio de la Misa es el
neto más formal del cual tengamos experiencia.
I lay otro “sentimiento formal”, exactamente el opuesto, el de
vergüenza. San Gregorio Magno decía:
107
propiedad; cité abundantemente los Diálogos de Santa Catalina
de Siena, y también el Camino de perfección de Santa Teresa. Si
leen esos libros, especialmente los escritos por los santos, no ha
brán leído éste en vano.
Y si, a diferencia de mí, ustedes siempre hacen lo mejor en su
trabajo honesto, practican la oración con constancia y aceptan
los desafíos de la vida diaria con un corazón alegre, dicen los
santos que en la hora de la muerte las murallas de vuestra man
sión interior súbitamente serán como el cristal, y el blanco res
plandor de la presencia de Dios brillará a través de ellas. Cuando
asistan a su propio funeral, los presentes dirán que las campanas
tañen como cristales, sonando como risas de ángeles, y verán la
verdadera Pietá, esa que ningún artista es capaz de pintar porque
nadie puede verla y seguir viviendo. Y si ustedes se parecen más
a mí, y no han vivido*una vida católica como correspondía, qui
zás renueven conmigo la resolución de poner todas estas cosas
en la Agenda y en la práctica diaria, porque la alternativa, en el
mejor de los casos, es sufrir un dolor como no se ha visto nunca
en la tierra y, en el peor, la condenación eterna. El dolor en la
tierra, que parece cernirse sobre nosotros como una plancha de
acero, es en realidad una fina lámina que atravesaremos en la
muerte, del mismo modo que Cristo atravesó la pared de la casa
donde estaban reunidos los apóstoles, sin abrir siquiera la puer
ta. O del modo en que nació de María, dejándola virgen y perfec
tamente intacta. Allí, aquí, ahora, justo al otro lado del muro visi
ble de las cosas, más cercano a nosotros que nuestra propia res
piración, en la verdadera Pietá, Jesús sostiene a su Madre en sus
brazos. Y enjuga para siempre las lágrimas de sus ojos. Y Ella,
mirándolo, sonríe.
Esto no es un sueño; es la verdad. Y sabemos que es la verdad
porque Él dijo que lo era; y Él no engaña y no se deja engañar. Si
practicamos un diez por ciento de la Agenda Católica ahora, en
108
I.i hora de nuestra muerte, sostenidos por los brazos de María,
aclamaremos con Santa Catalina: “Sangre, sangre”, que es lo
mismo que decir, “Amén, amén”. Trabajo, oración, sacrificio.
I sta es la Agenda Católica.
109
4. Teología y superstición
111
arados y podaderas, y no es extraño entonces que las nuevas ge
neraciones hayan decidido desprenderse de ellas.
Algunos raros teólogos, más bien desconocidos y ancianos,
se dedican aún a estudiar y enseñar a Santo Tomás, quien ya no
es considerado el Doctor Común de la Iglesia. El mismo Tomás
dice en el prólogo de la Summa Theologica que se trata de una
“obra para principiantes”, pero en la actualidad tenemos muy po
cos principiantes. Nuestras escuelas y colegios producen técnicos
superiores en ciencias aplicadas que no poseen las bases nece
sarias para los estudios tradicionales de filosofía y teología. Y
tampoco para el célebre mens sana in corpore sano de los anti
guos, es decir, la disciplina en el hábito de la percepción, memoria
e imaginación de la realidad. Para compensar nuestros errores,
durante las décadas que precedieron al Vaticano II los seminarios
se dedicaron a coleccionar máximas tomadas de la Summa, en un
estilo vagamente cartesiano, para elaborar los textos de estudios,
que tenían mucho método escolástico pero poco que ver con la
realidad, aún menos del ámbito de la memoria y nada de imagina
ción o del espíritu de Santo Tomás. En las grandes universidades
católicas de Roma y en todas partes del mundo, los grandes pro
fesores dominicos y jesuítas enseñaban en latín a sus estudiantes,
muchos de los cuales provenían de Estados Unidos, y los asisten
tes del maestro debían hacer señales para que los alumnos rieran
cuando el profesor hacía alguna broma, puesto que ninguno po
día distinguirla de una fórmula escolástica. No sorprende enton
ces que en esas universidades las fórmulas escolásticas se convir
tieran en bromas. Se decía que la única habilidad especial que
había que poseer en las universidades romanas era leer latín al
revés, ya que en los exámenes orales el profesor leería en vo/
alta la pregunta desde un manual, al cual sostenía delante del es
tudiante. Si se había adquirido la capacidad de leer al revés, era
posible responder palabra por palabra y aprobar el examen con la
112
nota más alta. A raíz de una docilidad groseramente mal enten
dida, los estudiantes eran capaces de sufrir durante horas, con el
cerebro vacío, los cursos que le sonaban como chino. Y al finali
zar recibían un certificado dorado en Derecho Canónico o en
Teología, que en realidad certificaba una educación conseguida
a base de resúmenes, apuntes de compañeros y exámenes cuyas
preguntas se filtraban con anticipación y cuyas respuestas se
leían del libro del profesor. Y con estos doctorados, los clérigos
luego oficiaban de profesores, rectores y aún de obispos, y eran
quienes ocupaban los puestos de autoridad en las universidades
católicas y seminarios. Por supuesto que había excepciones pero,
aunque suene brutal, creo que es una ajustada descripción de la
situación general.
Los resultados son todavía visibles entre aquellos sacerdotes
formados con anterioridad al Concilio. ¿Cómo pudo ocurrir el
fracaso posconciliar? Hace algunas semanas escuché un buen
ejemplo de alguien a quien quiero mucho y que, en términos de
piedad, habría que decir de él lo que dice el Común de Confeso
res: Euge, serve bone etfidelis, in modico fidelis\ [¡Levántate,
siervo bueno y fiel, porque en lo poco fuiste fiel!]. Pero, explican
do la eucaristía a un fiel de la parroquia que se había escandalizado
al ver unos niños que partían la hostia en vez de consumirla, dijo:
“Santo Tomás enseña que solamente los accidentes del pan pue
den ser tocados, pero no el Cuerpo de Cristo, que es la sustancia”.
Es mejor, como dijo Sócrates muchas veces, no saber y saber
i|ue no se sabe, que no saber y creer que se sabe. O, como dijo el
poeta, “Saber poco es cosa peligrosa”; es necesario saber mucho,
o no saber nada. La teología y la filosofía son difíciles; son cien
cias exactas, y hay pocas vocaciones para esas ciencias en cada
generación. E incluso para aquellos particularmente dotados en
inteligencia y voluntad, siempre existe el prerrequisito de doce
nños de estudios primarios y secundarios.
113
Y, por supuesto, esta situación constituye en los seminarios el
terreno perfecto para los astutos discípulos de Loisy y Meréchal,
algunos de los cuales son perjuros, porque hicieron el Juramento
anti-modemista, fueron ordenados fingiendo ortodoxia y ocupa
ron posiciones de poder, preparando el camino de lo que Pablo
VI llamó la “autodemolición de la Iglesia”.
Y por eso comienzo por un hecho grave: siempre hay algunos
que dicen que debemos consolarnos mutuamente a pesar de la
verdad de los hechos, proponiendo “soluciones” hacia lo que lla
man “problemas”. Pero la falsificación no es suelo adecuado pa
ra la esperanza, y la realidad no es un “problema” que deba ser
“resuelto”, aunque presente dificultades, algunas de las cuales
deberán ser evitadas y otras enfrentadas. Cualquier otra cosa no
es alegría cristiana sino estupidez.
Yo debería reconfortarlos repitiendo aquí la vieja y nítida ver
dad de que no estamos destinados a tener éxito en este mundo
sino más bien a cumplir lo mejor que podamos la tarea que se
nos ha encomendado, ya que nuestra Esperanza está en el mundo
futuro. El siglo XX no es el más conveniente para el triunfalismo
católico. Derrotada como está la cultura cristiana, no hay posi
bilidades de que podamos construir una catedral como Chartres
o escribir un texto como la Summa Theologica, e incluso, excepto
para algunos pocos, de llegar a entenderla. Santo Tomás sigue
siendo el Doctor Común de la Iglesia Católica pero no hay mu
chos católicos comunes. El semillero del arte y de la ciencia es
colástica, que constituyen la Cultura Cristiana, está agotado. Vi
vimos en un terreno en el que, si se siembra trigo, inmediatamen
te los brotes se marchitarán en medio de la sequía. Hay muchos
momentos de la historia, como en la vida, en los que la difícil
virtud de la paciencia debe ser especialmente practicada con un
corazón alegre. Debemos, incluso, como dice Chaucer, “simular
la alegría”, seguros como estamos de saber, como decía Milton
en los sonetos sobre su ceguera, que “también es importante so
lamente estar y esperar”.
Santo Tomás llamó “paja” a su obra maestra poco antes de
morir en una abadía benedictina. Por tanto, esta obra es tierra
fértil, en la que el grano puede germinar y dar su fruto. El neoto-
mismo de nuestros tiempos no ha podido sobreponerse a las lan
gostas del relativismo y del darwinismo social. Y tampoco pu
lí ieron los pocos tomistas serios como Garrigou-Lagrange, que
propusieron una verdadera teología para aquellos que no podían
ver más allá de la retórica de la ciencia popular, deslumbrados
como estaban con figuras retóricas en vez optar por de la apacible
luz del pensamiento. Gilson cuenta en uno de sus últimos libros, y
también el más triste 3, cómo rechazó el pedido de Pío XII de es
cribir una refutación a Teilhard de Chardin, cuyos manuscritos, a
pesar de la condenación, circulaban discretamente entre los je
suítas jóvenes. Y rechazó el pedido no porque despreciara la fi
gura del papa, sino porque afirmaba que en Teilhard no había una
doctrina clara para refutar, solamente una suerte de poesía que
confundía y afectaba las emociones sin ninguna argumentación,
evidencia o sustancia. Louis Salieron lo compara con las extrava
gancias ocultistas de la época de Victor Hugo. Maritain, en El
campesino del Garona, coincide con esta opinión, y confiesa que
lodos los intentos hechos para popularizar a Santo Tomás, inclui
dos los suyos, fallaron porque no puede haber un sustituto para
lu luz intelectual, para la primera intuición del Ser. Él mismo,
Hinque no lo admita, tan pronto como dejó su pericia en la filo-
olía teórica y se volcó al arte práctico de la política, cayó en el
«iinipo modernista. Pero incluso Maritain, quizás el mejor po-
115
pularizador de Santo Tomás, admitió finalmente que eso había
sido un error. Un estudiante de los buenos tiempos de Laval, in
mediatamente después de la guerra, me contó que, luego de la
lectura de un texto de Aristóteles, uno de sus compañeros pidió
un ejemplo fácil para entenderlo. El profesor, que era Charles de
Koninck, levantó sus manos extendidas, en un gesto silencioso
que quería decir: “Tiene que subir su nivel”. Es necesario ver la
luz de los principios, porque las popularizaciones, aún las mejo
res, los oscurecen.
No estoy preconizando nada que se parezca a una renovación
tomista. Creo que es imposible en las presentes condiciones. El
tomismo está en el lugar en el que debe estar. Santo Tomás no
debe renacer, por el simple hecho de que no ha muerto. Pero no
sotros estamos muertos, o estamos muriendo. No se ha pagado el
alquiler, no tenemos que comer y la casa amenaza a ruina. Todos
los poetas lo testimonian: Hopkins, Housman, Hardy, Yeats,
Eliot, incluso’Frost; y también los historiadores proféticos como
Spengler, Brooks y Henry Adams, Belloc, e incluso H. G. Wells.
Lo testimonian también las profecías hindúes, hasídicas y cató
licas: todas ellas coinciden en predecir el fin de los tiempos de
las naciones. Más que los científicos y los filósofos, son los poe
tas y los profetas los que tienen la visión intuitiva de lo concreto,
y todos ellos dicen que la nuestra es una época de aridez espiritual
y disolución; la Noche Oscura de la historia de la Iglesia. Y cual
quiera que tenga la mínima sensibilidad cultural podrá ver por sí
mismo que somos los “hombres huecos” del poema de Elliot y
de las pinturas de De Chirico; somos muñecos rellenos de estopa
que caminamos sin sentido entre las estatuas rotas de una civili
zación devastada. Nadie en su sano juicio querría ser “original”
o “innovador” en estos tiempos. Y es éste el motivo por el cual
hay razón para la esperanza. Todos los santos han dicho que, en
noches como éstas, siempre la oscuridad es más profunda justo
116
antes del amanecer. Son estadios en el crecimiento del alma. El
padre Hopkins escribe:
117
había un teléfono con una lista de nombres y números para lla
mar. Después de esperar en vano que respondiera el monje que
me había invitado, fui a dar un paseo por el muy bien cuidado
jardín, donde encontré a un jardinero de manos callosas rastrillan
do la grava del sendero. Probablemente no era católico y cierta
mente no era un monje, pero era un hombre honesto que me lle
vó al edificio donde pensaba que podrían darse las conferencias.
Cuando entré, me recibió el rector o prior, sonriendo amablemente,
vestido con su hábito, con una lata de coca-cola en una mano y
un cigarrillo en la otra. Bocaccio habría disfrutado la escena, pe
ro no San Benito ni tampoco Chaucer:
118
Esta vida es un hospital en el que cada enfermo quiere cam
biar de cama. Éste quisiera sufrir mirando la estufa, y el otro
piensa que será curado cerca de la ventana.
119
almorzar dos veces por semana en Burger King. Ustedes saben,
por supuesto, que millones de americanos comen regularmente
papas fritas con las manos. Nos hemos hundido, desde el punto
de vista antropológico, por debajo del nivel cultural del tenedor.
Los hábitos cotidianos de un pueblo no se registran pero se mi
den por sus valores. Una civilización desintegrada se mide no so
lamente por su decadencia artística sino también por sus diversio
nes populares y sus restaurantes.
Por eso yo no propongo un retorno a Santo Tomás, como tam
poco propongo la construcción de réplicas de Mont Saint-Michel
o de Chartres. No es el momento, por decir lo menos. Solamente
un milagro podría producir un gran teólogo en la actualidad, y
hay pocas razones para esperarlo, porque aunque los milagros
obran más allá de la naturaleza, no ocurren sin una razón, y si un
gran teólogo escribiera hoy, nadie lo entendería. Lo más parecido
a un milagro que podemos esperar es la destrucción de Sodoma
y Gomorra. Existe una analogía proporcional entre las fuerzas
dominantes de nuestra época. La contracepción y la usura, como
lo sabía Dante, están contrariamente unidas por la misma rela
ción: una hace estéril lo que es naturalmente fecundo, y la otra
hace fecundo lo que es naturalmente estéril. La contracepción y
la usura son la forma y materia de la ideología industrial, cuyo
desenlace es el vicio innombrable. Tengo dudas acerca de si Dios
encontrará más santidad entre nosotros que la que Abraham en
contró en Sodoma.
Sin embargo, es un hecho que la Summa Theologica no es so
lamente la mayor obra teológica de la historia, considerando so
lamente su tamaño, su unidad y su extensión. Esto cualquiera po
dría decirlo con sólo consultar una enciclopedia. Pero, tal como
ha sido repetidamente afirmado por muchos papas durante varios
siglos y sin disidencias, es decir, como una enseñanza infalible
del magisterio ordinario, la Summa Theologica es la medida de
12 0
toda la teología católica. Los católicos deben creer que Tomás de
Aquino es el Doctor Común de la Iglesia con el mismo grado de
certeza con la que creen que es santo. San Agustín, San Gregorio,
San Bernardo, San Buenaventura, San Juan de la Cruz y otros
son también doctores, y sus doctrinas son buenas, preciosas, ama
bles, indispensables e intensamente personales para muchos, pe
ro todas ellas son medidas por la regla ordinaria de Santo Tomás
y leídas por su luz. Y no digo “en su luz” porque esas doctrinas
tienen luz propia, sino por su luz. Santo Tomás ocupa un lugar
especial entre los teólogos, análogo al que ocupa la Santísima Vir
gen entre los santos. Ocupa el medio entre el dogma y la opinión,
lo que podríamos llamar hiperdoxia, tal como María, por la hi-
perdulía, ocupa el medio entre la veneración y la adoración. Pero
a diferencia de la Madre de Dios, Santo Tomás es teóricamente
superable, y la Iglesia nunca ha enseñado que cada sílaba de la
Summa es de fide como el Credo. La Iglesia nunca desalentó el
estudio de otros teólogos, ni siquiera de los herejes, ya que in
cluso en sus errores dejaron entrever algunas verdades que nunca
habrían sido vistas con claridad si no hubiese sido por ellos. El
mismo Santo Tomás se lamentaba de la quema de las obras heré
ticas. Si hubiésemos tenido los argumentos exactos de los gnósti
cos y de los maniqueos, decía, cuánto mejor habríamos entendido
la fe como explícitamente opuesta a éste o aquel error.
Pero, como muchas veces ocurre, el mandato de la Iglesia fue
exagerado o simplificado en su ejecución. En lugar de la difícil
tarea de usar a Santo Tomás como un instrumento de estudio de
la teología, los seminarios muchas veces lo sustituyeron por re
súmenes codificados de la Summa a fin de ser memorizados, re
petidos como loros y precintados en la mente. Hubo, de hecho,
un temor al pensamiento, temor a que algunos intelectos débiles
c inexpertos fueran más fácilmente seducidos por el error que
abrazados por los castos y fríos brazos de la verdad. No hay que
121
r
asombrarse, entonces, de que generaciones de sacerdotes suspi
raran y desearan una teología viva en la cual pensaban que halla
rían algo más que las detestables preguntas y respuestas que en
contraban en aquello que llamaban tomismo.
Puede parecer que estoy menospreciando algunos buenos y
fieles maestros de la renovación tomista. Pero el fracaso de este
movimiento no puede ser atribuido solamente a ellos, y nunca
pensé algo parecido. Difícilmente veremos a una persona compa
rable en santidad y sabiduría a los padres Boyer y Garrigou-La-
grange. Pero cuando su generación declinó, los obispos y recto
res de seminario se adaptaron a la creciente ineptitud de sus estu
diantes, de lo cual resultó el colapso general de la Cultura Cristia
na en el mundo industrializado. Los jóvenes seminaristas salían
de las escuelas, por primera vez en la historia luego de la Alta
Edad Media, incompetentes en latín y en las artes liberales. Bajo
la inmensa presión de la necesidad económica, las escuelas pri
marias y secundarias rápidamente sustituyeron la poesía y la his
toria por los estudios técnicos. Los anticuados estudios de las
llamadas “ciencias naturales” o “historia natural”, en los que la
filosofía aristotélica y, consecuentemente, la teología escolástica
se había desarrollado, fueron dejados de lado. Los tradicionales
estudios universitarios, como la Ratio studiorum de los jesuítas,
que son recomendados por Newman en su libro La idea de uni
versidad, se convirtieron en escuelas de entrenamiento pre-pro-
fesional para la tecnología. Y debo enfatizar el hecho, porque no
está suficientemente admitido que todos los estudios universita
rios en la actualidad son técnicos, incluso el estudio de la litera
tura, de la música y del arte. No existen dos culturas como sugie
re Sir Charles Snow, sino solamente una. Y aunque el objeto de
estudio de algunas disciplinas sea humanístico, su abordaje for
mal es técnico, y consiste en los métodos de edición de textos, de
clasificación histórica, de clasificación de tipos, análisis lingüís
122
i
tico de estilos o análisis psicológicos y sociológicos de contenido.
Es raro encontrar el tipo de enseñanza literaria a la que Mark van
Doren, por ejemplo, debió su fama hace algunas décadas, que se
aplica a gustar directamente la poesía en el modo en que la com
prenden los poetas. Y es más raro aún encontrar el modo de estu
diar la naturaleza que aplicaba el gran entomologista Henri Fa-
bre, que podría ser llamado poético, y en el cual la materia es
científica pero el estudio formalmente humanista. Hay una poesía
de la poesía y una poesía de la ciencia que hemos excluido des
piadadamente de los programas de estudio a fin de favorecer su
total desaparición, al convertirlas en la ciencia de la poesía y en
la ciencia de la ciencia. Una famosa fórmula escolástica decía:
Ars sine scientia nihil. Y, para nuestra desgracia, hemos encon
trado que scientia sine arte nihilisimus. La ciencia sin el arte no
es solamente nada, sino que es nihilismo.
A los profesores de seminarios durante el siglo XX se les or
denó que enseñaran Santo Tomás a estudiantes que simplemente
no tenían los requisitos necesarios; se les pidió que formaran las
inentes de seminaristas sin tener en cuenta el material con el que
trabajaban. Por lo tanto, no formaron; solamente instruyeron. El
tomismo, entonces, se convirtió en una caparazón vacía, capaz
de ofender algunos cerebros brillantes que buscaban la luz entre
los gentiles y los judíos incrédulos. Lo que necesitamos, decían,
es una nueva síntesis entre la fe católica y el espíritu de los tiem
pos. Lo que Santo Tomás hizo con Aristóteles, nosotros debemos
hacerlo con Marx, Husserl o Heidegger, que son autores entrete
nidos y vivos.
Consideremos las quinientas diez cuestiones de las tres gran
des partes de la Summa, más las noventa y nueve del Supplemen-
lum, es decir, seiscientas once cuestiones, con cinco o seis artícu
los en promedio cada una. Consideremos el peso, extensión, al
tura, profundidad, amplitud y economía que poseen; la intensidad
123
de cada uno de los argumentos maravillosamente construidos,
abarrotados de energía como las fibras del cerebro. Por ejemplo,
en la famosa cuestión II de la Prima Pars, cuando apenas comien
za su obra, titulada “¿Dios existe?”. Consideremos el texto capi
tal del artículo III de esa cuestión, Utrum Deus sit, que ocupa dos
páginas en el apretado texto de la edición Marietti. En mil pala
bras, la totalidad de las cinco pruebas de la existencia de Dios;
escasamente mil palabras, difíciles pero simples, que son tan im
portantes para la teología como la Magna Charta o la batalla de
las Termopilas para la historia. Consideremos sus enormes e in
trincados logros y pensemos luego en las doscientas palabras del
Prólogo (en la edición de Benzinger):
124
Si algo puede decirse con certeza sobre Santo Tomás es que
no fue un estúpido. Debió haber existido un buen número de
principiantes preparados para leer la Summa, estudiantes que do
minaban la filosofía y la Escritura, los dos requisitos inmediatos
para la teología. Y dominaban también los requisitos inmediatos
para esos saberes, es decir, las siete Artes Liberales -gramática,
lógica, retórica y las ciencias matemáticas- y, remotamente, los
requisitos para esas Artes Liberales, es decir, el entrenamiento
elemental de la memoria, conocido por los antiguos como educa
ción musical en el sentido amplio del término, y que incluía can
to, ejecución de instrumentos y danza, literatura, historia y estu
dios naturales; y finalmente, el requisito para la música, que es
un entrenamiento vigoroso del cuerpo a través de la gimnasia,
cuyo propósito no era solamente recreativo y sanitario, sino agu
dizar los sentidos; por ejemplo, la vista era agudizada y coordina
da a través de la arquería. La gimnasia es el primer paso de todo
aprendizaje de acuerdo con el principio nihil in intellectu nisi
prius in sensu [Nada hay en el intelecto si no está primero en los
sentidos].
La afirmación de que el primer obstáculo para el estudio de
Santo Tomás es la sociedad industrial podría ser visto, en un pri
mer momento, como una mera excusa romántica. Los niños han
crecido con calefacción central y aire acondicionado en sus casas
y escuelas, han sido trasladados de un lugar a otro encapsulados
en autobuses culturalmente sellados, nadan en piscinas climatiza-
das y ascépticas, sin corrientes, ni remolinos y mareas, donde in
cluso las estelas que los nadadores van dejando son aspiradas
mecánicamente a fin de no arruinar la pura experiencia de hacer
deporte por el deporte mismo. Son niños que hacen deportes de
verano, como arrojar la pelota a través de un aro, reinventado co
mo basket-ball. En las noches de invierno, vestidos con pantalo
nes cortos, juegan al fútbol bajo cúpulas geodésicas climatizadas,
125
7
126
A
Como ya dije, temo que todo lo que escribo pase por ser sola
mente una hipérbole literaria, un entretenimiento luego del cual
cada uno de nosotros retome a la realidad de la rutina diaria, pero
justamente ése es el punto: nuestra rutina diaria no es real. Los
poetas no son personas que entretienen; ellos aciertan en algunas
cosas. Ninguna restauración seria de la Iglesia o de la sociedad
podrá ocurrir sin el retorno a los primeros principios, pero antes
que a los principios debemos retomar a la realidad ordinaria de
la que se alimentan los principios. Si tenemos desordenado el
intelecto y la voluntad, hay pocas posibilidades de que tenga
mos alegría en el corazón. Para eso será necesario que ocurra la
catástrofe de la que hablan los poetas y los profetas: pestes, gue
rras atómicas, erupción solar; poco importa lo que sea. Pero des
pués, los sobrevivientes de la especie humana considerarán la
inmensidad de la tierra despoblada y dirán: “Dios nos ha dado
una nueva oportunidad”. Entonces, probablemente, alguno dirá
“esto es mío”, y entonces “esta extraña y movida historia”, tal
como Shakespeare llama a nuestras vidas, comenzará de nuevo.
Mientras tanto, hay unos pocos que vigilan y esperan.
Santo Tomás enseña que, entre las verdades verdaderamente
ciertas, hay verdades ciertas y permanentes.
127
pensamiento que son consumaciones, pero hay otras que no lo
son. Y tales consumaciones se obtienen de una vez y para siem
pre. La rueda, por ejemplo, ya fue inventada, y si alguien quiere
hacer otra, puede adaptarla como quiera, hacerla más gruesa o
más delgada, más grande o más pequeña, de madera o de metal,
pero si es una rueda, tendrá bordes, un centro y algún tipo de co
nexión entre ellos. En sentido amplio, la filosofía y la teología ya
fueron hechas, aunque existan todavía grandes áreas de discusión,
pero los contenidos han sido delimitados y la extensión del terre
no ya ha sido cartografiado. Aún así, hay algunos que quieren ha
cerlo a su modo, de manera diferente, desperdiciando sus mentes
y perdiendo el tiempo tratando de reinventar la rueda. Quieren
tener su propia filosofía y su propia teología, cuando lo único
que puede ser hecho es hacer filosofía y teología por uno mismo
pero entendiendo la que ya se hizo. Las grandes líneas de la ver
dad católica están todas en la Summa Theologica y no pueden ser
hechas de nuevo. Si alguno quiere hacerlas (lo cual hoy es impo
sible, dada la pérdida de cultura que sufrimos), volverían a ser la
mismas. Por tanto, allí están ellas, tan vastas, incomprensibles y
magníficas como el Mont Saint-Michel y Chartres.
La superstición, aquello que se afirma aunque nadie sabe por
qué, es precisamente lo opuesto a la “comprensión”. Y hoy, para
una gran cantidad de católicos, no solamente la teología sino la
misma fe se han convertido en una superstición. Asentimos sin
creer, porque creer implica cierto grado de comprensión. La fe,
como la ciencia, sin inteligencia, es magia. Muchos -la mayoría-,
durante la misa actual, tienen muy poca comprensión del más
grande de los actos del universo, ante el cual los ángeles doblan
sus rodillas. Con la pérdida de la cultura y la ayuda de los litur-
gistas, la mayoría de los católicos ven a la Misa como un modo
de compartir la presencia de Cristo con los demás, especialmente
a través de la parodia del beso benedictino de la paz. Luego de
128
hacerse cargo de una nueva parroquia, un buen sacerdote que co
nozco examinó a los niños y adolescentes que ya habían hecho
su catecismo. Les hizo una sola pregunta y les propuso tres res
puestas posibles: “¿Dónde está Cristo de un modo más perfecto
y plenamente presente: en el sagrario, en el crucifijo o en nosotros
mismos?” La gran mayoría respondió: “En nosotros mismos”. Y
algunos de ellos dijeron luego que las respuestas deberían haber
incluido el libro de lecturas de la Misa, que el sacerdote eleva
durante la celebración como si fuera la hostia. Sólo dos o tres del
grupo, que reunía a más de sesenta niños, habían escuchado ha
blar de la presencia real de Cristo en la eucaristía.
Para tomar otro ejemplo, citaré las escandalosas “intercomu
niones” -así se las llama- en las que los sacerdotes distribuyen
deliberadamente la comunión a no católicos. Dado que la euca
ristía es el sacramento de la unidad cristiana, explican, si utiliza
mos el signo podremos alcanzar la unidad. Lo que hacen es in
vertir la causa y el efecto, que es exactamente lo propio de la
operación mágica. Sabemos que un sacramento es un signo que
produce lo que significa: ellos poseen su eficacia por la acción de
Dios. La magia obra por la manipulación ilícita de los signos se
parados de su causa. En la magia no hay causa de ningún tipo
sino ilusión, lo cual no significa que no haya efectos que corres
pondan a otras causas: los magos del faraón hacían casi los mis
mos milagros que Moisés. Distribuir la Sagrada Comunión a
quienes están fuera de la Iglesia puede ser una malicia muy efi
caz si, ya sin la excusa de la ignorancia invencible, los no cató
licos reciben el Cuerpo y Sangre de Cristo para su propia conde
nación.
Cuando una joven y brillante mujer le preguntó al académico
más importante del mundo, hacia fines del siglo IV, dónde podía
conseguir la mejor educación, San Jerónimo le respondió: “En
ninguna parte, porque el mundo ya pasó”. Y le aconsejó que in
129
'1
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entonces, no hay nada en el mundo que ofrecerle al hombre. Si
yo fuera hoy un joven que buscara a Dios, entraría, si pudiera, a
un monasterio benedictino. Y si fuera un benedictino que busca
a Dios, trabajaría para reformar mi monasterio a fin de hacerlo
más conforme con la Regla de San Benito en su estricta integri
dad, rezando siete veces al día el gran Oficio latino, tal como fue
recuperado por la laboriosa tarea de los monjes de Solesmes y, en
el tiempo restante, trabajaría con mis manos para cubrir las nece
sidades inmediatas de techo y comida. Y si fuera llamado a otras
vocaciones, el sacerdocio secular o el matrimonio, sería oblato de
algún monasterio o, al menos, estaría lo más cerca posible de él.
Si fuera papa, haría exactamente aquello que parece que está
haciendo Juan Pablo II. Si la teología se ha convertido en una su
perstición, porque la mayoría ha perdido la capacidad de enten
derla, las grandes reformas son imposibles en lo inmediato. En
tal caso, lo que hay que hacer es encontrar algunas almas extraor
dinarias, especialmente dotadas de inteligencia y voluntad, con
aptitud racional y celo por aprender, y entrenarlas en un intensivo
ejercicio benedictino, hacerlas recitar diariamente el Oficio, en
señarles la Summa Theologica como su trabajo diario, y luego
enviar a estas elites de soldados, elegidos entre las diversas órde
nes, como tropas de asalto de una contrareforma católica general.
Si el Santo Padre logra restaurar a los dominicos y a los jesuítas
habrá dado un gran paso: implementar los contenidos reales de
los concilios Vaticano I y Vaticano II, así como San Pío V hizo
con los de Trento.
Y si fuera Dios, amaría a mi madre como Él y, por amor a ella,
sería una vez más misericordioso; lo que ocurrirá, dice, solamente
si le tememos. Y como María está de pie junto a la Cruz, detrás
de las órdenes predicadoras o dedicadas a la enseñanza están las
I órdenes silenciosas y contemplativas, sin cuya paciencia las vi
das activas serían estériles.
131
Santo Tomás ingresó a Monte Casino a la edad de cinco años,
y lo dejó para ir a la Universidad de Nápoles cuando tenía dieci
séis; luego entró a los dominicos, estudió con San Alberto y se
convirtió en el maestro más grande de su orden y finalmente de
la Iglesia. Todos saben que, en una ocasión, en éxtasis frente al
crucifijo en Nápoles, o en Orvieto según dicen otros, escuchó
que Cristo le decía: “Has escrito bien de mí, Tomás, ¿qué quieres
a cambio?”. A lo cual respondió Tomás: “Ninguna otra cosa más
que a ti mismo, Señor”. En 1274, viajando a pie, como siempre
lo hacía, a fin de participar del Concilio de Lyon, cayó mortal
mente enfermo. Los carmelitas dicen que Nuestra Señora llevó
prematuramente al cielo a Santo Tomás y a San Buenaventura a
la vez, porque los dos iban a liderar un complot de dominicos y
franciscanos en ese concilio. La leyenda cuenta que, cuando ya
le fue imposible caminar, sus compañeros lo pusieron sobre un
asno, aunque protestaba porque se consideraba indigno de sen
tarse en el fnismo sitio donde se había sentado tan gran Caballe
ro. Los cistercienses de Fossa Nova lo hospedaron y, al entrar al
monasterio, dijo: “Éste es el lugar de mi reposo para siempre, y
habitaré aquí porque lo he deseado”. Un versículo del salmo 131,
que se canta durante las vísperas de los martes en el oficio bene
dictino, y de los miércoles en el dominico. Todo el salmo -que
comienza así: Memento Domine, David et omnis mansuetudinis
ejus- es como un comentario de la vida de Santo Tomás y es de
especial importancia para nuestro tiempo, ya que él es el tipo
perfecto del intelectual activo que vive con la caparazón de la
vida contemplativa, que teje la delicada música del oficio divino
hora tras hora, día tras día, a través de las vigilias de la noche,
para así, cuando llegue la hora de la muerte, poseer ya el hábito
de la vida eterna formado en él. Santa Teresa dice con una famosa
imagen:
132
Pues crecido este gusano [...] comienza a labrar la seda y edi
ficar la casa adonde ha de morir. [...] Pues ¡ea, hijas mías!, prisa
a hacer esta labor y tejer este capuchillo, quitando nuestro amor
propio y nuestra voluntad, el estar asidas a ninguna cosa de la
tierra, poniendo obras de penitencia, oración, mortificación,
obediencia, todo lo demás que sabéis; [...] ¡Muera, muera este
gusano, como lo hace en acabando de hacer para lo que fue
criado!, y veréis cómo vemos a Dios y nos vemos tan metidas en
su grandeza como lo está este gusanillo en este capucho. Pues
veamos qué se hace este gusano, que es para lo que he dicho
todo lo demás, que cuando está en esta oración bien muerto está
al mundo: sale una mariposita blanca. ¡Oh grandeza de Dios, y
cuál sale una alma de aquí, de haber estado un poquito metida en
la grandeza de Dios y tan junta con Él; que a mi parecer nunca
llega a media hora!
133
7
pero si he escrito algo erróneo con respecto a este Sacramento o
sobre otros temas, me someto en todo al juicio y corrección de
la Santa Romana Iglesia, en cuya obediencia dejo ahora esta vida.
134
5. El espíritu de la Regla
135
I
136
■
de su primera frase, las cuales comentaré sólo en tanto que ellas
se aplican a los miembros de una comunidad universitaria, no
monástica, que se ocupa de las ciencias y de las artes liberales.
137
silencio no es solamente la ausencia de ruidos, así como tampoco
la paz es la ausencia de guerra. Es más bien un logro positivo y
difícil, un estado de justicia en el alma, de acuerdo con la fórmula
clásica que se remonta a Platón: cada parte recibe lo que le co
rresponde según su propia función -las pasiones otorgan la fuer
za afectiva en el cumplimiento de los mandatos de la voluntad, la
voluntad en ejecutar los mandatos de la razón y la razón en abrir
se a la verdad. La verdad del mundo exterior por la abstracción
de las esencias contenidas en el concreto sensible, la verdad del
mundo interior en el reconocimiento de los principios y la ver
dad del mundo superior en la obediencia a la gracia. Todo esto en
una única palabra: ausculta , “escucha”. Aquellos cuyo trabajo
está en las artes liberales y en las ciencias, como es el caso de
profesores y estudiantes, deben sonrojarse al recordárseles que
solamente el justo, sumergido en el encanto silencioso de aque
llo que lo ocupa, como un amante por su amada; que solamente
aquel que escucha, con paciencia y atención, recibe la revelación
del sentido escondido del poema, del misterio de los nombres, de
las estrellas, de los minerales, de las plantas, sea cual sea la rea
lidad a la cual se sujeta la ciencia. Bertrand Russel se reveló co
mo digno representante de la arrogante camarilla de los tecnó-
cratas cuando dijo que la función de la ciencia es “adiestrar a la
naturaleza a mendigar su pitanza”. Cualquiera sea el lugar que la
tecnología ocupe en la sociedad, debe ubicarse fuera del recinto
de la academia. Y ésta es una cuestión de tal importancia, que se
juega la vida y la muerte de los corazones, ya que los estudiantes
deben aprender no solamente a analizar y clasificar, sino también
a tomar de lo bueno, de lo bello y de lo verdadero.
138
Esto significa que los estudiantes deben amar a sus profesores,
y los profesores deben ser dignos de ese amor. El aprendizaje es
un movimiento del corazón y no un contrato mercenario en el
“mercado de las ideas”, donde los deseos naturales de la juventud
por alcanzar las estrellas es desviado de sus objetivos por los ca
tálogos de materias, las sesiones de orientación y los consejos
académicos que los empujan al mercantilismo y a la explotación
de los subsidios del Estado. Wordsworth decía en su popular so
neto:
139
I
140
El estudiante no debe recibir solamente el saber, el consejo y
la corrección del maestro, sino que debe llevarlos a la práctica, lo
que significa que debe entenderlos, no como el loro o a regaña
dientes. Es necesario que se introduzca en el pensamiento y se
asimile al modelo espiritual, intelectual y moral del maestro. Es
difícil imaginar tal situación en la actualidad, pero los profesores
y estudiantes de la facultad, de acuerdo con esta regla, deben ser
mejores que el resto de la comunidad, no sólo en inteligencia si
no además en cortesía, en moral y también en buenos modales.
La universidad debe ser la imagen ejemplar, no el reflejo servil
de la comunidad; o, peor aún, la iniciadora miserable de variadas
e innombrables prácticas a las que llama “liberación”.
Durante mil años, los monasterios benedictinos civilizaron a
la Europea bárbara. “Tú debes -dice San Benito con la frase de
Nuestro Señor- ser el hacedor del mundo”; en una palabra, ser
justo no solamente por el estudio sino por la sed de justicia, em
pezando especialmente por ustedes mismos,
141
[traición de los clérigos] sino la de los funcionarios inútiles, co
mo el Rey en La tierra baldía de T. S. Elliot, que son ratas de
biblioteca y de laboratorio en busca de curiosidades que todavía
no han sido publicadas, mientras que los preceptos saludables de
la justicia y de la caridad son profanados en los parques de las
universidades. Observen las condiciones bajo las cuales ense
ñamos; la arquitectura moderna, por ejemplo, indigna, falta de
grandeza y de gusto, y nos atrevemos a llamarnos magister ar-
tium. Con qué servilismo diseñamos nuestros cursos a fin de
proponer un programa tentador, ideado en función de lo que se
denominan “exigencias económicas”, es decir, en vistas del cre
cimiento de una hábil casta administrativa.
El año 500 de nuestra era fue un momento histórico de crisis
y convergencia, cuando el declinante mundo clásico, con su cul
tura y estructura unificantes, se encontró con las crecientes y des
centralizadas fuerzas de la barbarie y de la conversión. Con un
poder profético finamente balanceado por su educación liberal,
Boecio fue un testimonio admirable de estos hechos, de los cua
les participó de dos modos: primero y exitosamente, compiló en
ciclopedias, que significa literalmente “libros para niños”, y no
el índice para expertos de nuestros tiempos modernos. En ellas
simplificó, sintetizó y preservó lo esencial de la ciencia clásica,
que se había transformado en algo ininteligible para una gene
ración que debía luchar para sobrevivir en los campos de batalla.
La Academia de Atenas, fundada por el mismo Platón mil años
antes, se clausuró definitivamente casi en el mismo año en que
Boecio se convertió en cónsul de Roma. Para contrarrestar estos
hechos, él había traducido y anotado comentarios al Organon de
Aristóteles y al Isagogé de Porfirio, otro comentador de Aristó
teles, y escrito libros de texto sobre aritmética, geometría y mú
sica, los cuales se convirtieron en las fuentes habituales para la
educación científica durante los próximos mil años. En segundo
142
lugar, Boecio intentó sin éxito influir en Teodorico, el gran dicta
dor godo, a fin de mantener alguna semejanza con el imperio y la
ortodoxia de la Iglesia. Por este motivo fue ejecutado -algunos
dicen martirizado-, entregando su vida como la entregó Sócrates
y demostrando la verdad de la sentencia de Platón, que dice que
la República es bendecida si la gobiernan los filósofos, o si los
gobernantes son filósofos. De acuerdo con la Consolación, la Da
ma Filosofía le había pedido que aceptara esta doble vocación:
Eres tú, por tanto, quien ha decretado esta máxima por boca
de Platón: que los Estados serán felices si son regidos por aque
llos que se dedican al estudio de la sabiduría, o si aquellos que
los rigen se dedican al estudio de la sabiduría.
143
tor en su celda, condenado a muerte, en los días anteriores a su
ejecución.
Y justamente en la cumbre de los esfuerzos académicos y po
líticos de Boecio, San Benito, scienter nescius, rechazó poner su
pie dentro de la universidad, huyó de la ciudad de destrucción
hacia el desierto de Subiaco y Monte Cassino. Ambos se deben
haber cruzado en el camino: Boecio, el último de los romanos,
volviéndose hacia las últimas luces del Occidente titilante, y San
Benito, el primero de los monjes, apresurándose hacia el lumi
noso Oriente, donde se levanta la Estrella de la Mañana, oriens
ex alto. No fueron las enciclopedias ni las estructuras del Imperio
las que salvaron a la civilización y las almas, sino la Regla de
San Benito.
De acuerdo con el Cantar de los Cantares, Cristo ama los jar
dines cerrados repletos de la simplicidad, pobreza, castidad, obe
diencia, silencio y gozo. Y también ama las fuentes selladas de
donde surge el agua viva que salta hasta la vida eterna. Ambas
son figuras de la Santísima Virgen:
144
neración, como es el caso del Carmelo o la Cartuja. Otros, como
la Introducción a la vida devota de San Francisco de Sales, o los
Ejercicios de San Ignacio de Loyola, son disciplinas espirituales
destinadas a personas comprometidas con la vida activa. La de
San Benito es conocida como la espiritualidad de la vida ordina
ria, y se basa en el hecho conocido por todos los maestros de la
philosophia perennis -Platón, Aristóteles, Santo Tomás- y la en
señanza constante de los papas, e incluso por Guénon y Cooma-
raswamy, de la tradición oriental, confirmada por la Revelación
y puesta a prueba por la experiencia común de la humanidad: el
hecho de que la gran mayoría de los hombres son agricultores.
Hay una profunda analogía entre el ejercicio de labrar la tierra y
la elevación del espíritu y del corazón en la alabanza, es decir, la
oración. Una misma raíz une las palabras culto y cultura. Ora et
labora. El trabajo alcanza su más alto punto físico en el hombre,
cuyo trabajo transforma la materia en alabanza, así como Dios
transforma por su gracia la materia y el espíritu en gloria. Según
el Evangelio, Deus agrícola est, Dios es agricultor.
La espiritualidad benedictina es una espiritualidad de trabajo
humano en la labor y de trabajo divino en la oración. El Oficio de
la Iglesia, el ojficium o deber por el cual el hombre paga su deuda
de alabanza a Dios por su existencia y por la gracia, está fundado
en las prescripciones de la Regla de San Benito. La recitación del
salterio -cantado en gregoriano-, de los himnos, la lectura de la
Escritura y de los Padres, las antífonas, todo está distribuido en
los horarios que San Benito diseñó a fin de seguir los cambios de
las estaciones del año y del año litúrgico. La teoría -en el sentido
de intuición intelectual y no de hipótesis-, de esta espiritualidad
se funda en el hecho de que existen dos revelaciones: la del Libro
de la Naturaleza, en el que las cosas visibles de este mundo signi
fican las cosas invisibles del otro mundo, y la del Libro de la Es
critura, donde las cosas invisibles del otro mundo se hacen visi
145
bles en la vida y la muerte de Cristo. Por un intercambio íntimo
con la naturaleza en el trabajo manual y la absorción en su Presen
cia durante la Misa, y por la lectio divina de su Palabra, el canto
del Oficio y una vida en íntegra conformidad con El, la totalidad
de la persona del monje, cuerpo y alma, se transforma en Cristo.
Las maneras -viene de la palabra manus: mano- se enraízan
en el trabajo manual. La raíz es el trabajo, el tronco y las ramas
son el cumplimiento de la vida monástica, las flores son la liturgia
y los frutos la santidad, todo lo cual es visible en las posturas,
actitudes, la gracia en el moverse, los gestos, las palabras de los
monjes, la totalidad de lo que en la escuela se llamaba “urbanidad”,
y que San Benito llama “conversación”.
146
El abad Justin M cC ann, cuya traducción de la R egla he se
guido, explica la p alab ra c o n v e r s a t i o en una nota:
147
r
148
J
La verdad, dice Santo Tomás, es la relación de la mente y las
cosas. Los hábitos monásticos no son simplemente físicos y emo
cionales. Fundados sobre el trabajo y la oración, son proporcio
nales a la doble naturaleza del hombre que es espíritu y es cuerpo.
Ambos, trabajo y oración, son hábitos intelectuales que relacio
nan el espíritu con las cosas y, porque en esta relación la “cosa”
es Dios, la verdad es Cristo. Dom Delatte enseña que estos dos
aspectos de la conversación monástica nos
149
r
150
i
responda enseguida Deo gratia o Benedicite, y con toda la man
sedumbre que inspira el temor de Dios, conteste prontamente
con el fervor de la caridad.
151
Sin exageración, después de la liturgia, la cena en este monas
terio -y comer es realmente una parte de la liturgia como todo en
este monasterio- es lo más cercano que he estado del cielo.
Cuando Ulises comenzó el relato de sus andanzas, en presen
cia de las damas y caballeros en el palacio de Alcino en Fecia,
decía:
152
La comida vespertina, a la caída del sol, en el gran refectorio
de Fontgombault, es una actualización solemne de la Última Ce
na. Las largas mesas están arregladas como en una pintura de
Leonardo, con el abad de pie frente a su pequeña mesa ubicada
al fondo, bajo el Crucifijo, mientras los monjes se ordenan en las
mesas de los costados, con sus cabezas ligeramente inclinadas.
El abad entona solemnemente:
B e n e d ic ite
B e n e d ic ite
E d e n t p a u p e r e s e t sa tu ra b u n tu r, e t la u d a b u n t D o m in u m , q u i
re q u iru n t eu m : v iv e n t c o r d a eo ru m in sa e c u lu m sa e c u li.
Esta oración inicial concluye con una bendición que nos re
cuerda que toda comida aquí abajo es un anticipo del glorioso
festín de los ángeles y santos:
A d ce n a m v ita e a e te r n a e p e r d u c a t n o s R ex a e te r n a e g lo r ia e .
153
llegada. Toda la vida aquí es así. Y me parecía que todo se apre
suraba y no se lentificaba tal como yo había esperado, durante un
retiro de oración meditativa y contemplativa, hasta que descubrí
que no era una cuestión de velocidad sino de ausencia de tiempo:
los monjes trascendían el tiempo. Es una imitación del eterno
ahora cuando todo ocurre, como decía Boecio, tota simul.
Habían humeantes soperas, verduras frescas de la huerta mo
nástica, enormes platos blancos llenos de un queso blanco que se
parecía al yogurt, un vaso de fuerte vino tinto y fruta.
Durante toda la comida, un joven monje leía, o más bien can
taba en tono agudo y monocorde, la historia de un martirio. Ex
cepto por esto, el silencio es estricto.
154
les que descendían como tribunas a ambos lados del altar mayor.
Apenas podía verlos como sombras silenciosas mientras se en
cendían las quince velas de un gran candelabro. Escuchamos un
ruido e, inmediatamente, los monjes cayeron de rodillas. Luego,
todos se levantaron. Y escuché nuevamente esa voz que no perte
nece al tiempo y que se elevaba en las sombras, alta y clara como
un grito:
155
r
156
Es verdad que los monasterios son para los monjes, y yo me
marché con lágrimas recordando con la mayor gratitud el don y
la gracia más querida a mi corazón.
No seré tan insensato para pedir que todos en las universidades
renuncien a considerar el espíritu crítico como una virtud, lo cual
sería una presunción, teniendo en cuenta sobre todo mi ignoran
cia de sus profundos saberes, que desafían y confunden mi inge
nuo amor por las artes liberales. Pero sugiero, con el debido res
peto, que reorienten ese gran saber, por interés incluso de su pro
pio éxito, hacia un trabajo más humilde y más grande: la conver
sión y la educación de sus alumnos -un nacimiento- en la luz del
bien, de lo bello y lo verdadero. Los textos literarios solamente
viven en la luz y en el espacio libre del corazón, del alma, en el
espíritu y en la fortaleza de los hombres ordinarios, que serán
más profundos y más abiertos cuando las universidades vuelvan
a ser, como lo fueron alguna vez, templadas por el espíritu de la
Regla de San Benito, y no regidas por ella, lo cual sería mucho
pedir. A pesar de la hegemonía de la ciencia y de la técnica, es
necesario encontrar un tiempo y un lugar de silencio, algunos
lugares tranquilos en los cuales aquellos que lo deseen puedan
dedicarse exclusivamente a un saber y a un amor escondidos, en
un pequeño college, o dentro de un college, como se observa en
los viejos planos de Oxford, cuyo propósito no es ser utilizados
sino honrar el pasado. Un college que no es concebido como
“preparatorio” o “profesional”, sino que está destinado a alcanzar
el fruto que le es propio. La ciencia que no se da cuenta que está
injertada en ese tronco es un ciencia superficial y mediocre. Lo
que vio tan claramente San Benito, lo que emprendió con una
determinación tan sorprendente, es exactamente lo que nosotros
leñemos necesidad de ver y de hacer hoy: que el fin de la univer
sidad, como de toda empresa humana, es volver a Aquel del cual
nos alejamos. Esto es lo que significa que un college no es un
157
lugar consagrado a la acción, sino que está consagrado fundamen
talmente a la más alta forma de amistad que es la oración, en la
que nos convertimos en amigos de Dios, cuando se eleva el cora
zón y el espíritu más allá del servicio de sí mismo -incluso del sí
mismo colectivo y democrático- hacia Aquél que, a través de la
humilde sumisión a su Madre, se sometió a nosotros. Es verdad
que la ciencia puede modificar e incluso transformar lo real, pero
no puede obrar independientemente o en ausencia de la realidad.
Con la sola tecnología se puede analizar la Regla benedictina y
citar sus fuentes literarias, tomar las medidas fotométricas de la
catedral de Chartres y catalogar sus partes y sus estilos, pero en
ningún caso puede escribirse un texto o construirse un edificio
tan alto, tan profundo, tan elaborado, y plenamente humano. Por
que para eso es necesario el ardor inextinguible que ha lanzado
la f le c h a ir r e p r o c h a b le q u e n o p u e d e fa lla r. 4
159
académica”, “libertad religiosa”, “separación de la Iglesia y el
Estado”, y excluye definitivamente la visión realista, en especial
la visión cristiana, que ha sido dominante en la civilización occi
dental desde la conversión de Constantino.
A través de las decisiones de la justicia, por intermedio de
grupos de presión, de institutos de investigación y de innumera
bles organizaciones ideológicas especializadas, somos nosotros
las víctimas, en nuestras vidas públicas, de un agnosticismo ge
neral y sin precedentes en la historia de la humanidad. Y más
grave todavía, este estado del espíritu relativista ha paralizado a
las mismas iglesias cristianas, en las que los fieles se amontonan
como rebaños sin protección, desorientados y diezmados por lo
bos transformados en pastores que les enseñan desde los púlpitos
que la esencia de la tradición es el cambio. La oración ha sido
prohibida en las escuelas públicas y desnaturalizada en las escue
las parroquiales, con la complicidad activa de redes ideológicas
infiltradas en el interior de las comunidades cristianas. La ironía
de todo esto no es tanto que las organizaciones encargadas de re
presentar a las iglesias cristianas trabajan por excluir la oración
de la vida pública, sino sobre todo que esta oración sea excluida
por el hecho mismo de que la constitución de los Estados Unidos
garantiza la libertad religiosa. Más o menos discretamente, el re
lativismo se ha instalado en el interior de las universidades, don
de la religión cristiana puede ser estudiada siempre y cuando no
se crea en ella. Los textos cristianos pueden ser examinados co
mo uno más entre el resto que integra el panteón, en el que todas
las religiones son comparadas de acuerdo con los principios de
una antropología relativista que nunca puede concluir acerca de
la verdad de ninguna de ellas. Las religiones, incluido el cristia
nismo, son tratados como mitologías.-
Lo que llamamos secularización de la cultura cristiana, inclu
yendo la secularización de las iglesias cristianas, no es principal
160
mente la consecuencia de la pérdida de fe entre las filas cristianas.
Desde que los tribunales prohibieron rezar en las escuelas públi
cas, todas las encuestas muestran claramente que la gran mayoría
de la población pide que sea restablecida, y la última que se co
noce, publicada en una revista evangélica, muestra incluso que
“ocho sobre diez americanos creen que Jesucristo es Dios o el
Hijo de Dios”. Por eso, no se trata de una merma de fe entre los
humildes sino de una desintegración de la razón en las clases di
rigentes, entre los jueces, los escritores, los profesores y, sobre
todo, entre los clérigos.
La razón es la materia sobre la que trabaja la forma de la fe.
La fe perfecciona la razón de un modo análogo al que una escul
tura perfecciona a la piedra, pero si la piedra se pulveriza, la for
ma queda a merced de las corrientes de aire. Luego de la pérdida
de la razón, no queda más que un puñado de polvo, una pseudo
forma de la fe, un sentimiento vago e incierto, un deseo. No se
trata siquiera de esa voluntad de creer de los filósofos románticos,
y mucho menos de esa certeza intelectual definitiva que consti
tuye una fe auténtica. La consecuencia práctica es un concepción
ciega y sentimental de la caridad. No es más que “amabilidad”,
solidaridad, sustituciones neuróticas y desesperadas de los afec
tos naturales, confusión del alma con la piel, un hedonismo co
lectivo en el que el bien común se redefine como una sensación
interactiva: todo está bien si hace sentir bien a la persona y no
interfiere con el bienestar de otra persona. Pareciera que el ma
yor bien para el mayor número de personas consiste en acomo
darse confortablemente en una cama de agua comunitaria. Si uno
se da vuelta, todos deben darse vuelta. Toda tentativa de ser jus
tos hacia sí mismo, hacia los demás o hacia las naciones, es vista
como un prejuicio. Incluso la guerra en defensa propia o para
liberar a un pueblo sufriente y cautivo es considerada impensa
ble, ya que el pensamiento ha desaparecido hace mucho tiempo.
161
■
Sócrates, en los diálogos de Platón, especialmente en el Gor-
gias y en la República, muestra que la justicia es una virtud in
telectual enraizada en nuestra naturaleza considerada objetiva
mente, por la cual sabemos que el bien siempre disminuye por un
acto en contra de esta naturaleza, más allá del dolor o del placer
que produzca. Un crimen sin víctima es imposible; incluso un
crimen cometido en secreto y contra sí mismo se comete contra
la propia naturaleza del hombre y, en consecuencia, dado que
todos los hombres comparten la misma naturaleza, contra la raza
humana. El suicidio, por ejemplo, es un atentado contra la mis
ma vida humana. Dejar impune a quienes lo intentan y honrar a
quienes lo logran, rebaja la vida de todos. Ningún hombre tiene
derecho absoluto sobre su cuerpo, y tampoco ninguna mujer. En
virtud de un contraste muy estricto, somos los guardianes de nues
tros cuerpos y de nuestras almas y tenemos responsabilidad so
bre ellos. Dante dice que las almas de los suicidas se convierten
en árboles sangrantes, cuyas ramas son cortadas perpetuamente
porque, como uno de ellas explica, “no es justo que un hombre
posea aquello que se ha privado por sí mismo”.
No somos los propietarios sino los guardianes de nuestra pro
pia vida, sus cuidadores o locatarios, pero no sus explotadores
capitalistas. La filosofía clásica, el cristianismo y el sentido co
mún acuerdan que el único motivo para acabar con una vida hu
mana -pero nunca la propia- es la defensa de otra vida, o cuando
la justicia exige que un crimen capital sea equitativamente cas
tigado. La justicia no es una cuestión de deseos o de voluntad,
sino un reconocimiento del ser de las cosas. El ser y el bien son
términos convertibles: ens et bonum convertuntur. Los filósofos
realistas siempre han afirmado la existencia de un Ser necesario,
infinito e inteligente, como la última explicación de un universo
realmente existente, y lo hacen a la luz natural de la sola razón.
No es necesaria la revelación para conocer la existencia de Dios,
162
aunque la revelación lo confirma a la gran mayoría de personas
que no son filósofos y no tienen el tiempo ni la ingenuidad para
pensar utilizando difíciles argumentaciones. El sentido común
acierta al afirmar, junto a la Revelación, que solamente el insen
sato niega la existencia de Dios. Todo hombre sensato puede ver
lo: nada de lo que nos rodea, y ni siquiera nosotros mismos, tiene
en sí mismo razón suficiente de su propia existencia. Entonces, o
bien hay un último Existente (al cual llamamos Dios), que es en
sí mismo razón suficiente de su propia existencia, o no hay razón
para la existencia de ninguna cosa, lo cual es un absurdo radical,
y el absurdo radical no es una alternativa razonable. Ningún ser
inteligente puede obrar de modo tal que que niegue su propia in
teligencia. Un acto de ese tipo podría darse solamente por un
acto deliberado de la voluntad que oscureciera a la inteligencia,
una opción perversa por la que, dice San Pablo, la persona será
juzgada responsable y se le pedirá estricta cuenta. No hay opción
entre Dios y el absurdo porque ningún ser racional puede elegir
lo absurdo. “El ojo -como dice Wordsworth- no puede elegir
otra cosa que ver”. Y lo mismo puede decirse de la inteligencia,
que ve el contenido inteligible de la realidad y la necesidad de su
causa última.
Todo aquello que tiene un comienzo y un medio tiende hacia
un fin determinado. La palabra curriculum viene del latín y signi
fica “correr una carrera”, y una carrera tiene sentido solamente si
tiene una línea de llegada. La educación actual simplemente no
tiene línea de llegada. Las universidades son una colección de
estudios que posibilitan la obtención de varios certificados -en
historia, literatura, ingeniería, medicina o cualquier otra cosa-
pero no hay ninguna causa final para la institución en su conjun
to, no hay un principio de integración, no hay una “idea” de uni
versidad, según el sentido que le dio Newman; no hay una defini
ción de hombre educado, lo que el propio Newman llamaba un
163
“caballero”, en oposición al mero académico, crítico, científico o
técnico. Como la nación misma, las universidades se han propa
gado siguiendo las demandas del mercado, empujadas por grupos
ideológicos de presión y limitadas por la inercia. Ya no tienen
definición.
Incluso las grandes universidades, últimas herederas del mo
vimiento de los grandes libros de los clásicos, donde se leía “lo
mejor que ha sido pensado y dicho”, según la frase de Matthew
Amold, sufren de falta de finalidad. Su postura es la del filósofo
del mito de Lessing que, invitado por los dioses a elegir entre la
verdad y la búsqueda de la verdad, ¡eligió la búsqueda! Cuales
quiera sean los beneficios de esta lectura de los clásicos, incluso
la de los más geniales, no producirá ningún fruto si no hay un
criterio que distinga entre lo verdadero y lo falso.
A pesar de mi respetó y mi gratitud hacia aquellos a quienes
debo mi iniciación al pensamiento, y sobre todo a cierto excelente
maestro, “de mirada lenta y grave”, de la universidad de Colum-
bia, debo decir que incluso el movimiento de los grandes libros,
que fue muy bueno en muchos aspectos, está basado en una falsa
suposición retórica, puesto que los estudiantes simplemente no
poseen las condiciones necesarias que exige ese tipo de educa
ción. Los profesores traicionan en sus cursos la dulce sabiduría
con la cual se comprometen cuando explican Platón, Aristóteles
o Santo Tomás a las mentes sin formación que, en primer lugar,
no han ejercitado ni purificado su imaginación en el “jardín poé
tico de los niños”, como decía Robert Louis Stevenson. Y me
refiero a los miles de grandes libros que niños y adolescentes
solían leer antes de animarse a los clásicos. De acuerdo con mi
propia experiencia como profesor de literatura en la universidad,
debo decir que me he encontrado con muchos estudiantes que
encontraban, según sus propias palabras, que La isla del tesoro
era una lectura pesada, lo cual significa que es muy difícil de ser
164
gozada por los que se acercan con placer a Star Wars o a los jue
gos electrónicos.
Yo mismo enseñé los clásicos por más de treinta años, pero
encuentro un número cada vez mayor -y ahora una pasmosa ma
yoría- de estudiantes de los primeros años que salen de las es
cuelas secundarias sin saber leer a una velocidad conveniente, y
por tal no entiendo rapidez, sino un ritmo en el que la atención se
concentre sobre la inteligencia y la profundidad, e incluso sobre
ciertas cualidades -el “gusto” y el “tacto”- de los textos, lo que
requeriría un nivel universitario estándar. Ya sea que se trate de
libros de prosa o poesía, lo que consiguen no es más que descifrar
penosamente algunas frases como si estuvieran leyendo latín.
Sabedores de esta situación, las editoriales han comenzado a pu
blicar ediciones comentadas que parecieran hechas para textos
en lenguas extranjeras, con infinidad de anotaciones y reescritu
ras que siguen el saber básico de la televisión y de las revistas.
Hemos llegado al punto de tener que utilizar traducciones de la
literatura inglesa estándar. Para tratar de resolver este problema,
traté de entusiasmar a mis estudiantes de veinte años con lecturas
de libros para niños que deberían haber leído a los cuatro, ocho,
diez o doce años, y descubrí que el problema no son solamente
los libros; no es solamente el lenguaje, sino que son las cosas:
han perdido la experiencia misma.
Dejemos de lado sus filosofías sentimentales, pero reconozca
mos que los poetas románticos fueron buenos profetas, al menos
una vez. Más allá de que rechacen el panteísmo juvenil de Words-
worth, este poeta acierta cuando dice: “Sal a la luz de las cosas”.
No hay cantidad alguna de lecturas, tempranas o tardías, ni hay
cantidad alguna de estudios de ningún tipo que pueda sustituir el
hecho de que somos especies enraizadas, enraizadas en la expe
riencia fundamental del aire, del agua, de la tierra y del fuego a
través de nuestros sentidos. Nihil in intellectu nisi prius in sensu
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un regato mientras enseña a un joven enamorado los contenidos
inteligibles del amor. Y dice Sócrates en la República que llegaba
de caminar los ocho kilómetros que separan Atenas de la costa, y
que los caminaría de regreso a la ciudad al anochecer. Aristóteles
enunció los mayores principios metafísicos mientras caminaba
los sesenta kilómetros que lo separaban de Megara. Santo Tomás
de Aquino, que fue educado en el monasterio de Monte Casino
desde los cinco años, enraizado en la vida rural de la Edad Media,
caminó desde Roma hasta Alemania una docena de veces, ida y
vuelta, a través de los Alpes. Ni los programas de televisión, ni
los videocassettes, ni las piscinas climatizadas, ni la nieve arti
ficial pueden reemplazar esta educación física y poética, sana y
natural que la justa razón presupone. Y el problema no radica,
como ya he dicho, en que los contenidos de la televisión son ma
los. No necesitamos mejores producciones de Jacques Cousteau
sobre la vida marina. Es la artificial idad de la televisión misma el
problema, aún cuando el material supuestamente sea real. La ba
llena de veinte metros de largo que se zambulle en unos pocos
centímetros cuadrados de la sala de estar mientras beben una
coca-cola no es la realidad. Tengo un vivido recuerdo del motivo
por el cual mis estudiantes de hace veinte años tenían serias di
ficultades de comprensión cuando debían leer el Cuento del cura
y la monja de Chaucer. El problema no era que ignoraran la teo
logía escolástica a la cual yo los podría haber iniciado, sino que,
como nunca habían visto pollos, eran incapaces de divertirse con
Chantecler, el gallo que hablaba como Santo Tomás. Recuerdo
también que, hace muchos años, llevé a mis hijos a visitar el zoo
lógico de Nueva York y, al final del largo recorrido, no encontra
mos al ornitorrinco que esperábamos, sino a un granjero ordeñan
do una vaca, acto que era observado con grandes ojos de asombro
por nuestros pobres niños de ciudad, desnutridos culturalmente y
con sus almas hambrientas y dilatadas.
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universidades. De hecho, la lista de quienes intervienen parece al
catálogo de una biblioteca. Éste es el texto en español:
[...]
crucé por siete puertas con los sabios;
hasta llegar a un prado fresco y verde.
Vi a Pantasilea y a Camila,
y al rey Latino vi por la otra parte,
que se sentaba con su hija Lavinia.
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Todos le miran, todos le dan honra:
y a Sócrates, que al lado de Platón,
están más cerca de él que los restantes;
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mentó que fuera así -aunque la rápida mirada a un texto de Pla
tón muestra que no es así-, y que hubieran estudiantes aptos para
aprovecharse de este método -aunque una rápida mirada sobre
sus lecturas habituales muestra lo contrario-, pero supongamos
que se dieran esas dos cualidades: si no hubieran lecciones ma
gistrales y profesores que saben hacer buenas preguntas y dar
buenas respuestas, los debates degenerarían rápidamente en una
pelea de mastines en las que el más fuerte o más hábil ganaría, y
si esas sesiones se hicieran habituales, todo terminaría en un es
cepticismo arrogante, lo cual es el final de la Academia de Platón.
Los estudiantes necesitan de la exposición sistemática de ideas y
un entrenamiento cotidiano y sostenido de las disputas lógicas en
el marco de debates bien estructurados. Pero la ausencia de gim
nasia, música, arte, historia, y de modales, moral y religión, todo
lo cual se aprende en los hogares cristianos, el intercambio de
opiniones en los debates o seminarios sobre los clásicos alentaría
la sofística contra la cual combatió Sócrates y terminó entregan
do su vida. Los estudiantes aprenden un método crítico con el
cual demoler las ideas del adversario sin haber captado previa
mente la realidad que subyace en esas ideas; y, sobre todo y lo
peor de todo, es que si el estudiante durante ese tiempo no fue
capaz de dominar sus apetitos y temperamento -si es débil, im
paciente, malicioso, sensual o indolente-, dotado de esas armas
críticas es un candidato seguro a acumular diplomas y certifica
dos y a aparecer en la revista Hola.
Los antiguos distinguían cuatro grados del saber. El primero
era la poética, o las verdades que son captadas intuitivamente,
como cuando uno confía en el amor de otro. La retórica, en la
que uno es persuadido por la evidencia, pero sin pruebas determi
nantes, admitiendo por tanto que puede estar equivocado, como
cuando votamos por un candidato político. Luego viene la dia
léctica, en la que se prueba de una manera que excluye toda duda
171
razonable que, de dos argumentos opuestos, sólo uno puede ser
verdadero, y éste es el tipo de evidencia suficiente para conde
nar en un tribunal de la corte o para certificar alguna droga para
el uso humano en un laboratorio. Finalmente, la ciencia -ciencia
en el sentido antiguo y no en el moderno, que es dialéctico y re
tórico, sino ciencia como epistemai- que alcanza la certeza abso
luta, como cuando conocemos que el todo es mayor que la parte,
que el movimiento presupone un agente, o que conoce hechos
evidentes como que Cuba es una isla porque se puede navegar en
derredor. Cada uno de estos grados posee una facultad apropia
da: la memoria y el juego de la imaginación para la poesía; las
reglas y práctica de la elocuencia para la retórica; la argumenta
ción escolástica y la experimentación en laboratorios para la dia
léctica, y la exposición sistemática para la ciencia. Pero ¿dónde
está la “discusión en clase”? No está. ¿Por qué? Porque los anti
guos la habían rechazado.
En el sigfo XVI, cuando al decir de John Donne, “la nueva
filosofía puso todo en duda”, surgió de entre las ruinas del pen
samiento antiguo y medieval un quinto modo de conocimiento.
Uno de sus más brillantes entusiastas fue Montaigne, y lo llamo
essai, que en francés significa “ensayo”. Montaigne, que era es
céptico, tenía certeza de que no existían certezas, que la inteli
gencia era una especie de juego y que la verdad nunca es más
que un essai. En el siglo XX, para hacer la historia corta, como
el humor cultural se ha deslizado rápidamente hacia el estado de
diversión y todas las formas de actividad se han tecnologizado,
el ensayo, también llamado “investigación”, como todo lo demás,
se ha transformado en colectivo. La discusión es nuestro modo
dominante de exposición, tanto en una comisión como en el go
bierno. Como en la “percusión”, que es el choque de un cuerpo
contra otro, la “discusión” es un golpe de reflexiones personales
que chocan con las reflexiones de otros que están tratando de al
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canzar la verdad; es el enérgico ejercicio de varias inteligencias
reunidas saltando sobre un trampolín en la oscuridad. El desper
dicio más grande de todo este sistema es que nadie escucha. Las
mentes de todos los participantes son hiperactivas. Apenas la fra
se termina de pronunciarse, ya aparece la respuesta: “¿Qué en
tiendes por verdad?. - ¿Qué entiendes por entender? - ¿Qué
entiendes por quéT. En todo esto no hay un lento crecimiento de
la inteligencia, como decía Wordsworth, ni tampoco el espíritu
pastoral que se encuentra en los diálogos socráticos; nada de ru
miar la verdad como aconsejaban los santos, nada de contempla
ción como comienzo de la compresión contemplativa. De hecho,
no hay compresión de nada; lo único que hay es una especie de
superstición en la cual la mente pretende erigirse en maestra de
la realidad. De acuerdo con estas discusiones, el hombre es la
medida de todas las cosas, como decían los sofistas. Niels Bohr,
el físico atómico, lo resumió en una suerte de confesión de apos-
tasía filosófica: “Toda proposición que se pronuncia debe ser en
tendida como una pregunta y no como una afirmación”.
El dios de esta investigación colectiva es el cambio y, por in
termedio de la investigación colectiva, el cambio se instala como
el dios inamovible de los gobiernos, las universidades, los con
ventos y los compromisos religiosos. Los llamados “seminarios”
o debates son la aplicación de la investigación colectiva a los
cuatro modos de conocimiento, y no es apropiada para ninguno
de ellos. Los buenos maestros, me apresuro a decirlo, más allá de
sus técnicas, inflaman el espíritu de sus estudiantes cuando el
fuego virtual de los textos golpea la actualidad a través de la
chispa de su propia voluntad e ingenio. Yo he visto arder ese
fuego muchas veces, como se puede ver en los Diálogos con Só
crates, cuando un buen profesor, entusiasmado por la considera
ción del bien, de lo verdadero y de lo bello, interrumpe repentina
mente los recitados de “yo pienso, tú piensas, él piensa”, para
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profetizar, al igual que Jeremías, con la fuerza todopoderosa de
la certeza que desciende silenciosamente como la paloma sobre
todos los que están allí reunidos. En ese momento, nos arrepenti
mos de nuestras opiniones egoístas y de nuestros valores propios,
y nos sonrojamos en la vergüenza del asentimiento puro, simple
e incandescente. “Esto es verdadero -decimos-, esto es realmente
verdadero”. Y esa es la experiencia que nunca se olvidará en una
verdadera educación liberal, y cuando se ha experimentado una
vez, nos permite soportar los fracasos, las estériles horas de dis
cusión, en la esperanza de que el fuego arderá nuevamente. Y si
nunca se ha producido es porque nunca has tenido educación en
absoluto.
Una de las mejoras inmediatas para aplicar a la vida contem
poránea, incluyendo la educación; podría ser la suspensión del
parloteo. No más ensayos, individuales o colectivos, no más dis
cusiones en comisiones ni en columnas de opinión, no más de
bates televisivos, diálogos religiosos o conferencias ecuménicas.
Si alguien sabe algo, si tiene autoridad, dejémoslo explicar tanto
como le parezca y a quiénes él considere apropiados, y todos los
demás escuchan y se quedan callados -con excepción de las mu
jeres, por supuesto, que tienen un privilegio especial-, pero ¡no!,
especialmente las mujeres, porque ellas tienen el don más ele
vado para el silencio: la contribución más grande para la restau
ración del orden de toda la sociedad humana consistiría en la
fundación, en cada ciudad, pueblo o comarca rural, de comuni
dades de religiosas contemplativas consagradas a la vida de si
lencio, y de esa manera el silencio estaría presente en nuestros
trabajos y en nuestros días como un árbitro vigilante en el juego,
a fin de juzgar y sopesar todos nuestros ruidosos logros. La razón
principal por la cual, en la actualidad, los hombres y las mujeres
destruyen su sexualidad mediante formas tan variadas como vio
lentas de esterilidad voluntaria, es la escasez de aquellos que son
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tan fecundos que abrazan el estado de virginidad consagrada. Y
la razón por la cual nuestros debates y nuestras comisiones termi
nan en la esterilidad del escepticismo, es que el grupo que lleva
una vida de silencio fecundo y consagrado es aún más reducido.
La educación en los años ’60, en su gran mayoría, abandonó
el limbo en el cual estaban aún las universidades que seguían la
tradición de los grandes clásicos para precipitarse por otro ca
mino, mucho más rápido y profundo, hacia el infierno, hacia la
zona donde “nada brilla”. Pero ¿no será, en última instancia, me
jor así, porque quizás sea conveniente que seamos arrojados a las
tinieblas antes de volver a ver la luz que permitiría volver a poner
las cosas en su lugar? El largo camino para salir de la des-edu
cación de izquierda de nuestros tiempos será encontrado, me pa
rece, por aquellos que alcancen el fondo del laberinto universita
rio y puedan, como Dante en el fondo del Infierno, “a través de
una compuerta redonda, ver los bellos objetos que ruedan en el
cielo y así, de nuevo, contemplar las estrellas”.
Hace quinientos años que Hamlet lanzó su desastrosa pregun
ta y encaminó a la civilización occidental por el sendero de la
duda, en el que “ser” se convierte en una pregunta. Cuando Moi
sés preguntó: “¿Quién debo decir que me envía?”, la Voz de la
zarza ardiente respondió: “Diles: «Ser me envió, Aquél que
Es»”. Y esto no es un ensayo, es una certeza; no es una duda,
sino los fundamentos de la fe y la razón, y la razón última de to
do este ajetreado curriculum que es la vida humana.
Supongamos que Dios no es un sentimiento sino un hecho. Si
existe, eso hace una diferencia, y no solamente sobre algunas co
sas, sino sobre todas las cosas, incluyendo la ética, la política, la
ciencia, la literatura, la ingeniería, los negocios y la religión, en
una palabra, el cursus completus, el curriculum entero.
Buchenwald, el Archipiélago Gulag y las oscuras y siniestras
factorías de la muerte masiva de niños no nacidos en Estados
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to: si Dios, que es la causa existencial y actual de todas las cosas,
queda afuera, no solamente se permanece en la ignorancia sino
que se comete lo que Santo Tomás llama el pecado intelectual de
malicia cierta. Si ocho de cada diez americanos creen que Cristo
es Dios, es previsible que en ocho de cada diez universidades se
encontrará también esa mayoría, pero sucede exactamente lo
contrario. Incluso en instituciones nominalmente cristianas, y
por supuesto en las otras también, el curriculum está fundado en
una rigurosa exclusión de ciertas verdades, lo cual prueba el es
tado de pluralismo inquisitorial en el que vivimos.
Las cuestiones sobre los planes de estudio se reducen a las
últimas preguntas filosóficas, que son religiosas. Supongamos
que Dios existe y que por tanto habrá un orden necesario en la
naturaleza y en todas las ciencias y artes que, al estudiar, imitan
a la naturaleza. Supongamos, además, que Dios se revela y ese
saber revelado tendrá un contenido necesario que no podremos
ignorar, el cual será no solamente un nuevo saber sino que, dado
que es superior y arquitectónico con respecto al resto, ese resto
deberá ser consistente con respecto a él e interpretado a su luz.
Supongamos también que Dios salva, que se hizo hombre, vivió
entre nosotros y nos dio a través de su sacrificio los medios para
participar de su propia vida, a la que llamamos Vida Eterna, y
que El es el final sin fin de nuestra existencia -y esta suposición
no cabe dentro de la filosofía pero la historia la propone como un
hecho-, entonces no solamente tendremos un orden y un conte
nido, sino también una praxis, un conjunto de cosas que deben
ser hechas, en las cuales el aprendizaje y todo otro tipo de activi
dad se convierten en oración, un sacrificio de alabanza ad majo
rera Dei gloriam, para la mayor gloria de Dios, según la famosa
frase de San Ignacio de Loyola, que fundó el mejor sistema de
colegios y universidades de la historia, para las cuales estableció
como primer principio y fundamento que:
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que lo que pide la revelación cristiana es imposible de realizar
sin un milagro de por medio. Pero si esta revelación es verdadera,
la respuesta a la cuestión de la finalidad de la enseñanza -que
está lejos de ser la única finalidad que se ha perdido de vista-
puede resumirse en una palabra: conversión. Y esto quiere decir,
en primer lugar, que la ficción sofística de la separación de la
Iglesia y el Estado debe ser reemplazada por el franco reconoci
miento que todo debe ser realizado AMDG, para mayor gloria de
Dios.
No les estoy negando a los no creyentes el derecho a tener sus
escuelas, pero es una interpretación absurda de la justicia que los
cristianos deban excluirse a sí mismos de sus propias escuelas a
fin de no ser descorteses con los no creyentes, como si aquellos
que pueden ver debieran arrancarse sus ojos a fin de darle a los
ciegos el derecho a la igualdad. La educación actual no es sola
mente incompleta sino contraria tanto a Dios cuanto a la natura
leza; es sacrilega y anticientífica.
En segundo lugar, la conversión de la educación significa el
reconocimiento de que en todo tipo de estudio hay una relación
formal con la inteligencia divina, tal como se reveló a las cria
turas, físicas, matemáticas y éticas, y tal como es imitada en las
cosas que producen, de modo tal que el mismo Dios es siempre
nuestro único tema, lo cual no implica negar la distinción real de
las partes. Y en tercer término, la estructura del aprendizaje debe
seguir el orden de la naturaleza y del que aprende, desde el cono
cimiento sensible al imaginativo y al inteligible. La gimnasia, la
música en sentido amplio y la ciencia siguen en este orden, y no
pueden ser salteadas, invertidas o mezcladas.
Tal como dicen los escoceses: “El pescado se pudre comenzan
do por la cabeza”. La actual crisis de liderazgo es una catástrofe
nacional. Estamos sufriendo bajo el reinado de los ignorantes y
sometidos a una burocracia imbécil pero astuta en su mediocridad,
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cuya mayor preocupación es la de preparar su propio crecimiento,
lo cual facilita dejar de lado a aquellos a quienes les interesa el
trabajo que hacen, los que se quedan noches enteras pensando
los misterios de la física y del corazón humano, y días enteros
peleando con las incasables y reacias mentes de los jóvenes.
Pero los profesores no tienen derecho a quejarse. Los profe
sores de las universidades traicionaron su compromiso, que era
el de transmitir a las nuevas generaciones el gran depósito del
bien, de la belleza y de la verdad, conocidos como occidental, o
más apropiadamente, como civilización cristiana. La “traición de
los intelectuales” ha sido un asunto lamentable, triste y sórdido.
Los padres que confiaron sus hijos en buena fe a las universi
dades encontraron que habían sido vendidos por astutos feriantes
en el mercado de esclavos del siglo XX: marxismo, psicología
conductista, drogas, pornografía, perversión sexual. No es asom
broso que padres y ciudadanos estafados hayan buscado otra co
sa. Si esa es la educación liberal, dijeron, es mejor tener escue
las de negocios o escuelas técnicas que nos provean de adminis
tradores serios que eviten la raíz del mal que es ¡el pensamiento!
Fue un grave error. Se le hizo el juego al enemigo que reía en
un costado. La misión de la universidad no es mantenerse alejada
de los problemas. El error es, efectivamente, un problema. Pero
también lo es la verdad. Lo que necesitamos son decanos buenos
y fuertes, rectores y profesores que hayan sido formados ellos
mismos en la educación liberal, que tengan la valentía de volver
atrás y comenzar de nuevo según el modo correcto y el único pri
mer principio y fundamento.
La universidad, como los negocios y la nación, necesitan de
sesperadamente de líderes y seguidores con conocimiento, que
amen verdaderamente la verdad, que sean caballeros y bien edu
cados, y que sean combativos porque es necesario tener corazón
de soldados para remontar la corriente de cobardía y debilidad
180
que se esconde detrás de las cifras, pues en la actualidad es el
número de páginas publicadas en revistas científicas, sin tener en
cuenta su calidad, el que decide los cargos en las cátedras, las
becas y los años sabáticos. Al mismo tiempo, ios buenos profe
sores son alabados condescendientemente y recompensados con
premios simbólicos que ni siquiera son tenidos en cuenta en las
evaluaciones. Cualquiera sea la universidad, los mejores profe
sores suelen estar en lo más bajo de la escala, mientras que los
peores brillan en las cátedras más prestigiosas.
¿Es posible una reforma de esta situación? Sí. Cuando alguien
tome la tarea de reconstruirla sobre los buenos fundamentos, en
tonces las escuelas y las universidades se levantarán de sus rui
nas. Lo que es verdadero, es verdadero semper et ubique ídem
[siempre y en todo lugar]. Tenemos el gobierno y la educación
que merecemos, y tendremos líderes verdaderos cuando realmen
te los deseemos; lo que implica que, como nación y como vecin
dades en el ámbito local, y en los hogares, tengamos en vista un
objetivo. No se pueden reformar los medios sin antes conocer el
fin y éste es, en el fondo, una cuestión religiosa. Si la nación, co
menzando por sus pequeñas poblaciones, sus hogares y sus cora
zones, no retoma a sus orígenes y fines cristianos, se desintegrará.
Para liderar cualquier ámbito de la vida debemos tener santos,
que son hombres y mujeres ordinarios que llevan hasta el heroís
mo sus virtudes por amor a Dios. Y los encontraremos cuando
queramos encontrarlos. Algunos de ellos estarán leyendo estas
líneas, y se preguntarán si hay aún santos, como Santa Cecilia y
San Francisco, que se desconocían como santos, con su gran vo
cación escondida en sus propios corazones como el oro en las
rocas. La restauración nunca comienza en las cimas que se des
moronan, sino que siempre comienza en las profundidades oscu
ras de los corazones simples. No nace en los rugidos de los hura
canes sino en el soplo de la brisa ligera.
181
Cuando una nación no tiene otra escala de valores más que el
éxito material, está liderada por la mediocridad mezquina y opre
sora, que le impide responder a la agresión de las potencias ex
tranjeras, las cuales son más efectivas en tanto están motivadas
por amores y odios más profundos, y están dispuestas a sacrificar
sus comodidades e incluso sus vidas por lo que creen.
182
7. Las tinieblas de Egipto
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escritura uncial en latín: Tenebrae Aegypti [Las tinieblas de Egi|>
to], y en una escritura más pequeña, estos versículos del libro del
Éxodo:
184
académicos y científicos una tendencia a rebelarse contra el cris
tianismo porque lo consideraban pasado de moda, no fue la po
sición de todos los humanistas del Renacimiento, algunos de los
cuales defendieron la fe a partir de los nuevos conocimientos.
Por ejemplo Erasmo, que escribió contra Martín Lutero, y Santo
Tomás Moro, que fue tanto un humanista como también un már
tir de la fe. Pero, en general, los humanistas -como la palabra lo
indica- centraron su filosofía sobre el hombre y sobre las cosas
del hombre excluyendo a Dios. Shakespeare lo resume en el dis
curso de Hamlet:
185
Con el ojo penetrante del poeta, Shakespeare vio que este ani
mal ideal, aunque puede ser semejante a un ángel o a un dios por
medio de su acción, se muestra bestial con mayor frecuencia.
Santo Tomás Moro y su amigo Enrique VIII eran ambos huma
nistas y compartían esa nueva filosofía. Uno se convirtió en san
to; el otro en algo peor. La hija de Enrique, la “bondadosa reina
Bess”, podía componer un hexámetro en latín como el mismo
Virgilio, y ordenar, como Salomé, la decapitación de varios san
tos. Evelyn Waugh, en su brillante biografía de San Edmundo
Campion, describe esta exacta juxtaposición de sofisticados co
nocimientos científicos y destrezas literarias junto a la crueldad
física y moral “baja y grosera”:
186
Ismo, como dije, es una adhesión excluyente y excesiva. En
tre la variedad de significados, también se reporta que este sufijo
es una “condición anormal resultante de un exceso, como en el
alcoholismo”. Y así es: el Humanismo es un exceso y una adic
ción exclusiva a lo humano, como el alcoholismo, y por tanto es
o un vicio, o una enfermedad.
Homo sum, humani nihil a me alienum, escribió el poeta ro
mano Terencio: “Soy un hombre, y nada de lo humano me es
ajeno”. Hasta aquí, todo está muy bien, pero cuando uno se con
centra en el hombre, Dios se convierte en extraño. La dificultad
que los católicos tenemos con el humanismo no es que no sea
mos humanos, sino que es con el ismo, cualquier ismo, porque lo
católico, que significa universal, es una religión ordenada hacia
el Autor del Ser integral e infinito, del cual nada está excluido y
tampoco puede haber exceso en amarlo, dado que Él es el Infini
to en sí mismo. En sentido amplio y bien entendido, un ismo
puede designar pertenencia a un grupo, pero hablando con pro
piedad, incluso la palabra “catolicismo” es un oxímoron, es de
cir, una contradicción de dos ideas contradictorias en una sola
palabra compuesta.
La dificultad que los católicos tienen con el humanismo no es
que haya algo extraño en el hecho de ser humanos, sino en que
hay algo destructivo. Porque es destructivo de lo propiamente hu
mano arrancar al hombre de la tierra, que es su punto de partida,
de las estrellas, de los ángeles y de Dios mismo que es su fin.
John Donne dice: “Sé más que un hombre, o serás menos que
una hormiga”, y a esto un católico debería agregar una verdad
complementaria: “Admite que eres menor a un ángel o te creerás
más grande que Dios”.
La palabra humano viene del latín humus, que significa “tie
rra”, lo mismo que la palabra castellana humus, que es el terreno
187
rico y orgánico en el cual crecen las cosas. Y en hebreo, Adán
significa “tierra”:
18 8
Iglesia no es una secta, arrancada y que vive por sí misma. Los
humanistas, en cambio, arrancan y destruyen la vida humana
misma allí donde quisieran que se expandiera.
“Mi alma glorifica al Señor -dice Nuestra Señora-, y mi es
píritu se alegra en Dios mi salvador, porque Él miró la humildad
de su esclava”. Un auténtico humanismo cristiano tendría que
abandonar el ismo y recordar que fue hecho del barro.
Por otro lado, la palabra griega para hombre es anthropos,
una combinación de ana, que significa “hacia lo alto”, y de tro
pos, que quiere decir “girar”: el hombre es el animal que gira
hacia lo alto, que camina erguido, cuya cabeza está ubicada de
tal modo que puede ver el sol y las estrellas:
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dievales de la Iglesia, especialmente San Buenaventura, decían
que Dios había escrito dos libros de la Revelación: la Biblia y el
Libro de la Naturaleza, y cada uno de ellos debe ser leído a la luz
del otro. Decía San Isidoro, por ejemplo, que la diferencia entre
la desnudez y vestir ropas no reside solamente en el hecho físico
sino que es también un signo espiritual. La desnudez está asocia
da a nuestros primeros padres antes de la Caída y significa, o
bien la inocencia, o bien la segunda rebelión contra Dios, que
nos ha condenado vivir sometidos al trabajo arduo y con el su
dor de nuestra frente. Las hojas de higuera entretejidas como ta
parrabos son un signo de modestia, es decir, un reconocimiento
de la vergüenza que nuestros padres experimentaron como con
secuencia de su pecado. Pero es también un signo de trabajo, que
es esencialmente penitencial, lo cual está dicho en la Escritura
con las palabras “ceñid vuestra cintura”, cada vez que se hace
necesario realizar un trabajo. Nuestro Señor dijo a sus discípu
los: “Ceñid vuestra cintura y encended vuestras lámparas, y sed
similares a los hombres que esperan a su Señor”.
Otras cinturas más grandes han sido ceñidas con muros, como
enormes cinturones, en torno a nuestros santuarios, hogares, ta
lleres, campos y ciudades. A través de la historia de la civilización,
tanto pagana como cristiana, las paredes han sido signo de de
cencia y seguridad para la vida humana. Cuando Homero quiere
caracterizar a los cíclopes, que son caníbales, todo lo que dice,
con estricta economía poética, es que “ellos viven sin murallas”,
lo cual recuerda el sabio dicho de los campesinos: “Los buenos
muros hacen buenos vecinos”.
El gusto califomiano por la desnudez, el culto por el placer, el
esparcimiento y la diversión, las propiedades sin vallas entre ellas,
las casas sin paredes interiores, son todos signos de un lento y
suave movimiento hacia esa segunda Caída, no del paraíso en
esta ocasión, sino del trabajo como verdadera base de la cultura.
191
El desdibujarse de la distinciones en la filosofía y la teología, el
ataque a los muros de la propiedad privada y de la privacidad, la
pérdida de la modestia y de la vergüenza que se manifiesta todos
los días en las propagandas y en los artículos de diarios y revistas,
escritos por descaradas prostitutas con esa dura sabiduría que les
da la calle, que se han convertido en la conciencia de América y
develan públicamente todo lo que es secreto, terrible o tierno,
bajo el pretexto de que narran solamente “lo que todo el mundo
hace”, todo esto es signo en nuestro tiempo del rechazo de la vi
da civilizada. Si nosotros vamos a restaurar un auténtico huma
nismo cristiano, en el sentido amplio de cultura cristiana, tendre
mos que pensar no solamente en luchar contra el infanticidio, la
educación sexual y la pornografía, que son el frente de batalla
del humanismo secular -y deberemos luchar a muerte contra
eso-, sino también en un. trabajo positivo de restauración de la
cultura que yace destrozada tras los ataques del humanismo.
Tendremos que pensar en esas cosas más simples, más amplias y
más elementales que, al perder su fuerza original, dieron acceso
al enemigo, y me refiero a las cosas elementales que son el prin
cipio y fundamento de la sociedad que debemos reconstruir. De
beremos pensar en el trabajo, aquel trabajo con el que ganamos
nuestro pan cotidiano, y especialmente en la agricultura como
única y verdadera base de la vida económica y social. “Dios hace
al país y el hombre hace el pueblo”, como decía un poeta, y otro:
192
Debemos reconocer que una de las causas del desequilibrio
y confusión de la economía mundial, que afecta a la civilización
y a la cultura, es sin duda el desagrado e incluso el desprecio que
se muestra hacia la vida rural junto a sus numerosas y esenciales
actividades. Pero, ¿no es que la historia, especialmente en el ca
so de la caída del Imperio Romano, nos enseña a ver las señales
de alarma de la decadencia de la civilización? [...] Nunca se in
sistirá demasiado en que el trabajo de la tierra genera salud fí
sica y moral, con sólo reforzar el sistema que este beneficioso
contacto con la naturaleza que procede directamente de la mano
del Creador. La tierra no es traidora. No está sujeta a las veleida
des, a las falsas apariencias, a las atracciones artificiales y enfer
mizas de las ciudades avaras. Su estabilidad, su curso extenso y
regular, la perdurable majestad del ritmo de las estaciones, son
reflexiones sobre los atributos divinos.
193
mente todos los días por la vista; los sonidos, los olores, gustos y
tactos de nuestra vida de todos los días. Hay una estrecha cone
xión entre todo esto y el desarrollo moral y espiritual de nuestras
almas. Es ridículo pero no menos verdadero que la generación
que abandonó la distinción entre dedos y tenedores encontrar;!
difícil mantener la distinción entre afectos y sexo, o entre el de
recho sobre el propio cuerpo y la muerte de un niño. Si se come
papas fritas cubiertas de ketchup con los dedos todos los días, se
está en el camino correcto hacia la morada de los Cíclopes. Las
acciones semiconscientes y cotidianas que se ubican bajo la cate
goría de los buenos modales son el terreno sobre el cual crecen
la moral, y la moral, a su vez, lo es de la vida vida espiritual. So
mos criaturas de hábitos, como solían decir las monjas. En el
orden moral y espiritual, hay una asimilación progresiva entre el
modo de vestirnos y nosotros mismos -el hábito hace al monje-,
y lo mismo sucede con nuestros modos de comer y con nuestro
trabajo. Éste es el secreto de la Regla de San Benito que, en sen
tido estricto, reguló la vida de los monasterios y, en sentido am
plio, a través de la influencia y ejemplo de los monasterios, civi
lizó a Europa. El hábito de los monjes, las campanas, la vida or
denada, la “conversación”, la música, los jardines, la oración, el
trabajo duro y las murallas, todas estas formas accidentales e in
cidentales conformaron la vida moral y espiritual de los cristia
nos, en el amor a María y a su Hijo.
La arquitectura moderna, para tomar un ejemplo notable, ha
deformado nuestra relación con Dios y nos ha alejado de su
amor. El movimiento arquitectural moderno fue introducido en
los Estados Unidos en la década del ’20 y del ’30, por los refu
giados de la Bauhaus, una construcción experimental de Berlín,
diseñada y construida por los marxistas, antes de la llegada del
nazismo al poder, para una comunidad obrera revolucionaria;
una especie de kibbutz comunista. El propósito era lograr que
194
quienes lo habitaran vivieran de acuerdo con la doctrina marxis-
ta. Pero, por una ironía digna de las Cartas del diablo a su so
brino, de C. S. Lewis, los rascacielos que habitan los financistas
en Nueva York están construidos de acuerdo con estas prescrip
ciones marxistas, y hasta el diablo se habría sorprendido al ver
que estos mismos principios se aplicaron también a la construc
ción de iglesias católicas. El conocido escritor Tom Wolfe, en un
reporte superficial pero preciso titulado From Bauhaus to Our
House, ha explicado las consecuencias destructivas de la arqui
tectura marxista kitsch en toda la vida americana.
De entre todos los gusanos suicidas que mordisquean los ór
ganos vitales de la llamada Iglesia posconciliar, el más destructi
vo es el pluralismo multicultural. Los fieles que se ven obligados
a asistir, domingo tras domingo, al Santo Sacrificio en una iglesia
construida siguiendo el modelo del palacio de la papa frita, no
tardarán en perder la fe, hartos de las innovaciones litúrgicas,
como consagrar coca-cola y galletitas.
Pero, ¿puede existir un legítimo humanismo cristiano? El es
tado de la cuestión, como decían los dialécticos clásicos, está en
la definición. Solamente es posible juzgar si un humanismo o
cualquier otro desarrollo cultural es compatible con la fe católica
si se conoce en qué consiste ese desarrollo. Para resumir y luego
poder continuar: debido a que un católico nunca puede ser secta
rio, y adherir de modo exclusivo y excesivo a una causa, persona
o cosa, no puede existir un humanismo cristiano en sentido es
tricto. Pero puede existir y ha existido una cultura católica que a
veces es llamada humanismo católico o humanismo cristiano.
Como ya dije, la palabra cultura deriva del latín cultus, y significa
esencialmente un conjunto de acciones destinadas a estar some
tidas o sujetas a una regla. Así como la agricultura es el cultivo
de los campos, en la religión el culto es la representación de ac
ciones prescritas y diseñadas para someter al pueblo a los deseos
195
de su dios, como el culto de Apolo o de Isis entre los paganos, o
el culto de Cristo, de su Santísima Madre y de los ángeles y san
tos entre nosotros.
La religión no es un sentimiento ni tampoco un entusiasmo
público o privado. Es una especie de justicia, y la justicia se
define como “dar a cada uno lo que se debe”. La justicia siempre
es representada sosteniendo una balanza porque el pago de las
deudas requiere igualdad: debemos devolver exactamente lo que
debemos. Pero hay cierta clase de deudas que pueden ser pagadas
solamente en parte, hasta donde podemos, porque en sí mismas
están más allá de nuestra medida y de nuestra capacidad natural.
Por ejemplo, la deuda que tenemos con nuestros padres por dar
nos la vida y con Dios por darnos la existencia. No podemos
darle vida a nuestros padres, incluso si llegáramos a sacrificarnos
a nosotros mismos para-salvarlos a ellos. No podemos darle la
existencia a Dios porque Él es la existencia en sí misma y no
podemos darle lo que ya tiene, y tampoco podemos dar existencia
de ninguna manera porque no tenemos poder creador para ha
cerlo. Nuestra naturaleza no puede crear ex nihilo, es decir, de la
nada. Por tanto, este tipo de deudas solamente pueden ser pagadas
por lo que se llama justicia relativa, según la cual, como en la
parábola, damos la moneda de la viuda: damos todo lo que pode
mos de acuerdo con lo que naturalmente poseemos. La virtud de
la piedad es una especie de justicia relativa por la cual honra
mos a nuestros padres para compensar la deuda de la vida; y la
religión es también una especie de justicia relativa por la cual
honramos a Dios como Dios y Señor. Dado que estas deudas son
inconmensurables e imposibles de saldar, retribuimos con la mo
neda del honor, que se define como el reconocimiento de la ex
celencia. El honor puede ser tributado a cualquiera por un trabajo
bien hecho, pero cuando particularmente es dado por aquellos
que están sometidos a quien honran, como los hijos que están
196
sometidos a sus padres, los ciudadanos a su nación o el género
humano a Dios, entonces el honor es tributado de acuerdo con
formas prescritas, por las cuales reconocemos que poseen la ex
celencia y nuestra sumisión, y ésta es la definición formal de
culto. Hay un culto civil hacia nuestra patria que se expresa prin
cipalmente en los actos oficiales del gobierno; hay un culto do
méstico por el que damos honor formal a nuestros padres, por
ejemplo, cuando se pide el permiso paterno para contraer matri
monio; y hay un culto religioso entre los católicos que se centra
en la eucaristía e incluye el culto a nuestra Santísima Madre y a
los ángeles y santos.
El culto es la base de la cultura. Una auténtica cultura cristia
na, por tanto, debe estar centrada en un auténtico culto cristiano.
Estos son términos técnicos; déjenme entonces repetirlo: la
religión es la especie de justicia relativa por la cual nosotros ha
cemos lo mejor que podemos a fin de pagar la inconmensurable
deuda que debemos a Dios por nuestra existencia. Se trata de
pagar la deuda de honor a nuestro superior máximo por su supre
ma e infinita excelencia a través de formas prescritas oficialmen
te, a las que llamamos culto. Los diferentes tipos de culto están
diversificados según los grados de excelencia de la persona a la
que se honra: el mismo Dios es siempre el principal objeto del
culto religioso cristiano. Y por principal quiero decir que él es
siempre el objeto, obviamente cuando el culto está dirigido di
rectamente a El; pero aunque menos obvio, es ofrecido indirec
tamente a El a través del culto secundario a los ángeles y santos,
ya que la excelencia que honramos en ángeles y santos es la ex
celencia de la gracia, la cual es en realidad su presencia en ellos.
Dado que hay un solo Dios, el culto debido directamente a Él es
único, y los teólogos lo llaman el culto de latría. Si el culto de
latría es dado a alguna cosa o alguna persona diversa a Dios, es
tamos frente a un pecado contra la religión, que es la definición
197
técnica de superstición. Y este culto es llamado idolatría (ídolo
es la forma española de eidolon, que significa falso, vacío, ima
gen falsa). San Pablo dice que un ídolo (I Cor. 7, 4) es “nada en
el mundo”, y por eso la idolatría es el ofrecimiento supersticio
so del culto de latría a algo o alguien que no es Dios, y esto está
prohibido por la razón y expresamente en el primer mandamien
to. Pero Dios puede ser honrado indirectamente en sus ángeles y
santos porque está presente en ellos por la gracia y, entonces, hay
otra especie de culto que los teólogos llaman dulía.
¿Y que ocurre con Nuestra Santísima Madre? ¿Se le debe dar
a ella el culto de dulía en su más alto grado porque es la llena de
gracia? Hubo una pelea de familia entre los teólogos debido a
esto, pero por amplio consenso de los doctores, concilios y papas,
y por el testimonio de la liturgia y la creencia común -el sensus
fidelium - sería apresurado y temerario negar que María es un ca
so especial. La excelencia es el resultado de una acción, y las
acciones se miden por sus resultados. La acción más importan
te de María -su embarazo- culminó en la unión hipostática, la
unión de Dios y el hombre. La Santísima Virgen, de esta manera,
toca el infinito, y no solamente por la gracia, como ocurre con los
ángeles y santos, sino en su propia naturaleza. Bajo la acción del
Espíritu Santo, una célula de su cuerpo se convirtió en Cristo,
verdadero Dios y verdadero hombre. De este modo, ella conoció
una participación en la vida divina, mientras que los ángeles y
santos solamente la comparten a través de la gracia santificante,
convirtiéndose en hijos por adopción. El primer y más alto e im
portante culto de dulía (que los teólogos llaman protodulía, del
griego proto, primero) se debe probablemente a San José porque,
como esposo de Nuestra Señora, él es espiritualmente “una car
ne” con ella y, como padre adoptivo de Nuestro Señor, es su hijo
adoptivo más cercano. Algunos dicen que ese culto de protodulía
se debe a San Juan Bautista porque Nuestro Señor dijo que no
198
había nacido de mujer hombre más grande que Juan Bautista.
Pero León XIII pareciera que zanjó la cuestión en su encíclica
Quamquam pluries:
199
-*
aquellos que pertenecen a ella, aquellos pecadores que, a pesar
de sus pecados, tienen un deseo sincero de enmendarse y devo
ción a la Santísima Virgen a lo largo de su vida. A éstos -sus
cabritos-, aunque permanezcan en el pecado incluso hasta la ho
ra de su muerte, y que para todo juicio humano debieran conde
narse, les será dada en el último instante la gracia de recibir los
sacramentos o la contrición perfecta, lo cual es una buena razón
para pensar nuevamente en la precisión y riqueza teológica de
cada una de las palabras de su magnífica oración: “Santa María,
Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora, y en la
hora de nuestra muerte. Amén”. Por supuesto, San Alfonso nos
advierte que no debemos burlarnos de la Santísima Virgen abu
sando de su amor con pecados de presunción; lo dice de un modo
tan simple que corremos el riesgo de perder la profundidad de la
afirmación:
200
terreno físico, moral y espiritual en el cual crecen los seres hu
manos puede ser, y de hecho ha sido, un humanismo cristiano. Y
aunque sea un escándalo para los historiadores seculares y una
sorpresa para los católicos, el auténtico humanismo cristiano, o
más propiamente cultura cristiana, ha sido ni más ni menos que
el culto a la Santísima Virgen.
Es la totalidad de la gran cultura que floreció en los mil años
en los que Europa estuvo profundamente penetrada de Cristo -el
famoso aforismo de Bel loe es real: “La fe es Europa, Europa es
la fe”- y que se sucedió desde el siglo V hasta el siglo XV, cuando
el Renacimiento arrancó al hombre de su humus y de su flore
cimiento entre las estrellas. Durante mil años existió algo llama
do Cristiandad y su cultura fue el culto de María, fundado en el
humus de su humildad elevada al cielo, desde donde nos atrae.
Siempre llama la atención, en argumentos de este tipo, donde
los católicos podrían ser acusados de exageración, el testimonio
de los agnósticos con respecto a la verdad católica. Cuando Hen-
ry Adams, uno de los mejores historiadores americanos (cierta
mente el más reflexivo y filosófico), que no era católico sino un
pesimista secular que se había percatado de las vanas promesas
del humanismo, quería resumir las diferencias entre la cultura
cristiana y el humanismo secular, recurría al famoso contraste
entre la Virgen y la dínamo. La totalidad de la cultura cristiana,
decía, floreció en la Edad Media, cuando el espíritu de Cristo
informaba todos los aspectos de la vida, hasta los detalles más
ínfimos, desde las canciones de barraca más rudas o las baladas
de pastores más populares, hasta las modulaciones más finamen
te ornamentadas del canto gregoriano; desde las rústicas cruces
de los caminos hasta los cruceros de las grandes catedrales como
Chartres; desde las alborotadas peleas de estudiantes en las taber
nas del Barrio Latino de París hasta la brillante constelación de
la Summa Theologica; lo mismo entre santos y pecadores, en la
201
r
202
que un ingenioso canal para transportar el calor latente en algu
nas toneladas de carbón [...] pero para Adams era un símbolo del
infinito. A medida que se fue acostumbrando a las grandes gale
rías de máquinas, comenzó a sentir a las dínamos de doce metros
de largo como una fuerza moral, casi como los primeros cristia
nos sentían a la cruz. Hasta las revoluciones tradicionales y pre
visibles del planeta, anuales o diarias, le parecían menos impre
sionantes que esta enorme rueda que giraba con rapidez vertigi
nosa y apenas con un murmullo. Era un murmullo apenas audi
ble, como una advertencia de que era necesario abstenerse de
tocar la fuerza. Un bebé podría haber dormido recostado sobre
esta máquina sin despertarse. Y, por poco, no comenzaba uno a
rezarle, ya que el instinto atávico dicta su actitud natural al hom
bre que se ubica frente a una fuerza silenciosa e infinita.
203
grande que el mundo occidental haya jam ás experimentado. Y
atrajo hacia ella las actividades de los hombres con más fuerza
que el que cualquier otro poder, natural o sobrenatural, haya po
dido jam ás ejercer. La tarea de los historiadores fue seguir el
rastro de esta energía, encontrar de dónde venía y hacia donde
iba. Se trata de orígenes múltiples y canales complejos, sus mé
ritos, los equivalentes y las modificaciones.
para la Iglesia, sin dudas, esta catedral es una entidad bien defi
nida y administrativa, entre tantas otras sedes episcopales [...]
pero para nosotros, es una fantasía de niño, una casa destinada a
agradar a la Reina del Cielo, a agradarle tanto que pudiera en
contrarse feliz en ella, para encantarla mientras sonríe.
La Reina Madre fue de una imponente majestad. Era abso
luta, a veces severa y podía incluso encolerizarse. Pero perma
necía mujer, que amaba la belleza, el omato -s u limpieza, sus
ropas, sus joyas-, que consideraba el orden de sus palacios con
atención y le gustaba tanto la luz como el color [...] Era extre
madamente sensible a las negligencias, a las impresiones desa
gradables, a la falta de inteligencia de su entorno. Fue la más
204
grande de los artistas, de los filósofos, de los músicos y de los
teólogos que jam ás hayan vivido sobre la tierra, excepto su Hijo.
Pero en Chartres, él era todavía un pequeño niño bajo su protec
ción. La Iglesia fue construida para ella en un espíritu de fe in
genua, práctica, utilitaria y en pureza de pensamiento, en todo
punto comparable al de la niña que prepara una casa para su
muñeca preferida. A menos que podáis volver a vuestras mu
ñecas, no tenéis lugar aquí. Si podéis escapar al peso de vuestros
hábitos durante un rato, entonces veréis a Chartres en toda su
gloria.
205
te aprobadas por la Iglesia, especialmente en Fátima. Yo creo que
la teología y la piedad popular se ponen de acuerdo para afirmar
que la restauración de la cristiandad está ligada al número de co
razones que están consagrados al Inmaculado Corazón de María.
En 1942, Pío XII consagró el mundo al Corazón Inmaculado,
cuando los ejércitos hitlerianos amenazaban por fuera a la Igle
sia visible. En 1982 y 1984, Juan Pablo II explícitamente repitió
este gran acto pontifical en Fátima. Y si queremos colaborar con
él en la restauración de la Iglesia, que actualmente se encuentra
bajo la amenaza más insidiosa de una apostasía interior, nuestro
primer deber de católicos es consagrar nuestros hogares, nuestras
escuelas, nuestras parroquias y nuestros corazones.
Los signos de los tiempos parecen muy claros: es muy proba
ble, aunque no haya certeza, que el ángel exterminador esté ya
sobre nuestras cabezas, justo en el momento en que se acaba el
siglo más siniestro de la historia. Creo que la hora del castigo
anunciado en Fátima ha llegado. No es algo que haya que esperar,
sino algo que hay que reconocer. El Santo Padre afrontó la muer
te en un atentado. Una fracción importante, si no mayoritaria, de
la Iglesia en los Estados Unidos y en otros países está en rebelión
material e incluso formal contra el Magisterio. La desobediencia
a las enseñanzas del magisterio ordinario contenidas en la Casti
connubii y en la Humanae Vitae es general. Las encuestas mues
tran que los católicos y los humanistas no se distinguen en nada
por sus opiniones y sus prácticas en materia de contracepción, de
divorcio, de infanticidio e incluso del vicio nefando. No hay na
da comparable históricamente al holocausto anual de un millón
y medio de bebés americanos. Y más grave aún, en el orden espi
ritual, la libre elección es ya parte constitutiva de las reglas para
la celebración del acto más grande del universo que es el santo
sacrificio de la Misa.
206
Entre las numerosas y excelsas prerogativas de nuestra San
tísima Madre se encuentra la Esperanza: ella es nuestra vida,
nuestra dulzura y nuestra Esperanza. En otro momento de la his
toria, en el tiempo de las tinieblas sobre Egipto, los hebreos mar
caron las puertas de sus casas con la sangre de un cordero inmo
lado. En este mismo momento, María pasa delante de la puerta
de nuestros corazones y los marca con la Preciosa Sangre de su
Hijo.
Por supuesto que mañana nos levantaremos como cualquier
otro día, desayunaremos y nos iremos a trabajar; incluso en tiem
pos de crisis la vida sigue su curso. Las apariciones de Nuestra
Señora en La Salette, en Lourdes y en Fátima, donde nos exhorta
a la oración y al sacrificio, no deben ser interpretadas como una
invitación al quietismo. Por el contrario, ellas recuerdan y seña
lan una verdad bien conocida: los grandes cambios de la historia
se produjeron a la distancia, mientras que el mundo y sus vanida
des ocupaban el frente de la escena. Permítanme traer a colación
una vez más a un humanista como testimonio de la fe. En este
caso, se trata de un poeta tan agnóstico y sutil como Henry Auden,
que llevó una vida muy lejana a la de la Santísima Virgen pero se
aproximó a Ella a través de una asombrosa intuición. W. H. Au
den expone cómo las pinturas antiguas que representan los mo
mentos decisivos, tales como la Navidad, la Pasión de Nuestro
Señor o el martirio de los santos, rellenan el fondo de los cuadros,
e incluso los primeros planos, con personajes sin relación apa
rente con el tema, pero justamente aquí está el punto:
207
Cómo, mientras los viejos aguardan reverentes
el milagroso Nacimiento, habrá siempre
niños sin mayor interés en lo que ocurre,
patinando en el estanque helado a la orilla del bosque.
No olvidaron jam ás
que el eterno martirio ha de seguir su curso,
irremediablemente, en sórdidos rincones
donde viven los perros su perra vida
y el caballo del verdugo se rasca
las inocentes grupas contra un árbol.
208
debió haber visto lo asombroso:
la caída de un hombre que volaba.
Mas el barco tenía un destino
y siguió navegando en calma.
209
bajar del cielo, y la Santísima Virgen hará de nosotros sus súb
ditos, nos someterá a Él, a su voluntad, a pesar de las tinieblas de
Egipto y de las tinieblas de nuestros corazones.
210
Este libro se terminó de editar
la Ciudad de Santa María de los Buenos Aires
el 11 de mayo del año del Señor 2016
Memoria de San Mayolo de Cluny