Dejadez

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La dejadez

Por: Eduardo Arias


*Periodista y escritor. Miembro del consejo editorial de Bienestar Colsanitas.

Perder el interés por el aspecto y la higiene personal es uno de los


miedos del autor, quien le pide a sus seres queridos que nunca lo
dejen caer en esta apatía.

N o nos digamos mentiras. Pocas cosas son más tristes y

deprimentes que la dejadez. De acuerdo con el diccionario de la


Real Academia de la Lengua Española, la dejadez es sinónimo
de “pereza, flojera, negligencia, abandono de sí mismo o de sus
cosas propias”, y puede interpretarse como el auto abandono.

Todos nos hemos encontrado alguna vez con personas que han
perdido las ganas y el entusiasmo por sentirse bien con ellos
mismos y, por añadidura, hacer sentir bien a las personas que
los rodean. Más deprimente y agobiante les resulta a las
personas obligadas a vivir a su lado o a pasar bastante tiempo
junto a ellos, ya sea por un vínculo familiar, laboral o,
sencillamente, porque les pagan por cuidarlo.

Uno entiende que caigan en la dejadez personas afectadas por


razones de salud mental o física, que se encuentren en graves
dificultades económicas o en la indigencia. Pero en más de una
ocasión he visto personas que, sin perder ni un ápice de su
lucidez mental ni de su ánimo por adelantar nuevos proyectos
de vida, de pronto comienzan a desentenderse de sí mismas, a
no prestarle atención a su aspecto, a su higiene e incluso a su
salud. Personas que huelen a sudor, a orines, se ponen camisas
percudidas y se les nota que no se lavan el pelo hace semanas.
Personas sin afeitar, no porque se estén dejando la barba sino
porque les da pereza afeitarse. Personas que prefieren quedarse
todo el día en piyama sin moverse del cuarto, sin salir de la
cama. Personas que de pronto comienzan a sorber, a comer con
la boca abierta.

A menudo se da el caso de que le celebren la dejadez a algún


ser querido: “Tan chistoso el tío Alberto que está en plan
rebelde y lleva como tres días sin bañarse porque hay que
ahorrar agua y eso de bañarse todos los días se lo inventaron los
gringos que son unos consumistas derrochadores. Es que de
viejo le dio por volverse hippie”.

Pero a mí todo lo anterior me genera un susto tremendo. Y no


por una cuestión teórica. Le tengo pánico a la dejadez porque
estoy en riesgo de moderado a medio de caer en ella. De niño
andaba siempre con las manos manchadas de tinta, con media
camisa por fuera de un pantalón salta charcos que tendía a
escurrirse por falta de cinturón. Jamás aprendí́ a amarrarme bien
los zapatos, así́ que es normal que todavía ande por ahí́
pisándome los cordones. A veces me pongo ropa que no está́ en
muy buen estado porque la tengo desde hace 25 o hasta 30
años. Ando con un par de gafas colgadas que suelen andar
sucias porque hacen las veces de servilleta. Si me detuvieran en
un aeropuerto y les echaran a mis lentes un par de gotas de
tiocianato de cobalto, muy seguramente darían positivo para
clorhidrato de jugo de naranja, clorhidrato de arepa rellena de
queso o clorhidrato de pollo apanado.
Por el lado de la limpieza del pelo y del cuerpo no tengo
problema. Además odio quedarme en la cama y estar en
piyama, bata y pantuflas todo el día. Pero no puedo negar que
corro algún riesgo de caer en la dejadez. Y más si se agrega a lo
anterior que la dejadez no es solo de ropa o de ausencia de
agua, jabón y crema dental. También está la dejadez que se
manifiesta bajo la terrible forma de platos con comida que llevan
dos días en el cuarto, ropa sin lavar amontonada en un sillón,
camas que no se tienden ni se ventilan nunca. O, peor aún,
casas que se caen a pedazos, que se vuelven depósitos de
objetos acumulados a lo largo de las décadas. Casas en las que
los olores de las mascotas son dueños absolutos del espacio
aéreo.
Lo único que le pido a mis seres queridos es que, por favor, no
me dejen caer jamás en la dejadez. Duérmanme,
momifíquenme, criogenícenme, hagan todo lo que esté a su
alcance para que yo nunca coma con la boca abierta ni huela a
berrinche (Continuará).

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