Lectura 6
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Lectura 6
Nelson Manrique
Adaptación realizada de: Manrique, Nelson (2004) Identidad peruana y peruanidad. En:
Enciclopedia Temática del Perú: Sociedad. Lima: El Comercio. Vol. VII, cap. 2 (páginas:
17-26)
Tres años después del discurso de Bartolomé Herrera, el país, hasta entonces
considerado en bancarrota por su imposibilidad de pagar las deudas acumuladas
desde antes de la Independencia, cambió radicalmente su suerte cuando la
exportación del guano de las islas permitió la súbita entrada de ingentes riquezas. La
prosperidad del país creó las bases económicas para la consolidación de este
proyecto político. En el interior, la debilidad del Estado central dio lugar a la
privatización del poder y a la constitución de fuertes poderes locales que se
encargaron de encuadrar a la población indígena a través de la violencia y de la
imposición de relaciones de servidumbre, apoyándose en el racismo antiindígena
colonial. Surgió así el gamonalismo republicano, una especie de feudalismo andino,
que durante más de un siglo bloqueó la incorporación de la población indígena a la
ciudadanía. El racismo antiindígena era compartido por la población occidentalizada.
Algunas décadas después, las elucubraciones del conde Joseph Arthur de Gobineau
(1816-1882), quien en su Essai sur l ́inegalíté des races humaines (1852) sostenía
que las diferencias entre los individuos tenían un origen natural, biológico, fueron
entusiastamente asumidas por las élites latinoamericanas. Este respaldo dio a los
prejuicios racistas la legitimidad de los hechos científicamente comprobados.
La última continuidad, por cierto, no la menos importante, fue la del papel central de
la Iglesia en la República, con su gran poder sobre las almas. Pero la base de su
poder material no era solo su ascendiente espiritual. En el Perú ella tenía ingentes
propiedades inmuebles, fruto de donaciones (los bienes de manos muertas),
diezmos, censos y capellanías, que constituían en esencia impuestos forzados sobre
la producción agropecuaria, que se mantuvieron vigentes hasta mediados del siglo
XIX.
Los problemas que se plantearon desde el inicio a la joven nación no eran solo de
las diferencias económicas abismales entre los habitantes del territorio peruano.
Tampoco se limitaban a las diferencias étnicas existentes entre sociedades que eran
percibidas distintas por su cultura, religión, idiomas, costumbres, etc.; si este fuera el
problema hubiera sido posible construir un Estado multinacional, como los que
abundan en el mundo, Europa incluida. Esta alternativa estuvo excluida desde los
inicios por el racismo colonial que justificaba la dominación de la nueva élite
republicana. El racismo supone algo más profundo que la discriminación étnica; es la
negación de la humanidad del otro, que es considerado biológicamente inferior, por
naturaleza. Si la inferioridad étnica de los indígenas (de la que, obviamente, también
estaban convencidos los criollos) podía ser superada a través de los programas de
“integración del indio a la nación”, su inferioridad biológica –inmutable, por estar
basada en las leyes naturales– sólo tenía dos soluciones posibles en el largo plazo:
o el exterminio físico, como se emprendió en muchos países de América a los que la
élite peruana envidiaba, o la regeneración biológica gradual, a través de la mezcla
racial con ejemplares de la raza superior, blanca. De allí que hablar de proyecto
nacional durante el siglo XIX fuera sinónimo de colonización, y esta, de inmigración
blanca. De allí también que surgiera esa ideología que consideraba al Perú un “país
vacío”, que era necesario poblar promoviendo la inmigración, ideología que subsistió
durante el siglo XX en relación con la Amazonía. La inmigración blanca era
imprescindible para asegurar la superación de las taras raciales de la población no
blanca, pero además debería cumplir la función de asegurar la hegemonía de la
fracción europea de la población sobre todo el país.
El Perú tiene fronteras con cinco países vecinos y se enfrentó en guerras contra
cuatro de ellos. De estos conflictos, el más enconado fue la guerra con Chile (1879-
1884), tanto por su duración, cuanto por la forma corno afectó al país, con la
ocupación de la capital y de buena parte del territorio nacional, así como con la
destrucción de su infraestructura productiva. A lo largo de ese conflicto, que
desencadenó una profunda crisis económica, social y política, se logró afirmar una
conciencia nacional en vastos sectores sociales tradicionalmente marginados, como
sucedió con el campesinado de la sierra central, que se movilizó masivamente
contra la ocupación chilena durante la campaña de la Breña (Manrique 1981). Allí
donde no existían las condiciones para la formación de un nacionalismo positivo,
basado en lo que los peruanos tenían en común, surgió una conciencia nacional de
la oposición frente a los chilenos. Este proceso pudo abrir la puerta para la
construcción de un nacionalismo positivo, que incorporara a la población indígena a
la ciudadanía. Así lo planteó agudamente Manuel González Prada, quien, partiendo
de denunciar la irresponsabilidad de los conductores nacionales que llevaron al país
al desastre durante la guerra, avanzó hasta señalar que el problema medular del
Perú republicano era la radical distancia existente entre los postulados democráticos
del ideario de los fundadores de la República y la realidad social vigente. González
Prada calificó de gran mentira una “República democrática (...) en que dos o tres
millones de individuos viven fuera de la ley”. Pero, pasada la emergencia bélica, la
clase dominante prefirió retomar a la situación anterior, reforzándose el gamonalismo
y la exclusión de los indios del poder.