Ojo de Bruja
Ojo de Bruja
Ojo de Bruja
/CreaturaEstudio
Diseño y maquetación
Adrian Serato
Arte de portada
PRIMERA EDICIÓN
AÑO 2018
PRESENTACIÓN
L
a escritura es el vehículo por excelencia para la preservación y
transmisión de una cultura. En ella han quedado plasmadas
tradiciones antiguas, estilos de vida, concepciones del
mundo y de la propia humanidad que han cruzado el umbral de
los siglos para llegar hasta nuestros días, e incluso influir en nuestra
dinámica social y política. En palabras del gran Jorge Luis Borges:
“De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin
duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. (...) El libro
es una extensión de la memoria y la imaginación”. Por eso, fomentar
la lectura y la escritura chihuahuense, significa hacer trascender lo
que somos, lo que pensamos y lo que vivimos como comunidad.
El Gobierno Municipal de Chihuahua se alegra de sumarse a
esta tarea tan noble, a través del Programa Editorial del Instituto
de Cultura del Municipio, que aquí presentamos en su edición
2018. Felicitamos y agradecemos a las personas que atendieron esta
convocatoria, porque con sus letras nos ayudan a mostrar el talento
literario de nuestra tierra, que a lo largo de los años se ha ganado un
lugar en el escenario nacional e internacional.
A todos los lectores, deseamos que junto al goce que proviene de
una buena lectura llegue el conocimiento una nueva experiencia, y
que todo ello nos permita mejorar como seres humanos, para seguir
construyendo juntos un Chihuahua mejor para todos.
O
jo de bruja recoge siete cuentos y una novela corta que bastan
para ubicar a Elí Balcázar como uno más entre los talentosos
cuentistas jóvenes mexicanos, en estas áridas tierras llenas
a su vez de potentes imaginarios y voces extraordinarias. Balcázar
conjuga dos elementos constantes en el arte emanado y expresión de
estas tierras, y no por ello menos hispano-mexicanas o universales,
que pueden parecer antagónicos o, cuando menos, paradójicos,
la sencillez y el barroquismo, y que son así mismo reconocibles
en artistas plásticos tan grandes y distintos como Luis Aragón y
Benjamín Domínguez. Esto por solo mencionar dos de los valores
en la poética de este joven cuentista.
De lo que más disfruto de este libro es el lenguaje. Una y otra
vez, enraizado en la propia niñez y en su tierra, en el habla de esta
ciudad y sus realidades sociales, Elí recrea el lenguaje o lo toma
ya creado pero lo engarza, como joyero o miniaturista, para su
mayor lucimiento. Es un lenguaje que yo nunca tendré, porque me
faltan tanto la comunidad originaria de identidad, como el oído.
Me atrevo a decir que es un lenguaje que tiene sensibilidad poética,
pero afortunadamente nunca deja de ser prosa: dicho de otro modo,
se reconoce como lo que es, y cuando toma vuelo lo hace a la vez
sin perder piso o quedar mal parado. Es un lenguaje que, aparte,
nos levanta y resucita ante lo sórdido que nos permea, y no lo hace
a modo de escapismo, sino de gracia. Permítanme compartir aquí
unos cuantos ejemplos. La muerte como “hocico que se acerca
irremediablemente para tragarlo todo”, del cuento “La plaza”. Del
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amor infantil, o posiblemente a cualquier edad: “Mientras tanto
padecería en su honor las ganas infinitas de acercarme a ella”. De la
soledad cuando niño: “Me encerré en casa, y tumbado en la cama
lloré por lo injusta que es la vida, y porque a esa hora en el rancho
debían estar comiendo unos deliciosos elotes cocidos o nadando en
el río” o “Yo con mueca y sin mirarlo me metí al baño y me tardé lo
más que pude. De todas maneras me daba igual”. Las tres citas son
tomadas del cuento “Las Tortugas Ninja huelen a ajonjolí”. Ahora
que escribo esto, recuerdo a unos de mis favoritos cuentistas cuando
adolescente: J. D. Salinger, en especial su A Perfect day for Bananafish,
con ese pathos de la niñez y primera adolescencia, a años luz, pero
codeándose con el mundo de las personas adultas, aunque existan
incluso ahí, incluso entonces, los adultos que no han perdido el nexo.
La calidad en la niñez de hacer un banquete de la miscelánea de
las despensas caseras o de la tiendita de la esquina, una aventura de
la caminata a las veredas justo al borde de la colonia, que se pierde
en buena medida ya adultos. Pero también la melancolía de: “La
fábrica de mezclilla cerraba sus puertas para siempre, por vez última,
y en el cerro Colorado un árbol se mecía sin ver visto por nadie”,
así mismo del cuento “La plaza”. Es inteligente la voz narrativa,
consciente de sí misma, con sentido del humor e ironía doliente:
“Mis padres se quedarían un par de semanas en mi... me gustaría
decir departamento, para dar una idea de libertad y amplitud,
pero prefiero la ironía de decir que mis padres se quedarían un par
de semanas en mi casa de Infonavit Casas Grandes, bastante más
estrecha y solitaria que un departamento de estudiante. […] A ver
si en la tarde me llevas al “ésmar”, para traer algo de mandado. Me dijo mi
madre mientras terminaba mi desayuno para ir al trabajo. “Para los
días que vamos a estar aquí”, del cuento “Martes de frutas y verduras”.
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Me dejo sorprender por estos bellos hallazgos y aciertos, sin que por
ello desmerezca el texto que los rodea, ya que el deslumbramiento
es general. Lo anterior no significa que no tenga cuentos que me
gustan más que otros, pero le toca a cada lector o lectora escoger
sus preferidos, que aparte pueden cambiar en lecturas posteriores.
Se nota en la obra de Elí la sofisticación y malicia literaria, sobre
todo con respeto a los géneros, de un muy buen lector. Me es
difícil creer que existe escritor alguno que valga la pena que no ha
dedicado horas, días, a la lectura, meses enteros en la acumulación
de horas, sobre todo en la niñez, adolescencia y juventud. En lo
personal me es inconcebible la vida sin la lectura, sobre todo intensa
y a esas edades. Me sorprende que otras personas no vivan esta
necesidad, que no haya sido parte de la formación de quienes son,
pero lo digo sin juicio, como queriendo compartir un bien, ya que
me es claro el misterio del otro y de lo que lo ha formado y nutrido.
Mi experiencia, sobre todo en los talleres en Chihuahua, es la gran
riqueza oral (lo cual resulta irónico tratándose de un pueblo sobre
todo recio y lacónico) y la cercanía que guarda esta con el texto
literario. De modo parecido al desierto o a la sierra, son paisajes y
realidades duras y reservadas, pero que por momentos se manifiestan
maravillosamente, con cromaticidades, distancias y silencios, como
si nos abrieran una puerta a otra realidad. ¿Qué podemos esperar si
el lenguaje y la belleza (aun cuando terrible) no nos salvan? Me veo
forzado a agregar, ya que no soy esteta, que como buen medieval
considero al lenguaje y a la belleza como sitios primordiales de Dios.
Ojo de bruja, desde su título, nos advierte sobre qué esperar. Primero,
es asunto de umbral; segundo, es asunto de visión, de videncia, incluso
cercano a lo esotérico, más como lecturas, como historias dentro de
la historia, y en esto se acerca a la literatura fantástica y a los cuentos
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de hada e infantiles —más que a la fábula— que como vivencia o
ideología. Hay algo de siniestro en el título, algo de misterio, y algo
de lo que la vida como niños incluye de ambos. ¿Por qué umbral? Lo
que este libro de cuentos tiene de breve lo tiene de variado, de sencillo
lo tiene de denso, pero todo es asunto de umbrales: sea historias de
la niñez (que no es lo mismo que la literatura infantil, sino la visión
desde el adulto de lo que vivió como niño, lo cual podría bien ser otra
manera de entender la anamnesis platónica), sea historias fantásticas
(que incluye quizá el mejor cuento que he leído sobre el tema del
doble), sea historias de violencia (no sé si ineludibles en cualquier
literatura, pero por lo pronto sí en nuestra propia literatura, dada
nuestra realidad que no solo es asunto de infierno interno, sino de mal
gobierno, injusticia social y violencia exacerbada entre nosotros, con
la esperanza de que no nos encontramos frente a lo que pareciera una
condena), sea en la breve novela que le da título al libro (social, por
comunitaria; lírica, como elogio a una amiga en común muy querida
y de reciente fallecimiento; fantástica por su modo de entender los
dones y la realidad espiritual). ¿Umbrales entendidos cómo? Como
los momentos —incluso más, los espacios— entre la vida y la muerte;
los estados alterados, como el desdoblamiento o mundo onírico, o
más prosaicos o aparentemente a la mano, como el sueño, el sexo, el
alcohol, la nicotina, el estado de vigilia, la noche, la ciudad dormida.
Lo anterior es parte de la vocación artística, la atención, sobre todo
a lo sensorial, pero también del caminante, de quien deambula por
su propio ser y psique, que descubre espacios, criaturas y olores
insospechados de la ciudad, como un naranjo florido en una casa
abandonada o lote baldío.
Me alegra que varios de mis talleristas están viendo publicada su
obra, seguido con muchos esfuerzos y años de insistencia de por
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medio. Felicito de todo corazón a cualquier instituto que le apueste
a apoyar la obra de nuestros jóvenes, y no tan jóvenes, literatos, y
artistas en general, como la ha hecho el ICM en esta colección tan
bella en su manufactura como valiosa en su labor de difusión. La
inteligencia, la creatividad y, ¿por qué no?, la bondad, dan frutos
incalculables.
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Ojo de bruja
E L Í I S A Í LOYA
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Tesoro en el Cerro Grande
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que en las tinieblas del llano se escondía la onza, y que si los más
chicos nos quedábamos hasta muy tarde vendría por nosotros. Yo
nunca supe qué era exactamente la onza, pero intuía que era algo
terrible. También decían que en el Cerro, el Babis mató de una
pedrada a un muchacho de la San Jorge, y que por eso estaba en
la Peni. Y que cuando se escapó de la cárcel un tal Palafox, vino a
esconderse por un tiempo en alguno de sus agujeros secretos.
Un tiempo se dijo que el Cerro tenía una vena de mar, y que en
cualquier momento explotaría arrasando con todas las colonias de
su alrededor. Algunas personas se cambiaron de casa, otras pocas
tuvieron durante mucho tiempo una o dos lanchas en sus techos,
previendo la catástrofe. Yo algunas noches le reclamé a Dios por la
vena de mar; aún no vivía lo suficiente.
A mis hermanos se les ocurrió una idea: en cuanto terminó mi
caricatura favorita salimos a invitar a Flor, a Iván, Pelón y Peblis,
a Maritoña, al Golón, a Lalo, César y Lluvia, a Omar, a Chumel
y Aurelio, y al Fernando. Pronto juntamos pan, frutas, café,
agua, galletas, salchicha, queso, aguacate y chiles en lata, y nos
encaminamos hacia las ladrilleras.
Mi padre, que cargaba una sandía de la manera en que a veces se
representa la constelación de acuario, nos condujo por veredas y atajos
llenos de chapulines y pedazos de vidrio que refractaban la luz del sol de
las diez de la mañana. “Hace mucho, cuando estaba más joven, subí el
cerro grande… la gente decía que había muchos tesoros enterrados…
pues no me van a creer, pero descubrí un ojo de agua…”.
Escuchar hablar a los adultos se había vuelto una mezcla entre
no interrumpirlos por respeto, e ignorarlos como una manera de
hacerles creer que les poníamos atención. Mientras mi padre hablaba
sin dejar de caminar y hacer punta, algunos juntaban jarillas para
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hacer papalotes, otros se abstraían mirando el suelo como buscando
algo que no sabían bien qué, pero se entusiasmaban; y otros, se
desentendían francamente hablando sobre cualquier cosa que les
viniera en gana.
“Hay varios ojos de agua en el cerro, y el que encontré yo, estaba
seco. Pero no escarbé, quién sabe si habrá tenido tesoro o no.” Para
nosotros, subir el cerro era algo habitual, una costumbre que quizá
nos había heredado mi abuelo materno, que solía llevar en sus
excursiones una máquina para detectar metal.
Entre pequeños descansos y pláticas sobre cualquier cosa, pronto
conquistamos la cumbre del cerro, y entre hormigas, avispas y
arañas, mi madre ordenó que se dispusiera el almuerzo. Cada quien
sacó su botín, y nadie se quedó sin probar el bocado del otro. Se
reservó la sandía para el postre, y una vez recuperadas las fuerzas,
todos se dispersaron para explorar las tres puntas del cerro.
Aunque cada uno de los que íbamos en esa expedición tenía ya
cierta experiencia subiendo el cerro, nadie se había aventurado a
descender su espalda, y aunque todos conocíamos la leyenda de que
del otro lado los ricos tiraban su basura y que quien bajara hasta
allá seguro encontraría juguetes y electrodomésticos “en excelente
estado”, ninguno de nosotros hablaba nunca al respecto, era un tema
que se había quedado donde uno debe juntar los mitos y los deseos.
Desde el momento en que terminamos de almorzar, mi madre
se colocó en un punto estratégico, desde donde vigilaba todos
los movimientos de cada uno de nosotros, especialmente de mi
hermano, que tenía la facultad de hacer huir a todas las niñeras bien
intencionadas que contrataban para que nos cuidaran mientras mis
padres trabajaban.
¿Has tenido esa sensación de ineludible comezón en el culo
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mientras estás en una situación en la que no está permitido,
bajo ninguna circunstancia, que te rasques? Pues algo así era mi
hermano. Y mi madre, cuando lo descubría agarrándole el trasero
a alguna vecinita, como sin darse cuenta, le gritaba desde su torre
“¡José Alfredo!”, como cuando Zeus, desde el Olimpo, lanzaba un
rayo para detener las fechorías de un delincuente terrenal.
Debajo de ese cielo, completamente azul, y al incontenible paso
de las horas, fue que mi padre rompió el encanto de jugar a las
escondidas a medio kilómetro del suelo y nos condenó a tomar el
camino de regreso. Pero era temprano, y la vida era un ascenso
infinito, así que a alguien se le ocurrió proponer: “Don Alfredo…
¿y se acuerda cómo llegar a ese ojo de agua? Podríamos escarbar a
ver si encontramos el tesoro.”
Mi padre contestó que podíamos ver, y nos llevó por un camino
distinto al que nos había servido para subir, como haciéndose menso,
deteniéndose a veces como buscando algo. Ya en mitad del descenso,
y, nunca supe si por casualidad, mi padre anunció con euforia que
habíamos llegado al ojo de agua, y todos nos acercamos a presenciarlo.
Era un agujero que no tenía nada de extraordinario, pero rápido
se propagó entre nosotros el júbilo por haber dado con algo que no
teníamos idea de qué era ni qué podría guardar, pero que era nuestro.
De manera natural, nos poseyó un espíritu de colaboración y
entendimiento colectivo, y sin mediar palabra, se ataron cintos,
chamarras y bolsas de plástico para improvisar una cuerda y descender.
Mi padre, mi madre y los más grandes, fueron los primeros en
bajar. Mi padre exploró el lugar como queriendo reconocerlo, y
después de unos instantes de meditación, sacó de su chaleco un
cuchillo y empezó a escarbar en la tierra con toda la paciencia
del mundo, deteniéndose a veces para pensar, con el dedo índice
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izquierdo en la nariz y cambiándose de lugar.
Ante nuestros ojos maravillados, monedas de plata fueron saliendo
de entre la tierra removida, y mi padre, sereno pero feliz, le decía
a mi madre “agárralas, Gorda”, y ella las iba echando en su bolso
con una sonrisa que parecía que subía por encima del cerro, como
cuando amanece.
Al instante todos quisimos bajar. No faltó quien dijera, sin esperar
a ser correspondido “Don Alfredo, le ayudamos”, arrancando ramas
secas y usando como cuchillas cualquier cosa encontrada alrededor.
El Golón, desde la boca de la cueva, suplicaba golpeando el suelo
con los puños que lo dejaran bajar.
Todos los que bajaron escarbaron con entusiasmo y avaricia, con
cucharas, con pedazos de palo, con las manos, pero por más empeño
que pusieran, nadie daba con ninguna moneda, excepto mis papás,
que para entonces ya habían juntado unas treinta.
Después de mucho anhelo, y mucho sudor, la caída de la tarde nos
regresó del sueño, y pese a las quejas de quienes todavía tenían la
esperanza de encontrarse con algo, tuvimos que regresar al camino
de vuelta a la colonia. Mi padre, como un rey magnánimo salido de
la montaña de algún cuento, nos juntó a todos alrededor suyo, y a
cada quien le regaló una moneda de plata.
Volvimos a nuestro mundo de calles sin pavimento y vecinos al
viento silencioso del anochecer. Cada quien se fue a su casa. La
oscuridad se hizo en nuestro patio: el sol se había caído en algún
agujero. Y entonces, mientras nos disponíamos a cenar viendo la
tele, tocaron a la puerta. Tan tan. Como en complicidad, nadie fue a
abrir ni dijo nada. Tan tan.
Al fin, mi madre se levantó de su asiento y fue a ver quién tocaba.
Desde donde cenábamos, escuchamos sus pasos que volvían.
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-Alfredo, te buscan.
-¿Quién?
Mi padre se puso el pantalón y fue hasta la puerta. Eran don
Memo, don Silverio, don Toño y don Juanito equipados con sogas,
picos, palas, bicicletas, linternas, comida y casas de campaña…
-Don Alfredo, nos platicaron los muchachos sobre lo que pasó en
el cerro, y queremos que nos lleve.
Mi padre les explicó que se dedicaba a coleccionar, vender,
comprar, rifar e intercambiar monedas de plata; fue por un puñado
de ellas a su cuarto y regresó a mostrárselas.
-Mi esposa y yo les quisimos jugar una broma a los muchachos.
Los vecinos no se dejaron persuadir.
-Mire, no hay problema, el tesoro es suyo, pero queremos ayudarle
a desenterrarlo.
Mi padre se rascaba la cabeza mientras se sinceraba.
-Miren, la verdad, las monedas no son mías, mías, yo trabajo en la
Antigua Paz, ahí las trabajo, ¿me entienden? Nomás que me ha ido
bien últimamente, y les quise regalar una a sus muchachos.
Ante la insistencia y la negación, y ante el hecho de que de todas
maneras no iban a poder obligar a mi padre a llevarlos al sitio del
tesoro, los vecinos cedieron y se retiraron en la negrura de un sábado
que a todos nos ocultaba.
Pasaron los días, las semanas, y al cabo de dos meses, mi padre
compró una casa con el modesto ahorro que durante toda su vida
de profesor había juntado. Como esas cosas inexplicables que pasan
en la vida sin que nadie pregunte ni conteste, nos mudamos a la
nueva colonia, justo en frente del cerro de Nombre de Dios, donde
se contaba, que era rico en uranio, y que era bien sabido por todos
los vecinos, era rondado por acuciosas naves extraterrestres.
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Las Tortugas Ninja huelen a ajonjolí
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el olor pronto me delató. La tía Mónica hizo tal drama, que el
resto de las mamás pusieron en práctica sus técnicas más eficaces
para encontrar culpable. Los cintarazos que me dieron no fueron
suficientes para aliviar el desconsuelo de la ofendida.
A la hora de dormir, Edgar, con sus desbordantes cinco años,
tenía todavía el ánimo de jugar y gritar, y su hermana mayor le
rogaba apenada que se callara. Tal vez en un intento de apaciguar
el escozor, comencé a tocarme en silencio entre todos los primos
dispersos en el suelo, llevado más por una experimentación natural
de mi cuerpo, que por una búsqueda de placer; entonces escuché
gritar a mi hermano: “¡Amá, el Agustín sacó al pajarito de la jaula!”
y como si hubiera estado esperando la señal, la hermana de Edgar
añadió: “¡Y el Chegar también!”.
Alguno de los adultos se asomó por la puerta y prendió la luz, y de
manera impersonal, dijo, rascándose una ceja, “ya duérmanse, no estén
de pelangochos”. Esa noche, más que la tunda del perfume, me dolió
hasta diciembre la traición de mi hermano.
El primer fin de semana de vacaciones, la privada de Álvaro
Obregón se llenó de adolescentes que salían de sus casas para buscar
con quién compartir la dicha de ser libres. No importaba dónde ni
qué, solo jugar a ser grandes, apenas conscientes del transcurso del
reloj. Luego la semana se reducía a sábado-domingo, y al final del
domingo volvía a amanecer sábado.
Fue jugando a los hoyitos en la banqueta de Maricruz, que me
di cuenta de que de pronto todo tenía que ver con Rocío. Las
canciones las cantaba pensando en ella, sin importar cuál fuera, y el
resto de las muchachas de repente se llenaron de errores y defectos.
No había ninguna duda: ella era el amor de mi vida.
Eso merecía planear una estrategia, por eso me propuse ignorarla.
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No le hablaría, evitaría reírme de sus chistes y haría todo lo posible
porque no me tocara con ella en la “nana de dos”, o en “la cola
del diablo”; es más, ni siquiera voltearía a mirarla, hasta que en la
primera oportunidad, de noche, la suerte nos encontrara en algún
rincón jugando al bote volado. Mientras tanto, padecería en su
honor las ganas infinitas de acercarme a ella.
Las posibilidades eran muchas, era solamente cuestión de tiempo.
Al menos eso parecía lo más lógico, hasta que mi madre, mientras
servía el almuerzo, nos dijo la noticia:
-¡Iremos al rancho! -dijo, como si ya no pudiera contenerse de
darnos la sorpresa.
-¡No! -solté automáticamente ante la extrañeza de toda la familia.
-¡Qué chido! -dijeron mis hermanos.
-Se quiere quedar todas las vacaciones con Claudia, Gorda -dijo mi
padre con un tono de burla apenas perceptible.
-¡No es cierto! Es que siempre vamos al rancho -dije, suavizando
la voz.
-No te puedes quedar solo, Agustín, tu papá tiene que ir a trabajar
-me interrumpió mi madre, pacientemente-. Nos vamos pasado mañana.
Justo cuando las cosas se ponían mejor; cuando cada vez nos daban
permiso hasta más tarde; cuando al fin parecía que viviéramos
ajenos al control autoritario de los adultos, el azar empezaba una
cuenta regresiva para que yo corriera a esconderme en un lugar
donde Rocío jamás podría encontrarme.
¿Cómo se puede decidir algo cuando uno es solo un preadolescente?
Esa etapa feliz en que somos demasiado pequeños para que se nos
trate como adultos, pero bastante grandes para que se nos trate como
niños. Sobre todo si esa decisión contradice la voluntad de los padres.
Les dijimos a los demás de nuestro viaje, y en general lo lamentaron,
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pero como el juego tenía que continuar, y al fin y al cabo se trataba
únicamente de una semana, seguimos con nuestras actividades de
manera totalmente normal.
El lunes (y hasta la palabra lunes le restaba magia a nuestro entorno)
despertamos en la madrugada para preparar maletas. Iríamos a
casa del abuelo a encontrarnos con todos. Y a punto de salir de la
casa, estando en plena facultad de mi pubertad, lloré, grité, supliqué
y advertí: “no quiero ir, me quedo”.
No valieron promesas y amenazas de mis padres. “Te va a dar
miedo estarte solo si me quedo hasta tarde en el trabajo”. “¿Qué
vas a comer?”. “Vamos a ir a las aguas termales”. Al verlos alejarse,
mis hermanos me acusaban con una mirada de desaprobación.
Yo era el más sorprendido, todos sabíamos bien que me hubieran
podido llevar por la fuerza de haber querido, pero el destino me
tenía preparada una sorpresa.
Mi padre se fue a trabajar, y apenas avanzó la mañana, salí
a ver quiénes andaban en la calle. No vi a nadie. Quizá era un
poco temprano y me tocaría a mí juntarlos. Empecé por los tres
hermanos de Sonora, enfrente de mi casa. No estaban. Luego fui
por Fidel. “Fueron por Esperanza, mi’jo, a la sierra, regresan el
viernes”. “Gracias”. Y en mi cabeza la palabra que era como un
conjuro contra la magia del verano: lunes.
Mari y Junior le ayudarían a su padre a cuidar los caballos toda
la semana. No importaba demasiado, era lo normal en estas fechas,
unos salían, otros regresaban, pero en un intento de no perder la
calma, decidí ir a lo seguro: Fernando nunca se iba de vacaciones.
En el barrio pensábamos que no tenía más familia que su madre.
Le toqué por la ventana mientras gritaba su nombre, y tardó
un rato en asomarse. Y cuando parecía que por fin se encendía
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una luz, ocurrió lo peor: le regalaron un Nintendo. “Pero me dijo
mi mamá que no metiera a nadie mientras ella no esté”. Parecía
imposible, como si Fernando no se hubiera sentado a la mesa de mi
casa cientos de veces, y yo no me hubiera metido a nadar en su pila,
que no me invitara a pasar para estrenar junto con él.
Acomodó la tele de manera que yo pudiera ver desde la ventana,
y cuando sentimos hambre, Fernando hizo unas quesadillas y me
pasó una por un agujero del mosquitero. Mientras Mario aplastaba
tortugas y champiñones, yo volteaba a la puerta de la que en
cualquier momento saldría Rocío. Pero tardaba mucho y me cansé.
Así que volví a casa.
Prendí la tele en el canal de las caricaturas, y estaba pendiente de
mi ventana por si ocurriera algo. Y mientras la tarde se ennegrecía, y
no pasaba nada, mi padre regresó del trabajo. Cenamos en silencio
mientras yo pensaba que ayer fue domingo, y antier sábado, pero
ahora volvía a ser lunes. Lunes.
El martes me desperté lo más tarde que pude, sabía que era
cuestión de tiempo, y la mejor forma de acortar el tiempo era
dormir. Pero la calle siguió igual de vacía. ¿Dónde estaban Rocío y
sus primas? ¿Por qué no venían a tocar a mi puerta? Pero entonces,
dejar pasar el tiempo era perderlo. Como ellas no venían, yo salí a
hacerme menso con un balón de fut, con el que jugué solo a lo largo
de la calle, haciendo dominadas, pases largos y tirando penaltis a
una portería y un portero invisibles. Después fui a tocar a su puerta.
Salió su abuela.
-Hola, Soco, ¿van a salir a jugar las muchachas?
-Se fueron con una tía, Agustín, van a pasar unos días allá. ¿Por
qué no te fuiste al rancho con tu mamá?
-No, es que me aburro.
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-Cuando vuelvan les digo que vayan a buscarte.
-Gracias.
Me encerré en casa, y tumbado en la cama lloré por lo injusta que
es la vida, y porque a esa hora en el rancho debían estar comiendo
unos deliciosos elotes cocidos o nadando en el río. Horas después,
mi padre entró y cenamos un cereal.
-¿Qué tal te está yendo?
-Bien.
-¿Has salido a jugar?
-Sí, un chorro.
El miércoles ya no tenía mucho sentido bañarme para salir, así
que apenas terminamos el desayuno, saqué la Atari que nos regaló el
tío Quique, mientras mi padre se bañaba. Puse un juego de explotar
navecitas. Mi padre se despidió, diciéndome que me bañara. “Sí”, le
dije, sin voltear a verlo. Tenía también un juego de una jungla, uno
de Popeye, uno de Pacman, y uno donde un Mario (que no se parecía
nada al de Fernando) tenía que salvar a una mujer que no era para
nada una princesa.
De pronto, con los ojos irritados y las manos acalambradas,
escuché abrir la puerta y vi entrar a mi padre. ¡Había estado jugando
más de ocho horas seguidas! Mi padre me regañó y al día siguiente
se llevó la Atari con él.
El jueves salí un rato en la mañana, pero no vi a nadie. Volví a
casa y saqué mi bolsa de monitos. En un montón de arena hice
trincheras donde He-Man y los amos del universo pelaban contra
los G.I. Joe. Más tarde me hice una torta, y después de comer tomé
del librero algunos números de Selecciones y me puse a leer en el
orden acostumbrado: primero leía todas las secciones de “Citas
Citables”, luego “La risa, remedio infalible”, y por último, lo que
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aguantara de “Héroes entre nosotros”. Esa noche, mi padre me dijo
que al día siguiente tenía un evento del trabajo.
El viernes era una nueva oportunidad. Por eso me bañé y salí
a ver qué pasaba. La mañana transcurrió sin novedades, pero no
me desanimé. Después de comer, me puse a dibujar personajes
de Hanna-Barbera, y afuera comenzó nublarse. Ya sin muchas
pretensiones, me propuse ir a comprar papitas para disfrutar la
programación de dibujos animados que me sabía de pe a pa.
De vuelta de la tienda, la lluvia empezó a caer menudamente
sobre mi cabeza. Seguí caminando con tranquilidad, y cuando
arreció entre truenos y relámpagos, corrí por mi vida. Al llegar a la
puerta me di cuenta que no tenía las llaves. Las había dejado dentro
de la casa. La lluvia se volvió un chaparrón que pronto arrastró
piedritas y basura.
Serían las cinco de la tarde. Me senté ya empapado en una pila
de ladrillos que mi padre compró para construir otro cuarto, puse
mis chucherías sobre los ladrillos, y lloré sin vergüenza ni silencio,
sin importarme que estuviera tan próximo a mi juventud. Lloré por
Rocío. Lloré por no ir al rancho. Lloré por mi padre que no llegaba.
Lloré porque adentro se escuchaba en la tele Los años maravillosos.
Lloré porque eran vacaciones de verano y yo estaba solo sentado en
un asiento de ladrillos.
Paró de llover. Empapado, esperé a que llegara mi padre. No sé
qué hora sería -pero sé que era tarde-, cuando llegó notablemente
ebrio y preguntó qué hacía ahí. Yo no pude hacer otra cosa que
llorar. Mi padre me cargó hasta adentro, me secó y me arropó.
Yo seguía llorando, recordando las palabras de mi madre: no te
puedes quedar solo Agustín. Y seguía pensando en la palabra lunes,
que ahora parecía que se hubiera vuelto una semana entera.
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El sábado no hablamos durante el almuerzo. Yo estaba enojado
con él. De pronto todas las cosas parecían su culpa. Y dentro
de mí juraba no volver a quedarme un solo fin de semana a su
cuidado. “Date un baño, te voy a llevar al cine”. Yo, con mueca y
sin mirarlo, me metí al baño y me tardé lo más que pude. De todas
maneras me daba igual.
Como a las cuatro de la tarde llegamos al Cinema Dosmil. Mi
padre compró los boletos, palomitas y soda. En cuanto empezó
la película, mis penas y mi rencor cesaron. Miguel Ángel, Rafael,
Donatello y Leonardo aprendían kung fu y comían pizza, mientras
Splinter, su maestro rata, les enseñaba el camino de la sabiduría
y se enamoraban de April O´Neil. ¡Qué manera tan divertida de
salvar al mundo!
Cuando salimos del cine descubrí que en lugar de científico yo
quería ser experto en artes marciales. Le dije a mi padre si me
regalaba una tortuga ninja en mi cumpleaños. “Por supuesto”. Me
tomó de la mano y me condujo hasta Pinos Burguer, donde nos
sentamos en una mesa para dos personas.
Yo seguía manejando unos chacos imaginarios cuando nos trajeron
nuestra comida. Al tomar mi hamburguesa y acercarla a mi boca,
el olor del ajonjolí me pareció el más delicioso que había conocido.
No encontré mucha diferencia entre una pizza y una hamburguesa.
Y mientras mi padre me platicaba quién sabe cuántas cosas, yo
conversaba con las cuatro tortugas ninja que se sentaron en el suelo
junto a nosotros.
El domingo llegaron mi madre y mis hermanos. Yo salí a recibirlos
con toda la alegría de la tierra. “¿Cómo te la pasaste?”, preguntaron mis
hermanos. Yo respondí, sinceramente: “¡de los mejores días de mi vida!”.
31
La Cita
32
Esa tarde vi dos. Una me miraba -esas cosas se saben en los sueños-
parada junto al espejo. La otra estaba en una pared del cuarto, en
cuatro patas. Ya se me había hecho costumbre prepararme para
saltar del sueño si fuera necesario. Luego -¿fluye el tiempo en los
sueños?-, la sombra que estaba en la pared gateó hasta el piso,
lentamente, yo cerré los ojos e intenté gritar, sin conseguirlo, ansiando
desesperadamente despertar.
Durante un largo rato me quedé inmóvil en la cama, padeciendo
ese letargo de malestar sutil que a veces le sobreviene a la siesta. Tuve
que hacer un esfuerzo exagerado para incorporarme, parecía que
estuviera saliendo de una alberca. Todavía debajo de la regadera
me parecía que algo de mí continuara acostado.
Era uno de esos días invernales en que el sol se oculta cuando aún
es temprano. En el trayecto al centro, me sentía particularmente
ligero, como si los movimientos del cuerpo, más que irlos haciendo,
los fuera pensando.
El café se reducía a un pequeño rectángulo en que se amontonaban
una docena de mesitas redondas. Por el amplio cristal de la parte de
enfrente se podía ver el interior desde la calle y, dependiendo más o
menos de la iluminación, al revés.
Me senté en una mesa arrinconada para esperar a Saúl. Habría
unas seis mesas ocupadas. Recuerdo haber notado cierta opacidad en
la música, como si me estuviera tapando los oídos con las manos; cerré
los ojos y me froté la cara, intentando desvanecer los restos de modorra.
Fue entonces cuando lo vi atravesando la calle angosta, arrastrando
sus pasos mientras brillaba en su boca la punta de un cigarro.
Se paró frente a la ventana y se acercó al cristal, puso sus manos
sobre las cejas y se asomó hacia adentro. Levanté una mano para
saludar, pero él seguía pasando su mirada por entre las mesas.
33
Alcancé a ver cuando apagó la colilla en una maceta y consultó su
reloj. De espaldas al café, permaneció un rato parado. Encendió otro
cigarro mientras se llevaba el teléfono a la oreja. Supuse que, sin haberlo
convenido conmigo, esperaba la llegada de una tercera persona.
Sin embargo, lo vi ponerse en movimiento. Esperé un rato, pero
no regresaba. Salí a encontrarlo fuera del café sin lograr verlo por
ningún lado. Me quedé un instante mirando la gente, los edificios,
las altas nubes que flotaban translúcidas, parado en una esquina de
la calle Victoria.
Al fin me encaminé hacia la Quinta Gameros, ese día presentaban
un libro sobre mitos y leyendas rarámuris. Llegué cuando ya había
comenzado el evento. Me escabullí hacia las filas de sillas de atrás y
tuve la suerte de encontrar un lugar. Desde mi asiento, me dejaba
llevar por el murmullo del presentador en turno; entrecerraba los
ojos y me divertía con las sombras y luces que proyectaban los
candelabros en las blancas paredes. Imaginaba cómo habría sido
la vida de quienes habitaron ahí en el pasado, se me ocurría que en
cualquier momento bajaría la señora por la escalera, envuelta en
una bata de baño de hace un siglo.
Creo que sonreía, recostado en la silla con las manos atrás de la
cabeza, cuando me vi entrar a la sala principal, haciendo rechinar
la suela con mis pasos, con la apariencia de recién bañado. Me
enderecé en mi asiento, con los ojos encandilados de asombro.
Desde mi lugar, me vi detenerme junto a un pilar y escuchar la
última parte de la presentación.
Para cuando estallaron los aplausos finales, había visto en mí, que
estaba recargado contra la pared, gestos y ademanes que reconocía
como propios. El conductor del evento invitó a los asistentes a brindar
por el autor y todos se pusieron en marcha. Había mucha gente.
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Yo había quedado paralizado en mi silla, embelesado y aterrado
por verme sonreír, saludar conocidos, abrazar al autor del libro y
abrirme paso hasta la mesa de bebidas. Era una sensación como de
estar latiendo a tumbos pero fuera de mí. Y ese vértigo de que nadie
reparara en que yo estaba ahí en mi silla, pero estaba bebiendo un
largo trago de vino tinto.
Después, todo se fue como empañando, yo me esforcé por
levantarme, y con algo obstruyendo mi garganta, me encaminé
hasta mí. La última imagen que tuve de ese otro yo fue de espaldas,
me servía otra copa mientras reía con alguien que me decía alguna
cosa. Vi de cerca esa chamarra color guinda que la noche anterior
había colgado en el ropero, y lentamente levanté mi mano derecha
para tocarme el hombro.
Me temblaban los dedos, me sentía débil; luego, a punto de tocarme,
sentí una mano que me daba una palmada mientras pronunciaba mi
nombre. Me giré por reflejo, nervioso y sudando, con una copa de
vino en una mano y una botella en otra. No acapares el vino.
Entregué la botella y dejé la copa en la mesa. Sentía que me
faltaba el aire. Caminé hacia la salida como buscando a alguien. En
los vidrios de la puerta, vi mi reflejo pálido, con los ojos hinchados
y el brillo guinda de mi chamarra. Tomé la calle hacia el norte,
desconcertado. A la altura de la catedral, metí una mano al bolsillo
y tomé mi teléfono. Tenía dos llamadas perdidas: Saúl. Quizá algo
borracho, subí a un camión y regresé a mi casa. Lo único que quería
era dormir. Me esperaba la luz del día siguiente. Y la seguridad
plácida de no estar soñando.
35
Vida en familia
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que podíamos y los traíamos con nosotros. ¿Para qué? No tengo
idea. Goyo dice que es la maldad natural de los niños.
Me acuerdo que cuando ya no los queríamos, estrellábamos los
renacuajos contra una pared, o los abandonábamos nomás. También
nos gustaba exterminar hormigueros enteros, principalmente a
Omar y a mí; a veces emprendíamos la retirada cuando empezaban
a salir las voladoras. Estoy segura que nunca cazamos libélulas ni
caballitos del diablo, porque siempre fueron más listos y rápidos que
nosotros, y siempre se nos ponían fuera del alcance.
Pero esto es diferente. No sé si es que crecí, o que no es lo mismo
llenar mi propia casa de cadáveres; tal vez Goyo tenga razón con
eso de los niños maldosos. ¡Imagínate mi casa llena de muertos
diminutos! Además creo que al ir creciendo, va naciendo en nosotros
cierta conciencia de la vida, aprendemos a valorarla, y a tenerla en
estima; tal vez por eso ahora me resulte difícil incluso aplastar un
moyote o pisar alguna cucaracha.
Supongo que otras personas aprenden sin la necesidad de asesinar
insectos en su infancia, y se hacen sensibles de manera temprana,
y entienden que una hormiga, o una mariposa, es parte de un ser
mucho mayor, que vive de maneras distintas a las nuestras.
Ahora que he aprendido a que me duela matar algo, pienso que
la misericordia está relacionada con las dimensiones del sujeto en
cuestión; por ello tal vez a la mayoría de la gente no le cueste trabajo
poner insecticidas para hormigas, abejas o escarabajos; ni poner
trampas para moscas, ni golpear a una avispa o a una araña con un
periódico hecho rollo.
Pero la piedad empieza a crecer junto con el tamaño de los
cuerpos; y se va sintiendo lástima por un pájaro muerto; va causando
compasión un perro atropellado, o un caballo herido, o una ballena
linchada por una manada de hombres.
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Estoy segura que si cientos de personas asistieran a la masacre
de un ser gigantesco, la conmoción que les causaría tal espectáculo
sería tan profunda, tan colosal, que el dolor experimentado les
provocaría una muerte instantánea. Pues así me imagino que se
vuelven los insectos juntos, un gigante, un solo ser; así lo entiendo
ahora, por eso no me gusta siquiera imaginar eliminarlos.
Cuando lo fui notando, eran cucarachitas, hormigas de cocina,
grillos; pero como siempre estuvieron muy bien organizados, se
me administraron en dosis progresivamente más grandes para
irme acostumbrando. Después vinieron las arañas, los ciempiés, las
moscas, los alacranes, los vinagrones, las campamochas, los gusanos.
Eventualmente se fueron mezclando, y los moyotes volaban entre
avispas; las chinches compartían con las tijerillas, y todo se fue
multiplicando ante mi asombro con una rapidez indecible.
Claro que los primeros meses no era agradable sacudir la ropa
antes de ponérmela; o encontrar en la toalla un cucarachón; o sentir
adentro del zapato el cosquilleo de un alacrán; o sacar con asco de la
comida una cucaracha de cocina. Pero no sé qué fuerza ineludible,
qué horroroso deleite, me condenó a la pena de irlos soportando,
poco a poco y cada vez más.
No fue hasta que conté a Goyo que intentaban hablarme, que
empezó a sugerirme sicólogos y remedios, descabellados siempre,
como traer a un Padre a que rezara o que prendiera quién sabe
qué velas; y no entiendo por qué Goyo habla de brujería, o de
alucinaciones, y no es capaz de imaginar que los animalitos tienen
alguna inteligencia (cuando él viene a casa, por ejemplo, ellos nunca
se muestran, se quedan en los cuartos y en el sótano).
Las primeras que hablaron fueron las hormigas: subían a una
pared, y bien formadas en filas que iban y venían, componían en
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un principio letras y palabras sueltas; y paulatinamente, frases tan
retorcidas que apenas lo creía.
Las moscas desarrollaron con el tiempo un uso de escritura a
partir de su excremento, y usan indistintamente un periódico, una
hoja de papel, o cualquier superficie. Imagino que todos los demás
huéspedes tienen una manera particular en que le comunican a las
hormigas o a las moscas sus pensamientos, pero por alguna razón
éstas se han vuelto sus secretarias.
Una vez, al regresar de noche, encontré en el techo de mi cuarto
algo como un poema o un verso que decía:
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cadena alimenticia tendrán que resolverlo por sus propios medios.
Y no es raro que encuentre antenas o patitas aquí o allá, o pedazos
de alas y cabezas.
Yo sé que Goyo piensa que estoy loca. Lo he oído decirlo. No así
por supuesto, pero en otras palabras. “Si no, ¡explíquenme entonces
-les dijo la última vez a mis familiares- tanto disparate!”.
Desde el del jardín, he visto a mis padres llorar como si estuvieran
en mi velorio. Nosotros escuchábamos desde la ventana de la sala.
Pero no me importa, voy al doctor cuando me toca, me tomo las
pastillas, como y duermo mis horas… Lo único que me duele es
que no entiendan, y que por no entender, le digan disparate. Es cierto,
no sé cómo funciona, solo sé que funciona.
Me dijeron que tomaríamos unas vacaciones en familia. Por eso
están esperando en el coche que termine de hacer una pequeña
maleta. Por eso me estoy despidiendo y dejando instrucciones.
Intuyo que será otra de esas vacaciones que se llevan tres meses.
Antes hacía un escándalo para subir al auto, luego para bajar. Pero
ya no quiero dar lata, no me gusta ver sus caras tristes y preocupadas.
“Te vas a sentir mucho mejor”, repiten siempre. Yo digo que sí con
la cabeza. ¡El tiempo pasa rápido! Lo único, es que, aunque ellos
saben arreglárselas en mi ausencia, los voy a extrañar.
40
La plaza
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No se dio cuenta que se sentó en la banca, solo el sordo aletear
de una parvada de garzas al fondo de la noche lo rescató del susto
del pasado. Le sorprendió también la bacha que se extinguía en
su mano. Se acomodó los lentes con el índice izquierdo, mientras
lanzaba la colilla a un charco.
Desde su nuevo bienestar, sopesó haber salido de su casa a esas
horas; ahora el miedo se lo daban los vivos presentes, cholos y
rateros nada paranormales que podrían acechar desde todos los
puntos del domingo.
Se dio pena y se rio de sí como de compromiso, como queriendo
amigarse con quién sabe qué cosa que ignoraba y temía como lo
más siniestro y más probable, como la hora insabible y maldita de
morirse de cualquier manera sin testigos ni duelos.
Queriendo convencerse de que exageraba, no se hizo caso de
volver a su casa y meterse entre las sábanas que olían a primavera.
Retomó el camino sin rumbo, atravesando parques solitarios y calles
sin coches. Fumó otro cigarrillo mientras doblaba en una calle que
le parecía nueva.
Nada más le saltaban recuerdos indecisos aquí o allá, un beso, un
gol, una pelea. La noche, con su repentino frescor, afilaba la luz de
las estrellas, acentuaba el olor de los naranjos y el suave mecerse de
los árboles, como si de repente todos se callaran para escuchar a la
ciudad, y un dios incomprensible le otorgara pasearse sin ser visto
ni oído por ese mundo que deseaba poder reconocer.
Quiso prender otro cigarro, pero el encendedor no funcionó.
Entonces tuvo tiempo para alentar sus pasos y extender sus oídos:
grillos como un zumbar tenue de focos; gatos como llanto de niños;
perros dolientes en confusos portones y patios; y a lo lejos (estaba
cerca del estanque) el ronco palpitar de los sapos.
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No supo cuántas veces volteó esquinas y dejó de leer el nombre
de las calles, extasiado ante la noche larga que lo miraba como una
serpiente que embruja con su belleza distendida y estática.
Apenas tuvo tiempo de saber que una mano, al servicio de un
hombre insatisfecho, saltó desde las sombras, con la misma navaja
que festejara sus diecisiete años, a causarle una hemorragia interna
con un como piquete de una abeja pero más amplio; no supo que a
esas horas, su madre deambulaba en la plaza, insomne y dividida por
su hijo, que a un mismo tiempo estuvo vivo y muerto por un instante.
Justo en ese momento, sonaba en algún lado Perfect day, y el amor
de su vida se estaba enamorando de alguien que recién conocía. La
fábrica de mezclilla cerraba sus puertas para siempre, por vez última,
y en el cerro Colorado un árbol se mecía sin ser visto por nadie.
Cuando sintió el ardor entrar en él, como cuando amanece, o
como cuando truena, pensaba que hace mucho no se juntaba con sus
primos, pero al sentirse atado a ese destino que se estrellaba sin aviso,
no atinó sino a comprobar que por el rostro, el dueño de la mano era
mucho más chico que su propio hermano menor, que nunca le había
visto, y que además de cigarros, no llevaba consigo nada de valor.
Cerró los ojos como si fuera a seguir soñando que no podía escaparse.
Su verdugo se puso tan nervioso que ni siquiera se quedó a esculcar.
Al día siguiente, los amigos imploraban al cielo por que ganara su
equipo favorito; su familia preparaba el desayuno del primer lunes de
vacaciones. Horas después vendrían, como pájaros, las noticias de un
cuerpo que fue encontrado a unas cuantas cuadras durante la mañana.
A la plaza, las tórtolas seguían llegando, ignorando los hechos, sin
saber nada, sin querer nada, solo volando.
43
Martes de frutas y verduras
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le gustaba mi compañero de renta, y a mi padre le parecía que
debería volver con ellos a Chihuahua. Fuimos al ésmar. “Qué caro
está el aguacate”. “Qué feas cebollas”. “Un Microdín”. “Un kilo de
tortillas”. “¿Por qué chingados no abren más cajas?”. Y al fondo del
ocaso, ninguna llamada, ningún mensaje de Segunda.
Así pasaba a veces. Sus padres se enteraron de que empecé a verla
estando todavía con Primera. No quiero que parezca que intento
justificarme, pero cuando digo que seguía con Primera, me refiero
a que no nos dejábamos, pero no por continuar juntos, sino por no
soltarnos, incluso aunque nos hubiéramos convertido en dos extraños.
Después de la cena me aseguré de que todos tuvieran su lugar de
dormir, y abrí una camita plegable en la sala; me sentía agotado y
sin muchas ganas de interactuar. Fue entonces que sonó mi teléfono:
Segunda. Jamás un relámpago iluminó de tal manera la vida de un
hombre desahuciado.
-¿Bueno?
-¿Bueno?, ¿qué haces?
-Nada. Estoy acostado.
-¿Tan temprano? Te iba a decir que si me querías acompañar al
Atorón, voy con Laura.
No es necesario que diga que me metí a bañar; que me sentí
renovado mientras me rasuraba en el espejo; que no fue difícil lidiar
con los cuestionamientos de mi madre mientras me echaba perfume
y abotonaba la camisa que estrenaba.
Me abrí paso entre la multitud. No pensaba que mañana tenía
que trabajar, ni en que hacía una hora me sentía moribundo de
cansancio. Llegué a la primera barra que vi y compré una Indio.
Me tomé mi tiempo. Rondé por los salones, buscándola, con
paciencia y esmero. En cualquier momento nos encontraríamos,
45
como si el universo estuviera diseñado para que solo ella y yo nos
encontráramos.
Pedí la segunda cerveza. La tercera. Y me dejaba pensar en
cualquier cosa mientras caminaba: no había prisa. Daban para las
doce. Doblé por un pasillo, y de repente, ahí estaban ella y Laura.
No era como lo había imaginado: bailaba cada una con un fulano,
ella con el Uno y Laura con el Dos.
Juro que no ardí en celos, ni me puse machista; fui por la cuarta
birria y me senté tranquilamente en una jardinera. Ya me habían
visto. Mas como no venían, ni dejaban de bailar con los fulanos,
dejé la botella en el piso y caminé al baño.
Me parecía ridículo que las medias costaran a dos pesos antes de
las seis de la tarde, y que encima del urinario estuviera empotrada
una máquina expendedora de condones.
Seguía sin ponerme machista, pero me pareció que era prudente
marcarle por teléfono. Entre todo el ruidajo le alcancé a decir en
dónde estaba, y alcancé a oír que me dijo que ahí me veía. Me
senté en un largo sillón verde, y me desconcertó una maquinita con
diminutos cepillos dentales y tubitos de pasta de un solo uso.
Pensaba en abrazarnos, darnos un largo beso; saludar a Laura
y decirles que fuéramos por una cerveza y camináramos. Pero en
lugar de eso, cuando llegaron se detuvieron a dos metros:
-Nos vemos otro día. Me voy a estar con ellos.
Debía ser una broma. Debí haber sonreído, pero como un reflejo dije:
-¿Cómo?
-Me quiero estar con ellos -repitió.
Yo reclamé que ya estaba acostado en mi casa, y que fue ella quien
me habló para invitarme a venir. Y una tercera vez que sí fue la vencida:
-Me voy a estar con ellos.
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Mientras las vi alejarse entre la gente que pasaba, seguí sin
ponerme celoso, y en cambio me caía por un resbaladero de
incomprensión. Pero a veces la vida nos da golpes que nos obligan a
comportarnos de la manera más lógica y más conveniente, así que
me esforcé: ya estaba bañado y perfumado, con cuatro Indio en la
mollera y con nada de sueño. Me quedaría a dar vueltas mientras
bebía un par de cervezas más.
Me andaba leyendo a Dante por aquel entonces, y me resultaba
imposible no imaginarme vagando entre cientos de almas
condenadas, asombrado y poético. Segunda y Laura se perdieron
de vista, y solamente caminé dando vueltas.
Al cabo de un rato me encontré al Micro. Nos saludamos. Estaba
con una amiga suya. Me invitaron a caminar junto a ellos, y la
noche pareció aclararse un poco. Me sentí a salvo.
Él caminaba enfrente, detrás su amiga, y al último yo. Se trataba
de abrirse paso, ir adelante, descubrir, salirse del gentío. Y en ese
caminar impostergable pasó lo que jamás hubiera imaginado: la
amiga de Micro (lesbiana indiscutible) paró en seco y se volvió hacia
mí, enseñándome su dentadura mientras me lanzaba un derechazo.
Me alcancé a echar atrás y me dio en el pecho.
-¡¿Qué te pasa?! -le grité, como con un odio que no se merecía.
-¡Me agarraste el culo!
Y el resbaladero se convertía ahora en un desprendimiento telúrico.
Y antes de que pudiera decir que estaba loca, y que yo no le agarré
nada, el Micro la sostuvo para que no se me abalanzara. Salí huyendo.
Me puse realista y acepté que las cosas no iban bien, que era sensato
salir del lugar y regresar a casa. Atravesé a prisa la muchedumbre
que bailaba y reía, no quería encontrarme conocidos. Subí las
escaleras que dan a la salida, y como en esas pesadillas en que
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parece que ya te despertaste y te vuelves consciente de que sigues
soñando, los vi besándose.
Mi Segunda y el Uno. Recuerdo las rayas blancas de su chamarra
Adidas clavándose en mi corazón, y la risa de ella machacándolo.
Me puse digno, me puse energúmeno, y caminé como un poseído
a donde estaban. “¿Qué onda, Segunda?”; y su cara de idiota. Y la
cara de miedo de su amiga. Y las caras de imbéciles de los fulanos.
Y la incomprensión derramándose ya sobre todas las cosas, como
una inundación.
Ella, sin contestar, tomó su celular. Yo me puse creativo y se lo arrebaté.
-¡Le estoy marcando a mis papás!
-¿Pues qué te parece si hablo con ellos? Y de una vez les decimos que
seguimos saliendo, y que me estás poniendo el cuerno con este pendejo.
Y el pendejo: “pues con el único que se ha besado esta noche es
conmigo”. Y yo, poniéndome lo más machista que pude: “¿Ah sí, y
a qué te supo mi verga?”.
Y el puño del Dos en mi barbilla. Y el cristal polarizado contra el que
reboté. Y la sangre brotando. Y ellas dos gritando. Y yo como un poseído
queriendo enterrarle mi dolor al Dos. Y desconocidos deteniéndome.
Luego la agilidad con la que pasan las cosas cuando uno anda
destanteado. Y ella con ellos sonriendo desde el asiento de una
troca. Y mi camisa nueva ofendida con la vergüenza de mi sangre.
Luego los policías que alguien tuvo la precaución de ir a buscar:
-¿Qué pasó aquí, mi joven?
-Estaba discutiendo con mi novia, cuando un desconocido me
madrugó; vi en que camioneta se fueron.
-¿Sabe a dónde se dirigen?
-Sí.
Después, como en flashazos, la Abraham Lincoln, la Hermanos
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Escobar, la Adolfo López Mateos, la Paseo Triunfo… y a la altura
de la Plaza de Toros: ¡Esa es!
Y decir que él me abrió la jeta, pero ella pisoteó mi corazón. Y
ella diciendo que yo la estaba maltratando. Y él diciendo que yo le
eché bronca primero y que no iba a dejarse. Y el policía hablando
en clave con sus colegas. Y todos metidos en la misma patrulla por
perturbar el orden, volando con torretas prendidas por un tramo
infinito del Eje Vial Juan Gabriel.
En la comandancia le marqué a mi prima Karina para que fuera
por mí. No podía. Solo tenía una llamada. Cuando entré a la
celda fue una desilusión enterarme de que no había camas vacías;
me senté a mitad del suelo y lloré en silencio mientras extrañaba
profundamente mi camita plegable.
Tendría los ojos hinchados, cuando un uniformado me llamó
por mi nombre. “Ya vinieron por ti.” Y yo alegre e incrédulo. Y
Primera esperando, sentada en la salita con su hermano. Y los dos
despreciando al delincuente que salía de la cárcel, sin mediar palabra.
Hacía una luna inmensa. Me dejaron en mi coche y no quisieron
escuchar perdones ni agradecimientos. Lo hicieron por mi prima
Karina, que no podía ir y les marcó para avisarles. El camino
de regreso fue totalmente despejado, se sentía más bien frío y no
puse música. En el último semáforo, un espectacular se levantaba
orgulloso y majadero: Martes de Frutas y Verduras.
Entré a casa con el hondo deseo de que nadie anduviera levantado.
Me acosté pensando en cómo le haría en la mañana para que nadie
viera la chinga que me pusieron en el alma.
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Ladiela
I
Los minutos se repetían como un instante multiplicado en un cuarto
con paredes de espejo. Alba, cenit, ocaso; el estancarse del día que
se va oscureciendo; y al final, el tedio pegajoso de la noche.
Había un par de cosas: las horas de ejercicio, la lectura, la
correspondencia, la visita; buscar la distracción a toda costa… Pero
lo rutinario se vuelve insípido cuando sucede siempre dentro del
mismo puño. Un puño que se eleva contigo dentro para lanzarte
con todas sus fuerzas contra un cristal roto que es al mismo tiempo
tu futuro y tu pasado.
Después de la cena de un martes indefinido, los presos número 063-
75 y 195-804 se echaron cada uno en su cama. El primero se había
vuelto taciturno. Su rostro oscuro acentuaba su presencia silenciosa.
El segundo, un hombre joven mestizo, tenía cambios de humor
contradictorios, súbitos. Unas veces podía tener toda la nostalgia del
mundo en su mirada, y otras desbordaba una energía jocosa.
-¿Por qué estás aquí?-preguntó, sin preámbulos.
El serio, que veía hacia el techo, se giró hacia la pared sin contestar
y metió el brazo izquierdo debajo de la almohada que sostenía su
cabeza. El otro no se desanimó.
-¿No te parece que el nombre de los días no significa nada, después
de cierto tiempo? … ni las horas.
Pero el hombre que veía la pared, solo cerró los ojos. Deseó quedar
dormido de inmediato.
Era una noche fresca, con olores de lluvia. El hombre joven se
sentó sobre el borde de su cama. Vio el uniforme gris sobre la
espalda de su compañero. Le pareció más opaco que de costumbre.
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-Yo siempre fui más bien un hombre sin mucho que contar -dijo, como
si alguien le hubiera preguntado con curiosidad-. Nunca me ocurrió
nada interesante. Nunca hice nada extraordinario. Hasta que la conocí.
El acorralado solo se encogió contra sus piernas, como un feto,
cerrándose más al diálogo. El joven supo que no sería escuchado.
Pero no le importó. Cuando apagaron la última luz, subió sus pies a
la cama y se arrastró hacia atrás, quedando recargado en la pared,
con las piernas plegadas.
-Ya sabes cómo son esos chismes. Un amigo cualquiera te marca a ver
dónde andas. Te dice que está en equis cantina… y tú terminas yendo
como tantas veces. Saludas. Te presentas. Lo demás es lo de siempre.
Así nos conocimos. Al principio supuse que venía con mi amigo
y, a pesar de que era sumamente atractiva, no le presté mucha
atención. Pero algo pasa siempre… resulta que mi amigo salió del
lugar a atender una llamada de unos diez minutos; cuando regresó
ya ni se sentó, se disculpó y dijo que tenía que retirarse de urgencia.
Fuera de él, yo no conocía a nadie, tanto mi amigo como quienes
estaban en la mesa insistieron en que me quedara. Quedé a un lado
de ella, y como era más bien temprano, seguimos charlando de
cualquier cosa y pidiendo bebidas. Luego todo se fue saliendo de
control de la manera más normal que te puedas imaginar.
En cuanto tuve oportunidad metí la mano debajo de su pantalón
-dijo el mestizo con cierta alegría; luego continuó hablando como
si le estuviera contando a un auditorio-. Yo había tomado mucho.
Ella, lejos de sorprenderse con mi repentino manoseo, parecía
complacida. No tuvo que pasar mucho tiempo para que sus manos
también se pasearan por mis piernas. Las personas que estaban
cerca de nuestra mesa nos miraban burlones, murmuraban y hacían
gestos de repugnancia. Nunca nos importó. Seguimos pidiendo
cervezas y acariciándonos groseramente.
51
Entre la hilaridad y el desvarío propios del exceso de alcohol, nos
entrometíamos en la charla inconsecuente de nuestros compañeros
de mesa, pedíamos canciones a los músicos que nos miraban
lascivos y envidiosos, y nos acercábamos en besos tan evidentemente
precopulares, que de inmediato nos ganamos la desaprobación
general. En torno de la mesa, los rostros iban mudando de gestos
tan variados como insignificantes.
Cuando salimos de la cantina, no obstante la torpeza propia
de los borrachos, subimos a su coche a toda prisa. Un aguacero
comenzaba a barnizar las calles. Anduvimos sin rumbo, pero con
un fin claro. De camino fui desabotonando su blusa; después bajé
el cierre de su pantalón. Una humedad ansiada tibió los dedos
de mi mano derecha, dilatando el deseo. Ella seguía manejando
recostando su cabeza en el respaldo, excediendo el carril y cruzando
temerariamente los altos y semáforos. A momentos volteaba para
besarme con tal apertura de su boca, que parecía que iba a tragarme
a la manera de las boas.
En un descuido estuvimos a punto de chocar. Giró imprevistamente
y entramos en una calle estrecha. Se quitó su faja de seguridad.
“Aquí”, dijo para ella misma mientras desabrochaba mi cinturón.
Yo había bebido mucho, pero me daba miedo encontrarnos a la luz
de otros autos, o expuestos a las patrullas que rondan en la noche
como vampiros. Le pedí que buscáramos un sitio más seguro. “¿Qué
importa que lo hagamos aquí? No nos ve nadie”, argumentaba
infantilmente. “¡Aquí! ¡Aquí!”.
Tuve que rogarle para que nos moviéramos de ahí. Fastidiada, se
acomodó en su asiento y echó a andar el motor. Manejó algunas
calles, apretando mi pene. “¿Aquí?... ¿Aquí?...”.
Abrumado por el desenfreno y urgencia de una mujer que había
52
conocido seis horas antes, le indiqué al azar un callejón. De ambos
lados de la calle se levantaban frondosas columnas de árboles.
Hizo algo parecido a estacionarse. Sus ojos hervían en una
lujuria desmedida, cercana a la violencia. Su cara, que antes no
había pasado de presentar la afectación a que conlleva la ingesta de
alcoholes, tornó en una expresión grotesca que hubiera acobardado
al mujeriego más desalmado y desprovisto de escrúpulos.
En un instante se quitó lo que le quedaba de blusa y pantalón.
Se subió encima de mí mientras le quitaba sus calzones con manos
temblorosas. Mi deseo -inflexible hasta entonces- oscilaba entre un
erótico delirio y un terror que inspiraba su rostro poseído de no sé
qué infame trance.
La lluvia de la noche fue cubriendo su piel, blanquísima y obscena.
Bello contraste en la negra espesura en que respirábamos un aire
mezclado con alcohol, agua de lluvia, y el sudor de dos cuerpos que
se batían en un arrebatado deseo: penetrar y ser penetrado.
Hubo una pausa. El que escuchaba abrió los ojos. Sin voltear la
cabeza, miró por el rabillo del ojo, como queriendo encontrar la
plática con la vista. El joven suspiró, se levantó y fue hacia la reja,
tomó dos barrotes con las manos y continuó.
-Apenas tuve tiempo de bajar mi pantalón. Entonces bien podría
decirse que ella me poseyó; es más, si no digo que fui abusado, es
porque estoy convencido de que todo ocurrió, si no con mi voluntad,
sí con total falta de negación.
Poseída en su trance, me mordía, arañaba mi espalda. Era una
reina diabólica cabalgando con los ojos perdidos, y era incapaz de
responder mis preguntas y mis peticiones, las cuales, incluso en el
horror en el que estaba, me permitía tener.
Su confuso cabello castaño caía sobre su cara. De pronto me
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parecía que estábamos a un mismo tiempo en distintos lugares,
y que ella tuviera a momentos edades diferentes. De la lujuria al
miedo. Del miedo paranoico al éxtasis profundamente primitivo.
No podría decir cuánto fue el tiempo que estuvimos fornicando, y
referir los pormenores de tal acto bestial, sería pueril más que superfluo.
Y por si fuera poco, todavía hoy dudo de la fidelidad de mis recuerdos.
Lo que puedo decir, es que después de la culminación de aquella
desnudez rabiosa, ella no pronunció palabra. Una vez que terminó
de vestirse, retomó su lugar de conducción y fue sencillamente
dirigiéndose donde yo le pedía. Luego solo condujo. Fría. Rígidamente.
Ahora era una estatua dentro de una plaza, bañada con una capa
de brillo de luna mortecino y helado. Así siguió hasta que estuvimos
frente a mi casa. Y ahí la sensación de que no era la primera vez que
llegábamos juntos. Era como si fuera parte de un hábito. “Buenas
noches”, dije, mientras abrochaba mi cinturón. Ella no respondió,
solo siguió perdida en su contemplación hacia ninguna parte.
Apenas entré, me fui a la cama. O eso me pareció. Entonces caí
en un sueño bastante más hondo de lo que evoca la palabra profundo.
54
II
55
bueno para nadie, tomando en cuenta -y aquí pude percibir un
bienestar burlón- que llevaba conmigo la mitad del asunto”. Luego
soltó una risa siniestra.
Sin salir un instante de mis pensamientos, pregunté “¿y cómo
estás?”. Dijo que estaba bien, que no había sido nada de cuidado.
Dijo algo de vernos luego, o hablarnos. Después colgó.
Antes de regresar a la cama pasé a orinar. Las frases “nos fuimos
todos; nuestro asunto; mi mitad”, seguían girando en mi cerebro como
un carrusel. Las náuseas y las lagunas eran las peores que había
tenido en toda mi vida.
Un cansancio que no recordaba haber experimentado me
hizo cerrar los ojos y me quedé dormido. El silencio recuperó su
quietud por un momento, como la superficie de un lago que se
aplana al cesar el viento.
Entonces el que estaba parado se tumbó en la cama, y con
las manos entrelazadas debajo de su cabeza, se quedó como
considerando lo que acababa de decir.
-¿Y qué pasó después? -preguntó el compañero, hablando por
primera vez durante la noche.
El mestizo suspiró, cerró los ojos un momento, y volteó hacia el
que preguntaba para seguir contando.
-Desperté a las siete de la tarde. No tenía hambre. Sentía un agudo
malestar muscular. Me levanté a prisa para ir al baño, llevado por
un asco concentrado que me hizo vomitar.
Cuando terminé, entré a la regadera; el contacto con el agua fría
me alivió un poco. Los chorros caían sobre mi rostro y mi cabeza
placenteramente; de pronto, parecía que los hilos de agua fueran
tirando de algo que estaba atorado en la tubería, y que poco a poco,
como en pedazos, iban juntando piezas de imágenes.
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Con los ojos cerrados, vi cómo se aclaraban las cosas. Pronto me
pude contemplar como en un cuadro: la mesa, las bebidas, las miradas
que esculcaban el oscuro rincón donde nos transfigurábamos. Las
risas funestas que se oían entre las canciones.
Todo era vago, deforme. Mientras bebía, ella iba disolviendo
raciones de algún tipo de polvo, del cual -ahora recordaba- me
había dicho que tendría “un olvido profundo, pero un placer mucho mayor”.
Me mostró una fotografía donde se abrazaba con un hombre de
ropas elegantes, y con una mujer joven que era en verdad hermosa.
“¿No te parecen divinos?”.
Ella estaba borracha, y hasta entonces la noche había sido
delirante, no era raro que cada disparate me pareciera lógico.
Guardó la fotografía en su bolso, y antes de irnos, se acercó a mi
oído. “Tenemos que deshacernos de ellos. ¿Nos vamos?”.
Entonces tomé sus palabras y su comportamiento como el de una
mujer ebria, pero en el momento que ese recuerdo pasó por mi
mente, un escalofrío recorrió mi cuerpo, al mismo tiempo que en
mi lengua reconocía el sabor singularmente amargo que tenían las
últimas bebidas, y que tuvimos en la boca desde poco antes de salir
del lugar, y hasta el último beso que nos dimos.
A esas alturas, la imagen del rompecabezas se había vuelto
casi totalmente nítido y coherente, pero, tal como ocurre cuando
estás seguro de algo que ocurrió pero prefieres corroborar como
esperando estar equivocado, cerré la llave de la regadera.
Arrebatado por una angustia fúnebre, salí del baño sin secarme
y caminé a la parte trasera de mi casa. En la entrada de la bodega
había manchas de sangre por el piso. Me acerqué a la nevera y la
abrí. Dentro estaba la hermosa chica de la fotografía. Desnuda. Con
sus bellos ojos claros inútilmente abiertos. Su cuello hendido debajo
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del mentón. Volví a vomitar. Su cuerpo estaba hundido entre hielos
ensangrentados. Mesé mis cabellos. No entendía nada. La repulsión
me hizo cerrar la tapa de la nevera.
Salí a tumbos de la bodega, atravesé el patio y entré en la casa. La
noche del domingo había caído llenando de luces la calle y el cielo. Fui
de un lado a otro, como una fiera en una jaula. Me vestí con cualquier
ropa y empecé a buscar sin saber qué buscaba. Eran las nueve dieciséis…
Después de eso hay un abismo. No recuerdo qué hice. Tal vez me
desmayé. Sé que salí de casa antes de que amaneciera. La busqué
sin sentido. Todo ese día. En el transcurso supe que habían pasado
nueve días desde que salimos de la cantina, y no dos.
-No entiendo esto último -lo interrumpió el compañero de celda.
-Yo tampoco entendí entonces. Creí que estaba loco. O que estaba
soñando. No quería regresar a casa. Y al mismo tiempo, tenía la
ingenua esperanza de que nada fuera como lo recordaba. De que
no hubiera nadie en la nevera y no me faltara una semana de vida
en mi memoria. Sin embargo, regresé a casa. Todo seguía igual que
le dejé. Y así siguió hasta el martes.
-¿Y después?
El joven se rio.
-Después ya nada volvió a tener sentido -dijo-. Eran las ocho de
la noche cuando llamó por teléfono. Yo había dejado de comer y
dormir. Entonces me lo contó todo. Cuando salimos de la taberna,
fuimos al callejón, tal como te he contado. Pero pasó mucho tiempo
antes que yo fuera a dormir a mi casa...
“Cuando nos estacionamos, lo primero que hice fue darte una gran
dosis de polvo. Después de fornicar (no lo recordarás) fuimos hasta
mi casa. Ellos estaban dormidos en sus habitaciones. Si escucharon
cuando abrimos la puerta, lo único que hubieran pensado es que
volvía como cualquier otra noche.
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“Primero fuimos por él. Tú esperabas en el pasillo, cerca de la
puerta. Cuando prendí la luz ni se asomó debajo de la sábana. Creo
que dormía. Luego entraste (habíamos acordado la señal de un
falso golpe de tos). Yo te esperaba ya con la navaja. Eufórico por
tanto polvo, me la quitaste de las manos y te acercaste directo a su
cuello. Apenas tuvo tiempo para sentir un ardor debajo de la barba.
Dormía de costado.
“La habitación de ella estaba en el piso de arriba. Pero no iba
a permitir que me viera antes de morir. Te ordené que entraras y
ahora fui yo quien esperó en el pasillo oscuro. Desde unos cuantos
pasos, vi cómo intentaste girar la perilla. Estaba asegurada por
dentro, por eso la forzaste de una patada.
“Desde el pasillo escuché el grito de su sobresalto. Luego los
chillidos y alaridos escandalosos. Su cuerpo estrellando contra el
peinador, después en la pared. Finalmente el vano forcejeo y su voz
acallada. No la quise ver. Te hice venir y te dije que podías hacer
con ella lo que quisieras. Yo esperaría abajo.
“Bajaste por la escalera con su cuerpo envuelto en una sábana.
Yo había metido el coche en la cochera. La pusiste en la cajuela y
fuimos a dejarla a tu casa. Volvimos a poner en la tina de baño el
cuerpo de él. Me ayudaste a llenarla de hielo. A partir de entonces
seguimos bebiendo y tomando polvo, sin salir de mi casa.
“Después de varios días de celebrar, te llevé a tu casa. Lo subimos
ahora a él en la cajuela, para dejarlo con su hija. Pero de camino
recapacité… si lo encontraban a él en nuestra casa, y a ella en
la tuya, tendría más fuerza el móvil: tú entraste a robar; mataste
primero al padre. Luego hurgando la casa diste con el cuarto de
la hija. Después de quitarle la vida y abusarla, te encontraste con
la esposa que llegaba en ese momento a casa. La mataste también.
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“Desesperado y nervioso, después de cometer los crímenes, al
padre lo enterraste en el patio, solo que torpemente. A la hija y a la
madre las llevaste contigo, utilizando su propio coche. Dejaste a la
hija en tu nevera, pero a la madre la llevaste a esconder en un lugar
ignorado, y nunca se volverá a saber de ella.
“Pero cometiste errores: dejaste huellas en la casa y en el coche;
ella está llena de semen y saliva; te quedaste con la navaja… el coche
lo encontraron esta mañana en el callejón donde lo dejaste anoche,
con tu cartera tirada debajo de un asiento”.
Me sentía mareado. No sabía ya cuál era la realidad. No podía hablar.
Solo jadeaba pensando en todo lo que ella decía por teléfono. Dijo que
estaba en el aeropuerto. Y que saldría del país con papeles falsos, con la
fortuna de su marido a salvo en una cuenta. Luego solo colgó.
Solté la bocina. Me dejé caer sobre la alfombra de mi cuarto.
En la puerta daban golpes. Por las ventanas pude ver las luces de
las patrullas. Eran muchas. Debajo de la cama, todavía manchada
de sangre, estaba la navaja. La misma que cortó el cuello de mi
huésped. La misma con que maté a su padre.
La celda quedó en silencio. Faltaban unas horas para el amanecer.
El callado invitó un cigarro al mestizo. Fue la primera vez que
fumaron juntos. Cada quien siguió echando humo en silencio, como
celebrando un incomprensible aniversario luctuoso.
60
Ojo de Bruja
I
Cumpleaños
Desde la placita puedo ver la parada del camión. Ya son las nueve
y media. Recorro con los ojos los nombres y mensajes escritos con
marcadores, gises, pintura en aerosol y hasta cera para zapatos. Me
gustan esos mensajes sordos (que a veces parece que estuvieran gritando)
porque iluminan el día cuando los focos de la plaza están apagados.
“Todo lo que brilla no es oro” dice uno que tendrá recién
unos días escrito, y si lo lees te sonríes con él, como si estuviera
diciéndose para ti, diciéndose para ti indefinidamente.
A lo lejos se escucha el motor del camión, y yo apresuro el paso.
El último en llegar picha las papas, y si no subo en ese que se acerca
tendré que esperar otros veinte minutos.
Quisiera decir que vamos volando, pero los camiones del
transporte público de mi ciudad están más inspirados en los
gusanos quemadores que en los dragones. Algo que por otro lado
se agradece, pues a veces puedes ir leyendo con toda tranquilidad
durante el viaje. (Dije “a veces”).
Bajo en la primera parada del Parque y lo atravieso lo más rápido
que puedo. Llego por un costado y descubro que no hay nadie, ¡en
mi reloj de pulsera quedan todavía siete hermosos minutos para que
den las diez!
Bueno, el Profe Miguel ya está en la banca que acostumbra,
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rodeado de pájaros y con una cara como de estar muy contento,
pero él nunca participa en a ver quién llega al último, así que no cuenta,
además, ya está en esa edad en la que a los adultos les encanta
levantarse con el alba, limpiar, hacer café, caminar o correr, ir de
paseo solos o acompañados, pero siempre madrugando de manera
obsesiva, incluso los sábados.
Casi junto conmigo llegó Paco. Él llega temprano siempre
porque es puntal sin batallar. Es de esos seres humanos que son
tan responsables, pero taaan responsables, que no pregunta algo
que le inquieta por no atentar contra la privacidad del otro. Eso sí,
siempre, sin excepción, dice y contesta la verdad.
-¿Cómo estamos? -dice el Profe Miguel con su sonrisa imperturbable
cuando se da cuenta de que nos acercamos a su banca.
Nos saludamos y nos encaminamos a la puerta principal de la
BIBLIOTECA, con mayúsculas, porque así, dice el profe Miguel, debe
escribirse y pronunciarse siempre, BI-BLIO-TE-CA. Hoy es un día
especial: la Sala de Lectura “Ojo de bruja” festeja su segundo aniversario.
Claro que no empezamos a las diez en punto. En lo que van
llegando los demás, en lo que nos saludamos y preguntamos cosas
importantes, como si Leo metió gol en su partido de ayer, o si ya
fuimos a ver El Laberinto del Fauno (aunque el cartel recomienda
discreción a los padres) o si, para la celebración de hoy, compraremos
refrescos o agua de sabor… las mujeres siempre quieren que tomemos
agua en vez de soda, “es más saludable” dicen; afortunadamente,
Perla, que es nuestro miembro más inteligente, siempre las corrige
diciendo que, desde el punto de vista de la cantidad de azúcar,
las dos opciones son igual de peores, y entonces podemos decidir
democráticamente con un volado.
También hay que estar al pendiente para cuando llegue Valeria,
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que viene en silla de ruedas hasta la BIBLIOTECA y tenemos que
ayudarle a subir la rampa y las escaleras. Bueno, en realidad Valeria
va a todas partes en silla de ruedas; quién sabe cuántos males tan
antiguos como inoportunos le impiden moverse por su propia cuenta,
como el resto de nosotros. Por fortuna (o por justicia) sus padres la
adoran y hacen todo cuanto está a su alcance para que siempre esté
lo más feliz posible. Ella es nuestro segundo miembro más inteligente.
Tenemos un acuerdo: el primero en llegar podrá ser el moderador
de la sesión, o en su defecto, designar a quien prefiera; ser moderador
es un honor que todos los miembros llevamos a cabo con orgullo
cuando nos distinguen con semejante deber, ¿por qué? Es muy
sencillo: el moderador es la ley en nuestra Sala de Lectura, organiza
el orden de las lecturas, los turnos de los comentarios, toma el
tiempo cuando alguien comenta para que no se exceda e incluso
puede hacerle callar si le parece que de plano está divagando. En fin,
un moderador preside la sesión, e incluso puede tomar decisiones
imprevistas cuando crea que son para bien de la sesión y del grupo.
Una vez, por ejemplo, nos honró con su presencia un famoso
poeta de nuestra ciudad, y por supuesto decidimos halagarlo con
nuestro más alto galardón: ser el Moderador; él aceptó con un gusto
que se le notaba en todo el cuerpo. Abrió la sesión platicando sobre
la manera en que a los seis años se dio cuenta que era poeta, y
después de un larga reflexión sobre la poesía y las palabras, dijo
que esa era una hermosa mañana de verano, y que en su calidad
de moderador, sugería que pasáramos lo que quedaba de tiempo
echados en el césped, viendo cómo se mecían los pinos. Aunque ese
día no leímos, ¡todos estuvimos de acuerdo!
El caso es que esta vez habíamos llegado yo y Paco prácticamente
al mismo tiempo (recordarán que el Profe Miguel siempre llega
63
primero, así que para efectos de moderar tampoco cuenta; a menos
que un día desee hacerlo; entonces solo lo tiene que pedir), pero
Paco fue ágil y dijo:
-Tú moderaste la semana pasada… ¿no te importará que esta vez
lo haga yo?
Y claro, con un resentimiento y una decepción disimuladas le contesté
que de ninguna manera. De tal suerte que Paco tomó la palabra:
-Bueno, pues muchas gracias a todos por acompañarnos, bienvenidos
a quienes nos visitan por primera vez (además de los de siempre, ese
día llegaron un señor y su hija, ambos con ropa deportiva), estamos
muy contentos porque hoy se cumplen dos años de que empezamos
a juntarnos para leer; terminando la sesión nos quedaremos a un
pequeño convivio para festejar, están cordialmente invitados.
-Muchas gracias -dijeron ambos.
Antes de iniciar, recomendamos guardar silencio mientras alguien
lee o habla; que solo hable una persona a la vez y que en la medida
de lo posible no nos salgamos del tema que se esté tratando; por
último, se sugiere ser breves en los comentarios y mantener una
postura tolerante y amigable.”
Todos habíamos participado en la redacción de las Sugerencias de
nuestra Sala (en un principio las llamábamos reglas, pero a petición
del Profe Miguel las cambiamos por sugerencias, ya que, según
él, la organización de todo grupo debe basarse en la libertad…
¡y nos ha funcionado!). Y aunque era costumbre mencionarlas
cuando personas nuevas asistieran, todos sabíamos que de vez en
cuando los debates sobre un texto o una opinión se acaloraban
tanto al irse apasionando los argumentos que no era nada raro que
se estuviera a punto de discutirlo a golpes… bueno, es un decir;
afortunadamente la cosa nunca iba más allá, y una vez que salíamos
64
de la BIBLIOTECA todos volvíamos a ser los mejores amigos.
Paco designó el orden en que se leerían los textos escogidos para esa
sesión (cada quien podía traer lo que quisiera, y también tratábamos
de que el orden de lectura fuera conforme a la llegada los asistentes).
Juan leyó un par de cuentos de Gibran Jalil Gibran. El Profe
Miguel leyó un capítulo de Crónicas Marcianas de Ray Bradbury,
que le gustó especialmente al señor que llegó con su hija. Alejandra
recitó excepcionalmente para nosotros el poema “Reír llorando” de
Juan de Dios Peza.
Valeria tiene dificultades para hablar y leer fluidamente, a causa
de sus padecimientos, entre los que se cuentan un caso severo de
artritis y cuadriplejia, sin embargo, eso no le impide participar con
pasión y valentía, por lo que llevó la novela Rayuela de Julio Cortázar
y pidió que leyéramos el capítulo siete. Yo me ofrecí a leerlo.
Entre una lectura y otra, complementábamos con comentarios,
impresiones y asociaciones que teníamos a partir de lo que se leía.
Leo trajo una antología de poemas de Friedrich Hölderlin, del que
nos leyó unos cuantos. Perla nos compartió un cuento de Mario
Benedetti titulado “La noche de los feos”. Y a punto estábamos de
leer un fragmento de El nombre de la Rosa de Umberto Eco que había
traído Lucio, cuando Victoria pidió la palabra:
-Oigan, si no les molesta yo traje el cuento Ojo de Bruja, y me
gustaría leerlo por lo especial de la ocasión…
-¡Sí! -dijimos todos, instantáneamente, incluyendo a Lucio.
Faltaba poco para que dieran las 12:30. El cuento Ojo de Bruja,
del escritor Guatemalteco José Ameyalli, fue el nombre que
elegimos para nuestra Sala de Lectura. Antes de ser el nombre
vencedor, tuvo que competir contra las opciones: “José Martí”,
“Ala de colibrí” y “Jesús Gardea”.
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Perla leyó el cuento con su excelente voz e interpretación:
“-Era una vez un ojo. Un ojo de bruja -dijo la madre, haciendo
una voz suave y profunda.
Sus tres hijos se sentaron de inmediato en el suelo.
-Un ojo que veía montones de cosas, terribles y fantásticas,
adorables y absurdas. Era un ojo de bruja que veía muchas de cosas.
-¿El ojo estaba en la cara de la bruja? -preguntó el más pequeño.
-No, no tenía cara.
-¡Estaba en su cabeza! -gritó el mediano.
-No había cabeza.
-¿Lo sostenía una mano cortada de una bruja? -preguntó el
grande, haciendo alarde de inteligencia.
-No había mano, ni cara, ni cabeza, ¡era un ojo de bruja que veía
muchas cosas!
-Eran unos días antes de navidad. El padre había echado grandes
leños en la chimenea y se había ido a encerrar en su estudio como
todas las tardes después de cenar. Desde la ventana se veían caer
livianamente plumas de nieve que parecían plumas de almohada.
-¿Y cómo puede saberse con tal seguridad, que la cuenca donde estuvo
un día ese ojo era de la cabeza de una bruja? -cuestionó el grande.
-Esas cosas se saben. Quienes vieron adentro de ese ojo, lo saben
de inmediato, como los que en la noche voltean al cielo y, aunque no
puedan verla, no tienen ninguna duda sobre la existencia de la luna.
Hay algo más: quienes pudieron soportar el terror de mirar más de una
vez, supieron cuál era el nombre de la bruja. El ojo se los mostraba.
-¿Y cómo se llamaba? -preguntó el pequeño.
-Solo aquellos que miraron lo saben, pues no es un nombre que
pueda escribirse o pronunciarse. Más que mirar su nombre, lo sentían.
Fue visto por primera vez en manos del hijo del carpintero, un
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niño solitario que solía dar largos paseos por el bosque y regresar ya
entrada la tarde. Más de una vez había tenido a su padre viudo con
el alma en un hilo, esperando su regreso.
El hijo del carpintero jugaba despreocupadamente con el ojo en la
plaza del pueblo, como quien se divierte con una pelota; lo lanzaba
por encima de su cabeza y el ojo atravesaba el aire con extraños
destellos. Al primero que le llamó la atención fue al curandero,
que pasaba por ahí de vuelta del mercado. Una mano detuvo el
ojo cuando caía de su vuelo, dejando al hijo del carpintero con las
manos levantadas.
-¡Regrésemelo, es mío!
El viejo no contestó. Se quedó unos minutos mirando extrañado
esa esfera de una consistencia que no podía reconocer. Sin decir
nada, tomó al muchacho de la ropa y lo llevó a rastras a casa de su
padre, que se encontraba trabajando en su taller. Cuando los vio
llegar dejó sus herramientas.
-¿Ahora qué hiciste, hijo?
-¡Te prometo que no hice nada!
-Hasta ahora no ha hecho nada. Pero quería preguntarte si sabes
algo sobre esto -dijo el curandero mientras le lanzaba el ojo.
El carpintero lo atrapó por reflejo y se quedó sorprendido viendo
lo que tenía en sus manos.
-¿Y esto?
El curandero estaba a punto de responder, pero el hijo del
carpintero le quitó la palabra de la boca.
-¡Juro que no lo robé, lo encontré en el bosque!
Luego, ante las preguntas de ambos interrogadores, el chico les
contó que durante su paseo se detuvo al pie de un inmenso roble
que solía visitar. Ahí pasaba largos ratos buscando insectos, piedras
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y cualquier otra cosa que conseguía llamar su atención. Les dijo
que mientras estaba tumbado removiendo la hojarasca y las ramas
del suelo (en realidad estaba sosteniendo en voz alta una charla
interesantísima con todo tipo de seres que le gustaba imaginarse)
escuchó unos ladridos y gruñidos no muy lejanos.
Se levantó y siguió el rumbo de donde provenía el ruido, hasta
llegar en pocos minutos a un claro del bosque donde había una
cabaña abandonada. Escondido entre los troncos y el follaje, vio
a unos seis perros que olisqueaban y removían la tierra cerca de
la casa, y, de vez en cuando, se retaban mostrando sus dientes con
ferocidad cuando se estorbaban en su pesquisa.
El hijo del carpintero, que tenía mucho de aventurero y algo de
bribón, sacó su resortera del pantalón y desde su escondite lanzó
unas cuantas piedras de buen tamaño, de las cuales la mayoría
dieron en el suelo y en las paredes, con lo cual la jauría se dispersó
y emprendió la huida. Una o dos piedras llegaron directamente a
un hocico o una nariz, y una más fue a dar al cristal de la ventana,
causando gran estruendo. Uno de los perros volvió la mirada
mientras huían, y aunque el muchacho estaba escondido, los ojos
del perro parecieron clavarse por un instante en los suyos, luego solo
siguió a sus compañeros.
Cuando se cercioró de que los perros se habían ido, fue a husmear
el lugar. Ya había estado antes fuera de esa casucha y le decepcionó
un poco encontrar todo de la manera habitual, unos muebles viejos
apilados en desorden, algunos cacharros, nada que mereciera la
pena. Bueno, casi nada. Nunca se había asomado al interior de la
casa, y un cristal de la ventana estaba hecho pedazos en el suelo. Solo
tuvo que mover con la mano una sucia y deteriorada cortina. Era una
casa pequeña y no presentaba mayores novedades que su exterior. De
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hecho, estaba prácticamente vacía, llena de polvo y telarañas.
Metió media cabeza para mirar mejor, y poniendo la mano libre
cerca de su boca, gritó lo más fuerte que pudo “¡holaaaaaaa!”. Su voz
resonó en el silencio, y a punto estaba de sacar la cabeza cuando otra
voz contestó con toda claridad: “hola”. La sorpresa lo hizo echarse
hacia atrás y tropezarse con una piedra. Tirado con la espalda contra
el suelo vio cómo la ventana se abrió de golpe hacia afuera, y cómo la
cortina salía de la casa, agitada por una corriente de aire.
El miedo lo hizo saltar como gato, poniéndose de pie, mientras la
puerta se abría de par en par, pero ya no quiso ni siquiera mirar. Se
dio la vuelta y corrió un buen trecho hacia el pueblo sin detenerse
a voltear. Conocía bien el terreno y se había hecho ágil en andarlo
a prisa, pero iba tan turbado que le parecía que las ramas de los
árboles le salieran al paso para detenerlo; apenas pudo agacharse
para librarse de una rama demasiado baja, aunque hubiera jurado
que una mano le arrancara un mechón de cabello; quiso voltear,
sintiendo un gran escalofrío, pero se tropezó con sus propios pies.
Esta vez cayó boca abajo, y se giró con toda la rapidez que pudo,
como queriendo comprobar si alguien lo seguía.
No había nadie. Estaba solo en el bosque y a unos pasos se veían
ya las primeras casas. Se calmó un poco y recuperó el aliento.
Sintió un poco de pena por pensar que alguien lo viera huyendo
con tanto temor. Se burló de sí mismo y sonrió. Entonces miró a
un metro de sus pies. Ahí estaba el ojo. Claro que al principio solo
le llamó la atención por su aspecto inusual, y claro que la mayor
parte de los detalles los omitió al padre y al curandero. A decir
verdad, su versión no incluía ni los perros ni la cabaña, aunque sí
el último tropezón.
Al padre no le pareció algo digno de indagar demasiado, y le restó
importancia. Aunque el curandero no quedó del todo conforme,
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se tuvo que resignar a que el muchacho recuperara su juguete, y se
despidió con desgana.
Pasó casi un año antes de que el ojo revelara su extraña cualidad. El
hijo del carpintero casi lo había olvidado y lo tenía sobre un librero,
en su cuarto. Hasta una noche que se preparaba para dormir, y una
ráfaga de aire entró por su ventana; el ojo irradió destellos rojos y
se agitó, haciendo sonar el mueble. Se acercó y lo tomó, y entonces
pudo mirar que dentro del ojo se sucedían imágenes y escenas
fabulosas, llenas de aventuras terribles y entretenidas.
Era como estar viendo una de esas obras de teatro que presentaban
algunos domingos en la plaza -quizá un poco mejor representadas-.
El muchacho estuvo embelesado un buen rato, hasta que empezó
a ver una escena que después refirió como monstruosa, pero sin
atreverse a dar detalles, la cual no pudo soportar y aventó el ojo,
pegando un alarido.
El padre empujó la puerta y encontró a su hijo trepado en la cama,
pálido y mudo. El ojo giraba en el suelo refulgiendo. El carpintero se
persignó y le echó encima su pañuelo. Estaba ya entrada la noche,
pero aun así alistó su caballo y se dirigieron a casa del curandero.
Habían puesto el ojo en un cofre. El curandero los invitó a
pasar y escuchó con más tranquilidad de la esperada el relato de
ambos. Resolvieron ir a despertar al cura para pedir su consejo. Sin
embargo, el cura no pareció interesarse mucho con lo sucedido; dijo
que en el mundo había muchos y variados objetos que escapaban
a la comprensión e inteligencia de los hombres comunes; dijo
también que difícilmente una cosa como esas podría hacer algún
daño a alguien, pero que, no obstante, les sugería deshacerse de ella
cuanto antes; fastidiado les dio algunas simples instrucciones para
que llevaran a cabo la tarea, les ofreció la mano para que la besaran,
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y cerró la puerta de la iglesia en sus narices.
El curandero se ofreció a destruir ese objeto diabólico, a menos,
dijo, que quisieran escuchar el espantoso grito de las brujas al ser
sacrificadas. Ni el carpintero ni su hijo quisieron saber más del asunto
y se regresaron aliviados a su casa. El curandero fue también a la
suya, pero lejos de destruir el ojo, lo colocó encima de su escritorio
para estudiarlo otro día.
Después de algunos asuntos más urgentes, por fin se dedicó
a indagar en viejos libros y someter esa “curiosa artesanía” a los
más descabellados experimentos. No tardó mucho en descubrir la
sorprendente gracia, y no dejó de pensar en las palabras del cura.
Dijo a todos que se había encargado del asunto, y lo conservó mucho
tiempo, hasta que convino mostrarlo en secreto a quien quisiera
echar un vistazo. A cambio, claro, de un precio razonable.
Ver el ojo era algo tan maravilloso, que el número de mirones
pronto creció, y pronto corrieron también los rumores más allá de la
aldea. La gente chismeaba, y el curandero, aunque negaba siempre,
se sentía en el fondo satisfecho e importante, pues empezaron a ser
más frecuentes las visitas de personas de pueblos lejanos, que de
otro modo jamás habrían tenido interés en visitar.
El ojo mostraba a quien veía, portentos pasados y futuros, batallas,
cacerías, ejecuciones de herejes y brujas, amoríos e infinidad de
historias asombrosas. La fortuna de su dueño creció en pocos meses,
y pasaron pocos años antes de que la cosa fuera perdiendo novedad;
al menos en el pueblo, y el ojo de bruja pasó a ser una leyenda.
Una noche, durante la fiesta del santo patrono del lugar, algo
pasó que reavivó el tema entre los vecinos. Empezaron a sonar
las campanas de la iglesia. Además de lo inusual por la hora, el
sacerdote se encontraba en la plaza: no había nadie en la iglesia. A las
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campanadas les siguió un escandaloso incendio que iluminó el cielo.
Todos corrieron hacia la iglesia, improvisando como arma lo
que tuvieron a mano. El incendio era de la casa del curandero (que
estaba cerca de la iglesia). Era tarde para salvar la casa de las llamas,
y antes de que se preguntaran por el curandero, quien no solía asistir
a eventos públicos, aullidos profundos y espantosos vinieron de
adentro de la iglesia, el cura empezó a rezar y los hombres sintieron
que los abandonaba el valor.
Las puertas de la iglesia estaban cerradas. Los vecinos detuvieron
el paso a unos metros de la entrada; el cura los miró con desprecio,
empuñó un crucifijo y siguió caminando mientras balbuceaba un
salmo. Luego hubo muchas versiones de lo que pasó. Pero más o
menos, todas coinciden en lo elemental.
Antes que el cura lograra llegar a las escaleras, una horda de
perros salió empujando las puertas, gruñendo y babeando; la escena,
con el chirriar del incendio y un aire endemoniado que empezó a
remolinear, dejó a todos paralizados. El hijo del carpintero, que ya
estaba entrando en su madurez, dio unos pasos adelante y vio que
uno de los animales llevaba el ojo en el hocico. El joven y el perro
se miraron directo a los ojos por unos segundos, era el mismo que
había visto en la choza.
El hijo del carpintero quiso avanzar, pero entre los vecinos y el
cura se alzó una cortina de fuego imposible de atravesar sin morir
en el intento; el solo resplandor y el calor que desprendía, hicieron
retroceder un poco más a todos. Con dificultad, vieron cómo los
perros se echaron sobre el pobre sacerdote, que con grandes gritos
de horror, y en pedazos, abandonó este mundo.
El fuego cesó de pronto, entonces los perros se marcharon como
llevados por el viento hacia la negrura de la noche, ante la mirada
72
aturdida de los vecinos. El hijo del carpintero fue el primero en
moverse, entró al templo y, seguido de un grupo de personas
que lograron reaccionar, encontró el cuerpo ensangrentado del
curandero con la cabeza recostada al pie del altar, sin ojos, y con un
cofre abierto entre las manos.
Jamás se volvió a saber del ojo. Pero el hijo del carpintero jamás olvidó
aquella voz, lo que vio en su cuarto, y, sobre todo, nunca podría olvidar
ya el fin que tuvieron el cura y el curandero, la iglesia y la vieja casa.
Los tres hijos se quedaron mirando a la madre, en completo silencio.
La quietud y lo oscuro de esa noche eran el escenario perfecto para
que la historia que escuchaban resultara más terrible y cercana.
-¿Y qué pasó después? -se animó a preguntar el de en medio.
-Aunque los habitantes del lugar estuvieron totalmente de acuerdo
en lo sobrenatural del suceso, las autoridades que vinieron del exterior
no prestaron muchos oídos; al fin y al cabo en los pueblos como ese
abundan las historias increíbles y las supersticiones. Eso sí, dijeron que
aquellos animales no eran perros, sino lobos, y que ya habían causado
molestias en otras poblaciones cercanas. “Quizá si no se hubieran
sentido en peligro por una muchedumbre que los rodeaba jadeante
y con todo tipo de armas, no hubieran atacado como lo hicieron”.
El asunto se fue olvidando. Cada año fueron menos frecuentes
las visitas a las tumbas del cura y el curandero, hasta que un día
ya nadie volvió a visitarlas. Y aunque el pueblo fue creciendo
con el tiempo, acortando las distancias con los pueblos vecinos,
fortaleciendo el comercio, y sin saber cómo ni cuándo se vio
favorecido por la educación y la tecnología, los hijos y los nietos de
quienes vivieron en carne propia aquel suceso, todavía cuentan a
los niños que siempre estén atentos, que los ojos de bruja abundan
en el mundo, y que si son buenos observadores, cualquier día, entre
73
los árboles del bosque, brillando entre las hojas, o escondido en el
resquicio polvoso de un librero, un ojo clavará en ellos su mirada, y
no resistirán querer mirar en él.”
Aunque la mayoría conocemos muy bien este cuento, siempre
disfrutamos enormemente leerlo. Se dio por terminada la sesión y
saboreamos una tarde de comilona, juegos y canciones.
74
II
Todos juegan
Leo
75
habían improvisado con piedras los lados de las porterías y todos lo
saludaron con gran entusiasmo. “Vas con nosotros”.
Se reanudó la cascarita. Era una calle futbolera, los vecinos
estaban acostumbrados a que los muchachos se adueñaran de
ella durante horas, todos los días. Las cosas se pusieron buenas
cuando un balonazo fue a dar contra la defensa trasera de un coche
estacionado. La pelota rebotó hacia la portería del guardameta que
había pateado, y, como este se hubiera adelantado hacia la puerta
enemiga para reforzar el ataque de su equipo, no alcanzó a detener
el rebote, que fue derechito a meter gol.
El equipo favorecido enloqueció en un festejo burlón; claro que
los otros reclamaron, pero el argumento de que la pelota no había
dejado el campo, y que fue un rebote legal, tuvo que ser aceptado
por todos. Los jugadores se habían reunido al centro del campo para
resolver el asunto, entonces el portero que había metido autogol
(es decir, un auténtico gol metido con un auto) aprovechó que la
portería contraria estaba descuidada y volvió a patear con todas sus
fuerzas, esta vez con buen tino. Fue un gol de portería a portería.
Ante la queja de que había madrugado, él se defendió diciendo
que había gritado que el juego seguía, y bueno, la verdad es que sí
había gritado “¡Sigue!”. Entonces, nació en el corazón y en la mente
de todos el ser más inteligentes y meter más goles, y empezaron a
hacer autopases en árboles, banquetas, tomas de gas. Cuando un
vecino pasaba por el campo de guerra, quien tuviera el balón podía
hacer la pared con él, y maravillosamente todos colaboraban.
El hermano pequeño de uno de los jugadores quería entrar a jugar,
pero no lo dejaban porque estaba muy chico, así que se fue llorando
a su casa. A los pocos minutos regresó con su mamá, que lo traía
en los brazos; se metió al juego sin decir nada, y tomando el balón
76
con las manos, lo llevó a cualquier portería y se lo dio a Danielito,
que también lo agarró con las manos mientras se limpiaba el llanto.
“Meta gol. No llore. Aquí van a dejar jugar a todos”. Y metió gol.
El equipo que anotó indirectamente se desgañitó de la alegría.
“¡Goooooool!”.
El portero despejó, y un medio de su equipo recibió también con
las manos. Fue hasta la meta e hizo un tanto. Alguien fue por un
hermano mayor para hacer un cambio; otro más fue por su perro,
que aunque no precisamente entrenado, le gustaba jugar con
cualquier pelota, y daba un poco de miedo acercarse a quitársela.
Si llegaban a la tiendita de la esquina los de Bimbo o los de Coca-
Cola, los invitaban a sumarse, uno y uno. Aquello era ya un desastre
donde los goles dejaron de contarse, y se metían lo mismo de chilena
que con un burla-perros. Incluso de pronto hubo hasta tres pelotas
en la cancha, y con todas se metían goles, ya no importaba mucho
en cual portería.
En una jugada, el portero del equipo de Leo cometió una falta
que ameritó la expulsión y además penalti. Tuvo que entregar los
guantes, y todos le pidieron a Leo que tomara su lugar. Leo aceptó.
Se quitó la mochila y se quitó los lentes. Eran él y el pateador en
un duelo singular, silencioso, donde se jugaba el honor de toda una
vida de futbol callejero.
Salen los vecinos; se acercan los trabajadores de Sabritas y de
la leche Zaragoza; los transeúntes se detienen a ser parte de ese
momento histórico. Las novias de los jugadores se toman de las
manos, lloran, su corazón está con ellos.
Luis se persigna mirando al cielo y patea con el empeine con gran
maestría, parece una pintura, o una estampita del mundial; el balón
va volando en una curva increíble directo al ángulo imaginario de la
77
portería de Leo; entonces pasa lo imposible: Leo se lanza en cámara
lenta adelantando la mano izquierda; con la punta del dedo medio
del guante roza el balón, que se desvía unos milímetros, pero mientras
todos siguen el curso del esférico, Leo no vuelve al suelo. Se queda
suspendido, levitando sobre un repentino vendaval veraniego.
Empieza a ganar altura. Intenta sostenerse de un auto, pero los
guantes no le ayudan; todos gritan, Leo manotea desesperado.
Entonces Mauricio se anticipa, toma la mochila de su portero, corre
hasta un árbol por el que trepa al techo de una casa. Desde ahí,
espera que se acerque Leo, que va y viene como una hoja de papel.
En el momento justo le lanza la mochila y desciende un poco, lo
suficiente para que los más altos salten y lo regresen a la tierra.
Todos están a salvo. Los vecinos se meten. Los repartidores se van.
Las novias se consuelan entre sí y aplauden a sus héroes. Solo una
cosa. Unos dicen que fue poste, otros dicen que fue gol. El penalti
se tiene que repetir.
78
Versos volados
Valeria
79
inmediato le dijo, “¡ven, vuela conmigo!”. Anduvieron paseándose
por toda la casa, hasta que, de repente, la alarma despertó a Valeria.
Poncho seguía durmiendo.
Durante el almuerzo, Poncho dijo como si lo recordara de pronto.
“¡Valeria, soñé que volábamos juntos por toda la casa!”. Todos rieron
mientras pasaban la mantequilla, la sal, las servilletas. A partir de ahí,
y después de hacer varios experimentos, supo que podía conectar a
las personas a su sueño. Era como llamarles por teléfono, solo tenía
que concentrarse en alguien mientras soñaba, y aparecía.
Una vez nos organizamos para acampar en el patio de la casa
de Valeria. Previamente habíamos tenido un par de experiencias
visitando sus sueños y esa noche dispusimos todo para irnos a soñar
juntos. Solo faltó el Profe Miguel, pero eso no fue motivo para que
no nos visitara en el sueño.
Fuimos llegando uno por uno. Era el cañón del Pegüis. Estábamos en
el borde de un terreno alto. La primera en avanzar fue Valeria. Se sentó
en el filo del abismo y empezó a mover los brazos como si estuviera
remando, automáticamente avanzó como si estuviera en una canoa.
Empezó a saludarnos con sus manos pequeñas y sus ojos tenues.
Todos nos abalanzamos queriendo seguirla, pero por alguna razón
nadie podía dejar la orilla del desfiladero. “Tienen que descubrir su
flotador”, dijo Valeria. Un objeto, un animal, una palabra. Primero
se aventuró Lucio. Haciendo el sonido de un delfín, puso los brazos
pegados al cuerpo y se fue desplazando por el aire como cuando los
delfines tienen medio cuerpo dentro del agua y medio cuerpo fuera.
Victoria puso su mano derecha sobre su cabeza, y empezó a mover
el dedo índice como si fuera la hélice de un helicóptero. El Profe
Miguel aleteó como si fuera un pájaro. Juan se lanzó un clavado, y
mucho antes de llegar a la corriente de agua, volvió a subir como
80
si estuviera volviendo a la superficie de una alberca, y así anduvo
nadando como rana de un lado a otro.
Yo me subí a un monociclo. Leo se sentó sobre un tablero de
ajedrez y planeó. Paco hizo un globo aerostático de origami y se
colgó de una esquina. Alejandra se puso las pantuflas de su mamá y
caminó pachoncitamente por los aires. Por último, Perla se unió la fiesta
agitando un abanico adornado con personajes japoneses.
Era un día de cañón fabuloso. Alejandra, llevada por un impulso
incontenible, soltó de repente:
81
Victoria:
entre arreboles y arrabales
Leo:
vuelan
sobre corales pétreos
los maripeces
Yo:
con los ojos cerrados
nos vimos de cerquita
nos vimos más
Profe Miguel:
Como los pájaros
andarnos por las ramas
del aire
Perla:
papalote sin hilo
amarillo y naranja
que flota suavemente
iluminando el cielo
Paco:
como un vuelo de dados
despilfarrar el cofre
de besos y palabras
para quedar más pobres
de tristeza.
82
La emancipación del libretariado
Victoria
83
bien visto por algunos miembros de la sala, pero a mí siempre me
resultó inofensivo.
Estuvimos mirando los estantes, con calma y con gusto.
Comentábamos reseñas y autores, preguntábamos por algún que otro
precio; Victoria había ganado una gran habilidad. En momentos (yo
me había más o menos aprendido ciertas técnicas) iba y distraía a la
persona de la caja, o al empleado más cercano, y ella iba guardando
en su mochila un libro tras otro con una facilidad increíble.
Saliendo de la librería, todavía fuimos a la BIBLIOTECA, y una
vez dentro, hicimos otro tanto. Luego, sin decir nada, caminábamos
por los corredores del Parque, por las estaciones de camión, e íbamos
dejando en una banca, en una jardinera, en una banqueta, un libro al
que previamente le escribíamos algún mensaje impersonal, cosas lindas
que, de ser nosotros quienes lo encontráramos, nos gustaría leer.
Las únicas dos reglas eran no conservar ningún libro, por más que lo
deseáramos, y firmar el mensaje con un seudónimo (que nunca repetíamos).
Ahora bien, como todas las cosas, la libertad tiene su precio. En
alguna ocasión nos descubrieron. Nos dejaron llamar a nuestros
padres. Le marqué al Profe Miguel, que pagó la cantidad total que
sumaba el botín fallido multiplicado por tres. No es lo mismo liberar
libros a que te pesquen liberándolos, sobre todo si hay un importe
que pagar por ellos. Así que salimos avergonzados y en silencio.
Contrario a lo que habíamos previsto, el profe no nos delató, ni
se molestó con nosotros; nos dijo que sin duda liberar libros era una
excelente idea, pero que sabía que éramos lo suficiente inteligentes
para seguir haciéndolo sin tener que extraerlos sin permiso de
ningún lado. Después de todo, dijo: “los libros no se prestan, ni se
devuelven, ni se regalan ni se roban ni se venden, ni se pierden; los
libros solo se leen”.
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Aunque lo hemos hecho un par de veces después de esa charla,
ha sido francamente más bien por la vagancia de romper las reglas.
El profe nos enseñó un gran secreto: no ser dueños de libros. Si los
libros no son de nadie no se pueden robar, porque no se puede robar
lo que no tiene dueño.
85
El monstruo enhojado
Lucio
86
sus ojos, quiso gritar que se callaran, que lo dejara en paz, que no le
hicieran eso, pero al intentarlo empezó a emitir gruñidos aterradores.
Su padre intentó tomarlo de los brazos, pero la fuerza de Lucio
creció de tal manera que lo aventó con una sola mano sobre la mesa del
comedor, quebrándola por la mitad, luego empezó a dar manotazos
por toda la casa, destrozando con sus enormes garras todo lo que
veía; su hermano Alfonso intentó hablarle, pero le lanzó un gruñido
mientras le enseñaba una hilera de dientes puntiagudos. La madre se
puso en frente de los hermanos, cubriéndolos; él, enfurecido, levantó
la garra derecha mientras con la izquierda la tomaba del cuello. Fue
entonces cuando vio su mirada, incrédula y horrorizada.
Con un llanto ahogado por la garra de su hijo, dijo “¿Lucio?”. Algo
pasó dentro del monstruo; soltó a la madre y salió por la puerta del patio.
Los vecinos salieron al escuchar ruidos en sus techos, pero no vieron
nada. Se fue sin rumbo hasta dar con la falda del cerro Sacramento.
Lo fue escalando hasta encontrar un escondrijo, donde pasó la noche.
Cuando despertó, recordaba las cosas como si las hubiera soñado;
cuando regresó a casa la encontró hecha un desastre. Sus padres, sus
hermanos, lo miraron alegres, y corrieron a abrazarlo. Después de esa
noche las cosas nunca fueron las mismas. Afortunadamente, siempre
se está a tiempo de tomar decisiones que nos permitan ser mejores.
Tuvo que tomar varias terapias, buscar en internet, y -lo más
importante- tuvo que aceptar su naturaleza, conocerla y aprender
a vivir con ella. Al día de hoy, y gracias a un largo proceso y un
esforzado trabajo consigo mismo, Lucio sabe canalizar su energía y
ponerla al servicio de cosas que le apasionan.
Es un excelente nadador y un gran jugador de futbol americano.
Entre muchas cosas que le sirvieron para conocerse, y para
vencer al monstruo, recuerda con gran cariño a muchos autores
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y personajes de libros que lo acompañaron cuando estuvo solo, y
que lo acompañan todavía, cada vez que se encuentra frente a dos
páginas. Le gusta imaginar que muchas hojas, hermosas y precisas,
cubren su cuerpo y su mente en todo momento, salvándolo del
mundo y de sí mismo.
88
Componer el mundo
Perla
89
todos sus puntos cardinales y no fuera a funcionar ya nunca igual.
Su abuelo Enrique le enseñó a ver las estrellas. Le dijo que
escogiera dos, las que quisiera. Como era inexperta, se llevó un par
de semanas elegirlas. Cuando le contó a su abuelo, él le dijo que las
bautizara, una con el nombre de su madre, otra con el de su padre.
-Siempre se pueden arreglar las cosas, Perlita, de alguna manera.
Y los seres humanos somos especialistas en reconstruir lo arruinado.
-¿Crees que mis papás vuelvan a estar juntos?
-No lo sé, Perla, pero siempre que los extrañes, puedes buscar sus
estrellas en el cielo, y con un dedo, unirlos de nuevo, cada vez que
necesites que estén juntos. Ellos serán tus padres siempre.
Eso fue hace ya hace cuatro años; su abuelo ahora tiene también
un lugar en el cielo estrellado. Él fue muy importante para ella, le
dijo también que todas las personas deberían encontrar sus propias
constelaciones y nombrarlas, y contar sus historias. Más que escribir
historias en su cuaderno -dice Perla-, lo que su abuelo le enseñó fue
leer las estrellas, y que es tan fascinante, y que hace sentir tan bien,
porque al leer las estrellas, estamos leyendo nuestro propio interior.
Dice que cuando el mundo está roto, siempre podemos juntarlo en
el firmamento, dejándonos llevar por la imaginación y sus portentos.
También dice que no se trata de negar el mundo como es, sino de
aceptar que en otro lado, quién sabe dónde, está ocurriendo una
escena mejor, una mejor historia.
Quizá también su abuelo fue el causante de que se inclinara por
estudiar ingeniería. Desde que leyó está palabra en las opciones de las
universidades, le encantó la palabra y estuvo decidido. ¿Se imaginan
una carrera mejor que aquella que se consagra a ingeniar, a imaginar?
Aunque ya desde mucho antes, Perla había decidido que lo que
ella quería ser, era restauradora, nada más y nada menos que del
90
mundo. ¿Suena descabellado? Ella dice (y en realidad ha terminado
convenciéndome) que es algo muy fácil. Lo único que se requiere es
que hagas tu parte, por mínima que sea. Y en verdad que siempre
ha sido congruente con sus palabras. Además de su compulsión por
reparar lo quebrado, lo roto, siempre está imaginando cosas que les
faciliten las cosas a quienes están a su alrededor (al fin ingeniera).
Por citar un ejemplo, sus dos últimos proyectos (a los que nos invitó
a participar) nos sorprendieron gratamente y de inmediato nos
hicieron poner manos a la obra. Su amor e inteligencia concibieron
algo maravilloso: haríamos funciones de cine para ciegos, y obras
de teatro para sordos. A fin de cuentas, lo único imposible es lo que
no se imagina.
91
La mujer invisible
Alejandra
Las personas vamos por ahí durante nuestra vida sin ser vistas y
sin ver a los demás. Y resulta lógico pensar que es normal, que es
natural, porque no puede uno ir de camino a la escuela o al trabajo,
y detenerse a interesarse por los sueños, pensamientos y sentimientos
de todo mundo; digamos que resulta práctico no ahondar en las
vidas de otros. Con saludar y no molestarles debería ser suficiente.
Pero nos desentendemos tanto de las otras personas, que
terminamos por no verlas, se vuelven como parte del paisaje urbano,
árboles, perros o postes. Hay algo más, y es cuando desconfío y
pienso que algo va mal: cuando menos pensamos, no solo dejamos
de interesarnos en los extraños del mundo, sino que dejan de
importarnos (dejamos de verlos) nuestros propios amigos, nuestros
propios familiares.
En mi familia, por ejemplo, nadie sabe nada de nadie ¿puedes
creerlo? digo, sabemos cómo nos llamamos, reconocemos quién
estornuda desde otro cuarto, y conocemos cosas difíciles de esconder,
como qué comida nos gusta, qué actividades realizamos… pero
ignoramos nuestra concepción sobre la muerte o el universo, ni idea
tenemos de cómo va nuestra vida amorosa, o si nos sentimos mal o
bien, porque damos por hecho de que todos estamos bien (¿o acaso
no contestamos, siempre, cuando se nos pregunta, que “estamos
bien”, “muy bien”, que “gracias”?).
Lo peor, es que es de lo más típico en las familias. Lo he ido
sabiendo conforme fui conociendo a personas que me platicaban
que se sentían a veces como yo (personas como Alejandra) ¡y
92
confieso que fue un gran alivio saber que no era el único!
Desde el día que Ale llegó a la Sala de Lectura supe que era
especial. Su capacidad de aprender, y recitar poemas, canciones y
cuentos de memoria me sorprendió (y me dio un poco de envidia).
Un día, mientras esperábamos a los demás -habíamos llegado
ella y yo un poco más temprano-, la noté triste. Ya nos teníamos
confianza, así que le pregunté si estaba todo bien. Me dijo que era el
aniversario de la muerte de su madre. Yo le di un abrazo, y lo único
que se me ocurrió fue ofrecerle un chocolate que llevaba conmigo.
Ella se rio y me empezó a contar. La suya, era una de esas familias
cuyos miembros se vuelven más ajenos que los propios extraños, y
que, aunque queriéndose de veras, se van alejando hasta que ya no
se conocen. La vida también se va encargando de hacer su parte,
no para bien, no para mal, solo para ponernos a cada quien donde
debemos ir estando.
Su única hermana su fue a trabajar al extranjero, y la lejanía
geográfica también cuenta. Su madre se había vuelto, solo Dios
sabe por qué (quizá también nosotros, pero algo de miedo da, o de
vergüenza, abordar las razones) una mujer callada y melancólica;
por las tardes le gustaba sentarse en una sillita mecedora fuera de
su casa y fumar un par de cigarros mientras veía pasar la vida en las
nubes, en los pájaros, en bicicletas.
Y cualquier día de esos que pasan casi desapercibidos, el destino le
dio un golpe tan fuerte que ya no pudo reponerse. Tenía leucemia. Es
raro que a veces las tragedias unan a las personas mucho más que los
momentos felices. Desde entonces hubo una amorosa cercanía entre
Ale, sus padres y su hermana, que hizo más frecuentes las llamadas.
Hasta que ocurrió. Salió como siempre a su mecedora (tan
siempre como le permitía su ánimo y cansancio) y se quedó dormida
93
ahí. Alejandra fue quien la encontró, al volver de la escuela. Su
padre estaba fuera. Ese momento, invadido de pronto de tantas
sensaciones tan diversas, la conmocionó tanto que enmudeció. Solo
podía llorar mientras abrazaba a su madre, que ya no fumaba ni
escuchaba ni nada. Y así se mantuvo hasta que llegó su padre.
Al escucharlo, salió a recibirlo. “Se murió, papá”. Pero su padre se
siguió de largo, sin verla. Tampoco prestó atención a su esposa, tal
vez creyó que estaba dormida. Alejandra entró a la casa y le gritó,
furiosa, que era un egoísta, que si no le importaba, pero no escuchó.
Deshecha, fue a buscar a un par de vecinos, pero no abrieron
cuando tocó sus puertas. Volvió una vez más a casa, y al pasar frente
al espejo de la sala no se encontró en él. No estaba. Fue al espejo del
baño y no aparecía su cara, ni sus manos. Corrió hasta la banqueta,
frente a su casa, y empezó a gritarle a la gente que pasaba. Nadie la
escuchó. Nadie la vio.
Regresó a acompañar a su madre. Ya por la noche, vio cómo su
papá salía de casa y por fin hacía el descubrimiento. Fue testigo de su
profundo dolor y su mirada que no entendía, que no aceptaba. Vio
cuando los vecinos fueron llegando y siguió la camilla que se llevó el
cuerpo hasta la camioneta en que abandonaría la casa para siempre.
Nadie se percató de su presencia. Quería ir con ella, pero estaba
paralizada. Entró en la casa y fue a su cuarto a seguir llorando.
Durante la noche se buscó varias veces en el espejo de su peinador,
hasta que, casi amaneciendo, su cara, difuminada o transparente,
fue apareciendo hasta ser perfectamente visible.
Por la mañana, el padre tocó la puerta de su cuarto (volvía de
los trámites correspondientes), “¿dónde andabas ayer, mi’ja?, se nos
fue tu mamá...”. Ale no pudo hacer otra cosa que llorar. Su padre
la abrazó y le dijo que ya descansaba, que ya estaba en un mundo
94
mejor. Y Ale estuvo muy segura de que eso era totalmente cierto.
Nunca nos ha tocado verla desaparecer, solo transparentarse,
cuando está triste o cuando se enoja. Dice que hacerse invisible
totalmente solo le ha ocurrido dos o tres veces más, cuando algún
sentimiento muy fuerte la invade. Y es que es una Alejandra
sumamente sensible.
Aún con eso, también tiene muy buen humor, dice que es el único
fantasma que está vivo, y que -cuando se vuelve- también es el
único fantasma que no asusta. Dice que a veces extraña desaparecer
totalmente, porque disfruta andar en todos lados sin que la vean, y
poder espiar a la gente a sus anchas, pero que eso ha sido cada vez
más difícil desde que anda de novia con Alberto, que -dice ella, y yo
le creo- es el hombre de su vida. Y es que, lo he ido aprendiendo, el
amor nos da forma.
95
Tiempar en el viaje
Paco
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Una vez recuperado, Paco empezó a notar que sus sueños eran
más largos, más raros, y más vívidos. Luego notó que podía más
o menos programar el contenido de sus sueños, sobre todo si se
apoyaba en alguna lectura que lo tuviera entusiasmado, con la cual
soñaba de lo lindo.
Tanto el doctor como los padres opinaron que no tenía nada de
qué preocuparse. Así que siguió soñando. Por lo que, al cabo de
un par de meses, un sueño se comportó de manera distinta. Estaba
leyendo en esos días Veinte mil leguas de viaje submarino, cuando por la
mañana, fue a la cocina por algo de almorzar, el mismísimo Capitán
Nemo y el arponero Ned Land estaban sentados en la barra.
Los saludó y ellos le respondieron en perfecto español. “Un papel
y un punzón”, dijo el capitán Nemo, mientras Ned daba una gran
mordida a una costilla de cerdo con mostaza. Paco se apresuró a
entregárselo y se quedó observándolos intercambiar opiniones
sobre la caza de animales marinos y terrestres; el Capitán decía que
se podía cazar para comer, y aún para obtener ropa o combustible,
pero que solo lo necesario, que cazar por cazar era algo atroz.
Paco se sirvió cereal y escuchaba entretenido; Ned murmuraba
entre dientes y decía que ahora lo sabía, que antes no lo hacía por
maldad. En eso, sus padres entraron (volvían del mercado) y se
quedaron sin hablar al ver a semejantes personajes. En el instante
en que volteó a ver a sus padres, tanto el Capitán Nemo como Ned
y su costilla, se desvanecieron.
Con un poco de tiempo, sus padres se acostumbraron a los eventuales
invitados de Paco, que andaban por la casa y conversaban con ellos
con toda la confianza de la tierra. El doctor, un tanto incrédulo, dijo
que mientras no encontraran motivo para temer por su salud mental
y física, podían seguir invitando a su casa a quienes quisieran.
97
Paco descubrió que solo era cuestión de imaginarlo,
concentrándose, y quienes estuvieran con él podrían ver también
lo que se imaginara. También descubrió que sus personajes podían
charlar de algo distinto con cada uno de quienes estuvieran mirando,
siempre y cuando hubieran leído el cuento, poesía o novela de
donde provenían; cuando alguien no había leído, y por lo tanto no
sabía de qué se trataba el asunto, podía ver las creaciones de Paco,
pero estas no le decían nada.
A veces, terminando una sesión, le pedimos a Paco que invite
a alguno de los personajes sobre los que hemos leído, y pasamos
un rato de lo más loco. Como se imaginan, sus invitados pueden
provenir del pasado, del presente o del futuro. Es fácil saber cuando
Paco está por llegar, porque, antes que él, se escuchan -antes de que
se vea su gran cabeza sobre los pinos- los pasos del Gigante egoísta,
o el ruido de la nave de Ender; o se ve a Gollum, bajando silencioso
por alguna pared o un poste de luz.
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Diluvio en el jardín
Juan
99
juegan, se ríen, están felices. La lluvia se vuelve tormenta, y en un
instante, el agua rebasa el nivel de la piscina. Fuera de ella les llega
a las rodillas. En la calle ya corre un río, veloz y poderoso. Uno de
sus hermanos propone que es el momento. “¡Sí!”, dicen los demás
-incluyendo a Marisol-, entonces Juan empieza a observar los dibujos
en el cuerpo de sus hermanos y en el de su creadora. Se quita los
lentes, y con el rostro lleno de agua dice un poema de Jesús Gardea:
“La escalera
que va al
trigo
arde
en tu cuerpo
que me busca
sobre
las aguas…”
“polvorín
la mano diestra
del rijoso
en los muslos
blancos
abiertos
como una flor
que va
a la
guerra…”
100
“la sola mirada
del tigre
levanta
polvo
de palomas
en el horizonte de tu cuerpo
tendido
y manso
junto
al mío…”
“yo vuelvo a ti
como el río
al mar
como
la luz
y el viento
a las cuerdas
de una guitarra
sola
como el tigre
al reposo
entre las hierbas
y como el sol
al verano”
101
El chanate y la tórtola
Profe Miguel
102
En eso llega otra vez la tórtola. El chanate se encoje como
alistándose para acometerla.
-¿Por qué la molestas?, hay suficiente comida para los dos.
El pájaro se detiene y contesta.
-Es mi naturaleza. Pero es un juego solamente. ¿Cuándo me has
visto comerme a una o hacerle daño?
La tórtola deja de comer y mira ambos. Piensa “un humano y un
pájaro, charlando”.
-¿Cómo te llamas? -le pregunta el Profe a la Tórtola.
-Me llamo tórtola, como él se llama chanate, como tú te llamas humano.
-Yo me llamo Miguel.
La paloma levanta un ala y se rasca con el pico.
-Ese es un sinónimo de humano. ¿O eres el único Miguel?
El Profe se queda pensativo.
Al fin les hace una propuesta: si le contesta cada uno una pregunta,
él traerá comida para ellos una vez por semana.
-Pero también debes contestar a una pregunta de cada uno de
nosotros -condiciona el chanate.
-No es justo, yo les daré a cambio comida.
La tórtola interviene.
-Eso lo haces para tu propia satisfacción. Dándonos de comer,
algo dentro de ti también se nutre. Es tu naturaleza.
-No entiendo -dice el Profe.
-No hace falta -el chanate contesta-. Tú eres tan misterioso para
nosotros como nosotros lo somos para ti. Vamos a las preguntas.
-¿Por qué los chanates levantan la cabeza como mirando al cielo?
El chanate se posa sobre la pierna izquierda del Profe.
-El cielo no existe. Nos gusta mirar el universo.
-¿Alcanzan a verlo?
103
-Ya son dos preguntas, pero contestaré. Nos vemos a nosotros
mismos como en un espejo. Los chanates somos gotitas de universo…
¿de qué son gotas ustedes los humanos?
El Profe no sabe contestar.
-No lo sé. Un día escuché un cuento, de boca de un gurú; decía
que un pájaro le regaló una canción a los hombres, quienes hasta
entonces no habían inventado la música, y que esa canción fue
pasando de pueblo en pueblo, y que las versiones de esa canción
primera se fueron multiplicando y diversificando a tal grado que
se fueron inventando los géneros musicales y se empezaron a hacer
nuevas creaciones en todos los rincones del mundo. ¿Eso es verdad?
-Eran otros tiempos -contestó la tórtola. Y sé al respecto tanto
como tú. Se escuchan muchas cosas. Yo había escuchado, por
ejemplo, que un día un humano le regaló una palabra a los pájaros,
y que ese sonido, nuevo y fascinante, gustó tanto y fue tan utilizado
que se inventó el lenguaje de los pájaros. ¿Tú crees que sea cierto?
-No lo sé -contestó el Profe-, pero supongo que la idea es bella.
Ni tan satisfechos de sus preguntas, ni con la sensación de haber
perdido el tiempo, se despidieron y se fueron contentos de haber
coincidido en esa tarde, en ese corredor y en esa banca.
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III
Volar en sábado
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Me la fumé toda mientras me ponía de acuerdo por teléfono con los
demás (pésima idea). “Mañana, 9:30, BIBLIOTECA municipal”.
Lo habíamos acordado desde hace mucho, a petición de Valeria,
que se sabía frágil y estaba consciente de que en cualquier momento
se podía complicar su salud. Perla se encargó de todos los pormenores
de la planeación, nosotros confiamos en ella y la apoyamos en todo
lo que nos solicitó.
De la BIBLIOTECA nos fuimos a casa de Valeria. Llegamos
poco antes de las 10:00. Aunque se sentía débil, ya estaba muy
bañada y cambiada cuando llegamos. Sus papás, como siempre, nos
recibieron con gran hospitalidad, y con admirable fortaleza, no se
permitían que Valeria los viera romperse; al contrario, trataban de
poner la mejor cara y la mejor actitud.
La primera maniobra se le asignó al Profe Miguel. Tenía que
convencer a sus padres de que nos permitieran llevarla al patio; en
un principio se negaron, pero el Profe Miguel es persuasivo, y les
dijo que hacía muy bonito día, y que tal vez no tendríamos otra
oportunidad. Lo consiguió. A partir de ahí debía conseguir a como
diera lugar que los padres no salieran al patio, de lo contrario, nos
meteríamos en un buen lío.
Cuando se lo planteamos, el Profe Miguel aceptó con gran
corazón y sacrificio, pues su misión implicaba que se perdería la
despedida de Valeria.
Ya en el patio, Leo se percató de que los papás estaban lo
suficientemente entretenidos y alejados del punto de extracción. Paco
se inclinó sobre Valeria.
-¿Estás segura de que quieres hacerlo?
-Sí, Paco, segura. Me estoy muriendo.
Paco no nos dio tiempo de ponernos tristes.
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-Pues hagámoslo entonces -dijo.
Y todos obedecimos su indicación.
Era el turno de Lucio. Se concentró hasta transformarse en ese
monstruo que ya no nos daba miedo; con su gran fuerza y destreza
animal nos fue sacando de uno en uno hasta llevarnos a su combi,
que había dejado en la calle de atrás. La abordamos y nos dirigimos
hacia el Parque. Valeria quería atravesar por última vez ese lugar
tan querido por ella. Esta vez, sin su silla.
Cuando llegamos, Leo, Victoria y Alejandra se pusieron a sacar
de sus cajas dos helicópteros a control remoto que compramos entre
todos con dinero que ahorramos para ese fin. Mientras, los demás
fuimos haciendo grullas de origami en pliegos de cartulina.
Cuando tuvimos hechas una docena de grullas, les atamos al
cuello cuerdas de diferente longitud. Los extremos opuestos los
atamos a los bordes de una lona que Perla había confeccionado
previamente, dotándola de una funda para meter las piernas como
si se tratara de un pantalón corto, y de argollas donde anudamos las
puntas de las cuerdas.
Metimos a Valeria en la lona. Leo se puso un chaleco, también
concebido por Perla, que tenía un cincho en cada lado, cuyos extremos
contrarios se aseguraron bien a un helicóptero cada uno. Paco empezó
a invitar a todos los personajes de los que se acordó, que empezaron a
salir de todas partes y a unírsenos como si fuera a empezar un desfile
o un carnaval. Ahí estaban Odiseo, William de Baskerville, La Maga,
El Principito, Remedios, Borges, José Cemí, Aura, Gregorio Samsa,
Demián, El Guardagujas, Tanilo, Guy Montag, Ana Frank, y muchos
otros personajes y autores; tantos, que sería imposible haberlos visto a
todos y muy, muy largo de mencionar.
Una vez que estuvimos rodeados de esa gloriosa multitud, se
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elevó Leo. Alejandra manejaba un helicóptero y Victoria otro, y se
comunicaban entre los tres por medio de radios. Leo volteó hacia
atrás y levantó su mano derecha con el pulgar arriba. Entonces Juan
empezó diciendo un poema de Rogelio Treviño:
“en la cárcel de hueso
el petirrojo canta su embeleso…”
ante nuestros ojos maravillados, las grullas empezaron a aletear y
a levantar un vuelo calmo. Luego ya no dejó de ir recitando poesía
de sus autores favoritos. La poesía era el espíritu que animaba el
vuelo de las grullas plegadas.
Atravesamos el parque por el corredor principal, Leo primero,
detrás de él, Alejandra y Victoria; después Valeria, al centro de
un semicírculo que formamos Lucio, Perla, Paco, Juan y yo. Y
alrededor de las dos compañías, los ciudadanos de los libros, que
nos resguardaban de la gente que miraba, como si fueran murallas o
guardianes. Juan lleva un par de libros en las manos, va arrancando
hojas que lanza delante de él, y empiezan a planear entre el gentío;
no caen, Juan les hace seguir un poco más, otro poquito.
La gente se detiene a los lados, se paran en las bancas, nos saludan
y aplauden, chiflan, toman fotos; algunos se unen a la marcha, hay
una gran algarabía, y en el punto más alto, Valeria -débil pero
contenta- sonríe y se acomoda los lentes para mirarlo todo, no está
segura si se está despidiendo o si le están dando la bienvenida, pero
no importa, es un hermoso sábado lleno de sol, un sábado levantado
con palabras, con historias, con páginas de libros.
Cuando llegamos al final del parque, nos preparamos para cruzar
la avenida. A esa hora, en sábado y en verano, el tráfico es una cosa
que hay que cuidar, y Perla se previno dando puntuales indicaciones
para no correr ningún riesgo. Leo se adelanta un poco, y antes de
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que rebase el límite de la banqueta, algo ocurre que no estaba
contemplado en el impecable plan de Perla.
Un desorden de pájaros llega de todas partes y vuelan sobre
nuestras cabezas (debajo de su vuelo, vemos breves destellos de sol
entre sus alas, como si se tratara de las ramas intrincadas de una
arboleda). Luego forman dos filas, revolotean encima de la calle,
cada vez más bajo, los conductores frenan, delante de ellos se ha
levantado un muro de pájaros, tordos, tórtolas, chanates, pericos,
gorriones y palomas que se confunden y mezclan entre el suelo y el
cielo. El tráfico se ha detenido, de sur a norte y de norte a sur. Perla
sonríe y piensa: Profe Miguel.
Aprovechamos la confusión y avanzamos. Debajo de Valeria, que
ahora vuela más alto que nunca, vuelan golondrinas de ida y vuelta.
Parece que va cruzando por un puente. Ve por última vez -aunque
por vez primera desde esa perspectiva- el Parque, sus árboles,
sus pájaros. Agita una mano como diciendo adiós, y nosotros le
contestamos desde abajo.
De vuelta en su casa, Valeria apenas puede mantener los
ojos abiertos. Está muy cansada. La abrazamos, y ella nos mira
tiernamente como diciendo gracias. Nos despedimos con gran cariño
y emoción, y cada quien regresa a su hogar.
A las 11:40 de la noche del sábado, murió Valeria Luna, camino
al hospital. La velamos el domingo. Estoy viendo la caja, pero está
vacía. Valeria no murió, allá va, volando entre pájaros; pájaros de
papel, de letras y de carne. Allá va saludando, sin su silla de ruedas,
con sus manos pequeñas, y sus ojos tenues.
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E L Í I S A Í LOYA B A LC A Z A R
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AÑO 2018