Veres Attila. Negro Tal Vez

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Negro tal vez

ATTILA VERES
PRÓLOGO DE MARIANA ENRIQUEZ
TRADUCCIÓN DE JUDIT FALLER Y ANDRÉS CIENFUEGOS
Todos los derechos reservados.
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transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo
del editor.

Título original
Éjféli iskolák y A valóság helyreállítása

Copyright © ATTILA VERES, 2018, 2022


Publicado por acuerdo con AGAVE KÖNYVEK

Prólogo
© MARIANA ENRIQUEZ

Primera edición: 2024

Imagen de portada
© ALEKSANDRA WALISZEWSKA

Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S. A. DE C. V., 2024


América 109
Parque San Andrés, Coyoacán
04040, Ciudad de México

SEXTO PISO ESPAÑA, S. L.


C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
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Formación
GRAFIME

ISBN: 978-84-10249-07-3
El apoyo de la Comisión Europea a la producción de esta publicación
no constituye una aprobación del contenido, que refleja únicamente
las opiniones de los autores, y la Comisión no se hace responsable
del uso que pueda hacerse de la información contenida en ella
PRÓLOGO
EXTRAÑA ES LA NOCHE
POR MARIANA ENRIQUEZ

Hace algunos años, el editor de un sello de los Estados


Unidos, Valancourt Books, me envió varios libros de nuevos
autores de terror y recomendó, conociendo mis gustos, uno
en particular: The Black Maybe, del joven autor húngaro
Attila Veres. Lo empecé a leer con curiosidad: terminé el
primer cuento, «Morder a un perro», y quedé
impresionada. Cuando llegué al último cuento, era fan de
Attila Veres. Por muchas razones. Me dio miedo. Me dio
ternura. Me hizo reír. Me dio sana e insana envidia, ganas
de escribir y admiración. Es un placer presentarlo a los
lectores en español y también que su ficción se edite en un
sello generalista, fuera del nicho del terror. No porque no
sea terror, sino porque el terror debería estar mezclado con
los demás géneros, como si tal cosa.
Veres, además, es atrevido. No es tan común, hoy, que un
escritor se atreva a explorar el balance de poder en una
relación de pareja con desenfado: Veres no escribe con un
policía sobre el hombro diciéndole lo que tiene que pensar
y cómo tiene que manejar sus metáforas para que sean
aceptables. Al mismo tiempo, no hay nada sobrenatural en
el cuento –como lectora de género, a pesar de que lo
conozco mucho, aún espero el susto: es un defecto–, pero
es una historia extraordinariamente perturbadora. «Morder
a un perro» es un relato urbano, como muchos otros de
este libro. Un departamento, una pareja que es en
apariencia feliz –el punto de vista es el del hombre– hasta
que ella, cuando sale a correr, se deja llevar por el extraño
deseo de morder a los perros, incluso de luchar con ellos.
Vuelve a casa llena de olor y mordiscos. Y, de a poco, se
convierte en alguien con un poder que, si no puede
compartir, impide la relación tal como la conocen hasta el
momento. Veres presenta una masculinidad insegura frente
al poder de una mujer, un poder que es voraz pero
atractivo. El hombre no reacciona con violencia. Reacciona
con callada desesperación. Es weird, con esa otra realidad
que irrumpe y destroza el espejismo cotidiano, pero
también es una observación sobre la convivencia y el amor.
Lo mismo que «No es mamífero». El protagonista y
narrador es otra vez el varón, y en el cuento flota la
alienación urbana que Veres maneja a la perfección. «De lo
que realmente vivo es del etiquetado. Lo que significa que
veo vídeos porno y describo lo que pasa ahí, y cuando
alguien visita esa web y hace clic en un vídeo es gracias a
las palabras clave de mi etiquetado: “adolescente”, “anal”,
“doble penetración”, cosas así. Pero en inglés, claro. Casi
nada de lo que veo me excita. Y veo más o menos cuatro
docenas de vídeos al día para asignarles las palabras
clave». En un desarrollo extraño y familiar, se explora el
misterio del embarazo: la mujer deseada como monstruo, y
el hombre igual, por su eterna insatisfacción. También es
un cuento de terror con rituales, seres de origen
paranormal y muchísimo gore, y el aire actual del ennui de
la falta de estímulo. ¿Hasta dónde debemos ir?, ¿cuál es la
frontera que nos permita volver a sentir? ¿Y si una vez
traspasada vuelve la abulia, el verdadero horror?

LA LUNA ROJA DE LA COSECHA

Algo notable de Veres es que maneja con soltura varios


subgéneros del horror: no se dedica solo a uno, no lo
necesita porque su narrativa fluye con docilidad. Uno de
esos subgéneros es el horror folk. Para los no iniciados, el
horror folk suele centrarse en comunidades cerradas y
rurales, y surge de ese aislamiento, como si lo remoto le
diera permiso y existencia a lo perturbado. El campo, en
narrativa, suele ser un lugar de esperanza: la lejanía de la
urbe, la cercanía de la naturaleza como bálsamo de la vida
ansiosa. Pero, sabemos, esto es una romantización. Los
pueblos pequeños pueden ser muy opresivos y
conservadores. No es casual que la otra gran tradición
narrativa rural realista sea la de la crueldad y la huida,
desde el irlandés John McGahern hasta las canciones de
Bruce Springsteen. La idea de la paz en la cercanía de la
naturaleza o el mundo rural es una noción muy pregnante,
sin embargo. En los años sesenta, en el Reino Unido, el
paraíso bucólico comenzó a destruirse con el horror folk en
cine, con películas como The Wicker Man (1973), de Robin
Hardy, en la que una isla fértil del norte de Escocia revela
que su prosperidad está ligada a espantosos ritos paganos.
Hay muchos ejemplos contemporáneos en diferentes
disciplinas creativas: en cine Midsommar (2019) de Ari
Aster, en manga Kakashi (1998) del gran Junji Ito, sobre
una chica que vuelve a su pueblo, donde la relación de la
comunidad rural con las cosechas es siniestra, y en
literatura Harvest Home (1973) de Thomas Tryon y Starve
Acre (2019) de Andrew Michael Hurley, así como gran
parte de la obra del mexicano Bernardo Esquinca.
Las mitologías de horror folk que se inventa Attila Veres
son propias. El cuento que presta su título al libro, «Negro
tal vez», transcurre en un pueblo campesino que, entre
otras cosas, se dedica a criar caracoles y está abierto al
turismo. Por supuesto, guarda un secreto que los visitantes
no deben conocer. Pero la comunidad no existe en un
pasado remoto. Es actual, es el campo húngaro de aquí y
ahora, como delata este diálogo:

–Las cadenas también cuestan cada vez más –dijo Gergo˝–. Y ya no hay
subvenciones para la plata como en los viejos tiempos.
Hugó asintió de nuevo.
–Sí, Europa no valora las tradiciones. No les importamos –dijo con
una indignación que no era la suya.
Gergo˝ terminó de engrasar la primera cadena. La dejó con cuidado
enrollada en el suelo y cogió otra.
–Ya, sí –dijo–. Somos cada vez menos los que seguimos haciendo las
cosas a la manera tradicional. Aunque fue la UE la que nos financió
para montar la casa de huéspedes. Por eso pusimos ahí la bandera y la
placa.
Hugó carraspeó.
–Bueno, para algo tenían que servir esos burócratas de Bruselas.

El sentimiento antieuropeo se corresponde con la idea del


horror folk: el pasado, siempre, resulta más coherente y, en
consecuencia, mejor y añorado. Esta fantasía atávica
conservadora está en el origen del horror y el peligro. La
aceptación de lo tradicional solo porque «así se ha hecho
siempre» es el desencadenante de lo irracional y el silencio
punitivo.
El otro cuento que entra en el horror folk es «Retorno a
la escuela de la medianoche», donde el tema es el rebelde
dentro de la comunidad, un chico adoptado por una de las
familias locales. La construcción de la mitología del lugar y
su crueldad solapada es compleja y fascinante: es uno de
los mejores cuentos, y de los más tristes.

LAS ESTRELLAS NEGRAS SE ELEVAN

Veres escribe horror cósmico en Black Aether, una revista


húngara dedicada al género. Para los lectores que no estén
inmersos en el terror quizá no resulte tan obvio que este
subgénero, codificado por H. P. Lovecraft e iniciado por
Arthur Machen, Robert W. Chambers y Algernon
Blackwood, es de los más populares, no solo entre quienes
trabajan los Mitos de Cthulhu sino en sentidos mucho más
amplios que, por ejemplo, llega a series de televisión como
la primera temporada de True Detective (2014), escrita por
Nic Pizzolatto. Para resumir, el horror cósmico se aferra a
esta idea: lo que consideramos realidad es simplemente
una apariencia que cubre una verdad o, mejor dicho, hay
una realidad verdadera tan pavorosa que, de conocerla, nos
volveríamos locos. Vivimos en el simulacro. En el horror
cósmico, la existencia de la humanidad es insignificante
ante dioses mudos o dormidos que, en cualquier momento,
pueden destruirnos, salvo a aquellos que deciden ser sus
acólitos y vivir en esa otra realidad, que es el horror puro
pero, al menos, no es una mentira. En general, en el
subgénero hay un culto o sociedad secreta que está a cargo
del conocimiento, y los ritos se hacen en secreto.
Lovecraft es, entonces, quien crea la primera mitología
cósmica. En su sistema, la Tierra, en el origen, era un
páramo habitado por seres primitivos, que fue tomado por
dioses antiguos procedentes del espacio exterior.
Gobernaron con magia negra y su culto fue sacrílego y
brutal. Pero perdieron su poder y fueron expulsados por
otros dioses, los llamados Primigenios, que a grandes
rasgos representan el Bien. Desde entonces los expulsados
conspiran para volver, ocultos en espacios siderales y aquí
mismo, en la Tierra, en islas abandonadas, abismos
oceánicos, rincones perdidos: están al acecho, algunos
durmiendo, preparados para retomar la posesión del
mundo. Y tienen seguidores, muchos, fieles y crueles que,
para mantener su recuerdo, continúan con cultos sacrílegos
e incestuosos. Los seguidores de estos dioses se guían por
un libro, el Necronomicón, del árabe Abdul Alhazred. Por
supuesto, es un libro inventado por el propio Lovecraft. No
es el primer escritor en inventar un libro y es una tradición
que también trabajará Jorge Luis Borges, otro creador de
mitologías.
Para pensar en cómo revisitar y apropiarse de las
mitologías planteadas por Lovecraft tenemos que pensar en
el concepto de «universo ampliado». Algunos escritores
literarios, como Borges, lo entendieron como una forma
refinada de la intertextualidad: «Pierre Menard, autor del
Quijote» o «La biblioteca de Babel» son cuentos que
hablan, fundamentalmente, del problema de la autoría, de
la reproducción de textos, de la recreación y la traducción.
El concepto de autor está cuestionado o, al menos, puesto
en duda.
Pero el universo ampliado o expandido también es un
concepto de las ficciones populares, sobre todo del cómic.
Un autor crea un personaje, digamos Batman. El personaje
le pertenece a la editorial, DC Comics, no al autor. Cuando
el primer autor deja de escribir números de Batman, se
contrata a otro guionista que reescribe, reinterpreta al
personaje: incluso puede proponer un nuevo mito de
origen. Le crea nuevos antagonistas, superpone eventos.
Expande. En el caso de Lovecraft, la expansión de su
universo ocurrió desde casi el mismo momento de la
aparición de su literatura. Él, al mismo tiempo, «expandió»
a Robert W. Chambers, un escritor que en 1894 publicó una
serie de cuentos en los que aparecía una tierra maldita y
oculta, Carcosa, gobernada por un monarca, el Rey de
Amarillo, cuyos adeptos estaban marcados por el Signo
Amarillo. Conocer el secreto de este mundo y sus estrellas
negras conducía, como ocurre en el género, a la locura o a
la devoción.
El autor que expandió por primera vez el universo de
Lovecraft fue su también editor, August Derleth, fundador
de la editorial Arkham House, que desde 1939 estuvo
especializada en publicar literatura fantástica y de terror.
Él creo el nombre Los mitos de Cthulhu para la serie de
historias sobre el universo de dioses antiguos de Lovecraft.
Hoy, los mitos de Lovecraft se han expandido en múltiples
direcciones: los usan autores tan famosos como Stephen
King, todos los años se publican antologías y el autor de
cómics Alan Moore (creador de Watchmen) le ha dedicado
varias novelas gráficas, como Providence, a la expansión
del universo de los mitos. En castellano también hay
ejemplos notables, como Naturaleza muerta, del gran
escritor español Emilio Bueso, La piel fría, del catalán
Albert Sánchez Piñol, o La masacre de Kruguer, del
argentino Luciano Lamberti. Para no continuar hasta el
infinito se puede citar a autores importantes que recurren
a este universo, como Laird Barron, John Langan, Victor
LaValle, Caitlín R. Kiernan, y la lista sigue.
Pero el problema literario hoy es: ¿cómo trasladar estos
universos a escenarios contemporáneos? Las respuestas
son muchas. Y Attila Veres tiene, en este libro, dos
respuestas magníficas. La primera es «Multiplicado por
cero», el cuento que, cuando leí esta colección por primera
vez, me dio verdadero miedo y una profunda envidia por la
originalidad en el tratamiento de los mitos pero también
por la inteligencia del punto de vista. El cuento es un diario
de viaje, o más bien una guía, como de antiguo blog o de
TripAdvisor extendido. El viaje es el de un hombre gris en
busca de emociones. Vuela hacia Askatoth en un paquete
turístico. Una tierra más allá de Islandia donde, en efecto,
viven los viejos dioses, sus adeptos y los híbridos que nacen
de la unión de los unos con los otros. Veres no utiliza
siempre términos específicamente lovecraftianos, pero para
cualquier entendido la variación del nombre del lugar es
obvia. Y en otros casos la referencia es aún más clara,
como en el «tour de buceo Al’r-Dagon» («Dagon» es el
título de un cuento de Lovecraft sobre ruinas de un templo
submarino). Al principio el relato puede parecer sátira o
incluso una observación crítica poderosa al macroturismo,
su intrínseco horror, un castigo a nuestro modo de vida que
acaba con la Tierra en vuelos brutales de Ryanair y
suvenires fabricados en condiciones esclavizantes. Pero de
a poco el miedo va cobrando forma ante cada mención de
los jefes-sacerdotes de esa tierra inhóspita, los Señores sin
Rostro. «Las azafatas repitieron las palabras del capitán,
pero no para los pasajeros sino como para sí mismas,
murmurándolas entre dientes. El sudor les corría por las
sienes e impregnaba también sus uniformes. Deben de
tener fiebre», piensa el narrador en el vuelo, compartido
con unos ancianos alemanes cuyos comentarios hielan la
sangre. Cuando llegan a Askatoth: «Los controles de
aduana se ventilan relativamente rápido. En el folleto que
entrega la agencia antes del viaje se advierte que los
policías de frontera pueden elegir a cualquiera sin motivo
aparente y someterlo a todo tipo de vejaciones. Que te
obliguen a desnudarte antes de cachearte o que
inspeccionen tus orificios corporales es lo menos que te
puede pasar. No hay que olvidar que esta gente no solo
está vigilando la entrada a un país, sino a una religión, a un
espacio sagrado. Téngalo en cuenta antes de emprender el
viaje. Los policías están autorizados a cortarle a uno la
lengua sin mediar explicación. Y si sospechan que puede
estar justificado y redactan el correspondiente informe,
pueden violar y/o ejecutar en el acto a la persona en
cuestión». Subyace, claro, el espanto de los controles de
frontera, su inhumanidad y su velada amenaza. Pero
aunque la crítica persiste, el cuento se vuelve cada vez más
perturbador: en la ciudad «hay dos calles por las que está
terminantemente prohibido transitar, pero no tienen ningún
cartel que lo indique, así que hay que andar con ojo para no
doblar la esquina equivocada», y en la iglesia «el altar
[está] construido con carne seca y huesos hervidos. La
liturgia dicta que siempre debe haber algún tipo de
criatura agonizando allí, que durante nuestra visita dio en
ser una cabra montesa. El animal apenas si alentaba ya
cuando nosotros llegamos: ensartado en los pinchos
metálicos destinados al efecto, daba sus últimos estertores.
Si usted es de los que sufre con el maltrato animal, valore
este aspecto, y sepa también que a veces ensartan a seres
humanos en esos pinchos».
No conviene seguir adelante con citas: el cuento, con su
tono distanciado, es una delicia.
La segunda respuesta al horror cósmico contemporáneo
es un relato también magnífico: «Está entre vosotros». Una
de las lecturas posibles de este cuento es la integración de
los extranjeros o de los creyentes en religiones minoritarias
en una sociedad que no confía en ellos. Escribe Veres: «La
fe en los Señores Sin Rostro, Sin Nombre y Durmientes ya
no se castiga con la cárcel en el territorio de la República
de Hungría. A sus seguidores se les permite levantar
santuarios e iglesias, siempre que estén fuera de los límites
de las ciudades y como mínimo a cinco kilómetros de
distancia de cualquier escuela, prisión, iglesia de otra
confesión o tienda de comestibles. El único cambio
fundamental es el abandono de los rituales que requieren
sacrificios humanos». La historia se focaliza en una familia
de la Iglesia y comienza con Leila, la adolescente. Está
claro, como suele suceder en la realidad, que una cosa es la
ley y otra el comportamiento de la sociedad. Leila es
rechazada en la escuela, incluso por el director, obligado a
tolerar una religión que considera repugnante. Leila y su
familia participan en el funeral de una de las acólitas, un
evento de gran importancia mística que, además, los pone
frente al hecho de que la integración les quitó poder, lazos:
identidad. La familia añora los años salvajes y clandestinos.
Es una nostalgia que se extiende a todos los cuentos del
libro: un retorno a lo primitivo, a la niñez, a la simpleza. La
angustia radica en la imposibilidad de ese regreso. El
relato también recuerda, en una clave mucho más brutal
pero con la misma insólita ternura, al clásico «Reunión de
familia», de Ray Bradbury, un cuento de juventud del autor,
publicado, casualmente, por August Derleth en Arkham
House dentro del libro Dark Carnival (1947).

RARO Y ENCENDIDO

Todos estos cuentos, claro, podrían incluirse en un


subgénero más amplio –quizá habría que desechar los
subgéneros y hablar solo de ficción oscura, pero por el
momento sirven en carácter ilustrativo–, en la weird fiction
o ficción rara. Los críticos y escritores Jeff y Ann
VanderMeer compilaron en 2011 The Weird, una colección
de relatos que reúne a autores desde fines del siglo XIX

hasta la primera década del XXI, en un intento de hacer un


mapa de estos cuentos que desbordan los géneros pero que
tienen raíz en el horror, en la mayoría de los casos.
Escriben: «Se trata de ficción que viene de la parte más
inquietante y sombría de la tradición fantástica. Con la
inquietud y la temporaria abolición de lo racional puede
venir también lo extrañamente hermoso, interrelacionado
con el terror. Hay ensueño y epifanía en estos relatos, pero
ambos son oscuros… Lo raro puede ser transformador e
incluir monstruos, aunque no siempre los vea como
monstruosos. Busca algún tipo de entendimiento, incluso
cuando algo no puede ser entendido, y reconoce al fracaso
como signo y símbolo de nuestras limitaciones». La
definición es algo vaga, porque el weird lo es. Se puede
hablar de David Lynch, de lo intersticial, de la mezcla de
géneros, del soporte del realismo, pero hoy mucha ficción
tiene este tipo de contaminaciones. Los límites de los
géneros están corridos. ¿Entonces? Entonces hay un
nombre: Robert Aickman, el gran maestro de la weird
fiction, el que rompió con el marco de lo esperable en el
cuento de horror. Nacido en Londres en 1914 (murió en
1981), nieto del novelista victoriano Richard Marsh –autor
de The Beetle (1897), una novela de tema ocultista que
compitió en popularidad con Drácula, de Bram Stoker–,
Aickman fue arquitecto, conservacionista y crítico de ópera
pero, fundamentalmente, fue cuentista. «Fue, en sus
mejores momentos, el escritor de relatos de terror más
profundo que ha dado este siglo», dijo Peter Straub, él
mismo uno de los autores más notables y sofisticados del
género. En sus momentos más tensos e inquietantes, los
cuentos de Aickman se leen como pesadillas y provocan la
misma angustia, la misma desorientación y, sin embargo,
todos tienen una estructura (casi) clásica, un estilo
elegante y una articulación sólida. El virtuosismo de
Aickman radica quizás en un manejo absoluto de la
atmósfera y de las fisuras de lo real. Aickman escribió
cuarenta y ocho cuentos, que publicó entre 1951 y 1981.
Fueron ocho volúmenes de relatos que nunca tuvieron éxito
ni suerte, hasta su rescate reciente, que tampoco lo
convirtió en un best seller, por cierto.
Encarar un cuento «a la Aickman» es de lo más atrevido
que pueda hacer un escritor de género weird o de horror,
porque no solo es el maestro absoluto sino que su estilo es
reconocible de inmediato. Muchos de sus cuentos, por
ejemplo, empiezan con vacaciones y un hotel. La salida de
lo cotidiano más común y trivial. Y así empieza el magistral
cuento «a la Aickman» de Veres: «Dormiremos en la nieve».
Una pareja se va a un hotel con aguas termales, muy del
estereotipo del Este europeo. Todo es mundano y normal.
El hotel sí es raro y la llegada aún más: «Robi acercó una
de las tarjetas al lector pero la puerta no se abrió. Maldijo
mientras le daba la vuelta y por fin la puerta emitió algo así
como el leve silbido de un pájaro mecánico. Antes de entrar
en la habitación Luca supo por el olor que algo no iba bien.
Necesitaba escapar lo antes posible de aquella pestilencia,
así que aceptó ser ella la que regresase a recepción […].
Enseguida estuvo de vuelta en la habitación con Balázs o
Viktor. El tipo echó un vistazo dentro: la cama estaba
revuelta, el espejo mugriento, restos de comida esparcidos
por el suelo, agujas usadas entre el revoltijo de las sábanas
y las paredes embadurnadas de algo que a Luca le
parecieron excrementos, probablemente humanos». Una
habitación asquerosa, ¿verdad? Eso suele pasar. Pero en un
relato de este estilo de weird el hotel es la entrada a una
pesadilla donde la lógica se desbarata, hasta el romántico y
desolador final de «Dormiremos en la nieve». El cuento
también recuerda, de alguna manera, al enloquecido centro
de tratamiento de la longevidad del libro Baba Yagá puso
un huevo, de Dubravka Ugrešic´.
El otro cuento que puede incluirse en el weird es «El
complejo Ámbar». Más duro y urbano, comienza en un bar
de suburbio: «Todos los alcohólicos y los ludópatas de la
zona lo consideraban su hogar y disfrutaban del ruido de
las retransmisiones deportivas que les llegaba
ininterrumpidamente desde la televisión colgada en la
pared, a ratos combinado con una temeraria mezcla de pop
gitano y rock nacional que salía a chorros por los altavoces.
Las peleas eran un problema recurrente». El barrio, de
trabajadores manuales, es igual de deprimente. Al
protagonista lo salva de un episodio de violencia confuso un
conocido de la juventud, ahora millonario, que quién sabe
por qué deambula en su coche caro por las afueras. Lo
invita a una degustación de vinos. Y, cuando llegan a la
casa de otro rico, el coleccionista de bebidas, el estado
alucinatorio es la regla en un cuento que describe un
recodo en el tiempo, una fuga. Una entrada a ese mundo
otro que está en este, detrás de cualquier puerta, en las
afueras de una ciudad de nombre difícil de recordar.

TODOS LOS PERIÓDICOS SON ROJOS

Es imposible despedirse de este libro sin decir que Veres


hace distopía con la tranquilidad de un brujo profeta en
«La máquina de color sangre» y acomete el cuento de
hadas moderno en «El tiempo que le queda» con la soltura
de Kelly Link o Angela Carter. Y todavía otros dos de sus
cuentos merecen unas pequeñas líneas. Son puro corazón
rockero. «El cielo lleno de cuervos, y luego nada en
absoluto» es, creo, un homenaje del autor al heavy metal:
Veres sabe del tema, y mucho, y aunque trata de la relación
entre un rockero y un demonio, también es una excusa para
nombrar a Black Sabbath, Iron Maiden, Venom, Slayer, Dio,
Tankard y Judas Priest. De hecho, el epígrafe es de una
canción de la banda húngara Pokolgép, formada a
principios de los ochenta. El nombre pokolgép significa
«máquina infernal» y es la palabra húngara para una
bomba casera, lo que es una suerte de ironía porque, en
1987, un adolescente de quince años fue alcanzado por
pirotecnia cuando tocaba la banda y el dispositivo casi le
parte la cabeza en dos. El joven no murió, aunque quedó
con daños permanentes. La banda sigue activa.
Y, por fin, «Ciudad de Niebla», la historia de un periodista
fanzinero que trata de hacer el registro de todas las bandas
locales, y de la editorial independiente que quiere publicar
su investigación. Es un cuento fantástico, sí, pero sobre el
underground y las bandas secretas, las cintas míticas, las
salas de concierto frías donde se bebe hasta el mareo y el
llanto, donde uno se divierte pero no disfruta, donde se
gastan los años y la tristeza. Es un cuento sobre una
melodía, apenas recordada, que se parece a la juventud.
Es mi cuento favorito de uno de mis libros
contemporáneos favoritos. Ojalá sea solo el comienzo para
Attila Veres: necesito más de su magia negra.
NEGRO TAL VEZ
MORDER A UN PERRO

La habitación olía a bayeta usada pero daba igual. Estaban


tumbados en la cama esperando a tener ganas otra vez. La
atracción que sentían el uno por el otro estaba a punto de
convertirse en amor.
–¿De qué son esas heridas? –le había preguntado él.
Era la tercera cita. Se habían conocido por Tinder y la
cosa no había empezado del todo bien. La primera vez que
quedaron acabaron en un parque porque el restaurante en
el que se habían citado estaba cerrado por defunción. Pero
en el parque tres indigentes se habían enzarzado en una
pelea justo delante de ellos, junto al recinto infantil, y todo
se complicó. La segunda cita, en una cafetería, no fue ni fu
ni fa, más que nada los dos se concentraron en tratar de
obviar el estrépito de la máquina del café, y en cualquier
caso las conversaciones de alrededor eran claramente más
interesantes que la suya. Les atendió un chaval rapado que
parecía hacer un esfuerzo ímprobo por pronunciar el menor
número posible de palabras en húngaro. Las copas
parecieron a punto de estallar cuando vociferó hacia la
barra: «¡Two macchiati, listo!». En la mesa de al lado dos
hermanas comentaban la vasectomía que le habían
realizado al padre la semana anterior, y un poco más allá
un hombre intentaba convencer por teléfono a un amigo de
que se compraran entre los dos una casa en la isla croata
de Krk, no podían dejar escapar ese chollo. Zoltán no se
atrevió a pedir otros dos cafés: dudaba incluso de si iba a
alcanzarle para pagar los dos primeros.
Así que esta tercera cita era el último intento. Y los dos lo
sabían. Nikolett había llegado llena de heridas. Tenía una
rozadura bastante profunda en una rodilla, otra en un
brazo y magulladuras por todas partes.
–Mejor no quieras saberlo –le había dicho mientras se
sentaba a su lado.
Unas pocas horas más tarde ya estaban acostados en
aquella habitación que apestaba a bayeta usada y ahora
también a sexo y sudor. Él llevaba tiempo pensando en
cambiarse de piso, pero hasta el momento no había
encontrado ningún motivo que justificara el esfuerzo.
–Vale, te lo voy a contar –rectificó Nikolett–. Pero no te lo
vas a creer.
Zoltán se encogió de hombros.
–Dispara.
–¡He mordido a un perro! –soltó la chica, e hizo como que
se reía.
La voz le temblaba de excitación. Él apoyó los codos en la
cama para incorporarse un poco. La cosa se ponía
interesante.
Nikolett le había prometido a un amigo que se encargaría
de su perro mientras él estaba de vacaciones. A ella no le
gustaban especialmente los perros. Los consideraba como
herramientas. Pensaba que algunas personas, por lo que
fuera, se hacían acompañar de un perro para establecer
relaciones con otras personas. Pero su amigo le gustaba y a
ella no le pareció un problema hacerse cargo del animal
unos pocos días.
Era un chucho grande llamado Zeus, y Nikolett lo llevaba
dos veces al día a un parque canino que había cerca de su
casa. Esa mañana Zeus se había enzarzado en una pelea
con otro perro más pequeño pero más agresivo. Bandido, se
llamaba. El motivo del conflicto no estaba claro. A Zoltán se
le ocurrió pensar que, igual que hay personas que nacen
unas para las otras, también podría ser que hubiese perros
que nacieran con el único objetivo de machacarse los unos
a los otros.
El parque canino se había convertido en un auténtico
campo de batalla. Zeus se lanzaba directo a la yugular de
su adversario, mientras que Bandido le tiraba dentelladas
al hocico. Los dos eran un revoltijo de colmillos
destellantes, gruñidos y extrema violencia. Un hombre con
barba se acercó gritando: «¡Escúpelo, Bandido! ¡Bandido,
escúpelo!».
Nikolett se hincó de rodillas y tiró del collar de Zeus para
tratar de sacarlo de la pelea, pero el perro no cedía, era
más fuerte que ella, la zarandeó y acabó arrastrándola por
la gravilla. De ahí las rozaduras.
Nikolett entró en pánico. Como nunca había tenido perro,
no sabía qué hacer en un caso así. Y tampoco el dueño de
Bandido parecía tener experiencia. «¡Escúpelo, Bandido!»,
repetía una y otra vez, paralizado con el cuerpo hacia
delante como quien se dispone a tirarse de cabeza a una
piscina.
Al final Nikolett se abalanzó sobre Zeus, lo que a
posteriori era fácil considerar como una auténtica
estupidez y, dada la furia descontrolada de Bandido, una
maniobra bastante peligrosa. Pero ella había actuado por
instinto. Y por instinto le mordió a Zeus una oreja. Le hizo
sangre.
Zeus aulló, perplejo, y soltó al otro perro. En el parque
canino se hizo el silencio. Hasta Bandido se arrugó: agachó
las orejas y metió el rabo entre las patas. Nikolett sujetó a
Zeus y sonrió al dueño de Bandido para tratar de
desactivar la discusión que intuía inevitable. Pero él la miró
y, sin decir ni palabra, retrocedió igual que lo había hecho
su perro.
Solo más tarde se dio cuenta ella de que tenía los dientes
manchados de sangre. Sonrisa con sangre de perro.
–¿Y qué sentiste? –le preguntó Zoltán en la cama–. Quiero
decir, al morder a Zeus…
Nikolett resopló y abrió la boca como para responder,
pero luego se quedó callada con la boca abierta. ¿Qué iba a
decir? Tenía la carne de gallina por todo el cuerpo. Los dos
se echaron a reír y volvieron a follar con más entusiasmo
incluso que la primera vez.
Después todo resultó más fácil. Se veían casi todos los
días en aquella misma habitación, o en la de ella, decididos
a seguir explorándose. Y cada vez se adentraban en
regiones más ignotas o descubrían placeres nuevos en
lugares ya conquistados. Unas semanas más tarde, cuando
el dueño del piso en el que vivía Nikolett le canceló el
contrato para alquilarlo por Airbnb, decidieron irse a vivir
juntos. Con los ingresos de los dos podían permitirse un
piso más grande y más bonito.
El nuevo apartamento olía a suavizante y a tarima de
aglomerado. La ventana de la cocina y el estrecho balcón
daban a un parque, que se dominaba entero desde la altura
de aquel séptimo piso. Un domingo en el que el sol entraba
por la ventana con una mágica intensidad dorada, Zoltán se
sentó en el suelo y se quedó contemplando aquella luz
melosa, dejándose invadir por ella: todo va bien. Después
de tantos años de vagabundeo, por fin estaba en casa.
Nikolett sentía lo mismo. Se compraron una botella de
Prosecco en el Aldi y el jueves siguiente por la noche se la
bebieron en la cocina, con la ventana de par en par, y
moderadamente borrachos se declararon su amor. Y en la
misma medida en que se amaban el uno al otro, los dos
amaban el nuevo piso, y eso también se lo repitieron unas
cuantas veces bajo los efectos del Prosecco. A partir de
entonces, cada vez que limpiaban la encimera de la cocina
o fregaban el suelo, lo hacían con tanta delicadeza como si
estuvieran acariciándose entre ellos.
Aquella relación resultó liberadora, todo les parecía más
fácil. Al amanecer, antes de ir al trabajo, muchas veces
hacían el amor, y todo el calor que generaban en esos ratos
les ayudaba a sobrellevar la frialdad de los días.
Compartían los gastos, y eso les permitía llegar a final de
mes con algo de dinero. Aún no sabían muy bien en qué
invertirían esos pequeños ahorros, pero mimaban la idea de
que eran como una valiosísima semilla de la que poco a
poco brotaría una planta exótica y desconocida.
¿Así de fácil?, se preguntaba Zoltán de vez en cuando.
¿Así de fácil era ser feliz?
Pues parecía que sí, y confiaba en que aquellos días se
convirtiesen en semanas, meses, años y hasta en una vida
entera.

Fue en la frutería donde oyó que habían mordido a un


perro en el parque. Se lo chismorreaba a otra una señora
mientras elegía los pepinos apretujándolos a conciencia, no
fuera a ser que fuesen de plástico.
–Al perro de los Buda ha sido…, los del séptimo… –decía–.
La hija lo había soltado en el parque y al rato el animal
volvió corriendo y gimoteando. Estaba sangrando. Qué cosa
tan horrible, ¿verdad?
Bueno, seguro que había sido otro perro el que lo había
mordido. O alguna alimaña. Puede que un erizo para
defenderse. O un gato. Lo típico en la vida de un perro.
Pero a Zoltán aquella noche le costó conciliar el sueño.
Se quedó mirando tanto tiempo en la penumbra las
sinuosidades del cuello y de la nuca de Nikolett que esas
partes de su cuerpo acabaron convirtiéndose en puras
abstracciones. Una mancha casi imperceptible aquí, un
pequeño borrón púrpura allá. Ninguna anormalidad
reveladora, así que al final, ya muy tarde, logró quedarse
dormido.
Un par de días después, otra vez en la frutería, circulaba
una versión ampliada del tema de las agresiones perrunas.
El relato era desasosegante. Al perro de los Buda lo habían
mordido en el hocico. Y era una mordedura rara. El dueño
preguntó por ahí y acabó enterándose de otro extraño
suceso, que había tenido lugar precisamente la noche
anterior. Otro perro mordido, en este caso en la barriga,
donde el agresor le había dejado bien clara la marca de los
dientes. En la piel de los animales se apreciaba sin lugar a
dudas que aquellas marcas eran de una dentadura humana.
Los dueños entraron en pánico, tenían mil preguntas que
nadie parecía poder responder. ¿Habría que vacunar a los
animales contra algún tipo de infección? ¿Un hombre podía
contagiarle la rabia a un perro? ¿Qué había que hacer en
un caso así? ¿La policía se haría cargo?
Para mantenerse lejos de los chismorreos, Zoltán decidió
que mejor iba a hacer la compra al Spar. Aunque él en
realidad no tenía por qué preocuparse: el hecho de que
Nikolett hubiera mordido una vez a un perro no la
convertía necesariamente en una mordedora en serie. Otro
cualquiera podía haber adquirido ese hábito. Hay gente
para todo.
En la caja había un expositor con pequeños perritos de
peluche, parte de algún tipo de campaña promocional.
Zoltán echó uno en la cesta para demostrarse a sí mismo
que no se tomaba en serio las tonterías que le venían a la
cabeza. En la cola todos llevaban mascarilla; él también.
Hacía meses que solo se veían caras de desconocidos en
televisión. A veces Zoltán había llegado a pensar que a lo
mejor la gente ya no tenía cara; podía ser que debajo de los
ojos solo hubiera una masa informe que todo el mundo
ocultara por razones estéticas.
Y dientes. Como los perros bajo los bozales. Montones de
dientes haciendo cola para comprar mortadela y detergente
barato. Cuando ya le iba a tocar, devolvió el peluche a su
sitio.
A Nikolett le preocupaba mantenerse en forma y con
frecuencia salía a correr por la noche, aunque estaba
prohibido. Solo los que tenían perro podían salir de noche.
De todas formas ella salía a correr, y para hacerlo se había
provisto de la equipación necesaria: mallas, camiseta
transpirable, sudadera y mascarilla, todo a juego en color
negro. Cuando volvía se metía inmediatamente en la ducha.
Y solo después iba a reunirse con Zoltán, como si en el
baño, además de lavarse y cambiarse de ropa, se hubiera
cambiado también de cara, como si, de haberse encontrado
con él antes de la ducha, Zoltán pudiera haber descubierto
a otra Nikolett, a esa que estaba detrás de la mascarilla
cuando corría por la calle.
Y por el parque.
Pero una noche Nikolett no se duchó. Zoltán ya se había
metido en la cama y la esperaba con la tele encendida
aunque sin prestarle atención, con el volumen muy bajo. La
oyó entrar, quitarse las zapatillas de running, colgar la
sudadera y dirigirse al baño. Pero entonces se paró delante
de la puerta del dormitorio.
–Apaga la tele –le pidió con voz ronca.
Zoltán fue a coger el mando pero el gesto se le petrificó
en el aire. Si la apagaba, reconocía que estaba despierto. Y
de pronto le había venido una idea a la cabeza: puede que
fuera mejor fingir que se había quedado dormido, igual que
la presa finge estar muerta cuando se acerca el
depredador. La comparación lo alarmó. Nikolett era su
chica, tenían una relación sana y dependían emocional y
económicamente el uno del otro. ¿Por qué iba a mentirle?
Apagó la televisión. Ciego en la repentina oscuridad, se
acurrucó bajo las sábanas como aguardando la envestida.
Las bisagras de la puerta chirriaron levemente y Nikolett
entró en la habitación. El aire pareció enrarecerse y Zoltán
estuvo a punto de decir cualquier cosa para deshacer la
tensión, un chiste o cualquier pregunta sin sentido del tipo
«¿qué tal te ha ido?» o «¿ya estás de vuelta?», pero al final
prefirió guardar silencio.
Ella se metió en la cama y se acurrucó a su lado. Estaba
desnuda: su cuerpo caliente y sudoroso. Se apretaba
posesivamente contra él. Zoltán se sintió indispuesto
porque aparte del olor habitual de Nikolett percibía algo
más, algo que solo captaba con la parte animal de su
cerebro y que no podía expresar con palabras. Era el olor
de la dominación, el olor que emanan los cuerpos de los
animales cuando han vencido y pueden alardear de su
superioridad ante los demás.
Ese olor, y también un olor penetrante a perro mojado.
Nikolett empezó a besuquearle la cara. No con deseo,
sino más bien como si lo olfateara. La boca le olía a sangre,
y Zoltán presintió la punzada de dolor del mordisco que
estaba por llegar, se adelantó a la impresión de los dientes
afilados perforándole la piel, ensangrentados ya antes de
morderle. Y la dejó hacer con él lo que quiso.
Después, cuando Nikolett ya dormía, Zoltán se quedó
despierto con la certeza en el estómago de que las cosas ya
estaban irreversiblemente perdidas. En realidad, eso que
estaba pasando era solo la revelación final de la auténtica
naturaleza de su relación. Compartían gastos, es verdad,
pero ella ganaba más. Y además era ella la que se ocupaba
de todas las gestiones, de las facturas y los contratos y esas
cosas. Ella fijaba el rumbo de sus vidas, no cabía duda.
Igual que decidiría cómo gastar el dinero que habían
ahorrado, aunque, por supuesto, dejaría que Zoltán diera
su opinión para que pareciera que él también tenía voz. Y
esa noche Nikolett había demostrado también su
superioridad física. Ahora ya solo cabía preguntarse cómo
se lo iba a tomar él.
Como hombre, no podía aceptarlo de ninguna manera.
Era a él a quien le correspondía marcar el territorio con
sus meadas. Él tenía que gobernar en aquel confortable
reino de alquiler de dos habitaciones y en todo lo que
pasara dentro de él. Y si no era posible, tendría que acabar
con aquello, romper con la chica y buscarse otra más
sumisa.
Claro que también podía verse desde otra perspectiva.
Nikolett estaba enferma, necesitaba ayuda. A lo mejor con
algún tipo de terapia podría dejar aquella desagradable
costumbre y los dos lograran alcanzar un nuevo equilibrio
en el que él por fin fuera la parte dominante. Aunque para
eso primero tenía que quedar claro que el hecho de que la
mujer domine al hombre es una anomalía enfermiza que
debe ser atajada con urgencia. Y la verdad es que los
tiempos en los que los hombres gobernaban en sus casas
habían pasado, ahora ellos y ellas se relacionaban en
términos de igualdad y Zoltán sabía que estaba bien que
fuera así, aunque probablemente no terminaba de sentirlo,
y además no era desde la igualdad como se habían
relacionado aquella noche.
En cualquier caso, lo que no podía hacer era
desentenderse del asunto porque ¿y si un día pillaban a
Nikolett mordiendo a un perro? Era algo socialmente
inaceptable. La acusarían de vandalismo o de maltrato
animal o de las dos cosas. Y aquella vida suya llegaría a su
fin, solo que de manera más humillante y dolorosa que si
cortaba ahora por lo sano.
Pensó en los domingos de color miel, en el Prosecco del
Aldi, en lo súper confortable que era aquel piso, y se le
encogió el corazón. ¿Cómo iba a ser capaz de renunciar a
todo eso?
Se hizo un ovillo y por fin logró quedarse dormido.
Por la mañana no hablaron de nada. Nikolett se puso su
mascarilla y se fue a trabajar. Zoltán encendió el portátil
porque en media hora tenía una videoconferencia.
Por la noche, Nikolett salió otra vez a correr.
Zoltán se sentó junto a la ventana y se quedó mirando ese
parque que antes le había prometido sosiego, frescor en
verano y algún rato de esparcimiento en un banco con una
cerveza en la mano y un conocido al lado. Ahora en cambio
el parque le parecía una jungla, un ecosistema cerrado en
el que solo podían darse dos tipos de existencias: el
depredador y la presa. En alguna parte, al amparo de la
oscuridad, la lucha por la vida se libraba en cada momento.
Zoltán se estremeció, el parque estaba adquiriendo una
dimensión que iba a transformar la esencia de su vida
cotidiana. Probablemente Nikolett ya intuía algo de todo
aquello desde hacía mucho tiempo. Le pareció oír los
gemidos de dolor de un perro entre los árboles, pero tal vez
no fuera más que su imaginación.
Esperó a Nikolett en la cocina. De alguna manera todo
volvía a ser como antes. Ya no había secretos entre ellos y
los dos se sentían aliviados. Ella traía las mallas
embarradas y los labios manchados de sangre. Se sentó a
la mesa al lado de Zoltán. Ella olía a perro; él a jabón.
Entonces Zoltán supo que no iba a separarse, que era
demasiado débil para hacerlo, que no era capaz de
renunciar a la comodidad de vivir juntos ni a la seguridad
que como presa le daba vivir con una depredadora. Ella le
contó todos los detalles de la historia.
Efectivamente lo de Zeus solo había sido el comienzo.
Después de aquello, Nikolett por supuesto no tenía la
intención de morder a ningún otro perro, pero cuanto más
tiempo pasaba más intenso se volvía el recuerdo del suceso
en su cabeza. Sobre todo por las noches. En la calidez de la
cama se sorprendía rememorando el instante en el que le
había mordido la oreja a aquel perro. Había algo
verdaderamente irresistible en ese momento pero no
lograba precisar el qué. Y las imágenes no solo no se
desvanecían sino que cada vez adquirían más viveza. No
era el dolor ni el pánico del perro lo que le importaba, eso
solo eran daños colaterales. Y de pronto se dio cuenta: la
clave estaba en el encogimiento del animal, en el cambio de
tamaño. Antes de morderle parecía enorme, y su aura había
ido creciendo aún más en el transcurso de la pelea, como
para avisar a todo el mundo de que era un perro peligroso,
adiestrado para la lucha.
Después, esa aura desapareció y el animal mismo pareció
empequeñecerse. Zeus había dejado de ser un guerrero y
se sometía ahora a la voluntad de una criatura más
poderosa que él. Los músculos se le pusieron fláccidos, los
movimientos cautelosos. Y ya no era capaz de mirarla a los
ojos.
Eso era. Porque al mismo tiempo su propia aura se hizo
más grande, y se dio cuenta de que ella misma también era
un animal y de que en esta jungla los animales más fuertes
son los que sobreviven. El ser humano vivía desde hacía
tanto tiempo desconectado de la naturaleza, encerrado en
cubículos en el laberinto de las ciudades, que Nikolett
había necesitado ese mordisco para descubrir el camino de
vuelta a su verdadera esencia. Y ahora su vida anterior le
parecía una miserable sucesión de días grises.
Necesitaba saber si había sido cosa de una vez o podía
repetirse. Si solo había podido hacerle eso a Zeus o podía
hacérselo también a otros perros.
Se compró la ropa negra y bajó al parque a cazar.
Escondida detrás de un arbusto, convertida apenas en una
mancha borrosa, se dispuso a esperar. Dejó pasar varios
perros por delante del arbusto: o sus dueños estaban
demasiado cerca o los perros no le servían. Más tarde iba a
darse cuenta de que existe un vínculo definitivo entre el
depredador y su presa, que solo se descubre en el momento
del encuentro. Entonces vio al pastor alemán y el corazón
le dio un vuelco, como cuando te das cuenta de que estás
enamorado. Ese era el perro que ella necesitaba, y él
también lo sabía porque se acercó al arbusto y se puso a
olfatear. Entonces Nikolett se abalanzó sobre él y le clavó
los dientes.
Sintió lo mismo que la primera vez: el perro se hizo
pequeño entre sus mandíbulas al tiempo que ella, inmensa
y rotunda, caía a plomo en el interior de su propio cuerpo.
Justo en el instante de morderlo sintió que de verdad era
ella misma, como si su vida anterior hubiera sido solo un
sueño. Hasta ese momento su cuerpo no había sido más
que un disfraz, y metida dentro de ese disfraz se había
relacionado con otros individuos igualmente disfrazados, en
el trabajo, en el colegio, en la calle, en el súper… Y ahora
de pronto su cuerpo se descubría como un arma, un
milagro, un mecanismo de relojería. La sangre le zumbaba
en los oídos y sentía la adrenalina en la lengua. Esperó
hasta que el pastor alemán se tiró en el suelo y empezó a
gemir en silencio, sumiso.
Entonces lo soltó y se escabulló en la oscuridad.
La caza tenía sus propias normas. Si ya había tenido a un
perro entre los dientes, no podía ir de nuevo a por él. Solo
una vez a cada animal, así que si a uno lo había herido, por
ejemplo, en el vientre, no podía volver a morderlo en
ninguna otra parte. Tampoco podía infligir mordeduras
mortales: el objetivo no era matar sino redescubrirse a sí
misma; los perros solo eran el medio necesario para
lograrlo.
–De todas formas tú no puedes entenderlo –le dijo a
Zoltán–. Hasta que no lo experimentes por ti mismo, no
podrás entenderlo.
Parecía que aquello iba a abrir una brecha entre los dos.
Realmente Zoltán hizo un esfuerzo por entenderlo, pero
al final lo que pasó fue que acabó aceptando las cacerías
nocturnas como una rareza de ella, sin más, o quizá como
una actividad terapéutica. Estaban en medio de una
pandemia y todo el mundo necesitaba desahogarse de
alguna manera. Además, después de todo, los perros no
eran más que animales mantenidos precisamente por
cuestiones terapéuticas, y en medio de la incertidumbre
que atravesaba la humanidad no estaba mal que ellos
también aportaran algo más. Solo faltaba.
Nikolett salía a cazar todas las noches y Zoltán la
esperaba junto a la ventana convencido de que había
tomado la decisión correcta. Habían encontrado una nueva
rutina, su felicidad permanecía intacta y, al fin y al cabo,
todo el mundo necesitaba un hobby, ¿no?
Solo que no era un asunto que pudiera quedarse de
puertas para dentro porque los perros siempre son
propiedad de alguien, y dañar la propiedad ajena
inevitablemente acaba convirtiéndose en un problema.
Enseguida ya no había nadie que no conociera a alguien
que conociera a alguien a cuyo perro no lo hubieran
mordido. Aparecieron avisos fotocopiados en los portales y
en los tablones de las comunidades: ¡CUIDADO, MUERDEN A LOS

PERROS! Y cuando ya nadie podía dudar de la veracidad de


los hechos, los dueños se pusieron de acuerdo para pedir
ayuda.
Pero la ayuda no llegó: no había nada que hacer, la
policía tenía asuntos más importantes que atender.
Bastante tenían con vigilar el cumplimiento de los toques
de queda, imponer las cuarentenas obligatorias y en
general hacer que se aplicara el estado de excepción en
todo el país. Así que los remitieron a la guardia urbana, que
a su vez los derivó al Departamento de Salud Animal, pero
el Departamento de Salud Animal estaba cerrado a cal y
canto por la pandemia y un funcionario despistado los
mandó de nuevo a la guardia urbana, y así hasta que no les
quedó más remedio que aceptar la cruda realidad. Solo
podían contar consigo mismos para defender a sus
animales. Entonces crearon círculos de autodefensa, se
organizaron en subgrupos, fueron por las escaleras
reclutando a la gente…, y por aquello de que la unión hace
la fuerza, empezaron a sacar a pasear a los perros todos
juntos. También habían solicitado la ayuda de quienes no
tenían perro, aunque en general la opinión de estos vecinos
fue que cada cual asumiera las consecuencias de sus
decisiones. Y como ningún merodeador los amenazaba a
ellos ni a sus gatos, tortugas, peces de colores o canarios,
les dieron la espalda o en todo caso les ofrecieron un tibio
apoyo moral. Los dueños de perros estaban nerviosos,
temían que el agresor pudiera llegar a irrumpir en las
viviendas aprovechando sus ausencias, así que se llevaban
consigo a sus animales allá donde fuesen.
En el estanco un día Zoltán se encontró con uno de los
perros agredidos. Era un perro blanco, mezcla de pitbull
con alguna otra raza, y lucía la marca del mordisco en un
costado. Permanecía obedientemente sentado junto a su
dueño y se estremecía cada vez que alguien entraba por la
puerta. El dueño entonces miraba alrededor avergonzado,
como si la pusilanimidad del perro fuese la suya propia.
Sabía muy bien de lo que el animal adolecía, sabía que su
perro tenía ya muy poco de perro.
Esa noche, mientras observaba el parque, Zoltán no
podía quitarse al perro ese de la cabeza. Nikolett había
salido a cazar como cada noche, a pesar de sus
advertencias. A saber qué serían capaces de hacerle los
grupos de autodefensa si la atrapaban una noche. Igual
también afloraba en ellos un yo que las convenciones
sociales mantenían sepultado. ¿Y entonces qué sería de él?
¿Volvería a ser un hombre libre si una noche Nikolett no
regresaba? ¿O quedaría reducido a nada como el perro del
estanco? Por si el hábito lo ayudaba a encontrar alguna
nueva dimensión de sí mismo que pudiera reclamar como
propia, Zoltán había empezado a fumar.
Esa noche no pillaron a Nikolett, pero cuando volvió con
la sangre bulléndole en el cuerpo, venía decidida a
plantarse.
–Esto no puede seguir así –le dijo, y le cogió un cigarrillo
y lo encendió pese a que los dos se habían comprometido a
no fumar en ese piso que tanto amaban.
Zoltán sabía que aquel momento iba a llegar. Ella llevaba
varias noches dándole la espalda en la cama, y él sabía lo
que significaba eso. Cuando no nos sentimos bien en
nuestra relación y somos incapaces de reconocerlo, nos
metemos en una crisálida, como las orugas, hasta que las
emociones por fin mutan del todo y nos permiten tomar la
decisión definitiva. Zoltán se quedó mirándola, estaba
seguro de que muy pronto, tal vez en unos pocos segundos,
su relación se habría acabado, y al pensarlo la encontró
más hermosa que nunca.
–No podrás entenderme hasta que no lo pruebes.
–¿El qué? –preguntó él, aunque sabía perfectamente a
qué se refería–. ¿Qué tengo que probar?
Nikolett había dado con una comunidad en internet cuyos
miembros, como ella, habían encontrado el camino de
regreso a las más ancestrales pasiones humanas en la
tortura de mascotas. No todos mordían perros; algunos
alcanzaban ese mismo placer asfixiándolos. Y había
métodos aún más refinados, pero ni Nikolett quiso hablar
de ellos ni Zoltán quería enterarse.
Esa gente tenía su propia aplicación de citas, y Nikolett
necesitaba a un hombre que la entendiera, no uno que se
limitara a aceptarla, y para conseguirlo estaba dispuesta a
irse al extranjero si hacía falta.
–Eres importante para mí. Por eso voy a darte una
oportunidad –le dijo.
Sus brazos y sus muslos se habían vuelto más musculosos
con la caza; su mirada serena, más dura. Zoltán la quería,
la quería tanto que no encontraba palabras para
expresarlo. Aunque quererla fuese peligroso, aunque todo
fuera una locura.
Compraron ropa para él: sudadera, pantalones de
deporte, gorra y mascarilla, todo de color negro. Igual que
los calcetines. Salieron del piso pasadas las once. Ya solo
caminar por las calles a esas horas les reportaba cierta
excitación, pues la policía o la guardia urbana podían
interceptarlos en cualquier momento.
Pero ni a la policía ni a la guardia urbana parecía
importarles lo más mínimo aquel barrio ni sus habitantes, y
mucho menos sus perros. Quienquiera que recorriera las
calles lo hacía desamparado, buscando su camino a tientas,
y en ausencia de todo control cada cual debía optar por
convertirse en presa o en depredador.
«Soy un depredador. ¡Soy un puto depredador, joder!», se
dijo Zoltán, y puede que hasta se le movieran un poco los
labios, pero ¿quién podría haberlo apreciado bajo la
mascarilla?
Llegaron al parque y avanzaron evitando los tenues haces
de luz de las farolas. Los movimientos y la postura de
Nikolett se transformaron: sus pasos encontraban los
puntos más silenciosos del suelo; el torso, ligeramente
echado hacia delante, preparado para girar en cualquier
instante. Ahora era una cazadora.
A lo lejos, los perros olfateaban la tierra en busca del
mejor lugar para echar sus meadas, y por momentos les
llegaba el murmullo de voces humanas. Aquella noche
había mucha gente en el parque paseando a sus perros; se
apelotonaban como un rebaño de ovejas en torno al busto
de un político olvidado. Nikolett le hizo una seña a Zoltán
con la mano para que se agachara. Ella se ocultó detrás de
un arbusto.
Aguardaron.
A Zoltán el corazón le latía con fuerza, le dolían los
músculos de la tensión y tenía muchas ganas de mear. Si
hubiera tenido que hablar, le habría temblado la voz.
Pasaron dos perros por delante del arbusto pero Nikolett
los ignoró. Zoltán dejaba que las cosas siguieran su curso,
como el enfermo febril que deja pasar el tiempo en una
duermevela delirante. Sudaba bajo la ropa y sabía que olía
a miedo.
Quería huir, pero sus piernas eran de gelatina. Sentía
deseos de ponerse a gritar, pero no se atrevía. Imposible
calcular el tiempo que pasó hasta que por fin apareció el
perro adecuado.
Incluso en la oscuridad pudo percibir el cambio de
actitud de Nikolett. Había encontrado su presa y se
preparaba para atacar. Zoltán pensó que sería como ver
morir a alguien. Su chica estaba preparada para saltar
desde detrás del arbusto y lanzarse como un animal sobre
el perro. ¿Cómo podría olvidarse alguna vez de eso? ¿Y
cómo podría seguir viviendo con semejante recuerdo? Pero
lo que pasó a continuación fue aún peor de lo que
esperaba.
Nikolett se irguió sin importarle que pudieran
descubrirla. El perfil de su figura era enorme y Zoltán
entonces comprendió lo que ella ya le había contado.
Nikolett parecía más grande de lo que era en realidad. Esa
era la fuerza que los demás no tenían, la fuerza a la que la
policía no podía poner coto porque eran unos cobardes y
preferían mirar para otro lado y ocuparse de cualquier
pequeño contratiempo antes que afrontar lo que su
inhibición estaba dejando que sucediera en el mundo.
La chica miraba al perro sin moverse. El perro, un
labrador que en la oscuridad parecía gris, se quedó
petrificado. Había sentido sobre él la mirada del
depredador.
El animal miraba a la chica. La distancia entre el perro y
la presencia humana era casi de dos metros. Zoltán estuvo
a punto de gritar de alegría porque era imposible que
Nikolett pudiera atrapar a su víctima desde allí,
completamente inimaginable. Su corazón se liberó de un
gran peso: Nikolett lo había echado todo a perder, desde
esa posición no podía vencer.
Pero ella se bajó la mascarilla. Zoltán conocía muy bien
esa cara, y sin embargo ahora no podía reconocerla. Le
pareció que llevaba una máscara, o puede que la cara que
llevaba durante el día fuera la máscara y esta la verdadera
cara de Nikolett. Mirando fijamente a los ojos del labrador,
chasqueó la lengua, y el perro metió la cola entre las patas
y se dirigió hacia ella.
Zoltán quiso gritar para alertar al perro, para avisarle de
que huyera, pero estaba hipnotizado, paralizado de terror.
Ante sus ojos, el perro acababa de admitir que él era la
presa, la víctima. Y las víctimas siempre tratan de llegar a
acuerdos: para evitar un daño mayor, negocian el menor. Se
ofrecen.
El perro se detuvo delante de Nikolett, se tumbó y rodó
para ponerse boca arriba y mostrarle el vientre. En una
actitud de rendición total, se le ofrecía como víctima
propiciatoria. Nikolett ahora podía hacer con él lo que
quisiera. El perro temblaba de miedo, pero dejó que pasara
lo que tenía que pasar.
Nikolett le hizo una seña a Zoltán, que fue hacia ella con
las piernas temblorosas. Habían acordado que morderían
los dos a la vez y ella estaba ya con la boca abierta, iba a
ser un perro especial para ellos, el primero con un
mordisco doble. Zoltán se arrodilló junto al labrador.
Pero de pronto ahora era él el que se sentía observado.
Levantó la vista. El dueño del perro, un joven de unos
veinte años, estaba ahí, a unos pocos metros, con una
correa en la mano. Dirigió la mirada hacia Nikolett y luego
hacia el perro, que yacía tiritando a sus pies; luego miró a
Zoltán, cuyo rostro era solo el agujero negro de la
mascarilla. «¡Nos han pillado! ¡Nos han pillado!», vociferó
dentro de su cabeza, pero el joven no se alteró ni gritó.
Nikolett le perforó los ojos con su mirada profunda y él,
igual que su perro, claudicó al instante.
Al fin y al cabo, cuando lo mordieran, el animal ya estaría
a salvo. Solo tendría que pasar por aquel trance una vez.
Cuando confirmó que el dueño también se había rendido,
Nikolett se inclinó sobre el vientre del perro y lo mordió. El
animal gimió, pero no intentó escapar.
Zoltán sí. Salió disparado y corrió como alma que lleva el
diablo. En un determinado momento se detuvo junto a una
farola, se quitó la mascarilla y vomitó bajo la tenue luz de
la bombilla led. Luego siguió corriendo hasta que el olor a
suavizante y a tarima de aglomerado le confirmó que por
fin había llegado a su apartamento súper confortable, al
lugar en el que la luz color miel de los domingos le
procuraba toda la paz que necesitaba.
Se despojó de la ropa negra y se metió en la ducha para
quitarse el olor a miedo y la excitación. Debajo del agua no
paraba de pensar en el perro y en su dueño, y el miedo
poco a poco fue transformándose en ira. ¿Por qué demonios
aquella gente y aquellos animales no eran capaces de
valerse por sí mismos? ¿Por qué aceptaban pagar cada
noche aquel injusto y humillante tributo en la forma de su
propio sufrimiento? ¿Por qué no podían rebelarse? Solo
tenían que decir no, joder, ¿por qué no lo hacían?
Pero claro que lo sabía. Lo sabía porque él era igual. Un
perro que se acerca temblando a su amo, con las orejas
gachas y la cola entre las patas, aunque sus dientes sean
más afilados. Porque el poder no va tanto de tener grandes
colmillos como de tener la voluntad de usarlos.
Para cuando terminó de ducharse y salió del baño,
Nikolett ya había llegado a casa.
–Voy a darte otra oportunidad –le dijo–. La última. Si no la
aprovechas, no volverás a saber de mí.
Tenía los pantalones sucios y la cara manchada de barro.
Llevaba un perro en los brazos, un perrazo de raza
desconocida. Barrió con el antebrazo todo lo que había
sobre la mesa de la cocina y dejó ahí panza arriba al
animal.
–Tu última oportunidad –dijo.
Zoltán estaba desnudo junto a la mesa; la toalla se le
había caído en el pasillo. El perro seguía temblando sobre
la mesa, miraba a Zoltán como rogándole que acabara de
una vez.
Zoltán miró a la chica. Aspiró el olor del apartamento
mezclado ahora con el del perro. Su propio olor estaba
oculto por el del gel para bebés que había usado para
ducharse: olor a seguridad y confort. Pero ese olor, se daba
cuenta por primera vez, era una falacia. La seguridad no
existe. Nadie puede protegernos. No se puede confiar en
nadie. Estamos completamente solos en este mundo. Y en
este mundo muerdes o te muerden.
–Te quiero –le dijo a Nikolett, y se inclinó sobre el perro
con las fauces abiertas.
CIUDAD DE NIEBLA

misteriosliterarios.blogspot.hu, 12.08.2014, autor:


Hungarian Psycho

Ha llegado el momento de decir adiós. Como keri.feri23


dijo en el post anterior, este blog termina aquí. La página
estará disponible para hacer búsquedas, pero no habrá más
actualizaciones, ni artículos ni entrevistas. Este es el último
misterio. En ese anterior post analizábamos las causas de
este final con minuciosidad, y también hemos tratado el
asunto en los comentarios de nuestra página de Facebook.
El resumen básicamente es que todo lo bueno se acaba,
qué le vamos a hacer. Gracias por habernos seguido. Creo
que esta última publicación es un buen cierre para todo lo
que hemos estado haciendo en los últimos años, el broche
de oro.
Vamos a hablar de un manuscrito que sin duda es uno de
los mayores misterios que han pasado por este blog. Nunca
llegó a terminarse, e irónicamente se titulaba Inéditos
húngaros. Se supone que sus autores fueron Márton
Kopaszhegyi-Kézi y Júlia Nagy. Kopaszhegyi-Kézi había sido
redactor de JCQ, una conocida revista masculina, y autor
de dos volúmenes de cuentos, Los ríos de la luna y Tiempo
del sueño, este último ganador del efímero Premio Pompa
al mejor segundo libro de cuentos, que concedió JCQ entre
2001 y 2003. Júlia Nagy es conocida como periodista y
colaboradora de revistas literarias como Nueva Kalifa
(fundada en 1997 y desaparecida en 2003) y Litera
Magnum (fundada en 2005 y desaparecida en 2010).
Actualmente se dedica a escribir biografías de músicos,
publicar en el blog titulado Leer es bueno y gestionar el
refugio para animales ¡Adóptame! Márton Kopaszhegyi-
Kézi murió trágicamente en el 2012, pero Júlia Nagy ha
respondido con amabilidad a casi todas nuestras preguntas,
lo que ha servido para arrojar luz sobre la intención de su
proyecto conjunto. También nos ha hecho llegar las partes
más relevantes del manuscrito inacabado, que publicamos
aquí íntegramente, incluidas las notas que se
intercambiaron los dos autores.
Las anotaciones personales de Márton Kopaszhegyi-Kézi
nos las ha facilitado su viuda, a quien queremos trasladar
desde aquí nuestro más profundo agradecimiento.
El manuscrito inacabado, como su título promete,
cataloga y recoge la historia de una serie de libros inéditos
e igualmente inacabados. Fue un encargo de Region 2000,
una editorial con sede en Budapest. Los mayores éxitos de
Región 2000 fueron libros sobre la historia local de varias
ciudades del país. Y el autor del best seller de la editorial
se llamaba András Nádi, experto en cerámica amateur. Su
libro, La era de las jarras: el arte oculto de Balmazújváros,
llegó a tener dos ediciones; hoy todavía puede encontrarse
fácilmente en las librerías de viejo. Al cabo de un tiempo,
Región 2000 fue absorbida por una editorial más grande,
que al final la cerró.
En realidad, aquella idea de Región 2000, que había
surgido unos años antes de la absorción y el cierre, parecía
tener bastante sentido: se trataba de descubrir los tesoros
escondidos de la cultura húngara moderna y montar libros
entretenidos y muy fáciles de leer, e inevitablemente por
ese camino acabaron llegando al proyecto de preparar
también un recorrido por la literatura inédita del país.
Además, probablemente para los lectores tendrían más
interés esos libros que no podían leer que los que estaban a
su alcance acumulando polvo en las estanterías.
Los dos autores ya habían publicado antes con Región
2000 varios libros bajo seudónimo, pero nunca habían
trabajado juntos. Los eligieron porque sus trayectorias
profesionales les garantizaban los contactos necesarios en
los círculos editoriales para sacar adelante el proyecto. El
mundillo literario húngaro es muy cerrado, pero una vez
que estás dentro solo tienes que hacer las preguntas
correctas a las personas adecuadas.
El proyecto se echó a rodar con la preparación de un
listado de los diez manuscritos inéditos, perdidos o
inacabados más importantes de la literatura nacional.
«La mayor parte de esos manuscritos es de la época
comunista –nos explicaba Júlia en su email–. Queríamos
abrir un debate sobre las obras censuradas por
subversivas, antisistema o filoanarquistas, en especial
sobre las de los años sesenta, setenta y ochenta. Ese era el
filón comercial del proyecto porque los pecados del
comunismo aún atraen a la gente. En las primeras etapas
de la investigación nos llegó información sobre un
manuscrito que en principio no nos pareció especialmente
interesante. Trataba sobre bandas de rock local surgidas en
una población indeterminada. Y salía una y otra vez. Se
hablaba mucho de él pero nadie lo había leído. Entonces
descubrimos que a partir de un momento la historia de ese
libro se convertía en un caso policial, y ahí sí empezó a
interesarnos de verdad. Alguien había desaparecido y
enseguida supimos que se trataba del propio autor. De
hecho, todavía se le consideraba un desaparecido, aunque
a lo mejor ahora está ya legalmente muerto, no lo sé. Pero
el asunto es que ahí nos topamos con un muro. Con otros
manuscritos había sido fácil encontrar a un editor o a un
amigo del autor que los hubiera leído, aunque los textos en
sí se hubieran perdido, pero no era el caso de este. Muchos
habían oído hablar de él, ya lo he dicho, pero los editores o
los asistentes que supuestamente debían haberlo leído
parecían haber desaparecido de la faz de la tierra. Puede
que se fueran al extranjero o que pasaran a la
clandestinidad. En cualquier caso, nosotros no pudimos dar
con ellos».
Removieron sótanos y almacenes pero nada, ni rastro, ni
siquiera estaban seguros del nombre del autor. Y de pronto
un día el problema se resolvió como por arte de magia.
«Una mañana Márton apareció en mi casa con una caja
de cartón. Dentro había un manuscrito mecanografiado y
algunas cintas de casete. Por la expresión de su cara supe
que se trataba del libro que andábamos buscando. A esas
alturas estábamos ya bastante obsesionados con él. ¿Cómo
lo consiguió? Ni idea. Por mucho que se lo pregunté, jamás
me dio una respuesta clara. Decía que había llamado a su
puerta, lo que obviamente no podía ser verdad. Se
escabullía. Ahora ya nunca lo sabremos».
Júlia y Márton leyeron el texto y estuvieron de acuerdo en
que ese sería sin duda uno de los capítulos más
interesantes de su propio libro. Pero su trabajo quedó
interrumpido por la absorción de la editorial.
«Estoy orgullosa del trabajo que hicimos, seguramente
habría sido un gran libro. Pero echando la vista atrás creo
que no deberíamos haber aceptado el encargo. Si no lo
hubiéramos aceptado, Márton aún estaría entre nosotros».
El capítulo en cuestión es breve, a veces fragmentario o
carente de enfoque. Es de suponer que después lo habrían
ampliado y mejorado su redacción para buscar la
coherencia con el resto del libro. En el manuscrito original
las fechas y todos los nombres de lugares aparecían
tachados con un rotulador negro, así que los dos autores
tampoco pudieron consignarlos en su texto. Puede que en
la edición final se hubieran aventurado a mencionar una
población posible. Júlia Nagy dice que creyó reconocer en
la narración referencias a Nyíregyháza, en el este del país,
pero que no puede estar segura del todo. Podría ser
cualquier otra ciudad o pueblo de Hungría.

Inéditos húngaros –fragmentos–


Autores: Márton Kopaszhegyi-Kézi y Júlia Nagy

La mayoría de los libros no se escriben por encargo; nacen


impulsados por el deseo de sus autores. El resultado es
como un niño nacido de una relación secreta, de una
relación apasionada y dolorosa. Y no es extraño que esa
pasión de los autores sea tan intensa que acabe
consumiéndolos a ellos mismos y a quienes los rodean. Eso
fue lo que pasó con la obra de Balázs Péterfy Esta noche
sobre el escenario. Historia del rock local.
La mayor parte de las veces estas apasionadas historias
de amor se acaban en cuanto llegan a la mesa de un editor.
Son tan malas que es mejor olvidarlas. Sin embargo, el
manuscrito de Balázs Péterfy habría podido ser una rara
combinación de pasión y viabilidad financiera. Pero el
destino tenía otros planes. Normalmente es la política, el
dinero o un supuesto giro en los gustos del público lo que
hace que un manuscrito aprobado no llegue a publicarse,
pero en este caso la obra iba a quedar inconclusa a causa
de la lamentable desaparición de su autor.
Balázs Péterfy había nacido en 1980, hijo único de una
familia acomodada. Terminó los estudios de secundaria
en________, con buenos resultados, y después se graduó en
Derecho por la Universidad de _________. Su vida adulta
estuvo marcada por una tragedia: perdió a sus padres en
un accidente de tráfico. Dos años después de este suceso
fue cuando empezó a escribir el libro.
Sus padres lo vigilaron de cerca durante la adolescencia
para que completara la secundaria y asegurar así su futuro
universitario. No le dejaban ir a fiestas ni a conciertos, ni
hacer ningún otro plan social de los clásicos en la primera
juventud. Mientras sus compañeros se iniciaban en la vida
nocturna, Balázs se quedaba en casa leyendo o estudiando,
a salvo de cualquier peligro. Así que no es de extrañar que
al perder a sus padres quisiera recuperar el tiempo perdido
de su adolescencia. [Nota de M. K.-K.: ¿No es esto una
especulación? Sé que tenemos que buscar motivaciones,
pero preguntémosle su opinión a S. K., a ver qué le parece
a él]. Según se deduce de varios informes policiales y de un
atestado, Balázs se perdió entre el alcohol, las drogas y el
sexo por dinero durante una temporada. Pero su amistad
con János Egér lo rescató de esa vida. Egér era un exitoso
hombre de negocios, propietario de una editorial y de un
pub llamado La Ratonera, y también músico aficionado.
[Nota de M. K.-K.: A János Egér le apodaban el Rata].*
La Ratonera espera a sus clientes en el sótano de un
edificio de paneles prefabricados del barrio D, un pub de
rock bastante pequeño y acogedor. [Nota de J. N.: Márton,
¿a ti te pareció acogedor? Yo casi me muero ahí dentro. Un
poco más de objetividad, por favor]. Detrás de la barra a
menudo está el propio János Egér, quien desde luego no
parece que abriera el local con fines lucrativos.
«Siempre quise tener un pub –dice este empresario de
éxito con pinta de motero; en su pub se reencontró con
Balázs Péterfy, a quién ya conocía del instituto–. No éramos
amigos en el instituto, él no tenía amigos, era de esos
chavales que siempre andan solos. Nunca venía a las
fiestas. Pero cuando van pasando los años empiezas a
apreciar más a los viejos conocidos, sobre todo porque la
mayor parte de tus amigos se han mudado a otra ciudad o
te has peleado con ellos. O se han muerto».
Enseguida se hicieron amigos. Los dos hombres estaban
conectados por una mujer: Brigitta Kovács, esposa de János
Egér, que lamentablemente había muerto de cáncer unos
años antes.
«Los dos vivimos el mismo duelo, y eso crea un vínculo
muy fuerte. [Nota de M. K.-K.: ¡Joder, Júlia, ¿cómo pones
esto en su boca? No resulta auténtico. ¡Él no hablaba así
para nada! Respuesta a la nota: Si escribiéramos lo que
realmente dijo, este libro no se publicaría ni de coña].
Los dos hablaban mucho de los tiempos del instituto, y
Balázs le confesó a János que había ardido de amor
adolescente por Brigitta Kovács. [Nota de M. K.-K.: Debería
estar prohibido escribir cosas como «arder de amor»]. El
hecho de que Brigitta ya no estuviera entre los vivos le
deprimía, y no solo por la pérdida personal, sino porque
sentía que la conexión con su propio pasado se había vuelto
aún más débil a raíz de esa pérdida.
«La muerte de Brigitta le afectó mucho. Ella era su única
amiga en la secundaria, su vínculo con el mundo. Brigi le
contaba lo que pasaba en las fiestas y en los conciertos a
los que él no podía ir. Yo sí que iba a esas fiestas, por eso
Brigi se casó conmigo y no con Balázs. Y ahora él también
quería vivir todo eso que nosotros habíamos vivido,
especialmente los conciertos, pero sabía que ya no era
posible. La ciudad no era la misma». [Nota de M. K.-K.: ¿No
deberíamos mencionar aquí la historia de los ovnis?].
Al final János Egér, en parte por curiosidad y en parte
para satisfacer los deseos de su amigo, se ofreció a
publicarle el libro. Balázs quería escribir sobre la historia
de la música underground de la ciudad, y había ido
acumulando un volumen considerable de material.
¿Por qué? La respuesta se encuentra en la introducción
inacabada que Balázs Péterfy estaba escribiendo para su
libro.

Encontré la primera caja en un mercadillo.


Soplaba un viento helador y me dolían los
dedos de hurgar en ella. Era una caja de
zapatos negra, de unas Nike de la talla 44,
llena de casetes de plástico transparente
color blanco, rojo y azul. Algunos tenían
etiquetas escritas a mano con tinta azul o
roja, que indicaban lo que había grabado.
Compré la caja entera con avidez, y también
un radiocasete y un walkman.
La mayor parte de la colección carecía de
valor, eran copias de discos de bandas
famosas, Iron Maiden, Tiamat, Ossian, cosas
así. Pero una pequeña parte resultaron ser
maquetas de grupos locales, aficionados o
semiprofesionales, que probablemente nadie
había escuchado nunca, más allá de algunos
chavales, sus orgullosos padres y quizá
algún sudoroso crítico de una revista de
rock. Las bandas que tocaban en las fiestas
de los institutos, en los pubs sin nombre,
en esos clubs que aparecían a la misma
velocidad que desaparecían. Las paredes de
los edificios siguen siendo las mismas, pero
sus habitantes no.
Obviamente eran demos terribles. La mayoría
grabadas en los propios locales de ensayo o,
con suerte, en algún estudio barato. Las
baterías sonaban como si fueran cajas de
cartón, las guitarras chirriaban, los bajos
saturaban los altavoces. Y sin embargo nunca
he sido más feliz que al escuchar esas
cintas. Eran fragmentos de un pasado que
pedía ser redescubierto. Eso fue lo que me
puso en el camino que finalmente me condujo
a escribir este libro. La historia de las
anónimas bandas de la ciudad, de esas bandas
que jamás llegaron a grabar un solo disco.

Era un coleccionista nato, y poco a poco esa pasión fue


convirtiéndose en una obsesión. Quería hacer un registro
completo de las bandas de garaje que alguna vez habían
estado activas en la ciudad, aunque no hubieran dado ni un
concierto. Iba tomando nota de los nombres de sus
miembros, de los garitos donde tocaban, de los propietarios
de esos garitos. Sacaba la información de viejos carteles
fotocopiados, de las grabaciones que circulaban por
internet y de las cintas que encontraba en mercadillos de
segunda mano. Cuando conoció a János Egér, ya tenía una
colección de cientos de maquetas y había llenado tres
cuadernos con los nombres de grupos desaparecidos y la
información de contacto de sus antiguos miembros. Estaba
intentando dibujar el mapa de un pasado que también era
el suyo pero del que nunca había formado parte.
Retrospectivamente, quiso encontrar un lugar para sí
mismo en ese pasado. Pertenecer. Solo le interesaba la
música en vivo: grupos de metal, de rock alternativo y
hasta bandas de tributo. Pero nada sobre los raperos
locales ni sobre los que se dedicaban al house o al techno.
Las raves ilegales de la época tampoco le interesaban. Esa
parte del pasado Balázs iba a omitirla por completo en sus
notas.
Con su oferta, János Egér le echó más leña a ese fuego.
La obsesión de Balázs había encontrado su cauce y ahora
escribir el libro ya no era una posibilidad, era un deber.
Su plan era conseguir contactar con todos los miembros
de aquellas bandas, con sus promotores y hasta con sus
fans, y entrevistarlos. En muchos sentidos, el
comportamiento de Balázs era perturbador. Sobre todo al
final, era como si el presente fuera una tumba, una viñeta
paralizada, y la vida estuviese solo en el pasado. La rutina
cotidiana se le presentaba como una hibernación, un estado
de catatonia que ya venía durando demasiado. Para él, todo
«lo relevante» de las personas a las que entrevistaba se
encontraba en sus vidas «de entonces», es decir, el estado
en el que se hallaban en el momento al que se referían las
preguntas. No tenía el menor interés en la vida presente de
esas personas; para él ahora no eran más que fantasmas en
busca de un lugar donde descansar del mundo para
siempre.
Probablemente el libro no llegaría nunca a ser más que
algo parecido a las maquetas de aquellas bandas: un
producto amateur, interesante solo para los conocidos. Sin
embargo, ahí habría estado el alma de Balázs, todo su
esfuerzo y su deseo de crear un pasado también para sí
mismo. Pero la obra no llegó a escribirse. Están la mayor
parte de las entrevistas y un borrador de la introducción,
eso es todo.
Utilizó un dictáfono para grabar más de noventa y siete
entrevistas, también las realizadas por Skype o por
teléfono. Solo quería escribir sobre grupos que nunca
hubieran puesto discos en el mercado, únicamente demos,
maquetas autoeditadas, o álbumes sin distribución.
Redactaba breves descripciones de los entrevistados y
tomaba notas sobre los lugares de sus reuniones, y luego
adjuntaba esos datos a la transcripción de las entrevistas.
Por ejemplo:

Nombre: Róbert Fajan (el Grillito)


Ocupación actual: mecánico
Anteriormente: bajista de la banda Horda de
Ratas (punk/dirty rock), cantante y
guitarrista de Cyonid (Oi punk), cantante
de Voluntad (hardcore/punk)
Alto y flaco, con un tatuaje de Mickey Mouse
de tamaño mediano en la parte superior del
brazo (aunque también podría ser un
murciélago o el mapa de Hungría, tengo que
preguntarle a P.). Dientes negros,
cigarrillo en la boca todo el tiempo.
Ubicación: su garaje; carteles y calendarios
de Playboy en las paredes, olor a aceite.

No podemos saber si Balázs tenía la intención de publicar


las entrevistas en bruto o si pensaba recoger la información
en un texto redactado. Lo cierto es que las transcribió
todas y agregó muchos comentarios y notas, lo que parece
indicar que pretendía reescribir y editar el material.
El mecánico aquel fue el primer entrevistado, y en lo
sucesivo Balázs Péterfy se ciñó al esquema que había
utilizado esa primera vez. El único cambio que introdujo
fue que a partir de un momento empezó a llevar bebida a
las reuniones.

B: ¿Cuál fue tu primera banda?


R: Joder, eso ya lo sabes, acabo de
decírtelo…
B: Pero me gustaría que lo repitieras, ahora
estoy grabando.
R: Vale, vale. Horda de Ratas. Era una banda
cojonuda.
B: ¿Dónde aprendiste a tocar?
R: ¿Yo aprender? En ninguna parte. ¿Estás
loco? [Risas] Pero molaba. Compramos uno de
esos jodidos bajos, lo conectamos a un
amplificador ¡y sonaba! Fatal,
saturadísimo, pero sonaba…
B: Y las fiestas ¿cómo eran?
R: Ni puta idea, te juro que no me acuerdo.
Siempre nos poníamos ciegos de aguardiente
de cereza antes de los conciertos y yo casi
no podía tenerme en pie. La mayor parte del
tiempo punteaba una sola cuerda hasta que
me parecía que los demás habían cambiado de
canción, y entonces me pasaba a otra
cuerda.
Más adelante en la entrevista le dan un repaso a la historia
de los tres grupos que tuvo Róbert, de los que el hombre se
siente muy orgulloso. En total grabaron cinco maquetas y
Balázs se llevó una copia de cada. Hablaron también de
estudios de grabación populares y baratos, de bares
populares y baratos, de chicas populares y baratas. Todo
ello meticulosamente documentado. Ese marco iba a
repetirse después de entrevista en entrevista, de modo que
el autor fue haciéndose una idea bastante ajustada del
panorama musical de su juventud. No había grupo musical
que se le despistara, los tenía todos controlados, incluidos
los que nunca habían puesto un pie en un escenario ni en
un estudio. Todos aquellos músicos con el tiempo se
convirtieron en abogados, en arquitectos, en dependientes
o en inspectores de hacienda. Dejaron atrás la música igual
que la juventud. La mayoría miraban el pasado con
nostalgia; algunos con anhelo, y otros con rabia.
Por eso la idea del libro tiene cierto interés: trata del
desarrollo de una generación hasta la edad adulta. Pero lo
verdaderamente interesante del manuscrito no radica en el
desperdicio de un potencial talento musical. Después de
treinta y cuatro entrevistas, en la trigésimo quinta, por
primera vez se hace referencia a Ciudad de Niebla, aunque
todavía no por su nombre.

Nombre: Boriska Schramoweck


Ocupación actual: editora de revistas
Anteriormente: novia del guitarrista de
Today Bleeds for Roses (emo/hardcore)
Mujer atractiva, dientes ligeramente
torcidos, chaqueta de cuero y botas hasta
el muslo. Un montón de anillos. El
apartamento es minimalista, moderno, se
nota el dinero.
B: Entonces, ¿ibas a todos los conciertos?
Bo: Sí, pero no porque fuera la novia del
guitarrista ni nada de eso. Quiero decir,
soy una mujer muy independiente, ya lo ves,
y ya lo era entonces. Iba a sus conciertos
porque creía en lo que hacían, su mensaje
era importante para nosotros, que éramos
tan jóvenes en ese momento, ya sabes. ¡Hay
tantas almas perdidas que necesitan un
faro! Me parecía que estábamos haciendo la
revolución.
B: ¿Cómo era el ambiente?
Bo: Frenético, estábamos en la cresta de la
ola. Y creo que también influía el hecho de
que en los conciertos todos quisieran ligar
conmigo, eso hacía que Tibi [Nota en rojo de M.
K.-K.: Tibi era el guitarrista de la banda]. tocara aún
con más pasión. Siempre eran los últimos,
ellos cerraban los conciertos. Excepto una
vez en que unos idiotas tocaron después que
ellos. Tibi y los demás se pelearon con los
organizadores por esa historia.
B: ¿Qué grupo fue ese?
Bo: No me acuerdo. Yo estaba un poco
colocada y no me quedé hasta el final. Fue
una noche mala, la única mala noche que
recuerdo.
B: ¿Y dónde fue eso?
Bo: En el gimnasio del instituto.

Balázs no le dio importancia al asunto. Sin embargo, un


cierto cambio posterior en su enfoque parece remontarse a
este momento. A pesar de que el objetivo seguía siendo
explorar una etapa del pasado y trazar la trayectoria de la
juventud de entonces hasta el presente, las historias que le
contaban le aburrían cada vez más. Quería detalles.
No solo qué había pasado y dónde, sino también a qué
olían las cosas, a qué sabían, cómo retumbaban los oídos
después de los conciertos, cómo era el tacto de la almohada
en las mañanas de resaca, a qué sabía el primer beso en la
profundidad de la noche. No le contaban nada de esto en
las entrevistas, aunque era lo que verdaderamente le
importaba. [Nota de J. N.: ¿De dónde te has sacado esto?
¿Existe un diario que yo no conozca? No escribamos nada
de lo que no tengamos evidencia. Me gustaría borrar todo
esto].
Empezaba a impacientarse.
Y entonces, en la cuadragésimo cuarta entrevista, por
primera vez aparece el nombre de la banda.

Nombre: Sándor Kiss (el Cerdito)


Ocupación actual: organizador de eventos,
galerista
Anteriormente: organizador de conciertos y
festivales, editor de publicaciones
periódicas
Ubicación: agradable cafetería en la
plaza_________ [Nota de M. K.-K.: ¿Por qué habrá
tachado los nombres? ¿No podríamos recuperar al menos
algunos de ellos?].
Chupa de cuero, gafas de sol, camisa,
corbata. Look informal pero elegante,
siempre con un cigarrillo en la mano,
aunque rara vez le da una calada. ¿Por qué
le llamarían el Cerdito si es tan delgado?
B: ¿Cuántos conciertos organizaste en
aquellos años?
S: Al menos dos por semana, más cuando se
podía. La organización solía ser un
desastre, aunque yo trataba de poner algo
de orden. Normalmente eran los viernes y
los sábados, aunque en algunos sitios
podíamos organizar también algo
entresemana. Para los dos fijos de cada
semana intentaba conseguir tres o cuatro
bandas. Los grupos importantes rara vez
llegaban a la ciudad, pero la escena local
era muy rica. Y cuantas más bandas
metiéramos en una noche, más les merecía la
pena a los chavales pagar la entrada.
B: Así que conocías a todo el mundo.
S: Creo que sí. No me llevaba bien con
todos, eso no es posible, pero los conocía,
sí…, o si no, conocía a alguien que los
conocía.

B: ¿Cuál era tu banda favorita?
S: Me caían muy bien los miembros de
Nofertum, pero no terminaba de encajarme su
música, esa especie de rock progresivo
instrumental que hacían. Me flipaban los
Szeged (hardcore puro), tocaban de puta
madre. Eran un antídoto contra esas bandas
de mierda que se llamaban cosas así como
Rosas de Sangre, Hoy y Ayer…, esos
imbéciles que se creían muy importantes.
Todos esos terminaron haciéndose abogados,
cómo no.
B: ¿Y el grupo más singular?
S: The Ceiling Puzzle. Hacían cosas muy
raras, se pintaban las caras y tocaban
hasta con utensilios de cocina, y bailaban
y todo. Pero no duraron mucho. Creo que
querían imitar a esa otra banda de
entonces, Ciudad de Niebla; esos sí que
eran unos bichos raros.
B: ¿Ciudad de Niebla? ¿Qué tipo de música
hacían?
S: No lo sé, la verdad es que nunca los oí
tocar. Pero se decía que eran buenos, y muy
raros, eso seguro. Había como una especie
de culto alrededor.
B: ¿No participaron en ninguno de los
conciertos que tú organizabas?
S: No. Creo que fue la única banda con la
que no tuve contacto. No sé quién los
llevaba, si es que alguien lo hacía.
B: ¿Quiénes eran sus integrantes?
S: Tampoco lo sé. Supongo que chavales de
instituto, como todos. Pero la verdad es
que no tengo ni idea.

Balázs revisó su considerable colección de cintas, pero no


encontró nada de Ciudad de Niebla. Revisó también su
listado de grupos pero tampoco hubo suerte. A partir de
ese momento empezó a sacar el nombre de esa banda en
todas las entrevistas, sin éxito.
Estaba emocionado: había un trozo del pasado que
pertenecía solo a unos pocos, y si él lograba descubrirlo
sería como su carta de pertenencia. Pero tampoco las tenía
todas consigo: ¿y si Sándor Kiss recordaba mal el nombre
de esa banda?, ¿y si se llamaba de otra forma? [Nota de J.
N.: Para ya de una vez. O sigue si quieres, pero yo aquí voy
a abrir otro capítulo]. Unas semanas después logró
localizar a un miembro de The Ceiling Puzzle, que ahora
estaba trabajando en Inglaterra como gerente de un
restaurante.

Nombre: Gábor Kisfalvi Keller


Ocupación actual: gerente de un restaurante
en Londres
Anteriormente: guitarrista y trombonista de
The Ceiling Puzzle
Conversación por Skype. No sé cómo es la
habitación, solo veo píxeles.
B: Erais un grupo experimental, ¿no?
G: Sí, supongo que eso es lo que éramos.
Hacíamos muchas estupideces sobre el
escenario, y hasta grabamos un single
bastante potable.
B: Os separasteis muy pronto…
G: Hicimos cinco o seis conciertos… Yo creo
que no éramos malos. Pero nos separamos
enseguida, sí.
B: ¿Por qué?
G: Por Karcsika. El cantante y guitarrista.
Él era el líder, y de verdad tenía muchas
ganas de expresarse, pero los demás
estábamos allí también, éramos su banda… Yo
qué sé, era un imbécil, nos aburrió y nos
largamos para formar otra banda, aunque al
final nunca llegamos a hacerlo. Al final
todos empezamos la universidad y,
básicamente, esto es todo.
B: He oído decir que os influyó mucho Ciudad
de Niebla.
G: Sí, yo también lo he oído.
B: ¿Te gustaban?
G: No he escuchado ni una sola canción de
ellos en mi vida.
B: ¿Entonces?…
G: Era Karcsika el que estaba obsesionado
con ellos. Quería que fuéramos como Ciudad
de Niebla. El problema era que no teníamos
ni idea de lo que ellos tocaban. Yo al
principio ni siquiera creía que existiesen,
la verdad, pero luego escuché a otros
hablar también de ellos. A Karcsika le
flipaban, pero no terminaba de explicarnos
cuál era su rollo.
B: ¿Y no fuisteis a ningún concierto suyo?
G: Lo intentamos, pero no hubo manera.
Estaban jodidamente locos, nadie podía
saber nunca cuándo ni dónde iban a tocar.
Así que fue imposible.
B: ¿Quiénes eran sus miembros?
G: Ni idea. Y tampoco creo que ninguno de
mis colegas de entonces lo supiese; puede
que solo Karcsika los conociera.
B: ¿Y dónde puedo encontrar a Karcsika?
G: En el cementerio. Se le paró el corazón
hace unos años mientras dormía. Dicen que
para entonces el alcohol ya le había
machacado del todo la cabeza.

Balázs contactó con los otros miembros de The Ceiling


Puzzle que seguían vivos. Dos no quisieron hablar con él, y
los otros dos no aportaron ninguna otra información
relevante. Consiguió hacerse con el single que habían
sacado. Era una grabación profesional, pero un material
muy aburrido, con letras notablemente flojas. Después de
otras dos entrevistas sin interés, vuelve a salir Ciudad de
Niebla.
Júlia Nagy nos contó por escrito que a partir de aquí ella
se desligó del proyecto, ya que su compañero se negaba a
aceptar ninguna de sus propuestas.

Nombre: Miklós Janocsek


Ocupación actual: instructor de policía
Anteriormente: cantante de las bandas
¡Golpéalo! (hard rock nacionalista) y
Derecho Blanco (metalcore racista)
Nos encontramos en su despacho, en la
comisaría de policía de la
calle___________.
B: ¿Has oído hablar de una banda llamada
Ciudad de Niebla?
M: ¡Hombre, claro! Mi novia estaba loca por
ellos. Mi ex. No he vuelto a tener una
mujer tan guapa como esa, pero entonces la
dejé sin pensarlo.
B: ¿Por qué?
M: Bueno, no hacíamos buena pareja del todo,
quiero decir…, ya sabes. Los chicos de la
banda y el resto de mis amigos no veían muy
bien que ella…, que ella tuviera
ascendencia judía. Ahora me da vergüenza
admitirlo…, supongo que era un niñato…, y
mis amigos eran una mala influencia para
mí… Pero esa no era la verdadera razón
porque…, quiero decir, podríamos haber
disimulado, ella no tenía la nariz grande
ni nada de eso, y mis amigos nunca se
habrían enterado. Estaba realmente
enamorada de mí, quería que nos fuéramos a
vivir juntos…
B: Ya.
M: Bueno, da igual. El caso es que ella
hablaba de esa maldita banda todo el
tiempo. Que si teníamos que ir a uno de sus
conciertos, que si ella había escuchado
algo de su material, que había estado en un
ensayo…, bueno, no sé si ella o una amiga,
da igual, pero que teníamos que ir a un
concierto de esa gente ya, cagando leches,
¿entiendes? Solo que nunca había ningún
concierto. Por más que me lo curré, nada de
nada. Solo rumores…, que iba a haber otro
pronto, o que justo acababa de haber uno el
domingo, cosas así. Era como perseguir una
sombra. Entonces caí en la cuenta: esa
banda no existía. Corrían la voz para
engañar a la gente, solo para eso, ya me
entiendes. Y mi novia había mordido el
anzuelo. Hasta me dijo que había estado en
una de sus fiestas, pero yo sabía que no
era verdad porque la banda esa no tocaba
nunca. Así que me harté y la dejé. Por eso
fue. Eso es lo que tienes que escribir, ¿me
oyes? Todavía me dan ganas de vomitar solo
de escuchar su nombre. ¡Maldita Ciudad de
Niebla!

Después de esto, Balázs siguió adelante con el único


propósito de encontrar pruebas de la existencia de Ciudad
de Niebla. Buscó por todas partes a la exnovia de Miklós,
pero no pudo dar con ella: tanto la mujer como su familia
se habían esfumado. Entonces consiguió localizar a una
mujer que había sido amiga suya. Para su sorpresa, la
conocía: habían ido al mismo instituto, ella un par de
cursos por delante de él.

Nombre: Eszter Vas


Ocupación actual: prostituta
Anteriormente: estudiante, groupie
Nos reunimos en su apartamento: cortinas
rojas, pañuelos, lubricantes, un espejo
encima de la cama. Pelo castaño rojizo… Y
Dios, esos ojos…
B: No te acordarás, pero tú y yo…
E: Claro que me acuerdo. Balázs. Péterfy.
Estabas dos cursos por debajo de mí.
Siempre me sonreías, tan mono.
B: Uhm…
E: No veía el momento de que por fin te
acercaras a mí, pero nada… Eras un chico
guapo.
B: …
E: Todavía lo eres.
B: Tú… también.
E: [Ríe] ¡Qué divino! ¡Me encanta que hayas
venido, hacía mucho que no me lo pasaba tan
bien!

B: Tengo entendido que tenías una amiga que
se llamaba Y.
E: Ajá.
B: ¿Erais buenas amigas?
E: Tuvimos nuestros altibajos. Nos acostamos
un par de veces. Estábamos experimentando,
ya sabes. Ella salía con nazis para
vacilarles, eso me impresionaba mucho. Les
dejaba en ridículo. Era una chica dura.
Quería escribir un libro sobre sus novios
nazis y su vida sexual. Ahora parece de
coña, pero a mí me divertía mucho. Es una
pena que nunca escribiera ese libro.
B: ¿Qué le pasó?
E: Un día me dijo que tenía que irse y esa
fue la última vez que nos vimos. Se la veía
muy alterada…, que tenía que irse y que ya
volveríamos a vernos algún día. Y con las
mismas salió pitando. Supongo que se iría
con sus padres a Israel, o a algún otro
lugar del extranjero.
B: ¿Cuándo fue eso?
E: Hace tres años, el 27 de agosto a las
16:38.
B: ¡Qué memoria!
E: Yo me acuerdo de todo. Literalmente, de
todo.
B: Dicen que era súper fan de Ciudad de
Niebla.
E: Sí.
B: ¿Y tú por casualidad no irías a algún
concierto de esa banda?
E: No, nunca los vi. Pero los escuché una
vez. Tocaron en una fiesta del instituto,
sin previo aviso, como solían hacer. Me
moría por ir a uno de sus conciertos, ya
sabes, todo el mundo hablaba de ellos, pero
nadie los pillaba. Que si iba a haber una
actuación aquí, que no, que allí… Y al
final era imposible saber si subirían al
escenario. Eso sí, quien lograba asistir a
uno de sus conciertos ya no volvía a ser el
mismo.
B: ¿Qué quieres decir con eso?
E: No sé. No sé cómo explicarlo.
B: ¿Y cómo es que los escuchaste pero no los
viste?
E: Porque estaba en una de las aulas. Un
chico y yo nos habíamos escabullido para
echar un polvo. Él era un año mayor que yo
y ya se había hecho un tatuaje y todo. Casi
lo expulsan del instituto por eso. Pero no
pudieron echarlo porque era el sobrino del
director. No fue en nuestro instituto, fue
en_________. Había anunciadas cuatro
bandas, los Fruits of Kaboom, los Oceans,
Viejas Naves Espaciales y Las Lombrices del
Intestino. ¿Los conoces?
B: [Presumiblemente asiente]
E: Entonces ya sabes de qué iba la cosa…
Pues el chico ese le había robado la llave
maestra al conserje o le había pagado para
que se la dejara o lo que fuese. Y cerró el
aula. Era invierno y fuera hacía muchísimo
frío, pero en casa estaban nuestros padres.
Ya nos habíamos acostado antes dos veces y
no me había gustado. Iba a lo suyo, como un
taladro, totalmente incapaz de degustar las
delicias del cuerpo femenino. Y me había
hecho daño, pero pensé que iría a mejor,
que ya me acostumbraría. Estaría bien que
las chicas supieran que también es posible
decir que no. En fin. El tema es que hacia
el final del concierto nos subimos al aula
esa, la última banda estaba ya a punto de
terminar. Yo había bebido todo lo que había
podido para ayudarme con eso. Pero no me
sirvió de gran cosa. Entonces alguien
anunció por los altavoces que iba a tocar
otra banda, que Ciudad de Niebla iba a
ponerle el colofón al concierto. Yo tenía
muchísimas ganas de verlos, pero el tío ese
ya estaba muy caliente, tiraba de mí, me
llevaba casi a rastras. No estaba lo que se
dice sobrio y me dio un poco de miedo.
Pensé que si lo hacíamos rápido me daría
tiempo de ver el final de la actuación.
Subimos. Me tiró sobre uno de los bancos,
me arrancó la ropa y se puso a taladrarme a
su rollo. Abajo estaba empezando el
concierto. No tengo palabras para describir
lo que escuché. Él paró. Aunque la música
nos llegaba amortiguada a través del suelo
y las paredes, no podíamos concentrarnos en
ninguna otra cosa.
B: ¿Qué tipo de música era? ¿Rock,
alternativa, heavy metal?
E: No lo sé. Cambiaba todo el rato, y al
mismo tiempo era como si no cambiase para
nada. Nos llegaba reverberando por los
pasillos, hacía retumbar el hormigón… Y
para los que además estaban viéndolos tuvo
que haber sido aún mejor.
B: ¿Y por qué no bajasteis?
E: Porque estábamos otra vez a lo nuestro.
Pero ahora era como si nos hubiéramos
adaptado al ritmo de la música. Ya no me
dolía, me sentía como en un sueño. Seguimos
haciéndolo mientras duró el concierto. No
tengo idea de cuánto tiempo sería, pero al
día siguiente no podía ni andar. Nunca he
vuelto a experimentar nada comparable a lo
que pasó allí, en aquel banco. No fue solo
sexo, era como si…, no sé…, como si
hubiéramos trascendido y ahora fuésemos
luz, tiempo, pensamiento… Suena estúpido,
ya lo sé, pero era como si fuéramos el
mundo entero. La perfección.
B: ¿Y luego?
E: Luego me creí que el sexo era eso. Lo
intenté con él otra vez, y también con
otros, pero no era ni parecido. Por las
mañanas me despertaba llorando porque la
belleza que había experimentado en el aula
aquella era algo incomparable y empezaba a
darme cuenta de que no iba a volver a
pasarme algo así. Y ahora estarás pensando
que estoy loca.
B: No, en absoluto.
E: Es verdad. Tú me crees, lo noto. Me
crees.
B: Sí.
E: Con el tiempo me di cuenta de que lo que
fallaba no era el hombre ni el estado de
ánimo. Me faltaba la música. Entonces me
concentré todo lo que pude y logré que
volviera a mi cabeza una de las melodías.
Tal vez la única melodía, en realidad.
Empecé a tararearla para follar. Y
funcionó. No como cuando se la escuché
tocar a la banda, pero logré cruzar una
línea, no sé si me entiendes. Conseguía
acercarme a la experiencia original.
Gracias a eso pude sobrevivir. Mis padres
estaban desesperados…, normal, hasta
entonces yo había sido siempre la primera
de la clase, quería ser bioquímica. Ahora
en cambio decidí que iba a ser puta. No me
vi obligada ni nada parecido, como les pasa
a otras. ¿Te parece raro? Yo me siento bien
así. Sigo recordando la melodía y mis
clientes vienen por eso. Para que les
cante. Yo también los necesito a ellos.
Cada vez vuelvo a volar al aula por un
rato. Ellos me acompañan de vuelta a
aquella noche de invierno. Volvemos a ser
jóvenes y podemos rozar con los dedos algo
que está… más allá de nosotros, más allá de
lo que somos y lo que vemos. Me pagan bien,
porque lo vale, pero el dinero no es lo
importante.
B: ¿Por qué no buscaste a la banda?
E: Porque si hubiera vivido eso otra vez, no
habría querido volver a este mundo. La vida
no habría tenido sentido. Creo que eso fue
lo que le pasó a Y. Le dije que lo dejara,
pero ella siguió yendo a sus conciertos. Es
rarísimo, ¿sabes? Si ya habías estado en
uno, podías saber cuándo tocarían la
siguiente vez. Era como un presentimiento.
Por eso no creo que ella se haya ido al
extranjero.
B: ¿Y dónde está?
E: Creo que sigue aquí. Pero que desapareció
en la niebla. Que está más allá.
B: ¿Más allá?
E: ¿Quieres escucharla? La melodía… Me
refiero a la melodía.
B: Claro que quiero.
E: Ven a la cama.
B: No tengo dinero.
E: No importa. Te lo mereces. Ven.
[Aquí parece que la cinta está dañada, solo
se oye ruido estático].
B: Joder… ¿Qué estás haciendo? Ay, joder…
E: ¿Quieres más?
B: ¡Por favor! ¿Qué haces? ¿Qué quieres
hacer?
[Más ruido estático].
E: ¡Quítate la ropa!
[Ruido estático hasta el final de la
grabación].

A partir de entonces, Balázs decide dedicar su libro a


Ciudad de Niebla. Lo único que le importa en la vida es
seguirle la pista a esa banda. No le cuenta a nadie lo
sucedido en el apartamento de Eszter. Nadie le habría
creído ni él tampoco podría haberlo explicado. Volvió a
buscarla varias veces, pero ella no quiso volver a verlo. Con
él no era como con los demás, le dijo, por eso lo rechazaba.
No quería tirarse por la misma pendiente que Balázs, y si
hubieran seguido viéndose lo habría seguido cuesta abajo,
seguro.
Balázs casi se vuelve loco. Aquella mujer le había dado
exactamente lo que buscaba, o algo muy parecido. Durante
unos minutos se había sentido como si no fuera él mismo,
como si se hubiese convertido en la persona que siempre
había querido ser. Y lo peor de todo era que ni siquiera
podía recordar qué había pasado exactamente. Ni siquiera
estaba seguro de que se hubiera acostado con Eszter, y, si
lo había hecho, no sabía si fueron minutos u horas. Solo le
quedaba la melodía, pero ni siquiera era capaz de
recordarla con claridad.
En las docenas de entrevistas siguientes fue
descubriendo que en realidad todo el mundo conocía a
alguien que había estado en un concierto de Ciudad de
Niebla o que había querido ir. Recorrió todos los institutos
en cuyos gimnasios podrían haber actuado, todos los
sótanos vacíos que alguna vez habían sido clubs o pubs.
Uno de los entrevistados le dijo que le había oído decir a
alguien que Ciudad de Niebla desde el principio se
anunciaba siempre en carteles, pero eran carteles en
blanco, fotocopias de nada. Ninguna fecha, ningún nombre,
ningún lugar. Y sin embargo los seguidores del grupo
entendían el mensaje. En el trastero de un instituto Balázs
encontró varios de esos carteles de la banda. Un montón de
fotocopias de pliegos de papel en blanco.
Entonces dio con alguien que realmente conocía a
alguien.

Nombre: Gábor Szabó


Ocupación actual: cerrajero
Anteriormente: ninguna
Piso mugriento.
B: Si me han informado bien, tú estuviste en
un concierto de Ciudad de Niebla.
G: ¿Yo? No, que va. Yo no iba a conciertos,
yo era carne de discoteca. Me molaba el
techno, las raves… Ya sabes, por las tías.
B: Me habían dicho que…
G: Sí, ya sé lo que te han dicho. Pero yo
soy Shabat el Mayor, y era a mi hermano
pequeño, a Shabat el Menor, al que le
encantaba ese tipo de mierda. Él era un
artista.
B: Tu hermano…
G: Sí. Mi hermanastro, en realidad, de otra
relación de mi padre. Siempre nos llevamos
bien.
B: ¿Entonces a él le gustaba el rock?
G: Sí. Pero tenía un pequeño problema. Era
sordo como una tapia. Por un tumor. Tuvo un
tumor y con la operación perdió
completamente el oído, nunca más volvió a
oír una mierda. Tenía nueve años cuando le
pasó. Y no lo llevaba muy bien. Además al
final eso le causó también la muerte. No
miraba nunca antes de cruzar y un
desgraciado lo atropelló con su camión.
B: Mis condolencias. Pero ¿iba a conciertos
aunque no oyera nada?
G: Sí que iba, sí, al pobre capullo le
gustaba. Supongo que es más fácil soportar
los endiablados chirridos de las guitarras
cuando eres sordo.
B: Y estuvo en un concierto de Ciudad de
Niebla.
G: Eso me dijo. Aprendimos juntos el
lenguaje de signos, pero ese día cuando
llegó a casa estaba tan emocionado que solo
movía caóticamente los brazos de arriba
abajo. Mis padres no entendían nada. Tuve
que calmarlo para poder hablar con él.
Subimos a mi habitación y al final allí me
lo contó todo, aunque no sé si era real o
no, tengo mis dudas.
B: ¿Qué te contó?
G: Venía de una fiesta en un instituto. Creo
que en___________. Ese siempre ha sido un
centro muy abierto, con una sala de
conciertos y todo. Y esa noche tocaban las
típicas bandas locales, ya sabes…, lo de
siempre. A él le gustaba ir a esas cosas.
Dibujaba muy bien, ¿sabes? Yo no entiendo
nada de arte ni nada de eso, pero los
dibujos de mi hermano siempre me llegaban,
me hacían pensar. Era muy bueno reflejando
emociones. Sobre todo dibujaba caras, las
caras eran lo suyo. Y yo creo que iba a
esas fiestas para observar las caras.
B: Ya.
G: Sí… Por eso aguantaba a pie firme todas
esas actuaciones de mierda… Esa noche, al
final de la fiesta, con el lugar ya casi
vacío, de pronto empezó a entrar gente otra
vez como si algo bueno estuviera a punto de
empezar. Así que se quedó ahí y esperó. Y
bien que hizo porque de repente se subió
una banda nueva al escenario. No estaba
anunciada ni nada.
B: Ciudad de Niebla.
G: Eso creo. Empezó el concierto y el pobre,
claro, no oía un carajo. Me dijo que aunque
tenía la vista clavada en el escenario, en
ningún momento pudo ver a los músicos. La
iluminación era malísima, solo se veían
sombras. Supo que el concierto había
empezado por el temblor del suelo. Entonces
miró a la gente. Me contó que notó que algo
había cambiado en sus caras. Después se
pasó semanas dibujando esas caras. Las
expresiones de esas caras. No puedo
enseñarte los dibujos porque no los tengo.
Pero los vi. Esas caras eran… No sé…, como
si esa gente por fin hubiera encontrado lo
que llevaba toda su puta vida buscando.
Estaban tristes y felices al mismo tiempo.
Así empezó la cosa.
B: Ajá.
G: Luego el público… Según mi hermano, el
público empezó a comportarse de un modo
extraño. Lo que me contó es difícil de
encajar así, a plena luz del día. Pero mi
hermano no se drogaba, ¿sabes? Solo por
estar seguro yo le pregunté si ese día
había tomado algo y me dijo que no, y yo le
creí. Lo que me contó fue que un tipo salió
de entre el público y se dirigió al
escenario, y ahí mismo, con una botella de
cerveza rota, empezó a abrirse las venas.
Chorreaba sangre. Mi hermano se acojonó y
trató de pedir ayuda. Pero nadie hacía
nada. La sala como que se había oscurecido
más y el tipo ese seguía ahí, no se
desplomaba. Tenía la sangre muy oscura,
casi negra. Se derramaba a borbotones por
el suelo, como pintura, y parecía como si
fuera cubriéndolo todo. Pero él seguía sin
derrumbarse, y entonces la gente empezó a
bailar, aunque esa no sería la mejor
palabra para describir lo que hacían, me
dijo mi hermano, porque no era que bailaran
sino más bien como si se hubieran
fusionado, ondeaban, un montón de siluetas
ondeando como una sola. Mi hermano también
hizo muchos dibujos sobre esto. En el
escenario las sombras de los músicos ni
siquiera parecían estar tocando,
simplemente estaban ahí, estáticos. O
levitaban o yo qué coño sé lo que hacían
porque al parecer sus pies flotaban un poco
por encima del suelo. Pero él notaba la
vibración, así que la música debía de estar
sonando. Luego volvió a fijarse en el
público y resulta que todos estaban
levitando también. Giraban en círculo,
súper despacio, como si estuvieran debajo
del agua. Estaban desnudos y tenían la piel
muy oscura. Pero no le pareció raro, era
como si…, como si la piel desnuda de esa
gente fuera la noche misma, eso me dijo. De
pronto uno se hundió en sí mismo mientras
giraba…, así…, literalmente…, todo su
cuerpo se hizo un burruño y se convirtió en
una bola grande que luego fue
empequeñeciéndose hasta desaparecer por
completo… Así sin más, se esfumó. Entonces
mi hermano se tumbó y apretó una oreja
contra el suelo para percibir las
vibraciones. Y me dijo que…, que por un
momento pudo oír.
B: ¿Y qué oyó?
G: Música…, algún tipo de música. Y llantos
y carcajadas. Y lluvia. Eso me dijo.
B: ¿Y luego?
G: Luego todo se terminó. Cuando se puso de
pie ya no había nadie, tampoco la banda
sobre el escenario. Las luces estaban
encendidas. La señora de la limpieza le
azuzaba con la fregona, le decía que se
fuera, que la fiesta se había acabado. Esa
mujer debió creer que se había quedado
dormido en el suelo.
B: ¿Y no crees que es posible que eso fuera
lo que pasó?
G: Sí, claro que lo creo.
B: ¿Tu hermano cambió después de eso?
G: Ya te lo he dicho, dibujaba todo el
tiempo…, y era como si intentara tararear
una melodía, pero como era sordo… Estaba
más distraído, todo el día nervioso. Me
preocupaba. Un poco después fue cuando lo
atropelló el camión. Y ahí también hubo
algo raro.
B: ¿Qué?
G: Cuando lo arrolló ese camión mi hermano
tenía unos auriculares puestos. Llevaba un
walkman. Un sordo con un walkman. No quedó
mucho de él, del walkman, quiero decir,
cuando… cuando levantaron el cadáver. Pero
la cinta estaba intacta. La escuché. Estaba
en blanco. Un casete virgen.
B: ¿Todavía lo tienes?
El manuscrito termina aquí. Lo que sigue son unas notas de
Márton Kopaszhegyi-Kézi. No se sabe por qué las escribió a
mano y no en un ordenador, ni tampoco si tienen alguna
base real. Puede que no sean más que puras
especulaciones. En cualquier caso, según Júlia Nagy, ese
casete sí que existió. Cuando la editorial quebró, ella
encontró enseguida otro trabajo y no volvió a tener la más
mínima relación con Márton. «Nunca me lo perdonaré»,
nos escribió. En los últimos tiempos la hoy viuda de Márton
Kopaszhegyi-Kézi apenas si reconocía a su marido. Se
dedicaba obsesivamente a escuchar cintas de casete, a
menudo desaparecía de casa durante días, y una vez ya no
volvió. Estas son sus últimas notas:
Balázs pagó cincuenta mil forintos por la cinta. TDK,
sesenta minutos, plástico azul transparente. La puso en su
walkman y la escuchó entera, los sesenta minutos. Solo se
oía el siseo de la cinta virgen. Aun así, ese vacío lo calmó.
Cuando el final de la cara A se anunció con un fuerte
estruendo, Balázs se estremeció. Le dio la vuelta a la cinta
y sacó las entrevistas que ya había transcrito e impreso
para leerlas muy despacio, deteniéndose en cada frase.
Cuando terminó cerró los ojos. Pensó en esa ciudad que no
podía ser suya; en Brigitta, a quien siempre había amado
no por quien era sino por lo que representaba; en el alcohol
que nunca había llegado a beberse; en las noches que se le
habían escapado para siempre.
Pudo oír algo como a lo lejos. Algo que después de todo
estaba en la cinta, como si fuera la milésima copia de una
copia reproducida a un volumen casi inaudible. No era
música, solo ruido, un ruido levísimo e informe. A medida
que todas esas cosas que no había vivido se le presentaban
con más claridad en la cabeza, más nítido se hacía también
el sonido.
El walkman hacía girar las dos pequeñas bobinas con
entusiasmo, con el mismo entusiasmo con el que giraban
los sueños en la cabeza de Balázs. Se amplificaban
mutuamente. Al final casi pudo distinguir una melodía, el
ronroneo hipnótico de un arroyo, un arrullo que a su vez
era también el sonido de una puerta que se abre. Una
puerta que da a la calle, a la noche, a la niebla, al amargor
del alcohol barato en la boca, a las casas vecinas que en
realidad solo son decorados fantasmagóricos, como el cielo,
como tú. Nada es real, y sin embargo es mucho más real
que tu vida. Le coges la mano a la chica, estás emocionado,
no quieres que la noche se termine, te da miedo que se
termine y al mismo tiempo sabes que el amanecer nunca va
a llegar. La ciudad está vacía y llena, los bares están
cerrados y abiertos, el dinero apenas te alcanza para una
cerveza pero nunca se acaba, nunca. El día es un recuerdo
lejano, solo estás realmente vivo cuando…
Aquí le despertó el clic del walkman. El casete se había
terminado.
La última vez que alguien vio a Balázs era viernes y él
estaba en la barra de La Ratonera delante de una cerveza.
Egér le sirvió otra y le preguntó que qué tal iba el libro.
Balázs cabeceó y le mostró el pulgar hacia arriba. Mentía,
por supuesto. El libro no iba bien. Nada iba bien. Todo era
una puta basura. Muchas veces pensaba en suicidarse, en
salir de una vez de ese jodido tiempo vacío. Esa noche
mismo por fin, a lo mejor. ¿Por qué esperar más?
Alrededor de la medianoche salió del pub y por las calles
desiertas de la ciudad fue internándose en la noche blanca
y lechosa de niebla. Se imaginó a sí mismo derrumbado
sobre la hierba del parque, congelado. Al amanecer estaría
cubierto por la escarcha y así sería como se lo encontraría
algún transeúnte. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Saltando desde
algún edificio? ¿Con somníferos? ¿Con una cuchilla de
afeitar?
Entonces de la niebla surgió una figura. En cuanto Balázs
la vio, supo que le estaba esperando. Y ya no tuvo que
seguir coqueteando con la idea de la muerte.
–Llegas tarde, como siempre –le dijo Brigitta con una
sonrisa.
Estaba justo como Balázs la recordaba de los tiempos de
su adolescencia, en absoluto deshecha por la vida, ni por
los años, ni por la enfermedad.
Había llegado a casa, lo sabía. Ella le tendió la mano.
–Ven –le dijo–. El concierto está a punto de empezar.
Balázs aceptó la mano que ella le tendía; la tenía fría y
húmeda, como de la misma niebla. No le importó porque no
había nada de lo que preocuparse en aquellos momentos.
Todo era perfecto.
–¿Es que toca Ciudad de Niebla esta noche? –preguntó
Balázs, y Brigitta le sonrió.
–Deja de hacer preguntas tontas –le dijo–. Sabes que
tocan siempre. ¡Solo hay que saber dónde!
Lo introdujo de la mano en la profundidad de la niebla y
nadie volvió a verlo nunca más.
Esto es lo que pasó. ¡Al menos lo que debió haber
pasado!

Un transeúnte encontró muerto a Márton Kopaszhegyi-Kézi


en la calle. No había signos de lesiones externas en su
cuerpo, ni tóxicos en su sangre. Tenía la piel húmeda y fría.
Estaba derrumbado sobre la hierba, tal y como él mismo
había imaginado que Balázs había imaginado su propia
muerte. Cuando lo encontraron, llevaba los auriculares
puestos y en el walkman la cinta de siempre.
La cinta estaba en blanco.
EL TIEMPO QUE LE QUEDA

Mi terapeuta insiste en que imagine una historia diferente


para mi vida. Una historia en la que Vili no muera, o al
menos no como lo hizo. Pero antes de poder imaginarme
esa otra vida debo enfrentarme con lo que pasó. Esto me lo
dice también mi terapeuta. Así que ahora voy a contar lo
que pasó exactamente como pasó, todo lo que recuerdo
hasta el momento en que perdí el control.
Vili empezó a morirse un viernes. Estaba diluviando, lo
que le confería a la escena el tono melodramático perfecto
para dar malas noticias. Estábamos los tres sentados en la
cocina, mi madre, Vili y yo.
A Vili me lo había regalado mi abuela, la madre de mi
madre, un primero de mayo. Lo recuerdo porque había
estado intentando desesperadamente averiguar el
significado de esa fiesta y nadie había sido capaz de darme
una explicación satisfactoria. De hecho, en cierta medida el
primero de mayo sigue siendo un misterio para mí.
Habíamos ido a la feria toda la familia –mi padre, mi
madre y mi abuela– para divertirnos un rato como tantas
otras familias, para reírnos con los payasos y comprar
tonterías de esas que en el momento parecen súper
necesarias. Pero la diversión se quedó en nada porque
enseguida se desató una tormenta que en unos minutos
levantó todos los puestos. En el último momento mi abuela
volvió corriendo para comprarme a Vili. El vendedor
intentaba desesperadamente salvar su puesto de la
destrucción, así que mi abuela cogió a Vili y se fue sin
esperar que le diera el cambio, lo dejó ahí a merced del
vendaval que pugnaba por arrebatarle los billetes de la
mano.
Mi abuela me plantó el regalo en los brazos y me dijo
gritando –era la primera vez que me gritaba, y solo lo hizo
para que su voz se impusiera por encima del viento
huracanado– que cuidara de Vili y que nunca me olvidara
de ella. En aquel momento no entendí por qué me decía
eso. Era mi abuela, ¿cómo iba a olvidarme de ella? Y de
repente, en mitad de la tormenta, tuve una visión
espeluznante: sentí que el mundo estaba a punto de
estallar en mil pedazos, que ese viento arrasaría los
campos y se llevaría volando a la gente y disolvería el
pasado y el futuro, y que yo me hundiría en un oscuro
abismo más allá del tiempo. Abracé a Vili y eso me
reconfortó. Era muy suave, muy cálido, y me hizo sentir que
juntos podríamos resistir la violencia del viento. El encanto
de Vili estaba en su sonrisa: no era una sonrisa forzada ni
una condescendiente media sonrisa, ni tampoco esa mueca
de amargura que tan a menudo tienen los animales de
peluche. Vili tenía la sonrisa de un amigo: comprensiva,
solidaria, alentadora y con algo también de adulta
solemnidad.
Aquella sensación de apocalipsis desapareció al entrar en
el coche. Me abracé fuerte a Vili en el asiento de atrás y
supe que todo iba bien. Mi abuela estaba sentada a mi lado.
Noté que se le empañaban los ojos de lágrimas, pero me
sonrió y me dijo que le había entrado arenilla en los ojos.
Mi madre se giró en su asiento y miró a mi abuela con la
severidad que yo creía que solo me dedicaba a mí cuando
hacía algo mal, o cuando ella creía que yo había hecho algo
mal, lo que al fin y al cabo era lo mismo. No creía que
pudiera mirar así a nadie más, y mucho menos a su propia
madre. No se dijeron nada y yo enseguida me quedé
dormido abrazado a Vili.
Después, durante una temporada, solo vi muy de cuando
en cuando a mi abuela, hasta que un día mis padres me
dijeron que se había ido a Australia para visitar a unos
parientes y que no volvería por un tiempo. Me enseñaron
en un mapamundi dónde estaba Australia, porque yo no
acababa de entenderlo, y también un libro con láminas de
canguros y otros animales extraños, que despertaron mi
curiosidad. Deseaba que pudiéramos ir todos juntos a
visitar a la abuela y ver canguros. Mi padre y mi madre
estuvieron de acuerdo en que, si me portaba bien durante
todo el año, ese deseo mío tarde o temprano podría hacerse
realidad.
Era solo un niño, seguramente por eso estaba tan ciego a
la verdad, aunque dicen que los niños son muy sensibles a
los pequeños cambios que ocurren en su entorno. Puede
que yo fuera una excepción, o puede que mi madre fuese
especialmente hábil para la mentira, incluso para mentirse
a sí misma. Lo que sí es importante dejar claro es que yo en
aquel momento estaba muy lejos de conocer la verdad, y la
verdad era que mi abuela había muerto solo unos meses
después de aquel primero de mayo. Mi madre le había
pedido que no viniera a vernos porque no quería que yo la
recordara como a una anciana enferma. Al parecer, la
enfermedad fue consumiéndola a ojos vistas, aunque yo
solo lo sé por mi padre, que me lo contó décadas después,
un día que estaba borracho. Sé que mi madre trataba de
protegerme cuando decidió mentir. Sé que ella quería lo
mejor para mí, ¿qué otra cosa si no podría querer una
madre para un hijo? En cambio, en medio de la borrachera
y con la experiencia de sus muchos años, mi padre pensaba
otra cosa, pensaba que mi madre le había tenido miedo a la
verdad, que había sido incapaz de verbalizar que su madre
estaba muerta. Sea como sea, el hecho es que para mí mi
abuela siguió viva aún durante unos años, aunque para
cuando Vili empezó a morirse ella ya hacía mucho que
descansaba bajo tierra.
Todo esto yo solo lo comprendí más tarde, ya de adulto,
en parte gracias a la ayuda de mi terapeuta. Según mi
madre, yo le tenía demasiado apego a Vili. Ella siempre
deseó que yo fuera el mejor, el más exitoso, el más seguro
de sí mismo. Pensaba que la vida era como un bosque
helado en el que los niños jugaban a ser una manada de
lobos, cuando al final todos serían lobos solitarios detrás
del mismo trabajo, de la misma casa, de la misma hembra.
Todos detrás siempre de lo mejor, y lo mejor solo pueden
tenerlo los mejores. La excesiva dependencia emocional de
un peluche a largo plazo acaba debilitando el carácter, y los
débiles son presa fácil de los lobos. Ahora sé que, para mi
madre, un eventual fracaso mío en la edad adulta habría
sido suyo también. Por eso no podía dejar de intervenir en
el proceso natural de mi desarrollo emocional. Mi madre no
llevaba bien el fracaso. Era una mujer inteligente y
comprensiva, y procuraba causarme los menos traumas
posibles porque si yo vivía una experiencia traumática
demasiado fuerte perdería la confianza en el mundo, y por
ende también en mí mismo. Y quien no confía en sí mismo
jamás alcanzará el éxito.
Estábamos sentados en la cocina; sobre la mesa, dos
tazas humeantes: una para ella y otra para mí. Manzanilla.
Todavía hoy me repugna el olor de la manzanilla, pero mi
madre pensaba que era buena para suavizar los choques
emocionales. No le había servido una taza a Vili, por lo que
deduje que se avecinaba algo terrible.
Me miró muy seria, tan seria como cuando yo rompía
cosas caras o cuando salía corriendo hacia la carretera
detrás de la pelota. Retrospectivamente –y esto se lo he
comentado también a mi terapeuta– imagino que en ese
momento, justo antes de empezar a hablar, estaba
pensando en mi abuela, en su propia madre. Se puso la taza
en la palma de la mano como si no tuviera asa. «Voy a ser
sincera contigo –dijo, y se detuvo–. Te lo voy a decir sin
rodeos, mi amor… –continuó–: algo le pasa a Vili. Vili está
enfermo y lamentablemente las perspectivas no son
buenas».
Y siguió: «Por desgracia, también los animales de peluche
pueden enfermar. A veces es genético. Las enfermedades
genéticas pueden permanecer latentes durante años hasta
que se manifiestan. A Vili lo hicieron en China, y en esas
fábricas chinas llenas de productos químicos es muy fácil
contraer todo tipo de males, graves enfermedades. El caso
es que ha venido a examinarlo el médico mientras estabas
en el cole y el diagnóstico es claro: Vili se va a morir».
Miré a Vili, que estaba sobre la encimera de mármol de la
cocina, posando sobre nosotros su mirada amistosa, y se
me rompió el corazón: solo entonces me di cuenta de lo
desnudo que estaba. Quise cubrir su cuerpo, protegerlo del
frío del mundo. Lo cogí y lo apreté contra mi pecho.
Entonces miré a mi madre: estaba sonriendo. «Sois tan
bonitos los dos así juntos… –dijo enternecida–. Ojalá
pudiera recordaros siempre así». Todavía hoy sigo
creyendo que le habría gustado detener el tiempo para que
yo no creciera. Ella sabía que cuando terminara mi infancia
terminaría también su madurez y que entonces se
convertiría en una anciana, como su madre. Yo era su única
apuesta; de hecho, ni siquiera había querido tener más
hijos. Mucho después supe por mi padre que mi madre
había abortado dos veces después de nacer yo. Solo quería
un hijo: uno que fuera perfecto. «A Vili le quedan dos
meses –continuó–. Cuídalo muy bien el tiempo que le
queda. Lo más importante es que lo lleve con dignidad».
Esta frase me hizo pensar en la enfermedad como si fuera
una prenda de vestir: así que Vili ya no estaba desnudo.
«Bébete la manzanilla», me dijo mi madre, y no me dejó
volver a mi habitación hasta que no me hube tomado hasta
la última gota de la taza. Esa fue la última vez en mi vida
que he tomado manzanilla.
Me metí en mi habitación con Vili. Me senté con él en el
borde de la cama y sentí que el mundo se estrechaba a mi
alrededor, que estaba enjaulado y no podía escapar. Podría
haber hablado con mi padre, pero desde niño yo ya tenía
muy claro cuál era la dinámica entre mis padres. Mi madre
se encargaba de mi educación y mi padre nos proveía de la
estabilidad económica necesaria. No tenía sentido hablar
con él. En circunstancias normales, me habría dicho que le
pidiera a mi madre que intentara curar a Vili, pero ella ya
me había dicho que eso no era posible, y además, de
haberlo sido, ya lo habría intentado, ¿no?
Acosté a Vili en la cama y lo acaricié, esta vez no en
busca del calor y la seguridad que siempre me
proporcionaba, sino de los síntomas de su mal. No tenía ni
idea de cuáles podían ser: su temperatura corporal parecía
normal. Busqué y busqué y mientras buscaba me di cuenta
de que Vili evitaba mi mirada, igual que yo la suya. Ahora
estaba realmente desnudo y no porque no llevara ropa sino
porque mis dedos estaban explorando los límites de su
existencia.
Al final encontré un desgarrón en una de sus axilas. Se
había descosido y por el pequeño agujero se veía el interior
de Vili, el relleno blanco que era su sangre, su carne. Tuve
la certeza de que el médico del que había hablado mi
madre tenía razón. El cuerpo de Vili estaba enfermo. Sentí
que mi pecho era demasiado pequeño para contener mis
pulmones, que el cerebro se me hinchaba y me hervía
dentro del cráneo. El mundo parecía más oscuro, pero no
en un sentido metafórico sino literalmente: el borde de mi
campo visual era negro, sentí que podía desmayarme en
cualquier momento.
De golpe había descubierto que la muerte era real.
Agarré a Vili y lo lancé a un rincón con todas mis fuerzas.
Vili rebotó contra la pared, se golpeó la cabeza con una
balda y cayó detrás de mi mochila. No podía comprender la
ira que sentía en ese momento, y después mi terapeuta ha
tardado años en convencerme de que fue una reacción
normal. He intentado racionalizar aquel comportamiento
diciéndome que en realidad lo único que yo quería era
salvar a Vili. Tirándolo al rincón solo pretendía salvarle la
vida, porque si no era un ser vivo tampoco podía morirse.
Han pasado un millón de años desde entonces y ya es
hora de que sea sincero conmigo mismo. Mi terapeuta me
anima a serlo, me dice que ese tipo de cosas son
completamente normales hasta cierta edad. Yo hablaba con
Vili, y a menudo él también hablaba conmigo, en mi cabeza.
Me dicen que a esto se le llama tener un amigo imaginario,
que es cuando ciertos elementos de la personalidad
emergente durante la infancia se manifiestan en forma de
voces y personajes inventados. Y sí, Vili era mi amigo.
Siempre me animaba y me ayudaba a elegir el buen
camino, o sea, el más difícil. Muchas veces jugábamos a
que era un superhéroe que salvaba a todo el mundo,
incluso a mis padres, que de pronto se encontraban en una
situación límite, en un coche en llamas después de un
accidente del que Vili los sacaba, o cosas así.
Esa noche me metí en la cama con Vili todavía en el
rincón. Aunque estaba agotado por el dolor y la rabia, no
podía dormirme. Entonces lo oí: oí a Vili llorar. Su llanto
debía de estar en mi cabeza, pero a mí me llegaba
claramente desde el rincón, y no lloraba porque estuviera
enfermo y tuviese miedo, sino porque como no había sido
un buen peluche, me había defraudado, y yo no había
tenido más remedio que castigarlo. Entonces me di cuenta
de que en realidad había sido yo el que había fallado, de
que toda esa rabia que sentía era irracional, señal
inequívoca de mi propia estupidez. Salté de la cama
llorando y corrí al rincón para abrazar a Vili. Le prometí
que nunca más le decepcionaría, que estaría a su lado todo
el tiempo que le quedaba.
Para cuando me dormí, Vili había dejado de llorar.
A menudo, mi madre se reunía con otras madres del
barrio, entre otras cosas para intercambiar consejos
prácticos sobre la crianza y la educación de los niños. Así
que, visto en perspectiva, no es de extrañar que poco a
poco otros peluches fueran enfermando también. Me sentí
aliviado cuando supe que no estaba solo en aquella lucha,
que otros niños estaban viéndose enfrentados a los mismos
horrores que yo, y nos buscamos en nuestra desgracia igual
que nuestras madres se habían buscado. No recuerdo sus
nombres, aunque eran mis amigos. Según mi terapeuta, el
olvido es un mecanismo de defensa de la mente. Y sin
embargo, salvo sus nombres, lo recuerdo todo de ellos, así
que si se trata de un mecanismo de defensa no parece que
haya funcionado muy bien.
Cuatro de nosotros fuimos los que formamos más piña.
Nos hicimos muy amigos, aunque la mayor parte del tiempo
solo hablábamos de los aspectos prácticos del proceso de
muerte de nuestros peluches. Fuera de eso, mostrábamos
poco interés los unos por los otros. Además de mí había
otros dos niños y una niña. Supongo que es frecuente que
las madres quieran que sus hijos a cierta edad dejen de
jugar con peluches, pero tengo la impresión de que suelen
ser menos estrictas al respecto cuando se trata de las
niñas. Las niñas pueden jugar con sus peluches hasta
mucho más tarde –y esta es una observación con la que mi
terapeuta también está de acuerdo–, e incluso está
socialmente aceptado que los conserven hasta la edad
adulta. Pero por algún motivo el peluche de la niña de
nuestro grupo, que se llamaba Ferkó, también había
enfermado, así que ella estaba en las mismas que nosotros.
Durante las primeras dos semanas Vili se mantuvo más o
menos estable. El desgarrón de su axila fue haciéndose
algo más grande y empezó a deshilacharse también por
otras partes, por un pie, por las garras de felpa negra de
sus manos. En algún momento del segundo fin de semana
su pelaje empezó a perder color. En aquel período, a la
espera de nuevas manifestaciones de la enfermedad, la voz
de Vili sonaba tranquilizadora en mi cabeza: me alentaba,
me daba ánimos, como si el enfermo fuera yo y no él. A
menudo me quedaba dormido escuchando su voz.
Había vuelto a mojar la cama por las noches. Mi
terapeuta dice que es normal, que fue una regresión, que
es una reacción emocional por la que se produce una vuelta
a una etapa anterior del desarrollo. Dejé de dormir con Vili
porque no quería mojar su pelaje. Mi madre no estaba muy
contenta con este giro regresivo: mearme en la cama –yo
también lo sabía– era un síntoma de debilidad. Así que mi
madre meneaba la cabeza y suspiraba profundamente para
mostrar su disgusto, y yo me quedaba tiritando de frío en
mitad de la habitación, muerto de vergüenza en la
madrugada. Pero incluso en esos momentos la voz de Vili
lograba consolarme.
Entonces las cosas dieron un giro a peor.
Una tarde, al volver a casa del colegio, me encontré a Vili
tirado en el suelo completamente descosido por un costado.
El algodón blanco se le salía a borbotones. El corazón me
dio un vuelco: pensé que Vili se había muerto mientras yo
estaba en el colegio. Pero podía oír su voz, débil y
atormentada por el dolor, aunque todavía clara. Vili estaba
vivo. Lo levanté con todo el cuidado que pude, pero el
temblor de mis manos hizo que se le saliera aún más
relleno y se desparramara por el suelo. El pánico me
secaba la garganta, apenas podía respirar. Acosté a Vili en
mi cama y traté de taponarle la herida con un dedo para
que no perdiera más algodón. No sabía coser, y me odié por
ello. Al final me decidí a echar pegamento instantáneo por
los bordes de la tela descosida y apreté mientras le
susurraba a Vili que todo iba a ir bien, aunque yo sabía
perfectamente que nunca nada iba a volver a ir bien.
Al día siguiente resultó que a mis amigos les habían
pasado cosas parecidas. Uno de ellos, uno que llevaba unas
gafas de gruesa montura negra, nos contó el terrible
empeoramiento de su peluche, Nyinyi se llamaba. Ese
amigo mío pensaba más despacio que los demás, y de
manera distinta. Un par de años más tarde se lo llevaron a
otro colegio porque sus dificultades de aprendizaje se
volvieron inmanejables para nuestros maestros.
Es posible, aunque no estoy seguro –ya que no me detuve
a hablar con él, solo pasé a su lado como si pasara al lado
de una lata ahí tirada o de la colilla medio apagada de un
cigarrillo sobre la sucia acera–, es posible, digo, que me
cruzara con ese amigo mío hace un par de años, ya de
adulto. Llevaba una manta enrollada a la cintura y estaba
sentado con la espalda apoyada contra la pared de una
tienda, delante de una lata de conservas en la que brillaban
unas pocas monedas, pura calderilla. Aparentemente vivía
en la calle. Mi amigo no me miró, no miraba a nadie, solo
miraba al frente como hacen quienes hace ya mucho que
han dejado de contar los minutos y las horas y ya
simplemente dejan que el tiempo fluya a través de ellos.
Todavía llevaba gafas de montura negra. Con los cristales
limpios y relucientes como cuando era un niño. No me
dirigí a él ni le di dinero. Quería desaparecer de su campo
visual lo antes posible. Puede que ni siquiera fuera mi
amigo, solo alguien que se le parecía.
Pues cuando mi amigo el de las gafas aún era un niño me
contó cómo había sido el empeoramiento de su Nyinyi. Bajo
el suave pompón de su cola se le había hecho un agujero.
No era un simple descosido, sino que la tela se había
desgarrado y ahora Nyinyi secretaba por el ano una gruesa
fibra rojiza, que se derramaba sobre el suelo. Mi amigo
había intentado metérsela de nuevo, pero solo consiguió
que el agujero se hiciera más grande. Nuestros otros dos
amigos –el otro niño y la niña– escuchaban el relato del de
las gafas, también horrorizados, y después el mío. En el
transcurso de esa misma semana, el estado de sus peluches
comenzó asimismo a empeorar: una mañana la niña se
encontró a Ferkó amputado (la pata delantera derecha del
animal se le había desgajado del resto del cuerpo durante
la noche), y el peluche del otro amigo, que se llamaba
Egyes, se había quedado tetrapléjico. No entendimos muy
bien qué quería decir con eso porque todos sabíamos
perfectamente que los peluches no pueden caminar por sí
mismos, solo cuando los movíamos nosotros o
imaginábamos que se movían. Pero el caso era que el
peluche de aquel amigo había dejado de moverse. Nos
aseguró que no estaba muerto, que estaba de lo más vivo,
solo que era incapaz de valerse por sí mismo. Al poco
tiempo a Egyes empezó a derramársele el relleno por la
boca: la enfermedad le hacía vomitar sus propias tripas.
De una forma u otra teníamos que afrontar el hecho de
que nuestros peluches estaban perdiendo el relleno, la
sustancia vital, y sabíamos por las películas que semejante
pérdida tenía que conducir necesariamente a la muerte. Si
queríamos mantenerlos con vida, se imponía hacerles una
transfusión, aunque para eso tuviéramos que abrir a otros
peluches que estuvieran sanos.
De mi cajón de los juguetes rescaté a Szilvio, un conejo
que me habían regalado unos parientes lejanos unas
Navidades de hacía varios años (el nombre lo llevaba
escrito en su simpática pajarita, no se lo puse yo), y a
Gyuri, copia de uno de los personajes secundarios de una
película de Disney de entonces, al que yo había puesto ese
nombre no sé por qué, y a Anni, una zorrita bebé, regalo de
mis padres, que había sido mi muñeco favorito durante
mucho tiempo (aunque en un momento dado dejé de
encontrarla lo suficientemente suave y, con su
consentimiento, la puse a descansar en el cajón). Los
coloqué en el suelo uno al lado de otro. A lo lejos podía oír
sus voces, esas voces familiares con las que me hablaban
cuando aún jugaba con ellos. Pero la voz de Vili sonaba
mucho más fuerte y las ahogaba. Me pedía que no lo
hiciera, me lo suplicaba, decía que aquellos peluches no se
lo merecían. Pero ahora su cuerpo se había desgarrado por
un sitio más y realmente era urgente reponer el relleno que
había perdido. Quería hacerse el valiente delante de mí,
pero yo sabía que le aterrorizaba la negrura que le
aguardaba al final de su enfermedad. Por entonces Vili
hablaba mucho en sueños. Y era evidente que no estaba
muy en sus cabales porque sus palabras resultaban
confusas e impropias de él. Murmuraba obscenidades,
lloriqueaba, pedía clemencia. Todas sus palabras apestaban
a miedo. Y yo me acordaba del consejo que me había dado
mi madre, que procurara hacer todo lo posible para que Vili
lo llevase con dignidad.
Birlé de la cocina un cuchillo y unas tijeras y empecé por
Gyuri, el peluche de Disney. Nunca lo había tenido por muy
inteligente ni especialmente sensible, pero estaba hecho de
un material excelente en algún lugar de China. Y por lo
visto tenía una salud de hierro. Eso me cabreaba, no
merecía tener tanta suerte. Le hice una incisión en el
abdomen con el cuchillo y en mi cabeza oí cómo gritaba de
dolor y cómo suplicaba por su vida. Pero ya no había vuelta
atrás: metí las tijeras en la herida y le corté la piel. Gyuri
gritaba y yo gritaba con él, o en su lugar porque él no tenía
boca ni garganta para gritar. Era lo mínimo que podía
hacer a cambio de su sacrificio, darle una voz con la que
expresar el dolor en los últimos instantes de su vida.
Después, mientras cenábamos, mi madre me preguntó
que por qué había gritado así en mi habitación. Le expliqué
que había estado operando, haciendo vivisecciones para
prolongar la vida de Vili. Ella estaba bebiendo vino tinto, lo
recuerdo porque al sonreír se le veían los dientes negros.
«Muy bien –dijo–, me alegro de que asumas tus
responsabilidades».
Esas palabras me hicieron feliz. Mi terapeuta dice que es
normal, que los niños siempre quieren estar a la altura de
las expectativas de sus padres, y mi madre tenía las
expectativas altas y los elogios escasos. Sacó una tarrina de
helado del congelador y me sirvió un tazón. Eso solo
ocurría en ocasiones muy especiales. Me puso el helado
delante y le dio otro sorbo a su copa de vino. Y luego me
dio un beso en la coronilla, una muestra de amor materno
que, por insólita, me asustó un poco en ese momento.
Pensé que me habría dejado el pelo pegajoso de babas y
vino. «Es importante cuidar de nuestros seres queridos –
dijo–, estar a su lado en los momentos difíciles».
De niño yo no me daba cuenta, pero mi padre me contó
después que en esa época mi madre bebía demasiado,
normalmente por las noches, justo antes de acostarse. Dejó
de compartir la cama con ella porque le molestaba el olor a
alcohol. Ahora él también bebe mucho, claro. Pero a ella,
aparte de aquella noche, yo la recuerdo siempre sobria.
Mi padre después también me ha contado algo que me ha
servido para entender en parte el comportamiento de mi
madre aquella noche. Al parecer, ella no estuvo junto a su
madre en sus últimas horas de vida. O en sus últimos días.
O puede que ni en sus últimas semanas. Se mantuvo lejos
física, geográfica y emocionalmente. Así que mi abuela se
murió sola. Es obvio que aquella noche mi madre estaba
proyectando en mí su propio deseo, el deseo de haberlo
hecho de otra manera. Yo no fui consciente en ese
momento, claro. Me zampé el helado y a lo largo de los días
siguientes seguí despedazando a los otros dos peluches, y
de nuevo grité y gimoteé para expresar su agonía entre las
hojas de mis tijeras.
Con Anni tuve que gritar durante horas y a lo largo de
varios días porque a ella no la maté de una vez. Nos
habíamos dado cuenta de que solo el relleno recién
extraído era bueno para nuestros peluches. No debía pasar
más de media hora entre la muerte del donante y el
momento de la transfusión, de otra forma el relleno se
coagulaba. Se deterioraba, se volvía tóxico e inutilizable.
Pero si solo les extraíamos una parte del relleno cada vez,
los donantes no morirían y podíamos alargar sus vidas a
nuestro antojo para extraerles relleno una segunda y hasta
una tercera vez, y así prolongarles aún un poco más la vida
a nuestros muñecos favoritos. Durante las tres extracciones
le puse voz al sufrimiento de Anni, como debía ser. Yo no
disfrutaba matando a los peluches; de hecho, los
remordimientos me empujaban a esconder sus restos por
los rincones de la habitación, y de madrugada me escapaba
a la calle para tirar sus inertes cuerpos vacíos en algún
cubo de basura lejos de casa. Vivía aterrorizado pensando
que alguien acabaría llamando a la puerta para
responsabilizarme de la muerte de tres peluches.
Naturalmente, eso nunca ocurrió, y mi terapeuta está de
acuerdo conmigo en que ese temor es un signo de la
ausencia de rasgos sociopáticos en mi personalidad. No
hallaba placer en aquellos actos de crueldad y temía las
represalias porque consideraba que mi comportamiento era
pecaminoso.
A veces desearía haber disfrutado. Entonces todo habría
sido más fácil.
Con mucho cuidado metía el relleno fresco en el cuerpo
de Vili. Sabía que era un proceso duro y doloroso para él,
así que en mi imaginación lo sedaba. Con una vieja
máscara de carnaval de papel maché le hacía inhalar gas
anestésico. Es obvio que esa máscara se convertía en la
mascarilla de un anestesista solo en mi imaginación, pero
el truco funcionaba. Podía oír su respiración rítmica en mi
cabeza, y no su voz. Realmente no sé bien por qué no hacía
lo mismo con los donantes a los que maté, es una pregunta
que no puedo responder con certeza, pero de un modo muy
primario sentía que el dolor era un elemento necesario en
el proceso.
Con los dedos iba metiéndole cuidadosamente el relleno
fresco y caliente bajo la piel, y luego usaba una grapadora
de oficina para los puntos. Uno de mis amigos, el que no
llevaba gafas, había conseguido una para cada uno. Sus
padres eran ricos, gente con éxito en la vida. Tenían algún
tipo de empresa y puede que también un restaurante, no
estoy seguro. Todos le teníamos un poco de miedo porque
su familia era muy rica y hasta los niños perciben el poder
del dinero. Una vez me encontré con él ya de adulto. Él no
me reconoció, aunque durante unos segundos me miró
fijamente; puede que sí me reconociera pero prefiriese no
hablar conmigo. Enseguida apartó la mirada y siguió de
largo, quizá apretando con más fuerza el asa de su maletín.
Llevaba un traje caro, un maletín caro y un par de zapatos
caros. Me dolió un poco que no me reconociera, igual que
yo no había reconocido al de las gafas.
Sea como fuere, de niño robó grapadoras para todos de
una de las oficinas de sus padres. Y el procedimiento con la
nueva herramienta era mucho mejor que con el zurcido
porque yo no sabía coser y a Vili las costuras se le abrían
más cada día. Por muy diligente que fuera yo en meterle el
relleno, cuando llegaba a casa del colegio o al despertarme
temprano por las mañanas ya había vuelto a perder tanto o
más del que le había metido.
Cuando nos quedamos sin peluches, tuvimos que
conseguir suministro en otros lugares. No disponíamos de
mucho dinero, menos nuestro amigo el rico, que podía
comprar todos los peluches nuevos que quisiera. Y nos
regalaba alguno que otro de vez en cuando, pero no era
suficiente. Las tiendas de segunda mano se convirtieron en
nuestro segundo hogar: la niña, el de las gafas y yo nos
pasábamos las horas muertas husmeando por esas tiendas
en busca de peluches baratos. Me cuesta admitirlo, pero a
veces también robábamos alguno. Cuando no podíamos
pagarlos, simplemente los cogíamos y salíamos corriendo
como hienas por las calles. Aquellos peluches olían a
pobreza, pero cumplían con su función. Los
despedazábamos y metíamos en nuestros peluches su
relleno. La hermana mayor de la niña fue quien nos
aconsejó que mezcláramos sangre fresca con el algodón
para que nuestros peluches se volvieran más fuertes.
Seguimos su consejo y cazamos unas cuantas lagartijas en
el muro soleado del patio del colegio. Era más fácil
matarlas que a los peluches porque no teníamos que
ponerle voz a su sufrimiento: las lagartijas estaban
realmente vivas. Impregnamos el algodón con su sangre,
pero el método no dio resultados visibles.
Al menos no al principio.
La situación iba de mal en peor. La piel de Vili empezó a
desgarrarse por varios sitios, pero no por las costuras como
hasta entonces sino que la piel misma del peluche, de tan
desgastada, se deshacía y se agujereaba, y por ahí se le
salía el relleno que le daba la vida. Y era más difícil cerrar
con grapas esos rotos porque la tela estaba tan fina que no
aguantaba. La amable mirada de Vili se enturbió, envuelta
en una especie de niebla, como si la viveza de sus ojos de
plástico se hubiera desvanecido desde dentro. Una tarde,
mientras intentaba cerrarle las últimas heridas, el ojo
izquierdo de Vili se desprendió y golpeó el suelo con un
ruido seco. Sentí que iba a vomitar. Vili me miró medio
ciego con su único ojo: en el lugar del otro no había más
que una hilacha emergiendo del relleno que se le salía por
el agujero. Quise gritar, pero en lugar de eso me mordí el
brazo. No me atrevía a abrazar a Vili, tenía miedo de que se
le cayera también el otro ojo. Intenté pegarle el que se le
había caído pero no hubo manera. Simplemente no tenía
dónde sujetarse y se desprendía una y otra vez al mismo
tiempo que pequeños escupitajos de relleno. Supe que el
tiempo de Vili estaba a punto de concluir.
Los dolores no le dejaban conciliar el sueño. Escuché sus
gemidos varias noches seguidas, sus súplicas, sus
juramentos, sus maldiciones. Aquel no era ya el Vili que yo
había conocido porque mi Vili siempre había sabido elegir
el camino correcto, incluso cuando el camino correcto era
el más difícil. Y sin embargo ahora aquel Vili moribundo
despotricaba por las noches contra el mundo que le hacía
sufrir, escupía improperios contra todo y contra todos o se
retorcía gimoteando enloquecido por el miedo. De día hacía
lo posible por contenerse, se quedaba callado, se retraía,
pero alguna vez pude oír sus maldiciones incluso a plena
luz del día.
Al poco tiempo el otro ojo se le puso vidrioso y acabó
cayéndosele también. En el lugar de los ojos le pegué cinta
adhesiva roja, así que Vili se pasó sus últimos días con dos
equis rojas en la cara. Por todas partes los cuerpos de
nuestros peluches estaban dándonos problemas, los ojos,
las fláccidas extremidades, el interior antes esponjoso.
Entre nosotros nos lamentábamos de que el relleno estaba
pudriéndose e infectando a otros juguetes: las ruedas de
los coches se salían de sus ejes; los soldados de plástico se
rompían en pedazos; las piezas de Lego ya no encajaban.
Los padres de la niña del grupo eran médicos y ella nos
explicó y organizó meticulosamente el protocolo del
proceso de muerte de nuestros peluches. Siguiendo sus
instrucciones, metimos en bolsas de plástico con cierres
herméticos, en las que habíamos dibujado con un rotulador
negro el símbolo universal de riesgo biológico, las partes
muertas y potencialmente infecciosas de los peluches. Yo
metí los ojos y parte del relleno de Vili en una de esas
bolsas, además de su pierna izquierda, que mientras tanto
también se le había desprendido.
Una noche me desperté sintiendo fija en mí la mirada en
forma de dos equis rojas de Vili, y desde entonces me dio
miedo quedarme solo con él en mi habitación. Le preparaba
un lecho cálido y acogedor en el suelo; por consideración,
no fuera a ser que yo mojara la cama, y también porque no
podía soportar el tufo a muerte que despedía. Pero esa
noche al despertarme me lo encontré tumbado sobre la
almohada, mirándome fijamente a los ojos. «¡Mis ojos! –
gritó dentro de mi cabeza–. ¡¿Dónde están mis ojos?!».
Solté un chillido y lo lancé lejos de mí de un manotazo, y
cuando cayó al suelo pude oír su grito de dolor y después
sus gimoteos ahí tirado. Esa fue la primera vez que me meé
en la cama estando despierto. Y Vili seguía lloriqueando
bajito y constante, así que me levanté y lo cogí con cuidado
y volví a depositarlo en su lecho. Estaba asustado, pero no
estaba enfadado con él: él no era más que un peluche
enfermo y confundido. No había querido asustarme; desde
luego, no intencionadamente.
Aún no.
También los otros venían con historias que evidenciaban
la perturbación mental de sus peluches. El niño rico nos
contó que Egyes le había estado susurrando al oído toda
una noche cosas terribles sobre la inconmensurable
oscuridad del cosmos y sobre el instante en el que el
universo se desploma sobre sí mismo y se lo traga todo con
la glotonería de un padre enloquecido devorando a sus
hijos, y también le habló del Emperador Negro que
gobernaba en las entrañas de la inmensidad. La niña contó
que Ferkó había intentado escapar por la ventana; no
estaba claro si quería fugarse o suicidarse, pero después de
que ella frustrase su plan sintió durante toda la noche que
el peluche le pellizcaba los pies y los muslos. Después
muchas noches se despertaba con el muñeco acostado boca
abajo sobre su pecho, con la boca pegada a su piel, como si
Ferkó le estuviera chupando la savia, la vida. Y el gafotas
afirmaba que su peluche no dejaba de dar vueltas y más
vueltas por la habitación, jurando y maldiciendo y
pronunciando los nombres de los que al parecer le habían
ofendido, quienes debían ser decapitados y sus cabezas
ensartadas en las almenas del castillo Lego y su sangre
derramada para embadurnar la pantalla de la televisión.
Mi terapeuta sostiene que este tipo de fabulaciones son
solo el producto de la imaginación de unos niños
estresados, violentas fantasías infantiles que nos ayudaban
a sobrellevar la confusión en la que vivíamos. Sin embargo,
yo tuve que atar a Vili por las noches porque se subía a mi
cama y me despertaba echándome su apestoso aliento en la
cara, sin dejar de mirarme fijamente con sus ojos rojos y
blandiendo una pequeña espada de plástico. Atándolo
conseguí que aquello se acabara, pero no pude evitar oír
sus gritos angustiados, sus gemidos de espanto ante la
muerte, sus injurias a la existencia. Maldecía al que le
había dado la vida, al que le obligaba a vivir y a morir al
haberlo arrastrado fuera del letargo inconsciente de su
existencia anterior.
Me maldecía a mí.
Nuestro amigo el de las gafas fue el primero. Una
mañana se encontró a Nyinyi sin vida en el suelo: había
muerto mientras dormía. Los padres tiraron el cadáver a la
basura, pero el cuerpo desapareció del cubo dejando tras
de sí un rastro de suciedad en el suelo, y ellos castigaron
físicamente al niño. Él, no obstante, se mantuvo firme en su
versión: él no había tocado los restos de Nyinyi. Dos noches
después de que desapareciera, nuestro amigo vio al
peluche por la ventana: el muñeco cadáver arrastraba por
la cola a un gato muerto, calle abajo, hasta que desapareció
con su víctima detrás de un contenedor de basura. Por la
mañana nuestro amigo examinó el contenedor y sus
alrededores, pero solo encontró restos de relleno ajado.
Vili hablaba cada vez menos; como si fuera un
radiotransmisor, más bien irradiaba sus sentimientos.
«Estoy preparado –me decía–, estoy preparado para la
muerte». Ya había sufrido bastante, no veía nada más que
todo rojo y cada respiración era una agonía. Me pidió, con
palabras y sin ellas, que pusiera fin de una vez a todo eso.
Como es normal, yo no podía dejar de resistirme a la
idea. Había acabado con otros peluches pero solo para que
Vili viviera, matarle a él era otra cosa. Por supuesto, sabía
que Vili iba a morir. Me lo había dicho mi madre y yo sabía
que el momento acabaría llegando, de lo contrario todo
aquel sufrimiento no habría tenido el menor sentido.
Mientras tanto, el peluche de la niña también se murió; lo
encontró en mitad de su habitación al llegar a casa del
colegio: el relleno aún manaba del interior del fláccido
cuerpo, que tenía los brazos extendidos hacia arriba como
si tratara de asirse a algo. Ella se documentó y descubrió
que la única manera de evitar que nuestros peluches
resucitaran era enterrándolos con una cebolla.
Y así procedió ella. Metió el cadáver con unos trozos de
cebolla en una bolsa de plástico con cierre y el peluche no
regresó. Los demás sentimos un gran alivio. Bueno, el de
las gafas no porque Nyinyi seguía deambulando por los
alrededores de su casa. Varios perros y gatos habían
desaparecido, y una noche intentaron entrar en su casa por
una de las ventanas de la planta baja. La policía solo pudo
encontrar unas bolas de algodón sucio esparcidas por ahí.
En mitad de la noche y de buena mañana, un día detrás
de otro, Vili suplicaba morir, no me daba un minuto de paz.
Y mientras tanto una nueva teoría había ido cogiendo
fuerza entre nosotros a la vista del comportamiento cada
vez más violento de Nyinyi: nuestros peluches deseaban la
muerte porque así se rompía el vínculo entre ellos y los
humanos y ya no tenían que seguir sirviendo a los niños,
podían moverse libremente por el mundo revestidos con el
poder de ultratumba, el poder del Emperador Negro.
Dedujimos que debía de haber cantidades enormes de
peluches como Nyinyi; hasta era posible que mantuvieran
reuniones en las alcantarillas o al fondo de viejas cajas de
cartón, tramando sus horribles venganzas contra nosotros
por haberlos creado, por haberles dado voz y vida para
después despojarlos de todo.
El hedor de Vili era insoportable y ya no podía articular
palabra. Su boca era una ranura a través de la que me
llegaba un frío de ultratumba. No soportaba verlo sufrir
más, ni soportaba más tampoco mi propio agotamiento.
Usé el cuchillo y las tijeras. Me da vergüenza contarlo.
Empuñando aquellas armas me quedé de pie delante de
Vili, llorando durante horas. Me temblaban las manos; los
de antes daban igual, solo importaba este asesinato que
estaba a punto de cometer. Buscando mis ojos con sus rojos
ojos ciegos, Vili seguía rogándome que lo hiciera. Y lo hice.
Me obligué a despedazarlo con la misma meticulosidad que
había puesto en despedazar a los demás peluches. Después
del primer corte, apenas por un instante, Vili volvió a ser el
viejo Vili de siempre. Había escogido el camino más difícil y
por lo tanto el más correcto, y eso hizo que las horas
siguientes fueran un poco más llevaderas, todo aquel
silencio en mi cabeza, la completa ausencia de Vili. Al
volver de la compra, mi madre me encontró derrumbado
encima de su cuerpo, aullando. Me acarició la cabeza, y yo,
tan necesitado de asidero y compasión, me abracé a una de
sus piernas. Ella me consoló y luego pronunció la frase que
creo que me hizo odiarla para siempre.
«No llores, solo era un muñeco de peluche».
Recogimos sus restos. Mi madre me explicó que para
enterrar a alguien es imprescindible lograr que se asemeje
lo más posible a su homólogo vivo. Era una cuestión de
decoro. Durante la larga enfermedad y la agonía de Vili ella
no había mostrado ni la mitad de implicación que tras la
hora de su muerte, ni tampoco había estado tanto tiempo
seguido a mi lado. De hecho, ahora que lo pienso, la
preparación del cuerpo de Vili para el entierro fue la última
cosa que hicimos juntos. Mi terapeuta afirma que sin duda
mi madre estaba pensando en su propia madre mientras
amortajábamos a Vili. Reconstruimos su cuerpo lo mejor
que pudimos, le cosimos las heridas e intentamos que se
pareciera lo más posible al que había sido. Pero no lo
logramos; es más, su aspecto era más horrible que nunca.
Lo peor de todo era la cara: su sonrisa amistosa y
alentadora se había convertido en una mueca de la que
emanaba un mudo gruñido distorsionado por la locura. Lo
metimos en una bolsa de plástico y le pedí a mi madre que
le pusiéramos un poco de cebolla. Ella accedió, picó una
cebolla y la esparció sobre el cuerpo de Vili. Luego
enterramos la bolsa en el patio trasero y yo clavé una
pequeña cruz en la tierra. Mi madre me dio una golosina y
después me mandó a ordenar mi habitación.
A la mañana siguiente encontré la cruz caída y la tumba
removida, como si hubiesen empujado la tierra desde abajo.
Cuando lo vi, se me cayó la mochila de las manos. Supe que
Vili había vuelto.
Por supuesto, había también otras explicaciones posibles.
Podía haber sido un animal, o hasta una persona, un pobre
niño que solo pudiera permitirse juguetes muertos. O
Nyinyi, que hubiese venido a buscar a Vili para llevarse su
cuerpo remendado y exhibirlo en una reunión de muertos
vivientes: «Aquí lo tenéis, esto es lo que los humanos hacen
con nosotros».
Fue la niña la que me explicó exactamente lo que había
pasado, pero no entonces sino muchos años después, ya de
adulta.
Nos encontramos por casualidad en un centro comercial.
Mi cesta solo contenía dos botellas de vodka y un pack de
seis cervezas. Fue ella la que me vio y me llamó por mi
nombre en un tono que mostraba claramente que se
alegraba de verme, como si yo fuera un viejo amigo que le
evocara un pasado feliz. Al escuchar mi nombre me
estremecí como si me hubieran dado un golpe, y me dio
vergüenza no recordar el suyo. Para disimular, le sonreí lo
más amablemente que pude. La niña se había convertido en
madre, su hija estaba de pie a su lado y, con la cabeza
gacha, sostenía un peluche entre las manos: Vili. Se me
hizo un nudo en la garganta; sabía que no era mi Vili, solo
un muñeco muy parecido. Pero aun así…
Advertí una pequeña lesión en el cuello del peluche. La
niña que ahora era madre me sonreía. «Es como era el tuyo
–dijo, y se inclinó hacia mí para susurrarme al oído–: Por
desgracia –y percibí el olor de la manzanilla en su aliento–,
padece una grave enfermedad: el pobre se está muriendo y
mi hija debe aceptarlo».
La cesta se me cayó de la mano, las botellas de vodka
chocaron entre sí, una de ellas se rompió y el líquido se
derramó por el suelo. Sentí el impulso de echarme al suelo
y lamerlo, pero logré contenerme. «Sé por qué regresó el
tuyo, lo descubrí después», me dijo, y quise salir corriendo,
pero mis piernas no me obedecieron. No me quedó más
remedio que escuchar todo lo que tenía que decirme, y
cuando terminó convinimos en que estaría bien quedar
algún día para tomar algo, pero no nos intercambiamos los
números de teléfono. Entonces yo me fui a los servicios y
me encerré allí vomitando durante no sé cuánto tiempo
hasta que los guardias de seguridad echaron la puerta
abajo.
Me había equivocado. En vez de ajo, le había dicho a mi
madre que le pusiera cebolla, que no posee ningún tipo de
propiedad espiritual y por lo tanto no puede hacer que los
muertos permanezcan detrás del muro de la muerte**. De
niño no fui consciente de nada de eso; al encontrar la
tumba removida simplemente me sentí atormentado,
exhausto, enfermo de cansancio, y me embargó el deseo,
serio aunque infantil, de morir y terminar de una vez con
todo.
Esa noche caí en la cuenta de que probablemente Vili no
regresaría como yo lo recordaba sino que más bien se
parecería a Nyinyi, y empecé a tener miedo. ¿No había
jurado volver a por mí? ¿No deseaba él vengarse de quien
le había otorgado la vida y la muerte? Me sobrevino el
convencimiento de que volvería para sacarme de mi
habitación y arrastrarme por la casa hasta el jardín, donde
me sumergiría en las profundidades de la pequeña tumba
que yo había cavado para él con mis propias manos.
Y no me equivocaba.
A medianoche la casa se quedó a oscuras, y también se
fue la luz en la calle. Un corte de luz. Me quedé paralizado
entre la oscuridad que me rodeaba como algodón espeso.
Mi madre dormía; mi padre estaba fuera de viaje de
trabajo. Recuerdo que no sentí vergüenza cuando empecé a
lloriquear. Hasta los animales gimen cuando caen en una
trampa.
De la planta baja me llegó un chasquido; luego, el
golpeteo de algo que subía las escaleras. La casa se llenó
de un hedor de ultratumba. Si unas horas antes había
pensado en la muerte como en una bendición, ahora
presentía que con ella no se acabaría todo. Algo mucho más
siniestro me aguardaba más allá, y estaba subiendo las
escaleras.
Volví a oír la voz de Vili; cada vez más fuerte a medida
que se acercaba.
Solo que ya no era Vili: de dondequiera que hubiera
estado antes de regresar y después de que yo lo matara, se
había traído consigo retazos de espanto. Su voz era la voz
de la muerte, el deglutir laborioso de mil gusanos, un vacío
carente de significado. Pero para mi horror, más allá de los
gusanos, de la descomposición y del vacío, reconocí otra
voz que no era la suya: era la voz de mi abuela.
«¡Arrodíllate ante la corte de los Barones Negros! –
gritaba Vili con la voz de mi abuela–. ¡Arrodíllate ante el
Emperador Negro!», y de alguna forma hacía que yo
pudiera ver quiénes eran aquellos Barones Negros y aquel
Emperador Negro, pues resultaba imposible expresar su
naturaleza con palabras, se necesitaba el lenguaje de las
pesadillas. Y yo me postré y recé, les recé a todos, a la
corte de Barones Negros y al Emperador Negro. Estaba
dispuesto a adorar a lo que hiciera falta con tal de evitar
que Vili me arrastrara al fondo de la tumba para servir allí
de alimento de aquellos señores, fueran quienes fuesen, de
alimento para mi abuela, que entonces yo ni siquiera sabía
que estaba muerta.
Vili se arrastraba ya ante mi puerta. Me llegaba su hedor
a putrefacción y a cebolla rancia, y parecía que hacía
esfuerzos por hablar de verdad, no solo en mi cabeza, pero
la muerte y la tierra acumulada en la garganta se lo
impedían y solo emitía débiles gruñidos.
Cuando se detuvo ante la puerta de mi habitación, el olor
a podredumbre llegó a ser insoportable, y por la rendija
entraban vaharadas de puro odio. Estuve seguro entonces
de que Vili iba a llevarme con él de vuelta al lugar inmundo
del que había venido, y en ese momento algo cambió de
pronto en mi interior. «Te daré lo que quieras…, solo
déjame vivir… –le dije en un susurro porque no tenía
fuerzas para alzar la voz–. ¡Llévate lo que sea, a quien
quieras menos a mí! ¡Por favor! ¡Te lo suplico!».
No elegí el camino más difícil pero era el correcto. Vili no
lo habría aprobado de haber estado vivo. Pero no lo estaba.
Todo lo que era correcto en la vida había muerto con él.
Vili se quedó un rato parado delante de la puerta y luego
siguió adelante por el pasillo, y yo me metí debajo de la
cama y esperé temblando a que llegara la mañana. Creí
que no iba a poder dormir, pero estaba tan agotado que al
final me quedé dormido.
A la luz del día, cuando me desperté, pensé que todo
había sido un mal sueño. No podía ser otra cosa. Y en
realidad, ¿qué había pasado? No había pasado nada. Según
mi terapeuta, todo lo que viví o creí vivir esa noche no fue
más que la lucha con lo inconcebible de la mente de un
niño, una reacción completamente normal. Esa misma
mañana decidí que iría al colegio como siempre, sí, pero
que no volvería a hablar más con mis amigos. Ya era hora
de dejar atrás todas esas historias de peluches, había
llegado el momento de hacerse mayor. Salí de debajo de la
cama y fui a la cocina a desayunar.
Ella estaba tomándose su manzanilla; pude olerlo desde
lejos. Mi madre estaba junto a la encimera con una taza
delante. Entré en la cocina y le di los buenos días como
hacía siempre, pero ella no me respondió. Una sonrisa
extraña, una especie de mueca idiota que tenía dibujada en
la cara me asustó mucho. Tenía la mirada fija en algún
punto, sin emoción aparente, sin sentido, y se me hizo un
nudo en la garganta. La llamé y no reaccionó, solo apoyó la
mano en la taza sin decir ni mu, sin moverse apenas. Me
enfurecí, todo lo que había pasado era por su culpa, todo…,
ella era la culpable de que yo estuviera allí, de que
existiera…, la culpable de haber matado a mi peluche y
haberse llevado mi infancia…, ¡y ahora no iba a decirme ni
buenos días! Algo se quebró dentro de mí e hice lo
inimaginable. Me acerqué a ella y la sacudí como se sacude
un árbol para que caiga el fruto.
Se le cayeron los dientes de la boca, los ojos de cristal se
le saltaron y rebotaron sobre la encimera, la piel sin
costuras le reventó por varios sitios, el pelo se le
desprendía a mechones del cuero cabelludo.
Su cuerpo se desinfló y entre mis manos no quedó más
que un puñado de algodón.
NO ES MAMÍFERO

Siempre he vivido en un barrio de edificios construidos con


paneles prefabricados. No siempre en el mismo bloque,
pero sí aquí, en este barrio. Mi abuela y mi madre también
eran de aquí. Mi padre no, él llegó de algún lugar del
campo. Quizá por eso pegaba a mi madre. Lo hacía cuando
bebía, cuando estaba de mal humor o simplemente cuando
estaba aburrido. Me juré no ser como él. Por eso yo me
quedé aquí cuando él se volvió al campo.
No estoy diciendo que me guste el lugar, ni tampoco
conozco a nadie a quien le guste, pero uno tiene que vivir
en alguna parte, ¿no? Es inútil esperar más de la vida.
Cuando me preguntan a qué me dedico, siempre digo que
a la investigación académica, que publico en revistas de
sociología, que escribo sobre romología y a veces también
en boletines de psicología, pero lo digo por decir, solo para
que no me vengan con lo de ¿y para eso has hecho una
carrera? Antes estaba en la universidad de profesor
adjunto, pero lo dejé. De lo que realmente vivo es del
etiquetado. Lo que significa que veo vídeos porno y
describo lo que pasa ahí, y cuando alguien visita esa web y
hace clic en un vídeo es gracias a las palabras clave de mi
etiquetado: «adolescente», «anal», «doble penetración»,
cosas así. Pero en inglés, claro. Casi nada de lo que veo me
excita. Y veo más o menos cuatro docenas de vídeos al día
para asignarles las palabras clave. Hasta ahora, cuatro
veces he tenido que inventarme las palabras. En un caso
incluso tuve que utilizar un identificador de animales.
También, hace mucho tiempo, empecé a escribir una
novela, pero nunca la terminé. Me alargaba demasiado.
Paré cuando iba por las trescientas páginas
mecanografiadas, y ni siquiera había entrado en materia.
Entonces me di cuenta de que no sabía contar historias. La
que estoy contando ahora puedo escribirla porque no me la
inventé yo, sino que me pasó a mí aquí, en mi propia casa y
por aquí al lado. Todo empezó con la vecina.
Porque había una vecina nueva. El piso, que no tiene
salón, solo un cuarto de estar y un dormitorio pequeño,
había estado ocupado hasta entonces por una familia de
cuatro personas. De ellas me separaba una pared que
parece de papel, así que cada dos por tres mi habitación
también se llenaba de gritos. La mujer iniciaba el
enfrentamiento verbal con chillidos ensordecedores, a los
que seguían los gruñidos broncos del marido, hasta que el
estallido de una gran bofetada ponía fin a la pelea. Aunque
en realidad a esa primera solían seguirle unas cuantas
bofetadas más, no fuera a ser. Y como debemos liberarnos
de nuestras frustraciones, o al menos eso es lo que dicen
las revistas, la madre se encargaba de que los dos niños
también recibieran lo suyo. Así que no lo lamenté cuando
un buen día recogieron sus bártulos y se largaron con
viento fresco.
Luego vino el silencio y la espera. Aunque tampoco sabía
muy bien qué estaba esperando. Y desde luego no tenía ni
idea de lo que me esperaba.
Era verano. Estaba lidiando con la cerradura en la puerta
de mi piso. Hacía poco que la había cambiado y la llave se
atascaba siempre. Sudaba y maldecía en silencio al
cerrajero (que no me había cobrado el IVA, vale, pero me
había hecho una auténtica chapuza) cuando la puerta del
ascensor, que olía a meado, se abrió y salió la mujer esa.
Caminó hacia mí sobre el linóleo del pasillo y se detuvo a
mi lado. Justo ante la puerta del piso contiguo al mío.
Nada en ella llamaba la atención, de hecho me desagradó
un poco su cuerpo de niña flaca con tetas pequeñas, la piel
demasiado oscura, el pelo negro y las cejas espesas.
Llevaba una camiseta hippie sin mangas, de esas que se
tiñen metiéndolas anudadas en la bañera, pantalones
vaqueros negros con rotos, zapatillas Converse raídas y
una bolsa patchwork enorme a la espalda. Me sonrió y yo le
devolví la sonrisa porque así es como funcionan estas
cosas. Era mejor no causarle mala impresión, al fin y al
cabo íbamos a vivir pared con pared. Yo me presenté y ella
también. Se llamaba Mirjam. Tenía la voz ronca, como si se
pasara la vida gritando. No me fío mucho de la gente que
tiene la voz ronca.
Mi llave hizo girar por fin la cerradura y pude entrar. Ella
entró también en su piso, golpeando al pasar el cerco de la
puerta con su enorme bolsa. Siempre que vive alguien en el
apartamento de al lado se oye todo. Desde luego, al que
diseñó estos bloques se le pasó completamente por alto el
tema de la privacidad. Porque si el vecino se tira pedos,
reza o se deja llevar por alguna intensa fantasía, podrás
oírlo sin problema. Me temí lo peor. No soporto a los
hippies, y esta solo habría podido ser más hippie si encima
hubiera llevado rastas. Odio a muerte las rastas. Esta no
llevaba rastas, vale, pero de todas formas la cosa pintaba
fatal porque seguro que empezaría a traer a sus amigos
hippies, saldrían a fumar al balcón, berrearían junto al
radiocasete el canto de las ballenas…, todo antes de salir
corriendo a coger el autobús para meterse en la cámara de
aislamiento sensorial más cercana.
El miedo que le tienen los hippies a la ducha es
inexplicable, así que como mucho se lavan un poco el
sobaco una vez a la semana. Pero si tienen a mano un río,
un lago o un charco no demasiado sucio, ahí sí que sí, el
caso es chapotear en armonía con la naturaleza y
acompañar la fiesta con gritos desaforados.
¿Prejuicios? Yo diría que no, hablo por experiencia.
Al cabo de unos días me tranquilicé un poco. No la había
visitado nadie, no había puesto a todo volumen ningún
disco de los grupos esos de música alternativa de pacotilla,
y tampoco me había llegado el penetrante olor de la
marihuana. Oía a la mujer ir y venir por su apartamento
pero no le prestaba demasiada atención. Yo estaba a lo mío,
trabajando, visionando vídeos porno y escribiendo un
artículo sobre los aspectos sociológicos derivados de la
tenencia de perros.
Volvimos a encontrarnos en el balcón.
Salí a fumarme un cigarrillo y, mira por dónde, ella
también había salido a hacer lo propio. Estaba sentada en
una pequeña silla de plástico con una pierna metida debajo
del culo. Llevaba unos shorts vaqueros hechos jirones y una
camiseta requetelavada. Estaba siendo uno de los veranos
más calurosos de los que se tenían registro, solo cuando se
hacía de noche podía uno encontrar algo de paz, y eso si se
tenía a mano una cerveza bien fría. Necesitaba un
cigarrillo.
Ella saludó primero.
–Hola.
–Hola.
Los mecheros hicieron clic. Habíamos contactado, pero
después de saludarnos se impuso el silencio entre la resaca
asfixiante del sol. Para no echar por tierra la relación de
buena vecindad que empezaba a surgir entre nosotros, creí
que sería conveniente romper el hielo.
Comencé con un clásico.
–¿Qué tal el apartamento?
Sonrió.
–Fenomenal.
Otra vez silencio, aunque ahora parecía más alerta, como
esperando a ver qué venía a continuación. Así que no tuve
más remedio que seguir. Otro clásico.
–Vaya calorazo, ¿no?
Se me da fatal la charla trivial. Y no quiero decir con eso
que las conversaciones trascendentales se me den bien.
Mirjam en cambio me enseñó cómo lo hacen los que saben.
–¿Y qué tal si me invitas a tu piso, llevo una botella de
vino y follamos?
Creo haber dicho que no soporto a los hippies y que la
chica tampoco era mi tipo. Pero en cierto sentido soy adicto
al porno, es un daño colateral de mi trabajo, y ella…, ella
probablemente solo quería mi dinero y/o quitarme un riñón.
¿Qué podía haber contestado?
–Yo tengo algo un poco más fuerte si eso.
Lo bueno de follar con la vecina es que los insistentes
crujidos de la cama no resultan tan embarazosos. Y la
verdad es que tuve que retirar todos mis prejuicios sobre
Mirjam. Follaba como si la estuvieran estrangulando. Eran
más de las doce y aún seguíamos corriéndonos al lado de la
botella de vino, hasta tres veces seguidas, sudando como
obreros de una fundición. Mirjam no conocía la piedad ni el
dolor ni el orgullo. La mujer con la que todo hombre sueña.
Nos encendimos un cigarrillo en la cama. Yo siempre
salgo al balcón a fumar, pero dadas las circunstancias bien
podía hacerse una excepción.
–No ha estado mal –le dije.
Sus dedos se cerraron alrededor de mi polla.
–¿Qué dices? ¿Ya no puedes más?
Después del siguiente round tuve que rendirme, a ver si
al final iba a salirme una hernia. Además, me había
quedado sin condones.
–¿Cuándo vienes otra vez? –le pregunté.
Me acarició el vientre.
–Cuando tú quieras.
–¿Mañana por la tarde?
–Puede ser.
–Pues que pueda.
–Vale. ¿Ahora quieres que me vaya?
–No quería decir eso.
–Mejor me voy.
–¿Qué pasa, para ti soy de usar y tirar?
–Eso es. Solo necesito tu esperma.
Y se fue. No me importó demasiado. Como ya he dicho,
los hippies estos no se lavan.
Después de esa primera vez, empezamos a quedar unas
cuatro veces por semana. Siempre era la hostia. Su olor
empezaba a impregnar mi piso y cuando Mirjam no estaba
conmigo la echaba un poco de menos. Pero ni a mí mismo
habría sido jamás capaz de reconocérmelo. Entre polvo y
polvo a veces hacíamos tiempo fumando y hablando de
cualquier cosa.
–Oye, ¿y tú a qué te dedicas? –se me ocurrió preguntarle
una vez cuando ya llevábamos un par de semanas
viéndonos–. Quiero decir, aparte de montarme a mí.
Me dio un golpecito en el hombro.
–¡Capullo! ¿Y además por qué lo preguntas? ¿A qué te
dedicas tú?
–Veo porno todo el puto día. Pero yo había preguntado
primero.
Se encogió de hombros.
–Viajo. Y ayudo a otros viajeros. Huyo.
–¿De aquí?
–Aquí más bien es adonde he llegado.
–¿Desde el extranjero?
–Más o menos, sí. De fuera. No podrías entenderlo.
–¿Porque solo soy un pobre hombre?
–Exacto.
Nunca supe de dónde había venido. Porque es verdad,
solo soy un pobre hombre.
Lamentablemente, al cabo de la tercera o cuarta semana
salió a la luz su rollo hippie, o eso me pareció por lo que me
llegaba a través de la pared. Es difícil de describir. Era
como el sonido del torrente de un río pero reproducido por
una voz humana. O como si una araña gigante estuviera
arañando la pared.
Suspiré hondo con la mirada fija en las dos chicas que se
peleaban desnudas en la pantalla. Entonces Mirjam empezó
a emitir un sonido gutural, a medio camino entre el canto y
la letanía, en una lengua inventada. Sus palabras
inexistentes retumbaban en mis oídos. Se me encogió el
corazón, pero hice todo lo posible por dominar la ansiedad.
¿Quién era esa mujer para mí? Nadie. Si quería que se le
fuera la olla con los hongos, allá ella, yo lo único que quería
era no verme implicado en una investigación policial ni
nada por el estilo.
Un objeto pesado golpeó la pared y Mirjam pegó un grito.
Todas las puertas de mi apartamento se abrieron de
golpe. La del baño se estampó contra la de la cocina, y la
cadenita de la puerta de entrada saltó como si
efectivamente la policía estuviera irrumpiendo en mi casa.
Me quedé petrificado. Ni siquiera me asusté, era más bien
como si no pudiera asimilar lo que estaba pasando.
Salí al rellano. La puerta del apartamento de Mirjam
estaba abierta, igual que todas las demás de la planta.
Entré, y entonces caí en la cuenta de que era la primera
vez que pisaba su casa. Siempre venía ella, se había
convertido en algo natural.
Su apartamento era un calco del mío, solo que más vacío
y ordenado. Pero las paredes eran negras, mejor dicho,
negruzcas, como si las hubieran rayado de arriba abajo con
lápices negros. Igual que la aguja que inevitablemente
surca el vinilo, mis ojos recorrían las infinitas rayas de
aquellas paredes. Una raya después de otra, una raya
después de otra. Aunque había irrumpido como si formara
parte de un comando de rescate, no pude pasar de la
entrada. Me atraparon esas rayas cuyo sentido me parecía
estar a punto de entender, aunque en cada vuelta primero
creía rozar la comprensión y luego enseguida estaba
completamente perdido, como si mi mente discurriera
sobre rieles. Venga a recorrer aquellos trazos en la pared,
paralizado y perplejo, con los latidos de mi corazón
acompasando el desvarío; una melodía, una canción
imposible de tararear retumbaba en mi cabeza, una
canción que ninguna voz humana podría reproducir, ni
ningún instrumento, y que tampoco el oído podría nunca
captar. Sentí que me moría. Que aquel laberinto no tenía
fin y que antes de encontrar la salida sucumbiría a su
enigma.
–Pasa –me dijo Mirjam desde la habitación.
El hechizo se rompió. Fuera lo que fuese, eso que me
había atrapado me soltó. Entré en la habitación, cuyas
paredes estaban rayadas de arriba abajo también.
Algo se movió en una de esas cuatro paredes. Por el
rabillo del ojo me pareció una mezcla de araña y pulpo, y
confirmé mi impresión cuando lo miré de frente. Aquel
animal, aquella criatura o grafiti móvil o lo que fuera se
desplazó hacia un armario que estaba cerrado, desapareció
dentro y entonces, aunque no estaban abiertas, las puertas
del puto armario se cerraron. Me meé encima.
–¡Ven! –me ordenó Mirjam.
Estaba desnuda, agachada en el suelo, en un círculo que
era el único espacio no pintarrajeado de negro. Me
sorprendió ver que tenía el cuerpo lleno de tatuajes, pero
resultaron ser solo dibujos, que poco a poco fueron
emborronándose con el sudor. ¿Qué coño podía decirse en
semejante situación?
–La puerta estaba abierta –dije sin voz.
–Ya lo sé. La he abierto yo.
–La mía también se abrió.
–Lo siento. Ven aquí.
–¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
–Calla, ven y desnúdate.
Estaba guapísima. Su cuerpo era el mismo de siempre
pero era como si se transparentase. No se trataba de una
belleza física, nada que pudiera exhibirse en una vitrina y
extasiar a la gente, sino más bien algo que uno querría
aplastar bajo su cuerpo, penetrar, devorar. Esa clase de
belleza que, fruto del instante, al instante se desvanece y
solo persevera en el recuerdo.
Supongo que todo fue un encantamiento. Tuvo que serlo.
Tiré mi ropa al suelo decidido a entrar en el círculo.
–La puerta…, no tendríamos que… –pero cuando miré,
estaba cerrada, con el pestillo echado. Tuve la sensación de
que nunca había estado abierta. Mirjam me cogió por la
polla y tiró de mí hacia el círculo.
–Que qué…
Se la metió en la boca y empezó a chupar. De todas las
veces, aquella fue la mejor con diferencia. Me empujó al
suelo como un animal hambriento. Nunca he deseado nada
tanto como a ella, allí, en aquel momento. Dejó de
chupármela y me miró casi con rabia. La saliva le resbalaba
por la barbilla.
–¡Fóllame!
Era una orden.
Así que obedecí. Me la follé.
Y se quedó preñada.
Hay dos cosas en la vida que no querría tener ni
regaladas: un cáncer y un hijo. Y entonces voy y dejo
preñada a mi vecina. De puta madre, tío, cojonudo, habría
dicho yo para mis adentros si Mirjam hubiera venido a
sentarse a mi lado con los ojos gachos y hubiese tomado mi
mano entre las suyas para musitar con un hilo de voz que
estaba embarazada y quería tener el niño. Pero eso no fue
lo que hizo. Lo que pasó fue que yo empecé a tener
pesadillas. Porque yo no soy un tipo curioso, por mí que sea
lo que le dé la gana, hippie, traficante de drogas,
programadora informática o la reencarnación del maldito
Gandalf, a mí me la trae floja. Y si necesita hablar, que
escriba un blog. Pero esta mierda de casa prefabricada que
no me la llene de niños, desde luego no de niños de los que
yo tenga que sentirme responsable y que me llamen papá.
Mis disculpas a la política de planificación familiar, pero
eso no va conmigo.
Al día siguiente Mirjam se plantó en mi puerta; no dijo
«estoy embarazada», pero se le notaba el bombo, y aquello
no era una indigestión de repollo, de eso estaba seguro. Le
habían crecido las tetas, tenía la camiseta llena de manchas
de los más diversos alimentos, le costaba moverse por el
peso y tenía la cara chupada. Algo se la estaba comiendo
por dentro. Un maldito niño.
No entré en pánico. Era imposible, aparentaba al menos
tres meses de embarazo y el día anterior estaba tan
normal. Magia, no podía ser otra cosa: los rayajos en las
paredes, los extraños cánticos, esas cosas de hippies…
Desde luego, nada que ver conmigo. Yo carecía por
completo de poderes adivinatorios, pero estaba seguro de
que podía decirse que todo eran movidas suyas. Me relajé.
Como me dan grima los tribunales, aquella vaga amenaza
de índole esotérica me parecía mucho más manejable que
una demanda de paternidad.
Así que invité a Mirjam a pasar y preparé un café. A mí
me serví también una copa aparte.
En vez de sentarse en el sillón como solía hacer, se quedó
ahí de pie, manoseando la pared. Era como si la estuviera
arañando.
–¡Siéntate de una vez, por favor te lo pido! –le dije–.
¿Quieres un café?
–Sí. Con mucho azúcar y mucha leche. ¿Tienes algo de
comer?
–Te apetece algo muy grasiento, ¿a que sí? Codillo, cerdo
asado…
–¿¡Tienes!?
–No. Tengo sobras de comida china. ¿Te las caliento?
–Me valen frías. ¡Ya!
Empezó a engullir con las manos antes de que yo pudiera
alcanzarle un tenedor.
–Estás embarazada, ¿verdad?
Asintió, medio ahogándose al tragar.
–¿Y es mío?
–Claro –balbuceó sin dejar de masticar ruidosamente.
–Era lo que querías, ¿no?
Soltó un bufido que interpreté como una risa.
–¿Qué pasó anoche?
Había terminado con la comida china y se lamía
obscenamente la pringue de los dedos.
–Que me dejaste preñada, creo.
–¿Y quién coño eres?
–Mirjam. ¿No te acuerdas? Lo hemos hecho un montón de
veces.
–Ya, pero ¿quién eres? ¿Eres humana?
–¿No tendrás zumo de naranja?
Le alcancé un brik sin abrir. Se lo bebió de un trago.
–Eso vas a tener que pagármelo.
–Ni de coña. ¿Me quieres?
¡Mierda!
–No. ¿Por qué iba a quererte?
–Vale, de acuerdo. Pero ¿te gusto?
–Ahora mismo para nada.
–Ya. Tengo que parir aquí.
Así que era verdad, literalmente quería llenar de niños mi
casa prefabricada. Resoplé.
–No me parece buena idea. ¿Por qué no vas a un
hospital? O también puedes abortar…, o darlo en adopción
o parir en tu bañera y ponerle de nombre Nube de
Tormenta… Puedes hacer lo que te dé la puta gana, pero a
mí déjame en paz.
–Necesito tu apartamento. Solo un tiempo. Es que está en
juego el destino del mundo…
–Ajá.
–Tendrás tu recompensa si me ayudas. Una recompensa
enorme, te lo prometo.
–¿Me va a tocar la lotería?
–No. La mujer de tus sueños.
–Para, para…
–Hablo en serio.
–¿Surgirá de la nada y correrá a acostarse a mi lado?
–Voy a parirla.
–Tú no eres normal.
–En realidad no va a tener padre, no te preocupes por
eso. Solo necesitaba un acto de fecundación. Pero no habrá
nada de ti en ella. Será una completa extraña.
Me lo pensé. Después de lo que había pasado la noche
anterior, no tenía la menor duda de que Mirjam estaba
diciendo la verdad. O algo parecido.
–¿Y será mi mujer?
–Hasta que la muerte os separe.
–¿Tú cuántos años tienes?
–Doscientos o así.
–Pues te conservas muy bien.
–Sí. Pero todo se acaba.
Encendí un cigarrillo.
–Vale –dije.
El embarazo duró unas dos semanas. Al final ni siquiera
salía de mi apartamento. Su cuerpo ya no podía soportar el
peso. Se quedaba todo el día tumbada en el sofá, sudando
como un caballo. Yo le ponía cataplasmas de agua fría y la
lavaba dos y hasta tres veces al día. Le vendaba las piernas
hinchadas y se las masajeaba. Cuando ya no pudo
mantenerse en pie, le conseguí un barreño para que
pudiera hacer sus necesidades. Le daba toda la comida que
quería, y ella engullía como un cerdo. En los últimos días
tuvo fiebre, apenas era consciente de sí misma. Y el calor
no aflojaba, al contrario. Mirjam hablaba en lenguas
extrañas, me ponía los pelos de punta. Y a pesar de todo,
aquello era hermoso. A veces se echaba a llorar por nada.
Una noche tuve que contarle un cuento para que se
durmiera porque no había forma. Y cuando por fin se quedó
dormida, apoyó la cabeza en mi mano y me la babeó entera.
Creo que fue en ese momento cuando me enamoré de
ella.
Dio a luz un sábado. El piso era un horno. Sé que era
sábado porque el griterío del partido de fútbol nos llegaba
desde el estadio a través incluso de las ventanas cerradas,
y era como si los hinchas enfervorizados estuvieran
animándonos a sobrellevar nuestro calvario. Las
secreciones de Mirjam empaparon el sofá y escurrieron por
el suelo, y el líquido amniótico chorreó de tal manera que
yo creo que debió de rezumar por el techo del vecino de
abajo. Mirjam gritaba. Le cogí una mano y le metí una
cuchara de madera en la boca. Puse un audiolibro de Moby
Dick a todo volumen para ahogar sus gritos.
Aproximadamente media hora más tarde nació el bebé, o lo
que diablos fuera aquello. Cuando solo asomaba su cabeza
entre las piernas de Mirjam me entró un ataque de risa
histérica como si acabara de escuchar un chiste
desternillante. La cabeza que emergía entre las piernas
flacas de mi vecina no se parecía lo más mínimo a la de un
ser humano. Y cuanto más trozo de aquella cosa iba
saliendo de ella y entrando en mi habitación, más y más me
reía yo.
Al final Mirjam perdió el conocimiento. Y yo también.
Cuando me desperté, ya había oscurecido. Mirjam estaba
sentada cosiéndose a sí misma. Se alumbraba con una
linterna de bicicleta que sujetaba con la boca. Pero a mí ya
nada me sorprendía. Lo que había salido de ella se había
apoderado de una de las paredes de mi apartamento.
Dejando tras de sí un leve rastro como el de los caracoles,
se había dirigido directamente desde el cálido útero al
empapelado de flores.
–¿Eso es una crisálida? –Parecía evidente que lo era.
A los pies de Mirjam había un charco de vómito.
–Sí. –Aún tenía la voz rota y la cara blanca como una
sábana.
–¿Y qué hace en mi pared?
–Necesita una pared. Las crisálidas son así.
–Ajá. ¿Y cuánto tiempo va a estar eso ahí?
–No mucho. Solo hasta que se desarrolle un poco más.
–¿Te gustaría comer algo?
–Me encantaría comer algo.
–No hay gran cosa en la nevera. ¿Pedimos algo?
La crisálida era bastante grande y de pronto pensé que si
estropeaba el papel igual no me devolvían la fianza.
Exudaba un líquido que chorreaba espesa y perezosamente
pared abajo. Aunque no olía a nada, abrí la ventana por si
acaso. Tampoco nos venía mal que entrara un poco de aire.
Después, en los días que siguieron, de vez en cuando
aquella cosa emitía un suave ronquido y crecía a ojos
vistas, iba tapando una tras otra las rosas que florecían en
el espantoso papel de la pared. Y cuantas menos rosas,
menos fianza, fijo.
Mirjam se vino a vivir conmigo. Bueno, no estrictamente
porque no se trajo su enorme bolsa patchwork, lo que sin
duda habría estado de más. Pero dormíamos juntos, comía
conmigo y se aseaba en mi cuarto de baño. De vez en
cuando desaparecía, eso sí, y entonces yo volvía a oír el
canto ronco de otras veces y los arañazos de las arañas
gigantes en la pared, así que daba por hecho que ella
andaba ocupada en sus asuntos sobrenaturales, de los que
yo prefería ni oír hablar. La única condición que le había
puesto era precisamente que dejara su rollo de la magia en
la puerta cuando viniera a estar conmigo, y ella la había
aceptado. Por eso todas esas cosas las hacía en su piso. Yo
entonces me quedaba solo con la crisálida. Ya no me
preocupaba de salir al balcón a fumar. Porque si la vecina
de uno pare un bicho gordo que anida en la pared, ¿ya qué
más da fumar dentro de casa?
Me publicaron el ensayo sociológico sobre el
comportamiento de los propietarios de perros, y no sé muy
bien por qué, la verdad, porque yo siempre supe que era
una auténtica mierda. Seguí viendo porno, ahora con los
auriculares puestos. De vez en cuando le echaba un vistazo
a la crisálida. En una ocasión…, no, en dos ocasiones llegué
a tocarla. Al fin y al cabo era mía, ¿no?
Por las noches Mirjam y yo nos acurrucábamos en el sofá,
que habíamos cubierto con varias mantas después de
rociarlo con todos los productos de limpieza que pude
encontrar en el supermercado. Nos acurrucábamos y
veíamos alguna peli. Ella iba de hippie, pero le chiflaban las
policíacas y las del Oeste. Igual que a mí. Así que nos
achuchábamos y lo pasábamos en grande bien
aprovisionados de chocolatinas, patatas fritas y refrescos.
Era genial. Hasta entonces no había podido compartir con
nadie mi afición a las películas del Oeste. De vez en cuando
me descargaba alguna comedia, alguna de esas chorradas
inglesas, y ella se reía a carcajadas. Una noche la besé, y
ella me devolvió el beso. Y después, muy lenta y
delicadamente, como en una peli de porno light, follamos. A
partir de ese día lo hicimos con frecuencia, no todas las
noches, pero sí muchas.
Fueron buenos tiempos. Si hubiera sido posible, habría
vivido así para siempre.
Como ya he dicho, yo seguía con el visionado de vídeos
porno. Y ese día voy y escojo al azar uno que estaba entre
el clásico de unas lesbianas en una universidad yanqui y
otro, algo más sofisticado, protagonizado por una anciana
enana. El que escogí también era otro clásico: dos
extranjeros ricos que le ofrecen dinero a alguien en la calle
a cambio de sexo. La cámara sigue a un besugo con barba y
dos piernas y a un veinteañero deshidratado por los
excesos, que deambulan por la calle preparados para dar el
golpe. Enseguida reconocí mi barrio. Y me invadió una
especie de orgullo patriótico local: ¡mira tú, mi barrio
abriéndose hueco en el mundo del porno!, ¡que todos sepan
la clase de putas que tenemos aquí!
Era un poco raro que los dos tipos no hablaran, solo
caminaban bajo el sol sonriéndole como bobalicones a la
cámara. Por fin aparece una chica morena, algo mona pero
sin pasarse. La cámara hace zoom sobre el fajo de billetes
que se saca rápidamente de la chaqueta uno de los dos
hombres. Un fajo gordo de verdad. Los dos siguen sin decir
nada, sonriendo como necios. La chica ha visto mucho
porno o es una actriz contratada porque enseguida se ubica
en la situación. En el plano siguiente ya están en una
habitación de paredes blancas con un sofá de piel sintética
en el centro. La chica coge el dinero y se desnuda sin
rechistar.
Parece que los tipos intercambian unas palabras, pero el
micrófono debe de estar desajustado porque lo único que
se oye es un ruido destemplado y bastante estremecedor.
La chica se pone pálida, así que es posible que no fuera el
micrófono y que ella oyera también el ruido ese. Los dos
hombres van hacia ella, que grita y trata de huir, aunque se
entretiene tratando de ponerse algo de ropa hasta que
asume que no va a ser posible y sale del plano corriendo
desnuda.
Me di cuenta de que tenía las manos agarrotadas sobre
los reposabrazos de mi silla de trabajo, y el corazón me
latía con fuerza. Quería que la chica lograra escapar, pero
sabía que no iba a poder ser. Si hubiera escapado, no se
habría publicado el vídeo. El besugo barbado la mete otra
vez en escena, arrastrándola de un brazo, y la tira sobre el
sofá. El otro bastardo, el escuálido con cara de lagarto,
saca una navaja. Ella chilla. Bajé al mínimo el volumen de
mis auriculares. El barbudo la pone boca abajo y la
inmoviliza, y el puto caralagarto empieza a escribirle algo
en la espalda con la punta de la navaja. Con todo el esmero,
en diez minutos ha logrado grabar el mensaje. Nunca diez
minutos se me habían hecho tan largos. El besugo barbado
mea sobre la espalda de la chica para lavarle la sangre, y el
caralagarto coge la cámara y saca un primer plano.
Pude leer el mensaje perfectamente: «Destruye la
crisálida y mata a la puta o iremos a por tu mundo».
Después se la follan.
Podría haber sido más escueto, es verdad, pero me salió
así: «dinero por sexo», «chica morena y flaca», «anal»,
«S/M», «llanto», «trío», «meada», «sangre», «navaja»,
«sumisión», «mensaje sobre el cuerpo», «fantasía», y al
final del día subí el vídeo así etiquetado.
–¿Qué crees que va a pasar?
–Que al final acaba bien.
–No me refiero a la película, tontorrona. Estoy hablando
de la crisálida.
–Ya te lo he dicho. La mujer de tus sueños.
–¿Corro peligro?
–No. Puede que merodeen por la zona, pero no podrán
hacerte daño mientras vivas aquí. He protegido bien la
casa.
–Pásame los quicos.
–¿Cómo es la mujer de tus sueños?
–¡Qué gilipollez de pregunta!
–¿Por qué? Dímelo.
–Pues no lo sé. Supongo que como la de todo el mundo.
–¿Y eso cómo es?
–Pues con las tetas grandes, escultural, buena en la
cocina y mejor en la cama…, nada especial, ya sabes. Pero
mucho mejor que cualquier otra.
–Esa vas a tener tú.
–Pero tú también te quedas, ¿no?
–No, yo tendré que irme.
–¿Cuándo?
–Más adelante. Aún falta.
–¿Y ella qué va a hacer? La mujer esa, digo.
–Lo mismo que yo.
–¿Y tendremos hijos?
–No. Ella lo sabrá todo de ti.
–¿Me va a querer?
–Seguro.
–¿Y yo voy a quererla?
–¿Hay alguien a quien tú quieras?
Seguimos viendo la peli.
No sabía qué me pasaba. Fumaba sin parar, a veces
dentro de casa y a veces en el balcón, por cambiar de aires.
Ni siquiera me resultaba gracioso que el alcohólico que
vivía dos pisos más abajo les tirara tazas de café a los
transeúntes. Me enteré de que al edificio de al lado habían
tenido que ir unos exorcistas porque las paredes de alguno
de los apartamentos rezumaban sangre. La vida, en fin, que
transcurría a mi alrededor…, pero a mí todo me era
indiferente. Me sentía como un animal enjaulado, o como
un poeta romántico al que asalta la tristeza en el corazón
del bosque y se arranca a escribir versos amaneradísimos.
No quería que Mirjam se fuera. No quería volver al vacío
de antes. ¿Con quién iba a ver yo las pelis del Oeste?
¿Quién iba a reírse a mi lado de aquel modo tan simpático?
¿Quién me soportaría?
Fumaba sin parar. Y la crisálida venga a crecer, ya era
tan grande como mi fianza, si no más. Secretaba una baba
blancuzca que la mantenía pegada a la pared, cada vez más
incrustada en el papel floreado. Se la veía bien afianzada a
la hija de puta. En la parte de arriba se le había abierto un
agujero, algo así como una boca. Y por ahí había que
alimentarla. Tenía su lado práctico, como disponer de un
triturador de basura. Además de las sobras, Mirjam le
compraba carne cruda y embutido, le echaba zumo de
naranja, papilla, unas cucharaditas de cal cada dos o tres
días y hasta ratones de esos que venden para las
serpientes. A nada le hacía ascos.
Pero quererla no la quería, aunque fuera su madre.
Nunca la acarició ni la miró con cariño. De hecho, creo que
a mí me inspiraba más ternura que a ella. Era nuestra
crisálida.
Había pronóstico de lluvia para ese día del final del
tórrido verano, pero aún no llegaba. Mirjam estaba sentada
a la mesa jugueteando con un boli. Lo hacía girar una y
otra vez sobre sí mismo. Tenía la piel bañada en sudor y
estaba toda despelujada. Así era como más me gustaba.
–¿Me harías un favor? –me dijo sin mirarme.
–Dime.
–¿Bajas a comprar leche?
–¿Quieres hacer chocolate? –Le salía de muerte.
–No. Es para la crisálida.
No sabía mentir.
–¿Quieres también tabaco, ya que bajo?
–No, todavía tengo.
¿Cuándo no había necesitado ella tabaco? En el fondo era
una pobre hippie parásita, siempre pidiendo cigarrillos,
aunque se tirara el rollo ese de la magia.
–Vuelvo enseguida.
–¡La cartera, tonto!
Me había pillado. Antes durante un segundo me había
creído un nuevo Sherlock Holmes o un James Bond o
cualquiera de esos tipos geniales. Pero no.
–Ay, gracias.
Cogí la cartera y salí.
Esperé cinco minutos en el pasillo. No llevaba reloj ni
teléfono porque soy así de previsor, de modo que conté los
segundos mentalmente, como lo hacía cuando iba al colegio
y todavía creía que los niños también teníamos himen. Los
últimos sesenta segundos los conté muy rápido.
Cogí carrerilla, arremetí contra la puerta e irrumpí en el
piso.
La crisálida estaba comiéndose a Mirjam. No como si
fuera un león, sino de la misma forma en que había estado
comiéndose las flores de la pared. Se fusionaba con ella. La
ropa de Mirjam estaba esparcida por el suelo y su cuerpo
sumergido ya en la crisálida hasta los hombros, solo la
pierna izquierda la tenía medio fuera. Su palidez no
auguraba nada bueno.
–¿Qué está pasando? –le pregunté con un hilillo de voz,
como si hubiera vuelto a ser un niño.
–Creo que voy a dejarte.
Y sonrió. Fue una sonrisa lamentable, que le retorció los
labios ya medio azules. Allí donde se hacía una con la
crisálida, pequeños regueros de sangre discurrían hasta el
suelo.
–¿Así sin despedirte ni nada?
–Sí quería… Y también pensé en dejarte una carta, pero
qué cursi, ¿no?
–¡Cojonudo!
–Ya… ¡Ay! –gimió.
La crisálida estaba triturándole las costillas.
–¿Te duele mucho?
–Voy acostumbrándome.
–No quiero que te vayas, lo sabes, ¿verdad?
–¿Qué?
–Que no quiero que te vayas. ¡Quédate conmigo!
–No puedo.
–Claro que sí. Yo puedo sacarte de esta mierda. ¡Quédate
conmigo, por favor!
–Ya podrías habérmelo pedido antes –dijo, y vomitó un
poquito de sangre.
–¿Cómo puedo matarla?
–No puedes. Así son las cosas. Yo me voy y tú te quedas
con ella.
–Pero es que yo te quiero a ti.
Se rio y volvió a salirle sangre por la boca.
–¡Qué guay! Nunca me habían dicho nada así.
Traté de sacarla de la crisálida y me fue imposible. No
había manera. Pero no desistí del todo hasta que estuvo
muerta.
Dos días después la crisálida se abrió y toda la habitación
se empapó de esa especie de baba que desde entonces ha
sido imposible sacar de la alfombra. Y del capullo se
desgajó la mujer de mis sueños.
Mi ideal…, exactamente el tipo de mujer que imaginaba
de adolescente cuando fantaseaba con el sexo. Un poco
rellenita, rubia y con ojos azules, nariz pequeña y
respingona. Perfecta para mí y para nadie más. Siempre
había deseado salir con una chica que se llamara Kriszti,
así que la llamé Kriszti. Ella no puso objeción. La lavé y le
di de comer.
Desde entonces vivimos juntos. Trabaja en la frutería a
tiempo parcial. Siempre está atenta a mis deseos. Tiene
mucha mano para la cocina y se sabe las recetas de mis
platos preferidos. Limpia la casa, me lava la ropa. Y sí,
parece que es verdad que va a quedarse conmigo. A veces,
igual que otros miran el reloj, ella echa un vistazo por la
ventana, y no sé por qué ese gesto siempre me hace pensar
que ella va a seguir aquí cuando yo me haya ido. Hemos
alquilado también el piso de Mirjam, para que Kriszti haga
sus cosas mágicas, en las que yo no participo. De hecho,
me gustaría prohibírselas, pero no me olvido del vídeo. Si
eso es lo que nos mantiene a salvo, adelante, que haga toda
la magia que quiera.
No llevaba demasiado tiempo conmigo cuando encontró
en el armario la bolsa patchwork de Mirjam y quiso tirarla.
Ese día le puse la mano encima por vez primera. He salido
a mi padre, ¿qué le vamos a hacer? Pero yo no puedo irme
al campo como él. Kriszti y yo solo estamos a salvo aquí,
juntos.
Echo de menos a Mirjam. Pienso que habría sido más
feliz con ella. No era mi tipo pero nos llevábamos bien. En
cambio Kriszti y yo discutimos mucho, sobre todo en
verano, con el calor y el aire estancado. Me imagino que
nuestras voces se oirán por toda la escalera. Esas broncas
suelen acabar en palizas, sobre todo cuando estoy
borracho. Pero ¿quién podría aguantar sin beber a una
mujer así?
Y para toda la vida, va a quedarse conmigo toda la vida.
RETORNO A LA ESCUELA DE LA
MEDIANOCHE

Vivo en un pueblo en el que las mujeres normalmente dan a


luz en una fosa. Las familias que cumplen con la tradición
llevan a la parturienta al campo, cavan la fosa y esperan a
que la mujer suelte ahí al niño. Luego lo sacan de la tierra,
lo limpian y cubren la fosa y su contenido.
Si el bebé no llora, también lo entierran. Al final todo va a
parar al mismo sitio.
Si paseas por el pueblo de noche, o lo atraviesas en
coche, y en mitad del campo, lejos de las casas, ves las
llamas de una hoguera, es muy probable que alguna esté
pariendo.
Nacemos en el seno de la tierra para honrarla. Al fin y al
cabo, es la tierra la que nos nutre. No lo he preguntado,
pero me imagino que yo también caí a una fosa desde la
entrepierna de mi madre, y ahí mismo caeré cuando me
muera. Eso es lo que suele ocurrir por aquí. Aunque hay
algunas familias que prefieren ir al hospital, sobre todo si
la mujer es extranjera. No las juzgamos, cada cual tiene
derecho a parir donde le plazca, o a no hacerlo en absoluto
si ese es su deseo.
Yo no tengo hijos, y ya no creo que vaya a tenerlos. Si
hubiera tenido que hacerlo, no sé qué habría elegido, si
hospital o fosa. Pero aquí sentado frente a la ventana,
contemplando cómo los campos –más oscuros y negros que
la noche– se funden con el cielo, y sabiendo que su
profundidad esconde más misterios que todos los océanos,
creo que es mejor nacer en una fosa. Es lo natural.
Así que por aquí puede ocurrir que, con un poco de
predisposición, uno nazca dos veces en una fosa. Cuando
esto pasa celebramos un banquete funerario. Uno nunca
olvida su primer banquete. Tendría yo unos nueve o diez
años cuando murió el tío Rudolf. No tengo muchos
recuerdos de él. Los niños lo odiaban. Y yo también. Tenía
el pelo entre rojizo y amarillento y unos ojos desvaídos
como los de los cerdos. Cuando los otros adultos no
estaban mirando, agarraba al niño que más a mano tuviera
y le retorcía la nariz y no lo soltaba hasta que rompía a
llorar. Como un depredador, aguardaba a su presa al fresco
de la cocina en verano o en los umbríos bancos que había a
lo largo de la pared. Pedía un vaso de agua para quitarse a
los adultos de encima y entonces te miraba con una tenue,
fría y espeluznante sonrisa en la cara. Te llamaba con un
gesto y no tenías más remedio que acercarte. Era un juego
entre el depredador y su presa, y además un niño siempre
hace lo que le dicen los adultos –así es al menos por aquí–,
aunque eso no tiene por qué significar que sea tonto. Por
mi parte, yo me acercaba pero procurando mantenerme
siempre fuera de su alcance. Si conseguía mantener la
distancia hasta que el otro adulto volviera con el vaso de
agua, estaba salvado. Pero el tío Rudolf era veloz como un
animal. Y no le importaba que te saliera sangre. Al final,
cuando te soltaba, se reía como si todo hubiera sido una
broma. De chico llegué a pensar que cuando fuera mayor
seguramente entendería por qué era tan gracioso
retorcerle la nariz a los niños, y podía ser que hasta yo
mismo lo hiciera. Pero no.
Tengo un solo recuerdo del tío Rudolf que no está
relacionado con lo de retorcer narices. Era verano –del tío
Rudolf solo tengo recuerdos del verano, es como si no
hubiera existido en las otras épocas del año–, estaba en la
cocina sentado frente a la mesa y tenía delante un sifón, un
vaso pequeño lleno del agua carbonatada, un matamoscas
mugriento y una moneda. El tío Rudolf era famoso por no
beber ni fumar nunca. Un vecino nuestro, un tipo con
bigote que llevaba los pantalones sujetos con tirantes y
tenía los hombros quemados por el sol, le preguntó una vez
si quería echarse un trago. «Ni muerto», dijo el tío Rudolf,
y luego ya siempre respondía lo mismo con una sonrisa
socarrona. Creo que la gente lo invitaba a beber de vez en
cuando solo para oírselo decir.
El caso es que él estaba sentado en la cocina y no sabía
que yo estaba observándolo desde arriba. Desde allí, en la
parte alta de la despensa, se tenía una vista inmejorable de
la cocina por el ventanuco superior, que estaba abierto. El
tío Rudolf hacía girar la moneda sobre la mesa y esperaba a
que, después de dar vueltas cada vez más lentas –como si
fuera un pollo descabezado desangrándose hasta morir–, se
desplomase sobre el hule. Entonces la recogía y la hacía
girar de nuevo. Si la moneda se acercaba trastabillando al
borde de la mesa y estaba a punto de caer al suelo, él ponía
la mano para evitar que ocurriera.
Me quedé hipnotizado mirando cómo hacía girar la
moneda una y otra vez. Estaba excitadísimo. Por un lado
porque espiar siempre es excitante, y por otro porque sabía
que si me descubría me retorcería brutalmente la nariz, o
tal vez me hiciera algo aún peor. Era como mirar un
televisor en cuya pantalla se repitiese sin cesar la misma
escena, con el agravante de que el protagonista podía
meterse en la habitación en cualquier momento.
De repente, como si hubiera oído algo, levantó la cabeza
y miró hacia la puerta verde que daba acceso a la
despensa. De niño no me gustaba la despensa porque había
muchas arañas y las verduras olían a moho, y una vez que
mi madre me mandó a por un tarro de mermelada sentí
claramente que había algo detrás de mí observándome. Me
di la vuelta y, por supuesto, no vi nada.
La moneda seguía girando y el tío Rudolf se había
quedado mirando fijamente la puerta de la despensa, como
en trance. Entonces la puerta se abrió, no despacito ni
chirriando amenazante sino de golpe, como si alguien la
hubiera empujado con mucha fuerza. El tío Rudolf se
sobresaltó. En el vano no había nadie. La moneda siguió
girando aún un poco más hasta que finalmente se acercó al
borde y cayó al suelo.
Es por incidentes como este que la gente sabía que iba a
nacer dos veces de la tierra.
Con las rodillas temblorosas me descolgué desde lo alto
de la despensa y, a partir de entonces, hice todo lo posible
por no tener que volver a entrar ahí.
Poco después murió el tío Rudolf. No sé de qué ni
tampoco me interesó tanto como para preguntarlo. No
había amanecido cuando nos sacaron de la cama y durante
el entierro helaba. La ceremonia terminó antes del
mediodía. El cura dio un discurso aburridísimo y la tierra
se tragó el rudimentario ataúd de madera. Después los
adultos se pusieron con los preparativos para el banquete
funerario.
A los niños los meten a todos juntos en la habitación de
una casa que antes el cura ha consagrado. Y desde allí,
todos apelotonados, se escuchan los gritos y los gemidos
durante la noche entera. Algunos se mean incluso
despiertos, otros cuando ya se han dormido. Recuerdo muy
bien que todos esperábamos con pavor el día en que por
primera vez tuviéramos que asistir a un banquete
funerario. Pero también nos daba curiosidad, sobre todo
cuando nos íbamos haciendo mayores. Y el que diga lo
contrario miente.
A la caída de la noche la mayoría de los hombres ya están
borrachos. Y las mesas atestadas de restos de bebida y
comida grasienta. Las mujeres y los niños no están
presentes, a no ser que tengan un vínculo familiar con el
difunto. Alguien, generalmente un guardia, se queda en el
cementerio para dar aviso. Antiguamente se hacía con una
campana, ahora con un silbato y a veces con un walkie-
talkie o hasta con el móvil.
En los banquetes todo el mundo pasa miedo, pero los más
asustados son siempre los primerizos. Me acuerdo de los
privilegios de los que yo gocé en mi primer banquete
funerario: golosinas, vino aguado, caricias y palabras de
aliento. Pero nada de eso pudo quitarme el sabor acre del
miedo. Ahora de adulto soy yo quien despeina las cabezas
de los niños cuando me entero de que es su primer
banquete.
El verano siguiente a mi primer banquete estaba un día
con Karcsi a las afueras del pueblo, haciéndoles un
laberinto de tierra a las hormigas –eran unas hormigas
enormes, amarillentas, de un tipo que no he vuelto a ver
desde entonces–, y Karcsi dijo que, cuando se muriese,
esperaba volver de la tumba. Lo dijo completamente en
serio. Él siempre hablaba en serio. Dijo que tenía
curiosidad por saber cómo era eso de ser un muerto
viviente.
En el pueblo nadie tiene una idea muy clara acerca del
fenómeno. No se habla de ello en absoluto, aunque se sepa
quién va a volver o quién sabe que volverá. No es que se
margine a quienes en el futuro van a regresar, pero es
necesario mantener con ellos una cierta distancia
emocional porque cuando vuelvan no habrá más remedio
que lidiar con ellos. Tampoco es cuestión de dejar que los
muertos vivientes deambulen a su antojo por nuestros
campos y nuestras calles.
Karcsi en cambio sí cavilaba sobre la cuestión y se hacía
preguntas. ¿Sentirán algo los muertos vivientes? Y si
sienten algo, ¿qué será? La primera vez que yo vi uno (era
el tío Rudolf, claro), no se me ocurrió pensar en nada de
eso. Para los del pueblo es imposible hacerlo: es demasiado
personal, son nuestros muertos. Pero Karcsi no es de aquí,
por eso le daba por pensar esas cosas.
Los muertos vivientes tienen la costumbre de regresar al
seno de la familia. No a la casa donde vivieron ni junto a
sus amantes o sus mascotas. Retornan a su sangre. Por eso
los parientes del muerto se reúnen todos en el banquete
funerario, ellos son el faro que los guía. Si anduvieran
dispersos por cualquier parte, los muertos se confundirían.
Y entonces habría que buscarlos siguiendo su rastro de
gritos y lamentos durante horas. Sería espantoso.
Hay algunos que regresan y no tienen ningún pariente
vivo. Andris Béres, por ejemplo, no tenía a nadie más que a
nosotros, sus compañeros de trabajo. Sabíamos que iba a
volver, y él también lo sabía, así que cuando se murió
fuimos a pedirle consejo al tío Béla, que tenía más de
noventa años y había visto todo lo que había que ver.
Fuimos a verlo y le preguntamos qué había que hacer. Y él
nos lo dijo.
Al caer la noche todos los amigos nos sentamos en el
patio de Andris con una copa en la mano y nos pusimos a
cantar la canción que aquella misma tarde nos había
enseñado el tío Béla. Su extraña melodía me transportó a
una puesta de sol: era verano y dentro de la cabeza de un
toro muerto zumbaban montones de abejas. No sé por qué
se me vino a la mente esa imagen, yo nunca la había vivido,
pero para mí fue tranquilizadora. Seguimos cantando y, en
efecto, Andris encontró el camino de vuelta hasta nosotros
desde la tumba. Nos sentimos aliviados al verlo aparecer
por el portalón abierto, con la boca desencajada en un grito
que silenciaba la tierra húmeda del cementerio atascada en
la garganta.

Karcsi también estuvo en el banquete funerario del tío


Rudolf, saltándose las reglas porque él no era pariente del
muerto. Teníamos la misma edad y ese fue el día en el que
empezó nuestra amistad. Todos le llamaban Karcsi, aunque
él lo odiaba. Quería que le llamaran por su nombre
completo: Károly. Siempre que le llamaban Karcsi fruncía el
ceño y, si nadie lo oía, soltaba improperios entre dientes,
cosas como «la madre que te parió», aunque es notable la
rapidez con la que fue evolucionando su vocabulario en
este sentido. Yo le llamaba Karcsi para hacerle rabiar, pero
a mí me lo perdonaba.
Solo con verlo se notaba que Karcsi no había nacido en el
pueblo. El color de su piel era diferente, y tenía el pelo más
oscuro. Pero lo más llamativo eran sus ojos, el brillo
extraño que tenían, y que cuando te miraba era como si no
te viera solo por fuera, como si te atravesara la carne y
viera también tus músculos, tus huesos, cómo eras
realmente.
Estaba claro que al pequeño Karcsi no lo habían parido
en una fosa. Él había nacido en una gran ciudad, nunca me
dijo en cuál, o si me lo dijo ya no me acuerdo. Un día
apareció por el pueblo y la familia Halász lo acogió. Eran
parientes lejanos. Los Halász son buenas personas; la hija
vive en mi calle, justo enfrente de mi casa. Está casada y
tiene dos hijos, y eso que es más joven que nosotros. Por
aquel entonces, cuando Karcsi y yo éramos amigos, todavía
casi ni hablaba.

Fue Karcsi el primero que me dijo que los muertos no


regresaban en ninguna otra parte.
–Si mis padres hubieran regresado, yo no habría podido
matarlos.
Hasta ese momento jamás se me había pasado por la
cabeza que no fuera absolutamente necesario matar a los
muertos. Era un día lluvioso: lo recuerdo porque queríamos
salir al campo y en cambio estábamos tumbados sobre la
alfombra de mi habitación, mirando al techo, sudorosos de
haber estado jugando al escondite y al pilla-pilla por toda la
casa.
–¿Y qué habrías hecho entonces? –le pregunté.
Yo siempre pensaba que si mis padres se morían y luego
regresaban, sería muy valiente. Por eso todos los hombres
tienen que estar presentes en el banquete. Todos, no solo
los parientes. De pequeño no lo entendía, pero es normal
que los familiares de los difuntos, sobre todo los hijos, no
siempre sean capaces de matar a sus muertos. Y de hecho
ahora creo que yo tampoco habría sido capaz de hacerlo.
–Una vez soñé que regresaban –me dijo Karcsi en lugar
de responder–. Soñé que estaba en casa, no en esta de
ahora sino en la que vivía antes… Estoy solo y oigo el
timbre de la puerta y sé que son ellos, que han muerto pero
que ahora regresan a mí. Así que corro a abrir y ahí están.
De vuelta a la vida pero de alguna manera aún muertos.
Se rascó la palma de la mano.
–Fue un sueño extraño.
Me quedé pensativo un rato.
–¿Cómo murieron tus padres?
–Los mataron a tiros… En la guerra.
No quise parecer estúpido, así que no pregunté que en
qué guerra.

En mi primer banquete los adultos me elogiaron por mi


buen comportamiento. Al día siguiente mis padres me
llevaron al cine, que en coche está a varias horas de
distancia. Me había portado bien porque había mirado, no
había apartado la vista ni un momento.
Muchos niños la primera vez no se atreven a mirar lo que
les hacen a los muertos cuando regresan. Hay algunos
parientes adultos que se retiran a sus casas o miran para
otro lado y dejan que el trabajo lo hagan los demás. Nadie
los culpa. No es un espectáculo agradable.
Primero, claro está, llega el muerto. Se los entierra en
ataúdes endebles para que les resulte más fácil salir.
Cuando el guardia ve salir al muerto de debajo de la tierra,
toca el silbato, y en cuanto lo oye el sacristán hace repicar
las campanas de la iglesia. Entonces el grupo de familiares
y hombres borrachos que están en el patio ya saben que no
hay vuelta atrás, que el muerto ha regresado. Transcurren
entre quince y veinte minutos hasta que se presenta en al
patio. Los animales no soportan a los muertos vivientes, por
eso durante todo el trayecto los acompaña un guirigay de
aullidos, gruñidos, ladridos y bufidos. Para entonces la
mayoría de los parientes ya se han derrumbado, sobre todo
si el retornado es de los que gritan. No todos lo hacen,
algunos no pueden porque han tragado demasiada tierra en
su lucha por salir de la tumba, y otros sencillamente no se
atreven a hacerlo. Pero los que gritan son terribles, los
familiares no lo soportan. Un niño nunca debería tener que
oír en la noche los bramidos del cadáver de su padre.
Por fin, el difunto aparece por el portalón, que siempre se
deja abierto de par en par. Los hombres esperan a que
entre y se acerque a ellos. Entonces empuñan las
guadañas, los lazos y los largos palos con ganchos
amarrados en el extremo. Los muertos no tienen
demasiados reflejos, así que resulta fácil rodearlos y
guiarlos hacia el granero, donde los aguardan los
carniceros.
Si el muerto se resiste e intenta romper el cerco, los
hombres actuamos. Arremetemos contra él con las
guadañas y los ganchos sin el menor miramiento. El
objetivo es inmovilizarlo. A veces, accidentalmente o no, se
le acaba amputando un miembro, pero procuramos evitarlo
porque no resulta protocolario que eso suceda en medio del
patio. Una vez sometido, se le arrastra hasta el granero.
Normalmente en este punto los difuntos berrean como
animales, se retuercen, intentan escapar. Pero al final
siempre conseguimos meterlos en el territorio de los
carniceros, y antes de que ellos entren en acción el
sacerdote bendice a todo el mundo, el muerto incluido, con
mucha prisa por volver a la mesa y seguir bebiendo. No hay
duda de que el alcohol ha hecho que ese hombre se
conserve fenomenal porque hoy sigue teniendo el mismo
aspecto que tenía cuando yo era niño, y todavía hoy, como
entonces, las muchachas del pueblo pierden la cabeza por
él.
Los carniceros son los que hacen el trabajo de verdad.
Primero le clavan al muerto una estaca en el corazón, lo
suficientemente larga como para que le atraviese el cuerpo
y fijarlo al suelo. Esta operación los calma y al mismo
tiempo los inmoviliza: ya ni se revuelven ni gritan.
Yo entré en el granero cuando el tío Rudolf ya estaba
clavado al suelo. Su pelo rojo se le había desprendido a
mechones en la tumba. Tenía las extremidades y la cara de
color blancuzco, y un hedor horrible llenaba el aire del
granero. Los dos carniceros empezaron a desmembrar el
cuerpo separando primero las piernas del tronco. Aquello
que una vez había sido el tío Rudolf gemía como un animal
atrapado que ha perdido ya mucha sangre a lo largo de la
fría noche y al que el amanecer aún le queda demasiado
lejos.
–Retuérceme ahora la nariz, maldito cabrón –le oí
susurrar a Karcsi a mi lado.
Esa fue la primera vez que nos vimos.

Desde entonces he asistido a bastantes banquetes. Incluso


una vez que uno de los carniceros estaba enfermo y no
pudo presentarse me ofrecí para ayudar a desmembrar al
retornado. Hay que cortar el cuerpo en pedacitos
pequeños. Un grupo de mujeres mayores, como media
docena de ellas, de esas señoras mayores que ya han
bregado con todo en la vida, ponen a hervir agua con ácido
láctico en grandes calderos. Según se van cortando
pedazos, se arrojan enseguida a uno de los calderos. Al
final del banquete el cuerpo entero ya está hirviendo ahí y,
gracias al ácido láctico, al amanecer no es más que una
masa gelatinosa. Luego esa jalea se almacena en barriles
hasta que llega el momento de abonar la tierra, después de
arar los campos al comienzo de la primavera. Durante todo
el verano y hasta bien entrado el otoño cosechamos.
Entonces es cuando la tierra nos devuelve lo que nos quita
durante el año. También nos devuelve parte del ácido
láctico, que es fundamental para que podamos volver a
utilizar los cuerpos de nuestros muertos vivientes para el
cultivo. Así es como reciclamos a los muertos. Al tío Rudolf
también lo reciclamos, claro.
Los adultos solo se percataron de la presencia de Karcsi
cuando la mayor parte del trabajo estaba hecho, y para
entonces estaban ya tan cansados y tan borrachos que les
dio igual. Yo le ofrecí un poco de mi vino aguado y él lo
aceptó agradecido. Al parecer, a los presentes que no
habían sido invitados no se los consideraba dignos siquiera
de un trago de cortesía.
Sentados junto a los grandes calderos, estuvimos
cambiando cromos de coches de carreras de esos que
regalaban con los chicles. Él tenía muchos más que yo,
probablemente porque venía de la ciudad. Aquí tampoco a
él le habría resultado fácil conseguirlos. Como enseguida
nos llevamos bien, los Halász me escogieron a mí para que
le enseñara el pueblo, y también cómo se cuida, recoge y
procesa la cosecha. Si la familia Halász o cualquier otra
hubiera conocido de verdad a Karcsi, nunca le habrían
permitido acercarse a sus tierras.

En una ocasión alcancé a vislumbrar lo que debía de sentir


él siendo Karcsi. Estábamos jugando en el campo como
solíamos hacer cuando hacía buen tiempo. Probablemente
porque era de ciudad, a Karcsi le encantaban los campos,
los espacios abiertos, esos kilómetros y kilómetros de cielo
y tierra en los que solo resonaban nuestros gritos. A veces
salíamos incluso aunque lloviznara, y solo regresábamos
corriendo justo antes de que cayera el chaparrón para que
no nos regañaran por haber vuelto a casa con los zapatos
llenos de barro. Ver el amor de Karcsi por la amplitud de
los campos me hizo mirarla yo también con ojos nuevos,
como si tampoco yo hubiera nacido allí y no formara parte
de aquel entorno, como si no me hubiera deslizado desde la
entrepierna de mi madre en el seno de aquella tierra. A
veces jugábamos al pilla-pilla, otras recogíamos lo que
encontrábamos o hacíamos una hoguera. Durante el verano
vigilábamos los cultivos para que los pájaros no se los
comieran ni los dañara nadie intencionadamente o no.
Era la última hora de la tarde. Los cultivos aún no habían
crecido y la tierra oscura y fértil se extendía hasta el
infinito bajo nuestros pies descalzos. Y entonces fue cuando
a Karcsi se le ocurrió ese juego al que al principio no le
pusimos nombre pero que luego él empezó a llamar
Despertemos a los Muertos. Consistía en tumbarnos en
mitad del campo, sin nada alrededor, con las cabezas
apoyadas en la tierra. Entonces Karcsi decía:
–¿Los sientes? Están aquí, debajo de nosotros. En
invierno duermen. Pero ahora han despertado y saben que
estamos sobre ellos. Poco a poco van subiendo y pronto nos
alcanzarán. ¿No los oyes? Están a punto de salir.

Karcsi se obsesionó con el campo y con los cultivos. Tal vez


yo también me habría obsesionado si no hubiera nacido
aquí, si no hubiera vivido todos los días de mi vida en los
interminables ciclos de invierno-primavera-verano-otoño y
descanso-celebración-cosecha-procesado. Para mí no había
nada de especial en todo esto, y en cambio a él le fascinaba
todo lo que veía. De hecho, era verdad que algo había bajo
nuestros cuerpos cuando nos tumbábamos en mitad del
campo. Aramos para reciclar a los muertos vivientes que
han sido gelatinizados y abonan la tierra. Y el sentido
último de los banquetes funerarios es producir ese abono.
Según nuestras creencias, los retornados son devueltos por
la tierra porque esos son los muertos que ella quiere
poseer. Acoge en su seno los cuerpos que se descomponen
en los ataúdes, pero con quienes mantiene una relación
verdaderamente íntima es con los cadáveres que el
campesino le devuelve gelatinizados. Eso va más allá de la
acogida, es una unión simbiótica. Sin el abono de gelatina,
las cosechas anuales se reducirían a la mitad, y su calidad
disminuiría muchísimo. De modo que los innumerables
muertos vivientes que a lo largo de los siglos han abonado
esta tierra no solo descansan en ella, sino que son la tierra
misma. O lo que es lo mismo, son la cosecha.

Cuando era niño, no sabía o no podía entender que este


cultivo no existiera más que en esta región, aquí en nuestro
pueblo y en uno o dos más, ni desde luego que fuera
precisamente aquí donde la cosecha es más abundante.
Tampoco me hacía una idea clara de las distancias. Me
acuerdo de que una vez en la escuela el sacerdote nos
contó que Jesucristo había muerto y resucitado en un lugar
lejano llamado Jerusalén, y yo le pregunté que por qué no
íbamos. Si la capital de la región estaba a un par de horas
en coche (o a un día en un carro tirado por caballos),
Jerusalén no podía estar mucho más lejos, y a lo mejor si
íbamos lográbamos entender todo ese lío que había
montado en torno a Jesucristo. Ahora sé que Jerusalén está
muy lejos y que sería muy complicado llegar en coche, pero
cuando somos niños percibimos las distancias de una forma
muy distinta. Ya era casi adulto cuando me convencí de que
este cultivo es único y solo se da en nuestro suelo, y si
crece en otro lugar, no me consta. Cuando fui a otros
pueblos más allá de nuestra región me di cuenta de que allí
tenían muchos más árboles frutales que nosotros, y supe
que cultivaban trigo, maíz, mijo, patatas y ese tipo de
cosas. También me enteré de que ellos tenían que sembrar
para cosechar, no como aquí, que la cosecha es un regalo
de la tierra. Por lo demás, todo es muy parecido:
cosechamos y procesamos la cosecha, igual que ellos,
basándonos en la experiencia acumulada a lo largo de
generaciones.

En un pueblo vecino intentaron cultivar sandías. Sus


campos son muy parecidos a los nuestros. Y parece que la
sandía no tolera este suelo porque todas salieron amargas y
al final ya ni siquiera maduraban, se pudrían directamente
en los tallos.
En todo caso, los frutos que nosotros cosechamos tienen
una forma muy similar a la de la sandía, solo que en la
mayoría de los casos son mucho más grandes que cualquier
sandía, y de color negro, o de un azul verdoso tan oscuro
que parece negro. Al principio son solo pequeños puntos
oscuros en el sembrado, como innumerables granos de
pimienta, pero luego crecen a tal velocidad que los más
grandes pueden alcanzar el tamaño de un buey. El cultivo
de piernas es el que primero madura, hacia el final de la
primavera o principios del verano, seguido por el de
dientes y el de marinos, en julio; luego está el pico de
agosto, que es cuando se cultivan los soñadores, antes de la
temporada baja, que entra a finales de septiembre, y
cuando está terminando octubre cosechamos las manzanas
de carne.
Los cultivos no requieren cuidados especiales, solo hay
que procurar que los pájaros no los picoteen demasiado. De
todas formas, tampoco les gustan mucho estos frutos, pues
si no escogen bien mueren al comérselos. Solo pueden
picotear determinadas partes, como las pequeñas vainas
que crecen en la parte alta de las piernas o las tiernas
plántulas que florecen junto a la raíz de los csirvik.
Cuando la cosecha está madurado –lo que se determina
haciendo un pequeño tajo en la piel de un fruto y valorando
la calidad del jugo que suelta–, vamos a los campos con
palas y otras herramientas más afiladas. Como creo haber
dicho ya, lo que primero se cosecha son las piernas. Cada
cultivo recibe el nombre que lo define. Las piernas no
crecen demasiado, apenas alcanzan el tamaño de un puño.
Se agarran por la base, se tira un poco de ellas y se
desgajan de la tierra con una pequeña pala de las que se
usan en el cementerio, de esas cuyos bordes son como
cuchillas. Conviene extraer también una parte de la raíz,
pero no arrancarla toda.
La cosecha se recoge y se transporta para su procesado,
que es una tarea que llevan a cabo tanto los hombres como
las mujeres. Todas las partes de los cultivos son utilizables,
así que cuanto menos se desperdicie al procesarlos, mejor.
Al tacto, es muy parecido a la piel humana, aunque un poco
más suave.
Hay personas alérgicas a su contacto. En el pueblo habrá
ahora alrededor de una docena. Cuando tocan la cosecha,
sus ojos dejan de ver, pierden la conciencia del entorno y su
mirada se vuelve hacia dentro. No hay que tocar a las
personas cuando les da un brote alérgico, ni intentar
apartarlas de los cultivos, a riesgo de desplomarse entre
convulsiones. Si son muy intensos, hasta se puede morir a
consecuencia de uno de estos ataques, y en el mejor de los
casos uno se queda muy maltrecho durante varios días. A
los niños se lo advertimos continuamente, que no se
acerquen nunca a una persona que esté teniendo una
reacción alérgica. Corren mucho peligro los niños cuando
no hay un adulto cerca.
Después de haber entrado en contacto con la cosecha, los
alérgicos permanecen inmóviles durante unos segundos y
enseguida comienzan a emitir unos extraños sonidos
inarticulados, como si su garganta fuese un instrumento
que un músico estuviera afinando: la tesitura de los
estertores fluctúa hasta que encuentran el registro
adecuado. Esto puede durar varios minutos. Una vez
hallada la tesitura correcta, el alérgico empieza a hablar.
Bueno, al menos así es como la mayoría lo definimos, como
algún tipo de habla en un idioma desconocido. Aunque
también hay quien piensa que solo es un galimatías sin
sentido, producto de movimientos aleatorios de los órganos
del habla, como convulsiones. Sea como fuere, cualquiera
que haya presenciado varios de estos casos se habrá dado
cuenta de que siempre articulan los mismos sonidos, de
que se trata de un guirigay constante en el que incluso
aparecen palabras reconocibles. El problema es que este
lenguaje, si es que lo es, utiliza los órganos del habla
humana de un modo inimitable. A veces me recuerda a los
aullidos de los muertos, solo que los retornados nunca
tratan de expresar nada, su aparato fonador está
completamente desprovisto de intención. Mientras que el
alérgico –algunos así lo creen– estaría tratando de
comunicar algo.
Yo creo que es así. Antes de morir, el tío Béla me contó
que en su infancia había un hombre al que todos
consideraban muy sabio que había ideado ciertos métodos
para procesar la cosecha. Este hombre, según el tío Béla,
pensaba que los alérgicos estaban destinados a narrar la
hecatombe del fin del mundo en la lengua que entonces se
hablaría. Es solo una teoría sin fundamento, pero cuando
veo a alguien brotado me parece muy verosímil.
Por supuesto, a Karcsi le daban envidia los alérgicos.
Ansiaba ver lo que ellos veían en su trance, cosa que en
realidad tampoco le habría servido de mucho ya que,
cuando la crisis alérgica concluye, la persona empieza a
sangrar por la nariz –en los casos más graves también por
todos los poros del cuerpo y por debajo de los ojos– para
enseguida desmayarse y no recordar nada de nada al
despertarse. Algunos tienen pesadillas durante un tiempo;
otros, cuando se miran al espejo, dicen ver por un instante
la figura borrosa de alguien detrás de ellos. Los animales,
sobre todo los gatos, evitan durante semanas a los
brotados, y a veces hasta los atacan.

Pero volvamos al cultivo de piernas. Colocado el fruto en


una tina, se raja con cuidado con un cuchillo y se deja que
mane en ella su fluido blanco. Cuando ha salido todo, la
cáscara se echa en un recipiente aparte y se retira la
semilla. La llamamos semilla, pero en realidad no es una
semilla porque no se puede volver a plantar. Le damos
también otro nombre, tal vez más apropiado: viajero. En el
caso de las piernas, el viajero (o semilla) es una araña. Se
encuentra en un saco orgánico blanco muy húmedo que se
rompe enseguida al tocarlo. Con sus patas, la araña se
abraza fuertemente a sí misma. Tiene el cuerpo conectado
a la raíz mediante un cordón umbilical, que cortamos con
unas tijeras. Entonces cogemos la araña, la estiramos y le
separamos las patas, que son tan largas como la distancia
que en la mano de un hombre hay entre la punta del dedo
índice y la del pulgar. Las arañas deben ser blancas y con
las patas lampiñas. Las que no son blancas hay que
quemarlas inmediatamente. Esas arañas que hay que
destruir son de colores brillantes como las plumas de la
cola de un pavo real y tienen las patas peludas. Además de
muy peligrosas, sus cuerpos no sirven para nada. Durante
todo el procesado permanentemente arde un fuego en un
barril, donde arrojamos las arañas de colores cuando nos
las encontramos. Y hay que andarse con cuidado porque se
despiertan con nada, y entonces pueden picar y salir
corriendo. No conozco a nadie al que le hayan picado, pero
el tío Béla me contó algunas historias. Me dijo que a quien
le pasa hay que matarlo sin pensarlo dos veces.
Y claro, Karcsi estaba loco por saber qué le pasa a uno
cuando le pica una de estas arañas, pero de eso ninguno de
los dos nos enteraríamos nunca. Yo solo una vez me he
encontrado con una araña que no era blanca, y eché todo el
lote al fuego para curarme en salud. Creo que Karcsi se
habría dejado picar.

Procesamos las arañas de la siguiente forma: les


arrancamos las patas y las ponemos a secar, y luego les
extirpamos las glándulas del abdomen. Una vez secas las
patas, las molemos, y mezclamos la pasta con resina y cera
de abeja, que raspamos de la cara interna de la cáscara del
fruto. Lo que obtenemos es una pomada que sirve como
analgésico, alivia las irritaciones cutáneas y cura el cáncer
de piel. Producimos trescientos kilos de este ungüento de
media al año.
Las glándulas extraídas del abdomen se dejan pudrir, se
les añade azúcar y se hierven. Si luego le agregamos
alcohol y agua, obtenemos un perfume que hace más
deseables a las mujeres; si no, el resultado es una toxina
tan potente que puede envenenar incluso a través de los
recipientes metálicos. Por eso este producto solo se puede
almacenar en recipientes de vidrio. Pero hay que tener la
precaución de no dormir cerca de uno de estos recipientes
porque quien lo haga sufrirá pesadillas que le envenenarán
la vida.
Con el abdomen seco se elabora una especia que combina
a la perfección con los platos de carne, pero que no posee
mayores propiedades.

Después viene el tiempo de cosechar el cultivo con dientes.


Dentro hay lobos y zorros ovillados en posición fetal. A
primera vista no se aprecian diferencias entre ellos y los
mismos animales vivos, salvo que sus ojos miran hacia
dentro. De un lobo se pueden extraer hasta treinta y siete
productos diferentes, y de un zorro catorce. Por ejemplo,
de los huesos de la cola de este último es posible extraer
una poción que sirve para levitar a setenta centímetros del
suelo durante siete minutos. En mi opinión esto es una
tontería, y no entiendo que haya una demanda mucho
mayor que del polvo para los picores, elaborado también a
partir de los huesos de la cola de zorro. Otro ejemplo: el
ungüento crecepelo se elabora con los mismos ingredientes
que la bebida que te hace soñar que estás en el útero
materno.
El fruto del cultivo dentado es mucho mayor que el de
piernas, obviamente. Y además existe una variante: el
csirvik. El csirvik es un animal sin equivalente en la
naturaleza. Es parecido al lobo, solo que tiene seis patas y
no tiene cola. Puede que sea una especie extinta, o tal vez
aún no surgida. Incluso podría ser solo un experimento
fallido de la naturaleza, un proyecto defectuoso del que
solo quede vestigio en nuestro cultivo con dientes.

Luego viene la cosecha de los cultivos marinos, que


contienen especies marinas de tamaño medio. Estos frutos
(muy especialmente los pulpos) deben hervirse antes de ser
abiertos porque el líquido que sueltan causa erupciones
cutáneas de color violáceo en las manos incluso a través de
los guantes. Pero si se hierven no.
Durante el otoño, en la temporada baja, cosechamos un
fruto con aspecto de manzana o de melocotón pero que en
realidad es como si fuese carne esponjosa.

La que más le interesaba a Karcsi era la cosecha de agosto.


La de los soñadores. El fruto de esta cosecha, ya sea
hombre o mujer, madura a lo largo de un profundo sueño
en posición fetal, envuelto en un líquido espeso e incoloro.
Hacen falta cuatro o cinco personas para cosechar estos
frutos, y otras tres para procesarlos. Es nuestro cultivo más
valioso porque a partir de él se elaboran infinidad de
productos. La piel de estos viajeros está cubierta de
tatuajes, y el patrón nunca se repite, es exclusivo de cada
soñador.
–¿Por qué no esperamos a que se despierten? –preguntó
Karcsi la primera vez que vio una de estas semillas
soñadoras, una hembra de pelo negro.
Y la verdad es que si esperáramos a septiembre
acabarían despertando. Pero no podemos permitirlo.
Hace mucho tiempo, puede que antes incluso de la época
del tío Béla, los campesinos no cosechaban ni procesaban
colectivamente, sino que cada cual se ocupaba de su
producción. Y cuenta la historia que había un granjero que
siempre había vivido solo –aunque según otras versiones sí
tuvo esposa e hijos, pero murieron en un accidente o por
diversas enfermedades– y que cosechaba y procesaba la
cosecha también completamente solo. Un buen día, sus
vecinos se dieron cuenta de que en la casa había una mujer,
una mujer esbelta y hermosa. Se alegraron por él ya que lo
veían mucho más feliz que antes, y nadie le habría dado
mayor importancia al asunto si no hubiese sido por todo lo
que empezó a ocurrir desde que había aparecido aquella
mujer.
Fueron tiempos extraños. Los niños desaparecían y sus
padres podían oír sus risitas bajo el suelo o dentro de las
paredes. Muchos cuentan que los animales empezaron a
hablar, y que decían verdades tan horribles que resultaban
insoportables. El vino se convertía en sangre y todo el
mundo en el pueblo tenía espantosos presentimientos.
Aunque no hablasen, los perros aullaban sin parar, los
cadáveres desaparecían de sus ataúdes y al final, un día, ya
no salió el sol. Nadie dudaba de que se avecinaba el fin del
mundo.
Pero una vez una campesina vio a la mujer de aquel
granjero sacando agua del pozo. Al inclinarse, por el escote
pudo verle parte del tatuaje que sin duda le cubría el
cuerpo entero. Y viendo aquella campesina de dónde
soplaba el viento, a los cuatro vientos lo propaló. Ese
mismo día, al caer la noche, un grupo de hombres fornidos
acudió a la granja; a pesar de sus protestas, desnudaron a
la mujer. Y por supuesto descubrieron que se trataba de
una viajera despierta. El granjero, atormentado por la
soledad y a la vista del hermoso fruto, no había podido
resistirse y, en lugar de procesarlo, aguardó a que
despertase.
Los aldeanos, sin encomendarse a dios ni al diablo,
mataron a golpes a la mujer y despedazaron su cuerpo,
pero no lo procesaron. Un poco después el granjero se
quitó la vida con sus propias manos.
Desde entonces trabajar en grupo es la norma, para que
nadie caiga en la tentación. Y además el procesado
colectivo resulta mucho más rentable.
De los soñadores obtenemos ciento veinticuatro tipos
diferentes de productos.

Así que sí era cierto que cuando Karcsi y yo jugábamos a


Despertemos a los Muertos, los dos ahí tumbados en mitad
del campo, los soñadores se dirigían hacia la superficie,
hacia nosotros. Se trataba de ver quién aguantaba más
tiempo tumbado mientras el otro le metía miedo, aunque
era Karcsi el que siempre me asustaba.
–¿Lo notas? ¡No es un terrón desmoronándose, es un
dedo! ¿No sientes la vibración de la tierra? ¡Están
subiendo!
Yo siempre perdía.

Karcsi contemplaba asombrado a los soñadores y asistía


con interés a su procesado. Como se hace con los otros
cultivos, hay que quitarles primero la cáscara y luego, con
un cuchillo, cortar el cordón que los une a la raíz. Entonces
se levantan los viajeros y se extienden. A ellos no
empezamos cortándoles las extremidades, sino que los
abrimos en canal para sacarles los órganos internos, que
echamos en cubos diferentes según el tipo. Porque de cada
órgano se obtiene un producto distinto. Después los
despellejamos y troceamos las costillas, que sirven para
elaborar varios medicamentos. A la columna vertebral le
extraemos la médula.
Sin embargo, la parte más valiosa de estos viajeros, que
los otros frutos no tienen, es lo que llamamos uva. Se
encuentra en la región inferior del cerebelo y es una esfera
de color ámbar no mayor que una pepita de uva en cuyo
interior, si se contempla durante largo rato, se diría que se
agita despaciosamente todo un océano. Es fundamental no
alterarlas. Algunos dicen que esto podría ser una prueba de
que los soñadores son diferentes, que tienen alma, la uva.
No sé, puede que un día se demuestre que están en lo
cierto, y a partir de entonces nos verán como a asesinos.
Desde hace mucho tiempo le vendemos al por mayor toda
la producción de uvas al mismo comprador, un señor
gordito llamado Zanó. Sabemos que son muy valiosas, pero
nosotros no podemos procesarlas: no tenemos la receta.
El resto de los productos se transportan en camiones a
todos los lugares del mundo. Se los vendemos a
comerciantes extranjeros, que vienen acompañados de
intérpretes para decirnos en nuestro idioma lo que quieren.
Salvo de negocios, no tenemos gran cosa de la que hablar
con ellos. Les entregamos el producto y ellos nos lo pagan
con dinero o con los bienes que necesitemos.
Prácticamente todos los televisores del pueblo los hemos
conseguido gracias a este trueque, así como nuestros
modernos hornos, la mayoría de los coches y las
herramientas de labor. Ni nosotros les preguntamos ni ellos
nos dicen qué hacen con la mercancía. Así ha sido a lo
largo de generaciones y así seguirá siendo siempre, según
parece. Las guerras no existen para nosotros, y los cambios
políticos no nos afectan. Nuestros clientes nos protegen
para que podamos seguir produciendo.
Ellos y nuestros campos.

Karcsi siempre estaba ansioso por saber más sobre los


cultivos, y yo hacía lo posible por impresionarlo con nueva
información, fuera o no completamente fiable. Un día,
mientras estábamos pasando el rato en la escuela, le dije
que todos los cultivos se conectaban bajo tierra.
La escuela es un edificio muy sencillo, tiene solo dos
aulas grandes, dos salas pequeñas y un pasillo. En realidad,
los adultos pasamos ahí más tiempo que los niños, ya que
funciona también como centro comunitario donde organizar
fiestas y comilonas. Para los niños, la escuela es más un
lugar de descanso y reunión que un centro de estudios. Los
verdaderos maestros aquí son los campos.
Karcsi y yo a menudo nos sentábamos en el fresco suelo
del pasillo a charlar. La escuela siempre está abierta. Su
mirada de infinita curiosidad me animaba a esforzarme en
mis historias, y así fue como ese día se me ocurrió hablarle
de los hilos blancos. Por debajo de la superficie, todos los
cultivos se conectaban entre sí con hilos blancos. De hecho,
cuando se hace un agujero se cortan docenas de estas
conexiones, y por eso solo hacemos agujeros en la tierra en
ocasiones importantes, como los nacimientos o las muertes.
Y también es por eso por lo que no se pueden desenraizar
los cultivos.
–Como el cerebro humano, entonces –dijo Karcsi–. Un
número infinito de conexiones.
Le pregunté que dónde había visto él un cerebro humano,
y me contestó que solo se lo habían contado en la escuela.
Qué cosas más raras les enseñan a estos niños de ciudad,
recuerdo que pensé en aquel momento. Nuestro único
conocimiento del cuerpo humano proviene del procesado
de los soñadores.
Una vez vi a Karcsi comer carne cruda. La carne de un
soñador. Durante el procesado había cortado un pedazo y
se lo había metido rápidamente en el bolsillo. Cuando lo
sacó en el desván al que subíamos a descansar después del
trabajo, me puse muy nervioso. Le grité en susurros, para
que nadie me oyera, que estaba muy mal lo que había
hecho, había infringido las reglas, nadie debe sustraer para
sí mismo nada de la cosecha, todo debe hacerse en común.
Pero a mí también me picaba la curiosidad. Dicen que la
ingesta de la carne cruda de los soñadores puede provocar
ciertas reacciones alérgicas, aunque de naturaleza distinta
a la que ciertas personas desarrollan por contacto. Algunos
adquieren habilidades especiales, como Robi Ajtós, que ya
de viejo de pronto aprendió a tocar el violín, aunque es
verdad que era siempre la misma melodía. Otros se quedan
dormidos durante años. Hay también quienes descubren
cosas nuevas de otras personas o de sí mismos. Y luego
están los que caen muertos en el acto. No obstante, en la
mayor parte de los casos no pasa nada. Cuando se
emborrachan, a veces los hombres comen carne cruda de
soñador por una apuesta.
El pedazo de carne reposaba en la palma temblorosa de
la mano de Karcsi. Cerca se oía el zumbido de las abejas:
sin duda había una colmena en algún lugar del desván.
–Si te pillan, te van a dar una buena paliza –le susurré.
Sonrió.
–Entonces tengo que darme prisa –dijo, y se lo tragó.
Unos meses antes Karcsi había estado muy enfermo, una
fiebre persistente se había apoderado de él. Estaba
acarreando agua del pozo para hervir los cultivos marinos y
se desplomó a mitad de camino. Aquel día ya había tenido
fiebre alta, pero como no se quejó, en el trasiego del
trabajo nadie se había dado cuenta. Cuando se desplomó
tenía los ojos en blanco y el pelo empapado en sudor. Lo
levantamos del suelo y lo metimos en uno de los grandes
barreños en los que íbamos a echar el agua hirviendo para
el cultivo. Lo cubrimos de agua fría y luego, cuando la
fiebre le bajó un poco, lo llevamos a su habitación en casa
de los Halász. Me encargaron a mí que me quedara a su
lado y le cambiara de vez en cuando la compresa fría de la
frente. Los adultos tenían que volver enseguida al trabajo.
No se puede interrumpir el procesado de la cosecha, si no
se quiere que se eche a perder el lote entero.
Durante todo el día estuve cambiándole la compresa y
limpiándole el sudor de la frente con una toalla húmeda. A
última hora de la tarde la tía Juli, una anciana que vivía en
la misma calle, vino a vernos y nos trajo algo de comer.
–¿Karcsi se va a morir? –le pregunté.
Junto a la boca tenía un enorme lunar del que le salían
pelos hirsutos como antenas. Cuando movía la cabeza, se
zarandeaban como reorientándose.
–No lo sé, hijo. Puede que sí, o puede que no.
–¿No deberíamos llevarlo al hospital?
–Estamos procesando, hijo. Sabes que no es posible.
Y con las mismas se fue.
A primera hora de la noche Karcsi empezó a delirar. Al
principio no entendí lo que decía, mascullaba entre dientes
sin dejar de menear la cabeza a un lado y a otro sobre la
almohada empapada. Sentí miedo por él. ¿Y si le daba un
ataque de eclampsia? Salvo que era peligrosa, no sabía
exactamente en qué consistía la eclampsia, pero esa fue la
palabra que me vino a la cabeza. ¿Y si esa forma de
mascullar era ya un signo de convulsión febril? Miré a mi
alrededor en busca de ayuda, desesperado. Los adultos
estaban lejos y yo no quería alejarme de Karcsi.
De repente abrió los ojos y me miró fijamente. Tenía las
pupilas dilatadas y la mirada anormalmente oscura. Le
salían de la nariz dos finos hilos de moco pero no parecía
darse cuenta. Se sentó en la cama sin apoyarse en los
brazos, como si fuera una marioneta de la que alguien
hubiera tirado. No me atrevía a moverme: temía romper los
hilos que lo sostenían y que cayera desmadejado sobre la
almohada. Entonces tendría que ir corriendo en busca de
los adultos para decirles que mi amigo había muerto
estando a mi cuidado. Ni me moví.
–¿Mamá? –dijo Karcsi con voz de niño pequeño.
Era una voz totalmente distinta de la suya, pero era su
voz. Sentí que se me encogía el corazón por él. Acababa de
comprender la enormidad de su pérdida, y de darme cuenta
de que sus maneras de tipo duro eran solo la fachada
detrás de la que se escondía un pobre niño golpeado por la
tragedia.
No supe qué decir.
–¿Mamá? –volvió a decir él.
Me entró el pánico. En los ojos de Karcsi podía ver
claramente la desesperación.
Alargué una mano para coger la suya, que ardía como la
arena bajo las plantas de los pies en verano.
–Estoy aquí –le dije.
–¡Mamá! ¡Qué alegría que estés conmigo! ¡Me dijeron
que estabas muerta!
Me apretaba la mano con tanta fuerza que pensé que me
la iba a romper.
–Has tenido una pesadilla. Estoy aquí. Duerme, tienes
que descansar.
Me incliné sobre él y le besé la frente, como imaginaba
que habría hecho su madre.
Karcsi sonrió, hundió la cabeza en la almohada y cerró
los ojos. Se durmió enseguida. Un par de días más tarde
estaba repuesto. Y no recordaba nada, pero yo nunca he
podido olvidarlo.
Por eso cuando robó la carne en realidad no pude
enfadarme con él.

Masticó el pedazo de carne y se lo tragó con una mueca.


–¿A qué sabe? –le pregunté.
–No sé –dijo–, como a…
De pronto la cara se le puso verde igual que un bosque
en primavera. Aspiró hondo varias veces como si estuviera
a punto de estornudar y empezó a vomitar. El vómito no es
un síntoma típico de las alergias, pero de todas formas me
asusté. Karcsi terminó de vomitar y levantó la cabeza para
mirarme.
–Horrible. Como a grasa mezclada con algodón de azúcar.
Asqueroso –logró decir, y se quedó contemplando su
vómito.
–Deja de mirar eso o vomitaré yo también –le dije.
–Pues ahí no está.
–¿El qué?
Se inclinó aún más sobre el vómito y sonrió.
–El trozo de carne que acabo de comerme. No ha salido.
Miré el charco de vómito. Efectivamente, la carne cruda
no estaba ahí.
Esperamos cerca de una hora pero no pasó nada. Parecía
que la ingesta no iba a causarle a Karcsi ninguna reacción.
Cuando nos aburrimos salimos del desván y nos alejamos
corriendo por los campos, como semillas de diente de león
bajo el ardiente sol del verano.
Aquel fue nuestro último día realmente bueno.

–Eso sería para ellos como ir a la escuela –me dijo Karcsi


metiéndose un bollo relleno de mermelada en la boca.
Estábamos sentados bajo un árbol, a nuestro lado el
envoltorio con los bollos de mermelada recién hechos. Era
una de esas semanas de descanso entre el procesado de
una cosecha y la siguiente. En esos períodos de asueto,
todo el mundo en el pueblo se dedica a cocinar y se
hornean dulces y se organizan comidas colectivas mientras
se espera a que el cultivo madure. Karcsi y yo nos
habíamos agenciado tantos bollos como habíamos podido y
nos habíamos escapado con ellos.
–Como ir a la escuela quiénes… –le pregunté.
Se tragó el trozó de bollo que tenía en la boca.
–Los que quieran volver del otro lado.
Su respuesta me dejó pensativo.
–Pero… ¿de qué otro lado?
Frunció el ceño.
–Bueno…, pues del otro mundo. Donde viven los muertos.
–¿Y dónde queda eso? –insistí.
No podía imaginarme a los muertos en ninguna parte que
no fueran sus tumbas. ¿Qué hacían, juntarse bajo tierra y
jugar a las cartas? Y entonces, ¿cómo podían estar
muertos? ¿Y qué forma tenían? En aquel momento era
incapaz de concebir un lugar que no fuera físico.
Karcsi tiró el resto del bollo. Siempre se comía solo el
meollo, la parte donde más mermelada había.
–Mi padre solía decir que la vida es como una escuela en
la que nos preparamos para lo que vendrá después.
Mi cara debió adoptar la forma de un signo de
interrogación porque Karcsi puso los ojos en blanco y se
explicó.
–En la vida aprendemos a morir… ¡porque la muerte
viene después de la vida! Pero mi padre también decía que
a su vez la muerte es otra forma de vida…
Meneé la cabeza.
–La muerte no puede ser ninguna forma de vida…
¡Porque entonces no sería muerte!
–Mi padre decía que la llamamos muerte porque no
sabemos lo que hay al otro lado. Pero que algo hay…, y que
aquí, en esta vida, nos preparamos para la otra. Por eso
esta vida es como una escuela.
–Vale. Pero ¿cómo nos preparamos?
–Viviendo.
Como no entendía nada, cogí otro bollo y le di un bocado
mientras fingía estar reflexionando sobre cosas muy
profundas. Karcsi siguió:
–Allí también se preparan para venir aquí. Según mi
padre, cuando naces llegas de esa otra escuela. Y para
nacer aquí, tienes que morir primero allí.
Estaba completamente descolocado.
–¿De esa otra escuela?
–Sí…, de esa a la que van los muertos y los que aún no
han nacido. La nuestra es la escuela del mediodía, y la de
ellos la de medianoche. Así me lo explicó mi padre.
–¿La escuela de la medianoche?
–Ajá. Solo que ellos, que están muertos, se preparan para
vivir. Por eso vienen por debajo de la tierra y nacen aquí, en
los cultivos.
Me encogí de hombros; no quería ponerme a discutir
sobre esas cosas. Los cultivos son solo cultivos, no están ni
vivos ni muertos. Es materia que se convierte en otro tipo
de materia, eso es todo. Igual que la fruta se convierte en
mermelada.
Imaginé nuestra escuela por la noche con la luz de la
luna llena entrando en el pasillo por los ventanales; las
aulas como criptas silenciosas, los pupitres llenos de polvo
y las manecillas del reloj paralizadas para siempre a las
doce en punto.
–Y una mierda.
Lo había aprendido de él: y una mierda.
–No. Es la pura verdad –dijo él.
Karcsi se inclinó hacia mí para hablarme al oído, aunque
solo los sauces hubieran podido escucharle. Tenía los labios
aceitosos y blanquecinos de azúcar glas.
–La carne funcionó –susurró–, aunque no
inmediatamente. Y solo en mis sueños.
Me asusté. Aunque no quería que me lo dijera, se lo
pregunté de todos modos.
–¿Y qué viste?
–A mi madre y a mi padre. No como cuando soñaba con
ellos sino de verdad. No tenían el aspecto de antes ni
hablaban igual. No venían a verme como las personas que
habían sido, sino como su esencia.
Yo tragué saliva y él siguió hablando:
–Están al otro lado. En la escuela de la medianoche. Y me
han dicho lo que tengo que hacer para reunirme con ellos.
Es aquí donde se puede cruzar. En estas tierras. En estos
campos. Aquí es donde la frontera es más delgada.
Hablando así, parecía mucho mayor de lo que era.
–¿Has visto ese lugar? ¿La… escuela del otro lado? –me
atreví a preguntarle.
–Solo en sombras… Y no podría describirla con
palabras…
Tampoco yo tenía ganas de seguir indagando.
–Me dijeron que a ellos les gustaría cruzar, pero que por
aquí se lo ponéis muy difícil. Vosotros estáis para evitar que
lo hagan, para matarlos si es preciso.
–¡Nosotros no matamos a nadie! ¡Los cultivos no son
seres vivos! –le grité.
–¡Cálmate! Está bien que no puedan retornar. No serían
ellos. En la transición perderían lo que les hace ser ellos.
Por eso soy yo el que tiene que cruzar.
–¿Tú?
–Sí, yo.
–¿Cómo?
–¿No es obvio? Muriéndome.

En el pueblo muy pocos se suicidan. En realidad, nadie


tiene motivos para hacerlo. A veces pasa que alguien hace
algo con lo que luego no puede vivir. Como Tibi Kovács, que
atropelló a su propio hijo con un camión. Fue un accidente,
el niño estaba en el ángulo muerto y no lo vio, pero Tibi no
pudo perdonárselo jamás. Es entendible, yo tampoco habría
podido perdonármelo. Tibi se ahorcó en el sótano de su
casa. Y lo enterramos como a cualquier otro. También pasa
de vez en cuando que a alguien le sobreviene una
enfermedad mental. Una especie de melancolía que se
percibe a su alrededor como un aura. Los alienados a
menudo acaban con sus vidas por ahí, en mitad de los
campos.
Karcsi y yo no volvimos a hablar de aquello en varios
días. Yo no quería, me parecía todo una locura. Todavía me
lo parece. Pero los problemas solo pueden evitarse durante
un tiempo, después el silencio se vuelve insoportable. Una
tarde que estábamos apoyados contra un muro
contemplando cómo los campos iban tiñéndose de rojo,
volvió a sacar el tema.
–En realidad no me moriría –rompió Karcsi el largo
silencio–, seguiría viviendo…, solo que de otra forma.
–No voy a ayudarte con eso –le dije tratando de sonar
tajante.
–Sin ti no puedo hacerlo. Solo no se puede.
–Me la refanfinfla.
–Pues tendré que intentarlo por otras vías.
Lo miré fijamente.
–¿Por otras vías?
–Sí…, por las vías clásicas. Saltando desde un tejado. O
ahorcándome…
–¡Pues adelante!
–El problema es que mi padre decía que cuando se hace
así la tierra te echa fuera. Sería un muerto viviente. Pero
no me importa, quiero saber cómo es…
–¡Cállate!
–Aunque así no podría cruzar la frontera. Al parecer, los
que regresan de la tumba no la cruzan. Es lo que siempre
me decía mi padre.
–¡Que te calles!
Pero no se calló. Acabamos peleándonos, y no como un
juego, sino de verdad. Después nos sangraba la cara y
teníamos magulladuras por todo el cuerpo. En casa mis
padres también me zurraron, y me castigaron sin salir
durante varios días.
Al final terminé ayudándolo. No quería verlo regresar.

Me desperté antes del amanecer y salí a hurtadillas de


casa. Aún estaba muy oscuro y me dio miedo tropezar con
algo y alertar a los adultos. Temblaba de frío. Me arrepentí
de no haber cogido un jersey. Karcsi me esperaba al final
de la calle. Tenía un pico y una pala, y yo llevaba las
linternas en la mochila. Le cogí la pala y corrimos hacia los
campos. Tenía la esperanza de que empezara a llover y nos
quedáramos atrapados en el barro y tuviéramos que
abortar el plan, pero no fue así. Cuando Karcsi dijo que nos
detuviéramos, en la oscuridad no pude determinar dónde
estábamos, pero seguro que muy lejos de las últimas casas
del pueblo, más o menos a la distancia que se recorre para
cavar una fosa de nacimiento.
–Aquí está bien –dijo con la voz ronca, jadeando; también
él estaba nervioso.
Encendimos las linternas de tormenta y las posamos en la
tierra. Karcsi agarró el pico.
–¡No te quedes ahí como un pasmarote! ¡Ayúdame! –me
dijo, y clavó la pala en la tierra.
Así que me puse a cavar. Pensé que hablaríamos de todo
eso mientras trabajábamos, pero no hubo la más mínima
posibilidad. Karcsi cavaba obsesivamente, como si fuera un
autómata, amontonando la tierra en torno a él. Yo no quería
quedarme atrás y le di duro también, así que en menos de
media hora ya estábamos hundidos hasta la cintura en el
hoyo, sudorosos y jadeantes.
Fue facilísimo. Había albergado la esperanza de que el
terreno estuviera lleno de raíces, de grava y piedras, de
que fuera duro como el hormigón y el amanecer nos
sorprendiera agotados dentro de un hoyo que apenas nos
llegase a la altura de los tobillos. Pero no fue así. De hecho,
cavar fue haciéndose más y más fácil con cada palada.
Cuando el horizonte empezó a teñirse de azul ya
estábamos metidos en la fosa hasta los hombros. Todavía
no sé cómo pudimos profundizar tanto. Ni siquiera dos
adultos habrían sido capaces de cavar un hoyo tan enorme
en tan poco tiempo. Pero lo hicimos.
–Así está bien –dijo Karcsi arrojando primero fuera el pico
y saliendo después él de la fosa.
Nos sentamos sobre la tierra amontonada. Saqué dos
sándwiches y le ofrecí uno. Jamón y queso. Durante un rato,
comimos en silencio.
–¿Y si te equivocas? –le pregunté de pronto–. ¿Y si solo
fue un sueño y no se te aparecieron de verdad?
Antes de contestarme terminó de masticar
tranquilamente lo que tenía en la boca.
–Entonces me habré equivocado.
Después de eso no le pregunté nada más.
Karcsi examinaba la tierra y de vez en cuando hurgaba
con las manos y cogía un puñado.
–Aquí están…, aquí…, de verdad… –decía.
Me acerqué a él para ver de qué estaba hablando. Eran
las raíces, los finos hilos blancos que lo conectan todo con
todo. Karcsi sonreía.
–Va a funcionar –dijo–. Lo sé…
Y de pronto se abalanzó sobre mí y me abrazó.
Se desnudó y tiró la ropa al agujero. Le dedicó una última
mirada a la amplitud de los campos y saltó. Desde arriba
parecía un animal en una trampa. En posición fetal, como
los soñadores, se acurrucó sobre su propia ropa.
Me quedé ahí paralizado, congelado, incapaz de
reaccionar.
–Venga, dale ya, que hace un frío que pela aquí abajo –me
dijo–. Antes de que salga el sol tenemos que haber
terminado.
Me castañeteaban los dientes como las ametralladoras de
las películas. No era capaz de moverme. No hay manera de
que yo pueda hacer esto, pensé.
–¡Venga! –volvió a decirme.
Un pensamiento extraño me vino a la cabeza. Si me
movía tendría menos frío. No creo que ese pensamiento
fuera mío. Me gustaría creer que no lo fue. Era el campo el
que hablaba.
Agarré la pala y empecé a tapar la fosa.
Cuando terminé, el sol ya empezaba a subir por el cielo. De
algún lugar me llegó el canto de un pájaro. El aire
empezaba a caldearse y los campos se teñían del límpido
color de la alborada. Como si nada hubiera cambiado, como
si todo volviera a ser igual que antes, como si Karcsi nunca
hubiera existido. Aplané la tierra sobre la fosa, recogí las
herramientas y volví a casa.

Su desaparición no hizo ningún ruido en nuestra


comunidad. Los Halász pensaron que seguramente se había
escapado, y me di cuenta de que en el fondo sentían un
cierto alivio. Durante un tiempo Karcsi salía de vez en
cuando en las conversaciones de la gente, pero enseguida
todo el mundo fue olvidándose de él.
Alguna vez se me pasaba por la cabeza la idea de volver y
abrir aquella tumba, pero ¿para qué? De una forma u otra,
Karcsi había conseguido lo que quería. Estaba en el lugar
donde están los muertos.
Después, al hacerme algo mayor, surgió en mí una cierta
inquietud, quería ver cómo era el resto del mundo y quería
estudiar, como hacen los jóvenes en otros lugares. En
nuestra comunidad, contra lo que pueda pensarse, nos
animan a salir y aprender las costumbres del mundo. Me
gradué mientras trabajaba en una fábrica para pagarme la
carrera. Visité algunas de las ciudades más grandes de
Europa y viví en algunas de ellas. Una aventura de verano
terminó en boda, aunque el fuego de esa pasión se apagó
enseguida y al verano siguiente nos separamos. Entonces
volví al pueblo. La mayoría acabamos regresando. En
ningún otro lugar se está como en casa.
Después vinieron todas las estaciones: invierno-
primavera-verano-otoño…, descanso-celebración-cosecha-
procesado…, una tras otra, una tras otra. Hasta que me
convertí en este anciano que se sienta junto a la ventana
mirando los campos.
Y aquí sigo, aguardando el día en el que por fin terminen
mis días de estudio en la escuela del mediodía y pueda
volver a la tierra en la que fui parido. Ojalá que mi tumba
no se remueva y pueda encontrarme con mi padre y con mi
madre, con mis amigos y mis amantes, con mis vecinos y
mis enemigos, con todos los que partieron antes que yo. Y
por supuesto también con Karcsi, para que me cuente si se
equivocaba o no, y para ir con él a la escuela de la
medianoche y volver a jugar como cuando éramos niños.
DORMIREMOS EN LA NIEVE

Tenía un mal presentimiento con aquellas vacaciones, pero


no dijo nada. Después de todo el estrés de los últimos
meses, estaba claro que se merecía un poco de descanso. Y
sin embargo se sentía ansiosa. Quizá le daban algo de
miedo los lugares desconocidos; de niña no iba nunca a
ningún sitio con sus padres, no estaba acostumbrada a los
imprevistos de los viajes ni a las extrañas habitaciones de
los hoteles. O a lo mejor era por lo del anillo, aunque no
había motivo para enfadarse por eso, era lo esperable.
Había estado guardando su ropa y la de Robi en la maleta
que había pedido prestada y hurgando entre las cosas de él
fue como encontró el anillo de compromiso. Se cayó del
bolsillo trasero de unos vaqueros. Por un instante pensó en
llevárselo a la terraza y enterrarlo en una maceta. No tenía
ningún sentido plantarlo como si fuera una semilla –Luca lo
sabía–, pero allí Robi jamás lo habría encontrado. También
podía echarlo al váter, aunque probablemente se atascaría
el desagüe. Volvió a meterlo donde estaba, dobló el
pantalón y lo guardó al fondo de la maleta. Cuando terminó
de hacer el equipaje, no volvió a pensar más en el anillo.
Ya había estado antes de vacaciones con Robi. Hacía un
par de años les habían regalado entradas para un festival y
habían pasado un par de días en la confluencia de los ríos
Tisza y Bodrog. Entonces solo llevaban juntos unas
semanas. Lo que más recordaba de ese viaje era el olor del
protector solar con el que Robi le frotaba la espalda, y
también que no pararon de follar.
Y el año anterior habían estado en Praga. Bebieron
cerveza de varios colores, fueron a museos, cruzaron una y
otra vez los puentes, visitaron las joyerías y comentaron lo
hermosa que era la ciudad, más incluso que Budapest,
aunque desde luego no era como Budapest, fuera lo que
fuese lo que querían decir con eso. Habían llevado algo de
hierba y por las noches se liaban unos porros bien gordos.
Hasta el tercer día no se dieron cuenta de que el hostal
estaba al lado de una comisaría. Les dio la risa.
A orillas del Tisza y el Bodrog, se abrieron paso el uno en
el cuerpo del otro como exploradores impacientes entre la
selva. En Praga hicieron el amor lenta y pausadamente:
tenían por delante todo el tiempo del mundo.
Esta vez salieron de casa demasiado tarde. Robi había
estado de fiesta la noche anterior, en un evento de la
empresa para fomentar el trabajo en equipo. Luca se había
quedado en casa, bebiendo vino tinto mientras veía un
documental sobre el reciclaje de neumáticos. Le había
pedido expresamente a Robi que volviera pronto para que
pudieran salir antes del amanecer y así evitar el calorazo
en la carretera.
Robi llegó tarde y borracho.
Luca se quedó despierta en la cama, intentando decidir si
montarle o no una escena. Pero al final pensó que
probablemente no era una buena señal estar ansiosa por no
llegar tarde el primer día de sus vacaciones. No se puede
llegar tarde a unas vacaciones. Ese es justo el sentido de
las vacaciones: aniquilar el tiempo. Durante las vacaciones
no envejecemos. La vida no transcurre, solo se enriquece:
todo se detiene por un momento o durante una serie de
momentos consecutivos para que podamos disfrutar de ese
tiempo detenido, prestarnos atención a nosotros mismos,
volver la mirada a nuestro interior sin dejar de prestarle
atención al paisaje, a las paredes y a las ventanas de los
hoteles, a los bufés imposibles de los desayunos.
En eso pensaba Luca mientras arrancaban. Condujo ella.
El organismo de Robi aún estaba gestionando el alcohol
que había ingerido durante el evento de empresa. Apenas
había tráfico, puede que por el horrible calor, aunque en
dirección contraria, para entrar en la ciudad, había atasco.
Luca se imaginó que aquellos coches eran como animales
que huían de un bosque en llamas o de un matadero y que
ahora eran arreados de vuelta para entrar por un camino
distinto al mismo bosque en llamas o al mismo matadero
funcionando a pleno rendimiento. Le vino como un olor a
sangre y trató de pensar en otra cosa. Puso la radio. En la
emisora local, un coro masculino cantaba canciones sin la
más mínima armonía. Una de las dos estatales machacaba
con el pop más trillado; la otra, con clásicos seleccionados
sin ningún criterio.
Robi iba con la cabeza apoyada en la ventanilla como si
estuviera dormido, pero en realidad tenía la mirada perdida
en la carretera. Llevaba barba de un día y eso le hacía
parecer un extraño. Excepto aquella, él se afeitaba
meticulosamente todas las mañanas. Sería por las
vacaciones, pensó Luca; cuando uno está de vacaciones no
tiene por qué afeitarse. Uno solo tiene que centrarse en sí
mismo. Robi apartó los ojos de la carretera y miró a Luca.
–¿Qué pasa? –le preguntó ella.
Robi se encogió de hombros.
Pero Luca sabía lo que venía. Los comentarios
predecibles sobre la noche anterior, quién se llevaba bien
con quién en la empresa, quién había dicho qué, qué
pequeños malentendidos se habían aclarado o creado, y
quién y cuándo se había bajado los pantalones borracho
perdido. Se reirían con las historias más divertidas y
menearían la cabeza en actitud reprobatoria cuando saliese
en la conversación el colega casado que se había
escabullido con la compañera para echar un polvo furtivo.
Sin embargo, esta conversación no llegó a producirse.
Los dos sabían de antemano lo que habría dicho el otro,
pero no verbalizar esos pensamientos dejó en ellos una
marca más profunda aún que la repentina colisión.
En el momento no entendieron nada. Después del
impacto Luca pisó el freno, pues las posibilidades de
sobrevivir siempre son mayores en un coche parado que en
uno en movimiento. Una grieta cruzaba el parabrisas de
lado a lado. Luca pensó en el fenómeno de la rotura del
hielo que se produce en el lago Balatón al final del invierno.
Robi se giró para tratar de ver dónde había ido a parar el
cuerpo. Luca miró por el espejo retrovisor. No había ningún
otro coche ni tampoco ningún cadáver.
–Mejor no le decimos nada a nadie –dijo Robi–. Tomi el de
la oficina me contó que una vez él y su madre atropellaron
a una liebre en una reserva natural. El bicho apareció
corriendo justo delante de su coche. Después quisieron
hacerle pagar una multa de medio millón de forintos por
daños y perjuicios. ¿Te imaginas cuánto podrían llegar a
pedirnos por un halcón? Porque era un halcón, ¿no?
Luca no respondió, solo asintió con la cabeza y trató de
recuperar la concentración para conducir.
Tampoco había nada de lo que informar, aunque ella no
pudo quitárselo de la cabeza durante todas las horas que
estuvieron navegando por las carreteras vacías. Ningún
cuerpo en el asfalto. Por supuesto, era imposible que
ningún animal sobreviviera a semejante golpe. Tal vez
impactó contra el coche y fue a parar a un lado de la
carretera, entre la hierba, donde ya no podía verse. Puede
que sobreviviera unos instantes. Hasta es posible que
aleteara arrastrando un trecho su cuerpo roto para ir a
cobijarse junto a algún arbusto, observando impotente los
círculos en el cielo de las aves carroñeras. Puede que ni
siquiera esperasen hasta el final, que le dieran el primer
picotazo antes de haber muerto.
No hubo más incidentes en el camino y Robi no tardó
mucho en dormirse.
Llegaron al balneario por la tarde. Una bocanada de calor
los recibió desde el asfalto del aparcamiento. El edificio era
todo de ladrillo, metal y vidrio, todo bordes afilados y
ventanales poligonales. La enorme hoja de un helecho le
rozó el hombro a Luca en la entrada.
Sonaba un éxito del momento que no le gustaba nada
pero lo había oído tantas veces que de pronto sintió
curiosidad por saber quién era el intérprete. En el vestíbulo
había dos sillones de cuero sintético y una mesa de centro
cubierta de folletos que anunciaban salas de masajes,
restaurantes, rutas del vino, excursiones por el lago, las
colinas y los cementerios de los alrededores.
Detrás del mostrador les esperaba una sonrisa; según la
tarjetita que llevaba prendida al polo, la sonrisa pertenecía
a Balázs. Balázs llevaba el polo cuidadosamente remetido
por dentro de unos vaqueros de color azul oscuro que a
Luca le parecieron anticuados. Pero quién sabe, puede que
la franquicia de Bienestar y Salud quisiera que sus
huéspedes tuviesen la impresión de haber retrocedido a
1972.
–¡Buenas tardes! Soy Viktor. ¿En qué puedo ayudaros?
Luca miró la tarjetita por si había leído mal el nombre,
pero no. Ponía Balázs. ¿Tendría dos nombres? ¿Balázs
Viktor…, Viktor Balázs? Luca decidió que el nombre no
importaba, solo la función del tipo.
–Tenemos una reserva –dijo Robi–. La he traído impresa.
Robi se metió la mano en el bolsillo de atrás de los
pantalones y a Luca por un momento se le pasó por la
cabeza la posibilidad de que pudiera sacar el anillo de
compromiso y proponerle matrimonio allí mismo. Le
entraron ganas de vomitar por el repentino subidón de
adrenalina, y no quería vomitar delante de Viktor o Balázs
o como quiera que se llamase aquel hombre, ni tampoco de
Robi. Ni quería que las cámaras de seguridad la grabasen
vomitando y tal vez después perdiendo el conocimiento. Lo
que desde luego las cámaras de seguridad no grababan era
el calor que hacía allí. En un sitio como ese, ¿no debería
haber aire acondicionado?
Robi estiró el resguardo arrugado sobre el mostrador y lo
alisó un poco con sus manos sudorosas. Viktor o Balázs
tomó el papel con aire solemne, tecleó una serie de
números y enseguida volvió a sonreír.
–Robi y Luca, cinco noches, doble estándar.
Ellos asintieron y Viktor o Balázs también cabeceó para
ratificar la información. Luca se dijo que todo estaba bien.
Por fin.
La gruesa alfombra roja amortiguaba el ruido de las
ruedecitas de las maletas. Las paredes estaban tapizadas
también de arriba abajo de rojo, lo que mezclado con el
calor resultaba mareante. Luca necesitaba ya una ducha
helada.
Llevaban las tarjetas de la habitación en un pequeño
sobre de cartulina en el que Viktor o Balázs había anotado
el número de la habitación con un bolígrafo negro: 303.
Robi acercó una de las tarjetas al lector pero la puerta no
se abrió. Maldijo mientras le daba la vuelta y por fin la
puerta emitió algo así como el leve silbido de un pájaro
mecánico. Antes de entrar en la habitación Luca supo por
el olor que algo no iba bien.
Necesitaba escapar lo antes posible de aquella
pestilencia, así que aceptó ser ella la que regresase a
recepción. En el camino le entró el miedo a perderse por
los pasillos rojos. Todos eran iguales y un solo giro
equivocado podría hacer que terminara en un lugar
diferente del que quería, mientras que los que pretendían
llegar adonde ella estaba se pasarían esperando en
recepción la eternidad entera. Al final no se perdió y
enseguida estuvo de vuelta en la habitación con Balázs o
Viktor. El tipo echó un vistazo dentro: la cama estaba
revuelta, el espejo mugriento, restos de comida esparcidos
por el suelo, agujas usadas entre el revoltijo de las sábanas
y las paredes embadurnadas de algo que a Luca le
parecieron excrementos, probablemente humanos.
–Os cambio de inmediato a otra habitación, por supuesto
–dijo Balázs o Viktor–. Y si os apetece puedo haceros un
descuento para el evento de sauna del fin de semana.
Luca no sabía qué podía ser un evento de sauna, pero le
pareció bien. Los tres regresaron a recepción y Viktor o
Balázs les proporcionó dos nuevas tarjetas. El pequeño
sobre de cartulina siguió siendo el mismo, pero con el
número 303 tachado y al lado un 304.
Aún tenían tiempo de darse un chapuzón antes de la
cena. Luca se puso el bikini que se había comprado para la
ocasión. Solo se lo había puesto dos veces antes: en la
tienda, y una mañana para tomar el sol en el balcón. Ahora,
la tercera vez, se lo puso apoyándose en una pared que del
otro lado estaba embadurnada de mierda.
En el minibar había botellitas de alcohol, latas de
Heineken y chocolatinas. Robi sacó una botellita de vodka,
desenroscó el tapón y se la ofreció a Luca. Ella estaba
pensando en los acontecimientos de la tarde, en las
vacaciones, en el tiempo que iba a pasar consigo misma y
con Robi…, así que cogió la botellita y se la bebió de un
trago. Robi se le acercó y la besó en el cuello. «Déjame, que
acabo de ducharme», quiso decirle Luca, pero se contuvo
porque en vacaciones no importa nada, solo la pasión, la
intimidad, la ternura, los momentos compartidos. Él le
acarició el vientre y empezó a buscarla con los dedos por
debajo de la braguita del bikini, con el ímpetu de una
tormenta que se acerca. Luca le echó un vistazo al reloj:
solo quedaba una hora y media para la cena y ni siquiera
habían bajado a la piscina, no habían hecho absolutamente
nada y Robi ya quería follar. Después tendría que volver a
ducharse y no le quedaría tiempo para relajarse ni para
nada de nada.
Se arrodilló y le desabrochó los pantalones.
–Quiero que tú también disfrutes –le susurró él.
–Yo así también disfruto –dijo ella intentando no pensar
en la habitación de al lado.

Las piscinas estaban en el sótano. Había una grande para


nadar y varias más pequeñas con un agua termal
calentorra cuyas propiedades para curar determinadas
enfermedades crónicas eran famosas. Por eso no se podía
permanecer dentro de ellas demasiado tiempo. Cada una
tenía un cartel que especificaba el tiempo máximo que
podía permanecerse en ella antes de que el baño se
volviera perjudicial. Luca tomó nota mental de los peligros
que podían acarrear aquellas piscinas. En una de ellas
había un anciano desparramado sobre el agua, con los ojos
cerrados y los carnosos brazos flotando fofos a los lados
como las alas de un murciélago. Se oía el chapoteo de unos
niños que saltaban desde el bordillo, pese al cartel que
indicaba tajantemente: PROHIBIDO SALTAR.

Robi se estiró y miró las instalaciones a su alrededor con


una sonrisa aprobatoria, y después saltó él también al
agua.
Luca se dio un discreto chapuzón y se tendió en una de
las tumbonas de plástico, y entonces se percató de que se
había dejado en la habitación el libro que había comprado
expresamente para estas vacaciones, aunque ya había
empezado a leer otro y abandonó la lectura para traerse
este. Se titulaba Betty y los extraterrestres y lo había
comprado en un quiosco. Era un best seller, que es lo que
corresponde leer en vacaciones porque las vacaciones son
siempre eso: un éxito. El otro se había quedado en la
mesilla de su dormitorio, vuelto boca abajo como un
soldado muerto. Era un libro triste y perturbador, nada que
ver con lo que corresponde leer en vacaciones, y por algún
motivo Luca, ahí tumbada a la vera de la piscina, tuvo el
terrible presentimiento de que ya nunca podría terminarlo.
Una mujer ocupó la tumbona de al lado, pero Luca no la
miró, respetando la estricta norma según la cual los
lugares comunes están destinados a ser utilizados
comúnmente pero no juntos, así que era como si Luca
estuviera en un pequeño habitáculo propio y la mujer en
otro, solo que de alguna manera los dos se encontraban en
el mismo espacio. La mujer llevaba un albornoz y olía a
cloro y a algún tipo de loción corporal.
–¡Hola! –saludó invitando a Luca a entrar en su
habitáculo.
Luca sonrió y también dijo hola. Ahora ya estaban en el
mismo espacio. La mujer se colocó la toalla debajo de la
cabeza y abrió un libro. Conocer lugares, era el título, y
Luca soltó una carcajada.
La otra la miró.
–Perdona –trató de explicarse Luca–, es que estoy leyendo
el mismo libro.
La mujer le sonrió.
–Quiero decir…, no aquí, en mi casa –continuó, aunque no
sabía muy bien por qué no se había detenido en la frase
anterior y había seguido dando explicaciones, pero ahora
sentía que tenía que continuar–: Aquí estoy leyendo Betty y
los extraterrestres.
La mujer cerró el libro y le tendió la mano.
Se llamaba Alexandra.
Después del baño, Luca y Robi subieron a la habitación
para ducharse y cambiarse para la cena. Luca puso a secar
su bikini, asqueada de antemano por la idea de tener que
volver a ponérselo con esa peste a cloro.
Cuando salieron de la habitación, se aseguraron de
cerrar bien la puerta y se dirigieron al ascensor. Desde el
fondo del pasillo, un zorro los miraba fijamente con sus
enormes orejas apuntando al techo. Robi retrocedió muy
despacio, pero Luca no se movió; él soltó una palabrota
entre dientes, ella se quedó en silencio. Era como si el
zorro la hubiera hipnotizado, como si estuviera replicando
el comportamiento del animal.
El zorro de pronto debió de oír un silbido en la distancia
porque volvió la cabeza hacia una ventana y enseguida
salió corriendo por las escaleras de incendios.
–Seguramente tenía la rabia –dijo Robi como para sí
mismo cuando estaban ya sentados a la mesa del
restaurante–. Los zorros rabiosos son amigables –agregó.
Luca estaba hambrienta, pero no le entraba la comida. El
calor en el comedor era sofocante. Los jubilados alemanes
se peleaban por la carne en el bufet, los niños asediaban
las tartas, sus madres bebían vino y charlaban de nada.
Luca había cogido un poco de pollo, verduras al vapor,
arroz integral y una copa de vino tinto también.
Alexandra apareció junto a la mesa y les presentó a Vajk,
pero no explicó qué relación los unía. ¿Marido? ¿Amigo?
¿Socio? Robi insistió en que cenasen juntos y ellos
aceptaron encantados. Se sentaron muy pegaditos, como si
cada uno necesitase el calor corporal del otro, y cada poco
se tomaban de la mano, lo que hizo que Luca pensase que
quizá debiera tocar más a Robi.
Vajk y Alexandra se reían aferrados al ancla de sus copas
de vino. Luca al pronto no entendió de qué se reían, pero
enseguida cayó en la cuenta. Robi les estaba contando la
historia de la habitación 303, así que ella se echó a reír
también porque la historia, qué duda cabe, era
graciosísima. Graciosísima.
Sin parar de reírse y sin soltar su copa, Vajk les contó
que al llegar hacía tres días a ellos les habían dado esa
misma habitación, y que estaba igual, hecha una pocilga.
Después de la segunda botella, a Luca le pareció que era
urgente ir a recepción para informar de la presencia del
zorro. Necesitaba salir del comedor, allí había demasiados
jubilados, demasiados cuerpos…, y además no podía seguir
sentada bebiendo mientras un zorro andaba rondando por
los pasillos tras el rastro de algo que probablemente nunca
podría atrapar. Quería tener la certeza de que echaban al
depredador del edificio.
En recepción no había nadie, ni siquiera estaba la silla
que solía haber detrás del mostrador. Luca se acodó allí
dispuesta a esperar a que Balázs o Víctor regresase. La
puerta automática que daba al exterior se abrió y Luca
miró hacia arriba, hacia la pantalla que había allí, pensando
que sería el recepcionista que regresaba al edificio.
Pero en el vano de la puerta no había nadie, solo la
noche. Luca se quedó un rato mirando la oscuridad y,
cuando no pudo soportarlo más, volvió casi corriendo al
restaurante.
La puerta automática estuvo abierta toda la noche.

Estaban bebiendo demasiado. Porque cuando la gente se


siente bien, bebe sin control. Pero Luca hacía un rato que
tenía ganas de irse a la cama, al sosiego de las sábanas y
las almohadas, y apoyar la cabeza, que le zumbaba por el
vino. Los turistas alemanes se pimplaban una pinta detrás
de otra y aullaban de risa con cada sorbo, como si en lugar
de cerveza estuvieran bebiendo chistes.
Vajk se sacó una papelina de cocaína del bolsillo, volvió a
guardársela enseguida y le indicó a Robi que lo siguiera al
baño. Alexandra los acompañó y Luca se quedó sola en la
mesa. No quería una raya, no quería más vino ni quería
seguir allí sentada, y sin embargo no se movió. ¿Qué
pasaría si cuando regresasen ella no estuviera, si se
hubiese volatilizado como una hoja en la tormenta? ¿Se
preocuparían? ¿Se lanzarían a buscarla por todas partes o
volverían al baño a meterse otra raya?
Esperó una media hora y luego se levantó y abandonó el
comedor, ahora vacío.
Ni siquiera se desvistió. Solo quería desaparecer bajo las
sábanas. Le echó el pestillo a la puerta porque tuvo miedo
del pasillo solitario. Quién sabía lo que podía avanzar sobre
su gruesa alfombra durante la noche.
Del otro lado de la pared, de la habitación 303, le
llegaron gemidos, golpes y risas. Debería haber aporreado
la pared, gritar que se callasen, que estaban en un
balneario y que la gente allí iba a descansar. Pero no lo
hizo. ¿Y si aquella habitación estaba vacía? ¿Y si lo que
pasaba era que aquel vacío traspasaba la pared para
inundar su habitación de llanto, golpes y risas?
Estaba a punto de quedarse dormida cuando oyó que
llamaban a la puerta. Tuvo miedo al levantarse para ir a
abrir, pero resultó que solo era Robi. Se reía y le salía
sangre por la nariz. Fue al baño a limpiársela y luego se
tiró en la cama vestido. Ella se echó a su lado, pero a los
dos les costó mucho conciliar el sueño.

Descubrieron el cadáver al amanecer, poco antes del


desayuno. Flotaba boca abajo en la piscina exterior, como
un barco a la deriva sobre las aguas del mar. Era un
hombre gordo con un bañador tipo calzón de color rojo.
Luca tuvo la sensación de haberlo visto antes, y enseguida
recordó al hombre desparramado sobre las aguas termales.
Era el mismo. ¿No sería que ya estaba muerto el día
anterior y que ahora había decidido estar muerto en otro
sitio?
Enseguida se congregó una multitud alrededor de la
piscina. La piel del hombre ya era de un color blanco
gelatinoso, así que nadie vio la necesidad de sacarlo del
agua. Unos a otros se preguntaban si alguien conocía al
desafortunado, pero todo el mundo negaba con la cabeza.
Luca se estremeció: el balneario entero contemplaba el
cadáver de un desconocido.
El personal del hotel ya debía de estar al tanto porque en
recepción seguía sin haber nadie. A Luca le inquietó la idea
de que el hotel hubiera podido estar toda la noche sin
vigilancia, de que el recepcionista, dondequiera que
hubiese ido, no hubiera regresado nunca. Se asomó detrás
del mostrador y donde la noche anterior no había nada,
ahora vio los restos de un bocadillo a medio comer y una
revista titulada Chochos adolescentes, cuya perturbadora
portada estaba al alcance de la vista de cualquiera que se
asomase. Se apartó del mostrador y se fue a desayunar.
Casi todos siguieron su ejemplo. Las ventanas del
comedor daban a la piscina, en la que el cuerpo del hombre
flotaba como un iceberg. Luca se estremeció mientras
mordisqueaba su cruasán integral.
–¿No tendríamos que irnos a casa? –le preguntó a Robi,
que sacudió la cabeza.
Estaba muy ojeroso.
–¿Crees que la gente no se muere todo el rato en todas
partes? –dijo señalando hacia la piscina con el tenedor–. Me
apuesto lo que quieras a que no hay una habitación de este
edificio en la que no se haya muerto alguien alguna vez. Y
las calles por las que pasamos todos los días estuvieron
atiborradas de muertos durante la guerra, y no por eso
dejamos de pasar por ellas, ¿no?
Luca asintió vacilante.
–Además, ya hemos pagado todo esto –terminó de decir
Robi sin dejar de masticar–, así que nos quedamos hasta el
final.
Cuando estaban tomándose el segundo café aparecieron
Alexandra y Vajk, cada uno con su bandeja de comida
variada y un café. Tenían buen aspecto, y sin mediar
palabra se sentaron con ellos.
Hablaron del cadáver, de la sauna y del mercado de
bonos. Y Luca no podía dejar de echar ojeadas hacia la
piscina, hacia el muerto, que ahora estaba de vacaciones
eternas. Para él el tiempo ya no tenía la menor importancia,
había alcanzado el descanso eterno. Deberíamos descansar
antes de que se nos acabe el tiempo, pensó, y propuso ir a
la sauna.
Mientras se cambiaba en la habitación, vio por la ventana
una hilera de ancianos que se iban del balneario. Como
pájaros que abandonasen el nido con las alas metidas en
sus maletas, arrastraban los pies hacia el autobús, que aún
parecía no tener quien lo condujera. Se les ha acabado el
tiempo, se dijo Luca, y sonrió. Una repentina ráfaga de
viento otoñal sacudió a los jubilados, que, friolentos, se
arrebujaron en sus ligeras prendas veraniegas para tratar
de conservar el calor.
La piscina se había quedado muy vacía sin ellos. Los
niños se aburrían en el bordillo y la madre descansaba en
una tumbona leyendo una revista. Robi andaba
desaparecido, probablemente estaría con Vajk, a quien
tampoco había visto desde hacía un buen rato. Pero
Alexandra sí, Alexandra esperaba a Luca junto a la sauna,
envuelta en una toalla. Sin embargo, la sauna estaba fría y
no había nadie por allí, así que decidieron ir al baño turco.
De pronto el mundo era un laberinto de niebla. ¿Cuántos
recovecos tendría ese baño turco? Entre el vapor espeso,
Luca no distinguía más que el perfil borroso de Alexandra,
que avanzaba por el recinto muy segura de sí misma. Llegó
a un banco, se desprendió de la toalla y se volvió hacia
Luca. Luca dejó caer también su toalla sobre el banco, pero
ahora no sabía qué hacer, si sentarse o permanecer de pie.
Miró a Alexandra para imitarla, pero esta seguía de pie con
una alcachofa de ducha en la mano. Luca recorrió su
cuerpo con la mirada. Tenía muchas cicatrices, pero no
podía vérselas con claridad entre el vapor. Parecían
quemaduras, tal vez las secuelas de un accidente de coche
o alguna otra tragedia. Pero no, quemaduras no eran.
–Son marcas de mordiscos –le dijo Alexandra sonriendo, y
se giró para que Luca pudiera ver mejor las cicatrices que
se extendían por sus costados y le llegaban al culo.
Luca se le acercó y pudo ver nítidamente todas aquellas
marcas a pesar del vapor, y reconoció el patrón de los
dientes, el mapa que habían ido dibujando al penetrar en la
carne.
Empezó a salir agua de la alcachofa, Alexandra se dio una
ducha y después roció también con agua la pared y su
figura desapareció en la densidad del vapor. Luca entonces
sintió que ya de verdad estaba perdida para siempre, que
ya jamás podría encontrar la salida en aquel laberinto de
niebla.
Pero Alexandra volvió a aparecer a su lado, tan cerca que
sus pechos la rozaron. La empujó contra la pared y Luca
sintió en la espalda la humedad y el calor de las baldosas.
Tragó saliva. Alexandra le enseñó los dientes. Los tenía
muy blancos, sanos, perfectos. Se inclinó hacia ella, le
lamió el cuello y se detuvo en el hombro. Apretó un poco,
como amagando un mordisco pero sin llegar a hincarle los
dientes en la carne. Luca casi gimió; si Alexandra la
mordía, la cicatriz se quedaría ahí para siempre, un
recuerdo imborrable de las vacaciones; en lugar de un
álbum de fotos u otros recuerdos, una desfiguración, un
defecto, y al mirarse en el espejo cada vez reviviría el dolor.
Alexandra la soltó y volvió al banco.
–Tendrías que probarlo –dijo, y abrió el grifo.
Se quedaron aún un poco más en el baño turco y luego
fueron a relajarse a otra parte.

A mediodía la comida del bufet estaba podrida:


encontraron gusanos en el pastel de carne, la sopa de pollo
apestaba desde lejos y la tarta Selva Negra tenía moho.
Había poca gente en el comedor, apenas un puñado de
turistas que deambulaban de aquí para allá meneando la
cabeza al ver el estado de la comida. Luca de nuevo fue a la
recepción para quejarse, esta vez con Robi, pero no había
nadie detrás del mostrador, como las otras veces, aunque
ahora había un cartelito en el que se aseguraba: VUELVO

ENSEGUIDA. A Luca le dio mala espina que estuviera boca


abajo.
El tiempo se puso frío, llovía, caían gotas espesas y
heladas. A lo lejos se oyó el aullido de un lobo, aunque Luca
creía estar segura de que en la región no había lobos.
Quisieron ir a bañarse a la piscina termal exterior pero la
encontraron fuera de servicio.
–Deberíamos irnos –dijo Luca, pero Robi volvió a negar
con la cabeza, y Alexandra y Vajk se pusieron de su parte.
–Son inconvenientes menores –dijo Vajk tratando de
calmarla–. Pronto volverá todo a la normalidad.
–O puede que ya esté todo normal ahora –dijo Alexandra–.
La piscina exterior está cerrada, vale, pero eso no significa
que no podamos bañarnos en las interiores.
Luca tenía la sensación de tener la cabeza llena de
avispas, las señales del mundo le llegaban como con cierto
retardo. Quería dormir. De hecho, si en ese mismo
momento estuviera durmiendo, todo aquello no sería más
que un ridículo sueño.
–Cuanto más tiempo estamos dormidos –dijo Robi como si
le hubiera leído el pensamiento–, menos podemos
relajarnos.
Luca abandonó al grupo sin dar explicaciones y se dirigió
a su habitación. Ella quería dormir, le sirviese o no para
relajarse. Presionó el botón del ascensor y, mientras
esperaba, vio en las puertas el reflejo de la madre que
antes de la comida leía junto a la piscina. Se volvió para
confirmar su primera impresión: el aspecto de la mujer era
alarmante. Le chorreaba sangre de una herida en la frente,
tenía el pelo como estopa, empapado en sudor, y llevaba el
vestido desgarrado. De sus ojos brotaban lágrimas. Abrió la
boca como si quisiera decir algo, pero de su garganta no
salió ningún sonido. Se apartó de Luca, salió corriendo por
la puerta principal y se alejó bajo la lluvia helada. Luca no
pudo hacer nada por detenerla.
Llegó el ascensor y Luca entró. Subió y se dirigió a su
habitación todavía con la sola idea de cambiarse y echarse
a dormir, aunque tal vez debería avisar a los otros de lo que
había visto. La gruesa alfombra del pasillo estaba
empapada de agua sucia, y había huellas de pies descalzos
desde la escalera de incendios hasta la habitación 303.
Sobre el olor a cloro, el hedor a podrido era insoportable.
Desde la ventana que había al final del pasillo miró hacia
la piscina. El cadáver ya no flotaba en el agua.
Oyó una puerta que se abría lentamente. No era la de su
habitación, era la de la 303.
Se marchó de allí tan rápido como pudo.
Encontró a Robi solo en el comedor. Estaba jugueteando
con el móvil y se quejaba de que no había cobertura. Luca
le dijo que tenían que irse de allí. Ya, inmediatamente. Robi
miró por la ventana hacia la piscina vacía y asintió.
–¡Como quieras, querida! –dijo.
El apelativo le sonó extrañísimo. ¿Querida? Nunca antes
la habían llamado querida; asociaba esa palabra a las
señoras mayores, o a las mujeres que no eran dueñas de su
destino. Nunca se había imaginado a sí misma como
querida de nadie. De repente se detuvo en mitad del
pasillo, a punto de montar una escena, pero lo pensó mejor,
sin duda no era el momento oportuno, y siguió caminando
hacia el hall.
Habían decidido pasar por última vez por la recepción
para intentar reclamar. Robi creía que podían exigir el
reembolso de una parte del dinero por la interrupción de
sus vacaciones; si no de manera inmediata, tal vez después
de algún otro tipo de trámite.
Pero, como siempre, la recepción estaba vacía. Llamaron
a una puerta en la que ponía DIRECCIÓN y no hubo respuesta.
Fuera nevaba y aullaba el viento. La corriente eléctrica
era inestable, la luz iba y venía todo el rato.
–Tenemos que avisar a Vajk y a Alexandra –dijo Robi, y
Luca sintió ganas de llorar.
–¡No, por favor, vámonos ya! –suplicó–. ¡Vámonos de aquí
ahora mismo!
Robi negó con un gesto y a Luca le vino a la cabeza una
idea que le pareció casi tan inquietante como todo aquel
balneario. Pensó que Robi tenía cara de imbécil. Era la cara
de un retrasado, de un idiota. ¿Cómo podía haber amado
ese rostro que estaba congelado ahora en la indecisión
sobre un tema que no haría dudar ni por un instante a
ninguna persona normal? ¿Siempre había sido así? ¿Y ella
siempre había estado así de ciega?
–Nos iremos todos juntos. Podríamos ir a otro balneario
los cuatro, o parar en cualquier hostal que nos guste en el
camino. ¡Espérame aquí un momento!
Robi salió corriendo por el pasillo y subió las escaleras, y
a Luca le dio un ataque de risa histérica. ¡Este sí que era
ocio del bueno! ¡Qué súper divertido todo! Y siguió
riéndose sola hasta que rompió a llorar y le entraron ganas
de vomitar.
Media hora después aparecieron Alexandra y Vajk. Los
vio avanzar lentamente por el pasillo. Iban desnudos y se
hincaban los dientes en los hombros el uno al otro. Las
antiguas heridas se les habían reabierto y churretones de
sangre oscura les surcaban la piel. No hablaban, solo
gruñían como perros rabiosos mientras se arrastraban
hacia Luca. Ella se quedó petrificada, sin poder dejar de
mirar cómo aquella hermosa pareja pugnaba por progresar
centímetro a centímetro hacia ella. Solo cuando le llegó el
chapoteo de unos pies descalzos desde el hueco de la
escalera salió corriendo del hotel hacia la oscuridad
invernal.
Estaba muerta de frío, solo había tenido tiempo de
ponerse un albornoz encima de su vestido de verano.
Resbaló en el suelo helado y se cayó, pero se levantó
enseguida y siguió corriendo hacia el aparcamiento. Del
otro lado del aparcamiento la observaba una manada de
lobos: acababan de darse un festín con alguien que ya no
era más que carne sin identidad. Con los lobos estaban los
niños que no hacía mucho había visto saltar desde el
bordillo de la piscina, a cuatro patas ahora, desnudos, con
las caras ensangrentadas. Masticaban la misma carne que
masticaban los lobos. Y le aullaban al cielo como ellos.
Alguien se había dejado olvidadas las llaves en un Toyota.
Luca se subió al coche, arrancó el motor y enseguida ya
estaba viendo en el espejo retrovisor cómo se alejaba el
balneario, y Robi con él.
El paisaje se había vestido de blanco como una novia. La
carretera estaba en pésimas condiciones pero era toda solo
para ella. Vio algún coche volcado en la cuneta pero no se
detuvo a prestar ayuda. De todas formas ya estaban
cubiertos por la nieve. La radio no sintonizaba ninguna
emisora, solo una sinfonía de ruido blanco. Aunque por
debajo, prestando mucha atención, pudo escuchar la voz de
un hombre. Era como un sermón, como la voz de un
sacerdote, una letanía de esas que se entonan en las
iglesias. Encontró un par de cedés en la guantera, sin
etiquetar. Metió uno en el reproductor y empezó a sonar a
todo volumen un viejo éxito de Neoton Família. Odiaba ese
grupo, pero se puso a cantar a gritos y pisó el acelerador.
Dos horas después se quedó sin gasolina. Dejó que el
Toyota rodara en punto muerto hasta que se detuvo por
completo y apoyó la cabeza en el volante para dormir por
fin. Muy lejos, más allá del paisaje nevado, unos colosales
gigantes de tres patas aguardaban en silencio. Quizá no
fueran más que árboles.
Antes de que el sueño la venciera, algo se estrelló contra
la ventanilla del coche. El vidrio se agrietó igual que se
había agrietado el de su coche a la venida en la autopista.
Luca soltó un grito y la boca se le llenó del sabor de la
adrenalina.
Robi estaba ahí en mitad del campo. Estaba de pie en la
nieve y la saludaba moviendo muy lentamente la mano: no
podía verle la cara en medio de la nevada, pero reconoció
claramente su silueta. Robi cogió otra piedra y la tiró
contra el coche: esta vez impactó en el techo. Aunque Luca
se había adelantado al golpe, no pudo evitar estremecerse
cuando se produjo. Robi volvió a saludarla con la mano,
luego se dio la vuelta y echó a andar campo a través.
La temperatura en el interior del coche bajaba
rápidamente. Luca suspiró, vio la nube de vaho de su
aliento y se bajó. Sus pies se hundieron en la nieve.
Despotricando entre dientes contra el frío, echó a andar
detrás de Robi. Al unísono, aullaban a lo lejos los lobos y
los niños.
Alguien había cavado un hoyo en la tierra cubierta de
nieve, un hoyo rectangular de unos dos metros de largo y
bastante profundo. No se veía al lado el montón de tierra
que debía de haber salido de ahí, pero el agujero parecía
reciente, la tierra dentro aún era negra, todavía no había
cuajado la nieve. De algún modo supo que aquel hoyo era
para ella. No había nadie más por allí, posiblemente no
quedase ya nadie en el mundo, solo ella, así que aquel
agujero tenía que estar esperándola.
Miró dentro y vio que Robi yacía en el fondo, inmóvil,
vuelto hacia la tierra. El silencio era perfecto, supremo, el
tipo de silencio que te inunda y te calma y te proporciona
descanso. Luca podía oír cómo caían los copos sobre la
nieve acumulada en la tierra.
Se metió en el hoyo junto a Robi e introdujo la mano en el
bolsillo de atrás de sus vaqueros. Sacó el anillo de
compromiso y lo examinó unos segundos. No era feo, pero
tampoco particularmente bonito. Una simple alianza de oro.
Posiblemente demasiado pequeña para su dedo.
No importaba, se la puso en la lengua y se la tragó. Por
encima de su tumba vio un rectángulo de cielo gris; sabía
que pronto estarían completamente cubiertos por la nieve.
Se abrazó a Robi y esperó a que el frío la adormeciera.
MULTIPLICADO POR CERO

Goodtravel, reseña de viaje


Usuario: Sabesz 1984
22/07/2016
Evaluación: Viajes Abaddon, paquete de viaje Askatoth

Breve resumen: Estoy vivo. ¡Hurra!

PRESENTACIÓN

Todo lo que haya podido oír sobre este viaje es cierto. Solo
debería hacerlo si está preparado para afrontar desafíos
inhumanos: la muerte o la locura son posibilidades reales.
La agencia de viajes me ha pedido que describa lo
sucedido con la mayor precisión posible, por qué elegí este
paquete y cuál fue mi experiencia, a fin de proporcionar
orientación a los que están considerando si embarcarse o
no en un viaje similar. Es posible que me haya extendido
demasiado en los detalles; por si no tiene paciencia para
leer todo el relato de mi aventura, le ofrezco aquí un
brevísimo resumen. De las doce personas que empezamos
el viaje, solo tres sobrevivimos, y puedo decir que nuestras
vidas han cambiado irreversiblemente. La mía para bien,
sobre las de los otros no puedo pronunciarme con certeza.
Tome sus decisiones a partir de esta información. Aunque
en cualquier caso creo que es mejor esperar a no tener
nada que perder.

¿POR QUÉ ELEGÍ ESTE VIAJE?

Trabajo de nueve a cinco en las oficinas de una


multinacional cuyo nombre no creo que deba mencionar. El
sueldo es bueno, estoy rodeado de gente inspiradora, vivo
para mi trabajo. Soy un hombre de éxito y mis compañeros
me aprecian. Muchas noches las paso en los bares y clubes
de moda del centro de la ciudad, de borrachera con colegas
y clientes. A veces cae un ligue de una noche. Siempre
vuelvo al trabajo a la mañana siguiente, muchos fines de
semana también voy.
Así he vivido durante años, hasta que de pronto me he
dado cuenta de que estaba destruyéndome. El spritzer y la
cerveza ya no eran suficiente, después siempre venían las
copas. Si la ocasión lo pedía, pillaba cocaína y me metía
rayas en los servicios con los clientes y los compañeros, y a
veces me llevaba medio gramo a casa por si acaso, por si el
día se presentaba duro y necesitaba un subidón en algún
momento de la jornada. La cara se me puso roja y mi
cuerpo, antes musculoso, se cubrió de almohadillas
grasientas, y entonces me obsesioné con el gimnasio, lo
que por supuesto tampoco sirvió para solucionar el
problema de base.
Me sentía como si estuviera viviendo la vida de otra
persona.
Y entonces empecé a fabular con la idea del suicidio.
Estaba deprimido, pero nadie se dio cuenta; es más, me
mostraba aún más sociable, pretendía contrarrestar la
depresión saliendo más por las noches. Tiraba mis días a la
basura como si fueran pañuelos usados.
Entonces, en una de mis salidas nocturnas, sucedió.
Debería haberme ido a casa, pero no hay nada peor que la
fuerza de la costumbre. Estaba en uno de los sitios de
siempre, en la plaza Keresztes, en un local muy
frecuentado por los zánganos de las oficinas de alrededor, y
me encontré con Erika, que desde hacía tres meses
trabajaba en otra empresa pero que antes había estado en
la mía, en contabilidad. Más de una vez habíamos
terminado en la cama, nada serio. De todas formas a mí
aquella noche no me habría importado repetir, así que la
invité a una copa. Y de pronto Erika me soltó que acababa
de abortar. Bueno, hacía dos semanas, me dijo.
La última vez ella y yo habíamos follado sin condón. Nos
teníamos confianza y además esa noche íbamos hasta
arriba, así que nada nos importaba demasiado. Yo me hago
una prueba cada seis meses, solo para estar tranquilo.
Le pregunté si era mío. Erika se encogió de hombros,
puede ser, dijo, pero que yo no tenía que preocuparme por
nada, que ya estaba todo solucionado.
No tengo derecho a juzgar a las mujeres por lo que hagan
con sus cuerpos ni con sus vidas, pero en aquel momento
sentí como si me hubieran quitado algo, la posibilidad de
algo, de un futuro estable quizá. Claro que si Erika hubiera
presentado contra mí una demanda de paternidad, es
probable que yo hubiese reaccionado de otra manera.
Cuando le pregunté por qué lo había hecho, por qué se
había hecho aquello a sí misma, sonrió con amargura.
–¿Por qué? ¿Lo habrías criado tú? ¿Habrías sido un padre
ejemplar? ¿Habrías dejado tu trabajo para cuidar de él?
Yo no, pero una mujer sí, aunque no sea más que por el
tema del instinto maternal: su cuerpo está diseñado para
eso, la vida las condena nada más nacer por el simple
hecho de ser mujeres. Pero claro, esta es solo mi opinión
personal.
Erika negó con la cabeza.
–A vosotros os importa un carajo –dijo–, un niño no va a
crearle nunca problemas al padre, pero a la madre la anula
por completo. El niño es el multiplicador –se notaba que
era economista–, y su valor es siempre igual a cero.
Cualquiera que sea el valor de la mujer en esta ecuación, el
niño lo multiplica por cero. Nosotras nos convertimos
automáticamente en ceros, y tú por ahí follando a tus
anchas.
Fruncí el ceño.
–¿Por qué iba a ser diferente para los hombres? –le
pregunté.
–Básicamente porque los hombres no valéis una mierda –
respondió.
Yo siempre había creído que el valor de las personas lo
determinaban su talento y el producto de su trabajo, que el
éxito era el resultado del talento, de la perseverancia y la
suerte. Y de pronto, a raíz de aquella conversación, decidí
que tenía que cambiar de vida: primero dar pequeños pasos
en la buena dirección para que luego, cuando tuviera que
enfrentarme a problemas importantes, no me cegaran el
trabajo ni el alcohol ni las drogas.
Tenía que encontrar la manera de separar el trabajo del
tiempo libre, y me volví loco con el senderismo. Entonces
un colega de la empresa me contó en la sala de fumadores
que había dos plazas libres en un tour codiciadísimo de
Viajes Abaddon, al que solía ser prácticamente imposible
acceder. Dos amigos suyos habían pagado la reserva hacía
tiempo, pero a uno le sobrevino una desgracia familiar y los
dos decidieron cancelar el viaje. El personal de Viajes
Abaddon nos atendió con la máxima diligencia y agilizaron
los trámites necesarios para cambiar la reserva a nuestro
nombre, y con descuento además.
No soy una persona religiosa, pero mi amigo me aseguró
que también iban laicos, no solo los de la secta. Había oído
muchas historias de terror relacionadas con esos viajes y
pensé que eso podía ser justo lo que yo estaba necesitando,
un poco de peligro y de aventura, a lo mejor así
comprendía por fin cuál era el significado de mi vida, a lo
mejor así lograba centrarme en lo importante, en mi propia
felicidad.
Hubo noches antes del viaje que me las pasé dando
vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, empapado
en sudor, y más de una vez estuve a punto de cancelarlo.
No quise buscar reseñas ni críticas ni nada, para no
asustarme más. El que sí se rajó fue mi compañero de
trabajo. Al final me dijo que no podía ir, que se había
puesto enfermo. Pero mentía, lo sé.
Se rajó porque estaba muerto de miedo.

PRIMERA ETAPA

La agencia de viajes se encarga de proporcionar los billetes


de avión en aerolíneas comerciales, por lo que la primera
parte del viaje se comparte con pasajeros de todo tipo. Yo
fui al aeropuerto Ferenc Liszt por la mañana temprano,
hice el check-in con bastante antelación, compré algo de
alcohol para el trayecto y me puse en la cola junto a los
demás turistas. Puestos a mencionar los inconvenientes,
este podría ser el primero: en mi opinión, una agencia con
semejante prestigio debería garantizar que todas las etapas
del viaje estuvieran a la misma altura en cuanto a la
atmósfera y el estilo.
El vuelo salió con veinte minutos de retraso, pero
afortunadamente pude hacer sin problemas el transbordo
en París, desde donde nos dirigimos a Reikiavik según el
horario previsto. Había pagado un suplemento para evitar
la clase turista, pero no encontré nada que verdaderamente
pudiera llamarse primera clase en ninguno de los vuelos,
algo que quizá deban tener en cuenta quienes valoren la
comodidad y el lujo.
Desde Islandia continuamos el viaje en un vuelo chárter,
este sí fletado por Viajes Abaddon, que resultó ser un
Airbus normal y corriente. Aquí ya se coincide con algunos
participantes en el tour, aunque no todos hacen el mismo
recorrido ni lo hacen al mismo tiempo. Yo estaba en el
paquete Askatoth, con destino en las antiguas montañas y
cuevas de Askatoth, mientras que otros se dirigían a las
tierras de ensueño de Kal-Kadath o a las ciudades perdidas
de An’samhar Dei. Al parecer Reikiavik es el punto de
reunión para los europeos, mientras que los que vienen de
Asia y América o incluso de la Antártida llegan por otras
rutas. El tour de buceo Al’r-Dagon transcurre
completamente al margen de los anteriores, y para este,
por razones de seguridad, se requiere una licencia especial
de buceo, y en general las condiciones del viaje son
diferentes.
Las persianas de las ventanillas del avión deben
mantenerse bajadas durante todo el trayecto, por lo que no
pueden verse paisajes ni nubes ni nada. Se supone que es
para garantizar el éxito de la travesía. A mí no me gusta
volar, así que me agradó ese aislamiento, pero podría ser
un problema para otros.
Igual que en los otros dos vuelos, entre la clase turista y
la primera clase no había separación alguna, nada que las
distinguiera, pero esta vez me molestó menos porque tuve
la impresión de que se trataba ya de una preparación para
la aventura que estaba por llegar. El servicio es un tanto
impersonal, las azafatas no sonreían, parecían incluso
melancólicas, como si no hubieran dormido lo suficiente.
Supongo que eso también formaba parte de la
ambientación, así que no voy a consignarlo como un
problema. El viaje se hace largo, eso sí, cuatro o cinco
horas en las que te sirven una única comida caliente, la
típica de los aviones, y una ronda de aperitivos dulces o
salados. Yo recomendaría llevar un bocadillo. Está
permitido el consumo de alcohol comprado en el
aeropuerto.
El viaje transcurrió sin mayores inconvenientes. Bueno, a
excepción de la confusión de lenguas. El personal de vuelo
se comunicaba en inglés, pero los anuncios por megafonía
se hacían en francés, alemán y algún dialecto del árabe que
no supe identificar y que de hecho podría no tener nada
que ver con el árabe.
A las dos horas de vuelo yo ya me había bebido varias
botellitas de vodka de las que llevaba escondidas en los
bolsillos, y se me cerraban los ojos. La cabeza me pesaba,
el runrún de los motores me sumergía la conciencia en un
magma pantanoso. Por suerte iba en el asiento de la
ventanilla, así que me dispuse a dormir lo que quedara de
viaje usando mi jersey como almohada. Por eso no puedo
estar completamente seguro de si lo que vino a
continuación sucedió de verdad o si solo fue un sueño.
El corazón me dio un vuelco en el pecho y me aferré a los
reposabrazos. Entré en pánico, durante unos segundos creí
que nos íbamos a pique. Pero en realidad era todo lo
contrario, era como si ya no estuviéramos volando, como si
nos hubiéramos quedado inmóviles en el cielo clavados
entre las nubes. El sutil movimiento que le hace saber al
cuerpo que no hay suelo firme debajo había cesado. El
avión estaba inmóvil en el aire.
La cabina se quedó a oscuras. Habrán apagando las
luces, pensé, todo el mundo está dormido. Pero a la vez
podía ver que la iluminación era la misma de antes. Había
luz y estaba oscuro, como si de alguna forma hubieran
absorbido la esencia de la luz. Sentí una opresión en el
pecho, una sensación solo achacable a una pérdida
repentina de altura, o a un ascenso igualmente repentino.
Quería dormir sin soñar. Tal vez estuviera durmiendo y
soñando.
Las azafatas iban arriba y abajo por el pasillo. Con la voz
distorsionada por los altavoces, el capitán dijo algo en ese
extraño dialecto árabe, y era raro porque antes siempre
había hablado en inglés. Las azafatas repitieron las
palabras del capitán, pero no para los pasajeros sino como
para sí mismas, murmurándolas entre dientes. El sudor les
corría por las sienes e impregnaba también sus uniformes.
Deben de tener fiebre, pensé. Una a una fueron
tumbándose en el suelo. Algunas lloraban.
Detrás de mí iban dos turistas ancianos. El hombre
llevaba un sombrero blanco, gafas fotocromáticas y un
pañuelo al cuello. Su mujer, o la mujer que supuse que era
su mujer, tenía mirada de pájaro y una permanente sonrisa
tontorrona en la cara, como si padeciera alguna lesión
cerebral, lo que le permitía lucir su perfecta dentadura
postiza. Hablaban alemán, aunque por su acento podría
jurar que no eran alemanes.
–¡Sangre! –dijo el hombre deleitándose en la palabra,
como si lamiera la hoja de un cuchillo–. Necesita sangre.
No nos dejará pasar hasta que se haya saciado.
Me giré para verlos entre los asientos. La mujer asintió
abatida:
–Mi tío Rolf hizo un pacto de sangre cuando la guerra –
moldeaba las palabras como esculturas de arcilla–. Ofreció
la vida de su bisnieto a cambio de la suya. Cuando el
pequeño Henrik nació esa primavera, le aconsejé a Eliza
que se diera prisa en tener otro.
–En nuestra familia eso nunca pasaría –terció el marido–.
Un hombre debe hacer frente a su responsabilidad ante los
Señores sin Rostro.
–Pero para ellos la carne de los inocentes es mucho más
dulce y más tierna, y al fin y al cabo la inocencia es solo
una forma de ignorancia –dijo la mujer, y se rio.
–Edith, tú eres la prueba viviente de que nadie en este
mundo es inocente. Y menos que nadie los ignorantes.
Tenía que haberme quedado dormido, seguro. Todo
aquello no podía ser más que un mal sueño.
El vello se me erizó en los brazos y el alcohol me daba
vueltas en el estómago, pero no era que me hubiese puesto
malo. Era que la fuerza de la gravedad había cambiado,
ahora podía sentirla contra la espalda y el cuello, me
incrustaba en el asiento. Tenía los músculos entumecidos y
apenas podía respirar.
Estaba entre nosotros en la cabina del avión. No podía
verlo con los ojos, pero tenía su imagen clavada en la
mente. Husmeaba entre las hileras de asientos
contemplando nuestras almas con sus millones de ojos
ciegos, la sangre de los recién nacidos reseca ya entre las
garras y un cardumen de gusanos carnívoros en los
pensamientos. Sus cuernos rasgaban la tapicería verde del
avión. Estaba buscando a su víctima.
–Es Ar’gtatoth, el que sirve al Señor de las Mil Cabras –
gimoteó el anciano detrás de mí: su pecho extenuado
apenas podía soportar la presión de la gravedad alterada–.
Es un honor ocupar el mismo espacio que él.
–Mi segundo marido –jadeó la anciana– era siervo del
Gran Señor. ¡Ay, cuánta mierda de cabra tuve que palear de
joven! Debieron de conocerse ellos dos. ¡Ojalá el Gran
Señor le hubiera arrebatado la vida a mi marido para que
no hubiese tenido que hacerlo yo!
Dormido o no, me pesaba la cabeza como a un muerto y
la baba me chorreaba por la barbilla. Olía a orina. Alguien
junto a mí resoplaba y temblaba, le castañeteaban los
dientes como si tuviera frío, pero era miedo. Quería ver con
los ojos a nuestro invitado, no solo imaginármelo, pero no
podía, estaba paralizado. Un alarido resonó en la cabina y
mis tímpanos se quedaron vibrando un buen rato. Si era de
un hombre o de una mujer, no lo sé, pero estaba tan
cargado de desesperación y de terror que deseé no tener
que volver a escuchar jamás algo así.
Por supuesto, desde entonces he vuelto a escucharlo
varias veces.
Me desperté cuando las ruedas del avión tocaron la pista
y me sentí decepcionado por haber perdido la oportunidad
de comprar algunos productos libres de impuestos.
Miré alrededor. Todos los pasajeros estaban
despertándose en ese momento igual que yo, así que se me
apaciguó un poco la decepción. Aún adormilado saqué mi
equipaje del compartimento superior y les dediqué unas
sonrisas bobaliconas a mis compañeros de viaje, que a su
vez me respondieron con sus propias sonrisas bobaliconas.
Entre las filas de asientos una azafata intentaba limpiar
unas manchas de Coca-Cola de la moqueta. Al esquivarla
cargados con nuestros bultos, todos tratábamos de hacer
como que no nos dábamos cuenta de que no era Coca-Cola.
Era sangre.

SEGUNDA ETAPA

Llegamos de noche. El aeropuerto estaba vacío y la mayor


parte de las tiendas con las persianas bajadas. Muchos
locales desmantelados y en alquiler. La limpieza era más
que dudosa: había olor a tuberías en el aire y el alumbrado
del falso techo parecía arrojar luz sucia sobre el aeropuerto
entero.
Aquí es donde los distintos grupos se separan. Al
despedirse, mucha más gente de la que en realidad había
llegado a conocerse durante el vuelo se daba largos
abrazos. Tal vez fuera por efecto del alcohol, pero yo no
sentía ninguna empatía, veía a mis compañeros de viaje
como a extraños con los que no volvería a cruzarme en la
vida. Quizá pueda llegar a empatizar con los que harán
conmigo la parte central del recorrido, pensé. Los de las
tierras de ensueño de Kal-Kadath cogían allí otro vuelo, y
las pobres azafatas insomnes los acompañaron a la sala de
embarque.
Los autobuses que iban a las ciudades perdidas de
An’samhar Dei salían de un hotel cercano. Un guía turístico
saludó al grupo y les explicó que él los acompañaría hasta
el transporte. Era un hombre con barba y uniforme militar
de campaña, que tenía una extraña marca en mitad de la
frente, un tatuaje quizá. Al mirarlo, empezaron a dolerme
los ojos.
En ese grupo había un niño, un chico rubio de unos diez
años que viajaba con sus padres. Los niños pueden
participar en todos los tours de Viajes Abaddon, pero los
menores de dieciocho años deben ir acompañados en todo
momento de un adulto responsable. El guía le acarició la
cabeza, enredando sus larguísimas uñas entre los dorados
mechones del chaval, que palideció y lo miró amedrentado.
Los padres –él tenía pinta de contable y ella era una mujer
larguirucha con cara de pájaro– permanecieron
expectantes, como si esperaran que ahora el niño
reaccionara de alguna manera.
Un charquito de pis empezó a formarse en torno a sus
pies. Fue extendiéndose y cuando alcanzó las botas del
guía, este soltó una carcajada como si acabaran de contarle
un buen chiste. Entonces los padres se rieron con él, y de
inmediato se les unió el resto de los miembros del grupo,
todos descojonándose alrededor del niño, cuya meada
parecía no tener fin.
Quienes planeen hacer un viaje de estos con sus hijos
deben estar preparados para vivir experiencias así.
Los controles de aduana se ventilan relativamente rápido.
En el folleto que entrega la agencia antes del viaje se
advierte que los policías de frontera pueden elegir a
cualquiera sin motivo aparente y someterlo a todo tipo de
vejaciones. Que te obliguen a desnudarte antes de
cachearte o que inspeccionen tus orificios corporales es lo
menos que te puede pasar. No hay que olvidar que esta
gente no solo está vigilando la entrada a un país, sino a una
religión, a un espacio sagrado. Téngalo en cuenta antes de
emprender el viaje.
Los policías están autorizados a cortarle a uno la lengua
sin mediar explicación. Y si sospechan que puede estar
justificado y redactan el correspondiente informe, pueden
violar y/o ejecutar en el acto a la persona en cuestión. Las
víctimas de violencia sexual no son exclusivamente
mujeres, ni necesariamente jóvenes. Es un riesgo que se
corre al entrar en el país, el turista debe asumir la
posibilidad del dolor, la humillación y el derramamiento de
sangre.
Por suerte, yo no tuve que vivir ninguna de estas
situaciones aquella noche; el policía de frontera selló mi
pasaporte entre bostezo y bostezo, y me dejó seguir. Pasé
por el corredor de nada que declarar y crucé una serie de
puertas automáticas con emisor de fotocélula de seguridad
y por fin llegué al aparcamiento donde nos esperaba el
microbús.
Respiré hondo el aire fresco. Me sorprendió volver a ver
a los jubilados alemanes, que al parecer estaban en el
mismo grupo que yo. Les hice una seña, pero hicieron como
que no me reconocían.

EL HOTEL

El viaje prosiguió sin incidencias. En un momento dado me


pareció oír un leve sollozo que venía de la parte de atrás
del microbús, así que me puse los auriculares. Debí de
adormilarme un poco porque según la lista de los temas
reproducidos había pasado una hora y media cuando
llegamos. Llovía, allí siempre llueve, a veces cae solo una
leve llovizna y otras el cielo se rompe en aguaceros, así que
es conveniente llevar chubasquero y botas de agua.
Corrimos a resguardarnos en el oscuro vestíbulo del hotel.
Las llaves de las habitaciones nos estaban esperando sobre
el mostrador de recepción, desparramadas por allí como
soldados tiroteados. Sin mediar palabra, cada uno cogió
una y nos dirigimos a las habitaciones. Varias veces me
golpeé contra las paredes porque los pasillos eran muy
estrechos, y el suelo, combado y chirriante, te hacía perder
el equilibrio.
El edificio entero era de madera, y sin embargo no vi
ningún extintor. Quienes les tengan miedo a los incendios
deberían tener esto en cuenta. Aunque para su tranquilidad
diré que el edificio tiene unos doscientos años de
antigüedad, según me contaron, así que por qué no habría
de durar otros doscientos sin sucumbir a las llamas.
Un repugnante olor a moho llenaba mi habitación, como
si estuviera en un sótano, aunque la ventana miraba a la
ciudad desde un tercer piso. Las habitaciones no tienen
cuarto de baño; los inodoros y una hilera de duchas
abiertas se encuentran al final del pasillo, para uso
indistinto de mujeres y hombres. Si la privacidad es
importante para usted, tome nota de este aspecto antes de
confirmar el viaje.
No me quedaban energías para hacer otra cosa que no
fuera acostarme. Abrí la ventana –pensé que sería
preferible la humedad exterior al aire estancado–, me
descalcé y salté a la cama con la ropa que llevaba puesta.
Se me cerraron los ojos entre los sonidos de la ciudad, con
la triste melodía de las sirenas guiándome hacia el sueño.
Alguien entró por la ventana abierta. Me despertaron las
pisadas de unos pies descalzos sobre el suelo de madera y
el crujido de las tablas bajo el peso de un cuerpo. Me senté
en la cama, parpadeé y entrecerré los ojos para tratar de
ver algo en la oscuridad. El aire hedía a pescado, a
humedad y a putrefacción. El intruso tragó saliva: pude oír
cómo se le deslizaba la baba desde la boca hasta el
estómago.
–Disculpe, ¿en qué puedo ayudarle? –pregunté en
húngaro; todavía medio dormido, me olvidé de que estaba
en el extranjero.
Me respondió la voz de una chica en un idioma
desconocido para mí. Era ese dialecto con resonancias
árabes, el mismo que había escuchado en el avión. Me
pareció soñolienta, o puede que aturdida. Solo pude
distinguir una sombra oscura, el contorno de su figura.
Repetí la pregunta en inglés e inmediatamente en alemán.
Saber idiomas no es un requisito indispensable para el
viaje, pero puede ser muy útil en situaciones como esta.
Se agachó y corrió hacia la cama a cuatro patas. Pensé en
pedir auxilio, tal vez alguien me oyera desde las
habitaciones contiguas, aunque las viejas paredes parecían
aislar muy bien el sonido.
La figura se enderezó al lado de la cama y con un
movimiento veloz encendió la lámpara de la mesilla.
–Ar’sh thang’el khammar –dijo.
Era la misma frase que habían repetido las azafatas
después de pronunciarla el capitán, cuando me quedé
dormido en el avión. Suspiró: un suspiro pequeñísimo,
como ella, que sería unas dos cabezas más baja que yo y
tenía los brazos y las piernas muy flacos. La piel se le
pegaba a las costillas, y sin embargo tenía un poco de
barriga. Ojos grises; el pelo, largo y despeinado, le caía
húmedo sobre la espalda.
Estaba desnuda, brillante por la humedad, como si
acabara de salir de la bañera. Su piel, de una palidez
insalubre, como si nunca se hubiera expuesto al sol, dejaba
a la vista unas venas de color azul oscuro.
Seguía hablando en esa extraña lengua que yo no podía
entender, y sin dejar de hacerlo se metió en la cama a mi
lado. Los muelles chirriaron.
–¡No, no, no! –protesté, pero ella siguió ahí, hablando sin
parar.
Me agarró la mano: su tacto era frío y viscoso como una
desapacible mañana de noviembre. La peste a pescado
resultaba abrumadora.
–¡Vete! –le grité, pero ella negó con la cabeza y dejó la
almohada empapada de agua pestilente.
Me dio la espalda y se tapó con la manta. Suspiré
profundamente: hasta en sueños estaba demasiado cansado
como para ponerme a discutir con una lugareña desnuda.
Era una cama doble, pero de todas formas uno tiene que
poner sus límites. Se trataba de mi habitación, de mi cama.
Había pagado por ella y allí no había sitio para nadie más, y
menos aún si apestaba a pescado. Así que la eché a
patadas.
Los calcetines, que afortunadamente no me había
quitado, se me pringaron de la viscosidad húmeda que
cubría su cuerpo. La chica se quedó unos segundos
gimoteando en el suelo, pero enseguida trató de acostarse
otra vez a mi lado, a lo que yo respondí con más patadas.
Entonces, jadeando como un perro, se acomodó en el suelo
a los pies de la cama. El sueño me pesaba en los brazos y
las piernas y no tenía fuerzas para llamar a la habitación de
al lado ni para buscar al vigilante nocturno. En el sueño,
me costaba mantenerme despierto. Estaba en el suelo, eso
podía aceptarlo por el momento. Ya me encargaría de ella
después de dormir un poco.
Me desperté con una fuerte opresión en el pecho. La
intrusa estaba sentada sobre mí, con las plantas de los pies
en mi garganta y todo su peso presionándome las costillas.
Chilló cuando la lancé al otro extremo de la habitación y su
cabeza golpeó el suelo, pero un segundo después estaba
otra vez de pie, enfurruñada, enseñándome sus
puntiagudos y diminutos dientes mientras me siseaba qué
sé yo qué. Había llegado el momento de pedir ayuda: por
pequeña que fuera la intrusa, era demasiado para mí, no
podía hacerle frente solo.
Pero de pronto un sonido agudo y distorsionado entró en
la habitación por la ventana abierta. Se me puso la piel de
gallina. La visitante siseó una vez más y, precipitándose por
donde había entrado, desapareció en la oscuridad de la
noche.
Me acerqué a la ventana y a través de la niebla ondulante
miré las calles, los muros del hotel. Había una figura alta
en mitad de la calle desierta, con una especie de diadema
deforme en la cabeza, como si le hubiera pasado por
encima un coche varias veces. Su rostro estaba oculto en
las sombras, pero pude ver que se llevaba a la boca un
largo silbato y de nuevo me llegó ese silbido atroz, que hizo
que otras visitantes desnudas abandonaran las
habitaciones en las que se habían colado. Escapaban por
las ventanas del hotel, deslizándose por las paredes,
obedientes y silenciosas como arañas. A cuatro patas
corrían hacia la alta figura y de una en una le besaban los
pies en señal de sumisión.
La figura dejó de silbar, lo que no pude más que
agradecer, y empezó a patear a una de las chicas y a
golpear a otra en la cara con su largo silbato. Las intrusas
soportaron el castigo sin rechistar, y cuando la figura se
volvió y echó a andar hacia la negrura, todas la siguieron a
cuatro patas. Por mi parte, esperé a que hubieran
desaparecido en la niebla y me volví a la cama. Nada más
volvió a perturbar mi sueño.

EL BAÑO

Por la mañana me despertó un golpe en la puerta de la


habitación. Me sentía descansado, aunque con la nariz un
poco taponada, tal vez me había resfriado. Abrí la puerta,
pero el pasillo estaba vacío. El hotel no es mucho más
luminoso de día que de noche, y con luz las paredes cobran
un aspecto más lóbrego si cabe. Cogí mi neceser, me
aseguré de dejar bien cerrada la puerta de la habitación y
me dirigí al baño.
Como ya he dicho, en cada piso los baños están al final
del pasillo. Constan de tres duchas abiertas y un inodoro.
El agua caliente se acaba enseguida, así que más vale
madrugar; de lo contrario, a ducharse con agua helada.
El espacio está bastante limpio, pero la pintura blanca de
las paredes se desconcha, los radiadores están oxidados y
las tuberías escupen a duras penas un chorrillo con olor a
azufre. Aquellos que sean sensibles a la calidad del agua
quedan advertidos.
Cerré la puerta, me desnudé y apilé la ropa en una silla
con el respaldo roto que había en un rincón antes de
dirigirme al retrete a orinar.
Es importante saber que la puerta del retrete no se
puede cerrar por dentro. Yo lo descubrí por las malas:
aprendan de mi error.
Había una mujer sentada en el inodoro. Con una hoja de
afeitar estaba cortándose los muslos, lenta y
metódicamente, muy cerca de las ingles. Me fijé en que
había cubierto con papel higiénico el asiento, no debía de
fiarse mucho de la higiene. Tenía los vaqueros y las bragas
por los tobillos, y gruesas gotas de sangre le resbalaban
por los pelos del pubis y caían al agua del váter.
–Lo siento –dije en húngaro, y enseguida lo repetí
también en inglés.
Solo entonces me percaté de su respiración. Era como si
tratara de inspirar más aire de la cuenta por unas fosas
nasales demasiado estrechas. Después supe que eso
significaba que estaba muy concentrada en lo que fuera
que estuviera haciendo. En ese momento estaba
concentrada en cortarse tiras de piel de los muslos.
–¿Y entonces por qué no cierras la puerta? –preguntó en
un inglés con acento.
No noté en su voz que quisiera meterme prisa, más bien
una cierta curiosidad.
¿Por qué no lo hacía? Pues ni idea. La visión era tan
sorprendente que me pareció lo natural. Escabullirme
habría sido una reacción inapropiada.
En la penumbra, su sangre parecía negra. En los muslos
tenía cortes recientes y también marcas de otros más
antiguos. Levantó la vista. Su cara podría haber parecido
vieja de joven, y ahora de vieja parecía joven. Tenía unos
ojillos pequeños y brillantes, siempre en busca de algo. Sus
dientes eran pequeños y blancos. La nariz, un poco torcida,
conservaba el recuerdo de una antigua fractura; quizá por
eso le sonaba tan fuerte la respiración, pensé.
–Te gusta mirar –me dijo, y en ese momento me di cuenta
de que estaba desnudo, igual que cuando en mis pesadillas
iba desnudo al colegio.
Tenía una erección. Ella volvió a centrar su atención en la
cuchilla y en los cortes como si yo no estuviera allí. Di un
paso atrás sin dejar de mirarla, tenía la sensación de que
podía abalanzarse sobre mí y atacarme en cualquier
momento, como un animal extraño. Sin embargo, ella no
mostraba el más mínimo interés en mí, yo no parecía ser
para ella más que una tormenta pasajera.
Me duché. El agua salía a veces demasiado caliente y a
veces demasiado fría. Cuando terminé y cerré el grifo,
antes de darme la vuelta tuve la certeza de que la mujer del
váter estaba detrás de mí. Y sí. Pero ahora tenía los
pantalones subidos y no había ninguna mancha de sangre
en la tela. Con la cabeza ladeada, me miraba con una media
sonrisa burlona.
Se me acercó. Desprendía un olor exquisito, como de
especias puestas a secar al sol en el alféizar de una ventana
en una ciudad exótica. Quise cerrar los ojos y disfrutar sin
más de su aroma.
–¡Abre la boca!
Sus palabras olían igual de bien que ella.
La abrí sin dudarlo, dándole probablemente la impresión
de ser un retrasado mental.
–Me llamo Nora –dijo, y me puso la cuchilla
ensangrentada en la lengua, como si se tratara de un
secreto.
El sabor de su sangre me llenó la boca.
Nora se dirigió hacia la puerta.
–Nos volveremos a ver –se despidió, y giró el pomo para
abrirla.
Pero la puerta no se abrió porque yo había echado el
pestillo al entrar en el baño. Volvió a intentarlo y entonces
reparó en el pestillo. Su salida, que había querido ser
dramática, había terminado siendo cómica, y no pude evitar
soltar la carcajada. La cuchilla me cortó la lengua, y por
algún motivo eso hizo que me diera aún más risa. Por fin, la
pequeña lámina de metal cayó a mis pies. La sangre que
me salía de la boca era su sangre y la mía.
Después todo me sabía a sangre.

EL DESAYUNO

El desayuno es tipo bufé, pero la oferta es algo pobre. Hay


jamón, huevos duros o revueltos y dos tipos de queso, y las
verduras están lejos de ser frescas. Pan blanco o de
centeno, nada de integral ni sin gluten. Café y agua
caliente en termos. El café me dio dolor de estómago, y no
fui el único. Había quienes llevaban sobrecitos de café
instantáneo, que disolvían en el agua caliente para
prepararse su propio café, posiblemente de más calidad.
Los muy cafeteros deberán tener esto en cuenta antes de
partir.
Me costaba comer. El corte en la lengua se me abría una
y otra vez al masticar. Observaba a la gente de alrededor y
ellos me observaban a mí, hasta que no me quedó más
remedio que entablar conversación con algunos. No era
fácil calentar motores, supongo que es normal en una
situación así. Y de todas formas yo seguí tratándolos como
a extraños hasta el final, y me imagino que yo también
seguí siéndolo para ellos. Sus nombres y sus identidades no
tienen importancia. Cuantos más amigos se hagan, más
dolerá todo después.
Conocimos a nuestro guía después del desayuno. Jufus,
se llamaba. Era un hombre de mirada ansiosa, con gafas de
cristales gruesos y montura de cuerno. La corona de pelo
entrecano alrededor de la gran calva en la coronilla le daba
un aire de humanista fracasado. A menudo se mordía los
pulgares con ansia, como si tratara de succionar algún
veneno de debajo de las uñas. Al sonreír, lucía un hueco
entre los incisivos superiores.
La aglomeración de gente hacía que el aire fuera denso y
soporífero en la sala. A pesar de las protestas de mi
estómago, me tomé otro café.
Jufus se ajustó la camisa a cuadros y para tomar la
palabra levantó las dos manos con las palmas extendidas
como si quisiera apaciguar a alguna deidad que estuviera
observándonos desde lejos. Se quedó así unos segundos,
hasta que se hizo el silencio. Hablaba un inglés casi sin
acento. Se presentó y pasó a las formalidades de rigor: lo
feliz que estaba de conocernos, lo mucho que nuestra visita
significaba para la ciudad, las posibilidades que teníamos
de volver a casa ilesos y sin haber perdido la cabeza. Sus
bromitas en los lugares adecuados fueron recibidas con
risas, y para cuando llegó a los detalles importantes era
evidente que ya se había ganado la confianza del grupo. La
confianza es básica en este tipo de experiencias, la vida de
uno puede depender de eso. Ningún tour de Viajes
Abaddon debería llevarse a cabo sin el guía adecuado.
Al final, Jufus nos contó lo primero: ese día no podríamos
ir a las montañas porque las carreteras estaban
intransitables. Algunos protestaron. El tiempo, dijeron, no
parecía justificar semejante cambio de planes. Pero Jufus
alzó de nuevo las manos y se hizo el silencio. Y aquí es
donde la cuestión de la confianza resulta clave: terminamos
aceptando que alguna razón habría para esperar, y que
Jufus sabía cuál era. Jufus nos protegía. Eso pensamos.
Así que nos fuimos a hacer turismo por la ciudad.

LA CIUDAD

La ciudad consta básicamente de una calle principal y


varias perpendiculares sin nombre. El plano es muy
sencillo, resulta casi imposible perderse: las bocacalles se
cruzan en ángulo recto. Fuera de la calle principal, la
mayoría de las casas están deshabitadas, las ventanas
cegadas con tablas de madera y los muros roídos por la
lluvia y la niebla. No es recomendable llamar a ninguna
puerta. Aunque se trata más de un principio básico de
seguridad que de un peligro real, excepto por las noches.
Hay dos calles por las que está terminantemente prohibido
transitar, pero no tienen ningún cartel que lo indique, así
que hay que andar con ojo para no doblar la esquina
equivocada.
Lo mejor es no salir de la calle principal. Además, desde
allí pueden verse las majestuosas sombras de las montañas
entre la niebla y el gris infinito del mar. Los semáforos de la
calle principal no han funcionado nunca, y el viento los
azota en sus cables como a hombres en la horca.
Hay dos restaurantes: uno en el que prácticamente solo
sirven marisco y una hamburguesería, que durante mi
visita estaba cerrada por reforma. Dos pizzerías, un
restaurante griego-turco y uno de sushi miran a los
transeúntes desde sus ventanas cegadas. Así que los
amantes del marisco están de enhorabuena, aunque se
supone que la hamburguesería debería abrir pronto. Eso
decían.
La librería y tienda de antigüedades Al’hazrad sin duda
será de interés para muchos. Si tiene suerte y está abierta,
podrá hacerse con volúmenes difíciles de encontrar en
otros lugares, ya que Al’hazrad es uno de los pocos
establecimientos autorizados a producir y vender
ejemplares del Necronomicon Ex Mortis, así como de otros
libros raros y prohibidos. El proceso de producción es
laborioso, ya que todas las copias son manuscritas y
encuadernadas a mano, y el proceso en sí está sujeto a
estrictos dogmas de fe. Casi todos estos libros están
disponibles en formato electrónico, hay copias piratas
circulando por internet en PDF, pero los coleccionistas se
emocionarán al pasar las páginas de los volúmenes
originales. Sin embargo, hay que ir preparados porque son
libros caros y la tienda no acepta tarjetas de crédito.
Además, también es importante saber que en muchos
países está prohibido cruzar la frontera con ejemplares de
nueva producción del Necronomicon Ex Mortis, ya que no
se permite la importación de productos fabricados con piel
de animales en vías de extinción u origen humano. Por su
parte, las copias del Die Mappe aus Carcosa und anderen
unheimliches traumen son sensibles a la luz y, expuestas a
la luz del sol, pueden entrar en combustión espontánea y
provocar incendios. Todo el mundo debería tener en cuenta
estas cuestiones antes de decidirse a hacer una compra.
Afortunadamente, en Al’hazrad también pueden adquirirse
postales e imanes para la nevera de recuerdo.

LA IGLESIA

La taberna y la iglesia, una enfrente de la otra en la calle


principal, se contemplan como amantes condenados a
anhelarse.
Por la mañana visitamos la iglesia de Ar’ktak ne Kth’far.
Su nombre vendría a ser, en traducción libre, iglesia de los
Muertos Durmientes o de los Muertos Dormidos.
No se puede entrar con la cara descubierta ni vestido de
cualquier manera, pues dentro no deben distinguirse los
sexos. En la entrada te proporcionan gratuitamente
pasamontañas negros y túnicas largas y holgadas, también
negras, para cubrir todo el cuerpo. El pasamontañas que
me dieron a mí olía a humedad, y después de llevarlo un
rato puesto pude percibir la salobridad de las lágrimas.
Pero al menos era de algodón cien por cien. A otros les
tocaron de acrílico y se quejaban de los picores. Está
permitido llevar de casa el pasamontañas y la túnica, así
que los que tengan la piel sensible o simplemente se
preocupen por la cuestión higiénica pueden ir preparados.
Únicamente recuérdese que es imprescindible que las
prendas sean completamente negras y que cubran
cualquier signo revelador del sexo.
Algunos dicen que el ruido dentro es insoportable. El
viento se cuela por los huecos y por unos tubos de plata y
hueso, y en el interior se forma una extraña cacofonía
atonal parecida a los estertores de la muerte, como si el
organista se hubiera desplomado sobre las teclas de su
instrumento. Bancos no hay porque ante los Señores sin
Nombre solo cabe arrodillarse, y el suelo está cubierto de
tablones combados por la humedad que gimen cuando se
pisan, como si uno caminara sobre heridos caídos en un
campo de batalla.
Según el folleto gratuito disponible a la entrada, la iglesia
se construyó con restos de barcos encallados y hundidos. Al
parecer, los lugareños solían poner balizas falsas para
engañar a los barcos que recorrían una cercana ruta
comercial y hacerlos encallar. Y después saqueaban los
restos del naufragio. Los supervivientes, si los había, eran
asesinados de inmediato. El folclore local sostiene que los
crujidos de la iglesia son en realidad los sollozos de los
marineros engullidos por las olas, que yacen en las
profundidades del mar custodiando el sueño del Señor
Durmiente. Por supuesto, todo el mundo sabe que estas
leyendas locales son siempre hiperbólicas, pero de todas
formas el folleto resulta interesante.
En el centro se alza el altar, construido con carne seca y
huesos hervidos. La liturgia dicta que siempre debe haber
algún tipo de criatura agonizando allí, que durante nuestra
visita dio en ser una cabra montesa. El animal apenas si
alentaba ya cuando nosotros llegamos: ensartado en los
pinchos metálicos destinados al efecto, daba sus últimos
estertores. Si usted es de los que sufre con el maltrato
animal, valore este aspecto, y sepa también que a veces
ensartan a seres humanos en esos pinchos. Según el
folleto, el dolor debe repartirse uniformemente entre todas
las especies.
El sumo sacerdote estaba arrodillado ante el altar. Como
les pasa a todos, había perdido su nombre en la ceremonia
de iniciación. Llevaba en la cabeza la corona deformada
que yo había visto la noche anterior, probablemente en
sueños. Sus largos dedos se aferraban a un báculo
ceremonial de plata, adornado con relieves de animales
extraños y formas humanoides a duras penas reconocibles.
Cuando se percató de nuestra presencia, golpeó dos veces
el suelo. Entonces se volvió y los fieles contuvieron la
respiración, aunque la expresión de emociones está
estrictamente prohibida.
Los sacerdotes no ocultan el rostro, más les valdría. Es
una burla de rostro humano, una mueca esculpida, y desde
luego resulta admirable la brutal determinación de esta
gente. Según el folleto explicativo, en la ceremonia
iniciática ellos mismos se cortan la nariz, los labios, parte
de las mejillas, los párpados y las orejas, y se dibujan en la
cara un gruñido permanente, una máscara que los
consagra para siempre a la vida religiosa.
Varios miembros del grupo cayeron de rodillas. A pesar
de los pasamontañas, no tuve duda de quiénes eran. En
estos viajes es inevitable coincidir con miembros de la
secta de adoradores de los Señores sin Rostro, de
peregrinación por sus lugares sagrados. En las comidas
suelen sentarse muy juntos, como si trataran de robarse
unos a otros el calor corporal. Murmuran entre dientes y en
general dan la impresión de ser gente con vidas tristes.
Como los miembros de cualquier otra secta, en realidad, ex
alcohólicos y adictos, personas de mediana edad que aún
viven con sus padres, jóvenes con problemas mentales
graves que deberían estar psiquiatrizados. Aunque prefiero
a estos que a los testigos de Jehová. Al menos estos nunca
han llamado a mi puerta a la voz de «¿no le dedicarías un
momento a nuestro señor y salvador el impío
N’arlath’ot’hepre?». Solo mandan algún que otro correo
que siempre va al spam, y eso es algo con lo que uno puede
lidiar.
El sumo sacerdote miró con lo que supuse que era
repugnancia a los fieles arrodillados y olfateó el aire con su
nariz mutilada. Ignoró a los adeptos y se acercó a otro de
los del grupo. Se inclinó sobre él, lo olisqueó y le dio un
golpe brutal en el estómago con el báculo. El tipo se
derrumbó como una marioneta a la que le hubieran cortado
los hilos y se quedó acurrucado en el suelo.
–¡Ne’arkh to’parh jan’o frh’ten! –vociferó el sumo
sacerdote.
Pronunciaba las palabras con una claridad sorprendente
para no tener labios, y al oír su voz se me pasó por la
cabeza que tal vez no fuera un hombre.
Como un futbolista para chutar un penalti, cogió
carrerilla y le arreó un patadón a la persona ovillada en el
suelo. Ni pestañeamos: Jufus nos había dicho que viéramos
lo que viéramos en la iglesia, hiciera lo que hiciera el sumo
sacerdote, no debíamos intervenir, ni siquiera debíamos
movernos, solo permanecer vigilantes. No fue agradable
asistir a aquel acto de violencia contra uno de los nuestros,
pero soy de la opinión de que el visitante, si no quiere
convertirse en bárbaro, debe respetar los rasgos de la
cultura extranjera.
El sumo sacerdote todavía golpeó dos veces más al caído
con el báculo, ahora en la cara, y este no opuso resistencia
alguna, aceptó su destino como un perro apaleado.
–¡An’rha k’tfar h’ra k`tum! –siguió gritando el sumo
sacerdote, y luego le arrancó el pasamontañas a la persona
que temblaba encogida en el suelo.
Era Nora. Tenía los ojos fijos en un punto lejano para no
enfrentar nuestras miradas. Gordas y espesas lágrimas
rodaban por sus mejillas. Qué vergüenza que te descubran
así la cara. Del labio partido le chorreaba sangre y tenía la
piel roja por los golpes; más tarde se le pondría morada,
incluso probablemente negruzca. Se me ocurrió pensar que
lo que el sumo sacerdote olfateaba al principio debía de ser
lo mismo que yo había percibido en el baño: ese olor a
especias secándose al sol.
Resopló de satisfacción o de ira, y Nora permaneció
inmóvil en el suelo; probablemente a causa del dolor o para
evitar que la golpeara de nuevo. Cuando el sacerdote echó
a andar, todos lo seguimos sin volver la vista atrás.
Una atracción más espera a los visitantes del templo: la
Ran Th’kum, la Cámara de las Noches, en traducción libre,
un lugar al que solo se puede entrar con los ojos vendados.
Para los más devotos, hay preparado un cuenco de plata y
una cucharita también de plata y con los bordes muy
afilados. El folleto explica que quien deje sus ojos en el
umbral antes de entrar gozará de especiales recompensas
en la Cámara de las Noches, pero ninguno de nosotros se
sintió lo suficientemente motivado como para hacerlo. Los
adeptos discutieron el asunto entre susurros, pero al final
concluyeron que su propósito original era más importante
que aquella pequeña prueba.
Mis compañeros se vendaron los ojos y, después de hacer
una pequeña contribución en efectivo, entraron en la
Cámara de las Noches guiados por el sumo sacerdote. No
puedo informar de lo que allí ocurrió porque yo no entré.
Aprovechando que el sumo sacerdote estaba ocupado con
la caja registradora de la entrada, me acerqué a Nora y la
ayudé a levantarse. Me sorprendió lo ligero que era su
cuerpo.
–¡Llévame a la taberna! –me suplicó.

LA TABERNA
Igual que los montañeros aficionados antes de subir al
Everest, en los tours de Viajes Abaddon todo el mundo se
emborracha antes del gran día. Enfrente de la iglesia está
la taberna para turistas. Se llama Kth’far ne Ak’rhun, algo
así como Taberna de los Muertos Despiertos o Taberna de
los Muertos Redivivos. Hay otros establecimientos en la
ciudad que sirven alcohol; uno de ellos, la legendaria
Arf’hran, abre sus puertas en la bahía, en el fondo del mar.
Pero ni siquiera los lugareños visitan esta taberna ya que,
según nos contó Jufus, solo se les revela su ubicación
exacta en el momento de la muerte.
En cualquier caso, los turistas únicamente son bien
recibidos en la Taberna de los Muertos Redivivos. Al
parecer, en los otros locales existe la arraigada costumbre
de obligar a los visitantes a matar a sus acompañantes,
sean estos amigos, cónyuges, amantes o hijos, y a mutilarse
después ritualmente a sí mismos. De modo que, si decide
aventurarse, será mejor que lo haga usted solo.
Nora se había llevado un dedo a la boca y lo sacó
empapado en una mezcla de sangre y saliva. Lo miró y se lo
limpió en los pantalones.
Le puse delante un whisky, producto de una destilería
local. Según dicen, ingrediente secreto de algunos de los
más exquisitos que se venden en Escocia. Chocamos
nuestros vasos y bebimos. La lengua me ardió y me lloraron
los ojos.
–Creo que se me va a caer el diente –dijo.
–Lo siento.
Se encogió de hombros.
–¿Me pides otro?
Cuando volví de la barra, donde me había atendido un
simpático camarero español, Nora estaba llorando.
Ocultaba la cara entre las manos y sus frágiles hombros
temblaban por los sollozos. Me senté y me molestó que la
silla crujiera bajo mi peso, no sabía qué hacer, ahí delante
de esa mujer que no paraba de llorar. El camarero se reía
de algún chiste que al parecer le había contado un cliente.
Deseé que parase.
Corrí mi silla y me acerqué más a Nora. Le pasé un brazo
por los hombros; podía sentirla temblar. Le di un abrazo
incómodo, tratando de transmitirle toda la calidez que
pude. Me sentía raro pero me pareció lo correcto. Sus
lágrimas y sus mocos me empaparon la camisa. Le acaricié
la cabeza: su cráneo parecía fino como el papel entre mis
dedos. Un viejo tema de rock sonaba por los altavoces.
El ataque de llanto de Nora terminó tan abruptamente
como había comenzado. Se desembarazó de mí y se limpió
la cara con una servilleta. Me fui a pedir otra ronda.
–Quiero morirme –dijo, y vació su vaso.
Nos quedamos ahí sentados en silencio durante un largo
rato y luego cambiamos de tema.
En la taberna puedes pedir algún aperitivo, nachos y
cacahuetes y ese tipo de cosas. Comida caliente no hay.
Pedí unos nachos, pero cuando el español nos los trajo
encontramos gusanos chapoteando en la salsa de tomate.
Aquellos que gusten de picar algo con su cerveza, ténganlo
muy en cuenta.
Invité al camarero a unas rondas y él a cambio sacó una
papelina de debajo de la barra. Me hice unas rayas allí
mismo, el español cortó en tres una pajita y nos las
metimos. Al esnifar, Nora levantaba el meñique en un gesto
que me pareció encantador.
Al rato llegaron los de la iglesia sacudiéndose el agua del
pelo. Fuera jarreaba de tal forma que algo monstruoso
parecía estar tratando de atravesar el tejado. A algunos les
había gustado la visita a la Cámara de las Noches, decían
que había sido como montar en una montaña rusa o entrar
en el castillo de la bruja, donde se palpa el peligro pero
nunca llega a verse de frente. Otros no sintieron nada.
Simplemente caminaron con los ojos vendados por un
laberinto de fríos pasillos, ignorando los gritos y
maldiciones que llegaban a sus oídos, y eso fue todo. El
camarero español nos contó que quienes han probado la
carne humana suelen responder mejor a esta visita. Ignoro
si se refería solo a los caníbales o también a los que gustan
de morder a sus congéneres, y como no tengo ni idea de en
qué sustentaba semejante afirmación, será mejor que
corramos un tupido velo. En cualquier caso, quizá quienes
planeen visitar la Cámara de las Noches quieran tener esto
en cuenta.
Hubo también algunos que volvieron pálidos y
temblorosos; afirmaban haber sentido la presencia de algo
o haber visto cosas tras sus párpados cerrados de las que
no pudieron o no quisieron hablar. A una mujer en concreto
se la veía conmocionada. Le temblaban los labios como si
tuviera frío, como si el invierno reinase en su interior y
asomara a su rostro demasiado maquillado y a su cuerpo
cubierto con ropa de colores chillones. De vez en cuando
musitaba algo. «Me tocó –balbuceaba–, se me metió entre
las piernas». Después le daban ataques de tos y en un
momento dado acabó vomitando. Pasó la mayor parte de la
noche en compañía de otra mujer, cuchicheando las dos en
un rincón. Nadie más le prestó demasiada atención.
Hay una amplísima selección de bebidas alcohólicas en la
taberna para elegir, y los impuestos al alcohol son bastante
bajos. Bebimos mucho, mucho más de lo que creí que el
cuerpo humano fuera capaz de aguantar, sin duda como
todos los grupos que nos precedieron y los que nos
seguirán. Es la última oportunidad para el abandono,
después el viaje se pone serio y ya no hay diversión que
valga. En mi recuerdo, la noche en la taberna aparece
partida en pequeños fragmentos, una serie de escenas
inconexas que solo podría poner en orden cronológico con
mucho esfuerzo. Pero prefiero no hacerlo, prefiero dejar
que todo siga fluyendo así en mi memoria, como
fragmentos flotando en el agua sucia que se va por la
alcantarilla.
Brindamos por nosotros. Brindamos por los Señores sin
Nombre. Brindamos por la iglesia. Brindamos por la lluvia.
Eso lo recuerdo.
En la taberna tienen una excelente cerveza de barril que
recomiendo vivamente, pero las jarras están sucias y
desportilladas. Varias personas se cortaron los labios.
Cuando me acerqué a la barra para quejarme, el español
había perdido totalmente el control de sí mismo. Yo creo
que debía de haberse metido algo aparte de la cocaína y el
alcohol: su mirada se había vuelto vidriosa y tenía la boca
fláccida. Le enseñé la jarra desportillada y le pedí
explicaciones.
–Nada de nada… –dijo con voz aguardentosa–. Solo
vosotros, temporada tras temporada hasta que os morís… Y
yo aquí, yo nunca voy a poder salir de aquí…, nunca… –
babeaba al hablar–. ¡A mí no me dejan! –y se echó a llorar–.
¡Ya me he cortado las venas, me he ahorcado, me he
ahogado en el mar…, pero ellos siempre vuelven a traerme!
Todas las noches vienen a por mí… ¡Dios mío…, si supieras
lo que me hacen! No puedes ni imaginártelo…
Se deshacía en lágrimas.
–Ark’nth’fre’ha… ne’frah’ten’k… –susurró entre sollozos,
y luego trató de vomitar, pero no le salió nada, solo las
arcadas en seco; se acurrucó en el suelo con la cabeza
hundida entre las piernas y siguió llorando a moco tendido.
Quince minutos más tarde volvió al trabajo, tan jovial
como al principio de la noche. Conclusión: mejor no
preguntar al personal sobre el estado de las jarras u otros
enseres. Es de esperar que se obtengan respuestas
similares.
En toda la noche Nora no me soltó la mano más que
cuando tuve que ir al baño. Pero allí había parejas follando
por todas partes, así que salí a mear a la calle, bajo el
aguacero. Entonces sentí que me observaban desde las
ventanas oscuras, desde los canales y hasta desde el cielo.
Mi aliento se arremolinaba alrededor, como una bruma
espesa, a pesar de que no sentía el frío. Puede que fuera
por la cocaína, no sé, el caso es que de pronto me sentía
liberado al comprender que en cualquier momento alguien
podía acercárseme por la espalda y cortarme el cuello. Me
subí la cremallera y miré el reloj, pero se había parado.
Después supe que no había sido solo mi reloj, que todos los
relojes se pararon a las doce en punto de la noche,
independientemente de la marca o del tipo de reloj que
fuera. También en los móviles se detuvo el tiempo. Jufus
nos dijo que habría algunos que nunca volverían a
funcionar. Por lo tanto, no aconsejo llevar relojes caros.
El grupo empezó a dispersarse a última hora de la
madrugada. Unos cuantos nos bebíamos nuestra última
cerveza mientras Jufus charlaba con el camarero.
–Mi abuela era de aquí –me estaba contando a mí Nora–.
No hace mucho que falleció. Fue entonces cuando lo
supimos. Ella pudo escaparse. Yo he venido para encontrar
mis raíces, mi yo verdadero.
No supe qué decirle, así que me llevé rápidamente la
jarra a los labios. Me corté. Ella siguió hablando.
–He soñado muchas veces con esta ciudad. En mis sueños
la veía exactamente como es. Y al despertarme cada vez me
he sentido impelida a cortarme o quemarme el cuerpo.
Traté de mirarla con empatía para que ella sintiera que
me importaba. En mi entorno, para la mayoría de mis
colegas y compañeros de oficina eso habría sido más que
suficiente: un instante de atención después de la dura
jornada hace que se abran como un libro, aunque luego
vuelvan a cerrarse cuando salga el sol.
–No quiero estar sola esta noche –dijo.
Nos besamos en el pasillo. Los cortes de mi lengua se
abrieron, pero a ella no pareció importarle.
Cuando le abrí la puerta de mi habitación la ventana
estaba de par en par, pero el olor a pescado aún
permanecía entre las sábanas. A Nora no le molestó para
nada. Se quitó la ropa, perdió el equilibrio al quitarse las
bragas y se cayó al suelo. Y en lugar de incorporarse, gateó
a cuatro patas para meterse en mi cama igual que la mujer
diminuta de la noche anterior. El cuerpo de Nora era todo
huesos y fibras tensas y piel lacerada. Tenía heridas a lo
largo de las costillas, como las ondas de las olas en la
arena. En la espalda, marcas ya antiguas aparentemente de
instrumentos diversos: cortes, latigazos, quemaduras. Su
cuerpo era un mapa del dolor.
Me desnudé y me acosté a su lado en la cama. La acaricié
con delicadeza. Tenía la carne caliente. Fui deslizando los
dedos por sus cicatrices pero me fue imposible contarlas.
–¿Te las has hecho todas tú? –le pregunté en voz baja.
–No –dijo–. Pero todas han sido deseadas.
Nos besamos un rato, pero luego me apartó y se dio la
vuelta. Se lamió los dedos de una mano y se la llevó entre
los muslos. Yo no podía moverme, me quedé contemplando
su espalda rota y el movimiento de sus músculos bajo la
piel mientras el mundo se oscurecía. Los gruñidos como de
perro que bastante después salieron de la boca de Nora tal
vez no fueran más que un sueño.

EL AUTOBÚS

La salida hacia las montañas tiene lugar a primera hora de


la mañana. Ese día no hay servicio de desayuno; lo supimos
cuando entramos al comedor con nuestra resaca encima y
nos encontramos los mostradores y las mesas limpios y
vacíos. Uno del grupo llevaba unos sobres de sopa, que fue
lo que nos preparamos en la cocina desierta. Tome nota:
conviene llevar algo de comida no perecedera.
Como un animal dormido, el autobús nos esperaba en la
entrada del hotel. Puede que alguna vez fuera rojo, pero
hacía mucho que había perdido el color y estaba cubierto
de abolladuras oxidadas. No tenía marca o yo no pude
verla; quizá fuera de fabricación local.
Jufus nos había pedido que no lleváramos equipaje, solo
una pequeña mochila con lo esencial. Yo metí una botella
de agua, una caja de cerillas, una linterna y una manzana
marchita. Jufus no nos dio ningún consejo sobre qué cosas
merecía la pena llevar, y yo tampoco voy a hacerlo. Solo
puedo decir que ninguno de los objetos que llevé me sirvió
para nada.
Me senté al lado de Nora. Los asientos son muy
incómodos, la estructura metálica se te clava en la espalda
y en el culo, y no son reclinables. Aquellos que padezcan
dolores de espalda, lumbalgia o tengan una hernia harían
bien en llevar algún cojincito o algo para soportar el viaje.
Los jubilados alemanes volvieron a sentarse detrás de mí,
como en el avión. No pude decidir si era mal augurio o
bueno.
La chica rubia que tan mal lo había pasado en la Cámara
de las Noches nos comunicó que no continuaría viaje con
nosotros. Nos esperaría en el hotel para volver juntos más
tarde al aeropuerto. A la luz de la mañana se la veía lívida,
con los ojos inyectados en sangre, pero sonreía aliviada.
Aprovecho aquí para insistir en que quienes no estén
completamente convencidos de estar preparados para la
experiencia no deberían reservar con Viajes Abaddon.
La rubia nos dijo adiós con la mano cuando el autobús
arrancó y lo último que vi de ella fue cómo se giraba de
vuelta hacia el hotel subiéndose las solapas del abrigo.
El conductor no se presentó. Era un hombre calvo, gordo
y de piel morena. Mascaba tabaco y de vez en cuando
escupía por la ventanilla. Del espejo retrovisor colgaba un
ambientador ajado, y en la radio alternaban lo que parecían
las noticias locales con temas de pop atonal que ponían la
piel de gallina.
A medida que nos alejábamos del centro las calles
aparecían aún más desérticas y me pareció como si todo
fuera un escenario, una especie de matadero que justo
antes de abrir esperara con avidez las nuevas partidas de
carne viva. El aire dentro del autobús estaba muy cargado,
el traqueteo producía somnolencia. Me venció la resaca y
me quedé dormido.
Me desperté de un codazo en la cara. Había un alboroto
tremendo en el autobús. Todos los pasajeros se
amontonaban en las ventanillas del lado izquierdo, como
una bandada de pájaros, ansiosos por ver algo ahí fuera. El
conductor les gritaba en su pésimo inglés, pero nadie le
hacía caso. Jufus en cambio seguía sentado en su asiento,
con una sonrisa apacible en la cara. Alguien le gritó al
conductor que se detuviera y él respondió pisando más a
fondo el acelerador. Después, poco a poco, los ánimos
fueron calmándose y todos volvieron a sus asientos. Se hizo
un extraño silencio. Detrás de mí los jubilados alemanes se
reían entre dientes, supuse que del resto del grupo, de su
descontrolada reacción ante lo que fuera que habían visto.
–¿Qué ha pasado? –le pregunté a Nora.
Ella se encogió de hombros.
–La chica que se quedó en el hotel… La rubia…
Asentí.
–Pues que estaba ahí, en mitad del bosque… Empalada…
–e hizo un gesto para explicarme que el palo sobresalía del
cuerpo de la rubia por la clavícula.
Ahora entendía el silencio que se había apoderado del
autobús. Todos estarían preguntándose cómo era posible
que su cuerpo hubiera llegado hasta allí antes que
nosotros.
–Creo que todavía estaba viva –concluyó Nora, y siguió
mirando por la ventanilla.
Insisto: si decide llevar a cabo un tour con Viajes
Abaddon, no debe recular en mitad del camino. En primer
lugar porque uno nunca debe dejar a medias lo que ha
empezado. Es una regla básica tanto de los negocios como
de la vida. Y en segundo lugar porque, si te rindes,
definitivamente no sobrevivirás.

LAS BRUJAS

La duración del viaje es variable. Según Jufus, se puede


alcanzar el destino en unas cuantas horas o que pasen años
y seguir sin llegar. El trazado de las carreteras cambia
constantemente, se retuercen, se estiran, se contraen. A
tramos el bosque se cierra sobre el autobús y lo envuelve,
mientras que en otros momentos desaparece por completo
y de pronto el viajero podría pensar que está atravesando
un desierto.
Bostezábamos todo el rato porque el cambio de presión
nos taponaba los oídos. Muchos se quejaban de otra
molestia combinada con esta, decían que oían una voz que
les narraba horribles sucesos extraídos de sueños
olvidados, sucesos anidados en las profundidades más
oscuras. No puedo hablar por mi propia experiencia, pero
quizá merezca la pena llevar algún ligero sedante para
esto. A veces nos deteníamos para estirar las piernas.
Hasta una cierta altura hay espléndidas vistas del mar, de
la bahía y de la ciudad, y es curioso que las mismas calles
que abajo se cruzan en ángulo recto se vean desde arriba
como un gigantesco y abigarrado laberinto. Se puede hacer
fotos, y vale la pena, pero como no hay cobertura es
imprescindible almacenarlas hasta la vuelta en nuestras
tarjetas SD. No es aconsejable llevar cámaras de fotos
analógicas porque las posibilidades de que los negativos se
mantengan en buen estado en las montañas son escasas. Y
atención: las fotografías deben tomarse en las dos primeras
paradas porque después una densa niebla se cierne sobre
las cumbres de las montañas.
En esta primera parte del trayecto el viajero se siente
relativamente seguro. Solo en una ocasión Jufus tuvo que
gritarnos que corriéramos de vuelta al autobús, cosa que
hicimos sin rechistar. El conductor salió disparado con la
cara desfigurada por el terror, pero por las ventanillas
ninguno de nosotros pudo ver nada extraño. Eso sí, cuando
contamos a los pasajeros, faltaba uno, pero nadie fue capaz
de determinar quién era.
De nuevo, recuerdo que es importante tener una
confianza ciega en el guía.
–¿Por qué quieres subir a las montañas si tus orígenes
están en la ciudad? –le pregunté a Nora–. ¿No deberías
estar buscando tus raíces allí abajo?
En sus labios se dibujó una triste sonrisa.
–Mi abuela era de estas montañas. Hacia aquí me
arrastran mis sueños. Y también el sumo sacerdote me
comunicó que es aquí adonde debo venir.
–¿El que te dio aquella paliza?
–El que me bendijo.
La niebla nunca desaparece del todo, pero por momentos
se levanta y puede verse su masa gris pesando sobre el
horizonte, o se convierte en una lluvia espesa o en un
magma lechoso que huele a descomposición.
–¿Y tú por qué estás aquí? –me preguntó Nora, pero por
su tono supe que preguntaba por preguntar, por pura
cortesía.
En cualquier caso, supongo que no hay una respuesta
razonable para esta pregunta, o puede que sea demasiado
difícil admitir la verdad. Me encogí de hombros y no dije
nada.
–Ya casi estamos –le susurró a su mujer el jubilado en su
alemán con acento.
No podía aguantar más la curiosidad, me volví y me dirigí
a ellos en ese idioma.
–Disculpen, ¿de dónde son ustedes exactamente?
La sonrisa se les congeló en la cara, me enseñaron sus
perfectas dentaduras postizas y pusieron los ojos en blanco.
Después de unos segundos me quedó claro que iban a
quedarse así hasta que los dejase en paz. Me vino a la
memoria una pesadilla de la infancia. Me di la vuelta y
decidí no volver a preguntarles nunca nada más.
En una de las paradas entre la niebla nos llegó con
claridad desde el bosque un canto estremecido, un
batiburrillo de voces destempladas. Jufus nos explicó que
eran las brujas del aquelarre de Antretten, que seguían
desentonando ininterrumpidamente sus letanías desde una
noche de febrero de 1456. Las capturaron, las torturaron y
las quemaron vivas, pero ellas nunca renegaron de los
Señores de la Oscuridad, varias hasta se cortaron la lengua
para no revelar nunca sus secretos a los inquisidores. Su
canto aún suena en el bosque, y seguirá sonando hasta que
el hechizo dé su fruto y las brujas vuelvan a estar sobre la
tierra.
Al menos eso es lo que dice la leyenda.
No siempre es posible oír el canto de las brujas, pero sí
registrarlo, así que merece la pena llevar un buen
dispositivo de grabación para asegurarse de captar la
experiencia. En Al’hazrad hay una versión en CD, pero
muchos piensan que es falsa.
Cuando se oye, desaparecen la noche y el día, los sueños
se vuelven aterradores y todo el mundo se queja de fatiga y
pesada somnolencia.
El autobús se detuvo bruscamente. Oímos un gran
estruendo y el conductor pisó a fondo el freno. El anciano
de atrás se golpeó contra el respaldo de mi asiento.
–¡Maldito idiota! –gruñó en alemán.
El conductor salió de su cubículo maldiciendo en su
peculiar idioma. Sacó de debajo del asiento una llave
inglesa y una linterna y saltó del autobús. Con la llave
golpeó un lateral del vehículo y varias personas dieron un
brinco. Después, algunos vieron cómo se arrastraba debajo.
Nunca más volvimos a verlo.
Un cuarto de hora más tarde algunos nos bajamos para
ver qué pasaba. No estaba ni debajo del autobús ni por los
alrededores. Y con él habían desaparecido también la
linterna y la llave inglesa. Intentamos arrancar el autobús
pero el motor ni siquiera tosió. Estaba muerto.
Desde ese punto continuamos a pie.

EL ATAQUE

A partir de aquí mi reseña ya no puede contener consejos


útiles para el viajero porque la experiencia probablemente
variará mucho de un caso a otro. En cierto sentido, aquí
uno ya está solo.
Las tinieblas se tragaron el autobús a medida que nos
adentrábamos en el bosque tras los pasos de Jufus.
Podíamos sentir que nos observaban desde todas partes,
entre los árboles y hasta desde debajo de la tierra. Algunos
lloraban en silencio. En cambio Jufus se mostraba más
simpático y alegre a cada paso, nos enseñaba todo el rato
el hueco entre sus dientes blancos.
Agarré la mano de Nora y ya no la solté.
Los árboles nos abrazaban, sus ramas pretendían
retenernos tironeándonos de la ropa.
En ese bosque te puedes tropezar con todo tipo de cosas
insólitas. Nosotros tuvimos la suerte de visitarlo justo
cuando los cuernos florecen, de modo que pudimos
contemplar el Jardín de los Cuernos, cómo salen de la
tierra en densa confusión. Jufus nos contó la leyenda en un
susurro, pero yo estaba tan hipnotizado por lo que veía que
apenas pude prestarle atención. Recuerdo algo así como
que en la antigüedad un dios durmió bajo esta tierra, y que
de hecho la tierra misma no es sino la excrecencia de su
piel. Cuando llega el momento, de entre esa piel emergen
las astas, que crecen y crecen hasta que se desprenden y
caen mustias sobre el suelo, momento en el que se
convierten en horripilantes reptiles.
Es crucial no tocar nunca las astas. Si se hace, el deseo
de acostarse en el suelo entre ellas resulta irresistible y
uno nunca más puede volver a levantarse. Con el tiempo, el
cuerpo y el alma se diluyen en el sueño eterno del Señor
sin Nombre, atrapados para siempre en una atroz pesadilla.
Jufus nos lo había advertido, así que todos pudimos evitar
correr esa suerte.
Acampamos a una distancia prudencial del Jardín de los
Cuernos, y aun así nos agobiaba su proximidad. Es absurdo
cómo tendemos a preocuparnos por cuestiones que carecen
por completo de importancia. Nos acostamos en el suelo,
compartiendo las pocas mantas y sacos de dormir que
habíamos traído del autobús, e intentamos dormir. Nora se
acurrucó a mi lado y justo antes de que me venciera el
sueño me di cuenta de que estaba bajándose los
pantalones. Me dormí mecido por el olor de su sangre.
En mi sueño me encontraba al borde de un gigantesco
pozo en el que se hundían las ruinas de ciudades antaño
gloriosas, ahora lamentables restos de la civilización
humana. Hordas de fantasmas pululaban por entre aquellos
escombros creyendo que seguían siendo ciudades
florecientes, y yo sentí la necesidad de sepultarlo todo, de
enterrar hasta el recuerdo mismo de lo que alguna vez
habíamos sido. Me hinqué de rodillas y gritando
enloquecido empecé a echar puñados de tierra en aquel
pozo inmenso para tapar las vergüenzas de nuestra
civilización.
Y gritando me desperté. Todos nos despertamos gritando,
excepto los que ya estaban muertos.
Nos estaban atacando, y estaba demasiado oscuro como
para distinguir quiénes eran los atacantes. A mi lado un
hombre tenía la cara ensangrentada como si se la hubiera
mordido un perro. Gritaba, cegado por su propia sangre.
Desde el interior del bosque nos llegaban gemidos, eructos
repugnantes, risitas. Algo pasó corriendo a mi lado y pude
percibir su olor. Olor a pescado. El mismo que aquella
diminuta visitante nocturna había dejado en mis sábanas.
Pude distinguir lo que tal vez fuera una lanza rudimentaria,
que acabó ensartada en el culo de uno de los miembros de
la secta. El adepto gimió y cayó al suelo como un árbol
talado. El atacante se movía con tanta rapidez que no
alcanzaba a verlo bien. Nora se subió los pantalones
empapados en sangre con las manos temblorosas. Alguien
volvió a gritar: una mujer y un hombre de la secta estaban
atados por los tobillos y algo los arrastraba hacia la
espesura. Los dos trataban desesperadamente de aferrarse
a cualquier cosa, pero su situación era desesperada. Otro
adepto agarró a la mujer por una mano e intentó liberarla
de sus atacantes, pero una lanza siseó desde el bosque, el
hombre lanzó un grito y su mano quedó convertida en una
piltrafa sanguinolenta. La mujer desapareció en el bosque.
Alguien tendría un arma. Sonaron disparos y los
atacantes retrocedieron, aunque no debió de alcanzarlos
ninguna bala porque después no encontramos cuerpos. En
cambio, dos de los nuestros sí resultaron heridos. Una bala
había atravesado el muslo del hombre de la mano mutilada
y otra había alcanzado a Jufus. Nuestro guía se desplomó a
los pies de un árbol. Trató de frenar la hemorragia
presionándose la herida, pero la sangre no dejaba de fluir.
Se puso blanco. Le temblaban los labios.
Cuando terminó el caos y pudimos observar fríamente lo
que había pasado, nos enteramos de que el arma
pertenecía a un holandés con bigote. Él se dio cuenta de lo
que había hecho, probablemente pensó que sus disparos a
ciegas podrían haberse cobrado la vida de muchos de
nosotros, y entonces se metió el cañón de la pistola en la
boca y pegó un grito. Todavía estaba caliente, le había
quemado la lengua. Fue un acto reflejo, pero qué
vergüenza, de todas formas. Volvió a meterse el cañón en la
boca, esta vez ahuecándola para no quemarse, y apretó el
gatillo. Nadie trató de detenerlo.
Jufus respiraba con dificultad y no parecía capaz de
enfocar la mirada. Congregados a su alrededor, varios de
nosotros esperábamos que antes de morir nos dijera qué
camino debíamos tomar.
–Es inútil ir a ninguna parte –balbuceó–. El mundo gira y
gira y no hay escapatoria. Sea lo que sea lo que te persigue
terminará alcanzándote.
Tosió, escupió sangre. Y solo dijo una cosa más antes de
morir:
–Nos veremos pronto…

EL SACRIFICIO

Los heridos nos retrasaban, pero –estúpida compasión


humana– no queríamos dejar a nadie atrás. El rastro de
sangre sin duda serviría a nuestros atacantes para volver a
echarse sobre nosotros en cualquier momento.
No solo nos habíamos quedado sin guía, también sin
dirección y sin herramientas de ningún tipo. Estábamos
completamente solos.
Pero ¿no era eso lo que buscábamos? Para eso habíamos
venido. Exactamente para lo mismo que vendrá usted. Para
perderse. Para estar solo. Para desaparecer.
Cuando nos detuvimos a descansar, pudimos oír a lo lejos
los gritos del tormento de nuestros compañeros
secuestrados, pero no les dimos mayor importancia y nos
dispusimos a organizarnos para comer. Con las prisas, yo
me había dejado la mochila, pero los de la secta
compartieron con el grupo sus últimas manzanas y el
chocolate que les quedaba.
Nora se acurrucó contra mí. Temblaba.
–No deberíamos quedarnos dormidos –le dije.
–El cerebro humano es una estructura enorme y compleja
–me dijo ella–, no hay ni un solo instante en el que todas
sus partes estén despiertas. En cierto modo, toda la vida
nos la pasamos durmiendo. La vida entera soñando.
Nos quedamos dormidos.
Al despertarnos nos encontramos con que los de la secta
se habían suicidado en masa degollándose a sí mismos,
excepto el de la mano mutilada, que como era diestro solo
había podido producirse graves heridas en la garganta con
la mano izquierda, sin duda mucho dolor y sufrimiento,
pero en absoluto la muerte.
Sentí el mismo tipo de decepción que cuando me perdí el
duty free en el avión. Si pensaban suicidarse, ¿por qué
demonios se habían comido su parte de las escasas
provisiones que nos quedaban? A veces no entiendo a la
gente.
–¡Ven a ver, querida! –dijo el jubilado alemán, o de donde
fuera, que andaba entre los cadáveres sonriendo bonachón;
le brillaban los ojillos delante del único superviviente.
La anciana soltó una risilla. Él se arrodilló junto al pobre
diestro y le habló en un inglés impecable.
–Tu fe es una farsa, se la inventó un escritor pulp para
intentar ganarse el dinero que no se ganaba con sus
noveluchas. Por supuesto, él no tenía ojos para poder ver a
los Señores sin Nombre, pero vosotros sí los habéis tenido
para ver vuestro propio sufrimiento. De jóvenes solíamos
beber ron juntos. Fui yo quien le sugirió que fundara una
iglesia. ¡A cuántos imbéciles habrá enviado a morir aquí!
¡Imposible contarlos! ¿Y sabes qué es lo mejor?
El anciano se acercó aún un poco más al moribundo y le
susurró algo al oído. Le crujieron las articulaciones al
incorporarse. Estaba visiblemente satisfecho de sí mismo.
El adepto lisiado me miró con lágrimas en los ojos.
–¡Ayúdame, por el amor de Dios! –me imploró–. ¡Hazlo
por mí! ¡Coge mi cuchillo! ¡No puedo soportarlo más! ¡No
puedo seguir escuchándolo!
Debería haberlo hecho. Debería haberle hundido la hoja
en la garganta para terminar con su sufrimiento. Pero no
fui capaz.
Retomamos la marcha dejando atrás los cadáveres y los
gemidos de aquel pobre hombre. Estuve a punto de
compadecerme de él, pero estaba demasiado cansado para
sentir nada.
Entonces nos dimos cuenta de que había más cadáveres,
docenas, tal vez cientos, caídos entre los árboles con los
cuchillos ceremoniales empuñados aún en sus crispadas
manos. Aquel debía de ser un lugar sagrado para los de la
secta, al que peregrinaban para morir, aunque ahora
supiéramos que sus muertes no significaban nada.
Ya solo quedábamos Nora y yo, los dos jubilados y un
francés de unos treinta años. El francés tartamudeaba de
un modo irritante y en algunos momentos se tironeaba del
labio inferior, como si así fuera a despertarse de aquel mal
sueño. En realidad también puede que fuera quebequés.
–A lo mejor solo estamos soñando –le dije–. Siempre hay
algún trozo de nuestro cerebro que está dormido, ¿no lo
sabías?
Me miró como si estuviera loco y entonces me di cuenta
de que le había hablado en húngaro. Ya no volví a decirle
nada más.

LA TRANSFORMACIÓN

Desde el bosque me llegaba la voz de Jufus, con más y más


insistencia; en un momento dado hasta me pareció verlo
por el rabillo del ojo. Le pregunté a Nora si ella también lo
oía, pero ella se limitó a encogerse de hombros. Tenía los
labios agrietados por la deshidratación y la piel tirante
sobre los huesos.
Los jubilados, en cambio, avanzaban tan campantes por
las sendas intransitables, con la ropa impecable. No era
fácil hablar con ellos, iban volcados el uno en el otro en pos
de un propósito superior, comprometidos con su objetivo,
como Nora.
Finalmente pareció que daban con el lugar que habían
estado buscando. También podría ser que yo alucinara por
el cansancio, la sed, el hambre y la locura, pero ¿y qué? A
esas alturas el viajero ya no distingue los espejismos de la
realidad.
«Este es el lugar propicio para el ritual», me susurró
Jufus al oído, exhalando aire muerto y sangre de sus
pulmones.
Era una cueva. En torno a su boca yacían cientos de
esqueletos de lobos.
«Tienen carne humana en sus estómagos. Esa es su
ofrenda –siguió Jufus, el guía infinito–. Se tumban aquí y
esperan a que les alcance la muerte, solo así pueden
entregar sus ofrendas, y a cambio nada reciben».
Es infrecuente poder asistir al ritual de la
transformación, me explicó Jufus, ya que solo sucede
cuando se han embarcado en el viaje personas con grandes
poderes. Y es raro que los magos contraten un tour con
Viajes Abaddon. Pero cuando lo hacen, sin duda
proporcionan un plus a una experiencia ya de por sí repleta
de monstruosas delicias. Hacer fotos está terminantemente
prohibido.
Los ancianos, sin prestarnos la más mínima atención, se
pusieron manos a la obra. En cierto modo ellos dos siempre
habían ido a su aire. Habíamos recorrido el mismo camino,
pero no juntos. Y es que sus objetivos eran muy diferentes
a los del resto del grupo.
Los preparativos del ritual llevaron su tiempo, y
básicamente consistieron en cánticos, extrañas
coreografías, folleteo y sangre. Un poco apartados y
bastante apáticos, nosotros asistíamos a toda la historia; de
mí puedo decir que el hambre limitaba en gran medida mi
capacidad de atención y que apenas entendía nada de lo
que veía, pero que aun así en ningún momento pude
apartar los ojos de los dos ancianos.
Un consejo importante: independientemente de lo
cansado que esté o de cuán peligrosa pueda ser la situación
en la que se encuentre, nunca pierda la ocasión de
deleitarse con las impresionantes maravillas que esconden
estas montañas. Para eso ha llegado usted hasta aquí.
Hasta en los últimos instantes de su vida puede
beneficiarse de experiencias enriquecedoras. No se
preocupe por la muerte, es solo un inconveniente
inevitable.
Poco a poco el tesón de los dos ancianos empezó a dar
fruto, y un Alto Siervo de los Señores sin Nombre fue
emergiendo del fondo de la cueva. El aire se hizo más
denso a nuestro alrededor, miríadas de gusanos brotaban
de la tierra y se retorcían en torno a nuestros pies. Nos
llegó el eco de gritos lejanos desde la espesura del bosque:
las tribus de caníbales celebraban el advenimiento del Alto
Siervo.
Por fin salió de la cueva. Una punzada de dolor me
atravesó el cráneo y creí que me iba a estallar la cabeza.
Me resultaba imposible enfocar la mirada en la figura del
Siervo, que parecía oscilar levemente borroso en el espacio
frente a mí. Probablemente fuera un mecanismo de
defensa: el cerebro se niega a admitir lo que ven los ojos
para preservar la apariencia de normalidad del mundo.
Pero una vez más no olvidemos que si hemos llegado
hasta aquí ha sido por nuestro deseo de ver. Veamos, pues,
o hagamos al menos todo lo posible por ver.
El Siervo tenía la envergadura de un cerezo grande y de
su cuerpo salían tantas astas como ramas de un árbol. Con
sus doce ojos miraba a la pareja de ancianos, al tiempo que
garabateaba signos en el aire con sus largos y musculosos
tentáculos. Los gusanos se enrabietaban a su paso y el aire
se colmaba de un olor a podredumbre que fue
enquistándose en nuestras fosas nasales. Atados por los
tobillos, dos cuerpos humanos colgaban de las astas del
Siervo, como frutas maduras, desnudos y gimiendo. Eran
jóvenes y lozanos, un chico y una chica, incapaces no
obstante de liberarse del Siervo.
En contraste con los largos preparativos, el Siervo se
mostró muy resolutivo. Agarró a los jubilados y les
introdujo los tentáculos por la garganta. La dentadura
postiza de la mujer saltó por los aires, la de él se mantuvo
en su sitio. El Siervo parecía buscar algo a tientas dentro
de los cuerpos de los ancianos, y cuando lo encontró se lo
extrajo de un tirón. Era su alma, su esencia, un revoltijo de
materia oscura y viscosa que se retorcía en las garras del
monstruo. Los cuerpos se desplomaron sobre la tierra y los
gusanos se abalanzaron ávidos sobre la carne.
La pareja que colgaba de las astas gritaba, imploraba y
maldecía al Siervo en algún idioma eslavo que no llegué a
reconocer. Él se los descolgó de los cuernos, les abrió las
piernas y les metió por el ano las viejas esencias. Sus
jóvenes cuerpos se convulsionaron, probablemente en su
interior estaría librándose una batalla decidida de
antemano. Enseguida sus pobres almas chorrearon en
forma de un vómito negro que recibieron gustosos los
gusanos.
«La belleza cruel de la reencarnación», me susurró Jufus
en el cogote, pero cuando me di la vuelta ya no estaba.
El Siervo dejó a los jóvenes en el suelo, y ellos
rápidamente se incorporaron y se quedaron
contemplándose el uno al otro. Hablaban ese mismo
alemán con acento.
–¡Amor mío, te has convertido en un hombre! –exclamó
ella.
Los jóvenes se miraban y reían exageradamente como en
una pantomima.
–¡Han confundido los cuerpos! –siguió ella.
–¡Ahora vas a saber lo que se siente cuando te la meten
hasta el fondo! –dijo él, y se arrojó sobre ella riendo a
carcajadas.
–¡Espera, Henriett, espera! –le suplicó la chica, que de
pronto había dejado de reírse.
Pero Henriett no esperó porque ahora era un hombre: le
dio un puñetazo en el estómago, la inmovilizó y, a pesar de
sus protestas, la forzó y se pusieron a follar allí mismo,
entre los gusanos y la escoria de sus propios cuerpos en
putrefacción.
Miré a Nora: a ella no parecía importarle nada más que
seguir adelante metódicamente con su tarea. Tenía los
brazos en carne viva. El francés lloraba sentado debajo de
un árbol.
El Alto Siervo posó su mirada sobre nosotros, así que
decidimos que había llegado el momento de ponerse en
movimiento.

EL FINAL DEL CAMINO

El viaje nunca termina bien. Téngalo en cuenta si está


pensándoselo. El grado de satisfacción al final dependerá
siempre de lo satisfechos que estuviéramos con nuestras
vidas anteriores. Cuanto más nos gustase lo que teníamos,
menos nos gustará el resultado del viaje. Puede terminarse
pronto, como le pasó a la rubia que apenas llegó a
emprenderlo, o algo más tarde, pero siempre termina mal.
Cuando llegamos, la puerta estaba abierta para
recibirnos. Nora me apretó la mano tanto como se lo
permitió su debilidad. Tenía la piel caliente y húmeda por la
fiebre.
–¡No me sueltes! –me pidió.
El francés lloriqueaba detrás de nosotros. Había estado
rascándose compulsivamente la cara y la tenía cubierta de
arañazos sanguinolentos. Hacía ya unas horas que se había
vuelto loco.
La gigantesca puerta estaba hecha de restos humanos;
aquí y allá podían distinguirse una cara, un ojo, un puñado
de dientes. Me volví porque por un instante se me ocurrió
pensar que podía haber elección, pero no. Aunque por
supuesto yo no podía saberlo de antemano, este era el
destino de mi viaje, estar ahí delante de esa puerta con
Nora había sido el objetivo desde siempre. Debería
haberme sentido feliz, o aterrorizado, pero la verdad es que
estaba más allá de todo eso. Estaba vacío. Un pedazo de
nada, lo mismo que siempre había sido.
Entré con Nora en los dominios de Askatoth. Desde su
trono nos observaba uno de los Señores sin Nombre.
Es importante saber que ni la mente ni el cuerpo
humanos pueden soportar la visión de los Señores sin
Nombre. Ténganlo bien presente aquellos que se decidan a
realizar el viaje con el único propósito de verlos. No lo
lograrán. Tal vez nosotros mantuvimos contacto visual con
aquel Señor sin Nombre (si es que esa pesadilla era su ojo),
pero me resulta completamente imposible describir la
experiencia. Sería como pretender describir el tiempo y el
espacio y la existencia misma con palabras, un intento
inútil.
Una niebla roja se cernió sobre mi mente y pensé que tal
vez había muerto. Sí, estaba muerto, y fue la voz de Nora lo
que me atrajo de nuevo a la vida. Volví a ocupar la cuna de
mi carne, y vi. Nora sonreía, no seca y tristemente como
otras veces sino pletórica de alegría. Estaba desnuda y su
vientre mostraba una herida nueva, un tajo rojo que se lo
dividía en dos.
–Estoy en casa –me dijo.
Ahora estábamos en otra sala, pero yo aún me sentía bajo
la influencia del Señor sin Nombre. Estaba tumbado en el
suelo, los dedos me hormigueaban. Extraños altares
flotaban en las alturas, cubiertos de cuerpos torturados,
crucificados, que se retorcían y gritaban.
«Se te ve muy bien», quise decirle a Nora, pero de mi
garganta seca y dolorida no salió ningún sonido.
–No intentes hablar –me dijo ella acariciándome la
cabeza–. Has estado gritando durante días y eso no le ha
sentado nada bien a tus cuerdas vocales. El francés al final
pudo arrancarse los ojos. Ha tenido suerte, aceptaron su
ofrenda y dejaron que se fuera.
Me besó y su olor a especias me inundó las fosas nasales.
A lo lejos oí un aullido que me estremeció hasta el tuétano
de los huesos.
–Escúchame –siguió Nora, sosteniéndome el mentón con
sus dedos, que ahora parecían fortísimos–, tienes dos
opciones. Morirte, y yo en ese caso me ocuparía de que te
fueras con el menor sufrimiento posible… –Sentí un
arrebato de amor por ella: Nora era la única persona que
me importaba en el mundo, la única que me ofrecía una
salida–, o convertirte en mi esposo. Nos casarían y yo sería
tu mujer.
No me hizo falta pensármelo. Tomé su mano y le besé el
dedo anular. Nora se sonrojó.
–¿Estás seguro de que es lo que quieres?
No había nada que pudiera desear más, ahora entendía
que había llegado hasta allí justo para eso. Para
convertirme en nada, en menos que un muerto, para ser
completamente anulado. Esa es la mayor recompensa. Para
eso hacemos todos el viaje.
Nora estaba radiante.
–Me quito entonces el traje de novia –dijo, y cogió del
suelo una piedra afilada.
Entendí por qué se cortaba siempre: estaba practicando
para este momento.
Se metió el filo de la piedra entre las piernas y fue
deslizándolo a lo largo del tajo fresco del vientre hasta el
cuello. Y cuando la raja fue lo suficientemente ancha, tiró
de los bordes y la abrió para que pudiera salir la verdadera
Nora, mi fiel esposa, mi Kth’far Ark’the’k, la sobrina de un
Señor sin Nombre.
El caparazón que había sido su hogar durante décadas se
desprendió y cayó inerte al suelo. Mi esposa se arrastraba
hacia mí sobre las patas que no paraban de brotarle de los
costados, mirándome con los ojos que se abrían en su
carne, más y más grande toda ella a medida que se
acercaba. Quise gritar, pero solo me salió un gemido. Ella
ya era enorme cuando me agarró como si yo fuera solo un
pedazo de carne; estaba húmeda y caliente, y algo latía en
su interior, el corazón tal vez, o el amor. Me arrancó la
ropa. Desde lo más profundo de las sombras se arrastraban
seres horripilantes para presenciar nuestra noche de
bodas. Berreaban canciones distorsionadas que creí
reconocer como algunos de aquellos éxitos locales que
habían sonado en el autobús.
Del cuerpo de mi esposa surgió aún un miembro nuevo, y
este iba a servirle para acabar conmigo en cuerpo y alma.
Me penetró con eso simultáneamente por todos los
orificios. Y yo me dejé llevar, traté de verme desde fuera,
como si fuese un extraño para mí mismo, un pedazo de
carne que estaba siendo utilizada, nada más que un pedazo
de carne, aunque en mis oídos resonasen el crujido de los
huesos y el desgarramiento de los tejidos. Y entonces
procedió a destruirme también espiritualmente. Ocupó
todos mis pensamientos y mis recuerdos, todos mis sueños,
y si aún me quedaba alguna, ella me robó hasta la última
esperanza. Ya no iba a necesitarla.
Estoy en casa.
Cuando acabó conmigo, me tiró como al pedazo de
basura en que me he convertido.
Desde entonces vivimos en una relación abierta. Yo en
una jaula de madera bajo tierra, donde de vez en cuando
me echan comida putrefacta. Mi mujer con sus diferentes
parejas, hombres o mujeres, lo mismo le da. Los usa y
luego los tira aquí abajo conmigo. Y si todavía pueden
hablar, nos entretenemos conversando. Siempre hablamos
de ella. De mi mujer.
Ya somos muchos aquí, pero yo sé que sigo siendo el más
importante. Solo a mí me preguntó si quería ser su esposo,
y solo a mí me ofreció una muerte limpia. Si eso no es
amor…
De vez en cuando me visita. Después pasan dos o tres
semanas hasta que doy a luz. Los pequeñajos me roen por
dentro, se alimentan de mis tejidos y me nacen bajo la piel
para corretear por la oscuridad con sus diminutas patitas
articuladas en busca de carne fresca. Luego se convierten
en crisálidas y por fin salen de los capullos en su estado
secundario, con el aspecto de la chica que me visitó en la
habitación del hotel. No sé qué forma adquirirán después.
A veces me dejan salir de la jaula para que ayude a
atender a los turistas en los restaurantes de la ciudad.
Dentro de mi columna vertebral vive un ciempiés que me
vigila para que no me escape.
Pero ¿por qué iba a querer escaparme? Aquí he
encontrado todo lo que alguna vez pude desear. La
ausencia de cualquier responsabilidad. Soy un perfecto don
nadie. Si escribo este informe es porque ellos me lo
permiten, incluso me lo han pedido expresamente. Los
Señores sin Nombre dan la bienvenida a todos los
visitantes que estén dispuestos a multiplicarse por cero.
Aquellos que estén determinados, los que ya hayan
abandonado toda esperanza, que no duden en llamar al
número gratuito de Viajes Abaddon. Nuestros empleados
los guiarán diligentes por el laberinto administrativo.
En cambio, esos otros que alberguen siquiera un atisbo
de duda sobre si están preparados para una experiencia
así, definitivamente deben optar por algo más
convencional.
Pero que todo el mundo tenga esto en cuenta: en algún
momento los Señores sin Nombre también necesitarán
tomarse unas vacaciones. Puede que coincidiendo con el
despertar de los Señores que Duermen.
Tal vez muy pronto.
Y entonces seremos nosotros quienes vayamos a
visitarles a ustedes.
EL COMPLEJO ÁMBAR

La ciudad está a cien kilómetros de la frontera con Ucrania.


Tiene poco pasado y ningún futuro. Es un lugar de paso, en
el que no queda nada ni vive nadie que merezca la pena.
Los afortunados se mudan. Los que se quedan no es que
vivan aquí, simplemente pasan los días desde su nacimiento
hasta su muerte. Muchas veces la delincuencia es su única
forma de vida.
En esta ciudad rara vez ocurre nada extraordinario, y
menos aún en la periferia, donde viven los más pobres.
Esta es la historia de uno de esos raros acontecimientos
extraordinarios.
Béla Ózdi y su pareja, Magdolna, abrieron un bar en las
afueras a mediados de los noventa. Habían remodelado la
casa de tres habitaciones que él había heredado de su tío.
Béla Ózdi estaba convencido de que había dos cosas en la
vida que daban dinero fácil: las mujeres y el alcohol. En los
alrededores había un antiguo cuartel soviético reconvertido
en asentamiento gitano, una fábrica de tejidos medio
abandonada, un molino y un triste conjunto de viviendas
unifamiliares que apestaban a miserias cotidianas, pero
ningún bar, así que Béla Ózdi invirtió casi todos sus ahorros
en abrir el suyo. Para bautizarlo barajaron opciones como
bar Kleopatra o bar Béla, pero al final se decidieron por bar
Suburbano.
Béla Ózdi se encargó personalmente de su negocio
durante tres años, hasta que cuatro balazos pusieron fin a
su empeño, dos en el torso, uno en el muslo y otro en la
garganta, que le atravesó la mandíbula. Todo el mundo
pensó en un ajuste de cuentas, pero en realidad fueron
Magdolna y su amante ucraniano, y lo hicieron por dinero.
Ella fue el cerebro de la operación; él, el brazo ejecutor. A
medida que la policía estrechaba el cerco a su alrededor, el
ucraniano decidió no correr riesgos y metió a Magdolna en
una bolsa de plástico, después de haber puesto fin a su vida
con un solo disparo en la cabeza. Luego se marchó a su
tierra natal, donde, después de varios años de correrías,
acabó bajo los cimientos de hormigón de un garaje.
En esta ciudad son raros los finales felices.
El bar no había sido un gran negocio, pero tampoco iba
mal: todos los alcohólicos y los ludópatas de la zona lo
consideraban su hogar y disfrutaban del ruido de las
retransmisiones deportivas que les llegaba
ininterrumpidamente desde la televisión colgada en la
pared, a ratos combinado con una temeraria mezcla de pop
gitano y rock nacional que salía a chorros por los altavoces.
Las peleas eran un problema recurrente. Aunque solo
cuando la cosa se ponía verdaderamente fea se avisaba a la
policía, cinco o seis veces al mes. En el bar o en sus
inmediaciones se habían cometido tres homicidios, todos
bajo los efectos del alcohol. Dos violaciones tuvieron lugar
en el almacén, ninguna fue denunciada pero a
consecuencia de ellas hubo un parto y un matrimonio.
Tampoco fueron denunciadas las innumerables agresiones
sexuales ocurridas allí mismo o en los alrededores, se las
consideraba «meros jugueteos». A lo largo de la historia del
local hubo que llamar a una ambulancia doscientas treinta
y siete veces por emergencias médicas de todo tipo, y
veintiocho de esos pacientes fueron directamente desde el
hospital a la oscura tumba. Resulta estadísticamente
improbable que nadie muriera nunca en el bar por causas
naturales.
Casi todos los habitantes de los suburbios eran
trabajadores manuales o vivían de prestaciones por
discapacidad. Pocos alcanzaban la edad de jubilación: las
causas de muerte más habituales eran, por este orden, los
infartos, los accidentes cerebrovasculares y el cáncer. De
cada diez personas solo una no bebía regularmente, y solo
tres no fumaban. No había nadie que no rezara por las
noches para tener una segunda oportunidad, empezar de
cero en cualquier otro lugar, ser otra persona.
En ese ambiente había crecido Gábor Szeiber. Había
conocido a Béla Ózdi siendo un niño. Vivía a cinco
manzanas del bar, en una casa unifamiliar de estilo
socialista: un cubo de techo demasiado bajo, habitaciones
pequeñas y un jardín minúsculo con una valla que su padre
había construido con chatarra y pintado después de
amarillo. La ciudad es famosa por la desprejuiciada
relación de sus habitantes con los colores.
Gábor solía ir al bar a comprar tabaco para su padre, y
una vez que se estropeó el televisor familiar Béla Ózdi le
dejó ver los dibujos de Disney que echaban por la tarde.
Las Patoaventuras fueron interrumpidas por la noticia de la
muerte del primer ministro József Antall, algo que causó un
auténtico trauma generacional. Gábor volvió a su casa con
lágrimas en los ojos, como tantos otros niños ese mismo día
a lo largo y ancho del país. Poco después la policía fue a
visitarlo porque él había sido una de las últimas personas
que había visto a Béla Ózdi con vida. Durante mucho
tiempo Gábor consideró que aquella había sido la gran
aventura de su vida, y no estaba tan lejos de la verdad.
A los cuarenta y cuatro años, su padre se agachó para
levantar un remolque y se desplomó. La segunda causa de
muerte: derrame cerebral. Los médicos dijeron que sus
vasos sanguíneos se habían vuelto demasiado estrechos y
ya no pudieron resistir más. Esos cuarenta y cuatro años
fueron todo lo que se le había concedido, no había nada
que ellos pudieran hacer por él. Cuando el cuerpo de su
padre estuvo humildemente enterrado, se prometió a sí
mismo abandonar la protección del hogar y marcharse de
su ciudad natal para iniciar en cualquier otra parte una
exitosa carrera digna de su talento. Fuera este el que
fuese.
Lo dio todo. Fue admitido en la universidad, el primer
universitario de la familia. Pero desde el primer día supo
que no estaba hecho para eso. Logró aprobar los exámenes
por los pelos, sin sobresalir en nada, y a mitad del cuarto
semestre su ímpetu se había agotado.
Agachó la cabeza y se volvió al cubo de la valla amarilla
con su madre. Al principio se dijo que solo estaba
tomándose un descanso en sus estudios, para ayudar un
poco en casa y recargar pilas, pero en el fondo sabía que se
había rendido, que había claudicado de todo hacía ya
mucho tiempo, puede que desde el instante mismo en que
nació.
Era aquella ciudad. Aquel barrio con sus solares baldíos
alrededor de las casas, las calles llenas de baches, los
hombres con las camisas mal abotonadas, los cigarrillos
baratos, el alcohol con sabor a químicos, la luz sucia de las
farolas, las reyertas nocturnas, los chirridos de las puertas,
los tiestos de geranios moribundos, las risotadas que
terminaban en ataques de tos, las bocas melladas, los
gruñidos de los perros callejeros y, en el centro de todo, el
Suburbano.
Aquella ciudad. Aquel barrio. Aquel puto bar.
Desde niño supo que no había escapatoria. Si habías
nacido allí también tendrías que morirte allí, amargado y
embrutecido, sin que nadie te echase de menos. La ciudad
era una trampa.
Ahora Gábor trabajaba cargando sacos por menos del
salario mínimo. Era un trabajo elemental que le dejaba
demasiado tiempo para pensar. Como un preso que rumia
una y otra vez los errores de su vida, se repetía que las
cosas habrían sido diferentes para él si hubiera tomado
otras decisiones. Si hubiera leído más, estudiado más,
aprovechado más el tiempo, ahora a lo mejor sería alguien.
Para empeorar las cosas, su paso por la universidad lo
había vuelto demasiado fino para el duro trabajo físico.
Aunque él mismo había elegido volver, se sentía humillado,
cada saco de cemento sobre sus espaldas era una prueba
más de su fracaso.
Su trigésimo cumpleaños se le venía encima tan rápido
como las noches en otoño, y una mañana tomó una decisión
precipitada: se convertiría en un alcohólico. Formulado el
proyecto, ya solo tenía que emborracharse todos los días.
Metódicamente, con determinación. Si no había sido bueno
en ninguna otra cosa, al menos lo sería en esto. Muchos en
su entorno ya eran alcohólicos o estaban a punto de serlo,
pero ellos se precipitaban inconscientemente hacia ese
estado, desarrollaban el hábito sin darse cuenta. Lo de
Gábor era otra historia. Él tenía una misión.
A su madre le daba igual. Se había convertido en ese tipo
de mujer que se desespera en silencio, se retuerce las
manos y cuelga crucifijos en las paredes; desde la muerte
de su marido, había aceptado que no era nada. A ella
también le habría gustado convertirse en una alcohólica,
pero no tenía estómago para eso.
Por un prurito de sofisticación, a Gábor por su parte le
habría gustado emborracharse en bodegas con el
asesoramiento de sumilleres. Pero por allí no había sitios
así, solo el Suburbano con sus luces de Navidad alrededor
de las ventanas, sus partidos de hockey sobre hielo en la
tele, el rastrero rock nacional aullando por los altavoces y
los hombres con sus jerséis de punto jugando a las cartas
en las mesas. Ese era el bar que esperaba a Gábor. Lo
había estado esperando siempre, pacientemente, como un
buen amante.
Con el jornal de la semana en el bolsillo, Gábor salió al
frío de noviembre en la calle. Había comprado un paquete
de cigarrillos de los más baratos, le había dado a su madre
algo de dinero para los gastos de la casa y el resto iba a
bebérselo.
Las chatas chimeneas escupían humo: era más barato
quemar la basura para calentarse que pagar el gas. El aire
brumoso estaba cargado de un olor penetrante que Gábor
siempre había asociado con el crepúsculo, el otoño y el
fracaso. Por eso odiaba esa estación del año, desde que era
niño la odiaba.
Cruzó las vías del tren, pasó por delante de los focos del
molino y avanzó por el asfalto húmedo. Hacía mucho
tiempo ya que Gábor había dejado de pensar en nada
importante. Se contaba chistes a sí mismo o reproducía
viejas conversaciones imaginando lo que tendría que haber
dicho en lugar de lo que dijo. Podría haber escuchado
música en su teléfono, pero las canciones que le gustaban
le recordaban lo bajo que había caído. Para los del barrio
esa música era demasiado intelectual, afeminada.
Al principio pensó que se trataba de algún tipo de animal.
Solo los animales se quejan así, los perros, por ejemplo,
cuando les pica un tábano o se parten una pata. Gruñidos.
Solo un animal que aprieta los dientes en torno al cuello de
otro gruñe así. Entonces lo comprendió.
Gábor no corrió a prestar ayuda, pero tampoco huyó. Se
quedó petrificado. ¿Él era de los que huyen o de los que
actúan? Sabía que se encontraba ante una decisión
importante para su vida. Pero ahora se daba cuenta de que
él no era de los unos ni de los otros, de modo que
simplemente permaneció allí mientras la noche le caía
encima, aterido de frío en mitad de la carretera.
La agresión había tenido lugar algo más allá de la cuneta.
La víctima, un hombre de unos treinta años, había
escapado de las garras de su atacante y se arrastraba
tratando de alcanzar la carretera.
Gábor lo reconoció. Máté no sé qué, se llamaba,
mecánico y usurero de poca monta, un tipo bajo y fornido
que llevaba la ropa muy ajustada y parecía un cerdo con
camiseta. Un tren que se acercaba por las vías iluminó la
escena del crimen. Bajo esa luz fugaz la sangre parecía
negra. Lo habían apuñalado en el cuello y en el estómago.
Una mancha de orina le oscurecía los pantalones.
Trastabillando miró a Gábor desde la cuneta, o miró a
través de él, como si ya mirara más allá de esta realidad,
deseando haber llegado ya a ese otro lugar. Luego se
desplomó al borde de la carretera y, después de dos o tres
convulsiones, se quedó inmóvil.
Gábor miró al asesino y pensó que luego, cuando todo eso
pasara, le pedirían que lo describiera. Procuró poner orden
en sus pensamientos y tomar rápidamente nota de sus
rasgos físicos para poder usar las palabras precisas cuando
llegara el momento. Alrededor de veinte años, chaqueta
vaquera, pelo corto y de punta, ojos inyectados en sangre,
la nariz torcida como si se la hubieran pegado de cualquier
manera en la cara. Lo reconoció por eso, por la nariz. Era
Feri, uno de los habituales del bar. Bebía siempre vino
blanco con soda en el mismo rincón, de dos en dos copas
siempre, primero una y enseguida la otra. Tiene un
cuchillo, pensó Gábor. Del cuchillo que tiene en la mano
gotea la sangre de un muerto.
Entonces le asaltó una idea poco tranquilizadora. No va a
haber policía, no habrá ningún interrogatorio. No tiene por
qué hacerse ninguna descripción mental de Feri. Lo que
tiene que hacer es correr. Si consigue llegar corriendo
antes que él al bar, para el que aún faltarán unos mil
metros, estará a salvo. O podía quedarse donde estaba y
hacer como si no hubiera visto nada.
Feri se lamió la comisura de los labios.
–Tuve que hacerlo. Me pedía demasiado. Faltó a su
palabra. Un apretón de manos entre hombres es suficiente,
ya sabes cómo va –dijo.
Gábor asintió. Tenía la boca demasiado seca para decir
nada.
–Te conozco del bar –continuó Feri–. Te invito a unas
rondas. Vemos un partido. Te olvidas de lo que has visto.
Gábor volvió a asentir, pero Feri se le acercó más,
empuñando el cuchillo con fuerza, listo para clavárselo.
Gábor sabía que nunca llegaría al bar, que aquellos iban a
ser los últimos latidos de su corazón, que si daba un paso
sería el último, que todo ese gran y estúpido sistema que es
el cuerpo humano se convertiría en algo inútil, un pedazo
de carne en la cuneta. Su voz sonó ridículamente aguda,
femenina, una voz de la que avergonzarse después. Si
hubiese ocasión.
–¿Pero por qué? Yo no he hecho nada.
Feri se acercó aún un poco más. Gábor sabía que ni
siquiera podía intentar echarse a correr, le temblaban las
piernas, tenía un nudo en el estómago, le faltaba el aire.
–Tranqui, lo haré rápido, ¿vale? Si no te resistes no te
dolerá.
Gábor retrocedió hacia el otro lado de la carretera
temiendo tropezar en cualquier momento con un bache.
Volvió a pensar en correr hacia la oscuridad, atravesando la
cuneta, como probablemente lo había intentado Máté no sé
qué un poco antes. Pero respiró hondo y volvió a evaluar la
situación. Lo que estaba pasándole, se dijo, era solo una
versión más acelerada de lo que él mismo había planeado.
La bebida tardaría años en matarlo, posiblemente décadas.
Pensó también, y casi le dio la risa, que de paso le
ahorraría disgustos y algún dinero a su madre.
Miró a Feri a los ojos y Feri sonrió. Gábor se propuso no
cerrar los ojos. Mientras sus ojos pudieran ver, él vería con
ellos. Los dos estaban tan atrapados en sus papeles, el
asesino y la víctima, que ninguno vio el coche que se
acercaba con las luces apagadas: un Audi negro que jamás
se habría detenido en un barrio como aquel, a no ser que se
hubiese averiado, si es que ese tipo de coches se averiaba
alguna vez. Al oír el impacto del coche contra el cuerpo de
Feri, Gábor dio un respingo. Feri giró sobre sí mismo, el
cuchillo salió volando de su mano y se clavó en la tierra, y
después él se desplomó sobre el asfalto. El Audi frenó
emitiendo un largo chirrido. La puerta del copiloto se abrió
y se bajó un hombre calvo con un abrigo largo de lana.
Llevaba gafas gruesas con montura de cuerno y estaba
visiblemente borracho. Se puso un cigarrillo en la boca y lo
encendió con un Zippo. Se inclinó hacia el interior del
coche, sacó un gorro de punto y se lo puso. Feri no se
movía. El calvo miró a Gábor y volvió a inclinarse hacia el
interior del coche.
–Aquí lo tienes, ¿no querías hablar con él?
–¿Y el otro? –se oyó desde dentro.
–¿Qué?
–¡El tipo al que hemos arrollado!
–Está ahí tirado.
–¿No se mueve?
El calvo miró a Feri sin acercársele. Feri empezaba a
recuperar el conocimiento y gemía de dolor.
–Vivo parece que está.
Un hombre asomó la cabeza por una de las ventanillas de
atrás, oteó a su alrededor como una nutria paranoica y al
final fijó la mirada en Gábor. Sonrió y, como si no acabaran
de atropellar a alguien, dijo a voz en cuello:
–¡Pero, hombre, Gábor, ¿cómo te va?!
Y salió del coche con los brazos abiertos como para
abrazarlo. Gábor se quedó mirando al hombre ahí plantado
como un Cristo crucificado que le sonreía de oreja a oreja.
Era un hombre delgado, de su edad, con una perilla
perfectamente esculpida. Llevaba unas Ray-Ban y una
chaqueta gris.
–¿Feri? –preguntó incrédulo Gábor.
–Claro, quién si no. ¿No me reconoces? ¿Qué haces tú
aquí?
Feri se cansó y bajó los brazos.
–¿Estaban a punto de matarte o qué demonios estaba
pasando aquí? –preguntó Feri.
–Sí –respondió Gábor.
Le temblaban las piernas y sentía que iba a desplomarse
en cualquier momento, se notaba los músculos, todos esos
músculos que lo sostenían y que deberían estar ya muertos.
Los temblores le llegaron al estómago y unos segundos
después se habían apoderado de él por completo. Le
castañeteaban los dientes, pensó que nunca más podría
volver a hablar.
–Creo que tu amigo está en shock –dijo el calvo.
–Sí. Escucha, ¿por qué no nos lo llevamos? –preguntó
Feri.
–¿Qué?
–Digo que deberíamos llevárnoslo. En el coche hay sitio, y
Zanó dijo que habría alguien más con nosotros. Uno al que
no han invitado.
Desde el fondo de un pozo Gábor observaba a los dos
hombres discutiendo sobre su vida, sobre eso que se le
podía quitar a uno en un instante solo con tener un
cuchillo. Y ni siquiera: con la determinación de matar era
suficiente.
–¿Y qué pasa si alguien más lleva a alguien más? ¿Qué
hacemos con él si no se le permite bajar?
Feri no se daba por vencido, y Gábor pensó que tal vez
debería sentir algún afecto por él en aquellas
circunstancias. Sería lo suyo. Pero no sentía nada. Era
culpa del nombre, estaba seguro. Este era el segundo Feri
de la noche; si solo se tuviera en cuenta el nombre, los dos
podrían ser el mismo. Un asesino. ¿Cuántos Feris habrá en
el mundo? ¿Cuántos asesinos?
–Escucha, creo que se refería a este. Quiero decir…, la
situación esta ha sido bastante dramática, ¿no? ¿Qué
probabilidades había de que lo encontráramos? Es él,
vamos a llevárnoslo.
Junto a la cuneta, el Feri que ese día ya había matado a
alguien estaba tratando de ponerse de pie. El otro Feri y el
calvo agarraron rápidamente a Gábor y lo metieron en la
parte de atrás del coche. Él no se resistió. Le dieron un
trago de brandi de una petaca y el alcohol lo calmó. Pronto
se sentía casi cómodo. El Audi avanzaba por las calles
oscuras.
El coche era del calvo, Mihály. Mihály era vicepresidente
de una empresa austriaca de importación y exportación.
Tenía dos casas, una en Viena y otra en una zona pija de
Budapest. Se iba de vacaciones dos veces al año. Unas de
esas vacaciones las dedicaba a viajar por el mundo para
follar con la mayor cantidad posible de mujeres. Le daba
igual tener que seducirlas o pagarles. Había superado ya el
gusto por las razas exóticas y desde hacía años se
concentraba en buscar las diferencias entre las mujeres
según sus países e incluso sus regiones de origen. Se veía a
sí mismo como una especie de coleccionista de arte o como
un apasionado gourmet. Tenía que gozar de las mujeres en
sus regiones respectivas, en su tierra natal, para
saborearlas junto con los aromas locales. Era una pasión
suya, un fetiche, si se quiere ver así.
Sus otras vacaciones las dedicaba a la cata de vinos. Se
relacionaba con el vino y con las mujeres de una forma
parecida. Ambos eran el resultado de la edad, el lugar y la
crianza. Igual que a las mujeres, le gustaba saborear el
vino allí donde crecían las uvas, donde se prensaban, en su
propia tierra. Quería sentir la brisa que acariciaba los
racimos, la luz del sol que nutría las hojas, tocar la tierra,
los minerales que matizan el sabor de los caldos. Y siempre
terminaba sus rutas del vino en Hungría, siempre en el
mismo lugar. El lugar hacia el que se dirigía ahora el Audi a
toda velocidad en mitad de la noche. Los viñedos de Zanó.
El coche lo conducía una mujer, Daniella. Ella había
atropellado a Feri, incluso había pisado a fondo el
acelerador para asegurarse de que aquel tipo se volviera
inofensivo. No era su primera vez.
Gábor le dio las gracias, pero la mujer no respondió. Con
sus ojos azules fijos en la carretera, se fumaba un cigarrillo
tras otro. Tenía el pelo teñido de blanco. Una sola de sus
prendas costaba más de lo que Gábor ganaba en un año
entero. Los padres de Daniella habían emigrado en el
momento adecuado al país adecuado, y cuando ya eran lo
suficientemente ricos, después de la caída del comunismo,
regresaron a Hungría espoleados por una nostalgia
imposible. Se habían conocido de jóvenes junto al lago
Balatón, y terminaron ahogándose en ese mismo lago
durante una tormenta y dejándole una considerable fortuna
a su única hija.
Tras la muerte de sus padres, Daniella empezó a buscar
algo que no podía verbalizar. Ya lo tenía todo y sin embargo
necesitaba algo más. Hablaba siete idiomas con fluidez. Se
había licenciado en Filosofía y Letras, Economía, Química y
Psicología. Cuando sus estudios no la satisfacían, se
lanzaba a viajar por el mundo. Había trabajado para la Cruz
Roja en África, en los campos de té en Sri Lanka, en un
barco en la Amazonia. Estuvo a punto de retirarse a un
convento en Argentina, pero en lugar de eso se metió en las
drogas durante un tiempo, aunque afortunadamente fue
capaz de abandonar pronto el hábito.
Su vida había sido una búsqueda constante, la búsqueda
de algo que estaba más allá de lo tangible, más allá de todo
lo que una persona pudiera poseer, más allá del cuerpo, de
los pensamientos. Tal vez en la bodega de Zanó pudiese
encontrar lo que buscaba. Pero eso era a su vez lo que más
temía. ¿Qué sería de ella si lo encontraba? ¿Cuál sería
entonces el motor de su vida?
Daniella encendió otro cigarrillo.
Feri y Gábor se conocían de la universidad, habían
compartido habitación en el colegio mayor. Muchas veces
bebían juntos contemplando la ciudad desde la ventana del
dormitorio, y entonces pensaban que la juventud no se
acabaría nunca, que la universidad duraría para siempre,
que los exámenes y las fiestas mantendrían a raya la edad
adulta, y soñaban con un futuro en el que, mágicamente,
todo saldría bien y los dos estarían tan satisfechos como lo
estaban en aquella sucia habitación después de haberse
pimplado tres botellas de tinto.
Feri vivía ahora en ese futuro. En la universidad había
hecho sus contactos: el sindicato de estudiantes fue la
plataforma perfecta. Igual que Gábor, abandonó los
estudios sin haberse graduado. No necesitó ningún título
para emprender una fulgurante carrera como director de
departamento de un sitio web internacional con sede en
Hungría de porno en directo llamado
pornaftermidnight.com. La empresa, completamente legal,
se dedicaba básicamente a la explotación de mujeres en
todo el mundo.
Feri ganaba más en un año que sus padres a todo lo largo
de sus dos esforzadas vidas. La mano de obra húngara es
barata y fácil de reemplazar, pero Feri había logrado
hacerse imprescindible en la empresa. Antes de cumplir los
treinta, ya tenía todo lo que alguna vez había soñado con
tener. Durante un tiempo se entregó a la vida disoluta,
coqueteó con diferentes drogas mientras perseveraba en
una equilibrada relación con el alcohol. Durante un tiempo
cada noche se acostaba con una mujer distinta, hasta que
conoció a la buena, una chica llamada Eszter que trabajaba
como prostituta en el centro de la ciudad. Sus tarifas
estaban muy por encima del mercado y Feri le hizo una
visita por curiosidad.
No era el sexo. Era que la chica cantaba en voz baja una
melodía etérea que te sacaba del tiempo y del cautiverio de
la percepción y te trasladaba a un lugar perfecto. Feri se
gastó una fortuna en Eszter. Se volvió adicto a ella, mucho
más que a cualquiera de las drogas que hasta entonces
había probado. Hasta le propuso matrimonio. El dinero
daba igual, le habría comprado una casa, coches, un zoo, lo
que ella quisiera.
Estuvieron saliendo un tiempo: Eszter le cantaba gratis y
Feri empezó a pensar que todo estaba bien, que había
encontrado la felicidad y que ella se quedaría con él para
siempre. Se sentía completo. Entonces una mañana de
noviembre de hacía ahora dos años Eszter se ahorcó. La
asistenta encontró el cuerpo. Unos días antes alguien le
había enviado a la chica una cinta en un sobre sin remite.
Esa cinta estaba en la grabadora cuando se suicidó. Feri la
reprodujo, pero estaba en blanco. Fuera de sí, destruyó la
grabadora, rompió en mil pedazos el casete y terminó
llorando como un niño sobre el frío suelo, entre los
escombros de su vida. Y se quedó dormido.
A la mañana siguiente lo limpió todo, sacó la basura y
aceptó que nunca volvería a ser feliz. Se entregaría a todos
los excesos, se fumaría todo lo que no pudiera beberse y se
daría la vida padre hasta que por fin se lo llevara la muerte.
Por supuesto, cuando le contó a Gábor en qué había
invertido sus dos últimos años no le dijo nada de lo de
Eszter y su canción, solo le habló de sus éxitos, de las
fiestas salvajes y de cómo había estrellado su Bentley el
año anterior conduciendo borracho, pero qué demonios,
siempre había disponible un último modelo. Le contó que
les había comprado a sus padres una casa tan grande que
todavía se perdían en ella. Que ahora era el momento de
invertir en oro porque el precio estaba subiendo. No
mencionó las noches de insomnio, los ataques de pánico, su
intento de suicidio. Tampoco que la cata de vinos a la que
ahora estaban dirigiéndose le había dado nuevas
esperanzas ni que esas esperanzas eran lo único que le
permitía resistir por el momento la llamada del dogal.
Gábor se fumaba un cigarrillo tras otro, las manos
todavía le temblaban. En el coche sonaba una música
suave, un nocturno de Chopin, elección de Daniella.
–¿Y tú? ¿Qué es de tu vida? –le preguntó Feri a Gábor.
–¿De mi vida?
–Sí. ¿Qué has hecho después de la universidad?
Gábor se hundió en sus pensamientos. Hacía siglos que
no se veía en una situación así, mostrar su mejor cara,
aparentar firmeza sobre los pilares del éxito, omitir cada
mal paso, centrarse en los logros. Pero ¿qué logros? ¿Qué
podía decir? ¿Qué mentiras podía inventarse?
–Yo solo quiero emborracharme –dijo al fin con total
sinceridad.
Feri estalló en una risotada tan estruendosa que de
pronto pareció que se les había colado una cabra en el
coche.
–Di que sí, amigo mío. Eso es lo que te hace falta. A ti y a
todos, y enseguida vamos a ponernos a ello.
Gábor cerró los ojos, puede que se quedara dormido un
rato, y cuando los abrió no tenía ni idea de dónde podían
estar. No había ninguna referencia alrededor. Ni ciudad ni
pueblo ninguno. La noche estaba oscura. Como Mihály
insistía, quitaron el cedé de Chopin y, por unanimidad,
decidieron poner uno de Rage Against the Machine. Desde
el tercer tema todos voceaban ya los estribillos en perfecta
camaradería. Eran como niños. Adolescentes a los treinta y
tantos, todavía recuperándose del shock de haberse dado
cuenta de que eso era todo. La vida era eso, ya eran
adultos, aunque todavía hacían como que confiaban en que
hubiera algo más.
Todos menos Gábor. Él ya había perdido toda esperanza y
simplemente disfrutaba del paseo.
La petaca estaba vacía y a Gábor le daba igual adónde lo
llevaban o cuánto duraría el viaje, era bueno estar en
marcha. Se sentía liberado de una pesadísima cadena al
dejar atrás la ciudad, el cadáver que a esas alturas ya
estaría rígido en la carretera, a su madre en casa, de vuelta
a esa época en la que el futuro no iba más allá de la
próxima fiesta. Como una piedra lanzada al aire a la que
todavía le queda un trecho antes de volver a caer al suelo.
Por fin llegaron. Hasta que no abrieron las puertas Gábor
ni se había dado cuenta de que habían parado. Al salir vio
que estaban al pie de una montaña. No tenía ni idea de que
hubiera ninguna montaña cerca de la ciudad, pero había
decidido no darle muchas vueltas a nada. Las nubes se
abrieron para que la luna pudiera asomarse, y su luz de
marfil se derramó sobre las colinas cubiertas de vides. Se
respiraba tranquilidad en el silencio profundo. Había otro
coche aparcado, un Porsche. Apoyado en el capó, un
hombre de unos cuarenta y tantos, con el pelo corto y traje
caro, se fumaba un puro de dulcísimo aroma. En el asiento
del copiloto estaba sentada una mujer considerablemente
más joven que él, de melena negra, con la luz azulada del
móvil iluminándole la cara mientras tecleaba. El hombre
tiró el puro al suelo escarchado y lo pisó con su zapato de
piel según se aproximaba a los recién llegados.
–¡Señores, es un placer volver a verlos! –dijo, y fue
estrechándoles la mano uno a uno.
En casi todos los dedos llevaba anillos.
–Creo que aún no nos conocemos –dijo al llegar a Gábor–.
Soy Róbert Ko˝vári. Señor Ko˝vári para los amigos.
–Gábor.
–Gábor –repitió el señor Ko˝vári como si saboreara el
nombre–. Encantado de conocerle. Permítame entregarle
mi tarjeta.
De uno de los bolsillos de su chaqueta, de hechura
impecable, sacó un pequeño tarjetero de plata y extrajo una
tarjeta. Vinicultor y enólogo, se leía. Gábor no podía
saberlo porque sus existencias transcurrían en planos
paralelos, pero el hombre que tenía delante exportaba sus
vinos y sus opiniones a los cinco continentes y a precios
completamente indecentes.
–Es su primera vez en las bodegas Zanó, ¿cierto?
Afortunado usted. Ojalá yo pudiera volver a probar estos
complejos por primera vez. Aunque en realidad qué más da,
cada vez es diferente.
Gábor no tenía idea de qué podían ser los complejos, pero
no se atrevió a preguntar para no revelar su incultura.
–¡Daniella, usted siempre espléndida! –exclamó el señor
Ko˝vári volviéndose hacia ella.
–También a su mujer se la ve espléndida ahí dentro del
coche –dijo Daniella.
Era la primera vez que abría la boca en lo que iba de
noche.
–Bueno, sí, ya sabe cómo es. El relente le desagrada.
–¿Y no habría sido mejor entonces que se quedara en
casa?
Daniella se apartó del hombre, que se limitó a sonreír
como si le hubieran hecho un cumplido.
–Creo que los demás acaban de llegar –dijo Mihály.
A lo lejos se veían los faros de un coche buscando en la
oscuridad el camino hacia la montaña. Mihály encendió un
cigarrillo. Cuando se lo terminó, el otro coche ya había
llegado, un Toyota rojo, con la música a todo volumen. El
humo acumulado en el interior impedía distinguir a los
ocupantes. El coche aparcó, se abrieron las puertas y
salieron tres personas.
–¡Qué pasa, cabrones! –gritó el conductor, y saludó a los
presentes abrazándolos a todos; apestaba a alcohol y a
mariguana–. Contigo no caigo, tío –le dijo a Gábor.
–Gábor.
–¡Gábor! Qué de puta madre que estés aquí. Llámame
Alex. Yo también me llamo así a mí mismo –dijo, y soltó una
especie de relincho que duró algo más de lo debido.
–¿Tú también te dedicas al vino? –le preguntó Gábor.
–¿Al vino? No, soy agente inmobiliario. ¿Necesitas piso?
¡Tengo unos cuantos!
–No, gracias.
–Te presento a mis colegas –y señaló a sus compañeros de
viaje.
El tipo que había salido tambaleándose del asiento del
copiloto se acercó a Gábor.
–Gábor –dijo Gábor, y sintió que era un robot programado
para repetir siempre lo mismo.
–Yo Jefe.
Jefe no parecía tener más de quince años, pero en
realidad tenía treinta. Llevaba el pelo corto repeinado a un
lado y pesaría como mucho cuarenta kilos. No tenía tarjeta
de visita porque a la mierda las tarjetas de visita, si no
saben quién eres es su problema, pero si la hubiera tenido
sin duda en ella se habría leído: vinicultor del rock’n’roll. A
todos los vinos que embotellaba les ponía nombres de
bandas de rock. Últimamente no estaba atravesando una
buena racha, puede que su inspiración estuviera
abandonándolo.
Los vinicultores estaban allí por trabajo; el resto, por
diversión.
–Y esta es Cseszi –dijo Alex, y soltó un eructo.
Cseszi era una mujer pelirroja. No se presentó, solo hizo
un gesto rápido con la mano y se encendió un cigarrillo. Se
remangó el jersey y Gábor pudo verle los tatuajes.
–Molan –dijo señalándolos.
–No me los he hecho para ti –le respondió la mujer, y le
dio otra calada a su pitillo.
Se abrió una puerta en la ladera y un hombre salió de la
montaña. Gábor ni siquiera se había dado cuenta de que
hubiera una entrada ahí excavada.
–Perdonad el retraso, me han entretenido ahí abajo. Para
los que visitan mi bodega por primera vez, soy Zanó.
Zanó rondaría los cuarenta, pero ya tenía el pelo casi
completamente blanco. Llevaba botas de campo, un sencillo
jersey de punto y pantalones cargo. Balanceaba en una
mano un cubo de plástico que lanzó enseguida a un lado
para proceder a estrecharles la mano a todos. También le
dio la bienvenida a Gábor. Desprendía un extraño olor a
bodega que no le resultó en absoluto desagradable.
–Así que eres tú. Les dije a estos que traerían a un
extraño. Y acerté. Estás teniendo una noche de aventuras,
¿no? Vamos a bajar y echas un buen trago –le digo a Gábor
mientras lo guiaba hacia la puerta de la bodega.
–¿Es usted vinatero? –le preguntó Gábor.
–Tutéame, por favor, que yo te he tuteado a ti. ¡No
seamos tan formales! –y se rio.
Hablaba rápido, con un ritmo peculiar, prolongando a
veces las sílabas finales de las palabras y otras
acortándolas. Era un dialecto regional, supuso Gábor, pero
no podía identificar de dónde. No le resultó irritante. Todo
lo contrario. Se sorprendió a sí mismo tratando de imitar la
extraña entonación en su cabeza.
–Entonces…, ¿eres vinatero? –volvió a preguntarle.
–Podríamos decir que sí, pero no me gusta llamarme así.
Hay muchos vinateros en el mundo, ¿sabes?, y yo los
admiro, elaboran magníficos caldos. Pero yo no me
considerado uno de ellos. No quiero adornarme con plumas
ajenas. Porque yo no hago vinos, yo hago complejos.
–¿Y no es lo mismo?
–Parecido, pero no lo mismo. Ahora los pruebas y luego
me dices si te gustan o no, ¿de acuerdo?
–¿Tienen alcohol?
–¡Claro que sí, jovencito! ¿Qué tipo de bebida alcohólica
iba a hacerse sin alcohol? –y volvió a reírse.
La puerta se abrió a un espacioso vestíbulo, la entrada a
la bodega, situada a nivel del suelo. Al fondo unas escaleras
bajaban hacia el vientre de la montaña. En el fresco
espacio del vestíbulo se alineaban enormes barriles de
madera y metal. Suelo sencillo de cemento y candeleros
con velas en las paredes. En el centro del espacio, un
taburete verde con pequeños vasitos de cristal tallado a
mano llenos de palinka. Cuando todos hubieron entrado,
Zanó cerró la puerta, cogió la bandeja con los vasos y fue
ofreciéndoselos uno a uno a sus visitantes. Al final, él cogió
el único que quedaba.
–Gracias por honrarme con vuestra presencia.
¡Brindemos por el placer de degustar juntos estos
complejos!
Todos alzaron sus vasitos y se bebieron el aguardiente de
un trago. Es como beber seda caliente, pensó Gábor.
Después del brebaje con olor a lejía al que estaba
acostumbrado en el Suburbano, aquella bebida hecha por
manos expertas era como una caricia. Era palinka de
melocotón: bajó suavemente hacia el estómago y preparó
allí un nido confortable y tibio. Su aroma permaneció
mucho tiempo entre el paladar y la cavidad nasal. Gábor lo
saboreó con los ojos cerrados.
–Tienes que bebértelo, querida. No podemos continuar si
no.
–No me gusta el palinka.
Solo entonces advirtió Gábor que la esposa del señor
Ko˝vári no había vaciado su vaso. Únicamente lo había
mantenido alzado en la mano al tiempo que estiraba el
dedo meñique. Llevaba el pelo negro recogido en una
trenza. Las cejas se asentaban decididas sobre sus ojos.
–Pues lo lamento, querida. La cata solo puede dar
comienzo después de haber ingerido esta pequeña cantidad
de alcohol.
–Es que yo no suelo beber –dijo ella.
–Entonces, ¿qué haces aquí?
La mujer le dirigió una mirada demoledora a su marido.
–No hay problema, yo me bebo lo suyo –propuso Cseszi.
–No, querida, eso no es posible. A cada cual lo suyo.
El señor Ko˝vári se volvió hacia su esposa.
–Te dije que si no ibas a ser capaz de comportarte te
quedaras en casa –le susurró entre dientes.
–¡Al infierno tú y tus vinos! –gritó ella.
–¡Santo Dios, ya están estos dos otra vez! –ronroneó
Mihály poniendo los ojos en blanco.
Alex observaba la situación con una sonrisa sardónica.
Zanó intervino con suma amabilidad, pero Gábor sintió que
de pronto el aire se había cargado de violencia.
–Creo que será mejor invitar a la señora a que se vaya.
No hay ninguna necesidad de obligarla a participar en nada
que no desee o que pueda encontrar desagradable. ¿No es
cierto?
–Puedo bajar y mirar sin más –sugirió ella.
–No, querida, eso no es posible. Puedes esperar aquí o
marcharte, lo que prefieras.
–¿Cómo dice? ¿Me está echando? ¿Y tú vas a permitirlo? –
miró a su marido en busca de respaldo.
–No me dejas otra opción. He querido compartir contigo
algo maravilloso y tú te comportas así… –le contestó él.
–Como si me importaran algo a mí tus maravillas –le gritó
ella.
El hombre se sacó del bolsillo de la chaqueta la llave del
coche.
–Toma. Ya me acercará a mí alguien.
–¿Tus asquerosos vinos significan más para ti que yo?
El señor Ko˝vári miró a su mujer de arriba abajo.
–Eso parece.
La mujer sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad,
cogió la llave de la mano del hombre y salió teatralmente
del vestíbulo a la oscuridad de la noche. Quiso cerrar
dando un portazo pero el portón pesaba demasiado. Zanó
tiró en una pileta el contenido del vaso de la mujer y cerró
el portón con llave.
–Ahora podemos bajar –dijo.
El grupo emprendió el descenso hacia las profundidades
de la bodega. Al empezar a bajar tuvieron que agacharse y
solo pudieron enderezarse cuando llegaron al final de la
escalera. A Gábor le dio un poco de claustrofobia.
Un largo y estrecho pasillo excavado en la roca y mal
iluminado con focos conducía al infinito. En fila india,
avanzaron como una serpiente entre la tierra. Una persona
gorda se habría quedado atascada.
–Es enorme este sitio, ¿no? –le dijo Gábor a Feri casi en
un susurro, a saber por qué.
–Enorme, sí. No es una sola bodega. Es todo un sistema
de bodegas excavadas en la roca y conectadas por pasillos.
Cada año se bebe en una distinta y todavía no hemos
estado en la misma dos veces.
–¿Y cuántas veces has venido a beber aquí?
Feri ahora también susurraba.
–Yo dos. Pero el señor Ko˝vári por lo menos una docena. Y
escucha esto: dice que su padre y hasta su abuelo ya venían
aquí a catar los complejos, y que por aquel entonces ya era
este mismo tipo el que les servía.
Gábor se detuvo.
–Me estás tomando el pelo.
Feri sonrió y no dijo nada más.
Las paredes estaban cubiertas de moho. Aquí y allá se
veían los restos de algún antiguo candelero o un nicho
excavado en la roca con botellas de vino polvorientas. El
pasillo llegó a una bifurcación y Zanó condujo al grupo por
el camino de la derecha. Este era un poco más amplio. Las
paredes estaban flanqueadas por viejos barriles de madera,
y en algunos había fechas talladas: 1776, 1878, 1606.
Avanzaban en silencio, como si los antiguos muros, el
peso de la montaña y los recónditos recuerdos almacenados
en las piedras hubieran sepultado sus pensamientos; solo
Alex y Jefe ahogaban una risotada de cuando en cuando. El
corredor desembocó en una estancia inmensa, revestida de
barriles desde el suelo hasta el altísimo techo.
–Esta es la bodega más grande, ¿no? –preguntó Cseszi.
–No, querida, las hay mayores. Más de una. Aunque es
verdad que esta no está nada mal, ¿no?
Varios pasillos partían de allí. Zanó siguió adelante. En
unos minutos Gábor había perdido por completo la noción
del espacio: cogían un pasillo, torcían por otro y volvían al
mismo del principio, ¿o era otro diferente? Solo sabía que
si se quedaba rezagado nunca encontraría la salida. Y eso a
pesar de que cada pasillo y cada estancia tenían sus
propias particularidades y su propia atmósfera. La
curvatura de algunos muros hacía pensar en trabajadores
ebrios; otros estaban cubiertos de dibujos, obra
posiblemente de los hechiceros de alguna tribu extinta. Al
fondo de uno de esos pasillos Gábor creyó distinguir el
cráneo vigilante de un animal, de cuyos colmillos colgaban
cadenas de oro. Estaba seguro de no haber visto nunca una
bestia semejante en el zoo ni en los documentales de la
tele. Nadie hizo el menor comentario al respecto y le
preocupó ser el único que lo había visto.
Justo después de eso tomó un camino equivocado y
terminó en una pequeña estancia. En el centro, había un
agujero en el suelo lo suficientemente ancho como para
que pudieran precipitarse por él tres e incluso cuatro
personas a la vez. Se acercó y miró dentro, pero todo lo que
vio fue una oscuridad absoluta. Tiró una moneda y no la
oyó golpear el fondo. Entonces sintió una tentación casi
irresistible de saltar. Se dio la vuelta y se apresuró detrás
de los demás.
Llevaban ya mucho tiempo caminando bajo tierra, entre
el aroma fresco de las bodegas, cuando cogieron un pasillo
después de la enésima bifurcación cuyas paredes no
estaban cubiertas de moho.
–¿Es una excavación reciente? –preguntó el señor
Ko˝vári.
Zanó asintió. El señor Ko˝vári sacó una navaja y rebanó
una pequeña lasca de la roca. Se la llevó a la boca, le dio
unas vueltas con la lengua y la escupió.
Aquel era el pasillo más estrecho de todos. Había
estanterías de vidrio iluminadas desde dentro y en las
paredes rebotaban luces verdes y amarillas. Lo cruzaron y
llegaron a una sala de tamaño medio con una larga mesa de
madera en el centro, sillas en torno a ella y, frente a cada
silla, una copa de vino, finamente talladas a mano igual que
los vasitos de palinka de la entrada. La sala tenía salida a
otros espacios.
–¡Hemos llegado! ¡Tomad asiento! –Zanó señaló a su
alrededor–. Empieza la cata.
Gábor esperó a que todos se acomodasen y se sentó en la
silla que había quedado libre.
–Permitidme que haga una pequeña introducción para los
neófitos –comenzó Zanó–. Los complejos no son vinos. Esta
montaña pertenece a mi familia desde hace muchas
generaciones, y aquí cultivamos una planta parecida a la
vid pero no exactamente igual. Después puedo daros a
probar la uva de la que obtenemos nuestros complejos,
aunque la fruta fresca no resulta especialmente sabrosa.
En mi familia venimos perfeccionando los complejos desde
hace siglos, y la cata es también el resultado de un
refinadísimo proceso. Los complejos solo pueden
degustarse en el orden en que voy a servíroslos. El orden
es fundamental para lograr que surtan todo su efecto.
Además, cada vez deberéis tomar la cantidad que yo os
sirva, ni más ni menos, a no ser que alguien quiera
abandonar la cata para seguir disfrutando de uno de los
complejos por más tiempo, o se encuentre mal y quiera
parar. Que nadie lo olvide, esto no es una competición,
cada cual debe consumir lo que su cuerpo y su alma le
pidan.
Gábor miró a sus compañeros, todos a la espera de que la
cata empezara. El señor Ko˝vári, tenso en su silla,
jugueteaba con un trozo de papel. A Daniella le temblaban
las manos. En el rostro de Feri se dibujaba una media
sonrisa. Mihály miraba impasible al frente. Jefe se empujó
las gafas por el puente de la nariz; había dejado de reírse
tontamente. Cseszi hacía girar su copa una y otra vez,
aparentando indiferencia. Y Alex trasteaba con el móvil:
aún no se había dado cuenta de que allí abajo no había
cobertura.
–¿Todo claro para todos?
Cseszi levantó la mano.
–¿Sí, querida?
–¿Se bebe igual que el vino?
–Exactamente igual. Puedes saborearlo, darle vueltas en
la boca. Es importante no escupirlo, hay que tragárselo, de
lo contrario no se puede pasar al siguiente complejo. Y por
supuesto, disfrutad de su aroma. ¿Más preguntas?
–¿Cataremos el complejo Ámbar? –preguntó Daniella.
Zanó esbozó una sonrisa tranquilizadora.
–Por supuesto. Nuestras catas siempre acaban con el
Ámbar.
La mujer hizo un gesto de satisfacción. Zanó sacó de un
pequeño almacén una simple botella de vino en la que
había pintado un círculo azul. La abrió y dejó que se
oxigenara un poco.
–Vamos a empezar con una pieza ligera, suave. Este año
el complejo de apertura es un Azul. Si el año pasado elegí
un tipo caliente para abrir boca, este año he preferido uno
frío. Pero no voy a decir más para no influir en vuestro
juicio, ni en vuestro placer.
Gábor examinó detenidamente el líquido que contenía su
copa. Tenía un color amarillo pálido, pero después de saber
que se llamaba Azul le pareció distinguir en él ligeras
tonalidades azuladas. La tensión en la mesa era palpable,
aunque Gábor no entendía por qué. Aparentemente se
trataba de una bebida alcohólica como cualquier otra.
Se llevó la copa a los labios y se ventiló el Azul de un
trago. Fueron precisos unos segundos para que la
verdadera naturaleza del complejo se manifestara. Al
principio Gábor pensó que tenía algún problema, que su
cuerpo no estaba tolerando del todo bien esa bebida. Los
demás tenían los ojos cerrados y parecían disfrutar
plenamente de su sabor. Cseszi se aferraba al borde de la
mesa como si un viento fortísimo estuviera a punto de
llevársela volando. Entonces Gábor también cerró los ojos,
y de pronto sintió que la bebida, como una serpiente
viscosa, le penetraba la mente.
Le asaltó un recuerdo que arrasó con todas las otras
ideas que pululaban por su cabeza.
La imagen de unas baldosas. Baldosas blancas de
cerámica. Olían a desinfectante…, aunque no del todo, por
debajo olía a moho.
No era solo una imagen, algo puramente visual; había
algo más, un peso, una ubicación, la sensación de estar allí.
Recubrían las paredes de un pasillo oscuro y él podía
percibir la frialdad del esmalte, apreciar las líneas de sus
finas juntas. El mundo estaba alicatado de arriba abajo, el
pasillo y todo el espacio más allá, también donde no
alcanzaba su vista, estaba recubierto con aquellas
baldosas. Lo sabía.
–Hace mucho frío –dijo el Sr. Ko˝vári–. Pero ¿por qué
baldosas? Porque son baldosas, ¿no?
–Sí –rio Daniella.
Tenía una risa tintineante muy agradable, como la de un
niño pequeño cuando le hacen cosquillas.
El señor Ko˝vári volvió a hablar:
–Este olor como a desinfectante es de una precisión
sorprendente, y provoca asociaciones muy precisas. Moho
por debajo, ¿cierto?
Zanó asintió sonriente.
–¿Pasillo oscuro? –preguntó Mihály.
–Completamente –afirmó Feri.
Ahora a Gábor le parecía que no debía haberse bebido el
Azul de un solo trago. Otros lo habían saboreado más,
habían ido bebiéndoselo a sorbitos. Trató de poner orden
en lo que había pasado. El recuerdo de esas baldosas
llenándolo todo, unas baldosas que él nunca había visto
antes de beberse aquel complejo, aunque tampoco es que
las viera, más bien las había percibido, incluso concebido:
su olor, su tamaño, su textura, su ser en el mundo.
–La parte superior izquierda de aquella baldosa está un
poco agrietada, ¿no? –preguntó Cseszi jadeando: se
aferraba a la pregunta para no salirse de la realidad.
A Zanó se le extendió la sonrisa por toda la cara.
–Sí que lo está –dijo el señor Ko˝vári–. Muy bien visto,
parece mentira que sea tu primera cata. Incluso a mí me ha
costado verlo.
Gábor se concentró. Realmente había una rajita en la
parte de arriba de esa baldosa, a la izquierda.
–Pero ¿esto qué es? –preguntó–. ¿Cómo lo hacéis?
El señor Ko˝vári contestó riendo:
–A mí también me gustaría saberlo.
–¿Una droga? ¿Asociación dirigida? –dijo Gábor.
Con unos segundos de respetuoso silencio, el grupo le
rindió homenaje por haber sido capaz de formular aquel
concepto.
–Pudiera ser. Podría definirse así. Pero no estoy del todo
seguro –concluyó negando con la cabeza el señor Ko˝vári.
Feri le dio un pequeño codazo a Gábor.
–Y esto ha sido solo el comienzo, amigo. Espera a ver
todo lo que va a pasar aquí.
Zanó sostenía ya en la mano la siguiente botella. Esta
lucía un círculo de color arena.
–Este también es una pieza introductoria. Lo he llamado
Arena. Espero que contrarreste bien la frialdad de Azul –y
fue aproximándose a cada uno para servirles.
El color del líquido no era muy diferente al del anterior.
–Advertencia a los neófitos: no os asustéis si os resulta un
poco extraño.
Gábor se acercó la copa a la nariz pero no apreció nada
especial, solo un aroma dulzón a vino.
–Únicamente funciona en la boca –le dijo en tono
irónicamente confidencial Daniella; la cara se le había
puesto roja con la primera cata y parecía que ya iba a
quedarse así.
–¡Chinchín! –exclamó Alex, y vació su copa de un trago.
Todos siguieron su ejemplo.
Gábor fue más mesurado esta vez: en principio solo se
tomó la mitad de la copa, y mantuvo el trago en la boca
unos segundos antes de tragárselo. Quería averiguar cómo
funcionaba el truco, pero fue completamente imposible, un
torrente desbocado inundó su memoria y sus sentidos. Por
momentos podía sentir cómo sus recuerdos se le movían
por dentro y se transformaban. Era perturbador, como si
sintiera los órganos moviéndosele por el cuerpo.
Pero seguía tratando de mantenerse concentrado porque
necesitaba comprender. Por ejemplo, el cielo azul. Debía de
andar por los seis años y estaba jugando en la ladera de
una colina un día no demasiado caluroso de verano.
Aburrido, miraba el cielo e imaginaba que los
extraterrestres atacaban la Tierra. Un componente
aromático del complejo le había hecho evocar este
recuerdo olvidado hacía mucho, y luego había desgajado de
él el cielo azul, desechando todo lo demás. Aquel cielo azul
se transformó un poco, pequeñas nubes de otros recuerdos
lo surcaron, convirtiéndolo en un cielo distinto pero
completamente real en el nuevo recuerdo, que ya no era
del todo suyo sino inspirado por la riquísima gama de
aromas y sabores del complejo… Gábor entiende ahora por
qué se llaman complejos, y después ya no piensa nada más,
el complejo está al mando.
Un país extranjero. No se trata de Hungría sino de algún
otro lugar de Europa. ¿Tal vez Inglaterra? Posiblemente.
Está a orillas del mar o de un lago, con una gabardina
marrón que el viento le sacude como un duende
enloquecido. Lleva zapatos de cuero y el izquierdo le
aprieta un poco; en la mano tiene una bolsa marrón,
también de cuero, y dentro un sándwich y algunos
documentos; usa gafas de lentes gruesas. La arena de la
playa no es dorada sino húmeda y oscura. Se le hunden los
pies y cuesta sacudirla de los zapatos. No muy lejos hay un
gran edificio de ladrillo, y en algún lugar el viento zarandea
una puerta. Detrás del edificio, a bastante distancia, se
eleva la enorme chimenea de una fábrica. El cielo es de un
azul aburrido, con retazos de nubes blancas. Solo se oyen
los portazos y el ulular del viento. Ninguna señal de vida.
Está considerando si sacar o no un cigarrillo del bolsillo
(paquete blando, el nombre de la marca en letras azules
sobre fondo blanco, filtro marrón), pero decide no hacerlo
porque el viento apagaría la llama de la cerilla. El olor del
agua es antinatural, saturado de químicos.
No se da cuenta, pero aferrado al alféizar con una mano
de seis dedos alguien lo está mirando desde una ventana
del edificio.
En el fondo del agua algo se agita…
Gábor se identificaba plenamente con el punto de vista y
las emociones de aquel personaje sin nombre, pero sus
propias percepciones lo trascendían. Sabía que alguien
estaba observándolo desde una ventana, y el hombre no, y
presentía que la lengua de ese hombre era la suya, igual
que las ganas de fumar, la respiración y hasta la gota de
sudor que le recorría la espalda. Le sobrevino ese
agotamiento que surge cuando te encuentras ante algo que
temes y a lo que ya te has enfrentado tantas veces que el
temor deriva en rabia, en mal humor.
En el fondo del agua algo se agita. Puede que ya mismo,
o tal vez por la tarde, o al día siguiente, pero acabará
saliendo a la superficie. El hombre aguarda.
Aquí se terminaba el recuerdo; no como una grabación de
video que llega al final sino más bien como un sueño,
disipándose lentamente. Los olores y la atmósfera fue lo
que más tardó en desaparecer.
–Calidad ambiental bien mantenida –comenzó de nuevo el
señor Ko˝vári.
–Un tanto esotérico y apocalíptico, ¿no? –continuó
Daniella.
–A mí me repatea todo ese rollo misterioso –dijo Alex.
Gábor se bebió el resto de la copa. Mientras que la
primera vez el recuerdo se construyó de una forma más o
menos secuencial, ahora los elementos que lo integraban
solo se intensificaron, de modo que volvió a experimentar
lo mismo pero con mayor vigor.
–Es el misterio lo que sienta las bases. El centro de la
composición es el enigma –dijo Mihály, contemplando su
copa con ojos de experto.
–Pero ¿qué misterio? ¿La cosa bajo el agua o el tipo de
seis dedos? –preguntó Cseszi.
–Los dos. Por eso ha sido tan emocionante, me parece a
mí. No había una amenaza definida, solo el presentimiento
del miedo.
Jefe resopló.
–Pues a mí me habría gustado ver al monstruo o lo que
fuera. Me pregunto si se zampó al tipo o no.
–Yo creo que no –intervino Feri–. Parecía acostumbrado a
la criatura, aunque siguiera teniéndole miedo.
–Sí –dijo Gábor, pero inmediatamente se arrepintió de
haber abierto la boca: todos llevaban a cabo certeros
análisis y él no podía avanzar ni un poquito más a partir de
ese «sí».
«No pasa nada», oyó que alguien le decía, pero no pudo
precisar quién: era como si no hubiera percibido esas
palabras con los oídos.
Cseszi se llevó la mano a la boca. ¿Era ella la que había
hablado? ¿Había sido una voz de mujer?
Zanó volvió a tomar la palabra, con una nueva botella en
la mano.
–Ahora le toca el turno al primero de los auténticos
complejos, un Escarlata. ¿Cómo estáis llevándolo los
primerizos?
Cseszi asintió con una sonrisa. Gábor igual. Le
entusiasmaba la perspectiva de probar un complejo más, y
además se sentía muy satisfecho de ir comprobando que
aquellos elixires tenían en él el efecto deseado. Zanó sirvió
el complejo Escarlata.
Lo primero que Gábor notó fue la presencia del complejo
de apertura, el Azul. Las baldosas blancas revestían las
paredes en hileras perfectas. A partir de ahí se activó el
recuerdo.
El olor a desinfectante era ahora más intenso. Una luz
fría entraba por los altos ventanales abiertos y destellaba
descompuesta en las baldosas.
El complejo Escarlata estaba actuando más lentamente
que los anteriores.
Un hombre en mitad de la sala. Lleva un delantal largo de
cuero como los de los antiguos carniceros. Sobre una
mesita con ruedas, bisturíes, cuchillos, sierras para huesos,
separadores de costillas… En el interior de unos frascos
alineados sobre viejos estantes de madera, líquidos oscuros
en los que flotan órganos de formas extrañas. El hombre
con el delantal de cuero es un médico forense. Se empuja
hacia atrás por la nariz aguileña sus gafas de montura
metálica. Las suelas de sus zapatos chirrían sobre el suelo.
En la sala hay dos mesas de autopsias. Una, vacía, brilla
recién fregada. En la otra yace el cadáver de una mujer
joven, limpio de sangre. Tiene la piel grisácea y la melena,
rojiza, rizada, bien peinada, le enmarca la cara. El forense
acerca la mesita con sus instrumentos de trabajo. Observa
el cuerpo. Tiene una cicatriz en el cuello. La examina.
Ahorcamiento, presumiblemente suicidio, podría decir, pero
permanece mudo. Si hablara, tendría una voz profunda y
áspera.
Coge un bisturí y hace una incisión por debajo del
esternón en el lado izquierdo, y después arrastra la cuchilla
hacia abajo hasta la parte superior del estómago. Realiza la
misma operación en el otro lado; luego, desde el estómago
hacia la zona inguinal. Se sirve de las manos para terminar
de abrir el cuerpo. Al fondo, en vez de carne y sangre
coagulada, solo ve oscuridad. Pero allí dentro algo parece
temblar, algo se mueve. El forense da instintivamente un
paso atrás. Por la abertura recién practicada salen volando
cientos de mariposas, tal vez miles, de todos los colores
imaginables. El batir de sus alas va convirtiéndose poco a
poco en una melodía, en una música tan hermosa que
resulta imposible recordarla.
El forense, por primera vez en su vida, llora.
Entonces fue Gábor el que tuvo que agarrarse a algo para
permanecer erguido. La catarsis del forense le removía el
alma. Unos sollozos lo devolvieron a la realidad. Feri,
echado sobre la mesa con los hombros temblándole,
lloraba.
Gábor sabía por qué lloraba: se acordaba de Eszter, la
chica que cantaba. Él también se acordaba de ella. Los dos
la habían reconocido en la mesa de autopsias. Al principio
ni se dio cuenta de que sabía algo que nadie le había
contado.
Ninguno de los presentes consoló a Feri, nadie le dio una
palmada en la espalda ni lo abrazó. Todos sabían por qué
lloraba, y él sabía que todos compartían su dolor.
–Este es fuerte –dijo el señor Ko˝vári.
Daniella asintió y se apresuró a secar con un pañuelo las
lágrimas que le rodaban por las mejillas. Cseszi le dio el
último sorbo a su copa mientras Jefe y Alex se sonreían el
uno al otro aprobatoriamente.
–Creo que deberíamos tomarnos un descanso –sugirió
Zanó–. Hay una sala de fumadores si alguien lo desea. ¿Qué
tal un receso de diez minutos?
A Gábor le asaltó un pensamiento que no era suyo. No se
parecía nada por ejemplo a la voz con la que se contaba
chistes camino del bar. No había palabras, solo un deseo,
una necesidad. Varios se levantaron de la mesa y siguieron
a Zanó a la sala de fumadores. Cuando Gábor también se
puso de pie, se sintió mareado.
No fue a fumar con los demás. Esperó en el pasillo a que
pasara Daniella. Había sido el pensamiento de ella lo que él
había percibido, y ahora volvía a sentirlo con fuerza. La
mujer se le acercó. Tal y como ella deseaba, Gábor la
estrechó entre sus brazos. Pudo sentir sus costillas, sus
pequeños pechos, el temblor de su carne.
Involuntariamente pensó en la mujer sobre la mesa de
autopsias y agradeció el calor del cuerpo pegado al suyo.
–¡No pienses en ella! –le dijo Daniella–. ¡Abrázame más
fuerte!
Permanecieron así un par de minutos, luego se soltaron y
siguieron a los demás. Zanó trajo muy amable un gran
cenicero y algunos mecheros y después se retiró. Gábor se
preguntó si sería conveniente fumar en medio de una cata
de vinos, pero al final se llevó un cigarrillo a la boca.
La sala estaba tan abarrotada de pensamientos y
emociones que parecía un nido de avispas. Nadie hablaba
de la apertura colectiva de sus mentes que estaba teniendo
lugar, y Gábor pensó que sería mejor no decir nada
tampoco él.
–No pasa nada por hablar del tema –dijo el señor
Ko˝vári–. Telepatía. Nos ha pasado a todos. Es uno de los
efectos secundarios menos útiles de los complejos, y con el
tiempo desaparece.
–¿No es peligroso? –preguntó Gábor.
–¿El qué? ¿Abrir la mente delante de extraños? Claro que
lo es. Aunque enseguida vamos a estar tan borrachos que
no tendrá la menor importancia –y el señor Ko˝vári se rio:
movía ya la lengua dentro de la boca como si la tuviera
llena de gravilla.
–¿Cuántos complejos son? –preguntó Cseszi sonriendo.
En lugar de responder, el señor Ko˝vári encendió otro
cigarrillo. Fue Jefe quien habló.
–Lo estipulado son siete, pero nunca se llega al séptimo.
–¿Por qué no? –preguntó Gábor.
–¡Uno siempre se rinde antes, amigo! Es imposible de
aguantar. A lo máximo que yo he llegado ha sido a seis. Es
mi tope desde hace años. Cada vez me propongo llegar al
final pero nada, no puedo.
–¿Por la dosis de alcohol?
–Sí. Y también porque a veces prefieres quedarte en uno.
–¿En uno?
–Sí. En uno de ellos. Si te gusta mucho. Como Feri ahora.
Él va a quedarse con el complejo Escarlata. ¿Tengo razón,
Feri? –y Jefe le dio un empujoncito a Feri.
Feri asintió, secándose los ojos enrojecidos por el llanto.
–Todos aspiramos a alcanzar el gran premio: el último –
prosiguió Jefe–. Pero cada año es lo mismo.
–¿Y por qué el último es el gran premio? –preguntó Cseszi
antes de que Gábor pudiera abrir la boca.
–Es el complejo Ámbar. Y ya hay que ir en plan bestia
para superar el sexto. La vez que yo lo probé, el sexto casi
acaba conmigo. Muy fuerte.
Zanó estaba en el vano de la puerta con otra botella de
Escarlata en la mano.
–Si os parece, podemos continuar.
Todos apagaron sus cigarrillos y salieron. Zanó puso la
botella en una mesita apartada, entre la sala de fumadores
y la principal, y Feri asintió agradecido y se quedó allí.
Gábor estaba caminando con los demás cuando Feri lo
agarró por el brazo con la urgencia de un hombre a punto
de ahogarse.
–Escucha…, lamento no haberme mantenido en contacto
contigo todo este tiempo.
Gábor no sabía qué decir. Él tampoco había pensado en
Feri en estos años, y seguro que Feri lo sabía.
–Está bien, amigo –dijo finalmente.
A Feri se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Sé que andas jodido. Lo he visto en tu cabeza hace un
momento. Si quieres, me gustaría…, ya sabes, ayudarte.
Está la empresa esa en la que trabajo, seguro que algo
hay… A otro que también conocimos en la universidad le
conseguí trabajo etiquetando vídeos… Tú también podrías
hacer eso, ¿no?
–Sí, claro. Seguro, Feri.
Feri no le soltaba el brazo. Gábor estaba poniéndose
nervioso: los demás debían de estar ya sentados a la mesa
degustando el siguiente complejo. Quería estar allí con
ellos, pero Feri no le dejaba. Al final se zafó de las manos
de su amigo dando un tirón.
Entonces Feri se abrazó a la botella de Escarlata.
Junto a la mesa, Zanó ya había descorchado otra botella.
Gábor se apresuró a ocupar su asiento. Tenía curiosidad
por saber el nombre del nuevo complejo, pero no quiso
romper el silencio.
«Lirio», sonó en su cabeza, y Gábor sonrió.
–Este es algo más ligero, aunque no por eso menos
complejo –dijo Zanó acariciando la botella.
Gábor estaba seguro de que los pensamientos de Zanó no
se integraban en la cacofonía telepática. O se guardaba
todo para sí mismo o estaba vacío por dentro.
–Saboreadlo, queridos míos…, bebed –dijo, y fue
sirviendo las copas de todos.
El líquido era de color amarillo claro. Gábor sonrió
cuando, a medida que saboreaba el Lirio, el zumbido de la
maraña de pensamientos iba convirtiéndose en una sola
melodía.
Un hombre en traje púrpura. Barba perfectamente
recortada. Unas gafas de oro cuelgan de una cadenita
alrededor de su cuello. Está sentado a una mesa de roble
en un salón gigantesco. Saca un reloj de plata del bolsillo y
mira la hora.
Hay un ventanal enorme al otro extremo del salón. Fuera
está oscureciendo. El hombre se quita su elegante traje y lo
deja caer al suelo. Se estira, le crujen las articulaciones.
Fijos los ojos en el ventanal, echa a correr a toda velocidad:
el aire silba en sus oídos; el corazón le late con fuerza.
Toma impulso y salta. Pero antes de caer su naturaleza ha
cambiado.
Líquido cayendo sobre líquido.
Los órganos sensoriales estallan, los límites de la
percepción humana dejan de existir. Hay un instante de
pánico, de deslizamiento del control, pero enseguida
sobreviene una sensación liberadora. Las reglas han
cambiado. Ya no hay cuerpo. O carece de forma, como los
líquidos. Otra materia.
El hombre, convertido en un líquido amarillo, cae sobre
un líquido negro. Se mezcla con él y lo pone en movimiento.
Es una experiencia lúdica, muy placentera. El amarillo se
extiende, cambia de forma, danza, da vueltas y más vueltas,
se arremolina, sube y baja, se expande. A veces se topa con
sustancias relativamente sólidas. Sustancias blancas. Hace
falta mucho tiempo para desplazarlas, pero el tiempo ha
perdido su significado, solo quedan las ondulaciones
perennes de la materia.
Gábor, entre la batalla y los remolinos del complejo, supo
que el líquido amarillo era viento, que él mismo se había
convertido en viento. En ese momento su percepción
cambió y lo que vio ya no fue el envite del líquido amarillo
contra el negro, sino el del viento contra el mundo.
Coge a puñados el polvo de los desiertos y esparce
tormentas en la nada. Acaricia las enormes hojas de
árboles gigantescos, altísimos y firmes como rascacielos,
juguetea con ellas. Orienta las olas del océano hacia la
costa, donde se estrellan contra las rocas con una fuerza
devastadora. Dibuja nubes a su antojo. A veces se asoma a
una cueva y canta una canción entre las rocas. No hay
animales ni seres humanos en el mundo, no aún, o puede
que ya no. Algunos microbios lo siguen, él los acoge
deferente, aunque en cuanto puede se deshace de ellos
arrojándolos al mar o despeñándolos por la boca de un
volcán. La promesa del infinito en una botella de vino. Ya
no es humano, es para siempre viento sobre las rocas y el
mar.
–Muy agradable –dijo el señor Ko˝vári–, y su efecto es de
larga duración.
Arrastraba las palabras, tenía ya la cara abotargada.
Cseszi, sentada con los ojos cerrados, parecía una niña a
punto de quedarse dormida. Daniella sonreía. Mihály se
rascaba la barbilla. Jefe, echado hacia atrás en la silla,
empezó a balancearse.
–Sí, esto ha sido realmente genial –dijo.
–¿Puedo tomar un poco más de este más tarde? –
preguntó Cseszi.
–No, querida –le contestó Zanó negando lentamente con
la cabeza–. No puedes volver a un complejo, solo puedes
seguir adelante o quedarte.
–Me gustaría tomar más de este.
–Ningún problema, querida. Hay de sobra. Pero entonces
no podrás probar ninguno más.
–Bueno. El año que viene los pruebo.
–Muy bien, querida. Ahora te traigo más Lirio. ¿Estáis
listos los demás para el siguiente?
Muy despacio y en silencio, Alex se cayó de la silla. Con
ayuda del señor Ko˝vári, Zanó arrastró su cuerpo inerte a
una habitación contigua donde había colchones preparados
para los invitados que se desvanecían. Uno de los últimos
pensamientos cuerdos de Gábor fue que debía darse por
vencido, pero había renunciado ya a tantas cosas… ¿Qué
podía perder? ¿La salud? ¿La autoestima? ¿El futuro? Hacía
mucho tiempo que ya había perdido estas cosas. Zanó
apareció con otra botella.
–El complejo Índigo… Es algo más fuerte que el anterior,
pero creo que también os agradará. Con vuestro permiso…
Gábor se estremeció de emoción y supo que había
tomado la decisión correcta.
Niebla roja. Los sentidos aún son vírgenes, los
organismos no conocen el mundo, conviven en paz con el
silencio y la oscuridad. La vida es una especie de pálpito
surgido en las entrañas de un mundo que va fraguándose
poco a poco para ti. Lo comprendes y lo aceptas. Otros
muchos pueblan como tú la oscuridad. Felices sin saber en
qué pueda consistir la felicidad.
Antes de nacer, el cuerpo se mueve en el útero. Se oye el
latido del corazón, su profundo estruendo rítmico. Es todo
cuanto conoces. El tiempo no tiene la menor importancia.
Podrías quedarte ahí para siempre, pero te subleva un
nuevo afán de aventura, una inquietud que enseguida es
impaciencia, los jugos que te nutren no son ya suficientes.
Estás aislado en una burbuja y fuera te espera otra
realidad, más salvaje, impredecible y emocionante, capaz
de proporcionarte el alimento suficiente para saciar tu
nueva hambre.
Te agitas, arañas las paredes de la burbuja, las perforas
por instinto. Acabas de darte cuenta de que tienes boca, así
que muerdes y desgarras para abrirte paso. El olor del
alimento se cuela por las grietas. Tu hambre aumenta.
Espoleado por la perspectiva de un nuevo mundo, luchas
por salir lo antes posible del caparazón que te envuelve.
Por fin has salido y la comida, como un mar que nutre y
no ahoga, está por todas partes. Alcanzas un nuevo nivel de
felicidad: el puro placer de devorar. Después de un tiempo,
devoras metódicamente, tienes un plan: abrir un túnel en el
alimento para seguir adelante, adelante. Ahí fuera te
aguarda otro mundo. Y otros a tu alrededor son como tú,
hacen lo mismo que tú.
Por fin alcanzas una nueva capa. No es alimento, no es
algo sabroso, es otro caparazón; tienes que seguir
perforando y masticando. Sometes todo tu organismo a esa
tarea, lo logras. El caparazón se agrieta y estrujas tu
cuerpo a través de la ranura. Este mundo nuevo no tiene
nada que ver con el anterior: aquí no hay alimento, está
vacío y hace frío, pero por alguna razón te atrae. Aunque
aún no lo sabes, eres una araña. Una araña amarilla. Un
niño pequeño, atado a un barrote de hierro, observa
horrorizado cómo de su propia carne van saliendo una tras
otra las arañas. Aún no han dado cuenta de ningún órgano
vital, pero pronto lo harán.
Antes de adentrarte en ese nuevo mundo, vuelves atrás
para comer un poco más.
El efecto del complejo terminó aquí. Gábor tenía la cara
empapada en sudor. Delante de él, Daniella se levantó
precipitadamente de su silla y solo consiguió dar un par de
pasos antes de vomitar. Después se quedó tumbada junto al
charco de su vómito, temblando. Mihály la miraba sin verla;
estaba pálido como la muerte, con la cara brillante de
sudor. No hizo ni el amago de abrir la boca. En cambio, el
señor Ko˝vári habría querido ofrecerles su análisis del
complejo, pero la lengua se negó a obedecerle. Jefe se
había tapado la cara con las manos y respiraba
profundamente.
–Yo me rindo. Otra vez me rindo. Esta vez han sido cinco
–dijo casi ahogándose.
–¿Daniella? –dijo Zanó dirigiéndose a la mujer tirada en el
suelo.
–Quiero más de este –dijo ella.
–Claro, cariño, te traigo más. ¿Está el resto en
condiciones de pasar al siguiente?
Gábor dudó. Todo le daba vueltas y percibía su propio
cuerpo como algo extraño. Pero sabía que cuando todo
aquello hubiera acabado iba a despertarse cada día
diciéndose que había tenido la ocasión al alcance de la
mano y que, una vez más, la había desaprovechado.
–Yo sigo –articuló lo mejor que pudo.
Zanó sonrió. Miró al señor Ko˝vári, que estaba intentando
no caerse de la silla.
–¿Y qué dice el señor Ko˝vári?
El señor Ko˝vári fijó sus ojos inyectados en sangre en
Zanó y asintió lentamente. Zanó le llevó otra botella de
Índigo a Daniella, que al principio pareció recibirla con
disgusto pero que luego enseguida empezó a beber.
–El sexto va a ser un Esmeralda. Es un complejo pesado,
así que no os resistáis, permitid que fluya. Es una lástima
que tu querida esposa no se haya quedado, señor Ko˝vári,
este complejo lo guardaba especialmente para ella.
Vertió el Esmeralda en las copas, y rápidamente, antes de
tener tiempo de cambiar de opinión, Gábor tomó un sorbo.
Pero el complejo no le permitió ninguna moderación: en
cuanto el primer componente aromático le alcanzó la
pituitaria, exigió ser bebida hasta el fondo.
El efecto no apareció como un proceso dividido en fases
sino como un torbellino, un juego sensual y abstracto, un
enrevesado laberinto de espejos en el que, si no se andaba
con cuidado, uno podía perderse fácilmente.
¿Vio la luz con los primeros rayos del sol, en alguna parte
de algún desierto, entre cabras, calor y polvo, mucho antes
de que Cristo pisase esa misma arena? También el origen
del cuchillo es solo un vago recuerdo: puede que lo
utilizara para abrir el vientre del mundo y poder salir, que
lo tuviera desde siempre; puede que se lo comprara a un
viejo mendigo o que lo matara para obtenerlo, o tal vez le
encomendó su factura a un herrero y después enfrió la hoja
en su sangre. No lo sabe a ciencia cierta, a veces sueña una
cosa y a veces otra.
Lo que sí sabe con total seguridad es que no lo ha parido
su madre, ella solo lo ha recogido; estaba abandonado al
abrigo de unas piedras y, tal vez para llenar el vacío de su
propia existencia, se ha hecho cargo de la anónima
criatura, pese a que todos le ruegan que no lo haga. Nadie
conoce su origen. Hay quienes dicen que las mismas rocas
lo echaron al mundo como un castigo.
Vive desesperado en la inmensidad del desierto, rodeado
de despojos de animales y de humanos muertos. Sabe que
hay vida en otros lugares, que hay gente que vive, aunque
él solo exista, igual que existe el calor del sol, los
excrementos de una cabra o el agua de un trapo sucio que
se escurre en la boca. Tiene hambre, siempre tiene
hambre, pero nunca puede comer hasta saciarse. Parece
humano aunque sabe que no lo es, él está vacío por dentro
y no pueden matarlo. Lo sabe porque ya lo han intentado.
Su madre a veces le acariciaba la cabeza y le contaba
historias sobre lunas y estrellas. Él percibía su voz, pero
luego esa voz se desvanecía en el aire y él no sabía por qué
la voz que nacía del calor de la carne materna se disipaba
en la nada del frío mundo.
Entonces ya tenía el cuchillo. Y lo empuñaba siempre que
quería. Una noche degolló a su madre y se la comió. Al
principio actuaba solo por instinto, pero enseguida se dio
cuenta de que aquella era su verdadera naturaleza. No
quedó nada de ella, hasta el último pedazo le cupo en el
vacío de su interior. Con cada bocado iba apropiándose de
sus recuerdos, de sus sentimientos, de sus pensamientos…,
y cuando acabó se había convertido en su propia madre.
Nunca como entonces se había sentido tan cerca del
éxtasis.
Ahora era alguien. Superada la infancia, se había
encarnado en la madre. Y la transmutación había sido tan
perfecta que nadie notó la diferencia. Fue entonces cuando
por primera vez sintió amor por el guerrero. El guerrero no
advirtió que su amante no era humana. Tendidos los dos
sobre la piel de un animal, él dejó que ella lo montara, en
ella solo veía a su joven y hermosa amante. Pero cuando
alcanzaron juntos el orgasmo, ella lo degolló y devoró su
cuerpo.
Ahora era el guerrero, y ya empezaba a aburrirse de su
nueva vida. Después del primer gozo, lo había invadido un
profundo vacío: no por haberse uno apoderado de la vida
de otro tiene que ser capaz de vivirla. Solo lograba
reproducir la vida del guerrero, y aunque el resultado no
era malo, no le satisfacía. Solo vivía la vida con placer
devorando vidas…, una tras otra...
De ahí el carácter laberíntico de aquel complejo. Cada
vez que la criatura se zampaba una vida, la revivía: se
convertía en lo que destruía. Y Gábor experimentaba la
vida de la criatura y experimentaba también las de sus
víctimas. Pero solo alcanzaba a identificarse plenamente
con las dos o tres últimas; las anteriores eran solo un
supuesto, un sueño inquietante que Gábor se sentía
impelido a rescatar del olvido.
Mucho antes del comienzo de nuestra era ha venido
deslizándose a través de una incontable cantidad de vidas.
El comienzo siempre es el mismo: la frialdad del mundo al
emerger de entre las piernas de la madre. Y también el
final es igual: el eterno cuchillo que corta la garganta y la
bestia que mira a los ojos a la víctima antes de darle la
primera dentellada…
El efecto del complejo iba a más, y Gábor, en un gesto
reflejo de supervivencia, quiso introducirse los dedos en la
garganta para vomitar, pero su mano no encontró su boca.
Pensó que no iba a poder sobrevivir a la experiencia. Luego
se acordó del consejo de Zanó, se relajó y dejó que la
bebida se apoderara de él.
La criatura quería experimentarlo todo: la felicidad, el
dolor, la alegría, la pena… Quería ser plenamente.
Fue emperador y campesino, papa y obrero de una
fundición. Doctor y analfabeto. Violador y víctima. En la
antigua Roma se comió a un crucificado por curiosidad.
También se comió a un lunático de esos que hablan con
Dios en su cabeza, a idiotas mudos, mendigos, huérfanos,
ciegos y sordos, pero también a genios, deportistas de élite,
niños mimados, actores y soldados. Cada uno le
proporcionó un nuevo punto de vista, variadísimas
experiencias vitales que nunca habría podido obtener de
una sola vida.
Los tejidos de aquellos cuerpos le revelaban todos los
secretos, todos los pensamientos de sus víctimas, incluidos
los que hacía tiempo que sus conciencias habían olvidado.
Nada quedaría de ellas tras la muerte…
En la bodega, Gábor vivía mil vidas y moría mil muertes.
Aunque todas las vidas, incluso las que podían parecer
más aburridas, se volvían atractivas en el momento de ser
devoradas, algunas resultaban particularmente
interesantes. La criatura, como un buen enólogo, las
seleccionaba con esmero. Por ejemplo la de aquel poeta
que desencadenaba la lluvia con su escritura, y no había
forma de que parara de llover hasta que no rasgaba la
página en la que hubiera escrito el poema. Vivía en una
estrecha relación con la naturaleza aquel hombre. Y
constantemente lo embargaba una felicidad que podría
calificarse de sinestésica: la vista era tacto para él; el tacto,
sonido, y el dolor una melodía. O esa niña a la que crio una
familia de búhos en el bosque y que tanto en apariencia
como en esencia terminó pareciéndose a un búho. Y el
chico aquel que en realidad eran seis repartidos por el
mundo pero con una sola conciencia compartida; cuando la
criatura se lo zampó, los otros cinco también se murieron.
Las vidas engullidas más recientemente aparecen con
meridiana claridad no solo en la cabeza de la criatura, sino
también en la de Gábor. Un estudiante de Filosofía y
Letras, aburrido y arrogante, siempre un poco como si
flotara por encima de todo. Y después su novia, estudiante
de Derecho. Y la amiga de la infancia de la novia. Y la
hermana gemela de la amiga. Y al final del todo una mujer
en un bar. Las cejas se asentaban decididas sobre sus ojos,
melena negra recogida en una trenza. Fueron a una
habitación de hotel y el monstruo se apoderó de ella. Era la
esposa del señor Ko˝vári.
La noche anterior a la de la cata follaron y luego se la
comió, pero el señor Ko˝vári no apreció diferencia alguna,
no supo que su vida había pendido de un hilo, que había
estado a nada de ser engullido por la bestia que él creía su
esposa. Pero la criatura se puso remilgada, ¿acaso valía la
pena devorar al enólogo ese?
No, era un tipo terriblemente aburrido, un imbécil
engreído, y no había nada deseable en su vida. Ni siquiera
por su exquisito paladar merecía la pena.
La experiencia del complejo Esmeralda llegaba a su fin
con la mujer dentro del Porsche mirando al señor Ko˝vári
apoyado en el capó.
Se acercaba un coche, y Gábor se dio cuenta de que
estaba viéndose llegar a sí mismo a través de los ojos de
una criatura ancestral.
Fin de la experiencia.
(La criatura adoptaba todas las características de sus
víctimas: gustos, estados de ánimo, enfermedades… Y como
la esposa del señor Ko˝vári odiaba el alcohol, se había
negado a participar en la degustación. Si hubiera catado el
complejo Esmeralda, habría encontrado lo que andaba
buscando desde hacía tanto tiempo).
Con los ojos vidriosos y vacíos como los de un peluche, el
señor Ko˝vári miraba un punto lejano ante él. Lentamente
se fue deslizando de la silla y quedó tendido inconsciente
en el suelo. Gábor sintió el deseo de acostarse junto a él,
pero su cuerpo y su espíritu aún resistían. Eructó, pero no
vomitó. Había dejado que el complejo lo invadiera como
una ola, lo purificara, y ahora retrocedía. Se levantó de la
silla, que se cayó al suelo con un fuerte estrépito. Se sentía
mareado, dio un paso vacilante y se agarró al borde de la
mesa. Echó una tímida mirada alrededor. El señor Ko˝vári
tal vez estaba muerto. Cseszi parecía dormir en un rincón,
pero de vez en cuando todavía se llevaba la botella de Lirio
a la boca. Jefe estaba inconsciente, y Daniella seguía
bebiendo Índigo, masturbándose.
–Solo quedamos nosotros dos, amigo mío –dijo Zanó con
una sonrisa de oreja a oreja.
Gábor intentó decir algo, pero su lengua no le obedeció.
–¿Quieres saber si lo que te han mostrado los complejos
es cierto?
Gábor hizo un vago gesto de asentimiento.
–¿Qué puedo decirte? Claro que lo es, si es que existe
alguna certeza en este mundo. Ven conmigo. Nuestros
amigos estarán bien aquí.
Zanó echó a andar y Gábor lo siguió trastabillando por un
túnel semioscuro. Sus manos buscaban apoyo en las
paredes; se acordó de su abuelo, que era alcohólico y solo
podía moverse por la casa apoyándose en las paredes. A
veces perdía de vista a Zanó y entonces lo embargaba un
miedo atroz a perderse en aquel laberinto de túneles,
condenado a deambular borracho para siempre entre
aquella oscuridad, o tal vez hasta que se topase con el
agujero negro y sin fondo y se cayera dentro, como un
borracho de la cama.
Pero Zanó siempre reaparecía, avanzando tranquilo,
pasándose de vez en cuando los dedos por el cabello
canoso. Llegaron por fin a una sala gigantesca, cubierta de
pared a pared y desde el suelo hasta el techo de estanterías
repletas de botellas de vino. Zanó se subió a un escabel
para coger una, la descorchó y tomó un sorbo. Lo saboreó
con los ojos cerrados. Había unos signos escritos en la
botella. Era el nombre de Gábor: no el nombre que su
madre le había puesto, sino el nombre que el universo le
daba, su verdadero nombre, el nombre que albergaba su
destino y su naturaleza.
–Aquí estás tú –le dijo Zanó mostrándole la botella–. Tu
vida, desde el nacimiento hasta la muerte. Ahora puedo
decir que te conozco. Incluso mejor que tú mismo. Y creo
que deberías catar el último complejo, el Ámbar. No tengo
la menor duda de que lo harás.
Gábor asintió como pudo. Por supuesto que lo haría.
–¿Sabes qué es este lugar, esta montaña? ¿Sabes de qué
está hecha? Voy a contártelo para que luego te sientas
mejor.
Gábor no quería oírlo, pero ya no podía hablar.
–Esta montaña, Gábor, está hecha de muertos. De todos
los muertos que alguna vez vivieron en este mundo, de los
que viven hoy y los que vivirán en el futuro. Tú también
estás aquí, en esta montaña, entreverado en sus rocas.
Aquí están todos los que, como tú, han venido a probar mis
complejos, los que conoces y los que no. Aquí es donde
todos termináis. Y es de vosotros de donde yo extraigo mis
complejos. Para eso existís. Me gustaría que recordaras
esto cuando despiertes. Ser montaña da paz, no importa
cómo vivas tu vida, si consideras que ha sido un fracaso o
un éxito. Todo no es más que un aroma ni mejor ni peor que
cualquier otro.
Gábor quería llorar. Zanó cogió otra botella. Esta tenía
pintado un círculo de color ámbar.
–El complejo Ámbar. El último que se te servirá esta
noche. Muy pocos han llegado a catarlo.
Gábor no lo dudó: sin pensárselo dos veces, vació su
copa.
La experiencia fue brutal. El complejo utilizó todas y cada
una de sus células para expandirse. Incluso hizo uso de las
mentes de los que habían ido quedándose tirados por la
bodega. Gábor se desplomó y un charco de orina se
extendió por debajo de su cuerpo.
Él era el universo mismo, todo conocimiento, sentido y
memoria…, la calma inconsciente, el lento girar en espiral
de las nebulosas galácticas, la rotación de la existencia
alrededor de sí misma…, el vacío que vertebra la materia,
la colisión de las galaxias, el nacimiento y el colapso de
soles y planetas, el núcleo primigenio a partir del que se
desparramó todo. El embrión aún palpita en el útero: como
un dragón dentro del huevo, sueña el sueño de la
existencia. También él ha llegado de algún lugar, puede que
de otra vida, pero ahora está inconsciente y nunca más
despertará: sus sueños hacen que el mundo gire,
mantienen en marcha la existencia.
El plácido amor de minerales y piedras se cuece a fuego
lento; la pasión se enfría poco a poco, se calma y enriquece,
y de ella nacen los planetas. En algunos aparecen los
parásitos, que exigen algo más que la existencia inorgánica
de la materia. Todo ser vivo es un parásito que se alimenta
de otras vidas: cada una de las células del cuerpo de Gábor
se fusiona, divide, alimenta y reproduce sin saber el papel
que juega en un organismo mayor.
Al mismo tiempo experimenta la existencia de todos los
granos de arena, de cada montaña, de cada gota de agua…
Él mismo se convierte en tormenta, cruza la inmensidad
hecho cometa para desintegrarse luego en la atmósfera de
algún planeta. En plenitud consigo mismo, es también
todas las plantas: sin conciencia y como en sueños, brota
poco a poco de la tierra en busca de la luz. En su
persecución incesante de alimento, calor y amor, empatiza
también con los animales, y se apropia de sus vidas, existe
en ellos. Vibra en cada sonido, en cada onda… Está en
todas las máquinas, en todos los pensamientos… Es
nacimiento y decadencia, es todos los poemas y todos los
libros. La desintegración de una célula es para él igual que
la desintegración del universo entero.
Ve el asteroide que se dirige hacia la Tierra y que tarde o
temprano se cruzará en su trayectoria. Pero no le importa
porque él también es un cuerpo extraño en la inmensidad
del cosmos. Lo único que no ve es a Zanó y su montaña de
muertos, toda ella llena de uvas que se alimentan de
cuerpos.
Ahora sabe lo que de alguna forma siempre había intuido,
eso que el universo ni sabe ni puede ver. Sabe que esos
racimos que penden de los tallos solo aguardan a que Zanó
vaya a cortarlos. Igual que nuestras vidas.
Se despertó en la calle junto a una vomitona, tiritando
sobre el suelo helado, al lado del Suburbano. Aspiró el
humo de las chimeneas en otoño. Trató de ponerse de pie,
pero estaba demasiado mareado. No podía pensar con
claridad, sus pensamientos se dispersaban antes de cobrar
forma y sentido. Finalmente logró incorporarse y se apoyó
en la pared del bar. Quiso entrar para calentarse, pero era
demasiado temprano para que estuviera abierto. En la
puerta, una hoja fotocopiada le devolvía su propia mirada:
«¡Desaparecido! Se busca a Gábor Szeiber, visto por última
vez por esta zona la noche del 3 de noviembre». Seguía una
somera descripción física y el número de teléfono de su
madre y de la policía.
Gábor se palpó los bolsillos en busca del móvil. En
cambio, su mano encontró el cuello de una botella. La sacó.
Era una botella de vino con unos signos escritos. Se le
revolvió el estómago al verlos. Le vino a la cabeza la
imagen de un hombre de pelo canoso dándole un sorbo a
esa misma botella, pero no podía recordar nada con
claridad. Tal vez más tarde, pensó. Sacudió la cabeza y,
tambaleándose, se encaminó hacia su casa. Asomando por
fuera del buzón había un periódico gratuito. Leyó la fecha.
Como mínimo habían pasado dos semanas desde la última
noche que recordaba, y no quería ni pensar en lo que eso
significaba. Una cosa estaba clara: tendría que buscar otro
trabajo.
Se quedó mirando la cancela amarilla. Por primera vez en
muchos años anhelaba entrar en aquella casa espantosa.
Podría echarse a dormir, y soñar, tal vez para siempre.
Franqueó la oxidada cancela pero la puerta de la casa
estaba cerrada. Se palpó los bolsillos: ni rastro de las
llaves. Aporreó la puerta, pero no hubo respuesta. Sin
saber qué hacer, se sentó en el umbral. Entonces la cancela
volvió a chirriar. Gábor supo que no era su madre, habría
reconocido la particular cadencia de sus pasos, esa forma
suya de arrastrar los pies.
–No pensé que tuvieras cojones para volver.
Gábor levantó la mirada. Era Feri. No su amigo, sino el
asesino. Tenía un brazo escayolado. En la mano buena
empuñaba un cuchillo.
–No tendrías que haber vuelto. Deberías haber
desaparecido.
Gábor no podía hablar. Estaba machacado por la resaca.
Con mucha dificultad, se puso de pie.
–Te he visto merodeando por el bar –siguió Feri–. Estás
hecho mierda. ¿Has estado de farra?
Gábor movió la cabeza afirmativamente y quiso decir
algo, pero Feri dio dos pasos hacia él y lo apuñaló en el
estómago.
–Lo siento, amigo, tenía que hacerlo. Siempre es así –
susurró.
Gábor notó por el calor que la sangre estaba
empapándole los pantalones. Y cuando Feri empujó el
cuchillo más hacia arriba le pareció que su carne
encandecía. Se sintió muy débil. Pero luego tuvo la
sensación de haber vivido aquello ya antes y se serenó. Así
tendría que ser. Se imaginó una montaña y se liberó del
miedo. Se le doblaron las piernas; se derrumbó sobre su
propia sangre, que ya formaba un charco en el suelo.
Algo se le cruzó por la cabeza en el último momento, vete
a saber qué, pero se murió antes de poder enunciarlo.
Mantuvo los ojos abiertos porque mientras sus ojos
pudieran ver, él vería con ellos. Feri jadeaba mientras veía
cómo la vida abandonaba el cuerpo de Gábor. Era su cuarto
asesinato. Le gustó. Disfrutaba matando a la gente. Sabía
que pronto lo atraparían, siempre es así. De hecho, le había
sorprendido que no ocurriera después de lo de Máté, pero
el atropellamiento le había proporcionado una coartada
perfecta.
El cuerpo de Gábor ya habría empezado a enfriarse y
pensó que debería huir de allí. Entonces vio la botella y le
entró sed. Después de matar siempre tenía ganas de beber
y de follar.
Cogió la botella, le quitó el corcho y la olió. Olía a
alcohol. Podría ser vino o palinka aguado. Se vertió un poco
en la palma de la mano para asegurarse de que no era
anticongelante. Cada año por allí había algún muerto o
alguien que se quedaba ciego por haber bebido
anticongelante, quién sabe si intencionada o
accidentalmente.
No era anticongelante, era vino. Feri miró alrededor.
Apenas si despuntaba el día. Aún tengo tiempo, pensó. Y
además, ¿qué más daba? Tampoco pasaba nada si alguien
lo veía allí al lado de un cadáver. Tenía un cuchillo. Podía
silenciar al que fuera en un santiamén.
Le dio un largo trago a la botella. No estaba en absoluto
preparado para lo que pasó.
Aquel asesinato iba a convertirse después en noticia de
alcance nacional. Aunque la policía solo aportó una
información general, no permitió que se filtraran detalles
sobre la verdadera naturaleza del crimen, pues resultaba
imposible ofrecer una explicación racional.
La madre de Gábor había encontrado el cadáver de su
hijo en el jardín de la entrada, y había otro cuerpo junto al
suyo, exactamente en la misma posición e idéntico al de su
hijo, con el mismo apuñalamiento en el estómago. La única
diferencia estribaba en que en el segundo caso había sido
claramente autoinfligido.
Aunque llevaban ropa distinta, los dos muertos eran
Gábor. Dos cadáveres iguales mirándose el uno al otro con
idéntica expresión.
Y entre los dos, una botella de vino vacía.
LA MÁQUINA DE COLOR SANGRE

No se sabe quién diseñó la máquina, ni cuándo, ni por qué;


solo que una noche se puso a funcionar. El cambio no se
produjo de golpe. La máquina tardó en calentarse. Los
perros aullaron la noche entera y las ratas abandonaron la
cálida oscuridad de los túneles del metro para invadir la
superficie. Por lo demás, la noche fue tranquila y siguió una
mañana como cualquier otra. Durante mucho tiempo nadie
notó nada, todo seguía igual que siempre.
Pero es que la habían diseñado así.
Luego cada día empezó a caer la niebla sobre la ciudad a
la salida del sol; al principio era casi imperceptible, pero
poco a poco fue haciéndose más densa. Toses ahogadas
resonaban por las calles. A los ciudadanos empezó a
costarnos más y más despertarnos por las mañanas, como
si nuestras mullidas camas tiraran de nosotros
adhiriéndose a nuestros cuerpos exhaustos. Por las noches
no parábamos de dar vueltas, soñando todos la misma
pesadilla que al despertar ya nadie recordaba, así que ni
siquiera tratábamos de contárnosla los unos a los otros.
Alguna vez la cucharilla, la tostada, la taza de café o el
cigarrillo se nos congelaba un instante en las manos al
alcanzarnos un atisbo de ese mal sueño, que nos
estremecía. Pero enseguida sacudíamos la cabeza y
seguíamos comiendo, bebiendo o fumando.
Al cabo de un tiempo era normal que al llegar a casa
advirtiéramos algún que otro pequeño cambio. Como si
alguien hubiera entrado y movido un mueble un poco de
sitio, o hubiera torcido un cuadro o le hubiera dado un
trago a la leche de la nevera; también se percibían olores
extraños, como si el desconocido hubiese pasado mucho
tiempo en la habitación. Pero nunca desaparecía nada, y los
cambios eran casi imperceptibles, más bien solo un poco
inquietantes. Con el tiempo, por supuesto, como pasa con
todo, hubo más cambios y también nosotros cambiamos.
Poco a poco hasta dejó de preocuparnos que los muebles se
movieran de sitio aun con nosotros en casa. Y llegó un
momento en que ni siquiera podíamos estar seguros de que
las habitaciones estuvieran en su lugar porque la
distribución de las casas cambiaba. Mucha gente
desapareció, pero se decía que vivían atrapados entre las
paredes.
Fuera, la transformación que había empezado a sufrir la
ciudad resultaba todavía casi imperceptible. En bares,
cocinas, dormitorios…, por todas partes se rumoreaba todo
tipo de cosas. Era evidente que algo estaba pasando,
aunque no pudiéramos precisar qué. Por las noches los
perros recorrían gruñendo las calles, y cuando amanecía
habían desaparecido. Fue imposible fotografiarlos. Pero
según algunas informaciones eran animales extraños, que
trotaban sobre largas y musculosas patas y tenían cuerpos
fornidos recubiertos de un pelaje corto y apelmazado. Hubo
incluso quien afirmó que solo parecían perros desde lejos
pero que en realidad eran ejemplares de una rara y
espantosa especie de insectos. Aunque casi nadie se creía
estas cosas.
Sus incursiones las sufrían sobre todo los indigentes: los
perros les ladraban y se produjo también algún ataque. En
esa etapa, la niebla, las pesadillas recurrentes, los
constantes cambios en nuestras casas y la todavía
inapreciable transformación de la ciudad, todo eso nos
cegaba y nos impedía cobrar conciencia de esos mismos
cambios. Todos sabíamos que los perros recorrían a sus
anchas el centro de la ciudad, gruñendo todo el tiempo y
ladrando. Pero en el fondo no nos lo creíamos, o si acaso
pensábamos que ya se irían, o que para eso estaban los de
la perrera. De todas formas esos perros, si es que de
verdad existían, no nos habían hecho ningún daño, ¿no? ¿A
qué tanta preocupación entonces?
Pero los de la perrera no aparecieron, y de madrugada
los ladridos retumbaban ya bajo nuestras ventanas. Nos
ladraban ahí mismo, frente a las fachadas de nuestras
propias viviendas. Pero para entonces nos habíamos
acostumbrado. Era como si desde siempre en la ciudad los
perros hubieran estado ahí, ladrándonos.
De pronto un día se volatilizaron los indigentes. La
verdad es que nunca nos había hecho mucha gracia tener
que verlos siempre pidiendo por las calles, meando por los
rincones, durmiendo sobre sus cartones…, habíamos
deseado que dejaran de hacer que nos diéramos cuenta de
cómo cala hasta los huesos el frío a la intemperie. Pero
luego, cuando de verdad desaparecieron, algunos se
inquietaron. Porque no es que abandonaran la ciudad ni
que la ciudad erradicara el vagabundeo como forma de
vida. La ciudad simplemente liquidó a los indigentes.
Fueron la carne de cañón de la primera gran fase del
cambio. Los perros los desgarraron y se los zamparon, y
nosotros nos tapábamos los oídos para no tener que
escuchar sus berridos. Por eso después tuvimos que fingir
que estábamos muy sorprendidos de su desaparición. Las
calles no se veían manchadas de sangre (no todavía), así
que los perros debían de haberles lamido hasta la última
gota. Después de merendarse a sus víctimas, los animales
regresaron a su lugar de origen, en lo más profundo de la
tierra, y allí vomitaron la sangre para lubricar los
engranajes.
Los periódicos ya no informaban. No se publicó ni una
palabra sobre los perros, los indigentes, las pesadillas, las
desapariciones…, tampoco sobre política ni economía, ni
sobre el famoseo ni los deportes. Como todo lo demás,
también eso fue gradual. Al principio lo que pasó fue que
solo mencionaban de pasada las noticias trascendentales, y
en cambio les dedicaban grandes titulares y amplia
cobertura a los acontecimientos más insignificantes.
Después fueron desapareciendo también esos titulares, y
las páginas de los periódicos empezaron a llenarse de
pésimos y ofensivos chistes, de resúmenes de situaciones
ordinarias y desagradables, que a menudo terminaban en
mitad de una frase, sin hilo de pensamiento ni historia
ninguna. Los textos aparecían llenos de faltas de ortografía,
y con el tiempo los artículos ya no se separaban unos de
otros, sino que se publicaban como una larga retahíla
indistinta; al final, los periódicos solo contenían palabras
sin sentido, pegadas unas detrás de otras, muchas impresas
en rojo con sangre humana, lo que tampoco parecía tener
ningún sentido ni razón aparente.
Hoy ya ni letras hay en los periódicos, sus páginas son
manchas uniformes de sangre. Así que todos los periódicos
son rojos. Y también se manchan de rojo las manos de
quienes los hojean.
Un fenómeno similar se dio en la radio y la televisión. Los
locutores daban las noticias cada vez con más desgana, y a
su vez las noticias resultaban más y más insulsas, hasta que
al final solo emitían monólogos incongruentes. Muchas
veces incitando a la violencia. Uno de esos monologuistas
llegó a violar a una pobre criatura en un programa en
directo. A la mayoría no nos escandalizó. Nos
tranquilizamos pensando que era una performance. Pero
sabíamos que no lo era.
Llegó un momento en que los locutores emitían sin pausa
un solo sonido, como si se hubieran atascado en una sílaba
al pronunciar una palabra. A estas alturas ya deberían
estar muertos, pero qué va, ahí siguen aún, apoltronados
día y noche en sus estudios, con la boca abierta y la
garganta en carne viva, emitiendo ese único sonido que no
dejamos de escuchar a todas horas, con el desayuno,
durante las sobremesas y hasta antes de acostarnos.
Hubo también una etapa en la que mucha gente se dio a
la fuga: lo empaquetaban todo y abandonaban la ciudad
con la esperanza de una vida mejor. Pero nosotros los
juzgábamos con desprecio, nos decíamos que no había de
qué preocuparse. Ya no recordábamos cómo era la vida
antes de la ansiedad y el pavor. Nos habíamos
acostumbrado a las sombras que pululaban sobre nuestras
camas por las noches, a los extraños que aguardaban en los
rincones y que, cuando al fin conciliábamos el sueño,
saltaban sobre nosotros y nos lamían la cara con sus
lenguas apestosas.
Y es que el tiempo había dejado de existir. De hecho, una
noche los relojes se volvieron locos, adelantaban y
atrasaban a su antojo, y no sé cuánto tardaron en
desaparecer todas las manecillas de las esferas ni cuánto
en apagarse también los relojes digitales. No mucho. Y
encima tampoco podíamos saber ya cuándo era de noche ni
cuándo de día porque la niebla lo había invadido todo. Así
que deambulábamos por la ciudad en una rara
atemporalidad.
En nuestros puestos de trabajo a menudo nos quedamos
colgados, incapaces de recordar la tarea que teníamos
entre manos, pero es que ahora, independientemente de
que trabajemos en un bufete de abogados, en una
panadería o en una academia de baile, desempeñamos
todos el mismo oficio en todas partes: desarmamos cajas de
cartón y volvemos a armarlas. Cada uno va a trabajar
cuando le parece porque el jefe, de todos modos, nos
penaliza siempre, hagamos lo que hagamos. El trabajo es
solo un pretexto para que tengamos que movernos por la
ciudad y mantener la máquina en movimiento.
Han aparecido nuevas estaciones de metro: los trenes
circulan ahora por túneles que antes no existían. Cuando
inauguraron la línea 8-46, todos empezamos a usarla
porque no queríamos manifestar la más mínima
disconformidad. Enseguida todas las líneas metropolitanas
eran la 8-46. Aquellos convoyes se detenían en estaciones
diseñadas para exterminar a los pasajeros. Por eso todo el
mundo sudaba en el metro y nadie abría la boca. Era muy
posible que la siguiente parada fuera la de la calle György,
y que allí unas arañas de color naranja, del tamaño de un
jabalí, invadieran los vagones y se comieran vivos a todos
los pasajeros, bueno, a todos menos a unos pocos para
poder usarlos después como incubadoras de sus crías. O la
de la calle Tábor, un cementerio subterráneo por entre
cuyas oscuridades perennemente se arremolina la niebla
sobre los exhumados cadáveres. Esos muertos les comen la
oreja a los pasajeros y no paran hasta que logran, perdido
ya por completo el control sobre sí mismos, que salgan de
los vagones, se desnuden y se tumben allí para permanecer
junto a ellos hasta la muerte. Y están también esas paradas
en las que violentas hordas del subsuelo se dedican a
asaltar los trenes para llevarse a las mujeres y usarlas
después como animales de cría. La próxima generación de
ciudadanos se está gestando ahí, en las profundidades de la
tierra. Esa generación ya no necesitará saber leer ni
escribir, y mucho menos concebir pensamientos. Serán los
ciudadanos perfectos.
A pesar de que cada día aparecen más estaciones de este
tipo, nosotros seguimos cogiendo el metro como si tal cosa.
Tampoco nos espantamos cuando vemos que asesinan a
alguien en plena calle. Suele tener que ver con las cartas
que una persona o un determinado colectivo recibe de
pronto de algún departamento administrativo. Da igual de
cuál, todas vienen a decir más o menos lo mismo: así lo
dispone la máquina. Las personas o grupos que reciben
estas notificaciones tienen que asesinar al número exacto
de personas que en ellas se especifica. Entre el uno y el
infinito, el número puede ser cualquiera. A veces se
designan grupos de gente según su género, profesión, edad
o color de ojos y pelo. Quien recibe una notificación así no
puede hacer nada, solo cumplir la orden administrativa.
Los cadáveres no deben ser retirados. De modo que como
cartas de este tipo se envían a cientos por correo
diariamente, las calles están inundadas de muertos y el aire
brumoso apesta a descomposición.
Pero no hay nada que podamos hacer. Las leyes están
para cumplirlas.
Las calles desaparecen y aparecen a su antojo, por lo que
cada vez es más difícil moverse por la ciudad. Si las
recorres durante horas, en algunas acabas viendo cómo los
edificios se apelotonan como si fueran los árboles de un
bosque, se cierran en forma de túneles y los ladrillos y el
cemento de las fachadas cobran aspecto de carne y tejidos.
Cuando uno quiere darse cuenta, ya está chapoteando en
un mar de jugos gástricos. El paseante que alcanza a verse
en semejante encrucijada sabe que ha llegado al estómago.
Imposible retornar.
Las reglas son las reglas.
Semejante situación llevó a una protesta que llegó a ser
amplia en ciertos círculos durante un período. Pero como
no se sabía muy bien contra qué o contra quién se
protestaba, la salida más común acabó siendo el suicidio.
Sin embargo, el engranaje no puede aceptar semejante
rebelión. A algunos suicidas los llevaron al cementerio de la
parada de metro de la calle Tábor. A otros los colgaron de
las farolas durante la noche, y la máquina se las ingenió
para que no murieran. Ahí siguen pataleando todavía.
Un espectáculo al que desgraciadamente ya nos hemos
acostumbrado.
Si no es del todo necesario, evitamos ir a los parques
porque los árboles son peligrosos. Solo los habita ya una
especie de pájaros, la que el engranaje protege. Se
alimentan fundamentalmente de ojos humanos. Una vez
que van a por alguien, lo persiguen hasta que logran
sacárselos. El resto no les interesa. Ni que decir tiene que
esto no fue ninguna buena noticia para los suicidas que
cuelgan de las farolas: ellos fueron los primeros en
quedarse sin ojos.
Se sabe también que existen pasadizos secretos que
conducen a cada armario de cada habitación, por los que la
máquina puede desplazar a sus agentes como le venga en
gana. Los usan para notificar cuotas de muertes, provocar
pesadillas o hacer entrega de la sangre o trozos del cuerpo
de algún familiar, amigo o examante. Desde hace ya tiempo
la máquina se esmera en mantenernos al tanto de la
muerte de nuestros seres queridos. Se nos obliga a
degustar su carne: así reconocemos la grandeza de la
máquina y le mostramos nuestra devoción, porque gracias
a ella podemos seguir con nuestras vidas miserables, que
nada valen, ya que ella podría acabar con nosotros cuando
quisiera; hemos pues de estarle agradecidos por cada
instante de vida que nos concede.
Y por supuesto nadie duda de que esta sea la actitud más
correcta.
Durante mucho tiempo creímos ingenuamente que el
engranaje de la máquina solo se había puesto en marcha en
nuestra ciudad, que en el resto del mundo se seguía
viviendo como antes. Estábamos equivocados. La máquina
nos lo ha contado a través de los muertos. Y nos cuenta que
en el resto del mundo se vive aún peor que aquí. En todos
los bosques pasa lo que en nuestros parques. Los cerdos y
las cabras de las aldeas se comen a los recién nacidos. Las
montañas se abren y sangran arrasándolo todo. Los mares
y los océanos están envenenados, y solo los habitan pulpos
gigantescos que a veces se aventuran hasta las orillas por
devorarles el alma a los incautos. Ciudades enteras se han
hundido en el subsuelo y millones de muertos, resurgidos
de las profundidades, violan y devoran a los supervivientes.
Y riega el mundo, fina y constante, la lluvia ácida.
Aquí la máquina nos protege de tales horrores. Algo tiene
que exigirnos a cambio, claro, pero aun así no hay duda de
que salimos ganando. De modo que a nosotros, a los
supervivientes en este espacio que antes fue una ciudad,
nuestra ciudad, nos embarga la más profunda veneración
hacia su engranaje protector. A veces también nos atenaza
el miedo, desde luego, pero así es la vida. En cualquier
caso, reconforta saber que de alguna manera, antes o
después, la máquina acabará triturándonos a todos. Puede
parecer terrible, pero lo cierto es que hoy tenemos algo
que antes nunca habíamos tenido: una clara visión de
futuro.
EL CIELO LLENO DE CUERVOS, Y
LUEGO NADA EN ABSOLUTO

¡El salmo se convierte en heavy metal!


¡No era el final, solo el principio!
¡Diablo, hermano, sigue tocando!
¡Cuando escucho tu música tiemblo!
«Campanadas a medianoche»
POKOLGÉP

Salgo de debajo de su cama. Es medianoche y está


dormido, roncando bajo la manta, apestando a alcohol. Ha
vuelto a beber demasiado, cerveza y chupitos de palinka.
Debería cuidarse más, pero yo no soy quién para tomar
decisiones por él. Me siento en el suelo y observo la noche;
busco mensajes entre las sombras, en los ladridos de los
perros, en el ronroneo de la caldera. No hay mensajes para
mí esta noche. Me levanto y miro la calle desde la ventana.
Todo está quieto y en silencio, casi como antes de la
creación del universo. Buenos tiempos aquellos.
Hay casetes tirados por el suelo. Otra vez se emborrachó
escuchando sus viejas demos. El ordenador está destripado
en un rincón; la tarjeta gráfica, inservible. A veces me
entran ganas de comprarle otro para que pueda terminar el
disco. Me gustaría escucharlo terminado. Lo escucho en su
cabeza, las ideas que tiene, pero la música no se hace en la
cabeza, se hace en los estudios de grabación.
A mí no me gusta especialmente el heavy metal. Lo
escucho por él, por Csaba, pero yo disfruto más con Händel
o con Mozart. Llamadme anticuado. A veces voy a Berlín, a
Viena o a Nueva York para escuchar alguna sinfonía o algo
de música de cámara, que también me gusta. O me cuelo
en una iglesia, sobre todo por Bach. Hago mis escapaditas,
si se quiere ver así. Hasta yo necesito vacaciones de vez en
cuando.
Le concedo una hora y luego saco la pesadilla. La tengo
escondida en el bolsillo: he estado trabajando en ella dos
días debajo de la cama. Le doy forma de araña y se la poso
con cuidado entre los labios. La araña baja hábilmente por
la garganta de Csaba y se funde con él.
Una hora más tarde, que es lo que duran las pesadillas,
se despierta gritando; yo ya estoy otra vez debajo de la
cama ideando la siguiente.
Por la mañana no puede verme, aunque estoy detrás de
él. Me quedo ahí de pie mirándole mientras se afeita. No lo
hace todos los días, pero es que hoy va a la oficina de
Servicios Sociales a solicitar un subsidio. No va a
conseguirlo, me he encargado de ello. Observo su cara, las
profundas arrugas en las comisuras de los ojos. Me
preocupa. Está demacrado. No sé si tendrá margen todavía
para una segunda oportunidad. Aunque es verdad que
conserva esa ferocidad en la mirada que volvía locas a las
chicas cuando se subía al escenario. Y no ha echado
barriga, a pesar de que se pone fino a salchichas con bien
de pan blanco y, cuando las encuentra baratas en el súper,
alubias en lata, todo generosamente regado con vino y
cerveza. Buenos genes, supongo.
Aun así, no es más que la sombra de lo que fue. ¡Qué
hombre tan guapo era en sus buenos tiempos! Y hasta
mediados los cuarenta se mantuvo en excelente forma.
Luego se mudó al campo y se abandonó. No digo que yo no
haya tenido algo que ver, pero al final él es quien toma las
decisiones. Yo solo le ofrezco oportunidades para que se
desvíe del camino que se propone seguir, y ocasionalmente
también le pongo algún que otro obstáculo, no lo niego.
Nada que no pudiera superar si realmente pusiera empeño.
La mesa está empapelada de facturas. Dos meses de gas,
la tarifa plana del agua, la cuota semestral de la recogida
de basuras y el vencimiento de la hipoteca. Csaba ni
siquiera las mira. No puede, se le revuelve el estómago solo
de pensar en ellas. Le hablan del fracaso, de las
oportunidades perdidas, de una vida desperdiciada.
Se pone su camiseta de Manowar. Es una superstición de
la que ha intentado deshacerse sin éxito, sigue creyendo
que le da suerte. Se la regaló Joey DeMaio antes del
concierto del 94 en la Sala Peto˝fi de Budapest. Solo se la
pone una o dos veces al año, para que no se le desgaste. Es
su amuleto, aunque en realidad él ni siquiera es tan fan de
Manowar.
Se dirige a la oficina de Servicios Sociales y me quedo
solo. Podría ir con él, pero sé lo que va a pasar y se me
parte el corazón. Me aburro. Es una pena que de todos los
lugares posibles haya elegido instalarse en Kál. La gente
solo viene aquí para quejarse de la vida y luego morirse. En
Budapest al menos siempre podía encontrar una iglesia en
la que estuviera interpretándose una cantata o una fuga.
Aquí no hay nada, solo un par de bares y una oficina de
correos.
A las dos de la tarde empieza a beber. En el CBA tienen
de oferta la cerveza de marca blanca y ha comprado doce
botellas. Me siento a su lado. Las manos le tiemblan, un
Fecske le humea entre los dedos. Odio el olor de esa marca
de tabaco, me recuerda al del infierno. Antes fumaba
Marlboro, pero este es muchísimo más barato.
Es el momento de volver a intentarlo. Le rozo una mano
con mis garras y él me mira.
–¿Otra vez? –pregunta–. ¿Cuándo vas a dejarme en paz de
una puta vez?
Sonrío. No es que me apetezca hacerlo, es deformación
profesional. Supongo que me hace parecer más malvado.
Se me caen unos cuantos gusanos de entre los dientes.
–Únete –le digo.
Él ya sabe de qué va la historia. Le da un trago largo a su
cerveza.
–Vete a la mierda –responde con voz ronca–. Estoy hasta
las narices de ti y de todo lo demás, absolutamente de todo.
Me mira a los ojos y veo el vacío en su mirada. Podría ser
una buena señal, podría significar que está maduro para la
gran renuncia. Pero también es posible que solo esté
aburrido de verme el careto. Quizá tendría más éxito si me
cambiara de cara, igual pruebo.
–No te queda mucho tiempo –le digo en plan agorero–.
Los Cuatro están en la puerta.
Csaba escupe en el suelo.
–Diles que se vayan ellos también a la mierda –dice, y le
da una profunda calada a su repugnante cigarrillo.
Cuando vuelve a mirarme, ya no estoy ahí. Mejor dicho,
él ya no puede verme. Cree que no lo veo cuando se pone a
llorar. Pero sí. Yo siempre estoy a su lado cuando se
emociona.
Fui yo quien le regaló la primera cinta de heavy metal. En
ese sentido podría decirse que todo ha sido culpa mía. Era
una copia de un vinilo traído ilegalmente de Occidente,
Killing Machine, de Judas Priest. Luego le conseguí unas
cuantas más. Se las escondía siempre entre las cintas de su
padre: el primer álbum de Accept, los dos primeros discos
de Black Sabbath, y Overkill, de Motörhead. Me sentaba a
su lado en la habitación mientras las escuchaba. Oía todas
esas canciones a través de sus oídos. Aunque «Hell Bent for
Leather» y «Stay Clean» no están a la altura de una fuga de
Bach o un concierto de Rajmáninov, podía apreciar su pura
y contundente energía. Sentía cómo el corazón de Csaba se
aceleraba al ritmo de la batería mientras con los dedos
trataba de seguir los riffs. Estaba satisfecho de mí mismo.
Sin embargo, después, a menudo he pensado que debería
haberle comprado libros en lugar de cintas: a lo mejor las
palabras le habían aclarado las ideas. Pero el pobre nació
en el momento equivocado en el lugar equivocado,
encerrado en la jaula de la lengua húngara. ¿Cómo habría
podido conseguir yo que leyera al menos alguno de los
libros del charlatán de Crowley, por ejemplo? No había
traducciones disponibles al húngaro. Y de todas formas
ningún libro escrito por los hombres puede expresar con
precisión cuál es el papel de Csaba en el mundo.
La música era lo único que me quedaba. La música es
universal, eso es verdad, pero hay que ver qué mala
influencia puede llegar a tener en la gente.
Luego ya empezó a conseguirse las cintas por su cuenta;
se las traían de contrabando desde Viena: Iron Maiden,
Venom, Slayer, Dio, Tankard. Todo lo escuchaba con una
reverencia fanática. A los trece años consiguió que le
regalaran su primera guitarra y un pequeño amplificador.
Ya entonces era muy testarudo, demasiado testarudo para
su propio bien. Si en aquella época hubiera aceptado mi
oferta, podría haberse salvado fácilmente. Aunque en parte
también fue culpa mía que no lo hiciera.
Cometí un grave error: pensé que si basaba mi aspecto
en la estética de las portadas de los discos de metal él
confiaría más en mí. Así que me coloqué unos cuernos en la
cabeza y dejé que me crecieran cola y pezuñas. Y me puse
un chaleco de cuero como los que a veces llevaban los
demonios de esas portadas. Ya antes en alguna ocasión él
había presentido mi presencia, pero me acuerdo que estaba
practicando con su guitarra cuando me revelé a lo grande
por primera vez. Hasta rompí un espejo de su habitación
para que mi entrada fuera más dramática. Admito que
debería haber pensado mejor mi estrategia. Quizá si
hubiera elegido un look más atractivo habría conseguido
ganármelo desde el principio.
No se asustó, al menos no tanto como habría sido de
esperar. Yo lo atribuyo a que de alguna manera ya lo había
estado preparando para nuestro encuentro con toda esa
música. Me había enterado por la prensa occidental de que
el heavy metal era la música del diablo, y pensé que
escucharla sentaría una buena base para mi aparición. Por
eso también puse tanto empeño en los cuernos. Sin cuernos
no hay diablo que valga.
Otro error: solo le hablé de nuestra misión, de la suya y
de la mía, pero no le dije nada de lo otro, de lo
verdaderamente importante. Si hubiera empezado de otra
manera, puede que hubiera aceptado sin pensárselo. Y
entonces todo habría terminado.
Debería haberle hablado de los primeros instantes de mi
vida, de ese segundo inicial en el que, informe todavía, yo
ya tenía un propósito. Me lo habían imbuido las terribles
manos que acababan de amasar mi existencia con polvo de
estrellas. Desperté aullando como los hijos de los hombres,
pero listo para empezar mi trabajo: esperar a que naciera
Csaba. Tuve que esperar durante eones, desde antes
incluso de que la Tierra se formara con sus rocas ardientes.
Mientras él iba formándose célula a célula en el vientre
de su madre, yo ya vivía debajo de su cama. Ya había visto
sus sueños cuando aún no había nacido. Y cuando su madre
lo parió, yo fui el primero en olfatearlo y llorar de alegría.
Era la primera vez que lloraba de verdad, derramando de
mis ojos lágrimas de sangre. De eso debería haberle
hablado, de cuánto lo amaba.
¿Cómo iba a darse cuenta de lo importante que era para
mí su salvación? Lo único que vio fue un monstruo, un
demonio que no le daría tregua. Todo lo que tenía que
hacer era ocupar el lugar que le estaba destinado en el
Trono de la Medianoche y desde allí liderar el ejército de
los muertos contra el mundo. Pero no se lo expliqué bien. Y
sin embargo yo sabía que la victoria estaba garantizada y
que al final todo sería suyo. El poder, la gloria, la vida
eterna. Todos sus deseos serían automáticamente
satisfechos. Solo tenía que hacer que ardiera el tiempo al
mando de los muertos. Solo tenía que decir que sí.
Pero se negó entonces y sigue negándose hoy. A pesar de
que nadie más que él puede ocupar el Trono.
A los dieciséis años, poco después de aquella
desafortunada manifestación mía, se subió por primera vez
a un escenario con su primera banda, a la que había
llamado Máquina Asesina, por el álbum de Priest. Su padre
no fue al concierto, ya por entonces apenas se hablaban.
Pero yo sí estuve, y lloré con todas las canciones. Estaba
muy orgulloso de él, aunque casi todo lo que tocaran fueran
versiones. En el siguiente concierto ya metieron una
canción suya, «La guerra del infierno». Me gustó, aunque
hasta yo me di cuenta de que era un refrito del tema
principal de una canción de Accept. Fue la letra lo que me
llamó la atención, me hizo pensar que tarde o temprano
diría que sí. Aún era muy joven, estaba rehuyendo sus
responsabilidades. Así que al principio incluso apoyé su
carrera musical, pensé que unos cuantos temas más como
ese y aceptaría su destino. Además, teníamos todo el
tiempo del mundo, el límite solo lo ponía el final de su vida.
Con diecinueve años grabó su primer LP. Su grupo
entonces se llamaba Pájaro de Acero. El disco, La primera
batalla, fue todo un éxito en Hungría. Todavía hoy en las
discotecas se pinchan temas como «El hijo de la peste» y
«Pacto satánico». Su siguiente álbum, ¡Sal de mi camino!,
también fue un bombazo. Y llegaron a lo más alto cuando se
les presentó la oportunidad de tocar como teloneros de
Judas Priest en la gira de Painkiller, en la Sala Peto˝fi.
Antes del concierto, me aparecí ante él en el camerino.
Esta vez bajo la forma de una tía buena: ropa ceñida de
cuero y tatuajes por todo el cuerpo, la cara basada en las
modelos de las revistas alemanas, el tamaño de los pechos
ajustado a las fantasías de Csaba. Volví a hacerle mi oferta.
Una vez más me dijo que no.
Me sentí muy decepcionado. Con él, pero sobre todo
conmigo mismo. Un año más tarde se casó con una groupie
de la banda. Szilvia. La relación no duró ni un año: resultó
que Csaba era estéril y Szilvia quería hijos.
Solo fue una sorpresa para ellos, no para mí. Necesitaba
motivarlo como fuera para que aceptara sentarse en el
Trono.
Y con el divorcio empezó el declive. Cosa mía también.
Ninguna gran tragedia, solo una concatenación de sucesos
desafortunados, oportunidades perdidas, promesas rotas.
Ahora es de noche y está sentado en su habitación
tocando la guitarra. Reconozco el riff, es la penúltima
canción del álbum Marcha de medianoche, de Pájaro de
Acero, «¡Nunca podrán vencerte!». Su teléfono suena y me
muero de pena. Sé quién está llamando y por qué.
Endre Orsós era el bajista de Pájaro de Acero, el único
miembro del grupo, aparte de Csaba, que está en todos los
LP. Cuando Csaba se vino a vivir al campo, Endre volvió a
trabajar de mecánico. Al menos él tenía un oficio. En sus
ratos libres tocaba en la Deep Purple Tribute Band,
siempre con la esperanza de que Pájaro de Acero volviera a
juntarse. Tal vez Endre fuera el único amigo de Csaba.
Ahora es su mujer, Márta, quien está al teléfono. Endre se
casó con ella después de su primer infarto, hace siete años.
Csaba fue su padrino.
Yo estaba con él cuando murió hace un par de horas. Él
no me conocía, pero los amigos de Csaba son mis amigos.
Otro ataque al corazón. Acababa de salir de trabajar, aún
estaba cerca de su taller, al borde del bosque. Nadie lo vio
desplomarse arañándose el pecho, jadeando, solo yo. Le
cogí la mano hasta que se quedó frío. Los moribundos ven:
siempre me ven en mi forma más pura, esa forma que ni
siquiera yo he visto nunca porque los espejos no la reflejan.
Espero que no me viera como un monstruo. Espero no
haber hecho sus últimos momentos aún más horribles.
Después de la llamada de Márta, Csaba bebe durante
toda la noche. Tiene que pedir dinero prestado para
comprar la bebida, pero lo hace y echa la vista atrás. Pone
un disco de Pájaro de Acero, el último, Vivir o morir. Se
pone en bucle la última canción, «Como cuervos en el
cielo», la única de toda la producción del grupo que no
tiene acompañamiento de batería, solo guitarras acústicas
y un violín.
Recuerdo la tarde en la que la compusieron. Estaban
ensayando en un garaje situado al límite de la zona urbana,
justo antes del comienzo del bosque. Me gustaba aquel
cuchitril, hacía que me sintiera como en casa, y desde lo
más profundo del bosque me llegaba el susurro de las hojas
y el siseo de las serpientes: «Ahora, ahora…», me
apremiaban. Pero yo sabía que el momento aún no había
llegado. Csaba aún no estaba listo para ocupar el Trono.
Endre y él se sentaron en la linde del bosque, cada uno con
su cerveza en la mano. Me habría gustado sentarme con
ellos y beberme yo también una Ko˝bányai calentorra,
como uno más. Pero me arrodillé en el suelo y escuché su
conversación. De pronto una bandada de cuervos oscureció
el cielo, y nos quedamos mirándolos. Sus graznidos
atronaban en nuestros oídos. Yo hice un gesto con la mano
para saludarlos, pero nadie lo advirtió. Los cuervos volvían
al bosque para pasar la noche en sus nidos. Entonces Endre
soltó la perla de sabiduría en la que se basa toda la
canción.
–Lo mismo que nosotros –dijo–. El cielo lleno de cuervos,
y luego nada en absoluto.
Me entraron ganas de abrazarlo. Eso era lo que yo
llevaba toda la vida intentando que Csaba comprendiera. Yo
le ofrecía una salida, le ofrecía convertirse en el mismo
cielo, dejar de ser solo el pájaro que lo cruza.
El silencio los envolvió y durante mucho rato Csaba no
dijo nada. Yo podía percibir cómo en lo más profundo de él
algo estaba cambiando.
–Ya –dijo al final, y le dio un trago a su cerveza.
Al día siguiente terminaron de componer la canción,
aunque la versión final conseguía transmitir muy poco de la
atmósfera de esa tarde. No obstante, a la gente le encantó,
muchas veces era la penúltima canción de sus conciertos.
Ahora Csaba está sentado en su habitación, llorando, y yo
no puedo dejar de mirarlo. Me gustaría abrazarlo, pero sé
que me rechazaría, aunque me viera llorar a mí también.
Para esta noche tengo lista ya una nueva pesadilla. Trata
sobre el atardecer aquel de los cuervos, sobre la última
conversación que mantuvieron, en la cocina de la otra casa
de Csaba, sobre las facturas y los Servicios Sociales.
Espero que este sea el empujón que me hacía falta para
convencerlo por fin.
A medianoche le introduzco la araña en la boca y salgo al
jardín. Me acuerdo de su amargura cuando decidió venirse
a vivir aquí, a este poblachón perdido al este del país.
Había querido montar otro grupo después de Pájaro de
Acero, pero su segunda aventura musical fue un completo
fracaso. Ahora los jóvenes escuchaban un tipo de música
que él no entendía. En trendy.net se publicó que el legado
de Pájaro de Acero era una auténtica tomadura de pelo,
una vergüenza para la música nacional, una ocurrencia
extemporánea construida a partir de elementos robados de
aquí y de allá. Salió a la luz que Tibi, el primer cantante,
había sido confidente del régimen comunista hasta el 89.
Csaba estaba agotado y además ya no podía permitirse
pagar un apartamento en Budapest.
Se gastó casi todo el dinero que tenía en comprarse esta
casa, lo más lejos posible de Budapest. Pero la vida en el
campo resultó ser más dura de lo que había pensado. No
sabía hacer gran cosa, aparte de música (y ni siquiera eso,
según algunos), así que rápidamente se le acabó el poco
dinero que le quedaba.
Me siento en el banco del jardín y escucho los sonidos de
la noche. Esta vez me están enviando un mensaje: cada
brizna de la naturaleza lo proclama, pero solo yo puedo
oírlo. Ahora sé que tengo corazón: siento que se me
marchita de tristeza. Sabía que este día iba a llegar, igual
que Csaba sabía que algún día se haría viejo. Pero ninguno
de los dos nos hemos esforzado lo suficiente, no hemos
perseguido nuestros objetivos con suficiente tenacidad.
¿Por qué será tan terco? ¿Es por mi culpa? ¿Fueron
aquellas cintas las que lo hicieron así? Oigo sus
pensamientos en mi cabeza, siento lo que él siente como si
fuéramos una guitarra y un amplificador conectados, y sin
embargo nunca podré llegar a conocerlo del todo. Siempre
será un hermoso misterio para mí.
Oigo gritos en el interior de la casa…, Csaba está
despertando de la pesadilla. Con un susurro, le doy la
bienvenida al mundo de la vigilia.
El funeral se celebra una semana después en la ciudad
natal de Endre. Lo entierran junto a sus padres. Llueve,
como en las películas, y todo el mundo va vestido de negro,
así que el ambiente no es muy diferente al de los conciertos
de Pájaro de Acero. La mayoría de los integrantes del grupo
están aquí, incluido Tibi, el cantante original. A nadie le
importa ya si fue o no un confidente. Al final de la
ceremonia suena por los altavoces «Como cuervos en el
cielo». El cura estaba reticente, pero consiguieron
convencerlo. Todo el mundo llora cuando termina la
canción y el ataúd de Endre baja a la tumba. Después todos
beben en el bar que hay enfrente del cementerio. Ahora se
llama Shamrock, pero antes, entre las dos guerras, se llamó
Mejor Aquí que al Otro Lado. Beben y recuerdan, beben y
ríen, beben y lloran. Ojalá pudiera unirme a ellos, pero solo
los observo desde los rincones oscuros. Si entorno los ojos,
puedo imaginarme que hablan conmigo.
Alguien lanza la idea de volver a juntar al grupo, tal vez
solo para un concierto homenaje. O también podrían grabar
un álbum póstumo, ¿no? Csaba dice que él tiene muchos
temas en el ordenador, y todos asienten varias veces con la
cabeza, como si estuvieran considerando seriamente la
posibilidad. Después Csaba le confiesa a Tibi que su
ordenador ya ni se enciende, que todo lo que ha hecho en
la vida se ha convertido en un montón de escombros, pura
basura sin ningún valor. Luego vomita.
Esa misma noche le ofrecen un trabajo. No es difícil urdir
este tipo de artimañas, hacer que las ideas se filtren a
través de sueños y sugestiones: mis minúsculas arañas
pueden meterse por todas partes. La que se lo ofrece es
Betti Csernák; su padre era fan de Pájaro de Acero, y
cuando Betti aún era una cría muchas veces la llevaba a
sus conciertos. Ha asistido al funeral solo por admiración y
respeto, pero se hace cargo de la situación de Csaba y allí
mismo, delante de la puerta de los servicios del Samrock, le
hace una oferta. Tiene una pequeña empresa y hay una
vacante.
No es un trabajo difícil, solo tendría que supervisar y
registrar la mercancía en los almacenes de la empresa, que
se dedica a la exportación e importación. Para Csaba sería
perfecto. Le pide un día para pensárselo. Yo sé que si dice
que sí, ocupará su lugar en el Trono. Es el tipo de persona
al que solo le hace falta una grieta en el muro de la
autoestima para derrumbarse por completo.
Durante toda la noche deambula borracho por las calles
pensando en la oferta. Trabajo de ocho de la mañana a
cuatro de la tarde, sueldo fijo, cafetería. Podría comprarse
un ordenador nuevo, algo de ropa, incluso encender la
calefacción en invierno. Y a lo mejor hasta organizar el
concierto homenaje y la grabación de ese álbum de
despedida porque su vida volvería a funcionar. Solo
necesita un último empujoncito, así que me hago visible.
Me ve en el espejo de un charco y escupe en el agua. No
tengo que decirle nada, él ya sabe lo que quiero. Pero esta
vez se abstiene de insultarme; solo me mira. Puede que sea
la primera vez que me ve de verdad, que vislumbra lo que
soy detrás de mi apariencia. Luego pisa el charco y sigue
persiguiendo el alba. Me siento en un banco y espero.
Siento que estoy a las puertas del éxito. Si mañana se
rompiese, aún estaríamos a tiempo. Aún podríamos
salvarnos los dos. Me llevo las garras al pecho. Todavía
puedo sentir los horrendos dedos negros hurgándome por
dentro para moldearme el alma y encadenármela a la vida
de un mortal. En la oscuridad anterior a la creación,
cuando ni siquiera tenía ojos, ya sentía esa conexión con
alguien que aún no había nacido. Yo ya estaba vivo cuando
él nació, pero mi primer aliento lo tomé con él, y con él
lloré cuando lloró por primera vez.
En lo más profundo de mí se esconde otra forma, la
percibo, es la forma que yo adquiriría si él se sentara en el
Trono. Yo sería su consejero, su perro, su general, lo que él
necesitara. Podría conquistar el espacio y el tiempo, la vida
y la muerte, los recuerdos y los sueños. A su lado podría
serlo todo. Ahora no soy nada. Solo un pensamiento, un
sueño, una posibilidad. Me estremezco, mi pelaje
empapado se eriza. Me gustaría dormir como los humanos
lo hacen; nunca en mi vida he dormido, solo he ideado los
sueños ajenos.
Al amanecer, cuando se despierta, estoy tumbado debajo
de su cama. El presidente del club de fans de Pájaro de
Acero le consiguió una noche gratis en este apartamento
para que no tuviera que pagarse un hotel. No habría podido
pagárselo de todas formas. Se lava la cara en el diminuto
cuarto de baño y sale para encontrarse con Betti. A pesar
de que algunas veces acompañaba a Endre cuando él venía
a visitar a sus padres, le cuesta ubicarse en la ciudad. Se
encuentran en una cafetería. El chirrido ensordecedor de la
máquina de café interrumpe por momentos su
conversación. No me siento, me paseo de un lado a otro
entre las mesas como un perro excitado, aguzo el oído para
detectar el más leve cambio en el tono de su voz, por
encima incluso del estruendo de la cafetera.
–No puedo aceptar tu oferta –dice entre dos carraspeos,
con toda la frialdad del mundo.
Betti asiente como si se lo esperara, pero hay tristeza en
sus ojos.
–Bueno –dice–. A lo mejor podemos encontrarte algo más
fácil, un trabajo en la oficina o…
Csaba levanta la mano para pedirle que guarde silencio y
ella reconoce el gesto de los conciertos. Así era como
Csaba solía callar al público cuando cogía la guitarra
acústica.
–No es por la dificultad –dice–. Es solo que no quiero que
nadie me diga lo que tengo que hacer, no quiero que nadie
controle mi horario, mi producción o mi dinero. No quiero
que nadie me diga nada de nada. Soy un espíritu libre.
Y en ese momento, como si pudiera verme, me mira.
Aunque por supuesto no puede. Solo yo decido cuándo
estoy ahí para sus ojos y cuándo no, pero él intuye que
estoy a su lado. Puede que incluso lo desee. Sonrío.
Siempre igual de terco. Así lo criaron y es lo que la vida le
ha enseñado, y yo también, y la música. Nunca dejes de
perseguir tus sueños.
Por supuesto que no accederá al Trono. Alguien le dijo
que eso era lo que tenía que hacer, así que no lo hará. Betti
se pasa media hora rogándoselo, pero Csaba rechaza todas
sus ofertas. Es una cuestión de principios. No será el
esclavo de nadie, dice, y reconozco la referencia a una
canción de su segundo álbum: «No seré tu esclavo ni
aunque así me convirtiera en el rey de los esclavos», reza el
estribillo. La escribió para mí, y me siento muy orgulloso.
Por la tarde nos montamos en el tren de vuelta a Kál. Ha
sacado un billete solo hasta la mitad del trayecto, luego
confía en que el revisor no lo pille. Tiene suerte.
Esa noche lo intento otra vez. Llevamos más de cincuenta
años con este tira y afloja, y ahora no nos quedan más que
unas horas. Me manifiesto ante él y vuelvo a hacerle la
oferta.
–Ocupa el Trono de la Medianoche –le digo ahuecando la
voz–. ¡Lidera el ejército de los muertos!
Y etcétera.
Cuando me dice que no, me postro a sus pies y le
imploro. No se ablanda. Le regaño. Le llamo testarudo,
alcornoque, músico de tres al cuarto. Él también me lanza
improperios, desahoga conmigo la rabia por la muerte de
su amigo. Débil mental, me llama, pedazo de mierda,
fracasado. Y hay verdad en sus insultos, como la hay en los
míos. Yo existo únicamente para tentarlo, y sin embargo
soy incapaz de hacer que caiga. ¿Qué clase de demonio se
arrastra por los suelos para besar los pies de un humano?
¿Qué clase de demonio le suplica a su víctima? Aun así, no
me avergüenzo. Lo he hecho todo por él. Lo he hecho por
amor.
Pero me rindo.
Esa noche no preparo ninguna pesadilla para él. Mañana
a mediodía llegarán sin previo aviso. Sé lo que va a ocurrir,
contemplo todas las implicaciones.
Los pájaros graznan más fuerte y los gusanos se
retuercen desasosegados bajo la tierra esa noche. Una
bombilla se funde en la cocina.
Pienso en el último concierto de Pájaro de Acero. No
estaba planeado que fuera el último, pero un mes después
todo el mundo se peleó con todo el mundo. No me gustó
que se disolviera la banda, pero pensé que no había otra
manera. Puede que me equivocara, pero ya qué más da.
Estaban tocando en el Club Wigwam y el aforo estaba casi
completo. Él ya se había fijado en la chica antes del
concierto: llevaba una camiseta de Pájaro de Acero con las
mangas cortadas, y la melena negra y desordenada le caía
sobre los hombros. Llevaba un tatuaje en el brazo: «No
seré tu esclavo». Después del concierto, él la invitó al
backstage. Ella llevaba mucho tiempo suspirando por él: ya
me había encargado yo de que fuera así. Por más que me
doliera la idea, que odiara imaginar la posibilidad del
fracaso, necesitaba un plan B. Csaba creía que era estéril.
Y hasta cierto punto era cierto: no podía tener hijos, a
menos que yo se lo permitiera.
Aquella noche se lo permití. Ninguno de los dos era muy
partidario del sexo seguro. Y después nunca más volvieron
a verse. Hasta ahora. Cuando la ve caminar hacia la puerta
al principio no consigue ubicarla. Luego se acuerda, pero
todavía no lo entiende, ni siquiera cuando ve a la niña.
–Es tuya –le dice ella, que ahora ya no es una chica, es
una mujer.
Se llama Ildikó Ko˝hegyi y aún lleva el tatuaje en el
brazo, aunque ha estado averiguando en internet cuánto le
costaría quitárselo. Csaba la recuerda precisamente
gracias a ese tatuaje, pero ahora mismo no está interesado
en la mujer, ni yo tampoco. Mira a la niña. Tiene los ojos de
su padre, verde oscuro y profundamente tristes; la boca es
la de la madre. Una niña preciosa, preciosa. Ojalá pudiera
cuidarla. Pero sé que no es posible.
Otro como yo está detrás de ella; lo saludo con una
inclinación de cabeza. Asiente y me revela su verdadera
catadura, y yo no le oculto la mía. Es la primera vez en la
vida que me encuentro con alguien de mi especie, y se me
parte el corazón (pues tenerlo lo tengo) al pensar que fue
apenas antes de ayer cuando forjaron su alma en alguna de
las fraguas del universo. Yo ya caminaba sobre la Tierra
desde hacía tiempo cuando su alma se unió a la de la niña
que había creado. Me siento viejo. ¿Lloraría también él
cuando nació la niña? ¿La protegerá como yo he protegido
a Csaba? Tengo muchísimas preguntas que hacerle e intuyo
que él también querría hablar conmigo, pero nos quedamos
callados. Tenemos muchas preguntas, pero nada que
decirnos: cada cual debe seguir su propio camino.
Yo fracasé; ahora le toca a él fracasar o tener éxito. Mi
tiempo ha pasado. La niña es la nueva heredera del Trono.
Csaba y yo nos hemos convertido en oportunidades
perdidas. Miro a la niña y a su demonio, la una junto al
otro. Son una parejita preciosa. Son tan hijos míos como de
Csaba. Siento alegría y tristeza al mismo tiempo.
Mirándolos, contemplo a la vez la vida y la muerte.
Csaba no hace más que mirar a su hija y casi no habla
durante todo el encuentro: solo se deja envolver por las
historias de la vida de la niña. Ildikó salta de una a otra
como si fueran piedras en un río, hasta llegar al presente.
Se van del país para siempre. Se trasladan a Australia con
la pareja actual de Ildikó; ella solo quería que la niña viera
a su padre por primera y última vez. Una obra demoníaca,
está claro. Le hago un gesto de asentimiento al demonio de
la niña.
Muy hábil. Australia es un territorio lleno de oscuros
secretos, de lugares impíos. Allí será más fácil guiarla hacia
el Trono. Ella no dice nada en ningún momento, solo mira a
su padre y a veces a mí, como si pudiera verme. Quién
sabe, quizá pueda. Es posible que ella ya pueda verlo todo.
Tal vez sea yo el que ya está ciego para las cosas del
mundo.
Se van alrededor de la medianoche. De regalo de
despedida, le endilgo una pesadilla a ese otro demonio; él a
mí me encasqueta el mechón chamuscado de una Barbie.
Csaba también le hace un regalo a la niña. Se me hace un
nudo en la garganta cuando veo que le trae el Killing
Machine de Judas Priest. El primer disco que yo le regalé.
Csaba le ha entregado a su hija el derecho a heredar el
Trono. Ahora, aunque quisiera, él ya no podría ocuparlo.
Yo tampoco alcanzaré nunca mi forma definitiva. La
mujer y la niña se van, y mi trabajo ha terminado.
Podría irme a donde quisiera, el mundo entero es mío.
Podría ir a Viena o a Nueva York. Adoptar forma humana.
Escuchar a Chopin, a Schubert, a Brahms y a Vivaldi
interpretados por los mejores músicos. Podría disfrutar de
la vida mientras dure la de Csaba. Pero todo eso no
significa nada para mí: él es lo único que me importa.
Cuando él muera, cuando su corazón deje de latir, yo
también me convertiré en polvo y viento.
Csaba se sienta en el porche y abre una de sus cervezas
de marca blanca.
–¿Estás aquí? –pregunta.
Al principio no sé a quién se lo está preguntando, pero
enseguida caigo en la cuenta.
Me hago visible. Me mira de pies a cabeza y asiente.
Coge del suelo otra botella de esa cerveza mala y me la
tira. Yo la pillo al vuelo.
–¡Echa un trago conmigo! –dice, y me siento tan feliz
como si estuviera a un costado del Trono de la Medianoche.
Abro la botella con mis garras y le pego un trago largo.
Está asquerosa, pero me encanta.
Bebemos, reímos y lloramos hasta el amanecer,
contándonos viejas historias. Por fin somos uno: él, lo que
de mí le queda, y yo, lo que de él me resta. Al amanecer
Csaba se duerme y yo lo tapo cuidadosamente con una
manta para que no coja frío. Luego salgo al jardín a
disfrutar del aire fresco y límpido de la mañana. Oigo
graznidos y miro al cielo: desde el bosque vuelan los
cuervos hacia la amplitud de los campos. Los observo hasta
que desaparecen, hasta que no queda nada más que el cielo
gris y en calma.
ESTÁ ENTRE VOSOTROS

Los dolientes saben que el sacerdote miente, pues la vida


no es más que ausencia de verdad. No obstante, guardan
silencio y le escuchan. Fuera sopla el viento y la madera del
templo cruje como los huesos de un anciano.
El cadáver de la mujer yace en el féretro, tiene los brazos
cruzados sobre el pecho y los ojos cubiertos con terciopelo
negro. Los dolientes permanecen de pie con los ojos en el
suelo. La iglesia está abarrotada.
Todos la conocían. Algunos en persona y otros por la
televisión. La tía Márti. Muchos recuerdan cómo le gustaba
charlar de cualquier cosa con una taza de manzanilla en la
mano.
Guardan silencio. Guardan silencio porque el sacerdote
está hablando. Tiene las gafas en el extremo de la nariz, a
punto de caérsele. Es inexplicable cómo pueden
mantenerse ahí, en la punta de su narizota roja. La voz le
tiembla de incertidumbre, como si no estuviera seguro de
encontrarse en el lugar correcto. Continúa:
–El más hermoso acontecimiento en la vida de una
persona es su propio funeral –resuena su voz metálica en la
iglesia–. Es el momento en el que los muertos están al
mismo tiempo aquí y allí, en un puente que conecta la vida
con la muerte, la existencia con la inexistencia, la
incertidumbre con la certeza. Los difuntos se instalan en
los recuerdos; incapaces ya de actuar, se convierten en los
protagonistas pasivos del pasado, sombras en la niebla a
quienes ya nadie presta atención. Se trasladan del tiempo
presente al pasado.
Le echa un vistazo al libro que tiene abierto ante él sobre
el altar. Pinza con dos dedos la montura de las gafas y las
empuja ligeramente hacia atrás.
–En los funerales ocurren milagros –continúa–. Los
veamos o no. Porque los milagros no dependen de nuestra
percepción, no los ven nuestros ojos ni los entiende nuestra
mente. Simplemente existen. Como el universo, son
independientes de nosotros, nos ignoran.
El sacerdote cierra el libro y agacha la cabeza.
–Oremos y cantemos, queridos hermanos. Y no olvidemos
que…

–¡Siempre te está observando! ¡Siempre vigilándote!


Es lo que le gritan a Leila en el vestuario.
Mientras ella se prepara para la clase de Educación
Física, la tía Márti está prácticamente muerta. En su
habitación, con la cabeza reposando sobre un lecho de
almohadas, apenas si respira ya. Pronto la anciana yacerá
en el féretro, todo el mundo lo sabe. Lo único que no saben
es exactamente cuándo.
–¡No te quita los ojos de encima! ¡Te mira el coño! ¡Te
mira las tetas! ¡Te mira el culo!
En el vestuario huele a sudor, y siempre se repite la
misma historia. Sobre todo son las chicas, pero a veces
también los chicos entran en el vestuario de chicas y le
tiran trozos de sus sándwiches, latas de Coca-Cola vacías,
piedras, pedazos de tiza…, y le cogen la bolsa y esparcen
toda la ropa por el suelo. Leila ha intentado conseguir un
permiso para no asistir a clase de gimnasia, pero no lo ha
conseguido. En el aula y por los pasillos también la
empujan, se burlan de ella y le lanzan cosas, pero la
verdadera cámara de torturas es el vestuario. Leila no hace
más que pedirles a sus padres que la saquen del colegio.
–Tenemos que soportar las dificultades. Debemos
defender nuestra fe –le dice cada vez su padre, clavándole
sus ojos grises como si quisiera fulminarla con la mirada–.
Llegará un día en el que se nos pidan sacrificios mayores
que el de aguantar tonterías en el colegio.
Debemos defender nuestra fe, se repite Leila. Pero los
ojos se le llenan de lágrimas cada vez que se burlan de sus
oraciones, que son el sustento de su fe. Por más que intente
negárselo, esas burlas le laceran el corazón. Sabe
perfectamente que el Gran Señor lo ve todo, pero el
problema, le parece a ella, es que esa vigilancia de los
mortales se ejerce desde muy lejos, desde el cielo, y a lo
mejor era bueno que Él vigilara también desde el corazón y
el alma de las personas. Aunque pensar que el Gran Señor
pueda contemplar ciertos recovecos de su cuerpo la
perturbaba.
Ese mismo día, por la tarde, se encuentra un gato muerto
en su mochila. Los libros, la agenda escolar, el bocadillo y
el breviario de bolsillo están manchados de sangre. Leila
sabe quién ha sido porque vio cómo sonreía cuando metió
la mano en la mochila y lo descubrió. Y como uno debe
defender su fe, Leila se abalanza sobre su compañera y la
golpea y la araña. No escucha nada más que sus propios
gritos de ira, no tiene nada más que la estimulante
sensación de sus uñas desgarrándole la piel. La otra chica
también grita, surcada su cara de arañazos sanguinolentos.
Leila se siente satisfecha.
Después la mandan al despacho del director. Es un
hombre con bigote y la coronilla calva. En el escritorio
tiene una foto en la que sale él mismo posando junto a un
pez enorme a la orilla de un lago. Leila entra y cierra la
puerta. Aún tiene la cara encendida por la ira y el llanto. El
director se quita la chaqueta gris, la cuelga en el respaldo
de su silla y se le acerca desabrochándose los puños de la
camisa. Huele a tabaco y a menta. Con los labios
temblándole, Leila trata de encontrar las palabras para
explicar cómo se sintió cuando tocó el cuerpo rígido del
animal entre sus libros, explicar que nunca podrá olvidar el
hedor del cadáver, la peste a muerte que ha impregnado
hasta su sagrado breviario de oraciones y que ya para
siempre le va a recordar a la tía Márti agonizando en su
casa. Pero no alcanza a decir nada de todo esto.
El director la abofetea con furia. Leila se apoya en el
archivador para no caer al suelo, se tambalea como si
estuviera borracha. No levanta la mano para tocarse la
mejilla ardiente, no quiere aparentar debilidad. Babea por
el golpe y ni siquiera intenta limpiarse. Se hace un silencio
denso. Leila tiembla.
–¿Cómo te atreves a agredir a mis alumnos? –le dice el
director haciendo que las palabras se filtren por entre sus
dientes apretados.
Antes de que Leila pueda responder nada, le da otras dos
bofetadas. Ella jadea y se avergüenza de sí misma porque
sabe que es un signo de debilidad, que otros seguramente
soportan mucho más por su fe y lo sobrellevan en silencio y
con dignidad.
El director abre un cajón y saca un crucifijo, un Cristo de
bronce que agoniza en una cruz de madera ennegrecida.
–No me gusta tener en mi colegio a gente como tú. Ya se
lo dije a tu padre en su momento. Pero la ley me obliga a
aceptarte porque estamos en una maldita democracia,
aunque no pueden obligarme a que me gustes, ni tú, ni
ninguno de los de tu confesión. Besa la cruz. Si lo haces,
amonestaré también a tu compañera en una nota para sus
padres.
No es en el castigo en lo que está pensando Leila, sino en
la imagen de Cristo en la cruz, en las costillas metálicas
que le sobresalen, los brazos larguísimos y brillantes. Si lo
besara, descubriría que Jesús sabe a metal, que su contacto
en los labios es frío como el de todos los muertos. Pero
Leila se niega porque tiene que defender su fe.
El director le da dos bofetadas más y una amonestación
por escrito por haber agredido a una compañera de clase.
El resto de la semana Leila vuelve a soportar que le tiren
del pelo, que la empujen contra la pared, que le pongan la
zancadilla cuando juegan al voleibol. Cuando le escupen, no
se limpia la saliva de la cara porque sabe que volverían a
hacerlo. Se queda impertérrita. Sabe que solo es un cuerpo
a merced del mundo, un cuerpo que el tiempo va
comiéndose lentamente.
En casa no le cuenta a su padre lo ocurrido en el
despacho del director. Las señales siguen visibles en su
cara. El padre las advierte y les dedica una gélida mirada,
pero no hace preguntas. Podría ir a un colegio religioso de
su confesión, donde la mayoría serían como ella, o a una
escuela progresista donde la religión no importase. Odia a
su familia por hacerle pasar este calvario, pero también ese
odio lo soporta en silencio.
Por las noches no puede dejar de pensar en el cuerpo que
yace en la cama de la tía Márti, en el cuerpo que
supuestamente es la tía Márti. La enfermedad le ha
carcomido hasta los huesos. Leila ni siquiera puede
reconocer a la tía Márti en ese cuerpo. ¿Cómo puede seguir
viva? ¿Qué hace que su corazón siga latiendo? Leila se lleva
la palma de la mano al pecho para sentir los latidos de su
propio corazón. Se quita la parte de arriba del pijama y se
tumba en la cama en la postura del crucificado: tensos y en
cruz sus delgados brazos, las costillas insinuándosele a
través de la piel. Se mira a sí misma y no ve gran diferencia
entre el cuerpo de Cristo y su propio cuerpo, salvo que el
suyo es aún el de una niña que puede sentir dolor, mientras
que a Jesús lo crucificaron hace ya un montón de tiempo y
su sufrimiento se ha convertido en bronce o en cobre sobre
cruces baratas.
El viernes por la noche Leila se maquilla tanto que no se
reconoce a sí misma en el espejo. Aun así, todavía se le
notan los moratones. Sale y evita los sitios donde podría
encontrarse con sus compañeros de confesión. Una vez lo
intentó con un chico de su comunidad que le gustaba. En
aquel momento su cuerpo aún le pertenecía, tenía un valor,
por eso se detuvieron a mitad de camino, ella tuvo miedo
de que le doliera. Desde entonces su cuerpo se ha vuelto
inútil, ha perdido su valor. Ahora quiere que le duela.
Leila bebe deprisa para relajarse y ligar con el primero
que esté dispuesto a llevársela a la cama, incluso con los
moratones.
–Sujétame las muñecas –le pide al chico, cuyo nombre
apenas recuerda; el vodka le ha puesto la lengua pastosa y
arrastra las palabras.
Los pantalones de él caen al suelo y la enorme hebilla de
su cinturón en forma de cuernos de diablo lo golpea con un
ruido metálico.
–Ponme como a Jesús en la cruz –dice Leila.
El chico se ríe, pero obedece. Coge a Leila por las
muñecas y le estira los brazos hacia arriba. Ella quiere que
sea hacia los lados, pero él interpreta su forcejeo como
parte del juego, así que se los mantiene hacia arriba aún
con más fuerza. Al contrario que el otro con el que lo
intentó, este no pide permiso, y la penetración es eficaz y
rápida.
Tal vez sea así como debe ser, piensa Leila, nunca puedo
conseguir lo que quiero. Todo su miedo y su excitación se
desvanecen ante la idea de que su cuerpo no es más que un
pedazo de carne. En absoluto el templo de nada. Aun así, le
sorprenden los gemidos que salen de ella. Pero no son sus
gemidos, piensa, igual que esta no es su vida. Ella solo está
de paso por este cuerpo, por este tiempo.
No recuerda cómo llega a casa. A la mañana siguiente,
cuando se despierta en su cama, se siente vacía, como si
hubiera estado vomitando toda la noche. Le duele el
cuerpo, y eso está bien porque le recuerda que está viva.
Baja a la cocina y encuentra sobre la mesa una nota en la
hoja arrancada de un cuaderno. Es la letra de su padre: «La
tía Márti ha muerto esta noche». Leila rebusca en el cajón
donde su padre esconde los cigarrillos y saca uno. Se lo
fuma en el jardín y, cuando se lo termina, se apaga la colilla
en el muslo. No se siente ni bien ni mal. No siente nada en
absoluto.

Los dolientes cantan; fuera, el viento sopla cada vez con


más fuerza. Todos conocen esas canciones, la mayoría han
crecido con ellas y son capaces de repetir automáticamente
sus palabras, aunque aún hay quienes siguen sin saber lo
que significan. No son palabras húngaras.
El sacerdote se ajusta otra vez las gafas y pasa vacilante
las páginas del libro. Cuando la canción termina, indica a la
congregación con un gesto que se siente. En la iglesia no
hay bancos ni sillas: los fieles solo pueden arrodillarse ante
Su Señor. En las paredes no hay decoración alguna, solo
signos pirograbados en las vigas y en las columnas de
madera. Hace cien años esos signos hechizaban a quienes
los contemplaban; hoy ya no son tan eficaces. El sacerdote
abre los brazos.
–Hermanos en el duelo, cerremos los ojos y pensemos en
el ir y venir de las mareas, en el movimiento inexorable de
los planetas, en el oscuro cosmos que nos espera ahí fuera,
más allá de la vida terrenal. Rememoremos los sueños de
los Grandes Señores y aguardemos juntos el despertar
eterno. Kth’na’fhre at’hmas…

–… ath’ram k’tnass.
Csaba repite la frase frente al espejo y se da cuenta de
que su pronunciación no es del todo correcta. Tiene que
empujar la lengua aún más hacia atrás para que le salga el
sonido exacto entre la h y la r. Le dan ganas de golpear el
espejo, de golpear su estúpida imagen en el espejo. Ni
siquiera es capaz de hacer esto bien.
¿Y cómo era la siguiente línea?…
Tira frustrado el libro que tiene entre las manos, pero
enseguida se arrepiente. Si hubiera sido un ejemplar
consagrado y encuadernado en piel, ahora tendría que
amputarse los dedos por la ofensa. O mentir para evitar el
castigo. Afortunadamente solo es un ejemplar para
estudiantes. De todas formas se equivoca al pensar que
podría salirse con la suya mintiendo porque eso significaría
que el Gran Señor no lo ve todo, y entonces nada tendría
sentido.
Siempre nos está observando, se repite a sí mismo.
Siempre.
Suspira y se agacha para recoger el libro. La cubierta es
blanca, y el título también en letras blancas, por discreción,
para que solo pueda leerse palpando las letras con los
dedos. Vuelve a mirarse en el espejo, no puede entender
por qué está haciendo esto. Debería estar trabajando en la
casa, enluciendo y pintando las paredes; tendría que
cambiarle las bujías al coche, y también en el jardín hay
siempre muchísimo que hacer. Pero sacrificamos nuestro
tiempo para los dioses, ya que no podemos hacerles otros
sacrificios. Sacude la cabeza y vuelve a intentarlo.
A última hora de la tarde se sienta detrás del garaje,
bebe cerveza y se queda mirando el solar vecino,
abandonado desde hace años. Esa parcela cubierta de
maleza se ha convertido en una advertencia de sueños
incumplidos, igual que todo el suburbio. Las malas hierbas
crecen casi hasta la altura de un hombre. Entre ellas la
ambrosía, que hace estornudar constantemente a Ágika.
Habría que cortarla, pero ese pedazo de tierra no es suyo,
así que Csaba piensa que no es de su incumbencia. Si
cogiera la hoz y se pusiera a segar, estaría haciéndose
cargo de los problemas de los vecinos, y él ya tiene mucho
con lo que lidiar en su propia casa.
Pero en realidad esa no es la razón por la que deja que
crezcan las malas hierbas. Incluso ahora, mientras se bebe
su cerveza, siente que alguien lo observa desde ahí. A
veces, por la noche, puede oír como si algo se deslizase por
entre la maleza. Y Csaba tiene miedo: ¿con qué se
encontraría si la cortara? Por eso no se atreve a mirar por
la ventana de noche. Tal vez a la luz de la luna vería con
claridad lo que pasa en el solar vecino. Y puede que eso lo
matase. ¿Qué sería entonces de Ágika?
¿Y cómo habría sido la vida de él sin Ágika? A veces le da
por pensar en lo fácil que habría sido todo si no hubiera
conocido a Ágika, si no hubiera hecho clic en su perfil de
esa página de citas. No fue amor a primera vista. La
primera vez no funcionó. Empezaron a salir de todas
formas y se dijeron que ninguno de los dos pretendía forzar
nada. Pero lo hicieron. En la quinta cita Csaba llevó a Ágika
a su casa y ya no se separaron. Aquella primera noche, en
la cama, fue cuando ella le dijo que era creyente. A él lo
habían educado en la fe greco-católica, pero su familia no
era especialmente religiosa, y él muy rara vez se ocupaba
de asuntos que no pudieran resolverse con las manos.
Cuando su padre tuvo el derrame cerebral, le rezó a un
dios impreciso. Eso fue quince años antes de conocer a
Ágika, todavía de estudiante de hostelería. Su padre se
murió al día siguiente sin despertarse del coma. Pero Csaba
no sintió ninguna decepción por que ese dios no lo
escuchara, él no creía que existiera. Y si existía, seguro que
no le hacían ninguna gracia los creyentes ocasionales, igual
que a nadie le gustan los fumadores ocasionales que piden
cigarrillos en las fiestas.
Así que nunca volvió a rezar.
–¡Sí! –le había contestado Ágika.
Fuera arreciaba el invierno. Ágika le saltó al cuello y el
anillo de compromiso se le cayó de la mano. Rodó por el
suelo de la cocina y fue a parar debajo del aparador. Se
rieron.
–Sabes lo que implica esto, ¿verdad? –le preguntó Ágika–.
Tendrás que convertirte. Es la única manera.
Csaba había confiado en que la ceremonia civil sería
suficiente para ella, pero sus esperanzas se hicieron añicos
en ese momento.
–¿Lo harás por mí? –sacó ella otra vez el tema esa noche,
ya en la cama, con el cuerpo brillante y sudoroso por el
sexo.
–Claro –respondió Csaba (porque qué otra cosa podía
responder), y besó a su prometida.
La semana siguiente empezó a asistir a las clases de
adoctrinamiento. Obtendría el permiso para casarse solo
por haber iniciado su conversión. Pero sabía que tendría
que cumplir con todo el proceso. Esa gente vigila tus
movimientos. No se puede abandonar.

El doctor Norbert Vércsehalmi es el profesor y jefe de


estudios de la pequeña escuela religiosa. Con su pelo largo
y canoso espolvorea de caspa la chaqueta negra que lleva
siempre. De las orejas le salen pelos; de la cintura le
cuelgan las llaves de la escuela, que tintinean
constantemente.
–El principal aserto de nuestra religión –dice el doctor
Vércsehalmi– es que al universo le son indiferentes
nuestros sufrimientos o nuestras alegrías. Somos
insignificantes, intercambiables a ojos de los dioses, que no
se preocupan por nosotros. Nuestro deber es adorarlos,
pero no obtendremos nada a cambio. Esperar una
recompensa es pecado. Es imposible saber si estamos
cumpliendo con la voluntad de nuestros Grandes Señores.
Pero el Gran Señor, no obstante, nos observa siempre.
Desde el principio y para toda la eternidad, incluso cuando
hayamos muerto. Puede que incluso más atentamente
cuando hayamos muerto.
A Csaba le parece que eso tiene sentido. No hay que
esperar nada de la vida, así nunca te decepcionará. Y
también las autoridades fiscales están siempre vigilantes:
nada nuevo tampoco por ahí. Pero ojalá no hubiera tantos
rituales, y ese lenguaje horripilante con el que nuestros
órganos fonadores, acostumbrados al húngaro, no saben
qué hacer, y los extraños símbolos esos que los dedos no
son capaces de reproducir. Y por supuesto las
contradicciones irresolubles, los típicos dogmas de fe de
todas las religiones: por ejemplo, la diferencia entre los
Grandes Señores y el Gran Señor, indistintamente en plural
y en singular. Por lo visto, todos son lo mismo,
perfectamente intercambiables, pero no idénticos. Csaba
no lo entiende, pero acepta que las religiones son así, se
basan en afirmaciones confusas.
Son siete en el grupo de adoctrinamiento. Empezaron
ocho, pero una mujer dejó de asistir después de los
primeros seminarios. Dijo que no podía identificarse con
aquella confesión, que el tema y el tono de las oraciones le
repelían. Que tenía pesadillas. Nadie se sienta en su lugar,
se ha convertido en un recordatorio de la ausencia: la
religión siempre es una cuestión de elección. Si no crees,
eres libre de irte.
En estas cosas piensa Csaba mientras practica la oración
frente al espejo. Son solo los pasos que tiene que dar para
que Ágika y él puedan casarse, y si después los Grandes
Señores observan sus vidas o no, ¿qué más da?
Aunque un día, bastante después, se encontrará en el
supermercado con la mujer que había abandonado las
clases de conversión. Le preguntará qué tal, solo por
cortesía, para cumplir rápido con el trámite y seguir a lo
suyo, pero la mujer no podrá responder. Una noche,
durante un sueño, se mutiló la lengua de un mordisco.
Esa tarde van a visitar a la tía Márti. La habitación huele
a desinfectante, a heces y a podredumbre. Cuando Csaba y
Ágika llegan, le están cambiando el pañal a la moribunda.
La tía Márti no aparta de él la mirada; en su cara
esquelética, consumida por el cáncer, los ojos son como dos
botones negros llenos de cansancio y al mismo tiempo de
impaciencia por seguir viviendo. La tía Márti le sonríe y
deja a la vista sus encías sin dientes, y Csaba piensa que
nunca hay que pedirle nada a la vida porque pedir es
pecado.

El sacerdote murmura para sí y después aúlla con voz


gangosa, se pone a cuatro patas sobre el áspero suelo de
madera y golpea los tablones con las palmas de las manos.
Luego, una y otra vez, con la cabeza. Las gafas se le
deslizan por la nariz, pero las atrapa al vuelo. Leila disfruta
la precisión de ese gesto. Es el ritual de la Crepuscular
Lamentación, cuando el sacerdote mismo se convierte en
cauce del dolor; a través de él, el sufrimiento colectivo de
los dolientes fluye hacia la nada en la que flotan para
siempre los muertos. El sacerdote le grita al cielo y la
congregación grita con él, y Leila también, no puede
evitarlo; su grito es un grito dirigido a los cielos, a las
estrellas muertas, a los dioses muertos. Su grito…

… es un grito que resuena en las paredes. Entonces el tío


Péter se despierta y palpa el colchón y comprueba que se
ha orinado otra vez.
–¡Marika! –grita en la oscuridad de su habitación–.
¡Marika!
No ve nada, con sus dedos nudosos busca las gafas o el
interruptor de la luz de la mesita de noche, lo primero que
encuentre.
Se queda inmóvil. Deja incluso de bombear aire con sus
viejos pulmones. Hay algo debajo de la cama, puede olerlo
por encima del hedor de su propio cuerpo: huele a sangre
coagulada y a gusanos desparramándose desde las cuencas
de los ojos. Y oye cómo los cuernos arañan el suelo. ¡El
Siervo del Gran Señor está debajo de su cama!
El anciano suelta el aire retenido y una lágrima le resbala
por las arrugas.
–Así que has venido a por mí… –susurra, y sonríe en la
oscuridad.
Sabe que ha llegado el momento, que el enorme cuerpo
del Siervo se rebullirá bajo la cama y que sus pezuñas
arañarán hasta que encuentre el camino hacia su garganta
y hacia sus ojos y le arrebate el alma.
Se abre la puerta y Marika, la cuidadora nocturna,
enciende la luz. El tío Péter guiña los ojos y grita. Marika ni
le habla, simplemente hace su trabajo. Tira la ropa de cama
al suelo y le quita el pijama empapado.
–Vuélvase un poco hacia el otro lado –le dice.
El tío Péter gimotea.
–¡Sal de debajo de la cama! ¡Está escondido esperándome
debajo de la cama! ¡Viene a por mí!
–¿Quién, tío Péter?
–¡El Siervo del Gran Señor!
Marika mira debajo de la cama, pero ahí solo hay polvo y
pañuelos usados.
–Aquí no hay nadie, tío Péter.
El tío Péter se echa a llorar. Y obedece, se pone de lado
para que Marika pueda lavar su cuerpo.
–Estaba otra vez en la cárcel –dice sin parar de llorar.
–¿Ha tenido un sueño? ¡Yo también estaba soñando, tío
Péter, yo también! –resopla ella.
El viejo Péter deja de llorar y ya no dice nada más. Si el
Gran Señor quiere llevárselo, aquí va a estar toda la noche,
y también la siguiente, y la otra, hasta que no vuelva a
anochecer para su cuerpo consumido.
–Cuénteme otra vez cómo fue lo de la cárcel, tío Péter –le
pide Leila al día siguiente.
Es su cumpleaños, y el viejo tiene que echar cuentas para
calcular su propia edad. Recuerda cuándo nació, pero no
los años que tiene. A su lado hay un trozo de tarta que le
han traído de una pastelería cercana. No le gusta, pero le
da otro bocado. Cree que el arma más poderosa contra la
muerte es la comida, la que sea, aunque no nos guste.
Durante la guerra, cuando faltaban las provisiones, pudo
ver con qué rapidez la gente abandonaba la vida.
Mentalmente regresa a la cárcel, a la pequeña celda sin
calefacción, revive el miedo a que los guardias abran otra
vez la puerta en plena noche y lo apaleen sin motivo.
–Fue duro –contesta lacónicamente.
Ha hablado tantas veces y con tanta pasión de aquella
experiencia… Hasta escribió dos libros. Pero ahora de él ya
solo fluye el silencio.
–A mí también me acosan en el colegio, tío Péter –le dice
Leila–. El director quería que besase su crucifijo.
El tío Péter suspira.
–Eso mismo querían cuando me encerraron a mí. Cuando
la guerra. Y es lo que quieren ahora. Pero entonces no
pudieron doblegarme con las palizas en la cárcel, no
pudieron doblegarme con las torturas, como cuando me
violaron con el palo de una escoba. Y ahora tú tampoco
debes dejar que te dobleguen, mi niña.
Solo que en realidad no dice nada de todo esto. Es lo que
habría dicho si pudiera hablar, como hizo antes tantas
veces en las reuniones familiares, en los platós de
televisión, en charlas y conferencias y en los dos libros de
su autobiografía. Pero ahora es incapaz de decir nada.
Piensa en Márti. En su cabeza vuelve a estar a su lado,
como cuando la visitó hace dos días. Llora mientras toma
entre las suyas la arrugada mano de la mujer. El tiempo lo
seca todo, piensa, y recuerda la noche de hace treinta o
cuarenta años, quién sabe, en la que cometieron adulterio.
Márti era tan hermosa entonces…, alta y fuerte, con los
pómulos marcados y unas piernas como para volverse uno
loco, la melena cardada a la moda de los ochenta… Y sus
ojos…, ¡ay, sus ojos! Aquella manera suya de mirarte…
Su mente se remonta a aquel momento porque ese
momento es lo más importante que le ha pasado en toda su
vida, un momento que desearía que hubiese durado para
siempre.
–Te quiero –le dice Márti.
Están en la cama, eternamente juntos en la cama,
desnudos, enredados, sudorosos y satisfechos, brillantes
sus oscuros ojos, y son jóvenes, aunque ya se sientan algo
viejos. Es un momento tan sublime que él siente, por
primera vez en la vida, que es verdaderamente feliz. Puede
también que por última vez.
Márti cree que están haciendo lo correcto, que llegar a
acuerdos es el único camino posible. Es ella la que organiza
la aparición de él en la televisión. Y es en esa aparición
cuando Péter habla por primera vez de sus años en la
cárcel, de los tormentos que él y tantos otros creyentes
como él tuvieron que padecer, muchos no lograron
sobrevivir, o murieron poco después. Esa aparición pública,
en 1986, marca un punto de inflexión. Se dan cuenta allí
mismo por cómo va cambiando la atmósfera en el estudio
de grabación, del odio a la empatía. El cambio lo
representa Péter, pero la arquitecta ha sido Márti.
Dos años después la fe en los Señores Sin Rostro, Sin
Nombre y Durmientes ya no se castiga con la cárcel en el
territorio de la República de Hungría. A sus seguidores se
les permite levantar santuarios e iglesias, siempre que
estén fuera de los límites de las ciudades y como mínimo a
cinco kilómetros de distancia de cualquier escuela, prisión,
iglesia de otra confesión o tienda de comestibles. Después
de un largo proceso de duras negociaciones, los Esclavos
sin Sol son reconocidos de hecho y a todos los efectos como
miembros de su propia orden. Solo hay que cumplir con
alguna que otra cuestión en materia de derechos humanos,
pero contrariamente a lo que temían quienes se oponían a
los acuerdos, los Esclavos sin Sol no se convierten
legalmente en ciudadanos de pleno derecho. De modo que
la mayoría de los hermanos creyentes aceptan el nuevo
orden.
El único cambio fundamental es el abandono de los
rituales que requieren sacrificios humanos.
Márti y Péter van directamente del estudio a la
habitación del hotel. Pero a partir del día siguiente
empiezan a evitarse. Márti está embarazada de su tercer
hijo y no quiere dejar a su marido. Lo ama demasiado, dice.
Y según la fe, un cónyuge no puede abandonar al otro, solo
matarlo.

El sacerdote se calla por fin y se levanta del suelo. Los


fieles permanecen arrodillados. Alza los brazos al cielo y
señala el cuerpo tendido en el féretro.
–Ahora, por última vez y con el Gran Señor como testigo,
llenemos de recuerdos este cuerpo sin vida. Evoquemos a
esta mujer volviendo la mirada hacia nosotros mismos,
hacia el mundo de nuestros recuerdos. Pero al mismo
tiempo no olvidéis que el Gran Señor está siempre entre
nosotros, también ahora. Recordadlo bien porque él
siempre, siempre…

–… nos está observando –dice Ágika mientras le hace el


nudo de la corbata.
Csaba se aclara la garganta pero no dice nada. Le
gustaría poder contarle cómo se despertó en mitad de la
noche. Medio dormido, sintió que había alguien junto a su
cama, mirándolo. Aún siente el tufo en la nariz, el olor a
colonia barata. Puede que solo fuera un sueño, pero no se
atrevió a encender la luz.
–¿Qué se supone que tengo que hacer yo? Casi no la
conocía… –balbuce.
Ágika suspira, cada día está más impaciente con él,
incluso se hace un lío con el nudo de la corbata y tiene que
empezar de nuevo. Mira a Csaba como si él tuviera la
culpa. Porque en cierto modo la tiene, ¿no? ¿Qué clase de
hombre es incapaz de hacerse el nudo de la corbata? En
dos horas empezará el funeral y él sigue sin entender nada.
–¡No lo sé! –salta Ágika–. ¡Yo no sé qué tienes que hacer
tú! ¡Si lo supiera no estaría aquí haciéndote el nudo de la
puñetera corbata! ¡Porque tampoco tengo por qué…! –y se
echa a llorar.
Csaba la abraza torpemente.
–¿Por qué tenía que morirse? ¡La quería tanto! –solloza
Ágika.
Csaba se pone la chaqueta negra y mira hacia el jardín.
Tiene la impresión de que alguien ha estado antes ahí. La
camisa que lleva está recién lavada, pero ya tiene olor a
miedo. Csaba no sabe muy bien qué hacer cuando el
sacerdote los exhorta a recordar. Concluye que debe hacer
uso del único recuerdo que alberga de la tía Márti:
moribunda en la cama, solo un saco de huesos bajo la
manta. Esa fue la única vez que la vio. En cambio, le vuelve
a la cabeza la imagen de Ágika llorando por un nudo de
corbata deshecho. Ágika, que suspira con desagrado
cuando él entra en la habitación. Ágika…, que quizá ya no
lo ama.
Este es el primer funeral al que asiste Csaba. Sabe que
no está comportándose como debería y se esfuerza por
recordar lo que el doctor Vércsehalmi les explicó acerca de
los funerales.
–El significado ritual de los funerales es inestimable –les
decía el doctor Vércsehalmi–. Es ahí cuando
momentáneamente se abre un estrecho pasadizo entre
nuestro mundo y el mundo onírico de los dioses. Por eso los
funerales son propicios para los milagros. Espacios
sagrados y peligrosos al mismo tiempo. Porque en los
funerales el Gran Señor se manifiesta como un doliente
más. Nadie puede detectar su presencia, es imposible
reconocerlo. Pero el Gran Señor está entre nosotros en los
funerales y sondea nuestros secretos. Nada se oculta a sus
ojos. Nada.
A Csaba entonces estas palabras le resbalaban un poco,
no pensaba que tarde o temprano tendría que asistir a un
funeral. O pensaba que estaría más familiarizado con todo
el asunto cuando llegara el momento.
Ahora Csaba echa una ojeada alrededor como para
comprobar si el Gran Señor anda por ahí. Busca una
mirada que se cruce con la suya, espera notar que ve
dentro de su alma, que husmea en sus secretos. La mirada
de ese Gran Señor que simultáneamente sueña durante
eones en las profundidades de los mares cósmicos y acosa
a los dolientes en los funerales. Si lo viera, ¿lo reconocería?
¿Se convertiría su corazón en frío cristal por el espanto de
haberlo mirado fijamente a los ojos, aunque fuese bajo la
forma de un doliente? A Csaba le tiemblan las manos.
Aunque no ha fumado desde el instituto, ahora necesita un
cigarrillo. Mira a los dolientes. Trata por todos los medios
de pensar en la tía Márti, no en Ágika.
Alguien lo está mirando. Le tiemblan las piernas y bajo la
camisa, a lo largo de la columna vertebral, se le desliza una
helada gota de sudor. Es una chica. Tiene los ojos negros y
la cara llena de moratones. Tal vez sea el Gran Señor.
Luego se calma. Recuerda que la ha visto antes, en el
cumpleaños del viejo, del tío Péter. Pero no es eso lo que lo
tranquiliza.
Es que ve sus propias dudas reflejadas en esos ojos.

Leila está mirando al hombre, cara de bobo y ojos de oveja:


una víctima propiciatoria. En la época dorada habría sido
carne de sacrificio, y sin embargo aquí está ahora entre
nosotros. Aunque tiene dudas. Leila lo advierte, igual que
advierte la evidencia de sus propias dudas. Se siente
avergonzada y dirige su mirada hacia el féretro, hacia el
cadáver, y recuerda. Recuerda la cruz. Pero en su recuerdo
ella besa el cuerpo metálico en vez de soportar los golpes.
Si el Gran Señor está entre ellos, verá sus pensamientos, su
infidelidad. El castigo entonces será insoslayable.
Y si castiga, es que existe. Tiene que existir. Y piensa en
la primera vez que albergó dudas. Piensa en Richárd.
–¿Y entonces qué se puede hacer? –le pregunta Richárd,
dos años antes del funeral.
Richárd es el primer amigo que tiene que no es
compañero en la fe. Un tiempo después se trasladará con
sus padres a otra ciudad, a otro país, y perderán el
contacto. Como si hubieran muerto, irán desvaneciéndose
los recuerdos que cada uno tiene del otro. Pero de
momento están en una tienda de campaña en el jardín de
atrás, y una lluvia de verano repiquetea en la lona con
suavidad.
Leila se encoge de hombros.
–Nadie lo sabe. Esa es la cuestión. Está entre nosotros,
observándonos. Y nadie sabe si nuestros pesares son para
bien o para mal. Si nuestras acciones y pensamientos son o
no correctos. No se puede saber qué quiere. Puede
castigarnos o no hacer nada. Y a veces también hace
milagros.
Richárd asiente como si entendiera lo que ella está
contándole.
–¿Qué tipo de milagros?
Leila se estremece.
–Tan terribles que no se puede hablar de ellos.
Richárd se tumba sobre el saco de dormir.
–Si yo fuera tú, no iría a los funerales. Es todo bastante
espeluznante.
Leila niega con la cabeza. Y por primera vez surge en ella
la duda. Hasta entonces, si había tenido dudas, las había
mantenido tan dentro de sí que ni siquiera ella misma las
conocía. De niña quería ser sacerdotisa, llevar túnica y
capucha y cortarse los labios y la nariz.
Se produce un largo silencio.
–En los funerales no pasa nada –dice al fin.
Nada, vuelve a pensar, y le entran ganas de llorar.
Después, cuando sufra por su fe en el colegio, a menudo
se acordará de este momento. Todo su sufrimiento y su
vergüenza son por nada.

Tres semanas antes del funeral el tío Péter está en el bar.


Quiere beber a la salud de Márti, pero termina bebiendo
sin ton ni son. La televisión, a todo volumen, retransmite en
directo un partido entre el Diósgyo˝r y el Debrecen, pero
nadie le presta ni la más mínima atención. El barullo que
sale por los altavoces sirve solo para lubricar las
conversaciones, igual que el alcohol. El tío Péter ha oído
muchas veces, salidas de muchas bocas, frases como esa.
No tendría que haber venido a un establecimiento
frecuentado por los fieles de su iglesia, pero es al que le ha
conducido la costumbre.
–Desde que dejamos de ofrecerles sacrificios a los dioses
–dice Károly–, no somos tan fuertes como antes.
El tío Péter rumia algo para sí, pero nadie le presta
atención, aunque ha sido su presencia la que ha suscitado
la conversación. Saben quién es, saben lo que hizo. Él
mismo dudó al principio de si realmente convenía capitular
en aras de la legalización, pero para convencerse le bastó
con aspirar una vez más el olor a presidio que tenía pegado
al cuerpo y del que al parecer nunca podría liberarse.
Károly vacía de un trago su chupito de palinka y se limpia
la boca con el dorso de la mano. Es mecánico, un hombre
corpulento que va al bar con la ropa de trabajo para que
todos puedan percibir el olor a aceite y a sudor que
despide.
–¡Aquellos eran los buenos viejos tiempos! –insiste–.
Cuando aún estábamos en las catacumbas. Cuando
pronunciábamos los nombres de nuestros dioses
susurrando, si es que nos atrevíamos a hacerlo.
Y le da un trago a su cerveza para subrayar sus palabras.
–Tendría que volver a correr la sangre –añade–. La sangre
de los inocentes. En el sur todavía lo hacen. Allí se
mantienen firmes en la antigua fe.
Al tío Péter no le falta mucho para estar borracho, le
duele la cabeza por el alcohol y la rabia. Sus viejos dedos
atenazan la jarra de cerveza.
–¿Has hecho alguna vez un sacrificio? –le pregunta a
Károly lo suficientemente alto como para que se le oiga por
encima del guirigay de la televisión–. ¿Un sacrificio
humano?
Todos se vuelven hacia el anciano. Károly sonríe pero no
contesta. No hace falta. Nadie de su generación ha hecho
nunca un sacrificio así.
El tío Péter inclina la cabeza hacia un lado, se levanta, se
acerca a Károly y escupe a sus pies el gargajo que ha
formado en la boca.
–Por supuesto que no. Porque solo eres un pobre
mecánico. Ni siquiera eres un sacerdote, ni mucho menos
un Esclavo Sin Sol ni un Sumo Siervo. No eres más que un
maldito mecánico de coches.
Károly se encoge de hombros y se muestra ofendido.
Cuando está borracho, realmente cree que los sacrificios
humanos son lo que corresponde. Aunque el arrebato
normalmente le dura solo hasta que llega a casa. Por la
mañana vuelve a ponerse el mono y se mete en el foso. Pero
por las noches le gusta hablar, se siente orgulloso de ser un
creyente y de que su fe sea tan antigua como la humanidad.
Porque si no, la verdad es que solo sería un mecánico como
cualquier otro. Ahora está borracho. Así que se revuelve
contra el anciano y le escupe también a los zapatos.
–¡Y tú un viejo traidor! ¡Das asco! Por tu culpa nos hemos
convertido en lo que somos. Nos ven como a unos cobardes
gusanos cuando deberían temblar solo de oír nuestro
nombre.
El tío Péter deja la jarra sobre la mesa.
–Entonces ve –le dice–, busca a alguien por la calle,
llévatelo al bosque o a donde quieras, arráncale el corazón
y cómetelo mientras todavía palpita.
Se levanta, se acerca a él y le susurra al oído:
–Saben a metal. Y tienes que tener buenos dientes porque
los corazones son duros. Mejor mata a un niño…, o a un
recién nacido…, que aún lo tienen tierno.
A Károly le tiemblan las manos. No quiere oír nada de eso
pero sabe que ya no puede contener la verborrea del
anciano, que ahora le parece mucho más fuerte y más alto,
se da cuenta incluso de que sería capaz de matarlo. La
experiencia todavía late en ese viejo cuerpo.
–¿Crees que es fácil atravesarle a un hombre las costillas
con un puñal –le pregunta el tío Péter–, hacer oídos sordos
a las súplicas, soportar el olor a mierda cuando…?
Károly se levanta de golpe y la silla cae al suelo a sus
espaldas. Tal vez sean imaginaciones suyas, pero le parece
que las sombras son más oscuras que antes. En el local se
hace tal silencio que la frenética verborrea del locutor
lamentando una ocasión perdida hace eco entre las
paredes.
–Si no conoces el sabor de la sangre humana –sigue el tío
Péter–, ¿a cuento de qué piensas que puedas dar sermones
sobre lo que está bien o lo que no está bien?
Károly asiente y se aleja, y el tío Péter vuelve a su silla.
No debería beber, se lo ha dicho el médico. Está mareado,
pero en realidad no es que haya bebido tanto, no es por el
alcohol.
De nuevo piensa en aquella noche gélida. Le viene a la
cabeza una y otra vez. Trata de pensar en Márti, pero no,
esa noche es lo único que tiene en la cabeza. La frialdad
cortante del altar y el llanto de las víctimas. La segunda, la
niña, que después de presenciar la muerte de su hermano
se deja llevar como la presa entre las fauces del lobo. Ella
no implora, tiene la mirada perdida, es solo un cuerpo con
el que se puede hacer lo que se quiera. Apenas gime
cuando Péter le clava el puñal. Casi no se ha muerto aún
cuando él ya está bebiéndose su sangre.
Han pasado setenta años y Péter sigue sintiendo el deseo
de beber la sangre de un niño, aunque sea por última vez.
En lugar de eso, le da un trago a su palinka y saborea la
amargura de saber que en el fondo Károly tiene razón.

–Vamos a salir a darle una paliza a alguien –propone Réka.


Faltan dos meses para el funeral.
Leila está tumbada en la cama boca abajo mirando la
pantalla del portátil.
–¿Por qué? –pregunta.
Réka se saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de
atrás. Es más alta que Leila, tiene el pelo rubio y rizado.
Podría haber sido modelo, si no fuera por la gran cicatriz
que le desfigura una mano, recuerdo de un accidente de la
infancia. Leila detiene el vídeo y hace clic en otro enlace.
La habitación se llena del humo dulce del tabaco.
–¿Cómo que por qué? –pregunta Réka–. Porque podemos.
Tenemos todo el derecho. Somos devotas del Gran Señor.
Todos los demás son sabandijas.
Leila sigue navegando por la web de los radicales y
realmente ya no sabe lo que está bien ni lo que está mal. Ni
le importa. Son vídeos de las atrocidades que cometen esos
fieles, que salen con las caras tapadas o difuminadas. Eso
le parece cobarde, pero le emociona ver la violencia. No
salen asesinatos, solo palizas, y las víctimas son pobres
tipos que están en el lugar equivocado a la hora
equivocada. A Leila le falta algo, ella querría ver a las
zorras del colegio desangrándose en el suelo.
–¿Y ya? ¿Le damos a alguien una paliza y ya?
Réka tira el paquete de cigarrillos sobre la cama.
–Podemos marcarle Su Signo en la frente. Para que a esas
sabandijas no se les olvide cuál es el lugar que les
corresponde.
Leila cierra el portátil, se pone boca arriba y mira al
techo.
–Yo sé cuál es el lugar que les corresponde –dice.
Mira a Réka.
–La tumba.
Eligen el cuchillo. El cuchillo que van a hundir en el
corazón del primero que pase, el cuchillo con el que
grabarán en la piel del moribundo sus símbolos ancestrales
–esos que un árabe desquiciado, con las manos manchadas
de tinta, garabateó sobre unos papiros en el sótano oscuro
de una ciudad desaparecida hace siglos–. Eligen las
oraciones que juntas les dedicarán a sus Dioses Dormidos,
sin esperar respuesta. Van a ser verdaderas creyentes, más
incluso que sus padres.
Al final solo se dedican a beber en el parque. Son seis, se
provocan unos a otros pero no eligen a ninguna víctima.
Uno ha llevado vino barato y pastillas, y se pasan las
botellas de mano en mano hasta que se emborrachan.
–¿Echas de menos a tu hermano? –le pregunta Réka a
Leila, sentadas las dos en un banco, los dientes
ennegrecidos por el vino peleón–. Yo a veces sueño con él.
Me pareció verlo el otro día en la iglesia. No estoy segura,
pero creo que era él.
Leila asiente. Está demasiado borracha para hablar. Ella
no se acuerda de su hermano. ¡Se lo llevaron hace ya tanto
tiempo! Ni siquiera se acuerda de su nombre, o puede que
no tuviera nombre. La noche transcurre sin derramamiento
de sangre. Leila sabe lo que eso significa: que su fe es
débil. Que el Gran Señor no es lo suficientemente poderoso
como para que maten por él, y eso es igual que si no
existiera. Porque no hay ninguna diferencia entre un dios
débil y uno inexistente. Y que su fe no vale nada, es como la
de cualquier otra religión, puras mentiras. Alrededor de la
medianoche, en el parque helado, presiona contra su
muñeca el filo del cuchillo ceremonial para quitarse la vida.
La carne es solo carne, piensa Leila, viva o muerta.
Siente un dolor agudo, pero no tan intenso como esperaba.
Le tiemblan las manos, unas gotas de sangre caen sobre su
falda. El corte no es lo suficientemente profundo, pero
todavía hay tiempo. Solo tiene que intentarlo un poco más y
lo conseguirá. Piensa en los milagros que querría haber
presenciado, esos milagros que antiguamente se fraguaban
en las tenebrosas profundidades del subsuelo y que volvían
loca a la gente normal. Ahora ellos son la gente normal y no
puede soportarlo.
Vuelve a intentarlo, pero tampoco esta vez la herida es
grave. El mundo es de una vacuidad insoportable. En el
fondo de los mares no duerme ningún Gran Señor. En las
cuevas del desierto no se retuercen los sirvientes de
Sg’oth’oth. El Gran Libro no es más que la alucinación de
un árabe enloquecido.
Ya nada tiene sentido. A menos que el Gran Señor dé
señales de vida. A menos que le revele su existencia y
disipe todas sus dudas.
Leila desiste y deja caer el cuchillo en la arena: ha
tomado una decisión.

Esa misma noche Csaba pone sobre la mesa dos jarras de


cerveza. De una rebosa la espuma y resbala por el cristal
hasta sus dedos. Cuando la mujer coge su jarra, su mano
roza la de Csaba, se moja de espuma ella también los dedos
y se los lame.
Es pariente lejana del doctor Vércsehalmi. Llevó
pastelitos salados a la fiesta que hicieron para celebrar que
habían aprobado los exámenes. Todo fue tan rápido que
Csaba no entendió qué estaba pasando. Pero en realidad ya
ni se esforzaba en entender. Se perdió en el instante mismo
en que puso los ojos en ella.
–¿En qué estás pensando? –pregunta Hajnal.
No se bebe su cerveza, acaricia el vidrio mojado con los
dedos.
Al principio usaban una de las aulas, pero una vez casi los
pillan y desde entonces se encuentran en el apartamento
de Hajnal.
Csaba sacude la cabeza y se sonroja.
–Estás pensando en tu mujer –dice Hajnal, y su sonrisa
deja al descubierto esos dientes blanquísimos que Csaba
tanto admira–. En la mujer a la que estás engañando…, a la
que prometiste entregárselo todo y a la que no le has dado
nada…
Hajnal lleva el perfume del desierto en la piel: grandes
imperios han nacido y han muerto envueltos en ese aroma.
A veces algunas palabras le salen con acento. Parte de su
sangre, de su cuerpo y de su voz es húngara, pero la otra
parte viene de la cuna de su fe. De los confines del
desierto.
Csaba asiente.
–Yo he visto todas esas cosas de las que habla el profesor
–dice la mujer–. Esos lugares impíos del desierto, sus
templos en ruinas… He bajado al fondo del mar con una
expedición y he nadado en la Ciudad Hundida. He estado
en el continente helado, he subido montañas…
Hajnal sabe todo lo que Ágika no sabe. Cuándo callar y
cuándo hablar, cuándo moverse y cuándo aguardar. Conoce
también los límites del hombre, y cómo hacer que los
transgreda.
–He participado en todos esos rituales despiadados con
los que aquí los sacerdotes solo pueden soñar. He leído los
manuscritos en su idioma original, no esas malas
traducciones que circulan por aquí. ¿Y sabes lo que he
encontrado?
Csaba niega con la cabeza.
–Nada. Ruinas. Galimatías de locos.
Toca la mano de Csaba. Esos dedos de ella son capaces
de todo.
–Sin embargo, no renuncio a la fe –continúa–. La falta de
pruebas no cambia nada. Si no tuviera fe, tendría que creer
en que existe la justicia en el mundo. Moral.
Se inclina más hacia Csaba, le roza el lóbulo de la oreja
con la lengua. Esa lengua de ella que es capaz de cualquier
cosa.
–Y según esa moral, yo sería una mala persona. Y tú
también.
Vuelve a enderezarse en su silla y le da un sorbo a la
cerveza.
–¿Qué hago entonces? ¿Me divorcio? –pregunta Csaba,
aunque sabe la respuesta.
Hajnal sonríe.
–Una vez convertido, solo una cosa puede separarte de tu
cónyuge. Y tú sabes cuál es.
Vienen después más tardes y más noches de pasión.
Csaba no comprende qué ve la mujer en él, pero en
realidad hace ya tiempo que perdió la noción de sí mismo.
Tal vez nunca la tuvo. El Gran Señor sueña sin ningún
propósito. Impotentes, los planetas, los agujeros negros y
los días muertos discurren arrastrados por el lodo negro
del universo. Ante la gran indiferencia de las cosas, la
infidelidad de un hombre no puede tener la menor
importancia. Ni tampoco un asesinato. La noche antes del
funeral, Csaba intenta dormir vuelto hacia la ventana, pero
no puede. Piensa obsesivamente que algo va a aparecer en
la noche, algo tan aterrador que caerá fulminado al
instante. Así ya no tendría que tomar ninguna decisión.
Una lágrima le resbala por la nariz. Si el Gran Señor
realmente estuviera soñando y sus sueños movieran el
mundo…, si la fe fuera verdadera, un asesinato carecería
por completo de importancia. Formaría parte de la vida, y
no solo sería perdonado sino incluso bendecido. Pero si el
Gran Señor no existe lo que queda no es más que Csaba y
sus decisiones. Él solo ante la alternativa de ser una mala o
una buena persona. Asesino o inocente. En el primer caso,
sus pecados resultarían irredimibles. Tendría que vivir con
ellos para siempre.
Al amanecer, Csaba ha tomado una decisión.

Justo en ese momento el tío Péter se despierta gritando por


culpa del sueño que acaba de tener.
–¿La cárcel otra vez? –le pregunta Marika mientras le
quita el pijama empapado.
El tío Péter asiente.
–La cárcel…, la cárcel…, sí… –dice enronquecido.
Pero está mintiendo. Ha soñado con los dos niños. Con el
pánico que les hacía tartamudear cuando suplicaban por
sus vidas. Con el chapoteo de la sangre derramada
corrompiendo el gélido aire invernal. Con el estertor del
último aliento y el silencio ensordecedor que siguió.
Durante mucho tiempo esos recuerdos habían desaparecido
de su mente, pero ahora es como si todo hubiera ocurrido
ayer. Así de reprimido y perfectamente encapsulado estaba
todo eso en su interior.
El propósito de aquellos sacrificios había sido que la
familia sobreviviera a la guerra, que no los metieran en los
trenes con los judíos ni los mataran a todos en la plaza
mayor, que no saquearan sus viviendas, que no violaran a
las mujeres ni mutilaran a los niños. Fueron sacrificios
necesarios.
A Péter ahora le vuelve a la memoria la precisión que
hacía falta para atravesar con la hoja la carne entre dos
costillas. El sentimiento de poder. El éxtasis que le produjo
matar pronunciando las palabras antiguas que miles de
muertes habían ennoblecido.
Pero ¿qué fue primero, el sacrificio o la oración? ¿La llave
o la cerradura? ¿Puede lo primero existir sin lo segundo?
Mientras Marika manipula su viejo cuerpo, el tío Péter se
pregunta por qué ha mentido. Por qué no ha sido capaz de
confesar que soñaba con la sangre de aquellos niños, con
esa sangre que sus propias manos derramaron. Pero ¿qué
eran esas dos muertes en comparación con la devastación
de la guerra? ¿Qué hacía que esos dos pequeños cuerpos
fueran tan diferentes de los millones de cuerpos caídos en
el campo de batalla, de los que había consumido el hambre
o los que flotaban por el aire en forma de cenizas?
La diferencia es que a esos dos niños fue él quien los
mató. Péter se da cuenta ahora de por qué necesitaba tanto
creer en Márti. Ya no tiene sentido seguir mintiéndose a sí
mismo. Si entonces no se hubiera retractado públicamente,
habría querido seguir matando. No por el Gran Señor, sino
por el olor de la sangre de los inocentes. Por el placer de
arrebatar una vida. La primera vez pudo ocultar su
inclinación detrás de toda la parafernalia del ritual, pero
Márti, con su estrategia política, le había impedido
reincidir, y Péter siempre le estuvo agradecido por eso.
Ahora Márti está muerta, y él sabe que pronto la seguirá
adonde sea que vayan los muertos. Entonces, ¿cuál es el
problema? ¿Por qué no puede hacer un sacrificio en honor
a Márti, entregarle al Gran Señor el cuerpo y el alma de
ella junto con una ofrenda de sangre? Pues porque el Gran
Señor lo sabría. Sabría que no mata por Él. Que todo lo
hace por su propio placer.
–¿Usted tiene fe? –le pregunta el tío Péter a su cuidadora.
–¿En qué, tío Péter? –le pregunta ella a su vez.
–En algo.
Ella le espolvorea talco en el cuerpo y desempaqueta un
pañal.
–Seguro que usted ha visto morir a mucha gente,
¿verdad?
El tío Péter asiente.
–Yo también. Entonces ¿cómo vamos a tener fe en nada?
El tío Péter piensa en el funeral del día siguiente, en su
propia muerte y sus deseos. Él sabe que su cuerpo alberga
todavía más fuerzas de las que la gente imagina, lo siente.
Y anhela oler una vez más, una última vez antes del sueño
eterno, el aroma de la sangre joven.
No ha podido volver a conciliar el sueño, pero ya ha
tomado una decisión.
En el funeral se abrió la Mandíbula de Saturno.

–La Mandíbula de Saturno –explica en clase el doctor


Vércsehalmi mientras Csaba intenta reprimir un bostezo–
es ese momento singular en el que, durante un funeral, el
Gran Señor Durmiente podría abrir un instante los ojos si
considerase que el difunto y los dolientes son dignos de
ello. Solo entonces podría llegar a acontecer un espantoso
milagro, un suceso que la mente humana es incapaz de
concebir.

En la tienda de campaña, bajo el repiqueteo de la lluvia,


Richárd está limpiando sus gafas. Espera la respuesta a su
pregunta.
–A veces los muertos resucitan –dice Leila–. Dicen que
sucede a menudo. Aunque yo creo que todo eso de la
Mandíbula de Saturno no son más que historias. Nadie ha
estado en un funeral en el que haya pasado. Al menos nadie
que yo conozca. Si pasara, nos volveríamos locos.
Seguramente moriríamos. Tal vez fuera el fin del mundo.

Hajnal y Csaba están en la cama. Hajnal se fuma con


parsimonia un cigarrillo mentolado. A Csaba le resulta muy
sensual el sabor especial que esos cigarrillos le dan a los
besos de la mujer.
–Una vez, en Damasco –dice ella–, el sol desapareció. Se
lo tragó una oscuridad terrible. Los dolientes miraron al
cielo en busca de una explicación para aquel extraño
fenómeno, y en ese momento algo surgió de la densa
oscuridad, de la insondable hondura del universo. Una
lluvia de arañas negras, tanto o más venenosas que las más
mortíferas serpientes de la Tierra, cayó sobre las cabezas
de los dolientes. En otra ocasión, en Francia (creo que aún
era en tiempos de los sacrificios humanos), un muerto se
incorporó en su catafalco y empezó a hablar. Reveló los
más ocultos secretos de los presentes y entre ellos se
desató una sangrienta refriega. Cuando terminó, el muerto
que la provocó había desaparecido. Algunos creen que se lo
llevó el Gran Señor. Otros, que aún anda entre nosotros
envenenando la vida de la gente.

El tío Péter habla ante las cámaras de televisión y a él


mismo le sorprende que no le tiemble la voz.
–Ocurrió una vez –dice– que todos los dolientes
encanecieron de golpe, y desde esa noche y para el resto
de sus días soñaron el mismo sueño. Otra, la tierra se negó
a recibir el cadáver y los allegados vieron cómo se
convertía en un árbol de carne que daba monstruos. Y otra,
por primera vez desde que existen, los Esclavos sin Sol
hablaron. –Se da cuenta de que puede haber cometido un
error: a los Esclavos hay que mencionarlos lo menos
posible.
Aunque muy separados en el espacio y en el tiempo,
Richárd, Csaba y el presentador se hacen la misma
pregunta.
–¿Es todo eso cierto?
Leila se encoge de hombros.
–Si pensara que no, el Gran Señor me castigaría. Así que
tiene que ser verdad.
Hajnal aplasta la colilla en el cenicero.
–Es tan cierto –le dice a Csaba– como la resurrección de
Jesucristo y los milagros de los santos cristianos. Tan cierto
como que Buda es un hombre gordo y sonriente. O como
que Dios es el verbo.
El tío Péter se remueve incómodo en su asiento y luego
sigue.
–Nosotros no albergamos ninguna duda. Pero los
milagros no son algo que pueda demostrarse. Ningún
milagro. Los nuestros residen en nuestra memoria y en el
códice de nuestra fe. ¿Es acaso diferente en otras
religiones?
El presentador asiente comprensivo y echa un vistazo a
sus papeles.
–Hablemos un poco de los Esclavos sin Sol.
El tío Péter…

… suspira profundamente en el funeral. El sacerdote se


levanta del suelo. Tiene la cara empapada en sudor, le
tiemblan las manos, su expresión es el dolor mismo. Con
voz destemplada grita a los presentes:
–¡Ans’ra’ktha nu!
Y los presentes se arrodillan y miran fijamente el féretro.
Este podría ser el momento, ahora podría abrirse la
Mandíbula de Saturno y comerse a sus hijos o vomitarlos.
Ahora podría ocurrir el milagro y que el Señor Durmiente
abriera los ojos.

–Pero hay algo más –dice Leila en la tienda–. Algo que,


supuestamente, pasa siempre.
Richárd saca de la cajetilla otro cigarro y le ofrece uno a
Leila, pero ella no repara en el gesto de él y sigue
hablando.
–Porque es que el Gran Señor, de alguna manera, siempre
está presente en los funerales. Nadie puede reconocerlo
bajo su disfraz. Es imposible verlo. Pero al final de todos los
funerales siempre se le aparece a alguien, a uno solo de los
dolientes. Y esa persona jamás debe revelar lo que le haya
mostrado.
Richárd exhala con fuerza el humo de su cigarrillo.
–Así que tampoco hay evidencias de eso.
Leila aprieta los puños y se clava las uñas en la palma de
las manos.

En la iglesia se hace el silencio. Solo se oye el ulular del


viento. Leila tiene todos los músculos en tensión, como si
estuviera lista para salir corriendo. A Csaba el corazón le
late con tal fuerza que teme que se le salga desbocado del
pecho y lo deje en evidencia. El tío Péter piensa en la
infinidad de funerales a los que ha asistido, en las decenas
y decenas de difuntos a los que el Gran Señor no ha
honrado con ningún milagro. Pero podría ser ahora. Por
amor, ya que Márti logró que se aceptara ampliamente la
fe, o por odio, ya que ella fue la responsable de que en los
rituales dejase de correr la sangre. No, el Gran Señor hoy
no puede permanecer indiferente.
El viejo cuerpo del tío Péter se estremece. Esta es la
decisión que ha tomado: si hoy la Mandíbula de Saturno se
abre y el Gran Señor se revela, si acontece el milagro, él no
volverá a matar. Porque si el Gran Señor permite que el ojo
humano contemple sus maravillas, el viejo tío Péter
encontrará tal consuelo en la certeza de que su fe no ha
sido en vano que se negará gustoso a sí mismo el placer de
derramar más sangre.
Leila tiene la boca seca, los ojos anegados en lágrimas, le
castañetean los dientes como si tuviera frío. Si el Gran
Señor no hace ningún milagro, para ella habrá dejado de
existir. Y entonces nada tendrá sentido: su vida entera, su
fe, no habrán sido más que una broma. Empuñará el
cuchillo y esta vez no fallará.
Csaba aprieta la mano de Ágika. Si el milagro ocurre, la
existencia del Gran Señor justificará su decisión: Csaba la
matará y vivirá con Hajnal, y el asesinato no habrá sido
más que una ofrenda. Pero si el Gran Señor no se revela, él
simplemente sería un asesino. Renunciará en tal caso a su
amor por Hajnal y regresará a su vida con Ágika; el tiempo
lo ayudará a olvidar a la que un día fuera su amante y
vivirá fielmente junto a su esposa, envejecerán juntos.
Ahora solo hay silencio y el viento que ulula, solo silencio
y expectación. Es ese momento en el que, en todos los
funerales, la muerte se vuelve casi soportable.
Aguardan. Aguardan una prueba.
Un milagro.

Durante unos minutos los dolientes, unidos en la fe, cada


uno con sus miedos, sus secretos y sus deseos, permanecen
en silencio. Y cada segundo que pasa, todos lo saben, cada
segundo los acerca más a la decepción. Al final, de todas
formas, la mayoría no habrá ganado ni perdido gran cosa.
Salvo tres personas.
El sacerdote respira hondo y grita a la congregación:
–¡La Mandíbula de Saturno no se ha abierto ante
nosotros! ¡Los Señores sin Nombre nos han despreciado,
no hemos sido dignos de su atención como tampoco lo
somos de nuestras míseras vidas! ¡Despidámonos pues de
la difunta antes de que el eterno estómago del universo
devore su cuerpo y su alma!
El tío Péter llora lágrimas amargas. A Csaba le duele el
corazón porque sabe que ha perdido la posibilidad de un
futuro que añorará toda la vida. Los músculos de Leila se
relajan, acepta su destino: la muerte no es más que otro
estado que su cuerpo debe soportar.
El sacerdote hace una seña con la mano y en algún lugar
de la iglesia un monago presiona una palanca.

Péter se siente incómodo bajo la intensa luz de los focos,


cuarenta años antes. Esas lentes están fijas en él como si
fueran ojos muertos. Logra recomponerse y empieza a
repasar mentalmente lo que va a decir, según lo acordado
con Márti y con el resto del equipo.
–Los Esclavos sin Sol están en la base de nuestra fe. Los
necesitamos para llevar a cabo nuestros rituales. Ser un
Esclavo sin Sol es un gran honor, y en el fondo no se trata
de una práctica muy distinta a la de meter a un niño en un
seminario para que se haga cura, o a la de educar a los
niños en los templos budistas.
El presentador se rasca la barbilla.
–Pero en su religión no se los educa…
–La educación es algo subjetivo.
–¿Usted ha entregado también a un hijo suyo a la
esclavitud?
Péter ladea la cabeza.
–Todos lo hacemos.

Bajo el féretro se abre una trampilla y la tía Márti cae como


una piedra hacia las negras catacumbas de la iglesia. El
sacerdote se aparta para que los dolientes puedan
asomarse a ver por última vez el cadáver. Uno por uno van
pasando, miran hacia abajo y lloran. Lloran porque la tía
Márti ha desaparecido para siempre del mundo de los
vivos. Lloran porque saben que a todos les espera el mismo
destino. Y se estremecen ante lo que oyen y ante lo que
ven.
Llegado este momento, en todos los funerales hay
siempre alguien que se pone a gritar.
–Buenas noches, amor mío –murmura el tío Péter entre
lágrimas cuando mira hacia abajo.
El cuerpo yace sobre la tierra apisonada con las
extremidades torcidas en una postura imposible por el
impacto de la caída. El anciano sigue adelante y Csaba
ocupa su lugar para mirar el hoyo. Se ha preparado para lo
peor, pero no para esto. No grita porque está demasiado
cansado, pero siente el grito en la garganta y sabe que solo
llorando podrá liberarse de esa sensación.
Leila mira hacia abajo para ver el cadáver y a los
Esclavos. Se pregunta si su hermano estará ahí. Si sigue
vivo, es ahí donde debería estar, aunque es imposible
distinguirlos. No tienen caras, en su lugar solo hay
cicatrices. Se queda mirando cómo los Esclavos sin Sol
cumplen con su cometido.
El ruido que hacen llena la iglesia: gruñen y gimen, dan
dentelladas en busca de las partes más blandas. La piel y la
carne se desgarran restallando como un látigo, los
ligamentos se rompen cuando los Esclavos tiran de las
extremidades para conseguir un pedazo más grande.
Leila los observa y piensa que ella podría haber sido
como ellos. Si en vez de elegir a su hermano la hubiesen
elegido a ella, también ella habría crecido en la oscuridad,
cegados los ojos y sordos los oídos a la voz humana. Solo
conocería los sótanos y el dolor y la muerte. Cuánto más
sencilla sería la vida así, piensa Leila. Cada segundo que
pasa queda menos de la tía Márti, los Esclavos muerden y
desgarran y mastican y tragan hasta que en el foso no
quedan nada más que ellos mismos y las tinieblas en las
que viven.
Antes de cada funeral, en consideración a los familiares,
se les hace pasar hambre para que den cuenta del cuerpo
lo antes posible. Porque hasta que el cadáver no ha
desaparecido por completo en el estómago de los Esclavos
sin Sol, el tiempo presente del duelo no puede empezar a
desvanecerse en el pasado permanente de la vida.
Es el momento en el que nos mostramos, el único
momento en el que dejamos que las miradas escrutadoras
nos observen.
Junto al catafalco, Leila se lleva las manos al pecho.
Siente como si fuera a desvanecerse, pero se mantiene en
pie. Los dolientes se funden en una masa borrosa y sin
rostros, un decorado pintado, marionetas. Leila se siente
sola en la iglesia, sola en el mundo entero, y esa soledad le
lacera el alma.
Su mirada atraviesa los muros del templo, que fueron
construidos con la materia de los sueños. Igual que el
viento que ulula fuera no es más que un pensamiento
fugaz. Mira el cielo, y más allá de su manto celeste, la
profunda negrura del cosmos, la danza enloquecida y sin
sentido de las galaxias muertas.
Y por un brevísimo instante logra ver más allá del
universo existente y vislumbra al Gran Señor, dormido con
los ojos abiertos de par en par, contemplando fríamente las
vidas de los mortales sin formar parte de ellas. Porque si no
ve suficiente sufrimiento, si el tormento no es lo
suficientemente grande, entorna los párpados y el mundo
deja de existir.
Solo si esos ojos siguen mirando Leila, Csaba, el tío Péter
y todos los demás creyentes podrán seguir viviendo y
perseverar en su fe. Leila por fin comprende que se trata
de sufrir por sufrir, solo para poder seguir sufriendo. De lo
contrario, el Gran Señor cerrará el libro y no habrá más
presente ni pasado ni futuro, no quedará nada más que el
Gran Señor en algún lugar fuera del tiempo y la materia, un
lugar que Leila ni siquiera intenta imaginar. Y ahora sabe
algo más, sabe que para el Gran Señor únicamente existe el
pasado, no hay decisiones que puedan tomarse, todo es
solo una sucesión de minutos y de horas como palabras
escritas para crear la ilusión de que existe una historia.
Leila se tira al suelo gritando y se araña la cara y se la
deja convertida en una máscara de sangre. La
congregación la mira, algunos se ponen a rezar en silencio;
después de todo, piensan, tal vez ha ocurrido un milagro.
Tal vez. Leila se arrastra a cuatro patas hasta el sacerdote.
Hace un instante lo despreciaba por falso, pero ahora ha
comprendido su error, la equivocada era ella. Se abraza a
sus piernas y le besa los zapatos.
–¡Lléveme con usted! –implora–. ¡Permitidme servir al
Gran Señor! ¡Me mutilaré los labios, la nariz y hasta el
alma, pero dejadme ser su sierva!
El sacerdote sonríe, y el padre de Leila, llorosos los ojos
de felicidad, la contempla lleno de orgullo.
–Tu deseo solo podrá cumplirse si el Gran Señor lo
consiente –dice el sacerdote, y le pone un cuchillo en la
mano–. Para empezar, dale uno de tus dedos –y ella cumple
la orden sin dudarlo.
Leila grita de dolor y de alegría, y la congregación
aplaude: sienten que algo parecido a un milagro ha tenido
lugar ante sus ojos, y que finalmente el funeral ha sido una
celebración digna de la memoria de la tía Márti, que sin
duda se habría sentido halagada.

Csaba, de vuelta a casa en el coche después del funeral,


mira a Ágika. ¿Por qué iba a querer él a otra mujer en su
vida? Todo parecía una tontería ahora que el funeral había
acabado. Decide que hablará con Hajnal el fin de semana,
pero enseguida cambia de idea: para evitar caer en la
tentación, no volverá a verla nunca más.
Le sonríe a Ágika y ella le devuelve la sonrisa. Le coge la
mano.
–Todo va a ir bien –dice.
Ágika asiente.
–Lo sé.
Piden una pizza para cenar porque a ninguno de los dos
le apetece cocinar. Antes de acostarse, Csaba sale a
fumarse un cigarrillo. Cuando regresaban del funeral, paró
en una gasolinera para comprar una cajetilla, y Ágika no
hizo el menor comentario; él sonrió para sí, satisfecho.
Sabe que puede volver a enamorarse de su esposa.
Fuma, mira las malas hierbas que se extienden por la
parcela y se siente observado, siente que unos ojos
malignos escudriñan sus movimientos. Le da una calada a
su cigarrillo y decide que le da igual, que ha llegado el
momento de superarlo. No puede vivir todo el tiempo con
miedo por el simple hecho de haberse convertido. Si están
vigilándolo, que lo vigilen, él no tiene nada que esconder.
Tira la colilla al suelo y se va a dormir.
–¿Crees que esa chica realmente vio algo? –le pregunta a
Ágika en la cama, después de apagar la luz.
Ágika tarda en responder.
–Imaginaciones. En todos los funerales le pasa a alguien.
Hay quienes creen más de la cuenta.
Csaba asiente, aunque nadie lo ve en la oscuridad.
Enseguida se queda dormido.
Unas horas después, en mitad de la noche, algo se mueve
en la parcela abandonada. Ágika se levanta de la cama tan
sigilosamente como puede y se escabulle hacia la entrada.
Abre la puerta. Entre la maleza, una figura avanza hacia la
casa. Ágika piensa que aún puede cerrar la puerta y evitar
lo que está a punto de ocurrir.
La figura llega hasta ella.
–¿Lo has traído todo? –pregunta Ágika.
Károly asiente. Huele a palinka y a colonia barata. Ágika
le ha pedido mil veces que cambie de marca, pero esa es la
que a él le gusta.
–¿Estás seguro? –insiste ella.
Károly asiente de nuevo y la besa. Desea matar por amor,
y también para que la próxima vez que se encuentre con el
tío Péter en el bar pueda estar a su altura: él también
conocerá ya el sabor de la sangre humana.
Ágika se estremece.
–Hagámoslo entonces –dice.
Como Csaba no se despertó cuando entraron en la
habitación, nunca más volvió a despertarse.

El tío Péter abre los ojos en mitad de la noche. Esta vez no


grita llamando a Marika, sino que permanece alerta en las
tinieblas. Está debajo de la cama, lo presiente. Oye el roce
de los cuernos contra el suelo e imagina la sangre entre sus
dientes. Su aliento ha convertido la habitación en un
sepulcro.
–¡Has venido! –exclama el viejo con la voz rota–. ¡Has
venido a por mí!
Siente que el monstruo ha salido de debajo de la cama e
intuye cómo huronea en la oscuridad. Se acurruca, su
rostro es la mueca del espanto.
Aguarda. En cualquier momento, el Siervo del Gran
Señor puede abalanzarse sobre él, sacarle los ojos,
devorarle el alma. No obstante, por terrible que sea, se
alegra de estar teniendo esta revelación antes de morir.
Sus jadeos resuenan en la habitación, y entreverados con
ellos le parece distinguir el ronroneo de la criatura.
Si ahora encendiera la luz, lo vería, piensa, pero no lo
hace: no puede arriesgarse.
–¡Vamos, hazlo! –musita aterrado–. ¡Cuando quieras!
Y espera.
El horror, de pie junto a la cama, lo acompaña en la
espera.
NEGRO TAL VEZ

La tradición dicta cada uno de los pasos de la cosecha. Los


jóvenes se encargan de recoger los caracoles durante el día
y los hombres engrasan las cadenas por la noche. Las
cadenas deben engrasarse cuando están frías porque así es
como el metal conserva toda su dureza interior, y los
caracoles secretan más moco con el calor del día.
Emese había salido a recoger caracoles con Feri. Feri era
el hijo de la familia anfitriona. La adolescencia lo había
hecho alto y delgado, y también le había llenado la cara de
granos. Un caracol se arrastraba con su lentitud pasmosa
por la superficie ardiente de una piedra. Feri lo cogió
haciendo pinza con dos dedos.
–Hay que cogerlos con cuidado… –le dijo a la chica
mientras con la otra mano se apartaba de los ojos un
mechón de pelo grasiento. Ella había creído oír el
chasquido del cuerpo del caracol al despegarse de la
piedra–. Procurar no espachurrarlos –siguió Feri, y acercó
el caracol a la cara de Emese–. Justo buscamos ejemplares
de este tamaño. Mira, fíjate en la raya roja que tiene por los
lados…, debe ser bien visible. Eso es lo que los distingue de
otros caracoles. ¿La ves?
Emese miró atentamente la raya roja. El caracol intentó
refugiarse en su concha, pero no pudo: en esa fase de su
ciclo vital esta especie segrega una baba espesa que se
endurece e impide que el animal pueda ocultarse. Ese era
justo el momento de recolectarlos.
–Toma.
Feri posó el caracol en la palma de su mano y se lo
ofreció a Emese.
–No hay que tenerles miedo –le dijo.
Emese lo cogió.
–Arde –dijo.
Él sonrió y echó un vistazo alrededor para ver si alguien
estaba mirándolos, pero los demás estaban lejos,
deambulando entre los árboles, rastreando el suelo con los
ojos en busca de caracoles.
–Métetelo en la boca –le dijo Feri a Emese.
–¿Por qué?
–Tú métetelo en la boca.
Emese jugueteó con la idea de ponerse aquel cuerpo
suave y viscoso en la lengua. Imaginó que tendría el sabor
de la pasta demasiado cocida y salada. Echó el caracol a la
cesta y sacudió la cabeza. Feri se rio.
–Nuestros invitados deben acatar siempre las órdenes
que les damos. ¿No te lo ha advertido mi padre? –le dijo.
–Mejor vamos a seguir con esto –le contestó ella, y echó a
andar hacia los árboles–. Además, yo no elegí venir. Fue
cosa de mi padre.
Feri corrió detrás de ella.
–Espera –gritó, y Emese, aunque no quería, se volvió
hacia él: por un momento había creído oír desesperación en
su voz.
Sabía que tenía que rebelarse, rebelarse contra todo eso,
pero Feri era el hijo de sus anfitriones y aún iban a pasar
unos cuantos días juntos. Ya habría tiempo de rebelarse
más adelante.
–¿Qué? –preguntó ella tan seca y distante como pudo.
De un manotazo, Feri volvió a apartarse de los ojos el
mechón grasiento. Aquel gesto empezaba a irritar a la
chica. Él lanzó un suspiro. Ella lo observaba con mirada
gélida.
–¿Y si follamos? –le soltó Feri–. No te arrepentirías. Ya he
estado con otras…
Emese se dio la vuelta y se alejó sin decir ni mu. Pero se
recordó a sí misma que la próxima vez debía llevar consigo
la navaja automática que hacía dos años le había robado a
su padre. Feri no parecía peligroso, pero quién sabe de qué
podía ser capaz la gente del campo.
–¡Te sentirías mejor! –le gritó desde atrás–. ¡Vas a
arrepentirte si no!
–Sí, claro –dijo Emese para sí misma, y se agachó para
recoger un caracol.

Por la noche Gergo˝ y Hugó se metieron en el cobertizo


para engrasar las cadenas de plata.
–El turismo ayuda –decía Gergo˝ con su voz plana,
siempre a punto de resultar aburrida–. Y lo que ganamos
con las ventas es nuestro también, claro. Pero cada año la
vida es más cara y más difícil.
Manipulaba con pericia el aceite de caracol añejo para ir
engrasando uno a uno todos los eslabones de plata de la
cadena de cinco metros de largo. Llevaba un mono de
trabajo cuyas manchas, incrustadas en la tela a lo largo de
los años, ya era imposible que salieran por mucho que se
lavara. Su piel era muy sensible pero no dejaba de afeitarse
todas las mañanas, así que siempre tenía el cuello
enrojecido y con sarpullido. Hugó miraba ahora esa piel
enrojecida. No era así como se había imaginado a los
hombres de campo: siempre había creído que llevarían
barba, o al menos que tendrían aspecto descuidado. Así iba
ahora él, un tanto descuidado, aunque en su trabajo
siempre se presentaba meticulosamente afeitado. Era un
alto cargo de Mol, la multinacional petrolera, y no podía
permitirse el lujo del más mínimo desaliño.
Mientras asentía a todo lo que su anfitrión le decía, se le
iba encabritando dentro una ira aguda contra la injusticia
de esa vida cada vez más difícil para los agricultores.
Porque ¿qué era la vida del húngaro sino el dulce cuidado
de la madre tierra y la preservación de las tradiciones y la
elaboración de los productos típicos? Ellos eran los
verdaderos héroes nacionales, la carne y el hueso del país,
pensaba mientras revisaba las cuentas de la empresa, y no
los zánganos de oficina como él. Cómo había anhelado
convivir con ellos cuando día tras día se quedaba mirando
por la ventana de su despacho. Y ahora estaba allí. Había
tenido que pagar por aquella semana de estancia, pero él y
su familia por fin estaban disfrutando de un pedazo de vida
auténtica.
–Tiene que ser duro –dijo Hugó, deseoso de manifestar su
empatía.
Una bombilla desnuda proyectaba un tenue haz de luz
sobre sus cabezas, alrededor de las que pululaban los
mosquitos. Con la mano aceitosa, Hugó trató de aplastar
uno que acababa de clavarle el aguijón en la piel sudorosa
de la frente, justo encima de una ceja.
–Ten cuidado no te entre aceite en los ojos –le dijo
Gergo˝–. Que como te entre, ya vas a ver tú lo que es
bueno.
Hugó supuso que con esa advertencia Gergo˝ debía de
querer decirle que el aceite de caracol era dañino para los
ojos, pero no quiso corregirle. La lengua húngara
pertenece a los guardianes de las tradiciones húngaras.
–Entre los eslabones también –le dijo Gergo˝, que no
dejaba de observar cómo aquel hombre de ciudad
manejaba el trapo para engrasar la cadena–. Tienes que
pasar el trapo pequeño entre los eslabones y luego también
por las uniones, para que el aceite lo impregne todo. Tiene
que quedar bien engrasada. El aceite tiene que entrar en el
metal, llegar al alma de la cadena.
Hugó asentía a todo y se limpiaba las manos cada dos por
tres en la sudadera North Face con capucha que
normalmente se ponía para hacer senderismo. Al preparar
el equipaje para aquellas vacaciones se había dado cuenta
con cierto sentimiento de culpa de que solo tenía ropa
urbana informal, trajes de oficina, ropa para hacer deporte
y para salir; nada de ropa de trabajo de verdad. Y ahora
estaba manchando una de sus prendas de deporte más
caras, la sudadera que se había comprado ese invierno
para la temporada de esquí en Austria, pero qué más daba,
ya se compraría otra. Empapó el trapo en el aceite de
caracol del cubo y lo introdujo con dificultad por el primer
eslabón de la cadena de cinco metros. En total había una
docena de cadenas en el cobertizo.
–Las cadenas también cuestan cada vez más –dijo
Gergo˝–. Y ya no hay subvenciones para la plata como en
los viejos tiempos.
Hugó asintió de nuevo.
–Sí, Europa no valora las tradiciones. No les importamos
–dijo con una indignación que no era la suya.
Gergo˝ terminó de engrasar la primera cadena. La dejó
con cuidado enrollada en el suelo y cogió otra.
–Ya, sí –dijo–. Somos cada vez menos los que seguimos
haciendo las cosas a la manera tradicional. Aunque fue la
UE la que nos financió para montar la casa de huéspedes.
Por eso pusimos ahí la bandera y la placa.
Hugó carraspeó.
–Bueno, para algo tenían que servir esos burócratas de
Bruselas.
Gergo˝ asintió y encendió un cigarrillo. Estuvieron
engrasando cadenas toda la noche.
Las mujeres empiezan a trabajar muy temprano. Se
levantan antes de que amanezca y, en la bruma púrpura de
la madrugada, se ponen a trajinar en la cocina. Durante
horas y horas hierven los caracoles y dejan que el jugo
cueza hasta que está en su punto, que es cuando ya puede
utilizarse para obtener la esencia, el objetivo de todo ese
proceso.
Andrea nunca se había levantado antes de las nueve,
pero sabía lo importante que era ese viaje para su marido.
Le sorprendió despertarse antes de que sonara la alarma
del teléfono. Se vistió y fue a reunirse con sus anfitrionas
en la cocina para ayudar con lo que fuera.
–Hugó trabaja en Mol –empezó a decir mientras extraía
de sus conchas los gordos caracoles–, en el departamento
de finanzas. Pero le interesa muchísimo el mundo agrícola.
Por eso nos alegramos tanto cuando supimos que recibíais
visitantes durante la cosecha. Nosotros estamos ahorrando
ya para comprarnos una casa en el campo para cuando
seamos mayores.
Soltó un hondo suspiro, como si ya pudiera sentir el
aroma a suavizante de aquella postrera felicidad en la que
todos sus problemas habrían quedado atrás.
–Ten cuidado, procura que no caigan las conchas en la
cazuela –le dijo Erzsébet al tiempo que manipulaba con
habilidad los caracoles entre los dedos, aplastando las
conchas con movimientos expertos.
Llevaba chanclas de goma, pantalones de chándal y una
camiseta de publicidad de Pepsi descolorida.
–¡Jesús! –exclamó Andrea.
El caracol que tenía en la mano aún estaba vivo. Sus
vísceras le resbalaban entre los dedos pero todavía se
retorcía y estiraba los largos cuernos.
–Ese es de los buenos –dijo Erzsébet–. Échalo en la
palangana pequeña. Los ponemos aparte porque sirven de
cebo.
Andrea asintió y echó el animal agonizante en el
recipiente de plástico amarillo. Durante un instante terrible
se quedó mirando cómo aquel cuerpo moribundo se adhería
a sus dedos e imaginó que nunca se le despegaría. Sacudió
la mano y el animal cayó mansamente en la palangana para
seguir agonizando junto a sus congéneres.
–¿Y si se mueren antes de la cosecha? –preguntó.
–No se mueren nunca –contestó Erzsébet.
Andrea se estremeció y se apresuró a cambiar de tema.
–¿Y cómo es la vida en el campo, en armonía con la
naturaleza? –preguntó.
Erzsébet se encogió de hombros.
–Es como hemos vivido siempre. Bien… Ahora hay mucha
demanda de nuestros productos orgánicos. Gergo˝ siempre
está quejándose, pero es que él es así. Si trabajamos duro,
la cosecha es buena, y eso es lo que importa. Y tenemos
exenciones fiscales y ayudas de la UE por mantener las
tradiciones.
Los blancuzcos cuerpos, calientes entre los dedos de
Andrea, rezumaban cada vez más, como si estuvieran a
punto de reventar. Erzsébet continuó:
–Ahora además tenemos la casa de huéspedes. Hay que
madrugar más, claro, atender a los visitantes, limpiar y
enseñarles las cosas de la cosecha. Y ocuparnos de los
caracoles y de alimentar la tierra a lo largo del año. La
tierra es el alma de todo esto. Hay que alimentarla bien.
Se hizo el silencio y Andrea se dio cuenta de que no había
asentido lo suficiente, que podía parecer como si no
hubiera estado atenta. Para congraciarse, miró a Erzsébet
a los ojos.
–¿No tienes ninguna en casa? –le preguntó–. Yo nunca he
visto una.
Erzsébet negó con la cabeza.
–Te harían la vida más fácil, ¿no?
–Nosotros solo las cosechamos –dijo–. No necesitamos
nada más, lo que tenemos nos basta.
A Andrea se le dibujó una sonrisa. Qué hermosa debía de
ser aquella vida, una vida sin más necesidades que la
voluntad y el entusiasmo por el trabajo, y dos manos
fuertes y sanas para hacerlo; mantenerse a una misma con
un trabajo así, que te colma en lo más profundo, tenía que
llenar tus días con algo parecido a la felicidad, pensó.
La puerta de la casa se abrió y a Erzsébet se le iluminó la
cara.
–¡Ya está aquí mi madre! –exclamó–. ¡Ahora sí que todo
va a ir sobre ruedas!

Como el aceite de caracol despide un olor fuerte al


hervirlo, por lo general se pone al fuego en el fogón del
patio. Y mientras el aceite hierve a fuego lento en las viejas
ollas rojas, la familia comparte un almuerzo sencillo. El
resto de los parientes llegará más tarde para ayudar con
las tareas de la noche.
Ahora la familia compartía la mesa con sus huéspedes.
Andrea y Hugó se acomodaron frente a los anfitriones, y
Emese se sentó con los jóvenes, con Feri y su hermana
Nóra. Nóra llevaba ropa de H&M: los tops brillantes
estaban de moda y el suyo iluminaba la mesa. La abuela
había preparado escalope de pollo con arroz y guisantes.
Mientras comía, Andrea lucía una amplia sonrisa, pero
sabía que después se metería los dedos en la garganta para
vomitar: un escalope empapado en aceite era demasiado
para su estómago, y además tenía la sensación de estar
comiendo caracoles. En cambio, Hugó se atiborraba como
si ese pollo frito fuera lo mejor que hubiese probado en su
vida.
–Está buenísimo…, ¡comida del país! Mucho más nutritiva
y saludable que la que comemos en la ciudad –dijo con la
boca llena.
La familia no reaccionó a su comentario, pero Nóra hizo
una mueca burlona y a Emese le encantó el gesto. Aquella
chica podía llegar a caerle bien, al fin y al cabo tenían la
misma edad y en los ojos de las dos brillaba el mismo
desafío incipiente.
La abuela no comía con ellos: siempre comía sola,
sentada en la cocina junto a una radio portátil, engullendo
con avidez, casi ahogándose al tragar. Había comido así
desde niña. El sabor daba igual, lo importante era vaciar el
plato lo antes posible porque solo lo que se había ingerido
era ya verdaderamente tuyo. Todo lo demás te lo podían
quitar, como se había empeñado en enseñarles la historia
una y otra vez. Quién sabía lo que habría en el plato al día
siguiente. Se cubría el pelo gris con un pañuelo negro,
llevaba medias, unas zapatillas de deporte amarillas de las
de mercadillo, falda larga gris y su sempiterna bata azul.
Distante, silenciosa e inaccesible como una montaña,
deglutía trozos de carne mientras escuchaba en el
transistor el programa Música para disfrutar de una buena
comida. «El corazón de mi amada está lleno de tristeza»,
entonaba con voz potente y vibrante un cantante muerto
hacía ya mucho tiempo mientras ella, sin dejar de masticar,
pensaba en pedirle a su hija que le comprara unos zuecos
de suela curva, que había oído en la tele que eran buenos
para la columna.

Como era costumbre en la familia, después de comer


fueron a echarse la siesta para liberar la mente y el cuerpo
de todo lo superfluo.
Emese y Nóra se escondieron detrás del cobertizo. Nóra
sacó de una ajada mochila un paquete de cigarrillos y le
ofreció uno a Emese. Emese dudó. Nunca había fumado y
no sentía una necesidad especial de hacerlo ahora.
Además, ¿y si sus padres se daban cuenta de que olía a
tabaco? Pero tampoco quería estropear su amistad
incipiente con Nóra. Para eso habían venido, ¿no?, para
descubrir cómo era la vida en el campo. Y en el campo, al
parecer, se fumaba.
Sacó un cigarrillo del paquete y dejó que Nóra se lo
encendiera. Se tragó el humo pensando que le daría un
ataque de tos, como les pasa a los fumadores novatos en las
películas, pero no fue así. El humo entró, se arremolinó en
sus pulmones y salió sin ningún problema.
–Me gusta… –dijo Emese sonriendo–. Pero a ver si nos va
a dar un cáncer de pulmón.
–Para eso tendríamos que fumarnos un millón de pitis –
respondió Nóra con aplomo, y Emese asintió.
Un millón…, eso era muchísimo. Y con las mismas le dio
otra calada a su cigarrillo, más profunda esta vez. Sentía la
cabeza ligera, como si se la hubieran llenado de aire.
–Creo que Feri quiere acostarse contigo –dijo Nóra–.
Aunque la verdad es que lo intenta siempre con todas…
Emese le dio otra calada al cigarrillo para ocultar su
turbación. Nóra siguió hablando:
–Creo que deberías hacerlo. No te arrepentirías.
Emese arqueó las cejas. El sexo era algo vago y
escurridizo para ella, algo salvaje que algún día acabaría
llegando, en algún momento de su vida, pero no aquel
verano; tal vez otro verano parecido, cuando el millonésimo
cigarrillo fuera ya solo ceniza, y todo aquello, los cimientos
de la vida de otra persona, de otra Emese más
experimentada. Digamos que de ahí a dos o tres años. Pero
definitivamente no en ese momento.
Sacudió la cabeza con fuerza.
–No –dijo rotunda.
Nóra se encogió de hombros.
–Vale. Tú sabrás –y se inclinó para coger la mochila que
había dejado a sus pies.
Sacó un frasco lleno de un líquido marrón amarillento. En
el fondo había una araña con las largas patas enroscadas
alrededor del cuerpo, en la postura final de la muerte.
–No hay que tenerles miedo –dijo golpeando el frasco
para demostrar que el animal estaba muerto–. Estas arañas
comen caracoles, así que, si ves una, mátala. Pero si ya se
ha zampado un caracol, ponla en alcohol. El alcohol
absorbe la baba y se convierte en una bebida potentísima.
Nóra levantó el frasco y el líquido brilló al trasluz.
Aplastó la colilla en el suelo y abrió el frasco. Un olor
metálico alcanzó la nariz de Emese. Nóra se llevó el frasco
a la boca, le dio un trago y se lo pasó corriendo a Emese.
–¡Rápido, rápido…, para que nos dé el subidón al mismo
tiempo! –dijo, y Emese supo que tenía que actuar de
inmediato porque, si no, no lo haría.
Dio un sorbo de aquella sustancia y tragó sin pensarlo.
Sintió calor en la garganta y en el estómago y un sabor
amargo en la boca. Nóra le cogió el frasco, lo cerró bien y
lo metió en la mochila.
–Enseguida llega –dijo, y antes de que Emese pudiera
preguntar nada, lo sintió.
En su garganta se abrió una puerta. Pero al abrir la boca
para expresar la dicha extática que la arrobaba, solo le
salieron los jirones de una voz resonante y gutural. Nóra
también trató de decir algo, y su voz sonó igual que la de
Emese: un raudal de sonidos ingobernables, inútiles para
articular palabras. Las dos se echaron a reír y Emese sintió
que todas sus preocupaciones y sus obligaciones se
volatilizaban.
Nóra se impulsó contra la pared del cobertizo, dio un
brinco, se elevó por los aires y se quedó ahí, en el cénit de
su salto, como una pluma atrapada por el viento entre el
cielo y la tierra. Se reía con una risa profunda y metálica,
dando vueltas lentamente sobre sí misma. Emese se
impulsó del mismo modo y remontó el vuelo, su cuerpo se
liberó de la falsa fuerza de la gravedad y flotó junto a Nóra.
El efecto duró unos diez minutos, y después las dos se
despertaron tendidas en el suelo. A Emese le zumbaba la
cabeza y creyó que el dolor la iba a partir por la mitad; un
hambre brutal le roía el estómago, pero al pensar en los
escalopes de pollo aceitosos le entraron ganas de vomitar.
Nóra soltó un eructo.
–No se debe tomar más de una vez al día –dijo–, es fácil
engancharse.
Se fumaron otro cigarrillo y volvieron a la casa.

La tierra empieza a cavarse al final de la tarde, y lo hacen,


como dicta la tradición, todos los miembros varones de la
familia. Hugó se agachó y cogió un puñado de aquella
tierra negra y densa, y se la acercó a la nariz para olerla.
Olía a estiércol.
–¡Mmm! –cogió aire con fuerza–. ¡Cómo huele!
Gergo˝ lanzó un escupitajo y hundió meticulosamente con
su bota la saliva en la tierra.
–Esta es la parte más complicada –le dijo a Hugó–.
Alimentar la tierra todo el año. En los cultivos extensivos se
utilizan fertilizantes químicos y máquinas, pero nosotros
solo usamos fertilizantes orgánicos. Solo nuestros propios
excrementos, nuestro propio estiércol, y calcio y fosfatos de
origen natural. Pero se hacen de rogar para soltar la
subvención, hay que esperar hasta final de año.
Hugó asintió sin decir nada.
–¿Vamos a cavar a mano? –preguntó, como
mentalizándose para el duro trabajo físico que les esperaba
a sus músculos, debilitados por la vida urbana, pero Gergo˝
negó con la cabeza.
–¡No, hombre, no! Gyuri viene ahora con la excavadora.
Es más rápido y se entra más hondo en la tierra. Pero lo
que sí hay que hacer a mano es tirar, no hay otra forma.
Hugó se regañó mentalmente por estúpido: por supuesto
que usaban máquinas. Eran agricultores que mantenían las
viejas tradiciones, pero en gran medida los avances
tecnológicos también habían llegado a sus vidas.
–¿Cómo se sabe que la tierra ya es fecunda? –preguntó.
Gergo˝ le sonrió como para darle ánimos.
–La cosecha ha sido buena todos los años. Y este también
lo será.
Desde más allá del perímetro de la finca, les llegó el
ronroneo de la excavadora acercándose.
Según la costumbre, los hombres se juntan, se saludan y
brindan con palinka, mientras las mujeres empiezan a
preparar los cebos. El aceite de caracol recién hecho ya
estaba enfriándose en el alféizar de las ventanas y los niños
esperaban juntos en el salón. La casa ya estaba llena de
parientes: tres familias al completo y dos solterones.
–¡Que las bestias sean fuertes y gordas! –dijo uno de los
solterones, el pelirrojo, y todos levantaron los vasos
ceremoniosos.
Las mujeres, mientras tanto, ensartaban caracoles vivos
en los anzuelos. Y aunque le inspiraban respeto las
costumbres de aquella gente, Andrea no pudo evitar
horrorizarse al ver cómo se retorcían los pobres
animalillos, era antinatural tanto apego a la vida. Porque
¿acaso no era ese el sentido último de su existencia,
cumplir con aquel rito?
Mientras unos adultos bebían y otras ensartaban los
cebos, los niños y los adolescentes esperaban en el salón,
preparándose mentalmente para desempeñar al día
siguiente el papel que a ellos les correspondía. A Emese
también la mandaron allí, aunque ella era forastera y la
esencia de los hijos de los huéspedes nunca se utilizaba. Se
sentó en un sillón y se quedó observando a los otros. El más
pequeño debía de tener diez años; el mayor, un chico con la
cara llena de granos, quizá ya podía fumar legalmente. El
de los granos miraba fijamente al vacío; el niño, inquieto,
se tironeaba de los pantalones. Feri estaba también allí,
aparentando como siempre tenerlo todo bajo control, pero
en la respiración se le notaba la ansiedad. Nóra se sentó a
su lado sonriendo triunfante; en ese momento, Emese aún
no entendía por qué.
Cuando los cebos estuvieron listos, los hombres fueron a
por las cadenas al cobertizo. Una vez más revisaron
meticulosamente los eslabones para asegurarse de que
todos estaban bien engrasados. Cuando se dieron por
satisfechos, se dirigieron hacia las fosas arrastrando tras
de sí las cadenas. Las mujeres ataron los cebos a los
extremos de las cadenas y la abuela los revisó uno a uno
para ver si estaban bien sujetos, y asintió al terminar. Como
si se tratase de un funeral, de pronto se hizo el silencio
alrededor de las fosas.
–¡Que salgan! –gritó Gergo˝, y echó un cebo en cada fosa.
Desaparecieron en las profundidades dos metros de los
cinco que tenía cada cadena, y el resto lo fue dejando
estirado en el suelo. Después los hombres cubrieron las
fosas con tierra. El aire se llenó de olor a estiércol. Cuando
terminaron, se quedaron apoyados en los mangos de sus
palas clavadas en el suelo, enjugándose el sudor de las
frentes. Hugó estaba entre ellos, orgulloso aunque un poco
preocupado también por su hernia.
Las mujeres pusieron los espejos en el suelo, justo donde
la tierra se tragaba las cadenas, uno por cada fosa, una
docena en total. El resto de los parientes e invitados se
sentaron a esperar alrededor de los espejos. Alguien trajo
una radio portátil sintonizada en una emisora de viejos
éxitos. Los hombres fumaban. Las mujeres sirvieron
cerveza, agua y bollos caseros rellenos de mermelada sobre
unas mesas de camping. Erzsébet trajo también un taladro
del cobertizo; después de comprobar si funcionaba, lo
colocó sobre la mesa junto a los bollos.
Cayó la noche. Los hombres encendieron las linternas.
Hugó le pidió un cigarrillo a Gergo˝. No fumaba, pero en
ese momento sintió que el gesto varonil de fumar era lo
más apropiado para el trabajo varonil que acababan de
hacer. A diferencia de su hija, tosió cuando el humo le entró
en los pulmones.
–¿Y entonces es ahora cuando pican? –le preguntó a
Gergo˝ susurrando, como si tuviera miedo de que lo oyesen
allá en las profundidades.
–Más o menos, sí. Pican, pero no como los peces.
En la radio sonaba «Beautiful Life», de Ace of Base.
–Ya, ya lo sé –dijo Hugó–. Porque en realidad no existen
hasta que muerden el anzuelo, ¿no?
Gergo˝ tardó unos segundos en encontrar las palabras:
–No, no existen, pero sus elementos y sus partes ya están
ahí. Por eso fertilizamos la tierra durante todo el año. El
cebo solo las agrupa, las convoca a la vida.
Emese se sentó junto a la radio; cuando mandaron a los
niños a la cama, ella había logrado que sus padres la
dejaran quedarse. Quería quedarse a ver qué pasaba: ya
que le habían arruinado el verano, al menos quería
enterarse de todo.
En la radio echaron un programa llamado Presagios,
luego una breve entrevista con el comisario de una
exposición, y después otro programa, Lista de éxitos, que
empezó con una canción de Wings, luego una de Edda y
luego de Blondie. Sucedió durante el segundo estribillo de
«Heart of Glass». Emese sintió como si la hubieran
golpeado y tuvo que agarrarse al borde de la mesa para no
caerse de la silla. Empezó a sangrar por la nariz. Durante
unos segundos, de la radio solo salió ruido blanco, y luego
volvió Blondie.
–¡Han mordido el cebo! –dijo alguien en la oscuridad, y en
ese mismo momento se rompió un espejo.
–¡Aquí, aquí! –gritó Gergo˝–. ¡Tensad la cadena!
El espejo se había partido en dos, y ahora reflejaba
distorsionadas las siluetas de los hombres inclinándose
para recoger la cadena. A Hugó el corazón le latía a toda
velocidad; llegó a temer que le diera un infarto justo en ese
momento, cuando por fin estaban a punto de extraer de la
tierra el producto que tanto costaba año tras año a aquellos
esforzados agricultores.
Gergo˝ gritó:
–¡Tirad!
Todos tiraron a una de la cadena, pero apenas cedió.
–¡Más fuerte! –gritó uno de los solterones.
–¡Todos a la vez! ¡A la de una, a la de dos y a la de tres!
Hugó estaba dándolo todo, ni se preocupaba ya de su
hernia, y entonces oyó a lo lejos, por encima de los
gruñidos del esfuerzo, que estallaba otro espejo. Sintió que
lo que habitaba en las profundidades iba cediendo
lentamente a la fuerza coordinada de los hombres, y eso
hizo que se esforzase más aún: ya no tiraba solo con los
músculos, tiraba también con el pensamiento. Por fin la
tierra borboteó, y a la luz de las linternas vieron cómo salía
la larva del hoyo: se impulsaba con sus cortas patas
articuladas y ya ni siquiera había que tirar.
Los hombres soltaron la cadena; uno de ellos saltó sobre
la larva mientras otros dos le sujetaban las patas con
bridas. Hugó jadeaba, pero tenía ganas de echarse a reír,
igual que un niño; se sentía satisfecho, como en trance
después del gran esfuerzo físico y de la recompensa. Un
tercer espejo se rompió en la noche.
–¡A la cadena! –gritó Gergo˝, y los hombres se aprestaron
a extraer de la tierra otra larva, a traerla de la nada a la
vida.
Mientras su padre se medía de nuevo con las entrañas de
la tierra, Emese se acercó a la primera larva. Yacía inmóvil,
con la piel correosa cubierta de barro negro. Podría caber
dentro de ella. Media un metro y medio y la cadena
desaparecía en su interior por un orificio. La chica deseó
que al menos hubiese sentido algún placer al tragarse el
cebo; aunque en realidad, según decían, el cebo era la
larva misma, solo que se transformaba, se agigantaba y se
convertía en simiente de vida.
Las mujeres la agarraron y la pusieron boca abajo a la luz
de las linternas. Erzsébet cogió el taladro y apuntó a la
parte de atrás del animal.
–¡¿Qué vas a hacer?! –chilló Emese.
–Si no le hacemos rápido otro agujero, se morirá. Todos
los animales necesitamos un agujero en el culo, ¿no lo
sabías?
Erzsébet le sonrió con dulzura y a continuación, con un
rápido movimiento, perforó la piel de la larva y después
agrandó el agujero con un cuchillo. Un chorretón de sangre
negra se derramó por la tierra.
–La boca no es problema –dijo–. Se les forma cuando
muerden el anzuelo. Pero a ver cómo íbamos a
apañárnoslas sin el otro agujero. Por ahí es por donde les
metemos la esencia.
Emese asintió, aunque se le revolvió el estómago. Una
larva más salió de la tierra, mientras a lo lejos se oía el
chasquido de otro espejo haciéndose añicos.

Hugó estaba cansado pero radiante. Aunque tenía baño en


la habitación, prefirió lavarse en un barreño con los otros
hombres. Deseaba seguir disfrutando de la sensación del
trabajo en el cuerpo, de la suciedad, de aquella noche
fructífera en armonía con la naturaleza. Abrió una lata de
cerveza. Andrea lo miraba desde la cama.
–¿Eres feliz? –le preguntó, porque eso era lo único que
importaba ahora.
Hugó sonrió.
–Más que nunca.

Al amanecer Nóra se coló en la habitación de Emese y se


metió en la cama con ella. Emese percibió en su aliento el
olor a tabaco.
–¿Qué pasa? –preguntó soñolienta.
–Feri está esperándote fuera –le dijo Nóra–. Podéis
hacerlo en el cobertizo. Para él significa mucho, y a ti que
eres de ciudad en el fondo te da lo mismo, ¿no?
Emese se tapó la cabeza con la almohada, asqueada.
–¡Déjame en paz! –gritó–. ¡No voy a acostarme con tu
hermano!
Nóra se encogió de hombros.
–Como quieras.

Según la tradición, la esencia es cosa de las mujeres, y solo


pueden manipularla las que están unidas por lazos de
sangre, madres y abuelas. Las larvas solo pueden vivir de
veinticuatro a treinta y seis horas sin la esencia, así que la
fase final de la cosecha debe completarse antes de que se
cumpla ese plazo, si no, se convierten en troncos resecos
sin ningún valor.
–Anoche se rompieron siete espejos –dijo Gergo˝–. O sea,
siete esencias para siete larvas.
Hugó le dio un mordisco a una de las salchichas que
habían preparado para el desayuno. Varios hombres
dormían todavía por los sofás, en bancos y hasta en los
asientos traseros de sus coches.
–¿Qué pasa si hay más larvas que niños? –preguntó
Andrea.
Gergo˝ sonrió:
–No suele pasar. Y si pasa, pues se echan a perder, a
menos que encontremos rápidamente algún otro niño.

La habitación de arriba solo la utilizaban en la época de la


cosecha. El resto del tiempo la mantenían cerrada. Andrea
ayudó a subir todas las cosas que hacían falta. El aceite de
caracol recién cocinado por la mañana ya se había
enfriado, así que lo pasaron de las ollas rojas a un
recipiente de plástico grande.
–Tenemos que darnos prisa –dijo Erzsébet–. Se solidifica
enseguida y entonces ya no sirve.
De un armario de la despensa sacaron siete tuppers
grandes, con pegatinas en las que ponía: «Producción
familiar». Los llenaron de agua, echaron en cada uno una
cápsula de magnesio, un puñado de arena, una cucharada
de sal y otra de azúcar, y al final un escupitajo dentro de
cada uno. Andrea removió el contenido de los recipientes y
los subió a la habitación de arriba. En esa habitación solo
había una cama vieja, sucia del sudor de generaciones, y a
cada lado unas esposas ancladas al suelo con cadenas. Al
ver aquello, Andrea casi deja caer todo lo que llevaba en las
manos.
–Es por su bien –dijo Erzsébet.

El precio que Hugó había pagado incluía el alojamiento, la


comida y la participación en todo lo relacionado con la
cosecha, pero en modo alguno con la esencia. Así se
especificaba en el contrato. A los hombres no se les
permitía subir las escaleras cuando el proceso estaba en
marcha; solo las mujeres y los niños podían hacerlo. Y la
entrada a la habitación estaba estrictamente limitada a
Erzsébet, la abuela y el niño de turno con su madre.
Andrea se quedó esperando fuera, delante de la puerta,
por si necesitaban que subiera algo de la cocina. Los niños
iban entrando de uno en uno. Siempre gritaban, algunos
nada más entrar y otros cuando todo había acabado. Y
aunque hubo dos que, sin necesidad de ayuda ninguna,
regresaron por su propio pie a donde aguardaban los
demás niños, la mayoría necesitaban que los llevasen.
Andrea se ponía enferma con los gritos, pero cada vez se
sentía aliviada al verlos salir de la habitación. No se les
veían señales de daño físico, aparte de las marcas de las
esposas. Cuando Nóra entró en la habitación con una sutil
sonrisa burlona dibujada en el rostro, Andrea presintió que
algo no iba a ir bien. Y enseguida se demostró que llevaba
razón.

–¿Hasta qué edad se puede hacer? –preguntó Hugó, pues


había leído informaciones contradictorias en internet.
Gergo˝ se quedó pensativo unos segundos.
–Hasta los veinte, más o menos, después ya no debe
tocarse la esencia. Aunque por lo general a esa edad
tampoco se puede ya. Así son los jóvenes, qué te voy a
contar, normalmente se echan a perder bastante antes de
eso. Yo me eché a perder a los diecisiete. Mi Erzsébet me
echó a perder. Nos casamos al poco. Ya sabes cómo va…
Hugó asintió, como si lo supiera.
–Tampoco se debe empezar demasiado pronto –continuó
Gergo˝–. A los siete u ocho años como pronto, antes podría
causarles daños severos.
Arriba se oyó gritar a la abuela enfurecida.

Nóra tenía la cara roja como un tomate. Gergo˝ le había


pegado y ahora estrujaba una servilleta entre las manos,
rabioso.
–¿Quién ha sido? –le gritaba a su hija–. ¿Un compañero de
clase? ¿El rubio ese?
Nóra se secaba las lágrimas.
–Y eso qué importa, papá…
–¡Claro que importa! ¡Y no me llames papá porque la hija
que yo he criado no es ninguna puta! ¿Y tenías que hacerlo
ahora, justo antes de la cosecha? ¿Con los huéspedes aquí,
para que todo el mundo se entere?
Nóra murmuró algo entre dientes.
–¡Más alto! ¡A ver si puedo enterarme de tus excusas! –le
gritó Gergo˝.
Ella entonces dio un golpe en la mesa y su cara se
transformó en una máscara iracunda.
–¡Cuando un chico se acuesta con alguna le aplaudís, le
dais palmaditas en la espalda, lo invitáis a beber con los
hombres y le gastáis bromas! ¿Es que solo ellos tienen
derecho? ¿Solo está bien si son ellos los que follan?
Gergo˝ le atizó otro bofetón.
–¡Vete a tu habitación y no salgas hasta que yo te lo diga!
–Solo sirven los castos –explicaba Gergo˝ delante de una
cerveza–. Cuando ya lo han hecho, no importa la edad que
tengan, se echan a perder. Confiaba en ella. Otras familias
comprueban a sus hijos antes de la cosecha. Pero yo… no
podía ni… –y enterró el rostro entre las manos–. Hemos
perdido una séptima parte de la cosecha. Es una pérdida
enorme.
A Hugó se le aceleró tanto el corazón que le pareció que
le latía en la garganta: era su gran oportunidad, podía
llegar a estar tan cerca de aquellos agricultores como rara
vez se le habría permitido a un forastero. Acaso nunca.
–¿Y Emese? –preguntó–. ¿Mi hija no podría valer?
Una sonrisa de agradecimiento iluminó la cara de
Gergo˝.

–Nadie está tan cerca de sus hijos como nosotras aquí en el


campo –le decía Erzsébet a Andrea mientras la ayudaba a
remangarse la blusa–. Lo sabemos todo de ellos, vemos su
esencia. Y nosotras pasamos también por esto cuando
éramos niñas, y a sus hijos les llegará el turno…
Andrea tragó saliva. Sabía que la decisión correcta en
aquel momento habría sido coger a su hija y salir
corriendo, pero ¿y su matrimonio?
–No será perjudicial, ¿verdad? Quiero decir… –y se
detuvo un instante, como un convicto al ver la horca–.
Quiero decir…, es que nunca me he visto antes en una
como esta…
Erzsébet sonrió alentadora.
–Nada puede salir mal –dijo, y volvió a remover el aceite
de caracol.
La abuela entró en la habitación agarrando con fuerza a
Emese por la muñeca.
–Deprisa –decía–, que va a hacerse de noche y aún hay
cosas que preparar.
Emese sintió que se le hacía un nudo en el estómago,
como si se le hubiera formado dentro un bloque de
hormigón. Tenía frío. La habitación le recordó a un
matadero, aunque nunca había estado en ninguno.
Apestaba a orina, a vómito y a miedo. Tuvo que despegar la
lengua de su paladar reseco para poder hablar.
–¡No! –dijo, y repitió–: ¡No!
Pero la abuela la sujetaba con una fuerza que no parecía
propia de su edad.
–Déjate de tonterías, bonita. Tus padres han dado el visto
bueno y esto es lo que vamos a hacer. ¡Súbete a la cama!
Le temblaban las piernas. Miró a su madre: ella no podía
ser capaz de hacerla pasar por eso que los niños del campo
toleraban sin rechistar. ¡Ellos eran de ciudad! Aquí solo
estaban de visita, eran observadores y no esclavos de las
tradiciones.
–No te pasará nada malo –le dijo Andrea–. Y papá va a
estar muy orgulloso de ti, ya verás.
Emese quería gritar, pero se quedó muda. Sabía que
debía rebelarse, debía haberse rebelado contra todo mucho
antes, pero tampoco en ese momento tenía a mano su
navaja automática, otra vez estaba indefensa. Odiaba el
campo.
–Es mejor que te desnudes –dijo la abuela–, al menos de
cintura para abajo.
Emese negó compulsivamente con la cabeza.
–No, no voy a desnudarme –dijo, y otra vez–: ¡No!
–Te vas a poner perdida –dijo la abuela–. ¿Es que quieres
que tu madre se encargue de lavarte la ropa toda la vida?
Yo llevo ochenta años haciéndolo, querida mía, y te aseguro
que no es plato de gusto. Podrías ser un poco más
considerada con ella y liberarla de esa condena. Ya ha
tenido bastante con traerte al mundo, ¿no te parece?
–Déjela que se quede vestida –intervino Andrea en un
trémulo susurro–. Ya se la lavaré yo luego.
Pero al final Emese se desnudó del todo.

La abuela le untó a Andrea una espesa capa de aceite de


caracol en la mano y el brazo hasta el codo, y ella tuvo la
sensación de que cientos de avispas le caminaban por el
brazo, cientos y cientos de diminutas patitas.
–Tienes que ser rápida –le siseó la abuela–. No pierdas el
tiempo, tú solo metes la mano, la trincas y la sacas de un
tirón. Si dudas, será peor para ella, y para ti también.
Andrea tragó saliva.
–Pero ¿cómo sabré… –y enmudeció al oír el clic de las
esposas cerrándose alrededor de las muñecas de su hija–
que la he encontrado?
En ese momento la abuela estornudó y a Andrea le
pareció que se reía.
–Si no lo sabes, es que no es tu hija –sentenció–. ¡Venga,
estás lista, adelante!
Con una fuerza y una voluntad que ni otorgada por los
mismísimos dioses –aunque se sentía desfallecer–, Andrea
fue hacia la cama con el brazo aceitado hasta el codo.
Quería coger a su hija y salir corriendo, pero se daba
cuenta de que aquella gente no podía escapar del corsé de
sus tradiciones. Y ellos habían ido hasta allí para conocer
de primera mano la vida del campo, ¿no? ¿Qué pensaría
Hugó si de pronto claudicaba, si dejaba aquella habitación
sin cumplir con lo que habían acordado? Ella sentiría su
reprobación el resto de sus días.
–Solo será un momento, mi amor –le dijo a su hija, pero
Emese mantenía la boca cerrada con fuerza y no dijo nada.
–Abre la boca –le rogó Erzsébet, pero ella se limitó a
negar con la cabeza, desafiante: no les iba a dar nada, ni su
boca, ni su garganta ni nada de sí misma.
–¡Mecagüen… la gente esta de ciudad! –rezongó la
abuela, y Andrea, avergonzada, sintió que efectivamente
tanto ella como su hija eran unas señoritingas inútiles, y de
verdad no tenía ni idea de qué hacer.
La abuela tomó las riendas. Con su manaza arrugada le
tapó la nariz a Emese.
Ella habría querido resistirse, apartar aquellos dedos
artríticos de su nariz, pero estaba esposada, y ahora
además Erzsébet se había sentado sobre sus piernas para
que no patalease. Al final no pudo seguir aguantando sin
respirar y abrió la boca.
–¡Ahora, por el amor de Dios! –gritó la abuela, y Andrea
metió su mano aceitosa en la boca de Emese.
Al hacerlo cerró los ojos, como le había aconsejado
Erzsébet, pues la vista solo logra confundir al corazón.
Emese chilló, pero su grito fue inmediatamente
interrumpido por la mano de su madre, cuyos dedos
reptaron por la garganta de su hija. Emese sintió como si le
hubieran metido en la boca un puñado de arañas que ahora
le desgarraban la garganta impidiéndole gritar.
Andrea tenía la blusa empapada en sudor. Sabía que no
podía detenerse, ya no, y la abuela se encargaba de
recordárselo, ¡sigue, sigue!, pero era tan difícil… Trató de
no pensar en el cuerpo de su hija, que se retorcía debajo de
ella, que luchaba contra su madre con todas sus fuerzas.
Pero ¿con qué derecho hacía eso? ¿Es que ese cuerpo no
había sido extraído de su propia carne por unas manos
expertas, igual que estos campesinos extraían las larvas de
la tierra? ¿No era ella entonces la dueña del cuerpo de
Emese? ¿No es una madre la dueña de su hija?
Al pensar esto, algo se recolocó en su mente. Ahora podía
sentir que su mano se deslizaba más allá del cuerpo de su
hija, de su carne, de su garganta. El aceite de caracol
funciona, pensó, ha abierto la puerta que separa la materia
de la esencia de la vida.
–Por ahí vas bien –oyó a lo lejos la voz de la abuela–.
Búscala y tira.
Ella se adentró más, hasta alcanzar profundidades que
había creído insondables. Si ahora abriese los ojos, ¿qué
vería? Pero la boca de Emese nunca podría abrirse tanto
como para abarcar el grosor del brazo de su madre a la
altura del codo. Sus dedos rebuscaban en la cálida
oscuridad, en la espesura del plasma, y ya empezaba a
pensar que algo no iba bien cuando de repente la sintió. Y
supo que sí, que la vieja tenía razón, había encontrado la
esencia.
Intentó cogerla pero se le escurría entre los dedos como
un pulpo viscoso que intentara escapar hacia el rincón más
apartado y oscuro. Volvió a intentarlo, no solo quería
agarrar con los dedos los tentáculos del pulpo, quería
estrujarlo, someterlo.
Y lo logró. Sintió la baba caliente del pulpo palpitándole
en la palma de la mano y apretó con todas sus fuerzas.
–La tengo –susurró con la boca seca.
–¡Pues tira! –le instó la abuela, y Andrea la arrancó de la
oscuridad y la sacó por la garganta de Emese y llegó a
percibir incluso el instante en el que su mano pasaba de
una dimensión a otra.
Cuando su mano y su brazo estuvieron fuera de la boca
de Emese, la chica soltó un eructo y Andrea abrió los ojos.
–¡Qué hermosura! –exclamó, aunque la palpitante esencia
era viscosa e informe.
La abuela se la cogió de las manos y Andrea revivió el
momento en el que, después del parto, le arrebataron a su
hija de entre los brazos.
–Te dije que sería rápido –le dijo la vieja, y cogió el último
tupper que quedaba, lavó la esencia en el líquido y cogió
las tijeras.
Andrea miró a Emese: su hija yacía inerte sobre la cama,
con los párpados entreabiertos y el blanco de los ojos a la
vista. La lengua le sobresalía mustia por la grieta de los
labios, y por la barbilla le goteaba una mezcla de babas y
mocos. Su cuerpo lo había soltado todo y la habitación
apestaba a orina y a heces.
Andrea pensó que si su hija muriera, ese sería
exactamente el aspecto que tendría, y un frío glacial le heló
el corazón. Vio cómo la abuela cortaba un trozo pequeño de
la esencia y lo echaba en el tupper. Luego le lavó la herida,
de la que manaba sangre, y se la plantó a Andrea en la
mano.
–Ya puedes volver a metérsela —ladró, y salió de la
habitación.

Mientras Emese se duchaba sus pensamientos


permanecían muertos, silenciosos e inmóviles en el espacio
devastado en que se había convertido su mente. Trató de
lavarse bien por todas partes, dejó que le chorreara el agua
caliente por la garganta para sacarse de dentro el aceite de
caracol, pero solo conseguía que se le metiera más al
fondo. Intentó vomitar pero no pudo, no tenía nada en el
estómago.
Y después fue a parar a la misma habitación en la que
estaban el resto de los niños y los adolescentes. Se tumbó
en el suelo, se ovilló sobre sí misma como para desaparecer
por completo y lloró sin lágrimas. Ya no le quedaban.
Muy cerca, en un rincón, estaba Feri. Cuando se apartó
de la cara el mechón, dejó al descubierto su palidez y sus
ojos enrojecidos.
–Te dije que te arrepentirías de no haber querido follar
conmigo –le susurró–. Habría sido lo mejor para los dos. Al
menos habría sido nuestra decisión.

Andrea abrazó a Hugó.


–Ha sido tan emocionante –le dijo–. Era como si hubiera
vuelto a ser un bebé. Y hemos purificado su tierna alma.
Hugó, feliz, exhaló un profundo suspiro.
–¡Así es como vive esta gente! ¡Rodeada de simple
belleza! Y nosotros mientras tanto desperdiciando la vida
en nuestras oficinas.
Andrea apoyó la cabeza en el regazo de su marido.
–Algún día nosotros también viviremos así.

Las esencias permanecen sumergidas en el líquido dentro


de los recipientes durante seis horas, luego se introducen
en las larvas. Es un trabajo que tradicionalmente hacen las
mujeres, pero que tampoco les está vedado a los hombres.
Andrea se fijó en el mimo con que Gergo˝ se acercaba a las
larvas, el cuidado que ponía al sacar la esencia del tupper,
la habilidad con que la amasaba para darle forma y se la
introducía a la larva.
–Hay que metérselas por el agujero del culo –les
explicaba mientras introducía el brazo hasta el codo dentro
de la larva–, si no, no arraigan.
Se aseguró de que la esencia estuviera bien colocada,
sacó el brazo y cogió el siguiente tupper.

Una vez implantadas las esencias, hay que dejar que las
larvas reposen durante la noche. Es el tiempo que hace
falta para que enraícen en su carne. Al amanecer, se las
abre en canal.
–La corteza ya no sirve para nada –decía Gergo˝
sujetando una larva entre las rodillas y disponiéndose a
abrirla con un cuchillo–. ¿Veis? –siguió, y hábilmente le hizo
un tajo de agujero a agujero.
La larva se abrió como una flor al sol y mostró el fruto de
su vientre. En su interior yacía una criatura humanoide: no
se le distinguía bien la cara, por los fluidos corporales y la
suciedad, pero podía verse claramente cómo la cadena
pendía de su boca. Gergo˝ hizo una incisión para que la
abertura fuera mayor y tiró de la cadena para sacársela del
cuerpo.
Toda la familia observaba en silencio. Fue un instante de
vida o muerte, como de éxito o fracaso definitivos.
La criatura respiró por primera vez en su vida: sus
pulmones se llenaron del aire frío de la mañana y exhaló un
profundo gemido. Un gemido terrible, más como un grito
de dolor, de duelo, de espanto. La criatura volvió a tomar
aliento para poder seguir aullando, pero Gergo˝ ya no le
prestaba ni la más mínima atención. Se enderezó y fue a
ocuparse de la siguiente larva.
–No tiene ojos –comentó Andrea justo cuando la abuela,
inclinándose sobre la criatura que seguía berreando, le
abría dos agujeros bajo la frente, a ambos lados de la nariz.
–Ahora ya sí –dijo limpiando de sangre negra la hoja del
cuchillo.
Los hombres brindaban con palinka por el éxito de la
cosecha y las mujeres se disponían a preparar la comida
especial de los días de fiesta. Solo el llanto de Emese se
juntaba con los gemidos de las criaturas.
–¿Cuál es la mía? –preguntó hipando, al borde de la
histeria.
–¿Te pasa algo, cariño? –fue la respuesta de Andrea:
había entendido lo que su hija quería decir, pero necesitaba
ganar un poco de tiempo.
–Que en cuál de esas estoy yo… Cuál tiene mi alma…
Andrea bajó la mirada, como si buscara la respuesta en la
tierra.
–No lo sé. Los tuppers eran todos iguales.
Hugó acarició la cabeza de su hija como si aún tuviera
seis años.
–Es solo un pedacito de tu esencia, no tu alma. No hay
motivo para montar una escena.
Emese rechazó la caricia de su padre. Él quería hacerle
daño, ahora lo sabía. Ahora era mucho más sabia que ayer.
–Pero ¿por qué gritan?
–Todos los partos son dolorosos –le dijo Andrea con
dulzura–. También tú lloraste al nacer.
Quizá porque tampoco yo quería nacer, pensó Emese,
pero no lo dijo.

Las criaturas miraban a Emese desde el interior de la jaula


con sus ojos recién horadados; algunas todavía seguían
llorando, pero la mayoría ya solo gimoteaba. Aunque su
mirada era aún apagada, se veía que tres de ellas tenían los
ojos azules, dos rojos y las otras dos negros. No tenían
pelo, su pellejo era como barro reseco, y tenían los brazos
largos y musculosos.
–Las de ojos azules son fuertes –dijo Feri–. Resistentes al
fuego. Valen para el trabajo duro. Suelen comprarlas para
las fábricas. Y cuando ya no sirven, su carne se puede
comer: está deliciosa. Una de esas lleva mi esencia. Todos
los años las mías tienen los ojos azules. Papá lleva la
cuenta. Las de ojos rojos traen buena suerte, si tienes una
en tu casa te protege de la desgracia. Muchos bancos
compran una, ¿no lo sabías? Y las de ojos negros…, esas
son las más valiosas, pueden con todo.
–¿Qué quieres decir? –preguntó Emese.
Feri se llevó a los labios con las manos temblorosas un
cigarrillo que le había robado a su hermana y se lo
encendió.
–Pues eso…, que pueden hacer cualquier cosa, lo que se
les pida –respondió–. Y a veces son peligrosas…, son
demasiado inteligentes. De madrugada las cargarán en el
remolque y las llevarán al mercado. Tú te vas por la tarde,
¿no?
Emese asintió. Feri esbozó una sonrisa triste.
–Tal vez el año que viene –dijo, y se alejó.
Emese se metió la mano en el bolsillo de la cazadora para
palpar el mango de su navaja: en adelante la llevaría
siempre consigo. Observó a las criaturas y trató de
descubrirse en alguna de ellas, como si buscase a una
extraña en el espejo que al mismo tiempo fuera ella misma.
Podía ser cualquiera. ¿Una de las de ojos rojos? Esperaba
que no, no quería que su nueva vida fuera cuestión de
suerte. Esperaba estar en una de las de ojos negros. Sí, en
una de las de color negro tal vez, que eran criaturas
peligrosas y podían con todo.
NOTAS

* Egér significa «ratón». [N. de los T.]

** En húngaro, la palabra ajo podría traducirse literalmente como «cebolla


de dientes». [N. de los T.]
ÍNDICE

PRÓLOGO. Extraña es la noche


Por Mariana Enriquez

NEGRO TAL VEZ

Morder a un perro

Ciudad de niebla
El tiempo que le queda

No es mamífero

Retorno a la escuela de la medianoche


Dormiremos en la nieve

Multiplicado por cero


El complejo Ámbar

La máquina de color sangre

El cielo lleno de cuervos, y luego nada en absoluto

Está entre vosotros


Negro tal vez

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