Veres Attila. Negro Tal Vez
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ATTILA VERES
PRÓLOGO DE MARIANA ENRIQUEZ
TRADUCCIÓN DE JUDIT FALLER Y ANDRÉS CIENFUEGOS
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo
del editor.
Título original
Éjféli iskolák y A valóság helyreállítása
Prólogo
© MARIANA ENRIQUEZ
Imagen de portada
© ALEKSANDRA WALISZEWSKA
www.sextopiso.com
Formación
GRAFIME
ISBN: 978-84-10249-07-3
El apoyo de la Comisión Europea a la producción de esta publicación
no constituye una aprobación del contenido, que refleja únicamente
las opiniones de los autores, y la Comisión no se hace responsable
del uso que pueda hacerse de la información contenida en ella
PRÓLOGO
EXTRAÑA ES LA NOCHE
POR MARIANA ENRIQUEZ
–Las cadenas también cuestan cada vez más –dijo Gergo˝–. Y ya no hay
subvenciones para la plata como en los viejos tiempos.
Hugó asintió de nuevo.
–Sí, Europa no valora las tradiciones. No les importamos –dijo con
una indignación que no era la suya.
Gergo˝ terminó de engrasar la primera cadena. La dejó con cuidado
enrollada en el suelo y cogió otra.
–Ya, sí –dijo–. Somos cada vez menos los que seguimos haciendo las
cosas a la manera tradicional. Aunque fue la UE la que nos financió
para montar la casa de huéspedes. Por eso pusimos ahí la bandera y la
placa.
Hugó carraspeó.
–Bueno, para algo tenían que servir esos burócratas de Bruselas.
RARO Y ENCENDIDO
PRESENTACIÓN
Todo lo que haya podido oír sobre este viaje es cierto. Solo
debería hacerlo si está preparado para afrontar desafíos
inhumanos: la muerte o la locura son posibilidades reales.
La agencia de viajes me ha pedido que describa lo
sucedido con la mayor precisión posible, por qué elegí este
paquete y cuál fue mi experiencia, a fin de proporcionar
orientación a los que están considerando si embarcarse o
no en un viaje similar. Es posible que me haya extendido
demasiado en los detalles; por si no tiene paciencia para
leer todo el relato de mi aventura, le ofrezco aquí un
brevísimo resumen. De las doce personas que empezamos
el viaje, solo tres sobrevivimos, y puedo decir que nuestras
vidas han cambiado irreversiblemente. La mía para bien,
sobre las de los otros no puedo pronunciarme con certeza.
Tome sus decisiones a partir de esta información. Aunque
en cualquier caso creo que es mejor esperar a no tener
nada que perder.
PRIMERA ETAPA
SEGUNDA ETAPA
EL HOTEL
EL BAÑO
EL DESAYUNO
LA CIUDAD
LA IGLESIA
LA TABERNA
Igual que los montañeros aficionados antes de subir al
Everest, en los tours de Viajes Abaddon todo el mundo se
emborracha antes del gran día. Enfrente de la iglesia está
la taberna para turistas. Se llama Kth’far ne Ak’rhun, algo
así como Taberna de los Muertos Despiertos o Taberna de
los Muertos Redivivos. Hay otros establecimientos en la
ciudad que sirven alcohol; uno de ellos, la legendaria
Arf’hran, abre sus puertas en la bahía, en el fondo del mar.
Pero ni siquiera los lugareños visitan esta taberna ya que,
según nos contó Jufus, solo se les revela su ubicación
exacta en el momento de la muerte.
En cualquier caso, los turistas únicamente son bien
recibidos en la Taberna de los Muertos Redivivos. Al
parecer, en los otros locales existe la arraigada costumbre
de obligar a los visitantes a matar a sus acompañantes,
sean estos amigos, cónyuges, amantes o hijos, y a mutilarse
después ritualmente a sí mismos. De modo que, si decide
aventurarse, será mejor que lo haga usted solo.
Nora se había llevado un dedo a la boca y lo sacó
empapado en una mezcla de sangre y saliva. Lo miró y se lo
limpió en los pantalones.
Le puse delante un whisky, producto de una destilería
local. Según dicen, ingrediente secreto de algunos de los
más exquisitos que se venden en Escocia. Chocamos
nuestros vasos y bebimos. La lengua me ardió y me lloraron
los ojos.
–Creo que se me va a caer el diente –dijo.
–Lo siento.
Se encogió de hombros.
–¿Me pides otro?
Cuando volví de la barra, donde me había atendido un
simpático camarero español, Nora estaba llorando.
Ocultaba la cara entre las manos y sus frágiles hombros
temblaban por los sollozos. Me senté y me molestó que la
silla crujiera bajo mi peso, no sabía qué hacer, ahí delante
de esa mujer que no paraba de llorar. El camarero se reía
de algún chiste que al parecer le había contado un cliente.
Deseé que parase.
Corrí mi silla y me acerqué más a Nora. Le pasé un brazo
por los hombros; podía sentirla temblar. Le di un abrazo
incómodo, tratando de transmitirle toda la calidez que
pude. Me sentía raro pero me pareció lo correcto. Sus
lágrimas y sus mocos me empaparon la camisa. Le acaricié
la cabeza: su cráneo parecía fino como el papel entre mis
dedos. Un viejo tema de rock sonaba por los altavoces.
El ataque de llanto de Nora terminó tan abruptamente
como había comenzado. Se desembarazó de mí y se limpió
la cara con una servilleta. Me fui a pedir otra ronda.
–Quiero morirme –dijo, y vació su vaso.
Nos quedamos ahí sentados en silencio durante un largo
rato y luego cambiamos de tema.
En la taberna puedes pedir algún aperitivo, nachos y
cacahuetes y ese tipo de cosas. Comida caliente no hay.
Pedí unos nachos, pero cuando el español nos los trajo
encontramos gusanos chapoteando en la salsa de tomate.
Aquellos que gusten de picar algo con su cerveza, ténganlo
muy en cuenta.
Invité al camarero a unas rondas y él a cambio sacó una
papelina de debajo de la barra. Me hice unas rayas allí
mismo, el español cortó en tres una pajita y nos las
metimos. Al esnifar, Nora levantaba el meñique en un gesto
que me pareció encantador.
Al rato llegaron los de la iglesia sacudiéndose el agua del
pelo. Fuera jarreaba de tal forma que algo monstruoso
parecía estar tratando de atravesar el tejado. A algunos les
había gustado la visita a la Cámara de las Noches, decían
que había sido como montar en una montaña rusa o entrar
en el castillo de la bruja, donde se palpa el peligro pero
nunca llega a verse de frente. Otros no sintieron nada.
Simplemente caminaron con los ojos vendados por un
laberinto de fríos pasillos, ignorando los gritos y
maldiciones que llegaban a sus oídos, y eso fue todo. El
camarero español nos contó que quienes han probado la
carne humana suelen responder mejor a esta visita. Ignoro
si se refería solo a los caníbales o también a los que gustan
de morder a sus congéneres, y como no tengo ni idea de en
qué sustentaba semejante afirmación, será mejor que
corramos un tupido velo. En cualquier caso, quizá quienes
planeen visitar la Cámara de las Noches quieran tener esto
en cuenta.
Hubo también algunos que volvieron pálidos y
temblorosos; afirmaban haber sentido la presencia de algo
o haber visto cosas tras sus párpados cerrados de las que
no pudieron o no quisieron hablar. A una mujer en concreto
se la veía conmocionada. Le temblaban los labios como si
tuviera frío, como si el invierno reinase en su interior y
asomara a su rostro demasiado maquillado y a su cuerpo
cubierto con ropa de colores chillones. De vez en cuando
musitaba algo. «Me tocó –balbuceaba–, se me metió entre
las piernas». Después le daban ataques de tos y en un
momento dado acabó vomitando. Pasó la mayor parte de la
noche en compañía de otra mujer, cuchicheando las dos en
un rincón. Nadie más le prestó demasiada atención.
Hay una amplísima selección de bebidas alcohólicas en la
taberna para elegir, y los impuestos al alcohol son bastante
bajos. Bebimos mucho, mucho más de lo que creí que el
cuerpo humano fuera capaz de aguantar, sin duda como
todos los grupos que nos precedieron y los que nos
seguirán. Es la última oportunidad para el abandono,
después el viaje se pone serio y ya no hay diversión que
valga. En mi recuerdo, la noche en la taberna aparece
partida en pequeños fragmentos, una serie de escenas
inconexas que solo podría poner en orden cronológico con
mucho esfuerzo. Pero prefiero no hacerlo, prefiero dejar
que todo siga fluyendo así en mi memoria, como
fragmentos flotando en el agua sucia que se va por la
alcantarilla.
Brindamos por nosotros. Brindamos por los Señores sin
Nombre. Brindamos por la iglesia. Brindamos por la lluvia.
Eso lo recuerdo.
En la taberna tienen una excelente cerveza de barril que
recomiendo vivamente, pero las jarras están sucias y
desportilladas. Varias personas se cortaron los labios.
Cuando me acerqué a la barra para quejarme, el español
había perdido totalmente el control de sí mismo. Yo creo
que debía de haberse metido algo aparte de la cocaína y el
alcohol: su mirada se había vuelto vidriosa y tenía la boca
fláccida. Le enseñé la jarra desportillada y le pedí
explicaciones.
–Nada de nada… –dijo con voz aguardentosa–. Solo
vosotros, temporada tras temporada hasta que os morís… Y
yo aquí, yo nunca voy a poder salir de aquí…, nunca… –
babeaba al hablar–. ¡A mí no me dejan! –y se echó a llorar–.
¡Ya me he cortado las venas, me he ahorcado, me he
ahogado en el mar…, pero ellos siempre vuelven a traerme!
Todas las noches vienen a por mí… ¡Dios mío…, si supieras
lo que me hacen! No puedes ni imaginártelo…
Se deshacía en lágrimas.
–Ark’nth’fre’ha… ne’frah’ten’k… –susurró entre sollozos,
y luego trató de vomitar, pero no le salió nada, solo las
arcadas en seco; se acurrucó en el suelo con la cabeza
hundida entre las piernas y siguió llorando a moco tendido.
Quince minutos más tarde volvió al trabajo, tan jovial
como al principio de la noche. Conclusión: mejor no
preguntar al personal sobre el estado de las jarras u otros
enseres. Es de esperar que se obtengan respuestas
similares.
En toda la noche Nora no me soltó la mano más que
cuando tuve que ir al baño. Pero allí había parejas follando
por todas partes, así que salí a mear a la calle, bajo el
aguacero. Entonces sentí que me observaban desde las
ventanas oscuras, desde los canales y hasta desde el cielo.
Mi aliento se arremolinaba alrededor, como una bruma
espesa, a pesar de que no sentía el frío. Puede que fuera
por la cocaína, no sé, el caso es que de pronto me sentía
liberado al comprender que en cualquier momento alguien
podía acercárseme por la espalda y cortarme el cuello. Me
subí la cremallera y miré el reloj, pero se había parado.
Después supe que no había sido solo mi reloj, que todos los
relojes se pararon a las doce en punto de la noche,
independientemente de la marca o del tipo de reloj que
fuera. También en los móviles se detuvo el tiempo. Jufus
nos dijo que habría algunos que nunca volverían a
funcionar. Por lo tanto, no aconsejo llevar relojes caros.
El grupo empezó a dispersarse a última hora de la
madrugada. Unos cuantos nos bebíamos nuestra última
cerveza mientras Jufus charlaba con el camarero.
–Mi abuela era de aquí –me estaba contando a mí Nora–.
No hace mucho que falleció. Fue entonces cuando lo
supimos. Ella pudo escaparse. Yo he venido para encontrar
mis raíces, mi yo verdadero.
No supe qué decirle, así que me llevé rápidamente la
jarra a los labios. Me corté. Ella siguió hablando.
–He soñado muchas veces con esta ciudad. En mis sueños
la veía exactamente como es. Y al despertarme cada vez me
he sentido impelida a cortarme o quemarme el cuerpo.
Traté de mirarla con empatía para que ella sintiera que
me importaba. En mi entorno, para la mayoría de mis
colegas y compañeros de oficina eso habría sido más que
suficiente: un instante de atención después de la dura
jornada hace que se abran como un libro, aunque luego
vuelvan a cerrarse cuando salga el sol.
–No quiero estar sola esta noche –dijo.
Nos besamos en el pasillo. Los cortes de mi lengua se
abrieron, pero a ella no pareció importarle.
Cuando le abrí la puerta de mi habitación la ventana
estaba de par en par, pero el olor a pescado aún
permanecía entre las sábanas. A Nora no le molestó para
nada. Se quitó la ropa, perdió el equilibrio al quitarse las
bragas y se cayó al suelo. Y en lugar de incorporarse, gateó
a cuatro patas para meterse en mi cama igual que la mujer
diminuta de la noche anterior. El cuerpo de Nora era todo
huesos y fibras tensas y piel lacerada. Tenía heridas a lo
largo de las costillas, como las ondas de las olas en la
arena. En la espalda, marcas ya antiguas aparentemente de
instrumentos diversos: cortes, latigazos, quemaduras. Su
cuerpo era un mapa del dolor.
Me desnudé y me acosté a su lado en la cama. La acaricié
con delicadeza. Tenía la carne caliente. Fui deslizando los
dedos por sus cicatrices pero me fue imposible contarlas.
–¿Te las has hecho todas tú? –le pregunté en voz baja.
–No –dijo–. Pero todas han sido deseadas.
Nos besamos un rato, pero luego me apartó y se dio la
vuelta. Se lamió los dedos de una mano y se la llevó entre
los muslos. Yo no podía moverme, me quedé contemplando
su espalda rota y el movimiento de sus músculos bajo la
piel mientras el mundo se oscurecía. Los gruñidos como de
perro que bastante después salieron de la boca de Nora tal
vez no fueran más que un sueño.
EL AUTOBÚS
LAS BRUJAS
EL ATAQUE
EL SACRIFICIO
LA TRANSFORMACIÓN
–… ath’ram k’tnass.
Csaba repite la frase frente al espejo y se da cuenta de
que su pronunciación no es del todo correcta. Tiene que
empujar la lengua aún más hacia atrás para que le salga el
sonido exacto entre la h y la r. Le dan ganas de golpear el
espejo, de golpear su estúpida imagen en el espejo. Ni
siquiera es capaz de hacer esto bien.
¿Y cómo era la siguiente línea?…
Tira frustrado el libro que tiene entre las manos, pero
enseguida se arrepiente. Si hubiera sido un ejemplar
consagrado y encuadernado en piel, ahora tendría que
amputarse los dedos por la ofensa. O mentir para evitar el
castigo. Afortunadamente solo es un ejemplar para
estudiantes. De todas formas se equivoca al pensar que
podría salirse con la suya mintiendo porque eso significaría
que el Gran Señor no lo ve todo, y entonces nada tendría
sentido.
Siempre nos está observando, se repite a sí mismo.
Siempre.
Suspira y se agacha para recoger el libro. La cubierta es
blanca, y el título también en letras blancas, por discreción,
para que solo pueda leerse palpando las letras con los
dedos. Vuelve a mirarse en el espejo, no puede entender
por qué está haciendo esto. Debería estar trabajando en la
casa, enluciendo y pintando las paredes; tendría que
cambiarle las bujías al coche, y también en el jardín hay
siempre muchísimo que hacer. Pero sacrificamos nuestro
tiempo para los dioses, ya que no podemos hacerles otros
sacrificios. Sacude la cabeza y vuelve a intentarlo.
A última hora de la tarde se sienta detrás del garaje,
bebe cerveza y se queda mirando el solar vecino,
abandonado desde hace años. Esa parcela cubierta de
maleza se ha convertido en una advertencia de sueños
incumplidos, igual que todo el suburbio. Las malas hierbas
crecen casi hasta la altura de un hombre. Entre ellas la
ambrosía, que hace estornudar constantemente a Ágika.
Habría que cortarla, pero ese pedazo de tierra no es suyo,
así que Csaba piensa que no es de su incumbencia. Si
cogiera la hoz y se pusiera a segar, estaría haciéndose
cargo de los problemas de los vecinos, y él ya tiene mucho
con lo que lidiar en su propia casa.
Pero en realidad esa no es la razón por la que deja que
crezcan las malas hierbas. Incluso ahora, mientras se bebe
su cerveza, siente que alguien lo observa desde ahí. A
veces, por la noche, puede oír como si algo se deslizase por
entre la maleza. Y Csaba tiene miedo: ¿con qué se
encontraría si la cortara? Por eso no se atreve a mirar por
la ventana de noche. Tal vez a la luz de la luna vería con
claridad lo que pasa en el solar vecino. Y puede que eso lo
matase. ¿Qué sería entonces de Ágika?
¿Y cómo habría sido la vida de él sin Ágika? A veces le da
por pensar en lo fácil que habría sido todo si no hubiera
conocido a Ágika, si no hubiera hecho clic en su perfil de
esa página de citas. No fue amor a primera vista. La
primera vez no funcionó. Empezaron a salir de todas
formas y se dijeron que ninguno de los dos pretendía forzar
nada. Pero lo hicieron. En la quinta cita Csaba llevó a Ágika
a su casa y ya no se separaron. Aquella primera noche, en
la cama, fue cuando ella le dijo que era creyente. A él lo
habían educado en la fe greco-católica, pero su familia no
era especialmente religiosa, y él muy rara vez se ocupaba
de asuntos que no pudieran resolverse con las manos.
Cuando su padre tuvo el derrame cerebral, le rezó a un
dios impreciso. Eso fue quince años antes de conocer a
Ágika, todavía de estudiante de hostelería. Su padre se
murió al día siguiente sin despertarse del coma. Pero Csaba
no sintió ninguna decepción por que ese dios no lo
escuchara, él no creía que existiera. Y si existía, seguro que
no le hacían ninguna gracia los creyentes ocasionales, igual
que a nadie le gustan los fumadores ocasionales que piden
cigarrillos en las fiestas.
Así que nunca volvió a rezar.
–¡Sí! –le había contestado Ágika.
Fuera arreciaba el invierno. Ágika le saltó al cuello y el
anillo de compromiso se le cayó de la mano. Rodó por el
suelo de la cocina y fue a parar debajo del aparador. Se
rieron.
–Sabes lo que implica esto, ¿verdad? –le preguntó Ágika–.
Tendrás que convertirte. Es la única manera.
Csaba había confiado en que la ceremonia civil sería
suficiente para ella, pero sus esperanzas se hicieron añicos
en ese momento.
–¿Lo harás por mí? –sacó ella otra vez el tema esa noche,
ya en la cama, con el cuerpo brillante y sudoroso por el
sexo.
–Claro –respondió Csaba (porque qué otra cosa podía
responder), y besó a su prometida.
La semana siguiente empezó a asistir a las clases de
adoctrinamiento. Obtendría el permiso para casarse solo
por haber iniciado su conversión. Pero sabía que tendría
que cumplir con todo el proceso. Esa gente vigila tus
movimientos. No se puede abandonar.
Una vez implantadas las esencias, hay que dejar que las
larvas reposen durante la noche. Es el tiempo que hace
falta para que enraícen en su carne. Al amanecer, se las
abre en canal.
–La corteza ya no sirve para nada –decía Gergo˝
sujetando una larva entre las rodillas y disponiéndose a
abrirla con un cuchillo–. ¿Veis? –siguió, y hábilmente le hizo
un tajo de agujero a agujero.
La larva se abrió como una flor al sol y mostró el fruto de
su vientre. En su interior yacía una criatura humanoide: no
se le distinguía bien la cara, por los fluidos corporales y la
suciedad, pero podía verse claramente cómo la cadena
pendía de su boca. Gergo˝ hizo una incisión para que la
abertura fuera mayor y tiró de la cadena para sacársela del
cuerpo.
Toda la familia observaba en silencio. Fue un instante de
vida o muerte, como de éxito o fracaso definitivos.
La criatura respiró por primera vez en su vida: sus
pulmones se llenaron del aire frío de la mañana y exhaló un
profundo gemido. Un gemido terrible, más como un grito
de dolor, de duelo, de espanto. La criatura volvió a tomar
aliento para poder seguir aullando, pero Gergo˝ ya no le
prestaba ni la más mínima atención. Se enderezó y fue a
ocuparse de la siguiente larva.
–No tiene ojos –comentó Andrea justo cuando la abuela,
inclinándose sobre la criatura que seguía berreando, le
abría dos agujeros bajo la frente, a ambos lados de la nariz.
–Ahora ya sí –dijo limpiando de sangre negra la hoja del
cuchillo.
Los hombres brindaban con palinka por el éxito de la
cosecha y las mujeres se disponían a preparar la comida
especial de los días de fiesta. Solo el llanto de Emese se
juntaba con los gemidos de las criaturas.
–¿Cuál es la mía? –preguntó hipando, al borde de la
histeria.
–¿Te pasa algo, cariño? –fue la respuesta de Andrea:
había entendido lo que su hija quería decir, pero necesitaba
ganar un poco de tiempo.
–Que en cuál de esas estoy yo… Cuál tiene mi alma…
Andrea bajó la mirada, como si buscara la respuesta en la
tierra.
–No lo sé. Los tuppers eran todos iguales.
Hugó acarició la cabeza de su hija como si aún tuviera
seis años.
–Es solo un pedacito de tu esencia, no tu alma. No hay
motivo para montar una escena.
Emese rechazó la caricia de su padre. Él quería hacerle
daño, ahora lo sabía. Ahora era mucho más sabia que ayer.
–Pero ¿por qué gritan?
–Todos los partos son dolorosos –le dijo Andrea con
dulzura–. También tú lloraste al nacer.
Quizá porque tampoco yo quería nacer, pensó Emese,
pero no lo dijo.
Morder a un perro
Ciudad de niebla
El tiempo que le queda
No es mamífero