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EL DEBIDO PROCESO CONSTITUCIONAL.

REGLAS PARA EL CONTROL DE LOS


PODERES DESDE LA MAGISTRATURA CONSTITUCIONAL

Osvaldo Alfredo GOZAÍNI *

I. INTRODUCCIÓN. DEBIDO PROCESO "PROCESAL" Y "SUSTANCIAL"

El debido proceso responde en el constitucionalismo argentino al concepto formal de cómo


debe tramitar un procedimiento, aun cuando al mismo tiempo reconozca un aspecto sustancial
declarado como principio de razonabilidad.

Linares, en su clásica obra, advertía que la Corte Suprema de Justicia al resolver con base en
el artículo 28 de la Constitución Nacional -que impide a las leyes alterar los principios, garantías
y derechos previstos en los artículos anteriores al 28 por medio de la reglamentación del
ejercicio de los mismos- no ha utilizado la expresión debido proceso, pero es ubicable dentro
de esta institución la jurisprudencia que ha desarrollado desde el año 1903 y otros precedentes.

El adverbio "debido" no aparece en la mayoría de las cartas constitucionales americanas,


hecho significativo si tenemos en cuenta la idea que surge inmediatamente cuando se habla del
"debido proceso". El origen aceptado es la quinta enmienda de la Constitución de los Estados
Unidos de América que establece los derechos de todo ciudadano a tener un proceso judicial; y
también figura en la decimocuarta enmienda, como una restricción al poder del Estado para
resolver sobre el destino de los hombres sin el debido proceso.

Estas dos facetas se reproducen en la explicación acerca del concepto. Es decir, se pone de
relieve la importancia que tiene la actuación jurisdiccional. Son los jueces quienes deben
preservar las garantías del proceso, y aplicar el principio de razonabilidad en cada una de las
decisiones que adopte.

El carácter bifronte que mencionamos tiene otra fuente en el derecho anglosajón que a través
de la frase due process of law -que es una variación de la contenida en la carta magna inglesa
de 1215 per legem terrae, by the law of the land- ha desarrollado un alcance no sólo procesal,
sino inclusive, informador de todo el ordenamiento jurídico.

Entre los autores ingleses existe consenso para definir al menos unos pocos contenidos acerca
de cómo ha de ser un proceso debido. En este sentido se concibe como una válvula reguladora
entre la libertad individual y las previsibles imposiciones de la autoridad, asumiendo la
existencia de conflictos entre los ciudadanos y aquella y encauzando la resolución de los
mismos por medio de procedimientos legales. Es el concreto alcance de esa legalidad el que
ha ofrecido sucesivas versiones del due process of law. dependiendo de conceptos
indeterminados tales como interés general, arbitrariedad, injusto o desleal.
Recordemos que el texto de la Carta Magna, en este punto es el siguiente: "That no man of
what estate or condition that he be, shall be put out of land or tenement, nor taken, nor
imprisoned, nor desinherited, nor put to death, without being brought in answer by due processo
of law", que significa: "Ninguna persona, cualquiera que sea su condición o estamento, será
privada de su tierra, ni de su libertad, ni desheredado, ni sometido a pena de muerte, sin que
antes responda a los cargos en un debido proceso legal".

En Estados Unidos de América, la Corte Federal ha seguido estas consignas estableciendo en


el concepto de debido proceso al menos dos garantías mínimas:

a) Due process procesal, que significa que ningún órgano jurisdiccional puede privar a las
personas de la vida, libertad o propiedad, a excepción que tenga la oportunidad de alegar y ser
oída, y

b) Due process sustantivo, que quiere decir que el gobierno no puede limitar o privar
arbitrariamente a los individuos de ciertos derechos fundamentales contenidos en la
Constitución. De esta forma se crea un poder de control sobre la discrecionalidad
administrativa.

Explica Esparza Leibar que la finalidad del due process of law procesal la constituye en esencia
la garantía de un juicio limpio para las partes en cualquier proceso y en especial para las partes
en el proceso penal, ya que la función jurisdiccional aplicada de acuerdo a sus características
minimiza el riesgo de soluciones injustas.
Mientras que el due process of law sustantivo considera los límites impuestos a la
administración para restringir libertades con excepción de motivos que lo justifiquen
plenamente.
Alvarado Velloso dice acertadamente que la mayor parte de la doctrina, clásica y posterior,
siempre procuró definir al debido proceso sobre conceptos negativos (no es debido proceso
aquél que...), estimando que el verdadero alcance termina, siempre, como un derecho a la
jurisdicción, esto es, el respeto supremo a la regla lógica que desarrolla el proceso judicial: dos
sujetos que actúan como antagonistas en pie de perfecta igualdad ante una autoridad que es
un tercero en la relación litigiosa. En otras palabras: el debido proceso no es ni más ni menos
que el proceso que respeta sus propios principios.

II. LOS TRATADOS Y CONVENCIONES SUPRANACIONALES

Diversas convenciones y tratados de carácter supranacional indican un mínimo de garantías


procesales que pueden instalarse en el concepto del proceso debido.

La orientación no agrega fundamentos a una línea de principios fundamentales, sino antes


bien, por la jerarquía constitucional que ellos tienen, ponen un horizonte de interpretación que
ni la ley suprema ni las cortes locales pueden variar.

La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre establece que toda persona
puede ocurrir a los tribunales para hacer valer sus derechos. Asimismo debe disponer de un
procedimiento sencillo y breve por el cual la justicia lo ampare contra actos de la autoridad que
violen, en perjuicio suyo, alguno de los derechos fundamentales consagrados
constitucionalmente.1
La Declaración Universal de Derechos Humanos, por su parte, contiene varias disposiciones.
Entre ellas se dice que toda persona tiene derecho a un recurso efectivo (artículo 8); que nadie
podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado (artículo 9); que toda persona tiene
derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un
tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para
el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal (artículo 10); a que se lo
presuma inocente mientras no se prueba su culpabilidad (artículo 11).
El Pacto internacional de Derechos Civiles y Políticos aprobado en nuestro país por la ley
23.313, establece que el país se compromete a garantizar a toda persona, cuyos derechos o
libertades reconocidos por el Pacto, se hubieran violado, un recurso efectivo, que podrá
presentar ante las autoridad competente en condiciones tales que no se pueda frustrar el
derecho que se protege (artículo 2. apartado 3, incisos a, b y c). El artículo 9o. tutela los
derechos a la libertad y a la seguridad personales, procurando evitar las detenciones arbitrarias
o el juicio ilegal. El artículo 14 focaliza especialmente el punto que consideramos en el acápite,
diciendo:
1. Todas las personas son iguales ante los tribunales y cortes de justicia. Toda persona tendrá
derecho a ser oída públicamente y con las debidas garantías por un tribunal competente,
independiente e imparcial, establecido por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación de
carácter penal formulada contra ella o para la determinación de sus derechos u obligaciones de
carácter civil. La prensa y el público podrán ser excluidos de la totalidad o parte de los juicios
por consideraciones de moral, orden público o seguridad nacional en una sociedad
democrática, o cuando lo exija el interés de la vida privada de las partes o, en la medida
estrictamente necesaria en opinión del tribunal, cuando por circunstancias especiales del
asunto la publicidad pudiera perjudicar a los intereses de la justicia; pero toda sentencia en
materia penal o contenciosa será pública; excepto en los casos en que el interés de menores
de edad exija lo contrario, o en las actuaciones referentes a pleitos matrimoniales o a la tutela
de menores.
2. Toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras
no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley.
3. Durante el proceso, toda persona acusada de un delito tendrá, en plena igualdad, las
siguientes garantías mínimas:
a) A ser informada sin demora, en un idioma que comprenda y en forma detallada, de la
naturaleza y causas de la acusación formulada contra ella.
b) A disponer del tiempo y de los medios adecuados para la preparación de su defensa y a
comunicarse con un defensor de su elección.
c) A ser juzgada sin dilaciones indebidas.
d) A hallarse presente en el proceso y a defenderse personalmente o ser asistida por un
defensor de su elección; a ser informada, si no tuviera defensor, del derecho que le asiste a
tenerlo y, siempre que el interés de la justicia lo exija, a que se le nombre defensor de oficio,
gratuitamente, si careciere de medios suficientes para pagarlo.
e) A interrogar o hacer interrogatorios de cargo y a obtener la comparecencia de los testigos de
descargo y que éstos sean interrogados en las mismas condiciones que los testigos de cargo.
f) A ser asistida gratuitamente por un intérprete, si no comprende o no habla el idioma
empleado en el tribunal.
g) A no ser obligada a declarar contra sí misma ni a confesarse culpable.
4. En el procedimiento aplicable a los menores de edad a efectos penales se tendrá en cuenta
esta circunstancia y la importancia de estimular su readaptación social.
5. Toda persona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo condenatorio y la
pena que se le haya impuesto sean sometidos a un tribunal superior, conforme a lo prescripto
por la ley.
6. Cuando una sentencia condenatoria firme haya sido ulteriormente revocada, o el condenado
haya sido indultado por haberse producido o descubierto un hecho plenamente probatorio de la
comisión de un error judicial, la persona que haya sufrido una pena como resultado de tal
sentencia deberá ser indemnizada, conforme a la ley, a menos que se demuestre que le es
imputable en todo o en parte el no haberse revelado oportunamente el hecho desconocido.
7. Nadie podrá ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual haya sido condenado o
absuelto por una sentencia firme de acuerdo con la ley y el procedimiento penal de cada país.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica), con
el mismo sentido y preocupación dispone en el artículo 8o. (garantías judiciales) que:
1. Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo
razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con
anterioridad a la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulado contra ella, o
para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de
cualquier otro carácter.
2. Toda persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no
se establezca legalmente su culpabilidad. Durante el proceso, toda persona tiene derecho, en
plena igualdad a las siguientes garantías mínimas:
a) Derecho del inculpado de ser asistido gratuitamente por el traductor o intérprete, si no
comprende o no habla el idioma del juzgado o tribunal;
b) Comunicación previa y detallada al inculpado de la acusación formulada;
c) Concesión al inculpado del tiempo y de los medios adecuados para la preparación de su
defensa;
d) Derecho del inculpado de defenderse personalmente o de ser asistido por un defensor de su
elección y de comunicarse libre y privadamente con su defensor;
e) Derecho irrenunciable de ser asistido por un defensor proporcionado por el Estado,
remunerado o no según la legislación interna si el inculpado no se defendiere por sí mismo ni
nombrare defensor dentro del plazo establecido por la ley;
f) Derecho de la defensa de interrogar a los testigos presentes en el tribunal y de obtener la
comparecencia, como testigos o peritos, de otras personas que puedan arrojar luz sobre los
hechos;
g) Derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable, y
h) Derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior.
3. La confesión del inculpado solamente es válida si es hecha sin coacción de ninguna
naturaleza.
4. El inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser sometido a nuevo juicio por los
mismos hechos.
5. El proceso penal debe ser público, salvo en lo que sea necesario para preservar los
intereses de la justicia.
Además queda establecido el parámetro del recurso sencillo y rápido como mecanismo
procesal prometido como amparo contra los actos que violen cualquiera de los derechos
fundamentales reconocidos en la Constitución o en la Convención (artículo 25).
La función garantista que el proceso adopta, se expresa también en la Convención sobre los
Derechos del Niño, cuyo artículo 40 reproduce en parte las garantías mínimas establecidas,
agregando importantes instituciones como el abogado del niño (artículo 37).

Vinculando normas con derecho judicial no pueden descartarse las opiniones consultivas de la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pues ella ha dejado bien establecido que la
garantía del recurso sencillo y eficaz que todo Estado debe tener para la protección efectiva de
los derechos fundamentales, no basta con encontrarlo prescripto en una ley formal o en la
misma Constitución, sino que sea auténticamente posible.

En este aspecto, la OC 8/87 conformó las garantías judiciales mínimas indispensables para
lograr la plenitud del ejercicio de los derechos y libertades que, eventualmente, pudieran
encontrarse suspendidos por disposición del Estado.

La inexistencia de un recurso efectivo contra las violaciones a los derechos reconocidos por la
Convención constituye una transgresión de la misma por el Estado Parte en el cual semejante
situación tenga lugar. En ese sentido debe subrayarse que, para que tal recurso exista, no
basta con que esté previsto por la Constitución o la ley o con que sea formalmente admisible,
sino que se requiere que sea realmente idóneo para establecer si ha incurrido en una violación
a los derechos humanos y proveer lo necesario para remediarla. No pueden considerarse
efectivos aquellos recursos que, por las condiciones generales del país o incluso por las
circunstancias particulares de un caso dado, resulten ilusorios. Ello puede ocurrir, porque el
Poder Judicial carezca de la independencia necesaria para decidir con imparcialidad o porque
falten los medios para ejecutar sus decisiones; por cualquier otra situación que configure un
cuadro de denegación de justicia, como sucede cuando se incurre en retardo injustificado en la
decisión; o por cualquier causa, no se permita al presunto lesionado el acceso al recurso
judicial.2

En resumen, si tenemos en cuenta que el artículo 75, inciso 22, de la Constitución nacional
establece la complementariedad de estos tratados y convenciones supranacionales con las
garantías y derechos reconocidos en la primera parte de la ley superior, queda demostrado que
todas las garantías enumeradas deben formar parte de los mínimos requeridos para el debido
proceso legal.

Para una mejor interpretación, es conveniente regresar a la doble lectura del principio
establecido en el artículo 18 de la Constitución nacional, de modo tal que, por una parte deben
analizarse las condiciones previstas para la seguridad personal y las garantías individuales; y
por otra, las que en todo proceso judicial deben mantenerse vigentes.

Serían, en consecuencia, garantías esenciales para el debido proceso legal aquellas que
resguardan el acceso a la justicia (derecho de acción); que otorgan un procedimiento y un juez
o tribunal para que lo tramite (derecho a la jurisdicción), y específicamente las siguientes:

a) Derecho a un proceso rápido, sencillo y eficaz.


b) Derecho a un proceso con todas las garantías de imparcialidad y justicia.

c) Derecho a la prueba y a los recursos, o en otros términos, a la regularidad de la instancia.

d) Derecho de acceso a la justicia, sea como garantía para ser oído en cualquier circunstancia,
o como cobertura asistencial para el carente de recursos.

e) Derecho a un proceso público, o "de cara al pueblo".

Mientras que el procedimiento penal contrae algunas garantías especiales, como son:

a) La presunción de inocencia.

b) A ser informado en el idioma del inculpado de las causas de la acusación.

c) Derecho al abogado o a la autodefensa.

d) A ser juzgado sin dilaciones indebidas.

e) Derecho a la prueba, y a recurrir la sentencia condenatoria.

f) Derecho a la indemnización por error judicial.

III. GARANTÍAS GENERALES DEL DEBIDO PROCESO

El proceso se integra, necesariamente, con dos partes antagónicas y un tercero imparcial que
resolverá con poderes suficientes para dotar su decisión de las notas de definitividad y fuerza
compulsoria propia. Es decir: poder y autoridad componen este aspecto de la práctica judicial.

Para que dicho imperio y autorictas no excedan límites tolerables, el procesalismo pone la valla
del principio de razonabilidad, el cual supone que toda la actividad jurisdiccional se moviliza
bajo la legalidad del obrar, y fundamentando adecuadamente cada una de sus resoluciones.

Estas son garantías debidas al justiciable que se integran en la noción de "debido proceso
formal" (o procesal). Mientras que la otra faceta del "proceso debido" que refiere a lo sustancial
o material del principio, se manifiesta en el conjunto de exigencias procedimentales que deben
garantizarse a cualquier persona que exige el cumplimiento de sus derechos y libertades.

En sus comienzos, el derecho de entrada al proceso (acción, pretensión y demanda), el


derecho a ser oído, así como las garantías del juez predeterminado, la independencia del
órgano y su imparcialidad, entre otras, eran vistas como partes del "debido proceso sustancial",
actualmente pareciera mejor incluirlos dentro del "derecho a la jurisdicción", por el cual la
garantía se amplía al trascenderla del reducto procesal, tal como vimos en el capítulo anterior.

Corresponde ahora observar las garantías mínimas que asegura el "debido proceso".

1. Derecho al proceso con todas las garantías


No es esta una garantía concreta que se especifique con tal o cual acto; antes bien, es un
mandato dirigido al juez o tribunal para que en todo proceso resuelva las potenciales fisuras
que alteran las reglas del debido proceso.

Es, de alguna manera, una garantía residual donde anidan:

a) El derecho a ser juzgado por tribunales previamente establecidos; con la premisa de evitar la
actuación directa de la autoridad o de un particular que pretenda atribuirse ilegalmente
jurisdicción sobre las cosas o personas.

b) Que se dé plena observancia a las formalidades esenciales del procedimiento; por el cual se
tiende a garantizar el principio de igualdad en el proceso (de oportunidades -que cada parte
tenga idénticas posibilidades de alegación y prueba-, y económico -que la mejor fortuna de uno
no avasalle los derechos del otro-); de tener una sentencia fundada; de poder recurrir contra
ella, etcétera.

Las indicadas formalidades esenciales, según Bazdresch, consisten en la competencia, la


procedencia de la acción, el emplazamiento en materia civil o la noticia de la acusación en
materia penal, la oportunidad de aportar prue-bas, la de razonar la defensa (alegatos), la
sentencia congruente, motivada y fundada, y la posibilidad de interponer los recursos
instituidos. Todo ello para garantizar el adecuado y legal conocimiento del caso, así como su
decisión en justicia.

c) Que se asegure el derecho a tener un juez independiente e imparcial, a cuyo fin será
importante recabar los instrumentos procesales que tengan las partes para denunciar las
causas que determinen la imparcialidad hipotética (causales de recusación).

2. Autoridad del proceso e imparcialidad

No es este un tema estrictamente correspondiente al tema del debido proceso; se vincula con
la función constitucional de los jueces y, por su trascendencia, en la teoría general del derecho
procesal.

¿Porqué, entonces, ocuparnos de la cuestión en este preciso estudio?

El problema aparece con las potestades que tiene el juez para desarrollar el proceso
manteniendo, en toda la instancia, los principios que venimos comentando.

La autoridad se refleja en distintas decisiones; desde la última e imprescindible para fortalecer


la confianza en la institución, que es la ejecución por la fuerza cuando el mandato judicial no se
cumple; hasta otras menores, como son las medidas correctivas por la incorrecta conducta
procesal.

Pero también, la autoridad procesal pondera otros valores, tales como la conducción y
depuración del proceso, la investigación de la verdad, la prudencia y equilibrio, entre otros
continentes axiológicos que muestran la complejidad del principio.
Evidentemente, la voz autoridad contrae algún riesgo interpretativo que pasa más por lo
idiomático que por la situación real afrontada. Ocu-rre que en la historia del proceso civil, la
figura del juez ocupó implícitamente aspectos políticos que el tiempo fue reciclando.

En nuestra materia es muy importante atender la función y los poderes que el juez
constitucional puede cumplimentar. Si bien, todo proceso rinde tributo al brocárdico judex debet
judicare secundum allegata et probata a partibus, por el que observamos la natural prohibición
dirigida al órgano judicial para asumir pruebas que no fueran aportadas por las partes; también
debe atenderse que la bilateralidad, la contradicción, la sentencia y los efectos de la cosa
juzgada, en alguna manera, difieren cuando la materia versa sobre conflictos constitucionales o
derechos humanos, lato sensu.

En el estudio de la naturaleza jurídica del proceso, también se advierte cómo la secuencia


teórica va desplazando las posiciones que explicaban al litigio sólo como un asunto de partes.
Recién con la teoría de la relación procesal ingresa un tercer personaje en la polémica y, a
partir de allí, comienzan los albures para determinar su función en el proceso.
Claro fue que la referencia al principio de autoridad importó lesionar la evolución alcanzada,
porque el tiempo político, su circunstancia, y ciertas condiciones socioeconómicas giraron la
problemática hacia el contenido "fascista" del postulado, desconociendo el verdadero rostro,
espejado en los poderes de la jurisdicción y en el valor de ésta como regulador y modelo de la
conducta y convivencia social.

El pasaje del proceso de manos privadas al interés público transformó la consideración del
principio de autoridad. El quid no está asentado, desde entonces, en la mera facultad de
ejecutar lo juzgado, sino en un conjunto de atribuciones que polarizan su presentación, cual las
dos caras del "dios Jano".

Ahora bien, la pregunta que corresponde hacer versa sobre la "pertenencia" del proceso
constitucional. Auténticamente, ¿resuelve conflictos personales, o son derechos subjetivos
públicos que trascienden el interés privado? y en su caso, ¿las potestades jurisdiccionales son
iguales en todo tipo de proceso?

Procuremos algunas respuestas: Es notoria la identificación del proceso romano con el proceso
civil moderno, siendo en esta oportunidad extralimitado observar esa injerencia. Sí, en cambio,
pueden deducirse claros principios como el de la autoridad de la jurisdicción, el interés para
obrar, la finalidad de la prueba, y el procedimiento para afirmar dicha influencia.

En efecto, el proceso romano estaba dominado por el principio de la libre convicción del juez;
convencimiento que para su mejor desarrollo y formación se establecía con base en un
procedimiento oral. Pero este sistema fue lentamente desapareciendo. Con la invasión bárbara
y la instauración del proceso germano en Italia, y después en España, el modelo romano se
difuminó. A pesar de que el sistema impuesto también era de tipo oral, la base era sacramental,
invocando los juicios de Dios, más que la seguridad de la prueba reunida.
Un libro muy interesante plantea la supervivencia del proceso romano a través del tiempo,
donde afirma que desde la época justinianea hasta los tiempos pandectistas del siglo XIX y aún
hasta bien entrado el siglo XX a través de la legislación procesal hispanoamericana que, con la
Ley de Enjuiciamiento Civil española de 1881 y sus reportes latinoamericanos en los
ordenamientos peruano de 1911, [de] Chile [en] 1903 y [en] el primer código de procedimientos
nacional vertebrado en la ley 14.237, no eran más que transcripciones del lenguaje forense
aplicado en la Partida III del siglo XII, que a su vez, recoge el proceso común medieval.

La infiltración del germanismo en el proceso romano fue mitigado en parte por la notable
influencia de la Iglesia, dando lugar a un tipo especial que se llamó proceso común (o
romano-canónico).

La denominación se debió a que regía en cuanto no fuese derogado por leyes especiales.
Sistemáticamente se cumplía en etapas secuenciales que dividían el proceso en ciclos que
respondían a la iniciativa de las partes que con tal fin se expresaban por escrito.

En España, dice Couture, "con la invasión visigoda aparecen frente a frente, no sólo dos razas,
sino dos pueblos de antagónico sentido jurídico. El pueblo español, se regía por el derecho
procesal romano, que a esa altura del siglo V ya había entrado en una etapa de evolución
perfeccionada, pues contaba con un orden jurídico firme, órganos de jurisdicción y un sistema
racional de prueba; en tanto que para el espíritu guerrero de los germanos, el proceso era una
lucha más; no tenían organización política ni judicial y en el proceso sólo habla la voz de Dios y
el Juez se limita a constatarlo. Ambos derechos se transforman luego por influencia recíproca y
esas transformaciones se concretan en el Fuero Juzgo, el cuerpo legal de mayor sentido
humano no superado en ese aspecto por los códigos posteriores.
Luego, la campaña árabe destruyó la aplicación del Fuero Juzgo, dando lugar a la legislación
foral que dominó gran parte del tiempo que pervivió la invasión.
En 1528, Alfonso El Sabio redactó las Siete Partidas, de la cual la tercera reglaba el
procedimiento civil. Posteriormente, apurando el paso de la historia, esas leyes se reagruparon
y fueron compiladas (V. gr: Ordenamiento de Alcalá, Leyes de Toro, Nueva y Novísima
Recopilación, etc.) hasta llegar a la ley de enjuiciamiento civil de 1855, cuyas aguas hemos
seguido".

De este modo, nuestro procedimiento se orquestó sobre la base de un sistema escrito, tanto en
la materia común como en la ejecutiva. El proceso no tenía autonomía conceptual, se
observaba como un mero orden ritual de seguimiento al derecho conflictuado. Como tal, sólo a
las partes interesaba el contenido del litigio y en aquél, el juez aparecía como un árbitro
encargado de dirimir la contienda sobre el recuento de la pruebas producidas.

De esta suerte de breve compilación de la historia del proceso surgen dos líneas que
determinan en lo sucesivo el destino del derecho procesal: el procedimentalismo, resta toda
importancia al emplazamiento del proceso como institución esencial del derecho procesal que
nutre y da vida a las garantías fundamentales que deben resguardarse en todo conflicto de
intereses suscitados ante un órgano jurisdiccional. Se otorga relevancia a la disponibilidad de
las partes tanto para ordenar el procedimiento, como para decidir el curso de sus intereses sin
participación de la voluntad estatal. El juez es solamente un decisor que no se compromete con
otra finalidad que no sea aquella que las partes proponen. Por su lado, el procesalismo creó las
bases de la moderna ciencia procesal estructurada en los tres pilares clásicos del asentamiento
de la materia: jurisdicción, acción y proceso. Cada una de ellas destaca su interacción, de
modo tal que pensar en un esquema donde se encuentra ausente una de estas columnas es
destruir el edificio en que se construye la teoría general. El procesalismo no atendió
principalmente el interés privado, privilegió el interés social. Procuró llegar con los poderes
deductorios otorgados al juez a la verdad real, objetiva, evitando el modelo desigual e
insatisfactorio del sistema dispositivo.

También la transformación significó satisfacer un interés privado, y el proceso tuteló, entonces,


sólo trascendencias del sujeto privado que podían o no afectar al Estado o a toda la sociedad.

El siglo XX importa un cambio importante, sobre todo en la forma de considerar al proceso civil
como "cosa" exclusiva de partes.

La concepción social cobra fuerza a partir de la influencia constitucional en el proceso, y del


activismo que regresa hacia el juez como director del proceso.

La publicización eleva al litigio dentro de la esfera del derecho público, y por él se entiende que
un individuo que acude a la jurisdicción no tutela ya solamente un interés privado sino que, por
vía de la despersonalización del derecho subjetivo y de la socialización del derecho, muda
hacia un marco de protección que considera la situación global de la sociedad.

Hoy en día esta línea directriz parece consagrada: el proceso es público, porque aún
resolviendo conflictos privados, generaliza sus respuestas dando pautas de convivencia social.

También es cierto que el proceso actual no es una historia de batallas, de derrotas y victorias.
El epicentro de sus inquietudes se orienta hacia lo que se ha llamado el elemento humano del
procedimiento, lo que un congreso internacional convocó como lema: hacia una justicia de
rostro más humano.
Quizás tampoco sea éste el sistema más ventajoso; ni siquiera puede asegurarse como
definitivo, porque precisamente las cosas del derecho son absolutas y permanentemente
mutables, donde las mejores intenciones del realizador llevan implícito el riesgo de lo colectivo.
Tal como ha dicho Grosso "la experiencia del hombre de derecho lo obliga a darse cuenta de su
doloroso pero también glorioso destino de perenne relatividad y mutabilidad".

El derecho procesal constitucional asume el modelo a riesgo de quebrar la sagrada


instrumentalidad del proceso, y aun a costa de los derechos individuales.

Este fenómeno no ha sido advertido por el juez latinoamericano, quien sigue prendido del
modelo romano, y no ejercita una cabal misión de contralor de la supremacía constitucional.
Por lo común, espera el planteo de parte interesada; permite la bilateralidad del conflicto y la
defensa de lo inconstitucional o probablemente ilegítimo (según se trate de una cuestión de
constitucionalidad; o de un acto administrativo cuestionado) manteniendo el esquema de
debate como si se tratara de un proceso ordinario, con las mismas reglas de la carga
probatoria; oportunidad de alegar y probar; preclusión de actos; etcétera, que no hacen más
que eludir la misión última y esencial del juez constitucional. Por ello, muchas veces, el sistema
concentrado resuelve con mejores elementos este problema huidizo de hacer valer los
derechos fundamentales.

La autoridad proclamada no significa quebrar el principio de neutralidad. En efecto,


refiriéndonos a la neutralidad del juez, por supuesto que no sugerimos la imparcialidad de
aquél, porque ésta es natural, propia y exigida para el cumplimiento efectivo de la jurisdicción.
La neutralidad que citamos provoca un concepto técnico, significa decir que el juez no
interviene en forma activa en la marcha del proceso.

De este modo, todas las etapas del procedimiento no son auxiliadas por el tercero decisor; él
sólo provee sin iniciativa, impulso, ni tipo alguno de conducción u orientación.

El principio extrema la regla según la cual el juez no puede actuar si no es a pedido de parte
(ne procedat iudex ex officio).

A este primer tipo de intervención suele denominarse: juez espectador, y desde el plano de
política procesal se acuña como modelo de ideología liberal, conforme al cual el órgano
jurisdiccional debe mantenerse ajeno al conflicto privado para situarse distante e imparcial.
Sólo las partes generan y producen la prueba que hace a la demostración de sus respectivas
informaciones sin que tenga el juez actividad investigadora.

La neutralidad supone, a su vez, que la iniciativa pertenece a las partes obligando la


intervención judicial ante el pedimento. Más notable es la facultad dejada al juez de invocar de
oficio los medios procesales que interesan al orden público, y de hacer entrar así en el debate
algunos de los elementos del litigio que los litigantes se abstienen de invocar.

En las sucesivas instancias, el impulso descansa en los contendientes y la rapidez depende de


la actividad que ellos provoquen. Finalmente, la sentencia debe fallarse con estricto ajuste a la
pretensión. El juez no puede, pues, modificar, para extenderla ni para restringirla, la esfera del
proceso, tal como ha sido delimitada, en cuanto al objeto y en cuanto a la causa del litigio, por
las partes.

Alcalá Zamora destacó con suma precisión el contenido político de estas posiciones, pues,
tanto el liberalismo argüido en defensa de la neutralidad, como el autoritarismo que postergaba,
hipotéticamente, la figura del Juez director, eran sutilezas que mostraban, en definitiva, si la
forma y métodos de gobierno imperantes en un país en un momento dado, repercuten
ineludiblemente sobre el enjuiciamiento respectivo o si, por el contrario, integran actividades
que se mueven en órbitas distintas.
Al parecer, disgustaban esas dualidades inconducentes para solucionar un diseño práctico, del
cual derivaba el procedimiento. Fue así que Couture aleccionó sobre ello, diciendo que "las
dictaduras y los gobiernos revolucionarios han sentido, frecuentemente, la tentación de alterar
estos principios, tratando de sustituir los poderes y facultades de las partes, por un
acrecentamiento de los poderes del Juez. Pero hay en esta materia una secreta ley de vasos
comunicantes: pasada la dictadura o la revolución, el derecho vuelve a su cauce. Ese no es
sino el viejo cauce de la libertad, al cual, a pesar de las temporales desviaciones, siempre
vuelven las aguas".

La caracterización del ordenamiento procesal, y específicamente la movilidad que pueda tener


el juez en el proceso, deben analizarse entonces a partir de un criterio jurídico, sin negar la
utilidad que presta como herramienta política.

El juez neutral, dijimos, fue llamado juez espectador por su característica de agente pasivo que
asiste al conflicto entre partes, tomando de uno y otro la razón que afirme un criterio que incida
en su fallo definitivo.

A esta singularización se enfrenta el denominado juez dictador, propio de Estados autoritarios


donde predominan el principio de investigación o de aportación de hechos por parte del mismo
órgano jurisdiccional.

Éste sistema interesa el fenómeno de la desprivatización absoluta del proceso, ingresando no


sólo en terreno de lo puramente adjetivo, sino también, en cuanto ocupa al derecho subjetivo (o
material).

En una concepción intermedia, sin generar el antagonismo que presuponen las corrientes
anteriores, se habla del juez director.

Éste sería un magistrado que potencia sus poderes de iniciativa y dirección. Respecto a la
instrucción se confirma el papel activo que le toca asumir en el proceso, confiriéndole una
amplia iniciativa en la verificación de los hechos relevantes para la solución del litigio, tal como
fue sometido a su conocimiento, es decir, sin rebasar los límites que marca la litis contestatio.

En líneas generales, se robustece el juzgamiento más que la composición, esto es, se dota al
juez de poderes -deberes de investigación, sin asignarle otro cuadro que no sea el que las
partes concretan-.

El uso de estas facultades provoca cierto conflicto con la imparcialidad, la cual resulta
respondida con los fines objetivos que persigue el proceso: falla conociendo la verdad más
próxima a lo verdaderamente ocurrido (verdad jurídica objetiva).

Podemos reconocer aquí el riesgo de una actuación parcial del juez, que se concretaría si él
ejercitare sus poderes en el interés exclusivo de una de las partes. Más el riesgo de la
parcialidad ronda al juez, que es y no puede dejar de ser humano, a lo largo de toda su
actividad; y la única manera de eliminarlo completamente sería confiar a una máquina la
dirección del proceso. Atar las manos al juez en la investigación de la verdad es pagar un
precio demasiado alto por la prevención de un peligro que, aún sin tal exorcismo, normalmente
permanecerá en "estado de peligro" y sólo en casos excepcionales se convertirá en daño
actual. El remedio más eficaz contra el riesgo de la parcialidad no consiste en argüir obstáculos
en la investigación de la verdad. Consiste sí, en imponer al juez el respeto escrupuloso de la
contradicción en la actividad instructoria, y la estricta observancia del deber de motivar sus
decisiones, mediante el análisis cuidadoso de la prueba producida y la indicación de las
razones de su convencimiento acerca de los hechos.

En esta concepción del juez-director del proceso, va inserta la noción de publicidad procesal o
publicización del proceso, que puede acoplarse perfectamente con el principio dispositivo
porque, en esta materia, referimos a la conducción del proceso y a la autoridad del juez dentro
de la estructura, como artífice para alcanzar la eficacia del servicio jurisdiccional.

De suyo, para el proceso constitucional, este modelo de actividad jurisdiccional es plenamente


compatible.

Sugerentemente dice Morello que la metamorfosis actual de los jueces es notable y se indica
en distintas actitudes: 1) Un juez que está en el centro del ring pero no ya en la actividad
neutral (la de referee) sólo para impedir los "golpes bajos". Ha quedado atrás esa posición de
mero mediador, de asegurador o garantía del juego formal y privatístico de los contendientes;
2) Aquella ubicación del juzgador y del oficio se monta al mismo tiempo y en vértice principal,
en la ley orgánica y en un sistema procesal donde la predominancia de lo escriturario no tiene
destino, así se lo emparche continuamente con retoques y escaramuzas de superficie, pese al
innegable rigor técnico de las fórmulas trabajadas. La inmediación debe acompañar con todas
sus reverberaciones al juez funcional, desde el comienzo hasta la ejecución de la sentencia. El
proceso en vivo desplaza así al expediente muerto.3. Derecho al proceso rápido, sencillo y
eficaz

Los tratados y convenciones antes expuestos señalan la importancia del proceso como
garantía inclaudicable para sostener y argumentar los derechos. Pero este proceso no ha de
ser un simple procedimiento tomado de los ordenamientos procesales, es preciso que para
responder al fin garantista que propone, cumpla al menos dos principios esenciales: el de
propiciar la eficacia del servicio jurisdiccional a través de un proceso sin restricciones
(legitimación amplia, prueba conducente y efectiva, sentencia útil y motivada); y de lograr que
el enjuiciamiento llegue en su tiempo, que no es otro que el de los intereses que las partes
persiguen cuando ponen el conflicto en conocimiento de los tribunales.

Ambos preceptos han de trabajar en armonía, de no serlo, cualquier infracción al derecho


fundamental de simplicidad, celeridad y eficacia en los procesos serviría para advertir una crisis
manifiesta en el derecho al proceso debido; y de resultar así, bastaría con condenar al órgano
judicial que infringe cualquiera de estos deberes.

Para desgranar el principio, es necesario ir comprendiendo el alcance que tiene cada una de
las exigencias: rapidez, sencillez y eficacia.

El problema de la rapidez no supone adherirlo a la dilación indebida, como veremos


inmediatamente. Tan sólo se trata de establecer un plazo razonable, adecuado a las
circunstancias de cada conflicto, pero siempre asociado al principio de economía procesal y de
eficacia de la institución.
Debe quedar en claro que la rapidez no supone establecer una finitud perentoria, vencida la
cual, el proceso quedaría anulado. Solamente es un marco referencial que significa distribuir en
cada etapa del procedimiento la mayor parte de actos de impulso y desarrollo, de modo tal que
se permita, en el menor número de ellos, alcanzar el estado de resolver sin más trámites.

En el artículo 6.1 del Convenio de Roma -informa Riba Trepat-, promovido por el Consejo de
Europa, los Estados contratantes coincidieron en atribuir la condición de derecho humano a la
garantía procesal consistente en obtener una decisión judicial en un plazo razonable; y
consecuentemente, asumieron la obligación de Derecho Internacional Público, de articular los
mecanismos jurídicos necesarios para que las causas que se sustancien ante sus órganos
jurisdiccionales sean resueltas en un plazo que, permitiendo el adecuado ejercicio del derecho
de defensa, incorpore el factor temporal indispensable para no hacer ilusoria la tutela judicial.

La obligación de celeridad se asume como un deber de la jurisdicción y como una potestad del
justiciable, por tanto, asume esa doble configuración de compromiso judicial por la rapidez y de
derecho esencial del hombre.

De esta síntesis se desprende que el artículo 6.1 del CEDH puede ser considerado como un
derecho humano o como una obligación internacional, pero aquello que lo caracteriza es
precisamente que se trata de una garantía procesal y, por consiguiente, que genera una
expectativa individual ante la actuación de los Poderes públicos, así como los mecanismos
para hacerla efectiva.

Sancionar la demora inusitada no resuelve el problema. Se comprueba con la ineficacia del


articulado procesal en los institutos de la pérdida de jurisdicción y la sanción por mal
desempeño, donde no existe, prácticamente, jurisprudencia señera.

En suma, el resultado de un proceso sea para otorgar una satisfacción jurídica a las partes, ya
para cumplimentar el deber jurisdiccional de resolver los conflictos intersubjetivos, debe ser
pronunciado en un lapso de tiempo compatible con la naturaleza del objeto litigioso; en caso
contrario, la tutela judicial sería ilusoria, haciendo cierto el aforismo que dice "injusta la
sentencia que juzga cuando ya no debe juzgar".

La sencillez es una de las dificultades superiores para comprenderlo en la noción de "debido


proceso". Sencillo puede ser simple, respondiendo así a la idea de simplificar el trámite judicial
de manera que pueda ser comprensible para todo neófito en lidias o conflictos ante la justicia.

El llamado a la realidad para el proceso, trasciende el dogma para ocuparse, también, del
lenguaje creado para la comunicación en el mundo de lo jurídico. Ha sido, como
elocuentemente lo dice Monroy Gálvez, "un metalenguaje que se levanta como un muro de
incomprensión entre el derecho y el ciudadano, quien suele espectar aterrado cómo su
problema no sólo no se soluciona al judicializarse, sino que es traducido a un idioma esotérico
que lo margina y, por si fuera poco, lo convierte en mercancía".3

El modelo puede ser oral u escrito, pero tiene que resultar entendido por quien debe acudir al
proceso. La simplicidad de las formas y la comprensión del método empleado para el debate es
el problema acuciante en la actualidad, por el cual se observa en los trámites y procedimientos
más ficciones que realidades.

Por ello debe quedar en claro que el argumento dogmático que trasunta el "debido proceso"
cuando preconiza el ideal de información y derecho de defensa, no puede resultar bastante
para una sociedad moderna que exige participación plena y reconocimiento efectivo sobre la
forma del debate.

Es decir, aquél mínimo inderogable del due process of law que asienta en la notice y hearing,
esto es, en la notificación y puesta en conocimiento y derecho de audiencia condensado en el
aforismo anglosajón day on court (día en la corte) no son eficaces si quien ha sido notificado y
concurre a la audiencia no está en condiciones de defenderse por sí mismo, sin que esto
suponga proclamar la autodefensa o la eliminación del abogado como garantía para un proceso
justo:

Notice, en su acepción legal estricta, significa información concerniente a un hecho,


comunicado de manera cierta a un individuo por una persona autorizada o derivado de manera
cierta por una fuente adecuada que puede ser reputado por la ley, como efectuado de manera
cierta cuando la persona que se espera sea afectada por ésta conozca de la existencia del
hecho en cuestión.
Hearing, puede ser entendido como el procedimiento menos riguroso que un juicio (trial),
desarrollado generalmente de manera pública, en el cual las partes pueden presentar y actuar
pruebas definiendo la materia del proceso, tanto en la parte de derecho como de los hechos.4

En nuestro país, un ejemplo elocuente para observar cómo las formas procesales agreden el
derecho de defensa, y proyectan una severa restricción al concepto constitucional del "proceso
debido", ocurre con el denominado "exceso ritual manifiesto", por el cual el litigante es afectado
por la estricta aplicación de los principios procesales, llevados a extremos de increíble
restricción (por ejemplo: no poder defenderse de una demanda por contestarla un minuto
después de vencido el plazo; imposibilidad de llevar al proceso prueba documental esencial
para el esclarecimiento de la litis cuando se pretende hacerlo fuera de los tiempos previstos
para ello; negativa de recepcionar escritos o peticiones por la falta de cumplimiento en los tipos
o caracteres de impresión; etcétera).

Sostiene Van Alstyne, que la esencia de tratamiento injusto para un reclamo aparece cuando se
produce esa desviación grotesca del proceso, la cual supera un margen de error tan grande
que resulta intolerable para la sociedad. Pero mientras que el derecho a la libertad de
expresión se encuentra tutelado por la primera enmienda y el derecho a la privacidad está
cautelado en la cuarta y quinta enmiendas, el litigante afectado no va a poder sustentar en el
texto de la Constitución su pretensión a gozar de la libertad frente a grotescas desviaciones
procesales (la aplicación arbitraria de las normas procesales).

La eficacia es un concepto pragmático. Se mide con resultados. De seguir este piso de marcha,
seguramente la noción de "debido proceso" golpearía su realidad ante cada litigio, frente a los
avatares que sufre con su eficacia intrínseca.
Pero la eficacia que referimos debe valorarse desde una perspectiva constitucional. No hay un
proceso debido por sí mismo. No se encuentra el derecho a proteger específicamente. El
proceso se le debe a la sociedad y a cada individuo en particular, por eso, antes del conflicto es
una garantía y puesto en marcha, "mide" su eficacia en relación con los derechos que viene a
tutelar.

Por ello algunos juristas americanos interpretan que el "debido proceso procesal" no puede ser
asimilado a la condición de un derecho humano que tenga existencia por sí mismo y que como
tal goce de ese rango.
Hasta ese punto -dice De Bernardis- va la concepción predominante en el constitucionalismo
norteamericano. A partir de ella, se intenta desarrollar la idea de que existe un interés de la
justicia para resolver con soluciones procesales definitivas -sin interesar la materia
controvertida ni la trascendencia de los intereses que están siendo afectados- que se encuentra
inmerso en el derecho a la libertad y, por tanto, para afectar este derecho se requiere de un
debido proceso.
De esta manera, por un camino indirecto, se estaría consagrando la calidad de derecho
autónomo del debido proceso con rango constitucional. Si la libertad solamente puede ser
afectada por un debido proceso y dentro del concepto de libertad se enmarca la imposibilidad
de ser afectado por sentencias arbitrarias, entonces se llegaría al absurdo lógico que
solamente se podría dar una sentencia arbitraria luego de observarse un debido proceso de ley,
lo cual, siendo una contradicción en sus términos, resulta imposible de verificarse en la realidad
puesto que la observancia de un debido proceso resulta la vacuna más efectiva para prevenir
los males que las sentencias arbitrarias pueden causar.

En el fondo, la cuestión "debida" resuelve su efectividad confrontada con el mérito que obtiene
el tratamiento de los derechos en juego. El procedimiento será importante pero no por sí
mismo, sino antes bien, como un modelo técnico solvente para debatir los conflictos que la
sociedad y las personas tienen.

Una vez más queda de manifiesto la doble naturaleza del "debido proceso", con su estatus
negativo (libertad frente al Estado) como por su estatus positivo (pretensión frente al Estado).

Si cotejamos la "eficacia" como valor declamado, un buen signo lo obtenemos del artículo 24
constitucional de España, por el cual surge el famoso derecho a la "tutela judicial efectiva". Este
concepto, se ha dicho, obliga a los procesalistas a realizar el esfuerzo de abandonar la
reconducción del principio a los moldes acuñados en el derecho procesal, porque
necesariamente al tratarse de un derecho cívico, de un derecho subjetivo público, debe
engarzarse con naturalidad y con vigor en el ámbito del derecho procesal constitucional.

La consideración del derecho al proceso debido, al proceso dotado de las suficientes garantías,
como derecho encuadrado en los derechos de seguridad frente a los derechos personalísimos,
o los derechos cívico-políticos, o los derechos de sociedad, de comunicación o de participación
en la tradicional clasificación de Gregorio Peces Barba, plantea la cuestión de la necesidad de
su desarrollo legal.
A diferencia de aquellos otros derechos fundamentales cuyo ejercicio, dependiendo de la
voluntad humana no necesita de ninguna intermediación, y exigen un desarrollo legal como
presupuesto para su ejercicio, el derecho al proceso se desenvuelve necesariamente dentro de
la actividad procesal enmarcada por las leyes reguladoras de los procesos jurisdiccionales.
Se advierte así la aparente contradicción al constatar que si el derecho al proceso debido no
necesita leyes complementarias de desarrollo en su condición de derecho fundamental, sin
embargo la actualización de su contenido sólo es posible dentro de los formalismos procesales
definidos por el Estado a través de la ley, para posibilitar al ciudadano en ejercicio de este
derecho, actuar ante la Administración de Justicia, de modo que el derecho al proceso se
escinde en el cauce de una multiplicación de preceptos legales, operación no urgida por ningún
otro derecho fundamental.5

La eficacia, entonces, no tiene parámetros visibles sino en función de la utilidad que presta. No
obstante, existe un ideario compuesto, al menos, de cinco elementos:6

a) Todo proceso debe disponer de instrumentos de tutela adecuados, en la medida de sus


posibilidades, para la defensa de los derechos de cualquier naturaleza.

b) Esos instrumentos tienen que ser prácticamente utilizables por todos, sin perjuicio de las
cuestiones de legitimación para obrar que en cada caso se presenten.

c) No pueden faltarle al juez elementos de hecho y prueba que le impidan alcanzar la


certidumbre necesaria para sentenciar.

d) A quien logre la satisfacción de sus derechos debe asegurársele la posibilidad inmediata de


restitución o cumplimiento de la sentencia.

e) El proceso debe terminar con un mínimo dispendio de tiempo y energías.

IV. EL DEBIDO PROCESO Y LAS GARANTÍAS ESPECÍFICAS

En este tramo es donde se advierte la gran evolución que tiene el estudio doctrinario del
"debido proceso".

Desde su primera fase considerada en la carta magna de 1215, como garantías del proceso
penal (Law of the land) por el cual el juzgamiento debía resultar de los pares y según las leyes
de la tierra; sus progresos con el due process of law, en el que las garantías procesales se
generalizan a todo proceso como requisito de validez de los procedimientos; hasta llegar a las
enmiendas estadounidenses, dando origen a la conceptualización del "debido proceso formal y
sustancial" y a la aparición del principio de razonabilidad como guía y ejecutor de obligaciones
fundamentales para la defensa y protección de los derechos humanos; en la última etapa, el
desarrollo de las garantías específicas que debe resguardar "todo proceso" es muy importante,
porque se insertan dentro del movimiento mundial de acceso a la justicia que pretende eliminar
obstáculos y simplificar los trámites, generando una conciencia solidaria para resolver los
conflictos.
Los aspectos que dominan estas garantías asientan en la funcionalidad de los actos
procesales, propiciando su atención en la dimensión constitucional que suponen, como parte
del derecho fundamental al debido proceso, antes que contemplarlos como meros actos del
procedimiento.

1. La legitimación: un problema constitucional

El derecho de acceso supone tanto ingresar sin restricciones como tramitar un proceso útil, por
ello, pensamos en resolver la controversia en un proceso justo, que no tenga repliegues
estériles soportados en disposiciones rituales, o que actúen las normas procesales sobre
operatividades puramente formales.

Hay aquí también un nuevo derecho: que la acción incoada no tenga solamente efectos de
movimiento inicial, sino que traslade y se proyecte a todas las instancias que lleven a la
sentencia: este es el sentido del derecho al proceso, o de la tutela judicial efectiva que
pregonan otras normas fundamentales.7

Nosotros, después de la reforma constitucional de 1994, hemos adoptado la misma filosofía, a


partir de los derechos y garantías establecidos en los artículos 36 a 43, y especialmente, a
través del derecho de amparo.

Lo que distingue nuestro derecho a la defensa por medio de esta garantía, del derecho a la
"tutela judicial efectiva" que reconocen el derecho español (artículo 24, CE), el derecho
constitucional italiano (ar-tículo 24, CI) o la Ley Fundamental de Bonn (artículo 19.4,
Constitución alemana), proviene de un hecho natural como es la ausencia de un órgano
específico para el control constitucional como tienen en estos países, de modo tal que la norma
argentina piensa más en asegurar un tipo de res-puesta rápida y segura a la crisis de los
derechos del hombre, antes que en resguardar la supremacía interna de la construcción
fundamental.

Por eso en el juicio de amparo varían también las cuestiones de legitimación; los obstáculos a
la apertura (se eliminan las vías previas); y se diseñan varias modalidades procesales por el
objeto, antes que por el tipo de procedimiento que mantiene su perfil general.

Las vallas procesales (rituales) que se pongan en la entrada al proceso, confirman la crisis
fundamental que se aplica a la persona que quiere convertirse en parte y promover la actividad
jurisdiccional: "El derecho de acceso a la jurisdicción y al proceso implican necesariamente que
se reconozca el derecho a ser parte en el proceso y el poder de promover la actividad
jurisdiccional, que desemboque en una decisión judicial sobre las pretensiones deducidas".8

Se configura como derecho fundamental porque es una proyección del derecho de acceso
irrestricto que tiene toda persona para perseguir la defensa de sus derechos.

Este derecho (o garantía procesal) le permite, previa acreditación mínima del interés a tutelar,
abrir un proceso que le facilite discutir su conflicto, sin que en él se tomen decisiones sin tener
la posibilidad de haberlo oído.
En síntesis, este derecho a ser parte obliga a:

Tener que llamar directamente al proceso judicial a toda persona legitimada para ello, por
poseer derechos e intereses legítimos, para que pueda ser parte procesal, y ejercitar el
derecho de defensa contradictoria si le conviene, con la dialéctica jurídica y justificaciones
oportunas, frente a las pretensiones adversas, constituyéndose en forma adecuada la relación
jurídico-procesal entre las partes legitimadas activa y pasivamente, en atención al derecho
debatido en el conflicto intersubjetivo de intereses, y su real contenido, para evitar, en todo
caso, la ausencia del demandado legitimado, con su condena sin ser oído, conculcándose el
principio de contradicción procesal recogido en el axioma audiatur et altera pars.92. Derecho a
la prueba

Acompañando a la prueba en su misión de verificar y esclarecer para llegar a la verdad, existe


un derecho constitucional de la prueba. Por su carácter esencial, fundante del derecho al
debido proceso (toda vez que es parte vital en el ejercicio del derecho de defensa), eleva sus
premisas sobre las solemidades del procedimiento para consagrar un "derecho a la prueba".

El derecho a la prueba -dice Pico I Junoy- aparece recogido por primera vez en el
constitucionalismo español en la actual Carta Magna de 1978. Los textos fundamentales
históricos contienen referencias a otros derechos de naturaleza procesal, como el derecho al
debido proceso, al juez natural o legal, o a la defensa, omitiendo toda alusión al derecho objeto
de análisis. Lo mismo sucede con otros textos constitucionales, como el italiano de 1947, la Ley
Federal de Bonn de 1949, o las cartas de Portugal de 1976 y Andorra de 1993.

El derecho a probar es una parte del debido proceso, tal como lo ha subrayado la
jurisprudencia de nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación. Ello importa abandonar la
idea probatoria como un acto del proceso, para encolumnarlo tras las garantías del derecho de
defensa y, como tal, un reaseguro del debido proceso adjetivo.

Las dificultades para demostrar la causa de pedir debieran remediarse tras este principio. De
este modo, fatalidades como la prueba diabólica (aquella de imposible obtención); las pruebas
leviores (del mismo registro que las anteriores); las pruebas ocultas, entre otras, podrían
lograrse revirtiendo simplemente la técnica o argumento que actualmente las emplaza.

La otra faceta de esa necesidad alienta conseguir una modificación en reglas y principios de la
verificación probatoria, con el objetivo de dotar al procedimiento de una mayor cercanía con la
verdad que debe descubrirse. Es decir, si la prueba sigue siendo vista como un proceso de
acreditación de afirmaciones a cargo exclusivamente de las partes, es posible que el acierto
logrado en los hechos personifique un absurdo, porque el juez estará ausente en la aclaración.
En cambio, si se considera el modo de componer el litigio y la calidad del opus decisorio, podrá
admitirse que las seguridades aumentan porque el juez estará sobre los hechos que él necesita
confirmar.
Reiteramos que no se trata de revertir principios claros y precisos como la "carga de la prueba",
sino de reconducir el objeto de la prueba. Mucho más cuando se trata de conflictos
constitucionales.

Las desventuras del sistema han llevado a encontrar en la sociología del derecho un esquema
de contornos novedosos, aunque de difícil captación.

Se piensa que no es objetivo de la justicia esclarecer ni verificar ni alcanzar la llamada "verdad


jurídica objetiva"; el deber jurisdiccional es, ahora, la paz social. Antes, ello era una finalidad
mediata, consecuencial; actualmente es el producto necesario de la pacificación social; no
importa la esencia representativa del órgano jurisdiccional, sino la advertencia de que al ser el
proceso un método de resolver conflictos o controversias, la función de los tribunales no es otra
que ayudar a las partes a lograrlo.

Otra visión que proviene del derecho italiano destaca como mito la búsqueda de la certidumbre,
habida cuenta que el proceso se forma con la voluntad que las partes declaran.

Al difuminarse como objeto de la prueba la "verdad de los hechos", quedaría sin finalidad el rol
atribuido a los jueces, quienes pasarían a desempeñar el simple papel de administradores de la
cordura, acercando fórmulas de composición o arreglo. Asimismo, si la sentencia fuese
solamente un acierto del juez, la jurisdicción misma importaría un juego, una lotería de la
precisión.

Sobre estas advertencias debe instalarse el derecho a la prueba y el papel que los jueces han
de cumplir en ella: "Para Andolina-Vignera, el derecho a la prueba comporta 'il diritto
allammissione, assunzione e valutazione (scilicet: ad opera del giudice) di quialsiasi prova
rilevante per le decisione'".

3. Derecho al recurso (doble instancia)

En la dinámica procesal, el recurso supone el acceso a una instancia de revisión que abre una
etapa nueva en el proceso, por el cual se puede modificar o revocar la sentencia.

La parte agraviada (es decir, aquella que ha recibido de la sentencia sustancialmente menos de
lo que pretendió) puede impugnarla y reabrir el contradictorio, en la medida que el
ordenamiento procesal se lo permita.

El derecho a utilizar los recursos -sostiene Pico I Junoy- comprende el derecho a que el órgano
jurisdiccional que revise el proceso se pronuncie tras oír a las partes contradictoriamente, sin
que pueda justificarse una resolución judicial inaudita parte más que en los casos de
incomparecencia por voluntad expresa o tácita o negligencia imputable a la parte.

Esta característica ha llevado a sostener inveteradamente que la doble instancia no es requisito


de la defensa en juicio en ningún tipo de proceso, siempre y cuando la instancia previa haya
sido adecuadamente sustanciada y, en su caso, favorecida por el principio pro actione, según el
cual el proceso puede avanzar aun con repliegues formales que lo suspendan, pero que la
jurisdicción, oficiosamente, debe sanear.

Sin embargo, a partir de la vigencia del Pacto de San José de Costa Rica, y con mayor
exigencia desde la reforma constitucional de 1994, esta tradicional jurisprudencial debe
revisarse por cuanto el artículo 8.2 h) establece el derecho de recurrir del fallo ante juez o
tribunal superior.

Bidart Campos sostiene que la doble instancia constituye una garantía del proceso penal que
se sustancia ante tribunales federales como provinciales (porque las provincias al dictar las
leyes locales que regulan el procedimiento penal ante sus tribunales, deben acatamiento a los
tratados internacionales, según el artículo 31). Por ello, afirma que el recurso no pareciera
satisfacerse si sólo fuera de carácter extraordinario (de constitucionalidad, de inaplicabilidad,
etc.), por lo que interpreta que: a) que en proceso penal no puede haber instancia única; y b) la
vía recursiva debe ser ordinaria y amplia.

La Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el caso "Giroldi" realizó una interesante labor de
exégesis y reelaboración jurisprudencial. En efecto, después de señalar que, tradicionalmente
se había sostenido por el alto tribunal que la garantía de la doble instancia quedaba satisfecha
con la posibilidad de interponer el recurso extraordinario federal; reconoció que el "certiorari"
había incorporado una facultad discrecional por la cual se podían denegar impugnaciones
excepcionales sin dar mayores fundamentos, y con ello, quedaba vulnerada la posibilidad de
tener una nueva instancia de discusión.

Anticipado el cambio, y sobre la base normativa de las leyes 23.984 y 24.050 que incluyeron la
creación de la Cámara Nacional de Casación Penal, la corte concluyó que:

la forma más adecuada para asegurar la garantía de la doble instancia en materia penal
prevista en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículo 8, inciso 2o. apartado
h), es declarar la invalidez constitucional de la limitación establecida en el artículo 459, inciso
2o. del Código Procesal de la Nación, en cuanto veda la admisibilidad del recurso de casación
contra las sentencias de los tribunales en lo criminal en razón del monto de la pena.
Más adelante agregó: ...que, en consecuencia, a esta Corte como órgano supremo de uno de
los poderes del Gobierno Federal, le corresponde -en la medida de su jurisdicción- aplicar los
tratados internacionales a que el país esté vinculado en los términos anteriormente expuestos,
ya que lo contrario podría implicar responsabilidad de la Nación frente a la comunidad
internacional. En tal sentido la Corte Interamericana precisó el alcance del artículo 1o. de la
Convención, en cuanto los Estados Parte deben no solamente "respetar" los derechos y
libertades reconocidos en ella, sino además, garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona
sujeta a su jurisdicción. Según dicha Corte "garantizar" implica el deber del Estado de tomar
todas las medidas necesarias para remover los obstáculos que puedan existir para que los
individuos puedan disfrutar de los derechos que la Convención reconoce. Por consiguiente, la
tolerancia del Estado a circunstancias o condiciones que impidan a los individuos acceder a los
recursos internos adecuados para proteger sus derechos constituye una violación del artículo
1º.1 de la Convención (O/C. 11/90 del 10 de agosto de 1990). Garantizar entraña, asimismo, el
deber de los Estados Parte de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las
estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal
que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos
humanos.

De esta forma, la constitucionalización del derecho a recurrir quedó establecida para el sistema
penal, manteniéndose en los demás procesos, en la medida del régimen ordinario que
reglamenta la teoría general de la impugnación.

En líneas generales, no se considera que la doble instancia sea una exigencia del debido
proceso, al menos en los procesos civiles, porque mientras se conserve inalterable el derecho
a alegar, debatir, probar y obtener una sentencia motivada y razonable, la posibilidad de recurrir
puede limitarse sin menoscabar la constitucionalización del proceso.
Establecer causales para los agravios posibles; imponer plazos para la interposición de los
recursos; determinar cargas económicas como medidas necesarias para la admisión formal;
reglamentar una técnica expositiva que dé autosuficiencia a la impugnación; entre otras
condiciones para la procedencia de los recursos, no son limitativas de garantía alguna del
proceso.

El derecho al recurso es una proyección del principio de igualdad en el proceso, del cual parte
la bilateralidad y contradicción necesarias para el equilibrio en el debate. Evidentemente,
cualquier inestabilidad se soluciona dando a las partes iguales posibilidades y cargas de
alegación, prueba e impugnación.

Un buen ejemplo de cómo se puede restringir el derecho a los recursos sin afectar el principio
garantista que comentamos, lo tiene la siguiente sentencia del Tribunal Constitucional español.
Se trata de un recurso de casación sostenido por el Ministerio Público, el cual por referirse a
temperamentos de orden formal acerca de la procedencia de la impugnación, no fue dado a
conocimiento de la otra parte. Si bien, es este un criterio inveterado tendiente a dar rapidez a
las resoluciones de la instancia extraordinaria, el STC dijo: "...resulta claro que la privación a la
parte recurrente de una vía procesal de defensa, de carácter esencial, como es la de audiencia,
que le hubieran permitido en su caso exponer los argumentos que a su juicio no concurrían
para la inadmisión, apreciada inicialmente en el auto impugnado, le producía indefensión.
Posiblemente por ello el legislador estableció ese particular trámite cuando se tratase de la
inadmisión por falta de fundamento, a diferencia de otras causas que, por su propia naturaleza,
pueden ser estimadas de oficio. La idea del legislador al establecer dicho requisito fue la de dar
al tribunal la oportunidad de rectificar o reafirmar su inicial criterio respecto de la concurrencia
de la causa de inadmisión, apreciada inicialmente a la vista de las alegaciones de las partes a
cuyo favor se establece un derecho, y cuya inobservancia determina la omisión de un trámite
esencial en razón de su finalidad y a un real y efectivo menoscabo en su derecho a la defensa,
causante, en definitiva, de una verdadera indefensión material".

Por tanto, los pactos internacionales, en cuanto afectan la disciplina de los recursos
reglamentados en el derecho interno, no suponen crear recursos inexistentes ni generar
parámetros de interpretación distintos a los que cuentan las leyes procesales de cada lugar.
No obstante, preocupa la inteligencia acordada al principio por algunas constituciones
latinoamericanas. Por ejemplo, en Perú, la carta fundamental de 1979 consagró -de manera
irrestricta, incondicional y generalizada- el derecho a la pluralidad de instancia, a favor de
cualquier justiciable y para toda clase de procedimientos. Lo que ha hecho decir a buena parte
de la doctrina que el legislador no ha atendido la aplicación exclusiva del principio de los
procesos penales.
Sin embargo -dice De Bernardis- frente a la manera irrestricta como este derecho aparece
consagrado se encuentra la necesidad de brindar a todos los justiciables el acceso a un
proceso que arribe a su resolución final dentro de plazos razonables y que, por la demora en su
tramitación, no convierta en ilusoria la tutela que el proceso debe otorgar. Por tal motivo, la
regulación específica de este derecho en las normas procesales debe encontrar un justo medio
entre la posibilidad de acceder a una instancia jerárquicamente superior y la necesidad de no
prolongar más allá de lo razonablemente tolerable la resolución del conflicto, teniendo como fiel
de esa balanza la necesidad de justicia de ambas partes y la materia del proceso.

V. EFECTIVIDAD DE LAS SENTENCIAS: EL DERECHO A LA EJECUCIÓN

El cumplimiento de las sentencias y de toda resolución judicial firme integra el capítulo de


garantías esenciales que contiene el debido proceso formal. La inclusión es obvia; de otro
modo, las sentencias tendrían efectos puramente declarativos, si no pudieran perseguir su
respeto inmediato.

España fue la primera en ocuparse del problema como una extensión del derecho a la "tutela
judicial efectiva" que menciona el artículo 24.1 de la Constitución.

La ejecución de las sentencias en sus propios términos forma parte del derecho fundamental a
la tutela efectiva de los jueces y tribunales, ya que en caso contrario las decisiones judiciales y
los derechos que en las mismas se reconocen o declaran no serían otra cosa que meras
declaraciones de intenciones sin alcance práctico ni efectividad alguna (STC, 167/987
sentencia del 28 de octubre). La ejecución de las sentencias es, por tanto, parte esen-cial del
derecho a la tutela judicial efectiva y es, además, cuestión de esencial importancia para dar
efectividad a la cláusula de Estado social y democrático, que implica, entre otras
manifestaciones, la sujeción de los ciudadanos y de la Administración Pública, al ordenamiento
jurídico y a las decisiones que adopta la jurisdicción, no sólo juzgando, sino también ejecutando
lo juzgado.10

La promesa garantista se vincula con la posibilidad de hacer efectiva la declaración


pronunciada. No significa alterar el principio dispositivo, de forma tal que la ejecución
procederá, únicamente, a pedido de la parte interesada.

En cambio, se vulnera el derecho al debido proceso, si quien ejecuta una sentencia que lo
beneficia no encuentra en el juzgado la disposición para que le dicte las medidas necesarias
para proceder forzadamente.
Apunta Ticona Postigo, haciendo exégesis del código procesal peruano que, si el derecho a la
tutela jurisdiccional efectiva comporta la plena y eficaz ejecución de la sentencia firme, se
vulnerará este derecho fundamental si el demandado o, en su caso, el tercero legitimado, no
son obligados con los requerimientos y apercibimientos legales que sean necesarios para
lograr la ejecución y efectividad de aquella sentencia, en sus propios términos, sin que se
modifique o se recorte su contenido y extremos.

Ello no significa que el magistrado o tribunal interviniente advierta sobre cuestiones que
paralicen el cumplimiento por la fuerza, como puede ser la deducción de tercerías de mejor
derecho; el pedido de suspensión por aplicarse el principio de prevención por otro juzgado que
ejecuta; la declaración de inembargabilidad de ciertos bienes sobre los que se procede
ejecutivamente; o, en líneas generales, aquellos motivos de "legalidad" que interpretados bajo
el principio de razonabilidad, le permiten al juez tomar medidas distintas a las compulsorias.

La garantía, en consecuencia, afinca su poder en afianzar el cumplimiento efectivo de las


sentencias, de manera que, una vez iniciada la ejecución y si no existen causas legítimas que
la impidan, el órgano judicial debe colaborar, sin perder imparcialidad, en la plena satisfacción
de los derechos declarados.

También el Tribunal Constitucional ha concluido que: a) el derecho constitucional a la ejecución


no se satisface simplemente removiendo los obstáculos iniciales a la ejecución, sino que
también hay que remover los posteriores, aquellos que derivan de una desobediencia
disimulada (incumplimiento aparente o defectuoso, reproducción de nuevos actos que anulan lo
ejecutado al ser incompatibles con su cumplimiento, etc.); b) la remoción de los obstáculos,
tanto iniciales como posteriores a la ejecución, no puede obligar a la parte a instar un nuevo
procedimiento, sino que ésta tiene el derecho constitucional a que se resuelva en un incidente
de ejecución, siempre, claro está, que no se trate de cuestiones nuevas no relacionadas con la
propia ejecución.11

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*Profesor titular de derecho procesal y procesal constitucional en las universidades de Buenos Aires y de
Belgrano, en Argentina. Decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de
Belgrano.

Notas:
1 Artículo XVIII-Derecho de Justicia.
2 Considerando 24, OC 8/87.
3 Monroy Gálvez, Juan, Introducción al proceso civil, Bogotá, Temis, 1996, t. 1, p. VIII.
4 Cfr. Bernardis, Luis Marcelo de, La garantía procesal del debido proceso, Lima, Cuzco S. A., 1995.
5 Bandrés Sánchez-Cruzat, José Manuel, Derecho fundamental al proceso debido y el Tribunal
Constitucional, Pamplona, Aranzadi, 1992.
6 Barbosa Moreira, José Carlos, Temas de direito processual, São Paulo, Saraiva, 1997, 6a. serie.
7 Constitución Española de 1978, artículo 24.
8 Tribunal Constitucional español, sentencia del 3 de diciembre de 1984.
9 Tribunal Constitucional español, sentencia del 20 de octubre de 1983.
10 STC 67/984, sentencia del 7 de junio, citada en Chamorro Bernal, Francisco, La tutela judicial
efectiva, Barcelona, Bosch, 1994.
11 STC, 28/989, sentencia del 6 de febrero, citado en Chamorro Bernal, Francisco, op. cit., nota anterior.

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