VIAJE A LAS MIRADAS Irene Vallejo

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Viajar no es difícil, lo difícil es atreverse a habitar la extrañeza.

Visitamos países y
paisajes, calles y templos, construcciones sostenidas por un andamiaje de conceptos
y una urdimbre de deseos: en todo lo que miramos anidan símbolos. No basta
pasear los lugares, hay que pensarlos. El auténtico viaje exige emigrar de nuestras
arquitecturas interiores y ablandar el caparazón perezoso de los tópicos. En
nuestras tercas cabezas hay marcos mentales que no vemos, porque los
confundimos con lo evidente, lo lógico, lo natural. En realidad, todos somos
estrafalarios. Acostumbrados a nuestras rarezas, las hemos bautizado como
normalidad.

El libro más antiguo de historia universal nació de las manos de un viajero griego.
En sus aventuras por tierras lejanas, Heródoto observaba, todo ojos, con asombro y
avidez. Sus monumentales Historias son, en el fondo, una re exión sobre las
diferencias entre oriente y occidente. Desde la atalaya de Grecia, las grandes
potencias se erguían amenazantes al este. Contemplada desde Persia o China, lo
que hoy llamamos Europa era un territorio oscuro y atrasado, el salvaje oeste.
Frente a discursos que enaltecen supuestas glorias pretéritas, conviene recordar con
humildad que hubo un tiempo en el que, o cialmente, los insigni cantes,
periféricos y bárbaros éramos nosotros.

En su ensayo The Geography of Thought, el psicólogo social Richard E. Nisbett


sostiene que, modelados por una diferente educación, losofía, ejes y referentes, el
mundo que pensamos —e incluso lo que vemos— en oriente y occidente es distinto.
El origen de esas mentalidades contemporáneas sería milenario, y remontaría a las
culturas china y griega. Obviamente, esas líneas divisorias son imaginarias, y
cualquier teoría de este tipo generaliza y simpli ca, pero explorar los territorios
limítrofes arroja ciertas luces sobre el complejo paisaje que nos rodea, con sus
eternos encuentros y desencuentros en las fronteras del pensamiento.
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En Epidauro sobrevive todavía un teatro griego capaz de albergar más de 10 mil
personas. Esculpido en la ladera, domina una vista fascinante de las montañas. La
acústica es tan re nada que permite oír desde cualquier parte del graderío incluso
el roce de las túnicas sobre el escenario. Durante los siglos de esplendor, los griegos
estaban fraguando en aquellos teatros una precisa concepción del mundo, sostenida
en el con icto y el debate apasionado, personajes indómitos y choques de
voluntades. En esas obras literarias, también en la losofía, los griegos
construyeron un fuerte sentimiento de identidad individual e inmutable.

Por el contrario, para Nisbett, la mirada oriental busca la armonía colectiva. Los
chinos se reconocían miembros de comunidades y suma de pertenencias: el clan, la
aldea y, ante todo, la familia. Los confucianos creían que no existe el yo aislado,
abstracto. Les resultaba extraño pensar a la persona escindida de la naturaleza, del
contexto, del grupo: soy la totalidad de rostros que muestro ante los demás. Esa
polifonía explicaría las múltiples capas de nuestra conducta. Mientras las cerámicas
griegas muestran imágenes de batallas, competiciones deportivas y banquetes, los
pergaminos y porcelanas de la antigua China representan escenas de actividades
familiares y placeres rurales. Frente a la rotunda lógica de Aristóteles, para quien
“una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”, Confucio y Lao Tse encontraban
sabiduría en lo contradictorio, los ciclos y el cambio perpetuo. Según el taoísmo, “la
verdadera perfección parece imperfecta, la verdadera plenitud parece vacía, la
verdadera sabiduría parece estupidez, lo más delicado del mundo puede con lo
más duro”. A sus ojos, nuestros destinos son efímeros y solo el viaje es constante.

La pasión por clasi car heredada de Aristóteles ha sido una herramienta útil para el
avance cientí co, pero tiende a ocultar las realidades ambiguas. Aplicadas a las
personas, las taxonomías as xian y aíslan. Para el pensamiento oriental, somos a lo
largo del tiempo —e incluso un mismo día— muchas personas diferentes. Yo soy yo
y mis contradicciones. Sin embargo, el espejismo de las identidades sólidas,
absolutas y eternas es desde siempre —en oriente y occidente, al norte o al sur—
detonante de hostilidad. Shakespeare hizo protestar a Julieta por un odio heredado
y perpetuado en los apellidos, tan solo rótulos: “Únicamente tu nombre es enemigo
mío. Montesco no es una mano, ni pie, ni brazo, ni cara, ni ninguna otra parte tuya.
¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa olería tan dulcemente con
cualquier otro nombre: igual Romeo, aunque no se llamase Romeo, conservaría la
amada perfección que tiene sin ese título. Romeo, quítate el nombre”.

Escribió Amin Maalouf que las personas fronterizas, con pertenencias múltiples,
tienen la vocación de quebrar el imperativo del bando único y la lealtad exclusiva.
Heráclito, nacido en Éfeso, la actual Turquía, encrucijada de culturas, de nía la
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realidad como un río en el que no nos bañaremos dos veces, porque uye el agua y
cambia el yo: nada permanece. En las Metamorfosis del irreverente Ovidio, los
astros, los animales y los seres humanos están hechos de la misma materia
cambiante. Para el poeta romano, un cuerpo podía llegar a ser —o, mejor dicho, era
— piedra, pájaro, árbol, río, estrella. Desde el embrión a la muerte, somos
transformación: nacer, crecer, cambiar de idea, encontrar lo inesperado, criar, crear,
y también envejecer. Las crisálidas, el ciclo de las estaciones o el agua que se
evapora, se ovilla en las nubes y con la lluvia regresa a la tierra: todo el universo
despliega metamorfosis incesantes a nuestro alrededor. También la creatividad
transforma la realidad hechizándola: nuestra imaginación inventa otros mundos
para curar este.

Como percibió pronto el viajero Heródoto, lo que los grupos humanos tienen en
común es aquello que inevitablemente los enfrenta: la tendencia a creerse mejores.
Los antiguos griegos fueron lo bastante lúcidos para cuestionarse si su
etnocentrismo estaba justi cado (pero, ay, concluyeron que sí). A todas horas
escuchamos arengas políticas que intentan in ar sentimientos de pertenencia
cerrados y descon ados. Esos mensajes nos pasan factura porque crean fracturas.
Agrietan nuestra comunidad y nuestra prosperidad. Nos colocan en orden de
batalla para el siguiente enfrentamiento, para la siguiente revancha. Y, como
advierte el Apocalipsis, los tibios serán escupidos. Frente a esas identidades
asesinas, como las llamó Maalouf, esencias colectivas inmodi cables, podemos
atrevernos a explorar nuestros diversos rostros, nuestras ambivalencias, mestizajes,
metamorfosis y contradicciones. “En nuestro lado hay personas con las que en
de nitiva tengo muy pocas cosas en común, y en el lado de ellos hay otras de las
que puedo sentirme muy cerca”, escribe el pensador libanés.

Avanzar hacia las miradas de otros puede ser antídoto y gimnasio: la convivencia
necesita gente elástica. Una identidad en buena forma no es la que permanece
siempre idéntica, es la que nos permite identi carnos con el prójimo. Lo más
inteligente —y menos intransigente—, es abrirnos y abrazar lo ajeno en lo propio.
Reconocernos en quien parece distinto, resistirnos al alineamiento. Como a rma el
Tao Te Ching: “Todos los seres separados regresarán a la fuente común. Cuando lo
sabes, de modo natural te vuelves desinteresado, divertido, de corazón cálido como
una abuela”. La sociedad no es pura, esencial y auténtica, es cambiante y
genuinamente híbrida. “Nosotros” contiene la palabra “otros”.

Irene Vallejo es lóloga y escritora, Premio Nacional de Ensayo de 2020 por su libro
‘El in nito en un junco’ (Siruela).
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