Los Usos de La Diversidad - Clifford Geertz
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Los Usos de La Diversidad - Clifford Geertz
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Clifford Geertz
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Título original: The Uses of Diversity
Clifford Geertz, 1986
Traducción: M.ª José Nicolau La Roda & Nicolás Sánchez Dura
Introducción de Nicolás Sánchez Durá
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INTRODUCCIÓN[*]
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publicado en 1988, y por tanto lejano de cuando en los años 30 hacía trabajo de
campo entre los indios brasileños: «Hace unos días me enviaron de Canadá, a título
de curiosidad, unos cuestionarios, formularios y demás que ahora hay que rellenar, en
varios ejemplares, antes de que una “banda” (es el apelativo oficial) de indios de la
Columbia británica te autorice a trabajar con ellos. Nadie te contará un mito sin que
el informador reciba por escrito la seguridad de que él tiene la propiedad literaria con
todas las consecuencias jurídicas que eso implica[2]». Parece innecesario insistir en
que la expresión «propiedad literaria de un mito» es síntoma suficiente del collage
cultural —por utilizar la expresión de Geertz en «Los usos de la diversidad»— en el
que se han convertido tanto las sociedades de referencia de los antropólogos como
aquellas que solían estudiar y todavía estudian.
No es pues extraño que el trabajo de campo —el famoso field work, santo y seña
de la profesión— se vea afectado hoy por esa interpenetración de las tramas
simbólicas, en las que consisten las culturas, característica de nuestro tiempo. En «El
pensar en cuanto acto moral: las dimensiones éticas del trabajo antropológico de
campo» (1968), el artículo más antiguo que aquí se presenta, ello aparece al hilo de
su reflexión en torno al estudio sur le motif de la reforma agraria, y cuestiones afines,
en Java y Marruecos. Pero más allá de ser una carga de profundidad, con cierto
sarcasmo, para los que siguen afirmando de forma un tanto beata que en el trabajo de
campo u observación participante hay que perturbar con la presencia del estudioso lo
menos posible el comportamiento del grupo estudiado, a la vez que cuidar de no
ligarse a ningún rol determinado del grupo para distinguir entre lo que los
informantes dicen que es el caso, lo que dicen debería ser el caso (su ideal) y las
explicaciones del etnógrafo, en «El pensar en cuanto acto moral» aparece claramente
cómo las cuestiones epistemológicas y metodológicas no pueden quedar
circunscritas, rebasando más pronto que tarde estos ámbitos para desbordarse en la
dimensión moral. Pues ya desde ese núcleo seminal, la relación entre informante y
etnógrafo aparece como inevitablemente ambigua desde el punto de vista ético y, en
todo caso, irónica; ambigüedad e ironía que permanecerá cuando tal experiencia
vivida se inscriba y concluya en texto etnográfico.
Es precisamente esta dimensión moral la que lleva a Geertz a reiterar, con ciertas
dosis de prudente escepticismo, la defensa de lo que, por otra parte, ha sido siempre
el objetivo explícito de la disciplina: el mejor comprender al otro para, a través del
rodeo antropológico, mejor comprendernos a nosotros mismos, si bien la unicidad de
ese «nosotros» sea hoy un pálido reflejo de la que fue. Ya que la empresa
antropológica «va dirigida no hacia la imposible tarea de controlar la historia, sino
hacia la tarea quijotesca de ensanchar el papel que la razón desempeña en ella». De
forma que aquí la actitud analítica y la imparcialidad científica no pueden ser
sinónimas de exclusión del compromiso moral. Porque pudiera ser el caso, y de
hecho es el caso, como muestra en «Los usos de la diversidad» (1986) en su polémica
con Rorty y Lévi-Strauss, que el fantasma del etnocentrismo no haya abandonado del
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todo los estudios sociales y adquiera ahora nuevas configuraciones, algunas de las
cuales pueden tener un paradójico parentesco, por cierto, con ciertas formas de
particularismo. Quizá por ello, ya en «El pensar en cuanto acto moral» Geertz
concluye su artículo afirmando que «el famoso relativismo de los valores de la
antropología no es el pirronismo moral del que ésta ha sido a menudo acusada».
Sin embargo, parece fuera de lugar atribuir aquí al particularismo una nueva
perversión —ese nuevo sofisticado egocentrismo— cuando tantas de ellas desde
siempre le ha atribuido el antirrelativismo. Más, si cabe, si tenemos en cuenta que
Geertz, como veremos, es un particularista peculiar de la estirpe de Boas. Pero ya se
sabe que las cosas no son siempre como parecen. Pues bien podría ser que aquello
que el antirrelativista considera como inevitablemente concomitante del relativismo y
del particularismo conexo, a saber: nihilismo moral y cognitivo e imposibilidad de
crítica intercultural, lo cumpla sobradamente dicho etnocentrismo renovado fundado
ahora en un particularismo también de nuevo tipo.
Ese es el punto de llegada de Lévi-Strauss y de Rorty, aunque por diversos
caminos y diagnósticos del mundo en que vivimos: que cada cual sea cada cual, que
las culturas sean mónadas con algún ventanuco que otro, pero mejor cerrados que
abiertos, y así cada uno disfrutará en su propia casa de lo que es peculiar e
intransferible. Lévi-Strauss concluye en esa autocentricidad cultural porque piensa
que el mestizaje y los préstamos culturales son tan intensos y arrolladores que
corremos el peligro de llegar a sociedades decadentes. Obviamente, en su posición
hay un supuesto injustificado que aparecerá claramente al lector de «Los usos de la
diversidad»: que los grandes valores, obras e invenciones son fruto de sociedades no
mestizas, alejadas unas de otras y con una mínima comunicación entre sí. Sin
embargo, el recorrido de Rorty es casi el inverso. Su punto de partida no es la
estimación de que vivimos un mundo donde las diferencias se difuminan hasta casi
desaparecer sino que, puesto que no hay manera de ponerse de acuerdo los unos con
los otros, puesto que no hay manera de reconciliar las diferencias, entonces cada
sociedad debe hacer la apoteosis de sus héroes, satanizar a sus enemigos y orquestar
diálogos internos para redefinir cada cual su proyecto.
Rorty matiza su posición en «On Etnocentrism: a reply to C. Geertz[3]», posterior
a «Los usos de la diversidad». Allí, parafraseando la expresión de Geertz «anti-
antirrelativismo», denomina su posición «anti-antietnocentrismo». Quiere indicar con
ello que, si Geertz con su expresión pretende más que afirmar el relativismo criticar
los efectos perlocucionarios indeseables del antirrelativismo, él pretende lo mismo
respecto al antietnocentrismo. El anti-antietnocentrismo debe verse, dice, como una
terapia filosófica frente al ideal de justificación racional de la Ilustración; no es
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egocéntricamente perverso el no poder apelar a criterios neutrales. Los ideales de
igualdad y de justicia procedimental pueden ser considerados como desarrollos
culturales nuestros, y por tanto locales y excéntricos, y no por ello perder su valor.
Las democracias burguesas tienen entre sus héroes, de los cuales hacen apoteosis,
tanto a los expertos en diversidad que promueven la existencia pública plena de los
diferentes, ampliando así nuestra imaginación moral («agentes del amor»), cuanto a
los guardianes de la universalidad («agentes de la justicia») cuya misión es asegurar
que una vez admitidos a la ciudadanía, gracias a los esfuerzos de los agentes del
amor, sean tratados formalmente igual que el resto. La solución de Rorty es una
mezcla de «narcisismo privado y pragmatismo público». Si tenemos en cuenta lo que
nos dicen ambos tipos de agentes, veremos como indeseable el establecer como
requisito para la ciudadanía plena el comulgar con las mismas creencias acerca del
sentido de la vida y con ciertas ideas morales. No podemos aspirar más que a un
compromiso con las nuestras y a establecerlas como convenientes y deseables para
los demás, que en cualquier caso deben estar sometidos a las mismas exigencias
formales de la justicia que nosotros. En definitiva, hay que disociar los ideales —
nuestros— de libertad e igualdad del de fraternidad.
Creo que la posición de Rorty adolece, entre otras cuestiones que no pueden aquí
discutirse, de no considerar las situaciones de conflicto agudo entre diferentes
concepciones de la vida. Ese conflicto se muestra, por ejemplo, en el caso del indio
alcohólico que Geertz propone en «Los usos de la diversidad». Recuerde el lector, en
su momento, que para Rorty en esa situación no hay nada que lamentar, ni más
lección que extraer que la de que las instituciones democráticas han funcionado como
se esperaba de ellas y como es conveniente. Parece pues que, por un lado, en caso de
conflicto agudo el otro, el que no sea un burgués liberal posmoderno, no tenga más
opción que plegarse a los valores y criterios de éstos; y, por otro lado, que nuestras
posiciones de partida no puedan ser criticadas y reformuladas en esos conflictos. Pero
es que, además, todo lo que dice Rorty implica el supuesto de que es posible seguir
hablando, en sociedades que son collages culturales, de un incólume «nosotros»
frente a un no menos perspicuo «ellos». Y tal cosa es lo que Geertz niega que de facto
ocurra, debiendo en cualquier caso, a pesar del narcisismo, sacar provecho de ello. El
problema no es que Geertz no admita que no existen criterios neutrales, lo que ocurre
es que piensa que el punto de partida —nuestros criterios histórica y culturalmente
determinados— no tiene por qué ser el mismo que el de llegada.
Así pues, el nuevo etnocentrismo no tiene por qué incluir un juicio negativo sobre
las particularidades culturales ajenas. Tan sólo se desentiende y desea o concibe un
mundo de identidades impenetrables, a la vez que defiende la propia particularidad de
toda injerencia. La respuesta de Geertz es, por un lado, afirmar como cuestión de
hecho el imparable proceso de mestizaje de todas las sociedades —aunque,
obviamente, hay diferencias de grado según los casos— y, por otro, ya lo hemos
dicho, afirmar que el relativismo de los valores de la antropología no es equivalente
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al pirronismo moral del que le acusa frecuentemente el antirrelativista, a la vez que
defiende como posible y deseable el diálogo transcultural en vistas a ensanchar el
papel que la razón desempeña en la historia. De lo que se trata es de conversar con
los otros a fin de, comprendiéndolos, ampliar el universo del discurso humano. Por
tanto perseguiremos aquellas descripciones que hagan más perspicuas e inteligibles
las acciones de los otros que, prima facie, nos parecen extrañas e incomprensibles, de
forma que en ocasiones podamos volver sobre nosotros mismos y dejar de ver «lo de
casa» como lo natural o indefectible —como algo de sentido común[4]— en vez de
verlo como una manera que tiene su arraigo en una trama culturalmente compleja e
historiable.
Esta posición puede aclararse si recurrimos a la distinción que Geertz hace, en la
anterior referencia a «El pensar en cuanto acto moral», entre «relativismo» (de los
valores) y «pirronismo» (moral). El problema con el relativismo —por cierto, como
con el escepticismo— no es ya, como señala, que normalmente sean los
antirrelativistas quienes lo definen, sino que deben de distinguirse varios aspectos que
normalmente se confunden. Cabe pues distinguir al menos tres aspectos como a) qué
es aquello que se relativiza (la ontología, las razones, la verdad, los valores, las
costumbres…), b) respecto a qué marco o contexto se hace relativo lo relativizado
(las teorías, los esquemas conceptuales, las culturas…) y c) la fuerza o radicalidad
con la que se relativiza algo respecto de un marco o contexto de referencia.
Pues bien, la posición de Geertz es que el relativismo cultural, aquel que elige
como contexto de relativización las diversas culturas, no tiene por qué concluir en
pirronismo, es decir en un relativismo extremo en cuanto a la fuerza de la
relativización que concluya en un escepticismo radical respecto a la posibilidad de
juzgar, desde otro contexto cultural, lo relativizado. En la cita que comentamos tal
afirmación rige —en cuanto aquello que se relativiza— para los valores, pero la
distinción vale en general como veremos detenidamente más tarde. Ello hará
plausible que pueda afirmarse, en «Anti-antirrelativismo», que «la tendencia
relativista, o más exactamente la inclinación al relativismo que la antropología
provoca en quienes tienen mucho trato con sus materiales, está pues en cierto modo
implícita en la disciplina en cuanto tal», a la vez que afirma, quince años antes en «El
pensar en cuanto acto moral», que aunque el relativismo no sea sinónimo de
pirronismo «el juzgar sin comprensión constituye una ofensa contra la moralidad». Y
esa comprensión exige darle toda su densidad y relevancia a lo local, particular y
variable, y no abandonar a uña de caballo la maraña de las diferencias para llegar
cuanto antes a invariantes culturales, realidades subyacentes fijas o a universales
lógicos o empíricos —como defienden los antirrelativistas— que, en el mejor de los
casos, son abstracciones vacías carentes de potencia heurística en vista a comprender
lo ajeno y, en el peor, no son más que particularidades culturales (nuestras) que de
forma injustificada pretenden generalizarse.
En este punto creo que Geertz tiene razón frente a críticas tan apasionadas,
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rayando en el mal tono, como la de Gellner en Posmodernismo, razón y religión[5]
cuando afirma, siguiendo explícitamente a Ian Jarvie, que «el relativismo sí implica
nihilismo: si los criterios son intrínsecos e ineludiblemente expresiones de algo que
llamamos cultura, y no pueden ser nada más, entonces ninguna cultura puede
someterse a ningún criterio, porque (ex hypothesi) no puede haber criterios
transculturales desde los cuales pueda juzgarse. Ningún argumento podría ser más
sencillo o concluyente[6]». No creo que la cuestión sea sencilla, ni su argumento
concluyente porque, entre otras cosas, a Gellner le falta decir cómo se logra
determinar tales criterios. En cualquier caso a Gellner lo que de verdad le preocupa
no es tanto el nihilismo moral cuanto el cognitivo. Y es en este punto donde,
sirviéndose del concepto de «Era Axial» de Jaspers, recita una lección sabida desde
hace tiempo: el conocimiento científico —el propio de las ciencias naturales— «ha
triunfado, de un modo u otro, sobre todos los demás, a juzgar por el criterio
pragmático de la eficacia tecnológica, pero también de acuerdo con criterios tales
como la precisión, la elaboración, la elegancia y la expansión sostenida y
consensuada[7]». Es en ese cientificismo positivista donde reside la diferencia
filosófica de base y donde, por cierto, parece reproducirse de nuevo la oposición de
concepciones filosóficas de fondo y el diálogo imposible que ya se dio entre Peter
Winch, por un lado, y Gellner y Jarvie por otro, con motivo de la publicación por el
primero de su famoso y extenso artículo «Comprender una sociedad primitiva»
(1964). En aquel caso, al principio la polémica giró en tomo al relativismo de las
razones para después desbordarse, también, en cuestiones morales.
La acusación general contra Winch fue de relativismo protagoreano basándose en
el mismo argumento que el que hemos reproducido de Gellner. Pero tampoco Winch
defendió nunca que la moralmente necesaria ampliación de nuestros criterios de
inteligibilidad y comprensión inhibiera nuestra capacidad de juicio y crítica. Sólo —y
visto el panorama todavía hoy no es poco— defendía dos cosas. La primera, que para
comprender los criterios de inteligibilidad (o de racionalidad) de los otros es
necesario verlos y pensarlos teniendo en cuenta el particular sistema de reglas que
rige sus vidas, que para captar el sentido de un sistema de reglas es necesario captar
el sentido que de la vida tienen los otros (sus concepciones del bien y del mal) y que
«tenemos que presentar la concepción de inteligibilidad de S [por los otros] en
relación (¡inteligible!) con nuestra propia concepción de inteligibilidad. Esto es,
tenemos que crear una nueva unidad para el concepto de inteligibilidad, que guarde
alguna relación con nuestro antiguo concepto y que acaso requiera una considerable
reformulación de nuestras categorías». La segunda, en estrecha conexión con la
anterior, era su afirmación de que ningún sistema de reglas, vale decir ninguna
sociedad, está a salvo de perder su sentido, its point. Incluidas, obviamente, las
sociedades de referencia del antropólogo —en este caso Jarvie— que tan presto
estaba a considerar la práctica de los oráculos azande como un absurdo[8]. Y la verdad
es que uno se pregunta si esas afirmaciones son dignas de tales iras, más si tenemos
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en cuenta que el rodeo antropológico sólo tiene sentido si en el conocimiento y la
comprensión del otro adquirimos algo más de lo que llevábamos puesto antes de
comenzar el periplo: si no a qué tanto empeño en estudios detallados de la variada
diversidad cultural que han sido capaces de producir los hombres a lo largo del
tiempo y a través de la geografía.
Ahora en el caso de Geertz, como antes en el de Winch, el nudo de la cuestión es
si es posible el exilio cósmico (por decirlo a la manera del Quine de Palabra y
Objeto) o la perspectiva del ojo divino (si se prefiere la versión del Putnam de Razón,
Verdad e Historia). O dicho de otra manera: de lo que se trata es de saber si es
plausible abordar el estudio y la comprensión de las diferencias culturales bajo el
supuesto de que nosotros «poseemos un conocimiento que está más allá de la cultura
y de la moralidad» y, aún más, que «la existencia de un conocimiento amoral y
transcultural es el hecho de nuestras vidas[9]». Desde luego Geertz no suscribe
semejante supuesto —como afirma al final de «Anti-antirrelativismo»— ni está
dispuesto a admitir que tal cuestión constituya «el hecho» característico de nuestras
vidas. Pero tal cosa no le lleva ni a un pirronismo de la comprensión que afirmara que
las diferentes culturas —por absolutamente incomparables— son incomprensibles
desde la cultura de referencia de la que se parte, ni a un relativismo moral extremo —
el famoso nihilismo— que, por decirlo con su estupenda fórmula, no supiera
distinguir entre el je vous ai compris gritado por De Gaulle del je vous ai compris que
quisieron oír los pieds noirs argelinos. Como en el caso de Winch, «comprender» en
el sentido de captar no es sinónimo de «comprender» en el sentido de acuerdo sobre
las opiniones o compromiso moral común. Que ambos sentidos se fundan en
ocasiones no implica que siempre deba ser ése el caso. Sin embargo, justificar tales
afirmaciones, y aquilatar cómo todo ello es posible, requiere ofrecer las razones que
Geertz elabora a lo largo de su obra y que quizá no todo lector que se dispone a leer
los tres artículos que aquí se publican conoce. Vayamos pues a ello.
3. Un particularismo optimista
Partamos de su aserto de que «el juzgar sin comprensión constituye una ofensa
para la moralidad», lo cual, he dicho, supone darle toda su relevancia a lo particular,
local y variable. Este particularismo de Geertz, cuyas modulaciones vamos a ver,
obtiene su sentido tanto de sus concepciones acerca del hombre y la cultura, como de
consideraciones acerca de cuáles han sido las aspiraciones de la disciplina y la
medida en la que éstas se han visto satisfechas o frustradas. En cuanto a la cultura,
Geertz se separa de lo que podría llamarse conceptos rapsódicos de cultura a fuer de
emplear definiciones vagas e imprecisas, y propone una definición más operativa
afirmando que la cultura no es más que la trama de significaciones en la que el
hombre conforma y desarrolla su conducta. En cuanto al hombre, no es más que un
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animal inserto en esas tramas de significación que él mismo ha construido. Así, la
cultura se comprende mejor no como complejos de esquemas o pautas de conducta
(costumbres, hábitos, tradiciones…), sino como una serie de mecanismos de control
(planes, recetas, reglas, instrucciones… «programas») que gobiernan, modelan y
dirigen la conducta; mientras que el hombre se piensa como el animal que más
depende de mecanismos de control no-innatos (extragenéticos), es decir de esos
programas culturales, para ordenar su conducta[10].
Pues en los hombres, a diferencia de los animales, su dotación innata la
constituyen capacidades de respuesta —a estímulos externos e internos—
extremadamente generales, vagas e imprecisas. Esta vaguedad e imprecisión tiene
una doble consecuencia: por un lado, el hombre es un animal, especialmente en la
infancia, extraordinariamente plástico, moldeable o adaptable; pero por otro lado,
estas capacidades de respuesta, por ser más abiertas en cuanto a posibilidades
efectivas, están mucho menos reguladas. Así las cosas, si esa capacidad general de
respuesta del hombre no estuviera gobernada por estructuras culturales —concebidas
como sistemas organizados de símbolos—, la conducta de los hombres sería un puro
caos, una rapsodia de actuaciones sin finalidad ni orden. En definitiva, su conducta
sería un puro estallido de impulsos y emociones. Desde este punto de vista, pues, la
cultura no es algo añadido o superpuesto a una conducta biológicamente
predeterminada, sino que la cultura resulta de la orientación, precisión, especificación
y restricción que practican «los sistemas organizados de símbolos significativos» en
el seno de esas capacidades de respuesta muy generales debidas a la dotación
genética del hombre.
Geertz entiende por «símbolo» cualquier cosa (objeto, acto, hecho, cualidad,
palabra, gesto…) que sirva como vehículo de una concepción. Dicho de otra manera:
símbolo es cualquier cosa que, desprovista de su mera facticidad o actualidad, sea
usada para disponer significativamente los sucesos entre los que los hombres viven,
de forma que éstos se orientan en la experiencia. Así que los símbolos son, podría
decirse, experiencia congelada. Siendo abstracciones de la experiencia fijadas en
formas perceptibles, el pensamiento humano no es más que el tráfico o intercambio
de esos símbolos, no siendo pues algo privado, interno a la mente del sujeto sino que,
antes al contrario, las tramas culturales —«la construcción, aprehensión y utilización
de las formas simbólicas»— son hechos sociales y, por tanto, públicas y observables.
Al ser las estructuras culturales sistemas de símbolos o complejos de símbolos su
rasgo más relevante es ser «fuentes extrínsecas de información». Por «fuentes de
información» debe entenderse que —lo mismo que los genes— suministran un patrón
o modelo en virtud del cual se conforman de manera definida los procesos o sucesos
exteriores. Y por «extrínsecas» debe entenderse que —a diferencia de los genes—
estas fuentes están fuera del organismo individual y se encuentran en el ámbito de lo
intersubjetivo, es decir: del intercambio de símbolos, ámbito en el que los individuos
se mueven como agentes pero que preexiste y sobrevive a los individuos. Ahora bien,
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al decir que las estructuras culturales son fuentes extrínsecas de información en tanto
modelos en virtud de los cuales se conformaban los procesos exteriores hay que tener
en cuenta que el término «modelo» tiene dos sentidos: algo puede ser un modelo de
algo y algo puede ser un modelo para algo. Por ejemplo: cuando establecemos una
teoría dinámica, ésta presenta de forma sinóptica y perspicua las relaciones que se
dan —imaginemos un diagrama— entre los diferentes aspectos de la corriente de un
fluido y un objeto que la obstaculiza, de forma que esas relaciones se nos tornan
comprensibles y así comprendemos tanto las evoluciones de una corriente de agua en
una acequia como el comportamiento del flujo del aire cuando es cortado por el ala
de un avión. De igual forma tal teoría nos sirve para diseñar el ala de un avión. Aquí
la teoría es un modelo según el cual se disponen y organizan relaciones entre aspectos
físicos (o sea, no simbólicos). La teoría es aquí un modelo para la realidad.
Pues bien, a diferencia de los genes que son sólo «modelos para…», y no
«modelos de…», las estructuras culturales tienen el carácter doble de ser «modelos
de…» y «modelos para…». Este doble aspecto es lo que distingue los verdaderos
símbolos de otras formas significativas. Pues «la percepción de la congruencia
estructural entre una serie de procesos, actividades, relaciones, entidades, etc… y otra
serie que obra como un programa de la primera, de suerte que el programa pueda
tomarse como una representación o concepción de lo programado —un símbolo— es
la esencia del pensamiento humano. La posibilidad de esta trasposición recíproca de
“modelos para” y de “modelos de” que la formulación simbólica hace posible es la
característica distintiva de nuestra mentalidad[11]».
De lo dicho hasta aquí se desprenden consecuencias de orden general sobre el
hombre. Si el hombre es el animal que más depende de mecanismos de control no
innatos para ordenar su conducta y dotar de sentido a su experiencia, ello quiere decir
que el hombre es un animal incompleto e inacabado que se caracteriza no tanto por su
capacidad de aprender como por las clases particulares de cosas que debe aprender
antes de ser capaz de actuar en cuanto hombre. Hay un vacío que colmar entre lo que
el cuerpo nos dice debido a nuestra dotación genética y lo que tenemos que saber para
lidiar con la experiencia. Ese vacío hay que colmarlo con la información suministrada
por las estructuras culturales. Así que la frontera entre lo innato y lo cultural
adquirido es una frontera móvil según una línea que se desplaza en dependencia de
consideraciones temporales y geográficas. De manera que la capacidad de hablar o
respirar es innata y totalmente predeterminada, y sonreír ante estímulos agradables o
fruncir el ceño ante estímulos desagradables también puede que esté predeterminado
genéticamente (los monos, por ejemplo, contraen los músculos de la cara ante un mal
olor y los dilatan ante estímulos agradables). Pero entre los planes para la vida que
establecen nuestros genes —capacidad de hablar, sonreír o respirar— y la conducta
concreta que nosotros desarrollamos —hablar sofisticadamente inglés oxoniense,
sonreír socarronamente en la huerta valenciana o respirar como los yoguis— se da
toda una serie de sistemas simbólicos o estructuras culturales según las cuales, y bajo
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las cuales, convertimos aquellos planes generales y laxos en una actividad concreta
determinada. Lo cual resulta en que, para Geertz, no existe una naturaleza humana
independiente de la cultura. Somos animales incompletos terminados por la cultura.
Pero esto es muy importante: estamos acabados no por la cultura en general, sino por
formas particulares de la misma; es decir, por la cultura de los apaches, de los incas o
de los catalanes.
Veamos ahora el otro polo de la cuestión que había quedado pendiente en cuanto
razón de ser de su particularismo: las consideraciones acerca de cuales han sido las
aspiraciones de la disciplina y la medida en la que éstas se han visto satisfechas o
frustradas. En cuanto la cultura es entendida como un sistema dinámico de símbolos
interpretables, no se considera como una entidad a la que pueda atribuirse alguna
eficacia causal de acontecimientos sociales, la causación de instituciones o modos de
conducta. Y así, entender la antropología como una física social de leyes y causas no
lleva más que a la frustración por tanta predicción no cumplida o verificación siempre
aplazada[12]. Ahora bien, esa concepción que él desecha se basa en un programa que
se ha cumplido de muy diversas formas pero que siempre ha seguido la misma pauta
de separar dos niveles: por un lado, lo que es natural, universal y constante en todos
los hombres y, por otro, lo que es convencional, local y variable.
Esta «concepción estratigráfica» nos ha legado una imagen del hombre como un
compuesto de niveles biológico, psicológico y cultural. Ese compuesto tendría un
orden jerárquico: cada nivel se superpone a los que están debajo, que son su
fundamento, y sustenta a los que están arriba. Pero el caso es que de esta imagen
general se ha desprendido, en antropología, una estrategia o programas de
investigación que también se han mantenido siempre los mismos, aunque
cumpliéndose de diversas maneras, a saber: por una parte, se ha buscado en las
culturas unos principios universales y uniformidades empíricas que se mantuvieran
constantes a través de la diversidad espacio-temporal de las costumbres y, por otra, se
ha intentado, una vez supuestamente encontrados esos principios universales,
relacionarlos con los elementos constantes e invariables establecidos por la biología,
la psicología o la sociología.
Geertz se aparta de esta concepción estratigráfica y del programa de investigación
que de ella se deriva señalando, en primer lugar, los supuestos de tal concepción y
programa asociado para, en segundo lugar, criticarlos en cuanto a la posibilidad de
poder satisfacerlos. Como supuestos señala: 1) que pueda establecerse un dualismo
entre: a) por un lado, aspectos empíricamente universales de la cultura que tienen su
fundamento en realidades subculturales (biológicas, psicológicas…) y b) por otro
lado, aspectos empíricamente variables que no tengan tales fundamentos; 2) que
pueda establecerse que tales principios universales sean substantivos, es decir: que
sean relevantes por su contenido y que no sean meras abstracciones vacías; 3) que
pueda establecerse que esos principios están realmente fundados en procesos
biológicos o psicológicos y no que se postule vagamente que están «asociados» con
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«realidades subyacentes» y 4) que tales principios puedan ser considerados como
elementos centrales en una definición de la humanidad y que en comparación con
ellos las particularidades culturales sean, claramente, de importancia secundaria o
irrelevantes.
Ante tales supuestos Geertz arguye que, en primer lugar, hay un conflicto entre
afirmar, por ejemplo, que «religión», «matrimonio» o «propiedad» son principios
universales empíricos de toda cultura y darles un contenido específico. ¿Por qué?
Porque decir que son universales empíricos quiere decir que «religión»,
«matrimonio», etc. tienen el mismo contenido, y decir eso supone pasar por alto el
hecho de que no lo tienen, dado que hay formas variadísimas de religión, matrimonio
o propiedad. Así, ante la afirmación de que es universalmente propio de toda religión
«la creencia en una vida después de la muerte» (Kluckhorn), replica que para que
tales creencias resulten atribuibles a los confucianos, a los calvinistas o a los budistas
al mismo tiempo, deben ser formuladas de forma tan abstracta y general que su
afirmación como universal queda desvirtuada y sin fuerza. Y ello por la razón de que
cada uno de estos tipos de creyentes entiende por «vida» y «muerte» una cosa, a la
vez que tienen una concepción del tiempo («después de») completamente diferente.
En segundo lugar, Geertz afirma que cuando se ha disociado lo cultural, lo
psicológico y lo biológico y se los ha elevado a planos científicos separados,
autónomos y completos en sí mismos, es muy difícil volver a unirlos. La estrategia
derivada de la concepción estratigráfica procede normalmente considerando «puntos
de referencia invariantes», es decir: necesidades subyacentes de corte psicológico,
biológico o social, y entonces considera los universales culturales como maneras
institucionales de arreglárselas con tales necesidades. Pero el problema para Geertz es
que no podemos establecer de un modo preciso y verificable las relaciones entre los
distintos niveles. Es decir, nunca se pueden establecer genuinas interconexiones
funcionales en las que el elemento cultural es función del nivel biológico o
psicológico, etc[13]. En vez de interconexiones funcionales lo único que puede
establecerse son analogías o paralelismos entre casos diferentes. Así las cosas, la
propuesta es abandonar la anterior concepción y adoptar una posición sintética que se
caracteriza por volver a fijarse en las particularidades culturales y verlas y pensarlas
como variables —junto a los factores biológicos, sociológicos y psicológicos—
dentro del sistema unitario de análisis que supone una determinada cultura.
Así, tanto sus concepciones acerca del hombre como de la cultura, a la vez que la
crítica del ideal explicacionista que la antropología ha tenido en cuanto disciplina
empírica de pretensión científica, le abocan a un particularismo de consecuencias
relativistas pero que en ningún caso, como vamos a ver, concluyen en un pirronismo
ni epistemológico ni moral.
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Al ser la cultura el contexto simbólico significativo en el que se inscriben los
acontecimientos humanos, de lo que se trata es de interpretar el sentido y el valor de
las acciones simbólicas de los hombres. Desde este punto de vista, las conductas
modeladas por las diferentes culturas aparecen como un texto que hay que leer e
interpretar, y comprender al otro «no consiste en una simple refundición de los modos
que otros tienen de disponer las cosas en nuestro propio modo de situarlas (que es el
modo en que las cosas se pierden), sino en la exposición, mediante nuestras
locuciones, de la lógica de sus modos de disposición; una concepción que de nuevo
se halla más próxima a lo que hace un crítico para arrojar luz sobre un poema que a lo
que hace un astrónomo para tomar nota de una nueva estrella[14]». Bien entendido
que en esas descripciones interpretativas de las conductas pautadas culturalmente
debe procederse como lo que Geertz llama una «descripción densa[15]»: desvelando la
jerarquía estratificada de estructuras significativas donde se producen, perciben e
interpretan las acciones simbólicas de los hombres. Pero hay algo más: esas
descripciones deben tener una orientación émic. Veamos, en primer lugar, el sentido
canónico de la distinción émic/étic, para después señalar su peculiar posición.
Los términos «émic» y «étic» designan dos modos de proceder en la
investigación antropológica[16]. Aunque esa terminología es relativamente reciente,
pues proviene del misionero y lingüista Kenneth Pike en 1954, de hecho la
confrontación entre esos dos puntos de vista viene de lejos (de forma que el
particularismo de Boas lo podríamos caracterizar como una defensa de la perspectiva
émic, aunque el trabajo de Boas sea varias décadas anterior a la distinción de Pike). Y
así puede decirse, como declara Geertz, que lo que se ha discutido bajo la
sistematización de la oposición émic/étic se ha discutido también como descripciones
desde dentro versus descripciones desde fuera, como descripciones en primera
persona versus descripciones en tercera persona, o como teorías fenomenológicas
versus teorías objetivistas[17].
Una descripción émic es una descripción hecha en términos, utilizando
distinciones y contrastes que los agentes descritos consideran significativos, con
sentido, reales, verdaderos o, en cualquier caso, apropiados. Una descripción émic
queda falsada si los agentes descritos se muestran disconformes con la misma, o bien
porque no admiten como real, significativo o adecuado lo que los etnógrafos
concluyen, o bien si se demuestra que la descripción contradice el cálculo cognitivo
por el cual los agentes informados llegan a establecer lo que es real, significativo o
adecuado en general. Por contra, una descripción étic está hecha en términos que
involucran conceptos considerados adecuados por la comunidad científica para llevar
adelante su tarea de análisis antropológico. Contrariamente al caso anterior, una
descripción étic no queda falsada porque los agentes descritos no encuentren
significativo, real o adecuado lo que dice el estudio etnográfico sobre ellos. Una
descripción étic queda verificada, en principio, cuando varios observadores
independientes, usando de categorías y procedimientos similares, están de acuerdo en
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la formulación de un hecho y en su ocurrencia[18].
Ante la disyunción de la oposición émic/étic, Geertz propone una posición que
podríamos llamar ponderada y contextual[19]. Para ello se sirve de dos términos
acuñados por el psicoanalista Heinz Kohut: conceptos cercanos de la experiencia y
conceptos distantes de la experiencia. Un concepto cercano de la experiencia es aquel
que un sujeto —un informante en este caso— puede naturalmente y sin esfuerzo usar
para definir lo que él o sus compañeros ven, sienten, imaginan, etc., y que el sujeto
entiende directamente cuando otros lo aplican. Un concepto lejano de la experiencia
es el que varios tipos de especialistas usan para formular su tarea teórica, científica o
filosófica. Por ejemplo, en el contexto de nuestra cultura, «amor» es de la primera
clase y «objeto de catexis» es de la segunda.
Lo que hay que subrayar es que esta distinción importada por Geertz es,
claramente, una distinción contextual y de grado («miedo» es más cercano de la
experiencia que «fobia»), y la diferencia no es una diferencia —para la antropología
— normativa, en el sentido de que una clase de concepto sea preferible a otra. Desde
luego el problema no consiste en imaginarse como uno de los analizados, ni en
intentar «ponerse en su piel». Ciertamente, en un sentido, nadie sabe mejor que los
nativos qué es lo que ellos piensan. Pero, en otro sentido, ésa es una obviedad
simplemente falsa porque todas las gentes usan los conceptos cercanos de la
experiencia de una manera espontánea e inconsciente, y sólo cuando, bajo
cuestionamiento ajeno, se les llama a la reflexión, están dispuestos a reconocer que en
sus descripciones hay implicados «conceptos» en absoluto.
Debe tenerse en cuenta que en la definición de análisis émic, cuando para señalar
un criterio de falsación de una descripción se introduce la cláusula «si se demuestra
que la descripción contradice el cálculo cognitivo por el cual los agentes informados
llegan a establecer lo que es real, significativo o adecuado en general», se está
estableciendo un criterio muy estricto. Porque puede darse el caso de que yo
describiera un conjunto de conductas de un agente según las distinciones de su
lenguaje y no por eso tendría que estar él de acuerdo con la descripción concreta que
yo hiciera en ese lenguaje de una conducta suya particular. Por otra parte, cuando se
habla de estrategias émic es fácil dejarse llevar por una imagen que, al generalizar un
solo tipo de situación, sesga el asunto y lo deforma. Me refiero a que no siempre en
las interpretaciones antropológicas se está en la situación de dos hablantes
copresentes. Adoptar una estrategia émic también ha de ser posible y pensable
cuando la descripción interpretativa se refiere a situaciones pasadas. Es decir: puede
plantearse una etnografía (¿o historia?),[20] de orientación émic cuando se trata de
describir el amor caballeresco. En estas dos cuestiones planteadas la posición de
Geertz puede salvar los escollos. Porque en el primer caso yo no tendría por qué
renunciar a mi interpretación porque los agentes no estuvieran de acuerdo con mis
descripciones (lo que supone que las entienden). En el segundo de los casos yo podría
hacer una descripción orientada étnicamente (a lo Geertz) despreocupándome de que
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los agentes ya no estén aquí como posibilidad de falsación[21].
Así pues, el problema es qué tipo de papel juega cada tipo de concepto (cercanos
o lejanos de la experiencia), o cómo, en cada caso, deben ser empleados para producir
una interpretación que ni quede presa dentro de los horizontes de los interpretados
(una etnografía de los brujos azande hecha por uno de ellos), ni, en el otro extremo,
sea absolutamente insensible a los matices peculiares de su particularidad (una
etnografía de la magia azande escrita por un físico nuclear). En este punto, Geertz
extrajo las consecuencias epistemológicas de la publicación del Diario en el sentido
estricto del término de Malinowski, donde éste expresa su disgusto por los lugares en
los que se encuentra y sus problemas con, y su aversión por, los nativos que estudió.
De forma que, más que hablar de las características psíquicas del etnógrafo —de sus
sentimientos de empatía o de antipatía hacia los hombres objeto de su estudio—, lo
que hay que ver es cómo se captan los conceptos cercanos de la experiencia de otras
gentes y cómo se conectan con los distantes de la experiencia que los teóricos han
fraguado para capturar las características generales de la vida social. Por tanto, el
problema aquí no es moral sino epistemológico: qué pasa con la comprensión cuando
desaparece la empatía. No se trata de convertirse en un nativo o en una bruja, se trata
nada más y nada menos que de conversar con ellos a fin de, al comprenderlos,
ampliar el universo del discurso humano («ensanchar el papel que la razón
desempeña en la historia», dice en «El pensar en cuanto acto moral»). Y para ello, en
la interpretación de las formas simbólicas según las cuales se autoentienden los otros,
tal peculiar movimiento intelectual consiste en un continuo desplazarse dialéctico
desde el más local de los detalles a la más global de las estructuras, de forma que
puedan ser puestos ambos aspectos a la vista simultáneamente. Hay que ir y venir
entre el todo concebido a través de las partes y las partes concebidas a través del todo
que las motiva. No puede saberse lo que es un juez de línea a menos que se sepa lo
que es el fútbol y viceversa. Por eso dice Geertz que comprender una forma cultural
es más parecido a captar un proverbio o un chiste que a una comunión. En cualquier
caso, y es considerable la forma en que resuena aquí el final de la cita que más arriba
hacíamos de Winch, se trata de «reorganizar las categorías (las nuestras y las de otros
pueblos…) de un modo tal que puedan divulgarse más allá de los contextos en los
que se gestaron y adquirieron sentido originalmente con el fin de encontrar afinidades
y señalar diferencias[22]».
Pero en cualquier caso, llegar a cumplir tal tarea, es decir, llegar a visiones
generales y sinópticas, sólo es posible a partir de comprensiones circunstanciadas y
de detalle. No cabe buscar regularidades abstractas sobre la base de generalizaciones
a partir de casos particulares, ni cabe una vez obtenidas estas generalizaciones
dedicarse a subsumir casos particulares bajo leyes generales (desde luego las leyes
generales de tipo causal quedan descartadas desde un punto de vista ontológico, pues
ya dijimos que, para Geertz, la cultura en cuanto sistema dinámico de símbolos no se
considera una entidad a la que pueda atribuirse eficacia causal alguna). De lo que se
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trata es de hacer lo que Geertz llama, por analogía con la medicina y el psicoanálisis,
«inferencias clínicas»: empezar con una serie de significantes y buscar situarlos
dentro de un marco de inteligibilidad. Como dice en La interpretación de las
culturas: lo que se buscan son relaciones sistemáticas entre diversos fenómenos, no
identidades sustantivas entre fenómenos similares. Dicho aún de otra manera: de lo
que se trata no es de saber si, por ejemplo, el arte es universal (y decidir si el urinario
de Duchamp, las máscaras Dagon y las pinturas rupestres son todos fenómenos
subsumibles bajo la misma categoría, ya sea la de «formas expresivas» o cualquier
otra); sino que se trata de hablar sobre tales cosas —la pintura rupestre, las máscaras
y el famoso urinario— de una forma tal que dichos fenómenos arrojen luz unos sobre
otros. Y la orientación émic, tal y como hemos visto que la entiende Geertz, lo
permite.
Desde luego, descartada la explicación —entendida según el modelo nomológico-
deductivo o inductivo-probabilístico— como proceder propio de la antropología se
descarta el carácter predictivo de la misma. Sin embargo, los «marcos de
inteligibilidad» no sólo deben ser operativos respecto a realidades pasadas, también
se deben poder aplicar a realidades futuras: «El marco teórico dentro del cual se
hacen las interpretaciones debe ser capaz de continuar dando interpretaciones
defendibles a medida que aparecen a la vista nuevos fenómenos sociales[23]». De ello
se desprenden consecuencias relativas al papel de la teoría en la etnografía. Después
de lo dicho parece obvio que en este enfoque es necesario que la teoría permanezca
más cerca del terreno estudiado que en el caso de las ciencias naturales; es decir: la
teoría no debe despegarse abruptamente de los conceptos «cercanos de la
experiencia» de los estudiados. Si tenemos en cuenta que las interpretaciones deben
estar orientadas étnicamente, hay una tensión ineludible entre la necesidad de rescatar
lo particular y efímero en «términos susceptibles de consulta» (es decir: entre la
teoría «solidificada») y la interpretación de casos concretos de acción simbólica. En
general, todo proceso hacia una teoría general de la interpretación cultural hará
aumentar la tensión. El problema reside en una especie de equilibrio inestable. Esta
tensión y este equilibrio corren paralelos a los existentes entre la reacción moral del
antropólogo y la observación científica. Tal y como afirma en «El pensar en cuanto
acto moral»; «el deslizamiento hacia el cientificismo, o del otro lado, hacia el
subjetivismo, no es sino signo de que la tensión ya no puede soportarse, de que se han
perdido los nervios y de que se ha optado por la supresión de, o bien la propia
humanidad, o bien de la propia racionalidad».
Llegados aquí creo que carece de base la diatriba de Gellner que concluye
afirmando que, más allá de las protestas de Geertz y de sus confesas intenciones, su
punto de vista hermenéutico no puede sino abocarlo a declarar a los otros
incomprensibles. De toda manera, si me he fijado en Gellner es como muestra de Un
estilo de pensamiento que va mucho más allá de él y viene de lejos. El relativismo de
Geertz se debe a su particularismo, pero como hemos visto tal relativismo cultural no
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le compele a un pirronismo —escepticismo radical— ni en cuanto a la posibilidad de
conocer las diferencias culturales, ni en cuanto a establecer juicios morales o críticas
culturales. En cualquier caso, juzgar sin comprensión es claramente una ofensa contra
la moralidad y embarcarse en el estudio de la diversidad cultural sin más fin que
volver a encontrar lo ya sabido bajo apariencias distintas —lo propio, lo que todavía
no lo es pero está en camino de serlo, o lo aberrante, absurdo o irracional visto con
nuestros ojos— es, si no una estupidez, una pérdida de tiempo. Como dice Geertz:
«Si lo que queríamos eran verdades caseras, deberíamos habernos quedado en casa».
Por eso, aunque parezca paradójico, un relativista puede sin incoherencia, como hace
en «Los usos de la diversidad», prevenir contra un mal uso del aserto
wittgensteiniano del Tractatus: «los límites de mi mundo son los límites de mi
lenguaje». Porque, si bien es cierto que el significado se construye socialmente y que
las tramas simbólicas en las que vivimos son las que definen cognitiva y moralmente
el mundo en que vivimos, no es menos cierto que ello no me recluye en una mónada
sin ventanas, pues dichas tramas pueden alterarse y ampliarse, alterándose y
ampliándose así mi mundo. Para ello podemos aprovecharnos del hecho de que
aquella diversidad cultural que antaño residía tan sólo en lejanos mares o frondosas
selvas está hoy también en casa, Pero, también, hoy como ayer, cierta actitud moral
es necesaria.
5. Hablando de traidores
Para concluir, algunas consideraciones en tomo a las dos traducciones que son de
nuestra responsabilidad: «El pensar en cuanto acto moral» y «Los usos de la
diversidad». Geertz ha insistido en una obviedad del mismo tipo que la de la carta
robada del cuento de Poe: la etnografía es escritura de una determinada especie y toda
investigación etnográfica acaba teniendo la forma de un determinado texto (artículos,
ponencias, monografías…) que tiene un público lector bien determinado en principio.
Y ello porque el discurso antropológico tiene como condición retórica tanto el «haber
estado allí» como el «estar aquí». Esto último quiere decir que no hay que perder de
vista el hecho de que el discurso antropológico es un discurso, hoy más que nunca,
universitario y académico en general[24]. Por ello «hay un contrato narrativo muy
minuciosamente redactado y respetado entre el escritor y el lector. Los presupuestos
sociales, literarios y culturales comunes al autor y su público están tan profundamente
arraigados e institucionalizados que signos casi imperceptibles son capaces de
transmitir mensajes importantes[25]».
Nadie como Geertz ha subrayado y reivindicado esa noción de autoría para el
antropólogo que, como explicó Foucault, hoy se asocia con los textos literarios pero
no con los científicos. Estos últimos exhiben una secuencia de verdades anónimas
demostradas y redemostrables; de los literarios, sin embargo, podemos preguntarnos
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quién los escribió y con qué intenciones. Podemos aplicar a Geertz su propio dictum,
preguntarnos cuáles son los presupuestos de su escritura y de paso señalar las
dificultades de la traducción. Porque el caso es que Geertz se place en mostrarnos que
su escritura está de acuerdo con el collage cultural que él señala y con la confusión de
géneros que impera. Sus textos están cuajados de referencias a la historia de la
antropología, la literatura, la crítica literaria, a los más diversos campos y escuelas de
la reflexión filosófica, la historia, al mundo de los media y también a la vie mondaine.
Y así en tres líneas nos podemos encontrar una referencia a un filósofo de la mente
como Thomas Nagel, a un modisto parisino de los años veinte y a un predicador cuya
relevancia se debe a su presencia macabra en los medios de comunicación del mundo
entero.
Este piélago de referencias y cosmopolitismo no sólo está al servicio de la
argumentación sino de una ironía mordaz que ha tenido la virtud de irritar a muchos.
No hay prosa más distante que la de Geertz y Gellner, pongamos por caso. Este
último, serio y amante de la aridez, que cree propia de la ciencia estricta, resulta al
cabo más insultante que el primero, al cual acusa de ello. Esa prosa plagada de
referencias cultas y populares, el gusto por el matiz y su compulsión polémica, se
expresan en una escritura muy fluida que gusta de las frases de período largo. Todo
ello redunda en una puntuación que para el traductor es una tortura y en un
vocabulario de muy amplio espectro. Desde luego en nuestra traducción no ha sido
difícil sentir el malestar de la traición.
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EL PENSAR EN CUANTO ACTO MORAL:
LAS DIMENSIONES ÉTICAS DEL TRABAJO ANTROPOLÓGICO
DE CAMPO EN LOS NUEVOS ESTADOS
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experiencia de los científicos sociales en activo, la vida ética que llevan mientras se
dedican a sus investigaciones, no se discute prácticamente nunca excepto en sus
términos más generales. Esto, que debería ser una profunda investigación de un
aspecto central de la conciencia moderna, ha quedado desgraciadamente en un
intercambio de opiniones de familia entre guardianes del juego cultural, como
Jacques Barzun, y fundamentalistas científicos, como B. F. Skinner, acerca de los
terribles o maravillosos efectos que el estudio sistemático del hombre ha tenido, está
teniendo o va a tener antes de lo que nos pensamos.
Con todo, el impacto de las ciencias sociales sobre el carácter de nuestras vidas
vendrá finalmente determinado más por el tipo de experiencia moral que éstas
encarnen, que por sus meros efectos técnicos o por cuánto dinero les esté permitido
gastar. Al ser el pensamiento conducta, los resultados del pensamiento reflejan
inevitablemente la calidad del tipo de situación humana en la que se obtuvieron. Los
métodos y teorías de la ciencia social no son producidos por ordenadores, sino por el
hombre; y, en su mayor parte, por hombres que no trabajan en laboratorios, sino en el
mismo mundo social en el que se aplican los métodos y al que pertenecen las teorías.
Es precisamente esto lo que imprime a toda esta empresa su especial carácter. La
mayor parte de la investigación social científica implica encuentros directos,
estrechos y más o menos molestos con los inmediatos detalles de la vida
contemporánea, encuentros de una clase que difícilmente ayuda, sino que más bien
afecta a las sensibilidades de los hombres que la practican, Y, como quiera que
cualquier disciplina es lo que los hombres que la practican hacen de ella, estas
sensibilidades resultan tan dependientes de su constitución, como las sensibilidades
de una época lo son de su cultura. Una valoración de las implicaciones morales del
estudio científico del hombre que vaya a consistir en algo más que en elegantes
mofas o descerebradas celebraciones debe comenzar con un reconocimiento de la
investigación científica como una variedad de la experiencia moral.
Proponer, después de tal preámbulo, mi propia experiencia como un objeto
apropiado para la evaluación puede acaso sugerir cierta pretenciosidad. Ciertamente,
el riesgo de amaneramiento no debe ser rechazado a la ligera. Discutir las propias
percepciones morales en público supone siempre una invitación a la hipocresía y, lo
que es peor, a acariciar la idea de que hay algo particularmente noble en el mero
hecho de haber sido suficientemente refinado por haberlas tenido. Incluso aquel que
se odia inveteradamente a sí mismo se enorgullece, como puso de manifiesto
Nietzsche, de su finura moral a la hora de percibir tan agudamente lo desgraciado que
es.
Ahora bien, si yo propongo discutir aquí algunas de las dimensiones éticas de mi
propia experiencia investigadora, no es porque las considere únicas o especiales.
Sospecho, más bien, que son comunes a la idea de universalidad que se da entre
quienes están entregados a un trabajo similar, y que son por ello representativas de
algo más que de ellas mismas o de mí mismo. Y lo que es más importante todavía:
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dado que mi trabajo ha tenido que ver con los nuevos Estados de Asia y África (o,
para ser más precisos, con dos de ellos, Indonesia y Marruecos) y con el problema
general de la modernización de las sociedades tradicionales, es quizá particularmente
apropiado para una evaluación de la investigación social como una forma de
conducta y de las implicaciones que deben extraerse en el caso de la ciencia social en
cuanto fuerza moral. Se diga lo que se diga de tal investigación, desde luego lo que
no se puede afirmar es que se centra en cuestiones triviales o que está desvinculada
de los intereses humanos.
Por descontado, éste no es el único tipo de trabajo que los científicos sociales
están llevando a cabo, ni tampoco el único que hacen los antropólogos. Se suscitarían
otras nuevas percepciones, se aprenderían otras lecciones, al examinar otros tipos, y
una evaluación general sobre el impacto de la ciencia social en nuestra cultura
debería tener en cuenta a todos ellos. A lo que apuntan las siguientes reflexiones,
dispersas y necesariamente algo personales, es a contribuir al asentamiento del debate
acerca del estatus moral de la ciencia social sobre una base más firme, y no a
proponer mis experiencias o mi propia línea de trabajo como canónicas.
II
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conocimiento que yo he sido capaz de obtener— no siempre tiene mucho que ver con
la eficacia (power).
Todo esto no es un mero ataque de pesimismo sentimental por mi parte; es un
aspecto inquebrantablemente objetivo de la investigación social en los nuevos
Estados. Como evidencia de esta afirmación, permítanme presentar por un momento
un problema que es fundamental, no sólo en Indonesia o Marruecos, donde me lo he
encontrado, sino prácticamente en todos los nuevos Estados: la reforma agraria.
Este problema aparece de forma bastante diferente, incluso opuesta, en Indonesia
y en Marruecos, por razones a la vez ecológicas, históricas y culturales. Pero, en
cualquiera de ambos lugares, el analizarlo sistemáticamente no consiste sólo en
apreciar por primera vez lo grave que es en cuanto problema, sino en descubrir los
factores que lo hacen tan recalcitrante; y estos factores resultan ser muy semejantes
en ambos lugares. En particular, a corto plazo, en ambas situaciones se da una radical
incompatibilidad entre los dos fines económicos que conforman aquello en lo que
consiste una reforma agraria de largo alcance: el progreso tecnológico y una mejora
del bienestar social. Hablando de forma menos abstracta, por el momento parecen
anhelos directamente contradictorios un radical aumento de la producción agrícola,
por un lado, y una significativa reducción del des(o sub)empleo rural, por otro.
En Indonesia, y en particular en su corazón javanés, donde las densidades de
población superan los 1500 habitantes por milla cuadrada, esta contradicción se
expresa en términos de un modo de explotación extraordinariamente intensiva desde
el punto de vista del trabajo, pero, en su conjunto, altamente productivo. Los
innumerables bancos de arroz de tercio y de cuarto de acre que cubren Java, Bali y
determinadas regiones de Sumatra y las Célebes, se trabajan casi como si fueran
jardines —o, acaso más exactamente, enormes invernaderos—. Prácticamente todo se
hace a mano. Se utilizan herramientas muy simples (y también muy ingeniosas).
Multitud de peones provenientes de la enorme población rural trabajan con extremo
cuidado y gran meticulosidad.
El que se quiera o no llamar a estos trabajadores «subempleados» depende de las
definiciones. Ciertamente, la mayoría de ellos contribuye de alguna manera a la alta
tasa de producción por acre; con igual certeza, estarían mejor empleados en algún
otro sitio, si es que existiera ese algún otro sitio donde emplearlos y si tuvieran a su
alcance medios mecanizados con los que llevar a cabo sus tareas agrícolas. Sin
embargo, no los hay. Y es aquí donde está la dificultad: un progreso tecnológico de
serio alcance (esto es, al margen de cambios marginales como el aumento en la
fertilización y la mejora en la elección de las semillas) significa el masivo
desplazamiento del trabajo rural y ello es impensable en las actuales circunstancias.
Como puso de relieve un economista holandés, el trabajo agrícola de Java podría
realizarse haciendo uso de la moderna tecnología con el diez por ciento de la actual
mano de obra, pero ello dejaría famélico al otro noventa por ciento.
Llegados a este punto, siempre aparece alguien, que recuerda lo que fue de los
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horribles presagios de Malthus en lo referente a Europa, para decir
«¡industrialización!». Pero ¿cómo se debe financiar la industrialización en un país
donde el vasto campesinado consume masivamente lo que produce y donde la escasa
exportación va destinada en su mayor parte a asegurar la subsistencia de las masas
urbanas? ¿Y cómo, incluso aunque pueda financiarse, puede alcanzar tal envergadura
(y en estos días de la automatización, de tal clase) como para absorber más allá de
una diminuta fracción del trabajo que liberaría una auténtica revolución agrícola en
Java?
En esencia, enfrentado a una elección entre mantener el empleo y aumentar la
producción por trabajador, el agricultor javanés «elige» (palabra absurdamente
voluntarista cuando se usa en este contexto) mantener el empleo sin importarle el
nivel de bienestar. De hecho, ha estado haciendo esta «elección» en prácticamente
cualquier coyuntura desde hace al menos cien años. Se hace difícil ver qué otra cosa
podría haber hecho en esas circunstancias o qué otra cosa puede hacer ahora.
Desde luego, la situación no es tan negra. Simplifico por motivos de
argumentación y de énfasis. Hay algunas otras cosas (la mejora de los niveles
educacionales, el despertar de las aspiraciones populares) que deben hacerse constar
en el balance. Pero tampoco es como para echar las campanas al vuelo. Existe la
estrecha conexión entre la tecnología que absorbe el trabajo y el intrincado sistema
social de los pueblos. Existe también la completa trabazón de los procesos de
parcelación de la tierra, cultivos múltiples y arriendos compartidos que los hace
mucho más difícilmente reconvertibles. Y existe el siempre creciente énfasis en
cultivos de subsistencia y el consecuente declive de la crianza de animales y de las
granjas mixtas. Dondequiera que se mire, las arterias se endurecen.
La situación marroquí presenta un panorama a primera vista bastante diferente,
pero, examinado de cerca, no mucho más brillante. A pesar de que la población está
creciendo con alarmante rapidez, su pura masa no constituye todavía un problema tan
imponente como lo es en Indonesia. Más que un patrón de explotación altamente
intensivo desde el punto de vista del trabajo, pero a su vez también altamente
productivo, se da una separación entre modernos granjeros a gran escala (a menudo a
muy grande escala —2500 acres y más—), en su mayor parte franceses, y granjeros
tradicionales a muy pequeña escala (cuatro y cinco acres), todos ellos marroquíes.
Los primeros están altamente mecanizados —probablemente más incluso que muchos
de sus compatriotas en Francia— y, en su mayor parte, son bastante productivos. Los
segundos no sólo no están mecanizados, sino que además el nivel de su tecnología
tradicional es, al contrario que el de Java, muy bajo. Como trabajan tierras marginales
en lo que es como mucho (de nuevo en contraste con Java) un paraje ecológico
extremadamente dificultoso, son notablemente improductivos. Un epítome
estadístico, aunque sea sólo aproximado, pone de manifiesto la situación con
suficiente brutalidad: alrededor de la mitad del uno por ciento de la población rural
—unos 5000 colonos europeos— cultiva aproximadamente el siete por ciento de las
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tierras del país, contribuye con alrededor de un 15 por ciento a su producción agrícola
total y representa más o menos el sesenta por ciento de sus ingresos por exportación
agrícola (treinta por cien del total).
Así pues, la imagen es clásica y clara. Como también lo es el dilema que presenta.
Por una parte, el mantenimiento de una situación constituida por pudientes granjeros
foráneos a gran escala entre los miserables agricultores indígenas a pequeña escala no
es, por encima y más allá de su injusticia social, un modelo que vaya a perdurar
durante mucho tiempo en el mundo post-colonial y es, de hecho, un modelo que ya ha
comenzado a verse alterado. Por otra parte, la desaparición de tales granjeros y su
sustitución por campesinos plantea, al menos en principio y quizá por mucho tiempo,
la amenaza de una caída en la producción agrícola y en las ganancias en los
intercambios internacionales, algo que un país al borde de una crisis demográfica y
acosado por los galopantes problemas habituales de la balanza de pagos no es capaz
de considerar con la adecuada ecuanimidad.
De la misma manera que en una situación como la de Indonesia la primera
respuesta es pensar en la industrialización, en una situación de este tipo se piensa en
la reforma agraria. Pero a pesar de que la reforma agraria puede desplazar —como de
hecho lo está haciendo— a los colonos de manera bastante fácil, ella no puede por sí
misma transformar a los pobres agricultores tradicionales en modernos y capaces
granjeros. De hecho, como tiende, dadas las presiones populares, a traer consigo la
parcelación extensiva con la consiguiente descapitalización de las grandes fincas,
viene a significar un paso en la misma dirección que en el caso de Indonesia: escoger
niveles más altos de empleo rural por encima de la racionalización económica. Este
tipo de «elección» es, a pesar de sus atractivos en cuanto al bienestar, de lo más
dudosa, dado un emplazamiento físico donde las técnicas avanzadas son necesarias
no sólo para prevenir el descenso en la producción, sino para evitar un progresivo
deterioro del entorno hasta niveles prácticamente irreversibles.
Pero lo contrario es igualmente dudoso: el mantenimiento de un enclave de
prósperos granjeros foráneos (o, como es cada vez más el caso, de granjas estatales
altamente mecanizadas y dirigidas por elites) en medio de una creciente masa de
empobrecidos proletarios rurales. En Indonesia, los marxistas siempre han pasado
algún apuro a la hora de identificar a sus familiares enemigos de clase de forma que
pudieran culparles de la pobreza de los campesinos; siempre ha habido escasa oferta
de kulaks. Pero en Marruecos, sus argumentos gozan de una plausibilidad no tan
superficial. La situación marroquí es bastante revolucionaria. El único problema
reside en que es difícil ver cómo la revolución podría llevar a otra cosa que a unos
niveles de vida en descenso y a una completa hipoteca de cualquier posibilidad futura
de ganancia alguna, ganancia por otro lado marginal y a corto plazo, que iría a parar a
un pequeño porcentaje de la actual población rural. Aun admitiendo que el cálculo es
extremadamente tosco, si, como se ha estimado, (hacia 1960) el sesenta por cien de la
población rural no tiene tierra alguna en propiedad y los colonos poseen alrededor de
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dos millones de acres, entonces redistribuir las tierras de los franceses en, digamos,
parcelas de diez acres reduciría la población carente de propiedad en
aproximadamente un tres por ciento —la tasa anual de incremento demográfico.
De nuevo, la situación no es en realidad ni tan desoladora ni tan simple. Una
discusión más equilibrada debería mencionar los denodados esfuerzos realizados para
elevar el nivel tecnológico de la agricultura de los labradores, el nivel relativamente
alto de realismo de las políticas del gobierno marroquí comparadas con las de
Indonesia, etc. Pero mi tesis en este punto es meramente que, tanto en Marruecos
como en Indonesia, la tarea de ordenar, por una parte, la necesidad de mantener y
aumentar la producción agrícola y, por otra, la de mantener y aumentar el empleo
agrícola, es extremadamente difícil. Los dos fines simultáneos de la genuina reforma
agraria —el progreso tecnológico y la mejora en el bienestar social— tiran muy
fuertemente en direcciones opuestas; y cuanto más profundamente se introduce uno
en el problema, tanto más patente se hace este desagradable hecho. En verdad, si en
estos momentos me siento ligeramente más optimista acerca de la situación marroquí
que de la de Indonesia, me temo que ello es así sólo porque no he estado estudiándola
durante tanto tiempo.
Pero mi intención aquí no es la de predicar la desesperanza, una desesperanza que
de hecho no siento, sino la de sugerir algo respecto de cómo se encarna el aspecto
moral en el tipo de trabajo que yo realizo. El desequilibrio entre la capacidad para
reconocer el problema, o al menos parte del problema, y la capacidad para encontrar
algo que pudiera mitigarlo no se limita, en la investigación de los nuevos Estados, al
ámbito de la reforma agraria; es omnipresente. En la educación, uno se enfrenta al
conflicto entre la necesidad de mantener los estándar y la necesidad de ampliar las
oportunidades; en la política, al conflicto entre la necesidad de un liderazgo racional
y una organización eficaz y la necesidad de vincular a las masas en el proceso
gubernamental y de proteger la libertad individual; en la religión, con el conflicto
entre la necesidad de prevenir el agotamiento espiritual y la de evitar la petrificación
de actitudes obsoletas. Y así sucesivamente. Al igual que el problema de ordenar la
producción y el empleo, estos dilemas no se dan exclusivamente en los nuevos
Estados. Pero allí son, por lo general, más graves, más apremiantes y de más difícil
tratamiento. Por continuar con la imagen médica, el tipo de atmósfera moral en la que
alguien profesionalmente comprometido con la reflexión acerca de los nuevos
Estados se encuentra, con frecuencia no me parece del todo incomparable con aquella
del oncólogo, que sólo puede esperar la curación de algunos de sus pacientes y que
dedica la mayor parte de su esfuerzo a exponer detalladamente severas patologías
ante las que nada puede hacer.
III
Todo esto se mueve, sin embargo, a un nivel más bien impersonal, meramente
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profesional; y uno lo lleva mejor o peor apelando al acostumbrado estoicismo
vocacional. A pesar de lo ineficaz que pueda ser un enfoque científico de los
problemas sociales, siempre será más eficaz que las alternativas existentes: cuidar de
nuestro jardín, dar vueltas salvajemente en la oscuridad, o encenderle unas velas a la
Virgen. Pero existe otra peculiaridad moral de la experiencia del trabajo de campo en
los nuevos Estados que es bastante más difícil de neutralizar, puesto que, al ser tanto
más personal, repercute bastante más cerca de casa. Se hace difícil formularla
adecuadamente para alguien que no la ha experimentado o, incluso, si a eso vamos,
para uno mismo. Trataré de expresarlo en términos de una noción de un tipo especial
de ironía —la «ironía antropológica».
La ironía reside, por supuesto, en una percepción de la manera en que la realidad
simplemente se mofa de los pareceres humanos respecto de ella y reduce las actitudes
grandilocuentes y las magnas esperanzas a la parodia de sí mismas. Las formas
habituales que ello toma son suficientemente conocidas. En la ironía teatral, la
deflación resulta del contraste entre lo que el personaje cree que es su situación y lo
que el público sabe realmente de ella; en la ironía histórica, de la inconsistencia entre
las intenciones de personajes soberanos y los resultados naturales de las acciones
procedentes de tales intenciones. La ironía literaria reside en una momentánea
complicidad de autor y lector frente a las estupideces y decepciones propias de la
vida cotidiana; la ironía socrática, o pedagógica, reside en suponer el conocimiento
para acabar parodiando la arrogancia intelectual.
Pero el tipo de ironía que aparece en el trabajo de campo antropológico, pese a no
ser menos efectivo a la hora de desinflar las ilusiones, no se parece demasiado a
ninguno de los anteriores. No es teatral, porque tiene doble filo: el actor ve a través
del público tan claramente como el público a través del actor. No es histórica, porque
no es causal: no es que nuestras acciones, por la lógica interna de los
acontecimientos, produzcan efectos contrarios a los que pretendían (aunque esto
también ocurre en ocasiones), sino que nuestras predicciones acerca de qué va a hacer
otra gente, nuestras expectativas sociales, se ven constantemente sorprendidas por lo
que dicha gente hace realmente con independencia de nuestra propia conducta. No es
literaria, porque los contendientes no sólo no compiten en la misma liga, sino que se
encuentran en universos morales diferentes. Y tampoco es socrática, pues lo que se
parodia no es la arrogancia intelectual, sino la mera comunicación del pensamiento
—y no a través de un conocimiento supuesto, sino de un esfuerzo de comprensión
completamente honesto, casi diríamos severo.
En el trabajo de campo, la manifestación de grandes equívocos en lo que se
refiere al carácter de una situación comienza casi siempre por parte del informante,
aunque, por desgracia para la autoestima del investigador, no termina allí. Las
primeras indicaciones, que apuntan hacia firmes demandas de ayuda material y
humana, aunque complicadas de atender, se ajustan con imparcialidad a las
necesidades. Estas demandas no desaparecen nunca y nunca dejan de tentar al
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antropólogo hacia el ofrecimiento de chucherías y abalorios como fácil (e inútil)
modo de establecer relaciones con los nativos o de acallar su sentido de culpa por ser
un príncipe entre indigentes. Sin embargo, las demandas pronto se convierten en
rutinarias y, pasado un tiempo, uno desarrolla incluso una cierta resignación hacia la
idea de ser considerado, incluso por los amigos de mayor confianza, tanto en cuanto
persona como en cuanto fuente de ingresos. Uno de los beneficios psicológicos
marginales de la investigación antropológica —al menos yo lo veo como beneficio—
es que te enseña qué se siente al ser considerado un imbécil y ser tratado como un
objeto, y cómo soportarlo.
Sin embargo, resulta mucho más difícil de llevar a buen término otro tipo de
discrepancia, muy estrechamente ligada a la anterior, entre la manera en que yo suelo
ver las cosas y la manera como suelen hacerlo la mayoría de mis informantes. Ello
resulta más difícil aún porque concierne no sólo al contenido inmediato de nuestra
relación, sino al más amplio significado de tal contenido, a su trasfondo simbólico.
Para todos los informantes más tradicionales (y uno ya no encuentra casi ninguno de
ellos) represento una ejemplificación, una muestra andante, del tipo de oportunidades
que la vida pronto va a brindarles a ellos mismos, o, si no a ellos, sí al menos con
toda seguridad a sus hijos. Como indicaban mis anteriores observaciones acerca de
los problemas y las soluciones, estoy bastante menos seguro de ello de lo que lo están
los nativos y el resultado de esta creencia, desde el punto de mis propias reacciones,
es lo que considero «el problema de la fe conmovedora». No resulta del todo cómodo
vivir entre personas que sienten que van a heredar repentinamente unas enormes
posibilidades, que con seguridad tienen todo el derecho del mundo a poseer, pero que
con toda probabilidad no recibirán.
Tampoco facilita las cosas el hecho de que uno parezca, a sus ojos, haber sido ya
premiado con un legado de este tipo (como uno efectivamente lo ha sido, aunque no
hasta el extremo que ellos suelen imaginar). Uno se encuentra, lo quiera o no, en una
postura moral en algún sentido comparable a la del burgués que le pide al pobre que
sea paciente, que Roma no se hizo en un día. Uno no pronuncia realmente este tipo de
homilía; al menos no más de una vez. Pero la postura es inherente a esta situación —
no importa lo que uno haga, piense, sienta o desee— en virtud del hecho de que el
antropólogo es, aunque lo sea sólo marginalmente, un miembro de las clases más
privilegiadas del mundo. Y, a pesar de todo, excepto en el caso de que éste sea
increíblemente ingenuo o de que se engañe descaradamente a sí mismo (o, como a
veces ocurre, ambas cosas), difícilmente puede llegar a creer que el informante, o los
hijos del informante, estén a punto de sumarse a él como miembros de esa elite
transcultural. Es esta radical asimetría, a la vista de lo que son las oportunidades
reales que la vida va a brindar al informante (y más allá de él, a su país),
especialmente cuando va unida a un acuerdo acerca de cuáles debieran ser esas
oportunidades, la que reviste a la situación del trabajo de campo con ese
especialísimo tono moral que yo considero como irónico.
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Es, en primer lugar, irónico, porque las instituciones sociales de las cuales el
antropólogo mismo es un producto ejemplar, y que él valora consecuentemente en un
grado bastante alto, no parecen ser para sus informantes las alamedas hacia la fortuna
que fueron para él; el antropólogo es una muestra de bienes que no están, a pesar de
su parecido superficial con productos locales, al alcance efectivo en los mercados
domésticos. Ello es especialmente apreciable en el caso de la educación, donde el
problema de la «fe conmovedora» aparece en su forma más aguda. Se halla muy
extendida la noción de que la escuela es una varita mágica que transformará sus
propias oportunidades en la vida, como niño marroquí o indonesio, en aquellas de las
que están rodeados los niños americanos, franceses u holandeses. Para una muy
pequeña minoría de los que ya están bien establecidos, lo será y las transformará.
Pero para la inmensa mayoría no podrá más que transformar niños carentes por
completo de toda formación en niños ligeramente formados. Esto es un logro por sí
mismo nada despreciable, La rápida difusión de la educación popular es uno de los
fenómenos más alentadores en el generalmente desalentador panorama de los nuevos
Estados, y si ello requiere ilusión para sustentarse, entonces deberemos ilusionarnos.
Pero para gente con ideas más elevadas, ideas estimuladas por el fanático optimismo
del nacionalismo radical, este tipo de avance marginal no es en absoluto la idea que
ellos tienen en mente. Parecidas confusiones entre esperanzas y posibilidades se
centran en torno al funcionariado y a la propiedad de maquinaria y de vivienda en las
grandes ciudades; y en lo referente al país en su conjunto, en torno a la planificación
económica, el sufragio popular y la diplomacia inspirada en los principios de la
tercera fuerza. Esas instituciones e instrumentos tienen su lugar en cualquier genuino
intento de reconstrucción social; de hecho, tal reconstrucción es, según toda
probabilidad, imposible sin ellos. Pero ellos no son los milagrosos obreros que su
reputación proclama. La así llamada revolución de las expectativas crecientes lleva
todas las trazas de acabar siendo una revolución de los crecientes desengaños, hecho
éste que el antropólogo, que después de todo volverá a su residencia más o menos en
un año, puede permitirse ver con bastante mayor claridad de lo que lo hacen sus
demasiado comprometidos informantes. Como mucho, éstos sólo pueden permitirse,
con dificultad y conscientes sólo a medias, sospecharlo.
Esta sensación de que uno ve su relación con sus propios informantes con la vista
despejada sería, sin embargo, más agradable de no ser por otro giro en la situación
que suscita serias dudas sobre este supuesto hecho. Pues, si el antropólogo es en gran
medida ciertamente irrelevante por lo que al destino de sus informantes respecta y si
se rige por intereses que, salvo en los casos más tangenciales, no coinciden con los de
éstos, ¿en qué se basa el que tenga derecho a esperar que ellos lo acepten y le
ayuden? En este tipo de trabajo, uno se encuentra entre hombres necesitados que
albergan la esperanza de progresos radicales en sus condiciones de vida, progresos
que no parecen precisamente inminentes. Además, uno es un tipo de benefactor
precisamente de la clase de mejoras que ellos andan buscando, que también está
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obligado a pedirles caridad —y lo que es casi peor, habiéndosela concedido a ellos—.
Esto debería ser una cura de humildad y, por ello, una enriquecedora experiencia,
pero muy a menudo es simplemente una experiencia desorientadora. Todas las
racionalizaciones familiares que tienen que ver con la ciencia, el progreso, la
filantropía, la ilustración y la desinteresada pureza de la dedicación suenan falsas y
uno se encuentra abandonado, éticamente desarmado, para lidiar con una relación
humana que debe justificarse una y otra vez en los términos más inmediatos.
Moralmente uno regresa al nivel del trueque: su moneda es innegociable, sus créditos
se hallan todos agotados. Lo único que uno tiene que dar realmente para evitar la
mendicidad (o —para no pasar por alto el método de las chucherías y los abalorios—
el soborno) es a sí mismo. Este es un pensamiento alarmante, y la respuesta inicial al
mismo es la aparición de un apasionado deseo de convenirse en alguien
personalmente apreciable para nuestros informantes —esto es, un amigo— para
mantener el propio respeto. La idea de que uno ha obtenido un éxito extraordinario en
esta materia es la cara que le toca al investigador en la moneda de la fe conmovedora:
él cree en la comunión transcultural (la llama «compenetración») de la misma manera
que los sujetos de su estudio creen en el mañana. No es de extrañar que tantos
antropólogos dejen sus campos de trabajo viendo en los ojos de sus informantes unas
lágrimas que, estoy bastante seguro, no están realmente allí.
No quisiera ser malinterpretado en este punto. Del mismo modo que no tengo la
impresión de que un progreso social significativo en los nuevos Estados sea
imposible, tampoco la tengo de que el contacto humano genuino a través de las
barreras culturales sea imposible. Si no hubiera visto una cierta cantidad de lo
primero y experimentado, aquí y allá, en cierta medida lo segundo, mi trabajo me
hubiera resultado insoportable. Lo que estoy señalando, en ambos casos, es una
enorme presión tanto en el investigador como en sus sujetos, para considerar estas
metas como cercanas cuando de hecho están lejos, como seguras cuando no son más
que deseadas y como cumplidas cuando, como mucho, sólo nos hemos aproximado.
Esta presión nace de la asimetría moral inherente a la situación del trabajo de campo.
Por ello no es del todo evitable, sino que es parte del carácter éticamente ambiguo de
esa situación como tal. De una manera en absoluto adventicia, la relación entre un
antropólogo y su informante descansa sobre un conjunto de ficciones parciales
reconocidas sólo a medias.
Mientras sigan siendo no más que ficciones parciales (y así, también verdades
parciales) y reconocidas sólo a medias (esto es, también medio oscurecidas), la
relación progresa suficientemente bien. El antropólogo se mantiene por el valor
científico de los datos que consigue y acaso por un cierto alivio al descubrir que,
después de todo, su tarea no es por completo semejante a la de Sísifo. En cuanto al
informante, su interés se mantiene vivo gracias a toda una serie de conquistas
secundarias; la sensación de ser un colaborador esencial en una empresa importante
aunque apenas comprendida; el orgullo de su propia cultura y de su conocimiento
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experto de la misma; la oportunidad de expresar ideas y opiniones personales (y de
contar chismes) a un oyente neutral y externo; así como, de nuevo, una cierta
cantidad de beneficios materiales directos e indirectos de uno u otro tipo, Y así
sucesivamente —las recompensas son diferentes para prácticamente cada uno de los
informantes—. Pero si el acuerdo implícito en considerarse, a pesar de la evidencia
que aportan algunos indicios muy serios en sentido contrario, como miembros del
mismo universo cultural se viene abajo, ninguno de estos incentivos fácticos puede
prolongar la relación durante mucho tiempo. La relación, o bien se va apagando
gradualmente en una atmósfera de futilidad, aburrimiento y decepción generalizada o,
con mucha menor frecuencia, se colapsa de repente en una recíproca sensación de
haber sido engañado, utilizado y rechazado. Cuando esto ocurre, el antropólogo ve
una pérdida de la «compenetración»: le han dado calabazas. Por su parte, el
informante ve una revelación de mala fe: ha sido humillado. Y ellos se quedan
callados de nuevo en sus mundos separados, internamente coherentes,
incomunicados.
Permítanme un ejemplo. Cuando estuve en Java, uno de mis mejores informantes
era un oficinista de unos treinta y pocos años quien, a pesar de haber nacido en el
pequeño pueblo que yo estaba estudiando y haber vivido allí toda su vida, tenía
aspiraciones más altas; quería ser escritor. De hecho, lo era. Mientras yo estuve allí,
él escribió y produjo una obra de teatro, basada en el reciente divorcio de su hermana,
en la que ella misma actuaba, en parte por razones de verosimilitud, peto más bien
por revancha (su desafortunado exmarido aún vivía en el pueblo). La trama venía a
ser una especie de Casa de Muñecas javanesa: una chica educada (ella había pasado
por un centro de enseñanza secundaria) quiere escapar a las limitaciones del papel de
esposa tradicional; su marido no le permite hacerlo, de modo que ella lo abandona —
excepto que, mejorando el arte a la vida, en la obra le pega un tiro—. Aparte de este
curioso trabajo, escribió también un buen número de otras historias (no publicadas) y
obras de teatro (nunca producidas), la mayoría de las cuales tomaba su esquema
general de cuentos tradicionales en los que mi informante estaba, a pesar de su
modernismo superficial, muy interesado y muy informado. Su trabajo a mi lado tuvo
que ver principalmente con tales materiales —mitos, leyendas, conjuros, etc.— y él
fue un buen informante: trabajador, inteligente, esmerado, entusiasta. Nos iba
bastante bien hasta que ocurrió un extraño incidente con mi máquina de escribir,
después del cual él se negó incluso a saludarme cuando nos cruzábamos en la calle, y
tanto más a trabajar conmigo.
Él había tomado prestada la máquina una y otra vez para escribir sus obras a salto
de mata y preparar una especie de edición manuscrita. Progresivamente, la tomó
prestada más y más veces hasta que parecía tenerla la mayor parte del tiempo, lo cual,
dado que yo no disponía de otra, era un inconveniente. Por ello, decidí tratar de
rebajar el préstamo a niveles más moderados. Un día, cuando envió, como era de
costumbre, a su hermano pequeño a tomar prestada la máquina por una tarde, le
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mandé de vuelta una nota diciendo que lo sentía, peto que la necesitaba para algún
trabajo mío. Ésta fue la primera vez que yo manifesté una negativa tal. En diez
minutos, el hermano menor volvió con una nota que, sin mencionar en ningún
momento la máquina de escribir o mi negativa, decía simplemente que mi
informante, debido a una apremiante obligación, no iba a poder (esto también por
primera vez) acudir a la cita que habíamos concertado para el día siguiente. Trataría,
sin embargo, de acudir a la próxima, dentro de tres días, si es que podía. Yo interpreté
tal cosa, bastante acertadamente, como un «donde las dan, las toman» y, temeroso
como siempre de perder «compenetración», cometí un estúpido y, por lo que hacía a
nuestra relación, fatal error. En lugar de dejar pasar el incidente sin más, contesté a su
nota diciendo que sentía que no pudiera acudir a nuestra cita, que esperaba no haberle
ofendido y que después de todo podía prescindir de la máquina porque en su lugar iba
a acercarme a los arrozales. Tres horas más tarde, volvió el hermano menor cargado
con la máquina y una larguísima nota (mecanografiada), cuyo contenido venía a ser
el siguiente: 1) que por supuesto no le había ofendido, después de todo se trataba de
mi máquina de escribir; 2) que lo sentía mucho, pero que ahora resultaba que no sólo
no iba a poder acudir a nuestra próxima cita, sino que el apremio de su obra literaria
le iba a hacer lamentablemente imposible disponer de tiempo para volver nunca más.
Hice algunos débiles intentos por arreglar la situación —situación que se tornó
incluso más precaria debido a mi sensación de haberme comportado como un
estúpido— pero ya era tarde. Él volvió a transcribir sus obras a mano y yo encontré
un nuevo informante con el que trabajar con materiales acerca del mito —alguien que
trabajaba en un hospital y que, dado que practicaba en cierto modo la medicina
amateur entre sus compañeros, estaba más interesado en mi provisión de fármacos
que en mi máquina de escribir.
¿Se trata de un mero equívoco ridículamente exagerado? ¿De un gracioso
malentendido agravado por susceptibilidades demasiado grandes y estúpidos errores
de tacto? Seguramente. Pero ¿cómo es que se hizo una montaña de semejante grano
de arena? ¿Por qué encontramos tantas dificultades en un asunto tan simple como
dejar y tomar prestada una máquina de escribir? Por supuesto, porque no era una
máquina de escribir —o, por lo menos, no sólo eso— lo que se dejaba y tomaba
prestado, sino un complejo de concesiones y reivindicaciones sólo confusamente
reconocidas. Tomándola prestada, mi informante estaba expresando tácitamente su
demanda de ser tenido en cuenta como intelectual, como «escritor», esto es, como un
igual; dejándosela, yo estaba reconociendo, tácitamente, esa demanda. Dejándosela,
yo estaba, tácitamente, interpretando nuestra relación como una relación de amistad
personal —es decir, considerándome a mí mismo dentro del círculo interno de su
comunidad moral—. Al tomarla, él estaba, también tácitamente, aceptando esa
interpretación. Ambos sabíamos, estoy seguro de ello, que estos acuerdos sólo podían
ser parciales: no éramos realmente colegas, ni ciertamente tampoco camaradas. Pero
mientras persistió nuestra relación, dichos acuerdos fueron al menos parciales, hasta
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cierto punto también reales, lo que dados los hechos —que él estaba tan lejos de ser
un desconocido Milton como yo de ser un javanés— constituía un logro. Pero cuando
le negué el uso del símbolo de nuestro pacto no verbal para considerar, por una suerte
de mutua puesta entre paréntesis de la incredulidad, nuestros dos mundos culturales
como uno y el mismo, su sospecha, siempre persistente, de que yo no tomaba su
«obra» con la seriedad con la que tomaba la mía se le hizo súbitamente consciente.
Cuando él se negó a su vez a acudir a nuestra próxima cita, mi miedo, también
siempre ahí, a que me viera sólo como a un extranjero inconsecuente al cual él estaba
ligado sólo por las consideraciones más oportunistas, se me hizo consciente a mí. La
relación, su auténtica anatomía abiertamente expuesta, se colapsó, cayendo en la
acritud y el desengaño.
Un final así para una relación antropólogo-informante no es muy habitual:
normalmente, la sensación de ser miembros, aunque temporal, insegura e
incompletamente, de una única comunidad moral puede mantenerse incluso a la vista
de las amplias realidades sociales que presionan, casi a cada momento, para negarla.
Es esta ficción —ficción, no falsedad— lo que está en el corazón de una
investigación antropológica de campo exitosa; y, como ello nunca resulta del todo
convincente para ninguno de sus participantes, tal hecho convierte tal investigación,
considerada como una forma de conducta, en algo continuamente irónico. Reconocer
la tensión moral, la ambigüedad ética, implícita en el encuentro entre antropólogo e
informante, y ser todavía capaz de disiparla a través de nuestras acciones y actitudes,
es lo que el encuentro reclama a ambas partes si es que quiere ser auténtico, si es que
quiere darse efectivamente. Y descubrir esto es descubrir algo muy complicado y no
del todo claro acerca de la naturaleza de la sinceridad y la insinceridad, la
autenticidad y la hipocresía, la honestidad y la autodecepción. El trabajo de campo es
todo él una experiencia educativa. Lo que resulta difícil es decidir qué se ha
aprendido.
IV
Existen, por supuesto, muchas otras dimensiones éticas del trabajo de campo
aparte de las dos que he presentado aquí: el desequilibrio entre la capacidad para
poner al descubierto problemas y la facultad de resolverlos y la inherente tensión
moral que existe entre el investigador y su objeto (subject). Tampoco son estas dos
necesariamente las más profundas, como quizá haga pensar el hecho de que las haya
discutido aquí. Pero incluso la mera revelación de que éstas, y otras como éstas,
existen, podría contribuir a desvanecer unos cuantos espejismos habituales acerca de
lo que es la ciencia social en cuanto conducta. En particular, debería gravitar la duda
sobre la extendida creencia de que la investigación social científica consiste en un
intento de descubrir los hilos ocultos con los que manipular marionetas. No sólo es
que los hilos no existen y que los hombres no son marionetas; se trata de que toda la
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empresa va dirigida no hacia la imposible tarea de controlar la historia, sino hacia la
tarea quijotesca de ensanchar el papel que la razón desempeña en ella.
Es el fracaso en darse cuenta de ello —no sólo por parte de quienes son hostiles a
la ciencia social por principio (por qué principio, eso es una cuestión más profunda),
sino por parte de sus más fervientes apologetas— lo que ha convertido en ociosa gran
parte de la discusión acerca de su estatus moral. El hecho es que la ciencia social no
es ni un ataque por la espalda a nuestra cultura, ni el medio para su rescate final; es
simplemente parte de esa cultura. Desde el punto de vista de la filosofía moral, la
cuestión central que se debe preguntar acerca de la ciencia social no es la que siempre
se están planteando supuestos guardianes platónicos desde ambos lados; ¿nos hundirá
o nos salvará? Casi con total seguridad no hará ninguna de las dos cosas. La cuestión
central que cabe plantearse es qué nos dice acerca de los valores según los cuales
nosotros —todos nosotros— de hecho vivimos. Lo que se necesita no es colocar a la
ciencia social en el banquillo de los acusados, lugar al que pertenece nuestra cultura,
sino hacerlo en la tribuna de los testigos.
Una vez hecho esto, el que resulte ser un testigo de la acusación o de la defensa
es, supongo, una cuestión abierta. Pero está claro que su testimonio, como el de
cualquier otro testigo, será más pertinente para determinados respectos que para
otros. En particular, una investigación tal debería clarificar qué tipo de conducta
social es la reflexión científica sobre los asuntos humanos, y debería hacerlo de un
modo en que los análisis filosóficos de los términos éticos, de la lógica de la decisión
personal o de las fuentes de la autoridad moral —esfuerzos todos ellos útiles por sí
mismos— no pueden hacerlo. Incluso mi rápido examen de unos pocos fragmentos
de mi propia experiencia arroja algunas pistas en esta dirección —en exponer lo que
significan «la imparcialidad», «el relativismo», «el método científico» y cosas por el
estilo no como dogmas y lemas, sino como actos concretos realizados por personas
particulares en contextos sociales específicos. Abordarlos como tales, como aspectos
de un oficio, no pondrá fin a la disputa, pero puede ayudar a hacerla más provechosa.
La naturaleza de la imparcialidad científica —su carácter desinteresado, si es que
uno todavía puede usar este término— es un buen ejemplo. El popular estereotipo del
técnico de laboratorio de bata blanca, tan aséptico en lo emocional como en su
vestimenta, no es sino la expresión de una idea general de que tal imparcialidad
consiste en una especie de neurótica indiferencia puesta en práctica. Cual eunuco en
un harén, el científico es un funcionario con un útil defecto, y, como el eunuco, en la
misma medida peligroso a causa de su insensibilidad hacia las cuestiones
subcerebrales (también llamadas comúnmente «humanas»). No conozco demasiado
lo que se cuece en los laboratorios, pero, en el trabajo de campo antropológico, la
imparcialidad no es ni un don natural ni un talento prefabricado. Es un logro parcial,
ganado trabajosamente y precariamente mantenido. El pequeño desinterés que uno
trata de alcanzar no proviene del fracaso en sentir emociones o del negarse a
percibirlas en los demás, ni tampoco de encerrarse dentro de un vacío moral.
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Proviene de una sujeción personal a una ética vocacional.
Me doy cuenta de que éste no es un descubrimiento original. Lo que precisa una
explicación es por qué tanta gente está ansiosa por negarlo y por insistir, en su lugar,
en que los científicos sociales no se mueven en absoluto por preocupaciones morales,
al menos mientras practican su ciencia —no es que carezcan de intereses morales,
sino que los dejan a un lado—. Con respecto a las críticas externas, los intereses
creados académicos explicarán quizá la mayoría de los casos y la ignorancia se hará
cargo de la mayor parte del resto. Pero cuando son los mismos científicos sociales los
que elevan esas protestas —«yo no doy consejo alguno; me limito a señalar las raíces
del problema»— se hace quizá necesaria una mirada más profunda hacia las
dificultades inherentes al mantenimiento de una ética científica no sólo desde la mesa
de mi despacho o desde una tribuna de conferenciante, sino en el mismo centro de
situaciones sociales cotidianas; una mirada hacia las dificultades de ser, a un mismo
tiempo, un actor implicado y un observador imparcial.
La característica sobresaliente del trabajo de campo antropológico como una
forma de conducta es que no permite una separación significativa entre las esferas
ocupacionales y extraocupacionales de la propia vida. Por el contrario, fuerza su
fusión. Uno debe encontrar a sus amigos entre sus informantes y a sus informantes
entre sus amigos; uno debe considerar ideas, actitudes y valores como otros muchos
hechos culturales y continuar actuando en términos de los que definen sus propios
compromisos; uno debe contemplar la sociedad como un objeto y experimentarla
como un sujeto. Todo lo que alguien dice, todo lo que alguien hace, incluso el mero
emplazamiento físico, tiene que formar la sustancia de la propia existencia personal
como debe, a la vez, sacársele todo su jugo analítico. En casa, el antropólogo va
tranquilamente a la oficina a ejercer su profesión como cualquiera. En él campo, tiene
que aprender a la vez a vivir y a pensar.
Como he sugerido, este proceso de aprendizaje sólo puede llegar hasta este punto,
incluso en las mejores condiciones, condiciones que de todos modos nunca se dan. El
antropólogo permanece inevitablemente más ajeno de lo que desea y menos cerebral
de lo que imagina. Pero ello renueva, un día tras otro, el esfuerzo por seguir adelante,
por conjugar dos orientaciones básicas respecto de la realidad —la comprometida y la
analítica— en una sola actitud. Es esta actitud, y no el vacío moral, lo que llamamos
imparcialidad o desinterés. Y sea cual sea la pequeña medida de ello que uno logre
alcanzar, ésta no se consigue adoptando una ideología del tipo «soy-una-cámara» o
cubriéndose de más y más capas de blindaje metodológico, sino simplemente
intentando llevar a cabo, en una situación tan ambigua, el trabajo científico que uno
ha ido a hacer. Y como la habilidad para mirar a los hombres y a los acontecimientos
(y también a uno mismo) con ojos a la vez fríos e interesados es uno de los signos
más claros de madurez, tanto en un individuo como en un pueblo, este tipo de
experiencia investigadora tiene implicaciones morales bastante más profundas, y
bastante distintas, para nuestra cultura que las que habitualmente son propuestas.
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Un compromiso profesional de avistar los asuntos humanos de forma analítica no
se opone a un compromiso personal de avistarlos en los términos de una perspectiva
moral particular. La ética profesional descansa en la personal y de ella obtiene su
fuerza; nos forzamos a nosotros mismos a mirar desde la convicción de que la
ceguera —o la ilusión— mutila la virtud como mutila al hombre. La imparcialidad no
proviene del descuido, sino de un cuidado lo suficientemente plástico como para
resistir una enorme tensión entre la reacción moral y la observación científica; una
tensión que sólo crece en la medida en que la percepción moral se hace más profunda
y avanza el entendimiento científico. El deslizamiento hacia el cientificismo o, del
otro lado, hacia el subjetivismo, no es sino signo de que la tensión ya no puede
soportarse, de que se han perdido los nervios y de que se ha optado por la supresión
de, o bien la propia humanidad, o bien de la propia racionalidad. Estas son patologías
de la ciencia, no su norma.
Bajo esta luz, el famoso relativismo de los valores de la antropología no es el
pirronismo moral del que ésta ha sido a menudo acusada, sino una expresión de fe en
que tratar de ver el comportamiento humano en términos de las fuerzas que lo animan
es un elemento esencial a la hora de comprenderlo, y que el juzgar sin comprensión
constituye una ofensa contra la moralidad. Los valores son ciertamente valores, y los
hechos, por desgracia, ciertamente hechos. Pero ocuparse de este estilo de
pensamiento llamado social y científico es intentar trascender el hiato lógico que los
separa por medio de un patrón de conducta que, envolviéndolos en una experiencia
unitaria, los conecta racionalmente. La llamada a la aplicación del «método
científico» en la investigación de los asuntos humanos es una llamada a enfrentarse
directamente con ese divorcio entre el sentido (sense) y la sensibilidad, al que
acertadamente se ha diagnosticado como el mal de nuestro tiempo y a cuya
resolución dedicó John Dewey incondicionalmente su obra, imperfecta, por cierto,
como cualquier otra.
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LOS USOS DE LA DIVERSIDAD[*]
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El argumento de Lévi-Strauss surge en primer lugar como respuesta a una
invitación de la UNESCO para dar una conferencia en la inauguración del «Año
internacional de la Lucha contra el racismo y la discriminación racial» que, por si les
pasó inadvertido, fue en 1971. «Fui elegido», escribe Lévi-Strauss,
… porque veinte años antes escribí [un folleto llamado] Raza e historia[29] para la UNESCO,
[donde] afirmé unas cuantas verdades básicas… [En] 1971, me di cuenta enseguida de que lo
que la UNESCO esperaba de mí era [simplemente] que las repitiera. Pero ocurre que veinte
años atrás, para ayudar a las instituciones internacionales —y entonces mi sentimiento de que
debía apoyarlas era mucho mayor que ahora—, exageré un tanto mi tesis en la conclusión de
Raza e historia. Quizá a causa de mi edad, y a buen seguro a causa de reflexiones inspiradas
por el estado actual del mundo, el caso es que en ese momento sentía cierto desagrado ante
tal honor y estaba convencido de que, si es que quería serle útil a la UNESCO y cumplir
honestamente con mí compromiso, debía hablar con total franqueza.
Como de costumbre, ello no resultó ser del todo una buena idea y lo que sucedió
tuvo algo de farsa. Miembros del personal de la UNESCO quedaron consternados de
que «yo cuestionara un catecismo [cuya aceptación] les había permitido pasar de
trabajos modestos en países en desarrollo a posiciones santificadas en tanto que
ejecutivos de una institución internacional». El entonces Director general de la
UNESCO, otro decidido francés, salió inesperadamente a la palestra con el ánimo de
reducir el tiempo del que Lévi-Strauss disponía para hablar y forzarle así a que
hiciera las «mejoras oportunas» que se le habían sugerido. Lévi-Strauss,
incorrigible[30], leyó por entero su texto, parece ser que a gran velocidad, justo en el
tiempo que le quedaba.
Al margen de todo esto, el pan nuestro de cada día en las Naciones Unidas, el
problema en el discurso de Lévi-Strauss era que en él «me rebelé contra el abuso del
lenguaje por el cual la gente tiende cada vez más a confundir el racismo… con
actitudes que son normales, incluso legítimas y, en todo caso, inevitables» —esto es,
aunque él no lo llame así, el etnocentrismo.
El etnocentrismo, argumenta Lévi-Strauss en Raza y cultura, y algo más
técnicamente en otra obra titulada El antropólogo y la condición humana escrita
aproximadamente una década más tarde, no sólo no es algo malo en sí mismo, sino
que, al menos en la medida en que no se nos vaya de las manos, es más bien una
buena cosa. La lealtad a un cierto conjunto de valores convierte inevitablemente a la
gente en «parcial o totalmente insensible hacia otros valores», valores a los que otra
gente, de mentalidad igualmente estrecha, es igualmente leal. «No es del todo
reprochable colocar una manera de vivir o de pensar por encima de todas las demás o
el sentirse poco atraídos por otros valores». Esta «relativa incomunicabilidad» no
autoriza a nadie a oprimir o destruir aquellos valores que se rechazan o a quienes los
sostienen. Pero, al margen de ello, «para nada es rechazable»:
Puede que sea incluso el precio a pagar para que los sistemas de valores de cada familia
espiritual o de cada comunidad se preserven y encuentren en sí mismos los recursos necesarios
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para su renovación. Si… las sociedades humanas exhiben una cierta diversidad óptima más allá
de la cual no pueden ir, pero también por debajo de la cual no pueden descender sin peligro,
entonces debemos reconocer que, en gran medida, esta diversidad resulta del deseo de cada
cultura de resistirse a las culturas que la rodean, de distinguirse de ellas —dicho brevemente, de
ser ellas mismas—. Las culturas no se ignoran las unas a las otras, incluso toman préstamos unas
de otras de vez en cuando; pero, para no perecer, en algunos aspectos deben permanecer de
alguna manera impermeables unas respecto de otras.
De modo que no sólo es una ilusión el que la humanidad pueda liberarse por
completo del etnocentrismo, «o incluso que deba preocuparse de hacerlo», sino que
no sería nada bueno si así lo hiciera. Tal «libertad» llevaría a un mundo «cuyas
culturas, fervorosamente partidarias unas de otras, sólo aspirarían a glorificarse
mutuamente en tal confusión, que cada una de ellas perdería todo el atractivo que
pudiera tener para las demás, así como su propia razón de ser».
La distancia trae consigo, si bien no la fascinación, en cualquier caso sí la
indiferencia y, de este modo, la integridad. En el pasado, cuando las así llamadas
culturas primitivas tenían sólo muy marginalmente contacto entre ellas —refiriéndose
a sí mismas como «Las Verdaderas», «Las Buenas» o, simplemente, «Los Humanos»
y rechazaban a los de la otra orilla del río, o a los de más allá de las montañas, como
«monos de tierra» o «huevos de piojo», esto es, como no, o no plenamente, humanos
— la integridad cultural se mantenía fácilmente. Una «profunda indiferencia hacia
otras culturas era… una garantía de que podían existir a su manera y en sus propios
términos». Ahora, cuando claramente ya no prevalece esta situación y, cada vez más
agobiados en un planeta pequeño, todos están profundamente interesados en los
demás y en los asuntos de los demás, se vislumbra la posibilidad de perder tal
integridad a causa de la pérdida de aquella indiferencia. Quizá el etnocentrismo pueda
no desaparecer jamás por completo, al ser «consustancial a nuestra especie», pero
puede criarse peligrosamente débil, dejándonos a merced de una suerte de entropía
moral:
Sin duda nos hacemos falsas ilusiones cuando creemos que la igualdad y la fraternidad reinarán
entre los seres humanos sin comprometer su diversidad. Sin embargo, si la humanidad no se
resigna a convertirse en la estéril consumidora de los valores que logró crear en el pasado…
capaz únicamente de alumbrar obras bastardas, invenciones burdas y pueriles, [entonces] ella
debe aprender una vez más que toda verdadera creación implica cierta sordera hacia la llamada
de otros valores, pudiendo incluso rechazarlos, cuando no negarlos, en su conjunto. Porque uno
no puede fundirse plenamente en el disfrute del otro, identificarse con él, y, al mismo tiempo,
permanecer diferente. Cuando se alcanza una comunicación integral con el otro, se presagia tarde
o temprano un desastre tanto para su creatividad como para la mía. Las grandes épocas
creadoras fueron aquellas en las que la comunicación logró ser la adecuada para la mutua
estimulación entre interlocutores alejados, pero donde aún no era tan frecuente o tan rápida como
para hacer peligrar los obstáculos indispensables entre individuos y grupos, o como para
reducirlos hasta el punto de que una excesiva accesibilidad en los intercambios pudiera igualar y
anular su diversidad.
Sea lo que fuere lo que uno piense sobre todo ello, e independientemente de la
sorpresa que uno pueda llevarse al oírle decir tal cosa a un antropólogo, lo cierto es
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que se trata sólo de una voz más de las que forman el coro de hoy día. Los atractivos
de la «sordera hacia la llamada de otros valores» y de un enfoque del tipo «relájese y
disfrute» del propio encierro en la tradición cultural propia, están siendo cada vez
más jaleados en el pensamiento social contemporáneo. Incapaces de abrazar ni el
relativismo ni el absolutismo, lo primero porque invalida el juicio, lo segundo porque
lo abstrae de la historia, nuestros filósofos, historiadores y científicos sociales
vuelven la mirada hacia esa especie de imperméabilité[31] del «somos-quienes-
somos» y ellos «son-quienes-son» que Lévi-Strauss recomienda. Según se considere
todo ello como una cómoda arrogancia, justificada en los prejuicios, o como la
espléndida honestidad «aquí estoy yo» del «si vas a Roma, haz lo que en
Milledgeville[32]» de Flannery O’Connor, ello sitúa claramente la cuestión del futuro
del etnocentrismo —y de la diversidad cultural— bajo una luz del todo diferente. ¿Es
acaso el retroceder, el distanciarse no importa dónde, La mirada alejada, realmente la
manera de escapar a la extrema tolerancia del cosmopolitismo de la UNESCO? ¿Es el
narcisismo moral la alternativa a la entropía moral?
En los últimos 25 o 30 años, muchas son las fuerzas que coadyuvan a una mirada
más indulgente de la autocentricidad cultural. Por una parte, tenemos aquellas
cuestiones que se refieren al «estado del mundo» a las que alude Lévi-Strauss y, sobre
todo, el fracaso de la mayoría de países del Tercer Mundo en vivir con arreglo a las
esperanzas de «las cien flores[33]» que tenían inmediatamente antes, e
inmediatamente después, de sus luchas por la independencia. Arnin, Bokassa, Pol
Pot, Jomeiní en los extremos. Marcos, Mobutu, Sukarno y la señora Gandhi de
manera menos extravagante. Todos vertieron su pequeño jarro de agua fría sobre la
idea de que nuestro mundo parece claramente enfermo comparado con otros que
existen allende. Por otra parte, tenemos el sucesivo desenmascaramiento de las
utopías marxistas —La Unión Soviética, China, Cuba, Vietnam—. Además,
contamos con el debilitamiento del pesimismo tipo «Declive del Oeste» inducido por
la guerra mundial, la depresión y la pérdida del imperio. Pero también se da, y no
creo que sea menos importante, la progresiva conciencia de que el consenso universal
(transnacional, transcultural, incluso transclasista) sobre cuestiones normativas no
está a nuestro alcance. No todo el mundo —sikhs, socialistas, positivistas, irlandeses
— va a acabar concordando respecto a qué es decente y qué no es decente, qué es
justo y qué no lo es, qué es y qué no es bello, qué es razonable y qué no lo es; ni
pronto, ni tal vez nunca.
Si se abandona (y desde luego no lo ha hecho todo el mundo, quizá ni siquiera la
mayoría) la idea de que el mundo se encamina hacia un acuerdo esencial sobre
asuntos fundamentales, o incluso, como recomendaba Lévi-Strauss, que debiera
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hacerlo, entonces la llamada al etnocentrismo del «relájese y disfrute» crece de forma
natural. Si nuestros valores no pueden desvincularse de nuestra historia e
instituciones, ni asimismo los de nadie pueden desvincularse de las suyas, entonces
parece que no nos quedará más que seguir a Emerson y alzarnos sobre nuestros
propios pies y hablar con nuestra propia voz, «Espero sugerir», escribe Richard Rorty
en una reciente obra maravillosamente titulada Postmodernist Bourgeois Liberalism
(Liberalismo burgués postmoderno), «cómo [nosotros liberales burgueses
postmodernos] podríamos convencer a nuestra sociedad de que la lealtad a sí misma
es una lealtad suficiente… que necesita ser responsable sólo de sus propias
tradiciones…»[34]. Allí donde llega un antropólogo, desde el lado del racionalismo y
la alta ciencia, en busca de «las leyes consistentes que subyacen a la diversidad
observable de creencias e instituciones» (Lévi-Strauss), allí también va a parar, desde
el lado del pragmatismo y la ética prudente, un filósofo persuadido de que «no existe
más “fundamento” para [nuestras] lealtades y convicciones salvo el hecho de que las
creencias, deseos y emociones que las apoyan se solapen con las creencias, deseos y
emociones de otros muchos miembros del grupo con los que nos identificamos en lo
que concierne a la deliberación moral y política…».
La similitud es aún mayor a pesar de los muy diferentes puntos de partida de estos
dos sabios: kantismo sin un sujeto trascendental, hegelianismo sin espíritu absoluto; y
los todavía más diferentes fines hacia los que tienden: un mundo pulcro, de formas
intercambiables; el otro desordenado, de discursos coincidentes, pues también Rorty
considera las odiosas distinciones entre grupos no sólo como naturales, sino como
esenciales al razonamiento moral.
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cualquier otro, por culpa de acercarnos a otra gente, embarcamos con ellos e intentar
captarles en su inmediatez y su diferencia, está condenada a perecer de una inanición
tal, que ninguna manipulación de datos objetivos puede compensar. Cualquier
filosofía moral tan temerosa de verse enredada tanto en un relativismo romo como en
un dogmatismo trascendental que no pueda pensar en nada mejor que hacer con otros
modos de lidiar con la vida más que hacerles parecer peores que el nuestro, está
condenada simplemente a hacer del mundo un objeto de piadosa condescendencia
(como alguien dijo de las obras de V. S. Naipaul, quizá nuestro mayor aficionado a la
construcción de tales «efectos de contraste»). Tratar de salvar, a la vez, dos
disciplinas de los peligros que entrañan para sí mismas, puede parecer altanero. Pero
cuando uno tiene doble ciudadanía, ve también duplicadas sus obligaciones.
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enojoso del etnocentrismo es que nos impide descubrir qué tipo de punto de vista,
como el Kavafis de Forster, mantenemos respecto del mundo; qué clase de
murciélago somos realmente.
Este punto de vista —que los problemas suscitados por el hecho de la diversidad
cultural tienen que ver más con nuestra capacidad de sentirnos a nuestro modo entre
sensibilidades y modos de pensar ajenos (rock punk, trajes de Poiret), que nosotros no
poseemos y que no nos son próximos, que con si podemos o no escapar a nuestras
propias preferencias— tiene muchas implicaciones que son mala señal para un
enfoque de lo cultural del tipo «somos-quienes-somos» y ellos «son-quienes-son». La
primera de ellas, y puede que la más importante, es que estos problemas surgen no
sólo en los lindes de nuestra sociedad, donde cabría esperarlos, según este enfoque,
sino, por así decirlo, en los lindes de nosotros mismos. La extranjería (foreigness) no
comienza en los márgenes de los ríos, sino en los de la piel. Este tipo de idea, que
gustan de abrazar tanto los antropólogos desde Malinowski como los filósofos desde
Wittgenstein, de que, pongamos por ejemplo… los chiítas, al ser el otro, plantean un
problema, pero, digamos, los hinchas de fútbol, al ser parte de nosotros, no lo
plantean, o por lo menos no suponen un problema del mismo tipo, es simplemente
falsa. El mundo social, en sus articulaciones, no se divide en perspicuos «nosotros»
con los que podemos simpatizar a pesar de las diferencias que tengamos con ellos, y
enigmáticos «ellos» con los que no podemos simpatizar por mucho que defendamos
hasta la muerte su derecho a diferenciarse de nosotros. Los «negratas» empiezan
bastante antes de Calais[39].
Tanto la reciente antropología del tipo «Desde el punto de vista del nativo[40]» (la
que yo practico), como la reciente filosofía de «Las formas de vida» (a la que me
adhiero), han conspirado o parecen conspirar para oscurecer este hecho por medio de
una continua mala aplicación de su idea más poderosa e importante: la idea de que el
significado se construye socialmente.
La percepción de que el significado, en la forma de signos interpretables —
sonidos, imágenes, sentimientos, artefactos, gestos— existe sólo dentro de juegos de
lenguaje, comunidades de discurso, sistemas intersubjetivos de referencia o maneras
de hacer el mundo; de que surge en el marco de la interacción social concreta en la
que algo es un algo para ti y para mí, y no en alguna gruta escondida en la cabeza, y
de que es por completo histórico y elaborado trabajosamente en el discurrir de los
acontecimientos, se entiende como la implicación de que las comunidades humanas
son, o debieran ser, mónadas semánticas, casi… casi sin ventanas (cuando, en mi
opinión, ni Malinowski ni Wittgenstein —ni siquiera Kuhn o Foucault en este asunto
— lo vieron de este modo). Somos, dice Lévi-Strauss, como pasajeros de los trenes
que son nuestras culturas, cada uno viaja sobre sus propios raíles, con su propia
velocidad y en su propia dirección. Los trenes que corren junto al nuestro, en
direcciones similares y a velocidades no muy distintas a la nuestra, nos son al menos
visibles cuando los miramos desde nuestros compartimentos. Pero aquellos trenes que
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van por una vía oblicua o paralela y circulan en dirección opuesta, no lo son.
«[Nosotros] percibimos sólo una imagen vaga, fugaz, apenas identificable,
normalmente un contorno borroso en nuestro campo visual, que no nos proporciona
ninguna información sobre sí misma y solamente nos irrita porque interrumpe nuestra
plácida contemplación del paisaje que sirve de telón de fondo a nuestra ensoñación».
Rorty es más cauto y menos poético, y le noto también menos interesado en los trenes
de otra gente, de tan centrado que está en hacia dónde se dirige el suyo. Pero aun así,
habla de un más o menos accidental «solapamiento» de sistemas de creencias entre
las comunidades «norteamericanas ricas y burguesas» y otras «con las que
necesitamos hablar», que permitiría el que «cualquier conversación entre naciones
sea aún posible». La fundamentación tanto del pensamiento como del sentimiento y
del juicio en una forma de vida (en mi opinión, como también en la de Rorty, el único
lugar donde pueden fundamentarse), se entiende como que los límites de mi mundo
son los límites de mi lenguaje, lo cual no es exactamente lo que aquel hombre
dijo[41].
Lo que dijo fue, por supuesto, que los límites de mi lenguaje son los límites de mi
mundo, lo cual no implica que el alcance de nuestras mentes, de lo que podemos
decir, apreciar y juzgar, esté preso dentro de los márgenes de nuestra sociedad,
nuestro país, nuestra clase o nuestro tiempo, sino más bien que el alcance de nuestras
mentes, el rango de signos que de alguna manera podemos tratar de interpretar, es lo
que define el espacio intelectual, emocional y moral en el que vivimos. Cuanto mayor
sea este alcance, tanto más podemos desarrollarlo al tratar de comprender qué
significa aquello de que la tierra sea plana o del reverendo Jim Jones (de los iks o de
los vándalos), qué significa ser uno de ellos; y tanta mayor claridad ganaremos
respecto a nosotros mismos, ya sea en términos de lo que nos parece remoto al verlo
en los otros, como de lo que nos parece evocador, así como de lo atractivo y Jo
repelente, lo sensato y lo disparatado —oposiciones éstas que no se plantean de una
manera simple, pues hay algunos aspectos bastante atractivos en los murciélagos,
como otros bastante repugnantes en los etnógrafos.
Son, dice Danto en el mismo artículo que cité hace un momento, «los hiatos
existentes entre yo y los que piensan diferente a mí —que es como decir cualquiera, y
no únicamente aquellos segregados a causa de diferencias en cuanto a generación,
sexo, nacionalidad, sectas, incluso raza— [los que] definen los lindes reales del yo».
Son, como también dice, las asimetrías entre lo que creemos o sentimos y lo que
creen o sienten los otros, lo que hace posible localizar dónde nos situamos nosotros
ahora en el mundo, lo que se siente estando allí y adonde querríamos o no ir.
Oscurecer estos hiatos y estas asimetrías relegándolos al ámbito de la reprimible o
ignorable diferencia, a la mera desemejanza, que es lo que el etnocentrismo hace y
está llamado a hacer (Lévi-Strauss lleva toda la razón cuando afirma que el
universalismo de la UNESCO los oscurece negando toda su realidad), es apartarnos de
tal conocimiento y de esta posibilidad: la posibilidad de cambiar nuestra mentalidad
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de forma amplia y genuina.
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Birmingham—. Es éste un proceso de mestizaje que está en marcha desde hace
bastante tiempo (Bélgica, Canadá, El Líbano, Suráfrica —ni la Roma del César
resultó ser tan homogénea—), pero que está, hoy por hoy, tomando proporciones
extremas y casi universales. Ya pasó el día en que la ciudad americana era el principal
modelo de fragmentación cultural y mezcla étnica; el París de nos ancétres les
gaulois[42] acabará siendo tan políglota y tan polícromo como Manhattan y puede que
tenga incluso un alcalde asiático (o eso se temen, en cualquier caso, muchos de les
gaulois) antes de que Nueva York tenga uno hispano.
Este surgimiento, dentro del cuerpo de una sociedad, dentro de los lindes de un
«nosotros», de angustiosas cuestiones morales centradas en la diversidad cultural y
las implicaciones que ello tiene para nuestro problema general, el del «futuro del
egocentrismo», pueda quizá verse de forma más nítida a través de un ejemplo. Pero
no un ejemplo prefabricado, de ciencia ficción, acerca de agua en antimundos o de
gente cuyos recuerdos se intercambian mientras duermen (a los que en mi opinión los
filósofos se han vuelto, más bien, demasiado aficionados últimamente), sino uno real,
o al menos uno que me fue presentado como real por el antropólogo que me lo contó:
el caso del indio alcohólico y el riñón artificial.
El caso es simple a pesar de lo enredado de su resolución. La extrema escasez,
debido a su alto coste, de las máquinas de hemodiálisis llevó hace unos años a
establecer, como es natural, largas listas de espera para acceder al tratamiento de
diálisis en el seno de un programa médico gubernamental al suroeste de los Estados
Unidos. Programa dirigido, como también es natural, por jóvenes doctores idealistas
provenientes de facultades de medicina en su mayor parte del noreste. Para que el
tratamiento fuese efectivo, al menos durante un periodo prolongado de tiempo, se
requería una estricta disciplina por parte de los pacientes por lo que hacía a la dieta y
otros asuntos. Como empresa pública, regida por códigos antidiscriminatorios y, en
cualquier caso, se supone, moralmente motivada, las listas se organizaron no en
función de las posibilidades económicas, sino por la urgencia del tratamiento y por
riguroso orden de inscripción. Una política que condujo, con las usuales
particularidades de la lógica práctica, al problema del indio alcohólico.
El indio, tras haberse ganado el acceso a tan escasa máquina, se negó, para gran
consternación de los doctores, a abandonar, o a moderar al menos, su prodigiosa
capacidad para la bebida. Su postura, inspirada en algún tipo de principio como el
que mencioné anteriormente de Flannery O’Connor de seguir siendo uno mismo sin
importar lo que otros quieran hacer de ti, era ésta: soy ciertamente un indio bebedor,
lo he sido durante bastante tiempo y pretendo seguir siéndolo por tanto tiempo como
me podáis conservar vivo atándome a esa maldita máquina. Los médicos, cuyos
valores eran más bien otros, consideraron que el indio bloqueaba el acceso a la
máquina a otros pacientes de la lista en situación no menos desesperada, los cuales
podían, a su juicio, hacer un mejor uso de sus beneficios —jóvenes de clase media
como ellos mismos, cuyo destino era la universidad y, quién sabe, acaso la facultad
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de medicina—. Comoquiera que, para cuando el problema se hizo patente, el indio ya
estaba recibiendo tratamiento en la máquina, los médicos no se atrevían a (y supongo
que tampoco les estaría permitido) interrumpirlo. Pero sí estaban profundamente
contrariados —al menos tan contrariados como decidido estaba el indio, quien era lo
suficientemente disciplinado como para acudir puntualmente a todas las citas— y, a
buen seguro, hubieran pergeñado cualquier razón, ostensiblemente médica, para
desplazarle de su posición en la lista, caso de haberle visto venir a tiempo. Durante
varios años, el indio continuó recibiendo tratamiento en la máquina, y ellos
continuaron desconcertados, hasta que muy digno, como le imagino, y agradecido
(aunque no a los doctores) de haber tenido una vida algo más prolongada en la que
seguir bebiendo, murió sin disculparse por todo el asunto.
Ahora bien, lo digno de subrayarse de esta pequeña fábula en tiempo real no es el
que nos muestre cuán insensibles pueden ser los médicos (y no lo fueron, cuando bien
podrían haberlo sido), o lo erráticos que pueden llegar a ser los indios (él no lo era,
pues sabía perfectamente lo que hacía); ni tampoco el sugerir que tuvieran que haber
prevalecido los valores de los médicos (es decir, más o menos los nuestros), los del
indio (esto es, aproximadamente no los nuestros), o algún juicio más allá de las partes
basado en la filosofía o la antropología y avanzado por alguno de los hercúleos jueces
de Ronald Dworkin. Éste fue un caso peliagudo y su final también lo fue; pero no
puedo ver que más etnocentrismo, más relativismo o una mayor neutralidad hubieran
mejorado las cosas (aunque quizá más imaginación sí lo hubiera hecho). Lo digno de
subrayarse —no estoy seguro de que esta fábula tenga propiamente una moraleja—
es que es este tipo de asunto, y no la tribu distante encapsulada en su propia
diferencia coherente (el azande o el ik que fascinan a los filósofos sólo un poco
menos que las fantasías de ciencia ficción, acaso porque se les puede convertir en
marcianos sublunares y tratarles consecuentemente), el que mejor representa, si acaso
algo melodramáticamente, la forma general que hoy día toma el conflicto de valores
que surge de la diversidad cultural.
Aquí, los antagonistas, sí eso es lo que eran, no eran representantes de totalidades
sociales absortas en sí mismas que se encuentran al azar en los bordes de sus sistemas
de creencias. Los indios que mantienen a raya el destino con el alcohol forman parte
de la América contemporánea tanto como los médicos que lo corrigen con sus
aparatos. (Si quieren ver hasta qué punto esto es así, al menos en el caso de los indios
—les supongo al corriente por lo que a los médicos respecta— pueden leer la
inquietante novela de James Welch Winter in the blood [Invierno en la sangre], donde
los efectos de contraste aparecen de una manera un tanto singular). Si es que aquí
hubo algún error y, para ser justos, desde la distancia es difícil precisar en qué medida
lo hubo, fue un error en comprender, por ambas partes, lo que significaba estar en la
otra parte y, así, lo que significaba estar en la propia. De todos ellos, ninguno, al
menos así parece, aprendió demasiado en este episodio ni acerca de sí mismo ni de
nadie más, ni nada en absoluto, más allá de las banalidades del disgusto y la acritud,
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acerca del carácter de su encuentro. No es la incapacidad de los implicados para
abandonar sus convicciones y adoptar las perspectivas de otros lo que hace esta
pequeña fábula tan completamente deprimente. Tampoco lo es su falta de una regla
moral desvinculada —el gran Dios o el principio de la diferencia (que parecería,
como cuestión de hecho, que fueran a dar aquí resultados diferentes)— a la que
apelar. Se trata de su incapacidad para siquiera concebir, en medio del misterio de la
diferencia, cómo puede uno soslayar una asimetría moral por completo genuina. Todo
ello sucedió en la más completa tiniebla.
Lo que tiende a ocurrir en las tinieblas —la única cosa que parece permitir una
concepción de la dignidad humana acorde con «una cierta sordera hacía la llamada de
otros valores» o «una comparación con comunidades defectivas respecto de las
nuestras»— es, o bien la aplicación de la fuerza para asegurar la conformidad a los
valores propios de los que poseen la fuerza; o una tolerancia vacua que, sin
comprometerse con nada, nada cambia; o bien, como aquí, donde falta la fuerza y
donde la tolerancia es innecesaria, un regateo continuo hacia un fin ambiguo.
Seguramente hay casos donde éstas son, de hecho, las alternativas prácticas. Una
vez metido de lleno en el sermón, no parece que se pueda hacer mucho con el
reverendo Jones excepto impedirle físicamente que reparta la Subvención Kool (Kool
Aid). Si la gente cree que el rock punk ha llegado donde ha llegado, entonces,
mientras no se pongan a tocar en el metro, allá ellos con sus oídos y su funeral. Y es
que es difícil (algunos murciélagos son más murciélagos que otros) saber siquiera
cómo se debería proceder con alguien que sostiene que las flores tienen sentimientos
y que los animales no. El paternalismo, la indiferencia, incluso la arrogancia, no
siempre son actitudes inútiles de cara a la diferencia de valores, incluso en aquéllos
de mayores consecuencias que éstos. El problema es saber cuándo son útiles, y la
diversidad puede dejarse entonces sin cuidado en manos de sus connaisseurs[43] y
cuándo, como creo que es más usual, incluso de manera creciente, no lo son y no se
puede y se requiere algo más: un acceso imaginativo a (y una admisión de) una
disposición mental ajena.
En nuestra sociedad, el experto par excellence en lo que se refiere a disposiciones
mentales ajenas ha sido el etnógrafo (también el historiador, hasta cierto punto, y el
novelista, aunque de otra manera; pero volvamos a los de mi tribu), dramatizando la
rareza, ensalzando la diversidad y rezumando amplitud de miras. Cualesquiera que
fueran las diferencias en cuanto a método o teoría que nos han separado, nos hemos
parecido en esto: en estar profesionalmente obsesionados con mundos en alguna otra
parte y con hacerlos comprensibles, primero a nosotros mismos y después a nuestros
lectores, utilizando para ello estrategias conceptuales no demasiado distintas a las de
los historiadores y estrategias literarias tampoco demasiado diferentes a las de los
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novelistas. Y mientras esos mundos estaban realmente en alguna otra parte, donde los
encontró Malinowski y donde Lévi-Strauss los recuerda, ello fue relativamente
aproblemático como tarea analítica, aunque bastante complicado como tarea práctica.
Podíamos pensar en los «primitivos» («salvajes», «nativos»…) como pensábamos en
los marcianos: como maneras posibles de sentir, razonar, juzgar y comportarse,
maneras de hacer, discontinuas de las nuestras, alternativas a nosotros. Ahora que
esos mundos y esas disposiciones mentales ajenas no se encuentran principalmente en
ninguna otra parte, sino que, siendo una alternativa muy cercana para nosotros, son
inmediatos «hiatos entre aquellos que piensan de una manera diferente a la mía y yo
mismo», parece que sería posible ceder a un cierto reajuste tanto de nuestros hábitos
retóricos como del sentido de nuestra misión.
Los usos de la diversidad cultural, de su estudio, su descripción, su análisis y su
comprehensión consisten menos en nuestras propias clasificaciones que nos separan
de los demás y a los demás de nosotros por mor de defender la integridad del grupo y
mantener la lealtad hacia él, que en definir el terreno que la razón debe atravesar si se
quieren alcanzar y ver cumplidas sus modestas recompensas. Es éste un terreno
desigual, lleno de repentinas fallas y pasos peligrosos donde los accidentes pueden
suceder y suceden, y atravesarlo, o intentar hacerlo, poco o nada tiene que ver con
allanarlo hasta hacer de él una llanura uniforme, segura y sin fisuras, sino que
simplemente saca a la luz sus grietas y contornos. Si es que nuestros acuciantes
médicos y nuestro intransigente indio («los ricos americanos» y «[aquellos] con
quienes necesitamos hablar» de Rorty) quieren enfrentarse de una manera menos
destructiva (y está lejos de ser cierto —las grietas son bien reales— que
efectivamente puedan), entonces deben explorar el carácter del espacio existente
entre ellos.
Son ellos mismos los que al final tienen que hacerlo; aquí no hay sustituto para el
conocimiento local, ni tampoco para el valor. Pero tanto los mapas y los gráficos
como las tablas, relatos, películas y descripciones, incluso las teorías, pueden ser de
ayuda, si atienden a lo efectivo. Los usos de la etnografía son principalmente
auxiliares pero son, no obstante, reales. Como recopilar diccionarios o ajustar lentes
trabajosamente, la etnografía es, o debería ser, una disciplina capacitadora. Y a lo que
capacita, cuando lo hace, es a un contacto fructífero con una subjetividad variante.
Sitúa, como hemos venido diciendo, no sin dificultad, a particulares «nosotros» entre
particulares «ellos» y a los «ellos», entre «nosotros», donde todos ya estaban. Es la
gran enemiga del etnocentrismo, de confinar a la gente en planetas culturales donde
las únicas cosas con las que necesitan manejarse son «las de por aquí», no porque
asuma que todo el mundo sea semejante, sino porque sabe cuán profundamente eso
no es así y qué incapaces somos de ignorarnos los unos a los otros. Sea lo que fuere
lo que una vez fue posible, y no importa qué se quiera anhelar ahora, lo cierto es que
la soberanía de lo familiar empobrece a todos y a cada uno; en tanto en cuanto tal
soberanía tenga futuro, el nuestro será oscuro. No se trata de que debamos amarnos
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los unos a los otros o morir (si éste es el caso —negros y africaners, árabes y judíos,
tamiles y singaleses— estamos, por lo que se ve, condenados). Se trata de que
debemos conocernos los unos a los otros y vivir según este conocimiento o acabar
aislados en un mundo de absurdo soliloquio a lo Beckett.
La tarea de la etnografía, o en cualquier caso una, de ellas, es ciertamente el
proveernos, como las artes y la historia, de relatos y escenarios para refocalizar
nuestra atención; pero no de relatos y escenarios que nos ofrezcan una versión
autocomplaciente y aceptable para nosotros mismos al representar a los demás
reunidos en mundos que nosotros no queremos ni podemos alcanzar, sino relatos y
escenarios que, al representarnos, permitan vernos, tanto a nosotros mismos como a
cualquier otro, arrojados en medio de un mundo lleno de indelebles extrañezas de las
que no podemos librarnos.
Hasta hace más bien poco (ahora el asunto está cambiando, en parte al menos
gracias al impacto de la etnografía, pero sobre todo porque el mundo está
cambiando), la etnografía estaba más bien sola en esta tarea, pues la historia invertía
mucho tiempo en reconfortar nuestra autoestima y en alentar nuestro sentido de estar
yendo a alguna parte al hacer la apoteosis de nuestros héroes y satanizar a nuestros
enemigos o al lamentarnos de las glorias pasadas. Por su parte, el comentario social
de los novelistas tuvo un carácter principalmente interno —una parte del Oeste que
sostenía un espejo, plano en Trollope o curvo en Dostoievski, ante la otra—. Incluso
la literatura de viajes, que cuando menos se ocupaba de superficies exóticas (junglas,
camellos, bazares, templos), las utilizaba en gran medida para demostrar, en
circunstancias difíciles, la elasticidad de las virtudes recibidas —el inglés, tranquilo;
el francés, racional; el americano, inocente—. Ahora que la etnografía no está ya tan
sola y las extrañezas con las que Se tiene que ver van creciendo de manera más
oblicua y más difuminada y se destacan menos como anomalías salvajes —hombres
que se creen descendientes de ualabis o que están convencidos de que una mala
mirada les puede matar—, su tarea, localizar esas extrañezas y describir sus formas,
puede resultar más difícil en algunos aspectos, pero en absoluto es› menos necesaria.
Imaginar la diferencia (lo que por supuesto no quiere decir inventársela, sino hacerla
evidente) sigue siendo una ciencia de la que todos necesitamos.
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sociales con lindes definidos, planteamientos de vida seriamente dispares se mezclen
en extensiones mal definidas, espacios sociales cuyos lindes no están fijados, son
irregulares y difíciles de localizar, donde la cuestión de cómo tratar con los problemas
de enjuiciamiento a los que dan pie tales disparidades toma un aspecto bastante
diferente. Los paisajes y los bodegones son una cosa; los panoramas y los collages,
otra bien distinta.
Que es a esto último a lo que nos enfrentamos hoy día, que vivimos más y más en
medio de un enorme collage, es lo que aparece por doquier. No se trata sólo de los
telediarios, donde asesinatos en la India, bombas en el Líbano, golpes de Estado en
África y tiroteos en Centroamérica aparecen entre desastres locales, a duras penas
más comprensibles, y van seguidos de graves discusiones acerca de los modales de
los japoneses a la hora de negociar, de las formas persas de la pasión o de los estilos
árabes de negociación. Se trata también de la enorme explosión de la traducción,
buena, mala e indiferente, de y a lenguajes —tamil, indonesio, hebreo y urdu—
considerados anteriormente marginales y recónditos; la migración de cocinas,
vestimentas, mobiliario y decoración (caftanes en San Francisco, Coronel Sanders en
Yakarta, taburetes en los bares de Kyoto); la aparición de temas de gamelan en el jazz
de vanguardia (avant-garde), de mitos indios en novelas latinas e imágenes de
revistas en pinturas africanas, Pero sobre todo, se trata de que la persona con la que
nos encontramos en la tienda de ultramarinos es igualmente probable, o casi, que
provenga de Corea que de Iowa; la de la oficina de correos puede venir de Argelia
como de Auvernia; la del banco, de Bombay como de Liverpool. Ni siquiera los
parajes rurales, donde las semejanzas suelen estar más atrincheradas, son inmunes:
granjeros mexicanos en el Suroeste, pescadores vietnamitas a lo largo de la costa del
Golfo, médicos iraníes en el Medio-oeste.
No hay necesidad alguna de seguir con los ejemplos. Todos podemos imaginar
ejemplos de nuestra cosecha extraídos de nuestro propio quehacer en nuestro propio
entorno. No toda esta diversidad tiene las mismas consecuencias (la cocina de Jogja
es tan apetitosa que siempre estará ahí para chuparse los dedos), ni es igualmente
inmediata (no necesitas comprender las creencias religiosas del que te vende los
sellos), ni proviene toda ella de un contraste cultural tajante. Pero parece
abrumadoramente claro que el mundo va pareciéndose en todas partes más a un bazar
kuwaití que a un club de caballeros ingleses (para ejemplificar lo que son, en mi
opinión —quizá porque nunca he estado en ninguno de ellos— los casos más
opuestos). El etnocentrismo de los huevos de piojo o del tipo «no existiría, si no fuera
por la gracia de la cultura» puede o no coincidir con la especie humana; pero ahora
nos resulta bastante más difícil a la mayoría saber siquiera dónde, dentro del gran
ensamblaje de diferencias yuxtapuestas, cabe centrarlo. Les milieux[45] son todos
mixtes. Ya no conforman Umwelte[46] como solían hacer.
Nuestra respuesta a este, así me lo parece, hecho predominante es, así también me
lo parece, uno de los mayores desafíos morales a los que hoy día nos enfrentamos,
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ingrediente de prácticamente todos los demás desde el desarme nuclear hasta el
reparto equitativo de los recursos del mundo y, al afrontarlo, nos son igualmente
inútiles los consejos de tolerancia indiscriminada, que de todos modos nunca se
pretende de verdad, como, lo que es mi blanco aquí, los de rendición al placer de las
odiosas comparaciones, ya sea esta rendición arrogante, alegre, defensiva o
resignada; aunque acaso esto último sea lo más peligroso por ser lo que
probablemente encontrará más seguidores. La imagen de un mundo lleno de gente tan
apasionadamente partidaria de las culturas de los demás que todo lo que desea es
glorificarse mutuamente no me parece un peligro claro ni presente; por el contrario,
la imagen de un mundo lleno de gente haciendo alegremente la apoteosis de sus
héroes y satanizando a sus enemigos, desafortunadamente sí. No es necesario elegir,
de hecho es necesario no elegir, entre el cosmopolitismo sin contenido y el
provincialismo sin lágrimas. Ninguno de ellos es útil para vivir en un collage.
Para vivir en un collage uno debe, en primer lugar, verse a sí mismo como capaz
de clasificar sus elementos, de determinar qué son (lo que habitualmente implica
determinar de dónde proceden y cuál era su valor cuando allí estaban) y cómo se
relacionan los unos con los otros en la práctica, todo ello sin enturbiar el sentido de la
localización e identidad propias en su seno. Hablando de forma menos figurada,
«comprensión» en el sentido de comprehender, de percepción e intuición (insight)
tiene que distinguirse de «comprensión» en el sentido de acuerdo en la opinión, unión
de sentimiento o comunidad de compromiso: el je vous ai compris[47] que proclamó
De Gaulle distinto del je vous ai compris que oyeron los pieds noirs. Debemos
aprender a captar aquello a lo que no podemos sumarnos.
La dificultad es aquí enorme, como siempre lo fue. Comprehender lo que de
alguna forma nos es, y probablemente nos siga siendo, ajeno sin siquiera dulcificarlo
con vacuas cantinelas acerca de la humanidad común, ni desactivarlo con la
indiferencia del «a-cada-uno-lo-suyo», ni minusvalorarlo tildándolo de encantador,
estimable incluso, pero inconsecuente, es una destreza que tenemos que adquirir
arduamente y que, una vez aprendida, siempre de forma muy imperfecta, hay que
trabajar con constancia para mantenerla viva; no es una capacidad connatural, como
la tridimensionalidad en la percepción o el sentido del equilibrio, en la que podamos
confiar tranquilamente.
Es aquí, en el fortalecimiento del poder de nuestra imaginación para captar lo que
hay frente a nosotros, donde residen los uses y el estudio de la diversidad. Si tenemos
(como yo confieso tener) más que una simpatía sentimental con aquel intransigente
indio americano no es porque compartimos su punto de vista. El alcoholismo es
ciertamente un mal y las máquinas de hemodiálisis se echan a perder al aplicárselas a
sus víctimas. Nuestra simpatía deriva de nuestro conocimiento del grado en el que él
se ha ganado sus puntos de vista, y del sentido amargo que por ello contienen, de
nuestra comprensión del terrible camino que ha tenido que recorrer para llegar hasta
ellos y de qué es —el etnocentrismo y los crímenes que legitima— lo que lo ha hecho
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tan terrible. Si deseamos ser capaces de juzgar competentemente, como por supuesto
debemos, necesitamos llegar a ser también capaces de ver competentemente, Y para
ello simplemente no basta con lo que ya hemos visto —los interiores de nuestros
vagones; los esplendentes ejemplos históricos de nuestras naciones, nuestras iglesias
y nuestros movimientos— pese a lo pregnante que pueda ser lo uno y lo
deslumbrante que pueda ser lo otro.
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ANTI-ANTIRRELATIVISMO
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comportando como el senador McCarthy. Lo mismo podríamos buscar la
comparación recurriendo al debate sobre el aborto. No creo que quienes nos
oponemos a que aumenten las limitaciones legales puestas al aborto seamos
proabortistas en el sentido de que pensemos que el aborto es una cosa estupenda y
defendamos que cuantos más abortos se produzcan mayor será el bienestar de la
sociedad; somos «antiantiabortistas» por razones bastante distintas, de las que no
necesito hablar aquí. En este contexto la doble negación no funciona como lo hace
habitualmente, y aquí residen sus atractivos retóricos. Nos permite rechazar algo sin
comprometernos con lo que ese algo rechaza. Esto es precisamente lo que yo quiero
Hacer con el antirrelativismo.
Si hemos necesitado de tantas excusas y autojustificaciones para aproximarnos al
tema ello es debido a que, como señalara el filósofo y antropólogo John Ladd
(1982:161), «las definiciones que generalmente se hacen del… relativismo han sido
formuladas por sus adversarios… son definiciones absolutistas». Ladd, cuya
referencia inmediata es el famoso libro de Edward Westermarck, está hablando aquí
en concreto del «relativismo ético», pero lo que dice es de aplicación general: no hay
más que recordar, a propósito del «relativismo cognoscitivo», el ataque de Israel
Scheffler (Science and Subjetivity, 1967) a Thomas Kuhn, o, en el campo del
«relativismo estético», el de Wayne Booth (1983) contra Stanley Fish. Como Ladd
dice en este mismo texto, el resultado es que el relativismo, o lo que esas definiciones
hostiles presentan como tal, acaba siendo identificado con el nihilismo (Ladd
1982:158). Quien sugiera que tal vez no existan unos principios absolutamente
inamovibles en los que fundamentar nuestros juicios cognoscitivos, estéticos y
morales, que los principios a nuestra disposición son siempre inciertos, será acusado
de no creer en la existencia del mundo físico, de atribuir a una chincheta el mismo
valor que a un poema, de pensar que el único defecto de Hitler eran sus gustos poco
convencionales o incluso —como a mí mismo me ha ocurrido hace poco— de
«carecer en absoluto de política» (Rabinow 1983:70). La idea de que alguien que no
comparte nuestra manera de ver las cosas mantiene los puntos de vista opuestos, por
reconfortante que pueda resultar para quienes temen que la realidad desaparezca si no
creemos a pie juntillas en ella, no aporta mucha luz al debate antirrelativista: lo único
que consigue es que un número excesivo de personas dediquen un tiempo excesivo a
describir con todo detalle qué es lo que no defienden, sin que de ello se derive ningún
provecho para nadie.
Todo esto tiene su importancia para la antropología desde el momento en que es
la idea del relativismo la que le ha servido para turbar la paz general. Desde nuestros
primeros pasos en esta disciplina, cuando la teoría antropológica —evolutiva,
difusionista o elementargedankenisch— era cualquier cosa menos relativista,
estábamos convencidos de poder ofrecer al mundo el mensaje de que, puesto que los
habitantes de Alaska y los de Entrecanteaux piensan y se comportan de modo muy
distinto, nuestra confianza en lo que pensamos y hacemos y nuestra determinación a
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persuadir a quienes nos rodean para que compartan nuestras opiniones y nuestra
forma de actuar no tienen demasiado fundamento. También esta opinión suele ser mal
interpretada. No ha sido la teoría antropológica en cuanto tal la que ha hecho que
nuestra disciplina sea vista como un colosal cuestionamiento del absolutismo en
materia de pensamiento, moral o valoraciones estéticas. La responsabilidad habría
que atribuírsela más bien a los datos que la antropología aportaba: costumbres,
cráneos, hábitats y léxicos. La idea de que Boas, Benedict y Melville Herskovits, con
la ayuda de Westermarck desde Europa, infectaron nuestra disciplina con el virus
relativista, mientras que Kroeber, Kluckhohn y Redfield, con la colaboración
igualmente europea de Lévi-Strauss, lucharon para librarnos de él, no es sino otro de
los mitos que vienen a complicar el análisis. Después de todo, también Montaigne
(1978:202-214) pudo sacar conclusiones relativistas, o que podían ser tomadas como
tales, del hecho de que los indios caribes no llevasen calzones; para ello no tuvo que
leer Patterns of Culture. E incluso, muchos años antes que él, Heródoto, como era de
prever, llegó a similares conclusiones a propósito de «ciertos indios de la raza de los
calacios» de quienes se decía que se comían a sus padres (Heródoto 1859-1861).
La tendencia relativista o, más exactamente, la inclinación al relativismo que la
antropología provoca en quienes tienen mucho trato con sus materiales, está pues en
cierto modo implícita en la disciplina en cuanto tal; tal vez sobre codo en la
antropología cultural, pero también en una buena parte de la arqueología, de la
lingüística antropológica y de la antropología física. Uno no puede leer durante
mucho tiempo acerca de la organización matrilineal de los nayar, de los sacrificios
aztecas o de las circunvalaciones del homínido de transición sin empezar a plantearse
al menos la posibilidad de que, citando de nuevo a Montaigne, sea cierto que «cada
cual considera propio de bárbaros lo que no pertenece a sus costumbres. Ciertamente
parece que no contamos con otros criterios de verdad y de racionalidad que el modelo
y la idea de las opiniones y usos del país en que vivimos» (1978:205, citado en
Todorov 1983:113-114[48]). Cualesquiera sean los problemas que plantea, y por
mucha que sea la delicadeza con que está expresada, no es probable que semejante
visión de las cosas desaparezca a menos que también lo haga la antropología.
Esta realidad, progresivamente descubierta a medida que nuestra empresa
avanzaba y hacíamos hallazgos más precisos, fue la que llevó a reaccionar de acuerdo
con sus respectivas sensibilidades a relativistas y antirrelativistas. La comprobación
de que las noticias que llegaban de otras latitudes acerca de matrimonios fantasmas,
destrucción ritual de la propiedad, felaciones iniciáticas, sacrificios regios y —apenas
me atrevo a decirlo, por miedo a que me ataquen de nuevo— despreocupado sexo
adolescente inclinaban a adoptar un modo de ver las cosas más relativista hizo que
apareciesen voces escandalizadas, desesperadas o exultantes que, siempre en nombre
de la razón, trataban de convencernos de que debíamos resistir o sucumbir a esa
inclinación. Lo que en apariencia constituye un debate sobre las principales
implicaciones de la investigación antropológica no se ocupa de hecho sino del modo
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en que podemos vivir con ellas.
Después de haberse entendido esto, una vez hemos visto que «relativismo» y
«antirrelativismo» no son más que respuestas generales a la forma en que aquello que
Kroeber denominó en su día impulso centrífugo de la antropología —lugares lejanos,
tiempos lejanos, especies distantes, gramáticas distantes— afecta a nuestra
percepción de las cosas, la discusión queda mejor centrada. El supuesto conflicto
entre el llamamiento a la tolerancia de Benedict y Herskovits y la pasión intolerante
con que fue efectuado no era la simple contradicción que muchos observadores
supusieron, sino expresión de la idea, surgida después de mucho reflexionar sobre los
zuñis y los dahomey, de que el mundo está hoy tan lleno de cosas que apresurarse a
juzgarlas es, más que un error, un crimen. Del mismo modo, las realidades
panculturales de Kroeber y Kluckhohn —aquellas de las que se ocupa el primero más
relacionadas con asuntos individuales como el delirio o la menstruación, las de
Kluckhohn principalmente vinculadas a problemas sociales como la mentira o el
asesinato dentro del grupo de pertenencia— no son tampoco las obsesiones arbitrarias
y personales que otros creían, sino la manifestación del temor mucho más amplio,
inspirado por una larga reflexión sobre el anthropos en general, de que, si no existe
algo que esté firmemente arraigado en todas partes, no habrá nada que pueda arraigar
en parte alguna. Aquí la teoría —en el caso de que podamos dar tal nombre a estos
sensatos consejos sobre la visión de las cosas que deberíamos adoptar para tener
derecho a ser considerados personas decentes— es más un intercambio de reproches
que un debate interesado en el análisis de los problemas. Lo que se nos ofrece es la
oportunidad de elegir entre distintas preocupaciones.
Los llamados relativistas quieren que nos sintamos preocupados por el
provincianismo: el peligro de que nuestras percepciones se emboten, de que nuestra
inteligencia decaiga, de que se restrinja el campo de nuestras simpatías por efecto de
una sobrevaloración de las creencias de la sociedad en que vivimos. Aquellos que se
autodenominan antirrelativistas quieren que lo que nos inquiete —como si de ello
dependiera la salvación de nuestras almas— sea una especie de entropía espiritual,
una muerte térmica de la mente en la que lo mismo da una cosa que otra: todo vale, a
cada cual lo suyo, el que paga decide, sé muy bien lo que quiero, tout comprendre
c’est tout pardonner.
Por mi parte ya he sugerido que en conjunto, y tal como están las cosas, la
inquietud por el provincianismo me parece más justificada. (Incluso aquí puede que
la cosa sea exagerada: «Tal vez todo salga al revés», reza una de las maravillosas
«moralejas» de Thurber, «precisamente por pasarse de la raya»). La idea de que
exista un gran número de lectores de antropología tan imbuidos de una mentalidad
cosmopolita que ya no saben reconocer lo verdadero, lo bueno y lo bello me parece
bastante fantástica. Puede que en torno a Rodeo Drive o a Times Square se paseen
algunos auténticos nihilistas, pero dudo mucho de que hayan llegado a serlo a causa
de su excesiva sensibilidad ante las manifestaciones de otras culturas, y al menos la
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mayoría de las personas que conozco, a las que leo o sobre las cuales leo, y también,
por supuesto, yo mismo, estamos demasiado inmersos en asuntos que, por lo general,
tienen un alcance exclusivamente local. «Es el ojo de la niñez el que teme al diablo
pintado»: el antirrelativismo ha inventado en gran parte la inquietud de la que se
alimenta.
II
¿No estaré exagerando? ¿Cómo podrían los antirrelativistas ser tan excitables,
convencidos como están de que el ruido de unas semillas dentro de una calabaza no
puede reproducir el trueno y de que está muy mal eso de comerse a la gente?
Oigamos lo que dice William Gass (1981:53-54), novelista, filósofo, precieux y
observador atento de los rumbos de la antropología:
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que Mary Douglas es una escéptica, y se le ha escapado por completo el elemento de
sátira presente en Benedict, sátira mucho más sutil que la que él practica), facilita en
gran manera la respuesta. Pero los cargos no son mucho menos graves —aunque sí
estén expresados de un modo menos ingenioso, como corresponde a una ciencia
hecha y derecha— cuando proceden del interior de la profesión. I. J. Jarvie
(1983:45,46) señala que el relativismo («la idea de que todo juicio remite a algún
modelo normativo, y que las normas derivan de las culturas»):
Más delante que detrás, diríamos, pues todo esto nos suena a espantajo, a
campanilla de leproso: es evidente que nadie en su sano juicio adoptaría un punto de
vista que nos deshumaniza haciendo que perdamos la capacidad de comunicamos con
cualquier otra persona. Por poner un último ejemplo, el feroz libro de Paul Johnson
Modern Times, The World from the Twenties to the Eighties (1983) nos hace entender
hasta dónde puede llegar el miedo a esa despreciable ramera que amenaza con
arrebatarnos nuestra capacidad crítica. Esta historia del mundo a partir de 1917, que
se abre con un capítulo titulado «A Relativistic World» (la reseña de la obra que
Hugh Thomas [1983] publicó en The Times Literary Supplement llevaba el más
apropiado título de «The Inferno of Relativism»), explica todo el desastre moderno
—Lenin y Hitler, Amín, Bokassa, Sukarno, Mao, Nasser y Hammarskjóld, el
estructuralismo y el New Deal, el Holocausto, las dos guerras mundiales, 1968, la
inflación, el militarismo japonés, la OPEC y la independencia de la India— como
resultado de lo que se denomina «la herejía relativista». «Un trío de grandes e
imaginativos intelectuales alemanes», Nietszche, Marx y Freud (con la importante
contribución de Frazer), destruyó el siglo XIX en el plano moral, del mismo modo que
Einstein lo destruyó en el campo del conocimiento al acabar con la idea de
movimiento absoluto y James Joyce en el estético al acabar con la idea de narración
absoluta:
Marx describió un mundo en el que el factor esencial de cambio era el interés económico. Para
Freud el principal estímulo era sexual… Nietzsche, el tercer miembro del grupo, era también ateo
[y] veía [la muerte de Dios] como… un acontecimiento histórico, que tendría extraordinarias
consecuencias… Entre las razas más adelantadas, la decadencia y, finalmente, el derrumbe del
impulso religioso dejarían un colosal vacío. La historia de la era moderna es en gran parte la
historia de cómo se ha llenado ese vacío. Nietzsche no se equivocaba al pensar que el candidato
más calificado [para cumplir esa función] era lo que él llamaba «la voluntad de poder»… El lugar
que anteriormente había ocupado la fe religiosa pasaría a estar ocupado por la ideología secular.
Quienes antes habían nutrido las filas del clero totalitario se convertirían en políticos totalitarios…
El final del viejo orden, con un mundo a la deriva en medio de un universo de absoluto relativismo,
propiciaba el surgimiento de estadistas gansteriles. Y éstos, efectivamente, no tardaron en
aparecer. [Johnson 1983:48].
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Después de esto tal vez ya no quede mucho por decir, excepto quizá lo que
George W. Stocking (1982:176) dice, resumiendo ideas anteriormente expresadas por
otros: «El relativismo cultural, que ha reforzado la oposición al racialismo [tipo de
interpretación basada en la diferencia entre las razas], puede a su vez ser visto como
una especie de neoracionalismo que justifica la situación de atraso técnico y
económico de los pueblos que en su día vivieron colonizados». O lo que dice Lionel
Tiger (Tiger y Sepher 1975:16), resumiendo sus propias ideas: «El alegato feminista
[sobre “la falta de necesidad social de las leyes instituidas por el sistema patriarcal”]
es un reflejo del relativismo cultural que durante mucho tiempo caracterizó a aquellas
ciencias sociales que se negaban a asimilar los comportamientos humanos a
determinados procesos biológicos». Tolerancia insensata, intolerancia estúpida;
promiscuidad ideológica, monomanía ideológica; hipocresía igualitaria, simplismo
igualitario: todo tiene un mismo y perverso origen. Igual que ocurre con la asistencia
social, los medios de comunicación, la burguesía o las clases dirigentes, el
relativismo cultural es la fuente de todos los males.
Los antropólogos, que además de hacer su trabajo reflexionan sobre él,
difícilmente podían ser insensibles, dotados como están de su propia cuota de
provincianismo, al alboroto de las discusiones filosóficas que a su alrededor surgían
por todas partes. (Ni siquiera he mencionado aquí los feroces debates que provocaron
la reaparición de la teoría política y moral, el surgimiento de la crítica literaria
deconstruccionista, la difusión de las orientaciones no fundacionalistas en metafísica
y epistemología y el rechazo de las tendencias liberales [whiggery] y el culto al
método en la historia de la ciencia). El miedo a que nuestra insistencia en lo diferente,
lo diverso, lo singular, lo discontinuo, lo inconmensurable, lo único, etcétera —lo que
Empson {1955, citado con propósitos totalmente opuestos por Kluckhohn 1962:292-
293), llamaba «el gigantesco circo antropológico que despliega con desorden y
bullicio sus escaparates»— pueda acabar haciendo que digamos, ni más ni menos,
que en otras partes las cosas son diferentes y que la cultura es aquello que la cultura
hace, se ha hecho cada vez más fuerte. Tan fuerte que, en el intento —en mi opinión
mal enfocado— de aplacarlo, hemos optado por tomar una senda harto conocida.
Es algo que puede comprobarse en cuanto se vuelve la vista a numerosas
concreciones de la teoría y la investigación antropológicas contemporáneas, del
materialismo harrisoniano del «todo lo que asciende debe converger» al
evolucionismo popperiano de la «gran zanja». («Nosotros contamos con la ciencia, o
con la alfabetización, o con la competencia entre distintas teorías, o con el concepto
cartesiano de conocimiento, mientras que ellos no tienen nada de eso»)[49]. Pero aquí
voy a ocuparme sólo de dos operaciones de este tipo que han tenido una enorme
importancia, o que cuando menos gozan de una extraordinaria popularidad: el intento
de recuperar un concepto de «naturaleza humana» descontextualizada que serviría de
defensa contra el relativismo y la muy similar tentativa de rehabilitación de otro viejo
conocido: la «mente humana».
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En este punto debo ser nuevamente muy claro, para que no puedan acusarme, en
nombre de la ya mencionada idea de que «quien no cree en mi Dios debe de creer en
mi demonio», de estar defendiendo posiciones absurdas —como un historicismo
radical, del tipo «la cultura lo es todo», o un empirismo primario, del tipo «el cerebro
es una pizarra»— que nadie medianamente sensato sostiene hoy y que
probablemente, fuera de alguna momentánea y esporádica explosión de entusiasmo,
nadie ha sostenido nunca. La cuestión no es si los seres humanos son organismos
biológicos dotados de unas características intrínsecas. (Los hombres no vuelan, las
palomas no hablan). Ni tampoco si en el funcionamiento de sus mentes existen unos
rasgos comunes que sean independientes del lugar en que viven, (Los papúes sienten
envidia, los aborígenes sueñan). Lo importante es cómo podemos utilizar estas
realidades indubitables a la hora de explicar rituales, analizar ecosistemas, interpretar
secuencias de fósiles o comparar lenguas.
III
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resultados, los antropólogos harán bien en ponerse al día en ellas, con todos los
matices del caso, asegurándose de asumir posición en relación con toda una serie de
disciplinas que se sitúan entre uno y otro programa. Me refiero al estructuralismo, la
gramática generativa, la etología, la inteligencia artificial, el psicoanálisis, la
ecología, la microsociología, el marxismo o la psicología del desarrollo. Esto está
bastante claro. En cualquier caso, y desde luego no en esta ocasión, no se discute la
validez de las ciencias, verdaderas o supuestas. Lo que me interesa, y debería
interesarnos a todos, son los ejes que, con una creciente determinación rayana ya en
lo evangélico, están siendo trabajosamente fundados con la ayuda de estos dos
programas.
Como introducción a la perspectiva naturalista, examinemos brevemente un texto
que pasa por ser —es difícil saber la razón, ya que está casi totalmente compuesto por
una serie de declaraciones de principio inapelables— su formulación más equilibrada
y ecuánime: Beast and Man, The Roots of Human Nature, de Mary Midgeley (1978).
En ese tono propio del Pilgrim’s Progress —«antes estaba ciego, pero ahora veo»—
que ha llegado a ser característico de este tipo de discursos, Midgeley dice:
Entré por primera vez en esta selva hace algún tiempo, después de saltar la tapia del minúsculo
y árido jardín cultivado por aquel entonces bajo el nombre de Filosofía Moral británica. Lo hice en
un intento de reflexionar sobre la naturaleza humana y el problema del mal. Yo pensaba que los
males del mundo eran reales. Que no eran fantasías que nos viniesen impuestas por nuestra
propia cultura, ni tampoco fantasías que creásemos conscientemente y que luego impusiéramos al
mundo. No somos libres de aborrecer lo que nos venga en gana. Creerlo así supondría mala fe.
Por supuesto, la cultura introduce variaciones de detalle, lo que hace precisamente que podamos
criticar nuestra cultura. ¿Qué modelo [Nótese el uso del singular. C. G.] seguiremos para hacerlo?
¿Cuál es la estructura subyacente en la naturaleza humana que la cultura está destinada a
completar y expresar? Vi que en medio de esta maraña de preguntas los psicólogos freudianos y
jungianos se esforzaban por ofrecer algunas propuestas basadas en principios supuestamente
esperanzadores que para mí sin embargo no quedaban muy claros. Otras zonas estaban siendo
cartografiadas por los antropólogos que, si bien mostraban cierto interés por el problema que a mí
me preocupaba, se inclinaban a pensar que lo que los seres humanos tienen en común no es en
última instancia muy importante; que la clave de todos los misterios [estaba] en la cultura. A mí
todo esto me parecía superficial… [Finalmente] di con otro tipo de explicación, que en esta ocasión
derivaba del ensanchamiento de las fronteras de la zoología tradicional llevado a cabo por
estudiosos [Lorenz, Tinbergen, Eibes-Eibesfeldt, Desmond Morris] de la naturaleza de otras
especies que, ante todo, se habían planteado en qué consistía esa naturaleza —trabajos recientes
en la tradición de Darwin y en la de Aristóteles, que se enfrentan a problemas en los que
Aristóteles ya se había interesado, pero que hoy se han hecho especialmente acuciantes. [1978:
XIV-XV; la cursiva es del original].
Tal vez habría que dejar que los supuestos en que se basa esta declaración de
principios se desacreditasen solos; que las ideas fantásticas que inducen en nosotros
los juicios culturales (¿que los pobres son unos inútiles?, ¿que los negros son
infrahumanos?, ¿que las mujeres son irracionales?) no bastan para explicar la
existencia del mal real; que la biología es el pastel y la cultura el azúcar que se
espolvorea por encima; que no tenemos posibilidad de elegir las cosas que odiamos
(¿los hippies?, ¿los jefes?, ¿los intelectuales?… ¿los relativistas?); que las diferencias
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entre seres humanos son superficiales (y las semejanzas profundas); que Lorenz es un
tipo recto, y Freud un individuo misterioso… Se ha sustituido un jardín por otro. La
selva sigue estando lejos, detrás de otras muchas tapias.
Interesa más qué clase de jardín es ese en el que «Darwin coincide con
Aristóteles». ¿Qué tipo de abominaciones están convirtiéndose en inevitables? ¿Qué
tipo de hechos son antinaturales?
Pues lo son, entre otros, las sociedades basadas en la admiración mutua, el
sadismo, la ingratitud, la monotonía o el impulso de huir de los tullidos, al menos en
sus formas más extremas:
Una vez se ha entendido este punto [«que lo natural nunca es simplemente un estado o una
actividad… sino un cierto nivel de ese estado o actividad que guarda proporción con el resto de la
vida de la persona»], resulta posible resolver una dificultad planteada por conceptos como
«natural» que hace que mucha gente piense que tales conceptos no son de ninguna utilidad.
Además de un significado fuerte, que recomienda algo, estos conceptos tienen también un
significado débil, que no lo recomienda. En este sentido débil el sadismo es algo natural. Esto
simplemente quiere decir que se trata de algo que existe, y que, por tanto, deberíamos saber
reconocerlo… Pero en un sentido fuerte, que aquí cabría asimilar además al buen senado, se
puede afirmar que el comportamiento sádico es antinatural, lo que significa que cuando este
impulso natural se convierte en actividad organizada que se extiende a toda la vida de una
persona pasa a ser, como dijo [el obispo] Butler, algo «opuesto a la constitución de la naturaleza
humana»… Que unos adultos consientan en darse mordiscos cuando están juntos en la cama es
algo perfectamente natural; no lo es, en cambio, que los profesores obliguen a los niños a
mantener relaciones sexuales con ellos. La maldad de un acto de este tipo no depende sólo del
daño infligido… Pueden encontrarse ejemplos de actos perversos o antinaturales que no exigen la
existencia de otra persona como víctima: así ocurre con el narcisismo extremo, con el suicidio, con
los comportamientos obsesivos, con el incesto y con las asociaciones basadas en una exclusiva
admiración mutua. Cuando decimos que «una vida es antinatural», queremos decir que no está
correctamente centrada. Ejemplos de conductas que sí entrañan victimización de las personas son
la devolución de una agresión, la evitación del trato con impedidos, la ingratitud, la venganza, el
parricidio. Todas ellas son conductas naturales, hacia las que nos sentimos impulsados por
tendencias bien conocidas que son parte de la naturaleza humana… Pero también las podemos
considerar como antinaturales si pensamos en la naturaleza en un sentido más global, como un
conjunto organizado y no sólo como una suma de partes. Las partes arruinarán el todo si
permitimos que, del modo que sea, pasen a ocupar el lugar de éste. [Midgeley 1978:79-80; las
cursivas son del original][50].
Además de legitimar uno de los sofismas más populares del actual debate
intelectual, aquel que mantiene la forma fuerte de un razonamiento defendiendo al
mismo tiempo la débil (el sadismo es algo natural siempre que los mordiscos no sean
demasiado profundos), este pequeño malabarismo conceptual (lo natural puede ser
antinatural si entendemos la naturaleza «en un sentido más global») nos deja ver cuál
es la tesis en que se basan todos los ataques al relativismo en nombre de la naturaleza
humana: virtud (tanto en un sentido cognoscitivo como estético o moral) es a vicio
como orden a desorden, normalidad a anormalidad, salud a enfermedad. El deber del
hombre es funcionar igual de bien que sus pulmones o su tiroides. Huir de los tullidos
puede ser perjudicial para la salud.
Para decirlo con palabras de Stephen Salkever (1983:210), un politólogo
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discípulo de Midgeley:
Tal vez el modelo analógico que mejor podría ilustrar la naturaleza de una ciencia social
pertinentemente funcionalista sería el proporcionado por la medicina. Para el médico, las
propiedades físicas de un organismo individual se hacen inteligibles cuando se examinan a la luz
de un entendimiento básico de los problemas a que se enfrenta ese sistema físico autónomo y de
una idea general de cómo sería la situación de salud o de buen funcionamiento de dicho
organismo. Entender a un(a) paciente es verlo/verla en un estado de mayor o menor salud en
relación con cierta situación estable y objetiva de bienestar físico, lo que los griegos denominaban
arete. Esta palabra se traduce hoy habitualmente por «virtud», pero en la filosofía política de
Platón y Aristóteles se refiere simplemente a la excelencia característica o definitiva del sujeto de
cualquier análisis funcional.
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antirrelativista, cuyo lema podría ser la frase «cuando era un niño hablaba como tal,
pero ahora que me he hecho mayor tengo que dejarme de tonterías». (La verdad es
que el título más apropiado para el artículo hubiera sido «Confesiones de un antiguo
relativista cultural[51]», que es como otro antropólogo del sur de California tituló el
relato de su propia liberación).
Spiro da comienzo a su defensa admitiendo que cuando a principios de los años
40 se introdujo en la antropología su formación marxista y su excesiva familiaridad
con la filosofía británica le predisponían a adoptar una concepción del hombre que
privilegiaba radicalmente el medio, sosteniendo la idea de la mente como tabula
rasa; concepción según la cual el comportamiento humano estaba socialmente
determinado y el relativismo cultural suministraba el enfoque idóneo para el estudio
de… la cultura. A continuación, Spiro convierte la historia de sus trabajos de campo
en un relato didáctico, una parábola, de gran utilidad en el momento presente, en la
que se explica el modo en que llegó no sólo a abandonar aquellas ideas, sino a
reemplazarlas por las ideas contrarias. En Ifaluk descubrió que un pueblo con escasas
manifestaciones de agresividad social podía estar infestado de sentimientos hostiles.
En Israel, que unos niños «educados en [el] sistema absolutamente comunitario y
cooperativo» del kibbutz y socialmente programados para comportarse de un modo
amable, cariñoso y no competitivo se enfadaban cuando se trataba de inducirles a
compartir cosas, y si finalmente se les obligaba a hacerlo se volvían rebeldes y
hostiles. Y en Birmania, que la creencia en la fugacidad de la existencia sensible, el
nirvana budista y la falta de apego a las cosas no se traducían en una disminución del
interés por los elementos más materiales e inmediatos de la vida diaria.
Aún está por ver si la descripción de esos pueblos que viven de la Polinesia al
Oriente Medio como iracundos moralistas que persiguen de un modo harto tortuoso
la satisfacción de unos intereses hedonistas eliminará completamente la sospecha de
tendencias etnocéntricas que persigue al concepto de naturaleza humana universal
defendido por Spiro. Lo que ya está visto, pues el autor resulta totalmente explícito a
este respecto, es el tipo de ideas —productos nocivos de un igualmente nocivo
relativismo— de las que se piensa nos curará el recurso al funcionalismo terapéutico:
[El] concepto de relativismo cultural… fue acuñado para combatir las ideas racistas en general y
el concepto de mentalidad primitiva en particular… Pero el relativismo cultural fue también
utilizado, al menos por algunos antropólogos, para perpetuar una especie de racismo invertido.
Esto es, sirvió como un poderoso instrumento de crítica cultural, con el consiguiente perjuicio para
la cultura occidental y la mentalidad que la había producido. Al abrazar la filosofía del
primitivismo… la imagen del hombre primitivo fue utilizada… como un vehículo para la búsqueda
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de utopías de carácter personal, y/o como un punto de apoyo para expresar un sentimiento
personal de descontento con el hombre y la cultura de Occidente. Las estrategias adoptadas
tomaron varias formas, de las que citaremos algunas sumamente representativas: 1) Los intentos
de abolir la propiedad privada, o la desigualdad, o la guerra en las sociedades occidentales, tienen
razonables posibilidades de éxito si tenemos en cuenta que tales cosas no existen en muchas
sociedades primitivas. 2) Comparado al menos con algunos primitivos, el hombre occidental es
extraordinariamente competitivo, belicista, intolerante frente a los comportamientos desviados,
sexista, etc. 3) La paranoia no es necesariamente una enfermedad, puesto que el pensamiento
paranoide está institucionalizado en algunas sociedades primitivas; la homosexualidad no es
ninguna desviación, puesto que los homosexuales tienen una gran importancia cultural en algunas
sociedades primitivas; que la poligamia sea la forma de matrimonio más frecuente en las
sociedades primitivas prueba la imposibilidad de la monogamia. [Spiro 1978:336].
Además de añadir unos cuantos elementos más a la lista, que promete ser
interminable, de las abominaciones que nadie debería defender, este pasaje sirve para
presentarnos la idea de «desviación» como apartamiento de una norma dada —cual si
se tratase de una arritmia cardíaca, y no de una singularidad estadística del tipo de la
poliandria fraterna—, y ésta es la maniobra crítica que oculta toda esa palabrería
sobre «racismo invertido», «búsquedas de la utopía» y «filosofía del primitivismo».
Pues semejante idea permite llevar a cabo la transición entre lo natural natural
(agresión, desigualdad) y lo natural no natural (paranoia, homosexualidad) de que
hablaba Midgeley. Cuando el camello mete el hocico dentro de la tienda —y hasta
dentro del circo y sus bulliciosos escaparates—, ésta corre un serio peligro.
En el ensayo de Robert Edgerton (1978) «The Study of Deviance, Marginal or
Everyman», publicado conjuntamente con el artículo de Spiro, podemos ver hasta qué
punto se trata de un peligro real. Después de hacer un útil y más bien ecléctico repaso
de los estudios de la desviación realizados en los ámbitos de la antropología, la
psicología y la sociología —incluido su interesante trabajo sobre retrasados
americanos e intersexuales africanos—, Edgerton llega también, de forma bastante
repentina por cierto, a la conclusión de que para que ese esfuerzo investigador
fructifique se necesita una concepción de la naturaleza humana independiente del
contexto: una concepción según la cual son «los comportamientos potenciales
genéticamente codificados que todos compartimos» los que sirven de base a la
universal «tendencia a la desviación». Se citan como ejemplos el «instinto» de
conservación humano, los mecanismos por los que se opta entre huida y combate y la
falta de tolerancia frente al aburrimiento; y, gracias a una forma de pensar que, en mi
inocencia, creía desaparecida de la antropología al mismo tiempo que la
interpretación de los mitos como reelaboraciones de hechos históricos y el concepto
de promiscuidad primitiva, se sugiere que, si la ciencia no miente, no son sólo
individuos aislados, sino también sociedades enteras las que pueden ser consideradas
como desviadas, fracasadas o antinaturales:
Más importante aún es nuestra incapacidad para verificar cualquier afirmación que se haga
sobre la bondad relativa de una sociedad. Nuestra tradición antropológica relativista ha tardado en
admitir que podría haber algo semejante a una sociedad desviada, contraría a la naturaleza
humana… Sin embargo, la idea de una sociedad desviada tiene una importancia fundamental, en
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sociología y otras disciplinas, para la tradición basada en la alienación, y plantea un desafío a la
teoría antropológica. Puesto que sabemos tan poco acerca de la naturaleza humana… no estamos
capacitados para asegurar que una sociedad ha fracasado, y menos aún para explicar el modo en
que se ha podido producir ese fracaso… Sin embargo, una ojeada alas historias que sobre el
aumento del número de homicidios, suicidios, violaciones y otros crímenes violentos publican los
periódicos de las grandes ciudades debería bastar para sugerir que la cuestión es importante no
sólo desde el punto de vista teórico, sino también para hacer frente a los problemas que plantea la
supervivencia en el mundo moderno, [Edgerton 1978:470].
IV
Puedo ser un poco más breve a la hora de ocuparme del recurso a la «mente
humana» como conjuro que nos proteja del Drácula relativista. El esquema general, si
no lo esencial de su detalle, es muy parecido. Encontramos en él el mismo empeño en
promocionar un lenguaje privilegiado de explicación «real» («el vocabulario propio
de la naturaleza», diría Richard Rorty [1983; véase Rorty 1979], al atacar lo que para
él es una fantasía científica); el mismo feroz desacuerdo a la hora de decidir qué
lenguaje es ése: ¿el de Shannon, el de Saussure, el de Piaget? La misma tendencia a
considerar la diversidad como manifestación superficial, mientras que la
universalidad reinaría en lo profundo. Y el mismo deseo de presentar las
interpretaciones propias no como si fuesen construcciones que se aplican a
determinados objetos —sociedades, culturas, lenguajes— en un intento de
entenderlos mínimamente, o en algunos de sus aspectos, sino las auténticas esencias
de tales objetos reveladas a nuestro pensamiento.
Por supuesto también existen diferencias. El retorno de la naturaleza humana
como idea regulativa ha sido estimulado sobre todo por los avances experimentados
en genética y en teoría de la evolución, mientras que el recurso a la mente humana se
relaciona más con los progresos de la lingüística, la informática y la psicología del
conocimiento. La primera tendencia se inclina a ver el relativismo moral como fuente
de todos nuestros pecados; la segunda tiende a hacer del relativismo conceptual el
principal culpable. Y la predilección que una de las partes experimenta por los tropos
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y las imágenes del discurso terapéutico (salud y enfermedad, normal y anormal,
función y disfunción) halla su contrapeso del otro lado en cierta proclividad hacia las
figuras del discurso epistemológico (saber y opinión, realidad e ilusión, verdad y
fantasía). Pero estas diferencias apenas cuentan frente a la existencia de un análisis
último —hemos entrado ya en el terreno de la ciencia—, de una explicación
definitiva común a ambas posturas. Conectar las propias teorías con algo denominado
estructura de la razón es un modo tan efectivo de aislarlas de la historia y la cultura
como fundamentarlas en algo llamado constitución humana.
En lo que se refiere a la antropología en cuanto tal, existe, sin embargo, otra
diferencia, derivada en mayor o menor grado de las anteriores y de carácter —
perdóneseme la expresión— más relativo que absoluto, que hace que ambos tipos de
discurso tomen direcciones divergentes, e incluso opuestas: donde el discurso
acogido a la idea de naturaleza humana devuelve nuestra atención a un concepto
clásico —el de «desviación social»—, la tendencia que adopta como estandarte la
mente humana favorece el regreso de un concepto distinto: el de «pensamiento
primitivo» (o salvaje, primario o iletrado). Los temores antirrelativistas, que en uno
de los discursos se agrupan en torno a los enigmas de la conducta, se condensan en el
otro en torno a los misterios del pensamiento.
O, para ser más exactos, en torno a creencias «irracionales» (o «místicas», o
«prelógicas», o «emocionales» o, sobre todo hoy, «no cognoscitivas»). Mientras que
prácticas tan desconcertantes como las cacerías de cabezas, la esclavitud, los sistemas
de castas o el vendado de pies hicieron que los antropólogos corrieran a reagruparse a
la sombra protectora de la vieja bandera de la naturaleza humana, como si sólo así se
pudiese justificar la adopción de cierta distancia moral frente a ellas, las creencias en
algo tan improbable como los hechizos, las divinidades animales tutelares, los dioses-
reyes y (por adelantar un ejemplo al que volveremos más adelante) los dragones con
un corazón de oro y un cuerno en el pescuezo los impulsaron a adherirse al partido de
la mente humana con la idea de que sólo así podrían defenderse adoptando una
actitud de escepticismo empírico frente a tales creencias. Lo que resulta más
preocupante no es el modo en que se comportan los demás, sino el modo en que
piensan.
Insisto, en antropología hay un buen número de enfoques de ese tipo,
racionalistas o neorracionalistas, con distintos grados de pureza, legitimidad,
coherencia y popularidad, y que no siempre armonizan del todo unos con otros.
Algunos de ellos se acogen a constantes formales, conocidas habitualmente como
universales cognoscitivos; otros, a constantes del desarrollo, denominadas
normalmente estadios cognoscitivos; otros más, a constantes operativas, que reciben
generalmente el nombre de procesos cognoscitivos. Los hay estructuralistas,
jungianos y piagetianos, y algunos están pendientes de las últimas noticias
procedentes del MIT, los laboratorios Bell o Carnegie-Mellon. Todos ellos buscan un
mismo objetivo definitivo; alcanzar la realidad, salvar a la razón de morir ahogada.
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Lo que todos estos enfoques comparten no es sólo su atención al funcionamiento
de nuestra mente. En cuanto interés por nuestra estructura biológica, ello es
indudablemente algo bueno, tanto en sí mismo como en relación con el análisis de la
cultura, y si no todos los descubrimientos supuestamente llevados a cabo en el ámbito
de lo que de modo algo pretencioso se denomina «ciencia del conocimiento» han
resultado ser auténticamente tales, sin duda algunos sí lo serán, y cambiarán no sólo
lo que pensamos acerca del modo en que pensamos, sino también el modo en que
pensamos acerca de lo que pensamos. Pero estos enfoques, de Lévi-Strauss a Rodney
Needham, comparten también un cierto distanciamiento, así como —y esto no es ya
algo tan indiscutiblemente beneficioso— una concepción fundacionalista de la mente.
Es decir, que ésta es vista —igual que ocurriera con los «medios de producción», la
«estructura social», el «intercambio», la «energía», la «cultura» o el «símbolo», y, por
supuesto, con la «naturaleza humana», en otras aproximaciones a la teoría social con
visos de ser punto final, línea de fondo o fin de carrera— como aquello que lo explica
todo, la luz que brilla en medio de la oscuridad relativista.
El miedo al relativismo —el villano de los mil rostros— es lo que proporciona
buena parte de su ímpetu al neorracionalismo y al neonaturalismo, al tiempo que
constituye su justificación más importante. Es algo que se ve perfectamente en la
excelente colección de alegatos antirrelativistas —completados por un desmelenado
texto relativista que cumple maravillosamente con su papel provocador— editada por
Martin Hollis y Steven Lukes con el título de Rationatity and Relativism (Cambridge,
Mass., 1982[52]). Producto del llamado «debate sobre la racionalidad» (véase Wilson
1970; Hanson 1981) que las historias sobre pollos de Evans-Pritchard, entre otros
factores, parecen haber hecho aparecer en la ciencia social y en la filosofía de Gran
Bretaña («¿Hay verdades absolutas a las que con el tiempo podamos aproximarnos
gradualmente, valiéndonos de procesos racionales? ¿O son todos los modos y
sistemas igualmente válidos con tal de que los consideremos desde la consistencia
interna de sus marcos de referencia?»[53]), el libro responde al punto de vista de
quienes ven a la razón en peligro. «Las tentaciones del relativismo son eternas y están
muy difundidas», dice la frase que abre la introducción de los editores, como si
Cromwell nos estuviese llamando a levantar barricadas: «[El] camino de rosas del
relativismo… está pavimentado de opiniones plausibles» (Hollis y Lukes 1982:1).
Los tres antropólogos de la recopilación responden con entusiasmo al
llamamiento a salvarnos de nosotros mismos. En «Relativism and Universals» Ernest
Gellner (1982) mantiene que el hecho de que otra gente no crea lo que nosotros,
Hijos de Galileo, creemos a propósito del modo en que la realidad funciona no
supone que nuestras creencias no sean correctas, la «única forma verdadera de ver las
cosas». Y, especialmente en un momento en que le parece advertir que hasta los
habitantes del Himalaya están cambiando sus ideas, Gellner está casi seguro de que sí
lo son. En «Tradition and Modernity Revisited» Robin Horton (1982) defiende «una
base cognoscitiva común», una «teoría primordial» que, con variaciones sólo de
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detalle, está presente en todas las culturas; según esta «teoría», el mundo estaría lleno
de objetos duraderos de tamaño medio, relacionados entre sí según un concepto de
causalidad del tipo «empujar/tirar», cinco dicotomías espaciales (izquierda/derecha,
encima/debajo, etc.), una tricotomía temporal (antes/al mismo tiempo/después) y dos
distinciones de categoría (humano/no humano, yo/otro), cuya existencia garantiza que
el «relativismo está destinado a fracasar, mientras que el universalismo podría
triunfar un día» {Horton 1982:260).
Pero es Dan Sperber («Apparently Irrational Beliefs», 1982), más seguro que los
otros del terreno racionalista que pisa (la interpretación computacional de las
representaciones mentales de Jerry Fodor) y poseedor de la única auténtica visión de
sí mismo («no hay hecho que no sea literal»), quien lleva a cabo el ataque más
vigoroso. El relativismo, a pesar de su maravillosa malignidad (hace la «etnografía…
inexplicable y la psicología enormemente difícil»), ni siquiera es una posición
defendible; de hecho, tampoco se le podría calificar de posición. Sus ideas son
semiideas; sus creencias, semicreencias; sus proposiciones, semiproposiciones. Como
el dragón con corazón de oro y un cuerno en el pescuezo que los ancianos Dorze le
invitaron inocentemente (o quizá no tan inocentemente) a localizar y a matar
(invitación que él declinó, tomando así sus precauciones ante la posibilidad de que se
tratase de hechos no literales), esos «eslóganes relativistas», según los cuales «los
pueblos de culturas diferentes viven en mundos diferentes» no son, en realidad,
creencias basadas en hechos objetivos. Son representaciones indeterminadas y a
medio formar, que sirven para rellenar el vacío mental que se produce cuando, menos
prudentes que los ordenadores, tratamos de procesar más información de la que puede
abarcar nuestra capacidad conceptualizadora. Estos dragones académicos con corazón
de plástico y desprovistos de cualquier clase de cuerno son útiles a veces para señalar
la página en que nos encontramos mientras conseguimos aumentar la velocidad a la
que trabajan nuestras capacidades cognoscitivas, sirven en algunos momentos para
entretener la espera jugando con ellos, e incluso «suministran ideas sugerentes en un
ámbito de pensamiento [auténticamente] creativo», pero ni siquiera sus defensores los
toman como algo real, pues la verdad es que no entienden, ni pueden entender, cuál
es su significado. Son como gestos psicodélico-hermenéuticos más o menos
elaborados que al final revelan su conformismo, su falsa profundidad y su
autocomplacencia:
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costumbre de estudiar vísceras y los oráculos ponzoñosos, al fin y al cabo hemos
conseguido que las cosas, más o menos, encajen), de un ecumenismo enjundioso (a
pesar de la gran variedad de esquemas explicativos existentes, lo mismo da si prefiere
un fetiche juju o la genética, todo el mundo tiene más o menos la misma idea de lo
que el mundo es), o de un agresivo cientificismo (las «actitudes preposicionales» o el
«pensamiento a través de representaciones» son auténticas ideas, mientras que las
creencias de que «en el camino hay un dragón» o de que «los pueblos de culturas
diferentes viven en mundos diferentes» parecen ideas, pero no lo son), la resurrección
dé la mente humana, como aquello que permanece inmutable en medio de los
cambios del mundo, combate la amenaza del relativismo cultural rebajando la
importancia de las diferencias entre culturas. Lo mismo que ocurría con la tendencia
universalista basada en la «naturaleza humana», el precio que aquí hay que pagar por
la verdad es la deconstrucción de la alteridad. Tal vez sea así, pero no es eso lo que
sugerirían la historia de la antropología, los materiales que ésta ha reunido ni los
ideales que la han animado; ni los relativistas son los únicos que cuentan a su público
lo que éste quiere oír. Algunos dragones merecen que se les estudie a fondo.
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ver las cosas en días menos fatigosos que los presentes. Pero la ciencia, el derecho, la
filosofía, el arte, la teoría política, la religión y el obstinado sentido común han
conseguido sobrevivir sin necesidad de tener que resucitar las ingenuidades de
antaño.
En mi opinión, lo que hace que una ciencia avance es precisamente la voluntad de
no aferrarse a algo que un día funcionó suficientemente bien y nos condujo hasta el
lugar donde hoy estamos, pero que ya no funciona igual de bien y nos mantiene en un
punto muerto. Mientras que en el mundo no hubo nada más rápido que un corredor de
maratón, la física de Aristóteles funcionó suficientemente bien, dijesen lo que dijesen
las paradojas de los estoicos. En tanto el empleo de instrumentos técnicos pudo
hacernos entender con sólo una pequeña distorsión el mundo captado por nuestros
sentidos, la mecánica de Newton funcionó suficientemente bien, por muchas que
fueran las perplejidades suscitadas por la acción a distancia. No fue el relativismo —
sexo, dialéctica y muerte de Dios— lo que acabó con el movimiento absoluto, el
espacio euclidiano y la causalidad universal. Fueron fenómenos descontrolados,
paquetes de ondas, saltos de órbita ante los cuales no había protección alguna. Ni fue
el relativismo —puro subjetivismo hermenéutico-psicodélico— lo que hizo
desaparecer (si es que desaparecieron, o en la medida en que desaparecieron) el
cogito cartesiano, la visión liberal de la historia y aquel punto de vista moral «que tan
sagrado fuera para Eliot, Arnold y Emerson». Lo que puso en dificultades a tales
categorías fueron realidades tan heterogéneas como los esponsales infantiles o la
pintura no ilusionista.
La antropología ha desempeñado en nuestros días un papel de vanguardia a la
hora de negarse a que los antiguos éxitos desemboquen en la autocomplacencia, que
los grandes avances de un día se conviertan en barreras que nos impidan el paso. Los
antropólogos hemos sido los primeros en insistir en una serie de puntos: en que el
mundo no se divide en personas religiosas y personas supersticiosas; en que puede
haber orden político sin poder centralizado, y justicia sin códigos; en que las leyes a
que ha de someterse la razón no fueron privativas de Grecia y en que no fue en
Inglaterra donde la moral alcanzó el punto más alto de su evolución. Y, lo que es más
importante, fuimos también los primeros en insistir en que unos y otros vemos las
vidas de los demás a través de los cristales de nuestras propias lentes. No ha de
sorprendernos que esto hiciese pensar a algunos que el cielo se estaba derrumbando,
que nos amenazaba el solipsismo y que la inteligencia, el juicio e incluso la simple
posibilidad de comunicación habían desaparecido. La sustitución de unas
expectativas por otras, el cambio de perspectivas ha producido en otras ocasiones
estos mismos efectos. Siempre hay un Belarmino a nuestro lado; y como alguien ha
dicho a propósito de los polinesios, se necesita tener una cabeza muy especial para
navegar fuera de la vista de la costa en una canoa con batangas.
Esto es lo que los antropólogos hemos estado haciendo, lo mejor que hemos
podido y en la medida en que hemos podido. Y creo que sería una pena que, ahora
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que las distancias que hemos recorrido y los lugares que hemos localizado están
empezando a alterar nuestro sentido del sentido, nuestra percepción de la percepción,
volviésemos a las viejas canciones y a unas historias todavía más viejas con la
esperanza de que todo se resuelva cambiando sólo la superficie, sin necesidad de
rebasar los límites de este mundo. Lo que reprochamos al antirrelativismo no es que
rechace una aproximación al conocimiento que siga el principio «todo es según el
color del cristal con que se mira», o un enfoque de la moralidad que se atenga al
proverbio «donde fueres haz lo que vieres». Lo que le objetamos es que piense que
tales actitudes únicamente pueden ser derrotadas colocando la moral más allá de la
cultura, separando el conocimiento de una y otra. Esto ya no resulta posible. Si lo que
queríamos eran verdades caseras, deberíamos habernos quedado en casa.
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Todorov, T.
1983, «Montaigne. Essays in Reading», en Gérard Defaux (edición a cargo de),
Yale French Studies, vol. 64, New Haven, Conn., Yale University Press,
págs. 118-144.
Williams, B.
1978, Descartes The Project of Pure Enquiry, Harmondsworth, Penguin.
Wilson, B.
1970, Rationality, Oxford, Blackwell.
www.lectulandia.com - Página 79
Notas
www.lectulandia.com - Página 80
[*]
Agradezco a Vicente Sanfélix Vidarte y a Carlos Moya, colegas del Dpto. de
Metafísica y T.ª del Conocimiento de la Universitat de Valencia, las observaciones y
comentarios que me hicieron sobre el borrador de esta introducción. <<
www.lectulandia.com - Página 81
[1] El antropólogo como autor, Paidós, Barcelona, 1989, pág. 142. <<
www.lectulandia.com - Página 82
[2] Lévi-Strauss, De cerca y de lejos, Alianza, Madrid, 1990, pág. 65. <<
www.lectulandia.com - Página 83
[3] Compilado, al igual que «Postmodernist bourgeois liberalism» al que hace
referencia Geertz, en Objectivity, Relativism, and Truth. Philosophical Papers. Vol. 1.
Cambridge Univ. Press, Nueva York, 1991 (trad. cast.: Objetividad, relativismo y
verdad, Paidós, Barcelona, 1996). <<
www.lectulandia.com - Página 84
[4]Al decir aquí «sentido común» hay que entender que el llamado sentido común es
substantivamente diferente si se considera transcultural y transhistórícamente pero,
como Geertz se encarga de mostrar, en toda cultura hay un tipo de saber, el sentido
común, que si no substantivamente, formalmente sí tiene rasgos comunes. Como
características formales, que se expresan en el lenguaje ordinario, señala la
«naturalidad», el pragmatismo, la literalidad o simpleza y el ser a-metódico y
accesible sin más. Véase Conocimiento local, Paídós, Barcelona, 1994, págs. 93-117.
<<
www.lectulandia.com - Página 85
[5] El libro de Gellner es de 1992 y, entre otros escritos, hace referencia explícita al
artículo aquí publicado «Anti-antirrelativismo». Hay edición española en Paidós,
Barcelona, 1994. <<
www.lectulandia.com - Página 86
[6] Gellner, op. cit., pág. 68. <<
www.lectulandia.com - Página 87
[7]Ibídem, pág. 81. Ciato que en otro momento afirma que tal estilo de conocimiento
«ha resultado ser tan poderoso económica, militar y administrativamente que todas
las sociedades han tenido que hacer las paces con él y adoptarlo», pág. 80. Ello le
lleva a afirmar que, hoy, ese estilo de conocimiento ya no tiene por qué ser propio de
las culturas donde nació (hay que leer: las antiguas potencias coloniales)
desarrollándose mejor, incluso, en otros lares. <<
www.lectulandia.com - Página 88
[8]En «Comprender una sociedad primitiva» Winch establecía sus puntos de vista al
hilo de su reflexión crítica sobre el libro de Evans-Pritchard Brujería, magia y
oráculos entre los azande. De este último hay edición española en Anagrama,
Barcelona, 1976. <<
www.lectulandia.com - Página 89
[9] Gellner, Posmodernismo, razón y religión, ob. cit., pág. 73. <<
www.lectulandia.com - Página 90
[10] La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1990, passim. <<
www.lectulandia.com - Página 91
[11] Ibídem, pág. 92. <<
www.lectulandia.com - Página 92
[12] Conocimiento local, ob. cit., págs. 19-20. <<
www.lectulandia.com - Página 93
[13] Todo lo dicho respecto a la concepción estratigráfica explica que, en «Anti-
antirrelativismo», afirme: «La cuestión no es si los seres humanos son organismos
biológicos dotados de unas características intrínsecas (los hombres no vuelan, las
palomas no hablan). Ni tampoco si en el funcionamiento de sus mentes existen unos
rasgos comunes que sean independientes del lugar en el que viven (los papúes sienten
envidia, los aborígenes sueñan). Lo importante es cómo podemos utilizar estas
realidades indubitables a la hora de explicar rituales, analizar ecosistemas, interpretar
secuencias de fósiles o comparar lenguas». <<
www.lectulandia.com - Página 94
[14] Conocimiento local, ob. cit., pág. 20. <<
www.lectulandia.com - Página 95
[15]Véase La interpretación de las culturas, ob. cit. GEERTZ importa el término de la
distinción que hace GILBERT RYLE entre «thick/thin description» en «The thinking of
thoughts, what is “le penseur” doing» en Collected Papers, vol. 2, págs. 480 y sigs.
<<
www.lectulandia.com - Página 96
[16]Los términos «étic/émic» provienen de generalizar el contraste que existe entre la
fonética y la fonología (en inglés phonetics y phonemics). En efecto, la fonética se
dedica a estudiar los aspectos físicos de los actos de habla. Resumiendo, podemos
decir que se dedica a estudiar y clasificar los sonidos que resultan de la alteración de
la corriente de aire, que exhalamos al hablar, cuando se tienen en cuenta elementos
como la presión del aire, la glotis y las cuerdas vocales, la cavidad oro-nasal, etc. Así,
teniendo en cuenta esos elementos, y sea cual sea la lengua, podemos clasificar los
sonidos como de un determinado tono (mayor o menor elevación relativa de la línea
de entonación); como sonidos sordos o sonoros; como nasales u orales, etc. Ahora
bien, ocurre que no en todas las lenguas las diferencias fonéticas tienen la misma
relevancia desde el punto de vista del significado. Por ejemplo, en las lenguas tonales
—a diferencia del castellano que no lo es— la diferencia de tono de un mismo sonido
puede hacer que el significado varíe absolutamente (es el caso del chino o del dobayo
que tiene hasta cuatro tonos para cada sonido). Pues bien, la fonología estudia de qué
modo los rasgos de los sonidos del habla se combinan para formar unidades
significativas. De forma que el estudio fonológico siempre lo es de una lengua
concreta, pues es en el interior de una determinada lengua donde se establecen esas
diferencias significativas, teniendo cada lengua las suyas propias. La fonética es una
disciplina que procede considerando todas las lenguas desde un punto de vista
externo a las mismas, pues lo que hace es inventariar los sonidos y sus características,
y para ello las nivela a todas considerándolas solamente en cuanto sistemas físicos.
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www.lectulandia.com - Página 97
[17] Conocimiento local, ob. cit., pág. 74. <<
www.lectulandia.com - Página 98
[18]Véase Harris, M., Introducción a la antropología general. Alianza Universidad,
Madrid, 1983, págs, 128 y sigs. Más sobre el asunto en Harris, M., El desarrollo de la
teoría antropológica, Siglo XXI, 1978, págs. 492 y sigs. <<
www.lectulandia.com - Página 99
[19]Véase «Desde el punto de vista del nativo: sobre la naturaleza del conocimiento
antropológico», en Conocimiento local, ob. cit., passim. <<