Sísifo y La Ciencia Social
Sísifo y La Ciencia Social
Sísifo y La Ciencia Social
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AUTORES, TEXTOS Y TEMAS
ANTROPOLOGÍA
Colección dirigida por M. Jesús Buxó
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José Antonio González Alcantud
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Sísifo y la ciencia social : Variaciones críticas de la antropología / José
Antonio González Alcantud. — Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial, 2008
380 p. ; 20 cm. — (Autores, Textos y Temas. Antropología ; 42)
Bibliografía p. 353-378
ISBN 978-84-7658-854-3
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Enigma y monstruo más espantoso que el
de la naturaleza: el monstruo de lo social.
Todo conocimiento es lucha con algo
extraño; hay en sus inicios un momento de
peligro y urgencia. Los secretos de la
naturaleza hace tiempo que pasaron de
este estadio. Hace tiempo que el hombre,
en la inmediatez de su lucha con los
fenómenos de la naturaleza, había vencido;
el monstruo estaba paralizado, y permitía
la tranquilidad necesaria para el progresi-
vo afinamiento de la ciencia. En cambio,
este nuevo monstruo, lo social, dotado de
vida y de vida misteriosa por ser humana,
no esperaba, no toleraba la espera. Y
apenas se sabía casi nada de él, ni lo
suficiente para mantenerlo quieto, para
vencerlo en un primer combate, domeñan-
do su ingente fuerza mientras entraba en
función el nuevo conocimiento. El nuevo
conocimiento que ha de ser sutil, astuto,
desconfiado e igualmente lento.
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INTRODUCCIÓN
UN SABER CRÍTICO Y AUTOCONSCIENTE
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mundo. Sólo en la universidad pública española, que ha sido de
las últimas en incorporarse a la moda antropológica, hay más de
200 profesores titulares, incluidos los que ostentan la condición
simbólica de catedráticos, inexistente en otros países. Clifford
Geertz, un antropólogo sin lugar a dudas honesto, lo que es un
valor nada despreciable en una disciplina proclive a albergar tipos
con problemas de personalidad segregados de otras disciplinas
más asentadas, y con una ética profesional más consolidada, ha
escrito en el mismo texto autoanalítico con el que hemos comen-
zado: «Bien como un holding antiguo y honorable cuyas propie-
dades y honor lentamente se le escapan de las manos, bien como
una gran aventura intelectual que intrusos, advenedizos y parási-
tos han echado a perder, la sensación de dispersión y disolución,
de “final de los ismos”, crece por momentos» (Geertz 2002:12).
Geertz, que se pregunta a los 60 años qué hace él muriéndose de
diarrea en una letrina de Indonesia, no tiene por menos que ca-
racterizar a los nuevos profesionales de la disciplina: «Dominan
las fuentes de financiación, las organizaciones profesionales, los
diarios y los centros de investigación, y se encuentran felizmente
preadaptados a una mentalidad de mínimos aceptables que hoy
invade nuestra vida pública». Tiene así Geertz la sensación depre-
siva de haber hecho una apuesta por algo que finalmente se viene
abajo incomprensiblemente en manos de falsos humanistas y/o
científicos, que han hurtado a la disciplina su carácter profunda-
mente comprensivo. Pero las pretensiones altaneras de la ciencia
siempre chocan con su irrelevancia social. La antropología socio-
cultural está acompañada de un problema permanente entre el
alto concepto que tiene de sí misma y la realidad tozuda que se le
niega, reduciéndola a lo espurio.
Cabe traer a colación que la antropología tiene una voca-
ción plural que mina cualquier intento de convertir a este saber
en un solipsismo disciplinar. La vida académica incluso resulta
demasiado estrecha para encerrar la pluralidad de mundos me-
todológicos y epistémicos coexistentes bajo el manto de los sa-
beres antropológicos. La historia de las antropologías actuales
sostiene que para establecer unas bases comunes, un acuerdo
colectivo y colegiado sobre los límites de la disciplina, es nece-
sario previamente establecer una única epistemología de la
transmisión y formulación del conocimiento (G. Alcantud,
2000a). Frente a los intentos categoriales autoritarios, que no
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se encarnan sólo en los sistemas políticos, nos encontramos en
cierta forma cara a la obra abierta, a la polisemia fundante de
los significados y los métodos. En consonancia con lo dicho
este libro no pretende explicar la antropología ni siquiera bajo
formas antiautoritarias o contraculturales.
Sólo pretende retomar algunos hilos perdidos del debate so-
bre la historia y ontología explicativa de las antropologías cultu-
ral y social, revisando algunos huecos de la historia de la disci-
plina que nos hablan de problemas de fondo. Evidentemente no
somos los únicos. Recientemente se ha comenzado a revisar el
mito profesional del trabajo de campo entendido como observa-
ción participante, para exponer la pluralidad de métodos de acer-
camiento al hecho social o cultural producidos por antropólo-
gos y sociólogos (Céfaï, 2004: 15-64). La realidad de la plurali-
dad metodológica nos lleva a revisar la propia historia de la
disciplina. Pero también se han recuperado figuras marginales
de la antropología como el antropólogo negro W.E.B. DuBois,
autor de Philadelphia Negro, marginado en las universidades ame-
ricanas de principios del siglo XX por su condición de negro. Un
asunto casi impronunciable hasta hace poco, como el compro-
miso con el espionaje de los antropólogos, más de lo que sería
razonable, que se estudia en el interior de este libro, o el anticle-
ricalismo de los folcloristas marginados por el círculo «progre-
sista» de los durkheimianos. Contradicciones inexplicables bajo
el punto de vista de los paradigmas científicos o de la opción
ideológica. Nadie ni nada es lo que parece o lo que debiera ser en
estos ámbitos.
La antropología constituye una crítica radical de la cultura,
más que de la sociedad, que conlleva el cuestionamiento y refor-
mulación permanente de su propia historia disciplinar. Todo ello
fundado en un concepto de crítica de clara pertenencia románti-
ca. Walter Benjamin escribió, con el pensamiento en la filosofía
y la historia del arte románticas, apreciaciones que arrastran
igualmente a todo el pensamiento, incluido el antropológico: «De
todas las expresiones técnicas filosóficas y estéticas, las palabras
crítica y crítico son probablemente las más frecuentes en los es-
critos de los románticos tempranos [...]. A través de la obra filo-
sófica de Kant el concepto de crítica había adquirido un signifi-
cado por así decir mágico para la joven generación; en todo caso,
con él se ligaba de modo preponderante no precisamente el sen-
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tido de una actitud espiritual meramente enjuiciadora, no pro-
ductiva, sino que para los románticos y para la filosofía especu-
lativa el término crítico significaba objetivamente productivo,
creativo desde la circunspección. Ser crítico significaba impul-
sar la elevación del pensamiento más allá de todas las ligaduras
hasta el punto de que, como por encanto, a partir de la intelec-
ción de lo falso de las ataduras, vibre el conocimiento de la ver-
dad» (Benjamin, 2006: 52). En esa apertura autoconscientemen-
te crítica seguimos habitando. La antropología sin absolutos es
un buen lugar para ejercer la indeclinable función crítica.
Mas esta razón crítica no solamente no es hiperracionalista
sino que se nutre de factores subjetivos e irracionales, por su
propia naturaleza tardorromántica. En las conexiones entre su-
rrealismo y antropología, o simplemente gusto estético y pensa-
miento antropológico, tanto tiempo silenciadas, encontramos
razones de peso para pensar en esta materia. Las relaciones en-
tre antropología y surrealismo son más profundas de lo que sue-
le aceptarse. El primer antropólogo que se fijó en este asunto fue
James Clifford al hablar de «surrealismo antropológico». La re-
lación iba en doble dirección, desde el surrealismo a la antropo-
logía y desde ésta al surrealismo. Dos autores destacan en esa
dialógica, los etnólogos Michel Leiris y Claude Lévi-Strauss. Sin
embargo, estando los dos de acuerdo en la vinculación superreal
entre ambos mundos conectados con la «objetividad» de las es-
tructuras a la par que con su «azar», difieren en algunos puntos.
En torno a la música, a la que los surrealistas paradójicamente
no le prestaron gran atención doctrinal, podemos observar las
diferencias. Lévi-Strauss mantuvo una relación muy estrecha con
lo musical, hasta el punto de que la misma es uno de los horizon-
tes y anclajes más firmes de sus análisis. La tetralogía de las
Mitológicas está guiada por la ópera wagneriana; Lévi-Strauss
consideraba a Wagner como el descubridor del funcionamiento
de los mitos modernos. Leiris amaba igualmente la ópera, que
había visto frecuentemente desde pequeño en la ópera Garnier
de París, donde un amigo de su padre, el surrealista heterodoxo
Raymond Roussel, poseía un palco. Pero él seguía a Verdi y a
Puccini, mientras que, haciéndose eco de una división clásica en
el seno de los aficionados a la ópera, detestaba a Wagner. Ade-
más hay que tener presentes las diferencias de actitud ante el
espectáculo de uno y otro antropólogo: Lévi-Strauss gustaba de
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la música misma, mientras que Leiris prefería la acción teatral.
Jean Jamin se pregunta por las razones de esta profunda divi-
sión entre dos antropólogos extremadamente cercanos al discur-
so estético, amigos por demás. Es obvio que tenían personalida-
des muy distintas; mientras que Lévi-Strauss ha ocultado la suya
siempre tras la obra, lo único a lo cual da sentido, ya que consi-
dera que ésta es superior a la historia misma, Leiris aprovecha-
ba cualquier ocasión para exhibir su yo, y las ocurrencias en
relación al mismo, más allá de la obra. Como evidencia en Afri-
que fantôme, su obra capital. Aunque en línea similar cabría es-
grimir del lado de Lévi-Strauss su libro Tristes trópicos. «Si para
Lévi-Strauss —escribe Jamin—, citando y comentando al músi-
co y filósofo del siglo XVIII Michel-Paul-Guy de Chabanon, la fá-
bula, el mito, las ficciones y las “alegres quimeras” creadas por
la imaginación de los antiguos han preparado el advenimiento
del teatro lírico —“la música [retoma] por su cuenta las estruc-
turas del pensamiento mítico”—, para Leiris lo maravilloso de la
ópera se sitúa, allí todavía, del lado del acontecimiento y no de la
estructura, y se manifiesta sea, como en La fuerza del destino,
por la intrusión fantástica en lo real, de lo sobrenatural en un
destino individual, sea como en una ópera bufa, por “la intro-
ducción de la excentricidad en la vida ordinaria”, sea todavía,
como en el Don Juan, por la irrupción de un ser extraordinario
en un mundo positivo» (Jamin, 1999: 41). Según Jamin, Leiris es
el que menos se aleja de la concepción intelectual de los surrea-
listas. Lévi-Strauss estaría más cerca de la estructura. Pero am-
bos exponen que es un saber autoconsciente e imprescindible
sustentado en las variables irracionales.
La ciencia social, cabe añadir, es crítica porque es arte. Cuan-
do Roger Bastide se interrogaba, siguiendo a Charles Lalo y
Madame de Staël, por la posibilidad de una estética sociológica,
se estaba preguntando por cuestiones claves de las ciencias so-
ciales y las humanidades, por problemas de fondo. «Partimos de
una sociología que buscaba lo social en el arte y llegamos a una
sociología que, en cambio, va del conocimiento del arte al cono-
cimiento de lo social» (Bastide, 2006: 61). Si las obras de arte o
el artista mismo plantean, incluso en la más abstracta o mística
creación, interrogantes sobre el «monstruo de lo social», ¿cuál
es el fino hilo conductor que une sociedad y arte? La pregunta
sigue estando en el aire. Que la fosa entre ciencias sociales y
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bellas artes, por no decir humanidades, se haya profundizado
por la ceguera de este tiempo incrédulo e hiperpositivista, no
quiere decir nada, sólo eso: ceguera analítica.
Finalmente, esta autoconsciencia está plagada de posibili-
dades de absurdo: cuanto mayor es la lucidez sobre el «mons-
truo de lo social», más probabibilidades de prever la muerte
por suicidio de las ciencias sociales existen. Me gustaría a este
propósito traer a colación tres frases de Albert Camus que van
más allá de lo puramente existencial, y que se dirigen al cora-
zón de la ciencia social. Primero, Camus constata lo que todos
conocemos, que los dioses olímpicos condenaron a Sísifo a
empujar por toda la eternidad una piedra a lo alto de una cum-
bre, que luego volvía a caer: «Pensaron —concluye Camus—,
con cierta razón, que no hay castigo más terrible que el trabajo
inútil y sin esperanza». Sísifo es consciente del absurdo al que
está subordinado. Para Camus, «Sísifo es el héroe del absur-
do», lo es tanto por sus pasiones como por su tormento, «su
desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su pasión por la
vida le valieron ese suplicio indecible en el cual todo el ser se
dedica a no rematar nada». La práctica de la ciencia, de cual-
quier ciencia, incluidas las físicas, estaría sometida a esa ten-
sión. Escribe Camus que «esta ciencia que debía enseñármelo
todo termina en la hipótesis, esta lucidez se sume en la metáfo-
ra, esta incertidumbre se resuelve en obra de arte», para aca-
bar preguntándose: «¿Qué necesidad tenía yo de tantos esfuer-
zos?» (Camus, 2006: 36). La ciencia está sometida, pues, al
«complejo de Sísifo». Pero este Sísifo no es un hombre infernal
ni está triste, por su permanente ir y venir; es autoconsciente, y
en su autoconciencia trágica halla la felicidad: «La lucha por
llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre.
Hay que imaginarse a Sísifo feliz» (Camus, 2006).
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PARTE A
LA FORMACIÓN
DE LOS SABERES CRÍTICOS
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Desde el rechazo del folclore científico en una ciudad de pro-
vincias del sur de Europa en el último tercio del siglo XIX hasta la
actual crisis suscitada por la apertura del museo Branly, nuevo
templo del multiculturalismo, en mayo de 2006, en la ciudad más
cosmopolita e inclinada a la diversidad cultural del continente,
este capítulo recorre la formación de los saberes críticos que han
dado lugar a la antropología. Entre ellos podemos destacar el an-
ticlericalismo como motor de fondo de los primeros folcloristas
franceses y el antirracismo de la mayoría de los antropólogos nor-
teamericanos. Se trata de recorridos de la periferia al centro y, a la
inversa, que tienen que ver con explicaciones multicausales sobre
los orígenes y devenires de la antropología, sin necesidad de recu-
rrir al encorsetamiento de paradigmas o ismos.
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CAPÍTULO 1
ESPECULACIÓN, CULTURA
Y ANTROPOLOGÍA: LAS BATALLAS
DEL MUSÉE DE L’HOMME
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deza cultural de los tres o cuatro últimos presidentes franceses,
a la vez que reflexionaba sobre el abandono progresivo de cier-
tas funciones básicas de defensa y protección cultural.
A fuerza de darle vueltas a las muchas preguntas que me asal-
taban, me detuve en el debate que hace 3 años entretuvo a la
sociedad parisina, a pesar de su persistente dura piel para los
negocios: la venta y dispersión del cabinet des curiosités de An-
dré Breton, es decir, de su colección de artes primitivas, cuadros,
grabados, manuscritos y libros relacionados con las vanguardias
históricas, que había almacenado amorosamente el jefe surrea-
lista en su apartamento de los grandes bulevares, hasta su muer-
te en 1966, y que fue conservado con gran celo por Elsa, su mu-
jer. Las vanguardias artísticas, de las que Breton fue uno de sus
sumos pontífices, se hallaban aún prisioneras del horror vacui
de los románticos, y su proclamada iconoclastia terminaba en la
puerta de sus casas, donde se rodearon de mil objetos extrava-
gantes. La opinión pública francesa esperaba que el Estado fran-
cés, congruente con su sentido histórico de almacén artístico,
cuyos orígenes podemos cifrar en Napoleón y sus expediciones-
recolectas a Egipto o a otros países, entre ellos a España —aún
puede el visitante, a título de ejemplo, contemplar asombrado
en el museo de Cluny, sito en el corazón del barrio latino de
París, las maravillosas arquetas mozárabes robadas por los na-
poleónidas a San Isidoro de León—, pujase en la venta, o incluso
la frenase, al igual que ha hecho recientemente el gobierno an-
daluz con las vigas de la mezquita cordobesa puestas a la venta
en Londres. No solamente no pujó Francia, a pesar del escánda-
lo público que asomaba, sino que intencionalmente dejó que se
dispersase un tesoro artístico, documental y emocional que segu-
ramente hoy andará entre las garras de avariciosos fetichistas.
Este hecho nada grato daba cuenta ante la incauta opinión pú-
blica del cambio de rumbo que Francia ha puesto a su relación
con el patrimonio, hasta ahora calificado de «nacional», y consi-
derado desde que el abate Gregoire propuso a la Asamblea Na-
cional en 1792 su protección como uno de los signos distintivos
de la «singularidad cultural francesa».
En una suerte de paradoja, París se considera a sí misma el
centro mundial del comercio de las antigüedades y del arte, título
que es fácil de aceptar por evidente. Frente al museo del Louvre
está el llamado «Louvre de los anticuarios», o sea, una serie de
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galerías comerciales donde se compite en calidad con el museo
mismo. Por las cercanías del museo D’Orsay se extienden nume-
rosos comercios llenos de similar mercancía, con especial predi-
lección por las artes primitivas. Uno de estos comerciantes, Jac-
ques Kerchache, ya fallecido, dotado de una personalidad seduc-
tora, convenció mediados los noventa a varios políticos amigos
tan aparentemente heterogéneos como el lábil socialista Jospin y
el corrompible derechista Chirac, a la sazón presidentes del go-
bierno y de la nación, para diseñar un gran museo que hiciese
época en la historia urbana parisina. Previamente lo habían he-
cho Pompidou o Mitterrand dejando edificios de proyección cul-
tural en el centro de París; léase Centro Pompidou, y la precitada
Biblioteca Mitterrand, sobre todo. Estas edificaciones, no obstan-
te, se hicieron con dolo: para levantar el Centro Pompidou hubo
que destruir una parte del París popular, con sus mercados (ha-
lles) incluidos; hoy se interpreta unánimemente esta destrucción
como una venganza contra las «clases peligrosas» por su adhe-
sión al mayo del 68. Para hacer la biblioteca de su nombre, Mitte-
rrand se inspiró no tanto en las necesidades de los lectores sino en
su deseo de acometer un edificio futurista que entroncase con el
fascismo vichista, del cual él procedía. Nada a escala humana,
todo para la gloria del demiurgo político. Nunca podré olvidar las
lecturas que hice sobre la batalla épica de Les Halles librada en los
meses siguientes al 68, y que registró la ficción cinematográfica
de Marco Ferreri en la carga de caballería del general Custer con-
tra los indios en el socavón gigantesco abierto con motivo de las
obras, y que lleva por título Touche pas à la femme blanche! Obras
pensadas para humillar al pueblo menudo, que lee y piensa, orina
por las esquinas y come barato, y que se ve abocado para sobrevi-
vir a tomar prestada de los clochards parte de su conducta, ha-
ciendo risa histriónica de lo que lo supera. Los 15.000 clochards,
capaces de matar o dejarse matar por medio cartón de vino, que
dicen los estadísticos persisten en París, ahí están para recordar-
nos las fracturas de la modernidad.
A lo que vamos. El tal Kerchache convenció a nuestros políti-
cos para sustraerles a los etnólogos, que lo despreciaban por ig-
norante y escalador, y a los patrimonialistas, que se habían to-
mado en serio la defensa de los «bienes nacionales», el control
del arte primitivo. Escaso como pocos el arte primitivo está en
nuestros museos, ya que los no occidentales lo tuvieron más bien
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por efímero, y no tomaron medidas para protegerlo al no haber
lugar. A los indios kwakiutl se les prohibió en Canadá y Estados
Unidos los rituales llamados polach, en los que destruían por
tradición cultural máscaras, tótemes y mantas, todos ellos valio-
sos a sus ojos, pero más valiosos aún para los museógrafos occi-
dentales. Los productos que iban a ejecutar en su última fiesta
de 1920 fueron expropiados sin contemplaciones por la policía,
y encerrados en museos fuera de su control. Las máscaras ha-
bían sido salvadas de sus creadores. La historia de los objetos
culturales tiene uno de sus episodios más curiosos en el secues-
tro de las máscaras y tótemes kwakiutl. En la entrada del anti-
guo Museo del Hombre, situado en lo más alto de la colina de
Chaillot, dominando soberbiamente el territorio sagrado de las
exposiciones universales, con la torre Eiffel de fondo, había uno
de esos tótemes hurtados a la destrucción festiva, regalo de Amé-
rica a Francia.
En la primavera de 2006, a punto de iniciarse el ahora tórri-
do verano de París, Jacques Chirac, acompañado de una vario-
pinta comitiva, inauguró la que ha sido denominada unánime-
mente por la prensa como la «obra maestra de su reinado»: el
Museo de Artes Primeras Branly. Esa misma prensa, que duran-
te años ha ocultado la existencia de una fuerte oposición entre
los profesionales de los museos y de la etnología a la apertura del
Branly, no ha podido ocultar que el museo ha nacido bajo el
signo de la controversia. No le hurtaré al lector que mi disposi-
ción de ánimo respecto a este museo ha sido negativa desde el
principio. Tuve ocasión de invitar por separado a Granada a uno
de sus mayores opositores, Jean Rouch, afamado etnocineasta
especializado en los dogon, y también a uno de los primeros di-
rectores científicos del Branly, Emmanuel Désveaux. Asimismo
tuve la oportunidad de trabajar en la bien surtida biblioteca del
desaparecido Musée de l’Homme en los momentos en que las
movilizaciones antiBranly estaban en su apogeo, y de adherirme
al comité Patrimoine et Résitence que, encabezado por el pre-
historiador Lumley y el antropólogo Rouch, se manifestaba en
la calle y organizaba huelgas. Las razones de fondo de esta agita-
ción, silenciada vuelvo a decir por el sistema mediático, residían
en la oposición a la desaparición de dos museos, el mencionado
del Hombre y el de Artes Oceánicas y Africanas, creados ambos
en los años treinta. El primero era considerado por ende un «lu-
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gar de la memoria» cultural —primitiva y vanguardista— y polí-
tica —por haber sido concebida en él una de las primeras células
de la resistencia francesa antinazi.
El otoño de 2006 acudí a visitar el Branly con la curiosidad
con que un derrotado va a contemplar los restos de la batalla,
admirándose de su resultado. El edificio fue encargado al arqui-
tecto-vedette Jean Nouvel, que ya dio buenos ejemplos de su ar-
quitectura inicial con otro edificio enclavado a las orillas del Sena,
frente a la catedral de Nôtre Dame, el Instituto del Mundo Ára-
be. El edificio del Branly, nacido bajo el signo de la controversia
intelectual, no tiene nada de particular desde el punto de vista
arquitectónico, como no sea que sobre él predomina siempre la
imagen de la muy cercana torre Eiffel, realizada en épocas de
mucho mayor optimismo histórico, aunque no exenta de polé-
mica también en su tiempo. Había leído que el interior del nue-
vo museo había sido calificado por el New York Times como el
«camarote de los hermanos Marx», y unos colegas me habían
advertido de su «oscuridad» y de cómo la gente iba chocando
por unas angostas galerías. A pesar de ello penetré en este desig-
nado «corazón de las tinieblas» limpio de corazón, inocente por
cuanto derrotado. Pensaba que la modernidad nos ofrece recur-
sos para ocultar los disparates, y que sería doblemente derrota-
do por un fino trabajo conceptual, ante el cual caería rendido.
Pero no, encontré un trabajo embastecido: oscuridad total, po-
cas piezas situadas sin transición, de manera que no sabemos si
estamos en África u Oceanía, utilización impúdica de los filmes
de cineastas que como Rouch se opusieron a este desafuero has-
ta el final, cubículos para visionarlos donde hay que entrar a
gatas, biblioteca que lleva el nombre de Kerchache con apenas
500 títulos, etc. Mi inicial inocencia se fue convirtiendo en furia,
que aumentó cuando a la salida contemplé que en el otro lado
del Sena se celebraba la feria de los anticuarios, que este año
ha decidido centrarse en las «artes primeras». El probable visi-
tante del Branly debe saber que en este nuevo museo sólo se
exhiben 5.000 piezas, y que el resto, hasta cerca de medio millón
de objetos, procedentes de lo que ha sido necesario desmantelar
para crear esta nueva institución, duerme de por vida el sueño
de los justos en almacenes de la periferia parisina. De allí po-
drían salir desamortizados, arguyen los peor pensados, para ser
malbaratados en el mercado, tal como permiten algunas leyes
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francesas aprobadas silenciosamente en los últimos años, bajo
el criterio soterrado de que el Estado no puede cargar con el
gigantismo patrimonial. Esta fórmula vendo-compro tiene sus
precedentes en los museos norteamericanos, corporations —es
decir, sociedades anónimas— con un sentido del comercio, del
valor y de la herencia objetual muy distintos de la tradición pa-
trimonial europea. Desde el saqueo intencional del Museo de
Bagdad hasta lo acontecido con el desmantelamiento de los
museos parisinos de etnografía, con el fin primero de sustraer
sus objetos al control de la ciencia, hay un grosero hilo conduc-
tor, que va del expolio sistemático de los mejores museos del
mundo situados fuera de Occidente al robo de bienes patrimo-
niales subalternos en la propia Europa, como la recientemente
denunciada desaparición de 1.200 muebles de época del mobi-
liario nacional del Estado francés. A la especulación urbanística
le sigue de cerca la especulación patrimonial.
Lo triste de toda esta historia, críptica para quien no está en
ella, y espero que el lector desprevenido no se haya perdido por
sus vericuetos, es que para justificar el crimen cultural y el latroci-
nio organizado quienes lo planifican han ideado una ideología
que, bajo barniz de modernismo, sostiene que museos como el
Branly ayudan al diálogo de las culturas, que éste es un ejemplo
de antievolucionismo y de igualitarismo cultural —«todas las obras
de arte nacen iguales», bramaba con orgullo Kerchache—, y que
quienes se oponen a estos proyectos de «modernidad» son una
suerte de patanes, comedores irredentos de tortilla. Han olvidado,
no obstante, que a esta ideología de las «artes primeras» le falta
mucho cemento y, sobre todo, inteligencia para conseguir hacer-
nos creer que nosotros somos los clochards y que «su» museo ha
cerrado la fractura entre los pueblos occidentales y no occidenta-
les. De hecho, ha ocurrido lo contrario, este museo ha abierto el
foso que señala que los otros son solamente eso: «otros».
Pero las cosas en la realidad son menos sofisticadas; basta un
ejemplo. Paseando por París hará 4 años, uno de los ejecutores
de este desatino del Branly me pidió ante mis oídos asombrados
que lo recomendase ante uno de sus jefes, amigo mío, para con-
seguir una plaza de catedrático universitario; por ésta y no por
otra sesuda razón el tipo andaba haciendo el papel de sicario, e
incluso inventaba periódicamente sesudas teorías para justificar
lo injustificable. Miseria a secas. Qué más le puedo decir, queri-
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do lector, como no sea redondear mi argumento con lo que sos-
tenía un economista a prueba de desilusiones: que en el interés
no hay engaño. Desconfíen de los apóstoles de la modernidad
patrimonial y de sus ideólogos tiralevitas, ahí está el Branly, en el
corazón de la bien amada París, para demostrarlo. Y disculpen
el realismo sucio de este mi cuento.
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sultado urbanístico no acabó de satisfacer a la ciudadanía, como
se comprobará con la persistencia de las polémicas arquitectó-
nicas a que darán lugar las Exposiciones. En líneas generales,
Trocadero era aún un lugar tranquilo y paradisíaco, donde se
escapaba de los ruidos de la ciudad. Desde el inicio es un «limes»
urbano marcado por el reposo y por el conflicto de los proyectos
inacabados.
El impacto de las Exposiciones Universales sobre el urbanis-
mo de las ciudades que las albergaron es algo ampliamente co-
nocido y hasta cierto punto de sentido común. Baste recordar
no solamente los edificios que permanecieron, sino sobre todo
las iniciativas surgidas de aquel motor para el progreso urbano y
social que fueron las Exposiciones. Según la penetrante mirada
de Walter Benjamin: «Las Exposiciones Universales edifican el
cosmos de las mercancías. Las fantasías de Grandville transpor-
tan al universo el carácter de mercancía. Lo modernizan». Y añade
en su crítica del rol que las Exposiciones Universales han de te-
ner en el desarrollo capitalista, creando la ilusión del progreso:
«La entronización de la mercancía y el fulgor de disipación que
la rodea son el tema secreto del arte de Grandville. A él le corres-
ponde la escisión entre su elemento utópico y su elemento cíni-
co» (Benjamin, 1980: 179-181; Benjamin, 2005).
Uno de los divertimentos culturales más significados fue el
exotismo, en cuanto atracción por los horizontes lejanos (G. Al-
cantud, 1989, 1993). Fenómeno que es tanto estético como an-
tropológico, al igual que en última instancia político. El movi-
miento provocado por las Exposiciones Universales había ge-
nerado en esta dirección exotista una temprana acumulación de
objetos coloniales (G. Alcantud, 1992). Escribe el doctor Hamy
que «las colecciones especiales ofrecidas al Estado a continua-
ción de la Exposición Universal de 1867 fueron puestas en los
almacenes, notablemente en Saint-Germain y en el Museo de
Historia Natural, de donde fueron recobradas después» (Hamy,
1890: 53). Esta acumulación objetual aún no había encontrado
su espacio museístico.
Ya con motivo de la Exposición Universal de 1878, cuando
fuera habilitado el Museo Etnográfico de Trocadero, se hizo no-
tar el carácter conflictivo de la colina de Chaillot, y del proyecto
museográfico presente en la misma. El ministro de Instrucción
Pública Joseph Brunet había decretado en noviembre de 1877 la
24
creación de un «muséum ethnographique des missions scientifi-
ques». El proyecto tenía como instigador al director de ciencias
y letras del ministerio, Oscar de Watteville, que daba así salida a
los intereses de la comisión de viajes y misiones científicas, que
ya existía en el propio ministerio desde 1874, y cuyo anhelo era
poner orden y organizar las colecciones etnográficas al modo
como se habían formado otras colecciones, en particular en Di-
namarca, y en algunas ciudades de provincias, como Douai, Li-
lle y Boulogne. La apertura provisional del Museo Etnográfico
de las Misiones Científicas en el Palacio de la Industria ubicado
en los Campos Elíseos serviría de experimentación para un futu-
ro museo estable de antropología (Dias, 1991: 163). Sobre una
base selectiva de carácter exotista se forman las colecciones, si-
guiendo en buena medida la lógica de acumulación objetual de
los antiguos «cabinets de curiosités».
A raíz de esta experiencia el Palacio de Trocadero sería levan-
tado en el plazo de 18 meses por Gabriel Davioud, para albergar
la exposición que tendría lugar entre el 1 de mayo y el 10 de
noviembre de 1878. El lugar para el emplazamiento ya estaba
marcado por la conflictividad anterior: «El destino complicado
de Chaillot —escribe Pascal Ory— no ha dejado de ser una suer-
te de pantalla donde épocas sucesivas han proyectado sus fan-
tasmas, en gran medida: castillo principesco del Antiguo Régi-
men, grandezas dieciochescas, palacio colosal del Primer Impe-
rio, cuartel de la Restauración, mauselo histórico de Luis Felipe,
anfiteatro popular haussmaniano» (Ory, 1982: 84). El lugar esta-
ba destinado a la megalomanía de las grandes exposiciones. El
proyecto, inaugurado por el general Mac-Mahon, presidente de
la nueva República, simbolizaba, «hasta lo alto de la cúpula, las
ambiciones del régimen».
A pesar de haberse instalado en el palacio diversos organis-
mos orientados hacia el populismo, como el teatro nacional po-
pular, el museo nace bajo el dictado de su alejamiento del centro
y, sobre todo, de los barrios populares. Esto fue indicado por el
doctor Hamy, su primer director, que era un convencido republi-
cano de inclinaciones populistas. Su estructura la determina la
necesidad de organizar científica y metodológicamente las co-
lecciones, que habían sido legadas por los países participantes
en la exposición, lo cual ya fue señalado por Le-Duc. Se opone a
este cometido la estrechez del espacio disponible, a pesar de que
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un decreto de noviembre de 1879 pretendía organizarlo racio-
nalmente. Tampoco contribuía a su buen fin el bajo presupuesto
económico de partida. El palacio en sí mismo ya comenzó un
andar irregular, ya que no fue valorado como una obra arquitec-
tónica de valía, por su ambiguo estilo entre neomudéjar y neobi-
zantino, que fue descrito por un contemporáneo así: «Visto un
poco de lejos, parece con su enorme rotonda y sus endebles mi-
naretes con torrecillas doradas, el vientre de una mujer hidrópi-
ca acostada con la cabeza abajo, elevando al aire dos magras
piernas calzadas con chinelas doradas» (Dias, 1991: 171). Esta
ambigua construcción arquitectónica se alzó sobre la colina de
Chaillot hasta su demolición en 1935. Françoise Choay ha desta-
cado que el ejemplo del palacio de Chaillot no es un caso aislado;
la moda de mezclar los estilos romano, bizantino e islámico se
extendía por todo París, con ramificaciones en provincias. Era el
estilo ecléctico. «El gigantismo y el eclecticismo, características
de la arquitectura doméstica, marcan de manera todavía más
acusada la arquitectura de monumentos y edificios públicos»
(Choay, 1998: 230). En esa tendencia, iniciada en el Segundo
Imperio, se inserta el palacio de Chaillot, sobre el que recaerán
todas las maldiciones estéticas, y no así sobre el edificio que co-
ronaría la colina de Montmartre, el Sacré Coeur, igualmente poco
logrado pero connotado de sacralidad.
Aunque Hamy destaca que no se debe perder de perspectiva la
mirada sobre la etnografía local, la vocación del museo fue clara-
mente exotista, como demostraron algunas de las figuras escultó-
ricas enclavadas en su entrada, personificando las artes, las cien-
cias y las técnicas, pero también figuras de animales, como el rino-
ceronte y el elefante. Según sostenía el doctor Hamy, el Museo había
sido posible porque «todos los días ganaba los espíritus». La sala
del Museo del Hombre llamada «de las Misiones» fue la que más
éxito obtuvo entre el público: «Fue extremadamente apreciada por
los visitantes, una vez que ahora el gran público mostraba interés
por las cosas lejanas, que había considerado tanto tiempo extrañas
para él y hacia las cuales le llevaban más y más las necesidades del
momento» (Hamy, 1890: 61). Hamy detecta perfectamente la evo-
lución paralela de los acontecimientos políticos y museísticos, la
expansión colonial de Francia y el afán por museificar.
La antropología, mientras tanto, fue tomando cada vez más
importancia en el marco de las Exposiciones Universales. Si en
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la de 1867 no tenía prácticamente ninguna presencia, en la de
1878 el edificio de Trocadero que albergaba el museo de etno-
grafía era conocido como el «edificio de los antropólogos». Se
ha dicho que la mezcla entre prehistoria y antropología de los
pueblos primitivos, que presidió luego la concepción del Museo
del Hombre, ya estaba por entonces muy presente. Otros ele-
mentos asociados a la etnografía fueron, por ejemplo, la exposi-
ción de 115 bustos de las razas del mundo, con una notable pre-
sencia de las mediciones antropométricas, muy en curso en la
época; y también un enorme Buda del siglo XVIII, que fue «the
place of rendez-vous for all anthropologists during the Exposi-
tion» (Wilson, 1892: 643). El ambiente antropológico estaba, pues,
en alza en derredor de la colina de Chaillot.
Siguiendo con los problemas, una de las exposiciones parisinas
más controvertidas fue la Colonial de 1931. Ésta se celebró en el
otro extremo de París, en el Bois de Vincennes. En torno a ella,
llevada a cabo bajo la iniciativa de Lyautey, antiguo residente gene-
ral de Francia en Marruecos, se construyó el Palacio de las Colo-
nias, que albergaba en su interior un acuario y un zoológico que
aún sobreviven. La oposición a la misma exposición, al contrario
de otras bien aceptadas por los parisinos, fue muy activa. Los pas-
quines de los surrealistas decían «Ne visitez pas l’Exposition Colo-
niale». André Breton, Paul Eluard, Louis Aragon, René Char, y has-
ta doce surrealistas firmarían el llamamiento a boicotear esta Ex-
posición, que para ellos sobresalía por su descarada propaganda
colonial: «Es para implantar este concepto estafa que se han cons-
truido los pabellones de la Exposición de Vincennes [...]. Se trata de
adjuntar al paisaje final de Francia, muy claro antes de la guerra
por una canción sobre la caña de bambú, una perspectiva de mina-
retes y pagodas» (Hodeir & Pierre, 1991: 111). La Exposición tam-
bién albergaba una suerte de alucinación freudiana en torno a la
emulación del poblado malinés de Djenné, donde llegaron a habi-
tar de hecho unos 1.500 indígenas africanos. Los surrealistas, con
el apoyo de los comunistas, montaron una exposición alternativa,
reuniendo máscaras y objetos de sus colecciones particulares, con
el fin de denunciar aquel «zoo humano». Para contrapesar la oposi-
ción vanguardista a la exposición sus organizadores utilizaron la
pintura de Paul Gauguin como marchamo de modernidad: «En el
cuadro majestuoso de la Exposición colonial, esta selección de las
obras exóticas de Gauguin parece haber tomado, con más solemni-
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dad, un carácter definitivo fuera de las competiciones y de las lu-
chas de escuela, un carácter de simplificación alegórica y simbóli-
ca: poemas decorativos consagrados a la apoteosis de las razas nue-
vas, entre el encantamiento de sus edenes donde la inocente inge-
nuidad de los sentimientos primitivos se une a la magnificiencia de
las más voluptosas floraciones multicolores» (Exposition, 1931: 418).
Gauguin es tomado y expuesto, con una selección de su obra en la
Exposición Colonial, por oposición a los «fauves»: «Comprendidos
los cubistas y futuristas —se dice en la propaganda colonial—, en-
tre los cuales se debe contar sin duda a aprovechados y mistificado-
res [...] de los últimos 40 años» (Exposition, 1931: 422). La Exposi-
ción Colonial de esta manera pretendía eludir la acusación de ser
un muestrario puramente reaccionario del mundo colonial. De aque-
lla Exposición permanecieron el edificio «art déco» del Palacio de
las Colonias, y el parque zoológico. La parte árabe también adoptó
intencionales formas cubistas. Se trata, en definitiva, de compen-
sar la imagen más brutal del colonialismo, encubriéndolo con cier-
ta modernidad estética.
La expedición Dakar-Djibuti, lanzada en 1934 y organizada des-
de el Museo Etnográfico de Trocadero bajo la dirección de Marcel
Griaule, con el fin de explorar y explotar científica y objetualmente
una zona del África central negra como era el país dogon, dio inicio
a un movimiento nacional a favor de construir un nuevo museo,
adecuado a las necesidades científicas y coloniales del momento.
Su colonialismo no era directo ni explícito, como sí lo era el enarbo-
lado por Lyautey y la exposición de 1931, sino sutil, y fundado en la
política de «asociación» de los países colonizados a la metrópoli, y
en la antropología como ciencia del conocimiento exótico.
Después de la celebración de esta Exposición Colonial de 1931,
se anuncia otra Universal para 1937. La polémica sobre su ubi-
cación salta de inmediato (Gournay, 1985: 19). Los proyectos
para ampliar y modificar el sentido y la organización del museo
de Trocadero habían comenzado muy pronto, tras la llegada de
Paul Rivet a su dirección. En 1928 se había unido aquél al Mu-
seo Nacional de Historia Natural, y más en concreto a la cátedra
de antropología de esta institución. La Sociedad de Amigos del
Museo en la misma fecha, bajo el impulso de un importante per-
sonaje de la cultura, el vizconde de Noailles, ligado al mundo
artístico parisién, había tomado la iniciativa de apoyar igual-
mente la renovación material del museo (Jamin, 1988: XV). Se
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ha señalado que cuando «hacia 1930, se anunció una nueva Ex-
posición Universal en París, la polémica en cuanto al lugar de
celebración estalló, ya que ciertos parisinos, tomando el modelo
de la Exposición Colonial de 1931 en el Bois de Vincennes, eran
partidarios de una operación de descentralización cultural»;
mientras «otros vivían fieles al tradicional curso del Sena». Pero
en cualquier caso, fuera cual fuera el lugar de la misma, existía el
acuerdo de que «no se debían tener únicamente pabellones pro-
visionales, como en 1925» (Gournay, 1985: 19). Entonces comien-
za el debate, unido al anterior, sobre qué hacer con el viejo pala-
cio de Chaillot, sede entre otras instituciones del Museo de Etno-
grafía. Cuando se decide que sea entre Chaillot y el Campo de
Marte, la polémica no cesa. En primer lugar se plantea la alter-
nativa entre demoler o reformar el anterior palacio mudéjar. Los
primeros intentos fueron en dirección de intentar camuflar éste,
lo que no satisfizo a nadie, hasta que en 1935 el arquitecto Jac-
ques Carlu abandona definitivamente el proyecto. Mientras que
los trabajos de demolición se producen arrecian las protestas de
quienes no estaban de acuerdo con esta iniciativa. El principal
problema que habrá de encontrar el nuevo palacio modernista
será evitar competir con la ya consagrada como icono torre Eif-
fel. De nuevo, la duda asalta a los constructores del renovado
Chaillot. El caso es que Chaillot se halla una vez más en el centro
de la vida parisién sin haber alcanzado su objetivo de ser un
núcleo consolidado urbanísticamente, sino un eje del escándalo.
En 1931, Rivet y el subdirector Rivière publicarán un artículo en
el Boletín del Museo en el que protestan de la situación del edifi-
cio, y proponen la modificación y ampliación de la antigua cons-
trucción. Todavía no se habla de nueva edificación. Las críticas
las hacen en los siguientes términos: «Alojado en un palacio cons-
truido para otro objeto, sombrío y sin calefacción, lleno de vitri-
nas improvisadas, mal protegidas contra el polvo, la humedad y
los insectos, sin salas de manipulación, sin salas de trabajo, sin
almacenes, sin laboratorios, sin ficheros de colecciones, el Mu-
seo da la impresión de un “almacén de baratillo”» (Rivet & Ri-
vière, 1931). Las alternativas eran: o había que transformarlo
radicalmente o simplemente demolerlo. La opinión triunfante,
después de no poca discusión, fue que se demoliera.
El encargado de reorganizar las colecciones y planificar el
nuevo museo fue el doctor Paul Rivet. La Exposición Universal y
29
la reorganización del espacio de Trocadero le permite hacer esta
operación. Tiene una vocación populista, al igual que su antece-
sor, el doctor Hamy. Su director, Rivet, era una declarado anti-
fascista, que llegó a ser concejal del ayuntamiento de París y que
promovió diferentes ligas intelectuales contra el avance del au-
toritarismo. Para Rivet la antropología representaba la ciencia
antirracista por antonomasia, por esta razón recibió con los bra-
zos abiertos al máximo representante de la antropología antirra-
cista de la época, Franz Boas, a la vez que Boas lo acogería más
tarde en Nueva York, dando lugar a una célebre comida en el
curso de la cual murió: mientras a los postres brindaba por la
lucha contra el racismo y en honor de Rivet, Boas cayó fulmina-
do por un ataque cardiaco; estaba presente otro ilustre antropó-
logo, Claude Lévi-Strauss. Rivet tenía la opinión de que el Musée
de l’Homme, como templo del saber, tenía que estar orientado a
las clases populares, y promovió para lograrlo la Sociedad de
Amigos del Museo, como medio de ilustración popular, así como
mantuvo abiertas las puertas de la biblioteca hasta altas horas
de la noche. Esta concepción que hoy observamos como naïf
armó moralmente a muchos militantes de izquierda política y
sindical de la época que creían en la posibilidad de redención del
proletariado a través de la cultura. De esta utopía cultural un
tanto ingenua participaba el principal museo de antropología de
París. Cabe esgrimir además que los precedentes científicos del
Museo del Hombre hay que encontrarlos en la fundación en 1925
por M. Mauss, L. Lévi-Bruhl, M. Delafosse y el propio P. Rivet
del Institut d’Ethnologie de la Sorbonne, con el fin de desarro-
llar y coordinar los estudios de etnología dispersos hasta enton-
ces. Se ha escrito a este propósito que los fundadores del Institu-
to de Etnología «tenían la certidumbre de que la etnología po-
dría contribuir a la instauración de una política nueva a favor de
una cooperación entre la población dominante y las poblaciones
dominadas», en evitación de una política pura y dura de asimila-
ción, dulcificando ésta (Boeldieu, sd). El proyecto, si se quiere,
puede ser conceptuado en términos de hoy como «progresista».
El nuevo Museo del Hombre fue inaugurado a toda marcha
el 20 de junio de 1938 en su emplazamiento de Chaillot. El nue-
vo proyecto modernista, siguiendo el modelo del crescent arqui-
tectónico, estaba enclavado en una exposición en la que sobresa-
lían las esvásticas del pabellón alemán y las hoces y martillos del
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soviético. Nada más significativo para evaluar la conflictividad
que perseguía al proyecto museográfico de la antropología.
Poco después, la actitud militante de los antropólogos parisi-
nos vinculados al Museo del Hombre, representada por el pro-
pio Rivet, tuvo un episodio igualmente resaltable en el momento
de la ocupación nazi de París. Cuando aún los comunistas fran-
ceses, a las órdenes de Stalin y prisioneros del pacto germano-
soviético, no sabían qué hacer, un grupo de patriotas franceses
sin adscripción política formaron una célula de resistencia co-
nocida como «del Museo del Hombre» por estar constituida por
funcionarios y antropólogos del mismo. Entre ellos, destacaron
Germaine Tillion, que acabó siendo deportada al lager de Ra-
vensbrück; Boris Vildé, joven y brillante antropólogo, según la
opinión de sus contemporáneos, que fue ejecutado; y también
Jacques Soustelle, subdirector del museo que se integraría en la
resistencia. Rivet escapó por azar a la detención de la Gestapo
(Blanc, 2000). El vínculo entre el Museo del Hombre y el comba-
te antirracista y por la democracia parece un hecho comproba-
do y aceptado. De ahí que el lugar en cierta forma pueda ser
considerado un «lieu de la mémoire». Hace poco años, viendo
uno de los últimos filmes de Bertolucci, Soñadores, en el que
aborda su particular visión de los sucesos de mayo de 1968, com-
probé cómo ante la filmoteca nacional se apiñaban los estudian-
tes que iban allí a soñar viendo filmes del realismo soviético, del
neorrealismo italiano o de la nouvelle vague francesa, acaso tam-
bién de nuestro Buñuel que, dicho sea de paso, a punto estuvo
de embarcarse en la aventura de Dakar-Djibouti del año 34, a
propuesta de Marcel Griaule. Sabido es que la Cinemathèque
Nationale ocupaba el ala contraria al Museo del Hombre del
palacio de Chaillot. Ante la policía que había clausurado el local,
un estudiante invocaba a grito pelado que aquél era el sacrosan-
to templo del cine, donde entre otros estaba Jean Rouch.
Un lugar lleno de polvo y ácaros, con sujetos tan marcados
por el surrealismo político y artístico, tenía que incordiar a la
posmodernidad. Los primeros análisis críticos con el modelo
vinieron de gentes bien intencionadas con el mismo como Ja-
mes Clifford, quien dijo: «Lo que no se expuso en el Museé de
l’Homme era el Occidente moderno, su arte, instituciones y téc-
nicas. De tal modo los órdenes de Occidente estaban presentes
en todas partes en el Musée de l’Homme, excepto en exhibición.
31
Se perdía una importante influencia en los bien clasificados sa-
lones, porque el museo alentaba la contemplación de la humani-
dad como una totalidad, vista, por así decir, a la distancia, de
modo frío, con tolerancia. La identidad de Occidente y su “hu-
manismo” nunca se exhibió ni analizó, nunca estuvo abierta-
mente en discusión» (Clifford, 1995: 178). Visión comprensiva y
tibiamente crítica a la vez. Acto seguido Clifford, rompiendo una
lanza a favor del Museo, llamaba la atención sobre los riesgos
que tenía abandonar sin criterio el esencialismo humanístico de
Mauss o de Rivet, por cuanto ese «humanismo aún nos ofrece
bases para la resistencia a la opresión y un necesario consejo de
tolerancia, comprensión y piedad». Pero pronto se abrió otra
vía, la del desprecio al modelo anterior por antiguo e incluso por
antimoderno. No sólo en lo que se refiere al modelo museográfi-
co, considerado obsoleto, sino igualmente al dispositivo evolu-
cionista, y por ende jerárquico, que lo sustentaba, condenado
provisionalmente por las críticas de la escuela boasiana, y poste-
riormente desacreditado por la analítica estructuralista, sobre
todo a partir de la aparición de La pensée sauvage en 1962.
Este ataque en los noventa encontró adormecida a la comu-
nidad antropológica parisina, más acostumbrada a moverse por
los pasillos del poder académico y a analizar a otros que a sí
misma. Los pronunciamientos ya sólo quedaban para los histó-
ricos Durkheim, Mauss o Rivet. Ahora se había impuesto más el
estilo de Claude Lévi-Strauss, a quien el mayo del 68 sólo le hizo
expresar disgusto y malhumor por las suciedades que las pinta-
das dejaron en las parades del Collège de France (Eribon, 1990).
Otros, caso de Maurice Godelier, practicaron un marxismo de
puertas adentro sin repercusión pública; en definitiva, el mar-
xismo de cátedra. Los que buscaron vías para salir del statu quo
prefirieron salir en dirección a la sociología crítica, caso de Pie-
rre Bourdieu. La antropología fue perdiendo la viveza antiauto-
ritaria de los primeros fundadores (Traimond, 1997).
En cuanto al Musée des Arts et Traditions Nationales, co-
menzó como una sección del Museo del Hombre, desgajando los
materiales referentes a la vida rural francesa. Desde el punto de
vista museográfico constituyó un hito su apertura en 1937 (Se-
galen, 2005). El gran artífice fue el museógrafo Georg Henri Ri-
vière, seguido por el antropólogo Jean Cuisenier. El museo po-
seía dos niveles bien delimitados: el habilitado para el gran pú-
32
blico, con dioramas modernizados mediante el uso de la luz di-
recta y los ruidos ambientales, y la galeria de estudio más dirigi-
da a profesionales o amateurs, donde los objetos tenían un siste-
ma expositivo más clásico, con alvéolos explicativos. Era un
museo con un edificio racionalista integrado en un lugar históri-
co, el jardin d’acclimatation, vinculado a las atracciones infanti-
les y exhibiciones etnográficas (Coutancier & Barthe, Schneider,
2004). Tuvo asociado un centro de investigaciones etnológicas
del CNRS. Al igual que el Museo del Hombre tenía sus propias
colecciones bibliográficas y revista; también asociaciones profe-
sionales vinculadas a él. Cuando yo lo conocí, a finales de los
años ochenta, atravesaba una crisis que no acertaba a compren-
der. Era un problema de fondo, que ahora que ha cerrado sus
puertas he entendido. Era la crisis del mundo agrario francés,
cada vez más minúsculo desde el punto de vista productivo, so-
metido a la «descampesinización». Los neorurales, habitando el
campo pero con profesiones urbanas, necesitaban entrar en con-
tacto con la «transmisión de los saberes». Para eso surgieron los
ecomuseos. En el centro de ese movimiento el ATP ocupaba un
sitio específico y central, pero poco valorado, o sólo valorado
por el público infantil que acudía a él acompañado por sus pro-
fesores en horario escolar. Los conservadores e investigadores
fueron declinando y muchos de ellos encontraron refugio en el
mundo estrictamente universitario. A los poderes públicos tam-
poco parecía interesarle gran cosa el mundo rural, al contrario,
la aparición y valoración de fenómenos como los camisards o los
vandeanos, anclajes históricos del legitimismo monárquico galo,
parecían resucitar el revisionismo sobre la revolución francesa.
También pesaba su antiguo compromiso con Vichy, régimen al
que auxilió con su perspectiva folclorizante. Se le dejó languide-
cer, y a finales de los noventa ya estaba claro su destino, que sus
fondos formasen parte del nuevo museo que sobre «Europa y el
Mediterráneo» se quería instalar en el Fort Saint Jean, en un
espigón del antiguo puerto de Marsella. El apoyo de las autori-
dades locales, y el previsible europeo, daba sentido a este pro-
yecto. Cuando pregunté a un conservador partidario del nuevo
museo de dónde iban a sacar las colecciones «europeas» me in-
dicó que las comprarían. Los únicos que encontré satisfechos
con la iniciativa fue a los especialistas en Argelia que, por la cer-
canía de los archivos coloniales de Aix-en-Provence, y por la vincu-
33
lación histórica de Marsella con el país norteafricano, les pare-
cía una manera de revalorar el patrimonio magrebí, y ponerlo al
alcance del público.
En lo referente al Museo de Artes Africanas y Oceánicas fue
una creación ligada a la Exposición Colonial de 1931. Esta exposi-
ción fue contestada en su época por los surrealistas, y hoy día
vuelve a ser contestada por su ligazón con los llamados «zoos hu-
manos», es decir, exhibiciones de pueblos no occidentales que,
instalados en la propia exposición, sufrieron un trato vejatorio. El
artífice de la exposición colonial, como dijimos, fue el mariscal
Hubert Lyautey, que hacía pocos años se había retirado como re-
sidente general de Marruecos con gran dolor de sus muchos se-
guidores, que veían en él la encarnación de una suerte de «monar-
ca colonizador», sensible para con los problemas del pueblo ma-
rroquí. Lyautey era un exota que había procurado conservar las
medinas y las artes indígenas en Marruecos adoptando políticas
proteccionistas. El museo, que en un principio se llamó precisa-
mente «de las Colonias», siempre tuvo mucho menos impacto cien-
tífico que el museo de Trocadero. De hecho, los surrealistas, y el
Collège de Sociologie, encabezado por Bataille, Leiris y Caillois,
prefirieron con creces Trocadero, y abominaron del museo de Vin-
cennes, considerándolo cosa de militares coloniales.
Aquí tenemos, brevemente resumidas, tres historias de obje-
tos y conocimientos etnográficos, con decursos particulares que
permitían, junto con el museo Guimet, consagrado a las artes
asiáticas con un sentido más arqueológico, hacerse una idea bas-
tante exacta del arte y la cultura de los pueblos no europeos sin
salir de París. Todo este sistema se vino al traste en el momento
en que el presidente Jacques Chirac, emulando a sus anteceso-
res, quiso dejar su marca en el tejido urbano de París, habilitan-
do un nuevo museo. De Jacques Chirac, al que en la última fase
de su mandato le han llamado «el africano», se ha destacado su
afición al arte negro. Ello dio lugar a escenas grotescas, como
aquélla protagonizada por el propio Chirac en 1996, con motivo
de su onomástica, momento en el que Villepin, entonces asesor
suyo, con el fin de halagar al jefe le regaló una estatuilla africana,
que pronto se supo era producto de un expolio, y que hubo que
devolver al país de origen. Pero para hacer el nuevo museo no
contaba con que tenía que modificar sustancialmente las bases
epistémicas de los proyectos anteriores. Sus principales contra-
34
dictores eran los científicos asociados a los museos, la mayor
parte antropólogos, que consideraban lugares dotados de sacra-
lidad cultural aquellas instituciones. Chirac tuvo que buscar el
consenso político y, por ello, implicó en el mismo al presidente
del gobierno Lionel Jospin, durante la época de la cohabitación
entre socialistas y derecha. Y sobre todo, tuvo que recurrir a un
ideólogo de fuera del ámbito universitario, que no fue otro que
el comerciante Jacques Kerchache. Mientras, el comité «Patri-
moine et Résistence», asociación cívica opuesta al desmantela-
miento de los museos, reunido el 17 de noviembre de 2001, acor-
dó solemnemente enviar la siguiente resolución al entonces pre-
sidente Jospin: «Señor primer ministro, decida usted lo que antes
ningún otro gobierno de la República había osado... Os pedimos
abandonar la ley sobre museos que destruye el principio de ina-
lienabilidad de los bienes del patrimonio, principio fundador de
nuestra República. Os pedimos rechazarla, porque esta ley, que
permite la puesta en venta del patrimonio, representa una ver-
dadera traición, un robo de lo que pertenece a los ciudadanos.
Os solicitamos además prohibir el desmantelamiento, la disper-
sión de las colecciones del Museo del Hombre, del Museo Nacio-
nal de Artes Africanas y Oceánicas, del Museo Nacional de Artes
y Tradiciones Populares y la destrucción de las instituciones que
abrigan». Las espadas estaban en alto.
Lo curioso del debate es que de él se ausentaron la mayor
parte de los antropólogos académicos, que veían el asunto con
calculada indiferencia. Mientras, «a la sombra de los cocoteros
de la [isla] Reunión», Jacques Kerchache va a convencer a Chi-
rac de que este «matrimonio (entre antropología y estética) es
posible». Los primeros en colaborar con el proyecto del nuevo
museo, Godelier y Bensa, cuando se retiraron no pusieron ob-
jecciones de fondo, al menos que se conozcan públicamente, sólo
de matices. Se retiraron «educadamente», con corrección políti-
ca. Quienes se opusieron activamente al desmantelamiento del
Museo del Hombre en particular iniciaron una larga lucha, que
en sus momentos álgidos en manifestaciones y actos públicos
consiguió reunir a muchas personas. Al frente de ellos se puso el
octogenario antropólogo Jean Rouch, especialista en el pueblo-
icono del Museo del Hombre, los dogon, que tuvo duras pala-
bras para con Chirac, considerándolo el verdadero responsable
del atropello (G. Alcantud, 2007a). Al Museo del Hombre iba
35
dejándosele morir, sin presupuesto, para evidenciar ante el gran
público que era una institución ruinosa. Recuerdo sus salas ya
medio vacías, semicerradas, y sus últimas exposiciones hechas
con pocos medios. Todo se presentaba antimoderno. Pronto hubo
quien dentro de la profesión abogó por una modernización fun-
dada en el estructuralismo lévi-straussiano (Désveaux, 2005). En
este punto tendríamos que dejar constancia de la opinión ya
mencionada de Geertz sobre cierto tipo de individuo que ha pe-
netrado en las profesiones universitarias en las últimas décadas:
«Dominan las fuentes de financiación, las organizaciones profe-
sionales, los diarios y los centros de investigación, y se encuen-
tran felizmente adaptados a una mentalidad de mínimos acepta-
bles que hoy invade nuestra vida pública». Panorama que com-
pleta Geertz con esta otra opinión: «Entre obligacionistas que
anuncian a gritos que el mundo se hunde porque los relativistas
han hecho desaparecer la facticidad y personalidades avanzadas
que atestan el paisaje con eslóganes, salvaciones y extraños re-
cursos así como una gran cantidad de escritos innecesarios, es-
tos últimos años las ciencias humanas han estado repletas, por
así decirlo, de valores de producción» (Geertz, 2002: 41). Míni-
mo esfuerzo y valores de producción que han transferido del
«monstruo de lo social», con sus masas jerarquizadas guiadas
por el interés propio, a la ciencia social, que debía hacer uso de
valores largotemporales mucho más críticos que acomodaticios.
Lo extraño es que la antropología, siendo una disciplina críti-
ca fundamentalmente, se haya dejado manipular en grado extre-
mo con el affaire Quai Branly. Algunas voces críticas se han alza-
do. Pero aun así al final han venido a decir, como Jean-Loup
Amselle, que «si el Quai Branly, por sus exposiciones, sus confe-
rencias, sus manifestaciones intelectuales, permite luchar contra
el racismo de nuestra sociedad, habrá cumplido su misión», o
bien que «si el museo acaba por hacer comprender a sus visitan-
tes que existen otras culturas, otras maneras de pensar dignas de
respeto y de atención, sería una victoria. Pero ella no se ha gana-
do con antelación».3 El problema es que cuando se le visita, tal
como quedó de manifiesto más arriba, la sensación que obtiene
el visitante es que en el mejor de los casos se ha vuelto a reprodu-
36
cir el esquema anterior, separando el discurso sobre las «artes
otras» del arte occidental, y además se ha separado el lugar de su
exposición de donde se inspiraron esas mismas vanguardias que
recepcionaron el arte «primitivo». En definitiva, no se han exhi-
bido las culturas occidentales. Como pedía Clifford, para cerrar
la brecha exótica. Se ha atentido más a los gustos demiúrgicos de
los arquitectos y megálomanos de la grandeur política, que res-
ponden en clave productiva, tras la cual aparece el turista, qué
duda cabe, consumidor de ilusiones y actor económico.
Finalmente, el Museo Branly fue inaugurado a finales de junio
del 2006, como queda dicho. Los titulares de Le Monde, un diario
que sin lugar a dudas ha apoyado el proyecto desde sus inicios,
ocultando la oposición al mismo, anunció el día de la inaugura-
ción en grandes titulares: «Jacques Chirac rend hommage aux
“peuples humiliés et méprises”». Frases similares con agradeci-
mientos al padre de la idea, M. Kerchache, figuraron esos días en
la página oficial de la presidencia de la República. Chirac dirá a la
prensa: «Nosotros somos desde hace mucho tiempo los promoto-
res de esos valores [diversidad cultural]. Francia ha sido el país
que ha tenido hace largo tiempo el combate por la diversidad cul-
tural, y la resolución tomada recientemente por la UNESCO, casi
por unanimidad, es una victoria para Francia. Y por tanto, el museo
Branly es un reconocimiento a la diversidad cultural». La candi-
data presidencial socialista, ante lo insólito de estas manifestacio-
nes, poco adecuadas para un político derechista de un Estado
neocolonial, tuvo que pedirle a Chirac que no convirtiera a Fran-
cia con expresiones como ésa en un hazmerreír. Numerosas revis-
tas francesas consagraron íntegramente números especiales al
«événement». El día antes de la inauguración, Claude Lévi-Strauss,
nonagenario, acompañado de Emmanuel Désveaux, recorrió el
nuevo museo, dando cuenta la prensa del hecho, y sin que tras-
cendiera su opinión sobre el resultado. Lévi-Strauss desde el prin-
cipio del proyecto se dejó cuanto menos instrumentalizar, a través
de frases suyas entrecomilladas, empleadas en la propaganda jus-
tificatoria del mismo. Algunos museógrafos lo celebraron sin
mucho entusiasmo, y siempre con prevenciones sobre su capaci-
dad de intermediación cultural, como el «nacimiento de un mu-
seo poscolonial». Además, al ofrecerse sólo chefs d’oeuvres, se ha-
bía disminuido de manera ostensible el número de piezas repre-
sentativas de cada cultura.
37
El sistema de alvéolos con información videográfica tampoco
constituía ninguna novedad, ya que había sido empleado 30 años
en el ATP, diseñado por Rivière. Pero lo que más llamaba la aten-
ción de los visitantes era lo poco logrado del edificio, debido al
arquitecto-vedette Jean Nouvel, una suerte de sucesión de cubos
de colores agresivos sobre pivotes lecorbusierianos, con un inte-
rior de fondos preferentemente negros, excepto en una pequeña
habitación consagrada a las máscaras dogon, donde los visitantes
difícilmente pueden transitar. En otro orden, antes de la apertura
del museo ya se había desatado una fiebre especulativa sobre las
artes primitivas, que fue definida por la prensa como «frénésie
pour l’art “primitif”». Paralelamente, como una suerte de malévo-
la paradoja, la viuda de Kerchache, miembro nato del comité de
dirección del Branly, vendió al museo recién inaugurado por
700.000 euros la máscara-serpiente «Bansoyi Nalu», es decir, se-
gún sostienen los críticos, por un valor similar a «57 veces el pre-
supuesto anual de adquisición de etnología del Musée de l’Homme».
Después de la inauguración se ha celebrado especialmente al arte
primitivo en el salón de los anticuarios del otoño de 2006. Los
precios ciertamente han subido, aunque se sigue afirmando que
es «moins cher que l’art contemporain». Los defensores de este
modelo sostienen que la nueva alianza entre mercaderes, colec-
cionistas e institución museal ha ampliado el abanico de las dona-
ciones. La polémica resurgió en el momento mismo de la inaugu-
ración cuando la mujer del presidente Víctor Toledo, de Perú, an-
tropóloga ella, invitada para la ocasión, hizo unas declaraciones
muy críticas con el resultado que fueron recogidas en todos los
medios de comunicación de América Latina. La irritación prove-
nía una vez más de ese énfasis, surgido del dispositivo del nuevo
museo, tendente a marcar las diferencias con los «otros», a pesar
de la retórica contraria, creando por demás una mezcla de cultu-
ras sin transición, en la que lo precolombino, por ejemplo, queda-
ba subsumido con otras áreas culturales «análogas». Meses des-
pués de su inauguración Le Monde no tenía más remedio que re-
conocer que la prensa extranjera había sido muy crítica con el
museo, y que éste se encontraba bajo el signo de la controversia:
«Criticado por algunos periódicos extranjeros: demasiado artísti-
co para algunos, no demasiado para otros», dirá.
Para cerrar todas estas controversias se observa el deseo de
crear una «ideología Branly», dando la palabra principalmente
38
a Kerchache y a Lévi-Strauss. El antropólogo en uno de sus últi-
mos textos ya había mostrado su debilidad para con las artes, en
torno a las cuales suspendía su juicio racional (Lévi-Strauss,
2000). Se puede entender así que Kerchache aparezca como el
mago de una posmodernidad en la cual el mercado marca los
límites del espacio público, desplazando a las ciencias sociales a
ser una antigualla más del conocimiento. Entonces van apare-
ciendo los primeros libros de encargo (Degli & Mauzé, 2006),
donde se construye un discurso lógico que llega desde las prime-
ras colecciones etnográficas hasta el Branly, pasando por las van-
guardias históricas (G. Alcantud, 1989). Frente a ellos se abre la
lucha descarada contra la especulación cultural, que está dando
ya algunos resultados analíticos por el carácter perverso de ésta
(G. Alcantud, 2006b; Sargent, 2004). El caso del Quai Branly
sería uno de sus ejemplos más llamativos, pero no el único.
El capitalismo salvaje y especulativo que estamos viviendo
no tiene inconveniente en aceptar tranquilamente la circulación
de información, ya que ha descubierto que ésta es inocua para
sus intereses. Lo que le interesa es encontrar valores simbólicos
de refugio económico, como el arte a secas, o el arte primitivo en
particular (G. Alcantud, 2002), o sencillamente controlar la pro-
ducción del conocimiento. Esa doble función es la acometida
por el Branly: productor de modas exotizantes al modo posmo-
derno, con su correspondiente dimensión comercial, que inclui-
rá la posible desamortización parcial de sus fondos, y a la vez
divulgador y difusor del discurso francés de la pluralidad cultu-
ral (G. Alcantud, 2006c).
39
CAPÍTULO 2
FRANZ BOAS Y EL CÍRCULO BOASIANO
FRENTE AL RACISMO
40
y Alejandro Humboldt. Guillermo Humboldt tenía la intención
programática de llevar a cabo un estudio comparativo de las len-
guas, algunos de cuyos objetivos fueron los estudios sobre la
lengua vasca. Humboldt quería llevar a cabo una «antropología
comparativa» a través del estudio de la Völkerpsychologie (psico-
logía popular), es decir un estudio comparado de los caracteres
nacionales (Bunzl, 1996: 28). Los fundadores de este método en
la primera mitad del siglo XIX habían sido Heymann Steinthal y
Moritz Lazarus, seguidores de la filosofía de Herder. Para ello se
recurría a la «geografía», es decir, a la influencia del medio físi-
co, y a la «historia», que modelaba la lengua y el carácter de los
pueblos. En ningún caso se da una versión fisista, en cuanto ra-
ciológica, de la comparación cultural; lo físico es geográfico y lo
histórico, sobre todo, lingüístico. Epistemológicamente se ha
señalado que en esta genealogía del pensamiento alemán com-
parativo hay que destacar la filosofía de Dilthey. Todas estas in-
fluencias de una manera u otra están presentes en la mirada
culturalista y comparatista de Boas, que lleva consigo su método
e influencias a los Estados Unidos.
No obstante, los inicios de Boas en Estados Unidos no fueron
fáciles desde el punto de vista profesional. Él había recibido la
influencia por vía paterna y materna de los ideales de la revolu-
ción de 1848 en Alemania, con su igualitarismo radical. De otra
parte, por vía familiar, principalmente de los abuelos, se había
nutrido en materia religiosa de influencia ortodoxa hebrea. Boas
soportará en Estados Unidos la contradicción vívida entre su apli-
cación a los estudios antropométricos, que propendían a enfati-
zar las diferencias raciales, y por otro lado su igualitarismo. Asi-
mismo encontró esta contradicción más aguda en relación con la
cuestión negra, ya que en torno a 1890 varios egregios profesores
de Pennsylvania y Harvard, Nathaniel S. Shaler, Edward D. Cope
y Daniel G. Brinton, defendían claramente posiciones racistas
respecto a los negros americanos, al situarlos más cerca de la
cadena animal que de lo humano, lo que para él era absoluta-
mente inaceptable. Se ha señalado que cuando se doctoró en físi-
ca en 1881 en Kiel con una tesis sobre los colores del agua, ya
manifestó el valor de lo relativo de la percepción, lo que no estuvo
lejos de sus apreciaciones antropológicas ulteriores. En 1894 la
American Statistical Association valoraba y esperaba los resulta-
dos de sus mediciones antropométricas entre los indios america-
41
nos, pero ya Boas apuntaba a la relatividad de sus mediciones ya
que «del lado de las consideraciones biológicas, nosotros pode-
mos considerar otros factores que se pueden considerar desvia-
ciones de la curva de probabilidad» (Boas, 1894: 19). La variabi-
lidad de los datos en relación con el tamaño y criterios escogidos
para medir a las poblaciones se presenta como el factor funda-
mental para introducir la relatividad. Por otro lado, ya desde el
momento en que asume la vicepresidencia de la sección antropo-
lógica de la American Association for the Advancement of Scien-
ce, en 1894, momento en el que se encuentra saliendo del gueto
académico, asume los valores del liberalismo americano y los es-
grime en contra de los racistas (Williams, 1996: 4 y ss.).
Boas tenía la obsesión de profesionalizar la antropología sa-
cándola del amateurismo, y vio en la vida asociativa un vehículo
adecuado para su desarrollo. La batalla por la fundación de una
asociación profesional de antropología de dimensiones naciona-
les fue una batalla agria en la cual Boas, afectado según algunos
de sus críticos por cierto idealismo germánico, luchó contra W.J.J.
McGee, un etnólogo autodidacta que había sido «ethnologist in
Chief» del Bureau American of Ethnologie durante la última
década del siglo, el cual, investido de un gran poder, pretendía
dar cabida en la nueva asociación a los aficionados locales, agru-
pados en sociedades eruditas. Boas, por el contrario, quería que
ésta fuese una sociedad que ayudase desde el principio a profe-
sionalizar la antropología (Stocking, 1960: 8). Según algunos
autores la escuela boasiana se comportaba con el maestro como
una familia «victoriana» o «judía», incluido su patriarca. La lu-
cha por el poder académico, por la influencia intelectual y por la
profesionalización amalgamó a Boas y a sus principales discípu-
los como un grupo de presión real, y como tal apreciado o detes-
tado. Boas, como un auténtico jefe de escuela, tuvo un gran inte-
rés en organizar a sus seguidores. La batalla de Boas en este
ámbito consistió en buscar el reconocimiento universitario, apo-
yándose en la relación con la vida museística, pero sobre todo
tuvo un gran interés en darle un fuerte impulso a las asociacio-
nes profesionales. Este combate hizo que tanto en la American
Association for the Advancement of Science, fundada en 1848, y
más en particular en su sección H, consagrada desde 1882 a la
antropología, como en la American Anthropological Association,
fundada en 1902, Boas y sus seguidores tomaran posiciones de
42
poder muy relevantes. En mayo de 1916, por ejemplo, Boas re-
unió en la Columbia University un grupo de antropólogos entre
los que destacaban A.M. Tozzer, Robert H. Lowie, Clark Wissler
y E.A. Hooton, con el fin de analizar la enseñanza de la antropo-
logía; las discusiones giraron en torno a cómo se incorporaban
los amateurs a la antropología y cómo se enseñaba ésta a profe-
sionales de otras disciplinas. En las conclusiones del encuentro
se enfatizó la necesidad de que los aficionados llevasen a cabo
trabajos sobre el terreno y realizasen sus correspondientes me-
morias que presentarían ante tribunales profesionales; y tam-
bién se hacía hincapié en la necesidad de que los departamentos
de antropología estuviesen asociados a museos de la disciplina
(Boas, 1919). Este vínculo museográfico se presentaba funda-
mental para la consolidación profesional.
En todo este tiempo el «paradigma boasiano» fue asentándose.
Éste consistía básicamente en la oposición al evolucionismo y, en
parte, a la concepción funcionalista sobre el funcionamiento del
pensamiento, se daba una gran importancia a lo local y, en conse-
cuencia, al trabajo de campo que le estaba asociado, apostándose,
en consecuencia, por la idea de «área cultural», y sobre todo existía
una oposición al amateurismo en el seno de la profesión. El acerca-
miento de Boas a la filosofía pragmática, representada por las figu-
ras de William James, John Dewey y George Herbert Mead, que
partiendo de la razón práctica de Kant apostaba por el sentido co-
mún y la irreductibilidad individual, pudo facilitar en buena medi-
da la aceptación americana del etnólogo alemán. Dewey, de hecho,
dio una lección en la Columbia en 1907, y Boas había publicado
diversos escritos a favor de las tesis del pragmatismo, que manifes-
taba para él un perfil progresista, en periódicos de cierta circula-
ción como The Dial, The Freedom, The Nation y The New Republic
(Lewis, 2001: 384). El credo pragmático es resumido en los siguien-
tes puntos: primero, antifundacionismo, que se opone a los dog-
mas teóricos y generalizaciones científicas; segundo, pluralismo y
diversidad; tercero, contingencia y cambio; cuarto, lo individual
prevalece sobre el todo; y quinto, en consonancia con lo anterior, lo
individual adquiere la máxima importancia. La insistencia de Boas
en el trabajo de campo y la importancia otorgada a lo local ha he-
cho que hoy día se valore su trabajo como «reflexivo» a la manera
posmoderna, mientras que en otros tiempos fue considerado como
de una facticidad más etnográfica que antropológica.
43
Parte de ese programa fue la lucha contra el racismo. Boas
había empleado muy tempranamente la estadística en sus análi-
sis antropométricos sin encontrar relaciones causales en los ras-
gos físicos y la pertenencia cultural. Boas hablará mucho de
«variabilidad», y ni siquiera encontrará series lógicas entre miem-
bros de una misma familia (Boas, 1907: 462). Relativiza comple-
tamente, pues, el tema de la herencia, si bien él mismo más ade-
lante se defenderá de haberla anulado del todo a favor del factor
adaptativo cultural. Se ha dicho por todo ello que el horizonte de
Boas no deja de explotar el «ironic mode», entendiendo por éste
una toma de posición radical pero no cerrada, que hoy identifi-
caríamos con el desconstruccionismo. Boas cree en la ciencia,
pero encuentra en la misma numerosas lagunas y aberturas que
la invalidan en ciertos momentos. En este trabajo la ironía meto-
dológica consistirá, como en el mundo posmoderno, en introdu-
cir el «relativismo cultural». La lucha de Boas contra el racismo
tiene unos fundamentos teóricos, según D. Freeman, en la opo-
sición a las teorías eugenésicas de Francis Galton, discípulo de
Darwin que llevaba sus postulados sobre la selección natural al
terreno humano. Esto le hizo a Boas cambiar su posición antro-
pométrica primera a otra más cercana a la supremacía de los
hechos culturales (Freeman, 1983: 3-18). En cualquier caso su
trabajo intelectual no es directamente político sino «profesio-
nal», pero no deja de ser «rhetorically ironic, the elaboration of
an aporitic figuralism» (Krupat, 1988: 109).
El combate de Boas contra el racismo se ha convertido en
proverbial, y quizás sea la parte de su obra más destacable públi-
camente. Su primer contacto con el problema racial pasó por la
cuestión negra. Entre 1890 y 1910 la población negra de Nueva
York se había duplicado, y el problema estaba encima de la mesa
de los antropólogos, genetistas y psicólogos. Los segundos y los
terceros, más una parte de los primeros, se mostraban partida-
rios de la inferioridad de los negros, lo cual tenía obvias reper-
cusiones políticas. Se ha señalado que Boas estaba prisionero de
la paradoja de tener que asumir parte de las conclusiones esta-
dísticas inferidas en su campo profesional y, de otra parte, de su
antirracismo humanista en el campo ideológico (Williams, 1996:
17). Un ejemplo de esas contradicciones es que, durante cierto
tiempo, la polémica sobre la inferioridad racial de los negros
giró en torno al tamaño de su cerebro en comparación con el de
44
los blancos. Boas aceptó estas estadísticas pero no infirió de ellas
conclusiones racistas, sino que argumentó a favor del valor de lo
individual, y de las contingencias que esa individualidad podía
tener en las leyes estadísticas. En 1915, ante el aumento de las
tendencias que en la sociedad norteamericana abogaban por la
eugenesia, al ligar algunos investigadores la degeneración a la
cultura urbana y a la mezcla racial, Boas razonó, ante el IX Con-
greso de Americanistas celebrado en Washington, en los siguien-
tes términos: «Se ha argumentado que la congestión en las ciu-
dades y otras causas inciden en una gradual degeneración de
nuestra raza, por lo que los defensores de la eugenesia desean un
contraataque con medidas legislativas específicas». Frente a esta
tendencia plantea sus dudas: «Primero de todo, podemos com-
probar que la tesis fundamental de la degeneración de nuestra
población nunca ha sido probada». Pone en duda a continua-
ción las estadísticas que se usan, y que se emplee un falso huma-
nitarismo, eliminar a los anormales para evitarles el sufrimien-
to, como argumento de peso de los partidarios de la eugenesia
(Boas, 1915: 575). Por razones como éstas fue acusado en algu-
nos momentos de «ambientalista», y de haber olvidado las leyes
de la herencia, acusación contra la cual protestó, resaltando la
combinatoria entre ambos factores.
Cuando el problema nazi estaba vivo y las teorías racistas
encontraban eco social Boas arremetió no sólo contra los nacio-
nalsocialistas sino también contra las tendencias segregacionis-
tas existentes en la democracia americana. Sobre esto último
señaló lo siguiente: «No estamos libres de estas tendencias aquí
en Estados Unidos. Hay una marea creciente del prejuicio racial
y especialmente del antisemitismo y anticatolicismo» (Boas, 1939:
94). Para acabar con estas opiniones Boas propone contrarres-
tarlas con el sistema educacional, donde se deberá apelar a los
principios democráticos matrices de la nación. Alerta igualmen-
te en otros escritos de combate, de los muchos que publicó sobre
esta materia antes y durante la Segunda Guerra Mundial, que el
uso del racismo como base de solidaridad asociativa iba contra
los intereses de la humanidad, y volvió una y otra vez a repetir los
argumentos que negaban la vinculación entre tipo físico y cultu-
ra (Boas, 1940: 231). La lucha de Boas fue, por consiguiente, no
solamente científica sino que alcanzó dimensión pública, e im-
plicó a sus seguidores, que la tomarían como un signo distintivo
45
de la escuela boasiana, el cual sostendrían a lo largo del tiempo,
como uno de sus más firmes pilares de identidad.
Boas fue acusado de haberle dado mayor importancia a la
discriminación racial negra que al antisemitismo. De hecho esto
es así, Boas había convertido la lucha por la no discriminación
de los afroamericanos en una causa mayor de su actividad públi-
ca y científica. Para demostrar la no inferioridad cultural de los
negros de origen africano trajo a colación en diversos artículos y
conferencias la brillantez de las civilizaciones africanas, sobre
todo en materia artística que, según él, podía equipararse a la
Edad Media europea. El tema del barbarismo de los negros se
había introducido, no obstante, ya no sólo en la antropología
física sino también en la sociología. Jerôme Dowd, un sociólogo
de Carolina del Norte, publicó dos volúmenes titulados The Ne-
gro Races en los que volvía a las tesis raciológicas. La recepción
pública de estos trabajos obligó a Boas a endurecer sus argu-
mentos. La élite intelectual negra aceptó con sumo agrado y sin
sombra de crítica los argumentos de Boas, invitando a algunos
de sus discípulos a exponer en sus congresos las tesis antirracis-
tas del maestro (Williams, 1996: 53).
La integración personal, profesional e ideológica de Boas en
la vida norteamericana no evitó, sin embargo, que durante la
Primera Guerra Mundial se pronunciase a favor de su patria natal,
Alemania, y en contra de los aliados, lo que le granjeó un mo-
mentáneo ostracismo. Su pangermanismo fue activo, interpre-
tando el pronunciamiento de Estados Unidos por los aliados como
una ruptura de la neutralidad de éstos. Se pronunció proalemán
públicamente con cartas en el New York Times y en The Nation.
En opinión de Lowie, «Boas, por esto, siguiendo esta vía, se ganó
una impopularidad general en los medios académicos de la dis-
ciplina». La denuncia que hizo de cuatro antropólogos estadou-
nidenses que en 1919 trabajaban como espías hizo caer sobre él
la sospecha de infidelidad a los Estados Unidos. Para Lowie, sin
embargo, Boas era un modelo de integración en la cultura an-
glosajona, ya que sus debates los planteaba exclusivamente en
el ámbito de la contraposición entre humanitarismo y naciona-
lismo, estando siempre del lado del primero, toma de posición
que consideraba inalienable a su vida (Lowie, 1947: 320). Con el
ascenso de Hitler al poder Boas presenta una posición radical,
que se manifiesta en una carta abierta al presidente alemán Hin-
46
denburg, además de en cartas y artículos en las revistas más po-
pulares (Lowie, 1947). Entonces se evaporó cualquier sospecha
de infidelidad a su patria adoptiva.
Boas se manifestó claramente contra la raciología nazi, des-
montando la teoría de la existencia de una homogeneidad física
que distinguiese a las razas, suficiente para poder distinguir los
arios de los no arios, así como enfatizó que la nación se cons-
truía sólo en torno a criterios lingüísticos y culturales: «El inten-
to que se está haciendo por parte de aquellos que tienen el poder
en Alemania para justificar sobre bases científicas su actitud hacia
los judíos está construido sobre una pseudociencia. Nadie ha
probado nunca que el ser humano, a través de la descendencia
de un cierto grupo de personas, deba necesariamente tener cier-
tas características mentales. La nación no se define sino por su
lengua y sus costumbres. Si no, los alemanes, los franceses y los
italianos no deberían ser nacionalidades. Las lenguas y las cos-
tumbres están determinadas mucho más por el ambiente en el
que el niño crece que por su descendencia, a causa de los atribu-
tos físicos, y más que tener una influencia en todo, ocurre que
suele haber una gran variedad en el interior de cada grupo» (Boas,
s.d.: 11). Así se expresaba Boas en un folleto dedicado a comba-
tir las diferencias entre arios y no arios.
Como hecho significativo, Paul Rivet, un antropólogo muy
activo por su antifascismo, sobre el cual nos detendremos más
adelante, relató cómo murió Boas durante un banquete en la
Columbia en su honor, banquete al que se había invitado igual-
mente a Claude Lévi-Strauss, por entonces refugiado en Nueva
York: «Yo recuerdo que la última vez que lo vi fue el día de su
muerte, el 21 de diciembre de 1942. Yo estaba exiliado, habien-
do huido de Francia por las persecuciones del gobierno de Vichy
y de los alemanes. Nunca la acogida de Boas fue más cálida que
en esta circunstancia. Quería darme una comida íntima en mi
honor en la Columbia University. Había convidado a mi amigo
Lévi-Strauss, igualmente refugiado de Francia. Yo estaba senta-
do al lado de Boas, que participaba con pasión de la conversa-
ción. En un momento dado, me preguntó si yo daría unas confe-
rencias en Nueva York. Le respondí que había escogido como
tema el racismo ante la ciencia, excusándome por haber escogi-
do un asunto tan debatido y tan banal. Él gritó: “Pero no, Rivet,
ése no es un asunto agotado, es necesario continuar, siempre y
47
sobre todo, esta cruzada contra el racismo”. En este momento
yo le vi ponerse rígido en su asiento, caer hacia delante dando un
grito. Había muerto proclamando por última vez aquello que
era la regla de su vida, su fe en la igualdad de los hombres. Boas,
permaneciendo fiel a Alemania y a los Estados Unidos, era ver-
daderamente un gran ciudadano del mundo» (Rivet, 1958).
La lucha de Rivet fue muy idéntica a la de Boas (Laurière,
1999). Mientras estuvo en el ejército, como médico militar, se
opuso en 1901 a la condena de Alfred Dreyfus, en contra de las
opiniones prevalecientes en el ejército; este hecho le sirvió de
revulsivo en 1914 para inscribirse en el partido socialista. Pre-
viamente, en 1909 se había opuesto con argumentos científicos
a considerar el prognatismo un signo de inferioridad racial. Des-
de el principio valoró positivamente el mestizaje, sobre todo en
un debate concreto que concernía a la relación entre australia-
nos de origen europeo y autóctonos. De esos años data igual-
mente su separación progresiva de la Sociedad de Antropología
de París, en la que prevalecían los criterios raciológicos, para
unirse al sector más progresista de la antropología, entre quie-
nes se encontraban lógicamente Durkheim, Delafosse, Mauss,
Hertz y Reinach, con quienes fundaría el Institut d’Ethnologie.
A partir de 1919, y en el seno del americanismo, encontró en
Boas un gran aliado en su lucha contra el racismo. En 1937 tuvo
ocasión de ofrecerle un banquete a Boas en el marco de un con-
greso internacional sobre población. En los años treinta fundará
una revista específica para luchar contra las teorías racistas, Race
et racisme, y activará su compromiso político democrático, con
la creación de un comité de ayuda a la España republicana, y
luego cuando se produzcan los procesos estalinistas contra el
POUM solicitando al presidente Negrín que concediese a los
militantes de este partido su derecho a la defensa. También estu-
vo del lado de Ho Chi Ming durante la primera guerra de Viet-
nam. Su compromiso democrático sólo cabe ser puesto en cues-
tión por su condena del nacionalismo argelino, al que, igual que
Jacques Soustelle, no reconocía políticamente. Fue incluso en-
viado a América como propagandista de la causa francesa en
Argelia. En su favor cabe esgrimir que no fue el único intelectual
de izquierdas que no consideró plenamente a los nacionalistas
argelinos, atribuyéndoles una exaltación irracional. Lo cierto es
que al margen de este asunto último, el resto de las opciones
48
políticas de Rivet fueron perfectamente congruentes con las de
un demócrata, antirracista por principio, en quien Boas encon-
tró su mayor aliado en Europa.
49
recordar el temprano asentamiento de chinos y japoneses, espe-
cialmente como campesinos y comerciantes, y su progresiva
americanización que al cabo de dos o tres generaciones los ha-
bría convertido en extranjeros para sus propios países de origen,
indica que de nada sirve esgrimir el racismo cada vez más exten-
dido en su época contra ellos. Igualmente Seligmann llama la
atención sobre el racismo que pudiera surgir contra los italia-
nos, más de cuatro millones en aquellos momentos en Estados
Unidos, y contra los germano-americanos, como consecuencia
del curso de la guerra. Seligmann, para finalizar, hace valer el
criterio integrador de la democracia americana frente a las incli-
naciones del racismo (Seligmann, 1939: 212-229). El combate
contra el racismo tenía, como había previsto Boas, un frente in-
terior muy importante, sobre todo en el ámbito de la formación
de los estereotipos, prestos a dejarse atrapar en la cárcel de hie-
rro de la simplificación racista.
También entre 1939 y 1940, durante un año sabático pasado
en Pasadena (California), Ruth Benedict escribe un pequeño li-
bro titulado Race: Science and Politics, en el cual, iluminada por
las enseñanzas de su maestro Boas, hacía la distinción entre raza
biológica y construcción cultural de la raza. El libro de Benedict
tuvo mucha más aceptación que el del propio Boas. A lo largo de
su libro Benedict tiene una gran fijación con el racismo america-
no. Por aquellos años, los treinta, había fijado su atención en
América Latina, y en particular en Guatemala, donde pasa el
verano de 1938, y donde encontró un modelo de «cultural plura-
lism» (Schachter, 1983: 247-255). El gran combate contra el ra-
cismo fue seguido por Benedict, quien en plena Segunda Guerra
Mundial, en 1943, publicó el folleto The Races of Mankind, escri-
to junto a Gene Weltfish, del cual fueron distribuidos en aquel
momento 34 millones de ejemplares, que dieron lugar a nume-
rosas discusiones radiofónicas y artículos de prensa. Un auténti-
co fenómeno mediático, que se convirtió en un instrumento de
militancia, sobre todo frente al racismo hitleriano (Benedict,
1957). Como ha sido resaltado, Benedict no abogó por ningún
proceso revolucionario tendente a abolir el racismo que consta-
taba dentro de los propios Estados Unidos, irresuelto con el «Ne-
gro problem». Se inclinó más bien por la intervención del Esta-
do y por la ingeniería social (Social Engineering). Su america-
nismo a este tenor era ambivalente, puesto que de un lado
50
valoraba la tradición de los padres fundadores de la democracia
americana, pero de otra parte sabía de las insuficiencias de ésta.
Por su parte Margaret Mead, también discípula de Boas, li-
bró una batalla a favor de la democracia y contra el autoritaris-
mo. Entre los argumentos que empleó destaca el de la «moral
responsability», visión esgrimida durante una conferencia en la
cual actuaron de comentaristas otros antropólogos de su círculo
como Ruth Benedict, Clyde Kluckholn y Gregory Bateson. Mead
se preguntó si frente al autoritarismo estatal enarbolado por los
nazis se debía alzar la responsabilidad moral de los individuos,
para la que resultaba esencial la educación (Mead, 1941). De
todas maneras, Mead reserva al Estado la capacidad de disponer
de las vidas de los sujetos cuando éstos amenazan a la comuni-
dad social. Mead también se pronunció en contra de la guerra
mundial, señalando que no era una necesidad social, y que al
igual que existen sociedades con el arte de la guerra muy desa-
rrollado, existen otras, y pone el ejemplo de algunas del Nepal,
que no conocen la violencia guerrera. De ahí que Mead abriera el
camino para el activismo en contra de la guerra en estos térmi-
nos: «Propaganda contra la guerra, documentación del terrible
costo de los sufrimientos y gastos, lo cual prepara la base para
enseñar al pueblo que la guerra es una institución social defec-
tuosa» (Mead, 1940: 405). Posición sobre la que volverá con
motivo de la guerra de Vietnam, años después. Creemos obser-
var que Benedict, al criticar el excesivo peso otorgado a la «es-
cuela» en el aprendizaje de la democracia, estaba corrigiendo en
algo las posiciones «educacionistas» de Mead, y del propio Boas.
En cuanto a Gregory Bateson, compañero de trabajo de cam-
po de M. Mead, fue agente de la OSS, el servicio de espionaje,
durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando se produjeron las
explosiones atómicas de Japón escribió un artículo en dos par-
tes en el boletín de los científicos atómicos americanos en el que
invita a hacer un «Anthropological Approach» a las consecuen-
cias derivadas de la aparición de esta fabulosa arma de destruc-
ción. Introduce en su reflexión el factor cultural de respuesta a la
fuerza según la tradición de cada sociedad nacional. Concibe el
nacionalismo como una prolongación de actitudes tempranas
relacionadas con alcanzar la seguridad y el prestigio: «La unidad
nacional misma es un instrumento por el cual nosotros pode-
mos obtener un prestigio, seguridad y poder, y al cual, usándolo,
51
transferimos nuestras propias insaciabilidades» (Bateson, 1946:
27). Bateson se muestra partidario de una «World Authority»
que se encuentre bajo el dictum y la amenaza del poder nuclear,
con el fin de acabar con ese estadio infantil de la humanidad que
es el nacionalismo, a veces complicado con el racismo.
La posición de Bateson está íntimamente conectada con las
de Benedict y Mead. Los tres discípulos de Boas se habían incli-
nado en el curso de la Segunda Guerra Mundial por el estudio a
distancia de diferentes culturas. «En octubre de 1939, Mead es-
cribe a Benedict que ella fue confidente, y que gracias a esto
pudo realizar un plan para vigilar las actitudes usando periódi-
cos y llevando a cabo entrevistas. Al cabo de un año, trabajando
con Bateson, Gorer y Benedict, produjo un método de análisis
del carácter nacional. Ellos lo llamaron “cultura a distancia”»
(Banner, 2003: 414). Conforme a este programa Bateson estudió
los filmes alemanes, y Mead tuvo inclinación antes y después de
la guerra mundial a estudiar las culturas rusa y francesa. Tam-
bién en el caso de Bateson se ve un interés manifiesto por desen-
trañar la relación entre cultura y personalidad «nacional». En
uno de sus metálogos, titulado «¿Por qué los franceses...?», co-
mienza el diálogo con la pregunta de por qué agitan los france-
ses los brazos al hablar, y acaba concluyendo que las lenguas al
enseñarse sin su correspondiente gesticulación pierden buena
parte de su mensaje. El tema no es baladí, ya que se impone el
estudio, como haría luego E. Hall, de la proxémica. El caso es
que, sin descartar el estudio de los «caracteres nacionales», Ba-
teson propone eliminar los esencialismos introduciendo la bipo-
laridad, que en definitiva estaba en línea con su concepto de cis-
mogénesis: «Nosotros vamos a añadir un útil muy importante
para nuestra investigación: la técnica que consiste en describir
el carácter común [...] de los individuos, en una comunidad hu-
mana, con la ayuda de adjetivos bipolares. En lugar de desespe-
rar ante el hecho de que las naciones sean profundamente dife-
renciadas, nosotros tomaremos las dimensiones de esta diferen-
ciación como indicaciones a seguir en el estudio del carácter
nacional» (Bateson, 1977: 109). Igualmente la OWI, la oficina de
guerra, encargó trabajos sobre Tailandia, Rumanía y Dinamarca
al círculo Benedict-Mead-Bateson. Sabido es que el informe de
Benedict influyó notablemente en el Estado Mayor norteameri-
cano respecto a la manera de administrar su presencia en Japón;
52
y en especial, tuvo gran influencia en el general MacArthur. Este
tipo de estudios venía completamente a propósito de las necesi-
dades políticas contemporáneas, donde las conductas culturales
nacionales comenzaban a ser contempladas como un mecanis-
mo esencial de la acción política. Con estos trabajos se daba cur-
so al movimiento que en el pensamiento antropológico se ha
llamado «cultura y personalidad» y se empleaban argumentos
psicológico-culturales, sin llegar a ser freudianos propiamente
dichos. Por su parte, Benedict hizo algunos estudios sobre los
consejos chinos y Mead sobre Bali. El trabajo de Benedict sobre
el Japón es el más conocido pero no el único. Lo tituló The Chry-
santhemum and the Sword (El crisantemo y la espada), y tuvo un
gran éxito incluso con posterioridad a la guerra mundial en Ja-
pón, donde se vendieron 2 millones de copias.
Desde esta perspectiva la cultura japonesa, por ejemplo, era
considerada depositaria de una «neurosis cultural» analizada por
Benedict sobre la base de hacer entrevistas en Estados Unidos
entre la comunidad japonesa, visionar películas niponas y leer
novelas sobre este país. Uno de los temas más espinosos es si
Benedict estaba enterada y qué repercusiones tuvo en su pensa-
miento la explosión atómica. No hace comentarios al respecto.
Pero se sabe que el círculo «boasiano» estaba relacionado con el
grupo de Pasadena en el cual estaba una psicóloga casada con
un físico, Edward Tolman, del California Institute of Technolo-
gy, relacionado con la producción de la bomba atómica (Banner,
2003: 422), por lo que la problemática la tocaba directamente.
No obstante, este «colaboracionismo» con los poderes de la
época del círculo boasiano estaba equilibrado con la profunda
creencia de sus compromisos en el concepto de «democracia»,
cada vez más identificado con el combate feminista, por la liber-
tad sexual, de la cual era fiel exponente la propia Benedict con
su declarado lesbianismo, con las culturas locales y su defensa,
frente a la intromisión del gobierno federal, y con el internacio-
nalismo, que los llevó a apoyar activamente la formación de la
ONU. Mead creía que Estados Unidos necesitaba una «demo-
cratic psychology» y un real «cultural pluralism», que depen-
dían en buena medida de la ingeniería social que ellos en otros
círculos parecidos fuesen capaces de hacer. Por ello se hicieron
acreedores de fundadas sospechas de simpatías procomunistas
tras la guerra mundial.
53
Ello iba acompañado con la lucha contra el racismo, que rela-
cionaban directamente con el nacionalismo. M. Mead había so-
portado a los partidarios más conspicuos de la eugenesia en la
dirección del Museo de Historia Natural de Nueva York (G. Alcan-
tud, e.p. 1). Tampoco podemos olvidar que hasta 1950, cuando se
reúne una conferencia de la Unesco que establece un antes y un
después en la idea de lo que es una raza, y sobre todo se produce la
separación entre cultura y biología, que tan adversos resultados
había dado durante el período nazi, en Harvard había existido
una corriente antropológica muy comprometida con la interpre-
tación biológica de la cultura. El representante más conspicuo de
este grupo era Earnest Albert Hooton. Hooton se había estrenado
como antropólogo físico con un estudio sobre los antiguos guan-
ches de las islas Canarias. Hooton, no obstante, había estado en-
tre los que condenaron a Boas por la denuncia del espionaje ejer-
cido por antropólogos que éste había hecho en 1919. A pesar de
ello, las relaciones entre raza y criminalidad establecidas por Hoo-
ton en relación con los Estados Unidos suscitaron la animadver-
sión de los boasianos hacia su figura y sus teorías. Él contestó
señalando que, aunque defendía la cercanía entre antropología
física y cultural (Hooton, 1937: 212 y ss.) por la visión holística
que otorgaba la combinación de ambas disciplinas, no por ello
comulgaba con las ideas raciológicas europeas en boga entre los
alemanes. Sus posiciones las fijó en los siguientes puntos: prime-
ro, que «una “raza” es una división física de la humanidad, los
miembros de la cual se distinguen por la posesión de combinacio-
nes similares de factura anatómica debidas a una herencia co-
mún». Segundo, que a las características anteriores hay que aña-
dir la influencia del medio ambiente, lo que hace más extensible la
categoría de raza. Tercero, que no existe relación entre «criterios
de aparencia física racial y capacidad mental, tanto entre los indi-
viduos como en los grupos». Cuarto, que es concebible que exis-
tan diferencias raciales en «psychological characteristic, in tastes,
temperament, and even intellectual qualities», que deben ser dilu-
cidadas científicamente. Quinto, que la raza no es sinónimo de
lengua, cultura o nacionalidad; de manera que no se podría ha-
blar de «French Race» o «German Race». Sexto, que no existiría
tampoco una raza «pura», y sí muchas posibilidades de variación
y mezcla. A pesar de lo dicho, Hooton vuelve a insistir en que en el
interior de cada raza existen variaciones entre características físi-
54
cas y capacidad mental, que deben ser exploradas científicamente
(Hooton, 1937: 152-153). Como se observa, Hooton baila en la
cuerda floja de la raciología, si bien quiere salvar el pellejo frente a
los boasianos, radicalmente contrarios a establecer vínculos entre
lo físico y lo natural.
Como conclusión, cabe esgrimir esa línea de herencia entre
Boas y sus discípulos en derredor del combate antirracista. Su
compromiso con la democracia norteamericana debe ser traído
a colación igualmente.
55
CAPÍTULO 3
EL ANTICLERICALISMO
DE LOS FOLCLORISTAS FRANCESES:
SÉBILLOT, SAINTYVES, GENNEP
56
les, a realidades del espíritu» (Lisón, 2000: 220). La compara-
ción tiene mucho de acto de invención en opinión de Lisón: «La
imponderable intuición del artista, la experiencia de vida y la
proximidad a la etnografía fáctica son el punto de partida para
operar con semejanzas y desde la verosimilitud. Nuestras expe-
riencias guían nuestras comparaciones; la etnografía, al apre-
hendernos y sujetarnos en su objetividad, anticipa semejanzas
que nosotros interrogamos y convertimos en similaridad de la que
emerge un sentido de unidad; al superar cada situación particu-
lar alcanzamos el mensaje, el valor general» (Lisón, 2002: 22).
La interrelación entre interpretación y comparación es la clave
de la bóveda antropológica, en la cual se mueven todos los auto-
res de la época. Si Mauss, por ejemplo, rechaza los abusos de la
comparación, no deja él mismo de recurrir a ejemplos y analo-
gías, que contradicen su propia teoría. Los autores que configu-
raron el espectro etnográfico o folclorista en la Francia «fin-de-
siècle» se movieron esencialmente en torno al método analógi-
co, para inferir a través suyo interpretaciones quizás fallidas,
pero que ejercieron influencia en su época. Tanta como para que
no se les olvide en la historia de la antropología al uso, cuyos
criterios de selección de corrientes y personas, siempre triun-
fantes aun en sus fracasos, habría que cuestionar. Por ello, nos
atrevemos a reclamar la atención sobre Pierre Saintyves, y otros
folcloristas tales como Paul Sébillot y Arnold Van Gennep. La
epistemología de una disciplina es un laberinto que hemos de
revisar frecuentemente a la búsqueda de ramas, actores y cir-
cunstancias perdidos, que habrán de remover los fundamentos
mismos de nuestras genealogías científicas.
Paul Sébillot, el predecesor de Pierre Saintyves y Arnold Van
Gennep, fue el organizador en París del movimiento folclorista,
corriente disciplinar que desde el primer momento pretendió
separarse doctrinalmente de la etnografía, asociada al mundo
exótico-colonial. Según relata Alejandro Guichot, uno de los in-
tegrantes más conspicuos del movimiento folclorista andaluz, la
opinión de Sébillot sobre lo que era el folclore se fundaba en dos
acepciones: a) la referente a la literatura oral de los pueblos anal-
fabetos, tanto salvajes como occidentales; b) la etnografía tradi-
cional, que la distingue de la etnología y de la antropología, al
dirigirse aquélla al análisis de «todas las operaciones de la vida
humana que se refieren a creencias no sistematizadas y a super-
57
vivencias (ejemplo: el taraceo como procedimiento y marca de
tribu se refiere a la etnografía pura; pero si indica un tótem ex-
plicado por leyendas, o es acompañado de actos de magia, es del
dominio del folclore» (Guichot, 1922: 73). Se ve que la distinción
es enrevesada, artificiosa y poco clara. Más sentido tiene distin-
guir a ambos grupos, los antropólogos y los folcloristas, por sus
respectivas actitudes y reconocimientos, académica la de los pri-
meros y amateurista la de los segundos. Recordemos que los
folcloristas se reunían desde febrero de 1882 en los «Diner de
ma Mère l’Oie», bajo la iniciativa de Sébillot, aunque también
convivieron durante algún tiempo en el Museo de Etnografía de
Trocadero con los etnógrafos exotistas.
Sébillot ocupaba un cargo influyente en el Ministerio de Tra-
bajos Públicos de Francia, en concreto era jefe de gabinete del
ministro, que a su vez era su cuñado. No nos puede extrañar que
dedicara uno de sus primeros y más concienzudos trabajos a
«los trabajos públicos y las minas en las tradiciones y supersti-
ciones de todos los países». Allí estableció, por ejemplo, la re-
lación entre construcción de edificios y las supersticiones que la
acompañaban, nutriendo su información sobre todo de fuentes
orales, directamente recogidas por él mismo en la alta Bretaña
(Sébillot, 1894). Procedía Sébillot de una familia aburguesada y
republicana, entre cuyos antepasados se encontraba un ingenie-
ro constructor de canales, y un profesor de Chateaubriand en el
colegio de Dol. Tuvo iniciales inclinaciones hacia la pintura que
abandonó para consagrarse a la política. En esta última activi-
dad estuvo implicado en la elección de Jules Ferry en 1869; un
año después fue secretario del comité antiplebiscitario de la ori-
lla izquierda de París; en 1873, sostuvo la candidatura del coro-
nel Denfert-Rochereau. En ese mismo año publica un folleto de
32 páginas, titulado La República está tranquila; luego editaría
un Nuevo manual para electores, en 1876. También colaboró en-
tre 1873 y 1878 en los periódicos El Bien Público, La Reforma
Económica, La Reforma Política y Literaria, etc. (Seché, 1890: 1-
14). Se observa la clara adscripción política republicano-burguesa
de Sébillot. Conforme a esa tradición Sébillot intentó extender el
estudio del folclore no sólo hacia la tradición, sino igualmente
hacia los actos revolucionarios. Era igualmente partidario de la
autopsia y de la cremación, como signos visibles de su laicismo.
Sin embargo, en contra de sus ideas preconcebidas, pudo com-
58
probar que la tradición de origen clerical era mucho más fuerte
que la revolucionaria. Por ejemplo, en sus trabajos de campo en
Bretaña encontró muchas menos tradiciones referentes a la Ven-
dée legitimista que a la figura de Napoleón. Y las tradiciones
revolucionarias que halló en sus propias encuestas, o en la pro-
movida por la Revue des Traditions Populaires en 1888, estaban
unidas de una manera u otra a la tradición clerical, en la que se
inspiraban, a la que emulaban miméticamente (Sébillot, 1907:
379 y ss.). De la importancia de estos momentos fundacionales
del folclore científico francés da cuenta la polémica que mantu-
vo a lo largo del tiempo Paul Sébillot con otro miembro del gru-
po, H. Gaidoz, sobre quién había organizado realmente las ce-
nas de folcloristas de Ma Mère L’Oie. Sébillot defendió su papel
de fundador (Voisenat, 1999).
En los primeros tiempos de la Edad Contemporánea, y sobre
todo hasta que la ciencia se fue abriendo un camino de pertinen-
cia y excelencia intelectual, las universidades europeas funcio-
naron sobre criterios clasicistas y de estricta jerarquía, lo que
impidió que se abrieran camino disciplinas como la antropolo-
gía o la sociología, que no fueron bien recepcionadas por su na-
turaleza esencialmente crítica. Incluso dentro de las propias dis-
ciplinas antropológica y sociológica, en fase de abrirse paso en
la vida universitaria, no dejaron de producirse situaciones deri-
vadas de lucha de escuelas por la hegemonización profesional
que crearon esas «genealogías invisibles» que hemos comproba-
do en el caso de Boas y su círculo. Los ejemplos de Georg-Henri
Simmel en Alemania y de Arnold Van Gennep en Francia nos
servirán de hilo conductor para traer a colación las contradic-
ciones en el interior mismo de las disciplinas emergentes. La
biografía de Georg Simmel es la de un investigador que no en-
cuentra su ubicación institucional por la incomprensión de su
tiempo y acaba instalado en una universidad como fue la de Es-
trasburgo, ora francesa ora alemana, que acogería otras muchas
marginalidades célebres, tales como Marc Bloch o Maurice Halb-
wachs. Su errancia académica en puestos menores en la Univer-
sidad de Berlín y en otras pequeñas universidades germanas no
lo privó, sin embargo, de tener éxito entre los alumnos. La ma-
yor aportación de Simmel ha sido el análisis del presente, de la
modernidad y de sus procesos de individuación, por lo cual hoy
adquiere mayor actualidad con la caída del materialismo histó-
59
rico soportado en la relación de producción (Jankélévitch, 2007).
Se ha señalado que «su foco central está en el análisis de las
relaciones de intercambio y no en las relaciones de producción»,
y que en ese camino su estudio del dinero como intercambio
supera al marxismo como forma para comprender el presente
histórico. Se ha interpretado La filosofía del dinero de Simmel
como una teoría de la acción social intencional que destacaría
«el alargamiento de la cadena teleológica de conexiones median-
te la adición de más y más medios o instrumentos (instituciones
incluidas) para lograr un fin dado, Simmel muestra cómo el di-
nero no sólo alarga la cadena teleológica entre el individuo y sus
fines sino que también facilita la realización de metas que, de
otro modo, serían inalcanzables» (Frisby, 1993: 170). Las posibi-
lidades del dinero serían ilimitadas para lograr los fines.
Arnold Van Gennep, otro de los afectados por esta marginali-
dad académica, nació en 1873 en Ludwigsburg, en la Saboya
alemana. Cuando acudió a París para estudiar no apreció las
rígidas enseñanzas de la Sorbona, y se interesó sólo por el apren-
dizaje de idiomas, terreno en el que siempre tuvo una destreza
especial. Pero incluso en este dominio lingüístico quiso encon-
trar un camino propio ideando un método de aprendizaje en
base a la experiencia. También era partidario de la pluralidad
lingüística en lugar de las utopías circulantes en su época que
apuntaban a una futura lengua única internacional. Lo cierto es
que intelectualmente tuvo una gran diversidad de intereses: «Los
años de formación de Van Gennep, se ha escrito, revelan una
gran curiosidad intelectual y mucho de su inconformismo: sigue
en el cuadro de la escuela práctica de altos estudios cursos de
lingüística general, de egiptología, de árabe antiguo, de religión
islámica y de religiones de pueblos no civilizados» (Belmont,
1999). Su oposición a las corrientes prevalecientes en la socio-
antropología francesa, la escuela durkheimiana, le produjo no
pocos problemas, entre otros la hostilidad de Marcel Mauss, que
sólo de mal grado aceptó su trabajo más clásico, Rites de passa-
ge. Van Gennep consideraba que en París todo el que no pertene-
cía al grupo durkheimiano estaba «marcado» (Belmont, 1974:
6). Su propensión a la pluralidad cultural y su inquietud frente a
lo académico lo condujeron a situaciones difíciles y, sobre todo,
a que tuviese que ganarse la vida con actividades al margen de la
vida universitaria. Fue traductor en el Ministerio de Asuntos
60
Exteriores desde la Primera Guerra Mundial hasta 1922. El res-
to de su carrera académica ha sido resumida así por Nicole Bel-
mont: «Ocupa una cátedra de etnografía durante 3 años, de 1912
a 1915, en Suiza, en la Universidad de Neuchâtel. Allí organizó el
museo y, gracias a él, se llevó a cabo el primer congreso de etno-
grafía en 1914. Recobrada su independencia en 1922, a fin de
poder hacer una tournée de conferencias por los Estados Unidos
[...], recobró a la vez los trabajos que le permitieron asegurarse
su subsistencia y su obra personal. Sólo fue después de 1945,
cuando tenía 72 años, cuando el Centre National de la Recher-
che Scientifique acordó darle una subvención que le permitió
consagrar todas las fuerzas de sus últimos años a la redacción de
su Manuel de folklore français contemporain» (Belmont, 1974:
10). Su salida de Neuchâtel, de todas formas, no fue una deci-
sión personal, como señala Belmont. El gobierno suizo lo expul-
só de la Confederación por haber enviado unos artículos al pe-
riódico Dépêche de Toulouse denunciando que la neutralidad suiza
en la guerra no era tal, ya que los suizos germanófilos ayudaban
soterradamente a Alemania (Belmont, 1974: 17). Lo cierto es
que Van Gennep frecuentó a gente como el príncipe anarquista
Kropotkin, que había estado comprometido en estudios geográ-
ficos en Siberia en su juventud, al folclorista anticlerical Paul
Sébillot, o al etnólogo antifascista Paul Rivet. Pierre Centlivres
ha contado que, además de fructífera, la experiencia de Van Gen-
nep en su destierro suizo de Neuchâtel estuvo marcada por la
conflictividad por su supuesto «anarquismo»: «Muchos indicios
van en esa dirección, entre otros su frecuentación al príncipe
Kropotkin (1842-1921), teórico de la anarquía, y el hecho, reve-
lado por los archivos federales helvéticos, de que, cuando Van
Gennep fue expulsado de Suiza en octubre de 1915, la policía
bernesa puso a nuestro sabio en una lista, comunicada a Berlín,
de anarquistas italianos expulsados en aquel mismo momento».
Es probable, según Centlivres, «que tuviese amistades y contac-
tos en círculos y redes anarquistas» (Centlivres, 1997: 71). Entre
sus actividades como organizador destaca la organización del
primer congreso de etnografía de 1914.
La primera vez que oí hablar de los problemas y las hostilida-
des que habían mantenido Van Gennep y Mauss fue sotto voce en
una sobremesa en un instituto de antropología francés, a media-
dos de los ochenta. Se me explicó que Mauss no había dejado
61
entrar en la universidad francesa a Van Gennep, por razones que
no me quedaron claras entonces. La figura de Van Gennep, a pe-
sar de su vindicación del folclore, no estaba haciendo un reclamo
de éste a la manera como lo entendían los funcionalistas británi-
cos por su oposición a Frazer, sino que se situaba en una com-
prensión del folclore como el estudio de la estructuras sociales
vivas. Él mismo libró una pequeña batalla contra la erudición lo-
cal, refugio de numerosos folcloristas anclados en el pasado, en
un librito publicado en 1911 por el Mercure de France titulado Les
Demi-savants, donde atacaba a los sabios de pueblo por estar blo-
queados por la erudición misma de la que hacían gala (Belmont,
1974: 27). Van Gennep concebía su «folclore» en una oposición
teórica a la historia, al igual que James Frazer, ya que concebía
que si el siglo XIX había sido el de la historia, el XX sería el de la
etnografía. Entendía por «etnografía» o «folclore» una disciplina
comparativa y hermenéutica que fuese más allá de lo puramente
factual. Belmont lo ha comparado con un precedente del estruc-
turalismo, que desarrolla sobre todo en Les rites de passage, una
obra que no tuvo más remedio que aceptar Mauss. Por ello tam-
bién se sentía alejado de las posiciones de Paul Sébillot, partidario
del método del «sondeo» cultural, o de Pierre Saintyves, partida-
rio de las «herencias» culturales. De hecho, por esas razones Van
Gennep ha sido aceptado en la comunidad antropológica, sacán-
dosele del estricto marco del folclore.
Como teórico Van Gennep se opuso teóricamente y de hecho a
la escuela socioantropológica hegemónica, la encabezada por Émile
Durkheim, que ponía el acento en el concepto de «hecho social»
por encima de cualquier otra consideración. Van Gennep, por su
parte, acentuaba los conceptos de «cultura» y «pueblo», y emplea-
ba el «método comparativo», al igual que Sébillot y Saintyves: «El
acto social no sólo tiene un significado o valor definido para esto y
para todo; por el contrario, el significado cambia de acuerdo con
las circunstancias sociales, y concierne a los hechos que preceden
y que siguen. Por ello, el conocimiento de los rituales requiere que
pueda ser examinado todo como secuencias organizadas, no ais-
ladas en un contexto ceremonial» (Segalen, 1986: 5). Esta circuns-
tancia teórica probablemente contribuyó a la marginación acadé-
mica a Arnold Van Gennep en Francia, donde no llegó a ejercer
ningún cargo relacionado con la docencia universitaria ni investi-
gadora a lo largo de su vida, como dijimos, a pesar de haber ocu-
62
pado previamente algunos puestos académicos en Suiza. En par-
ticular, Marcel Mauss criticó sutilmente las obras sobre los ritos
de paso y la formación de las leyendas de Van Gennep en L’Année
Sociologique. Van Gennep sostenía con humildad no exenta de
ambiciones teóricas que «en nuestros días se han acumulado los
materiales de tal modo que para un tema de 3 líneas se necesita
una nota de 50 o 60 de letra menuda, para enumerar todas las
variantes del mismo con referencias bibliográficas» (Van Gennep,
1982: 10). Esta prudencia es atacada en la recensión crítica dedi-
cada a La formation des légendes, realizada por Mauss, quien es-
cribe: «Está convencido [Van Gennep] de que existen leyes de la
formación y evolución de las leyendas; pero cree que, en el estado
actual de nuestros conocimientos, no es posible llegar a otra cosa
que no sean fórmulas muy generales y aproximadas» (Mauss, 1971:
162). Nuestro autor, por el contrario, respondió atacando el exce-
sivo teoricismo de la escuela sociológica, alejada de cualquier ob-
servación empírica que no fuese de segunda mano (Cuisenier &
Segalen, 1986: 18). Arnold Van Gennep (1873-1957) es el único
miembro de la escuela de folcloristas franceses que hoy es acepta-
do como parte del movimiento antropológico, y así figura en dic-
cionarios y manuales, gracias en especial al éxito de su libro Les
rites de passage, publicado en 1909, precisamente en la casa edito-
rial fundada por Pierre Saintyves.
Esta circunstancia también puede explicar la caída en desgra-
cia de sociólogos tan importantes y conocidos en su tiempo como
Alfred Fouillée, quien a pesar de tener en su haber una volumino-
sa obra, quedó absolutamente eclipsado por Durkheim y su es-
cuela, y como el mismo Pierre Saintyves, prácticamente ignorado
en las historias de la etnología francesa. La conexión y deuda de
Van Gennep con Saintyves la expuso, de otro lado, en el prólogo
de la que fue su obra maestra, Les rites de passage: «Estoy, asimis-
mo, agradecido a mi editor y amigo, M.E. Nourry (P. Saintyves),
bien conocido —bajo pseudónimo— por los folcloristas: se ha in-
teresado por el desarrollo de este volumen, me ha comunicado
documentos, y me ha dejado en libertad para remodelarlo a mi
antojo. De modo que el editor ha sufrido en carne propia tanto al
sabio como al amigo» (Van Gennep, 1986: 10). La comunión inte-
lectual del círculo folclorista era, pues, muy alta.
No obstante, Van Gennep se reservaba algunas críticas de fondo
tanto a Sébillot como a Saintyves. De la obra de Sébillot sostiene
63
que se mantiene muy escorada hacia el «tradicionalismo» desde el
punto de vista científico, y que a pesar de buscar conscientemente
esa clientela, no ha conseguido gran audiencia entre los eruditos
locales; también le critica su predilección por los hechos «raros»,
sistema de investigación que llama «la méthode des sondages» (Van
Gennep, 1980: 24, 81). De Saintyves sostiene que el método em-
pleado en su obra Les Contes de Perrault, de 1912, mezcla por siste-
ma episodios antiguos y modernos, resultando que «su argumenta-
ción es convincente en ciertos casos, menos en otros» (Van Gennep,
1980: 29). Con más trascendencia, Van Gennep se opondría a Sainty-
ves en torno a la idea de «invención cultural», de la cual aquél hacía
proceder el «paganismo» campesino, al contrario de Saintyves, que
creía que existía en éste una auténtica transmisión «longue durée».
Lo cierto es que Van Gennep era más consciente que P. Sébillot y P.
Saintyves de la necesidad de elaborar un método folclorista o etno-
lógico, sobre todo frente a la escuela sociológica de Émile Durkheim,
muy alejada de los niveles microsociales, y también frente a la es-
cuela histórica. El suyo se define por cuatro etapas: método negati-
vo, encargado de hacer visibles los actos sociales invisibles; método
biológico, dado a la observación minuciosa de los acontecimien-
tos etnográficos, al estilo de quienes consideraba sus pares en el
campo etnográfico: Haddon, Westermack, Montagne o Laoust;
método cartográfico, capaz de trazar las áreas culturales, una vez
emancipado de la determinación geográfica de Ratzel; finalmente,
método psicológico, que habrá de liberarse sobre todo de las nue-
vas terminologías de moda, que esconden detrás asuntos muy vie-
jos, como «conducta, manera de ser, o costumbres». Todo este mé-
todo, enfrentado al de sociólogos e historiadores, estaría fundado
en la comparación y, por ende, en la analogía. Marcel Mauss alzó su
propio método enfrentado radicalmente con el método comparati-
vo; consistía éste en el método cartográfico y morfológico, de carác-
ter extensivo; los métodos fonográfico y fotográfico, que recogían
las nuevas tendencias tecnológicas; el método filológico; y finalmente
el método «sociológico», que con sencillez pretendía hacer «la his-
toria de la sociedad considerada» (Mauss, 1974: 27). El enfrenta-
miento sobre la validez de la comparación estuvo siempre abierto.
Pierre Saintyves era el pseudónimo que empleaba Émile
Nourry, «folkloriste et historien des religions», según rezaba la
placa inaugurada en su casa natal de Autun el 2 de abril de 1939,
en presencia del director del Musée de l’Homme, y conocido polí-
64
tico progresista, Paul Rivet. Nació en 1870, y había muerto en
1935. Entre las virtudes del homenajeado señaló en el discurso
conmemorativo su amplio sentido de la amistad que hacía exten-
siva a la casa editorial fundada por él: «Fue un amigo incompara-
ble. En el primer piso de su almacén de la calle Écoles, en lo alto
de una escalera, estrecha como una escala de navío, rodeado por
todas parte por una marea de libros, le recuerdo en su pequeña
oficina, acogedor y sonriente, de una sonrisa a la vez de malicia y
de bondad, siempre presto a escuchar o contar una historieta.
Porque Nourry participaba de la bella tradición de aquellos sa-
bios que, como Rabelais, La Fontaine o Voltaire, comprenden que
la sabiduría no gana nada con adoptar un rostro desagradable y
compuesto. Nuestras reuniones se prolongaban frecuentemente
hasta tan tarde que yo tenía el temor de que Madame Nourry nos
echase algunas maldiciones» (Cahiers, 1940: 20). Se observa el
carácter si se quiere entre volteriano y rabelesiano de nuestro au-
tor, habitando en la misma casa donde albergaba su «librairie cri-
tique», en pleno centro del París universitario, a pocos metros de
la Sorbona. La obra consagrada a las leyendas y cuentos, tanto en
Charles Perrault como en la «Leyenda Áurea» de Santiago de la
Vorágine (Saintyves,1987), corre paralela al proceso desmitifica-
dor del cristianismo, y es la parte más «etnográfica» de la obra de
Saintyves, por lo cual ha sido reivindicada recientemente por los
antropólogos contemporáneos (Belmont, 1986).
¿Cuál era la visión que del folclore como ciencia tenía Pierre
Saintyves? «El folclorista no es solamente un coleccionador, sino un
psicólogo», escribió. Bajo este axioma general que busca la conver-
sión del folclore en una ciencia social, o una rama de la sociología,
añade que, aunque el folclorista será siempre un coleccionista, debe
tratar de «elevarse a las ideas directrices y a las conclusiones genera-
les que precisamente hacen de todo estudio una ciencia» (Saintyves,
s.d.: 10). Como un motivo privilegiado de esta ciencia, Saintyves otor-
ga una alto poder modulador de la vida social a la «imaginación», es
decir, a la religión o toda fuente de lo maravilloso, sea entre los pri-
mitivos o entre los hombres europeos. Esta ciencia participaría, al
decir de nuestro autor, tanto de las ciencias históricas como de las
naturales, de las cuales obtendría su método. Desde el punto de vista
«técnico», y en correspondencia con su profesión de editor y librero,
Saintyves era una «documentalista», disciplina que consideraba bá-
sica para poder elaborar hipótesis (Baumal, 1935: 295).
65
Empero, según Saintyves el folclore no es una ciencia asépti-
ca, para iluminar los espíritus racionalistas, sino que es «una
disciplina de amor»: «El folclore no es solamente una ciencia en
formación, de perspectivas grandiosas. Los folcloristas son los
caballeros sirvientes de una disciplina esencialmente humana;
ellos enseñan a sus conciudadanos el amor a la patria, y profe-
san, contra las incertidumbres y las dudas de la hora presente, el
dogma de la fraternidad universal». En la inauguración de la
placa conmemorativa de su casa natal el doctor Rivet dijo: «Para
ser un buen folclorista —y Saintyves-Nourry [...], fue el más gran-
de folclorista de Francia— es necesario asociar en el corazón a la
vez el amor a la gran patria y a la pequeña patria». Rivet ponía
por delante la condición de patriota de Saintyves, opción típica
en la intelectualidad francesa, que compartía con las figuras de
Paul Rivet y Arnold Van Gennep. Este ideal, muy propio del pa-
triotismo francés, estaba soportado en la difusión de las ideas
universales de fraternidad. Es un folclore que se acerca al ideal
romántico de pueblo: «Después de la recolección de los hechos,
cuando el estudiante o el sabio pasa a la explicación [...] sería
rechazado si no ha entrado jamás en amistad con el pueblo, si
no ha gustado con su conversación, su espíritu místico, su amor
a lo maravilloso, si no se ha solazado con placer en sus canciones
sentimentales o satíricas. La comprensión del alma es imposible
sin la amistad de las almas» (Saintyves, s.d.: 13). Considera que
llegará un día no lejano en que la población pedirá a los folcloris-
tas que iluminen tanto su amor a la patria como la fraternidad
universal. Para ello el folclorista tomará como fundamento el
método comparativo: «El folclore tomando como método la com-
paración, que es el de las ciencias naturales, nos conduce a unas
visiones complementarias que engrandecen las primeras y pre-
paran con el amor y el porvenir de las patrias, el amor y el porve-
nir mismo de la humanidad» (Saintyves, s.d.: 16). Saintyves aca-
ba por encontrar un paralelismo muy interesante entre el «ad-
mirable dogma católico de la comunión de los santos», de los
vivos y los muertos, y la comunión oculta en la vida popular
entre lo que fue y lo que es: «epopeya formidable de los anóni-
mos», le llama finalmente. Un patriotismo popular que hunde
sus raíces en Michelet y Renan.
Sin embargo, en otros textos Saintyves no deja de reclamar
una visión presentista y no pasadista para la ciencia del folclore.
66
Se opone, por ejemplo, en su obra de madurez sobre el Folklore
juridique, a la noción romántica de pueblo, tal que fuente de toda
creación cultural. Dirá al respecto: «A fin de aclarar las ideas va-
gas y las nociones más o menos místicas, ensayaremos precisar lo
que significa la “humanidad creadora” de los escritores románti-
cos. En el dominio del derecho, como en otros, la invención pro-
piamente dicha es una obra individual. La regla es la creación de
una élite de ancianos y de sabios, de jueces y de magistrados que,
en el curso de los años, han decidido progresivamente la práctica
y formulado la costumbre [...]. La mayor parte de los fundadores
nos son desconocidos [...]. Su anonimato no debe hacernos con-
fundirlos con la masa del pueblo» (Saintyves, 1932: 43). Las cos-
tumbres heredadas del pasado y conservadas sobre todo en el ais-
lamiento de las sociedades rurales no puede llevarnos a olvidar,
según Saintyves, que toda fuente de la ciencia folclórica en mate-
ria jurídica debe estar en el mundo de lo «vivo»: «El folclore jurí-
dico —escribirá— demanda la observación directa de la vida so-
cial; el folclorista deberá demostrar los diversos mecanismos que
determinan al campesino y al obrero a conservar los antiguos usos
o a incitar a establecer nuevas costumbres». En este momento
Saintyves introduce un factor que otros folcloristas hubieran po-
dido considerar distorsionador de sus objetivos ruralistas: la vida
obrera y sindical. Concluye Saintyves diciendo que «en nuestra
época de democracia, el folclore es una de las ramas más impor-
tantes de la sociología», y que como tal, «el folclorista está prepa-
rado, por su orientación misma, a penetrar hasta las fuentes de la
creación popular» (Saintyves, 1932: 48).
Resulta cuanto menos curiosa la falta de influencia que la
escuela folclorista constituida por Paul Sébillot, Pierre Saintyves
y Arnold Van Gennep tuvo en su época, así como en el olvido en
que cayeron coetáneos suyos en el campo de la sociología como
Alfred Fouillée, que alcanzó en sus tiempos gran fama. Eviden-
temente, sus muchos libros y artículos no merecieron gran aten-
ción por parte de la escuela sociológica, cuyo eje fundador se
repartieron Émile Durkheim y Marcel Mauss. Unidos por una
relación de parentesco y de fidelidad, pudieron poner las bases
congruentes para la existencia de una teoría del hecho social
omnicomprensiva y, sobre todo, referente al hecho religioso y
sus epifenómenos. Émile Durkheim era ciertamente incrédulo,
aunque de orígenes familiares hebreos, que había sustituido la
67
religión por el misticismo patriótico, como demostró con su apoyo
al nacionalismo francés durante la Gran Guerra. Mauss era so-
cialista y, a pesar de no haber escrito ningún libro completo en
su vida, sólo unos cientos de artículos, dejó una huella imperece-
dera para el estudio del hecho social y religioso. En su estudio
inacabado sobre la plegaria trazó las líneas maestras de su méto-
do. «El sociólogo no debe contentarse con describir los hechos,
o sea, las formas de rezar de tal o cual sitio, sino que debe inves-
tigar las relaciones entre ellas y construir una jerarquía de no-
ciones que constituyan una teoría de la plegaria» (Cazeneuve,
1970: 83). Se aleja, pues, de cualquier método descriptivo (etno-
gráfico) o puramente comparativo (etnológico). No le sirven ni
el relato ni la analogía.
Los folcloristas precitados eran todos ellos republicanos más
que socialistas, y como tales un tanto anticlericales, pero en nin-
gún caso eran conservadores o tradicionalistas. Como intelec-
tuales buscaron su propio método publicando manuales de fol-
clore o etnografía, al menos así lo hicieron Van Gennep y Sainty-
ves. Sin embargo, arrostraron la marginalidad académica, cuyos
centros de decisión ocupaban los durkheimianos. Hasta tal pun-
to es esto cierto que cuando Jacques Le Goff o Jean-Claude
Schmitt comenzaron a citar los trabajos de Saintyves, un co-
mentarista norteamericano no pudo por menos que celebrar la
recuperación de un etnógrafo que «ha estudiado bajo Durkheim
pero no ha tenido un puesto académico importante».2
68
antropología crítica de la religión cristiana. Todos ellos en cierta
medida son creyentes al modo ilustrado o protestante, y toman su
discurso de aquel otro de la segunda mitad del siglo XVIII, que
atiende a la posibilidad de una religión universal humanista, para
llegar a la cual es necesario desvelar por todos los medios las false-
dades del catolicismo. Un precedente del discurso antropológico
crítico con el cristianismo podría ser el conde Volney, quien en
Las ruinas de Palmira equipara al propio Jesús con una alegoría
del culto al Sol: «Decían —escribe— que unas veces se llamaba
Cris, es decir, el conservador, de donde vosotros, indios, habéis
formado vuestro dios Cris-en o Cris-na; y vosotros, cristianos, grie-
gos y occidentales, vuestro Cris-to, hijo de María: otras veces se
nombraba Yes, por la reunión de tres letras que, en valor numeral,
formaban el número 608, uno de los períodos solares; y he aquí,
¡oh europeos!, el nombre que se ha convertido con la final latina
en Ye-us o Jesús, nombre antiquísimo y cabalístico atribuido al
joven Baco, hijo clandestino (nocturno) de la virgen Minerva, el
cual representa en toda la historia de su vida y muerte la del Dios
de las cristianos, es decir, el astro del día, de que ambos son em-
blemas» (Volney, s.d.: 209). Este tipo de afirmaciones, que se es-
forzaban en equiparar el cristianismo a cualquier otra religión,
conformaban el magma ideológico sobre el que habría de traba-
jar la nueva ciencia antropológica.
Evans-Pritchard constataba la verdadera magnitud del pro-
yecto frazeriano: «Todos recordarán también cómo, en el prefacio
de ese libro (The Golden Bough), Frazer compara las creencias
cristianas con muros venerables cubiertos de hiedra y moho (ve-
nerables pero a punto de ser demolidos por los disparos del méto-
do comparativo), y cómo al final se sitúa en las orillas del lago
Nemi, donde en otro tiempo gobernaban los sagrados reyes paga-
nos, y escucha las campanas de Roma convocando al Ángelus (una
religión se va y otra llega y, visto desde el racionalismo y la ciencia,
todas son iguales, hijas de la fantasía). El propósito de The Golden
Bough era desacreditar la religión revelada, mostrando cómo uno
u otro de sus caracteres esenciales, por ejemplo la resurrección
del hombre-dios, son análogos a los que encontramos en las reli-
giones paganas» (Evans-Pritchard, 1974: 32). Éste es, pues, el pri-
mer embate serio que habrá de sufrir la religión cristiana desde la
ciencia antropológica, similar al descrédito posterior que en los
años veinte acompañó la obra de Frazer entre los antropólogos
69
funcionalistas británicos por razones epistemológicas, al achacár-
sele al autor un abuso de las analogías temporales y espaciales
con el fin de mostrar un cuadro concebido a priori.
Frazer va a la búsqueda de las contradicciones textuales en la
hermenéutica bíblica, para luego enfrentar estas contradiccio-
nes a las analogías culturales, en especial de los «pueblos primi-
tivos», con el fin de otorgar el mismo origen al fenómeno religio-
so. Nuestro primer catedrático de antropología en una universi-
dad británica, la de Cambridge, ocupó un lugar desde el cual
pontificar arropado por la ciencia, en pos del desvelamiento del
«mundo maravilloso». A título de ejemplo, el libro El folclore del
Antiguo Testamento comienza de esta elocuente manera: «Los
lectores atentos de la Biblia difícilmente pueden dejar de perci-
bir la sorprendente diferencia que hay entre los dos relatos de la
creación del hombre registrados en el primero y el segundo capí-
tulos del Génesis». Continúa con sus ejemplos de diferentes tiem-
pos y latitudes: «También las leyendas griegas dicen que el sabio
Prometeo formó de arcilla a los hombres [...]. Los habitantes de
Noo-hoo-roa, de las islas Kei, dicen que sus antepasados fueron
hechos de arcilla por el dios supremo Dooadlera, que les insufló
la vida». Y finaliza con la constatación de su proceso hermenéu-
tico desconstructivo, gracias al método comparativo: «El relato
de la caída del hombre que figura en el capítulo tercero del Gé-
nesis parece ser una versión abreviada del mito salvaje [...]. La
principal y casi única omisión del narrador se refiere al hecho de
que la serpiente hubiese comido el fruto del árbol de la vida y
hubiese, por consiguiente, alcanzado la inmortalidad. Y tampo-
co es difícil de explicar esta laguna». Considera que es el racio-
nalismo de muchos relatores hebreos lo que ha quitado de en
medio algunas facetas extravagantes del relato, pero que «si mi
interpretación es correcta, le ha correspondido al método com-
parativo, tras miles de años, encontrar lo que faltaba en el anti-
guo tejido, y recobrar, con su crudeza primitiva, los vivos y bár-
baros colores que la mano hábil del artista hebreo trató de suavi-
zar» (Frazer, 1981a: 49). La pervivencia del paganismo la concibe
Frazer dentro de la lógica marcada por el sentido común. Pone
en el mismo fiel de la balanza el extremismo ético del cristianis-
mo y del budismo, ambos en sus orígenes negadores de la rique-
za o la sexualidad. La capacidad de adaptación y pervivencia de
ambos estaría en proporción directa con su dulcificación por
70
parte del pueblo: «Así, andando el tiempo, las dos religiones ab-
sorbieron cada vez más esos elementos viles en proporción exac-
ta a su creciente popularidad, habiendo sido fundadas precisa-
mente con la idea de suprimirlos. Esta decadencia espiritual es
inevitable [...], pues nunca debe olvidarse que la glorificación de
la pobreza y del celibato, en ambas religiones, ataca fuertemente
las raíces no sólo de la sociedad civil, sino de la existencia huma-
na. El golpe fue parado por la sabiduría o la sandez de la inmen-
sa mayoría de los mortales, que rehusaron comprar una espe-
ranza de salvar sus almas a costa de la certeza de extinguir la
especie humana» (Frazer, 1981b: 418). Con este argumento Fra-
zer está oponiendo el sentido común, nutrido por el pragmatis-
mo, al idealismo monoteísta. Y ella sería la razón más profunda
y estructurante para la persistencia del horizonte pagano.
La mala interpretación de Frazer, o su simple rechazo por la
escuela funcionalista, ha encontrado hoy día su tornavuelta en el
redescubrimiento de la obra frazeriana por los estructuralistas,
quienes encuentran elementos fructíferos allá. Así, por ejemplo,
Luc de Heusch puede esgrimir que la mirada de Frazer sobre la
monarquía sagrada tiene elementos acertados para interpretar hoy
la naturaleza central de los ritos monárquicos respecto al poder, al
contrario de lo que un cierto funcionalismo podía pensar al enviar
éstos al dominio superestructural: «Esta función ritual —escribe
Luc de Heusch— no constituye para nada una superestructura
ideológica de la función política: ella se encuentra, por el contra-
rio, en el fundamento mismo de la institución» (Heusch, 2000: 33).
También los antropólogos posmodernos encuentran excitante la
recuperación de Frazer: los une el alejamiento del discurso «cientí-
fico» instaurado por el funcionalismo, y la lectura del mundo como
un relato mítico, el cual busca recrear literaria y estéticamente el
mismo Frazer: «Frazer representa una antropología —nos aclara
Fabio Dei— que no ha adquirido todavía estatus científico, que
tienta, a duras penas, distinguirse de la literatura y mantiene abier-
tas vivas ataduras con un saber humanista más general [...]. Frazer
se hace hoy un tótem de la antropología textual y posmoderna»
(Dei, 2001: 63). Frazer adquiere así desde diferentes puntos de vis-
ta, el estructural y el posmoderno, una actualidad que mueve a
reflexión sobre las insuficiencias del método científico.
Edward Alexander Westermack nació en 1862 y murió en
1939, y a pesar de su nacionalidad finlandesa ejerció regular-
71
mente la docencia en Londres, donde llegó a ser maestro de B.
Malinowski. La mayor parte de su trabajo de campo lo llevó a
cabo en Marruecos, país que visitó con mucha frecuencia, em-
pleando para sus frecuentes estudios de campo a informantes
privilegiados, que él catalogaba de «profesores» (Melasuo, 1992:
55). Cuenta Tuomo Melasuo que pertenecía a una familia suecó-
fona de Finlandia, y que como miembro de una minoría era muy
sensible a la libertad de culto, lo que traduce en que era «radical-
mente anticlerical» (Melasuo, 1992: 62). Al estudiar Marruecos
también se manifestó a favor de la existencia de «supervivencias
paganas» en este país, y de quienes las sustentaban frente al is-
lam ortodoxo, es decir, los beréberes. Como berberista su toma
de posición era lógica. El método empleado por Westermack se
acercaba a la etnografía por la densidad descriptiva, e incluso el
puntillismo de sus informaciones, y a la etnología, por su uso de
la comparación. Algunos de sus resultados en el dominio com-
paratista fueron sus estudios sobre el matrimonio y las ideas
morales, en perspectiva universal.
Pierre Saintyves fue traductor y divulgador de la obra de Ja-
mes Frazer. Destacan, entre las obras de Frazer que traduce al
francés, Le Dieu qui meurt, Balder le magnifique, Le Roi magicien
dans la société primitive. Esto nos subraya el grado de comunica-
ción que existía entre aquellos antropólogos, cuyo interés co-
mún era llevar a cabo una crítica racional y demoledora de las
prácticas mágicas de la religión cristiana.
El libro básico y doctrinal de Saintyves, Les Saints succes-
seurs des Dieux. Essais de Mythologie chrétienne, fue publicado
en 1907; 4 años antes Saintyves había publicado un volumen de
cerca de 350 páginas titulado La réforme intelectuelle du clergé et
la liberté d’enseignement, de tono claramente anticlerical. De que
Émile Nourry, alias Pierre Saintyves, era un librepensador radi-
cal no cabe la menor duda. En Les Saints succeseurs des Dieux
bromea frecuentemente sobre el culto a las reliquias, de las que
cita, por ejemplo, un dedo del Espíritu Santo traído de Jerusalén
por unos monjes, las plumas del arcángel san Gabriel de San
Julián de Tours, los cuernos de Moisés venerados en la iglesia de
San Marcelo de Roma, la ventana por la que entró el arcángel
Gabriel el día de la Anunciación conservada en Saint-Omer, etc.
El número de las supuestas reliquias de santos sería suficiente
para mostrar a las claras el funcionamiento del mecanismo de la
72
superchería: «Se atribuye —escribe con gozo— nueve cuerpos a
san Mauro, once a san Erasmo, doce a san Francisco de Paula,
trece a santa Juliana, dieciséis a san Pedro, dieciocho a san Pa-
blo. Pero san Pancracio y san Jorge triunfan con treinta. Se co-
nocen once mandíbulas de Santiago, doce de san Léger y veinte
de san Juan Bautista. San Ignacio de Antioquía habría tenido
hasta seis cabezas» (Saintyves, 1907a: 48). Lo que, sin embargo,
Saintyves quiere demostrar en esta obra célebre son las analo-
gías existentes entre héroes grecorromanos y santos cristianos.
De ambos señala ciertas coincidencias fundamentales para com-
prender cómo los segundos heredan las funciones de los prime-
ros: las apariciones en momentos difíciles, el papel intermedia-
dor entre Dios y los hombres, la intercesión en las curaciones, el
papel tutelar sobre ciudades y corporaciones, etc. Todas estas
funciones de intermediación culminaban en los procesos de he-
roización y canonización respectivamente (G. Alcantud, 2000b).
En un principio, en Grecia habrían sido los poderes religiosos
quienes tendrían el poder de heroizar, muy en especial el oráculo
de Delfos. En Roma la religión perdió ese poder y fue el Senado,
según Tertuliano, quien aprobaría a los héroes, frecuentemente
encarnados en los políticos. La eficacia de los santos cristianos
procedería del restablecimiento de la lógica primera: «La voz
popular reemplazaría entre los cristianos al Senado de Roma.
Se relacionan frecuentemente con unos sueños o revelaciones.
Más tarde lo harían los obispos en sus diócesis respectivas. En
fin, los papas Alejandro III e Inocencio III se atribuyeron el pri-
vilegio de canonizar a los servidores de Dios» (Saintyves, 1907a:
27). Sea cual fuere el mecanismo empleado, para Pierre Sainty-
ves está claro y transparente el mecanismo de la herencia entre
el mundo antiguo y el cristiano. Su libro, muy documentado,
habría de crear inquietud en una Iglesia luchando entre mante-
nerse fiel a la antigua credulidad o aceptar lo evidente. Los jesui-
tas, siempre prestos a entrar en la polémica de la modernidad,
quisieron explicar el asunto de los santos mediante metáforas
culturales, apostando por la siguiente tesis: que si bien era evi-
dente el vínculo entre unos y otros, los héroes habían preparado
el camino de los santos, de cuya santidad fideísta no cabía dudar
en última instancia.
En realidad, el libro de Saintyves sobre los santos católicos
sostenía un pulso más lejano con la escuela bollandista, radicada
73
en Bélgica, la cual pretendía imponer cierta racionalidad en la
hagiografía cristiana sin por ello poner en cuestión el edificio
teológico. La escuela bollandista había comenzado a mediados
del siglo XVII publicando las Actas Sanctorum en Amberes. Sainty-
ves quiere responder sobre todo al padre Delehaye, quien siguien-
do la tradición bollandista había publicado en 1905 su libro Les
Légendes hagiographiques: «El padre Delehay [...] mantenía el
carácter específicamente cristiano del culto de los santos, los
cuales, apoyándose muchas veces en hechos históricamente du-
dosos y tomando frecuentemente el lugar de cultos paganos, cons-
tituyen una mutación religiosa, en discontinuidad con aquella
que la ha precedido» (Isambert, 1982: 44). Frente a las tesis rup-
turistas de los bollandistas, como Delehaye, Saintyves reaccionó
reafirmando la continuidad entre la Antigüedad y el mundo cris-
tiano en lo tocante al origen general de los santos.
Que la vindicación del paganismo como fondo cultural de las
culturas agrarias europeas era un asunto extendido lo demostró
la gran aceptación que había tenido La rama dorada de James
Frazer. El método frazeriano en referencia a las supervivencias
paganas consistía en comparar las anomalías civilizatorias, po-
niendo en relación lo primitivo y lo contemporáneo, para hacer
valer el fondo pagano de la humanidad. «Esto tiende a producir
una descripción exotizante de la cultura contemporánea, mos-
trando la presencia de un sustrato barbárico, irracional, primiti-
vo, por debajo de las tranquilizantes instituciones de la civiliza-
ción» (Dei, 2001: 42). A diferencia de Frazer, Saintyves no pre-
tenderá en ningún momento presentarnos una humanidad
«primitiva» sino puramente «pagana». Su maniobra parte de
posiciones análogas a las de Frazer, pero se distingue de éste en
cuanto quiere mantenerse dentro de la lógica desconstructiva
frente el discurso eclesial dominante en las áreas católicas.
Otros folcloristas abundaron en similares posiciones por los
mismos años en que aparece la obra de Saintyves. Es el caso de
Paul Sébillot, quien publicará casi simultáneamente, en 1908, su
libro Le paganisme contemporain chez les peuples celto-latins.
Amén de defender la tesis general que concierne a la herencia
pagana de muchos cultos considerados cristianos, subraya Sébi-
llot la colaboración de una parte del clero en estas superviven-
cias. En ciertas ocasiones adjudica el olvido de algunas de estas
prácticas «supersticiosas» a su carácter privado, lo que las ocul-
74
tó a los ojos más inquisitoriales. «Las misas sacrílegas, misas
negras o misas a la inversa parecen haberse celebrado hasta épo-
cas recientes, porque algunos sacerdotes poco escrupulosos o
interdictos eran considerablemente pagados por aquellos que
esperaban obtener por este medio la vuelta de sus amores, el
encierro de sus enemigos, o la realización de deseos culpables»
(Sébillot, 1908: 322). El folclorista habla de la existencia de un
auténtico «clero del diablo» bajo la forma de la brujería, que de
manera intermitente aparecería al lado del clero ortodoxo, como
un resto de las culturas paganas de la Antigüedad. Sébillot, des-
pués de preguntar a campesinos y marineros cuál sería la razón
para la persistencia de estas costumbres, sostiene que «ellos me
parecen incapaces de dar unas razones un poco motivadas, y
casi siempre contestan que hacen esto como los antiguos» (Sébi-
llot, 1908: 330). Uno de los elementos más interesantes que se
plantea Sébillot es la posible persistencia del totemismo en la
Europa celto-latina. Recordemos que los debates a propósito del
totemismo estaban en su máximo apogeo en la escuela antropo-
lógica francesa. El contraejemplo de los «tabúes» alimentarios
le sirve a Sébillot para esgrimir la persistencia del totemismo en
Europa: «En Bretaña, el granjero que mata a su caballo; en Be-
rry y en algunos otros países el descuartizador es objeto de una
suerte de reprobación. En Sicilia la muerte de un gato es castiga-
da con una larga y dolorosa agonía; en otros lugares, suscita una
tempestad», etc. La hipótesis general de Sébillot coincide con la
de la mayor parte de los folcloristas de aquel entonces, es decir,
que bajo un barniz cristiano persistían «diversas capas cultua-
les, correspondientes a las religiones que se han sucedido desde
épocas tan lejanas, varias de las cuales no nos son conocidas
más que hipotéticamente».
Mas Saintyves no se conforma, como Sébillot, con exponer
una larga lista de argumentos que demuestren el origen pagano
de ciertos mitos y ritos cuyo momento fundador se adjudicaba
hasta entonces acríticamente al cristianismo. Desarrolla argu-
mentos epistemológicos críticos, que van dirigidos hacia el fon-
do secular de orígenes nebulosos de la Antigüedad mediterrá-
nea. Así, por ejemplo, cuando estudia la transformación del agua
en vino, señalada por los Evangelios en las bodas de Canaán,
concluye que son numerosos los casos similares relacionados
con la fertilidad agraria que podemos encontrar entre los egip-
75
cios o los griegos. Difiere de esta manera de otro ilustre folcloris-
ta, Arnold Van Gennep, que pretendía encontrar orígenes más
cercanos a estos ritos y mitos de transformación, en particular
del saint vinage, en el que se bebía vino santificado el día 24 de
junio, una de cuyas manifestaciones era el culto a san Jean
d’Espagne, en la cartuja del Val du Réposoir en la región saboya-
na de Annecy: «Contrariamente a aquello que pensaba A. Van
Gennep, no es la leyenda del bienaventurado Jean d’Espagne la
que funda la práctica; sino es el viejo ritual de san Juan Bautista
el que engendra la leyenda» (Saintyves, 1923: 227). Su método
se alejaba aparentemente, así, de cualquier posibilidad de acer-
camiento a la moderna antropología, la cual representaba mu-
cho más claramente Van Gennep, solamente excluido de la an-
tropología de su tiempo por razones de orden humano y no tan-
to de naturaleza científica.
No obstante, Saintyves mantuvo la validez antropológica de
su método hasta el final, cuando afirmaba, tras haber llevado a
cabo una larga investigación sobre el folclore de las aguas en
Francia, que el sincretismo teológico entre cristianismo y paga-
nismo era menos improbable, por las continuas interdicciones
eclesiales, y elaboraciones teóricas, que la supervivencia ritual:
«La simbiosis ritual se produce más fácilmente que el sincretis-
mo de las creencias; la devoción no necesita cara al mundo justi-
ficar doctrinalmente sus actos. Se podría igualmente añadir que
esta simbiosis debía ser más fácil porque las prácticas cristianas
no eran, en su conjunto, más que una adaptación de los usos
paganos de la Antigüedad» (Saintyves, 1933: 140). La superiori-
dad incuestionable del rito sobre el mito le otorga a la obra de
Saintyves ese carácter antropológico que la distingue de otras
claramente mitográficas, las cuales han sufrido mucho más los
embates del tiempo. Es el caso de la obra Orfeo de Salomón Rei-
nach que, centrándose en la mitografía religiosa, no podría pa-
sar hoy la prueba de la antropología moderna.
Mauss procuró eludir el enfrentamiento abierto con los fol-
cloristas franceses, pero criticó frecuentemente el método folclo-
rista de la escuela alemana, una manera indirecta de enfrentarse
al mismo problema. Argumentaba Mauss: «Los hechos del fol-
clore son populares y desintegrados; son supervivencias y, en
general, ya no responden a estados, a funciones esenciales de la
sociedad, mientras que las instituciones, las técnicas y los regí-
76
menes, estudiados por la historia y la etnografía, constituyen
hechos integrados, orgánicos y característicos de las sociedades
europeas» (Mauss, 1972: 252). La tesis opuesta a las posiciones
de Saintyves sobre la herencia pagana encabezada por la escuela
sociológica durkheimiana vino de los trabajos de Henri Hubert
publicados en L’Année Sociologique, que apuntan al concepto de
«religión popular», y sobre todo el estudio de campo de Robert
Hertz publicado en 1913 sobre el culto alpestre de Saint-Besse,
donde apunta a «una suerte de análisis antropológico total, aten-
diendo al nivel teórico sin abandonar jamás el contacto con los
hechos» (Isambert, 1982: 50). Hertz dejó asimismo un estudio
inacabado a su muerte en 1915 en el frente de batalla. Este esbo-
zo de texto, editado posteriormente por Marcel Mauss, es consi-
derado por Jean Jamin un escrito fundacional de la escuela de
sociología francesa. En el mismo, Hertz arremetía explícitamen-
te contra la escuela folclorista, y más en concreto contra Frazer,
cuya Golden Bough había criticado en 1910, en la Revue d’Histoire
des Religions. Se opone Robert Hertz a aquellos «teólogos racio-
nalistas» y «antropologistas» que, al introducir la noción de su-
pervivencia, hacen uso implícito de una escala evolucionista, que
les concede a las religiones «superiores» la posibilidad, frente a
las «inferiores», de acceder a una depurada «espiritualidad». «No-
sotros —escribe Hertz— rechazamos encerrar inicialmente la
etnografía en un papel puramente negativo. Nosotros pretende-
mos interrogar, no solamente el origen de algunas superviven-
cias parasitarias que van paralelas a las nociones de pecado y de
expiación, sino también el sentido y la razón de ser de estas no-
ciones mismas» (Hertz, 1988: 34). Al llevar a cabo este movi-
miento teórico de restitución de la igualdad a todos los sistemas
de creencias, Hertz, no obstante, no puede dejar de traslucir que
la religión católica es la superior. Toda labor desconstructiva equi-
parando catolicismo a paganismo no deja de remitirnos a otros
ámbitos epistemológicos complejos que subyacen en el discurso
ideológico de quienes los enarbolan como hechos empíricos y de
ciencia. Las tesis de la escuela folclorista, por consiguiente, fue-
ron cuestionadas por la escuela sociológica durkheimiana, que
se empleó con mayor ahínco crítico contra James Frazer y Ar-
nold Van Gennep, y prefirieron eludir por la vía del silencio a
otros autores como Paul Sébillot y Pierre Saintyves.
77
3. Incredulidad y antropología
78
la materia que demuestre que existen fuerzas dinámicas en la
naturaleza, en torno a las que vienen a coincidir tanto las ten-
dencias explicativas de los primitivos sobre el maná, como las de
los ocultistas desde Paracelso hasta Eliphas Lévi. Amén de a és-
tos cita también a Robert Fludd, Athanase Kircher, Wirdig, Mes-
mer y Stanislas de Guaita. Escribe: «Los ocultistas de todas las
escuelas, de Paracelso, el gran maestro del siglo XVI, a Eliphas
Lévi, el gran maestro del XIX, profesan entonces la existencia de
una fuerza universal concebida sobre el tipo magnetista de lo
querido y de la cual el magnetismo animal es una manifestación
iluminadora y demostrativa. ¿Se puede verdaderamente compa-
rar esta fuerza universal Magnale o Luz astral con la fuerza mági-
ca de los primitivos, maná u orenda?». «Indudablemente», se
contesta (Saintyves, 1914: 103). Bebiendo en todas estas fuen-
tes, sin descartar ninguna, Saintyves espera encontrar una expli-
cación natural a los fenómenos extraempíricos. Nuestro autor
piensa que esta fuerza natural universal no es tanto el «magna-
le», el magnetismo, como el dinamismo. «El dinamismo —escri-
birá— es una de las formas esenciales del pensamiento humano,
se le encuentra en todas las épocas y en las inteligencias más
diversas. El ocultismo representa una ola en esta corriente. Ha
sido útil, aunque frecuentemente fundado en el verbalismo y el
charlatanismo, si bien la escolástica también fue un verbalis-
mo». El ocultismo, reconoce Saintyves, ya no tendría sentido,
pero para él algo de éste persiste: «La hipótesis del magnale ha
atestiguado o atestiguará que el dinamismo es una de las formas
necesarias de nuestras representaciones sensibles». Desde 1894,
Saintyves había iniciado el camino de estudiar las ciencias natu-
rales bajo el punto de vista de esta dinámica que supera a la
astrología o a la alquimia.
Hasta el final mantuvo Saintyves ese interés por lo extraem-
pírico. La obra póstuma de Saintyves, sobre el mito numérico de
los 12 apóstoles y los 72 discípulos de Jesucristo, 3 años después
de su muerte, en 1938, formaba parte de un proyecto más ambi-
cioso titulado, en principio, según confesión de Camille Nourry,
Mitología y simbolismo de los números. Ensayo sobre la génesis
de los números y de las clasificaciones primitivas consideradas
principalmente en sus orígenes cosmográficos y antropomórficos
y en sus aplicaciones al totemismo y a la sociedad, a la magia y a la
religión. Émile Nourry estaba ocupado en el momento de su
79
muerte en el estudio de la gnosis y de los números en relación
con esta corriente heterodoxa. Nos describe el gnosticismo como
un sincretismo judeo-mazdiano y judeo-helénico, «que preconi-
zaban la investigación del saludo para el conocimiento de los
misterios y que practicaban una doble enseñanza: exotérica u
ordinaria, y esotérica o reservada para los iniciados». Saintyves
asocia el mundo de los apóstoles al del gnosticismo, ya que éstos
no habrían entrado en la hagiografía cristiana más que después
de «haber sido retocada ésta por los maniqueos». En su afán
crítico y desconstructivo de mitos, nos dice que el número de los
apóstoles, doce, «no se corresponde con la realidad histórica»
(Saintyves, 1938: 150). Su afán desconstructivo y curioso no deja
de explorar ningún misterio de la religión.
Puede observarse cómo la labor de análisis crítico de Pierre
Saintyves es un hilo conductor que va desde sus primeros textos
en 1904 hasta los últimos en 1938. Su contribución a la historia
de la antropología así como a la historia de las religiones ha sido
inexplicablemente dejada de lado, probablemente por razones
científicas, referidas a la mayor congruencia en los análisis de la
escuela durkheimiana, pero también ideológicas.
En cuanto a sus creencias religiosas, Saintyves a pesar de
haber dedicado toda su vida y obra a hacer una crítica de lo
maravilloso relacionado con la religión cristiana, y más específi-
camente católica, no era un descreído. Después de haber equipa-
rado la Inmaculada Concepción con los embarazos milagrosos
de vírgenes en distintas culturas, en época en que estaba en alza
el culto mariano, nos dice: «Sentiría mucho que una de estas
personas me leyera y considerase a este libro como el desprecia-
tivo ataque de un escéptico, y que no viese en mí más que a un
demoledor de los fundamentos de la moral. Estoy convencido de
que la ética tiene vinculaciones muy efectivas con la religión,
pero también lo estoy de que es independiente de la aceptación
de un relato legendario». Para acabar con esta declaración teís-
ta: «Incluso [Cristo] desprovisto de su divinidad, al menos en el
sentido escolástico de la rancia enseñanza cristiana, continuaría
amando y adorando al Padre celestial, que fue su padre y que
continúa siendo el nuestro, auténtica morada de la mente y fuente
ideal de la fraternidad entre las generaciones humanas» (Sainty-
ves, 1985: 136). Su creencia radica, pues, en el Gran Arquitecto.
80
3.2. Pierre Saintyves publica en castellano la traducción de al-
gunas obras, entre ellas Simulación de lo maravilloso, aparecida en
francés en 1912 con el título La simulation des merveilleux, en la
editorial Flammarion, y traducida en la casa editorial Caro Raggio
en 1927. La tónica de la obra responde al pensamiento prevalecien-
te en Saintyves de desvelamiento de las imposturas religiosas. Se-
gún había afirmado 20 años antes, en 1907, «las nueve décimas
partes de los milagros bíblicos, sin que se les pueda negar una rea-
lidad, no pueden ser considerados como verdaderamente históri-
cos. En el grupo formado por la otra décima parte, no hay casi
nada verdaderamente cierto, ni se puede relacionar con una sola
historia». Dado que no existe una realidad histórica para el mila-
gro, la explicación a éste deberá buscarse exclusivamente en «el
dominio moral y religioso» (Saintyves, 1907b: 140). El propósito de
desvelar el amplio universo de las simulaciones y los simuladores, y
no solamente en el ámbito católico sino también en el más moder-
no del ocultismo, tan activo en la época en que escribe Saintyves, y
al que tanta atención le prestara, le lleva a escribir este volumen. En
mi opinión esta obra es la más personal de Pierre Saintyves, ya que
aborda el problema de la mentira y su relación con las prácticas de
credulidad religiosa católicas, desnudando al texto del amplio es-
queleto bibliográfico que es frecuente en otras obras suyas de eru-
dición. No cabe duda que con este texto Saintyves busca un efecto
didáctico, aunque riguroso, y no tanto erudito.
El anticlericalismo de Pierre Saintyves, de origen probable-
mente jansenista —una tradición muy parisina en el catolicismo
francés—, está en la base de esta obra. La ola de apariciones
marianas, orquestadas por los católicos franceses, españoles y
portugueses, se había extendido desde 1830, en que se produje-
ron las visiones de Catherine Labouré en París, hasta 1917, en
que se produjeron las de Fátima, en Portugal, con el intermedio,
en 1858, de las de Lourdes. El dispositivo expectante para la cre-
dulidad milagrosa era muy alto en este siglo de revoluciones,
frecuentemente con derivaciones anticlericales y anticatólicas.
De hecho, unos años después de la publicación castellana del
libro de Saintyves, en 1931, coincidiendo con la llegada del régi-
men republicano a España, se producirían en el País Vasco espa-
ñol las visiones de Ezkioga (Christian, 1997). La sed de explica-
ciones o ultimidades está presente en estas políticas del milagro,
que explotaron, y aún explotan, eficazmente la credulidad.
81
Pero no es el único frente. Otro lo constituye el ocultismo,
cuyo ascenso había ido hacia arriba, sobre todo en los medios
burgueses y pequeñoburgueses, coincidiendo con la crisis de es-
piritualidad del siglo XIX. Se dice que en la España de la revolu-
ción de 1868 podían contabilizarse perfectamente 40.000 espiri-
tistas agrupados en sociedades esotéricas vinculadas con la ma-
sonería. Se ha señalado igualmente que «a pesar de su tolerancia
programática sus líderes fueron en España anticatólicos, en lu-
cha feroz con la Iglesia y sus dogmas» (Abascal, 1990: 25). Sainty-
ves tiene un especial interés en desenmascarar a los ocultistas, a
los cuales divide en tres categorías, según su grado de impostu-
ra, pero ninguna de las cuales, para él, se libra de la intenciona-
lidad de impostar. Significativamente, Saintyves comienza el
capítulo del ocultismo con citas de Montaigne y de Pascal, dan-
do a entender que su anticlericalismo tiene una base jansenista,
y por consiguiente racionalista, sobre todo. Por algo Saintyves
consideraba el protestantismo a todos los efectos mejor que el
catolicismo, y a éste superior a pesar de todo a la miríada de
imposturas, como el ocultismo, que circulaban. No es, pues, la
actitud de Saintyves puramente ateísta, sino más bien atiende al
cuestionamiento de los fenómenos extraordinarios, tanto hacia
atrás como en su tiempo. Y ello concierne tanto al catolicismo
como al ocultismo.
82
necesario encontrar la epistemología suficiente. Tengamos pre-
sente que nos enfrentamos a un objeto de estudio muy lábil, ca-
paz de interponer numerosos obstáculos epistemológicos, inclui-
dos los verbales. Uno de los más eficaces empleados en la moder-
nidad para cubrir el retroceso de la eficacia de los ritos eclesiales,
tras el desencantamiento de lo maravilloso, tal como fue detec-
tado por Max Weber, o la «salida de la religión» de Marcel Gau-
chet (Gauchet, 1985), es el de la religiosidad popular, amén de
una cierta e inconfesada mixtura entre antropología y teología.
Empezaremos con estas últimas. Resulta cuanto menos cu-
riosa la connivencia entre las muy popularizadas teorías de René
Girard, que busca su autor hacer pasar por «antropología», res-
pecto a la monocausalidad entre la violencia y lo sagrado, y la
contemporánea teoría católica. Las tesis de Girard pretenden
demostrar la existencia de un hilo causal directo entre el sacrifi-
cio como manifestación más destacada de la violencia sacral y la
sublimación de ésta operada por el cristianismo, mediante la
metáfora presente en la muerte de Dios en la cruz. La explica-
ción última de las teorías girardianas nos llega tras comprobar,
por ejemplo, las posiciones del autor después de los aconteci-
mientos del 11 de septiembre de 2001, cuando afirma la tácita
superioridad del cristianismo, y más en particular del catolicis-
mo, al haber sido la única religión en haber sublimado el sacrifi-
cio mediante un ritual metafórico, que vino a abolir toda violen-
cia en el interior del discurso religioso: «Las narraciones [bíbli-
cas] anuncian la cruz, la muerte de la víctima inocente, la victoria
sobre todos los mitos sacrificiales de la Antigüedad».3 Girard nos
quiere llevar, de otra parte, a través de la interconexión entre
violencia y sacralidad, a pensar que somos ignorantes en rela-
ción con la función de las religiones; esta noción de ignorancia,
que concibe un tanto freudianamente al modo del inconsciente,
tiene esta dimensión: «Faltan una o varias piezas esenciales o
están demasiado deformadas y desfiguradas para que toda la
verdad reluzca a través de su reproducción mítica o ritual» (Gi-
rard, 1983: 324). Girard, por consiguiente, nos devuelve a la no-
ción de misterio, el cual no puede penetrarse completamente, ni
siquiera en las religiones más elementales, a través de los meca-
nismos cognitivos de la racionalidad antropológica. La teoría de
83
la violencia religiosa, mostrando ciertas zonas oscuras de inter-
pretar, es presentada como el mejor modelo para ejemplificar
esa ignorancia fundante de la creencia religiosa: «El carácter in-
accesible del acontecimiento fundador no aparece en ella única-
mente como una necesidad insoslayable, desprovista de valor
positivo, estéril en el plano de la teoría: es una dimensión esen-
cial de esta teoría». Se ve con claridad hacia dónde camina la
teoría de René Girard, hacia el restablecimiento de la noción de
misterio, y con él hacia la imposibilidad de alcanzar una explica-
ción racional de lo irracional. La explicación última no queda en
manos de la ciencia sino del fideísmo religioso. Esto es lo que
nos quería decir Girard tras diversos e ingeniosos rodeos.
No obstante, estas teorías que tanto agradan a los antropólo-
gos católicos, y que fácilmente desorientan a los aficionados a las
ciencias sociales, al igual que las teorías del conocido Marvin Ha-
rris, al enarbolar todas ellas la supuesta conquista de un universal
antropológico, no resultan del agrado de aquellos antropólogos
que trabajan en sociedades distintas de las influenciadas por el
monoteísmo. Son los casos de Maurice Bloch, Luc de Heusch,
Alfred Adler o Jean Claude Muller, etnólogos africanistas y, como
tales, familiarizados con la desigual oposición secular entre las
religiones autóctonas, del bosque, y las alóctonas, del libro. Bloch
nos dice a este respecto: «Estos autores [Girard y Bukert] presu-
ponen una agresividad innata en los seres humanos que será ex-
presada y, en cierta medida, purgada en el ritual. Por el contrario,
yo no fundo mis argumentos sobre una tendencia innata a la vio-
lencia, pero encuentro que la violencia es ella misma el resultado
de una tentativa de crear lo trascendente en la religión y en la
política» (Bloch, 1997: 20). Bloch quiere restituir el hecho de la
violencia, presente en casi todos los cultos africanos y oceánicos a
los que recurre en su argumentación, a su función social y política
en las estructuras, y no tanto a una teleología religiosa. Una vez
más, el problema de la religión no sería lo innato, o preestableci-
do, sino lo acordado o establecido.
Una perspectiva de futuro en antropología crítica de la reli-
gión para eludir el obstáculo epistemológico existente en el par
credulidad/incredulidad es aquella que elude explícitamente la
noción de religiosidad (o religión) popular. Jean Pierre Albert, en
el línea teórica de Jean Claude Schmitt, al analizar algunos de
los aspectos del cristianismo, recurre a categorías hermenéuti-
84
cas tales como «isomorfismo» o «sentido». Respecto a los luga-
res de culto, un terreno muy propicio para extender la idea de
Saintyves de la transmisión o supervivencia pagana, Albert escri-
be: «El operador esencial del análisis es, así, la noción de iso-
morfismo [...]. La marginalidad social de la ermita llama a una
marginalidad topográfica; su rol mediador con el mundo sobre-
natural cubre la imagen de una posición de frontera entre lo
conocido y lo desconocido que puede ofrecer el par espacio sal-
vaje/espacio humanizado; Dios está en el Cielo, y los hombres
sobre la tierra; esto no está mal porque la ermita está un poco en
alto [...]. Las calificaciones sensibles o culturales del espacio [...]
entran en consonancia con la pareja mundo humano/mundo
sobrenatural que sólo tiene sentido desde un punto de vista reli-
gioso, pero que quedará abstracta e inactiva si no halla en la
experiencia una suerte de encarnación» (Albert, 2000: 15). Esa
eficacia simbólica se ha emancipado, pues, de la cadena causal
funcionalista, y debe dirigirse hacia explicaciones estructurales.
La concepción epistemológica que se tenga de la eficacia simbó-
lica va a determinar las posibilidades que tenga la antropología
crítica de la religión, o bien va a subordinar ésta al dictado de la
teología, que no va dejar de llevar la noción precitada a su terri-
torio, circunscribiéndola en el mejor de los casos a la difusa cul-
tura popular. Albert emplea también la noción de sentido para
designar el territorio común que comparten héroes antiguos,
santos cristianos, héroes políticos y estrellas mediáticas (Albert,
2001b). La noción de sentido es el campo semántico donde se
libran las mayores batallas por la interpretación de la realidad, y
ahí se hallan en conflicto desde la Ilustración, que abrió paso a la
secularización y a la hermeneusis, la política y la religión, como
explicaciones últimas del mundo (G. Alcantud, 2000a). Gada-
mer ha dado una conocida explicación al surgimiento de la her-
meneusis por la lectura de los textos bíblicos en el Siglo de las
Luces (Gadamer, 1988).
La noción de religión popular, en tono menor religiosidad po-
pular, está en el corazón del debate teológico contemporáneo.
François-André Isambert nos dice que en un primer momento
los datos etnográficos y la antropología cultural han venido en
auxilio de «los argumentos invocados por sacerdotes y teólogos
en apoyo de la pastoral tendente a discernir una práctica de los
sacramentos animada por una fe auténtica y aquella que se hace
85
en los “ritos familiares, ligados a perspectivas y a las comidas
festivas”». Este argumento, que dividió hace años a los católicos
en «autenticistas» y en «festivos», ha tenido interesantes episo-
dios teológicos, como el del «Cristo-payaso» y del «cristianismo
cómico» de Harvey Cox, pensado para ser contrapuesto al cris-
tianismo débil y sufriente denunciado por Nietzsche: «Este sen-
timiento de radical e irreprimible esperanza permanece vivo y
sano en lo cómico. Su Cristo es el bufón de rostro pintarrajeado,
cuya locura es más sabia que la sabiduría. Su Iglesia se encuen-
tra en todas partes donde los hombres levantan la copa para
brindar por las alegrías que recuerdan o esperan». Por otra par-
te, «este don de la esperanza cómica no es algo cuyo monopolio
tenga la gente religiosa (Cox, 1983: 176). La apertura al humor
cósmico por parte de la teología no parece, sin embargo, haber
sido comprendida por quienes reivindican el cristianismo popu-
lar, en el que buscan los signos de una autenticidad que niega la
Iglesia oficial, sin dejar espacio para el humor y la relatividad.
En este campo se ha acabado por encontrar contradicciones «in
terminis». La reivindicación de la «tradición» por los católicos
de extrema derecha, argumenta Isambert, ha cogido a contrapié
al «catolicismo de izquierda», empeñado en reivindicar la auten-
ticidad del cristianismo festivo (Isambert, 1982: 87). El «pue-
blo» ya no parece tan inocente, o naturalmente inclinado a la
bondad cultural y religiosa. Ya no representa la parte del bien
apriorísticamente.
Probablemente sea Wittgenstein quien haya hecho la crítica
más radical de las concepciones de la religión como creencia al
afirmar: «Creo (al revés que Frazer) que lo característico del hom-
bre primitivo es que no actúa por creencias» (Wittgenstein, 1992:
72). Esta concepción se halla tremendamente cercana a la del es-
tructuralismo antropológico moderno, el cual ha acabado de re-
dondear la profunda analogía existente entre pensamiento cientí-
fico y pensamiento salvaje: «Su conocimiento de la naturaleza, si
se plasmara por escrito, no se diferenciaría, fundamentalmente,
del nuestro. Sólo su magia es distinta». Wittgenstein acaba con las
posibilidades lógicas para una religión de las creencias, que es en
definitiva el fundamento para toda religión. Éste es el debate que
tras el velo del misterio nos quiere ocultar Girard, por ejemplo.
En cualquier caso, el problema de la creencia se remite direc-
tamente en las culturas cristianas al problema de la fe. La fe ocul-
86
ta la convivencia con rasgos del paganismo: «La Iglesia es ante
todo un aparato de educación, e incluso quien, en la adolescencia
o en la edad adulta, conoce la experiencia de la duda, es un hom-
bre irremediablemente cristiano. Se puede dejar de ser creyente y
seguir siendo cristiano» (Augé, 1993: 70). La moderada increduli-
dad que presenta el cristiano medio o, si se quiere, la credulidad
excesiva, no queda interferida por la condición cultural de cristia-
no. De esta manera, el fondo pagano ha podido convivir con el
fideísmo cristiano. No así dos de las características que distin-
guen al hombre pagano, según Augé: primero, que es naturalmen-
te plural; segundo, que no es un misionero de sus creencias. Estas
actitudes lo oponen estructuralmente al cristianismo, siendo una
oposición sutil y persistente. El paganismo ha permanecido, tan-
to en su versión filosófica como popular, racionalista como ritual,
gracias a la imposibilidad cristiana de resolver tanto el problema
de la incredulidad como la adhesión a los seres intermedios.
En todo caso, esta incredulidad que tiene una dimensión esen-
cialmente política no está en contradicción con una visión tole-
rante y comprensiva hacia los sistemas religiosos. Lévi-Strauss,
incrédulo él mismo, asegura frente a cualquier veleidad ultrarra-
cionalista que «me entiendo mejor con creyentes que con raciona-
listas de cualquier pelaje», y ello lo fundamenta en la noción de
misterio: «Los primeros tienen, por lo menos, sentido del miste-
rio. Un misterio que, a mis ojos, el pensamiento se muestra cons-
titucionalmente impotente para resolver. Hay que contentarse con
la roedura incansable a que se entrega, en sus bordes, el conoci-
miento científico. Pero no conozco nada más estimulante, más
enriquecedor para el espíritu, que tratar de seguirlo —como pro-
fano; eso sí» (Lévi-Strauss, 1990: 18). Uno de las pocas antropólo-
gas creyentes, católica para más señas, Mary Douglas, que ha in-
dagado sin complejos en los libros del Antiguo Testamento, y más
en particular en los del Levítico y Números, subraya que en el
mundo de la antropología se estaría dispuesto naturalmente a acep-
tar ciertos poderes extraordinarios, encarnados sobre todo por
profetas y taumaturgos, pero no aquellos que desafían la ley de la
gravedad, lo que interpreta como una limitación intelectual para
la propia antropología, afectada en última instancia por el ultra-
positivismo: «A un antropólogo —escribe— le resulta difícil creer
en la levitación cada vez que se anuncia que hay un santo que
puede elevarse y permanecer suspendido en el aire. También le
87
resulta difícil creer en la ubicuidad, el poder de desafiar las leyes
del tiempo y el espacio y estar al mismo tiempo en dos lugares
diferentes [...]. En cambio no le cuesta creer en ciertos pode-
res extraordinarios de curación o de control del cuerpo, ni en la
percepción extrasensorial y hasta la profecía. El mayor obstáculo
procede de nuestro compromiso con ciertas leyes fundamentales
de la física newtoniana» (Douglas, 1998: 201). Esta separación
entre ciencia y fe, entiende Douglas, es ontológica, y mantiene
atada a la antropología a una suerte de hiperracionalismo que
algunos antropólogos más «espirituales» han buscado suturar a
través de la apertura a la estética, en especial musical, desplazan-
do las nociones de misterio y creación a los ámbitos artísticos.
88
CAPÍTULO 4
MUNDOS DE PROVINCIAS.
CUANDO LA LITERATURA SUPLANTA
A LA ANTROPOLOGÍA1
1. Publicado en versión preliminar en: Cristina Viñes Millet (ed.), Los sueños de un
romántico. Francisco de Paula Valladar, 1852-1924. Granada, Casa de los Tiros, Caja
General de Ahorros, 2004: 107-119.
2. F.P. Valladar, «Las pinacotecas del Generalife», Boletín del Centro Artístico, n.º 25-
26, 1887.
89
rable. También debe tenerse presente su afición a la pintura y su
condición de músico, que lo llevaba a explorar en primera perso-
na el mundo de la creación. Valladar, que era hijo de un modesto
profesor de música del popular barrio de San Matías, de Grana-
da, llegó incluso a empeñar las ganancias de un premio de la
lotería en sus aventuras editoriales, demostración fehaciente de
ser un auténtico iluminado de la cultura (Barrios Rozúa, 2000).
Debe ser conceptuado, pues, como un auténtico filántropo, guiado
por una concepción romántica, y por ende pasional, de las virtu-
des que encarnaba la redención cultural.
Recordemos el ambiente por los que transcurría la vida cul-
tural granadina, y en particular la revista La Alhambra, antes de
que esa cabecera viviese la época que corrió a cargo de Valladar.
De esta manera se nos describe el ambiente en el que se desen-
volvía la Granada romántica: «En la primavera de 1839, la Aso-
ciación Literaria y Patriótica, establecida el año anterior, inició
la edición de una revista que tituló La Alhambra. No es casual
esta primera aparición del nombre de nuestro más importante
monumento al frente de una publicación. Lo oriental, tras el
pálido neoclasicismo, volvía a estar de moda y bajo este nombre,
inevitable en la ciudad, estaba todo el temario que iba a durar
casi hasta nuestros días: moras enamoradas, valientes cristia-
nos, correrías en la Vega, ajimeces y gomeles, pasión y africanis-
mo lánguido; detrás, una Edad Media también inesquivable,
abrazada a este arqueológico y literario renacer. Pero no único:
porque si la literatura se lanzaba en toda Europa a inspirarse en
viejos tiempos, el impulso de estas novedades y, sobre todo, de
esta revista “moderna” se hallaba en el ansia juvenil de un futuro
mejor y más justo. La desdichada historia política de nuestra
patria en la primera mitad del siglo XIX justifica el deseo eviden-
te de los jóvenes granadinos de salir al fin a la luz de la gloria una
vez que la constitución liberalizante de 1837 parecía asegurar
para siempre una hermosa libertad». Mas este proyecto román-
tico acabó por fracasar por la íntima relación que había entre
política y cultura, entre aspiraciones a la libertad política y el
entusiasmo que arrastraban a los unos en la caída de los otros:
«Romanticismo literario y liberalismo político son, pues, las dos
razones por las que nace esta publicación, órgano, además, de
esa sospechosa Asociación Literaria y Patriótica que reúne en su
nombre ambos motivos y que debió llevar una casi segura vida
90
subterránea antes de que se dictaminara la libertad de imprenta.
España estaba plagada entonces de sociedades más o menos se-
cretas y de tendencias patrióticas; que ésta tuvo algo que ver con
la política lo confirma en seguida el hecho de que una vez decre-
tado el liberalismo la Asociación se transformara en Liceo». Se-
gún sostiene Marín, recogiendo el testimonio de algunos de los
creadores del Liceo, la revista y los proyectos culturales se vinie-
ron abajo precisamente por la mezcla de cultura y política, de
forma que el fracaso de la segunda arrastraba a la primera (Ma-
rín, 1962: 7-8). El testigo recogido por Francisco de Paula Valla-
dar, por consiguiente, exigía evitar esta asociación entre activi-
dad política y cultural, con el fin de garantizar la continuidad del
proyecto. Precisamente en este dominio Valladar le echaba en
cara a su amigo y coetáneo Miguel Garrido Atienza que hubiese
perdido mucho tiempo dedicándose a la política, en lugar de
continuar sus investigaciones históricas, para él mucho más fruc-
tíferas a la larga.
Pues bien, en las páginas de la revista La Alhambra Valladar
estuvo muy cerca intelectual y prácticamente del grupo sevillano
promotor del movimiento folclorista en Andalucía, y más en con-
creto de Alejandro Guichot y de Francisco Rodríguez Marín (G.
Alcantud, e.p. 3). No puede extrañar esta relación por cuanto
que Valladar también se pronunció en torno al 98 por un tímido
regionalismo, tendencia por la cual mostró vivas simpatías en su
revista.3 Valladar, al recepcionar un libro sobre folclore de Gui-
chot, da cuenta de los intentos de crear en Granada la sociedad
El Folk-lore Granadino, que corrieron a cargo de Agustín Caro
Riaño, socio, como él, del Liceo y el Centro Artístico, el cual en
su afición recogió datos de diferentes fiestas granadinas.
De aquella reunión entre los representantes del movimiento
folclorista sevillano y los eruditos granadinos han quedado pocos
testimonios. El propio Guichot dio sólo una breve y opaca infor-
mación: «Hechas gestiones por Guichot para la constitución del
centro provincial granadino, en abril de 1884, se verificó una re-
unión de profesores y periodistas para tratar de ello, sin que se
realizase el objeto» (Guichot, 192: 178). Luego señalará a cinco
autores de aquel non nato movimiento de «leyendas y tradiciones
de Granada»: Afán de Ribera, Francisco de Paula Villareal, Ángel
91
del Arco, Garrido Atienza y, por supuesto, Valladar. Lo cierto es
que también en la revista fundada y dirigida por Machado y Álva-
rez, El Folk-lore Andaluz, se anunciaba inminente la formación
de la sección granadina en estos términos: «Nos anuncian de
Oviedo, Granada y Llerena hallarse próximos á constituirse el
Folk-lore Asturiano y el Granadino y Regianense, como secciones
respectivas del Andaluz y del Extremeño» (El Folk-lore, 1884: 287).
Poco más sabemos. El ambiente, no obstante, era favorable al
movimiento, como puede observarse siguiendo la prensa local de
aquella primavera de 1884, donde se hacen eco del movimiento
folclorista constituido en lugares lejanos, mientras que se infor-
maba exhaustivamente también de los detalles de la celebración
de las fiestas del Corpus, las cuales fueron muy importantes para
el círculo de los potenciales folcloristas granadinos. Se dará cuenta,
por ejemplo, de la creación de El Folk-lore Puertorriqueño, el
cual es saludado con entusiasmo: «Las bases de esta sociedad
serán las establecidas por el Folk-lore español, del que formará
parte. Aplaudimos con entusiasmo este pensamiento».4 En este
año de 1884, cuando comienza la segunda época de la revista La
Alhambra de la mano de Valladar, se concita el movimiento públi-
co de apoyo a las fiestas del Corpus, y aún llegan los ecos entu-
siásticos de la formación del movimiento folclorista en Sevilla.
Es el año clave, de esperanza para folcloristas y regionalistas, que
luego se torcería o adoptaría otras fórmulas.
En principio podemos constatar que la iniciativa de fundar el
movimiento folclorista granadino terminó en fracaso, según nos
cuentan: «Ni aquellos esfuerzos, ni los que hicieron después y que
en esta Alhambra de ahora, en sus 24 años de publicación, cons-
tan, dieron el resultado positivo que merecía la noble iniciativa de
Caro Riaño; el Folklore Granadino quedó como uno de tantos
bellos y puros ideales; considerados como “guilladuras” de gentes
que no viven en el terreno de lo positivo...».5 Queda por interrogar-
nos sobre las razones del fracaso. Ha de tenerse en cuenta, en
primer lugar, que el movimiento folclorista tenía una orientación
regionalista en su concepción y organización. El suyo era un fede-
ralismo de fundamento regionalista más que localista, al contra-
rio de lo ocurrido con el movimiento cantonal de la Primera Re-
92
pública. Ello estaba ya explícito en las bases constitutivas del mo-
vimiento folclorista andaluz, que sólo contemplaba la posibilidad
de integración bajo sus supuestos hegelianos. La declaración de
1881 dirigida a las provincias andaluzas respira hegelianismo y
fichteísmo por todos los poros al designar que van a «recoger
materiales para la verdadera historia de estas provincias, hasta
ahora, como la de España, no escrita todavía, y poner de mani-
fiesto ante el mundo entero el alma de esta privilegiada y origina-
lísima raza andaluza».6 En Sevilla, en su universidad, habían pre-
dicado importantes hegelianos, que habían influido en el maestro
de krausistas don Federico de Castro; el clima intelectual era favo-
rable al regionalismo jacobino que exaltaba el centro, esto es, en
este caso, Sevilla. Lo que sí es cierto es que, mientras La Alhambra
fue extremadamente generosa acogiendo en sus páginas trabajos
de Guichot y Rodríguez Marín, esta generosidad no se dio a la
inversa, ya que en las de El Folk-lore Andaluz no hubo una sola
contribución del resto de las provincias andaluzas, mientras que
paradójicamente la dimensión internacional del movimiento es-
tuvo muy presente con contribuciones o informaciones del folclo-
rismo portugués, encabezado por Teófilo Braga, del italiano, pro-
movido por Giusseppe Pitré, o del francés, dirigido por Paul Sébi-
llot. Los folcloristas sevillanos acumulaban réditos con sus
contactos exteriores e invitaban al resto de los andaluces a incor-
porarse pasivamente a su proyecto. El despecho con toda seguri-
dad tuvo que anidar en aquellos intelectuales del resto de las pro-
vincias andaluzas a los que sólo se les pedía que se adhiriesen
pasivamente al movimiento folclorista, sin mayor posibilidad de
reconocimiento en pie de igualdad.
Valladar, años después, en un prólogo-homenaje al costum-
brista local Antonio J. Afán de Ribera, se expresaba en estos tér-
minos, para explicar el fracaso del movimiento folclorista: «Y
dígole, mi señor don Antonio, que he pasado unas horas delicio-
sas leyendo todo ese arsenal de historia del pueblo que Usted ha
coleccionado, presentándolo en modestísima forma y sin darle
el carácter de estudio que en realidad tiene y no de escasa valía,
porque de todo ello, en cuanto a lo pasado, se deduce un conoci-
miento muy completo de lo que, siguiendo modas extranjeras,
6. «Circular del Folk-lore Andaluz dirigida á las provincias andaluzas, 1881» (Folk-
lore Andaluz, 1884: 505).
93
se llamó hace unos años el folk-lore español y pasó sin haber
dejado otros rastros que unos centenares de obras muy impor-
tantes pero mal comprendidas por los indoctos» (Valladar, 1898:
14). Las opiniones del resto de los prologuistas de Afán, y en
particular de M. Gutiérrez, se debaten entre el rechazo del méto-
do de los folcloristas, del que dicen que «empezó y acabó como
la mula de alquiler del apólogo, comiendo muy aprisa y parando
muy pronto», habiéndose reducido en su «corta existencia [...] a
coleccionar sin orden ni concierto refranes, coplas y anécdotas»,
y de otra parte, la recomendación de seguir sus pasos: «Si tuvie-
ra autoridad como tengo buen deseo, yo suplicaría á los jóvenes
granadinos, que en vez de imitar a los modernistas y decadentis-
tas, sectas y modas exóticas y pasajeras, se dedicaran al útil y
sabroso pasatiempo de recoger y coleccionar los modismos, can-
tares, chascarrillos y cuentos del pueblo. El folk-lore de nuestra
provincia, a juzgar por las muestras hasta ahora publicadas en
cancioneros, y por lo que se oye todos los días en la Alhóndiga,
en los mercados, en el Albaicín, y en otros centros populares,
tiene que ser variado y opulento». Probablemente movido por la
realidad circundante Valladar no tuvo más remedio que defen-
der la literatura costumbrista local frente a los criterios cientifi-
cistas del grupo sevillano. Así puede observarse en la introduc-
ción que se hace a otro libro, Fiestas populares de Granada, del
auténtico recreador de tradiciones, Afán de Ribera: «En nuestro
país, donde todo está por hacer, un libro como “Fiestas popula-
res de Granada”, llena un gran vacío, al igual que las sociedades
“folklóricas” buscan con interés cuantos rasgos y detalles pue-
dan caracterizar al pueblo, de cuya historia, en verdad, hay es-
critas muy pocas páginas en nuestras crónicas y códices» (Valla-
dar, 1895: 23). La ausencia de método etnográfico no le impide
valorar e incluso ensalzar las obras del costumbrismo literario
autóctono. Está claro que Valladar no tiene más remedio que
navegar entre varias aguas, marcadas por la realidad local y la
idealidad regional.
No obstante, la polémica sobre el método estuvo siempre viva
en la misma Granada. En oposición a los literatos costumbristas
locales, Elías Pelayo escribirá un par de artículos para delimitar
el concepto de «tradición». Fustiga, en primer término, a los que
llama «especuladores literarios», que emplean de manera indis-
criminada un concepto que sólo serviría para encubrir invencio-
94
nes de su pluma.7 Señala Pelayo que las tradiciones se tienen que
acoger al género literario preciso de las baladas, las narraciones
épicas o los cuentos, y que «además de tomar por base un hecho
cierto y ofrecer un carácter histórico, es preciso que estén armó-
nicamente empleados el elemento lírico y dramático, sin aban-
donar el estilo narrativo, que es peculiar a todas las composicio-
nes, procurando, en fin, que la importancia del asunto corres-
ponda, en cuanto sea posible, al título de epopeya local, que á la
leyenda suele aplicarse atinadamente».8 El asunto del método
estaba, por tanto, vivo, a pesar del peso de lo que podríamos
llamar escuela tradicionalista granadina.
También la inicial identificación de Valladar con los folcloris-
tas sevillanos admitía algunas dudas y sombras que se pueden
rastrear en sus escritos. La primera y más importante crítica se
la hacía Valladar aduciendo como músico su falta de sensibilidad
hacia la parte puramente musical del folclore. Esto lo completa-
ba, además, con un rechazo en toda regla del flamenco como úni-
co folclore musical andaluz. Sabido es que Antonio Machado y
Álvarez tenía en el estudio de las letras flamencas uno de sus prin-
cipales sostenes ideológicos. En la introducción a la colección de
cantes flamencos que recogió sólo desde el punto de vista de las
letras, Machado y Álvarez declaraba «el amor que profesamos a
nuestro pueblo y el deseo de que la literatura y la poesía, rompien-
do los antiguos moldes del convencionalismo estrecho y artificial,
se levanten a la categoría de ciencia y se inspiren en los grandio-
sos y nuevos ideales que hoy se ofrecen al arte» (Machado, 1975:
23). Precisamente en relación con el cante flamenco, Valladar en
buena medida representó la perspectiva antiflamenquista, sobre
todo puesta de manifiesto con motivo de los debates a que dio
lugar en el seno del Centro Artístico la celebración del festival del
año 1922 (Lorente, 2001: 38 y ss.). Valladar, como el periodista y
activo intelectual Ruiz Carnero, se colocó en la facción antifla-
menquista que se oponía a la posición proflamenca de Lorca y de
Falla. Después de recordar que en La Alhambra él había publica-
do una gran cantidad de estudios sobre cantos populares y músi-
ca, tanto propios como de otras figuras del momento tales como
95
Felipe Pedrell, y argüir en su favor que en 1897 había ganado un
concurso del Liceo granadino con unos Apuntes para una historia
de la música en Granada, acaba advirtiendo: «Envío mis plácemes
al Centro Artístico y al Ayuntamiento por la proyectada fiesta de
los cantos populares granadinos [...]. Voy a insertarlo en La Al-
hambra por si con ello pudiera coadyuvar a la meritoria obra de
propaganda del saber popular o folk-lore, que ha tomado a su
cargo el benemérito Centro Artístico, sociedad, en su primera
época, nacida en el Liceo [...]. Soy entusiasta de la fiesta de los
cantos populares granadinos, pero dejémonos de “cante jondo”...
Corremos, no lo olvide el Centro, el peligro gravísimo de que esta
fiesta pueda convertirse en una españolada [...]. Han contribuido
los granadinos a formar tantas españoladas, que debemos pensar
mucho antes de que [...] pueda convertirse en una españolada [...]
que éstas repitan y corran por el mundo».9 Valladar puede ser
integrado en una corriente que se abría en aquella España de las
primeras décadas del siglo, que se sentía avergonzada por su ima-
gen exterior, producto tanto del falseamiento que llevaron a cabo
los viajeros románticos, atribuyendo a los españoles, y más en
particular a los andaluces, un estereotipo que estaba lejos de la
realidad, como de la propia contribución de los autóctonos al sos-
tenimiento de esa imagen. Por poner un ejemplo cercano, Valla-
dar, con motivo de la muerte de Chorrojumo, el supuesto «prínci-
pe de los gitanos» que falseaba la imagen pública de éstos con la
estrafalaria imagen que había adoptado para vender fotografías
turísticas, señaló que la ciudad se había quedado poco menos que
descansando con su ausencia. Las protestas locales por la partici-
pación de la troupe de las zambras albaicineras en la exposición
universal de París de 1900 fueron notables (Lorente, 2001: 33-35).
La inicial amistad con el círculo sevillano del movimiento
folclorista estaba obstaculizada asimismo por las diferencias
políticas. Valladar respiraba políticamente a través de un regio-
nalismo que luego se identificaría con la conservadora Liga Re-
gionalista de Cambó, y cuyo testigo recogería Antonio Gallego
Burín, que además de suceder a Valladar como director de la
Casa de los Tiros, siguió pasos políticos similares hasta el um-
bral de la guerra civil, y tuvo el mismo interés cultural cuando
96
ejerció de alcalde (G. Alcantud, 2003: 483-501). Sin embargo,
Guichot era un convencido republicano, como lo era también el
compañero de generación de Valladar, el concejal, historiador y
abogado Miguel Garrido Atienza. No podemos olvidar, no obs-
tante, que Blas Infante, Guichot y otros intelectuales sevillanos
que hoy catalogaríamos de «progresistas», flirtearon un cierto
tiempo con la Liga Regionalista, y que Infante reconocía tener
una gran simpatía personal por Cambó. De las diferencias que
pudiera haber de temperamento político entre Valladar y Gui-
chot, a pesar de su común aspiración a un cierto regionalismo y
folclorismo, da cuenta el que mientras el primero intervenía en
la formulación de las fiestas con un concepto que podríamos
catalogar de elitista o burgués, el segundo en sus intervenciones
en el Ayuntamiento de Sevilla hacía hincapié una y otra vez en la
necesidad de reducir gastos en las mismas, y hasta en evitar el
aristocratismo que las impregnaban. En esta línea Guichot ata-
có la sevillana feria de primavera, ligada a la venta de ganado y
gestionada por los grandes propietarios, «y lanzó la idea de or-
ganizar exposiciones industriales, no sólo de patronos sino tam-
bién de obreros, pues esta clase reclamaba con razón un lugar
en la vida moderna, lo cual, además de ofrecer una firme base de
desarrollo de la población, sería motivo para que los premios
fuesen a los hogares de los que más los necesitasen» (Jiménez,
1990: 241). En el perfil de aquellos intelectuales seguía siendo
una suerte de deber cívico proceder no sólo al estudio de aspec-
tos de la vida social, incluidas las fiestas, sino a reformarlas y
promoverlas. Su dimensión de estudiosos de la cultura tradicio-
nal o popular se completaba con el compromiso adquirido en las
reformas culturales (G. Alcantud & Robles, 2000). Confusión
pasional que, como dijimos, perjudicó a la autonomía y profe-
sionalidad de la cultura.
En el caso particular granadino tanto Valladar como su coetá-
neo Garrido Atienza actuaron de promotores de numerosas fiestas,
tanto desde el Ayuntamiento como desde las sociedades culturales
Liceo y Centro Artístico. Uno de los casos más señalados fue la
fiesta de la Toma, a la cual prestó gran atención don Miguel Garrido
Atienza, en su condición de estudioso y de concejal, con motivo del
IV centenario de la conquista de la ciudad. Publicó en este sentido
un folleto en 1891, encargo del Ayuntamiento granadino, y partici-
pó activamente en su organización (Garrido Atienza, 1891). Tam-
97
bién tuvo preocupaciones en esta materia Valladar, que consagró
numerosas páginas a los hechos históricos de la conquista de Gra-
nada tanto en La Alhambra como en el Boletín del Centro Artístico.
Valladar publicó, precedido de un estudio introductorio suyo,
El triunfo del Ave María, la comedia de moros y cristianos que se
representaba en Granada todos los 2 de enero, y que era atribui-
da al mismísimo Lope de Vega. Amén de abogar por el manteni-
miento de la fiesta, apostaba por su dignificación siguiendo el
criterio muy burgués del decorum. «Se iba quedando [la obra]
reducida á un esqueleto; cada año se suprimían versos en las
relaciones, en otros se le acortaban escenas, de modo que ya
había quedado reducida á un insufrible trompeteo y tamborileo,
instrumentos que habían sustituido a las escenas que se supri-
mían» (Valladar, 1909: 30). Está claro que Valladar quiere refun-
dir modelo épico y ópera, dado que la función de moros y cris-
tianos granadina no carecía de mérito literario. En su revista
recogía otros modelos de armadura operística —él era wagne-
riano— que podrían servir de modelo a Granada: la localidad
francesa de Béziers acababa de representar la tragedia Deyanira,
con libreto de L. Gallet y música de Saint-Saëns, con participa-
ción de numerosos intérpretes, incluidas 200 coristas y 60 baila-
rinas, amén de numerosos instrumentistas. «Con motivo de esta
novedad escénica —escribirá—, el Conde de Morphy —su infor-
mante— da muestras de su profundo saber como crítico y hom-
bre de excelente gusto en bellas artes [...] con observaciones pro-
pias de grande interés para nuestra patria, y concluye con estos
párrafos dedicados a nuestra ciudad y á una comedia, que á pe-
sar de las críticas ignorantes de los que se burlan de todo lo anti-
guo, vale mucho más de lo que generalmente se cree». Luego
reproduce parte del artículo publicado por el conde en La Ilus-
tración Española y Americana, en el que recuerda haber estado
en la fiesta de la Toma de Granada, y en particular en El triunfo
del Ave María, y llama a su reforma siguiendo el ejemplo de la
ópera de Saint-Saëns. La Alhambra se identifica con esta lógica
apoyando la campaña de decorum burgués de la Toma: «El di-
rector de esta revista, nuestro querido e ilustrado amigo señor
Valladar, ha sostenido desde hace años discreta campaña, que
hasta el presente de 1898 no dio resultado alguno, puesto que en
1892, cuando el IV Centenario de la Reconquista de esta Ciudad,
no se presentó ningún trabajo al tema del Certamen convocado,
98
que ofrecía un premio en metálico al autor de una refundición
de esa comedia, ni la empresa del teatro hizo pintar una sola
decoración para representar la obra con mayor propiedad escé-
nica, ni ha concurrido ningún artista al Certamen anunciado
por la Real Sociedad Económica, para premiar una colección de
bocetos de decoraciones y figurines de trajes utilizables al efec-
to».10 Este fracaso o falta de recepción de sus iniciativas, como
otros, y muy en especial la defensa del patrimonio artístico gra-
nadino, no desanimarían a Valladar. Este mismo asunto preocu-
paba a su compañero de generación Garrido Atienza, pero sin la
sensibilidad musical de Valladar.
Valladar, además, interviene en las reformas festivas a las que
fueron tan aficionados los intelectuales de la época, en tanto
que actor, no sólo como propagandista o teórico. En su papel de
músico, intentaría sacar adelante la afición sinfónica granadina,
creando una efímera orquesta. En la revista alhambrina pode-
mos leer una noticia recogida del diario El Defensor de Granada:
«Lo más agradable de la Exposición han sido los conciertos da-
dos en ella por la orquesta, pequeña por el número, pero grande
por la manera magistral de interpretar las obras, que dirige el
maestro D. Francisco de Paula Valladar. Oyendo á aquel reduci-
do número de profesores interpretar todo el gran repertorio clá-
sico y moderno, desde Beethoven y Mozart á Grieg y Saint Saëns,
desde Rossini á Wagner [...] no hay más remedio que lamentar el
sensible vacío que se nota en el arte granadino con la falta de una
sociedad de conciertos. Que hay para ella los elementos indis-
pensables, ó sea un director inteligente, y buenos instrumentis-
tas, lo han demostrado los conciertos de la Exposición granadi-
na». Y añade el propio Valladar de su propia cosecha en la revis-
ta de su dirección: «Se trata del director de esta revista y la razón
es obvia: no hacemos otra cosa que ofrecer el concurso amplio y
desinteresado del Sr. Valladar, y dar las gracias al estimado com-
pañero por sus elogios [...]. Invitamos a que estudie el problema
á nuestro amigo y colaborador Paco Seco, autor de las nobles
excitaciones que dejamos transcritas».11 Está claro que Valladar
tiene un alto sentido de la cultura, que lo lleva en el terreno de la
99
acción cultural a emprender las empresas más arduas, y en bue-
na medida ruinosas para él mismo. La compulsión cultural po-
see una matriz entusiástica de origen romántico.
En otras ocasiones son las fiestas nacientes las que ocupan a
Valladar, que considera un deber su invención y promoción. Si el
recordatorio del paso de Colón por Granada lo asocia exclusiva-
mente a la elevación de algunas placas conmemorativas en San-
ta Fe y la Alhambra (Valladar, 1892: 102), la fiesta de la raza,
conmemorativa del Descubrimiento americano, la considera
motivo de su atención y promoción: «Pasó otro año sin que ha-
yamos conseguido que Granada, Santafé y Pinos Puente, en par-
ticular, ocupen el lugar que les corresponde en el aniversario que
se celebra el día 12 de octubre en España y América. Muy al
contrario: nadie se acuerda de ello, como no sea para desairar-
nos, ya que no para denigrar la memoria de algunos personajes
que a Granada importan, como el santo arzobispo Talavera, por
ejemplo. Tendrá que ser un extranjero el que haga esa reivindi-
cación, como extranjero es el que ha encauzado con sus famosos
libros y estudios la historia de la intervención española en Amé-
rica: el americano Carlos F. Lummis, explorador, arqueólogo,
historiador, periodista, que ha pasado su vida investigando nues-
tra historia y estudiando documentos y países, en que hoy se
habla de España y de los españoles con respeto y cariño, y antes
se nos vituperaba. Madrid, Alcalá de Henares y Sevilla, especial-
mente, han dado este año gran importancia a la fiesta del 12 de
octubre. ¡Granada!..., dejó pasar el centenario del descubrimien-
to de Colombia y nada hizo por enaltecer al descubridor, el insig-
ne granadino Gonzalo Jiménez de Quesada, y así, de indiferen-
cia en olvido, día llegará en que los futuros granadinos se pre-
gunten alarmados un día 2 de enero por qué suena la campana
de la Vela, como este año se lo han preguntado al oírla sonar el
día 12, por concesión del Ministerio de Instrucción Pública, soli-
citada por el Ayuntamiento».12 Este deber le parece ineludible.
No podemos dejar de mencionar que Valladar, como su compa-
ñero de generación y estudios el republicano Miguel Garrido
Atienza, debe ser conceptuado como un patriota, cuya concep-
ción de la historia española tenía una organicidad y finalidad
nacional (Inman, 1988: 13 y ss.).
100
Pero Valladar no sólo se preocupa de ceremonias, los más hie-
ratizados de los ritos, sino que encara la fiesta misma, en su hy-
bris. La menor formalización del carnaval le lleva a nuevas dimen-
siones interpretativas. Su interpretación de éste, sin embargo, es
contradictoria, pues si bien de una parte le atrae mantenerlo y
recuperarlo, de otra reduce su recuperación a los bailes y las mas-
caradas de sociedad, en los cuales queda limitada la asistencia en
función de la educación: «Están en completa decadencia; y no se
nos arguya con la consabida frasecilla de que para los que no son
jóvenes todo tiempo pasado fue mejor, como dijo el poeta. El Car-
naval ha perdido su carácter en la mayor parte de las poblaciones
españolas, y en Granada ha llegado á la exageración esa pérdida.
El general Córdoba, en sus Memorias, describe de admirable modo
los bailes de máscaras, allá del 35 al 40, pero el siguiente progra-
ma de un baile que se dio en el teatro del Campillo por esos años,
á beneficio del primer batallón de Milicia Nacional, da exacta idea
de lo que entonces eran esas fiestas». Luego señala de los bailes de
carnaval que se hacen en honor de Mariana Pineda, que en ellos
se exige etiqueta para acceder, que habrá dos bandas de música,
que existirán juegos de mesa, etc. «La comisión ha tomado todas
las medidas necesarias a efecto de que el baile sea sólo para perso-
nas de educación y delicadeza, á fin de que no se altere el orden y
brillantez en cualquier sentido». Todo para lograr lo que el general
Córdoba describía para hogaño: «La primera parte de estos bai-
les, constituía, pues, en mi tiempo, una verdadera locura, un fre-
nesí de alegría y de animación; veían los hombres descubiertos los
secretos é intrigas que suponían mejor guardados; encontraban
allí ocasión propicia para ardientes declaraciones y para conocer
su buena o mala fortuna, y las mujeres podían decir sin esfuerzo
lo que sólo en la vida común les es lícito demostrar con manifesta-
ciones tímidas é indiscretas»... Y añade de su cosecha Valladar el
siguiente comentario: «Los bailes de hoy...; más vale callar para
no hacer aún más tristes estos recuerdos. Del Carnaval, ni aun
queda la costumbre de que nos habla el inolvidable D. Nicolás de
Roda en uno de sus chispeantes artículos de aquellas épocas: la de
ir á comer á la Alhambra, á la Silla del Moro, en esos días».13 Esta
101
condición festera y moral del carnaval queda reflejada en un texto
literario, con cierto regusto a La piel de zapa de Balzac, donde el
desengaño frente a los placeres del mundo es el hilo conductor de
la narración. Valladar escribe en el artículo «Máscaras»:
14. F.P. Valladar, «Máscaras», La Alhambra, 15 de enero de 1902, n.º 98: 612-613.
102
del Corpus, de los concursos abiertos para hacer más exitosas
estas fiestas, uno de ellos convocado por la propia revista: «Tiene
por objeto premiar un proyecto de fiestas del Corpus de Grana-
da, precedido de una memoria histórico-crítica acerca de las
mismas».15 En torno a las fiestas del Corpus de 1884 es cuando
se produce el mayor clima de agitación cívica e intelectual de los
notables granadinos con el fin de recuperar una supuesta gran-
deza anterior. Pero el asunto trasciende al propio Corpus, y aca-
ba afectando al conjunto de fiestas ciudadanas. La Alhambra se
ve plagada de información sobre el Corpus y de iniciativas pro-
movidas algunas por la revista misma. Se informa, por ejemplo,
de que José Cotta y Serna había leído el siguiente dictamen so-
bre el estado de las fiestas y su futuro: «Discierne sobre lo que
estas fiestas están llamadas a ser; en primer término, debe tener-
se en cuenta el elemento religioso y la histórica procesión del
Santísimo, sobre lo que no cabe indicar reformas, pues es de
exclusiva competencia de la Iglesia, si bien el Municipio puede y
debe prestarle condiciones de orden y policía. Hace una indica-
ción oportunísima de los espectáculos y recreos profanos que
deben verificarse para aumentar atractivos, entre ellos un gran
foco de luz llenando el magnífico patio de Carlos V, donde todo
ha sido sombra durante siglos. Rechaza las subvenciones oficia-
les para las corridas de toros y caballos, que pertenecen al inte-
rés privado. Importa que cada año se proporcione un espectácu-
lo nuevo y extraordinario y celebrar cada quinquenio una gran
festividad superior a las ordinarias, coincidiendo con la realiza-
ción de algún proyecto importante, en cuyo número pudiera con-
tarse el Centenario de Colón, el de la Conquista de Granada,
etc.».16 Un programa de reformas festivas aceptado por un Valla-
dar que aspiraba, como ocurriera con la coronación de Zorrilla
como poeta nacional en la Alhambra en 1889, a movilizar a la
ciudad burguesa en torno a estos acontecimientos, con el fin de
lograr su revitalización, y sacarla del sopor decadentista (G. Al-
cantud, 2001: 292-305).
La creencia más acentuada en Valladar respecto a las fiestas
granadinas pasaba por la percepción decadente de las mismas,
15. Remigio Salomón, «La festividad del Hábeas», La Alhambra, n.º 16, 12 de junio
de 1884.
16. La Alhambra, 12 de junio de 1884.
103
lo cual era común a las mentalidades granadinas. En el influyen-
te diario El Defensor se argüía en vísperas de la típica fiesta de la
Cruz de mayo: «Hace muchos años, la fiesta de la Cruz de Mayo
fue una de las fiestas españolas más características; decae ya y,
como otras muchas, deja tras sí un mundo de recuerdos, de tra-
diciones y de leyendas».17 La población de la ciudad al menos en
la época moderna ha tenido una idea de hallarse en un lugar
marcado por el decaimiento frente al pasado. De esta manera se
presentan las fiestas menores granadinas, asociadas a una idíli-
ca vida pastoril: «La fiesta de san Antón, como las verbenas de
san Juan y san Pedro, pertenece á las fiestas populares que des-
aparecieron ya. No nos atrevemos a averiguar si esa desapari-
ción ha empobrecido y perturbado nuestro carácter o, por el
contrario, nos ha redimido ante el progreso de faltas de cultura;
pero lo que sí puede decirse es que los pueblos que conservan
cuidadosamente los rasgos que caracterizan su nacionalidad
pasan tranquila y pacífica vida». El ideal pastoril referido a un
tiempo pretérito está en pleno apogeo.
El origen de la decadencia de las fiestas se adjudica igual-
mente al abandono que de las mismas han hecho las clases nota-
bles de la ciudad, dejándolas al arbitrio rutinario de las clases
subalternas: «Desgraciadamente esta pompa y magnificencia vino
bien á menos con el tiempo, y ya por incuria del Municipio, ya
por desprecio de la ley en la que suelen parar muy poco estas
corporaciones, cuando se trata de destinar determinados fondos
á otras atenciones más ligadas á intereses privados, y se agitan á
su alrededor esos vividores municipales, verdaderos vampiros
de la sangre popular, bien sea por falta de entusiasmo o energía
en clases honradas de la población, que temen instintivamente
la lucha con sus propios explotadores, es lo cierto que de la anti-
gua munificencia, que autorizaba para decir á los Reyes Católi-
cos que querían que los granadinos derrochasen como locos,
hemos llegado el caso, según afirmaba muy bien nuestro ilustre
Prelado, un año hace, á no poder gastar siquiera como cuerdos
[...]. Confiada su organización a empleados subalternos, sin más
interés que su buena voluntad, que es preciso suponerle, no han
puesto otro cuidado que copiar con nimia exactitud lo practica-
do en años antecedentes, y así se han ido deslizando uno tras
104
otro, sin que se advierta más innovación que el suprimir de vez
en cuando alguno de sus tradicionales espectáculos, como si fuese
su misión anticipar por espontánea la obra destructora del tiem-
po, ya por sí sola bastante perjudicial á las fiestas».18
Tanto el libro de Francisco de Paula Valladar, como los artícu-
los de Elías Pelayo, como el texto posterior de Garrido Atienza,
respondían a ese efecto multiplicador de las iniciativas que te-
nían como fin enaltecer las fiestas centrales de Granada. Los
artículos de Elías Pelayo fueron publicados, como dijimos, a lo
largo de 10 números consecutivos de la revista dirigida por Va-
lladar, resultado todo ello del concurso convocado por ésta en
aquel año trascendente. También Miguel Garrido ofreció un ade-
lanto de su investigación en 1885, en particular sobre el cortejo
de la Pública.19 Con posterioridad el estudio de Valladar se publi-
có por encargo municipal «para conmemorar las que se celebra-
ron en 1886», fiestas de las que se da cuenta incluso en el texto:
«Este año de 1886 la Publicación de las Fiestas y la Entrega se
han verificado con solemne ostentación», dejando claro el éxito
del empuje voluntarista de los notables granadinos (Valladar,
1886). Finalmente, en 1889 se publicaría el libro de Miguel Ga-
rrido Atienza en el cual las referencias al de Valladar son míni-
mas, si bien se refiere a él como «nuestro querido amigo Sr. Va-
lladar» (G. Alcantud en Garrido, 1990: 7). Una cierta y soterrada
rivalidad debía haber entre ambos compañeros y amigos, ya que
andaban, voluntaria o involuntariamente, siguiéndose los pasos
en sus estudios, sobre todo los relativos a las fiestas.
Podría afirmarse finalmente, sin temor a equivocarnos, que
a la obra folclorizante de Valladar le faltaba el mismo clima de
aceptación de lo popular que a la escuela sevillana, si bien ésta
fue más intrépida en sus apuestas metodológicas. «La obra or-
ganizadora de Demófilo —se ha dicho conclusivamente— se sal-
dó con un fracaso personal, su emigración a Puerto Rico, y co-
lectivo, la disolución de las sociedades de folclore, y su herencia
apenas sí sería reconocida por su hijo Manuel, dolido por el in-
justo olvido de la figura de su padre» (Baltanás & R. Becerra,
1998: 225). Si esto ocurrió con Machado y Álvarez, cuyo nombre
18. Elías Pelayo, «Las fiestas del Corpus», La Alhambra, 20 de julio de 1884, n.º 20.
19. Miguel Garrido Atienza, «Las fiestas del Corpus durante los siglos XVII y XVIII»,
La Alhambra, 10 de junio de 1885, n.º 46.
105
figura en la historia de la etnografía española en letras mayúscu-
las, qué decir de Francisco de Paula Valladar, cuya filantropía
orientada a promover los estudios folclóricos y las propias fies-
tas granadinas chocó aún más con la ignorancia absoluta de sus
conciudadanos. Para definir el carácter y la situación de este
escritor de provincias, que pudo haber sido folclorista y no lo
fue, cabe traer a colación las palabras del cosmopolita escritor
Rafael Cansinos-Assens, cuando escribe a propósito de él lo si-
guiente: «En su juventud, estos hombres de provincia debieron
de padecer una crisis violenta de anhelos evasivos; sintieron, sin
duda, el ansia del espacio, de la verdad, quién sabe hasta qué
extremos lacrimatorios o tonantes; pero triunfó en ellos el buen
consejo de la tradición, el afecto filial a la tierra nativa, el miedo
acaso a ese infierno que simulan de lejos las luces flameantes de
la gran ciudad [...]. Así, en la provincia encontramos los poetas
más sinceros, más ingenuos, más líricos y, en general, los escri-
tores más puros [...]. La provincia, y más si es una provincia
andaluza, sencilla y dormida, tiene la virtud de formar hombres
como éste, que saben aguardar serenamente la gloria verdadera,
silenciosa y clara, sin correr locamente tras ella» (Cansinos, 1998:
346-347). Y añade que el trabajo de Valladar lo hace «para un
público reducido, que hace ilusoria la ambición de brillar».
106
CAPÍTULO 5
LA ANTROPOLOGÍA EN EL DIVÁN
INDIGENISTA: NIMUENDAJÚ Y ARGUEDAS
107
Parakana del río Tocantins» (Schaden, 1978: 9). Como dijimos,
nació en Jena en 1883 y murió en una aldea de los tukuna, en la
Amazonía, en diciembre de 1945. No se conservan fotos suyas,
excepto una.
No rompió, sin embargo, por su implicación indigenista sus
contactos con el mundo científico. Mantuvo en este orden una
estrecha relación epistolar con el etnólogo norteamericano Ro-
bert Lowie, al cual nunca conoció en persona. Robert Lowie,
que era también de origen alemán, como él, fue el encargado de
traducir los principales trabajos de Nimuendajú. En el prefacio
al primero de ellos, The Apinaye, traducido en 1939, dirá que
durante décadas Nimuendajú ha sido un verdadero estudioso de
la vida amazónica, manteniendo relación con instituciones eu-
ropeas como el museo de Göteborg, y que sus «publicaciones
preliminares sobre la organización social de los canella han es-
tado llenas de sorpresas» (Lowie, 1939).
La muerte de Nimuendajú se rodeó de leyenda. Sobre él hizo
una mención Lévi-Strauss en Tristes trópicos, ya que su vida y
sobre todo su muerte fueron objeto de rumores diversos en Bra-
sil. Lévi-Strauss señala que la obra de Nimuendajú se llevó a
cabo en una zona prácticamente desconocida, después de que el
general brasileño Rondon intentara extender la línea telegráfica
por el área (Lévi-Strauss, 1955: 261-262). Roque de Barros, des-
pués de señalar que «constituye una de las pocas entidades mito-
lógicas de la etnología brasileña», señala que las leyendas sobre
su muerte en el Amazonas, ocurrida entre el 10 y el 11 de diciem-
bre de 1945, se resumen fundamentalmente en cuatro versiones:
la primera circularía como una tradición oral entre los antropó-
logos y, según ella, Nimuendajú habría muerto envenenado con
curare por los indios tikuna, por problemas amorosos habidos
entre él y algunas mujeres del grupo. Según la segunda versión,
defendida por João Pacheco de Oliveira en los años ochenta,
Nimuendajú habría muerto por una hemorragia producida por
un café envenenado suministrado por «um civilizado da região,
desgostoso com a atuação indigenista de Nimuendajú» (Barros,
s.d.: 3). Existe una tercera versión, que adjudica la muerte del
antropólogo al deseo de los indios de robarle. Finalmente, el au-
tor del trabajo sobre la muerte de Nimuendajú aporta una cuar-
ta versión en la que sostiene que aquél, minada su salud por la
malaria, habría fallecido de muerte natural. De las primeras ver-
108
siones se deducen inmediatamente dos hipótesis: la primera, que
si fue muerto por un colonizador esto ocurrió por su excesivo
apego a los indígenas, y la segunda, que si lo fue por los indios es
porque éstos eran unos salvajes. Una leyenda llena de problema-
ticidad, la de la muerte de Nimuenjadú.
Se ha dicho de Nimuendajú que era taciturno, y que contem-
plaba el futuro de los indígenas con melancolía. Cuando se le
pidió una fotografía dijo que no la tenía, y resumió su biografía
de la manera que sigue: «Escribe Herbert Baldus: “El 22 de no-
viembre de 1937 el señor Curt Nimuendajú me escribió: ¿Usted
quiere que le mande una historia de mi vida? Es muy simple: he
nacido en Jena el año 1883. He venido a Brasil en 1903 y he
elegido como residencia San Pablo hasta 1913 y, después, Belén
de Pará; todo el resto hasta hoy, ha sido una interrumpida serie
de exploraciones. Una fotografía mía no la tengo”» (Riester, en
Nimuendajú, 1978). Por la única fotografía que se posee se ob-
serva que, efectivamente, había algo de sombrío en la expresión
de nuestro autor. Se definió a sí mismo de la siguiente manera:
«He conocido a los guaraní en 1905, al oeste del estado de San
Pablo, y viví con pocas interrupciones entre ellos hasta 1907, en
la aldea de Batalha, como uno más entre ellos. En 1907 fui acep-
tado como miembro de la tribu con todas las ceremonias y reci-
bí mi nombre indígena [...]. He vivido siempre como indio entre
indios y he aprendido en guaraní, ciertamente con imperfeccio-
nes, pero quizás algo mejor que muchos que han escrito más que
yo sobre la materia. Los mitos que voy a tratar aquí no sólo los
he escuchado contar innumerables veces en forma parcial, rara-
mente en su totalidad, sino que también los he contado» (Ni-
muendajú, 1978: 28). Por eso también se ha señalado que no fue
el espíritu de aventura el que lo movió hacia los guaraníes, sino
«la curiosidad del investigador y, al mismo tiempo, un genuino
idealismo humanitario» (Schaden, 1978: 22).
El destino, se ha razonado, parecía inscrito en su nombre in-
dígena, que querría decir «conseguir para sí un lugar» (Schaden,
1978: 9). Al asociar su destino al de los guaraníes y otros pueblos
amazónicos, Nimuendajú sabía que su causa no tenía destino ni
esperanza. Muchos indígenas sabían que carecían de posibilida-
des de salvación frente a la civilización que los acosaba, y con
esta creencia, sin entrar en la vía del milenarismo, entraron en el
colapso. Llama Nimuendajú «cataclismología» a las explicacio-
109
nes que del final del mundo darían los guaraníes que él conoció.
«Este desmoronamiento se imagina así: antes de que Ñanderuvu-
sú crease la tierra, hizo el yuý ytá (sostén de la tierra). Colocó una
viga de Este a Oeste y encima puso otra, de Norte a Sur. Entonces
se subió en la intersección de este Yuyrá iosá rekoypoý (cruz eter-
na de madera) y rellenó los cuadrantes con tierra. Como la tierra
ha de ser aniquilada, Ñanderykéy toma la extremidad Este del
brazo inferior de la cruz y retira lentamente la viga hacia el Este,
mientras que la viga superior queda asegurada en su sitio. Con
ello la tierra pierde su soporte occidental. Simultáneamente co-
mienza el incendio de la tierra (yuý okay) por el extremo Oeste,
devorando la superficie inferior hasta que, un poco más allá, per-
fora la tierra y sale a la superficie, derrumbando con estruendo la
parte que quedó atrás (yuý oá). Así, la destrucción comenzó pri-
mero lentamente, acelerando luego su marcha del Oeste al Este»
(Nimuendajú, 1978: 88). Ante estos mitos que repiten ideas de
destrucción Nimuendajú sostiene lo siguiente: «El verdadero fun-
damento de esta predilección de los Apapokúva por el tema de la
destrucción de la tierra y de creerse siempre amenazados por
ello, lo veo yo en el desolado pesimismo de esta raza moribunda
que, sin saber los motivos, hace tiempo que se ha resignado. Sólo
se oye decir: actualmente la tierra es vieja; nuestra tribu ya no
quiere multiplicarse; veremos nuevamente a los muertos; por fin
la noche vuelve a caer, etc. No sólo la tribu guaraní está vieja y
cansada de vivir, sino toda la naturaleza [...]. Los guaraní ya no
creen en ningún porvenir. Si éste no fuera el caso, quizás se ha-
brían aferrado a la creencia de un mesías [...]. La apatía elegíaca
guaraní no quiso creer nunca en ello y encontró la única salida
salvadora en la fuga al más allá» (Nimuendajú, 1978: 91). Con
posterioridad a la experiencia de Nimuendajú ha llamado preci-
samente la atención de los antropólogos esta oposición in termi-
nis entre el presunto descreimiento paganizante de los guaraníes,
descritos como un «pueblo sin supersticiones», sujetos privile-
giados de misión por parte de los jesuitas y franciscanos, y de
otra parte su misticismo (Clastres, 1989: 15 y ss.). Evidentemen-
te, el propio Nimuendajú tampoco estaba muy convencido de lo
contrario, por lo que cabe concluir que su pesimismo existencial
encontró consuelo en estos mitos de destrucción cataclísmica,
registrándolos, según él, con la mayor fidelidad, evitando toda
interferencia suya o del estilo narrativo.
110
II1
1. Editado este apartado previamente en Jizo. Revista de Humanidades, n.º 4-5, 2005:
38-46, con el título «Arguedas y Murra en el diván de la doctora Hoffmann».
111
en guerra contra el fascismo. En su obra El sexto relataría esa
experiencia carcelaria que lo marcaría para siempre (Montoya,
1991: 18). En 1946 se matriculó para estudiar antropología, y par-
ticipó en el «proyecto Vicos», un intento auspiciado por la norte-
americana Universidad de Cornell para hacer que los indígenas,
aún bajo régimen encomendero, adquiriesen la tierra de una gran
hacienda para gestionarla por ellos mismos (Holmberg, 1966).
Este proyecto fue muy controvertido en el propio Perú por consi-
derársele una injerencia estadounidense de torvas intenciones, y
abrió un profundo debate en la Universidad de San Marcos, una
de las más antiguas de América, dividiendo a su claustro en posi-
ciones encontradas. Arguedas, inclinado ya a la literatura en aquel
tiempo, publica en 1958 la que sería su novela más perdurable,
Ríos profundos. En ese mismo año reside durante 6 meses en Es-
paña, en concreto en la provincia de Zamora, para completar su
tesis en antropología, que defendería en 1963, sobre las comuni-
dades campesinas, en perspectiva comparada, de España y de Perú,
donde describe a estas últimas como un caso de «transcultura-
ción» entre el mundo indígena y el español (Arguedas, 1987). No
obstante esta experiencia, Arguedas se consideró siempre a sí mis-
mo un «aficionado» a la antropología que no había completado
suficientemente su preparación académica.
Desde principios de los sesenta le unirá una gran amistad al
antropólogo norteamericano de origen rumano John V. Murra,
especialista en culturas andinas, que había estado estrechamen-
te comprometido con la defensa de la Segunda República espa-
ñola como brigadista. Su amistad con Murra fue tal, como vere-
mos, que Arguedas lo introdujo en todos sus proyectos, en parti-
cular en la búsqueda de fondos para el sostenimiento de la revista
peruana Folklore americano, y aquél a su vez le correspondió
invitándolo años después a través del Departamento de Estado a
visitar Estados Unidos y pronunciar algunas conferencias. Por
la época, Arguedas comienza a psicoanalizarse con la doctora
Lola Hoffmann, terapeuta chilena que luego presentará a Murra
para que también su amigo siguiese su analítica. Arguedas, a
pesar de la terapia psicoanalítica, tiene profundas depresiones,
de diversos y complejos orígenes, que lo llevan a varios intentos
de suicidio, lo que finalmente consuma en 1969.
Diremos ahora algunas palabras sobre Murra, extraídas de
las extensas entrevistas que han sido publicadas sobre su vida
112
(Castro et alii, 2000). Nacido en Rumanía en 1916 en el seno de
una familia judía, emigró con 17 años a Estados Unidos, tras los
pasos de un tío suyo músico. Cursó estudios en la Universidad
de Chicago, donde descubrió la antropología a través del maes-
tro de antropólogos Raclidffe-Brown. Durante ese tiempo, in-
cluso antes de su salida de Rumanía, se había hecho comunista
por admiración a un militante rumano llamado Petru Návora-
du. La militancia comunista le llevó a ser «reclutado», en pala-
bras suyas, para combatir a favor de la República española, des-
pués de una serie de vicisitudes que le hicieron comprobar en
carne propia la naturaleza doble del estalinismo (G. Alcantud,
1996), cuyos jefes después de reclutar un barco de jóvenes ame-
ricanos para ayudar a la causa republicana los abandonaron fren-
te al puerto francés de Le Havre, obstaculizando además su in-
corporación al frente español. Una vez en España se unió a las
Brigadas Internacionales. En Albacete fue traductor del Estado
Mayor de las mismas, conociendo a figuras reconocidamente
turbias como el comisario político André Martí; esta experiencia
lo llevó a ratificar en su fuero interno la componente cínica y
contrarrevolucionaria del estalinismo. Herido en el frente, fue
finalmente evacuado. La experiencia española para Murra cons-
tituyó una verdadera inmersión antropológica, que finalmente
le hizo optar por la etnología y la historia social. Su opción por
estas disciplinas le permitió comprobar los problemas humanos
que estructuralmente son arrastrados por todas las sociedades,
y poner a prueba su compromiso perenne con la lucha por la
justicia: «Yo no he cambiado de lo que fui en los años treinta
—escribirá a este tenor. ¡Soy igual! La dedicación, la preocupa-
ción de los años treinta sigue, en el sentido de que no es mera
ciencia. Es una batalla, es una lucha. Porque uno podría dedi-
carse perfectamente a la geometría. La geometría es un tema
perfecto para estudiarlo. Y hay mucho que decir sobre esto; o de
la electricidad, o de lo que sea. ¡No! Uno está en este negocio
porque vio la humanidad y su posición de cierta manera». Esta
opinión de Murra delata la opción militante, aunque marcada
por el escepticismo, del antropólogo peruanista. El descubrimien-
to de Perú, tras sufrir el aislamiento del maccarthismo que casti-
gó su compromiso juvenil con la República española impidién-
dole salir de Estados Unidos durante mucho tiempo, fue en defi-
nitiva una prolongación de la experiencia hispana.
113
La conectividad humana y la empatía suscitada entre Argue-
das y Murra fueron mutuas, y en el fondo tiene mucho que ver
con las experiencias paralelas de los dos. Arguedas, según las
cartas cruzadas con Murra, luchaba por esa militancia huma-
nista —si al término «humanismo» le quitamos su desgaste ac-
tual—, mientras que los partidos de izquierda, «apristas» y co-
munistas, les presentaban rostros sombríos y siniestros. Tam-
bién hemos de tener presente lo señalado por Mario Vargas Llosa
en su análisis de Arguedas, que «ningún escritor latinoamerica-
no de la generación de Arguedas pudo ignorar la presión que se
ejercía sobre él en favor del compromiso. Y, repito, ella provenía
de las víctimas al mismo tiempo que de los victimarios. Ambos
compartían la creencia de que la literatura sólo podía ser “so-
cial”» (Vargas, 1996: 25). Éste es el fundamento de la presión
que se ejerció sobre la persona de Arguedas, al cual se le exigió
un «compromiso», que él mismo introyectó y problematizó, mien-
tras que en su personalidad latía un profundo escepticismo, de-
rivado de la observación de las prácticas políticas reales.
La correspondencia cruzada con Murra y Hoffmann, la men-
cionada psicoanalista de cabecera de aquél y Arguedas, es extre-
madamente elocuente de la vida interior de este último. En Mu-
rra, que había descubierto los Andes ecuatorianos en 1941, pero
que no había podido volver a Perú hasta finales de los cincuenta,
cuando conoció a Arguedas, por no autorizárselo las autorida-
des de Estados Unidos, como dijimos, vio no sólo la integridad
del investigador académicamente reconocido sino al hombre
total. Le dice en su primera carta a Murra, fechada en diciem-
bre de 1959: «Me ha de creer Ud. cuando le digo que lo extraña-
mos mucho. No se trata únicamente de la ausencia del maestro
sino de la persona. Me había acostumbrado, yo especialmente, a
tenerlo cerca. Cuando se fue Ud. estaba a la mano para cual-
quier clase de consulta. Además encontré en Ud. la especie de
tipo ideal del profesor universitario y del investigador. No es,
pues, imposible que alguien se dedique a investigar por amor al
ser humano y por amor al conocimiento en sí mismo. No se
encuentra en estos países en que la lucha es dura y las pasiones,
por este mismo hecho, siempre andan al rojo vivo, no es posible
aún encontrar al maestro que no persiga otra aspiración que
trabajar por estimación del hombre, por admiración al ser hu-
mano, por piedad hacia él y por el goce de veras inefable de
114
descubrir. Aquí se trabaja aún únicamente por vanidad. Y nues-
tro Instituto, singularmente, está muy contaminado por defecto
tan detestable. Me siento mal en compañía de gente que se mue-
ve impulsada por afán que desde niño me enseñaron a conside-
rar como poco digno» (Murra & López, 1996: 23). Resulta extre-
madamente significativa esta primera carta cruzada entre Ar-
guedas y Murra, donde nace la admiración entre los dos hombres,
unidos por el rechazo a la injusticia social y a la timorata medio-
cridad académica, amén de enlazados por una historia común,
la de la España republicana.
En lo referente al cauto pero claro «indigenismo» de Murra
véase su estudio y admiración por el cronista supuestamente
autóctono del siglo XVI, Felipe Guamán Pomá de Ayala, cuya obra
le sirvió de reflexión etnohistórica (Murra, 1987; Adorno, 1988).
Por supuesto, ténganse también presentes sus estudios clásicos
sobre el campesinado andino, parafraseados quizás hasta el abuso
por figuras de la antropología como Maurice Godelier (Murra,
1975). En estos extremos «indigenistas» también habrían de co-
incidir Arguedas y Murra.
Desde el punto de vista expresivo Arguedas no renuncia al es-
pañol, aunque sabe que los indios de muchas de las zonas que él
refleja en su literatura eran monolingües y sólo se expresan en
quechua. Se ha señalado por ello la vinculación entre Guamán
Pomá y Arguedas, los dos a la búsqueda en tiempos diferentes de
unas formas expresivas transculturales que reflejasen lo andino
(Cruz, 1992). Desde luego, el intento de Arguedas, según Ángel
Rama, debe ser catalogado de «transculturador» (Rama, 1976), es
decir, que se sitúa en el punto de vista que había trazado unos
años antes el gran etnógrafo cubano, muy admirado por el maes-
tro de antropólogos Malinowski, don Fernando Ortiz, quien alzó
frente al concepto anglosajón de «sincretismo», que presuponía la
absorción de una cultura por otra, el de «transculturación», seña-
lando el camino de la mezcla, tan presente en Cuba como en el
resto de la América hispana (Ortiz, 1976). El propio Arguedas había
protestado el concepto, señalando que él no era un «aculturado»
(Cruz, 1990). La transculturación de Arguedas se observa en la
búsqueda de ese modo de expresión literaria particular que consi-
gue, según él, tras 5 años encaminados a «desgarrar los quechuis-
mos y convertir el castellano literario en el instrumento único».
Alcanza esta dimensión en dos obras suyas, Agua y Yawar Fiesta,
115
reconociendo que la situación del creador en el medio andino,
cuando es bilingüe, y por tanto con doble pertenencia cultural, es
una «vía crucis heroica y bella». A este propósito otra expresión
suya es «desgarramiento», para defender la invasión del castella-
no por profundos «quechuismos», que hagan hablar a la colectivi-
dad (Arguedas, 1968: 19-20). No se trata de un «indigenismo» ni
de un «regionalismo» ni de un «telurismo», se trata de conseguir
hacer hablar a las culturas orales mediante la literatura, emplean-
do el vehículo de la transculturación. Para ello, Arguedas utiliza
los singulares medios de la «escucha antropológica», para procu-
rar la comprensión de las realidades segundas.
La obra de Arguedas ha sido objeto desde su inicio de una
continua controversia política. Él mismo, como recuerda Mario
Vargas Llosa, mantuvo un forcejeo con Julio Cortázar, a la sazón
autoexiliado en Europa desde principio de los años cincuenta.
Arguedas interpretó un artículo de Cortázar, en el que resaltaba
que sólo se podía comprender América desde la distancia, como
un ataque a su manera de pensar: «Lo que más le irritó fue que
Cortázar sugiriese que la perspectiva del exilio europeo permitía
tal vez una comprensión más cabal de lo latinoamericano que la
de los escritores afincados en su propio país» (Vargas, 1996: 36).
Fue tanto el dolor provocado por esta alusión que tomó por pro-
pia, que Vargas Llosa puede esgrimir que, reivindicando su condi-
ción de «provinciano» frente a Cortázar, olvidó que él mismo lu-
chaba «deliberadamente, para no ser “telúrico” y escribir una no-
vela no provinciana, experimentando con la forma, algo que hasta
entonces le había provocado desconfianza y sospechas». Está cla-
ro que Arguedas se encuentra inmerso en contradicciones pro-
fundas, que algunos ideólogos cercanos a la insurrección guerri-
llera, aprovechando la presencia entre ellos de su viuda Sybila,
han interpretado en las últimas décadas en su favor. Ésta, chilena
y militante del partido comunista peruano, que no ha salido de la
prisión hasta hace poco, acusada de colaborar con Sendero Lumi-
noso, ha reafirmado los orígenes en Arguedas de su militancia
(Castro, 2007). Uno de sus seguidores, el antropólogo y militante
izquierdista Rodrigo Montoya, que fue el encargado de leer un
poema en el entierro de Arguedas, por la voluntad de éste, puede
razonar así: «José María nunca fue un militante organizado de
izquierda. Pasó por la izquierda, en un momento fugaz de su vida
en 1931, y fue una experiencia muy dolorosa que no puedo contar
116
aquí. Desde 1931 hasta 1964 anduvo solo, en un combate aislado,
con dificultades muy grandes pero con una capacidad extraordi-
naria para combatir por lo que él consideraba justo». Se destaca,
además, que «no era una persona que declaraba algo y hacía otra
cosa. Hubo coherencia entre su palabra y su acción» (Montoya,
1991: 19). Sin embargo, Arguedas saluda la presencia del Institu-
to Lingüístico de Verano en Perú, institución norteamericana que
tras la defensa de las lenguas indígenas extendía el protestantis-
mo, y de paso el espionaje. Dado que no vio los efectos perniciosos
que tenía sobre las comunidades indígenas, el hagiógrafo salva su
posición al modo «dialéctico», diciendo: «Ésta es parte de una de
las grandes contradicciones de José María; pero no es sino la ex-
presión de un pensamiento vivo de una persona que no fue nunca
una perfección lineal, sin errores, sino una persona con sus afec-
tos, con sus simpatías y sus naturales errores» (Montoya, 1991:
22). Así queda sentenciado el asunto, para mayor gloria de la mi-
litancia que lo tenía por héroe.
Que Arguedas se encontraba grandemente presionado inte-
riormente por el «compromiso» es un hecho indudable, como el
que por otro lado éste chocase, como no podía ser de otra mane-
ra, con la sensibilidad del artista, y las inclinaciones científicas
del antropólogo. Sus relaciones con Hugo Blanco, líder indígena
muy activo en aquellos años, son bien claras a este respecto. Ar-
guedas estaba a no dudarlo fascinado por la figura de Blanco, un
héroe legendario en aquel tiempo, el cual empleaba para comu-
nicarse con él el quechua, enfatizando con ello la fraternidad
indígena, y tocando a la par las fibras sensibles de la poética.
Valga este botón de muestra de una carta enviada por Arguedas
a Blanco: «Hermano Hugo, hombre de hierro que llora sin lágri-
mas; tú tan semejante, tan igual a un comunero, lágrima y acero.
Yo vi tu retrato en una librería del barrio latino de París; me
erguí de alegría viéndote junto a Camilo Cienfuegos y al “Che”
Guevara. Oye, hermano, sólo al leer tu carta sentí, supe que tu
corazón era tierno, es flor, tanto como el de un comunero de
Puquio, mis más semejantes. Ayer recibí tu carta: pasé la noche
entera, andando primero, luego inquietándome con la fuerza de
la alegría y de la revelación» (Blanco, 2003: 17). En la dirección
contraria la correspondencia poética tenía el mismo tono.
Rodrigo Montoya ha dicho que «nadie estudia a fondo la obra
de un autor al que no quiere», para dejar claro quiénes son los
117
«propietarios» de la memoria de Arguedas. Entre las interpreta-
ciones «políticas» que considera Montoya que están por hacer,
destaca la siguiente: «No tenemos que copiar nada a nadie, que
el Perú tiene una riqueza cultural extraordinaria, que aquí pode-
mos vivir todos, todas nuestras culturas, que no tenemos que
pedirle a un quechua que deje de ser un quechua para parecerse
a un norteamericano». Tesis, según Montoya, contrapuesta a la
de Vargas Llosa. Mario Vargas fue influido, sin embargo, muy
pronto por este intento categorial presente en la obra de Argue-
das, en el fondo autobiográfica, Ríos profundos. Llosa dijo en el
prólogo a la misma que su hilo conductor era la «nostalgia, y a
ratos la pasión» de un «niño desgarrado por una doble filiación
que simultáneamente lo enraíza en dos mundos hostiles» (Var-
gas, 1969: 9). Este mismo Vagas Llosa no tiene inconveniente,
años después, en perder su tiempo de novelista de éxito, en el
máximo de su carrera, para escribir un documentado estudio
sobre Arguedas, y considerar que «en JMA se puede estudiar de
manera muy vívida lo que los existencialistas llamaban “la situa-
ción” del escritor en América Latina». Llosa, evidentemente, quie-
re «desconstruir» la «utopía arcaica», la misma que probable-
mente le hizo perder la presidencia del Perú, cuando se postuló
para ella. Está claro que el «problema Arguedas» sigue sin estar
resuelto en la medida en que continúa creando pasiones y polé-
micas de largo aliento.
Las interpretaciones sobre Arguedas, figura sin lugar a du-
das más popular que Murra, han basculado sobre distintos goz-
nes. Rizando el rizo, se ha interpretado la crítica de Vargas Llosa
a Arguedas como la oposición de la historia ideal, encarnada por
el primero, con el historicismo, representado por el segundo
(Franzé, 1998). La antropología en ambos casos jugaba un lugar
central, sin duda. También cabe interpretar a Arguedas como el
tipo ideal de intelectual extrañado de la masa «por la práctica
del método científico» (Durkheim, 2000: 19). Igualmente sufrió
en su interior la oposición irresoluble entre pasión y razón, en
cuyos orígenes está el doble dispositivo intelectual que emplea-
ba para acercarse a la realidad: la analítica antropológica y la
creación literaria. En Arguedas, en consecuencia, se dan cita to-
dos los juegos de oposiciones que el intelectual latinoamericano
de su tiempo soportaba, manifestado sobre todo en la necesidad
de interpretar, expresar y representar un orden social injusto y
118
un desorden cultural falto de racionalidad. Pero la singularidad
de Arguedas frente a todas estas interpretaciones, por las cuales
es a la vez apreciado por el novelista y neoconservador Vargas
Llosa, y reclamado como un ancestro por el antropólogo e ideó-
logo de la izquierda radical Rodrigo Montoya, es su sinceridad,
a prueba de ideologías. La amistad con un decepcionado de la
guerra civil española, pasión que compartía con él, como era
Murra, intelectual también hecho a sí mismo, era muy humana,
y estaba fundada en la consideración de ambos como sujetos
racionalistas y luchadores, además de tener una alta considera-
ción de la inasible philia. Por ello, por encima de cualquier otra
circunstancia, lo que podemos constatar a través de las historias
en cierta forma paralelas de Arguedas y Murra es que los dos
amigos acabaron tumbados en el diván de la doctora Hoffmann,
verbalizando su desarraigo lúcido y sus dudas en un mundo que
les exigía tener «raíces» y «certezas» por encima de cualquier
circunstancia relativa o interrogadora. Todo un síntoma del «ma-
lestar cultural» de la izquierda literaria y antropológica de aquel
tiempo y quizás de éste.
119
PARTE B
LABERINTOS ANTROPOLÓGICOS:
SOBREVIVIR AL AUTORITARISMO
POLÍTICO Y PRACTICAR
LA DEMOCRACIA CULTURAL
121
No es la primera vez que sacamos a la luz el carácter decidi-
damente democrático de la antropología cultural, saber que no
es posible ejercer más que en situaciones de abiertas libertades
políticas. La demostración a contrario es el incordio, hasta lle-
gar a la prohibición, que produjo y produce la práctica intelec-
tual de la antropología en las sociedades autoritarias. Los an-
tropólogos que se han enfrentado con sus modestas armas a
estas últimas han oscilado entre el exilio y la resistencia, en sus
diferentes variantes, desde la política hasta la sutil, ejercida en
pequeños círculos. También hay que destacar la función clave
que el espionaje político y cultural ha jugado en ese combate,
con implicaciones y analogías de alcance metodológico. No cabe,
sin embargo, meter en el mismo saco a todas las sociedades de
matriz autoritaria, ni en todas las consecuencias han sido las
mismas. Mientras que en el mundo nazi el antroporracismo
dio una visión delirante del mundo, en la órbita de los marxis-
mos hubieron intentos decididos por salir del encierro ideoló-
gico establecido por el sistema político soviético y sus prolon-
gaciones. En medio de tantas hostilidades sin tapujos o velados
ataques a la disciplina, se forjó su dimensión democrática.
122
CAPÍTULO 1
CONSIDERACIONES BÁSICAS
SOBRE LA ANTROPOLOGÍA
EN SOCIEDADES AUTORITARIAS
123
A. Bastian, estaba centrada en el rechazo de la tradición clasicista
y en la puesta en circulación de la idea de un «Hombre natural»
asociado a los pueblos extraeuropeos. El tibio evolucionismo, de
raíces anglosajonas, de los antropólogos alemanes, estaba contra-
pesado por la idea circulante entre ellos de que los pueblos «natu-
rales» no habían sido anteriores sino simultáneos de la humani-
dad europea, como demostraban los hechos etnográficos. Cabía
así atribuirles una categoría distinta de la «cultura» que encarna-
ba la humanidad europea, identificada con la Kulturkampf pru-
siana. Se produjo igualmente una reacción antilingüística, dado
que se consideró que la lengua era variable frente a otros aspectos
físicos o «materiales» más deteminantes de la Naturvölker. Ade-
más, toda esta interpretación tuvo una vinculación muy directa
con el antihumanismo anticatólico auspiciado desde el mundo
del protestantismo prusiano, el cual quería adoptar una visión
favorable a las ciencias en la producción del conocimiento. Se ha
interpretado que la reacción antihumanista fue para la antropolo-
gía una manera de afirmarse en el medio académico prusiano,
sobre todo (Zimmerman, 2001: 41-65).
En los orígenes de la moderna antropología alemana existe,
pues, el componente antihumanístico de buena parte de sus re-
presentantes tanto en su vertiente práctica, representada por las
exposiciones coloniales, como en la teórica. La Exposición Colo-
nial de Berlín de 1890 consistió, como en el caso de las exposi-
ciones universales y coloniales parisinas, en el expositorio públi-
co del imperio colonial entonces en plena expansión por África y
Oceanía con colonias tales como Camerún, Togo o las islas Bis-
marck. El antropólogo oficial de la Exposición, Felix von Lu-
schan, era partidario de la separación racial con el fin de salva-
guardar las identidades diferenciadas de africanos y europeos.
No obstante, la relación que tenía Alemania con sus colonizados
era paradójica. Antes de ser desprovista de colonias por el trata-
do de Versalles, solía esgrimirse como el palpable ejemplo del
buen hacer de los alemanes la fidelidad e identificación que los
autóctonos tenían con ellos. Se cuenta el caso de un jefe togolés,
Bismarck Bell, de visita en la exposición, como otros miembros
de las élites de las colonias administradas por Alemania, que
actuaban en las perfomances de la misma, el cual se negó a ser
fotografiado con sus vestimentas tradicionales, y sí con el smo-
king y las medallas concedidas por Alemania por su colaboracio-
124
nismo. Esta foto en cierta forma sirve a Luschan para demostrar
la irrisión que provoca el que cada raza se introduzca en la cultu-
ra de las otras (Zimmerman, 2001: 33).
Dos fueron los más destacados etnólogos de habla alemana
que se pronunciaron en términos racistas. Uno el padre Wilhelm
Schmidt, jefe de la llamada «escuela de Viena». De profundas
convicciones antisemitas, achacaba a las intrigas de los judíos la
caída del Imperio Austrohúngaro, pero difería de los nazis en lo
referente a la subordinación de los alemanes del sur a los del
norte, es decir, en última instancia de la cultura alemana católi-
ca a la protestante. Establecía el matiz de que los judíos no eran
una «raza» sino un «pueblo» de orígenes raciales mixtos (Conté,
Essler, 1994: 161).
Pero el mayor de los etnólogos del período prenazi y nazi fue
probablemente Leo Frobenius, un nombre que significaba casi
todo en el africanismo de los tiempos previos al nacional-socia-
lismo. Frobenius se declaró igualmente antisemita. Distinguía
entre «judíos» y «alemanes». Eran tiempos en que Alemania con-
fiaba en recuperar parte de su influencia perdida, por la despo-
sesión colonial tras la derrota de 1919. Frobenius, no obstante,
pensaba que los judíos podían ser asimilados a la cultura alema-
na, lo que le granjeó algunas enemistades en los círculos nazis.
Esta posición hizo que en 1930 fuese acusado de antialemán por
haber adoptado una actitud asimilacionista en lugar de liquida-
cionista. Leo Frobenius, en otro orden, era partidario de la su-
perioridad de la raza africana en el proceso civilizador. Hasta tal
punto esta posición era firme en su producción que años des-
pués algunos de los ideólogos de la negritud, como el socialista
Léopold Sédar Senghor, no tuvieron empacho en reclamarlo
como una de sus fuentes de inspiración, sabiendo por demás sus
vinculaciones nazis. A pesar de ese aprecio a las culturas africa-
nas, Frobenius ha encarnado la figura del etnólogo colonialista
por antonomasia, es decir, aquel que iba haciendo una búsqueda
de objetos etnográficos para comprarlos o mejor «expropiarlos»,
con el fin de llevarlos a los museos alemanes.
Pero cuando hablamos de antropología nazi nos referimos
sobre todo a la ideología racial derivada de Gobineau, un ilustra-
do para quien en el dispositivo racial la mezcla constituía el prin-
cipio de degeneración. Esta posición llevó a los antropólogos físi-
cos alemanes, encabezados por el doctor Gunther, a abundar en
125
los principios de la pureza racial, identificada con los nórdicos, y
procurar evitar cualquier principio genético alógeno, como el ju-
dío, que supusiese la corrupción de la raza. Partidario de la euge-
nesia para aquellos que sufriesen taras, otorgaba al Estado nazi
«el derecho a proceder a la esterilización forzada de cualquier
ciudadano juzgado genéticamente peligroso». De esta manera «la
“pareja hitleriana” devenía una técnica de ingeniería social que
llevaba el poder del Estado hasta el cuerpo de los sujetos» (Conté
& Essner, 1995: 349). Se pensaba, por ejemplo, que la sangre judía
tenía una capacidad especial para contaminar a los alemanes. Esta
búsqueda ansiosa de la pureza de millones de sujetos llevó a un
delirio, donde se mezclaban datos genéticos y mística nazi. En
algunos casos el paroxismo racista fue total. Un ejemplo basta.
En diciembre de 1943 hubo una violenta disputa en las SS a
propósito de que se había descubierto que unos oficiales de aquel
cuerpo de élite, que habían pedido permiso para casarse, tuvie-
ron ancestros judíos. Éstos eran datables ¡en 1685! Uno de los
raciólogos más reconocidos y reputado racista, el Dr. Schultz,
consideraba que era imposible que ningún cromosoma judío
hubiese llegado hasta ellos, pero Himmler no quedó satisfecho
de esta posición, y la rechazó, por más que Schultz la argumen-
tase genéticamente. Otras veces la polémica alumbró cuando se
trataba de dilucidar quién era alemán en los territorios ocupa-
dos. Se quería buscar «sangre oculta alemana», especialmente
en Polonia. Pero quizás el caso que más conmovía en esta locura
raciológica fueron los matrimonios contraídos por mujeres con
soldados muertos o Totenehe. Se llegaron a celebrar hasta 25.000
a partir de 1943. Se trataba de preservar la memoria a través de
walkirias que, contrayendo casamiento con un héroe muerto, le
guardarían fidelidad a su memoria y al Reich. El matrimonio
post mortem chocaba con la moral cristiana y con el propio dere-
cho tradicional (Conte, 1998: 25). También chocaba la poliginia
encubierta que predicaba la propaganda nazi con la igualación
de los hijos legítimos e ilegítimos, lo que iba en contra de la mo-
ral burguesa y cristiana, sostenida en el neopaganismo utopista
que nutría en parte la ideología nazi. Esta metáfora del delirio
racial siempre chocaba en su absolutismo radical con la reali-
dad biológica y dejaba sin solventar numerosos «flecos» racia-
les, generados al calor de las ocupaciones territoriales, y los con-
siguientes cruces con las poblaciones ocupadas. La jerarquiza-
126
ción racial desde lo puro a lo más impuro no era una díada sino
diferentes y complejos grados de la lógica racial, una vez más.
En el ámbito puramente fenomenológico, en torno a un con-
cepto tan primario como la tierra se sostenía la antropología del
hombre nazi. El poeta expresionista filonazi Gottfried Benn re-
flexionaba de la siguiente manera contra el positivismo y el li-
brepensamiento que introducía, entre otras disciplinas centra-
das en el «yo», la antropología: «Escuchen cuántas flatulencias
por detrás expele el instinto de verdad, y por delante la libre
investigación; en la mano izquierda la anti-especulación; en tor-
no al cuello se infla el observatorio, por la bragueta se le sale el
fundamento estadístico. ¿No se diría recién salido del Arca de
Noé, como si estuviera en el monte Ararat bajo el arcoiris? ¿O
será más bien el jefe maorí del Museo de Etnografía, con vesti-
mentas y taparrabos de lino australiano, aretes de colmillo de
morsa con agujas de hueso, sobre el pecho un tiki de piedra ne-
frítica? ¿Nadie quiere decirle? ¡Oiga! ¡Usted! ¡Móntese en su ca-
noa! ¡Zarpe para gozar de su vida privada, hacia su villa de Gru-
newald adquirida gracias a su lucha espiritual!» (Benn, 1997:
33). Con el fin del nazismo, la antropología alemana, tan ligada a
la producción raciológica y al sentido de la tierra, pero también
a la mística, cayó en el mayor olvido.
II
127
do por «nacionalidad» (Troubetzkoy, 1980: 136). El estudio de
los caracteres nacionales es un asunto que les interesa sobre todo
desde el punto de vista político. Se ha señalado en relación con
esta precocidad que «los decembristas han sido los únicos, en el
siglo XIX, con Bakunin —pero desde otra perspectiva—, en pro-
poner el estudio de las nacionalidades en el Imperio ruso». Fue-
ron los únicos interesados en su tiempo «en formular un pensa-
miento político de conjunto sobre la materia» (Troubetzkoy, 1980:
142). El Imperio ruso estaba fundado en la política de conquis-
tas pero carecía de una directriz clara sobre el particular como
no fuese la rusificación forzada de los pueblos sojuzgados. Los
primeros exiliados decembristas llegan en 1827 a lo más remoto
de Siberia, a Yakutia, y allí uno de ellos, Mouraviov-Apostol, en-
cuentra que los funcionarios rusos han adoptado todas las for-
mas y maneras, incluso lingüísticas, de los yakutos, y que de
poco han servido las directrices conducentes a preservar la iden-
tidad rusa del funcionariado. La vinculación entre investigación
etnográfica y exilio contribuyó a sostener la idea comúnmente
aceptada por los etnólogos soviéticos referente a los orígenes «re-
volucionarios» y claramente políticos de la etnografía rusa. Exi-
lio y conocimiento irían a la par.
Sabido es que, una vez instalados los bolcheviques en el poder,
el materialismo histórico y dialéctico se convirtió en la ciencia e
ideología dominantes. Con el estalinismo esta tendencia se incre-
mentó. Frédéric Bertrand sostiene que la antropología soviética ha
sido contemplada como muy subordinada al estalinismo, hasta el
punto de considerar que era inexistente en la práctica. Bertrand ha
indagado en la intrahistoria de la antropología soviética en el perío-
do leninista y estalinista haciendo ver que por debajo de la superfi-
cie aparentemente plana de subordinación a las directrices del «mar-
xismo» oficial se dieron combates y confrontaciones científicas que
produjeron movimientos de fondo, algunos de ellos fallidos por
colisionar con la ideología dominante. Es una historia si se quiere
trágica pero que debe ser exhumada en detalle. De partida, Ber-
trand prefiere al concepto de yuxtaposición de paradigmas acuña-
do por T.S. Kuhn el de apilamiento de los mismos, con el ánimo de
comprender la configuración de las rupturas acontecidas a lo largo
de los años veinte y treinta en la antropología soviética.
Se ha preguntado Bertrand si la etnografía soviética fue una
ciencia sin objeto, como consecuencia de las diatribas «científi-
128
cas» y, sobre todo, ideológicas, en su interior. Tanto en la Confe-
rencia de historiadores marxistas de diciembre de 1928 como en
el Congreso de etnógrafos de abril de 1929 el concepto de ethnos
se constituyó en la parte central del debate gracias al cual fue
condenada la «etnología» como ciencia burguesa, y se produjo
la inclinación de los antropólogos soviéticos hacia la «etnogra-
fía» como método de acercamiento a la materia antropológica.
La reunión de 1929 tuvo una especial significación, ya que desde
1909 no se había producido ningún acto de la antropología rusa.
Este congreso, seguido de un gran boato y despliegue de poder,
estaba pensado para «poner en escena la unidad de la etnografía
soviética de cara a las grandes cuestiones puestas en juego en el
futuro; dicho de otra manera, trataba de poner en escena la “mar-
xistización” de la sociedad» (Bertrand, 2003: 96). Los antropólo-
gos soviéticos se dividieron a este propósito en dos bandos, el de
los «etnólogos» agrupados en torno al concepto de «ethnos», y el
de los «etnógrafos». Los resultados se presentaron posteriormente
como de «ruptura» en la historia oficial de las ciencias sociales
soviéticas. Una ruptura que estaba en lógica consonancia con el
momento que se vivía: «La etnografía soviética venía al mundo
en una perfecta fidelidad a los principios combativos del nuevo
poder», además de que «en el contexto soviético, la afirmación
del origen de clase de la etnografía y de su utilidad como instru-
mento ideológico constituía un importante principio de legiti-
mación». El etnólogo P.F. Preobrazenskij puso allí sobre el tape-
te el concepto de ethnos como una estructura de la cultura que
permitía alumbrar la pluralidad de la misma, mientras que la
etnología, por el contrario, tenía una fuerte componente histori-
cista y empirista. Si bien la «etnología» fue condenada como
ciencia burguesa, el debate sobre el concepto «ethnos» no se
apagó y podemos encontrar sus ecos hasta muy atrás, hasta el
último gran patriarca de la etnografía soviética, Yulian Bromley.
Uno de los casos de mayor significación en el terreno de la ambi-
güedad es el de N.Ja. Marr (1864-1934), quien era arqueólogo y
lingüista, y que estaba muy ocupado en el desentrañamiento del
paradigma «jafético», es decir, con la posibilidad de que las len-
guas eslavas procediesen de un mundo un tanto esotérico, en
cuyo final estaba Jafet, el tercer hijo de Noé (Bertrand, 2003:
104). A este propósito pone en marcha la noción de «autoctonis-
mo», como justificación del jafetismo caucásico, y para evitar
129
toda interpretación racista, como en la raciología alemana co-
etánea, rechaza el difusionismo y toda idea de migración. Esgri-
men los «marristas» frente a las teorías raciológicas de las mi-
graciones de los teóricos alemanes, un «desarrollo autónomo y
autóctono de las sociedades europeas, y en especial eslavas» (Ber-
trand, 2003: 108). Con ello contribuían los «marristas» a la «de-
fensa de la patria» en la lógica del estalinismo que identificaba a
Rusia con el socialismo. Era perfectamente congruente con la
teoría del «socialismo en un solo país».
Cuando se ha señalado que la antropología soviética está muy
centrada en la concepción de ethnos no podemos olvidar que
quizás nos estemos refiriendo a cosas relativamente diferentes,
vistas desde la Unión Soviética o desde Occidente. E. Gellner ha
subrayado que la antropología soviética conoció tres períodos:
el de Tolstov, típicamente estalinista, el de Bromley, tibiamente
aperturista, y el de Tishkov, ya en la perestroika. Nos interesa
señalar aquí el de Bromley. Su período ha sido calificado de «re-
lativo liberalismo», incluso frente a la ortodoxia de institutos de
la Academia de Ciencias de la URSS, como el de Historia. En el
Instituto de Etnografía bajo el mando de Bromley se refugiaron
algunos disidentes, que cuestionaban tímidamente el marxismo
oficial. En segundo lugar, Gellner le reconoce a Bromley haber
introducido el debate sobre la «etnicidad», dando curso científi-
co a la existencia de diferencias en el interior de la URSS. Gell-
ner define como «naïf» esta actitud de Bromley en los siguientes
términos: «Bromley no era un hombre de temperamento teórico
o dogmático y en las conversaciones solía (como observó priva-
damente y en tono divertido un herético del instituto) hacer afir-
maciones enteramente heterodoxas, no porque deseara desafiar
la ortodoxia, sino simplemente porque no se daba cuenta de lo
que estaba haciendo» (Gellner, 1997: 163). Bromley hablaba, a
pesar de no poderse expresar en inglés, un lenguaje en algo co-
mún al de los antropólogos occidentales: «Una propiedad étnica
original, pero al mismo muy sustancial, es la autoconciencia ét-
nica: el hecho de que los miembros del ethnos tomen conciencia
de su pertenencia a él, basándose en su contraposición con otros
ethnos y poniéndose de manifiesto, primeramente, en el uso de
una autoconciencia común. Un componente importante de la
autoconciencia étnica es la representación acerca de la comuni-
dad de origen, cuya base real constituye la comunidad de desti-
130
nos históricos de los miembros del ethnos y sus antepasados a lo
largo de toda su existencia, pero la propia comunidad de origen,
a lo cual contradice, en particular, la composición racial mixta
de la mayoría de los ethnos» (Bromley, 1971: 19). Pocas diferen-
cias aparenta con la problemática de la etnicidad.
Khazanov ha subrayado que muchos investigadores occiden-
tales adoptaron esta terminología en sus estudios sin conocer
que la significación en sus manos era bien distinta a la del mun-
do soviético. Mientras para los occidentales la etnicidad defini-
ría la oposición política, social y cultural en las sociedades plura-
listas de los diferentes grupos concurrentes en la arena social, en
las sociedades soviéticas la etnicidad sería un factor de estabili-
dad y continuidad, con unos grupos étnicos internamente orien-
tados, los cuales serían «transmitidos de generación en genera-
ción, conectados con estructuras específicas y que reflejan una
identidad propia» (Khazanov, 1990: 214).
No podemos olvidar que, al lado del debate ideológico, la tra-
yectoria de algunas figuras ligadas directa o indirectamente a la
etnografía y la antropología, aquellas precisamente que hicieron
las mayores aportaciones como ha demostrado su aceptación
posterior, sufrieron calvarios personales por más que procura-
ron moverse con discreción política e ideológica en el mundo del
estalinismo. Es el caso de Pëtr Bogatyrëv, quien perteneciente al
círculo lingüístico de Praga había estudiado en su época rumana
los ritos y creencias de los Cárpatos, y posteriormente el teatro
popular y las supervivencias paganas relacionadas con los cultos
del agua. Así ha descrito Jakobson los últimos años de ostracis-
mo de un investigador que fue uno de los fundadores del círculo
de Praga en 1915, y de la Sociedad Etnográfica de Moscú, tras la
revolución de octubre: «Desde 1958 Bogatyrëv trabajó como in-
vestigador asociado en el Instituto Internacional de Literatura
de Moscú, pero fue constantemente acosado por un cuasi-aca-
démico administrador que en 1963 finalmente le sucedió cuan-
do él dimitió [...]. Luego el renombrado historiador de la litera-
tura N.K. Gudzij jugó un rol importante y en el año 1964 contri-
buyó a restaurar como profesor en la Universidad de Moscú a
Bogatyrëv después de 15 años de ostracismo», probablemente
en coincidencia con el VII Congreso Internacional de Antropólo-
gos y Etnólogos celebrado en Moscú en aquellas fechas (Jakob-
son, 1971: 36). En fin, los casos de Vladimir Propp y de Mijail
131
Baijtin, sospechosos de desviacionismo idealista, son lo suficien-
temente conocidos para no volver sobre ellos. Se defendieron
estudiando el cuento maravilloso y el humor, pero aun así el apa-
rato estalinista los tuvo estrechamente vigilados.
La represión contra los antropólogos en el mundo chino tam-
bién merece ser destacada. Fei Xiaotong (1910-2005) es el ejem-
plo de antropólogo comprometido con la ciencia y con las activi-
dades democráticas. Realizó su tesis doctoral en Londres con la
dirección de Bronislaw Malinowski en la London School of Eco-
nomics. Sus obras principales son: Peasant Life in China (1939) y
Earthbound China (1945). Viajó y contactó con los antropólogos
norteamericanos, siguiendo estudios en Harvard y Chicago, adhi-
riéndose al comparativismo boasiano, imperante en esta universi-
dad. Predicó la inflexión de la antropología colonial hacia la an-
tropología aplicada. Políticamente apoyó la Liga Democrática
china. «El régimen maoísta rechazó radicalmente —ha escrito Joel
Thoraval— esta doble actividad científica y política. La sociología
y la etnología serán suprimidas como ciencias burguesas en 1952.
Fei Xiatong, como muchos de sus colegas, debe hacer su autocrí-
tica y se ve afectado por el “estudio de las nacionalidades”, nueva
disciplina conjugando ciencia e ideología para poner en obra la
política oficial sobre la mirada de las poblaciones alógenas».1
La repercusión de la historiografía marxista sobre la antro-
pología es bien evidente en los dominios francés, inglés o italia-
no, aun dependiendo de las distintas evoluciones nacionales. Eric
J. Hobsbawm ha sido uno de los historiadores más influyentes
en este dominio, sobre todo en lo que se refiere a los estudios
campesinos. Él, junto a jóvenes historiadores como Rodney Hil-
ton, Benjamin Farrington, Christopher Hill o E.P. Thompson,
fue de los animadores del grupo de historiadores marxistas del
Partido Comunista británico en el período 1946-1956, y con ellos
inició la revista historiográfica Past and Present. El grupo, según
la evaluación hecha hace unos años por el propio Hobsbawm,
tenía mucho de romanticismo y, paradójicamente, en función de
la ortodoxia marxista su punto débil era la historia económica,
aunque sí dedicaban mucho espacio a la historia de las mentali-
dades. Prestaron mucha atención a la historia contemporánea, a
1. Joel Thoraval, «Fei Xiaotong. Patriarche des sciences sociales en Chine», Le Monde,
30 de abril de 2005: 10.
132
la de la antigüedad, a la historia medieval o a la moderna. En
este sentido para ellos resultó muy importante la conmemora-
ción de la revolución inglesa de 1649, que se propusieron estu-
diar. Este grupo de 30 historiadores se disolvió cuando le llega-
ron los ecos del Congreso de PCUS de 1956, y del discurso de
Khrushchev, criticando el culto a la personalidad. Sin embargo,
Hobsbawm evalúa que la influencia del grupo de historiadores
marxistas en la historiografía británica se hizo imperecedera, y
lo hace en estos elocuentes términos: «No se pueden separar los
aspectos individual y colectivo ya que el Grupo de Historiadores
entre 1946 y 1956 constituyó un raro fenómeno, quizás único,
en la historiografía británica: un grupo auténticamente coope-
rativo cuyos miembros desarrollaron un trabajo, en ocasiones
profundamente personal, a través de un constante intercambio
intelectual entre iguales. No se trataba de una “escuela” estruc-
turada en torno a un profesor influyente o un libro. Ni siquiera
aquéllos más respetados dentro del Grupo ejercieron nunca nin-
gún tipo de autoridad sobre los demás ni se les dio opción a ello,
especialmente por parte del núcleo dominante numéricamente
de marxistas de la década de los treinta o de generaciones ante-
riores» (Hobsbawm, 1996: 79). Hobsbawm se felicita de que el
partido no les confiriera ninguna autoridad especial, y que des-
de el punto de vista académico tampoco estuviesen reconocidos.
«Aparte de nuestro deseo de ser marxistas, no había nada que
nos uniera especialmente: ni un tema común, ni el estilo, ni una
configuración mental específica». Pero añade que ninguno de
los componentes del grupo sería hoy historiador si no hubiese
sido por aquellas circunstancias.
Al parecer la perestroika dio un severo golpe a la «etnografía
soviética», que se concebía a sí misma «superior» a la occiden-
tal, con unas pretensiones fuera de lugar desde el punto de vista
racional (Chichlo, 1990). Pero lo más interesante del período
postestalinista ha sido la liberación de temas tabú objeto de es-
tudio. Así, podemos comprobar que sólo después del período
más duro del estalinismo el humor respecto a figuras veneradas
oficialmente como Lenin pudo desarrollarse plenamente. Así,
observamos que en los años noventa Lenin es analizado como
un «trickster» o bromista, en la doble condición de demiurgo
con mala suerte o demiurgo con buena suerte. El destino de su
momia será motivo de numeros divertimentos populares, que
133
metaforizan humorísticamente el propio destino del sistema le-
ninista (Abrahamian, 1999: 20). La tibia democratización per-
mite no sólo el humor, que en situaciones dictatoriales también
puede existir aunque veladamente, sino lo que es más, el análisis
abierto en términos de antropología desconstructiva.
En definitiva, si hubieran de compararse estos dos incom-
parables sería en términos de autoritarismo, como señalamos
al principio. Pero en el régimen nazi el delirio habría alcanza-
do cotas inimaginables en el terreno propio del racismo, y del
irracionalismo político que lo precedía, mientras que en el
soviético no se habría llegado a esas cotas, por la base racio-
nalista que el marxismo, aunque esclerotizado, le confería.
En el primer caso, el nazi, la antropología entró en un calle-
jón sin salida, que arrastró a la antropología de fundamentos
fisistas practicada en ciertas universidades norteamericanas
por los contrarios a la escuela boasiana. En el segundo caso,
el soviético, el imperativo dialógico, imprimido por Marx al
marxismo, acabó por escorar a la antropología estalinista,
sobre todo en las universidades europeas no sujetas al dicta-
do soviético. El coste humano y científico para la antropolo-
gía soviética fue menor, sin lugar a dudas, que para la nazi.
En todo caso, tienen en común que fueron líneas fallidas las
dos, que vienen a demostrar fehacientemente que es muy difí-
cil para la antropología vivir y sobrevivir en situaciones polí-
ticas y culturales autoritarias.
134
CAPÍTULO 2
ANTROPOLOGÍA Y DEMOCRACIA:
VASOS COMUNICANTES1
1. Editado anteriormente en Historia, Antropología y Fuentes Orales, n.º 26, 2001: 5-21.
135
científica, la de la antropología sociocultural. Alguno hay que, en
expresión coloquial, «para ganarse la vida» trabajó en la resolución
de asuntos poco honorables en el pasado, y que preferiría que le
llamaran «geógrafo» o, si no cupiera más remedio, «sociólogo».
Son pocos y semiclandestinos los antropólogos marroquíes. El re-
cuerdo de Paul Pascon, el sociólogo que se marroquinizó completa-
mente ya que había nacido en Marruecos y vivía este país como el
suyo propio y que murió en un accidente de carretera a mediados
de los años ochenta, tras haberse destacado como intelectual com-
prometido con el desarrollo rural de Marruecos, pesa. Su trabajo,
aparentemente aséptico, no lo era tanto en su fondo analítico. Pas-
con había afirmado a principios de los años ochenta su voluntarista
creencia en las transformaciones de fondo del mundo agrario ma-
rroquí, por vía de las intervenciones «técnicas», ya que aquél tenía
pesados lastres derivados de la dependencia de los notables rurales,
que impedían al campesinado tomar la iniciativa por sí mismo. La
innovación tenía que proceder, en consecuencia, de influencias ex-
ternas, de técnicos comprometidos que amasen el país (Pascon,
1980). Sin embargo, Pascon no era un tecnócrata, le interesaba,
como a tantos socioantropólogos, el lado de los débiles, pero era
consciente de las limitaciones del campesinado como grupo social.
Ejemplo de esta inclinación por los desheredados es que su última
obra, publicada póstumamente, versó sobre «les paysans sans terre
au Maroc». En esta obra intentó localizar conceptual y taxonómi-
camente la figura de «les paysans sans terre» entre una miríada de
figuras rurales, en una sociedad como la islámica donde la tierra es
un bien común (Pascon, 1986). El que organizase a los estudiantes
de ingeniería agrícola del Institut Agronomique et Vétérinaire de
Rabat en grupos, que hacían estadías de campo de 6 meses en re-
motas zonas rurales, para de esta manera familiarizarse con las
formas, técnicas y mentalidades campesinas, puede servir igual-
mente de ejemplo del compromiso profesional de Paul Pascon con
las transformaciones marroquíes.
También pesa la condena oficiosa de la antropología como
extensión de una práctica colonial, de una observación exógena
exotizante llevada a cabo por gentes cuyas investigaciones se ase-
mejaban al trabajo del literato Paul Bowles. De hecho, Bowles
ejerció una época de etnógrafo musical por las montañas del
Rif, de parte de la Fundación Rockefeller. Marruecos era el lugar
donde viajeros, pintores, viajeros-literatos y viajeros-etnógrafos
136
podían dar rienda suelta a sus ensueños de vida licenciosa y
emociones exotizantes. El propio Bowles, adjudicándoselo a sus
compatriotas, y no a sí mismo, describe ese estado de ánimo
exotista: «Cuando me encuentro compatriotas norteamericanos
que viajan por aquí, por el norte de África, y les pregunto qué
esperan que van a encontrar aquí, casi sin excepción [...] su res-
puesta, reduciéndola a los términos más simples, es que buscan
una sensación de misterio. Esperan misterio y lo encuentran.
Porque, por suerte, es algo que no puede desaparecer de golpe
en un momento» (Bowles, 1997: 39). El escritor tangerino Mo-
hamed Chukri ha realizado una feroz crítica de quienes, sedu-
cidos por la liberalidad y el exotismo marroquí, se sintieron atraí-
dos por este país, mientras paradójicamente detestaban a los
autóctonos, que consideraron siempre una amenaza dispuesta a
robarles y a engañarles (Chukri, 1997).
En general, la antropología social asociada al gobierno indi-
recto (Indirect Rule) tuvo mala prensa entre las élites indígenas
africanas. Hoy se sabe que incluso algunos antropólogos de la
época colonial, como T. Nagel, fueron increpados a la salida de
alguna reunión por estudiantes africanos en años de pleno colo-
nialismo, en la década de los treinta. Las jóvenes élites africanas
en acelerado proceso modernizador estaban absolutamente con-
trapuestas a aquel estado de cosas que representaba la antropo-
logía como ciencia auxiliar del gobierno indirecto, cuya conjun-
ción de intereses consistía básicamente en fijar en un eterno pre-
sente a las aristocracias tribales, y emplearlas, de otra parte, como
marionetas de sus intereses coloniales. La revista Nature se ha-
cía eco, en un temprano 1939, de esta radical oposición a la mi-
rada antropológica (L’Etoile, 1997).
La mala fama de la antropología como disciplina depredado-
ra es evidente entre la clase intelectual marroquí, donde el ma-
riscal Lyautey ejerció su mandato bajo el dictum del «gobierno
indirecto». Suya fue, por ejemplo, la idea del decreto de 1931,
llamado «dahir bereber», que consagró la diferenciación entre el
derecho consuetudinario bereber y el árabe, a pesar de haber
abandonado Marruecos en 1925. Incluso los pocos antropólo-
gos autóctonos que fueron y son, tuvieron que iniciar su carrera
académica con la negación de los presupuestos de los trabajos
llevados a cabo por etnógrafos extranjeros, sobre todo franceses
y norteamericanos, para de esta manera dejar sentadas las bases
137
críticas de su opción por la antropología. Sin embargo, la antro-
pología marroquí está plagada de grandes obras basadas en tra-
bajos de campo, y que fueron llevadas a cabo por gentes exter-
nas al país desde los más remotos tiempos de la colonización
hasta las fases iniciales de la independencia. Véanse, sin ánimo
de realizar una enumeración exhaustiva, las obras de Robert
Montagne, Edvard Westermarck, Jacques Berque, Ernst Gellner,
David Montgomery Hart, Vicenzo Caprenzano. Son obras señe-
ras y sólidas. Junto a ellas otras más ligeras, pero no por ello
menos trascendentes, como pudieran ser las de Paul Rabinow o
Clifford Geertz. El rechazo inicial de la antropología, incluso el
rechazo de la propia antropología, se parece más a una manera
de posicionarse políticamente que a una argumentación científi-
ca de fondo, con lo cual se manifiesta aquel ensanchamiento de
la «zona de culpabilidad colonial», a la que hacía referencia Jac-
ques Berque: «Ya no se acusa solamente a los banqueros, a las
grandes asociaciones de productores, sino también a los misio-
neros, a los profesores, a los escritores exóticos, a los turistas. Y
aun a las personas que hasta entonces habían desempeñado el
papel, si no de aliados de lo indígena, por lo menos de compañe-
ros de engaños, o al menos de irresponsables» (Berque, 1968:
49). Los posicionamientos anticolonialistas de Berque habría de
pagarlos caros en su propia sociedad, la francesa, con el rechazo.
La importancia de los debates habidos entre los antropólo-
gos marroquíes y los científicos extranjeros que trabajaron so-
bre Marruecos parece responder a la respectiva importancia que
le sugería a E. Gellner el papel de las gentes del libro en la cons-
titución del poder político (Gellner, 1992). Depositarios de la
memoria, creadores de mitografías o sencillamente legimitado-
res históricos, los intelectuales, y entre ellos los antropólogos,
ocupan un lugar clave en el vórtice del poder. Así, el palacio real
en Marruecos en época de Hassan II, y muy en especial en los
momentos de extásis nacionalista en torno a la «marcha verde»,
empleó convincentemente los argumentos historiográficos de
Abdallah Laroui, el historiador oficial marroquí, para legimitar
la anexión del Sáhara español. Al respecto Laroui señaló la natu-
raleza entusiástica de la marcha verde, a la cual él se pliega más
allá de todo raciocinio: «La marcha verde no fue solamente un
acto político: fue otra cosa. ¿Qué entonces? No es fácil encontrar
el calificativo adecuado. Para hacerlo emplearemos una breve
138
fórmula bastante familiar a los ensayistas franceses desde Ch.
Péguy, y diremos que aquélla fue también un acto místico» (La-
roui, 1993a: 148, cursiva nuestra). Acto místico fue también el
alzamiento de la tropas franquistas en Marruecos, si hemos de
creer a uno de los más conspicuos africanistas españoles de la
época (García Figueras, 1939), y, sin embargo, cualquier demó-
crata rechazaría de plano esta argumentación por irracional.
Abdellah Hammoudi ha señalado en un reciente libro sobre
los orígenes culturales del autoritarismo marroquí que en la ló-
gica de los pactos tradicionales de la monarquía alauí, trabados
en derredor del don, en la cercanía al príncipe y en la coerción,
juegan un rol relevante los «secretarios» del palacio, suerte de
burocracia inútil desde el punto de vista funcional, pero cuya
existencia garantiza los pactos con los notables, representados
en palacio a través de aquéllos. En una reunión de los Raisuni,
linaje chorfa2 levantisco históricamente en relación con el poder
mahzeniano,3 me presentaron al «secretario del historiador» de
palacio. Su función estaba clara: mantener el vínculo entre los
Raisuni y el rey. A título de ejemplo: Raisuni, según su propio
testimonio, fue el único cheik que desafió a palacio cuando fue-
ron enterrados los autores del atentado de 1972, en Xauen. Pues
bien, esa misma función ampliada a la creación de la ideología
nacionalista, le habría de quedar reservada a una persona como
Laroui. La magnificiencia real con los «secretarios» responde en
el fondo a la vieja economía del don, practicada consuetudina-
riamente como uno de los fundamentos del poder monárquico
en Marruecos (Benabdelali, 1999).
Laroui combatió muy radicalmente la teoría de la segmenta-
riedad, muy grata a los antropólogos extranjeros que interpreta-
ron Marruecos como una sociedad tribal. Tribus que ejercían su
139
dominio sobre el llamado país siba,4 lugar de la tradicional insu-
bordinación al Mahzén, y cuyo equilibrio habría que buscarlo
en el encabalgamiento de alianzas (leff) entre segmentos de tri-
bus. Este sistema había sido analizado en el caso marroquí por
Robert Montagne, que tambien se había inclinado al estudio del
proletariado (Montagne, s.d.), y perfeccionado por E. Gellner y
por D. Montgomery Hart. El requerimiento de apoyos intelec-
tuales a la marcha verde de 1975 por parte del palacio llegó has-
ta los antropólogos que entonces vivían en Marruecos. Como un
caso particular pero bien significativo, el profesor Hart, de na-
cionalidad norteamericana, pero cuyo trabajo de campo hay que
retrotraer hasta los momentos finales del Protectorado, prefirió
radicar su residencia en España, antes que entrar en el juego de
la legitimación. A través de estos ejemplos se puede observar que
el papel de los intelectuales no fue tan inocente como inicial-
mente pueda pensarse. Hoy suele oírse que la antropología no
fue bien vista en Marruecos porque con su sola existencia alum-
braba el problema marroquí de fondo: la naturaleza segmenta-
ria del poder político frente al islam instrumental y centralizado
del Mahzén. Y que éste, y no el colonialismo, es el argumento
definitivo para explicar su rechazo.
Los antropólogos más críticos con la teoría segmentaria sin
que con ello colisionen con el nacionalismo marroquí, tal el caso
de Abdallah Hammoudi, prefieren inclinarse por la interpreta-
ción del fondo cultural del poder político en Marruecos como
una subordinación del discípulo al maestro dotado del aura de la
notabilidad y, por ende, de la santidad. El poder teme la emer-
gencia del carisma como una amenaza a la estabilidad, al statu
quo. Todo esto se introyectaba en las zauiyas religiosas, donde
realmente se subordinaría la segmentariedad al vínculo patrón/
cliente. Por tanto, sería el clientelismo el verdadero magma de la
140
relación política tanto en la sociedad civil como en la política en
Marruecos. La destribalización del debate lleva, pues, a la pre-
eminencia de la teoría clientelar también para las sociedades tra-
dicionales, y no sólo para aquéllas surgidas de las transformacio-
nes operadas en la modernidad, por el empuje del colonialismo y
la aparición de nuevos grupos de notables urbanos. Si desde el
punto de vista de la crítica a las élites y sus vínculos patronales el
trabajo de John Waterbury fue fundante, desde el de la constitu-
ción territorial del Estado, sin lugar a dudas, lo es la teoría de la
segmentariedad. Del de la sociología lo fue el de Rémy Leveau,
consagrado a desentrañar la relación entre élites coloniales, de
origen tribal, y nuevas élites, ligadas a los centros urbanos, y las
transacciones y los equilibrios de poder entre unas y otras para
garantizar la gobernabilidad del país (Leveau, 1985). Ambos tra-
bajos, el de Waterbury y el Leveau, alumbran las relaciones clien-
telares, establecidas por las élites en el interior del colonialismo y
del poscolonialismo, con las metrópolis. No cabe, pues, adjudi-
car en exclusiva al colonialismo la culpabilidad de los problemas
presentes sin analizar las vinculaciones interiores del poder. Pero
sobre este aspecto sigue alzándose un embarazoso muro de silen-
cio. Trae más a cuenta desplazar las responsabilidades.
Desde el prisma autóctono, tras el ejemplo de sociólogo «en-
gagé» e inclinado al trabajo «sur le terrain» que ofreció Paul Pas-
con, en la década de los noventa comenzó a constituirse un jui-
cio crítico desembarazado del peso de la culpa colonial. Para
comenzar se desveló algo tan elemental, a la vez que tabú, como
el vínculo entre poder político y clientelismo universitario, de
manera que las luchas aparentemente académicas se presenta-
ron como la expresión misma de la lucha entre clanes. De esta
manera, los investigadores se vieron abocados a buscar exclusi-
vamente el reconocimiento exterior, de los centros euroamerica-
nos prestigiosos: «La acumulación de capital simbólico devino
la actividad por excelencia». A la vez se constató la parálisis de la
creatividad individual, a lo cual contribuía la retórica anticolo-
nial, mientras se establecía «una movilidad vertical», que admi-
nistraba exclusivamente el poder político. Quien así razonaba,
Mohamed Ennaji, señalaba que la «economización» de las cien-
cias sociales era la otra alternativa a su incardinación en los asun-
tos directamente humanos y culturales. «El sociólogo [ergo, des-
de esta perspectiva el antropólogo también], hombre de campo,
141
de diálogo, de la diferencia, que tiene en cuenta a los actores
sociales y no oculta su simpatía por el progreso, no tiene un lu-
gar en la configuración nacional del campo científico». Y aborda
directamente un asunto nodal, señalado previamente por Pas-
con: «La supresión muy temprana del Instituto de Sociología es
un signo del rechazo oficial a una ciencia social respetable. Con-
finada en las oficinas, una ciencia social está castrada» (Ennaji,
1991: 219). Hace una década, pues, ya existía la demanda semi-
nal de restituir las ciencias sociales a la vida pública marroquí.
Nos importa constatar, a raíz de lo anterior, que la probable
irrupción de la antropología social en Marruecos —sin distingos
entre colonial o autóctona— supone la aparición del ejercicio de
la función crítica, y que ésta se remite directamente al poder, el
cual teme esta nueva hornada de «secretarios» no asimilados a
la lógica de los secretarios oficiales de palacio. Así puede enten-
derse igualmente que el príncipe Muley Hicham, miembro de la
familia real alauí, tras estudiar en Estados Unidos y haber entra-
do en relación con la antropología social en sus estudios en Prin-
ceton, se haya rodeado de una cohorte de intelectuales y espe-
cialmente de antropólogos sociales, partidarios todos ellos de la
democratización radical de Marruecos, uniéndose así al grupo
de los príncipes «rojos», con vocación populista.
En ese camino de hallar la función crítica de la antropología
los propios practicantes autóctonos de la disciplina no han dejado
de hacer sus listados de obras y autores, que les resultan más cer-
canos a su discurso «desexotizante». Así, por ejemplo, hay quie-
nes valoran en mucho las actitudes anticolonialistas de Jacques
Berque y Pierre Bourdieu, destacándolas de otras más discutibles
como las de Ernest Gellner, cuya obra The Saints of Atlas encuen-
tra pocos simpatizantes. Piensa de esa manera A. Hammoudi, que
ve muy importante la aportación de Bourdieu sobre la «tradición
de la desesperanza», suerte de «habitus» de los campesinos po-
bres de Argelia, y que permite hoy pensar reflexivamente la condi-
ción social y política argelina (Hammoudi, 2000). Para el mismo
Bourdieu, adoptando a la vez una mirada retrospectiva y prospec-
tiva sobre Argelia, el etno-sociólogo «es una suerte de intelectual
orgánico de la humanidad que, en tanto que agente colectivo, pue-
de contribuir a desnaturalizar y a desfatalizar la existencia huma-
na poniendo su competencia al servicio de un universalismo en-
raizado en la comprensión de los particularismos» (Bourdieu, 2000:
142
10). El antropólogo, o etnosociólogo en el sentido bourdieano,
fuese autóctono o extranjero, tendría en definitiva la misma mi-
sión: servir de instrumento reflexivo a una humanidad que se de-
bate entre la universalidad del ser humano y las particularidades,
legítimas o no, de origen étnico y cultural.
Pues bien, aquí debemos «presentizar» nuestro discurso. En
mayo del año 2000, al poco de haber tomado el poder el joven rey
Mohamed VI tras la muerte en julio de 1999 de su padre Hassan
II, se celebró en Sefrou,5 en las cercanías de Fez, un coloquio in-
ternacional organizado en honor del antropólogo norteamerica-
no Clifforf Geertz por la fundación que dirige A. Hammoudi des-
de Princeton y que patrocina el príncipe Muley Hicham.6 En Se-
frou Clifford Geertz llevó a cabo su estudio sobre la economía del
bazar (Geertz, 1979) en los años setenta. Constituyó una puesta
en escena impactante comprobar la reunión de 170 antropólogos,
sociólogos e historiadores relacionados con Marruecos, pero siem-
pre bajo la hegemonía del discurso antropológico. No asistió Mu-
ley Hicham, al contrario de lo que suele ser habitual en él en este
tipo de reuniones que patrocina generosamente. Era la primera
vez probablemente que se producía una reunión de este tipo en
Marruecos. Es decir, que la antropología marroquí e islámica sur-
gió en aquel momento de su semiclandestinidad para tomar carta
de naturaleza pública como sociedad del conocimiento.
Varios ejemplos justifican esta aseveración de que la emergen-
cia de la antropología en el mundo magrebí está íntimamente unida
al asentamiento de la democracia. En el coloquio de Sefrou la
omnipresencia de policías aún producía una extraña sensación. A
los participantes les daba la impresión de que aquéllos «no se ha-
llaban» en sus nuevas funciones, ya que pensados para reprimir a
la población ahora no sabían, en una situación predemocrática,
muy bien qué hacer, y hasta podían hacer gala de una cierta ocio-
sidad. De otra parte, de la relajación policial se pudo pasar sin
mayor escándalo a la confrontación ideológica en las sesiones del
coloquio. Una becaria norteamericana expuso ante el consejero
real, de antes y de ahora, el judío marroquí André Azoulay, una
5. En Sefrou llevaron a cabo sus trabajos de campo, entre otros, P. Rabinow, L. Rose
y C. Geertz, probablemente en medio de ciertas dificultades lingüísticas como recono-
ce Rabinow (Rabinow, 1992).
6. Sobre las opiniones críticas hacia el poder político marroquí consúltense las
declaraciones de Muley Hicham al diario El País, 27 de mayo de 2001.
143
ponencia titulada «Récits d’autorité et écrits autorisés: approches
ethnographiques des détenus politiques marocains», que no era
otra cosa que la exposición del «factor tortura» en la vida pública
de Marruecos, con elocuentes dibujos distribuidos oportunamen-
te entre el público. Azoulay no otorgó los aplausos de cortesía a la
comunicante, pero aguantó estoicamente que en la comunidad
científica de los antropólogos magrebólogos surgiese un proble-
ma tan imperioso y evidente. Para finalizar, algún antropólogo se
pregunta por la pertinencia de una antropología hecha por autóc-
tonos, pero acaba infiriendo que no hay una antropología exterior
y otra interior. La organización del debate antropológico está es-
tatuida temáticamente, tanto para autóctonos como para forá-
neos, en derredor de problemas bien definidos; los antropólogos
autóctonos no dirigen sus dardos contra los foráneos. Esto co-
rresponde sólo a la ideología ambiental, en la lógica de la retórica
anticolonial del nacionalismo marroquí.
El aquilatamiento del fenómeno democrático al surgimiento
de la antropología sociocultural parece de una obviedad tan evi-
dente que resulta extraño que no haya merecido la atención de
los especialistas en historia y epistemología de la disciplina de
una forma singularizada. ¡Es tal su obviedad para quienes la ejer-
cieron desde las metrópolis! Sólo ahora comienza a intuirse el
estrecho vínculo existente entre antropología y democracia. Luc
de Heusch, antropólogo y vanguardista, señaló en la lección in-
augural del congreso de la Asociación Europea de Antropología,
celebrado en Praga en 1992, lo siguiente: «Lenguaje de la diver-
sidad y de la unidad del hombre, lenguaje cambiante, la antro-
pología es por excelencia el lenguaje de la democracia, el discur-
so libre, caprichoso, del hombre sobre él mismo. Un discurso
jamás cerrado, ni encerrado en el dogma de una certidumbre
absoluta» (Heusch, 1996: 129). Se trata, pues, de la exaltación
pública de un significado antropólogo europeo al valor esencial
y fundante de la democracia política.
Son varios los ejemplos que acuden en defensa de este nexo
esencial. Pero por supuesto, por su saludable carácter hipotéti-
co, pueden ser objeto de discusión, puesto que son virtudes de-
mocráticas la duda y el juicio crítico. Primero, constatamos que
el surgimiento de la antropología en lugares como Estados Uni-
dos, Gran Bretaña o Francia estuvo por regla general unido a la
lucha contra la preeminencia ideológica de la religión cristiana,
144
en cualquiera de sus versiones, en la sociedad; los casos de sir
James Frazer, en Inglaterra, y de Pierre Saintyves, en Francia,
son indicativos de esa confrontación entre razón y sinrazón, re-
suelta por pura congruencia a favor de la primera en el caso de
los antropólogos. La constatación antropológica de la existencia
de una estrecha relación entre religión y superstición abunda en
la separación entre la institución religiosa y el Estado (Dei, 1998).
Segundo, en el caso norteamericano, el tenaz combate de
Franz Boas, de origen alemán, por demostrar la unicidad fun-
dante de la mente humana fuese cual fuese la raza a la que perte-
neciera el actor social, convirtió su causa antropológica en un
antirracismo primigenio de gran trascendencia para la confor-
mación del ideal democrático norteamericano.
Tercero, en la Unión Soviética y en las repúblicas adláteres la
antropología social y cultural se hallaba dispersa, con la finali-
dad oficial de disolverla conceptualmente, entre la antropología
física y el folclore científico, si bien los científicos más rigurosos
pretendieron conectarla sutil y clandestinamente, a través del
formalismo de V. Propp o de la semiótica cultural de la escuela
de Tartu, con la antropología. Sobre la animadversión soviética
a la antropología, al idealismo de origen francés en particular,
queda mucho por investigar, pero de momento podemos consta-
tar un hecho de alcance: la renuencia a la antropología, y los
peligros que atravesaron quienes se acercaron a la disciplina en
el mundo soviético.
Y en cuarto lugar, tendríamos que volver a recurrir de nuevo
a la antropología magrebí; en la actual Argelia la antropología
social, radicada sobre todo en Orán, está jugando un papel ana-
lítico trascendente, en una sociedad que reivindica su identidad
y pluralidad para salir de la confrontación civil. El bloqueo cul-
tural a realizar determinados análisis que afectan al corazón del
poder fue constatado por Fauosi Adel en relación con el conflic-
to argelino: «En una perspectiva antropológica, el islam mismo
no es objeto de investigación, sino más bien de estrategias que
usan lo sagrado para llegar al poder. No se puede hacer la econo-
mía de una investigación en el maquis de lo lícito y lo ilícito, de
lo puro y lo impuro, de los mecanismos de producción de la
fatua... para comprender el increíble poder simbólico que pue-
den adquirir unos jóvenes de apenas 25 años sobre sus ascen-
dientes entontecidos» (Adel, 2000: 4-5).
145
Relacionemos el punto primero con el cuarto. Observamos en
ambos que la escisión entre la creencia y el juicio crítico es condi-
ción necesaria de la democracia. Esto había sido señalado años
antes por Evans-Pritchard, en una célebre conferencia de 1964, y
por Clifford Geertz más recientemente, al constatar la saludable
incredulidad religiosa de los antropólogos: «Los científicos socia-
les —dirá Geertz respecto al islam—, y entre ellos los antropólo-
gos, no se han sentido en general cómodos con esta manera de
formular las cosas, no sólo porque muchos de ellos no son creyen-
tes (como es mi caso), sino porque ésta parece implicar un aleja-
miento del curso del empirismo riguroso» (Geertz, 1994a: 125).
La incredulidad que otorga el ejercicio de la desconstrucción reli-
giosa sería, pues, una conditio sine qua non del juicio crítico, como
la separación de poderes lo es del sistema democrático.
A menos que reencaminemos mínimamente el argumento, la
situación de la antropología española hace 25 años podría asi-
milarse a los casos descritos. A la muerte de Franco los antropó-
logos, que eran muy escasos y de adscriciones académicas muy
diversas, encarnaban la posibilidad de construir una disciplina
social que a través de la inmersión en la alteridad nos proporcio-
nase claves para interpretar el sentido. Ninguno de los jóvenes
antropólogos de entonces mantenía relaciones con el tardofran-
quismo, y muchos de ellos eran claramente opositores al mismo.
Entre los maestros, Julio Caro Baroja heredaba una tradicional
oposición familiar al conservadurismo (Baroja, 1978), mientras
Carmelo Lisón Tolosana se formaba en Oxford, lejos de la me-
diocre universidad española del franquismo, y Julián Pitt-Rivers
no dejaba de ser un elemento exógeno, al igual que Gerald Bre-
nan, sin desdeñar las simpatías de ambos por los vencidos en la
guerra civil. Todos ellos deben ser catalogados de liberales. De
otra parte la tradición folclorista, muy arraigada en Galicia, Ca-
taluña y País Vasco, no encontraba mucho eco entre los jóvenes
antropólogos, más inclinados a la teoría social y a sus novedades
analíticas, de procedencia sobre todo anglosajona.
No deja de resultar curiosa a este tenor la ausencia de in-
fluencia del estructuralismo sobre la antropología española, a
pesar de que aquella corriente permeó sobre todo la crítica lite-
raria, el psicoanálisis y la filosofía españolas de los años setenta.
La comunidad antropológica «de sentido», más que por razones
propiamente académicas, ha estado guiada por empatías perso-
146
nales hacia uno u otro universo cognitivo, con prevalencia del
angloamericano. No podemos olvidar a este respecto la ejempla-
ridad del «marxismo popular». Éste conformó las mentalidades
opositoras en la España contemporánea, lo cual nunca significó
que el «marxismo científico» hubiese sido estudiado ni siquiera
entre las élites políticas. El papel de lo irracional en la formación
de las ideologías y prácticas políticas es extraordinariamente re-
levante, hasta el punto que no podemos confundirlo con algo tan
elemental como la formulación de una ideología racionalista con
la práctica anexa, asociada generalmente a sentimientos y no-
ciones más directas e inmediatas e irracionales (Álvarez, 1987).
Así pues, muchos antropólogos españoles de los ochenta fueron
«funcionalistas» y hasta «marxistas» —si fuese legítimo aplicar-
les tal término con corrección— por comodidad conceptual.
En este medio «funcionalista», y hasta «funcional-marxista»,
se impuso con facilidad el concepto de «identidad», interpretado
en su dimensión político-regionalista, como voluntad de oposición
al centralismo que el Estado franquista había desplegado en las
décadas pasadas. El concepto se fue debilitando como consecuen-
cia de la aparición de las primeras críticas a las contribuciones que
esta generación de antropólogos había hecho a la «invención de la
tradición», y de los réditos que hubiesen obtenido de estas inven-
ciones. Cuando las «identidades regionales» encontraron dificul-
tades para ser catalogadas de científicamente consistentes, enton-
ces emergieron nuevas modalidades de identidad étnica o asociati-
va (Rivas, 2000), pero el concepto continuaba operativo, ya que su
cuestionamiento hubiese supuesto una falla epistémica de conse-
cuencias imprevisibles en aquella generación de antropólogos ha-
bituada a incardinar su acción universitaria como una prometeica
ascesis al conocimiento mediante la identidad.
Podríamos aseverar que aquí también circula a plenitud la
«nostalgia del absoluto», tal como la ha definido en su crítica al
mundo moderno G. Steiner, es decir, como un sustituto de las
fallas sucesivas de la religión, del marxismo y del freudismo, o sea
de aquellos principios fundantes de lo moderno, consistentes en
liberarse de los absolutos ideológicos de la pre-modernidad.7 Pero
en la antropología española pocas veces se ha alcanzado la satis-
147
facción de lograr la verdad en el sentido que nos manifiesta Stei-
ner: «La persecución de la verdad es desde el principio una verda-
dera persecución. Tiene elementos de caza y de conquista. Hay un
momento característico en uno de los diálogos de Platón cuando,
al final de una muy difícil demostración lógica, los discípulos y la
multitud, en pie, lanzan un auténtico grito, el grito del cazador,
“Auuh!”, cuando ha acorralado a su presa» (Steiner, 2001: 115).
Siempre nos quedamos con medias verdades expresadas en la
prevalencia de temas subalternos para el resto de la antropología,
como la identidad regional y las «culturas del trabajo», y en la
omnipotencia de autores como Marvin Harris, difícilmente asi-
milados en otras latitudes, por su medianía divulgativa.
De lo dicho hasta ahora se infieren cuatro aspectos nucleares
sobre los que se asienta la congruencia democrática de la antro-
pología en las sociedades contemporáneas. Primero; el derecho a
la diferencia. El derecho a la diferencia estaba ya asumido por el
sentir común. El «sentido común» es parte esencial del discurso
democrático, unido a la idea de diversidad y de relatividad inter-
pretativa, siendo su principio último, es decir, «lo que subsiste
cuando todos esos tipos de sistemas simbólicos más articulados
han agotado sus cometidos, lo que queda de la razón cuando
se han desestimado sus conquistas más sofisticadas (Geertz, 1994b:
115). Hace años Lévi-Strauss le dio forma en un trabajo, Raza e
historia, cuyo destinatario era la UNESCO. Allí concluía que: «La
necesidad de preservar la diversidad de las culturas en un mundo
amenazado por la monotonía y la uniformidad no ha escapado
ciertamente a las instituciones internacionales. Éstas también com-
prenden que para alcanzar esa meta es suficiente con cuidar las
tradiciones locales y conceder un descanso a los tiempos revuel-
tos. Es el hecho de la diversidad el que debe salvarse, no el conte-
nido histórico que le ha dado cada época y que ninguna podría
perpetuar más allá de sí misma» (Lévi-Strauss, 1993: 103). Un
derecho a la diferencia, pues, sustancial y relativo a la vez, ya que
no elevaría a absoluto su fundamento histórico. Sería más un de-
recho cultural que étnico o nacional. Más unido a la existencia
etnológica que a la «comunidad imaginada» étnica. Un derecho, a
en el pensar, que representa sobre todo el averroísmo (De Libera, 2000). De esta mane-
ra, el supuesto absoluto teocrático medieval tendría que ser reconducido a la visión de
un mundo diverso y lleno de sutilezas.
148
la vez, que hacía saltar al sujeto cartesiano como destino final de
todo derecho, instituyendo otros probables derechos de naturale-
za colectiva. Con un raro apasionamiento en él, Lévi-Strauss afir-
maba: «Lo que me parece insoportable en esa querella del “sujeto”
es la intolerancia de los fieles a la tradición filosófica de Descartes.
Todo empieza por el sujeto, no hay otra cosa más que el sujeto,
etc. Yo he intentado ver las cosas desde otro ángulo, y no admito
que se me niegue ese derecho» (Lévi-Strauss, 1990: 223). Queda
afirmada de esta guisa la inalienabilidad del derecho a la diferen-
cia sobre fundamento colectivo.
Segundo; la profesionalidad. La ubicación política de Lévi-
Strauss es bien singular y significativa. En cierta forma sería el
representante más distinguido del espíritu weberiano. Decía Su-
san Sontag en el año 1963: «El mismo Lévi-Strauss, aunque en el
sentido más genérico y francés, sea un hombre de izquierdas (fir-
mó el manifiesto de los 121 que recomendaba la desobediencia
civil en Francia como protesta ante la guerra de Argelia), es para
las pautas francesas un apolítico. En la concepción de Lévi-Strauss,
la antropología es una técnica de no compromiso político; y la
vocación del antropólogo requiere asumir una indiferencia pro-
funda». La confrontación, solamente intuida en su auténtica di-
mensión política del capítulo final de La pensée sauvage, librada
entre Lévi-Strauss y Sartre, responde a una dimensión profunda-
mente política del discurso levistraussiano. «Sartre —añade Son-
tag, tomando partido por la actitud levistraussiana— no sólo por
sus ideas, sino por toda su sensibilidad, es la antítesis de Lévi-
Strauss. Sartre, con sus dogmatismos filosóficos y políticos, sus
inagotables ingenuidad y complejidad, siempre ha tenido los mo-
dales (que a veces son malos modales) del entusiasta [...]. Pero en
el pensamiento y en la sensibilidad francesa existe otra tradición:
el culto a la frialdad, “l’esprit géometrique” [...]. La fórmula de
esta tradición [...] es la mezcla de “pathos” y frialdad» (Sontag,
1984: 91-96). Lévi-Strauss se inscribiría de esta manera en la línea
de compromiso profesional enarbolada en su momento por Max
Weber, frente a cualquier veleidad de «compromiso» político e
ideológico altisonantes. Pero los ecos de este debate aún no se han
apagado, como veremos más adelante.
Tercero; desconstrucción ideológica. Uno de los parámetros que
podríamos considerar asociados a la democracia es el descons-
truccionismo. La antropología posmoderna ha tenido una virtud
149
textual: activar los mecanismos cognitivos desconstructores de
mitologías, a los cuales ya estaba habituada en su «petite histoire»
la antropología, y sobre todo de ideologías, aspecto del cual no se
había ocupado plenamente. Realidad, conciencia e identidad son
conceptos proposicionales que indicarían profundidades episte-
mológicas, como ha sido señalado por H. Putnam (Putnam, 2000);
la antropología se ha pronunciado tradicionalmente, por su mé-
todo de campo, es decir, la observación y la entrevista cualitativas,
como forma de conseguir la ascesis a la realidad, la conciencia y la
identidad plurales. Todos ellos nos introducen en el campo de la
relatividad, sin perder por ello las posibilidades de alcanzar una
verdad de fundamento exclusivamente pragmático. Esta visión
ha permeado profundamente la filosofía; aunque esta disciplina
no reconozca de manera explícita su deuda con la antropología:
«La noción de que nuestras palabras y nuestra vida están restrin-
guidas por una realidad que no es de nuestra invención juega un
papel profundo en nuestras vidas y debe ser respetada. La fuente
de tanta perplejidad se halla en el error filosófico común de supo-
ner que el término “realidad” debe referir “a una única superco-
sa”, en lugar de poner atención a los modos en los cuales renego-
ciamos incesantemente [...] nuestra noción de realidad a medida
que nuestro lenguaje y nuestra vida se desarrollan» (Putnam, 2000:
56). Este relativismo ha conducido a jugosas comparaciones, des-
centrando el logos de otras disciplinas radicalmente logocéntri-
cas. Así, por ejemplo, François Jullien ha explorado los orígenes
de las filosofías china y griega, con un sentido de fondo muy «et-
nocomparativista» o, si se quiere, con un desplazamiento esen-
cialmente anti-etnocentrista.
Cuarto; el antirracismo y el compromiso democrático. La pri-
mera tarea, «política», de la antropología moderna fue oponerse
eficazmente a las teorías raciológicas más conspicuas. Tanto Franz
Boas, como su discípula Ruth Benedict, libraron un importante
combate contra las teorías raciológicas ya desde los años treinta.
Boas frente al problema de la raza llega a la conclusión de que este
asunto debe ser separado del concepto de cultura: «The convince
us of the independence of race and culture beacause their distri-
bution does not follow racial lines» (Boas, 1986: 62). En esto se
distingue la antropología norteamericana procedente de Europa
de la raciología antropológica europea, que reduciendo las dife-
rencias culturales a diferencias biológicas daría lugar a las conoci-
das aberraciones de los años treinta (Conté, 1989).
150
A la posición antirracista boasiana añadía R. Benedict la fór-
mula para eludir el racismo: «El programa eficaz contra el racis-
mo es lo que llamamos hoy “hacer funcionar la democracia”. Si
esto se realiza en Norteamérica producirá la conducta que ha pro-
ducido siempre en un grupo que practica la ayuda mutua». Para
ello haría falta, según Benedict, ingeniería social, y no tanto políti-
cas educativas: «El error fatal de los que entregarían por completo
a las escuelas la tarea de la eliminación de los conflictos raciales
estriba en que proponen educación en vez de ingeniería social. Ese
programa sólo puede producir hipocresías» (Benedict, 1987: 198).
En aquellos países donde la democracia formal lleva funcionando
más tiempo, la presencia de las «ingenierías sociales» en la vida
política es un hecho ampliamente aceptado.
El problema de la etnicidad concierne a la idea misma de
democracia, ya que ésta interroga de manera directa al concepto
de ciudadanía, asociado a la culturas urbanas emergidas con las
revoluciones industriales y políticas del siglo XIX. La etnicidad es
patente, sobre todo, en áreas culturales como las africanas, don-
de interpelan a la existencia de los Estados como un producto
espúreo del colonialismo. Los antropólogos han contestado des-
construccionistamente alegando que las «naciones» fueron un
invento, tanto de las élites autóctonas como de las coloniales.
Para Luc de Heusch la monarquía tradicional africana, como
modalidad de jefatura, constituye un catalizador simbólico y ri-
tual del «corps de la nation», formada frecuentemente por diver-
sas y plurales transformaciones étnicas nunca distinguibles en
términos de pureza. «El rey, en la plenitud de su fuerza, es pro-
clamado el “toro de la nación”», dirá (Heusch, 1997: 202). La
fuerza de los símbolos parece caer más del lado de lo irracional,
en definitiva de lo que encarna la etnia y la nación, que de la
racionalidad, que finalmente representan los distintos tipos de
democracia, incluida la euroamericana. El antropólogo, por el
simple hecho de someter a análisis la fuerza de los símbolos ét-
nicos y nacionales, los enfría, poniendo en paralelo su discurso
con el de la democracia.
Como coda final, cabe aludir al irresuelto debate para la an-
tropología entre militancia y saber comprometido. ¿Qué tienen
que decir y hacer, qué papel juegan los antropólogos frente a los
problemas e interpelaciones del mundo contemporáneo? Pocos
practicantes de la antropología se han inclinado a lo largo de su
151
vida profesional hacia el engrosamiento de la idea del «intelec-
tual comprometido» en el sentido zoliano-sartriano. La actitud
tampoco ha sido exclusivamente de profesionalización en la acep-
ción otorgada a este concepto por Max Weber; el caso Camelot, a
través del cual se vieron implicados en maniobras de contrain-
surgencia en América Latina varios antropólogos, que N. Choms-
ky presenta como una parte sólo del gran proyecto imperialista
de la época Kennedy (Chomsky, 1993), y los más recientes airea-
dos por la prensa del especialista mundial en los yanomamos
amazónicos, N. Chagnon, trabajando a favor de oscuros experi-
mentos financiados por la agencia de energía atómica estadou-
nidense, son sólo el botón de muestra de cómo los antropólogos
más que profesionales weberianos han pretendido ser científi-
cos «aplicados», al servicio de la estabilidad del sistema. Por ello
otros autores prefieren hablar en la actualidad de «antropología
implicada» con los problemas humanos, sin ponerse al servicio
de la ingeniería del poder.
Uno de los últimos debates suscitados en la academia antro-
pológica norteamericana, reflejado en las páginas de la revista
Current Anthropology a mediados de los años noventa, fue el de
la posibilidad de una «antropología militante». Se traía a cola-
ción la actitud antirracista de Franz Boas para legitimar las po-
sibilidades de una ciencia «moral» capaz de enfrentarse a los
problemas de nuestro tiempo. Esta reivindicación se cruzaba
con el ataque abierto al relativismo cultural y, por ende, al pos-
modernismo, representado en esos momentos por filósofos como
Rorty, auxiliados por algunos antropólogos también norteame-
ricanos (D’Andrade & Scheper-Hughes, 1995). La identificación
entre moral y militancia parece excesivamente ingenua o mali-
ciosa, dado que una actitud «profesional», que reconozca inclu-
sive la importancia de la «relatividad», de la «anarquía metodo-
lógica», como forma de conocimiento, no tiene por qué estar
reñida con la moral, y sobre todo con aquel ethos que concierne
al mantenimiento de las «formas democráticas» como soporte
del «bien común».
Quizás una solución a este dilema pueda venir de la idea aban-
derada por Pierre Bourdieu, originariamente etnólogo africanista,
quien habló en sus últimos escritos de la necesidad de construir
un contrapoder académico capaz de actuar de «contre-feu» frente
al incendio desatado por el globalismo ultraliberal. Bourdieu
152
define de esta manera la función de ese «savoir engagé»: frente a
los expertos apoyados en su saber por los poderes, «nosotros
debemos oponer las producciones de redes críticas». «Este inte-
lectual colectivo —añade— puede y debe tomar inicialmente unas
funciones negativas, críticas, trabajando en producir y en dise-
minar unos instrumentos de defensa contra la dominación sim-
bólica que se arma hoy día, frecuentemente, de la autoridad de
la ciencia» (Bourdieu, 2001a: 35). El saber está abocado necesa-
riamente a retornar, como sociedad del conocimiento tramada
en la crítica, al mundo del cual procede, y desde allí es como
puede y debe ejercer la función crítica.
¿Por qué ahora cierto preboste del imperio mediático espa-
ñol, heredero de la tradición liberal-caciquil orteguiana, incide
en posicionarse en contra de lo que llama el «fundamentalismo
democrático»? ¿Por qué novelistas asociados a este mismo im-
perio del sentido mediático, que se considera a sí mismo el máxi-
mo valedor de los valores democráticos, atacan a la antropología
en general conceptuándola de ciencia fantasiosa? ¿Qué virtud
desconstructiva posee el par antropología y democracia, para
poner tan inquietos a los señores del sentido? Uno de los mayo-
res logros del sistema democrático es la presencia inmisericor-
de, por más que minoritaria, del pensamiento duro capaz de
doblegar con su sola presencia al débil sistema literario-mediáti-
co de los grandes habladores. Frente a ellos se impone la econo-
mía de la palabra o el silencio significante, para negar «palabras
sin presencia que no esperan réplica ni pretenden ser escucha-
das con atención» (Le Breton, 2001: 5). Este silencio es el silen-
cio democrático de base volitiva, que no hay que confundir con
el silencio instituido por los sistemas autoritarios.
La antropología, como reducto del pensamiento social duro,
más allá de toda retórica, mantiene unida desde su nacimiento
la condición democrática a su propia existencia. Y ello ocurre
bajo cualquiera de sus formulaciones: desconstructiva, aplica-
da, implicada, comprometida, militante, profesionalizada, etc.
Es más, sólo excepcionalmente la historia de la antropología re-
gistra alguna figura claramente antidemocrática en su vida pú-
blica. Pensemos en el caso excepcional de Jacques Soustelle, aquel
excelente americanista, extrañamente comprometido con la re-
presión colonial durante la guerra de liberación de Argelia. Pa-
radójicamente, su íntimo amigo y colega, el doctor Paul Rivet,
153
director del Museo del Hombre, fue un demócrata militante, or-
ganizador del comité de resistencia antifascista en el París de los
años treinta. Asunto diferente sería el de aquella antropología
que ha vivido y se ha desarrollado en una situación semidemo-
crática; constituye el caso de la antropología mexicana bajo el
régimen del PRI, régimen al que prestó mayoritariamente su
apoyo, sosteniendo la retórica oficial indigenista y antiimperia-
lista. Pero incluso en una situación como ésta hizo falta que exis-
tiese un mínimo de formalidad democrática, para que el discur-
so antropológico pudiese respirar críticamente alrededor de cier-
tos temas. Se constata, pues, que el vínculo existente entre la
disciplina antropológica y el sistema democrático es umbilical.
No por casualidad ambos surgieron conceptualmente en la se-
gunda mitad del siglo XVIII de la mano de figuras como Rous-
seau, comprometidas tanto con el análisis del «buen salvaje»
como del «ciudadano». Un mismo origen epistemológico y un
mismo destino político es lo que comparten la antropología y la
democracia. Que nunca se olvide la existencia de este vaso co-
municante, que de puro obvio pudiera distraérsenos en algún
momento.
154
CAPÍTULO 3
RESISTENCIA, EXILIO Y PEDAGOGÍA SOCIAL
155
de Información del gobierno gaullista. En sus informes relata
los movimientos de personal habidos como consecuencia de las
excepcionales circunstancias por las que pasaba Europa. Cita
algunos de los traslados habidos durante la ocupación, como la
sustitución de Mauss por Leenhart, las expediciones de Denise
Paulme y su esposo el etnomusicólogo André Schaeffner y los
nombramientos de Leroi-Gourhan y Griaule, para las universi-
dades de Lyon y Sorbona, respectivamente. Subraya Herskovits
en su informe que las sociedades savants de antropología conti-
nuaron trabajando normalmente bajo la ocupación, y que las
colecciones del Museo del Hombre habían sido respetadas, si
bien se habían suspendido provisionalmente algunas de las pu-
blicaciones más importantes de la antropología francesa como
L’Anthropologie o la Revue ethnographique (Herskovits, 1945).
Se observa por este informe que los norteamericanos no le per-
dían la pista a los antropólogos europeos, no sólo por lo que se
refiere al exilio. Sabían que la futura reconstrucción europea
dependía mucho del destino de su ciencia social.
Entre los antropólogos resistentes ya citamos, a propósito
del Museo del Hombre y de su red de resistencia, a Germaine
Tillion. Realizó investigaciones sobre los Aurés argelinos, entre
1934 y 1940, las cuales fueron interrumpidas por la guerra mun-
dial, lo que le acarreó la pérdida irrecuperable de numerosa do-
cumentación relacionada con la realización de su tesis doctoral.
Tillion desde los primeros momentos de la ocupación nazi de
París formó parte de la red de resistencia conocida por el nom-
bre del más célebre museo de antropología de Francia, jugando
en la misma un papel destacadísimo. La red estaba formada por
tres ramas, y una miríada de organizaciones. «La originalidad
profunda de la organización del Museo del Hombre ya madura
reside en una estructura donde varios polos cohabitan, forman-
do una galaxia compleja. En 1945, por necesidades de liquida-
ción, Germaine Tillion ha homologado esta organización bajo el
nombre de red del Museo del Hombre» (Blanc, 2000: 95). Entre
los miembros más activos de la organización se encontraba un
etnógrafo considerado por Tillion como «très brillant», Boris Vil-
dé, el cual sería fusilado por los alemanes tras el primer desman-
telamiento. La red bautizada a posteriori como «Musée de
l’Homme-Hauet-Vildé», en honor a dos de sus componentes, es-
taba compuesta desde «socialistas de extrema izquierda hasta
156
monárquicos, a excepción del partido comunista», ya que según
Tillion en la época en que comenzaron a crear la red los comu-
nistas vivían una parálisis como consecuencia de la confusa si-
tuación debida al pacto germano-soviético (Tillion, 2000: 107).
Germain Tillion fue detenida gracias a una denuncia, tramada
por un párroco, agente alemán, infiltrado en la red, y deportada
al campo de concentración de Ravensbrück en 1944. Allí «vivió
el horror durante 15 meses». Ha escrito Tzvetan Todorov lo si-
guiente sobre esta experiencia de Tillion: «En el campo de Ra-
vensbrück intentará aportar a sus compañeros un poco de luci-
dez sobre su propia situación, ya que el sufrimiento y el miedo
incitan también a la ignorancia voluntaria» (Todorov, 2002: 18).
Búsqueda de la lucidez en el sufrimiento, en lugar de capitula-
ción. El resto de su experiencia estuvo necesariamente marcada
por este acontecimiento: «Después de la guerra —se ha escrito—
ella investigó incansablemente sobre los crímenes del nazismo y
del estalinismo y participó con David Rousset en la comisión
internacional contra el sistema concentracionario bajo todas sus
formas». Cuando terminó la guerra fue enviada de nuevo a Arge-
lia, donde participó en una nueva investigación a partir de 1954.
De esta experiencia, que coincidió con la guerra de liberación
argelina, y de la anterior del campo de concentración, extrajo la
idea de luchar contra la «clochardización» de la vida social,
«creando centros sociales destinados a ofrecer a los desfavoreci-
dos medios para aprender un oficio; paralelamente no decayó
en su lucha contra la tortura, contra la pena de muerte, por una
paz equilibrada y por introducir la enseñanza en las prisiones
francesas» (Bromberger, 2002: 45). No cabe duda que Tillion fue
una activa demócrata sin apelativos, también conocida en el do-
minio profesional por sus estudios sobre la condición social de
la mujer en el área mediterránea.
Trasladémonos a Estados Unidos. La filantropía norteameri-
cana hace aquí su aparición. El papel jugado por los Rockefeller
respecto a la antropología es muy claro. En la reciente historia
social de la antropología norteamericana se enfatiza mucho su
rol, así como el de otros magnates. Los Rockefeller apoyaron
esencialmente el desarrollo de la antropología en la Universidad
de Chicago, que John D. Rockefeller había fundado en 1892. Se
calcula en 50 millones de dólares los fondos puestos a disposi-
ción de la antropología en los años veinte y treinta. Se buscaba,
157
sin lugar a dudas, el desarrollo de unas ciencias sociales «aplica-
das» a la resolución de conflictos sociales. En la Universidad de
Chigado enseñarían por aquellos años antropólogos tales como
Fay-Cooper Cole, Melville J. Herskovits, Ralph Linton, Robert
Redfield y Edward Sapir. La filantropía de los Rockefeller alcan-
zaría igualmente a otras universidades: Columbia, Yale, Harvard,
North Carolina, Stanford, Berkeley y Pennsylvania, e incluso a
universidades extranjeras. Durante la Segunda Guerra Mundial
Nueva York se convirtió en la urbe refugio de numerosos cientí-
ficos sociales así como de artistas. Un lugar especialmente rele-
vante, que fue generosamente financiado por los Rockefeller, fue
la New School for Social Research. Allá fueron acogidos durante
un período de 10 años unos cerca de 200 científicos europeos
entre los que podemos destacar las figuras de Alfred Schütz, Clau-
de Lévi-Strauss, Mario Einaudi, Georges Gurvitch, Ernst Kris,
Bronislaw Malinowski, Erwin Piscator, Leo Strauss, Lionello
Venturi y el español Fernando de los Ríos. Los americanos esta-
ban divididos al respecto entre quienes pensaban en el gobierno
que ésta era una manera de salvar a la intelectualidad europea, y
quienes sospechaban que algunos de estos intelectuales euro-
peos podían portar ideas comunistas. A este fin algunos fueron
espiados en sus clases por parte del FBI, que infiltró agentes
suyos como alumnos (Krohn, 1993). La Fundación Rockefeller,
por otra parte, había estado comprometida en la financiación de
aquellos estudios más o menos confidenciales que sobre la mo-
ral de las tropas americanas se realizaron durante la Segunda
Guerra Mundial, con participación de sociólogos y antropólo-
gos, y sus informes fueron de gran utilidad al finalizar la misma:
«Ellos proporcionaron, por ejemplo, la base para la elaboración
del sistema de puntos que determinó el orden en que fueron li-
cenciadas las tropas después del Día V-E, orden que se basaba
en el convencimiento que tenían las tropas en la justicia del sis-
tema» (Fosdick, 1957: 275). Estos informes sirvieron para aten-
der «con justicia», que se asociaba a la democracia, las expecta-
tivas de los veteranos de la guerra.
Esta tendencia filantrópica por extensión se observa en el
papel que la propia Fundación Rockefeller jugaría en el desarro-
llo de las ciencias sociales en Francia. Se reconoce hoy que tuvo
un papel limitado desde el punto de vista económico, pero esen-
cial para que los propios franceses no perdieran el interés por las
158
ciencias sociales. Fue durante el Segundo Imperio cuando se for-
muló la idea de hacer una escuela de ciencias históricas y socia-
les, proyecto que asumió el ministro Victor Duruy, que era histo-
riador. En torno a 1870 se creó también la École Libre de Scien-
ces Politiques. A inicios de siglo, en 1903, un historiador
económico, Henri Hauser, formuló el programa de Duruy, mien-
tras el Ayuntamiento de París le concedía su apoyo creando una
cátedra. A partir de los años veinte la intervención de la Fun-
dación Rockefeller en la EPHE fue creciendo. El cambio de di-
rección se produjo en los años cincuenta. Se pasó progresiva-
mente de los 32 directores de estudios de 1951, a los 67 de 6 años
más tarde, a los 84 de 1961, para finalizar con los 110 en 1966. A
estas cifras espectaculares de la apuesta por las ciencias sociales
hemos de añadirle la aparición de una gran cantidad de becarios
y otros puestos administrativos (Revel & Wachtel, 1996: 22). La
importancia de la antropología histórica bajo el impulso de Brau-
del también fue muy importante, dando lugar a la aparición de
una corriente conceptual que incardinaba conceptos de oríge-
nes sociológicos o antropológicos en el análisis historiográfico
tradicional. En definitiva, un fino hilo conductor une el desarro-
llo de las ciencias sociales, la democracia y la filantropía.
En lo referente a Margaret Mead, ligada como es natural a
todo este sistema filantrópico norteamericano, téngase presente
su deseo inicial de comunicar con el mayor número de personas
evitando los laberintos profesionales. Escribió regularmente en
periódicos y revistas para un gran público. Su labor de divulga-
ción literaria está en consonancia con sus preocupaciones de-
mocráticas y pedagógicas propiamente dichas. Mead al relatar
la historia de sus publicaciones ha dado algunas claves al respec-
to. Al inicio había tenido, como sus compañeros Ruth Benedict
y Edward Sapir, inclinaciones puramente literarias y poéticas:
«Yo había contemplado y probado varios géneros sucesivamen-
te: la poesía, el ensayo, el cuento, la comedia y el espectáculo
público durante los años del bachillerato y la universidad, y no
había abandonado del todo mi ambición de publicar poesía ni
siquiera después de mi resolución de hacerme antropóloga. Sin
embargo, cuando Absolute Benison, poema que entregué bajo
un seudónimo, fue al principio rechazado y luego aceptado por
el mismo editor al proponerlo de nuevo bajo mi propio nombre
en 1932, después de haber publicado Adolescencia, sexo y cultu-
159
ra en Samoa, decidí no volver a someter ningún otro poema para
publicación. Mi feliz amistad durante los años universitarios con
la ilustre poetisa norteamericana Leonie Adams me había conven-
cido de que la poesía no era el campo en que yo pudiera hacer
ninguna contribución importante. Ruth Benedict y Edward Sa-
pir, íntimos colegas míos a mediados de los años de 1920, ha-
bían escrito bastantes poemas sueltos que llegaron a publicarse
en las compilaciones de aquel entonces, pero a los dos les habían
rechazado colecciones de poesía en 1928. De modo que abando-
né sin vacilar toda tentativa de publicar mi poesía» (Mead, 1976:
47). Su maestra e íntima amiga Ruth Benedict también cultivó
el género literario hasta el final, como se ve en su obra narrativa
The Bo-Cu Plant, de argumento intimista y exotista, en la que
vuelca sus fantasías y problemas sexuales (Banner, 2004).
El abandono por parte de Mead de la literatura no acarreó
que dejase de lado el deseo de comunicar con un público amplio,
más grande que el académico, como demuestra el que cuidase
personalmente las traducciones de sus libros, buscando salidas
a los términos intraducibles, y que abandonase por principio la
inclinación a emplear argot profesional para legitimar su discur-
so científico. Sus modelos de literatura etnográfica eran las obras
de Malinowski sobre los trobriandeses y la de Radcliffe-Brown
sobre los andamaneses. Consideraba que la obra de Boas, no
obstante ser su maestro, estaba afectada por las pocas dotes de
persuasión literaria del autor, como casi toda la literatura etno-
gráfica de origen alemán. «Por eso, una voluntad manifiesta den-
tro de la profesión, que se remontaba a Frazer, Crawley y Marte,
nos animaba a escribir en un inglés claro y no en ese pesado
estilo alemán que era predominante en el ámbito de las tesis
doctorales norteamericanas». Merece la pena citar largamente
las opiniones literarias de Mead, quien escribía inicialmente en
inglés americano, en una época en la cual el canon lo seguía
marcando Inglaterra en materia lingüística: «Seguí experimen-
tando —escribe— con distintos niveles y clases de escritos hasta
1935 cuando compuse Sexo y temperamento en las sociedades
primitivas, obra que me pareció un acierto porque combinaba,
para un público culto, las exigencias estéticas con la presenta-
ción de una materia etnográfica difícil y desconocida. Entonces
dejé de escribir poesía. Reconozco que me esmero más en el
oficio de escribir un ensayo destinado a lectores exigentes [...],
160
pero por lo general no me persiguen esos remordimientos que
padecen los que han aprendido a escribir en un género distinto
al de sus sueños. De este modo me libré de las frustraciones de
tantos científicos que escriben con gusto pero siempre con la
esperanza de que algún día les saldrá la gran novela». Para Mar-
garet Mead la realidad ya superaba la ficción y a ella se consa-
gró, por ello confesaba que le atraían profundamente posibilida-
des extrañas como hacer un guión para una película etnográfica,
o los textos para acompañar unas fotografías, o incluso dar una
conferencia en inglés chapurreado para un público de Nueva
Guinea que casi no entendía este idioma. La necesidad de comu-
nicar está, pues, presente en todo momento en Mead. Y en esto,
además de en la lucha igualitarista, contra el racismo y la des-
igualdad de los sexos, es donde se observa el carácter democráti-
co de la lucha intelectual de Margaret Mead.
La «función ideológica» de Margaret Mead en el estableci-
miento de patrones democráticos tiene además otras dimen-
siones, la más destacada de las cuales ha sido la correspondien-
te al género (G. Alcantud, e.p. 1). Su idealización de las relacio-
nes sexuales «primitivas» en una exótica Samoa, plasmada en
su temprana obra Coming of Age, la de mayor alcance y éxito de
todas las suyas, se atenía a los patrones antievolucionistas y
antifisistas de Franz Boas, y del círculo de los boasianos. A par-
tir de ella se comprobaba que las relaciones que hoy llamamos
«de género» no eran «naturales» sino que estaban construidas
culturalmente y que, por lógica consecuencia, una sociedad
como la norteamericana del período de entreguerras, que esta-
ba saliendo de la moral victoriana, podía cambiar. Su exotis-
mo, no dejando de ser tal, se atenía al buensalvajismo ideológi-
co, entroncado con todo el pensamiento «progresista». Su pro-
pia vida sentimental, tramada entre un inicial lesbianismo junto
a Benedict, y varios matrimonios, quedó anclada en la imagen
de una mujer deseosa de ser madre, y finalmente de una cor-
dial abuela (Janiewski & Banner, 2004). Su feminismo, en par-
te edulcorado para los parámetros que hoy se manejan, no de-
jaba de ser consecuencia de su arraigado igualitarismo.
Mead, guiada por el deseo de comunicar y gustar desde el
punto de vista literario y conceptual, convirtió sus obras en una
reedición del buensalvajismo, que oponía la armonía samoana,
y en definitiva primitiva, a la estridencia norteamericana (Tcher-
161
kézoff, 2001). Al adherirse y contribuir a la formación del mito
del «buen salvaje» polinesio, cumplía una función política guia-
da por los deseos de construir el «mito bueno» que contribuyese
a desarrollar el igualitarismo encarnado en la democracia norte-
americana. Un igualitarismo, sin embargo, poco ingenuo.
De hecho, este combate no dejaba de estar corregido por una
idea elitista de la democracia, donde las élites debían cumplir un
papel relevante en la génesis y desarrollo del sistema democráti-
co: «Este optimismo —escribe en el año 1969— es al mismo tiem-
po nuestra esperanza y nuestro mayor peligro. Cuando lo exhibe
una sola criatura, que puede atestiguar nuestra creciente pre-
ocupación por el individuo, es capaz de iluminar el mundo. Cuan-
do lo exhiben los miembros de una comunidad íntegra, que re-
construyen sus casas sobre las laderas de un volcán en actividad,
puede conducir a la destrucción del mundo. Lo que deseamos es
el equilibrio entre el optimismo individual y una terca ceguera
colectiva. Quizás una de las formas de lograr este equilibrio con-
sista en buscar a aquellos que, abrevándose en su propia historia
individual y colectiva, tengan una capacidad excepcional para el
optimismo. Si los hallamos podremos entregarles los instrumen-
tos de observación y predicción que los empujarán a escoger
para las ciudades nuevos solares mejores que los que ocupan
sobre la ladera familiar del volcán activo. Esto es lo que espero»
(Mead, 2002: 29). Mead confía en las minorías con firme convic-
ción democrática, capaces de ejercer una «ingeniería política»,
tal como ella y el grupo boasiano habían experimentado exitosa-
mente durante la Segunda Guerra Mundial.
162
CAPÍTULO 4
EL ENIGMA DEL SECRETO.
DE LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL
Y EL ESPIONAJE POLÍTICO1
163
go, las comisiones parlamentarias oficiales tanto de Estados
Unidos como de España han tenido prisa por llegar a conclusio-
nes que exculpasen a los poderes públicos de toda responsabili-
dad y afianzasen la creencia en la conspiración terrorista.
En segundo lugar, las consecuencias de los ataques terroris-
tas han tenido repercusiones claramente «antropológicas» o psi-
co-sociales. La impresión generalizada es que los atentados del
11-S y del 11-M tenían una finalidad bien estudiada en el cuadro
general de la «guerra de los sueños». Vivimos realidades «ficcio-
nales» que corresponden, según Marc Augé, «a la lógica [...] de
producir un yo igualmente “ficcional”, incapaz de situar su rea-
lidad y su identidad en una relación efectiva con los demás» (Augé,
1998: 154). En esta lógica, la guerra se ha situado a niveles pro-
fundos, cargados de significados secundarios, es decir, ficciona-
les. Ambos atentados no parecen transparentes a la opinión pú-
blica, y tanto su autoría como sus ulteriores repercusiones no
dejan de traer a la palestra y al rumor público, ahora amplifica-
do con el uso telemático, la idea de la «conspiración», una cons-
piración que nos sumerge en el mundo onírico de la pesadilla.
Si miramos hacia atrás, la irrupción de las democracias moder-
nas no dejó de estar atravesada por las más extravagantes historias
de conspiraciones. Un ejemplo hiperbólico fue el del Protocolo de
los Sabios de Sión. El origen de dicho mito conspirativo, según N.
Cohn, nació tras la revolución francesa en época napoleónica, cuan-
do el emperador en 1806 convocó una asamblea de notables judíos
para liquidar «el sistema de préstamos de dinero que, como heren-
cia de los días anteriores a la emancipación, seguían practicando
los judíos de Alsacia, y además quería convencerse de que la pobla-
ción judía le era tan sumisa como la del resto de Francia» (Cohn,
1983: 27). Al llamarle a esta asamblea «Gran Sanedrín» «sugirió
—en opinión de N. Cohn— que a lo largo de los siglos había existi-
do en secreto un gobierno judío». El mito de la conspiración ya
estaba creado en el momento en que irrumpía la democracia. A
ello vinieron a ayudar las conspiraciones radicales parisinas, algu-
nas de las cuales, como fueron las de los hebertistas, se pusieron
por norte alcanzar el socialismo a través del ejercicio del antisemi-
tismo (Crapez, 1997). Por supuesto, todo este mito conspirativo
alcanzaría su madurez y delirio colectivo en el «affaire» Dreyffus.
Paradójicamente, en un mundo aparentemente transparente
gracias a la globalización comunicacional se ha dado curso a las
164
hipótesis que defienden que tras la candidez democrática late una
conspiración engendrada en centros de decisión opacos, que utili-
zaron especialmente la «inteligencia» en su acepción literal en
cuanto monopolio de la información e interpretación y que plani-
ficaron las acciones estratégicas en el mayor de los secretos. Hoy,
por ejemplo, se sabe que programas de crítica humorística como
los populares «guignols» del Canal Plus francés tenían a la vera de
su creador un agente secreto, supuestamente enviado por la pro-
pia cadena de televisión. Nada puede ser inocente, mucho menos
el humor, en el ambiente conspirativo que vivimos.
Este clima de conspiración alcanza incluso a la vida universi-
taria. Cuando un investigador en ciencias sociales pisa ciertas ins-
tituciones de investigación, norteamericanas y francesas princi-
palmente, tiene la impresión, a veces corroborada por escándalos
ocurridos a lo largo del tiempo, de que los usos que se le pueden
dar a su disciplina, sea la antropología, la sociología o la ciencia
política, van más allá de lo puramente académico, y que ese más
allá consiste en su subordinación sobre todo a la política exterior
de las metrópolis. Un manto de silencio se extiende sobre esta
vinculación. Sea en la política exterior, en las comunicaciones o
en la investigación se hace presente como un enigma cultural.
165
el enigma es social ante todo. La tragedia, además, se representa-
ba en los santuarios y en las ciudades, pues constituía una parte
sustantiva del poder, y factor de su estabilidad.
Algunos autores han encontrado una transmisión para ini-
ciados en la reinterpretación de ciertos temas dotados de enig-
maticidad y secreto llevado a cabo por poetas contemporáneos.
Así encontramos a un Baudelaire o a un Rimbaud, intérpretes
del misterio de la modernidad contemporánea, recurriendo a
figuras alegóricas del helenismo como el rey Midas, o al viejo
enigma de Edipo replanteado por el místico cristiano y socialis-
ta Charles Péguy. Para este último, por ejemplo, la cuestión que
proponen los obreros rusos, con sus luchas anti-zaristas, coinci-
de con el asunto trágico planteado el inicio de Edipo rey: «Éste
compromete más que una política: una metafísica, una religión
igualmente, si es verdad que el poder del tyrannos griego, del zar
ruso, estaba ligado, religado, al de los dioses o del Dios que ha
delegado en él parcialmente. Lo trágico nace de un secreto», se-
ñala Brunel, quien propone una teoría que vaya más allá de la
superficie social (Brunel, 1998: 45).
El cristianismo también metaforizó los enigmas dotándolos
de una mitopoética que culminará con el sacrificio metafísico de
la misa. De otro lado, derivó el secreto al ámbito de lo privado,
pero no renunció a conocerlo. El mecanismo de la confesión fue
clave para interpretar la evolución de los secretos. Las primeras
confesiones públicas condujeron a varios sujetos al suicidio, por
vergüenza de expresarse públicamente, según suelen relatar las
historias de la confesión. Ello obligó, según Jean Delumeau, a la
Iglesia a la adopción del rito irlandés de la confesión privada. Lo
que trajo como consecuencia «una enorme extensión del poder y
del territorio del confesor» y, por ende, de la Iglesia, la única
institución capacitada para conocer el interior de la trama hu-
mana (Delumeau, 1983: 236).
Frente a los «siglos oscuros», la posibilidad del sujeto transpa-
rente ha sido una ficción de gran fortuna en los momentos de
mayor optimismo histórico del mundo contemporáneo, inaugu-
rado con la revolución francesa de 1789 y culminado con las revo-
luciones, incluidas las fascistas, del siglo XX. Tras los primeros
fracasos revolucionarios se abrió paso la teoría conspirativa. En el
mundo babilónico de la segunda mitad del siglo XIX el héroe lite-
rario fue un «conspirador» que trabajaba clandestinamente con-
166
tra Napoleón III y la plutocracia parisina. Marx no podía soportar
al bohemio conspirador, ajeno a toda disciplina y espíritu científi-
co. Marx estaba claramente en contra de estos conspiradores cuya
ocupación describe así: «Ocupados con semejantes trabajos pro-
yectivos, no tienen otra meta que la próxima de derribar al gobier-
no existente, despreciando en lo más hondo la ilustración teórica
de los trabajadores acerca de sus intereses de clase». Sin embar-
go, para Balzac, Baudelaire o Zola estos bohemios conspiradores
fueron sus héroes más genuinos (Benjamin, 2005). Sin ellos no
existirían sus literaturas respectivas.
En particular, recordemos la vinculación existente entre el
rousseaunismo ilustrado y el fascismo literario de Céline, por
ejemplo (G. Alcantud, 2001a). Céline en su angustia existencial
proclamaba la supremacía de la verdad representada por el hom-
bre sin secretos; sin embargo, esta transparencia encerraba un
gran secreto, el de la mentira con que Céline había encubierto su
propia vida. El hombre desnudo abrigaba una suprema menti-
ra, la de su propia impostura, que también encontramos en otro
escritor del fascismo como Drieu la Rochelle, aspirante igual-
mente a la desnudez rousseauniana (Saumade, 2003).
Tras la paz de Brest-Litovsk de 1918 Trotsky acabó con la con-
signa que había esgrimido durante la guerra mundial contra la
diplomacia zarista, «una paz sin secretos», porque el secreto era
obvio que constituía la verdadera naturaleza de la diplomacia, y la
transparencia había sido esgrimida sólo tácticamente. Desde el
lado alemán esto lo había vislumbrado Max Weber, quien escan-
dalizado por la falta de discreción de la diplomacia alemana en
ciertos asuntos marroquíes reclamaba más «profesionalidad» para
la misma, lo cual suponía emplear el secreto como llave del éxito.
En las ciencias sociales el secreto como objeto de análisis fue
abordado por Georg Simmel, sociólogo y filósofo outsider para la
vida universitaria alemana de su época, en tiempos en que los servi-
cios de espionaje alemanes estaban más activos. Simmel conside-
raba que las sociedades secretas constituían en cierta forma el ce-
mento de la vida social. Sostenía lo siguiente: «El secreto en este
sentido, el disimulo de ciertas realidades, conseguido por medios
negativos o positivos, constituye una de las más grandes conquistas
de la humanidad. Comparado con el estado infantil, en que toda
representación es comunicada en seguida, en que toda empresa es
visible para todas las miradas, el secreto significa una enorme am-
167
pliación de la vida, porque en completa publicidad muchas mani-
festaciones de ésta no podrían producirse. El secreto ofrece, por
decirlo así, la posibilidad de que surja un segundo mundo, junto al
mundo patente, y éste sufre con fuerza la influencia de aquél» (Sim-
mel, 1986: 378). Mas contemporáneamente otro outsider como el
filósofo Pierre Boutang ha indagado en la naturaleza filosófica del
secreto. Dixit: «De esta manera los numina de los dioses tendrían la
suerte de ser claros [...] y oscuros, es decir, protegidos en su aparien-
cia, teniendo necesidad de ser interpretados a su hora y por aque-
llos que saben abrir la corteza sin alterar el fruto. Queda que la
oscuridad es positiva, protectora del ser y de su parecer» (Boutang,
1988: 33). No es de extrañar que el interés por el secreto sea conce-
bido en medios académicos liminales, propensos a ver la opacidad
y la espesura de las relaciones sociales, y que ellos lo hayan situado
en el centro de la interpretación filosófica y antropológica. Más re-
cientemente, Jean Jamin se ocupó de la función social del secreto
en las sociedades africanas donde la iniciación ritual jugó un papel
central en su reproducción, y donde el «secreto intervino como in-
dicio y argumento jerárquico», dado que «su importancia residió
menos en aquello que oculta que en lo que afirma: la pertenencia a
una clase, a un estatuto» (Jamin, 1977: 13).
168
menos secretas sobre la política, los recursos militares, la orga-
nización de las fuerzas defensivas u ofensivas de los Estados ex-
tranjeros, y librarse a investigaciones, sea a título gratuito, sea
por dinero, para otro gobierno» (Colonieu, 1888: 7). Entre los
tipos de espía que señala Colonieu los habría voluntarios, forza-
dos, móviles o fijos, simples o dobles. Los primeros le atraen
especialmente, y los define así: «El espía voluntario es general-
mente un desclasado, un hombre al cual el vicio y el desorden
han vuelto incapaz de ejercer un oficio honesto, y que consiente
sin volver atrás en descender a lo más bajo de la escala social,
aunque sea al riesgo de que su existencia perdida avance; otras
veces, es un fanático atrapado por la pasión política, un patriota
de buena fe, que se entrega por su país, por odio al extranjero; lo
más frecuente es que lo sea por el vil apetito de un lucro desho-
nesto que lo agota en esta triste inclinación» (Colonieu, 1888:
11). Colonieu expone la vinculación entre deshonestidad, vicio
moral y espionaje, a través de Montesquieu, quien sostenía que
«el espionaje será, puede ser, tolerable si es ejercido por gentes
honestas». Esta antinomia entre las bajezas del lucro y la subli-
midad del amor patrio identificado con la nación encierra el se-
creto del espía. Los pliegues y las razones del secreto pueden ser
encarados fenomenológicamente. En la clasificación del ser y la
apariencia que realiza Boutang, que va de «lo que parece y no
es» (paraît ce qui n’est pas) que alberga el mal con la cobertura
del bien, al «no es esto que parece» (n’est pas ce qui paraît), que
encarna la falsedad, tenemos otras dos formas sobre las que bascu-
lan los espías: «lo que es no lo parece» (ce qui ne paraît pas), que
encarna el disimulo, y el «no parece lo que es» (ne paraît pas ce
qui est), que representa la hipocresía (Boutang, 1988: 73-81).
Entre la hipocresía y el disimulo transita el espía, si bien éste
puede llegar al mal de la duplicidad absoluta o a diluirse en la
falsedad inocente. El problema del espionaje concierne, por con-
siguiente, al ethos de quienes lo ejercen, influyendo decisivamente
en su identidad psíquica. La nación y el patriotismo le dieron un
sentido que, a veces, se quebró internamente en los espías.
Hemos de tener presentes los trastornos de la personalidad
que pueden producir la práctica del espionaje en quienes lo ejer-
cen, a pesar del ethos de que se doten para justificarlo. El viajero
español de principios del siglo XIX Domingo Badía Leblich, alias
Alí Bey, sufrió al final de su vida auténticos trastornos de persona-
169
lidad. Su impostura lo llevó a través del norte de África haciéndo-
se pasar por un príncipe omeya, aunque de hecho era un agente
del ministro español Godoy, como luego lo fue de Luis XVIII de
Francia. Confundiendo al final de sus días realidad y fantasía se
hacía pasar por francés, habiéndose inventado incluso una genea-
logía (Barberá, en Bey, 1984: 93). T.E. Lawrence de Arabia, que
luchó durante la Primera Guerra Mundial como agente británico,
sublevando a los árabes contra los turcos, pudo decir en una línea
muy similar: «En mi caso, el esfuerzo que realicé durante esos
años para vivir vestido como los árabes y para imitar su estructu-
ra mental me despojó de mi personalidad inglesa, y me hizo con-
templar Occidente y sus convenciones con nuevos ojos, destru-
yéndolo todo para mí. Pero al mismo tiempo, no podía sincera-
mente endosarme una piel árabe; era sólo una afectación [...]. A
veces, esas múltiples personalidades conversaban en el vacío, y
entonces la locura estaba muy cercana, como creo que lo estaría
para el hombre que pudiera simultáneamente ver las cosas a tra-
vés de los velos de dos costumbres, de dos educaciones, de dos
ambientes» (Lawrence de Arabia, 2000: 20). Los casos de Alí Bey y
Lawrence son bien explícitos de esos desdoblamientos.
Sería, no obstante, durante la Primera Guerra Mundial cuan-
do todo este mundo del espionaje se desarrollaría hasta extremos
inverosímiles. Los alemanes, que tuvieron las redes de inteligen-
cia más extensas, como siempre, llegaron a penetrar y sabotear
instalaciones civiles en Estados Unidos, en especial en Nueva York.
Esta situación y sobre todo la prevención de los sabotajes, que
extendieron las sospechas en América sobre la población germa-
no-americana, llevaron a la formación del Corps of Intelligence
Police (CIP) ligado directamente al Ejército norteamericano, que
buscaba la prevención. También en Francia durante la guerra se
desplegaron numerosos esfuerzos para compensar el «splendid
spy system» de los alemanes (Sayer, Botting, 1989). Los franceses
tenían razones sobradas para pensar en la conspiración. La exis-
tencia de una tremenda conspiración alemana estaba muy enrai-
zada en el imaginario colectivo francés: «El servicio secreto ale-
mán —se dijo entonces— [...] es la más vasta organización de es-
pionaje que se pueda concebir. En aquélla, como en todo, nuestros
implacables adversarios han visto mucho, y se puede afirmar sin
exageración que el gran estado mayor alemán no ignoraba nada
de nuestra preparación militar en el momento en el que el káiser
170
nos declaró la guerra» (Lucieto, 1927: 1). La tradicional hospitali-
dad francesa había permitido la extensión del espionaje alemán,
sobre todo en el tiempo de las Exposiciones Universales, con mo-
tivo de las cuales muchos extranjeros se habían asentado en París.
El empleo de agentes femeninas, como la diva Mata Hari, elevó a
leyenda el espionaje, rodeando de enigmas y misterios hasta la
propia muerte de esta espía y cortesana holandesa al servicio de
Alemania (Gómez Carrillo, 1926).
El antropólogo estadounidense Franz Boas, que era de ori-
gen alemán, denunció el empleo de antropólogos como agentes
secretos en un artículo revelador publicado en The Nation el 20
de diciembre de 1919. Sostuvo en él que sólo las autocracias
necesitan espías, no así las democracias (Boas, 1998: 1). Recor-
demos que en aquella ocasión Boas, aunque era un demócrata
convencido, lo que rubricó con posterioridad luchando firme-
mente contra el racismo nazi, se quejaba del anti-germanismo
existente en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mun-
dial. Ésta sería una razón suplementaria para denunciar el es-
pionaje. Tres o cuatro de los espías acusados por él lo denuncia-
ron a la American Anthropological Association (AAA). Uno de
ellos, el arqueólogo Samuel Lothrop del Peabody Museum de
Harvard, ejercería posteriormente como espía en Perú durante
la Segunda Guerra Mundial, corroborando las afirmaciones de
Boas (Price, 2000). Curiosamente, Boas había prestado gran aten-
ción al estudio del secreto y de las sociedades secretas en su tra-
bajo de campo con los kwakiutl canadienses, conocidos especia-
listas en el gasto ostentatorio conocido como potlach, llegando a
la conclusión de que aquéllas eran la consecuencia de la combi-
nación de ambición y deseo de distinción (Boas, 1895).
Cruzando las informaciones disponibles podemos inferir un
cuadro aproximado pero bastante exacto de una rama «aplicada»
de las ciencias sociales que nos interroga sobre la moralidad y per-
tinencia política del espionaje «social», sobre todo a la vista de que
una buena parte, cuando no la mayor, de los practicantes de las
ciencias sociales han sido ideológicamente demócratas e incluso
han poseído arraigadas sensibilidades izquierdistas (G. Alcantud,
2001a). La oposición entre transparencia y opacidad se hace más
evidente en el mundo de la antropología que en otros como los de
la sociología o la ciencia política, mucho más cercanos a las prácti-
cas del poder, y a ser instrumento y objeto del mismo.
171
La herida moral abierta por el espionaje se cauterizó con fre-
cuencia con la apelación al patriotismo y a los intereses estraté-
gicos. Hubieron momentos particularmente felices de esa sutu-
ra. Así por ejemplo, en la Segunda Guerra Mundial la alianza
entre Estados Unidos y la Unión Soviética para derrotar a las
potencias del Eje llevó necesariamente a la colaboración entre
los servicios secretos de ambos países. Ello empujaría incluso a
que en nombre de la libertad se enrolasen antiguos combatien-
tes de la Brigada Lincoln procedentes del lado republicano de la
guerra civil española en la Office of Strategic Services, el prece-
dente inmediato de la CIA. Se ha hablado igualmente de promi-
nentes marxistas como Herbert Marcuse, Noel Field, Maurice
Halperin o Paul Sweezy, que habrían servido a la OSS durante la
guerra mundial. Este organismo, frente a la supuesta manipula-
ción de los servicios secretos británicos y la brutalidad de los
soviéticos, habría esgrimido «the cause of morality» (Smith, 1983:
331). Algunos escritores como R. Harris Smith y David Schoen-
brunn convencieron al público del carácter liberal y humanita-
rio de las acciones de la OSS. Es más, en ciertas ocasiones frente
a los colonialismos europeos, británico y francés sobre todo, se
esgrimieron razones para apoyar los primeros movimientos in-
surgentes en Vietnam o en China. La moral restablecía momen-
táneamente un equilibrio frágil, surgido de circunstancias ex-
traordinarias. Hoy día en Estados Unidos los agentes secretos
son homenajeados en los parques públicos con placas que re-
cuerdan su anónima entrega durante la Segunda Guerra Mun-
dial. Lo cual quiere decir que la fractura entre espionaje y socie-
dad no está tan abierta como en las conciencias europeas, donde
el espionaje por regla general ha sido una actividad vergonzante.
4. Inteligencia y secreto
172
metidas al presidente según la discreción de Donovan, el direc-
tor de la OSS» (Katz, 1989: 4). A través de la R & A fueron reclu-
tados numerosos intelectuales, muchos de los cuales podían ser
conceptuados de «izquierdistas» o incluso de «marxistas». Es
especialmente significativo el nombre de Maurice Halperin, des-
crito como «one of the more outspoken leftists in the organiza-
tion, monitored the political mood of Latin American from an
office strewn with back issues of the Daily Worker». También hay
que resaltar a antropólogos como Cora DuBois, destacada en
Kandy, y Gregory Bateson, antena en Ceilán, a los sociólogos
Edward Shils o Talcott Parsons, al marxista Paul Sweezy, señala-
do internamente como «radical teaching aprentice», y al tam-
bién señalado como «“brilliant but erratic” Marxist economist»
Paul A. Baran, entre otros.
Este grupo de izquierdistas metido a circunstanciales espías o
colaboradores del espionaje se nutrió, en particular, de los intelec-
tuales exiliados, entre los que hay que señalar especialmente a la
denominada «escuela de Frankfurt». Entre los miembros de la es-
cuela de Frankfurt que colaboraron con la R & A destacan con luz
propia Max Horkheimer, Theodor W. Adorno y Herbert Marcuse.
También se propusieron en los círculos de la inteligencia america-
na como potenciales agentes los nombres de Bertold Brecht y de
Siefried Kracauer para cubrir la cultura y la propaganda, el de
Paul Tillich y de Heinrich Brüning, del extinto Partido del Centro
Católico, el del director de la Bauhaus Walter Gropius para anali-
zar el desarrollo urbano en tiempo de guerra, etc. Algunos, que
estaban asentados en precario en Estados Unidos, debían servir
para sostener el servicio de inteligencia durante la guerra, «aunque
no todas estas celebridades encontraron su camino en el servicio al
gobierno, la imaginación histórica embrolla el quién es quién de
las luminarias de Weimar y las tendencias radicales con las que
flirteó el establishment de la inteligencia americana en su tormen-
tosa juventud» (Katz, 1989: 11). La colaboración de la izquierda
marxista heterodoxa con los servicios secretos americanos y, en
especial, con la rama «intelectual» de la OSS se comprende fácil-
mente por el clima creado por la «unidad sagrada» operativa con-
tra el nazismo y el fascismo. La leyenda de esta situación, excep-
cional a todas luces, ha crecido.
En el terreno de los hechos, Horkheimer, el jefe de filas de la
«escuela de Frankfurt», fue contactado por la R & A, facilitándo-
173
sele su actividad y la de los miembros del Institut, conceptuados
hoy como «marxistas heterodoxos», después de que se compro-
base expresamente su fidelidad a los Estados Unidos. Herbert
Marcuse, adscrito a la rama centroeuropea de la R & A, asesoró
a la OSS en diversos aspectos tales como la expansión de rumo-
res y chistes antinazis con el fin de debilitar la moral nacionalso-
cialista. Uno de aquellos rumores, por ejemplo, consistió en ex-
tender la idea de que entre los trabajadores alemanes había una
epidemia de tuberculosis, y que el régimen nazi había estandari-
zado la producción de féretros por la alta demanda. Esto se es-
peraba debía recordar analógicamente la uniformización letal
promovida por el régimen nazi (Katz, 1989: 39). No obstante, el
Institut of Social Research mantuvo el espíritu germánico em-
pleando el alemán como principal medio de entendimiento cien-
tífico entre los miembros del mismo sin ceder al uso del inglés.
Escribe Jay que «junto con los continuados vínculos personales
e institucionales del Institut con Europa, su renuencia a publi-
car en inglés, y su preocupación por otros investigadores refu-
giados, había un fuerte deseo de preservar su propia identidad,
al margen de la estructura académica de la Columbia» (Jay, 1974:
197). Todo ello en efecto a pesar de que la Columbia University
les había cedido un edificio en la calle 117 de Nueva York. Esta
tozuda independencia hizo caer sobre los miembros del Institut
la sospecha de hermetismo, cuando no de infidelidad.
Esta colaboración entre universidades alemanas y estadouni-
denses no surge del vacío, no obstante. Como vimos anterior-
mente, a través de la Fundación Rockefeller se había mantenido
un estrecho contacto entre el mundo de las ciencias sociales eu-
ropeo de entreguerras y los americanos. Pero a partir del ascen-
so de los nazis a mitad de los años treinta y del clima de antise-
mitismo que se estaba propagando, la Fundación Rockefeller
renunció a continuar en esa línea de apoyo a la investigación en
Europa y comenzó a desviar los fondos hacia los scholars euro-
peos exiliados en Estados Unidos. En los proyectos de la Rocke-
feller siempre jugaron un papel relevante los estudios de antro-
pología, sobre todo cuando había que enfrentarlos a las teorías
racistas de la antropología alemana. También se optaba por los
trabajos pragmáticos y no especulativos que conducían, de he-
cho, al enfrentamiento con el dictado de la gerontocracia «pru-
siana» entregada a la especulación filosófica sobre todo. La Fun-
174
dación Rockefeller había tenido igualmente estrechas relaciones
con anterioridad a la guerra con la Universidad de Frankfurt,
una de las más activas en el campo de las ciencias sociales, sobre
todo por la presencia en ella del sociólogo Karl Mannheim y del
economista Adolf Löwe (Krohn, 1993: 34-35). Los contactos en-
tre el Institut of Social Research, que agrupaba a la «escuela de
Frankfurt», dirigido por Max Hokheimer, y la Columbia Univer-
sity fueron precedidos por la antigua tradición científico-social
de esta universidad, que había culminado en 1917 con la funda-
ción de la New School of Social Research, una institución que
buscaba liberar de las ataduras académicas a la investigación
social, y que habría de jugar un importantísimo papel entre los
exiliados europeos durante la Segunda Guerra Mundial (Rotkoff
& Scott, 1986). Precisamente la «escuela de Frankfurt» asentada
en la Columbia University se acabaría presentando como una
suerte de competencia frente a la New School; lo cual también
ocurriría con l’École Libre des Sciences Sociales, fundada por
los exiliados franceses. La urdimbre entre las ciencias sociales
europeas y americanas era compleja, y la política de acogida es-
tadounidense no fue un encuentro azaroso, ni fruto del momento.
Volviendo a la New School, el principal problema le vendría
a esta institución de su propia brillantez y, sobre todo, de la in-
fluencia que sus economistas, Löwe principalmente, tuvieron en
el diseño de la política económica antirrecesionista del New Deal,
y de la sospecha de que era un «ghetto» de intelectuales izquier-
distas europeos. Todo esto se complicaría en época maccarthis-
ta, cuando se hicieron acreedores de la vigilancia del FBI y del
HUAC (House Committe on un-American Activities), por la sos-
pecha de que más allá de un circunstancial antinazismo los inte-
lectuales exiliados alemanes y franceses eran pro-soviéticos
(Krohn, 1993: 161-162). Incluso los agentes del FBI llegaron a
vigilar al profesorado de la New School haciéndose pasar por
estudiantes, como dijimos.
Al margen del exilio europeo fueron muchos los antropólogos
que sistemáticamente fueron reclutados durante la Segunda Guerra
Mundial. Una guerra ésta que en la historia, según D. Price, podría
quedar como «buena» frente a la «mala» representada por la de
Vietnam. Entre los antropólogos que trabajaron en el Ethnographic
Board tenemos a Elisabeth Bacon, Homer Barnett, Ralph Velas,
Wendell Bennett, Henry Collins, William Fenton, Robert Hall, Mel-
175
ville Herskovits, Ray Kennedy, George Murdock, Frank Roberts y
Douglas Whitaker, que quedaron bajo la dirección de William Dun-
can Strong (Price, 2002: 17). El antropólogo está habituado a ocul-
tar su personalidad verdadera, cualquiera que sean las circunstan-
cias, ya que la ocultación concierne a la naturaleza del método de la
observación participante. Por ello se adapta con facilidad al espio-
naje, a la duplicidad estructural del doble lenguaje. El secreto se
convierte así en parte constitutiva de su acción política y social. Y sin
embargo, los antropólogos fueron objeto de persecución en la época
de la guerra fría, una vez pasado el entusiasmo antinazi. Se hizo
célebre, por ejemplo, el caso de Cora DuBois, que fue perseguida
por el FBI como sospechosa de simpatizar con el comunismo. Se
investigó en particular su negativa a firmar el acta anticomunista de
California (California Loyalty Oath), así como sus contactos en Asia,
y sus tendencias sexuales entre otras cosas. Cora DuBois se vio así
en una situación difícil a pesar de haber sido agente de la OSS du-
rante la guerra (Price, 2004: 297-305). Igualmente, se sabe que con
posterioridad a la guerra mundial algunas secretarias de la R & A
fueron incluidas en listas negras por la reacción maccarthista. En el
campo contrario de la represión, un célebre antropólogo, también
metido a espía durante la guerra mundial, G. Murdock, fue de los
más activos miembros en el mundo de las denuncias anticomunis-
tas contra colegas de profesión. Algo de esto se sospechó también
del teórico alemán, ex comunista, muy influyente en la antropología
por sus teorías sobre el modo de producción asiático, Karl Witffogel.
Pero esta actitud parece más excepcional que el espionaje por razo-
nes «democráticas».
En este dominio, el del espionaje ejercido por patriotismo o
idealismo antiautoritario, se ha hecho célebre la figura del an-
tropólogo y en parte arqueólogo Carleton S. Coon, especialista
en antropología física y cultural del norte de África, al servicio
de la OSS, desde la antena de la American Legation de Tánger.
Coon ha reclamado su pertenencia a los servicios secretos con
un orgullo muy alejado de los posteriores casos de espionaje acon-
tecidos en las universidades americanas durante los años de la
guerra fría, y más específicamente durante la guerra de Vietnam
y la insurgencia guerrillera latinoamericana. Aventura y patrio-
tismo fueron los resortes morales de Coon.
La vida de Carleton S. Coon fue pura aventura. En el prólogo
a su libro Tribus of the Rif, publicado en 1931 por el Peabody
176
Museum de Harvard, Coon narra que el trabajo fue realizado en
el Rif a partir de 1928, muy poco después de la sofocación del
levantamiento de Abdelkrim. Tuvo, nos dice, para hacer su tra-
bajo el apoyo entusiasta de las autoridades militares españolas,
a las cuales recomendó la amistad de los rifeños nutridos, según
él, por un «virile spirit of independence» (Coon, 1931). Descono-
cía entonces la lengua bereber, lo que lo obligó a emplear a un
traductor local, Mohammed Limnibhy, que luego llevó con él
durante un año a Boston para que le ayudase en las traducciones
del amazig y del árabe. En Boston contó también para la redac-
ción del libro con la ayuda de un fasi, Mohammed Guesus, resi-
dente en la ciudad, donde se dedicaba al comercio de pieles cur-
tidas. El discípulo de Coon, D.M. Hart, relata que Limnibhy «fue
envenenado poco tiempo después de su regreso a Marruecos en
circunstancias misteriosas, pero según parece con el consenti-
miento de las autoridades francesas». Como se ve toda una his-
toria de secretos compartidos en la que el par antropología y
conspiración está presente.
Coon practicaba una mezcla de antropología física y etnolo-
gía, aplicadas al conocimiento cultural de las «races», que daría
lugar finalmente de su mano a una «History of Man», omnicom-
prensiva de todas las materias antropológicas (Coon, 1967). No
podemos dejar de señalar a este respecto que Ernest Hooton,
arqueólogo coetáneo de Coon, también del Peabody Museum, se
planteó el mismo problema que luego abordaría éste con los ri-
feños: la antigüedad y similitud de la población actual canaria
con los antiguos guanches. De todas formas, Hooton como cien-
tífico no puede llegar a afirmar que exista un nexo claro entre
unos y otros, ya que por encima de todo destaca la mezcla y la
influencia del entorno natural y cultural en la formación de las
razas. Pero cuando abordó la relación entre crimen y raza en los
Estados Unidos mantuvo posiciones que hoy día podríamos ta-
char de racistas. Son batallas académicas en las cuales tiene es-
pecial significación la confrontación habida en la antropología
norteamericana entre los antirracistas partidarios de Boas, ma-
yoritarios, y la minoría, encabezada por los antropólogos del
Peabody Museum de Harvard, seguidores de las tesis fisistas
(Darnell, 2001: 33 y ss.).
Coon, alineado con los harvardianos, en sus trabajos antro-
pológicos se plantea en primer término el problema de los oríge-
177
nes de la población rifeña. Coon lleva su investigación a los Go-
mara y a los Senhaja, interpelado ante todo por la existencia de
tipos raciales físicamente «nórdicos» entre ellos, con persisten-
cia del pelo rubio y la piel clara. Recurre a las leyendas autócto-
nas sobre la ancestralidad tribal, para realizar un recorrido por
las fuentes históricas de la Antigüedad, y terminar haciendo
mediciones antropométricas y análisis sanguíneos entre los po-
bladores actuales. En mitad de este argumento, central en su
libro, Coon aporta numerosos datos sobre la cultura material
rifeña, así como sobre el funcionamiento de los concejos y las
alianzas tribales. Coon, continuando con las mediciones antro-
pométricas que no abandonó nunca, trabajó igualmente en el
período de entreguerras en Albania (Coon, 1950), siempre inte-
resándose por las sociedades montañesas y tribales aisladas del
Mediterráneo, y luego siguió sus estudios en otros lugares del mun-
do, tanto de África como de Asia o América del Sur. Sus investi-
gaciones bascularon entre la antropología física, la arqueología
y la antropología, y a sí mismo se catalogará de «anthropologist
and explorer», poniendo a la aventura en el corazón de su dis-
persa inclinación antropológica.
De todo punto, como dijimos, resulta de sumo interés cons-
tatar que Carleton Steven Coon ha sido uno de los pocos antro-
pólogos norteamericanos que han reconocido ya en su madurez
la pertenencia a los servicios secretos norteamericanos. Coon
conocía el Rif desde los años veinte, como dijimos. Durante la
Segunda Guerra Mundial fue reclutado por el servicio secreto
para operar en el norte de África, después de ciertas dificulta-
des para ser aceptado por la OSS y de que él mismo insistiese
mucho en la utilidad de sus servicios. En particular, trabajó para
la Office of Strategic Services entre 1941 y 1943, y así lo relató en
el libro titulado A North Africa Story. The Anthropologist as OSS
Agent (Coon, 1980). Su identificación con el espionaje, del que
alardea, su perfil de aventurero, y su alto sentido del patriotis-
mo, nos hacen suponer que la actividad conspirativa de Coon no
debió ser un caso aislado entre los antropólogos. Pero en ningu-
no tenemos un relato similar, que confirme una actividad por
demás generalizada en la antropología norteamericana, como
han demostrado posteriormente los casos de espionaje a cargo
de antropólogos de la Universidad de Ann Arbor en Tailandia
durante la guerra del Vietnam, del proyecto Camelot de la Ame-
178
rican University en el Chile de los sesenta, y el de Napoleón Chag-
non en la selva amazónica. En todos estos casos se ha puesto de
manifiesto el papel del antropólogo al servicio de los intereses
estratégicos norteamericanos. Acaso Coon podía ser catalogado
como el «buen espía» frente a los siguientes de la época de la
guerra fría encasillables como «malos espías».
Llegados a este punto de coincidencia entre aventura y antro-
pología, resulta cuanto menos rocambolesca la coincidencia de
dos antropólogos-conspiradores en la Argelia de la Segunda Gue-
rra Mundial. De un lado, Jacques Soustelle que era el jefe de los
servicios de espionaje gaullistas, la Direction Générale des Servi-
ces Spéciaux (DGSS), y de otro Carleton Coon, que era uno de los
principales agentes de la OSS en el norte de África. Hasta tal pun-
to el segundo estaba comprometido en las acciones de inteligen-
cia que fue acusado durante algún tiempo de haber participado,
al menos de manera indirecta, en el atentado que le costó la vida
al almirante Darlan, un personaje políticamente ambiguo (Funk,
1992: 167). El propio Coon reconoció que quien lo asesinó era un
estudiante suyo, Fernand Bonnier de la Chapelle, pero opina ex-
culpándolo que Darlan se había ganado ese pago. Ha dicho en
concreto que Darlan era un «hombre de Vichy, cínico, dibujado
en todos sitios incluso peor de lo que era», y que «la alianza con él
era un serio problema para la reputación de América en África e
incluso a través del mundo» (Coon, 1980: 47). También participó
Coon en una operación especial en Túnez, mientras que Souste-
lle estuvo ampliamente comprometido con los preparativos del
desembarco aliado en Italia. La evolución posterior de ambos
corrió paralela a un cierto descrédito académico de sus investiga-
ciones antropológicas, si bien los libros sobre el mundo azteca,
otomí y maya de Soustelle sufrieron menos el paso del tiempo
que los de Coon, y hoy siguen siendo referenciales, al contrario
de los de éste. Coon, todavía con algún crédito académico, en
1950 participaría en la conferencia convocada por la UNESCO
por la que se ponía fin oficialmente a la relación entre raza y
cultura, que tan nefastos resultados había dado en el período nazi.
Conferencia en la que tuvo una participación crucial Lévi-Strauss.
Jacques Soustelle, por su parte, acabó ejerciendo de gober-
nador de Argelia en la época de la guerra colonial de 1954-1962.
Esta experiencia hará bascular sus opiniones entre el anti-norte-
americanismo surgido al comprobar las posiciones respecto al
179
caso Suez de los americanos, y del apoyo de éstos más o menos
abierto a las independencias árabes, y un antiarabismo que lo
llevará a militar en las filas del sionismo sin ser hebreo. «Las
pruebas, los reveses, enraizaron en Soustelle una convicción:
Argelia, 1954-1962, Palestina, 1946-1968, mismo combate, mis-
mo enemigo —el panarabismo, hidra con cabezas múltiples»
(Ullman, 1995: 365). Su actitud es un auténtico delirio antiame-
ricano y antiárabe, trufado de ultrapatriotismo profrancés que
lo llevó a ser uno de los principales impulsores de l’Organisation
de l’Armée Secret (OAS). En este marco fue acusado de ser di-
recto inspirador de algunos atentados, inclusive contra De Gau-
lle, que lo condujeron finalmente al exilio tras ser condenado a
muerte en Francia. Como señala André Nouschi en el Mediterrá-
neo afrancesado, sobre todo en el Magreb, el ciudadano francés
común consideraba hasta hace poco natural el que los pueblos
árabes hablasen francés y que en el interior de sus Estados este
idioma fuese considerado un vehículo de modernización, así
como que en lógica consecuencia aquellos que lo dominaban se
promocionasen socialmente con más facilidad (Nouschi, 1994:
71, 80). Soustelle representaba este estado de cosas en forma
pura. El caso Soustelle, pues, no era un hecho aislado, aunque
sea más infrecuente en el ámbito de las ciencias sociales. Al con-
trario, cabría mencionar el caso del anticolonialismo militante
del antropólogo Jacques Berque, que encontró gran recepción
en la Francia de las descolonizaciones, y ha tenido sus prolonga-
ciones en Pierre Bourdieu.
5. Secretos epistemológicos
180
dad de Nápoles que había llegado a importantes conclusiones
sobre la fisión nuclear en los años de la guerra mundial. El 25 de
marzo de 1938 desapareció en un tren «correo» Nápoles-Paler-
mo. El escritor Leonardo Sciascia, con su natural perspicacia
para desvelarnos el fondo de las cosas, relata la trascendencia de
su desaparición fuese cual fuese el motivo, bien la retirada vo-
luntaria del joven físico a un monasterio, bien el suicidio o bien
el puro secuestro: «Nacido en esta Sicilia que durante más de
dos milenios no había dado un científico, donde la ausencia si
no el rechazo de la ciencia se había convertido en una forma de
vida, el hecho de ser científico era de por sí una disonancia. Así
pues, el “llevar” la ciencia como parte de sí mismo, como fun-
ción vital, como provisión de vida, debía serle un peso angus-
tiante; y todavía más al intuir que ese peso de muerte que sentía
llevar puesto se materializaba en la particular investigación y
descubrimiento de un secreto de la naturaleza» (Sciascia, 1994:
62). Ese secreto era la fisión del átomo. Pero el secreto científico
se muta aquí en enigma político y humano.
Cabe oponer estas historias «literarias» a la objetividad del
avance «científico». Las estructuras de las revoluciones científicas
se nos han presentado como simples giros epistémicos nacidos
del avance objetivo «interno» de la ciencia o también como pro-
ducto de los laboratorios y de las condiciones sociales de produc-
ción de la ciencia. Si bien el azar fue rehabilitado en ese horizon-
te, queda aún descartado cualquier espacio para el secreto, que ha
sido relegado a la divulgación de la historia conspirativa o a la
literatura, donde el campo de la libertad expresiva es mucho ma-
yor. Kuhn está en la primera perspectiva, y su larga influencia
llega hasta el día de hoy. Para él el científico en cierta forma es un
descubridor de «enigmas», enmarcados en el debate interior de la
propia ciencia y de la crisis continuada de sus paradigmas: «El
hombre que lo logra prueba que es un experto en la resolución de
enigmas y el desafío que representan estos últimos es una parte
importante del acicate que hace trabajar al científico» (Kuhn, 1987:
70). Bourdieu indica entre los muchos factores «externos» que
inciden en la formación de los paradigmas los propios del investi-
gador: «Las “estrategias” a la vez científicas y sociales del habitus
científico son pensadas y tratadas como estratagemas conscientes,
por no decir cínicas, orientadas hacia la gloria del investigador»,
enfatiza (Bourdieu, 2001: 54). Poniendo por norte la intriga capi-
181
talista Bourdieu mismo sostuvo en su momento, cuando se seña-
ló por vez primera que las ciencias sociales se habían desarrollado
organizadamente y sobre todo habían retornado a Francia en el
período posterior a la Segunda Guerra Mundial gracias al mece-
nazgo de las fundaciones norteamericanas, que éstas ayudaron a
extender la sociología estadística en Francia. Para Bourdieu ésta
era «concebida como un instrumento de “control social”, destina-
do a contrarrestar los efectos de las tradiciones críticas asociadas
notablemente al marxismo» (Bourdieu, en Mazon, 1988: I). La
explicación de Bourdieu se muestra insuficiente aunque contiene
grandes dosis de verdad. Mientras, en sentido contrario se ha ex-
tendido el criticismo francés de fundamentos foucaultianos y de-
rridianos, que ha sido el magma de la vida intelectual del posmo-
dernismo estadounidense. El episodio de las «imposturas intelec-
tuales», protagonizado por los físicos norteamericanos A. Sokal y
J. Bricmond al denunciar hace una década los usos impostados
de la ciencia por parte de los científicos sociales franceses de la
década de los setenta, debe ser comprendido en el marco de esa
confrontación en la alta cultura entre americanos y franceses.
Destacaremos, sin embargo, que el giro intelectual que se ha
impuesto progresivamente ha sido el pragmatismo. La inclinación
por la «ingeniería social» fue muy temprana en los medios norte-
americanos. De hecho, la llamada «escuela de sociología de Chica-
go» se había enfrentado a la ciudad bajo el criterio de buscar solu-
ciones aplicables. De otra parte, la idea de que las revoluciones y los
cambios sociales constituían una patología estaba muy arraigada
entre los profesionales, de formación funcionalista, que participa-
ban en el proyecto. Recuérdese que el funcionalismo, que influyó
decisivamente en la escuela de Chicago, debido entre otras cosas a
la presencia del jefe de filas funcionalista, Raclidffe-Brown, en sus
aulas, concebía la sociedad como un organismo integrado, donde
se podían dar las mismas patologías que en la vida biológica. El
funcionalismo, desde el lado teórico, se podía ofrecer de esta mane-
ra como un todo coherente contra el marxismo ideológico (Ho-
rowitz, 1974: 44). La Fundación Rockefeller en Europa promovió
las mismas directrices ya desde los años veinte, como fue señalado,
buscando dónde invertir económicamente los excedentes de la for-
tuna del magnate del petróleo, el cual, de confesión baptista, consi-
deraba que debía devolver parte de su fortuna a través de una em-
presa filantrópica de mejoramiento de la vida social. En Estados
182
Unidos estos excedentes del capitalismo más extremo se habían
orientado hacia el apoyo de las ciencias sociales y médicas, y en
Francia y Alemania se intentó hacer lo mismo con el apoyo de los
magnates norteamericanos. A partir de 1924 la Fundación Rocke-
feller estableció becas para atraer a jóvenes investigadores euro-
peos de talento hacia América. En 1929 se fundieron en una sola
institución la fundación Laura Spelman Rockefeller y la Rockefe-
ller, que habían mantenido su acción respectivamente en el campo
de la medicina y de las ciencias sociales. La opinión que se obtuvo
de Europa por parte de las fundaciones estadounidenses era que en
el viejo continente existían grandes investigadores, pero que traba-
jaban descoordinadamente. Hubo dudas sobre a quién apoyar. La
Fundación Rockefeller para llevar a cabo su acción benefactora dudó
en Francia entre las figuras del economista Charles Rist y la del
etnólogo Marcel Mauss. El primero era profesor en la influyente
Facultad de Derecho, subgobernador del Banco de Francia, proce-
día de la burguesía protestante alsaciana y era de tendencia política
liberal. El segundo, Mauss, era director de estudios en la V sección
de la École Pratique des Hautes Études, y pertenecía a una familia
judía, siendo además sobrino del eminente socioantropólogo Émi-
le Durkheim; políticamente estaba cercano al socialismo. «El pri-
mero estaba comprometido en la práctica económica, el segundo
tenía una inmensa erudición teórica, pero no había hecho nunca
estudios de campo», se ha resaltado al compararlos (Manzon, 1988:
49). Los americanos confiaron lógicamente más en el economista,
integrado en la práctica y poco sospechoso desde el punto de vista
ideológico, que en el etnólogo, teórico e inclinado al socialismo.
Desde el punto de vista epistemológico la inclinación ameri-
cana por el pragmatismo filosófico acabó siendo una manera
particular de entender las cosas. Ideológicamente se apostó por
una filosofía pragmática, cuya génesis estaba en los harvardia-
nos Charles Peirce y William James, que buscaba llevar la filoso-
fía al terreno del sentido común. En el plano teórico los miem-
bros de la «escuela de Frankfurt», que disfrutaron de la hospita-
lidad estadounidense, asimismo optaron por la «racionalidad
técnica», una manera de huir del idealismo de matriz alemana y
de acercarse al pragmatismo norteamericano.
Practicidad y aplicabilidad interrogan a la antropología des-
de sus inicios contemporáneos. En cuanto a las técnicas, el pro-
pio trabajo de campo y el método propiamente antropológico de
183
la «observación participante» ha incrementado en muchas épo-
cas la idea de que el antropólogo trabaja en realidad recopilando
información de la estructura social y cultural que podríamos
catalogar de «confidencial» y de cuyo uso ulterior poco se sabe.
Esta información almacenada en los grandes centros universita-
rios podía ser objeto privilegiado para llevar a cabo decisiones
estratégicas de orden político. No es de extrañar que la figura del
antropólogo se haya confundido con la del agente secreto, ni es
una rareza suponer que haya cumplido tareas de inteligencia
militar en períodos de guerra.
184
cen difícilmente disociables de un conjunto de medidas de tipo
puramente policial», las cuales se pusieron en funcionamiento
siguiendo propuestas universitarias del estilo de las de Samuel
Huntington en Vietnam. Consistían estas últimas en desarrollar
un programa de urbanización forzada para combatir socialmente
el reclutamiento rural de la guerrilla del Vietcong (Boudarel, 1976:
164 y ss.). Desde aquellos años, en plena posguerra mundial, el
Massachussets Institut of Technology (MIT) de Boston, colin-
dante con Harvard, había promovido programas de oposición al
comunismo empleando la emisora radiofónica Voice of America,
y ayudando a su sostenimiento ideológico mediante el recluta-
miento de intelectuales para la misma a través del llamado Pro-
ject Troy (Needell, 1998: 5). De otro lado, Chomsky ha denuncia-
do cómo en algunos departamentos universitarios especializa-
dos en ciencias sociales, y más en particular en el Political Science
Department del MIT, que según él fue creado directamente por
la CIA, se desarrollaron programas de political engineering anti-
soviética, siempre en el mayor de los secretos (Chomsky, 1997:
181). Esto ocurrió en cualquier caso en una universidad como el
MIT claramente puesta durante la guerra fría al servicio del Pen-
tágono en el terreno de las investigaciones experimentales. A pesar
de ello, añade Chomsky, el control que durante los años de la
guerra del Vietnam se llevó a cabo en el MIT fue menor que en
Harvard, la universidad limítrofe, lo cual explicaría su propia
supervivencia como profesor contestatario en aquel centro uni-
versitario, contratado inicialmente para llevar a cabo programas
de lingüística aplicada. Una explicación poco convincente. Qui-
zás quepa invocar aquí argumentos más lógicos, como el espíri-
tu del Faculty Club, es decir, el espíritu de educación académica
que permite compartir el mismo espacio a personas de diferen-
tes opiniones, incluso radicalmente distintas, de acuerdo en lo
fundamental, el sostenimiento de statu quo.
La labor de la CIA, servicio secreto pensado para la confron-
tación de la guerra fría, en aquellas zonas del mundo sometidas
durante la posguerra mundial al choque entre los imperialismos
soviético y norteamericano, ha sido proverbial. Ocultado por esta
confrontación primera quedó el juego de oposiciones entre el
colonialismo anglofrancés y el imperialismo americano. En 1956
la oposición entre ingleses y franceses, por un lado, y america-
nos, por el otro, se hizo patente en el conflicto de Suez. Por razo-
185
nes de este género la CIA hizo operaciones de financiación tales
como la creación de la Union Marocain du Travail, encuadrada
en la A.F.L./C.I.O, internacional sindical controlada por Estados
Unidos. También se ha dicho que «agentes infiltrados en el parti-
do Istiqlal favorecieron las manifestaciones por la independen-
cia», al igual que en Argelia. Nixon lo había declarado claramen-
te: «Los intereses futuros de América son tales que nosotros no
debemos dudar en contribuir a la salida de las potencias colo-
niales establecidas en África. Si esto se hace, nosotros podemos
unirnos a la opinión autóctona, y el porvenir de América en Áfri-
ca estará asegurado» (Faligot, 1982: 14). El caso es que final-
mente los americanos favorecieron las independencias. Incluso
se ha sospechado del viaje último de Frantz Fanon, el ideólogo
de la revolución argelina y de la descolonización, a Estados Uni-
dos, supuestamente acompañado de un agente de la CIA para
ser tratado de leucemia en un hospital neoyorquino. Si la con-
frontación franco-americana, por ejemplo en Marruecos, no fue
más lejos sólo hay que adjudicarlo al deseo común de evitar que
saliesen beneficiados de la misma los soviéticos. El «affaire Lu-
mumba», sin embargo, quebraría esta trayectoria ideal del es-
pionaje estadounidense luchando a favor de la libertad de los
pueblos. Los norteamericanos estaban obsesionados con el «co-
munismo» del líder independentista congoleño Lumumba, y las
informaciones que esgrimieron inmediatamente tras ser asesi-
nado con la colaboración de la CIA no dejaron de ser elucubra-
ciones sin fundamento real. Escribe Heusch al respecto del libro
del etnógrafo norteamericano Alan P. Merriam publicado en 1961
con el título Congo, Background of Conflict, que éste sostenía que
no había pruebas del supuesto comunismo de Lumumba
(Heusch, 1973: 366), a pesar de lo cual se sacrificó al líder con-
goleño en aras de la guerra fría, quebrando la supuesta trayecto-
ria anticolonial de la política exterior norteamericana.
Con la preeminencia de la política exterior dictada por la gue-
rra fría algunos casos de intervención de las ciencias humanas y
sociales norteamericanas, sobre todo en el Tercer Mundo, caye-
ron bajo la sospecha del intervencionismo y del secretismo. Dos
casos son célebres en este dominio. El primero, Vicos en los An-
des peruanos, y el segundo, los Peace Corps. El proyecto Vicos fue
desarrollado entre 1951 y 1962 en plena guerra fría, por el Depar-
tamento de Sociología de la Universidad de Cornell, bajo la direc-
186
ción de Allan Holmberg, uno de los creadores de la «antropología
aplicada». En la misma Universidad y departamento profesaba el
creador de la sociología aplicada William H. Foote, otro de los
pilares de las ciencias sociales norteamericanas. Por los mismos
años anduvo por este departamento otro célebre profesor, Victor
Turner, quien consagrado a la teoría parece no haber obtenido
tantos apoyos «políticos» como la antropología aplicada. Tampo-
co los tuvo John V. Murra, el más importante peruanista de esta
universidad, que sufría en sus propias carnes el maccarthismo,
por su participación como brigadista en la guerra civil española.
La situación de Vicos, según el promotor del proyecto, Allan R.
Holmberg, era la siguiente: desde 1952 la Universidad de Cornell
se había postulado como adjudicataria del arrendamiento de una
gran finca en los Andes, en el Callejón de Huaylas, en norte del
país. La propiedad poseía 18.000 acres de tierra, de los que dos
tercios se encontraban cultivados. En esta hacienda vivían unas
2.000 personas que eran consideradas «colonos» o «siervos». Se
trataba nada menos que de una herencia de la encomienda colo-
nial del período español, por la cual los «indios» estaban obliga-
dos a trabajar determinados días sin recibir salario a cambio, lo
que da una idea de su situación de servidumbre, con cerca de
2.000 indígenas de encomenderos, es decir, siervos de la propie-
dad, a la cual estaban atados y obligados a hacer trabajos gratui-
tos. La encomienda había sido una fórmula introducida por los
españoles hacía 400 años en la época colonial para eludir la escla-
vitud y obtener los mismos beneficios que de ésta. La idea de Holm-
berg, contraria al antiguo colonialismo español, era modernizar
la vida social de los vicosinos, emancipándolos y creando condi-
ciones sociales, educativas y económicas para su plena liberación.
La jerarquización social de Vicos llamó poderosamente la aten-
ción de los jóvenes norteamericanos: «Cuando un pequeño grupo
de estudiantes graduados en Antropología de la Universidad de
Cornell llegó al Callejón de Huaylas en 1951, no encontramos una
esclavitud propiamente dicha, pero sí observamos un orden so-
cial que igualmente ofendía a nuestras sensibilidades modernas:
la servidumbre. Si bien habíamos observado desigualdades en la
distribución de la riqueza en nuestro país, Estados Unidos, así
como en otros lugares del Perú, no nos habían llamado la aten-
ción. No se trata de que fuéramos inconscientes de ellas, sino que
las aceptábamos como verdades eternas. Creo que las asimetrías
187
e irracionalidades de la servidumbre tocaron nuestros nervios, más
porque el mundo que observábamos ya no era llano que porque
ellas eran opresivas y explotadoras. De esta manera, veíamos la
abolición de la servidumbre, y de todo el sistema de hacienda —o
feudal— de Vicos, como un paso progresivo hacia la moderni-
dad» (Stein, 2000: 30).
Con este estado de ánimo comenzaron su proyecto los estu-
diantes de Cornell, con el apoyo ineludible de sus alteregos locales,
y más en particular de Mauricio Vásquez, que luego se graduaría en
la propia Cornell. Entre los investigadores autóctonos que apoya-
rían el proyecto Vicos encontramos a José María Arguedas, como
dijimos. Los valores compartidos por el equipo norteamericano y
los colaboradores autóctonos de las universidades limeñas era, en
resumen, el siguiente, en opinión de Holmberg: «Por falta de mejo-
res términos propios para expresar el significado que deseo trans-
mitir, permítaseme otra vez referirme a Lasswell, quien trata de las
siguientes categorías de valores: “poder”, “riqueza”, “esclarecimien-
to”, “respeto”, “bienestar”, “destreza, “afecto” y “rectitud” [...]. En
otras palabras, cada quien, si así lo desea, debería por lo menos
tener el derecho y la oportunidad, si no la responsabilidad, de parti-
cipar en el proceso de tomar decisiones en la comunidad, para go-
zar de una parte justa de su riqueza, perseguir el deseo de adquirir
conocimientos, ser estimado por sus compañeros, desarrollar sus
talentos de la mejor manera, de acuerdo con su habilidad, sentirse
relativamente libre de enfermedades físicas y mentales, gozar del
afecto de los demás y demandar respeto a su vida privada» (Holm-
berg, 1966: 37). Mas estos ideales resultaron eficaces y controverti-
dos por igual, y sus resultados quedaron en entredicho, tanto entre
los intelectuales autóctonos que colaboraron como entre los norte-
americanos. La opinión más ajustada al día de hoy sostiene que las
motivaciones de los científicos fueron de diverso orden y que
los resultados de la experiencia se han mitificado o hipercriticado
posteriormente. Lo cierto es que el proyecto Vicos fue contemporá-
neo de diversos planes de contrainsurgencia comunista llevados a
cabo en Tailandia, Colombia y Chile, cuando no en China y Canadá,
con el empleo de las ciencias sociales, y más en particular de la
antropología. Pero mientras que sobre todos éstos existe una opi-
nión clara en cuanto a su función dentro de la política exterior esta-
dounidense, en el caso Vicos no existe una opinión bien formada,
por lo que su caso se encuentra en revisión (Zapata, 2006).
188
Con los Peace Corps ocurrió algo parecido que con Vicos: sobre
ellos se extendió la sospecha del intervencionismo más allá de sus
declaraciones programáticas. La necesidad de satisfacer este anhe-
lo misional y frenar, de otra parte, el «imperialismo soviético» llevó
a la formulación por el presidente John F. Kennedy de la idea de los
Peace Corps, propuesta que lanzó personalmente en 1961. Era una
idea nueva en la medida en que contradecía, de hecho, la previa
concepción norteamericana de la paz, concebida como sola ausen-
cia de conflicto armado, y apuntaba a la idea de cooperación para
el desarrollo como fundamento de aquélla. Más allá de toda teoría
los participantes en los Peace Corps han citado diversas razones
para entrar en un servicio que reclutó esencialmente a un impor-
tante número de graduados en antropología social. Se han mencio-
nado, entre otros, el espíritu de «social responsability» promovido
durante la presidencia de Kennedy, el altruismo juvenil, y también
el deseo de los jóvenes de tener experiencias sociales en otras áreas
culturales. Algunos incluso han declarado que se enrolaron en los
Peace Corps para evitar la conscripción militar en la guerra del
Vietnam, sustituyendo en sus vidas el conflicto por la cooperación
(Schwimmer & Warren, 1993: 11). Con este proyecto universitario
la administración Kennedy pretendía ofrecer al mundo una ima-
gen cooperativa. Sin embargo, a juicio de la mayor parte de la opi-
nión pública internacional, «la imagen fue fundamentalmente equí-
voca, ya que los Peace Corps fueron grandemente políticos y cons-
tituyeron un instrumento de la política exterior norteamericana»
(Windmiller, 1970: 1). Como en el caso Vicos, propaganda, coope-
ración e intervencionismo se enlazaban sin ofrecer una lectura diá-
fana e inequívoca. Paralelamente, en la época Kennedy-Johnson se
libró una importante cantidad de dinero para la investigación an-
tropológica, que algunos adjudican indirectamente a la liberación
de fondos para la carrera espacial, siendo por consiguiente un efec-
to directo de la guerra fría.
No tardó, sin embargo, en visibilizarse la conexión entre con-
trainsurgencia y proyectos universitarios. Esto era evidente ya
en 1968, y así fue denunciado en la Universidad de California
por los sectores políticamente de izquierda de los antropólogos
(Berreman, 1981: 141). Fueron denunciados, por ejemplo, los
llevados a efecto a través de la gubernamental Agency for Inter-
national Development (AID). En los años setenta, la aplicación
antropológica y el espionaje político suscitaron asimismo algu-
189
nos de los más sonados escándalos. Uno de los más célebres fue
el protagonizado por la Universidad de Ann Arbor en Tailandia.
Se trató del programa ya citado, en el que participó Samuel Hun-
tington, de urbanización forzada de ciertas áreas del Vietnam,
para cercenarle la base campesina a las guerrillas comunistas
(Boudarel, 1976). La sospecha de que los antropólogos podían
ser parte de un brazo sórdido de la política exterior de Estados
Unidos se consolidó tras el descubrimiento del proyecto Came-
lot, desarrollado por la American University en el Chile demó-
crata-cristiano previo a la Unidad Popular.
El proyecto Camelot, desarrollado por la Universidad de Pitts-
burgh en el Chile de la democracia cristiana, pero que apuntaba
ya hacia la insurgencia popular que luego se concretó en el go-
bierno de la Unidad Popular, estaba orientado hacia la «guerra
psicológica». «El proyecto fue fundado a través de la Special
Operations Research Organization (SORO), una de las muchas
organizaciones de investigación existentes en los campus uni-
versitarios al servicio del Departamento de Defensa. Como orga-
nización no gubernamental fundada en 1956, SORO existía para
“llevar a cabo investigaciones no materiales en apoyo de las mi-
siones del Ejército en los campos de contrainsurgencia, guerra
no convencional, operaciones psicológicas, y asistencia militar”»
(Herman, 1998: 101).
El descubrimiento del proyecto Camelot, dirigido esencial-
mente por el Departamento de Estado por medio de la American
University hacia Chile, con el empleo de unos 40 científicos so-
ciales, provocó durante largo tiempo un «terremoto», en opi-
nión de Robert Nisbet. Se trataba de ensayar prospectivas de
contrainsurgencia en un supuesto e ilocalizado país latinoame-
ricano, pero que los chilenos interpretaron lógicamente que era
el suyo. El Secretario de Estado Robert MacNamara durante la
administración Johnson ordenó ante un escándalo que no cesa-
ba de amplificarse por toda América Latina que se suspendiera
este proyecto. Pero la «autopsia» del mismo trajo consigo nume-
rosos debates posteriores. Sus defensores señalaron, por ejem-
plo, que resulta legítimo que si se equipara ciencia experimental
con ciencia social, esta última pueda ofrecer sus servicios «técni-
cos» allí donde sea requerida. Nisbet señala, además, que se in-
tentaron establecer otros debates «científicos» como el de la di-
ferencia entre ciencias del comportamiento y ciencias sociales
190
para justificar el empleo de técnicas aplicadas (Nisbet, 1969).
Según I.L. Horowitz también pudo ser presentado como parte
de la lucha contra la pobreza, y las críticas a él, hasta que fue
cerrado, provenían no tanto de su inmoralidad como de su falta
de eficacia en cuanto ciencia aplicada. Este camino, el de la apli-
cación técnica al desarrollo, en la práctica no hacía más que en-
cubrir el espionaje llevado a cabo por científicos sociales con
fines imperialistas. Ésta fue la realidad objetivable y no otra.
191
que resulta muy difícil para la racionalidad científica asociar a sus
investigaciones el concepto de conspiración (Hellinger, 2003: 226).
Hoy, por nuestra parte, comenzamos a intuir que el espionaje co-
nectado con las ciencias sociales no constituye una anécdota con
ciertas dosis de morbosidad en la historia de la moderna antropolo-
gía sino una parte muy importante de su existencia, trascendental
epistemológicamente, cuya verdadera naturaleza y trascendencia
sólo se comienzan a visibilizar ahora.
Pero lo cierto es que casos como el escándalo desatado en la
antropología mundial por el informe realizado por Terence Tur-
ner en el 2001 sobre el trabajo llevado a cabo entre los yanoma-
mi amazónicos por el antropólogo Napoleón Chagnon a finales
de los años sesenta, siguen sembrando de dudas «conspirativas»
el mundo de las ciencias sociales. En resumen, la cuestión susci-
tada es la siguiente: Chagnon y sus compañeros de la expedición
de 1968, que sospechosamente fue financiada por la Agencia de
la Energía Atómica norteamericana, habrían inoculado vacunas
defectuosas de la viruela a los yanomami provocando una epide-
mia letal entre ellos. La sospecha sobre el azar o no de esta ope-
ración queda en entredicho desde el momento en que los antro-
pólogos se dedicaron a hacer observaciones sobre resistencias
genéticas de las poblaciones indígenas, las cuales recuerdan los
principios de una sociobiología que nunca ha sido derrotada del
todo (Turner, 2001). Este escándalo alcanzó gran publicidad en
la prensa mundial, y volvió a poner sobre la mesa el problema de
los usos «imperialistas» de las ciencias sociales, ejercidos por lo
demás en el mayor de los secretos. Éste quizás es el último episo-
dio de una larga trayectoria, cuyas consecuencias epistemológi-
cas sólo comienzan a vislumbrarse ahora. Ello exige reabrir el
debate inconcluso sobre la génesis de los paradigmas, y el papel
que ha jugado en su formación el secreto y el espionaje.
Frente a casos como el anterior cabe esgrimir no sólo el com-
promiso democrático de la mayor parte de los antropólogos, cons-
cientes de que su profesión no puede ser ejercida sin respeto
jurídico y humano al semejante, sino también la actitud, conse-
cuente con su democratismo vital, de Franz Boas, quien denun-
ciara tempranamente el uso inmoral de las ciencias sociales con
fines de espionaje. El secreto social, por principio, es positivo,
como sostuvo Simmel, si bien los usos del secreto atraviesan en
la práctica la moral, y ahí se abre la cesura entre el buen y el mal
192
secreto. La antropóloga francesa Germaine Tillion, podría ser
esgrimida como ejemplo de buen uso del secreto. Tillion era es-
pecialista en Argelia, donde había comenzado a hacer sus traba-
jos de campo en los años treinta. Al contrario de los secretos
fundados en el «delirio patriótico» del también antropólogo y
coetáneo Jacques Soustelle, que se materializaron en la forma-
ción de la organización terrorista y conspiradora OAS, Tillion
estuvo a favor de la independencia argelina, si bien en una posi-
ción distante a la del FLN. A destacar sobre todo su papel duran-
te la ocupación nazi de París, período de su vida en que organizó
y encabezó la red de resistencia conocida como del «Museo del
Hombre», por ser en este museo de antropología donde se ini-
ció. Se había incorporado a la resistencia por patriotismo, ya
que no era comunista y desconfiaba del estalinismo. Ella, que
acabó en un campo de concentración, como consecuencia del
desmantelamiento de la «red del Museo del Hombre», reclama-
ba mantenerse lúcidos incluso en las peores circunstancias mien-
tras trabajaba en secreto por la expulsión del invasor nazi (Ti-
llion, 2000). Su «deber de estar despiertos» es todo un pronun-
ciamiento antropológico y político de plena validez aún. Hoy
mismo, frente al resurgir de las hipótesis conspiratorias, la vali-
dez del mandato resistente «mantengámonos despiertos», actua-
lizado por Marc Augé al hablar de la «guerra de los sueños»,
alcanza toda su dimensión como trabajo antificcional. En este
caso, la dirección práctica, el «secreto» guardado por el antropó-
logo, iba en un sentido contrario al de los agentes puestos al
servicio del poder. El caso Tillion ilumina sobre los usos resisten-
tes del secreto como compromiso con la transparencia demo-
crática. Sólo de esta manera puede ser desvelado el enigma del
secreto.
193
CAPÍTULO 5
TENTATIVAS PARA SALIR
DEL ENCIERRO IDEOLÓGICO.
GRAMSCIANOS Y BOURDIEUANOS
194
guía siendo la figura del marxismo intelectual que suscitaba más
simpatías por su heterodoxia, explicable esta última por las con-
diciones de vigilancia intelectual en las que escribió sus Quader-
ni dei Carceri. En éstos no podía hacer alusiones explicitas al
marxismo ni disponer de sus textos. Pero tampoco podía salirse
como militante, de otra parte, de la ortodoxia de la que hacía
gala la dirección comunista italiana, bajo el dictado de la URSS
(Crehan, 2002: 37). Tuvo que encontrar vías para salir de aquel
doble encierro. Gramsci había llamado al estudio riguroso del
«folklore» en estos términos: «Puede decirse que, hasta ahora,
el folklore se ha estudiado esencialmente como un elemento “pin-
toresco” [...]. Se le debe estudiar, en cambio, como “concepción
del mundo y de la vida” [...] de determinados estratos [...] de la
sociedad, en contraposición [...] a las concepciones “oficiales”»
(Gramsci, 1973: 329). Gramsci, con su preocupación por la cues-
tión meridional y las diversas formas, incluidas las literarias, de
la cultura popular, amén de con su concepto de «hegemonía»,
que abría paso a la revisión de los tránsitos hacia el socialismo,
se convirtió así en la figura más recurrente en la práctica para
procurar la convergencia entre antropología y marxismo.
En el mismo año en que se publicó Il mondo magico salía Il
materialismo storico e la filosofia di Benedetto Croce, «cuyo pro-
grama de vuelco y legitimación de la historia ético-política cro-
ciana —que presentaba, más que la historia tout court, la histo-
ria de las clases subordinadas— había de dominar ampliamente
la actividad de los intelectuales ligados al Partido Comunista Ita-
liano». Enfrentado a este programa, Il mondo magico trasladaba
a «zonas prehistóricas, anteriores al Estado, a bodas, tribunales
y altares, misteriosos e inhóspitos».
No obstante, resulta enigmática la relación entre un historia-
dor de las religiones como Mircea Eliade, profascista en el curso
de la Segunda Guerra Mundial, y un De Martino, socialista y
luego comunista. La imagen «progresista» ha prevalecido en este
último. La clave nos la da Cesare Cases años después, al destacar
la figura de Vittorio Macchioro (1880-1958), su suegro, un judío
italiano, «dotado de ímpetus religiosos que lo llevaron primero
al seno del catolicismo y luego del protestantismo», y que «vo-
luntario en la Primera Guerra Mundial, en la noche del Jueves
Santo de 1916 tuvo la impresión de haber sido salvado por la
mano divina». Por la correspondencia entre Macchioro y De
195
Martino, al que consideraba el primero como su «hijo», extendi-
da entre 1930 y 1939, sabemos hoy que el suegro intentó sus-
traer al yerno de las iniciales intenciones filofascistas que abri-
gaba. Eliade también fue alumno de Macchioro. Se ha dicho que
resulta de sumo interés comparar la evolución de los dos alum-
nos de Macchioro, De Martino y Eliade, el uno hacia el comunis-
mo y el otro hacia el fascismo. Pero a pesar de esa evolución
ideológica, «esta “prehistoria” de De Martino explica la simpatía
del ya célebre Eliade por El mundo mágico, así como la violenta
“rebelión contra el padre” que hizo del pensador napolitano un
feroz adversario de todo irracionalismo» (Cases, 2004: 55). En el
fondo la antropología de la «presencia» de De Martino y la teoría
de la religión coinciden en sus aspectos existencialistas (G. Al-
cantud, e.p. 5). Finalmente, De Martino, en el terreno puramen-
te personal, pero con seguras repercusiones intelectuales, se acabó
separando de su mujer, la hija de su maestro Macchioro.
Los analistas de De Martino han enfatizado que la obra de
éste resultó inacabada, por el hecho de morir relativamente jo-
ven, a los 57 años, y que su producción estaba muy marcada por
sus compromisos políticos con la izquierda comunista. Se ha
dicho que sus análisis de los cantos de lamentación funeraria del
sur partían de la idea de «crisis de la presencia», y que ésta la
interpretaba como la falta de una visión del mundo congruente
en el medio campesino, que encontraba su expresión en el fol-
clore telurista del sur. De esta manera, las mujeres sicilianas ve-
hiculaban su «angustia», en un sistema de representaciones tan
trascendente como una huelga general, con sus connotaciones
de silencio y tour de force. De Martino, de esta manera, tendría
un proyecto de investigación y de acción «utópico» nutrido de
hegelianismo de izquierda, de tanta tradición en Nápoles, a tra-
vés de la personalidad de Benedetto Croce. La crisis de la pre-
sencia se vería reflejada sobre todo en su obra póstuma, La fine
del mondo: «Fuertemente marcado por la noción marxista y exis-
tencialista —se ha escrito— de alineación de la conciencia, este
concepto le ha justamente servido para interpretar, en términos
psiquiátricos y filosóficos, una situación de crisis de socializa-
ción del individuo en el seno de una cultura de su tiempo. La
crisis de la presencia, la “dificultad para ser”, esto es, para De
Martino, el aislamiento radical, la soledad, la pérdida de todo
contacto con lo real, el riesgo de la locura» (Severi, 1999: 105).
196
Clara Gallini ha dejado, no obstante, la idea latente, tras hurgar
en los archivos de De Martino, de la incongruencia de otear la
vida intelectual a través de trazos fragmentarios e inconexos,
llenos de lagunas y contradicciones (Gallini, 2001). La mayor
acusación que se le hace hoy a la obra de De Martino, por parte
de los antropólogos sicilianos, procede no tanto de su visión
«marxiana» como de la «existencialista», considerada un a prio-
ri ideológico (Guggino, 1993).
Caso parecido es el de Pierre Bourdieu. Bourdieu ha procu-
rado llevar a efecto una lectura materialista de las condiciones
de producción del discurso social, con especial predicamento al
intelectual, destacando las limitaciones «vulgares» del mismo
marxismo. Para ello llevó a cabo un trabajo exegético de gran
envergadura que incluía el trabajo colectivo en seminario para
lograr romper las opacidades epistemológicas, sobre todo los obs-
táculos epistémicos verbales. En su libro póstumo Esquisse pour
une auto-analyse Bourdieu, que se había manifestado previamente
en contra del método autobiográfico, se somete a un «auto-aná-
lisis» intelectual, lo que en definitiva viene a ser una autobiogra-
fía. Manifiesta en ésta sus deudas con Gastón Bachelard, Geor-
ges Canguilhem o Alexandre Koyré, generalmente en el terreno
epistemológico, pero también como modelos sociales para él, ya
que «frecuentemente de origen popular y provincial, o extranje-
ros a Francia y a sus tradiciones escolares, o ligados a institucio-
nes universitarias excéntricas, como la École des Hautes Études
o el Collège de France, estos autores marginales y temporalmen-
te dominados, ocultados a la percepción común por la vistosi-
dad de los dominantes, ofrecen un camino a aquellos que, por
razones diversas, actúan contra la imagen a la vez fascinante y
rechazada del intelectual total, presente en todos los frentes del
pensamiento» (Bourdieu, 2004: 22). Luego Bourdieu encuentra
en Jean Paul Sartre, «si no el intelectual ideal, la figura ejemplar
del intelectual, y en particular su contribución sin equivalente a
la mitología del intelectual libre, que le vale el reconocimiento
eterno de todos los intelectuales» (Bourdieu, 2004: 37). Por la
misma razón el rechazo a Lévi-Strauss, otra figura mayor del
mundo intelectual francés, se produce en este dominio al acha-
carle Bourdieu una posición esteticista frente a lo social. Según
Bourdieu, obras como las de Lévi-Strauss, Leiris o Métraux, no
habían roto con «la tradición literaria y el culto artístico del exo-
197
tismo» y, por tanto, «esta ciencia sin compromiso actual, como
no sea teórico, puede en rigor remover el inconsciente social (pien-
so, por ejemplo, en el problema de la división del trabajo entre
los sexos), pero muy delicadamente, sin nunca brutalizar ni trau-
matizar» (Bourdieu, 2004: 61). La actitud de Lévi-Strauss frente
al mayo del 68, con una profunda incomprensión del movimien-
to, mientras en la tetralogía Mitologies escrita por aquel enton-
ces hace un canto a Wagner, lleva probablemente a Bourdieu al
giro «sociológico» de una obra como la suya inicialmente antro-
pológica (Bourdieu, 2004: 63). La crítica para él sólo podía tener
sentido en el interior de la sociología.
Bourdieu había tomado de Canguilem la importancia del traba-
jo epistémico, sobre todo en lo que se refiere a la disolución de los
obstáculos, que comenzaron siendo verbales y, con ello, conceptua-
les. Para disolver esos obstáculos, dijimos, sería fundamental el tra-
bajo teórico en pequeños círculos. Ese trabajo para delimitar el «cam-
po», al ser esencialmente crítico, debería alejarse de cualquier ten-
tativa de aplicabilidad. «La sociología, tal como yo la concibo,
consiste en transformar problemas metafísicos en problemas sus-
ceptibles de ser tratados científicamente —y, por tanto, política-
mente» (Bourdieu, 2000: 51). A partir de ahí, Bourdieu alcanza al-
gunos de sus conceptos claves. Los que han tenido más fortuna son
los de «reproducción» y de «violencia simbólica», que extrae de sus
reflexiones sobre el sistema de enseñanza, tanto de la función del
mandarinato universitario como de las grandes escuelas en Fran-
cia (Bourdieu & Passeron, 1970). Pero Bourdieu acaba encontran-
do que existen mecanismos de segregación social, que él mismo
había sufrido en tanto hijo de una modesta familia de la periferia
francesa aceptado como becario en una gran escuela del Estado. Se
trata de la distinción sociocultural, comenzando por la distinción
estética. Ésta permitiría distinguir entre los diversos tipos de arte
interpretándolos como «una relación tan estrecha como la que se
establece entre el capital escolar (nivel medio de instrucción) y unos
conocimientos o prácticas en campos tan ajenos a la enseñanza
escolar como la música o la pintura». A través de esta relación, que
marca profundas distancias de estatus social, se «manifiesta y ocul-
ta a la vez una relación semántica que contiene la verdad de aqué-
lla» (Bourdieu, 1988: 15).
Todo este mundo bourdieuano ha sido cuestionado por algu-
nos de sus discípulos en los últimos años de su vida. La unicidad
198
metodológica bourdieuana, herencia del marxismo, como supre-
ma conquista de la razón verdadera, ha sido cuestionada por la
pluralidad del método, vinculándola a la pluralidad cultural y
social (Lahire, 1998). Otros han criticado, en una línea más ra-
dical, cómo Pierre Bourdieu empleando su «capital simbólico»
—una expresión propiamente suya— ha establecido una suerte
de «terrorismo sociológico imponiendo sus criterios, muchas
veces contradictorios, haciendo una llamada continua a la “vigi-
lancia epistemológica”» (Verdès-Leroux, 1998). Las críticas, en
definitiva, lo que han enfatizado es la armazón ideológica del
discurso bourdieuano, lo que vendría a descalificarlo desde el
punto de vista de una de sus mayores pretensiones: ser científi-
camente indiscutible.
A tenor de lo dicho sobre dos de los más concurridos intentos
de salir del encierro ideológico «marxista», llevando los concep-
tos de éste al intento de confluencia con la antropología o la
sociología, con el concurso del existencialismo o de la sociocríti-
ca, podemos concluir que ambos trabajos categoriales ejemplifi-
can más que ningunos otros los trabajos de Sísifo, indicados al
principio de este libro, para comprender el «monstruo de lo so-
cial». La piedra vuelve a rodar cerca de la cima. Muerto Bour-
dieu su escuela se halla desconcertada, mientras que la moda
establecida por el descubrimiento francés de De Martino se ha-
lla en trance de pasar. El corsé ideológico al que estaban someti-
das las obras de ambos, mutas mutanti, parece bien obvio, y con
ello toda pretensión de cientificidad nos sume en el escepticis-
mo más hondo.
199
CAPÍTULO 6
LAS OPACIDADES DE LA MEMORIA
EN MAURICE HALBWACHS1
200
ras y opacidades diferentes, y la percepción de ambos separa-
dos, y por ende juntos, ha dado lugar a un género particular que
podemos designar como «antropología urbana», uno de cuyos
eslabones es la obra de Maurice Halbwachs. Los primeros soció-
logos, tales como Marx y Engels, de una parte, y Durkheim, de
otra, no perciben la importancia del problema de la vivienda, los
primeros, y de la memoria, el segundo. El tema no es baladí, en
la medida en que en Halbwachs, como veremos, se combinan
ambos conceptos para ofrecernos un primer, aunque incomple-
to, acercamiento teórico a la importancia de la memoria urbana.
El propio Marx sólo había considerado la vivienda en rela-
ción con el problema de la tierra, y el proceso que ocupaba ésta
en la producción de las plusvalías. La concibe como un proble-
ma relacionado con los «solares» exclusivamente. En la práctica
la única opinión de Marx al respecto es un parágrafo de El capi-
tal que dice que «la demanda de terreno de construcción eleva el
valor del suelo como espacio y base, aumentando al mismo tiem-
po la demanda de elementos de la tierra que sirven de material
de construcción» (Marx, 1978: 212). Poco más. Ninguna consi-
deración, pues, al problema específico de la vivienda, si no es
para señalar su irrelevancia, o su dependencia de la tierra pro-
ductiva. Llama esto más la atención por cuanto Marx era plena-
mente consciente de los acontecimientos históricos de su época,
y en particular de los parisinos, como puede observarse en sus
análisis del golpe del dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte,
inicio de la expropiación y especulación urbanística en grandes
proporciones de París. Marx había sostenido que el régimen bo-
napartista representaba sobre todo a la clase media industrial y
comercial, y que también reflejaba a la clase campesina conser-
vadora, que «quiere verse salvada y promocionada, en unión de
su parcela, por el fantasma del imperio» (Marx, 1985: 146-156).
Pero en ningún caso aparecen conjuntamente ambos factores:
propiedad y clase media, cuya conjunción lógica ocurriría luego
en el París haussmanniano.
Al margen de las consideraciones de Marx, el debate intelec-
tual existente en el movimiento obrero, hasta la aparición de las
obras de Halbwachs sobre el problema de la vivienda en París,
queda resumido en los tres artículos que Frederic Engels consa-
gró al tema y que fueron publicados en 1872 en la revista Volks-
staat de Leipzig. En los mismos Engels arremetía una vez más
201
contra el «anarquismo» y, en especial, contra Proudhon y los
«burgueses radicales» que habían apostado en Alemania y otros
lugares por que el proletariado tuviese su vivienda propia. Al
constituirse en propietarios, según Engels, podían más fácilmente
ser explotados por los capitalistas, que no les pagaban sus suel-
dos íntegros, sino disminuidos por el trabajo manufacturado y
artesanal hecho en casa, y por la autosuficiencia que se les supo-
nía con su pequeña parcela. Además, aislados unos de otros, los
obreros, sobre todo los alemanes, no podían visualizar y racio-
nalizar su condición de proletarios. Engels apuesta por evitar
esa ficción del pequeño propietario, ya que «sólo el proletariado
creado por la gran industria moderna, liberado de todas las ca-
denas heredadas, incluso de las que le ligaban a la tierra, y con-
centrado en las grandes ciudades, es capaz de realizar la gran
revolución social que pondrá fin a toda explotación y a toda do-
minación de clase» (Engels, 1908: 27). Todos lo que se interpon-
gan en ese camino, en el de la «ideología científica», trazada por
Marx y él mismo, quedarán escorados en la historia como ideó-
logos pequeñoburgueses.
En cuanto a Durkheim, téngase presente que su mayor pre-
ocupación era separar la sociología de la tutela de la psicología,
emancipando a toda costa a la primera, y categorizando de mane-
ra dicotómica las nociones de «individual» y «social», haciendo
depender lo primero de lo segundo (Lukes, 1973). Por otro lado,
Durkheim no podía contemplar la memoria, porque sus análisis o
bien estaban centrados en la producción del fenómeno religioso
en sociedades extraoccidentales o bien se explicaban por el con-
cepto de anomia social, cuyo caso más claro es el suicidio. No
había lugar a la aparición de la memoria, si bien Durkheim tenía
orígenes hebreos, y había estado destinado en su medio familiar
para el rabinato. La memoria, ha demostrado Yerushalmi, consti-
tuye una parte central de la hebreidad transmitida a través del
profetismo (Yerushalmi, 2002). Sin embargo, el campo de las re-
presentaciones mentales colectivas queda escorado en Durkheim
hacia el totemismo y el animismo, terrenos en los que la memoria
es un mundo inexistente. Halbwachs, partiendo de la teoría de las
representaciones de Durkheim, sin embargo, quiere superarla in-
troduciendo precisamente el factor memoria. Así pues, Halbwachs
trabaja dos territorios ignotos en su época, el urbanismo y la me-
moria, los cuales se encontraban aislados en manos de «economi-
cistas» y «mentalistas».
202
La lectura y recuperación actual de la obra de Halbwachs gira
principalmente en torno a la memoria. Hemos de recordar que
Halbwachs había sido discípulo de Henri Bergson durante 3 años,
cuando éste ejercía como profesor en el Liceo Henri IV. Sabido es
que Bergson a través de la fenomenología querrá interpretar la
memoria individual. Halbwachs apreciaba la teoría bergsoniana
pero quiere superarla en el marco de la sociedad. Los campos de
fertilización e influencia intelectual en los que se inspira Halbwachs
incluyen, en consecuencia, al mundo de la psicología, con la pre-
tensión de trascenderla. Pero la obra de investigación urbana de
Halbwachs constituye su primer campo de interés, hasta el punto
de hacer de ella el objeto de su tesis doctoral sobre las expropia-
ciones de terrenos en París. Este interés no lo abandonará nunca.
Se considera que su obra sobre el urbanismo no tenía gran rela-
ción con la producción conceptual de la memoria. Sin embargo,
siquiera desde el punto de vista del sentido común, se impone que
deben existir vasos comunicantes entre ambos campos, la memo-
ria y la expropiación urbana. El objeto de este artículo es religar
dos mundos aparentemente diversos.
203
con la teoría marxiana de la formación de la conciencia de clase.
Reich había sostenido respecto al falso materialismo de la inter-
pretación marxiana de la historia lo que sigue: «El marxismo
vulgar se contenta con condenar y llama en su auxilio al “mate-
rialismo” cuando se trata de rechazar como impregnados de “idea-
lismo” conceptos tales como “impulso”, “necesidad” o “proceso
psicológico”. Al hacer esto, tropieza con dificultades innumera-
bles y no hace más que recoger fracasos, puesto que en sus cam-
pañas políticas está obligado a hacer psicología aplicada cuando
habla de las “necesidades de las masas”, de la “conciencia revolu-
cionaria”, de la “voluntad” de hacer la huelga, etc. Cuanto más
niega la psicología, tanto más se hunde en el psicologismo meta-
físico» (Reich, 1973: 26). A Reich no le convencían las lecturas
economicistas que sus compañeros marxistas hacían del ascenso
del fascismo, y por ello traía a colación esta reflexión, que hubie-
se firmado probablemente el mismo Halbwachs, cuyos análisis
propendían a enfatizar la «psicología social», y los procesos com-
plejos de formación de las mentalidades. Ya en su época de nor-
maliano Halbwachs se había sentido atraído por la filosofía de
Leibniz, que defendía la continuidad entre racionalidad e irra-
cionalidad (Friedmann, 1946). La sensibilidad de Halbwachs para
el mundo de la «irracionalidad» no puede extrañar, y está en per-
fecta congruencia con su exploración de la memoria.
Para nuestro autor «la forma más rudimentaria de la vida
social» es la que se funda en la atención a las necesidades de
alimentación, pero más allá de ella existen otras necesidades que
llama «sociales» (Halbwachs, 1913: 407). Rechaza en lo tocante
a la alimentación que se introduzcan en las necesidades los con-
ceptos químicos, o sea, lo que podríamos llamar un materialis-
mo primario. Y reconoce que el factor cultural, por ejemplo, hace
que los obreros japoneses sean más frugales que los americanos,
por razones sólo adjudicables a la educación. La comida sería
uno de esos lugares comunes en los que «de más en más bajo un
aspecto social, y no material, que tiene por objeto preparar la
ocasión y ser el medio esencial de entrar en una sociedad». «Cuan-
do él come conformándose a los usos de la sociedad, toma con-
ciencia de participar en una vasta vida colectiva, exterior, en sus
representaciones y fines, al trabajo productivo material y extra-
social» (Halbwachs, 1913: 422). De tal forma, «decir de una ne-
cesidad que es social, podría significar que es el resultante y la
204
media de las necesidades de varios individuos», con lo cual apunta
a la idea del «hombre medio» portador de la «opinión pública»
(Halbwachs, 1913: 416). «No hemos dicho que la economía polí-
tica no pueda desinteresarse de las necesidades, de donde resul-
tan las previsiones, necesidades que no son solamente ni pueden
ser sobre todo unas reacciones orgánicas, sino que son modifi-
cadas, desarrolladas, algunas veces creadas integralmente por la
opinión pública. A tal necesidad orgánica responde la compra
de un automóvil, medias de seda, e igualmente en el gasto hecho
para la alimentación, ¿qué parte contribuye a las necesidades
del cuerpo, y a las representaciones sociales de nuestro medio?
[...] Si la atención del economista se fija sobre el precio, este
precio es el de un objeto, si éste es así, es al objeto al que la
opinión concede tal valor. No temamos entonces comprometer-
nos, con aquellos que han puesto en funcionamiento este género
de investigaciones, en la búsqueda minuciosa sobre la especie y
el peso de los animales, la naturaleza de los objetos de vestir, y
hacer bien los inventarios» (Halbwachs, 1933: 14). Quien así ra-
zona dirige sus argumentos a una teoría de las necesidades diná-
mica, que exige evaluarlas periódicamente con métodos estadís-
ticos. Pero también observamos una sutil crítica a estos excesos
estadísticos. Crítica dirigida con seguridad a sus compañeros de
Annales dedicados al estudio de los mercados alimentarios. Ve-
remos cómo las relaciones con Marc Bloch, el miembro más pro-
minente de la revista, en especial fueron difíciles.
Halbwachs se sitúa en un punto de partida moderno, que en
la misma época no tienen claro figuras de la antropología como
Franz Boas, a pesar de su antirracismo fundacional, al querer
separar los hechos puramente físicos, sobre los que no tiene nin-
guna objeción científica al formular la teoría del «hombre me-
dio», de los «morales», que estarían sometidos a fuerzas varia-
bles «liberadas a los instintos o a las pasiones» (Halbwachs, 1912:
10). En este camino Halbwachs rehabilita aunque critica, de otra
parte, la teoría de Quetelet, el cual pretendía inferir una teoría
estadística del término «medio», como matemático que era, a
través de la antropología física, y también de la evaluación de las
necesidades. Emancipa Halbwachs al hombre de sus necesida-
des fisiológicas y atiende al «hecho moral» como parte del «he-
cho social». Pero ante todo quiere inferir una teoría del «hombre
medio». Éste estaría movido, además, por la idea de rango en los
205
deseos, y por cómo se limitan mutuamente entre los sujetos las
necesidades. El alcance de la teoría de Halbwachs va en direc-
ción opuesta a las de los economistas del siglo XVIII, según él
mismo declara, que trazaban la teoría de las necesidades en tor-
no al hombre individual, mientras que para él «el hombre real
vive en sociedad», y ésta dirige y genera sus nuevas necesidades
y deseos, que no tienen casi límite (Halbwachs, 1933: 152).
En realidad, Halbwachs no renuncia a la estadística, muy al
contrario, pero ante todo restituye el valor a lo «moral», es decir,
a lo social. La teoría de las necesidades de las clases populares de
Maurice Halbwachs debe mucho al mundo de la encuesta, en
aquel momento en alza especialmente en Estados Unidos. Halb-
wachs destaca el gran avance que en el estudio de las necesida-
des obreras ha hecho este país, creando la National Industrial
Conference Board, que hizo una gran encuesta en 1901-1903, y
el U.S. Bureau of Labor Stadistics, que llevó a cabo otra en 1917-
1919. Pero Halbwachs considera que estas encuestas deben ser
perfeccionadas con la introducción precisamente de una reflexión
sobre las necesidades. En la importancia y el valor otorgado a la
estadística coincide con el conjunto de componentes de la escue-
la de los Annales, pero con las diferencias precitadas.
A la hora de evaluar los salarios, Halbwachs sostiene que «serán
determinadas por la intensidad y la diversidad de las necesidades,
en una clase dada, en un momento dado. Ellas se adaptarán nece-
sariamente, a la larga, a los hábitos de consumo y la despensa de los
obreros» (Halbwachs, 1933: 137). Esto quería decir que el obrero,
al igual que otras clases, se iría habituando a nuevos bienes, a co-
mer pan blanco en lugar de negro, o a sustituir la charcutería por
carne, pero también a incluir en sus necesidades productos de «lujo»,
tanto en el vestir, en la casa, como en el aparentar. Es decir, que las
necesidades van adaptándose a formas de vida que no existían an-
teriormente. De esta forma, «en periodos de prosperidad y de alza
de salarios, se produce una suerte de diferencia entre las necesida-
des. El centro de gravedad del presupuesto se desplaza. El antiguo
plan de reparto del gasto está en plena reconstrucción» (Halbwachs,
1933: 147). Existe, en consecuencia, una inercia importantísima
entre el alza de los salarios y las nuevas necesidades, que se alterna
históricamente con fases de crecimiento y retracción.
Esta «moral» no puede ser más que «cultural», y admite como
particularidad que se diferencia de una uniformidad que podría-
206
mos identificar en la interpretación marxiana con la «ideología»
y la propensión de ésta a «homogeneizar». «Los diversos moti-
vos generales, religión, espíritu familiar, patriotismo, opinión pú-
blica [...] no ejercen sobre todos los hombres, y sobre todos los
miembros de un mismo grupo, una acción uniforme, como las
gotas de lluvia o los rayos del sol que caen sobre todos los árbo-
les del bosque» (Halbwachs, 1938: 32). Este tema ya había sido
planteado por Gabriel Tarde. El hombre medio estaría sometido
a las leyes de la «imitación» que harían que las necesidades cul-
turales y sociales estuviesen modeladas por la jerarquía y la imi-
tación de las costumbres sociales subsiguientes (Halbwachs, 1913:
399). La imitación de la vida burguesa por parte de las clases
subalternas se convierte en un factor que inclina a Halbwachs a
la reflexión sobre el valor de la psicología de las clases sociales.
Pero esa imitación no será «individual» sino que estará inserta
en los cuadros sociales, permanente marco referencial suyo.
Maurice Halbwachs saluda las teorías de Thorstein Veblen so-
bre el mundo de los ricos. Según nuestro autor, «el ejercicio de
las facultades intelectuales debía pasar por el lujo; entre la vida
interior y la vida natural la distinción era más abrupta hasta el
punto que ella era casi una distinción de clase» (Halbwachs, 1913:
410). Precisamente las obras teóricas de Werner Sombart, Thors-
tein Veblen y Georg Simmel pretendían establecer una analítica
de los modos de vida burgueses, como con posterioridad lo ha-
rán las de Norbert Elias y Pierre Bourdieu; todos ellos conscien-
tes del espesor cultural integrante esencial de la constitución
objetiva de las clases. Recordemos que en este camino la Univer-
sidad de Estrasburgo, con la presencia de Simmel, Bloch y Halb-
wachs en sus filas, fue un foco de nuevas interpretaciones en la
sociología y la historia. No obstante, su carácter intersticial lo
situó en la perspectiva del grupo de los Annales al que estuvo
unido muy pronto, aunque en una posición marginal, a la que
no fueron ajenas las críticas esbozadas por Bloch a su libro Les
cadres sociaux de la mémoire (Namer, 2000: 135 y ss.).
3. El urbanismo en Halbwachs
207
consciente de enriquecimiento de las clases capitalistas, partícipe
de su acumulación de capital. Halbwachs, por su lado, en la tesis
doctoral que dedicó a la expropiación de terrenos en París se pre-
gunta por la opacidad del concepto expropiación, a partir del cual
se puede inferir todo el movimiento de remodelación de la ciudad
burguesa de la época del capitalismo clásico. Y se cuestiona que
sea solamente la voluntad del soberano o de las clases poderosas
lo que pueda explicar por sí sólo el movimiento expropiador. Es
decir, procura evitar las tesis circulantes en la época que señala-
ban a las clases oligárquicas como autoras conscientes, a través
del barón Haussmann, de la remodelación del París posrevolucio-
nario. Esta explicación sería una generalización, que acepta en su
verdad última, pero que no le satisface plenamente. Él escribe que
«las expropiaciones serán aquí el elemento histórico, y serán ma-
teria de descripción, no de ciencia, y en ningún caso, de ciencia
económica» (Halbwachs, 1928: 4). Frente a las grandes declara-
ciones de los planificadores el historiador social deberá pensar
que las explicaciones definitivas las encontrará solamente «en las
cartas, papeles privados, memorias inéditas, donde los pensamien-
tos secretos, o incubados en petit comité, se han podido expresar».
Y añade que «el mejor método sería investigar en los archivos».
Para que de esta forma, reconstruyendo las diversas partes del
puzzle, «la configuración actual de una gran ciudad resultaría, a
la vez de aquellas distintas partes, fáciles de distinguir las unas de
las otras, que han sido obra personal de un soberano o un minis-
tro [...], y también de aquellas que en la parte central [...] se han
superpuesto, yuxtapuesto, mezclado sin deshacerse, de suerte que
el París actual sería como una fotografía compuesta». La moder-
nidad de esta perspectiva, la ciudad-puzzle, que debemos inter-
pretar con la ayuda de informaciones «etnográficas» de orígenes
intersticiales, es evidente.
Según Halbwachs, «los psicólogos distinguirán el hábito de
alimentación del hábito de alojamiento, diciendo que, en el pri-
mer caso, la adaptación es pasiva, y en el segundo activa; en
efecto, hay toda una serie de reacciones motrices que se deben
acordar con la forma, las dimensiones, el amueblamiento del
alojamiento, o será luego penoso modificarlas» (Halbwachs, 1913:
424). De esta forma, Halbwachs establece diferencias entre las
necesidades alimentarias y las de la vivienda. La relación entre el
precio del alojamiento obrero y su ineluctabilidad es abordado
208
por nuestro autor, que considera que es una zona opaca en la
formación de la conciencia de la explotación, que no es tan diá-
fana como en el caso del régimen alimentario: «Para una parte
de los obreros, el alquiler aparece como una suerte de impuesto,
frente al cual no se sienten demasiado culpables de dejarse expo-
liar. La tendencia aquí es, más netamente aún, contentarse con
una cantidad inferior con la condición de pagar lo menos posi-
ble» (Halbwachs, 1913: 405). Además, añade Halbwachs que «no
se puede sostener seriamente que la mayor parte de los aloja-
mientos habitados por obreros en las grandes ciudades hayan
sido construidos o transformados con vista a satisfacer sus nece-
sidades. Una gran cantidad de obreros se han instalado en casas
burguesas “desafectadas”, construidas en una época en que se
apreciaba menos que hoy el aire y la luz» (Halbwachs, 1913:
423; 1909: 386 y ss.). Halbwachs sostiene que los constructores
prefirieron centrarse en los barrios ricos, y los propietarios apro-
vechar los inmuebles ya existentes, con el efecto que los ricos
acabaron habitando en casas ejecutadas a su gusto, guiadas por
el confort y la apariencia del lujo, mientras que los segundos
ocuparán buhardillas y viejas casas tabicadas de nuevo, con ser-
vicios comunes. En todo caso, las diferencias son evidentes: «Allí
donde, sistemáticamente, se han querido construir casas para
obreros [...], se ha considerado que aquéllas debían tener ante
todo un bajo alquiler, menos confort, en la propiedad, en la salu-
bridad, en la elegancia».
Dos artículos son de especial interés para comprender la posi-
ción de Halbwachs respecto al urbanismo de su época. Uno se
refería a Chicago y otro a Berlín. Ambos aparecieron en los prime-
ros tiempos de la revista Annales, de cuyo comité formaba parte, y
del cual era considerado un miembro «leal» por Marc Bloch (Fink,
1989). Sin embargo, no publicó en esta revista ningún artículo ni
recensión sobre el tema de la memoria, asunto en el que polemizó
con Bloch. Acaso sólo algunas informaciones sobre congresos de
estadística y las carencias que poseían los movimientos sociales en
este dominio2 o sobre el «gasto obrero».3 En 1932 en la revista
Annales Halbwachs se interesa, siempre teniendo presente el ca-
rácter «orgánico» de las ciudades europeas, y en particular de Pa-
209
rís, por la inorganicidad de una ciudad típicamente norteamerica-
na como Chicago. De la mano de autores de la llamada «escuela de
Chicago» de sociología repasa Halbwachs el proceso de formación
de esta ciudad, después de una estancia suya en Estados Unidos,
presentándola como un aglomerado de «etnias» de procedencias
muy distintas y con capacidades de adaptación igualmente diver-
sas. Nuestro autor engarza con los presupuestos de la «escuela de
Chicago» en la medida en que confiere gran importancia al par
organicidad/inorganicidad de la ciudad como referente interpreta-
tivo (Grafmeyer & Joseph, 2004: 5-51).
En el caso particular de Chicago, por lo que a los pueblos
europeos emigrados se refiere, destaca a los irlandeses, que se-
guramente por razones de idioma consiguieron una más fácil
integración, a pesar de proceder del mundo rural y de su catoli-
cidad, y a los italianos, procedentes igualmente de un mundo
rural católico, pero enclaustrados, por razones idiomáticas y de
organización social. «Si las razas nos explican suficientemente
las clases, no es menos cierto que las clases crean entre los hom-
bres unas divisiones tan profundas y quizás tan pintorescas ex-
teriormente como la diversidad de tipos y géneros de vida étni-
cos». Relativiza, pues, el concepto de «raza» que en los análisis
de Durkheim sobre el suicidio aparece determinante a la hora de
explicar las tasas de suicidios. Frente a cualquier intento catego-
rial de explicar Chicago racionalmente, Halbwachs alza la «irra-
cionalidad» urbanística derivada de los métodos «caóticos» de
asentamiento: «No obstante, los extranjeros son siempre unos
“foráneos”. En las ciudades antiguas e igualmente en ciertas ciu-
dades de la Edad Media, ellos quedaban fuera, no habitaban en
el interior de los muros. Aquí, entran en el cinturón, y se instalan
allí: el cinturón es extremadamente grande, más que la ciudad,
la mitad no está construido, en él se encierran espacios vacíos,
fábricas, líneas férreas, “zonas intersticiales”, donde se está en la
ciudad sin estar realmente en ella, sin confundirse aún con su
carne y su sangre: tales son estos organismos simples, atravesa-
dos por cavidades que, bien que internas, están en el medio y en
el líquido externo» (Halbwachs, 1932: 47). A Halbwachs le atrae
en esta inorganicidad el problema de la integración, como a la
propia «escuela de Chicago» muy preocupada por el «vicio» y la
delictividad como fenómeno social de desagregación hasta el
punto de promover investigaciones específicas (Reckless, 1969).
210
Ellos serían habitáculos de la inorganicidad o, en palabras de
Manuel Delgado, «un territorio circulatorio, superpuesto a los
espacios residenciales y ajeno a cualquier designación topológi-
ca, administrativa o técnica que se le quiera imponer» (Delgado,
1999: 38). Los grupos de inmigrantes están habitando en cierta
forma una expropiación de su antigua memoria de procedencia
a la busca de lograr ubicarse en otra nueva. El idioma para Halb-
wachs no es el principal problema de la integración sino la me-
moria. En ello han incidido los trabajos actuales sobre memoria
e inmigración, que cifran en los usos de la memoria las posibili-
dades de asimilación o guetización del inmigrante. En el orden
inverso de la guetización «orgánica» le concede Halbwachs un
lugar muy relevante a los judíos, quienes llegarían a constituir
una comunidad de 300.000 personas en Chicago, según los cálcu-
los que maneja. Halbwachs dice que en su mayoría serían de
procedencia alemana o rusa, y que en 1920 unos 160.000 ha-
brían declarado que el yiddish o el hebreo era su lengua mater-
na. Y añade: «Viven a la sombra de su sinagoga como si no hu-
biesen cambiado de país o de continente». Pero en ellos también
se cumple la ley ineluctable de la inmigración que hace que los
últimos llegados se agrupen en el gueto mientras los primeros se
han trasladado ya a otros lugares más lejanos. Memoria, asenta-
miento e inmigración se presentan claramente vinculados en el
caso de Chicago, con gradaciones atravesadas por la dualidad
organicidad/inorganicidad dependiendo de las características de
cada asentamiento.
Cuando Halbwachs aborda, en un nuevo artículo de 1934
igualmente publicado en Annales, el gross Berlin, la pregunta que
se hace es si esta ciudad centroeuropea es una «gran aglomera-
ción» o una «gran ciudad». Y concluye después de observar el
vaciamiento de población del centro de la ciudad, debido a la
especulación pero también al surgimiento de nuevas formas de
comunicación con la periferia, como el tranvía, que Berlín es el
ejemplo adecuado de la inorganicidad: «Berlín, ésta es la pobla-
ción antigua que ha sido sumergida, y los recién llegados, disper-
sados en los lugares alejados del centro, en los barrios mal uni-
dos los unos a los otros, están extendidos un poco al azar como
las olas de una inundación». Luego Berlín presenta para Halb-
wachs un grado de inorganicidad mayor que Chicago, donde
«existe una suerte de jerarquía entre las capas sucesivamente
211
formadas», y que París, donde «la imagen del equilibrio se en-
cuentra en la ciudad misma» (Halbwachs, 1934: 569). La situa-
ción que define Halbwachs es de «espera» en aquellas ciudades
como Chicago, siempre en permanente trance de integrar o se-
gregar grupos sociales y étnicos. Es la ciudad amenazada de con-
tinuo frente a un modelo, el de París, que es «una ciudad vieja,
engrandecida lentamente, aunque con una velocidad acelerada
en el curso del último siglo, pero de un movimiento continuo,
con crisis de crecimiento que corresponden a las crisis de una
evolución orgánica bien reglada».
Esta ciudad orgánica no está exenta de tensiones. En las obras
balzaquiana y zoliana podemos encontrar más elementos que
permitan llevar a cabo un análisis, si se quiere, «etnográfico»
coetáneo a la formación de la burguesía contemporánea. En par-
ticular, observamos a través de las «notas etnográficas» de Zola
la oposición existente entre la vida burguesa parisina, girando
sobre todo en torno a las mansiones del parque Monceau, y a la
especie de «nada babilónica» de los barrios populares y en espe-
cial de los mercados, «el vientre de París». Cuando aborda Zola
un hotel particular del parc Monceau toma nota de su valor in-
mobiliario, del valor de los muebles, del personal al servicio de
aquella casa, de los caballos y coches, del invernadero, etc. Así,
con mirada etnográfica, describe el hotel Saccard, en el que trans-
curre La Curée del gran ciclo de los Rougon-Macquart (Zola, 1986:
27-34). Frente a este confort burgués se alza el anonimato de les
Halles, donde hace algunas de sus observaciones más precisas:
«Un aspecto de les Halles, vistos desde las calles, desde la rue
Montmartre: una gran arcada en una avenida, alta, abierta, con
los pabellones contemplados desde las calles, con sus dos pisos
de tejados, sus persianas, sus aterrazamientos bizarros, que se
parecían a unas terrazas suspendidas, a unas arquitecturas hin-
dúes, a unos pasillos aéreos, a unos puentes colgantes suspendi-
dos sobre el vacío. Esto es de una ligereza y un capricho fantás-
ticos. Es babilónico» (Zola, 1986: 349). La profundidad de la
mirada zoliana, tanto «aérea» como «fenomenológica», frente a
otro tipo de interpretaciones más planas, ha sido destacada re-
cientemente (Calatrava, 2006). La idea de lo «babilónico» evoca
la belleza decadentista de la confusión frente al orden burgués,
bello igualmente en su confortable regularidad capaz de separar
el individuo de la masa. En este mundo babilónico, el héroe que
212
se enfrenta a la ineluctable expropiación física, y por ende de la
memoria, es un «conspirador» que trabaja clandestinamente con-
tra Napoleón III y Haussmann, y en última instancia contra toda
una clase, la plutocracia parisina (Benjamin, 1980). Marx, por
su parte, estaba claramente en contra de estos conspiradores
cuya ocupación describe así: «Ocupados con semejantes traba-
jos proyectivos, no tienen otra meta que la próxima de derribar
al gobierno existente, despreciando en lo más hondo la ilustra-
ción teórica de los trabajadores acerca de sus intereses de clase».
Sin embargo, para Balzac, Baudelaire o Zola estos bohemios
conspiradores son sus héroes. Dos sensibilidades se enfrentan:
la «científica» y la «literaria», y esta última, como señala el pro-
fesor Calatrava Escobar, ha sido más trascendente para com-
prender finalmente las transformaciones antropológicas de la
urbe moderna. Pero la ciudad «orgánica» se presenta como obra
de un demiurgo, cuya materialidad se encarna en Haussmann.
4. La memoria urbana
213
Contemporáneamente, Augé ha evocado el papel de las expe-
riencias urbanas de un simple paseo por el metro parisino o por
los jardines Luxemburgo, y del espacio reservado a la memoria y
al olvido urbanos en este flanear sin rumbo. También Augé ha
concebido la existencia de zonas intersticiales de la modernidad
como son los no-lugares («non-lieux»), espacios diferenciados
de la vida urbana por ser su característica central el tránsito de
un lugar a otro. Por consiguiente, lugar de la memoria («lieux de
mémoire»), olvido («oubli») o no lugar («non-lieux») son tres
nociones que tendrán que esperar hasta nuestra época para ser
suscitadas por la existencia «orgánica» de París. Halbwachs no
culmina la conjunción intelectiva de estos conceptos, si bien in-
sinúa su existencia.
En este orden de insinuaciones epistémicas, Halbwachs con-
sidera que los recuerdos se localizan en el espacio, y que su ubi-
cación produce fenómenos de recuerdo, más exactos o más ge-
néricos dependiendo de la distancia en el tiempo y de las veces
que hayamos tenido esa experiencia. No considera exacta la ecua-
ción cercanía más repetición igual a recuerdo mejor y más pre-
sente, sino que aduce que la mayor parte de las veces una sola
impresión, registrada en edades tempranas, puede rememorar-
se mejor que otras más repetidas y cercanas (Halbwachs, 1994:
115-145). Sostiene Gérard Namer que, según Halbwachs, ésta
«es la experiencia que da un recuerdo soñado que pasa sin cesar
de la idea a la imagen y de la imagen a la idea». El anclaje de la
noción sería en la interpretación de Namer el mundo de lo local,
dado el carácter fragmentario de la imagen, y allí alcanzaría su
plenitud. «El lenguaje interior será entonces puesto en valor» en
el mundo de lo local (Namer, 2000: 52). De esta forma, Halbwachs
tiene que pasar necesariamente por las nociones de «afectos»
ligados a la memoria (Tadié, 1999: 104 y ss.; 174 y ss.), y también
arribar al terreno de Bergson, para quien «alma y cuerpo entran
en contacto en la percepción», es decir, en la memoria (Bergson,
1999: 246). Para Halbwachs ciertamente existen vínculos estre-
chos entre «emociones y grupos sociales pero también entre
emociones y prácticas rituales» (Fleury, 2004: 117). La tradición
cargada de sentimiento aflora de esta forma en el horizonte con
fuerza propia. Ahora queda despejado el «obstáculo epistemoló-
gico» que no pudieron percibir ni Marx, ni Engels, ni en menor
medida Durkheim.
214
Que los estudios finales de Halbwachs señalan el camino de
la conjunción entre memoria y ciudad nos los indican el tardío
trabajo sobre la topografía legendaria de Tierra Santa, publica-
do en 1941, y el estudio inacabado sobre el espacio y la memoria
que apareció póstumamente en La mémoire collective. Ambos,
como ha demostrado Gérard Namer, estaban afectados por la
polémica con Marc Bloch, que atacó inmisericordemente a Halb-
wachs por razones de orden político e ideológico, dada la ads-
cripción de aquél a la mirada marxiana, y las tendencias revisio-
nistas de nuestro autor. También ha de tenerse presente la ex-
propiación memorial que los nazis en su ocupación de París iban
haciendo de la memoria urbana parisina, sustituyendo nombres
y monumentos de la topografía ciudadana, de lo cual Halbwachs
fue testigo directo (Namer, 2000: 135-160; 197-210).
Esa memoria no podría ser más que cambiante en su comba-
te por ubicarse en un lugar físico hasta alcanzar la categoría de
mito. Para Halbwachs, «cierto, la memoria colectiva reconstru-
ye sus recuerdos a la manera como ella concuerda con las ideas
y preocupaciones contemporáneas». Y en ese camino, Jerusalén
como modelo de urbe mítica se ha convertido en el «teatro de la
pasión», después de haberse dejado atrás las versiones gnósticas
de la vida de Jesús que rechazaban explícitamente la pasión, y
por tanto la posibilidad del teatro urbano. Para Halbwachs, «los
hechos visibles son símbolos de verdades invisibles» (Halbwachs,
1971: 149). En cierta forma, aquí aparece en lontananza la vieja
noción de «espíritu del lugar» materializada: «Se puede conocer
así el espacio porque sus partes son inmóviles y no cambian de
lugar las unas en relación con las otras: es lo que permite al gru-
po ajustar su acción y sus movimientos en relación con esta dis-
posición estable del mundo material. Pero en esta medida se
puede decir que la sociedad inmoviliza una parte de ella misma,
una parte de su pensamiento, aquella que está vuelta hacia el
mundo material» (Halbwachs, 1997: 235). En esa dirección cer-
ca del final de sus días, Halbwachs nos señala la coincidencia
fértil entre lugar, memoria social y tradición, contraponiéndola
a la ciudad inorgánica, una memoria sin tradición.
Frente a la ciudad y sus organicidades fundantes Halbwachs
también opone el concepto de «nación», cuya naturaleza descri-
be como en una suerte de ficción «esencialmente metafísica»
(Halbwachs, 1958: 125). Halbwachs liquida, de manera muy acer-
215
tada, la «hipostación de la memoria en que la memoria colectiva
parece un sinónimo modernista de las malas nociones del viejo
romanticismo del espíritu o carácter interno de raza o de nación»
(Klein, 2000: 135). La memoria, de esta manera, se realoja y ad-
quiere su verdadera dimensión material en el espacio topográfi-
co local. Memoria y ciudad, se vislumbra del inacabado recorri-
do halbwachsiano, truncado por los excesos «nacionales» del
proyecto nazi contra la memoria, hubieran sido el destino final
de su obra. Sin lugar a dudas, Halbwachs puso unas mimbres
que hoy día deben ser cruzadas para desvelar su actualidad.
216
PARTE C
217
Quienes no se encuentran en los centros decisionales del co-
nocimiento en el ámbito antropológico viven de las polémicas
emergidas en estos lugares. Por regla general, los Faculty Club
generan varios discursos, desde parámetros ideológicos conser-
vadores pero también progresistas, o incluso radicales, con el fin
de controlar la producción última del discurso. A través de este
bloque del libro el lector podrá comprobar esa política en torno
a los discursos de la cooperación internacional, y también los
ataques soterrados que se lanzan las «escuelas nacionales» por
motivos difícilmente catalogables como científicos, y más liga-
dos al control internacional del conocimiento. De ahí que antro-
pologías como la marroquí, o la española en menor medida, se
hallen sujetas al complejo de dependencia, y en fase, por regla
general, de acumulación de capital simbólico. Siempre en sub-
ordinación al imperialismo del discurso. La labor desconstructi-
va de la antropología exige la emancipación de esa dependencia,
no sólo como un acto de voluntad política, sino igualmente con
la potencia que puedan generar los nuevos centros periféricos
del conocimiento.
218
CAPÍTULO 1
LA PRODUCCIÓN IDEOLÓGICA
DEL CONOCIMIENTO
SOBRE LA COOPERACIÓN Y EL CONFLICTO:
EL ESPÍRITU DEL FACULTY CLUB1
219
plícita a algunos de los proyectos más importantes de la presiden-
cia de John F. Kennedy. Entre los más queridos por el propio Ken-
nedy se encontraban los Peace Corps, una institución auspiciada
por él personalmente en 1961. Aprovechaba, sin lugar a dudas, el
impulso del trabajo voluntario y la filantropía, una tradición muy
enraizada en el medio norteamericano. Aprovechaba asimismo el
impulso del pacifismo estadounidense, de mayor tradición que el
europeo, ya que las primeras sociedades pacifistas americanas se
habían organizado en Nueva York en torno a la temprana fecha
de mediados del siglo XIX, ejerciendo una influencia creciente en
el movimiento internacionalista tendente a regular las relaciones
mundiales sobre la base del derecho (Brock, 1991).
Igualmente se ha señalado el influjo del llamado macaulayism,
es decir, la filosofía no intervencionista y liberal esbozada por el
político escocés de la primera mitad del siglo XIX Thomas Ba-
bington Macaulay (1800-1859), consistente en resaltar el carác-
ter cultural de la colonización como lo más perdurable de ésta,
frente al puro colonialismo económico y político. Las tesis de
Macaulay encontraron un laboratorio privilegiado en la India. Se
partía de cuatro supuestos: primero, que la cultura inglesa era
superior a la india tecnológica y culturalmente hablando; segun-
do, que «la lengua inglesa es el mejor medio de diseminación de
la cultura inglesa»; tercero, que los británicos debían crear una
élite autóctona que se expresase en inglés; cuarto, que «la super-
vivencia y engrandecimiento de la cultura británica y la influen-
cia y oportunidades comerciales en la India dependen más de un
buen trabajo en educación y cultura que de la fuerza militar»
(Windmiller, 1970: 34). Éste sería el modelo adoptado por los
Peace Corps, cuyos miembros se empeñarían mucho, además de
en la cooperación para el desarrollo, en la enseñanza del inglés en
las zonas de intervención.
En otro orden, también, la política de los Peace Corps se re-
gía por las lejanas nociones inferidas de la Monroe Doctrine, que
surgió en 1823 en pleno período de descolonización de la Améri-
ca hispana precisamente para oponerse al punto de vista euro-
peo sobre el colonialismo y el intervencionismo externo. Ade-
más se nutre del Manifest Destiny. Según la ideología del Mani-
fest Destiny, los Estados Unidos serían una nueva tierra de
promisión poblada por sujetos y culturas procedentes del éxodo
provocado por la persecución religiosa y política en diversas par-
220
tes del mundo, sobre todo en Europa. John Fiske la formuló en
1885 como una suerte de profecía cultural que situaba a Améri-
ca del Norte en el corazón de la futura redención humana, frente
al despotismo europeo y el barbarismo asiático (Fiske, 1885: 101-
152). Los Estados Unidos de esta forma estarían llamados a ju-
gar en el orden internacional el papel de referentes, de suerte de
líderes mundiales en el orden moral y político. Uno de sus mayo-
res ideólogos, John L. O’Sullivan, extendería la idea del destino
manifiesto desde Nueva York a través de la prensa (Merk, 1963:
35). La combinación de la Monroe Doctrine y del Manifest Des-
tiny probablemente sea la característica más acusada de la ideo-
logía del «imperialismo democrático», que rigió desde 1898 la
política exterior americana.
Monroe Doctrine, Manifest Destiny y pacifismo filantrópico
constituyeron la amalgama ideológica, plena de contradicciones,
en derredor de la cual se fue gestando la particular manera de
mirar a la política internacional por parte de la población ameri-
cana. De esta manera, y moderando el concepto providencialista
de destino manifiesto, el espíritu filantrópico enraizado en la po-
blación estadounidense llevaba a pronunciarse en estos términos
a unos tratadistas de 1935 a propósito del intervencionismo nor-
teamericano en América Latina: «El pueblo americano, más idea-
lista que su gobierno, considera que la intervención está contra las
mejores tradiciones del país y es opuesta al espíritu de la paz que
ha inspirado el Pacto de París» (Stuart & Whitton, 1935: 182). La
intervención externa, pues, no podía seguir los parámetros del
colonialismo europeo, ni los derivados del modelo de 1898 en Cuba,
Puerto Rico y Filipinas, interpretable como un temprano fiasco
político y cultural. La necesidad de satisfacer este anhelo misional
y frenar, de otra parte, al «imperialismo soviético» llevó a la for-
mulación en la época Kennedy de la idea de los Peace Corps. Una
idea nueva en la medida en que contradecía de hecho la concep-
ción norteamericana de la paz, concebida como sola ausencia de
conflicto armado, y apuntaba a la idea de cooperación para el
desarrollo como fundamento de la paz.
Más allá de toda teoría los participantes en los Peace Corps
han citado diversas razones para entrar en un servicio que reclu-
tó esencialmente a un importante número de graduados en an-
tropología social. Se han mencionado, entre otros, el espíritu de
«social responsability» promovido durante la presidencia de Ken-
221
nedy, el altruismo juvenil y también el deseo de los jóvenes de
tener experiencias sociales en otras áreas culturales. Algunos in-
cluso declararon que se enrolaron en los Peace Corps para evitar
ir a la guerra del Vietnam, sustituyendo en sus vidas el conflicto
por la cooperación (Schwimmer & Warren, 1993: 11).
Con este proyecto universitario la administración Kennedy
pretendía ofrecer al mundo una imagen cooperativa. Sin embar-
go, a juicio de la mayor parte de la opinión pública internacio-
nal, «la imagen fue fundamentalmente equívoca, ya que los Pea-
ce Corps fueron grandemente políticos y constituyeron un ins-
trumento de la política exterior norteamericana» (Windmiller,
1970: 1). La sospecha de ser un brazo sórdido de la política exte-
rior de Estados Unidos se consolidó tras los escándalos del pro-
yecto auspiciado por la Universidad de Ann Arbor en Vietnam, y
del proyecto Camelot, desarrollado por la American University
en Chile. En la época Kennedy-Johnson se dotó una importante
cantidad de dinero para la investigación antropológica, que al-
gunos adjudican indirectamente a la liberación de fondos para
la carrera espacial, siendo por consiguiente un efecto directo de
la guerra fría. No tardó en visibilizarse la conexión entre contra-
insurgencia y proyectos universitarios llevados a efecto a través
de la gubernamental Agency for International Development (AID).
Esto era evidente ya en 1968, y así fue denunciado, por ejemplo,
en la Universidad de California por los sectores políticamente de
izquierda de los antropólogos (Berreman, 1981: 141). Mas el lar-
go alcance de aquellos proyectos que combinaban ciencia social
y espionaje llega hasta nuestra época, como vimos más atrás.
222
fianza hasta cierto punto weberiana en su «profesionalidad». Este
respetable profesor harvardiano en su juventud lanzó, como parte
de un programa de contrainsurgencia para el mundo agrario
vietnamita, en el cual estuvo implicada la Universidad de Ann
Arbor, con empleo de científicos sociales, «la fórmula tristemen-
te célebre de la urbanización forzada». Huntington propuso en
un artículo aparecido en 1970 en Foreing Affairs la urbanización
de Vietnam como medio para frenar el reclutamiento de las gue-
rrillas del Vietcong en las zonas rurales. Estas investigaciones, a
las que contribuyó Huntington, tenían que ver con las nuevas
experiencias de contrainsurgencia, consistentes en construir al-
deas sometidas donde se agrupaba a las familias emparentadas
con los rebeldes, presentándolas públicamente como zonas de
prosperidad. Incluso «Samuel Huntington forjará un neologis-
mo bárbaro para designar estos nuevos pueblos milagro que él
calificaba de C.R.A.B.V.N. (Confucionist Rural Animist Buddhist
Vietnamese)». Chomsky en aquellas fechas criticó fuertemente
el punto de vista de Huntington haciendo ver que esta política
era cómplice del genocidio vietnamita.2 No puede extrañar que
la actual concepción de las relaciones internacionales de Hun-
tington tenga sobre todo una dimensión estratégica, dados sus
tempranos servicios a la causa imperialista.
En general, quienes denuncian esta situación sostienen que
«desde los años cincuenta, las investigaciones científicas parecen
difícilmente disociables de un conjunto de medidas de tipo pura-
mente policial» que se ponen en funcionamiento siguiendo pro-
puestas universitarias del estilo de las de Huntington (Boudarel,
1976: 164 y ss.). Ya hablamos de que desde aquellos años, en plena
posguerra mundial, el Massachussets Institut of Technology (MIT)
de Boston, colindante a Harvard, había promovido programas de
oposición al comunismo empleando la emisora Voice of America,
y ayudando a su sostenimiento ideológico mediante el recluta-
miento de intelectuales para la misma (Needell, 1998: 5). De otro
lado, Chomsky ha denunciado cómo, posteriormente, en algunos
departamentos universitarios especializados en ciencias sociales,
y más en particular el Political Science Department del MIT, que
según él fue creado por la CIA, se desarrollaron programas de
223
political engineering antisoviética, siempre en el mayor secreto
(Chomsky, 1997: 181). Esto ocurre, en cualquier caso, en una uni-
versidad claramente puesta durante la guerra fría al servicio del
Pentágono en el terreno estricto de la investigación.
La visión omnicomprensiva de Huntington nació, como otras
muchas, de la vida apacible del intelectual acomodado en los
sillones del Faculty Club de una prestigiosa universidad como
Harvard, con numerosos privilegies de información y de capaci-
dad de influencia. A estos grupos de politólogos se les podría
aplicar la siguiente opinión del arabista español Martínez Mon-
távez: «Hay cabezas aparte, individuos singulares que, en sus
poderosísimas mentes, reconstruyen el mundo, lo prospeccio-
nan, lo interpretan y quieren disponerlo en su totalidad, lo reor-
denan y le dan nuevas dimensiones, significados, funciones y
objetivos. Son los “cerebros”. Pueden actuar en todos los cam-
pos y territorios del saber, pero hay dos al menos, entre otros,
para los que posiblemente se consideran más predispuestos y
capacitados, en los que se encuentran más a gusto: el político y el
económico» (Martínez Montávez, 2002: 73). Por esa galaxia trans-
curre la vida y obra de Samuel Huntington.
Desde el punto de vista de Huntington existe una superiori-
dad indiscutible de la moral universal por encima de las diferen-
cias culturales. Pero más allá de su teoría, Huntington, como
todo scholar ensimismado en su despacho del campus, tiene de-
lirios prospectivos. En su célebre libro sobre el choque inevita-
ble de civilizaciones juega imaginativamente como quien lo hace
a los «barquitos»,3 situando cadenas de acontecimientos «lógi-
cos», y sobre todo verosímiles para el aterrorizado lector que ve
cómo la superpotencia americana puede ir quedando aislada, en
el siniestro juego de la estrategia. «Si esta hipótesis —escribe
saliendo de su delirio adolescente Huntington— le parece al lec-
tor una fantasía insensata e inverosímil, todo es inútil. Espere-
mos que ninguna otra hipótesis de guerra planetaria entre civili-
zaciones tenga mayor verosimilitud» (Huntington, 1997: 379).
Lo grave es que los «delirios» universitarios de Huntington tie-
nen su plasmación siniestra en el campo de los hechos.
224
3. El Faculty Club y el poscolonialismo
225
cano, como una parte sustancial de «l’Orient créé par l’Occident»,
es bien ejemplificador de una toma de posición parcial sobre el
debate poscolonial (G. Alcantud, 2006f). En realidad, el poscolo-
nialismo no deja de ser un debate puramente académico en la
medida en que se refiere al mundo del imaginario colectivo y las
maneras de presentación de los estereotipos culturales (Bhabha,
1994: 66-84). A fuer de sinceridad debiera haberse inaugurado el
debate con el del imperialismo soterrado del Faculty Club, o el
del racismo intelectual elegante ejercido desde los foros univer-
sitarios americanos.
A falta de esa crítica no importa lanzar organismos inocuos
como la ONG Cultural Survival, desde la misma Universidad de
Harvard, empeñada en la buena causa de la defensa indígena. O
sostener en el mismo claustro a un poscolonial como Homi Bha-
bha, a una teórica de la pluralidad como Hillary Putnam, o a un
ideólogo del Pentágono como Samuel Huntington. La caridad
no cuesta nada y hasta es una necesidad donde hay excedentes
de ideas y de dinero. Pero esto no nos sitúa en el camino del
poscolonialismo sino de un sucedáneo imaginario, tramado en
viejas prácticas de supremacía cultural.
226
duos tenían el privilegio de reflexionar» (Voltaire, 1829: 14). Nor-
bert Elias ha centrado igualmente en Francia el proceso de civili-
zación como un hecho cultural que afectaba sobre todo al com-
portamiento cotidiano en sociedad, mediante la introyección por
los sujetos de las formas educadas de relacionarse, desde el comer
al escupir o el ventosear (Elias, 1993).
Pero más allá de los juegos de oposiciones Febvre transita del
singular al plural, de la civilización a las civilizaciones. «Por uni-
versal y tocando a lo que fue, un tal consenso no parecía muy
lejano. Si se quería salir de esta ola de optimismo, era necesario,
sin duda, por un esfuerzo sostenido, constituir en todos sus ele-
mentos una noción coherente y válida de civilización. Pero para
ello, es necesario al menos romper con el viejo mundo unitario y
arribar a la noción relativa de «estado de civilización», después,
igualmente, al plural de «civilizaciones» más o menos heterogé-
neas y autónomas, y concebidas como feudo de tantos grupos
históricos o étnicos distintos» (Febvre, 1930: 24). Este pensa-
miento va a madurar con el tránsito en el mundo colonial fran-
cés de las políticas de asimilación, guiadas por el criterio francés
de civilización identificado con la propia Francia, al de asocia-
ción, más «cooperativo», y encabezado en la época previa y pos-
terior a las descolonizaciones por el organismo supranacional
francófono l’Union Française.
El concepto de «solidaridad» está operativo en el lenguaje po-
lítico, al igual que el de civilización, desde hace relativamente poco.
Jean Pierre Albert sostiene que fue en los años de 1840 cuando se
popularizó en Francia, sobre todo a raíz de la predicación del
socialista Pierre Leroux (1797-1871), que quería «sustituir la ca-
ridad del cristianismo por la solidaridad humana». Albert conti-
núa arguyendo que será otro radical, Léon Bourgeois (1851-1925),
quien en varios escritos suyos, principalmente Essai d’une philo-
sophie de la solidarité (1902) y L’idée de solidarité et ses conséquen-
ces sociales (1914), deje ver la importancia de la solidaridad pro-
cedente de la sociedad civil (Albert, 2001b). La solidaridad supo-
ne el abandono efectivo de la noción de caridad, ya que como
señala Aurelio Arteta, «por sorprendente que parezca [...] el hom-
bre religioso no puede en verdad ser compasivo», ya que «para el
creyente no hay mal que no vaya a ser redimido ni miseria que no
quede por último felizmente superada» (Arteta, 1996: 40). En ese
momento aparece la idea de filantropía y, por ende, de la necesi-
227
dad asociada de la solidaridad, en el fallo que deja ver la irrup-
ción de la sociedad secular. En los últimos años hasta los sellos de
correos en Francia sustituyeron el tradicional eslogan republica-
no «libertad, igualdad, fraternidad», por «libertad, igualdad, soli-
daridad», destacando el compromiso republicano con el huma-
nitarismo.
La idea del «diálogo de civilizaciones» procede en realidad de
una institución de la alta política del diálogo cultural con el mun-
do árabe, auspiciada por el Estado francés, sita frente a la catedral
de Nôtre Dame en París: el Institut du Monde Arabe. Ocurre, sin
embargo, que tras la idea de «civilización árabe» se esconde una
pluralidad cultural que en múltiples ocasiones no interesa ser des-
tacada en el lenguaje oficial filo o panarabista. La emergencia ac-
tual de la pluralidad en el mundo árabe está siendo un parto difí-
cil, incluso cuando apela a la tradición de la «tolerancia» y a la
diversidad religiosa y étnica de los antiguos sultanatos. Algún au-
tor ha hablado de la «nostalgie de la mosaïque», procedente de la
encarnación por Al-Andalus, pero también por el Imperio otoma-
no, de una pluralidad representada por el estatuto de los dimmis,
los «protegidos», fuesen hebreos o cristianos, por su condición de
gentes del Libro que ejemplificaban la posibilidad de la conviven-
cia (Moulin, 2001: 264). El nacionalismo y el panarabismo han
ocultado estas realidades históricas previas, aunque en la retórica
oficial no se deje de apelar continuamente a las raíces islámicas de
la «tolerancia». Éste es un debate sin concluir al cual no es ajeno el
empobrecimiento de la pluralidad en el interior de los Estados
islámicos como consecuencia del fin del colonialismo, de la fun-
dación del Estado de Israel y de la irrupción del panarabismo. La
presentación del mundo islámico como una «civilización» obliga
a evitar el diálogo de culturas, mucho más plural en su propia
definición. El diálogo de civilizaciones es un falso atajo, aunque
bien intencionado, y menos dañino que el enarbolado por el «cho-
que de civilizaciones».
228
de americanos como de europeos. Hemos de destacar que las ONG
explotan el concepto de «piedad» y/o compasión para trazar un
modelo similar a aquel sobre el que se formaron los Peace Corps.
Concepto de origen rousseauniano que hay que unir al de buensal-
vajismo para justificar la necesidad del intervencionismo más allá
de cualquier interés propio (G. Alcantud, 2000, 2005). El bloqueo
conceptual provocado por la piedad conduce a que las posibles so-
luciones políticas, responsabilidad de los poderes estatales, sean
desplazadas hacia una supuesta «sociedad civil» que debería asu-
mir lo que sus dirigentes han privatizado siguiendo el modelo de
libre mercado. Las prácticas de la piedad se han transformado hoy
día, a no dudarlo, en un gran negocio del que viven una miríada de
individuos en Occidente y sus cómplices locales. Para el caso con-
creto de Afganistán, los Centlivres han escrito: «Frecuentemente,
un interés recíproco los ha reunido: los comandantes aportan a las
ONG, por la acogida que ellos dan a sus programas, un terreno de
implantación en el cual los méritos y las necesidades pueden ser
dados como “pruebas” del interés para los países donadores; a este
fin, las ONG aceptan someterse a las exigencias de los pequeños
jefes locales, que explotan en su beneficio su presencia. Como dice
Olivier Roy, “hay un interesante paralelismo que hacer entre el tri-
balismo metafórico de las ONG y el clanismo de los pequeños je-
fes”. Este “tribalismo”, que los informes de la ONU denuncian pú-
dicamente bajo el nombre de “no-coordinación”, tiene un lugar se-
cundario, pero que debe marcar las relaciones entre ONG en una
situación de concurrencia debida a la necesidad de encontrar, cada
una de ellas, un comandante local complaciente» (Centlivres, 1999:
957). Complicidad absoluta, por tanto, que se repite en entornos
más cercanos a nosotros (Marzok, 2006a, 2006b).
Las urgencias de una filantropía en acción ocultan, no obstan-
te, que tanto la Unión Europea como los Estados Unidos están de
acuerdo desde hace tiempo en que las llamadas organizaciones
no gubernamentales sean el brazo social del liberalismo económi-
co y, por tanto, uno de los pilares fundamentales para llevar a
cabo las políticas de cooperación y resolución de conflictos. Tras
una primera época, llamémosla así, «positiva», en la que las ONG
occidentales y sus ramas autóctonas del Tercer Mundo iban ocu-
pando el espacio de la cooperación para el desarrollo, cuyo auge
corrió paralelo a la caída del muro de Berlín y al período de des-
orientación de la izquierda, tanto la autoritaria como la antiauto-
229
ritaria, comenzaron a mostrar su verdadero rostro, en particular
durante el sitio de Sarajevo en la guerra de Yugoslavia, cuando se
comenzó a sospechar razonablemente que más allá de toda filan-
tropía las ONG constituían auténticos modos de vida para sus
integrantes. A raíz de esta sospecha se ha extendido el debate so-
bre la «inocencia» de la cooperación internacional a otros secto-
res, especialmente al universitario, empeñado en producir cono-
cimiento sobre la cooperación y el conflicto sin más finalidad que
engrosar la autorreproducción universitaria.
El debate planteado hace unos años entre ciencia y militancia
en antropología social se introduce en este punto. ¿Es posible se-
guir ejerciendo una pretendida ciencia bajo el dictado de la «agen-
da moral»? (D’Andrade, 1995: 408), o ¿hay que avanzar hacia el
compromiso militante bajo la supremacía de la ética social? (Sche-
per-Hughes, 1995: 418). Quizás quepa indicar que la «agenda mo-
ral» puede ser la propia ciencia, el «savoir engagé». Ésta fue una
ingeniosa manera de hacernos salir del laberinto, teorizada por
Pierre Bourdieu en estos términos: «Los escritores, los artistas y
sobre todo los investigadores que están, ya sea por su profesión,
más inclinados y más adaptados a traspasar las fronteras naciona-
les, deben trascender la frontera sagrada que se inscribe también
en su cerebro, más o menos profundamente según las tradiciones
nacionales, entre el scholarship y el committment para salir resuel-
tamente del microcosmos académico, entrar en interacción con el
mundo exterior (es decir, notablemente con los sindicatos, las aso-
ciaciones y todos los grupos en lucha) en lugar de contentarse con
los conflictos “políticos”, a la vez íntimos y últimos, y siempre un
poco irreales, del mundo escolástico, e inventar una combinación
improbable, pero indispensable: el saber comprometido» (Bour-
dieu, 2001a: 39). En este camino Bourdieu encuentra también la
relación de la ciencia consigo misma, en lo que llama la «vigilancia
epistemológica»: «Entendida como el trabajo por el cual la ciencia so-
cial se tiene a ella misma por objeto, se sirve de sus propias armas
para comprenderse y controlarse, ella es un medio particularmen-
te eficaz de reforzar los caminos para acceder a la verdad reforzan-
do las censuras mutuas y armando los principios de una crítica
técnica» (Bourdieu, 2001b: 173). De esta forma, la ciencia contras-
tándose con lo social y con ella misma adquiere veracidad, y sale
del control del mundo político y de sus determinaciones más gro-
seras, que es a lo que en definitiva todos nosotros aspiramos.
230
Coda actual
231
CAPÍTULO 2
FUEGO CRUZADO POSMODERNO:
EL AFFAIRE SOKAL Y LAS POLÍTICAS
NACIONALES DEL CONOCIMIENTO1
232
sis, o de ambos a la vez. Son: Lacan, Kristeva, Irigaray, Latour,
Baudrillard, Deleuze, Guattari y Virilio.
La táctica de Sokal y Bricmont es agruparlos bajo el apelati-
vo de intelectuales posmodernos o decisivamente influyentes en
la corriente posmoderna. A este tenor no podemos olvidar la tar-
día recepción del estructuralismo y sus secuelas en los países
anglosajones y muy en especial en Estados Unidos. Recuerdo
que en 1996 me señalaba una profesora de antropología de la
City University of New York los estragos que ese autor «nuevo»,
en referencia a Michel Foucault, fallecido como es bien sabido
en 1984, estaba produciendo en el mundillo de las ciencias so-
ciales. No pude por menos que acordarme de que si la recepción
de Foucault en Estados Unidos se llevaba a cabo en los años
noventa, en la atrasada y periférica España se efectuó esa recep-
ción en los años setenta, 20 años antes. De este retardo norte-
americano en la recepción y asimilación del pensamiento euro-
peo proceden algunos de los equívocos derivados de la polémica
suscitada por la pareja de físicos bromistas Sokal & Bricmont.
La confusión entre estructuralismo y posmodernismo es fá-
cilmente comprensible en ese ambiente. Nuestros autores seña-
lan que «si nosotros empleamos sin embargo, por comodidad,
este término [posmoderno], es porque todos los autores analiza-
dos aquí son unas referencias fundamentales en el discurso pos-
moderno de lengua inglesa y porque ciertos aspectos de sus es-
critos (argot oscuro, oposición implícita al pensamiento racio-
nal, abuso de la ciencia como metáfora) son algunos de los trazos
distintivos del posmodernismo anglosajón» (Sokal & Bricmont,
1997: 50). Este punto de partida necesariamente es anómalo,
puesto que «por comodidad» se prefiere ver las cosas a través del
«posmodernismo anglosajón», y no tanto en su época de pro-
ducción de 15 o 20 años antes. En la misma medida y tras hacer
los análisis más llamativos de Jacques Lacan y de Julia Kristeva,
ambos en plena actividad creativa en los años setenta, se acome-
te un ataque en toda regla al relativismo cognitivo en un «Inter-
mezzo» de 64 páginas —a Lacan y a Kristeva sólo se les han
consagrado 32 en total—, más bien débil filosóficamente. Cier-
tamente, la incursión filosófica de nuestros autores queda muy
lejos de las arqueologías del saber físico y biológico de François
Jacob y Jacques Monod, llevadas a cabo en los años setenta, que
dieron buena cuenta de la relación entre los avances en la histo-
233
ria de la ciencia y la concepción del mundo con «claridad y pre-
cisión», conceptos ambos muy reclamados por el dúo Sokal &
Bricmont. En la práctica estos autores parecen estar obsesiona-
dos por desvelar que toda abstrusidad del lenguaje es sospecho-
sa de oscurecimiento intencionado, y que tal oscuridad no en-
cierra ningún punto de acceso verosímil al conocimiento.
Llama la atención que en su selección de autores no hayan
entrado figuras mayores del «estructuralismo» como Michel
Foucault, Roland Barthes, Umberto Eco o Claude Lévi-Strauss,
en los cuales difícilmente podrían encontrar referencias torcidas
a la física. Sólo el Lévi-Strauss de los últimos años se ha permitido
alguna licencia poética al utilizar ocasionalmente el concepto de
«fractal», tomado de la física, para emplearlo como comodín in-
terpretativo de una obra escrita a vuelapluma: Mirar, escuchar,
leer.3 Estos cuatro autores, auténtica plana mayor del pensamien-
to europeo estructuralista de los años sesenta, permanecen inmu-
tables en el alcance e impacto de sus principales obras: Las pala-
bras y las cosas, El grado cero de la escritura, La obra abierta o Las
mitológicas. El estructuralismo, además, no fue una corriente de
pensamiento organizada como tal; Lévi-Strauss ha subrayado en
diferentes ocasiones que fue un «invento de los periodistas». Algu-
nos de estos autores han señalado incluso la perversión de su dis-
curso en la medida en que pretendió alcanzar el viejo ideal comtiano
de hacer una exacta «física social» similar a la ciencias físicas en
exactitud, de donde devino la ilusión semiológica de hacer una
ciencia de los signos culturales. Empero, volvemos a decir, fuera
de estos excesos, pequeños y comprensibles en el contexto del
optimismo histórico de una época abocada a futuribles grandes
transformaciones socioculturales, la «obra» de los autores preci-
tados permanece, y es fuente de continua reflexión y sugerencia.
No es el caso de Lacan, por ejemplo, sobre quien siempre,
incluso en su tiempo, se cernió la sospecha de impostura. De
234
hecho, el rechazo del Collège de France a su candidatura —al
contrario de las de Foucault, Barthes y Lévi-Strauss, que sí fue-
ron aceptadas— tiene mucho que ver con esa temprana percep-
ción de un Lacan que algunas veces cuesta trabajo incluso en-
marcar en el más mínimo referente freudiano. En este supuesto
uno de los pocos asertos de nuestros autores, que podrían ser
compartidos por los coetáneos de Lacan, reza que este intelec-
tual inaugura la tendencia hacia un «misticismo laico», bajo re-
ferencias culturales seculares (Kant, Hegel, Marx, Freud, mate-
máticas, literatura, etc.). Así, «los escritos de Lacan devienen,
con el tiempo, más y más crípticos —característica común a
muchos textos sagrados— combinando juegos de sintaxis frac-
turada; y ellos sirven de base a la exégesis reverencial de sus
discípulos» (Sokal & Bricmont, 1997: 74). Baste recorrer el céle-
bre «seminaire» de Lacan, trufado de oscuridades y expresiones
chuscas, para darnos cuenta de que no nos hallamos frente a lo
más significativo del movimiento estructuralista. Ante la inter-
pelación «a Lacan le conoció usted muy bien», lanzada por D.
Eribon, Lévi-Strauss contestó: «Apenas hablábamos de psicoa-
nálisis o filosofía; lo hacíamos más bien de arte y literatura» (Lévi-
Strauss, 1990: 104). Significativa respuesta de la distanciada es-
timación intelectual que Lévi-Strauss tenía de Lacan, así como
del psicoanálisis en general.
Llama la atención la sesgada apreciación de otros autores,
como Jean Baudrillard, de quien se emplean los textos más re-
cientes y más efímeros, en detrimento de su obra más sólida
—Crítica de la economía política del signo, El sistema de los obje-
tos y El intercambio simbólico y la muerte—, con el único fin de
ejemplificar sus debilidades posmodernas. En realidad, los ami-
gos Sokal & Bricmont parecen tener bien claro el enemigo con-
tra quien combaten, y a ello subordinan todos sus argumentos:
el relativismo cognitivo y cultural, representado entre otros muy
destacadamente por la antropología (Sokal & Bricmont, 1997:
285 y ss.), que en último término ha llevado al relajamiento del
«pensamiento de izquierda». Este último lo fundan en la clari-
dad racionalista de las Luces, cuyo objetivo, entienden, era des-
velar las oscuridades sociales y culturales del antiguo régimen.
La reacción de la izquierda antiautoritaria, una de cuyas excre-
cencias sería el posmodernismo intelectual a su entender, contra
el estalinismo como hipérbole de todas las fallas y excesos racio-
235
nalistas, es considerado por estos autores como una exagera-
ción. Sin lugar a dudas, concluyen, el posmodernismo no cues-
tiona seriamente el avance inexorable de las ciencias experimen-
tales; «Son más bien las ciencias humanas —escriben— las que
sufren el efecto corruptor del no-sentido hoy día de moda, cuan-
do los juegos del lenguaje ocultan el análisis crítico y riguroso de
las realidades sociales» (Sokal & Bricmont, 1997: 300). Lo curio-
so es que unos autores que pretenden descubrirnos las impostu-
ras intelectuales de toda una generación, tomando a sus piezas
más débiles, sin pasar por los grandes del estructuralismo y la
semiótica —Barthes, Lévi-Strauss, Foucault, Eco, entre otros—,
acaben pontificando políticamente sobre los «efectos corrupto-
res» que tiene este pensamiento entre los estudiantes universita-
rios. En su modo de ver las cosas, claro y pragmático, «el impac-
to negativo del posmodernismo es triple: una pérdida de tiempo
en ciencias humanas, una confusión cultural que favorece el os-
curantismo, y un debilitamiento de la izquierda política».
Por supuesto que Sokal & Bricmont no tienen empacho en
proclamar la virtud de una racionalismo de cortos vuelos filosó-
ficos frente a las dudas de nuestro tiempo. La legitimidad de la
duda la expresaba ya hace años Jean-François Lyottard, uno de
los posmodernos más señalados: «Nos encontramos en un mo-
mento de relajamiento, me refiero a la tendencia de los tiempos.
En todas partes se nos exige que acabemos con la experimenta-
ción en las artes y en otros dominios [...]. He leído de la pluma de
un historiador de fuste que los escritores y los pensadores de
vanguardia de los años sesenta y setenta han hecho reinar el
terror en el uso del lenguaje y que es preciso restaurar las condi-
ciones de un debate fructífero imponiendo a los intelectuales
una manera común de hablar, la de los historiadores» (Lyotard,
1987: 11). La virtud de la posmodernidad, a nuestro modo de
ver, es haber cuestionado la unicidad del método positivista, y
no tanto haber hecho uso de la renuncia a la racionalidad (G.
Alcantud, 2000: 265 y ss.). La confusión entre rechazo del positi-
vismo y ausencia de racionalidad parece guiar intencionalmente
el discurso de Sokal & Bricmont, con el fin de restablecer la uni-
cidad entre ambos. Sin embargo, la existencia de otras raciona-
lidades no positivistas fue el mayor logro de La pensée sauvage
levistraussiana. La solución no pasa desde luego por la sencilla
oposición entre racionalidad positivista e irracionalidad oscu-
236
rantista, sino por las diversas racionalidades. El problema de
algunos epígonos del estructuralismo, e incluso de algunos de
sus iniciadores —y entre ellos muy señaladamente de Jacques
Lacan—, es haber cargado las tintas en el universo de los símbo-
los, hasta tal punto que se hace difícil seguir la argumentación
filosófica tramada en una crítica inter e intratextual sin co-
nexión alguna con el contexto, el pretexto o el subtexto. O sea,
elevando el texto literario a absoluto explicativo.
Lo peor del libro de A. Sokal y J. Bricmont no es tanto haber-
nos planteado frente a una guerra de los sueños, que diría M.
Augé, entre la tradición cultural pragmática anglosajona y la chis-
peante crítica de la cultura de tradición francesa,4 como haber
traído a colación en un lenguaje ramplón —el libro está mal es-
crito, ciertamente, desde el punto de vista formal— un viejo, quizá
ya viejísimo, debate, empleando para conseguir el éxito mediáti-
co y editorial la «boutade» y la sátira burda. Bien está, por su-
puesto, el empleo de la sátira para situar las ciencias sociales o
experimentales a altura humana, en una suerte de «gay saber»,
pero los soportes empleados no han sido los adecuados, al aludir
con insistencia a la ausencia de seriedad científica de los posmo-
dernos. Mejor, más afectivo y sobre todo divertido hubiese sido
seguirle la pista, por ejemplo, a las muchas tonterías que Lacan
lanzaba en sus clases, trufado este seguimiento con cierta icono-
clastia biográfica sobre el propio autor. El libro de Sokal y Bric-
mont llegó con cierto retraso a las librerías españolas, y no tuvo
un excesivo impacto en los países de lengua española, lo que es
de agradecer puesto que visto desde hoy fue un auténtico fiasco
filosófico y científico.5
4. Así define T. Eagleton a los intelectuales brillantes emergidos en el siglo XIX: «Al
igual que los gaceteros del siglo XVIII, el hombre de letras es más el portador y abaste-
cedor de una sabiduría ideológica generalizada que el exponente de una destreza inte-
lectual especializada». Para concluir que frente al distanciamiento trascendente del
verdadero sabio, «el hombre de letras ve con tanta amplitud porque la necesidad mate-
rial lo obliga a ser un “bricoleur”, un diletante, un “manitas”, profundamente envuelto
para poder sobrevivir en el mismo mundo literario» (Eagleton, 1999: 51-52).
5. Una excepción la constituyó la entrevista que le realizaron en El Viejo Topo (132,
1999: 27 y ss.) a A. Sokal.
237
CAPÍTULO 3
EXILIO Y CONOCIMIENTO.
LA ANTROPOLOGÍA MARROQUÍ
238
Su evaluación de los trabajos anteriores al período abierto
entre Montagne y él es irregular. En los inicios sólo destaca la
obra de erudición clásica de Pellissier de Reynaud, Mémoire sur
les moeurs et institutions sociales des populations indigénes du
Nord d’Afrique, publicado en 1854. Hace hincapié en la inclina-
ción berberista de muchos trabajos, señalando que ya desde 1845
el bereber se había transformado para los franceses en el antiá-
rabe y por ello suscitaba su curiosidad. A partir de 1848, en que
en Francia se produce el triunfo de las ciencias históricas, el com-
parativismo se instala en los estudios sobre el norte de África. A
destacar en este camino la labor de traducción y, por ende, de
descubrimiento de la obra de Ibn Jaldún. Ello vendrá, según
Berque, en apoyo de la observación directa, que será llevada a
cabo por muchos intérpretes militares. «Prestigiosa tradición»,
le llama Berque, «pero peligrosa», añade, ya que olvida al sujeto
social, en función de los conocimientos «técnicos». Aquí se hace
notar asimismo el enorme peso del autodidactismo y, a veces,
del antiarabismo, que queda reflejado en los estudios que se si-
guen en la Facultad de Letras de Argel, cada vez más escorados
hacia la Antigüedad clásica. Por su relevancia al introducir la
llamada teoría de la «segmentariedad» tribal, destaca Berque el
trabajo pionero sobre la Cabilia argelina de Émile Masqueray,
La formation des cités chez les populations sédentaires de l’Algérie,
aparecido en 1886, que relaciona con acierto ya entonces con la
obra precedente de Fustel de Coulanges, La cité antique. Pero
para Berque el momento culminante de este recorrido será, como
dijimos, la obra de Robert Montagne, Les Berbères et le Makzhen,
aparecida en 1930 bajo los auspicios de una revista tan señera
como L’Année Sociologique. Debemos destacar que Montagne,
por demás, había realizado sus análisis bajo la protección mili-
tar, y que había servido a la causa colonial francesa con lealtad y
«profesionalidad» sin mediar escrúpulos anticoloniales. No obs-
tante, se destaca de él su liberalismo político que habría abierto
el camino a figuras ya claramente anticoloniales como Jacques
Berque (Laurens, 2007). La obra de Montagne, para Berque, ha-
bría rehabilitado a Ibn Jaldún, creando un nuevo interés por la
lectura de su obra bajo la perspectiva de los conceptos de solida-
ridad mecánica y orgánica acuñados por Durkheim. Pero vol-
viendo al principio del argumento esgrimido por Jacques Ber-
que, éste encuentra pobre la contribución de los estudios magre-
239
bíes a la sociología. Y ello probablemente por una razón que él
mismo apunta, y que recuerda el problema del atraso de los es-
tudios sociales en países como España: la prevalencia de la lec-
tura literaria de la realidad social sobre la científica. Dixit Ber-
que que la literatura exotista ha cubierto en buena medida el
déficit de las ciencias sociales, lo cual en su tiempo comenzaba a
cambiar. Trae a colación la opinión de Renan, quien esgrimía
que «il est possible que la vérité soit triste», lo cual querría decir que
las ciencias sociales iban a ir avanzando a la par que la literatura
retrocedía y a su costa. Hasta aquí la evaluación que hace Ber-
que en Annales, una revista de bandera de las ciencias historio-
gráficas, en un año clave, el de la independencia marroquí.
Uno de los temas que han nucleado todo el debate antropoló-
gico en Marruecos, tanto el autóctono como el externo, ha sido
la teoría de la segmentariedad. Para algunos intelectuales autóc-
tonos el principio de división tribal sería un interés estratégico
del colonialismo, por constituir la aplicación particular del prin-
cipio «divide y vencerás». El ejemplo de esta situación radicaría
en la posición de Robert Montagne, quien siendo berberólogo,
habría sido partidario del «dahir Bereber», dado por el Mahzén
marroquí de los años treinta para consagrar bajo el sistema pro-
tectoral francés la división entre bereberes y árabes. Pero de otra
parte, podría ser entendido como un «dividíos para no ser go-
bernados», como una suerte de resistencia al poder central mah-
zeniano por parte de las tribus. Favret-Saada reconoce en Er-
nest Gellner el iniciador de esta teoría para Marruecos, después
de que Evans-Pritchard la pusiese en circulación para los nuer, y
a continuación para los sanusi libios. Principio fundado en la
genealogía: «La genealogía —escribió Jeanne Favret-Saada—, que
constituye lo esencial de la ideología del grupo, expresa (de ma-
nera simbólica, sin duda) este equilibrio frágil entre fisión y fu-
sión, movilidad y rigidez. Aunque evoca la segmentación como
un conjunto de episodios históricos reales (que Gellner llama
“proceso”), ella reenvía a una “disposición” permanente del gru-
po a segmentarse, en el cual las manifiestaciones pueden ser da-
tadas, pero que él mismo es ahistórico» (Favret-Saada, 2005: 31).
La preponderancia intelectual francesa en el norte de África
comenzó a ser contestada sutilmente con el desembarco de la
antropología y la politología norteamericana en Marruecos. Du-
rante los años veinte y treinta aún eran fundamentalmente aven-
240
tureros, literatos y periodistas los que caían sobre Marruecos
procedentes de Estados Unidos. Destacan Vincent Shean en el
campo del periodismo o Edith Warthon en el de la literatura.
Por la misma época comenzaron a aparecer igualmente algunos
antropólogos de la escuela de Harvard, que mezclaban los estu-
dios de antropología física con los de etnología. Caben ser cita-
das las figuras de Ernest Hooton, que había comenzado estu-
diando los antiguos guanches canarios, y de ahí, atraído por los
caracteres físicos singulares de los bereberes, había pasado al
Rif. Le siguió Carleton S. Coon, el cual se encontraba a medio
camino entre la antropología física y la cultural, aunque en sus
escritos procuraba no sacar conclusiones de la una sobre la otra.
La presencia, en definitiva, de la generación beat en Tánger, con
Paul Bowles a la cabeza, que ejercería de etnomusicólogo reco-
giendo melodías con un magnetófono por el Rif, volvería a po-
ner al Marruecos de la posguerra en el centro de la atención
intelectual de los americanos.
Luego, un discípulo de Carleton S. Coon, David Montgomery
Hart, en los años cincuenta, antes de la desaparición del protec-
torado, comenzó a hacer trabajo de campo en el Rif entre los Ait
Waryaghar y posteriormente en el medio Atlas con los Ait Atta
(Hart, 1976, 1984). Ya había abandonado la conexión con la an-
tropología física, y le interesaban básicamente los problemas teó-
ricos que tenían solución en el marco conceptual estructural-
funcionalista. En este cuadro hay que situar sus estudios centra-
dos en la teoría de la segmentariedad y, por ende, en el tribalismo
(G. Alcantud, en Hart, 2006). Hart, como ha señalado Daniel
Céfaï, era una importante eslabón en la investigación proceden-
te de Estados Unidos. Tempranamente se adhirió a los postula-
dos segmentaristas de Ernest Gellner, contenidos en la obra The
Saints of Atlas. Su figura está a medio camino de los aventureros
clásicos, outsiders académicos, y del moderno investigador uni-
versitario. A partir de la severa crítica que le hizo Henri Munson
a su concepción berberista de la teoría de la segmentariedad,
David Hart relativizó sus posiciones e incluso llegó a dudar de
ellas, pensando que se habría abierto un foso entre la interpreta-
ción y la realidad (Hart, 2000). Frente a las teorías segmentarias
se producen continuadamente contestaciones, generalmente pro-
cedentes de intelectuales autóctonos. En ese cometido ha desta-
cado Abdallah Laroui, quien ha escrito: «Ninguna respuesta vá-
241
lida a la presión extranjera puede aparecer en una sociedad dada
si ella no posee un cierto sentimiento de unidad. Vale la pena
señalar que en Marruecos todas las tribus, árabes o bereberes, se
reclaman de un origen común, las zauiyas en un mismo “polo”,
los centros de enseñanza en una misma cadena de maestros-
educadores. Se trata evidentemente de una ideología centraliza-
dora al servicio de los intereses del sultán, pero en la perspectiva
de nuestra investigación la aparición y la propagación de esta
ideología es de la más alta importancia, tanto más que, si la uni-
dad tribal es un mito, el misterio de la Qarawiyin es una rea-
lidad» (Laroui, 1993b: 231). Esta polémica no es exclusiva del
mundo contemporáneo marroquí, ya que existe en la misma
medida en relación al Al-Andalus histórico, entre el tribalismo
segmentario bereber, defendido por Pierre Guichard, y la ideolo-
gía omeya centralizadora, estudiada por Gabriel Martínez-Gros
(Martínez-Gros,1992).
Como ha señalado igualmente Daniel Céfaï, en el momento
en que Clifford Geertz pone su vista en Marruecos para llevar a
cabo un trabajo de campo, su obra es catalogada como divagati-
va, o falta de fundamento empírico, lo que le hace centrarse por
reacción a esta opinión en un trabajo de campo exhaustivo, y
hasta puede que empirista en exceso. «Parece que Geertz, que
tenía entonces reputación, debía por entonces mucho a sus en-
sayos más especulativos, reunidos inicialmente en Interpretation
of Cultures, y en Local Knowledge, y en los que el trabajo a los
ojos de ciertos de sus colegas procedía ante todo de la poesía
inspirada o de la crítica literaria más que de la ciencia social, y
ha querido volver sobre la investigación empírica y poner sus
ideas a prueba en el terreno» (Céfaï, 2003: 13). El lugar elegido
será Sefrou, una localidad que en los años sesenta aún conserva-
ba la triple aportación de poblaciones de árabes, bereberes y
hebreos. Hildred Geertz se consagraría a los censos y catastros
de Sefrou, mientras que Clifford haría lo propio con el mercado
o souk. Gracias a este trabajo, «Marruecos, totalmente marginal
en la antropología americana a inicios de los años sesenta, de-
viene ahora un terreno crucial para las maniobras científicas y
políticas de la disciplina», escribe Céfaï. Será un trabajo en equi-
po en el que no siempre estarán presentes sobre el terreno los
Geertz, pero sí alguien que los mantendrá informados de la evo-
lución de sus investigaciones. Entre otros hay que destacar la
242
presencia in situ de K. Brown, P. Rabinow, D. Eickelman, L.
Rosen, E. Burke, V. Crapanzano o S. Pandolfo. A veces en Sefrou
mismo, a veces en otros lugares de Marruecos. Entonces apare-
cen también las disensiones sobre el posmodernismo, sobre todo
en lo referente a la diferenciación entre etnografía y ficción, y el
lugar del autor en la producción del texto.
Existe una tendencia dentro de la ciencia política consagrada
a Marruecos que engarza directamente con la antropología políti-
ca. Si bien no utiliza como arma de análisis fundamental el traba-
jo de campo, sin embargo maneja claves conceptuales muy simi-
lares y por ello debe ser traída aquí a colación. Nos referimos
fundamentalmente a las obras de John Waterbury y Rémy Leveau
(Waterbury, 1975). El primero estudió la formación de la idea
monárquica del «comendador de los creyentes», fundamento de
la realeza marroquí. El segundo puso en el centro de sus análisis
la «modernización» operada en las élites del reino en el tránsito
entre el período protectoral y la independencia. El rey, los nacio-
nalistas y las tribus se disputaron la organización local, verdadera
clave de la estructura social y política de Marruecos. De la imposi-
bilidad de establecer ex novo una nueva estructura local, controla-
da por los partidos, y por ende por las nuevas élites emergidas en
la independencia, surgiría el nuevo pacto entre la monarquía y el
mundo agrario tribal. Este tipo de privilegiado análisis, llevado a
cabo por Rémy Leveau, se pudo hacer gracias al acceso que éste
tuvo a los archivos marroquíes, y la posición política que obtuvo.
Se ha dicho que Leveau les firmó a los Geertz las autorizaciones
para investigar en nombre del general Oufkir (Céfaï, 2003: 11).
Otro estudio que no procedía exactamente de la antropología
social sino de la historia social pero que ha ejercido una impor-
tante influencia en Marruecos es People of Salé, de Ken Brown
(Brown, 1976). Brown estudió la estructuración social de Salé,
entre 1830 y 1930, eludiendo su propia época, finales de los años
sesenta. Por el mismo tiempo cabe volver a situar la figura sin-
gular de Paul Pascon como intelectual autóctono comprometido
con las transformaciones sociales del Marruecos contemporá-
neo, que ya fue abordado en capítulos precedentes a propósito
de las vinculaciones de la antropología con la democracia. Aquí
sólo nos resta recordar la singularidad de su compromiso inte-
lectual reformista en la misma época en que se siguen llevando a
cabo estudios como el de Ken Brown. El punto de vista autócto-
243
no de matriz europea, pues no eran otros los orígenes familiares
de Pascon, ya estaba emergiendo.
La antropología, sin lugar a dudas, ha contribuido a la habi-
litación de la ideología amazig o berberista, por lo que no sin
cierta razón ha sido vista con aprehensión por el mundo oficial
marroquí posterior a la independencia. Surgido como un movi-
miento cultural, que reclamaba signos distintivos lingüísticos, y
heterodoxo frente a la ortodoxia islámica, en los años sesenta
pronto encontró su propia mitología en la figura irredenta del
líder histórico, el rifeño Abdelkrim, al igual que en la antropolo-
gía colonial. Figuras como Robert Montagne o Edward Wester-
mack circularon como fuentes de autoridad para justificar la
diferencialidad «bereber». Según los militantes amazigs actua-
les la berberidad sería igual a la autenticidad, tanto frente a Oc-
cidente como sobre todo a la arabización lingüística y cultural
procedente de Oriente. La mayor parte de los militantes berbe-
ristas en Marruecos defenderían la pluralidad cultural frente a
la homogeneización pretendida por islamistas y nacionalistas
panárabes. Sus sostenes ideológicos actuales serían tanto los as-
pectos lingüísticos como los antropológicos. Las figuras de Er-
nest Gellner o de David M. Hart, antropólogos partidarios de la
teoría de la segmentariedad, habrían sido tomadas como here-
deros de la línea abierta por los Montagne o Westermack (Ra-
chik, 2006). Sin embargo, a poco que leamos a Gellner observa-
mos que no subraya automáticamente para nada la oposición
entre el islam ortodoxo de las ciudades y el heterodoxo bereber
del campo. Gellner escribe lo siguiente a propósito de ese com-
plejo problema: «Aunque estos linajes sean muy diferentes de
los ulemas urbanos y lamentablemente deficientes cuando se
aplican a ellos las normas proclamadas o practicadas por los
ulemas urbanos, no deben considerarse como claramente hosti-
les a éstos. Su papel es intrínsecamente activo. Persiguen propó-
sitos tribales, no urbanos, pero también deben ligar a las tribus
con un ideal del islam más amplio y de orientación urbana. Es-
tán al servicio tanto de las necesidades locales y tribales como de
la identificación islámica universal. Estorban, en cierto sentido,
la difusión del islam bueno y correcto, al proporcionar a los miem-
bros de las tribus una excusa para sostener que ya son buenos
musulmanes, que ya cuentan con el marco institucional de la fe,
pero, al mismo tiempo, mantienen la puerta abierta para la pro-
244
pagación de un islam más puro, al apoyarlo durante las mismas
prácticas por las que se desvía del mismo» (Gellner, 1986: 178).
No pretende, pues, Gellner prescindir de la variable islámica,
sino reforzar ésta con la presencia de factores como la ignoran-
cia, la superstición y el analfabetismo, mucho más presentes en
el mundo rural bereber que en el urbano arabizado.
Otros antropólogos, como Geertz o Hammoudi, acaso mues-
tran una tendencia menos diáfana o fácilmente interpretable
sobre la berberidad, y la enmarcan en el interior de las muchas
transitividades en las que los individuos se insertan, sin darle
una valor determinante a la adscripción tribal. No obstante, y
como puede comprobarse en el último libro de Hammoudi, Une
saison à la Mecque (2005), la berberidad no militante pero sí
situacional aparece en el relato frente a la ortodoxia wahabí.
Hammoudi considera que el concepto de comunicación aplica-
do a los sujetos es muy importante porque los sustrae de los
automatismos estructuralistas o funcionalistas, pero igualmen-
te crítica que el autoritarismo político prevaleciente en los paí-
ses árabes impida el surgimiento de sujetos autónomos. El pro-
blema, para Hammoudi, es cómo crear otra visión del mundo en
la que no incidan los partidos autoritarios, y ello pasa por crear
centros de cognición (Hammoudi, 2007). Hasta ahora el bloqueo
epistémico ha venido marcado por las interferencias político-
religiosas procedentes del palacio real (Saaf, 1987). Mientras esto
no ocurra el palacio real y sus ramificaciones será en Marruecos
el promotor y controlador de los laboratorios de pensamiento. Y
ello se manifiesta en «una verdadera crisis de adolescencia» (Ben
Salem, 2004: 92) en el campo de las ciencias sociales, movidas a
integrarse en el terreno internacional del conocimiento sin ha-
ber roto sus vínculos con los poderes centrales, sin haber creado
su propia parcela de autonomía intelectual.
245
CAPÍTULO 4
INFLEXIONES DE LA ANTROPOLOGÍA
CULTURAL ESPAÑOLA
246
El complejo identitario de los antropólogos españoles de la
década de los ochenta ha sido puesto de relieve en diferentes
ocasiones, sobre todo últimamente, como una suerte de enfer-
medad cultural del gremio antropológico en España. José Luis
Anta ha dicho a este tenor: «Pero que el atajo propuesto funcio-
nara, que fuera delimitable como un paradigma centrípeto y
monotemático, no es sino la confirmación de que la antropolo-
gía española se hizo desde una posición nacionalista e inequívo-
ca. En definitiva, que concentró los esfuerzos y las miradas en
torno a una realidad que seguramente tenía sus propias dimen-
siones y que los antropólogos podíamos ver y no sólo sumarnos
y utilizar como excusa» (Anta, 2005: 16). Así las cosas, tenemos
un salto administrativo espectacular con una paradójica presen-
cia intelectual mínima, monotemática, muy por debajo de aque-
lla espectacularidad funcionarial.
247
la conversación, al no existir barreras sociales infranqueables, o
círculos sociales de «señoritos» que los hubiesen succionado en
su calidad de élites urbanas. En Southern from Granada Brenan
dirá: «No se puede vivir en una aldea española sin sentirse seduci-
do por su vida. Durante la primera o las dos primeras semanas
[en Yegen] me miraban con la boca abierta en cualquier lugar
donde fuera. Después, de una forma bastante súbita, era recibido
con sonrisas y palabras de bienvenida [...]. El tiempo habría de
demostrarme que la vida de estas gentes transcurría tan enfrasca-
da en su aldea, que todo lo que sucediera fuera de ella o no fuera
susceptible de ser explicado en sus términos carecía de sentido»
(Brenan, 1984: 18-19). La atracción de lo social a escala humana
es lo que encuentra Brenan en los años veinte en la Alpujarra y lo
que lo seduce. Al igual que a Julián Pitt-Rivers, que años después
sitúa en parecida dimensión, pero quizás menos emocional, su
elección: «Elegí esta población [Grazalema] en primer lugar, en-
tre otras consideraciones, porque me invitaron al casino y me die-
ron de beber con más diligencia que en cualquier otro lugar en el
que estuve. Lo que fue debido, creo yo, no tanto a la mayor gene-
rosidad de la gente de Grazalema y ciertamente no a su mayor
riqueza, sino al hecho de que, siendo más cerrada que otras po-
blaciones, mi aparición aquí en invierno fue más “acontecimien-
to” que en cualquier otro lugar» (Pitt-Rivers, 1989: 40). Comuni-
dades, pues, ensimismadas.
Sus contactos a estos niveles pasaban, no obstante, por Sevilla,
al menos para los casos de los hispanistas, que precisaban de un
introductor y consejero que encontrarán en don Ramón Carande,
hombre de vocación cosmopolita, al haber realizado sus estudios
en la Alemania de los años treinta. Respecto a la relación con otras
figuras de aquel tiempo, Brenan manifiesta admiración, por su
autenticidad de «hombre natural», por Pío Baroja, tío, como es
sabido, de don Julio, y no mucho aprecio por la figura de Ortega y
Gasset, astro dominante de la vida intelectual de entonces.
Pitt-Rivers era el típico «scholar» de una prestigiosa univer-
sidad británica, de procedencia aristocrática, mientras Brenan
engarzaba con la bohemia literaria de Bloomsbury con una am-
plia vida social plena de experiencias. Caro quería como este
último vivir la ciencia, que no la bohemia, pero sin ataduras con
el Estado, y en este camino se encuentran cómplices entre sí, y
otean los peligros de semejante trayecto. Le escribe Julio Caro a
248
Brenan en 1954, cuando aún se carteaban sin conocerse, y se
veían en la obligación de presentarse el uno al otro: «Yo soy como
V., me encanta la idea de estar libre de todo compromiso con las
instituciones del Estado. En casa ya somos tres generaciones las cons-
tituidas por hombres a los que nos repugna el ser funcionarios:
con gran molestia para las mujeres cuyo sentido práctico es más
claro. Aparte de esto resulta ridículo que el sistema de oposicio-
nes sea aún en España el que sirve para medir la categoría inte-
lectual de las personas [...]. Ahora no sé al final qué rumbo to-
mar. Por un lado está el camino de la incorporación, de las opo-
siciones, para llegar a ser dentro de 10 años un mandarín de la
cultura [...]. De otro, el manejar un poco de patrimonio y formar
una rentita que con los trabajos particulares permita vivir. Como
inconveniente esto último tiene el que deja muchos puntos vul-
nerables, incluso a ataques de tipo profesional» (Caro, 2005: 46).
Ideal de vida aristocrática compartida por los tres: Brenan, Caro
Baroja y Pitt-Rivers. Y seducción por lo humano también.
Por aquellos años, seguramente extraordinarios en la vida del
joven Caro, lleva a cabo una de sus obras más trascendentes, los
Estudios saharianos, encargo de la Dirección General de Marrue-
cos y Colonias, cuyo trabajo de campo consistió en una breve pero
intensísima estancia de 80 días en el Sahara, que una vez procesa-
da intelectualmente dio lugar a un grueso volumen publicado en
1955. Éste sigue constituyendo una de la obras más valoradas en
el extranjero de la antropología española, y casi el único referente
de la antropología saharaui más de 50 años después de su apari-
ción. Buena prueba de lo primero es lo que sostiene Mercedes
García Arenal, referente al desinterés de los arabistas españoles
por este tipo de trabajos: «El libro de Caro tampoco encontró
mucho eco. La que suscribe estas líneas hizo una licenciatura y un
doctorado en el Departamento de Árabe e Islam de la Compluten-
se sin oír hablar nunca de él. Sin embargo, en la Universidad de
Londres Estudios saharianos era el único título español en la bi-
bliografía que se distribuía a los estudiantes. En España, Estudios
saharianos conoció una segunda vida con motivo de la descoloni-
zación del Sahara y, en gran parte, debido a la demanda de los
propios saharauis que encontraban en él un fondo inapreciable
para definir una identidad nacional» (García-Arenal, 1994: 210).
El mismo Caro había recibido visitas de saharauis en su casa
madrileña, los cuales le hacían preguntas sobre su pueblo, y se
249
quejaba de paso que nadie le hubiese preguntado sobre su destino
político: «Deben quedar muchas genealogías, muchos apuntes
sobre los grupos familiares, cosas que publicarlas constituían un
[mamotreto] montón enorme de nombres que..., ahora puede que
para los mismos saharianos tuviera interés en saber un poco a
qué pertenecen, porque muchas veces, vamos, algunas veces me
han venido gentes del Polisario [...] a preguntarme algo sobre los
grupos, y para tener información histórica reciente acerca de sus
antecedentes. Luego vino este momento en el que yo ya no volví al
Sahara y la decisión esa de la entrega de Marruecos y yo ya ahí no
tuve ni parte ni a mí me preguntaron nada». El entrevistador, el
profesor y africanista Víctor Morales Lezcano, apostilla a esta con-
testación: «Qué típica falta de relación en España entre los que
conocen algún tema y las decisiones políticas o de Estado que se
toman desde arriba» (Morales, 2006: 47-48).
Sólo 2 años después de Estudios saharianos aparecería la obra
de Caro sobre los moriscos granadinos, llena de empatía huma-
na, lo que la hace sintonizar plenamente con la anterior expe-
riencia de trabajo de campo en el Sahara, y con su visión in situ
de Andalucía oriental, con sus largas estancias en Vera y en Chu-
rriana, en contacto con Brenan. Él mismo dijo en la introduc-
ción al libro sobre los moriscos: «Yo lo abordé por razones parti-
culares en que no entraba para nada, casi, la moda del día o la
vieja pasión romántica por lo “moro”. Razones que se fundaban,
sobre todo, en viajes y experiencias personales que arrancaban
de 1948 y llegaban a 1954. Seis años en que estuve en contacto
estrecho con la Andalucía oriental, con las ciudades de Marrue-
cos pertenecientes al entonces protectorado español y con las
tierras de Ifni y el Sahara. Hoy, casi todas aquellas vivencias,
experiencias y averiguaciones, me parecen una fantasmagoría y
a veces me pregunto cómo llegué a escribir un volumen entero
sobre los nómadas saharianos, u otros estudios similares, tan
ajenos a mi mundo anterior y posterior» (Caro, 1976: 7). Esa
extrañeza es lo que hace que por la antropología de Caro Baroja
circulen figuras reales, con la preeminencia del elemento huma-
no, que hace en opinión de Soledad Carrasco Urgoiti que «la
figura del tendero morisco y la del hortelano emerjan con niti-
dez» en sus escritos (Carrasco Urgoiti, 1994: 221).
A pesar de estas alabanzas iniciales más recientemente se le han
realizado algunas críticas de fondo al libro Estudios saharianos. Se le
250
critica, por ejemplo, de haberse beneficiado Julio Caro de los disposi-
tivos coloniales para llevar a cabo su investigación: «Hay fundadas
razones para pensar que la presencia de Caro Baroja en el Sáhara
fuese objeto de sospechas y reticencias diversas por parte de la pobla-
ción indígena, y que la colaboración de ciertos individuos en la inves-
tigación fue interesada. Más allá de la voluntad sincera de dar a cono-
cer en la metrópoli los valores y las costumbres fundamentales de su
pueblo, es indudable que el deseo de promocionarse en el seno de los
cuadros de la administración colonial fue un estímulo que contribu-
yó a explicar la desmedida colaboración [...]. Por razones parecidas,
la participación general de miembros de la tribu de Awlâd Tidrârin
en la investigación se comprende mejor si atendemos al hecho de
que dicha qabîla fue la más favorecida por la temprana instalación
española en Villa Cisneros, pues la administración colonial les liberó
de la gravosa capitación que pagaban anualmente a otra tribu» (Ló-
pez Bargados, 2005: 272). Podemos aducir en defensa de Caro que
estas condiciones de la llamada por Bargados «etnografía relámpa-
go» eran comunes a cualquier acercamiento a la realidad colonial en
África, en la que nuestro autor no tenía por qué ser una excepción
anticolonialista, por supuesto. De hecho, el mismo Caro dio noticia
en varios lugares de la distorsión que provocó en los modos tradicio-
nales de las tribus saharauis la intervención colonial española que,
entre otras cosas, había suprimido, en especial, las vendettas y el esta-
do de guerra permanente entre tribus. A pesar de lo cual aún se oían
los ecos de aquella situación: «Una tendencia romántica es causa de
que hoy corran tal vez más que nunca ideas producidas en gran parte
después de las decisiones radicales del Gobierno español en punto a
guerras y tributos. En la actualidad los Uad Delim gozan del presti-
gio de antiguos guerreros orgullosos, venidos a menos, a causa de las
condiciones impuestas por la ocupación» (Caro, 1955: 57). Pero Caro
alzaba la voz en lo tocante a la validez de su método antropológico,
que aunque no cubría la normatividad temporal de Evans-Pritchard,
de realizar trabajo de campo durante un año al menos, se hacía im-
prescindible: «Con gusto hubiéramos cedido la vez a un etnólogo o
antropólogo social arabista, de haber existido éste en nuestro país.
Pero no a un arabista a secas, o a un filólogo. Porque es necesario
decirlo: la preparación lingüística es muy importante para todo in-
vestigador en temas antropológicos y etnológicos, pero es más esen-
cial aún tenerla fuerte en su propia disciplina, y creer (como algunos
creen) que ésta es fácil de improvisar es igual, ni más ni menos, que
251
juzgar que teniendo a mano un diccionario se puede traducir del
inglés o del alemán. Improvisar a un arabista es difícil, pero no lo es
menos el improvisar a un etnólogo» (Caro, 1955: X). Se observa la
conciencia que Caro poseía de las ausencias y lagunas en la forma-
ción de la aguda ciencia social y arabista española del momento.
Medir con la vara de la contemporaneidad las figuras de Brenan,
Caro y Pitt-Rivers debe hacerse con las correspondientes prevencio-
nes referidas al tiempo en que se insertan y construyen sus obras
tanto en el ámbito político como en el cultural.
252
acabaría por disuadirlo de estos proyectos granadinos, en cuyo
horizonte pudo estar la experiencia lejana de su connacional
Gerard Brenan y, en general, la memoria de los viajeros británi-
cos románticos y tardorrománticos. A una interpelación mía so-
bre esta cuestión me contestó, en una entrevista que le realicé
con motivo de su visita de 1992: «En aquella época era poco
conocido [Brenan] a no ser por un libro reciente, El Laberinto
español. Es un libro fantástico porque es un análisis de la socie-
dad española no vista por arriba, sino por debajo. Llegué a cono-
cerlo más o menos bien, aunque no completamente, además le
gustó mucho mi libro sobre Grazalema. Fue de una ayuda para
mí, además de profesarnos una gran simpatía». Julián venía de
la experiencia aristocrática de haber sido poco antes preceptor
del rey Faisal de Irak. Sus orígenes aristocráticos, entroncados
con Oxford, así se lo permitían. No conocía el español, y arribó
prisionero, como él mismo confesaba, de los mitos orientalistas,
que presentan a los españoles como descendientes de los árabes,
lo cual muy pronto descubrió era absolutamente falso. Se intere-
só por el anarquismo: «Como le dije [a don Ramón Carande]
que estaba muy interesado en el fenómeno anarquista en Anda-
lucía, me aconsejó que fuera a Grazalema. He tenido que dar
otras explicaciones anteriormente para que don Ramón no sa-
liera malparado, por haber ayudado a un anarquista extranjero
muy peligroso». Su interés por el anarquismo no pudo materia-
lizarlo intelectualmente. ¿A quién se le ocurriría que un inglés
pudiese andar libremente por la España de la posguerra inqui-
riendo por los anarquistas, cuando estaba aún viva y actuante la
resistencia del maquis?
A Julián, que ya había sido tomado como cabeza de turco de
una antropología que le criticaba con desagrado, incluso por su
trabajo de campo de finales de los años cuarenta, parecía impor-
tarle un bledo literalmente todo: lo recuerdo en la visita de 1987,
con motivo de un seminario sobre rituales festivos organizado
por la Casa de Velázquez, tumbado en uno de los largos bancos
tapizados de terciopelo rojo todo lo largo que era, en la Sala
Caballeros Veinticuatro del Palacio de la Madraza granadino.
Nos acercamos a él por si se encontraba enfermo, y nos dijo que
no, que sólo estaba descansando. Señal inequívoca de su liber-
tad de espíritu, de su ausencia de constreñimiento social, el aris-
tócrata inglés reposaba a pierna suelta, donde ninguno de noso-
253
tros hubiésemos osado: en un lugar cargado de nobleza e histo-
ria. Esto no quiere decir que su alma fuese dura, en absoluto, y
ello lo demuestra el que en el fondo sí estuviese «dolido» con la
furia desatada contra la validez de su trabajo, pero su otra cara
de hombre noble le hacia obviar lo anterior.
La segunda oportunidad en que Julián estuvo en Granada
fue con motivo de una serie de conferencias que bajo el título
«Toros y Razón» se había organizado en el Centro de Investiga-
ciones Etnológicas «Ángel Ganivet», en la primavera de 1992,
casi al poco de ser fundada esta institución, y cuando aún no
contábamos ni siquiera con sede propia. El ciclo en el que inter-
vinieron, además de Julián, Perico Romero de Solís, Frédéric
Saumade, Alberto González Troyano y Manolo Delgado, fue un
auténtico fracaso de público. El salón de actos del Palacio de los
Condes de Gabia, donde se celebró el evento, estuvo casi vacío
todos los días. Yo había soñado con que aquel simposio fuese
capaz de reunir a aficionados e intelectuales; cuando pasaba
delante de los locales de la peña taurina de Granada, situados
estratégicamente frente al Ayuntamiento, creía percibir que de
su sala de periódicos se desprendía hambre de conocimiento.
Iluso de mí, hoy incluso ha desaparecido la peña, a pesar de que
la afición taurófila va al alza en Granada, como puede compro-
barse Corpus tras Corpus, y los archivos de la misma fueron
encontrados por un buen amigo en unos cubos de la basura. A
pesar de la falta de público, la faena de aquella ocasión fue hacer
amistad en torno a los toros, y en esto tuvimos éxito. En un mo-
mento de su conferencia Julián se emocionó cuando hablaba de
un toro, de «Pajarito» para más señas, que él había visto sacrifi-
car en Tordesillas, en un rito sacrificial que por su trascendencia
simbólica oponía al sacrificio veterotestamentario del cordero.
Algo muy profundo debía significar para él: la emoción le hacía
aflorar las lágrimas. Se ve que había vivido alguna suerte de «ve-
llo erizado», alguna emoción primaria, frente a la cual retrocede
cualquier esquema racionalista, para disolverse en pura poética.
La última y muy acentuada obsesión de Julián fue querer
hacer una película sobre los toros. Durante su intervención en la
Primera Muestra de Cine Etnológico, celebrada en el año 1992,
en Granada, indicó vivamente su reciente descubrimiento del
cine etnológico. De muchos es conocido que quería hacer una
película sobre toros, toros de España, por supuesto. Nos dejó un
254
breve escrito descriptivo de este interés (Pitt-Rivers, 1997), en el
cual nos informa de los motivos y vínculos personales de la pelí-
cula: en primer lugar su relación con Jean Rouch, el gran etnoci-
neasta francés: «Propongo ilustrar estos temas por la descrip-
ción de una película que estoy realizando actualmente que per-
tenece a esta clase de “película-ensayo”, como Jean Rouch me
sugirió llamarlo. Intenta explicar el “cómo, cuándo, quiénes y
porqué” del culto al toro y sobre todo por qué tiene tanta impor-
tancia para los habitantes de la península ibérica». Y dada la
facilidad con que el tema podría resbalar hacia lo surreal, nos
advierte: »Es muy realista y no tiene nada de surrealista». Sigue
relatándonos las razones concretas por las cuales decidió aco-
meter el proyecto: una discusión con un cámara de Manchester,
«que tenía ganas de hacer una película conmigo sobre las fiestas
populares en España». Y lo que es más importante, servir al gru-
po de intelectuales, que encabezaban él, Pedro Romero de Solís
y Dominique Fournier, para defender la existencia y el futuro de
la fiesta taurina ante un parlamento europeo que entonces du-
daba, y peligrosamente podrá inclinarse a prohibirla. «Mi pelí-
cula es, en efecto, lo que yo quisiera que los miembros del Parla-
mento de Estrasburgo interesados por la cultura española sepan
del culto del toro, y por eso que los que me invitaron están que-
riendo que lo realicemos». Nos avanza Pitt-Rivers el título del
filme, «La pasión del toro», e incluso los elementos argumenta-
les: «Tratará de la asociación [...] del toro con la Virgen (más de
la mitad de los toros sacrificados en España lo son en honor de
la Santísima), de su calendario que es calendario religioso; el
sacrificio del toro viene siempre después del sacrificio del corde-
ro porque es necesario para volver del estado demasiado purifi-
cado para ser cómodo en la vida cotidiana. Se puede colocar en
el plan ritual como contra-rito al del cordero completando éste,
más bien que contradiciéndolo». Julián estaba hasta cierto pun-
to obsesionado con la película de marras. En su intervención
verbal en la muestra de cine etnológico granadino, dejó clara la
enorme y tardía importancia que para él había tomado el cine. A
raíz de ella quiso darle un impulso a su filme, y me llamó varias
veces por teléfono desde Grazalema, donde había ido a parar de
nuevo, con motivo de cierta revisión que de su primera estancia
quería hacer años después. Julián me solicitaba algo inverosímil
para mí, un desconocido frente a su fama: una carta de reco-
255
mendación, para que la televisión regional entrase en el proyec-
to fílmico. Hace poco un directivo de esta televisión me confir-
mó que había estado en negociaciones con Julián, sin llegar a
ningún acuerdo, por razones que desconozco. No puede adjudi-
carse a su presencia en Granada la idea de llevar a cabo una
película sobre toros, pero sí que durante su breve estadía grana-
dina obtuvieron un fuerte impulso sus deseos de hacerla.
El mito Pitt-Rivers ya estaba construido y asentado hacía
muchos años. Julián había tenido la virtud de publicar una obra
de análisis social que no aburría a los autóctonos, The People of
the Sierra. Una nación como la española, auténticamente empa-
chada de literatura y de ensayo de débil fundamento científico,
que incluso había convertido, a raíz de la generación del 98, el
paisaje en motivo de estudio, necesitaba nuevos criterios inter-
pretativos. El «pueblo» atraía tanto a autóctonos como a forá-
neos; en él se había depositado la creencia de que era lo mejor de
España, ya que las élites habían demostrado una vez tras otra, a
lo largo del tiempo, que no habitaban su propia historia. Pitt-
Rivers nunca fue hombre de escuela, y tras esta oportuna mono-
grafía, que en otras circunstancias quizás no hubiese contribui-
do tanto a afamar a su autor, varió sutilmente el modelo inter-
pretativo, extendiendo sus análisis a la cultura mediterránea, en
clave estructural. Ante mis preguntas, Julián aceptó en un de-
terminado momento que su «estructuralismo» reflejado en algu-
nos ensayos de los años setenta era un asunto «à la mode». Pero
esta influencia estructuralista, levi-straussiana si se quiere, hizo
más finos aún sus análisis, beneficiando al conjunto de su obra
que pudo salir así del estrecho marco de una monografía de cam-
po a la manera de Oxford. La teoría del sacrificio le atraía enor-
memente, y en esa lógica, y de la que se infería de su presencia
profesional en l’École Practique des Hautes Études de París, que
acogía los herederos de Marcel Griaule, preocupado por estos
ritos, continuó estudiando los toros.
Frente a las críticas que se le pudieran hacer a la teoría sacri-
ficial enarbolada por Michel Leiris, Henri de Montherland, Jean
Cocteau y el mismo Pitt-Rivers, siempre sobresaldrá su cualidad
cohesiva y lógicamente impecable. ¿Por qué las teorías siempre
tienen que ser disyuntivas (esto o lo otro) y no conjuntivas (esto
y lo otro)?, se pregunta frecuentemente el maestro Lisón Tolosa-
na. Yo creo que, aunque no se estuviese de acuerdo con muchas
256
de las apreciaciones de la tesis sacrificial, es tiempo de recono-
cerle hermosos alcances en materia de interpretación tropológi-
ca. El punto de partida es siempre emocional, tan emocional
que el francés se sitúa en posición de inferioridad estructural en
este dominio frente al español. Así, debido a su admiración hi-
perbólica por los toros, Henri de Montherland no quería que se
supiese que era francés, le herían los cuchicheos de los españo-
les a sus espaldas en este sentido. Para Montherland, la corrida
era una revelación: «La corrida de toros fue para el niño [Mon-
therland] la segunda de las tres revelaciones. ¿Es necesario decir
de “su juventud”, o mejor de “su vida”? La primera había sido la
revelación del paganismo por un libro de vidas edificantes. La
tercera había sido la revelación de la carne por el corazón» (Mon-
therland, 1999: 16). Cocteau también se veía ridículo frente a
«esta droga del pueblo de España», y confiesa haber oído pro-
nunciar la palabra «curci» [sic, textualmente; se refiere a cursi],
(Cocteau, 1958: 47) que le intriga y le hiere por igual, porque
sabe que son dardos dirigidos contra él.
Michel Leiris abunda en estas impresiones analógicas, las
cuales lo conducen tras el cabalismo: «Si llevamos, hasta sus
extremos, este análisis o disección, casi cabalística, de la corrida,
se podría asignar una significación simbólica a ese mismo alari-
do —¡La izquierda! ¡La izquierda!— que profieren, tan frecuen-
temente, los espectadores durante la faena de muleta» (Leiris,
1995: 73). Los apuntes pitt-riversianos, que no son otra cosa que
juegos de transformaciones, también abundan en esta línea «casi
cabalística»: «El valor simbólico del toreo sufre dos transforma-
ciones: primero, sacerdote-sacrificador con su capote de casu-
lla-paseo; luego, hermosa mujer en la primera suerte; al final,
termina siendo sobresaliente varón, hombre transformado en
toro». Otro ejemplo de juego de transformaciones: «Hay que se-
ñalar la complementariedad, por no decir connivencia, entre el
sacrificio del cordero y el del toro. Se celebran el mismo día,
domingo o festivo, el uno por la mañana y el otro por la tarde.
Antes, las mujeres llevaban mantilla negra para la misa y blanca
para la corrida. Los hombres, con cabeza descubierta en misa, y
si eran un poco “flamencos”, llevaban el sombrero de ala ancha
por la tarde. El cordero no tiene cuernos, el toro sí» (Pitt-Rivers,
1984). Esos juegos analógicos funcionan en los espacios de
«l’imaginaire». Nos hallamos frente a la indagación de la cultura
257
humana como conjunto de díadas, interpretables en términos
de «tropos». Mucho de lo anterior puede ser rastreado en el su-
rrealismo literario y etnográfico. Hablando con Pitt-Rivers en
Granada recuerdo que salió a colación la figura de Michel Leiris,
quien había quedado fascinado por el toro a través de su contac-
to con un sacrificio taurómaco dogon, en el corazón del África
negra (Leiris, 1933). Leiris posteriormente extendió su fascina-
ción a los toros españoles (Leiris, 1995). Le pedí a Julián que me
proporcionase Afrique fantôme, la mítica obra de Leiris, que de-
seaba fervientemente leer. Julián me envió del mismo autor La
possession et ses aspects théâtraux chez les Ethiopiens de Gondar,
que él no había leído tampoco, amén de la obra mencionada.
Volvimos a encontrarnos en varios lugares, lejanos a Grana-
da, y la figura de Julián siempre se erguía con sus cualidades
humanas de simpatía y afecto. Con motivo de su homenaje, aus-
piciado por Salvador Rodríguez Becerra en 1987, comimos en
un bodegón cerca de la Torre del Oro con otros muchos amigos;
yo entonces vivía en Ubrique, el pueblo contiguo a Grazalema, y
al cual solía ir a veces andando a través de la calzada romana
que aún subsiste atravesando la sierra. Me puedo jactar de haber
leído The People of the Sierra in situ, gracias a un ejemplar de la
primera edición castellana que me prestó un compañero del ins-
tituto de Ubrique, donde entonces yo ejercía la noble profesión
de profesor. Luego lo volví a ver en Mallorca en 1991, donde
hicimos una memorable excursión a la casa solariega que sobre
los acantilados de Sóller tenía el archiduque Luis Salvador de
Habsburgo, aquel primo de Sissí que, siguiendo los pasos de otras
casas reales centro-europeas, como los Habsburgo praguenses o
los Wittelbach bávaros, se consagraron enfermizamente a la bús-
queda de rarezas. Este miembro de la saga de los príncipes y
reyes manieristas se había dado a la etnografía, y había puesto
casa en varios lugares del Mediterráneo, entre ellos Mallorca.
Finalmente su barco, en el que se movía por el proceloso mar
Mediterráneo, acabaría hundiéndose frente a Argel. Esta histo-
ria, contada por unos caseros herméticos, que parecían salidos
de Il Gatopardo lampedusiano —al parecer, eran historias casi
calcadas, según pude saber luego—, entusiasmaron a Julián. La
última vez que coincidí con Julián Pitt-Rivers fue en Purchena a
propósito de unas conferencias estivales organizadas por el pro-
fesor Bernard Vincent en aquellas inhóspitas tierras de la sierra
258
de los Filabres. Era un mes de agosto de 1993; Julián se había
sentido muy cercano al lugar, según me dijo, a través de la lectu-
ra de un pequeño trabajo de investigación mío sobre aquellos
lugares almerienses. Me consideré muy halagado, para mí era
palabra de sabio. Corría un mes de agosto, tórrido como todos.
El recuerdo póstumo de Julián que conservo ha sido la misa
que se le hizo en una iglesia parisina, cercana a la rue de Bac, en
el año 2003. Fue una tarde de amigos, «l’esprit» del gran antro-
pólogo estaba en el aire. El párroco de la Sorbona evocó con
suma inteligencia la relación entre la gracia, estudiada por Pitt-
Rivers, y la gracia divina. No tuvo que forzar el argumento, ni
hacer falsos elogios fúnebres. Pedro Romero de Solís y Domini-
que Fournier, junto a Hugh Thomas, oficiaron la parte «civil»
del memorial. Una soprano desde el coro nos embriagó con las
notas austeras y divinas de su voz. Yo investigaba a la sazón so-
bre los toros en París. Gracia(s) a Julián.
259
España ha animado desde los primeros setenta, ha sido interpe-
lado por antropólogos deseosos de conocer su particular «aven-
tura» oxfordiana. Pero el profesor Lisón en esto es hermético;
creyente en la obra científica no le da el más mínimo valor a su
propia experiencia si no es como crisol de la reflexión objetivan-
te. Sólo le conocemos pocas entrevistas obtenidas con no poco
trabajo y a fuerza de intimidad (Sanmartín, 1997; G. Alcantud,
2007a). Apresuradamente, podemos concluir que Lisón no cede
a las vanidades del momento, y mantiene una actitud de reserva,
basada en la práctica del conocimiento sin concesiones.
Cabe mencionar que en la época en que Lisón está en Oxford
doctorándose con un trabajo de campo sobre su pueblo natal,
bajo la dirección del propio Evans-Pritchard, Oxford ya ha dado
la figura de Julián Pitt-Rivers, que en 1949 se ha doctorado en
antropología con una tesis sobre el pueblo andaluz de Grazale-
ma. También en los años sesenta un firme amigo de Pitt-Rivers,
Julio Caro Baroja, ha hecho una incursión en Oxford, donde ha
comprobado la antigüedad teórica de los problemas a que se
enfrenta; en plena época del funcionalismo, aún andaba Caro
midiendo sus armas con el evolucionismo y el difusionismo. No
así Pitt-Rivers, que llegó a coquetear con el estructuralismo y,
más en particular, con el psicoanálisis. Lisón no mantuvo más
que una distante amistad con los dos, por lo cual no podemos
hablar en este ámbito de una «fraternidad oxfordiana». Sin em-
bargo, Carmelo Lisón considera fundamental, y quizás lo mejor
que le haya ocurrido en su vida, a pesar de la dureza de la vida
material que tuvo que soportar como becario, aquella estancia.
Por aquellos años ya Evans-Pritchard después de la experien-
cia entre los pueblos musulmanes de la Cirenaica libia, que dio
lugar a The Sanusi of Cirenaica, había reaccionado contra el anti-
historicismo funcionalista de Raclidffe-Brown, que para abrirle
un camino a la antropología en la institución universitaria había
tenido que singularizarla enfatizando el «presente histórico», en
la sincronía. Evans-Pritchard era consciente de que no se podía
hacer antropología sin hacer a la vez historia (Evans-Pritchard,
1974). La tesis de Carmelo Lisón, Belmonte de los Caballeros. An-
thropology and History, insertaba una defensa del valor de la inter-
pretación antropológica de la historia, siguiendo los postulados
entonces vigentes del maestro Evans-Pritchard (Lisón, 1983a). En
el terreno estricto de los debates antropológicos Lisón se ha mos-
260
trado proclive a aceptar el horizonte evolucionista, tanto en su
introducción a «La sociedad primitiva» de Morgan, como en otros
escritos: «La evolución multilineal de Steward ha sido aceptada
en el mundo antropológico. También el concepto de evolución
como proceso de desarrollo, independiente de tiempo y lugar con-
cretos. La evolución es una secuencia temporal de formas y todos
sabemos que las formas son lógicamente distintas de los hechos
concretos» (Lisón, 1978: 258). Por el contrario, Lisón ha manteni-
do cierta hostilidad al estructuralismo, el antievolucionismo más
radical y, por ende, en cierta manera antihistoricista. La apuesta
de Lisón coincide desde el inicio de su carrera con la hermenéuti-
ca cultural, aunque algunos de sus críticos adjudican la apuesta
por ésta a un giro operado en su producción a partir de la obra
Antropología y hermenéutica. Nada más lejano, ya que rastreando
en la obra inicial de Lisón se observa que está en plena congruen-
cia con los presupuestos interpretativos diltheyanos, que ponen el
acento en la relación con las humanidades.
Veamos; de vuelta de Oxford Lisón deberá hacer una nueva
tesis doctoral, forzado por las condiciones administrativas de la
España de la época que no reconocían en su absurda autarquía
los títulos obtenidos en el extranjero. Así que tendrá que volver
al trabajo de campo, esta vez en Galicia, durante los años 1964 y
1965, trabajo en el que tuvo unos 1.500 informantes, según con-
fesión propia. Se centrará como punto de partida en la casa ga-
llega como estructuradora social y cultural. En palabras de Li-
són: «La sinécdoque es clara: casa designa familia, linealidad en
la sucesión, bilateralidad sui generis, leiras, lugar de residencia,
economía, ideología, consciente en torno a la misma y expresivi-
dad simbólico-ritual inconsciente de todo lo anterior [...]. Como
modelo sintético opera, en cierto modo, como urform goetheana
indicando la clase de posibles aplicaciones interpretativas: de la
casa me he servido en un nivel más profundo —cultural— como
de un principio que penetra, informa, influencia e ilumina par-
cialmente esferas tan distintas como actividades perceptuales,
económicas, normativas, morales, cognitivas, simbólicas e in-
conscientes» (Lisón, 1979: 380). Al tomar como punto de apoyo
para su análisis holístico a la casa no abandona, muy al contra-
rio, la integridad del hecho cultural, y no lo deja reducido a sus
aspectos más evidentemente «sociales». La cultura, en el sentido
diltheyano, siempre será una preocupación de Lisón Tolosana
261
que podremos rastrear en sus primeras obras. De ahí que no que-
pa hablar de un giro hermenéutico de su obra, como muchos de
los antropólogos españoles han querido ver, ya que la hermeneu-
sis siempre estuvo presente en la misma. Lisón ha hecho caso
omiso a esa incomprensión.
En el año 1973 Lisón ofrece una conferencia en la Universi-
dad de Sevilla, el vivero andaluz más importante en la antropo-
logía social, en la que expone la situación a su juicio de «penum-
bra» en la que se mueve aún la disciplina en España: «La pe-
numbra en que está envuelto nuestro conocimiento antropológico
sobre los pueblos y las comarcas hispanas no es más densa que
la que corresponde al mismo marco de conocimientos e investi-
gación en las restantes ciencias sociales; esta paridad es tanto
más significativa cuanto que sólo la antropología deja de estar
realmente institucionalizada» (Lisón, 1981: 28). Lisón Tolosana
era plenamente consciente de la distancia habida entre lo que en
la España de entonces se entendía por «antropología» y la antro-
pología-ciencia social que él había estudiado en Oxford. En esta
conferencia Lisón expone un campo «inmaculadamente virgen
en la antropología zonal española». «Por descontado que está
sin hacer la etnografía de la vida ordinaria, la descripción de las
formas y maneras del vivir comarcal; esta carencia de datos bá-
sicos imposibilita la etnología nacional, es decir, la comparación
intra-comarcal o inter-regional. En cuanto a nuestro conocimien-
to sobre procesos de pensamiento, variedad de configuraciones
y contenidos mentales, estructuras mentales, estructuras cogni-
tivas y, en una palabra, diferentes universos mentales, tenemos
que confesar que es radicalmente nulo. Con referencia a las ideas
sobre qué son los hechos, los fenómenos, las cosas, la realidad,
la jerarquía de la realidad y qué conciben las gentes hispanas
como suprema y última realidad, tenemos que responder con el
estribillo sancheziano: que nada se sabe. Y en un pueblo en el
que la creencia cristiana ha penetrado tan hondamente las for-
mas de vivir, pensar y simbolizar, la ignorancia de estos extre-
mos —sobre los que abundan meras opiniones— es gravísima
laguna» (Lisón, 1981: 22). Todo un programa de investigación
en un país sujeto a muchas décadas de incuria en el marco de la
interpretación cultural y social, no sólo por las interrupciones
políticas, sino fundamentalmente por el giro de los intelectuales
hacia la literatura y el periodismo, fácil atajo para el día a día.
262
La antropología de Lisón, de otro lado, le da más relevancia
inicialmente al rito que al mito, posiblemente por esa cercanía
del autor a su maestro Evans-Pritchard y al método estructural-
funcionalista. Veamos un ejemplo en torno al fuego-hogar de
una aldea gallega, donde despliega lo mejor de su observación
etnográfica: «La gente toda de la aldea, niños, hombres y muje-
res, saltan, cantan, bailan alrededor de las llamas; éstas dan a
sus rostros sonrientes una rápida figura espectral; la algarabía
infantil, las voces y los gritos de los mayores, el movimiento cons-
tante, cierta licencia sexual —en perfecta consonancia estructu-
ral con el ritual—, las frecuentes libaciones, la gaita o la pande-
reta, etc., excitan la imaginación, provocan a la bonhomie, exal-
tan la convivencia. Así, indirectamente el ritual, hecho por los
hombres, revierte sobre ellos socializando y haciéndoles desear
la norma, lo que debe ser, y éste aunque cueste, aunque sea con-
trario a lo que un individuo, interesadamente, querría que fuese.
El ritual es un juego muy serio. Se escenifican rituales porque es
necesario ritualizar polaridades, ambivalencias, crisis, conflic-
tos. Así se suavizan y superan» (Lisón, 1971: 310). No obstante,
en la interpretación del rito cada vez aparecen más importantes
los procesos mentales, sin que para interpretarlos Lisón emplee
recurrentemente el concepto de mito, pero introduciendo ele-
mentos procedentes de disciplinas colaterales a la antropología,
que enriquecerán su discurso. Lisón huye de los conceptos-pa-
lanca desgastados. Sorprende por su amplia curiosidad en el
campo de las humanidades. En una de sus últimas obras, Lisón
recurre, por ejemplo, al concepto bajtiniano de «cronotopo» para
explicar los juegos mentales y sociales producidos por la reali-
dad e irrealidad de la Santa Compaña gallega: «El cronotopo
nocturno viene caracterizado por el modo saturniano y onírico,
de sombras y crepuscular; su tiranía categorial nos introduce en
el ámbito al que pertenecen otras realidades con otras coordena-
das estratégicas. Estas presencias sólo tienden a manifestarse en
registro nocturno, a la noche, lo que hace muy raro el anacronis-
mo —recuérdese la estadística—, pero convierten en imperioso
y terco el motivo cronotópico, virtualmente insustituible en el
folclore marcado por el pathos del terror. Se trata de un tiempo
perenne, siempre idéntico e infinitamente repetido, tiempo otro
que viene singularizado por la misteriosa irrupción de raras fuer-
zas extrañas, de potencias de otro mundo, del indescriptible más
263
allá. Éste es el cronotopo en el que se representan escenas míti-
co-epifánicas» (Lisón, 1998: 49). Carmelo Lisón se preocupa igual-
mente por lo Otro. En su última obra sobre el Japón samurai y el
encuentro con los jesuitas da testimonio de ello: los misioneros
jesuitas del siglo XVI van a Japón en una actitud de escucha, in-
dagando en los caminos propios para misionar en un medio de
alteridad radical (Lisón, 2006).
Habiendo valorado desde el principio de su carrera el papel
de la historia en la conformación del problema antropológico,
Lisón encuentra en la hermenéutica, sobre todo en H.G. Gada-
mer, la apoyatura para desarrollar plenamente una antropología
interpretativa. Es evidente que Lisón no abandona los aspectos
«sociales» de la interpretación antropológica, por lo cual sigue
siendo respetado por el sector de la antropología española más
proclive a esas lecturas, que llegaron en cierto momento a votar-
lo como el «number one» de la disciplina en España en una suer-
te de absurdo «hit parade» profesional. Pero quiere ir más allá
en la interpretación. No satisfaciéndole plenamente las lecturas
estructuralistas encuentra allá en el universo de la fenomenolo-
gía alemana la fuente para una reflexión. Sus contactos con la
crítica literaria o la historia del arte, es decir, con las humanida-
des, se incrementan a partir de ese momento. Realiza y publica
simposios donde reúne a los antropólogos con los humanistas.
Esta «fuga» culturalista de Lisón, en la que prevalecen las huma-
nidades, el concepto de «texto» con todas sus derivaciones, y el
método comparativo, no le hace capitular en su deseo de que el
«trabajo de campo», la antropología «campera» en expresión
propia, tenga la última palabra al elucidar la verdad antropoló-
gica. Reivindica así a Vico desde el punto de vista fundacional,
frente al racionalismo cartesiano que se va abriendo camino a
partir del Renacimiento; valora a los cronistas españoles de In-
dias; y hace sobre todo una vindicación del pensamiento autóc-
tono de España y América frente a la hegemonía cultural anglo-
francesa, pero sin lugar a dudas sin promover, él menos que na-
die, discursos victimistas. El deseo de Lisón es encontrar un punto
inflexivo en la cultura hispana, original, sin renunciar a los con-
tactos internacionales con lo mejor de las corrientes interpreta-
tivas. Para ello ha promovido durante años encuentros en petit
comité en los que la convivialidad y el sentido primigenio de sim-
posium han brillado. Esto último es parte de una obra y de su
264
compromiso con los investigadores al modo dialógico. Modo,
sin embargo, pleno de alegrías y desengaños que él ha cultivado
por el solo amor al conocimiento, y para tocar «techo humano»,
en expresión que gusta repetir.
265
pero al fin y al cabo de privilegio, ha querido devanar mi existen-
cia entre los ejes de Sevilla y Boston, lo cual es lo mismo que
invocar dos grandes tradiciones de cultura, tanto hispánica como
anglosajona [...]. Claro que añoro a Sevilla en Boston, pero tam-
bién a Boston cuando estoy en Sevilla. Cada una de ellas ha puesto
en mis manos lo que la otra nunca hubiera podido dar. Mi deuda
hacia ambas es imposible de satisfacer» (Márquez, 1992: 13).
Márquez Villanueva, extrañado a Norteamérica, se unió allí a
otro exilio precedente que había producido la derrota de la ra-
zón, el de la España republicana. En ese medio encontró con-
suelo y magisterio en Américo Castro, «don Américo», como él
pronuncia con respeto y veneración. Y vio en Castro, también
andaluz genético, la posibilidad de hacer «otra historia» y, por
ende, otra historia literaria. Conceptos que intuitivamente iban
al encuentro de la antropología cultural. Por supuesto, en la mis-
ma Universidad, Princeton, donde Castro profesó, la antropolo-
gía, como en todos los Estados Unidos, tenía una larga tradi-
ción. Hasta hace poco Princeton acogía a la figura número uno
de la antropología de aquel país, Clifford Geertz, si bien se re-
cuerda poco el paso de Castro por sus aulas. Mas Castro era
consciente de que el problema histórico de España era funda-
mentalmente «antropológico».
A mi modo de ver, desde la antropología actual llaman la aten-
ción tres ideas presentes en Américo Castro: primero, la omni-
presencia de lo que podemos llamar «complejo de autoctonía»
(G. Alcantud, 2005), que Castro formula de la siguiente manera:
«El español se considera casi como una emanación del suelo de
la Península Ibérica, o por lo menos tan antiguo como los mora-
dores de las cavernas prehistóricas». En segundo lugar, Castro
concibe que la noción de «casta», relacionada con el punto ante-
rior, delimita claramente la preeminencia social en el solar ibéri-
co. En tercer lugar, y aquí podríamos encontrar un engarce con
la antropología, Castro tiene presente «los términos “morada”,
“vividura”, “estructura funcional”, “disposición y manera de
vida”», contraponiéndolos a «”carácter” y “rasgos psicológicos”,
porque apuntan hacia algo ya fijamente dado, inmóvil» (Castro,
1966: 110). La singularidad o irreductibilidad del «vivir hispáni-
co» aparece ya claramente delimitada, y también se nos ofrece
que una antropología hispánica no es posible sin la presencia
continuada del pasado histórico en el presente etnográfico, como
266
el maestro de antropólogos Evans-Pritchard señaló en los años
sesenta tras los excesos antihistoricistas del funcionalismo an-
tropológico (Evans-Pritchard, 1974: 45-67). El mismo Márquez
Villanueva ha defendido recientemente el carácter «antropológi-
co» del proyecto castriano, situando de esta manera a las huma-
nidades en el corazón de la revisión del problema histórico de
España, en evitación de los falsos atajos ensayísticos tomados
esencialmente por la generación de 1898, cuyos ecos cuesta tra-
bajo silenciar (Márquez, 2003: 83-110).
También lo sabían los intelectuales exilados españoles en
México, que fueron quienes inauguraron la escuela mexicana de
antropología, llegando a ella desde la arqueología o la filosofía.
No obstante, Márquez Villanueva no caerá en la trampa, hábil-
mente urdida, del «positivismo» en boga en los años cincuenta y
sesenta, a pesar de su progresismo ideológico, y seguirá en la
senda original abierta por Castro. En particular, cuando aborda
la obra de Lope de Vega, Paco Márquez comienza marcando dis-
tancias con la visión de Noel Salomon, sobre el tema del campe-
sino en el teatro de Lope, influida por la escuela de los Annales.
Dirá Márquez: «Salomon y su obra derivan del antihistórico error
del materialismo dialéctico al asumir la absoluta primacía del
valor económico, para siempre elevado a un plano similar al que
éste ha asumido en Occidente a partir de la revolución indus-
trial» (Márquez, 1988: 13). Con este posicionamiento «amateria-
lista», el proyecto antropológico de Márquez Villanueva cabría
catalogarlo de diltheyniano, en la medida en que procura conec-
tar antes con el concepto de kultur que con el de social structure.
Paco Márquez gusta de subrayar esa importancia de Dilthey,
conceptuado como «pionero de los estudios humanos» por la
escuela de Frankfurt, que puso el common-sense en el centro de
sus investigaciones (Rickman, 1979: 7), al igual que los filósofos
harvardianos Ralph Emerson y Willliam James. Si hemos de creer
en l’esprit du lieu y en su transmisión cabe señalar que nuestro
catedrático vive no muy lejos de Concord, donde habitara Emer-
son, en las cercanías del Cambridge bostoniano. Pero sea como
fuere, Márquez Villanueva reconoce en Dilthey un modelo analí-
tico con el que se identifica.
A los autores hay que conocernos bajo este prisma «antropólo-
gico» en su real situación en el mundo. Francisco Márquez Villa-
nueva tiene su despacho en la biblioteca más babilónica o acaso
267
alejandrina de Harvard, la Widener Library, un edificio construi-
do hace un siglo, y cuya estructura propia de una narración de
Borges la sostienen físicamente las estanterías metálicas que al-
bergan los millones de volúmenes allí contenidos. No es metáfora,
es realidad. El nombre que porta esta babilónica biblioteca, por lo
demás, corresponde al hijo de la fundadora, que muriera como en
una especie de premonición en el hundimiento del Titanic, y su
madre para hacer honor al hijo ahogado exigió que los lectores de
la biblioteca supiesen nadar. Es un edificio, pues, sin más sostén
que los libros mismos y sus baldas. En una biblioteca como ésta
Márquez Villanueva ha explorado mundos hispanos tales como el
judaísmo, lo morisco, la corte alfonsí o el culto de Santiago. Sólo
en un lugar así, donde basta subir o bajar una planta para encon-
trar el texto que rendondea un argumento, o nos ilumina para
seguir un nuevo rastro, era posible encontrar la sensibilidad hacia
el hispanismo. Un hispanismo el de Márquez que sabe cuál es su
destino, al contrario de otros, el norteamericano casi en su gene-
ralidad, cuyas empatías sobre su objeto de estudio no se conoce
muy bien si son fílicas o fóbicas. Sabedor de su autoctonía y de su
filiación popular, Márquez se ha dedicado tozudamente al estudio
de períodos y textos sobre los que aún queda mucho que decir. Al
revisarlos adquieren nueva dimensión.
Es el caso de la noción, nodal para él, de «lo mudéjar». Así lo
define en una de sus más lúcidas obras, la que consagró al «con-
cepto cultural» generado por y en torno a Alfonso X el Sabio: «El
mudejarismo logra afianzarse durante siglos en un terreno neu-
tro, aunque sin duda más favorable para el cristiano. El equili-
brio se mantiene porque las imposiciones de la realidad cotidia-
na no han sido menos inflexibles que las de la ley religiosa [...].
Sobre un terreno doctrinal la incompatibilidad en cada caso se-
ría completa y las medidas segregatorias, que hoy tanto nos re-
pugnan, vienen igualmente preconizadas por la jefatura religio-
sa de las tres comunidades. A su vez, la categoría de una realidad
ineludible fuerza a vivir alternativamente dentro y fuera de las
mismas» (Márquez, 2004: 105). O sea, que al contrario de aque-
llas tendencias idealizadoras de la «convivencia de las tres cultu-
ras», cuyo máximo logro es precisamente el Toledo de Alfonso X
el Sabio, Márquez alza la equilibrada conflictividad de unas co-
munidades empujadas a entenderse en el marco de la cotidia-
neidad, sin por ello perder un ápice de su irreductible singulari-
268
dad. El rey sabio, sin renunciar a su estatuto y religión, tuvo la
sagacidad de construir en vernáculo, que no en latín, una cultu-
ra en la que tenían cabida otras sabidurías. Alquimia social y
cultural en cuyo vértice Márquez coloca al rey que fue llamado
sabio. Ese mudejarismo, altamente creativo, e incluso enjundio-
so desde el punto de vista económico, no tendría un carácter
excepcional. De hecho, podemos encontrar sus rastros en el mun-
do isabelino, hasta poco antes de la caída del reino de Granada
(G. Alcantud, 2004: 16-18). También tiene sus prolongaciones
históricas que llegan hasta el día de hoy.
Véase si no la cultura «española» de los transterrados sefar-
díes, que no han capitulado en su defensa de la «españolidad»
prácticamente hasta la creación y consolidación del Estado de
Israel, que los llevó finalmente de Salónica, Estambul o Casa-
blanca hasta la nueva realidad, que fue copada por otro modelo
de judaísmo, el askenazí (Benbassa & Rodrigue, 2004). Hablan-
do en su despacho de la Widener el profesor Márquez, tras un
viaje a Corea, me dice que ha descubierto en este país la figura
de un rey muy parecido a su Alfonso el Sabio. La nostalgia de
una suerte de «rey platónico» presente en varias culturas se ins-
tala en nuestra conversación. Convenimos en el utopismo segre-
gado por el mudejarismo, nacido de la realidad misma.
A Márquez Villanueva, España le preocupa como problema
histórico, al igual que a Américo Castro, pero en sí misma no «le
duele», en la desafortunada expresión noventayochista. A esa
preocupación le llama «problematizar» la historia española, ta-
rea a la cual parecen no entregarse con entusiasmo ni siquiera
los historiadores y antropólogos autóctonos, muchos de ellos
habitantes cómodos de microcosmos disciplinares sin visos de
vuelo ni perspectiva aérea. La idea de «problematicidad» hoy
día en el argot antropológico podríamos rebautizarla «descons-
trucción» de mitos y lugares comunes de la narración histórica.
Éste es el esfuerzo que señala el camino de su reciente obra so-
bre Santiago, donde siguiendo a su modo los caminos abiertos
por Américo Castro expone la trayectoria del mito en toda su
plasticidad temporal, donde habitan como en todos los mitos
versiones o variaciones diferentes (Márquez, 2004). Tal como Vla-
dimir Propp y Claude Lévi-Strauss hubieran señalado en el cam-
po de la antropología del mito y de las leyendas populares, éstos
se construyen y se sobreviven como auténticas operaciones de
269
bricolaje. Para Lévi-Strauss, en particular, «la historia sustituye
a la mitología y cumple la misma función», aunque la primera
quiere que el futuro sea diferente del presente y del pasado, me-
tiéndonos en el camino de la elección política, mientras que las
segundas, regidas por el mito, pretenden que «el futuro perma-
necerá fiel al presente y al pasado» (Lévi-Strauss, 1987: 65). El
mito de Santiago nos aparece así, de la mano de Márquez, en
todo su grosor mítico e histórico, en su afanosa búsqueda de la
restauración mudejarista, que debe surgir de su negación.
Mas la obra de Márquez Villanueva no se halla limitada a la
narración de una desconstrucción que nos reconcilia con nues-
tra propia historia, sino que introduce lo que ahora en Nortea-
mérica se llaman «resistencias culturales», y que incluso ha sido
categorizado como «posmodernismo resistente». Se trata de
alumbrar los medios para construir un mundo alternativo al ofi-
cial, sobre todo por parte de criptohebreos y criptomusulmanes.
En la historia de don Rodrigo del morisco Miguel de Luna en-
contramos que éste se lanza «a cuerpo limpio contra el mito
neogótico», dibujándonos «el pasado gótico como una pesadilla
a la que viene a poner fin una providencial invasión musulma-
na» (Márquez, 1991: 51). En cierta forma, se trata de incidir en
el papel jugado por la memoria y la narración, que no son ni
historia ni literatura propiamente dichas. Convengamos con
Yerushalmi en que «el significado de la historia se explora en
forma más directa y más profunda en los profetas que en las
narraciones históricas reales», y que en consecuencia «la memo-
ria colectiva se transmite más activamente a través del ritual que
a través de la crónica» (Yerushalmi, 2000: 16). Ésta puede ser
una singularidad de la cultura española posterior al «bandazo
del siglo XV», la de una resistencia sutil, difícil de percibir a los
ojos de muchos de los atrapados en el encierro casticista y tam-
bién de los que miraron la historia española como la de una pe-
renne batalla librada entre las luces y las tinieblas. En medio
Márquez Villanueva, sin renunciar a aquel reclamo de la supre-
macía de la razón, sitúa muchos espacios de claroscuro. Pode-
mos, por ejemplo, encontrar uno de esos espacios en una de sus
figuras preferidas, san Juan de Ávila. Nos dice Márquez en el
marco de un congreso organizado por el episcopado español
sobre la figura del santo: «La lección para nosotros es que, como
casi toda la literatura ascético-mística, la obra de san Juan de
270
Ávila está fuertemente autocensurada y ha de ser leída, por tan-
to, con una profunda atención a matices y entrelíneas» (Már-
quez, 2002: 81). Le ocurrirá igual con fray Hernando de Talave-
ra, personalidad que le intrigará desde su temprana tesis docto-
ral (Márquez, 2000: 13-32; Barrios Aguilera, 2007). Todas las
ambigüedades posibles, incluidas la de la apostasía consentida,
circularon en torno a los judaizantes e islamizantes (Márquez,
2000: 519-542). Comparten ambos grupos un aspecto en común,
y es la degradación de los ritos originarios de sus cultos, y el
sentido de la diáspora, de la expatriación que creará el concepto
de «patria perdida», operativo hasta el día de hoy prácticamen-
te, tanto en linajes de origen «andalusí» como sefardí de allende
el Mediterráneo (García-Arenal, 2003). En definitiva, Márquez
Villanueva participa de la tarea ciclópea de reintegrar España a
su historia, sin eludir esa espinosa «problematicidad», que in-
eludiblemente ha conducido a sus practicantes a la autocensura,
la marginalidad o al exilio, es decir, a la anomia social, situándo-
los como figuras periféricas e insustanciales del debate científico.
La ausencia de disciplina antropológica en España hasta fe-
chas recientes, no más de 30 años, puede ser una señal inequívoca
del rechazo a todo pensamiento crítico, no sólo por las condicio-
nes políticas de la época, sino lo que es más grave, por la situación
de adocenamiento del pueblo mismo, satisfecho y autocompla-
ciente en cierta forma con su vida cotidiana, y de los intelectuales
que optaron por los fáciles caminos de la adulación a lo estableci-
do (G. Alcantud, 2000b). Márquez Villanueva gusta de señalar que
en España, y en especial en su Sevilla natal, se puede vivir bien sin
necesidad de meterse en arduas problemáticas como las que a
nosotros, los universitarios inquietos, nos acucian, y que son do-
minio poco más que de un puñado de extravagantes.
Esta ausencia de conciencia crítica y reflexiva autóctona ha
convertido a nuestra historia en dependiente, escrita por hispanis-
tas extranjeros que han acertado y desacertado a partes iguales.
Incluso a día de hoy llega a otorgársele un gran premio a Edward
Said, autor de The Orientalism, académico que nunca dijo ni una
sola palabra de España y del islam. La particularidad ibérica que-
da subsumida en la lógica general del orientalismo cuando no del
occidentalismo. Frente a estos mundos extraños a la personalidad
hispana, nuestro autor busca la dimensión específica del «vivir his-
pánico», que ya había explorado su maestro Américo Castro (Már-
271
quez, 1977: 136 y ss.). Cuando Márquez enarbola este asunto lo
hace a plena conciencia de que el «hispanismo» norteamericano,
en el que él se ha movido por obvias razones profesionales, ha
tenido una fuerte componente «occidentalista». Basta echar un
vistazo a la honorable sociedad Hispanic Society of America, radi-
cada en Nueva York, y creada por el prominente hombre de nego-
cios Archibald Huntington en los años veinte del siglo XX, para
hacerse cargo del extremo «occidentalismo» del moderno hispa-
nismo americano (García Mazas, 1962). Márquez Villanueva enla-
za con la tradición hermenéutica del precitado «vivir hispánico»,
sensiblemente diferenciado de las miradas del «hispanismo». Con
ello, Márquez nos sitúa ante otro problema que concierne a los
antropólogos stricto sensu, que el valor de conocimiento local re-
sulta indeclinable para la justa y veraz comprensión de los proble-
mas autóctonos. Este estar «dentro» y «fuera» por la condición de
transterrado de nuestro autor le confiere en la distante soledad
una posición única como observador y hermeneuta cultural. A ca-
ballo entre dos mundos como sus islamizantes y judaizantes, tam-
bién como los exiliados liberales que habitaron la Inglaterra del
romanticismo, Márquez Villanueva ha estado y está en condicio-
nes de aportar verdadera luz a la «realidad histórica de España».
Una característica acusada asimismo del método y estilo de
Francisco Márquez Villanueva que lo acerca a la modernidad de
las ciencias sociales, y en particular a la hermenéutica antropológi-
ca, es su vocación transtemporal. Márquez no ha respetado los
límites temporales de su propia disciplina, de forma que igual po-
demos clasificarlo de «medievalista» que de «modernista» o de «con-
temporaneista». En el mundo contemporáneo cabe subrayar su
edición de Aita Tettatuen, de Benito Pérez Galdós, como un ejem-
plo de su destreza para desbrozar la producción de la imagen del
moro en la España contemporánea, y los debates literarios a que
ha dado lugar (Pérez Galdós, 2004), mostrando sus simpatías por
el cuadro pleno de «vividuras» y «moradas» del autor de los Episo-
dios Nacionales. En los tres dominios tiene sobrada pertinencia y
obra, que lo acerca a los mundos «otros», si bien a él no le gusta el
término «otredad» y quizás tampoco «alteridad», expresiones bár-
baras de una realidad cultural cuya complejidad conoce bien.
Pero por encima de cualquiera de los análisis anteriormente
esbozados Márquez, en su continuado esfuerzo por «leer entre
líneas», verdadera matriz de su sino epistemológico, encuentra el
272
humor. Un humor ciertamente bajtiano que procede de la cultura
popular más profunda, y que busca en la práctica de la risa una
forma de resistencia ante la omnipotencia del poder. Se ha escrito
que para Bajtin «la risa auténtica (no una risa performativa y os-
tentosa) sólo es posible donde y cuando el topos del riente comul-
ga con el topos de los burlados, es decir, donde y cuando la risa, en
efecto, “se revierte contra la propia cara de uno”» (Makhlin, 2000:
73). Al analizar, por ejemplo, las obras de fray Antonio de Gueva-
ra, aparentemente inquisitorial y en el fondo demoledora de lo
establecido, Márquez Villanueva lleva a efecto un análisis profun-
do del mundo entrelineado de la España barroca: «En el fondo,
no es humor sino persecución de la inconsecuencia y el absurdo
dondequiera que se hallen y desde una firme conciencia de que el
fallo de la razón es instancia suprema e irresponsable ante ningún
otro orden de valores» (Márquez, 1968: 47). Y en este mundo se va
dibujando con otros colores la vida y obra de Guevara, tan cerca-
na a la cultura popular de la risa. También la atracción que Cer-
vantes ineludiblemente ha ejercido sobre nuestro crítico posee ese
fundamento. Márquez se reconoce en las obras cervantinas por
ser profundas y, a la par, «muy a fondo risueñas» (Márquez, 1995:
12), lo que les confiere una ineludible conexión con la «risa cósmi-
ca» bajtiana. Conversando con Francisco Márquez no pocas veces
aflora la risa inteligente de quien descubre en la parte grotesca de
la historia su sentido más profundo y trascendente. Esta perspec-
tiva, bien lejos del histrionismo del chiste fácil, da una dimensión
«antropológica» a la obra de Francisco Márquez Villanueva, que
engarza a Dilthey con Bajtin por intermedio de Américo Castro.
Nuestro autor ha llevado a cabo, en definitiva, el inteligente ejerci-
cio antropológico de leer entre líneas sin perder por ello el humor
y el referente autóctono.
273
El proyecto resultó frustrado al interponerse en varios momentos
de su existencia el deseo de doblegar la vida autónoma de la cultu-
ra y la ciencia al dictado de la política, evidenciando un pesado
lastre de nuestras democracias modernas, y en particular de la
española. Granada en sí misma en una «ciudad vórtice», un ojo de
huracán, en la turbulenta historia de las sociedades mediterrá-
neas. En ella se pusieron en escena, antes y después de su conquis-
ta por los castellanos en 1492, poderosos mecanismos de oposi-
ción entre sujetos y facciones que libraron sus batallas unas veces
abiertamente, las menos, y otras soterradamente, las más (G. Al-
cantud, 2005). Una ciudad que encerrada en el complejo español
del «casticismo» pretendía salir de ese encierro a través de diver-
sos proyectos de modernización material y cultural, algunos de
calado profundo y otros simplemente de enmascaramiento. El CIE,
auspiciado casi milagrosamente por instituciones locales, preten-
día llevar a cabo un proyecto de modernidad crítica. Los objetivos
de aquel Centro se pueden resumir en los siguientes puntos:
274
dad que, si no ideal en su convivencia, sí que era mudéjar, es decir,
que conoció algunas formas de pluralidad. Por ello también desde
el principio se estuvo en contra del concepto que necesariamente
acompaña al de multiculturalismo, el de identidad.
Tercero. La propuesta de hacer un centro transdisciplinar fue
una realidad desde el primer momento. Dada la medianía de la
antropología española y los discursos recurrentes —tales como iden-
tidad, estrategia y reproducción— a los que se pegaban como una
lapa epistemológica los etnógrafos españoles, no hubo más reme-
dio que tender la mano al resto de las ciencias humanas, especial-
mente a la historia. Los diálogos del CIE en torno a conceptos in-
flexivos comunes a la antropología y la historia fueron fructíferos y
dieron lugar a un buen número de sus publicaciones. La música
también fue un terreno especialmente abonado para este diálogo.
Cuarto. El acercamiento al mundo marroquí se hizo sobre pa-
rámetros de cooperación cultural, fundados en la conexión acadé-
mica entre universitarios de ambos lugares. Se eludió en todo
momento politizar los encuentros y las colaboraciones, evitando
asumir el complejo de culpa colonial. Se quería tener una imagen
compleja de los problemas y, para ello, se adoptó el punto de vista
del juego de espejos entre las culturas mediterráneas. Objetivo
fundamental en este dominio era construir polos del conocimien-
to comunes entre andaluces y marroquíes, que permitiesen eman-
cipar de tutelas externas metropolitanas a los actantes.
Quinto. En el terreno de las nuevas técnicas de análisis y co-
municación se hizo una apuesta decidida por la imagen, a través
de exposiciones, festivales de cine y publicaciones. El punto de
partida era la significación; no se trataba tanto de una apuesta por
una suerte de realismo social, sino de que los medios de expresión
y lo expresado estuviesen en consonancia con la verdad del discur-
so, y alejado de la retórica artística. Esta idea, que podíamos lla-
mar descolonización de la imagen, estaba vinculada a otra que se
formuló como descolonización del imaginario. El soporte más eco-
nómico y eficaz para este objetivo fue la fotografía, un arte popu-
lar y muy extendido en particular entre los jóvenes.
Sexto. Dada la cortedad de medios con que se movía aquel pro-
yecto con presupuestos económicos hipotecados por la discrecio-
nalidad política y sin posibilidad suficiente para poder planificar, se
desarrolló un modelo de economía moral, en virtud del cual los
recursos se tuvieron que administrar con enorme prudencia para
275
poder alcanzar los objetivos intelectuales propuestos y la enorme
actividad desplegada. No se pudo ni se quiso desarrollar una políti-
ca de especulación cultural, que era la política seguida en la mayor
parte de las instituciones culturales de la época, bajo el dictado in-
mediato de la rentabilidad mediática. Se hizo un trabajo acumula-
tivo y cuya rentabilidad sólo podría obtenerse a medio plazo.
Séptimo. Todo este proyecto se vinculó al intento por conse-
guir una cultura crítica emancipada del discurso político y, por
consiguiente, fundada en la profesionalidad y en la autonomía
real del discurso intelectual. Esto fue, quizás, lo más difícil de
aceptar en una sociedad política como la andaluza, acostumbra-
da a «atar corto» a la vida cultural y científica.
276
PARTE D
CUESTIONES EPISTEMOLÓGICAS:
ANTROPOLOGÍA, CRÍTICA
E INGENIERÍA POLÍTICA
277
Algunas vías son fallidas, por ejemplo la interpretación herme-
néutica de la política, análisis con el que comenzamos este apartado.
Otras son extremadamente productivas. Véanse la historia, el psicoa-
nálisis y la ingeniería política. La primera es una subdisciplina con-
solidada, con sus practicantes y textos referenciales que tiene un gran
futuro, sobre todo desde el momento en que la falsa dicotomía entre
antropología e historia fue suturada por Evans-Pritchard en los años
sesenta. La relación entre ambas disciplinas se nos presenta natural,
y sin grandes zonas de conflicto epistemológico. No ocurre igual con
el psicoanálisis, sometido él mismo a controversia en los tiempos
recientes, y con el cual se intentó dialogar a través de varias entradas
en los años setenta, sobre todo por la mediación «estructuralista»,
pero no únicamente. Retomar ese diálogo interrumpido se presenta
fundamental para dilucidar la naturaleza de las estructuras profun-
das de la psicología colectiva en diferentes culturas y situaciones his-
tóricas. No cabe eludir, como preveía Michel de Certeau, una rela-
ción a tres bandas entre antropología, psicoanálisis e historia. Final-
mente, trataremos de la ingeniería política ejercida desde la
antropología, una posibilidad abierta por el círculo boasiano, y en
especial por Ruth Benedict, a partir de la Segunda Guerra Mundial,
que luego no ha tenido excesiva continuidad. La renuncia a la políti-
ca por parte de la antropología ha dejado el campo abierto a una
politología y sociología de cortos vuelos, carente de referentes «pro-
fundos», tales como la irracionalidad, para comprender y ejercer el
asesoramiento en la toma de decisiones. Terminaremos interrogán-
donos sobre el problema nodal de hacia dónde puede dirigir hoy día
la antropología sus análisis críticos. Le damos respuesta al poner de
relieve un asunto poco o nada explorado: la especulación cultural.
278
CAPÍTULO 1
UNA POSIBILIDAD EPISTÉMICA FALLIDA:
LA INTERPRETACIÓN HERMENÉUTICA
DE LA POLÍTICA1
279
ción. Los ejemplos tomados de la preceptiva para príncipes de
los siglos XVI y XVII son muchos. Las reconstrucciones que luego
han hecho Kantorowicz y Balandier de las mismas son relevan-
tes. «La institución imaginaria de la soberanía —escribe Balan-
dier— aparece así como el producto de un largo trabajo en el
que el cuerpo del rey es a la vez medio y resultado. Se trata
de una transfiguración por la que la sociedad misma se transfi-
gura, una doble identificación del rey con la realeza y de la socie-
dad real con la sociedad ideal de la tradición» (Balandier, 1988:
47). Puesto que el príncipe constituye la cabeza del cuerpo polí-
tico, a él deben ir dirigidos los tratados de preceptiva con los que
se espera obtener en el dominio de las decisiones una influencia
duradera. Aunque existan otros tipos de tratados políticos, como
el reservado en España por Castillo de Bovadilla a la «política
para corregidores y señores de vasallos en tiempos de paz y de
guerra», editado en 1704, la mayor parte de la preceptiva políti-
ca de la edad moderna va dirigida a los gobernantes de los Esta-
dos. En ellos se acumula la experiencia de los viajes, de la com-
paración entre los sistemas de gobierno, y sobre todo se recurre
a los hechos de la antigüedad grecorromana, de los que se ex-
traen ejemplos aleccionadores.
Maquiavelo consigue exponer descarnadamente el empleo cí-
nico del poder tal como lo habían formulado, sin saberlo él, los
teóricos confucianos siglos antes en otras latitudes y tiempos (Levi,
1995). El florentino expone el siguiente panorama para quien ac-
cede al poder: «Con ello te hallas tener por enemigos todos aque-
llos a quienes has ofendido al ocupar este principado, y no puedes
conservarte por amigos a los que te colocaron en él, a causa de
que no te es posible satisfacer su ambición hasta el grado que ellos
se habían lisonjeado» (Maquiavelo, 1978: 15). Al ser el poder una
fuerza estructurada previa a la llegada del príncipe, su permanen-
cia en el mismo dependerá de la habilidad personal que desplie-
gue en su ejercicio. La voluntad del príncipe, aparentemente om-
nímoda, está limitada por la estructura; de ahí las múltiples y cíni-
cas recomendaciones que lo harán triunfar o fracasar en el ejercicio
del poder político. Los prontuarios escritos y publicados para alec-
cionar a quienes tienen el poder suplantarán en la educación del
príncipe renacentista a la transmisión oral, de origen cortesano.
Uno de los más firmes cimientos del ethos del poder habrá de
ser la fama, en evitación del triunfo absoluto del poder encarnado
280
en el príncipe. Dirá Saavedra Fajardo en sus «Emblemas políti-
cos», publicados en 1640 y dedicados al rey de España, que la
fama que imperecederamente debieran buscar los gobernantes
no consiste tanto en la superficial alabanza como en la gloria fun-
dada en la virtud: «Yerran los que piensan que basta dejalla en las
estatuas o en la sucesión; porque en aquéllas es caduca, y en éstas
ajena, y solamente propia y eterna la que nace de las obras. Si
éstas son medianas, no topará con ellas la alabanza, porque la
fama es hija de la admiración. Nacer para ser número es de la
plebe. Para la singularidad, de los príncipes. Los particulares obran
para sí. Los príncipes para la eternidad. La cudicia llena el pecho
de aquéllos. La ambición de gloria enciende en éstos» (Saavedra,
1988: 107-108). El límite de esta fama reside en lo superior; quie-
nes saben cuáles son las debilidades del príncipe son tanto Dios
como los historiadores «por temor a la pena y a la infamia». Aña-
de con acierto notable Diego Saavedra: «Y así, temen más a los
historiadores que a sus enemigos; más a la pluma que al acero. El
rey Baltasar se turbó tanto de ver armados los dedos con la pluma
(aunque no sabía lo que había de escribir), que tembló y quedó
descoyuntando. Pero, si a Dios o a la fama pierden el respeto, no
podrán acertar, porque en despreciando la fama, desprecian las
virtudes» (Saavedra, 1988: 109). La objetividad del ethos, como
límite del poder del príncipe, es el recurso frente al cinismo extre-
mo del interés propio protoabsolutista.
La interpretación de la tiranía del príncipe no encontró tan-
tos analistas como tuvo la construcción de su poder, las argucias
para mantenerse en él y las limitaciones a su ejercicio, emana-
das del ethos religioso y moral. El pueblo, categoría sumamente
cuestionada sociográficamente pero operativa desde el punto de
vista conceptual para comprender a las multitudes pasivas o en
acción en la edad moderna, sabía quiénes eran los tiranos. Etienne
de la Boétie, uno de los primeros en acceder a la desconstruc-
ción del poder de las tiranías, pudo escribir: «Llego ahora a un
punto que, creo, es el resorte y el secreto de la dominación, el
sostén y el fundamento de la tiranía. El que creyera que son las
alabardas y la vigilancia armada las que sostienen a los tiranos,
se equivocaría bastante. Las utilizan, creo, más por una cuestión
formal y para asustar que porque confíen en ellas [...]. Ni la ca-
ballería, ni la infantería constituyen la defensa del tirano. Cuesta
creerlo, pero es cierto. Son cuatro o cinco los que sostienen al
281
tirano, cuatro o cinco los que imponen por él la servidumbre en
toda la nación» (La Boétie, 1980: 89). Llegado a este punto, La
Boétie sostendrá que esa camarilla cercana al príncipe participa
de sus secretos, sabe de sus debilidades, y ha corrompido a otros
600, que a su vez corrompieron a 6.000, para gobernar mediante
la corrupción a la nación. Las iras, pues, deberán dirigirse con-
tra ellos, contra los cortesanos. Y concluye: «Ésta es la razón por
la que un tirano jamás es amado, ni ama él mismo jamás. La
amistad es algo sagrado, no se da sino entre gentes de bien que
se estiman mutuamente, no se mantiene, sino también median-
te la lealtad y una vida virtuosa» (La Boétie, 1980: 98). Esta áci-
da visión del poder, como pudieron comprobar Clastres, Aben-
sour y Leroux —los modernos introductores del autor renacen-
tista— es excepcional por cuanto escrita y editada, ya que si bien
el pueblo conocía esa estructuración del poder, al no haber acce-
dido aún al uso de la escritura, carecía de medios para fijar su
visión emic. Quizás sea La Boétie el primer tratadista en recoger
el sentir común respecto al poder y su naturaleza; de aquí su
importancia primigenia para la antropología política.
En una cultura emblemática como la barroca, el aprendizaje
público y político no es sólo teórico o práctico, será sobre todo
simbólico. «El barroco añade uno de los que podemos llamar as-
pectos de la experiencia psicológica: los ojos son los más directos y
eficaces medios de que podemos valernos en materia de afectos»
(Maravall, 1983: 504). Carmelo Lisón ha hecho hincapié oportuna-
mente en el aspecto ritual de esta cultura emblemática, donde cada
acto tiene un sentido codificado, mas siempre tras una urdimbre
práctica y racional. Tal como sostiene Lisón el rey, culminación de
la cultura simbólica barroca, no es tanto una «identidad fenoméni-
ca, sino más bien el juicio crítico analítico en operación» (Lisón,
1992: 177). Respecto al siglo XVIII, Peter Burke desde una antropo-
logía histórica muy sólida planteó cómo se acaban dominando las
técnicas de construcción del héroe político, dando lugar en la hi-
pérbole del absolutismo a la «fabricación de Luis XIV». Son técni-
cas guiadas no sólo por una fenomenología monárquica sino igual-
mente por el juicio crítico. Para ello Burke adopta una posición
que él mismo cataloga de ni «inocente» ni «cínica», acercándose
más bien a los fundamentos del teatro: «La comparación entre la
política y el teatro —escribe Burke— era habitual en el período
que estamos tratando. Para sus contemporáneos, como para la
282
posteridad, el Rey Sol era una estrella», en el sentido dramatúrgico
(Burke, 1995: 187). La interpretación «teatral» del poder induce a
emplear la idea de ritual, como ya hiciera C. Geertz para el Estado-
teatro del Bali precolonial.
Las analogías entre la estructuración del mundo y el univer-
so respondían a los parámetros de lo incognoscible y de lo cos-
mológico. Campanella, abundando en esta óptica, pudo de esta
guisa esgrimir cómo los designios divinos venían a coincidir con
el devenir del imperio español de la edad clásica. Su mirada mi-
lenarista impide tener presente cualquier veleidad racional en el
análisis del poder de su época: «Ya se ve casi cumplida la profe-
cía del fin del mundo —arguye—, tanto en la naturaleza como
en la política, dado que las estrellas fijas de Tauro y Escorpión
han cambiado de lugar, y el Sol ha descendido 10.000 millas ha-
cia la Tierra» (Campanella, 1991: 77). Qué duda cabe que persis-
te el deseo nostálgico de cerrar nuevamente la brecha interpreta-
tiva racionalista abierta por Maquiavelo o La Boétie. E incluso
de negar el efecto teatralizador de las alegorías, o sea, el desplie-
gue de las culturas simbólicas. El pliegue utópico de Campanella
se hace a expensas de otro: la restauración astrológica.
283
Nietzsche que indaga en el poder, dirá que «la genealogía se opone a
la historia como la visión de águila y profunda del filósofo en rela-
ción a la mirada escrutadora del sabio; se opone, por el contrario, al
despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los inde-
finidos teleológicos» (Foucault, 1980: 8). Se opondrá en definitiva a
la búsqueda del «origen», una de las ultimidades más asentadas en
la interpretación social, una de las distorsiones más recurrentes frente
a la genealogía de los acontecimientos.
Marx hace genealogía de los acontecimientos políticos de su
propia época, empleando para ello la historia como recurso o
herramienta. De ahí su seductor interés. Pero su interpretación
resulta fallida en la medida en que los grupos sociales no se ade-
cuen a la «lucha de clases», otra suerte de suplemento metahis-
tórico; entonces se oscurece la significación del acontecimiento.
Así interpreta, verbigracia, la revolución de junio de 1848 en París:
«Venció la república burguesa. A su lado estaban la aristocracia
financiera, la burguesía industrial, la clase media, los pequeños
burgueses, el ejército, el lumpenproletariado organizado como
Guardia Móvil, los intelectuales, los curas y la población del cam-
po. Al lado del proletariado de París no estaba más que él solo»
(Marx, s.d.: 16). Su visión de la historia es siempre instrumental
en función de los grupos sociales, que hay que delimitar nítida-
mente en su lógica histórico-estructural. Desde su juventud Marx
critica en Hegel la visión hipostasiada y abstracta del Estado.
Marx quiere eliminar de la comprensión política del Estado «la
base natural de la familia» y «la base artificial de la sociedad
civil» (Marx, 1968: 16), para apoyar su existencia sólo en las lu-
chas clasistas. El Estado ya no es abstracto ni «natural», sino
instrumental. Al introducir la función en la genealogía distrae a
ésta de la semiosis estructural.
Hasta la invocación fantasmática vendrá en auxilio funcio-
nal de los nuevos o viejos detentadores del poder: «En esas revo-
luciones —escribe Marx a propósito de la recurrencia al clasicis-
mo por los revolucionarios franceses—, la resurrección de los
muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para
parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión tra-
zada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad,
para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no hacer
vagar otra vez su espectro», escribirá a propósito del empleo de
las analogías clasicistas por parte de los republicanos franceses.
284
La pretensión de Marx era llevar a cabo una genealogía histórica
del poder, sosteniendo este análisis en la existencia de un vínculo
directo entre estructura social y económica e ideología. Marx,
sin embargo, consciente de las limitaciones que a su análisis
imponen un tiempo y un espacio muy particulares, querrá am-
pliar sus conocimientos, empleando para ello la información et-
nográfica disponible en la época, con un resultado fragmentario
y disímil, en cuanto intento de proyección de un modelo de mo-
delos de fundamento comparativo o etnológico. El intento pos-
terior de los antropólogos marxistas de inferir este modelo, en
base a las pocas líneas pergeñadas por Marx y Engels sobre las
«sociedades precapitalistas», ha estado siempre determinado por
los análisis preexistentes sobre el propio sistema capitalista y
sobre las transformaciones del mismo en las sociedades extraeu-
ropeas (Bloch, 1983: 20).
La conexión entre la interpretación marxista del poder y la
interpretación funcionalista del mismo es obvia. Marxistas y fun-
cionalistas pronuncian el mismo lenguaje, acaso con objetivos
ideológicos diferentes. Empero ambos hablan del poder en tér-
minos de funcionalidad, bien sea bajo formas instrumentales
individuales, grupales o clasistas. El poder está reificado de ma-
nera habitual en las instituciones protoestatales o estatales que
lo sostienen. Se les podría aplicar la opinión esgrimida por G.
Balandier en los inicios de la antropología política instituida: los
funcionalistas se encargan de «fundar y/o mantener el orden so-
cial, asegurar la seguridad, pero su naturaleza misma no ha sido
elucidada» (Balandier, 1991: 225). Malinowski incluso indica la
permanencia de las funciones pero no de las instituciones en la
ley primitiva. En concreto, les critica que «se limitan general-
mente a las relaciones “internas” que el poder ordena y en su
especificidad le consideran bajo el aspecto de un sistema de rela-
ciones bien articuladas, comparable a los sistemas orgánicos o
mecánicos». La funcionalidad del marxismo responde a los mis-
mos criterios interpretativos, con el añadido supuestamente in-
terior de la «lucha de clases», como el «vademecum» dialéctico
capaz de explicar toda la genealogía histórica.
La pregunta por las instituciones es directamente una inte-
rrogante lanzada a la naturaleza del poder político, que no se
hacen ni el marxismo ni el funcionalismo, atenazados por unas
interpretaciones sociales y económicas que los subordinan al in-
285
terés. Cabe traer a colación a este propósito la idea protoestruc-
tural de los dos cuerpos del rey, avanzada por E. Kantorowicz.
Las intituciones políticas tendrían un cuerpo inmortal capaz de
tomar decisiones fundadas en un conjunto de conocimientos
amplio y experiencial. «Las instituciones —ha escrito M. Dou-
glas— se sobreponen a las dificultades iniciales de la acción co-
lectiva mediante la utilización de analogías formales que arrai-
gan una estructura abstracta que se impone a la naturaleza» (Dou-
glas, 1996: 86). La afirmación del orden social en el orden político
como conclusión lógica de toda colectividad humana nos lleva a
la comprobación de que existen corrientes analógicas de sentido
estrictamente político, capaces de instituir el poder más allá de
los individuos. La permanencia de las instituciones políticas por
encima de cualquier debilidad o cambio momentáneo, hace afir-
mar a Douglas que «sólo cambiar las instituciones sirve para
algo», y que por tanto «de ellas deberíamos ocuparnos, no de los
individuos, y deberíamos hacerlo continuadamente, no sólo en
momentos de crisis» (Douglas, 1996: 180). Sólo una visión es-
tructural como la precedente permite abrir el debate sobre las
instituciones. Afirmación ésta, reformista, que se ha acabado
imponiendo en las sociedades democráticas, después de com-
probar por vía de la experiencia, pero también analítica, que las
instituciones permanecen siempre.
Los excesos ritologistas y mitologistas en la interpretación
antropológica, devenidos en algunas ocasiones hermenéuticos,
centran ahora la polémica sobre el futuro de la mirada etnográ-
fica de la política. ¿Es posible leer el mundo no como un texto
religioso sino político, como una permanencia constante de la
política, interpretable bajo el prisma del sentido y la acción sim-
bólicos? E. Gellner en uno de sus últimos escritos dejó dicho:
«Una versión “hermenéutica” de un sistema político nos deja
preguntándonos si se nos ha ofrecido una explicación de orden
social o meramente una descripción de la atmósfera de ese or-
den social» (Gellner, 1997). Es una crítica coincidente con la vie-
ja separación durkheimiana entre «hechos» y «valores», que otor-
gó el estudio de los primeros a la sociología y politología y de los
segundos a la antropología. La versión hermenéutica es un pro-
cedimiento categorial para eludir esa improcedente distinción,
pero sus limitaciones son muchas, sobre todo en función de la
política contemporánea interpretada como acción.
286
La incapacidad de algunos hermeneutas para interpretar el
sistema político más allá del lenguaje queda de relieve en los
escritos políticos de Paul Ricoeur, y en especial en aquellos estu-
dios que consagró a H. Arent y J. Potocka, la tratadista del tota-
litarismo y el filósofo inspirador de la Carta 77 de la oposición
democrática checa, respectivamente. Allí hace derivar la discu-
sión sobre la política hacia la moral (Ricoeur, 1991: 15-92), cuando
en realidad, desde un punto de vista estructural, como hoy resul-
ta más evidente aún por los múltiples «affaires» acontecidos en
las democracias occidentales, el funcionamiento de los sistemas
políticos es naturalmente «amoral», dado que éstos están regi-
dos por la concurrencia de los intereses propios. No serían, pues,
ni el lenguaje ni la moral los núcleos fundadores de la máquina
política sino el interés. Observaremos a continuación más dete-
nidamente las diferencias entre las posiciones «filosófica» y «an-
tropológica» sobre la política.
287
lla, 1994). La envidia desde el punto de vista antropológico, sin
embargo, puede ser contemplada como un regulador entrópico
negativo. Las sociedades altamente igualitarias en lo moral, como
la andaluza, tienen muy desarrollado el ethos de la envidia con el
fin de contrarrestar las desigualdades sociales, productoras de caos,
de entropía positiva. La envidia es una relación de poder, si bien
no se presenta en las conciencias como claramente política; sólo
lo sería de manera tangencial, siendo su rostro formal la moral.
Si la envidia tiene una componente social innegable, el per-
dón posee una inclinación política en cuanto transacción moral.
Cuando desde el ámbito de la filosofía V. Jankélevitch se pregun-
ta por la naturaleza del perdón lo asocia a un don gratuito: «Per-
donar es dispensar al culpable de su pena, o de una parte de su
pena, o liberarlo antes del cumplimiento de su pena; y por nada
y a cambio de nada; gratuitamente; por añadidura». El perdón
se acerca y cuestiona a la vez la exactitud de lo jurídico: «Consti-
tuye para la ley un principio de movilidad y de fluidez: esta ley,
por la gracia del perdón, se mantendrá pneumática, evasiva y
aproximada» (Jankélévitch, 1999: 17). En el fondo esta cualidad
moral posee las más profundas repercusiones políticas por su
omnipresencia en los pactos. Caso parecido al del reconocimien-
to. Este último, encarado por T. Todorov desde una perspectiva
antropofilosófica, constituye un hecho social de mutuo recono-
cimiento y, por tanto, sin la componente gratuita del perdón.
Tanto el perdón como el reconocimiento, desde una óptica an-
tropológico-social, son actos referidos al ethos, que tienen su ori-
gen en una estructuración objetiva de la sociedad orientada por
la «política», es decir, por la lucha por la ubicación en el poder y
en el sentido social. No cabe, pues, una consideración autónoma
y absoluta, como categorías morales universales, ni del perdón
ni del reconocimiento; pero mucho menos del perdón, cuyo ori-
gen reside en el concepto de culpa, de exclusiva dependencia
ideológica cristiana. El perdón y el reconocimiento en una eco-
nomía de las prácticas sociales y políticas son utilitarios, a pesar
de la gratuidad moral del primero.
Subrayaremos cómo la sociología, y no tanto la filosofía, nos
ofrece un fértil terreno de diálogo transdisciplinar con la antro-
pología. Tomando como claves interpretativas conceptos fácil-
mente «moralizables», G. Simmel profundizó en el sentido so-
cial y sistémico de nociones tales como «amistad» y «secreto».
288
N. Luhmann, más recientemente, aborda en esta óptica sistémi-
ca la noción de «confianza», llegando a señalar que ésta es una
reducción del sentido social. La confianza reduciría funcional-
mente la complejidad del sistema social, ya que según Luhmann
«el apoyo más importante de la confianza viene de las funciones
que desempeña en el ordenamiento del procesamiento de la in-
formación interna al sistema» (Luhmann, 1996: 46). En esta
misma óptica han funcionado quizás dos de las mayores adqui-
siciones en el campo del ethos por parte de la antropología: las
nociones aparejadas de honor y vergüenza, tal que claves inter-
pretativas del sistema social y de su ethos, como nos han mostra-
do tantas monografías.
Otra noción fácilmente interpretable desde la política: la trai-
ción. La traición, como la envidia, porta el estigma social del mal.
La traición, y el traidor con ella, son considerados unas de las
abyecciones más significativas de la política, a la vez que una de
sus prácticas más comunes. Un traidor en las luchas políticas ac-
tuales del País Vasco es peor que un enemigo; es la hipérbole de la
abyección social (Azurmendi, 1998). A la muerte del presidente
francés François Mitterrand se desataron infinidad de acusacio-
nes contra su figura, muchas de ellas en forma de libelos más o
menos fundados. Mas antes de su propia muerte se quiso justifi-
car, o dar coherencia teórico-moral, a sus infinitas traiciones me-
diante un juego dialéctico muy antiguo. Los hagiógrafos D. Jeam-
bar e Y. Roucaute, desde el periodismo y la filosofía política, edi-
taron un Éloge de la trahison en el que equiparan la traición a una
superior comprensión de las fuerzas ocultas que gobiernan el
mundo de lo político: «Chirac, como Mitterrand, no pretende eri-
girse en demiurgo de la política. Sabe de la existencia de fuerzas
superiores a las suyas, que actúan en lo más profundo del país, y
que los esquemas ideológicos que orientan la acción política de-
ben tener en cuenta esos movimientos de fondo, so pena de pro-
vocar fracturas espantosas. Allí es donde la traición adquiere su
grandeza» (Jeambar & Roucaute, 1999: 35). No se trata, por tan-
to, de encontrar en el hecho moral, ampliamente constatable en
la política diaria, una ley objetiva, sino de invertir el código, ha-
ciendo moral lo inmoral. Evidentemente la antropología posee
otros códigos de comprensión para la traición, en especial el uni-
versal antropológico fundado en la teoría de la segmentariedad,
que convierte a las alianzas en estrategias utilitarias al servicio de
289
la conservación social. Así, por ejemplo, puede contemplarse en
las alianzas matrimoniales de las sociedades bereberes del Atlas
marroquí, que acaban deviniendo una acumulación de capital
político tribal (Hart, 1981). La fidelitas personal responde más a
una visión romántica de la política que a una constante histórica.
Las leyes de la conservación social son ineluctables, o al menos
mucho más inevitables que las leyes morales.
En el campo estrictamente antropológico social quisiera seña-
lar aquí el estudio de M. Herzfeld sobre la burocracia contempla-
da no sólo como una estructura objetivable desde el punto de vista
de las relaciones de poder, sino también como una parte sustanti-
va de la estructura simbólica y de la organización racional del
gobierno en las sociedades modernas. En su perspectiva, la «pro-
ducción social de la indiferencia» adquiere una doble dimensión:
la simbólica y la estructural-funcional (Herzfeld, 1994: 17). La «in-
diferencia», como la «confianza», sí son conceptos de aplicabili-
dad política y social, que nos abren a la reflexión social y política.
El de la envidia puede ser tenido en cuenta por la antropología
social bajo el dictum de las estructuras igualitarias y segmentarias
subyacentes. Mientras, los de traición y perdón se remiten a los
terrenos propios de la moral, más difíciles de antropologizar.
En cualquier caso, la búsqueda de lo particular nunca perde-
rá de vista etnográficamente el encuentro con los universales
antropológicos, desplazando en este cometido a la filosofía. Nos
lo dice Carmelo Lisón, desde la antropología: «La “fons et origo”
tiene que ser, necesariamente, común, permanente, universal [...].
Deseos, poderes y energías, pulsiones, fantasías inconscientes y
operaciones mentales comunes y universales producen por do-
quier instituciones y hechos sociales similares» (Lisón, 1983b:
156-157). La antropología sociocultural adquiere, como bien sa-
bemos, la capacidad analítica de universalizar sobre la base et-
nográfica de lo concreto, y nunca pierde ese norte.
290
práctico es un campo de reflexión esencial para la antropología
social; precisamente la disciplina se constituye para dar cauce y
restaurar el valor del «sentido común», de lo que dice, piensa y
hace la gente corriente. Es una huida de la filosofía, sobre todo
de sus períodos más escolásticos. Lévi-Strauss relató en Tristes
trópicos la alegría con que escapó del escolasticismo que se veía
obligado a enseñar en un lycée, y cómo, como consecuencia de
ello, se encaminó al Brasil selvático. La filosofía clásica resulta-
ba hasta cierto punto huera y pesada en el sentido más profun-
damente nietzscheano. En Estados Unidos la reacción de W. Ja-
mes contra el «intelectualismo idealista» de fenomenólogos como
H. Bergson, rebelión llevada a cabo en nombre de una «filosofía
de la experiencia», se había iniciado previamente con los albores
del siglo (James, 1910: 213-266). Este «sentido práctico», luego
defendido en nuestro ámbito disciplinar por Pierre Bourdieu y
Marshall Sahlins, también tuvo su vínculo siquiera indirecto con
el pragmatismo.
El pragmatismo vuelve en la actualidad en el terreno de la
reflexión politológica. R. Rorty ha hecho notar que su evolución
filosófica hacia un hic et nunc como el de M. Douglas presupone
una nueva modalidad de ética, que no está guiada por ninguna
teleología, tal como ocurriera en los sistemas orientados por la
teología o la ideología. Ahora bien, de esta posición no se infiere
que cualquier sistema o modo de pensamiento político sean equi-
parables: «Una cosa —escribe Rorty— es decir, falsamente, que
no hay nada que elegir entre los nazis y nosotros. Otra es afirmar
correctamente que no existe un terreno neutral y común al cual
un experimentado filósofo nazi y yo podamos recurrir para sol-
ventar nuestras diferencias. Ese nazi y yo siempre nos atacare-
mos poniendo en cuestión cuestiones cruciales y argumentado
circularmente» (Rorty, 1998: 41). Son aprioris fundados en el
«sentido común», y vinculados a su vez al sentido práctico.
Poseemos algunos ejemplos de trabajos propiamente antro-
pológicos o inspirados por la antropología que han puesto en
relación el sentido práctico, el ethos y la acción política. Casi
todos se refieren a sociedades asiáticas, en especial a la china y a
la vietnamita. Son las obras de S. Potkin, J.C. Scott y R. Madsen.
La tensión fundante entre ethos colectivo e interés propio, se ha
hecho más aguda en aquellas sociedades campesinas como la
china en las que la acción política centralizada del maoísmo pro-
291
curó instituir una ideología cooperativista entre unos campesi-
nos habituados, según la moral confuciana, a justificar su ancla-
je en el interés propio, interpretándolo émicamente como parte
del bien común (Madsen, 1984: 12). Las modificaciones profun-
das en el ethos han basculado desde la confrontación con la mo-
ral confuciana, secularmente arraigada en el campesinado chi-
no, hasta el triunfo actual del utilitarismo de procedencia occi-
dental. Quedó segregada a los márgenes la lucha por construir
políticamente una nueva moralidad conforme a los ideales co-
operacionistas del socialismo. La resistencia del campesinado a
asumir este ethos formaría parte de los procesos de ocultamien-
to ideológico y pragmático a los que las clases populares y cam-
pesinas están habituados en el combate cotidiano por la supervi-
vencia. Ese ethos del interés propio será el motor del sentido
práctico. Así lo ha sostenido Hirschman: «En los intereses no
hay engaño» (Hirschman, 1997). La mirada antropológica, al te-
ner presente esta situación, se opone a cualquier otro análisis
ideologizado sobre los grupos y las clases sociales, y sobre los
fundamentos coercitivos del poder. El poder ya no es algo exte-
rior, está fundamentado en el interior de la vida social.
También es perceptible este cambio de rumbo teórico en la
mirada sobre las luchas sociales. No se trata tanto de contem-
plarlas desde el lado del «ethos» como de situarse plenamente en
el lado émico, para hacer hablar a los actores contraponiendo su
mirada microscópica, sagaz y sutil, inducida por el ocultamien-
to de información, a la ética ideologizada de los poderes y con-
trapoderes visibles. Es lo que hizo J. Mintz, por ejemplo, con los
supervivientes y sus descendientes del drama social de Casas
Viejas, en la España de los años treinta (Mintz, 1999). Y lo que
realizó G. Collier al señalar que las luchas de los socialistas revo-
lucionarios en una localidad agraria de Huelva durante la Se-
gunda República española eran un combate larvado por la auto-
nomía del individuo, encubierto como lucha política clasista (Co-
llier, 1997). En realidad, la política más profunda de la acción
social de los individuos, colectiva o singularmente, iba más allá
de lo puramente político; valga la tautología.
En definitiva, las instituciones políticas son creadoras de «sen-
tido» en una medida sólo comparable con los sistemas y comple-
jos religiosos. «Las reservas de sentido social objetivado y proce-
sado —escriben Berger y Luckmann— son “mantenidas” en de-
292
pósitos históricos de sentido y “administradas” por institucio-
nes» (Berger, 1994: 43). Pero también existirían «comunidades
de sentido» más allá de las instituciones, en cuyas urdimbres
reside la razón de ser del «sentido práctico» enfrentado al senti-
do abstracto. El verdadero problema debe ser contemplado hoy
a la inversa de como lo fue en la época de predominancia teórica
del marxismo popular: la convergencia con las ideologías extraí-
das del sentido institucional, en el poder o en la oposición, pro-
duce una pérdida del «sentido práctico», y un subsiguiente em-
pobrecimiento del ethos político, al simplificarse la interpreta-
ción del mundo y adoptarse ahora una visión maniquea de la
política, enmascarada por la noción calculadamente ambigua
de dialéctica. El sentido práctico se sostendría en la medida en
que es un habitus, es decir, que es una «interiorización de la exte-
rioridad», lo cual permite «a las fuerzas exteriores ejercerse, pero
según la lógica específica de los organismos en los que están
incorporadas» (Bourdieu, 1991: 95). El sentido obtiene su razón
de ser en la practicidad que se automatiza convirtiéndose en
habitus, y en cierta forma así se opone a la «ideología».
Finalmente, hemos de señalar que, a diferencia de la sociolo-
gía que se ha convertido en buena medida en un auxiliar inter-
pretativo del poder instituido, las plurales antropologías, inclu-
so la antropología política, «rehúsan significar un diagnóstico,
trabajando en la heterogeneidad como reflejo de la diversidad
de las culturas y de las formas de funcionamiento de las socieda-
des» (Abélès & Jeudy, 1997: 17). Esta heterogeneidad conduce al
relativismo cultural más radical y, por consiguiente, a una per-
manente oposición desconstructiva al poder. De tal manera, la
función heterogénea de la antropología coincide con el progra-
ma trazado por F. Boas tendente a negar la naturalidad de las
diferencias raciales, o marcar la pequeñez o insignificancia de
las mismas (Boas, 1962: 41). Los intentos compulsivos de hacer
coincidir raza con Estado se enfrentan desde sus inicios con los
objetivos de la antropología, disciplina inclinada a poner en re-
lación alteridad y poder. La antropología, en especial a partir de
la posmodernidad, tiende a sostener conscientemente una «poli-
fonía» respecto al poder, huyendo de cualquier identidad (Gled-
hill, 1994: 223). Sus logros teóricos desconstructivos son, por
consiguiente, sobre todo de alcance práctico. Lo que la sitúa ac-
tualmente a su pesar en el rol del «viejo topo» marxiano.
293
CAPÍTULO 2
UNA DISCIPLINA MANIFIESTA:
LA ANTROPOLOGÍA HISTÓRICA
Y LAS PROFUNDIDADES PSICOANALÍTICAS
294
En el salto entre Marc Bloch y un historiador contemporá-
neo como François Hartog observamos la persistencia de la mis-
ma cuestión: el papel jugado por las mentalidades colectivas y,
por ende, de las variables irracionales en el hecho histórico. Ob-
servando a los grandes historiadores, desde Heródoto hasta Fus-
tel de Coulanges o Michelet, Hartog encuentra una relación ínti-
ma entre el oficio de historiador, la imaginación y la visibilidad
de los hechos. El historiador, como el antropólogo, siempre que-
ría ir a lo más profundo, a lo que debe explicarnos la narración
histórica más allá de su superficie. Para Hartog, por ejemplo,
Michelet no sería sólo un «buzo, visitador de los muertos y de los
archivos», dado que es un «viajero de ojo participante, que debe
siempre tener orejas, ya que la historia habla»: «Para Michelet
—escribe Hartog—, lo mismo que es necesario saber ver lo visi-
ble, es necesario saber entender la historia, es decir, comprender
lo que las crónicas con su blablabla dicen de hecho, lo que los
muertos murmuran o, mejor, no ha de rechazarse lo que el pue-
blo nunca ha formulado. Tal como un Edipo resolviendo los enig-
mas, el historiador sabe la verdad de las voces de los muertos y
puede, precisamente por esta razón, entenderlos y hacerlos ha-
blar en su singularidad» (Hartog, 2005: 144). Hartog relaciona
ese mundo con la viveza de los documentos aparentemente iná-
nimes, cubiertos de polvo. En ese camino se interpone el descu-
brimiento del culto a los muertos a partir de 1804, que dio lugar
en París al surgimiento moderno del cementerio de Père Lachai-
se, con sus túmulos funerarios levantados a las celebridades. La
muerte contemporánea, como la taumaturgia monárquica me-
dieval, son manifestaciones de la presencia de lo irracional en la
historia, más allá de todo intento categorial, alumbrado por la
Ilustración, de echar luz sobre la narración histórica. Esa persis-
tencia de lo irracional en el acontecimiento histórico es la que
invalida los intentos de ciencias positivas grandemente positivis-
tas, como el marxismo, y nos devuelven al diálogo entre las cien-
cias sociales y humanas, y más en particular entre la historia, la
antropología y el psicoanálisis.
Siempre fue un campo interpretativo fértil esa triple conexión
entre antropología, historia y psicoanálisis, pero al igual que fér-
til ha sido abandonado a favor de las interpretaciones causales
hiperracionalistas. En el pasado, y tras las críticas a la monocau-
salidad freudiana, centrada por ejemplo en el complejo de Edi-
295
po, que hicieron antropólogos desde B. Malinowski hasta C. Lévi-
Strauss, demostrando la pluralidad de causas, y la dificultad para
establecer universales antropológicos, uno de los terrenos más
sugerentes para el diálogo entre antropología y psicoanálisis fue
la línea abierta por Carl Jung. Al descentrar Jung el mundo del
inconsciente de la sexualidad, probablemente situó al psicoaná-
lisis en un mundo angelical, donde la noción religiosa de «alma»
está siempre omnipresente, pero lo abrió a exploraciones sobre
el mundo de los mitos y los estereotipos en mayor medida que
Freud. Esta línea ha dado como resultado la obra de Gilbert
Durand, Estructuras antropológicas del imaginario, donde se atien-
de a la existencia de un régimen nocturno y otro diurno del ima-
ginario colectivo. Cierto que sobre la base de generalizaciones
sobre el comportamiento del «imaginario» se podría arribar a
versiones de nuevo esencialistas e introspectivas de las profun-
didades de la psicología colectiva. Este problema está presente
en la antropología realizada por la escuela Eranos, derivada del
psicoanálisis jungiano, tendente a realizar análisis «trascenden-
tes». La antropología social, mucho más incrédula en materia
analítica, atiende más al concepto ilustrado de «lumières», y pone
límites al deslizamiento psicológico. El límite lo pone la «reali-
dad real» obtenida a través del trabajo de campo. De ahí pueda
explicarse la predilección de los antropólogos por los casos anó-
micos, de trance, locura, etc. que han proporcionado un terreno
de diálogo disciplinar fecundo con obras clásicas como las de
Roger Bastide sobre los cultos afroamericanos, de Georges Dé-
vereux sobre la complementariedad disciplinar enfrentada a las
«otras psiquiatrías», o la de Vincent Capranzano sobre la psi-
quiatría popular marroquí. Pero la historia como tal estaba ex-
cluida de un diálogo que se libraba en los márgenes.
Cabe conjeturar que el estructuralismo levistraussiano y el la-
canismo, con sus múltiples guiños y cruces implícitos, han tenido
más aceptación y crédito entre los antropólogos que las aporta-
ciones de la escuela jungiana. En los orígenes del psicoanálisis de
Jacques Lacan ha de tenerse presente la voluntad de construcción
teórica del círculo Acéphale, constituido por Roger Caillois, Geor-
ges Bataille, Michel Leiris, e incluso el propio Lacan, por algún
tiempo. Este círculo quería explorar la parte mitológica de la rea-
lidad, y se dotó de un programa de estudios en torno al mito y su
plasticidad que fue bautizado como «sociologie de l’imaginaire».
296
La capacidad del mito para hacerse transhistórico eliminó toda
posibilidad de encuentro con la historiografía de la época, aunque
ésta siguiese exigiendo explicaciones a lo irracional.
No puede olvidarse, sin embargo, que existe una parte esca-
samente explorada en la historia reciente tanto del psicoanálisis
como de la antropología, que son las influencias mutuas entre
Jacques Lacan y Claude Lévi-Strauss. Recientemente se ha pues-
to de manifiesto la importancia del período 1951-1957 para am-
bos, en el que interactuaron sus respectivas teorías. Para Lacan
con su «retorno a Freud» que suponía poner en lo social el pro-
blema psicoanalítico sustrayéndolo de las yoidades, y para Lévi-
Strauss por su descubrimiento de la trascendencia de lo incons-
ciente. En lo que se refiere al contacto con la historia téngase
presente que, para Lacan, «el sujeto lo es de un sistema simbóli-
co por reconstruir, o bien de situaciones históricas que deben
descifrarse en el criptograma que encierra el conjunto de los fo-
nemas constituyentes del núcleo de verdad del deseo reprimido
y el polo de resistencia más vigoroso al desvelamiento». De ahí
que «el objeto del trabajo psicoanalítico, no es el hic et nunc de la
transferencia sino el “tiempo pasado”, no en cuanto exigiría una
investigación de historiador, sino en cuanto requiere un análisis
del trabajo de reconstrucción histórica hecha por el sujeto con
respecto a las situaciones de historia» (Zarifopoulos, 2006: 59).
Para Lévi-Strauss el problema de la historia se resume en los
conceptos de tiempo de cada sociedad, con culturas «frías», sin
aceleración histórica, y culturas «calientes», como la nuestra,
con gran aceleración. Pero todas ellas se miran en un pasado,
condensado en las «frías» a través del mito, y en las «calientes»
en la historia, tal como la concebimos hoy día. Habiendo acuer-
do implícito entre Lacan y Lévi-Strauss respecto al valor y al
lugar de «lo inconsciente», quedaba por dilucidar el papel que
jugaba en todo este complejo el pasado, la memoria y la historia.
Sobre este particular ninguno de los dos ha ido más allá, dejan-
do abierto, no obstante, el campo a futuras interpretaciones, y a
una línea de pensamiento inédita.
Quizás, a nuestro juicio, las obras excepcionales que ofrecen
modernamente más luces sobre la conexión entre historia, antro-
pología y psicoanálisis sean las de Michel de Certeau y de Yosef
Yerushalmi. La de Yerushalmi versa sobre la memoria judía, y
con sus análisis nos pone en la pista de la problemática profundi-
297
dad de la narración histórica, la cual no se agotaría sólo en la
metáfora y el símbolo. «El significado de la historia se explora en
forma más directa y más profunda en los profetas que en las na-
rraciones históricas reales, la memoria colectiva se transmite más
activamente a través del ritual que a través de la crónica» (Yeru-
shalmi, 2002: 16). La memoria trasciende por su significado a la
historia misma. Por su parte, Michel de Certeau se interrogó di-
rectamente sobre el lugar de la historia en todo este proceso. Para
Certeau la historia tiene la dimensión de luchar contra la ficción:
«Pero por su lucha contra la fabulación genealógica, contra los
mitos y las leyendas de la memoria colectiva o contra las derivas
de la circulación oral, la historiografía crea una distancia en rela-
ción al decir o al creer comunes, amparándose en esta diferencia
que la acredita como sabia distinguiéndola del discurso ordina-
rio» (Certeau, 1987: 53). Pero sobre la historia sabia se cierne
siempre el «fantasma»: «El “Otro” es el fantasma de la historio-
grafía, el objeto que busca, honra y entierra. Un trabajo de sepa-
ración se efectúa en esta proximidad inquietante y fascinadora
[...]. La búsqueda histórica del “sentido”, no es sino la búsqueda
del otro, pero esta acción contradictoria trata de envolver y ocul-
tar en el “sentido” la alteridad de este extraño, o, lo que es lo
mismo, trata de calmar a los muertos que todavía se aparecen y
ofrecerles tumbas escriturísticas» (Certeau, 2004: 130). La me-
moria no finaliza con la muerte. Dixit W. Benjamin: «El don de
encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo le es dado al
historiador perfectamente convencido de que ni siquiera la nues-
tra estará segura si el enemigo vence». Según Reyes Mate, el de-
seo de justicia mantiene viva la memoria (Mate, 2006). La explo-
ración de la memoria no ha hecho más que comenzar.
Dos son las pruebas mayores a que se someten las sociedades
contemporáneas para contrastar su grado de madurez reflexiva:
la antropológica y la psicoanalítica. Una sociedad muy cuestio-
nada desde la modernidad como la islámica se confronta direc-
tamente con el pensamiento antropológico. El antropólogo Ab-
dellah Hammoudi se pregunta, por ejemplo, sobre la peregrina-
ción a La Meca y sus vertientes críticas, lindando entre la lectura
antropológica posmoderna y la experiencia en las profundida-
des psicológicas de dicha experiencia (Hammoudi, 2005). Bajar
a esas lecturas analíticas es una violencia situada en el corazón
del islam intemporal, ajeno a las modificaciones del pensamien-
298
to moderno. El psicoanálisis en ese cometido viene en auxilio de
la antropología. El psicoanalista Bensalama se pregunta recien-
temente por la resistencia del islam a aplicarse la prueba psicoa-
nalítica, sobre todo en lo referente al lugar del padre y al origen
en la cultura islámica. El retorno del islamismo a los orígenes
constituiría una suerte de delirio cuya naturaleza hay que anali-
zar tanto psicológica como antropológicamente. «En el caso de
la ideología islamista, no se trata sólo de un retorno a, expresión
en la que puede reservarse la metáfora y la mirada interpretativa
significando el alejamiento de la fuente, sino del recurso deliran-
te al origen, recurso que no es posible más que en la medida en
que hay una negación de la interpretación» (Benslama, 2002: 35).
El bloqueo sistemático a todo análisis tiene atado el pensamien-
to islámico actual a sus posibilidades interpretativas, y de ahí
proviene el rechazo radical a la antropología y al psicoanálisis.
De hecho, si comprobamos cuáles son las disciplinas más difíci-
les de asimilar por un pensamiento teocrático como el islam,
obtenemos que son precisamente el psicoanálisis y la antropolo-
gía. Restituir las estructuras profundas a la historia es realizar la
mayor tarea de Sísifo en relación con la función social de las
ciencias sociales.
299
CAPÍTULO 3
UNA APUESTA DE FUTURO INCIERTO:
PROSPECTIVA E INGENIERÍA POLÍTICAS1
300
releída y no enfocada, como se ha hecho hasta ahora, como una
suerte de brazo ideológico del proceso colonial. El complejo co-
lonial de la antropología debe ser revisado a fondo, ya que es un
lastre epistemológico para pensar el vínculo entre antropología
y política. Téngase presente que la antropología, al asumir las
reivindicaciones de las minorías, y defender su derecho a existir
y a perseverar, se ha enfrentado frecuentemente a las élites de los
países descolonizados. En realidad, si volvemos a Rousseau, como
deseaba Lévi-Strauss, hallamos que en aquella figura mayor de
la filosofía de las Luces tenemos recortadas las dos figuras, las
del ciudadano y las del buen salvaje. La antropología al otorgar
derechos morales y políticos a uno y a otro ha dotado de conte-
nido a la noción de «igualdad» radical. Pero también hemos de
tener presente el lugar desde el que nos habla Rousseau: especu-
la sobre el buen salvaje, pero no desea retornar a ese estado, sino
a uno nuevo, en el que la ciudadanía sea el concepto motriz. La
supremacía del concepto de ciudadanía democrática no admite
dudas en Rousseau, como no lo admite tampoco en Morgan,
quien daba por perdida cualquier posibilidad de supervivencia
para los iroqueses si no se integraban en la nación americana, o
sea, en el sistema democrático.
Perdida toda esperanza de convertir la antropología social en
una ciencia «natural», como pretendía Lévi-Strauss en los tiem-
pos de mayor optimismo histórico respecto a las posibilidades
racionalizadoras de la antropología, sólo nos resta apuntar al
saber crítico, retornando al punto de partida foucaultiano. La
antropología es una ciencia no dogmática, que no está fundada
en axiomas inamovibles, y que periódicamente se cuestiona su
propia existencia. Tiene introducida la duda en su núcleo duro,
lo que la hace especialmente sensible a la existencia de un clima
democrático formal.
La antropología social, a pesar de los intentos para convertir-
la en una tecnología «aplicada», no deja de poseer elementos
anómalos en su interior, que proceden de su estar al otro lado del
espejo. De hecho, el poder político confía poco en sus habilida-
des para ajustar las «tuercas y tornillos» de la arquitectura so-
cial. En su permanente estado de alerta frente a todo poder, infe-
rido de la experiencia de la «antropologización» del antropólogo
como sujeto, intuimos el origen de esa desconfianza. La antro-
pología es una ciencia crítica a la cual le había augurado Michel
301
Foucault un gran futuro, junto al psicoanálisis. Foucault les lla-
maba «contraciencias» a ambas, y las relacionaba entre sí: «El
psicoanálisis y la etnología no son tales ciencias sociales huma-
nas al lado de otras, sino que recorren el dominio entero, que
animan sobre toda la superficie, que expanden sus conceptos
por todas partes, que pueden proponer por doquier sus métodos
de desciframiento y sus interpretaciones» (Foucault, 1978: 367).
De hecho, la noción de posmodernismo resistente (Foster,1983),
derivada asimismo de la concepción foucaultiana de la antropo-
logía, está influyendo mucho en la antropología social, hasta
hacerla salir de su sopor «aplicado» en Estados Unidos, la patria
de la antropología útil, como concepto, método y técnica, y lle-
varla al campo de la función crítica.
De otro lado, la antropología es una ingeniería, concepto que
no tiene cabida en la crítica cultural de un Foucault o un Bour-
dieu. Criticar el concepto ingeniería y apostar por la desconstruc-
ción ideológica supone en cierta forma participar de la espera
escatológica para alcanzar un tiempo mejor en el que acceder al
poder. Ciertamente el concepto de ingeniería supone ponernos
del lado de la «filosofía de la tecnología», considerando que pode-
mos intervenir en partes del sistema guiados por los principios de
la ciencia y la profesionalidad. Creo que la primera dirección, la
que podríamos llamar foucaultiana o bourdieuana, es sumamen-
te nihilista, ya que en su fuero interno ha renunciado a conquistar
el poder, y vive en un nicho social cómodo: el del trabajo crítico.
La segunda posee un presupuesto previo, ganar el poder con un
trabajo topológico sobre éste, y actuar como una ingeniería. Al no
formular este deseo práctico la antropología política se concibe
fuera del marco de cualquier posible ingeniería, dejando el campo
libre para disciplinas que no han saltado al otro lado del espejo y
que al no poder ejercer funciones de modificación sustancial de la
realidad sólo operan sobre la superficie.
Pocos son los casos en los que la ingeniería antropológica ha
conseguido modificar situaciones políticas. El caso de Ruth Be-
nedict estudiando la comunidad japonesa de la costa oeste ame-
ricana para facilitar la ocupación del Japón en guerra, y acelerar
la finalización de la misma, es un hecho importante pero anec-
dótico. Como lo es también el caso menos conocido de Marcel
Griaule y Paul Rivet y sus intervenciones ante la Union Françai-
se a favor de los brujos africanos y de las modificaciones tibias
302
en el proceso de descolonización del imperio francés. Se trata de
casos singulares en los que el poder ha empleado como consul-
tores a antropólogos con resultados interesantes. Otros casos son
más vergonzantes: el plan Camelot de 1965 para desestabilizar
Chile con empleo de antropólogos, o el papel de los antropólo-
gos en Tailandia en los años sesenta para conseguir una infor-
mación que era guardada por la CIA americana (Boudarel,1976).
Los contactos entre antropología y política nos dejan, por consi-
guiente, un sabor agridulce. No es ahí donde queremos insertar
nuestro discurso vindicativo, ya que la subordinación acrítica al
poder no forma parte de la reivindicación de la probable practi-
cidad de la antropología política.
Las repercusiones políticas del discurso antropológico han
sido en ocasiones indirectas. Hoy debiera estar claro que el dar-
do lanzado por Lévi-Strauss en La pensée sauvage en los años
sesenta era en esencia político: la relatividad cultural fue inocu-
lada de manera definitiva en las culturas occidentales. Qué más
da que Lévi-Strauss no bajase de su apartamento para contem-
plar los efectos de la revuelta del 68, si su tetralogía «Mitológi-
cas» era un auténtico anillo de aceleración mental puesto en fun-
cionamiento en el París intelectual.
La pregunta por la posibilidad de llevar a cabo una antro-
pología política práctica en prospectiva y resolución de conflic-
tos es de una liminalidad absoluta en nuestra disciplina, centra-
da básicamente en los estudios sociales y en la aplicación de su
conocimiento a la suturación de conflictividades en los márge-
nes sociales. La pregunta por la política en antropología fue en
primer lugar primitivista, ya que el objeto de su estudio concer-
nía a los sistemas políticos extraoccidentales, y en segundo lugar
cuando reorientó su cometido, con la crisis poscolonial, se cen-
tró en el estudio teórico de fenomenologías simbólicas, princi-
palmente. La antropología está, en consecuencia, exiliada del
campo de la política.
Varios son los campos sobre los que puede intervenir la an-
tropología política actual en sociedades democráticas como la
francesa o la española. Estos campos pueden ser comunes, en-
303
marcados sólo en los rasgos generales que presentan todas las
sociedades democráticas, o específicos, dependiendo de la tradi-
ción nacional de cada país, y las formas específicas de gestionar
la acción política. Los puntos que siguen irán transitando desde
lo común hasta lo específico.
304
industria editorial en todo este proceso fue explicitado por Haber-
mas, desarrollando el concepto de «opinión pública» hasta acu-
ñar el de «espacio público» (Habermas, 1992).
El proceso lógico de las encuestas, como las precitadas del
Eurobarómetro, no tiene grandes recovecos: conciencia de bien-
estar de la clase media, complicidad de los medios de comunica-
ción, y creación de ideología. El vínculo que une este complejo
con los políticos es evidente. Ya Pierre Bourdieu desde el campo
de la sociología crítica había señalado hace años que «las proble-
máticas que proponen las encuestas de opinión están subordi-
nadas a intereses políticos», y que «la encuesta de opinión es, en
el estado actual, un instrumento de acción política», dado que
«su función más importante consiste, quizá, en imponer la ilu-
sión de que existe una opinión pública como sumatoria pura-
mente aditiva de opiniones individuales; en imponer la idea de
que existe algo que sería como la media de las opiniones o la
opinión pública» (Bourdieu, 2000: 222).
Dos factores que no suelen tenerse presentes en este tipo de
sondeos son la opacidad de los ciudadanos, que se denomina por
regla general «voto oculto», y que provoca grandes distorsiones
en los resultados finales de las encuestas electorales, y por otro
lado, los factores aleatorios que intervienen en el proceso electo-
ral. El voto oculto se produce en aquellas áreas donde el control
social es más estricto, por ejemplo en las áreas rurales. Algunos
tratadistas encuadraron este voto en el llamado «cinismo políti-
co» (White, 1980), en virtud del cual una persona puede tener e
incluso militar en una determinada ideología y votar la contraria
por razones de «favor» o por puro pragmatismo, guiado por el
propio interés y el de su núcleo familiar más inmediato. En este
ámbito cabe interpretar que las «mayorías invisibles» votan guián-
dose por un sentido común que difiere de lo que los militantes
ideologizados pretenden, como se demuestra con el voto anar-
quista en la Segunda República española, momento en el que las
bases de la central sindical ácrata no siguieron las consignas abs-
tencionistas de sus dirigentes (Vilanova, 1997, 2006).
Una concepción del poder que tenga presente el azar sola-
mente es posible desde la antropología, que otorga un importan-
te cometido a la irracionalidad y a la ilogicidad. El resto de las
disciplinas se sostienen sobre todo en la idea de acción racional.
Cabe esgrimir, no obstante, que podemos llamar azar a todo aque-
305
llo que no controlamos, y que un atentado terrorista no difiere
de otras estrategias, sino que pertenece a un ámbito estratégico
que nosotros no controlamos, sencillamente.
En cuanto al azar basta mirar a una de las últimas elecciones
generales españolas, las celebradas en marzo de 2004. Las encues-
tas intentaban acotar el voto, e incluso se daban por supuestos
unos resultados favorables a la derecha en el poder. Estas previ-
siones quedaron torcidas por la irrupción del terror en la campa-
ña. Tres días antes de las elecciones generales, el 11 de marzo de
2004, un gran atentado destrozó todas las previsiones electorales,
sumergiendo a la población en un estado de conciencia transfor-
mado, que actualizó abruptamente la memoria de 2 años antes,
período en el que los movimientos sociales en contra de la guerra
iraquí habían sido desoídos por el gobierno de derechas. Este «au-
tismo» gubernamental seguía una larga tradición que antes ha-
bían iniciado los gobiernos de izquierda, al no tener en considera-
ción huelgas generales y manifestaciones masivas, relacionadas
con la pertenencia a la OTAN, o con reivindicaciones sociales en
los años ochenta y noventa. El azar, formulado como sorpresa,
calculado en otro tipo de estrategias, «volcó», en expresión de la
prensa del momento, los resultados electorales, y tuvo una ola de
influencia sobre las elecciones regionales francesas del mes siguien-
te, en las que la izquierda política también arroyó a la derecha.
306
titución de antropología práctica. Yo, que fui su creador, tuve la
ingenua pretensión de construir un centro de excelencia y críti-
co, que fuese realmente autónomo de las decisiones políticas, y
que actuase bajo razones puramente intelectuales. En definitiva,
me expresaba en términos propios de la filosofía ilustrada. Y al
igual que el CIE Ángel Ganivet, una institución singular que deja
tras de sí una gran cantidad de simposios, publicaciones, exposi-
ciones, y promoción de la cultura científica, fue liquidado por la
insidia y la mediocridad, encarnada en esta ocasión no tanto
como cabría esperar en la derecha política, como en la izquierda
estalinista integrada actualmente en la socialdemocracia. Este
proyecto de modernidad fue cerrado por un puro y arbitrario
deseo político, cuyo impulso respondía a una concepción de la
política que nos parecía extinguida o en retroceso, según la cual
las decisiones se toman en un pequeño círculo de poder de los
partidos y no responden más que ante ese círculo.
En Francia se han dado casos similares, de mayor calado,
como el cierre de los Museos del Hombre, de Artes y Tradiciones
Populares y de Artes Africanas y Oceánicas, radicados en París.
En realidad, y según lo vengo observando hace tiempo, no ha
habido capacidad de decisión autónoma del campo antropológi-
co sobre el particular, y lo cierto es que la voluntad de la presi-
dencia de la República se ha impuesto sobre cualquier otro cri-
terio de racionalidad; con lo cual, yo deduzco, las artes «primiti-
vas» sobre todo han sido sustraídas al control de los antropólogos,
como sostenía con tenacidad digna de todo elogio el reciente-
mente fallecido Jean Rouch (G. Alcantud, 2007). De ello hemos
hablado y volveremos a hablar.
Queda claro que toda capacidad de mediación cultural no
solamente está abandonada a otros sectores universitarios o pro-
fesionales, sino que la comunidad antropológica es incapaz de
generar su propio debate sobre el futuro de los museos de etno-
grafía, que le está siendo sustraído por la decisión política y por
la mayor capacitación técnica de otras profesiones. Y ello ocurre
porque la antropología ha renunciado al poder político. Acaso la
mediación cultural queda neutralizada desde el instante que sólo
se refiere a «la relación etnológica con los objetos de la cultura»
(Paggi, 2003: 116).
307
2.3. La memoria y el mito político
308
riadores, entorpecidos por la inmediatez y la urgencia del momento,
quieren ahora (2007) «recuperar la memoria histórica» de la Segun-
da República. No son conscientes, o no quieren serlo, de los hilos
que maneja el poder y los contrapoderes políticos sobre ellos, acti-
vando y desactivando problemas históricos.
Tal como se planteaba Lévi-Strauss hace tiempo, hemos de inte-
rrogarnos sobre la relación entre la construcción del mito y el vínculo
con la memoria: «Lo propio de los mitos —decía en la lección inau-
gural del Collège de France de 1960—, que ocupan un lugar muy
importante en nuestra investigación, ¿no es acaso evocar un pasado
abolido y aplicarlo como una trama sobre las dimensiones del pre-
sente, para descifrar allí un sentido donde coincidan las dos fases
—la histórica y la estructural— que oponga al hombre su propia
realidad?» (Lévi-Strauss, 1977: 11). La activación de la memoria po-
lítica, a este tenor, precede a la creación intencional del mito político.
309
de los que hayamos tenido en España por su violencia y las im-
plicaciones políticas subsiguientes. La respuesta de Azurmendi
iba en dirección a denunciar la acomodación entre multicultu-
ralismo y cuestionamiento de la democracia: «Son antropólogos
—en referencia a los que lo atacan— del determinismo cultural y
del diferencialismo o absolutización de la diferencia menor; an-
tropólogos que adoptan la cultura como nueva naturaleza y que,
por odio a la extensión global de los valores democráticos, han
convertido al extranjero en nueva clase revolucionaria que aca-
bará con el autóctono y sus valores, en definitiva nada más que
racistas. Xenofilia de salón pero fobia a la democracia, además
de etnicidad y multiculturalismo» (Azurmendi, 2003: 122).
El problema suscitado a este tenor es que la inmigración es un
problema bloqueado epistemológicamente por las políticas del sen-
tido, que obligan por definición a adoptar una posición militante
en relación a la misma. Esta posición está orientada por la piedad
de matriz rousseauniana y, en ocasiones, incluso por lo que se refie-
re a la inmigración africana por el neoorientalismo (G. Alcantud,
2006d), que fija la imagen idealizada del moro, hasta el punto de
mimetizar su presencia actual con la de los antiguos moriscos. Hay
quien ha hablado por ello del «retorno de los moriscos», haciendo
notar que los nuevos inmigrantes españoles se mueven en los mis-
mos espacios territoriales en los que estuvieron los descendientes
de los antiguos moros españoles, es decir el levante y el sur de Espa-
ña. Cuando Azurmendi ha traspasado los límites de la etnicidad
vasca, y su ideal de tierra paradisíaca, hacia la crítica de los dere-
chos de etnicidad diferencial de la inmigración, ha recibido el ata-
que de quienes tienen anclada su somera epistemología en la etnici-
dad, ratio última del discurso excluyente. La politización de su caso
indica, cuanto menos, la ausencia de laboratorios de pensamiento
que intervengan sobre estos problemas con el carácter desconstruc-
tivo y la facilidad de la deriva militantista.
310
ropeo existe la convicción que son iguales en términos democrá-
ticos. Efectivamente, en términos absolutos el sistema político
francés y el español son muy semejantes en su conformación y
adhesión a los valores democráticos. Pero presentan algunas di-
ferencias que no se nos escapan y que pasan fundamentalmente
por el nódulo de su existencia en el siglo XIX. Mientras Francia
presenta una fuerte idea de patriotismo, que propende a identifi-
car la nación francesa con la propia democracia (G. Alcantud,
2003c), en España el patriotismo está tensionado entre el espa-
ñol identificado con la derecha política, estigmatizada por su
supuesta ligazón con el franquismo, y una izquierda, que no pre-
senta batalla en este ámbito sino que prefiere eludir el asunto, y
los patriotismos periféricos, con una fuerte dosis de irredentis-
mo. Hasta la evolución de los símbolos nacionales está anclada
en esa dialéctica: Francia, a pesar de los numerosos avatares de
su historia en el siglo XIX, posee unos signos de identificación
nacionales muy claros, la bandera tricolor y la Marsellesa, cuya
significación y evolución ha merecido la atención de buena par-
te de la obra de Maurice Agulhon. Los símbolos nacionales de
España permanecen divididos. En cierta forma, la bandera re-
publicana y la monárquica, y los respectivos himnos de esas op-
ciones, no han capitulado en sus pretensiones de representar a
la totalidad del país, con resultado adverso. Por ello, podemos
hablar de la existencia de dos países, dos banderas (G. Alcantud,
2006a), que no se reconocen en una historia común más que
para diferenciarse.
Esta diversidad de tradiciones políticas tiene repercusiones
en el campo del conocimiento, que en el caso particular de la
antropología nos ofrece una perspectiva propia. Los orígenes de
la antropología social en Francia residen en la filosofía del siglo
XVIII, mientras en España se reivindica a los cronistas america-
nos del siglo XVI. En el terreno del folclore científico, mientras
en Francia hay una tradición de anticlericalismo de matriz jan-
senista, como puede observarse en la figura ya mencionada de
Pierre Saintyves, en España ese mismo anticlericalismo procede
del «regeneracionismo», movimiento que cifró la redención
de la nación en la pedagogía llevada al pueblo. A finales del siglo
XIX los intelectuales franceses, o al menos una parte muy impor-
tante de ellos, representada sobre todo por Durkheim, no ha-
bían renunciado a la racionalidad científica, mientras en Espa-
311
ña muchos de ellos se veían abocados al campo del periodismo y
la literatura por ausencia de un clima propicio para estos fines
racionalistas; entonces se produjo en este último país un auge
del ensayismo (G. Alcantud & Robles, 2000).
Tras los acontecimientos de finales de los años treinta los exi-
lios francés y español en el mundo intelectual tienen asimismo
dimensiones diferenciadas. Mientras el primero se dirigió hacia
el exilio definitivo fertilizando sobre todo América Latina, el se-
gundo fue sólo temporal, y permitió el regreso, tras la liberación,
de figuras como André Breton, Paul Rivet o Claude Lévi-Strauss;
la continuidad estaba garantizada en el caso francés y no así en el
español. En los años sesenta Francia pone en circulación el «es-
tructuralismo» como un vasto movimiento intelectual sobre pará-
metros intelectuales muy semejantes, hasta el punto que pode-
mos hablar de una organicidad ideológica del mismo. España,
por los mismos años, sometida todavía a la doble ruptura de la
generación del 1898 y del franquismo, no tiene capacidad sufi-
ciente para constituir polos del pensamiento en ciencias sociales
y, como consecuencia de ello, se impone en los círculos que las
cultivan una heterogeneidad muy inorgánica, fundada en la mul-
tiplicidad de influencias exteriores, y sobre todo en el autodidac-
tismo. Esta diferencialidad provoca inmediatamente dos situa-
ciones bien claras: la autosuficiencia de Francia, sobre todo frente
a la alta cultura estadounidense, y la dependencia española de
otros centros de pensamiento. La existencia de políticas de exce-
lencia en Francia, y su ausencia en el medio universitario español,
empeñado en la acumulación de capital simbólico en el exterior,
es uno de los efectos más inmediatos. La existencia de los «hispa-
nistas» como discurso sobre lo español acuñado desde el exterior
o desde el exilio, ha bloqueado la reconciliación con la propia his-
toria. No ocurre igual en Francia, que ha creado y controlado su
narración histórica. En antropología es clave la existencia de una
corriente «hispanista». El campo de las representaciones está pre-
sidido por las paradojas: mientras en Francia se tiene en la época
poco interés por lo que ocurre teóricamente en el exterior, si ex-
ceptuamos acaso Estados Unidos e Inglaterra, se posee por el con-
trario una gran curiosidad exotista asimilable a través de la expe-
riencia estética; en España ocurre a la inversa, se tiene curiosidad
por la teoría generada más allá de las fronteras, y poco interés por
las investigaciones exteriores de campo.
312
En definitiva, la política científica francesa tiene mucho de
«patriótica» si bien es a la vez muy analítica y desconstructiva.
La española está muy centrada en las identidades regionales,
hasta el punto de tener casi un complejo de dependencia con las
mismas. El resultado hoy es que, mientras la antropología fran-
cesa propende mucho a la alteridad, la española lo hace a la iden-
tidad, y mientras la primera se halla hoy día en mi opinión afec-
tada por el signo del enclaustramiento, la española acaso respira
casi una dialógica libertaria en sus métodos y objetivos.
Lo anterior quiere decir que las implicaciones políticas de las
antropologías francesa y española son muy diferentes, si bien
ambas están comprometidas, como sosteníamos al principio, con
la democracia como modus vivendi posible sin discusión. Las
posibilidades para un proyecto de ingeniería política parten de
esta situación diferenciada. Podemos inferir que a la antropolo-
gía política francesa no le afectan los puntos concernientes a la
desconstrucción de las identidades como en España, sólo consti-
tuyen unos someros aspectos de diferencialidad folclorizante
(Cuisenier & Segalen, 986). En España, sin embargo, los regio-
nalismos, sí amenazan al centro político. Parcialmente le afecta
el punto concerniente a la gestión de la memoria, ya que existen
lagunas importantes en el pensamiento francés, como los he-
chos de 1961 arriba relatados, o el colaboracionismo vichyois.
En este sentido, la memoria española es mucho más clara, en
sus adscripciones, que la francesa que presenta más opacidades.
No obstante, existen puntos en común, como es el análisis de los
modos de representación y de gestión en las sociedades demo-
cráticas, es decir lo concerniente a los sondeos y a la mediación.
Por supuesto, la relación entre ciencias sociales y democracia es
muy estrecha, y es, como demostramos más arriba, su único
medio de desarrollo.
En el campo específico de la antropología política francesa
ésta se encuentra muy formalizada desde sus propios orígenes
en torno a figuras tales como Georges Balandier o Marc Abélès.
Problemas como el Estado y los modelos de representación ins-
titucional centran su dominio. Quizás el análisis de la «vida coti-
diana» de los políticos sea interesante para la comprensión de la
«tribu» política, de su funcionamiento interno y de las formas de
legitimidad externa e interna, tal como lo ha hecho Marc Abélès
en el parlamento francés (2001) o en los organismos de la Unión
313
Europea (1992). Pero este método resulta de todo punto insufi-
ciente para la comprensión de los mecanismos coercitivos de
formación del poder. Quedan excluidos del análisis los factores
opacos de la vida política, que hoy por hoy siguen siendo los
factores clave de la conformación del poder. La antropología
política española, adaptándose al esquema anterior, es muy re-
ciente y está centrada sobre todo en procesos clientelares en el
dominio rural.
En relación al poder e influencia alcanzados por la ciencia
política o a la historia política su significación es mínima. La
opinión que le merece el estatuto actual de la antropología a
Marc Abélès y H.P. Jeudy, es el siguiente: «El porvenir de la an-
tropología política reside en su resistencia a la categorización
profesional, su posibilidad misma de sostener una posición de
transversalidad que corresponda mejor a sus objetivos de inves-
tigación sobre la heterogeneidad de las culturas. En este sentido,
está en condiciones de mantener una perspectiva crítica en el
corazón mismo de los procedimientos de homogeneización cul-
tural y política desarrollados por los gestores del Estado» (Abélès
& Jeudy, 1997: 21). Sin lugar a dudas, no es ésta la perspectiva
que nosotros hemos adoptado, ya que cabe interpretar esa posi-
ción como de acomodación a la realidad del poder.
Sin este marco de convergencias y divergencias, las posibili-
dades para reclamar una común relación cara a aspirar a una
gestión profesional de la política no existen. La base diferencial
y los elementos comunes permitirán llevar a adelante labores de
consultoría en materia política, lo que hoy nos está vedado a los
antropólogos en ambos países, probablemente por haber acep-
tado el rol diletante y/o marginal de nuestra disciplina.
314
CAPÍTULO 4
UNA REALIDAD PARA LA ANTROPOLOGÍA
CRÍTICA: LA ESPECULACIÓN CULTURAL1
315
los valores mobiliarios. Deje de reír de inmediato: el humor había
traspasado el límite del respeto humano.
No entraremos en las razones de la quiebra que, como es sabi-
do, siempre suelen ser las mismas: el fraude fundado en el desfase
entre los bienes reales y las inversiones. Me reía para mis adentros
por el camino al coloquio citado, mientras oía la infinidad de ne-
cedades que vomitaban las emisoras, dado que yo había sido de
los pocos en denunciar la íntima conexión entre fenómenos apa-
rentemente lejanos que se están produciendo ante nuestros ojos,
como son el expolio del museo de Bagdad o el desmantelamiento
de los museos de antropología franceses, cuyas razones últimas
residen en la mencionada especulación artística. El argumento
para el funcionamiento del sistema capitalista es fácil: uno de los
sectores de más segura inversión son los bienes escasos, y entre
éstos los artísticos, y entre los artísticos la arqueología y el arte
primitivo. La especulación artística como parte de la especula-
ción cultural es un hecho cierto y comprobado.
316
plutocracia del centro de las ciudades del mundo europeo (Calatra-
va, 2006). Hoy, sin embargo, sabemos que la expropiación concier-
ne igualmente al mundo de los afectos, amén de al de la economía.
Un ejemplo, bien elocuente entre muchos, que está en el cen-
tro del movimiento especulador tanto urbanístico como cultural
contemporáneo, aconteció en el centro de París, si bien 100 años
después de la Comuna, movimiento que una vez finalizado desató
el frenesí especulador de Haussmann, y a sólo 4 de la última revo-
lución parisina de importancia: mayo del 68. Se trataba de elimi-
nar los paisajes urbanos de los afectos bohemios, ligados a los
mercados centrales de París, Les Halles, renovados arquitectóni-
camente de manera paradójica por aquel Napoleón III, príncipe
de todas las especulaciones, gracias a la construcción de los pabe-
llones modernistas debidos al arquitecto Victor Baltard. Los pa-
bellones no interrumpieron, no obstante, la vida bohemia que ro-
deaba a los mercados. Se ha escrito de aquel ambiente: «Esto era
un paraíso de bistrots a la vez inconfortables y familiares. Los res-
taurantes fijaban todavía un menú, sobre una pizarra, con tiza, y
se le consumía entre el olor de las cocinas, en la misma mesa que
un chófer y una jovencita. Este pueblo menudo se agitaba incan-
sablemente, con una guasa que no era más que de él, y un sonrien-
te mal humor que los tiempos modernos no habían dejado subsis-
tir más que allí» (Juin, 1972: 3). Éstos eran los mercados alegres,
imparables, que habían dado lugar a uno de los volúmenes de los
Rougent-Macquart de Émile Zola: Le ventre de Paris (Zola, 1974).
Éste era el París popular, que fue descrito por Zola como una suer-
te de Babilonia. Se imponía higienizarlo tras el 68, culminando
un proceso que no había conseguido plenamente Haussmann ex-
pulsando a las clases peligrosas de parte de París. Y sobre todo,
como en tiempos del prefecto Haussmann, de especular urbanís-
ticamente, a la vez que se expulsaba definitivamente del centro a
la incómoda bohemia, classe dangereuse donde las hubiera.
«M. Pompidou —escribieron los críticos de los setenta— se
reserva el llano de Beaubourg [el lugar de Les Halles] para allí
hacer elevarse un monumento a su reinado. Los hombres de di-
nero se frotaban las manos y obtenían las complacencias de los
políticos. He aquí lo que dirá la historia. Y tendrá razón. Tanto
más razón cuanto que la destrucción de los pabellones Baltard
ha constituido el saqueo de la idea más generosa, la más popular
y la más espontánea que había nacido en mucho tiempo: era una
317
animación colectiva, inmediata, colorista. Pero hay gentes que
no aman la alegría y la consideran malsana: lo han demostrado
en esta ocasión. Todavía un pequeño esfuerzo, señores, para ce-
sar de ser republicanos: la transformación de Sainte Eustache
en parking de pago. El altar de Santa Rita no consolará más a las
jóvenes putas: servirá de caja registradora. Esta proposición es
seductora, ¿no es cierto?, para ser tomada en serio allá arriba,
entre los poderosos» (Juin, 1972: 4). El relato de aquella despo-
sesión del centro de París fue trazado cinematográficamente en
clave de metáfora por el director contestatario Marco Ferreri en
la película Touche pas à la femme blanche! (1975), película a la
que hicimos alusión en el primer capítulo. En ella, recordemos,
se ve cómo el general Custer, arropado por la plutocracia, se en-
frenta en batalla épica a los indios de las praderas. Todo el filme
transcurre en el enorme socavón dejado por las excavaciones
resultantes de la destrucción de los pabellones Baltard, algunos
de los cuales aún se podían apreciar en la película, y donde se
pensaban construir las actuales Les Halles. En el fragor de esta
batalla post-68 librada en el centro de París, directa consecuen-
cia del movimiento estudiantil de mayo, se puede observar cómo
uno de los asesores del general Custer es el antropólogo come-
dor voraz de palomitas que todo lo justifica que en su camiseta
lleva el letrero bien evidente de «CIA». Expresión directa de para
lo que se pensaba ya entonces servían los antropólogos, en espe-
cial los estadounidenses.
Destruido implacablemente lo anterior ahora quedaba vis-
lumbrar el destino de lo nuevo. París, al ser una ciudad que no
ha sufrido los zarpazos de las guerras mundiales, y cuyos mayo-
res sustos han sido el vandalismo iconoclasta de 1790 y los com-
munards de 1870, y que prefirió entregarse a los nazis a hacer
una defensa épica que hubiese afectado ineluctablemente a su
bello rostro, ha asumido finalmente, y a pesar de las polémicas
circunstanciales, la mayor parte de los movimientos de creación
urbanística que han afectado a su epidermis. Por ejemplo, tras
la polémica suscitada entre los intelectuales de su tiempo por la
torre Eiffel, acabó naturalizándose hasta ser convertida en uno
de los iconos por la que es conocida la urbe. Sin embargo, cuan-
do la polémica sobre algunas intervenciones urbanas se exten-
dió en el tiempo y engrosó el malestar popular, éstas fueron obje-
to de la furia destructora. Es el caso del antiguo palacio neobi-
318
zantino de Trocadero, que fue objeto de todo tipo de bromas por
su mal gusto y difícil encaje urbano, lo que llevó a su demolición
en los años treinta, para dar paso al actual, modernista, cuyo
destino tampoco ha sido feliz (G. Alcantud, 2006c).
Las reformas abruptas de Les Halles estuvieron sujetas a esta
dicotomía una vez pasada la polémica inicial. Así, mientras el
Centro Pompidou, mitad biblioteca, mitad sala de exposiciones,
erigido al lado de Les Halles, tuvo un futuro luminoso, que lo ha
naturalizado, añadiéndose a las imágenes más conocidas del París
actual, y convirtiéndose en el centro de la ingeniería cultural fran-
cesa. El proyecto urbanístico trazado en torno a los antiguos
mercados de París era una compleja operación sobre la trama
urbana que ponía entre sus objetivos la modernización cultural,
adoptando formas vanguardistas en todos los ámbitos para sus-
citar la admiración y eludir la polémica, que ya había desatado
la destrucción de los pabellones Baltard. De esta manera, París
competía igualmente con otros centros urbanos de vanguardia
como eran el Lincoln Center de Nueva York y el Barbican de
Londres, evitando que la herencia parisina se dilapidase com-
pletamente como consecuencia de la quiebra habida con la emi-
gración intelectual francesa durante la Segunda Guerra Mun-
dial hacia Estados Unidos, que había hecho de Nueva York el
centro de la vida intelectual y artística mundial, desplazando a
París mismo (Guilbaut, 1990). La planificación del Centro Pom-
pidou comenzó justo tras el mayo del 68, tras el ascenso al poder
de Georges Pompidou. Siendo ministro de la cultura André Mal-
raux se habían llevado a cabo Maisons de la Culture en Grenoble
y Amiens, sus más directos precedentes. La idea de combinarlas
con centros de las artes estaba igualmente inspirada en el Lincoln
Center y en la idea de hacer un centro de estas características en
el Londres sur. «Mitad biblioteca, mitad centro de las artes, el
concepto de Beaubourg nació en diciembre 1969, bajo la autori-
dad del presidente» (Silver, 1996: 2). Como Silver les ha llamado,
éstos eran los «Pompidou’s powers».
Treinta años después Les Halles, como espacio cultural, está
bajo el signo de su inutilidad, con la que recuerda periódicamente
el tamaño del dislate del poder destruyendo los antiguos merca-
dos parisinos. Las autoridades municipales y estatales se han vis-
to obligadas a llevar a cabo renovaciones diversas en Les Halles
con el fin de intentar convertirlas en el foro urbano que pretendie-
319
ron ser, sin la presencia del peligro que suponía para sus proyec-
tos la bohemia. Una suerte de foro pero algo más aséptico que el
anterior. Ninguna reforma lo ha conseguido hasta el presente. Ello
hace que el malestar por la destrucción permanezca hoy día, in-
cordiando con su memoria a los gestores urbanos de París. De
hecho, reinstalado uno de los pabellones Baltard en el distrito XXI
de París, la propaganda del mismo enfatiza el carácter vanguar-
dista de estas construcciones modernistas en la época de su cons-
trucción, alabadas por Eiffel entre otros. Y se vuelve sobre lo inex-
plicable de su destrucción. Incluso la prensa dirá en el año 2004
ante la inminencia de nuevas reformas: «Se va a “dinamitar” Les
Halles. De nuevo. Hace una treintena de años se hizo tabla rasa de
los pabellones Baltard y del pasado del corazón nutricio de París.
Desde entonces, este barrio de alta frecuentación se mueve entre
el disfuncionamiento y la mala reputación. La alcaldía de París
pretende ahora reorganizar profundamente el sitio que abriga un
gran centro comercial, una de las principales estaciones de trans-
porte urbano de la capital y edificios».2 Sin lugar a dudas, el lugar
está marcado por la malditez de haber destruido un espacio a la
vez que un estilo de sociabilidad.
320
ba la labor trascendente e insustituible de los intelectuales. La
definición de intelectual ha sido sujeto de numerosos análisis.
Sabido es que, como tales, en la acepción moderna hemos de
considerar a aquellos sujetos, visibilizados en la segunda mitad
del siglo XIX conforme al mundo iba secularizándose, que here-
daban en buena medida a los antiguos sacerdotes, cumpliendo
ahora la función de dar sentido secularizado a las culturas (G.
Alcantud, 2000b). El carácter profético de estos intelectuales les
hizo ahondar en muchas ocasiones en la función crítica. Como
Walter Benjamin demostró la «crítica» surgió en el mundo ro-
mántico alemán como un signo distintivo de los intelectuales
que buscaban desembarazarse de los absolutos. «Ser crítico
—escribió Benjamin— significaba impulsar la elevación del pen-
samiento más allá de todas las ligaduras hasta el punto de que,
como por encanto, a partir de la intelección de lo falso de las
ataduras, vibre el conocimiento de la verdad» (Benjamin, 2006:
52). El mismo Benjamin ha señalado que «la crítica moderna
nació de una lucha contra el Estado absolutista», y en ese com-
bate es donde libró sus primeras armas la intelectualidad. Es
más, esa óptica, nacida en Novalis y Schlegel, entre otros, aún
vibra en el ejercicio de la función crítica intelectual.
Por supuesto, los partidarios acríticos del mundo contempo-
ráneo, globalizado y epidérmico, marcado por la efimeridad del
consumo en todos los ámbitos, acusan a los críticos de este esta-
do de cosas de «románticos», catalogación en la que aciertan. Y
añaden que «a menos que su futuro se defina ahora como una
lucha contra el Estado burgués, pudiera(n) no tener el más míni-
mo futuro» (Eagleton, 1999: 140). Esto lo observamos a diario
en la adecuación a los media, al mercado y al Estado de la mayor
parte de los intelectuales contemporáneos, convertidos por ne-
cesidad o por vanagloria en comunicadores y/u opinólogos, adap-
tados de buena o mala gana a las lógicas del poder. Éstos operan
sobre el «sentido» como acción comunicativa colectiva de la so-
ciedad secularizada (Habermas, 1994; G. Alcantud, 2000a). En
la lucha por el sentido la especulación es un factor más. Los
principales recursos para la especulación cultural son los Esta-
dos, los media y los mercados, a los cuales andan pegados como
una lapa los actuales intelectuales, que algunos llamarían «orgá-
nicos» para continuar con la fraseología gramsciana, temerosos
de perder sus privilegios.
321
De ahí que la crítica de Guy Débord a propósito de la «sociedad
del espectáculo» tenga tanta vigencia aún. Débord esbozó hace 40
años una teoría del mundo contemporáneo que pasaba por el espec-
táculo, como un nudo Central: «El origen del espectáculo —escri-
bió— es la pérdida de unidad del mundo, y la expansión gigantesca
del espectáculo moderno expresa la totalidad de esa pérdida: la abs-
tracción de todo trabajo particular y la abstracción generalizada de
la producción global se encuentran perfectamente traducidas en el
espectáculo, cuyo modo concreto de ser es precisamente la abstrac-
ción» (Débord, 1999: 48). Añadiendo una ecuación veraz, que se va
afirmando conforme avanza la economía «desmaterializada»: «El
espectáculo es el capital en un grado tal de acumulación que se ha
convertido en imagen». Para finalizar, Débord y los situacionistas
denunciaban ese mundo-espectáculo, pasivo y acrítico, en estos tér-
minos: «El consumidor real se transforma en consumidor de ilusio-
nes. La mercancía es la ilusión efectivamente real, y el espectáculo
es su manifestación general» (Débord, 1999: 58). Esta crítica radical
tiene como trasfondo el lenguaje utópico que han preexistido socie-
dades en las que el espectáculo se ha reintegrado siquiera periódica-
mente con la realidad, mientras que en las sociedades del presente
la fractura se ha abierto de manera permanente, el portador de esa
fractura es el consumidor de ilusiones. Y a esta tarea ayudan los
«intelectuales» de hoy con su renuncia a la función crítica. En una
línea parecida de análisis Pierre Bourdieu ha desvelado el «angelis-
mo» al cual se somete la producción cultural, otorgándosele una
autonomía creacional excesiva a su juicio. Bourdieu, considera, por
ejemplo, que tanto la industria editorial moderna, produciendo best
seller, como las galerías de arte u otras industrias culturales juegan
con un capital simbólico fundamental, consistente en haber conse-
guido acumular ciertos fondos clásicos e incorporar otros nuevos,
mientras que los autores son cómplices de esta situación en la medi-
da en que van «haciéndose un nombre» y luego juegan con la renta-
bilización de éste y con su consagración pública (Bourdieu, 1998:
235 y ss.). Bourdieu hace mucho hincapié en esta complicidad, y en
los mecanismos de comunicación simbólica y rentabilidad econó-
mica que ocultan, que no son otros que los de la sociedad del espec-
táculo, cuyo centro es la esfera pública.
Que la cultura no ha disminuido su importancia en el mundo
del capitalismo tardío nos lo indican infinidad de autores. Entre
éstos, Daniel Bell enfatizó que al desencantamiento del mundo
322
religioso tradicional le siguió la aparición de cultos separados de
la órbita de la religión hegemonizados por la cultura. Si ahora
las funciones sacerdotales las cumple el intelectual, la religión
lógicamente será sustituida por la cultura, el dominio específico
de aquél. La cultura tendrá, en consecuencia, sus cultos y sus
centros cultuales. «En el culto —escribe Bell—, uno se siente
como si estuviera explorando modos de conducta novedosos o
que hasta entonces eran tabú. Lo que define a un culto, pues, es
su exaltación implícita de la magia más que de la teología, del
vínculo personal con el gurú o con el grupo, más que con una
institución o un credo. El suyo es un apetito de ritual y de mito»
(Bell, 1987: 162). Marc Fumaroli ha ampliado estos argumen-
tos, sobre la importancia cultual de la cultura señalando que al
nuevo culto se le ha considerado productor de «necesidades cul-
turales». El sujeto u objeto del nuevo culto es la población urba-
na sobre todo, y en el mismo aparece inserto un amplio abanico,
a veces de dudosa adscripción cultural, que va desde los depor-
tes y la televisión hasta la cultura de élite. Incluso un nuevo argot
ha surgido unido a este «Estado cultural» presentado como de-
positario del «nuevo Renacimiento»: «Las obras que este renaci-
miento planificado enumera orgullosamente por su número y
por su impacto no son libros, cuadros, obras maestras, sino «acon-
tecimientos», “acciones”, “lugares”, “espacios”, y estadísticas de
frecuentación» (Fumaroli, 1992: 20). Todo esto habría produci-
do la supremacía del «partido cultural», en opinión de Fumaro-
li, que considera que la cultura es el mecanismo de amalgama-
miento social, en evitación de la fractura de clases, como antaño
lo fue para ciertos urbanistas las intervenciones reformadoras
de la ciudad. Fumaroli considera iniciador de este «partido cul-
tural» a André Malraux, seguido en las décadas posteriores por
Jacques Lang y por Claude Mollard. En este sentido se centra
Fumaroli en la crítica del último producto en su tiempo del «par-
tido cultural»: la Biblioteca François Mitterrand. En ella la me-
galomanía del patrón presidencial habría producido la disper-
sión de fondos, entre el antiguo asentamiento de la rue Riche-
lieu, una biblioteca de estilo decimonónico, y el actual de Tolbiac,
un edificio con toques de futurismo fascista. Hoy el investigador
que frecuenta la Mitterrand puede comprobar por sí mismo cuán-
ta razón albergaba la crítica de Fumaroli: salas para lecturas
reservadas sin cortinas que eviten el filtrado de los rayos de sol,
323
pero de estética diáfana al gusto futurista; váteres con techos de
20 metros de altura donde el usuario se siente anulado y ridículo
haciendo sus necesidades, mientras que previamente ha tenido
que aguardar largas esperas porque sólo hay unos pocos para
cientos de personas; asépticas cafeterías que ofrecen menús pre-
fabricados, mientras que los bocadillos que llevan prudentemente
los lectores deben consumirse a hurtadillas; distancias kilomé-
tricas, casi imperiales, entre unos lugares y otros de la bibliote-
ca; entradas y suelos resbaladizos pensados sólo para el luci-
miento arquitectónico, que han tenido que ser modificados des-
pués de mil accidentes, etc. Es decir, una biblioteca que no fue
pensada ni para los ciudadanos ni tampoco para los libros, sino
en función única y exclusiva de los dos demiurgos de nuestro
tiempo: el arquitecto y el político. En éste, como en otros mu-
chos casos, aliados.
Triunfo y miseria de la cultura. Miseria, en la medida en que
el «Estado cultural» ha iniciado una singular «guerra contra la
cultura» en nombre de la modernidad que él mismo encarna.
Esta guerra tendría diferentes frentes que irían desde la sustrac-
ción del patrimonio arqueológico a la destrucción de antiguos
museos, pasando por la lucha contra las lenguas clásicas en el
bachillerato, el cierre de programas culturales y, en general, la
infantilización y conversión de la cultura y sus manifestaciones
en un mundo de representaciones didácticas espectacularizadas,
mientras los verdaderos objetos y disciplinas que las sustentan
son explícitamente escorados. Todos estos elementos fragmen-
tarios del ataque a la cultura encontrarían su soporte unitario en
el neoliberalismo económico-político, cuya gestión correspon-
dería unas veces a la derecha política y otras a la izquierda, sin
grandes distinciones de fondo (Sargent, 2004). Este programa
sólo es posible por la capitulación de los intelectuales en el ejer-
cicio de la función crítica, engullidos por una modernidad que
impide, por antigua y romántica, su existencia tal como fueron
paridos.
Entre otros lugares y proyectos de especulación cultural ya
citamos en el primer capítulo de este libro el Museo Branly, cuya
apertura concierne directamente a las responsabilidades activas
y pasivas contraídas por la antropología. Al capítulo primero sobre
las batallas del Musée de l’Homme nos remitimos para comple-
tar la argumentación aquí desarrollada.
324
3. Especulación cultural, función crítica y modernidad
325
rían otro tiempo y otros criterios que la fugacidad les impiden
aprehender. Todavía el cine clásico, frente a la insustantividad
televisiva, pudo levantar con una precariedad de medios técni-
cos, aunque contaba ciertamente con el apoyo de las finanzas de
entonces, mitos que perviven cerca del mito literario. Éste, el
mito literario, se abre camino con sus propias normas, ajenas en
buena medida a la llamada industria cultural.
A pesar de ello, sabemos que el mercado de la cultura, como
ha sido definido sin pudor, es un sector en expansión económi-
ca, relacionado sobre todo con que «la democratización de la
enseñanza acrecienta el número de clientes potenciales» (Mo-
llard, 1994: 47). Esta misma clientela, variable en su tamaño y
gustos, es la que hace que la industria cultural sea un sector frá-
gil sometido a muchas aleatoriedades, entre ellas el gusto gesta-
do localmente. Resulta más claro que la globalización no elimi-
na lo local sino que tiende a adaptarse a los valores de éste. Aun-
que pudiésemos llegar a la conclusión, con A. Appadurai, de que
lo local «está en combate» frente al acoso de la globalización
(Appadurai, 2005: 271), esta lucha es más pasiva que activa, de-
bido a que la globalización es quien se debe adecuar a los gustos
locales. Se ha dicho, asimismo, que «la apariencia de empresas
globales oculta tal vez una realidad en la que las estructuras cor-
porativas se ven forzadas a adaptarse a los nuevos mercados y
las nuevas tecnologías» (Street, 2000: 99), y éstas tienen una com-
ponente, sobre todo, de fundamento local. Este fenómeno fue
comprobado, sobre todo, en la industria musical.
Para satisfacer la adecuación de lo global a lo local y vicever-
sa han surgido una pléyade de empresas de ingeniería cultural, y
profesionales ligados a ella, procedentes de diferentes discipli-
nas, desde la historia del arte, la comunicación, la socioantropo-
logía o la arqueología. Según Claude Mollard, son tres los ele-
mentos distintivos de la ingeniería cultural: primero, «simboliza
la aparición de la profesionalización en los sectores culturales y
paraculturales»; segundo, «las fronteras son fluidas entre la cul-
tura y el turismo, la comunicación, el entorno o los problemas
humanitarios»; y tercero, «el método de la ingeniería cultural se
aplica a los dominios cercanos a la cultura» (Mollard, 1994: 69).
La falta de claridad sobre el concepto de ingeniería cultural lleva
a Mollard a centrarse en su utilidad empleando, para ello, metá-
foras tales como: «El ejercicio de la ingeniería cultural se aseme-
326
ja a aquél del médico que ayuda al parto». Pero en medio de
tanta banalidad alguna razón debe haber.
De hecho, la crítica frontal de la especulación cultural puede
encerrar el discurso crítico en la galería de las «marginalias». Éstas
no son deseables para la creación y el cierre de la sutura entre alta y
baja cultura. Lo que hay que introducir en ese medio es la distancia
entre falsificación y originalidad. Entre el original y la mala copia.
Los éxitos mediáticos en este terreno no son necesariamente éxitos
artísticos, y la prueba es cómo se agostan éstos en demasiadas oca-
siones. Pero no hay que dejar la puerta cerrada al éxito real. Un
ejemplo reciente nos puede iluminar. Se trata de una producción
expositiva, por la que no se apostaba mucho, y que acabó converti-
da en un «événement». Ha sido la exposición Mélancolie. Génie et
folie en Occident, vista en París, Berlín y Washington durante 2005 y
2006. Evidentemente se trataba de un producto para el cual se ha-
bían tenido que recabar grandes apoyos públicos y privados. Pro-
ducción preparada durante varios años por un celebrado conserva-
dor y especialista en arte, Jean Clair, fue presentada, sin embargo,
como un producto para minorías. En París, donde fue presentada
en primer lugar, creó una gran expectación dado que abordaba un
tema clásico como la depresión, considerada por los especialistas
como la enfermedad del hombre contemporáneo. La prensa desta-
có que el éxito de la exposición, con repercusiones internacionales
incluso en España, se debió al «bouche à oreille» entre una pobla-
ción susceptible de ser atraída hacia ella por ser sujeto de la depre-
sión (G. Alcantud, 2006e). Con este ejemplo queremos sostener que
la función crítica no puede ni debe estar reñida con la modernidad,
y que los renglones de la excelencia cultural se escriben torcidos.
Otra batalla parisina debe ser traída a colación con el fin de
evaluar los caminos por los que ha de transcurrir la posmoderni-
dad en su faceta resistente. Volvamos al Musée Quai Branly. Lla-
ma la atención el silencio cómplice en todo el proceso de su idea-
ción y construcción, de la mayor parte de la comunidad antropo-
lógica parisina. Jean Rouch, entre los antropólogos conocidos,
había sido el más radical en pronunciarse en su contra conside-
rándolo una operación de Estado de oscuras connotaciones. Otros,
como Alban Bensa, lo habían hecho en los años de la polémica
criticando sólo el dispositivo museográfico. Maurice Godelier, pri-
mer director del proyecto, dimitió sin que se sepan a ciencia cierta
sus razones, pero dejando claro el carácter conflictivo del mismo.
327
Otros, sencillamente, se habían adaptado a lo que la institución
les demandaba. Entre estos últimos, un discípulo de Lévi-Strauss,
E. Désveaux, sostuvo hasta el final que éste era un proyecto de
modernidad, basando su aserto en el presunto antievolucionismo
del Branly, bendecido por demás por el pensamiento estructural y
antievolucionista del maestro. Pero la mayor parte de los antropó-
logos han permanecido pasivos ante un problema que les incum-
bía completamente, ya que ponía descaradamente la antropolo-
gía bajo la tutela de los comerciantes de arte primitivo.
Sólo ahora, terminado el museo, ha comenzado a oírse algu-
na crítica solvente. La razón última de este silencio puede prove-
nir del deseo francés y, por ende, de su comunidad antropológi-
ca, de liderar el debate mundial sobre la pluralidad cultural, en
el que Francia desearía seguir jugando un papel central, y en ese
debate el Branly sería una pieza esencial. Una vez más, el «pa-
triotismo» sería la amalgama contra la crítica (G. Alcantud,
2003c). En definitiva, el ejercicio de la función crítica no debe
interrumpirse en el umbral del fracaso, sino que debe llevarse al
interior de la modernidad. Ahora, en el caso del Branly, hay que
devolver el producto a la antropología, ejerciendo la crítica des-
de el interior. La crítica no puede ser una «marginalia», sino ir a
corazón del discurso. Podríamos convenir ahora, y no antes cuan-
do la batalla fue encarnizada y desigual, en este punto con el
profesor Désveaux, responsable científico durante algún tiempo
de Branly, llamando a los antropólogos a salir del encierro de la
museografía clásica, ya que en estos momentos «no se debe re-
chazar en bloque [el Quai Branly] [...], sino ejercer la capacidad
analítica para comprender la institución misma y sus inelucta-
bles mutaciones» (Désveaux, 2005: 79). Ésta es la única manera
de desvelar los trucos y encantamientos de la «especulación cul-
tural». Continuar la batalla por otros medios.
328
RECAPITULACIÓN
INTERPRETACIÓN Y PRÁCTICA
ANTROPOLÓGICA DE LA POLÍTICA
329
título de «historia de las mentalidades». La unción con óleo de
los reyes franceses es un hecho que puso a Bloch en la pista de
unir símbolo y política. En esta obra el autor exponía como un
rasgo más de la realeza francesa las virtudes taumatúrgicas, que
permitían a los reyes curar enfermedades como la tuberculosis.
La creencia en las virtudes taumatúrgicas reales persistió hasta
el siglo XVIII, en que la razón la eclipsó. Bloch usó de manera
innovadora la iconografía para informar visualmente sobre el
proceso simbólico de la construcción monárquica. Para Le Goff
el mensaje que nos transmitió Marc Bloch puede interpretarse
como una llamada a volver a la historia política renovada, es
decir a una antropología política histórica de la cual Les rois thau-
maturges serían su primer hito.
La escuela antropológica que más lejos ha ido en el análisis
de lo irracional presente en la institución monárquica es la es-
tructuralista conectada con el psicoanálisis, representada por
Alfred Adler o Luc de Heusch. Heusch ha retomando las des-
acreditadas posiciones de James Frazer sobre el carácter divino
de la monarquía reorientándolas. La sacralidad del monarca es-
taría asociada a la vinculación cosmogónica de la institución,
relacionada con la prosperidad, continuidad y fertilidad de la
comunidad asociada a ella. La excepcionalidad del rey iría acom-
pañada por su situación liminal, al haberlo inducido a cometer
incesto en los actos rituales de toma de posesión; por lo cual, en
caso necesario, su figura podría ser interpretada como nefasta, y
establecerse las bases de la rebelión. Heusch ha empleado los
recursos del análisis estructural, unido al psicoanálisis, con el
fin de explicar las pulsiones rituales y míticas que constituyen
las monarquías africanas.
Geertz, sin llegar tan lejos en sus interpretaciones, sin embar-
go, apuntó en la dirección de otorgar un gran valor a la puesta en
escena dramatúrgica de la realeza. En la misma línea se pronun-
ció el antropólogo africanista Balandier. Geertz, en concreto, ha
enfatizado en su estudio sobre el Estado balinés precolonial el
rol de la teatralidad en la constitución del poder, no tanto como
un epifénomeno, sino como un valor en sí mismo. Carmelo Li-
són, en línea semejante, subrayó la importancia de la etiqueta
monárquica, concretándola en la corte española de los Austrias.
Finalmente Peter Burke, desde una historia cultural muy influi-
da por la perspectiva antropológica, ha desarrollado la idea de la
330
creación del monarca por sus cortesanos, centrando su análisis
en torno a la figura de Luis XIV. Todos estos análisis y perspecti-
vas sobre el poder y eficacia del ritual monárquico participan de
la idea común que acentúa el papel central de la legitimidad para
constituir el poder, otorgando a los ritos una eficacia simbólica
fundante. De ahí que los reyes como culminación del ritual ela-
borado puedan trascender lo puramente político, y estar dota-
dos, como vio Marc Bloch, de virtudes taumatúrgicas. Maurice
Bloch, un antropólogo británico que no hay que confundir con
el célebre medievalista precitado de similar apellido, criticó en
sus estudios de campo sobre los merina de Madagascar el exce-
so de ritualismo que padece la antropología, y llamó a un análi-
sis más integral de los fenómenos políticos y sociales.
Pero lo cierto es que los procesos de legitimación se presen-
tan como fundamentales, y ello es un rasgo distintivo de la an-
tropología política desde sus inicios. Los procesos de legitima-
ción toman un interés especial para la antropología por su vin-
culación con el rito. Al no ser el poder político únicamente
coerción, el papel del rito ocupa un lugar central. Fustel de
Coulanges ya había contemplado esa importancia al destacar
que en Roma, en las luchas entre patricios y plebeyos, la con-
quista de los derechos a participar en la gestión activa de los
ritos públicos era de suma importancia. La gestión de los ritos se
instituye así en objeto de análisis de la antropología política.
331
jo, por quienes a falta de otro concepto catalogaremos como «el
pueblo». El deseo de poder es la clave interpretativa a la que
podemos dirigir en múltiples direcciones nuestras preguntas
como etnógrafos. A. Hammoudi, por ejemplo, recientemente ha
indagado en los mecanismos de conformación del poder políti-
co desde dos lugares excéntricos a las explicaciones habituales.
Para el caso de la constitución del autoritarismo en Marruecos
ha recurrido a buscar explicaciones en la colaboración de las
zawiyas (cofradías) sufíes, y no tanto en las estructuras formales
del poder real (Mahzén) o en el poder tutorial colonial, frecuen-
temente inculpados como causas únicas de la dominación. En
torno al rey estarían establecidas las redes de clientelismo mane-
jadas hábilmente por los notables a través de instituciones e in-
termediarios como las zawiyas. De otro lado, el mismo Ham-
moudi ha experimentado cómo la peregrinación a La Meca (el
hajj) es controlada y administrada políticamente por los Estados
islámicos, que envían cuotas de peregrinos a Arabia a cumplir
con la obligación coránica, pero también cómo se produce la
gestión de lo intangible, de la experiencia religiosa en tanto ex-
periencia política interior de los sujetos. El uso, verbigracia, por
el gobierno marroquí y sus agentes, de la peregrinación pasa
por la administración del tiempo, mediante la dilación o acele-
ración de los procedimientos administrativos. Hammoudi con-
fiesa que sus largas esperas antes de iniciar la peregrinación eran
manejadas en la sombra por los «dueños del tiempo», según una
vieja expresión marroquí. El gobierno de la política mediante los
usos temporales es algo que aún desconcierta a los occidentales
en contacto con las sociedades islámicas.
También Michael Herzfeld, antropólogo experto en Grecia, ha
hablado de «poética social de la nación-Estado», quitándole al con-
cepto de «comunidad imaginada» o de «invención de la tradición»,
relacionadas con el surgimiento de los sistemas políticos contem-
poráneos sobre todo en Europa, sus aspectos más «ideológicos»,
centrándose en una concepción del poder que llama «intimidad
cultural». La «intimidad cultural» supone que el poder no es sólo
coerción sino también colaboración y legitimidad. La relación en-
tre «pueblo» y «poder», necesitándose el uno al otro, hace que el
primero participe creativamente en la formación del segundo. No
existe externalidad del poder sino una «familiaridad con las bases
del poder», que lleva a que una «intimidad cultural pueda erupcio-
332
nar en la vida pública» (Herzfeld, 2005). Marc Abélès, en un senti-
do parecido, ha penetrado en los entresijos de los parlamentos fran-
cés o europeo, ensayando desvelar la relación entre los diputados y
sus lugares de origen, o los propios de una microsociedad parla-
mentaria, tanto para construir y sostener sus figuras políticas como
para administrar los bienes y recursos que esperan sus electores o
alcanzar influencias estatales. La intimidad con el poder, no obs-
tante, también da al «pueblo» la posibilidad de elaborar sutiles
«políticas de resistencia» a su imposición.
El primer antropólogo francés que dio forma canónica a la
antropología política, Georges Balandier, dividió a los analistas
procedentes de la antropología en «minimalistas» y «maximalis-
tas», dependiendo de cuál era el umbral adoptado para designar
al hecho político, diferenciado del parentesco o de las alianzas
parentales. Los maximalistas serían aquellos que veían introdu-
cirse la mónada del poder político incluso en las sociedades más
elementales, los minimalistas, quienes consideraban que la exis-
tencia del Estado marcaba el mínimo para la existencia de la polí-
tica. Los maximalistas pueden ser asociados al evolucionismo y,
por ende, al marxismo y al materialismo cultural. Entre los maxi-
malistas, a nuestro juicio más interesantes, podemos destacar en
diferentes épocas históricas y circunstancias a Robert Lowie y a
Pierre Clastres. Lowie pertenecía a la escuela boasiana, la cual no
tenía gran aprecio hacia el evolucionismo y empleaba preferente-
mente el concepto de cultura y de área cultural. La concepción de
Lowie sobre la formación del Estado partió de una oposición ini-
cial a la escalonada concepción evolucionista de lo primitivo a lo
complejo. Para él el Estado tenía su origen tanto en la depreda-
ción territorial, como en la evolución de los grupos sociales.
En lo que se refiere a Pierre Clastres, éste fue un inicial discí-
pulo de Lévi-Strauss que elaboró una polémica y sugerente obra,
corta por la brevedad de su existencia, que comenzó con el estu-
dio de sociedades amazónicas como los yanomami y los gua-
yakí. A Clastres no le cuadraban los datos obtenidos por la an-
tropología en el trabajo de campo, que cuestionaban la idea pre-
concebida del buen salvaje y, sobre todo, los presupuestos
evolucionistas y marxistas que bebían de las predominantes ideas
rousseaunianas. Para Clastres la presencia del poder y de la vio-
lencia inherente al mismo en las sociedades primitivas era un
hecho incuestionable, que no iba en dirección del descubrimien-
333
to del mal salvaje sino de la violencia concebida como un medio
positivo de las sociedades tribales para liberarse de la violencia
superior representada por el Estado.
334
(1912-1956) tomó la forma de una lucha entre elementos berebe-
res, asociados al país siba, cuya estructura social sería de funda-
mento tribal, islamizados someramente, y el mundo de las ciuda-
des, arabizado e islamizado profundamente. Ibn Jaldún (1332-
1406), considerado el fundador de la sociología moderna en el
norte de África, había observado esta oposición, y la había formu-
lado incluso con su teoría sobre la segmentación tribal, aducien-
do que las ciudades se nutrían de la savia rural.
En época protectoral los españoles tuvieron que luchar con-
tra el país siba en la guerra contra Abdelkrim (1921-1926), y lue-
go, tras la derrota rifeña, emplearon un sistema de interventores
o funcionarios coloniales destacados en el medio rural que pro-
curaron ganarse a la población extendiendo la higiene, las mo-
dernas técnicas agrícolas y hasta la alfabetización, apoyándose
en y apoyando a las autoridades locales (Villanova, 2006). Por
otro lado, los franceses en su parte del Protectorado emplearon
las armas clásicas del divide y vencerás. Tras la jornadas san-
grientas de abril de 1912, en las que murieron 80 franceses de
toda condición, sexo y edad en Fez, como consecuencia del le-
vantamiento de la población fesí contra la firma del tratado pro-
tectoral realizado en secreto entre el sultán y Francia en aquella
misma ciudad, el artífice del Marruecos colonial, el mariscal
Hubert Lyautey, se percató de que era imposible vencer a largo y
medio plazo a los marroquíes por medios militares, y puso en
escena una política de distante confraternización, que incluía el
respeto formal al sultanato, pero también a los notables, que en
cierta forma eran el equilibrio contra el primero. Tras la salida
de Lyautey de Marruecos, en 1925, se puso en práctica un decre-
to, en 1931, conocido como el decreto bereber, que consagraba
la división a efectos jurídicos de la población bereber y la árabe.
Este decreto es considerado aún por los movimientos amazighs,
que reivindican la singularidad bereber de Marruecos, como el
acto fundacional de sus derechos diferenciales. Por el contrario,
el Mahzén ha catalogado al decreto siempre como un acto per-
verso del colonialismo francés, por el cual se fraccionaba la po-
blación marroquí, y se consagraba su división, con el fin de debi-
litar el nacionalismo emergente, que finalmente, en 1956, sería
la fuerza liberadora del poder colonial.
Esta visión no concierne sólo a la historia política de Marrue-
cos, y sigue siendo sujeto de polémica, sino que ha trascendido
335
hace tiempo al ámbito de la antropología social sobre este país.
Los etnólogos Robert Montagne, Ernest Gellner y David M. Hart
han sostenido en el ámbito antropológico desde los años treinta
hasta los ochenta la teoría de la segmentariedad. La teoría de la
segmentariedad había sido formulada canónicamente por Evans-
Pritchard a propósito de su estudio sobre los nuer nilóticos, una
sociedad tribal regulada por alianzas y contra alianzas, sistema
que permitía el equilibrio social y político en una sociedad «sin
Estado». Este modelo lo aplicaría luego en su estudio sobre las
sociedades libias de la Cirenaica. Por supuesto, Evans-Pritchard
había tenido precedentes en Ibn Jaldún, en el siglo XV, y en Émi-
le Masqueray, a finales del XIX, que abordaron los problemas
suscitados por la segmentariedad tribal en el Magreb.
Con esta genealogía intelectual, Montagne estudió los vínculos
entre el Mahzén y los bereberes en plena época protectoral. Se ha
señalado que la obra de Montagne se inscribe en un momento de
la historia de la antropología francesa en la que el Magreb no me-
recía gran atención a los científicos sociales parisinos. De todas
maneras, desde el punto de vista práctico, los colonialistas france-
ses necesitaban conocer más sobre las tribus montañesas que les
presentaban resistencia. Por su parte, Gellner estudió en el Atlas
en los años cincuenta el papel de los linajes intermediadores «san-
tos», y Hart por la misma época tanto los sistemas segmentarios
de los rifeños Ait Warayghal, la tribu de Abdelkrim, como de los
Ait Atta también del Atlas. El papel de los santones rurales estudia-
do por Gellner consistía en arbitrar los conflictos entre las tribus.
Las nociones de los santones sobre doctrina islámica eran básicas,
pero ellos a pesar de su ignorancia estaban identificados firme-
mente con los principios del islam urbano. En teoría, la sucesión
de los linajes santos sería un mecanismo débilmente estructurado,
ya que se adjudicaría a Dios y a la baraka la santidad y la aleatorie-
dad de la sucesión. Para Hart, que hizo sus trabajos en el mismo
período que Gellner, en el momento de la descolonización, no po-
dría explicarse la estructura social del país siba sin recurrir a la
oposición entre segmentos de tribu. Este sistema quedó en sus-
penso efímeramente en la época de la rebelión de Abdelkrim, quien
en su labor reformadora prohibió las venganzas de sangre e insti-
tuyó la prisión como forma de castigo.
No obstante, conforme avanzaba el proceso emancipador
marroquí, y la modernización iba ganando terreno, la teoría de
336
la segmentariedad comenzó a ser cuestionada. Las tribus cada
vez se asemejaban menos a una unidad social regulada por sí
misma, y se iban pareciendo más a una unidad administrativa
parecida a las provincias. De manera que algunos historiadores,
sociólogos y antropólogos comenzaron a pensar que la segmenta-
riedad era sólo un mecanismo explicativo que se daban los an-
tropólogos a sí mismos para interpretar una estructura conside-
rada «primitiva» que, en definitiva, reducía los sujetos a la con-
dición de autómatas. Es decir, que la estructura «los hablaba» y
los orientaba regulando su vida colectiva por criterios automáti-
cos como el parentesco. Contra este criterio se levantó la opi-
nión de Jacques Berque, que se opuso a las ideas segmentarias, y
difundió una amplia obra socioantropológica sobre la coloniza-
ción y las transformaciones que estaba generando en el medio
autóctono (Berque, 1978). Hart recibió severas críticas a su seg-
mentarismo en American Anthropologist, y Geertz, que comenzó
a hacer trabajo de campo en Marruecos a mediados de los años
sesenta, puso en el centro de sus observaciones a los sujetos en
lugar de a las estructuras. Estas críticas sutiles o abiertas hicie-
ron impopular la teoría de la segmentariedad entre la emergente
ciencia social marroquí, que prefirió posicionarse en su contra
de manera automática, al igual que se rechazaba de manera si-
milar en los medios políticos el decreto bereber de 1931. La crí-
tica a ambos fenómenos, la segmenteridad y el decreto bereber,
se veía como un posicionamiento contra la ciencia y la política
coloniales, empeñadas en dividir y fijar como «primitivos» a los
marroquíes. Las críticas contra Gellner, por ejemplo, de Abda-
llah Laroui, historiador vinculado al nacionalismo marroquí, fue-
ron muy violentas. Por el contrario, los movimientos de «nacio-
nalismo cultural» amazighs que reivindican hoy con fuerza el
tratamiento diferencial de la cuestión bereber, ya que ellos se
consideran depositarios de la verdadera y auténtica marroquini-
dad, previa a la islamización, y que esgrimen que son los berebe-
res quienes más han aportado en hombres y hechos a la lucha
por la liberación anticolonial, siguen recurriendo a los precita-
dos Montagne, Gellner y Hart, además de a Ibn Jaldún, para
justificar su discurso vindicador. Para los militantes berberistas
el asunto se interpreta así: «dividirnos para no ser vencidos».
La disyuntiva de la antropología está clara: para unos es un
mecanismo de conocimiento nacido del choque colonial, al sur-
337
gir del pensamiento y expansión europeos, y para otros de des-
colonización, al defender los intereses de las minorías opuestas
al poder central del Mahzén. Los antropólogos, incluso los au-
tóctonos, son vistos así con cierta sospecha. No cabe, pues, ha-
cer una lectura unívoca que asocie antropología a colonialismo
como frecuentemente suele esgrimirse en las historias de la an-
tropología al uso. Las relaciones entre situación colonial y antro-
pología son laberínticas y exigen situar en el corazón del proble-
ma a la paradoja.
338
una anécdota que indica la profundidad del combate del consi-
derado padre de la antropología norteamericana: Boas partici-
paba en una comida en Nueva York, y a su lado estaba un joven
llamado Lévi-Strauss, a los brindis y cuando pronunciaba pala-
bras ardientes contra el racismo le sobrevino la muerte súbita.
Aquel joven Lévi-Strauss, también refugiado en Nueva York como
consecuencia de la ocupación nazi de Francia, heredaría en cier-
ta forma el mandato antirracista, que hace hoy de la antropolo-
gía moderna una ciencia de la relatividad cultural.
Otro ejemplo nos permitió ilustrar el compromiso político con
la democracia de los antropólogos en el período decisivo de la
Segunda Guerra Mundial. Paul Rivet era un conocido etnólogo
americanista que dirigió el Museo del Hombre de París en los
años treinta. Con su dirección se potenciaron las actividades «po-
pulares» del Museo, y se realizaron importantes expediciones a
África y América. Rivet, además, era un activo militante antifas-
cista desde que este fenómeno autoritario comenzara a manifes-
tarse en los años veinte. A él se debieron iniciativas como la for-
mación de la Liga de Intelectuales Antifascistas. Escapó rocam-
bolescamente de la persecución nazi, y refugiado en América
Latina, desde allí siguió constituyendo una de las voces más cono-
cidas de la Francia libre. Mientras, su propio Museo del Hombre
se iba a transformar en el centro de una red de resistencia conoci-
da con el nombre de «réseau Musée de l´Homme-Vildé», formada
por antropólogos, funcionarios, patriotas, católicos, y hasta mo-
nárquicos; todos menos comunistas, ya que éstos aún dudaban
sobre el camino a seguir, atenazados por la política de compromi-
sos de Stalin. La red fue desmantelada por los nazis y varios de
sus miembros fueron ejecutados, como recuerda aún una placa
en la entrada del Museo. Una de sus más activas componentes, la
antropóloga Germaine Tillion, fue deportada a un campo de con-
centración, y esta experiencia dramática la comprometió para siem-
pre con la lucha en contra de los sistemas concentracionarios.
Estos dos ejemplos deben ser aducidos no como una excep-
ción sino como la demostración palpable del compromiso demo-
crático de la antropología. En la misma línea, y finalizada la gue-
rra mundial, con su cúmulo de iniquidades racistas, en 1950 la
UNESCO llevaría a cabo una reflexión sobre los orígenes y conse-
cuencias del racismo, en cuya elaboración participaron antropó-
logos como Lévi-Strauss y Coon, y que aún se halla vigente.
339
En el propio caso español podemos comprobar fácilmente la
conexión entre antropología y transparencia democrática para
ejercer la función crítica en la medida en que los antropólogos
españoles vivieron el exilio (Ángel Palerm), el autoexilio (Julio
Caro, José Alcina), o la búsqueda de nuevos horizontes intelec-
tuales más liberales en el exterior (Carmelo Lisón, Claudio Este-
va). Por su lado, la generación de los años setenta concibió la
antropología como un arma crítica para desvelar las identidades
regionales previamente encorsetadas.
Como demostración a contrario de lo que estamos señalando
hemos de tener presentes las dificultades que padecieron, bajo el
régimen estalinista, antropólogos como P. Bogayrev, o protoan-
tropólogos como V. Propp o M. Bajtin. Sus padecimientos y cen-
suras ideológicas dan fe de que la antropología como ciencia
crítica necesita imperativamente de un régimen de libertades
públicas fundadas en la transparencia para poder cultivarse.
A pesar de que nuestras sociedades democráticas se rigen
por la transparencia, la opacidad y el secreto juegan un cometi-
do esencial en ellas. Según Georg Simmel, el secreto nos consti-
tuye como seres sociales, de ahí que sea una parte fundamental
de la vida social. Del lado de la antropología muchas veces se ha
comparado su método como una suerte de espionaje que permi-
te vislumbrar lo más íntimo y oculto de la trama social. Pero
más allá de cualquier sugerente analogía, la antropología ha es-
tado implicada en varios sucesos relacionados claramente con el
espionaje político.
Cabe destacar, en primer lugar, la vinculación con el espiona-
je durante la Segunda Guerra Mundial del círculo de los discípu-
los más directos de Boas, es decir, G. Bateson, M. Mead y R.
Benedict, entre otros. Las relaciones con la central de inteligen-
cia estadounidense OSS o con el estado mayor militar dieron
lugar a episodios tan conocidos como el estudio que sobre el
comportamiento cultural de los japoneses realizó Benedict, y que
sirvió a Estados Unidos para trazar su política de ocupación del
Japón vencido, o los estudios de menos alcance del mismo círcu-
lo sobre la cultura francesa o rusa. Ciertamente, y en consonan-
cia con su convicción democrática y sobre todo con su antirra-
cismo, la relación del círculo boasiano con los servicios secretos
americanos sólo cabe interpretarla a la luz de la oposición con-
tra los autoritarismos de los años treinta. Por ello, después de la
340
guerra, y como consecuencia del maccarthismo, estos mismos
antropólogos fueron perseguidos o vigilados estrechamente, sos-
pechosos de colaborar con los soviéticos. El caso más conocido
es el de Cora Dubois, que tuvo que abandonar la Universidad de
California por oponerse a firmar un acta anticomunista.
En la misma línea intervino la OSS en el norte de África, un
terreno especialmente disputado en el curso de la guerra. El an-
tropólogo harvardiano —es decir, de la corriente opuesta a los
boasianos, que no abandonaba completamente la relación con
la antropología física— Carleton S. Coon se comprometió volun-
tariamente con el espionaje. Coon había realizado estudios pre-
vios sobre el Rif. Él mismo relató sus aventuras como espía en
un libro publicado en los años sesenta titulado Un antropólogo
como agente de la OSS. Su aventura no estaba exenta de orgullo.
En el lado de la resistencia francesa, y en el mismo contexto, hay
que destacar la labor de Jacques Soustelle, antiguo subdirector
del Museo del Hombre, en época de Rivet, y americanista cono-
cido, que dirigió los servicios de inteligencia franceses desde Ar-
gelia en el momento de la reconquista de Italia. El caso Souste-
lle, sin embargo, es más singular aún que el de Coon, ya que su
oposición al nazismo tenía un componente tan ultrapatriótico
que, cuando fue nombrado gobernador francés de Argelia du-
rante la guerra de liberación argelina, desarrolló una fobia an-
tiárabe que lo hizo militar en la extremista OAS y participar en
numerosos complots antigaullistas, que lo condujeron al exilio
después de una condena a muerte.
Más recientemente, en los años setenta, se hicieron célebres
ciertos casos de espionaje llevados a cabo por antropólogos em-
pleados por las agencias norteamericanas de inteligencia. Algu-
nas universidades estuvieron comprometidas, a través de antro-
pólogos, pero también de sociólogos o politólogos, en progra-
mas de contrainsurgencia en América Latina —el más célebre,
Camelot en Chile— y en el sudeste asiático —en Tailandia, en
especial. Hacer prospectiva social y política, y poner las bases de
la urbanización acelerada, para evitar las bases de reclutamien-
to de las guerrillas, era parte del programa.
En consecuencia, observamos que la antropología social se
mueve en un clima político democrático, pero que es fácilmente
manipulable en aras de la prospectiva e ingeniería social, sujeta a
políticas estratégicas de los Estados, que a veces se presentan como
341
justificables —guerra contra los fascismos— o como condenables
—guerra del Vietnam. En ese medio entre la transparencia y la
opacidad transcurre la existencia política de la antropología, sin
la cual no se puede entender su formulación como ciencia.
342
pués de haber pasado el sarampión folclorizante, del cual tardó
quizás demasiado tiempo en desprenderse. Si la antropología no
puede abordar la política es que hay un problema serio de carác-
ter práctico y epistemológico que la bloquea intencionalmente.
Si observamos el perfil profesional de la primera generación
de antropólogos en España, un lugar donde llegó tardíamente la
disciplina, quizás podamos explicarnos algo este bloqueo. La
generación que la consolidó procede de la derrota de la religión
y de la política. Es decir, abundan ex seminaristas y ex izquier-
distas, cuando no una combinación de ambos, habiendo asisti-
do la mayor parte al nacimiento de la ilusión democrática, con
su secuela de diferencialidades regionales, que contribuyeron a
legitimar, y al posterior «desencanto» de la democracia alum-
brada. La incredulidad y el escepticismo vital parece haberse
adueñado de esta generación, que se ha acomodado a la vida
universitaria, sin sentir la necesidad de conectar con el infra-
mundo de las luchas cotidianas por el poder en todas las estruc-
turas del Estado. Por ejemplo, la dimensión del «poder en esce-
na», de la conexión entre comunicación, cultura y política, uno
de los factores clave para entender el poder hoy, no parece inte-
resarle mucho. La acomodación a lo existente, y el desplazamiento
de las luchas por el poder al terreno académico, han distraído a
la antropología de los intereses públicos y, sobre todo, de la ac-
ción política. En un sentido pragmático a la vez que epistemoló-
gico se impone que la antropología debe analizar la política a la
vez que ejercerla. El giro epistemológico y generacional es inelu-
dible: la antropología debe hacer política.
343
ma haciéndolo visible. Es el caso del último tercio del siglo XIX
español, en el que sobre todo la generación del 98 se hizo eco de
lo que designaron sea como persistencia «feudal» del Antiguo
Régimen, sea como «caciquismo». La ilusión democrática, que
desde la Ilustración empujaba a los intelectuales, procedentes
de las clases altas y medias urbanas, a denunciar la esclavitud, la
servidumbre y la explotación, acuñó un modelo de ciudadano,
cuyos atributos se asentaban en la moral libre, en el derecho a
decidir, a estar protegido por las leyes, y a aspirar a la suficiencia
económica. Esta ilusión minó el pensamiento tradicional y se
extendió sin necesidad de mayor empuje por todo el orbe. En-
tonces pudo visualizarse la enorme contradicción entre las ideas
y los hechos, que tozudamente se empeñaban en consagrar prag-
máticamente las relaciones de dependencia. Dependencia que,
en el mundo rural sobre todo, estaba tramada en las lógicas no
visibles de la reciprocidad, del don y del contradón. La lucha
contra el caciquismo o su descarado empleo no tuvieron color
político determinado: tan pronto encontramos a un intelectual
conservador abominando del mismo, como a un líder sindical
empleando los recursos de la reciprocidad caciquil para dirigir
un movimiento social en dirección equivocada o conforme a sus
solos intereses. El clientelismo, por consiguiente, se caracteriza
en un primer momento como un problema de visibilidad de unas
persistentes relaciones sociales y políticas jerárquicas en contra-
dicción con la teórica igualdad. Hoy día, en pleno auge del con-
cepto de ciudadanía, sigue sin querérselo ver, si bien todo el mun-
do sabe que existe, y que es uno de los principales medios de
acción política real, más allá de las ideologías.
Si, como ciertos economistas sostienen, «los intereses no en-
gañan», el clientelismo es un mecanismo en torno al cual se ge-
neran la coincidencia de intereses, tanto del que actúa como pa-
trón como del que hace de cliente. El uno busca incrementar su
poder a través de redes no visibles, lo que las hace más eficaces,
ya que resulta difícil descubrirlas, mientras que el otro procura
acceder a fuentes de recursos que de otra manera le estarían
vedadas. En ambos actúa el interés. En el marco del clientelismo
no cabe hablar de pasiones, sino de frío cálculo. El clientelismo está
omnipresente en nuestras sociedades, y su invisibilidad parte de
la naturaleza del «contrato diádico», entre dos, que llevan a cabo
el patrón y el cliente, que es un contrato real, pero que no está
344
formalizado jurídicamente, puesto que en todas las culturas ac-
tuales, incluso las más férreamente autoritarias, se niega la posi-
bilidad de contraer contratos de esa naturaleza, al afirmarse ro-
tundamente la radical igualdad de todos los ciudadanos. El clien-
telismo movido por el interés que guía a los contrayentes necesita
de un motor interno que no es otro que la lucha por los recursos,
sean éstos materiales, inmateriales o políticos. Ahora bien, esta
lucha por los recursos no debe interpretarse sólo como la inmi-
nencia de la ganancia; ésta puede ser diferida tal como la lógica
de la reciprocidad que conocemos como don y contradón esta-
blece. A veces el pago del «favor», que es la concreción del clien-
telismo en sociedades del estilo de las mediterráneas, se difiere
en el tiempo. El «favor» clientelístico, por demás, no atiende a
ideologías ni posiciones políticas, afecta a todas y, por ello, resul-
ta muy difícil de ser visibilizado. Esta «naturalidad» del cliente-
lismo nos obliga a pensar que es una de las manifestaciones más
diáfanas de la persistencia del «Homo hierarchicus». Por ello, la
lucha contra el clientelismo sólo será eficaz si se parte de la evi-
dencia de que el hombre es social y moralmente corruptible.
Cuando yo mismo llevé a cabo a finales de los ochenta mi
estudio de campo sobre el pueblo almeriense de Macael partí de
las siguientes premisas: se trataba de un encargo municipal que
pretendía valorar y resaltar un pueblo que, según sus habitantes,
«no tenía historia», en alusión a la falta no tanto de ésta propia-
mente dicha como de una historia notable. Los movimientos
sociales surgidos en torno a las canteras de mármol que habían
dado fama al pueblo desde muy antiguo eran el factor más valo-
rado a la hora de hurgar en la historia reciente. Fui llamado para
hacer la historia y, por ende, la etnografía —algo no muy claro
para los políticos locales— de Macael, narrándoles una historia
de luchas sociales más o menos heroicas de las que pudieran
sentirse orgullosos. Esto último sí estaba claro. Es decir, en otros
términos, fui requerido para dar identidad al pueblo.
La trama de principio era que los movimientos sociales gira-
ban en torno a la lucha por la propiedad de las canteras de már-
mol. Éstas formaban parte «desde siempre» de los bienes comu-
nales o de propios. La explotación de las canteras, antaño difícil
dado el poco desarrollo tecnológico, y una comercialización aún
muy primaria, a pesar de la fama del mármol macaelense, res-
pondían a patrones muy sencillos, que pasaban por pagar un
345
canon al Ayuntamiento por «meter las herramientas» en la can-
tera, y a partir de ese momento se comenzaba la explotación. De
la buena o mala suerte en encontrar una buena veta de mármol
blanco, el más valorado, dependía la fortuna del cantero. Con el
paso del tiempo, algunos canteros consiguieron acumular algún
capital y emplear a otros como obreros, y en ese momento, que
puede cifrarse en el último tercio del siglo XIX, quisieron pasar a
patrones sociales, privatizando lo que hasta entonces sólo había
sido usufructo en el marco de los bienes comunales. Con el fin
de evitar la privatización de las canteras en unas solas manos se
movilizaron otros patrones, que dirigirán en buena medida a
empleados suyos, que buscaban liderar el inicial protosindicato,
la sociedad de canteros, en pos de sus intereses faccionales. Ante
los ojos del común entonces se desarrolla una lucha entre «caci-
ques y canteros», donde los primeros juegan el papel privatiza-
dor y los segundos el de defensores del bien común. Pero esta
visión idealizada estaba atravesada por la lucha intercaciquil,
que produjo incluso un pleito jurídico de larga duración. La re-
solución del pleito jurídico, y en buena medida del conflicto so-
cial, se llevó a cabo en los momentos inmediatos a la llegada del
franquismo, en virtud de la política de nacionalizaciones de éste,
mientras que en el período de la idealizada Segunda República
no se avanzó grandemente en la resolución del mismo. Otra pa-
radoja que añadir a la narración.
Estos comportamientos no eran alumbrados por la entrevis-
ta oral, ya que, en términos de memoria social, los actores que
aún vivían, y sus herederos, propendían a la idealización del en-
frentamiento. Sólo la azarosa circunstancia de que encontráse-
mos alguna documentación —hojas de denuncia entre líderes
sindicales— entreverada en los libros del archivo municipal pudo
ponernos en la pista de un conflicto con aspectos vergonzantes
para sus actores. Pudimos así reorientar la investigación, y for-
mular preguntas incómodas para los entrevistados, que nos des-
cubrieron mundos más complejos que los iniciales maniqueís-
mos de los que partíamos. Ello debe hacer pensar al investiga-
dor en antropología política que debería superar la ideología
como condición previa de su investigación, y en segundo lugar
debería formular sus preguntas en múltiples direcciones, tam-
bién hacia los documentos escritos, en evitación de toda mixtifi-
cación en el campo de la memoria. La paradoja debe ser el mo-
346
tor interno del investigador, y está en la obligación de explotarla
y tensionarla al máximo.
El resultado del trabajo precedente no fue el esperado por los
habitantes de Macael. Fue presentado en su primera edición en
la biblioteca pública del pueblo, pero poco después todos los
ejemplares disponibles desaparecieron, y se hizo un largo silen-
cio sobre el librito resultante. Cabe conjeturar, hasta donde sé,
que un trabajo antropológico que no responde a las expectativas
de quienes lo encargan o son objeto de la investigación produce
una suerte de violencia que incomoda a los actores. La antropo-
logía ejerciendo su función crítica no puede hacer concesiones,
y a veces, sobre todo en todo lo concerniente a la política, incor-
dia por su carácter desconstructivo. De ello debe ser consciente
el investigador.
347
sólidos apoyos locales. Ganivet decía que para engrandecer a
una nación había que comenzar dándole a sus ciudades hijos
ilustres. Lo local, a veces mutado en municipal, se ha llegado a
presentar políticamente como la unidad política elemental, como
una suerte de mónada del poder. El liberalismo, como el anar-
quismo, asumieron esa doctrina como propia, no así el comu-
nismo o el socialismo, que vislumbraron en el Estado en sí mis-
mo la posibilidad de obtener mayores niveles de organización
social. En el ámbito local se libran batallas sordas, sutiles, ocul-
tas, que resultan trascendentes, como en el clientelismo con el
que tienen fuertes vínculos, difíciles de apreciar.
Uno de los terrenos más abruptos donde se libra esa batalla
es en el de la memoria. La gestión y uso de la memoria por los
notables es discriminatoria para quienes no ejercen el poder.
Los cultos de la memoria y los olvidos subsiguientes son traza-
dos con estrategias sofisticadas por los clanes patriciales que
saben de su valor. Granada, la conocida ciudad andaluza, ha cons-
tituido el objeto de uno de nuestros últimos estudios (G. Alcan-
tud, 2005), con el fin de mostrar el carácter conflictivo de la vida
social local, sobre todo en relación con la gestión de la memoria
histórica. Las pasiones suscitadas por los usos de la memo-
ria han sido el terreno más firme de la acción de los notables
granadinos. Desde el momento de la ruptura de 1492, con la
entrega de la ciudad por los poderes nazaríes, hasta la definitiva
expulsión de sus habitantes, los moriscos, en 1609, la historia de
este largo siglo XVI ha sido la de un conflicto permanente, a veces
larvado y otras abierto, como la rebelión morisca de 1568, acom-
pañado de la penetración progresiva de la ciudad y el reino por
parte de los castellanos, conquista llena de adarves y callejones
sin salida. Uno de los puntos clave para los nuevos conquistado-
res consistía en reinterpretar la fundación y la narración de la
historia local, con el fin de otorgarse una legitimidad en la ocu-
pación que los situase en un punto anterior a la considerada
usurpación islámica. Como el problema era complejo se puso en
marcha un dispositivo de compromiso con los criptomusulma-
nes, o acaso nuevos cristianos, que no querían renunciar a sus
anclajes autóctonos, y de ello surgieron episodios como el de los
libros plúmbeos del Sacromonte granadino, en los que se pro-
movían una suerte de sincretismo cultural, que daba la prece-
dencia en la fundación a los cristianos llegados con Santiago a la
348
península y a los árabes los injertaba en la génesis del cristianis-
mo. Como este mito fundacional no fue aceptado y consagrado
por Roma, dadas sus muchas contradicciones lógicas, el tema
quedó abierto, y sobre él se volvió en diferentes momentos, so-
bre todo con motivo de una excavaciones fraudulentas en el si-
glo XVIII, cuyos autores pretendían haber encontrado restos os-
tensibles de la Granada romana, que obligó a la Inquisición a
desautorizarles, hasta llegar al día de hoy en el que los propios
universitarios se baten en torno a este proceloso mito fundacio-
nal. Este análisis de antropología histórica tiene dimensiones
puramente políticas que conciernen al debate hic et nunc en tor-
no al cual se mueven pasiones e intereses reales y concretos (G.
Alcantud, 2007b).
Pero no es el único aspecto de la vida local sujeto a tensiones
interpretativas que han de dar legitimidad a los actores políticos
y sociales. Los héroes locales emergidos en la edad contemporá-
nea, todos ellos con fuertes perfiles políticos, son objeto de disputa
y apropiación. Los casos más significativos son los de Mariana
Pineda, ajusticiada en el patíbulo en 1831, después de un cono-
cido proceso, en virtud del cual se la encontró cómplice de una
conspiración liberal; Ángel Ganivet, suicidado en 1898 en Riga,
como consecuencia de una suerte de exilio, en cuya gestación
interviene igualmente el drama local; y Federico García Lorca,
que habiendo dado forma teatral al drama de la heroína Pineda,
alcanzó él mismo la palma de martirio con su ejecución en 1936,
por motivos seguramente más domésticos que ideológicos. Si
conflictiva fue la existencia de estos tres héroes locales no menos
complicada y disputada ha sido su herencia simbólica. Mariana
Pineda conoció a los pocos años de su ejecución la expiación
pública, ya que su muerte no dejaba de estar exenta de complici-
dades colectivas. Ganivet no conoció el descanso, llevándose a
cabo plurales interpretaciones de su obra y vida, que no han
logrado el consenso o la unanimidad, por lo que es un héroe aún
pleno de conflictividad. Sobre García Lorca todavía resuenan
los ecos de su personalidad y muerte inquietantes, sobre las que
bordean numerosas aristas en cuyo centro, como en Pineda, está
la colectividad. La narración de los orígenes o de la construcción
de los héroes locales de proyección universal son objeto de vigi-
lancia por parte de las élites autóctonas. El forcejeo interpretati-
vo, en torno al cual se establece la legitimidad del poder, hace
349
que lo local, en este caso centrado en Granada en nuestros análi-
sis, sea un epicentro o vórtice conflictivo. Desde esa posición los
notables negocian su incorporación a la nación, acompañados
de sus relatos y la gestión de los mismos.
350
dad, han llevado a los Estados a trazar políticas de cooperación
al desarrollo, en las que frecuentemente están comprometidos
los antropólogos. Éste es un espacio propio para la reflexión po-
lítica ejercida desde la antropología (Marzok, 2006a, 2006b).
Las ONG son los vehículos preferentes de esas políticas. Pro-
bablemente la primera ONG fuese Peace Corps, un organismo
semigubernamental, creado por la administración Kennedy en
los años de la guerra fría para llevar a cabo políticas de desarro-
llo rural en diferentes partes del mundo, con el fin no declarado
de combatir con los hechos y las ideas al avance seductor para
las poblaciones tercermundistas del comunismo. Kennedy al lan-
zar este proyecto contaba con enrolar a jóvenes universitarios
estadounidenses recién graduados, sobre todo en ciencias socia-
les y médicas, que tuviesen deseos filantrópicos de cooperar y
afán aventurero. Algunas universidades norteamericanas asimis-
mo pusieron en marcha programas específicos de desarrollo. El
caso más célebre es el de Vicos, una hacienda de los Andes pe-
ruanos, comprada por una universidad americana, con el fin de
liberar a la población que la ocupaba, generando pautas de desa-
rrollo agrario. Discutibles o no, estos casos ejemplifican que la
actual política de transferencia de funciones sociales asistencia-
les y de desarrollo a las ONG es un fenómeno que entronca con
los presupuestos de la guerra fría.
Hoy día se constata que las ONG han ocupado muchos secto-
res asistenciales cuya gestión correspondía a los gobiernos y a
los Estados, produciendo de hecho una privatización encubierta
de aquellos servicios. Esta política lleva a preguntarse a muchos
críticos sobre si las ONG vienen a paliar los efectos descarnados
del ultraliberalismo o si, en realidad, ellas constituyen en su ma-
yor parte la cara amable de ese capitalismo despiadado. En apo-
yo de estas tesis vienen los estudios realizados por antropólogos,
como los Centlivres, que destacan el vínculo estrecho entre ONG
y notables locales en casos como la ayuda humanitaria a Afga-
nistán. El sistema se retroalimentaría, apoyando la ONG, con la
llegada de sus recursos, a los notables, y de otro lado, éstos faci-
litarían la entrada de aquéllas a cambio del apoyo autóctono. Un
sistema de complicidades que produciría como efecto inmedia-
to el mantenimiento del statu quo, sin introducir cambios es-
tructurales. Al igual que habíamos empleado previamente la pa-
labra paradoja para definir ciertas realidades políticas estudia-
351
das por la antropología, ahora tendríamos que hablar de com-
plicidad para designar las nuevas realidades en las que lo virtual
y lo real se oponen frontalmente. El estudio de las complicida-
des tiene un gran futuro en la antropología política.
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378
ÍNDICE
PARTE A
LA FORMACIÓN DE LOS SABERES CRÍTICOS
PARTE B
LABERINTOS ANTROPOLÓGICOS: SOBREVIVIR
AL AUTORITARISMO POLÍTICO Y PRACTICAR
LA DEMOCRACIA CULTURAL
379
CAPÍTULO 6. Las opacidades de la memoria
en Maurice Halbwachs ....................................................... 200
PARTE C
PRODUCCIÓN CULTURAL Y CONTROL DEL CONOCIMIENTO
PARTE D
CUESTIONES EPISTEMOLÓGICAS:
ANTROPOLOGÍA, CRÍTICA E INGENIERÍA POLÍTICA
380