06 Milanich - Circulacion
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Nara Milanich*
Introducción
La historiografía social latinoamericana recién está empezando a abordar el tema de la infancia, pero hay una
dimensión histórica de la niñez que ya ha recibido la atención de los investigadores: el fenómeno de la
infancia abandonada. Ya contamos con una amplia gama de estudios sobre el abandono de los niños y las
casas de expósitos en Brasil, Chile, México y otros países.1 Los historiadores han mostrado las proporciones
masivas del abandono de niños y han ofrecido explicaciones acerca de por qué tantos niños fueron expuestos
en establecimientos de beneficencia, quiénes fueron estos niños y cuáles fueron las consecuencias
demográficas de estas prácticas. Los resultados de estos estudios no dejan de interesar y de sorprender.
Sin embargo, a nuestro parecer, el enfoque historiográfico de la infancia abandonada presenta dos problemas.
Primero, por más difundido que hubiera sido como fenómeno, estamos siempre hablando de la experiencia de
una pequeña minoría de niños. ¿Cómo, entonces, justificar el peso puesto en el tema? Segundo, los estudios
del abandono infantil no siempre han mantenido un diálogo con los demás campos de la historiografía social.
Sabemos cómo funcionaban los orfelinatos y cuántos niños llegaron a ellos. Pero, más allá del indisputable
interés intrínseco que poseen estos datos, ¿qué nos dicen sobre la infancia en general? Y, más allá de la
infancia, ¿qué nos muestran sobre la organización social -las relaciones entre las generaciones, los sexos y las
clases- en las sociedades en las cuales el abandono fue tan común?
Por cierto que el presente artículo no busca llenar del todo este vacío. Intenta simplemente proveer una nueva
mirada hacia el abandono infantil y los asilos que acogían a estos niños, al examinarlos dentro de un contexto
cultural más amplio. Más específicamente, se propone que, por lo menos en el caso chileno, los asilos de
huérfanos y el abandono infantil en general tienen que ser analizados en referencia con el fenómeno de la
circulación de niños. Por circulación infantil se entiende la práctica según la cual los niños no se crían en casa
de sus progenitores biológicos, sino que pasan toda su infancia o una parte de ella en casa de custodios ajenos.
Esbozamos, primero, las prácticas institucionales del orfelinato de mayor relieve en Chile, la Casa de
Huérfanos (o de la Providencia) de Santiago, y segundo, los motivos de los padres que depositaron a sus hijos
en ella. Nos interesa abordar una interpretación del abandono institucional de niños como una manifestación
de prácticas populares sumamente difundidas, arraigadas y ambiguas.
Fundada en el año 1758, la Casa de Huérfanos de Santiago fue durante las primeras décadas de su existencia
un establecimiento pobre y poco organizado.2 El año de 1853 marcó un hito importante en su historia. Fue
entonces que la Junta de Beneficencia de Santiago encargó el cuidado de los huérfanos de la ciudad a las
Hermanas de la Providencia, una congregación de monjas canadienses recién llegadas en Chile.3 Al principio,
las Hermanas se encargaban solo de los niños mayores, quienes a la edad de 5 ó 6 años volvían de las casas de
nodrizas donde se criaban durante la lactancia. En la década del 70, las Hermanas se hicieron cargo de la
recepción inicial de los niños expósitos en el establecimiento, y de su distribución entre las nodrizas, además
de su crianza después de la lactancia. Fue entonces cuando se desarrolló la institución que llegó a ser conocida
como la Casa de la Providencia, asilo por excelencia que recibía centenares de niños al año y supervisaba su
crianza desde la lactancia hasta la adolescencia. Se construyó una casa más amplia en el barrio de la
Providencia para acomodar un número siempre creciente de asilados, y, además, se adoptó una misión más
ambiciosa: ofrecerles una enseñanza acabada y hasta un oficio. Las Hermanas sólo renunciaron al cargo de la
Casa en la década del 1940, pero ha seguido funcionando como institución exclusivamente estatal hasta el día
de hoy.4 De esta manera, se distingue como el establecimiento de beneficencia más antiguo del país.
Gracias al minucioso registro de datos por parte de las Hermanas de la Providencia, tenemos un voluminoso
cuerpo documental que narra las vidas, muchas veces fugaces por los altísimos índices de mortalidad, de las
decenas de miles de niños que pasaron por la Casa durante el período de su administración. Entre esta
materia, se encuentra una serie de registros con información sumaria acerca de la proveniencia, edad,
identidad y suerte de cada asilado.5 Aún más ricos en detalle son los archivos de los «Documentos de
Entradas«, que contienen los certificados de bautismo, las notas, las cartas y hasta los amuletos de la suerte
que traían los niños depositados en la Casa. También existe un «Libro de Amas», registro de las nodrizas que
criaban a los niños de corta edad fuera de la casa. Han sobrevivido, además, unos cuantos archivos de los
«Documentos de Salidas», que contienen datos acerca de la práctica por parte de particulares de solicitar a
niños de la Casa. Aunque incompleto, y a veces difícil de interpretar, este cuerpo documental nos otorga una
visión privilegiada de las vidas de los pequeños asilados de la Casa de la Providencia -su identidad y la de sus
familias, su proveniencia social y geográfica, las circunstancias de su abandono, su lactancia entre las
nodrizas de la casa, y, más tarde, su repartición a casas privadas de Santiago-.
El perfil del «hijo de la Providencia» que se desprende de esta documentación calza con lo ya descrito en
otros estudios sobre los niños expósitos, tanto en Chile como en otros lugares. Las razones por las cuales los
menores llegaron al asilo, son, a saber, por las crisis familiares, por la orfandad, y, sobre todo, por la pobreza.
Como ha demostrado Manuel Delgado en su análisis de los expósitos, éstos eran, en su gran mayoría,
ilegítimos. Muchos niños provenían de los sectores más pobres, de madres solteras, abandonadas o viudas,
que apenas subsistían con su trabajo de sirvienta doméstica o de otro oficio mal remunerado. Después de
1875, muchos fueron remitidos desde el hospital de San Borja, establecimiento público para parturientas
indigentes. Unos pocos -acompañados de cartas que los identificaban como hijos de «familias decentes»- se
desvían del perfil, pero son, sin lugar a dudas, la excepción.
La documentación también muestra que durante la segunda mitad del siglo XIX, un creciente número de
niños pasó por la Casa. A principios de los años 80, la Casa supervisaba a más de mil niños al año (de los
cuales alrededor de 200 residían en la Casa y 800 se encontraban repartidos entre las amas). Diez años
después, el número superó los 1.300, entre los que entraban en un año dado y los que habían quedado del año
anterior. En la primera década del 1900, el número alcanzó la enorme cifra de 2.300 expósitos.6 Esto es,
según las conclusiones de un estudio, uno de cada diez niños nacidos en Santiago a fin de siglo fue mandado a
la Casa de Huérfanos.7
Pero los «hijos de la Providencia» no fueron los únicos niños que, en Santiago o en Chile, se criaron dentro
del marco institucional. Aunque la Casa de la Providencia fue el asilo más antiguo, más grande y mejor
establecido dirigido a la infancia desvalida, las últimas décadas del siglo XIX vieron la rápida multiplicación
de otros establecimientos a lo largo del país. Sólo en Santiago, entre 1844 y 1895, se fundaron las siguientes
trece instituciones para niños pobres: el Asilo de Salvador, la Casa Talleres San Vicente de Paul, la Casa de
María, el Patrocinio de San José, la Casa de Santa Rosa, la Casa de la Verónica («Santa María Salomé»), una
Casa de Asilo en la calle de Dávila, la Casa de Belén, la Casa de la Purísima («Asilo de Nazaret»), el Asilo de
la Patria, el Asilo de la Misericordia, el Asilo del Carmen y la Protectora de la Infancia. Seguramente hubo
otras instituciones, que, por su tamaño reducido, su corta vida o su gestión privada y autónoma, no dejaron
huella en la documentación.8 En 1912, Moisés Poblete Troncoso calculó que en Santiago existían 25 casas de
huérfanos.9 Mientras tanto, a fines del siglo XIX y principios del XX, aparecieron otros establecimientos a lo
largo del país -varios de ellos fundados por las mismas Hermanas de la Providencia- en ciudades y pueblos
tales como Concepción, Valparaíso, Limache, Quilpué, Quillota, La Serena, Chillán, Talca, Temuco, Linares,
Vicuña, Ovalle y Antofagasta. Aunque es imposible calcular las dimensiones numéricas, es evidente que a
fines del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, un gran y creciente número de niños pobres pasó
la totalidad o una gran parte de su infancia bajo el cuidado de algún establecimiento de beneficencia.
Pero el presente artículo pretende mostrar que la experiencia de los niños de la Casa de la Providencia y de los
demás asilos infantiles no fue excepcional y que tampoco fue una idea impuesta «desde arriba». Al contrario,
estos orfanatos constituían nada más que el lado institucional, y, por lo tanto, más visible, de lo que fue un
fenómeno mucho más extendido, arraigado desde mucho tiempo atrás en la cultura popular: la circulación de
niños. Muchos menores en el Chile decimonónico, como históricamente ocurrió en otras sociedades
latinoamericanas e incluso en algunos lugares hasta el día de hoy, no se criaron en los hogares de sus
progenitores, sino que pasaron toda su infancia o una parte de ella en casas ajenas.10 Cabe esbozar la
naturaleza de esta práctica.
La probabilidad de ser «mandado criar» fue más alta entre los hijos ilegítimos y los huérfanos de padre, de
madre o de ambos, y, por lo menos en el siglo XIX, fue una práctica que involucró a los niños de los sectores
populares. Las redes de circulación de niños operaban privadamente y el traslado de un niño desde un hogar a
otro no fue casi nunca formalizado legalmente.11 El Código Civil reconocía sólo los lazos de sangre y no los
de crianza o de adopción.12 Por lo tanto, los términos de los arreglos de crianza, si es que se articulaban, se
establecían verbalmente. Además, a pesar de ser una práctica tan común y corriente -o quizás a causa de esto-
la circulación de niños fue en los discursos de la época «dada por descontado», es decir, una práctica que no
solía provocar comentario alguno. A diferencia de la ilegitimidad, la mortalidad infantil, las uniones
consensuales («amancebamiento») y otras características de las familias populares, que provocaron ruidosos
comentarios, críticas y estudios por parte de la cultura dominante de fines del siglo XIX, la crianza ajena no
sólo no provocó preocupaciones moralizadoras, sino que ni siquiera llegó a ser reconocida como un fenómeno
social.
Si bien no existen comentarios dirigidos a la circulación infantil de manera específica, la práctica surge con
frecuencia en una amplia gama de contextos, precisamente porque era tan difundida. Hay dos fuentes que son
especialmente útiles en este sentido.13 La primera es el testamento, pues resulta ser práctica común que los
testadores del siglo XIX dejaran legados a los niños criados por ellos.14 Los testamentos nos dan una idea de
las sorprendentes dimensiones de la crianza ajena en algunas comunidades. Por ejemplo, en una muestra de
65 testamentos de San Felipe otorgados en el año 1850, resulta que uno de cada cuatro testadores deja un
legado a un niño criado por ellos. Veinticinco años después, un poco menos del 10 por ciento de los
testamentos hacen mención de un niño criado. Estamos, por lo tanto, en presencia de un fenómeno de amplia
difusión.15
Otra fuente que nos permite acercarnos al fenómeno son los antecedentes judiciales, los que dan una idea de
la gran variedad de modos de organizar la crianza de los menores y de construir las familias en general. Los
padres aprovechaban a sus compadres, a vecinos, a patrones y hasta a desconocidos para que acogieran a sus
hijos. Muchas parejas sin hijos cobijaron a niños, tal como lo hizo el artesano José Tapia, de Valparaíso.
Explicó cómo, en 1862, «bajo el confesionario y privadamente?me suplicó el Sacerdote Frai Pedro Amador
Carmete de la Orden de Jesús, comunicándome que me daba un niño huérfano?a cuyo efecto lo puse en
conocimiento de mi esposa la que me insistió aceptase la oferta del relijioso y que como no teniamos hijos, lo
cuidariamos a ese niño desamparado y lo adoptaríamos por hijo». Cinco años después, el niño todavía vivía
con su familia adoptiva, que, según un testigo, lo trataba «lo mismo que si hubiera sido su hijo».16 Mujeres
solas de edad avanzada también acogían a menores, sobre todo a niñas, que «las acompañaran» o que
sirvieran «de compañera».
Otras veces existían arreglos para la lactancia de niños. Las mujeres de los sectores populares contrataban a
amas aun más pobres que ellas mismas para que criaran a sus guaguas mientras sus madres trabajaban,
muchas veces en el servicio doméstico. En Santiago, en la década del 1880, Micaela Ibarra criaba al hijo
recién nacido de Soledad Fuentealba por diez pesos mensuales, «sueldo que, atendido a la pobreza de esta, le
era mui necesario».17 A veces, tales arreglos se extendían mucho más allá de la lactancia. Una hija de los
inquilinos Dolores Moya y Paulina Liberona crió al niño Luis Alberto Acevedo, quien vivió con la familia en
Codegua hasta que murió a la edad de cinco años en 1885. Liberona identificó al niño como el «hijo natural
de Rozenda Acevedo, cuya persona le mandó criar este niño hará cinco años a la fecha, dejándole un año de
salario anticipado, y que después no le volvió a ver más». Al parecer se había ido a Santiago, empleada como
ama de leche por una familia acomodada.18 Se mandaban a niños desde la edad de 6 ó 7 años a otras casas
para que fueran «educados» o simplemente para que trabajaran de sirvientes, liberando así a sus padres, de
condición pobre, del cargo de alimentarlos. Tales arreglos podían durar temporalmente, con el eventual
reclamo del niño por parte de su familia de origen, o definitivamente, con la conversión del niño en miembro
permanente de la familia «adoptiva». Algunos niños pasaban toda la infancia en un solo hogar y otros
transitaban de casa en casa, en un estado de perpetuo circulación.
De los niños que perdieron definitivamente contacto con sus progenitores, algunos de los más afortunados
lograron insertarse como objetos de verdadero amor y cariño dentro de sus familias adoptivas. Tal fue el caso
de Ignacia Naranjo, beneficiaria del testamento de Tránsito Figueroa en 1851: «Declaro que en atencion al
amor i cariño que le he tenido i tengo a la joven Ignacia Naranjo, muchacha que he criado desde su tierna
infancia, i penetrada por otra parte de sus constantes servicios, ordeno a mi albasea que después de mi
fallecimiento le dé a la citada Naranjo la cantidad de treinta pesos en plata, una batea, tres o cuatro planchas i
una imajen del Tránsito».19 Hasta podían adquirir el papel de hijos y convertirse en herederos. De este modo,
Dolores González, señora soltera de sesenta y tantos años, natural y residente en Quillota, testó en 1875:
«Declaro que desde su mas pequeña infancia he criado i vive a mi lado un joven que se llama Segundo
González?i que a la fecha anda en 26 años de edad, cuyo individuo me ha servido i me cuida como el mas fiel
de los hijos, sirviendome i manteniendome con lo que se proporciona con su industria i trabajo, a este
individuo, el referido Segundo González lo nombro de albacea i tenedor de bienes?[y] lo instituyo tambien
por mi unico i universal heredero».
Pero el ser «hijo» o «hija» de una familia de crianza podía tener otro significado, implicando no la
incorporación como miembro valorizado de la familia, sino una subordinación filial al padre-patrón o a la
madre-patrona. El presbítero José Venegas, autor de la guía Deberes de la Mujer Cristiana, publicada en 1891,
aconsejó a sus lectoras que «las dueñas de casa son, en cierta manera, los padres de sus sirvientas, sobre todo
si éstas han sido criadas por ellas; así deben tenerlas como a sus hijas, mirarlas con cariño y compasión». Por
su parte, la sirvienta «está obligada?a ser atenta, diligente, humilde y honrada».20 Tales consejos revelan el
otro lado de la crianza ajena: las relaciones de dependencia, subordinación y servidumbre que en tantos casos
eran inherentes a ella.
Según este discurso cultural, los niños criados en casa ajena tenían una deuda de profundas raíces con sus
cuidadores. El lenguaje de la fidelidad, del agradecimiento y de la sumisión impregnaba la relación entre
criado y criador, y no es de extrañarse que los conflictos entre ambos solían girar en torno de este eje
discursivo. De este modo, José Ramón Vidaurre se quejaba de que la niña, hija de una sirvienta, a quien su
esposa y él «cobijamos y dimos albergue en nuestra casa», se había olvidado «el cariño y la gratitud que debe
a sus protectores».21 Felicia Mallea negó la acusación de que había dado malos tratos a su sirvienta Victoria
Cavieres, de doce años, quien se encontraba en su poder desde hacía cinco años. Además, acusó a una ex
arrendataria de haber tratado de «conquistar a la niña?haciéndole diferentes ofertas y aconsejándola que se
fugase de mi lado». Se desprende de su discurso un sentido de haber sido traicionada por una criada, quien no
le fue fiel después de haber sido aceptada en su casa «como un acto de caridad».22 De igual modo, en varios
casos surge la injuria -aparentemente curiosa, pero que tiene perfecto sentido dentro de este marco discursivo-
de que la persona injuriada es un «guacho mal agradecido».23 Implica que la única cosa peor de ser guacho -
ilegítimo, huérfano o de padres desconocidos- es ser guacho ingrato, uno que no agradece la caridad de los
protectores. Y como último ejemplo, cabe destacar que de vez en cuando los patrones recurrían al juzgado
para reclamar la fuga de un sirviente criado desde la infancia. La justicia solía opinar, como lo hizo en un
caso, que «el hecho denunciado por [el demandante] de haber abandonado su casa la niña [la demandada] a
quien el denunciante había criado desde la infancia, no constituye delito».24 Sin embargo, queda claro que los
patrones percibían estas fugas como violaciones de sus derechos sobre la criada.
El discurso de la lealtad y agradecimiento debidos surge de la percepción de que criar a un niño representaba
una inversión no solo en el futuro del niño, sino también en el futuro del criador. Sobre todo para una familia
humilde, la formación y educación de un niño ajeno se consideraba una tarea que requería tiempo, gastos y
esfuerzos por parte del cuidador. En muchos casos, existía la expectativa de que tales costos se
recompensarían a largo plazo con el trabajo del menor. Concepción Berrios demandó a José del Carmen
Loaiza cuando éste reclamó a su hija María, tres años después de haberla confiado al poder de la Berrios.
Según ella, no aprovechó la mano de obra de María, sino que invirtió tiempo y esfuerzo en su formación:
«Ella no ha estado directamente a mi servicio, pues cuando vino a mi poder era incapaz de desempeñar
ningun destino, mas bien he sido yo su aya i directora, instruyéndola en lo que he podido para legarle por este
medio un regular porvenir?Ahora que ya tal vez estoi viendo el buen resultado de mis sacrificios i molestas
tareas, su Padre?quiere llevársela?Yo a costas de mil sacrificios la he amamantado con sanas doctrinas para
utilidad de ella i de la sociedad?». Terminó demandándole al padre la cantidad de 500 pesos por los costos de
atenderla como lo hizo, no como una «sirviente sino [como] una pupila o educanda».25 Queda claro que
muchos menores se criaban desde la primera infancia en familias ajenas, que los miraban como futuros
sirvientes -quizás es éste el origen de la palabra «criado»-. En tales circunstancias, los niños podían llegar a la
mayor edad sin conocimiento de sus padres, sin identidad o nombre propio, y con pocas esperanzas de salir de
las relaciones de dependencia y explotación que definieron su existencia. Tal fue la experiencia de la sirviente
María Ramírez, quien, en 1895, se fugó de la casa de su patrona, donde había sido criada desde la edad de
diez meses. Llamada a identificarse ante el juez, declaró: «No conozco mis apellidos paternos porque según
he oído fui traída de la Araucanía y el apellido que llevo es el de mis patrones, creo tener 20 años de edad, de
oficio sirviente?». Lo que hizo al salir de la casa donde había vivido y trabajado durante toda su vida es
revelador: cambió su nombre, deshaciéndose, de este modo, de una identidad que le había sido impuesto por
su patrona.26
En general, las trayectorias de circulación depositaban a los niños en familias de crianza de condición social
superior a las de origen. Pero no siempre fue así. Cabe mencionar aquí la experiencia de los dos hijos
ilegítimos del hacendado Pedro Ramírez, quienes pasaron sus primeros años con la familia del mayordomo y
de otro empleado de la hacienda de Ramírez en Rengo. Si no fuera por la escandalosa revelación pública de
su existencia, se supone que los menores habrían sido incorporados como trabajadores anónimos en la fuerza
laboral de su distinguido padre.27
Visto desde esta perspectiva, el abandono de niños en la Casa de la Providencia y en otras instituciones de
similar naturaleza no fue más que otra manifestación de la masiva circulación de niños en este sociedad. De
hecho, la Casa se encontraba ligada con las redes informales de circulación. En muchos casos, el
establecimiento constituía una sola parada en una larga trayectoria de circulación. Muchos expósitos, por
ejemplo, ya habían sido separados de sus progenitores antes de llegar al torno de la Casa. Habían sido
mandados criar por vías informales, pero como sus cuidadoras no recibían el sueldo prometido, recurrían a la
Casa. Si el abandono se define como la renuncia definitiva por parte de los padres del cuidado de sus hijos,
estos niños ya habían sido «abandonados» mucho tiempo antes de llegar a la Casa. Manuel de la Cruz
Mosquiera fue depositado en la Casa de la Providencia en 1883 con una carta del juzgado de la Victoria.
Según ella, su padre viudo le había encargado a Mercedes Quezada su cuidado. Pero «se ha ausentado de este
lugar, yéndose al sur de Talca i?hasta la fecha cuatro meses no se ha tenido noticias de él». La Quezada «no
contando con los recursos necesarios» y además «por creerse verdaderamente no vuelva mas, i ser un peón
andante, i padre desnaturalizado» deseaba entregar al niño al asilo. Es una historia que se repite con
frecuencia en la documentación del establecimiento.28
Otro caso es el de José del Carmen, niño puesto en el torno en 1859 por mano de Teodora Lobo. Como en
otros casos, su madre lo había mandado criar a la Lobo tres meses antes, pero «se habia perdido» y como no
le pagó la crianza, la Lobo lo llevó al asilo. Lo interesante del caso es que la ama que lo sacó del
establecimiento, según el registro, fue ni más ni menos que la misma Lobo. Además de las «tres mudanzas»
de ropa que llevó cuando volvió a sacar al niño, se supone que también recibió un sueldo de la Casa. De esta
manera, el asilo subvencionó el trato de crianza privado entre Lobo y la madre de José del Carmen.29 En
casos como éste, queda claro que el establecimiento «estaba conectado con» o «constituía una especie de
continuación de» las redes informales de circulación infantil.
Por otra parte, los modos de operar de la Casa reproducían las prácticas populares. En una época de epidemias
contagiosas y de alta mortalidad infantil, y sobre todo cuando no existía la alimentación artificial segura, los
orfelinatos estaban mal preparados para recibir una gran aglomeración de lactantes. Por lo tanto, durante la
mayoría de su historia, la Casa de Huérfanos de Santiago funcionó como la mayoría de los asilos en América
Latina y Europa: dependió de una vasta red de amas, que, a fines de siglo, alcanzó a casi 600 personas,
constituida por mujeres pobres que a veces vivían en la ciudad, pero que en su mayoría eran dependientes de
los fundos de los alrededores de la capital. Como se ha dicho antes, una vez llegados al asilo, los niños eran
mandados a amas de leche y después a amas secas, quienes recibían un pequeño sueldo mensual. El único
registro de amas que sobrevive, que data desde los años 50 y 60, muestra los vaivenes de esta circulación
supervisada por la Casa. Por razones que no siempre quedan claras, los niños eran trasladados con mucha
frecuencia de una ama a otra, de manera que pasaban la lactancia y la primera infancia en un estado de
circulación perpetua. No era raro que un niño transitara entre tres, cuatro y hasta cinco hogares durante el
espacio de dos años.
Después, al cumplir cinco años más o menos, los que habían sobrevivido los peligros de la lactancia eran
devueltos a la Casa. Pero, como muestra el registro de los años 50 y 60, permanecían muy poco tiempo en el
asilo, a veces sólo por unos meses o aun por días. De allí, los niños entraban en otro ciclo de circulación al ser
repartidos entre particulares que solicitaban huérfanos del establecimiento. Las peticiones escritas de los que
deseaban sacar a un niño nos dan una idea de quiénes eran los individuos y familias que solicitaban huérfanos
de la Casa.30 Lo que más llama la atención de ellos es que son indistinguibles de los que asumían cargo de
niños en el contexto de la circulación informal que operaba a lado de, y se entrecruzaba con, la repartición
supervisada por la Casa. Figuran entre ellos mujeres solas y viudas, de clase popular, pero con cierta
independencia económica, como Doña Rosa Reyes. El cura de San Saturnino de Yungay la caracterizó como
«honrada de buen trato y de buena educación» con «casa propia, de un valor de diez a doce mil pesos» en la
Cañadilla, señora que «hasta la fecha, no tiene familia» y cuyos «sentimientos de piedad y de honradez» le
permitían proveer «un dichoso porvenir» a una niña de la Casa.31 Parejas casadas sin hijos también
solicitaban niños con frecuencia. Dominga Morales e Ignacio Salinas, eran «buenos casados i de buenas
costumbres» según un oficial de la subdelegación 23, no tenían hijos y deseaban sacar a un huérfano «como
adoptivo hijo». (LS, #29). Otros matrimonios firmaban contractos en que juraban legar una parte de sus
bienes al huérfano. Figuran también artesanos que buscaban jóvenes aprendices, por ejemplo el chocolatero
Nicolás Aguilera, «artesano honrado i trabajador» con «habitación de su propiedad» en la calle Lira, quien
solicitó a un niño para «darle educación i enseñarle oficio».32 Asimismo, otro artesano escribió su propia
carta, solicitando un niño «de los más grandes» y explicando al administrador, «hace algun tiempo que tengo
deseo de sacar un niño de la casa de los huérfanos para educarlo, i que me sirve, para más tarde aprendiéndole
mi oficio de encuadernador».33
Pero como en caso de la crianza informal, muchos de los asilados eran solicitados como sirvientes
domésticos, a veces de manera explícita. José del Tránsito Concha y su esposa Doña Dolores Romero querían
sacar a un niño de la Casa, «con calidad de sirviente y con la obligacion de alimentarle bestirle y darle la
correspondiente educacion hasta el termino o tiempo que este en estado de jirar por si?».34 Del mismo modo,
el administrador de la Casa de Corrección de Santiago pidió a su homólogo de la Casa de Huérfanos que le
diera «dos hombrecitos de servicio uno para mi i el otro para mi hijo», este último administrador de un
establecimiento de educación en Colchagua.35 El mismo administrador escribió cartas de apoyo para otras
personas, incluso una prima hermana y un tal «José Vicente Opazo», quizás un empleado de él, quien también
deseaba «un huerfanito para su servicio».36
Pero los convenios de «adopción» eran bastante inestables. Las quejas de maltrato abundan, y varias veces la
Casa demandaba judicialmente al cuidador la devolución de un huérfano. Más común fue la simple fuga del
niño. Otras veces los solicitantes devolvían a los niños después de un tiempo por ser de «mal genio» o porque
los encontraban incapaces para el servicio. En todos estos casos, los niños solían pasar por múltiples casas, o
porque regresaban a la Casa que los volvía a colocar con otra familia o porque, en una suerte de
autocirculación, se iban solos en búsqueda de una colocación mejor.37
De esta manera, la Casa de Huérfanos se entrecruzaba con las trayectorias de circulación popular e informal.
En muchos casos, la llegada del niño al asilo fue la continuación de un proceso de circulación que ya había
empezado con la crianza informal. Es más, el propio procedimiento institucional de la Casa, basado en el
sistema de amas y solicitantes particulares, reproducía estas mismas pautas. Se desprende de lo descrito que la
Casa de la Providencia funcionaba no como un orfelinato que criaba a huérfanos desde la primera infancia
hasta que eran mayores de edad, sino como una especie de centro de distribución de niños, que repartía a sus
pupilos entre redes de criadores ajenos, empleando así las mismas estrategias que los padres pobres.
Con el tiempo, algunos aspectos del sistema se modificaron. Los niños pasaban más tiempo en el asilo y la
Casa adquiría una misión educativa cada vez más expansiva. En vez de días o meses, los niños devueltos de la
lactancia pasaban varios años en el asilo, donde recibían una enseñanza básica; las niñas se ocupaban en
trabajos domésticos (lo que las preparaba para servir en casas particulares) y los niños adquirían un oficio.38
El nuevo papel que asumió la Casa de la Providencia a fines del siglo XIX reflejó una política deliberada por
parte de las Hermanas y de los administradores, quienes estaban muy conscientes de la explotación y malos
tratos de que eran víctimas los huérfanos al salir de la Casa. A su parecer, el problema fue más agudo en el
caso de los asilados de muy corta edad, que salieron sin formación alguna. Por lo tanto, había que ampliar las
oportunidades para la enseñanza y colocar sólo a niños mayores.39 Pero, a pesar de estos cambios, que fueron
posibles gracias al aumento de los recursos de la institución,40 el modus operandi de la Casa siguió tal como
antes. La primera infancia se pasaba en casa de amas y si bien los niños después pasaban más tiempo en el
asilo, seguían siendo repartidos en casas particulares. De esta manera, el establecimiento siguió reproduciendo
las pautas de circulación, de tanta importancia en la cultura popular. Y la experiencia de los «hijos de la
Providencia» no se diferenció mucho de tantos otros niños pobres criados en casas ajenas.
Pero, más allá del procedimiento institucional de la Casa, vale la pena examinar los motivos y percepciones
de las familias que allí depositaron a sus hijos. De las cartas y notas que acompañaban a los niños asilados, se
desprende que las percepciones y expectativas que tenían los padres al tratar con la Casa eran condicionadas
por la crianza ajena informal. Por ejemplo, a veces los padres trataban con el establecimiento como si
establecieran un arreglo con una ama particular. La ama de leche Ana María Tello tomó a la niña Clarisa del
Carmen, hija ilegítima de la costurera Mercedes Campos, de la Casa de Huérfanos en 1850. Por más de dos
años, Tello crió a la niña, pero durante todo este tiempo sus padres estuvieron en contacto con su hija y la
ama. En dos ocasiones, Campos pidió a Tello que llevara a la niña a visitar a su padre, Don Alejandro Huique,
un cocinero francés. Según Tello, «en las dos veces que se la llevó en cada una de ellas le dio plata a la
declarante, diciéndole que la cuidare mucho; que la segunda vez que la llevo, le dio recado de la señora Doña
Mersedes a Don Alejandro, mandándole pedir plata, que era para pagarle a la exponente, la crianza de la
niña». El padre y la ama quedaron en reunirse en la Plaza de Armas para que él le diera el dinero, incluso
«ocho reales para que le comprara botines». Dos años después, Campos recuperó a su hija.
Aunque la niña fue «abandonada» en la Casa, y aunque fue mandada con una nodriza contratada por esta
institución, los demás detalles del arreglo son indistinguibles de muchos acuerdos privados e informales de
crianza entre padres y nodriza. Sus padres no solo mantenían contacto con su hija, sino que también
contribuyeron económicamente a su crianza.41 La Casa figura más bien como intermediario en este arreglo.
Después, cuando Campos demandó a Huique por alimentos, el abogado de Campos pudo hacer el argumento -
netamente verosímil- que «[Clarisa del Carmen] fue bautizada, como allí se ve, en la casa de Huérfanos; pero
no por esto se crea que la madre abandonó por un solo momento a su hija, no habiéndola enviado
momentáneamente a aquel establecimiento?y pagando su crianza el poco tiempo que allí la dejó. Este es el
motivo por que se la devolvieron en cuanto la pidió?»42 Un caso semejante es el de José Eujenio Bustos,
quien fue depositado en la Casa en 1844 ó 1845, a los pocos meses de edad. Según el abogado que lo
representó en un juicio de filiación muchos años después, «la nodriza que lo amamantó Ana Hurtado que vive
en la hacienda de Lampa iba todos los meses a la casa de la Sra. Iglesias [la madre ilegítima del niño] a recibir
sus sueldos i a presentar el niño que era mui agasajado por sus padres i demás habitantes de la casa». En este
caso, aunque los padres de José Eujenio mantuvieron contacto con él hasta la edad de trece años, y aunque
después de un tiempo se casaron, nunca reclamaron a su hijo, quien fue incorporado en la familia de la ama de
leche.43
Aunque estas relaciones de crianza abiertas entre amas y padres fueron bastante comunes en los años 50 y 60,
con el tiempo -quizás bajo la administración de las Hermanas de la Providencia- pareció que la casa asumía
un papel más formal y más exclusivo. Los padres ya no tuvieron contacto personal con las amas, y la política
institucional acerca de los reclamos se puso más estricta, de manera que fue más difícil para los padres
reclamar a sus hijos. Sin embargo, queda claro que los padres siguieron tratando de imponer el mismo trato
que antes; esto es, seguían viendo la Casa como un mecanismo de «mandar a criar». La nota que acompañó a
una niña en 1887, declaró, «El recramo [sic] por Margarita Ortiz será dentro de 6 meses i se pagarán $50 al
tiempo de sacarlo...».44 Al fijar el costo y duración de la crianza, y al expresar el deseo de recuperar a la niña,
el autor o la autora trató con el establecimiento como si fuera un cuidador particular. De hecho, muchos
padres buscaban arreglos abiertos y temporales que preservaran sus derechos sobre sus hijos, tales como
hubieran establecido con amas particulares. En 1898, Zenobia Ortiz, «madre de la creatura que pongo en
manos de la Providencia por ser mi familia muy pobre y no tener como criar mi hijo», escribió: «Le pediría la
caridad a la Rev Madre que se le entregase la crianza de la guagua a una señora de este lugar [Isla de Maipo,
donde vivía la escritora] que yo enviaré de aquí con buena recomendación y así yo podré vijilarla». Dijo
además, «el cariño de madre me pide reclamarlo en el transcurso de uno o dos años, pagando entonces lo que
se haya gastado en su crianza».
A pesar de sus esfuerzos por imponer un trato parecido al que se establecía en casos de crianza informal o
extrainstitucional, la Casa ya no respetó los pedidos de Ortiz o de otros padres.45 Según los administradores
del establecimiento y la ley misma, el depósito de un niño en la Casa de Huérfanos fue un acto de abandono, y
al efectuarlo, los padres perdieron la patria potestad legal.46 Surge entonces una pregunta. Si la intención de
estos padres fue simplemente mandar a criar, ¿por qué entonces recurrieron a la Casa, que no les permitía fijar
los términos de la crianza y que hasta podía prohibir el reclamo de sus hijos? La situación de Zenobia Ortiz
presenta una explicación: al parecer, no tenía cómo pagar a una ama particular, y, por lo tanto, se vio obligada
a organizar la crianza de su hija en la Casa de la Providencia.47 Otras veces, los padres encontraban
problemas para contratar a amas: «Por caridad esta infeliz portadora de esta le resibiran su niño pagando ello
todo los meses lo que puede pues no tiene ella leche ni puede encontrar ama para criarlo; pues la que lo
atenido no quiere criarlo mas y lo entregado por fuerza?».48 Y en unos pocos casos, hasta se habla de la Casa
como una alternativa superior a la de cuidadoras contratadas informalmente. Una patrona solicitó que se
aceptara el hijo de su ama de leche porque «la pobre infeliz no ha querido mandarla criar a otra parte porque
nadie cuida niños ajenos, al contrario los matan a pausa a los pobres anjelitos que sus madres por necesidad
los tienen que abandonar para ganar con que mantenerlos».49 De esta manera, tanto la Casa como la crianza
particular eran respuestas a un problema perpetuo, pero a la vez sumamente banal: ¿cómo podían criar a los
niños, sobre todo a los que se encontraban en estado de lactancia, las madres de pocos recursos que no tenían
más apoyo que su propio trabajo?
Por último, la decisión de optar por la Casa de Huérfanos tiene que ver con la edad del niño. Queda claro que
fue mucho más fácil colocar a niños mayores en casas particulares, mientras las guaguas y niños de corta edad
fueron mandados al asilo. Petronila Gaete escribió a la Casa: «Soi viuda de Rios?i me ha quedado tres hijos i
mis circunstancias me han obligado a hechar mi hija menor que anda en los tres meces i se llama Maria Luisa
Rios?i esta sin olio por falta de recursos».50 La tía de otro niño que «no tiene padre» y cuya madre había
muerto en el parto escribió a la Casa: «rogamos alas madres que hagan la caridad de recibirlo en su casa pues
no hayamos que hacernos por estar tan chico tenemos que andar mamantandolo i yo por ser tia de la mujer me
he echo cargo de dos niñitas grandecitas».51 Quizás la más sugerente es la carta de la mujer de un hacendado.
«El niño que lleva la portadora, José Maria Hernandez, es hijo de Juan Hernandez i de Maria Espinosa»,
escribió Sara Reyes de Llona en 1899. «Es el último de 11 hijos i su madre murió?de resultas del parto. Su
padre inquilino del fundo 'Rosal' de mi marido Alberto Llona, es un hombre que pasa continuamente ebrio i
Alberto lo aguantaba en vida de su mujer i aun después de la muerte de ella, por compasión a su familia, pero
hace ya tres semanas que los ha abandonado completamente i como la familia es tan numerosa i no tienen mas
amparo que la anciana que va con el niño i que es tia abuela de ellos, he pensado que es el caso de mandar
este chiquito a la casa de la 'Providencia' porque los otros se han repartido entre diferentes personas, dejando
yo uno para mi».52
De la carta se desprenden los vaivenes de la mortalidad, la pobreza y el alcoholismo como factores en la
desintegración familiar; además, del papel que desempeñaba la Casa de la Providencia para enfrentar tales
crisis. Pero lo que llama la atención es que de los once niños de la familia, sólo el más chico es mandado a la
Casa. Los demás hermanos son repartidos a través de mecanismos de circulación informal, uno a la esposa del
hacendado y los otros probablemente entre los hogares de inquilinos. Evidentemente, la Casa de la
Providencia se entrecruza con las trayectorias informales de circulación infantil, pero sólo se hace cargo de
una pequeña parte del volumen de esta circulación.53
Conclusiones
La pregunta que se suele plantear en la voluminosa historiografía del abandono infantil es ¿por qué? ¿Por qué
fue tan común el abandono de los niños en las sociedades europeas y latinoamericanas del pasado? Y más
específicamente, ¿por cuáles motivos abandonaron tantos padres a sus hijos? Las dos respuestas que se suele
ofrecer son: primero, los rígidos mandatos de la cultura del honor obligaron a los padres a abandonar a sus
hijos ilegítimos; segundo, la pobreza generalizada, crónica y aguda imposibilitó que las familias criaran a
todos los niños engendrados en ellas. En el presente trabajo, no hemos intentado evaluar estas posibles
explicaciones. Pero sí hemos tratado de mostrar que para apreciar el significado del abandono, es necesario
examinar el fenómeno dentro de su contexto cultural. Hemos propuesto que es imposible entender el depósito
de decenas de miles de niños a la Casa de Huérfanos sin considerar el contexto de circulación infantil en
escala generalizada. En este sentido, lejos de ser una patología54 generada por una estructura social viciada,
la exposición de los niños calza con la lógica cultural de la sociedad chilena decimonónica.
Como hemos visto, el modus operandi de la institución refleja estas pautas populares. Los administradores de
la Casa y demás comentaristas de la cultura dominante entendieron el depósito de niños en los asilos de
huérfanos a través de su propio filtro moral, como el acto execrable de padres desnaturalizados. Pero aunque
no percibieron el abandono de niños como circuito de la circulación, la misma Casa participaba en y
aprovechaba estas trayectorias. Fue así que los procedimientos institucionales tales como el mandar a los
niños de corta edad a los hogares de amas, y, después, repartirlos entre casas particulares en Santiago,
reproducían prácticas que existían mucho más allá de la Casa misma. El establecimiento se insertó en el
panorama social actual y se convirtió en partícipe de las redes de circulación infantil ya existentes. También
construyó sus propias redes, de alcance geográfico y social formidable, que se extendieron desde los ranchos
humildes de los inquilinos hasta las casas de familias distinguidas de la sociedad santiaguina. De no ser así,
jamás habría podido funcionar y sobrevivir la institución de la Casa de Huérfanos (posteriormente, Casa de la
Providencia), tal como funcionó y sobrevivió por más de cien años.
Por otra parte, para entender, desde el punto de visto de las familias, qué significó depositar a un hijo en un
orfelinato, hay que tomar en cuenta el contexto de la circulación infantil masiva. Dejar a un niño en el torno
fue un acto altamente factible en un sentido cultural, justamente porque mandar a criar a niños con cuidadores
ajenos ya era una práctica tan corriente en la cultural popular. Es más, como se plantea en este trabajo, la
circulación supervisada por la casa y la circulación informal o popular se entremezclaban a tal punto que en
muchos casos es imposible distinguir entre ellas. Si bien dejar a un niño en la Casa de Huérfanos fue siempre
producto de la adversidad -la mortalidad, la enfermedad, la pobreza, el abandono de la pareja, la
desintegración de la unidad familiar- y hasta podía representar un acto de desesperación, las implicancias
negativas que traía, sin embargo, eran atenuadas en una cultura dentro de la cual muchos niños no se criaban
con sus progenitores biológicos.
En este contexto, hablar del abandono de los niños es invocar una caracterización bastante estrecha y hasta
engañosa de una práctica que muchas veces fue más compleja y más ambigua. Tal como mandar a criar a un
niño implicó toda una gama de configuraciones, reflejó distintos motivos por parte de los padres y pudo
implicar la separación temporal o permanente del niño de su familia de origen, el significado del «abandono
institucional» también se caracterizó por la ambigüedad de los motivos y consecuencias. Cabe preguntar,
entonces, si nuestra visión histórica de la infancia sería enriquecida al sustituir el concepto de abandono por
una noción más amplia de circulación.
* Universidad de Yale.
1 Como ejemplos de esta corriente historiográfica, señalamos: María Luiza Marcílio. História social da
criança abandonada. São Paulo: Editora HUCITEC, 1998; Renato Pinto Venâncio. Famílias abandonadas:
Assistência à criança de camadas populares no Rio de Janeiro e em Salvador, séculos XVIII e XIX. Rio de
Janeiro: Papirus, 1999; Maria Beatriz Nizza da Silva. «O problema dos expostos na Capitania de São Paulo».
Anais do Museu Paulista XXX, 1980-1, 147-158; Felipe Arturo Ávila Espinosa. «Los niños abandonados de
la Casa de Niños Expósitos de la Ciudad de México: 1767-1821» en La familia en el mundo iberoamericano,
Gonzalbo Aizpuru, Pilar and Cecilia Rabell, redactoras. México D.F.: Instituto de Investigaciones Sociales,
UNAM, 1994, 265-310; René Salinas Meza. «Orphans and Family Disintegration in Chile: The Mortality of
Abandoned Children, 1750-1930», Journal of Family History: 16(3), 1991, 315-329. Los motivos por el
enfoque en esta temática son obvios. Como por lo general los niños no han dejado huellas documentales de
sus experiencias, una estrategia metodológica para acercarse al tema de la infancia es a través de las
instituciones, programas y políticas dirigidos a ellos por parte de las autoridades del Estado y de la Iglesia.
2 Sobre los primeros años de la Casa, ver Manuel Delgado Valderrama. Marginación e integración social en
Chile. Los expósitos, 1750-1930. Tesis de Maestría, Universidad Católica de Valparaíso, 1986.
3 Sobre la historia de las Hermanas de la Providencia en Chile y su labor con los huérfanos, ver Bernarda
Morin. Historia de la Congregación de la Providencia de Chile. Tomo I. Santiago, Imprenta de San José,
1899.
4 En 1929, el asilo cambió de nombre y desde entonces se ha llamado la Casa Nacional del Niño. Hoy día la
Casa Nacional, que depende del Servicio Nacional de Menores, acoge cada año a centenares de menores
desvalidos de 0 a 2 años. Todavía se ubica en los mismos terrenos de la antigua Casa de la Providencia.
5 Estos registros constituyen la base del minucioso análisis estadístico de Delgado, Marginación e
integración...
6 Estos datos provienen de las memorias anuales de la Casa de Huérfanos entregadas a la Junta de
Beneficencia por su administrador. Para un análisis estadístico detallado, basado en los registros de entradas
de los niños, ver Delgado, Marginación e integración...
8 Cada asilo «se especializaba» en uno u otro subsector de la infancia desvalida: recibían menores varones o
mujeres, «huérfanos», «niños expósitos», «niños sin hogar», «los desvalidos o indigentes», «niños pobres de
1 a 4 años de edad», «niñas huérfanas expuestas a perderse», «niños vagos», «huérfanos de la guerra», etc.
Esta nómina incluye solo los establecimientos que proporcionaban una residencia a menores, y no las
escuelas, clínicas y otras instituciones dirigidas a niños pobres que vivían en familia. Tenemos pocos datos
sobre varias de estas instituciones, las que, a veces, se establecían por legados privados otorgados en
testamentos y funcionaban independientemente de la supervisión eclesiástica o civil.
9 Moisés Poblete Troncoso. Lejislación sobre los hijos ilejítimos (cuestión social). Memoria de Prueba.
Facultad de Leyes i Ciencias Políticas de la Universidad de Chile. Santiago: Imprenta Progreso, 1912. El
autor señala que obtuvo este dato de la Oficina Central de Estadística, aunque no queda claro como se calculó
este número, lo que seguramente no incluye los asilos más chicos, de carácter privado o autónomo.
10 Se ha escrito muy poco sobre la circulación de niños. Ver Nara Milanich, «Historical Perspectives on
Illegitimacy and Illegitimates in Latin America», de próxima publicación en Minor Omissions: Children in
Latin American History and Society, Tobias Hecht, redactor, University of Wisconsin Press, 2002. Para un
excelente estudio histórico-etnográfico de la circulación de niños en Porto Alegre, Brasil, vea Claudia
Fonseca. Caminos de adopción. Buenos Aires: Eudeba, 1998 [primera edición en castellano].
11 Encontramos un solo ejemplo de un «contrato» de crianza en los archivos. Se trata del traslado formal y
permanente de un niño, del poder de su madre al de un matrimonio adoptivo. Causa civil sobre entrega de
niño a doña Petonila Méndez. Julio 1868. Archivo Judicial de Talca. 7a serie. Legajo 422, 3. Al parecer, en
Chile en el siglo XIX no existían los contratos de conchabamiento de niños como los que se encuentran en los
archivos argentinos. Ver Mark D. Szuchman. Order, Family, and Community in Buenos Aires, 1810-1860.
Palo Alto: Stanford University Press, 1988, capítulo 3.
12 En este sentido, el derecho chileno no se diferenciaba de los sistemas legales de otros países
latinoamericanos o europeos. La adopción y la colocación familiar no fueron reconocidas en el derecho de
estos países hasta el siglo XX.
13 Una tercera fuente para el estudio de la circulación son los padrones de los censos, que proveen la
posibilidad de reconstruir la composición de los hogares. Pero son pocos los padrones que en Chile han
sobrevivido. Además, como señala Igor Goicovic, la identidad y proveniencia de niños ajenos, así como de
otros allegados, son ambiguas y de difícil interpretación en esta fuente. Para un ejemplo del empleo del
padrón censal, ver Goicovic, «Familia y estrategias de reproducción social en Chile tradicional. Mincha,
1854», Valles. Revista de Estudios Regionales (Museo de La Ligua, Chile), año 4, núm. 4, 1998, 13-35.
14 Ver, por ejemplo, Igor Goicovic. «Mecanismos de solidaridad y retribución en la familia popular del Chile
tradicional», Revista de Historia Social y de las Mentalidades, año III, núm. 3, 1990, 61-88.
15 Se puede interpretar este descenso como indicio de una práctica cada vez menos común. Pero también
podría reflejar la peor posición dentro de sus familias de crianza de estos niños, que ya no figuran entre los
beneficiarios de sus cuidadores. O podría simplemente señalar un cambio en las formas discursivas
testamentarias, y la adopción de un lenguaje más ambiguo que hace referencia a «sirvientes«, o al
otorgamiento de un legado «por los buenos servicios« del beneficiario, frases que no nos permiten aclarar la
relación específica entre testador y beneficiario. Para una discusión más acabada de la circulación de los niños
en los testamentos y otras fuentes, ver el capítulo 2 de mi tesis doctoral, de donde provienen los datos arriba
citados sobre San Felipe. «Los Hijos del Azar. Culture, Class and Family in Chile, 1850-1930», Universidad
de Yale, Connecticut, EEUU, 2002.
16 José Tapia con Cruz Altamirano sobre entrega de un niño. 1867. Archivo Judicial de Valparaíso, Leg.
1135-6.
17 Homicidio de un párvulo contra Micaela Ibarra. 188-, Archivo Judicial de Santiago, expediente no
catalogado, Archivo Nacional.
18 Indagación sobre la muerte de un niño encontrado en el canal Rafaelino [?] en Codegua. 1885. Archivo
Judicial de Rancagua, Legajo 911-490.
20 Las cursivas son mías. Sr. Pbro. José Venegas. Deberes de la Mujer Cristiana. Imprenta Barcelona, Stgo.,
1891; 425, 328.
21 José Ramón Vidaurre con Beatriz Vidaurre sobre impugnación de legitimidad. Julio 1901. Segundo
Juzgado del Crimen de Valparaíso. Expediente no catalogado. Archivo Nacional.
22 Contra Felisa Mallea por mal trato de Victoria Cavieres. 1918. Tercer Juzgado del Crimen de Valparaíso.
Expediente no catalogado. Archivo Nacional.
23 Según su testimonio, esta injuria fue dirigida a los niños Puelma, tres menores que fueron severamente
mal-tratados y privados de comida casi hasta la muerte por los parientes encargados de su crianza. Los niños
eran ilegítimos y huérfanos de padre y madre. El caso provocó un escándalo en la prensa santiaguina a fines
de 1894. Al ser rescatados, fueron acogidos por Doña Victoria Subercaseaux, quien los colocó en su recién
fundada Sociedad Protectora de la Infancia. Después de un proceso ruidoso, varios de los parientes fueron
condenados por la justicia. [Caso de los niños Puelma.] Noviembre 1894. Primer Juzgado del Crimen de
Santiago. Caja 16, 1895, sistema de catalogación provisional; Archivo Nacional. La frase «guacho mal
agradecido» también aparece en un caso de calumnias. Aunque no tenemos mayores datos sobre la familia o
crianza de la persona injuriada (un hombre de 31 años), el uso de esta frase es sugerente. José Manuel Armijo
con José Ignacio Silva, por calumnias e injurias. Gaceta de los Tribunales, #2956, 16 octubre 1889, 2903.
24 Denuncio de Don Luis Siderey sobre secuestro de una menor. Julio 1918. Tercer Juzgado del Crimen de
Valparaíso, expediente no catalogado, Archivo Nacional. Ver también el caso de María Ramírez, descrito
abajo.
25 Concepción Berrios contra José del Carmen Loaiza por entrega de una muchacha. 1860. Archivo Judicial
de Santiago. Serie B, Legajo 8-30.
26 Contra María Ramírez por hurto. Abril 1895. Primer Juzgado del Crimen de Santiago. Expediente no
catalogado. Archivo Nacional.
27 La existencia de los niños salió a luz cuando la esposa de Don Pedro le demandó ante los tribunales
eclesiásticos por divorcio. Doña Juana Josefa Madariaga con Don Pedro Antonio Ramírez por divorcio
perpetuo. 1867/8, rollo 1855307, legajo 813-14. Un análisis de este caso se encuentra en «Historical
Perspectives on Illegitimates and Illegitimacy in Latin American History,» en T. Hecht, redactor, Minor
Omissions?
28 Carta de Manuel S Marchant. Libro de Documentos de Entradas, 1883, #5608. Ver también LDE, 1887,
7601. LDE, 1888, 8107. LDE, 1898, #13440.
30 De nuevo existen sólo los archivos de salidas para los años 50 y 60, aunque también existen para los años
1920 los contractos que firmaban los solicitantes al sacar a un niño de la Casa.
31 LS, #26. Carta del Cura Rector de San Saturnino de Yungay. Febrero 4, 1858.
32 LS, #4. Carta de [ilegible] 12 febrero 1858 y Carta de Marcial Plaza, 26 feb. 1858.
36 LS, #38, Carta de José Ramón Valenzuela, 3 mayo 1862; #201, Carta de José Ramón Valenzuela, 16
marzo 1863.
38 En los años 80, y quizás antes, la Casa contrataba a particulares para que emplearan y enseñaran a los
niños, aunque los resultados de estos convenios, según los administradores, eran dudosos. A principios de la
década del 1890, el establecimiento abrió sus propios talleres con este mismo fin. A partir de los 10 años de
edad, los hombres se trasladaban a los talleres, los que eran administrados como ente independiente de la
Casa.
39 Cabe destacar que si bien las Hermanas y los administradores se preocuparon por la exagerada violencia y
explotación de que eran víctima los huérfanos (en 1902, el administrador Nataniel Miers Cox caracterizó las
situaciones de servidumbre en que se encontraban muchas niñas salidas de la Casa como «una verdadera
esclavitud.« Memoria de la Casa de Huérfanos, 1902, p. 49), sus críticas solo llegaban hasta cierto punto. No
abarcaban un cuestionamiento de la suposición básica según la cual la «condición social« de los huérfanos los
destinaba forzosamente a la dependencia y a la subordinación. Una posible excepción fueron las críticas de la
Madre Bernarda Morin, Madre Superiora de la Congregación de la Providencia por varias décadas. En su
historia de las Hermanas de la Providencia en Chile, plantea lo que se podría caracterizar como una propuesta
utópica acerca de la suerte de los huérfanos. Ver (Morin). Historia de la Congregación? Se esboza en mayor
detalle la utopía de Morin en el capítulo 2 de mi tesis, Los Hijos?
40 Este aumento fue producto de legados particulares y de asignaciones públicas cada vez mayores. A pesar
de él, los administradores de la Casa seguían lamentándose de la triste situación económica del
establecimiento, pues el número cada vez mayor de huérfanos hacía que los recursos nunca bastaran.
41 No queda claro si los padres acordaron en asumir los costos para poder reclamarla más fácilmente después
o si la ama recibió un sueldo de ellos y otro de la Casa.
42 Doña Mercedes Campos con D. Alejandro D'Huique sobre filiación y alimentos. Archivo Judicial de
Santiago, Leg. 1130, 15. Diciembre, 1851.
43 José Bustos con Carmen Iglesias i otros sobre filiacion. 1884. Archivo Judicial de Santiago, serie B,
Legajo 123-27. Tales arreglos privados a veces frustraban los esfuerzos administrativos de la Casa. Por
ejemplo, el padre de Elodia del Carmen quedó en pagar una mensualidad para la crianza de su hija, dejada a la
casa de Huérfanos en enero de 1858 y criada en casa de la ama Mercedes Gómez, quien vivía «frente a la
Casa de la Providencia». Un año y medio después, se anotó en el registro que la niña se había perdido pero
que «hay sospecha que la ama se la entrego al padre». O sea, una vez llegados a un acuerdo propio, el padre y
la ama no trataron más con el establecimiento. (Libro de Amas, #7121).
45 De hecho, al bautizar a la hija de Ortiz, la Casa ni respetó el nombre que había pedido ponerle la madre. En
todo caso, tres meses después, la niña murió. LDE, 1898, 13639. Otro pedido semejante es el de Camila
Bustamante. Al depositar a su hija en 1885, pidió a la Madre Superiora que «?me haga el favor de escribirme
una carta ?indicándome el nombre, calle, i numero de la ama que se haga cargo de mi hija i de este modo
tener el placer de poderla ver i ayudarla en lo que me sea posible». (LDE, 1885, 7296).
46 Art. 237 del Código Civil: «Los derechos concedidos a los padres legítimos?no podrán reclamarse sobre el
hijo que haya sido llevado por ellos a la Casa de Expósitos, o abandonado de otra manera».
47 Aun más desgarradora es la carta de Amalia López, madre de María del Rosario: «nola e criado llo porque
la leche seme seco por mis sufrimientos i tanbien mis fuersa no alcansan aganar para mantenerme y bestirmei
pagar cuatro pesos un real que es lo que pago por ella i asi no mela an cuidado llolla entregue sanita i mela
tienen enferma del ombliguito i toda cosida por falta demiabrigo?» LDE, 1877, 1686.
53 Para otros ejemplos del depósito de los niños más chicos, ver: LDE, 1888, #8039 y LDE, 1874, #445.
54 Como se señala en una reseña sobre la historia de la familia en América Latina, «Family pathologies -
concubinage, illegitimacy and child abandonment- form the central theme of the following essays. In the
Latin American past, abnormal families were much more common, even normal, than previously suspected».
Robert McCaa, «Introduction», Journal of Family History 16:3, 1991, 211-24 (211).