Trujillo

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Trujillo, dictador a golpe de machete

TIRANOS

Consolidó su poder en la República Dominicana a base de tortura y muerte.


Acabaría enterrado en Mingorrubio, donde está sepultado Francisco Franco

Rafael Trujillo ofrece un discurso contra el comunismo.

Corbis via Getty Images

Diego Carcedo

16/08/2020 08:00 Actualizado a 01/07/2021 09:34

Más de doscientas condecoraciones, miles de plazas y calles con su nombre y un


balance trágico de 50.000 asesinatos describen en pocas palabras a Rafael
Leónidas Trujillo Molina, el dictador que a lo largo de treinta años gobernó a
golpe de mazmorra y machetazo la República Dominicana.

Pasó a la historia como un genocida, se autoproclamó Generalísimo y Benefactor


del Pueblo, pero en la realidad cotidiana se le conoció como “el Chapitas”, por
su afición a las medallas, y como “el Chivo”, por su fama de depredador
sexual. Fue con este último apodo con el que Mario Vargas Llosa perpetuó el
recuerdo de su asesinato el 30 de mayo de 1961 por un comando de once
represaliados.

Toda la biografía de Trujillo está impregnada de delincuencia, vanidad y


crueldad. Había nacido en la ciudad de San Cristóbal el 24 de octubre de 1891,
tercero de los once hijos del pequeño comerciante José Trujillo Valdez y su esposa
Altagracia Julia Molina. Eran tiempos difíciles, la violencia y la delincuencia en las
calles resultaban incontrolables.

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Hasta 1918 no se le conoció otro oficio que el de delincuente

En su adolescencia, Trujillo trabajó unos meses como telegrafista, pero enseguida


sintonizó con aquel ambiente caótico, y durante varios años se enroló en la
Banda 42 de jóvenes delincuentes, liderada por su hermano José. Sus delitos
eran variados: falsificaban cheques, cometían asaltos en negocios y casas
particulares e imitaban a los cuatreros que aparecían en los wésterns robando
ganado en las aldeas, en muchas ocasiones con violencia. Trujillo fue encarcelado
algunos meses.

Hasta 1918 no se le conoció otro oficio. Cuando salió de prisión se incorporó a la


Guardia Nacional, que los norteamericanos –que ocuparon el país de 1916 a
1924– habían creado para intentar restablecer el orden público. Y a partir de ese
momento su carrera fue fulgurante.

Apenas unos meses después de ingresar en la academia, su ambición y falta de


escrúpulos empezaron a fructificar: fue ascendido a segundo teniente en un
concurso en el que concurrieron dieciséis aspirantes y quedó el penúltimo. De
manera nunca explicada, poco después recibió las estrellas de capitán.

“Voy a entrar en el Ejército y no me detendré hasta ser su jefe”, cuentan que


había dicho, y la verdad es que lo cumplió. Fue destinado como comandante a
diferentes comisarías provinciales, y tuvo tiempo suficiente para comenzar su
actividad como conspirador.
Retrato de Trujillo en 1952

Dominio público

Fue entonces cuando irrumpió en la política como vía para encumbrarse. Cuando
finalizó la ocupación y los militares estadounidenses –para quienes había sido un
oficial sumiso– abandonaron el país, el nuevo presidente, Horacio Vázquez, le
nombró jefe del Estado Mayor de la Guardia Nacional. Empezaba a controlar los
más altos estamentos del poder, y participó activamente en el derrocamiento de
su protector.

En 1930, lideró una rebelión armada que obligó al presidente Vázquez a abandonar
el país, mandó asesinar a su colaborador, Virgilio Martínez Reyna, y a su
esposa embarazada y, apenas un año después, el 16 de agosto de 1931, creó el
Partido Dominicano (PD), de ideas y corte fascistas. Tras unos meses de
presidencia interina de su amigo Rafael Estrella, al que apartó del cargo sin
consideraciones, fue elegido presidente.

Un partido propio

El PD nació con una ideología anticomunista y, desde el principio, con


actitudes de partido único. Sus miembros fueron dotados de un carné con una
palma dibujada sin el cual nadie pasó a contar nada en la vida pública. Era
popularmente conocido como “La Palmita”, que igual abría puertas para obtener
privilegios como para entrar en prisión a quienes no lo podían mostrar. Además de
las cárceles oficiales, el régimen tenía sus propias mazmorras, de cuyos
ocupantes no solía saberse nada nunca más.

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El respaldo de EE.UU. y la proliferación de dictaduras en Latinoamérica


promocionaron la imagen internacional del país

El partido contaba con una emisora propia, la RLTM, las iniciales de los cuatro
principios del régimen: rectitud, libertad, trabajo y moralidad, “casualmente”
coincidentes con las iniciales del nombre completo del sátrapa que se estaba
consolidando. “Casualmente” también, un día se incendió la sede del palacio de
la Justicia, donde estaban archivados los informes policiales de las actividades
del ya Generalísimo durante los años en que se ejercitó en la
delincuencia. Ningún bombero acudió a sofocar el fuego. Mientras tanto, el
gobierno incrementó los sueldos de los funcionarios, sobre todo los de los
militares.

La economía mejoró, y la implantación de empresas norteamericanas


aumentó. Comenzaban unos tiempos de prosperidad que ayudaron a
consolidar la dictadura. El respaldo de Estados Unidos, unido a la proliferación
de dictaduras en toda Latinoamérica, contribuyó a promocionar la imagen
internacional del país, hasta entonces desprestigiada. Uno de los asuntos a los
que Trujillo prestó especial atención fue la fijación de las fronteras geográficas,
siempre dudosas, entre la República Dominicana y la otra mitad de la isla, Haití,
más pobre y desorganizada.

El trato con los vecinos

Los haitianos, herederos de la colonización gala y convertidos en un enclave de


lengua francesa en medio de un continente de lengua castellana, tuvieron que
claudicar ante las exigencias del régimen trujillista, para ellos una auténtica
potencia militar y un sueño económico.

Imagen de uno de los encuentros entre el presidente de Haití y Rafael Trujillo.

Dominio público

Trujillo, en un gesto de humildad sin precedentes, emprendió una visita oficial a


Puerto Príncipe, la capital haitiana. Tras seis días de negociaciones, él y su
colega Sténio Joseph Vincent llegaron a un acuerdo, que se firmó en Santo
Domingo –convertida ya en Ciudad Trujillo– durante la devolución de la visita de
cortesía que el 27 de febrero de 1935 hizo el presidente de Haití.

El éxito fugaz de aquel acuerdo, respaldado por otros gobiernos latinoamericanos,


fue celebrado como un triunfo de Trujillo. Su propio ministro de Exteriores, Moisés
García Mella, pidió en 1936 el Nobel de la Paz para los presidentes de los dos
países. La propuesta, apoyada por otros dictadores, apenas tuvo eco en Haití,
pero en la República Dominicana fue aireada como un gran homenaje al
presidente Trujillo.

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No prosperó. Competían por el Nobel tres candidaturas, y la de los dos


presidentes caribeños ni siquiera fue tenida en cuenta. Debió de ser un duro
contratiempo para la vanidad del dictador, que, sin embargo, no se dio por
vencido. En otra ocasión, sus aduladores presentaron la candidatura de la
primera dama, María Martínez, que había firmado un libro escrito por un
“negro”, al Nobel de Literatura.

La paz con Haití duró poco. Eran muchos los emigrantes haitianos que
trabajaban en las comarcas fronterizas dominicanas, donde los salarios y el nivel
de vida eran más altos. Su presencia, además de estimular el odio entre las dos
comunidades, despertaba la animadversión de los obreros dominicanos, porque
los haitianos aceptaban peores condiciones laborales. Trujillo acabó viendo su
presencia como un intento de invasión en respuesta a la anexión de territorios que
había conseguido en las negociaciones fronterizas, y decidió resolver la situación
de manera drástica: ordenando matarlos a todos.

Lo anunció en octubre en el transcurso de un baile de sociedad en su honor. Y


hacerlo con machetes y cuchillos, lo cual suponía ahorro de munición. Corría el
año 1937. Los militares desplegados en las regiones fronterizas se pusieron
manos a la obra de inmediato. Los asesinatos en la impunidad se
multiplicaban. Algunas veces surgían confusiones y eran ejecutados en plena
calle dominicanos. Fue una dramática matanza étnica.
Sello con la imagen de Trujillo en ocasión de su 42 cumpleaños.

Dominio público

Los estrategas del genocidio se proveyeron de una fórmula sencilla para saber
quién era haitiano. A los sospechosos se les obligaba a pronunciar en voz alta la
palabra perejil, difícil de decir con corrección para hablantes de lengua francesa,
y aún más para haitianos analfabetos, cuya única lengua era el creole.

La matanza duró cerca de un año. Los historiadores no coinciden en el número


de víctimas, en su mayor parte cortadores de caña al servicio de las plantaciones
norteamericanas: entre 15.000 y 35.000. La cifra que más se contempla es la de
25.000. El genocidio se perpetuó con el nombre de la matanza del Perejil.

Terminó gracias a la presión internacional. Trujillo lo justificó con argumentos


nacionalistas, anticomunistas y de defensa de la patria. El propio gobierno de
Estados Unidos intervino. Obligó a detener una masacre con numerosos
componentes racistas –los asesinos en su mayor parte eran blancos– y a entablar
una nueva negociación con Haití bajo los auspicios del presidente
norteamericano, Franklin D. Roosevelt.

Una vez más, Trujillo impuso su voluntad ante la debilidad del ejecutivo
haitiano. Accedió a pagar una insignificante compensación de 750.000 dólares,
el equivalente a treinta pesos por muerto. Pero en cuanto los norteamericanos se
apartaron del acuerdo, Trujillo volvió a regatear y la cifra quedó reducida a 525.000
dólares, que nunca se supo quién recibió y administró. Desde luego, los familiares
de las víctimas no.
Trujillo junto a su esposa y, a la izqda. de la imagen, la primera dama de EE.UU.,
Eleanor Roosevelt.

Dominio público

Su voluntad de perpetuarse en el poder la consiguió sin violar el orden


constitucional, alternando las legislaturas en que no podía presentarse a la
reelección con las de candidatos que respetaban dócilmente su condición de
Generalísimo de las Fuerzas Armadas, desde la que impartía órdenes,
instrucciones y vetos.

En las elecciones de 1942, recuperó la presidencia como candidato único y


permaneció en el cargo hasta 1952, cuando fue sustituido por su hermano Héctor,
al que también ascendió a Generalísimo. Este ejerció la presidencia con los
mismos métodos que su hermano, del que apenas era ejecutor de sus designios,
durante ocho años. En esa etapa, Trujillo asumió personalmente la cartera de
Relaciones Exteriores.

Club de dictadores

Durante la Segunda Guerra Mundial, sus ideas y simpatías se identificaban con


la Alemania nazi, pero, por la sumisión a los dictados de Washington, le
mantuvieron al lado de los aliados. Cuidaba la relación con los dictadores
contemporáneos, como el cubano Batista. En estos años desplegó una intensa
actividad diplomática, con iniciativas tan chocantes como la Conferencia del
Mundo Libre o la Feria de la Paz, celebradas en Ciudad Trujillo en un gran
despilfarro que de paso le llenó los bolsillos hasta erigirlo en uno de los políticos
más corruptos del siglo XX.

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Con Franco enseguida estableció relaciones de confraternidad. Le admiraba,


compartía sus principios e imitaba la parafernalia del régimen español. Algunos,
sin embargo, opinan que le envidiaba porque tenía más poder al frente de un
estado más grande. Y, paradójicamente, en los anales del exilio republicano tras la
Guerra Civil, fue el primer presidente latinoamericano que acogió a grupos de
refugiados. Como miembro fundador de Naciones Unidas, facilitó que un
diplomático español –concretamente, Ángel Sanz Briz, conocido como el Ángel
de Budapest– asistiese como observador en San Francisco en calidad de agregado
de la delegación dominicana.

Su ilusión era que Franco, en agradecimiento, le nombrase marqués, pero este


solo le concedió la Cruz de Carlos III. Visitó España, donde fue recibido con
todos los honores en 1954. Los dos dictadores recorrieron el paseo madrileño de
la Castellana en coche descubierto, aplaudidos por una multitud. Luego visitaron
el Alcázar de Toledo y el Valle de los Caídos (entonces no imaginaban que
acabarían como vecinos de tumba en el cementerio de Mingorrubio). Durante la
visita le fue impuesto el Collar de Isabel la Católica, una condecoración más entre
tantas como acumulaba en la pechera de su uniforme.

Varios presidentes democráticos que coincidieron con su dictadura, como Juan


José Arévalo, de Guatemala, José Figueres, de Costa Rica, Ramón Grau San
Martín, de Cuba, y Elie Lescot, de Haití, reaccionaron con críticas hacia la
represión en la República Dominicana. El más activo en este sentido fue el
venezolano Rómulo Betancourt, que denunció sus crímenes en la
Organización de Estados Americanos (OEA). Era quizá el político más prestigioso
del continente, y Trujillo le estigmatizó como su principal enemigo.

Rafael Trujillo junto a su invitado el dictador nicaragüense Anastasio Somoza.

Dominio público

Máster en represión

A lo largo de su agitada vida política, Betancourt sufrió varios atentados. Uno,


ocurrido el 24 de junio de 1960, fue atribuido al SIM, la policía secreta con la que
Trujillo sembraba el miedo entre los ciudadanos y ejercía la represión contra los
que osaban criticar al régimen. Se calcula que en los treinta años que se prolongó
la dictadura trujillista fueron asesinadas 50.000 personas, y muchas más
torturadas, secuestradas, violadas, encarceladas o exiliadas. Todo en un país que
apenas superaba los tres millones de habitantes.

La lista de víctimas de la represión incluye políticos, intelectuales,


periodistas y líderes sindicales, pero también muchas personas anónimas.
Algunos casos serían especialmente sonados, aunque la mayor parte fueron
silenciados por la prensa.

Entre los asesinatos que despertaron mayor alboroto internacional, además del
intento frustrado de matar a Betancourt, están los de las tres hermanas Mirabal y
el del político español Jesús Galíndez, secuestrado en Nueva York y trasladado
clandestinamente a Ciudad Trujillo para ser ejecutado.

El dictador avergonzaba con su vanidad, atemorizaba con su crueldad y


escandalizaba con sus esperpentos

Tantos escándalos, algunos con la implicación de agentes de la CIA, fueron


minando la relación de Trujillo con Estados Unidos. Había sido un socio muy útil,
pero empezaba a resultar incómodo. Tras la entrada de Fidel Castro triunfante en
La Habana en 1959, empezaron a sospechar que la dictadura dominicana, por sus
abusos, podía generar una revolución similar. Poco después de tomar posesión, el
presidente Kennedy envió a un diplomático de prestigio a convencer a Trujillo
de que se retirara, pero él hizo caso omiso.

Emboscado

Ni su brillante capacidad oratoria, que a lo largo de tantos años había sido su


principal arma ante las masas, ni la estabilidad económica y la implantación del
orden público le servían ya ante una ola creciente de rechazo. Eran muchos los
dominicanos que se rebelaban contra aquella situación. El dictador
avergonzaba con su vanidad, atemorizaba con su crueldad, escandalizaba con
sus esperpentos –como cuando nombró a su hijo Ramfis coronel a los siete años,
y general y jefe de las Fuerzas Armadas a los diez– y soliviantaba con la corrupción
desenfrenada que enriquecía a su numerosa familia.

Todo concluyó en la noche del 30 de mayo de 1961 en el kilómetro 9 de la


carretera de San Cristóbal. Cuando se dirigía a visitar a su amante, fue víctima de
una emboscada tendida por un grupo de once hombres dotados de armas
proporcionadas por la CIA. Recibió sesenta balazos. Intentó escapar revólver en
mano, pero fue rematado en tierra por el líder del grupo, Antonio Imbert Barrera,
futuro presidente de la República. Los autores del atentado consiguieron escapar,
y el poder provisional fue asumido por el vicepresidente –y luego presidente en
varias legislaturas– Joaquín Balaguer.
Cementerio de Mingorrubio, a las afueras de Madrid, donde está enterrado el
dictador.

Alkarrier / CC BY-SA-3.0

Miles de personas desfilaron ante el cadáver del dictador. Tras los funerales de
Estado, celebrados con toda la pompa en la catedral, sus restos fueron
sepultados en la cripta de la iglesia de San Rafael, que había mandado construir
para él y su familia. El país entró en una etapa de enorme confusión.

Los colaboradores más fieles, encabezados por su hijo Ramfis, intentaron sin
éxito controlar el poder. El 19 de noviembre, cinco meses y nueve días después
del magnicidio, la Fuerza Aérea, mandada por el teniente coronel Manuel Durán
Guzmán, se rebeló en Puerto Plata, bombardeó algunos cuarteles y el Ejército se
rindió.

Aquella misma noche, Ramfis, su madre, hermanos y demás familiares


embarcaron en el yate Angelita con los restos de Trujillo y 95 millones de dólares
en lingotes de oro a bordo. Desde la isla vecina de Guadalupe continuaron viaje a
París en avión. El cadáver del dictador fue enterrado en el cementerio francés de
Père Lachaise, donde permaneció hasta 1970, en que fue trasladado al
mausoleo familiar preparado en Mingorrubio, en las afueras de Madrid. Su país
se ha negado hasta hoy a acoger sus restos.

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