Personalismo Comunitario

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“El personalismo comunitario:

Fundamentos del compromiso social para la Universidad del Siglo XXI”

Dra. Inés Riego de Moine

1. Lo primero: conocer la realidad.


¿Dónde estamos es donde queremos estar?

Sr. Rector de la Universidad San Nicolás de Hidalgo, Autoridades del I Encuentro


sobre Responsabilidad Social en las Universidades Mexicanas, señores congresistas: mi
humilde agradecimiento por este espacio para repensar como comunidad universitaria
estas cuestiones de urgente reflexión y resolución.
La realidad nos duele y con ella los rostros de la injusticia y el abandono de
nuestra Latinoamérica. No hay nada que provoque más al pensamiento que el dolor que
brota de la realidad hasta convertirse en criterio de verdad. Miguel de Unamuno decía
“Me duele España”, y nosotros como universitarios e intelectuales latinoamericanos
debemos decir “Me duele América”, pero no en la abstracción fría y descarnada sino en
cada americano, en cada hermano que sufre las injusticias productos del desamor vertido
en políticas globales. Obsta, por tanto, afirmar que nuestro dolor emerge del dolor y el
clamor del ser humano, del más cercano y del más lejano, de los prójimos desparramados
por esta bendita tierra, no siempre habitantes seguros de nuestro corazón

Vivimos cada día con perplejidad el encaminamiento de la humanidad hacia una


sociedad que ha perdido el rumbo, que sufre cuanto menos de indignidad e injusticia, que
vemos desintegrarse y perder su sentido sublime de ‘patria de la persona’. ¿Qué ha
pasado -nos urge preguntar- con el “camino del ser humano”? Martin Buber nos recuerda
que nuestro transitar por la vida debe responder a aquella pregunta que le hiciera Dios a
Adán, aquel primer ser humano que simboliza la entera humanidad: “¿Dónde estás?” que
significa ayer, hoy y siempre, “¿qué has hecho con tu vida y con el mundo que te di en
custodia?”

Esta interpelación universal a la responsabilidad, donde lo objetivo y lo subjetivo


se autoimplican y la persona y su comunidad se coimplican, nos concierne también a
nosotros, universitarios latinoamericanos y en especial universitarios mexicanos, que han
gestionado con compromiso e idoneidad el ámbito, el desde dónde de este preguntar.
Desde nuestro aquí y ahora -como mujeres y hombres de esta circunstancia histórica
puntual- debemos aprender a responder a ese profundo e inexorable “¿dónde estás?” que
designa nuestro lugar en el mundo, el que realmente hemos ‘ganado’ como comunidad de
personas. Es necesario, por tanto, bosquejar un diagnóstico, por dolorosa que sea la tarea,
porque sólo así se puede “conocer la realidad”, la primera gran exigencia autoimpuesta
del Personalismo Comunitario.
Y el diagnóstico nos ayudará a aprender, a ser humildes escuchas del otro, de ese
otro como yo que es mi prójimo, el hermano latinoamericano que clama desde su silencio
sin voz. Aprenderemos a mirarlo y reconocerlo, convencidos con Emmanuel Mounier de
éste su “imperativo categórico” sin tiempo:

“Si existe el reconocimiento y el amor al otro como tal, todo cambia.


Pertenecemos los dos a un orden. Tenemos algo que hacer el uno por el otro”.

Los invito a analizar juntos las claves de ese diagnóstico, que por supuesto no
tiene por meta el ser una mera ‘cartografía’ o mapeo de la realidad, como Michel
Foucault pretendía del rol del filósofo -¡pobre filosofía!-, sino un impulso hacia el
compromiso y las acciones concretas.

- La injusticia social es cada vez más alarmante en nuestra región siendo la pobreza
su signo más visible. Repasemos el informe de la pobreza y la indigencia que la
Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) dio a conocer el pasado
5 de diciembre de 2013: “El número de latinoamericanos en situación de pobreza en 2013
asciende a unos 164 millones de personas (27,9 % de la población), de los cuales 68
millones se encuentran en la extrema pobreza o indigencia (11,5 % de los habitantes de la
región)… Si bien se registró una caída en las tasas de pobreza e indigencia en la región
en 2012 (de 1,4 y 0,3 puntos porcentuales, respectivamente, con respecto a 2011), se ha
frenado el ritmo con el que éstas se han venido reduciendo desde hace una década, indica
el estudio Panorama Social de América Latina 2013 presentado en Santiago de Chile.
En términos absolutos, la pobreza se mantiene estable en 2013 con respecto a 2012,
cuando los pobres también sumaron 164 millones de personas, aunque bajó levemente
(en 0,3 puntos) el porcentaje de la población que se encuentra en esta situación. En
cambio, los indigentes, que en 2012 totalizaron 66 millones, subieron a 68 millones en
2013 (un aumento de 0,2 puntos porcentuales)”.
Si hiciéramos el ejercicio de ponerle rostro a estos terribles los números, tampoco nos
pueden dejar indiferentes las cifras de la desnutrición a nivel mundial: si bien hay un leve
decrecimiento del número de personas hambrientas desde 1990 a la fecha, en 2012 la
FAO ha calculado que la cifra de subnutridos (mal nutridos crónicos) asciende a 868
millones, de los cuales 852 millones corresponden a países en desarrollo 1.

- Como consecuencia de ello, la brecha entre pobres y ricos se profundiza


acarreando una profunda herida en el cuerpo social, porque, como todos sabemos, la
injusticia pide resarcimiento y buena parte de la violencia que vivimos a diario es la
reacción agresiva y acusativa ante el desamparo que provocan la pobreza y la indigencia,
sin bien no es la única causa. ¿Qué hacen un padre, una madre, que no tienen lo elemental
para alimentar a sus hijos? ¿Qué podrán ser mañana los niños desnutridos y malnutridos
de cuerpo y alma sino existencias oscuras y tristes, sin oportunidades para ser y crecer?

1
Centro de Documentación Hegoa, Boletín de recursos de información nº35, Mayo 2013.
Tema Central: Las nuevas cifras del hambre de la FAO.
http://publicaciones.hegoa.ehu.es/assets/pdfs/291/BoletIn_hegoa_nº35.pdf?1390219460
¿Cuándo seremos los latinoamericanos arropados y nutridos por el imperio del amor que
siembra sociedades justas?

- La violencia ha ganado las calles y los corazones en nuestro continente


latinoamericano; nos encerramos por miedo, peligra la vida misma y la delicada trama
que teje la paz social, aquello que más preciamos. Pero los violentos son seres humanos,
y la violencia en sus mil rostros hace patente la huida de sí mismos, de que no han
encontrado el camino del diálogo, ni otro que los ayude a despertar a su paz verdadera, a
su ser más hondo. Pronto advertimos que el causante del terror, ese enemigo oculto, es el
otro ser humano, mi compatriota, habitante de mi mismo barrio, municipio o ciudad, mi
compañero de humanidad. ¿No estaremos también nosotros, los pacificadores no
violentos, huyendo de nosotros mismos y también de nuestra responsabilidad para con el
rostro y el destino del otro? ¿Sólo ‘los otros’ son responsables?

- Llevada a escala global, la violencia ya se ha enquistado como pandemia mundial,


constituyendo los atentados del 11 S de 2001 un punto de inflexión planetaria, síntoma de
un cambio de escala (y de escena) en la crisis de agotamiento del proyecto filosófico-
político moderno. Desde aquí se fueron gestando una serie de procesos que se venían
dibujando desde la década de 1990 y podemos sintetizar drásticamente así: la creciente
visibilidad de las violencias ad intra y ad extra de las familias; el empoderamiento del
terrorismo y el crimen organizado a escalas inimaginables; la incapacidad de los estados
para enfrentar de manera integral el problema; la paulatina estabilización de la solución
autoritaria, policíaca y bélica; y en suma, la instalación de una cultura del miedo y el
sentimiento de indefensión como experiencias cotidianas.

- La corrupción se cuela por todos los rincones del continente invadiendo los
ámbitos más diversos; el paneconomicismo, convertido en el peso que hay que conseguir
a cualquier costa, nos domina, se cuela en nuestra vida privada, todo se comercia y
trafica: el poder del dinero y su búsqueda desaforada hiere lo más profundo de los
corazones. ¿Hasta cuándo las almas bellas podrán sobrevivir en su bondad? ¿Por cuánto
tiempo más el ingenuo podrá mantener su limpia identidad ante el ‘corazón duro’ del
resentido y el tramposo? ¿Cuándo decidiremos invertir nuestra vida en su ‘peso’
verdadero, el amor? Decía San Agustín: “Mi peso es mi amor, él me lleva doquiera voy”.
Pero ¡cuánto nos cuesta dar prioridad absoluta al peso del amor!

- Los jóvenes (y también los que no lo son tanto) son seducidos por el vértigo de
distinto signo: por las adicciones, por el placer divorciado del amor, por la diversión sin
límites, por el desenfreno de todo tipo, pero al mismo tiempo se sienten vacíos, nada
parece llenarlos del todo, el hastío y la depresión también se apoderan de sus frágiles
existencias. Buscan el éxtasis pero sólo consiguen perderse en el vértigo que brindan
todos los sucedáneos del sentido. Y nosotros, formadores universitarios, ¿dónde
estamos?, ¿dónde nuestro esfuerzo ininterrumpido y comprometido por iluminarles ese
sentido que irradia la verdad y que deben descubrir para ‘despertar’? ¿No son ellos la
muestra más clara de los valores o disvalores que nos rigen como sociedad, pero mucho
antes nos rigieron en lo personal? ¿No son ellos el espejo sin hipocresías del mundo
adulto que los rodea?
- Las familias se desintegran, el amor dura poco, los compromisos vinculares son
efímeros -hoy te amo pero mañana no lo sé- y los hijos sufren las consecuencias de
nuestra veleidad amorosa; de la desintegración familiar a la desintegración personal
media un corto trecho y los jóvenes casi inercialmente temen al compromiso con quien
aman. ¿Cómo no lo harían si ven en nosotros ese mal ejemplo que ellos se niegan a
reproducir?

- Un gran sentimiento de desánimo colectivo nos invade a los que todavía nos
tomamos en serio la realidad -que es siempre y ante todo realidad de personas-, y muy
especialmente a los educadores, pero también a los que viven dejándose vivir, viviendo
tristemente la vida de los otros para así obligarse a no pensar. Pero el desánimo no es
inocente ni falto de consecuencias: se traduce en las miradas que ya no ríen ni acarician y
que, por ende, ya no saben contagiar la esperanza, la alegría que espera siempre lo mejor
de sí y del otro. Si dejamos de confiar en el tú, ¿cómo esperar que el otro confíe en tu
palabra y en tu mano, que no se sienta perseguido, maltratado, discriminado, ninguneado,
envidiado, odiado? ¿No es el horizonte de la sospecha permanente, del descrédito al tú, el
que ha liquidado nuestra capacidad de esperanza?

Pero en este diagnóstico no todo es negativo pues al lado de lo que nos


inhumaniza, convive lo que nos humaniza y nos carga de esperanza, nuestra energía
elemental. Un solo ejemplo sirve como muestra entre miles. Con tesón y medios sencillos
nuestros hermanos chilenos lograron en octubre de 2010 sacar a los 33 mineros atrapados
en el fondo de un pozo de 700 metros. ¡Aplausos hasta el cielo! Ahora bien, ante tamaña
gesta de valentía y trabajo mancomunado vale preguntarnos: ¿algo parecido no
podríamos intentar desde una proyección sinérgica de la Responsabilidad Social -política,
empresarial, universitaria- para sacar a los 66 millones de indigentes de nuestra América
Latina del pozo de la pobreza, de la humillación, de la indignidad y de una vida sin
salida, con la que conviven nuestros hermanos empezando por los que tenemos más
cerca, los de la comuna, la ciudad, el país, la región…? ¿Qué tal un gran Campamento
Esperanza para todo el planeta? ¿Y ese campamento no sería acaso la imagen real de lo
que debería ser la casa del ser humano en este mundo?

Volvamos entonces a nuestra pregunta inicial cuya respuesta se torna evidente: no


queremos estar donde estamos. Por ende, tras el despejo de la realidad observada
debemos pasar a la acción responsable, de la teoría a la práctica, del theorein al praxein,
del ‘qué hacer’ expectante al ‘quehacer’ resolutivo y trasformador.

2. El quehacer que impulsa el Personalismo Comunitario

¿Qué hacer con esta realidad que nos quema la mirada y vivenciamos como
dolor? ¿Cómo entender lo que nos pasa como universitarios en cuanto a esa
responsabilidad que reconocemos y adherimos pero nos cuesta incorporar al accionar
natural y cotidiano de nuestras universidades? ¿Qué papel nos cabe como universitarios
que sentimos al menos una cuota de responsabilidad ante el status quo actual? ¿Por qué
debemos reconocer que todo lo que hacemos no basta, no es suficiente? Más mega planes
universitarios, más políticas educativas, sociales y económicas, más metodologías y
tecnologías a disposición de todos, más cursos de perfeccionamiento y más ofertas
académicas de grado, posgrado y extensión, más sociedad del conocimiento y de la
información, más y más… ¿Y todo esa cuantía para qué, si nos ha mostrado al hartazgo
su insuficiencia e incompetencia para producir cambios verdaderos y duraderos,
sustentables, en la sociedad? ¿Qué nos está faltando para que nuestra esencia de personas
de palabra y compromiso académico, profesional e intelectual no caiga en saco roto sino
que redunde en una mejora real de nuestra vida personal, comunitaria y, por cierto,
universitaria? ¿Cómo se hace para mirar el futuro con esperanza? ¿Cómo llevarles
sentido y esperanza a nuestra gente -familia, amigos, alumnos, colegas, conciudadanos,
etc.- si nosotros los tenemos en baja y apenas se nos nota?

El quehacer que proponemos los personalistas comunitarios se resume en algo


simple pero cargado de la humana complejidad. Hace falta una gran ‘revolución
personalista y comunitaria’ (Emmanuel Mounier) que comience con la revolución del
corazón, con una urgente ‘conversión personal’ que se inicia en cada uno -en el
maravilloso e indefinible centro cordial de cada cual, el corazón- activando algunos
verbos y prácticas dormidos o aplazados en nosotros. Hace falta, en primerísimo lugar,
aprender a mirar a las personas y ver en cada una de ellas el don que son, que se nos
regala infinitamente por obra de Dios. La más pura tradición personalista afirma que la
persona es don y el don está hecho para ser compartido, libremente entregado y
libremente acogido. Decía Emmanuel Mounier, padre del personalismo comunitario, en
su Manifiesto al servicio del personalismo: “…es preciso admitir que hay gente ‘ciega
para la persona’, como otra está ciega para la pintura o sorda para la música, con la
diferencia de que éstos son ciegos responsables, en cierto grado, de su ceguera: la vida
personal es, en efecto, una conquista ofrecida a todos, y no una experiencia privada, al
menos por encima de un cierto nivel de miseria”. Ceguera espiritual cargada de
responsabilidad, es decir, de libertad, de elecciones personales, que resume gran parte del
drama contemporáneo que hemos mostrado sucintamente.

Esto es lo que debemos comenzar a revertir, advirtiendo y convirtiendo,


empezando por la propia mirada. Hay que convertir la mirada y transformarla en mirada
cordial, amorosa, porque sólo el amor entendido como “responsabilidad por el que amo”
(K. Wojtyla, Amor y responsabilidad) puede operar el cambio y remover los capas
opacas y endurecidas que cubren el corazón, “capas del aluvión del mundo” decía Miguel
de Unamuno, impidiéndonos ver al otro que está ahí y verme reflejado en él, ver a ese
prójimo que demanda mi mirada, mi atención, y ofrecerle la respuesta de mi mano y de
mi abrazo, de mis acciones que deben responder por él. Del latín respondeo derivan
responder y responsabilidad, la respuesta hecha acción, conducta. He aquí una
primerísima aproximación al ‘qué hacer’ que concluirá en ‘quehacer’: el amor es amor si
y solo si se expresa en respuesta y responsabilidad, es decir, en quehacer dativo y lúcido,
creativo y transformador.

3. Repensando los fundamentos del compromiso y la responsabilidad social


Les pregunto: ¿creen ustedes como universitarios y ciudadanos mexicanos que es
posible eludir el compromiso social? No lo crean, porque siempre y en todos los planos la
‘abstención es ilusoria’. He aquí la respuesta de Emmanuel Mounier:

“Se habla siempre de comprometerse como si dependiera de nosotros; pero


nosotros estamos comprometidos, embarcados, preocupados. Por eso la abstención es
ilusoria. El escepticismo es aún una filosofía; la no intervención entre 1936 y 1939,
engendró la guerra de Hitler, y quien ‘no hace política’ hace pasivamente la política del
poder establecido. No obstante, si bien el compromiso es consentir en el desvío, en la
impureza (‘mancharse las manos’), y en la limitación, no puede consagrar la abdicación
de la persona y de los valores que ésta sirve. Su fuerza creadora nace de la tensión
fecunda que suscita entre la imperfección de la causa y su fidelidad absoluta a los valores
implicados” (E. Mounier, El personalismo).

Si reconocemos, además, que toda persona es comunitaria, que necesita del


soporte de la comunidad toda la vida pero en máxima medida en la etapa de formación
hasta que despierta a su ser más absolutamente suyo, compartiremos el punto de vista de
Edith Stein, otra gran pensadora personalista, sobre la responsabilidad comunitaria: “Con
el despertar del individuo a su propia vida comienza su responsabilidad. Se puede hablar
de responsabilidad de la comunidad distinta a la del individuo, pero son los miembros de
la comunidad los que cargan con ella, si bien en diferente medida: son responsables todos
los capaces, esto es, los despiertos a la propia vida, pero ante todo los dirigentes” (E.
Stein, Individuum und Gemeinschaft, en Jahrbuch für Philosophie und
phänomenologische Forschung).

Los dirigentes. Esto es, cada uno de nosotros, puesto que aunque no seamos
rectores, decanos o directores, tenemos la misión de dirigir y formar personas en el más
alto lugar del saber, la universidad, donde los saberes convergen hacia el unum, la
diversidad y las diferencias hacia la unidad de la verdad. Pero he aquí la paradoja de
nuestra impotencia, que cada vez nos hiere más hondo como universitarios
comprometidos: es la clara conciencia de que lo que pensamos, enseñamos y escribimos
en los miles de papers y libros que producimos a diario, difícilmente llegue a la mente y
al corazón de los poderosos del mundo, máximos responsables de las injusticias, las
explotaciones, las hambrunas, las guerras, la pobreza global de nuestro continente. Pero
es nuestro deber hacer que nuestras ideas e idearios comunes lleguen al lugar de las
grandes decisiones, así nuestras impotencias se transformarán en poder al servicio de los
más vulnerables; no queremos caer en las pequeñas omisiones que conducen a las
terribles omisiones, ni ser cómplices temerosos y cómodos del gran lavado de manos y de
conciencias con que convivimos a diario. No queremos ser Pilatos y preguntar “¿qué es la
verdad?” para luego venderla al mejor postor o, directamente, ignorarla.

Vale la pena, por tanto, ahondar en nuestras convicciones y repasar algunos de los
principios fundacionales del pensamiento personalista comunitario.
3.1. La reciprocidad y la relación

Hay un principio fundamental del personalismo comunitario que es necesario que


descubramos en nuestro interior: se trata de la ‘reciprocidad de las conciencias’ que funda
el universo personal, un principio que Maurice Nédoncelle sintetizaba diciendo que “la
relación yo-tú es siempre una relación bilateral o recíproca” o que cada persona es un
“para sí para otro”, es decir, yo soy (para sí) si y sólo si soy para otro. Yo soy para ti y tú
eres para mí. La reciprocidad es un signo manifiesto de la esencia relacional de las
personas. Pero la “reciprocidad de las conciencias” de que hablaba este autor francés
funda la reciprocidad de las miradas, de lo que vemos y hacemos, que se traduce en
reciprocidad de las vidas. Mi vida no es independiente de la tuya, ni la tuya de la mía. Y
así en el orden personal como en el cósmico: la violación de un solo niño en el estado
más lejano y en el ámbito más privado incide necesariamente en lo que sentimos,
pensamos y vivimos los ciudadanos mexicanos o los argentinos en el más austral de los
países. Lo que te pasa, lo que piensas, lo que vives, y sobre todo lo que obras con los
demás se reflejará en mi vida como lo hace el más perfecto de los espejos. Si tú, que eres
mi alumno, mi empleado, mi hijo o mi amigo, estás mal, deprimido, perdido, o vas por el
mal camino, tú eres en gran medida mi espejo, mi reflejo. ¿Qué hago o dejo de hacer para
que te pase esto? Como vemos, el principio de reciprocidad va indisolublemente unido al
de responsabilidad que de suyo expresa vincularidad, respuesta, relación esencial de un
yo con un tú. No muy alejado de esto estaba Kant cuando formulaba su famoso
imperativo categórico que en el pasado siglo Karol Wojtyla, guiado por el mandamiento
evangélico del amor, transformara en la bella “norma personalista”: “La persona es un
bien respecto del cual sólo el amor constituye la actitud apropiada y válida” 2.

Porque, en definitiva, la persona es pura relación, y nuestra verdad más profunda


es ésta: que yo no soy yo sin tú, y que entre los dos fundamos el mundo del nosotros. “En
el principio fue la relación”, decía Martín Buber (Yo y Tú) advirtiéndonos que el lugar
verdadero de la persona se da en el “entre” donde tú y yo “nos pasamos mutuamente el
uno en el otro”, nos damos el uno al otro, y esto supone que no hay otra palabra más
básica que el binomio Yo-Tú, no dos pronombres del lenguaje sino una sola palabra
donde habita el mundo interpersonal. Ni los individualismos ni los colectivismos
construyen a la persona, porque ni el yo egótico y egocéntrico recluido en su egoísmo, ni
el yo que se diluye absurdamente en la masa anónima, en el ‘se’ impersonal o en el
estado totalitario, dan el perfil verdadero del ser humano. El ‘entre’ es ese lugar donde tu
mirada se cruza con la mía, donde tu subjetividad se encuentra con la mía y ya no
podemos dejar de ser yo y tú, yo para ti y tú para mí. Por eso, nada de lo que te pase
puede serme indiferente, porque también tu vida constituye la mía, y nos pasamos la vida
buscando ese lugar, esa “tienda del encuentro” (como la tienda que erigió Moisés para
encontrarse con Dios) donde el camino del diálogo y la acogida amorosa nos lleva a lo
que somos en verdad: una búsqueda refleja e inagotable. No otro debe ser el camino de
las sociedades, de las comunidades constituidas por el ‘nosotros’, cuya vocación es el
amor, aunque nos cueste aceptarlo y mucho más consumarlo, llevarlo a su suma.

2
K. Wojtyla: Amor y responsabilidad. Trad. de Jonio González y Dorota Szmidt, Palabra, Madrid 2008, p.
52.
Santa Teresa de Jesús decía en su diálogo íntimo con Dios, anticipándose en
siglos al personalismo comunitario:
“Alma, búscate en mí, búscame en ti. Fuera de ti no hay buscarme, porque para
hallarme a mí, bastará sólo llamarme, que a ti iré sin tardarme y a mí buscarme has en ti”
(Poesía 8).

Es que la relación del hombre con Dios es el modelo arquetípico de la relación


humana: yo me busco en ti, y tú te buscas en mí, porque ambos somos amados por Dios y
Él nos sostiene en su amor, y así inauguramos juntos el camino del ser humano, el que
transita, aún con tropiezos y altibajos, el orden del amor a que estamos llamados. Al igual
que en la poesía, el patrón relacional nos identifica, nos sella con su sangre y con su
carne, porque, o se vive encarnadamente la relación en que consistimos, arriesgando
nuestro pellejo día a día, o nos traicionamos a nosotros mismos, defraudando,
traicionando y condenando al otro que nos ama, o al menos, que espera en nosotros. El
amor sólo pide fidelidad, eternizarse en la entrega mutua.

3.2. La condición amorosa de la persona

Todo esto nos lleva a la médula del personalismo comunitario, que si bien no
pretende dar definiciones taxativas, sí quiere aproximarse a esa esencia de la persona que
huye del cosismo y el impersonalismo propios de las definiciones que tratan de las cosas
y no del indefinible humano. Pues bien, nada más cercano a este decir que esta bella
afirmación de santo Tomás de Aquino en pleno siglo XVIII: “el amor es el nombre de la
persona”, inaugurando con ella el recorrido remoto que el personalismo inicia de la mano
de la doctrina de la persona inspirada en las disputas teológicas en torno a la esencia del
Dios Trinitario, pero que todavía -debido a causas culturales y filosóficas- no estaba
preparada para reparar lo necesario en la categoría de relación que traspasa a la persona
esencialmente. Si nos decimos imagen y semejanza de Dios, cuya esencia es amor, es
relación trinitaria, no podemos concluir que tenemos una esencia distinta de la de Dios.
La ‘definición’ de persona, por encima de todas, se resume en el amor.

Por una parte, somos relacionales porque somos diferentes, individuos (lo no
dividido) no cortados con patrones idénticos; gracias a la diferencia nos personalizamos
llegando a la coincidencia plena de nuestra identidad, pero a su vez nos hacemos otro,
salimos de sí y nos buscamos en ese otro, nos ‘alterificamos’ haciéndonos ‘alter’. Pero
por otro lado, no es cualquier alteridad la que nos identifica, nos dignifica y nos plenifica
como personas, sino la que se da en el ámbito del amor. Si siento odio o trato al otro
como un ‘algo’ que sirve a mis fines, lo estoy cosificando y convirtiendo en un ‘ello’
(Buber) en donde lo que prima es la relación de dominio, de sujeción, que en vez de amar
tiraniza a ese otro condenándolo a una vida miserable, o, en el mejor de los casos, a la
indiferencia de una existencia sin amor. Si el amor me personaliza, la falta de amor me
despersonaliza, me deshumaniza, me impide ser todo aquello a lo que estoy llamado,
tanto el horizonte como el camino. ¿Cuántas de estas vidas sin amor pueblan nuestra
Latinoamérica?, ¿cuándo desamor se desparrama por las calles de Morelia en este
tiempo? Basta con repasar los hechos de violencia y muerte de los últimos meses y años
que nos duelen con dolor de pueblo, de comunidad.

El amor es el nombre de la persona aunque ese nombre gozoso se haya perdido en


la historia, pisoteado y rebajado en los actos, aunque a veces llenemos discursos enteros
en su nombre. Somos amor, somos convocados al amor, habitantes del amor, gestados
por el amor, porque sólo el orden del amor se ajusta a la medida de las personas. “Los
sentimientos habitan en el ser humano, pero el ser humano habita en su amor” (Yo y Tú)
decía con belleza insuperable Martin Buber. Sin este nombre, AMOR, dicho con todo el
ser, la doctrina personalista entera haría agua, no llegaría a expresar lo esencial de la
persona. En el amor no hay distancias, es ser yo en ti y tú en mí. “Al llegar a ser Yo, digo
Tú” (Buber). Por el amor transitamos y trascendemos: es un ir y caminar hacia ti,
comunicarme contigo, hacerte partícipe (parte) de mi vida, en eso consiste el amor; yo
trasciendo (no me quedo encerrado en mí) porque el amor me hace salir de mi ego para ir
hacia ti. Estamos llamados al abrazo y a la caricia de las miradas, y esto, entiéndase bien,
mucho más allá de la relación de pareja. ¡Que mi beso abarque la entera humanidad!,
exclamaba Gabriel Marcel.

Pero la libertad de poder decir ¡NO! nos mantiene alejados del otro, porque nos
han enseñado que el miedo al dolor o al sufrimiento es más poderoso que el riesgo
maravilloso de amar, de vivir en-amor-a-dos. Ningún miedo se apoderaría de nosotros,
paralizándonos ante el otro o ante mí mismo, si tuviéramos la conciencia de ser amados
por alguien, y si ese alguien no existiera, al menos sé que existe un Dios que me amó
desde siempre y dio su vida para que yo viva. Y esto no es un consuelo vano, sino lo más
sublime que le ha pasado al ser humano. Por eso, del mero nombre o sustantivo (el amor)
debemos pasar a los hechos (amar), a los verbos esenciales conjugados por la vida
misma: “Soy amado, luego existo” (Carlos Díaz, Soy amado, luego existo, Vol. I), es la
síntesis por la que transitamos la vida desde la concepción hasta la muerte y su negación
implica condena, traición a nuestro orden primordial. El amor es el elemento vital en el
que hemos de nadar la vida entera, porque quien no es amado no sobrevive en alta mar, y
todo lo malo que nos pasa como humanidad, que a veces sabe a muerte lenta, más
agónica o más trágica, es porque conculcamos con nuestros actos y deseos este principio
fundamental.

4. Identidad y dificultad del personalismo comunitario

“En nuestra investigación no hemos querido solamente tratar del hombre, sino
combatir por el hombre” (E. Mounier, Tratado del carácter, Obras II, Prefacio).

Si el primado de la persona, por la que se piensa y combate, es lo que impulsa al


personalismo en su especificidad filosófica no queda más que ir tras su indagación -
siempre limitada y perfectible- porque sólo la persona ocupa el centro de reorientación
del universo objetivo: “Nos falta hacer girar el análisis alrededor del universo edificado
por ella, a fin de iluminar sus estructuras sobre diversos planos, sin olvidar jamás que no
son sino aspectos diferentes de una misma realidad. Cada uno tiene su verdad unido a
todos los demás” (E. Mounier, El personalismo). Hace falta conocer a Mounier, animarse
a incorporarlo en los contenidos curriculares universitarios, aunque sea para refutarlo.
Pocos como él son aún hoy ejemplos admirables de actitud dialógica y plural, de respeto
irrestricto por el otro diferente y voluntad de construcción comunitaria de los valores
compartidos y de las verdades que cimentan una sociedad.

La identidad del movimiento personalista, por cierto, no se acaba en estas breves


líneas preliminares ni en un par de autores, está siempre viva, en movimiento, en la
marcha sinuosa que nosotros sus actores vamos gestando. Hay que pensar desde aquí que
la revolución del corazón querida por Emmanuel Mounier supera los límites de una
filosofía y supone un pensar abierto al diálogo con todas las posiciones vigentes, pensar
que se hace palabra en el personalismo comunitario como discurso acogedor de voces
diferentes que ejecutan en común un mismo concierto, como lo ejemplifica ese ‘gran
banquete de la verdad’ al que estamos llamados -según el magnífico decir de Edith Stein-
cuya sinfonía exquisita dependerá en buena medida del diálogo en altura que el momento
reclama y que nosotros sus comensales-ejecutantes seamos capaces de ejecutar entre
todos.

Ésta y no otra es la necesidad histórica actual de la reflexión del personalismo


comunitario que grita desde el fondo de esta intrahistoria iberoamericana con lenguaje
propio para dejarse oír por los nuestros. Ésta y no otra es la realidad-verdad de la nueva
conciencia emergente encarnada en todos nosotros y cuya realidad ya comenzamos a
palpar en la gente de la calle, en los humildes y desclasados, a los que todavía no ha
llegado la desconfianza del filósofo pero sí el sentido profundo del ser persona. Pero
entonces, esto supone de nuestra parte un redoblar el esfuerzo para saber interpretar,
aprender a comunicar y atrevernos a anticipar -ser profetas- para mejor servir. Un pensar
que no piense para alguien, que no tenga al tú como su principal referente, morirá
siempre de inanición, de indiferencia y de desesperanza. Qué daríamos por poder ser
rehenes del tú, y no pobres rehenes del discurso.

Ahora bien, para que ese pensar se erija en una opción plenamente verdadera y
operante, debe hacerse carne y presencia. ¿Cómo hacer del discurso personalista una
práctica y una lucha, una acción política y comunitaria, un compromiso personal y un
modus vivendi de nuestras sociedades? Hay que comenzar por las universidades, desde el
poder de las ideas y el compromiso que generan. Si bien sabemos que los discursos
consolidados inevitablemente se transforman en prácticas, personales y sociales, y que a
su vez éstas inciden en los discursos, -porque como personas somos seres esencialmente
lingüísticos y encarnados, de modo que pensarnos sin discurso sería un sinsentido-, hace
falta todavía que la convicción profunda de esta verdad nos impulse creativamente al
ejercicio permanente de la presencia testimonial y el compromiso social en todos los
ámbitos, comenzando por la vida universitaria, lugar de privilegio desde donde
aprendemos-enseñamos a poner en práctica la coherencia estricta entre idea y vida,
dichos y hechos, discursos y prácticas, coherencia que la sociedad espera y exige como
prueba de autenticidad y verdad.
5. Tocar pobre: ¿quién nos guiará?

Nuestra responsabilidad social universitaria debe estar hecha de rostros con


nombre propio, no de meras estadísticas o metas alcanzadas, porque de lo contrario
terminaríamos consolidando el escenario impersonal del que renegamos y por el que
estamos aquí, el de “la sociedad sin rostro, hecha de hombres sin rostro, ‘el mundo del
se’, en el que flotan, en medio de individuos sin carácter, las ideas generales y las
opiniones vagas, el mundo de las posiciones neutrales y del conocimiento objetivo. (…)
Las ‘sociedades’ pueden multiplicarse dentro de ella, las ‘comunicaciones’ ‘aproximar’ a
los miembros dentro de ella, pero ninguna comunidad es posible en un mundo en el que
no hay ya prójimo, en el que no quedan más que semejantes que si siquiera se miran.
Cada uno vive en una soledad que se ignora aún como soledad e ignora la presencia del
otro, al que a lo más llama ‘su amigo’, un doble de sí mismo, en el que puede satisfacerse
o asegurarse” (Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo, I).

Desde nuestra mirada, se torna imperioso el ser capaces de reconstruir una nueva
escena social donde los carenciados, los invisibilizados, los sin voz, los discapacitados,
sean mirados, respetados y amados en su absoluta dignidad, unicidad e identidad. Un
mundo personalizado, rehumanizado y enaltecido donde tenga cabida la diferencia y la
vulnerabilidad, no como debilidades o depreciaciones de lo humano sino como fortalezas,
oportunidades y milagros cotidianos que nos enseñan a ser mejores personas haciendo al
mundo verdaderamente humano.

Hacer humano el mundo… Si el desencanto parece haber tocado al hombre


contemporáneo coartándole el camino salvífico que une la verdad que ilumina al amor
que salva, se nos impone como universitarios comprometidos el tremendo desafío de re-
encantar a hombres y mujeres de nuestras comunidades para devolverles el horizonte de
su esperanza, para que vuelvan a confiar en la mirada del tú, humano y divino, que los
torna infinitamente amados y, por tanto, los redime de la nada absoluta que es, en el
fondo, desesperanza y soledad omnipresentes; en definitiva, vacío que sólo el amor puede
llenar. Pero en esta gesta que nos demanda no hay recetas para dar, hay que poner la
imaginación a andar y crear metas, caminos, medios, estrategias, impactos, etc. Cada uno
debe anclar su esperanza y su acción allí donde ésta le quepa mejor, nunca solo, siempre
en comunidad: o bien en Dios para el creyente, su fuente primordial, o bien en su propia
desilusión, en su nudo desasosiego, en su dolorosa desesperanza, en su nada... pues, como
dice el místico, “para venir a lo que no eres, has de ir por donde no eres” (San Juan de la
Cruz).

Sin duda, los más fuertes deberán adelantarse a los más débiles iluminando su
espera cual antorchas vivas portadoras del fuego que alimenta la esperanza. Sólo las
miradas de los prójimos encienden mi lámpara. Pero a veces es justamente la debilidad y
la vulnerabilidad de ese tú el camino inesperado y agraciado que nos guía.

En esto consiste la prueba por excelencia de la dignidad, esa palabra que tanto
usamos y poco comprendemos: la dignidad procede del ser amado y la indignidad de
quien nos quiera degradar, lo cual nada tiene que ver con el valor ontológico de la
persona, porque mi valor ontológico está suspendido no en el ser de la metafísica de los
filósofos sino en un Dios que me ama incondicionalmente. Mi dignidad absoluta depende
del Amor Absoluto. Por eso resulta lastimoso el que acaba con el prójimo, lo desprecia o
pisotea para auto sobrevivir, creyendo que así podrá eternizarse y salvarse; ése nunca lo
logrará y sólo cabe rezar por él. Sólo la persona es el valor absoluto y si algo lesiona su
dignidad, esto ya no puede ser un valor para mí. Sólo el amor al otro lo dignifica y lo
hace ser, lava cualquier impureza y cualquier imperfección, rescata de la muerte y del
olvido.

Pero aún podemos ir por más: el más desvalido de los seres humanos, ése del que
a veces dudamos sea una persona, puede convertirse en mi guía y maestro de vida,
porque él en su fragilidad inagotable es la expresión más poderosa del amor de Dios.
Dios lo ama y yo lo sé, y sólo por este hecho él deja que yo cure las heridas de mi
egoísmo y mi soberbia, de mi autosuficiencia y mi individualismo. No puedo resistirme a
reiterar lo relatado por Henri Nouwen en su libro Adam, el amado de Dios: “Adam, que
no pronunció jamás una sola palabra, se convirtió poco a poco en un auténtico manantial
de palabras que me permitieron expresar mis más profundas convicciones de cristiano en
los umbrales del tercer milenio. Con su vulnerabilidad, me sirvió de apoyo firme para
anunciar la riqueza de Cristo. Él, que no podía indicarme que me reconocía, podría
ayudar a otros, a través de mí, a reconocer la presencia de Dios en sus vidas”.

De idéntica manera debemos aprender a reconocer en los más cercanos de


nuestras vidas a ese ‘pobre de toda pobreza’, ese ‘maestro de humanidad’ que nos guiará
por el sólo hecho de haberlo tocado y de habernos dejado tocar por él. En esta dialéctica
exquisita de la vulnerabilidad, el maestro aprenderá del alumno, el empresario del obrero,
el universitario del analfabeto, el sano del enfermo, el rico del pobre y cada cual de todo
aquel que pueda ser objeto de nuestra compasión. Ellos, los sin valía visible, aquellos que
la vida nos regala como las rosas del camino, harán florecer en cada cual lo mejor de mí
mismo, quizás mucho más de lo que yo puedo edificar en ellos, realidad inusitada y bella
que sólo la virtud de la humildad deja descubrir. ¿Y por qué no incorporarlos a nuestras
espléndidas universidades?

Es así como el misterio de la relación personal volcada en la vida de todos los días
llega a su punto culmen en el “tocar pobre” (Carlos Díaz), tan necesario y urgente para
curar nuestro ego insaciable y purificarnos de esa hiriente soberbia típica de “los que
mucho saben”, invitándonos a caminar nuestras propias nadas y orfandades.

Quizás la dialéctica expuesta nos impulse a reivindicar la responsabilidad


concebida desde la categoría del ‘corazón’ para el sentido global de lo humano y nos
sirva para esclarecer el intrincado camino del compromiso social universitario, donde lo
racional debe anudarse a lo cordial, la proto-categoría del amor a las mil categorías del
saber y éstas a las acciones concretas, y desde ahí ejercer su crítica y su propuesta con
entusiasmo, creatividad y convicción. Un conocimiento sin amor, una lucidez sin
compromiso, una inquietud sin salvación, constituyen el máximo absurdo de la vida
universitaria, así como su máximo egocentrismo. Desde el mandato del corazón, que es el
mandato del amor, y desde los talentos que se nos ha encomendado multiplicar como
personas y como comunidad académica, los invito a hacer de ese absurdo la mayor de las
injusticias.

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