Lectura 1 Justo L. González - Historia Del Cristianismo

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Herodes, nombrado rey de Judea por los romanos en el año 40 a.C., fue el último
gobernante con cierta ascendencia macabea, pues su esposa era de ese linaje.

Pero aun la tolerancia romana no podía comprender la obstinación de los judíos,


que insistían en rendirle culto sólo a su Dios, y que se rebelaban ante la menor
amenaza contra su fe. Herodes hizo todo lo posible por introducir el helenismo en
el país. Con ese propósito hizo construir templos en honor de Roma y de Augusto
en Samaria y en Cesarea. Pero cuando se atrevió a hacer colocar un águila de oro
sobre la entrada del Templo los judíos se sublevaron, y Herodes tuvo que recurrir
a la violencia. Sus sucesores siguieron la misma política helenizante, haciendo
construir nuevas ciudades de estilo helenista y trayendo gentiles a vivir en ellas.

Por esta razón las rebeliones se sucedieron casi ininterrumpidamente. Jesús era
niño cuando los judíos se rebelaron contra el etnarca Arquelao, quien tuvo que
recurrir a las tropas romanas. Esas tropas, al mando del general Varo, destruyeron
la ciudad de Séforis, capital de Galilea y vecina de Nazaret, y crucificaron a dos
mil judíos. Es a esta rebelión que se refiere Gamaliel al decir que “se levantó
Judas el galileo, en los días del censo, y llevó en pos de sí a mucho pueblo”
(Hechos 5:37). El partido de los celotes, que se oponía tenazmente al régimen
romano, siguió existiendo aún después de las atrocidades de Varo, y jugó un
papel importante en la gran rebelión que estalló en el año 66 d.C. Esa rebelión fue
quizá la más violenta de todas, y a la postre llevó a la destrucción de Jerusalén en
el año 70 d.C., cuando el general —y después emperador— Tito conquistó la
ciudad y derribó el Templo.

En medio de tales luchas y tentaciones, no ha de extrañarnos que el judaísmo se


haya vuelto cada vez más legalista. Era necesario que el pueblo tuviese directrices
claras acerca de cuál debería ser su conducta en diversas circunstancias. Los
preceptos detallados de los fariseos no tenían el propósito de fomentar una
religión puramente externa —aunque a veces hayan tenido ese resultado— sino
más bien de aplicar la Ley a las circunstancias en que el pueblo vivía día a día.
Los fariseos eran el partido del pueblo, que no gozaba de las ventajas materiales
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acarreadas por el régimen romano y el helenismo. Para ellos lo importante era


asegurarse de cumplir la Ley aun en los tiempos difíciles en que estaban viviendo.
Además, los fariseos creían en algunas doctrinas que no encontraban apoyo en
las más antiguas tradiciones de los judíos, tales como la resurrección y la
existencia de los ángeles.

Los saduceos, por su parte, eran el partido de la aristocracia, cuyos intereses le


llevaban a colaborar con el régimen romano. Puesto que el sumo sacerdote
pertenecía por lo general a esa clase social, el culto del Templo ocupaba para los
saduceos la posición central que la Ley tenía para los fariseos. Además,
aristócratas y conservadores como eran, los saduceos rechazaban las doctrinas
de la resurrección y de la existencia de los ángeles, que según ellos eran meras
innovaciones.

Por lo tanto, debemos cuidarnos de no exagerar la oposición de Jesús y de los


primeros cristianos al partido de los fariseos. De hecho, casi todos ellos estaban
más cerca de los fariseos que de los saduceos. La razón por la que Jesús les
criticó no es entonces que hayan sido malos judíos, sino que en su afán de cumplir
la Ley al pie de la letra se olvidaban a veces de los seres humanos para quienes la
Ley fue dada.

Además de estos partidos, que ocupaban el centro de la escena religiosa, había


otras sectas y bandos en el judaísmo del siglo primero. Ya hemos mencionado a
los celotes. Los esenios, a quienes muchos autores atribuyen los famosos “Rollos
del Mar Muerto”, eran un grupo de ideas puristas que se apartaba de todo
contacto con el mundo de los gentiles, a fin de mantener su pureza ritual. Según el
historiador judío Josefo, estos esenios sostenían, además de las doctrinas
tradicionales del judaísmo, ciertas doctrinas secretas que les estaban vedados
revelar a quienes no eran miembros de su secta.

Por otra parte, toda esta diversidad de tendencias, partidos y sectas no ha de


eclipsar dos puntos fundamentales que todos los judíos sostenían en común: el
monoteísmo ético y la esperanza escatológica.
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El monoteísmo ético sostenía que hay un solo Dios, y que este Dios requiere, aún
más que el culto apropiado, la justicia entre los seres humanos. Los diversos
partidos podían estar en desacuerdo con respecto a lo que esa justicia quería
decir en términos concretos. Pero en cuanto a la necesidad de honrar al Dios
único con la vida toda, toda concordaban.

La esperanza escatológica era la otra nota común de la fe de Israel. Todos, desde


los saduceos hasta los celotes, guardaban la esperanza mesiánica, y creían
firmemente que el día llegaría cuando Dios intervendría en la historia para
restaurar a Israel y cumplir sus promesas de un Reino de paz y justicia. Algunos
creían que su deber estaba en acelerar la llegada de ese día recurriendo a las
armas. Otros decían que tales cosas debían dejarse exclusivamente en manos de
Dios. Pero todos concordaban en su mirada dirigida hacia el futuro cuando se
cumplirían las promesas de Dios.

De todos estos grupos, el más apto para sobrevivir después de la destrucción del
Templo era el de los fariseos. En efecto, esta secta tenía sus raíces en la época
del Exilio, cuando los judíos no podían acudir al Templo a adorar, y por tanto su fe
se centraba en la Ley. Durante los últimos siglos antes del advenimiento de Jesús,
el número de los judíos que vivían en tierras lejanas había aumentado
constantemente. Tales personas, que no podían visitar el Templo sino en raras
ocasiones, se veían obligadas a centrar su fe en la Ley más bien que en el
Templo. En el año 70 d.C., la destrucción de Jerusalén le dio el golpe de gracia al
partido de los saduceos, y por tanto el judaísmo que el cristianismo ha conocido a
través de casi toda su historia —así como el judaísmo que existe en nuestros
días— viene de la tradición farisea.

EL JUDAÍSMO DE LA DISPERSIÓN

Como hemos señalado anteriormente, durante los siglos que precedieron al


advenimiento de Jesús hubo un número cada vez mayor de judíos que vivían
fuera de Palestina. Algunos de estos judíos eran descendientes de los que habían
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ido al exilio en Babilonia, y por tanto en esa ciudad así como en toda la región de
Mesopotamia y Persia había fuertes contingentes judíos. En el Imperio Romano,
los judíos se habían esparcido por diversas circunstancias, y ya en el siglo primero
las colonias judías en Roma y en Alejandría eran numerosísimas. En casi todas
las ciudades del Mediterráneo oriental había al menos una sinagoga. En el Egipto,
se llegó hasta a construir un templo alrededor del siglo VII a.C. en la ciudad de
Elefantina, y hubo otro en el Delta del Nilo en el siglo II a.C. Pero por lo general
estos judíos de la “Dispersión” o de la “Diáspora”!que así se les llamó! no
construyeron templos en los cuales ofrecer sacrificios, sino más bien sinagogas en
las que se estudiaban las Escrituras.

El judaísmo de la Diáspora es de suma importancia para la historia de la iglesia


cristiana, pues fue a través de él, según veremos en el próximo capítulo, que más
rápidamente se extendió la nueva fe por el Imperio Romano. Además, ese
judaísmo le proporcionó a la iglesia la traducción del Antiguo Testamento al griego
que fue uno de los principales vehículos de su propaganda religiosa.

Este judaísmo se distinguía de su congénere en Palestina principalmente por dos


características: su uso del idioma griego, y su contacto inevitablemente mayor con
la cultura helenista.

En el siglo primero eran muchos los judíos, aun en Palestina, que no usaban ya el
antiguo idioma hebreo. Pero, mientras que en Palestina y en toda la región al
oriente de ese país se hablaba el arameo, los judíos que se hallaban dispersos por
todo el resto del Imperio Romano hablaban el griego. Tras las conquistas de
Alejandro, el griego había venido a ser la lengua franca de la cuenca oriental del
Mediterráneo. Judíos, egipcios, chipriotas, y hasta romanos, utilizaban el griego
para comunicarse entre sí. En algunas regiones —especialmente en el Egipto—
los judíos perdieron el uso de la lengua hebrea, y fue necesario traducir sus
Escrituras al griego.

Esa versión del Antiguo Testamento al griego recibe el nombre de Septuaginta,


que se abrevia frecuentemente mediante el número romano LXX. Ese nombre —y
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número— le viene de una antigua leyenda según la cual el rey de Egipto,


Ptolomeo Filadelfo, ordenó a setenta y dos ancianos hebreos que tradujesen la
Biblia independientemente, y todos ellos produjeron traducciones idénticas entre
sí. Al parecer, el propósito de esa leyenda era garantizar la autoridad de esta
versión, que de hecho fue producida a través de varios siglos, por traductores con
distintos criterios, de modo que algunas porciones son excesivamente literales,
mientras que otras se toman amplias libertades con el texto.

En todo caso, la importancia de la Septuaginta fue enorme para la primitiva iglesia


cristiana. Esta es la Biblia que cita la mayoría de los autores del Nuevo
Testamento, y ejerció una influencia indudable sobre la formación del vocabulario
cristiano de los primeros siglos. Además, cuando aquellos primeros creyentes se
derramaron por todo el Imperio con el mensaje del evangelio, encontraron en la
Septuaginta un instrumento útil para su propaganda. De hecho, el uso que los
cristianos hicieron de la Septuaginta fue tal y tan efectivo que los judíos se vieron
obligados a producir nuevas versiones —como la de Aquila— y a dejar a los
cristianos en posesión de la Septuaginta.

La otra marca distintiva del judaísmo de la Dispersión fue su inevitable contacto


con la cultura helenista. En cierto sentido, podría decirse que la Septuaginta es
también resultado de esta situación. En todo caso, resulta claro que los judíos de
la Dispersión no podían sustraerse al contacto con los gentiles, como podían
hacerlo en cierta medida sus correligionarios de Palestina. Los judíos de la
Dispersión se veían obligados en consecuencia a defender su fe a cada paso
frente a aquellas gentes de cultura helenista para quienes la fe de Israel resultaba
ridícula, anticuada o ininteligible.

Frente a esta situación, y especialmente en la ciudad de Alejandría, surgió entre


los judíos un movimiento que trataba de mostrar la compatibilidad entre lo mejor
de la cultura helenista y la religión hebrea. Ya en el siglo III a.C. Demetrio narró la
historia de los reyes de Judá siguiendo los patrones de la historiografía pagana.
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Pero fue en la persona de Filón de Alejandría, contemporáneo de Jesús, que este


movimiento alcanzó su cumbre.

Puesto que los argumentos de Filón —u otros muy parecidos— fueron utilizados
después por algunos cristianos en la propia ciudad de Alejandría, vale la pena
resumirlos aquí. Lo que Filón intenta hacer es mostrar la compatibilidad entre la
filosofía platónica y las Escrituras hebreas. Según él, puesto que los filósofos
griegos eran personas cultas, y las Escrituras hebreas son anteriores a ellos, es
de suponerse que cualquier concordancia entre ambos se debe a que los griegos
copiaron de los judíos, y no viceversa. Y entonces Filón procede a mostrar esa
concordancia interpretando el Antiguo Testamento como una serie de alegorías
que señalan hacia las mismas verdades eternas a que los filósofos se refieren de
manera más literal.

El Dios de Filón es absolutamente trascendente e inmutable, al estilo del “Uno


Inefable” de los platónicos. Por tanto, para relacionarse con este mundo de
realidades transitorias y mutables, ese Dios hace uso de un ser intermedio, al que
Filón da el nombre de Logos (es decir, Verbo o Razón). Este Logos, además de
ser el intermediario entre Dios y la creación, es la razón que existe en todo el
universo, y de la que la mente humana participa. En otras palabras, es este Logos
lo que hace que el universo pueda ser comprendido por la mente humana.
Algunos pensadores cristianos adoptaron estas ideas propuestas por Filón, con
todas sus ventajas y sus peligros.

Como vemos, en su dispersión por todo el mundo romano, en su traducción de la


Biblia, y aun en sus intentos de dialogar con la cultura helenista, el judaísmo había
preparado el camino para el advenimiento y la diseminación de la fe cristiana.

EL MUNDO GRECORROMANO
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Empero en esa diseminación la nueva fe tuvo que abrirse paso a través de


situaciones políticas y culturales que unas veces le abrieron camino, y otras le
sirvieron de obstáculo. A fin de comprender la vida cristiana en esos primeros
siglos, debemos
detenernos a exponer,
siquiera en breves rasgos,
esas circunstancias
políticas y culturales.

El Imperio Romano le
había dado a la cuenca del
Mediterráneo una unidad
política nunca antes vista.
La política del Imperio fue
fomentar la mayor uniformidad posible sin hacer excesiva violencia a las
costumbres de cada región. Esta había sido también antes la política de Alejandro.
En ambos casos su éxito fue notable, pues poco a poco se fue creando una base
común que perdura hasta nuestros días. Esa base común, tanto en lo político
como en lo cultural, fue de enorme importancia para el cristianismo de los
primeros siglos.

La unidad política de la
cuenca del Mediterráneo
les permitió a los primeros
cristianos viajar de un lugar
a otro sin temor de verse
envueltos en guerras o
asaltos. De hecho, al leer
acerca de los viajes de
Pablo vemos que el gran
peligro de la navegación en esa época era el mal tiempo. Unos siglos antes, los
piratas que infestaban el Mediterráneo eran de temerse mucho más que cualquier
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tempestad. Los caminos romanos, que unían hasta las más distantes provincias, y
algunos de los cuales existen todavía, no fueron ajenos a las plantas de los
cristianos que iban de un lugar a otro llevando el mensaje de la redención en
Jesucristo. Puesto que el comercio florecía, las gentes iban de un lugar a otro, y
así el cristianismo llegó frecuentemente a alguna nueva región, no llevado por
misioneros o por predicadores itinerantes, sino por mercaderes, esclavos y otras
personas que por diversas razones se veían obligadas a viajar. En este sentido,
las condiciones políticas de la época fueron beneficiosas para la diseminación de
la nueva fe.

Pero hubo también otros aspectos de esa


situación que sirvieron de reto y amenaza a
los primeros cristianos. Puesto que el
Imperio intentaba lograr la mayor
uniformidad posible entre sus súbditos de
diversos orígenes, parte de la política
imperial consistía en fomentar la uniformidad
religiosa. Esto se hacía mediante el
sincretismo y el culto al emperador.

El sincretismo, que consiste en la mezcla


indiscriminada de religiones, fue
característica de la cuenca del Mediterráneo
a partir del siglo III a.C. Dentro de ciertos
límites, Roma lo impulsó, pues el Imperio
tenía interés en que sus diversos súbditos pensaran que, aunque sus dioses
tenían distintos nombres y atributos, en fin de cuentas eran todos los mismos
dioses. Al Panteón romano se fueron añadiendo dioses provenientes de las más
diversas regiones. (La palabra Panteón quiere decir precisamente “templo de
todos los dioses”.)
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Por los mismos caminos por los que transitaban los mercaderes y misioneros
cristianos transitaban también gentes de muy variadas religiones, y todas esas
religiones se entremezclaban y confundían en las plazas y los foros de las
ciudades. El sincretismo era la moda religiosa de la época.

En tal ambiente tanto los judíos como los cristianos parecían ser gentes
intransigentes, que insistían en su Dios único y distinto de todos los demás dioses.
Por esta razón, muchos veían en el judaísmo y en el cristianismo un quiste que
debía ser extirpado de la sociedad romana. Pero fue el culto al emperador el punto
neurálgico que desató la persecución. Muchas veces esas persecuciones tenían
características políticas, pues el culto al emperador era uno de los medios que
Roma utilizaba para fomentar la unidad y la lealtad de su imperio. Negarse a rendir
ese culto era visto como señal de traición o al menos de deslealtad. Luego, no son
pocos los casos en que resulta claro que, al mismo tiempo que un mártir moría por
su fe, quien le condenaba lo hacía impulsado por sentimientos de lealtad política.

Por otra parte, el sincretismo de la época también se manifestaba en lo que los


historiadores de hoy llaman “religiones de misterio”, o sencillamente “misterios”.
Estas religiones no centraban su fe en los viejos dioses del Olimpo —Zeus,
Poseidón, Afrodita, etc.— sino en otros dioses de carácter más personal. En los
siglos anteriores, antes que se desatara el espíritu sincretista y cosmopolita, cada
cual era devoto de los dioses del país en que había nacido. Pero ahora, en medio
de la confusión creada por las conquistas de Alejandro y de Roma, cada cual tenía
que decidir a qué dioses les iba a prestar su devoción. Cada uno de estos dioses
de los “misterios” tenía sus propios devotos, que eran aquellos que habían sido
iniciados.

Por lo general, cada una de estas religiones se basaba en un mito acerca de los
orígenes del mundo, o de la historia del dios en cuestión. Del Egipto provenía el
mito de Isis y Osiris, según el cual el dios Seth había matado y descuartizado a
Osiris, y después había esparcido sus miembros por todo el Egipto. Isis, la esposa
de Osiris, los había recogido, y dado nueva vida a Osiris. Pero los órganos
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genitales de Osiris habían caído en el Nilo, y es por esa razón que el Nilo es la
fuente de fertilidad para todo el Egipto. También por esa razón, algunos de los
devotos más fervientes de este culto se mutilaban a sí mismos, cortándose los
testículos y ofreciéndolos en sacrificio. Entre los soldados era muy popular el culto
a Mitras, un dios de origen persa cuyos mitos incluían una serie de combates
contra el sol y contra un toro de carácter mitológico. En Grecia existían desde
tiempos inmemoriales los misterios de Eleusis, cerca de Atenas. Los misterios de
Atis y Cibeles incluían un rito de iniciación llamado “taurobolia”, en el que se
mataba un toro y se bañaba al neófito con su sangre. Dado el carácter sincretista
de todos estos cultos, pronto unos se mezclaron con otros, hasta tal punto que en
el día de hoy es difícil distinguir las características o las prácticas de uno de ellos
en particular. Además, estos dioses no eran celosos entre sí, como el Dios de los
judíos y de los cristianos, y por tanto hubo quienes se dedicaron a coleccionar
misterios, haciéndose iniciar en uno tras otro de estos cultos.

Todas estas tendencias sincretistas, en las que se entrelazaban los viejos dioses
con las religiones de misterio y con el culto al emperador, presentaron un fuerte
reto al cristianismo naciente. Puesto que los cristianos se negaban a participar de
todo esto, frecuentemente se les acusó de incrédulos y de ateos. Frente a tales
acusaciones, los cristianos podían recurrir a ciertos aspectos de la cultura de la
época que parecían prestarles apoyo. A esto dedicaremos el capítulo VII de la
presente sección de nuestra historia. Pero por lo pronto señalemos que hubo dos
tradiciones filosóficas en las que los cristianos encontraron un nutrido arsenal para
la defensa de su fe. Una de ellas fue la tradición platónica, y la otra el estoicismo.

El maestro de Platón, Sócrates, había sido condenado a morir bebiendo la cicuta


porque se le consideraba incrédulo y corruptor de la juventud ateniense. Platón
había escrito varios diálogos en su defensa, y ya en el siglo primero de nuestra era
Sócrates era tenido por uno de los hombres más sabios y más justos de la
antigüedad. Ahora bien, Sócrates, Platón, y toda la tradición de la que ambos
formaban parte, habían criticado a los dioses paganos, diciendo que eran creación
humana, y que según los mitos clásicos eran más perversos que los seres
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humanos. Por encima de todo esto, Platón hablaba de un ser supremo, inmutable,
perfecto, que era la suprema bondad y belleza. Además, tanto Sócrates como
Platón creían en la inmortalidad del alma, y por tanto en la vida después de la
muerte. Y Platón afirmaba que por encima de este mundo sensible y pasajero
había otro de realidades invisibles y permanentes. Todo esto fue de gran valor y
atractivo para aquellos primeros cristianos que se veían perseguidos y acusados
de ser ignorantes e ingenuos. Por estas razones, la filosofía platónica ejerció un
influjo sobre el pensamiento cristiano que todavía perdura.

Algo semejante sucedió con el estoicismo. Esta escuela filosófica —algo posterior
al platonismo— enseñaba doctrinas de alto carácter moral. Según los estoicos,
hay una ley natural impresa en todo el universo y en la razón humana, y esa ley
nos dice cómo hemos de comportarnos. Si algunos no la ven o no la siguen, esto
es porque son tontos, pues quien es verdaderamente sabio conoce esa ley y la
obedece. Además, puesto que nuestras pasiones luchan contra nuestra razón, y
tratan de dominar nuestras vidas, la meta del sabio es lograr que su razón domine
toda pasión, hasta el punto de no sentirla. Ese estado de no sentir pasión alguna
es la “apatía” y en él consiste la perfección moral según los estoicos. También en
este caso podemos imaginarnos el atractivo de esta doctrina para los cristianos,
que se veían obligados a enfrentarse repetidamente a las costumbres corruptas de
su época, y a criticarlas. Puesto que los estoicos habían hecho lo mismo, en sus
ideas y escritos los cristianos encontraron apoyo para su defensa y propaganda.
Al igual que en el caso del platonismo, esto acarreaba el peligro de que se llegase
a confundir la fe cristiana con estas doctrinas filosóficas, y que así se perdiera algo
del carácter único del evangelio. No faltaron quienes, en un aspecto u otro,
sucumbieran ante esa tentación. Pero ello no ha de ocultarnos el gran valor que
estas doctrinas tuvieron en la primera expansión del cristianismo.

Según el apóstol Pablo, el cristianismo penetró en el mundo “cuando vino el


cumplimiento del tiempo”. Quizá alguno podría entender esto en el sentido de que
Dios les facilitó el camino a aquellos primeros cristianos. Y no cabe duda de que
mucho de lo que estaba teniendo lugar en el siglo primero facilitara el avance de la
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nueva fe. Pero también es cierto que esos mismos acontecimientos le planteaban
a la iglesia difíciles retos que exigían enorme valor y audacia. El “cumplimiento del
tiempo” no quiere decir que el mundo estuviera listo a hacerse cristiano, como una
fruta madura pronta a caer del árbol, sino que quiere decir más bien que, en los
designios inescrutables de Dios, había llegado el momento de enviar al Hijo al
mundo a sufrir muerte de cruz, y de esparcir a los discípulos por ese mismo
mundo para dar ellos también costoso testimonio de su fe en el Crucificado.

CAPITULO 3: LA IGLESIA DE JERUSALÉN

... los que recibieron su palabra fueron bautizados, y se añadieron aquel día como
tres mil personas. Hechos 2. 41

El libro de Hechos nos da a entender que hubo desde los inicios una fuerte iglesia
en Jerusalén. Sin embargo, después de sus primeros capítulos, ese mismo libro
nos dice muy poco acerca de la historia de aquella comunidad original. Esto se
entiende, pues el propósito del autor de Hechos no es escribir toda una historia de
la iglesia, sino más bien mostrar cómo, por obra del Espíritu Santo, la nueva fe fue
extendiéndose hasta llegar a la capital del Imperio.

El resto del Nuevo Testamento nos dice aun menos acerca de la iglesia de
Jerusalén, puesto que en este caso también la mayor parte de los libros del Nuevo
Testamento trata acerca de la vida de la iglesia en otras partes del Imperio.

Esto quiere decir que al intentar reconstruir la vida y la historia de aquella primera
iglesia nos encontramos ante una infortunada escasez de datos. Sin embargo,
leyendo cuidadosamente el Nuevo Testamento, y añadiendo algunos pormenores
que nos ofrecen otros autores de los primeros siglos, podemos hacernos una idea
aproximada de lo que fue aquella primera comunidad cristiana

UNIDAD Y DIVERSIDAD
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Es error común entre muchas personas el de idealizar la iglesia del Nuevo


Testamento. La firmeza y elocuencia de Pedro en el día de Pentecostés nos
hacen olvidar sus dudas y vacilaciones en cuanto a qué debía hacerse con los
gentiles que eran añadidos a la iglesia. Y el hecho de que los discípulos poseían
todas las cosas en común frecuentemente eclipsa las dificultades que esa práctica
acarreó, según puede verse en el caso de Ananías y Safira, y en la “murmuración
de los griegos contra los hebreos, de que las viudas de aquellos eran
desatendidas en la distribución diaria” (Hechos 6:1).

Este último episodio, que se menciona como de pasada en Hechos, nos indica
que ya en la primitiva iglesia comenzaban a reflejarse algunas de las divisiones
que existían entre los judíos en Jerusalén. Según hemos mencionado en el
capítulo anterior, durante varios siglos Palestina había estado dividida entre los
judíos más puristas y aquellos de tendencias más helenizantes. Es a esto que se
refiere Hechos 6:1 al hablar de los “griegos” y los “hebreos”. No se trata aquí
verdaderamente de judíos y gentiles —pues todavía no había gentiles en la
iglesia, según nos lo da a entender más adelante el propio libro de Hechos— sino
más bien de dos grupos entre los judíos. Los “hebreos” eran los que todavía
conservaban todas las costumbres y el idioma de sus antepasados, mientras que
los “griegos” eran los que se mostraban más abiertos hacia las influencias del
helenismo. Es posible que algunos de ellos hayan sido judíos que habían
regresado a Jerusalén después de vivir en otros lugares, quizá en algunos casos
por varias generaciones. En todo caso, la mayor parte de ellos llevaban nombres
griegos, y es de suponerse que, además del arameo de la región, hablaban
también el griego. Luego, la disputa a que se refiere Hechos es una desavenencia
entre cristianos de origen judío, pero unos, por así decir, más judíos que los otros.

Como resultado de este conflicto, los doce convocaron a una asamblea que eligió
a siete personas “para servir a las mesas”. El sentido exacto de esta función no
está del todo claro, aunque no cabe duda de que lo que los doce tenían en mente
era que los siete se dedicarían a labores administrativas, mientras ellos seguían
predicando. Pero sí hay dos cosas que resultan claras al leer todo el libro de
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Hechos. La primera de ellas es que los siete eran representantes del grupo de los
“griegos” —todos ellos tenían nombres griegos— y que el propósito de su elección
era entonces darle cierta representación a ese grupo. La segunda es que desde
muy temprano por lo menos algunos de los siete se dedicaron también a la
predicación y a la tarea misionera.

El capítulo siete de Hechos está dedicado a Esteban, uno de los siete que “hacía
grandes prodigios y señales entre el pueblo” (Hechos 6:8). Al leer el testimonio de
Esteban ante el concilio, nos percatamos de que su actitud hacia el Templo no es
del todo positiva (Hechos 7:47–48). El concilio, que está compuesto principalmente
por judíos antihelenistas, se niega a escucharle y le apedrea. Esto contrasta con el
modo en que el mismo concilio había tratado a Pedro y a Juan, quienes fueron
puestos en libertad después de ser azotados (Hechos 5:40). Además, es de
notarse el hecho de que cuando se desató la persecución y los cristianos se vieron
obligados a huir de Jerusalén, los apóstoles pudieron permanecer en la Ciudad
Santa. Cuando Saulo sale hacia Damasco para perseguir a los cristianos que han
encontrado refugio en esa ciudad, los apóstoles todavía están en Jerusalén, y al
parecer Saulo no se preocupa por ello.

Todo lo anterior nos lleva a concluir que los miembros del concilio y el sumo
sacerdote se preocupaban más por los cristianos “griegos” que por los “hebreos”.
Como hemos dicho anteriormente, tanto los unos como los otros eran de origen
judío. Y no cabe duda de que los miembros del concilio vieran en el cristianismo
una herejía que era necesario combatir. Pero al principio esa oposición parece
haber ido dirigida principalmente contra los judíos “griegos” que se habían hecho
cristianos. Es posteriormente, en el capítulo doce de Hechos, que la persecución
se desata contra los apóstoles.

Inmediatamente después de narrar el testimonio y muerte de Esteban, el libro de


Hechos pasa a contarnos la labor misionera de Felipe, otro de los siete. Felipe
funda una iglesia en Samaria, y los apóstoles envían a Pedro y a Juan para
supervisar la labor de Felipe. Luego, resulta claro que ya va comenzando a
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formarse una iglesia fuera del ámbito de Judea, que esa iglesia no es fundada por
los apóstoles, y que a pesar de ello los doce siguen gozando de cierta autoridad
sobre toda la iglesia. Después de esto, en el capítulo nueve, Hechos empieza a
hablarnos de Pablo, y la iglesia fuera de Palestina se va volviendo cada vez más
el centro de la narración. Esto no ha de extrañarnos, pues lo que sucedió fue que
los judíos “griegos” que se habían hecho cristianos sirvieron de puente a través del
cual la nueva fe pasó al mundo gentil, y pronto la iglesia contó con más miembros
entre los gentiles que entre los judíos. Por tanto, la mayor parte de nuestra historia
tratará acerca del cristianismo entre los gentiles. Pero a pesar de ello no podemos
olvidar aquella primera iglesia, de la que nos llegan sólo lejanos atisbos.

LA VIDA RELIGIOSA

Los primeros cristianos no creían pertenecer a una nueva religión. Ellos habían
sido judíos toda su vida, y continuaban siéndolo. Esto es cierto, no sólo de Pedro y
los doce, sino también de los siete, y hasta del mismo Pablo.

Su fe no consistía en una negación del judaísmo, sino que consistía más bien en
la convicción de que la edad mesiánica, tan esperada por el pueblo hebreo, había
llegado. Según Pablo lo expresa a los judíos en Roma hacia el final de su carrera,
“por la esperanza de Israel estoy sujeto con esta cadena” (Hechos 28:20). Es
decir, que la razón por la que Pablo y los demás cristianos son perseguidos no es
porque se opongan al judaísmo, sino porque creen y predican que en Jesús se
han cumplido las promesas hechas a Israel.

Por esta razón, los cristianos de la iglesia de Jerusalén seguían guardando el


sábado y asistiendo al culto del Templo. Pero además, porque el primer día de la
semana era el día de la resurrección del Señor, se reunían en ese día para “partir
el pan”’, en conmemoración de esa resurrección. Aquellos primeros servicios de
comunión no se centraban sobre la pasión del Señor, sino sobre su resurrección y
sobre el hecho de que con ella se había abierto una nueva edad. Fue sólo mucho
más tarde —siglos más tarde, según veremos— que el culto comenzó a centrar su

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