Noemi Voinomaa Realismo Literatura America Latina

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PERSONA Y SOCIEDAD / Universidad Alberto Hurtado 145

Vol. XX / Nº 2 / 2006 / 145-160

Porque los sueños también se desvanecen en el aire:


realismo y muerte en América Latina

Daniel Noemi-Voionmaa*

RESUMEN
El presente artículo analiza, luego de una breve introducción al problema del realismo en
literatura, tres momentos de la tradición realista en América Latina, enfocándose en la des-
cripción y visualización de la represión de movimientos obreros y populares históricos. A
partir del estudio de Las cruces sobre el agua (1990 [1946]) del ecuatoriano Joaquín Gallegos
Lara, del episodio de la matanza obrera en Cien años de soledad (2000 [1967]), y de Santa
María de las flores negras (2002) del chileno Hernán Rivera Letelier, hago un esbozo de la
transformación de la noción de realismo —realismo social, realismo mágico (¿?) y realismo
neoliberal— y de cómo esta estética está íntimamente ligada a los condicionamientos polí-
ticos, económicos y sociales de cada momento determinado.

Palabras clave
Realismo realismo mágico realismo social Latinoamérica movimiento
obrero

Realism. An exceptionally elastic term, often ambivalent and equivocal,


which has acquired far too many qualifying (but seldom clarifying)
adjectives, and is a term which many now feel we could do without.
THE PENGUIN DICTIONARY OF LITERARY THERMS AND LITERARY THEORY

I.

La imposibilidad radical de definir qué entendemos por realismo en literatura, y en todas


las artes en general, puede explicarse de un modo muy simple: “Nuestra caracterización,

* Doctor en Literatura; profesor asistente Departamento de Lenguas y Literaturas Romances Universidad de


Michigan, Ann Arbor. E-mail: [email protected]. Parte de un diálogo, a veces continuo, a veces intermi-
tente, mas en todo momento enriquecedor, agradezco a Luz Horne por sus comentarios siempre pertinentes
y lúcidos, y a Ana Ros, Andrea Fanta y Bruno Bosteels, por sus críticas y sugerencias en aquel LASA 2004 de
Las Vegas donde una versión previa de este ensayo fue leída.
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Daniel Noemi-Voionmaa

como realista o antirrealista, de una obra de arte, estará condicionada por nuestra posi-
ción en el orden ontológico o, si se quiere, por nuestra concepción del mundo” (Sastre
1974:37). O bien, como plantea Anderson Imbert: “Una novela realista es el resultado
de reproducir, lo más exactamente posible, las cosas que nos rodean. Su fórmula estética
podría ser ésta: el mundo tal como es” (1965:5).1 El intento de representar la reali-
dad del modo más fiel posible, de un modo objetivo, conlleva, por lo tanto, todos los
problemas que fácilmente son visibles en los mismos conceptos referidos (representar,
realidad, objetividad)2 y en su historicidad. Sabemos que el realismo en literatura surge
como término y práctica reconocida como tal a mediados del siglo XIX, en particular
en Francia,3 en el momento en que una filosofía que se pretende científica en oposición
a una especulativa, está en auge. Además, el desarrollo industrial y la migración urbana
otorgan las condiciones necesarias para su surgimiento: se tratará de una literatura que
busca describir las nuevas condiciones y relaciones humanas que hacen su aparición
bajo un nuevo funcionamiento social y económico, principalmente urbano.4 El término
sufrirá una rápida mutación desde su uso para señalar “la detallada descripción de ves-
timentas y costumbres en novelas históricas y luego para la descripción de costumbres
contemporáneas”, lo que alude a una determinada técnica, a un uso más amplio que
pasa a referir a todo un movimiento. El problema de la definición se hace patente desde
un comienzo y es notoria la circularidad que posee todo intento por explicar qué se
entiende por realismo.5 Al mismo tiempo, podemos apreciar dos tendencias: una que se

1
Debo a Louise Walker (la mejor guía posible en la realidad infinita del DF) el hallazgo de este ensayo de An-
derson Imbert (1965): “El realismo en la novela”.
2
Podemos afirmar, sin exagerar, que a lo largo del siglo XX se ha producido una intensificación de las crisis de
las categorías de representación (tanto política y artística), realidad y objetividad. En gran medida, esto va de
la mano con el desarrollo científico (negación de la imparcialidad del observador, relatividad del tiempo, etc.)
y también filosófico-histórico (discursos posmodernos y la consiguiente negación de las ‘grandes narrativas’;
postestructuralistas, fragmentación del sujeto, relativismo de todo discurso, etc.).
3
Para Auerbach, el realismo sería una corriente estética que no se delimita a un momento histórico determina-
do, sino que atraviesa y recorre toda la historia de la cultura humana, desde aquel momento clave en que se
quiebra la separación de niveles representativos —comedia y tragedia— y se da paso con ello a una represen-
tación más fidedigna de la realidad.
4
Así como Lukacs demuestra que el nacimiento de la novela moderna como género está estrechamente vincu-
lado al de una burguesía y su adquisición del poder político y económico, la historia del realismo en literatura
no se entiende sin observar las nuevas condiciones que la Revolución Industrial ha logrado establecer. Cier-
tamente, en América Latina, dado su posicionamiento excéntrico, el desarrollo y evolución de este ‘tipo’ de
literatura adquirirá características muy particulares (por ejemplo, gran parte de la narrativa indigenista, no
urbana, suele considerarse como realista, dado que representa —intenta hacerlo— las condiciones reales de
explotación que padece una parte importante de la población).
5
No pretendo entrar aquí en una discusión sobre el término mismo, ni tampoco intentar hacer un repaso exhaus-
tivo de su historia. Sólo daré un par de ejemplos que pueden ayudar a aclarar lo que refiero arriba. Así, en 1855,
Fernand Desnoyees, antologado en la muy útil Documents of Modern Realism de George Becker (1963), señala
que el “realismo es la descripción verdadera de objetos” y que se opone a lo falso y lo ridículo. En 1880, otro
francés, también citado por Becker, escribía: “Realismo como aquella dirección del arte que hace lo posible por
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centra en el realismo como un problema de asunto, tema o contenido; y otra que apunta
hacia la técnica o forma. Con respecto a esta última, la objetividad y la impersonalidad
serán los aspectos cruciales. Como señala Flaubert, para muchos el padre del realismo a
pesar de que él mismo no gustaba del uso del término, el artista debe ser como Dios en
su creación, invisible y omnipotente. Debe ser sentido en todas partes pero nunca visto.
Una de las consecuencias más notorias de este afán de objetividad será la inclusión del
habla popular, esto es, del habla verdadera de la gente.6 En tanto, el realismo como asun-
to consistirá en mantener un enfoque en sujetos modernos y populares; se privilegiará el
aquí y el ahora como materia novelable, haciéndose hincapié, en un primer momento,
en las clases medias, para luego proceder a buscar la representación de las clases más
bajas y excluidas de la sociedad.7 Por cierto, la misma división entre forma y contenido
sólo es sostenible desde una perspectiva metodológica, pues de hecho son inseparables,
del mismo modo en que no es posible separar lo producido de las condiciones sociales y
económicas que determinan dicha producción.
Dada la inestabilidad inherente al término, se hace fácil comprender la gran cantidad
de definiciones, disputas y acercamientos diversos que existen. Nos basta recordar la
famosa querella entre Lukacs y Brecht, o entre Boedo y Florida,8 para tener una idea de
la importancia que, también, ha llegado a adquirir el problema del realismo. No debe

mantener los pies en la realidad como reflejo de la vida”. Engels, por su parte, contribuye con su definición clásica
donde habla de personajes típicos en situaciones típicas. Ya en el siglo XX habrá quienes señalen que todo arte es
necesariamente realista, o bien, otros, hablarán de un ‘realismo abierto’ o ‘sin fronteras’, donde prácticamente
todo puede ser caracterizado como realista. Luz Horne, por su parte, en un intento de resumen, propone tres
características que serían comunes a la mayoría de los planteos sobre una estética realista. Escribe Horne: “La
primera sería la utilización de una prosa llana, directa y ostensiva; la oposición a sintaxis complicadas, a ex-
perimentaciones lingüísticas, a barroquismos. La segunda característica reside en el intento por construir una
representación de la realidad. Ya sea que se la entienda como una representación fiel, adecuada, mimética o
como construcción destinada a producir un ‘efecto de real’ (Roland Barthes), una verosimilitud, siempre que
se habla de ‘realismo’ es porque se pretende salir de una autorreferencialidad […] La tercera característica es la
ubicación espacio-temporal de la obra en un ámbito contemporáneo al de su producción” (2005:s/p).
6
La historia de la literatura está repleta de casos de escritores que recorrían, principalmente, puertos, fábricas y
barrios pobres, libreta en mano, anotando giros lingüísticos, modos y expresiones del habla popular. El extre-
mo de esta tendencia se dará hacia mediados del siglo XX con el llamado objetivismo, alguna de cuyas novelas
consisten exclusivamente en diálogos, con lo cual el narrador desaparece por completo.
7
Para muchos el naturalismo corresponde a una exacerbación de esta característica realista: el enfocarse en los
aspectos más desagradables de la realidad.
8
La primera es la disputa sobre el carácter o no decadente de los movimientos de vanguardia de las prime-
ras décadas del siglo XX. Mientras Lukacs abogaba por una literatura realista y excluía a la vanguardia por
burguesa y decadente, Brecht proponía una lectura revolucionaria de la literatura vanguardista que apunta a
una comprensión diferente del realismo. Boedo y Florida, en tanto, simbolizan —pues es discutible si existió
una división tan absoluta entre los integrantes de ambos grupos (o si los mismos bandos existieron como
tales)— la disputa entre una literatura preocupada de la situación social contingente (que se acercaría a una
concepción tradicional del realismo) y otra que defiende una postura del arte por el arte, caracterizada por sus
enemigos, como una literatura de la torre de marfil, sin conexión con la realidad.
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Daniel Noemi-Voionmaa

sorprendernos, por lo tanto, la gran cantidad de adjetivos con los cuales se ha pretendi-
do caracterizar diversos modos de realismo (social, socialista, abierto, sucio, romántico,
virtual, mágico, neorrealismo, urbano, grotesco, psicológico, etc.). La opción, enton-
ces, de renegar del término pareciera ser una buena posibilidad: un concepto que sirve
para describir una constelación prácticamente infinita de textos tan disímiles bien puede
considerarse como inútil, pues carece de un mínimo poder caracterizador. Sin embargo,
al mismo tiempo, esta multiplicidad de enfoques nos provee de una riqueza analítica
y epistemológica considerable: en lugar de cerrarnos a la posibilidad del realismo, nos
resulta más provechoso afrontar el reto de continuar pensándolo, en su larga tradición de
rupturas y prolongaciones. A pesar de la imposibilidad radical que notaba al comienzo,
y por ella misma, hay una necesidad igualmente profunda por intentar comprender las
modificaciones del arte realista: he ahí una llave maestra para leer no sólo un proceso
histórico literario o artístico, sino para comprender la realidad en su infinita e incesante
complejidad.

II.

Cuando uno comienza a escribir lee de una manera cada vez


más arbitraria. Habría que tratar de preservar esa arbitrariedad,
que es la marca misma de la pasión por la literatura
RICARDO PIGLIA, NOMBRE FALSO

En 1929, tres jóvenes escritores de Santiago de Guayaquil: Joaquín Gallegos Lara,


Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert, publican una colección de cuentos
titulada Los que se van. Textos violentos9 que narran la vida del montubio se sitúan en
la historia de la literatura latinoamericana como punto de referencia ineludible para
cualquier genealogía del realismo. Los que se van no es, por cierto, el primer texto que
recibe este apelativo: en el siglo XIX encontramos muchos ejemplos de realismos y a
comienzos del siglo pasado, una serie de novelas se adscriben a la tendencia naturalista
entendida como un realismo extremo;10 asimismo, toda la narrativa mundonovista o

9
La violencia se muestra tanto en el lenguaje empleado que rompe con las formas tradicionales literarias —es
fundamental el empleo de diálogos que transcriben fonéticamente el habla del montubio— como en los
hechos acontecidos en los relatos: en los 24 cuentos, ocho de cada autor, hay siete asesinatos a machetazos,
uno cometido por un negro contra un policía rural al que desencaja a puro pulso las mandíbulas, un suicidio
arrojándose al agua para ser devorado por un tiburón, alguien que se arranca los ojos con un cuchillo, alguien
que se castra y tres muertes por accidente.
10
Juana Lucero de Augusto D’Halmar, 1902, es el caso paradigmático chileno. Asimismo, los cuentos de Baldo-
mero Lillo pueden ser clasificados en esta tendencia.
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novela de la tierra11 también suele ser presentada como cercana, por su temática —el
influjo y dominio de una naturaleza salvaje—, a una sensibilidad realista, si bien se man-
tiene ajena a la naciente realidad urbana: “Los narradores mundonovistas abandonan la
temática universalista del modernismo (estilísticamente suelen estar influenciados por
el modernismo) y aspiran a crear una literatura de fuerte sabor ‘americano’, creyendo
que de este modo reflejaban de modo más auténtico la esencia de América” (González
1997:36). Así, aunque resulte evidente decirlo, es necesario recordar que al igual que con
la adaptación de todos los movimientos artísticos, culturales y con las ideas provenientes
de Europa, el realismo latinoamericano se caracterizará por un constante juego de copia
y diferenciación con relación al referente hegemónico, debido a los rasgos particulares
de las circunstancias históricas y económicas que se viven en el continente.12 No es el
objetivo de este trabajo realizar una genealogía exhaustiva del realismo y sus variantes
en el continente; no obstante, me interesa proponer una línea de desarrollo que, espero,
ayude a comprender mejor el análisis de las novelas que propongo más adelante.
De esta manera, una tradición posible del realismo latinoamericano tiene su inicio
con la colección de cuentos Los que se van. Es, entonces, este realismo social 13 el punto
de partida para un modo de leer y percibir el mundo desde la literatura. La visualización
del montubio, de su habla, de sus costumbres y de, fundamentalmente, sus paupérrimas
condiciones de vida, dará pie a una significativa producción que por lo general ha sido
despreciada por la crítica. Será la cada vez más grande clase obrera la protagonista de
estos textos: es notable en muchos países el giro que se produce desde preocupación por
la situación del indígena a por la del trabajador de la ciudad. Como es lógico suponer,
este cambio se debe a la modificación de la realidad social en los diversos países. Así,
Jorge Icaza, por ejemplo, dejará a los indígenas de Huasipungo para tratar el problema
del mestizo en la ciudad en En las calles o El Chulla Romero y Flores. En Chile, en tanto,
Nicomedes Guzmán escribe los textos paradigmáticos de la situación del proletariado.
Los hombres obscuros (1938) y La sangre y la esperanza (1944) se centran en la vida de los

11
La vorágine de José Eustasio Rivera, 1924; Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, 1929; y Don Segundo Sombra
de Ricardo Güiraldes, 1926, son las novelas más famosos de esta tendencia. Parte de la producción cuentística
de Horacio Quiroga (recordemos “A la deriva”, “El almohadón de plumas” o “La gallina degollada”) caben
también aquí.
12
Probablemente, una de las particularidades más significativas sea la búsqueda de un ‘proletariado’ latinoame-
ricano. Ante la inexistencia de una clase obrera organizada a la europea, intelectuales y escritores hallarán
un equivalente en el indígena (la novela indigenista —Jorge Icaza, Ciro Alegría, Alcides Arguedas, entre
otros— puede leerse, en parte, desde esta perspectiva).
13
El problema terminológico continúa: es necesario distinguir el realismo social, que se caracteriza por un inten-
to —a veces ingenuo— de intervenir en la realidad, del realismo socialista. Este último se refiere a aquella lite-
ratura que se apega a los parámetros establecidos en 1934 por la IV Internacional de Escritores, bajo la tutela
de Zhdanov. El escritor debía seguir lo que el partido establecía como arte; siguiendo, claro está, la ideología
marxista-leninista del período. El realismo social es, en comparación, mucho más libre en su estructura y en
su formulación.
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Daniel Noemi-Voionmaa

conventillos santiaguinos. Aquí, no sólo los personajes proletarios son los protagonistas,
sino también el ambiente mismo de opresión adquiere rasgos prosopopéyicos. Desde
los años 30 es posible, entonces, señalar que la clase obrera se convierte en la protago-
nista de una importante producción literaria en América Latina. En la medida en que
las condiciones económicas y sociales se transforman, la visualización de las mismas se
irá, acordemente, modificando. De modo significativo, no obstante, existe una doble
borradura que se acentúa hacia fines del siglo XX. Por una parte, y esto es más evidente
en la producción de los años 80 en adelante, se acaba con el protagonismo que tenían
las masas; junto con el fin del sueño revolucionario, desaparece la fuerza agencial de las
clases obreras. No se trata únicamente de la consabida desaparición del proletariado
—como pregonaba André Gorz en 1983—, sino también de un cambio en la manera
de concebir la literatura (su politicidad es cuestionada cada vez más; la opción entre
el fusil y la escritura se convierte en la elección entre Macintosh y PC, como señalan
Fuguet y Gómez). Por otra parte, la producción posterior, aquella que se inicia a fines
de los años 50, se propone de modo explícito hacer tabula rasa respecto de aquello que
existía antes. Comenzar una nueva literatura latinoamericana que deje de lado los mo-
delos anticuados y anquilosados previos. De hecho, una de las tareas que la literatura
de los años 60 —el denominado boom— logró con mayor éxito, fue la de borrar del
mapa de la historia literaria, con contadas excepciones, gran parte de la producción del
realismo social de las décadas de los 30 y 40. Por eso, se hace necesario e imprescindible
devolverle la visibilidad a este período, no sólo por un posible afán de justicia literaria,
sino porque es imposible comprender la literatura de la segunda mitad del siglo XX sin
tener en cuenta estos textos. El realismo social y su firme creencia en la no autonomía
de la literatura y en la posibilidad de transformar la realidad desde la literatura misma
sentará en parte las bases de lo que un par de décadas después se denominará realismo
mágico o, un poco antes, lo real maravilloso14 y de los movimientos posteriores. Desde

14
Como es bien sabido, el término realismo mágico es utilizado por primera vez por el crítico de arte Frank
Roh en 1925, en su Nach Expressionis mus-Probleme der neuesten europäischen Malerei. Con él aludía a la pre-
sentación de secretos en la realidad objetiva, en pintores como Otto Dix y Marc Chagall. En 1938, Máximo
Bontempelli (mencionado en Wojciech Charchalis 2005) utiliza el término para referirse a los pintores futu-
ristas y lo amplía al arte en general. Será en 1948 la primera vez que es empleado para referirse a la literatura
latinoamericana. Arturo Uslar Pietri lo caracteriza por “la abundante presencia de elementos mágicos, por la
tendencia a lo mítico y lo simbólico y el predominio de la intuición”. Agrega: “Lo que vino a predominar en
el cuento y a marcar su huella de una manera perdurable fue la consideración del hombre como misterio en
medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad. Lo que a falta de
otra palabra podría llamarse un realismo mágico” (cit. en Charchalis 2005:10). A partir de ese momento las
definiciones proliferan. Por lo general, hay un intento de distinguirlo de lo fantástico —siguiendo la distin-
ción hecha por Todorov, en su clásica Introducción a la literatura fantástica, entre lo maravilloso, lo extraño
y lo fantástico—, se intenta resolver la antinomia lo natural v/s lo sobrenatural. En momentos del realismo
mágico lo sobrenatural pasará, para algunos, a coincidir con lo real. En palabras de Amaryll Chanady, “los
códigos de lo real y lo irreal coexisten se entrelazan y confunden”. Asimismo, existe una combinación de
elementos europeos con otros ‘indígenas’: “El realismo mágico ofrece una ficción multifacética que incorpora
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los años 70 en adelante, esta línea se quebrará en múltiples tendencias. Los sueños de
los años 60 dan paso al terror y la muerte y a la inexorable instauración del neolibera-
lismo en los años 90 en casi la totalidad de los países. La literatura, toda posibilidad de
realismo, da cuenta de estas transformaciones, las cuales incluyen además la inserción
del continente en los procesos de globalización. Así, por ejemplo, surgirá una literatura
que propone, lúdicamente, un realismo virtual en lugar de uno mágico;15 utilizando el
término acuñado para referirse a una determinada literatura norteamericana, pero para
textos muy disímiles a los del norte, se comienza a hablar de realismo sucio;16 estudios
más recientes aún intentarán estudiar el surgimiento de ‘nuevos realismos’, ya sea como
realismo delirante o realismo neoliberal. El trabajo de Luz Horne (2005), ya citado más
arriba, es el más novedoso e inteligente al respecto. Propone la aparición de un realismo
contemporáneo que se hace cargo de toda la experiencia vanguardista del siglo XX, lo
cual implica una “epistemología diferente a la del realismo clásico” (2005:s/p) En una
serie de novelas —Horne estudia a autores argentinos y brasileños, pero me parece que
sus aseveraciones son válidas para una producción latinoamericana más amplia— “se
construye una representación verosímil que se interrumpe con la aparición de una lógica
onírica y delirante” (2005:s/p). De esta manera, “se produce una nueva forma de rea-
lismo que se caracteriza, en primer lugar, por avanzar sobre aquello que inicialmente se
presenta como ‘no simbolizable’ a través de un lenguaje ostensivo y crudo; y, en segundo
lugar, por construir, dentro del texto, una imagen fotográfica que permite quitarlo de
un registro representacional y colocarlo en uno indicial” (2005:s/p). Esta articulación
permite, me parece, un acercamiento nuevo a la fuerza política que toda escritura realista
adquiere: se sientan las bases para una posible estética posrepresentacional, que da cuen-
ta, por cierto, de una nueva política (una política en los tiempos de un realismo “post-
postmoderno” —como Horne señala. Uno que, como la misma política, es “delirante,
indicial y despiadado” (2005:s/p).17 Esta posibilidad de leer nuevos realismos no limita

el pensamiento de la metrópolis, rechaza algunos elementos de este, y también incorpora y le da forma a las
tradiciones de las culturas indígenas” (Chanady s/f; mi traducción). Lo real maravilloso —término propuesto
por Alejo Carpentier en su famoso prólogo a El reino de este mundo— ha sido utilizado en muchas ocasiones
como sinónimo; a su vez, son innumerables los estudios que intentan establecer diferencias entre los dos. La
más significativa es, a mi juicio, aquella que indica que lo real maravilloso busca dar cuenta de la realidad ame-
ricana, apuntando a una esencia que existiría, a un carácter ontológico; el realismo mágico, en tanto, trataría
más de una técnica narrativa. En todo caso, la disputa es, en su mayor parte, intrascendente.
15
Esta es la no tan irónica propuesta de Alberto Fuguet y Sergio Gómez (1996) en “Presentación del país
McOndo”.
16
Con realismo sucio, en un artículo publicado en la revista Granta en 1983, Bill Buford se refiere a aquellos
escritores, en su mayoría norteamericanos (Richard Ford, Raymond Carver, entre otros), que muestran una
dedicación a los detalles locales, personajes que ven todo el día televisión, sin importancia. También se les
conoció como minimalistas. El término en América Latina adquiere una connotación más cercana a lo que la
palabra sucio podría indicar: situaciones extremas de violencia, pobreza, sexualidad, etc.
17
Todas las citas de Horne provienen de la introducción a su tesis doctoral.
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Daniel Noemi-Voionmaa

por cierto otras alternativas y otros enfoques, pero nos otorga un excelente marco desde
el cual pensar la problemática en cuestión. La importancia de la economía (hegemónica)
como factor determinante en la elaboración estética realista —hacia un realismo neo-
liberal como trayectoria estética propia de nuestros días— es otro elemento que ha de
ser tomado en cuenta para cualquier lectura del presente. Así, el realismo, a pesar de y
gracias a todos los inconvenientes que presenta teóricamente, sigue manteniendo plena
vigencia. Y la labor crítica está siempre recién comenzando: la lectura de y desde el pre-
sente nos permite buscar (y buscarnos) en el pasado. Todo tiempo, sabemos, modifica y
transforma al que lo precedió.
Lo que sigue es sólo una alternativa para leer tres momentos de esta tradición/trai-
ción realista en América Latina, que gira alrededor de tres intentos en apariencia muy
similares. Se trata de observar, ajenos a toda pretensión de objetividad, cómo tres novelas
se acercan a la representación-visualización de eventos nefastos, indicadores de la injus-
ticia social imperante en el continente; y, también, advertir qué es lo que dichas novelas
nos dicen del terror del presente y de los sueños del futuro.

III. Eran más de tres mil…

La singularidad del mal, nos recuerda Badiou (2003), es tributaria de la singularidad de


una política. Así, la multiplicidad implícita en cada acto singular refiere a un funciona-
miento-devenir político único o, en términos más amplios, a una hegemonía absoluta,
ante la cual se multiplican los afanes y fracasos de resistencia-respuesta-representabili-
dad. Mi intento en estas líneas es esbozar diversas visualizaciones18 de acercamiento al
mal (el mal como grado cero, mentira, desaparición, olvido y muerte) a lo largo del siglo
XX. Me referiré en particular a la visualización literaria de la represión de diversos levan-
tamientos o movimientos obreros, basada en acontecimientos históricos. Idealmente, a
partir de ello, como parte de un proyecto más amplio, busco llegar a elaborar, siguiendo
lo postulado anteriormente, una periodización del realismo en América Latina. Una
que, como decía Agustín Cueva, “sea capaz de detectar ‘nudos’ claros de organización de
cada configuración literaria, forjando modelos dialécticos que no caigan en tipologías
ideales” (1986:19). Es, desde otro ángulo y parafraseando a Baudrillard, indagar en la
creación de una zona de intercambio imposible: intercambio imposible de la muerte al
corazón del evento y el intercambio imposible de aquel evento para cualquier tipo de
discurso. Comienzo este esbozo, entonces, refiriéndome a la visualización de la masacre
del 6 de diciembre de 1928 que se efectúa en las famosas páginas de Cien años de soledad
(publicado por primera vez en 1967).

18
Empleo el término visualización como un posible sustituto de representación. Justifico este cambio en Noemi
(2004).
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Como bien señala Joset en su estudio introductorio a la novela,19 previo a la matanza


efectiva de los trabajadores de la compañía bananera que estaban en huelga, estos ya
habían sido desaparecidos por el “discurso terrorista del Derecho” (2004:50):

Las peticiones de los obreros son desoídas una y otra vez, hasta que los ilusio-
nistas del derecho demostraron que las reclamaciones carecían de toda validez,
simplemente porque la compañía bananera no tenía, ni había tenido jamás
trabajadores a su servicio, sino que los reclutaba ocasionalmente y con carácter
temporal […] se estableció por fallo de tribunal y se proclamó en bandos so-
lemnes la inexistencia de los trabajadores. (2004:419)

Observamos cómo esta borradura se articula en una multiplicidad de niveles, so-


cial, económica, histórica y cultural, que remiten y anticipan la desaparición del discur-
so de la noción de clase.20 La respuesta no se hará esperar: “La huelga grande estalló”
(2004:419). Es a través de la invención discursiva de una inexistencia que se provoca
la reacción de los trabajadores que llevará a su desaparición biopolítica.21 Mas, antes de
detenernos a observar cómo se lleva a cabo dicho proceso, resulta conveniente recordar
que el episodio de la matanza funciona en la novela como gatillador de la destrucción de
todo el pueblo de Macondo. La conexión entre ambas se explicita al inicio del capítulo:
“Los acontecimientos que habían de darle el golpe mortal a Macondo empezaron a vis-
lumbrarse cuando llevaron a la casa al hijo de Meme Buendía” (2004:408).22 Esto es, la
masacre obrera ocupa un momento y un lugar centrales en la construcción y destrucción
del mundo macondiano. Las conexiones que se pueden efectuar en el desarrollo de un
modelo explotador liberal, neocolonialista como lo han solido denominar los críticos,23

19
En adelante señalo entre paréntesis el año de la edición revisada de la obra (2004) y la página correspondiente
a la cita.
20
Del discurso hegemónico, se entiende; la desaparición de la clase trabajadora pasará pocos años después a ser
considerada como algo cumplido. Véase, por ejemplo, la novela de Sergio Chejfec, Boca de lobo. Discuto más
extensamente este punto en Noemi (2004).
21
Esta aplicación pervertida de la ley podría leerse de modo inverso: la presión obrera obliga a que el gobierno
viole su propio sistema de leyes, lo cual lo deslegitima (al gobierno y a los partidos que se mantienen en la
legalidad) y abre las puertas a la clase obrera y su acceso al poder. El asunto, tal como lo plantea Lukacs en
Historia y conciencia de clase (1969) es, por cierto, más complejo. En todo caso, desde ninguna perspectiva trae
los resultados esperados. O, desde una perspectiva diferente, podemos considerar que lo que efectivamente
está en juego es la suspensión del funcionamiento del derecho, aquello que, como nos recuerda Agamben
(2003), se denomina Iustitium, esto es, que implica no sólo la suspensión de la administración de la justicia
sino del derecho como tal.
22
Este golpe mortal está evidentemente conectado con el último de los Aurelianos, el hijo de Meme, quien hace
su aparición en el mismo capítulo de la matanza obrera y quien engendrará, con su tía Amaranta Úrsula, al
último de la especie.
23
Jean Franco, por ejemplo, escribe que el desarrollo que se produce en Macondo tras la llegada del tren, el esta-
blecimiento de la compañía bananera y la matanza de obreros, “En miniatura, éste es un reflejo del aislamiento
de Hispanoamérica y del ciclo del progreso y del neocolonialismo” (2002:331).
154 Realismo y muerte en América Latina
Daniel Noemi-Voionmaa

emblemáticamente representado por la compañía bananera a cargo de los gringos, y las


condiciones de los trabajadores, son obvias; no tanto así, empero, proponer una lectura
del final de la novela como una repetición más de la misma masacre, de aquella catástrofe
constante que es nuestra historia. Pero esa intuición se aleja del objetivo del presente
trabajo. Hemos de dejarla de lado. Por ahora.24
José Arcadio Segundo, nos dice el narrador, se ha convertido en uno de los líderes
sindicales (deja su posición de capataz y pasa a formar parte de las filas obreras).25 Como
tal se dirige a la estación donde supuestamente el jefe civil y militar llegaría dispuesto
a interceder en el conflicto. Todo resulta una trampa. Niños, hombres y mujeres son
ejecutados a sangre fría. Si durante casi todo el relato del episodio el narrador ha hecho
prevalecer la perspectiva de José Arcadio Segundo, es significativo que en el momento en
que la matanza se inicia esta cambia: ahora es un niño,26 a quien José Arcadio Segundo
apenas ha alcanzado a levantar en sus brazos, por medio de quien los lectores podemos
visualizar lo que sucede: “La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese
momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras
abrió fuego” (2004:423). Será este niño, a quien después creerán ‘un viejo chiflado’, con
lo cual su versión queda excluida del discurso oficial, uno de los pocos testigos de la ma-
tanza. José Arcadio Segundo, acorralado, deposita al niño junto a una mujer, segundos
antes de “derrumbarse con la cara bañada de sangre” (2004:424). He aquí la primera
mención a la sangre durante la matanza, pero en lugar de continuar una descripción de
los horrores producidos durante la exterminación de los obreros, se produce el silencio.
La narración se detiene. José Arcadio Segundo se desvanece y el narrador es incapaz de
seguir mostrando lo que acontece. El horror será literalmente post-mortem (el terror de
la muerte permanece imposible), pues después de ese silencio, que aunque en la novela
sólo esté indicado por un punto aparte es, en realidad, infinito, José Arcadio Segundo
despierta en el tren cargado con los cadáveres de los muertos en la estación. “Eran como
tres mil”, se repite y se nos repite, un tren con casi “doscientos vagones de carga”. Cadá-
veres arrumados “en el orden y sentido en que se transportaban los racimos de banano”
(2004:424) y que serán largados al mar. Claro que, como sabemos, la versión oficial será
la de que “Aquí no ha habido muertos”, “Seguro que fue un sueño”, pues en palabras de
los oficiales “En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando nada, ni pasará nunca.

24
El fin de Cien años… como una nueva y absoluta masacre; pero ¿qué es lo que se aniquila? No sólo la familia
Buendía, sino toda una clase social incapaz de adaptarse a los procesos de modernización (de una moderni-
zación siempre imperfecta y atolondrada), e incapaz, al mismo tiempo, de mantenerse viviendo en el sistema
previo a la neocolonización. Hemos de consignar, además, que la lectura del final como masacre refuerza la
importancia de la circularidad y repetición (y diferencia) que se da a lo largo de toda la novela.
25
Conversión que, sin dejar de poseer una fuerte connotación religiosa, remite también a la decisión del coronel
Aureliano Buendía de hacerse liberal cuando es testigo del fraude electoral llevado a cabo por Apolinar Moscote.
26
Claire Beyer (2005) ve en este niño la inclusión del mismo escritor como testigo de la masacre; a partir de
dicha posibilidad de ver se elabora la hermenéutica que recorre toda la novela.
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Éste es un pueblo feliz” (2004:428); la construcción de una ceguera histórica, la nega-


ción de la justicia y borradura de la memoria, a lo que se agrega la desaparición visual del
propio José Arcadio Segundo, quien no es visto por los oficiales que lo buscan, a pesar de
hallarse frente a ellos en el cuarto de Melquíades, con la luz de la linternas alumbrando
su faz. La escritura (todas las escrituras de la novela), entonces, constituye una lucha por
la memoria, la historia que se busca recuperar en todo momento.27 La novela inteligen-
temente juega con las dos versiones, pero otorga la voz final a José Arcadio Segundo:
“Eran más de tres mil. Ahora estoy seguro que eran todos los que estaban en la estación”
(2004:423). Pues bien, la escritura de la masacre no niega el silencio que pareciera ser
imprescindible para hablar de ella, pues permite, silencio mediante, alcanzar su máxima
expresión. Zona de intercambio imposible donde un realismo, que haríamos mal en
llamar mágico (cualquier cosa menos eso),28 se encuentra con su propia frontera.
Cien años de soledad se publica en 1967, un período que los historiadores suelen des-
tacar por las luchas sociales y movimientos estudiantiles, liberaciones múltiples de múl-
tiples colonias y, al mismo tiempo, una aceleración en los procesos de neocolonización
y de aceleración de acumulación del capital, lo que Halperin Donghi (1998) denomina
la acentuación de los desequilibrios, y que se evidencia en la creciente tensión entre gru-
pos sociales y económicos. Es un período en el cual se pretende llegar al más profundo
y oximorónico de los realismos: aquel que busca lo imposible. Así, García Márquez, al
rememorar la matanza de 1928, no sólo intenta efectuar un gesto de recuperación de la
memoria histórica, sino que permite el acercamiento al silencio del presente, tornando
la imposibilidad en algo real y actual. Desde la ciclicidad del tiempo macondiano, no
presenciamos únicamente aquella matanza, sino también las que son y las que vendrán.
De este modo, no es un gesto vacío ni que puede ser clasificado como realismo mágico;
muy por el contrario, este episodio puede y quizá deba leerse desde parámetros cercanos
a los que se utilizaban para referirse al realismo social. Esto es, reconocer la presencia
y articulación de las relaciones de explotación no como mera constatación fáctica, sino
con el intento de desreificar dichas relaciones.
De este realismo cualquier-cosa-menos-mágico, paso entonces a referirme a Las cruces
sobre el agua de Joaquín Gallegos Lara. Publicada en 1946, esta novela tiene como punto
culminante la matanza de trabajadores acontecida el 15 de noviembre de 1922, en las ca-
lles de Guayaquil. Tradicionalmente, la producción de Gallegos Lara sí ha sido encasillada
dentro del llamado realismo social o, incluso, socialista (con todas las dificultades, como

27
Ya la primera oración de la novela puede leerse como la presencia de la necesidad de la recuperación de la
memoria y de la historia, que se produce en el momento previo a la (presunta en este caso) muerte: “Muchos
años después frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía habría de recordar…”.
28
En este pasaje no hay una alteración de la realidad o incorporación de elementos fantásticos que alteren las
leyes de la realidad. Por el contrario, la violencia y el silencio doble —de la narración y del gobierno y los otros
personajes— nos lleva a un nivel de realidad más radical, lo que en la división de Jameson (1981) corresponde
al nivel de la Historia. Véase en particular el primer capítulo.
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Daniel Noemi-Voionmaa

señala Jean Franco (2002), que implicaba encontrar equivalentes en Latinoamérica a las
resoluciones tomadas en 1934 por el Congreso de Escritores de París bajo la influencia
de Zhdánov) y, como tal, acusada de panfletaria y didáctica, adjetivo este último, eso sí,
que en algún momento poseía cierta ambigüedad; en palabras de un crítico mexicano:
“la novela de Gallegos Lara nos reafirma, en la idea de que el arte es un camino distinto,
pero equiparable a la ciencia, para llegar a la comprensión de la Historia” (Adame, cit. en
Gallegos 1990:35).29 No discutiré aquí si la novela presenta un camino para la compren-
sión de la historia o si sigue de hecho los requerimientos del nuevo arte socialista y logra
mostrar el efectivo modo de funcionamiento de las relaciones sociales (más bien diría
que no); lo que sí logra, no obstante, es una paradójica visualización de la matanza obre-
ra haciendo uso de una interesantísima fragmentariedad y pluralidad de perspectivas, a
pesar del narrador omnisciente que emplea, lo que implica una visión de los aconteci-
mientos que intenta sin nunca poder lograrlo devenir objetiva. El intento por mostrar el
objeto de estudio desde todos los ángulos del estudio fracasa, y he ahí lo más significativo
del texto, pues es lo que permite, precisamente, la recuperación y presentización de las
ruinas de la historia.30
La novela, hasta antes del estallido de la huelga que antecede a la matanza, se centra
en las figuras de Alfredo, un zambo que terminará trabajando de panadero, y de Alfonso,
su amigo de barrio, pero perteneciente a la clase media y, por cierto, artista, o, como se-
ñala un crítico, un intelectual pequeño burgués. Pero, cuando se inicia el movimiento de
protesta, nuevos personajes son introducidos. Y todos ellos, un tanto esquemáticamente,
es cierto, ocupan un papel prototípico que permite dar diversas visiones de los hechos (el
narrador mostrará los hechos desde la perspectiva de cada uno de los personajes, creando
una visión caleidoscópica y, por lo mismo, nunca homogénea ni totalizante, que nos
recuerda técnicas que se aproximan más a nuestra idea de vanguardia).31 Entonces, si
bien es innegable el afán doctrinario que el narrador demuestra a lo largo de la novela,
el perspectivismo que adopta en el momento de la matanza produce la posibilidad de
un acercamiento a y recuperación efectiva de los acontecimientos, no como mero ejer-
cicio historicista, sino como la insistencia de la posibilidad en un sueño que aún se creía
factible en aquellos años. Ahora bien, ese mismo intento por mostrar lo que sucedió se
construye desde la imposibilidad representativa de la masacre misma, esto es, siempre se

29
Esta cita aparece en el estudio introductorio a la novela, de Armando Adame. En adelante señalo entre parén-
tesis el año de la edición revisada de la obra (1990) y la página correspondiente a la cita.
30
El estallido benjaminiano de la historia, el flash del pasado en el presente.
31
Suele desecharse la producción catalogada como realismo social y en su lugar prevalece la calidad de algunas
de las vanguardias artísticas del período. En el caso particular de la producción ecuatoriana, el rescate de Pablo
Palacio y, en menor medida, de José de la Cuadra (pero como antecedente del realismo mágico), son significa-
tivos. Creo que la diferencia que se establece entre vanguardia artística y vanguardia política (para utilizar una
de las terminologías más recurrentes) es difícilmente sostenible y debe ser, al menos, reconsiderada dados los
innumerables entrecruzamientos a todo nivel que se dan entre estos textos supuestamente tan disímiles.
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está efectuando una perífrasis narrativa en torno a las muertes que suceden, y de las que
nos enteramos una vez que ya han sido, con la importante excepción de la de un soldado
que se niega a disparar en contra del pueblo, y que, por lo mismo, es ajusticiado por el
oficial del pelotón. La ausencia del instante de la muerte, la negatividad con que ella se
nos presenta, funciona como el único acceso a la inenarrabilidad del horror. Sólo al final,
en la última escena del primer capítulo de la matanza, cuando todo ya ha sucedido, pre-
senciamos la muerte de uno de los huelguistas. Pero es una muerte de alguien ya muerto.
En un episodio que anticipa el macabro tren de casi doscientos vagones que irá de Ma-
condo al mar, un personaje es transportado en un camión repleto de cadáveres para ser
arrojado al río. Él aún está vivo. Intenta gritar, pero es incapaz de proferir cualquier pa-
labra —la muerte sucede siempre antes. Entonces, el acto de brutalidad final acontece,
la redundancia del mal: “El hielo de la punta del yagatán le penetró el bajovientre, cerca
del ombligo y, desgarrando, corrió hacia el estómago, hacia el pecho. El dolor dividió su
ser entero en un hachazo de negrura final” (1990:249). El vacío final no será el término
de la posibilidad de recuperar el futuro desde la negatividad de la representación de la
muerte. La novela concluye con la necesidad de recordar para poder cambiar el futuro.
Las cruces que anónimos seres depositan sobre las aguas del río cada 15 de noviembre
“quizás eran la última esperanza del pueblo ecuatoriano” (1990:243). Realismo social
que se debate entre el reconocimiento de la derrota y la obligación de escribir y describir
la sociedad que va a ser. No sólo se nos presenta una opción ‘de verdad’ por construir,
que ha sido destruida por las discursividades hegemónicas (que nos llevaría a creer en la
posibilidad de cambio), sino que, más importante, nos permite leer con otros ojos cierta
producción actual que se autopresenta como recuperadora de los excluidos de la historia,
pero que, en definitiva, efectúa una borradura aún más profunda.
Demos, entonces, un paso hacia el siglo XXI: Santa María de las flores negras. Novela
del chileno Hernán Rivera Letelier, publicada en el 2002, la cual, según dice la contra-
tapa del libro “[r]econstruye, con notable veracidad social y humana, uno de los hechos
más traumáticos de la historia social del siglo XX: la matanza de la escuela de Santa Ma-
ría de Iquique, que ocurrió en diciembre de 1907, y en la que fueron masacrados cerca
de tres mil personas: hombres, mujeres y niños”.32
La novela, construida ab ovo, narra los acontecimientos previos a la masacre, desde
el 11 de diciembre, hasta el 23 de diciembre, dos días después de que esta ha sucedido.
Centrándose en la figura de Olegario Santana, un trabajador del salitre y sus amigos,
traza el recorrido de ellos desde las salitreras al puerto de Iquique, la tensa espera por una
solución al conflicto propiciado por la huelga, la matanza y el viaje de regreso de Olega-
rio y un amigo suyo. Los otros, como en toda historia que se precie de tal, han muerto
bajo las balas de los militares. Algunas historias transcurren paralelamente, el amor entre

32
Las citas a esta obra se señalan con el año de esta edición (2002) y la página correspondiente.
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Daniel Noemi-Voionmaa

dos jóvenes que se salvan de la matanza (¿acaso la idea del poder salvífico del amor?)33 y
el del propio Olegario y Gregoria Becerra, quien también muere acribillada. Estas histo-
rias buscan humanizar a las víctimas del conflicto. Algo que resulta sin duda redundante,
pues uno de los aspectos de esta novela que más se destaca es lo explícito de su discurso, es
decir, el empleo de un realismo que, intentaré explicar por qué, corresponde plenamente
a la política económica y a la hegemonía epistemológica del momento de enunciación.
En breve: un realismo neoliberal que al impedir el silencio, paradójicamente, lo provoca.
Un ubicuo narrador en primera persona plural pretende hablar por ‘nosotros’, ‘los traba-
jadores de la pampa’, los explotados. Es más, utiliza una constante retórica ‘propia de la
época’ en un recurso de reconstrucción histórica que recuerda a algunas de las telenovelas
chilenas de los últimos años. El trabajo lingüístico es interesante: empleo recurrente de
términos como ‘proletariado’, ‘la gesta proletaria’, ‘el yugo capitalista’ y la mención de
personajes históricos, como el fundador del Partido Comunista chileno, Luis Emilio
Recabarren, o bienes de consumo del período, como los cigarrillos de marca Yolanda.
Así, hay toda una puesta en escena histórica que, según la mayoría de los comentarios a
la novela, resulta acertada, creíble. Una posible nueva novela histórica, podríamos decir,
que nos muestra aquello que sucedió desde una perspectiva crítica. Pero no. La novela
fracasa en la visualización de la matanza misma y carece en consecuencia de la posibi-
lidad de articularse como texto que posee dicha perspectiva. En su busca por mostrar
el mal propio de una política, cae en el facilismo retórico; al querer mostrar la verdad
alcanza el maniqueísmo extremo; y su exceso de mostrar se convierte en un sermón no
sólo aburrido sino también sumamente peligroso. La exactitud pretendida deviene bo-
rradura de aquello que nos obstinamos en denominar memoria. Cito al comienzo del
capítulo 21, el 21 de diciembre fue el día de la matanza: “Eran las tres y cuarenta y ocho
minutos de la tarde del sábado 21 de diciembre —el viento del mar aún no comenzaba a
correr en Iquique—, cuando el general Roberto Silva Renard, desde lo alto de su cabal-
gadura blanca, bajó el brazo dando la orden del fuego” (2002:215). Las siguientes pági-
nas recorren los avatares de todos los personajes que hemos conocido a lo largo del texto
y como casi todos van cayendo durante los “cuatro minutos y veinte segundos eternos”
(2002:215) que había durado el fuego de las armas.34 Nos deleitamos con ciertos deta-
lles de cerebros reventados, lanzas que se clavan en las espaldas de aquellos que intentan
escapar, piernas destrozadas por la metralla; en fin, una serie de imágenes que parecen

33
Si pensamos en la presencia de este motivo romántico, es significativo que sean los jóvenes, el amor de ellos,
el que permite la salvación; pues no sucede lo mismo con el amor de los mayores —Olegario y Gregoria. Más
interesante que una lectura romántica del idilio, resulta sugerente observar la fuerza neoliberal implícita en
esta opción, donde el presente se perpetúa y se instaura como tiempo y espacio único de posibilidad.
34
Es interesante notar que el recurso a la exactitud numérica es uno de los rasgos característicos de Cien años de
soledad en los pasajes donde se busca la normalización de lo fantástico (“Llovió por cuatro años, once meses y
dos días”, 2004:433). Aquí el recurso se utiliza en sentido inverso.
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sacadas de una película de Rambo o del gobernador de California, aunque con mucho
menos presupuesto, por cierto. Este afán de visualización absolutista, desde una pers-
pectiva única, esta mirada narrativa que pretende abarcarlo todo, pero que imposibilita
la multiplicidad de lecturas y, por lo mismo, anula la posibilidad efectivamente crítica,
recuerda y remite de modo significativo al discurso neoliberal que sólo se reconoce a sí y
que se postula como único, convirtiendo el presente en el único tiempo posible. No hay
una fragmentación de la realidad en la escritura como sucedía en una novela como Las
cruces sobre el agua, donde se hubiese podido esperar el tipo de discurso y estructuración
que Rivera Letelier elabora. No se nos permite el silencio terrible, el reconocimiento de
la imposibilidad absoluta de la representación en esa situación límite,35 como es el caso
en Cien años de soledad. No, ahora todo es decible, todo es mostrable, todo puede saberse
—supuesta verdad incluida— porque la historia ya se ha acabado; porque el mercado
nos ha enseñado que todo se puede comprar y vender.
Es cierto, este relato es uno de derrota, otra muestra más del porqué los sueños tam-
bién se desvanecen en el aire, pero más que una derrota de la clase obrera lo que aquí está
en cuestión es el triunfo total, discursivo y político del neoliberalismo. La posibilidad de
la verdad que radica en la recuperación de la memoria histórica queda anulada a través
de la negación de la negatividad propia e imprescindible de toda verdad.
Este esbozo, estas tres perspectivas, que por cierto son sostenibles sólo de modo muy
precario si es que no se las inserta en una constelación textual mayor,36 nos pueden
ayudar para, por una parte, iniciar una reelaboración y mejor comprensión de las tradi-
ciones y traiciones (escrituras y reescrituras) realistas a lo largo del siglo XX. Por la otra,
es también un reconocimiento crítico de una pérdida, de una derrota constante y per-
petua, pero como tal (y por lo mismo), analizar la progresiva destrucción de los sueños,
de cómo ellos también y siempre se desvanecen en el aire, es un modo de rescatarlos, de
hacer visible su invisibilidad, de volver a situarlos en un lugar de privilegio y reconocer
que la historia nunca termina por terminar. De no sólo describir el mundo sino, poco a
poco, buscar su necesaria transformación.

35
Situación límite: la muerte siempre como ese más allá del límite, el tiempo y el espacio donde se sobrepasa.
Recordemos, no obstante, que para Karl Jaspers (1919), la existencia misma, el existir, es sinónimo de experi-
mentar (erfahren) situaciones límites.
36
Los tres textos aquí brevemente trabajados se ubican en lo que podemos denominar núcleos significantes. El
realismo social, de los años 30 y 40; la producción de los 60-70; y los realismos de los 90, son tres momentos
clave de cualquier intento por trazar un mapa del realismo en la cultura latinoamericana. Como señalo arriba,
es imprescindible pensar la red de sentidos/textos y analizar cómo se conectan entre ellos. Sólo por nombrar
una posibilidad: los nuevos realismos (sucio, neoliberal, delirante, etc.) de los últimos años nos llevan por
recorridos que cruzan Argentina (César Aira), Colombia (Fernando Vallejo, Efraim Medina Reyes), Brasil
(João Gilberto Noll), Cuba (Pedro Juan Gutiérrez), etc. Esas redes, creo, nos permitirán desarmar/deshacer
los sentidos de muchos discursos identitarios y nacionalistas. Pero ese es otro trabajo.
160 Realismo y muerte en América Latina
Daniel Noemi-Voionmaa

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