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El juego de los videntes (Sabrás perdonarme 2)
El juego de los videntes (Sabrás perdonarme 2)
El juego de los videntes (Sabrás perdonarme 2)
Libro electrónico504 páginas14 horas

El juego de los videntes (Sabrás perdonarme 2)

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SINOPSIS:

«Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura.»
Edgar Allan Poe.

Entrada la madrugada, Iván Vacchiani, agente de la Inteligencia Italiana, cierra tras de sí la puerta del apartamento de Ana Alcobas, en Barcelona. Meditabundo, deambula por las calles de la ciudad hasta llegar a la plaza Real, lugar donde entabla conversación con un hombre por demás peculiar: presenta medio rostro desfigurado, va ataviado con unas gafas de sol y una gabardina, y asegura ser escritor. Pocas horas después, al tiempo que Iván inicia una singular colaboración literaria con él, parte de la vida de Ana y Fausto Pietralunga se traslada a unas páginas en blanco.
Transcurridos dos años, un misterioso hombre acude a la imprenta de Fausto, en Maiori, para hacerle entrega de un manuscrito cuya autoría se atribuye. Ronda los sesenta años de edad, responde al nombre de Aarón Espinosa y en ningún momento se desprende de las gafas de sol. Tras su marcha, Ana y Fausto presenciarán cómo las vicisitudes de un comprometido pasado parecen cobrar vida.
Un escritor y su singular modo de operar: reconducir la vida de tres personas por medio de un manuscrito.

OPINIONES:

La confirmación de una gran autora

Leí Sabrás perdonarme, con bastante interés, puesto que la sinopsis me llamó indudablemente la atención. En aquella historia descubrí la capacidad de empatizar con los personajes que tiene la escritora, que siempre encuentra las palabras adecuadas y las reacciones más lógicas para cada uno de sus personajes. Atrapa como pocos, y creo que ese libro, aunque inicial, demuestra un saber digno de pocos autores ya consagrados.
En esta historia, El juego de los videntes, he descubierto el indudable talento de Míriam para crear una historia que te envuelve poco a poco con una premisa algo perturbadora: un hombre sin apenas rostro acude a que le editen una novela que podría contener la vida del resto de personajes de la historia. En paralelo transcurre la vida y los pormenores de la relación entre Ana y Fausto. Es una historia dentro de una historia, manejada con genial ritmo, que consigue aportar la cadencia perfecta a la novela, mezclando misterio con realidad cotidiana, en una armonía que nunca desentona.
Libro para dejarse llevar. Autora para seguir.

Javier Castillo, autor de los best sellers El día que se perdió la cordura y El día que se perdió el amor.

Es un libro muy peculiar en el que puedes leer la historia en primera persona de sus protagonistas, Fausto y Ana, y al mismo tiempo el libro que ellos están leyendo (...) te harás una idea equívoca sobre el final, totalmente inesperado, en el cual la historia da un giro de 180 grados.
Argumento: 8.5/10
Desarrollo: 8.5/10

Blog literario Ciudad de Tinta.

Es una obra de cierto misterio pero también psicológica, juega con la trama. Para mí, es magnífica.

María Luisa Martín, en Google Play Libros.

ACERCA DE LA OBRA DE MÍRIAM MARTÍNEZ:

Sabrás perdonarme es la primera novela de Míriam Martínez (1981), un thriller psicológico con tintes de novela negra y de realismo mágico, que autopublicó por primera vez en Amazon en 2014. De igual forma, a mediados de 2015 publica El juego de los videntes, continuación de Sabrás perdonarme, si bien por diferencias narrativas, tales como el narrador empleado y el desarrollo de ambos argumentos, finalmente decide enfocarlas como historias de trama independiente y autoconclusivas. Su última novela lleva por título El psiquiatra de sueños lúcidos (secuela de El juego de los videntes) cuya primera publicación data de enero de 2017.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 mar 2019
ISBN9780463928455
El juego de los videntes (Sabrás perdonarme 2)
Autor

Míriam M. Ramírez

Me inicié en el mundo de la escritura a muy temprana edad, con las poesías y los cuentos, algunos con motivo de certámenes escolares, pero no fue hasta cumplidos los 27 años cuando comencé mi primera novela, Sabrás perdonarme, un thriller psicológico con tintes de novela negra y sobrenatural, que autopubliqué en Amazon en 2014 —entre cinco y seis años después—. De igual forma, a mediados de 2015, publico El juego de los videntes, continuación de Sabrás perdonarme, si bien por diferencias narrativas lo suficientemente significativas, tales como el narrador empleado y el desarrollo de ambos argumentos, al final decidí enfocarlas como historias de trama independiente, siendo, además, autoconclusivas. Mi tercera novela lleva por título El psiquiatra de sueños lúcidos (secuela de El juego de los videntes), autopublicada asimismo en Amazon en enero de 2017. Mi cuarta novela es Supongo que sí la maté, una thriller psicológico con tintes de realismo mágico que he publicado en enero de 2022. También tengo en mi haber una colección de poemas, relatos y microcuentos que he recogido en una antología titulada: Vivir Bukowski y morir Neruda.Todas mis novelas están disponibles en Amazon, Google Play Libros, Rakuten Kobo, iBooks y en todas las librerías asociadas con Smashwords.Otros trabajos literarios en los que he colaborado:Antología Benéfica Historias del dragón con el microcuento Tsunami tras ser seleccionado mediante fallo del jurado (Varios autores. Historias del dragón. Editorial Kelonia, 2012).II Concurso La microbiblioteca, de la biblioteca Esteve Paluzie (Barberà del Vallès, 2013), con el microcuento El sí quiero seleccionado mediante fallo del jurado.Antología de Poesía Hispanoamericana Contemporánea Y lo demás es silencio Vol. III del Grupo Chiado Editorial con el poema Si es que no valoras nada (o yo me cierro en banda) seleccionado mediante fallo del jurado (2019).Els contes dels contacontes II (Los cuentos de los cuentacuentos II), evento cultural patrocinado por el ayuntamiento de Cerdanyola del Vallès (Bcn) de la mano de la asociación cultural La constància: Factoria cultural en cuyo evento y libro participé con el relato De la fantasía empírica y las sospechas sin fundamentar.Inicié estudios de Antropología Social y Cultural en la UAB (Universidad Autónoma de Barcelona), que aplacé en segundo curso por motivos laborales, formándome en Atención Sociosanitaria y en Auxiliar de Enfermería tiempo después, ámbito donde he desempeñado mi actividad laboral durante los últimos diez años (2018). En la actualidad, resido en un pueblo a pocos kilómetros de Barcelona, mi ciudad natal.Recibe un saludo afectuoso.

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    El juego de los videntes (Sabrás perdonarme 2) - Míriam M. Ramírez

    El juego de los videntes

    Míriam M. Ramírez

    Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del autor. Todos los derechos reservados.

    © M. Martínez, 2015

    © Míriam M. Ramírez, 2019

    Primera edición eBook: Barcelona, mayo 2015

    Segunda edición eBook: Barcelona, junio 2016

    Primera edición papel: Jaén, julio 2018

    Segunda edición papel: Barcelona, enero 2019

    Imagen portada: Free-Photos (Pixabay)

    Diseño de portada: Míriam M. Ramírez

    Licencia en Safe Creative

    ISBN: 978-84-09-03227-3

    Revisión: Maribel Corregidor (Twitter: @MaribelDocente)

    TABLA DE CONTENIDO

    Acerca de esta novela

    Dedicatoria

    Citas célebres

    PRIMERA PARTE

    Capítulos del 1 al 16

    SEGUNDA PARTE

    Capítulos del 17 a  29

    TERCERA PARTE

    Capítulos del 30 al  39

    La carta

    Nota de la autora

    ACERCA DE ESTA NOVELA

    La presente novela iba a ser la continuación de Sabrás perdonarme, pero debido a una serie de diferencias significativas en la narración –tales como el narrador empleado, los tiempos verbales y el desarrollo de ambos argumentos– fue la intención final que pudieran leerse por separado, por cuyo motivo se presentaron como historias de trama independiente, siendo, además, autoconclusivas.

    Ha sido con el propósito de que el lector pueda disponer de una correcta lectura por lo que, en la presente, se han incluido ciertos pasajes descriptivos en referencia al pasado de los protagonistas.

    Dedicada a ti, lector.

    También a vosotros dos, Sara y Toni, mis primeros lectores. Mis amigos incondicionales: 1 diamante y 1 amarillo. A Rober, mi amigo, mi hermano, tal vez mi trozo de un mismo cristal. Y hasta ahora había preferido no dar las gracias nominales precisamente porque sabía que la lista podía llegar a ser casi infinita, porque si nombro a fulanito, debería nombrar a menganito también (doy gracias por lo primero). Agradecida estoy del encuentro con cada una de las personas que han significado algo para mí que son un buen puñado de decenas o cientos, de las que he aprendido y aprendo. 37 años vividos intensamente dan para muy mucho (porque, por si acaso éramos pocos, se inventaron las redes). Gracias a mi familia (de ella, ellos saben quiénes son), especialmente a mis padres y a mi hermano (y a mi preciosa cuñada, también lectora), a mis amigos, a mis conocidos, a los amigos de mis amigos, a mis exprofesores, a mis excompañeros de clase y del trabajo, etcétera. Gracias a ese azar de la vida que decidió que yo fuera escritora y que tuvo a bien hacérmelo recordar. Gracias a mis 21 amarillos más, a mis 12 perlas y a mis otros 2 diamantes (¿es así, verdad, Albert Espinosa?).

    Y de nuevo, gracias sobre todo a ti por decidir leer esta novela.

    Deseo de todo corazón que la disfrutes. 

    Míriam M. Ramírez

    «Las locuras que más se lamentan en la vida de un hombre son las que no se cometieron cuando se tuvo la oportunidad.»

    Helen Rowland

    «La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia.»

    «Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura.»

    Edgar Allan Poe

    Robert Frost dijo: «Dos caminos se abrieron ante mí, pero tomé el menos transitado y eso marcó la diferencia».

    «Contigo tengo la impresión de que nada es imposible.»

    1Q84 Haruki Murakami

    PRIMERA PARTE

    CAPÍTULO I

    El manuscrito

    A

    unque mi amor por Ana permanecía intacto, casi más firme que nunca, una extraña sensación de desasosiego me acechaba desde hacía días. Lo cierto es que disponíamos de cuanto se puede desear: una hermosa casa en la Costa Amalfitana, un trabajo con el que ambos disfrutábamos y decenas de proyectos en vistas de realizar. Yo volví a trabajar por cuenta propia. Regento un negocio en el pueblo donde ofrezco servicios de impresión a bajo coste tanto a particulares como a editoriales. Amén de las funciones de imprenta, hace las veces de copistería y librería. Mantenemos contacto regular con Pere i Calabuig, anterior jefe de Ana y librero por devoción, con quien intercambiamos novelas e impresiones literarias a través del Mediterráneo. En caso de tratarse de un ejemplar descatalogado o de difícil adquisición, nos lo remitimos tras previa lectura. Ana finalizó sus estudios de Antropología hace ahora dos años, y a los dos meses de su regreso, en septiembre de dos mil nueve, se hizo con un puesto de profesora en prácticas en la Universidad de Salerno. En el día de hoy, es titular en la Facultad de Filosofía y Letras, lugar al que acude en coche desde que, al fin, obtuviera el permiso de conducir hace un año. Alrededor de treinta minutos separan Salerno de Maiori, pueblo donde residimos.

    Aquella mañana se fue antes de lo previsto a trabajar. Debía pasar un examen a primera hora y quería llegar con tiempo suficiente. Por mi parte, abrí la tienda a las nueve, mismo horario de siempre. Era viernes, y el día anterior ya había ultimado los encargos del resto de la semana. Por lo general son días tranquilos, apenas unas cuantas fotocopias y algún que otro turista escudriñando el local desde el exterior. Diría que la confunden con una galería de arte o algo similar, pues, además de ubicada en pleno centro, el escaparate luce decorado con toda suerte de recortes literarios en diversos idiomas, cuidadosamente enmarcados.

    Me encontraba junto al ordenador enviando un último pedido cuando entró un hombre que llamó mi atención ni bien cruzó la puerta. Vestía gabardina y sombrero, y unas oscuras gafas de sol, además de presentar los rasgos de medio rostro indefinidos a causa de lo que semejaba una quemadura de segundo grado o una operación quirúrgica. Era marzo y, como de costumbre, el cielo aparecía despejado: es una de las ventajas de residir en el Mediterráneo, el astro rey vierte generoso sus fulgurantes rayos durante tres cuartas partes del año. Al poco de entrar descubrió mi mirada, me saludó con unos insonoros buenos días elevándose el sombrero y, acto seguido, se afanó en ojear la estantería de «últimas novedades». Sujetaba una carpeta marrón bajo el brazo. Por el grosor de ésta, deduje que se trataba de un manuscrito.

    Cuando hubo cesado de estudiar cada rincón con notable minuciosidad, se aproximó al mostrador.

    –Así que publican ustedes.

    –Nosotros imprimimos, la publicación no corre de nuestra cuenta. Pero un buen amigo, agente literario, puede leer su obra si gusta. Es un experto en detectar talento.

    –Conque la publicación no corre de su cuenta. Entiendo –replicó, componiendo cierta sonrisa sarcástica.

    Tras introducir la mano izquierda en el bolsillo de su chaqueta, me alargó una caja de puros y me instó a hacerme con uno. Decliné la oferta negando con la cabeza, además de advertirle que en el interior de la tienda está prohibido fumar.

    –Ya contaba con eso, hombre. Tan solo quería obsequiarle con uno de los buenos. Puro Habano –concretó, mientras se llevaba la caja hacia la nariz y la olfateaba para, acto seguido, regresarla al bolsillo–. En otra ocasión.

    –Gracias de todos modos.

    Aun sin haberse desprendido de las gafas de sol desde que entrase, pude advertir cómo me escrutaba a través de los oscuros cristales. El aura que envolvía a ese hombre era extraña, tal era así que su presencia se había dejado notar incluso antes de cruzar la puerta; una presencia que lograba incomodarme al punto de ser mi único deseo que se marchara cuanto antes.

    De manera automática, recordé lo que me solicitó Ana al regresar a Italia, algo a lo que no pude negarme.

    –Fausto, lo he estado pensado detenidamente y… Se trata de nuestro don. Prométeme que solo haremos uso de él de ser estrictamente necesario.

    –¿A qué te refieres? –le cuestioné, aunque sabía muy bien a qué se refería; me ha resultado siempre tan sencillo apercibir sus intenciones.

    –Lo que quiero decir es que anhelo una vida normal. Todo lo que sucedió en Roma fue una aventura excitante, qué duda cabe, y gracias a ella nos conocimos. Pero, a partir de ahora, quiero que lo que tenga que pasar suceda de manera natural, que no seamos nosotros los que de alguna forma manipulemos el destino, ¿me comprendes?

    –Mi pequeña esquimal –aún la llamo así en nuestra intimidad–, ambos podemos adelantarnos al futuro en ciertas ocasiones, yo de acuerdo con lo que sienten y piensan otros, y tú por medio de los sueños. Es algo con lo que hemos nacido. Pero si lo que deseas es que aprendamos a sortearlo, entonces, tendremos que practicar –concluí.

    Así pues, ella cesó en su búsqueda de señales mientras duerme y yo me esforcé en acallar pensamientos ajenos. Mi amor anhelaba una vida sencilla y no iba a ser yo quien se negara a ello. Pero cuando se posee un don de ese calibre no es tan sencillo aplacarlo, no es algo que se escoja tener o no tener. De manera que Ana continúa atesorando sueños premonitorios, pese a hacer lo imposible a fin de soslayarlos, y yo todavía me adelanto a las intenciones de otros.

    Sin embargo, la visita de ese hombre me hizo temer lo peor. Fue como si su mente penetrara en la mía al tiempo que me instaba a averiguar lo que él pensaba. Jamás me había sucedido nada igual. Nunca se había dado el caso de que un desconocido me exhortara a conocer sus intenciones, y, lo que es más: nunca antes me había quedado tan en blanco. Fracciones de segundos después, distintos pensamientos tomaron forma en mi cabeza, pues no eran solo voces, sino imágenes que surgían, diría, a su antojo.

    –Usted no ha venido aquí para imprimir su libro, ¿cierto? –cuestioné jadeante. Como respuesta, él, que sostenía su mirada en mí desde que empezáramos a conversar, al menos hasta donde pude intuir, parapetada ésta tras los oscuros cristales, rio de un modo que se me antojó maquiavélico. Irguiendo el rostro, se aproximó al mostrador, desafiante, apoyó sus robustas manos y, seguidamente, acomodó la carpeta sobre el mismo.

    –Vamos a ver, esta de aquí –señaló, dirigiendo el semblante hacia el manuscrito con cierta expresión de lascivia– es mi ópera prima, así que tampoco espero colmarme de triunfos con ella. De modo que, si cree poder ayudarme, bien. En caso contrario, ¿sería tan amable de indicarme un lugar al que poder dirigirme? Huelga decir que le estaría hartamente agradecido.

    Su presencia lograba crispar cada nervio de mi cuerpo, ponerme frenético. Me molestaba sobremanera que actuase como si obviara que yo podía verle. Él lo sabía y era más que evidente que no se había dejado caer en mi tienda por casualidad.

    –Como le he dicho, nosotros nos limitamos a la impresión. Pero, si así lo desea, puedo hacérsela llegar a nuestro editor para que la estudie.

    –¿Puede hacer eso por mí?

    –Es parte de mi negocio. Si su obra gusta, y cuenta con una buena acogida, será un placer imprimir tantos ejemplares como sean necesarios –convine, con un rictus de falsa simpatía.

    –En ese caso, ¡trato hecho! –terció, al tiempo que me sorprendía con un apretón de manos del que no pude zafarme–. Apuesto a que terminaremos por entendernos –prosiguió con convicción y una mueca por sonrisa–. Créame, si esta obra consigue ver la luz del día, le estaré eternamente agradecido. De modo que, tenga, toda suya. Dispone de mi tarjeta en el interior, grapada al sobre que contiene el manuscrito.

    »Bien. Espero recibir respuesta lo antes posible, la paciencia nunca ha sido mi mayor virtud. Soy de letras, ya sabe.

    –Descuide, en menos de tres semanas me pondré en contacto con usted. No obstante, sepa que resulta complicado que publiquen a un autor novel. Esperemos que la suerte le sonría.

    –Lo sé. Pero ¿sabe usted una cosa?, la publicarán. No le quepa la menor duda –y calándose el sombrero, se dispuso a salir–. Tenga usted buenos días.

    –Lo propio, señor Espinosa –respondí, en tanto extraía el sobre y leía su apellido en la tarjeta.

    Cuando abandonó el local, una gélida bocanada de aire me sacudió en el rostro, aun sin correr una pizca de aire en el interior. Entonces supe que los días normales, como Ana los denomina, se esfumaban de un plumazo. Deseé tenerla entre mis brazos en ese preciso instante y decirle cuánto la amo. Después de tan meritorio esfuerzo, cuando por fin se acostumbraba a la rutina que tanto detestaba tiempo atrás, un desconocido irrumpía en nuestras vidas con la amenaza de socavar nuestra estabilidad. Con todo, me quedaba el consuelo de que Ana sigue siendo Ana, y Ana no ha nacido para la rutina, por mucho que ahora atribuya a la tranquilidad su estado natural. Como fuere, se sumaba un hecho de mayor envergadura: estaba embarazada de cuatro meses y me oponía en rotundo a que semejante contratiempo perjudicara al bebé.

    A los pocos minutos de que Espinosa abandonara el local, timbró mi teléfono móvil.

    –¿Qué tal la mañana? –pude advertir cierto malestar en su voz.

    –Poca novedad, esquimal. Salvo que acaba de irse un hombre interesado en publicar una novela. Justo iba a telefonear a Salvador para enviársela. ¿Y tú? ¿qué tal el examen? ¿Han terminado?

    –Ajá –murmuró, e hizo una pequeña pausa–. De hecho, hoy saldré antes. Quiero tenerlos corregidos para el lunes –y tras otro corto silencio, retomó–: Fausto, acaba de sucederme algo muy extraño, pero mejor lo hablamos en persona. ¿Paso a recogerte y comemos juntos?

    –Te espero impaciente, mi amor.

    Aposté a que todo estaba relacionado. Me daba en la nariz que mi esquimal aparecería con idéntico manuscrito en su cartera.

    Apesadumbrado, y con pulso tembloroso, despegué la solapa del sobre. Se leía en la portada: El juego de los videntes, por Aarón Espinosa. Parte I. Según rezaba el índice, lo constituían doscientas veinte páginas distribuidas en veintiún capítulos, sin embargo, el manuscrito con mucho comprendía cien. Me llamó la atención que el capítulo trece estuviera indicado con números romanos, a diferencia del resto, con arábigos. Asimismo, era el único en que se prescindía del título. Cogí aire con la esperanza de no tener que alarmarme demasiado, pues algo me olía mal desde el principio. Decía la sinopsis:

    Iván Vacchiani esconde sus ojos con la idea de que no puedan ser descifrados. Para un joven que conoce el amor por primera vez, el darse por vencido desaparece de su razón. Lejos de cualquier resignación, se mantendrá firme en su cometido: conquistar el corazón de Ana Alcobas; y de ser necesario cruzar el umbral de la locura, así lo hará.

    Mientras tanto, ella y su marido deberán presenciar cómo el pasado los introduce en una espiral de intrincadas vicisitudes sin resolver. Vacchiani es miembro clave de un prestigioso equipo de inteligencia italiano, de manera que le resultará sencillo seguir los pasos de su presa. No obstante, solo procederá cuando su plan esté fraguado a la perfección. Un plan que trazará en solitario, ¿o puede que cuente con la ayuda de alguien? Sea como fuere, el viaje de Iván ha empezado y con él la partida vuelve a cobrar vida.

    Ana hizo su entrada con el rostro pálido, a la vez que sonaba el tintineo de la puerta. Ella, como yo, sabe que entre nosotros sobran las palabras. Por lo que, nada más entrar, se echó a mis brazos y rompió a llorar. Ya no le cuesta hacerlo, ahora deja fluir con expresa determinación el conjunto de emociones que retuvo durante largo tiempo a causa de sus innumerables miedos.

    –Mi amor, lo siento mucho. Es culpa mía, yo…

    –En absoluto, esquimal. Tú no eres responsable de nada.

    –Pero, Fausto, la sola idea de que pueda… –enmudeció.

    –¿Pasarme algo? Olvídalo, esquimal. Todo va a salir bien.

    –Solo fueron dos besos, tienes que creerme.

    –Y te creo, siempre lo he hecho. –La rodeé con ambos brazos para, acto seguido, enjugar una generosa lágrima que rodaba por su mejilla.

    –La noche que dormí con él… –el llanto apenas le permitía hablar. Me apresuré en volver a abrazarla, susurrándole que la amo al oído con el deseo de tranquilizarla–. Aquella noche reparé, como jamás lo había hecho, en que mi cuerpo es tu cuerpo y que te pertenece solo a ti. No sé qué me sucedió. Regresar a Barcelona, al lado de mis amigos, de mi familia. De algún modo fue como si lo nuestro hubiera sido un sueño del que debía despertar. Pero entonces recobré la entereza y supe que me perdonarías, que lo entenderías.

    »Lo siento, lo siento mucho. Vamos a ser padres y nada me hace más feliz que imaginar mi vida a tu lado, con nuestro bebé.

    –Lo sé, mi amor. Nunca he dudado de tus palabras. La sinceridad es una de tus tantas virtudes, ¿recuerdas? –repuse, con una amplia sonrisa–. Y ahora, límpiate la cara y vayamos a comer –concluí, en tanto la soltaba de entre mis brazos y le daba otro beso.

    Dejé el manuscrito sobre el mostrador. Sin ningún género de dudas Ana disponía de un segundo ejemplar. Y por mucho que ambos detestáramos la idea, teníamos que leerlo.

    CAPÍTULO II

    Encuentro con el doctor Trovato

    Nos desplazamos a pie hasta el restaurante de Matías, quien nos había acondicionado la mesa de siempre, con vistas al mar. A los pocos segundos de coger asiento, se aproximó a fin de tomar la comanda.

    –Caramba, señora Ana, ya empieza a notársele la barriga. Luce usted preciosa, si me permite el cumplido.

    –Gracias, Matías. Sí, lo cierto es que cada día crece más rápido.

    –¡Ya lo creo! Y a partir del quinto mes será un visto y no visto –opinó entusiasmado. Ana y yo esbozamos una sonrisa, y acaricié su mano por encima de la mesa–. Bien, ¿qué será? ¿lo de siempre? ¿Agua con gas para la señora y vino rosado para el caballero?

    –Correcto. Luego, lasaña vegetariana para ella; para mí, los espaguetis de la casa. Y una ensalada de queso fresco para compartir.

    –Marchando, señor Pietralunga.

    Me disponía a acudir al servicio cuando advertí que alguien bramaba mi nombre a unas mesas de distancia.

    –¡Fausto!

    –¡¡¿Pedro?!! –pronuncié sin dar crédito.

    Era el mismísimo doctor Trovato en compañía de Matilde, su esposa. A decir verdad, tenía el mismo aspecto de siempre, y es que los años parecen no trascurrir para él. Sin dilación, prescindí de ir al servicio y me aproximé a saludarles.

    –¡Pero bueno! ¿Tú por aquí? –Y desviando la vista hacia su mujer, añadí–: Señora Trovato, qué placer volver a verla.

    –Háblame de tú, hijo, con el tiempo que hace que nos conocemos. No me hagas sentir más vieja, ¿quieres? –terció con una sonrisa de oreja a oreja y ademán de levantarse.

    –No se moleste –me adelanté.

    –Este Fausto. Ya veo que continúas siendo tan cortés como siempre. ¿Acaso no puedo darte un abrazo?

    –Por favor –convine ahora yo con una amplia sonrisa.

    Matilde siempre ha presumido de una belleza sin igual, y pese al transcurrir de los años, mantiene bien acentuado el reflejo de la misma. De media melena rubia, ojos verdes y constitución delgada, todavía continúa siendo el foco de muchas miradas. Pedro y ella llevan toda una vida juntos y forman una pareja ejemplar. Asimismo, el doctor Trovato ha sido y es un hombre de muy buen ver y de los que solo tiene ojos para su esposa.

    –¡Pero qué agradable sorpresa! ¿A qué se debe este honor? –me interesé, sin salir todavía de mi asombro.

    –Un arranque que me ha dado –adujo Pedro entre risas–. Oye, pidamos al camarero que junte las mesas, ¿os parece?

    –Excelente idea. Ahora bien, exijo a Fausto que me tutee, de lo contrario las dejamos como están.

    –Trato hecho, Matilde. Será un placer comer con vosotros –repuse, devolviéndole la sonrisa.

    Ana se acercó a nosotros inmediatamente después, imagino que tras reconocer a Pedro, quien se afanó en saludarla.

    –¡Querida, benditos los ojos! –Y mirándola de hito en hito, añadió–: ¿No irás a decirme que?...

    –Así es, Pedro. De cuatro meses.

    –¡Pero bueno! Mi más sincera enhorabuena. Y tú, Fausto, qué callado te lo tenías. Podrías haberme llamado, hombre.

    –Sabía que nos encontraríamos –contesté picaresco.

    –Muy agudo. En cualquier caso, ¡esto se merece una celebración por todo lo alto!

    Mi esquimal y yo asentimos a la par. Entretanto, el camarero se apresuró en acomodar dos mesas y tomamos asiento.

    –Hemos llegado hace una hora. Teníamos pensado acercarnos luego a la imprenta y daros una sorpresa, pero os habéis adelantado. ¡Y por partida doble!, ¡ya lo creo!

    –La sorpresa ha sido la misma –opinó Ana, con tono dulce–. Espero que os alojéis en casa el fin de semana.

    –Oh, querida, gracias, pero hemos reservado en un hotel, muy cerca de aquí. Ana, ella es mi mujer, Matilde.

    –Encantada, señora Trovato.

    –Ya veo que Fausto te ha contagiado su exceso de cordialidad –bromeó la mujer de mi amigo, y soltó una risotada–. Es un placer conocerte al fin, querida. Bellíssima, tanto más que en las fotos. Enhorabuena por el embarazo.

    –Muchas gracias, Matilde.

    –Todo un fichaje. Bella por fuera y hermosa por dentro, como mi santa esposa.

    Desde que Pedro me asistiera en el posoperatorio en mi apartamento de Roma, hacía ahora dos años, pocos días después de Ana y yo conocernos, no habíamos vuelto a vernos. Tan solo habíamos mantenido contacto telefónico en contadas ocasiones. 

    El doctor Trovato y yo nos conocimos diez años atrás, al cabo de unas semanas de mudarme a Roma. Desde la fecha, se convirtió en mi médico particular además de en un excelente amigo. Conoce mi vida de principio a fin. Amén de un excelente amigo, es para mí como un padre. Él y su mujer residen en la capital, y hasta donde conozco, son poco de viajar, conque a todas luces la escapada a Maiori obedecía a un motivo para nada baladí. Máxime teniendo en cuenta que desconocían que Ana estuviera en estado, puesto que decidimos anunciarlo a nuestros allegados transcurridos cuatro meses, vencido ya el periodo de riesgo.

    –Pronostican sol para el fin de semana. Así que preparaos, porque mañana nos esperan largas caminatas –tercié, visiblemente animado–. Y esta noche, si os parece, cenamos en casa.

    –Estupendo –se apresuró en contestar Pedro–. Llevaremos un buen vino y unos postres. Pero, oídme, si teníais otros planes…

    –¿A las nueve os va bien? –intervino Ana, sonriente.

    –Fenomenal, así cenamos pronto –le correspondió Pedro.

    Tras abonar la cuenta, nos despedimos a la salida del restaurante. Matilde y Pedro se dirigieron al hotel, mientras que Ana y yo nos desplazamos hasta la avenida principal, en donde había estacionado su coche. Como bien hube imaginado, disponía de idéntico ejemplar en el interior de su cartera, ubicada ésta en el asiento trasero.

    –Alguien lo ha dejado sobre la mesa de mi despacho con la nota que hay dentro.

    Sin apartar la vista de la carretera, de trayecto a casa, me incliné para cogerlo. Encontré la nota entre la primera y la segunda página.

    «Para Ana. Será un placer que lo leas y me des tu opinión.»

    –Cuando he leído la sinopsis se me han puesto los pelos de punta. Suerte que ya había terminado las clases, y que es viernes, porque me ha dejado incapacitada para lo que resta de día.

    –Quiere asegurarse de que ambos estamos al corriente, que la historia no queda relegada al olvido –opiné pensativo–. Aunque, la verdad, dudo que sea obra suya.

    –¿Qué quieres decir?

    –Nada más entrar en la tienda he intuido algo extraño en él, así como que traía un encargo. Dado el contexto, apuesto que por orden de Iván. En cualquier caso, lo importante es el contenido, no su autor.

    –Habrá que leerla. –Y mirándome con pesadez, añadió un nuevo–: Lo siento.

    –Ya te he dicho que tú no tienes nada que ver con esto, esquimal.

    Al traspasar la entrada del jardín, varios de nuestros gatos merodeaban entre los setos con intención de recibirnos. A su vez, Lilith se acercó rauda demandado caricias a su dueña. El jardín, decorado a gusto de Ana, luce espectacular. En un lateral, rodeada de diversas plantas y un sauce llorón, se alza una amplia mesa de piedra gris. De un robusto castaño, pende un columpio tallado en madera blanca. El porche, seguido de la entrada principal, resguarda dos hamacas y una mesa de cristal con sus respectivas butacas. Y en otro lateral, bordeando parte de la casa, se halla ubicada la piscina en forma de L. Sobre la extensa parcela se entremezclan un buen número de tonalidades que constituyen un despliegue de exquisita belleza.

    Nada más entrar en casa, Ana retomó la palabra. Y nuestras mentes conectaron, si es que no lo hacen siempre.

    –O puede…

    –Que Iván no tenga nada que ver y sea obra exclusiva de él –me adelanté.

    –Correcto.

    –Como fuere, su autor está al día de lo ocurrido en Barcelona y trata de darnos un mensaje.

    –Adiós a los días de tranquilidad –repuso con zozobra.

    Mientras mi esquimal se preparaba para tomar un baño, me tendí en el sofá del salón, el mismo de que disponía en mi apartamento de Roma (fue ella quien me instó a trasladarlo a Maiori, pues asegura que guarda el aroma de nuestro primer beso). Por espacio de unos minutos me vi tentado a iniciar la lectura del manuscrito, pero me contuve, debíamos hacerlo juntos. Entonces me asaltó una idea: lo escanearía y lo pasaría al ordenador, y de éste, a la pantalla del televisor. Así pues, me puse manos a la obra.

    La hora que empleó Ana en tomar su baño relajante, fue la misma que demoré yo en escanear cada una de las páginas y acomodar el salón.

    –He pensado que para leerlo juntos podríamos… –dijo, mientras bajaba las escaleras que conducen al salón.

    –¿Pasarlo al ordenador? ¡Todo listo, mi amor! –atajé.

    Ana sonrió entrecerrando los ojos. Cómo me gusta verla sonreír, podría detener el tiempo en esos momentos.

    –De veras, Fausto, cada día estamos más conectados. No me extrañaría nada que nuestro hijo nazca con superpoderes.

    –Será un ser excepcional, mi dulce esquimal de Hollywood.

    Había colgado en la entrada de la tienda el cartel de «Cerrado hasta mañana por motivos personales», de modo que gozábamos de toda la tarde para nosotros. El reloj de pared marcaba las cinco en punto, hora en que tuvieron lugar nuestras dos primeras citas tras coincidir en una terraza de Piazza Spagna, en Roma. Desde entonces, a esa hora, la denominamos nuestra hora.

    Tendidos ya en el sofá, encendí el televisor. «El juego de los videntes, por Aarón Espinosa», apareció ante nosotros. La miré como preguntándole si estaba preparada, a lo que asintió depositando un beso en mis labios.

    ***

    Desde el primer día que la vi deseé que fuera mía. Nunca antes había estado enamorado. Por lo mismo, enseguida supe que era amor. Fue cuando Fausto regresó a Italia que me aventajé de su soledad para acercarme a ella. Bien sabía que resultaría una empresa en extremo difícil. Incluso alguien que para entonces desconocía los entresijos del amor como yo, podía apercibir la pasión en sus ojos, advertir una brillante luz que iluminaba su dulce rostro.

    Por aquel tiempo ya trabajaba en los servicios de la Inteligencia Italiana, amén de hallarme afincado en Barcelona a efectos de cerrar un caso de suma importancia. A pocos días de haber de regresar a Roma, tras dar captura al mafioso al que seguíamos la pista, logré que aplazaran por unas semanas mi reincorporación con la única idea de permanecer cerca de ella (en la Ciudad Condal, donde se hallaba terminando sus estudios). Su nombre es Ana. Una joven apasionada que conocí mientras dábamos seguimiento a una red de narcotraficantes que operaba de costa a costa, entre Italia y España. A puertas de cerrar el caso, se sumó una deleznable circunstancia: alguien había ordenado poner fin a su vida. Pero para suerte de ella, y más tarde también de la mía, llegamos a tiempo para impedirlo. No obstante, se añadía otro inconveniente: era la futura mujer de un amigo de mi jefe, un hombre contratado por la policía italiana a fin de ayudarnos a desmantelar la red. A saber: su colaboración obedecía al don del que está dotado. Fue también por mediación de ese caso que, ambos, Fausto y ella, se conocerían. No cabe duda de que Fausto es un poderoso rival, por lo que luchar para arrebatarle su amor iba a resultar complicado.

    Cada mediodía me acercaba a la universidad, a la salida de sus clases, con el propósito de invitarla a salir. Tras muchas negaciones, un día logré que aceptara.

    –Solo será un paseo, acompañarte hasta la puerta de tu casa. ¿Qué tiene de malo?

    –¿Eso? nada. Pero, Iván, ambos sabemos lo que buscas, algo que nunca sucederá, puesto que yo ya he elegido. Dentro de tres meses terminaré mis estudios y me iré para siempre. Mi lugar está en Maiori, al lado de él.

    –Lo sé, y no pretendo confundirte. Pero mi residencia se encuentra en la capital, por lo que tampoco estaremos tan lejos cuando regreses. Podemos ser amigos.

    –No me importaría si fuese mi amistad lo que buscas. Sin embargo, llevas un mes esperándome a la salida de mis clases. ¿Acaso crees que no sé cómo se conquista a una mujer?

    Haciendo caso omiso a su pregunta, así como quien hace oídos sordos a cualquier idea que lo aleje de su cometido, volví a preguntarle:

    –Entonces, ¿puedo acompañarte? Prometo no pasar del portal.

    Aunque dudó unos segundos, su expresión iba acompañada de un: «Está bien. Pero solo hasta el portal».

    No soy el prototipo de hombre que embelesa a cualquier mujer, o también puede que nunca antes me hubiera preocupado al respecto. De estatura media-alta, más bien delgado, de semblante común, facciones simétricas y cabello castaño; ningún rasgo destaca por su especial atractivo. Claro que describirse uno mismo resulta del todo subjetivo. De naturaleza seria, sumamente responsable en mi trabajo, y dotado de una gran inteligencia según afirman. Algo ermitaño y de talante reflexivo, propio de alguien de mayor edad (esto último, mi madurez, supe que podía agradarle). Tenía entonces treintainueve años, ocho más que ella.

    En el trayecto a pie hasta su apartamento, le anuncié:

    –Ana, cuando te miro, siento como si te conociera de tiempo atrás.

    –Quizá mi cara te resulte familiar –contestó tajante.

    *

    En este punto, Ana apartó la mirada del televisor para buscar la mía.

    –Leer esta novela va a resultar duro, esquimal. Si bien no tenemos más opción. Y yo confío en ti –apunté condescendiente, cuando en realidad me hervía la sangre por haber de recordar tales episodios pasados–. Detesto verte sufrir, mi amor. Pero tenemos que hacerlo.

    Me alcanzó para advertir que estaba a un paso de romper a llorar. Asiéndola de una mano, apostillé:

    –Confía tú en mí.

    –Está bien. Aunque preferiría no tener que pasar por esto.

    *

    –No es eso. Sé que te he visto antes en algún lugar, previo a conocernos en comisaría. Y por cómo me miras ahora, mejor dicho, por cómo no me miras, sé que te sucede lo mismo. Ana, hace un mes que debería haber regresado a Roma, y dudo que pueda alargar por mucho más tiempo mi estancia aquí. Pero ocurre que no quiero separarme de ti.

    »Nunca he tenido novia formal, parecían importarme más bien poco los entresijos del amor. Hasta que te vi. Desde entonces, no he dejado de pensar en ti a todas horas. Lo cual, entiendo, significa estar enamorado. Y, créeme, no puedo obviar lo que siento. Sé que estás comprometida con Fausto, y lo respeto, ese hombre se merece toda mi admiración. No obstante, siento como si yo te perteneciera antes que él. No sé cómo explicarlo. Es como si el destino se hubiera truncado en algún punto de nuestras vidas e hizo que te enamoraras de él antes que de mí. Sé que suena a cosa de locos, pero algo me dice que yo soy la persona a quien estabas destinada.

    Más tarde supe que sabía a qué me refería. En el transcurso de su viaje a Roma, realizado en solitario dos años atrás, sufrió un desmayo en las escaleras de Piazza Spagna. Al parecer, minutos después, alguien acudió a su rescate. Ese alguien era yo. Solo que dicho rescate tuvo lugar únicamente en su imaginación. Demoró en contármelo, pero, cuando lo hizo, las ganas de hacerla mía se intensificaron más todavía. Cuando la conocí en persona, uno de los días que acompañó a Fausto a citarse con mi jefe, Esteban Piera, tras dar carpetazo al caso del que ambos formábamos parte, vislumbré la sorpresa en su rostro. Ahora, sé por qué.

    Avanzábamos por la Gran Vía en dirección a su casa. Mi reloj de pulsera marcaba las ocho en punto de la tarde; la luz era ya artificial. El frío golpeaba con vehemencia aquel inicio de marzo. Los últimos minutos de nuestro paseo, hasta alcanzar el portal, se dieron en absoluto silencio. Unos minutos durante los que no dio respuesta alguna a mis palabras.

    –Gracias por acompañarme, Iván. Ahora, he de irme. Tengo que estudiar para un examen de mañana.

    Era poco lo que decía. Pero sucede que, en ocasiones, el silencio expresa más que las palabras.

    –Tranquila, me he comprometido a no pasar de la puerta. Pero, dime, ¿podré acompañarte otro día? No tengo nada qué hacer salvo estudiar español por las mañanas. Mi tiempo sería en exclusividad para ti si así lo desearas.

    Luego de clavar su mirada en la mía por espacio de unos segundos, respondió:

    –Está bien, siempre y cuando no confundamos las cosas. Iván, estoy…

    –Comprometida con Fausto. Lo sé. Y aunque lo respeto, ello no excluye que luche por lo que siento.

    Deduje que, con mi respuesta, dudó entre darme un beso en la mejilla o subir sin más dilación. Finalmente abrió la puerta y se despidió.

    –Buenas noches.

    Buona notte, Ana. Mañana estaré donde siempre, a la hora de siempre. Suerte con tu examen.

    CAPÍTULO III

    La ópera

    Ambos leíamos a la par y en silencio. Solo de vez en cuando Ana detenía la lectura para mirarme sin pronunciar palabra. Al igual que a mí, la situación debía resultarle excesivamente incómoda.

    –¿Sucedió así?

    –Por el momento sí.

    –Un chico tenaz.

    –Fausto…

    –Confío en ti.

    –Sí, pero esto es complicado, mucho. Es como robar mi intimidad, una intimidad que me compromete contigo, la cual ya tengo olvidada. Detesto que hayas de imaginar esos momentos ya que no significan nada para mí, solo un error.

    –Esquimal, tengo fe ciega en ti, y sé que estamos hechos el uno para el otro. No obstante, siempre supe que sucedería algo. ¿Recuerdas la historia que te conté en el parque?

    –¿La que le explicó su abuela a tu amigo? Sí, la recuerdo. «Cuando una mujer es rescatada en sueños tras un desmayo, su salvador terminará encontrándola, puesto que están destinados a estar juntos.» Pero ya te dije que, aunque durante aquel lapso en la plaza pude ver a Iván, a ti te vi mucho antes en un sueño, durante un ingreso en el hospital. De modo que mi salvador eres tú, Fausto, no él.

    –Aun así, por lo visto Iván debía tropezar en tu camino y ahora él también lo sabe –argüí, no sin cierto reparo, a lo que Ana exhaló una generosa bocanada de aire.

    –Habíamos bebido. No recuerdo por qué se lo expliqué –apuntó indefensa–. Cuando aseguró conocerme de antes, sabía muy bien a qué se refería. Si bien no entraba en mis planes, bajo ningún concepto, explicarle lo del desmayo. Lo siento, Fausto, de veras que lo siento.

    –Va a resultarnos duro leer esta novela, esquimal, pero me ratifico en lo dicho –aduje, mientras me aproximaba a ella y enjugaba copiosas lágrimas que, una vez más, deslizaban prestas por sus mejillas.

    –Y tú, ¿recuerdas lo que te dije cuando me confiaste esa historia?

    –¿Que a veces las leyendas no surgen igual para todos?

    –Exacto. Y así ha sido y seguirá siendo en nuestro caso. Poco importa que viera a Iván tras el desmayo cuando mucho antes ya te había visto a ti. Algún día seré yo quien explique esa misma leyenda a nuestros nietos, pero prescindiendo de matices sin importancia.

    Deposité un beso en su frente, al tiempo que asía su cintura. Seguidamente, en su cuello; por último, en sus labios. «Te amo», le dije. «¿Cómo a nada ni nadie en este mundo?», se interesó ella. «Sí, por el momento», añadí, en tanto deslizaba mi mano hacia su vientre. Tras esbozar una dulce sonrisa, concluyó: «Bien, sigamos entonces».

    *

    Tal como le aseguré, fui a buscarla al día siguiente. Parado ante una floristería, resuelto a comprar un ramo de flores, cambié de idea en el último momento. Una suerte de presentimiento me hizo sospechar que no le agradaría. Tras preguntarle, corroboré estar en lo cierto. «No me gustan las flores cortadas», respondió.

    Ana posee un sinfín de esas pequeñas singularidades. Y cuando se está enamorado no suponen sino objeto de admiración. Sus compañeras de clase, reparando cada tarde en mi presencia, solían decirse algo entre ellas. Entretanto, yo esperaba paciente a que saliera. En más de una ocasión, advertí cómo Ana negaba repetidamente con la cabeza y las mandaba callar. Era evidente lo que debían decirle. En especial una de ellas, afanada en sonreír y en enfocar su fija mirada en la mía. «Si no hay suerte con ella, acuérdate de mí», algo así expresaban sus gestos.

    Esa tarde se me antojó su belleza más acentuada de lo habitual. Sus ojos lucían diferentes, un intenso brillo los encendía en su totalidad. Un paseo hasta su casa me había allanado el terreno, es cuanto pude leer en ellos. A diferencia de los demás días, ése, cuando nuestras miradas se cruzaban, esbozaba una trémula sonrisa. Deduje que el descanso de la noche había resultado escaso, y no solo por el examen que habría de realizar al día siguiente.

    *

    –Lo he intentado, Fausto, pero es imposible. Nadie en su sano juicio lo soportaría.

    Una vez más medité si era buena idea leer juntos la novela. La entendía, me ponía en su piel y la entendía. Debía de resultarle en extremo peliagudo revivir esos episodios conmigo, sucedidos hacía apenas dos años. De hallarme en su lugar, habría supuesto un auténtico calvario. La diferencia radicaba en que yo era incapaz de imaginarme con alguien que no fuera ella. Pero no la culpaba. Nunca lo hice.

    –A menos que la otra parte implicada, es decir, yo, entienda que nada tienes que ver tú en que hayamos recibido este manuscrito. Conversamos acerca de lo sucedido en su momento. Regresaste a tu ciudad al término de tu viaje a Roma. Mientras tanto, yo aguardaba aquí, cuando debería haber permanecido a tu lado. Si alguien ha

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