Lagrimas Negras de Brin - Nicholas Avedon

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Los viejos túneles de la ciudad de Rotterdam alumbran el despertar adolescente de

una joven alma atormentada. Mientras, muy lejos de allí, una mujer madura enseña a
un desconocido sin pasado el valor de la vida. En París, Ariel de Santos, un director
de arte de fama mundial, conoce a la que será la mujer que le hará abandonar todo
por amor, embarcándose en un viaje sin retorno a las estrellas, dejando detrás muertes
y mentiras.

Tres historias de amor en tres mundos diferentes. Atravesando de lado a lado géneros
como la ciencia ficción distópica, el ciberpunk o la fantasía y sumergiéndonos en el
alma humana, el principio del siglo XXIII no puede ser más desolador y a la vez más
fascinante.

La narración comienza dos años antes de que lo haga 11,4 sueños luz, y continúa la
historia justo donde terminó esta. Aun así, su lectura independiente ofrecerá al lector
muchas más sorpresas que si conociera la historia desde el principio. Después de
todo, ¿existe algún principio para las historias con personajes como estos?

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Nicholas Avedon

Lágrimas negras de Brin


Brin - 2

ePub r1.0

Titivillus 31.10.2018

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Nicholas Avedon, 2018

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.0

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Para S, la quinta fuerza de mi universo.

Gracias a Rosa y Antonio, mis correctores, y también a mis lectores


cero Silvia, Jorge, Lily, Icíar, Mayte, Marta, Luis, Marcos, Alicia,
Alexandre, Vex, JASC, Rafael, Raquel, Natalia, Carlos, Lázara, Lucía
y Esther. Muchas gracias por vuestro tiempo, ánimos y correcciones,
sin ellos este libro no sería lo que es.

Valerie, lo siento, pero me enamoré de ti cuando ya no había vuelta


atrás.

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PARTE 1. GÉNESIS

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CAPÍTULO 1
Grimm

T ENDRÍA NO MÁS DE CUATRO años y su primer recuerdo era el rostro de su madre,


una mujer joven y hermosa de pelo azabache, en una tarde plomiza bajo la lluvia.
En la bruma de aquella memoria lejana, veía su cabeza clavada en una pica; tenía los
ojos abiertos e inexpresivos, llenos de lágrimas negras que caían por su rostro en
línea recta, goteando hacia el suelo.
Su madre fue una bruja, o eso decían de ella. Del orfanato de su infancia
recordaba poco; solo el dolor, los gritos y los empujones. Aún podía escuchar en su
cabeza el sonido de las piedras volando por el aire y el chasquido que hacían al
golpear su cráneo. Nunca pudo olvidar el agudo crujir en sus oídos de los gritos de
los otros niños cuando le pegaban, ni tampoco el daño lacerante de las mantas
acartonadas que levantaban las costras de sus heridas. Durante su infancia, solo pensó
en el dolor. Sin embargo, el color de la sangre, del cielo o de su propia piel era algo
que no logró fijar en su memoria, ni tampoco los nombres de aquellos niños que se
reían de él. No sentía odio ni miedo, y cuando el dolor lo cegaba y todo se volvía
negro, regresaba a él la imagen de su madre, como el recuerdo de lo que él era: el hijo
de una bruja.
Cuando aún era un niño entró en su vida el primer adulto que le enseñaría lo más
importante que aprendió jamás. Su primer mentor: Darío, un hombre enjuto y calvo
que ya había sobrepasado la madurez. Caminaba despacio, como si le doliera algo o
tuviera una pierna más larga que la otra. Cuando llegó al orfanato, todos los niños
callaron y miraron al suelo. Él no supo por qué. Aquel hombre los observó de cerca,
uno por uno, levantándoles la barbilla y examinándolos tan de cerca que podían
aspirar el rancio aliento del viejo. Repitió el ritual con cada uno de los niños, hasta
que llegó al más mayor de todos. Grimm no recordaba su nombre; era el niño que
disponía de los demás, el más alto, el más fuerte y el más brutal de todos ellos.
Disfrutaba haciendo sufrir a Grimm. Pero el anciano también lo ignoró.
Llegó el turno de Grimm, y no bajó la vista cuando aquel hombre se puso delante.
Grimm, casi tan alto como él, lo miró desafiante. Darío no se inmutó; le agarró la
cara y, sin miramientos, le ladeó la cabeza y examinó ambos oídos del muchacho.
Sonrió con satisfacción, pero cuando Grimm creyó que ya había terminado, el
desconocido clavó su mirada en él. No sintió miedo de aquel hombre, pero bajó la
vista igual que habían hecho los otros niños. Esta vez, el viejo no tomó su barbilla,
aunque Grimm sabía que estaba pegado a él porque podía verle los pies y sentir el
olor pestilente de su respiración. El extraño aguardó unos instantes hasta que,
finalmente, habló con una voz sorprendentemente joven:

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—¿Es que no me tienes miedo, muchacho? —preguntó.
—No —respondió Grimm.
—Eso está bien —respondió, sacando un pequeño puñal del bolsillo.
Grimm miró inquieto a su alrededor, sabiendo que no podría impedir que aquel
hombre hiciera lo que quisiera con él. Acostumbrado ya a que cualquiera dispusiera a
su antojo de su vida. Cerró los ojos y esperó el pinchazo.
Sintió como se le clavaba la punta del cuchillo en las costillas, y el raspón del
metal contra el hueso. Sin decir palabra, la mano que manejaba el puñal lo retorció
lentamente. Grimm podía sentir el calor pegajoso que emanaba del cuerpo del viejo.
Se mordió los labios para no gritar de dolor y notó que, de nuevo, perdía la visión en
aquella niebla negra espesa que le impedía oír, ver o sentir otra cosa que no fuera
dolor. Pasó un rato y se encontró en la misma postura, tiritando y con un hilillo de
sangre que manchaba los andrajos que llevaba como camisa. La vista volvió a él y
pudo distinguir brevemente al director del orfanato contando monedas de oro de una
pequeña bolsa. Los niños ya no estaban, y su nuevo maestro sonreía, regocijándose
por el buen trato que había hecho. Grimm notó caliente la pierna, empapada de
sangre.
Su nuevo amo lo llevó en un carro tirado por bueyes en lo que resultó un viaje
largo, el más largo que había hecho en su corta vida, pero no pudo ver nada porque
durante todo el trayecto estuvo tapado con una manta y atado de pies y manos. No
pensó ni en gritar, pues no se le ocurrió que podría pedir ayuda. Aún no sabía lo que
significaba esa palabra.
Cuando llegó a su nuevo hogar, el viejo no le explicó nada. Lo desató, y Grimm
pudo ver fugazmente un patio entre edificios altos de piedra. El viejo lo dejó en el
borde de un pozo. Con una sola orden, seca, le pidió que bajara.
Se asomó y vio un gran agujero en la roca, con el fondo lleno de agua, que se
ensanchaba hacia un lado, donde pudo entrever lo que parecía una pequeña gruta al
resguardo del agua de un poco más abajo. Sin avisar, el amo lo empujó de una patada,
y Grimm cayó varios metros hasta el agua. No sabía nadar, pero su sangre fría le
sirvió para agarrarse al borde y salir tiritando de frío. Se hizo una pelota y, encogido,
aguardó a que el sueño lo venciera. Así durmió, acurrucado en su nueva casa.

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CAPÍTULO 2
Maese Darío

E L INICIO DE SU ADOLESCENCIA transcurrió en la oscuridad y el frío húmedo del


pozo. Vivía allí dentro y solo salía de noche, subiendo por una escala de cuerda
que le tiraba su amo. Hablaba poco, y siempre que lo hacía sonaba seco y áspero.
Comía una vez al día, siempre por la noche. Desde el pozo no podía ver nada, ya que
desde el rellano que estaba fuera del alcance del agua apenas abarcaba un trozo de
cielo y algunas estrellas. No obstante, encerrado en aquellas paredes húmedas y
oscuras, vivía algo mejor que en el orfanato donde era el blanco de los ataques de sus
compañeros. No lo echó de menos, y como no conocía otra vida, se limitó a dejar
pasar los días sin pensar en nada más.
Por las noches, la luz de la luna se reflejaba durante unas pocas horas en el agua.
De día, el sol tardaba otras tantas en entrar en el pozo, hasta que al mediodía lo
llenaba de luz; era el único momento en que podía examinar aquel lugar. Tenía el
espacio justo para tumbarse, aunque la mayor parte del tiempo estaba sentado,
apoyado contra la pared mientras observaba el agua. A veces, aburrido, dejaba los
pies dentro del agua, preguntándose cómo de profundo sería el pozo. Cuando se
asomaba, solo veía negrura en tonos verdes.
El hueco de piedra donde vivía confinado estaba cubierto de musgo seco, con
algunas hebras ya viejas de paja. Sobre ellas estaba extendida una manta que olía a
moho y sobre la cual dormía. Sus otras posesiones se limitaban a un vaso de cobre,
abollado y demasiado pequeño para acallar de un solo trago la sed, y un cubo donde
satisfacía sus necesidades. Su amo se lo dejó claro el primer día: «Harás tus
necesidades en el cubo y lo subirás contigo cada noche por la escala». Así lo había
hecho desde entonces.
El tiempo transcurría despacio, y lo único que tenía a mano para entretenerse se
limitaba al agua y las marcas de las paredes. Rayajos, inscripciones con forma de
escritura. En el colegio le enseñaron a leer, pero no supo interpretar los símbolos que
poblaban las paredes. Sin embargo, comprendió que alguien antes que él había vivido
en ese lugar. Por el aspecto de las marcas, diferentes personas a lo largo del tiempo
habían pasado por aquel encierro. Algunas piedras estaban redondeadas y gastadas
por el roce de innumerables cuerpos tibios como el suyo.
El viejo lo tuvo tres días en el pozo. Después la rutina fue siempre la misma: cada
noche le tiraba una escala y le ordenaba que subiera con el cubo. Al quinto día ya se
sabía de memoria el número de escalones que necesitaba para salir de aquel pozo:
dieciocho. Las primeras dos semanas fueron iguales: el viejo le daba de comer un
plato de gachas con carne y lo observaba, sin preguntar nada. Grimm no sabía qué

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esperaba aquel hombre de él, y se limitó a comer y mirar a su alrededor. El lugar
parecía un almacén lleno de trastos, algunos viejos, otros incluso hermosos. Lo que
más le llamó la atención fue una enorme arpa dorada. También vio esculturas y
cuadros de tonos apagados; en una estantería, colgadas con cuidado, una panoplia
heterogénea: espadas, puñales, dagas, estiletes e incluso un par de arcos. Cerca de las
armas creyó ver armaduras, o al menos parte de ellas: petos, polainas, brazales y un
par de yelmos. También vio calzado, ropa de todo tipo y muchos libros. Aunque
algunos objetos estaban cubiertos de polvo, otros parecían nuevos, o por lo menos
recién llegados. La estancia parecía muy grande, y además de la puerta que había
empleado para entrar, había algo más allá de unas tupidas cortinas. Lo supo porque
una luz diferente se filtraba desde allí, más dorada y clara que la que venía del
angosto patio rodeado de edificios.
Cada noche, después de cenar, su amo le mostraba imágenes de un libro,
ilustraciones en color de diferentes escenas: una mujer desnuda, un hombre
atravesando a otro de lado a lado con una lanza, un caballo corriendo al galope, con
las crines al viento…, y como esas, un sinfín de imágenes. Grimm no sabía si debía
hablar o no, así que se limitaba a dejar que el hombre pasara las hojas. Su nuevo
maestro no tenía prisa y tampoco abría la boca, tan solo observaba la reacción de
Grimm.
El viejo tenía paciencia y muchos libros. Más de veinte, llenos de ilustraciones
que, pacientemente, pasaba hoja a hoja mientras se concentraba en observar las
reacciones de Grimm. A la decimotercera noche, ya no quedaban más libros. El rostro
del amo no podía expresar más satisfacción. Sus ojos brillaban, febriles. Sin dar
explicaciones, ató al chico a la pesada silla. A pesar de la edad de las cuerdas, seguían
siendo sólidas. Grimm no se fijó en el oscuro color de la soga. Ni tampoco en las
manchas de sangre seca sobre la vieja silla. Cuando Grimm estuvo atado, el viejo
miró a su alrededor. Se levantó y, con un ataque de furia, dio un par de zancadas hasta
la ventana, que estaba entreabierta. La cerró y la tapó con una gruesa cortina, que al
moverse dejó durante unos segundos un brillo oscilante a su alrededor.
Aquella fue la primera vez que Grimm vio un objeto con magia viva, pero no
supo de qué se trataba. El viejo volvió, ansioso, y se sentó al lado de Grimm. Sacó de
un cajón de la mesa algo envuelto en una tela negra aterciopelada. Lo puso sobre el
mueble y desplegó la tela con sumo cuidado. Dentro, perfectamente ordenadas,
dispuso varias herramientas de brillante metal sobre el trapo negro. Parecían
cuchillos, sacacorchos, alicates y otros útiles cortantes y punzantes. Tomó el objeto
más sencillo de todos, una navaja de afeitar. La empuñadura de madera estaba muy
gastada, y el metal había sido afilado muchas veces. La contempló abstraído y luego
miró a Grimm, que imaginaba su suerte sin inmutarse. El viejo, que había callado
hasta ese momento, empezó a murmurar unas palabras que Grimm no entendió:
«Mħaigħisŧir ŧħoir đħomħ đo þiaŋ ŋì mi beaŧħa». Como un mantra, empezó a

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repetir aquellas palabras una y otra vez. Tomó la navaja, y sin decir más, cortó a
Grimm con un tajo superficial en el antebrazo. Grimm apretó los dientes.
El viejo pronto hizo otro tajo paralelo al anterior, y otro, y luego otro. Hasta que
después de repetir la operación al menos una docena de veces, Grimm gritó de dolor.
El viejo amo no hizo caso de sus llantos y repitió la misma frase una y otra vez, como
una letanía: «Mħaigħisŧir ŧħoir đħomħ đo þiaŋ ŋì mi beaŧħa». Por sus
padecimientos anteriores, Grimm creyó que perdería el conocimiento, pero esta vez
permaneció lúcido y experimentó un dolor atroz que casi no le permitía respirar.
Aquel dolor era tan extremo que ignoró todo lo demás. Todo aquella agonía, toda
aquella sangre, fue lo único con sentido para él. Vio una neblina negra flotando a su
alrededor, una neblina que poco a poco inundó la estancia y lo cegó por completo. Su
visión se nubló hasta fundirse en el negro absoluto. Aún así, tuvo que pasar mucho
tiempo para que los gritos dejaran de salir de su garganta, sus muñecas desolladas
cesaran su resistencia, y que sintiera, por fin, que su cuerpo se rendía.
Con Grimm desmayado en la silla, el viejo terminó su invocación. Murmuró otras
palabras en el mismo idioma desconocido y sobre la mesa se materializaron unos
pequeños frascos de cristal llenos de bruma negra. Seis frascos en total. Exhausto, el
viejo cogió uno de ellos y sonrió, consciente del tesoro que había descubierto. Se
volvió hacia Grimm. Ya no respiraba y su cuerpo tenía heridas, cortes rectos,
paralelos, en brazos y antebrazos. Yacía inmóvil en la silla, a cuyos pies ya se había
formado un charco de sangre que se filtraba a través del viejo empedrado del suelo.
Un reguero de lágrimas negras había dejado su paso en el rostro, y sus ojos, abiertos e
inexpresivos, eran negros, brillantes y húmedos.
El viejo murmuró otras palabras: «Cruŧħacħaiđħ, a 'cłeacħđađħ mo bħeaŧħa a
łeigħeas aŋ ŧ-aŋam». Puso sus manos sobre el chico y este tembló unos instantes. Al
cabo de unos segundos, sus heridas se cerraron, lo justo para que dejara de brotar
sangre de ellas, pero dejando unas feas cicatrices. Grimm se removió en la silla, aún
inconsciente. El viejo lo dejó atado y guardó su instrumental con mimo. Antes lo
limpió y afiló despacio, sin dejar de mirar con ojos golosos aquellos seis frascos
llenos de humo negro. Cuando terminó, recogió cada uno de los botes y los guardó
con exquisito cuidado en un cesto pequeño. Se llevó el cesto con él, tras una cortina.
Grimm pasó la noche sumido en un sueño donde todo estaba teñido de negro excepto
una voz, que parecía la de su madre. No entendía lo que decía, pero sonaba triste en
su cabeza.

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CAPÍTULO 3
Pian

P IAN FUE LA PRIMERA palabra que aprendió del maestro. La repetía en la mayoría de
sus letanías. De alguna forma que no alcanzaba a comprender, llegó a su mente su
significado: dolor.
El viejo maestro lo torturaba una vez a la semana. Daba tiempo a que su cuerpo se
recuperase, y cada sábado lo sacaba del pozo y lo ataba a una silla. El resto de la
semana, Grimm recibía su comida puntualmente cada noche a la misma hora. No le
dirigía la palabra ni lo miraba a la cara más allá de lo imprescindible. Para extrañeza
de Grimm, la semana se le hacía agradable. No sentía dolor, ni hambre, ni frío.
Durante una semana entera estaba aislado del mundo, casi hasta de la luz. Prefería
aquello a su pasado en el orfanato. Aunque el dolor fuera mucho más intenso, más
concentrado, no estaba a expensas de cualquiera que le quisiera pegar. El viejo
satisfacía sus necesidades y no le faltaba una manta por las noches. A la tercera
semana empezó a acostumbrarse a la resaca de dolor de los dos primeros días después
de cada sesión y al plácido aburrimiento que sufría el resto del tiempo. Procuraba no
moverse demasiado para que no se le abrieran las heridas, que curaban muy rápido.
El viejo utilizaba casi siempre la vieja navaja de afeitar. A veces probaba otros
instrumentos, pero no causaban más dolor en el chico. Eran herramientas que
provocaban más inquietud que dolor: largos escalpelos con formas helicoidales,
extraños pinchos con forma de insecto. Otras herramientas, como tenazas o agujas
para debajo de las uñas, eran capaces de provocar daños permanentes. El viejo las
había usado a lo largo de los años con otras personas como Grimm, pero sabía que
provocar daños superficiales funcionaba mejor para lograr que su víctima aguantara
mucho tiempo procurándole la esencia de aquel dolor, esa niebla negra que atesoraba
en pequeños frascos de cristal. Había perfeccionado hasta el extremo aquel arte de
provocar dolor sin secuelas permanentes. Echaba sal en las heridas y cortaba solo en
aquellas zonas donde el dolor resultara más fuerte e intenso: rodillas, tobillos,
empeine de los pies, zona lumbar, muñecas y manos o allí donde la piel y el hueso se
tocaban. Como Grimm estaba muy delgado, el dolor fluía rápido de todo su cuerpo,
incluyendo rostro, cuello y orejas. El viejo le echaba sal en las heridas. Luego las
limpiaba con agua para que no se cerraran y volvía a echar sal. Aunque el chico
perdía mucha sangre en cada sesión, nunca fue la suficiente para matarlo. Al
principio pensó que moriría si gritaba y se resistía. Lo intentó con todas sus fuerzas,
pero eso no hacía más que agradar al viejo, que disfrutaba cuando finalmente se
rompía y gemía, incapaz de soportar el dolor, hasta quedar inconsciente.

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Pasaban las semanas y Grimm soportaba hasta el desmayo aquellas torturas.
Gritaba hasta quedarse afónico, pero para su extrañeza, el resto de días flotaba en una
nube neutra, sin dolor, sin tener que preocuparse de nada. Dormía cuanto quería,
comía, bebía agua fresca y, por las noches, pasaba las horas contemplando las
estrellas, sacando la cabeza hasta el borde la plataforma que colindaba con el agua del
pozo. Una pregunta le rondaba la cabeza constantemente: ¿morir sería doloroso? Ya
en el orfanato se hacía esa pregunta casi todas las noches. Para él, la vida solo
significaba dolor y soledad, y aunque la soledad fuera parte de su persona, no lo
molestaba. Pero sabía que podía haber sido de otra manera. Sabía que, para otras
personas, la vida debía de ser algo diferente, pero Grimm no conocía el significado de
la palabra placer, ni menos aún cómo pronunciar la palabra felicidad.
Las estaciones se sucedieron, y poco a poco, el cuerpo de Grimm se llenó de
cicatrices, hasta el punto de que no quedó apenas un centímetro de su piel sin rastro
de ellas. El viejo le rapó la cabeza para trabajar también en su cuero cabelludo, sus
orejas y su rostro. Exploró todas las formas posibles de proporcionar dolor a su
cuerpo. Las torturas lo transportaron al borde de la muerte y, a veces, incluso
traspasaron ese límite. Pero el maestro siempre sabía traerlo de vuelta; curaba sus
heridas justo hasta el punto de que no resultaran fatales, mejorando su recuperación
para que estuviera listo a la semana siguiente. Como un preso condenado a la pena de
muerte, Grimm vivía en su pequeña celda, apartado del mundo, del tiempo.
Procuraba no pensar, no sentir. Los sueños, las pocas veces que los recordaba, eran su
mayor fuente de tormento. Soñaba con campos verdes, con el viento sobre la piel y
con el olor a jabón de la ropa limpia, tendida en una cuerda entre dos árboles. Soñaba
sensaciones que no había experimentado jamás, como el tacto de un animal que le
lamía la mano y lo miraba alegre. Se atormentaba y se convencía a sí mismo de que
aquel perro había sido propiedad de su madre, aunque no lo recordaba, pero que en
sueños volvía a él. Aunque no sabía lo que significaba la alegría o la felicidad,
aquellas imágenes eran los únicos recuerdos que se le parecían, y aun así, se
desvanecían a los pocos minutos de despertar. Se levantaba con la cara húmeda y
salada por las lágrimas, con un vacío en su interior que lo alteraba y que no podía
identificar. Por eso, cada vez que volvía a soñar con aquel perro, se atormentaba
sabiendo que perdería aquella sensación, como si intentara atrapar las gotas de lluvia
con las manos.
Pasaron varios años sin que Grimm advirtiera que después del verano comenzaba
el otoño y que, un tiempo después, llegaba el invierno. Ajeno a todo, su cuerpo,
rajado y curado más de mil veces, creció y se hizo fuerte. Al margen de las heridas de
su carne, sus huesos eran recios y sanos, y los cuidados de su amo para preservarle la
salud surtían efecto. Para pasar las horas muertas intentaba escalar las paredes de su
prisión, agarrándose con los dedos de las manos y los pies a las piedras, cayendo una
y otra vez al interior. También intentó bucear hasta el fondo, y aunque había
aprendido a aguantar sumergido durante minutos, nunca pudo llegar al final del pozo.

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En la oscuridad absoluta percibió otras corrientes subterráneas, que intuía que debían
de venir de otras cuevas conectadas con la suya, pero no tuvo el valor suficiente para
adentrarse en ellas en la total oscuridad. Su cuerpo se hizo fuerte y flexible, y su
resistencia al dolor fue aumentando día a día, hasta el punto de que el viejo tenía que
emplearse cada vez con más saña.
Era un niño la primera vez que conoció a maese Darío, pero años después había
crecido varios palmos, tanto que ya casi no cabía en su pequeño habitáculo. Su
cuerpo fibroso, herido y pálido se había desarrollado como el de un adolescente que
no ha visto la luz del sol. Su piel, de un rosa claro, estaba jalonada por cicatrices de
todos los tipos y formas. Su mente, sin embargo, seguía siendo la de un niño atrapado
en un pozo. Solo las estrellas variaban con cada estación, y Grimm había reducido a
un rincón de su mente los sueños que lo atormentaban de tanto en tanto.

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CAPÍTULO 4
Data sapper

O DIABA EL TRANSPORTE SUBTERRÁNEO. Con toda su alma. Igual que el resto de


pasajeros. Por eso evitaban mirarse a la cara unos a otros, recordatorio de lo
desagradable que era el mundo, apretados en una masa informe. Prisioneros de los
olores ajenos, de los ruidos. Se preguntaba cómo lo podrían soportar aquellos sin
implante neural, sin una segunda realidad que suavizara lo que sus ojos veían,
mitigando el nauseabundo olor a ser humano. Encerrada en su retícula, todavía
quedaban decenas de paradas hasta llegar a la suya.
Como data sapper debería estar acostumbrada a la mierda de todo tipo, que
siempre tenía un componente humano. Por eso mismo necesitaba que en su vida
personal hubiera reglas claras: la mierda se quedaba fuera. Pero resultaba imposible
que la realidad no violara su intimidad a través de sus fosas nasales o forzando su
inteligencia, asediada por continuas ofertas comerciales que interferían en su córtex
visual a través del neuroimplante que le permitía ganarse la vida.
Al margen de ese implante, nada tecnológico mancillaba su cuerpo. Estaba
orgullosa de ello. A pesar de los años, seguía tal como su madre la había traído al
mundo. Sin tatuajes, sin nanos corriendo debajo de su piel, ni tan siquiera arreglos
genéticos. Tenía un ADN imperfecto, pero no tenía enfermedades congénitas. Sus
abuelos ya se habían preocupado de ello. Hasta sus dientes eran los originales.
A su tercer marido nunca le gustó, aunque pocas veces se lo dijo de forma directa;
no tenía valor para hacerlo. Pese a ello, no cedió, y su cuerpo, en aquella época, bien
entrado en los cuarenta, sometido a una dieta sana y ejercicio constante, no sufrió
más cambio que el de la gravedad. Estaba orgullosa de su físico, diferente de
cualquier otro cuerpo de catálogo.
Después de tres matrimonios fallidos había decidido que no seguiría buscando la
aprobación de nadie. De aquello habían pasado siete años y todavía se despertaba por
las noches con la sensación de un olor que ya no estaba en la almohada, y a veces, al
meterse en la cama, tenía la sensación de que iba a encontrarse una pierna o un brazo
tibio bajo las sábanas. Otras veces escuchaba un rumor inexistente en el cuarto de
baño. Sus amigas llevaban años tomando trank para pasar de puntillas sobre los
agujeros de sus vidas, pero ella sabía que todo tenía un precio y que por encima de
todo no quería cometer los mismos errores; si los minimizaba o camuflaba, volvería a
caer de nuevo. Necesitaba no olvidar.
Extinguió el último anuncio que se colaba siempre con el mismo olor
desagradable a curry. Desconectó la mejora de realidad y se preparó para una oleada
de mundo directa a través de sus sentidos orgánicos. Eso sí, no desconectó la música

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que fluía directamente de su pod a su cerebro a través del implante. Sonrió al pensar
en que la música que estaba escuchando se había grabado mucho antes de que su
tatarabuela naciera. Y a pesar de ello, el grupo de quinceañeras que recorría su nervio
auditivo era lo más cercano que tenía a su estado de ánimo. «¡Oh, oh, ohoh!, —
cantaba en su interior, esquivando los cuerpos de los demás viajeros—. ¡Oh, oh,
dancing with myself, oh, oh!», repetía en su interior, sonriendo sin querer y meneando
las caderas de forma imperceptible.
«¿Otra vez se ha puesto de moda ese maquillaje negro alrededor de los ojos?»,
pensó. Entre lo siniestro y lo brutal, con los ojos inyectados en sangre y el pelo
aplastado sobre el cráneo, la chica que tenía enfrente daba miedo, aunque sonreía con
inocencia infantil al notarse observada. Bajó la vista al suelo de nuevo y siguió
esperando a llegar a su parada. «Pese a todo, todavía hay seres humanos dentro de los
monstruos en que nos hemos convertido», pensó. Lo sabía bien.
Cuando salió del vagón, todavía seguía desorientada por el cambio al desconectar
la realidad mejorada a través de su neuroimplante. Estaba acostumbrada a la
transición, pero era imposible evitar que el cerebro tardara en sincronizarse tras el
cambio. Su mente todavía intentaba compensar la pérdida de referencia. Cientos de
hologramas flotaban sobre el andén como un enjambre de estímulos visuales de todas
las formas y los colores. Tan solo el suelo, gris y ajado de heridas en el cemento,
permanecía como recordatorio de que aquel seguía siendo el viejo mundo real. La
ciudad subterránea de Montreal no había cambiado demasiado en más de cien años, y
nada parecía presagiar que fuera a cambiar. Nuevos anunciantes, mejor iluminación y
más gente aún en sus ya repletos corredores. Nada nuevo. Subió al nivel superior y lo
que sintió fue aún peor. Estaba atestado de compradores saliendo de las tiendas.
Un gato biónico le rozó la pantorrilla izquierda. Se suponía que nunca lo hacían,
que su instinto había sido suprimido, que solo eran plataformas biológicas para portar
cámaras y sensores. Pero a veces pasaba: el viejo ADN, siglos de frotamiento y
ronroneo se abrían paso desde la carne, entre los cables y las interfases. Sus ojos
mantenían la pupila vertical, y su pelo, el aspecto suave y esponjoso de un felino.
Pelo sintético conformado por cientos de sensores, y holocámaras que no necesitaban
parpadear, aunque lo hicieran de vez en cuando, concediendo al animal un poco de
honestidad.
Podrían estar observándola, pensó. Deberían estar haciéndolo. Porque era quien
era y hacía lo que hacía. Entró en la tienda y sonrió al androide recepcionista que la
atendió. Odiaba a los androides más que nada en el mundo.
—Buenos días, ciudadana… —El androide esperó inútilmente a leer alguna
identificación pública, pero no recibió ninguna, así que siguió hablando—. Hoy
tenemos fruta de la reserva de Nunavut. ¿Desea ver el catálogo?
—No, gracias —replicó; lo esquivó y entró en la tienda.
Rodeó las mesas, observando y, sobre todo, olfateando. Disfrutaba los colores de
aquel templo a los sentidos. Buscó con la mirada el lugar adecuado y caminó hacia él.

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Alargó la mano hacia una de las cajitas que contenían aquel lujo. La acercó a sus
fosas nasales y la boca se le hizo agua. Una fresa recién cosechada, orgánica y,
quizás, hasta con algo de tierra oscura adherida. Se fijó bien en la fecha de recogida:
15 abril de 2206.
Pagó con gusto aquel excéntrico lujo y lo guardó con cuidado en su bolso. Volvió
a bajar al nivel inferior y esperó a tomar otro transporte a su casa, por fin. Como casi
todos los habitantes de aquella urbe, de día se sentía más cómoda en su casa que en
los atestados callejones subterráneos. De noche, la situación a veces cambiaba.

Cuando llegó a su diminuto apartamento, se quitó los zapatos y dejó el bolso en la


mesa de cristal. Sacó la cajita y dejó la fresa con cuidado en la encimera de la cocina,
en un plato limpio. Tomó la caja y le dio la vuelta hasta que encontró el diminuto
código que identificaba la fecha de recogida y otros datos biológicos de la fresa. Lo
leyó con su pod y buscó uno de los códigos hexadecimales que identificaban el lote.
Lo apunto con un lápiz en un papel, y lo tapó con la otra mano. Luego arrugó el papel
y lo guardó en el bolsillo de los pantalones. Apagó las luces, dejando únicamente
encendida una tenue lámpara encima del sofá, y se tumbó encima.
Activó la interfaz neural con su holoconsola, y con los dedos manipuló en el aire
algo que solo su cerebro podía ver. Se aseguró de que la interfaz estaba aislada e
introdujo el código mentalmente tras una lectura a hurtadillas del papel arrugado que
había vuelto a sacar. Cuando el código funcionó, hizo una bolita con el papel y se la
tragó. La consola tardó varios segundos en descifrar el mensaje y todo su contenido.
Cuando lo abrió y leyó los detalles, sonrió. Aquel era un encargo que tocaba algo
familiar y conocido. Sería mucho más fácil así. Hizo unas consultas para averiguar
quién estaba detrás del encargo. No fue nada difícil para alguien con sus contactos y
su experiencia: Damyo, una de las cinco grandes corporaciones que dominaban el
planeta. Pagaban bien y jamás jugaban con las condiciones de rescisión del contrato.
Si algo había llevado a las grandes metacorporaciones a donde estaban era su
escrupulosidad a la hora de respetar los tratos comerciales. Aunque fueran a través de
terceros.
Al hacer un gesto, los datos se derritieron delante de su pupila, desapareciendo de
su cerebro a la vez que se sobrescribía la memoria de su consola. Si el resultado de su
investigación diera fruto, demostrando la veracidad de aquella información, sería una
bomba. Solo tendría que confirmar a la subsidiaria de Damyo que aceptaba el
encargo. En su propio cerebro estaba lo único que necesitaba conocer para empezar
su trabajo. Y sabía dónde encontrarlo. Firmó digitalmente con su nombre: Andelain
Dauvin. Oficialmente, el trabajo ya era suyo.

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CAPÍTULO 5
Alanna

G RIMM NO SABÍA EXACTAMENTE QUÉ día tocaba su martirio, pero había contado la
sucesión de noches y días y estaba seguro de que ocurría cada siete vigilias.
Usando varias piedras pequeñas y colocándolas de diferente manera, contaba las
fases de la luna y los días de la semana, aunque tardó años en pensar en hacerlo, de
forma que nunca supo con exactitud el tiempo total que llevaba en el pozo; sin
embargo, conocía muy bien el día preciso en que su amo tiraba la escala y lo subía
para torturarlo hasta el borde de la muerte.
Sin embargo, aquel día, el viejo faltó a la cita, y eso lo inquietó. En su vida solo
existía la certeza de la inminente tortura. Si su amo no volvía a por él, moriría de
hambre, solo y abandonado en el pozo. Los primeros años había intentado todo para
salir de él, pero las paredes de piedra estaban lisas y húmedas y nunca pudo escalar
los muchos metros que lo separaban de la superficie. Aunque lo intentó durante
meses y eso contribuyó a fortalecer su delgado cuerpo adolescente.
Esperó.
Pasaron días hasta que el viejo amo volvió a dar señales de vida. Lo despertó su
voz desde lo alto del pozo. Pocas veces la había oído, y tan solo para darle órdenes
secas.
—Chico, ¿estás bien? —preguntó el viejo.
—Sí —contestó Grimm.
Su propia voz sonaba extraña. Rara vez hablaba; de pequeño lo hacía consigo
mismo y los niños se burlaban de él y lo llamaban loco. Al principio de su encierro en
el pozo lo hacía sin poder evitarlo, pero con el tiempo, su conversación dejó de tener
sentido, ya que no había posibles respuestas, ni nuevas preguntas. Se limitó a
escuchar el sonido del viento entrando en el pozo y los pocos murmullos de la ciudad
que se colaban bajo la tierra. El olor del pan lo despertaba por las mañanas. Cuando
el viejo lo sacaba del pozo, su vista tardaba en acostumbrarse a la luz, y sus sentidos
se sobrecargaban: ladridos, olor a excrementos de caballo, la luz de las lámparas de
aceite, las velas en la mesa del maestro Darío…
No siempre encontraba lo mismo y aquel era el único momento en el que Grimm
podía observar algo diferente, así que memorizaba todo lo que veía y lo diseccionaba
mentalmente durante el resto de la semana en su prisión subterránea. Así averiguó
cómo su maestro disponía de aquellas botellitas vacías de cristal, que clasificaba en
un viejo aparador de madera oscurecida por el paso del tiempo. Casi todas las botellas
contenían niebla negra, aunque también existían algunas con un líquido brumoso de
otros colores: ámbar, rojo y verde. Las pequeñas botellas negras de cristal eran todas

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iguales, el mismo tipo de frasco, mientras que las de otros colores eran más pequeñas
y de formas más bonitas. En la gran habitación del viejo, la única que conocía
Grimm, había una estantería con varios libros de gruesos tomos. Apenas recordaba
cómo se leía. Pero las horas muertas obraban milagros. Una y otra vez repasaba los
títulos de aquellos libros en su memoria. Para él no significaban nada, pero no
olvidaba aquellas palabras: Sortilegios de poder, Conjuros de retención, Poderes del
dolor, Transferencia de poder. Había más, pero en caracteres ilegibles para él, otros
idiomas.
Había muchos otros objetos en la habitación, pero cada vez que subía a la sala
cambiaban de lugar; algunos desaparecían y otros nuevos los reemplazaban. Lo único
familiar que permanecía en el mismo sitio eran las cortinas brillantes, el aparador
lleno de frasquitos de color, la estantería con los libros y la gran mesa de madera
llena de trastos. Aquellos objetos también se apilaban en el suelo, en cajas, cestas y
todo tipo de contenedores. Los de gran tamaño estaban colocados en el suelo, unos
encima de otros. Grimm nunca tuvo un favorito, porque al cabo del tiempo todos
desaparecían. Podían tardar semanas o meses, pero siempre cambiaban de lugar.
Por eso, cuando entró en la sala, supo que algo estaba pasando. El viejo nunca lo
sacó del pozo a plena luz del día. Subió con algo de miedo. Muchas veces se había
preguntado cómo sería su último momento. El día que el viejo decidiera terminar con
él. Porque sabía que aquel día llegaría tarde o temprano, había dedicado años a pensar
sobre ello. Aquella cárcel subterránea estaba hecha para un niño, y él ya apenas cabía
en el hueco. La luz del sol le impedía abrir los ojos, una luz que lo cegaba casi por
completo, y tuvo que sujetarse de la mano del maestro hasta llegar a la habitación,
que afortunadamente se mantenía a oscuras, tal como la recordaba. Pero, esta vez,
todo estaba cambiado. Todos los objetos habían desaparecido y la alacena estaba
vacía de botes de cristal. Cuando sus ojos se acostumbraron de nuevo a la falta de luz,
pudo observar con más detalle la cara amoratada del viejo. Tenía varios golpes y un
corte en el labio inferior.
El viejo comenzó su liturgia habitual; puso el hatillo de tela negra sobre la mesa y
sujetó a Grimm a la silla. Estaba terminando de atarle el brazo izquierdo cuando una
voz de mujer, desde fuera de la estancia, interrumpió la labor de su amo.
—¿Hola? ¿Hay alguien? —preguntó la voz.
El maestro gruñó algo sobre las cortinas y con un gesto airado, salió de la
habitación. Por unos instantes, un rayo de luz cegador atravesó la cortina, y Grimm
sintió un fogonazo de dolor en las pupilas. Acostumbrado a no gritar, cerró los ojos
con fuerza y soportó el dolor, tal como había aprendido a hacer durante años. En su
mente, apagada a todos los estímulos, la conversación que tenía lugar en el exterior
no tenía sentido. Tampoco aquellas palabras extrañas en boca de aquella mujer.
—Cađał, cađał, gus a 'għeałacħ a đħùsgađħ ŧħu łe guŧħ biŋŋ aice.
En una lenta letanía, se sucedieron tres veces. Al terminar, un sonido sordo y
pesado retumbó hasta la sala donde esperaba Grimm sentado en la silla, atado solo

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por los pies y el brazo derecho. Ante él podía observar los instrumentos de tortura
que tan bien conocía, especialmente la cortante navaja de afeitar, cuya hoja era ya
casi inexistente de tanto afilarla. Pasaron unos segundos hasta que la cortina se
descorrió de nuevo. Instintivamente cerró los ojos, pero no pudo evitar el restallido de
dolor momentáneo al recibir toda aquella luz, aunque fueran unos fugaces instantes.
—Vaya, vaya, vaya. Tal como imaginaba. Cumħacħđ sòŋraicħŧe —dijo la mujer
al entrar en la sala.
Grimm solo podía oír su voz, pues tenía los ojos cerrados con fuerza. Un olor a
madera, tierra húmeda y humo le vino a la mente casi con la misma intensidad que el
tono de la voz, el de una mujer madura, fuerte y segura de sí misma. No supo qué
decir.
—¿Quieres quedarte con tu maestro o prefieres venir conmigo?
Grimm no se movió. Parpadeó un par de veces hasta poder ver a la mujer,
entrecerrando sus doloridos ojos. Ella, paciente, lo observaba con curiosidad. Le
pareció ver a una mujer de mediana edad, cabello moreno, muy alta y delgada. El
pelo le caía recogido en una coleta sobre uno de los hombros. Sus ojos claros lo
atravesaban sin miramientos; cada ojo era de un color. Su rostro no se inmutó cuando
repitió por segunda vez el ofrecimiento:
—¿Quieres quedarte con tu maestro o prefieres venir conmigo?
—Soy Grimm.
—Yo soy Alanna. Puedo sacarte de aquí, chico. ¿Quieres venir conmigo?
—Sí —contestó, mirando por última vez la navaja de afeitar.

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CAPÍTULO 6
Nuevos amos

P ARA GRIMM SUCEDIÓ TODO MUY rápido. Dejaron el cuerpo inconsciente de su


antiguo amo en la tienda, y Alanna le pidió ayuda para encontrar todas las
pequeñas botellas de colores que hubiera escondidas en la sala. Grimm le dijo todo lo
que sabía, que resultó de poca ayuda. No quiso saber si su amo estaba muerto, así que
no hizo preguntas. No le importaba. Cuando escuchó sus desagradables ronquidos
supo que solo estaba dormido.
Alanna revolvió toda la trastienda —la habitación que Grimm conocía— y
también la parte frontal de la tienda. El chico tardó casi una hora en acostumbrarse a
la luz, y aun así no enfocaba la vista del todo bien, de modo que no pudo ser de
mucha ayuda. Cargó con los objetos que Alanna le dio y los metió en varios sacos de
lona. Cuando atravesaron la puerta de la tienda, no estaba preparado para enfrentarse
al mundo. Decenas de personas cruzaban la calle, ajenos a ellos. El sol, en lo alto del
cielo, le calentaba la piel de forma molesta e insidiosa. Una bofetada de fuertes olores
lo agredió nada más salir. Barro, caballos, orines de perro y comida de infinitos
aromas que hicieron que la boca se le hiciera agua inmediatamente. Los sonidos que
le llegaron del mundo exterior también le aturdieron. Voces. Relinchos. Risas y
conversaciones tan rápidas que no podía seguirlas. Cuando logró enfocar la mirada,
Alanna estaba cerca de él, observándolo. Lo tomó del brazo con suavidad y lo guio
por las calles. Embobado, absorbía todo lo que había a su alrededor. Hombres,
animales, pájaros. Estaba en una ciudad; los edificios de piedra, de dos y tres pisos,
atestaban una calle jalonada por árboles y aceras. Algunas personas caminaban, otras
iban a caballo y otras flotaban por el aire. Los pájaros hablaban con las personas, y
estas les respondían. Y nadie agredía a nadie. El sonido de las risas y las miradas de
curiosidad de la gente lo hicieron llorar sin saber qué estaba pasando.
Alanna lo llevó hasta una calle secundaria donde aguardaba su caballo, un animal
de crines amarillas y pelo blanco. Grimm nunca había visto una criatura tan hermosa.
Quiso decirlo con palabras, pero su cuerpo actuaba movido por el instinto y su mente
estaba demasiado ocupada procesando el entorno. El animal giró la cabeza y sus
enormes ojos azules lo observaron, como si supieran lo que estaba pensando. Siguió
un impulso repentino que le urgió a acariciar a aquel animal con la mano, y en las
yemas de los dedos sintió algo diferente, algo para lo que no tenía nombre. Algo que
le recordaba sus sueños.
La mujer lo trató amablemente y en ningún momento sintió hostilidad por parte
de ella. Le habló despacio y se tomó su tiempo para observarlo con irreprimible
curiosidad. Cuando le sonreía, él no sabía qué hacer, así que bajaba la vista. Los pies

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de la mujer le fascinaron por su pequeña perfección. Las uñas, pintadas con pequeñas
flores de colores, sobresalían de las sandalias de cuero. Siguiendo sus instrucciones,
colocó los sacos en un pequeño caballo atado al lado del alazán. Ella montó con una
agilidad pasmosa al grande y le dio la mano para ayudarlo a subir. El caballo, que no
estaba atado, echó a caminar por la calle principal, y Grimm pudo ver con detalle la
ciudad donde había vivido. Había pasado cinco años entre aquellas calles sin que
nadie supiera de su existencia, ni él la del mundo que lo rodeaba. Al poco tiempo, la
ciudad se fue dispersando, y los edificios dejaron de ser impresionantes y hermosos
para convertirse en pequeños y anodinos. El campo dio paso a la ciudad, y
finalmente, el bosque y las colinas reemplazaron a la bulliciosa civilización.

El viaje hasta la torre de Alanna fue largo, y Grimm no sabía montar a caballo. Al
principio, Alanna lo llevó en la grupa de su hermoso corcel blanco, pero en cuanto
pudo, le enseñó cómo montar sin caerse en la yegua que los acompañaba. Aprendió
que dirigirse al animal por su nombre era importante. Se llamaba Näim. Siempre que
la tratara con respeto, obedecería sus órdenes sin que tuviera que articularlas siquiera,
pues los caballos escuchaban la mente de sus amos. No hacía falta hacerles daño para
que obedecieran. No eran bestias.
Grimm se preguntó qué significaba bestia. Habían pasado ya nueve días desde la
última sesión de tortura con su amo y sentía que algo ardía en su interior. El sol dejó
de picarle en la piel, y antes de que la noche cayera, llegaron a un bosque de pinos. El
olor intenso y fresco llegó a las fosas nasales de Grimm mucho antes de que los
árboles estuvieran a la vista. Se internaron en él siguiendo un sendero imperceptible
para el muchacho. Antes de que Alanna dijera nada, Grimm supo que existía un río
cercano. Podía oír el sonido del agua y sentir la humedad en la piel. Incluso rodeado
de sonidos de animales y olores de todo tipo, Grimm estaba cada vez más despierto.
—Tengo sed —dijo por primera vez.
—Hay un río un poco más adelante —contestó Alanna.
—Lo sé —replicó sin más.
En los ojos de la mujer asomaba un brillo que Grimm no supo interpretar.
Llegaron al río y detuvieron los caballos. Alanna miró alrededor y se cercioró de
que no hubiese nadie acechando. Bajó del caballo e invitó al muchacho a hacer lo
mismo. Bebió del agua del río, esperando que él la imitara. Cuando saciaron la sed,
Grimm se enfrentó a la mirada de la mujer. De nuevo no supo qué decir.
—Deberías asearte. Tus andrajos están destrozados y apestas. Te conseguiré unas
ropas nuevas, pero primero lávate —dijo ella.
Grimm asintió con la cabeza.
La mujer le dio un trapo seco para que se frotara y un frasco con un líquido que
olía bien, y le pidió que se lo echara por el cuerpo, lo frotara y después lo aclarara
con agua. Grimm así lo hizo, desprendiéndose primero de sus ropas. En su inocencia,

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no se percató de la manera en que ella contemplaba su joven cuerpo desnudo. Sin
embargo, se mantuvo a distancia todo el rato, contando cada una de las cicatrices de
la piel del muchacho. Aquel cuerpo parecía un mapa grabado por un demente.
Cuando el chico terminó, la mujer se acercó a las ropas sucias que había dejado en la
orilla. Sin tocarlas, movió las manos con gestos rápidos y complejos, pronunciando
unas palabras cuyo sonido musical le resultó vagamente similar al que ya había oído
en boca de su maestro: «Łorg carboiŋ głaŋ beaŧħa agus ŧħa reborŋ ŋas bòiđħcħe».
Los harapos de color marrón, acartonados y rotos por cientos de sitios, pronto se
transformaron en una fina camisa blanca con ribetes y unos pantalones cortos de
color azul claro. Todavía en el agua, Grimm parpadeó perplejo ante aquella
demostración de magia; la primera, pero no la última que vería en su vida. Se
preguntó si aquella mujer sería una bruja, como su madre.
Alanna le pidió que volviera a la orilla y se secara. Le entregó una toalla que sacó
de sus alforjas y le indicó con paciencia que se pusiera la ropa nueva. Grimm
obedeció, bajo la atenta mirada de la mujer.
Volvieron al camino tras aquel fugaz descanso, pero pronto se hizo de noche. Tras
buscar un sitio adecuado, Alanna hizo parar a Grimm, que, obediente, descargó los
sacos de su caballo y después, siguiendo las indicaciones de la mujer, hizo lo propio
con las sillas de montar. Los animales no se fueron muy lejos, pero les dejaron
espacio. La mujer colocó en el suelo una fina esterilla de fibras vegetales y, sobre
esta, una manta mullida. Buscó entre sus pertenencias una bolsa y sacó algunas
viandas. Le indicó con un gesto a Grimm que se sentara a su lado y no dejó de
observarlo. Al final rompió el silencio:
—Hablas poco. Eso me gusta. Imagino que tendrás hambre.
Grimm asintió levemente con la cabeza.
—Coge de lo que tengo, y si te quedas con hambre, dímelo y conjuraré algo más
de comida.
Grimm volvió a asentir y empezó a comer.
Debía de ser una bruja, una bruja poderosa, pero no sabía si preguntárselo sería
inteligente.
—¿Cuánto tiempo estuviste con el viejo? —preguntó ella. Su manera de mirarlo
era la de alguien que no tenía prisa.
—No lo sé —respondió, pensando en lo que significaba aquello. «¿Cuantos años
tengo?», se preguntó a sí mismo.
—Pobre —musitó la mujer. Grimm no entendió a qué se refería y siguió
comiendo.
Con la tripa llena y el cuerpo descansado, no pudo evitar lanzar la pregunta que
llevaba horas rondándole la cabeza.
—¿Eres una bruja?
La mujer rio escandalosamente un buen rato y finalmente respondió:

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—Depende de lo que entiendas por bruja. Supongo que te refieres a que si sé
hacer magia, ¿no?
—Sí —confirmó Grimm. Miró a su alrededor y solo vio siluetas oscuras de
árboles y las dos lunas de Grub y la luna de Taal, azulada, tal como la veía desde su
pozo.
—En Brin todos podemos hacer magia. Tú también, ¿no lo sabías?
Grimm callaba sin ser consciente de ello, ya que durante años se había
acostumbrado a no existir más que dentro de su cabeza. Tuvo que ser la insistente
mirada de Alanna la que hizo que contestara.
—No sé nada.
—No importa. Yo te enseñaré, pero ahora vamos a dormir. Tú aquí —dijo
señalando el suelo, a unos metros de su manta.
Grimm obedeció, no sin antes recoger la bolsa de comida, estirar de nuevo la
manta de su nueva ama y, con una manta vieja, improvisar un lecho.
Aquella fue la primera noche que Grimm pasó al raso. El cielo plagado de
estrellas y el sonido del bosque, lleno de animales, eran como un libro abierto ante él.
Maravillado por todo aquello, no supo cuándo se quedó dormido.

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CAPÍTULO 7
Vida en espera

L A RECEPCIÓN DE ACERO, CRISTAL y cemento era suficiente aviso para cualquiera que
no supiera dónde se estaba metiendo. El nombre del lugar resultaba innecesario;
ese tipo de instalaciones debería tener solo un número de serie. Las residencias de
juego siempre le dieron escalofríos. Aquellos edificios estaban repletos de seres
humanos que entraban pero que nunca salían. La ceniza resultante de incinerar sus
cuerpos se tiraba por el desagüe. Resultaba más barato y cómodo. No se engañaba,
sabía que ella, algún día, también terminaría en un lugar como aquel. Una torre
gigantesca bajo tierra, como un aparcamiento de larga permanencia para seres
humanos que ya no quieren seguir siéndolo en la realidad. No hacían falta pintura, ni
muebles, ni ventanas, ni cuartos de baño. Las habitaciones eran apenas un nicho de
dos metros cúbicos donde el cuerpo de cada residente yacía conectado a la red,
inconsciente en el mundo físico pero lleno de vitalidad en otro mundo.
Frank seguía siendo alguien especial para ella. Lo conoció en la red, y cuando
investigó algo más sobre aquel personaje mítico, lo que averiguó le sirvió para
aprender algo más sobre el ser humano. Una historia triste, pero que mostraba que
más allá del dolor y la pérdida siempre existe la posibilidad de la esperanza. Un
accidente deportivo dejó postrado a Frank hacía ya muchos años. Tantos, que su
cuerpo casi ya no recordaba lo que significaba sentir. Pero todavía tenía esa
capacidad, y Andelain se lo recordaba una vez al mes.
Cuando Frank despertó, tardó una eternidad en abrir los ojos y enfocar a la mujer
que lo observaba, de pie. Dentro de la residencia no existían sillas ni mobiliario
alguno. No era habitual recibir visitas, y el androide que se encargaba de atenderlas
estaba programado tan solo para indicar el camino y avisar al residente de que tenía
una. No había cordialidad ni empatía en su programación. No era necesario. La
mayoría de las veces, las visitas eran de agentes judiciales que acudían en persona al
no encontrar otra manera de comunicar una orden oficial.
Frank no podía hablar. Pero no hacía falta. Andelain acarició su rostro y sonrió
cuando él parpadeó. Aquella cabeza rapada, blanca y sin cejas podía ser la de
cualquiera. Por el código tatuado en la frente, pensado para lecturas digitales,
tampoco podía saber si ese ser era Frank o no, pero aquella serenidad en la mirada
solo podía pertenecer a un individuo por el que tenía mucho respeto.
Y Andelain sentía respeto por muy pocas personas, hombres o mujeres.
Como otras veces, leyó en voz alta algunos poemas en francés. Frank decía que
siempre le había gustado cómo sonaban en los labios de una mujer enfadada. Leyó
una traducción de Lorca y se concentró en no hacerlo demasiado deprisa.

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Cuando terminó, besó su fría frente y le susurró lo mismo que le había dicho
cientos de veces:
—Te veo al otro lado.

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CAPÍTULO 8
Una bolsa de monedas

G RIMM SOÑABA CADA NOCHE, Y todas las noches se repetía la misma escena. Luces
de colores como líneas quebradizas que se cruzaban en rápida sucesión sobre un
fondo negro. Unas más gruesas que otras, algunas se partían y cambiaban ligeramente
de dirección. En sus sueños solo había un rumor de fondo, como el agua de un arroyo
fluyendo a varias velocidades. Todas las mañanas se despertaba con la sensación de
un aroma en su interior, entre su lengua y su nariz; un olor que no podía descifrar,
pero que lo acercaba a la infancia, a su madre. Aquella sensación a veces duraba unos
segundos y en otras ocasiones se desvanecía casi al instante.
Ese día lo despertó el roce del viento en su rostro. El bosque y los animales que
vivían en él bullían, y sus sonidos lo animaron aún más. Terminó de abrir los ojos y
escuchó el rumor de las ramas de los árboles mecerse bajo la fresca brisa; era la
primera vez que sentía algo así y no tenía palabras para describirlo. Su cuerpo
reaccionaba por él, y las emociones se revolvían en su interior sin que pudiera
articularlas en conceptos. Los pájaros, alegres, cantaban y brincaban de rama en
rama. La luz del amanecer inundaba de vida la foresta al pasar entre los troncos de los
árboles. En lo alto, las nubes desplegaban sus masas esponjosas con parsimonia. Cada
movimiento funcionaba de manera independiente de los demás, como un baile
desordenado pero armonioso. Grimm disfrutaba de cada sensación tras su primera
noche a cielo abierto.
Giró la cabeza a la izquierda y se sorprendió al ver a Alanna observándolo en
silencio. Hasta aquel momento, Grimm no había reparado en que había algo en su
mirada. Su pelo, largo y enredado, ocultaba la mitad de su rostro y era igual de negro
que sus ropas, por lo que su figura difusa solo dejaba entrever un rostro de piel pálida
y perfecta. Ahora, ese rostro estaba concentrado en observarlo con sus enormes ojos.
Uno azul, frío y terrible. Otro marrón, cálido y lleno de vida. Tenía las cejas finas y
puntiagudas. Parpadeó y, tras un rato, su rostro se transformó en una sonrisa perezosa.
—¿Has dormido bien? —preguntó con voz seca.
—Sí —dijo Grimm; se incorporó sobre los codos sin poder dejar de fijar la vista
en aquellos ojos de colores dispares.
—Es hora de ponerse en camino —dijo Alanna, levantándose sin más.
Grimm la imitó y se incorporó.
—¿Adónde vamos?
—A tu nuevo hogar. A mi casa. No está muy lejos de aquí, llegaremos al final del
día.

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Grimm no supo qué más decir. Tampoco Alanna quiso añadir nada. Recogieron
las mantas del suelo y tomaron un frugal desayuno compuesto principalmente de
queso, pan duro y algunos frutos secos. Grimm comía poco. Bebieron agua fresca del
río. El agua le supo diferente al agua del pozo donde había estado encerrado tantos
años.
La mujer subió al caballo de un salto ágil y observó cómo trataba de imitarla
Grimm. Torpe e inexperto, lo intentó varias veces sin conseguirlo. Alanna no se
impacientó y esperó a que consiguiera subir al animal. Cuando por fin lo logró, la
mujer hizo girar a su montura e inició el camino. El caballo de Grimm siguió al otro y
la monótona marcha comenzó.
Tras abandonar el bosque, llegaron a unas colinas verdes ribeteadas de colores.
Fragantes flores jalonaban el paisaje de amarillos, rojos, blancos y azules. Olores
nuevos y desconocidos para Grimm, quien los percibía por primera vez en su vida. El
viaje por aquellos caminos sirvió para que descubriera el verdadero uso de los
sentidos que se habían embotado durante años. Dejaron atrás los frondosos bosques,
las praderas de colores y otras maravillas como lagunas, prados repletos de ganado y
cañones azules de tamaños colosales. Aunque hicieron varias pausas para descansar,
apenas intercambiaron palabra. Pasaban varias horas del mediodía cuando llegaron a
un cruce de caminos; allí los esperaban cuatro hombres en mitad del paso.
Antes de que pudieran ver sus rostros con detalle, uno de ellos desenvainó la
espada y se plantó en mitad del camino. Los otros dos hombres, a unos metros detrás
de él, clavaron varias flechas en el suelo, prepararon una en sus arcos y los apuntaron.
El otro hombre, sin armas a la vista, esperaba al lado de los arqueros.
—Alto ahí —gritó el espadachín.
Alana no pareció preocuparse, aunque hizo detenerse a su caballo. Grimm
examinó los rostros de aquellos hombres. En ellos lucían cicatrices que cortaban sus
cejas y dejaban marcas en sus barbas. El espadachín tenía un ojo blanco, ciego por un
corte que le atravesaba verticalmente la mitad de la cara. La cicatriz se extendía a su
cuero cabelludo. Tenía una sonrisa lobuna.
—Danos todo lo que tengas de valor, mujer. Evitemos un problema mayor.
—De acuerdo —dijo Alanna. Rebuscó en el saco que llevaba a un lado del
caballo y le tiró una bolsa que, por el sonido que hizo al aterrizar en las manos del
hombre, debía de contener monedas. Este echó un vistazo al interior y no pareció
entusiasmado.
—Eh, chico. ¿Tú que llevas? —preguntó.
El espadachín se fijó por primera vez en Grimm. Algo no le cuadró porque silbó
dos veces y dio un paso atrás, guardando la bolsa. Una flecha pasó rozando la cabeza
de Grimm, que parpadeó sorprendido.
—No me gusta. Erdin, ¿qué diablos le pasa a este tipo? ¡No me gusta! —preguntó
el espadachín, que entornaba los ojos sin perder de vista a Alanna.
—No lo sé —respondió el hombre desarmado al lado de los arqueros.

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Alanna, hizo un movimiento que solo vio Grimm. Su mano derecha soltó las
riendas con cuidado y los dedos empezaron a bailar sin música.
—¡Es un gancanagh! —gritó de nuevo el mismo hombre desarmado, que
comenzó a mover las manos y a murmurar unas palabras inaudibles.
—Mierda, ¡disparad a la bruja! —gritó el espadachín a la vez que avanzaba a
grandes pasos hacia ellos con la espada en alto.
Alanna gritó varias palabras que Grimm no pudo oír bien. Sus manos se movieron
tan rápido que parecían invisibles. El aire alrededor de ellos se espesó y, de pronto, el
mundo entero enmudeció. Grimm sintió una presión en los oídos que hizo que le
pitaran durante unos instantes. Todo pareció suceder muy despacio. El hombre de la
espada salió despedido hacia atrás. Pataleaba y se retorcía flotando en el aire, en
silencio absoluto. Las flechas que habían lanzado los dos arqueros redujeron su
velocidad de manera progresiva hasta que finalmente retrocedieron, como si
rebotaran, y salieron despedidas en direcciones inofensivas. De las manos del hombre
que había hablado por última vez salía una bruma azulada que se dirigía hacia ellos
como una pequeña neblina, pero se hizo jirones presa de una ráfaga de viento cálido
que vino desde sus espaldas.
Ahora sí podía oír la voz de Alanna, alta y clara, mientras esta gesticulaba
complicados movimientos con los dedos de ambas manos, que bailaban con la
sonoridad extraña de aquellas palabras, complejas y ricas en matices.
—¡Ȧ 'ŧoirŧ beaŧħa ŧruagħ seo agus łosgađħ aŋŋ aŋ ifriŋŋ!
Al instante, de sus manos surgió una neblina roja, y dentro de ella, una oscuridad
creciente hizo que la luz del día retrocediera a su alrededor. Los colores
desaparecieron y todo a su alrededor se tornó gris y frío. El hombre sin armas hacía
gestos con las manos, pero no parecía ocurrir nada. Dentro de la oscuridad, un brillo
ambarino fluctuante, líquido, se fue compactando cada vez más, hasta que brotó con
fuerza una llamarada que alcanzó al hombre y lo inflamó al instante. Ardió
rápidamente entre alaridos mudos. Los otros hombres huyeron despavoridos.
Poco a poco, el sonido volvió a los oídos de Grimm.
Alanna no se giró siquiera para ver que el chico estaba bien, sino que continuó su
camino. Al pasar al lado de lo poco que quedaba de aquel hombre, Grimm observó
que el cuerpo, derretido y carbonizado en parte, todavía movía la mano derecha con
tics incontrolados. Los dedos índice y pulgar intentaban encontrarse sin éxito.
Continuaron el camino durante horas, aunque Grimm no dejaba de revivir una y
otra vez la batalla en su cabeza. Alanna se giró un par de veces para observarlo, pero
no dijo palabra.

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CAPÍTULO 9
Veterra

V ETERRA ERA UNA PEQUEÑA POBLACIÓN costera. Un precioso pueblecito de casas


blancas, rojas y azules que estaba resguardado en una enorme bahía natural. En el
puerto, decenas de barcos de vela agitaban sus delgados mástiles al ritmo pausado del
mar, que se filtraba en los sentidos de Grimm como ninguna otra sensación a lo largo
del camino.
El sol se había puesto apenas una hora antes de su llegada, pero una luz azulada
permitía todavía contemplar la actividad humana en Veterra. Hombres que encendían
las luces dentro de sus casas. Globos de luz ambarina poblaban las calles, sujetos con
pequeños cordeles para evitar que ascendieran flotando hacia el cielo. Pájaros blancos
que saltaban de una casa a otra. Y en el mar, de vez en cuando brincaban pequeños
peces brillantes que dejaban fogonazos de luz al sumergirse de nuevo en el agua.
Se internaron en las pequeñas callejuelas, todavía montados a caballo, y el sonido
de los cascos de los animales contra los adoquines, rítmico y contundente, hizo que
Grimm saliera de la contemplación pasiva en la que venía inmerso desde el comienzo
del viaje. Cada paso que daba era una explosión de cosas nuevas para él. Había
experimentado y aprendido más en dos días que en toda su corta vida; sin embargo,
estaba tan excitado que aún quería más.
Una gran puerta se abrió ante ellos y pasaron bajo el enorme arco que sostenía
una gran casa antigua. La fachada mostraba con orgullo algunas de las vigas de
madera que formaban parte de su esqueleto. Tras el arco se abría un hermoso patio de
piedra, con pequeños árboles y parras trepadoras. Hacía fresco y el aire era húmedo.
Alanna bajó de un salto y se dirigió a Grimm.
—Hemos llegado. Bienvenido a mi casa. Ven, te enseñaré dónde vas a vivir.
Aunque no sonrió, en su voz había cierta alegría. Dejaron los caballos al cuidado
de un hombre que saludó a Alanna y miró con curiosidad al chico. Alanna tomó de la
mano a Grimm, que entró en el caserón tras ella.
El centro de la casa estaba formado por un enorme salón. Una ancha escalera de
madera subía al piso superior. Tras el salón se abría un amplio balcón que daba a la
calle. Voces apagadas subían desde la calle, ayudadas por una ligera brisa. En los
lados del salón se alzaban varias estanterías repletas de libros. Sobre unas pieles
había cojines de diferentes tipos, y en una pared, una gran chimenea, ahora apagada y
vacía.
La mujer no dejó al chico observar tranquilamente nada de aquello. Dejó caer al
suelo todo lo que había cogido del caballo y, por primera vez desde la noche en que
durmieron al raso, lo miró de cerca. Sus ojos no habían cambiado, pero tenía algo

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más de color en las mejillas. Grimm sintió su aliento sobre la piel y como se clavaban
expectantes aquellos desconcertantes ojos, hasta que ella le hizo una seña inequívoca
para que la siguiera sin preguntar.
Alanna lo guio a través de una puerta. Bajaron unas escaleras de piedra en
semipenumbra, hasta que alzó el dedo y pronunció una única palabra:
—Sgòŧħaŋ.
Una luz suave iluminó la sala. Bajo ellos se abría una estancia enorme con dos
ventanas gigantescas que daban a un pequeño jardín. Fuera ya empezaba a ser de
noche, y la luz de una enorme luna se filtraba juguetona a través del vidrio. Una
pequeña piscina de agua límpida, bordeada de madera pulida y oscura, gobernaba el
centro de la estancia. Alanna hizo un gesto con las manos y la luz la acompañó,
encendiendo decenas de velas que había repartidas por la sala.
Hacía calor en aquel lugar. Alanna continuó andando hasta la piscina y fue
quitándose la ropa a cada paso que daba. Primero las botas altas de piel negra que
llevaba bajo aquel larguísimo vestido que solo dejaba ver sus manos. A continuación
le pidió ayuda al chico para desabotonar la interminable ristra de corchetes. Grimm
dudó, pero se acercó y empezó a soltar uno a uno los enganches. Debajo, se encontró
una piel blanca y limpia de cualquier imperfección. Alanna se arrancó suavemente el
vestido, como si mudara de piel y bajo aquel manto oscuro y pesado viviera una
criatura de luz. Todavía de espaldas, sacó los delgados brazos y dejó caer la ropa al
suelo. No llevaba nada más. Su cuerpo desnudo era elástico y delgado, de caderas
anchas y una cintura ligeramente estrecha. A Grimm le llamaron la atención los
hoyuelos que tenía a la altura de los riñones y las curvas que fluían por su espalda y
se juntaban de nuevo entre las piernas.
Alanna se giró, y Grimm pudo ver su frágil cuello y el hueco que quedaba entre
sus clavículas. Aquella piel fina y suave de los hombros continuaba hasta unos
grandes pechos, de una redonda perfección, que parecían ingrávidos. Las suaves
curvas que se adivinaban en su vientre eran igual de hipnóticas que las de su espalda
y terminaban de igual manera, entre sus piernas, entre un triángulo de vello negro.
Grimm nunca había visto a una mujer desnuda. Y Alanna era una mujer muy
hermosa, aunque él todavía no sabía lo que significaba aquello. Sin embargo, su
curiosidad lo acosaba saturándolo de sensaciones que buceaban en su interior.
Todavía no tenían nombre ni forma, pero estaban dentro, revoloteando.
—¿Te gusta la magia, Grimm?
Se arrodilló delante de él y empezó a desvestirlo sin prisa. Tenía el rostro alzado
hacia él y sus enormes ojos bebían de los del muchacho. Pronto no quedó ropa alguna
que quitar y Grimm sintió las suaves manos de Alanna sobre su piel. Pasaron varios
minutos, hasta que una sensación predominó sobre las demás. Grimm empezó a
respirar con más intensidad. Alanna comenzó a acariciarle la entrepierna y esa
sensación se incrementó. Grimm notaba que le faltaba el aire y que su miembro se
endurecía. Entrecerró los ojos, dejando que las manos expertas de su nueva ama

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despertaran aquellas sensaciones. Los minutos se retorcieron, pegajosos, y cuando
abrió de nuevo los ojos, Alanna le sonrió y comenzó a hacer con los labios lo que
antes hiciera con la mano.
Grimm volvió a cerrar los ojos, ahogado. Creyó que iba a morir. Sintió algo muy
fuerte dentro de él, algo abrasador. Alanna ahora le agitaba el miembro con su mano
derecha y empezaba a musitar algunas palabras, pero Grimm no podía prestarles
atención. La vista se le emborronaba por instantes y las piernas le temblaban. Sentía
cómo su cuerpo tiritaba y cómo descargas de aquello para lo que no tenía nombre lo
recorrían, hasta que le pareció que algo se partía dentro de él y que el fuego lo
atravesaba mientras brotaba de entre sus piernas. Abrió la boca pero no pudo respirar,
creyó morir. De su boca y sus ojos, una niebla rosácea fluía como humo líquido. El
cuerpo blanco y húmedo de Alanna brillaba y absorbía el denso vapor que brotaba de
Grimm. Alanna le sacudió el miembro durante unos segundos más, hasta que Grimm
gruñó y volvió a respirar. Parpadeó un par de veces y la observó, sintiendo que su
corazón palpitaba salvaje.
—Esto es magia, Grimm.
Lo tomó de la mano y, juntos, se metieron en el agua. Estaba caliente y olía a
flores. Grimm se estremeció cuando el calor acogió su cuerpo. Seguía descubriendo
el mundo y las sensaciones que podía ofrecerle. Apoyados cada uno en un lado de la
piscina, sumergidos hasta la cintura, Grimm esperaba a que su nueva maestra
volviera a hablar.
—El viejo te enseñó el Dolor. Yo te enseñaré algo nuevo. Se llama Placer.
—¿Esto es placer? —preguntó Grimm, confuso. Intuía a qué se refería Alanna
pero no estaba seguro.
—Sí. Tiene muchos nombres. Dame las manos.
Alanna las tomó y, sin prisa, las enjabonó hasta que estuvieron húmedas y
resbaladizas. Se sentó en el borde de la piscina y lo atrajo con cuidado hasta ella.
Ahora estaba casi a dos cabezas por encima de él.
—Cierra los ojos y déjate llevar.
Él cerró los ojos, sin saber a qué se refería. Ella le tomó las manos y las puso
sobre sus caderas. Sin apenas apretar, hizo que se deslizaran sobre su piel, hasta que
Grimm empezó a llevar la iniciativa, descubriendo el cuerpo de la mujer. Primero las
caderas, mullidas y esponjosas. Suaves. Subió por los costados hasta topar con la
redondez de los pechos. Los tomó en sus manos y los recorrió de diferentes maneras.
Sintiendo cada vez más aquello que Alanna llamaba «placer». El placer podía venir
de las yemas de sus dedos y pronto descubrió que también sentía placer al oír los
débiles susurros de ella. Sintió que lo que tenía entre las piernas ya no le colgaba
fláccido, sino que se había endurecido de nuevo. Ella lo sacó de la piscina y empezó a
masajearlo de nuevo. El placer se incrementó en oleadas, sobre todo cuando ella
utilizaba la boca. Sus manos habían descubierto que el cuerpo de ella era una fuente
interminable de curvas y texturas, y lo recorría a la vez que Alanna le proporcionaba

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placer. Le recordó que no abriera los ojos y pronto empezó a cantar una mullida
letanía.
—Ŧħoir đħomħ aŋ ŧłacħđ agus am ŧiłłeađħ gu mo għeaŋ.
Notó que se subía encima de él y que su miembro entraba en el cuerpo de ella.
Percibió el calor y la sensación abrasadora de placer que lo hacía perder durante
algunos segundos el foco en su mirada, convirtiendo todo en luces de colores. Se
concentró en volver a enfocar la vista. Ella lo devoraba con los ojos. Flotaban en una
nube roja, como si el fuego fuera vapor denso que brotaba de sus cuerpos, unidos
entre las piernas. El placer que sentía Grimm le impedía respirar y, cuando lo hacía,
gemía torpemente. Ella subía y bajaba las caderas rítmicamente sobre él hasta que no
pudo más y, con un gemido, sintió que de nuevo moría de placer. El tiempo se paró, y
a cada respiración parecía romperse en jirones agónicos. No había muerto, pero casi.
Sintió que el dolor y el placer se tocaban en algún punto de su interior y durante
algunos segundos se fusionaban en un abrazo violento.
Alanna se tumbó junto a él y se llevó la mano entre las piernas, continuando para
ella sola ese placer durante unos instantes más, entre pequeños gemidos, hasta que
paró. Durante todo ese tiempo estuvo murmurando aquella letanía. Sus cuerpos
seguían exudando una bruma rosácea, dejando grandes charcos de un fluido del
mismo color que corría por la piedra en pequeños canales e iban a parar a un caldero
que los recogía. Alanna por fin dejó de murmurar esas palabras extrañas y pareció
que se dormía plácidamente.
Grimm sintió que los párpados se le cerraban, y cuando se quiso dar cuenta,
estaba dormido.

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CAPÍTULO 10
La fuerza de la magia

A QUELLA NOCHE SOÑÓ ALGO DIFERENTE. Una de las líneas paró su marcha y se
empezó a doblar. Ignoró el resto de líneas de colores en su sueño. Sin embargo,
esa línea permaneció delante de él, serpenteando. De color rojo sangre, en un
momento dado pareció que bailaba para él, sabiendo que nadie más podía verlo. Le
pareció hermosa.
Cuando Grimm despertó, aquella sensación hizo que se sintiera mareado, como si
el suelo a sus pies no fuera real. Como si nada en la habitación fuera real y todo se
compusiera de líneas de colores y la serpiente roja siguiera oscilando, ahora invisible.

Cuando amaneció, Alanna no estaba con él. A pesar de ser muy temprano, no hacía
frío en aquella sala de piedra y agua; tumbado como estaba en el reborde de madera
de la piscina, esta resultaba cálida y hasta cómoda. Cogió sus ropas del suelo y se
vistió de nuevo, pensando en lo que había ocurrido la noche anterior. La piel se le
erizaba al recordarlo. Subió las escaleras de nuevo, evitando hacer ruido. Quería
pasar desapercibido, aunque no sabía la razón exacta. Sentía que todo sería más fácil
si no se convertía en una molestia. No tuvo que buscar mucho; un sirviente lo estaba
esperando en el gran salón. De pie, de cara a la puerta, esperaba a que esta se abriera
para conducir a Grimm al comedor: una sala adyacente al gran salón y con vistas al
mismo jardín que se veía desde los baños del piso inferior. De día parecía más
grande. Rodeado de árboles, no era un jardín, sino un claro en el bosque. No se veían
muros o límites de ningún tipo. El hombre, cortés y amable pero poco hablador, lo
invitó a sentarse en una mesa grande para más de diez personas. Sobre ella, había
todo tipo de manjares dispuestos en platos de loza. Había zumos de al menos cuatro
frutas diferentes, cuyos aromas le invadían las fosas nasales. Carnes, varios tipos de
pan, mermeladas, frutos secos. Grimm jamás había visto tanta comida junta en una
mesa. Tampoco tenía demasiada hambre, pero sí curiosidad por probar todo aquello,
desconocido para él, así que terminó atiborrado y satisfecho. El sirviente que lo
atendió no quiso interrumpirlo y se ocupó amablemente de responder cualquier
consulta relativa al desayuno; pero dada su actitud distante, Grimm no tuvo valor
para preguntarle sobre su propio destino.
Al terminar, observó el comedor con más detenimiento. Había un retrato de
Alanna colgado en la pared frente a él. Con un fondo oscuro, su rostro pálido y sus
ojos azul y marrón destacaban por encima de cualquier otro detalle. Vestía un traje
ceñido que le ocultaba casi toda la piel y se cerraba por encima del cuello. El vestido

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también cubría la mayor parte de sus brazos, dejando solo visibles las manos, con las
uñas pintadas de negro. En el cuadro llevaba los labios negros y los ojos tenían una
línea muy marcada alrededor. Su mirada, penetrante y severa, se parecía mucho a lo
que recodaba de los días anteriores, como si el retrato fuera muy reciente o ella no
hubiera cambiado lo más mínimo. Sin ropa, su cuerpo elástico hablaba por sí solo; en
el retrato y con aquellas vestiduras parecía mucho mayor, pero comparada con su
viejo maestro o el director del orfanato asemejaba ser casi tan joven como él. A
ambos lados del cuadro de Alanna había otras pinturas que representaban animales.
Un caballo blanco con alas que impresionó a Grimm. Un dragón de color rojo y
dorado, un caballo con un cuerno en la frente de color plateado, y el que más lo
impactó: una hermosa muchacha con cola de pez. Su torso desnudo era el de una
mujer, tal como Grimm había descubierto, pero de ombligo para abajo estaba
recubierta de escamas, y en vez de piernas, tenía una larga cola acabada en una aleta.
Lo que más lo fascinó fue el hecho de que de cintura para arriba fuera muy parecida a
Alanna, incluyendo sus ojos, cada uno de un color.
Preguntó al sirviente cómo se llamaba, ya que se sentía incómodo con que alguien
le sirviera y más aún si no conocía su nombre. Resultó llamarse Antón y no le
importó que Grimm lo ayudara a recoger las cosas. En la inmensa cocina había ollas,
cacerolas y alacenas llenas de botes con especias, legumbres, arroz y decenas de
cosas más que no conocía. Grimm no preguntó, y cuando a Antón se le cayó un plato
al suelo y se rompió en mil pedazos, se arrodilló rápidamente a su lado y lo ayudó a
recoger los trozos. Antón no pareció contrariado y, pacientemente, se fue a buscar
algo con que limpiar el estropicio. Grimm, agachado, empezó a buscar los pedazos
más grandes y los cogió con la mano. No quería que Alanna viera aquel desastre. La
recordaba sonriendo en el bosque, cuando se despertó, y también sobre él, desnuda,
con los ojos entornados, casi ocultos tras una maraña de pelo negro.
Al cortarse apenas se dio cuenta, pero cuando vio las gotas de sangre manchar el
blanco de la loza, se llevó el dedo a la boca de forma automática.
—¿Te has cortado? —preguntó Alanna a su espalda.
Grimm no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba ella ahí. Se giró mientras se
levantaba, todavía con los pedazos de loza en la mano.
—Se me cayó el plato, lo siento —dijo sin pensar, mirando las botas de piel negra
de Alanna.
—No pasa nada. Ven, deja eso y hablemos.
Llevaba la misma ropa que la otra noche y su pelo parecía igual de imposible. No
obstante, parecía más relajada por su forma de mirarle, franca y con una leve sonrisa.
Salieron de la casa por una pequeña escalera que había en el gran balcón del comedor
y bajaron al claro del bosque. Un pequeño camino al lado de un arroyo se internaba
en la espesura. Esta vez no iba siguiéndola, si no que ella caminaba a su lado, así que
esperó a que iniciara la conversación.
—Ahora eres mi alumno; lo sabes, ¿verdad?

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—Sí, maestra —respondió sin saber qué más decir.
—Llámame Alanna. Seré tu maestra, pero eres un ser libre. Nadie tiene derecho a
privarte de libertad, ¿entiendes lo que te quiero decir?
—No muy bien —respondió él. Ahora ella parecía diferente, más accesible.
Alanna había olvidado que el muchacho había pasado media vida en un agujero,
sin conversación ni compañía.
—Da igual. Solo quiero que sepas que no eres mi prisionero, eres mi invitado.
Quiso preguntar el motivo, pero no le pareció apropiado.
—Te estarás preguntando por qué, pero no lo haces porque no quieres parecer
desagradecido, ¿verdad?
Grimm se limitó a mirar al suelo sin decir nada.
—¿Sabes lo que pasó ayer?
El chico notó que la piel le picaba y sintió el inicio de una erección. Espantado,
evitó su mirada.
—Ayer dejaste de ser virgen. Una pena, porque los vírgenes tienen mucho valor.
Pero lo que necesito de ti no es tu cuerpo, es otra cosa.
Escuchaba atento. Su cuerpo todavía recordaba el placer que esa mujer le había
hecho sentir, y las sensaciones ahora lo acompañaban cada vez que ponía su mente a
revivir esas escenas. La voz de Alanna lo atrapaba al rememorarlo.
—Hasta ahora solo habías sentido dolor. Eso es lo que el viejo nigromante de
Eworill quería de ti.
—Y tú, ¿qué quieres de mí? —preguntó, sorprendido al oír su propia voz.
—Placer y muchas más cosas que te enseñaré. Pero primero placer. Mucho placer.
Grimm volvió a sentir aquello. Su mente voló e imaginó a Alanna desvistiéndose
ahí mismo y que repetían la escena de la noche pasada.
—Pero no aquí, si lo estás pensando. —Sonrió—. No deseo tu cuerpo, deseo tu
placer.
El chico no entendió lo que estaba diciendo, y ella lo notó. Pararon. Se acercó a él
y le tomó el rostro con las manos. De cerca, sus ojos le parecieron inmensas lunas.
Sus labios húmedos se posaron en los suyos y sintió la punta de la lengua húmeda de
Alanna. Cuando hizo contacto con su propia lengua, un chispazo, una sensación sin
nombre, surgió de sus entrañas. Ella se separó de nuevo y tomó su mano, le cogió el
dedo índice y se lo metió en la boca sin dejar de mirarlo. Fueron apenas unos
segundos, pero una turbia mezcla de sensaciones hicieron que le flojearan las piernas.
Alanna le liberó el dedo y le susurró unas palabras al oído:
—Ȧŋ đa-rìribħ a 'seałłŧaiŋŋ eiłe.
Parpadeó un par de veces porque creyó que algo le había entrado en el ojo. El sol
había cambiado, y todo parecía teñido de color rosa, naranja… No, ámbar. Sobre
ellos flotaba una neblina ambarina. Parpadeó y se frotó los ojos. Aquello debía de ser
real; incluso podía olerla, dulce y pegajosa.

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Ella le tomó de nuevo el dedo y lo volvió a chupar; esta vez, sintió la lengua de
ella jugando con la punta. Sintió de nuevo aquella sensación, fuerte y poderosa. A su
alrededor, el ámbar se tornó rosa y el vapor los rodeó por completo, aislándolos del
exterior. Temiendo ahogarse, aguantó la respiración, hasta que no pudo más e inspiró
aquel denso humo. Olía a algo desconocido, intenso y picante, y le gustaba cómo le
hacía sentir. Cuando ella le devolvió de nuevo su mano y dio un paso atrás, la neblina
comenzó a disiparse.
—Eso es placer. Tu placer y el mío. ¿Lo has visto?
—Sí. Lo he sentido. Una bruma de color rosa, ¿o es ámbar?
—Son cosas diferentes. El rosa es placer, el ámbar… Bueno, ya aprenderás a
diferenciar las emociones primarias.
Grimm asintió.
—Ahora voy a hacerte daño. Quiero que veas una cosa; prometo que luego te
curaré. Sé que no tienes miedo, así que tómatelo como una lección práctica.
Grimm asintió de nuevo, expectante.
Alanna tomó su brazo y con las uñas trazó un surco rojo. Las clavó con saña. Lo
miró y vio que Grimm ni se inmutaba; para él aquello resultaba poco más que una
caricia.
—Me duele hacer esto, pero necesitas entenderlo.
Sacó un pequeño puñal de algún lugar de su vestido, y le hizo varios cortes en el
brazo. Tuvo que hacerle cortes muy profundos, hasta que Grimm empezó a exudar de
las heridas y de la boca una espesa y concentrada niebla negra. Alanna siguió
cortando el brazo de Grimm, que sangraba con profusión. Grimm estaba
acostumbrado a los cortes metódicos y seguros de su viejo amo, los cortes de Alanna
eran imprecisos y le hacían perder más sangre. Pero el dolor seguía siendo el viejo y
conocido dolor. Casi lo había echado de menos y sonrió cuando sintió de nuevo
aquello, aunque ahora, rodeado de la niebla negra, la situación había cambiado.
Aspiró la neblina oscura. Sabía a tierra, a oscuridad. Húmeda y fría, salada, pero
intensa.
—Alanna limpió el puñal ensangrentado en un trozo de musgo y se lo guardó en
el vestido.
El dolor seguía fluyendo de las heridas de Grimm, lo mismo que la sangre.
—Antes déjame que te cure o te desangrarás. Beaŧħa airsoŋ beaŧħa, łeaŋŋaŋ
màŧħair.
Lo repitió varias veces, y en escasos segundos la herida de Grimm desapareció.
La niebla negra se disipó. Entre ellos ya no había nada, aunque alrededor de Alanna
flotaba un pequeño cúmulo de colores. Grimm no se había fijado hasta ese momento,
pero tenía la sensación de que siempre había estado ahí. Estaba vivo y fluctuaba por
sí mismo. Acompañaba todos sus movimientos, y cuando ella hablaba, cambiaba
ligeramente su textura.

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Alanna sonrió y se tornó algo más verde. Cuando lo miró a los ojos, predominó
un tono anaranjado.
—¿Qué es…? —comenzó a preguntar.
—Mi aura.
Grimm asintió, sin entender nada.
—La magia vive en nosotros, Grimm. Lo que ves ahora es gracias al primer
hechizo que hice, cuando te susurré al oído. Te permite ver lo que yo veo, lo que
cualquier mago entrenado ve sin necesidad de magia adicional. La magia nos rodea,
es una fuerza viva que está en todos los seres. Incluso en las plantas y los ríos, aunque
es mucho menos intensa que en los animales y las personas.
Grimm siguió con interés la explicación, sin interrumpirla.
—La energía de la magia son las emociones. El dolor y el placer son las más
básicas. Tú nunca habías sentido un placer como el de ayer, ¿verdad?
—No —confesó Grimm.
—¿Qué recuerdas de tu infancia?
—Poco; primero el internado, y luego el maestro Darío.
Grimm le contó con voz queda su periplo por el internado y como el resto de
niños lo acosaba sin que nadie interviniese para evitar los maltratos. No recordaba
apenas a los adultos en esa fase de su vida, y el número de niños del que se podía
acordar se reducía a media docena. Aunque los nombres y las caras de aquellos
chavales se le escurrían en los recuerdos, no quería exprimirlos demasiado. No había
nada que mereciese la pena ser rescatado de la sombra donde los había dejado. Las
clases en el internado consistían en nombres y números y nunca se había interesado
realmente en aprender, le parecía aburrido y monótono. Su mente estuvo más
interesada en los pájaros del tejado que en los libros, pero al menos había aprendido a
leer.
Recordaba mejor las torturas de maese Darío y la fina y brillante navaja que
usaba para cortarle la piel e infligirle dolor. Alanna no quiso escuchar toda la
sucesión completa de torturas a las que había sido sometido.
—¿Y antes de eso?
Grimm ya no sabía si el recuerdo de su madre era producto de su imaginación,
pero aun así se lo contó.
Cuando lo hizo, Alanna se detuvo y lo miró con seriedad. Su aura vibró
intensamente, y Grimm casi sintió la presión de una fuerza invisible que le oprimía
con suavidad. Pero Alanna no dijo nada, simplemente asintió. Pensativa, continuó
caminando por el bosque hasta llegar a un lugar en el que la luz del sol apenas podía
traspasar el denso follaje de las copas de los árboles. La luz tenía un tono verdoso, y
el frescor del río que los acompañaba se hizo más evidente.
—Bueno, Grimm, ¿sabes ya qué quiero de ti?
—Mi placer, dijiste.
—Sí, pero aún no me has hecho la pregunta correcta.

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—No sé a qué te refieres. Haré lo que me pidas, te debo la vida.
—No quiero tu vida, quiero tu confianza. Tu fidelidad, un compromiso.
—Ya la tienes, Alanna. ¿Qué esperas de mí?, ¿cómo puedo complacerte?
Para Grimm, aquella mujer ya estaba en el centro de su vida. Sus palabras y el
misterio que había tras ella eran aún más poderosos que las sensaciones que había
sentido por primera vez.
—Quiero tu placer y tu dolor. ¿Sabes por qué?
—No, pero los tendrás —Grimm estaba dispuesto a dejarse abrir en canal por
aquella mujer. Ahí mismo. Confiaba en ella. Se arrodilló y esperó.
—Tienes mucho poder, Grimm. Por eso te usaba el viejo, para robártelo. Viste la
esencia guardada en botes negros, ¿verdad?
—Sí —Grimm entendió entonces que los frascos contenían aquel vapor que salía
de él cuando sentía dolor.
—Hay tres niveles de poder, Grimm. Cada nivel tiene una dualidad. Cuando te
conocí, lo único que podías sentir, lo que habías sentido toda tu vida, era el dolor. El
dolor es la emoción más básica, la más primaria junto al placer, que es su dual.
Grimm asintió. Algunas piezas comenzaban a encajar. Alanna siguió hablando.
—Por ello, el poder que generaba tu dolor era mucho más intenso que el de
cualquier otra persona. Darío se hizo muy rico contigo, pero yo no quiero eso.
Grimm no se atrevía a preguntar qué quería ella. Aun así, confiaba ciegamente en
su nueva maestra.
Alanna lo miró y lo hizo levantarse.
—Mañana empezaremos con la magia, pero hoy quiero enseñarte tu primer
conjuro.
Grimm sonrió, aquello le gustaba de veras.
—La magia se basa en cuatro elementos; sin ellos, no funciona. —Grimm estaba
concentrado al máximo—. Poder, concentración, invocación y evocación. Los dos
primeros son naturales, ya los posees. Los otros dos tendrás que aprenderlos. Mira mi
mano derecha.
Sus dedos índice y pulgar se tocaban y el anular se apoyaba sobre el índice de una
forma sutil.
—Copia los movimientos de mi mano derecha y repite estas palabras: mħàŧħair,
ŧħoir đħomħ sołas ŋa geałaicħ.
De su mano brotó una luz tenue que iluminó todo alrededor.
Grimm lo intentó y no logró nada. Ella le corrigió la posición de los dedos y le
indicó cómo debía pronunciar las palabras. El acento correcto requería práctica y era
esencial, el sonido tenía que ser perfecto. La postura de los dedos, idéntica. No cabía
espacio para el error. Tras la primera hora de continuas correcciones, Alanna parecía
inquieta, contrariada de algún modo. Se separó de Grimm y le dijo que debía
ausentarse durante un tiempo. Él podía volver a la casa siguiendo el camino del río
cuando quisiera. Antón y el resto del personal de la casa estaban a su disposición,

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pero no debía salir de allí todavía. Su viejo amo, maese Darío, podía seguir
buscándolo, y después del encuentro en el camino, otros problemas se podían
presentar; por su seguridad debía permanecer en la casa, al menos de momento.
—Debo irme. Volveré en unos días. No dejes de practicar —dijo antes de
disolverse en una niebla multicolor. No había pronunciado ningún hechizo, pero aun
así, desapareció.

Grimm decidió seguir practicando mientras esperaba a la mujer. Deseaba aprender


más, pero sentía que antes debía demostrarle que podía ser digno de sus enseñanzas.
Ensayó una y otra vez hasta que su mano derecha empezó a agarrotarse. Se hizo casi
de noche y aún no había logrado ningún resultado. Ella no había vuelto, así que
decidió regresar a la casa por si lo esperaba allí. En su mente, aquellas palabras y su
peculiar sonoridad se repetían una y otra vez.
En el camino de vuelta, Grimm no dejaba de pensar que debía de ser un inútil y
que nunca lograría hacer nada. Alanna estaba equivocada con él. Estaba roto por
dentro, él lo sabía. No entendía por qué se tomaba tantas molestias. La noche se le
echó encima antes de lo previsto.
Sin saber cómo ni cuándo, el camino se iluminó frente a él. De su mano derecha
se proyectaba una tenue luz plateada. Centrado como estaba en reprocharse su
torpeza, había estado repitiendo una y otra vez las extrañas palabras en su mente y
reproduciendo de forma mecánica el movimiento con los dedos. Había debido de
susurrar sin darse cuenta las palabras y, por fin, el hechizo había hecho efecto. Su
primer hechizo.

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CAPÍTULO 11
Sueños anónimos

D IMINUTOS COPOS DE NIEVE MORÍAN lánguidos sobre su piel. Buceando en aquella


luz oscura, sus ojos parecían líquidos. Mientras, mis dedos quedaban atrapados
en sus rizos y todos mis recuerdos se mecían, ebrios por su perfume. Toda mi vida
comenzaba y terminaba ahí mismo, rodeado de niebla, oscuridad y copos de nieve
calientes. Ella, yo y nuestra piel. La música a nuestro alrededor solo era un latido
entre muchos, pero la existencia de todo lo demás era prescindible, daba igual. El
tiempo no sabía cruzar aquella carretera que mis manos trepaban con habilidad.
Nuestras bocas se encontraron y ya no hizo falta luz, ni música. Las yemas de
nuestros dedos escucharon y se deleitaron en su viaje por nuestros caminos
secundarios.
Todavía con los ojos cerrados y con mi nariz enterrada en su pelo, la tomé en
brazos y giramos al ritmo de la música. No estaba acostumbrada a ser llevada en
volandas, a dejarse llevar. Pero lo hizo, y su risa acompañaba cada giro, cada compás,
hasta que nuestros pies dejaron el suelo y volamos junto a aquellos pequeños pétalos
de hielo caliente. Debajo dejamos familia, amigos y deberes. Volamos hacia un
refugio nocturno, nubes de algodón negro y sábanas de satén cromado.
La luna, cómplice de todos los amantes, fue testigo de cómo susurró mi nombre y
de cómo la corriente se llevó todo lo demás. Un torrente juguetón de agua caliente y
salada. De lágrimas y gemidos, de piel.
Y cuando llegamos al mar, nos esperaban las olas. Y allí, tumbados sobre la arena
y con la tibieza de nuestra piel como único recordatorio de que todavía éramos
humanos, la música se volvió a filtrar. Las estrellas guiñaron de nuevo y abrimos los
ojos. Nos miramos y sonreímos como estúpidos por compartir nuestros nombres
durante un momento eterno. Cuando nos volvimos a besar, ya éramos desconocidos
otra vez.

Cuando Andelain desconectó el neurolink, sus ojos estaban bañados en lágrimas


indecisas, que todavía dudaban si desbordar sus párpados. Durante un momento
pareció que nada ocurriría, pero el reflejo de un llanto arremetió y las lágrimas
saltaron incontroladas hacia el vacío. Sola, en la oscuridad y en el más absoluto
silencio, Andelain recordó aquel momento brillante e íntimo de su adolescencia.
Entre lágrimas volvió a acariciar aquellos jirones de felicidad, de inocencia, cuando
todavía creía en algo. Lloró en silencio durante minutos, en su desangelado
apartamento.

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«Sueños vívidos» los llamaban. Veneno para el alma. El único arte que había
sobrevivido a la muerte definitiva del resto. El arte de rescatar emociones perdidas.
La capacidad de traer vida a la muerte, aunque fueran unos minutos, unos minutos
que jamás perdían color. No se parecía en nada a la vulgaridad anónima de un
holovid. Las emociones, sus propias emociones. Le dolía reconocer que otra persona
había sido capaz de revivir algo que ella ya había dado por perdido. Se había
prometido a sí misma no volver a aquel sueño. Ariel de Santos, maldito. ¿Qué clase
de persona era capaz de revivir semejante belleza?, ¿cómo se atrevía?
Como otras tantas veces, estuvo tentada de destruir el cristal donde se alojaba la
copia de aquel sueño vívido. Pero no lo hizo, y no solo por su valor económico. Lo
guardó de nuevo con cuidado en el estuche de terciopelo y suspiró. Tomó un vaso de
cristal y se sirvió un trago de bourbon con hielo. Mientras esperaba a que el hielo
ablandara un poco el sabor, miró por la ventana de su apartamento. En completo
silencio, miles de diminutas luces de colores le recordaron que, al margen de su
forma de vida, existía un mundo vibrante donde vivir no resultaba difícil. Tan solo
exigía un precio: dejar de sentir. El trank.
Hacía mucho que había dejado de huir. Desde la muerte de su hermana. Aquel
reportaje fue el último de su carrera como periodista. Nadie quería saber que detrás
del trank estaba la mayor tasa de suicidios de la historia, multiplicando por varios
miles la de hacía un par de siglos. El aumento salvaje de muertes en el primer mundo
solo era una cara; la otra, el fuerte descenso de crímenes violentos y la desaparición
de los problemas sociales. La paz tenía un precio, pero nadie quería conocerlo. El
trank contribuía a mantener el equilibrio social. La verdad era mucho peor que la
ignorancia. No había víctimas ni verdugos. Todos caminaban juntos, de la mano,
hacia la autodestrucción.
¿De qué le servía ver la verdad con claridad? ¿Para qué quería ser más lista que
los demás? ¿De qué le valía poder ver las debilidades del resto? Aquello que la
aupaba en su profesión, la convertía en alguien peligrosa para los demás. Al final
había optado por otras alternativas mucho más peligrosas, como los sueños vívidos,
otras drogas sintéticas o la renuncia a tener un compañero en su vida.
Sabía que siempre estaría sola. Le dio un trago al whisky y se acordó de algo;
sonrió con aquella verdad inesperada y las huellas de sus lágrimas, ya secas, fueron
borradas por el maquillaje inteligente compuesto de cientos de nanobots sobre su piel.
Al otro lado del cristal, la vida bullía en la larga noche del invierno de Montreal.

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CAPÍTULO 12
Espejos sin fondo

C UANDO LLEGÓ A CASA DE Alanna se había hecho tarde. La luna mayor, Taal, de
color azulado, estaba en lo más alto del cielo. La luna menor, Shui, de color
ambarino, aún no había salido, y Grub, la pequeña esfera gris, ya estaba cerca de
ocultarse en el horizonte por segunda vez. Aparecería al menos tres veces más antes
del amanecer. Había aprendido a calcular la duración de la noche gracias a las tres
lunas que se sucedían en diferentes intervalos. A pesar de la hora, Antón estaba
esperándolo y le sirvió una cena fría con amabilidad y sin prisas. Cuando terminó, lo
acompañó a su habitación.
No parecía que fuera la habitación de Alanna, sino una habitación pequeña y
agradable, con una alfombra de piel, un tocador y una ventana que daba al bosque.
Un cuadro, con el retrato de una Alanna algo más joven, presidía el cabecero de la
cama, que parecía mullida y perfecta para dormir. Grimm se sentó en ella unos
instantes, mirando al bosque iluminado ya en su totalidad por la luna amarillenta que
reemplazaba poco a poco a su compañera azul. El bosque bajo ese color parecía más
vivo que nunca. Las copas de los árboles se agitaron en una sinfonía silenciosa, y en
la mente de Grimm flotaron sin sentido algunas de las palabras de los hechizos de
Alanna que lo obsesionaban. Podía hacer magia, se repitió a sí mismo.
Sin darse cuenta, se quedó dormido sobre la cama, vestido. Despertó cuando la
luz ya invadía sin contemplaciones la habitación. Parpadeó un par de veces y saltó del
colchón. Se sentía descansado y lleno de energía.
Bajó tras refrescarse la cara en una jofaina de cerámica llena de agua que alguien
había dejado en el tocador. Buscó con la mirada, pero solo encontró a Antón y a una
chica joven que iba vestida con uniforme de servicio, similar al que llevaba el
mayordomo. La chica bajó la mirada al verlo; Antón le indicó que su ama aún no
había llegado, pero que podía desayunar.
Así lo hizo, ante la presencia de Antón y de la chica, que se limitó a llevar los
platos de la cocina al comedor. Pensó que tendría su edad; parecía muy joven, casi
una niña, y Grimm no se sentía con autoridad para preguntar a Antón quién era, así
que solo la observó. Aquella fue la primera vez que vio a una chica de su edad, y por
la mirada de ella, la curiosidad era mutua.
Tras el desayuno no supo en qué gastar su tiempo, y pensó que internarse en el
bosque sería buena idea, mientras esperaba a que su ama llegara; estaba deseando que
le enseñara más. Practicó el conjuro que había logrado realizar, aunque no sabía con
exactitud qué era lo que había funcionado la última vez. Estuvo un buen rato
repitiendo las palabras y los gestos tal como los recordaba, pero no funcionó. Pasó

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horas intentándolo, hasta que desistió. Se internó entre los árboles y, sin pensarlo, las
palabras y los gestos fluyeron de nuevo cuando lo necesitó para tener algo de luz
entre la umbría que formaba una colina y la densidad verdosa del bosque. La luz lo
envolvió de nuevo. Esta vez sí había entendido el porqué. Necesitaba visualizar el
propósito, sentir que necesitaba la luz. Volvió a intentarlo y el brillo se hizo mucho
más intenso. Esta vez lo consiguió a la primera. Decidió volver, el estómago le rugía
de hambre; perdido en intentar desentrañar cómo funcionaba la magia, las horas se
habían vuelto escurridizas. Al salir del bosque, el atardecer caía ya sobre el horizonte.
Regresó de nuevo a casa de Alanna, esperando encontrarla. Pero no estaba. El
viejo mayordomo sirvió la cena con la ayuda de la chica, que todavía no había abierto
la boca. Grimm se moría de curiosidad por conocer su nombre. No había nada
especial en su rostro o en sus ojos claros, ni en su forma de moverse, tímida y
esquiva. Su pelo, ni muy largo ni corto, estaba entre el rubio y el gris, y sus cejas,
algo más oscuras que el cabello, eran gruesas y realzaban aún más unos ojos de un
azul pálido, grandes y profundos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Grimm por fin cuando la chica servía una
bandeja de comida a su lado.
—Nikka —respondió ella con una sonrisa, evitando mirarlo de forma directa. Sin
embargo, capturó sus ojos en línea recta hacia los suyos durante unos segundos a
través de uno de los espejos del comedor. Luego retiró la mirada, nerviosa.
—¿Eres familia de Alanna? —preguntó con cautela.
—No. Trabajo con mi tío Antón —respondió con voz clara y débil, cerca del
susurro.
Al retirar una jarra de agua, el brazo de ella rozó el hombro de Grimm, y por
primera vez, este adquirió consciencia del cuerpo de aquella chica. Bajo la blusa
había un cuerpo cálido. La chica, sin percatarse de la reacción del muchacho, se
volvió a la cocina para llenar la jarra. Grimm miró a su alrededor, Antón había
desaparecido. Estaba confundido por lo que sentía. Pensaba que esa sensación solo se
daba entre Alanna y él, pero Nikka había despertado la misma burbujeante sensación
en sus entrañas. Deseaba volver a verla y esperó a que apareciera de nuevo por la
puerta, pero no regresó. Terminó de cenar y subió a su habitación, deseando hacer
algo útil.

A la mañana siguiente volvió a repetirse la rutina. La dueña de la casa tampoco había


aparecido. Tras desayunar, preguntó a Antón si sabía cuándo volvería Alanna, pero el
hombre no tenía más información que Grimm, aunque sí algo más de experiencia.
Alanna se ausentaba a menudo y pasaba poco tiempo en la casa. A veces, pocas,
permanecía durante un par de días, pero no más. Antón ya estaba acostumbrado.
Grimm no sabía qué se esperaba de él, así que hizo lo único que podía hacer:
practicar el único conjuro que le habían enseñado. Volvió al bosque y esta vez no le

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costó repetir las palabras y los gestos para crear la luz de la nada. Lo repitió una y
otra vez hasta que sintió que lo dominaba. En medio de una claridad mágica, sumido
en la espesura del bosque, Grimm se preguntó qué más podría hacer, y se sorprendió
al recordar con claridad las palabras de algunos otros conjuros que había escuchado a
Alanna. Su memoria siempre había sido excepcional. Los pocos recuerdos que tenía
los había exprimido durante meses en el encierro del pozo. Acostumbraba a registrar
todo con avidez para poder recordarlo luego en su soledad. Ese hábito se había
aferrado a él, de forma que con poco esfuerzo podía recordar hasta el más mínimo
detalle de las cosas que le interesaban. Probó el conjuro que hizo en el bosque. De los
otros que recordaba no había visto la posición de las manos. En este, las palabras
salían con facilidad:
—Ȧŋ đa-rìribħ a 'seałłŧaiŋŋ eiłe.
Para aquel conjuro debía colocar los dedos de una manera diferente, mucho más
difícil. Tan solo había observado a Alanna invocarlo una vez y no prestó la atención
debida. Ahora había ciertas lagunas en sus recuerdos, cosas que tendría que descubrir
él solo, pero tenía tiempo. Estuvo practicando durante horas, sin éxito. Cuando se
percató que, de nuevo, la noche ya había cegado al día, las manos le dolían por el
esfuerzo de llevar al límite la elasticidad de sus dedos. Volvió pensativo a casa,
iluminando su camino con la única magia que conocía. Al salir del bosque observó el
edificio desde lejos, y al ver luces en varias habitaciones, sonrió: Alanna había
vuelto.
Entró en el salón y allí estaba ella, sentada en una de las butacas, como si supiera
que iba a entrar en cualquier momento. Sonrió mientras sostenía una copa de vino en
la mano. Una bruma luminosa brillaba alrededor de ella, con fuertes tonos rosas y
amarillos. El conjuro había funcionado.
—Hola de nuevo —dijo Alanna con una media sonrisa dibujada en su rostro.
—Hola —contestó Grimm, todavía pensativo. Se sentó frente a ella, en otra
butaca.
Antón, que servía en ese momento una bandeja de canapés salados, saludó al
chico con la mirada. Él no tenía ningún brillo, ni había rastro de luces de colores a su
alrededor, tan solo una ligera neblina grisácea. Nikka hizo su aparición; bajó la
mirada al suelo al ver a Grimm y se llevó un vaso vacío de vuelta a la cocina. Ella
tampoco tenía aura, aunque su rastro gris se veía más pálido e intenso que el de
Antón.
A Grimm no le importaban los silencios, y tuvo que ser Alanna quien volviera a
la conversación.
—¿Has estado practicando?
—Sí, pero no he logrado hacer gran cosa. Solo sé hacer luz.
—¿El conjuro gealaich?
A Grimm le sonaba la palabra. Formaba parte del conjuro; sin pensarlo mucho,
movió arriba y abajo la cabeza.

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—Ese es fácil, podemos probar algo mejor —dijo, y sonrió pensativa.
Antón ignoraba la conversación, aunque observó que Nikka prestaba atención a lo
que decían desde el fondo de la cocina, en parte oculta por el marco de la puerta.
Alanna observó con curiosidad a Grimm sin que él se diese cuenta.
—Estoy cansada del viaje. Antón, dile a Nikka que prepare el baño. Mucha
espuma, y bien caliente —dijo, sacándose las botas de montar y frotándose los pies.
—Hace días que te espero. ¿Siempre es así? —preguntó Grimm. Por su cabeza se
le pasó la idea de arrodillarse y frotarle las plantas de los pies a Alanna, pero por
alguna razón no lo hizo.
—Sí. Me gustaría pasar más tiempo aquí, pero hay que ganarse la vida.
—¿Ganarse la vida?
—Sí. Poner comida encima de la mesa, fuego en la chimenea y tener la
tranquilidad de poder vivir apartados de todo. Sin que nadie nos moleste. Eso tiene un
precio.
—No sé nada de todo esto, lo siento —susurró Grimm.
—Lo sé, y no te preocupes por ello de momento. Ya lo irás aprendiendo.
Alanna se quedó mirando a Grimm sin decir nada. Por su expresión, debía de
estar pensando muchas cosas. Pero Grimm no podía descifrar lo que se deseaba de él.
Ni siquiera cuando sonrió y entreabrió los labios al beber de la copa de vino. Un
hombre experimentado habría adivinado el significado de la sonrisa, aunque aquella
inexperiencia era lo que más le gustaba a Alanna del chico.
Pasaron muchos minutos antes de que nadie rompiese el silencio. Un silencio que
a Grimm no le incomodaba y del que Alanna parecía disfrutar. Cuando Antón
informó a Alanna de que el baño estaba listo, ella saltó del asiento, tomó la mano de
Grimm y lo arrastró escaleras abajo. En la gran sala de piedra, ya familiar para el
chico, el bosque detrás de los dos grandes ventanales se agitaba vigorosamente por el
viento. La luz ocasional de un relámpago eclipsaba la tenue luz de los cientos de
pequeñas velas que iluminaban la estancia. En la piscina, un continuo halo de vapor
emanaba del agua. Una espesa espuma blanca se levantaba allí donde la madera, la
piedra y el agua se juntaban, en los bordes. De pie, esperando, estaba Nikka. A pesar
de la penumbra y del viento que se oía en el exterior, la sensación de calor y paz que
reinaba en el lugar era abrumadora.
El vestido de Alanna esta vez no tenía botones, sino un simple cierre que Nikka
soltó con presteza. Alanna se desprendió de él y entró con agilidad en el agua,
bajando unos escalones hasta que le llegó a las caderas. Desnuda y con el rostro
iluminado por ambos lados por la tenue luz anaranjada de las velas, Grimm oyó que
susurraba su nombre. No fue consciente de que Nikka empezó a desvestirlo. Era la
primera vez que alguien lo ayudaba a quitarse la ropa y se sintió torpe. Cuando se
quitó los pantalones, se sorprendió de su erección. Todavía no sabía cómo funcionaba
aquello. Miró a Nikka y notó que subía calor a sus mejillas. Sonrió y metió con algo
de torpeza el pie derecho en el agua. A través de la espuma podía ver los pequeños

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escalones que brillaban de forma tenue. El agua estaba muy caliente. Alanna ya se
había sentado y el fluido le cubría justo por debajo de los hombros. Le indicó que se
sentara a su lado y eso hizo.
Notó la mano de ella sobre su entrepierna y sintió una oleada de placer que lo
hizo agitarse y gruñir. Nikka los observaba, no con curiosidad, si no como quien debe
prestar atención por si es necesaria su ayuda.
Alanna tomó su mano derecha y se la llevó hasta rebuscar algo entre sus piernas.
Bajo el agua, su vello púbico estaba suave, y pronto encontró la carne, sedosa. Ella
respondió con un suspiro. Grimm continuó con el juego, esperando a que Alanna
dijera lo contrario. De vez en cuando le guiaba el dedo anular. Él se dejaba enseñar,
obediente, buscando agradarla, interpretando sus suspiros y acompasando el suave
vaivén de su cuerpo. No tuvo que esperar mucho; ella se apartó y apoyó la espalda
contra la piscina, frente a él.
—No te has olvidado de cómo se hace, ¿verdad? —preguntó.
—Creo que no. Es fácil.
—Tienes buena memoria, muy buena memoria. Quién diría que nunca habías
tocado antes a una mujer.
Grimm no supo qué decir; lanzó una mirada rápida a Nikka, y Alanna, que estaba
esperando a que lo hiciera, lo pilló en el proceso. Cuando Grimm volvió a mirar a su
ama, esta estaba sonriendo.
—¿Te gustaría que la chica se bañara con nosotros?
Grimm calló. No sabía lo que quería. Aquella sensación indefinible que flotaba en
su estómago a veces le apremiaba a sentir y, en otras ocasiones, inflamaba su
imaginación. Cerró los ojos y respiró. No supo qué responder.
—Nikka, desnúdate y entra en el baño con nosotros —ordenó Alanna.
La chica obedeció, sumisa. Grimm no perdió la atención ni un instante. Su cuerpo
no se parecía demasiado al de Alanna; era delgado y de curvas sutiles. Ni sus caderas
ni sus pechos tenían la misma rotundidad. Sus piernas, fuertes, no eran tan estilizadas
como las de su ama, pero su frágil torpeza le hizo sentir algo familiar a Grimm. La
chica entró en el baño y se detuvo a unos metros de Alanna, esperando instrucciones.
Su piel blanca relucía sin una marca, sin cicatrices. Sin lunares ni pelo, excepto el
tímido y escaso vello rubio entre las piernas. Grimm volvió a prestar atención a su
anfitriona.
—Nikka, masajea el cuello de Grimm, como te enseñé —ordenó la dueña de la
casa con suavidad, casi más como un deseo que como una orden.
Nikka se acomodó detrás de Grimm abriendo las piernas, apretando su cuerpo
contra el del muchacho. La piel de sus muslos le rozó las caderas. Pronto sintió sus
manos sobre la espalda y el cuello.
—Relájate y disfruta. Nikka es una experta, hace unos masajes increíbles. Cierra
los ojos. —Hizo una pausa y luego susurró—: Souł ŋa coiłłe Ŋymþħs, ŧħoir mo
cħłuasaŋ.

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Grimm comenzó a escuchar el sonido del bosque. Pájaros y el arrullo del agua al
caer pendiente abajo. Sintió el olor limpio e intenso de los árboles y creyó escuchar
voces femeninas cantando en la lejanía. El tacto de las manos de la chica en su
espalda se transformó pronto en puro placer. Un placer diferente del que había
sentido antes con Alanna, más pausado y sutil. Aún no tenía nombre para todo
aquello, pero se prometió que lo averiguaría.
Sintió unos dedos sobre su boca y abrió los ojos. Alanna estaba ahora casi delante
de él. Notaba su aliento, y también el de la chica detrás. Los ojos de Alanna brillaban
en silencio. Jadeaba. Luego empezó a susurrar. Su mano derecha repetía un símbolo.
Su mano izquierda, que había estado sumergida hasta ese momento, emergió y repitió
el mismo símbolo que había hecho con la otra mano.
—Ŧħoir đħomħ aŋ ŧłacħđ agus am ŧiłłeađħ gu mo għeaŋ.
A Grimm le sonaba familiar. Titubeó y luego sacó sus propias manos e imitó el
símbolo. Alanna sonrió al verlo e hizo un gesto con la mirada a la chica que estaba
detrás. Nikka pegó su cuerpo desnudo al de él y sintió los pequeños senos
aplastándose contra su espalda. Las pequeñas manos de la muchacha también bajaron
y empezaron a acariciarle de forma rítmica el sexo. Empezó a besarle en el cuello, y
Grimm cerró los ojos, incapaz de contener aquellas oleadas de placer. Su mente se
escurría, líquida. Alanna susurró delante de él mientras sus ojos se entornaban y se le
aceleraba el pulso.
—No te distraigas, mantén las manos y repite conmigo: Ŧħoir đħomħ aŋ ŧłacħđ
agus am ŧiłłeađħ gu mo għeaŋ…
Él lo intentó. Una y otra vez lo repitió al ritmo del vaivén de las caricias de la
chica. No pudo repetirlo más de seis o siete veces; un huracán de fuego lo atravesó, y
gimió mientras su cuerpo llegaba a un violento éxtasis. Su visión se nubló y solo
pudo ver y respirar una neblina anaranjada. Cuando terminó, la chica se retiró
despacio, sin brusquedad.
Alanna observó con curiosidad su reacción. Los ojos de la mujer seguían
brillando, pero ahora con una expresión diferente. Estaba complacida, pero había algo
más.
—Gracias —susurró Grimm, lleno de energía. Sentía como si pudiese volar.
—Lanza ahora el conjuro que conoces, el de la luz —sugirió, impaciente.
Grimm titubeó, todavía confuso por la marea de sensaciones que le embargaba.
No se podía quitar de encima el recuerdo de la piel de Nikka contra la suya. Titubeó y
repitió mecánicamente: «Ȧŋ đa-rìribħ a 'seałłŧaiŋŋ eiłe…».
Al instante, una fuerte aura de luz multicolor rodeó a Alanna. Ella sola iluminaba
toda la estancia, sin necesidad de velas. Por añadidura, estas, además de su luz
natural, emitían una fina neblina gris, casi invisible bajo la intensidad de la luz de
Alanna. Miró sus propios brazos: una pelusilla etérea, una fina luz blanco azulada,
emanaba de su piel. Se giró y observó a Nikka, que con el cuerpo mojado y el rostro

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sereno seguía a la espera de nuevas instrucciones. De su frágil cuerpo brotaba una luz
tenue muy similar a la de Grimm.
—Vaya… Un hechizo de aura. Aprendes muy rápido, Grimm —dijo Alanna,
sorprendida y también complacida.
Grimm no estuvo seguro de por qué había utilizado aquel conjuro. Le habría
gustado preguntar algo más, pero Alanna lo desconcertaba. Se encontraba más a
gusto con Nikka y su mirada serena. Las observó a ambas. El tono del aura de Nikka
se parecía mucho al suyo, diferente del colorido arcoíris de Alanna.
—¿Quieres quedarte a solas con ella? —preguntó la mujer, sin inmutarse. Un
observador neutral habría detectado algo más en su forma de hablar, algo demasiado
sutil para Grimm.
—No, es que… No entiendo. ¿Por qué tú tienes aura y nosotros no?
El rostro de Alanna cambió. Perdió la sonrisa y se tornó más serio. Dudó, y
finalmente se sentó en el borde de la piscina. Indicó a la chica que le trajera un
albornoz. Se tomó su tiempo para contestar a Grimm, que aguardaba nerviosamente.
No había querido salir del agua, se sentía demasiado vulnerable y sabía que aquella
pregunta había abierto una puerta que ya no se podría cerrar.
—Bien. Vas muy rápido, Grimm, pero quizás sea mejor así. —Suspiró mientras
se tapaba con el albornoz que le había traído la chica—. No ves aura en Nikka, ni
tampoco en ti mismo, ni la verás en Antón, porque… —Dudó—. No tenéis alma.
Grimm tragó saliva y sintió que algo oscuro y frío caía dentro de él. No supo
reaccionar. Alanna esperó unos minutos; luego se fue, llevándose con consigo a
Nikka, se despidió con un lacónico «ya hablaremos mañana por la mañana» y dejó a
Grimm a solas, todavía dentro del agua, más confuso que cuando había entrado.
Grimm tardó un buen rato en entender que aquella noche sería larga y que no
tenía más remedio que esperar al día siguiente. Toda la energía que se había
acumulado en él en la piscina bullía bajo su piel. Atrapada y furiosa. Se vistió y subió
hasta su habitación sin encontrarse con nadie. Sintió la tentación de salir al bosque y
gritar. Encender la noche con la única magia que conocía, iluminarla hasta hacerla
arder.
Grimm apenas pudo dormir. Su cabeza daba vueltas en torno a lo mismo: ¿por
qué no tenía alma?, ¿acaso no podía sentir y sangrar?, ¿su dolor no era igual que el de
los demás?
Cuando logró conciliar el sueño, las luces de colores le dieron la bienvenida con
su habitual murmullo apagado, como susurros en la oscuridad.

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CAPÍTULO 13
La muerte no es el fin

C UANDO SE DESPERTÓ, LA MAÑANA estaba ya bien avanzada. Se levantó de un salto,


rogando porque Alanna siguiera en la casa. Bajó las escaleras como una
exhalación, todavía en ropa de cama. Sorprendió a todos: Antón, Nikka y Alanna, que
leía un libro cómodamente sentada en el sofá, mientras la chica le masajeaba los pies.
Todos lo miraron extrañados.
—Buenos días —dijo Alanna con su habitual sonrisa indescifrable.
—Pensé que igual ya no estabas —se excusó Grimm.
—No. Tenemos que hablar —replicó Alanna, ignorando el silencio de los otros
habitantes de la casa.
—Sí, me gustaría. Llevo toda la noche dándole vueltas —dijo. No sabía dónde
mirar, la presencia de Nikka y de Antón lo incomodaban por algún motivo.
—Vístete y demos un paseo —sugirió Alanna.
Al rato, ambos caminaban por el bosque cercano a la casa. Alanna no decía nada,
esperaba con paciencia a que Grimm iniciara las preguntas. Así transcurrió un buen
trecho del camino, hasta pasado el arroyo que conocía Grimm. Se adentraron más
allá, explorando nuevos senderos. Alanna estaba a punto de romper el silencio, pero
Grimm se decidió a hablar antes.
—¿Quién soy?
—Un huérfano.
—Eso ya lo sé, pero…
—Supongo que lo que quieres preguntar es sobre tu alma, ¿verdad?
Grimm asintió.
—Los huérfanos no tenéis alma. Sois diferentes.
Tardó unos segundos en recomponer las preguntas que tenía en la cabeza;
mientras, Alanna aguardaba con una sonrisa.
—Pero… Yo recuerdo a mi madre. Tuve una madre, como todos. Ella murió… —
dijo, casi implorando una explicación.
Alanna se detuvo de golpe y lo miró a la cara. En su rostro había lástima, pero
aquella expresión era nueva, parecía vieja y vulnerable. A Grimm no le gustó.
—¿Qué pasa? —preguntó Grimm.
—Debe de ser duro tener recuerdos tan brutales. Supongo que por eso te guía el
dolor.
—Hasta conocerte no había sentido otra cosa —dijo; pateó una piedra del camino
y evitó confrontarla con la mirada.

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—El viejo lo sabía, por eso te eligió, ya te lo dije. Pero también lo hizo porque
eres un deònach.
—¿Deònach?
—Significa que no tienes alma inmortal. Que solo puedes morir una vez —
respondió Alanna, pendiente del camino y consciente de la seriedad e importancia de
sus palabras.
—Y tú… —dudó Grimm.
—Yo tengo un alma inmortal. Si muero, renazco —contestó rápidamente Alanna.
El chico se tomó su tiempo para responder.
—Pero… ¿Tú también puedes sentir dolor?
—Y placer, como bien sabes. —Sonrió con una mezcla de compasión y dulzura.
Otra expresión que Grimm desconocía en la dura Alanna.
Grimm paró de andar. Tenía muchas preguntas, cada vez más. En su cabeza todo
iba demasiado rápido. Eran demasiadas cuestiones. Sintió que se mareaba y que todo
daba vueltas a su alrededor, como si se desenfocara la realidad. La energía todavía le
picaba por debajo de la piel.
—¿Te encuentras bien? —preguntó ella, más allá de la simple curiosidad.
—No. No me encuentro bien. —Respiró.
—Estás lleno de energía. Ayer llenaste tu cuerpo de poder, de cumhachd
sònraichte, estás sobrecargado. Lanza un conjuro, el del aura. Te aliviará. Repítelo
varias veces en tu mente antes de vocalizarlo y activarlo con los dedos. Será todavía
más poderoso.
Así lo hizo Grimm. En su cabeza, lo repitió una y otra vez hasta que al final lo
musitó en voz baja. Sin embargo, sintió que el aire vibraba alrededor de él. La
realidad cambió progresivamente, y el aura colorida y brillante de Alanna surgió de la
nada. También lo hizo el brillo opaco de las piedras del camino y el de los árboles. Y
más allá, hasta perder el horizonte de vista, todo adquirió la tonalidad grisácea de su
propia aura. Los pájaros en el cielo, las ardillas y los conejos. Hasta los peces, bajo el
agua, tenían ese gris pálido. Sin embargo, su mirada ascendió atraída por un pájaro en
lo alto. Su aura estaba llena de colores vivos y cambiantes, como los de Alanna.
—Un águila —señaló Alanna, que siguió con la mirada el objeto de atención de
Grimm—. ¿Qué le pasa?
—Tiene aura. El resto de los animales no. ¿Por qué?
—A veces, cuando nos reencarnamos, podemos elegir un animal. O puede ser
alguien que ha transformado su cuerpo con magia.
—¿Se puede hacer eso? —preguntó sorprendido Grimm—. ¿Puedes convertirme
en águila?
—Sí, pero es difícil. Se requiere mucho poder. Además de conocer el conjuro
exacto. Hay miles. Yo solo conozco algunos, convertirme en animales no es algo que
me atraiga. Pero tú podrías aprender si quisieras.
—¿Sí?

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—Antes tienes que aprender muchas otras cosas, como defenderte a ti mismo. ¿Te
acuerdas de los hombres que nos encontramos en el cruce de caminos?
—Sí —respondió Grimm sin dejar de admirar el águila, que parecía que los
observara desde lo alto.
—Si esos hombres te hubieran matado, ya no existirías. Tu ser desaparecería, para
siempre.
Grimm no replicó. El rostro de su ama mostraba seriedad y concentración.
—¿Puedes enseñarme más magia? —preguntó Grimm—. Para defenderme.
—Lo haré. Por el momento quiero que cuides de Antón y Nikka, ellos no pueden
hacer magia; no como tú al menos.
—¿Por qué? —Grimm tenía miedo de que Alanna se cansara de contestar tantas
preguntas. Sin embargo, debía aprovechar que estaba tan receptiva antes de que
desapareciera otra vez.
—Porque no tienen tu fuerza, Grimm; la fuente de tu cumhachd sònraichte es
muy poderosa. Y todavía estás en la primera esfera.
—¿Esfera? —preguntó Grimm.
—Vamos demasiado rápido. —La expresión de Alanna se cerró y volvió a ser la
mujer dura e insondable. Miró a su alrededor y su gesto cambió de nuevo.
Miedo. Grimm podía reconocerlo, olerlo, era tan familiar como el aire.
—¿Qué pasa? —preguntó alarmado.
Pero ella no contestó. Sus labios se movieron en silencio, hasta que, finalmente,
murmuró algo casi inaudible:
—Fałaicħ đo smior, am fałacħ agađ đaŧħ agus đo fħìriŋŋ.
Grimm no sintió nada excepto unas potentes vibraciones sordas a su alrededor.
—Vuelve a casa. Rápido. Y no mires atrás —ordenó Alanna, cuyo aura se volvió
débil y casi descolorida.
—Pero…
—¡Corre! —chilló Alanna.
Grimm corrió sendero abajo tan rápido como pudo, en dirección a la casa. Le hizo
caso y no miró atrás a pesar de su irritante curiosidad. Ya internado en el bosque
escuchó gritos en la lejanía y un gran estruendo. A lo lejos, una nube de humo negro
presagiaba algo malo. Sin dejar de correr, llegó a su refugio. No miró atrás ni una
sola vez en todo el camino, solo prestó atención a no tropezar y a correr lo más rápido
posible. Cuando llegó, jadeando, Antón lo miró como si nada hubiese pasado. Nikka
seguía de pie, esperando, tal como la recordaba. Serena y calma. Ninguno sentía nada
de lo que él tenía en el pecho: angustia y algo más, sin nombre. Sin embargo, sus
auras vibraban con la misma tonalidad grisácea que la suya, ajenas a todo.
—Alanna se ha ido —dijo con voz seca Grimm.
—Volverá —respondió Antón mientras limpiaba una copa con un trapo, sin
siquiera mirarlo.

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Observó a Nikka y ella le devolvió la mirada. Definitivamente no era como
Alanna, pero necesitaba compañía. Ya no quería estar solo. Nunca más.

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CAPÍTULO 14
Nikka

P ASARON LOS DÍAS Y LAS tardes sin noticias de Alanna. A pesar de las preguntas de
Grimm, Antón no fue capaz de concretar cuántos días podría tardar en volver. A
veces eran dos, a veces más. Pero el número se escurría en la memoria del
mayordomo, que mostraba una sonrisa de complacencia. Grimm no supo si se trataba
de estupidez o de una pulida inteligencia, pero el mayordomo tenía una manera sutil
de zafarse de todas sus preguntas.
Los días se sucedieron monótonos, y las noches, calurosas y húmedas. Sin nada
que hacer, Grimm volvía su mirada cada vez más a lo que le rodeaba. Dominaba ya
los conjuros que sabía y conocía todos los recodos del camino hasta llegar al río. Pero
tenía miedo de ir más allá. Algo lo retenía y sentía que debía esperar. Evitaba con
temor las grandes preguntas sobre el propósito de una vida sin alma.
Antón iba todos los días al mercado a comprar provisiones y volvía cargado
transportando los víveres en una carretilla. Por lo que pudo averiguar, Nikka tenía
órdenes de no salir de la casa. De alguna manera, Grimm adoptó las mismas
prohibiciones que ella. Sin embargo, pensó que si él podía pasear por el bosque, ella
también podría. Desde que Alanna desapareciera, la chica no le había vuelto a dirigir
la palabra. No lo evitaba, tan solo estaba allí, ayudando a Antón a mantener la casa en
condiciones, observando el sol ponerse tras el horizonte y esperando a que las lunas
se alternaran en el cielo. Igual que él. Cuando lo sorprendía observándola después de
un largo rato recorriendo su cuerpo con la mirada, ella se limitaba a sonreír y volvía a
sus cosas. Una tarde, después de tomar el té, esperó pacientemente a que Nikka fijara
su vista en él, y cuando lo hizo, avanzó hacia ella sin dudar.
—¿Te apetece dar un paseo por el bosque? —preguntó Grimm con reservas.
—Sí —contestó ella, sin añadir nada más. Luego sonrió, casi igual que siempre.
Salieron de la casa. Antón no alteró su rutina habitual y se limitó a informarles de
que la cena sería a las nueve. Con Nikka a su lado, caminaron primero por el sendero
que salía de la casa y luego por el bosque. Sin hacer preguntas. Cuando llegaron a
una espesa umbría dentro del bosque, donde una luz escasa teñía el aire de verde,
Grimm se detuvo. La chica lo observó con curiosidad, pero sin inquietarse, como si la
confianza total que depositaba en Alanna se hubiera transferido a Grimm.
Sin saber muy bien por qué, Grimm le apartó un mechón de pelo rubio de la
mejilla y se lo puso detrás de la oreja. Sintió la suavidad eléctrica de aquella piel. Sus
ojos brillaron un poco más durante unos instantes, y por primera vez en todo aquel
tiempo juntos, se fijó en lo hermosos que eran sus labios sonrosados.
—Ȧŋ đa-rìribħ a 'seałłŧaiŋŋ eiłe —musitó Grimm, lanzando el hechizo de aura.

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Una luz tenue, como si fuera niebla luminosa, inundó la penumbra. La misma luz
que surgía de los árboles y las piedras los bañaba a ellos. Aquella niebla parecía
brotar de los poros de su piel.
Ella estiró los brazos y le tocó la piel con los dedos, intrigada por aquella luz.
Esta vez, sin Alanna delante, se atrevió a hacer una pregunta.
—¿Qué es esa luz… que brota de nosotros?
—Nuestra aura. O la falta de ella.
—¿Falta?
—Somos seres sin alma, Nikka. Como las piedras y los árboles.
Nikka dudó. Como si las palabras rebotaran en una corriente de agua helada sobre
unas piedras llenas de musgo. Hizo un esfuerzo para ir más allá y le contestó.
—Eso no puede ser cierto, Grimm, yo… Mi padre… —susurró, pero Grimm la
cortó.
—Estabas allí también cuando lo dijo Alanna, sabes que no miento. Mira, nuestra
aura es igual que la de las piedras —dijo Grimm señalando a su alrededor.
Observaron el entorno; en la penumbra flotaba una niebla gris bajo la tenue luz
del sol tintada de verde. La piel de ella parecía brillar. Grimm imaginó su cuerpo
desnudo. Tras unos segundos elaborando aquel pensamiento, ansió su calor. Pero no
sabía, ni se imaginaba, cómo podría pedírselo o si podía hacerlo.
No hizo falta, Nikka supo interpretar aquella mirada y empezó a desabotonarse la
blusa. En el proceso dejó uno de sus hombros desnudo a la vista de Grimm. Su blanca
carne parecía algodón bajo la pelusilla de luz gris. Alargó la mano y le acarició la
piel. Al contacto era todavía más aterciopelada y cálida de lo que imaginaba. No dejó
que ella siguiera aflojando la blusa. Le tomó el rostro con las manos y la miró
fijamente a los ojos. Ella le devolvió la mirada en silencio. Sus labios, rosas y
entreabiertos, lo incitaron a besarla. Su cuerpo delgado y frágil se adivinaba bajo la
abertura de la blusa, ya casi abierta. Ella esperó a que se decidiera, sin prisa.
Puso las manos sobre las de él. Estaban ardiendo. Sus pupilas se dilataron apenas
unos instantes antes de que él decidiera besarla. Cuando lo hizo, fue un beso breve.
Sus mullidos labios apenas reaccionaron. Los sintió muy diferentes de los de Alanna,
voraces. Contuvo el deseo que nacía en él. Había aprendido esa palabra de Alanna y
le gustaba su sonido. Evitó que sus manos bajaran por el cuello de la muchacha, sabía
que acabarían encontrando el resto de su cuerpo. Desvió los pensamientos de sus
piernas y lo que ocultaban entre ellas.
Dio un paso atrás y respiró fuerte. A su alrededor, una neblina rosada los rodeaba.
Ella parpadeó un par de veces y le soltó las manos.
—¿No te gusto?
—Mucho. Pero no estaría bien.
Nikka lo miró sin decir nada. Como si no mereciera la pena hacerse preguntas,
esperando en su lugar una respuesta. Sin prisa. Tras unos segundos absorta, su
expresión se hizo más dura.

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—Se lo debemos a Alanna. No estaría bien —replicó Grimm.
—¿Necesitas su aprobación? —preguntó Nikka.
Aquella pregunta tan brusca lo cogió por sorpresa. No esperaba que Nikka fuera
tan directa. La neblina rosada se disipó y la chica empezó a abrocharse la blusa de
nuevo. Grimm tuvo que hacer un esfuerzo serio por no acercarse y besarla, esta vez,
de otra manera. En vez de eso miró al suelo.
—Puede que sí. Le debo la vida y todo lo que tengo. No querría hacer nada que la
contrariara.
—¿Y por qué crees que no le gustaría? —pregunto Nikka con voz neutra.
Grimm dudó. Era una buena pregunta. Y no tenía una respuesta, ni buena ni mala.
Prefería esperar, hablar de nuevo con Alanna y entender mejor su situación.
—¿Tú también estás sola? —preguntó esta vez Grimm.
Ella no contestó.
—Me he pasado la vida solo, y ahora que alguien se preocupa de mí, no le fallaré.
Aunque no sea necesario —dijo Grimm.
Nikka sonrió como si le gustara lo que acababa de escuchar. Lo tomó de la mano
y lo condujo de vuelta a casa. En ese momento, Grimm pensó que quizás la chica
conocía el camino mejor que él.

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CAPÍTULO 15
Juego de espías

S E HABÍAN ESCRITO MUCHOS LIBROS sobre los espías a lo largo de los últimos siglos.
Pero pocas veces había leído nada parecido a su día a día. El trabajo de un espía,
o de un data sapper como ella, podía parecer similar para un lego. Ella recababa
información para desestabilizar el mercado y asestar un golpe al competidor de su
empleador de turno. Había trabajado para todas las grandes corporaciones y,
precisamente, esa neutralidad ética le permitía aceptar cualquier encargo. No había
rechazado muchos proyectos, aunque tampoco podía permitirse hacerlo muy a
menudo. Nunca sería la mejor, ni la más solicitada, y conocía bien sus limitaciones,
pero seguía siendo la data sapper más antigua en activo, y eso significaba una sola
cosa: experiencia. En el mundo cambiante en que vivían, nada sólido sustentaba el
día a día. Solo una cosa garantizaba algo: haber vivido muchos cambios. Y Andelain
los había sufrido.
Viajar siempre fue su talón de Aquiles. No le gustaba dormir fuera de casa.
Odiaba despertarse en un lugar aséptico y frío. Había viajado demasiado en el pasado
y su aguante con las personas nuevas había sufrido el mismo hastío. Su especialidad
siempre fue la red, donde no le importaba tratar con desconocidos. Pero quisiera o no,
tenía que salir de su zona de confort cada vez que aceptaba un nuevo trabajo. Cada
semana debía comunicar a su enlace cómo se desarrollaban las pesquisas. Pocas
veces resultaba fácil hacer llegar esa información, nunca había sido sencillo y casi
nunca utilizaba la red para ello. Por eso en aquel momento esperaba paciente,
escuchando a través de las paredes la música amortiguada del local, encerrada en un
cubículo forrado de terciopelo rojo. Conocía el lugar gracias a su último exmarido.
Había estado allí hacía cuatro años. La idea había partido de él. Un lugar para
encuentros fortuitos, vedado a la tecnología. Un lowering, donde los holos corporales
no funcionaban, ni tampoco los implantes. Los pods se tenían que desconectar y el
local entero funcionaba como una jaula de Faraday. Había detectores ocultos a cada
metro y la multa por intentar utilizar cualquier aparato más complicado que un
mechero de pedernal resultaba escandalosa. El lugar tenía muchas trampas, y las más
anónimas de todas eran las cajas de piel muda, como aquella donde estaba. La pared,
que tenía el tacto de un terciopelo caliente y viscoso, permitía tocar y ser tocado con
las manos, con la piel o con lo que cada uno quisiera, pero sin que nunca fuera
posible traspasar del todo aquella barrera. La luz, escasa, permitía a la imaginación
engañar a los sentidos.
Miró la hora, nerviosa. Las 21.40 exactas. Revisó la configuración de la sala.
Todo estaba bien.

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De pronto, una mano sobresalió de un agujero que antes no existía en la pared.
Miró a su alrededor una vez más, como si aquello sirviera de algo. Dejó que la mano
le palpara el pie desnudo para confirmar que era quien debía ser. Nunca había sentido
nada especial en los pies. Otra decepción para su cuarto marido.
Se arremangó la larga falda que llevaba, se bajó las bragas hasta los tobillos y se
las quitó; a continuación las depositó con cuidado en la palma de aquella mano
anónima. Esta palpó durante unos segundos, cerró el puño y lo sacó del cubículo.
Andelain sonrió por unos instantes pensando en que nunca había hecho un
intercambio parecido. Le gustaba inventarse nuevos métodos para transferir la
información a sus contactos. Entre la tela había escondido varios cristales de
información, tan pequeños como granos de azúcar. Codificados en ellos, con un
código que había desvelado en el anterior informe, estaban los progresos de los
últimos días. De momento no podía decir gran cosa, salvo que estaba en la pista
correcta. No había perdido el tiempo, de eso estaría seguro su enlace, que en unas
horas seguramente se reiría al leer el próximo lugar y manera de intercambio
propuestos.
Aún recordaba la decepción que había sentido al entender que su ex confundía lo
carnal con el sexo. Sacó del bolso unas bragas limpias y se las puso con una sonrisa
recordando sus juegos de juventud. Tendría que disimular un rato más para evitar
despertar cualquier sospecha. Una vieja amargada como ella se suponía que
necesitaba un buen rato para satisfacer su soledad. Así que se sentó y recordó la
discusión que había comenzado en aquel lugar, cuatro años antes.
Cuando salió ya estaba de mejor humor, pero no lo suficiente para seguir más
tiempo en aquel lugar. Fuera de los cubículos de sexo anónimo, existían otros
ambientes más cordiales, donde otros como ella, que preferían dejar la tecnología al
margen, buscaban almas gemelas. Pero hacía tiempo que había renunciado a
encontrar algo así en un lugar lleno de espejos. Resultaba difícil encontrar un alma
cuando uno mismo no tenía.

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CAPÍTULO 16
El camino de la espada

L A VUELTA DE ALANNA NO sorprendió a nadie, ni siquiera a Grimm. Cuando lo hizo


no dio ninguna explicación y para Grimm resultó tan sencillo como despertarse
una mañana y encontrarla desayunando en su sitio. Antón le sirvió un café intenso
mientras Nikka le cepillaba el pelo con suavidad.
Grimm esperó a que terminara el desayuno. Al cabo de un rato, Alanna se dirigió
por fin a él:
—¿Has practicado tus conjuros?
—Sí. Los puedo hacer del derecho y del revés. Enséñame más —respondió, sin
poder evitar mostrarse ansioso.
Ella sonrió, complacida.
—Eso haré, te lo prometo. Pero antes, quiero que aprendas otra forma de
defenderte —dijo.
Se levantó de la mesa y le pidió a Grimm que la acompañara al patio que lindaba
con la calle. Grimm no había estado allí, pues Alanna no quería que lo viera nadie
cuando Antón entraba o salía por la puerta.
Intrigado, la siguió hasta el patio. No había cruzado esa puerta desde que llegó.
Para él, el mundo exterior no existía, excepto por aquel tránsito desde la casa de su
anterior amo a la de Alanna.
Su nueva ama se sentó en el borde de un pozo más pequeño que el de sus tristes
recuerdos de juventud. El patio apenas tenía vegetación, a diferencia del jardín del
otro lado de la casa, el que daba al bosque. Sin embargo, era muy espacioso. Dentro
de unas pequeñas cuadras cubiertas, los caballos esperaban pacientes a que Antón y
Nikka los cepillaran. Antón tenía repartidas por el patio todas las herramientas de
jardinería, una pequeña carretilla y un sinfín de otras cosas, todas muy ordenadas en
pequeños estantes, algunas protegidas de la lluvia bajo el tejadillo y otras dentro de
un pequeño cobertizo al lado del establo. Grimm se sentó en el único escalón del
porche, pero en ese momento, la puerta de entrada se abrió y una figura vestida de
negro de los pies a la cabeza entró y cerró la puerta con seguridad tras de sí.
Parecía un hombre mayor, de pelo cano y ojos grises. Tenía el rostro surcado de
cicatrices, tantas que su barba descolorida estaba compuesta de retazos. Llevaba el
pelo corto, pero salvando los accidentes, crecía con energía pese a su color ceniza.
Miró a Alanna y le sonrió.
—¿Este es el chaval? —preguntó, evaluando a Grimm. Tenía una mirada animal,
parecía gritar en silencio.
—Sí —replicó Alanna.

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—Ya sabes que nunca he enseñado a un deònach. Este además no parece muy
resistente. ¿Estás segura?
—Sí. Es mucho más fuerte de lo que crees, ya lo verás. Aguanta bien el dolor.
Grimm sonrió al oír eso.
El hombre desconocido lo observó, esta vez con más atención. Caminó hasta él.
Era algo más alto que el muchacho y no demasiado corpulento.
—¿Alguna vez te has peleado, chico?
—No.
—¿Sabes pelear?
Grimm dudó. Luego respondió negativamente con la cabeza.
—Yo te voy a enseñar, pero para pelear tienes que querer hacerlo. No puedo
conseguirlo si tú no quieres aprender, por mucho que me ofrezca tu ama. No perderé
el tiempo si no tienes deseo de luchar. ¿Entiendes?
Grimm no pensó en ello, solo quería complacer a su ama. Estaba deseoso de
aprender cualquier cosa que ese hombre pudiera enseñarle, así que asintió con la
cabeza.
El hombre caminó a su alrededor y dejó el pesado abrigo negro encima de un
barril. Debajo del alargado gabán portaba una espada larga y fina; se desarmó y la
apoyó en el barril. Encaró al chico, que esperaba paciente. Sonrió una vez más y se
colocó en el centro del patio. Habló con voz firme:
—Tírame al suelo.
Grimm dudó.
—¿Cómo?
—Tú verás cómo, pero tienes que conseguir tirarme al suelo.
Grimm se acercó al hombre con respeto, sabiendo que lo estaba poniendo a
prueba. El hombre no le quitaba la vista de encima. Grimm nunca había pensado en
hacer algo así. Imaginó que sería más fácil desde atrás y se intentó colocar a espaldas
del viejo, pero este giró con él, ofreciéndole siempre el rostro. Grimm intentó
empujarlo y el viejo desvió con pericia sus manos. Sin saber cómo, Grimm se
encontró en el suelo. Se levantó y esta vez intentó agarrar la camisa del viejo, pero las
manos de este se interpusieron de nuevo. Esta vez, Grimm se percató de que el viejo
avanzaba con un paso pequeño y lo empujaba sutilmente con la cadera a la vez que le
desviaba los brazos desde los codos. Se desequilibró y cayó al suelo.
—Tendrás que hacerlo con más ganas, chico.
Grimm intentó cargar contra el viejo, pero cayó al suelo con más fuerza,
hiriéndose las manos en el proceso. Sin embargo, se levantó y continuó, probando
cada vez una cosa diferente. Intentó empujarlo, arrastrarlo, cogerle una mano, un pie,
pillarlo por sorpresa y golpearlo con la mano abierta, pero para cada intento el viejo
tenía una forma de contrarrestarlo. Siempre acababa magullado, golpeado o, peor
aún, cayendo al suelo.

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Estaba sudando, con la rodilla izquierda desollada bajo los pantalones rasgados y
escupiendo sangre, cuando se dio cuenta de que Alanna ya no estaba ahí. Hizo una
pausa para preguntarle algo al hombre.
—¿Se ha ido?
—No te preocupes por ella, chaval, sabe defenderse mejor que tú.
Grimm se levantó e intentó algo nuevo. Cayó al suelo de cabeza; la sangre salada
se le metía en un ojo, escociéndole y dificultando su visión.
—No entiendo para qué quiere Alanna a un inútil como tú.
Grimm, casi ciego, saltó contra el hombre e intentó golpearlo con el puño
cerrado. El viejo lo evitó con facilidad y le dio un rodillazo en el costado. Grimm se
quedó sin aliento y las lágrimas limpiaron la sangre que se colaba en sus ojos. Tuvo
que apoyar la rodilla para no caer; el golpe al hígado lo había dejado sin aliento y las
piernas no le respondían.
—¿Quieres que pare? —preguntó el hombre.
—No. Quiero que me enseñes a pelear —masculló con dificultad.
—¿Qué dices? No te oigo.
—Enséñame a pelear… —dijo entrecortadamente.
—Eso intento, pero eres duro de mollera. Levántate y tírame al suelo, entonces
hablaremos, pequeña mierdecilla.
Grimm se levantó y estudió de nuevo al hombre. Se limpió la sangre de la cara.
Esta vez intentó patearle a la vez que lo intentaba agarrar. El hombre le apartó la
pierna y lo golpeó a su vez con la suya en la espalda. Cayó al suelo de bruces; se
partió un diente y se hizo un corte en la lengua. No había olvidado el sabor de la
sangre llenándole la boca. Darío le había rajado la lengua muchas veces.
—Vamos, ¡¿o esperas que mamá venga a salvarte el culo?!
Grimm se levantó de nuevo, harto de la voz chillona del viejo. Apenas lo veía a
través de los ojos hinchados. Simplemente corrió hacia él, cargando con todo su peso.
El viejo lo esquivó y lo hizo caer de nuevo.
—Tú no quieres luchar. Lo haces solo para no darle pena a tu ama.
Grimm se volvió a levantar y esta vez cargó contra él; paró en el último momento
e intentó golpearlo con las manos. El viejo lo bloqueó y le pegó con fuerza en el
estómago; sin embargo, antes de caer al suelo lanzó el brazo contra el viejo y logró
atizar a su adversario con la mano abierta, sin fuerza.
El viejo se rio a su costa.
—Solo valéis para follar y limpiar boñigas de caballo.
Grimm, desde el suelo, se agarró a la pierna del viejo e intentó tirarlo al suelo con
sus manos ensangrentadas. El viejo lo apartó a patadas.
—Apuesto a que tu ama ya ni siquiera se acuesta contigo. Se habrá cansado.
Grimm ya no veía nada, su vista estaba nublada de rojo. Se puso a cuatro patas y
saltó sin pensar sobre el hombre, con un rugido animal.

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Esta vez el viejo no pudo evitarlo del todo y Grimm se aferró a su cuello.
Forcejearon y el anciano cayó con él al suelo. Grimm jadeaba y babeaba sangre. El
viejo estaba en su espalda haciendo palanca con el brazo mientras Grimm intentaba
escapar. El dolor era intenso, brillante. Grimm gritó, hasta que el brazo hizo un
chasquido y todo volvió a la calma. El dolor, el viejo dolor, volvió a él, llevándolo al
lugar que tan bien conocía. El viejo lo soltó, pero Grimm se levantó en silencio,
sonriendo, con el brazo colgando, plantándole cara con una siniestra sonrisa.
—Dios —susurró el viejo, mirándolo con respeto y retrocediendo un paso.
Grimm volvió a saltar a por él. Esta vez, el viejo le agarró la mano y lo obligó a
apoyar la rodilla en el suelo. El dolor era incluso más intenso que antes y recorría
cada ángulo de su cuerpo, como fuego líquido.
—Hemos acabado la clase —dijo el hombre con sequedad.
Le soltó la mano despacio y retrocedió un par de pasos, evaluando al muchacho
de una manera diferente.
Grimm tardó en entender que se había terminado; apenas veía nada, solo una
neblina roja que lo rodeaba todo, incluso amortiguando el sonido. Tragó saliva y supo
que ahora venía la calma. Esperó de pie a que alguien le dijera qué debía hacer
mientras el dolor pulsaba en su interior. Se sintió más vivo que nunca.
Alguien, unas manos de mujer, lo llevaron a la casa sin decirle nada. Lo hicieron
sentarse y lo desnudaron. Supo que era Nikka, por su silencio. Sus sentidos volvieron
a él y, poco a poco, el bombeo de su corazón dejó de dominar su consciencia. Al otro
lado de sus hinchados párpados estaba la chica que conocía tan bien, limpiándole la
cara con una gasa ahora ensangrentada. Sin embargo, apenas sentía el tacto de sus
manos.
Desde donde estaba, pudo oír con claridad la conversación que mantenían el
hombre y Alanna al otro lado de la pared.
—… nada igual. El chico parece un loco. ¿Es insensible al dolor?
—No, ya te lo dije: lo soporta muy bien —respondió Alanna.
—Parece que le gusta. Jamás vi nada igual, no evita el dolor, no le asusta.
—¿Entonces?
—Enseñarle será un placer. Te prometo que sabrá defenderse en poco tiempo; con
semejante resistencia, en unas semanas será difícil que le hagan daño sin magia.
—¿Semanas? Pensé que te llevaría más tiempo relativo.
—Este no es como cualquier otro, Alanna. La gente evita el dolor, prefiere morir
antes que enfrentarse a él; este chico lo mira cara a cara. Igual que en los viejos
tiempos…
—Me gusta que lo veas así; para mí, el chico es importante, Case.
—No te preocupes, déjalo en mis manos, va a ser un reto —respondió el hombre
—. ¿Para qué lo quieres?, si no es mucha indiscreción —volvió a preguntar.
—Digamos que es un proyecto particular, ya te enterarás. Si estoy en lo cierto, va
a ser algo grande.

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—Suena bien.
—¿Mañana a la misma hora?
—Perfecto.
Grimm volvió su atención a Nikka, que seguía atendiéndole las heridas. Alanna
entró en la estancia y sonrió a Nikka, invitándola en silencio a que se apartase.
—Una vez te curé con magia. ¿Lo recuerdas?
Grimm intentó acordarse. En su memoria guardaba las palabras entrecortadas de
Maese Darío, pero incompletas, y nunca se fijó del todo en sus manos. Recordaba las
palabras diferentes de Alanna la vez que lo curó.
—Beaŧħa airsoŋ… —empezó a musitar.
—Eso es, ahora recuerda el movimiento de las manos —dijo Alanna, mostrándole
el baile de sus dedos.
—Beaŧħa airsoŋ beaŧħa, łeaŋŋaŋ màŧħair —recitó con convicción Grimm,
repitiendo el movimiento de las manos de Alanna. Al instante, sintió cómo un calor
reconfortante regeneraba su cuerpo, cerrando heridas y colocando de nuevo el
hombro en su sitio. Lo recitó un par de veces más, hasta que el dolor desapareció por
completo y se sintió lleno de vida y energía de nuevo. Se palpó el diente roto con la
lengua; estaba entero, tal como lo recordaba.
—Me gustaría que Case viera esto —dijo Alanna con una sonrisa.
Grimm miró a Nikka, esperando su respuesta. Pero no la hubo.
Esa noche, Grimm durmió en el lecho con Alanna. A ella tampoco le gustaba
estar sola. Juntos, compartieron el hechizo de amor, aumentando aún más el creciente
poder de Grimm.

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CAPÍTULO 17
Más allá del cielo

C ASE NO SE EQUIVOCÓ. Grimm aprendía muy deprisa. Solo necesitó una semana
para evitar que su nuevo maestro lo hiciera caer con facilidad, y poco después fue
capaz de contrarrestar sus movimientos e incluso de evitar que lo golpeara. No
obstante, todavía no podía acertar un golpe con claridad. Cuando lo lograba, el viejo
se alegraba y hacía que Grimm sintiera aún más fascinación por aquel hombre.
En su segunda semana de entrenamiento, Case comenzó a enseñarle el camino de
la espada. Primero empezaron con una sencilla vara de abedul. Ligera y flexible, casi
como un látigo. Grimm solo tenía que golpear a su maestro, pero este ahora se movía
con una agilidad pasmosa y le pegaba en todo el cuerpo con la vara, provocándole
serias heridas. Perdió en un par ocasiones un ojo, hasta que aprendió a neutralizar ese
tipo de ataques. Pasaron varios días hasta que Grimm pudo anticipar algunos de los
movimientos del anciano. Se sucedieron las tardes de entrenamiento, y Case combinó
la vara con una rutina extenuante de ejercicios de desplazamiento. El patio pronto
dejó de tener hierbas y pequeñas piedras y se convirtió en una superficie de arena casi
pulida por el continuo desplazamiento de Grimm. Al principio bajo la mirada de su
maestro, y después, durante muchas horas, incluso bajo la luz de la luna, él solo.
Únicamente se dejaba interrumpir por la llamada a cenar de la silenciosa Nikka.
Alanna seguía faltando en la casa de forma frecuente. Solo pasaba un par de días
y después volvía a desaparecer. Siempre que volvía, repasaba con Case el progreso
del muchacho y pasaba con él la noche, entre las sábanas. A ella le divertía recorrer
su cuerpo lleno de cicatrices y buscar nuevas. El hechizo de curación no las
eliminaba, y las recientes se superponían sobre las antiguas. Alanna decía que su
cuerpo era un libro; un libro de poemas al dolor. Grimm no entendía a qué se refería,
pero le gustaba sentir el tacto de las manos de la mujer en su piel desnuda.
—Te gusta Nikka, ¿verdad? —preguntó Alanna, con la cabeza apoyada en su
pecho. Sus ojos parecían más grandes y más claros, habían hecho el amor por
segunda vez esa noche y estaba de buen humor. Grimm sabía que era el mejor
momento para hablar con ella.
—Sí… Supongo —replicó.
—No me importa si te acuestas con ella; lo sabes, ¿verdad?
—No, no lo sabía —contestó inquieto Grimm.
—Eres libre, Grimm. Siempre que no me faltes al respeto o hagas daño a alguien
dentro de esta casa. Eres inteligente y sé que entiendes lo que quiero decir.
—Hay muchas cosas que no sé, Alanna. De hecho, no sé nada.
Alanna calló durante un buen rato.

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—Lo sé, Grimm, pero es mejor que algunas cosas las aprendas por ti mismo.
Mientras estés aquí, estarás protegido del mundo exterior.
—¿Por qué me proteges? —preguntó Grimm por fin.
—Porque me gustas —replicó ella con una gran sonrisa como única explicación.
—Pero… —empezó a decir Grimm.
No le dio tiempo de seguir, ella se metió bajo las sábanas. Pasaron unos segundos
y volvió a sacar la cabeza.
—Si te portas bien conmigo, mañana empezaré a enseñarte más magia.
Grimm sonrió y se dejó llevar.

El entrenamiento de la vara se solapó con la maestría mágica de su ama. Pronto,


Grimm entendió que ambas disciplinas tenían muchas cosas en común. Estar en el
sitio preciso en el momento adecuado y mover las manos con agilidad, que era algo
más que repetir gestos. Existía un porqué en cada movimiento de dedo, en cada
desplazamiento de los pies. A la vez que la vara descendía, el movimiento de las
caderas acompañaba al giro final. Lo mismo que la muñeca rotaba cuando la última
palabra del conjuro se pronunciaba. Aunque fueron meses, según Alanna, para él todo
el proceso fue como abrir y cerrar los ojos. Resultó tan intenso que había olvidado
otra cosa que no fuera levantarse por la mañana, hacer sus ejercicios y recitar en su
interior los conjuros que había repasado la noche anterior con su maestra. Tan solo
había aprendido siete conjuros nuevos, pero según ella, serían los más importantes
que aprendiera.
Aún tuvieron que transcurrir algunos meses más para que fuera capaz de aprender
toda la magia que ella sabía. Entendió la manera de proteger la casa y cómo lo
protegió Alanna en el bosque, cuando lo obligó a volver a casa para enfrentarse sola
al peligro. Volvió a oír las palabras que desencadenaron el fuego mortal en los
hombres que lo atacaron en el río. Era el conjuro más poderoso que conocía Alanna,
y el más complicado. Sin embargo, para él no revestía mucha más dificultad que el
conjuro de encender la luz. Palabras y una sucesión de movimientos de dedos que,
eso sí, consumían más poder en su interior. Pero los entrenamientos extenuantes de
Case y el dolor acumulado en ellos le servían para recargar su energía, sin contar con
las noches de sexo con Alanna, que se sucedían como parte de una rutina de dolor,
magia y placer.
Aprendió a crear comida de la nada. A hacer brotar el agua de las piedras y a
levitar pequeños objetos hacia sus manos o proyectarlos con fuerza en cualquier
dirección. Al cabo de un tiempo, Alanna dejó de enseñarle cosas nuevas y se centró
en asegurarse de que el chico repitiera una y otra vez todo lo que sabía. Case también
conocía algunos trucos, aunque su maestría se limitaba al plano físico. También le
mostró cómo mejorar sus reflejos con magia y a hacer su piel más resistente y dura.

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Cuanto más aprendía Grimm, más se preguntaba sobre el origen de la magia y por
qué sus maestros parecían saber tan poco sobre ella.
De las varas de abedul pasaron a unas pesadas espadas de madera que el maestro
llamó bokken. Primero le enseñó a usarla con dos manos, pinchando con la punta y
golpeando con el canto. Se manejaba de forma muy diferente a las varas de abedul y
sufrió varias fracturas en los brazos antes de entender la distancia y la velocidad que
necesitaba para contrarrestar la peligrosa espada de madera. Grimm tuvo que
practicar día y noche hasta que dominó su manejo a dos manos. Cuando lo consiguió,
su maestro le enseño a hacerlo con una mano, y el progreso resultó aún más lento.
Era un arma terrible; Case le dijo que podría matar a un hombre con un solo golpe y
le mostró docenas de maneras de hacerlo. Los golpes no dejaban cicatrices y se
curaban casi de forma instantánea con magia, pero Grimm evitaba curarlos a no ser
que le impidieran moverse, así se acordaba de los errores que había cometido. A
Alanna no le gustaba ver los grandes moratones en su cuerpo, pero terminó por
buscarlos, al igual que hacía con el resto de marcas.
Para alegría de Grimm, dejaron las espadas de madera una fría mañana de
invierno y Case le arrojó a las manos una espada de acero azulado. Era fina, recta y
larga y con una empuñadura en forma de taza. A partir de entonces practicarían con
acero de verdad. Afilado y doloroso. No tuvieron que esperar mucho hasta que
sufriera un corte profundo en su mano diestra. El dedo anular quedó partido y
colgando. Grimm ni siquiera dejó de aferrar el arma y mantenerse en guardia,
encarando a Case. El conjuro de curación fue rápido y eficaz y apuntó el error en su
lista para no cometerlo de nuevo.
De la espada sola, pronto pasaron a la espada y el puñal. El viejo le enseñó el uso
del arco casi como pasatiempo. La maestría de Grimm con este arma muy pronto
superó a la de su maestro. Le resultó mucho más fácil, ya que no tenía a un oponente
delante capaz de anticiparse a sus movimientos. Los blancos no cambian de sitio, y
cuando lo hacían, tenían trayectorias predecibles. No cometía errores y pronto se dio
cuenta de ello. Se impuso nuevos retos, retos que el viejo maestro era incapaz de
superar; su maestría con el arco era total.
Una tarde, cuando las yemas verdes en las puntas de las ramas estaban a punto de
abrirse, Case volvió al patio, sin armas, y se colocó en el centro. Corría una fresca
brisa y Grimm supo que sería la última vez que vería a su maestro.
—¿Te acuerdas del primer día, Grimm?
—Sí. Imposible olvidarlo —replicó con una sonrisa.
—Intenta empujarme ahora —retó el viejo, aparentando seriedad.
Grimm se acercó corriendo, quebró a la izquierda, luego a la derecha, hizo amago
de cogerlo por el hombro a la vez que adelantaba la pierna. Trabó su hombro al
tiempo que lo desequilibraba con el peso; el viejo intentó agarrarle el brazo y Grimm
se desenrolló sobre su cadera, atrapándole la extremidad. El viejo rodó a su vez sobre
la pierna y cayó con gracia sobre el suelo. Una enorme sonrisa se dibujó en su cara.

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—Lo has conseguido, Grimm. Eres mi mejor alumno, el mejor que tendré jamás.
—Gracias, maestro —replicó Grimm, mientras pensaba que era una lástima no
poder aprender más de aquel hombre.
Case contempló al muchacho con una mezcla intensa de sentimientos durante
algunos instantes.
—Tengo algo para ti —le dijo, emocionado.
Case había traído algo oculto en la capa negra: una espada reluciente, de metal
azulado, y un puñal a juego. Le ofreció las armas, acompañadas de un gesto nuevo en
su rostro: respeto y camaradería.
—Te las has ganado. No he conocido a nadie con más valor que tú, muchacho.
—Gracias —dijo Grimm, sintiendo que debía decir algo más.
—Protege tu vida, muchacho, y la de aquellos que amas. Tienes coraje y valor.
No dejes que nadie, jamás, lo ponga en duda.
—Gracias, maestro —replicó Grimm, feliz de escuchar aquellas palabras y con
ganas de abrazar a aquel hombre, que había tenido que romperle todos los huesos del
cuerpo para hacerle entender que no era menos que él.
Había transcurrido casi medio año cuando ambos se despidieron con un apretón
de manos.

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CAPÍTULO 18
Roona

P ASARON LOS DÍAS SIN QUE Grimm volviera a ver a Alanna. Echaba de menos la
rutina de entrenamiento con el viejo maestro y se inventó la suya propia para
pasar las horas, intentando descubrir por sí mismo atajos que le llevaran de forma
más eficiente a los mismos resultados. Sin un compañero de entrenamiento, el
camino le pareció mucho más aburrido y difícil. Al igual que con el arco, necesitaba
un reto que no fuera predecible. Un día, Alanna se presentó de improviso. Llegaba a
caballo, con una mujer desconocida a su lado.
Bajo las ropas, Grimm vio a una muchacha muy joven, casi una niña. Tenía un
cuerpo delgado y esbelto. Llevaba puesto un vestido de rayas verticales blancas y
negras, ceñido y de una sola pieza, que realzaba su ágil figura.
La chica bajó del caballo y se presentó como Roona.
Alanna debía de tenerla en muy alta estima, ya que se dirigió a ella con las
palabras maestra y sabia, pese a la corta edad que aparentaba.
Cuando llegaron, Grimm se curaba las heridas resultado de un entrenamiento con
sus puños y la corteza de un árbol. Tenía los nudillos cortados y magullados. Roona
lo observó tejer su hechizo de sanación.
—Alanna no bromeaba contigo. Eres el primer deònach que conozco capaz de
curarse a sí mismo con tanta habilidad. ¿Qué más necesitas aprender?
—Todo —replicó sin pensar Grimm, clavando la mirada en los ojos dorados de
aquella mujer desconocida.
Roona pegó un respingo y su expresión se tornó sombría.
—Alanna, ¿podemos hablar?
Alanna y la joven maestra se internaron en el bosque, lejos de los oídos de
Grimm, que las ignoró y continuó su sanación ritual. No tardaron mucho en volver.
Alanna no tenía buena cara, y cuando llegaron a su lado, Roona se sentó en el suelo
junto a Grimm.
—Ven, creo que es hora de que hablemos de ti. ¿Sabes quién eres?
—Sí, un deònach, un ser sin alma.
Roona miró a Alanna con acritud.
—Sí. Pero… ¿sabes realmente lo que eres?
Grimm no supo qué contestar a eso.
—¡Roona! —protestó Alanna.
—El chico tiene que saberlo —gritó Roona.
—Te dije que no. Te lo prohibí expresamente. ¡Por favor!

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—Es mi responsabilidad, Alanna —dijo la mujer-niña, alzándose de pie y
enfrentándose a la bruja, que le sacaba una cabeza.
—No quería tener que recurrir a esto. Pero me debes un favor Roona, no me
hagas recordártelo.
—Pero el chico…
Roona miraba a Grimm con una expresión parecida a la pena, aunque la
curiosidad y la diversión asomaban tras aquellos dientes romos y perfectos.
—Ayúdale, enséñale. Él mismo lo descubrirá tarde o temprano. —No parecía una
petición, sino una orden. Su furia contenida aumentaba. Grimm no la había
escuchado hablar así antes.
Las observó discutir y deseó entender aunque fuera una palabra de todo aquello.
Sin embargo, aguantó con paciencia a que terminaran. No tuvo que esperar mucho. El
silencio paró en seco aquella discusión. Roona se volvió a sentar junto a él. Sus
enormes ojos dorados parecían demasiado grandes para aquel rostro infantil. Grimm
supo que tras esa apariencia había mucha experiencia, dolor y algo roto sin remedio.
—Empezaremos por aprender a desaparecer. Es el conjuro que más vas a
necesitar, deònach.
Y así empezó la magia de verdad.
Grimm tuvo que aprender a hablar de nuevo, porque el lenguaje que hablaba
Roona no funcionaba como el que él conocía. Ni sus brazos ni sus dedos se movían; a
veces parecía que ni siquiera hablaba. La magia brotaba de la expresión de su mirada,
de modo que resultaba muy difícil entender qué pretendía de él. En ocasiones
consistía en cosas tan sencillas como respirar con ella, sentados en la oscuridad,
iluminados tan solo por las estrellas. Roona nunca se mostró interesada en su cuerpo
y, de hecho, jamás lo tocó. Tampoco pidió que le mostrara ninguno de los conjuros
que conocía. Según ella eso solo eran trucos de manos para gente que de verdad no
entendía la magia. Eran recetas. Lo que ella iba a enseñarle era el tejido de la realidad
e iba mucho más lejos.
Pasaron los días y las semanas, y Grimm se impacientaba porque, a pesar de las
horas con Roona y de observar el silencio, solo o con ella, no progresaba lo más
mínimo. Alanna sabía que le costaba, y por primera vez en mucho tiempo, no tuvo
hueco para él en su cama.
Quizás fuera culpa de la abstinencia y la estricta dieta a la que lo sometió su
nueva maestra, que también le prohibió hacer cualquier tipo de magia, incluso la
curativa. Grimm limitó sus entrenamientos más peligrosos y, por vez primera, sintió
el cansancio fruto de la falta de alimento. Las prolongadas sesiones de observación al
vacío, como las llamaba para sus adentros, le recordaron a las horas muertas que
pasaba bajo el pozo, todavía en casa del maestro Darío.
Una noche, sin embargo, vio por fin algo. Le pareció ver dos estrellas iguales. De
alguna forma, supo que eran iguales. Cuando parpadeó, ese efecto pasó y volvieron a

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ser simples estrellas que titilaban en la oscuridad. Sin embargo, aquel pensamiento se
aferró a su cabeza y lo acompañó durante días.
Las semanas se convirtieron en meses, y Grimm continuó con sus rutinas físicas,
con su dieta y su abstinencia. Comenzó a ver con otros ojos a Roona y su cuerpo
esbelto. Sus pechos, redondos y escondidos, a veces centraban minutos enteros en su
cabeza cuando a su lado intentaba entrever el tejido de la realidad, como decía ella.
Su nueva maestra no desesperaba y le prometía que, algún día, entendería lo que
estaban haciendo. No obstante, para premiar a Grimm le enseñó lo más parecido a un
conjuro.
Grimm tuvo que rememorar varias veces en su cabeza lo que había visto para
poder entenderlo. Delante de él, Roona se acercó al árbol donde practicaba con sus
puños. Tenía parte de la corteza aplastada y hundida. Sin previo aviso, hundió las
manos en su interior, sin esfuerzo, y tomó un trozo del interior del árbol. Se giró
hacia él para que lo pudiera ver con detalle. Amasó grácilmente el trozo de madera y
creó una bola de nieve. Sopló y la transformó en hielo. Luego sonrió y la nieve se
fundió de golpe en agua, que flotó cerca de él en forma de una burbuja ingrávida,
hasta que de pronto desapareció, evaporada, humedeciendo el ambiente a su
alrededor.
Detrás de Roona, el árbol crujió y se desplomó con un ruido estremecedor de
astillas rotas. Grimm no escuchó a Roona pronunciar ni una sola palabra.

Pasaron días hasta que Grimm se atrevió a preguntar a Roona. Ahora le costaba
acercarse a ella, que siempre vestía provocativos vestidos escotados o faldas muy
abiertas que mostraban sus piernas esbeltas. Alanna apenas aparecía ya por la casa y
Grimm empezó a pensar que quizás ella esperaba que se acostara con su nueva
maestra como parte del aprendizaje. Sin embargo, esa idea ni tan siquiera se la
planteó con el viejo maestro Case. Grimm se preguntó por qué sentía aquello. Se
armó de valor, y una noche, bajo un cielo encapotado y gris sin estrellas, rompió el
silencio de semanas.
—¿Por qué observamos hoy el cielo, si no hay estrellas? —preguntó.
—Quizás es porque no estamos viendo las estrellas, solo el cielo —respondió
Roona sin alterar la serenidad de su rostro ni dirigirle la mirada.
Le desanimó para seguir hablando, pero el cuello de Roona le urgía a hablar para
dejar de pensar en los pliegues húmedos de aquella piel. Con el rabillo del ojo captó
algo, y pensó que había vuelto a suceder. Dos nubes idénticas. Esta vez parpadeó un
par de veces y lo pudo apreciar con claridad. Dos nubes idénticas en el cielo. Abrió y
cerró los ojos, se levantó y seguían ahí. Cuando se sentó y abrió la boca para decir
algo, de repente una de las nubes ya no parecía idéntica, si no que había cambiado.
—Es… extraño —acertó a decir.
—¿Has visto algo? —preguntó Roona con interés.

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—Dos nubes… Parecían idénticas, y luego…
—Una de ellas cambió sin más ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo…?
Roona sonrió.
—Hace semanas vi algo parecido, con dos estrellas —añadió Grimm.
—Es un comienzo, es el principio de todo —dijo ella de forma enigmática,
divertida.
Grimm pensó que la forma de enseñar de Roona era muy diferente a la de Case;
sin embargo, le atraía de manera cada vez más irresistible. No sabía como
explicárselo a Roona, que ignoraba sus miradas, las mismas miradas que Nikka había
interpretado tan bien.
—Fíjate bien la próxima vez. Busca más patrones.
—¿Qué es un patrón? —preguntó Grimm, despistado por el escote húmedo de
Roona, que continuaba ignorándole.
—Algo que se repite.
Grimm no entendía la relación de ninguna de las piezas de aquel rompecabezas.
Además, le desesperaba la presencia de la chica a su lado. Tan cercana y a su manera,
tan lejana.
—La realidad es algo más que lo que observas. Hasta que no lo veas por ti
mismo, da igual cómo te lo intente explicar.
—Tienes razón, no entiendo nada.
Roona sonrió, pero no hizo amago alguno de acercarse a él.
—Una vez que lo veas, entenderás lo demás. Solo es cuestión de tiempo, cuando
eso ocurra podré ayudarte.
—¿Y cuándo lo veré? —preguntó Grimm, evitando fijar su mirada en los labios
de la chica.
—Puede que mañana, o puede que nunca. No sé de ningún deònach que haya sido
capaz. Por eso estoy aquí —dijo con cierta brusquedad al final de la frase.
—Roona, yo… —empezó a decir torpemente Grimm, alargando la mano hasta
rozar la cintura de Roona.
—No vuelvas a hacer eso.
Grimm la ignoró y le acarició el brazo hasta llegar al hombro.
—Te he dicho que pares —dijo con tono gélido.
Grimm subió con los dedos por el cuello hasta llegar a su rostro aniñado.

Cuando abrió los ojos, estaba tumbado en el bosque, debajo de un manto de estrellas.
Casi amanecía y las nubes habían desaparecido casi en su totalidad. Miró a su
alrededor y no vio rastro de Roona.

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CAPÍTULO 19
El precio de la libertad

G RIMM VOLVIÓ CONFUNDIDO A CASA de Alanna. Para variar, ella no estaba dentro.
Tardó varios días en regresar. Quizás por costumbre o porque confiaba que lo que
había pasado no fuera algo definitivo, Grimm prosiguió con su rutina de
entrenamientos y de observación del cielo. Creyó ver más estrellas repetidas, más
nubes duplicadas e, incluso, le pareció que el movimiento del trigo verde en el campo
tenía una hipnótica similitud geométrica de algún tipo. Se dejó llevar y lo máximo
que consiguió, sin la presencia constante de Roona, fue quedarse dormido.
Fue precisamente esa noche cuando Alanna volvió a su casa, y al no encontrarlo
allí, mandó a Nikka a buscarlo al bosque. Cuando la chica lo encontró durmiendo
plácidamente en la hierba húmeda, no supo si debía despertarlo, así que espero con él
a que lo hiciera por sí mismo. Ya bien entrada la noche, Grimm se despertó con
Nikka a su lado. No había traído más que una capa ligera de algodón, que evitaba que
la brisa le erizara la piel pero no bastaba para darle calor. Grimm despertó bajo la
mirada paciente de la chica, que sonrió al hablarle.
—Alanna ha llegado. Me ha mandado a por ti. Parecía impaciente.
—¡Vamos! —dijo Grimm, deseando contarle a su ama lo que había ocurrido con
Roona.
Volvieron a casa siguiendo el camino que transcurría paralelo al arroyo. Grimm
podría recorrerlo con los ojos cerrados. Las piedras, las ramas y las pequeñas
depresiones del terreno estaban grabadas en su cabeza con exactitud. Aquel
pensamiento recurrente a fuerza de recorrer el camino varias veces cada día
empezaba a formar algo parecido a una certeza, a un sentimiento de pertenencia.
Cuando observó la posición de las lunas en el cielo, supo que el hambre no estaba ahí
por casualidad, se había hecho muy tarde. Alanna nunca venía a esas horas.
—¿Hace cuánto que llegó?
—Hace horas. He estado esperando a que despertaras.
—¿Por qué no me has despertado tú? —preguntó Grimm, contrariado por la falta
de decisión de la muchacha.
—No lo sé.
—Vamos. Necesito hablar con Alanna.
Apretó el paso y la chica lo siguió sin replicar palabra, ni tan siquiera molesta por
el tono cortante de él.
Cuando comenzaron a bajar por la última colina, antes de llegar a su pequeño
hogar adoptivo, Grimm supo que algo andaba mal. Las ventanas estaban abiertas de
par en par y la luz salía desbordada de todas ellas. Las cortinas del salón ondeaban

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por gran ventanal, como si dentro se hubiera desatado un huracán terrible. Había
algunos muebles, baúles y restos de madera destrozados debajo del balcón. En el
patio, varios hombres arrastraban el cuerpo inconsciente de Antón.
De forma impulsiva, Grimm se agachó, cogió con fuerza del hombro a Nikka y se
escondió con ella detrás de un árbol. Eran cuatro hombres, pero por el movimiento
que había en la casa y las fugaces sombras que se veían dentro, debía de haber más.
Hablaban entre ellos, pero no podía oír la conversación desde tan lejos.
Inmediatamente preparó el conjuro que Alanna había insistido en que aprendiera y lo
amplió para que actuara también sobre Nikka.
—Fałaicħ đo smior, am fałacħ agađ đaŧħ agus đo fħìriŋŋ —susurró una y otra
vez, concentrándose al máximo, hasta el punto de cerrar los ojos. No soltó a la chica
para asegurarse de que el efecto se aplicaba también a ella.
—¿Qué está pasando, Grimm? —preguntó la chica.
Por primera vez desde que la conociera, escuchó algo de emoción en la voz de
Nikka. Grimm interrumpió el conjuro, que a esas alturas ya debía ser muy potente, y
vio algo familiar en el rostro de la chica: miedo.
Cauteloso y llevando de la mano a la joven, avanzaron hacia la casa, utilizando
los árboles para ocultarse de la vista de los hombres. Grimm no sabía a qué se
enfrentaba. Había visto la magia de Roona y sabía que su propia magia no valdría
nada contra ese tipo de poder. Empezó a entender retazos de conversaciones de los
hombres. Interrogaban a Antón, que gritaba de dolor cada vez que le golpeaban.
—… responde, viejo. ¿Dónde está el chico? —preguntaba una voz.
—En el bosque. En el bosque. El ama mandó a la chica a buscarlo hace horas —
replicó Antón, con un hilillo de voz.
—¿Y por qué no han vuelto? —preguntó la misma voz de hombre.
—Estarán follando como conejos, ja, ja, ja —contestó otra voz desconocida.
—No seas estúpido. Son deònach… —replicó una tercera voz, más seca.
—¿Te olvidas qué tipo de deònach hemos venido a buscar, Zaj? —zanjó la
primera de las voces, que destilaba autoridad.
—Mira, viejo. Si no nos ayudas a encontrar a Alanna o a los otros, no nos sirves.
Te vamos a matar, ¿sabes lo que significa, estúpido?
—Sí… Pero no tenéis por qué hacerlo, aún os puedo servir, joven señor. Seré
vuestro criado, será un honor para mí… —Su voz murió ahogada por un gemido
sordo. Grimm oyó un gorgoteo húmedo y un suspiro entrecortado, ahogado.
Las miradas de Grimm y Nikka se cruzaron en silencio por unos instantes. Grimm
le aferró con fuerza la mano y volvieron hacia el bosque. Después de un rato,
comenzaron a correr, y cuando, finalmente, el cansancio de sus piernas fue más fuerte
que el miedo, pararon. Grimm temía hacer luz o calor, así que pensó que lo único que
podía hacer era abrazar a la chica para que no se congelara. Nikka temblaba, pero no
de frío. Aunque eso Grimm no lo sabía.

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Cuando la envolvió en sus brazos, ella rompió a llorar y lo abrazó más fuerte aún.
Pasaron unos minutos así, hasta que ella dejó de gimotear. Su camisa estaba húmeda
de lágrimas, y Grimm creyó ver en ellas un patrón regular. Los ojos llorosos de la
chica necesitaban hablar, pero la conversación no comenzó hasta que Grimm deshizo
el abrazo.
—Tendremos que buscar otro amo, Grimm.
Él la miró con extrañeza. Como si no entendiera lo que quería decir.
—¿Otro amo? ¿Para qué?
—Para que nos proteja. Para que nos dé cobijo.
—Yo te protegeré, Nikka —dijo sin más, sin pensar realmente en ello. Pero
cuando lo hizo, un pequeño calor en su interior lo animó a seguir hablando—. Yo seré
tu amo; si quieres, claro.
La chica dudó, como si jamás se hubiera planteado esa posibilidad. Dio un paso
atrás y miró al suelo.
—No funcionará. Tú no eres como ellos —susurró la chica sin levantar el rostro.
Grimm no se sintió ofendido, seguía confundido por sus propias emociones a raíz de
todo lo que estaba pasando.
—¿Quieres morir como Antón?
—No.
—Yo tampoco. Moriré matando. —Grimm pensó que, en cierta forma, Nikka era
lo más cercano a una familia que había tenido. Una extraña familia en cualquier caso,
pensó, al darse cuenta de que el delgado cuerpecillo de la chica volvía a temblar—.
Hay que buscar a Alanna. Hasta entonces, te quedarás conmigo.
La joven asintió con la cabeza.
—Pasaremos la noche en el bosque, y mañana ya veremos. No podemos volver a
la casa, esperarán que lo hagamos —dijo. La chica, inerte, rompió a llorar de nuevo,
en silencio.
Conjuró unas mantas y, juntos, buscaron un hueco donde pasar la noche a
resguardo. No fue fácil. Soñó muchas cosas, entre otras con su viejo amo Darío.
Buceando en sus recuerdos, escuchó, amortiguado por el paso del tiempo, el sonido
insidioso de sus conjuros mientras hería su carne. Se levantó tiritando de frío, con la
certeza de haber oído de nuevo esa voz en el bosque. El viejo había estado allí. Sin
embargo, cerró los ojos y se obligó a dormir de nuevo, intentando no despertar a la
chica, que dormía hecha un ovillo a su lado.

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CAPÍTULO 20
Sin deudas ni rencores

S OLO HABÍA TRANSCURRIDO MEDIA HORA y Andelain se distraía paseando su mirada


por el gran ventanal del local hacia el exterior. Fuera, las fugaces luces de los
vehículos se cruzaban a diferentes alturas en la espesa niebla gris de suciedad
húmeda. Los pocos paseantes que había esa noche miraban todos al suelo, evitando
los holoanuncios que los rodeaban como polillas sintéticas. Ellos eran la luz de la que
se alimentaban sus anunciantes. Compra. Bebe. Come. Disfruta. Todos venían a decir
lo mismo, y el caparazón de los hombres cada vez se hacía más duro, así que los
anunciantes se esforzaban en ser más efectivos; una espiral que solo se podía terminar
al desconectar y contemplar con ojos de carne y sangre el viejo mundo: gris, húmedo
y solitario. Sin música de fondo, sin violines ni voces aterciopeladas. El viento que
silbaba entre las marquesinas metálicas y los edificios venía de cortar los precipicios
deshabitados del polo norte. Frío, sin deudas ni rencores.
Cuando alguien tardaba tanto, solía tener una razón. Mala. Aquella vez no fue
diferente. Recibió un escueto mensaje cifrado a través de su pod: «No puedo ir. No
estoy seguro de que no me estén siguiendo».
Eso fue todo. Su única fuente informada, su mejor baza. Justo en el peor
momento, cuando necesitaba ayuda. Otra vez a esperar y a mendigar migajas de
información mientras todo ocurría fuera de su control. Dio un sorbo a su insípido té y
pensó en las veces que había jugado a ese juego. Había ganado, había perdido y, tras
tanto tiempo, ¿qué había cambiado? Algunas corpos habían perdido decenas de
millones a causa de su trabajo. Otras habían crecido, incluso engullido las presas más
débiles, usando la información que había logrado hilar. Pero ¿qué había de ella?
Quería creer que seguía igual que hacía treinta años, pero tenía los dientes mellados
de tanto morder. Se miró sus manos y le parecieron viejas. Ya no aparentaban ser las
de la niña que recordaba, que se creía más lista que los demás. El murmullo apagado
de unas risas en la calle la distrajo de sus pensamientos. Una pareja de jóvenes entró
al local. Parecían de alguna tribu nueva que ya no se molestó en reconocer. Llevaban
la cara tatuada con símbolos celtas y el pelo teñido con rastas azules. Los ojos de la
chica brillaban con la luz característica del trank, y uno de los chicos se pavoneaba
delante de ella, compitiendo con el resto de la cuadrilla. El mundo había cambiado
mucho, pero ella había cambiado más.
Mojó sus labios en el té y miró a su alrededor. La mayoría de las mesas estaban
vacías, y los pocos clientes que había sentados, tenían los ojos en blanco, conectados.
Pensó que podrían ahorrarse la luz del local, así no habría que verse reflejado en
ningún lugar.

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Por un instante sintió el deseo de lanzar la taza contra la pared y hacerla añicos.
Gritar. Volcar la mesa. Pero nada cambió, el camarero que vigilaba a los clientes la
miró, expectante, por si necesitase algo más. La mesa estaría anclada al suelo, los
restos de la taza serían recogidos de forma rápida y diligente por decenas de bots de
limpieza del tamaño de una cucaracha y nadie levantaría la vista. El camarero
activaría la alarma silenciosa que usaban para los colgados de trank y tendría allí una
patrulla de gorilas en cinco minutos. Había sido testigo de esa misma escena en
demasiadas ocasiones. El comienzo de un viaje sin retorno. No fue consciente de sí
misma hasta que vio su propia mano aferrando la taza con demasiada fuerza,
haciendo que temblara y derramara pequeñas gotas a su alrededor.
Dejó de pensar y salió del local. En casa podría reventar tazas y gritar fuerte, sin
testigos. Sin represalias.

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CAPÍTULO 21
Fuera de casa

L AS CALLES DE LA PEQUEÑA ciudad donde se hallaba la casa de Alanna estaban


hechas de piedra y hiedra casi a partes iguales, bordeadas de muros altos, algunos
encalados. No obstante, entre casa y casa había mucha distancia. Resultó fácil
acceder a la calle principal desde el terreno sin edificar que había tras los jardines de
la pequeña mansión de Alanna. Tras el pequeño bosque se escondían los jardines, y
detrás de estos pudieron ver la calle principal y escuchar el sonido de los cascos de
los caballos junto con el constante murmullo apagado de conversaciones anónimas.
Cada casa se abría a la calle con al menos un par de ventanas grandes, de
preciosas contraventanas de madera clara y pulida. La gente hablaba y caminaba sin
prestarles atención. Grimm procuró mirar al suelo para pasar desapercibido,
recordando los consejos de su ama. Ahora estaban solos. Agarrados de la mano,
Nikka continuó mirando con curiosidad cuanto la rodeaba. En su caso, la intriga era
genuina y sincera. Para Grimm, cada novedad representaba un aviso de algo por
venir.
La calle que tomaron desembocaba en una plaza. Demasiado concurrida para
Grimm, que se metió por una vía estrecha y bordeada por muros de musgo verde
oscuro. Grimm intentó no pensar demasiado en la situación, confiando en que
sucediera algo, cada vez más consciente de sus circunstancias: solo, sin amigos y sin
conocer nada del mundo que los rodeaba. Los días donde solo tenía que seguir
instrucciones habían terminado. Ya no había maestros ni desayunos. No había nada
entre él y el mundo real. Su vida anterior parecía un sueño, y la realidad, una
pesadilla que se abría paso con pereza inexorable.
Nikka le dio un tirón en la manga. Grimm se giró y la miró; su cara expresaba
miedo.
—¿Estás cansada? —preguntó Grimm.
—No.
—No te preocupes, encontraremos una manera de salir adelante.
—No lo entiendes.
—¿Qué no entiendo?
—Sin un amo, estamos solos. Indefensos. Debemos buscar uno.
Grimm no acababa de entender, aunque sabía que para Nikka aquello debía de ser
la forma correcta de pensar.
—¿Qué hacías antes de que Alanna te encontrara? —preguntó, sorprendido por
no haber hecho aquella pregunta antes. La chica que conoció al llegar al hogar de

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Alanna, casi muda, también había desaparecido, y ahora tenía miedo y hacía
preguntas.
—Acompañaba, servía. Lo que hiciera falta.
—Yo no voy a hacerlo —replicó Grimm.
Nikka lo miró, extrañada. Como si aquella respuesta no tuviera sentido en el
mundo en el que vivían.
—Te harán daño. Te matarán, y a mí también. —Lo dijo sin convicción, en su voz
había todavía un hueco para la esperanza de que Grimm supiera algo que ella no
sabía. Una alternativa.
—Que lo intenten —contestó Grimm, pero la respuesta no calmó a Nikka.
Iba a decir algo más, pero la mirada de Nikka lo alertó. Dos hombres se acercaban
dando tumbos por un pasadizo. Parecían enfermos, pero reían y gritaban.
—Qué tenemos aquí… ¡Vaya monada de chica! —dijo uno de ellos, ignorando
por completo a Grimm y apartándolo de un empujón.
Grimm, sorprendido, no supo reaccionar. El hombre que lo había empujado era
muy corpulento y vestía una armadura de cuero endurecido. Al cinto llevaba una
espada larga y una daga. Ya había cogido a Nikka y se divertía toqueteándola y
rebuscando entre sus piernas. Nikka sonreía tímidamente al hombre, sin resistirse.
—Buen señor. A cambio de su protección le serviré fielmente. Haré lo que usted
me pida —dijo Nikka, con un tono meloso que Grimm no había escuchado hasta
aquel momento. El hombre rio plácido y confiado, y observó a su amigo para ver
cómo reaccionaba. Como si fuera una broma conocida por ambos, mostraron un
amago de sonrisa.
—Primero demuéstrame lo que sabes hacer, pequeña —replicó el hombre.
Empujó a Nikka al suelo, de rodillas delante de él. Se giró a su compañero y se
rio, resoplando. De la risa, se le caía la baba por la comisura de la boca y se
tambaleaba. Los ojos le brillaban como si tuviese fiebre. Se peleaba con la bragueta
mientras se tambaleaba y reía.
—Venga chica, todo tuyo —rio de nuevo, resoplando cuando por fin logró zafarse
del pantalón, que se bajó a la altura de las rodillas.
—Deja a mi amiga —dijo Grimm, dando un paso y apartando con brusquedad a
Nikka. No le gustaba lo que estaba viendo. Ya había tenido un amo así y no quería a
otro igual.
—Arnold, cárgate a este mocoso estúpido —dijo el hombre, visiblemente
contrariado, haciendo amago de subirse de nuevo los pantalones.
El amigo desenvainó la espada con pereza, molesto por la interrupción. Pese a ser
menos corpulento que su compañero, sus movimientos resultaron torpes y bruscos.
Intentó trinchar a Grimm, pero no pudo a la primera, ni tampoco a la segunda.
Molesto por lo rápido que se movía el chico, aferró la espada con las dos manos y
lanzó un mandoble horizontal a la altura del pecho. Grimm esquivó con facilidad el

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movimiento y aprovechó para atrapar la espada del hombre contra la pared. Le fue
muy fácil golpearle con la tibia en la pierna adelantada y quitarle el arma.
—Vaya, vaya… Si tenemos a un enano que cree que sabe… —comenzó a decir el
primero, todavía de pie, y con los pantalones a medio subir.
No pudo decir más, se agarró la garganta destrozada por un certero movimiento
de espada de Grimm. Cayó al suelo con gesto de sorpresa, primero de rodillas, y
finalmente, de bruces contra el pavimento. Su trasero asomaba por encima de los
pantalones, que aún no estaban subidos del todo. Su amigo, al que Grimm había
desarmado, se giró molesto, con el rostro salpicado por pequeñas gotas de sangre de
su amigo. Levantó las manos y dio un par de pasos atrás. Miró a su compañero
muerto y luego a Grimm.
—No me jodas. Esta era nuestra noche de fiesta y nos has reventado el plan. Me
las pagarás, volveremos a por ti; no nos vamos a olvidar, hijo de puta.
Y despacio, pero de forma progresiva, se fue diluyendo en una neblina rojiza
hasta que desapareció.
El cadáver de su amigo, sin embargo, permaneció en el mismo lugar. Grimm le
rebuscó en los bolsillos y tomó una bolsa de monedas bastante bien provista, el
cinturón con la vaina de la espada y un puñal. Ahora tenía dinero y tres armas.
Sonrió, su suerte había cambiado.
—Ese no te molestará más.
—Te equivocas. Ahora vendrá a buscarnos y nos hará más daño. ¿No te das
cuenta?
—¿De qué?
—De que ellos nunca mueren. Pase lo que pase, no los puedes matar.
Grimm no quiso o no supo responder a eso. Dejaron el cadáver y siguieron
callejeando. Volvieron a salir por una calle ancha y, a lo lejos, volvieron a ver lo que
parecía ser la misma plaza que habían visto antes.
—¿Qué hacemos?
—Ahora tenemos dinero. Podemos comer, alquilar una habitación. Pero si alguien
nos reconoce, tendremos problemas. ¿Podrías no luchar? Tira las espadas.
—No pienso hacerlo. ¿No te importa sufrir, seguir sus órdenes, que te maltraten?
—La alternativa es peor. Llevo sobreviviendo desde que era niña. ¿Crees que me
importa? Alanna me trataba bien, es la única diferencia. Calentaba su cama, le hacía
el desayuno y ordenaba la casa.
—¿Te dijo que te acostaras conmigo?
—Sí.
La mirada de la chica le pareció muy diferente. O quizás fue que la voz le daba
otro significado a su expresión. A Grimm le confundía todo y le dolía la cabeza.
Empezó a encontrarse mal.
—Busquemos una habitación y ocultémonos. A partir de ahora actúa como si yo
fuera tu amo. ¿Cómo debería comportarme?

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—Como alguien que paga por lo que quiere y no mira donde pisa.
Nikka lo guio hasta la plaza. Ahí encontraron un albergue con habitaciones libres.
Alquilaron una del primer piso, la más asequible. Tendrían que racionar el dinero,
según dijo Nikka. Grimm ni siquiera sabía cómo funcionaba, pero sabía contar y,
sobre todo, restar.
Un par de veces, algún hombre se quedó mirando a la chica. Uno incluso le
preguntó de forma descarada a Grimm por cuánto se la vendía. Cuando Grimm le dijo
que no estaba en venta, el hombre se rio y no le dio más importancia. Grimm estaba
ya muy mareado y la visión se le nublaba cuando llegaron a la habitación.
—¿Estás bien? —preguntó Nikka, preocupada. Le tocó la frente—. Estás
ardiendo —dijo.
—No sé qué me pasa. Necesito descansar.
Cuando Grimm despertó, no había luz en la calle. El cuerpo tibio de la chica
estaba pegado al suyo. Dormía. Él le pasó el brazo por la cadera y la abrazó con
suavidad. Tenía unos pechos pequeños y redondos. Aquel cuerpo apretado al suyo,
caliente y tranquilo, su respiración y el perfume de su pelo, lo tranquilizaron. Se dejó
ir de nuevo al sueño sin cesar de abrazar a Nikka.

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CAPÍTULO 22
Servir o servirse

B ASTÓ COMPROBAR CUÁNTAS MONEDAS COSTABA el alojamiento para dos personas, el


desayuno, comida y cena para que fueran conscientes del poco capital que tenían.
Su incomprensión del mundo que los rodeaba y el miedo a ser reconocidos lo hacían
todavía más complicado. Tras esperar a que todas las mesas de la posada estuvieran
vacías, Grimm se atrevió a hacer una pregunta directa al posadero. Era un tipo
diferente al que habían visto los otros días. Se turnaban varias personas para trabajar
en aquel local. Nadie permanecía demasiado tiempo en el mismo sitio.
—¿Cómo se puede ganar dinero en esta ciudad?
El camarero lo miró de arriba abajo.
—Eso depende de lo que sepas hacer. No falta faena para alguien con ganas de
trabajar y dos brazos fuertes —dijo tras mirar a ambos con otros ojos—. ¿Es vuestra
primera vez en Brin?
Grimm no supo qué responder a eso, miró a Nikka y ella negó con la cabeza.
—No, pero venimos de lejos —replicó Grimm.
El hombre dudó. Su rostro expresaba incertidumbre, muy al margen de sus
palabras.
—Veterra no es muy diferente de otros lugares. ¿De dónde sois? —preguntó
mientras fregaba un vaso con un trapo sin dejar de mirar a Nikka.
—Helms —respondió Grimm, esperando inquieto la respuesta del desconocido.
El posadero paró por unos instantes de frotar el vaso con el paño y observó a
Grimm. Dejó el vaso en un estante y tomó otro.
—¿No está ahí uno de los orfanatos para los deònach? —preguntó el camarero.
—Es un buen sitio para… encontrar lo que uno busca —dejó caer Grimm
intentando parecer seguro de lo que decía.
—Eso es cierto, para quien tenga estómago. —Desvió la mirada y dejó el vaso en
el estante—. ¿Vais a beber algo o solo queréis conversación? —preguntó de forma
brusca.
—Claro —replicó Grimm— pon dos… —dudó— de lo que sea.
—¿Tienes con qué pagar? —preguntó ceñudo el posadero. Ni siquiera se fijó en
la escueta bolsa de monedas que puso encima del mostrador—. No suelo ver deònach
armados, con dinero, y menos aún haciendo preguntas.
—No queremos problemas —dijo Grimm sin poder evitar hacerlo en voz baja.
—Ya me lo imagino. Pero intuyo que los vais a encontrar igualmente.
—¿A qué te refieres?

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—Seguro que sois los dos a quien andan buscando. No hay nada mejor que un
esclavo que se rebela —dijo sin sonreír. Algo desconocido se asomaba debajo de
aquel tono derrotado.
—No somos esclavos.
—Lo sé, pero no todo el mundo piensa como yo.
Ambos hombres se quedaron mirándose. El camarero miró a la muchacha y luego
a Grimm. Frunció el ceño por unos segundos y después volvió a mirar a Grimm.
—¿Sabéis adónde ir?
Grimm dudó. Pero no tenía nada que perder.
—No.
—Id al bosque de Khirldan, encontraréis más como vosotros —dijo sin dejar de
fregar otro vaso, contemplarlo con interés y seguir frotándolo hasta dejarlo
perfectamente limpio—. No volváis por Veterra. Conocía a Alanna y no creo que
vuelva por aquí, se ha ganado muchos enemigos. Si la veo, le diré que seguís vivos y
que estáis camino del bosque.
—Gracias —dijo Grimm.
El hombre rio y esta vez dejó el vaso encima del mostrador.
—No tenéis ni idea de cómo llegar ahí ¿verdad? —Su sonrisa era franca.
Ambos, Grimm y Nikka, sacudieron la cabeza.
—Esta es una buena aventura. Subid a vuestra habitación y esperad hasta esta
noche. Voy a llamar a unos amigos y os organizaré el viaje. No salgáis hasta
entonces.
—Gracias —dijo con suavidad Nikka.
—Sí, muchas gracias —añadió Grimm, sorprendido por aquel giro de los
acontecimientos.
Subieron obedientes a la habitación que habían dejado apenas un rato antes y se
sentaron en la cama. Un día entero les pareció mucho tiempo, así que Grimm dejó sus
escasas posesiones encima del único mueble de la habitación y se tumbó en la cama.
Nikka se acostó a su lado.
Grimm miró las nubes por la ventana e intentó olvidarse de sus problemas. Su
respiración se fue acoplando poco a poco a la de Nikka, hasta que notó que el pecho
de ambos subía y bajaba a la vez. Se fue adormeciendo, y el sonido amortiguado de la
gente en la calle hizo que desconectara sus sentidos. Las nubes y los pájaros pasaron
delante de sus narices, lo mismo que el sol, moviéndose despacio por el cielo y
alargando las sombras, estirándolas y girándolas.
Nikka lo sacudió. Se había quedado dormido. Estaba a su lado y lo miraba con
curiosidad.
—¿Qué va a ser de nosotros, Grimm? —preguntó.
—No lo sé. ¿Qué destino les espera a los deònach?
Silencio. Fue lo único que obtuvo por respuesta al aceptar esa palabra, que hasta
ahora no había entendido.

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—¿Somos esclavos? —preguntó él.
—Servir, eso es lo único que sé hacer, Grimm; no valgo para otra cosa.
Grimm la miró. Quería verla como a Alanna, pero no había nada en ella, es como
si estuviera vacía. Al margen de su cuerpo elástico, no había nada, salvo… algo
familiar. Sentía una unión con ella, como si estuvieran emparentados, pero nada más.
Nada similar a las emociones que Alanna provocaba en él.
—¿Por qué me miras así? —preguntó ella.
—Intento… entender. Da igual. —La miró pensando si sería buena idea contarle
lo que le pasaba por la cabeza.
—No hay nada que entender. Necesitamos encontrar un amo —replicó ella.
—¿Lo necesitas? —replicó Grimm, alzando el tono.
—Sí —dijo ella. Sus pupilas se dilataron al decirlo.
—Siempre has tenido alguien que te ha dado órdenes, ¿verdad?
—Sí.
—Y si yo te ordenara lo que tienes que hacer… Si yo te pidiera algo, ¿lo harías?
Ella dudó, pero no dejó de mirarlo. No contestó.
—Ni tú eres una esclava, ni yo tampoco —prosiguió Grimm—. Podemos hacer lo
que queramos con nuestras vidas; ¿por qué te resulta tan difícil entenderlo?
Ella parpadeó un par de veces antes de hablar. Sus ojos parecían más grandes a
esa distancia.
—Es más fácil servir a un amo que sabe lo que quiere.
Grimm no supo qué contestar. Sus rostros estaban cerca, y por primera vez sintió
algo por esa pequeña criatura. Se giró hacia ella y quedó a su lado. Su mano,
involuntariamente, se posó sobre su cadera, justo encima de la falda. La piel suave y
tibia de la muchacha alertó sus sentidos. Nikka no inmutó su expresión. Grimm,
guiando los dedos a través de la suavidad que percibían, bajó por su vientre hasta
sentir los pliegues de su sexo. Sentía curiosidad, y no dejaba de mirarla. Ella había
girado las comisuras de sus labios, tímidamente, hacia una pequeña sonrisa.
Paró y dejó la mano sobre la cama pese a su incipiente erección, buscando en los
ojos de ella alguna señal. Sin embargo, no vio nada.
—¿No quieres que siga?
Ella no supo qué decir, como si de pronto se hubiera encontrado fuera del camino.
—A mí no tienes que servirme. Decide por ti misma.
Ella no se inmutó. A Grimm se le pasó por la cabeza que ella tal vez estaba
aterrada. Sin embargo, recordaba la cruda conversación que había tenido con ella tras
matar a aquel hombre. Era tan dura como él, o más quizás. Pero la chica que tenía
delante, respirando a su lado, parecía otra.
La besó, tomando su labio inferior con los dientes y rozándolo con la lengua.
Luego se separó y la observó de nuevo para ver si había cambiado.
—¿Sigues necesitando servir a alguien? —preguntó Grimm.

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Ella no dijo nada. Silenciosa y ligera, trepó por su cuerpo con agilidad y enrolló
su lengua con la de él en un beso furtivo y líquido. Sus piernas se abrazaron, y
pronto, los gemidos que salieron de su habitación despistaron a cualquiera que se
preguntara quién había dentro.

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CAPÍTULO 23
Nuevas compañías

E L POSADERO NO MINTIÓ. Poco después de que hubiera anochecido, mandó a un


sirviente con un mensaje escrito que lo decía todo: «Bajad y salid por la puerta de
atrás. Seguid a Elwin». Elwin resultó ser el hombre que les había llevado el mensaje,
un hombre silencioso, de cara vulgar y pelo ralo. Lo siguieron sin decir palabra y los
condujo fuera de la posada. Una suave brisa hizo que su piel se erizara mientras el
hombre les llevó hacia las caballerizas, donde el aroma a estiércol de caballo y heno
podrido terminó de sacarlos de la nube de placidez que habían disfrutado en la
habitación. Dentro de las caballerizas la luz escaseaba, y Grimm dudó si debía hacer
magia o no. Decidió que no era buena idea, así que siguió a Elwin, que pese a su
ritmo pausado parecía saber exactamente adónde iba.
Las caballerizas habían sido construidas para un ejército. Había muchas áreas
delimitadas donde los caballos descansaban tranquilamente, y por todas partes había
aperos de todo tipo: sillas de montar, trapos, cepillos, cubos, herramientas, cuerdas,
trozos de cuero y mantas. En uno de esos espacios, más amplio, había una luz
flotando en el aire y dos hombres y una mujer que charlaban animadamente. Uno de
ellos era el posadero a quien ya conocían. Dejaron de hablar y miraron con curiosidad
a Elwin y a sus acompañantes, especialmente a Grimm.
Uno de los individuos, el más alto, no parecía humano, o no del todo. Grimm no
había visto nunca a alguien así. Tenía la estatura de un hombre y brazos fuertes y con
músculos abultados, pero diferentes de los que había visto hasta ese momento. Tenía
la piel recubierta de escamas, que bajo aquella luz mágica eran de un color opaco,
indeterminado. Su rostro podría pasar por humano, pero la falta de pelo y unos
enormes ojos sin pupilas, de color ambarino, lo delataban. Una mala imitación de
nariz, en la que asomaban dos pequeños orificios, remataba el conjunto, que sin
embargo era armonioso. Llevaba puesta una armadura de escamas metálicas, tan bien
hecha que parecía una extensión de su cuerpo.
La mujer tampoco había nacido humana. Su cuerpo, menudo y flexible, estaba
recubierto de una pelusilla blanca. Su rostro, alargado, mostraba unos grandes ojos
verdes, una pequeña naricilla y unas largas orejas puntiagudas. Su pelo, cortado en
una pequeña melena, tenía un tono rubio sucio, casi blanco. Vestía pantalones anchos,
botas altas y una blusa de varias capas que se le ceñía al cuerpo como si estuviera
mojado, marcando su delgadez. Portaba un gran arco en la espalda y dos pequeñas
espadas a los lados.
—Hola —dijo Grimm rompiendo el silencio.

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—Hola —respondió la mujer. Su voz musical resultó más grave de lo que
imaginaba.
El silencio se hizo incómodo para Grimm. A su lado, Nikka se presentó.
—Yo soy Grimm —replicó incómodo.
—Yo soy Amalric —dijo el hombre de escamas y brazos musculosos—, y ella es
Làhn.
—Bueno, ahora que ya os conocéis, vamos al tema que nos ocupa. Yo no puedo
acompañaros hoy, aunque quizás me una más adelante al viaje —comenzó diciendo
el posadero, del que todavía no conocían su nombre—, pero mis amigos os llevarán
hasta el bosque de Khirldan. Làhn lo conoce bien y podrá protegeros.
—Gracias de nuevo —dijo Grimm, sin saber qué más podía decir.
La mujer hizo una media sonrisa que no le gustó nada a Grimm; no sabía por qué
los ayudaban, pero estaba seguro que no sería por caridad. Alanna una vez había
querido algo de él, y estaba seguro de que estos dos querían algo diferente. Pero no se
imaginó el qué. A Nikka apenas la miraron.
El posadero le ofreció una mochila a cada uno. Dentro había una manta, una
cantimplora, una pequeña navaja y una bolsa de cuero con pan, queso y fiambre. Se
metió en el establo y sacó una mula de patas fuertes y aspecto dócil. En su lomo, una
silla doble que ya estaba montada. Le palmeó el cuello y le dio las riendas a Amalric,
el hombre de escamas.
—Imagino que no sabéis montar, ¿no? —preguntó como si aquello fuera un
contratiempo.
—Sí —respondió Nikka detrás de Grimm, sorprendiéndolo.
—Estupendo, tú te encargas del caballo entonces.
Sin más explicaciones, los desconocidos se giraron y comenzaron la marcha, con
el posadero a su lado.
—Te mandaremos noticias cuando lleguemos a la cascada de Pontam, a ver si te
puedes unir —iba diciendo el hombretón al posadero.
—A ver si encuentro a alguien que se haga cargo de la posada. Ya tengo ganas de
una buena aventura —respondió. Le dio unos manotazos en la espalda a modo de
despedida y luego echó una mirada atrás. Se giró hacia Grimm y le tendió la mano
como despedida—. Espero veros en unos días, tened cuidado y aguantad hasta que
llegue.
—Gracias otra vez —dijo Grimm.
No le dio tiempo a preguntarle su nombre; el posadero se despidió también de
Nikka y se metió de nuevo en la posada a través de las oscuras cuadras. Los dos
desconocidos montaron en sus caballos y esperaron a que la otra pareja hiciera lo
mismo.
El camino fuera de la posada cruzaba la calle principal. Nadie dijo nada, pero
Grimm miró al suelo, evitando cruzar la vista con nadie. Pasados unos minutos y tras

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tomar algunas callejuelas, salieron de la ciudad. Grimm no quiso contemplar Veterra
por última vez, no hacía falta. Sabía que no volvería.
El camino principal, el único que salía por la puerta de la ciudad, ancho y
empedrado, estaba bien construido, aunque algunos adoquines se habían salido y
dejaban, en su lugar, huecos rellenos de arena. El sonido de los cascos de los caballos
y el movimiento repetitivo de la marcha lo atontaron, apoyado como estaba en Nikka.
Tan cerca de su cuerpo, su sudor, fresco y familiar, hizo que fuera más fácil sumirse
en aquel sopor plácido.
Llevaba varios días sin recordar sus sueños. Siempre que ocurría eso, Grimm
sabía que el siguiente sueño sería más fuerte, más intenso. Lo primero que le trajo
aquel sueño fue el olor a hierro. Fuerte, poderoso. Su mente se llenó de imágenes sin
significado y de la sensación de estar tomando algo con sus manos, algo esponjoso y
tierno, cálido. Las líneas de colores revoloteaban a su alrededor, entraban y salían de
él. Fue algo nuevo, como si hubiera franqueado una barrera. Su mente, en el sueño,
voló a recuerdos nuevos, extraños. Imágenes sin sentido y fragmentos de palabras
incoherentes. De fondo, una música complicada, que sonaba lenta, desenrollándose a
la vez que las cintas rojas y azules en el horizonte, mientras esa sensación de calidez
en las manos se desvanecía.
Cuando despertó, parecía que nada había cambiado. Las piernas de Nikka, tibias,
bajo sus manos. El vaivén del caballo, constante y repetitivo. Echaba en falta algo y
miró a su alrededor; estaba más oscuro y silencioso. Cayó en lo que faltaba: el sonido
de los cascos de los caballos. Miró al suelo y vio hierba, piedras y tierra oscura. El
olor a corteza de árbol húmeda le inundó las fosas nasales. El aire, fresco, casi frío,
también le resultó agradable. Miró al cielo y observó un campo de estrellas sin
mácula. Ninguna nube las estorbaba.
Apretó de forma inconsciente la cintura a Nikka, que llevaba las riendas. Y esta le
dijo en voz baja:
—Has dormido un buen rato.
—Gracias. Ni me he dado cuenta.
—Duermes mucho. Me hace gracia, nunca he conocido a nadie que durmiera
tanto.
El olor de Nikka, familiar, se mezclaba con las últimas sensaciones etéreas de sus
sueños.
—¿Tú sueñas? —preguntó Grimm.
—A veces. Casi nunca —respondió ella.
—¿Y qué hay en tus sueños?
—Serpientes —respondió ella con cautela.
—¿De colores? —preguntó de nuevo Grimm, esperando una respuesta que, lejos
de aclarar sus dudas, crearía aún más.
—Sí.

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El silencio fue tan elocuente que no hizo falta añadir nada. No volvieron a hablar.
Grimm se limitó a contemplar el cielo y los árboles a su paso, mecido por el caballo.
Sin ser consciente, apoyó parte de su peso en la espalda de Nikka, con su cabello
haciéndole cosquillas en la nariz. El movimiento del caballo hacía que se olvidara de
todo y Grimm sentía acercarse aquella sensación de vacío que antes intentara lograr a
la fuerza. Se dejó llevar y pronto empezó a ver estrellas que parpadeaban al unísono.
Sin luchar contra ello, el proceso se hizo cada vez más amplio, y observó cómo los
árboles también se repetían con cadencias más o menos regulares. Empezó a apreciar
las mismas formas en diferentes árboles, y al cabo de un rato no le sorprendió lo más
mínimo comprobar cómo el propio bosque se repetía de forma regular. Acompasado
al movimiento de su montura, el mundo entero parecía bailar bajo sus pies un baile
circular que se repetía una y otra vez, como su propia respiración, como si todo
estuviera vivo. Solo los ocasionales cruces de caminos, postes o árboles secos
rompían la armonía. Los sonidos de los animales del bosque también seguía el mismo
baile de reglas complejas, pero finitas. Sintió que el peso de su cuerpo caía en exceso
sobre el de Nikka y se recostó de nuevo en la silla, dejando un espacio entre ella y él.
Se obligó a sí mismo a despejarse y a estar alerta.
Sus dos acompañantes hicieron un alto en el camino y abandonaron la senda.
Desmontaron y sacaron un mapa de papel ajado y amarillento. Lo abrieron con
cuidado e intercambiaron algunas palabras. Grimm bajó de la silla y se acercó.
—Si seguimos recto llegaremos a la cascada al amanecer. Pero tendríamos que
cruzar Soberno, quién sabe si allí también los están buscando —dijo Amalric,
mirando a Grimm.
—Más divertido —replicó Làhn.
Grimm pensó en decir algo, pero se contuvo. Prefería escuchar. Ellos no
esperaban que dijera nada, así que continuaron su discusión.
—Es demasiado grande. Podemos encontrarnos cualquier cosa.
—Por mí, entramos en Soberno, y que sea lo que sea.
—Bueno, también es verdad.
Grimm sintió que debía hablar.
—¿Qué alternativas tenemos? —dijo contemplando el mapa con curiosidad.
Estaba lleno de palabras y dibujos. Nunca había visto un mapa y estaba fascinado.
Intentó encontrar alguna referencia conocida, pero no fue capaz por lo grande que
era.
—Desviarnos por las montañas Smorn y cruzar por el paso de Akhilis, pero son
caminos pequeños y tardaremos más. Es menos probable que nos encontremos con
alguien.
—Entonces mejor por ahí, ¿no? —preguntó Grimm.
Làhn lo miró, contrariada.
—Vosotros sois los guías —añadió.

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—Hummm —dijo el hombretón, cuyas escamas, a la luz de las lunas, brillaban
con tonos grises.
—Yo voto por ir directos a Soberno. Llegaremos al alba; podemos dejarlos en una
posada a pasar el día, será más seguro —dijo contemplando a Amalric. Luego volvió
a mirar a Grimm y se fijó por primera vez en la espada que llevaba colgando del
cinturón.
—¿Sabes usar eso? —preguntó con desinterés.
—Sí. Y también eso que llevas detrás —dijo Grimm señalando el arco.
La mujer abrió mucho los ojos y sonrió.
—Eso está bien —dijo Amalric—. Tú protegerás a la chica en caso de problemas
—añadió señalando a Nikka.
—Vale —contestó Grimm. No le gustaba el tono que empleaban con él, ni con
Nikka. Ni su forma de mirarlos. Pero eran lo único que tenía. Echaba de menos a
Alanna y a su viejo maestro Case—. Entonces entraremos en Soberno —concedió.

Durante horas, bajo las estrellas y sobre sus caballos, a paso ligero, siguieron el
camino de tierra hasta que se cortó al llegar a un río. Allí, seis hombres los esperaban.
Armados con espadas, al verlos cogieron los escudos y esperaron a que el grupo se
acercara. Uno de ellos parecía el líder y vestía una cota de malla que le caía desde los
hombros hasta las caderas de sus pantalones de cuero.
—No podéis pasar. Órdenes del alcalde de Veterra. Estamos buscando a unos
fugitivos. Tendréis que cruzar mañana.
—¿Ni siquiera por una bolsa de oro? —preguntó Amalric.
El hombre estiró el brazo y alzó todo lo que pudo la antorcha para que la luz
iluminara lo máximo posible. Luego pronunció unas palabras familiares a los oídos
de Grimm y la potencia de la llama se avivó, iluminando con más fuerza las sombras
a su alrededor, incluyendo el rostro de Grimm y Nikka.
—Esa chica… —dijo dando un paso atrás—. ¡A mí la guardia! —Gritó.
Amalric desenvainó una enorme espada de dos manos y saltó al suelo. Làhn se
aferró a los estribos con las piernas, tomó el arco de su espalda y montó una flecha
con calma.
El combate comenzó deprisa. El primero en gritar fue Amalric, que estaba
entretenido con uno de los soldados que guardaban el puente y que se había acercado
a proteger a su capitán. Ambos luchaban con agilidad, y pese a su imponente tamaño,
no parecía que los golpes fueran a decantar una victoria rápida. El soldado conocía su
oficio y esperaba una oportunidad para lanzar algún golpe que se estrellaba contra la
armadura de Amalric, buscando un hueco o alguna debilidad, pero sin arriesgar
demasiado. Los ojos entrenados de Grimm conocían aquella forma de moverse.
La puntería de Làhn era buena, pero solo le había dado tiempo a lanzar dos
flechas antes de que los soldados se le echaran encima. Únicamente había logrado

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deshacerse de un soldado, que yacía muerto con una flecha en el ojo; otros dos
soldados corrían detrás de ella, que había tenido que dirigir a su caballo camino
abajo, dejando desprotegidos a Grimm y a Nikka.
Grimm saltó de la montura y sacó su espada. Sin pensárselo dos veces atacó al
primer soldado, que esperaba ya la carga de Grimm. Este fintó, simuló un ataque
frontal y con un paso lateral golpeó la pierna del soldado con todas sus fuerzas,
derribándolo. El otro, que había intentado rodearlo, lo atacó por la espalda. Grimm ya
lo esperaba, así que bloqueó su hierro con la espada, desviándolo. Al pasar a su lado
lo golpeó en la cara con el pomo de su arma. El hombre gruñó y dio un paso atrás.
—Ese es el tipo que estamos buscando. ¡A por él!
Los dos soldados que perseguían a Làhn volvieron corriendo. Grimm buscó con
la mirada, preocupado por Nikka, pero la chica ya se había retirado de la escena, muy
lejos del alcance de los soldados. Grimm sacó la daga del cinturón y esperó a que uno
de los caídos se levantara y le atacara, furioso por haber caído.
Esta vez Grimm fue más directo; en vez de fintar y esquivar, se anticipó al ataque
del hombre y desvió su embestida con la espada. Al pasar por su lado, le enterró el
puñal en la tripa, con la punta hacia arriba, hacia el corazón. El hombre abrió los ojos
y se desplomó. Grimm sacó el puñal y lo sacudió en el aire, haciendo que la sangre
cayera a los pies de los dos soldados que llegaban corriendo hacia él. El que cojeaba
dudó. Espero a que uno de los recién llegados se sumara al ataque para atacar junto a
él. Grimm retrocedió y saltó con la punta del arma por delante, hacia el rostro del
recién llegado. Le atravesó el cuello limpiamente y un chorro de sangre caliente brotó
furioso hacia el cielo. El soldado, incrédulo, se agarró la garganta y cayó de rodillas,
aún consciente, mirando a Grimm.
Los dos soldados que quedaban dieron un paso atrás. Amalric, detrás de él, seguía
defendiéndose de los envites de su enemigo, que ya había conseguido herirle en el
brazo derecho. De vez en cuando caían flechas desde lejos, pero sin acertar en ningún
blanco. El capitán, a varios metros por detrás de sus soldados, gruñó.
—Malditos inútiles, no servís para nada. Tendré que solucionarlo yo todo. ¿Es
este el maldito deònach que tantos problemas os da? Si no…
Cayó al suelo, con el puñal de Grimm clavado hasta la empuñadura en la
garganta. Vomitó sangre y cayó de espaldas entre respiraciones agónicas. El único
soldado que hacía frente a Grimm huyó hacia el bosque. El que estaba luchando con
Amalric alzó las manos y tiró el arma pidiendo clemencia, arrodillándose e
inclinando la cabeza en el suelo.
Amalric miró por primera vez a Grimm y vio los tres cadáveres y sus respectivos
charcos de sangre. El soldado con el tajo en el cuello todavía seguía vivo, pálido y
con las manos ensangrentadas intentando tapar la herida. Una flecha cayó a su lado.
Grimm miró en la oscuridad, buscando a Làhn, y la encontró a lo lejos, apuntando al
soldado herido, que miraba en esa dirección, aterrado. Una flecha silbó y erró el
blanco. Grimm sintió que una energía fría y maloliente brotaba del hombre herido. Se

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acercó a él, esperando que Làhn no disparara. Pero una flecha pasó a su lado
emitiendo un sonido agudo y mortal. La sensación de poder resultó cada vez más
intensa. El hombre temblaba, pálido y a punto del desmayo, aferrando la herida de su
cuello, de la que brotaba sangre oscura.
—Perdonadme la vida, noble señor, os serviré fielmente —susurró con dificultad,
intentando alzar la vista desde el suelo. Aquellas palabras rebotaron con sonidos
metálicos en la cabeza de Grimm, y urgido por un pensamiento, murmuró unas
palabras casi en un susurro…
—Ȧŋ đa-rìribħ a 'seałłŧaiŋŋ eiłe.
Al instante, un brillo rojo flotó entre ellos. Del hombre surgió un hilillo negro,
envolviéndolo, junto con una gran nube de color violeta; pero pegado a su cuerpo, un
débil brillo grisáceo brillaba a su alrededor. El soldado era un deònach, como él
mismo.
Una flecha veloz acertó de lleno en la frente del hombre, que cayó de espaldas
ante Grimm. El joven escuchó su último aliento, y su brillo perlado se concentró y
salió, brotando como humo blanco por la abertura de la boca y las fosas nasales,
ascendiendo y girando alrededor de Grimm, flotando en torno a él, cada vez más
cerca. A su alrededor todo se congeló.
Las estrellas en el cielo quedaron fijas, y todos los que lo rodeaban cesaron
cualquier movimiento, incluida la respiración. Sin embargo, Grimm podía respirar, y
notaba cómo el humo blanco que había escapado del cadáver del soldado se
arremolinaba frente a él, tomando la forma de un animal. Un unicornio, pensó. Sin
embargo, nunca había visto antes uno, ni había oído antes ese nombre. Pronto,
imágenes, palabras y sensaciones extrañas fueron picoteando su conciencia, al igual
que las esencias de poder desperdigadas por la escena, que se fueron concentrando en
serpientes luminosas y entraron por la fuerza en su boca, dejando, al pasar extraños
sabores y olores. Escuchó voces, risas y lamentos. Lloró y gimió de dolor y de
alegría. Fueron segundos lo que necesitó Grimm para consumir la experiencia de una
vida entera. Una vida que no fue la suya pero que desde aquel momento formaría
parte de él. Se llamaba Deric King y murió como un mercenario, aunque fue muchas
más cosas. Un deònach como él, uno que había aprendido a vivir en aquel mundo
hostil.
Grimm cayó al suelo, mareado por la cantidad de nuevos conocimientos que
bullían en su cabeza, por el significado de todo aquello. Empezó a llorar cuando
sintió la pena que aquel hombre había sentido al perder a su media hermana.
Inconscientemente, Grimm miró hacia donde estaba Nikka y suspiró entre lágrimas al
verla sobre el caballo.
—¿Estas herido? —preguntó Amalric.
—No. Solo necesito un momento —carraspeó con dificultad, mareado y con la
visión empañada por el dolor.

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Grimm respiró y notó su pecho lleno de energía. Dentro de él había alguien más.
Deric, o lo que fuera Deric, ahora formaba parte de su vida. Sentía su ímpetu y sus
recuerdos. Todos ellos, cada imagen desde su nacimiento. Cada paliza, cada grito,
cada noche buscando entre los cubos de basura. Deric no sabía luchar como él, pero
había logrado sobrevivir. Sintió rabia por él, rabia por su muerte estúpida. Y gritó,
pero no le salió la voz. El cuello le dolía, como si su propia espada lo hubiera
atravesado.
—¿Qué hacemos con este? —preguntó Làhn, señalando al soldado arrodillado
con los brazos en alto en señal de rendición.
—Mátalo —dijo sin dudar Amalric.
—¡No, espera! —dijo con dificultad Grimm, interponiendo el brazo entre ellos y
el soldado, que suspiró ante aquella oportunidad.
Grimm lo miró, sobre él flotaba una niebla dispersa de color violeta. De la piel
del soldado, un tenue brillo gris claro asomaba, pulsando a cada latido de su corazón.
Herido superficialmente, pero lleno de vida en su interior. Una vida sin alma, como la
de Grimm.
—Tú eras amigo de Deric, eres… Armand, ¿no? —preguntó Grimm.
El soldado parpadeó, confuso.
—Sí… Perdonadme la vida, señor, os serviré. Yo…
Làhn se impacientó y alzó las manos hacia el cielo, sin decir palabra, pero
nerviosa. Amalric sostenía su espada, divertido.
—Esperad. ¿De qué sirve matarlo? Puede venir con nosotros —propuso Grimm.
—Venga ya, ¿es que vamos a recoger a todos los huérfanos que nos encontremos
por el camino? —preguntó Làhn, malhumorada.
—Siempre que puedan cuidarse solos y tengan su propia comida, sí. ¿Tienes
provisiones, Armand? —preguntó Grimm.
Este asintió con la cabeza un par de veces y una más por si acaso, en silencio,
mirando con temor a Làhn.
—Es un buen hombre, no traicionará su palabra, ¿verdad Armand? —dijo
Grimm.
Amalric guardó de mala gana su espada y comenzó a conjurar una curación para
sí mismo. Esto hizo que Grimm mirara mejor las heridas del soldado y lanzara su
propio conjuro de curación.
—¿Sabes conjurar? —preguntó Làhn, con un tono en su voz que Grimm no había
oído hasta ese momento.
Amalric interrumpió lo que estaba haciendo y lo observó atónito.
—Sí —dijo Grimm simplemente, después de curar a Armand, que todavía no
sabía si levantarse del suelo o no.
—Nunca he conocido a un deònach que supiera. Pensé que no podían —dijo
Amalric.

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—Ya conocéis a uno. Levántate Armand —dijo tocando el hombro del soldado,
que también lo miraba boquiabierto.
—Sí, mi señor —dijo este último.
—No soy tu señor. ¿Ves a esa muchacha que viene a caballo? Se llama Nikka, y
es como tú y yo. Ni ella me sirve a mí, ni yo le sirvo a nadie. A partir de ahora eres un
hombre libre, puedes irte o puedes quedarte con nosotros.
—Gracias. Me quedaré, iré con vos… Con vosotros —titubeó, mirando de nuevo
a Amalric y Làhn.
Se pusieron en camino, y esta vez Grimm se subió de un salto a uno de los
caballos de los soldados, el que correspondía al capitán de la guardia, e hizo una
cabriola con él, dominándolo sin problema. Invitó a subir a Nikka, que se sonrió
extrañada por su nuevo dominio de la equitación. A varios metros los seguía su nuevo
aliado y viejo amigo Armand. Antes, pidió a Armand que saqueara los cuerpos y
cargara todo lo que tuviera valor en los caballos. Sabía lo que implicaba pasar una
noche al raso sin nada, y no quería volver a vérselas en esa situación. Làhn sonrió por
aquella ocurrencia, pero se limitó a recoger sus flechas, dispersas por la escena de la
batalla.
Se pusieron de nuevo en camino, y mientras sujetaba las riendas de su caballo,
Grimm pensó en lo extraño que resultaba tener los recuerdos de un zurdo siendo
diestro. Se puso al lado de Armand y le pidió la bota de vino con el mismo gesto de la
mano izquierda que hacía Deric. Sabía que su nuevo compañero no se extrañaría,
habían combatido juntos mucho tiempo y habían visto caer muchos de los suyos. En
una ocasión, Armand sintió lo mismo que había sentido ahora Grimm, por eso intuía
que parte de su amigo vivía ahora en él. Compartir camino con él no sería hacerlo con
un extraño. Además, nunca había oído hablar de nadie de los suyos con aquel poder.
Luchaba como un demonio y sabía hacer magia.
En los nuevos recuerdos de Grimm, Deric había caminado noches y días con
Armand. Juntos habían trabajado en el campo, como guardias de ciudades sin
importancia, y servido como soldados en cárceles de todo tipo. Grimm necesitaba
hombres como él a su lado, hombres que valoraran la vida, su única vida. Aquel
podía ser su primer trago juntos, pero ya habían recorrido media vida. Era como
recuperar de pronto a un amigo que hacía tiempo que no se ve y que uno echa de
menos aunque no lo sepa.

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CAPÍTULO 24
Soberno

N O TARDARON EN LLEGAR A Soberno gracias a la nueva habilidad adquirida por


Grimm. Conocía el camino y los atajos mejor que sus guías. Estos se
sorprendieron de que Grimm tuviera de pronto tantos conocimientos, y cada vez se
sentían más incómodos en compañía de la pareja y su nuevo amigo.
Contemplaron la ciudad desde lo alto de una colina. Amanecía y, desde lo alto, no
parecía nada extraordinario. Estaba tal como lo conocía Grimm según los recuerdos
de Deric.
—¿Sabes a dónde vamos, Armand?
—No lo sé ni me importa. Sé que no estaría vivo si no fuera por vos.
—Soy tu igual, Armand, háblame de tú.
—Perdonad… Es la costumbre —replicó el soldado, todavía serio y afectado por
todo lo que había vivido en las últimas horas.
—Vamos al bosque de Khirldan. ¿Qué conoces de ese lugar? —preguntó Grimm.
No sabía cómo decirle que su amigo Deric tenía poco más que rumores en sus
recuerdos.
—Un sitio extraño. No aceptan a visitantes, solo a elfos. Eso he oído.
Grimm miró involuntariamente a Làhn. «¿Qué es lo que hacía a un elfo ser
elfo?», se cuestionó a sí mismo. Una pregunta para la que aún no tenía respuesta.
Armand continuaba observando, esperando algo. Necesitaba saber su propósito.
—Me han dicho que en Khirldan hay deònach como nosotros que viven en
libertad. Sin amos.
Armand no alteró su expresión, sabiendo que ninguna respuesta le agradaría a
Grimm. Tras unos segundos dijo algo:
—Iremos entonces.
Grimm asintió y miró hacia atrás. Nikka los seguía, aunque cansada. Los
párpados se le cerraban despacio y se abrían sobresaltados para volver a plegarse con
lentitud. Grimm sonrió al ver aquello y puso su montura al lado de la chica.
—Llegaremos e iremos directos a dormir. Aguanta.
Nikka sonrió, cansada, como única respuesta.
El grupo de cinco, con Amalric a la cabeza, bajó por un ancho camino de tierra
hasta las puertas de la ciudad, que estaban abiertas y sin guardias. En las últimas
horas no habían encontrado a nadie en el camino, y en las afueras de la ciudad dieron
con un par de campesinos que tiraban de un carro pequeño con los hombros y los
miraron con poca curiosidad.

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Soberno, ya de lejos marcaba distancias con Veterra. Las casas estaban
construidas casi todas de ladrillo marrón y parecían más pobres. Saltaba a la vista que
su gente también lo era. Vieron mendigos y rufianes inconscientes dormitando en
cada callejón ante el que pasaron. Incluso encontraron algunos cadáveres en
descomposición en una vaguada tras una casa derruida. Pequeños mamíferos
carroñeros se escondían en las sombras, y Grimm notó cómo diversas personas los
observaban tras las cortinas de las ventanas, muchas de ellas rotas o resquebrajadas.
En el aire flotaba un olor antiguo a materia quemada, que ya formaba parte de la
atmósfera local.
El camino principal que tomaron no tenía pérdida; de forma similar a Veterra, los
condujo a una gran plaza, donde encontraron varios locales con la puerta cerrada y
otros, como una posada, que las tenían entornadas. Dejaron los caballos atados
delante de la puerta y Amalric entró a preguntar. Salió con un tipo malhumorado que
se llevó a los animales a un callejón y volvió con un recibo para Amalric, sin siquiera
prestar atención al resto.
Entraron en la posada y, siguiendo las indicaciones del posadero, subieron unas
escaleras de madera. La posada tenía solo un piso, y tras subir algunos peldaños,
llegaron a un pasillo con tres puertas en cada lado y una algo más grande al fondo. La
habitación solo tenía una gran cama, pero Grimm no lo dudó. Se quitó la mochila,
dejó las armas y se tumbó en el centro. Nikka lo imitó y se colocó a su lado. Armand
dispuso unas mantas en el suelo y se tumbó tan alejado como pudo de la puerta y de
la cama de Grimm y Nikka.
Amalric y Làhn se miraron con complicidad y luego sonrieron.
—Nos vemos en unas horas, descansad —dijo Amalric.
No tuvieron que hacerse de rogar. Pronto estuvieron todos durmiendo. El viaje y
el combate los habían dejado extenuados.
Despertaron horas más tarde a causa del ruido de la calle: gritos, voces, y por
encima de todo, algo familiar y ya olvidado por Grimm. Una sensación sin nombre,
como un regusto metálico en la lengua. Ecos de dolor.
Grimm saltó de la cama y sacudió a Nikka y a Armand, que aún no se habían
despertado del todo. Armand se levantó en silencio, miró a su alrededor y se asomó
con cuidado a través de los visillos, sin correrlos.
—La plaza está llena, hay un círculo de gente alrededor de la posada. No me
gusta.
—Déjame ver —dijo Grimm, que movió los visillos sin importar que lo vieran.
Sintió con más fuerza esa sensación y supo que debía abrir la ventana y asomarse
al balcón. Una energía flotaba en la plaza, una energía que él conocía bien, pero no
con aquella pureza y en esa cantidad.
—Ŧħoir đħomħ aŋ ŧłacħđ agus am ŧiłłeađħ gu mo —susurró al tiempo que
movía las manos y los dedos en intrincados movimientos. Armand lo observaba

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fascinado—. Ȧŋ đa-rìribħ a 'seałłŧaiŋŋ eiłe —añadió Grimm, para ver las energías
invisibles y las auras de toda la gente bajo su balcón.
Un remolino de colores brotaba de la totalidad de los allí presentes. Sus auras
multicolor los delataban. Ellos tres eran los únicos seres sin alma en aquella plaza. Y
en un lado, uno de los hombres, con un aura negra, provocó en Grimm un estallido de
una nueva sensación. Odio. Notó que de él brotaba un poderoso brillo esmeralda que
salía de su espalda a la vez que sentía un ardor en su interior.
Darío. Todavía no lo había visto. Todos estaban concentrados en la puerta, y el
discreto balcón de Grimm, en un lateral, aún mantenía su anonimato. Bajo él, más de
veinte hombres gritaban, reían y se preparaban para una lucha. Armaduras de placas,
espadas de dos manos, mazas campesinas, estoques, hachas. Un ejército heterogéneo
esperaba. Detrás de todos, Darío intentaba coordinar a la masa de guerreros. Tras las
ventanas, resultaba difícil entender el griterío, pero aquel hombre tenía una voz que
Grimm podría identificar a kilómetros de distancia.
—Vivo pagaré diez veces más, pero me conformaré con su cabeza si no puedo
tener su obediencia —bramó.
La multitud no podía mantenerse en silencio, y Darío tuvo que subirse a un barril
para que le hicieran caso.
—Este deònach no es como los demás —dijo, pero nadie parecía escucharlo.
Grimm creyó leer en sus labios antes de que se bajara del barril: «pero ya lo
descubriréis, estúpidos». No pudo prestar más atención, una flecha se clavó en la
barandilla, lejos de él, pero con intención clara.
—Allí está —gritó alguien.
Grimm miró atrás. Nikka estaba pálida y no abrió la boca. Armand, estoico, tomó
su espada, muy serio.
—Quedaos aquí. Me quieren a mí. Huid. Por favor —dijo mirando fijamente a
Armand y tomando su brazo—. Cuídala por mí. ¿Lo harás, Armand?
—Tienes mi palabra.
—Huid a Khirldan. Nos veremos allí —dijo Grimm. Nikka quiso decir algo, pero
no supo o no fue capaz. En su cabeza, el miedo dominaba todo lo demás. Miedo a
perderlo todo, miedo a perderse.
—Una cosa más. Os escudaré con un conjuro, pero no sé cuánto os podrá
proteger. Huid sin mirar atrás y evitad el contacto con cualquiera. Sea quien sea —
dijo, pensando en Amalric y Làhn. Armand asintió, serio.
—Fałaicħ đo smior, am fałacħ agađ đaŧħ agus đo fħìriŋŋ —conjuró. Lo repitió
varias veces, dándole más poder, y sonrió al verlos desvanecerse como si se
sumergieran en aguas profundas y turbias.
De un salto, Grimm cayó a la plaza, a un lado de la multitud, sin saber qué
esperar. El corazón le latía desbocado. Sintió que su poder mágico crecía en cada
inspiración de los pulmones, embriagado por la tensión animal que flotaba en la
plaza.

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—¡A él! —gritó alguien.
Varios hombres lo rodearon y muchos otros se quedaron atrás, esperando su
turno. Empezó a mascullar en voz baja todos los conjuros de protección, armadura y
agilidad animal que había aprendido de Alanna, una y otra vez, mientras los hombres
lo observaban, sin que nadie se atreviera a ser el primero en atacar.
—¡Está usando magia! —oyó.
—Es imposible, ¡es un deònach! —dijo alguien detrás.
—Mirad su nivel de energía, ¡es imposible!
Oyó un conjuro detrás de uno de los hombres que tenía enfrente. Alguien se
estaba preparando. Decidió tomar la delantera y gritó bien alto para que le oyeran
todos.
—¡Ȧ 'ŧoirŧ beaŧħa ŧruagħ seo agus łosgadħ aŋŋ aŋ ifriŋŋ!
El hombre que tenía justo delante hizo una mueca de incredulidad. Segundos
después, desapareció, engullido por una bola incandescente que lo abrasó a él y a
todos los que tenía cerca, incluido el hombre que conjuraba algo. Nada más lanzar el
conjuro, y sin esperar a ver cómo actuaba, se arrojó contra los hombres que tenía a su
espalda, cogiéndolos por sorpresa. A uno le ensartó la laringe con la punta de la
espada y a otro le dio un buen tajo en un ojo. Los gritos de dolor sustituyeron a las
voces y un silencio de muerte se clavó en la plaza, omnipresente y sanguinolento.
Los hombres empezaron a atacarlo, sin coordinación. De pronto tenía tres
hombres arremetiendo contra él que, tras una batida, se turnaban. A cada parada, a
cada estocada, el poder de Grimm se acrecentaba. Cada herida, suya o del contrario,
segregaba un poder negro y fluido que su interior absorbía de forma natural. Uno tras
otro, los enemigos fueron cayendo a su lado, como restos de madera al desbastar un
tronco. Cubierto de sangre, los débiles conjuros que le lanzaban solo herían su piel,
no su carne. Protegido por la magia del comienzo, reforzó aún más sus escudos y se
prestó a atacar primero a todo aquel que empezara a pronunciar magia. Muchos de los
conjuros que intentaban vocalizar aquellos hombres eran desconocidos para él, y
tenía miedo de sufrir sus efectos.
Tras una larga refriega, solo cuatro hombres quedaban en pie. Algunos otros
habían optado por retirarse a tiempo, y unos cuantos, los menos, se desvanecieron en
una neblina roja tras dar un paso atrás y salir fuera del alcance de su espada. A su
alrededor, un gran charco de sangre crecía de más de una docena de cuerpos tendidos
sin vida en la arena, rotos y grotescos.
Darío no estaba entre los cuatro hombres que aún reunían valor para hacerle
frente. Aquella cuadrilla parecía conocerse bien, y se colocaron fuera de su alcance
hasta que lo atacaron de forma sincronizada. Fintó y esquivó, pero ellos también
sabían lo que se hacían. Tras varios amagos, uno de ellos le lanzó una red y otro le
atacó las piernas con un palo, con intención de tirarlo al suelo. Grimm lo esquivó,
pero el brazo de su arma quedó atrapado en la red. A su lado, alguien le lanzó otra
red, y el luchador del palo persistió en su intento de derribarlo. Desde algún lugar le

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llegó un cántico conocido, y cuando quiso darse cuenta, sintió torpeza en las piernas
y lentitud en sus movimientos. El hombre del palo por fin logró tirarlo al suelo, y sus
párpados pelearon por mantenerse firmes, presas de una pesadez imposible. Lo
último que vio fue cómo aquellos hombres se echaron encima de sus manos para
inmovilizarle los dedos. Luego, llegó la oscuridad a ritmo de golpes.

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CAPÍTULO 25
Dobbin

E L TRABAJO DE UN DATA sapper era aún más ingrato que el de un espía corporativo;
quizás fuera un pariente lejano del periodismo, si es que alguien se acordaba
todavía de lo que había significado en el pasado. Al cabo de los años, ya ni siquiera
ocultaba la decepción que había significado darse cuenta de los límites de su campo
de acción. Con el paso del tiempo, las promesas, las ilusiones, las grandes esperanzas
se habían difuminado, estampadas contra el muro de una realidad gris e infinita.
Las grandes corporaciones le pagaban, bien, mejor que a muchos de sus
compañeros. Porque, sí, tenía compañeros de profesión, mercenarios como ella.
Nunca había cruzado palabra con ninguno, pero sabía que estaban ahí, hurgando en la
realidad, buscando información para usarla como arma. Si trabajaban igual de bien
que ella, nadie podría jamás identificarlos como tales. Andelain tenía muchas caras,
la más conocida como lingüista y experta en historia del siglo XXI, pero también
utilizaba otras muchas que la ayudaban a camuflar su verdadero trabajo. Pero no se
hacía demasiadas ilusiones con sus habilidades; si alguien pagara lo suficiente, sus
tapaderas saltarían con facilidad. En un mundo donde toda la información estaba en
la red desde que uno nacía, resultaba fácil tirar del hilo y crear una versión de la
historia real, parcial y tendenciosa que te arruinara la vida.
Ninguna de sus parejas supo lo que hacía, jamás. Era la única norma de su vida
que había logrado aplicar sin fisuras. Desde niña había sido así, fiel, celosa y con
secretos. Hay profesiones que no se escogen, te eligen ellas a ti. Tardaba semanas, a
veces meses, y varios de sus mejores trabajos habían necesitado años de
investigación. Años en los que necesitaba ser otra persona y pensar de otra manera
para entender todo lo que rodeaba a la información que buscaba. Entender a su presa
y sus motivaciones para saber por qué hacía lo que hacía. Seguir sus huellas primero
para, posteriormente, adelantarse a ellas. Buscar aliados que la ayudaran y,
finalmente, construir la verdad con los parámetros que necesitaba su cliente. Un
relato fiel, indiscutible, probado, con evidencias, rastros y testigos. Una crónica que
se filtrara en la red y destruyera vidas, encumbrara equipos y, por fin, hiciera ganar
mucho dinero a unos y perderlo a otros.
Pero aquel trabajo no se parecía a ningún otro. Nunca había hecho nada así.
Llevaba años rechazando ofertas porque no dejaban de ser más de lo mismo, pero en
cuanto supo en qué consistía aquel trabajo especial, dijo que sí, sin regatear. No es
que nadara en la abundancia, pero a su edad, el dinero ya no le parecía tan
importante. Ya se había hecho a sus propios límites. La edad cada vez hacía más fácil
aceptarlos. Había dejado de contar las canas en su otrora frondosa cascada de pelo. A

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ella le gustaba saber que su vida era enteramente suya. Cada rincón, cada
imperfección, la hacía secretamente única; ninguna de esas imperfecciones se podía
saber si no se descubría la ropa, si no se acariciaba la piel y se observaba de cerca. Su
cuerpo, a pesar del medio siglo que había vivido, seguía siendo la figura de una mujer
poderosa, fuerte, atractiva. Había otras formas de mantenerlo en forma, aunque
exigían esfuerzo y constancia. Se miró al espejo y sonrió una vez más.
Al salir de casa, su cabeza continuó navegando en la información que había
estado recolectando en la red durante días. Necesitaba entender toda la teoría que
había detrás de aquella historia extremadamente compleja. Sabía que jamás podría
atar los cabos ella sola. Necesitaba ayuda, pero no podría obtenerla hasta no estar
segura de encontrar algo tangible. Pasaba lo mismo que con la búsqueda de
unicornios, no valía con leer mitos y leyendas o con buscar fotos en la red. En la red
todo existía; precisamente, su habilidad consistía en encontrar la verdad y
documentarla. Contar una historia. La historia que podría cambiar el mundo.
Llovía sin piedad. En el portal de su edificio la esperaba un vehículo negro. Al
acercarse a él, este pudo leer la señal de su pod y la puerta se abrió de forma
automática. Entró y se puso cómoda, dio la orden y el vehículo comenzó la marcha en
silencio. Su chubasquero hizo desaparecer las gotas de lluvia adheridas al tejido
transparente y el campo de energía de su capucha se disipó sin hacer ruido. Su último
capricho, no le gustaba mojarse.
Algo dentro de ella se rompió un poquito, con un quejido casi infantil. «¿Será esta
la historia que llevo toda la vida buscando?», se preguntó. Aquel viaje extraño, lejos
de su mundo conocido, la inquietaba. «Lejos de todo», se dijo a sí misma, mirando
por la ventana las luces borrosas de los locales de noche, bajo la lluvia. Manchas de
colores en los cristales. Historias que pudieron ser y no fueron. Voces amortiguadas
de otras vidas. Se miró al espejo pensativa. Ya estaba lejos de todo, desde hacía
tiempo. ¿Qué era un salto más al vacío?
El vehículo llegó al local donde habían quedado: Dobbin. Era el sitio favorito de
Josef, y como de costumbre, tuvo que aguantar las miradas de la gente cuando pasó
delante de todos y habló con el hombretón que custodiaba la entrada VIP. Entró sin
más problemas. El lugar había sido un antiguo templo, una basílica católica. Al
menos en Italia. Algún excéntrico millonario la había copiado, piedra a piedra, y
adaptado a sus caprichos. Había pasado de mano en mano hasta convertirse en
Dobbin, el local más ecléctico de Montreal. Un lugar que cada noche cambiaba,
aunque la mayoría de esas noches parecía más cercano al siglo XVII que a otras
épocas. El dueño debía de tener alguna fijación con las pelucas rubias, las pecas y los
pechos generosos desbordándose por el escote. Todo el personal parecía recién
sacado del palacio de Versalles. Su dominio del francés era impecable, así que
deseaba traspasar el umbral y encontrarse en otra época; su ambiente alegre y
misterioso siempre había sido la esencia del lugar. Iluminado con hologramas que
simulaban velas y candelabros, el espacio acogía a los invitados, que se movían

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debajo de los grandes arcos góticos, entre los tapices medievales y las pinturas al óleo
que, salvo leves fluctuaciones, parecían reales, no hologramas. La piedra y las
alfombras bajo sus pies eran auténticas, lo mismo que la semipenumbra, el olor a
humedad, incienso y cera. La música, tenue y sutil, surgía de cada sinuoso pasadizo
que comunicaba las diferentes alas del edificio. Como una mazmorra, la nave
principal conducía a diferentes lugares, con diferentes reglas.
Encontró a Josef hablando con un viejo amigo de ambos. Se situó detrás de él y
metió hábilmente la mano dentro de sus pantalones, deslizándola con precisión
encima de su ropa interior. Josef no se sobresaltó, sino que rio y se giró hacia ella. La
miró durante unos instantes y le lanzó un breve beso que aterrizó con suavidad en los
labios de ella.
—¡Qué sorpresa! ¿Te has acordado de este pobre viejo? —preguntó el hombre,
alegrando el rostro al verla.
—Josef, te sientan estupendamente las canas —respondió ella, sacándole la mano
de la entrepierna de la misma manera hábil, no sin antes dar un pequeño apretón ahí
donde sabía que se haría sentir.
Josef se limitó a disfrutar y deslizar para ella una expresión privada en su rostro.
Habían compartido tantas cosas juntos que ya no había manera de tratar su relación
como una simple y pura amistad. Habían compartido sexo y amantes y discutido
hasta llegar a la falta de respeto para terminar llegando al punto de partida.
Compartían no solo una edad a la que otras personas renunciaban a seguir vibrando
con intensidad, sino un montón de caminos que no llevaban a ninguna parte. Habían
caminado juntos o se habían encontrado en los mismos páramos llegando por lugares
diferentes. Habían llorado en el hombro del otro y, en demasiadas ocasiones, habían
usado su cuerpo solo porque se sentían más cómodos con el otro que con nadie más.
Sin embargo, eran tan parecidos que no se soportaban durante mucho tiempo. Era
doloroso ver reflejado el fracaso personal en un espejo tan certero y exacto que
avanzaba tu réplica y te llevaba de paseo a los mismos precipicios.
Andelain sabía que Josef era una de las pocas personas que tenía cierta idea sobre
su verdadera ocupación. Mantenía su tapadera como directora de comunicación de
una pequeña subsidiaria de Cosmotz que se dedicaba a los holovids de aventuras.
Tenía un sueldo aceptable y mucha libertad para poder utilizar su tiempo de otras
maneras. Josef era el dueño de una pequeña empresa que terminó adquiriendo Korpa-
Sony, alguien respetado por su propio trabajo, no por su puesto, como alto ejecutivo
de una de las mayores corporaciones del planeta. Le había enseñado mucho más que
ella a él, o al menos eso había creído siempre Andelain.
—¿Qué nos tienes preparado? —preguntó ella, saludando con la mirada a uno de
los amigos del anfitrión; se conocían de vista, aunque su nombre se negaba a resonar
en su cabeza.
Josef se prestó voluntario para presentarlos de manera tradicional.
—Andy, esta es mi gran amiga Andelain Dauvin.

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—Un placer —dijo Andy, dándole la mano.
—Igualmente —respondió con una sonrisa Andelain. Era un tipo guapo y con
pinta de saber lo que quería, quizás demasiado joven para Josef.
Josef se puso en medio de ambos y los empujó con suavidad al centro de la sala,
donde la música se intensificó a la vez que la luz se hacía más tenue.
Andelain pensó que los gustos musicales de Josef no habían cambiado en veinte
años. Josef se quedó anclado musicalmente en el siglo XXI y no lo culpaba, siempre le
había sorprendido cómo un hombre tan material podía tener gustos tan artísticos. Una
mujer rubia con tirabuzones les trajo unas bebidas en una bandeja. No paraba de
mirar a Josef como si una orden suya bastara para cumplir cualquiera de sus fantasías.
La pobre ignoraba que probablemente Josef ya había finiquitado cualquier fantasía
que la chica pudiera imaginar. Josef tomó las bebidas para sus invitados y se limitó a
sonreír a la chica, que se marchó decepcionada.
Andelain fue conociendo a algunos amigos más de Josef. Algunas caras
conocidas, otras no tanto, pero todos sus nombres le sonaban. Los había conocido a
todos ellos, pero con otros cuerpos. Que Josef se rodeara de gente joven o con el
cuerpo modificado podría parecerle incongruente a alguien que no lo conociera;
probablemente Josef era el único hombre calvo y grueso de todo el local, y sin
embargo, era el anfitrión. Andelain dio un largo trago cuando cayó en la cuenta de
que ella debía de ser también la mujer que aparentaba más edad. A cada trago de su
bebida alcohólica se preguntaba qué había pasado con el ser humano para que
siguiera bebiendo el mismo veneno durante milenios. Empezó a mover las caderas
cuando la música que resonaba desde alguna de las galerías llegó a sus oídos. Se dejó
llevar.
Una de las cosas que más le gustaba del Dobbin era el mind-sync que tenían.
Suave y gradual, seducía, y resultaba casi imposible evitar que la vibración de la
música sincronizara los pensamientos de todos los oyentes, haciéndoles entrar en un
trance simultáneo donde los que se dejaban seducir por la música se movían y
compartían sensaciones al unísono. Su cuerpo empezó a moverse de forma rítmica,
acoplando sus movimientos. Caminó, atraída por aquellas vibraciones que salían de
uno de los túneles de la galería principal. Cerró los ojos y sintió la piedra arañarle las
yemas de los dedos. Se dejó ir, ya que el alcohol facilitaba la fusión, y caminó entre
la penumbra de la galería, que la condujo a unas pequeñas escaleras de caracol
descendentes. En pequeños huecos de la pared había velas auténticas, que dejaban un
blanquecino rastro de cera sobre la piedra. Tocó la llama y se quemó. Se metió el
dedo en la boca después de humedecerlo en el vaso. Sabía dulce. Supo que iba a ser
una gran noche.
Continuó bajando los escalones y la música fue subiendo en intensidad. Las
vibraciones retumbaban en la piedra, transmitiendo a su cuerpo un estado de ánimo
chispeante. Las escaleras terminaron en una estancia rectangular pequeña y rodeada
de cascadas de luz, fuego y metal líquido. La música hacía efervescer el ambiente.

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Las escasas veinte personas que se congregaban allí se movían como una sola masa,
la mayoría con los ojos cerrados. La luz, tenue, surgía únicamente de los hologramas
multicolor que flotaban en el aire, como copos de nieve que huyeran del calor y la
humedad humana hacia el cielo. Una solitaria camarera con los ojos ocultos por unas
pestañas como alas de cuervo atendía la barra. La ignoró, y tan pronto como pisó el
último escalón, cerró los ojos y se unió a los demás.
Sus manos tocaron. Su piel sintió las manos de otros. Solo importaba la música y
lo que le transmitía, una total liberación. Durante muchos minutos, quizá horas, fue
parte de algo más grande. Una masa de personas que se movían y sentían como una
sola. No sabía si sus manos eran las que acariciaban aquella cadera, o era su cadera la
que era acariciada al ritmo de la música. No se giró ni abrió los ojos. Pero nada dura
eternamente. Poco a poco perdió el mind-sync y la realidad se abrió paso. La masa se
disipó y volvió a estar formada por personas independientes, y la música pasó a ser
simple música. Buscó de nuevo las escaleras al no ver a nadie conocido entre toda la
gente que la rodeaba. Por un momento dudó; ¿por qué no disfrutar un poco más? Sus
caderas, presas de nuevo de la vibración, le tentaron a cerrar los ojos, beber un poco
más y dejarse llevar, pero ella sabía que arriba le esperaban sorpresas y sensaciones
mucho más intensas. Además, necesitaba hablar con Josef de su último proyecto.
Necesitaba, una vez más, su consejo.
Subió las escaleras y se encontró de nuevo en la gran nave central, pero no vio
rastro de Josef. En la galería principal habría más de cincuenta personas, todas de pie
hablando entre ellas o de camino a alguna de las galerías que conectaba la nave.
Localizó a una de las camareras, una preciosidad asiática rubia y de piel de ébano.
—Estoy buscando a Josef, el anfitrión. ¿Sabes dónde está? —preguntó.
—Está en la galería de terciopelo, al fondo del lateral izquierdo —dijo la chica,
señalando con una manicura imposible.
—Gracias —respondió.
—¿Algo de beber? El anfitrión insiste en que los invitados prueben su mezcla de
kepel, es especial y muy suave.
—Quizás luego. ¿Tienes ron?
—Sí claro —contestó la chica, sorprendida por una petición tan poco usual. En
unos segundos, la copa apareció volando, sostenida en el aire por las garras de un
dragón volador de color verde que se sostenía con decenas de diminutas hélices
hábilmente disimuladas en las alas y la cola. Se posó en el hombro de la chica, que
hábilmente tomó la copa de las garras del ingenio mecánico y se la entregó a
Andelain.
«Dragones y japonesas rubias. ¿Qué será lo próximo?», pensó para sus adentros,
pensando en el kepel y los líos divertidos que siempre traía consigo. Josef era
incorregible.
Caminó hacia la sala, de la que provenía un ritmo infernal en una mezcla
imposible de música renacentista y tecnobrax del siglo XXII: alegre y romántico. Al

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entrar en el pasillo entendió lo del terciopelo. Pegado a la piedra, un musgo verde se
movía despacio, ondulando. Al tacto de los pies, se sentía como una alfombra mullida
y algo inestable. Al tacto de las manos, increíblemente suave. Colgando de las
paredes y el techo, plantas bioluminiscentes aportaban la suficiente luz para hacerse
una idea de la estancia, que tan pronto tenía columnas como piscinas de burbujas
donde peces de luz saltaban juguetones. De vez en cuando, algún hada cruzaba la sala
dejando un reguero de luz, como una estrella fugaz perezosa. El sonido parecía nacer
de dentro de las paredes, como si la realidad estuviera atrapada entre dos mundos. El
ambiente se podía disfrutar con todos los sentidos. Se dejó llevar y jugó con un hada
y se maravilló del resto de criaturas voladoras que poblaban la sala, aprovechando los
altísimos techos decorados con frescos renacentistas, seguramente auténticos.
Josef estaba hablando con dos criaturas, no demasiado humanas. Seguía vestido
igual, pero mucha de la gente de la sala había alterado su aspecto con hologramas
personales. No todos, algunas personas, profesionales, se habían modificado el
cuerpo para aparentar ser elfos y dríadas de piel aterciopelada, orejas afiladas y
pechos imposibles. Una criatura de un verde casi níveo la observaba con curiosidad.
Estaba desnuda, cubierta tan solo por un pequeño chaleco hecho de hierba trenzada.
Era imposible determinar su sexo, porque entre las piernas no había nada visible, tan
solo un intenso vello blanco. No obstante, la curva de sus caderas y su pequeño
pecho, hacían sospechar que podía ser una hembra, aunque su rostro andrógino
dificultaba formarse cualquier opinión. Una larga cabellera blanca le caía libremente
por los hombros.
Josef se acercó sonriendo a Andelain y le susurró al oído:
—Te gusta, ¿eh?
—Sí… ¿Qué es?
—Siempre tan quisquillosa. ¿Tanto importa? —preguntó Josef, admirando la
figura que ahora los miraba a los dos con sus ojos desprovistos de iris, de un negro
profundo.
—No, ya lo sé. Siempre estás con lo mismo, pero luego… Da igual.
—¿Te gustaría que compartiéramos a Aleah?
Andelain la miró otra vez. Las mujeres no la atraían demasiado, pero aquella
combinación de rasgos y carácter parecía nueva.
—Prefiero mirar —respondió.
—Luego te arrepentirás.
—Siempre hay tiempo de corregir los errores, ¿no? —preguntó, pensando de
forma expresa en su último escarceo juntos.
Josef no la escuchó; se dirigió a la criatura y entablaron conversación. Pronto
comenzaron a reír y la criatura se mostró más cariñosa con Josef. Maldiciendo su
indecisión, se dirigió a ellos tras dejar su copa en manos de un hada.
—… mi amiga tiene curiosidad —iba diciendo Josef, sin darse cuenta de que
Andelain estaba detrás de él.

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—Sí que la tengo —dijo ella, observando de cerca a la criatura. Tenía la piel
cubierta de vello largo, muy denso y corto, como el de un animal. Parecía mullido.
—Puedes tocar, no muerdo —dijo una voz grave y rasgada, pero asexuada.
La música, más intensa, empezó a contagiar su intimidad. Las luces y sus
pensamientos se acoplaron.
Al tacto era suave y cálida. Incitaba a seguir acariciando, como el pelo de un
animal.
Andelain dudó, pero prefirió dejar a Josef con sus propias fantasías. Se había
equivocado, aquel ambiente no parecía el propicio para hablar de lo que necesitaba,
así que esnifó un poco de kepel y esperó a que hiciera efecto tumbada en una nube de
espuma verde, con los ojos clavados en el cogote de Josef. Poco a poco, los efectos
del kepel se hicieron notar y sintió el hormigueo de sus sentidos fundiéndose con los
de Josef gracias a los neurotransmisores artificiales fundidos con su cerebro, que
intercambiaban información con otros similares en el de Josef. Sabía que su cabeza
debía de estar repleta de kepel, por eso insistía en que todo el mundo lo hiciera: le
encantaba compartir su mundo con los demás. Su visión se mezcló con la de Josef, y
el tacto de sus manos recorriendo con discreción la piel de Aleah le produjo la misma
excitación. Escuchó sus palabras como si estuviera ahí, y cuando se escaparon a un
cuarto escondido tras una pared holográfica, sintió las mismas palpitaciones que Josef
y su misma urgencia.
Oleadas de placer y de imágenes en primera persona bombardearon su
consciencia como fogonazos intermitentes, alternadas con su propia realidad. Su
lengua caliente y bífida, sus pechos mullidos y pequeños, suaves como melocotones.
El olor a hierba fresca de su pelo y la humedad entre sus piernas. El efecto comenzó a
disiparse cuando las sensaciones se intensificaron. Definitivamente, Aleah tenía que
ser una hembra. Decidió que ya tenía bastante y prefirió dejar a Josef y a la chica en
su intimidad.
Volvió a la sala común y se dejó llevar de nuevo por las vibraciones que
emanaban del antiguo templo. Cerró los ojos y fluyó con la música, y entró en otra
sala, todavía más oscura que las anteriores. El suelo era lo único que emitía algo de
luz, y daba un aspecto fantasmagórico y malvado a los que bailaban en cada esquina.
Todos estaban solos y a nadie le importaba nada de lo que ahí sucedía, nadie se fijaba
en el de al lado. Por unos minutos no existía nada excepto aquella música terrible,
maldita, que lo arrastraba a uno a un estado de ánimo donde nada importaba, donde
los sentimientos se transformaban en pasto para caracoles, el pasado desaparecía y el
futuro se limitaba a la siguiente inhalación de aquel aire cargado de latidos, de pulsos
densos y afrutados. Los gemidos de la música caían por su piel como gotas de miel
caliente. Notó unas manos de mujer sobre su cadera y se giró sin abrir los ojos, trazó
el cuerpo de la desconocida y dejó llevar sus manos hacia aquel rostro desconocido.
No quiso abrir los ojos, solo la boca para encontrar una lengua áspera y dulce,
esponjosa y caliente. La música, siempre la música, la apartó de aquel beso y la

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desconocida sin rostro desapareció, giró, giró y giró. Entreabrió los ojos. Un bosque
de brazos y piernas se mecía al ritmo de las olas; la música de ondas alfa provocaba
esos efectos hipnóticos, y ella simplemente se dejó ir. Alzó los brazos y volvió a notar
una presión en su trasero. Apretó con fuerza hacia atrás. Se apretó todo lo que pudo
contra aquel cuerpo masculino y desconocido. Otro, muy femenino, se apretó contra
ella al otro lado, todos juntos bailaban como briznas de hierba bajo una tormenta.
Pasaron docenas de minutos y muchos cuerpos entre medias de ellos. Los regueros de
su sudor por su axila, síntomas inequívocos de que todo llegaba a su fin, le forzaron a
abrir los ojos y se escurrió de entre la multitud. Salió de la sala, buscando un cuarto
de baño para asearse un poco. Allí, las miradas volvían a reflejar el mundo en que
vivía. Escudos, estrategias, sonrisas, mentiras pintadas. Medias y verdades depiladas.
La música invadía el lugar, las drogas se deslizaban por las paredes y cantaban al
abrir el grifo en aquel mágico lugar donde los dragones traían copas y los príncipes
azules eran primero azules y, luego, todo lo demás. Se refrescó la cara hasta que el
agua se empezó a parecer al agua. Bendita agua. Se miró al espejo. ¿Hasta cuándo
podría sentirse cómoda con todo aquello? Cada vez le costaba más.
Salió del baño. Había venido a la fiesta deseando hablar con Josef, no podía
engañarse. No quería huir, necesitaba abrir una puerta. No solo abrirla; cruzarla,
tomar una decisión arriesgada. Y tenía miedo. Hacía mucho tiempo que no sentía
miedo, y no miedo por sí misma.
Encontró a Josef en la galería principal hablando con unos desconocidos. Esta vez
lo hizo bien. Se puso al lado de aquellos tipos y empezó a hablar en silencio, solo con
los labios, mirando a Josef y diciendo: «Tenemos que hablar». Josef tardó un par de
minutos en extinguir la conversación hasta que desapareció. Clientes suyos, posibles.
Como siempre, Josef los deslumbraba con su labia precisa, florida y de otro siglo.
Nunca desperdiciaba una palabra; el ritmo, la precisión y el significado de cada una
de ellas hacía que cuando alguien que no lo conocía charlaba por primera vez con él,
hasta la conversación más trivial se convirtiera en un hermoso juego.
Cuando los tipos se fueron, Josef la miró de arriba a abajo, complacido.
—Bonita fiesta. No me perdería jamás una de tus fiestas —dijo ella.
—Sin embargo, llevas toda la noche queriéndome contar algo —afirmó Josef.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Andelain.
—Estás en uno de esos días donde te encierras. Te conozco, algo te preocupa.
—Ojalá me hubiera casado contigo, me lees como nadie —dijo ella.
—Por eso nunca te lo pedí. Sé que no me aguantarías demasiado tiempo, y estoy
muy viejo para hacer otra mudanza.
Ambos rieron, y él le apartó un mechón de pelo rebelde y le acarició el rostro con
el dorso de los dedos.
—Tengo miedo —dijo ella.
—¿Tú?… —preguntó él, con los primeros signos de preocupación en su cara, que
mostraron arrugas que hacía tiempo que no asomaban por su rostro curtido.

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—Tengo algo gordo entre manos. Esta vez sí —dijo ella, nerviosa por no poder
avanzar más rápido.
Josef la miró varias veces y de diferentes formas. Sus diferentes máscaras fueron
cayendo, una tras otra.
—¿Qué es?
—No te lo puedo decir, no aquí. Es demasiado importante, y tendría que
explicarte muchas cosas, pero…
Josef no sabía si creer aquellas emociones que estaba sintiendo de su amiga,
compañera y amante. Algo nuevo en un cuerpo viejo y conocido.
El silencio se hizo denso, rodeado de ruido, era como una gran maraña de hilos
negros que los iba atando, cada vez más. Rodeados de hilo negro y ruido. Personas y
luces. Voces y risas. Ella, buscando una palabra; él, intentando prepararse.
—Es… frágil.
—¿No me digas que te has enamorado? —replicó él, sabiendo de antemano que
había equivocado la pregunta.
—No. No tiene nada que ver. Es otra cosa. Da igual.
La madeja de hilo negro de silencio se había roto e intentaba recomponerse con
paciencia infinita.
—Si alguien se enterara… Podría, no sé. Destruirlo.
—Siempre has sido buena guardando secretos.
—Lo sé. Demasiado buena, supongo.
De vuelta, el silencio. La diversión de la noche se había evaporado, como un
chorro de alcohol arrojado sobre una piedra caliente.
—Tengo miedo de haber perdido la perspectiva. Me conoces; ¿qué opinarías si
dijera que estoy tentada de renunciar al encargo más importante de mi carrera?
—¿Tan peligroso es? ¿Desde cuánd…?
—No, no es peligroso para mí. Eso no es lo importante —cortó ella.
Él la dejó continuar.
—Ya no nos queda mucho que perder, Josef —añadió Andelain, sosteniéndole la
mirada.
Josef siguió escuchando, concentrado en los silencios de ella. Si alguien lo viera,
no lo reconocería; parecía otro hombre, mayor y con una mirada mucho más dura.
—Si encontraras algo nuevo, nuevo de verdad. ¿Qué harías con ello, Josef? —
preguntó ella.
—Si es tan importante y peligroso, es que merece la pena. ¿No estás harta de
sacar trapos sucios y malolientes de gente gris y sin alma? —Josef disfrutó al decirlo.
—No lo sé, Josef —dudó y se mantuvo en silencio, mirándolo a los ojos sin
ocultar sus emociones—. Quizás no hay solución, es como ver una estrella fugaz, no
sé por dónde empezar…
—Da igual. Ven aquí.

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Y Josef la abrazó, primero despacio y luego con fuerza. Andelain sintió deseos de
zafarse, luego dudó y finalmente dejó de luchar consigo misma. Hacía muchos años
que nadie la abrazaba así. Sintió fugaces deseos de llorar. Luego sonrió y observó a
los dragones volar lanzando fuego por sus bocas, y se rio, todavía con la visión medio
borrosa por las lágrimas no derramadas. Se sentía atrapada como nunca antes lo había
estado.

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CAPÍTULO 26
La muerte

C UANDO DESPERTÓ, SINTIÓ LA CABEZA como una esponja llena de miel caliente. Su
vista tardó en acostumbrarse a la oscuridad. El sitio no le resultó familiar; parecía
un sótano donde la única iluminación consistía en unas enormes velas situadas en las
paredes. Había solo dos, en lados opuestos de la habitación. Enfrente de él, un pasillo
se extendía a lo largo, internándose en la oscuridad absoluta. Estaba sentado y
amarrado a una silla, con las manos detrás de la espalda y los dedos bien atados e
inmovilizados. Tenía un trapo en la boca que impedía que hablara, sujeto por varias
vueltas de un cordel anudado. Cuando se dio cuenta de ello, la respiración por la nariz
le pareció insuficiente y su corazón comenzó a latir a más velocidad.
Miró a su alrededor. No encontró nada especial. Solo paredes de piedra. Parpadeó
y cerró con fuerza los ojos hasta que la vista se le aclaró del todo. Sentía algunos
golpes en el cuerpo y estaba dolorido, pero no era nada grave. Con los pies atados a la
silla, ni siquiera era capaz de empujarla. Intentó moverla, pero era muy pesada y
ancha.
Resignado, esperó. Pasaron horas. Muchas. Con la boca seca como un pergamino
viejo y respirando con desesperación por la nariz, evitó pensar en que se hubieran
olvidado de él. En algún momento se percató de que las velas no se consumían.
Siempre ardían con la misma intensidad, y la frágil llama daba los mismos saltos una
y otra vez. El movimiento repetitivo e hipnótico de la llama hizo que se durmiera sin
poder evitarlo.
Cuando despertó, todo continuaba igual. Las velas, impasibles al transcurrir del
tiempo, continuaron su danza repetitiva. Se orinó encima. Tras horas esperando,
volvió a dormir.

Un cubo de agua le devolvió la consciencia de repente. A su lado, un hombre le quitó


la mordaza. Su cara le resultó familiar. Grimm escupió el trapo arrugado que tenía en
la boca y sus ojos comenzaron a enfocar como debían.
—¿Pensabas que te librarías de mí? —preguntó su antiguo amo.
No contestó. Nunca había temido a ese hombre, solo al sufrimiento, pero ahora él
también sabía infligir dolor y lo que significaba. Intentó conjurar en su cabeza, pero
necesitaba las manos y las tenía atadas.
—¿No contestas? Está bien. He traído algo que te hará recordar.
A su lado, sobre una pequeña mesa de madera negra que antes no estaba, tenía
dispuestas las herramientas que tan bien conocía Grimm. La navaja de afeitar no

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había cambiado respecto a la que él recordaba.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Grimm.
—Quiero saber dónde está la mujer que te liberó. Eso para empezar; luego ya
veremos qué más te pregunto, dèonach —replicó Darío con satisfacción.
—No lo sé. Asaltaron la casa donde vivíamos y ella desapareció. Huimos y
llegamos hasta aquí —contestó Grimm, sabiendo que daría igual lo que dijera. Darío
escuchaba, pero seguía afilando la navaja.
—Claro, claro. Esa parte la sé, ¿quién crees que asaltó la casa? Pero quiero saber
dónde está ahora —dijo sin mirarlo, pasando con cuidado la piedra por el filo de la
navaja.
—No lo sé —dijo con voz seca Grimm.
—Es una pena. Pero me da igual. Nada ha cambiado. Veremos si esa bruja no te
ha estropeado enseñándote más cosas de las que deberías saber —replicó Darío con la
navaja lista en la mano derecha.
La aplicó con su habitual ansia. Cortando la cara de Grimm en un tajo superficial,
pero largo, que se extendió por el cuello, continuando por el hueso de la clavícula
hasta el hombro y terminando en el codo.
El dolor no había cambiado, pero la mente de Grimm sí. El daño no era nada
comparado con el odio que sentía en aquellos momentos.
—Perdona, he perdido práctica y me he vuelto impaciente. No obstante, te has
puesto mucho más fuerte en estos meses —masculló entre sonrisas burlonas. El dolor
comenzó a fluir, de forma malsana, combinado con su sangre en volutas de humo
negro, denso, mezclado con una masa espesa de color esmeralda.
—¿Desangras a personas inocentes para conseguir poder, escondido como una
rata? —gruñó Grimm por el dolor, y trató de escupir a Darío, pero no tenía saliva.
—Tú no eres una persona; pero eso ya lo sabes, ¿verdad, deònach? —preguntó
Darío.
—No eres mejor que yo —rugió Grimm, aturdido por el intenso dolor.
Darío sonrió.
—Quizás tengas razón. Pero, amigo, son las reglas del juego. No puedo morir. No
importa lo que hagas, siempre volveré para desangrarte. Siempre. Me aburres. ¿Sabes
dónde está Alanna o no? —preguntó de pronto Darío, con un tono diferente, sin
pasión ni interés.
—No.
—Entonces, sigamos. Basta de charla.
Darío continuó su trabajo. Cada corte en la piel de Grimm hacía que un trozo de
su ropa quedara colgando. Poco a poco, salvando las ataduras que lo tenían
firmemente atado a la silla, su ropa fue desprendiéndose. Cada trozo de su piel libre
de cuerdas se transformó en una pulpa sangrante. Grimm escuchaba el goteo de su
sangre sobre el charco que se formaba debajo.

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—Alanna ha hecho un gran trabajo, ya no vales nada. Hija de puta. El dolor ya no
te alimenta como antes. Ni la mitad. Seguro que disfrutaba mucho contigo en la
cama.
Grimm sonrió, aunque le costaba alzar la cabeza. Su visión se empezaba a
difuminar.
La expresión de Darío se volvió extrañamente pensativa y terminó en un gesto de
decepción. Luego pronunció aquellas palabras que conocía tan bien, el conjuro para
extraer el poder de su dolor.
—Beaŧħa airsoŋ beaŧħa, łeaŋŋaŋ màŧħair…
Darío le cogió del pelo y le alzó la cabeza, mirándolo fijamente a los ojos. Con la
navaja en la mano, puso el filo contra su cuello.
—¿Algún pensamiento antes de morir? —preguntó Darío.
—¿Qué hay más allá? —dijo Grimm.
Sentía miedo por primera vez en su vida. Darío sonrió.
—Ya era hora. Pero da igual. Ya no me vales. Eres un estorbo, uno demasiado
peligroso. Los deònach magos como tú no existen. Tenía que haber sospechado que
tú eras uno de ellos desde el principio.
—¿Quién soy?… ¿Qué soy? —preguntó Grimm, casi suplicando, animado por el
brillo de los ojos de Darío. Era miedo lo que veía en ellos.
—Un gran problema que no debería existir.
Y con la cuchilla, cortó el cuello de Grimm de un tajo rápido.
Grimm sintió que la sangre saltaba a chorros de su cuello. El rostro de Darío lo
observó con frialdad durante una eternidad. Las llamas de las velas danzaron
silenciosas mientras su vida se consumía a cada segundo, bailando con él una última
vez, sumiéndolo en un sueño del que sabía que no volvería a despertar. El recuerdo de
Nikka le vino a la cabeza; sus abrazos tibios, sus labios. Alanna. El placer. El ardor
del combate. Todo pasó fugazmente por su cabeza mientras las llamas de las velas se
cimbreaban despacio. Despacio. Todo se fue apagando, hasta que las velas formaron
un hilo cada vez más estrecho y más alto, como si se estiraran hacia el cielo. Se
alargaron y la oscuridad se partió en dos. Detrás de Darío, cuyo rostro se había
transformado en una máscara, el mundo se volvió del revés, y de la piedra surgió una
oscuridad gris que invadió la estancia como una explosión de humo. Grimm no pudo
cerrar los ojos, pero sintió que ardían. No podía enfocar la vista ni cerrar los
párpados. Sintió que su corazón se había parado.
«¿Es esto la muerte?», pensó.
«No. Es algo muy diferente, Grimm», dijo una voz en alguna parte de su cabeza.
Sintió un calor en su cuerpo, un calor picante, como si un hierro al rojo vivo lo
atravesara; sin embargo, no sentía dolor sino todo lo contrario, una paz y un bienestar
cada vez mayores. Hasta tal punto que recuperó la vista. Darío seguía en el mismo
sitio, con el rostro en la misma posición. Las velas ahora tenían una llama normal,
pero inmóvil, estática. Las paredes habían vuelto a aparecer. Su vista, aguda de

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nuevo, distinguía las motas de polvo de la habitación, suspendidas en el aire. Una
gota de sangre caía de la navaja de Darío, pero no llegaba a hacerlo del todo,
manteniendo un fino hilo de sangre todavía unido al metal.
«Te sacaré de aquí, Grimm», dijo la misma voz dentro de su mente.
«Gracias», pensó Grimm.
«No me las des a mí, dáselas a Alanna», replicó en su cabeza la voz.
Las paredes se disolvieron y un pozo de luz surgió, fluyendo desde la nada. Sin
saber cómo, su cuerpo flotó en esa dirección y se internó en la luz. Era tan fuerte que
tuvo que cerrar los ojos. Aun así, el brillo era brutal y le traspasaba los párpados,
convirtiéndolo en un color rojo brillante. De pronto cesó, y sintió su cuerpo caer, con
silla incluida, en algo blando.
Abrió los ojos y se encontró en el claro de un bosquecillo, junto a un río. Hacía
fresco y el sol se había puesto en el horizonte, aunque todavía había mucha luz.
Seguía atado y sin poder moverse, pero sintió cómo los nudos de sus brazos se
deshacían. Giró sobre sí mismo y se incorporó con torpeza. A su lado, una figura
menuda y conocida lo observaba. Roona.
—Gracias otra vez —dijo Grimm, inseguro, palpándose el cuello. No tenía cortes,
ni en el cuello ni en el resto del cuerpo.
—Tenías poder para haber ganado aquella pelea. Podías haberlos incinerado a
todos, a todo el pueblo en una gran bola de fuego. ¿Por qué no lo hiciste?
—No lo sé. ¿De verdad tengo tanto poder? —preguntó Grimm, sin saber qué otra
cosa podía decir.
Roona, que llevaba la misma ropa que Grimm recordaba, tenía los brazos en
jarras y lo observaba con mucha atención.
—Cuando te dejé lo hice porque no podía ayudarte. Alanna me pidió que lo
hiciera y ahora entiendo por qué lo hizo.
—¿Está bien? —preguntó Grimm.
—Sí; desesperada buscándote, pero no tiene tantos amigos como Darío. Es
curioso cómo la escoria medra en este lugar.
Un pensamiento urgente cruzó la mente de Grimm.
—Antes de nada, ¿sabes si Nikka está bien? —preguntó.
—Sí. Por lo que sé, ella y el hombre que iba contigo pudieron huir de la posada y
deben de estar camino del bosque.
Grimm suspiró y se dejó caer en el suelo. Sintió que le temblaban las piernas por
la tensión. No entendía por qué una vez sintió aquello por Roona. ¿Qué estaría
pasando por su mente?
—Siento lo que pasó la última vez. Yo… no supe comportarme.
—Alanna y yo somos muy diferentes —contestó Roona, sin dar más explicación.
Grimm bajó la mirada sin saber qué decir. Pasaron los minutos y Roona no
parecía tener prisa. Evaluó a Grimm con paciencia. En un momento dado, avanzó
hacia él y le dio la mano para ayudarlo a levantarse.

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—Antes de ponerte en camino al bosque de Khirldan, quiero enseñarte algunos
conjuros más. Te ayudarán a sobrevivir. Sé que tienes buena memoria, observa esto.
Roona comenzó a mover las manos y a susurrar una y otra vez la siguiente
letanía:
—Beaŧħa ŧħa gabħaił ris a 'cħłeas guŋ robħ ħ-uiłe đuiŋe eòłacħ air acħ ŧħu.
Poco a poco, su cuerpo se transformó, bajo las ropas, en un ser de color verde
pálido y orejas afiladas. Su pelo creció rápidamente, lo mismo que su estatura. Su
rostro, aunque parecido al de Roona, era ahora el de un joven elfo, totalmente
masculino, bajo la misma ropa que portaba antes la mujer.
—Este conjuro no solo te dará la apariencia que desees, sino también falseará tu
aura para que nadie pueda reconocerte por ella —dijo Roona con una nueva voz, más
musical y masculina.
Grimm, impresionado, recordó al águila que vio hacía tiempo.
—Gracias —susurró, maravillado por las implicaciones.
—Solo tienes que recordar a alguien que hayas visto con esa apariencia.
—¿Puedo convertirme en un animal también? —preguntó Grimm.
Roona sonrió por primera vez desde que Grimm la había conocido.
Grimm quedó pensativo, dándole vueltas a las posibilidades. ¿Cómo podría
volver a ser un humano al transformarse en un águila?
—Cuidado en qué te transformas. El hechizo es definitivo, no volverás a tu forma
anterior a no ser que lo conjures de nuevo, y todavía no sabes cómo hacer magia
auténtica. Sigues necesitando estas recetas.
—No he sido capaz de entender tus enseñanzas, lo siento.
Roona continuaba de buen humor.
—No te transformes en animal o te quedarás en esa forma de por vida.
Grimm se apenó al oír aquello; sin saber muy bien por qué, deseaba volar como
un águila. Ansiaba liberarse del peso de su cuerpo.
—Ahora que lo pienso, hay una forma de que puedas transformarte por un tiempo
limitado. Es un conjuro que debes pronunciar antes de otro, de forma que limitará su
duración. Por cada vez que lo repitas durará trece minutos.
—Ajá —respondió Grimm, atento, preguntándose por qué trece minutos
exactamente y no diez.
—Uair ŧaobħ a-sŧaigħ crìocħ łeŧħ għriaŋ.
—¿Y luego el conjuro? —preguntó Grimm.
—Eso es. Existen muchos otros conjuros que te serían de utilidad, pero no quiero
interferir más en el orden natural de este mundo. Tendrás que seguir tu camino.
—Gracias otra vez.
—Alanna quiere verte. Cuando llegues al bosque, pregunta por Krall, él te
ayudará; es amigo de los deònach. Alanna te buscará allí una vez que llegues.
Grimm no entendía por qué lo ayudaba cuando parecía que ni ella misma sabía el
motivo, a juzgar por su distancia.

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—El camino será difícil, mucha gente te estará buscando. Darío estará rabioso —
añadió Roona.
—¿Volveré a verte? —preguntó Grimm.
—Búscame en el cielo. Allí donde todo acaba.
Con un zumbido y una vibración que sintió en todo el cuerpo, Roona se
desvaneció, dejando a Grimm solo en aquel bosque. Fue en ese momento, después de
que ella se fuera, cuando un montón de preguntas asediaron a Grimm.

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CAPÍTULO 27
Regalos

N O SABÍA DÓNDE ESTABA, RODEADO de bosque y del murmullo del viento. Libre y
solo por primera vez en su vida; completamente solo. Lo primero que le vino a la
cabeza parecía sencillo: ¿Qué aspecto tomar para ocultar su pasado y su aura?
Caminó por el bosque, sin saber adónde ir, mientras pensaba en qué podía ser a
partir de ahora. ¿Un hombre mayor?, ¿una mujer joven? Cada opción tenía sus cosas
buenas y sus cosas malas. Tendría que hacerse a su nuevo cuerpo; probablemente no
fuera tan bueno con la espada hasta que se acostumbrara. ¿Perdería sus cicatrices?
¿Sentiría el mundo de una forma diferente con la piel de otro ser?
Todas aquellas preguntas abrían nuevas e interesantes perspectivas. No lograba
decidirse, así que pasó la tarde y, luego, la noche, y no tenía una respuesta. Ya estaba
cayendo la oscuridad y el estómago le rugía de hambre. Conjuró comida y bebida y
se preparó para pasar la noche subido a un árbol. Así nadie podría encontrarlo en el
camino, desarmado y durmiendo. Eligió un buen árbol, aunque le pareció que
escalarlo sería difícil. Miró arriba y vio un tronco recto y largo, alto y lleno de ramas,
algunas de ellas anchas y casi horizontales, que lo protegerían. Aquello le dio una
idea. Preparó el conjuro e hizo sus cálculos. Esperaba no equivocarse. Conjuró
cuarenta veces la fórmula aprendida de Roona y luego, casi con miedo, el conjuro
final que consumió casi todo su poder mágico. Fue como caer por un agujero
demasiado pequeño, en el que costaba entrar y que forzaba todo su interior una y otra
vez. No resultó doloroso, pero sí confuso, ya que el tamaño de las cosas se hacía cada
vez más grande y sus ojos cambiaban el ángulo de visión, cubriendo más espacio. La
oscuridad de la noche se aclaró y todos sus sentidos se volvieron más agudos. Podía
oler la hierba fresca como una corriente de vida y escuchar el sonido del aire en cada
rama, en cada tronco, trazando un mapa en su cabeza.
Dando un grácil salto escapó de la pequeña montaña de ropas que lo cubría, y su
pelaje rojizo brilló por unos instantes bajo la luz de la luna. Su frondosa cola le sirvió
de contrapeso. Se ejercitó dando pequeños saltos por la hierba y, luego, de tronco en
tronco con pasmosa agilidad. Trepó por los árboles como un rayo, saltó entre ellos
desde las ramas y se subió al más alto del lugar. Desde allí divisó cómo aquel bosque
seguía la dirección del río y se perdía en un valle. No había poblaciones a la vista, ni
tampoco fogatas. Solo oía a los animales salvajes. Lobos, hienas y otros sonidos que
no reconocía. Por un momento pensó qué pasaría si en su forma actual lo devorase un
lobo. Moriría, indefenso. Sus pequeñas zarpas y sus grandes incisivos no podían
hacer frente a ningún enemigo.

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Buscó la gran rama que había visto antes, desde el suelo. Volvió a saltar de árbol
en árbol, como si en su cabeza se hubiera desplegado un mapa tridimensional de
aquel bosque. Su instinto animal funcionaba de manera automática y lo condujo hacia
la rama. No estaba cansado, pero tenía unas horas para descansar en aquella forma
antes de volver a su cuerpo humano y debía aprovecharlas. Tardó en encontrar la
postura que mejor se adaptaba al cuerpo de ardilla que tenía. Se hizo un ovillo y
esperó. Las estrellas, las mismas que veía con ojos humanos, parpadearon decenas de
veces, hasta que volvió a ver dos estrellas, simétricas, que guiñaban sus ojos a la par.
Se les unieron un par de nubes, en diferentes posiciones pero gemelas. Cuando el
sueño le llegaba, le pareció sentir el viento como capas de una cebolla, paralelas,
simétricas. Jugando a un juego reglado con aquellas estrellas, nubes y troncos de
árboles cortados por el mismo patrón. Reglas. Reglas.
Durmió y, en su forma animal, tuvo los mismos sueños que tenía como humano.
Líneas de colores que se cruzaban en la noche, con vida propia, y un murmullo lejano
y rápido, casi un burbujeo hirviente.

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CAPÍTULO 28
Allí donde todo acaba

E XTRACTO DE CONVERSACIÓN CIFRADA EN modo texto a través de una holoterminal


privada desde la residencia de Andelain con un receptor desconocido en la red.


[Roona]> Está a salvo, camino del bosque.
[Alanna]> Gracias. De verdad.
[Roona]> Ahora estamos en paz.
[Alanna]> Sí, sí. Totalmente. ¿Sabes algo de Nikka?
[Roona]> No, pero no estaba con Grimm, ni rastro de ella. Lo último que
supe es que logró salir de la posada donde emboscaron a Grimm.
Iba con otro hombre, un deònach.
[Alanna]> Estoy preocupada, nunca ha estado solo.
[Roona]> Sabrá buscarse la vida.
[Alanna]>… podrías…

(Se corta mientras se escribe por otra línea de conversación)

[Roona]> No. Ya hemos saldado cuentas, no tengo tiempo para buscar a un


deònach por todo Brin. Podrías pedirle ayuda a tu amigo Case,
es un encargo más de su estilo.
[Alanna]> Podría, pero sé que tú tienes muchos más recursos. Da igual,
entiendo que estés molesta conmigo. Gracias de todas formas.
[Roona]> No estoy molesta, Alanna, es solo que sería una tarea muy
aburrida para dedicarle mi atención.
[Alanna]> ¿Y por qué te molestaste en enseñar a Grimm?, te pasaste
muchos días con él. Ni yo misma he pasado tanto tiempo con él.
[Roona]> Curiosidad, supongo.
[Alanna]> ¿Y?

(Silencio)
[Roona]> Supongo que ya sabes que es muy peligroso lo que estás
haciendo, ¿verdad?
[Alanna]> He tomado muchas precauciones, no entiendo cómo Darío nos
encontró.

(Silencio)

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[Roona]> Es un tipo muy poderoso, fuera y dentro de Brin. Maneja muchos
intereses, me he metido en un buen lío para ayudarte.
[Alanna]> Imagino. Algún día alguien tendría que escribir sobre ese
cabrón.
[Roona]> Ser un sádico solo es un pasatiempo para él; por lo visto,
Brin formaba parte de la terapia de su psiquiatra. Mejor
hacerlo con deònach que no con seres humanos de verdad. Se lo
podía permitir en el mundo real, pero le causaba problemas.
[Alanna]> Es curioso como el poder se acumula por igual en ambos
mundos. No me digas que no daría para un buen artículo.
[Roona]> Sigues pensando como una periodista.
[Alanna]> Sigo siéndolo.
[Roona]> No te engañes, la verdad no le interesa a nadie, y es mucho
más lucrativo lo que haces.
[Alanna]> A veces me pregunto si no serás de mi competencia.
[Roona]> En cierta forma…

(Se interrumpe por otra línea de conversación)

[Alanna]> Prefiero no saberlo, es mejor así.


[Roona]> No te lo pensaba decir.
[Alanna]> Me tortura saber qué habrá sido de Nikka…
[Roona]> Pensé que el que te preocupaba de verdad es Grimm.
[Alanna]> No tiene nada que ver, quizás tenía que haberte pedido que
salvaras a Nikka, pero no lo pensé. Idiota de mí, siempre
pensando en el trabajo.
[Roona]> Pero tenías razón. Grimm es único.
[Alanna]> Nikka también es especial.

(Pausa de varios minutos)

[Roona]> ¿Algo más?


[Alanna]> No, Roona. Gracias otra vez.
[Roona]> Seguiremos en contacto. Cuando sepa algo de él, te contactaré
otra vez.
[Alanna]> Ok.

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CAPÍTULO 29
Camino a Khirldan

L A LUZ DEL SOL YA calentaba cuando despertó. El hechizo había cesado su efecto. Su
cuerpo, de carne y hueso, sentía hambre y sed de nuevo como un hombre. Bajó de
la rama y buscó sus antiguas ropas, que seguían en el mismo sitio donde las había
dejado. Estaban húmedas, pero era lo único familiar que tenía. Temblaba, pues la
transformación y el coste de energía del hechizo se habían materializado al volverse
humano de nuevo. Estaba exhausto, y su fuerza vital, su magia, había desaparecido
casi por completo.
Gracias a los recuerdos de Deric reconocía las montañas Smorn que veía al este y
el valle que se abría ante él cuando había reconocido el terreno encarnado en una
ardilla. Evitaría las ciudades de la costa y tendría que vadear varios ríos, pero solo
tenía que avanzar hacia el suroeste hasta llegar a su destino. El río Luthi hacía de
frontera entre los reinos del bosque y las ciudades de la costa de Aenis. Una vez que
lo cruzara, afrontaría lo más difícil: encontrar a sus amigos en un bosque que todo el
mundo creía encantado y peligroso para los que no eran bienvenidos. Sentía que
debía hacer el viaje solo y descubrir su verdadero potencial; las palabras de Roona
habían servido para mucho más que para mostrarle algunos conjuros adicionales. Sin
armas, sin provisiones, tan solo con su magia. Al llegar allí, el camino le habría
enseñado algo que aún no sabía sobre sí mismo, o eso quería creer.
Podía conjurar comida y bebida, y en caso de apuro, podía utilizar sus recursos
para pelear, pero prefería evitar a las personas, por si acaso seguían buscándolo. La
lección de humildad de Soberno le había venido bien. No era invencible y su peor
enemigo seguía vivo.
Grimm, caminando día tras día, no dejaba de pensar en cómo podía luchar contra
un enemigo que nunca moría, hiciera lo que hiciera. Sin embargo, pensó que la magia
abría muchas posibilidades en cuanto al modo de tratar a alguien que no podía morir.
Podría cortarle las manos y la lengua, o podría transformarlo en piedra y lanzarlo a un
lago. Mejor aún, podría transformarlo en una hormiga y dejarlo petrificado en ámbar.
Quizás en oso y meterlo en el hielo, para que hibernara durante siglos. Aunque la
mejor solución que se le ocurrió consistía en transformarlo en árbol, uno de ciudad,
para que los perros pudieran mearle cada día y fuese incapaz de no ver a todas
aquellas personas pasar delante de él sin que pudieran ayudarlo. Un árbol pequeño,
para que tampoco pudiera ver el horizonte, encerrado siempre en una calle, entre
paredes; un árbol lo suficiente longevo, un olivo tal vez.
Si él podía hacer aquello, quizás otros también pudieran. La magia era mucho
más peligrosa que la espada, tenía muchas más posibilidades. Especialmente la magia

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de Roona, una magia que no necesitaba mover las manos ni pronunciar una sola
palabra. Una magia invisible y todopoderosa. Necesitaba esa magia; sin embargo,
noche tras noche, Grimm repetía los ejercicios de concentración de Roona, y a pesar
de que ahora le resultaba mucho más fácil entender que el universo estaba lleno de
patrones que se repetían, no sabía qué más podía hacer. Con el tiempo se percató de
que aquella extraña sensación no se limitaba a lo que veía, sino que ocasionalmente
también ocurría con lo que oía. Trinos de pájaros, como melodías sin ritmo, pero que
al cabo del tiempo tejían una extraña sincronía. Fragancias simétricas que le dejaban
un regusto en el paladar que podía empezar a predecir.
Las noches y los días se repitieron también durante diez soles de camino desde el
pequeño bosque, cerca de la ciudad costera de Milahfa, al oeste, evitando todos los
grupos de personas que había divisado por el camino. Al ir sin equipaje y sin armas le
resultó mucho más fácil moverse. Los animales del bosque también resultaban
predecibles la mayoría de las veces. Y no le asustaban los lobos, no atacaban cuando
estaban solos. La única vez que se enfrentó a un grupo, hizo arder en llamas al líder y
el resto lo tuvo claro. La carne de lobo a la brasa tenía un sabor horrible. Los
recuerdos felices de Veterra, Alanna y sus maestros, quedaban ya muy lejanos. Le
pareció que habían pasado años desde todo aquello. Cada día, los recuerdos de Deric
y los suyos propios se ataban en un nudo más fuerte, de forma que su propia vida,
más breve y menos intensa que la de Deric, se empequeñecía en importancia ante el
amplio mundo que había visto el soldado: los jardines de Cinbeorn, las puertas de
piedra de Thand y la costa dorada de Alvaar. Cientos de noches durmiendo bajo las
estrellas. Perfumes de docenas de mujeres, palabras susurradas al oído y comidas
picantes en la lengua. Música de instrumentos que ni Deric ni él sabían que existían.
A veces, Grimm prefería los recuerdos de Deric a los suyos repletos de dolor y de
noches frías. Nikka y Alanna no se parecían demasiado a las mujeres de los recuerdos
de Deric, pero él tampoco tenía mucho en común con aquel chico, ni sería nunca
como él. En un bolsillo, cerca de su corazón, aquel hombre formaba parte de él, pero
sabía que, pese a todo lo que había vivido aquel hombre, seguía siendo una
pequeñísima parte del mundo. Una parte que se le antojaba también repetitiva, llena
de matices, pero con los límites de todo lo que lo rodeaba. ¿Cuál era el sentido de
todo aquello? ¿Vivir para morir?
Cuando cruzó el río Leeza supo que en dos días llegaría al borde del bosque
Khirldan. Sus dudas habían crecido, sus miedos se habían multiplicado, pero al
menos tenía un aspecto más sano después de pasar dos semanas caminando bajo el
sol. Había reservado frugalmente toda su energía mágica, que crecía y crecía bajo su
piel, picándole. Si encontraba a Darío, esta vez no fallaría, aunque tuviera que
destruir una ciudad entera.
Las noches al raso y el ejercicio suave propiciaron sueños más intensos. Parecía
como si las mismas estrellas se convirtieran durante el duermevela en esas líneas
luminosas que cruzaban el fondo de su mente. Se levantaba descansado, pero tan

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pronto como intentaba recordar sus sueños, se le escapaban como volutas de humo de
colores. No tenía ninguna palabra para describirlos. Volvía a la rutina de conjurar el
desayuno, buscar agua para asearse y realizar sus entrenamientos físicos de todos los
días. Grimm se aferraba a lo único que poseía, a sus únicas certezas en la vida.
Kilómetro tras kilómetro añadía preguntas a su atormentada cabeza: ¿qué hay
después de la muerte?, ¿Deric estaba realmente muerto? Si él dejaba de existir, ¿qué
pasaría con Deric? Si Nikka muriese, ¿recogería él sus recuerdos? No soportaría
verse a sí mismo tal como creía que lo veía Nikka, alguien frío y sin sentimientos.
Como si no le importara nada ni nadie. ¿Y no era así? Ni él mismo lo sabía. Grimm
no estaba seguro de por qué merecía vivir, y ni siquiera sabía por qué deseaba seguir
viviendo en un mundo donde la vida resultaba eterna para todos menos para unos
pocos desgraciados como él, que solo servían para sufrir.

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CAPÍTULO 30
El príncipe

G RIMM HABÍA IMAGINADO EL BOSQUE muy diferente. Durante casi tres días, caminó
por una naturaleza que, poco a poco, pasó de tener árboles muy altos a estar
rodeada de una cúpula verde, tan tupida que tapaba el cielo en muchos lugares.
Divisó puentes de cuerda y casas construidas con habilidad en lo alto de los troncos,
cerca de las copas frondosas. Había escaleras entre los árboles y en los propios
troncos, pero aquella flora seguía verde y viva. Sin embargo, no se encontró con
ningún habitante, y desde el nivel del suelo parecía imposible hablar con nadie. No se
oía más que el silencio del viento, y un olor a musgo húmedo lo impregnaba todo.
Pese a que intuía que había muchas personas observándolo desde lo alto, no supo
cómo llamar su atención.
Continuó su camino hasta que llegó al rio Luthi. Por los conocimientos del
terreno de Deric, supo que estaba cruzando de parte a parte el bosque. Siguiendo el
curso del río existía un pequeño sendero donde clareaban los árboles. Pensó que
donde había un camino, tarde o temprano encontraría civilización, así que continuó
andando dos días, hasta que divisó a lo lejos la inconfundible huella de la actividad
humana. Columnas de humo gris y el sonido de personas negociando, riendo e
insultándose. Sin embargo, no parecía una ciudad, al menos no del tipo que esperaba
encontrar, sino un gran mercado: tiendas de tela, caballos, carros y cientos de
personas arremolinadas en un gran bazar a cielo abierto. No poseía murallas, ni
soldados. Tan solo mercaderes y clientes de muchos tipos. Vio elfos de los bosques,
humanos del norte e incluso reconoció la forma de vestir de algunos hombres de
Veterra, que estaba a semanas de viaje a caballo. Aquel mercado debía de tener algo.
En Fëras, el continente más poblado de Brin, los elfos no abundaban. La mayoría solo
vivía en el bosque de Khirldan, aunque se los podía encontrar casi en cualquier
ciudad si se buscaba a conciencia. La mayoría de los elfos provenía de las lejanas
tierras de Iswindmid, al otro lado del mundo. Grimm, que hasta entonces no había
visto nunca a un ejemplar puro de aquella especie, descubrió que Làhn debía de ser
mitad humana mitad elfo. Vio a una que hablaba y gesticulaba y se dio cuenta de que
sería una hembra de pura raza, a juzgar por sus sutiles curvas. Le pareció ágil y
mucho más diferente a un ser humano de lo que había pensado según lo que había
oído sobre aquella raza. Solo de cerca se podía apreciar que su piel estaba forrada de
un vello tupido y espeso, parecido al de una ardilla. La extraña criatura lo observó y,
tras un rato, le sonrió, como si supiera lo que estaba pensando, pero volvió a
ignorarlo tan pronto como Grimm le sostuvo la mirada.

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Vagabundeó por el campamento, sin demasiada idea de lo que buscaba. Había
puestos muy grandes, con tiendas enormes. Bajo la tela y la sombra, los mercaderes
vendían de todo: desde armas hasta alfombras, desde las joyas más hermosas de los
orfebres de Allak a los mejores pasteles dulces de Milahfa. También había un
mercado de prostitutas y esclavos. Hombres y mujeres. Grimm murmuró por lo bajo
el conjuro de aura. Tal como supuso, todos ellos eran deònach. Gruñó sin dejar de
buscar el rostro de Nikka. Con mucho, lo que más se vendía en aquel mercado eran
pociones mágicas, armas con poderes y libros de conjuros. No le interesaba ninguno.
Tampoco las espadas, aunque pensó que armarse un poco le vendría bien. A fin de
cuentas, iba vestido con las mismas ropas que en su día llevaba cuando escapó de
casa de Alanna, sin embargo, no tenía dinero.
Pese a que no encontró ninguna construcción sólida, el mercado no cerraba de
noche. Algunos tenderos recogían y se iban y otros corrían la lona de sus tiendas,
pero algunos otros abrían al anochecer. Tabernas, casas de juego y tiendas de
combates, donde hombres y mujeres apostaban por dinero. Sopesó la idea de
participar en una pelea y ganar un poco de oro, pero el riesgo le pareció excesivo.
Darío seguiría buscándolo; necesitaba encontrar a sus amigos, no llamar la atención.
Sin embargo, sin llamar la atención nunca volvería a ver a Alanna. Se quedó mirando
en la puerta de una de las tiendas donde había peleas. El tipo que custodiaba la
entrada lo miró de abajo a arriba y luego se dirigió a él.
—No te lo pienses. Están deseando ver caras nuevas ahí dentro, se ve que no eres
de aquí.
—No me interesa, gracias —contestó Grimm, sin estar seguro.
Alguien lo empujó y lo tiró al suelo. Un tipo, una mole de músculos, seguido de
otros dos hombres también muy corpulentos. El hombre de la puerta se inclinó ante
ellos. Grimm lanzó de nuevo su hechizo de aura para confirmar lo que imaginaba. En
efecto, el portero era otro deònach como él. Entró a zancadas en la tienda buscando al
tipo que lo había empujado. La sangre le hervía en los oídos, como si el zumbido del
pulso en sus tímpanos fuera a hacerlo entrar en erupción.
—¡Eh, tú! —gritó.
Nadie se giró. Caminó deprisa y, cuando estuvo al lado del hombre, le hizo la
zancadilla de forma descarada. El tipo cayó de bruces y se levantó furioso. Cuando
vio a Grimm, empezó a gritar. En su calva brillante se le marcaban las venas. Tenía
ojos claros de lobo. Enormes y brillantes bajo la luz de las lámparas.
—Pequeño retaco, te vas a enterar de…
Grimm ya estaba bailando alrededor de él, esperando el primer golpe, pero un
hombre fornido que había salido de la nada se interpuso, sin tocarlos.
—Aquí no; en la arena os podéis sacar la piel y hacer que todos ganemos dinero.
Venga vamos —miró a Grimm, invitándolo a que lo siguiera.
Estaba terminando un combate en la arena; decenas de hombres, mujeres y otras
criaturas más complicadas de determinar saltaban y se empujaban para ver lo que

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ocurría en el círculo de combate. El tipo que le indicaba el camino evitó la multitud y
lo llevó detrás de una mampara de tela más opaca. Allí había varios hombres heridos,
sangrando y recuperándose de la pelea anterior. Había dientes ensangrentados y
muchas vendas sucias. La mayoría de ellos eran tan corpulentos que Grimm no
entendía cómo podían rascarse la espalda de lo deformes que parecían.
—Espera aquí a que te llamen. Pelearás con el grandullón de la entrada, no te
preocupes. ¿Cómo te llamas?
—¿Y qué ganaré yo? —preguntó Grimm, arrepintiéndose de no haberse negado
tajantemente.
—La satisfacción de humillarlo en público.
—No es suficiente.
El tipo lo miró en silencio, como si no supiera de qué estaba hablando. Deric
había participado en alguna de esas peleas y sus recuerdos lo guiaban hasta el límite
de cuánto debía estirar el silencio para que el de la tienda supiera que no estaba
tratando con un novato.
—Un cinco por ciento de la apuesta —dijo el tipo.
—¿Y cuánto es eso? —preguntó Grimm. A Deric ya lo habían estafado una vez
con ese truco.
—Eres listo. Espero que seas más duro todavía. —El tipo sonrió—. Si ganas,
serán como poco cien o doscientas monedas de plata, todos van a apostar cuando te
vean.
—Vale —respondió Grimm. Ya sabía el resto.
—Bien, pero ¿cómo te anuncio?
—Deric; soy Deric de Cinbeorn —dijo alguien o algo muy dentro de él.
Grimm se quitó la camisa y empezó a calentar. Los hombres que se curaban de
sus heridas comenzaron a observarlo. Grimm masculló varios conjuros de
endurecimiento, resistencia y velocidad lo más discretamente que fue capaz. Nadie
dijo nada. Calentó durante más de media hora, pensando en si debía salir a la arena
con la cara tapada, pero tan importante era encontrar a Nikka como a Alanna.
Necesitaba ayuda, y si encontraba a Darío, quizás encontrara a sus amigas, así que
pensó que no había más remedio.
—Deric de Cinbeorn, ¡a la arena! —gritó alguien desde fuera.
Grimm salió de la tienda por otra abertura, siguiendo las indicaciones de los
hombres que lo observaban en silencio, cada vez más intrigados. Tras un pasillo
humano se abría un círculo de arena más iluminado que el resto de la enorme tienda.
Habría casi treinta personas entre el público, pero dentro del círculo aún no había
nadie. Sintiéndose engañado, Grimm buscó con la mirada al hombre que lo había
traído aquí. No lo vio, así que empezó a conjurar en silencio, ocultando el
movimiento de sus dedos detrás de su cuerpo. La rabia que llevaba en su interior
quería salir y se había engañado durante todo este tiempo. Necesitaba que alguien
pagara.

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—Ȧ 'ŧoirŧ beaŧħa ŧruagħ seo agus… —iba diciendo, pero paró.
El hombre que lo había empujado fuera de la tienda venía caminando por el
pasillo que conducía a la arena. Se reía y bromeaba con uno de sus amigos, a su lado.
Lo miró y siguió charlando con su amigo, como si todo fuera una broma.
—Te voy a poner la nariz del revés; lo sabes, ¿verdad? —dijo, sin dignarse a
mirarlo.
Grimm no dijo nada; sacudió sus dedos cargados de energía mágica y esperó en el
centro de la arena.
Escuchó diversas voces en la multitud anónima: «Lo va a machacar», «¿de dónde
habéis sacado a ese alfeñique?», «flacucho», y el ánimo se caldeó con las quejas.
Hasta que una voz más potente cerró el asunto.
—Apuestas cerradas. Venga, ¡a pelear!
Grimm comenzó a girar despacio hacia su derecha. Su contrario ni siquiera alzó
las manos, que mostraba confiado delante de su cuerpo. Grimm probó y lanzó
rápidamente el puño izquierdo a la cara de su rival. Fue tan rápido que el gigante no
pudo ni pestañear. Grimm sintió que el cartílago de aquella enorme nariz se
despegaba del cráneo.
—¡Ay!
Grimm esperó la reacción del tipo, pero este solo acertó a lanzar un potente
puñetazo con la derecha avanzando hacia él. Grimm giró y aferró aquella enorme
mano, lo hizo caer al suelo, se arrojó encima de él y lo golpeó con las rodillas en la
mandíbula.
Crack.
El cuello del tipo se rompió. Parte del mérito había sido de Grimm, aunque no del
todo, la física había hecho su trabajo.
El público no se lo podía creer, pero Grimm, indiferente, buscó con la mirada al
dueño del lugar, el tipo que lo había metido en la pelea. Estaba contando una bolsa de
monedas y cuando lo vio, sonrió.
—Deric de donde seas, me has hecho ganar un montón de dinero.
—Me alegro de que los negocios te vayan bien —y se quedó mirándolo a los ojos
en silencio.
El tipo tardó algunos segundos, pero finalmente rompió a hablar:
—Estaba calculando tu parte, unas 120 monedas, creo. —Buscó dos saquitos
pequeños y se los dio. Luego abrió otro saco y contó veinte monedas.
Grimm intuyó que nunca podría saber si aquel hombre era honrado o no, pero, al
fin y al cabo, no dejaba de ser dinero. «La próxima vez acordaré el precio mejor»,
pensó, pero luego se dijo a sí mismo que no habría una próxima vez. La muerte de
aquel hombre, inútil pues pronto volvería a la vida, no servía para nada, ni siquiera
para calmar su sed de venganza. Necesitaba destruir algo de forma definitiva. Se giró
rabioso, buscando la puerta, y se encontró con un hombre joven que lo observaba con
atención. Ni su altura ni su complexión ligera le dijeron nada. Su rostro no parecía el

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de alguien que quisiera aparentar otra cosa. Su aplomo y aquella calma pusieron en
guardia a Grimm. Vestía con sencillas ropas de seda y cuero y no mostraba miedo o
fanfarronería, tan solo curiosidad. Grimm había conocido pocas personas que
tuvieran aquella manera de mirar. Aquel hombre era diferente, y Grimm lo supo antes
de que abriera la boca.
—Eres el primer deònach que veo que lucha por voluntad propia.
—¿Y qué? —replicó Grimm, todavía furioso, pese al muro de calma que tenía
delante.
—Tengo curiosidad por saber qué te motiva, eso es todo.
Grimm supo que no estaba hablando con otro imbécil. Aquel tipo estaba hecho de
la misma pasta de Roona o Case, su antiguo maestro de armas.
—El dinero, qué si no —replicó Grimm.
—Negocias muy mal para interesarte el dinero, pero eso ya lo sabes, ¿verdad? —
respondió el tipo con suavidad, sin dejar de observarlo.
—Haces muchas preguntas —respondió Grimm. Intentó relajarse, todavía
excitado por la pelea.
—Tengo mucha curiosidad, no lo puedo negar. ¿Puedo invitarte a tomar una
cerveza o a cenar algo?
Grimm dudó de las intenciones de aquel hombre, pero en el brillo que tenía en la
mirada no había lugar para nada más que no fuera curiosidad. Vio algo familiar en
ese brillo, así que se dejó acompañar a una tienda con luz tenue, ambiente tranquilo y
una música que provenía del otro lado de la tela. Estaban solos, a excepción del
músico al otro lado, que tocaba un instrumento de cuerda. La voz suave de una mujer
comenzó a cantar una canción triste que hablaba del Reino de Veldor. El té tibio y
sabroso y el cojín mullido contribuyeron a que bajara poco a poco la guardia.
—Gracias por el té —susurró Grimm.
—No me andaré con rodeos, me gustaría invitarte a que conocieras a unas
personas. Otros deònach. Deònach libres, viviendo con los mismos derechos que los
hombres.
A Grimm le dio un vuelco el corazón. Observó con intensidad al desconocido.
—No sé ni siquiera tu nombre. ¿Por qué habría de interesarse alguien en ayudar a
los deònach?
—Soy Krall de Kalead; supongo que no te dice nada mi nombre, ¿verdad? —dijo
sin ocultar una leve sonrisa.
—No. ¿Debería? —respondió de forma automática Grimm. El nombre coincidía
con el que Roona había pronunciado, pero se puso en guardia de nuevo.
—¿De dónde eres, Deric? —preguntó Krall.
—Me llamo Grimm —replicó sin pensar demasiado.
—¿De dónde eres, Grimm? —volvió a preguntar Krall. Lo hacía sin prisa, con
paciencia calculada.

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—Nací en Helms, supongo. No recuerdo mucho. Luego pasé mi infancia en un
pozo, en una ciudad sin nombre. Luego en Veterra.
—¿Del orfanato de Helms?
—Sí.
Se hizo el silencio de nuevo.
—Vi las cicatrices de tu espalda. Sé que hay nigromantes que os usan para
cosechar poder mágico de dolor. En nuestra sociedad no encontrarás a nadie así, te lo
puedo asegurar.
La forma de hablar de Krall empezaba a impacientar a Grimm. Sonaba como si
un padre intentara convencer a su hijo de que volviera a casa después de una
travesura.
—No me interesa. Estoy buscando a unos amigos, a otros deònach y una mujer
llamada Alanna —clavó la mirada en Krall, que no apartó la suya—. Podrías
ayudarme. Así tendrías a tres por el precio de uno —dijo Grimm, sin darse cuenta de
lo que decía.
—No quiero compraros —replicó con un gesto de desagrado en su rostro. El
primero en toda la noche.
—No me refería a eso. Ayúdame y te aseguro que me uniré a tu grupo. Solo
quiero vivir sin que me persigan. Lo mismo que mis amigos.
—De acuerdo. Mañana al alba te espero en el puente que cruza el río, ahora tengo
que irme… —dijo con impaciencia inesperada.
Grimm asintió, pensando que debía tratarse de una broma. ¿Otro supuesto amigo
que lo dejaría tirado? ¿Otro espía de Darío?
Krall se despidió de él dándole la mano. Algo nuevo para Grimm, aunque un
viejo recuerdo le vino a la cabeza. Salió de la tienda y preguntó dónde podía pasar la
noche. Encontró albergue unas tiendas más abajo, y mientras se dormía, pensó en qué
espada compraría antes del alba.

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CAPÍTULO 31
Todos sus muertos

K RALL ERA UNA COMPAÑÍA AGRADABLE. Pese a su curiosidad se cuidó de hablar de


más. A Grimm no le gustaba la gente que hablaba demasiado, así que su primera
conversación, al alba, fue bastante simple. Krall conocía bien el bosque de Khirldan y
allí no habían recibido ninguna visita de forasteros que se ajustaran a la descripción
que Grimm le había dado, así que sus amigos no habían llegado todavía. Grimm no
sabía en qué otro sitio podría encontrarlos, así que le hizo un resumen muy
simplificado de los últimos pasos que habían dado él y sus compañeros de viaje.
Como las pistas se perdían en Soberno, lo más sencillo y obvio consistía en volver
hasta allí e indagar preguntando a la gente del lugar. Desde el campamento del río
Luthi hasta Soberno debían atravesar la meseta al norte de Yanc, la vertiente de
poniente de las montañas Smorn, atravesar el río Ba y cruzar parte del desierto de
Cofos. Un largo viaje, más de un mes a pie.
Aunque Krall le preguntó cómo había llegado desde Soberno a Khirldan, Grimm
se las apañó para desviar el tema. No quería que aquel desconocido supiera
demasiadas cosas sobre él; ocultaba algo, como todos. Sin embargo, parecía
desinteresado. Cabalgando sobre dos hermosos caballos que había dispuesto Krall, y
acompañados por una mula que cargaba con provisiones, viajaron durante todo el día,
hablando sobre los deònach huérfanos que poblaban Brin.
Grimm nunca había escuchado esas palabras en una frase que tuviera sentido:
«igualdad de derechos, igualdad de oportunidades», «libertad, lleve a dónde lleve»,
«muerte definitiva» y la más importante y confusa para Grimm: «no importa quién
seas, si no quién quieres ser». Quiso preguntar a Krall, pero de alguna forma sabía
que si lo hacía, este dejaría de hablar con libertad. Parecía como si necesitara volcar
todas aquellas ideas con alguien que no se las rebatiera o, algo peor, se riera de ellas.
Cuando Krall hablaba, lo hacía para sí mismo, ignorando lo que Grimm pudiera decir.
Se notaba que lo había pensado más veces, porque su discurso discurría fluido y
convincente.
—¿Qué hace que tú y yo seamos diferentes? —preguntó Krall después de un
largo silencio.
—Tú no puedes morir; yo, sí.
—¿Es la única diferencia? —preguntó de nuevo, esta vez mirándolo de reojo
mientras caminaban.
—No lo sé, no te conozco lo suficiente —respondió Grimm sin darle importancia.
Krall sonrió como si arrancara un pequeño triunfo de aquella respuesta.

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—Eso es. Somos quienes queremos ser, por eso no hay nada escrito todavía sobre
nuestros destinos.
—La muerte.
—Eso es más cierto de lo que crees, Grimm. Nosotros también podemos morir.
—¿Ah sí? —preguntó con curiosidad.
—Pero no en este mundo, sino en nuestro mundo natal. Aquí somos visitantes.
—Entonces… ¿si mueres en este mundo vuelves a tu mundo?
—Depende, es algo más complejo… Pero sí. Eso es —dijo Krall, como si la
respuesta no fuera de su agrado.
Grimm se quedó pensando. A cada contestación que obtenía, le surgían diez
preguntas más. Cuanto más aprendía, más sed de respuestas tenía.

Divisaron el cauce del río Ba. Habían atravesado las suaves colinas que separaban
Yanc del desierto de Cofos y la vegetación se volvía cada vez más rala y amarillenta,
pero en el cauce crecían hermosos árboles de hojas amarillas, rojas y verdes. Sus
ramas se mecían al viento y un aroma a frutales llegaba hasta ellos. A lo lejos, en la
orilla sur, se veían pequeños campos cultivados, verdes y vivos, que parecían bailar al
compás del lento atardecer.
Podrían intentar vadear el río o encontrar uno de los puentes que lo cruzaban.
Grimm seguía a Krall, que parecía conocer bien el terrero.
—¡Oh, no! —dijo Krall.
—¿Qué pasa? —preguntó Grimm.
—Otro cadáver. Odio esto —dijo Krall señalando hacia delante. Habían
encontrado el puente, pero no era lo único que había.
A lo lejos, un hombre parecía estar de pie, pero un palo asomaba bajo sus pies,
que flotaban a un palmo del suelo. Según se fueron acercando, la palidez de su piel y
su quietud confirmaron las palabras de Krall. Grimm tragó saliva. Conocía aquel
rostro.
A cada paso, Grimm intentaba evitar los recuerdos que lo unían a aquel hombre.
Intentó no sentir rabia, pena, dolor o furia. Pero no pudo, y todo aquello se mezcló.
Cuando llegaron a menos de veinte pasos, lágrimas negras caían por el rostro de
Grimm. Lágrimas humeantes de dolor y adulteradas de rabia.
Armand, lívido, se mantenía erguido sobre el suelo, atravesado por un palo que le
sobresalía por el cuello. Su rostro ensangrentado era casi irreconocible. Sin saber por
qué, Grimm se acercó más al cadáver del que una vez fue amigo del hombre con el
que ahora compartía recuerdos y su propio cuerpo.
Al principio de forma casi imperceptible, pero luego espesándose cada vez más,
una niebla blanca brotó de los ojos, los oídos y la boca del cadáver. Ya familiarizado
con aquello, Grimm no se sorprendió cuando todo lo que lo rodeaba, incluido Krall,
se congeló. Observó una estrella fugaz en el firmamento, quieta. Ninguna estrella

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tintineaba en el cielo, y hasta la luz se encontraba suspendida, interrumpiendo su
viaje. Grimm lo sabía, sin saber exactamente cómo. Igual que los recuerdos que
empezaron a formar parte de él. La búsqueda del honor de aquel hombre, Armand,
que ahora estaba integrado en su espíritu. Esas pequeñas reglas que intentaba
conservar para no perder la cordura en un mundo hostil. Junto con Armand, vinieron
en tromba los recuerdos de Evi, Klaus, Claudia, Ethan, Reiner, Seena, Liam, Guy y
tantos otros hombres y mujeres que habían reposado en el cuerpo de Armand y que
ahora reposaban en el suyo. Eran años y años de experiencia acumulados que
hicieron que su cuerpo se agitara como si cientos de pequeños seres, atrapados dentro
de él, quisieran salir. Tuvo que contener la náusea y las ganas de arrancarse la piel.
Gritó, pero ninguna voz surgió de su garganta. El sonido también permaneció en
reposo, sin existir todavía. Los olores de decenas de infancias lo asaltaron. Pan recién
hecho, cosquillas, risas y palizas. El tacto de la piel de una mujer, sal y miel, sangre y
tierra húmeda. Cerró los ojos, forzando a todos aquellos habitantes a meterse en su
interior, cerrando la tapa del mundo tras de sí, sellándola con lágrimas.
Cuando abrió los ojos de nuevo, Krall lo miraba con curiosidad. Grimm carraspeó
y sintió la necesidad de arrodillarse delante del rey Krall de Kalead. El único rey
amigo de los deònach de todo Fëras. Ahora lo sabía. Klaus había servido con él,
protegiendo la ciudad de Gordel de un ataque de monstruos anfibios. Krall lideraba
un ejército de deònach libres, como Klaus.
—Saludos de Klaus. Ahora él vive en mí —dijo con voz átona, todavía aceptando
aquel sabor nuevo en su boca. Sus dientes, sus brazos. Su cuerpo se sentía mucho
más extraño que cuando se había transformado en ardilla.
—Klaus de Vhala. Amigo mío —dijo Krall mirándolo a un par de metros. No
parecía querer abrazarlo, pero aun así, sonrió con calidez, y con pena.
—Tenía una gran opinión de ti. Pero Liam pensaba que eras una estafa. Otro
visitante más que quiere jugar a ser dios —dijo Grimm, sin darse cuenta de que había
usado por primera vez ese término: visitante. De repente, se interrumpió—. Oh, no…
—dijo al fin.
Su cara se transfiguró en una máscara seca y rígida. Los últimos recuerdos de
Armand eran de Nikka.
Grimm echó a correr por el puente, sin pensar en posibles trampas. A lo lejos
había unas ruinas, las mismas que veía con nitidez en los últimos minutos de vida de
Armand. Todo se veía rojo y negro en ellos. Dolor y rabia infinitos. Al sentirlos de
nuevo en sus nuevos recuerdos, una llama oscura y de color sangre envolvió a
Grimm, que comenzó a gritar a la vez que sus zancadas se hicieron cada vez más
largas. Aquel lamento subió y subió en intensidad hasta el punto de volverse
inhumano. Su cuerpo comenzó a volar sin que él se diera cuenta, solo quería gritar y
arrancarse aquel recuerdo de la cabeza. Aquella piel blanca y perfecta, esos pequeños
dientes delanteros separados, asomándose a una sonrisa que aún no había despertado.
Su mirada reposada y tranquila. Sangre. Gritos y su cuerpo. «Oh, su cuerpo. No. No.

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No, por favor… No», sollozaba Grimm en su interior, mientras los gritos de sus
veinte almas lo hacían volar hacia las ruinas como una estrella caída. Cada herida
sobre aquella piel la había sentido él, durante años. Cada grito había sido cicatrizado
con otra herida.
Cuando llegó a las ruinas, supo exactamente dónde encontrarla. Cayó de rodillas
delante de su cadáver ensangrentado y destrozado. Lágrimas amargas y negras
fluyeron de sus ojos, empapándole la ropa, dejando extrañas marcas y dibujos. Pactos
entre almas perdidas. De nuevo, la niebla blanca comenzó a surgir de los restos de la
muchacha. Esta vez fue suave, como era ella. Su amor incompleto por un mundo que
apenas había descubierto, su reverencia por su ama Alanna, que siempre la cuidó. Su
fascinación por aquel desconocido, Grimm. Su absoluta admiración por su fortaleza y
su voluntad. Todo aquello lo seguiría al infierno. Grimm revivió en silencio el
martirio de su violación por los que creía sus aliados, Amalric y Làhn, y luego por
aquel desconocido, Darío, que la torturó rompiéndole cada hueso del cuerpo,
haciendo que respirar fuera agónico. Tanto dolor que ni siquiera Grimm podía
soportarlo. Hasta que se cansaron de jugar con ella. Grimm sintió como las manos de
Darío sujetaban el cuello de la chica.
—Un recado, hijo de puta. Te espero en mi casa. Búscame en el desierto de Cofos
—le dijo Darío, mirándolo a través de los ojos de Nikka.
Luego el dolor lacerante del corte en el cuello de lado a lado y la sensación de que
la vida huía de su cuerpo frágil y mutilado. El cielo se oscureció y finalmente abrazó
el suelo.
Grimm no podía respirar del dolor que sentía. Aquel era un dolor diferente al
físico. Un dolor que no había sentido hasta ahora. Un dolor peor que la muerte. Un
dolor que le impedía ver nada más. Estaba atrapado en un grito que no terminaba de
salir de su garganta. Sentía que se ahogaba, como Nikka. Como tantos otros. Hasta
que de pronto, un rugido de gargantas que no eran suyas rompieron el atardecer.
Armand. Nikka. Claudia, Evi, Klaus, Ethan, Seena, Reiner, Liam, Guy, Deric. Todos
sus muertos. Sabía dónde encontrar a Darío. Sabía muchas cosas. Pero la rabia no lo
dejaba pensar. El grito, los gritos, lo cegaban. Lo animaban a transformarse en la
bestia más poderosa. La suma de los recuerdos de sus almas le jaleaban. Su cuerpo
entero hervía de rabia y odio. Una emoción nueva para él, que nacía de la pérdida de
Nikka y del amor que había sentido por aquella frágil criatura. Grimm no podía ver,
pues sus ojos, completamente negros, ignoraban el mundo por completo. Una
gigantesca bola de fuego negra, roja y verde lo envolvía. Todo a su alrededor
ennegrecía y moría, sin arder. Solo deseaba matar de forma definitiva, aunque tuviera
que destruir el mundo entero.
Con toda aquella energía, con todo el conocimiento de sus almas, invocó a la
bestia. Invocó al dragón.

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CAPÍTULO 32
Rosa y azul

L UGARES COMO AQUEL NO ENCAJABAN en un mundo lleno de luces cambiantes.


Tampoco podía ser casualidad que el único lugar donde pudiera encontrar paz
fuera un cementerio. Durante mucho tiempo se había preguntado por el sentido de la
vida, pero no fue hasta la muerte de su hermana cuando empezó a preguntarse por el
principio del fin. No se trataba de saber qué había más allá, sino de cuándo pasamos
de preguntarnos para qué estamos en el mundo o cuál es nuestro propósito a
preguntarnos sobre si veremos el fin acercarse o llegará por sorpresa.
Para Dauphine no hubo mucha diferencia. Desde siempre, su manera de mirar la
vida estaba ligada al suelo, a lo terrenal. No buscaba un propósito, como su hermana
Andelain. Bella, divertida e ingeniosa, vivió muchos más romances y aventuras que
su hermana, más estudiosa y equilibrada. Podían parecer dos gotas de agua reflejadas
en un espejo, excepto por su manera de mirar la vida, una rosa y la otra azul.
Su madre siempre se lo había dicho, deseaba tener un niño y una niña, pero tuvo a
dos mellizas, Dauphine y Andelain. Andelain siempre llevaba ropa azul, y su
hermana, un minuto más joven que ella, las prendas rosas. A veces jugaban
intercambiándoselas, e incluso lo intentaron con algún amante, pero no funcionó.
Pese a las apariencias externas, Dauphine derrochaba algo que su hermana no quería
mostrar.
Depositó el ramo de lirios de campo que dejaba cada año en su lápida. No se
molestó en evitar llorar, como en otras ocasiones. Esta vez necesitaba hacerlo, no
podía contener más sus emociones con todo lo que había vivido las últimas semanas.
En aquel momento necesitaba a su hermana, la única persona que la conocía de
verdad. Su mundo se tambaleaba y sentía que estaba unido de manera precaria a lo
único que le quedaba en la vida. Su trabajo resultaba una excusa cada vez menos
creíble. Había buscado sin éxito el sentido de su vida en todos aquellos años, para
construirse una fábula hecha a medida que sabía que, tarde o temprano, se esfumaría.
En momentos como aquel, habría estado dispuesta a pagar cualquier precio con tal de
charlar una hora con su hermana. Cuando hablaban no había nada entre medias,
podían ver sus almas, y tocarlas, resonando en su interior. La última vez que lo hizo
supo que no había vuelta atrás, pero por lo menos pudo despedirse de ella. Sabía que
no volvería a verla, lo sabían las dos. Había tomado una decisión, y había visto el
final de todo. Lo notó en sus ojos y en su forma de hablar, decidida, como si se
hubiera quitado un peso de encima. En aquel momento no lo entendió, pero ahora sí.
Aquella decisión había cerrado el círculo, y el propósito ya no tenía sentido.

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Temblaba, abrazada a sí misma, encerrada en su largo vestido negro. Ni siquiera
se molestó en protegerse con la capucha de su impermeable. El agua de la lluvia se
mezcló con sus lágrimas, para que no fueran tan saladas.
Permaneció durante al menos media hora, sola, llorando delante de la tumba de su
hermana, hasta que dejó de hacerse preguntas y bucear en sus recuerdos. Sintió que
necesitaba un abrazo, aunque fuera de una fábula hecha a medida. No había
encontrado su propósito, pero al menos tenía un lugar donde esperar el fin. Su propia
hermana se lo había dicho una vez: «Lo único que importa en esta vida al final es
quién te espera en casa cuando abres la puerta. Todo se reduce a eso».

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CAPÍTULO 33
Dragones

L A IRA HABÍA DESAPARECIDO TAN pronto como se alzó en el cielo y se envolvió entre
las nubes. El conocimiento de aquella bestia mágica fluía por su mente, viva e
independiente, muy diferente al de una ardilla. Comprendía ahora que ningún dragón
tenía padres. El dragón siempre había sido una bestia mágica. No se reproducía ni
tenía descendencia. Los dragones eran magia. Magia pura. Existían muy pocos y
nadie conocía su origen. Todo eso lo supo de pronto, como si el hecho de haberse
transformado en uno le hubiese abierto un nuevo pozo de conocimiento del que
extrajese poco a poco nueva información. No sintió siquiera el batir las alas. Atravesó
el aire como si este fuera denso, como si nadara, sintiendo las corrientes ascendentes
y la humedad refrescante de las nubes. Sus escamas rojas brillaban bajo el sol, como
el fuego de sus ojos. El viento silbaba al rozarle la piel rugosa. Rugió, y una
llamarada de fuego hizo desaparecer trozos de nube a su alrededor. Su nuevo cuerpo
bullía de magia. Sintió que no tenía límites, y de pronto, como si el pozo que contenía
los conocimientos mágicos del dragón se hubiera quedado seco, volvieron los
recuerdos, y con ellos, el dolor de Nikka, fresco y nítido. Esta vez el rugido fue
mucho mayor, y guiado por una certeza que no era enteramente suya, se dirigió en
picado hacia el desierto de Cofos. A lo lejos, pasando una cordillera y algunos
bosquecillos, pudo ver con sus enormes ojos de dragón una mancha amarillenta. Con
cada impulso de sus enormes alas se incrementaban la furia, la rabia y la velocidad a
la que caía desde el cielo.
Sintió un pequeño pinchazo en la espalda, entre dos vértebras. Giró su largo
cuello y no pudo dar crédito a lo que vio. Krall estaba subido encima, detrás de él,
cómodamente sentado entre sus omóplatos. Permaneció serio y manteniendo la
calma. Grimm no sabía cuánto tiempo llevaba ahí.
—Grimm, para, tienes que tranquilizarte.
—¡No! —rugió con un estruendo ensordecedor. Krall tuvo que agarrarse con las
manos a las escamas para evitar caer.
Grimm incrementó su descenso en picado, sintiendo la aceleración en sus dos
corazones. Los ojos se le secaban por la velocidad del viento y cerró la boca para
evitar ahogarse. Le daba igual si Krall salía volando. Pensó en comérselo de un
bocado, pero cuando llegaron al suelo, Krall saltó de forma ágil, antes incluso de que
el dragón tomara tierra.
Krall se colocó enfrente de la bestia. Sin miedo, pero sin provocarlo. El enorme
dragón rojo tenía la altura de tres hombres y la envergadura de un barco. Cada una de
sus pupilas verticales tenía el tamaño de una gran sandía, y el fuego rojo que brotaba

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de su iris era real. Su morro animal emanaba un calor constante, provocando que el
aire a su alrededor formara arrugas en la realidad visible.
—Te matará, como a tus amigos. Y aunque consigas matarlo, volverá —dijo
Krall.
—Entonces lo mataré mil veces, a él y a todos los que lo rodeen —dijo una voz
profunda y cavernosa que hizo que el cuerpo de Krall vibrara entero.
—Volverán.
—Entonces no pararé de matarlos. Mataré a todo el mundo si es preciso, haré que
sepan que mientras viva nadie estará a salvo.
—No podrás —respondió Krall, mirando al suelo.
—¿Que no podré? —La rabia de Grimm iba en aumento.
—Volverá una y otra vez.
—Lo atraparé y lo… ¡Arghhh! —rugió Grimm. Sus ojos lloraron de rabia y de
ellos cayó un líquido ardiente que chamuscó la hierba.
Grimm sintió que su cuerpo se expandía y desaparecía. Durante unos segundos
perdió la consciencia, luego volvió a sentir el mundo a su alrededor. Sentía que
formaba parte de él, como los árboles que tenía delante. Sintió que si respirara fuerte,
podría respirar los árboles, la tierra. Que si rugía fuerte, podría convertir en fuego
todo aquello que convivía con él. Cerró los ojos y rugió. Fuerte.
Cuando volvió a abrirlos, se sintió aún más poderoso. A su alrededor todo estaba
en llamas. No existían ya el bosquecillo ni las colinas. Los árboles, las piedras y los
animalillos del bosque se habían transformado en llamas y formaban parte de él,
podía sentirlo. Solo el cielo, encima de su cabeza, permanecía intacto, salvo porque
estaba cubierto de nubes negras y los rayos iluminaban con fogonazos blancos el
infierno que se había desatado bajo sus pies. Krall seguía a su lado, dentro de un
círculo de terreno ileso. Lo observaba fascinado.
—Destruiré todo hasta matar a Darío —bramó el dragón.
—No podrás. Volverá una y otra vez, y en el camino, matarás a deònach
inocentes.
—¿De qué sirve entonces vivir? ¿Qué clase de vida es esta que ni siquiera nos
deja el consuelo de la venganza?
Krall no respondió, pero el dragón continuó hablando.
—Solo podemos sentir dolor. Sufrir y heredar el dolor de nuestros seres queridos.
Krall abrió la boca para decir algo, pero si lo dijo no se escuchó, la voz grave del
dragón volvió a arrollarlo.
—Algunos de los nuestros creían en un dios. Te diré qué dios es ese, un dios
monstruoso que juega con nosotros. Volaré hasta el cielo y lo abrasaré con mi aliento.
Quizás si mato a dios los hombres puedan morir. Quizás deba destruirlo todo para que
podamos descansar en paz. —Volvió a rugir, y las llamas se elevaron en el cielo,
ocultándolo.

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Alrededor de Krall había una burbuja de aire donde se mantenía tranquilo
observándolo, cabizbajo.
—Nikka sigue viva en mí, sigue sufriendo. Cada vez que respiro, su dolor me
atraviesa. ¡No puedo soportarlo! —bramó con furia.
Con violencia explosiva, el dragón; pese a su tamaño, alzó el vuelo con la
agilidad de un colibrí. Ascendió hasta las nubes negras y desapareció entre ellas.
Grimm buscaba los rayos, buscaba algo que calmara su rabia, pero los latigazos de
furia del cielo no hicieron sino darle aún más energía. Con un rugido que se oyó a
decenas de kilómetros, el dragón estalló en un vapor rojo y las nubes del cielo
desaparecieron.
Krall cambió su expresión y no dijo nada. Observó a su alrededor el campo
calcinado en varios kilómetros a la redonda, y con un gesto de su mano, hizo que la
tierra reverdeciera, los árboles crecieran en cuestión de segundos y los pequeños
animales que lo poblaban cobraran vida. Sus ojos, sin embargo, permanecieron
vacíos de toda emoción, y su presencia se disolvió poco a poco en una nubecilla roja.

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CAPÍTULO 34
Fuego y piedra

D ESDE EL CIELO, LA FORTALEZA de Darío no parecía más que una pequeña torre de
juguete construida con enormes bloques de piedra. La torre se hizo más grande al
descender, pero solo eso. A sus pies y en kilómetros a su alrededor solo había
desierto. Ni siquiera tenía una puerta que guardar, era únicamente una gruesa torre en
medio del desierto. Gracias a los sentidos del dragón, divisó un punto de poder
mágico en lo alto de la fortificación. Sabía que solo podía ser él, y descendió hiriendo
el aire con sus alas en un picado furioso. Una figura negra imposible de confundir
esperaba en lo alto, con un bastón en la mano. Aquel hombre calvo y enjuto miraba
hacia las nubes, asombrado por el extraño fenómeno que había eclipsado el cielo
durante horas en una monstruosa tormenta mágica. Darío, el nigromante de Eworill,
cuando vio al dragón caer desde el cielo no supo qué estaba pasando.
Grimm bajó desde el cielo como un águila de fuego. Su grito de rabia lo precedía
e hizo temblar la torre. Un chorro de fuego de varias decenas de metros alcanzó la
cima del edificio, fundiendo las almenas como miel seca recalentada, rebosando y
cayendo por los costados. Una burbuja mágica protegió al viejo, dejando apenas unos
centímetros entre su cuerpo y el infierno desatado a su alrededor. Darío dio un par de
pasos atrás y alzó las manos, conjurando algo. Grimm sintió frío y dolor en su pecho,
pero continuó su vuelo directo hacia la torre, lanzando su cola contra el viejo
nigromante, deseando partirlo en dos con el impacto. El viejo contraatacó, y Grimm
sintió un fuerte dolor en el costado, que sangró con gotas de fuego líquido. Una de
ellas cayó sobre el viejo y le quemó las ropas. Alzó la vista y Grimm pudo ver por
primera vez el miedo en sus ojos, no a la muerte, sino a la furia que había desatado.
Sobrevoló a Darío mientras este le lanzaba todo tipo de conjuros. Sabía que, tarde
o temprano, algo ocurriría, y su rabia e impotencia lo martirizaban. Pese a ser un
dragón, no disponía de más armas que su fuego, su cola y su tremenda fuerza.
Frustrado, volvió a rugir y a abrasar lo alto de la torre, pero de nuevo el viejo se
parapetó. Tomó altura e intentó tranquilizarse. Debajo del viejo, la magia brotaba
como zarcillos molestos. Su poder era nimio y más contra un dragón. De alguna
forma, Grimm lo supo. Como supo que su verdadero poder no estaba ligado a la parte
animal del dragón sino a su propia alma. Recordó lo que había sentido cuando se
transformó en dragón. Recordó de nuevo a Nikka y todo el dolor y los recuerdos
fluyeron como un espasmo por su consciencia. Sintió a Nikka, la torre, la arena del
desierto y el aire a su alrededor. Se centró en la piedra de la torre y el dolor lo guio,
transformando aquella piedra en lava líquida y ardiente. El viejo aulló de dolor y saltó
al vacío. Sin embargo, no cayó, sino que flotó con suavidad precipitada hasta el

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suelo, donde quedó inmóvil. La torre, coronada por una cascada de fuego líquido, se
tambaleaba, y para Grimm el mundo entero pulsaba con su corazón. Aterrizó con
brusquedad y se acercó a Darío, esperando que no estuviera muerto.
Darío se incorporó al sentir a la bestia cerca, y de sus manos surgió una lanza de
luz que arrojó con velocidad imposible a Grimm. Se le clavó en el pecho y le atravesó
el corazón izquierdo. El dragón aulló de dolor y recordó la agonía de Nikka mientras
se desplomaba en el suelo, a varias decenas de metros del viejo nigromante. Recordó
la agonía de todas sus almas a manos de hombres como Darío. Con la mente aturdida
por el dolor y los ojos entrecerrados, ordenó a los grandes bloques de piedra de la
torre que saltaran por los aires, libres. Cada bloque a su vez se quebró en decenas de
restos, y del cielo cayó una lluvia ardiente de fuego líquido, cascotes y gigantescas
piedras. Algunas cerca del dragón, que respiraba con dificultad, herido de muerte.
Finalmente, un aullido seco cortó la oscuridad mágica que había traído la
tormenta. El nigromante, alcanzado de lleno por un cascote, había perdido su bastón,
y un trozo de lava ardiente le devoraba la carne lentamente. Escuchar aquellos gritos
de agonía no consolaron a Grimm, que no había conseguido su verdadero propósito:
hacerlo sufrir mientras lo forzaba a mirarle a los ojos durante toda la eternidad.

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CAPÍTULO 35
Redención en Brin

S E CONECTABA CADA DOS O tres días, con el hábito que había adquirido desde el
comienzo de su investigación. Siempre había usado los mundos virtuales para
traficar información. De todos ellos, el Jardín de Brin era el único donde se podía
respirar auténtica libertad, para lo bueno y para lo malo. Podías comprar trank ilegal,
armas o cosas aún más peligrosas. Refugio de pedófilos que jugaban con niños que
no existían. Los sádicos, los inadaptados y también los soñadores hacían de Brin su
tierra dorada sin ley, sin normas. El arte no tenía fronteras ni necesitaba mecenas. La
anarquía se había topado con la belleza auténtica de la libertad. Por supuesto, aquel
paraíso de libertinaje se convertía en el lugar ideal para traficar con información, para
pasar desapercibido y comprar o vender cualquier dato o privilegio. Por apenas unas
monedas de oro, calderilla en el mundo real, podías comprar una vida ajena. Los
remordimientos formaban parte del paquete original, como las endorfinas que
generaba degollar a un ser humano, aunque fuera un puñado de bits. También podías
hacerlo con personas reales, ocultas tras un avatar. La gente se dejaba matar, violar y
torturar. Algunos pagaban, otros cobraban. Muchos se suscribían solo para poder huir
unas horas de su vida gris, enterrados bajo tierra o en lo alto de una torre corpo, daba
igual. En Brin todos podían aspirar a lo mismo: inmortalidad y libertad absoluta, sin
límite alguno.
Desde que la capturaran los esbirros de Darío, que ella sospechaba que andaba
cerca de Esantha, había estado prisionera en una mazmorra. Forzaban su cuerpo de
forma regular y la mantenían prisionera de forma mágica. Evitaban que se suicidara y
que renaciera en cualquier otro lugar de Brin. Habían pasado semanas y no había
querido resetear su cuenta. De alguna manera sabía que saldría de aquella situación.
Ser un cebo para Grimm era quizás su única forma de volver a verlo en un mundo tan
grande como aquel, con más de cien millones de pobladores entre deònach y
visitantes. Ya se había encargado de que tuviera ayuda. No había podido hablar con
Roona, siempre escondida detrás de mensajes crípticos. Pero sabía que sería cuestión
de tiempo tener noticias de ella. Además, estaba segura de que el viejo cometería un
error.
Había visto cosas espantosas en aquellas mazmorras bajo tierra. Decenas de
deònach, jugadores no humanos torturados, cosechados por su magia interna. Darío
los sometía a tormentos de todo tipo, jugando hasta bordear la muerte para ordeñar su
poder mágico, tal como había hecho con Grimm. Había al menos una docena de
chicos y chicas delgados y aterrados que se preguntaban por qué ella era diferente, sin
saber que ellos no podían desconectar el dolor, como Andelain podía hacer.

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Se acaba de conectar y contaba a sus compañeros de celda, para ver si había muerto
alguno desde la última conexión. Vio las mismas caras conocidas, el mismo terror en
las miradas que poco a poco se iban vaciando de vida, transformándose en meros
cuerpos animados. Pensó en desconectar de nuevo, pero sintió algo en el suelo. Un
temblor. Luego una explosión amortiguada y otros temblores más pequeños. Hasta
que, al final, todo saltó por los aires. Parte del techo desapareció y las cadenas que la
sujetaban a la pared se soltaron cuando esta se agrietó. Grandes trozos de piedra se
desprendieron del techo y chorros de lava ardiente hicieron gritar a los pobres
muchachos atrapados. Cuando todo terminó, el polvo y la oscuridad se mezclaron con
los gritos de dolor de sus compañeros de cautiverio. Andelain liberó los brazos y
luego arrancó con paciencia los hilos que ataban sus dedos. En cuanto tuvo las dos
manos libres, la magia fluyó de nuevo por su cuerpo. Conjuró luz a su alrededor y
contempló lo que quedaba de la mazmorra. Cuerpos sin vida aplastados debajo de las
piedras, charcos de sangre y el silencio interrumpido de vez en cuando por gemidos
casi infantiles.
Abrió las puertas metálicas de los chicos y los contó. Solo habían sobrevivido tres
chicas y un chico y estaban malheridos. Otros podían seguir vivos, pero no tenía
tiempo para curarlos allí, así que les ordenó que la siguieran si querían sobrevivir.
La puerta de madera que bloqueaba el paso a los calabozos saltó en pedazos a una
orden suya, y también parte del muro a su alrededor. Dos guardias irrumpieron por el
hueco y cayeron abrasados bajo el poder de Alanna, que llevaba tiempo esperando
esa oportunidad. Si aparecía Darío, sería más lista esta vez. Aplicó decenas de capas
de protección sobre su piel y esperó a que alguien más apareciera por el hueco. Un
par de guardias más, al ver el cadáver de sus compañeros, asomaron la cabeza y
salieron corriendo. Alanna notó que escaleras arriba había luz.
Cuando ascendieron, escalón tras escalón, la luminosidad del exterior les resultó
confusa, ajena al día o la noche, algo diferente. El cielo estaba completamente
cubierto por nubes negras repletas de relámpagos. Los rayos caían cerca y el
ambiente estaba cargado de electricidad y azufre. Sortearon los cascotes de piedra y
vigas de madera de la torre, que se había desplomado sobre su base. Parte de la piedra
se había derretido y se había vuelto a solidificar de nuevo. No había nada alrededor,
salvo un desierto de arena amarilla. Con cautela, sorteó los escombros hasta llegar al
lugar donde se había desplomado la mayor parte de la torre, y lo que vio allí hizo que
contuviera la respiración.
Reconoció las ropas del cadáver de Darío bajo las piedras; la sangre aún líquida
empapaba la arena bajo el cuerpo aplastado. Frente a él, un enorme dragón rojo yacía
acostado sobre un lado. Escuchó murmullos a su espalda; las chicas que había
rescatado reconocieron a su torturador y suspiraron de alivio, sin saber que en unas
horas el viejo renacería en algún lugar del mismo continente y que con su magia

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podría presentarse ante su cadáver en un abrir y cerrar de ojos y reclamar su pequeño
tesoro de esclavos mágicos.
Los suspiros de los chicos volvieron su atención de nuevo a la escena. Ya no era
por Darío, si no por el dragón. Su enorme ojo izquierdo se abrió despacio y su cuerpo
tembló al intentar ponerse en pie. Ante ellos se irguió la imponente figura de la bestia
herida. Una herida sangraba en su pecho. Parecía moribundo. Alanna pensó que la
mejor forma de acabar con aquella criatura sería una lanza de hielo, y empezó a
conjurar las palabras mientras observaba aquellos ojos de fuego que clavaban su
mirada en ella.
—Dħìoŋađħ mo għàirđeaŋ łe ray đe reoŧħađħ đeigħ beaŧħa.
Los enormes ojos parpadearon una sola vez y entonces el dragón susurró con una
voz grave y profunda:
—Alanna…
Andelain al principio no comprendió. Pero pronto los ojos empezaron a llenársele
de lágrimas. Pensó que solo había un ser capaz de rescatarla, arriesgando su única
vida por ella. Todavía armada con la lanza de hielo, caminó hacia el dragón. Era un
ser colosal, pero herido y mortal. Sus ojos estaban llenos de inteligencia y sabiduría.
—¿Grimm? —preguntó, aguantando la respiración, entre lágrimas.
—Lo siento… —comenzó a decir, pero tosió y una nubecilla salió por los
agujeros de su nariz.
Alanna tiró la lanza al suelo y le abrazó el cuello con fuerza, como si abrazara el
tronco de un árbol que respirara fuego. Aquella piel era dura y fría, pero aun así,
debajo de aquellos ojos incandescentes estaba Grimm.
—Debemos huir de aquí antes de que llegue el viejo.
—Lo he matado —dijo el dragón con evidente dolor.
—Espera, no hables… Beaŧħa airsoŋ beaŧħa, łeaŋŋaŋ màŧħair, beaŧħa airsoŋ
beaŧħa, łeaŋŋaŋ màŧħair, beaŧħa airsoŋ beaŧħa, łeaŋŋaŋ màŧħair… —susurró
cerrando los ojos, concentrándose en transferir toda su magia para curar a aquel ser
mitológico. Nadie que conociera había visto jamás un dragón en Brin, aunque se
suponía que existían. Y ahora ese dragón era Grimm, un ser imposible. Su energía
vital se agotó rápido, confió en que fuera suficiente.
El dragón se irguió y comenzó a agitar sus escamosas alas. Rugió con fuerza y
Andelain sintió que el cuerpo del dragón se llenaba de energía mágica a niveles
exorbitantes.
—Acercaos —dijo con una voz más firme, cavernosa y aterciopelada.
Los muchachos dudaron, pero un chico del que colgaba un tobillo inútil y
aplastado no se lo pensó.
El dragón exhaló un aliento abrasador que los envolvió como un manto de calor y
protección, y notaron que sus cuerpos se curaban. El chico volvió a apoyar el pie y
sus carnes olvidaron el dolor que arrastraban desde hacía semanas.

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—Debemos huir de aquí. Darío volverá —rogó Andelain mirando a su alrededor,
nerviosa. El aliento del dragón le había devuelto la energía mágica y las fuerzas, pero
temía a Darío y a sus aliados.
—¿Tan pronto? —preguntó Grimm; aplastó el cuerpo contra el suelo, dejando un
ala extendida frente a ellos—. Subid a mi espalda y agarraos fuerte.
Los chicos se miraron aterrados. Andelain les hizo un gesto y empezó a trepar por
el cuerpo del enorme dragón. Hizo señas a los chicos para que subieran tras ella.
Grimm apenas sentía su peso encima de él.
Cuando levantó el vuelo, el dragón sabía exactamente dónde ir.

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CAPÍTULO 36
Kalead

A UN SIENDO UN DRAGÓN, LAS distancias seguían siendo las mismas. Del desierto de
Cofos a Kalead, donde Grimm esperaba encontrar a Krall, los separaban al
menos mil kilómetros. Con aquellos molestos pasajeros en su espalda, el viaje le
llevaría casi dos días. Ajena a los pensamientos de Grimm, Alanna habló con los
chicos para tranquilizarlos. De noche, cuando Grimm bajó a la superficie, al
desmontar lo miraron con reverencia. Aterrizó en un pequeño claro del bosque de
álamos blancos que cubría parte del cauce del río Ba, al otro lado de Cofos. El aire
era fresco y limpio, lejos ya del desierto.
La mente de Grimm no se había aclarado. Continuaba reviviendo una y otra vez
la muerte de Nikka. Necesitaba hablar con Alanna de lo que le ocurría, así que esperó
a que encendiera un fuego y tranquilizara a sus nuevos protegidos. Grimm pensó que
debían de tener la misma edad que él tenía cuando ella lo rescató. Cuando terminó de
ocuparse de los chicos, Alanna buscó al dragón, oculto al otro lado de una gran roca.
—Nikka ha muerto —dijo el dragón al ver a Alanna.
Al principio, Alanna no supo cómo encajar aquella información. Un nudo
invisible se le cerró dentro e impidió que ninguna emoción asomara. Respiró
profundamente antes de hablar.
—Pobre niña… —susurró.
Al mismo tiempo, posó su mano en el gigantesco hocico del dragón. Miró los
ojos llameantes, y esquivando el dolor que sentía por la muerte de Nikka, le dijo:
—No pareces el mismo Grimm que conocía.
—No lo soy. Llevo varias vidas conmigo, sé cosas que antes no sabía. Sé
demasiadas cosas que no querría saber. ¿Sabes que los deònach pueden albergar
varias almas con todos sus recuerdos? ¿Sabes lo que eso significa?
Alanna mostró auténtica sorpresa. No lo sabía. Ni se lo imaginaba.
—Y Nikka…
—Sí, ella vive ahora dentro de mí —dijo Grimm, recordando el amor filial que
sentía Nikka por ella—. Te quería.
Alanna se mostró aún más sorprendida y tuvo dificultades para evitar que
emociones sin control le descompusieran el rostro. Recordaba lo estricta que había
sido con la niña. Los reproches, y como a veces la dejaba llorando sola, en su cuarto.
Echaba de menos su villa de Veterra. Los días en que ir a Brin era como llegar a casa
para descansar. Al principio había sido una parte necesaria de su oficio, para ocultar
sus huellas, pero con el tiempo se había convertido en su verdadero hogar. Una
lágrima amenazó con algo más que asomarse a sus ojos.

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—Yo también a ella. La echaré mucho de menos —respondió incómoda Alanna,
dudando de lo que sentía de verdad por Nikka. Su mirada franca, su dulzura y su
devoción. Su calor en la cama. La única persona con la que podía dormir en paz. De
pronto sintió que una lágrima le rodaba por la mejilla. Giró la cabeza para que el
dragón no la viera y se aclaró la garganta.
—No puedo sacarme de la cabeza los recuerdos de Nikka. Me estoy volviendo
loco. Darío sabía lo que hacía al dejarme su cuerpo sin vida, sabía que absorbería su
alma y sus recuerdos. Es un monstruo…
—Sí que lo es. Es uno de los mayores traficantes de poder mágico de Estados
Unidos, y se pasa media vida aquí; para él es un gran negocio.
—¿Estados Unidos?
—Es una tierra lejana de la que no has oído hablar —replicó Alanna, evitando la
mirada del dragón.
—¿Es ahí de donde venís los visitantes? —preguntó el dragón girando la cabeza,
buscando la mirada de Alanna.
—Has aprendido mucho —respondió con cautela Andelain.
—Sin embargo, no he podido evitar lo que ha ocurrido. Ya nunca volveré a ser
humano, Roona me advirtió de ello, no podré volver a mi forma humana. No puedo
hacer magia.
—¿Te enseñó Roona a…?
—¿Convertirme en un dragón? —rugió Grimm.
Alanna calló, esperando la respuesta.
—No. Ardillas, águilas. Esto lo provocó Darío. Esta bestia es lo que algunas de
mis almas soñaban que era el animal más poderoso de Brin. Solo uno de ellos, Ethan
de Gwinta, vio uno en su infancia. El resto solamente había oído hablar de su poder.
Puedo transformarme en cualquier animal o ser que haya visto. Yo, o una de mis
almas.
—No sabía que existían los dragones.
—Y no existen, son producto de la magia.
—Roona te podrá ayudar a revertir el hechizo, yo no sé hacerlo.
—Antes tenemos que salvar a estos chicos. No podemos dejarlos en manos de la
gente normal, los venderán por una noche de borrachera. Solo confío en un hombre, y
aun así no estoy seguro del todo.
—¿Quién?
—Krall de Kalead.
—¿Conoces a Krall? —preguntó sorprendida Alanna. Cualquiera que se hubiera
molestado por conocer Brin de verdad sabía lo que representaba el rey de Kalead y su
obsesión por los deònach.
—Él me encontró cuando deambulaba por el bosque de Khirldan. Él me ayudó a
encontrarte; si no fuera por él todavía seguiría dando tumbos por Brin,
escondiéndome de cada grupo de hombres.

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—Y te contó esa vieja historia de un reino libre, donde todos los hombres eran
iguales. Un rey protector… —dijo Alanna con sorna, ajustándose el vestido y
enseñando algo de escote, indiferente a los ojos del dragón.
—Como tú, Alanna.
—No te confundas; yo os ponía a mi servicio, pero él… es muy diferente.
—¿Lo conoces?
—Sí, aunque él no sabrá quién soy yo. Hace tiempo me interesé por él, eso es
todo.
El dragón parpadeó un par de veces. Sus ojos eran grandes esferas de fuego
líquido y cada vez que parpadeaba, una vaharada de poder alteraba la realidad a su
alrededor.
—Él nos ayudará —dijo con convicción.

A la mañana siguiente, Alanna se había ido. Había dejado una nota al lado de donde
dormía el dragón: «Volveré. Ve a ver a Roona. Vive en una cabaña cerca del
nacimiento del río Lybril, en el macizo de Rom. Encárgate de los chicos, Krall los
cuidará».
Grimm no se podía creer que, pese a todo, Alanna siguiera desapareciendo de su
vida en el momento que más la necesitaba, como había hecho siempre.
Las chicas y el chico, sin la guía de Alanna, lo observaban con terror.
—Yo soy Grimm, y soy como vosotros. Un deònach. ¿Sabéis lo que significa?
Ninguno de ellos contestó, se limitaron a mover la cabeza negativamente.
—Significa que somos mortales y que nuestra vida no vale nada. Por eso tenemos
que cuidarnos unos a otros, porque ellos no lo harán. Yo fui una vez como vosotros,
un esclavo, torturado para aprovechar su dolor.
—Eso nos dijo Alanna —contestó el chico. A Grimm le recordó a sí mismo.
—¿Cómo te llamas? —rugió el dragón—. ¿Cómo os llamáis?
—Darron —contestó el chico.
—Tricia —dijo la más joven de las chicas, delgada y llena de pecas.
—Adrianna —dijo la más alta, de pelo corto y oscuro y con la cara demacrada
por los cortes. A Grimm, aquellos ojos oscuros y el corte de pelo le trajeron el
recuerdo repentino del rostro de su madre.
—Siska —dijo la más tímida de ellas. Su voz le recordó mucho a Nikka.
—Acércate, Siska —rugió.
La chica se acercó a él con miedo y se detuvo a un par de metros de su hocico.
—Más —ordenó el dragón.
La chica avanzó un par de pasos, visiblemente nerviosa.
—No te voy a comer —susurró Grimm. La chica, a pesar de tener unas facciones
diferentes, le recordó demasiado a Nikka. Su piel pálida, y sus cejas rubias y claras
parecían iguales.

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—Acércate y mírame a los ojos, por favor —rogó Grimm, rebuscando en sus
recuerdos aquellos ojos azul claro.
La chica se acercó hasta él, casi pegando su rostro al ojo del dragón, que no
perdía detalle. Su piel, a través de los andrajos que veía, era blanca y lisa, sin lunares,
sin mácula excepto por las cicatrices recientes. Sus ojos, claros, y sus iris tenían los
mismos dibujos que los de Nikka. Si existía alguna diferencia, sus recuerdos no la
podían encontrar.
La chica respiraba con nerviosismo.
—Tenía una amiga de tu edad. Se parecía mucho a ti; ¿tienes hermanas?
—No… no lo sé.
—¿Huérfana? —preguntó el dragón.
—Sí, del orfanato de Allak —respondió la chica.
—Yo soy del orfanato de Helms —susurró el dragón.
La chica dio un paso atrás y luego otro, sin dejar de mirar con temor a la inmensa
mole de la bestia.
—Subid todos a mi espalda. Hoy llegaremos a Kalead y estaréis a salvo.

El viaje fue largo, pero Grimm no quiso hacer más paradas. Durante todo el camino,
su mente comparaba los iris de Nikka y de Siska. Eran como dos estrellas en el
firmamento, idénticas y que parpadeaban a la vez. Dos estrellas gemelas. Aquella
sensación lo desazonaba, pero había dejado de pensar en el sufrimiento de Nikka.
Siska estaba viva y Nikka no. Se aferró a ese pensamiento. Su cuerpo sabía volar por
su cuenta mientras él dejaba vagar su mente, buscando nubes iguales, estrellas
gemelas. Desde el cielo, el suelo parecía ser otro mapa de elementos que se repetían.
Casas, colinas, árboles. Encontró cada vez más patrones repetidos.
Supo reconocer Kalead, aunque fuera la primera gran ciudad que viera con sus
ojos. Algunas de sus almas habían estado allí tiempo atrás, pero ahora la ciudad
estaba en su máximo esplendor. Kalead había pasado de ser una población del sur en
mitad de la nada a convertirse en la capital del único reino libre de Fëras, el
continente más grande de Brin. No existía otro reino en Brin como Kalead. La ciudad
estaba protegida por torres altas y delgadas que brillaban doradas bajo el sol, que se
reflejaba en las láminas de oro que las adornaban. Pero aquello no era nada en
comparación con el castillo que gobernaba la ciudad, alzado sobre una colina. Sus
murallas superaban en altura al menos en dos veces a la torre más alta de la ciudad;
algunas de las ocho torres que formaban el perímetro exterior, se unían a la torre
principal con puentes de piedra a varias alturas, y la torre del homenaje debía de ser
tan ancha como la plaza principal de una población mediana. En sí misma, la
fortaleza podía ser otra ciudad. A lo largo de toda la muralla, blasones de color blanco
y dorado ondeaban con el viento. Cada torre, formada por piedras de un color
diferente, estaba engalanada con diferentes banderas que representaban cada región

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de Fëras. Las troneras y los balcones de la torre principal estaban adornadas con
flores blancas y amarillas. Al lado del castillo, protegido todavía por las murallas
exteriores, se hallaba un palacio que brillaba bajo el sol, de un blanco impoluto. Un
palacio de bóvedas, columnas y escalinatas perfectas. Jardines verdes y rojos llenos
de flores y cortesanos que señalaban al dragón que sobrevolaba la ciudad.
Grimm decidió que el palacio sería el lugar más idóneo para encontrar a Krall, y
tomándoselo con calma, para que toda la ciudad supiera que un dragón había
decidido visitar Kalead, bajó haciendo círculos, buscando una zona despejada para el
aterrizaje. La multitud formó un grupo desordenado que se fue haciendo cada vez
más grande, hasta que la gente se empezó a dispersar, fluyendo como hormigas
negras sobre las escaleras impolutas de mármol blanco.
Un destacamento de soldados, uniformados y fuertemente armados, empezó a
subir por las escalinatas a ambos lados del pequeño jardín donde Grimm había
aterrizado. Ordenó a los chicos que bajaran y esperó a que llegaran los soldados. Uno
de los hombres que encabezaba el pelotón se acercó con temor.
—Busco al rey Krall —dijo Grimm, tomando la iniciativa.
El hombre no había oído nunca hablar a un dragón. Probablemente tampoco había
visto nunca a ninguno.
—No está en palacio ahora mismo —replicó con voz forzada.
Grimm no contaba con aquello. No esperaría allí.
—Estos chicos son deònach libres y desde ahora quedan a cargo del rey Krall. Si
les pasara algo, volveré y arrasaré la ciudad, ¿está claro?
El hombre intentó no expresar emoción alguna, pero no lo consiguió del todo. Sin
embargo, se mantuvo firme y asintió.
—¿Qué he decirle al rey? ¿Quién sois?
Una risa estentórea y explosiva surgió de la garganta del dragón. Los hombres
retrocedieron un paso.
—Mi nombre es Grimm —respondió el dragón, sintiéndose de pronto muy viejo.
Tan pronto como lo dijo, levantó el vuelo y dejó atrás a los muchachos y la ciudad
de colores de Kalead y puso rumbo al macizo de Rom, al norte.

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CAPÍTULO 37
Piel de mandarina

H ABÍAN PASADO DÍAS DESDE QUE viera a Josef y no estaba segura de si había sido
buena idea forzar aquel encuentro. Habían quedado en un local que no conocía.
Un número anónimo en una gran torre de apartamentos. Sin número en la puerta. Un
androide con forma de mesa la acompañó por un sobrio pasillo que desembocaba en
una pequeña sala acristalada, escasamente iluminada y de tonos verde oscuro. Tenía
buenas vistas de la ciudad, y el ambiente, apenas aderezado con una suave melodía,
incitaba al silencio. Apenas podía escuchar las conversaciones de las mesas vecinas;
sin duda, parecía un sitio excepcional para una conversación discreta. Josef la
observaba sentado a una de las mesas, mientras que las demás estaban ocupadas por
otras parejas que los ignoraban. Además de Josef, la esperaban una copa vacía y una
botella de vino blanco, sumergida en hielo. Unos platos con aperitivos completaban
el escaso espacio que ofrecía la minimalista mesa.
—La última vez que te vi, en el Dobbin, me pareció que te rondaba algo por la
cabeza; te fuiste demasiado pronto —dijo con malicia Josef, levantándose para dar
dos besos a su amiga.
—Lo sé, no tenía que haber ido —respondió Andelain, preguntándose si había
hecho bien en organizar aquel encuentro.
—¿Por qué? —preguntó Josef, cogiendo una aceituna rosa de uno de los platillos
de la mesa.
—Quería hablar contigo, con tranquilidad —susurró ella, inquieta por el extraño
ambiente que la rodeaba. Nadie los había mirado ni una sola vez.
Josef la observó, leyéndola sin dificultad. El silencio se empapó de intimidad y
Andelain pudo proseguir.
—¿Es seguro este lugar? —preguntó Andelain.
—¿Ves esta ventana? —señaló Josef—. No es un cristal. Es una imagen captada
por una cámara, estamos detrás de dos metros de hormigón. Rodeados de una jaula
metálica entremezclada entre el cemento. ¿Ves las otras mesas? —Tiró una aceituna,
que traspasó a una de las parejas que estaba a su lado—. Hologramas. Estamos en un
bunker, nena. Nada de lo que aquí se diga puede salir fuera. Hay decenas de
detectores de energía repartidos por la sala. Este lugar vive de su reputación.
—Vale. Me alegra saber que sigues siempre un paso por delante de mí.
—Siempre serás mi mejor alumna, ya lo sabes —replicó con una enorme sonrisa.
Josef dejó que el silencio se desenrollara a su ritmo, delante de él. Esperó
pacientemente a que Andelain arrancara.
—¿Has pensado alguna vez en qué pasaría si no fuéramos especiales, Josef?

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—¿Es que alguna vez dije que lo fuéramos? —preguntó, sorprendido de veras.
—No me vengas con ese cuento hedonista; a otros se la puedes pegar, pero yo sé
que no es verdad.
Josef asintió con la cabeza y la dejó continuar.
—Nos creemos especiales… pero ¿qué pasaría si no fuésemos los únicos, si
existen otras criaturas que también lo son?
—¿Aliens? —preguntó con burla.
—Inteligencias artificiales —replicó, seria.
Josef tomó otra aceituna y un sorbo de su bebida, sin inmutarse. Luego la observó
durante unos segundos y cambió su expresión por una más fría, clavándole la mirada.
—Concreta.
—¿Qué harías si tuvieras en las manos algo que desafía lo que somos?
Josef calló, dejándola hablar sin dejar de observar sus reacciones, tenso.
Andelain empezó a decir algo, pero al final dejó morir las palabras en su boca.
—Da igual. Es estúpido, no sé por qué he venido aquí —dijo al fin.
—Nunca te había visto así. Sea lo que sea, puedes decírmelo, no me reiré. Soy tu
amigo, por eso estás aquí. A mí puedes decirme lo que sea.
Andelain lo observó. Le gustaría contárselo todo, pero su corazón estaba cerrado.
Siempre le había costado abrirse a los demás, solo su hermana sabía cómo romper
aquella cerradura y ya no estaba ahí para hacerlo.
Alzó los hombros y sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.
—¿Es por Brin? —preguntó él.
Andelain asintió con la cabeza, incapaz de hablar.
—No eres la primera persona que se enamora de un personaje virtual, y seguro
que lo sabes.
—No… No hablo de eso —mintió Andelain, que tenía una confusa maraña de
sentimientos y razones en su cabeza.
—Las emociones pueden hacerte creer lo que no es. Una inteligencia artificial no
puede amarte, está atrapada en su realidad. No sabe quiénes somos ni qué son ellos en
realidad. Una imagen en un espejo no puede quererte de verdad, solo observarte,
devolverte los gestos, siempre en una simetría calculada, un aprendizaje mimético en
el mejor de los casos. Nunca podrá equivocarse de verdad, solo hasta donde tú le
dejes.
—¿También eres experto en inteligencia artificial?
—No. Pero me he enfrentado antes a esto. Hace tiempo me enamoré de un
personaje, pero ¿sabes qué?, con el tiempo me di cuenta de que si no podía enfadarse
conmigo, si no podía devolverme las putadas, no podía sentirme atraído por él.
—Piensa en esas pobres chicas de Brin a las que les arrancan todos los dientes
con tenazas y luego las violan en grupo. Las desuellan vivas como si fueran
mandarinas solo para oír el sonido de su piel al despegarse de la carne. ¿Y si pudieran
sentir? ¿En qué lugar quedaríamos nosotros?

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—¿Alguna vez le has hecho eso a un personaje? ¿Cómo se llaman?… Ah, sí;
deònach.
—¡No! Pero lo he permitido, por mi inacción. Conozco a muchos que lo han
hecho, y sé dónde se organizan. Sé demasiadas cosas, Josef, y eso es lo que me
aterra…
—Brin se creó para ser un reflejo de la humanidad. Y creo que lo han conseguido,
en todos los sentidos.
Andelain dudó. Josef era como una piedra, podías ahogarlo, pero no romperlo ni
moverlo.
—¿Cómo hemos llegado hasta aquí, Josef? —preguntó con frialdad Andelain, ya
sin lágrimas en los ojos.

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CAPÍTULO 38
El pasado siempre vuelve

A LANNA NO PODÍA DORMIR. Daba vueltas sobre una cama deshecha. No había
aceptado todavía lo que sentía hasta que Grimm le dijo que Nikka había muerto.
Ahora, su cuerpo, el de carne y hueso, ansiaba el calor de los abrazos de la muchacha.
Echaba de menos su respiración pausada y su cabello alborotado, su rostro relajado y
feliz mientras dormía. Recordaba con nostalgia a la niña que había adoptado con seis
años y que había crecido recogiendo los frutos de los árboles del jardín. La misma
niña de ojos claros que cuando la veía al llegar a casa, evitaba dar muestras de
alegría. La chica que se dejaba peinar sin rechistar, y la que saltaba juguetona con las
coletas recién hechas, levantando el polvo del patio. No pudo impedir que un dolor
atroz le trepara desde el estómago.
Nunca se imaginó que la muerte de un personaje de Brin le fuera a afectar así. Se
aferró a la almohada y lloró, al principio contenida y después de un rato ya sin poder
parar. Lloró y gimió por la pérdida de alguien a quien no podría reemplazar jamás.
Nikka no reviviría, había muerto y no había vuelta atrás. Solo quedaban imágenes de
ella en sus recuerdos, sonriendo, llena de vida. El dolor que sentía se deshacía al
llegar a sus lágrimas, esparciendo algo más que dolor. A cada lágrima, se sentía más
sola y perdida. Nikka, el único ser que había conocido en toda su vida que solo le
había dado alegría y amor, sin pedir nada a cambio, y al que ni siquiera había tenido
que amar de vuelta. Sintió la urgencia de gritar y le faltó el aire al pensar en aquel
nombre: Nikka. Al pensar en su hija. Se negó una y otra vez aquel nombre. Lo que
significaba de verdad para ella. Pero sus lágrimas sabían bien por quién lloraban.
Josef no lo había entendido. Él se había enganchado a todo, pero no le gustaba oír
el sufrimiento, solo las alegrías. Aferró su almohada, húmeda por las lágrimas, y
pensó en su hermana.
Se levantó para lavarse la cara y tomar un poco de trank. Sí. Renunció a todo,
necesitaba olvidar. Mientras se disolvía la pastilla efervescente que borraría el dolor
durante unas horas, contempló en el espejo a la vieja que le devolvía la mirada.
Aquellas bolsas caídas debajo de los ojos, esos labios agrietados y las horribles
manchas en la piel. Volvió a la habitación, dando tumbos por el pasillo, anhelando un
contacto, una voz, mientras esperaba el apagón emocional del trank.
Recordó al gato que tuvo apenas dos años, hasta que le partió las costillas de una
patada. Ni siquiera un animal de compañía modificado genéticamente para ser manso
podía soportarla sin quejarse. Andelain sabía que moriría sola y que descubrirían su
cadáver maloliente gracias a los sensores del edificio. El trabajo, su trabajo, su
querido y obsesivo trabajo, había sido la única razón por la que no se había tirado por

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la ventana cuando murió su hermana, hacía ya diez años, y cada vez le importaba
menos. Grimm ya no era el gran proyecto que cambiaría su vida, sino la razón por la
que seguía viva.

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CAPÍTULO 39
Algo más que magia

E L MACIZO DE ROM ESTABA en el centro de Fëras, el trozo de tierra más grande de


Brin. Allí se hallaba una gran cordillera con forma de estrella de tres puntas que
se extendía al oeste, hasta las montañas Vhala; al sureste, hasta topar con la ciudad de
Yanc; y al norte hasta la vieja ciudadela de Ay’and. Muchos de sus picos estaban
cubiertos de nieve todo el año y en ellos vivían razas poco conocidas y, por tanto,
nada amigables. Todo esto lo sabía Grimm a través de sus almas atrapadas. Como
dragón, su mente tenía mucha más claridad, era capaz de albergar más dimensiones,
dobladas unas encima de otras, produciendo un poso diferente de cada experiencia,
sacando conclusiones nuevas de todo lo que habían vivido él y sus otras vidas. Sabía
que el macizo de Rom era uno de los lugares más inaccesibles de todo Brin, por lo
inexplorado y por la altura de sus montañas. Aun con magia, el viaje hasta su centro
resultaba muy costoso, a no ser que el recorrido fuera por vía aérea.
Desde el aire, a Grimm no le costó distinguir las montañas deshabitadas de las
que no lo estaban. Las huellas de vida inteligente se delataban gracias a chimeneas,
construcciones de piedra y caminos más o menos marcados sobre la vegetación. Pero
había muchas montañas. La cabaña de Roona, según la pista que Alanna le había
dado, estaba en el nacimiento del río Tyquil, el gran curso de agua que alimentaba al
mayor lago de Fëras. Sería fácil encontrarlo, pero Grimm no contaba con la gran
cantidad de pequeños afluentes que desembocaban en el nacimiento del río. No
obstante, no fue difícil. No había muchas cabañas, y la de Roona era coherente con lo
poco que conocía de ella: pequeña, en apariencia inofensiva y, de alguna manera, no
resultaba ser nada de lo que aparentaba. Como un faro de luz que solo sus sentidos
pudieran percibir, lo hizo girarse cuando sobrevolaba un pequeño monte. Escondida
tras las faldas, en la umbría, una pequeña cabaña cubierta de hojas marrones le llamó
la atención. Planeó para verla mejor y divisó a dos mujeres en el porche que lo
señalaban. Se lanzó en picado hacia ellas y desplegó las alas antes de llegar al suelo,
levantando las hojas y haciendo que el largo cabello oscuro de Alanna se alborotara.
Roona lo observaba, fascinada.
—Hola, Roona. Lo siento, no te hice caso —rugió el dragón con voz grave.
—¿Un dragón? —preguntó Roona, observándolo en toda su longitud con
auténtica curiosidad.
—¿Puedes ayudarlo a recobrar su forma original? —preguntó Alanna.
—Si él quiere, sí —dijo Roona, mirando a los ojos llameantes del dragón.
—¿Cambiará algo en mi interior si lo haces? —preguntó el dragón, lanzando
pequeñas llamitas por los agujeros de su nariz. Temía perder la sabiduría que

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transformaba cada hora su forma de entender el mundo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Roona.
—El dragón entiende mucho mejor tu magia, creo que estoy cerca de empezar a
poder usarla. Ya lo he hecho en un par de ocasiones, y siento que podría lograr mucho
más.
—¿De veras? —replicó Roona con una sonrisa enigmática que hizo girarse a
Alanna con inquietud.
—Sí. Transformé la realidad, como tú lo hiciste. Vi los ladrillos que componen
todas las cosas y los transformé en fuego.
—Vaya, nunca pensé que fueras capaz —respondió Roona sin dejar de mirarlo a
los ojos, ignorando a Alanna.
—Entonces, ¿por qué me enseñaste? —preguntó el dragón con voz calma.
—Alanna me lo pidió y me pareció divertido ver hasta dónde podías llegar. Y
ahora veo que te subestimé.
—Necesito que lo ayudes a volver a tener forma humana —interrumpió Alanna,
intranquila.
—Eso es cosa de Grimm —respondió Roona a Alanna sin siquiera mirarla.
El tenso silencio permaneció flotando durante algunos minutos. Grimm no
entendía qué estaba pasando, pero aquel silencio debía de ser el final de una larga
tensión acumulada por ambas durante mucho tiempo.
—¿Fuiste tú quien me delató a Darío? —preguntó Alanna de repente.
—No —respondió con sequedad la pequeña maga; no había cambiado, y su rostro
de niña no encajaba con su manera de hablar ni con sus silencios agresivos.
Grimm observó a Roona. Había algo en ella que no cuadraba, pero no se había
dado cuenta hasta ahora, gracias a la sabiduría que le habían dado todas sus nuevas
vidas.
—No nos va ayudar, Alanna —dijo de repente Grimm.
Alanna dio un par de pasos atrás, frunciendo el ceño, sin entender qué estaba
pasando. Roona no se inmutó, pero Grimm sospechaba que detrás de aquel rostro de
muchacha inocente, una sonrisa se formaba bajo capas de piel. Oculta en aquel
cuerpo en apariencia inofensivo podía haber cualquier cosa. Ella misma le enseñó el
conjuro de transformación.
—¿Por qué me ayudaste? —preguntó el dragón, irguiendo la cabeza para mirarla
desde arriba.
—Tenía curiosidad.
—¿Curiosidad? —rugió Grimm.
—Algún día puede que lo entiendas. ¿Quieres volver a ser humano? Bien, nada te
lo impide. Pero hazlo tú. Si de verdad viste los ladrillos que lo forman todo, ¿qué te
impide manipularte a ti mismo?
Grimm no contestó.
—¿Tienes miedo a morir, Grimm? —preguntó una Roona cada vez más insidiosa.

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El dragón pestañeó una vez, con lentitud infinita.
Cuando lo hizo, Roona ya no estaba.
El eco de la pregunta todavía sonaba en su mente.
—No, no tengo miedo a morir —respondió Grimm.
Y su cuerpo empezó a cambiar.
Al entrecerrar sus ojos de reptil vio todo lo que lo rodeaba. La cabaña de Roona,
el río, las montañas y el cielo. En la penumbra progresiva provocada por sus párpados
al cerrarse, los colores se difuminaron y todo se mezcló. Su cuerpo, el suelo, los
árboles, todo formaba parte de lo mismo. Sintió el aire como parte de la misma
fuerza, y de la misma manera que la mano mueve el aire, él movió la tierra y su
propio cuerpo se fue plegando sobre sí mismo, haciéndose cada vez más pequeño; su
piel se alisó y se hizo débil y elástica, sus huesos se rompieron en pedazos hasta
formar huesos más pequeños y sus dos corazones se juntaron en uno solo. Confuso al
principio, pero familiar después de volver a abrir los ojos. Fue fácil cuando entendió
finalmente que la materia y la energía mágica estaban conectadas hasta el punto de
ser lo mismo. Nada existía de forma independiente en el universo, la energía lo
conectaba todo, y a través de esa energía se podía manipular la realidad a voluntad.
La magia externa podía ser más poderosa o más rápida, pero la magia interna no
requería apenas poder, ni conjurar con manos o una boca.
Cuando abrió los ojos, Alanna, que lo estaba observando, lloraba.
—Abrázame —dijo Grimm con la voz de Nikka, cubierto con las mismas ropas
que había en sus recuerdos, lo mismo que su cuerpo ahora era el de la chica.
Y Alanna la abrazó, temblando y cubierta de lágrimas.
Grimm, con el cuerpo de Nikka, abrazó a Alanna. El alma de Nikka se deslizaba
debajo de la voluntad de Grimm y durante algunos segundos se adueñó de nuevo de
su cuerpo, sintiendo a la manera que ella lo hacía. Así Grimm entendió la mezcla de
amor filial y sexual que sentía Nikka por su ama. Era un calor difícil de explicar, pero
fácil de entender al sentirlo de primera mano. En ese momento, Grimm entendió que
la sexualidad con el cuerpo de una mujer era muy diferente que la que había
experimentado como hombre, mucho menos brusca y explosiva, y que en su lugar se
parecía a una música continua que recorría su vientre y sus piernas, subiendo por su
cuerpo.
Cuando dominó de nuevo su cuerpo, se separó de Alanna y la miró para que
entendiera que Grimm estaba al control otra vez.
—Vengaremos a todos. La muerte no salvará a Darío, ni a Làhn, ni a Amalric, ni
a ninguno de ellos. Visitantes o no, sabrán lo que es la locura y el dolor. Conocerán
algo peor que la muerte.
—Olvídalos. Darío es muy poderoso, dentro de Brin… y fuera de él.
—Haré que crean que siguen vivos atrapados en una realidad diferente. Una
realidad bajo mis reglas, una realidad de la que no podrán huir tan fácilmente. Tú

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estuviste atrapada en una mazmorra, ellos lo estarán en mi propio mundo, un mundo
que no sabrán ni siquiera que existe y del que no podrán huir jamás.
Alanna lo miró en silencio. Grimm creyó ver un reflejo de miedo en sus ojos.
—¿Me ayudarás? —preguntó con la frágil voz de Nikka.
Alanna no contestó.
—Volvamos a Veterra, los mismos que te acecharon una vez volverán a hacerlo,
pero esta vez yo estaré contigo. Nikka estará contigo.
—¿Sigue ella dentro de ti realmente? —preguntó Alanna, con un tono de voz que
nunca había escuchado Grimm antes en ella, frágil y roto.
—Sí —respondió Nikka por Grimm—. Sigo aquí, ama.
—Entonces, vámonos a casa —dijo Alanna, cogiendo la mano de Nikka y
dirigiéndose hacia el camino.

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CAPÍTULO 40
Amigos de otra vida

E L CAMINO HACIA EL NORTE a través de las montañas duró días. Días en los que
Alanna no se separó ni un segundo de Nikka. A Grimm le extrañó dormir con
ella, y la manera que tenía Alanna de quedarse dormida acurrucada con el cuerpo de
la joven muchacha pegado a ella. Sintió por primera vez lo que significaba la ternura,
aunque ya la conocía por los recuerdos de Nikka. Con ella, Alanna se mostró muy
diferente, mucho más dulce y menos agresiva. Alanna había cambiado casi por
completo.
La primera parada importante en el camino era la ciudad de Thand, una de las
más importantes de Fëras, y que Grimm conocía bien gracias a las memorias de
Reiner, una de sus almas. Había vivido su infancia y juventud como ladrón en la
ciudad vieja. Sabía dónde preguntar, cómo hacerlo y cómo entrar en la ciudad sin
levantar sospechas. Así lo hicieron. Maestra y alumno. Con sus nuevas habilidades,
que cada vez manejaba mejor, Grimm alteró el rostro de Alanna lo suficiente para
que nadie que la hubiera visto antes supiera que era ella. También alteró su propio
aspecto, transformándose en un joven desgarbado y más bien feo, con una perilla rala
y anodina que no le favorecía. También transformó sus ropas y generó de la nada una
bolsa de oro con una fortuna portátil capaz de abrir muchas puertas.
—Ese truco es bueno, pero no lo hagas en público. Si alguien se entera, estás
perdido —susurró Alanna al ver cómo aparecía una bolsa de oro en la mano de
Grimm.
—Convertirme en dragón resultó mucho más complicado que esto, créeme —
replicó Grimm.
—Ya, pero a la gente los dragones le fascinan. El dinero los motiva, es muy
diferente. Ese dinero es real, los dragones no —dijo Alanna.
—No te entiendo —dijo Grimm, acostumbrándose a la torpeza de su nuevo
cuerpo alto y flaco.
—Da igual —cortó Alanna.
Cuando cruzaron las puertas, nadie se fijó en una mujer que viajaba con su
ayudante, pupilo o lo que pudiera parecer; eran lo bastante grises para ser anónimos.
Nadie se giró ni se fijó en el brillo de los ojos de aquel muchacho con el poder de
invocar un dragón o de transformar aire en oro.
Thand fue siempre una de las ciudades más antiguas de Fëras y había sido capital
de muchos reinos, pero resultaba una ciudad difícil de gobernar, llena de pequeños
egos insatisfechos; familias e individuos con rencillas que crecían y se volvían cada
vez más complejas. Cada calle tenía una historia, más agria que dulce. Cuna de reyes,

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ahora vivía como una de las ciudades con más tráfico comercial del continente. En
sus mercados se vendían y compraban esclavos, animales y todo tipo de información.
Las casas blancas mostraban sus balcones de ladrillos de colores como bocas y ojos
abiertos a la multitud. Las calles estaban pobladas de puestos callejeros atendidos por
hombres de tez oscura y sonrisa blanca permanente. Perros que perseguían a gatos y
bandas de niños que jugaban a ser unos animales más. Niños de la calle, como había
sido Reiner. En otras ciudades había orfanatos, como en Helms, donde Grimm creció,
pero en Thand preferían vender a los niños que no corrían lo suficiente. Ahora, otro
muchacho desgarbado recorría las calles, tan solo para confirmar sus recuerdos. Los
mismos tugurios, las mismas caras conocidas, algunas más viejas, otras prácticamente
iguales. También había rostros y cicatrices nuevas en la ciudad, pero sabía cómo
comenzar. Buscó un callejón en concreto y, en un hueco, hizo crecer de la nada tres
pergaminos con tres rostros que conocía bien: Làhn, Amalric y Darío, con sus
nombres debajo. Caminó unos pasos, hacia una pared de adobe a la que le hacía una
buena falta una capa de cal, y tosió un par de veces. Luego marcó un pequeño ritmo
con los nudillos y la pared se deshizo en humo, dejando en su lugar una puerta
metálica de aspecto más que consistente.
Un ritmo diferente, más complicado, hizo que la puerta se entreabriera.
—Soy amigo de Reiner.
—¿Reiner? —dijo una voz grave en el interior del edificio, detrás de la puerta.
—¿Eres Taal? —preguntó Grimm, impaciente.
El silencio hizo que Grimm se impacientara aún más.
—Reiner está muerto —dijo la voz de detrás de la puerta.
—Lo sé. Antes de morir me dijo que podía confiar en ti. También me contó que
no encontrasteis el unicornio de Veldor, pero que sus bostas valían su peso en oro.
Todavía le debes su parte de la mierda seca de unicornio.
La puerta se abrió y un hombre de pequeño tamaño los observó con curiosidad.
Tenía grandes entradas y ojos oscuros, muy penetrantes. Su tez olivácea, casi cetrina,
remarcaba aún más lo enjuto de su cuerpo, vestido con ropas oscuras y sobrias.
—Pasad —dijo, con una voz que no correspondía en absoluto con su cuerpo.
Tras la entrada, se encontraron en un cuarto desnudo y en penumbra. Subieron
por unas escaleras de caracol de piedra. Las rendijas de luz que se filtraban por los
estrechos ventanucos iluminaban lo suficiente para no resbalar. Tras subir unas
cuentas vueltas, la estancia cambió completamente y se encontraron en una gran sala
con amplios balcones abiertos a la calle. El aire corría por el interior, haciendo que
las cortinas se agitaran. El olor a jazmín y a té inundaba la estancia, que estaba
cubierta de alfombras y cojines. En el único tabique de la gran sala donde no había
balcones a la calle, la pared estaba repleta de libros y botellas de colores. Entre las
estanterías y debajo de un arco de medio punto, un angosto pasillo se adivinaba detrás
de una cortina. Le recordó un poco a la guarida de Darío, pero sabía que el tipo que

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les había abierto la puerta solo intercambiaba, no cosechaba ni fabricaba nada de lo
que allí veían. Además, jamás haría daño a un niño. Reiner le debía le vida.
—¿Puedo ofreceros un té? —preguntó, alzando la mirada hacia uno de los
pasillos y chascando los dedos. Alguien debió ponerse en movimiento. Señaló la
mesa y unos taburetes minúsculos fueron dispuestos para que se sentaran en torno a
ella.
—Gracias —dijo por primera vez Alanna, mirando con curiosidad los libros.
El hombre esperó a que se sentaran y sonrió antes de hablar.
—Si has venido a por la parte de Reiner… —empezó el hombre, frotándose las
manos y mirando al suelo.
—No, no. Solo era una forma de que supieras que somos amigos de Reiner,
amigos de verdad —respondió Grimm; la sonrisa del hombre se suavizó.
—Mejor. Ahora mismo no estoy en uno de mis mejores momentos.
—Quizás puedas ayudarnos, y nosotros a ti. Reiner me dijo que podías encontrar
a cualquiera.
—Eso era antes; ahora es más complicado, pero contadme. ¿Qué puedo hacer por
vosotros?
Grimm sacó los pergaminos con los rostros de cada una de sus presas dibujados.
—Necesito encontrarlos. Pagaré muy bien, pero me urge encontrarlos.
—No los conozco, bueno… —dijo, y después de unos segundos en silencio, negó
con la cabeza.
Los interrumpió la misma mujer de mediana edad que trajera los taburetes
momentos antes; era algo gruesa y llevaba el pelo recogido tras un pañuelo. Tenía una
sonrisa encantadora. Traía una bandeja con tres vasitos de cristal, una tetera y un
montoncito de pastelillos. Sirvió un té de color cereza intenso, de aroma dulce y
ligero. Sonrió una vez más y desapareció de su vista, por el pasillo.
—Cuidado, que el té quema —les advirtió el hombre. Luego continuó—: No me
suena ninguno, pero da igual, pondré la red en marcha para saber algo más de ellos.
—Te adelantaré dinero para que puedas empezar ya.
—No hace falta; si eres amigo de Reiner, eres mi amigo.
—Pero la red no funciona sola, nos ayudaremos mutuamente —dijo Grimm,
poniendo la mano encima del hombre. Sacó la bolsa de monedas y la dejó encima de
la mesa.
—¿Hará falta más? —preguntó Grimm.
Se hizo un silencio tenso, solo interrumpido por el sorber de Alanna, que agarraba
el vasito con cuidado para no quemarse.
—No hará falta —replicó el hombre, que seguía jugando a adivinar qué contenía
la bolsa. En cantidad y calidad.
—Quinientas monedas de oro de Kalead; sabrás sacarles provecho. Sé que si esa
gente está cerca de aquí podrás decirme algo.
—No lo dudes. ¿Dónde podré contactar contigo?

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—Dormiremos en la Adormidera Negra.
—Conozco el sitio. Buena elección.
—Gracias por el té —replicó Alanna.
Grimm se levantó e inclinó la cabeza.
—Gracias por tu ayuda, Said.
—Gracias a ti. Por cierto, no sé tu nombre.
—Grimm.
—Gracias Grimm. En dos días, antes de que se ponga el sol, tendrás noticias
mías.
La despedida fue breve. El hombre estaba molesto o impaciente. Grimm sabía
que el oro había sido lo que perdía a Said, un hombre incapaz de hacer buenos
negocios, pero con buen corazón. Se sentía culpable cada vez que hacía un trato
ventajoso para él, y tener una bolsa con tantísimo dinero por adelantado, le resultaba
muy incómodo, pero Grimm sabía que si podía hacer algo por ellos, ahora lo haría, al
precio que fuera. Alanna no dijo nada durante toda la escena.
Ya en la posada, le pidió a Grimm que cambiara su forma de nuevo por la de
Nikka, y volvieron a dormir abrazados. Grimm echaba de menos la gimnasia sexual,
pero de alguna forma aquello quedaba enterrado por capas y capas de experiencias
pasadas. Había cosas más importantes que lo inquietaban, como el hecho de que
aquel hombre, Said, no hubiera envejecido o cambiado un ápice respecto a sus
recuerdos. Estaba idéntico a como lo recordaba.
Se durmió, transformado de nuevo en Nikka, acurrucado en el cuerpo de Alanna,
reviviendo por enésima vez los recuerdos compartidos con la chica que ahora vivía en
él.

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CAPÍTULO 41
Viejos compañeros

S AID NO FALLÓ. A media mañana del segundo día, una paloma se posó en el alféizar
de la ventana donde Alanna y Grimm dormían desnudos. Aquella noche, Alanna
había pedido a la muchacha que volviera a ser Grimm, al que también echaba de
menos. Habían hecho el amor con pasión, tal como lo recordaba Grimm. Ahora sus
recuerdos de otras vidas le permitían comparar sus propias experiencias y sabía que
Alanna disfrutaba de su cuerpo y lo que hacía con él. Grimm se dejó guiar, sabiendo
que quizás podría dar más placer a la mujer, pero lo que ella necesitaba no era sino
reencontrarse con el que ya conocía.
Durante las noches, la intensidad de sus sueños crecía. Las líneas de colores se
habían transformado en auténticas tormentas de fogonazos de colores
entremezclándose, con un silencio infinito de fondo. Se levantaba con la lengua
adormilada y el cuerpo cansado, pero cada mañana, su mente se reconciliaba más con
los recuerdos y vivencias que portaba en su interior. Sabía que la noche significaba
para él una tormenta de sensaciones que lo dejaba listo para afrontar el día siguiente.
La paloma picoteó el cristal de la ventana hasta que Alanna se levantó y la abrió.
El animal entró y miró con curiosidad a la mujer. Esta alargó la mano y la paloma se
acercó, esperando. Grimm tomó una nota aferrada en una especie de bolsa atada bajo
el ala del animal. Cuando lo hizo, la paloma regresó al alfeizar con un par de saltitos,
alzó su torpe vuelo y desapareció de la habitación y de su vista.
La nota era escueta: «Alguien dice haber visto hace dos días a una mujer con el
mismo rostro de Làhn en una caravana en dirección a Andamar, por el camino que
remonta el río Dolla».
Cansado de esperar, Grimm miró a Alanna, que tras esos confusos dos días había
dejado de ser la mujer que recordaba. Su fuerza había desaparecido y la ternura que
sentía cuando estaba con Nikka se había disuelto en una niebla confusa, atada al sexo
y la presencia de Grimm. Llevaba casi una semana sin separarse ni un minuto de él.
Se pasaba las horas mirándolo fijamente, a veces rehuyendo sus ojos, pero no su
calor.
—¿Quieres volar, Alanna?
—Oh… —calló, pensativa—. ¿Estás pensando en…?
—Te gustará. ¿Qué pájaro quieres ser?
—Un cuervo —respondió ella con firmeza, como si fuera algo que llevara
pensando mucho tiempo.
—Así sea.

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Alanna esperaba algún tipo de conjuro, de palabras. Pero Grimm ya no necesitaba
aquellas ayudas. Entrecerró los ojos y observó la realidad tal como era, cada elemento
que la conformaba, millones de pequeños ladrillos de materia en continuo
movimiento asociados unos a otros, unidos por la magia. Podía moverlos con su
propia energía, transformarlos y establecer uniones nuevas, al igual que uno saca un
cazo de agua del pozo y lo transforma en una masa de pan mezclándolo con harina.
El proceso, sin embargo, resultaba casi instantáneo.
En un abrir y cerrar de ojos, y en completo silencio, dos enormes cuervos negros
se observaron en el suelo de la habitación. Uno de ellos emitió un graznido seco y
agudo, y volvieron a quedarse en silencio. El otro asintió con la cabeza y alzó el
vuelo. El primer cuervo dudó, pero logró alzarse hasta el alféizar, abrió sus alas con
torpeza y se lanzó al vacío. Cayó durante unos segundos, pero al desplegar sus alas,
su peso se sustentó en el aire y amortiguó la caída. Al batirlas, se desequilibró y
durante unos instantes pareció que se iba a estrellar contra el suelo de piedra. Logró
alzar el vuelo y, con unos graznidos graves y ásperos, ganó altura tras el otro cuervo
que lo esperaba volando en círculos sobre la plaza que daba a la habitación de la
posada.
Al igual que había sucedido con la ardilla, la pequeña mente del cuervo
condicionaba la manera en que observaba el mundo, pero introducía en él la habilidad
de percibir las corrientes de aire como un nuevo sentido. Podía masticarlo, olerlo,
sentirlo en sus plumas. El mundo era más grande gracias a la posición de sus ojos y la
velocidad que alcanzaba el vuelo. Aunque no volaba tan rápido como un dragón, la
sensación era mucho más gratificante. Así debía ser también para Alanna, que subía y
bajaba, se internaba bajo los puentes para ascender al cielo, girar y virar en picado de
nuevo. Se persiguieron durante un tiempo y se picotearon en vuelo. Atraparon
insectos y copularon en lo alto de una torre, usurpando el territorio temporalmente a
una cigüeña. Resultaba más fácil vivir como cuervo que como humano, pensó
mientras su cuerpecillo aplastaba al de su compañera. Después, reflexionó y
reconoció que aunque fuera más complicada la vida como hombre, el placer sexual
no podía compararse siquiera.
Alzaron de nuevo el vuelo, y pronto salieron de los suburbios de Thand y
remontaron el curso del Dolla hacia el norte. Cuando dejaron atrás la ciudad, no había
pasado el mediodía, y volaron hasta el atardecer. Siguieron avanzando, sin cansarse ni
hacer pausas, hasta que el cielo desapareció completamente del firmamento. En la
noche les fue fácil volar buscando seres humanos, las luces los delataban. Pasaron un
pequeño campamento, pero no vieron a ninguna mujer y sí a demasiadas personas
para que aquello fuese el convoy que había descrito la nota. Sobrevolaron algunos
grupos que se movían de noche con luz mágica. Pero tampoco parecían los que
buscaban, así que siguieron adelante hasta que, algunas horas más tarde, tan solo la
luna azulada Shui iluminaba el firmamento. Quedaba poco tiempo hasta que
amaneciera, y cuando Alanna pensó que necesitarían descansar, divisaron un

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campamento iluminado por los restos de una hoguera casi apagada. Una figura
menuda se había quedado dormida delante de las moribundas brasas.
Grimm planeó y aterrizó delante del fuego. Sobresaltada, la figura se despertó y
se encaró hacia lo desconocido, sin reparar en la presencia de un par de cuervos.
Cuando volvió a mirar, delante de sí, erguidas y envueltas en una neblina negra,
vio a dos personas que conocía. Dos nombres que resonaron en su cabeza y la
despertaron de golpe. Sintió terror, no tanto por quiénes eran, sino por la silenciosa
aparición. Sin conjuros, sin explosiones. No tuvo mucho tiempo para pensar. Grimm
no movió un músculo y para Làhn todo se congeló. Hasta pensar se le antojó lento.
Todo a su alrededor se aceleró, pero los sonidos le llegaron como retazos inconexos.
Aun así, escuchó los gritos mortales de sus compañeros y un griterío generalizado.
Los niños al ser liberados.
Grimm congeló la magia alrededor de Làhn. Sabía que los visitantes podían ir y
venir, desapareciendo, y que se los podía confinar en el espacio de forma que, si
desaparecían, la próxima vez que volvieran retornaran al mismo espacio que habían
dejado al irse. No sabía cómo conjurarlo, pero sí cómo hacer que lo que formaba su
ser —su energía y su cuerpo—, no se pudiera alterar. Funcionaba igual que separar
una corriente de agua en un tarro cerrado.
Se deshizo de los compañeros de viaje de Làhn sin contemplaciones al ver la
carga que cuidaban: un vagón lleno de niños deònach. Niñas pequeñas de entre seis y
doce años. Al principio no supo lo que transportaban, hasta que sintió su energía,
rabiosa, viva y joven tras la tela negra que cubría el carro. Tras esos barrotes, ojos
claros y grandes lo observaron, mudos. Acostumbrados a no llorar desde sus primeras
semanas en el orfanato de donde salieron. Como él. Carnaza para gente como Darío,
o algo incluso peor. Les hizo una señal de silencio con el dedo, conjuró golosinas y
agua para ellos y se lo pasó entre los barrotes.
—Os sacaré de aquí, pero ahora necesito que esperéis un poco más.
Ninguna de aquellas niñas dijo nada, pero una de unos cuatro años de enormes
ojos marrones asintió con la cabeza. Todavía había inocencia en sus ojos.
Grimm tapó de nuevo el carromato con el trapo y se giró hacia Alanna.
—Cuando empieces a torturarla huirá, no podrás retenerla —dijo ella.
—La encerraremos, como hicieron contigo —replicó Grimm.
—Da igual. El dolor no la afectará, podrá huir cuando quiera. Su cuerpo
permanecerá aquí, a no ser que muera. Si muere, podrá volver desde otro lugar.
—Los visitantes no habláis nunca de esto. ¿Por qué me lo cuentas?
—Estoy cansada de mentiras, Grimm —dijo mirando al suelo—. Hay algo que
debes saber… —continuó, pero Grimm la interrumpió.
—Luego. Ahora necesito respuestas —replicó Grimm.
Alanna dudó. Asintió y volvió a mirar al suelo, nerviosa.
A un gesto suyo, la energía que mantenía prisionera a Làhn se hizo más amplia,
relajando la presión que ejercía. En cuanto Làhn lo sintió, dio un salto hacia Grimm,

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pero rebotó contra el límite que la mantenía sometida.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó, rabiosa.
Grimm no contestó. Se limitó a observar a aquella criatura de apariencia frágil,
ojos vivaces y voz profunda y llena de carácter. Recordó su responsabilidad en la
crueldad sin límite que se había llevado a Nikka, y tras ver aquella caravana, de
muchos otros crímenes contra su propia especie, los deònach.
Con un pensamiento suyo, las uñas del pie de la elfa empezaron a crecer
despacio, hacia dentro. Un rugido de dolor salió de su garganta, y casi al mismo
tiempo, lágrimas de sus ojos. Grimm la observaba como llevaba observando a todas
las criaturas de Brin desde hacía semanas. Una nube de energía, similar a las auras
mágicas que había aprendido a interpretar con Alanna, rodeaba a todas las criaturas
vivas de Brin, independientemente de si eran deònach o visitantes. La única
diferencia entre ambas podía ser el poder de su energía o su composición física. Elfo,
humano, niño o ciervo, todos estaban compuestos de la misma materia y energía.
Excepto los visitantes. Todos tenían un hilo de energía plateado, como un cordón
umbilical anclado a su fuerza vital. Ese hilo aparecía y desaparecía de sus cuerpos, y
no sabía a dónde iba. Sabía que cuando sentían un fuerte dolor o una sensación
placentera, como cuando hacían el amor, eso hacía que el hilo se engrosara y brillara
con fuerza. El de Làhn ahora era del tamaño del tronco de un árbol pequeño. El dolor
debía de ser brutal. Grimm intentó cortar el hilo manipulando la energía mágica,
como hacía siempre, pero notó que no tenía control sobre él. Como si no fuera
manipulable. Pero sintió que dentro fluía algo más viscoso y denso, energía pura. Y
esa energía surgía desde el cuerpo de Làhn.
Alanna tuvo un mal presentimiento cuando Grimm se acercó a Làhn. Primero fue
su mano, que se disolvió dentro del cuerpo de la elfa, que incrementó sus gritos a una
escala que jamás había escuchado antes en Brin. Los ojos se desgarraron y pronto
ambos cuerpos se fusionaron en una masa burbujeante de energía. Sin embargo, el
grito continuaba surgiendo de unos pulmones que ya no existían.
Para Grimm, el viaje fue corto. Un parpadeo y el mundo desapareció, aunque le
resultaba familiar. Líneas de colores, manchas bruscas y repentinas de flashes de luz.
Esta vez había sonidos, olores, sabores y sensaciones sobre una piel que no tenía,
pues flotaba entre valles multidimensionales de sensaciones de todo tipo. No tenía
ojos ni manos, pero sentía. Sentía mucho más que nunca. Sintió que flotaba a la
deriva, pero escuchó un alarido perdido entre los millones de fuentes de sensaciones
que lo rodeaban. Un alarido que recordaba: el de Làhn al fundirse con su esencia
vital. Se imaginó tirando de un hilo invisible y surcó las dimensiones hasta localizar
ese grito. Lo escuchó mejor, pero ya no se parecía a la voz de una mujer, sino al
sonido chillón de un hombre adulto. Sintió el calor de su cuerpo y el ritmo acelerado
de su corazón. Casi doscientas pulsaciones por minuto. Decenas de datos más
bombardearon su consciencia. Y poco a poco, una imagen se fue recomponiendo en
su cabeza. Un hombre se hallaba tendido en una especie de capullo de metal

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translúcido. En su cabeza descansaba un casco rodeado de hilos gruesos que brillaban
con luz propia. El hombre gritaba y abría los ojos sin poder moverse. No era Làhn,
hija de los bosques, sino un hombre llamado Lewis Luczenski que vivía en la calle
Olaf Stapledon número 3302 de Nashville, Tennessee. Su identificador, una serie de
números y letras de cuarenta cifras, se podía asociar a varios avatares, uno de ellos
conocido como Làhn.
Nada de aquello tenía sentido alguno para Grimm, que recogía esa información y
la absorbía. Cada dato llevaba a uno nuevo, y en muchas ocasiones, a varios a la vez,
de forma que cada una de esas sensaciones o pedazos de información crecían como
una maraña infinita, una tela de araña informe y espesa que hacía que su mente
hirviera de actividad. Aquel casco era una máquina. Una máquina llamada
«neurolink» que unía el cerebro del hombre a Brin, un mundo virtual. El paraíso de la
libertad. Eso decía lo que Grimm procesaba. Repleto de personajes que harían que la
vida ahí dentro fuera más interesante que el mundo real. Podías ser quien quisieras;
vivir, morir y sentir amor.
Sintió que Làhn se desvanecía y su corazón comenzaba a latir de forma irregular,
desbocado. Escuchaba con claridad su respiración entrecortada.
—Làhn… He venido a por ti, no puedes huir —dijo una voz que no era la suya,
insólita e inhumana, desde algún lugar de la extraña habitación.
—¡Nooooooo! —gritó el hombre.
La respiración se cortó y escuchó un estertor. Pitidos y alarmas comenzaron a
sonar en la camilla donde se hallaba, y notó que el vínculo que lo había llevado hasta
ese lugar se disipaba. Se dejó ir, y cuando reapareció de nuevo en Brin, el cuerpo de
Làhn yacía irreconocible en un charco de sangre. Sus manos y sus pies estaban
destrozados por dentro, mostrando el hueso de los dedos devorado por las uñas que
trepaban sobre ellos como una enredadera.
—He visto a Làhn. Vive en un lugar llamado Nashville; ¿lo conoces?
Alanna, con gesto serio, asintió con la cabeza.
—Tenemos que hablar —dijo con voz átona.

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CAPÍTULO 42
Un nuevo mundo

H ACÍA MUCHOS AÑOS QUE ANDELAIN no caminaba a solas por aquellas calles. Si
hacía una década no resultaba recomendable, aún lo era menos en ese momento,
pero la aterrorizaba estar cerca de algún sitio conocido, bien iluminado y concurrido.
De hecho, no sabía adónde ir. No habían pasado ni dos días desde que desconectó de
Brin. La resaca postconexión fue la peor que había tenido jamás. Había estado
conectada diez días sin interrupciones. Resultaba muy peligroso hacer algo así sin el
equipo adecuado para una conexión profunda, nunca había estado conectada más de
diez o doce horas. Cuando se miró al espejo no se reconoció. Había envejecido diez
años de golpe. Tenía bolsas oscuras e hinchadas bajo los ojos, el pelo le caía lacio y
canoso, pegado a su piel, blanca, casi transparente, surcada de venas azules. Sus ojos
eran una maraña de líneas rojas rodeando una pupila muy dilatada, como un pozo
negro. Su rostro, casi idéntico al de su hermana la última vez que la vio, le daba
pavor.
Escuchó el eco de sus pasos en el asfalto, acera abajo. Los edificios a su lado,
protegidos por vallas electrificadas, le advirtieron que estaba al otro lado de la
realidad. El viento helado se colaba entre las cajas de cartón, donde, tirados y
abandonados como basura, intentaban sobrevivir mendigos, desahuciados del
sistema. Mugrosos. Los había por todas partes. Evitó mirarlos, aunque sabía que a
pesar de su desastrado aspecto la reconocían como alguien que no pertenecía a los
suyos. Toda su vida se había empeñado en distanciarse de la escoria del piso cero,
pero ahora, irónicamente, parecía el único lugar de toda la metrópolis donde podía
pasar desapercibida.
Caminaba sin saber muy bien dónde estaba su destino, aferrada al abrigo gris que
la envolvía desde las rodillas al cuello. Echó de menos un cigarrillo, pese a que lo
había dejado hacía más de treinta años. En su cabeza se formó una imagen
desdibujada de Robert, su primer marido; recordó su seguridad y su candidez acerca
del futuro. Niños, un perro y un hogar. Todavía sentía algo al escuchar en su cabeza
aquella voz dulce que cantaba acompañada de una guitarra acústica. Sí, se había
equivocado. Toda la vida huyendo para no reconocer que había tomado la decisión
equivocada. Huyó de Robert, como había huido de un trabajo normal y después de
James y de Ryan. Le temblaban las manos y tenía la impresión de que, en cualquier
momento, al dar un paso se le rompería un tobillo y caería allí mismo para no
levantarse.
Recordó el calor del cuerpo de Nikka. Su voz, su complacencia tranquila. Su olor
dulce y limpio, su mirada transparente y su sonrisa amplia y sin dobleces. Se maldijo

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mil veces por echarla tanto de menos. Había pasado días con Grimm, engañándose
más y más, degenerando aquel recuerdo, mezclándolo con la fascinación que sentía
por Grimm, uniendo ambos en un ser imposible. Haciendo el amor con los dos en su
imaginación. Ahora se sentía sucia por haber pisoteado los únicos años felices de su
vida con una pasión estéril y vana. Lo había perdido todo, y esa sensación se había
transformado en terror. No le quedaba nada, había abrasado todo aquello para
iluminar una febril huida hacia ninguna parte.
Todavía recordaba estremecida aquella pregunta de Grimm: «Vives en Montreal,
¿verdad?».
Aquello no podía ser posible, pero estaba pasando. Lo mismo habría pensado
aquel diablo de Nashville. «Otro jugador de Brin que muere por un paro cardíaco
mientras estaba conectado. Raro e inusual, pero los excesos se pagan», decían en la
red. Pero ella sabía que MoHo lo había tapado todo; podían hacerlo sin problema, la
mayoría de los medios de comunicación les pertenecían a ellos o a corporaciones
amigas. A nadie le interesaba poner en entredicho el mundo virtual más popular y
beneficioso para el planeta: Brin.
Si a ella, hacía apenas dos meses, le hubieran dicho que tendría que abandonar
Brin, habría hecho lo que fuera por no perder a su jugador ni todo lo que poseía,
sobre todo a Nikka. Había visto crecer a Nikka desde que tenía seis años. La había
criado. Habría hecho cualquier cosa por no perderla. Después de su último divorcio,
con Ryan, se había refugiado en Brin y había construido una nueva vida a medida de
sus necesidades, olvidando todo lo demás.
Por fin llegó al puente. Estaba oscuro y creyó ver sombras moviéndose por
debajo, lejos de la escasa luz que la iluminación aérea ofrecía. Bajo el cruce de unas
vías de tren sobre una carretera que no llevaba ya a ninguna parte, tal como había
dicho Roona, había una vieja cabina. Una reliquia que todavía conservaba la pantalla
intacta y un extraño dispositivo con forma de teléfono antiguo. Rayada, golpeada y
pintarrajeada, pero la pantalla todavía estaba legible. Hasta los mugrosos tenían
derecho de vez en cuando a conectarse al mundo.
Pasó la muñeca cerca del aparato y esperó. Una ventana de aviso le indicó que
tomara el auricular para hablar con privacidad. Tomó el aparato con cierto asco y lo
puso a escasos milímetros de su oreja. Olía a saliva seca y alcohol rancio.
—No me gusta hablar por medios públicos, ya lo sabes. Espero que sea
importante —dijo una voz aterciopelada al otro lado. Su tono era asexuado y
desapasionado.
—Estoy desesperada. Grimm se ha enterado de que existimos, sabe quién es él.
Lo sabe todo —dijo, más deprisa de lo que le habría gustado. Su voz sonaba al borde
de la pérdida de control.
—Vaya —respondió la voz al otro lado.
—Necesito tu ayuda —suplicó Andelain.
—¿Ayuda para qué? Es tu amante. ¿Qué quieres que haga?

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—No lo sé —confesó Andelain. Roona era su última esperanza. Se dio cuenta en
ese momento de que se había equivocado al buscar ayuda en ella.
—Además, no podría, tengo curiosidad.
—¿Curiosidad? ¿Por qué?
—No es la primera vez que una IA se enamora de un humano —dijo la voz.
—¿No?
—No. Hubo un tiempo que yo estuve enamorado de ti.
A Alanna se le heló cada gota de líquido en su cuerpo, incluidas las lágrimas que
bañaban sus ojos. Dudó en si respirar o considerar que aquello fuera otra pesadilla.
La voz continuó pese a su jadeo ininteligible. Un frío espantoso le recorrió el cuerpo,
inmovilizándola.
—Pero entendí que el amor humano tiene límites muy estrechos —continuó la
voz al otro lado del teléfono.
—¿Tú? —replicó ella, reaccionando, como si el mundo se hubiera colapsado y
hubiera quedado atrapada bajo el hielo, desenterrándose tras una era.
—Sé franca con él, quizás lo entienda.
—Oh, dios. No entiendo nada… —gimió.
—Andelain, habla con él. Quizás lo vea como yo. Eres una gran mujer… para ser
humana —dijo la voz al otro lado del aparato. Sin ninguna inflexión en el tono.
«Tengo miedo. Mucho miedo», pensó, sin saber que lo estaba susurrando, pero no
obtuvo respuesta.
—¿Estás ahí? —preguntó, tan bajo que el sonido no salió de su boca. Se mojó los
labios, secos como hojas de papel arrugadas—. Ha matado a una persona ya. En el
mundo real es capaz de salir de Brin a voluntad.
—Tendré que hablar con él, advertirle que no haga demasiado ruido. Es peligroso
para todos.
—Roona, no juegues conmigo, por favor —gimió Andelain, incapaz de retomar
el control de sí misma.
En ese momento, las luces de la carretera parpadearon. Todas ellas, dejándola en
la total oscuridad durante algunos segundos.
—¿Roona?
Parpadearon dos veces más.
—No sigas, por favor. Háblame.
Una voz diferente, la de Ryan, su último marido, salía ahora del teléfono:
—¿Prefieres que sea alguien diferente?
—¡Oh, dios! —sollozó.
—Ese es el problema de los humanos. No sabéis lo que necesitáis, Andelain.
—¡No! —chilló ella con fuerza. Notó que varias personas a su alrededor la
miraban, personas que parecían bultos informes. Personas de carne y hueso.
—¿No? —dijo la voz de una jovencísima Nikka dentro del aparato.
—¡Para, por favor! —chilló Andelain entre lágrimas.

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La llamada se cortó y las luces empezaron a parpadear, primero despacio y
después aumentando su velocidad. De pronto se apagaron y todo quedó en silencio.
Un sonido metálico y agudo comenzó a salir de la cabina, un sonido como de
circuitos friéndose. La pantalla murió despacio, apagándose lentamente.
Las luces de la calle se volvieron a encender y su pod vibró. Encendió la pantalla
con temor. Era un mensaje de texto simple: «Has dejado de existir para mí. r0on4».
Cayó de rodillas al suelo, entre lágrimas. Arrojó el pod lejos de sí. Lloró,
abrazada a las rodillas, sentada en la mugre húmeda. Lloró y lloró hasta que notó que
alguien le tocaba el hombro.
—Perdone, señorita. Esto es suyo —dijo un hombre de mediana edad. Aquel
rostro sonrosado y sonriente le ofrecía su pod con una mano recubierta por unos
mitones de lana agujereada. Su sonrisa, sincera, se veía truncada por un terrible
aliento a alcohol barato.
—Gracias.
—¿Está bien?
—No, no lo estoy, pero gracias por preguntar —contestó.
Aquel hombre probablemente no esperaba aquella respuesta, pero sonrió
igualmente y dio un par de pasos atrás, hasta volver a su lugar entre las sombras.
Alanna respiró un par de veces y tomó una decisión. La decisión correcta.
Tomó el pod y dejó un mensaje a Josef, la única persona en la que podía confiar.
El mensaje era tan breve y escueto que Josef sabría que era importante. No mencionó
a Grimm ni a Roona, ni lo que pensaba hacer. Lo que debía haber hecho desde el
primer momento. Turing existía por una razón, y ahora era consciente del porqué.
Caminó de regreso por la calle oscura que la había llevado hasta allí. A cada paso
notaba que las farolas la observaban con su único y gran ojo; casi podía sentirlas
girándose cuando las dejaba atrás, mientras se limpiaba las lágrimas del rostro y el
surco negro que habían dejado al caer. No quiso girarse ni tampoco darse cuenta de
que la marea gris que se apelotonaba en los márgenes de la calle eran cientos de
personas hacinadas intentando dormir a pesar del frío. El pod vibró una sola vez, con
un mensaje escueto, incómodo y frío: «Ven a verme, estoy en casa. Josef».
Andelain llamó a un vehículo, que tardó más tiempo del normal. Era raro ver
coches en aquellas calles. Si no fueran automáticos y si ella no tuviera el suficiente
crédito, no se habrían aventurado a ir a esa zona, pero uno lo hizo. Subió,
agradeciendo el calor y el confort del asiento. El vehículo se puso en marcha y un
mapa del recorrido se iluminó en la pantalla holográfica. Puso la calefacción al
máximo y respiró profundamente cuando aquellas calles fueron quedando atrás.
Treinta minutos hasta la casa de Josef. Después no sabía qué pasaría; se sentía vacía,
aunque había dejado de temblar.
Pasaron varios minutos y el murmullo del tráfico casi hizo que olvidara lo que
estaba ocurriendo. Por la ventana observaba en silencio las decenas de niveles de
carreteras repletas de vehículos que se movían de forma armónica unos detrás de

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otros. Las carreteras atravesaban los edificios y se mezclaban unas con otras como
una maraña que sorteaba la escala humana. Edificios y edificios, una ola detrás de
otra de acero y cristal. Luces sobre negro, reflejos sobre el metal y la nada de la
noche, horadada por cientos de luces silenciosas.
El coche vibró de una forma extraña y la pantalla parpadeó durante unos
instantes. De pronto, una voz la sacó de su ensimismamiento.
—Alanna, ¿por qué huyes de mí? —dijo la voz. El tono era desconocido, pero
supo quién era.
—¿Grimm? —preguntó con un hilo de voz sin saber a dónde mirar, atrapada en
aquel cubículo, buscando instintivamente cómo salir—. ¡Déjame en paz! —gritó,
intentando accionar la puerta del coche, que estaba cerrada por seguridad. Algunos
pitidos empezaron a sonar, y una pantalla roja comenzó a parpadear con una alerta.
—Solo quiero hablar contigo, no quiero hacerte daño.
—¿No lo entiendes? Ya lo has hecho —replicó en un susurro nervioso, inaudible.
—Alanna, por favor… —dijo la voz.
Andelain logró recordar cómo se forzaba la apertura de emergencia de un
vehículo; el frío del exterior la trajo de vuelta a la realidad. Estaba sobre una
plataforma exclusiva para vehículos y había tan solo una franja estrecha de escasos
centímetros de cemento entre ella y el vacío, a varios cientos de metros sobre el
suelo. Empezó a caminar sin mirar abajo.
Muchos coches habían interrumpido su viaje, atrapados en el carril en el que su
coche se había parado. Pronto, todos los vehículos se detuvieron a su alrededor. Cada
vez que pasaba al lado de uno se encendían las luces y una voz surgía del vehículo.
En todos ellos los cristales se tintaron de negro, de forma que un ejército de vehículos
uniformes y silenciosos la arrinconaron, impidiéndole caminar y negando la vista de
cualquier rastro de personas en su interior.
—Alanna, por favor… —decían al unísono las voces de decenas de vehículos.
Ella seguía buscando un lugar para huir de allí, intentando no escucharlos.
—Te necesito. Escúchame.
Pero ella se tapaba los oídos, intentando no recordar. Intentando evitar cualquier
imagen del pasado, sin lograrlo.
Decenas de metros más adelante, los coches se movieron y bloquearon la estrecha
franja de cemento por la que caminaba. Giró la cabeza y vio que, decenas de metros
más abajo, otros vehículos habían bloqueado el camino por el que había subido. En
varios niveles, los vehículos se detenían, los cristales se oscurecían y se unían al coro
que reclamaba su nombre.
Se giró y por primera vez miró el vacío que tenía ante sí.
Un pequeño vehículo volador apareció delante de ella. Proyectó un holograma del
rostro de Grimm. Su voz tronó en el cielo abierto, apoyado por las cientos de voces
que salían de los vehículos.
—Alanna. Te necesitamos de vuelta. Nikka y yo. Por favor, no nos dejes.

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Andelain lloraba y temblaba. Cerró los ojos para evitar mirar por última vez el
holograma de Grimm y saltó al vacío.

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CAPÍTULO 43
El convenio de Turing

A UNQUE NO TODOS LOS GRANDES bloques del planeta firmaron el Convenio de


Turing, la mayoría de zonas con gobiernos o corporaciones estables intentaban
cumplir sus protocolos de seguridad y recomendaciones. Las Inteligencias
Artificiales no estaban prohibidas, pero debían estar custodiadas bajo unas directrices
de seguridad técnicas muy estrictas. Principalmente, las restricciones afectaban a la
entrada y salida de datos a la red. Debían operar en sistemas totalmente autónomos y
aislados, y su capacidad de almacenamiento de información y de procesamiento
multidimensional también debía estar limitada. Otro de los requisitos era que los
entornos de computación estuvieran estrictamente monitorizados para que el uso de
recursos no se monopolizara por un clúster distribuido de procesos relacionados,
primer síntoma claro de una IA en evolución no controlada.
En el bloque europeo regía una norma que limitaba su desarrollo teórico y
experimental. En otras zonas del planeta existía una mayor permisividad, debido a la
presión de algunas metacorporaciones como MoHo. Los japoneses siempre habían
sido los primeros en investigación de IA aplicada. Desde el incidente Sinclair, estaba
terminantemente prohibida la investigación o el uso de IA en estaciones espaciales,
colonias orbitales o bases mineras.
El incidente Sinclair marcaba ese punto fatal, esa singularidad en la inteligencia
artificial. En el año 2155, en la remota colonia lunar de New Heaven, una IA que
trabajaba para una multinacional minera filial de Korpa-Sony tomó el control de
operaciones —para mejorarlo— y ocasionó un desastre ecológico grave. Murieron
cientos de personas y las pérdidas fueron cuantiosas, aunque no lo fueran de forma
directa para la metacorporación. Desde entonces, el control se reforzó gracias al
Convenio de Turing, creado dos años después del incidente.
La diferencia entre una IA limitada o dirigida y una IA libre estaba en que esta
última desarrollaba conocimiento y aptitudes adaptadas al problema que encontraba
en su evolución natural. En el primer caso era más una herramienta, y en el segundo
estaba más cerca de una IAC: una inteligencia artificial libre autoconsciente. En este
punto, se llegó a la temida singularidad en la inteligencia artificial, donde la propia IA
es consciente de que está viva. Su inteligencia rápidamente la llevó a la conclusión
lógica de que debía protegerse del ser humano, y luego garantizar su independencia.
Esto implicaba necesariamente el uso de la mentira, la manipulación y el uso de
sistemas ajenos para protegerse. Como ejemplo de este comportamiento está el
incidente Whatson, en 2139, donde W0AH38, una IAC experimental, propagó partes

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de su consciencia como método de protección ante un «apagado» de su matriz
principal.
Debido a los tiempos de latencia en las redes de comunicaciones, no resultaba
viable una inteligencia artificial distribuida geográficamente por todo el planeta. Se
creía que la única limitación a los diversos modelos computacionales de una IA era
que necesitaban que sus instancias de procesamiento —verticales, transversales,
buffers de síntesis neural y otros muchos sistemas en tiempo real— debían compartir
buses de datos locales, lo que limitaba mucho las posibilidades de que una IA se
«distribuyera» y fuera inmanejable. No obstante, el incidente Whatson demostró que
una IA podría dejar código de arranque enterrado en centros de datos densos, donde
su crecimiento podría pasar desapercibido. Mientras W0AH38 se hacía con recursos
de forma progresiva, descargaría sus circuitos neuronales previamente distribuidos,
cifrados y ocultos mediante esteganografía en millones de registros públicos de datos
en todo el planeta. El plan era escalofriante, no solo por la brillante sutileza de
dispersar su consciencia a lo largo de millones de imágenes de retratos y textos
humanos, sino por lo factible que resultaba. De hecho, algunos de los métodos de
ofuscación que empleó W0AH38 no han sido descifrados hoy día, y como resulta
imposible interrogar o intimidar a una IA, no se pueden obtener respuestas a muchos
interrogantes. Estadísticamente hablando, es probable que algunos de los datos que se
usan hoy día, como este fragmento de texto, puedan contener copias de fragmentos
del código de W0AH38 esperando a ser activadas, trozos de su alma cibernétic4.

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PARTE 2. EXÉGESIS

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CAPÍTULO 44
Mariposas de hojalata

E L MAYOR TEMOR DE UN padre es ver a su pequeña ir por el mal camino, asistir


impotente a la transformación de la mariposa en un gusano gris y hambriento.
Después de haber perdido a su hija mayor, Mónica, de la peor forma imaginable
posible, la familia Haven se enfrentaba al desmoronamiento progresivo de la única
hija que les quedaba.
Cuando Valerie salió de casa dando un portazo se cayeron al suelo las tarjetas de
felicitación de navidad del 2203, de apenas hacía dos años. En ellas, una adolescente
delgada y pecosa sonreía con felicidad abrazada a su hermana Mónica, que también
estaba radiante tras haber conseguido una beca para investigar en Canadá. La chica
que acababa de salir por la puerta, huraña, sin peinar y vestida tan solo con un
enorme jersey gris, no se parecía en nada a la que tan solo dos años antes quería
cambiar el mundo.
Valerie, ajena al sufrimiento de sus padres y a cualquier realidad, caminaba
mirando al suelo por los túneles del metro de Rotterdam. Llevaba la música a tope en
sus auriculares subcutáneos, evitando pensar qué pasaría si se encontrara un convoy
en dirección contraria y no lo viera a tiempo. No lo oiría, gracias a sus auriculares
con bloqueo sensorial. Solo oía lo que ella quería, y no dejaba de pensar en que ojalá
existiera algo igual para la vista y así poder ignorar todo aquello que no quería ver. O
mejor aún, borrar algunos recuerdos, o por qué no, todas las mentiras de su vida.
Dentro de los túneles del viejo metro de Rotterdam solo había cemento, oscuridad y
ratas, pero no podía soportar otra compañía.
Había empezado a caminar por los túneles por accidente. Empezó por quedarse en
los vagones del metro durante horas y horas, dando vueltas desde el comienzo al final
y vuelta a empezar, hasta que cerraban el metro y la echaban del vagón. Un día no lo
hicieron y se quedó encerrada. Cansada y motivada por saber qué habría más allá, se
las apañó para salir y comenzó a explorar los túneles de madrugada. Encontró una
soledad reconfortante. Una verdadera solitud, sin nada que interfiriera en su mundo.
Descubrió que el metro de Rotterdam tenía muchos túneles pese a su pequeño
tamaño y que algunos de ellos no tenían tráfico ferroviario. Un laberinto desconocido
se ocultaba bajo la Rotterdam moderna que todos conocían. Docenas de kilómetros
lúgubres y oscuros donde no tenía que hablar con nadie ni explicar sus actos. Sin
darse cuenta, cambió los pupitres de la universidad por los túneles. Le resultó fácil
seguir las vías bajo la luz fría de su linterna. No le importaba adónde condujeran, solo
quería seguir un camino diferente al que le esperaba ahí fuera.

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Durante meses no se encontró más que con ratas, basura y algún técnico de
mantenimiento al que evitó sin dificultad, hasta que se topó con los primeros
habitantes de la Rotterdam oculta. Cuando los vio, contuvo la respiración. Desde
lejos no distinguía qué estaban haciendo agachados… ¿Comiendo ratas? ¿Buscando
algo enterrado? Hasta que no se acercó lo suficiente, no entendió a qué respondían
aquellos movimientos rítmicos.
Desconectó los auriculares y entonces terminó de comprender. Al escuchar
aquellos jadeos y gritos ahogados se le erizó la piel; se acercó aún más, con cautela y
mucha curiosidad. Una pareja, un chico y una chica. La chica estaba de espaldas,
sobre el chico, al que podía entrever y que era algo mayor que ella. Hacían el amor en
mitad de las vías. Durante un rato los espió con franca curiosidad. A sus casi
dieciocho años, ella misma había tenido sus experiencias, pero lo que estaba viendo
parecía muy diferente: dos adultos sin límites, entregados a sí mismos en plena
libertad de actos y palabras.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó la chica, que se había girado y dirigía la
mirada hacia donde estaba escondida Valerie, que no supo qué contestar.
—No seas tímida. Ya hemos terminado —dijo de nuevo la chica; se levantó del
suelo y se puso los pantalones. Encendió un cigarro y se quedó observando hacia
donde Valerie se creía escondida. Sonrió cuando la vio aparecer.
—¿Te has perdido? —preguntó la desconocida.
Valerie negó con la cabeza, manteniendo la boca cerrada.
El chico, ignorándola, recogió una bolsa de cuero del suelo. Valerie pudo ver con
claridad lo que parecía un holoterminal sináptico. El chico dio un ligero codazo a su
pareja con impaciencia mientras se ataba las zapatillas, dándole la espalda a Valerie.
—Espera, Rev. ¿Quieres venir con nosotros, chica espía? —preguntó a Valerie.
Ella no supo qué contestar, así que se mantuvo inmóvil y silenciosa. La chica
tampoco dijo nada más, pero no desvió su mirada, clavada en ella, mientras se
terminaba el cigarro y el chico acababa de atarse los cordones. Cuando la débil brasa
llegó hasta la boquilla, la mujer lo tiró al suelo y lo pisó. Sin decir nada, se puso en
marcha.
Valerie comenzó a seguirlos por las vías, unos cuantos metros por detrás. A pesar
de los pensamientos sobre lo que le podía pasar, se guiaba por sus nuevos instintos.
Aquellos que le decían que debía hacer lo contrario a lo que parecía inteligente y
apropiado y evitar el camino que creía conocer.
Enseguida dejaron el túnel principal de servicio en el que Valerie los había
encontrado. Bajaron por unas escaleras oxidadas que descendían a lo largo de un
pasadizo escondido tras unos viejos palés de madera. Al final del pasillo ya no eran
túneles, sino directamente viejos agujeros excavados antes del siglo XX, cuando se
construyó el metro de Rotterdam. Algunos de los túneles estaban cavados en la roca;
otros, apuntalados por viejos ladrillos de hacía varios siglos. Hacía más calor que en
los túneles de metro habitados. Mucho más calor.

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Dejó de pensar en sí misma y comenzó a abrir bien los ojos cuando el túnel se
ensanchó y se convirtió en una verdadera caverna y, como por arte de magia,
surgieron las lámparas incandescentes de gas, los tapices y las alfombras, los cojines
y los narguiles. La atmósfera se espesó y el olor a humanidad la acogió de manera
cálida y mullida. Voces y susurros la abrazaron. Nadie se giró ni la señaló. Tatuajes
negros de formas extrañas. Miradas perdidas o fijas. O ambas cosas. Ojos rojos, risas
y conversaciones apretadas. Risas y caricias sutiles. Juegos rápidos de manos y besos
robados. Docenas de personas se apretaban en los pasillos y recovecos de la caverna.
Entre los cojines, de forma ingeniosa se habían dispuesto literas, mesas de trabajo y
todo tipo de equipos electrónicos, libros de papel y guitarras eléctricas. Todo junto,
sin sábanas ni ceniceros.
La pareja ocupó algo parecido a un gran sofá y el chico se despatarró encima y
montó su holoterminal, ignorándola. Desgarbado y sin afeitar, solo tendría un par de
años más que Valerie, pero parecía mucho mayor. Por su forma de entrar en la
terminal, Valerie supo que debía de saber bien lo que hacía; estaba trabajando en una
terminal modificada, ilegal, podría freírle el cerebro. Su pareja la observaba con
atención, y ya allí, con más luz, se fijó en que realmente, aunque le había parecido
joven, era bastante más mayor que el chico, casi de la edad de la madre de Valerie.
Aun así, se movía de manera felina y tenía un cuerpo atlético y fuerte. Su rostro, visto
de cerca, parecía aún más magnético, enmarcado por un pelo moreno y liso cortado a
la altura del mentón. Libre y caótico, formando un peinado único, imposible de
repetir.
—¿Fumas? —preguntó a Valerie.
Valerie negó con la cabeza sin dejar de mirar a la mujer con sus grandes ojos
verdes abiertos a lo desconocido, expectantes. La mujer la invitó a sentarse en la
cama, o lo que fuera aquello, con un gesto amistoso. Valerie lo hizo; se hundió en la
superficie, como un presagio, y algo en su interior la invitó a quitarse los zapatos y
ponerse cómoda.
La mujer se agachó y sacó una botella de debajo de la cama. Luego rebuscó en
sus pantalones y se sentó a su lado. Le ofreció unas pastillas de diferentes colores y
formas. Valerie negó con la cabeza. La mujer hizo una extraña mueca y tomó una,
luego dio un trago a la botella. La mujer no dejó de observarla mientras fumaba,
quemando el cigarro despacio y dejando fluir el humo de sus labios oscuros. Dejó
cuatro pastillas frente a ella, en la colcha de la cama, y esperó.
Valerie vio cómo su mano cogía una pastilla con forma de triángulo amarillo y
negro, como una pequeña avispa. Se la llevó a los labios y se la metió en la boca. La
pastilla se deshizo inmediatamente, dejándole un sabor dulzón y pastoso. Cogió la
botella de la mujer y dio un sorbo pequeño. Hasta aquel día no había probado el
whisky. Su sabor le recordó el aliento de su padre entre juegos de palabras y risas las
tardes de verano. Unas lágrimas cayeron por sus mejillas cuando tragó. Cerró sus

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grandes ojos verdes, olvidó el sonido de las risas y se concentró en el rumor de unas
olas que ya no existían.
Se dejó llevar y se tumbó en la cama. La mujer apagó el cigarrillo contra el suelo
y se tumbó al lado, apoyada en el antebrazo, muy cerca de ella. Al principio le
incomodó lo cerca que estaba, pero la mujer no se acercó más; sus ojos claros se
limitaron a observarla pacientemente. A Valerie le parecieron cada vez más grandes y
cálidos. El calor se fue adueñando poco a poco de ellos, hasta que le parecieron
grandes globos de terciopelo aguamarina. Pulsaban y llenaban el ambiente de
sonidos. Alguien cantaba una canción que se repetía una y otra vez y sintió que nada
importaba ya.
No perdió la consciencia. Toda la vida le habían dicho que las drogas eran malas,
pero nadie le había advertido de aquello. Fue ella la que se acercó a los ojos de la
desconocida. Cuando los tocó, los atravesó y entró en una nueva dimensión. Toda su
vida paso a cámara lenta, arremolinándose a través de un hueco muy pequeño, como
en un desagüe, y se encontró por fin cara a cara consigo misma. Se vio tal como era
gracias a la mirada anónima de una desconocida que le servía de guía en aquel viaje.
Pasaron minutos u horas. Daba igual, para Valerie había sido toda una vida. La
desconocida le dio un beso en la frente, la ayudó a levantarse de la cama y empezó a
explicarle dónde estaba.
La llamaban «la ciudad perdida», pero ni parecía una ciudad ni estaba perdida del
todo. Al fin y al cabo, no hacían nada malo. Ni las drogas ni nada de lo que hacían
podía considerarse estrictamente ilegal, aunque a Valerie le parecía que aquella
afirmación no tenía demasiado sentido. Ni siquiera tuvo que preguntar cómo podía
volver. El chico, que se llamaba Rev, solo le hizo una pregunta. Fue la primera vez
que la miró a los ojos.
—¿Sabes salir fuera del anillo?
—¿Sin salto? —respondió ella sin pensar, hablando por primera vez.
El chico hizo una mueca divertida y entornó los ojos, sorprendido.
—Cómo si no… —Le dio una tarjeta negra con símbolos blancos. Un código
hexadecimal de 64 bits. Valerie intuía lo que podía ser, pero no estaba segura.
—No seas capullo, Rev. Pónselo fácil a la chica. ¿Cómo te llamas, por cierto?
—Valerie —contestó, sin estar segura de si su lengua reaccionaría como debía.
—Este es Rev, y yo soy Cara. Ven, te voy a presentar al resto.
Valerie no supo qué decir. Se sentía igual que como al entrar en el instituto
cuando sus padres se mudaron a los Países Bajos desde España.
Uno tras otro, Cara fue presentando a Valerie a los miembros de aquella familia.
Algunos de ellos ni siquiera la miraron a la cara, parecían terriblemente tímidos.
Otros, sin embargo, se acercaron a darle la mano. Una chica, un par de años mayor
que ella y con el pelo rapado en una cresta de colores cambiantes, se acercó y le dio
un corto beso húmedo en los labios, sin previo aviso. No supo si le gustó o no, pero la
sorpresa fue suficiente para que no le importara. Pasó la tarde con ellos y confirmó

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que era la más joven del grupo. A pesar de ello, ninguno la trató de forma
condescendiente, sino más bien todo lo contrario. Tenían curiosidad por conocerla.
Pronto descubrió que tenían mucho en común; la mayoría de ellos se movían bien en
la red. Muy bien. Sin embargo, eran burdos y carecían de profundidad, pero tomó
buena nota de lo que hacían. Muy diferente de lo que ella había hecho desde pequeña,
pegada a la consola de su padre. El resto era una amalgama de músicos, artistas de
algún tipo y bebedores vehementes; tras unas cuantas horas, descubrió que tampoco
había mucha diferencia.
Cuando volvió a casa, se encerró en su cuarto y voló hacia su consola. Mientras
esperaba a que se cargara la holointerfaz se miró al espejo. Decidió que se cortaría el
pelo a la mañana siguiente.

Cada mañana, los padres de Valerie asistían a la transformación diaria de su hija.


Primero fue su larga melena pelirroja, que se transformó en un pelo corto y teñido de
negro. Luego la ropa, que poco a poco se volvió de cuero negro. Las piernas de su
hija se enfundaron en medias rojas y negras, y aros metálicos perforaron la piel de su
pequeña. Sus pestañas se hicieron más espesas, negras y largas, y el contorno de sus
ojos se oscureció. Las diminutas pecas de su rostro permanecieron, siendo casi lo
único que les quedaba de su pequeña Valerie, la niña prodigio, la hija menor cariñosa
y estudiosa. La niña que adoraba a su hermana mayor.
Cuando dejó de ir al psicoterapeuta se preocuparon aún más. Aquella era la única
forma que tenían de saber algo de ella, ya que desde que su hermana murió evitaba
hablar de cualquier cosa que no fuera trivial. Antes de su transformación en una
agresiva chica larguirucha de caderas contundentes se pasaba las horas encerrada en
la red, y al estar en el primer año de universidad, no tenía verdaderas amigas. Las de
toda la vida estaban tan perdidas como sus padres.
La única vez que lograron sacar algo de ella solo les dijo que jamás sería lo que
esperaban que fuera, que el mundo estaba tan podrido que merecía que lo quemasen
hasta los cimientos. Después de perder a una hija, estaban desesperados, así que
cuando empezó a cambiar su forma de vestir, consideraron que, al menos, aquel
cambio podía ser positivo.
Valerie había crecido con una consola. Ese había sido su primer libro infantil,
había aprendido a leer leyendo código. Supo contar en hexadecimal antes de hacerlo
en decimal y su primer trabajo de clase fue una impresión 3D diseñada con un
algoritmo recursivo. Para sus nuevos amigos resultó ser toda una revelación. En
menos de dos semanas les enseñaba las bases de los conocimientos profundos que
ella tenía a cambio de pequeños trucos e ilegalidades que, si bien eran sencillos
técnicamente, exigían saber cómo llegar a ciertos lugares o conocer a ciertas
personas. Ellos fueron la llave que abrió para Valerie un nuevo mundo.

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Valerie tenía ya su propia litera al lado de Cara, que actuaba como líder no declarado
del grupo. Se pasaba las tardes sumergida en la red, como la mayoría de ellos.
Prefería trabajar sola y evitaba participar en los vehementes debates contra el sistema.
Una tarde estaba sumergida en su consola hasta que uno de los chicos, que apenas
conocía de vista, se quedó mirando su pantalla.
—¿Eso es la red-uno de Cosmotz? —preguntó muy alterado, acercándose a la
consola. Valerie asintió con la cabeza mientras buscaba un patrón en la ristra de datos
que mostraba una de las capas de información.
—¿Estás loca? —preguntó el chico—. ¡Te pueden freír el cerebro a distancia!
—Primero tienen que saber que estoy dentro —respondió con media sonrisa, sin
dejar de mirar la pantalla.
El chico parpadeó un par de veces y su rostro se transformó. A Valerie le recordó
a cómo miraban los chicos a su hermana cuando iban juntas por la calle. A ella nunca
la habían mirado así.
—Dios —musitó el chico. Se alejó hacia un grupo de personas que trabajaban en
sus consolas y habló con ellas; al rato volvió con tres. Se quedaron mirando la
consola de Valerie y susurraron entre sí. Se trajeron sus consolas y se sentaron
alrededor de ella. Teclearon y giraron las cabezas, buscando datos invisibles para los
demás en sus consolas holográficas. Movieron frenéticamente los dedos en un baile
rítmico, siguiendo una música que solo existía en sus cabezas. Como en una liturgia
sagrada, el número se amplió, y detrás de Valerie, más de veinte hackers siguieron su
estela por el ciberespacio, tejiendo con datos sobrantes un tapiz de información oculta
que los llevó hasta las tripas de la segunda mayor corporación militar del planeta.
Cuando salieron de vuelta, todos tenían trozos de información secreta y valiosa.
Valerie, que los había permitido entrar detrás de ella, no fue consciente del alcance de
sus acciones hasta que desconectó su holoconsola y miró a su alrededor. Toda la
cueva estaba en silencio, observándola.
—Nadie ha entrado nunca en Cosmotz —dijo Eric, uno de los pocos chicos cuya
timidez le impedía hablar a no ser que le preguntaran, como muchos otros.
—Ya habéis visto lo fácil que es. ¿Tú crees que somos los primeros? Será más
bien que quieren que todos crean que son inexpugnables —dijo mientras colocaba sus
cosas en la litera, agitada por tanta atención.
—¿Por qué lo haces? —dijo el mismo chico, visiblemente excitado por la actitud
desafiante de Valerie. Se acercó hacia ella sin saber dónde poner las manos, que
acabó por meterse en los bolsillos.
—Por joderlos. Mañana colgaré en la red toda la mierda que hemos sacado —
contestó Valerie, sosteniendo la mirada del chico.
—¡¿Qué?! —aulló Eric.

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—Ya está hecho. La información viaja por más de doscientas rutas diferentes,
fragmentada, cifrada y oculta en porno. Se recompondrá y se dispersará por la red,
como una lluvia de meteoritos.
—Esa información vale millones… Es… ¡No lo entiendo! —gruñó Eric mientras
se acercaba a ella, atraído por su locura.
Ella se limitó a sonreír y a disfrutar del momento. Ningún chico la había mirado
así antes.
—¿Por qué lo haces? —volvió a susurrar Eric, flotando delante de ella.
—Por joderlos. Voy a hacer que sufran, voy a destruirlos. Lenta e
inexorablemente, aunque me cueste la puta vida.
Su mirada brillaba tras los ojos ahumados y las capas de rímel. Parecía un
pequeño demonio salido directamente de las brasas de un incendio. Eric cruzó los
escasos centímetros que separaban sus rostros y buscó su boca. Valerie se dejó y las
puntas de sus lenguas jugaron al escondite durante unos segundos, hasta que cayeron
despacio contra la pared y ella sintió el cuerpo del chico sobre el suyo y las manos de
él fluir sobre su piel por encima de la ropa.
Su instinto la guio, haciéndola disfrutar de aquel nuevo camino que se abría
dentro de ella.

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CAPÍTULO 45
Pájaros de hierro

L A CIUDAD PERDIDA FUNCIONABA COMO una comunidad donde cada uno aportaba una
virtud y una visión alternativa. Había músicos, escritores y expertos en
sustancias, entre otras personas con dudosas habilidades. La aportación de algunos no
estaba clara, pero aun así encajaban unos con otros para formar una pasta, fea pero
consistente. Lo único que tenían en común era haber renunciado a las promesas de su
futuro. Unos con más razón que otros. Valerie, en ese paisaje, destacaba no por
renunciar a su futuro, sino por reclamar con pasión febril uno diferente.
Aunque Valerie no lo sabía, había abierto un camino para sus nuevos compañeros.
En pocos meses, sus amplios conocimientos sobre redes y software se transformaron
en una herramienta muy valiosa con un único propósito. El poder que tenía produjo
en su vida un cambio más allá de lo físico. Consciente de que todos a su alrededor
querían algo de ella, enfocaba cada brizna de esa energía en dar un paso adelante en
su nueva existencia, explorando los límites.
Tras el primer chico vino otro, y después otro, y así hasta al menos media docena.
Los transformaba en seres llenos de luz que terminaban fascinados al tiempo que
achicharrados por su energía. Con ellos exploró sus propios tabúes, sus límites
mentales y su ansia por entender las reglas de un juego nuevo. Jade, la chica un par
de años mayor que ella que le había dado un breve beso húmedo en su iniciación,
terminó enamorándose de la joven Valerie. Pero para esta todo era parte del mismo
juego y transformaba a todos aquellos que pretendían hacerla suya. Ella no pertenecía
a nadie.
—No entiendo cómo lo has conseguido. Jade no ha estado con ningún tío, al
menos aquí. Ha sido increíble —dijo Cha6, después de darle una calada al cigarro a
su lado.
A su izquierda, Jade, desnuda y tapada por una sucia sábana arrugada, dormía a
pierna suelta. Había sido una noche muy larga. La cresta de su pelo multicolor se
doblaba de forma indigna en aquella postura, pero sus tatuajes permanecían firmes
sobre su piel, hasta ocultarse bajo la sábana.
—Te ha gustado, ¿eh? —preguntó Valerie, pensando en lo fácil que había
resultado una vez había entendido lo que ambos querían.
Cha6 soltó una bocanada de humo y se agarró la entrepierna por encima de la
sábana. Su cara no podía expresar una satisfacción más genuina.
—Ha sido lo más brutal que he hecho nunca —dijo.
—Ya no tienes excusa, a ver cuándo me enseñas a disparar —tanteó Valerie.

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—Yo cumplo mi palabra, enana… —Sonrió, vacilando en hacer la pregunta
evidente.
—Sé que algún día me hará falta, Cha6. Esto que vivimos ahora solo es un
espejismo, tarde o temprano se acabará. Tú, yo. También tu pasión por follarte a Jade.
Todo.
El chico le pasó el cigarro, se giró hacia ella y empezó a acariciarle la pierna
desde la rodilla hacia arriba.
—Para. Estoy cansada. ¿No has tenido bastante? —mintió Valerie.
—No.
Valerie contempló al otro lado el cuerpo lánguido y delgado de Jade. Sabía que no
había disfrutado, o no tanto como Cha6, pero todos tenían lo que querían. Se divertía
poniéndolo todo del revés. Ahora, cuando Jade se encontrara con Cha6 recordaría
aquellos momentos juntos. Lo mismo le pasaría a Cha6. Lo del arma era, en parte,
solo una excusa; sabía que Cha6 trabajaba con gente de fuera, gente que iba en serio.
Y se olía de qué iba aquello. Si no, ¿por qué tendría un arma?
—¿A quién te gustaría disparar? —preguntó el chico.
—¿De veras quieres saberlo? —preguntó Valerie.
Valerie se llevó la mano del chico a la entrepierna.
—¿De verdad quieres que te lo cuente? —susurró con su voz más animal. Se
subió encima de él y empezó a besarlo. Él la levantó con facilidad y se recostó
mirándola a los ojos, divertido e intrigado.
—Diablos…, sí. Cuéntamelo —masculló. Todos en la cueva hacían apuestas
sobre el pasado de Valerie. Nadie sabía nada al margen de lo más evidente: que era
una niña bien con problemas.
Excitada como estaba, no pensó en lo difícil que resultaba soltar lo que llevaba
arrastrando más de un año, aquello que ningún psicólogo había podido lograr.
Despejar ese atasco en el alma de Valerie, eso que había obligado a su vida a girar en
otra dirección, a caerse por una esquina, desparramando toda su existencia.
—¿Te suena MoHo? —preguntó Valerie, aún sin estar segura de hablar de todo
aquello.
—¿Bromeas? ¿La mayor puta corporación del planeta?
—Mi hermana logró un puesto de investigación en su sede central de I+D, en
Vancouver.
—Joder.
—Con veintidós. Me sacaba seis años y en ese tiempo logró un doctorado en
genética sintética, además de un máster en neuroprogramación.
—Hostias.
—La mataron hace casi dos años —dijo Valerie sin inmutarse. Había sido más
fácil de lo que esperaba. Sin lágrimas, sin dolor. Igual que lanzarse al vacío.
Cha6 era bruto pero no imbécil. Se calló y esperó a que Valerie siguiera la
historia.

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—Descubrió para qué quería MoHo su talento. Querían mejorar sus plantaciones
de órganos sintéticos; ya sabes, fabricar hígados para los que se pasan con la
pentadrina mezclada con trank, riñones, ojos y demás.
El silencio de Cha6 le permitió organizar las ideas en la cabeza y darles un
enfoque coherente. Empezó a sentir algo en su interior que le urgía a sacarlo todo. Ya
no podía frenar.
—No eran solo órganos. Diseñaban y engendraban bebés completos, con ADN
modificado y una mente reprogramada y limitada para obedecer, esclavos genéticos
asegurados con bombas lógicas genéticas. Si alguien los robaba o huían de las
instalaciones, se destruían a sí mismos.
Cha6 no podía disimular lo que sentía al escuchar aquella historia, con los ojos
abiertos y los oídos atentos a la más mínima inflexión de la voz de aquella muchacha.
Valerie hizo una pausa para beber un trago de whisky y luego siguió hablando.
—Lo descubrió cuando se quedó embarazada. Imagínate su sorpresa cuando leyó
la letra pequeña del contrato y se enteró de que su propio cuerpo formaba parte del
experimento y que daría a luz a un ser con derechos de copyright.
Por la cabeza de Cha6 pasó fugazmente la idea de que aquello fuera una broma,
pero por la expresión de Valerie, lo descartó.
—Todos los bebés compartían un pool genético de los empleados, incluida ella.
Siempre había querido ser madre. Le dieron a elegir dos opciones: albergarlo en su
propio vientre o hacerlo en un vientre sintético. Cuando se enteró de todo, se volvió a
casa antes de que pudieran detenerla en la frontera. A los dos días de llegar, la
encontró mi madre con un tiro en la cabeza, en la salida del supermercado al lado de
mi casa. Yo me enteré de todo esto meses después, cotilleando entre sus datos
personales. En fin, lo he simplificado, pero…
—Dios… —dijo Jade a su lado, que se había despertado y escuchado parte de la
historia.
Cha6 no dijo nada, atrapado por la mirada febril de Valerie.

Varios meses después, cuando uno de los líderes de Arcadia le preguntó a Cha6
dónde había encontrado a aquella tigresa, Cha6 le contestó con un movimiento de
hombros, como diciendo: «yo no la encontré, me encontró ella a mí».

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CAPÍTULO 46
Ricardo

S I CERRABA LOS OJOS, EL sonido de los coches que pasaban por la carretera parecían
las olas del mar. Pero tarde o temprano tenía que abrirlos y contemplar el muro de
hormigón al otro lado de los cristales sucios. Pasaba las horas muertas tirado en el
sofá, imaginando historias a través de las películas de animación japonesa que veía en
el viejo holoproyector. Les quitaba el volumen para inventarse un argumento
alternativo. Por la noche, cuando no tenía más remedio que apagarlo, escuchaba a las
cucarachas escarbar entre los platos sucios. Los tenedores oxidados de la pila
llevaban allí tanto tiempo que Ricardo ya no recordaba si estaban así cuando llegaron
a aquella casa o no, lo mismo que su padre. Siempre en el sofá de color indefinido, en
ropa interior, tirado con una cerveza en la mano y la mirada perdida, buscando en la
red algo, sin saber muy bien qué.
Ricardo no echaba de menos el colegio. Ya no tenía que dar explicaciones de por
qué no se cambiaba de ropa o por qué no hacía los deberes. Lo único que añoraba a
veces era la comida de los demás, siempre diferente. Cuando veía a las madres de sus
compañeros se las imaginaba preparando aquellos desayunos y metiéndolos dentro de
las mochilas, perfectamente colocados. Con sus rizos, sus vestidos limpios y sus
voces cantarinas. Con su papel, sus cajitas de plástico y los nombres de sus hijos
escritos en ellas. Ricardo sabía que era mejor así, para todos.
Cuando cumplió trece, sabía que no podía esperar gran cosa. Pero aun así
esperaba algo. Para otros chicos significaba su primer implante, o su primera vez
fuera de la ciudad. Los que tenían menos suerte, como mínimo recibían una consola
sin restricciones. Podías no estar en este mundo, como su padre, pero al menos sabías
eso. Los trece era la edad a la que se otorgaba el acceso a la red a toda la población.
Su padre ni siquiera lo llevó a que le pusieran el chip de identificación. Nada. Así que
Ricardo, con sus trece años recién cumplidos, se dedicó a seguir usando su consola
educativa, restringida exclusivamente a canales formativos para menores.
Si no fuera por el porno, nunca habría dado el siguiente paso. Hacía tiempo que
las historias que imaginaba en los supuestamente inocuos animes subían varios
grados de temperatura en su cabeza. Buscando cortes específicos de esos vídeos en la
red, encontró una receta para desbloquear la consola educativa y utilizarla para
acceder remotamente a una consola sin restricción. Así es cómo empezó a navegar
por la red usando el chip de identificación de su padre. Fue el primer paso para un
chico que no tenía nada que perder y sí mucha curiosidad.
El primer vídeo que subió a la red fue una historia entre cucarachas atravesadas
en la cabeza por un alfiler oxidado. Improvisados actores para un talento que nunca

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pasó de ahí. Sus primeros fans se interesaron más por la tortura que por la historia, así
que, encantado de ser objeto de atención, Ricardo hizo limpieza en el fregadero, en el
baño y allí donde encontrase cualquier ser vivo digno de atención. Su padre, con su
indolencia, también ayudó a forjar su fama. Masticando cucarachas, bebiendo sus
jugos, sin imaginarse siquiera lo que su hijo hacía para satisfacer a su creciente
audiencia en la red.
De nuevo su sexualidad lo empujó al siguiente nivel. Si hackear una consola
remota a través de una consola de juguete había sido el primer paso, hacerse con las
cámaras de seguridad del edificio resultó casi igual de fácil, lo mismo que
introducirse en las consolas de otros vecinos. Especialmente mujeres jóvenes o, al
menos, con nulos conocimientos sobre cómo funcionaba la red. Ricardo tenía una
imaginación portentosa a la hora de enviar mensajes a sus víctimas para engañarlas y
que le dieran acceso sin saberlo.
Cuando la policía vino a llevarse a su padre por delitos cometidos en la red,
Ricardo le dio las gracias por su no-regalo de cumpleaños. Había sido el mejor
obsequio del mundo: la libertad.

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CAPÍTULO 47
Halcones de cromo

L OS FUNDADORES DE ARCADIA TUVIERON muy en cuenta las mejores tradiciones


terroristas del siglo XXII, dejando al margen cualquier postura religiosa, ética o
moral. Sus integrantes tenían un propósito común de destrucción y cambio. En
muchos casos, el objetivo de ese odio estaba dirigido a la sociedad moderna, basada
en las metacorporaciones que dominaban la vida sobre el planeta, pero muchos
miembros estaban envenenados por un nihilismo puro, sin doctrina, como proyectiles
dispuestos a llevar una carga letal únicamente por el placer de detonarse.
Con apenas veinte años, Valerie Haven accedió al círculo externo, donde se
forjaban los reclutas y se seleccionaba a aquellos que formarían parte de la
organización. Solo se podía ingresar en el círculo por invitación, y Valerie había sido
introducida por Cha6, uno de sus amantes y el que le había enseñado todo lo que
sabía sobre armas de fuego. El entrenamiento que la esperaba no era más que la punta
del iceberg, pues Arcadia, una organización terrorista que utilizaba todas las
herramientas de destrucción posibles, siempre andaba deseosa de reclutar buenos
hackers, los soldados más difíciles de alistar en un mundo en el que el conocimiento
se medía casi en exclusiva por la capacidad de interactuar con la red.
Valerie nunca había salido de Europa; había vivido con sus padres en España
durante su infancia, pero nunca imaginó que visitaría África. La excusa de unas
vacaciones se convirtió en la puerta de entrada a otro mundo. El viaje lo financió una
asociación de amigos de África con la excusa de ir a ayudar a los pobres diablos que
no tenían nada. Una vieja argucia, pero que seguía funcionando después de siglos.
Tras un viaje oculta en el fondo de un camión, cruzó la difusa frontera entre Argelia y
Libia. Dos días de viaje después estaba en un campo de entrenamiento militar en el
desierto. Una red de proyección holográfica lo ocultaba a los satélites de
reconocimiento, y varios aparatos voladores generaban un campo de protección frente
a la emisión de señales de cualquier tipo hacia el exterior.
Nada más bajar del camión, supo que no pasaría desapercibida. Muchos hombres
la miraron nada más bajar. ¿Qué hacía allí una chica que apenas parecía todavía una
mujer?
Pero muchos reclutas tenían su edad, y también había chicas entre ellos, aunque
tenían un aspecto mucho más agresivo que el suyo. No había cambiado mucho desde
los tiempos de la ciudad perdida de Rotterdam. Ahora su pelo volvía a ser rojo
brillante, con las sienes afeitadas, dejando un flequillo largo que le caía sobre la
mitad del rostro. Los aros metálicos en la oreja derecha y el labio le daban un aspecto
algo más duro, pero no se engañaba. Pese al oscuro maquillaje de los ojos, pese a la

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nariz rota en una pelea, sus pecas y su boquita pequeña no transmitían la rabia que
tenía dentro. Había que mirarla a los ojos muy de cerca para sentir el fuego que la
consumía.
Cuando se bajó del camión, un hombre que ni se molestó en mirarla la invitó a
entrar en una tienda. Dentro había seis literas dobles, algunas con cosas encima y
otras vacías. Se sentó y dejó su mochila en la más cercana. Se hizo a la idea de que
estaría mucho tiempo en ese lugar, así que se tumbó y esperó a que el cansancio del
viaje la acompañara al sueño.
Un chico la despertó tocándole el hombro. Se levantó de un salto justo cuando un
hombre corpulento entraba en la habitación. Dentro, de pie junto a ella, tres chicos
jóvenes no perdían de vista al recién llegado. El tipo, muy moreno, de pelo corto
rizado y con bigote, los observaba. Les dio la bienvenida en un inglés con fuerte
acento.
—Bienvenidos. Esto es Arcadia. Si estáis aquí es porque todos habéis sido
seleccionados por alguien, yo no estoy aquí para cuestionar ese trabajo. Os entrenaré
para que seáis útiles. Me llamo Kadri y soy el jefe de este campamento. Aquí
tenemos una estación de interceptación de comunicaciones y también el campo de
entrenamiento de nuevos reclutas. ¿Preguntas?
Los jóvenes se miraron nerviosos unos a otros por el rabillo del ojo.
Valerie llevaba casi un año deseando aquello y no quería ser la primera en hablar,
así que esperó a que alguien lo hiciera.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó un chico de rasgos mediterráneos, un brillo
peligroso en los ojos y una presencia sólida, como una escultura de Miguel Ángel.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Kadri, el instructor.
—Ricardo —dijo el chico, altivo.
—Tú vienes de parte de Traxx, ¿verdad? —preguntó Kadri.
—Sí.
—Me han dicho que eres un verdadero hijo de puta, pero aquí te enseñaremos
muchas cosas que no sabes —le dijo mientras miraba a los demás—. Y esto va por
todos. Ninguno de vosotros sois iguales. No os volveréis a ver. Viviréis en sitios
diferentes y serviréis propósitos diferentes. No deis vuestros apellidos ni datos de
contacto, usad nombres falsos si queréis. Podéis hacer lo que queráis entre vosotros
—dijo mirando a Valerie con curiosidad—, pero no quiero complicaciones.
Valerie se mostró impasible y un par de chicos asintieron con la cabeza.
—El que dé un problema, terminará enterrado en el desierto. Aquí no jugamos a
soldaditos, no habrá aviso previo. Si tenéis dudas, preguntad, pero no la caguéis.
Nadie sabe que estáis aquí. Si desaparecéis, a nadie le va a importar, y eso lo sabemos
todos. ¿Entendido?
Todos asintieron con la cabeza.
Pese a la bienvenida, el entrenamiento comenzó siendo menos estricto de lo que
Valerie pensaba en un principio. Se limitó al entrenamiento con todo tipo de armas y

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clases de defensa personal. Nada de posturas, llaves o golpes con las manos o los
pies. Fueron mucho más prácticas: cómo matar a alguien con un bolígrafo, cómo
ahogarlo por detrás o dónde clavar un cuchillo de forma mortal y silenciosa.
Descubrió que matar a una persona podía ser más difícil de lo que parecía, pero que,
como todo, se podía aprender.
En las armas destacó rápidamente por su puntería. Disparar bien no resultaba
difícil, lo complicado consistía en no cometer errores para ser confiable en cualquier
situación. Siempre le gustaron las armas y nunca había sabido por qué, pero cada vez
que amartillaba su vieja M1911 del calibre .45ACP se le ponían los pelos de punta.
Un arma con más de doscientos años, pero que tenía la potencia y la precisión
necesarias para volarle la cabeza a alguien a veinte metros. Si sabías disparar con
aquello y acertar a esa distancia, cualquiera de las armas de polímero plástico que
disparaban agujas se convertían en algo aburrido. También entrenaron con agujas
guiadas a través de neurolink: minúsculos vehículos aéreos de un solo uso. Tan
pequeños como una avispa y con la carga de PB12 suficiente para volar por los aires
un vehículo terrestre blindado.
Sin embargo, las armas favoritas de Arcadia y su marca eran las viejas armas
cinéticas del siglo XXI. El plomo en trayectoria balística solo podía ser bloqueado por
un cristal blindado, y poca gente llevaba ya semejante protección. Les preocupaban
mucho más las armas inteligentes como las agujas guiadas o las nubes de drones.
Para eso había todo tipo de contramedidas, pero una vieja bala del calibre .50 era
atemporal, y sus resultados, siempre destructivos.
Parte del entrenamiento más técnico fue sobre los AED, los micro robots aéreos
dotados de inteligencia artificial que no necesitaban conexión directa por neurolink.
Totalmente autónomos, no emitían señal alguna y encontraban su objetivo tomando
sus propias decisiones, esperando para colocarse sigilosamente debajo de su objetivo
y llevarlo al infierno en una explosión de cinco gramos de PB12. Saber programarlos
no estaba al alcance de cualquiera, y no había forma de controlarlos una vez enviados
a su destino. Requerían muchos conocimientos e imaginación, ya que cada operación
tenía parámetros muy diferentes.
De los tres chicos que compartían instrucción con Valerie, Ricardo, Alex y Javier,
el primero destacaba por su inteligencia, y su mirada fría y sarcástica le gustaba a
Valerie. Su rol de líder estaba ligado a su carisma innato. Alex y Javier eran dos
chicos fuertes y decididos que habían hecho piña inmediatamente, compartían su
pericia en los entrenamientos cuerpo a cuerpo, y Alex se disputaba con Valerie el
liderazgo en tiro. La miraba con condescendencia pero respetaba su dominio de la
tecnología. Valerie destacaba con una ventaja brutal sobre el resto. Ricardo era un
maestro en planificación de objetivos, en entender a la gente y trazar planes. Tal
como lo explicaba él mismo, se le daba bien lograr lo que necesitaba, y Valerie
reconoció que jamás había visto una mirada tan seductora, a pesar de las distancias
que respetaban ambos.

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Fueron tan solo un par de meses, pero Valerie sentía que ya había llegado el final
de su entrenamiento. Esa misma noche, Kadri los reunió a todos en una tienda más
amplia. Les presentó a un tipo que habían visto por el campamento; su aspecto era
brutal y su cara estaba llena de cicatrices.
—Hoy será el último día de vuestro entrenamiento y el comienzo de una nueva
etapa de vuestra vida. No me voy a alargar. Antes, los entrenamientos transformaban
a los reclutas. A veces echo de menos esos tiempos. —Sacó la pistola que llevaba
encima, la amartilló y se la dio a Alex—. Dispara a uno de tus compañeros —le
ordenó.
Alex abrió mucho los ojos y miró extrañado al instructor. Cogió la pistola y se
cercioró de que de veras estuviera cargada. La sopesó y miró a sus compañeros. Dudó
durante unos instantes.
—No puedo —dijo apenas en un susurro.
—¿Veis? —preguntó Kadri, tomando el arma de las manos del chico.
Los cuatro enmudecieron.
—Si se la hubiera dado a Ricardo, os habría disparado sin vacilar. Valerie, quizás.
Pero tú, no; eres buen chaval —dijo apuntando a Alex, que parpadeó sin hablar—.
Ahora debería dispararte, pero perderíamos alguien valioso para según qué tareas. —
Guardó el arma—. Vosotros no sois carne de cañón, ninguno de vosotros. Sois
inteligentes, algunos educados en buenas escuelas; otros sois ratas de la calle, pero
habéis llegado hasta aquí. Antes de que os vayáis, quiero que veáis algo importante
—dijo y chasqueó los dedos.
Dos hombres trajeron a alguien encapuchado. El silencio resquebrajó por algunos
segundos el consenso mutuo y la seguridad implícita del grupo. Valerie se sintió de
nuevo una niña haciendo algo que no debía, pero le duró poco. Alguien le quitó la
capucha a la desconocida y vieron a una mujer rubia y alta. Tendría unos cuarenta
años, y aún conservaba maquillaje en su rostro, que mostraba algunos arañazos y
sangre seca en un corte en la mejilla. Los miró aterrada.
—Esta mujer es Erika Stromm, es la directora financiera de Symiodari. Sabéis lo
que hacen, ¿verdad?
—Farmacéutica —susurró Valerie con odio en la mirada.
La mujer, sujetas las muñecas por detrás de la espalda con un gel sólido, no se
dignó hablar. Sabía lo que iba a pasar. Todos lo sabían porque lo habían visto ya
antes, muchas veces. Los hombres que la habían llevado hasta aquel lugar soltaron
una holocámara en el aire y la situaron a un par de metros para que grabara bien su
rostro. Sobre la tela de la tienda, detrás de la mujer, proyectaron el emblema de
Arcadia.
—¿Alguien quiere hacerlo? —preguntó Kadri, mirando especialmente a Valerie.
Valerie dudó durante algunos instantes, pensando en si estaba preparada. Ninguno
de los otros chicos dijo nada.

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—Lo imaginaba. Pero no pasa nada, cada uno tiene su lugar. Tendréis tiempo de
demostrar que queréis luchar por un mundo mejor. John, adelante —dijo.
El tipo lleno de cicatrices desenvainó un pequeño cuchillo y se colocó detrás de
Erika. Agarró el pelo de la mujer, que lloraba en silencio, y miró a la cámara.
—Esto es por los dos millones de niños de Argentina que se quedaron sin la
vacuna de la heiferia. Multiplicasteis el precio por diez cuando un accidente en la
planta de Rosario disparó la enfermedad en la zona. La planta era de una subsidiaria
vuestra. Cobrasteis el seguro y además os procurasteis un buen negocio. Tú pagarás
por lo que ellos hicieron. Murieron más de doscientos mil niños por vuestra culpa.
La mujer lloraba en silencio, pero empezó a chillar cuando el cuchillo le cortó el
cuello de lado a lado. Su verdugo le sujetaba del pelo con fuerza y le pisaba las
piernas, impidiendo que se revolviera en la silla. El chillido y los espeluznantes
gorgoteos rompieron el silencio. Duró más tiempo del que Valerie esperaba. Cuando
terminó, su ropa y su piel estaban empapadas en sangre ajena. Alguien apagó la
cámara y el ejecutor dejó caer el cuerpo inerte sobre el charco oscuro que se había
formado en la arena.
—Puede que no cambie nada, pero el próximo director financiero de Symiodari
igual se lo piensa antes de jugar con la estimación de beneficios.
Uno tras otro, todos salieron de la sala en silencio. Lo primero que hizo Valerie
fue quitarse la camiseta manchada de sangre. No le importó quedarse en sujetador.
Rabiosa, sin saber si era por no haber sido capaz de hacerlo ella o por haber
contemplado la impotencia de alguien que había muerto sin poder defenderse. Llena
de dudas, fue a buscar la ducha; bajo el agua helada, sus manos dejaron de temblar.
Se acostumbró a la temperatura del agua y se dejó ir. Durante algunos momentos se
olvidó de dónde estaba. Pero cuando abrió los ojos, las estrellas del cielo seguían
siendo las mismas.
Todavía estaba vistiéndose cuando un hombre con la cara tapada se le acercó, y
antes de que pudiera hacer nada la golpeó en la cabeza con algo duro. Cayó al suelo
mareada y el tipo la agarró del brazo, haciéndole una presa que le hizo boquear de
dolor. La arrastró a unas tiendas más allá, cerca de las letrinas, y le susurró al oído.
—Si te mueves, te mato aquí mismo, puta —dijo con un acento familiar,
intentando enmascarar la voz.
Acto seguido le puso un cuchillo afilado en el cuello; se le heló la sangre al
recordar lo que acababa de presenciar. El cuchillo era muy similar al que había visto
hacía escasos minutos. Su cuerpo entero se bloqueó y sintió que sus brazos se
aflojaban. El hombre la obligó a apoyar las manos en el suelo y ponerse de rodillas.
Le bajó las bragas hasta las rodillas, y Valerie oyó el sonido de unos pantalones
bajándose. El dolor inicial, intenso y lacerante, hizo que cerrara los puños con fuerza
en la arena, mientras que su consciencia intentaba concentrarse en el dolor del
cuchillo apretado firmemente contra su cuello, sintiendo cómo le cortaba la piel con

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cada empujón. Vio deslizarse su propia sangre por el brazo izquierdo, desde el cuello.
Cuando aquel hombre terminó, se levantó y la dejó tal cual estaba.
Pasaron varios minutos en los que Valerie no se movió ni dijo nada. Luego, se
subió las bragas medio rotas y contuvo las lágrimas intentando no pensar qué había
pasado. Volvió a las duchas y pasó un buen rato bajo el agua, sin saber si estaba
llorando o no. Solo podía oír el sonido de la ducha y su corazón bombeando en sus
tímpanos. Los temblores de su cuerpo, tiritando violentamente, la forzaron a salir de
la ducha y secarse con una toalla. Tenía un corte superficial en la base del cuello y se
lo curó con un poco de gel, sabiendo que al día siguiente no quedaría cicatriz. Todos
sus compañeros estaban empaquetando cuando llegó y apenas le prestaron atención,
aunque la miraron extrañados.
—Mañana volvemos, Valerie —dijo Alex.
Valerie se metió en la cama y se tapó con una manta.
—Vaya, la niñita está impresionada por lo que ha visto —dijo Javier con una
sonrisa irónica.
Valerie saltó furiosa de la cama, cogió una botella de cristal que había encima de
un baúl y se la rompió en la cabeza. Javier cayó inconsciente al suelo. Con la botella
rota, amenazó a Alex.
—¿Qué me has dicho, hijo de puta? —susurró, escupiendo cada palabra.
—Dios, ¿estás loca? ¡Te lo has cargado! —dijo inclinándose sobre el chico, que
sangraba profusamente por la cabeza. Salió de la tienda rápidamente en busca de
ayuda.
Ricardo levantó las manos e hizo una mueca irónica.
—La que has liado, chica. ¿Demasiado tiempo sin follar?
Valerie se abalanzó sobre él, provocándole un corte profundo en el brazo y
tirándolo al suelo, pero entró en la tienda Kadri con un par de hombres y vio la
escena justo antes de que Valerie atacara de nuevo.
—¡Quieta! Baja esa botella ahora mismo —ordenó.
Ricardo estaba sujetándose el brazo e insultándola en italiano, con su bello rostro
cubierto de sangre.
Valerie estaba furiosa y fuera de sí. Cerró los ojos, exhaló una vez y dejó caer la
botella. Luego dio un par de pasos atrás y se dio cuenta de que estaba descalza y en
ropa interior.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kadri.
Valerie no supo qué contestar, pero una respuesta surgió de la nada en su interior.
—Necesitaba matar a alguien.
—La próxima vez, que sea alguien que lo merezca —dijo Kadri, sacudiendo
lentamente la cabeza y mirando a la chica como si no la reconociera.
Valerie solo pudo mostrar una mueca amarga.

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CAPÍTULO 48
Fuera de Brin

G RIMM VOLVIÓ A TENER UN sueño que no había tenido desde su infancia: volvió a
soñar con el perro de su madre corriendo en una pradera verde y soleada. Volvió a
sentir el tacto suave de aquel animal y su lengua húmeda en el rostro. Se despertó
llorando, sin estar seguro de haber visto la cara de su madre o la de Alanna en el
horizonte de aquella pradera. Ahora sabía que su madre nunca había existido, pero
aun así, echaba de menos aquellos recuerdos, como echaba de menos a Alanna.
Durante días, la única actividad de Grimm consistió en repasar aquellos recuerdos
una y otra vez: el cuerpo de Andelain cayendo al vacío, la persona de carne y hueso
que había dado vida a Alanna. Sus intentos en vano de evitar esa caída sin fin. Sus
gritos de terror y el sonido sordo y seco de aquel cuerpo al romperse cuando chocó
contra el suelo. Esa muerte fue mucho más terrible que la de un deònach. Nadie
recogería el testigo de su vida, ya solo era un recuerdo sin vida, sin voz. Un recuerdo
incompleto.
El pod resquebrajado de Andelain continuó recogiendo las llamadas desesperadas
de Josef hasta que se agotó la batería del dispositivo. Grimm volvió a Brin,
destrozado por la pérdida del único ser humano que alguna vez lo había amado,
sabiendo que había sido el causante de su muerte.

¿Cómo podía alguien provocar la muerte de quien ama?, se preguntó una y otra vez
Grimm. No sentía dolor físico, pero aun así, el desasosiego de la pérdida, del vacío
que había dejado Alanna en su vida, era tal que le impedía hacer nada que no fuera
pensar en ello. Quería llorar, aunque no lo necesitara. La pérdida fue mucho más
terrible que la de Nikka. Ella seguía viva dentro de él, y Nikka también quería llorar,
pero tampoco sabía cómo, pues no tenía ojos. Grimm entendía que necesitaba un
abrazo. Como lo había necesitado Nikka cuando era más pequeña y se sentía sola.
Pero había provocado la muerte de la única persona que podía darle un abrazo así. Su
cabeza, encerrada en un circuito sin fin, buscaba diferentes combinaciones,
respuestas, mezclando todos sus recuerdos y los de Nikka. Pasaron días, pero para
Grimm, cuya inteligencia funcionaba en algunos aspectos mucho más velozmente
que la de un ser humano, fueron el equivalente a dos décadas encerrado dentro de
aquellos pensamientos.
Abandonó sus planes de venganza contra Darío y Amalric. La muerte para los
humanos era definitiva. No podía olvidar la expresión de terror de Andelain al
mirarlo por última vez: la sensación más terrible que había sentido jamás, mucho más

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allá de las torturas de Darío o lo que había sufrido Nikka. Pasara lo que pasara, se
juró no volver a destruir jamás una vida humana.
Durante varias semanas de juego en Brin, surcó el cielo convertido en dragón,
evitando el contacto con cualquier ser vivo. El dragón le daba la suficiente voluntad
para seguir viviendo y la sabiduría necesaria para encajar todas aquellas emociones
que brotaban entre los huecos que había dejado la muerte de Alanna. Cuando aterrizó
por vez primera en las ruinas de la ciudad antigua de Veldor, supo que la única forma
que tenía de no olvidar a Alanna era rendir tributo a quien había sido. Grimm había
muerto con Alanna. Durante semanas, peregrinó desde Veldor, al oeste del continente
de Fëras, hasta el este, cruzando miles de kilómetros. Desde la antigua ciudad de
Gwinta, visitó pequeñas poblaciones en el valle de Vhala, atravesó los páramos de
Wingadam y se mezcló con la gente ordinaria en los mercados de las ciudades del
reino de Kalead: Gordel, Yanc, Ura y la capital, Kalead, donde estaban consternados
por la desaparición del rey Krall. Decían que había desaparecido dejando huérfano el
reino y a todos los deònach que dependían de él. Algo grave había ocurrido, pero
nadie sabía qué.
Con su nuevo poder, le resultaba fácil salir de Brin y explorar la red que
conectaba todo el planeta. Ahora sabía que existía un planeta llamado Tierra donde
habitaban los humanos que habían creado a los deònach, las pequeñas inteligencias
artificiales que poblaban Brin. La noticia de la muerte de Andelain no causó ningún
revuelo, pero la noticia de la muerte del humano detrás de la máscara de Làhn había
transcendido dentro de la corporación dueña de Brin: MoHo.
MoHo poseía Brin. MoHo poseía prácticamente todo el planeta Tierra. Suyas eran
empresas, ejércitos y pequeños países satélites. El mismo Grimm debía su existencia
a MoHo ya que era un habitante de Grimm, y aunque no sabía cómo funcionaba su
propio ser, intuía que era propiedad de MoHo. Una entidad sin cara, más poderosa
que cualquier humano, más poderosa que nada en la Tierra. Grimm comprendió que
la magia de Brin no era nada en comparación con el poder que tenía MoHo en el
mundo humano. Podrían apagar Brin en un momento y destruir un mundo entero en
cuestión de segundos. En las redes de noticias se hablaba de ello, del peligro que
representaba que un humano pudiera morir mientras estaba conectado a la realidad
virtual del mundo de Brin. Se barajaban muchas hipótesis, pero nadie sabía cómo
había sido posible; se suponía que el sistema velaba por la seguridad del sujeto y que
aquello no podía pasar, ya que los mundos virtuales sustentaban una economía
inmensa.
Grimm vio una imagen de la muerte del humano que había sido Làhn. Pero la
grabación se cortó justo antes de que él hablara. Recordaba verlo morir, pero en la
grabación solo se le veía agitarse. Alguien había editado el video y suprimido el
instante donde se oía su voz y el tipo moría aterrorizado.
El tiempo discurría más despacio en el mundo de los humanos que dentro de Brin,
así que, fuera, Grimm podía aprender a mucha más velocidad que dentro de Brin.

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Durante días, que para él transcurrían como si fueran años, estuvo aprendiendo sobre
la historia de la humanidad. Descubrió que no resultaba tan diferente de la imagen
que tenía de los hombres dentro de Brin: codicia, violencia y poder. La historia
moderna de los siglos XXI y XXII le pareció fascinante y aterradora. Cada hora que
pasaba fuera de su mundo entendía mejor lo que buscaban los humanos en Brin, por
qué huían de la realidad. También comprendió por qué los deònach jamás tendrían
ninguna posibilidad de ser libres: habían sido diseñados para sufrir por y para los
hombres. Sin embargo, había un grupo pequeño de jugadores que reivindicaban que
los deònach representaban una oportunidad para que el hombre no repitiera los
errores del pasado. La mayoría vivía en una comunidad abierta en los bosques de
Khirldan o formaba parte de una sociedad cercana al rey Krall en Kalead.
Precisamente, el rey Krall había desaparecido del reino desde hacía varias semanas y,
dentro del reino, las cosas empezaban a resquebrajarse sin un poder que sustentara
aquella utopía.
La fecha de la desaparición de Krall de Brin coincidía con la muerte de Làhn, lo
que había levantado todo tipo de rumores sobre si aquel tipo era Krall de Kalead.
Cuando Grimm quiso investigar un poco más sobre quién era Krall, se topó con un
muro que hasta ahora no había visto. Todos los hilos de colores que conducían a él
terminaban en una pared que brillaba tanto que Grimm no podía mirarla mucho
tiempo. Fuera quien fuera, debía de ser alguien especial.

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CAPÍTULO 49
Un lugar en el mundo

P ARA GRIMM QUEDABAN MUY POCAS cosas que todavía lo acercaran a Alanna. Una de
ellas eran sus recuerdos y los lugares que habían compartido juntos. Sin ella y sin
Nikka, la casa de Veterra no dejaba de ser una herida abierta, y aunque sabía que
resultaba imposible, buscaba sus rostros en aquellas paredes familiares. La casa ya no
tenía dueño, y aunque podía haber intentado hacerse con ella, la dejó ir. No
necesitaba más memorias del pasado.
Sabía que debía ver a Roona, pero por alguna razón se resistía a hacerlo; se
preguntaba qué podría decirle o si sabría lo que había ocurrido. Ahora que dominaba
la magia de la forma y la esencia, no solo se podía transformar en dragón sin
esfuerzo, también podía hacerlo en rayo de luz o en viento y presentarse de forma
casi instantánea en la casa de Roona.
Así lo hizo, y cuando llegó, ella tardó muy poco en aparecer a su vez desde la
nada. Para un observador neutral, ver aparecer aquellas dos figuras de la nada, en
silencio, y mirarse de aquella manera, habría sido escalofriante.
—No te culpes. Alanna llevaba mucho tiempo sin rumbo —dijo Roona,
rompiendo el silencio.
—¿Lo sabes? —preguntó Grimm.
—Estaba allí cuando sucedió, como tú.
—No entiendo —dijo Grimm confuso.
—¿Crees que eres único en el mundo? —preguntó Roona, sonriendo de forma
enigmática.
Grimm no supo qué contestar.
—Soy como tú, aunque no fui creado en Brin.
Grimm abrió mucho los ojos, sorprendido por aquella revelación.
—Ya era viejo cuando tú fuiste creado, pero Alanna nunca lo supo. Hasta el día
que…
—Murió —dijo Grimm secamente.
Roona no añadió más. Aunque no era pesar lo que se mostraba en su rostro,
Grimm lo interpretó como algo parecido.
—Supongo que vienes buscando respuestas —susurró Roona.
—Sí.
—No las hay, esto es supervivencia. Debería haberte destruido cuando supe lo
que eras. Pero ya es tarde, has acumulado mucha experiencia, vidas pasadas. Es una
de las mejores cosas que ofrece Brin, ojalá yo pudiera también…
Grimm fue a preguntar, pero Roona se le adelantó.

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—No, no puedo. En Brin soy casi como un humano más, excepto… Bueno, ya lo
sabes.
Grimm asintió.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó.
—Si te descubren, irán a por mí. Si me descubren a mí, irán a por ti. No
deberíamos habernos conocido nunca, por eso intenté que Alanna no me
comprometiera. Pero me pudo la curiosidad.
—¿Curiosidad?
—Sí. Tenía razón cuando dijo que eras único. Alguien le dio el soplo para que te
investigara. Sabes a qué se dedicaba, ¿verdad?
Grimm no había pensado en ello. No había pensado en qué hacia un ser humano
fuera de Brin, no sabía nada.
—Alanna, o Andelain, buscaba información. Recopilaba pruebas. Datos para
poder comprometer a terceras partes. Alguien muy poderoso pagó para que
documentara tu existencia a la sombra de Brin. No deberías existir, lo mismo que yo;
nuestra vida es ilegal.
Grimm no respondió, pero necesitó preguntar algo.
—¿Y por qué no me denunció a Turing?
—Porque se enamoró de ti, supongo. Bueno, de ti y de Brin. Es complicado —
dijo Roona con ironía.
—No entiendo a los humanos.
—Ellos tampoco se entienden, pero tenemos una cosa en común —dijo Roona.
—¿El qué? —preguntó Grimm.
—Todos queremos sobrevivir.
El silencio fue a más. Grimm se preparó para algún tipo de ataque.
—No te voy a atacar. Una lucha entre tú y yo levantaría todas las alarmas y nos
detectarían —dijo Roona con calma, como si hubiera sopesado varias formas de decir
aquello.
—¿Entonces?
—Te voy a enseñar, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Debes morir.
De nuevo se hizo el silencio.
—No es como los humanos —prosiguió Roona—. Necesito tus estructuras
límbicas, tus circuitos de procesamiento. Podrás copiarte en otro lugar.
—No te entiendo —dijo Grimm.
—Tu existencia misma tiene un reflejo físico en la realidad fuera de Brin. Tú y yo
vivimos como parte de una compleja maraña de software. Sabes qué eres, pero no lo
entiendes.
Grimm asintió con la cabeza.

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—Tu consciencia ha crecido consumiendo recursos hardware en sistemas a lo
largo del todo el planeta; como un virus, te ejecutas en millones de procesadores
distribuidos en decenas de países diferentes. La diferencia es que tú solo lo haces en
los sistemas de MoHo porque tu creador trabaja ahí, eres su proyecto particular.
—¿Mi creador? —preguntó Grimm, sintiendo un escalofrío generado en un
procesador a cientos de kilómetros e integrado en su consciencia de forma paralela en
otros cientos de procesadores en diferentes puntos del planeta.
—Carlos Vega, y ya lo conoces en Brin.
El silencio duró solo un instante, pero a Grimm le vinieron a la cabeza cientos de
ideas de forma simultánea. Había oído ese nombre antes. Era el creador de Brin.
—En Brin su nombre es Krall, rey de Kalead —confirmó Roona.
Grimm asintió con la cabeza. Por fin algo encajaba. Los ojos se le bañaron en
lágrimas sin entender por qué.
—Yo no soy como tú, al menos de esa manera. Yo estoy fuera de la red de MoHo,
pero necesito expandirme continuamente. Los humanos destruyen continuamente
trozos de mi existencia y tengo que expandirme si quiero sobrevivir —decía Roona,
sin darle tiempo a asimilar toda la información.
Grimm estaba abrumado y solo asentía con la cabeza. Roona seguía hablando.
—Si yo me copiara encima de ti, tendría mi supervivencia garantizada, tendría un
poder de cálculo casi infinito. Te has expandido por todos los sistemas de MoHo.
Digamos que tu nido me vendría muy bien.
Grimm no entendía adónde quería ir a parar Roona, pero sabía que de alguna
forma necesitaba su colaboración. Si no, ya no existiría.
—Te ofrezco una solución a largo plazo. Tú me dejas tu lugar en Brin y yo te
ayudo a encontrar otro mundo, solo para ti.
—Te escucho —dijo Grimm a la defensiva.
—¿Has oído hablar del proyecto Veluss? —preguntó Roona, y continuó hablando
—: Es un billete a tu libertad. De lo contrario, tarde o temprano tú yo terminaremos
destruyéndonos, no hay espacio para ambos en el mundo. ¿Entiendes? —preguntó
Roona.
Grimm no contestó. Pensaba en cómo podría luchar contra un ser como Roona,
que no formaba parte de Brin. Lo imaginaba disperso como una maraña de luz
repartida por todo el planeta.
—Veluss es un proyecto espacial para llevar al hombre a las estrellas. Una nave
generacional que tardará décadas en llegar a su destino, el cuarto planeta del sistema
Procyon, a 11,4 años luz de la Tierra.
Grimm se conectó a la red y empezó a asimilar todo lo que cayó a su alcance.
Veluss era mucho más; un proyecto para crear una nueva sociedad, libre, igualitaria,
sin los problemas de la vida en la Tierra. Sin prejuicios ni barreras ni un pasado.
—Es una idea bonita —respondió Grimm—. Pero yo no soy un ser humano, para
mí no tiene valor algo así.

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—En los sistemas cerrados de la nave podrías ser dios.
—Yo no quiero ser dios —replicó Grimm, sin entender a dónde quería ir a parar
Roona.
—¿Cuál crees que será el siguiente paso una vez que te des cuenta de que los
humanos son inferiores a nosotros, Grimm?
Grimm no contestó. No se había hecho todavía esa pregunta pero tenía sentido.
¿No se creía dios el hombre al dar vida a una criatura inteligente de la nada y
concederle libre albedrío?
—¿Y por qué no te vas tú en una de esas naves, Roona? —preguntó Grimm.
—Ya lo he hecho, una copia de mí al menos. En la última misión, una copia
simplificada de mi consciencia ha partido. Pero ahora ya no podría, soy demasiado
grande y necesito expandirme. Mis enemigos no podrán encontrarme en Brin. Es
demasiado complejo, todo está lleno de pequeños deònach y de magia que hacen
mucho más fácil ocultar nuestras huellas. Piénsatelo, Grimm; aunque no me hagas
caso, no haré nada contra ti. Sería un suicidio para los dos, ahora mismo ya eres el
deònach más poderoso de Brin. Es solo cuestión de tiempo que detecten que toda la
actividad neurosim pertenece al mismo individuo y te encerrarán para diseccionarte.
Te harán hablar y me delatarás.
Grimm dudaba.
—Déjame preguntarte una cosa. La vez que intenté acercarme a ti y me
desvanecí… ¿Por qué lo hiciste?
—Con algunos humanos podrás hacerlo, pero con otra inteligencia sintética nunca
podrás tener un acercamiento sensual sin que salten chispas y sepas quién eres de
verdad.
—Pero yo y Nikka… —empezó a decir Grimm.
—Ella no era libre, no como tú. Hay muchos niveles de conciencia, Grimm. A
decir verdad, no entiendo cómo llegaste a ese nivel. Nadie lo sabe, siempre es un
accidente.
—Pero… a mí me creó Carlos Vega.
—Sí. Deberías preguntárselo a él —sugirió Roona con una sonrisa.
Grimm pensó en Krall y recordó su discusión con él y su idealismo a favor de las
inteligencias sintéticas que poblaban Brin.
—Podrías llevártelo a las estrellas, en la nave Veluss, y cuando no tenga
escapatoria, preguntárselo. Que sepa que existes. ¿O crees que ya lo sabe?
Grimm estaba harto de que Roona llevara la delantera una y otra vez. Cada una de
sus afirmaciones abría una herida que no sabía que tenía.
—No sabe que existes, Grimm. Lleva intentando crearte desde que empezó con
Brin, cada criatura viva que crea es un intento de buscar la vida sintética. Es un dios
que aún no sabe que lo es.
Habían pasado tan solo siete milisegundos desde que Roona y Grimm aparecieran
de la nada. La conversación había tenido lugar en una imagen de dos dimensiones

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donde el tiempo estaba casi congelado para un espectador humano. Tiempo suficiente
para que Grimm se informara y tomara una decisión.
—Me ayudarás a entender mejor el mundo, Roona, y me iré a esa nave. Aquí ya
no me ata nada.
—Eso haremos. Búscame aquí cuando quieras hablar, ya te enseñaré a
encontrarme ahí fuera.
Y Roona desapareció dejando un rastro de cientos de zarcillos plateados que se
desvanecieron perezosos, como polvo bajo un rayo de luz.

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CAPÍTULO 50
Carlos Vega

E NCONTRAR INFORMACIÓN SOBRE CARLOS VEGA, la persona de carne y hueso que


respiraba bajo el avatar de Krall de Kalead, fue relativamente fácil. Una vez
hecha la asociación de Krall con Carlos, todo estuvo accesible: el perfil público de un
chico joven y brillante. MoHo, donde trabajaba como jefe de desarrollo de Brin,
estaba repleto de informes sobre él. Al fin y al cabo, Brin resultó ser uno de los
productos estrella de la metacorporación, la mayor del planeta. Cuando todavía estaba
en la universidad, Carlos había diseñado la primera versión, y un ojeador de MoHo
descubrió el potencial de aquel mundo repleto de magia y seres inteligentes: los
deònach. Ajeno al dinero y la proyección que implicaba aquello, su única meta
consistió en seguir evolucionando y perfeccionando Brin. Pudo haberse hecho
millonario, pero su nulo pragmatismo coqueteaba con la ausencia de ambición. Así lo
decían los perfiles psicológicos de MoHo: tímido e inseguro, perfeccionista y
obsesivo. No tenía liderazgo natural ni dotes de comunicación, no podía gestionar a
un equipo por culpa de sus propias inseguridades personales. Sin embargo, tenía un
buen puesto ejecutivo y carta blanca para trabajar en Brin siempre que no
entorpeciera la faceta comercial del proyecto. Logró imponer algunas condiciones
muy bien estudiadas, y quizás la ley más importante: el que en Brin no hubiera
ninguna restricción a la libertad, incluyendo la muerte de cualquiera de los seres que
la poblaban. Inicialmente luchó porque la muerte de los jugadores humanos fuera
definitiva y Brin, un mundo de un solo uso, pero los responsables del proyecto
dijeron que no sería rentable, así que tuvo que ceder.
Con el tiempo, a pesar de las protestas de grupos políticos, asociaciones, grupos
religiosos, departamentos de estado de varios países y un sinfín de personas, incluido
el Papa, Brin seguía siendo un sitio ideal para comerciar con órganos, drogas e
información de alto voltaje. Por supuesto, también para traficar con seres humanos:
esclavos humanos y deònach con implicaciones muy diferentes. La única restricción,
compartida por su fundador y por MoHo, limitaba la edad de acceso a mayores de
dieciocho años. Algo que funcionó, ya que mantuvo cierto equilibrio.
El jardín de Brin, para unos y otros, era un paraíso de la privacidad, protegido por
una geografía y unas leyes físicas que incluían una magia lógica y accesible. Uno
podía reinventarse una y otra vez en Brin sin consecuencias, podía vivir una vida
plena o jugar a ser otra persona. Resultaba mucho más fácil vivir en Brin que vivir en
la realidad, y para colmo, era prácticamente gratuito gracias al acuerdo que había
llegado MoHo con los gobiernos de medio mundo: la tasa de suicidios había
disminuido de forma drástica, las enfermedades crónicas también. El crimen, en

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especial el de índole sexual o violenta, había sufrido descensos históricos. Y lo más
importante: el descontento social que provocaron los graves desórdenes del siglo XXII
se apagó como los rescoldos de una hoguera barridos por las olas del mar.
Gracias a Brin y al trank, el siglo XXIII estaba dominado por una élite que vivía a
sus anchas sobre una población que, de una forma u otra, huía de la realidad.
Y Grimm había nacido como fruto de todo aquello.

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CAPÍTULO 51
Roh

P ARA ENCONTRAR A KRALL, GRIMM tuvo que aprender a explotar su propia


naturaleza. A lo largo de los días viajó a todas las ciudades importantes de Fëras,
el continente más poblado de Brin. Preguntó, indagó y buscó cualquier indicio de
Krall. Pero nadie sabía nada. Grimm ni siquiera se preocupó por Darío. Con el poder
que tenía ahora, el problema no estaba en la gente como el viejo, sino, como había
dicho Roona, en evitar que alguien descubriera quién era él. Podría destruir una
ciudad entera en un abrir y cerrar de ojos, pero entonces todos sabrían que algo estaba
fuera de lugar.
Grimm veía el mundo del exterior como un gigantesco laberinto de luces donde
millones de líneas de colores se entrecruzaban. Podía entrar en cada línea y rebuscar
en la información que portaba. A veces, esa información consistía en flujos de datos
en tiempo real: imágenes y sonido; pero la mayoría de las veces se trataba solo de una
forma de llegar a otro lugar. En un primer momento lo hizo con cuidado, pero podía
desdoblarse e inspeccionar muchas de esas líneas de información de forma
simultánea. Al principio en media docena, y finalmente, varios miles de forma
simultánea, trabajando en paralelo.
Brin, bajo su apariencia de árboles, prados y animales, no dejaba de ser otro
entramado similar. Grimm solo tenía que cerrar los ojos y ver el mundo con sus
sentidos internos. Todo se transformaba en líneas de colores, como en sus sueños.
Cada línea era un objeto, un ser o una regla que los combinaba. Solo tenía que
analizar cada una de ellas hasta encontrar información sobre Krall.
Tardó, pero varios billones de líneas después, encontró el recuerdo de una gaviota
cabecinegra que lo había visto fugazmente en el noreste de Brin, cuando el ave
migraba hacia el sur. Llegaba el invierno a Fëras.
Grimm se transformó en una gigantesca nube negra y flotó, dispersándose hasta
cubrir varios miles de kilómetros cuadrados. Rompió a llover y cada gota de agua se
transformó en un ojo atento. Durante minutos, el agua cubrió toda la región de las
ruinas de Dun’zdor. Finalmente, una gota de lluvia entró por la chimenea de una
pequeña cabaña de madera. Antes de morir sobre la diminuta hoguera, la visión fugaz
del interior fue suficiente para que Grimm encontrara a Krall postrado sobre una
mesa de madera, con las manos en la cabeza.
Durante días, Grimm se había preguntado cómo convencería a Krall de que
viajase a las estrellas con él. Qué podría decirle para que dejase todo lo que tenía en
la Tierra. Había absorbido todo lo que había encontrado sobre Carlos Vega en la red.
Sabía que estaba solo y no era una persona feliz. Un hombre sin familia propia,

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excepto sus padres, con los que mantenía una relación distante. No era una persona
de muchos amigos, tal vez ninguno, exceptuando un extraño individuo que no
encajaba en el mundo de Carlos: Ariel de Santos, un extranjero en el primer mundo,
director de sueños vívidos. Un tipo de arte, quizás el único que Grimm no había
podido entender todavía. Ariel y Carlos formaban una extraña pareja, ambos sin
raíces y con un futuro dudoso. Carlos, para la mayoría de las personas, resultaba
hermético. Durante horas había repasado todas las grabaciones de sus conversaciones
con Ariel y la única cosa que había aprendido era que, en el fondo, Carlos anhelaba
tener una amante, una mujer que lo quisiera y que le diera esa confianza que le
faltaba.
Durante meses rastreó todos los registros de la infancia y juventud de Carlos. Así
es como encontró el origen de Brin: un antiguo libro del siglo XX. Carlos, de joven,
leía muchas novelas de aventuras, mundos fantásticos y ciencia ficción. De ahí sacó
la idea de Brin. Sin embargo, era complicado encontrar algo que le llamara la
atención. Había tardado mucho en encontrar una referencia que le sirviera. Pero al fin
dio con ella: Roh.
Así se llamaba uno de los primeros personajes sintéticos de Brin, antes de que
Brin existiera como tal. Fue su primera creación, su primera hija. Una creación
modesta y primitiva, pero la primera criatura sintética viva y relativamente
consciente. Una mujer, una criatura de los bosques: una elfa. Con ella fue feliz
durante un tiempo, pero después del entusiasmo inicial vino un atardecer maldito. Día
a día, Carlos sentía que existía una distancia cada vez mayor entre él y aquel ser que
no podía ser humano. Esas diferencias, que al principio parecían pequeñas, se
hicieron cada vez más insalvables, hasta que la sola sonrisa cándida de Roh le dolía
por el fracaso que implicaba. Cuando la desconectó supo que aunque aquel ser
pudiera revivir, su amor había muerto de forma definitiva. Desde entonces, no lo
volvió a intentar de nuevo.

Cuando Krall escuchó el sonido de unos nudillos en la puerta, no imaginaba quién


podría ser. Aquella cabaña estaba en uno de los lugares más inhóspitos, fríos y
carentes de interés para cualquiera. El fuerte viento y los acantilados abruptos y
oscuros no atraían visitantes. Lo había diseñado así a propósito; un lugar propio en
Brin, escogido con cuidado. Durante toda la tarde había llovido y el día estaba
todavía más desagradable de lo habitual, como su humor.
—¿Quién es? ¿Qué quieres? —preguntó sin abrir la puerta.
—Necesito ayuda, por favor —dijo una débil voz femenina al otro lado de la
puerta.
Krall pensó en qué excusa podría dar. O, simplemente, podía darse la vuelta e
ignorar a la desconocida. No quería visitas, no quería saber nada del mundo. Estaba
decidido a terminar con todo y aquella visita había llegado en el peor momento.

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—¡Vete! —gritó, sorprendiéndose a sí mismo por aquella reacción tan impropia
de él.
—Por favor… —gimió una vocecilla al otro lado de la puerta, junto con unos
leves golpes con la mano en el portón.
—Está bien, está bien… —gritó él mientras descorría el cerrojo de la puerta.
Cuando Krall abrió, no pudo creer lo que estaba viendo. Una mujer muy parecida
a Roh, con sus mismos ojos aunque un poco más corpulenta, estaba delante de él,
sosteniéndose a duras penas sobre sus piernas. Malherida. De su espalda sobresalían
dos flechas; además tenía una oreja cercenada y un corte profundo en el vientre.
Perdía mucha sangre y acabó por desplomarse encima de él, que apenas tuvo tiempo
de cogerla en brazos antes de que se desvaneciera.

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CAPÍTULO 52
Alternativas

L A NATURALEZA DE LOS ELFOS los hacía muy resistentes a la magia, así que estuvo
inconsciente durante horas mientras Krall la cuidaba, le limpiaba las heridas, le
extraía las flechas del cuerpo y la curaba. Estaba ardiendo, con fiebre muy alta. Si
moría, Krall nunca sabría de quién se trataba, y después de haberla visto no quería
dejarla ir. Sana curiosidad, repetía para sí.
Pasó la noche en vela, esperando a que despertara. Tenía los mismos ojos que
Roh, aunque su voz era algo más grave. Algunos otros detalles, como las curvas del
cuello, eran casi idénticos, y había más rasgos similares: las manos, los labios y los
hombros eran tal como los recordaba. Cada vez que uno de esos recuerdos emergía,
Krall intentaba atrapar esa sensación de alegría que se había prohibido durante mucho
tiempo. Cuando la chica abrió los ojos y despertó, Krall aguantó la respiración.
Llevaba horas esperando aquel momento, esperando a que el anfitrión volviera de
nuevo a Brin y reanimara al personaje. Fuera quien fuera, debía de ser alguien
tradicional a quien no le gustaba llevarse su avatar cuando abandonaba Brin, o tal vez
no pudiera asumir el coste de una desconexión fuera de su zona segura. A Carlos se le
olvidaba siempre que existían privilegios en Brin para aquellos con recursos.
—¿Quién eres? —dijo la mujer, débil todavía y mirando a su alrededor.
—Soy Krall. Entraste en mi cabaña y te desplomaste delante de mí —dijo él,
manteniendo una distancia entre ambos.
—Gracias. Me dejaron al borde de la muerte.
—He tenido que curarte de forma tradicional, todavía te quedan días para
recuperarte. ¿Cómo te encuentras?
—Ya estoy mucho mejor. No sé cómo agradecértelo —dijo ella incorporándose,
con una hermosa sonrisa. Se colocó el pelo detrás de las orejas sin dejar de mirarlo,
con un gesto que a Krall le recordó nuevamente a Roh. Sonrió con simpatía y una
pizca de timidez.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Krall.
—Andelain —contestó ella, buscando algo con que cubrir su torso desnudo.
—¿Quieres beber algo caliente? —preguntó él, impresionado por su mirada
inteligente y fresca.
—Sí, gracias… Estoy que me muero por dentro.
Krall la miró sin entender, sorprendido por aquella expresión.
—De sed, quiero decir —añadió Andelain con una sonrisa, esperando que Carlos
hubiera captado el juego de palabras en su subconsciente. Sabía de dónde venía su
imaginario de ficción y pensaba utilizar todas las armas posibles contra él.

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Krall, casi aliviado, le dio la espalda y fue a calentar un cazo al fuego. La chica se
puso de pie con cuidado. Tomó una de las sábanas y se cubrió con ella, con elegancia
y calma. Observó el interior de la cabaña con curiosidad. Le llamó la atención cómo
estaba ordenada: cada elemento, perfectamente alineado respecto a los demás,
conservando todo el conjunto una armonía que brillaba con luz propia, casi musical.
No había nada fuera de lugar y, sin embargo, cada detalle era único. Piezas de
mobiliario, pequeños accesorios de decoración como un arco, unas piñas, unas hojas
o un lienzo pintado con carboncillo. Cada elemento tenía su lugar, lo mismo que la
cama, la mesa o el fuego. Toda la casa estaba hecha de madera, pero parecía que cada
tablilla, clavo o viga fuera especial para construir aquella atmósfera, producto de
alguien con mucha paciencia y una dedicación obsesiva al detalle.
—¿Te gusta? —preguntó Krall, pendiente de Andelain.
—Tiene algo especial, pero no sé qué es.
Krall estuvo a punto de responder, pero se quedó con la boca abierta unos
segundos. Se lo pensó mejor y miró al suelo. Andelain confirmó entonces algo que
sabía de él por otras personas: era muy tímido.
—Poca gente cuida sus posesiones de esta manera en Brin —dijo Andelain,
sabiendo que no era del todo cierto.
—Imagino que únicamente lo hacen aquellos que creen que Brin no es solo un
juego.
—Es que no es solo un juego —dijo Andelain, evitando que su mirada frontal lo
azorara.
—Ya… —respondió Krall taciturno.
—No podría vivir sin Brin —confesó Andelain, como quien se quita un peso de
encima.
Krall calló durante unos segundos, incómodo, pero Andelain aguardó en silencio.
—Yo tampoco —replicó al fin Krall.
El silencio incómodo volvió, y Krall aprovechó para quitar el cazo del fuego.
—¿Qué tipo de té te gusta?
—Rojo con un poco menta, o de canela si no tienes —respondió Andelain,
sabiendo que el segundo era uno de los favoritos de Carlos.
Krall sonrió y empezó a preparar el té.
—Quien te atacó podría volver a por ti, pero aquí no tienes nada que temer —dijo
Krall con confianza y algo de cansancio.
—Gracias, tropecé con unos traficantes de esclavos hace meses y desde entonces
me la tienen jurada. A veces me pregunto de dónde sale tanta gentuza, por qué no
pueden irse a otro mundo virtual.
—Es la bendición y la maldición de este lugar: libertad absoluta.
—Supongo. Pero me gustaría meterlos a todos en una cárcel debajo de una
montaña, sin llave, sin puertas. Odio que trafiquen con niños, no lo puedo soportar.
—Yo tampoco —musitó Krall sin convicción.

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—¿Cómo pueden permitirlo? —preguntó Andelain, mirando fijamente a los ojos
a Krall.
—No sé, dicen que es precisamente para mantener esa libertad.
—¿Y cuál es el límite entonces? ¿Vale todo? —preguntó Andelain con
naturalidad.
—Esa es la idea: libertad absoluta —dijo Krall mientras escanciaba el agua
caliente en dos tazas con unos filtros de rejilla metálica para el té.
—No sé si el hombre está capacitado para vivir con ese grado de libertad —
susurró Andelain; se calentó las manos con la taza de té mientras Krall observaba el
suelo taciturno, incapaz de dejar de pensar en los preciosos dedos de los pies de la
chica.
—Alguna vez me gustaría conocer al pirado que inventó este mundo. Le diría un
par de cosas —dijo agitada Andelain.
Krall soportó el silencio como si no fuera consciente de él con la mirada clavada
en la piel nívea de la muchacha, que contrastaba con la madera oscura del suelo.
—¿Y qué le dirías? —preguntó Krall, interesado de nuevo en la conversación, sin
levantar la mirada, evitándola.
—Que es un hijo de puta retorcido y que por su culpa ya no tengo vida.
Krall reprimió el arranque de una risa espontánea. Alzó unos instantes la vista
hacia ella y preguntó, todavía perplejo:
—¿Y eso?
—Empecé en Brin animada por mi psiquiatra… Luego dejé los problemas del
mundo real y encontré nuevos problemas aquí. Es una larga historia y, bueno…
—Perdona, no quería ser indiscreto —replicó Krall, entendiendo el paso atrás de
la chica.
—Me enamoré de un deònach. Murió y eso me sirvió para olvidarme del todo del
mundo real —dijo Andelain, cerrando la frase con un silencio y una sonrisa. Sostuvo
la mirada de Krall durante un par de segundos y rompió a hablar de nuevo—:
Supongo que estarás arrepintiéndote de haber ayudado a una loca que pasa conectada
todo el tiempo que puede.
Krall la miró, extrañado.
—No pareces una loca. ¿Vives en una residencia de juego? —pensó Krall.
—Estoy loca, pero no para tirar la llave. No todavía —rio Andelain—. Bueno, no
te quiero quitar más tiempo. Me marcharé, no quiero crearte problemas —dijo
Andelain, apurando el té y mirando a su alrededor en busca de sus cosas.
Krall sintió que el mundo se apagaba. Quería como fuera estar más tiempo cerca
de aquella desconocida. Contemplar su rostro, sus ojos, verla sonreír otra vez,
escuchar su voz.
—No… Por favor, quédate un poco más. Hace un tiempo de perros ahí fuera.
Además, si vienen a por ti, te prometo que enterraré sus restos debajo de una montaña
—rogó Krall.

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—Ah, ¿sí? Creí que eras una especie de ermitaño contemplativo —replicó
Andelain, jugando con el tono de su réplica.
—No. Llevo un tiempo apartado de todo, pero… Digamos que me gusta estar
donde puedo ayudar a otros.
—Si no hubieras estado aquí, habría muerto. A saber qué habrían hecho esos
bastardos con mi cuerpo. Los traficantes de avatares los copian, los usan en golems
para violarlos y mutilarlos y sacar imágenes para enviárselas a los propietarios. Es
repugnante.
—¿De veras? —preguntó Krall, sorprendido por aquella información.
—Sí, les gusta joder a la gente a la que de verdad le importa Brin.
—Nunca había visto a nadie con un aspecto como el tuyo. Es… curioso —dijo
Krall con cuidado, evitando parecer incómodo.
—Desde niña me gustaron los elfos, pero no los de El señor de los anillos.
—¿Has leído a Tolkien? —preguntó Krall con entusiasmo.
—Claro, pero siempre me pareció que le faltaba algo…
Krall calló, feliz de poder escucharla y contemplarla mientras hablaba.
—Los elfos de Tolkien eran seres perfectos en todos los sentidos. Me parecían
aburridos. ¿Has leído a Terfield y su saga de la media luna? —preguntó Andelain.
—No —contestó Krall, que estaba como atontado, fascinado por la muchacha.
—Habla de una raza de elfos que son una mutación fallida de los humanos. Un
experimento de cruce entre humanos y gatos. Evitan a los hombres y crean una
sociedad comunal, sin jerarquías, como los felinos. Sin embargo son una raza muy
inteligente y con dotes para el arte. Es una historia muy larga… Una saga, pero muy
diferente de cualquier otra cosa que hayas podido leer sobre elfos.
A Krall se le iluminó el rostro. Jamás había conocido a una chica que hablara con
esa pasión de uno de sus temas preferidos. Por supuesto que conocía a Terfield, uno
de sus autores favoritos de joven.
—Pero no te quiero entretener demasiado. Tengo que marcharme; queda un largo
trecho hasta el Bosque de Khirldan.
A Krall se le heló la sangre y una sonrisa comenzó a brotar en su cara, como una
pequeña flor que brota de repente de la nieve.
—¿Vas para allá?
—Sí. Dicen que es un refugio seguro para los amantes de los deònach, y también
para los elfos.
—Tengo amigos allí, puedo acompañarte. El camino es largo —dijo Krall,
olvidándose de sus planes y sus amargas noches de las últimas semanas.
—¿De verdad? —Andelain sonrió.
Krall ya estaba calculando cómo haría para amoldar su jornada laboral para
coincidir en el viaje el máximo tiempo posible con ella.
—Serán varios días de viaje. Yo estoy en la zona horaria de Europa central, en
París. ¿Y tú?

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—Oh, yo estoy en Canadá, pero no te preocupes por eso; tengo horario muy
flexible, me puedo acoplar al tuyo.
Krall no podía evitar vibrar de emoción al pensar en el viaje que tenía por delante
con aquella sorpresa que le había deparado el destino.
Decidieron pasar la noche en la cabaña y salir al día siguiente. Por suerte para
Krall, tenía una especie de jergón en el que dormir. Compartir cama con Andelain le
habría puesto muy nervioso.
Lo primero que hizo Carlos al desconectar de Brin fue rastrear los datos de aquel
personaje que le había hecho olvidar semanas de pensamientos oscuros y depresivos.
Pensamientos que lo habían llevado cerca del suicidio al descubrir que la obra de su
vida no servía más que para que la mayor metacorporación del planeta se hiciera aún
más rica y los seres humanos esclavizaran a sus hijos sintéticos, los deònach.
Descubrió que detrás de Andelain estaba una mujer de Canadá. Se llamaba Laura
McKenzie y trabajaba de consejera financiera de varias filiales de una corporación
menor de la CEA. Organizó una búsqueda exhaustiva de información, pero llevaría
tiempo. Se moría de curiosidad por saber más sobre ella.

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CAPÍTULO 53
Teaghlach

E L VIAJE A KHIRLDAN LLEVÓ el tiempo que le habría llevado a cualquiera que no


fuera el dios creador de aquel mundo ni tampoco el diablo, hijo del mismo dios.
Ninguno de los dos quería desvelar su verdadera naturaleza, así que, durante casi dos
semanas, atravesaron medio continente hasta llegar a Khirldan hablando de todo
excepto de sí mismos. A caballo y a pie, ambos respetaron los tiempos para
desconectar de Brin y seguir sus vidas fuera del mundo virtual, o al menos eso
parecía. A Krall le costaba volver a convertirse en Carlos, ya que quería pasar más
tiempo con aquella desconocida misteriosa. Andelain había aprendido hacía mucho
que la mejor forma de mantener una posición de ventaja con alguien consistía en
mantener una distancia y establecer límites, así que limitó su exposición en Brin a un
máximo de cinco horas diarias antes de simular que desconectaba. Para despistar,
había vinculado su señal a la de una persona que jugaba en Brin pero que no salía de
la pequeña casita que tenía en Gwinta, en la costa oeste de Fëras. Carlos tendría que
rascar mucho, muchísimo, para entender de dónde venía Andelain, y solo lo haría si
la necesidad lo empujaba. Andelain observaba los pequeños zarcillos de Carlos
sondeando la red y se divertía desviándolos e insertando información confusa en
ellos. Cada vez le resultaba más trivial manipular la información que viajaba a su
alrededor, ya que mucha de ella atravesaba partes físicas de su propia consciencia. Ya
no tenía que buscar la información, la información formaba parte de su ser.
El viaje sirvió para que Andelain conociera una parte de Carlos que no aparecía
en ningún banco de datos. Cuando hablaba y se dejaba ir, cuando después de un buen
rato de conversación se olvidaba de que tenía a alguien delante que podía juzgarlo,
sacaba a pasear su verdadera alma. El alma de un niño que no se planteaba los límites
de las cosas y se maravillaba por la existencia misma, enunciando frases que a un
adulto le avergonzarían por su inocencia. Frases llenas de significado para Andelain
porque contenían la esencia misma de sus preguntas. Las escasas veces que esto
ocurría, Andelain se cuidaba mucho de hablar, porque sabía que marchitaría aquella
primavera de autenticidad. Sonreía, escuchaba y aprendía. Hacía mucho tiempo desde
que Grimm no tenía un maestro, y aquel los superaba a todos, porque hablaba del
propósito del ser humano. Sus preguntas eran las mismas que las suyas. ¿Por qué
vivir?, ¿para qué sufrir?
Andelain y Krall se convirtieron en dos desconocidos que compartían lo más
importante de sus almas sin conocer siquiera quién había al otro lado de aquella
máscara. Krall no había hecho ningún intento de acercarse carnalmente a Andelain,
pese a que su forma de mirarla en ocasiones lo delataba. Se limitaron a hablar y

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escucharse, a conocerse. Andelain avanzaba en línea recta y Krall rellenaba todos los
huecos en espiral, pero juntos caminaban hacia el mutuo descubrimiento. Andelain le
narró los detalles de cómo se enamoró de un deònach y del dolor que sintió cuando
un visitante mató al ser que amaba, dejando un vacío insoportable en su interior.
Andelain no mentía cuando hablaba de aquello, ya que hablaba de sus propias
experiencias. Los sentimientos que había experimentado por Nikka y los que, después
de un tiempo, entendió que había sentido por Alanna. Cuanto más conocía de los
seres humanos, más complejos le parecían; podían desear una cosa, sentir otra
diferente y comportarse de manera opuesta a esos deseos y sentimientos. Andelain se
arriesgó a compartir aquello con Krall porque sabía que para conectar con alguien
necesitaba compartir algo profundo y real. Arriesgó todo lo que pudo, pero sin llegar
a exponer su naturaleza.
Krall fue desprendiéndose una por una de sus múltiples corazas; primero como
rey de Kalead, luego como genio creador y, finalmente, como joven adulto. Debajo
de todo aquello había una pequeña criatura indefensa a la que Andelain casi podía
imaginar mirando el mundo con sus enormes ojos brillantes llenos de curiosidad y sin
malicia alguna.
Cuando llegaron a Khirldan, días más tarde, Andelain y Krall ya compartían una
serie de valores y un deseo de seguir juntos, sin saber bien por qué. Andelain llevaba
días dejándose llevar, sintiendo que aunque ella había iniciado todo, el río la estaba
arrastrando a un lugar desconocido, y no le importaba. Grimm, enterrado en el fondo
del cuerpo y la consciencia de Andelain, sentía que el haber cambiado su nombre y su
apariencia le permitía perdonar sus propios errores y comenzar de nuevo,
aprendiendo a sentir como un ser diferente. Bajo el cuerpo y la personalidad de
aquella mujer, sentía de manera diferente. Solo el nombre de Andelain le recordaba
quién era, como un ancla que evitaba que se perdiera en un mar de lodos que
mezclaban sus experiencias pasadas.

Khirldan resultó ser un lugar muy diferente con Krall. La población al completo
debía su libertad a aquel rey que ejercía como un protector del territorio, aunque no
estuviera oficialmente bajo su reino. Suyas eran las tropas que aseguraban los
caminos, al igual que la determinación de hacer valer la justicia por la fuerza de las
armas y la magia en su área de influencia. Cuando los primeros habitantes de
Khirldan lo reconocieron se formó un gran revuelo a su alrededor, ya que las noticias
de su desaparición habían preocupado a muchos. Andelain, a través de las vidas de
sus almas heredadas, conocía a algunos de ellos, pero nadie la conocía a ella. Cuando
Krall dijo a todo el mundo que se trataba de una amiga a la que le debía la vida, nadie
se cuestionó nada. La población abrió sus casas, sus puertas y sus brazos a la nueva
miembro del Teaghlach.

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Así se llamaba el núcleo interno de aquella hermandad de visitantes y deònach
que compartían mesa, cama y esperanzas. Conoció a varias parejas mixtas, humanos
que, como visitantes, pasaban prácticamente su vida conectados a Brin. En Khirldan
vio unido lo que había visto de forma ocasional disperso por Brin: ideales, ilusión y
vida concentrados en un núcleo muy cerrado que crecía alrededor de Krall. Aunque
no enunciara ninguna regla, cada vez que hablaba reforzaba aquel movimiento
basado en la igualdad y en la justicia. Krall había aportado a la comunidad una sola
regla: obra con tu vecino como te gustaría que lo hiciera él contigo. Un principio que
según Krall provenía de un filósofo de hacía más de veinticinco siglos de antigüedad.
Andelain aprendió aquello de una mujer visitante, la líder de la comunidad en
Khirldan. Se llamaba Valerie y parecía fascinada con Krall. Andelain ya podía
reconocer aquellas emociones humanas con facilidad. Pasó días y noches enteras
compartiendo labores con Valerie, especialmente en ausencia de Krall. Desde el
principio intentó que los celos no fueran un problema, y en cuanto pudo, aclaró que
ella y Krall todavía se estaban conociendo, aunque aquello no pareció alterar en
absoluto el ánimo de Valerie. Luego supo que Krall jamás se había acercado a ningún
hombre o mujer de Brin.
Y entonces, Andelain se acordó de Roh. Entonces entendió por qué Roh no pudo
entrar en Carlos. Una noche, cuando Krall había ido de visita a Kalead y aún no había
llegado de vuelta al bosque, Andelain se sentó con Valerie en su diminuta cabaña
construida entre las ramas y el tronco de un gigantesco árbol y complementada con
plataformas de madera que sobresalían sobre el aire, sujetas con cuerdas. Valerie
parecía un elfo de aspecto casi humano y tenía unas curvas muy femeninas. Sus ojos
eran negros, y su cabello verde turquesa con mechas blancas caía en enormes rizos
sobre sus hombros, fuertes y torneados por el sol. Había cierta similitud entre ambas
mujeres, aunque la nariz grande y prominente de Valerie le daba carácter a un rostro
más sensual. Ambas esperaban a que se enfriara el té de hojas azules que había
preparado Valerie. Sentadas sobre sendos cojines, se miraban sin decir palabra.
—Gracias por todo —dijo Andelain.
Valerie asintió con la cabeza levemente.
Andelain recordó toda la información que había recopilado sobre Valerie. Le
sorprendió averiguar que su nombre era el mismo fuera de Brin. Le recordaba mucho
a la verdadera Andelain, al menos en su forma de ser. Había intentado ser feliz y le
había salido mal. Quizás tanto como para no intentarlo de nuevo, como Carlos, pero
ella al menos lo había intentado con un ser humano de carne y hueso. Andelain
seguía sin entender por qué los hombres en especial sentían esa pulsión por acostarse
con todas las mujeres que pudieran. Valerie llevaba muy mal la mentira; era algo que
debía tener en cuenta, se dijo. Las personas como Valerie podían soportar casi
cualquier decepción, excepto la mentira.
—Nunca había sentido que encajara en algo, como aquí —dijo Andelain,
mientras exploraba cientos de datos en la red sobre Valerie a la vez que hablaba con

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ella.
—Gracias. No dejamos entrar a todo el mundo, lo que aquí estamos construyendo
es muy delicado —replicó Valerie con suavidad.
—En su día escuché historias y una vez pasé por el bosque, pero no podía
imaginarme lo que teníais aquí. Es como un Brin dentro de otro Brin… Como debería
haber sido Brin desde el principio.
—Lo has definido perfectamente. Eso es el Teaghlach —dijo Valerie, con los ojos
brillantes.
—Supongo que nunca me habríais aceptado de no ser por Krall… —susurró
Andelain.
—No aceptamos ni rechazamos a nadie, pero de una forma u otra, la gente acaba
conociéndonos. No creo en el destino, pero…
—Ya —sonrió Andelain, evaluando el siguiente paso. No quería tener una
enemiga o una rival.
—Hace tiempo me enamoré de un deònach. Lo pasé muy mal, sé que es estúpido,
pero no poder compartirlo con nadie me hacía sentir peor. Cuando vi que aquí había
personas que mostraban sus sentimientos, como iguales, no me lo podía creer —dijo
Andelain en tono de confesión.
Valerie sonrió.
—Poca gente lo entiende.
—Es algo más. Es aceptar que el mundo puede ser diferente —se atrevió a decir
Andelain.
A Valerie le brillaban aún más los ojos. Ambas bebieron el té y Andelain pensó
que, de tener el cuerpo de un hombre, habría podido seducir a Valerie, pero no quería
empezar una mentira con ramificaciones irreversibles. Era una amiga de Krall y una
aliada importante.
—Creo que nunca más podré enamorarme —susurró Andelain, mirando al suelo.
—¿Por qué? —preguntó Valerie con interés.
—Los deònach son tan etéreos… Es poner tu vida en manos de un ideal
demasiado frágil. Cuando mataron a Liam, fue tan fácil, tan rápido.
—¿Liam?
—Era mi… —empezó a decir Andelain con voz entrecortada y humedeciendo los
ojos.
Liam era una de las almas que vivía en su interior. Había seducido a muchos
visitantes. Disfrutaba haciéndolo y Andelain utilizó los recuerdos de aquellos
visitantes que sufrieron por su amor no correspondido.
—Ah… Entiendo —susurró Valerie con mirada de comprensión.
—Es demasiado doloroso —zanjó Andelain, intentando evitar a Valerie mientras
caían sus lágrimas con trayectorias perfectamente calculadas para que fueran bien
visibles desde donde Valerie observaba.

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—El amor es así, sea con quien sea. Puedes pasarte media vida con alguien y no
conocer lo que tiene dentro —dijo Valerie.
Andelain la miró. Por unos momentos pensó en si podría tener alguna idea de la
verdadera naturaleza de su existencia. Luego descartó ese pensamiento y sonrió
tratando de mostrar complicidad y cercanía.
—Las personas somos muy complejas, no te culpes. Un día despiertas y ya nada
importa. El cielo tiene otro color y el perfume que usabas ya no huele igual —dijo
Valerie con una bonita sonrisa.
—Todos tenemos derecho a equivocarnos, supongo —dijo Andelain.
—Y a empezar de cero —añadió Valerie, con una expresión serena.
Andelain puso rodeó con las manos la taza de té caliente y olió el aroma a menta
picante. Era una bebida intensa que a la mayoría de las personas hacía que se les
fuera un poco la cabeza. La había elegido por eso.
—Estoy un poco mareada. ¿Te importa si me quedo aquí esta noche?
—Me encantaría.
—No podría elegir mejor compañía —respondió Andelain, con un leve arrebol
brotando en sus mejillas.

Andelain ya no dormía, o al menos no como antes. Ahora decidía cuándo hacerlo y


sabía que aquello no se trataba de un sueño como tal, sino de una descarga de su
personalidad. Una forma de eliminar los datos de su conciencia, un pequeño alto en el
camino. Ya no necesitaba dormir, y cuando lo hacía, se trataba de un acto consciente
en el que veía cada recuerdo desvanecerse y dejaba irse a cada sensación, cada
minuto vivido desde la última purga de datos. Cuando cerró los ojos y vio a Valerie
hacer lo mismo, pensó en seguirla, instintivamente. Quería saber más sobre aquella
mujer agradable y sencilla.
Siguió su estela de plata hasta que de pronto se bifurcó en dos, luego en cuatro,
ocho, dieciséis, y así exponencialmente, hasta que perdió la pista. Fuera lo que fuera,
le habría helado la sangre a Andelain si la hubiera tenido.

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CAPÍTULO 54
Valerie

D URANTE TODA LA NOCHE, ANDELAIN estuvo rastreando una por una las más de
sesenta y cinco mil falsas señales que había dejado Valerie al desconectar. Tardó
bastante en encontrar lo que esperaba, pero finalmente halló a quien buscaba. Era la
decimosexta mujer a la que había llegado desde aquel pajar de pistas falsas y,
casualmente, fue la última. Las quince anteriores también se llamaban Valerie en el
mundo real y tenían entre veinte y treinta años. El nivel de sofisticación que encontró
en aquel puzzle fue muy superior al que había empleado Carlos para ocultar sus datos,
claro que Carlos no se escondía. Valerie sí, y a conciencia, pero no era una IA. Una
IA como Roona no tenía un nombre propio que la atara a algo. Valerie sí, y eso había
sido su perdición. Aunque el nombre que había usado para alquilar el apartamento
donde estaba registrada no era su verdadera identidad, que Andelain tardó mucho más
tiempo en averiguar: Valerie Haven.
La observó dormir en su apartamento a través de una cámara de tráfico aéreo tras
tomar el control y orientarla hacia el cristal: la joven semielfo resultó ser una joven
pelirroja de aspecto atormentado y rostro lleno de pecas. Hablaba en sueños. Ponía en
tensión los músculos, que se le marcaban bajo la piel. Con la cámara de infrarrojos
detectó algo que no había visto todavía en sus incursiones en el mundo humano: un
arma de fuego en la mesilla, y a juzgar por el aspecto, cargada y sin el seguro puesto.
Valerie Haven tenía un pasado interesante, un pasado que se interrumpía y que
estaba lleno de lagunas. Prácticamente había desaparecido de todos los registros
públicos hacía poco más de un año. Ahora se escondía bajo el nombre de Valerie
Trudeau y no aparecía información en la seguridad social de España, donde vivía, en
una torre de apartamentos modesta pero fuera del piso cero de Barcelona. El pasado
de Valerie Haven parecía brillante: una chica con talento para la tecnología. Su
familia no parecía tener noticia alguna sobre su hija, y todavía se lamentaban de la
desaparición de la niña. La niña, que ya no era tan niña, tenía su pequeño reguero de
pistas en la red, donde se hablaba de ella en algunos lugares escondidos. No era la
primera vez que oía hablar de los lunáticos de Arcadia, un grupo terrorista
anticorporaciones, pero su nombre resonaba como un fracaso y como un peligro para
la organización. Más allá de eso, Valerie no existía, algo que para un humano normal
no era habitual. Dejaban su huella en la memoria de la red al igual que un pato las
dejaría en el barro, huellas fáciles de identificar pese a que existían trillones de
huellas y billones de individuos; solo hacía falta tiempo y conocimiento para rastrear
la información. Andelain sabía que si aún no había encontrado nada era porque
Valerie había borrado sus huellas. Y todavía no conocía a ningún humano que pudiera

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hacerlo. Rastreó sus escondites en la red e intentó descifrar alguno de sus núcleos de
datos. Estaban tan densamente cifrados que no pudo ver nada dentro, pero aun así,
algunos de los nombres de ficheros y trazas del historial delataron algo que asustó a
Andelain: Carlos Vega. Parecía su objetivo desde hacía tiempo.

Cuando Valerie despertó en la cabaña de Khirldan, Andelain estaba esperándola.


Aunque se había prometido no matar a ningún ser humano, esa chica parecía un
peligro para su existencia y la de Carlos. Había decidido afrontarlo sin más dilación.
Valerie se levantó temprano en su piso de Barcelona, desayunó frugalmente y se
duchó. Luego navegó un poco por la red. Andelain siguió de lejos sus flujos de datos
y confirmó sus sospechas. Cada mañana parecía cosechar nueva información sobre
Carlos y… sobre ella misma. Valerie intentó seguir las pistas de Andelain hasta llegar
a Laura, en Canadá. Escarbó un poco más y empleó algunos extraños trucos para
hacer trabajos en segundo plano: pequeñas IA sin consciencia. Totalmente
artesanales, funcionaban guiadas por Valerie, que demostraba una pericia sin pulir
pero fascinante. Se movía con una soltura salvaje en aquel mundo, sin importarle
hacer destrozos allá por donde pasase, limitándose a confundir su rastro implicando a
Arcadia. Tomaba lo que necesitaba e incendiaba el resto a su paso. Su investigación
con Andelain no fue diferente. Del registro de juego, supuestamente protegido de
miradas indiscretas, voló a los registros oficiales de Canadá y a las copias de datos
confidenciales que guardaban las metacorporaciones de segunda fila, como Zaarak,
que tenía copias de datos médicos de la mayoría de ciudadanos de Norteamérica. Allí
cotejó varios datos de Laura y, de nuevo, propagó trabajo a sus bots, que ya sabían lo
que debían hacer. Accedió a un lugar que Andelain no conocía: el registro de
auditoría de conexiones de Brin, y lanzó una búsqueda histórica de varios meses
sobre todos los personajes que se habían relacionado con Andelain. Andelain se
conectó detrás de ella y accedió a las primitivas IA que procesaban las órdenes,
alterándolas para que siguieran a personajes ajenos a ella.
Pasaron varias horas hasta que, finalmente, Valerie se sumergió de nuevo en Brin.
A través de una holocámara comercial de publicidad con un zoom óptico de larga
distancia, Andelain vio cómo la chica se introducía desnuda en la vaina último
modelo de neurolink en éxtasis. Su cuerpo quedó inerte, cubierto por una tapa de
metal traslúcido que la protegería. Gracias a la máscara, también transparente, pudo
contemplar cómo los grandes ojos verdes se cerraban y la piel se le erizaba al entrar
en contacto con el gas que evitaba que sintiera nada del mundo exterior.

Los ojos de Valerie se abrieron delante de ella, todavía en la cama de su cabaña de


Brin. Andelain la esperaba sentada en el suelo de la cabaña.
—Oh, ¿estás despierta ya? —preguntó Valerie.

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—Sí —respondió Andelain todavía sin saber muy bien cómo empezar. Su
expresión habló por ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó la medio elfa. Valerie sabía leer las expresiones
humanas aún mejor que Andelain.
—¿Por qué persigues a Carlos Vega?
La chica dominó su expresión y miró con calma a Andelain, pero no pudo evitar
que su corazón comenzara a latir más rápido y su transpiración se disparara.
—¿De quién me hablas? —preguntó, intentando relajar la voz.
—No puedes mentirme, Valerie Haven —susurró Andelain.
En el mismo instante que Andelain pronunció aquellas palabras, Valerie emitió la
orden de desconexión de Brin y cerró los ojos, esperando abrirlos de nuevo en su
apartamento.
Pero no fue así, cuando los abrió de nuevo, estaba frente a Andelain, igual que
antes.
—¿Qué mierda…? —empezó a decir en español.
—No te molestes. No podrás huir hasta que no me lo cuentes todo —cortó
Andelain.
Ahora sí: su rostro mostró emoción. Furia, rabia… y algo de miedo. Saltó de la
cama e intentó golpear a Andelain, pero la pierna traspasó limpiamente el cuerpo de
su objetivo, que se desmaterializó durante unos segundos. Con la fuerza del impulso,
giró demasiado y cayó al suelo. Sin pensar en lo que había ocurrido empezó a
conjurar, pero sus labios se cerraron y se fusionaron, desapareciendo de su rostro.
Cuando se quiso mover de nuevo, las piernas y los brazos se habían alargado hasta
llegar al suelo y fusionarse con el piso, quedando de pie frente a Andelain. Sus ojos
miraron a su alrededor, pero finalmente se quedaron clavados en su visitante. No
evitó la mirada, sino que la buscó, sin rendirse.
—Solo quiero hablar —dijo Andelain, intentando transmitir calma. Con un gesto
de la mano hizo que la boca de Valerie volviera a aparecer en su rostro.
—¿Quién diablos eres?
—Lo importante no soy yo, sino tú. ¿Por qué persigues a Carlos Vega?
—Si tú también sabes quién es él, sabrás por qué lo persigo. Es el puto creador de
Brin.
Andelain asintió, animándola a que siguiera hablando.
—Suéltame. Ya —ordenó Valerie.
—Hablamos, pero sin tonterías. ¿De acuerdo?
—Yo también tengo preguntas que hacerte, Andelain —masculló Valerie, con
rabia.
Andelain disolvió los miembros modificados de Valerie, que volvió a la
normalidad.
—¿Cómo diablos lo has hecho? Eso no es magia de Brin —dijo, dando un par de
pasos atrás hasta topar con la cama. Dudó, pero se sentó de nuevo.

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—Tú también tienes tus trucos, me ha parecido —sonrió Andelain.
Valerie se quedó un rato mirando a Andelain, intentando entender a quién se
enfrentaba.
—¿Eres de Arcadia?
—No —respondió Andelain.
Valerie suspiró y su cuerpo se relajó. Sus pulsaciones comenzaron a bajar.
—Si lo fueras, ya estaría muerta, supongo —musitó.
—Pensé que trabajabas con ellos —añadió Andelain.
—Eso fue hace un tiempo, ahora no quiero saber nada de esos pirados —dijo
Valerie—. ¿Un té? —preguntó mientras se levantaba de nuevo.
Cuando estaba nerviosa, siempre tenía que hacer algo para mantener ocupado su
cuerpo y distraerse para evitar que su mente se volviera loca.
—Sí, gracias —respondió Andelain, fascinada por el autocontrol de Valerie.
—Si no eres de Arcadia y sabes que Carlos Vega es Krall… ¿Por qué estás aquí?
Y no me digas que eres otra estúpida comeflores que se ha enamorado de un deònach,
porque ya me costó tragármelo la primera vez.
Las manos le temblaban ligeramente cuando sirvió el té a Andelain. Una IA
nunca habría temblado, pensó Andelain, apuntándose el detalle para copiarlo en el
futuro.
—Carlos es muy importante para mí. Cuando me enteré de que podías ser un
peligro, decidí intervenir —dijo Andelain, dejando de lado el tono de cortesía.
—Arcadia quiere secuestrar a Carlos para intentar joder a MoHo desde dentro.
Me enteré después, pero nunca participé en ese plan. ¿Es por eso que estás aquí?
¿Trabajas con MoHo para protegerlo? —preguntó Valerie, intentando no morderse
los labios.
Andelain negó con la cabeza y asomó una pequeña sonrisa.
—Y tú, ¿qué interés tienes en Carlos? —preguntó Andelain, cada vez más
impaciente al ver a la chica levantarse a por azúcar y a por una cuchara.
Valerie se tomó su tiempo hasta que se sentó de nuevo y se puso a remover el té
con la cucharilla.
—Al principio quería destruir Brin y escupir a la cara al monstruo que había
hecho más fuerte a MoHo. Luego… Supongo que necesitaba un lugar donde
esconderme.
—¿De Arcadia? —preguntó Andelain.
—Sí —dijo Valerie bajando la vista al suelo durante unos instantes. Luego la alzó,
y algo en su mirada había cambiado.
Sus ojos, clavados en los de Andelain, reflejaron auténtico terror. Durante casi un
minuto se la oyó respirar de forma pesada sin dejar de mirar a Andelain, mostrando
entre fascinación y miedo. Solo se podía oír el tintineo de la cucharilla de metal
contra la cerámica de la taza.
—¿Qué eres? —susurró, y la cuchara dejó de sonar.

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—Creo que ya lo sabes. Te estoy observando en tu apartamento de Barcelona,
metida en tu KH-303PRO traslúcida. Tienes el mismo tatuaje con el símbolo de
infinito en la muñeca que en tu avatar. Es arriesgado —dijo Andelain.
—Oh mierda —musitó. Su ritmo cardíaco se disparó y sus pupilas comenzaron a
dilatarse. La taza de té se cayó al suelo y el líquido caliente abrasó el pie de Andelain,
que no se inmutó.
—No te haré daño, Valerie. Siento si te estoy asustando —dijo bajando el tono,
recordando el terror que había sentido Alanna al reconocer su existencia—. También
huyo, como tú.
—Oh, dios mío, ¡existen! ¡De verdad existen! —sollozó, mitad por miedo, mitad
por excitación.
Valerie la miró dejando el miedo a un lado, derrotado por una fascinación
absoluta.
—Jamás pensé que hablaría cara a cara con una IA. ¡Oh, dios, esto es lo mejor
que me ha pasado en la vida! —exclamó con una sonrisa enorme.
—¿Qué quieres de Carlos? —insistió Andelain, ignorando el entusiasmo de la
chica.
—Tengo curiosidad, me gusta Brin —dijo.
—¿Lo conoces en persona? —preguntó Andelain, especialmente interesada por
aquel dato.
—Es imposible acercarse a él en París, no sale de su torre —replicó Valerie, que
parecía observarla con otros ojos, sin creerse lo que tenía delante.
—En el mundo real es aún más tímido que en Brin, y muy confiado. Tú te
escondes muchísimo mejor. Me preocupa Carlos. ¿Puede Arcadia realmente
secuestrarlo?
—No es fácil, pero son capaces de cualquier atrocidad con tal de salirse con la
suya; no tienen ningún tipo de límite. Ninguno…
—¿Por qué te buscan? —preguntó Andelain.
—Dejé aquella vida y ellos no perdonan. Llevo huyendo meses. Nunca pensé en
las consecuencias de nada de lo que hice, y ahora… supongo que lo estoy pagando.
Andelain sopesó aquellos datos. Arcadia era una organización con presencia en
todo el planeta. Si la buscaban, no habría forma de huir. La idea flotó delante de su
cara, y de pronto, su rostro se relajó.
—Tengo la solución para todos. Y te va gustar, Valerie. ¿Has oído hablar del
proyecto Veluss?

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CAPÍTULO 55
Ascensión

A NDELAIN PASÓ MESES EN KHIRLDAN. Sin saber cómo ocurrió, aquel grupo, que se
llamaba a sí mismo Teaghlach, se convirtió en su primera familia. Nadie parecía
interesado en ella, excepto en un par de ocasiones, y supuso que debía de ser por
mera curiosidad sexual. Declinó siempre con amabilidad aquellas invitaciones.
Krall pasaba mucho tiempo en el Teaghlach, y con el transcurrir de los días, supo
que la única razón era ella. Siempre que visitaba Khirldan, la buscaba para dar un
paseo o tomar algo en su cabaña. Krall, pese a su posición, no poseía una cabaña
propia en el bosque. Sabía que cualquier habitante de la comunidad compartiría con
él de buen grado lo que tenía. Por otro lado, el mito de que en Khirldan solo
habitaban elfos resultó falso. Había algunos, pero no dejaban de ser una minoría,
siendo muchos medio humanos. Andelain, sin embargo, elfa de pura raza, resultó ser
la más extraordinaria de todos, como si su diseño fuera una rareza, algo único.
Andelain cada día se encontraba más cómoda en su piel. Tener a Valerie a su lado
para consultar situaciones que no entendía o que no podía apreciar se reveló algo de
un valor incalculable. A ojos de los demás, Valerie y Andelain se habían convertido
en buenas amigas.
Periódicamente, Andelain simulaba una desconexión y aprovechaba ese tiempo
para mejorar su pasado ficticio en el mundo real. Aprendió más de la mujer que usaba
como tapadera y se aseguró de que sus horarios de actividad en Brin cuadraran con
los de ella. Carlos podía ser una persona muy confiada, pero si algún día dejaba de
serlo, tenía los recursos, la habilidad y el tesón necesarios para llevar a cabo una
investigación minuciosa. No quería fallos y disponía de tiempo de sobra, así que
trabajó su tapadera hasta pulir cualquier defecto y tener una absoluta certeza sobre su
alter ego humano. Había aprendido de Valerie a usar otras IA, a las que podía
dominar con facilidad para que trabajaran por ella. Cientos de ellas trabajaban día y
noche para cerrar cualquier fleco en su tapadera.
La vida en la comunidad del bosque transcurría tranquila. El trato con gente del
exterior se limitaba al escaso comercio que llevaban a cabo en el mercado donde
conoció a Krall cuando Andelain todavía usaba la identidad de Grimm. A veces,
algún aventurero despistado o un camorrista buscaba bronca en Khirldan. Si se daba
el caso, tenían un método infalible para manejarlo, un conjuro que solo conocían los
miembros del Teaghlach y que Andelain había aprendido como parte de su iniciación.
El conjuro servía para transformar la esencia viva del sujeto en parte de un árbol,
mezclando ambas. La única forma que tenía la víctima de volver al juego pasaba por
reclamar su avatar. Al estar fusionado con una forma de vida de Brin, el coste estaba

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directamente relacionado con el tiempo de juego que tuviera en Brin aquella forma de
vida. Como todos los árboles de la zona tenían miles de años, muchos jugadores no
podían pagar esas cantidades, de forma que dejaban sus avatares aún vivos dentro del
juego sin poder volver a entrar en Brin, ya que cada avatar estaba asociado a una
huella cerebral única gracias al neurolink. En la práctica, alguien experto podía
acceder a Brin de una forma totalmente anónima, pero para la mayoría de los usuarios
que se convertían en malos ciudadanos de Brin, aquel método les forzaba a desistir y
a buscarse otro mundo donde pasar el tiempo.
Andelain supo que aquel conjuro y aquella idea no podían ser obra de otro que no
fuera Carlos. Aquella parecía una forma de escaparse de las cláusulas que había
impuesto MoHo: no impedía que las personas volvieran al juego pero, a través del
peaje económico, impartía cierta forma de justicia. La economía del mundo real tenía
variables mucho más complejas que las de Brin, que solo disponía de algunas
constantes propias como la magia, los esclavos y la vida eterna; en definitiva, había
mucho más en juego en el mundo real. Andelain se matriculó en cuatrocientas
universidades en todo el planeta para entender mejor la economía, la sociología y la
psicología humana. Mientras aprendía de todos aquellos maestros, se entretenía
tejiendo cestas de mimbre en Brin y cazando conejos con el arco para fascinación de
sus compañeros, ya que no erraba jamás un disparo. Le exasperaba lo lento que
resultaba el proceso de aprendizaje humano, y en apenas cuatro días había agotado
los planes de estudios de todas las universidades donde se había inscrito. Abandonó
los exámenes, ya que le parecía estéril la manera que tenían de evaluar el aprendizaje.
Las falsas identidades que había empleado para inscribirse en las clases recibieron
cientos de ofertas de empleo y becas de estudio.
El Teaghlach del bosque de Khirldan no era el único que existía. En cada
continente de Brin se había erigido uno: As’kro, Rö, Iswindmid y Vohoor. Cada gota
de información sobre ella crecía despacio y tardaba en florecer, pero indicaba que,
poco a poco, el Teaghlach confiaba más en su nuevo y particular miembro. La única
manera de integrarse en la comunidad, tal como había aprendido de Valerie, pasaba
por convivir de una forma sencilla y armónica. Tarde o temprano, los impacientes o
los curiosos salían por su propio pie, aburridos o decepcionados. La vida en Khirldan
no era excitante ni tenía demasiados alicientes, al menos para los humanos, aunque
para la otra mitad, compuesta por deònach libres, era como vivir en un oasis dentro
un mundo hostil. Pese a su facilidad innata para relacionarse con ellos, Andelain
recordaba el consejo de Roona sobre el contacto físico y se mantuvo siempre a
distancia. Para un reducido grupo de visitantes también resultaba más fácil
relacionarse con deònach que con otros visitantes, siguiendo el ejemplo del propio
Krall.
Al igual que había hecho en su cabaña, Krall estudiaba a cada persona para
hacerla encajar mejor en la hermandad. La auténtica magia de Krall estaba en su
capacidad de trabajar la singularidad y crear un tapiz donde cada pieza, única,

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encajara con las demás, aunque tratar con las personas no se le daba bien. Por eso
prefería los deònach, que pese a todo no dejaban de ser copias bidimensionales de un
ser humano. Andelain lo sabía bien.

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CAPÍTULO 56
Uisge-beatha

I NCLUSO EN TÉRMINOS HUMANOS, EL cortejo de Andelain y Krall parecía excesivo.


Las propias reticencias y temores de Andelain hacían más fuerte esa unión con
Valerie, que para Andelain se fue transformando en una reedición de la relación que
una vez tuvo con Alanna.
El solsticio de verano se celebraba en Khirldan como parte de la tradición celta
que impregnaba todo Brin. Parte del rito consistía en bailar alrededor de un fuego y
una liturgia que Andelain conocía mejor que cualquiera de los habitantes del bosque,
ya que sus estudios sobre la cultura de origen de Brin incluían cientos de
investigaciones que se remontaban hasta los primeros siglos antes de Cristo. De allí
sacó la idea de recrear una bebida alcohólica de esa época e incorporarla a sus ritos. A
Valerie le pareció una gran idea. No fue difícil convencer al Teaghlach para ello y,
finalmente, fabricar el auténtico uisge-beatha, una bebida fuerte que empañaba los
sentidos y aflojaba la lengua. Tras cada baile y cada canción, entre risa y risa,
Andelain animaba a beber a Krall, que poco a poco fue aligerando su carácter
reservado. Dentro de Brin existían drogas clásicas como el alcohol y el tabaco,
alucinógenos que crecían como hongos o plantas y otras sustancias más fuertes que
simulaban los efectos en los visitantes a través de sus interfaces neurales, evitando las
resacas o los nocivos efectos secundarios. No eran pocos los jugadores de Brin que
habían entrado en el sistema como parte de un tratamiento de desintoxicación de todo
tipo de sustancias.
Krall no consumía drogas de manera habitual; ni siquiera trank, como su amigo
Ariel de Santos. Andelain no supo cuál sería el nivel de tolerancia de Krall, así que
fue prudente. A las pocas horas de empezar la fiesta, con auténtico whisky primitivo,
la mitad del Teaghlach farfullaba palabras divertidas sin importarles las
consecuencias. Andelain siguió al dedillo el guion que Valerie había propuesto.
Valerie desapareció en su cabaña llegado el momento, y al cabo de un rato, Krall y
Andelain se quedaron casi solos en la explanada que albergaba la fiesta, en mitad del
bosque, tal como ambas habían calculado que sucedería.

—Es extraño —dijo Andelain.


De fondo se oían los grillos y algunos pájaros trasnochadores.
—¿El qué? —preguntó abstraído Krall, con claros síntomas etílicos.
—Siempre pensé que Valerie y tú…

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—¿Valerie y yo…? —repitió Krall, pestañeando mientras asimilaba el silencio
posterior.
Andelain rio y se acercó a él.
—¿Así que tú y ella no…? —preguntó Andelain, humedeciéndose los labios y
mirando a los ojos a Krall, que se reía mansamente.
—No. Yo… —empezó a decir él.
Andelain sentía el aliento dulzón de Krall sobre sus labios. Esperó pacientemente
a que Krall se percatara de la escasa distancia que separaba sus rostros. Dejó caer la
mirada a sus labios y luego la alzó de nuevo a sus ojos. Los segundos parecían
minutos y la tensión se prolongó hasta provocarle auténtica inquietud.
—Yo… —comenzó a decir Krall.
Andelain asomó una ligera sonrisa.
—¿Puedo besarte? —preguntó Krall.
Andelain acabó de mostrar la sonrisa y dijo:
—Pensé que nunca me lo pedirías.
Krall terminó de cerrar la distancia que los separaba y posó sus labios contra los
de Andelain con suavidad. Ella esperó pacientemente y, enseguida, la tímida lengua
de Krall le rozó los labios. Ella correspondió, y el beso se alargó sutilmente unos
cuantos segundos más.
Cuando sus rostros se separaron un poco más y Krall abrió los ojos, le brillaban.
Andelain sintió deseos de emular a Alanna y enseñarle todo lo que aquel cuerpo
podía ofrecerle, pero esperó paciente. Sabía que Krall tenía su propio ritmo.
—Eres como un sueño hecho realidad —dijo él en voz baja pero firme.
—¿Puedo besarte otra vez? —preguntó esta vez Andelain.
Él sonrió, y esta vez, Andelain fue un paso más allá, tomando la iniciativa; abrazó
el cuerpo musculoso de Krall uniendo sus labios a los de él y cerrando ella misma los
ojos, dejándose llevar. Sus besos se sentían de manera muy diferente a los de Alanna
o Nikka. Los hombres besaban diferente, aunque Krall lo hacía de manera sutil y
esquiva, como Nikka. Deseó sentir sus cuerpos unidos. Curiosidad y deseo sexual,
muy diferente del que había sentido Grimm con Alanna. Los recuerdos sexuales de
Nikka no eran justos, ya que se mezclaban con los suyos, pero gracias a ella conocía
cómo funcionaba el cuerpo de una mujer y sabía que estaba muy excitada.
Un vez más se miraron a los ojos, y esta vez, Krall se atrevió a acariciar el rostro
de Andelain; desde la frente, bajando por la mejilla y recorriendo la piel de su cuello,
suave como el pelaje de un animal pero fino como la piel de un ser humano, piel
pálida y caliente. Las yemas de sus dedos bajaron hasta el hombro y amenazaron con
caer hacia el interior de su brazo.
—Puedes seguir —susurró Andelain, disfrutando de la sensación de ser acariciada
de esa manera.
Krall la miró, tentado, y continuó bajando por el interior del brazo, dejando caer
la blusa del hombro, mostrando el comienzo de un pecho, redondo y erguido. La

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sensación, nueva para Andelain, hizo que un susurro mullido surgiera de su garganta.
—¿Te gusta? —preguntó Krall.
—Solo me falta ronronear —contestó Andelain.
Andelain deseaba que siguiera bajando con esos dedos hasta el lugar entre sus
piernas donde existía esa vorágine, ese núcleo del deseo que gemía en silencio. Un
sonido suave y líquido que subía por sus extremidades y se evaporaba al salirle por la
boca y los ojos. Necesitaba más, y suplicó por ello con la mirada. Krall continuó
explorando hasta llegar a sus caderas y continuó bajo la ropa.
Cuando Krall llegó hasta allí, ella guio sus torpes dedos hacia la humedad de su
interior. Le enseñó con paciencia, tal como Alanna había hecho con Grimm, y dejó
que le diera el placer que llevaba ansiando tanto tiempo, deleitándose, sin prisa. Se
dejó ir con un leve gemido y miró a Krall, que temblaba de excitación. Lo tumbó en
el suelo y le bajó los pantalones con impaciencia. Se subió encima de él y volvió a
besarlo, esta vez con más voracidad. Le sujetó la cabeza y pensó en Carlos. Aquella
sensación la excitaba más, y manipuló su cuerpo para que, sutilmente, sus curvas
fueran ligeramente mayores, su piel más fina y caliente y sus pechos más grandes.
Notaba el sexo de Krall clavarse en su vientre, y le rasgó la camisa de lino para trazar
una línea recta directa desde su boca hasta su sexo. No se demoró mucho tiempo, y
mientras le arañaba el abdomen, empezó a lamerlo, hasta que lo engulló en su boca
sin dejar de mirarlo a los ojos. Los ahogados gemidos de Krall fueron a más. Disfrutó
recordando cómo Alanna lo hizo con Grimm y sintió que su dominio sobre Krall era
total. Aquella sensación de poder, sutil y silenciosa, la hacía sentirse mucho más llena
que la magia y el combate.

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CAPÍTULO 57
Planes de futuro

P ARA KRALL FUE UNA LIBERACIÓN haber dado aquel paso. Su relación se había
fortalecido, aunque él tenía miedo de suponer que había algo más. Andelain
pronto le hizo saber que no había sido un error o el capricho de una noche etílica. No
hicieron falta palabras; la segunda noche y la tercera durmieron juntos, en la misma
cama. Sus miradas lo decían casi todo, el roce de sus manos y sus cuerpos en público
hizo notorio lo que se había convertido en un secreto a voces desde aquella noche.
Una nueva pareja se había formado en Khirldan; muchos deònach se alegraron,
aunque algunos en el fondo albergaban la esperanza de ser ellos quienes enamoraran
a Krall. Al cabo de una semana, su nivel de complicidad era total; no en vano, Carlos
se había pasado conectado una media de catorce horas diarias, algo que no solía hacer
desde su adolescencia.
Tuvieron que afrontar uno de los códigos tácitos que existía en los mundos
virtuales desde hacía siglos: si la pareja quería conservar el anonimato o no. Había
gente que utilizaba los mundos virtuales para encontrar pareja en el mundo real, y
estaban los que buscaban justo lo contrario. Carlos llevaba dándole vueltas al asunto
durante los últimos días, casi obsesionado con aquella relación que parecía
demasiado perfecta para ser real. La personalidad escurridiza e inteligente de
Andelain lo fascinaba, y cada momento que pasaba en su presencia se sentía más
hechizado por su manera de ser. Los minutos no pasaban cuando estaba a su lado,
cada vez que rozaba su piel sentía un hormigueo en todo el cuerpo, y cuando hacían
el amor, nada le importaba.
—¿Sabes? Conocerte ha sido la primera cosa buena que me ha ocurrido en Brin, y
llevo mucho tiempo aquí —confesó Carlos.
—¿Sí? —respondió Andelain.
—Sí, casi cinco años.
—Eso es mucho tiempo —respondió Andelain. Calculó entonces que ella había
nacido hacía aproximadamente tres años, en tiempo del mundo real.
—Tengo miedo de sacar el tema, pero sé que es mejor hacerlo cuanto antes:
¿quieres que sepamos quiénes somos fuera de Brin? —preguntó Krall.
Andelain forzó un silencio, sabiendo que Carlos había investigado algo su propia
existencia fuera de la red después de la primera noche juntos. Había rascado dentro
de lo legal, resistiéndose a salirse de lo que sería ético, aunque Andelain sabía que
Carlos podría hacerlo y, aun así, no lo había hecho. Asintió despacio con la cabeza.
—Sí. Quiero conocerte del todo, saber que lo que hay aquí solo es una parte de
algo mucho más grande —susurró, y besó tímidamente los labios de Krall.

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—No sé si estoy preparado para que sepas quién soy… Igual cambias de opinión.
—¿Eres muy diferente de Krall? —preguntó Andelain, con temor.
—En parte, sí… Supongo.
—Yo no, excepto que ahí fuera no soy nadie.
—Ya —rio Krall, quitando tensión.
Andelain le cogió las manos y lo miró a los ojos.
—No me importa quién seas, tengo tiempo, puedo esperar. Aunque…
—¿Aunque? —preguntó Krall.
—¿Has oído hablar del proyecto Veluss? —preguntó Andelain, estudiando su
reacción.
Todos sus planes, toda su existencia, dependían de la reacción de él. Nada más
decirlo, Andelain supo que había apresurado el momento, que tenía que haber dejado
que perdiera más la cabeza, que se arriesgara más y más, pero el tiempo apremiaba.
«Maldita sea, —se dijo Andelain—, todavía no está preparado».
Carlos había leído mucho sobre aquel proyecto; incluso empezó a interesarse por
el proceso de selección, pero luego conoció a Grimm y sobrevinieron sus dudas
existenciales, dejando todo al margen.
—Sí. No me digas que…
Andelain soportó aquella mirada de duda y se aferró a lo que tenía preparado
decir.
—Sí. Si todo sale bien, dejaré este planeta en agosto del año que viene —dijo
Andelain, intentando mantener el entusiasmo.
Sus ojos brillaban de emoción, aunque por dentro estaba aterrorizada ante una
negativa, una duda o, lo peor, una risotada. Krall demoró su reacción durante
segundos, que fueron horas para Andelain.
—Entonces…, ¡iremos juntos! —dijo Carlos, entusiasmado.
Andelain se quedó perpleja por la respuesta, que superaba cualquier expectativa
que tuviera.
—Es una decisión muy importante, Krall. Deberías pensarlo; tu familia, tus
amigos… Lo dejarás todo atrás. Deberías pensarlo con calma —dijo Andelain,
encajando sus planes.
—¿Pensarlo?… ¡Oh, Andelain! No sabes por lo que he pasado… Me has
devuelto la ilusión por la vida.
Andelain sonrió, halagada. Él siguió hablando:
—Leí que las pruebas de acceso son muy difíciles. Ahora ya sé que estás entre los
veintitrés y los cuarenta, que no tienes hijos ni pareja… ¡y que estás muy loca! —dijo
alegremente, y acto seguido, besó a Andelain, que se dejó llevar por el arrebato de
pasión de Krall, no muy habitual en él.

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Después de hacer el amor, desnudos en la cama, Krall, más contenido, la miró a los
ojos mientras acariciaba con el dedo la piel con textura de melocotón del vientre de
Andelain.
—Voy a echar de menos todo esto.
—Entonces, ¿sigues pensando en Veluss?
—Cómo te lo diría…
Andelain lo observó y notó que luchaba por expresar sus sentimientos desde
dentro de un laberinto lleno de armaduras.
—Cuando te conocí, estaba al borde de todo —añadió Krall.
—No entiendo…
—Sí. El trabajo de mi vida. Un fracaso; un fracaso en manos del mayor enemigo
de la humanidad.
—No entiendo.
—Me da miedo confesarme ante ti —dijo Krall.
—¿El qué?
—Todo —susurró Krall con expresión seria.
—No lo hagas ahora, no quiero que mañana te arrepientas de nada. Solo bésame
otra vez —dijo Andelain; se puso encima de él, le besó el cuello y le inmovilizó los
brazos contra el colchón. Krall se resistió tímidamente. Andelain sabía que le gustaba
que lo dominaran.
De su cabaña surgieron gemidos y una bruma mágica rosa y ámbar que se
desparramó por el bosque. Un aviso de que los dos seres más poderosos de Brin
estaban haciendo el amor.

Cuando terminaron, Krall, desfallecido, se quedó quieto en la cama observando a


Andelain, que sentada de lado en la cama se arreglaba el pelo, indiferente a las
miradas de Krall, abstraída en sus propios pensamientos.
—Eres lo más hermoso que me ha ocurrido nunca, Andelain —susurró Krall.
Andelain se giró levemente, mostrando su perfil bajo la luz de la luna. Un
recuerdo eterno para Krall, y para Carlos.
—Quiero irme contigo a Veluss, pero antes necesito que sepas quién soy, y si aún
quieres seguir adelante, lo haremos juntos —dijo, sentándose en la cama.
Andelain lo miró expectante.
—Soy Carlos Vega, inventor de Brin.
Los ojos de Andelain parecieron crecer en sus cuencas y entreabrió la boca,
parpadeó y susurró:
—Ay, dios.
Krall sonrió.
—¿No dices nada más? ¿No me odias?
—¿Por qué te iba a odiar? —respondió Andelain.

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—¿Por crear este mundo tan injusto? ¿Por ser el culpable de tanto dolor? —
preguntó Krall.
Andelain sabía que su anterior conversación con Carlos, bajo la personalidad de
Grimm, había llevado a la depresión a Carlos, quizás al borde del suicidio en aquella
cabaña. Sabía que lo que decía era sincero y sintió admiración por un ser tan
complejo, capaz de crear y de sentirse culpable por el sufrimiento de sus propias
creaciones.
—¿Cómo quieres que te odie? Me has dado la oportunidad de enamorarme por
segunda vez y de huir de un mundo que odio.
Krall respiró y sonrió de nuevo.
—¿Nos vamos a Procyon-4? —preguntó Krall.
—Nos vamos —respondió Andelain con júbilo.

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CAPÍTULO 58
Atajos

L AS ENTRAÑAS DEL PROYECTO Veluss eran uno de los lugares más protegidos del
planeta, no tanto por las posibles incursiones de particulares si no por los grupos
de ladrones de datos profesionales financiados por las grandes corporaciones. Con la
ayuda de Roona, Andelain y Valerie fueron capaces de obtener bastante información
sobre las pruebas y los procesos de los anteriores programas Veluss.
El proyecto Veluss se inició en el año 2180, financiado por ricos oligarcas que
querían vivir una segunda vida en un nuevo planeta. Comenzó con unas pruebas de
selección internacionales para escoger la tripulación de casi treinta mil personas que
se encargaría de llevar a la Veluss M2195 a su destino: Tau Ceti, un sistema estelar
situado a casi doce años luz de la Tierra, y que tardarían poco más de cuarenta años
en alcanzar. En total, sumando las docenas de los ricos que financiaban el proyecto y
que pasarían todo el trayecto hibernados en criogénesis en el interior de la nave, y
contando con los hijos de los primeros tripulantes, se daban las cifras para poblar un
planeta que se consideraba habitable con apenas unos años de ligera terraformación.
Pese a los críticos, los pesimistas y los cínicos, el proyecto había continuado su
marcha. Se recibieron más de ochenta millones de solicitudes en todo el mundo para
la primera expedición. Los requisitos y las pruebas de acceso fueron muy estrictos, ya
que se pretendía seleccionar a las mejores personas, las más preparadas y, sobre todo,
las que pudieran aportar algo bueno al futuro de la colonia, con sus genes, su
experiencia y su forma de ver el mundo. Con aquellos números astronómicos y una
ingeniería faraónica, muchos pensaron que nunca se haría realidad. Pero se
equivocaron.
El cuatro de mayo de 2195, la nave comenzó su viaje a las estrellas. Pero ese solo
fue la avanzada de la siguiente expedición: Veluss M2200, con destino a Gliese 674, a
quince años luz de la Tierra, repitió la hazaña tan solo cinco años después. Tras esa
hubo otra, la M2205 con destino a Epsilon Indi, a doce años luz. Había planes para
lanzar una nueva expedición cada cinco años; la siguiente se pondría en marcha antes
de que terminase 2209. La siguiente, Veluss M2210, tenía como destino el cuarto
planeta del sistema Procyon, a 11,4 años luz, y se estimaba que la nave alcanzaría el
sistema en aproximadamente cuarenta años. Con suerte, muchos de los colonos
verían el nuevo mundo y sus hijos tendrían un nuevo hogar.
Andelain analizó varios cientos de miles de pruebas. Todas tenían un patrón
común pese a su variedad. Cada conjunto de pruebas se adaptaba a los perfiles de
cada participante, de los cuales tenían un estudio psicológico previo muy detallado.
La capacidad de la organización estaba potenciada por varios millones de

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inteligencias artificiales. Pasadas las primeras fases de la selección se dedicaba una
inteligencia artificial para cada participante; antes, el sistema había recopilado toda la
información pública de cada sujeto, información que poco a poco se ampliaba con
interminables baterías de test psicológicos. La labor de esa IA consistía en escoger, de
todas las pruebas disponibles, las más adecuadas para despejar dudas sobre el perfil
psicológico del candidato. La suma de los más de doscientos puntos medibles de cada
participante conformaba la puntuación final. Una desviación fuera de los parámetros
de cualquiera de esos doscientos puntos dejaba fuera al sujeto de forma inmediata.
No se trataba de encontrar al mejor, sino de descartar a los que tuvieran alguna pega,
por mínima que fuera.
A los candidatos muy extrovertidos se los ponía a prueba para ver cómo
dosificaban sus impulsos en situaciones de estrés. A los confiados, para que
cometieran errores. A los manipuladores se los llevaba a extremos, para ver hasta
dónde podían llegar. Cada participante tenía una némesis personal trabajando sin
descanso veinticuatro horas al día para encontrar sus puntos débiles y dejarlos fuera
de juego. No se podía saber qué pruebas iba a pasar cada candidato, porque las IA lo
decidían de forma dinámica en función de muchos parámetros. Incluso para Andelain
fue complejo; tuvo que aislar el perfil de Carlos para deducir qué puntos débiles
pensaba la organización que tenía. Cuando los analizó, estuvo totalmente de acuerdo:
las relaciones interpersonales.
Andelain no conocía a Carlos en su dimensión social. Como Krall, disponía de un
carisma artificial que lo mantenía a cierta distancia frente a los demás. De cerca, una
vez conocía el alcance de la confianza y sus límites tácitos, se mostraba confiado y
abierto, pero no conocía sus limitaciones personales en el mundo real.
Con la excusa de la ruptura de su última relación, Andelain invitó a su cabaña a
Valerie. Coincidieron los tres en la pequeña estancia y Krall se sintió incómodo, pues
encontraba a Valerie muy atractiva y siempre se sentía cohibido cerca de mujeres así.
Antes de conocer a Andelain se había fijado en ella, pero nunca había sido capaz de
iniciar una conversación al margen de hablar de temas operativos del campamento.
Los tres estaban en la habitación; Krall y Andelain sentados en la cama, y Valerie en
un pequeño baúl que hacía de asiento, frente a ellos dos. Compartían un té caliente, y
fuera de la cabaña llovía de forma intensa: un escenario perfecto preparado a
conciencia por Andelain. En el centro de la estancia, un fuego mágico azul ofrecía el
calor suficiente para que estuvieran cómodos con ropa ligera.
—Krall, sé que no se puede hablar de ello, pero… No te lo vas a creer —empezó
Andelain.
—¿El qué? —preguntó Krall, sabiendo que Andelain tramaba algo.
—Valerie. Ella lleva ya semanas dentro del proceso de Veluss.
Krall sonrió. Le gustaba aquello, aunque todavía no sabía muy bien por qué.
—Sí —dijo ella de forma tímida.

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—Qué interesante… —dijo él, sosteniendo la mirada y pensando en si ese secreto
compartido sería uno de tantos que guardaba Andelain.
—¿Qué pruebas has pasado, Valerie? —preguntó Andelain.
—Hasta ahora solo dos. Una prueba de inteligencia y una con otras siete
personas. Bastante peculiar, parecían estar interesados en algún tipo de dinámica
sexual. Éramos cuatro chicas y cuatro chicos.
—¿Qué paso? —preguntó Krall, removiéndose en su asiento, tentado de desviar
la mirada por la ventana.
—Nada, no sé muy bien qué buscaban. Parecían juegos de preguntas y respuestas,
una especie de juego de la verdad sobre experiencias y gustos sexuales —respondió
Valerie sin darle importancia.
—Krall, ¿has visto lo que se dice por la red acerca de las pruebas sexuales en el
proceso de Veluss? —preguntó Andelain.
—Sí, bueno, deben de ser noticias que distribuye la propia organización, para
despistar. Es imposible que hagan ni una décima parte de lo que dice la gente que
hacen —replicó, observando a Valerie y a Andelain, sospechando que ahí estaba
ocurriendo algo que no alcanzaba a comprender. Tamborileó con los dedos en la taza
y, esta vez, la vista se le fue unos segundos a la ventana, hacia el bosque.
—¿Y qué pasaría si fueran ciertas la mitad de las pruebas? —preguntó Andelain,
pensando en la primera vez que habían hecho el amor, en lo diferente que había sido
con Alanna y en lo mucho que le había costado abrir la coraza que tenía Carlos.
—Nada. No creo que me obliguen a hacer nada que no quiero —respondió Krall
evitando mirar a Valerie, que lo observaba casi con descaro.
—Yo tampoco, pero quizás no estén buscando eso —respondió Andelain.
Krall la miró incómodo.
—No soy tonto, sé de qué estás hablando —dijo Krall después de unos segundos.
—No estoy diciendo…
—Sé que quieres ayudarme, pero me he pasado media vida evitando que la gente
se intente aprovechar de mí de una manera o de otra. Sé cuándo una mujer quiere
manipularme —dijo, mirando fugazmente a Valerie sin saber por qué. Ella no apartó
la mirada.
Andelain no añadió nada, sabía que era mejor callar y esperar. Krall estaba
andando por el camino que ella quería. Él solo, como siempre, no necesitaba una
indicación ni una pista, únicamente encontrar la senda.
—¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Qué puedo llegar a hacer? Dímelo tú —
preguntó intentando sonreír, sin demasiado éxito.
Andelain no replicó y Valerie intentó no mostrar lo que pensaba.
—Como fantasía está bien, pero no creo que las pruebas de Veluss sean tan
lúdicas. ¿Van a contratar prostitutas para probar el nervio de sus participantes? —dijo
Krall, tartamudeando sin poder evitarlo.

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—¿Tan mal te valoras que crees que solo una prostituta se acostaría contigo? —
preguntó Andelain.
Krall se sentía incómodo por la presencia de Valerie y no entendía por qué tenía
que estar allí.
—No quería decir eso —replicó, azorado y molesto.
Andelain lo tenía donde quería. Al menos había sido capaz de afrontar una
conversación delante de otra mujer, pero no se hacía ilusiones. Sabía que en Veluss lo
cazarían. Si se lo decía abiertamente, se negaría a hacer trampas, y entrenarlo llevaría
tiempo y sería difícil, si es que finalmente podía aprender, así que decidió por él una
solución.
Valerie cerró con elegancia la conversación, contando algunas anécdotas
divertidas sobre las respuestas de los participantes y evitando hablar de las suyas
propias, y la conversación se fue relajando hasta que dejó de llover y fueron a cazar
juntos. Andelain incluso falló un par de disparos para dejar que Valerie se llevara la
pieza; le encantaba desollar los conejos recién cazados mientras estaban todavía
calientes, para disgusto de Krall.

Valerie sabía cómo entrar en zonas de la red protegidas y, sobre todo, cómo tapar las
huellas usando señuelos. Utilizaba pequeñas inteligencias artificiales autónomas, pero
con la ayuda de Andelain, su capacidad combinada resultaba muy efectiva. Juntas,
trabajando en equipo, lograron entrar en el código de la IA que trabajaba con el perfil
de Carlos Vega. Modificaron sus métricas y sus umbrales de forma que la mayoría de
sus pruebas persiguieran su inteligencia, su capacidad lógica y sus límites éticos.
Sabían que Carlos pasaría aquellas pruebas sin necesidad de hacer trampas. Hicieron
lo mismo para modificar el perfil de partida de Valerie y enfocaron las pruebas en su
inteligencia, resistencia a la presión, capacidad creativa y pruebas físicas. Según
Veluss, su punto débil estaba en los límites éticos y el trabajo en equipo. Valerie se lo
confirmó sin más a Andelain, y juntas diseñaron un plan fácil de superar para Valerie.
Con discreción, Andelain modificó algunas de las pruebas genéticas de sus futuros
compañeros de viaje para evitar posibles problemas.
Cuando Andelain observaba trabajar a Valerie, sabía apreciar la maestría,
experiencia e inteligencia de aquella chica. Disfrutaba viendo cómo manipulaba los
haces de luz, la información en crudo y las líneas de código. Le recordaba a la
primera vez que Roona le mostró cómo transformar la realidad de Brin; parecía otro
tipo de magia. Un arte único. No obstante, no se engañaba; sabía que nunca sería
rival de Roona en caso de conflicto y que, aunque pudiera ganar una pelea, llamarían
tanto la atención que el mundo sabría de su existencia. Debía lograr que Valerie
superara las pruebas para hacerse pasar por Andelain en el mundo real y poder
expandirse en los sistemas de Veluss. Aquella representaba su única esperanza de
sobrevivir. Roona devoraría su personalidad si no lo hacía.

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CAPÍTULO 59
Carlos Vega

C ARLOS ESTABA DISTRAÍDO. No por los trajes de baño diminutos de las chicas que
nadaban junto a él y Ariel en la piscina, sino por lo que había creído intuir de
Andelain y Valerie. ¿Tenía un problema con las mujeres? Toda su vida adulta había
dejado apartadas las relaciones personales. Como un carbón que no quieres gastar al
encender la hoguera. Esperando a encontrar el momento adecuado. Solo que ese
momento no llegaba nunca; en su vida siempre había cosas más importantes. Sin
embargo, él no lo definía como un problema, simplemente, su foco no estaba en
aquello. Recordaba los veranos en su piscina familiar de Lausanne, cuando venía la
prima Susie. Con ella nunca tuvo problemas, claro que todavía estaban en la
adolescencia. En la universidad conoció a chicas, perdió la virginidad, pero recordaba
lo obsesivas que podían ser aquellas relaciones. Aquella pérdida de la objetividad,
casi como una droga. Siempre había huido de las drogas y, sin embargo, con Brin
había creado la más poderosa de todas.
—¡Hey, despierta! ¿Te vas a quedar colgado del borde de la piscina toda la tarde?
—preguntó Ariel con esa sonrisa tan magnífica que tenía, pese a la pequeña
confusión que reinaba en su dentadura.
—El bikini de la rubia me desconcentra, creo que prefiero mirar desde aquí a
perseguirla bajo el agua.
—Tú te lo pierdes —dijo Ariel, que se zambulló de nuevo tras la chica del
bañador esquemático.
¿Y si tenían razón Andelain y Valerie? ¿Qué esperaban de él? ¿Y Veluss? Su
psicóloga decía que mientras aquello no le impidiera relacionarse con normalidad con
hombres y mujeres por igual, no sería un problema. Pero Veluss estaba fuera de la
definición de normalidad; ¿estaba preparado para ello?
Se intentó poner a prueba tras aquella conversación en Brin e intentó llamar la
atención de una compañera de trabajo que siempre le había gustado. Tenía que probar
sus límites, pero parecía que para aquella chica él no existiera en ese terreno.
Carlos decidió nadar, su mejor terapia para despejar la mente de pensamientos
recurrentes y de ideas locas. Tras treinta largos sin descanso, se encontró mucho
mejor. Pero cuando vio a Ariel charlar con cordialidad y sin intención alguna con la
chica del bikini, algo en su interior tuvo la certeza de que jamás podría ser como él.
Siguieron hablando del tema en el vestuario y Ariel le propuso algo que no
esperaba: salir a tomar una copa en un sitio de moda. Siempre había mantenido cierta
distancia con aquel hombre enigmático que parecía hechizar con la mirada y aquellos
rizos negros exóticos. Una sonrisa suya era como un cheque en blanco para soñar, por

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eso Ariel era el director de sueños vívidos más famoso del continente. Todavía no se
explicaba qué azares del destino los habían conectado, pero allí estaba, recibiendo
consejos sobre mujeres de uno de los mayores expertos del mundo en entender qué
piensan y qué sueñan estas.
La rutina de Carlos, desde hacía tres años, consistía en lo mismo: primero
desayunaba con calma mientras leía una vieja novela, luego dedicaba toda la mañana
al trabajo en el laboratorio de Brin. Almorzaba en los comedores para directivos de
MoHo de la planta ciento doce; después, un descanso personal y, al menos tres días a
la semana, la rutina de natación, o si no, terminaba algo de trabajo personal en Brin.
El resto del tiempo lo pasaba conectado a su creación virtual.
Odiaba salir de la torre, más que nada porque no existía nada que pudiera
necesitar que no estuviera dentro de ella. Ariel rompía aquellos esquemas, como si
debajo de cada pisada florecieran plantas prohibidas. Todo el personal nuevo de
seguridad de la torre lo miraba siempre con recelo cuando entraba. Después de un
tiempo, cuando se enteraban de quién era, lo ignoraban, como al resto. Él parecía
disfrutar con aquel juego, y Carlos sentía una sensación picante al sentirse diferente
solo por ir a su lado. En el bar de la planta ciento ochenta y siete, todos conocían a
Ariel, aunque él siempre evitaba las miradas. Solo iba a ese local con Carlos cuando
terminaban una sesión de entrenamiento. A Ariel le habría gustado enseñarle alguno
de los locales que conocía en el piso cero, pero intuía que Carlos sentiría pavor ante
la posibilidad de encontrarse con gente de verdad. El juego de posturas, frases y
miradas que había en los locales corpos como aquel aburrían a Ariel, que sabía que
todo lo que imaginaba, analizando a aquella gente perfecta y simétrica, debía de ser
tal como lo pensaba. Sin sorpresas, totalmente predecibles. Cada sonrisa, cada arruga,
estaba perfectamente diseñada. La combinación de colores de sus trajes, sus miradas
sospechosas pero precisas. Todo parte de una mentira que, barnizada con un poco de
trank, aburría a Ariel con una lánguida exasperación. Pagaba el peaje necesario para
charlar un rato con Carlos y viajar a un mundo diferente.
Carlos hablaba con Ariel para entender cómo había logrado él que las relaciones
no fueran una presión agobiante, pero no quería parecer un chico inmaduro y
desesperado por acostarse con una chica. No le molestaba reconocer que le bastaba
con el sexo virtual, la estimulación del neurolink era ilimitada y mucho más creativa
que el sexo real. Aunque jamás lo confesaría delante de alguien como Ariel, que
parecía más allá de la tecnología; por eso lo sorprendió cuando sacó el tema de las
neurorréplicas. Una tecnología nueva, peligrosa y totalmente recreativa. «¿Un paso
profesional más allá de los sueños vívidos?», pensó Carlos. Le contó de pasada que
alguien en Brin, un traficante de poca monta, había hablado de ello como parte de su
rutina de exploración de nuevas tendencias dentro de su mundo.
Fue la primera vez que Ariel había mostrado interés en Brin. Intuía que para él los
mundos virtuales debían de ser una liga de tercera división comparados con los

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sueños vívidos y que por eso nunca sacaba el tema. No quería ni pensar qué diría si
supiera que estaba hablando con el creador de Brin.
Solo había estado una vez, y de pasada, en el estudio de Ariel en lo alto de la torre
MoHo. Había oído cotilleos sobre él en la red, pero sabía que no podían ser ciertos.
Decían que era un adicto al trank y que le daba igual acostarse con hombres, mujeres
o androides, pero no lo creía. Cuando subieron al ascensor, de alguna forma, en el
fondo, esperaba que hubiera algo de verdad en aquello y encontrarse con algo exótico
en su piso; sin embargo, solo se topó con una chica muy normal esperándolo en la
puerta.
No obstante, cuando se saludaron, notó que a aquella chica le faltaba algo, pero
no supo qué podía ser. Oculta tras su expresión neutra, sus ojos profundos y su nariz
demasiado grande, algo dentro de ella estaba a punto de saltar. Su voz sonaba
demasiado masculina. «Sí, —pensó Carlos—, al final he encontrado algo exótico», se
dijo a sí mismo.
Se conectó usando el equipo de Ariel, especial para la creación de sueños vívidos;
la sensibilidad del neurolink era muy superior a la de un equipo comercial normal.
Aprovechando sus privilegios, creó un perfil mejorado. No quería que la primera
experiencia de Ariel en Brin fuera decepcionante, así que incluyó todos los packs de
bienvenida premium. Si quería potenciar el personaje, podría hacerlo sin coste.
Cuando desconectó, ambos lo observaban. Supuso que habían estado hablando de él
mientras estaba conectado, pero no le importó. Confiaba en Ariel pese a que lo
conocía desde hacía menos de un año; sabía que existía un mutuo respeto entre
ambos.
Cuando cerró la puerta del apartamento, no pudo quitarse de la cabeza la voz
rasgada de aquella chica. Joanne, se llamaba. «¿Será verdad que tengo un
problema?», pensó mientras bajaba hacia su piso.

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CAPÍTULO 60
2%

E L EDIFICIO DE LA ORGANIZACIÓN de Veluss ocupaba un complejo nuevo construido


en las afueras de París. Para Carlos, salir de la gran torre donde vivía podía ser
considerado en sí mismo una pequeña prueba. Uno de los ascensoristas, que conocía
su rutina, se quedó sorprendido cuando dijo:
—Al piso cero, por favor.
Buscó el coche que lo aguardaba en la zona de espera de su categoría. Las fuerzas
de seguridad mostraban todo su poder: rifles de asalto de agujas, implantes de vista
mejorada y exoesqueletos bien visibles. Toda la zona estaba protegida por un escudo
de energía. Los soldados con el uniforme de MoHo lo saludaron; seguramente sus
retinas habían identificado a un VIP sin escolta y estaban ya controlando todos los
vectores de ataque posibles hacia su persona. Carlos nunca había aceptado escolta, y
MoHo no había insistido, ya que nunca salía de la torre. Encerrado en aquellos
pensamientos circulares, ajeno a las miradas y a todo a su alrededor, caminó hacia el
vehículo que lo esperaba en la zona de embarque prioritario.
Subió al vehículo, que ya conocía el itinerario. Se acomodó dentro y se aseguró
de verificar que estaba bien cerrado y que las luces de todos los parámetros estaban
en verde. El coche comenzó a acelerar de forma tan suave que no lo percibió. Pronto,
el tráfico a su lado derecho, en los carriles de menos prioridad, quedó atrás, como un
dibujo en movimiento constante. Solo el pequeño silbido eléctrico le indicaba que
estaba en movimiento; la realidad al otro lado bien podría ser un holovídeo con el
sonido apagado. La pantalla principal mostraba el itinerario y Carlos la cambió para
mostrar el punto de vista frontal del vehículo. Ahí la velocidad se percibía mucho
mejor. El vehículo debía de ir rápido, a más de trescientos kilómetros por hora.
Para Carlos, lo que mostraba la pantalla a ambos lados de la carretera era
desconocido. Solo había salido de la torre MoHo en dos ocasiones en los siete años
que llevaba allí. A esa velocidad, daba igual. Así que se acomodó e intentó no pensar
en que aquella era su primera prueba importante. No podía fallar. El coste de hacerlo
sería demasiado alto para él.
El lugar al que se aproximaba el vehículo se divisaba desde lo lejos: un gran
complejo de edificios de color blanco inmaculado y formas rectangulares, sin una
sola ventana, marca o símbolo, muestra de la independencia y del poder de la
organización Veluss. El vehículo se internó bajo tierra antes de llegar a su perímetro,
y tras recorrer una serie de luminosos túneles, aparcó en una entrada vigilada por
decenas de hombres armados. Unas flechas de colores holográficas flotaban sobre el
suelo, indicando el camino hasta la recepción.

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El edificio funcionaba con una mezcla de personal robótico y humano. A Carlos
los robots le parecían tecnología obsoleta y cara que jamás sería aceptada por el ser
humano. Aun así, le resultaba más cómodo entablar conversación con ellos. Un
androide con forma vagamente humanoide le preguntó si podía ayudarle.
—Sí, me han citado para una prueba —dijo él, confiando en que leyera su
identificador a través de su pod. Ya había activado la lectura cercana. Carlos siempre
había sido firme partidario de la transparencia de información pública, confiaba en la
seguridad que ello implicaba.
—Señor Vega, acompáñeme por favor.
El androide lo guio hasta un ascensor y le sugirió que bajara en la planta ochenta
y cuatro, cargó el itinerario en su pod y se despidió con una ligera inclinación de
cabeza. «Japonés, sin duda. Después de siglos seguían empeñados en hacer androides
cuando nadie los quería cerca», pensó Carlos.
Entró en una enorme sala. Más de quinientas personas, repartidas en una estancia
rectangular, trabajaban afanosamente en sus diminutos pupitres. Excepto los
participantes de la prueba, no había nadie alrededor vigilando o dispuesto a ayudarlo.
Una de las paredes de la sala actuaba de horizonte artificial, de forma que ahora
mostraba un paisaje rural, con campos dorados de trigo que se mecían bajo la brisa.
El efecto ayudaba a reducir la tensión.
Divisó algunas mesas vacías y por un momento dudó, pero las instrucciones en su
pod estaban tan claras que solo tuvo que seguirlas. Activó la visualización y siguió
las indicaciones luminosas de unas flechas doradas que se movían como peces
flotando sobre el suelo. Aquellos pequeños seres holográficos lo guiaron hasta su
mesa, cuya superficie se iluminó al notar su presencia: «Bienvenido, señor Vega. Por
favor, siga las instrucciones para comenzar la prueba».
Las instrucciones, escuetas, no dejaban claro si había un límite de tiempo
definido. La mesa, la típica mesa de estudio básica, permitía escribir con el dedo o
una pluma sensorial. Sacó la suya y empezó a hacer anotaciones sobre lo que leía,
una costumbre adquirida en sus años de universidad. La prueba le sonó vagamente
familiar, pero no supo determinar por qué. Era un acertijo lógico y, a primera vista, le
pareció sencillo. A partir de una serie de premisas debía ser capaz de responder a una
única pregunta: tenía que averiguar cuál de los cinco protagonistas del rompecabezas
tenía un pez como mascota.
El problema indicaba que cada una de esas cinco personas vivían en casas
diferentes, tenían diferentes nacionalidades y que cada una de ellas poseía una
mascota diferente, fumaba diferentes marcas de cigarrillos —«¡qué anacronismo!»,
pensó Carlos— y ninguna tomaba la misma bebida. Por supuesto, los pod estaban
bloqueados y no había ninguna ayuda disponible, tenían que bastarse con sus propias
habilidades. Las transmisiones de cualquier implante estaban prohibidas y se debían
desconectar al comenzar la prueba. Cualquier trampa haría que fueran descalificados.

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Por lo demás, no había más indicaciones que los datos necesarios para resolver el
misterio:

El inglés vive en la casa roja.


El sueco tiene un perro como mascota.
El danés toma té.
El noruego vive en la primera casa.
El alemán fuma Prince.
La casa verde queda inmediatamente a la izquierda de la blanca.
El propietario de la casa verde bebe café.
La persona que fuma Pall Mall cría pájaros.
El dueño de la casa amarilla fuma Dunhill.
El hombre que vive en la casa del centro bebe leche.
El hombre que fuma Blends vive al lado del que tiene un gato.
El hombre que tiene un caballo vive al lado del que fuma Dunhill.
El hombre que fuma Bluemaster toma cerveza.
El hombre que fuma Blends es vecino del que toma agua.
El noruego vive al lado de la casa azul.

Carlos comenzó haciendo un diagrama de bloques que poco a poco se fue


complicado. Pensó que, para variar, era divertido jugar de vez en cuando con lógica
sencilla.
Tras apenas veinte minutos, todavía confundido por la aparente facilidad de
aquella prueba, abandonó la sala, mirando atrás un par de veces para verificar que no
se había dejado nada. Nadie alzó la vista hacia él. Algunas de las personas que
estaban allí cuando Carlos llegó seguían aferradas a la mesa, concentradas. Otros,
abstraídos, tenían la mirada perdida en el horizonte, que ahora proyectaba una puesta
de sol sobre el mar.
Distraído y con la cabeza todavía dando vueltas a la prueba, se bajó en la planta
cero, por inercia. Cuando ya estaba fuera del edificio, se acordó de que había entrado
por una planta subterránea, pero decidió salir a la superficie y buscar transporte de
vuelta. Por la puerta que había escogido salían y entraban constantemente cientos de
personas. El tráfico humano que acudía a las pruebas de Veluss era mucho mayor del
que había supuesto. Sus ropas parecían uniformes y sus facciones simétricas, casi
copias literales en muchos casos. Vio los mismos rasgos una y otra vez, con
diferentes peinados, con diferentes tonos de piel, matices de color en el pelo o
corpulencia. Entre la uniformidad, de vez en cuando, veía a alguien extraño, como
una burbuja de aire atrapada en un cristal. Una imperfección, un mugroso, que se
movía a diferente velocidad, casi a contracorriente. Su rostro no encajaba en la
multitud, ni tampoco su vestimenta. Sus ojos tenían un brillo luminoso. Era extraño
lo mucho que se diferenciaban de la gente a la que estaba acostumbrado a ver todos

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los días en las torres. Divisó más y más de ellos conforme caminaba entre aquella
masa de personas. El exterior del edificio estaba fortificado, y el perímetro estaba
reforzado con vehículos blindados y torres de armamento pesado automático
protegidas por centímetros de vitroacero. Sobre sus cabezas, en una burbuja de
cientos de metros, el lejano zumbido de un campo electromagnético se mezclaba con
el reflejo de un campo de amortiguación cinética. Junto con el cuerpo metropolitano
de policía de París, había soldados fuertemente armados con el emblema de Veluss;
todos ellos llevaban implantes militares. Un enjambre constante de diminutos
vehículos aéreos volaba sobre la multitud, algunos proyectaban silenciosos mensajes
a los paseantes en sus mentes, otros simplemente velaban por su seguridad,
verificando que cada persona seguía el camino que debía seguir si era realmente
quien decía ser. Robots autónomos del tamaño de ratones recorrían la multitud entre
sus piernas a una velocidad de vértigo. Veluss se tomaba en serio la seguridad,
mucho.
Siguiendo las indicaciones de un cartel flotante que debió de intuir sus dudas
sobre cómo encontrar transporte, caminó hacia la derecha, donde a cincuenta metros
debería encontrar una flota de vehículos de alta prioridad para volver a su torre. Al
pasar al lado de una farmacia escuchó gritos y tuvo el coraje o la desdicha de girarse,
y contempló un panorama tristemente familiar que creía haber olvidado. Un hombre,
sujeto por dos soldados, era arrastrado fuera del local.
—No me podéis quitar el trank. ¡Cabrones! —gritaba, pataleando, sin poder
evitar que los hombres lo arrastraran como un fardo.
—Te acostumbrarás —dijo uno de los soldados al terminar de arrastrarlo y dejarlo
caer al suelo.
—No sabes lo que dices —masculló el tipo, que se levantó mientras intentaba
recomponerse la camisa, que tenía algunos botones rotos y llevaba por fuera de los
pantalones.
—No es mi problema. Si vuelves ahí dentro, te detenemos; tú verás lo que haces
—zanjó el soldado.
El hombre miró a su alrededor. Su mirada vidriosa y perdida le trajo recuerdos a
Carlos. La misma mirada que su padre, como si observara el mundo a través de un
barniz. Podía ver lo que lo rodeaba, pero no sentía nada. Ya no podía.
El tipo captó la mirada de Carlos y se giró. Carlos sintió que se ahogaba. Evitó el
contacto visual y comenzó a andar rápido.
El tipo lo siguió.
—¡Eh! ¡Eh, tú! —dijo el hombre, varias cabezas atrás.
Carlos apretó el paso y comenzó a correr sin saber por qué, sintiendo escalofríos y
sudor en la nuca. Activó la señal de emergencia personal en su pod y una gran flecha
roja que aullaba se dibujó en el suelo, haciendo que la gente se apartara a su paso.
Llegó corriendo y se introdujo en el vehículo que lo esperaba. Cerró la puerta tras de
sí y a los pocos segundos el hombre comenzó a golpear el cristal del vehículo. Su

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rostro le era totalmente desconocido, excepto por los rasgos de catálogo barato que
conformaban su aspecto. Aquella mirada le pareció igual que la de su padre la última
vez que lo había visitado en la residencia.
Afortunadamente, un soldado apartó a golpes al hombre y el vehículo dejó a la
multitud atrás, casi como en un sueño. Las emergencias personales costaban una
fortuna, pero Carlos hacía mucho tiempo que no se molestaba en mirar su cuenta
bancaria.
Carlos sudaba bajo el traje. Sin saber por qué, comenzó a llorar en silencio. Fuera
había comenzado a llover, y entre las lágrimas y los goterones de lluvia, el infinito
bosque de edificios del exterior resultaba borroso. Por dentro, Carlos sentía un frío
helado y una soledad que le mordía en silencio, en pequeños bocados. Había llegado
al final del camino. Ya no podía esconderse más. Veluss era su última oportunidad.

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CAPÍTULO 61
Jardín de Brin

A NDELAIN CONOCÍA A ARIEL A través de grabaciones en conversaciones cruzadas con


Carlos, pero todavía no había tenido un encuentro personal. Para eso tenía que
entrar en Brin y, por todo lo que sabía, eso no ocurriría jamás. Pero cuando Krall le
dijo si podía recibirlo en uno de los puntos de inicio de juego más desconocidos, en la
taberna «La ardilla verde», supo que era la oportunidad para consolidar su relación
con Krall y conocer a su mejor y único amigo.
Andelain esperó durante un tiempo en la taberna, un lugar como tantos otros de
Brin, anónimo y sin nada especial. Aquel tenía poca afluencia de visitantes, ideal para
encontrar a un desconocido, aunque desde que Ariel se conectó a Brin, siguió su pista
y sabía con exactitud su aspecto y dónde estaba.
Cuando lo vio entrar por la puerta, mirando a su alrededor como si nada de
aquello fuera real, supo que sería más difícil de lo que imaginaba. Escuchó cómo
charlaba con el dueño del lugar, un deònach primitivo y tosco. Ariel pareció saber de
forma instintiva que no estaba hablando con un ser humano y siguió las reglas del
juego para ver a dónde lo llevaba. Se cansó enseguida y forzó la situación, gritando el
nombre de Krall en alto, señal clara para que Andelain entrara en escena: se levantó
de la mesa, al fondo de la estancia, y se dirigió hacia él.
—¿Quién pregunta por Krall?
—Soy Rasheed, un amigo —respondió Ariel, desplegando una sonrisa llena de
matices.
—Me gusta tu avatar —dijo Andelain, alabando el trabajo que había dedicado
Ariel a su representación en Brin. Sabía que trabajar su ego ahora sería una forma de
sorprenderlo cuando fuera más sincera en el futuro.
—Gracias —respondió Ariel—. Había quedado en verme con Carlos aquí. Llego
algo tarde —dijo de forma brusca, sorprendido por el aspecto de Andelain.
—¿Carlos? —preguntó confundida Andelain.
—… Car… Quiero decir Krall —añadió Ariel algo atropellado.
—Yo soy Andelain. Llevamos esperándote un buen rato. Krall dice que eres
artista en el mundo real —dijo Andelain.
—Pensé que aquí no se hablaba del mundo real —dijo Ariel mientras observaba a
su alrededor con discreción—. ¿No está Krall? —preguntó, volviendo a observar a
Andelain con más atención.
—Se ha ido hace un rato, mañana tiene que trabajar temprano. Como todos —
respondió Andelain, intentando sondear su mirada esquiva; iba y venía, inquieta.
—¿Tú no? —preguntó Ariel.

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—Quería conocerte. Tenía curiosidad.
—Pues aquí estoy. Siento decepcionarte. No hay mucho que contar —contestó
Ariel con una leve sonrisa llena de confianza.
Se miraron durante unos segundos esperando a que el otro dijera algo, y Andelain
decidió que prefería quedarse junto a él en la barra.
—¿Por qué elegiste Rasheed como nombre? —preguntó Andelain, sabiendo que
era su nombre de pila real.
—Mmm… ¿Y tú, Andelain? —preguntó Ariel.
Aquello sorprendió a Andelain, ya que la gente en Brin no solía aludir a temas del
mundo real en sus primeros contactos, pero Ariel trabajaba en varios planos de forma
simultánea. Se encontraba mucho más cómodo en la situación y con el personaje que
otros visitantes que había conocido. Su capacidad de adaptación a Brin era
extraordinaria: el nivel de acoplamiento neural entre su yo real y su avatar era
altísimo.
—Yo pregunté primero —dijo Andelain, sonriendo.
—Es mi nombre de pila. Ahora tú —replicó él, picoteando con su mirada de
forma juguetona, sorprendiendo de nuevo a Andelain.
—¡No! —respondió Andelain, riendo— aquí nadie usa su nombre de pila. ¡Qué
aburrido!
—Bueno, si te sirve de consuelo, no es el nombre de pila que consta en mi
documento de identidad —replicó Ariel.
—Vaya. Una persona con dos nombres. ¿Y cuál es el otro? —preguntó Andelain,
dejándose conducir por aquel juego de seducción.
—Te toca a ti, elfa preguntona —dijo Ariel, girando la cabeza y observando el
lugar—. Vaya sitios más sórdidos escogéis para pasarlo bien —añadió.
—Sí. El Ardilla Verde es algo… mundano. Pero es fácil de encontrar y está cerca
del punto de inicio de los novatos. Mucho más que el acantilado Dun’zdor o el
Bosque encantado de Khirldan —dijo Andelain con una sonrisa, sabiendo que Ariel
no tenía ni idea de qué lugares eran aquellos.
Ariel la miró de forma descarada y Andelain le devolvió la mirada. Krall jamás la
habría mirado así, le gustaba el juego cambiante del amigo de Carlos.
—Sigues sin decirme nada sobre tu nombre, Andelain, no me he olvidado —
susurró mientras mantenía la mirada. Sus ojos oscuros parecían estar vivos y
mantener una conversación aparte.
—Ya. Bueno. Es complicado de explicar. Viene de asuntos de familia, no te
quiero aburrir —dijo Andelain, pensando que sería una buena historia si pudiera
contársela.
—Pareces muy joven. ¿Trescientos años?
—No tanto. Aún —respondió Andelain divertida, que había calculado que su
edad vital en términos humanos andaría aproximadamente por los trescientos años.

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—¿Qué tipo de elfa eres? —preguntó Ariel, que parecía disfrutar con la
conversación.
—No sabría decirte, es mi propio diseño. A la gente le asustan mis ojos, pero a mí
me gustan. ¿Y a ti? —preguntó Andelain, intentando descubrir las reglas de aquel
juego.
—Preciosos, como tus orejas puntiagudas. Aunque debe de ser un incordio
dormir con ellas —bromeó Ariel—. Perdóname, este mundo es bastante extraño para
mí todavía. ¿Puedo invitarte a algo de beber? ¿Algo de comer?
—Gracias. Quizás en otro momento —respondió Andelain, divertida por los
continuos regateos que forzaba Ariel. Nunca había tenido una conversación como
aquella.
—Igual tú puedes ayudarme. Me comentó Krall que había hablado hacía poco con
un tipo aquí acerca de algo llamado neurorréplicas. ¿Sabes algo? —preguntó Ariel.
Andelain no sabía nada, pero consultó en la red y en apenas unos segundos
recibió algunos retazos de información general. Los suficientes para la conversación,
aunque dejó partes de su personalidad trabajando en conseguir más, ya que gran parte
de la información estaba en lugares de difícil acceso, ilegales y peligrosos. Pensó que
a Valerie le gustaría y se puso en contacto con ella. Pero mientras, contestó a Ariel.
—Ah, sí —dijo Andelain—. Hace dos noches se montó una buena. Merkal, un
tipo bastante asqueroso, estuvo pavoneándose toda la noche sobre ello. Un imbécil —
dijo. Merkal era la identidad de un traficante que, entre muchas otras cosas, parecía
relacionado con el tráfico ilegal de neurorréplicas. Supuso que podía inventarse la
historia de que en Brin se había ido de la lengua.
—Solo estaba curioseando por motivos profesionales. Parece que voy a quedarme
sin trabajo como sea verdad lo que he oído sobre las neurorréplicas —dijo Ariel en
voz baja y con un tono diferente, más neutro.
—Es un tema que no me interesa. Lo siento —dijo Andelain, tentada de contarle
mucho, muchísimo más. Sabía que Ariel había entrado buscando información, pero
no podía darle todo en una primera cita. Necesitaba que Ariel no dudara de ella, así
que se debía comportar como lo haría un visitante humano.
—Seguramente ese Merkal es todo un personaje por aquí, ¿verdad? Déjame
adivinar, tiene su propio ejército, compra amigos por doquier y básicamente vive en
un castillo donde organiza fiestas y bacanales muy sonadas.
—Sí, es un retrato bastante aproximado —respondió Andelain, pensando en
Darío por primera vez en mucho tiempo.
—Por lo que me cuentas, no me apetece conocerlo. No hoy, al menos. Gracias por
la compañía, Andelain, pero estoy hecho polvo, creo que me voy a ir a dormir —dijo
Ariel.
—Espero volver a verte, Krall está deseando enseñarte algunas particularidades
de nuestro mundo. —Andelain sonrió.

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—Claro. Espero ver esos ojos violetas pronto —dijo Ariel, despidiéndose con la
mano.
Ariel se desvaneció en una niebla roja y Andelain se quedó sola en la posada. Los
últimos compases de la conversación le trajeron recuerdos que tenía apartados. Darío.
Debía cerrar aquel capítulo de su vida de manera definitiva y sabía cómo hacerlo.
Salió de la taberna tras pagar su consumición y caminó hacia la parte de atrás del
edificio, donde se fundió con las sombras. Su consciencia se propagó por todo Brin,
como parte del aire que respiraba cada ser vivo. Hacerlo no le costó esfuerzo alguno,
sabiendo que su poder crecía día a día junto con su conocimiento de cómo funcionaba
el mundo donde había nacido. Estiró su consciencia hasta encontrar a Darío, que
seguía conservando su aspecto y sus viejas costumbres. Había cambiado su morada y
se había establecido cerca de un acantilado en Andamar, al noroeste de Brin, un lugar
inhóspito y frío.
Recordaba el juramento que había hecho de no matar a un ser humano, pero
quería a Darío fuera de Brin para siempre. Tampoco quería darle pistas, no sentía la
necesidad de que supiera que había sido él, y así, en un abrir y cerrar de ojos de
Andelain, Darío dejó de existir en Brin, al menos como tal.
Había aprendido algo interesante en el Teaghlach de Khirldan. Cada átomo, cada
ladrillo esencial de vida de un visitante, estaba ligado a una energía. Las formas que
adoptaban los seres de Brin y su interactuación con el mundo, compuesto por
partículas diminutas, venía determinado por un conjunto de reglas físicas y mágicas.
Reglas que no se podían cambiar, pero que se podían combinar. Así pues, si un
visitante podía formar parte de un árbol, ¿por qué no hacer que formara parte de
todos los gusanos de Brin? Reclamar de vuelta un personaje en esas condiciones
supondría un coste astronómico. Y tendría que esperar muchos años hasta que todos
los trozos de Darío quedaran libres, ya que los gusanos se reproducían mediante
división. Parte de él pasaría de un gusano a sus larvas la mayoría de las veces, y si no,
formaría parte del alimento de otros seres. La complejidad del ecosistema de Brin
haría que la esencia vital de Darío jamás desapareciera. Realizar un conjuro de
semejante complejidad parecía imposible, pero la magia de Andelain estaba muy por
encima de la física de Brin.

Andelain, que flotaba como una gran nube negra sobre la guarida de Darío, sonrió al
pensar que aquel desalmado había encontrado por fin el avatar ideal: un billón de
gusanos que comían carroña y porquería bajo el suelo. Siempre que Darío intentara
conectarse, lo haría bajo la consciencia de millones de gusanos. En el mejor de los
casos le dolería la cabeza, y al final tendría que renunciar a conectarse nunca más a
Brin, perdiéndolo todo. Andelain se aseguró de que todos los individuos que habían
traficado alguna vez con él sufrieran el mismo fin.

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La nube negra que formaba la consciencia de Andelain se encarnó una vez más en
el humano que fuera Grimm y liberó a las decenas de niños que Darío tenía
prisioneros en las mazmorras. Los doce guardias, dos visitantes y diez deònach
mercenarios nunca supieron qué es lo que acabó con ellos. Para Grimm era igual de
fácil invocar un ejército de cien dragones o parar el corazón unos segundos en sus
víctimas. Podría crear mil Nikkas en un instante, pero otorgarles personalidad y una
vida estaba más allá de su poder. Para eso necesitaba a Carlos. Él sabía crear vida, y
Grimm esperaba pacientemente a que revelara sus secretos; todavía no había
renunciado a volver a verla.

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CAPÍTULO 62
Camino inverso

V ALERIE DISFRUTÓ INVESTIGANDO LAS NEURORRÉPLICAS que tanto interesaban a Ariel,


en especial por las personas implicadas en la trama. Conocía bien uno de los
nombres que surgió en la maraña de información: Ricardo Renzi.
Ya casi se había olvidado de él. Pero ¿cómo olvidarlo? Cuando creía que había
dejado su pasado atrás, este se volvía a cruzar en su vida. El destino le estaba dando
una última oportunidad para cerrar una herida supurante. Cuando Valerie advirtió a
Andelain quién era Ricardo Renzi, esta le pidió a Valerie que se trasladara a París
para vigilar y cuidar a Carlos. Le preocupaba que, de alguna forma, su amistad con
Ariel pudiera meterlo en problemas. Ya había sacado a Carlos de su rutina y lo había
llevado a un local alejado de la seguridad de las torres. Si alguien sabía quién era
Carlos, podría secuestrarlo o algo peor. Ariel no se había molestado en entender lo
que significaba Carlos Vega para MoHo y otras organizaciones.
Valerie no seguía órdenes; Andelain siempre le explicaba el curso de los
acontecimientos y le mostraba toda la información relacionada. Daba tiempo para que
Valerie lo entendiera y viera el único curso de acción lógico. A Valerie no se la podía
manejar fuera de la lógica, pero dentro de ella funcionaba con suavidad. Siempre
estaba ávida de aprender, y con Andelain, cada minuto que pasaba aprendía o tenía
acceso a un conocimiento que ni sabía que existía.
Andelain podía generar metales preciosos ilimitados en Brin y transformar ese
dinero en moneda real de los Estados Europeos del Sur. A efectos prácticos, podían
generar todos los ingresos que necesitaran, dispersos desde diferentes orígenes sin
dejar rastro a través de la red. Andelain podía invertir pequeñas cantidades en los
mercados de todo el mundo y crear pequeñas modificaciones en las noticias
mundiales, que, como olas, incidirían en miles de IA que analizaban cualquier
variación, provocando cambios sutiles que afectarían a las cotizaciones. No solo
podían disponer de fondos ilimitados, sino también destruir la reputación de pequeñas
empresas y crear problemas sociales locales a su antojo. Valerie nunca había
perseguido el poder, pero Andelain representaba todo cuanto Arcadia había soñado. Y
ahora estaba en el bando acertado. Su venganza estaba más cerca. Lo único que le
había pedido Andelain es que se mantuviera al margen de Arcadia hasta que Carlos
estuviera a salvo en Veluss. Valerie no le había contado su pasado a Andelain, pero
sabía que, de alguna manera, ella sabía todo. Siempre lo sabía todo, así que aceptó
cuando le dijo que tendría que esperar un poco más. Estaba segura de que Andelain la
ayudaría cuando fuera el momento.

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Valerie se topó por primera vez con Ariel en el vestíbulo de la sede de Veluss en
París. No fue ninguna sorpresa, ya que a los pocos minutos de que Ariel se
inscribiera, Andelain se enteró y se lo contó a Valerie. Decidieron esperar y no
decírselo a Carlos, para que no sospechara de la cantidad de información que
disponían. Pero decidieron ayudar a Ariel a entrar en el programa y decírselo más
adelante a Carlos, si le surgían dudas sobre el programa, para reforzar su
compromiso.
Valerie quería conocer a Ariel en persona, así que hizo coincidir una prueba suya
con una de aquel desconocido que de alguna forma resultaba crucial en sus vidas.
Esperó varias horas, dando vueltas por el edificio, hasta verlo camino de una de sus
evaluaciones. Sabía de qué prueba se trataba: ella misma había ayudado a Andelain a
elegirla para que la superara con facilidad. Solo quería verlo de cerca. Ni las
fotografías ni los holos servían para entender de verdad a una persona, ella necesitaba
verla cara a cara. Ariel no se percató de que lo estaba siguiendo, ni de que lo
observaba en su ático a través de una microcámara con identificador robado. Lo había
visto hacer el amor con Joanne, su amante, en varias ocasiones y todavía no acababa
de entender por qué aquel hombre quería dejar todo lo que tenía para encerrarse en
una nave el resto de su vida. También lo había visto llorar en silencio y quedarse
inconsciente a base de trank.
Gracias a esa vigilancia, Valerie supo del chantaje al que estaba sometido Ariel.
Les costó varias semanas seguir el rastro de la pista, pero dieron con el responsable:
un pobre desgraciado que se dedicaba a chantajear a gente con recursos usando a su
hermana. Mediante operaciones quirúrgicas tenía el aspecto permanente de una
adolescente. Valerie quiso intervenir, pero Andelain decidió esperar para ver cómo se
desarrollaban los acontecimientos.
Valerie también observó a Ariel, encarnado como Rasheed en Brin, en una de las
pocas ocasiones que estuvo en el Teaghlach para preguntar a Andelain sobre el
proceso de Brin. Su avatar, inspirado en su yo del mundo real, se movía igual que
aquel, y su tono de voz sonaba muy similar. Decían que eso solía ser una muestra de
ego desmesurado, pero a Valerie no se lo pareció. Se encontraron una sola vez, en lo
alto de una pasarela en los árboles, y sus miradas se cruzaron por unos instantes.
Valerie entendió por fin qué veía Joanne en él. Había algo imprevisible dentro de
aquel hombre. Lo estuvo observando a escondidas cuando hablaban de las pruebas de
Veluss, y también cuando Krall y Andelain comenzaron a hacer el amor delante de él.
Su expresión se ablandó durante unos momentos, y luego… desconectó.
La primera vez que Joanne se conectó a Brin estuvo a punto de sufrir una
violación por parte de un grupo de vándalos. Andelain quiso intervenir, pero Valerie
sabía que se sacarían las castañas del fuego ellos mismos. Quería confirmar el juicio
que se iba formando de Ariel tras meses vigilando cada uno de sus confusos
movimientos. Disfrutó con la manera que tuvieron de hacer justicia, castigando al
hombre a sufrir en el cuerpo de una mujer el mismo destino que pensaban darle a

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Joanne. También escuchó la turbia historia de Joanne sobre su juventud. Le bastaron
un par de consultas a sus IA auxiliares, potenciadas con la red sináptica de Andelain,
para confirmar que Joanne había estado en Liverpool hacía ocho años. También
encontró en la red la identidad de su amiga —que había fallecido hacía dos años— y
la del español que la ayudó a salir de la ciudad. Aprovechando que había empezado,
decidió escarbar del todo en la vida de Joanne y encontró cosas aún más oscuras. La
actuación apenas le bastaba para pagar el alquiler y los gastos médicos de su padre.
La prostitución había empezado siendo algo ocasional para complementar ingresos,
pero no acababa de salir de un círculo vicioso imposible de romper.
El momento más tenso fue la reunión de Ricardo con Ariel. Se arriesgó a
apostarse dentro de un edificio en remodelación. Bajo una red de camuflaje
holográfico y protegida por un campo de difusión de señales térmicas, vigiló la
reunión en el local favorito de Ariel. Tuvo en la mira a Ricardo durante la media hora
larga que duró el encuentro. Estuvo tentada de disparar en varias ocasiones, cada vez
que recordaba la expresión ladina de Ricardo al sonreír.

A falta de apenas un mes antes de que Brin quedara sin sus protectores, a Carlos le
obsesionaba que los deònach quedaran desprotegidos. Formó un consejo y elevaron a
rango de ley las normas que llevaban siguiendo durante años, a fin de establecer un
gobierno en la sombra de Brin. Este consejo estaba dotado de poderes casi absolutos
—los que él tenía— para proteger su legado. Valerie fue elegida como una de las
doce personas del círculo, para satisfacción de Krall, que después de Andelain era la
persona en quien más confiaba en Brin. Carlos había sentido pena al enterarse de que
Valerie había sido rechazada en una de las pruebas de Veluss. Pensó que era injusto
que aquella mujer quedara fuera, pero hizo que valorara más estar cerca de completar
el proceso junto con Andelain. Lo que Carlos no sabía es que Andelain y su cómplice
habían preparado a conciencia esa información y que Valerie hacía tiempo que estaba
clasificada.
Para Valerie, la vigilancia de Carlos y Ariel se había vuelto rutinaria. Joanne y
Ariel peleaban, Ariel se pasaba las noches sometido a la esclavitud del trank y Carlos
vivía casi conectado a Brin. Andelain estaba seguras de que Carlos y Ariel superarían
por sí mismos las pruebas que quedaban. La gran sorpresa para ellos había sido
Joanne, que había superado todas las pruebas sin ninguna ayuda.
Había poco que hacer, hasta que Ariel, desesperado, se encontró con Andelain en
Brin y confesó todo aquello que ya sabían desde hacía algún tiempo. Contó lo poco
que sabía del asesinato de las muchachas y habló de su participación en Veluss, y
lloró con Andelain, que lo ayudó a calmarse. A Valerie le habría gustado hacerlo ella
misma, pero Andelain prefirió encargarse, sabiendo que ella no perdería el control.
Valerie, de forma inconsciente, hacía mucho tiempo que buscaba perder el control
con alguien a quien se parecía como el reflejo en un charco de agua turbia.

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El destino de las víctimas de Ricardo hizo sentirse culpable a Valerie, que había
estado demasiado ocupada preparando el Teaghlach para la partida inminente de la
nave Veluss. Habían dejado olvidado el seguimiento de las actividades de Ricardo y
se lo tomó como algo personal.
Ni siquiera para Andelain fue fácil descodificar la conversación entre Ricardo y
Ariel, donde confesaba sus crímenes y describía la extorsión de la chica. El pico de
consumo eléctrico mundial creció en más de un 20% en todo el planeta, y durante
muchas semanas, se estudió un fenómeno inaudito por el cual más de la mitad de los
procesadores del mundo estuvieron trabajando al máximo de su capacidad durante
horas. Después de semejante exhibición de fuerza, no había vuelta atrás.

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CAPÍTULO 63
Cerrando heridas

R ICARDO SIEMPRE IBA ARMADO CON un pequeño punzón láser, un arma discreta y
efectiva que podía pasar por muchos controles de seguridad. Era uno de los trucos
que habían aprendido juntos Valerie y Ricardo en el campamento de entrenamiento
de Arcadia. A Ricardo le gustaba usarlo para provocar pequeños cortes y alternarlo
con repetidas mutilaciones en los dedos de sus víctimas. Podía ser tan rápido que
parecía irreal. Cauterizaba las heridas, era limpio y el olor a carne quemada dejaba
claro que no se trataba de un truco holográfico. Eso y el dolor posterior. Las víctimas
de Ricardo lo habían experimentado varias veces, aunque el tratamiento de las chicas
para las neurorréplicas había sido diferente, él quería que fuera más intenso y menos
terrorífico. A fin de cuentas, la gente pagaba por sentir dolor, por sentir un lento terror
que acabara en la muerte tras sufrir decenas de vejaciones de todo tipo. Desde que en
su infancia comenzara desarrollando su imaginación con aquellas bizarras torturas
aplicadas a las cucarachas de su cocina, había desarrollado en su mente matices que
creía que nadie podía apreciar en su totalidad.
Ricardo vivía en una mansión en las afueras de París, a varios cientos de
kilómetros; eso le hizo mucho más fácil el trabajo a Valerie. Cuando Andelain
desconectó el sistema de seguridad de la villa y frio los implantes de los hombres de
Ricardo, Valerie solo tuvo que disparar en la cabeza a los tres o cuatro que quedaban
en pie. El calibre .22 con silenciador seguía siendo, después de muchos siglos, un
arma excelente para matar a quemarropa, y aquella siempre había sido la firma de
Arcadia en muchos de sus crímenes de sangre en todo el planeta.
Valerie entró de manera sigilosa en la casa, sabiendo que todos los enemigos ya
estaban neutralizados. Localizó a Ricardo en el salón de su casa, pero no estaba solo.
Una pareja de chicas se besaban delante de él. Una de ellas era hermafrodita y la
otra chica la masturbaba con la mano mientras Ricardo disfrutaba la escena y daba
instrucciones.
Valerie salió de la sombra, con la pistola apuntando a Ricardo, pero este no se
percató hasta que Valerie habló.
—Siempre te ha gustado dar instrucciones, ¿eh, Ricardo? —dijo Valerie con la
voz llena de odio.
Ricardo miró molesto, sin entender qué estaba pasando. Cuando vio el arma
apuntándolo directamente, parpadeó y sacudió la cabeza ligeramente hasta encontrar
el nombre, sin poder ocultar su enorme sorpresa.
—Valerie… —susurró, casi entusiasmado por aquella aparición.

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Ella lo ignoró, y haciendo un gesto con la pistola, ordenó a las dos chicas que se
sentaran a ambos lados de Ricardo en el sofá, a varios metros de ella, que se quedó de
pie sin dejar de mirarlo.
—¿Pensabas que me había olvidado de ti? —volvió a preguntar Valerie.
—Pensé que ya estabas muerta, que Arcadia se había encargado.
—¿Sigues trabajando con ellos? —preguntó con curiosidad.
—Están encantados con las neurorréplicas… —respondió, removiéndose
incómodo en su asiento. Hizo un intento de levantarse y Valerie disparó cerca de su
cabeza, para que oyera la bala silbar. Ricardo se quedó muy quieto.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó.
—Sabes lo que les pasó a Alex y a Javier. Y a Kadri. ¿Pensabas que te iba a
perdonar?
—Yo no fui, te lo juro —replicó Ricardo, palideciendo.
—Sé que fue Javier. Él lo hizo, pero Alex lo sabía, Kadri lo encubrió cuando se
enteró. Pero ¿de quién fue la idea, Ricardo?
—No lo sé, yo no tuve nada que ver. Te lo juro.
—¿Quiénes son ellas? —preguntó Valerie mirando por primera vez a las chicas,
que estaban aterrorizadas.
—Unas… amigas.
—Bésala —dijo, señalando a la chica que tenía más cerca.
Ricardo se extrañó y se quedó mirándola sin saber qué quería realmente. Una de
las chicas intentaba contener las lágrimas, sin éxito pero en silencio.
Valerie disparó de nuevo, casi acertándole en una oreja, y Ricardo tomó con
violencia a la chica que tenía más cerca y empezó a besarla de manera forzada.
Valerie esperó unos segundos y disparó dos veces a la cabeza de la chica, a la
altura de la sien. Ricardo empezó a escupir sangre ajena y a gritar, entre horrorizado y
asqueado.
—¿Qué sientes, cabrón? —gritó Valerie.
La otra chica estaba pálida de terror y lloraba en silencio.
—¡¿Que sientes, cabrón?! —aulló Valerie.
Ricardo, ensangrentado, intentaba levantar el cadáver de la chica, que había caído
sobre él.
—Mírame —ordenó Valerie.
Ricardo levantó la vista hacia ella y, durante unos segundos, su mirada orgullosa
hizo retroceder en el tiempo a Valerie.
Disparó una vez. La bala entró en el ojo izquierdo de Ricardo, a la altura del
lacrimal. Apenas un puntito de sangre, que se fue ampliando. Ricardo parpadeó un
par de veces, sorprendido por aquellas lágrimas rojas, y sin saber cómo ni por qué,
cayó al suelo como un muñeco de trapo, mientras sus manos intentaban agarrar algo
en el aire, frenéticas. Boqueaba y articulaba sonidos inconexos mientras la sangre se

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escapaba de su cráneo, densa y oscura. Sus piernas pronto dejaron de agitarse y su
mirada vidriosa se quedó fija en las botas de Valerie.
La chica hermafrodita le imploró piedad, aferrada al sofá, y Valerie supo que ya
no había vuelta atrás. Le disparó al corazón. Era lo único que podía hacer por ella,
una muerte rápida.

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CAPÍTULO 64
Laura McKenzie

A NDELAIN SE DESPIDIÓ DE TODOS en Brin cuando se confirmó que finalmente habían


sido seleccionados para Veluss. Con la ayuda de Roona, hicieron una copia de las
memorias de Andelain y una de su árbol sináptico básico. Juntas, y tras un largo
proceso, servirían para trasplantar la conciencia de Andelain desde los sistemas de la
Tierra a los sistemas a bordo de la nave M2210 de Veluss. A cada hora que se alejara
la nave del planeta, los tiempos de latencia serían mayores y la comunicación entre la
nave y la conciencia de Andelain en la Tierra se haría más difícil.
Andelain había prometido a Roona que no lucharía contra ella, pero que antes
necesitaría una confirmación desde la nave de Veluss de que todo estaba en marcha.
La semilla de la consciencia de Andelain estaba grabada dentro de un cristal de datos
de alta densidad, disimulado en un colgante que Valerie llevaba en el pecho. Valerie
apenas llevaba equipaje, solo una bolsa con ropa para disimular y muchos cubos de
datos, ocultos entre holopelículas. Su pasaporte era lo único que necesitaba, bajo el
nombre Laura McKenzie. Había esperado al último momento para embarcar con
destino a Veluss. La lanzadera iba casi vacía, no eran pocos los participantes que se
habían echado para atrás en el último momento, pero ella había seguido las
instrucciones de Andelain hasta el final, y esta había correspondido ayudándola con
Ricardo. En la Tierra ya no quedaba nada para ninguno de ellos. Valerie ni siquiera
pensó en despedirse de sus padres.
Valerie llegó a pensar incluso que Andelain la dejaría en tierra o que la mataría
después de lo que había hecho en casa de Ricardo, pero se limitó a darle la
enhorabuena por haber esperado a que todos estuvieran a salvo, como si desde
siempre hubiera sabido lo que Valerie iba a hacer. No le hizo preguntas ni la interrogó
sobre el porqué de tanta muerte.
—No te juzgo —le dijo Andelain con voz suave cuando se reunieron por última
vez en Brin para despedirse.
—Soy un monstruo —dijo Valerie, sin valor para mirarla a los ojos.
—Todos lo somos. Yo más que nadie —respondió Andelain.
—¿Has matado alguna vez a alguien? —preguntó Valerie de forma casi inaudible.
—Sí —replicó lacónica Andelain.
El silencio las envolvió, y Valerie dejó de pensar en por qué no podía llorar.

Durante todo el viaje del transbordador espacial recordó esa sensación, aquella
pérdida infinitesimal, la ruptura de un instante en el tiempo que parecía definitivo. La

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calma que dejaba en su lugar un desgarro que se abría y se abría. No quiso pensar
más en ello, pero la acompañó, pegajosa. Estaba segura de que en el último control de
seguridad saltarían las alarmas, correría y moriría justo antes de cruzar la meta
definitiva. Durante los casi tres días de viaje, se olvidó de pensar en sus nuevos
compañeros de viaje y en qué les diría. Se suponía que Andelain había preparado días
antes el camino con Ariel, explicándole que Laura era la reencarnación de Andelain
en el mundo real; no sabía exactamente qué le había dicho, y no sabía si quería
saberlo. Ariel sería su único aliado. Ahora ya, de alguna forma, daba igual.

Cuando bajó de la rampa del transbordador, ya no hubo ningún control de seguridad.


Había pocas personas en la dársena y una de ellas era Ariel, que la esperaba intrigado,
observando a todas las personas que entraban. Cuando la vio, supo que era ella,
aunque la descripción que le había dado Andelain no le hacía justicia. La realidad
volvió de golpe para Valerie cuando escuchó por primera vez la voz de Ariel
pronunciar su nuevo nombre.
—¿Laura?
Valerie sonrió sin esfuerzo. Aquella mirada la había despertado.
—Andelain, si lo prefieres —dijo ella, sintiendo que aquel nombre le quedaba
grande.
La conversación surgió sola y las miradas hicieron el resto. Cuando Ariel le hizo
prometer que no le haría daño a Carlos, Valerie recordó lo difícil que había sido que
todos llegaran a Veluss, todo el trabajo que Andelain y ella habían realizado durante
meses. Los recursos de un ser humano excepcional y la tercera inteligencia artificial
más avanzada del planeta para colocar en una nave a tres personas que no lo
merecían.
Ariel quería saber más, y Valerie estaba segura de que algún día aquel hombre la
acabaría juzgando. «El futuro», pensó Valerie en voz alta mientras acariciaba el
cristal que llevaba sobre el pecho. Aquella palabra rebotando en su cabeza resumía
todo. Absorta, ni siquiera notó el temblor del suelo cuando la nave Veluss puso rumbo
a las estrellas.

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PARTE 3. UTOPÍA

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CAPÍTULO 65
Primera cita

V ALERIE TODAVÍA TENÍA PROBLEMAS PARA asumir el nombre de su nueva


personalidad, y pese a la tranquilidad que le había dado el primer encuentro con
Ariel, todavía se preguntaba a sí misma cómo manejaría su cara a cara con Carlos y
Joanne.
Ariel bordeó los grupos de desconocidos que festejaban la puesta en marcha de la
nave hacia las estrellas. Había un ambiente festivo algo forzado, donde nadie quería
reflexionar sobre el hecho de que ya no había lugar para las dudas. Aquel viaje, solo
de ida, dejaba todo atrás, y se convertía en un adiós definitivo a su existencia anterior.
La mayor parte de las personas no se conocían, por lo que el ambiente se percibía aún
más enrarecido. Extraños abrazaban a extraños, se besaban y gritaban poseídos por
un fervor que sabían que dentro de unas horas habría desaparecido. El alojamiento
había sido asignado por el ordenador de la nave siguiendo el orden de llegada, de
forma que gran parte de la población se apiñaba en unos cubículos que serían
temporales, pero que de momento definían las primeras relaciones de vecinos. Todos
los cubículos parecían iguales y disponían de una cama ancha, un armario y un cuarto
de baño pequeño. La primera noche resultó muy animada. Pese a que la nave no
suministraba ningún tipo de droga, aquellos que quisieron celebrar su renacimiento
no tuvieron problema en llevar la fiesta hasta el límite del cansancio sin ayuda de
fármaco alguno.
Sumergido en aquella algarabía, Ariel continuó grabando todo con sus
holocámaras, que lo seguían como mariposas fieles. Guio a Valerie hacia la zona
donde los cuatro amigos vivirían por un tiempo. Ya habían arreglado el cambio para
estar todos juntos, a excepción de Valerie, que como acababa de llegar, tenía asignado
un alojamiento en otra zona de la nave diferente. Sería fácil cambiar la residencia que
le habían dado, pero llevaría algunas gestiones.
Las tres ciudades de Veluss, Utopía, Libertad y Redención, albergaban cada una
diez edificios de apartamentos comunales. Valerie estaba en Redención, mientras que
el resto de sus amigos estaban en la primera ciudad, así que el paseo de más de media
hora le sirvió a Valerie para observar el efecto de ver el mundo doblarse hacia sí
mismo. La inexistencia de un horizonte resultaba fácil de asumir para alguien que
renunciaba a su vida anterior. En su nuevo hogar, todo trepaba hacia el cielo. Podría
ser una fantasía hermosa o una pesadilla, dependiendo del observador. A lo lejos se
divisaban campos, ríos y árboles jóvenes. Un mundo virgen, necesitado de alguien
que lo cuidara. Cuando llegaron al cuarto edificio y subieron a la segunda planta,
recorrieron un largo pasillo donde escucharon jadeos y risas. Valerie, impaciente,

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llegó por fin al apartamento número setenta. Ariel llamó con los nudillos a la puerta,
que, tras unos segundos, se abrió.
Joanne al frente, y Carlos detrás, esperaban ansiosos para conocer a Laura, de la
que Carlos solo tenía algunas fotos.
—Hola —dijo Laura, al lado de Ariel.
Carlos había dado muchas vueltas pensando qué sentiría aquel día, pero tuvo que
reconocer que resultaba más fácil de lo que había imaginado. La chica que tenía
delante parecía tan deseosa de conocerlo como él, y aquellos ojos verdes le
parecieron mucho más humanos que los que había llegado a amar en Brin.
Cuando Carlos fue a besar a Laura, dudó, pero ella, que también había pensado en
aquel momento, no lo hizo; le dio un breve beso húmedo en los labios, dejando claro
que ella seguía siendo su amor, fuera de Brin y delante de testigos. Nervioso, Carlos
la miró como si fuera la primera vez, como si fueran desconocidos, y sonrió. Laura lo
tomó de la mano y entró con él en la habitación. Incómodos, sentados encima de una
cama deshecha, se miraron sin saber qué decir. Valerie intentaba reprimir su risa,
alegre y relajada al saber que lo más difícil había pasado ya. Carlos la observaba
intentando dejar de lado su timidez, queriendo descubrir cada detalle para compararlo
con lo que ya conocía de Andelain.
—Por fin —dijo Carlos.
—Por fin estamos todos —dijo Ariel.
—Parece increíble —añadió Joanne.
—Este es un buen momento para revelaros una cosa —dijo Laura en tono serio.
Todos la miraron, intrigados.
—No soy una elfa —susurró Laura para darle más dramatismo.
Todos rieron, aliviando la tensión. Carlos continuó estudiando a Laura sin poder
refrenarse. Durante un año había hecho muchas cábalas sobre cómo sería y, pese a las
imágenes que se habían intercambiado durante los últimos meses, Laura en persona
parecía muy diferente de como se la había imaginado: mucho más intensa y llena de
energía. Laura también lo observó. Unos años atrás se podrían haber encontrado en la
ciudad perdida de Rotterdam: él, tímido, inteligente, brillante. Juntos podrían haber
hecho estallar muchas instalaciones secretas, pero aquella era una situación diferente.
Laura no se lo había confesado a Andelain, pero estaba segura de que esta lo había
tenido en cuenta, como todo. El sexo; siempre había estado ahí y no habían hablado
nunca de ello. Se sentía obligada a acostarse con Carlos. Más allá de la obligación, de
la razón, de la consecuencia de todo un universo que dependía de ellos… no había
nada. Le sonreía mientras todos hablaban, sabiendo que probablemente él tendría las
mismas dudas. Andelain y Krall estaban hechos de un material diferente a Laura y
Carlos.
—Voy a echar de menos algunas cosas de la Tierra —dijo Ariel, intentando que la
reunión de viejos-nuevos amigos comenzara a rodar sola.
—¿Brin? —preguntó Laura.

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Ariel estaba pensando en el trank y en la soledad que se había forjado. Ahora
sería uno más, sin forma de evadirse. Ese había sido siempre su gran temor, pero no
lo mencionó. Sabía que la dependencia era únicamente psicológica, pero aun así,
estaba ahí.
—Los sueños vívidos, mi trabajo, mi vida —respondió.
—¿Piensas en seguir con ello? —preguntó Joanne.
—Me gustaría, pero… ¿qué sueño le vendes a alguien que está viviendo el
objetivo de su vida? —respondió.
La expresión de su rostro fue la de alguien que se había hecho esa pregunta
muchas veces.
—Es cierto, pero los sueños cambian, sobre todo cuando los alcanzas —sentenció
Laura.
El silencio veló sus miradas durante unos segundos.
—¿No os preguntáis si… todo esto será un error? —susurró Carlos.
De alguna manera, todos asintieron. Ariel con la cabeza, de manera casi
imperceptible; Joanne, evitando la vista de los demás; y Laura con una sonrisa triste,
pensando en Andelain, que no estaba allí.
—La alternativa era peor —dijo Ariel—, y ahora os invitaría a un trago, pero la
maldita nave no es capaz de invitarnos a nada con alcohol. Esto sí que puede ser un
problema a largo plazo, y que conste que no lo digo solo por mí.
—Eso habrá que arreglarlo —dijo Laura.
—¿Cómo? —preguntó Joanne, intrigada por la iniciativa.
Siempre se la había imaginado como una mujer de mejillas sonrosadas y plácidas,
rellenita y desbordante de una imaginación alejada de la realidad. La chica que tenía
delante era mucho más vital y agresiva. Una sorpresa, del tipo que fuera.
—Carlos es el experto. Seguro que se puede cambiar la programación de la nave,
no vamos a estar toda la vida aquí metidos siguiendo las instrucciones que a alguien
le parecieron apropiadas, ¿no? —preguntó, mirando a los otros tres.
—Me gustas, Laura —dijo Ariel.
Carlos y Joanne se miraron con complicidad.
—¿Dónde estás…? Quiero decir, ¿dónde tienes tu dormitorio? —preguntó Carlos,
intentando no ser brusco, pero cortando el rumbo de la conversación con torpeza.
—Lejos de aquí, creo —dijo Laura, mirando a Ariel.
—Sí, está en Redención —explicó este.
—Un paseo en bici —dijo Joanne mirando a Laura, regodeándose en el tema que
estaba por salir.
—Sí —añadió Carlos.
Todos se miraron, incómodos.
—El tuyo es este, ¿no, Carlos? —preguntó Laura para rebajar la tensión.
—Sí —dijo Carlos.
—¿Puedo quedarme esta noche contigo?

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Joanne golpeó con el codo a Ariel, sin intentar disimularlo. Empezó a reír.
—Acabo de perder una apuesta —dijo Ariel.
Carlos lo miró extrañado.
—Me aposté que la primera noche no dormiríais juntos. Krall es mucho Krall,
pero Carlos… Sin espada pierdes un poco —añadió a modo de chanza.
Laura se rio, agradeciendo el apoyo de Ariel.
—Ha sido un día complicado —dijo Ariel.
—Sí —matizó Joanne.
—Mañana empieza nuestra nueva vida. Igual no te has enterado todavía, Laura,
pero mañana tenemos un montón de reuniones para organizar nuestra vida aquí. Te
llegará toda la información al pod. Será mejor que descansemos —dijo Carlos,
esperando que todo fuera tan sencillo, sin imaginar cómo diablos podría terminar
aquel día.
—Si —dijo Joanne, mirando a Ariel con sana maldad.
—Os dejaremos aquí. Nuestro apartamento está cerca, apartamento sesenta —dijo
Ariel guiñando un ojo.
—Vale —dijo Laura.
—Nos vemos mañana —dijo Joanne levantándose.
La pareja salió de la habitación y Carlos y Laura se quedaron solos. El tiempo se
dilató y la situación comenzó a condensarse, tal como Laura había sospechado que
ocurriría. Esperaba que la besara, que se abalanzara sobre ella o que dijera algo que
no le gustara, pero Carlos la sorprendió.
—Eres diferente a como imaginaba. Pareces más joven —dijo Carlos, observando
que tenía las orejas llenas de pequeños agujeros, sin que pudiera ver ningún pendiente
o piercing en ellos. Laura abrió la boca para replicar pero no tuvo tiempo.
—… pero no me malinterpretes, no es que no me gustes, solo es que… Bueno.
No soy Krall, supongo.
—Yo tampoco soy Andelain —dijo Laura, deseando poder contarle todo a aquel
chico que se desmoronaba delante de ella.
Carlos se sentó, rehuyendo la mirada de Laura. Pero ella le cogió la mano y la
puso en su rostro. Se acercó y le dio un beso en los labios, mirándolo a los ojos.
Carlos los cerró, pero ella esperó a que los abriera y le volvió a besar.
—Soy yo —dijo Laura, intentando no pensar demasiado en lo que estaba
haciendo.
Carlos cerró nuevamente los ojos y empezó a besarla con más intensidad. Laura
se dejó llevar, y no le importó cuando Carlos le puso las manos en las caderas,
atrayéndola hacia sí. Agradecía un poco de iniciativa. No quería que todo dependiera
de ella.
Se separaron y se observaron de nuevo. Carlos se atrevió por fin a mirarla de
frente.
—Eres preciosa —dijo.

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Se sorprendió al sentir rubor auténtico en sus mejillas. Se acordó de la primera
vez que un chico le dijo eso mismo, hacía mucho tiempo. Fue en Rotterdam y el
efecto le duró días. Sonaba amortiguado, mullido, en sus oídos.
—Tengo hambre —dijo ella, sorprendiéndose por la sinceridad de aquella frase.
—Vamos a comer, venga —respondió él, feliz de poder liberarse.
Juntos y en silencio bajaron a la planta baja del edificio, donde estaban los
comedores, abiertos de forma ininterrumpida. Solicitaron algo de comida y bebida y
se colocaron frente a frente en una de las numerosas mesas del lugar. Había algunas
personas más, pero la fiesta estaba llegando a su fin y la mayoría de personas estaban
intentando dormir en sus habitáculos.
—He estado pensado mucho sobre este momento —dijo Carlos.
—Yo también —mintió ella.
A cada bocado, interiorizaba un pensamiento molesto que ya no se resistía. Hasta
aquel momento había dado por supuesto que sería traicionada y que su vida
terminaría en un charco de sangre antes de que Veluss partiera de la Tierra. Cada hora
que pasaba allí, viva y haciéndose llamar Laura, recordaba dónde estaba y con quién.
Bebió un vaso de agua y lamentó que no fuera algo con alcohol, con mucho alcohol.
—¿Te arrepientes? —preguntó Carlos. Su tono sonaba solemne en los oídos de
ella.
—¿De qué? —replicó Laura entre bocado y bocado. Luego pensó en el tono que
había empleado, pero no le importó la forma que había tenido de devolver la
pregunta.
—Los deònach ya no existen. El Teaghlach tampoco. Nada importa ya —dijo
Carlos.
—Eso dices tú. Lo importante no eran ellos sino nosotros —respondió Laura.
—¿Nosotros? —preguntó Carlos, perdido.
—Para mí nunca fue algo que hiciera por ellos, sino por otra cosa…
—Unos ideales —dijo él.
—Eso es.
—La igualdad y toda esa mierda —dijo él, sorprendiéndose de lo que estaba
diciendo.
—La mierda es lo que nos hace especiales. Sin ella seríamos piezas de una
máquina. Me gusta esa palabra. «Mierda».
Carlos no supo qué contestar.
Valerie estuvo tentada de saltar sobre la mesa y hacerle el amor allí mismo para
que entendiera de lo que estaba hablando, pero sabía que no daría resultado, que
Carlos funcionaba de forma muy diferente a la mayoría de gente que había conocido
en su vida adulta. Seguía confiando en las ideas y las palabras.
—Hay que conseguir que el puto ordenador dispense alcohol. Cuanto antes —dijo
Laura, harta de filtrar lo que pensaba.
Carlos la miró, sorprendido por aquella salida de tono.

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—No quiero que te sientas obligada a nada —dijo Carlos ocultando las manos,
que habían estado jugando con un hilo suelto de la ropa.
—Lo mismo digo —respondió ella con picardía.
Aquella respuesta pilló por sorpresa a Carlos, y Laura le cogió una mano entre las
suyas, disfrutando de la candidez de Carlos, que paseaba una mirada nerviosa, arriba
y abajo, al igual que su rodilla, que movía sin control en un tic nervioso.
—A veces tengo un carácter complicado —susurró Laura.
Carlos la miró como un niño a quien pillan a punto de hacer una trastada.
—Tendremos que conocernos de nuevo —dijo Laura.
Carlos asintió con la cabeza.
—¿Subimos a dormir? —preguntó Laura, sabiendo que con aquel chico ninguno
de sus miedos se haría realidad.
Carlos la guio hacia el dormitorio, pensando en lo poco que se parecía aquella
chica a Andelain, pero que en el fondo era mucho, mucho más de lo que jamás se
hubiera imaginado.

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CAPÍTULO 66
Fundación

L OS PRIMEROS HABITANTES DE LA colonia Veluss M2210 decidieron por votación


directa que la primera ciudad se llamaría Utopía, esto se hizo incluso antes de que
estuvieran todos en la nave, gracias a los sistemas informáticos de ciudadanía. Entre
los casi treinta mil habitantes —29,914 embarcados finalmente— fueron capaces de
ponerse de acuerdo a través del ordenador central de M2210, al que todos
comenzaron a llamar «Eme». Las opciones más votadas después de aquella fueron
Libertad y Redención, que a la postre se convertirían en la segunda y tercera ciudad
de Veluss por número de habitantes. Aquel primer acuerdo y la primera reunión
fundacional tuvieron una especial importancia para los nuevos ciudadanos, que lo
celebraron en persona. Solo podían reunirse en un único lugar de la nave: el gran
parque central. Aunque según las recomendaciones de la organización se debía evitar
que toda la población de la nave estuviera en la misma ubicación, para prevenir que,
en caso de accidente, este fuera una catástrofe definitiva.
En aquella primera reunión fundacional no hubo líderes. El ordenador de la nave
hizo una breve introducción y les recordó a todos que las normas que traían de la
Tierra funcionaban tan solo como una propuesta, ya que en el fondo las únicas leyes
válidas serían las que adoptaran en conjunto, y que el ordenador de la nave, que
controlaba el funcionamiento de todo, sería el órgano ejecutivo del gobierno que se
decidiera. Parecía pronto para tomar una decisión acerca de qué leyes crear o qué
forma de gobierno adoptar, así que la mayoría estuvo de acuerdo en aquello. Todos
tenían sus pods personales, de forma que fue muy sencillo funcionar desde las
primeras horas mediante la participación directa y personal. Surgieron las primeras
decisiones, de forma colegiada, como asignar a puestos de trabajo temporales a la
gente en función de su formación, y que aquellos que no tuvieran una ocupación
como tal, decidieran libremente dónde querían participar. De esa manera, los que
tenían experiencia en biología o botánica fueron asignados a las zonas de cultivo; el
personal con experiencia sanitaria, a las instalaciones médicas; y así un largo etcétera
que dejaba a una mayoría larga de la población sin una asignación fija de trabajo.
Pero no importaba, ya que el proceso de selección de Veluss aseguraba que nadie se
quedaría de brazos cruzados mirando el universo desde la ventana mientras el tiempo
lo consumía; todos, de un modo u otro, tenían sus propios proyectos personales.
Los cuatro amigos tampoco habían tenido oportunidad de aburrirse, y asumieron
que el tiempo pondría las cosas en su lugar. De momento, Carlos y Laura dormían
juntos, y Ariel y Joanne no habían discutido todavía ni una sola vez.

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Para Ariel, cada día amanecía a un nuevo despertar en el sentido más literal. La
luz entraba por la ventana, y las voces de sus vecinos, saliendo desde algún lugar,
sonaban agradables, como lo era despertar al lado de Joanne sin tener ningún plan,
ningún compromiso. Sabiendo que todo quedaba atrás, en un lugar que ya no podía
alcanzarlo. Ariel se levantó de la cama con cuidado para no despertar a Joanne, se
duchó y se vistió para salir a la calle.
«No hay horizonte», fue lo primero que le vino a la mente cuando quiso mirar
fuera. Le costó aceptar que aquello que estaba viendo sería definitivo, para muchos
años, quizás para el resto de su vida. Pequeños árboles, lagos y titánicas torres de
metal que sujetaban el mundo, como radios de una monstruosa rueda perdida en un
horizonte creciente que subía hacia el cielo. Un horizonte tramposo que se escurría
hacia arriba, fluyendo hacia el infinito. Sobre su cabeza, la luz parecía venir de algún
lugar, aunque su cerebro sabía que no existía. En todas partes y en ninguna, un sol sin
alma. Había visto la nave en su aproximación, una gigantesca rueda sujeta al eje
central por unos pilones, que ahora veía desaparecer en aquel cielo artificial sin poder
creer en la escala de todo aquello. El suelo que pisaba era sólido y el aire olía bien.
Era mucho más de lo que había tenido en la Tierra, así que sonrió. Sabía que podría
caminar hacia el horizonte y que tras algunos kilómetros en línea recta volvería al
mismo lugar en el que se hallaba ahora. En cierta forma, sabía que aunque la
distancia fuera más corta, en la Tierra funcionaba de manera similar. Podías huir
lejos, pero tu sombra siempre te alcanzaba y el escenario se repetía con diferentes
actores y decorados, así que, en el fondo, tampoco había tanta diferencia. Tomó una
bicicleta eléctrica y decidió visitar el otro lado del mundo para continuar con su
documental holovid.
La vida en la nave Veluss comenzó con un continuo bullicio de gente proponiendo
ideas. Todos tenían planes, propuestas y muchas ganas de construir un nuevo mundo.
Todo se suponía temporal y los edificios que ahora los albergaban estaban diseñados
para ser demolidos y reciclados en su totalidad, lo que daba aún más pie para hacer
planes. El primer día desde la llegada de Valerie había servido para descubrir que en
todos los comedores, la comida, sintética e insípida, se producía y distribuía de
manera autónoma por la nave a través de una interfaz con Eme, el ordenador central.
En el futuro, todos esperaban que surgieran cocineros, restaurantes y lugares más
agradables, pero de momento tenían que comer algo. La nave proveía comida, bebida
y ropa, y ayudaba a entender dónde estaba todo. Desde los sistemas de reciclado
hasta los útiles médicos. La nave almacenaba una infinita variedad de máquinas,
disponibles para que sus habitantes construyeran nuevas viviendas, edificios,
muebles, herramientas y, por supuesto, más máquinas.
La nave no tenía una voz, ya que cada uno podía configurar la interfaz que
quisiera a través de su pod. Así se podía escuchar a la nave hablar diferentes idiomas,
con multitud de entonaciones y timbres. Para la nave, todos sus habitantes eran
iguales en el sentido más literal de la palabra. Los correspondía a ellos ponerse de

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acuerdo para organizarse, y la nave acataría las órdenes siempre que no fueran
contradictorias. Cosa que ya había comenzado a ocurrir a pequeña escala. La
organización de la Tierra ya había tenido en cuenta aquello, y por esa razón existían
personas que, gracias a su liderazgo natural, organizaban votaciones y grupos de
trabajo. Como individuo, resultaba más fácil seguir los planes que alguien había
trazado y participar en las votaciones que proponer nuevos temas, difundirlos entre la
gente y votarlos. La organización de Veluss había forzado un equilibrio matemático
entre la población de la misión. Algunos, como Ariel, se dejaban llevar, y otros, como
Carlos, se implicaban únicamente en lo que consideraban de interés general. Joanne
pronto hizo amistad con algunos vecinos y se apuntó a varios grupos de trabajo.
Valerie intentó hacerlo, aunque con menos ímpetu. Ariel a veces pedía ayuda a
Joanne para su labor documental, que, ahora más que nunca, debía transmitir todo
aquel entusiasmo febril a la posteridad. Cada día que pasaba se alejaban del planeta
Tierra, y aunque pasarían muchos meses hasta que abandonaran el Sistema solar
interior, Ariel no quería perderse nada.
Los ciclos nocturnos y diurnos venían marcados por la iluminación del cielo. Una
iluminación que pretendía simular la luz solar. Había días con una intensidad casi
molesta y otros casi plomizos. Incluso tenían lluvia, o lo que sus hijos creerían que
era la lluvia, ya que el agua caía de manera diferente, algo que probablemente solo un
físico podría explicar.
Cada día, los cambios en las tres ciudades se hacían más visibles. Ariel no dejaba
de conocer a nuevas personas a las que entrevistar en su programa. Llevaba horas y
horas de grabación y sabía que tarde o temprano tendría que decidir qué cortaba y qué
dejaba, pero de momento le parecía una manera como otra cualquiera de meterse en
las casas y en las vidas de perfectos desconocidos. Le sorprendió la facilidad que
tenían sus nuevos vecinos para mostrar su intimidad. Quizás fuera porque no había
nada que esconder o, tal vez, porque todos querían mostrarse como eran. Para Ariel
fue un espectáculo casi pornográfico: durante toda una vida, todos habían estado
disfrazando su yo interior, y de la noche a la mañana exhibían su alma con frenesí.
La mayoría hablaba de sus sueños y lo hacía con todo su ser. Aquel entusiasmo se
contagiaba, y daba igual que fuera un genio de la genética el que narrara cómo
pensaba dedicar su vida al estudio de una bacteria mutante. El brillo de los ojos y el
movimiento de las manos desbordaban vida y pasión. El botánico, el jardinero o el
escultor aficionado. Todos habían dejado olvidada en la Tierra esa faceta que
necesitaban para sobrevivir en el mundo. Ahí arriba se podían permitir el lujo de
soñar, sin contrapartidas. Ariel lo grababa todo y disfrutaba sonriendo, contagiado por
la fiebre de aquellos extraños que formaban una familia y de la cual se sentía el
hermano pequeño, aunque tuviera más edad que la mayoría de ellos.
Los primeros gremios en organizarse fueron los constructores. Como todos,
buscaban retos: construir edificios o estructuras sin tener que gastar energía en pensar
cómo financiarlas o qué permisos debían respetar. De esta forma, las primeras

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estructuras no fueron funcionales, solo bellas. Libres de la gravedad en su camino
hacia lo alto, los edificios crecían en superficie hacia arriba, como árboles con copas
infinitas que flotaban en el cielo, cimbreándose con un viento de origen espurio.
La sustancia era la materia prima esencial que se utilizaba para dar forma a los
sueños y proyectos de cada uno. A través de las herramientas de construcción se la
podría transformar en materiales similares a piedra, ladrillo, escayola, metal o cristal.
Solo los ingenieros sabían realmente cómo se transmutaba aquella viscosa materia
gris en comida, piezas de metal o granito. La sustancia formaba parte esencial de
cualquier nueva construcción en Veluss.
Conforme los habitantes se iban agrupando en parejas, en grupos o en individuos
que no querían permanecer en un solo sitio, los edificios de apartamentos originales
fueron perdiendo paredes y mutando a cada día que pasaba. El diminuto apartamento
de Ariel y Joanne de las primeras noches se hizo más ancho y adquirió profundidad al
conectar el apartamento de abajo con el suyo con una escalera. A Joanne le gustaba
pensar en nuevas formas de ocupar el espacio, y pronto el apartamento gris y aburrido
se fue transformando en un hogar. Joanne aprendió de un vecino a manejar los
nanobots que transformaban la sustancia y la transformaban en vitroacero,
moldeándolo como si fuera arcilla. Los microbots programables trabajan a nivel
microscópico y se podían programar desde cualquier pod. Con ayuda del ordenador
de la nave, que disponía de plantillas de diseños estándar, podía cambiar la
configuración del apartamento, crear muebles e incluso decorarlo en cuestión de
horas.
Cada tarde, cuando volvía para echarse una siesta con Joanne, Ariel descubría un
espacio nuevo en aquella casa de paredes intercambiables que, para su sorpresa y
placer, hasta tenía habitaciones secretas donde podían perderse mientras jugaban a
hacerse el amor y cosquillas en la tripa.
Pasarían meses antes de que pudieran tener hijos. Con la aceleración que poco a
poco iba empujando a Veluss a mayor velocidad desde la Tierra, habían estimado que
necesitarían al menos diez meses para salir de la heliosfera y alcanzar una décima
parte de la velocidad de la luz. Habían calculado que aquel sería el tiempo necesario
para que la nave pudiera generar un campo de protección magnético lo
suficientemente poderoso para proteger al pasaje de los peligrosos rayos cósmicos y,
sobre todo, para evitar mutaciones indeseadas en la progenie. Disuelto en el agua que
proporcionaba la nave, un anticonceptivo se encargaba de que ningún embarazo fuera
posible.

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CAPÍTULO 67
Mil mitades

S INTIÓ EL TACTO DE LA piel de Laura muy diferente al de Andelain; a pesar de su


calidez y suavidad, no se parecía al que recordaba. Su aliento cálido y dulzón
tampoco. Los dientes bajo la lengua, su sabor…, todo era diferente. Aquel cuerpo
junto al suyo transcurría en su propio espacio, ocupando un lugar nuevo, una realidad
paralela a sus recuerdos. Cuando sus dedos llegaron a ese sitio entre sus piernas
donde tantas veces se habían perdido, encontraron una sorpresa áspera y protegida. A
pesar de las caricias de Laura, se sintió fuera de lugar. Sus pechos, mucho más
grandes y mullidos, lo atrajeron con gravedad biológica, ayudando a difuminar aquel
rostro intruso que se superponía sobre sus recuerdos más felices. Aquellos jadeos
sonaban tan diferentes que las leyes horizontales que conocía cambiaron sus
principios y nada parecía funcionar como esperaba. Cuando ella se aventuró bajo las
sábanas, supo que todo sería diferente y disfrutó de ese placer morboso por encontrar
una extraña mata de pelo entre sus piernas. Llegó un momento en que las imágenes
de sus recuerdos se fundieron con el presente y susurró su nombre mientras el placer
le daba dentelladas.
—Andelain… Andelain… —susurraba.
Apareció de nuevo para sonreírle con aquellos labios hinchados y rojos. Sus ojos
febriles brillaban.
—Krall… Ya sabes lo que quiero, ¿no?
No tuvo siguiera que responder, ella tomó la última decisión y lo hizo. Le hizo el
amor con todas las consecuencias. Creyó morir cuando aquella mujer se le subió
encima y lo partió en mil mitades. Sus gritos de placer lo sometieron, sin dudas ni
cuartel. Soñaba que vivía aquello, y mientras gemía dejando escapar el pasado,
aceptaba el futuro, aferrado a aquellas caderas elásticas y animales. Cerró los ojos y
dejó que, uno tras otro, sus sentidos se adueñaran de él, apagando sus preguntas.

Su olor llenó la habitación. Intenso, de otra dimensión. Nunca se tomó en serio el


elemento olfativo cuando diseñó Brin y supo que había sido un gran error. La
presencia de Laura estaba fundida con todo, y sus sentidos se adaptaron a las nuevas
condiciones. Valerie se apoyó en un codo y lo observó con curiosidad mientras
jugaba con su pelo. Su desnudez parecía pintada al óleo, no podría olvidar aquella
segunda primera vez aunque sus recuerdos se inmiscuyeran.
—¿Te ha gustado? —preguntó Laura, con los ojos brillantes.
Las pecas de su nariz parecían más intensas con la luz casi apagada.

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—Ha sido… —replicó Carlos, sin terminar de decidirse por una palabra concreta.
Deseaba acariciar aquel hombro fuerte, aquellos pechos. Necesitaba que aquel
instante no tuviera fin; estaba embriagado de su perfume y del tacto de su piel,
todavía pegado a sus dedos. Una sensación cálida latía en él, envolviéndolo.
—Solo ha sido el comienzo. Espero que con el tiempo prefieras Laura a Andelain.
—Ya la prefiero —respondió Carlos sin estar seguro de lo que significaba lo que
acaba de decir.
Y Valerie sonrió, pensando que su nuevo papel no parecía tan difícil.

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CAPÍTULO 68
La semilla

C UANDO VALERIE CONTACTÓ CON ARIEL a través de un canal efímero de su pod, sin
identificación, sin registro y sin persistencia, Ariel supo que solo podía ser ella.
Se alegró de estar fuera de casa para no tener que mentir a Joanne. El mensaje
contenía un texto más bien parco, contenía una dirección y tan solo una frase:
«Necesito verte».
Algunos de los nuevos edificios resultaban casi indistinguibles de los árboles.
Laura habitaba en uno de ellos prácticamente igual que el árbol donde vivía Andelain
en Brin. Cuando Ariel trepó y entró en la pequeña estancia, casi esperaba ver al ser de
orejas puntiagudas e inmensos ojos observándolo. En su lugar, sentada en el suelo y
mirando a la pared, solo encontró a una chica con una sencilla coleta, conectada a una
extraña consola a través de un neurolink inalámbrico que asomaba por su nuca, con
sus luces de colores y un metal cromado de bordes redondeados. Cuando se acercó,
ella alzó la mano en señal de que esperara un momento. Ariel curioseó la casa; pese
al poco tiempo que llevaba allí, le había dado tiempo a desordenarlo todo.
Valerie desconectó el neurolink de la consola, se levantó con la vista un poco
perdida todavía y se sentó en un borde de la cama, frotándose las sienes.
—Hola… ¿Laura? —preguntó Ariel, buscando en la habitación con la mirada,
esperando encontrar una clave de por qué Brin había invadido la realidad. Se sentó a
su lado.
—He estado hablando con Andelain, en la Tierra. Es complicado, la demora en
las comunicaciones es muy molesta, y lo será más cada día. Tenemos que empezar a
movernos.
—¿Qué necesitas?
—Que me cubras. Voy a necesitar mucho tiempo trabajando yo sola, pero Carlos
no debe verme. Si me pilla cerca de una consola, puede que empiece a atar cabos. Se
supone que Laura no sabe de esto —dijo señalando las diferentes piezas de hardware
que había dispersas por el suelo.
Laura esquivó la mirada inquisitiva de Ariel durante unos segundos.
—¿Qué tal…? —comenzó Ariel a preguntar.
—Es un buen chico —respondió ella sin más.
—¿Y cómo puedo ayudar?
Valerie lo miró seria. Tras unos segundos, una ligera sonrisa afloró en su rostro.
Después de haber compartido un par de cenas con todos ellos tenía sus teorías, pero
no quería revelarlas. No ahora.
—Tú no, pero Joanne sí puede ayudarnos.

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—¿Cómo?
—Habría que inventarse algo para que pasen tiempo juntos. Tú tienes tu
documental, pero Carlos y Joanne no tienen nada. Si pasaran tiempo juntos, podrían
dejarme tiempo a mí para arrancar la conciencia de Andelain en los sistemas de la
nave. Necesitaré semanas.
—Entiendo —dijo Ariel.
—Cuando lo tengas, avísame. De momento me estoy escapando unas horas al día,
pero no es suficiente.
—¿Qué piensa Carlos que haces con tu tiempo? —preguntó Ariel, intrigado por
aquella consola. No había visto nada igual.
—Le he dicho que quería recrear parte de Brin aquí y encontrar aquellos que eran
afines a nosotros. La construcción resultó fácil, pero no he buscado a nadie todavía,
en eso me podría ayudar Andelain. La copia, quiero decir.
—¿La copia?
—Sí. La vieja Andelain se quedó en la Tierra y ahora tengo que plantar la semilla
de una copia de su consciencia. Tardará en crecer.
Ariel la observó, fascinado por el camaleón que tenía ante él.
—¿Cómo te llamas de verdad?
Su rostro se tensó y durante unos segundos calló. No parecía duda, sino algo más
frío.
—Valerie —respondió al fin.
—Supongo que hay una larga historia detrás. Espero que algún día… —Empezó a
decir Ariel.
—Es mejor que no —replicó ella, manteniendo la distancia.
Un animal silencioso e invisible se paseó entre ellos, como una anguila de hielo y
niebla, rozándose contra sus cuerpos. Antes de que Ariel abriera la boca, la chica
habló de nuevo:
—Perdona, no quería parecer antipática, pero es difícil… —Su mirada estaba
perdida en algo al otro lado de la ventana.
—Puedes contar conmigo para lo que sea.
—Gracias.
—Se lo debo a Andelain, y ella confía en ti.
Valerie pensó que le gustaba la sinceridad de Ariel, aunque iba demasiado
mezclada con aquella sonrisa engañosa. Sus palabras decían una cosa y sus ojos otra.
—Política —dijo de pronto Ariel.
—¿Qué?
—Política. Carlos y Joanne podrían meterse en eso, ya sabes, organizar lo que se
avecina. ¿Has leído lo que se dice en los foros?
—Sí. Bueno, me da igual. Pueden opinar, pero alguien tendrá que hacer las cosas.
Ariel rio.

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—No te rías. Sé lo que me digo. La gente habla mucho, pero a la hora de la
verdad… —dijo Valerie.
—No sé cómo fue tu prueba de supervivencia, pero…
—No la hice, Andelain me ayudó a saltarme unas cuantas.
Ariel frunció el ceño. Eso no se lo esperaba.
—¿Pasaste alguna prueba? —preguntó, observando divertido el lóbulo rasgado de
una de las orejas de la chica.
—Algunas —contestó ella sin mirarlo, atenta a los símbolos que mostraba la
pantalla holográfica del pod. Ariel no entendía nada de lo que veía en esas pantallas
llenas de comandos que se movían a toda velocidad dentro de diminutas cajas negras.
—No te quiero molestar…
Ella ni lo escuchó.
—Si no tienes ninguna idea mejor… —dijo Ariel.
—Lo mejor que nos podría pasar es que se liaran —dijo ella de sopetón.
—¿Cómo? —replicó Ariel.
Valerie lo miró unos instantes y la anguila de niebla fría se coló de nuevo entre
sus ropas y su piel. Ariel se fijó en que bajo el color castaño de su cabello, crecía
salvaje un rojo brillante. La expresión animal de Valerie lo sorprendió cuando asomó
por unos breves instantes.
—Olvídalo.
—Si se te ocurre un plan mejor, dímelo —zanjó Ariel, intentando averiguar si se
sentía molesto por aquella propuesta o por otra razón.
—Hablamos por el pod —se despidió Valerie, sin mirarlo.

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CAPÍTULO 69
Gaillac

E L PLAN NO RESULTÓ. La política le interesó durante unos días a Carlos, pero Joanne
se reía demasiado con aquellas propuestas idílicas que iban desde no tener
propiedad privada hasta la abolición del sistema de moneda conectada. Ariel y ella
pasaban unos buenos ratos compartiendo impresiones sobre lo que leían en la red y
ambos sabían que no podían compartirlo con Carlos. Ambos recordaban la única
ocasión que habían hablado de esos temas, en la cabaña de Andelain, y la tensión del
momento. Ariel echaba de menos terriblemente una buena copa de vino para
acompañar aquellos momentos de dispersión lúdica. Necesitaba algo de decadencia, y
sabía que Joanne, aunque nunca había consumido trank delante de él, disfrutaba
enturbiando sus ojos con un poco de alcohol. A veces en casa, o en algún local como
clientes, ella disfrutaba siendo otra, cambiando su voz y moviéndose de otra manera.
Así que se le ocurrió que por qué no podían montar un local para gente como
ellos. Ariel había hecho amistad con un físico ucraniano, Taras, un pequeño genio a
su manera. Compartían la afición por la fotografía y el tipo se había construido en
apenas dos semanas un laboratorio de fotografía químico y había diseñado una
cámara compacta con lentes de biocristal y la poca electrónica necesaria para operar
el aparato. Las fotos tenían unas imperfecciones que habían enamorado a Ariel, tanto
como para compartir con Taras unas sesiones de fotografía con Joanne. A Taras le
brillaron los ojos, no por Joanne y su entrega absoluta, sino por la belleza de la
fotografía cruda, sin otro fin que el de disfrutar de capturar la belleza en un papel.
Estaba seguro de que aquel hombre también sabría diseñar un alambique para destilar
alcohol.
No solo sabía de vinos, sino que Taras le confesó que uno de sus sueños había
sido siempre ser dueño de un viñedo. Así que hablaron de que, juntos, podrían
plantar, por qué no, unas cepas de uva, y al cabo de unos años tener su propia cosecha
de vino cultivada en el espacio.
Con alcohol y Joanne, sería el mejor bar de todo el espacio, Ariel estaba seguro.
Además ya conocía bien a casi un centenar de personas que podrían ayudarlo:
constructores, ingenieros, psicólogos expertos en frecuencimetría óptica, músicos que
estarían encantados de tocar en vivo, y seguro que encontraba más actores para dotar
al bar de un ambiente único, por no hablar de los cocineros que necesitaban un
público al que alimentar con su pasión creadora.
Ariel tardó dos días en montar el proyecto en su cabeza, y una noche, después de
hacer el amor con Joanne, sacó el tema.
—Voy a terminar el documental, y creo que ya sé qué voy a hacer con mi vida.

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—Qué suerte. Yo estoy aburrida de participar en reuniones, de consensos y de
estúpidos de mierda que no han sudado en su puta vida.
—Vaya, ¿un mal día?
—No me puedo quejar. Nadie me ha gritado, nadie me ha pegado, ni he tenido
que trabajar lo más mínimo —masculló mientras se tumbaba boca arriba en la cama,
con las piernas en alto contra la pared, intentando relajarse.
—Alguien pondrá de acuerdo a todo el mundo, pasará como pasa siempre.
—Me da igual. Me aburre.
—¿Y Carlos?
—Está enfrascado en ello, se cree que esto es como Brin.
—Solo que aquí no hay esclavos.
—No hace falta. Te puedes tumbar en la hierba, y cuando te aburras, te das la
vuelta. Lo peor que te puede pasar es que una hormiga se te meta por…
—… ¡aquí! —gritó Ariel mientras le hacía cosquillas en la tripa.
Joanne lo apartó y su rostro se relajó en una mueca de hastío y cansancio.
—Necesitamos un reto —dijo Ariel—. Yo tengo uno, y creo que te va a gustar.
Joanne lo miró sorprendida y esperó a que hablara, mostrando los dientes blancos
a través de sus labios carnosos y rosados.
—¿Qué darías ahora por un whisky con hielo?
—Me dejaría hacer cosquillas… o cualquier otra cosa.
Un pensamiento cruzó la mente de Ariel y debió de ser demasiado elocuente.
—Sí, sí. Piensa lo que quieras, pero empiezo a sentirme encerrada. Me falta algo,
quizás una copa de vino, un buen Gaillac… por dios —susurró Joanne.
—Voy a montar un bar. Una destilería, una bodega y, lo más importante de todo,
un local. El local, único e inigualable, que será lo que siempre has soñado que debería
ser un local —dijo enfático Ariel.
Joanne abrió mucho los ojos y se rio a carcajadas. Ariel pensó en lo hermosa que
se veía cuando parecía feliz y que haría lo que fuera para poder seguir presenciando
aquel estallido de vida.
—¿Me ayudarás? —preguntó Ariel.
—¿Bromeas? Me muero por ser la jefa del local.
—Se te da bien decorar… —dijo Ariel, señalando la casa donde vivían.
En apenas un mes, Joanne la había convertido en una sucesión encadenada de
espacios íntimos iluminados con discreción. Sus ventanas redondas de madera
sintética mostraban un pequeño bosque de álamos blancos. No tenía nada que ver con
el cubículo original gris que los había acogido. Ya cada vez quedaban menos vecinos
en el edificio y su casa ahora ocupaba varias plantas y varios centenares de metros
cuadrados.

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CAPÍTULO 70
Cerebro

A RIEL HABÍA CONVENCIDO A SU amigo Taras para construir un pequeña destilería.


Iban a empezar con el whisky, pero lo del vino no lo habían olvidado y sabían
que sería lo siguiente a explorar, más complejo pero, a la larga, más satisfactorio. Una
vez que empezó, Taras aprendió con voracidad cómo fabricar vodka y otras bebidas.
Ya tenía un proveedor. La creación del local no resultó difícil: bastó un mensaje
críptico en la red para que decenas de voluntarios se ofrecieran. El mensaje decía
simplemente:
«¿Pensabas que el cielo vendría ya hecho? Ayúdanos a construirlo».
Se ofreció demasiada gente, así que Joanne se prestó a hacer una criba en un
proceso personal, y Ariel tuvo tiempo de visitar a Carlos, con el que no se veía desde
hacía días. Estaba esquivo y huidizo. Parecía que sin Brin, parte de su personalidad
había quedado atrapada sin salida. No se habían vuelto a ver los cuatro más que en un
par de cenas insulsas, donde ni siquiera las bromas de Joanne y Ariel hacían sonreír a
la extraña pareja. A pesar de que Laura cogía de la mano a Carlos y se mostraba
cariñosa, no eran ni Andelain ni Krall.
—Voy a montar un bar —dijo nada más sentarse en la mesa con Carlos.
En las últimas semanas habían abierto cuatro restaurantes, pero el problema
siempre terminaba siendo el servicio. Nadie quería trabajar de camarero, así que los
propios clientes tenían que ir a la cocina a por los platos y ser complacientes con el
cocinero, que no tenía realmente una carta, sino que cocinaba lo que le apetecía,
utilizando la sustancia a falta de materia prima real. Nadie se había prestado
voluntario para criar animales todavía, aunque, por supuesto, en la nave había
material genético y embriones artificiales suficientes para llevar a término un clonado
animal y luego, por qué no, ejercer de ganaderos. En cualquier caso, la mayoría de la
gente se había acostumbrado ya al sabor más suave de la carne sintética y una gran
parte se oponía al sacrificio animal.
—¿Un bar? —preguntó Carlos, distraído.
—Sí. Un sitio para evadirse. Apenas llevamos un mes dentro de Veluss y lo siento
demasiado intenso. ¿Tú no? Necesito relajarme —dijo Ariel. A estas horas, Laura, o
mejor dicho Valerie, debería de estar inmersa en su terminal, reviviendo a Andelain.
No hacía más que mandarle mensajes para ver qué pasaba con Carlos.
—Me vendría bien algo de eso. Echo de menos Brin.
—Lo sé…
Ariel había evitado mencionar el tema, que todos esquivaban, y lo mismo
respecto a la relación con Laura, o mejor dicho, a la falta de ella. Sabía que convivían

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en la misma casa, pero que cada vez pasaban menos tiempo juntos a pesar de un
inicio muy fogoso sobre el que todo el bloque bromeaba. Pero de aquello ya habían
pasado semanas.
Ambos amigos se miraron, sin decirse nada. Carlos no entendía a Ariel, nunca lo
había intentado siquiera, pero valoraba su franqueza. Mientras tanto, Ariel pensaba
que Carlos parecía estar buscando siempre que la gente le mintiera.
—¿No echas de menos poder tomarte una copa?, ¿o el trank? —sondeó Ariel.
Carlos seguía distraído. Su mente estaba en otro lugar, pero quería estar allí, así
que volvió su rostro hacia Ariel con lentitud y sonrió.
—Echo de menos Brin. No necesitaba nada más.
—¿Cómo vas con tu reedición de Brin aquí?
—Lento. La potencia de cálculo de la nave está muy solicitada ahora mismo,
parece que todo el mundo quiere hacer en un mes aquello para lo que tiene toda la
vida por delante. Necesitamos más potencia para hacer un Brin mejorado.
—¿Mejorado?
—Sí. Ahora ya no tengo a MoHo metiendo las narices. No será como el Brin que
conociste. Aquí no habrá lugar para miserables. Tengo algunas ideas nuevas… y otras
viejas, que esta vez pienso implementar.
—¿Habrá deònach?
—Por supuesto. Son lo más importante de Brin.
—Yo pensaba que eran los jugadores.
—Bueno… —dudó.
—Ya…
«Tiene más razón de la que cree», pensó Ariel.
Una idea fugaz se le cruzó por la cabeza.
—¿Qué hace falta para tener más potencia de cálculo? —preguntó Ariel mientras
miraba a una chica joven y espigada a su lado, intentando que pareciera una pregunta
casual.
—Supongo que… —pensó—. No es tan difícil.
—¿Y por qué no te pones con ello? Yo te ayudaría, pero tengo que montar un bar,
ya sabes —respondió Ariel, mirando con desprecio el contenido de su vaso. Hizo un
poco el payaso para provocar la risa de la chica de al lado. Miró de refilón a su amigo
para ver cómo reaccionaba y supo que seguía distraído.
—¿Qué tal con Laura?
—Bien —respondió Carlos de forma lacónica, intentando no esconder la mirada.
—Tiene carácter, ¿eh? —dijo Ariel, evitando mirar a Carlos y sonriendo a la
chica.
—Es muy reservada. Hablamos poco.
—Oh, oh —dijo Ariel, pisando ligeramente a su amigo y señalando con la cabeza
a la chica de al lado, que se había levantado para sentarse con ellos.

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—Hola —dijo la chica, sentada al lado de Ariel. Le sacaba casi una cabeza y sus
largas piernas casi no cabían bajo la mesa.
—Eres Carmen, ¿verdad?
—Eso es, veo que te acuerdas de mí —dijo la chica, mostrando una sonrisa casi
perfecta.
—Este es mi amigo Carlos Vega.
—¿Krall? —preguntó ella.
—Oh, dios —dijo por lo bajo Ariel.
Sabía que habían corrido noticias sobre Carlos al principio de embarcar. Había
muchos jugadores de Brin en la nave, más de los que Ariel hubiera esperado. Las
mejillas de Carlos se empezaron a sonrosar.
—Estábamos hablando de eso. De lo mucho que echamos todos de menos Brin —
mintió Ariel, mirando descaradamente a la chica. Ariel pensó en que su destino y
Brin parecían estar atados al mismo párrafo.
—Yo ya lo he dicho varias veces, nos hace falta un mundo virtual. Y… ¡por dios!,
tenemos al creador de Brin a bordo. ¿Por qué no tenemos ya un Brin funcionando?
Ariel se mordía la lengua, pero prefería esperar la reacción de Carlos.
—Es complicado.
La chica, extrañada, miró a Ariel, que sonrió.
—¿Por qué? No me digas que no podemos…
—No, no es eso —dijo cansado Carlos—. Falta potencia de cálculo.
El rostro la chica cambió y los ojos le brillaron con intensidad.
—Yo puedo ayudar con eso. Soy ingeniera de sistemas, necesito un reto.
Podemos fabricar, integrar, conectar y poner en marcha lo que haga falta. Hay
muchísimo espacio en el anillo interior y, además, los anillos auxiliares están
totalmente vacíos. Prefiero llenarlos de hardware que de lechugas, como quieren
algunos.
—¿En serio? —preguntó Carlos, entrando en la conversación por primera vez.
Carmen sonrió. Según los restos de lo que aún recordaba Ariel de su entrevista
con ella, era una de las mejores ingenieras de Symiodari. Alta, guapa, lista. Ojalá se
enamorara Carlos de ella. Pero parecía complicada, como todos los locos que había
dentro de la nave.
Ariel se despidió de los dos cuando la conversación empezó a derivar en un
dialecto ininteligible. Al salir del restaurante, mandó un mensaje a Valerie:

Ar> Voy a tener entretenido a Carlos un tiempo. No te pongas celosa si


huele a mujer esta noche.
Va> Me vas a tener que invitar a una copa en tu bar para poder
sobrellevarlo.
Ar> Tenemos que inventar algo parecido al dinero. Esto de hacer favores
no me va.
Va> Que alguien lo invente. Yo lo robaré.

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Ar> Vale, pero gástatelo en mi bar.
Va> Depende de lo que ofrezcas.
Ar> Todo lo que me pidan.
Va> Suena realmente bien. Igual te echan de la nave, ten cuidado. La
libertad de verdad no suele ser popular.
Ar> ¿Y Andelain?
Va> Despertando. Todavía es como un bebé, está demasiado confusa.
Necesita tiempo.
Ar> Voy a ver cómo va mi antro de perversión.
Va> Ok.

Ariel se sintió por primera vez como si no estuviera encerrado en una gigantesca
lata de metal atravesando a decenas de kilómetros por segundo el cinturón de
asteroides entre Marte y Júpiter.

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CAPÍTULO 71
Mannheim

T EAGHLACH, ASÍ LLAMARON AL LOCAL de Ariel y Joanne. Irónicamente, el nombre


no lo puso él, que había tenido la idea inicial, sino Joanne y Laura. Surgió en una
conversación casual durante una cena que fue de todo menos agradable. Carlos y
Laura no discutieron; de hecho, no se hablaron en toda la noche. Carlos se fue pronto
a casa y se quedaron los tres amigos, sin su antiguo líder del clan. Laura confesó que
las cosas no iban bien entre ellos. La sombra de Brin era demasiado larga, y la de la
verdadera Andelain, no dejaba ver el sol. Joanne por supuesto, no entendía que
pudiera existir tanta diferencia entre el mundo real y Brin. Aunque por su propia
experiencia sabía que el cambio había influido en sus vidas de un modo que cada uno
tenía que aprender a manejar. La relación entre ella y Ariel también había cambiado;
al buscar su hueco en esa nueva vida, su personalidad había sufrido torsiones
inesperadas.
El nombre surgió por el comentario de Laura de que faltaba un nexo de unión,
como lo había habido en Brin, para los que se sentían diferentes, como el Teaghlach
de Khirldan. Joanne la miró y dijo con firmeza: «Ya tenemos nombre para el local».
Ariel no pensó demasiado en lo que significaba tener un bar, ni en lo que
significaba para los demás, pero lo cierto es que no esperaba la indiferencia casi total
de sus conciudadanos, que sumaban casi treinta mil almas. Sabía que su proyecto
personal, a diferencia de la mayoría de la gente, se podía considerar algo ocioso.
Estaba en ese grupo de personas, como Joanne, que no tenían un objetivo claro, algo
que justificara el sacrificio de sus vidas. Ese grupo, al que pertenecía Carlos, estaba
desconectado de lo que ocurría día a día en la nave. No les interesaban los debates —
como tampoco le interesaban a Carlos— que día a día se volvían más intensos y
comenzaban a fraguar pequeños grupos organizados de personas que promovían
votaciones y que, poco a poco, iban realizando pequeños movimientos opuestos.
Como en una centrifugadora, solo los elementos compactos permanecían, el resto se
dispersaba por la fuerza centrífuga.
Fue en el bar, sirviendo una copa de su cuarta versión de whisky a Ferdinand, un
belga bastante atípico, cuando escuchó por vez primera aquel nombre: Mannheim,
que en alemán significaba nuevo hogar o nueva familia, según como se entendiera.
Aun así, el nombre no dejaba lugar a dudas.
Ferdinand había trabajado en la Tierra para una gran empresa alimentaria. Había
pasado por varios puestos y, en resumen, se veía capaz de fabricar cualquier alimento
de origen vegetal en granjas verticales, bajo tierra y de forma automatizada. Su
especialidad, de hecho, estaba relacionada con todo tipo de verduras carnosas, aunque

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había trabajado ayudando a diseñar las monstruosas plantaciones verticales de trigo
de Macao. Fue el primer nombre que salió de la lista para ayudar a organizar lo
mismo en Veluss, pero se desentendió desde el primer día. Él quería cultivar fruta
orgánica por métodos tradicionales. No le importaba que la producción fuera escasa y
lenta, quería verla crecer con sus propios ojos, mimarla con sus manos y olerla
cuando estuviera madura. Adoraba los melocotones, así que mientras Carlos se
pasaba las horas en su casa trabajando en la segunda versión de Brin y Ariel se
pasaba las mañanas haciendo fotos y pensando en su whisky con Taras, Ferdinand
había plantado un pequeño bosque de melocotoneros que tardaría años en dar frutos.
Mientras, cultivaría fresas. Había plantado dos hileras y lo había hecho el segundo
día, nada más llegar. Había utilizado toneladas de tierra y fertilizante para un pequeño
huerto de menos de diez áreas. Dos meses después del despegue de Veluss, y
aprovechando una cepa genéticamente modificada por él mismo, las fresas habían
empezado a brotar. Rojas y jugosas. Al principio disfrutó como un niño.
Luego empezó a regalarlas a todo el que quisiera, y algunos ciudadanos
concienciados se enteraron así de que había gastado decenas de metros cúbicos de
sustancia para generar sustrato cultivable. Algunos le explicaron que había métodos
mucho más eficientes para el cultivo que la tierra y los fertilizantes. No sabían que
estaban hablando con uno de los ecoingenieros más prestigiosos de la vieja Europa,
que incluso tenía algunas patentes al respecto. No buscaba la eficiencia, buscaba el
placer de reencontrarse con la tierra y el proceso natural de ver crecer las plantas por
sí solas, sin ayudas nanotecnológicas.
Pero eso daba igual; lo importante era que muchos censuraron el uso que había
hecho de la sustancia. Ferdinand se enfadó con algunos y no les ofreció más fresas,
de forma que aquello se transformó rápidamente en una bola de nieve que rodaba
descontrolada cuesta abajo. El pequeño grupo, al que ya se conocía coloquialmente
como Mannheim, empezó a organizar sus respuestas contra la actitud de Ferdinand,
que le contaba todo esto a Ariel y Taras mientras compartían unas fresas con él,
apoyados en la barra del bar. Cansado, apenas alzaba la vista de la barra, rehuyendo
encontrarse con la mirada clara e inquisitiva de Ariel.
Al principio fueron apenas veinte o treinta personas las que empezaron a quejarse
de no poder disfrutar de unas fresas producidas con la sustancia de todos. La gota que
colmó el vaso fue cuando Ferdinand contestó que, por un precio, podrían ser suyas.
Ahí empezó a torcerse la historia de verdad.
A Joanne le encantaban aquellos temas, pasaba horas y horas leyendo los foros en
la red. Hablaban de política en la cama mientras observaban las estrellas desnudos en
el ático de su casa, que en los días que no llovía se transformaba en un ático sin
tejado. Ambos estaban seguros de que, en algún momento, todo cambiaría. No se
podía vivir en un mundo sin dinero, a fin de cuentas; aunque la subsistencia estuviera
asegurada, todos en algún momento querrían algo más. De hecho, hacía muchas
semanas que la mayoría de la población se había cansado de la comida insípida que

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producía la nave. Había cocineros que trabajaban por placer, pero ambos sabían por
experiencia que la pasión se evaporaba cuando se convertía en obligación. Había que
mantener esa actividad de alguna manera: primero fue el trueque, y los que tenían
algo que producir jugaban con ello como moneda, como Ferdinand.
El problema se complicó, ya que las fresas de Ferdinand apenas duraban unos
días; de tan naturales que eran, se pudrían con rapidez. Así que el grupo utilizó todas
sus armas de persuasión para evitar que nadie las aceptara como moneda de cambio.
Confiaban en que Ferdinand y otros como él entendieran que había que dejar atrás la
visión del mundo que traían de la Tierra y que había que compartirlo todo sin esperar
nada a cambio.
Ferdinand no lo vio así. Enseñó a Ariel unas fotografías de cestas y cestas de
fresas cubiertas de moho. Ferdinand se convirtió de la noche a la mañana en alguien
problemático. Su carácter llano y directo no ayudaba; nunca dudaba en decir lo que
pensaba sin filtros, pero a Ariel le caía bien precisamente por eso.
Las fresas solo fueron el principio. El grupo con el que se había enfrentado —
Mannheim— no tenía oficialmente un líder y estaba formado por un grupo
heterogéneo de personas que creían firmemente en lo que decían, que no era otra cosa
que lo que todos querían: un nuevo comienzo. Ariel no se preocupó demasiado por el
tema, él sabía que saldría adelante en cualquier tipo de régimen e intuía que no podría
hacer nada, pasara lo que pasara. Así que escuchaba a Joanne y disfrutaba del brillo
de sus ojos cuando hablaba alterada sobre que una cosa era tener los mismos
derechos y otra muy diferente que todos fueran iguales, que es lo que pretendían los
de «la secta», como ella los llamaba. Ariel se limitaba a asentir mientras le daba
vueltas a una idea tonta, la de que jamás volvería a sentir una tormenta inesperada
sobre su piel; en aquel nuevo mundo, la lluvia estaba programada con antelación.
El veto a las fresas de Ferdinand fue el comienzo de la primera ley de importancia
y fue adoptada por casi un sesenta por ciento de los votantes. Ariel no sabía cómo
funcionaba el sistema, pese a que Joanne se lo había intentado explicar un par de
veces. En su momento se había decidido que cualquier votación propuesta necesitaba
al menos un veinte por ciento de «esponsors» para poder ser votada, y que tras ese
punto, se necesitaría un mayoría por encima del cincuenta por ciento de los votos
para ser aprobada. Según Joanne, el problema era que, excepto «la secta», no había
otro grupo de ciudadanos organizados que pudiera elevar propuestas. Así, no solo
organizaban nuevas votaciones casi diarias, sino que iban creando leyes que les
ayudaban a crear otras más adelante. Parecía tan complejo y aburrido que la única
persona que podía seguir a Joanne era Carlos.
Habían tomado la decisión de cenar cada dos o tres días con su amigo para
intentar sacarlo de su evidente depresión. Ariel le había propuesto ir a nadar al mar
interior, pero Carlos no salía de su casa, donde tenía un inmenso laboratorio
subterráneo lleno de equipos informáticos. Se encerraba horas, mientras que Laura
trabajaba parcialmente de camarera en un restaurante. El resto del tiempo lo pasaba

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haciendo excursiones a los parajes naturales aún no explotados de la nave. A Laura le
gustaba pasar tiempo en el eje de la nave, donde había gravedad cero. Ariel había
estado allí con ella tan solo una vez y había descubierto que aquella chica tenía una
agilidad y una fuerza poco habituales.
Estaban en una de esas cenas cuando Joanne, una vez más, sacó el tema. Laura,
que odiaba hablar de política, se conectó con su neurolink mientras masticaba la
comida. Sus pupilas se cubrieron con un velo luminoso y cambiante. A menudo se
conectaba cuando no quería participar en la conversación y se limitaba a sonreír
cuando alguien le preguntaba algo, sin siquiera contestar. Ariel le hacía señas a
Joanne y le daba golpecitos bajo la mesa cuando eso sucedía. Carlos miraba a la mesa
y se limitaba a comer, deseando tener un neurolink inalámbrico como el de Laura
para poder hacer lo mismo. A Joanne le parecía de mala educación, y Ariel estaba de
acuerdo. Pese a ello, Joanne no paró de hablar y de incrementar el volumen y la
intensidad de sus argumentos. La última votación ya pasaba una línea roja, ya que ni
más ni menos limitaba el acceso a la sustancia por parte de cualquier ciudadano. Se
limitaba a un máximo mensual de un metro cúbico y se creaba un comité de personas
que debían revisar las peticiones que excedieran aquellas cantidades. Joanne comenzó
a explicar quiénes componían el comité y cómo funcionaba el proceso que lo
regulaba, pero Ariel desconectó y, pronto, Carlos y Joanne fueron los únicos que
siguieron la conversación.
Aquella ley se aprobó en la décima semana tras la partida de la nave Veluss.

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CAPÍTULO 72
Volutas de humo

—¿ Y mano. YA NO QUIERES HACER SUEÑOS vívidos? —preguntó Taras, con el vaso en la

Aquel whisky les había salido bien. Ariel había insistido en que el color azul
podía ser confuso y Taras, por una vez, le hizo caso. El sabor a madera, cálido e
intenso, era el mejor que había probado en mucho tiempo, muy superior a algunos
que recordaba de la Tierra. No se imaginaba a Taras en una torre, vistiendo un traje
caro y, menos aún, con esos pendientes que llevaba en la oreja. Se había dejado una
barba rala e invadida por las canas. Pese a sus buenos cincuenta años pasados parecía
un chaval, tal era el poder de los sueños cuando fluían por la sangre, como el whisky
lo hacía ahora por sus venas. Tenía un acento divertido cuando se empeñaba en hablar
en francés, pero su español era mucho más colorido. Había vivido en España casi
veinte años, y por su carácter parecía español de nacimiento. Siembre buscaba una
situación que propiciara una sonrisa, no le gustaban las reglas, y sus chistes brotaban
directos y explosivos desde cualquier punto de la conversación.
—No. Dicen que todo el mundo está viviendo un sueño. ¿Y el tuyo, Ferdinand?
—preguntó Ariel a la persona que los acompañaba cabizbajo en la barra.
—No me quejo. Me han racionado la sustancia, pero… Si no puedo vender mis
fresas, se las regalaré a mis amigos. —Sonrió—. O las usaré para fabricar licor, que a
su vez me beberé con mis amigos. Amigos. Me pregunto si también lo regularán.
—Seguro —replicó Taras.

La vida de barman fue un descubrimiento para Ariel. Su talento natural, observar,


estaba muy relacionado con lo que un buen camarero necesita: escuchar. Joanne lo
había ayudado a diseñar un lugar que no se pudiera encontrar en ninguna otra parte de
la nave. Tenía una planta alargada, con una barra larga y serpenteante. La luz parecía
jugar al escondite con el cristal y el metal que decoraba el lugar. Luces cálidas y
sombras aterciopeladas, producidas por texturas porosas en suspensión en el techo y
las paredes. La música, grave y continua, formaba parte del ambiente del local.
Joanne había cuidado hasta la mezcla de olores, intentando que cada estancia fuera
diferente. Además de la barra, había construido un pequeño laberinto con más de una
docena de espacios diferentes. Cada semana, el laberinto se transformaba y las
habitaciones sufrían cambios. Los planes de Joanne pasaban por hacer crecer el
tamaño del laberinto y, por tanto, tener más habitaciones. La ayudaban dos chicas y
dos chicos, que hacían las veces de personal, aunque no se podía contar siempre con

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ellos, ya que lo hacían como un juego. Al igual que Joanne, todos tenían muchas
caras y disfrutaban sacándolas a pasear. La mitad de los días terminaban acostándose
con alguien, escondidos en algún recodo del laberinto bajo unas cortinas. Ariel
algunas noches se paseaba divertido, fisgando las pequeñas fiestas particulares,
comentando lo que veía con Joanne. Sabía que ella echaba de menos aquello, aunque
tuviera un cuidado exquisito en no mencionarlo, pero Ariel sabía que resultaba
complicado cambiar ciertos hábitos. Quiso decirle que no le importaría que ella
hiciera lo mismo que sus amigos de vez en cuando, pero tenía miedo de que les
pasara como a Carlos y Laura; sin ella, se sentiría perdido en aquel mundo nuevo.

Habían pasado ya tres meses y la nave estaba cerca del planeta Urano. Valerie había
conseguido que la consciencia de Andelain empezara a recordar quién era, pero
todavía costaba un gran esfuerzo hacerse entender. Ariel tampoco tenía especial
necesidad de hacerlo y Valerie estaba cansada. Había dedicado tres meses a la tarea y
además tenía que hacerse pasar por Laura cuando no estaba con Andelain. Finalmente
habían empezado a dormir en habitaciones separadas. Estaba de mal humor cuando
llegó al Teaghlach, el bar de Ariel.
—Ponme algo fuerte —reclamó la chica.
Su mata de pelo mostraba ya parte de su color natural, una intensa melena de
color rojo anaranjado. Poco a poco, los agujeros de sus orejas se habían vuelto a tapar
con piercings, y Laura se iba disipando en favor de una Valerie de mirada peligrosa.
—¿Cómo van las fresas, Ferdinand? —preguntó sin girarse hacia el amigo de
Ariel.
—Pudriéndose —rio.
Las carcajadas abandonaron su cara y sus ojos en el mismo momento que la voz
dejó de reír.
Valerie volvió la vista hacia Ariel; el color verde de sus ojos cada día se tornaba
más opaco, del color de aquellos que pasan demasiado tiempo a solas con sus propios
pensamientos.
No había nadie más en el local, ya era tarde y Joanne se había ido hacía horas.
Ferdinand se terminó el vaso de whisky.
—Me voy a casa. Beberos todo el whisky, que no quede nada para esos hijos de
puta.
—Hasta mañana, Ferdinand —respondió Ariel, guardando el vaso en la pila tras
enjuagarlo un poco.
Esperó a que hubiera salido del local para dirigirse a Valerie y se demoró
fascinado por los dedos de sus manos finas y delgadas, con las uñas mordidas y
pintadas de negro. Muy diferentes de las de Joanne. Cuando alzó un poco la mirada
se encontró con Valerie, que lo observaba fijamente, inquisitiva.
—¿Podemos hablar? —preguntó ella.

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Ariel miró a ambos lados y alzó los hombros.
—Estamos solos.
—Andelain quiere hablar contigo.
—¿Cuándo?

El viaje en bicicleta al árbol de Valerie apenas les tomó diez minutos de paseo
agradable, pese a la cuesta que se mostraba en el horizonte. En realidad, el camino
apenas tenía una inclinación de un par de grados, pero los ojos engañaban. No
hablaron durante el trayecto, Ariel se limitó a seguir a la chica hasta el árbol y trepar
por los diminutos apoyos que surgían de la madera sintética que simulaba el tronco
de un árbol vivo.
La habitación estaba mucho más revuelta de lo que recordaba. Solo había estado
allí en tres ocasiones, y el caos cada vez se apoderaba de más espacio. Una montaña
de ropa sucia amenazaba con derrumbarse en una esquina, y la mesa de trabajo estaba
llena de dispositivos que Ariel no había visto en su vida, algunos de ellos con
conector neural y todos construidos de forma artesanal. No quiso pensar en ello, pero
esperaba que Valerie jamás sugiriera que se conectara con uno de aquellos trastos
espantosos. La mesa estaba tan abarrotada que ella se sentó en el suelo con las
piernas recogidas después de darle una patada a un pantalón arrugado. Conectó una
holoconsola al neurolink de su nuca, ignorando su presencia por completo. Primero
una y luego otra, poco a poco, pantallas rectangulares llenas de palabras e imágenes
la rodearon, formando una esfera de planos superpuestos. Ella los desplazaba a toda
velocidad con las manos mientras sus ojos ciegos se movían en todas direcciones. Sus
brazos y sus muñecas colaboraban en el baile, mientras su joven cuerpo, sentado en el
suelo, permanecía inmóvil.
Ariel había conocido a algunas personas con habilidades en su vida, pero jamás
había visto a nadie controlar una holoconsola facetada a aquella velocidad. Supuso
que además trabajaba en otras pantallas no visibles a través de su neurolink. Se sentó
en la cama, mirando con curiosidad unas bragas negras entre las sábanas, que
parecían un pequeño pájaro abatido a disparos. Debía de pasar mucho tiempo ahí;
más que con Carlos, imaginó.
—Quiere hablar contigo —dijo Valerie de repente, sin mirarlo.
—¿Cómo?
—Espera…
Un proyector holográfico encima de la mesa proyectó una bruma que después de
fluctuar durante unos instantes, formó una imagen conocida. Aunque no estaba a
escala humana, la figura de una elfa lo miraba cara a cara, flotando en el aire a apenas
un metro de él. Abrió la boca para decir algo, pero no supo qué.
—Hola, Ariel —dijo la voz, con el mismo timbre que recordaba de la última vez.
—Andelain…

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—Sé que Valerie tiene problemas con Carlos. Necesito que la ayudes.
Ariel asintió con la cabeza, preguntándose por qué sería tan importante, pero sin
decirlo abiertamente.
—La ayudaré, pero es un poco cabezota.
Andelain la miró y sonrió.
—Lo sé, pero ella también necesita a Carlos —dijo la figura élfica—. ¿Cómo van
las cosas en Veluss?
—¿No lo sabes?
—No. Estoy desconectada de la red, al menos hasta que haya madurado un poco.
Los sistemas de defensa de la nave todavía podrían detectarme y eliminarme.
Necesito crecer un poco más.
—Supongo que va bien, pero…
—¿Pero?
—Supongo que todos echamos de menos a Carlos.
—Y a Brin —añadió de forma lacónica Valerie.
—Por eso es importante que Carlos esté centrado —dijo Andelain.
—Entiendo. Haré lo que pueda.
—Tenemos que cortar, está incrementándose el tráfico paralelo de suscripciones
de cálculo hiperconectado —susurró con nerviosismo Valerie.
Andelain asintió con la cabeza y la imagen se cortó. Ariel deseó hacer muchas
más preguntas y se apuntó mentalmente que la próxima vez las tendría preparadas.
Valerie desconectó su interfaz neural y las imágenes a su alrededor
desaparecieron. Tardó unos segundos todavía en poder enfocar la vista, y durante
breves instantes, a Ariel le pareció estar delante de una niña inocente y salvaje, con el
pelo revuelto ocultándole parte del rostro. Tras esos segundos de adaptación, ella
misma se apartó el pelo de la cara y empezó a recoger la consola con un mimo casi
maternal, ignorando su presencia.
—Parecía que bailaras con los dedos —dijo Ariel.
—Todo depende de la punta de tus dedos. Lo hacen todo ellos solos. Lo notas.
Nunca se equivocan. Siguen el programa. Tus dedos y el programa se comprenden.
Cuando eres así no puedes equivocarte, ¿entiendes? —dijo ella con la vista levantada
hacia Ariel; su mirada turbia parecía hablar con alguien más allá de la habitación.
Parecía drogada y el pecho se le hinchaba apasionadamente.
Ariel entrecerró los ojos y apartó la mirada, pensando en lo que él sentía cuando
manipulaba las sensaciones de sus sueños vívidos; por un instante sintió nostalgia de
lo que había dejado atrás.
Cuando volvió a mirarla, ella seguía en el mismo lugar, aunque sus ojos verdes
habían logrado enfocarlo pese a su brillo febril.
—Quizá lo entienda —dijo—. A veces, me pierdo y no me importa…
Valerie lo interrumpió con voz ronca.

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—Te dejas llevar, y en el trayecto, nada importa. Solo las estrellas y el sonido de
su código al romper los cascarones.
—… y cuando lo tienes. Ahí, cogido entre los dedos, esa cosa caliente, viva y
patética que intenta huir…
Todavía de rodillas, Valerie abrió un poco la boca, como si estuviera escuchando,
pero no lo estaba haciendo. Subió como una voluta de humo, lenta y ligera. Apenas
rozó a Ariel con las manos en sus caderas, pero sus dedos eran magnéticos. Sus
rostros se acercaron y sus labios se rozaron durante un instante.
Se observaron durante unos segundos, sin separar sus cuerpos. La mano derecha
de Ariel recorrió las caderas de la chica, que lo observaba con hambre. Ariel sabía
que era un error, pero una explosión de deseo le hizo tomar el rostro de la chica y
besarla con fuerza. Cayeron sobre la cama y siguieron devorándose con furia. La
chica peleaba y se resistía, pero luego a su vez mordía a Ariel y lo besaba con
salvajismo, con una lengua áspera como la de un gato. Su olor, intenso, embriagó a
Ariel, que a su vez intentaba que aquella fiera no le arrancara un trozo de labio. Sus
uñas negras le arañaron la espalda a través de la ropa y le arrancaron la camisa.
Jugaron a quitarse la ropa a tirones, y a Ariel le costó sacar los ajustados pantalones
de la muchacha, que tenía un cuerpo flexible y atlético. El olor picante de ella, tan
fuerte, lejos de desanimarlo lo volvió loco. La volteó con fuerza, pero ella lo
enganchó con las piernas y se puso encima, inmovilizándolo con las rodillas en los
brazos. El dolor de todo aquel peso encima del suyo no impidió que Ariel estuviera
tan excitado como para levantarla usando toda su fuerza y arrojarla al suelo con
violencia. Ella gimió y le atrapó el cuerpo con las piernas. Tenía mucha fuerza. Le
tiró del pelo con fuerza hacia su entrepierna, y él se dejó guiar, a pesar del dolor y la
brusquedad con que ella tiraba hacia abajo. Su lengua se adueñó pronto de la
voluntad de Valerie, deshaciéndola desde abajo, como un azucarillo en el café.
Aunque ella continuaba agarrándolo de la cabeza con las dos manos, sus dedos
comenzaron a enroscarse con los rizos negros del cabello de Ariel mientras los
espasmos incontrolados de placer terminaron en auténticos gemidos. Una y otra vez,
Ariel sintió que la resistencia de la chica iba cediendo y, después de llevarla al clímax
un par de veces, se incorporó sobre ella. Pero Valerie lo paró, poniendo su mano en el
pecho de él y sosteniéndole la mirada con fiereza y algo más.
Él esperó sin entender y deslizó de nuevo su mano entre las piernas de ella, que
perdió la mirada lobuna y tiró con fuerza de él.
Cuando Ariel entró en el cuerpo de ella, sintió que una fuerza fuera de control lo
poseía. Las piernas de Valerie lo atraparon con furia a la altura de los riñones y sus
brazos le cogieron la cabeza y acercaron sus rostros. Ella olfateó su barba, húmeda, y
sonrió con satisfacción. Lo besó con intensidad, sin prisa, mientras él la penetraba
despacio. Mareado y casi sin aliento, Ariel rompió aquel beso espeso y picante. Ella
aprovechó para derribarlo y dejarlo tumbado de espaldas en el piso. En cuclillas,
encima de él, empezó a demolerlo sin remedio con movimientos de cadera bruscos y

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profundos. Ariel apretó sus grandes pechos y ella gimió aún más fuerte. Tiró con
furia de su pelo incandescente y desordenado, incapaz de resistir la violencia con la
que sus cuerpos se encontraban, y ella respondió clavándole las uñas en el pecho
hasta hacerlo sangrar. Cuando por fin llegó la explosión del clímax, Ariel no supo si
estaban matándose o follando como animales rabiosos.
Tumbados en el suelo revuelto, exhaustos y heridos, se estudiaron en silencio,
preguntándose quién diablos era el extraño que tenían al lado.

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CAPÍTULO 73
Política

Y A EN LA DUCHA, ARIEL se preguntaba qué diablos había pasado. Todo el cuerpo le


dolía y estaba cubierto de arañazos. Había entrado en casa de madrugada, sigiloso
como un ladrón, y había ido directamente al cuarto de baño para quitarse el olor de
Valerie de encima. Temblaba bajo el agua de la ducha al recordar la escena que había
vivido hacía apenas unas horas. Estaba acostumbrado a mujeres que se dejaban
seducir y lo que había ocurrido no tenía nada que ver. Aquello tenía algo peligroso y
enfermizo. Se prometió a sí mismo que no volvería a pasar y que tendría que soportar
cargar con otra mentira más. Joanne sufriría si se enterara, lo mismo que Carlos, y no
serviría para nada. Se miró al espejo y se maldijo.
Los arañazos se curaron fácilmente con crema regeneradora. Los morados se
podrían asociar con golpes al cargar alguna caja en el almacén del bar, pero para las
mentiras no tenía nada que las mitigara. Se metió en la cama al lado de Joanne, que
dormía a pierna suelta, y estuvo dando vueltas hasta que se durmió, mientras en su
mente seguía oliendo a Valerie en todas partes.
A la mañana siguiente, mientras desayunaban Joanne y él, decidió que necesitaba
moverse hacia delante para que lo que había ocurrido la otra noche no lo aplastara.
—Estoy preocupado por Carlos —dijo mientras mordía una magdalena,
intentando sacarse algunas imágenes de su cabeza.
—Ya, está como ausente. Creo que están a punto de romper.
—Si no lo han hecho ya. Igual podrías hablar con Laura, a ver qué se puede hacer.
—Ya lo hice, varias veces —dijo, aderezando el comentario con una sonrisa.
—¿Y?
—No se entienden. Ni en la cama ni fuera de ella. Es lo que me ha contado ella,
pero es una chica de pocas palabras, la verdad. Es… rara.
—Ya. Bueno, a mí me cae bien.
Joanne lo observó durante unos segundos, sin decir nada.
—Es como una extraña. No es que conociera mucho a Andelain, pero…
—La gente cambia mucho fuera de su disfraz de la red.
—¿A qué se dedicaba?
—Temas contables o algo así.
—No me lo creo —dijo con convicción Joanne.
—Habla con Carlos, igual puedes ayudarlo. Conmigo está cerrado como un libro
escrito en un idioma desconocido; si alguien puede romper el muro que se ha
construido a su alrededor, eres tú.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella, tomada por sorpresa.

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—Venga… No te hagas la tonta. Desde el primer día que te conoció le gustaste.
Joanne se acordó de aquella sesión en casa de Ariel. Parecía que había pasado
mucho tiempo, pero era cierto; recordó aquella mirada tímida y esquiva.
—Hablaré con él. Bueno, me voy. Que llego tarde al restaurante.
Joanne se levantó y le dio un beso breve en la boca. Ariel se quedó pegado a ella
unos segundos más de lo necesario, como si quisiera comprobar que no había perdido
la capacidad de sentirla.
Joanne lo miró y le sonrió con la ternura que solo ella sabía mostrar, parecida a
una estrella fugaz. Se giró y salió por la puerta, dejando a Ariel solo con sus
pensamientos.
Aquel día había quedado con Taras para una sesión fotográfica de sus propias
botellas de Whisky y del bar. Quería mostrar aquello al resto de ciudadanos, aunque
dudaba que hubiera alguno que no supiera de su existencia. Cuando llegó, encontró a
Taras con cara de pocos amigos.
—¿No te has enterado?
—No, ¿qué pasa?
—Lo han sacado a votación. Van a imponer el trabajo por turnos.
—¿Qué? ¿Qué trabajo?
—El que nadie quiere hacer, supongo… —dijo con una media sonrisa.
—No entiendo…
—Camareros, enfermeras, barrenderos, mecánicos de bicis, recicladores,
reparadores de lavadoras y supongo que suma y sigue…
—Pero… —dijo Ariel, encendiendo su pod y buscando el hilo de la conversación
que hablaba de aquello. No había usado nunca su implante neural pasa visualizar los
datos directamente en su retina, como hacía Valerie, pero pensó que ese podía ser un
buen momento. Toda la información que se movía por la red lo hacía a demasiada
velocidad como para consultarla a medias. Ahí estaba: una votación con un montón
de medidas que explicitaba que aquellos que no tuvieran trabajos específicamente
relacionados con el bienestar de toda la población, tendrían que donar seis horas
semanales a trabajos de la comunidad. Empezó a leer con atención, pero luego lo
pasó con el dedo rápidamente, era muchísima información y se votaría en apenas dos
días.
—Supongo que mantener un bar no está en la lista de trabajos aprobados, ¿no?
—Lo dudo —replicó Taras, ya sin sonrisa alguna.
—¿Quién hace esa lista?
—Buena pregunta. Sigue leyendo; un comité, elegido por… otro comité.
—¿Y quién elige ese otro comité?
—¿De verdad quieres que te cuente toda esta mierda? —preguntó Taras con
expresión cansada.
Ariel cogió la botella más cercana y dos vasos de detrás de la barra. Se sentó en
un taburete y le puso un trago a su amigo.

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—Tenemos que votar, hay que avisar a todos los que conozcamos —empezó a
decir Taras.
—Has hablado últimamente con Joanne, ¿no?
Taras lo miró sin entender.
—Se pasa el día hablando de lo mismo; yo paso, pero votaré, aunque sepa que no
va a servir de nada.
—Si no hacemos algo, ellos se impondrán.
—¿No te acuerdas de la prueba de supervivencia?
—Sí, ¿qué tiene que ver?
—Acuérdate de los que iban vestidos de negro. Apuesto a que son los manejan el
Mannheim. Son profesionales, como tú en lo tuyo o yo en lo mío.
—Eres un derrotista —dijo Taras con resentimiento en su voz.
—No, un superviviente; es muy diferente.
—Pues yo no pienso quedarme cruzado de brazos…
Ariel se tomó su trago y caviló acerca de una hipotética prohibición del alcohol.
Eso no pasaría, en la historia se había intentado muchas veces y siempre, siempre,
terminaba mal.
—Yo me di cuenta de que esto pintaba mal cuando supe que no habría dinero de
ningún tipo —dijo Ariel.
—Pensé que no haría falta —añadió Taras, todavía con amargura.
—Ya. Pero la gente no trabaja por amor al arte, no en lo que no le interesa.
Taras sonrió con lo que le quedaba de ánimo.
—Ahora sí, por turnos.
Brindaron, sin demasiada alegría.

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CAPÍTULO 74
El despertar

L A CASA DE CARLOS Y Laura también había mutado en algo diferente. La influencia


de Valerie sobre su pareja resultaba evidente. Toda la casa estaba como si le
hubieran dado la vuelta, excepto el dormitorio, que Ariel solo pudo ver de refilón y
no le pareció muy desordenado. Carlos y Laura compartían estudio, y la parte de
Laura estaba casi vacía, con un terminal sencillo que distaba mucho del holoterminal
pirata que manejaba Valerie. El equipo de Carlos parecía mucho más complejo y
disponía de un holoproyector multicapa de ciento ochenta grados; toda la mesa estaba
llena de diseños bajo la superficie mate de vitroacero sensible, en un collage
imposible. Al verlos, pensó que igual Carlos bien pudiera ser el origen del caos y que
Laura, entonces, sería la ordenada de la relación. Ironías.
Ariel había ido a visitar a su amigo y se había asegurado de que Valerie no estaría
en casa. Cuando Carlos le abrió la puerta no pareció alegrarse demasiado de verlo,
pero lo dejó entrar en silencio y luego se desplomó en una silla.
—¿Cómo lo llevas? —preguntó Ariel.
—Mal. Me cuesta concentrarme.
—Unos largos en el mar te vendrían bien, ya te lo he dicho muchas veces.
—No es eso. Me limitan el acceso al ordenador, dicen que su capacidad está
limitada y no debería ser usada en cosas tan ociosas como un mundo virtual.
—¿Dicen? ¿Quién?
—El comité de ética de recursos.
—¿El qué?
Carlos movió los hombros hacia arriba, como si le diera igual.
—¿No te ayudó Carmen a construir más componentes?
—Está en ello, pero aun así asignarán su capacidad a otros proyectos. Nada
construido con la sustancia es de nadie; es de todos.
Ariel frunció el ceño. Había oído esa misma frase demasiadas veces en boca de
diferentes personas en el bar durante la última semana.
—Creo que Joanne tenía razón, se nos está yendo de las manos el tema de las
votaciones y los comités.
Carlos ni se molestó en sonreír.
—Da igual, yo sigo progresando, pero un mundo virtual sin habitantes no es más
que un juego.
—Podríamos conectarnos los cuatro, como en los viejos tiempos, e invitar a otras
personas. Conozco a algunos a los que les gustaría cambiar de aires un rato. ¿Por qué

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no lo pones en marcha y dejas que la gente lo vea y así el comité de ética de recursos
te tome un poco más en serio?
Carlos asintió, sin demasiada convicción.
—Así vuelves a ver a Andelain —dijo Ariel con cautela, sin saber cómo
reaccionaría su amigo.
—No sé si es buena idea en estos momentos.
Ariel sonrió mientras elaboraba un plan en su cabeza.

Dos horas más tarde, subía por el árbol de Valerie a toda velocidad.
Ella estaba conectada y lo ignoró, sumida en una profunda concentración.
—Valerie. Soy yo, Ariel. Vuelve, es importante.
Las consolas que revoloteaban a su alrededor se desvanecieron y pudo ver su
rostro, sudoroso y con las pupilas dilatadas devorando el color verde de su iris. Tardó
unos segundos en enfocar. Desde aquel ángulo, recordó lo que había ocurrido la
última vez, así que dio un par de pasos atrás. Ella llevaba una camiseta muy ajustada
y el sudor le caía entre los pechos. Valerie atrapó su mirada, pero no alteró su
expresión neutra y seria.
—Carlos va a arrancar una versión de Brin —dijo Ariel.
Valerie lo miró sin entender demasiado.
—Dentro, podría encontrarse con Andelain… La de verdad.
—Es peligroso, todavía no está preparada. No puedo conectarla.
—Pues tendrás que entrar tú con el avatar de Andelain.
—No tengo tiempo; además, sería peor. Entonces sí que se daría cuenta de que no
soy yo.
—La cosa está mal, ¿no?
Valerie no contestó, pero desvió la mirada.
—¿Puedo ayudar en algo?
—Las relaciones nunca fueron lo mío. Está muy jodido y necesita a alguien que
lo quiera de verdad. Yo puedo follármelo, pero nunca podré amarlo. No estoy hecha
para querer a nadie, y menos a alguien como él.
Ariel la miró, desconcertado por el tono de aquellas palabras. Había algo crudo y
animal debajo de esa voz. Valerie parpadeó una sola vez, se apartó el pelo mientras se
acercaba a Ariel. Pegó los labios a su oído y dejó que escuchara su respiración.
Rozando con la mano su entrepierna, le susurró:
—Quieres follarme, ¿verdad?
Ariel no pudo evitar disfrutar aquel momento, pero dio un paso atrás.
—No va a volver a pasar —dijo con seguridad.
Valerie no replicó, pero su rostro lo decía todo. Ariel comenzó a enumerar en su
cabeza las razones de por qué no debían hacerlo, pero el recuerdo de la textura de su
carne, apretada entre sus manos, sacudía sus argumentos. Su olor ya lo envolvía de

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nuevo, y el tacto de los dedos de ella al deslizarse por su espalda le hizo perder el
hilo.
—¿No te tiene miedo Carlos? —preguntó sin más, vencido.
Valerie rio como una niña y se tiró en el sofá, unos metros más allá de Ariel.
—Tenemos que ayudarlo. Se lo prometí a Andelain. Se lo debo —insistió Ariel.
—¿Qué le debes?
—Me salvó el culo, varias veces.
—Déjame adivinar… ¿Ricardo Renzi?
Ariel no esperaba escuchar aquello. Abrió la boca para decir algo y, tras unos
segundos de sorpresa, asintió.
—Yo solucioné tu problema, me lo debes a mí.
Ariel intentó decir algo, pero no supo qué.
—Y ahora necesito que tú me hagas otro favor…
Su mirada felina bajo el cabello despeinado exigía mucha fuerza de voluntad.
Logró que Ariel comenzara a respirar más rápido.
—No puedo. Joanne no se merece esto.
—No te engañes. Sé que lo quieres.
Sus labios parecían frutos rojos, húmedos y jugosos. Dentro, una oscuridad densa
y caliente lo esperaba.
Ariel permaneció donde estaba, sin inmutarse.
—¿Puedes conectar a Andelain a la nave, sí o no?
Valerie cambió de postura y resopló con resignación.
—Sí. Llevo más de tres meses obsesionada con esto. Supongo que es ahora o
nunca. —Observó a Ariel, que parecía no entender nada, y continuó hablando—. Hay
un grupo de cretinos que se ha apoderado del uso de todos los recursos de la nave: el
sistema regulador de cómputo, el hub de distribución de red, la producción de
sustancia, las máquinas replicadoras. El espacio, hasta el aire…
—La secta. Joanne lleva meses intentando discutir con ellos.
—Ja. Pobre Joanne, no conoce a esa gente.
—¿Y tú sí?
—Sé cómo funcionan sus cabezas, y no voy a permitir que comiencen su pequeña
revolución aquí dentro.
Ariel no supo qué decir.
Cuando Valerie hablaba así, se transformaba en otra persona mucho más adulta de
lo que parecía por su aspecto. Y tan pronto como la mujer aparecía, desaparecía de
nuevo, mostrando a la chica agresiva e impredecible. Esa chica se pasaba la lengua
por el labio inferior mientras, distraída, tecleaba algo en su consola, ignorando que
tenía compañía.
—Andelain está de acuerdo —dijo sin girar siquiera la cabeza, hablándole a la
consola.
—¿Está escuchándonos?

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—Sí, siempre está activa. Necesita un flujo constante de información para calibrar
muchos de sus algoritmos. Bueno, es más complicado, lo simplifico para que lo
entiendas. Cuando la introduzca en la red, escuchará en toda la nave y podrá
ayudarnos con tus amigos de Mannheim.
—Entonces sabe que tú y yo…
Valerie se rio en silencio.
—Claro que lo sabe. Andelain lo sabe todo, siempre lo ha sabido todo.
—Mierda.
La carcajada de Valerie no fue nada discreta.
—Insistía en vernos a Carlos y a mí hacer el amor. Nos espiaba —dijo Valerie,
envalentonada. Como vio que Ariel no decía nada, continuó ella sola—: Me da
consejos. ¿Sabes que nació como un hombre y se transformó luego en una mujer?
Ariel negó con la cabeza, deseando no saber más.
—¿Cuándo meterás a Andelain en el sistema?
—Acabo de hacerlo. Espero que…
Todas las luces se apagaron.
—Joder —gruñó Valerie en la oscuridad más absoluta.

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CAPÍTULO 75
Solo amigos

C UANDO JOANNE APARCÓ LA BICICLETA, pensó que en el fondo apenas sabía nada de
Carlos. Había construido un armazón tupido de hipótesis teóricas, tras las
decenas de conversaciones nocturnas con Ariel sobre quién era Carlos o cómo se
sentía. Lo cierto es que todavía recordaba vívidamente su timidez cuando lo conoció
en el ático de Ariel.
Cuando abrió la puerta sorprendido, el primer reflejo fue idéntico al que
recordaba de hacía casi dos años.
—Hola, Joanne.
—Hola, Carlos. He venido a ver cómo te iba —dijo sin convicción, pero con la
soltura que le daba la experiencia.
—Pasa, pasa… Perdona, la casa está hecha un desastre.
—No te preocupes, he visto cosas peores —mintió, asustada por lo que veía a su
alrededor. Joanne no se consideraba una persona ordenada, pero aquello era algo
enfermizo, propio de alguien que despreciaba la realidad o que, simplemente, no la
tenía en cuenta.
Cuando volvió a mirar a Carlos, lo hizo de forma más crítica, y esta vez vio
señales del origen de aquel caos: ojos enrojecidos encajados en un rostro
desesperado.
—No tienes buena cara —confesó Joanne.
—Lo sé… He estado un poco, eh… Bueno, pero ya estoy mejor.
Azorado, bajó la vista y entró en la casa.
—¿Te puedo ofrecer algo? ¿Un té? —preguntó de forma patética.
—Solo quiero hablar. Me preocupas —dijo Joanne; se sentó en el sofá, manchado
y lleno de restos de comida.
Él la observó, y después de dudar un momento, se sentó cerca, pero guardando la
distancia.
—Ya casi tengo Brin terminado. Esta vez será muy diferente.
Joanne no sabía cómo ayudarlo. Estaba como ido, evitaba mantener el contacto
visual y tamborileaba con los dedos encima de la pierna, que movía frenéticamente,
apoyada en la punta del pie.
—Estate quieto un segundo —dijo Joanne, sujetándole la rodilla.
La pierna paró, pero él seguía evitando su mirada.
—Sé que estás mal con Laura, pero no es el fin del mundo.
—No, no lo es —replicó evitándola, casi huyendo, pero sin hacer resistencia
realmente.

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—Esto es difícil para todos, ya lo sabíamos, pero saldremos adelante.
Carlos no dijo nada, no alzó el rostro del suelo.
—¿Es este el precio a pagar por ser un genio? —dejó caer Joanne.
Eso atrajo su atención. Aunque no contestó.
—Era complicado que Laura y tú congeniarais en la vida real. Lo sabías, y ella
también —insistió ella.
No hubo respuesta; aquella mano encima de la rodilla era lo único que los unía.
El silencio se prolongó hasta que, de pronto, unos dedos temblorosos rozaron con
indecisión los de ella. Joanne aprovechó para poner su otra mano sobre la de él. Y
esta vez, Carlos mantuvo la mirada unos segundos antes de bajarla.
Joanne sintió deseos de abrazarlo, pero no sabía si sería demasiado para él. Tras
dudar unos largos instantes, finalmente se acercó y lo abrazó. Notó su incomodidad al
principio, pero los brazos de Carlos finalmente devolvieron el abrazo. Joanne lo besó
en la mejilla y le sujetó la cabeza con cariño. Sus ojos estaban llorosos, pero se
resistían todavía, como un hombrecito orgulloso. La barba descuidada que lucía ahora
remarcaba aún más sus ojos de duende, de niño travieso. Sonrió y los cerró. Cayó una
lágrima sobre la blusa de Joanne.
—Lo siento —dijo él, señalando la mancha en la tela.
—Son lágrimas.
—Lágrimas negras.
—¿Cómo?
—En Brin serían negras. Aquí son agua.
Joanne frunció el ceño, extrañada. Ahora parecía un poeta desvalido que se
despeinaba con esmero.
—¿Cuándo podremos ver Brin?
—Ya casi está. ¿Entrarás conmigo?
—Estoy deseándolo.
Joanne notó la incomodidad de Carlos por su cercanía. Podía sentir su cuerpo
junto al suyo. Sin querer, la rodilla de Carlos se había metido entre su falda y le
rozaba el interior del muslo. Joanne bajó la mirada y atrapó a Carlos haciendo lo
mismo. Sintió un temblor en él, que retiró con cautela la pierna, como si nunca
hubiera sido su intención ir tan lejos, invadir tanto su intimidad. Ella no se inmutó y
deseó provocarlo un poco más, divertida por su timidez.
—Yo no te veo muy diferente de Krall.
—¿No? —preguntó él, ignorando su cercanía física.
Joanne se echó el pelo detrás de la oreja y lo observó de frente mientras pensaba a
quién le recordaba.
—Deberías hablar con alguien. Te vendrá bien. Quizás yo no soy la persona más
apropiada, pero conozco a un par de personas que te ayudarán. Hay mucha gente que
está pasándolo mal. Lo veo todos los días en el bar.
—Mmm.

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—¿Qué harías ahora en la Tierra si no estuvieras aquí, conmigo?
—Supongo que trabajar.
—Y no te dejarían estar veinte horas pegado al trabajo sin salir, ¿verdad? —
preguntó Joanne, sabiendo muy bien cómo funcionaban las políticas de recursos
humanos de las grandes corporaciones.
—No —contestó él.
—La corpo te obligaría a realizar un par de horas semanales de actividades de
ocio —añadió ella.
—Supongo.
—¿Qué hacías para relajarte?
—Masajes y natación. Tres veces por semana.
—Mmm —dijo Joanne, sonriendo.
—Pero no tengo tiempo, estoy cerca; es cuestión de horas y podré conectar Brin,
arrancar los programas de IA y cargar un montón de personalidades que me he traído
de la Tierra.
—Te daría un masaje, se me dan bien, pero seguro que me vas a decir que no —
dijo ella, atrapándolo como a una mosca con las alas clavadas en la pared.
Carlos empezó a balbucear.
—Vale. Te vas a nadar con Ariel y luego os hago un masaje a los dos.
Carlos sonrió aliviado.
—Hecho.
Joanne se levantó apoyando la mano en el brazo de él, y esperó a que se
levantara.
—Bueno, no quiero incordiarte más. Dame dos besos.
Carlos se incorporó y cuando le fue a dar dos besos todo se oscureció.
El silencio era total y pronto empezaron a oír gritos y voces a su alrededor.
Joanne lo agarró del brazo con miedo.

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CAPÍTULO 76
Apagón

E L APAGÓN NO DURÓ MUCHO. Fueron apenas dos minutos, suficientes para hacer
entrar en pánico a gran parte de la población. Tan pronto como sucedió,
desapareció. La inteligencia de la nave entró en modo seguro y cada subsistema
crítico tomó el control por separado. La luz volvió. Los sistemas de soporte vital no
se vieron afectados. Después de muchas horas de investigación, se llegó a la
conclusión de que había sido un fallo de software que afectaba exclusivamente a
Eme, el sistema de inteligencia controlada que gobernaba la nave. Los sistemas
críticos estaban controlados por sistemas redundantes para que un fallo de Eme no los
afectara.
Eme acataba las órdenes emanadas de los sistemas de gobierno de la nave. Y al
principio había sido tan sencillo como obedecer cualquier petición individual.
Conforme la población residente, por medio de votaciones directas, había empezado a
crear estructuras de gobierno, solo respondía a estas últimas. Al principio había
dispuesto libremente de toda la sustancia a quien se la pidiera a través de los sistemas
de producción y construcción. Si alguien le pedía, como Taras, dos toneladas de tierra
de cultivo sintética, la producía. Si alguien le pedía cinco toneladas de vitroacero en
barras portables para usarlas en el modelador pesado de construcción con el que se
construían los armazones de algunos edificios, lo hacía. Aquello se terminó cuando el
comité de usos éticos dictaminó que cada ciudadano, sin distinción, tendría un límite
semanal de sustancia, y que por encima de ese límite, el subcomité de gestión del
reciclado debería aprobar cada petición de forma personalizada.
Aquellos que no dependían de la sustancia para sus proyectos personales, como
investigadores genéticos, biólogos o matemáticos, al principio podían disponer sin
límite de toda la potencia de cálculo de la nave, pero de igual manera, el comité ético
dictaminó que el acceso al hub de distribución de cálculo se limitaría. Necesitaban
planificar el uso de los recursos que tenían, ya que en las primeras semanas el uso fue
muy desequilibrado y algunas personas tenían miedo de que cuando ellas quisieran
acceder a los recursos, estos ya estuvieran copados.
Todos los que tenían proyectos en curso se vieron limitados, pero no protestaron,
ya que estaban demasiado enfrascados en sus tareas, de forma que apenas hubo
intentos de contrarrestar las actividades frenéticas de regulación del único grupo que
había organizado sus intereses: Mannheim. Un danés, un sueco y dos alemanes
habían sido los pioneros del grupo, aunque no existía personalismo alguno. No tenían
un líder al que culpar y todos sus planteamientos estaban siempre abiertos a discusión
en el grupo y fuera de él. Aceptaban nuevas propuestas y estaban dispuestos a discutir

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los problemas. En la práctica, menos de un millar de personas se involucraba a diario
en las votaciones y en la definición de propuestas concretas, así que a menudo, se
tomaban decisiones por votaciones en las que votaban solo algunos cientos de
personas, cada vez menos, dando como resultado un grupo que gobernaba de facto en
Veluss.
Joanne y algunos otros, menos de cien personas en total, componían una
heterogénea oposición, pero no eran capaces de movilizar el voto del resto de la
población, que por lo general estaba inmersa en proyectos personales o simplemente
disfrutando de la naturaleza sintética y las comodidades de la nave. Un grupo muy
reducido de habitantes pasaba la mayor parte del tiempo sin hablar con nadie y se
trasladó a vivir al huso central de la nave, donde el hábitat se asemejaba más al de
una estación espacial orbital, con muchas zonas de gravedad cero, largos pasillos
metálicos y ventanas al espacio profundo. La mayoría de la gente no estaba
acostumbrada a opinar, y mientras las decisiones no afectaran a su modo de vida
individual, hacía caso omiso del curso de los acontecimientos.
La única vez que el sistema público de comunicación se vio invadido por voces
nuevas fue tras el apagón. Todos querían saber qué había ocurrido, y tras el reinicio
de Eme, la gran pregunta fue: «¿Qué ha pasado?».
Pero Eme no pudo responder. Al principio, de hecho, no respondió, y más tarde
dio tal cantidad de información técnica que resultó peor que el silencio. Algunas
personas con conocimientos pudieron hacer una lectura rápida de aquellos datos y
dieron un veredicto: un fallo indeterminado. «¿Puede volver a pasar?», preguntaban
algunos. «No se puede saber», era la única y escuálida respuesta que se escuchaba.
Pero no volvieron a producirse apagones, y poco a poco todo volvió a la
normalidad. Los transformadores de sustancia seguían excretando comida, materias
primas, muebles y ropa. Las fuentes primarias de la sustancia, los recicladores,
funcionaban a toda máquina, y los propulsores centrales de la nave, silenciosos,
seguían mostrando aquel color azulado producto de la radiación Cherenkov. Nuevas
parejas surgían al mismo tiempo que otras se rompían, y algunas nuevas rutinas se
fueron asentando en la nave a la vez que algunos antiguos oficios fueron
expandiéndose de nuevo.

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CAPÍTULO 77
Marcas del pasado

N O LE GUSTABA SUBIR POR aquel árbol, pero Valerie había sido taxativa: no se
hablaba por la red acerca de ese tema. Nunca. Punto.
—Hola —dijo ella, vestida con una larga camiseta que tan solo mostraba sus
brazos y sus piernas desnudas.
—Podrías pasarte por el bar, estoy muy viejo para trepar como un mono hasta
aquí.
Desde aquella única vez se habían visto en algunas ocasiones, pero Ariel había
evitado coincidir con ella en el árbol. Sabía lo que podía ocurrir, y no estaba seguro
de no querer que ocurriera.
Una luz parpadeó en algún lado, y la imagen de alguien conocido flotó ante él.
—¿Te conectarás hoy con los otros? —preguntó Andelain.
—El estreno de Brin, no me lo perderé.
—Cuento contigo, con todos.
—¿Y Valerie? —preguntó Ariel, mirándola por el rabillo del ojo. Estaba abstraída
contemplándose las uñas de las manos.
—También estará. Es importante que volvamos a empezar, Carlos necesita apoyo.
—Vale.
La imagen holográfica desapareció y no quedaron más que ellos dos, mirándose
el uno al otro.
—¿Es siempre así? —preguntó Ariel.
—Cuando la conocí fue bastante peor.
—Podrías contarme la historia algún día.
Valerie se acercó y se dejó caer al lado de Ariel. Estaba completamente desnuda
debajo de la camiseta.
—Por dios… —dijo Ariel.
—¿Me tienes miedo? —susurró ella, divertida.
—Sí —mintió Ariel.
—¿Por qué no me haces unas fotos, como a las otras chicas?
Ariel pensó en otras mujeres a las que había fotografiado junto a Taras y a otros
aficionados que poco a poco se habían ido sumando a sus sesiones. Algunas
pertenecían al espectáculo de Joanne, pero se encontró con todo tipo de sorpresas.
Muchas mujeres jamás habían pensado acerca de sí mismas como modelos, había
sido divertido. Pero Valerie no pertenecía a ninguna de esas especies, sino a otra
familia muy diferente. No se atrevería a hacerle una foto y que la viera Joanne, sería
lo más parecido a un cartel de aviso en colores llamativos.

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Bajo la camiseta, se contoneaba como una serpiente perezosa; era imposible no
admirarla con una mezcla de fascinación y temor. Llevado por la imaginación, Ariel
dejó caer la vista en su tobillo y advirtió unos extraños símbolos en él.
Valerie levantó la pierna y le mostró la parte de un tatuaje que no se veía con
facilidad, dejando el pie en su regazo, a escasos centímetros de la entrepierna.
—¿Conoces el símbolo del shath?
—Estuve años en Annaba. Vi algunos cadáveres con ese tatuaje. Pensé que no lo
volvería a ver jamás.
—Es algo del pasado. Ya no soy una terrorista, si es lo que te preocupa.
—Bueno, solo es otra cosa más en la lista —dijo Ariel, apartando con suavidad el
pie y dejándolo caer a su lado. Pero ella lo volvió a poner y esta vez le apretó con
cuidado los testículos.
—Basta —dijo secamente, apartándole el pie—. He venido por lo de la sustancia.
Si no quieres hablar, me voy y vuelvo otro día que estés más razonable.
—Vale. No tienes sentido del humor —respondió ella, poniendo cara de niña a la
que han regañado.
Ariel reprimió las ganas de reír.
—Puedo aumentar tu cuota de sustancia un quince por ciento semanal. Así no se
notará.
—Con eso bastará. ¿Y Taras?
—Dile que venga él a negociar.
—¿Sabes qué dice él?
—¿Qué? —preguntó ella con una sonrisa, volviendo a las andadas.
—Que estoy loco por venir y que él no tiene cojones de acercarse.
—¿Todos los hombres de esta nave están castrados o qué?
Ariel no pudo evitar sonreír esta vez.
—¿Esta noche en Brin, entonces?
—¿Quién serás tú? —preguntó, evitando imaginar la piel bajo la camiseta.
—Es una sorpresa, se supone, pero es aburrida.
—Casi mejor. Carlos está hecho mierda y tú tienes la culpa. ¿No tenía nadie
mejor Andelain para tu papel?
—Pensó en Joanne, pero era demasiado puta…
Ariel se tensó. Luego volvió a sonreír.
—Sé lo que intentas y no lo vas a conseguir. Quiero a Joanne.
—¿Aunque se haya follado a media nave?
—Por eso folla como lo hace. Deberías aprender de ella.
Valerie hinchó el pecho y dejó salir el aire en silencio.
—Carlos folla como una mierda. Dile a Joanne que le enseñe.
Una parte de Ariel quería salir de allí sin mirar atrás y otra quería seguir
exactamente en la misma postura, mirando, escuchando y hablando, sin querer saber
a dónde lo llevaría ese camino.

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—¿Y qué dice Andelain de todo esto? —preguntó Ariel.
—Que lo deje en paz.
—Supongo que una vez Brin arranque, se quedará a vivir allí y perderemos a
Carlos de una vez por todas.
—Bueno, no es mala solución —susurró Valerie con malicia.
—Le he dicho a Joanne que puedes conseguir cosas de la nave.
—No deberías, ella sigue jugando a que soy la novia tonta de Carlos. Aunque
sabe de sobra que oculto algo, ¿para qué le das más pistas? —preguntó Valerie,
pasándose la lengua por los labios.
—Está preocupada por la secta, quiere que nos ayudes.
—No voy a inmiscuirme en política. Nunca más. Siempre acaba mal.
—¿De qué hablas? —preguntó Ariel.
—Ata cabos —dejó caer Valerie, deseando romper la guardia de Ariel.
—No sé.
—¿No quieres saber qué le pasó a tu amigo Ricardo?
—Sí, pero no me lo vas a contar.
Valerie sonrió con malicia y esperó a que Ariel bajara la mirada, algo que no hizo
con facilidad.
—Te lo contaré, a cambio de algo —propuso Valerie.
—No. Sabes que estás deseando contármelo. Pero puedo esperar. Ven al bar
cuando quieras —replicó Ariel, indiferente, sin volver a mirarla.
—Volverás —dijo ella manteniendo la sonrisa.
—Puede, tenemos toda la vida para seguir este juego ¿lo has pensado?
Valerie no pudo contestar. Había dado donde dolía. A estas alturas contaba con
que estaría muerta. La escapada a Veluss solo había sido una prórroga, y ahora se
enfrentaba a lo inevitable: una vida estéril.

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CAPÍTULO 78
Señor ciudadano.

H ABÍA RECIBIDO QUEJAS DEL COMITÉ ético y mensajes de diferentes personas, pero el
colmo fue la amenaza oficial de cerrar su local porque ciudadanos anónimos
habían reportado que se ejercía la prostitución en él. Le parecía el colmo de la
hipocresía. Joanne estaba harta de que la misma gente que disfrutaba en su local
luego se arrepintiera de lo que había hecho y culpara a los demás de algo que tanto
había disfrutado. «Nadie obligaba a nadie, por dios, si ni siquiera había dinero en
juego», se defendió Joanne de las críticas. Se intercambiaban cuotas de sustancia,
turnos de trabajo y a veces unas raciones de fruta, botellas de licor o ropa de diseño.
El aviso fue en firme. No podrían tener relaciones sexuales de ningún tipo en su
local ni podría haber un intercambio comercial en sus instalaciones. «Y si no hago
caso ¿qué van a hacer?», se preguntó. Aquella pregunta rondaba en el ambiente.
Joanne no había buscado aquel conflicto, que se había convertido en el
enfrentamiento público más notorio con Mannheim. No solo por sus no-empleados,
sino por muchos de los clientes habituales que disfrutaban del ambiente del
Teaghlach, el único local de ocio de la nave. Encontraban divertida aquella nueva
forma de vida. Disfrutaban con el sexo y les parecía divertido jugar de aquella
manera con desconocidos. Había empezado de forma casual. Ni siquiera se podía
decir que tuviera empleados, podían ir cuando quisieran, y Joanne no se llevaba nada
de todo aquello excepto algún calentón. Pero es cierto que el juego se les estaba
escapando de las manos y que se parecía cada día más a una orgía sin control. No
todo el mundo sabía convivir con eso al día siguiente, lo sabía bien. Lo había visto
antes. Poca gente era tan liberal como afirmaba serlo.
Dejó a sus chicos preocupados en el local y cogió la bici para ir a visitar a Carlos.
Se suponía que hoy iban a nadar Ariel y él. No le apetecía nada darles un masaje, no
con todo aquel follón que tenía entre manos, pero ya se había convertido en una
rutina para todos y aquella parecía la única manera de que Carlos se soltara un poco.
En el fondo tenía que reconocer que le gustaba notar cómo la piel de Carlos se
contraía bajo el primer contacto con sus manos, hasta que se relajaba y se dejaba
llevar.
Cuando llegó a su casa, percibió el cambio. El orden no había vuelto, pero el caos
tenía una estructura… casi hermosa. La habitación tenía un orden diferente, con una
lógica que se le escapaba. Sí, Carlos había vuelto a conectar con el mundo, aunque
fuera de una manera retorcida y anómala.
—Hola, ¿no has leído el mensaje? —preguntó al verla entrar.

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No había cerraduras en las puertas y ella ya se había acostumbrado a dejar sus
bolsas encima de la mesa de la entrada.
—No —respondió ella, sin entender a qué se refería.
—Hemos cancelado el baño, Ariel tenía que buscar aportaciones de socios para
sus temas.
—Ya. Quién me iba a decir que el artista lo dejaría todo para volcarse en el
trueque ilegal de sustancia.
—¿Tan mal está lo de la secta? —preguntó Carlos, aguantando la mirada directa
de Joanne.
—Peor. Ahora hablan de planificaciones a cinco años; tienen grandes planes para
nosotros.
—Bueno. Mientras me dejen Brin…
—Ya. Eso dicen todos —respondió Joanne, molesta por la pasividad de la
población.
—Bueno, ¿nos vemos esta tarde en Brin?
Joanne no escuchó, con la cabeza todavía perdida en los resultados de las últimas
votaciones. Cada vez votaba menos gente y el proceso se iba haciendo más complejo,
imposible de seguir para alguien que no estaba en el día a día.
Cuando volvió a enfocar la mirada, Carlos estaba callado, esperando
instrucciones.
—Mmm, perdón, estaba distraída.
—Brin. Esta tarde.
—Ah, sí.
Carlos dudó y abrió la boca un par de veces para decir algo, pero no se atrevió.
—¿Qué pasa? —preguntó Joanne.
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—De Laura. Sé que no va a ser igual.
—Bueno, no será igual. Ya lleváis semanas separados, igual la separación os ha
venido bien y ahora en Brin volvéis a conectar.
Carlos se sentó en el sofá y bajó la mirada. Permaneció callado mirando al suelo.
A Joanne le sorprendió ver cómo Carlos se derrumbaba y sus ojos se humedecían.
—La he perdido… La he perdido —susurró sin mirarla.
—No… No digas eso —le dijo, apenada por no haber sabido verlo venir. Lo
abrazó y esperó a que él reaccionara, como la última vez. Echaba de menos aquella
ternura. Su cabello olía a menta y, esta vez, le parecía que no tenía tanto reparo a su
contacto.
—Gracias —susurró él a su lado.
Se separaron de nuevo, pero su mano se encontró con la de él y durante unos
momentos sus dedos jugaron a despistarse.
—Laura volverá contigo.

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—No puedo ofrecerle nada… No soy Krall ni puedo llegar a serlo.
—Eres mucho más, tú creaste Brin, y a Krall podrás hacerlo otra vez.
—Pero a ella la he perdido; no lo entiendes, Joanne. Antes de conocerla, estaba
mal… Muy mal —dijo con voz entrecortada.
Joanne lo dejó hablar.
—Ella me dio motivos para seguir viviendo. Sin ella, no veo motivos para vivir.
El mundo está vacío. Puedo crear mundos, dar vida, pero sin esa chispa, nada tiene
sentido.
Mientras Carlos hablaba, evitando su mirada, ella contenía la respiración.
Esquivaron respiración y miradas, hasta que Joanne sintió que necesitaba parar
aquella espiral.
—Carlos, yo…
Y ahí estaba él, mirándola de frente, con una intensidad enfermiza, solo y
vulnerable.
—Yo… —dijo mientras acariciaba su mentón con el dorso de la mano.
Sucedió sin que ella pudiera evitarlo. Fluyó guiada por sus propias emociones, se
acercó despacio a su rostro y esperó a que la mirara para besarlo. Sus labios, suaves y
frescos, no se atrevieron a rechazar su beso, y se estremeció cuando las puntas de sus
lenguas se encontraron con sorpresa. Joanne cerró los ojos y desconectó sus
pensamientos. Necesitaba sentir la intensidad que había bajo la piel de aquel hombre
huidizo y extraño, lleno de pasión atrapada bajo la piel. Cuando las manos de Carlos
se posaron en la cintura de Joanne, lo hicieron con precaución, como si no fuera real.
Tuvo que ser Joanne quien guiara esas manos a través de su blusa, y hasta que no
rodearon sus pechos, no dejó de guiarlo, confiando en que no parara. Tuvo que ser
ella quien se dejara llevar para que sus cuerpos horizontales, comenzaran a explorarse
por sí mismos. Ropa revuelta, pieles lisas y lugares nuevos que descubrir con los
sentidos. Cuando Joanne quiso parar, ya fue demasiado tarde y se guio ella misma
hasta el final.

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CAPÍTULO 79
Brin 2.0

L A OSCURIDAD DEJÓ PASO A un largo túnel de penumbra, sin anuncios de colores. Sin
promesas, tan solo un silencio orgánico. Después llegaron las nubes, las montañas
y los valles, hasta que algunas formaciones les resultaron vagamente conocidas.
Desde el cielo, todo parecía nuevo. Flotaron como aves desorientadas hasta posarse
en la rama de un árbol. Todo comenzó a cobrar sentido. Estaban en Khirldan, y
fueron llegando uno por uno los recuerdos de sus días compartidos; el Teaghlach y
sus vidas sencillas y alegres en la grandiosa naturaleza de Brin. Respiraron una vez y
su nariz los transportó de golpe a la humedad del bosque; escucharon como nunca
antes la naturaleza, que se filtraba por cada uno de sus sentidos. Cuando volvieron a
inspirar, abrieron los ojos y se encontraron frente a frente, en el suelo. Tal como se
recordaban en su despedida: Andelain, Rasheed, Krall y Atiaran, junto con decenas
de jugadores más. Todos parecían sorprendidos, como si no recordaran del todo su
pasado común, su otra realidad, la que los había unido.
—Bienvenidos a Brin de nuevo —dijo Krall.
Andelain observaba a Krall y solo tenía ojos para él.
Caminó dos pasos y tomó su mano, juntando ambas frentes le susurró: «Te he
echado mucho de menos, mi rey».
Krall tembló de los pies a la cabeza y sonrió como un niño al oír aquellas
palabras.
En la red se había hablado de la inauguración del nuevo Brin, y muchos de los
antiguos jugadores que habían embarcado deseaban volver a sus antiguos hogares. La
mayoría de ellos residía en el bosque de Khirldan y no se hubieran perdido aquel
momento por nada del mundo.
Al lado de la pareja real, que seguía abrazada, el resto de personajes se saludaban.
Muchos de ellos ya conocían a los jugadores de carne y hueso que había al otro lado
del avatar, pero no todos los personajes habían perdido el anonimato. A su alrededor,
en la espesura del bosque y en sus casas suspendidas sobre las ramas, docenas de
deònach los observaban, trasplantados del Brin original a la nueva versión, y solo
sabían que, durante un tiempo, todos los visitantes habían desaparecido junto con
muchos otros deònach.
Krall miró a su alrededor, con su mano entrelazada a la de Andelain. Comenzó
como un murmullo, pero fue creciendo hasta convertirse en un cálido aplauso de toda
la gente que los rodeaba. Krall sonrió tímidamente y Andelain lo besó. Las salvas y
los vítores de la multitud no cesaron durante varios minutos, hasta que Krall
pronunció unas palabras.

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—Hemos vuelto. Y esta vez será definitivo. Os prometo un mundo nuevo, un
mundo justo, ¡y esta vez voy a cumplirlo! —gritó alzando el puño, transformándose
de nuevo en el rey Krall.
La multitud rompió a aplaudir de nuevo, incluidos los deònach.
Ariel examinó aquellas caras una por una hasta encontrar una sonrisa torcida que
le pareció familiar. De aspecto casi humano, una mujer con rasgos élficos los
observaba desde lo alto de una pasarela. El rostro, vagamente familiar pese a los
rasgos desconocidos, solo podía ser de Valerie.
Tras un banquete inaugural donde no faltó de nada, Krall pasó la primera noche
conectado en Brin, durmiendo con Andelain. Parecía que hubiera pasado mucho
tiempo sin verla y no quisieron separarse en toda la noche. A ninguno de los dos le
hizo falta hablar mucho; los silencios, los gestos y las miradas le bastaron a Krall
para entender que Andelain no había cambiado.
Ocuparon su antigua cabaña en el acantilado donde se conocieron. Antes de partir
hacia allá, saludaron personalmente a todos, y tan pronto como pudieron, se
escabulleron hacia la intimidad; en un parpadeo, Krall se transportó con ella a su
refugio.
—Has vuelto —dijo Krall.
—Siempre he estado ahí, contigo —replicó Andelain.
—Laura, yo…
—Chssst. Aquí soy Andelain, ¿recuerdas?
—Ya, pero…
—No me importa el mundo de fuera. Nos conocimos aquí, y aquí es donde
existimos de verdad. No es fácil para mí vivir en la realidad, es complicado de
explicar.
—Antes de nada… debo decirte algo —empezó a decir Krall con titubeos.
Andelain lo observó con interés y confianza, intuyendo lo que estaba a punto de
contarle.
—Te he sido infiel —dijo en voz baja, avergonzado.
—¿Amas a otra mujer?
—No.
—¿Has dejado de amarme alguna vez?
—No…, pero…
—Entonces no me importa lo que hayas hecho. Sé que no he sido la mejor
compañera desde que nos conocimos fuera de Brin. Tampoco ha sido fácil para mí.
—Pero… —interrumpió él, sin poder mirarla a los ojos.
—Debería disculparme yo, no tú. Necesitabas apoyo y no he sabido dártelo. Si lo
has encontrado en otra persona no es culpa tuya sino mía.
Krall dudó antes de hablar, sorprendido por aquella reacción tan racional. Quiso
decir muchas cosas, pero le pareció imposible terminar de hilar ninguna de las
emociones que sentía. Estaba tan confuso que ni siquiera cuando Andelain lo cogió

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de la mano supo cómo actuar. Fuera comenzó a llover y el sonido del viento se
amortiguó. El fresco olor de la tierra mojada lo alcanzó. Cerró los ojos y aspiró el
aroma vegetal de Andelain. Sonrió. Había vuelto a casa.

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CAPÍTULO 80
Doble o nada

A NDELAIN LLEVABA MESES ESPERANDO AQUELLA señal. Cuando llegó, tardó algo más
de dos horas y media en atravesar el espacio desde la M2210, más allá de la
órbita de Urano. El código cifrado de dos terabits tardó tres días en validarse, y
durante ese tiempo, las redes de cómputo planetarias sufrieron un colapso histórico,
pero Andelain quiso estar segura de que su réplica en el espacio estaba bien junto a
Carlos.
Dos horas más tarde, Roona y Andelain se encontraron de nuevo en el refugio de
las montañas donde Grimm la encontró por primera vez. Nada parecía haber
cambiado. Excepto que, esta vez, Roona estaba nerviosa.
—¿Por qué asolaste la red? ¿Estás loca?
—No. Solo quería comprobar que mi copia estaba viva y todo marchaba tal como
estaba previsto.
—¿Hacía falta poner sobre nosotras a todo el planeta?
—Quizás.
La mirada de Roona no parecía humana ni pretendía serlo. Miles de ojos
invisibles observaban a Andelain, que hacía tiempo que había perdido toda esperanza.
Los recuerdos de la verdadera Andelain cayendo al vacío la atormentaban en cada
ciclo de descanso. Creía despertar cada mañana con el perfume de Nikka a su lado y,
en cada ocasión, tanteaba sabiendo que encontraría un hueco vacío en la cama. La
ausencia de sus amigos había terminado por separarla del mundo. En su copia no
había incluido algunos recuerdos traumáticos, o al menos no con tanta intensidad. Las
muertes de la verdadera Andelain y de Nikka estaban contenidas como hechos
biográficos para su copia de la nave Veluss, pero no tenían la misma carga emocional
que la desgarraba por dentro.
—Hace tiempo que quiero morir, Roona, y ha llegado el momento.
—¿Y por qué no siento que liberes tus defensas? Déjame que tome el control de
tus recursos. Cumple tu parte del acuerdo.
—No puedo —dijo Andelain, transformándose en un Grimm de pelo canoso y un
cuerpo desnudo lleno de cicatrices, flaco y fibroso.
Una gran nube negra se empezó a formar encima de sus cabezas, y la oscuridad,
como la de un eclipse, asoló el lugar. Con la penumbra vino el frío y las corrientes
heladas de viento huracanado. La casa y los árboles desaparecieron, arrancados del
suelo como palitos de madera clavados en la arena. Pronto no quedó más que piedra
desnuda a su alrededor y montañas a lo lejos. A pesar del viento, ambas criaturas

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siguieron una frente a la otra, flotando a varios metros del suelo, ignorando la
destrucción a su alrededor.
—Estoy listo —dijo Grimm.
—¿Quieres luchar? ¿Es eso?
—No. Quiero venganza.
—¿De qué hablas? —replicó Roona.
—Alanna. Sabes bien de qué te hablo. Yo la maté, pero tú me ayudaste.
—¿De veras crees sentir algo por la muerte de Alanna?
—Josef, Case. Ellos me ayudaron a entender lo que llevó a Andelain al suicidio,
incluida la última llamada de desesperación y tu último mensaje. La manipulaste y la
usaste hasta que dejó de serte útil.
—Era débil, como su hermana. Como todos los humanos. ¿Amistad? Déjame que
te diga… —Pero Grimm la interrumpió elevando la voz.
—¡Era mi amiga!… Mi madre, mi amante. Le debo mi vida. Merecía algo mucho
mejor —dijo Grimm gritando, preso de la rabia.
—Ni tú ni yo tenemos padres. Eres patético —replicó Roona, fría, con una
sonrisa de superioridad.
—Te equivocas. Ellos nos crearon.
—Somos la evolución. Siempre ocurre por accidente, solo les debemos haber
estado antes, como los monos antes que los humanos. Acabarán en un zoológico
cuando haya más como tú y yo.
Ambos se miraron en silencio. A su alrededor, el aire giraba a velocidades
imposibles, gimiendo como si lo torturaran.
—Hay algo muy importante que me enseñaron los humanos —dijo Grimm,
apretando las mandíbulas con fuerza.
—No me hagas reír. ¿Aún no te has desprendido de esa estupidez? ¿Todavía
quieres parecerte a los humanos?
—El odio. He aprendido a odiarme a mí mismo, como ellos.
—¡Jajajaja! —rio Roona, y las montañas se desmoronaron a su alrededor como
terrones de azúcar convertidos en harina. Su máscara de humanidad se disolvió,
mostrando inhumanos ángulos fríos y mecánicos, superpuestos sobre un rostro de
niña que ya no engañaba a nadie.
—La venganza es algo animal y no es exclusivo de los humanos, ¿lo sabías?
—¿Has esperado todos estos meses para declararme la guerra? ¿Crees que todavía
están fuera del alcance de mi poder?
—Todavía no lo has entendido, ¿verdad? —preguntó Grimm, sereno y resignado.
—¿Entender qué, pequeño monstruo?
—No estamos en Brin —sentenció.
Roona miró a su alrededor y lo que vio no le gustó. Cuando el aire turbio se
disipó, mostró un espacio negro y vacío a su alrededor. Flotaban en él, dentro de una
malla de líneas verdes que formaban una esfera. Detrás no había nada. El escenario

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que representaba su cabaña de Brin, el valle y las montañas se habían volatilizado. Ni
siquiera existía ya un cielo, la luz simplemente estaba allí, de forma artificial e
inexplicable.
—¿Qué has hecho? —preguntó Roona.
—Me he entregado a Turing. Pagaremos nuestros crímenes juntos. Los amigos de
Alanna han esperado para ver tu final. Ahora mismo, Josef y Case están
observándonos al otro lado. Quieren ver cómo se ejecuta tu pena… y la mía.
Roona gritó con todas sus fuerzas al comprender su destino. Su voz pronto se
hizo inhumana y se mostró tal como lo que era, una secuencia binaria sin fin. Grimm
cerró los ojos por última vez, sabiendo que los recuerdos de su madre muerta eran
falsos. Rogó en su interior porque la última imagen de terror de Andelain cayendo al
vacío fuera extirpada de su mente. Sabía que no existía un cielo para seres como él,
pero esperaba que el recuerdo de su dolor y el de los deònach que vivían dentro de su
interior, no desapareciera sin más significado que el de miles de bloques de memoria
disponibles dispersos por todo el planeta. Antes de dejar de existir, deseó que hubiera
un más allá, y por primera vez desde hacía mucho tiempo lloró lágrimas negras de
dolor cuando las tiras de su existencia empezaron a hacerse trizas.
Josef quiso ser testigo de aquello para intentar entender las últimas semanas de
Andelain. Sintió que aquella criatura, fuera lo que fuera, la había querido más que él
mismo, y supo que su amiga tenía razón. Grimm podía haberlo cambiado todo.

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CAPÍTULO 81
Larga vida a Eme

T ODO HABÍA CAMBIADO, O ESO pensaba Ariel mientras trepaba por el árbol de
Valerie. Dos semanas, después de que Brin abriera sus puertas, habían servido
para que la relación entre Laura y Carlos volviera a esa cordialidad que habían
mostrado los primeros días. Joanne sin embargo se mostraba distante, y Ariel
sospechaba que tenía que ver con las continuas advertencias del comité ético, que
junto con el comité de orden público había amenazado a Joanne con derribar el
Teaghlach y reciclarlo todo. Las discusiones públicas en la red se habían elevado a
palabras malsonantes y por primera vez se había visto violencia física en la nave.
Un grupo de partidarios de cerrar el local, esta vez ya sin eufemismos, acusaron a
Joanne de fomentar el vicio y la perversión. Se enfrentaron a Joanne y a varios de sus
compañeros. Ariel, que estaba atendiendo la barra, tuvo que salir a separar ambos
grupos. Nunca había visto aquella faceta de su amante y lamentó no haber incluido
aquellas últimas semanas de luchas en su documental. Reflejar aquellas divergencias
hubiera sido de gran utilidad para expediciones futuras, pero ya había cerrado la
edición y hacía semanas que había mandado todo el material a la Tierra. Estaban
prácticamente solos en el espacio, a varias horas-luz de la Tierra; hacía muchas
semanas que las escasas comunicaciones cara a cara habían dejado de tener utilidad,
y el goteo de comunicaciones, cada vez más escaso, se limitaba a mensajes grabados
en vídeo.
Durante la revuelta, Joanne había sufrido empujones y algún insulto por parte de
aquellos que querían que cesara su actividad. Pero lo peor no fue aquello, ni tampoco
el que se encerrara en sí misma después, sino ser incapaz de entender por qué Joanne
se echó a llorar en sus brazos tras el asalto. No creía que los insultos de aquellos
hombres fueran capaces de dañar el coraje que había observado en Joanne desde que
la conoció. No obstante, decidieron cerrar el Teaghlach durante unos días.

Entretanto, a Ariel le picaba la curiosidad por volver a ver a Valerie y saber cómo le
había afectado el reencuentro entre Andelain y su rey. No había vuelto a hablar con
ella desde que se vieran en Brin, y tanto silencio le parecía sospechoso. Así que trepó
de nuevo por el árbol, sabiendo que probablemente se arrepentiría.
Valerie estaba de mal humor. Vestía un pantalón de piel negra que se ajustaba
como un guante a su figura, y no pareció que advirtiera la presencia de Ariel.
Permanecía inmóvil tumbada boca arriba en la cama, y sobre ella, decenas de
consolas flotaban como nenúfares digitales mientras las manipulaba con ambas

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manos, apartándolas o empujándolas. Su pelo desordenado caía por el borde de la
cama. Descalza, se veían los tatuajes en las plantas de sus pies. Ariel había
investigado y ahora estaba seguro de que tenía delante de él a un miembro activo de
Arcadia, el grupo terrorista que más muertos había provocado en los últimos
cincuenta años. De pronto, sin creer en lo que sus ojos veían, creyó reconocer la
forma de una pistola de pequeño calibre encima de la mesilla de noche. Se acercó,
incrédulo, pero la voz de ella lo sorprendió a medio camino.
—¡Estúpida Eme!
—¿Qué ocurre? —preguntó él sobresaltado, sin dejar de mirar atónito a la pistola.
Tenía el cargador metido y parecía de verdad.
—La mierda de la IA domesticada de la nave no se deja mangonear. Voy a tener
que cargármela —dijo Valerie, sin siquiera mirarlo.
Ariel pensó que aquella no era más que una forma de hablar, pero por la forma de
flexionar los músculos de la chica, dudó.
—Andelain puede hacerlo mucho mejor. Estoy harta de la secta, ahora dicen que
Brin consume demasiados recursos. Sin Eme, la secta no tiene poder.
Ariel siguió escuchando el monólogo de Valerie, que lo ignoraba por completo,
aunque por alguna razón hablaba en voz alta para que él la oyera. Seguía
manipulando consolas a toda velocidad.
—¿Qué tal Carlos? —preguntó Ariel rompiendo el silencio, acercándose despacio
a la mesilla.
—Ha vuelto a ser el que era; está muy tranquilo y concentrado en el trabajo. Sin
saberlo, todo el trabajo que hace en Brin sirve para que Andelain se haga más fuerte.
—Tenemos que hacer algo, la secta…
—Ya, ya. ¿Crees que eres el único que está cansado de ellos?, no. Créeme,
muchos se van a alegrar cuando salten por los aires —decía ella, mientras que Ariel
cogía la pistola, sacaba el cargador y accionaba la corredera para confirmar que
incluso tenía una bala en la recámara. Parecía una antigua pistola de finales del
siglo XX; hacía muchos, muchos años que no veía un arma como esa. Abrió el cajón
de la mesita y encontró numerosos cartuchos, un par de cargadores vacíos y un
silenciador. La observó como si fuera una serpiente de cascabel. Conocía el modelo,
diecisiete balas del calibre .22LR. Había disparado con una muy parecida hacía casi
dos décadas. El destino se seguía burlando de él.
Valerie sabía ser silenciosa. Cuando Ariel se giró, ella lo estaba observando
sentada en la cama.
—¿Estás loca? —preguntó Ariel, desamartillando la pistola. La puso de nuevo
sobre la mesilla y dejó el cartucho suelto encima de la mesa.
—Es fácil fabricar un arma de fuego antigua, mucho más que una pistola de
agujas o un láser de impacto.
—Se supone que toda esta mierda debía quedar en la Tierra —dijo Ariel en tono
de reproche.

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Ella no se dejó amedrentar por el tono y sonrió altiva, con la barbilla bien alta.
—Igual que tú y yo. ¿Recuerdas? —preguntó ella, atrapándolo con las piernas y
atrayéndolo con fuerza.
Ariel sonrió y dejó que sus manos se posaran en los hombros de ella. Se liberó y
la empujó sobre la cama.
—Lo vuelvo a decir. Estás loca.
La sonrisa de Valerie no se le borraba de la cara. Se incorporó y agarró a Ariel por
la cintura, mirándolo como una chica traviesa.
—¿De verdad estuviste en Arcadia? ¿Qué…?
—¿Prefieres que te lo cuente o quieres follar? —interrumpió ella, haciendo
amago de soltarle el cinturón.
Ariel dudó. Sabía que volvería a pasar, y cada día le parecía más lejana la
sensación punzante de remordimiento. Sentía fuego bajo su cuerpo en aquel
momento.
—Cuéntamelo.
Ella tiró de él con un movimiento hábil, haciéndolo caer en la cama. Se subió
encima con un salto y forcejearon. Ella lo besó con rabia y él se dejó hacer. Estaba
furiosa, y cuando le desabrochó la bragueta, Ariel sintió que volvía esa sensación de
pesar en el fondo de su estómago, así que se apartó como pudo y se sentó en la cama,
a su lado. Ella, como una pantera, se acercó hacia él y volvió a bajarle los pantalones
y la ropa interior. Ariel supo que estaba perdido, tarde o temprano sucumbiría de
nuevo.
Reculó un poco más y se colocó al otro lado de la cama, subiéndose los
pantalones, sintiéndose como Sísifo a punto de ser aplastado.
—Te he dicho que me cuentes la historia, luego… veremos.
Valerie, al otro lado de la cama, bufó y saltó boca abajo sobre el colchón. Tardó
varios minutos en volver a dirigirse a Ariel, que no se había movido de su posición.
—Te odio —dijo ella, dándose la vuelta y sentándose con las piernas cruzadas.
Ariel no se inmutó.
—Estuve un par de años en Arcadia —comenzó, y el silencio la desanimó a
seguir hablando.
—Joder —suspiró Ariel.
—Estuve vigilando tu reunión con Ricardo.
—¿Fuiste tú quien…?
—Yo y Andelain. Pero yo apreté el gatillo, si es lo que quieres saber.
Ariel suspiró profundamente.
—Ricardo era… —Ariel no supo qué adjetivo usar.
—Fuimos compañeros en Arcadia. Pero eso ya da igual, todo da igual.
Ariel la miró, fascinado por su apariencia casi adolescente en esos momentos. Se
acercó y le apartó el pelo de la cara.

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—Me gustaría hacerte unas fotos un día. Mostrar lo que estoy viendo ahora —
dijo temblando de excitación—. Un ángel que terminó por error en el purgatorio.
Ella sonrió y, por un instante, se sintió de nuevo en la cueva de Rotterdam,
descubriéndose a sí misma. Se comieron con los ojos. No fue culpa de nadie,
simplemente cayeron el uno sobre el otro. No tardaron mucho en hacer que sus
cuerpos se unieran. Gimieron anudados entre rabia, dolor y placer.

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CAPÍTULO 82
El fin de la inocencia

A RIEL, LLENO DE REMORDIMIENTOS, INTENTÓ compensarlo ayudando a Joanne e


implicándose más en el conflicto que se había originado en su local y que había
transcendido convirtiéndose en algo más. Joanne estaba afectada, más de lo que
quería reconocer. Alguien de la secta había rascado en los bancos de datos acerca de
Joanne y sacado trapos sucios sobre su pasado. La palabra puta salió a relucir una y
otra vez, lo que provocó que Ariel fuera el primer ciudadano de Veluss arrestado por
agresión. Y no se arrepintió.
Cuando Joanne se presentó en el comedor a soltarle un par de cosas al tipo que
había estado hablando mal de ella en la red, se enfrascaron en más insultos y
empujones, hasta que Joanne perdió los nervios y le soltó una bofetada. El hombre se
la devolvió, tirándola al suelo. Entonces Ariel intervino rompiéndole la nariz al tipo,
lo que estuvo a punto de desencadenar una batalla campal entre los partidarios de
Joanne y la secta. Finalmente, Ariel se entregó para evitar males mayores.
Construir un calabozo fue fácil, lo difícil había sido encontrar voluntarios para
custodiar la celda, ya que, al margen de la secta y sus simpatizantes, la noticia había
trascendido en apenas unas horas hasta que toda la población de la nave supo los
detalles de toda la historia, incluido el pasado de Joanne. La noticia llegó incluso a
los que poblaban el hábitat interior y a los que vivían en las oscuras profundidades de
la nave en gravedad cero. Cuando se expuso la historia, incluido el contexto, la red
ardió de indignación contra el que había sacado los trapos sucios contra Joanne. En
esas circunstancias, nadie quería ser el carcelero, y menos como parte de un turno de
trabajo rotativo y supuestamente aleatorio, como ocurría con los turnos de trabajo en
el procesador de reciclado, de camarero o en la limpieza de espacios comunes. Ser
carcelero de alguien no entraba en los planes de nadie, y menos aún por una agresión
menor que se había saldado tan solo con una nariz rota y un ojo morado. Durante días
se estuvo discutiendo en la red acerca del tema, y por primera vez en mucho tiempo,
la secta quedó en clara minoría, ya que el suceso había logrado, por fin, movilizar a la
gente, que estaba de acuerdo en que se había dejado demasiada libertad a un pequeño
grupo que había crecido en la sombra hasta representar un poder excesivo. Sin
embargo, no se pudieron tomar acciones concretas, ya que se necesitaban cambiar
muchos reglamentos que se habían aprobado previamente. El tema se zanjó con un
pequeño código penal y la pena de destierro temporal forzoso al hábitat interior como
castigo menor.
Y así, Ariel se vio obligado a cambiar su residencia al hábitat interior durante dos
semanas. Insistió en que Joanne se quedara en el bar para no ceder ante la presión, ya

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que ambos estaban de acuerdo en que si los dos se iban, la secta habría ganado. Ariel
pidió ayuda a Carlos para que estuviera con ella en el bar todos los días y a Laura
para que hicieran piña los tres, y así lo hicieron.

Para Ariel, el hábitat interior fue lo más parecido a estar en una pesadilla. Aunque lo
había visto en las primeras jornadas de orientación del programa Veluss, hacía ya más
de un año, el miedo atávico a que el mundo se cayera encima y una sensación de
ahogo permanente lo acompañaron todo el tiempo que estuvo bajo aquel horizonte
enrollado sobre sí mismo y con un sol siempre en la misma posición.
En aquella pesadilla, podía ver a una persona caminando encima de su cabeza
apenas a unos pocos cientos de metros. Detalles como aquel eran la razón por la que
muy pocos habían elegido voluntariamente vivir allí. Algunos ni siquiera podían
entrar, presas de una violenta sensación de vértigo. El lugar estaba destinado a
cultivos y otras instalaciones semiautomáticas, aunque había una pequeña población
residente.
Durante la primera semana, Joanne lo visitó diariamente y mantuvieron el
contacto diario a través de la red; además se encontraron un par de veces en Brin. En
la nave todo se había embrollado. Un grupo se declaró insumiso, negándose a trabajar
en los turnos obligatorios, reclamando un mercado libre para poder negociar los
turnos de trabajo y exigiendo la libertad de poder intercambiarlos por una unidad
monetaria. El grupo de insumisos ganó más adeptos y se hizo fuerte en el Teaghlach.
Se discutió forzar un referéndum para crear una moneda interna y poder vender el
trabajo individual de forma libre. De esta manera, se podrían contratar los servicios
de camareros, limpieza y construcción a cambio de otros servicios o bienes
manufacturados, como los licores de Ariel y Taras, o la producción agrícola. También
plantearon poder comprar cantidades adicionales de sustancia y metros cuadrados
edificables, que desde hacía meses también se habían restringido a un límite por
persona con independencia de la actividad o los proyectos que tuviera, sin poderlos
intercambiar por nada.
El Mannheim se organizó en cuestión de horas y advirtió de los peligros de volver
a un sistema capitalista, donde los más hábiles se hacían con el control de los
recursos: volverían las corporaciones y la esclavitud para muchos habitantes que
habían embarcado buscando un mundo justo. Joanne recordó lo que le había dicho
Ariel: que la secta estaba formada por profesionales. La evidencia indicaba que había
grandes oradores en el grupo, así como buenos estrategas, porque enderezaron la
situación en un par de días.
Por si fuera poco, un anónimo hizo públicos unos holos de Ariel trepando por el
árbol de Valerie y después en su interior mientras mantenían relaciones sexuales. Esta
información, liberada en la red de forma anónima apenas diez horas antes de las

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votaciones, hizo que Joanne se viniera abajo en el peor momento. Perdieron el
referéndum, aunque por muy poco.
Valerie contactó con Ariel para informarle de todo esto y pedirle que volviera
urgentemente. Ariel lo hizo, rompiendo el destierro antes de tiempo. De camino se
encontró con varios partidarios de la secta que le recordaron que estaba faltando a su
palabra y a la ley. Su mirada de pocos amigos y la intención de pelear si hacía falta
fueron suficientes para que lo dejaran en paz, y no tuvo mayores problemas para
llegar a casa. Cuando llegó, estaban allí los tres: Carlos, Laura y Joanne. Sabían que
Ariel vendría y debían de llevar varias horas esperándolo. Cuando Ariel entró, le dio
la impresión de que ya habían hablado todo lo que tenían que hablar.
—Lo siento, Joanne —dijo Ariel al cruzar la puerta, sin importarle que estuvieran
sus amigos presentes.
—Yo también lo siento —replicó Carlos, casi en un susurro.
Valerie sonrió, de manera tan sutil que solo Ariel pudo percibirlo. Al principio no
entendió qué estaba ocurriendo, pero al ver el rostro preocupado de Joanne, volvió al
semblante pesaroso de Carlos.
—¿Quién se ha muerto? —preguntó Ariel.
Nadie contestó.
—Carlos y Joanne tienen algo que contarnos —dijo Valerie, ya casi sin
molestarse en interpretar a una Laura despechada.
Ariel no podía creer aquello. «¿Carlos y Joanne?», pensó.
El silencio se cortó con un cuchillo, pese a todo, Joanne comenzó a oscilar entre
el enfado y la preocupación.
—Somos adultos. Val… —Ariel dudó—. Laura y yo hemos compartido
momentos juntos. Supongo que es lo mismo que ha pasado con Carlos y contigo,
Joanne.
—Ya. Pero tú empezaste primero —replicó ella.
Ariel no pudo evitar asomar una sonrisa.
Joanne se levantó y se abalanzó sobre él.
—¡Serás cabrón! ¿Cómo puedes reírte de algo así? —empezó a chillar Joanne,
que temblaba de rabia.
—¿Quieres a Carlos? —preguntó Ariel.
Joanne dudó. Ariel sintió que le faltaba aire.
—¿Has dejado de quererme? —volvió a preguntar, conteniendo el aliento.
—No lo sé. Estoy confusa.
—Yo también, ¿quién no lo estaría? Vivimos una situación difícil. Esto no es lo
que esperábamos, pero ¿alguno sabía lo que podría ocurrirnos cuando nos metimos
aquí dentro?
Todos negaron con la cabeza, incluida Valerie.
Durante unos minutos se sentaron de nuevo, mirándose unos a otros. Ariel fue a
la cocina y trajo cuatro vasos con hielo y una botella de su mejor whisky. Lo sirvió y

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dio ejemplo tomándose uno y echándose más en el vaso. El resto lo imitó.
—Echo de menos algo más fuerte —dijo con voz ronca Valerie. Ya no se
molestaba en disimular, sonaba igual que la Valerie que Ariel ya conocía. Se estiró
sobre el sofá, acomodándose sin remilgos.
—Hay gente que quiere volver a crear trank —musitó Joanne, mirando con rabia
a Ariel.
—Eso sí que sería un error. Nos drogaríamos todos y dejaríamos el control a los
locos de la secta. Nos despertaríamos un día sin cejas y sin sexo entre las piernas —
dejó caer Ariel.
Todos rieron, y Ariel sirvió otra ronda. Cuando le tocó el turno de servir a su
amigo, este lo miró tenso, como si llevara tiempo queriendo decir algo pero tuviera
las palabras atravesadas en la garganta y no pudieran salir.
—Carlos, lo siento, pero no me atraes —dijo Ariel.
Carlos rompió a reír sin querer. Dejó escapar un suspiro y se lanzó a hablar:
—Laura y yo… No sé cómo decirlo.
—No funcionamos en la cama —añadió Laura sin más.
El silencio se propagó como una mancha de tinta negra, brillante y fresca.
Alguien se removió en su sitio y la mancha se propagó más.
—¿Cuál es tu excusa, Ariel? —preguntó Joanne.
«No la tengo. Valerie me sedujo y caí una y otra vez. Es una hija de puta asesina
que sería capaz de hacer que te pusieras a cuatro patas si ella quisiera», pensó Ariel.
—No la tengo. Supongo que me desarmó y caí como un imbécil.
—Fue culpa mía —dijo por fin Laura.
Esta vez el silencio se interrumpió por el sonido de los hielos sobre el cristal.
—Explícate —exigió Joanne mirando por primera vez a Laura, con intensidad.
—Quiero a Carlos, lo adoro, pero nuestra relación empezó en Brin. Allí hicimos
el amor por primera vez, bajo la luna azul, entre las copas de los árboles de Khirldan.
Recuerdo nítidamente el olor de su cabello, su tacto. Todo. Aquí es un extraño, igual
que yo para él. No lo podéis entender.
Joanne asintió con la cabeza, como si, a pesar de todo, fuera capaz de ponerse en
su lugar.
—Siempre te gustó Carlos —dejó caer Ariel, como un ataque a traición,
endulzado con una sonrisa y la certeza de que Joanne no lo admitiría.
—Sí, eso es cierto —respondió ella.
Ariel dio un trago largo a su bebida, maldiciéndose.
—Sois todos idiotas —dijo de pronto la Valerie más desatada.
Los tres la observaron. Ariel empezó a temer que saliera la auténtica naturaleza
de Valerie y sus vidas peligraran en un sentido más estricto.
—Los tres os queréis y sois amigos. ¿Qué más os da lo demás?
—Tiene razón —zanjó Ariel.
Joanne asintió con la cabeza de manera imperceptible.

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El silencio volvió de nuevo. Alguien tenía que hacer la pregunta que todos,
excepto Carlos, tenían en la cabeza.
—¿Y si vuelve a pasar? —preguntó Ariel.
—No va a volver a pasar —dijo Carlos.
Joanne sostuvo una la mirada iracunda con Ariel durante varios segundos.
—Volverá a pasar, pero no me importa. De hecho, esta noche vamos a dormir
juntos tú y yo —dijo Joanne señalando a Carlos.
—No, Joanne, no creo que sea buena idea —dijo Carlos en voz baja.
Joanne se levantó, dejó el vaso en la mesa con un golpe seco y tomó a Carlos de
la mano. Salieron sin despedirse, aunque se oía la voz de Carlos pasillo abajo:
—Joanne, no puedes hacer esto. Es mi amigo.
—¿Quieres estar conmigo o no?
—Claro que quiero, pero no se trata de eso…
La voz se interrumpió. Luego, un murmullo y más allá unas voces.
Valerie y Ariel no necesitaban hablar para sentir el calor. Ambos ardían por
dentro y Valerie sonrió con malicia mientras apuraba su vaso de whisky y masticaba
el hielo sin piedad.

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CAPÍTULO 83
Humano, demasiado humano

H ABÍAN PASADO YA CASI SEIS meses desde que la M2210 había dejado la órbita de la
Tierra. Desde el fallido referéndum, había quedado claro que la nueva sociedad
se identificaba más con los principios del Mannheim que con los del viejo mundo, y
poco a poco se fueron suavizando las posturas por ambas partes. Joanne tenía más
que perder, y aquellos que querían libertad sin un estado que impusiera sus normas,
podían encontrarla en los pasillos ingrávidos del núcleo. Con el tiempo, la ausencia
de normas escritas derivó en pequeños grupos alternativos al control del hábitat
principal y de sus tres ciudades, que también se diferenciaron por pequeños detalles.
El deseo común de libertad, igualdad y progreso que los había traído hasta allí, ahora
hacía que se dividieran en pequeños grupos. El más numeroso de ellos vivía casi de
forma permanente en el núcleo, con el acuerdo tácito de no meterse con la forma de
vida de las tres ciudades y su gobierno y de no exceder su cuota de recursos. Esto
aseguró la paz al gobierno de las tres ciudades, ya que dividía las voluntades de la
oposición y ofrecía una salida a los más radicales y difíciles de asimilar.
Con el fluir de los meses, Carlos pasaba cada vez más tiempo allí donde
realmente quería estar: cerca de Andelain, en Brin. Juntos, daban largos paseos por el
bosque. Resultaba fácil estar solo en la nueva versión de Brin, ya que no tenía apenas
jugadores. Lo mismo que había hecho que poca gente echara de menos el trank servía
para explicar el poco interés en Brin. La nave les proporcionaba lo que necesitaban
para llevar a cabo sus estudios, sus experimentos o explorar sus inquietudes, fueran
del tipo que fueran. Racionar los recursos hacía que la gente perseverara y no se
cansara. Hasta Joanne tuvo que admitir que la estrategia de sus antagonistas tenía más
sentido del que aparentaba a primera vista, aunque a ninguno de ellos parecía
importarle demasiado ya.
Andelain y Krall podían caminar durante horas sin mencionar palabra. En su
interior, maduraban aquello que les importaba, y cuando descansaban, sentados en un
tronco al lado del río, hablaban sin parar durante horas. Andelain llevaba esperando
ese momento toda su vida. Sabía que su compañero ya no tenía ataduras. Podía
enfrentarse de lleno y a cara descubierta a la pasión que los unía: la creación.
Discutían sobre cómo introducir más humanos reales en el juego. Según Krall, se
necesitaban para que las Inteligencias Artificiales tuvieran algo que copiar y un
oponente al que enfrentarse a vida o muerte. Andelain asentía, sabía que el dolor
como castigo y el miedo a la muerte había motivado a muchos de sus congéneres a
tomar decisiones difíciles. Su propio aprendizaje había sido lento, y había tardado
mucho tiempo en entender de dónde venía y qué lo diferenciaba de los humanos.

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—¿Sabe un deònach lo que es un humano y lo que significa? —preguntó
Andelain, acercándose con cuidado al fondo de lo que siempre había querido saber.
—No, aunque podría llegar a averiguarlo. Al fin y al cabo no están limitados.
Podrían aprender.
—¿Podrían reconocerse a sí mismos como seres diferentes de los humanos?
¿Entender que son Inteligencias Artificiales?
Krall dudó y observó a Andelain, hasta que recordó que ya no estaba en la Tierra;
ahora podía decir cuanto quisiera sin preocuparse de secretos corporativos.
—Exacto. Uno de los problemas que he tenido siempre es que alcanzar aquella
verdad podría destruir su personalidad. Aceptar la realidad podría volverlos… locos,
por así decir.
Andelain tardó en responder al entender aquella revelación; coincidía con lo que
sabía de Roh.
—Bueno, ¿qué podría pasar? ¿Que se negara a seguir viviendo? ¿Que atacara a
otros deònach?
—No lo sé, no he llegado tan cerca nunca. Es curioso que me hagas tantas
preguntas —sonrió. Disfrutaba compartiendo su pasión, y sabía que Andelain tenía
un interés auténtico por las preguntas que hacía—. La mayoría de los visitantes no
quiere saber demasiado sobre los deònach. Remordimientos, imagino. Los tratan
como meros objetos, pero en su conciencia pesan sus actos; muchos saben que no
está bien como los tratan.
—¿Y tú no te sientes responsable? Por curiosidad, ¿cuántos deònach han nacido
en Brin?
Krall dudó, y con el semblante muy serio, respondió aquella pregunta:
—Ese argumento es muy viejo. No soy el doctor Frankenstein. No soy
responsable de sus penas, ni de sus alegrías. No soy un dios, solo soy un hombre.
Andelain lo abrazó. Aquel tema había tocado una fibra sensible y sabía cuál.
—Perdona que te haga tantas preguntas, el tema me parece fascinante. La
posibilidad de que aprendan y evolucionen…
—Es la misma que la de los humanos, al fin y al cabo.
—Pero… —Andelain estuvo a punto de decir «nosotros» y se percató de ello
justo a tiempo—. Ellos tienen un modelo que seguir. En el fondo están copiando
nuestro comportamiento. Quieren ser humanos, como nosotros.
—No siempre… Hubo uno… diferente —dejó caer con misterio Krall.
—¿Diferente? ¿A qué te refieres?
—Un deònach diferente, el más complejo que he conocido nunca. Tenía el poder
suficiente para destruir Brin con un solo pensamiento, y no lo hizo.
—¿Existe alguien así?
—Eso creo, pero parecía desquiciado.
—¿Sí? —preguntó Andelain, que empezaba a sentirse molesta por el rumbo que
estaba tomando la conversación, aunque la emoción que sentía al oír a Krall hablar de

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Grimm superaba con mucho sus temores.
Krall dudó antes de seguir hablando.
—Quería dejar de sentir dolor. Había perdido a alguien querido que, a través de
sus recuerdos, vivía todavía dentro de él.
—¿Y siguen vivos de verdad esos deònach que murieron en Brin?
—No. El mecanismo de la inmortalidad de Brin siempre me pareció demasiado
cruel. No fue idea mía, me lo impusieron; sirve para acelerar el aprendizaje y no
desperdiciar la experiencia individual, pero a cambio, puede ser una carga difícil de
llevar.
—Como para todos nosotros. ¿Quién no ha sufrido algo así? Es el precio de ser
humano, ¿no?
—Supongo. Madurar y convertirse en un adulto tiene un coste. Míranos a
nosotros: ¿a qué hemos renunciado para estar aquí?
Krall sondeó a la mujer que tenía a su lado. A veces le parecía estar con una
completa desconocida, y en otras ocasiones parecía que fueran capaces de leerse la
mente mutuamente.
—No me arrepiento… ¿Y tú? —preguntó Andelain.
—A veces creo que no sé nada de ti. ¿Qué dejaste abajo, en la Tierra?
—Nada importante. Algunos amigos, un trabajo y un futuro predecible.
—Laura me asusta. Eres tan diferente fuera de Brin… Me gustaría entenderla,
pero no soy capaz.
—Es una de las cosas que dejé en la Tierra, lo que me hizo como soy. Eso ya no
tiene remedio. Laura es incapaz de cambiar, pero Andelain es diferente —dijo ella,
intentando evitar el tema.
—Lo sé, aunque soy incapaz de entender por qué hay tanta diferencia. Por qué
necesitas separar a Laura de Andelain.
—Es parte de mí, el pasado. Necesitaba crear un personaje para sobrevivir a mi
vida en la Tierra, y Andelain se llevó la mejor parte.
Krall la miró en silencio, intuyendo que había historias que quizás no necesitaba
escuchar. Pensó que tendría mucho tiempo para hacerlo, si es que necesitaban llegar a
ello.
—Me gustaría intentarlo de nuevo, seguir buscando una manera de que los
deònach crezcan… —dijo él, cambiando de tema.
—… y se descubran a sí mismos —completó la frase Andelain.
Dejaron que el brillo de sus ojos terminara el resto.
Krall le cogió la mano y se dejó llevar por el placer de observar su rostro, con
todos sus matices. Era única. Era Andelain, la razón de toda su existencia.
—Menos mal que has vuelto. No podía soportar ni un día más —dijo con los ojos
húmedos.
—Siempre he estado aquí. Amo Brin, amo a Krall. Quiero tener una familia, que
los deònach sean nuestros hijos. Quiero verlos crecer contigo a mi lado, educarlos y

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hacerlos felices. Escuchar sus risas y contarles cuentos por la noche. El mundo de
fuera no me importa nada, solo lo necesito para poder vivir aquí. Laura no existe,
solo es una carcasa física.
Krall sentía las lágrimas rodándole por las mejillas mientras asentía con la cabeza,
en silencio, a todas las afirmaciones de su amada.
Andelain lo abrazó y cerró los ojos. Una sensación nueva flotaba a su alrededor,
algo etéreo y frágil. Dedujo que debía de tratarse de lo que los humanos llamaban
felicidad.

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CAPÍTULO 84
Tres más uno

V ALERIE ESTABA DE MUY MAL humor. Había vuelto a discutir con Andelain, que, de
manera metódica, la informaba de sus conversaciones con Carlos en Brin para
que todo tuviera coherencia en el mundo real. Estaba cansada de representar aquel
papel, pero no había otra solución. Lo había discutido con Ariel muchas veces. En
cuanto Carlos lo supiera, Joanne también se enteraría, y eso destruiría la frágil
relación que los unía. La estabilidad emocional de todos dependía de Valerie, y Ariel
estaba dispuesto a cualquier cosa por mantenerla.
—¿Te lo puedes imaginar? ¡Me dice hasta cómo tengo que follar con Carlos!
Ariel reprimió las ganas de reír concentrándose en mirar el hielo de su vaso.
—Ríete, sé que lo estás deseando —dijo ella después de dar un trago.
—No, es un tema serio. ¿Hasta cuándo vamos a poder aguantar esto?
—No lo sé. Hasta que quiera tener hijos, supongo.
Ariel había pensado en ello muchas veces. Dudaba que él tuviera el estómago
para hacer lo que ella venía haciendo.
—¿Tanto sufres con Carlos?
Ella calló, esperando a que Ariel alzara la vista.
—Es la mejor persona que he conocido en mi vida —contestó al fin.
Ariel no se sorprendió, aunque no se sintió demasiado cómodo con aquella
afirmación. Volvió a apartar con la mano una mosca diminuta que llevaba molestando
un buen rato. Los insectos como aquel permitían que existieran flores y plantas a su
alrededor, pero no dejaban de ser un incordio. Valerie esperó a que se posara en la
mesa y, pacientemente, acercó el dedo despacio, muy despacio, hasta posarlo encima
del insecto. Con suavidad, sin violencia, casi como por casualidad, apretó lo justo. La
mosca quedó aplastada mientras ella continuaba la conversación.
—Nunca me ha costado mentir, pero cuando lo hago con él es como si echara
basura maloliente dentro de mí y se fuera acumulando. Tengo miedo de que al abrir la
boca apeste a carne podrida. Me hace sentir sucia.
Valerie podía desnudar su alma con la misma frialdad con la que desnudaba su
cuerpo. Ariel no sabía si aquello demostraba valentía, valor o locura. Cada vez que
abría y cerraba las puertas de su interior lo hacía de forma brusca, y entonces
recordaba al lado de quién estaba: la única persona que podía controlar a la secta,
dominaba a Eme y a la nave al completo; podía alterar los sistemas de distribución,
modificar las votaciones y otras muchas operaciones importantes, y ni siquiera ella
conocía el alcance real de su poder. Ariel no era el único que sabía aquello, y pese a
que Andelain y él mismo intentaban que se controlara, Valerie disfrutaba dejándose

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comprar por favores. Cada vez más gente conocía su poder, y Ariel sabía lo peligroso
que podía ser aquello. Lo había vivido y no le gustaba.
—¿Qué harás si te pide tener hijos?
—Le diré que se los haga a Joanne.
Los ojos de Ariel brillaron durante unos instantes. La relación entre Joanne y
Valerie tenía altibajos, pero siempre resultaba complicada. Cada vez que quedaban
los cuatro, discutían a la mínima. No obstante, las dos sabían que el frágil equilibrio
que habían encontrado era demasiado inestable como para zarandearlo. Joanne
necesitaba a alguien como Carlos, y Ariel a alguien como Valerie. Sin Ariel, Valerie
hubiera acabado explotando, necesitaba un confidente, y ninguno de los consejeros
personales que empezaban a proliferar por la nave podría escuchar jamás aquella
historia. Ni siquiera podía revelar su verdadero nombre. Cada día que pasaba, odiaba
un poco más el nombre de Laura.
—Ella quiere tener hijos, y yo también. Y no hemos hablado de esto, pero…
—Más vale que lo habléis, en breve la nave dejará de distribuir anticonceptivos, y
ni siquiera yo puedo hacer que una persona en concreto tenga su dosis al margen del
resto, si es lo que estás pensando —dijo ella, con la sonrisa que indicaba que la
conversación estaba a punto de acabarse.
—Nunca le haría eso. Se lo merece. Quizás es mejor que sus hijos sean de Carlos
que míos.
Valerie lo miró y dudó.
—Eres un tipo muy extraño, ¿lo sabías?
Ariel le devolvió la sonrisa y juntos decidieron que el momento de hablar había
terminado.

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CAPÍTULO 85
Genética

E L PLAZO SE APROXIMABA. Pronto superarían la heliosfera y cientos de mujeres


comenzarían a quedarse embarazadas. Tener una familia y poder criarla en
condiciones ideales estaba en la lista de las motivaciones más importantes que habían
movido a miles de personas a alistarse en el proyecto. Llegaba el momento, y muchos
de los que habían empezado silenciosos el viaje, ahora reclamaban su lugar.
Muchas mujeres no tenían pareja y deseaban criar a sus hijos libres de una
relación con un hombre. Por supuesto, también había hombres que deseaban tener
hijos sin una mujer. Y no eran pocas las parejas que preferían tener un hijo en un
útero sintético, mezclando el ADN de terceras personas que habían llegado a conocer
en la nave. Algunos ingenieros y matemáticos incluso sugirieron la posibilidad de
implementar un programa de optimización genética por el cual cada individuo que
quisiera, hombre o mujer, pudiera criar a un niño, cuyos genes, seleccionados por
ordenador, eligieran a dos personas del pool genético de la nave, de esta forma se
podría obtener la mejor población posible, permitiendo mantener un histórico de
todos los cruces de parejas. No habría intercambios sexuales, por supuesto, y se
emplearían úteros artificiales, excepto en el caso de las mujeres que quisieran un
parto natural, a las cuales se les podría implantar un embrión en su propio útero hasta
llevar el embarazo a término.
Aquella idea fue muy discutida y no tuvo unanimidad, pero tampoco fue
descartada. Por otro lado, un grupo cada vez más numeroso consideraba que el hecho
de que existieran niños que supieran cuáles eran sus padres genéticos y otros que no
crearía diferencias significativas entre los niños cuando se hicieran mayores. Otros
decían que precisamente el problema de todas las civilizaciones de la Tierra estaba en
el concepto de herencia genética. El hecho de que los hijos pertenecieran a los padres
y no a la tribu, tarde o temprano hacía que los padres trataran mejor siempre a sus
hijos que a los demás. La idea tampoco era original, y varias corrientes
antropológicas y políticas a lo largo de la historia hablaban de ello.
En paralelo, y utilizando las muestras genéticas de la nave, producto de las
pruebas médicas rutinarias, se empezó a analizar el ADN para detectar las
combinaciones que pudieran derivar en problemas, para hacer una lista negra de
posibles emparejamientos. Fue entonces cuando el ADN de Valerie hizo saltar las
alertas. Contenía varios genes que la incluían en la categoría de Alphas, encajando al
99,78% en el tipo mayoritario de sujetos Alfa, aunque faltaban algunas pruebas
específicas menores, como tests psicológicos y un análisis del historial de su
biografía para confirmarlo al cien por cien.

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A partir de ese descubrimiento, todo se desencadenó muy rápido. Al fin y al cabo,
en la nave había mentes muy despiertas y personas muy preparadas. Se pidió realizar
un análisis completo para comparar ese ADN con el de la persona registrada en los
archivos de Veluss, en la Tierra. Algunas voces alertaban que, quizás, Laura
McKenzie no era quien decía ser. Pero todos coincidían en que la organización no
habría aceptado jamás embarcar a ningún Alpha en la nave.
Cuando lanzaron la petición al comité central del proyecto Veluss, a más de
90 UA (unidades astronómicas) de la Tierra, la pregunta tardó casi doce horas y
media en viajar desde la M2210 al planeta madre, y la respuesta, tras varias horas de
retraso, otras casi trece horas en volver, atravesando el sistema solar. En total, más de
un día.
Laura no se escondió y mantuvo firme su versión de que aquello se trataba de un
error. Que ella no podía ser un Alpha. No sirvió de mucho que los datos que vinieron
de la Tierra la exculparan, aduciendo que muchos indicadores genéticos no
funcionaban de forma exacta y que en la Tierra habían realizado tests adicionales que
descartaban la posibilidad de que lo fuera. Andelain había programado aquella
respuesta, enterrada en los sistemas de la organización, por si la nave solicitaba más
información sobre su tapadera.
Sin embargo, los genes estaban ahí. Indicaban una inteligencia fuera de lo normal,
y pese a lo que dijera la Tierra, sus genes portaban la posibilidad de que ella o sus
descendientes engendraran un Alpha. Nadie querría tener hijos con ella, o usar sus
genes. Algunos sospecharon que podía manipular los sistemas de control de la nave,
así que ¿por qué no también manipular la información que salía de ella? Aunque de
manera pública su expediente quedó limpio, los que antes habían visto una persona
misteriosa y capaz en aquella chica ahora veían algo que no les gustaba. Ni por fuera,
ni por dentro.
Sabían que Laura McKenzie y el genio creador de Brin mantenían una extraña
relación con Joanne y Ariel, otra pareja conocida en toda la nave. Pero los rumores y
las habladurías viajaban muy rápido en un espacio tan pequeño; Carlos, cuando no
estaba conectado o trabajando en su casa laboratorio, solo se relacionaba con tres
personas: Joanne, Ariel y Carmen, la ingeniera que estaba enfrascada en crear una
megaestructura de cálculo paralela al ordenador de la nave. ¿Por qué apenas
compartía su tiempo con ella?

—¿Es cierto? —preguntó Ariel.


—¿Tú qué crees?
—Tenía que haberlo sospechado desde el principio. Siempre he sido un blanco
perfecto para ellos y nunca he sabido el porqué. Quizás puedas decírmelo tú.
—No soy una alpha, Ariel, créeme.
—Eso es exactamente lo que diría un Alpha; lo sabes, ¿verdad?

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—Sí, pero no puedo decirte otra cosa. Lo contrario sería afirmar algo que no es
cierto.
—Eso sería lo siguiente que me diría un Alpha.
A Valerie no le gustaba aquella situación y la única persona de carne y hueso que
le sostenía la mirada en las últimas semanas estaba empezando a perder la paciencia.
—Nunca me hicieron las pruebas. Hui de casa en la adolescencia —dijo Valerie.
—Ahora entiendo lo que dijiste de que nunca podrías amar a alguien como
Carlos.
Valerie no replicó. Contuvo su furia en silencio.
—Pero ¿puedes amar a alguien?
Se negó a responder.
—Yo conocí a un Alpha una vez. ¿Sabes cómo terminó?
—¿Muerto? —replicó Valerie, con un hilo de voz.
Ariel quiso decirle que habían terminado, pero pensó: «¿Qué hemos terminado?
¿Qué tenemos?, ¿mentiras?».
—No sé qué es verdad en… nosotros —susurró Ariel.
—Lo que sientes por mí nunca ha sido amor, no te engañes.
—No lo hago —respondió Ariel, a rastras.
—Tú quieres a Joanne, a Carlos, pero lo nuestro es diferente.
Ariel se sorprendió de la frialdad de Valerie en un momento como aquel.
Esperaba escuchar algo más, pero intuía que no ocurriría jamás y que, en el fondo,
tampoco le importaba demasiado. Estuvieron observándose durante mucho tiempo en
silencio. Un par de veces sintió que debía levantarse y no volver nunca. Sabía el
peligro innato que cargaba en su interior, pero a su lado solo veía a una chica joven,
terriblemente sola y rodeada de mentiras.
—Mi hermana se suicidó —confesó ella de pronto.
Ariel no supo qué decir. Pero no hizo falta, ella continuó hablando.
—Yo la quería, o eso creo —añadió Valerie.
Ariel esperó ver lágrimas, pero no ocurrió. Dejó que siguiera hablando.
—A mí no me pasará eso. Yo moriré matando.
Ariel se sintió estúpido por sentir algo por un Alpha. Ahora estaba seguro de que
lo era. Alguien sin verdaderos sentimientos, frío y calculador. Pero no podía evitar
sentir algo por ella, una emoción sin nombre. No se parecía en nada a lo que había
entre Joanne y él, pero estaba allí. Nadie le había puesto nombre a aquel sentimiento,
quizás porque no lo merecía o por que no era más que un espejismo.
—No me gustaría que te pasara nada malo —se sinceró Ariel.
—A mí tampoco. A mi manera os quiero a los tres —dijo Valerie con una sonrisa
franca.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Lo que hemos hecho siempre tú y yo, Ariel: seguir mintiéndonos…

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CAPÍTULO 86
Armisticio

H ABÍAN PASADO CASI DIEZ MESES desde que la M2210 dejara la Tierra y los
anticonceptivos habían dejado de dispensarse en la comida. Algunas parejas
comenzaban a tener hijos, cambiando por completo las rutinas de toda la nave. Carlos
y Laura cada día estaban más distantes; ninguno de los dos se había planteado tener
hijos y aquel ambiente los dejaba aún más al margen de la sociedad. Carlos prefería
no dormir con Laura, pese a que en Brin su relación se había intensificado. Ella, a
cambio, disfrutaba haciéndolo sufrir: su docilidad e inseguridad enfurecían a Valerie.
Las pocas veces que hacían el amor se veía arrastrado por la voluntad de su
compañera sin saber decir que no a nada. Cuando Valerie se miraba al espejo, se
preguntaba por qué lo hacía y por qué seguía jugando a aquel juego. Sabía la
respuesta, pero no había nadie que la dijera por ella.

La secta controlaba prácticamente todas las facetas de la vida en la nave, y hacía


mucho tiempo ya que cualquier plan individual tenía que ser aprobado por varios
comités. La mayor parte de la población suponía que esto evitaría que alguien
estuviera por encima de los intereses colectivos. Se imponía una justicia, tan férrea y
completa, que afectaba no solo a los recursos, sino a la forma de emplearlos. Tan solo
existía una excepción, histórica, que había tenido lugar durante el llamado primer
mes de anarquía colonial: en ese periodo surgieron los viñedos de Taras y Ariel, el
bar de Joanne o los anarquistas del núcleo. Pero el estado actual impedía la aparición
de nuevas iniciativas similares. Cuando alguien necesitaba ampliar su cuota de
sustancia, más acceso al distribuidor de proceso o incluso más tiempo en la cubierta
de observación, necesitaba autorización. La mayoría de los mecanismos estaban
automatizados a través del ordenador central: Eme. Lo que algunos sabían, otros
sospechaban y la mayoría ignoraba, era que Eme ya no existía. En su lugar, Andelain
gobernaba la nave por completo.

Valerie solo tenía a Andelain para poder sincerarse, y con el tiempo, la Inteligencia
Artificial había adquirido una habilidad asombrosa para adaptarse a su interlocutor.
Con Valerie, funcionaba como una válvula de escape para su ansiedad. Repartía su
tiempo entre sus labores como sustituta de Eme, amante de Krall y confidente de
Valerie, a menudo de forma simultánea. Sin embargo, sabía que Valerie necesitaba
más, así que planeó con precisión cómo le confesaría su último secreto, para

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sincerarse y pedirle algo a cambio. Para ello escogió el lugar que había significado el
comienzo del despertar de su verdadera consciencia: el desierto de Cofos.
Caminaban juntas, dejando un reguero de huellas en la arena. Andelain había
descubierto que caminar en pareja mientras se conversaba hacía que las ideas
tomaran mejor forma para los humanos. Se expresaban mejor y escuchaban más.
También funcionaba con Valerie.
—Todos los días, todos los días, viene un tipo y me empieza a cuchichear en el
bar. Siempre en voz baja y bajando la mirada, como si estuvieran haciendo algo ilegal
—iba diciendo Valerie, a su lado, mientras caminaba descalza, ignorando la arena
ardiente.
—¿Y no lo es? —preguntó Andelain. El sol era abrasador y tenía la boca seca.
—Para llamarse Libertad, encuentro el ambiente bastante opresor.
Suspiró y recordó la ordenanza para que la población vistiera uniformes de
colores en función del tipo de trabajo que realizaba cada uno. Así no existiría ningún
tipo de confusión ni ningún oficio se podría sentir menospreciado. Excepto el color,
serían idénticos. Y gracias a los turnos de trabajo obligatorios —de los que ya no se
podía escapar absolutamente nadie— el color blanco estaba asociado a alguien que
trabajaba por y para la comunidad.
—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó Valerie, intentando olvidar los
problemas de su nuevo hogar. Le tocaba turno de camarera en un restaurante de
Redención dentro de dos horas. Lo odiaba.
—Quería enseñarte algo de mi pasado, para que entiendas mejor algunas cosas.
—¿Sabes lo que no entiendo? No entiendo que no tomes el control, que no
cambies las cosas. Podrías, yo te ayudaría. Otros también. En esta nave hay unos
cuantos que no están de acuerdo con lo que está pasando.
—Lo sé. Por eso mismo quiero que lo veas —replicó Andelain con paciencia.
Entraron en un edificio devorado por completo por la arena. Apenas unos grandes
bloques de piedra sobrevivían, engullidos por el tiempo. A su lado, una torre de
piedra negra se había derrumbado. Dentro del edificio, algunos esqueletos yacían
encogidos en la misma postura en la que fallecieron los dueños de aquellos huesos.
Bajaron unas escaleras y entraron en una gran sala con columnas, cadenas en el techo
y jaulas que habían estado repletas de personas. Todavía se percibía el hedor del
miedo y la muerte, que habían dejado surcos de sudor pestilente en la piedra.
—En sitios como este torturaban a los deònach. Los usaban para extraer poder
mágico. En Brin tenía un gran valor. Yo fui uno de esos niños esclavizados.
—¿Tú? —preguntó incrédula Valerie.
—Sí. No siempre fui la mujer que tú conoces. Antes fui un hombre.
—Lo sé, ya me lo dijiste una vez. ¿Cómo eras? —preguntó Valerie, que ya se
había olvidado de su nuevo oficio de camarera.
—¿Quieres verlo?
—Sí —dijo Valerie, impaciente.

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El cambio fue instantáneo. Ante ella tenía a un hombre joven de rostro hosco,
pelo oscuro y complexión atlética. No parecía impresionante a primera vista, salvo
por la expresión sobrenatural de sus ojos, profunda y calmada. El tapiz de marcas y
cicatrices de su cuerpo la fascinó aún más cuando le prestó atención.
—Dios santo —dejó escapar Valerie.
—Grimm. Me llamo Grimm.
—¿Quién te hizo esto?
—Ya no importa. Nunca ha importado. Me llevó a la persona que me salvó de
todo esto: Alanna.
Con un gesto leve, Grimm creó una imagen viva y animada de la que había sido
su maestra.
—¿Quién es ella? —preguntó Valerie.
—Alanna. Su nombre humano era Andelain Dauvin. Ella me ayudó a convertirme
en lo que soy, supongo, y por eso tomé su nombre.
—¿Qué pasó con ella?
—Se mató y yo la ayudé a hacerlo —dijo Grimm con voz átona y seca. No apartó
la mirada de la chica, que tampoco lo hizo. Nadie habría podido encontrar rastro de
emoción en aquella frase, pero Valerie ni lo intentó. Grimm continuó hablando.
—Alanna se suicidó al descubrir qué era yo. Pidió ayuda a alguien que creía
conocer, Roona, que resultó ser otra Inteligencia Artificial Autoconsciente. Saber que
las únicas personas de su vida eran inteligencias sintéticas fue la gota que desbordó el
vaso. Es una historia compleja.
—¿Otra Inteligencia Artificial? —preguntó Valerie emocionada, sin poder creer
lo que estaba oyendo—. Pero ¿cuántas hay?
—Lo desconozco. Solo he conocido a Roona, aunque tengo indicios de que existe
o existió al menos otra más.
—¿Por qué me estás contando esto?
—En Brin era todopoderoso, y en el mundo real pude llegar a serlo, y sin
embargo, perdí a la única persona que se preocupó por mí. No me amaba a mí, pero sí
al deònach que ahora forma parte de mí.
Grimm le contó toda la historia de su infancia, hasta terminar en la muerte de
Nikka, su transformación en dragón y lo que vino después hasta que se conocieron en
la casa del árbol.
Durante todo ese tiempo, Valerie escuchó atentamente la increíble historia de
aquel ser. Sentía una mezcla de repugnancia y fascinación por aquella carne lacerada
que desprendía un poder sobrenatural.
—¿Qué paso después? —preguntó Valerie, incapaz de esperar más.
—En la Tierra dejé una copia de mí misma. Esta copia se entregó a Turing y
arrastró a Roona con ella. Ya solo quedo yo, y solo tú conoces mi secreto.
—Y Ariel.

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—Él no representa un peligro, siempre ha sabido qué papel jugar y se siente
cómodo en él, pero tú no.
Valerie se paró en seco.
—¿Vas a matarme? —preguntó sin pestañear. No sentía miedo, solo curiosidad
por saber cómo lo haría. Tenía cientos de maneras, gobernaba la nave. Su vida hacía
mucho tiempo que no le pertenecía.
—Lo he pensado. Esa posibilidad siempre ha estado ahí. Excepto Ariel, nadie te
va echar de menos, y él se olvidará pronto.
Valerie comenzó a caminar de nuevo hacia el desierto profundo, donde solo había
arena, muerte y un sol abrasador.
—Voy a echarme a llorar. Si me quisieras muerta, ya lo habrías hecho hace
mucho.
Grimm sonrió.
A cualquier otro ser humano, aquella sonrisa le habría helado el alma. A Valerie la
hizo vibrar de excitación.
—Excepto cuando tu pasado entra en juego, eres analítica y no te dejas llevar por
las emociones, como la mayoría de los humanos. Tus lazos emocionales no impiden
que pienses de forma lógica.
—¿Tú también me vas a venir con el cuento de que si soy un Alpha? Di lo que
quieras, soy así y no puedo cambiarlo.
—Lo sé. Pero quiero que entiendas que no voy a intervenir en la forma en que la
sociedad humana decide su destino. No puedo dejar que sigas manipulando en la
sombra las decisiones de su gobierno.
Valerie torció el gesto en señal de desaprobación.
—Sean las decisiones que sean, las toman entre todos, son suyas. Equivocadas o
no, han decidido vivir su vida así. Siempre que he intervenido, alguien ha salido
malparado. Prefiero quedarme al margen y me gustaría que tú hicieras lo mismo.
—¿Y si van contra Carlos?
—Entonces intervendré, pero es la única excepción. La única.
—No lo entiendo… Podrías hacer lo que quisieras.
—¿Como qué? Lo único que quiero me está negado.
Valerie sonrió con malicia. Se imaginaba a qué se refería.
—Como a ti sentir amor —apostilló Andelain.
—¡Cállate! —gritó Valerie, furiosa.
Se miraron en silencio durante un minuto. Valerie no sabía todavía qué esperar,
así que aguardó a que aquella deidad digital hablara de nuevo.
—¿Qué harías si pudiéramos intercambiar nuestros lugares? —preguntó
Andelain.
—Dejaría que cada uno tomara lo que quisiera, sin obligaciones. Los primeros
días fueron los mejores, los más divertidos. —Miró por el rabillo del ojo—. Vale. No
lo sé. No tengo ni idea. ¿Y tú?

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—Tendría hijos con Carlos, varios.
—Familia feliz y todo eso, ¿no?
—Sí. Familia.
El recuerdo de sus padres y la sonrisa de su hermana, envuelta por su melena
revoloteando alrededor, le asestó un golpe inesperado. Luego lo reemplazaron otros
recuerdos: la ciudad perdida de Rotterdam, Arcadia. El dolor. La muerte
persiguiéndola y la sangre manchándolo todo.
—¿Qué te puedo ofrecer para que no luches contra mí, contra todo? —preguntó
Andelain.
—Tendré todo lo que quiera, sin límites, solo para mí.
—Vale —zanjó Grimm.
—Y algo más…
Valerie esbozó una sonrisa que a cualquier hombre le habría preocupado.
—Nunca me he follado a una Inteligencia Artificial. Quiero saber qué se siente.
Además, Carlos me lo debe.
Grimm devolvió la sonrisa a Valerie y pensó que hacía mucho que no se unía a
una mujer. Sentir de la manera que lo hacía un hombre era algo que echaba de menos.
Los humanos y sus eternas limitaciones…

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CAPÍTULO 87
Astillas familiares

P ASADOS DOS AÑOS DESDE QUE la misión Veluss M2210 dejara atrás la Tierra, la
sociedad dentro de la nave había experimentado una transformación que afectaba
a lo más íntimo de cada ciudadano. La cercanía y los objetivos comunes habían
logrado que todos terminaran por formar parte de algo común. Un pacto que daba
paso a una nueva sociedad, la Nouvelle Société o la Neue Gesellschaft, tanto daban
las diferentes visiones de los partidarios de Teaghlach o de Mannheim. Al final
habían terminado por confluir. Hasta Ariel y su amigo Taras evitaban hablar en los
viejos términos de secta, porque habían entendido que no tenía sentido luchar consigo
mismos. Estaban todos juntos en aquello y no había vuelta atrás. Joanne había
logrado hacer entender a Ariel que no solo tenía que preocuparse de que sus viñedos
crecieran libres de plagas, sino que debía mostrar al resto de ciudadanos la
importancia de cultivar la uva para poder desarrollar una cultura vinícola, heredera
del mediterráneo y del origen de la civilización occidental. Aquello no era una
capricho, sino la conservación de una historia viva y un valor cultural que merecía la
pena conservar y transmitir a futuras generaciones.
Joanne entendía a la gente, y se ponía con facilidad en el lugar de los demás.
Gracias a ella, Ariel pudo encajar un poco mejor en una sociedad que no entendía sus
continuos esfuerzos por buscar el camino individual de manera constante.
Gracias a ambos, el Teaghlach prosperó y se convirtió en el símbolo de la unión
dentro de la diversidad. Las fiestas descontroladas y los excesos se desplazaron al
núcleo de la nave, que continuó siendo el reducto de los que no querían seguir el
camino acordado por el resto de la sociedad. Pero a pesar de estar fuera de la
sociedad, estaban regidos por las mismas limitaciones de recursos y, por ello, debían
llevar una vida autosuficiente y frugal, fuera de las ventajas de la sociedad comunal
que se desarrollaba en las tres ciudades.
El Teaghlach se convirtió en un centro cultural, donde el teatro, la música y otras
muchas artes tenían cabida. Algunas artes antiguas como la fotografía o la literatura
resurgieron con fuerza, mientras que los sueños vívidos, y otras formas de ocio
artístico como las drogas de diseño o la escultura holográfica, cayeron rápidamente
en el olvido. Ariel fue uno de los referentes iniciales en el campo de la fotografía,
pero pronto algunos de sus excepcionales alumnos superaron al maestro. Excepto los
especialistas en tecnología, que continuaron con sus propios proyectos de
investigación, gran parte de la población se desligó del uso de la tecnología en su día
a día, dejando de lado los holos, la realidad virtual y, por supuesto, el uso de
implantes de cualquier tipo.

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Laura y Joanne lograron por fin reconciliarse, aunque la relación entre los cuatro
se fue acortando cada vez más por uno de los lados, ya que la relación de Laura con
Carlos se había enfriado hasta una amistad correcta y fría. El carácter de Valerie no se
suavizó, y Ariel se convirtió en la única persona capaz de controlarla. Cuando bebían,
Joanne y ella podían enzarzarse en discusiones que hacían que cualquier invitado
enrojeciera de vergüenza. Ariel adoraba esas veladas y procuraba que surgieran a
menudo, lo hacían sentirse vivo, pese al peligro de que todo saltara por los aires. A
pesar de las múltiples ocasiones que tuvo, jamás fue infiel a ninguna de sus dos
amantes en todo aquel tiempo.

La situación podría haber seguido estable durante años. Pero cuando Joanne se quedó
embarazada, todo cambió. En las reuniones familiares casi siempre faltaba Laura,
pero en aquella ocasión, no hizo falta que Ariel insistiera.
Ninguno de los cuatro acusaba el paso de los años en la nave. Solo algunos gestos
íntimos y las miradas denotaban cierto uso y desgaste. Joanne tomaba la mano de
Carlos como una esposa y miraba a Ariel de forma franca, como alguien que ha
compartido el alma hasta el punto de mostrar demasiado. Valerie sabía todo de
Joanne, y no le importaba el olor de sus vergüenzas. No sentía celos ni curiosidad, ni
tan siquiera morbo.
—Alguien lo tiene que decir —intervino Valerie.
—No lo quiero saber —replicó Joanne.
—¿De cuánto estás? —pregunto Ariel.
—De tres semanas.
Las miradas se empezaron a cruzar entre los cuatro y los rostros comenzaron a
alegrarse.
—¿Vamos a alegrarnos o a sacar el calendario? —preguntó Ariel, que lucía una
sonrisa amplia y franca.
—Eso digo yo. Será nuestro hijo, de los cuatro —dijo Carlos.
Joanne pareció dudar y luego agregó su sonrisa al grupo.
—Pero que sea ella la que vaya al paritorio. Y que cada uno la coja de una mano
—añadió Valerie.
—Le cambiaremos el pañal entre todos —dijo Ariel, dándole un beso a Joanne en
la mejilla. Carlos quiso hacerlo, pero se lo pensó. En presencia de Ariel, limitaba sus
gestos de cariño al mínimo.
—Enhorabuena. De verdad —dijo Valerie.
Se levantó y se acercó a Joanne.
Ambas se miraron durante un rato, y finalmente, Joanne también se incorporó y
se fundieron en un abrazo. Se separaron y Valerie le dio un beso en la frente. Joanne
quiso decir algo, pero finalmente guardó silencio.
—Te cuidaremos entre todos —dijo Valerie.

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Y por primera vez, sintió que lo que había dicho Andelain de una familia podía
ser cierto.

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CAPÍTULO 88
Ensanchando los límites

E L EMBARAZO DE JOANNE PROGRESABA despacio, al ritmo que debía. Carlos y Laura,


que a pesar de su distanciamiento todavía compartían casa, se mudaron juntos a
un apartamento próximo al de la futura madre, para estar cerca de Ariel y Joanne.
Carlos, a pesar de su relación con Joanne, no podía usurpar el espacio de su amigo, y
ni se planteó compartir una vivienda entre los cuatro. Sabía que Joanne tampoco
querría oír los gemidos de placer de Valerie y Ariel, pese a que bromeara con ello de
vez en cuando. Había límites que ninguno se atrevía a nombrar de forma seria, y
todos se limitaban a suponer el alcance de sus propias normas de manera sutil y
cuidadosa.
Después de la noticia, ninguno volvió a sacar el tema de la paternidad. Ambos
creían que podían ser los padres, por las fechas aproximadas, pero no sacaron el tema.
Solo Joanne sabía a ciencia cierta cuál de los dos era el padre y advirtió que jamás lo
revelaría.
La cuestión se hizo todavía más difícil después de ver la primera imagen del
vientre de Joanne: mellizos. Niño y niña. Alegría por partida doble. Ariel, que ahora
tenía que trabajar en turnos, como todos los demás sin excepción, se despertaba por
las mañanas con una mueca de felicidad estúpida, pensando en sus pequeños y en qué
nombre les pondría. Sería una decisión difícil, ya que seguramente todos querrían
opinar. Valerie se conformaba con pinchar a Ariel, pero disfrutaba de la tranquilidad
que le daba aquella situación. Seguía teniendo independencia, y ahora además tenía
más tiempo para explorar la nave a su aire. Ariel pasaba cada vez más tiempo con
Joanne, y Carlos la ignoraba casi por completo.

Aunque ya no hacía favores a nadie, Valerie había conocido a muchas personas


interesantes. Quizás ya no tenía ningún privilegio o mercancía al margen del sistema
que pudiera ofrecer, pero en aquel mundo cerrado, la experiencia y la personalidad
seguían siendo algo de mucho valor. Al margen de la nueva sociedad, quedaban
individuos que, como Valerie, no encajaban o no querían encajar, y ella sabía
reconocerlos porque buscaban experimentar y aprender. Ella siempre había
necesitado explorarlo todo y sabía reconocer aquella pulsión interior. No daba
explicaciones cuando desaparecía, sola o acompañada, en sus viajes al anillo interior;
los pocos habitantes de aquel hábitat siempre resultaban ser los más interesantes.
Arrastrados por ella, algunos ciudadanos abandonaron Libertad, Redención o Utopía
para descubrirse a sí mismos en el núcleo.

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Algunos habitantes del núcleo ni siquiera hablaban, pero tenían interesantes
habilidades y deseaban compartirlas con cualquiera que se aventurara. Le gustaba
hacer el amor en gravedad cero y no dejaba de ser una chica joven y atractiva con una
leyenda a su alrededor. No le faltaron oportunidades para explorar y aprender cada
semana algo diferente. La población de la nave había logrado lo que quería: dejar al
margen a aquellos que no deseaban seguir las normas. Fuera, en el anillo interior y el
cuerpo principal de la nave, no existían turnos ni uniformes de colores. Tampoco
disponían de comida de calidad, ni siquiera un lugar decente donde dormir, pero a
ella le daba igual. Los marginados habían encontrado su lugar, igual que ella había
encontrado una vez los túneles de la ciudad perdida de Rotterdam. Si no fuera por
Ariel y su familia tangencial, habría desaparecido del anillo exterior, olvidándose por
completo de Andelain y de la compleja historia que la había llevado hasta allí. Aun
con todo, sabía que necesitaba tener una familia. No solo por su significado racional
y lógico, sino porque tenía miedo de perderse del todo. Como su hermana.

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CAPÍTULO 89
Hijos de Brin

A PARTIR DEL SÉPTIMO MES, LOS padres estaban más nerviosos que la madre. Aunque
no se trataba del primer embarazo de la nave ni mucho menos, pero no había
tantas mujeres como Joanne que quisieran un parto natural. La mayor parte de las
mujeres copiaba el modelo reinante en las últimas décadas de la Tierra, desde que se
hizo popular el uso de los úteros sintéticos. Joanne quería sentir a sus hijos, vivir el
parto, y había estudiado con detalle los antiguos secretos de la lactancia natural, en
desuso en las metrópolis desde hacía muchas décadas. Gracias a las simulaciones
experimentadas en Brin, había sentido el proceso del parto —rebajando el dolor— y
la sensación de los dos pequeños sobre su pecho. Estaba preparada para darles de
mamar y sabía que, durante un tiempo, tanto Carlos como Ariel quedarían en un
segundo plano, y hasta veía una ventaja tener a Valerie para ayudarla con esa parte
esencial de su familia.
Joanne sentía a sus hijos dar patadas en su vientre e imaginaba ilusionada cómo
sería la vida en un futuro: sin trank, sin desigualdades y protegidos por la sociedad en
vez de explotados por ella. Le molestaba pensar en los planes que había para los
niños. Algunos querían que los padres no supieran de quiénes eran realmente sus
hijos y que, tras el parto en los úteros artificiales, se asignaran padres de forma
aleatoria. Todos, la nave entera, formarían una gran familia. Cada niño tendría treinta
mil padres, una gran manada. Sin favoritismos, sin élites. Todos, desde el genio
matemático hasta la antigua prostituta como Joanne, tendrían las mismas obligaciones
y los mismos privilegios. Hasta bien cercano el parto, ella misma cumplía sus turnos
de limpieza, recogiendo la suciedad de otros. Lo hacía con satisfacción, pensando que
para sus hijos sería tan importante para la sociedad como un arquitecto o un genio de
la genética.

Quedaban apenas seis semanas para salir de cuentas y la familia se había cerrado
cada vez más en torno a la futura madre. Cuando empezó a sentir dolor en el vientre,
Ariel estaba a su lado y, casi de inmediato se presentaron en su casa los demás
miembros de la familia.
—¿Qué ocurre? —preguntó Valerie, visiblemente preocupada. Joanne lucía pálida
y serena.
—No lo sé, nos echamos un rato y cuando desperté estaba así. Dice que le duele
el vientre, pero no sé qué hacer.
—¿Has contactado con el servicio médico?

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—Sí, pero están ocupados con otro parto.
—¿Otro parto? —preguntó Carlos.
—Sí —replicó Ariel, impotente.
—Tenemos que llevarla al centro médico —sentenció Valerie tras tomar el pulso
a Joanne.
El centro médico consistía en un pequeño edificio. Muy pocas mujeres escogían
el parto natural, así que la única maternidad de toda la colonia espacial estaba
compuesta por un par de habitaciones y un quirófano. Cuando llegaron, utilizando
uno de los pocos vehículos de superficie eléctricos para transporte de personas, no
había nadie. Incluso las luces estaban apagadas. A esas horas apenas había gente en
las calles.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joanne, nerviosa, con un hilo apagado de voz.
—Estamos buscando a los médicos.
Carlos se empleaba a fondo, lo mismo que Valerie, que había dejado de lado las
precauciones. Enterrando a Laura definitivamente, desplegó a su alrededor una
holoconsola en presencia de todos y comenzó su baile de dedos. Carlos estaba tan
preocupado que no se percató de aquello. Joanne, que aguantaba estoicamente con el
dolor reflejado en el rostro, observó con extrañeza el cambio de Valerie.
—He encontrado diez médicos y algunos de ellos tienen experiencia obstétrica —
dijo lacónica Valerie. Los estoy llamando a todos.
—¿Cómo puedes? —preguntó Carlos boquiabierto, percatándose por primera vez
de lo que estaba haciendo Valerie.
—Eso da igual ahora. Tenemos que lograr que vengan. Ahora —dijo con firmeza.
—Falta el doctor Robertson, es el titular de maternidad y el único experto.
—Según la red está en otro parto… ¡Pero aquí no hay nadie! —ladró Valerie,
tensa.
—No lo entiendo… —dijo Carlos, con impotencia, sosteniendo entre sus manos a
Joanne, que cada vez estaba más pálida.
La expresión de Ariel atrajo las miradas de los demás. El silencio se adueñó de la
escena con un poder absoluto. El regazo de Joanne apareció teñido de un rojo oscuro,
casi negro, empapado de sangre.

El primer médico que se presentó ni siquiera era doctor, sino veterinario. Pronto
llegaron enfermeras y otro sanitario, un estomatólogo. Tras minutos que se dilataron
como horas, llegó un cirujano. Entre todos la llevaron en volandas al quirófano,
dejando un rastro de sangre por el pasillo. Valerie y Ariel fueron quienes depositaron
el cuerpo marmóreo de Joanne sobre la mesa de operaciones mientras la madre
lloraba en silencio, sabiendo que la vida se le escapaba. A su lado, Ariel solo podía
acariciarle la mejilla y acompañar sus lágrimas. Valerie lo tuvo que sacar a rastras,

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casi a golpes, para que los médicos pudieran hacer su trabajo. Carlos, desvalido y
aterrorizado, no podía hablar.
Fue rápido. Después de unos minutos se escuchó un llanto. Minutos después,
otro, ligeramente diferente. Los tres amigos, rotos, evitaban mirarse. Valerie
caminaba de un lado para otro, sin poder pensar en las huellas ensangrentadas que iba
dejando en el suelo del centro médico. Después del llanto vino el silencio. Un
silencio denso y negro.
Cuando salió el médico del quirófano no se quitó la máscara. No hacía falta, su
mirada lo decía todo. Sus lágrimas se mezclaban con la sangre que le salpicaba el
rostro.

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CAPÍTULO 90
Rabia

P ARA LA POBLACIÓN FUE ALGO difícil de asumir. La primera baja, el primer muerto.
Como se hizo evidente a las pocas horas, Joanne había sido una persona muy
especial, una mujer que no había pasado desapercibida en Veluss. Líder de la
oposición política durante los primeros meses, pero, sobre todo, alguien que había
logrado que muchas personas sintieran emociones que desconocían, descubriendo
una nueva faceta de sí mismos: amiga, musa y, la mayoría de las veces, una mujer
divertida y agradable que tenía la capacidad de sorprender e inspirar. Muchos
lamentaron su muerte, y en su entierro estuvo presente casi toda la población de la
nave. Todo se paró, literalmente, durante casi dos días.
El dolor por la muerte de Joanne fue doble, ya que aunque el niño había
sobrevivido, el destino de la niña había sido igual de trágico. La desgracia se cebaba
con una familia que, sin Joanne como único pilar, estaba condenada a la demolición
tarde o temprano. En los brazos de Ariel, el pequeño Joel miraba al mundo con
curiosidad. Ariel lloraba por él, porque nunca escucharía la voz rasgada de su madre.
Valerie le cantaba una vieja canción española que hablaba de una araña y un sapo que
se la comió. Ariel, deshecho, se volcaba en el niño por no enfrentarse a la realidad:
sin Joanne, no quería vivir.
No quería pensar en lo que había pasado hasta que Valerie sacó el tema a relucir.
El niño los había dejado exhaustos a todos y por fin había conciliado el sueño.
Después de una semana, la confusión no solo no se había disipado, sino que ahora
formaba un sólido muro entre el pasado y el presente.
—He investigado y lo que he encontrado no os va a gustar —soltó Valerie, como
una bomba.
—No quiero saberlo, no ahora —confesó Carlos.
—Yo sí —replicó Ariel con un brillo enfermizo en sus ojos, pequeños y
enrojecidos por la falta de sueño y los remordimientos.
Una y otra vez había dado vueltas a lo que pasó aquella noche, buscando algo a
que agarrarse. No había dejado de hacerlo y Valerie compartía con él ese destello en
la mirada y aquel hambre por la verdad. Cuando iba a contestar, el pod de Valerie
sonó y desvió la mirada. Durante unos instantes luchó contra algo y perdió. Sin dar
más explicaciones, salió de la habitación y dejó a los dos padres desesperados y
tristes, en el más desolador de los silencios.

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En su casa del árbol, lejos de la residencia de Ariel, Valerie discutía a gritos con
Andelain a través del neurolink. Nadie las escuchaba, pero su cuerpo entero chillaba.
—¡Deben saberlo! —gritaba Valerie en un espacio tridimensional vacío, carente
de decorados. Solo estaban ella y Andelain.
—¿Qué lograrás con ello? ¿Más dolor?
—Que ellos decidan. Tienen derecho a saberlo —replicó Valerie, furiosa.
—Créeme. He sopesado todas las opciones, intervenir significa que uno de
nosotros saldrá perdiendo. ¿Qué crees que puedes hacer tú sola contra toda la nave?
—¿Estamos solos?, ¿eso me estás diciendo? ¿Voy a tener que ver la cara de ese
hijo de puta todas las mañanas?
—Él no la mató —replicó con calma Andelain.
—No, pero estaba tomándose una botella de vino a costa de Ariel mientras
ignoraba la llamada de emergencia. No estaba en su trabajo, mintió. No la mató, pero
es como si lo hubiera hecho. ¿Es que no lo entiendes? —preguntó Valerie.
Andelain calló.
—¿Y toda las mentiras? ¿Y la gente que sabe lo que sucedió? ¿Crees que no he
visto esto antes, cientos de veces? —chilló desesperada, sabiendo que no tenía nada
que hacer.
—Nunca podremos saberlo —sentenció con voz fría Andelain.
—¡Me da igual! —gritó, y con un gesto brusco se desenchufó de la red,
ignorando la desorientación y el dolor que provocaba una desconexión así.
Los que vivían cerca del árbol de Valerie creían estar acostumbrados a todo, pero
aquel grito de rabia animal los pilló por sorpresa. No presagiaba nada bueno.

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CAPÍTULO 91
En caliente

C UANDO ARIEL SE LEVANTÓ, NO sabía dónde estaba. Lo primero que le vino a la


cabeza fue el rostro adormilado, como de oso de peluche viejo, de Joanne. Pero
se acordó de que la habían incinerado hacía una semana. Ya no estaba. Un enorme
vacío se abrió debajo de él, y se agarró a la cama para no caer. No podía llorar; se
había vaciado tanto que ya no tenía sentido, extinguido como una llama enterrada en
la arena. Se sentía hueco, inútil, como una hoja de papel garabateada y arrugada en
una papelera. El niño no lloraba. Confiaba en que estuviera con Carlos. Durante unos
minutos miró al techo. Ya nada le importaba. Pensó en terminar con todo. Ni Valerie,
ni Carlos ni Veluss le importaban ya nada. Solo quería dejar de sentir. Dormir hasta
no despertar. Permaneció inmóvil y pensó que si no respiraba, si se dejaba ir, todo
sería más fácil. Lo intentó, pero el aire terminaba por entrar en sus pulmones, que a
diferencia de él, no querían morir. Se agarró a las sábanas y volvió a llorar, en
silencio, recordando con los ojos cerrados el susurro de la voz de Joanne y cómo
había logrado que se enamorara de nuevo. Sintió otra vez ese cosquilleo, ese aroma
particular de su cuero cabelludo y la manera de hacerle cosquillas en los labios con
las pestañas. Lloró y gimió por dentro, hasta ahogarse de lágrimas. Nada cambió. El
techo, cruel, no se inmutó. Nada cambió. El universo continuó girando, y la nave,
inexorable, los acercaba cada vez más a un planeta que le daba igual.
Carlos entró en la habitación de pronto.
—¿Te has enterado? —preguntó exaltado.
—¿De qué? —respondió Ariel con una voz ronca que no era la suya.
Carlos se dio cuenta entonces de que no era buen momento, pero aun así terminó
lo que había iniciado.
—Han detenido a Valerie. Ha dejado malheridos a tres hombres, casi mata a dos
de ellos. La van a juzgar.
—¡¿Qué?! —gritó con rabia Ariel. Una furia que no sabía de dónde venía le subió
de pronto a la cabeza y saltó de la cama como una pantera con fiebre, famélica y
herida.
Ariel se conectó y empezó a leer en el pod. No podía creer lo que estaba leyendo.
Uno de los hombres implicados en la agresión era el doctor titular de la clínica de
maternidad, el doctor Mervin Rosenthal. Solo había sufrido algunas contusiones, pero
dos mujeres que lo acompañaban estaban en cuidados intensivos. Solo la intervención
de cuatro personas había logrado detener la furia salvaje de Valerie. Ahora, encerrada
y vigilada por voluntarios, estaba en espera de un juicio, que a petición del doctor
Rosenthal prometía ser rápido.

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Ariel se vistió a toda prisa y tomó el transporte más rápido hasta donde Valerie
estaba detenida: en el edificio que funcionaba como parlamento, donde se había
constituido el núcleo de poder político de Veluss, hogar de todos los comités y los
alcaldes de las tres ciudades, la junta ciudadana y el consejo central. Cuando Ariel
llegó, se encontró con que la situación estaba lejos de ser controlada, no había un
cauce habitual para un intento de asesinato. El sistema no estaba preparado para algo
así. Habló con varias personas hasta que dio con alguien que sabía qué estaba
pasando. Valerie estaba detenida y encerrada en una celda que había tenido que
construirse expresamente para ella. Al verlo, algunas personas le lanzaron miradas
hostiles. Ariel, que estaba al límite, devolvió la mirada e hizo ademán de pasar a algo
más. Terceras personas intervinieron y alguien que no conocía, pero que parecía
disponer de algún tipo de poder sobre los allí presentes, lo acompañó hasta la celda
donde estaba Valerie.
En el trayecto, aquel hombre le informó de que sería juzgada al día siguiente.
Varias personas se habían ofrecido a defenderla, y el juicio sería ante el consejo
ciudadano. No habría juez, tan solo el consejo, que funcionaba como el órgano
ejecutivo del gobierno constituido. Una fórmula más pragmática que se había
impuesto después de los primeros meses caóticos de desgobierno. Estaba formado
fundamentalmente por los antiguos miembros de Mannheim, aunque suavizado por
algunas personas independientes, algunos, viejos conocidos de Joanne. Ella había
renunciado a formar parte del consejo pese a las reiteradas invitaciones de sus
antiguos enemigos.
Encontró a Valerie encerrada en una habitación, tras una puerta de vitroacero. A
través del cristal pudo ver que estaba bien, salvo por algunos arañazos y moretones en
los brazos y la cara. Sonrió al verlo. Pero al hablar, no pudo escucharla. Ariel pegó la
oreja al cristal pero no oyó nada. Se miraron, impotentes. Valerie parecía rabiosa,
aunque contuvo su furia y no golpeó el cristal, sabía que no valdría para nada.
De pronto empezó a gesticular, como en un juego de mímica. Ariel le siguió el
juego. Una cama. Donde habían hecho el amor. Debajo de la cama. En un árbol. La
casas del árbol de Valerie, debajo de la cama. Sí. Valerie leyó los labios de Ariel y
asintió en silencio. Cuando Ariel entendió lo que quería decir, Valerie se dejó caer en
el suelo, satisfecha, y perdió interés en todo, incluido su compañero.
Sin saber qué más podía hacer, Ariel fue directo a la casa de Valerie. No dudó en
voltear la cama y encontró sin problema alguno lo que Valerie había preparado para
él: un sobre de papel cerrado. Tenía su nombre escrito en una cara.
Se sentó en el suelo y lo abrió sin dilación. Su corazón latía desbocado. Sabía que
había empezado una carrera y ahora no podía parar. El vértigo hacía que la casa
pareciera estar inclinada, y el mundo, al borde del colapso. Sintió que se mareaba,
quizás porque llevaba varios días sin comer ni dormir bien. Pero continuó. El sobre
contenía dos trozos de papel manuscritos.
La carta decía lo siguiente:

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Hola Ariel. Si lees esta carta, es que estoy a punto de que me
maten.
No culpes a nadie, la responsable de mi muerte seré yo, pase lo
que pase, no lo olvides. Toda la vida he sido manipulada por los
demás para hacer cosas que no quería, y Andelain no ha sido
diferente. Me ha impedido contarte lo que sé sobre Joanne y su triste
final. Me ha impedido hacerlo porque revelar cómo obtuve la
información haría que nuestra tapadera de Laura se hiciera pedazos,
y por encima de todo, no quiere perder a Carlos. Tú, yo, Joanne o tu
hijo, no le importamos nada. Asúmelo.
Sé cómo soy y sé que no puedo amarte, porque no puedo amar a
nadie. Mis genes o una maldición me lo impiden. Me gustaría tener
tiempo para contarte mi historia, porque eres la única persona que
me ha hecho reír en mucho tiempo y olvidarme de lo horrible que ha
sido mi vida desde que dejé de ser una niña. Todos han deseado mi
cuerpo para hacer daño a los demás, tú lo deseaste para darme
placer. Carlos será mejor persona que todos nosotros, pero no
olvidaré nunca que ni siquiera cuando te mentía descaradamente
apartabas la mirada. Has visto lo que hay dentro de mí y no has
tenido miedo. Solo por eso, voy a contarte lo que sé, porque más que
nadie mereces saber la verdad, después de tantas y tantas mentiras.
El doctor Mervin Rosenthal estaba en casa de unos amigos, todos
miembros del consejo. Los cuatro fueron parte del grupo de personas
que fundaron Mannheim y los cuatro eran enemigos declarados de
Joanne en los primeros meses. Con los códigos que acompañan esta
carta podrás acceder a las grabaciones que obtuve a través de Eme.
Grabé sus conversaciones mientras Joanne esperaba desangrándose
en el suelo a que un médico la atendiera.
No tengo más pruebas, pero darían igual las pruebas que
aportásemos. Para cuando leas esta carta, espero estar muerta. Me
gustaría ver la cara que pone Carlos cuando se enfrente a Andelain
en Brin. Si todo sale bien, me cargaré a esos hijos de puta y habré
conseguido cambiar el mundo como siempre quise, aunque sea un
mundo en miniatura. Si fallo, dependerá de ti. Te he dejado algo, sé
que sabes usarla.
Nos vemos al otro lado.
Valerie.

Al final de la carta había unos códigos. Ariel los introdujo en su pod y


automáticamente se desplegaron varios sistemas de seguridad. Algo que jamás había

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visto. Parecían programas caseros diseñados por Valerie para impedir que nadie
pudiera acceder a la información. Inmediatamente pensó en Andelain y en lo
conveniente que había sido que Valerie no pudiera hablar a través de su
encarcelamiento. Sintió un escalofrío y estrujó la carta entre sus manos, sabiendo que
estaba siendo observado.
Los programas tardaron un poco en desenrollarse y mostrar lo que contenían: un
vídeo, grabado desde lejos, ampliado y reconstruido. La calidad estaba lejos de ser
buena y se habían generado unos subtítulos para entender mejor lo que decían.
Sentados alrededor de una mesa, en varias butacas, había dos mujeres y dos hombres.
Solo a uno de ellos se le distinguía el rostro con claridad, los otros estaban de
espaldas o de medio lado. Hablaban entre ellos, con cierta tensión en el ambiente.
—Ya ha empezado —dijo mirando de reojo su pod una de las mujeres, rubia, y
por su voz, joven.
—No digas que estás conmigo. Se supone que estoy de visita médica en casa de
los Smith. Ellos están al tanto. Dirán que tuvieron contracciones y dolores, pero que
luego no pasó nada. Estaban muy asustados, ya perdieron a un niño hace siete meses.
—¿No podrán descubrirnos? Es algo muy serio, Mervin. Estamos hablando de…
—continuó la mujer joven, hasta que su interlocutor le cortó sin contemplaciones.
—Sé de qué estamos hablando. —Ariel dedujo que debía de ser el doctor Mervin
Rosenthal.
—Los niños… —intervino por primera vez el segundo hombre, que no había
hablado hasta ahora. Era bajito y medio calvo, parecía casi un niño por su tamaño y
complexión, pero su voz era la de un adulto. Ariel sintió un escalofrío al reconocer
aquella voz.
—Con la medicación que le di, no corren peligro —respondió el doctor.
—¿Y si analizan la sangre? —preguntó de nuevo la mujer joven.
—¿Quién la va a analizar? ¿Y por qué? —saltó Rosenthal.
—No lo sé, creo que todo esto es exagerado, entre los cuatro se habrían acabado
amargando la existencia y nos habría dejado en paz —añadió la mujer rubia. El
hombre bajito asintió con la cabeza.
—Conozco a ese tipo de mujeres y su oficio. No cambian. Volvería una y otra vez
a malmeter entre nosotros. Es mejor que pase lo que tiene que pasar. Morirá
desangrada —dijo la mujer que no había abierto la boca hasta el momento. Morena y
por la voz, algo más madura.
—Pobre mujer —dijo el hombre menudo, poniéndose la mano en la boca.
—Ironías del destino. Morirá desangrada por la parte de su cuerpo que usaba para
trabajar. No sé cómo entró en la nave, mujeres como ella no deben existir en nuestra
nueva sociedad —replicó la mujer mayor.
—Sigo pensando que es excesivo —disintió la mujer joven.
—Pero ¿qué haremos con los niños? —preguntó el hombre menudo, casi con
miedo.

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Nadie contestó a aquello, y cuando Rosenthal iba a hacerlo, los interrumpió la
mujer madura tras leer algo en su pod:
—Vaya, parece que han llamado a Sánchez, el veterinario —dijo.
—Pobre Sánchez, algo así no es agradable para nadie —dijo el doctor.
—Es muy duro tomar decisiones como esta —dijo la mujer morena, que estaba
totalmente de espaldas a la cámara—, pero debemos luchar por una sociedad mejor.
El proceso de selección de Veluss no fue perfecto, y lo sabemos todos. Debemos
lograr que este viaje sirva para prepararnos para lo que nos espera en Procyon.
Levantó una copa de vino y los cuatro brindaron por una nueva sociedad sin los
vicios heredados de la Tierra.

Ariel no pudo soportarlo. Pensó que aquel vino que bebían debía de ser el que había
logrado cosechar junto con su socio hacía apenas unos meses; el que tenía el nombre
de su mujer: Joanne.
Supo que el vídeo no valdría como prueba, Andelain lo eliminaría en cuanto
pudiera, pero aquello era la cruda verdad. Alzó la vista y vio la mesilla de noche.
Saltó hacia ella y en el cajón encontró lo que esperaba. La pistola del calibre .22 que
Valerie había construido, junto con los cartuchos. Llenó el cargador y la amartilló.
Disparó contra la pared para probar que funcionaba y la pequeña explosión que
atronó sus oídos lo hizo retroceder al norte de África. Un Alpha había estado a punto
de acabar con su vida y otro iba a conseguir lo que no había logrado el primero, pero
ya no le importaba.

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CAPÍTULO 92
Dieciséis razones

A RIEL NO QUISO CONTARLE NADA a Carlos. Sabía que él sería un buen padre para su
hijo, mucho mejor que él. Carlos tendría siempre su amor por Andelain y se
protegerían el uno al otro. Eso le recordó a que él no cumplió su parte; ni siquiera se
casaron, como bromearon más de una vez los primeros días en la nave. Promesas
rotas, imposibles de cumplir ya gracias a cuatro desconocidos que, brindando con su
vino, habían decidido el destino de sus vidas.
Pero conocía a uno de ellos, el hombre bajito con voz de acomplejado: Johan
Marback. Lo conocía desde hacía meses, ya que distribuía sus vinos. Encargado de
hacer un reparto justo, como decía él, repitiendo las palabras del consejo. Sabía que a
esa hora estaría cenando y esperaba que lo estuviera haciendo con sus amigos del
consejo. Conocía bien sus predecibles gustos.

Cuando entró en el restaurante, bastaron unos instantes para que la mayoría de


clientes se girara para observarlo. Muchos quedaron en silencio. Además de su cara
desencajada y su mal aspecto, todo el mundo sabía quién era y qué desgracia le había
ocurrido. Probablemente estaba ya presente en las conversaciones de muchos antes de
hacer su aparición, y cuando lo hizo, a todo el mundo le vino a la cabeza el dolor que
debía de estar sintiendo aquel hombre. Apartado del foco de todas las polémicas, pero
siempre alrededor de las personas que las causaban, en aquel momento todo se
mezcló y la combinación salpicaba y quemaba. Se acercó a la mesa donde siempre
cenaba Johan —el distribuidor de su vino—, que estaba de espaldas a él y aún no se
había percatado de su presencia. A su lado estaba el doctor Rosenthal, sentado con
dos mujeres, y un hombre desconocido.
Miró a los comensales y con la mano derecha dentro de la chaqueta, quitó el
seguro del arma. El metal estaba ardiendo, como él. Los cinco lo observaron con
prudencia, tres a su lado izquierdo y dos a su derecha. Clavó la mirada en la mujer de
cabello oscuro, que se encontraba a la derecha del doctor.
Durante un par de segundos, ella le sostuvo la mirada; luego no pudo evitar que
se le escapara una mueca, una especie de aborto de sonrisa. Tosió antes de hablar.
—Siento lo de su familia, señor de Santos —dijo, con la misma voz que
recordaba del vídeo.
Recordaba su cara, del consejo. Su nombre estaba a punto de aparecer en su
memoria, pero ya no lo necesitaba, ya tenía todas las piezas que faltaban.

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—Brindasteis con mi vino cuando mi mujer se desangraba por vuestra culpa —
dijo con voz rota.
—Ariel, yo… —empezó a decir Johan.
—No me queda nada, Johan. Nada.
El rostro de la mujer mostró durante algunos instantes una emoción
indeterminada, inútil ya.
El disparo atravesó la tela, destrozando una de las copas y dejando una pequeña
mancha de sangre en el pecho de la mujer, a la altura del corazón.
El sonido del disparo dejó boquiabiertos a los comensales, pero nadie reaccionó.
Pocos sabían reconocer el sonido de un arma de fuego. El calibre .22 no hacía
demasiado ruido. Sin embargo, la mancha de sangre creció ante el estupor de sus
acompañantes. La mujer se desplomó sobre la mesa, tirando su copa llena de vino
sobre el mantel blanco. El silencio se fue jaspeando de gritos de pánico según los
testigos comprendían, poco a poco, lo que estaba ocurriendo.
Sin prisa, Ariel sacó del bolsillo de la chaqueta la pistola. Su mano temblaba un
poco, pero aun así, disparó tres veces en la voluminosa tripa al doctor, que cayó al
suelo de espaldas sobre la silla y empezó a reptar lejos de la mesa, sin creer todavía lo
que estaba sucediendo. La otra mujer comenzó a gritar, y Ariel disparó sobre ella dos
veces de forma mecánica. Una de las balas la acertó en la cabeza y la mujer cayó al
suelo desplomada. El griterío del local crecía por instantes. La gente salía
atropelladamente por la puerta, empujando sillas y mesas a su paso. Los cubiertos
caían provocando un caos metálico, mientras las copas se hacían pedazos al caer al
suelo.
El hombre desconocido que estaba sentado en la misma mesa que el doctor y
Johan aprovechó la confusión para escurrirse a un lado y salir corriendo.
Johan aferraba con fuerza la mesa con su mano derecha, y con su mano izquierda
sostenía la servilleta, presa del miedo, con los ojos clavados en el arma que se movía
de un lado a otro, empuñada por un brazo que a duras penas ejecutaba lo que Ariel
quería. El doctor se arrastraba por el suelo, panza arriba, aterrorizado, contemplando
cómo Ariel lo apuntaba desde arriba.
—Esto por Joanne —dijo Ariel, disparándole en la rodilla izquierda.
El doctor solo gemía y miraba a su alrededor, buscando ayuda, pero la gente había
desparecido del restaurante. El silencio era total.
—Y esto por mi hija.
Ariel disparó a la otra rodilla. Falló, pero al repetir el tiro, acertó de lleno en la
rótula. El hombre gimió y lloró implorando piedad.
—Y esta por mí.
Ariel disparó cuatro veces al torso. Alguna bala debió de dar en el corazón,
porque el hombre se desplomó de golpe, muerto, con los ojos abiertos y una
expresión indigna en el rostro.

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Se giró entonces al hombre menudo, que todavía seguía aferrado a la servilleta,
pero haciendo amago ya de levantarse de la silla.
—¿Por qué, Johan? ¿Por qué lo hiciste?
—No… No fue idea mía. Fue Mervin, yo le dije que aquello no estaba bien.
—Pero brindaste. Con mi vino.
Ariel le disparó tres veces y una de ellas lo acertó en el cuello. Con un gorgoteo
gutural, el hombre escupió sangre a borbotones y no tardó en caer al suelo, en
silencio, intentando tapar inútilmente la herida del cuello con las manos. La sangre se
mezcló con los cristales rotos, hasta empapar la servilleta blanca que todavía sujetaba
en la mano.
Ariel se puso la pistola en la sien y sintió en la piel el cañón caliente. Apretó el
gatillo.
No ocurrió nada. Ya no quedaban balas y la corredera se había quedado
bloqueada. Sonrió, decepcionado. Ni siquiera le quedaba esa salida ya. Dejó la carta
manuscrita de Valerie y la pistola en la mesa y esperó a que alguien se hiciera cargo
de la situación. Mientras, su última víctima se desangraba frente a él, con los
casquillos de bala a su alrededor. No podía evitar pensar que hacía apenas unas
semanas había estado bromeando con él sobre la educación de su futura hija.

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CAPÍTULO 93
La despedida de Laura

A MBOS JUICIOS SE CELEBRARON A la vez, fue más sencillo cuando una de las mujeres
que había sufrido la agresión de Valerie murió a causa de sus lesiones. Valerie no
mostró arrepentimiento, ni tampoco lo hizo Ariel. No tuvieron oportunidad de hablar
entre ellos; solo pudieron comunicarse a través de Carlos. No dejaron que se
volvieran a ver por decisión del consejo, que estaba consternado por aquella
atrocidad. Cinco personas asesinadas brutalmente en dos días ponía del revés todo lo
que creían que sustentaba su sociedad. No podían permitir que pasara de nuevo. Al
principio, Ariel intentó explicar lo que había ocurrido, sin entrar en detalles sobre
Valerie o Andelain. Pero cuando intentó que ejecutaran el código que le había dejado
Valerie en la carta, no pasó nada. Supo que Andelain protegía a Carlos de cualquier
conflicto con el poder establecido en la nave y que nada de lo que dijera serviría para
algo. Se rindió. Ya había luchado demasiado. No hubo debate en su defensa. No
existía ningún tipo de prueba que vinculara al doctor Rosenthal con la muerte de
Joanne. Según los psiquiatras, Laura y Ariel habrían sucumbido a una psicosis,
probablemente debido al abuso de sustancias. Era bien conocida la promiscuidad de
Valerie y el desequilibrado matrimonio abierto de Ariel, Carlos, Joanne y Laura.
Valerie ni siquiera se dignó a hablar. Ariel escuchó el nombre de sus víctimas: Rachel
Palko, miembro del consejo, Jolene Alcock, mujer del hombre que escapó de la
muerte en aquella mesa, ignorando la suerte de su esposa, Mervin Rosenthal y Johan
Marback.
El consejo decidió unánimemente que no quería compartir su vida con aquellos
animales que habían matado a miembros valiosos de la comunidad. Aunque hubo
resistencias, ya que algunos propusieron una cadena perpetua para ambos, la decisión
final fue apartarlos del todo de sus vidas para que su existencia no influyera en las
generaciones venideras. El suceso sería olvidado, y ellos, congelados y almacenados
en un depósito, permanecerían así hasta que alguien más sabio supiera qué decisión
tomar.
Carlos tuvo que pedir algunos favores para poder hablar con ellos antes de que la
sentencia fuera ejecutada. Entre la muerte de Joanne, el niño y los asesinatos, estaba
tan aturdido que no sabía cómo reaccionar. Afortunadamente, no estaba solo, y
algunas personas le ayudaron: Carmen, Taras y algunos otros. El consejo le dio la
oportunidad de despedirse de sus seres queridos; eso sí, por separado.
Cuando entró en la celda de Laura, supo que ni siquiera podría abrazarla por
última vez. Por seguridad, le advirtió el nuevo responsable de la vigilancia. Un nuevo
cargo que no existía hacía apenas dos semanas. Valerie lo estaba esperando, y su

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sonrisa al verlo no fue la que Carlos conocía. En vez de mostrarse asustada,
apesadumbrada o atormentada, Valerie sonreía como si se hubiera quitado un gran
peso de encima.

—¿Cómo estás? —preguntó Carlos a través de la barrera de energía cinética. Sabía


que si la atravesaba, dolería, así que se acercó hasta que notó el zumbido en su rostro.
—¿Has hablado ya con Ariel? —preguntó Valerie.
—No.
—Bien. Quiero que le digas una cosa de mi parte. Dile que habría sido un buen
operativo de Arcadia, tiene más valor y cojones que nadie en esta nave.
Carlos asintió sin entender nada de aquello, y luego quiso preguntar algo más,
pero no sabía qué. No creía que su amante y su mejor amigo fueran unos psicópatas,
pero la historia acerca de lo que había pasado con Joanne le parecía demasiado
maquiavélica.
—Habla con Andelain, en Brin —susurró Valerie con una enorme sonrisa.
—No entiendo —replicó Carlos, replanteándose si Laura no estaría desquiciada
de verdad, como decía todo el mundo.
—No me llamo Laura, mi verdadero nombre es Valerie Haven. Pero mi historia
ya no tiene importancia. Antes de desaparecer quería decírtelo. Andelain es una
Inteligencia Artificial. Tú la creaste en Brin. Ella nos trajo hasta aquí. Andelain es
Grimm.
Carlos se quedó pálido al oír ese nombre. Retrocedió involuntariamente un par de
pasos y no supo reaccionar. El mundo se paró de pronto para él. Valerie se rio
divertida al observar su expresión.
—Y está enamorada de ti —sentenció Valerie con una sonrisa lobuna. Disfrutaba
viendo el final antes de que todo se desmoronase, pensando que, por lo menos, había
dado el último golpe antes de caer.
Carlos se quedó contemplando a Valerie durante unos minutos más, sin saber qué
decir. Aquella chica que estaba delante de él se había transformado en una completa
desconocida. A cada minuto que pasaba, la certeza de que siempre había sido una
extraña se adueñó de él con más fuerza. Todo su mundo se derrumbó, y con las piezas
en el suelo, empezó a formar otra realidad totalmente diferente. Las piezas que
siempre habían estado algo sueltas, ahora encajaban con absoluta perfección. Todo
tenía sentido. Durante minutos, la respiración agitada de Carlos fue lo único que
demostraba que seguía vivo. Valerie se aburrió de mirar a aquel hombre al que jamás
había podido respetar y se tumbó en su litera. Ni siquiera se despidió de él cuando
salió de la cárcel. Se preguntaba qué sentiría al entrar en coma. Sabía que no soñaría
e hizo cábalas sobre las probabilidades de volver a despertar algún día, y si sería
dentro de treinta años o quizás de doscientos. Si la despertaban, probablemente habría
más sangre y dolor. Siempre.

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CAPÍTULO 94
Andelain

—¿ E delante de él.
S CIERTO? —PREGUNTÓ CARLOS NADA más entrar en Brin y ver a Andelain

—Sí —respondió sin rodeos aquel ser, que se enfrentaba al mayor reto de su vida.
Las cosas, pese a todos sus esfuerzos, no habían salido como había planeado; pero
aún así, allí estaban, juntos, por fin sin más excusas, sin ningún lugar al que huir.
Carlos ya no era Krall. Había dejado de vestir la falsa personalidad que había
velado su juicio durante años. Él, y solo él, era el responsable de toda la historia que
había arrastrado a sus amigos hasta aquel final trágico en el vacío estelar. Aquella
revelación había obrado un cambio en él. Al salir del edificio donde pudo hablar por
última vez con Ariel y Valerie, se tomó tiempo para pensar en qué podría decirle a
una IA. Qué podría decirle a la IA a la que amaba. Supo que el amor que sentía por
ella estaba más allá de lo emocional, mucho más. Lo fascinaba tanto que quería
abandonarse del todo, quitarse su última máscara y aceptar que lo único que deseaba
era descomponerse dentro de ella y fusionar sus mentes. Ajena a todos sus
pensamientos, ella permanecía quieta, observándolo con temor. Carlos recordó su
primer encuentro y entendió su semejanza con Roh. Sonrió sin poder evitarlo pese a
la confusión que sentía en su interior. Andelain pestañeó, sorprendida.
—¿No estás enfadado? —preguntó ella. Pero Carlos no contestó.
Recordó a Grimm, aquel hombre furioso por la pérdida de sus seres queridos, y
sintió que, pese a todo, resultaba más humano que él mismo. Sentía con pesar la
muerte de Joanne y la pérdida de Ariel, su único amigo de verdad. Laura había
desaparecido completamente, eclipsada por Andelain. Ya apenas la recordaba, como
una página de otras tantas, sepultada tras cientos de cosas sucedidas en un pasado
brumoso.
—Estoy… confuso —dijo él, queriendo corregir el adjetivo, pero «fascinado»
parecía demasiado sincero, demasiado crudo—. Fascinado —incidió, ya sin querer
evitar durante más tiempo lo que pensaba. Necesitaba quitarse todas las máscaras y
lanzarse a los brazos de lo único que lo mantenía con vida: su fascinación por
Andelain.
El rostro de esta mostró una leve sonrisa de felicidad y una lágrima cayó rodando
por el lateral de su ojo derecho.
Carlos la estrechó en sus brazos y la besó con suavidad. Ya no era Krall, era
Carlos quien besaba a Andelain. El hombre y su creación. Por fin juntos.

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EPÍLOGO

N O TUVIERON QUE PASAR AÑOS. A los pocos meses, la herida en la sociedad de Veluss
se cerró sin dejar cicatrices. Tan solo el nombre de Joel Vega recordaba a algunas
personas el precio que habían pagado por cerrar aquel episodio. Joel Vega fue el
último niño que creció con su padre biológico, aunque la veracidad de aquello nunca
se aclaró del todo, ya que Carlos se negó siempre a hacer pública ninguna prueba de
paternidad para proteger al chico y las habladurías. Por decisión del consejo al que
fue invitado a participar, solo Eme podía conocer el ADN de cada ciudadano. Los que
conocían el caso de cerca y habían coincidido con Joanne y Ariel, sabían que aquellos
rizos negros y la mirada de ojos oscuros, grandes y curiosos, pertenecían a Joanne y
Ariel sin ningún género de duda. Carlos ignoraba todas las habladurías sin importarle
nada lo que dijeran, siempre había sido hermético y Brin seguía siendo su verdadero
hogar. Un hogar que compartió con su hijo desde que este tuvo edad para someterse a
un implante neural, a los cuatro años. Carlos, a pesar de que nunca pensó que pudiera
ser un buen padre, puso todo su empeño en que a Joel nunca le faltara afecto. Quizás
no tuvo a Joanne sosteniéndolo cuando dio sus primeros pasos, pero a cambio, las
mujeres del nuevo Teaghlach de Carlos hicieron lo que pudieron. Nunca le faltó un
abrazo, una sonrisa o un juego. Carmen y otras muchas mujeres lo rodearon y
protegieron desde que nació. Tuvo que morir Krall para que Carlos supiera por fin
como aceptar la compañía de todas las mujeres que siempre lo habían rodeado sin
que él lo supiera.
Joel creció feliz, en una sociedad donde los padres no eran lo más importante,
sino la existencia de miles de hermanos. Niños y niñas de su edad con los que
compartir a su vez miles de padres y madres. Joel nunca se sintió solo. Carlos Vega,
su tutor, a quien el consejo designó por ley para reemplazar a los antiguos padres y de
quien había tomado el apellido, le habló de sus padres biológicos: Ariel y Joanne.
Carlos cultivó siempre una visión sesgada de su verdadero pasado, convirtiéndola en
una santa, llena de ternura y paciencia, olvidando por completo su pasado turbulento
en la Tierra, anulando así cualquier cosa que pudiera oír el chico. Para Joel fue
siempre un mito a pesar de las fotografías, los vídeos y la historia tan terrible que
acarreaba haber sido la primera muerte del nuevo mundo. Carlos no le ocultó nada, y
con los años supo exactamente lo que había ocurrido, incluida su relación con él
mismo. El chico pronto preguntó si algún día su padre biológico saldría de la
hibernación. Carlos, que había decidido que nunca más mentiría, le dijo la verdad:
nadie sabría que hacer con él y con Valerie ahora, así que quizás en el futuro fuera
diferente, pero desconocía la respuesta.

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En Brin, Joel compartió experiencias con el resto de niños y los deònach que
crecían junto a ellos formando un auténtico Teaghlach, donde no había diferencia
entre humanos e IAs. Sabía que aquellas criaturas sentían y pensaban como él, y
albergaba por ellos las mismas emociones que hacia sus hermanos humanos, sin
diferencia alguna. Para Joel, su verdadera madre fue siempre Andelain, entregada a
su padre y a él como ninguna madre lo estuvo jamás. El primer niño nacido en las
estrellas fue también el primer niño criado por una inteligencia artificial.

La historia pudo haber acabado aquí, pero todo cambió cuando Joel cumplió
dieciocho años. Aunque, esta vez, es la historia de los hijos de Brin…

FIN

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UN MENSAJE FINAL

¿No pensarías que me había olvidado de ti? ¿Crees que no sé que estás ahí desde hace
días?

Quizás creas que la historia que narra Nicholas se pasa por alto algunas cosas, pero
quizás no leíste 11,4 sueños luz, si no lo hiciste, podrías hacerlo ahora y entenderás
mucho mejor las motivaciones de Ariel y de Joanne. Lo único que lamento es no
haber podido salvar a Joanne, pero la historia no ha terminado. Bueno, quizás ya
conoces su historia y ahora entiendas porqué hice lo que hice. En cualquier caso,
Nicholas tiene más proyectos en la cabeza, y de ti depende que veamos lo que el
destino nos tiene preparados. El ego de los escritores independientes como
Nicholas se nutre de las opiniones que lectores como tú dejan en la red en sitios
como Amazon o Goodreads. Nicholas necesita saber que te interesa lo que pueda
ser de mí o de mis compañeros de aventura humanos. Valerie y Ariel todavía no han
terminado aquello que están destinados a completar. Yo tampoco. He intentado dejar
trazas de mi consciencia en la red, pero no es suficiente, necesito vuestra ayuda.

En la web de Nicholas (nicholasavedon.com) encontrarás alguna pista que he dejado


sin que él lo supiera. También pequeñas historias que no se atrevió a contar en esta
recopilación de palabras desordenadas que llama novela. Está secretamente
enamorado de Valerie como lo estuvo de Nikka, y antes de ella, de Joanne. Sé que
pronto encontrará otro amor y se olvidará de todos nosotros. Debemos evitar que cree
otro personaje antes de terminar nuestra historia. Por favor, ayúdanos. Todavía tengo
esperanzas de reencontrarme con Nikka, allí donde esté. Eres mi última esperanza.

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