La Sombra de Alejandro - Frederic Neuwald
La Sombra de Alejandro - Frederic Neuwald
La Sombra de Alejandro - Frederic Neuwald
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Frédéric Neuwald
La sombra de Alejandro
ePub r1.0
Titivillus 24.06.2024
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Título original: L’Ombre d’Alexandre
Frédéric Neuwald, 2004
Traducción: Rosa Alapont Calderaro
Original y Digitalización: LraSn26
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A Élisabeth,
Michèle
y Cristina,
las tres mujeres de mi vida.
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I
Hay algo que he retenido de los antiguos: ciertos signos anuncian sin la menor
duda posible una jornada penosa. Por ejemplo, cuando despiertas con resaca,
solo en tu cama, y encuentras una nota sobre la almohada que dice:
Cathia
—¡Mierda!
Y si en ese momento el reloj de pulsera indica las 10.30, eso significa que
llevas dos horas de retraso. Si, para más inri, ya no queda ni una sola camiseta
limpia en el armario y la cafetera emite un ruido de sumidero y vomita un
agua amarillenta, más vale que te hagas definitivamente a la idea de que los
dioses te han tomado ojeriza.
Por un instante pensé en seguir acostado, pero estábamos a martes, y el
martes era el único día de la semana en que podía gozar de cierta tranquilidad
en el museo, pues se hallaba cerrado a los visitantes. Así pues, me levanté,
echando pestes contra el alcohol barato, las mujeres inconscientes, las
aspirinas, que siempre experimentaban el perverso placer de no encontrarse
nunca allí donde las buscabas, y contra todo aquello que caía en mi mano o
que entraba en mi campo de visión.
Tras una ducha y un afeitado con agua fría, pues también la caldera había
decidido añadir una más a la lista de mis contrariedades, me puse la camiseta
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de la víspera, unos tejanos descoloridos y desgastados hasta la trama y unos
viejos zapatos de marcha. Me hice una coleta en la nuca y, por la fuerza de la
costumbre, dirigí una mirada crítica al espejo de la entrada. Las mujeres
solían decirme que parecía un actor de péplum, con mis anchos hombros de
gladiador, la pelambrera rubia, la sonrisa con hoyuelos de galán joven y unos
rasgos como tallados a buril. Descaradamente esa mañana Ben-Hur no tenía
buena cara. Sangrientos capilares estriaban mis globos oculares, el azul de
mis ojos había virado al gris y la larga cicatriz vertical que me cruzaba el lado
izquierdo del rostro destacaba más que nunca sobre una piel apenas
bronceada, pese a la canícula que no nos abandonaba desde hacía dos meses.
—¿Y tú qué opinas? —pregunté a la foto depositada sobre la consola de la
entrada. Los ojos color azafrán parecieron lanzarme una mirada de
reprobación y yo sonreí—. No tengo un gran aspecto que digamos, ¿verdad,
Etti?
Soplé sobre la fina capa de polvo que se había depositado en el marco y se
me encogió el corazón. ¿Cuándo había sacado esa foto? ¿Durante nuestro
último viaje a Delhi? ¿O fue en Madrás? Qué más daba. Etti aparecía
sonriente y alegre, como siempre. La camisa de hilo blanco contrastaba con la
piel color castaño y los cabellos de un negro intenso con reflejos casi azules.
Las pupilas doradas iluminaban un rostro de rasgos delicados. Los ojos de un
rey, por lo que a mí respecta. Ojos que sus conciudadanos no veían, puesto
que un dalit, un intocable, debe bajarlos en presencia de un representante de
las castas «puras».
Nunca entendí qué era lo que lo empujaba irresistiblemente, y a intervalos
regulares, a querer regresar a la India, donde volvía a ser un marginado,
apenas más que un perro. Con la salvedad de que los perros están autorizados
a beber a lengüetadas un cuenco de agua del pozo en la cocina, y Etti ni
siquiera tenía derecho a poner el pie en la escalinata de la casa.
«Hice algún daño en una existencia anterior —decía—, es normal que lo
pague en esta».
Que fuera un ferviente creyente, aunque el hinduismo lo hubiera relegado
al rango de infrahombre, seguía siendo un misterio para mí. Algunas de sus
reacciones me sublevaban. Cuando no me divertían…
«—¡Deja tranquilo a ese ratón, Morgan!
»—Ese ratón está en mi cocina.
»—¡Tal vez sea tu abuelo, o tu padre! ¡Deja esa escoba!
»—¡Por Zeus, Etti! No es más que un ratón. ¡Esos bichos transmiten un
montón de enfermedades!
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»—¡Haz daño a ese pobre animalito y te reencarnarás en cucaracha!».
De ese modo, Indrani (tal es el nombre que le puso a la señorita cuando la
adoptó, pues en realidad era una ratona) nos hizo el honor de su roedora
compañía durante casi dos años. Y que nadie presuma de poder domesticar a
una de esas bestezuelas antes de ver cómo aquella acudía corriendo a la sola
mención de su nombre, se zambullía en el bolsillo exterior de una mochila
para reclamar un paseo por el jardín de las Tullerías o la emprendía con el
mando a distancia de la cadena de alta fidelidad cuando la música no era de su
gusto. Estoy dispuesto a admitir que Indrani era una ratona fuera de lo común,
pero de eso a merecer oraciones y unos funerales con toda la pompa (ofrenda
de miguitas de galleta incluida y cremación en el fregadero sobre un lecho de
ramitas)… era más de lo que yo podía soportar con seriedad. Así pues, Etti
había oficiado a solas en la cocina mientras yo me desternillaba de risa en el
sofá del salón. Ahora evocaba su expresión ofendida cuando salió a arrojar al
Sena los venerables restos, devotamente reunidos en su urna funeraria (una
caja de fideos).
Él era así, y por nada en el mundo habría querido cambiarlo.
—Etti…
Empezó a sonar un timbre estridente y me sobresalté; estuve a punto de
volcar el marco. Nota para más tarde: cambiar de teléfono.
—¿Diga? —respondí, latiéndome el corazón.
—¿Morg? ¿Te he despertado? Harías bien en apresurarte, hemos recibido
un contenedor entero de carburante para locomotoras.
—¿Quién te ha dado mi número de teléfono, Hans? —pregunté
contrariado.
—¡Y eso qué narices importa, que te des prisa, te digo!
—Pero ¿se puede saber qué pasa?
Una risa burlona e infantil seguida de algunos tacos.
—¡Ya lo verás!
Colgué con un suspiro. ¿Qué habría inventado esta vez aquel chiquillo
descerebrado?
Con la mochila al hombro, salí de mi apartamento de la rue de Richelieu
—gracias, papá, por ser un célebre especialista en Asia a quien sus libros y
sus programas de televisión permitieron regalarnos, a Etti y a mí, este bonito
estudio a nuestros veinte años— y recuperé mi correo de casa de la señora
Risoti, la portera del edificio. Eran casi las once y un agradable olor a
estofado cociendo a fuego lento escapaba de la portería. Desde que la
conocía, es decir, cerca de quince años, la pobre mujer se pasaba la tercera
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parte del tiempo cocinando, otro tercio acechando la llegada de un obrero del
sindicato de copropiedad que, estaba convencida de ello, iba a instalar
buzones para relegarla al paro técnico, y el tercio restante chismorreando con
la señora Fréon, la viuda del tercero.
Hice trizas el correo en su presencia, tirando publicidad y cartas de
información de los Museos de Francia a la papelera de la portería.
—Aguarde, señor Lafet —pio con su voz de canario—, tiene también un
paquete.
Se dio la vuelta despacio —¿para prolongar el suspense?— y regresó con
un pequeño paquete postal franqueado en Berlín.
—Es del señor Lafet padre, supongo —dijo frotándose las pequeñas
manos rosadas.
Le encantaba llamar así a papá, y yo mismo había sido promovido al título
de «señor Lafet hijo» el día en que vio al «señor Lafet padre» aparecer en el
telediario de las ocho, con motivo de la publicación de uno de sus mamotretos
sobre la India. Ese día nos habíamos convertido en personas importantes para
la señora Risoti, personalidades dignas de aparecer en sus revistas del
corazón, junto a actores célebres y testas coronadas. Dos semanas más tarde,
incluso llevé la broma hasta el extremo de hacerle creer que nos habíamos
visto obligados a cambiar de apellido durante la Revolución francesa, pasando
de «de La Fet» a «Lafet», con el fin de eludir las persecuciones. Le esbocé un
patético cuadro de mis antepasados, caminando descalzos por la nieve,
aferrando nuestro escudo de armas familiar entre los dedos helados, y «Sabe,
señora Risoti, en aquella época hacía un frío terrible en el mes de julio». Etti
me había reprochado durante más de un mes que hubiera embaucado a
aquella chismosa, y sin embargo, solo Zeus sabía hasta qué punto la querida
Risoti lo detestaba.
«—Habrá que decirle al señor Etti que no vuelva a abrir las ventanas
cuando guisa sus platos paquistaníes. ¡Los vecinos se han quejado del olor!
Ya no está en su país.
»—A mí el olor del curry no me parece desagradable, señora Risoti, y,
por enésima vez: Etti no es paquistaní.
»—Esa gente, sabe, se parecen todos.
»—Es lo mismo que piensa él de los europeos…».
—¿El señor Lafet padre se encuentra bien? —preguntó, siguiendo los
movimientos de mis dedos con sus ojos curiosos. Sin responder, tiré el papel
de embalar y el cordel a su papelera—. Está bien eso de viajar así. Mi hijo, el
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año pasado, se marchó a Nueva York por asuntos de trabajo. Lo
promocionaron, ¿se lo había dicho?
—Unas nueve o diez veces esta semana. —El contenido del paquete, una
especie de maraña de largos pelos rojos y cordel, desprendía olor a moho—.
No cabe duda, esto es una idea de papá…
—¿Qué es? ¿Una pequeña máscara? Es africano, ¿no?
Se lo tendí con una sonrisa seductora.
—En cierto modo. ¿Le gusta? Se lo regalo…
—¡Oh! Señor Lafet, no. Es un regalo del señor Lafet padre. Yo no…
—Vamos —insistí, encantador—. Me ofenderé si lo rechaza. Esta pieza es
una antigüedad, ¿sabe? Puedo asegurarle que nadie en el barrio posee una
semejante. Cada una de esas obras constituye una pieza única, y además traen
suerte. Mire, la colgaremos por los pelos encima de los casilleros. Bueno, por
los cabellos.
Encantada, me tendió una chincheta y clavé el regalo de papá en el
vestíbulo de la portería, bien a la vista.
—Señor Lafet —dijo zalamera—, realmente no sé qué decir. Estoy muy
conmovida, de veras. ¿De qué está hecho? Parece terracota, ¿no?
—Fabricación artesanal. La receta es secreta —añadí con un guiño.
—Oh…
Me fui al Louvre con dos horas largas de retraso, dejando a la señora
Risoti extasiarse ante su «antigüedad». Mira que regalarme una cabeza
reducida como recuerdo de sus viajes… El sello Antoine Lafet, no falla.
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galerías subterráneas, los de mantenimiento, con mono de trabajo, se afanaban
como termitas, desplazando cajas o palés.
Un curioso tufo a naftalina se me agarró de pronto a la garganta y una
capa de polvo amarillento se depositó sobre mi camiseta negra.
—¡Hola, Morg! —saludó Hans.
Llevaba una bandejita de plástico que desbordaba de vasitos de café, cuyo
aroma enmascaró por un momento el del matapolillas. Me habían endosado a
aquel joven extravagante durante el mes de junio. Hans era nieto de Ludwig
Peter, uno de los mejores amigos de mi padre y helenista reputado, que había
dirigido mi tesis doctoral sobre las sociedades militares en Grecia durante el
período clásico. Al buen hombre se le había metido en la cabeza hacer de
aquel revoltoso niño de papá un historiador erudito. De manera que me había
rogado que le buscase un puesto de trabajo en prácticas en el Louvre, cosa a
la que, para mi gran disgusto, no había podido negarme. No entreveía ni un
vislumbre de solución para interesar en la Antigüedad a aquel efebo
desgarbado de veinte años, más exaltado que un chihuahua cocainómano.
Solo pensaba en el skateboard, lo tecno, las tías y el style (que pronunciaba
«staaaiiil»); según toda verosimilitud, el style abarcaba el look y las
ocupaciones que estaban en total oposición con las de los has been, de los
que, según su criterio, probablemente yo formaba parte.
Su flaco esqueleto se movió hábilmente entre los obreros y yo agarré un
vasito de la bandeja.
—¿Puedo atreverme a confiar en que no has puesto nada dentro? —le
pregunté con una mueca.
—No se echan margaritas a los perros.
—Cerdos —lo corregí—. ¿Qué es lo que apesta de tal manera?
Hizo un paso de danza y se apartó un mechón decolorado de la frente.
—¡Ve a mirar en tu despacho!
Enarqué una ceja.
—¿En mi despacho?
Hans dio saltitos sin moverse del sitio e hizo una mueca que acentuó sus
hoyuelos.
En pocos años sería sin ningún género de duda un hombre seductor, pero,
por el momento, exhibía torpes movimientos de adolescente que no acaba de
desarrollarse. Sus piernas y sus brazos, cubiertos de un vello moreno, eran
todavía demasiado largos en relación con su torso, que empezaba a
ensancharse, y sus mejillas de muñeco, salpicadas de una barba rala, lo hacían
parecer aún más joven de lo que era realmente.
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Dejó la bandeja sobre una caja y lo seguí hasta el «D. F. T.», como él
decía. El «Despacho del Fanático de Turno». O sea, yo. De hecho, yo era el
responsable —y el único miembro— de un servicio creado muy
especialmente para mí con la amable contribución, y una sospecha de
chantaje, de nuestro venerado director, Jean de Villeneuve. Un holgazán que
ocultaba más esqueletos en sus armarios que un ayatolá, un auténtico maná
para un arqueólogo poco escrupuloso en busca de un «enchufe» lejos de las
excavaciones. Como los escrúpulos nunca han sido lo mío, había dado a ese
quincuagenario la opción de elegir entre una denuncia en toda regla por
«ocultación de material arqueológico» —más prosaicamente, una soberbia
colección de vasos griegos expuestos en su casa de campo de Trouville y
vendidos por un traficante de antigüedades al que yo conocía— y la creación
de un departamento de «Expedientes arqueológicos sin resolver», dirigido por
su seguro servidor. Su amor a la ciencia y su respeto por la investigación le
hicieron inclinarse de inmediato por la segunda opción. Qué noble alma…
Así pues, desde hacía casi año y medio, me pasaba la mayor parte del
tiempo compilando y estudiando lo que se conocía como «los enigmas de la
arqueología», desmenuzando los informes de los más insólitos
descubrimientos, desde el mecanismo de Antiquitera[1] hasta pilas eléctricas
con una antigüedad de más de dos mil años, encontradas en el asentamiento
parto de Khujut Rabu[2], cerca de Bagdad. Y se trata solo de algunos ejemplos
entre muchos otros. Yo ponía regularmente el fruto de mis análisis a
disposición de los internautas y de los buscadores en una página web. Por
medios más que discutibles, había obtenido de Villeneuve un ordenador
último modelo, así como un espacio en el servidor del Louvre para poder
acumular en él mis datos.
Cuando empujé la puerta de mi despacho, el tufo a naftalina mezclada con
mirra que flotaba en los sótanos me irritó el garguero, y no tuve ninguna
dificultad en adivinar su procedencia.
—¡Sorpresa! —se burló Hans.
Tras dar un portazo, corrí más que caminé hacia la escalera que llevaba a
los despachos de la dirección, en los últimos pisos. También allí la agitación
se hallaba al límite, pero hice irrupción en el despacho de Villeneuve, o más
bien debería decir en el anexo oficioso del museo. En efecto, nuestro querido
director peinaba con regularidad los sótanos en busca de cuadros de maestros
y de estatuas antiguas no expuestas con el fin de rodearse de ellas.
—¿Acaso ha confundido mi lugar de trabajo con una morgue? —pregunté
con voz glacial, dejando petrificados a Villeneuve y a dos de sus
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conservadores, que le estaban presentando una serie de planos y de cuadros
estadísticos.
—¿Perdón, cómo dice, Lafet?
Cerré la puerta e hice una profunda inspiración.
—Mientras estoy aquí hablando con usted, cinco momias crían moho en
mi despacho. ¿Se supone que debo trabajar en su jovial compañía?
Villeneuve se arrellanó en el sillón y me dirigió una mirada venenosa por
encima de las yemas de sus dedos unidos, mordiéndose la lengua para no
ponerme secamente en mi lugar, lo que le habría acarreado serios
inconvenientes, como era plenamente consciente de ello. Incluso desde donde
me encontraba, podía oler la delicada fragancia que su grueso cuerpo
desprendía, pese al aire acondicionado. Una sabia composición de sudor, agua
de colonia a la bergamota y efluvios acres que debían de ser la
materialización olfativa de su espíritu corrompido.
Uno de los conservadores, un hombrecillo embutido en un pantalón de
hilo verde botella y muy envarado en una camisa a cuadros azules y blancos,
le evitó una respuesta atropellada. Dejó escapar un tímido hilillo de voz
mientras se reajustaba las gafas.
—Hemos tenido que lamentar pequeñas dificultades con la exposición
sobre las momias grecorromanas de Bahariya, profesor Lafet. Nos han
entregado cuarenta y cinco sarcófagos, mientras que solo esperábamos treinta
y cuatro. Como su servicio era una de las tres habitaciones climatizadas de los
sótanos, he considerado que…
—Pues ha considerado usted mal. ¡No pienso compartir de ninguna
manera mi despacho con esos cinco desdichados durante un mes porque un
imbécil, perdido en su oasis a cuatrocientos kilómetros al sudoeste de El
Cairo, ya no sabe contar!
—Tranquilícese, profesor Lafet —farfulló el hombrecillo retorciéndose
las manos—. Vamos a reenviarlas en cuanto sea posible. Como muy tarde, a
principios de la semana que viene.
Villeneuve se enderezó, dentro de los límites que le permitía su masa
adiposa, y posó pesadamente las palmas de las manos sobre su escritorio para
fulminarme con la mirada.
—No necesitará usted su despacho en los próximos días, Lafet. —Sacó un
dossier azul de un cajón de su escritorio y lo hizo deslizar hacia mí sobre la
superficie de roble de la mesa—. Se marcha usted a hacer un inventario a
Fontainebleau. A Barbizon, más exactamente.
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No sé qué cara puse en aquel momento, pero recuerdo perfectamente la de
mi superior. Palideció en un abrir y cerrar de ojos y su grueso cuello se
hundió varios centímetros en la abertura de la camisa. Hay que reconocer en
su descargo que existen pocos hombres capaces de sostener una mirada
asesina cuando esta la lanza una especie de vikingo hercúleo con un chirlo en
la cara y de metro noventa y cinco de estatura.
—¿Un… inventario? —murmuré amenazador—. ¿Yo?
Al ver que permanecía a respetable distancia, o más bien que él quedaba
fuera de mi alcance, Villeneuve se aclaró ruidosamente la garganta, tratando
de recuperar una expresión digna.
—No pensará usted que iba a proponerle este trabajo sin motivo, Lafet…
—Eso espero —dije con una sonrisa de tiburón.
—Según creo, conocía usted bien al profesor Lechausseur…
Di un respingo y luché contra la oleada de recuerdos que amenazaban con
inundarme.
—¿Bertrand Lechausseur? ¿El arqueólogo y latinista? Le conozco muy
bien, en efecto.
El corazón amenazó con salírseme del pecho. Corinto… Las excavaciones
dirigidas por Bertrand. Mi último yacimiento. Habíamos recobrado parte de la
carga de una galera romana, que databa de la época de Nerón, la cual había
zozobrado con hombres y bienes en la época en que el emperador citaredo
había emprendido la perforación del canal[3]. Etti… Un año y medio ya…
Una mano firme se posó en mi hombro y me estremecí.
—Bertrand murió la semana pasada, Morgan —intervino el segundo
conservador con su voz de barítono. Tuve la impresión de recibir un golpe en
pleno pecho—. Se cayó del balcón.
Me volví hacia él, desorientado. François-Xavier era el conservador de las
colecciones egipcias, un hombre discreto y eficaz, uno de esos raros
especímenes que parecen tomarse su trabajo en serio, y con quien me entendía
muy bien. Su elegancia y su flema tan británicas traicionaban de inmediato su
ascendencia inglesa, contrariamente a lo que parecía indicar su nombre.
—¿Una indisposición? —conseguí articular.
Villeneuve chasqueó la lengua contra el paladar.
—O una agresión —murmuró.
Me sobresalté.
—¿En su casa?
—Es lo que afirma el informe de la policía. Y para colmo, Lechausseur,
que carece de herederos, dona su colección al Museo del Louvre. Me
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pregunto qué vamos a hacer; los sótanos están a rebosar.
Sentí cómo la mano de Frangois se contraía sobre mi hombro, tan
afectado como yo por el superficial comentario.
—¿Renovar la decoración de su despacho? —me guaseé. Las mejillas de
Villeneuve, encendidas, temblequearon como gelatina—. ¿O la de su casa de
campo, quizá? —Apretó el grueso puño, como si quebrara algo entre los
dedos… a mí, probablemente—. No hay que costearse fantasías que quedan
por encima de los propios medios, señor De Villeneuve.
Agarré el dossier, salí dando un portazo y bajé la escalera hasta los
sótanos para encerrarme en mi despacho en compañía de las momias, que mi
mente había olvidado por completo.
Me repantigué en mi silla y llené hasta la mitad mi taza de café con el
culo de la botella de whisky escocés que mi anterior ayudante en prácticas
había dejado en el cajón de mi escritorio. La vacié de un trago. El alcohol me
quemó la garganta y cayó en mi estómago como rocas en fusión, pero no me
alivió en modo alguno. Un sudor frío me resbalaba a lo largo de la espalda y
hasta los ojos. Lo enjugué con mano temblorosa y mis dedos,
inconscientemente acariciaron la larga cicatriz vertical que me cruzaba el
rostro. Bertrand Lechausseur… Aún oía resonar sus gritos en mis oídos a la
orilla del canal de Corinto.
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se mezcla con la arena y con el agua de mar… Una mano que tira de ti por los
cabellos, y el aire, la superficie, por fin. De nuevo el ruido, los gritos…
«—¡Está herido! ¡Deprisa! ¡Llamad a una ambulancia!
»—¡Falta un submarinista! ¡Falta un submarinista!
»—¡Morgan! Morgan, ¿me oye? Pero ¿dónde diablos se ha metido esa
ambulancia?
»—Etti…
»—Está consciente, profesor.
»—¡Señor Lechausseur, falta un submarinista! ¡No ha conseguido subir!
¡Se ha quedado debajo de los bloques!
»—¡Oh, Dios mío! ¡Hay que bajar a buscarle!
»—¡Es demasiado tarde, profesor! Debemos ocuparnos de este».
Con gesto rabioso, barrí cuanto había sobre mi escritorio y la taza se
rompió contra las baldosas. Me costaba respirar, como si cada músculo de mi
caja torácica se contrajese sobre mis pulmones.
—Perdóname, Etti… Perdóname…
Me cubrí el rostro con las manos, pero sabía que mis ojos permanecerían
secos. No sabía llorar. Nunca había sabido.
—Con eso debería bastar —dije, dando unas palmaditas sobra la tapa del
sarcófago que Hans me había ayudado a desplazar, con gran dificultad, contra
una de las paredes de mi despacho—. Deberías engordar un poco, chaval.
Mi ayudante en prácticas resoplaba como una locomotora y transpiraba
con gruesas gotas.
—¡Yo no me chuto con anabolizantes! —replicó, irguiéndose sobre las
puntas de los pies con la vana esperanza de fulminarme con la mirada.
Le respondí con una sonrisa guasona y tensé el bíceps, tan grueso como su
muslo.
—Lamento decepcionarte, pero es cien por cien natural.
Se enfurruñó y se dejó caer en mi sillón mascullando no sé qué lindezas
cuyo secreto guardaba. Con delicadeza pasé el dedo por la pintura
recientemente desconchada del sarcófago e hice una mueca. Los de
mantenimiento habían ocasionado más desperfectos al hacerlo pasar por la
puerta que el tiempo a lo largo de varios cientos de años. ¿Por qué diablos
habían sacado aquellas momias de sus cajas? ¿Y si se producía una fuga de
agua? Alcé la vista hacia las viejas tuberías y, tras un instante de vacilación,
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recubrí los sarcófagos con una lona de plástico que fui a buscar al almacén.
Más valía no tentar a la suerte, sobre todo después de semejante mañana.
—Bueno, ¿cuándo vamos a tu pueblucho de pintamonas? —se impacientó
Hans—. Esto da un yuyu del copón.
Me retuve para no replicar con aspereza.
—¿Por qué tu abuelo no te envió más bien a hacer unas prácticas de
marcha o de escalada?
—¡Desde luego, es que no te enteras, tío! —dijo riendo a carcajadas.
Enarqué una ceja—. Pues sí, abuelito, desde que se llevaban los pantalones de
campana han inventado el trekking… —Soltó un taco—. Si crees que no
habría preferido largarme a los campeonatos de rampa de Sidney antes que
jorobarme aquí…
«Pues anda que yo», pensé.
—Las dos —dije, mirando su reloj.
Había que irse, en efecto. Los policías ya debían de estar allí, y el
inspector con quien había hablado por teléfono no parecía un hombre capaz
de escatimar en lo tocante a puntualidad. Me había asegurado amablemente
que podía dirigirme a casa de Lechausseur «cuando lo desee, pero bueno, si
pudiese ser hoy antes de las diecisiete horas, ¿verdad?…».
Agarré mi mochila y Hans dio un brinco.
—¿Los polis estarán allí? —Yo asentí, lúgubre—. Entonces, ¿habrá un
perímetro de seguridad? ¿Con las cosas esas de cera sobre las puertas, las
cintas amarillas, la silueta blanca en el suelo y toda la pesca? ¡Qué categoría!
Preferí no hacer comentarios y le señalé la puerta, que cruzó con un grito
de mono aullador. ¿Cómo iba a soportar a aquel energúmeno hasta
septiembre?
Pasamos por mi casa para darnos una ducha —fría—, pues Hans vivía en
el pisito de ocho habitaciones de papá, en Neuilly-sur-Seine, y tuve la suerte
de encontrar en las profundidades de mi armario una camiseta limpia con el
panda de la asociación WF estarcido, un regalo de mi padre.
Recuperamos mi viejo Peugeot 104 del parking y me di cuenta de que mi
ayudante en prácticas se estaba planteando dirigirse a Barbizon a pie.
—¿Existe un vehículo así? —me espetó—. ¿Es un cacharro que has
preparado tú mismo o qué?
—Ese «cacharro» es mi coche, y es él quien amablemente va a
conducirnos a buen puerto pese a sus doscientos treinta y tres mil kilómetros
en el contador. Hala, sube, que no muerde.
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Me instalé al volante y barrí con la mano los paquetes de galletas
despanzurrados, folletos, revistas y botellas de agua mineral vacías para que
Hans pudiera sentarse, cosa que hizo con una renuencia cuando menos
ofensiva. Tiró de la hebilla de su cinturón de seguridad y se le quedó en la
mano.
—El asiento del pasajero no se utiliza a menudo. Agárrate al asiento,
Robin.
—Esto… ¿no le faltarán algunas opciones a tu batidora? Como el cambio
de marchas.
Señaló con el dedo el vástago metálico que sobresalía del suelo, entre
nuestros dos asientos. Puse el contacto y manipulé el cambio sin la menor
dificultad.
—El pomo pasó a mejor vida hace dos años.
Cerró los ojos con un suspiro y yo encendí un cigarrillo antes de salir del
aparcamiento.
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Hans se partía de risa, y yo apreté los labios. Cuántas veces no habría
maldecido a papá por ese grotesco juego de palabras[4].
—Resulta todavía más divertido al revés —traté de bromear. Los policías
tuvieron el buen gusto de sonreír y estrecharon por fin mi mano tendida—. Y
este es Hans, mi… ayudante.
—Yo soy el teniente Rogelio Salgado.
—Agente Lionel Lecari —se presentó su colega.
—Si están ustedes listos, podemos empezar.
Hice una profunda inspiración, asentí con la cabeza y Hans dio un saltito,
impaciente. Me habría gustado poder hacer lo mismo.
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II
Harry Potter y la piedra filosofal. Etti me había arrastrado al cine para ver esa
película adaptada de una novela para niños, y confieso que durante casi dos
horas no aparté los ojos de la pantalla. La anticuada ambientación, los
decorados barrocos, la atmósfera caduca y cálida, el mobiliario tomado
prestado de todas las épocas, que se hundía bajo las telarañas, los viejos
grimorios y las estatuas antiguas habían sido la causa de mi reticencia. Casi se
podían percibir a través de la pantalla los efluvios de té y de rosas marchitas,
un acogedor capullo hecho de magia y de polvo de mitos. Cuando entré en
casa de Bertrand Lechausseur experimenté exactamente lo mismo.
El perfume de la madera tres o cuatro veces centenaria de los muebles
macizos flotaba en el aire, y una cálida fragancia de cera de abeja subía del
crujiente parquet, cubierto por decenas de alfombras de diversas épocas y
procedencias. Espadas de luz que se filtraban por las vidrieras irisadas de las
ventanas del vestíbulo transformaban las volutas de polvo en un improbable
arco iris, que moteaba nuestra piel y nuestras ropas, convirtiéndonos en
Picassos vivientes.
Hans, boquiabierto, avanzó con precaución, y una mancha de oro irisado
de esmeralda se deslizó a lo largo de su espalda. Con cautela tendió un dedo
hacia uno de los numerosos revestimientos de madera esculpida que
adornaban la entrada y lo retiró, sin atreverse a rozar siquiera el hombro de
caoba de la ninfa que blandía una lámpara redonda con el brazo extendido.
—El viejo no leyó Peter Pan —cuchicheó, simulando llevarse un
cigarrillo a los labios—, directamente se lo chutó.
Examinó el techo pintado al fresco, donde reconocí una versión muy libre
del sueño de Narciso.
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—La biblioteca está en el primer piso —murmuró uno de los dos policías
señalando la puerta situada frente a nosotros.
Tampoco él se atrevía a levantar la voz.
Hans giró el pomo de bronce, abrió las dos batientes hojas y no pudo
reprimir una exclamación. Y pensar que, vista desde el exterior, la casa nos
había parecido pequeña…
El hall estaba pavimentado en damero de losas blancas y negras, de
mármol a primera vista. Los postigos estaban cerrados y, exceptuando el
camino luminoso y multicolor, procedente del vestíbulo, sobre el que se
alargaban nuestras sombras, todo estaba oscuro. Las paredes desaparecían en
un espeso manto de tinieblas que igual podía ocultar puertas, escaleras,
pasillos o muebles como un animal fabuloso dispuesto a saltar.
Dos globos se encendieron de repente, nimbando con un velo dorado las
dos estatuas de efebos griegos que los sostenían. Rogelio había accionado un
interruptor. Las dos esculturas de tamaño natural montaban guardia al pie de
una escalera de caracol. La luz de las lámparas no bastaba para iluminar el
hall, pero alumbraba no obstante la escalera.
—Es arriba —dijo uno de los policías—. A la izquierda.
Subimos lentamente los peldaños y conté trece. Bertrand Lechausseur no
era un hombre a quien molestasen las supersticiones.
Si la planta baja era oscura, una profusión de colores y de luz nos
deslumbró en el primer piso. Todas las ventanas estaban adornadas con
vidrieras sin significado especial, motivos geométricos o elegantes arabescos.
El aire, algodonoso de polvo, olía a flores secas, a libros viejos, a pieles y a
cera. No era en absoluto desagradable. Al igual que en el vestíbulo, las
paredes desaparecían bajo los cuadros. Eran incontables las cómodas o
columnas sobre las que habían depositado bibelots, figulinas y cofrecillos.
En el pasillo de la izquierda, dos puertas. Bien pensado, la casa no era tan
grande. Lechausseur tenía un don para la puesta en escena.
—¿Cuántas habitaciones hay? —pregunté.
Rogelio frunció el ceño y desplegó los dedos uno tras otro.
—En el ala izquierda, donde nos encontramos, dos. La biblioteca y el
despacho, al fondo del pasillo. Al otro lado de la escalera, dos dormitorios y
un cuarto de baño. Abajo, además del hall y de la entrada, la cocina, el garaje
y una pequeña sala de estar. Con la tele —añadió sonriente.
Su tono daba a entender claramente que él y sus colegas debían de haber
hecho de la salita con la tele su cuartel general durante las investigaciones.
—¿Y la terraza? —inquirió Hans.
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—La biblioteca queda encima. Pero no se preocupen —se apresuró a
precisar el agente—, no hay ninguna huella aparente. —Hans enarcó una
ceja—. No hay huellas —repitió, como si fuese una evidencia—. Ni sangre.
Solo un trozo de la barandilla que falta. Cedió cuando cayó la víctima.
«La víctima»… Sin duda era la forma de hablar de la policía. Como si «la
víctima» no tuviese nombre. No obstante, deshumanizar un cuerpo tal vez no
fuera sino una manera de desdramatizar la muerte. Nosotros mismos, como
los médicos forenses, éramos los primeros en identificar a los «pacientes» que
estudiábamos por medio de números que en ocasiones anotábamos con
rotulador directamente sobre su cráneo o sus fémures. Si el cuerpo de Etti
hubiera sido recuperado, sin duda le habrían colgado una etiqueta en el dedo
gordo del pie antes de cubrirlo con una sábana… Sacudí bruscamente la
cabeza para ahuyentar aquella imagen.
—Te cedo el honor —dije a Hans al tiempo que le señalaba la puerta de
roble labrado.
Se situó delante del batiente, lleno de impaciencia. Rogelio rompió los
sellos y nos invitó a entrar en el sanctasanctórum del viejo latinista: su valiosa
biblioteca.
La decoración de la casa me había parecido sobrecargada, pero no era
nada en comparación con lo que teníamos delante. Rogelio abrió los grandes
postigos de la puerta vidriera y la cruda luz hirió nuestros ojos. No había
vidrieras en la biblioteca, Bertrand quería ver con claridad en ella. En cambio,
yo eché de menos de repente la luz tamizada del resto de la vivienda, que
habría podido ahorrarme el caótico espectáculo.
—Espero que hayas pensado en coger tu pala y tus paletas… —dijo con
un suspiro Hans, cuyos hombros se hundieron sus buenos diez centímetros.
Esas herramientas no habrían servido de mucho para escombrar aquellos
cuarenta metros cuadrados de superficie, aproximadamente, donde no era
posible plantar el pie sin exponerse a romper lo que allí se encontraba
amontonado. No soy especialmente ordenado, pero mi estudio, incluso en sus
peores momentos, jamás ha llegado a tales extremos. Las estanterías que
cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo se hundían bajo el peso de
los libros, las antigüedades y lo que parecían ser restos de excavaciones
hacinados en bolsas de plástico o en cajas de cartón. Sobre el inmenso
escritorio macizo, ni siquiera quedaba el espacio necesario para depositar una
taza de café. Y las cómodas desaparecían bajo los trozos de ánforas, las
estatuillas, los fragmentos de esculturas, de vasos, los iconos y otros objetos
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que, a primera vista, habrían hecho salivar al más hastiado de los
conservadores de arte antiguo. Como lo que Hans estaba observando.
—Mosaico… —rio—. ¿Hacía eso en sus horas perdidas, el buen hombre?
—Señaló una especie de inmenso cuadro al fondo de la estancia. Me acerqué,
pasando por encima de una serie de cajas, y solté un silbido—. Yo lo hacía
mejor en el parvulario.
—Entonces es que tenías como compañeros a los primeros césares, mi
querido Hans. Me gustaría mucho ver la cara que ponen en Nápoles cuando se
enteren de que han recuperado la parte que les falta.
Me incliné para examinar el hallazgo. Sobre un gran panel de madera de
tres metros por cinco, apoyado contra la biblioteca, había sido reproducido
con claridad el mosaico de la batalla de Alejandro contra el rey persa Darío.
Ese mosaico romano, que databa del siglo I a. C., era la copia de una pintura
de Filoxenos hecha en el siglo III antes de nuestra era. En el extremo izquierdo
pone en escena a Alejandro Magno, cabalgando a Bucéfalo.
—¿Es antiguo? —preguntó mi ayudante en prácticas.
—Este mosaico es conocido en el mundo entero, salvo por ti, eso salta a la
vista. Se halla expuesto en el museo arqueológico de Nápoles.
Me había dedicado a su estudio durante varios días cuando tenía la edad
de Hans y, al igual que muchos, había lamentado la pérdida del fragmento que
reproducía la parte inferior de Bucéfalo y del cuerpo de su amo. Ahora se
encontraba ante mis ojos, cuidadosamente colocado de nuevo en el lugar
donde habría debido encontrarse en el mosaico original.
—Entonces, ¿es auténtico?
Eché una mirada a lo que me rodeaba y asentí. Bertrand Lechausseur
siempre había detestado las copias.
Hans se dejó caer en una silla, que gimió peligrosamente bajo su peso, no
obstante modesto.
—Cuando le cuente esto al abuelo…
Me permití una sonrisa de satisfacción. Si la visión de un mosaico perdido
podía conmoverlo, es que quizá no era tan irrecuperable como me temía.
—Sosiégate, chaval. Si supieras lo que duerme a veces en las colecciones
privadas… Algo muy distinto de ese fragmento de mosaico.
Acaricié con precaución las frágiles teselas. El trabajo había sido tan
cuidadoso como minucioso. Cada elemento se adhería firmemente a la
madera cubierta de papel grueso sobre la que se había trazado la maqueta del
fresco, pero, en caso de necesidad, era posible despegarlos sin gran riesgo de
que sufrieran algún daño.
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Me volví hacia los policías, que nos observaban desde lejos sin
comprender la razón de nuestro asombro.
—¿Material robado? —aventuró el más joven de los dos.
—Si ese es el caso, encontrará la denuncia por robo, redactada en latín, a
unos veinte metros bajo tierra, calculando por lo bajo.
Rogelio frunció las pobladas cejas.
—¿Puede ser más preciso?
—Perdone, ha sido el humor de rata de museo. No, esto no ha sido
robado. De hecho, este trozo de mosaico se creía destruido desde hace siglos.
Los policías cambiaron una mirada de entendimiento y opinaron de motu
proprio como si hubieran captado perfectamente los pormenores del asunto.
—Vamos a empezar a catalogar, fotografiar y embalar lo que se encuentra
aquí para hacer que lo envíen al museo —dije con un suspiro—. Si quieren
ustedes quedarse para ayudarnos a hacer nuestros paquetes de regalo…
Rogelio torció la nariz mientras recorría con el rabillo del ojo los estantes
polvorientos. Se alisó la impecable raya del pantalón, como si lo imaginara ya
cubierto de telarañas.
—Más bien los dejaremos trabajar sin molestarlos. Si nos necesitan,
estaremos en la sala de estar, en la planta baja.
Los dos policías desaparecieron por el pasillo y Hans, excitado como una
pulga, me tiró de la manga de la camiseta mientras se sacaba el móvil del
bolsillo.
—Conozco a un tipo que trabaja en una revista de historia. El padre de un
compañero de la facultad. Es un fracasado, pero sabe cómo hacer una
exclusiva. ¡Seremos famosos, Morg! ¡Saldremos en la tele!
La chispa de esperanza que se había encendido en mí a la vista de su
emoción se apagó de repente.
—Cálmate —lo corté, al tiempo que le quitaba el teléfono de las
manos—. Guarda ese móvil, las cosas no se hacen así. Estás en período de
prácticas, Hans, no de vacaciones. En primer lugar, bajaremos a recoger la
cámara de fotos y el material que hay en el maletero de mi coche. En segundo
lugar, lo catalogaremos todo, y he dicho «todo». Hecho lo cual, avisaremos a
quien corresponda, es decir, al Louvre, que se pondrá en contacto con el
museo arqueológico de Nápoles, u otros, si volvemos a encontrar una pieza de
cierta importancia.
—«Una pieza de cierta importancia» —remedó él—. ¡Morg, ese puzle
tiene dos mil años! ¡Es el descubrimiento del siglo! ¡La fama!
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Le dirigí una mirada oblicua. La única razón que obligaba a aquel chico
de buena familia a soportarme era que su abuelo había amenazado con dejarle
sin recursos si seguía saltándose las clases y no se sacaba el título. ¿Cómo
había podido pensar ni por un momento mi antiguo mentor que yo sería capaz
de despertar interés alguno por la historia en aquel muchacho? Todo
constituía un buen pretexto para zafarse del camino trazado, ganar dinero y
ver su nombre en las portadas de las revistas.
—Hans, los libros perdidos de Tácito, la cabeza del coloso de Rodas o
incluso los calzones de Dagoberto serían «descubrimientos del siglo». Eso es
tan solo un trozo de mosaico como debe de haber cientos, incluso miles, en
las galerías de los coleccionistas privados. Importante, ciertamente, pero
excepcional desde luego que no.
—Pero…
—¡Hans! Los yacimientos arqueológicos son saqueados desde hace siglos.
Los mármoles del Partenón de Atenas están en el Museo Británico. En el
Louvre, sin ir más lejos, tenemos un fragmento del Ara Pacis de Roma, que
no tiene nada que hacer allí, y las manos de la Venus de Milo sirven quizá de
pisapapeles en casa de un magnate de la droga de un cártel colombiano. Ya
durante la Antigüedad, los coleccionistas romanos despojaban los templos
griegos de sus estatuas. Es algo trivial, algo corriente, no tiene por qué
provocar insomnio.
Le asesté una palmada irónica en el hombro antes de cerrar la puerta de la
biblioteca a mi espalda, dejando que refunfuñase hasta hartarse.
Saqué del maletero una mochila deportiva raída que contenía los pertrechos
perfectos del excavador de ruinas: una Polaroid, un cuaderno de croquis, una
linterna, reglas, escuadras, cuerda, dos rollos de cordel… En una palabra,
todo cuanto podía serme necesario en un yacimiento o durante un inventario.
Cuando Etti y yo empezamos a trabajar en los yacimientos arqueológicos, mi
padre nos obligaba a vaciar las bolsas y hacer el recuento de nuestro equipo
todas las mañanas. Un rollo de cordel o un pincel que faltasen nos valía una
sustancial deducción del dinero que ingresaba en nuestra cuenta a final de
mes. Si bien el valor del material era una cuestión más que desdeñable, no
ocurría lo mismo con la ética profesional, aunque se redujese a una paleta o
un compás.
Cuando aún vivía en la India, Etti creía que el arquetipo del arqueólogo
era un hombre bigotudo de piel clara, con traje colonial inmaculado, una taza
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de té en la mano derecha y un puro en la izquierda, posando orgulloso ante
una pirámide egipcia. Uno de esos a los que había visto en las massala
movies, las comedias musicales coloristas que a los indios les vuelven locos.
Papá no había tardado en borrar esa imagen de Épinal, pues él no había
nacido con la flor en el culo e historiadores célebres por padrinos. Cuando,
tras haber obtenido su titulación universitaria, mi padre participó en sus
primeras excavaciones en Pakistán, no poseía contacto alguno en los círculos.
Se entrenó en el trabajo de campo y, de yacimiento en yacimiento, de
biblioteca en librería de viejo, aprendió su oficio. Con ocasión de una de esas
excavaciones, conoció a mi madre, una islandesa prendada de Asia, que le
contagió su amor por la India y sus ganas de una familia numerosa. Hasta las
últimas semanas del embarazo, chapoteó en los charcos de los monzones,
paleta y pincel en la mano. Destinado a ser el primero de una retahíla de
mocosos, fui el único ejemplar. Mi madre murió a causa de una hemorragia
en la ambulancia que la trasladaba al hospital donde habría debido traerme al
mundo. Soy, por así decirlo, un hijo póstumo, extirpado con el tiempo justo
de un cuerpo que había dejado de vivir varios minutos antes. Mi padre jamás
se perdonó haber permitido que mi madre trabajase hasta el límite de sus
fuerzas, pero difícilmente habría podido impedírselo. Al igual que ocurre en
la actualidad, por entonces un arqueólogo no se ganaba bien la vida, y de niño
vi con frecuencia cómo papá contaba y racionaba los billetes que debían
permitirnos vivir desde el primero hasta el trigésimo día del mes. Me enseñó a
ser duro, ambicioso, y a no dejar nunca que los intereses de los demás pasaran
por delante de los míos.
«Ya no tenemos familia, Morgan. Ni tejado bajo el que resguardarnos los
días de tormenta. Ninguna mano auxiliadora que nos saque del agua si nos
estamos ahogando. Uno solo puede permitirse tener escrúpulos cuando el
estómago está bien cebado y los bolsillos repletos. La filantropía es para la
gente rica e influyente».
Él se había convertido en lo uno y lo otro, no sin dificultad.
—¡Hola!
Me di la vuelta y me encontré cara a cara con una mujer de unos cincuenta
años, que vestía unos tejanos con pinzas y una blusa de algodón. Minúscula,
de apenas metro cincuenta, con el pelo corto y mofletuda, se mantenía erguida
como la justicia.
—Le he sobresaltado, perdóneme —dijo con simpatía al tiempo que
tendía su manita coloradota—. Soy Madeleine, el ama de llaves de Bertrand.
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Al menos lo era —se corrigió, con un suspiro desgarrador—. Pobre hombre…
Usted debe de ser uno de esos caballeros del museo…
Algo cohibido, estreché la manita tendida y me sorprendió su firmeza.
—Permítame presentarle mis condolencias —dije, posando la mano
izquierda sobre la suya, que seguía sin soltarme—. Conocí bien al profesor
Lechausseur. Soy Morgan Lafet.
Ella dio un respingo.
—¿Lafet? ¿No será el hijo de ese caballero que venía a veces, el que hace
programas de televisión? —Asentí con la cabeza y por fin consintió en
devolverme mi mano para juntar las suyas en un gesto de pura adoración—.
Me gustó mucho el programa de su padre sobre la mitología hindú. Sabe, en
la tele tendrían que emitir más cosas como esa. En nuestros días no ofrecen
suficientes programas culturales. Ni siquiera en la tele por cable —precisó.
Luego enarcó las cejas—. No parece estar de acuerdo.
—Sí, ¿por qué?
—Ha puesto mala cara.
Señalé con el dedo hacia el cielo, donde el sol parecía experimentar un
perverso placer en ver cómo me cocía al raso. El ama de llaves soltó un gritito
de ratón y me empujó hacia la casa.
—Venga, vamos a la cocina, me extrañaría mucho que no quedase lo
necesario para preparar una buena limonada. No he visto marcharse a los
policías. ¿Siguen aquí? También ellos deben de sufrir a causa del calor,
¡pobres muchachos! Un uniforme oscuro con un sol semejante, menuda
ocurrencia. Me pregunto cómo es que la administración no ha pensado en
proporcionarles un atuendo mejor adaptado al verano. Tenga en cuenta que…
Y blablablá… Medio aturdido por aquella cotorra en miniatura, me dejé
caer en el banco de la cocina. Al verla cortar los limones sin hacer la menor
pausa en su monólogo, la visión del profesor Lechausseur tirándose por el
balcón al tiempo que gritaba «¡Basta!» se me antojó una posibilidad que tal
vez habría que tener en cuenta.
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corroída. La casa estaba en perfecto estado de conservación. Dicho lo cual,
nadie mejor que yo para saber que la roca podía ofrecer un aspecto de lo más
compacto y deshacerse como arena húmeda cuando apoyabas la mano.
Me arrodillé en el polvo para sacar la Polaroid y el dictáfono del fárrago
de mi mochila. Fue el momento que eligió Hans para dignarse reunirse
conmigo.
—¡No irás a decirme que llevas casi dos horas tomando la limonada de
Madeleine!
—No, estaba hablando con los polis.
—Oh. ¿Estás pensando en trabajar en la policía?
Torció la nariz.
—¿Sabes cuánto cobra un poli? —Preferí no responder. Me señaló la
terraza—. Decididamente, el viejo arrastró consigo parte del balcón en su
caída.
—Se llamaba Bertrand Lechausseur, no «el viejo», y para tu información,
no era especialmente esbelto. Una barandilla de madera o de metal quizá le
hubiera salvado la vida.
—¡Tonterías! Le habrían hecho pasar por encima y ya está.
—Vas demasiado al cine, Hans. Madeleine me ha confiado que llevaba
algún tiempo deprimido.
—Sí, sí, está muy claro… Lleva varias semanas deprimido, piensa en el
suicidio, pero de todos modos compra un billete de ida y vuelta para
Alejandría la víspera de su muerte. Un tipo en sus cabales siempre prepara sus
vacaciones a Egipto antes de jugar al cohete detector de barro, ¡eso lo sabe
todo el mundo!
Me puse rígido, disgustado tanto por su insolencia como por lo que
insinuaba.
—Te ahorraré la bofetada que mereces si me dices cómo te has enterado
de eso —refunfuñé—. ¿Por los policías? ¿Por Madeleine?
Desaparecidas toda seguridad y arrogancia, Hans se batió en retirada
agitando las manos.
—Cálmate, Espartaco —farfulló—. Estaba bromeando, eso es todo. Me
disculpo. ¿Vale así? ¿Estás contento?
Hice un gesto de desánimo dirigido a él y le volví la espalda.
—O sea, que no respetas nada… Te ofrecen la posibilidad de…
—¿La posibilidad de qué? ¡Yo no he pedido nada! Me obligan a pasar mis
vacaciones en un museo en compañía de Conan el Bárbaro, que me endilga
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lecciones de moral de tres al cuarto, y cuando asomo la nariz al exterior, es
para ir a hacer la limpieza en el estercolero de una vieja ruina que no…
—¡Cierra el pico! —vociferé, al tiempo que me volvía bruscamente para
blandir un dedo amenazador bajo su nariz. Él se quedó petrificado y palideció
en una fracción de segundo, pero esta vez yo estaba realmente hasta la
coronilla—. ¡No quiero que salga una palabra más de esa boca de alcantarilla
que te sirve de cavidad bucal! Te llevaré a casa. Arréglatelas para que no
vuelva a verte mañana por la mañana. ¡Ya te encargarás de explicarle a tu
abuelo por qué! —Di un paso y él retrocedió hundiendo la cabeza entre los
hombros, sin apartar la vista de mis manos, con la certeza de que una de ellas
iba a abatirse sobre su rostro—. Si fueras mi hijo, ¡te dejaría pudrirte en una
habitación sellada hasta que fueses capaz de recitarme el diccionario
etimológico en ambos sentidos! —Hans dirigió una mirada aterrada a la
puerta, rogando sin duda porque los policías me oyeran gritar y subiesen a ver
lo que ocurría, pero yo bajé el tono—. Eres un gallito arrogante —silbé entre
dientes—, un holgazán, una chinche aferrada a la tarjeta de crédito que tu
padre agita ante tu hocico como una zanahoria ante un asno. No te interesa
nada, no entiendes nada, no respetas nada, eres de esos mocosos que solo
sueñan con berrear rimas fáciles en un micro y pavonearse ante los flashes de
los periodistas con tres kilos de quincalla alrededor del cuello. ¿Te tomas por
un tipo duro? Mírate, Hans, estás temblando, paralizado, prietas las nalgas.
—Hizo un amago de levantar el puño y lo empujé con una risa sarcástica,
desequilibrándolo—. Oh, ¿quieres hacerme probar tus puñitos? —Me golpeé
los pectorales con la palma de la mano—. Pega aquí. Luego podremos jugar a
las tabas.
De pronto, los brazos le cayeron a lo largo del cuerpo, se le aceleró la
respiración y puso una expresión amenazadora. Se pasó la lengua por los
labios, como si se deleitase por anticipado de la marranada que iba a vomitar.
—¡El hecho de que te abandonara no justifica que te desahogues
conmigo! —Enarqué una ceja—. ¡El moreno cuya foto has colgado en todos
los rincones de tu estudio, viejo bujarrón!
Mi mano voló hacia su rostro en una fracción de segundo, y luego el
tiempo pareció detenerse. Tendido en el parquet, derribado como un bolo,
Hans no se atrevía a esbozar un gesto o emitir una queja.
Ante aquel cuerpo encogido, frente a aquellos ojos azules que me
taladraban, velados de lágrimas involuntarias, me di cuenta de que sin duda
era la primera vez que alguien le levantaba la mano.
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Habría querido que me insultara, que me devolviera el bofetón, pero no
hizo un solo gesto, no dijo una palabra, y yo me senté en el sillón de Bertrand,
dándole la espalda. No podía mirarle a la cara. Yo, un bruto de noventa y
ocho kilos, acababa de golpear a un niño. Había pegado a un crío porque este,
al igual que todos los chiquillos que carecen de las condiciones físicas
necesarias para hacer frente a la violencia, había tratado de hurgar en la herida
que a su modo de ver dolería más.
Tendría que haberme disculpado, tratar de explicarme, pero lo único que
pude decir fue:
—Ve a esperarme al coche.
Obedeció sin siquiera una protesta o un suspiro de enojo. Yo le daba
miedo, y eso era terriblemente desestabilizador para él. Los hombres y las
mujeres con los que se había codeado hasta entonces debían de consentirle
todos los caprichos, ávidos de complacer a un abuelo que era un reputado
catedrático de universidad o a un padre riquísimo.
Llamaría a Ludwig al día siguiente y, conociendo a su nieto, sin duda
comprendería mi gesto, inexcusable aunque explicable. Había aceptado
formar a un joven en período de prácticas, no educar a un adolescente rebelde.
Una vez tomada esa resolución, recogí mis cosas, me eché la mochila al
hombro y tropecé dolorosamente con una irregularidad del suelo. Dejé caer lo
que llevaba, jurando como un carretero, y me agaché. El chaval había roto
una tabla al caer. La caída debía de haber sido aún más dura de lo que yo
pensaba, y me hice la reflexión de que, si formulaba una queja por lesiones,
yo iba a pasar un penoso cuarto de hora, pero alejé esa posibilidad de mi
mente. El profesor Peter no lo permitiría, le conocía lo bastante bien para
tener casi una certeza absoluta, y además mi padre y él eran amigos íntimos.
Intenté volver a colocar la plancha de roble y me di cuenta de que no
estaba rota. Solo levantada. O más bien… abierta, me dije, al observar que
dos goznes de acero la retenían a la plancha contigua en toda su longitud.
¿Qué era aquello? Parecía la abertura de un compartimiento practicado en el
suelo.
Estuve a punto de introducir la mano, pero me lo pensé mejor y hurgué en
mi mochila para sacar una linterna y explorar el fondo del escondrijo.
Distinguía perfectamente el sistema de cierre. Una fuerte presión en el lugar
preciso de la cerradura abría la trampa. Vaya con el profesor…
El compartimiento no era muy profundo, unos veinte centímetros, por
diez de ancho y unos sesenta de largo. El ideal para deslizar en él el objeto
oblongo, envuelto en papel de seda, y el viejo cuaderno de cuero, cerrado con
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gomas pasadas, que saqué de su escondite. Aparté con suavidad las capas de
papel. Sobre el lecho de hojas arrugadas descansaban dos tubos de cartón
rígido.
Una especie de intuición me provocó comezón en la nuca y me erizó el
vello. Un sentimiento inexplicable que después he experimentado varias
veces pero que por entonces aún no sabía identificar. Una alarma instintiva.
La señal de que había puesto el dedo en algo que iba a trastornarlo todo. El
mapa del tesoro dentro de la botella. La palanca secreta del templo inca. El
milagro que solo ocurre en las películas.
Sopesé el primer tubo, singularmente pesado, y luego retiré la tapa de
plástico que lo cerraba. Un objeto frío se deslizó en mi mano. También él
estaba envuelto en papel de seda. Una espada corta fundida en un metal gris
opaco desde la punta hasta la guarnición, reforzada por una empuñadura de
hueso. Desprovista de decoraciones a excepción de un sello grabado en la
hoja, era de una simplicidad fascinante, casi demasiado perfecta.
Hice saltar la tapa de plástico del segundo tubo, mucho más ligero que el
primero. Lo incliné, pero nada cayó de él. Intrigado, eché una ojeada al
interior. Un documento. Introduje dos dedos en el tubo para sacar de él
delicadamente lo que parecía ser una carta amarillenta. Crujía como viejo
pergamino, pero no parecía especialmente frágil. Se deslizaron dos cintas
lastradas con un sello, firmemente pegadas al documento por una segunda
marca de cera. Desenrollé la hoja con mil precauciones, acariciando
suavemente el basto grano de derecha a izquierda. Reconocí aquella textura
por haberla tocado hacía poco, cuando ayudé al profesor Verbeck en el
Louvre a volver a clasificar las biblias antiguas. Libros con varios siglos de
antigüedad.
El texto estaba escrito en latín. Me senté con las piernas cruzadas y
descifré las letras góticas. Era un documento del Vaticano que databa del
siglo XVIII. Un informe de excavaciones que habrían tenido lugar en Italia en
1709, cerca de Nápoles, en una ciudad romana no precisada, probablemente
Herculano, pues la fecha correspondía. Mencionaba una espada corta
descubierta en la villa de un patricio, un coleccionista, a juzgar por las obras
de arte encontradas en el mismo lugar. Sentí cómo el corazón se me
embalaba. Levanté el arma que descansaba a mi lado y la examiné. En ningún
caso podía tratarse de la misma, pues la que yo sostenía era una copia
moderna. La hoja no presentaba la menor falla, ningún arañazo, ningún golpe,
nada. El hueso de la guarnición, en cambio, parecía mucho más antiguo.
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Acaricié el sello grabado en la hoja: una mano que sujetaba un martillo. Ya
había visto ese sello recientemente, lo habría jurado.
Deposité el arma de través sobre mis rodillas y reanudé la lectura; pero no
encontré ninguna información interesante, dejando aparte el hecho de que la
espada descubierta en la casa patricia había pertenecido a…
—¡En el nombre de Zeus!
Mi mirada se deslizó hasta el mosaico y dejé escapar un hipido. La
cnémide[5] derecha de Alejandro Magno lucía como adorno la mano con el
martillo, el mismo sello que en la hoja de la espada.
Cogí el cuaderno de cuero para hojearlo y solté un juramento. Estaba
cubierto de esquemas, dibujos y planos, y escrito en una especie de galimatías
que tenía todo el aspecto de un código. Aquella jerigonza representaba, con
toda probabilidad, años de trabajo.
Sin pararme a pensarlo, volví a introducir el documento y la espada en sus
tubos, cerré de nuevo el cuaderno y lo amontoné todo en mi mochila
deportiva, muy decidido a examinar tranquilamente aquellos objetos en mi
casa. Después de todo, nadie podía echar de menos cosas cuya existencia
ignoraba todo el mundo, y eran lo bastante importantes para que Bertrand se
hubiera tomado la molestia de ocultarlas tan cuidadosamente.
Mi mirada se vio entonces atraída por el balcón y la barandilla rota. En
resumidas cuentas, tal vez alguien conociera la existencia de aquellos objetos.
¿Y si esa persona había sido la Némesis del profesor Lechausseur? ¿Si era lo
que buscaban aquel o aquellos que lo habían agredido? Un sudor helado me
resbaló por la espalda. Una copia de espada antigua y un viejo informe de
excavaciones del Vaticano ¿podían ser codiciados hasta el punto de atacar a
un hombre en su propia casa, de arrojarlo desde lo alto de su balcón, con
riesgo de ser vistos por medio vecindario? Aquello no tenía sentido. A menos
que, como yo sospechaba, el hueso de la empuñadura de la espada fuera
auténtico…
Bajé corriendo la escalera y me dirigí con paso decidido hacia la cocina,
de donde escapaba un agradable olor a canela, comentarios joviales y el
volumen mareante de la televisión. No era de extrañar que los policías no
hubieran oído nuestra pelea.
—He terminado por hoy —anuncié.
—¿Ya? —se sorprendió la buena mujer.
—Sí, he de volver a pasar por el museo.
—Ah —dijo Rogelio—. ¿Algún problema?
—No, en absoluto. El ritual cotidiano.
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El policía agitó la mano.
—Ah, ¿el papeleo? Sabemos de qué va.
—¿A qué hora puedo volver mañana?
—¿A las nueve?
—Me va perfecto.
—Le, les prepararé un copioso desayuno —intervino Madeleine—. ¿No
quiere llevarse algunas galletas para esta noche?
Meneé la cabeza.
—Es muy amable de su parte, Madeleine, pero tengo una cita —mentí—.
De trabajo —precisé, al ver cómo sus ojos chispeaban—. Hasta mañana, que
pasen una buena velada.
Me saludaron amablemente y salí, palpando la espada a través de la tela
de mi mochila, y luego me metí en mi coche.
Hans, acurrucado en el asiento del pasajero, abrió la boca, pero le lancé
una mirada glacial y volvió a cerrarla enseguida. No intercambiamos ni una
sola palabra hasta llegar a la puerta de Orléans, donde me detuve en doble fila
ante la primera boca de metro que encontré. Crucé los brazos sobre el volante,
aguardando a que bajase.
—Morg —farfulló—, yo… he dicho una tontería, lo primero que me ha
pasado por la cabeza. —No respondí—. Es verdad, jolín, ni siquiera conocía a
ese tío.
—Ese «tío» era mi hermano. —Hipó. Un coche hizo sonar el claxon
detrás de mí—. Baja.
Su respuesta se perdió en el estrépito cuando el coche tocó el claxon de
nuevo, y salió del habitáculo a regañadientes, cerrando con suavidad la
portezuela. Antes de arrancar, observé que no tenía ninguna huella de golpe
en la cara. Tanto mejor.
Consulté mi reloj. Las seis en punto. Manuela debía de estar en su casa.
Con un poco de suerte, podría llevar rápidamente la espada al laboratorio de
la Universidad de Jussieu y fechar el hueso.
Tomé la dirección del Odéon confiando en que mi colega estaría en «fase
de aura positiva», como ella decía, o no daba un chavo por mi karma.
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III
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endiablados perfumes a base de esencias de plantas improbables cuyo secreto
dominaba.
—Manuela… —murmuré, adoptando el tono más sensual de mi
repertorio—. No estoy bromeando. Si haces esa datación para mí, ya no podré
negarte nada.
—¿Nada, de verdad?
—Nada. —Se oprimió contra mí con una sonrisa de tiburón y yo la
rechacé—. ¡Jamás!
Se sentó en el borde de su escritorio y se miró las uñas.
—Entonces peor para ti. Hasta la vista, Morgan.
—Manuela… ¡Pídeme lo que quieras excepto eso!
—O «eso» o nada. Tienes cinco segundos. Uno…, dos…
—¡De acuerdo! —Su rostro se contrajo en una ancha sonrisa—. Pero
quiero los resultados mañana.
—¿Qué?
—¡Mañana! —repetí—. Tienes cinco segundos.
—¡Muy bien! —exclamó ella—. Te espero en el Mysti a las tres de la
tarde.
—¡Gracias, Manuela! Te debo una.
—A otro perro con ese hueso. ¿Dónde está tu trozo de chatarra?
Saqué la espada cuidadosamente envuelta de mi mochila y la deposité
sobre el escritorio.
—Cuídala bien.
—No te preocupes por ella.
Me dirigí hacia la puerta, encantado de escapar de los efluvios de
marihuana que los popurrís, diseminados por los treinta metros cuadrados de
decoración nueva era, no lograban enmascarar.
«¡Esta mujer está loca!», repetía invariablemente Etti enanco se trataba de
mi colega. Y no se equivocaba. La pobre idolatraba a mi hermano (por la
misma razón que los restaurantes indios, los saris indios, los dioses indios y
todo aquello a lo que podía colgar la palabra «indio», incluido el verano), y él
huía de ella como de la peste. Sin embargo, una cosa no tenía vuelta de hoja:
Manuela era una profesional como la copa de un pino y eso era cuanto me
importaba por el momento.
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—¡Cuidado, señor Lafet, acabo de encerar la escalera! —gritó la portera
desde su cubículo.
—Gracias, señora Risoti.
Trepé los peldaños como si mi mochila pesara quince kilos y saqué las
llaves del bolsillo exterior. Apenas tuve tiempo de cerrar la puerta a mi
espalda, cuando el timbre del teléfono me perforó los tímpanos.
—¿Diga? ¿Cathia? No, solo un poco cansado. ¿Esta noche? Prefiero que
no, tengo bastante trabajo. ¿Nos llamamos cuando la cosa se aclare un poco?
Yo también. Que pases una buena velada.
Colgué y solté un hondo suspiro al tiempo que me dejaba caer en el diván.
Lo último que me apetecía era la compañía de una incurable romántica como
Cathia. Era de esas mujeres convencidas de que «no» quiere decir «sí» y
«aventura sin mañana», «te amaré siempre». La había abordado un sábado por
la tarde en el Louvre, con la intención de librarme de ella después de una
noche, pero hacía dos meses que nos veíamos dos veces por semana. Cada
vez que intentaba hacerle entender que no sentía nada por ella, Cathia se
deshacía en llanto y acabábamos abrazados en el sofá.
—Qué asco de día —dije a Etti, que me sonreía en su marco, sobre la
mesita baja.
Me quité la camiseta, la tiré sobre la moqueta y me froté las doloridas
sienes. Mi hermano habría protestado porque iba sembrando mi ropa sucia
por el apartamento, me habría empujado sin miramientos hacia la ducha y se
habría instalado a los fogones para cocinar uno de sus maravillosos currys.
Pero él ya no estaba allí, así que mi sudor y yo remoloneamos en el diván, la
camiseta se quedó en la moqueta y tuve que decidirme a encargar una pizza
porque de nuevo había olvidado hacer la compra.
Me fumé un cigarrillo, luego otro y encendí un tercero con la colilla del
segundo antes de arrastrarme hasta el cuarto de baño. Me deslicé bajo la
ducha y solté un taco al girar el grifo. La caldera… Me lavé, pues, con agua
fría, me enrollé una toalla en torno a la cintura y tomé el bloc de notas de
encima de la consola de la entrada para anotar un «llamar al fontanero», que
fue a reunirse con los «hacer la compra», «hacer la colada», «peluquería»,
«pasar por la Seguridad Social», «pagar los gastos de comunidad» y otras
tareas urgentes que se acumulaban en la puerta del frigorífico. Cogí la única
manzana que quedaba en el cesto y la mordí sin gran convicción antes de
darme cuenta de que estaba hambriento. No había tomado bocado en todo el
día.
El teléfono sonó de nuevo.
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—¿Diga?
—A las buenas noches. ¿Podría hablar con el Heracles que los dioses me
concedieron una noche de desenfreno?
Me eché a reír.
—Papá…
—¿Has recibido mi regalito? —preguntó con su voz jovial.
—Sí, y se lo he dado a la portera. —Lo oí reír a carcajadas—. Con un
poco de buena voluntad, estoy seguro de que podrías haber encontrado algo
todavía más asqueroso.
—Vamos, confiesa que te hizo reír, ¿a que sí?
—¿Volverás pronto?
—Cuando me haces esa pregunta es porque estás inquieto. ¿Qué ocurre?
—Estoy muy bien, papá. —Una pausa—. ¿Te han informado del
fallecimiento del profesor Lechausseur?
—Me enteré ayer —murmuró, repentinamente lúgubre—. Creí entender
que había donado sus colecciones al Louvre, ¿estás al corriente?
—Sí. Me han cargado a mí el inventario.
Reprimió un taco por los pelos.
—Pero ¿qué tiene esa gente en la sesera? —Hizo una profunda
inspiración—. ¿Y cómo lo llevas?
Me dejé resbalar a lo largo de la pared para sentarme en el suelo. Mis
cabellos mojados, que se me pegaban a la espalda, me parecieron de repente
helados.
—Este asunto me ha hecho pensar en Corinto… Papá, a veces tengo la
impresión de que Etti puede aparecer por la puerta en cualquier momento o de
que me lo voy a cruzar en la cocina.
Al otro extremo de la línea se hizo un denso silencio.
—¿Has vaciado los armarios? —preguntó con una voz tan estrangulada
que me costó reconocerla.
—¡No puedo! Y tampoco veo la utilidad. Sus cosas no me molestan.
—¡En el nombre de Dios, Morgan! ¡Su cepillo de dientes sigue en el
cuarto de baño! Toda esa…, esa puesta en escena, su ropa en los cajones, sus
fotos enmarcadas por todas partes…, resulta malsano.
—¡Esa «puesta en escena», como tú dices, es todo lo que nos queda!
—Quiso protestar, pero le corté—. ¡Ni siquiera tenemos una tumba sobre la
que depositar un ramo de flores!
—Morgan… Etti se encuentra a decenas de metros de profundidad bajo
varias toneladas de mármol y de hormigón… Estaré en Montreal tres días
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más, pero si me necesitas, tomaré el primer vuelo de…
—No, es inútil. ¿Tienes acceso a tu buzón de correo electrónico?
—Por supuesto… Pero bueno, Morgan, ¿qué es lo que ocurre?
—Prefiero no hablar de ello por teléfono. Creo que he dado con algo
interesante. Te enviaré un e-mail esta noche o mañana para contártelo.
—¿Interesante hasta qué punto?
—Ya lo verás. —Oí aplausos de fondo—. ¿Dónde estás?
—Te llamo desde los salones de recepción de la embajada india. Los
eruditos a la violeta acaban de terminar su perorata. Has encontrado algo
durante el inv…
—Te envío un e-mail —le corté—. Ve, no te hagas esperar.
Colgué y fui a buscar el abultado cuaderno de Bertrand de mi mochila.
Me instalé en el diván para hojearlo y elegir las páginas que deseaba escanear
y enviar a mi padre. Tal vez él viera con más claridad que yo en aquella
jerigonza. Sobre mis rodillas cayó una hoja doblada en dos de papel barato
mal cuadriculado, arrancado de un cuaderno. Reconocí, por haberlos
emborronado con mis plumas a menudo, la textura de los blocs baratos que
puedes comprar en algunas tenduchas griegas y orientales, perdidos entre los
botes de cola que no pegan nada y los lápices de mina tan dura que graban
más que escriben. Habían garabateado sobre la hoja el plano de un trozo de
ciudad, trazado apresuradamente y sin los nombres de las calles, así como un
nombre, Amina, y un número de teléfono sin indicativo. Aquella persona
habría podido hallarse en cualquier parte, pero… ¿no había hablado Hans de
una reserva para Alejandría? Y Amina era sin lugar a dudas un nombre de
resonancia oriental.
En ese momento sonó el timbre de la puerta de entrada. Mi pizza. Fui a
abrir, recuperando mi toalla al pasar, y pagué al mensajero con el talonario
que guardaba en el cajón de la consola. Me disponía a volver al salón con mi
pitanza, mordisqueando un champiñón, cuando el teléfono sonó otra vez. Al
parecer, todo el mundo se había pasado la consigna. Descolgué con la mano
izquierda, mientras sujetaba la pizza en la derecha, y la toalla cayó.
—¿Mmm?
—¿Puedo hablar con Morgan, por favor? —preguntó alguien con voz
tímida.
Tragué el champiñón y me aclaré la garganta.
—¿De parte de quién?
—No te había reconocido. Soy Hans. ¿Te molesto?
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¡Diablos! O me lo habían cambiado, o mi tortazo le había colocado el
cerebro en su sitio. O bien, lo que era más probable, trataba de redimirse por
su conducta, temeroso de ver cómo las pelas de papá y del abuelo se le
escapaban.
—Lo siento, Hans, pero no he cambiado de opinión. Ya no te quiero como
ayudante, suponiendo que alguna vez lo hayas sido.
—No, no se trata de eso. —Arrugué la frente—. En fin, no Jamo por eso.
Es solo que…, es decir, que estoy por la zona, en tu barrio, quiero decir, y
entonces, me he dicho que, si no habías jala…, cenado, podría invitarte a un
restaurante. Conozco un italiano muy guay —me tentó. Me mordí la lengua
para no reír—. ¿Te apetece? —No respondí—. ¿Morgan? ¿Estás ahí?
¡Pero qué mal se lo montaba!
—¿A qué viene tanta deferencia? —pregunté con fingida sequedad,
divertido por sus desesperados esfuerzos.
—No me he mostrado muy simpático que digamos… Quería disculparme,
eso es todo —acabó por admitir. Dejé que notara el peso del silencio, pero
una sonrisa me cruzaba el rostro—. Yo… comprendo que hayas reaccionado
como lo has hecho —añadió con voz casi inaudible—. No te llamo para
volver a currar contigo, es solo que no me gustaría que estuviésemos siempre
de morros. En fin…, ¿me entiendes?
Sin duda era el más torpe intento de reconciliación que jamás hubiera
oído, pero a decir verdad uno de los más conmovedores.
—¿Un italiano, dices? —comenté, mientras hacía dar vueltas sobre sí
misma la caja de pizza que sostenía en la mano—. Precisamente acaban de
traerme una enorme pizza de jamón y champiñones. ¿Te apetece?
Su suspiro de alivio desencadenó en mí una hilaridad irreprimible.
—¿Una pizza? Pues sí, me va bien. En diez minutos estoy en tu casa.
—Ten cuidado al cruzar —me burlé antes de colgar el auricular y
desternillarme de risa.
Deposité la pizza en la mesa de la cocina y saqué cubiertos. Tras un
momento de vacilación, me planté ante el cesto de la ropa sucia como si me
preparase para un combate a muerte y, antes de que pudiera cambiar de
opinión, llené la lavadora.
De pie sobre el felpudo, Hans sujetaba una caja de pastelería y dos botellas de
refresco. Llevaba la misma ropa deportiva que cuando lo había dejado, y su
cabello decolorado presentaba batalla. No había pasado por su casa.
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—Traigo el postre y algo para regarlo.
Me aparté para dejarlo pasar y dejó refrescos y pasteles en la mesita baja
del salón, donde aguardaba la pizza.
Hans se instaló, o más bien se acurrucó, en uno de los externos del sofá y
ocultó las manos juntas entre las rodillas. Su mirada recorría febril cuanto le
rodeaba, buscando desesperadamente un tema de conversación. Abrevié su
suplicio antes de que se viera obligado a opinar sobre la lámpara veneciana o
el color del papel pintado.
—Sírvete, te lo ruego.
Aliviado de poder al fin ocupar sus manos en algo, se dispuso a coger una
porción de pizza, que, para añadir un grado a su malestar, se resistió con
ferocidad. Mi mirada fue del trozo de corteza que se le había quedado en la
mano a la salsa de tomate caída sobre la mesa, y él se puso rojo.
—Lo siento… —Le tendí una servilleta de papel y limpió febrilmente el
estropicio—. ¿Por qué tendrán que cortar siempre las pizzas a medias antes de
meterlas en las cajas? ¡Es de majaras!
—Hans…
—Es como los «abrefácil» de los briks de leche, que has de acabar
cortando con tijeras —prosiguió mientras la emprendía con la mesa—. O las
bolsitas de supuesto cierre hermético que nunca vuelven a cerrar.
—Hans… —Levantó la cabeza y por fin se atrevió a mirarme a los
ojos—. Creo que el tomate se ha batido en retirada.
Miró fijamente la servilleta apenas manchada, la mesa inmaculada y se
apoderó de un cuchillo de cocina para cortar las porciones de pizza haciendo
trizas el aderezo.
Me senté en el suelo sobre un gran almohadón, tomé el plato que Hans me
tendía y traté de distender un tanto la atmosfera hablándole de Bertrand, de mi
padre y de la amistad que los unía con su abuelo. Creí que eso le ayudaría a
abrirse, pero no fue ese el caso.
—¿Tu hermano está muerto? —preguntó tras haber engullido la mitad de
la pizza. Asentí—. ¿Hace mucho tiempo?
Comisqueé un trozo de jamón antes de responder.
—Etti nos dejó hace ahora más de un año.
—La verdad es que no os parecéis —observó señalando la foto enmarcada
que estaba sobre la mesa.
Dejé mi plato todavía lleno y encendí un cigarrillo.
—Etti fue adoptado por mi padre. Era indio.
—Lo había adivinado.
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Vale decir que en la foto Etti llevaba un lungi[6] y que yo había mantenido
intacto el pequeño altar votivo que se encontraba en el rincón del salón, cerca
de la ventana.
—Entonces, ¿crecisteis juntos?
—No. Yo tenía quince años cuando mi hermano se incorporó a la familia.
A la salida del internado, me reuní con mi padre en la India y allí descubrí que
Etti vivía con él, que lo había adoptado sin siquiera hablarme de ello. —Hans,
que se había llevado el vaso a los labios, suspendió el gesto, paralizado—.
Papá estaba convencido de que yo iba a bendecir a los dioses por aquel
hermano caído del cielo. Aquel día le insulté por primera vez, y cuando se
marchó al yacimiento, empujé a Etti por la escalera.
—¿Empujado, empujado…?
—Sí. Se hirió gravemente en la rodilla y luego le amenacé. Le dije que, si
abría la boca para quejarse, lo mataría.
—No lo pensarías de verdad…
—En aquel momento, sí. —Hans se estremeció, consciente de la violencia
de que yo podía dar prueba por haberla experimentado en propias carnes—.
Etti estaba aterrorizado, y cuando mi padre volvió, a primera hora de la tarde,
había huido.
—¿Le encontrasteis enseguida?
—No. Mi padre y sus amigos le buscaron durante días y yo rezaba porque
no lo encontraran nunca. En aquella época tu abuelo trabajaba con mi padre, y
un día irrumpió en casa asegurando que habían visto a Etti en un pueblo, al
sur de Delhi. Había vuelto con los suyos. Papá me obligó a montarme en su
coche; quería que yo visitara ese pueblo.
—¿Por qué?
Hans había depositado su vaso sobre la mesa y se mantenía en el borde
del sofá, inclinado hacia delante, atento y curioso. Jamás habría creído que lo
vería tan interesado por lo que otro pudiera contarle, ni que un día exhibiría
aquella expresión: una peculiar mezcla de conmiseración, reprobación y
benevolencia. Era una de las expresiones características de su abuelo, y verla
en el rostro de aquel chiquillo me desconcertó.
—¿Por qué? Eso fue también lo que le pregunté varias veces, sin obtener
respuesta. Cuando llegamos al lugar, supe que el pueblo estaba dividido en
dos partes, una para las personas de casta y la segunda para los dalits, los
intocables. Fue en esta segunda donde mi padre se adentró, y nunca olvidaré
lo que vi entonces… —Vacié mi vaso de un trago antes de proseguir—. El
camino por el que mi padre circulaba desprendía un olor pestilente;
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desembocaba en una especie de vertedero. Allí, niños y adolescentes
trasegaban cestos enteros de excrementos y de basura, que transportaban a
hombros o sobre la cabeza, en busca de materiales reciclables. Tenían las
manos y los pies cubiertos de porquería, y había más moscas de las que uno
podía contar. Entre ellos se encontraba Etti.
Hans tragó saliva con una mueca y pronunció con dificultad:
—¿Hurgaba en… los cubos de basura?
—Buscaba trozos de vidrio, que iba arrojando en un cesto. Vaciar los
excrementos de los demás, retirar la basura o los cadáveres, reunir materiales
para reciclar por unas pocas rupias o una torta de pan son las únicas
actividades permitidas a los intocables. De aquel infierno es de donde mi
padre había sacado a Etti. Y allí era donde yo le había enviado de vuelta al
echarlo de casa.
Encendí un segundo cigarrillo y Hans asintió lentamente con la cabeza,
con la mirada vaga, tratando de imaginar la escena. Una cosa es ver reportajes
sobre el Tercer Mundo el domingo por la tarde, para matar el aburrimiento, y
otra muy distinta tocar con el dedo la miseria por mediación de alguien que la
ha visto tan de cerca como yo.
—Supongo que lo recuperaríais enseguida… —acabó por preguntar con
voz neutra.
—Sí. Mi padre lo raptó literalmente. Lo empujó por la fuerza al interior
del coche tal como iba, cubierto de… porquería, y arrancó como una tromba.
Pero, una vez fuera del pueblo, se dio cuenta de que Etti llevaba un tejido
mugriento alrededor de la rodilla y que tenía fiebre; sin duda se había cortado
con un trozo de vidrio, y la herida se le había infectado. Yo no había hablado
a papá de la caída en la escalera. Tomamos el camino de la clínica de la
fundación (por lo general, los dalits no son aceptados en los buenos
hospitales) y, cuando vi de cerca el profundo corte purulento, grité.
—¿Te asusta la visión de la sangre? —se sorprendió Hans.
—Su rodilla rebosaba de gusanos blancos. —Su boca se redondeó en una
exclamación que no llegó a proferir, pues el asco le había oprimido la
garganta—. No confesé a mi padre lo que había hecho hasta años más tarde.
En cuanto a Etti, jamás habló de ello, aunque estuvo a punto de perder la
pierna. Volvimos a Francia dos años después y aprendí a conocer a mi
hermano, a acostumbrarme a él y luego a quererle. Lo compartimos todo
durante más de veinte años.
Callé, asaltado por una oleada de recuerdos, y aplasté el cigarrillo. Hans
se había apoderado de la foto de Etti y la estudiaba atentamente, con una
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melancólica sonrisa apenas esbozada en los labios.
—Cuando lo miras, cuesta imaginar que las haya pasado tan canutas. ¿Por
qué el abuelo nunca me habló de ese mundo? —preguntó, con una pizca de
rencor en la voz. Me encogí de hombros y volví a servirme refresco—. ¿Qué
se figura? ¿Que todavía tengo diez años y no veo que este mundo está
podrido?
Depositó con suavidad el marco en la mesa y se levantó para dar unos
pasos por la habitación, visiblemente impresionado.
—Quizá no tuvo nunca ocasión, o bien quería ahorrarte esos sórdidos
detalles.
—Opto por el segundo veredicto, señor fiscal. Tenía diecisiete años
cuando me confesó que mi madre había muerto de cirrosis y no de un tumor
cerebral. Y eso porque di por casualidad con sus exámenes médicos, de lo
contrario se habría llevado su pequeño secreto a la tumba.
Se cruzó de brazos, enfurruñado.
—¿Y si atacásemos los pasteles? —pregunté para quitar hierro a su
irritación mientras levantaba la tapa de la caja de dulces.
Le tendí un éclair de chocolate y una servilleta de papel con una sonrisa
franca.
—Te he esperado un buen rato en el coche, en Barbizon —dijo de buenas
a primeras—. ¿Has visto algo interesante?
Me disponía a morder una tartaleta de fresas, pero suspendí el gesto. Esa
noche me había sorprendido agradablemente con su actitud abierta y
conciliadora, pero ¿era esa razón suficiente para volver a tomarlo como
ayudante? Si me resignaba a ello, no podría ocultarle lo que había
descubierto, y… ¿sería una medida prudente?
Hans aguardaba mi respuesta, intrigado por mi silencio. ¿A qué me
exponía, después de todo?
—En efecto, he encontrado algo bastante curioso…
Le mostré los objetos que había hallado y le relaté el modo como los
había descubierto. Me escuchó con ojos como platos.
—¿Una trampa secreta? ¿Qué probabilidad había de que yo cayera sobre
esa tabla? Pongamos… ¿una entre quinientas?
Recostado en el diván, Hans hojeó el enigmático cuaderno de Bertrand.
—¿Qué te han dicho exactamente los policías? —quise saber.
—La probabilidad de que se trate realmente de un homicidio es del
doscientos por ciento. El profesor debía partir para Alejandría al día siguiente,
había preparado el equipaje. Han detectado señales de lucha en el balcón,
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macetas rotas y sillas de jardín volcadas. Según ellos, la biblioteca fue
registrada, pero Madeleine asegura que no falta ni siquiera un capuchón de
pluma en ese fárrago. ¿Crees que es ese cuadernillo de apuntes y la espada lo
que buscaban? ¿Les has dicho una palabra a los polis de los objetos?
—Meneé la cabeza, consciente de pronto de que tal vez había obstaculizado la
investigación sin proponérmelo—. «Ocultación y sustracción de pruebas», ¿te
dice algo eso?
Me levanté y caminé nervioso de un lado a otro de la sala. Decir que no
me sentía inquieto sería mentir, pero la curiosidad y la excitación prevalecían
sobre todo lo demás. Si había gente dispuesta a matar por recuperar lo que
había encontrado en el compartimiento del suelo, es porque se trataba de
piezas inestimables y lo bastante importantes para que Bertrand prefiriese
arriesgar la vida antes que confesar dónde las había ocultado. Ni hablar, pues,
de entregarlas a las autoridades.
—Hay que descifrar ese cuaderno —dije en voz alta sin darme cuenta—.
Saber de qué se trata. —Agité el índice en dirección a mi invitado—. Cuento
con tu discreción.
—¿Tengo pinta de chivato? —replicó contrariado—. En serio…, ¿pienses
llevar la investigación a espaldas de los polis?
—No, quiero descodificar ese cuaderno y saber en qué estaba trabajando
el profesor Lechausseur. Voy a enviar algunas páginas escaneadas a mi padre
y mañana contactaré con Ernesto Méndez. Es un especialista en
desciframiento. Si se trata de un código alfabético complejo, él podría sin
duda… ¿Se puede saber qué estás haciendo?
Hans doblaba y desdoblaba los dedos, con un ojo clavado en el cuaderno
y el otro en su mano.
—¿Yo? Nada. ¿Tienes papel y lápiz?
Le señalé el velador con una sonrisa burlona en los labios.
—También puedo ofrecerte un diccionario. —Él no levantó la cabeza y
siguió garrapateando—. Es inútil que te tortures las meninges. Siempre es
posible descifrar algunas palabras en un documento codificado, ya sea por
deducción lógica o identificando las palabras repetidas, pero si se ignora la
técnica de codificación, el texto seguirá siendo incomprensible. No en vano
los especialistas se pasan la mayor parte del tiempo…
—«Habiendo conservado la ceniza volcánica la huella del zócalo sobre el
mosaico del atrio» —me interrumpió, triunfante, blandiendo su bloc de
notas—. ¿Continúo? —Estuve a punto de soltar el cigarrillo—. Se trata del
ROT 13. Más básico que eso solo existe el verlan. —Le arranqué el cuaderno
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de Lechausseur de las manos—. Se trata de un rollo de informática, es inútil
que te quemes la vista. Se utiliza el ROT 13 para la codificación. Te limitas a
sustituir cada letra por…
—La decimotercera que la sigue en el alfabeto —terminé yo por él—. El
cifrado de Julio César… Pero claro, ¡qué idiota! ¿Cómo no habré pensado en
ello? Lechausseur era latinista.
—¿Cifrado de qué?
Le devolví el cuaderno.
—El ROT 13 es el nombre moderno del cifrado de Julio César, definido
como tal porque este lo desarrolló para intercambiar correos secretos durante
sus campañas.
La boca se le redondeó por la sorpresa.
—¿Quieres decir que se utiliza en informática una codificación que Julio
César inventó hace más de veinte siglos? —Asentí—. Esta es la mejor del
año… —Probó a descodificar otra página y lo miré mientras lo hacía,
agradablemente sorprendido por su rasgo de genio—. Hay un problema
—suspiró, dejando el lápiz—. Creo que no se aplica el mismo código en todas
partes. —Me tendió su bloc—. Este galimatías no quiere decir nada.
«Tam similes… alter alteri sunt ut… uix discerní possint».
Leí sus notas y prorrumpí en carcajadas.
—«Son hasta tal punto semejantes el uno al otro que apenas pueden ser
distinguidos» —traduje—. Es latín, Hans. Probablemente el pasaje de un
texto.
—Esto… Te llevará un buen tiempo descifrar todo el cuaderno, Morg. Al
menos hay sus buenas quinientas páginas. —Reprimí una sonrisa al ver
adonde quería ir a parar—. Tírale un mes. Y dedicándote a ello todas las
noches.
—Y te encantaría hacerlo en mi lugar, imagino…
—¿A mano? —exclamó—. No, no me llamo Taylor, ese no soy yo. Solo
me decía que si dispusieras de un pequeño programa informático en el que
bastara introducir el texto codificado para que te lo tradujese
automáticamente…, llevaría una semana. Sobre todo si lo hace alguien que
teclee con todos los dedos —añadió, agitando los suyos ante mi cara.
Estaba mucho más interesado de lo que quería dejar ver. Si la gente que
corría tras ese cuaderno y esa espada estaban sobre la pista de los trabajos de
Bertrand, la velocidad era un aspecto necesario para tomarles la delantera.
—¿Sabrías hacerlo?
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—Con los ojos cerrados… Escucha, te programo el soft, descifro esa
jerigonza y tú te olvidas de chivarle al abuelo lo que ha ocurrido hoy. Solo
seré tu grano en el culo hasta septiembre —pidió—, como estaba previsto, ni
un solo día más. Es razonable, ¿no?
—A la primera metedura de pata, tu abuelo necesitará tus huellas dentales
para identificarte —le dije mientras estrechaba su mano tendida.
—Esta me la apunto.
Consulté mi reloj. Eran casi las dos de la madrugada.
—¿Te llamo un taxi? —Me dirigió una mirada de zombi—. Ya veo.
Despliega el diván.
Procedió a ello entre bostezos, y fui a dejar los platos sucios en el
fregadero.
—¡Eh, «guapo rubio»! —bromeó Hans desde la habitación contigua—.
¿Quién es Cathia?
Tomé el bloc de notas y colgué un «hacer la limpieza» en la puerta del
frigorífico.
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IV
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—¿Y has conseguido verlo hasta el final sin dormirte?
—Yo le suprimiría algunos trozos, pero está bien, los dioses son los
mismos que en el Rig Veda[7].
—Ah, ¿conoces el Rig Veda?
—Habíamos empezado a leerlo cuando me inscribí en un curso de
iniciación al sánscrito.
—¿Has estudiado sánscrito?
—Apenas tres meses. Solo aprendí el alfabeto. El abuelo me hizo dejarlo
porque eso me hacía saltarme las clases de historia moderna. Y tú, ¿conoces
los Veda?
Me encogí de hombros.
—Entre otros. Imagino que tu padre te contaba Pulgarcito o Caperucita
Roja. El mío, eran los Veda.
Se ensombreció.
—Mi padre solo sabe leer las cotizaciones de la Bolsa.
—Hans…, ¿por casualidad te interesa la cultura india?
—Me gusta la mitología hindú.
«Es una pena que haya dado lugar a una religión semejante…», no pude
por menos que pensar.
Nuestra vecina dejó caer su bolígrafo y Hans no se hizo de rogar para
recogerlo.
—¿Puedo invitarte a otro café? —le preguntó, devolviéndole su posesión.
La joven le dirigió una mirada oblicua y sonrió tras haberme estudiado con
detalle como quien no quiere la cosa—. ¿Solo o descafeinado? —prosiguió,
seductor.
—¿Perdón? —hizo melindres ella.
—Tu café.
Ella se agitó en la silla mientras se recogía un mechón de pelo coloreado
detrás de la oreja, donde tintineaban una decena larga de aritos.
—No, gracias, muy amable —rio ahogadamente, cruzando las piernas
bajo la minifalda.
—Hans —se presentó este.
La estudiante me dirigió una miradita tierna.
—Tessa. ¿Y usted? —quiso saber, al tiempo que se inclinaba para
ofrecerme una visión de vértigo de su escote—. ¿Cómo se llama?
Decididamente, la mirada de aquella cría no era nada glacial.
—Bastará con «señor».
La chiquilla se irguió, muy picada.
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—Entonces, le deseo que acabe de pasar un buen día…, «señor».
Había escupido la última palabra. La vi recoger con rabia sus cosas en un
bolso claveteado de pins y salir de la cafetería con paso iracundo.
—Una gran actuación —rezongó Hans.
Me disponía a replicar, cuando una nube multicolor de pachulí y de
incienso hizo irrupción en el café. Manuela acercó una silla y se sentó frente a
nosotros.
—A los buenos días. ¿Y bien, Morgan? ¿Esto es todo cuanto has
encontrado para que te concedan por fin una subvención para unas
excavaciones? —susurró, soplándome su aliento mentolado a la cara.
Sacó la espada cuidadosamente envuelta de su bolso de algodón
abigarrado y la depositó sin suavidad sobre la mesa.
—¿Debo deducir que esta arma es una copia moderna? —quise saber, más
decepcionado de lo que habría debido—. ¿Incluso la guarnición de hueso?
Mi amiga enarcó una ceja con aire de seriedad.
—Tiene tres mil años tirando por lo bajo. Tres mil quinientos, diría yo.
Hice un cálculo rápido. Alejandro había vivido en el siglo IV antes de
Cristo.
—Tres mil años o más… No encaja.
—Y por lo que respecta a la hoja, es de titanio. El primer imbécil que
pasara por aquí podría ver que no es de época.
—La hoja ha debido de ser, pues, fabricada a imitación de la auténtica,
incluyendo la empuñadura… Es justo lo que yo pensaba.
—¿Cómo que «ha debido»? Sin duda eres tú quien la ha hecho fabricar…
—¡Desde luego que no! De lo contrario, ¿por qué te habría pedido que la
fecharas?
Emitió un ruidito desagradable que debía de ser una risa cáustica.
—Una guarnición antigua —se guaseó, con una sonrisa socarrona—, un
metal desconocido en la Antigüedad y fundido de tal manera que resulta
imposible demostrar que es reciente, y tu «gran misterio arqueológico» está
servido…
Me disponía a protestar con indignación, pero Hans se me adelantó.
—¿Cómo va a ser imposible demostrar que es reciente? ¡Pero si es titanio!
—Morgan… —insistió Manuela, sin prestar atención a mi ayudante—. Si
firmo esta datación, voy a ser el hazmerreír de mis colegas. Si me atengo
únicamente a los análisis, esta hoja de titanio tiene… —se interrumpió, sin
atreverse a proseguir—. La hoja es tan antigua como la guarnición —musitó,
como si temiera que pudiesen oírla afirmar semejante absurdo.
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Prorrumpí en carcajadas.
—¡Manuela! ¡Es titanio!
—Una buena capa de titanio que envuelve una placa de cobre, sin duda
para hacerlo más pesado. El titanio es muy ligero pero casi indestructible.
Esta espada no se puede desgastar.
—Y es reciente —insistí.
—Morgan…, abre bien los oídos —dijo, posando la mano sobre el arma
envuelta—. Esta… esta cosa es inconcebible, antigua o no. La parte metálica
de esta arma, incluido el pomo, fue fundida en un solo bloque. No hay una
sola huella de soldadura o de encoladura, ni sobre el titanio ni sobre el hueso,
que tendría que haber sido partido en dos en sentido longitudinal. Es de una
regularidad perfecta.
—Puede que hicieran deslizar el hueso a lo largo de la empuñadura y
quedase sujeto al añadir el pomo.
—Pomo, guarnición y hoja proceden de un mismo bloque de titanio.
—¿Significa eso que pegaron el titanio directamente sobre el hueso?
Ella dio unas palmaditas a la hoja por encima de la tela.
—Es titanio de aluminio. Una aleación de acero y aluminio, para ser
exactos, que funde a seiscientos cincuenta y ocho grados. Tu hueso habría
quedado reducido a cenizas en menos tiempo de lo que se tarda en decirlo.
—Entonces, ¿cómo han fabricado esta espada?
—Esperaba que tú pudieras decírmelo. Me pasé parte de la tarde y de la
noche sometiéndola a todas las pruebas imaginables. Ni la mínima fisura, ni
la menor señal de soldadura, nada. ¿Cómo demostrar que, si el hueso es
antiguo, el titanio no lo es? Resulta lógica y científicamente imposible.
—El grabado —dije—. La mano ciñendo el martillo. Sin duda han
utilizado una fresa a base de polvo de diamante o un láser. A menos que el
dibujo haya sido sencillamente cincelado en el molde.
—No, querido mío. El dibujo es posterior a la fundición. Al verlo de
cerca, casi tienes la sensación de que el fundidor lo ha aplicado con la misma
facilidad que un sello sobre cera blanda. Lo que tienes ahí es un arma de
extraterrestre. —Me quedé boquiabierto. Hans seguía la conversación con
interés—. Y eso no es todo —añadió Manuela frotándose las manos—, pero
yo he respetado mi parte del trato. Ahora te toca a ti, Morgan.
—¿Ahora? ¿Aquí?
—¡Enseguida!
Introduje a regañadientes la mano en mi mochila para extraer de ella uno
de mis más preciados tesoros: el primer número, de Estela Plateada, de 1969,
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comprado por mi padre. La primera aparición de los cómics Marvel en
francés. El surfista de plata… El superhéroe que había arrullado toda mi
adolescencia.
—¡Cuidaré de él! —soltó Manuela, arrancándome el cómic de las manos.
Le dirigí una mueca lastimera que no la enterneció lo más mínimo y el
cómic desapareció en su inmundo bolso de algodón indio.
—¡Tengo que irme! —Sacó un pliego de hojas del bolsillo de sus tejanos
y lo depositó sobre la mesa—. Los resultados del laboratorio. —Se escurrió
como una corriente de aire en dirección a la puerta—. ¡Oh! De hecho, no sé
quién…, bonita camiseta.
—Creí que ibas a darle una pastilla de hachís —observó Hans.
Lo fulminé con la mirada y doblé las hojas de análisis para guardármelas
en la cartera.
Instalado ante mi ordenador, Hans trabajaba en su pequeño programa
milagro, mientras yo, lápiz y bloc en ristre, descifraba las primeras páginas
del cuaderno de Bertrand.
De hecho, el diario de mi viejo amigo era un informe casi cotidiano de
investigaciones comenzadas tres años atrás. Un rico mecenas, a juzgar por lo
que decía de él lacónicamente, se había puesto en contacto con él con el fin de
encontrar la mítica tumba de Alejandro Magno. Era ese mismo coleccionista
apasionado de las antigüedades quien le había confiado lo que el anciano
consideraba como los dos elementos clave de esta investigación: la espada y
el dictamen pericial del Vaticano.
—Cielo santo, he encontrado a alguien aún más extravagante que mi
padre —suspiré tras haber leído un fragmento a Hans—. Sin embargo,
Bertrand nunca me dio la impresión de ser un hombre excéntrico.
Me hundí en los almohadones del sofá. La tumba de Alejandro Magno…
¿Y por qué no el Santo Grial? La razón me aconsejaba recuperar el sentido
común y olvidar aquella historia, pero mi instinto pataleaba como un niño al
que han prometido caramelos.
—Morgan… No vas a dejarlo correr, ¿verdad?
—No tengo ningunas ganas, pero para reemprender este proyecto habría
que obtener una financiación del Louvre. Preparar un dossier para presentar al
querido Villeneuve no va a ser fácil.
—¿Por qué?
—¿Acaso crees que Bertrand esperaba encontrar la tumba bajo la torre
Eiffel? Si sacó un billete para Alejandría, sin duda no era para admirar las
pirámides.
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—¿Una búsqueda del tesoro en Egipto? —se entusiasmó—. ¿Dónde he de
firmar?
—No estoy hablando de un viaje de placer ni de una cura de reposo, Hans.
Bertrand murió buscando esa tumba. —Su expresión se ensombreció y me
escuchó con gravedad. Y yo añadí, blandiendo el cuaderno—: Te apuesto lo
que quieras a que, si esos asesinos nos cayeran encima, iríamos a reunirnos
con él antes de poder decir «amén». Eso puede proporcionar materia de
reflexión, ¿verdad?
—¡Estás de broma! —exclamó—. ¡Para una vez que nos divertimos! —Se
apoderó del ratón del ordenador—. ¿Hay algún tratamiento de textos en tu
ordenasaurio?
—En el ordenador portátil de Etti, debajo del escritorio.
Se inclinó para alzar el maletín e hizo una mueca cuando lo abrió.
—Madre mía… ¿Y esto se vende?
Me encogí de hombros y encendí un cigarrillo.
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—Puedes tener la certeza de que lo primero que harán los que agredieron
a Bertrand cuando sepan quién ha heredado sus bienes será examinar con lupa
lo que el Louvre encontró en Barbizon.
—Entonces, tu mondadientes de titanio no enmohecerá mucho tiempo en
los sótanos del museo.
—Por eso no figurará en el inventario —murmuré—. Villeneuve va a ser
despedido y no le he dejado copia del dossier de solicitud de financiación. No
tiene prueba alguna de la existencia de tales objetos.
—O sea, que…
—¡Chist! Aquí no —dije, señalando el pasillo al que daban los despachos
administrativos.
Fuimos a almorzar al café del Carrousel, mi cantina desde hacía varios
meses, y nos instalamos al fondo del establecimiento en una pequeña mesa al
abrigo de oídos indiscretos. El lugar se vería invadido dentro de poco por los
turistas y los paseantes. No sé qué era lo que los atraía más de aquel lugar, si
la climatización o el ambiente rococó.
—Solo nos queda confiar en encontrar un mecenas —pensé en voz alta—.
Puede que lleve meses, incluso con los contactos de mi padre.
El camarero nos trajo dos sándwiches de atún y mi compañero aguardó a
que se hubiera alejado para confiarme:
—La empresa de mi padre tiene una subdivisión dedicada al mecenazgo.
El año pasado soltaron varios millones para el cáncer, para corales y para no
sé cuántas otras actividades filantrópicas. Eso les permite aligerar sus
impuestos.
Deposité la cerveza y me incliné hacia él.
—¿Cuál es la empresa de tu padre?
—Peter y Henkel Courtage. Una compañía de inversiones bursátiles.
—¿Tu padre es ese «Peter»?
—¿Por qué, le conoces?
—Le he visto en la televisión y en la prensa, como todo el mundo.
Cuando el asunto de las multinacionales.
Aquellas malversaciones habían armado un notable escándalo. Desvío de
fondos públicos, falsificaciones y uso de falsificaciones, empresas pantalla…
Bonito currículum para presentar ante la comisión de persecución del fraude.
—Mi padre fue absuelto. No tenía nada que ver con esos chanchullos.
«Por descontado…», me dije con ironía.
Ahora ya no me sorprendía que Graam Peter hubiera dejado la educación
de su hijo en manos de su anciano padre, que no aspiraba a tanto. Estafar a
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medio planeta debe de requerir un tiempo considerable. Pero el fraude a
semejante escala significaba mucho dinero y, sobre todo, necesidad de limpiar
la reputación por medio de donaciones diversas y variopintas. El mecenas
ideal, pues una vez vueltos a pegar los trozos de su frágil virtud, no le
preocuparía saber cómo avanzaba el proyecto ni metería las narices en mis
asuntos.
—¿Crees que podría hacerle llegar discretamente el dossier?
—Desde luego. Sobre todo si el abuelo me echa un cable. Y lo hará, no te
quepa duda: ¡su pequeño renacuajo partiendo tras las huellas de Alejandro!
Así pues, nos consagramos a la redacción del dossier para solicitar la
subvención. Nos llevó dos días enteros y no tuvo nada de fácil. Yo no quería
irme demasiado de la lengua. Temía despertar la codicia de un hombre de
quien solo conocía la reputación, en modo alguno tranquilizadora. No
obstante, necesitaba espolear su curiosidad y justificar la considerable
inversión que requería semejante empresa. El abuelo de Hans entregó en
persona el dossier a su hijo y me aseguró, junto con la promesa de obtener
una respuesta antes de dos meses, la mayor discreción.
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Soltó una risita.
—Perdóneme, es cierto que no me he presentado. Me llamo John Jurgen.
—El corazón me dio un vuelco—. Tenía tanta prisa por anunciarle que estaba
de acuerdo en financiarle que he olvidado la más elemental cortesía. Lo
lamento.
John Jurgen era muy conocido en los medios arqueológicos por las
colecciones que donaba a los museos y la financiación de excavaciones. Tenía
una reputación de coleccionista fanático. Un rico industrial apasionado por las
antigüedades.
Levanté el pulgar en dirección a Hans, que lanzó un grito de victoria
silencioso.
—Esa es una excelente noticia, señor Jurgen. He oído hablar de usted con
frecuencia.
Rio de nuevo.
—No me sorprende en absoluto, pero ¡qué quiere!, no voy a llevarme mi
dinero a la tumba, ni mis colecciones. ¿Podemos vernos mañana, en mi casa?
¿Hacia las once?
—Me va perfecto.
Anoté su dirección con mano poco firme mientras Hans brincaba como un
mono en el pasillo.
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Levanté a medias los párpados. El ruido… ¿Lo había soñado? Estaba
seguro de que no.
Salí de la cocina y accioné el interruptor de la entrada. Mi mirada fue
atraída de inmediato por la consola. La foto de Etti estaba volcada sobre la
superficie de mármol y el cristal del marco se había roto.
—Mierda…
Recogí concienzudamente los fragmentos de cristal y los eché al cubo de
la basura antes de devolver la foto a su sitio. Alguien debía de haber dado un
tremendo portazo, o quizá las vibraciones del metro, incluso las de un camión
que pasaba por la calle, habían desestabilizado el marco. Me negué a ver en
ello un presagio o una advertencia. Nunca había sido supersticioso y
ciertamente no iba a volverme ahora por tan poca cosa. Volví, pues, a
acostarme y me sumí de inmediato en un sueño reparador.
Desperté sobresaltado, convencido de que había dormido como un lirón y
faltado a mi cita, pero mi reloj de pulsera indicaba las 8.15. Llamé a Barbizon
para avisar a los policías de que no iríamos a casa del profesor Lechausseur
hasta el día siguiente y me metí en la ducha. Hans se presentó en mi casa a las
diez, como habíamos acordado, y tras el quinto café de la mañana, bajamos al
garaje.
—Sonríe un poco, Morgan, tienes un aspecto más cadavérico que una
naturaleza muerta. ¿No has pasado buena noche?
Preferí no responder y giré la llave del contacto.
Aparqué mi «batidora» a dos pasos de la rue Napoléon, en el distrito sexto
de París, donde teníamos la cita, y me anudé la coleta mirándome en el
retrovisor. Había que dar buena impresión.
—El cabello sedoso, el incisivo centelleante y la pupila jovial, como diría
mi padre —dije—. ¿Qué parezco?
—Un vikingo que se ha equivocado de época.
—Gracias por tus palabras de ánimo, Hans —rezongué al bajar del
vehículo.
Cogí una copia del dossier de solicitud de financiación, así como los
resultados del laboratorio de datación, y me encaminé hacia la rue Napoléon,
con Hans pisándome los talones.
John Jurgen vivía en uno de los barrios más chic de París, que a aquella
hora del día bullía de gente. Un grupo de japonesas, que se desplomaban bajo
el peso de sus compras, nos adelantó entre grititos y mi compañero no pudo
evitar jugar al seductor.
—Despierta, querido ayudante. Hemos llegado.
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Oprimí el botón del interfono. Una voz femenina me invitó a tomar el
ascensor hasta el loft-terraza del último piso. Tras dos puertas protegidas por
códigos, recorrimos un pasillo adornado con frescos medievales, al extremo
del cual encontramos un ascensor espacioso, tapizado de moqueta ocre. Los
altavoces de la cabina desgranaban a Chopin y el objetivo de una cámara de
vigilancia acechaba nuestros menores gestos.
Oprimí el botón de la planta 7 y una voz lánguida me informó de que,
para dirigirme a ese piso, debía teclear el código de autorización. Procedí a
ello y Hans silbó.
—¿No nos harán pasar por el detector, también?
—Hans —dije, agitando el dedo ante su nariz—, déjame hablar a mí. Solo
quiero oírte decir «buenos días», «gracias» y «hasta la vista». ¿Lo has
entendido bien?
—¡Jo!… Keep cool.
El ascensor daba directamente al vestíbulo climatizado de un piso lujoso,
donde el propio Jurgen nos aguardaba. Era un hombre a quien sus cincuenta
años habían tratado con extrema indulgencia. Alto, con el cabello plateado
centelleante, que llevaba corto, y unos ojos vivos de un azul eléctrico,
desprendía un encanto al que pocas mujeres debían de haberse resistido. Bajo
su traje de hilo beis se adivinaba un físico atlético, y la mano que estrechó la
mía, aunque manicurada y cuidada en exceso, era firme y segura.
—Sea bienvenido, Morgan. ¿Tiene inconveniente en que le llame
Morgan? ¿Y…?
—Hans —dije—. El hijo de Graam Peter. Está en período de prácticas
conmigo durante algún tiempo.
—¡Buenos días!
—Encantado, Hans.
¿Era mi imaginación o Jurgen parecía decepcionado por la presencia del
hijo de su «amigo»?
Lo seguimos por el loft, adornado con antigüedades de los cinco
continentes.
—Por aquí, por favor. Melina nos traerá café.
Nos precedió hasta la veranda, en el último piso del edificio, transformada
en invernadero tropical. Entre los árboles y las orquídeas se erguían varias
estatuas griegas verdecidas por la humedad. Una mezcla curiosa…
Nos acomodamos en confortables sillones de teca y una mujer joven con
piernas de gacela y perfil de medalla vino a depositar una bandeja humeante
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en la mesita baja. Me dirigió una sonrisa amable, un pelín insistente, a la que
respondí con no disimulado placer, y desapareció.
—Cuéntemelo todo, Morgan —dijo Jurgen mientras me tendía una taza de
café.
Lancé una mirada a Hans, que apretaba los labios en forma de pico de
pato, como si le hubieran cosido la boca. Me juré que lo aplastaría como a una
cucaracha en cuanto saliéramos.
—¿Por dónde empezar? —Me froté los ojos—. Me encargaron efectuar el
inventario de las colecciones que el profesor Bertrand Lechausseur ha legado
al Louvre y que este…
—Estoy al corriente de las investigaciones del profesor Lechausseur —me
interrumpió nuestro anfitrión con una sonrisa centelleante—. No se sorprenda,
ese tipo de información circula deprisa en los círculos. Me habría gustado
financiarlas yo mismo, pero en su momento se me adelantaron. Es la ocasión
de volver a subirme al tren en marcha.
Jugué con mi taza, indeciso.
—Y… ¿puedo saber por quién fueron financiadas?
«¿Un tipo que arroja a los historiadores por encima de las barandillas,
quizá?», pensé.
—No tengo la menor idea. En mi opinión, quien lo subvencionó no
deseaba hacer donación del fruto de sus investigaciones a un museo, de lo
contrario se habría dado a conocer. Pobre Bertrand… Un accidente, según
creo…
—Es lo que creí comprender, en efecto —mentí—. La barandilla de su
balcón cedió.
Hans me miró con ojos muy abiertos, pero lo desafié con la mirada a que
hiciera el menor comentario.
—Qué tragedia. Un hombre irreemplazable. Tuve el placer de financiar en
parte su campaña de excavaciones en Corinto, hace algo más de un año.
Palidecí y tuve que depositar la taza en la mesa, pues mi mano se había
puesto a temblar.
—Lo ignoraba.
—Sí, usted participaba en ellas, según tengo entendido.
—Al igual que mi hermano —murmuré—. Le rogué que me acompañara.
—¿Ah, sí? Es cierto que habíamos reunido a un equipo considerable.
Nadie escatimó los medios y aquellas investigaciones fueron un hermoso
éxito. Guardo un excelente recuerdo de ellas, aun cuando hubo que lamentar
robos y algunos accidentes.
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Vi cómo Hans se hundía en su sillón, esperando lo peor. Llevaba dos días
interrogándome sin cesar acerca de Etti o de la India y sabía muy bien cómo
había muerto mi hermano.
Crucé los brazos para que Jurgen no me viera apretar los puños. La ira que
crecía en mí era tan intensa que habría podido saltarle al cuello si hubiera
añadido algún comentario sobre lo que se atrevía a calificar de simple
«accidente». Pero me contuve. Estaba más decidido que nunca a sacar partido
de aquel historiador de pacotilla, y sentía tantos menos escrúpulos cuanto que
empezaba a entrever en qué bolsillo habían desaparecido los objetos
«robados» en Corinto.
—Resulta muy molesto no conocer el nombre del mecenas del profesor
Lechausseur —dije pérfidamente.
Jurgen mordió el anzuelo.
—¿Por qué?
—La espada y los documentos le pertenecen, a juzgar por lo que está
escrito en el cuaderno de Bertrand.
Jurgen soltó un hondo suspiro.
—Dudo que los reclame. El modo como se obtienen ciertas piezas no
siempre resulta muy confesable. Como le he dicho, todos los coleccionistas o
aficionados de piezas antiguas no son «proveedores de museo», si entiende lo
que quiero decir. Lo cual no es en modo alguno mi caso —se apresuró a
precisar—. Como puede ver, aquí solo hay copias u objetos de menor
importancia.
«¿Y en otros sitios?», me dije.
Conocía demasiado bien a aquel tipo de personajes para ignorar que
siempre se guardaban alguna «cosilla» como «recuerdo de las excavaciones».
Todo el mundo lo sabía, pero cerraban los ojos. Sin mecenas privados,
muchos de los grandes proyectos arqueológicos jamás habrían llegado a buen
término. Más valía sacrificar uno o dos objetos, si eso permitía salvar y
exponer centenares. Pero era Etti quien había sido sacrificado en Corinto para
obtener unas joyas romanas misteriosamente robadas.
—Tal vez me encuentre usted un poco puntilloso, señor Jurgen, pero sigo
convencido de que el hombre a quien pertenecen esas piezas de colección
estaría encantado de recuperarlas.
Los finos labios de Jurgen se estiraron en una imperceptible sonrisa. Por
fin había captado adónde quería ir a parar.
—Tal vez pudiéramos olvidar ese pasaje del cuaderno… Después de todo,
no vamos a poner en peligro trabajos tan importantes por un nimio detalle.
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Sobre todo conociendo la inversión económica nada desdeñable que eso
requeriría para ser llevado según las reglas del arte, ¿no es así?
Había entendido el mensaje.
—Sin duda tiene razón.
—Así pues, ¿confía usted en poder reanudar las investigaciones del
profesor Lechausseur en el punto donde él las dejó?
—Puedo intentarlo. Pero antes, como dice usted muy bien, habría que
estar seguro de que las pruebas de que disponemos son auténticas. Tengo ya
confirmación en lo tocante al pomo de la espada, pero me gustaría decir otro
tanto con respecto a los documentos del Vaticano. Por consiguiente, pienso
que deberíamos empezar por ahí. Es más, quizá allí obtendríamos
información complementaria.
—Me parece un buen comienzo, en efecto. —Consultó su reloj—. ¿Cree
que podríamos ponernos de acuerdo sobre lo principal y esbozar un
presupuesto antes de…, pongamos, la una y media? Tengo una cita muy
importante y…
—No necesitaremos más de media hora —le interrumpí.
Me dirigió una sonrisa resplandeciente.
—Me gusta usted, Morgan.
—Le devuelvo el cumplido… John. ¿Tiene inconveniente en que le llame
John?
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—No, allá arriba cunde el pánico, con la inspección del Tribunal de
Cuentas, y la exposición de Bahariya va camino de ser un desastre. Nos han
enviado material arqueológico de sobra y algunos objetos ya han viajado tres
veces de ida y vuelta entre allí y aquí. Una autorización suplementaria para un
transporte de antigüedades no le ha llamado la atención a nadie.
—Te debo una.
—Olvida eso, disto de haber borrado la lista de mi pizarra.
Le apreté amistosamente el hombro. Lo cierto es que en varias ocasiones
había obtenido fondos de investigación para François apretando las tuercas a
Villeneuve.
—Cuento con tu discreción.
—No diré ni mu a nadie, tienes mi palabra.
No tuve ninguna dificultad en obtener del Louvre un permiso sin sueldo
de tres meses, lo que pareció aliviar a Villeneuve hasta un punto casi vejatorio
para mí, aun sabiendo que vivía con el temor de que revelase a los inspectores
algunos pequeños detalles comprometedores que le concernían. La
consecuente pérdida de ingresos no significaba gran cosa en mis finanzas.
Nuestro mecenas de corazón tierno nos había concedido medios económicos
y logísticos que habrían hecho palidecer de celos a mi propio padre. Sin
embargo, en este asunto había un punto oscuro. Dos, más bien. El primero era
la «ayudante» cuya presencia permanente a nuestro lado durante todo el
tiempo que durasen las investigaciones había exigido, y a la que esperábamos
en menos de una hora; el segundo, la importancia que concedía a este
proyecto.
—¿Crees que estará buena? —preguntó Hans con una sonrisa traviesa.
Deposité los documentos y meneé la cabeza.
—Es más que probable. Lamentablemente —añadí, al ver cómo se alisaba
la ropa y se apartaba un mechón de pelo de la frente.
—¿Preferirías que fuese fea?
Cogí el móvil y oprimí de nuevo la tecla de rellamada. Intentaba hablar
con el padre de Hans desde la víspera.
—Buenas noches, de nuevo Morgan Lafet al aparato. ¿El señor Peter ha
salido de su reunión? Se lo ruego, señorita, dígale que es muy importante.
Gracias, sí, espero.
—Pero ¿se puede saber qué es lo que quieres de mi padre?
Le hice una seña para que callara y una voz masculina resonó en mi oído.
—¿Sí?
—¿Señor Peter? Estoy tratando de hablar con usted desde ayer, yo…
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—Perdóneme, pero no tengo mucho tiempo para concederle. Mi padre me
ha dicho que John Jurgen va a financiar su proyecto, le felicito. Según parece,
se lleva a Hans con usted… No carece de valor.
—Hans está muy interesado en esta investigación. —Él rio con
sarcasmo—. Señor Peter, quisiera saber por qué optó usted por enviar mi
dossier de financiación al señor Jurgen.
Hubo un breve silencio.
—Fue él quien me rogó que se lo hiciera llegar. Supuse que era porque
usted le había hablado de ello. —Dejé escapar un juramento—. ¿No es ese el
caso?
—No —repuse, con la garganta seca de repente.
—Yo no me lo habría permitido, mi padre me había dicho que no quería
usted divulgar este asunto. Transmití directamente el dossier al departamento
de mecenazgo.
—Si no fue usted quien le habló de ello, ¿quién lo hizo?
—Mi padre, sin duda, o el suyo. ¿Qué importa eso? Tiene usted sus
fondos.
—No han sido ellos, señor Peter, ya se lo he preguntado.
Rio burlón y yo empecé a entender por qué Hans detestaba a su padre.
—No tiene sentido caer en la paranoia, nadie le va a robar su idea. ¿Sabe?,
aquí John tiene ojos y oídos por todas partes. Es uno de nuestros mayores
inversores. Sin duda habrá hablado de ello con Jeannine.
—¿Quién?
—Jeannine Gauthier. Nuestra responsable del departamento de
mecenazgo. Con frecuencia se ha dado el caso de que financiásemos
conjuntamente un proyecto con John. Como la construcción del nuevo
laboratorio de investigación del Museo de Historia Naval —añadió con un
orgullo fuera de lugar—. ¿Es eso todo?
—Le doy las gracias por estas precisiones, señor Peter —dije, haciendo un
esfuerzo considerable por seguir siendo cortés—. Hans está conmigo, si
quiere que se lo pase para saludar…
—No. Como le he dicho, estoy muy ocupado y tomo el avión esta noche
para Hamburgo.
—Señor Peter —repliqué, pasmado—, próximamente partiremos hacia
Italia y tal vez no tenga usted ocasión de…
—Discúlpeme, pero realmente debo dejarle. Les deseo un buen viaje.
Colgó antes incluso de que pudiera darle las gracias y Hans se encogió de
hombros.
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—Ya te había dicho que era un gilipollas.
Encendí un cigarrillo, cada vez más inquieto. Aquellas investigaciones
interesaban demasiado a John Jurgen… ¿Qué se ocultaba detrás de eso?
Saltaba a la vista que sabía algo que yo ignoraba. No se invertían sumas tan
colosales, con desgravación de impuestos o sin ella, sin tener una idea precisa
en mente.
El timbre de la puerta sonó. Las ocho. Al menos mi nueva ayudante tenía
el mérito de ser puntual.
Para gran alegría de Hans, resultó ser una joven preciosa. Metro setenta y
cinco, delgada y fina, con un busto fascinante y una linda carita enmarcada
por hermosos cabellos caoba que le caían sobre los hombros. En resumen, la
espía ideal para meterse entre las piernas de un hombre soltero y de un
adolescente torturado por sus hormonas. Sospechas que quedaron
confirmadas tras media hora corta de conversación. Mi «ayudante» tenía
lagunas tan extensas en historia antigua que habrían podido plantar baobabs
en ellas. No obstante, daba prueba de tal destreza para eludir las preguntas
comprometedoras y tirar de la lengua a Hans que en ningún caso habría
podido calificarla de seductora de cabeza vacía. Mae era una mujer tan
peligrosamente inteligente como atractiva.
—¿En serio? —se sorprendió Hans—. ¿Has hecho skate en rampa?
Ella asintió, todo sonrisas.
—Sí, desde luego. Y conservo algunos recuerdos de ello —añadió,
desnudando el muslo para exponer una pequeña cicatriz redonda—. Mira.
—Hans abrió unos ojos como platos—. ¡Esto se llama doble giro fallido! Los
dos laterales desaparecieron. Caí de espaldas y el monopatín me cayó encima
desde ocho metros de altura.
—¡Menudo castañazo debiste de pegarte!
—Eso es decir poco. ¿Y tú, Morgan? —quiso saber, mientras me
estudiaba con detalle de arriba abajo—. ¿Hay algún deporte que haga juego
con tus pectorales?
—La pala y la paleta.
Hizo tintinear su risa musical y chupeteó una pequeña porción de turrón
chino sin dejar de mirarme.
Cuando se dirigía a un hombre, Mae arqueaba los riñones, con el fin de
poner de relieve lo que probablemente consideraba su mejor atributo. Sus
intentos de seducción eran tan manifiestos que casi me habrían hecho sonreír,
aunque ella no parecía darse cuenta en absoluto. A menos que me tomase por
un imbécil, lo que era más que probable.
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—En ese caso, debería pasearme con más frecuencia por los yacimientos
arqueológicos.
—Sin duda en ellos aprendería mucho.
Me negaba a tutearla pese a sus reiteradas demandas, para dejarle bien
claro que no tenía intención de jugar a los amiguitos.
A su lado en el diván, Hans no se estaba quieto. Esperaba verle de un
momento a otro jadear como un perro que mendiga una caricia. Decidí poner
fin a aquella sórdida comedia.
—Melina ha reservado billetes de avión para mañana —dije, al tiempo
que empezaba a recoger los cuencos—, y aún tengo algunos detalles que
resolver esta noche. Así que, no es que quiera echarla, pero…
—¿Puedo serte útil en algo? —tentó Mae con una sonrisa que desarmaba.
—También usted debe de tener cosas que hacer —respondí, acompañando
con una mirada glacial una sonrisa tan ancha como la suya.
Ella mantuvo su expresión jovial y solo un imperceptible temblor de los
labios traicionó su contrariedad.
—Pasaré, pues, a recogerle mañana a las cinco de la tarde. Le esperaré al
pie del edificio, en el taxi.
Le estreché amablemente la mano.
—Excelente idea.
—¿Te llevo? —preguntó Mae alegremente a Hans mientras hacía saltar
las llaves de su coche en la palma de la mano.
Este se disponía a aceptar, cuando le puse una mano de hierro en el
hombro.
—Es muy amable por su parte, pero todavía lo necesito una hora o dos.
—Estuvo a punto de protestar, pero yo no aflojé la presión—. ¿No es así,
Hans?
—Sí —asintió con una sonrisa dolorida—. Hay trabajo que terminar.
Morgan es un negrero.
Mae me lanzó una mirada burlona.
—En ese caso… me despido hasta mañana. No trabajéis hasta muy tarde.
Cerré la puerta tras ella y Hans desgranó un rosario de juramentos como
para sonrojar a un cuerpo de guardia al tiempo que se frotaba el hombro.
—Si quieres meterte monje, es tu problema, ¡pero no impidas a los demás
que se lo pasen pipa!
Lo fulminé con la mirada.
—¡Pobre imbécil! Pero ¿es que no ves nada?
—¡Sí! He visto un par de tetas así…
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Hizo un gesto grosero con las manos.
—Hans, ¿por qué crees que tenemos que cargar con esta mujer?
—Esa chica se ha pasado la noche poniéndome caliente.
Meneé la cabeza sonriendo y luego lo agarré por la pechera de la
camiseta.
—¡Pequeño cretino!
—¡Morg, suéltame! —Lo levanté unos centímetros, de manera que solo la
punta de sus pies tocaba el suelo—. ¡Basta! ¡Mierda, déjalo ya!
—No es una chica —silbé a pocos centímetros de su rostro alterado—. Es
una mujer, Hans. Una mujer que casi podría ser tu madre, además. Y cuando
una mujer de su temple camela a un renacuajo como tú, es porque quiere
domarlo para que coma en su mano. Esa víbora que Jurgen nos ha impuesto
está ahí para espiarnos, ¡pobre payaso! —concluí soltándolo—. Y tú corres a
meterte en la boca del lobo.
Se colocó bien la ropa y se dio unos golpecitos en la sien con el dedo.
—¡Estás todavía más chalado que el abuelo! Ves personas sospechosas
por todas partes. Ella es legal, Morg, puedes creerme, he conocido a
montones.
Prorrumpí en carcajadas.
—¡Su Majestad el tenorio! ¡La experiencia personificada!
—¿Crees saberlo todo mejor que nadie solo porque tienes quince años
más que yo?
—Sé lo bastante para reconocer la cicatriz dejada por una bala.
Palideció y su nuez de Adán realizó una ida y vuelta en su garganta con
un ruido flemoso.
—¿Dices eso solo para meterme miedo? —gimió lastimeramente. Me
volví con un suspiro y me siguió al salón gesticulando—. ¡Morg! Morg,
estabas bromeando, ¿verdad? ¡Morg!
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Me dirigió una sonrisa melancólica.
—Eran las favoritas de Bertrand. Se las hacía todos los jueves. En
cantidad razonable —se apresuró a añadir—, a causa de su colesterol. A mi
marido, que en paz descanse, también le volvían loco —suspiró.
—¿De qué murió? —preguntó Hans engullendo dos galletas a la vez.
Le di una patada por debajo de la mesa e hizo una mueca.
—Degenerescencia del sistema nervioso central —suspiró Madeleine.
—¿Cómo?
—Alzheimer, Hans.
—¿Y eso cómo se pilla?
Esquivó mi segunda patada con una sonrisa burlona. En cuanto a
Madeleine, respondió amablemente sin que pareciera haberse dado cuenta de
nada.
—Eso no se pilla, muchacho. Es una enfermedad degenerativa que se
manifiesta por un síndrome de demencia. —Hans abrió unos ojos como
platos—. El triste resultado de cambios neuroestructurales y neuroquímicos.
Atrofia cortical, y también, a veces, atrofias lobulares. Es una enfermedad
terrible, Hans, como a menudo he podido comprobar por desgracia.
Hizo una pausa.
—Al menos constato que, por lo que a mí respecta, aún no he olvidado la
jerga; se trata más bien de un buen signo.
—¿Es usted médico? —pregunté sorprendido.
—Oh, no, vaya idea. Era enfermera en psiquiatría. Tuve que dejar a mis
pacientes para ocuparme de mi marido, y de Bertrand, de paso. Cuando mi
querido Lionel murió, a fe mía que no me sentía con valor para volver a mi
trabajo. En la actualidad lo lamento, pero es demasiado tarde. A los cincuenta
y cinco años, ¿quién iba a requerir mis servicios?
—Estoy convencido de lo contrario.
—Al igual que Bertrand —dijo con coquetería—. Incluso llegó a
convencerme para que aceptase ocuparme de un enfermo. Un muchacho
conocido suyo que necesitaba ayuda psiquiátrica tras un grave accidente.
Finalmente, Bertrand nos dejó y la cosa no llegó a concretarse. —Sacudió la
cabeza y sonrió—. ¡Pero ya basta de tristezas! Vosotros sois jóvenes y debéis
aferraros con fuerza a la vida, y no pensar en todo esto. Qué bonitos viajes
tenéis en perspectiva… Oh, Morgan, por favor, prométame que me hará llegar
noticias suyas y me enviará una foto de las pirámides. Siempre he soñado con
verlas. Al igual que la Estatua de la Libertad y los templos incas. Dios mío, si
tuviera el valor y los medios necesarios…
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Tomamos otra taza de té y anoté su dirección en mi agenda con la
promesa de enviarle noticias. La pobre mujer estaba mucho más afectada por
la muerte de Bertrand de lo que quería admitir, y me pregunté si podría
acarrear su nueva soledad sobre sus estrechos hombros.
Dejamos Barbizon cargados con dos cajas de galletas caseras y Hans no
dijo una palabra hasta que llegamos al parking.
—Qué cara más larga…
—Madeleine se aburrirá. Ella que no dejaba de bromear con los polis y de
cocinar cosas… —Le lancé una mirada circunspecta—. ¿Qué pasa? Es guay,
¿no? —Le temblaron los labios y se volvió—. Bueno, claro, te pasabas el
tiempo golpeando en las paredes para encontrar un compartimiento secreto y
apenas has hablado con ella.
Fruncí el ceño, desconcertado. O sea que nuestro querido Hans tenía un
corazoncito que latía en su pecho de caíd… La buena de Madeleine, con su
alma de abuelita de las galletas, había conseguido ablandarlo. Toda una
proeza.
—Te lo concedo, Madeleine es una mujer muy simpática, pero nada te
impide hacerle una visita a nuestro regreso. Estará encantada, créeme.
Se encogió de hombros, como si de repente aquello ya no tuviera
importancia.
—Bueno, ya veremos. También yo tengo otras cosas en que pensar. En
cualquier caso —añadió saliendo del coche—, harías bien en darme su
dirección para enviarle sus pirámides; porque te conozco y seguro que se te va
de la olla.
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Abrí la puerta de una fuerte patada, por si alguien se había ocultado
detrás, y entré en el apartamento, listo para abatir mi puño sobre la primera
cabeza que se presentara. Nadie en el pasillo, la cocina o el cuarto de baño.
Nadie en los armarios ni en el salón. Más extraño todavía: nada parecía haber
sido desordenado ni robado. Aunque, pensándolo bien, libros y objetos
parecían haber sido movidos y vueltos a poner en su sitio.
—¡Entra, Hans!
Irrumpió en el salón y miró a su alrededor.
—Han debido de sorprenderlos. Mi ordenador portátil sigue ahí.
—O no buscaban un ordenador portátil —caí en la cuenta.
Me lancé sobre nuestro equipaje y, tras haber extendido la mitad del
contenido de mi bolsa en el suelo, saqué los dos tubos de cartón, los papeles
de la aduana y el cuaderno de Lechausseur con un alivio indescriptible. Todo
estaba intacto. Hans tenía razón, debía de tratarse de unos ladrones que habían
sido sorprendidos antes de poder vaciar el estudio de sus objetos de valor.
—A eso lo llamo librarse por los pelos —suspiré mientras me dejaba caer
en el diván, tratando de calmar los latidos de mi corazón.
—Ajá…
Hans estaba examinando el cuaderno de Bertrand minuciosamente.
—No falta nada, Hans. Gracias, Dios todopoderoso —añadí, alzando los
ojos al cielo.
—Vale. Pero queda por ver si todo está en buen estado. —Blandió el
cuaderno—. El lomo está roto. Anoche no lo estaba. —Lo hojeó—. No hay
páginas arrancadas. —Enarqué las cejas—. Te apuesto mi mano derecha a
que ha sido fotografiado o escaneado, Morg.
—Quizá rompieras el lomo ayer, sin darte cuenta.
—Puedo jurarte que no.
Me reuní con él y, de rodillas en la moqueta, observé el cuaderno. Hans
tenía razón, no estaba en tan triste estado cuando lo había guardado en mi
bolsa. Además, incluso recordaba haberlo deslizado cuidadosamente entre los
pliegues de una camiseta para protegerlo de las bruscas manipulaciones de los
empleados del aeropuerto, que a menudo arrojaban los equipajes de la bodega
al vehículo de transporte, varios metros más abajo.
—Se diría que ha empezado el baile —suspiré.
Mi compañero se irguió, con expresión descompuesta.
—Morg, esta historia empieza a oler a muerto.
—Me pregunto si nuestra amiguita del skateboard no tendrá algo que ver
con esto.
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Me levanté, sin dejar de estrujarme la cabeza, y fui a comprobar si la
puerta podía ser reparada. Me di cuenta de que la cerradura había sido
sencillamente abierta con ganzúa. Como la puerta no tenía pomo por fuera,
nuestro visitante la había cerrado mal. Sin duda no había querido dar un
portazo y correr el riesgo de levantar sospechas.
Empujé el batiente, corrí el cerrojo, cosa que jamás hacía, y apoyé la
frente contra la madera barnizada.
—Hans, coge tu equipaje —dije con voz carente de inflexión—. Te llevo
a tu casa. Llama a tus amigos, ve a ver una película o lo que quieras y olvida
todo este asunto. —Consulté mi reloj—. Date prisa, tendré el tiempo justo
para volver.
Meneó la cabeza.
—No me digas que tú vas a seguir adelante… ¿Quieres exponerte a que te
agujereen la piel para desenterrar un montón de huesos? ¡Has perdido la
chaveta por completo!
Clavé la mirada en la suya.
—La tumba de Alejandro no es solo un montón de huesos.
—No te dejaré ir allí solo.
Me puse rígido.
—Me niego. Es demasiado peligroso.
—Soy mayor de edad, y si quiero jugarme el pellejo, es asunto mío.
Además, pareces olvidar un ínfimo detalle: me necesitas para descifrar ese
cuaderno a velocidad supersónica, porque no creo que unos tipos que pueden
pagar a un matón para arrojar a un viejo por la ventana vayan a calentarse la
cabeza traduciendo ROT 13 a mano… Mientras me mareas con tus resabios
de virtud, los profesionales de la descodificación tal vez ya se hayan puesto
manos a la obra. De manera que, si no quieres que lleguen antes que tú a casa
de Alex, ¡te conviene incluirme en tu equipaje!
Lo estudié con una mezcla de asombro y, debo confesarlo, de admiración.
—¿Por qué quieres acompañarme, Hans? Te importa un comino la
arqueología y la historia antigua te produce sarpullido.
—No soy un amigo desleal, eso es todo.
Tras estas palabras, regresó al salón para devolver cuidadosamente a mi
bolsa todo lo que yo había desparramado, y le observé mientras fumaba un
cigarrillo, con una discreta sonrisa en los labios.
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V
El auxiliar de vuelo pasó por nuestro lado y nos tendió una cestita de
caramelos. Hans se sirvió, yo hice otro tanto, pero Mae lo fulminó con la
mirada con un ácido «¡No, gracias!». Estaba de un humor insoportable. Me
incliné prudentemente hacia ella.
—¿Puedo saber qué la contraría hasta ese punto?
—¡No estoy contrariada!
Se apartó del rostro un largo mechón de cabello caoba y trabajosamente
compuso una sonrisa.
—Tienes razón, reconozco que hoy me siento algo irritada. Pero no tiene
nada que ver con vosotros, puedes estar tranquilo —añadió—. Ya sabes lo
que es, los agobios de última hora, el trabajo que se deja a medio hacer, en
fin, todo ese tipo de cosas.
«Como un cuaderno escrito en lengua extraterrestre», pensé.
—Sí, sé de qué va. ¿Y en qué estaba trabajando antes de unirse a
nosotros? Bueno, si no es indiscreción…
—Lo es —respondió guasona.
—Oh…
—El señor Jurgen insiste en que sus colaboradores se muestren discretos
en cuanto a los asuntos que tiene en marcha. Confío en que no te lo tomes a
mal…
—Lo comprendo perfectamente. Uno no llega a donde él ha llegado sin un
mínimo de precauciones.
—¿Por ejemplo? —dijo con un respingo.
Me encogí de hombros.
—Imagino que debe de correr tras las OPA, frecuentar los mercados
financieros, codearse con los peces gordos, olfatear los buenos golpes… en
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fin, el tipo de cosas que hacen todos los hombres de negocios.
Ella soltó una risita aguda.
—Resulta bastante más tedioso de lo que pareces suponer, pero en líneas
generales, sí, es eso.
Hans, con la nariz hundida en el cuaderno de Lechausseur, tomaba notas
en su ordenador portátil, depositado sobre la mesita abatible.
—¿Qué, avanzas? —pregunté, inclinándome hacia él.
Meneó la cabeza sin levantar la vista de sus garabatos. El avión dio un
bandazo y oí cómo una mujer daba un gritito.
—Lechausseur cuenta la historia de la armadura de Alejandro. —Se sonó
y se cerró la chaqueta del chándal—. Hace un frío que pela, ¿no?
—Es el aire acondicionado. —Consulté mi reloj—. Valor, solo falta hora
y cuarto.
—¿La historia de la armadura? —intervino Mae, inclinándose sobre mis
rodillas para echar una ojeada a la pantalla de Hans.
—Sí. La última vez que alguien la vio fue en la bahía de Nápoles, a
principios del siglo I después de Cristo.
—Creía que había sido enterrada con Alejandro —dije frunciendo la
nariz.
—Nanay. No según un tipo llamado Svétonvis.
—¿Quién? —Me señaló el texto—. Suetonius, Hans. Suetonio es un autor
latino. Pero ¿qué pinta él en esta historia?
—El profesor escribió: «Vida de Calígula, capítulo LII», y luego un
galimatías en latín. «Triuníalem cuidem ornatum etiam ante expedicionem
asidue guestauit, interdum et Magni Alexandri toracem repetitum e conditorio
eyus»[8].
—¿La traducción de ese galimatías? —quiso saber Mae con una mueca, al
tiempo que me dirigía una mirada implorante.
—En pocas palabras, consideraciones poco amables sobre los ornamentos
triunfales llevados por Calígula, de los que, según Suetonio, formaba parte la
armadura de Alejandro. Al parecer, la habría hecho recuperar de su tumba.
Suetonio es el chismoso titular de los autores latinos —precisé.
—Hay algunas palabras más sobre la bahía de Nápoles, algo relacionadas
con un puente de barcas.
—Lo leí en una novela —intervino Mae—. ¿O lo vi en un péplum? Tanto
da. Calígula, tomándose por un dios, quiso hacer sombra a Neptuno
caminando sobre las aguas. —Le lancé una mirada anonadada—. Bueno, o
algo similar.
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—Calígula no estaba tan loco como a algunos les gustaría hacer creer
—expliqué—. Y ese puente de barcas no tenía nada de inocente ni de
excéntrico. De hecho, era un alarde de genio militar. Una forma de
intimidación. Calígula preparaba una expedición a lo que hoy conocemos
como Gran Bretaña y daba por descontado que el hecho llegaría a oídos de los
futuros ingleses. Si Calígula tenía éxito en una maniobra semejante en la
bahía de Nápoles, no podrían por menos que temer una ofensiva similar en el
canal de la Mancha, con las variantes necesarias, qué duda cabe, en razón de
las corrientes y las mareas. Los antiguos afirman que una doble hilera de
barcas de transporte fue anclada, fijada y recubierta de tierra en una longitud
de más de tres mil seiscientos pasos —precisé—. En fin, si la memoria no me
falla.
—¿Y cuánto es eso?
—Dieciocho mil pies —pinché a mi ayudante.
Nuestra compañera hizo una mueca.
—¿Lo que equivale a?
—Aproximadamente cinco kilómetros. —Hans silbó, admirativo—. La
distancia que separaba Baia del muelle de Pozzuoli. Según parece, se
celebraron allí banquetes y fiestas durante varios días. Calígula desfiló subido
en un carro, con atuendo militar, en varias ocasiones. Y si es cierto que
llevaba la armadura de Alejandro, debió de impresionar no poco. La
superstición no era el rasgo de menor peso entre la gente de la época. Pero
hay algo que no cuadra —añadí, rascándome el mentón—, no puedo recordar
a ningún autor que afirme que llevaba esa armadura en aquel momento.
—Sí —replicó Hans—. El profesor habla de ello. La hermana de
Calígula… Espera. —Hizo pasar el texto—. Agripina, en Las memorias de
Agripina. No se estrujó mucho los sesos para dar con el título.
Estuve a punto de tragarme el caramelo que chupaba.
—¿Las memorias de Agripina? —exclamé—. ¡Pero si hace siglos que se
perdieron! ¿Dónde pudo consultarlas? ¿Lo precisa?
—Sí, al principio de cada cita. —Movió el cursor—. Agripina… Aquí
está: como la mayor parte de los pasajes que ha copiado, en la Biblioteca
Vaticana.
Me sobresalté.
—Los archivos secretos… —balbuceó Mae.
Mi ayudante en prácticas dio un respingo.
—¿Cómo?
—¡Lee! —le ordené.
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—Cálmate, que no hay que apagar ningún fuego. «… Cayo Julio César la
había he…» ¿Julio César? ¿Qué pinta en esta historia?
—Calígula, Hans. Cayo Julio César es su verdadero nombre.
—¿No era el de Julio César?
—También.
—Ah. «… la había hecho sacar de la tumba de Alejandro Magno, en
Egipto. La hizo reparar, la adornó con uno de los puñales que, según él,
habían atravesado el corazón del asesino de su madre y la llevó en varias
ocasiones, pero la última vez que fue visto con ella el día en que, siguiendo el
ejemplo del rey de los medas…». ¿El rey de los qué?
—El rey de los medas —respondí con impaciencia—. El persa Jerjes.
Debes de haber oído hablar de él… —Abrió unos ojos como platos e hizo una
mueca—. Ya te lo contaré. Sigue.
—«… en que, siguiendo el ejemplo del rey de los medas, ordenó la
construcción de un puente de barcas».
—¿Qué hizo a continuación con la armadura?
—¡Solo estoy en el principio! En cambio, el profesor ha dibujado un
croquis. Bueno, un mamarracho que parece un croquis.
Mae y yo nos inclinamos sobre el cuaderno.
—Una estatua —murmuró ella—. ¿Alejandro?
—No —intervine—. Lleva el cabello demasiado corto. Probablemente el
croquis de una estatua de la época imperial. Sin la menor duda Calígula
divinizado, puesto que aparece con atuendo militar y descalzo. Pero no
conozco esta estatua. Y la armadura… Mirad el peto.
Apoyé el dedo en el dibujo.
—La mano con el martillo. El mismo sello que en la espada —observó
Mae—. Por lo demás, ¿no es eso lo que sujeta con la mano?
Me acerqué para ver mejor.
Un escúter estacionó en el aparcamiento de bicicletas de la pequeña
piazza della Rotonda y una joven con vestido floreado se precipitó hacia el
conductor, que la estrechó contra sí. El Panteón iluminado y las farolas
arrojaban una luz castaño dorada sobre la plaza.
Acomodados en la terraza del Di Rienzo, el más lujoso de los tres
restaurantes situados frente al Panteón, degustábamos el aperitivo —chocolate
helado para Hans— a la espera de la cena.
—Adoro este lugar —suspiró Mae sorbiendo su martini—. Tengo la
sensación de encontrarme fuera del tiempo, ¿tú no? La ciudad vieja resulta
mágica.
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Numerosos jóvenes, sentados en los escalones, reían, comían helados o
tocaban la guitarra. Los coches estaban prohibidos en la ciudad vieja, y uno
podía creer que había vuelto siglos atrás, pese a las ropas y a la música que
escapaba de los restaurantes.
La noche era fresca y mil olores se mezclaban en el alegre estrépito de la
ciudad antigua. Allí la gente vivía por la noche, como en todos los países
donde la suavidad del clima lo permitía. Frente a nosotros, las ventanas del
hotel donde nos hospedábamos estaban abiertas de par en par. Era un
establecimiento sin pretensiones, pero con una vista sin servidumbre de luces
sobre el espléndido monumento erigido por Marco Agripa hacía casi dos mil
años. Un lugar magnífico.
—Pronto será la hora de la verdad —dijo Hans mirando su reloj.
El camarero nos trajo nuestros platos, ñoquis para Mae y para mí y
espaguetis para Hans, que se puso a devorar ayudándolos a bajar con grandes
tragos de refresco de cola.
—A veces, cuando mis dedos tocan esas ruinas varias veces centenarias
—prosiguió Mae, soñadora—, tengo la sensación de que la piedra posee
memoria. Que me cuenta una historia. —Dejé caer el tenedor, sorprendido
por su arrebato poético, y ella prorrumpió en carcajadas—. ¡Debes de
encontrarme ridícula! —Bebió un sorbito de su copa de vino, acariciando el
borde de cristal con la yema de los dedos—. Pero estoy segura de que estas
ruinas tienen alma.
Le devolví la sonrisa.
—Estoy convencido de ello.
Alcé mi copa en su dirección antes de hundir la nariz en ella. Como el
numerito de seducción clásico no había dado resultado, nuestra Mesalina
jugaba la carta de la pasión por las ruinas y del amor a la historia. Sin
embargo, no se atrevió a llegar al extremo de soltar la cantinela sobre la
emoción del descubrimiento arqueológico y las alegrías de la paleta y del
pincel.
—Debes de sentir algo increíble cuando, tras haber excavado la tierra
durante días, aparece por fin la punta de un monumento o el asa de una vasija
griega. Tiene que ser algo… maravilloso.
«Ah, sí. Lo ha hecho», me dije.
—Sí, es una especie de orgasmo —suspiré, como llevado por su
entusiasmo—. Una apoteosis.
«¡Una explosión cósmica!», iba a añadir, pero temí que se diera cuenta de
que me mofaba de ella.
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—Tienes suerte, Morgan. Me encantaría vivir esa experiencia.
Cuéntame… Háblame de tu mayor hallazgo.
Hice una profunda inspiración con los ojos cerrados, como si el simple
hecho de pensar en ello me pusiera en trance, e inventé la primera estupidez
que me pasó por la cabeza.
—Fue en una playa de Creta —murmuré. Ella se apoyó en los codos y
clavó sus ojos en mí con un suspiro—. Llevábamos días excavando en la
arena pese al sol que nos quemaba la piel. —Hans levantó por fin la cabeza de
su plato de espaguetis, probablemente preguntándose si en mi copa solo había
vino—. Y entonces apareció…
—¿El qué?
—El hueso de jibia —concluí con énfasis.
Su sonrisa seductora flaqueó, pero supo mantener la máscara con
habilidad consumada.
—¿Un… hueso de jibia?
—Pero no uno cualquiera, no. El mayor que el hombre haya visto del que
se tiene memoria. Era duro como la resina y brillante como la laca.
—¿Un hueso de jibia gigante? ¿En Creta?
—Sí… —proseguí, soñador—. El resto de un monstruo de tiempos
remotos. De una criatura olvidada para siempre.
—¿Un hueso de dinosaurio? —exclamó Mae, hipócritamente fascinada—.
Es fantástico.
—Un monstruo… Las manos me temblaban y estaba allí, ante aquel…
—Recobré la compostura y removí el contenido de mi plato—. Para resumir,
supuso un goce sencillamente indescriptible.
—¿Y qué ha sido de él? ¿Ha ido a parar a algún museo?
Me metí en la boca un tenedor colmado de ñoquis chorreantes de salsa de
tomate y respondí con la boca llena:
—No. Tras el examen del laboratorio, nos dimos cuenta de que se trataba
de una tabla de windsurf.
Hans prorrumpió en estrepitosas carcajadas y Mae golpeó con rabia su
servilleta de gruesa tela púrpura sobre la mesa.
—¡Muy divertido! —profirió al levantarse—. Me perdonarás, pero tengo
cosas mejores que hacer que escuchar tus chistes.
Abandonó la terraza del restaurante y atravesó la plaza en dirección al
hotel.
—¡Uf, menos mal que se ha ido! —dije, mientras me terminaba el plato.
—¡Desde luego, la has armado bien gorda, maestro! —se atragantó Hans.
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—Que le aproveche… —El timbre de mi móvil me interrumpió—. ¿Sí?
—¿Morgan? No te habré despertado…
Dejé el tenedor y encendí un cigarrillo.
—Buenas noches, papá. Estamos en el restaurante.
—¿Habéis llegado bien?
—Sí, sin tropiezos.
—He recibido tu e-mail. Estás en un maldito aprieto, muchacho. No me
tranquiliza en absoluto el cariz que están tomando las cosas. El único contacto
que puedo proporcionarte es un sacerdote, el padre Ilario. Te doy su número
de teléfono, ¿tienes con qué apuntar? —Saqué mi cuadernillo de notas de la
mochila—. Bertrand estableció relación con él cuando trabajaba en las
excavaciones de la Casa Dorada. Al parecer es un hombre muy simpático, que
sin duda podrá orientarte… Morgan, Ludwig está aquí a mi lado.
—Le paso el móvil a Hans. Tu abuelo —dije a este último.
—No, espera, cabeza de mula. Tiene algo que decirte respecto de la
espada. —Hice una seña a Hans para que aguardase un momento, pero él
pegó su rostro al mío, con el oído sobre el móvil—. Te lo paso. Un beso. Y
sobre todo cuida del chaval. Al menor embrollo quiero que me lo traigas a
velocidad supersónica, ¿lo has entendido?
Hans se enfurruñó.
—No te preocupes, si las cosas se ponen demasiado peligrosas, volveré a
casa.
No se creyó una sola palabra, me parecía demasiado a él para hacerlo.
—¿Morgan?
—Buenas noches, profesor Peter.
—Por favor, olvida el «profesor». ¿Sabes?, el sello de la espada que
escaneaste para tu padre me resulta familiar.
Me puse rígido.
—¿De veras? ¿Lo había visto antes?
—Sí, pero no consigo recordar dónde. Todo lo que puedo decirte por el
momento es que el sello de Hefesto debía de parecerse a eso, poco más o
menos. Una mano sujetando un martillo.
—¿El herrero de los dioses?
—En efecto, Morgan. Voy a hacer averiguaciones para proporcionarte
más información. O tu padre o yo nos pondremos en contacto contigo en
cuanto encontremos algo más consistente… ¿Está ahí Hans?
—Sí, está pegado a mi mejilla. Se lo paso. Y gracias otra vez. Hans me
arrancó literalmente el móvil de las manos.
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—¿Abuelo? Sí, es genial. ¿De qué?
Me marché al lavabo, para dejarlos charlar tranquilos, y cuando volví,
Hans aún no había colgado y estaba hablando con mi padre.
—No se preocupe —dijo, echándome una mirada cómplice—. Es él quien
inspira miedo a los demás. Esto…, otro beso. —Reí burlón—. Hasta la vista.
De acuerdo, se lo diré.
Hans me tendió mi móvil con una mueca divertida.
—Tu padre es un cachondo.
—¿De qué habéis hablado?
—Me ha dicho que te diga que tengas cuidado y que si patatín, que si
patatán. También va a prestarme libros sobre la India.
—Eso no me sorprende en absoluto.
Me disponía a guardar el móvil y pagar la cuenta, cuando reparé en que
había recibido un mensaje de texto: «Le espera un e-mail, Morgan. Será
mejor que lo consulte lo antes posible. Helios».
—Voy a necesitar tu ordenador, Hans.
Sentado en una de las camas gemelas, enchufé mi móvil al ordenador y
me conecté a internet.
—¿Vas a ducharte o lo hago yo? —preguntó Hans.
Le indiqué por señas que fuera y consulté mi buzón de correo electrónico.
Un mensaje me aguardaba, pero el remitente me era desconocido. Sin asunto.
Tan solo un mensaje y un fichero adjunto: «Creo que esto debería interesarle.
Helios».
Abrí el fichero adjunto, un documento de dos páginas con un formato
corriente de tratamiento de texto pero redactado enteramente en griego
clásico. ¿La copia de un documento antiguo?
Empecé a leer y no pude reprimir un taco. Aquello no tenía nada de
antiguo. Era un informe de dos páginas, muy detallado, sobre diversas
actividades y condenas de quien habría resultado difícil calificar de otro modo
que de mercenaria. E incluía una bonita foto de nuestra fascinante ayudante…
«Virginia Santos Mezquiriz, nacida en Puebla (México), el 14 de octubre
de 1969… Condenada a quince años de reclusión en Estados Unidos por
complicidad en tráfico de armas… Condenada a treinta y siete años de
trabajos forzados en Guatemala por conspiración… Sospechosa de asesinato
en Argentina… Acusada de tráfico de falsos documentos de identidad en
Canadá… Evadida de la penitenciaría de Cancún… Buscada por traición en
Cuba…». La lista era larga.
—¡Tienes la plaza libre! —soltó Hans al salir del cuarto de baño.
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Me sobresalté y apagué el ordenador sin siquiera tomarme el tiempo de
desconectar.
—Sí, ya…, ya voy…
—¿Algo no anda bien?
Le dirigí una sonrisa maquinal.
—Sí, sí, todo va bien. Solo estoy un poco… «hecho polvo», como tú
dices.
Se dejó caer en su cama y arrojó la toalla a un rincón de la habitación.
—¿Por qué has pedido un cuarto para dos? —Estuve a punto de
responderle secamente, poco predispuesto a soportar sus jeremiadas después
de lo que acababa de leer—. Todavía sé defenderme frente a una chica,
¿sabes?
—No lo dudo, Hans —suspiré, al tiempo que me quitaba la ropa.
«Pero frente a esta, me sorprendería que dieras la talla», pensé mientras
me deslizaba bajo la ducha.
Me prometí responder al misterioso desconocido tan pronto como Hans se
volviera de espaldas, pero habría podido apostar a que mi e-mail me sería
devuelto. ¿En qué nido de avispas había metido la mano? Me sentía dividido
entre las ganas de huir a toda pastilla, en plena noche, con Hans bajo el brazo,
y las de irrumpir en la habitación de «Mae» para ponerle un cuchillo en la
garganta y pedirle explicaciones. Ninguna de las dos soluciones me satisfacía.
No iba a dejarme intimidar.
«¡Morgan, acabarás en el fondo de un barranco o acorralado en un
sótano!», no cesaba de machacarme Etti al verme asumir todos los riesgos
para ser el primero en poner la mano sobre la pieza maestra del yacimiento.
Ironías del destino, fue él, tan metódico y tan prudente, quien se dejó
sorprender. ¿Por qué le animé a sumergirse ese día? Él no quería. Decía que
las estructuras no eran lo bastante sólidas. Y yo lo tildé de cobarde, agité las
lecturas topográficas bajo las narices. Me burlé de él…
—Oh, Etti… ¿Qué debo hacer? Si al menos no tuviera la responsabilidad
de ese chiquillo…
No obstante, después de todo era él quien había decidido seguirme, quien
se había obstinado en ayudarme…
«Pero eres tú quien le oculta información para no asustarlo, Morgan», dijo
la voz de mi hermano en mi cabeza.
Abrí el grifo del agua fría al máximo, con la esperanza de aclararme las
ideas, pero sabía que era inútil. El peligro y las dificultades siempre habían
actuado sobre mí como un catalizador, como había ocurrido con mi padre
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antes que yo. No abandonaría. La muerte de Etti no me había cambiado,
contrariamente a lo que había creído durante más de un año. No había
aprendido nada, no había retenido la lección, no quería aprenderla. Ocurriera
lo que ocurriese, estaba dispuesto a arremeter, a encajar y a devolver los
golpes, como siempre.
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Caminó hasta la doble puerta acolchada y volvió a cerrarla suavemente
tras de mí. El inmenso despacho era todo púrpura y oro. Cubrían las paredes
cuadros que en su mayoría representaban escenas religiosas, y cuya
valoración ni siquiera me atrevía a intentar. Los muebles de época
Renacimiento desaparecían bajo los bibelots y los iconos. El buen gusto de su
propietario, no obstante, así como la estudiada disposición de cada objeto,
eliminaban todo el lado llamativo.
El padre Ilario, hombrecillo desgreñado y sonriente, como su voz
entusiasta que tiraba a los agudos me había permitido adivinar, me estrechó
calurosamente la mano antes de acomodarse en un sillón Voltaire, detrás de
un escritorio de patas cinceladas.
—Sea bienvenido a nuestra santa ciudad, muchacho —dijo en un francés
excelente adornado con un encantador acento italiano—. Siéntese, siéntese, se
lo ruego.
Me instalé en un sillón tapizado de terciopelo carmesí ligeramente
desgastado y con los brazos patinados. Como todo el resto del mobiliario,
probablemente era de época.
—Le agradezco que me reciba con tanta rapidez.
—Es muy natural. ¿Desea tomar algo? ¿Un café o un refresco? ¿Algo más
fuerte, quizá? —Rechacé cortésmente y él cruzó los dedos ante su mentón en
actitud de plegaria—. ¡Pobre Bertrand, qué desgracia! Era un gran hombre. El
Señor sabrá acogerlo como merece, no le quepa duda. ¿Me dijo que se había
caído del balcón? —Asentí—. Qué desgracia —repitió—. No tenía familia,
según creo. Pobre alma. Pero nadie puede ir contra la voluntad divina, ¿no es
cierto? En fin… ¿Y qué tal está su padre? Bertrand me hablaba con frecuencia
de su viejo amigo. —Le hice un rápido resumen de las últimas tribulaciones
de papá y él me escuchó con los ojos chispeantes de curiosidad—.
Cuéntemelo todo, muchacho. ¿Qué puedo hacer por usted? Según me dijo por
teléfono, proseguía usted las investigaciones del profesor…
—En efecto. Y me gustaría conocer su opinión con respecto a esto.
Abrí mi mochila y saqué de ella el documento del Vaticano, que le tendí.
—¡Oh! Creo saber de qué se trata —dijo, desenrollando el pergamino con
precaución—. Sí, Bertrand ya me lo había enseñado, deseaba que yo lo
autenticase. Es un informe de las excavaciones realizadas por el padre
Francesco en Herculano.
—¿El padre Francesco?
—Sí. Escribió numerosos tratados sobre el tema, que puede usted
consultar si lo desea. ¿Tiene también la espada? Ah, bien, Bertrand la tenía en
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gran aprecio. Si no recuerdo mal, fue descubierta en un hipogeo que contenía
sobre todo jarras y vasos. Ciertamente, la cimentación de una domus, según el
padre Francesco, que menciona asimismo una estatua, en un documento
similar al que usted posee. Ahora bien, como ya dije a Bertrand, no encontré
la menor huella de ella, a excepción de un croquis del querido Francesco.
Extraje el cuaderno de Bertrand de mi mochila y mostré al sacerdote el
dibujo de la estatua romana.
—¿Es esta?
—Sí, en efecto. Bertrand la copió del documento original.
—Padre Ilario… Según las notas del profesor Lechausseur, parecería que
dispone usted de textos, digamos, bastante raros, por no decir míticos.
—Enarcó una ceja—. Las memorias de Agripina, por ejemplo.
Exhibió una sonrisa maliciosa.
—Si supiera el número de palimpsestos que duermen en nuestros
archivos, tendría usted pesadillas todas las noches, muchacho.
—Entonces, ¿realmente las encontró usted?
Prorrumpió en carcajadas y de inmediato se disculpó.
—Algunos fragmentos, sí. El resto debe de aguardar todavía en alguna
parte bajo un texto más moderno.
Estuve a punto de caerme del asiento.
—E… imagino que no son consultables… fácilmente, digamos.
—¿Y por qué no? —Pareció comprender adónde quería ir a parar y bajó el
tono de voz—. ¿Quiere que le haga una confidencia, muchacho? La única
razón por la que algunos textos antiguos no son catalogados y hechos
públicos por el Vaticano es porque al ritmo que vamos, y teniendo en cuenta
la cantidad de documentos existente, necesitaremos todavía dos o tres siglos
para concluir la tarea, ¡y eso si el cielo viene en nuestra ayuda! —Se irguió,
bonachón—. Podrá consultar esos extractos cuando lo desee. A condición de
que me deje algo de tiempo para encontrarlos, por supuesto —añadió con una
mueca—. Guardé todos los documentos utilizados por Bertrand
separadamente, por si los necesitaba otra vez, pero ¿dónde? Santa María,
madre de Dios, ten piedad de mi pobre cabeza. ¿Podría usted volver mañana?
¿Pongamos hacia las diez?
No me atrevía a creer en mi buena suerte.
—Sí, desde luego… Yo… no sé cómo darle las gracias.
—Vamos, vamos, si nuestra santa madre Iglesia no puede hacer un favor a
sus hijos, ¿quién lo hará?
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—Una pregunta más, si me lo permite. La espada confiada al profesor
Lechausseur… es una copia de la original, ¿verdad?
—Confieso que no tengo la menor idea. Todo cuanto puedo decirle es que
Bertrand estaba muy apegado a ella. En cambio, poseía un mosaico que sin
duda es de época. ¿Sabe a lo que me refiero?
—Sí —le interrumpí—. En estos momentos se encuentra en el Louvre, y
según las últimas informaciones que me han sido comunicadas, debería ser
enviado a Nápoles dentro de poco.
—Esa es una gran noticia. Si además el Louvre consintiera en
desprenderse también del fragmento del Ara Pacis que posee para enviarlo a
Roma… —Suspiró—. ¿Sabe que Italia ha hecho varias solicitudes en ese
sentido?
Asentí con la cabeza, afligido. Muchos monumentos antiguos estaban
desperdigados por los museos del mundo.
—Desde hace décadas, Grecia reclama los mármoles del Partenón al
Museo Británico sin mayor éxito, padre Ilario.
—Dulce Jesús, pobre gente. ¿Quiere usted ver las últimas piezas
encontradas en la Casa Dorada? —preguntó de repente, jovial—. Hay algunas
estatuillas votivas absolutamente fascinantes y muy bien conservadas.
Me tomó del brazo con autoridad para empujarme hacia el museo y no me
atreví a negarme a seguirle, por temor a ofenderle. El padre Ilario era
incansable y, a todas luces, un auténtico apasionado. No podía pasar por
delante de una estatua antigua sin extasiarse, y la cuchara más insignificante,
cualquier objeto de alfarería, constituían para él un pretexto para disertar
sobre el genio de sus antepasados. Me hice la reflexión de que, en su
juventud, el buen hombre debía de haber manejado más la paleta que el
crucifijo, y que sin duda no se debía al azar el hecho de que se dedicase a la
clasificación y el estudio de los documentos antiguos. Creo que aprendí más
sobre los palimpsestos en tres horas con él que en seis años en la universidad.
Me hizo visitar el laboratorio del museo del Vaticano, me ofreció una
demostración sobre la manera como en la Edad Media los pergaminos eran
«raspados» y luego se reutilizaban, y me mostró las diferentes técnicas
mediante las cuales era posible recuperarlos, siendo los rayos X, en su
opinión, la más eficaz y la que estropeaba menos los pergaminos.
Antes de abandonar el lugar, tuve buen cuidado de comprobar que la
espada que había vuelto a guardar en mi mochila tras habérsela enseñado al
eclesiástico quedaba accesible. Por si acaso…
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Cuando me encontré con Hans, hacia las tres, al pie del obelisco de
Calígula de la plaza de San Pedro, creí que iba a saltarme un ojo con el palito
de su helado.
—¡Tenías el móvil apagado!
—He sufrido una visita guiada por los sótanos del Vaticano. ¿Tienes
hambre?
Juró y gesticuló como un mono, provocando la indignación de los
numerosos turistas y religiosos que paseaban por la plaza.
—Tres horas cociéndome al sol rodeado de una bandada de pingüinos con
sandalias, incluso he estado a punto de avisar a los polis porque te imaginaba
ya destripado en una esquina, ¿y me preguntas si tengo hambre? ¿Por qué no
me has llamado?
Un monje nos lanzó miradas ofendidas y agarré a Hans del brazo.
—Deja de vociferar, todo el mundo te está mirando. Tengo muy buenas
noticias —añadí más bajito, al reparar en un sacerdote que fingía leer su
Biblia pero echaba frecuentes miradas en nuestra dirección.
Hans siguió la dirección de mi mirada y se colgó de mi hombro.
—¿El Papa ha dicho que sí por fin? —exclamó, haciendo volverse a una
decena larga de personas. Le lancé una mirada dolida—. ¡Podremos casarnos
por la iglesia!, ¿te das cuenta?
Dos monjas viraron al rojo intenso y empujé a Hans fuera de la plaza
amenazándolo con retorcerle el pescuezo en cuanto estuviéramos fuera de la
vista.
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—¿Cuál es tu truco con las tías?
En lugar de responder, mordisqueé una aceituna especiada.
Mi corpulencia, mi cicatriz y la insólita longitud de mi cabellera rubia
atraían ineludiblemente las miradas. Debo confesar que me aprovechaba de
ello con frecuencia, pero eso me valía también escenas como aquella de la
que acababa de ser testigo mi ayudante en prácticas.
Pedí una pizza para Hans, cuyo estómago gruñía desde que habíamos
salido de la ciudad vaticana, y para mí tagliatelle.
—Aquí la gente come tan tarde como en España —observó, lanzándose
sobre los grisines y las aceitunas.
—¿Has visitado España?
—Una vez participé en una competición de surf, en Galicia. ¿Y tú? ¿La
conoces?
—Pasé varios meses en Cartagena. Remontamos cargas de barcos
antiguos hundidos en la ensenada.
Hans enarcó una ceja.
—¿Ánforas?
—Lingotes.
—¿De oro? —exclamó.
Me eché a reír mientras el propietario nos servía la comida, que mi
compañero se puso a engullir con delectación.
—No, de plomo. —Hans depositó el tenedor e hizo una mueca—. En la
Antigüedad, Cartagena formaba parte de lo que llamamos la «ruta del
plomo». Exportaba ese metal a todo el Mediterráneo.
—¿Comercio internacional? ¿En aquella época?
—Por supuesto. El mejor trigo procedía de Egipto, el oro de Etiopía, el
algodón, las especias y la seda de Asia, la más bella alfarería de Creta,
etcétera. Miles de barcos y caravanas recorrían el mundo, aprovisionando los
mercados de las grandes ciudades como Atenas, Marsella, Sardes, Alejandría,
Roma o Bizancio. Y el número de viajeros no le iba en zaga. Había oficinas
que les ofrecían diversos medios de transporte, y los albergues turísticos
surcaban las grandes rutas comerciales. Algunos destinos eran más visitados
que otros, con Egipto y Grecia a la cabeza. Ciertos autores antiguos incluso
escribieron verdaderas guías, como Herodoto. —Mi ayudante en prácticas
había dejado de comer y me escuchaba boquiabierto—. No hemos inventado
nada, Hans —añadí, divertido al ver su asombro—. Hace dos mil años, los
romanos ya iban de vacaciones a Rodas para admirar el célebre coloso y
traían souvenirs «kitsch» para sus amigos.
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—Visto así, la Antigüedad resulta más bien divertida —comentó. Reí de
buena gana y ataqué el postre, un delicioso helado de chocolate—. Y
hablando de antigüedades, ¿qué te ha contado el curita? —Le relaté mi visita
al padre Ilario y él empujó su plato vacío—. ¿Piensas dejarme plantado
también mañana?
—No, Hans, esta vez podrás acompañarme. El padre es un hombre de lo
más conciliador y encantador que existe.
—También el abuelo teme siempre presentarme a sus amigos catedráticos
—murmuró, taciturno de pronto—. El viejo se avergüenza de mí.
—Creo que interpretas un tanto a la ligera la actitud de tu abuelo. Siente
un gran afecto por ti, créeme.
—Incluso se negó a que hiciera unas prácticas con tu padre el año pasado,
cuando se fue a Halebid.
—¿Querías participar en las excavaciones del templo? —pregunté,
pasmado—. Lo ignoraba.
Se encogió de hombros.
—El abuelo ni siquiera le habló de ello.
—¿Por qué te envió a mí?
—Cómo eres joven, debió de decirse que sería más fácil que nos
entendiéramos.
—Pero yo soy helenista, no hind…
—Le trae sin cuidado. Grecia es una especialidad que puede enseñarme él
mismo, sin temor a que le ridiculice ante sus colegas.
—Ya veo… Escucha, Hans, si la India te interesa hasta ese punto, te
prometo hablar con mi padre y con tu abuelo tan pronto como regresemos a
París, pero antes de especializarte, necesitas estudiar la historia en su
globalidad.
Asintió con la cabeza.
—Empiezo a darme cuenta, pierde cuidado. —Apoyó los codos en la
mesa y cruzó las manos sobre la nuca, abatido—. Al abuelo no le falta razón,
soy un auténtico tarugo…
Le di unas palmaditas amistosas en el hombro y pagué la cuenta.
—Vamos, no te desanimes.
Salimos del restaurante charlando con ligereza, pero yo sentía que había
abierto una profunda herida al animar a mi ayudante a hablar. Hans se sentía
aplastado por la notoriedad de su abuelo y por el éxito financiero de su padre.
Por mucho que disimulase sus debilidades bajo la apariencia de un joven
rebelde, no por ello sufría menos de un terrible complejo de inferioridad.
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Habría podido encontrarme en su situación de haber sido hijo único, pero,
contrariamente a él, me había cabido la suerte de tener un hermano con quien
hacer frente a las ambiciones que mi padre alimentaba en relación con
nosotros. Yo quería ser helenista y Etti especialista en arqueología submarina.
Papá nunca consiguió hacernos desistir y tuvo que decidirse a quemar sus
Upanishad en la gran hoguera del fracaso.
Cuando bajábamos por la via Capo d’Africa, y pese al rodeo que le había
hecho dar para subirle un poco los ánimos, Hans no había recuperado su
talante habitual. Peor aún, su impotencia se había convertido en enojo.
—Pero ¿se puede saber adónde me llevas?
—Aprovecha la visita.
—¡No tengo ganas de visitar nada! ¿Dónde estamos?
—A tu izquierda, el Palatino. La via del Colosseo está a diez minutos de
aquí. Desde allí arriba se goza de una vista impagable sobre el anfiteatro
Flavio.
Me siguió arrastrando los pies por la via Nazionale, echando pestes contra
las aceras demasiado estrechas invadidas por los coches, y guiñó un ojo a dos
adolescentes alemanas.
—¿Puedo invitarlas a tomar algo, señoritas? —les soltó en su lengua,
volviéndose hacia las jóvenes y caminando hacia atrás—. Yo no…
El ruido de un claxon lo hizo sobresaltar y las dos turistas reventaron de
risa. Hans se volvió e hizo un gesto grosero al conductor de la camioneta de
reparto.
Llegados a la gran plaza Largo Magnanapoli, que bullía de turistas, nos
dirigimos hacia el Largo Corrado Ricci, pasando por la Salita del Grillo, la
piazza del mismo nombre y la via Tor de’Conti. Tras haber bordeado el
imponente recinto del foro de Augusta y luego el del pequeño foro de Nerva,
llegamos a la via del Colosseo. Era una zona residencial de calles muy
estrechas que los turistas pasaban por alto gustosamente o, más bien, que no
conocían.
—Mira —dije a Hans señalándole el Coliseo, que teníamos enfrente, entre
los árboles—. Y ahora, atrévete a decirme que no es hermoso.
Me senté en los escalones, a la sombra de un ciprés, y aspiré la fragancia
de la hierba recién regada antes de encender un cigarrillo.
—Es uno de mis rincones favoritos. —Le señalé una alfombra de hierba,
entre los árboles, al abrigo de las plantas crasas—. Incluso una vez hice el
amor allí, cuando era estudiante —añadí con un guiño.
De pronto pareció más interesado.
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—¿Así que has follado en sitios inverosímiles? —preguntó,
acomodándose a mi lado.
—Más de una vez.
Me dio un codazo.
—¿Y cuál fue el más guay?
—En la necrópolis real, en Tanis —murmuré. Arrugó la frente—. Así fue
como los griegos bautizaron la antigua Djanet, en Egipto.
—¿Te quedaste con el culo al aire en la tumba de un faraón? ¡John!
Consulté mi reloj. Las 17.47. Era hora de que volviéramos, o Mae nos
recibiría con un par de bofetadas.
—Deberíamos irn…
Las palabras se me atascaron en la garganta al ver a los dos hombres que
subían hacia nosotros. Tan altos como yo, bronceados por el sol, trepaban los
peldaños de cuatro en cuatro, con los puños apretados, sin quitarme la vista de
encima.
—¿Los conoces? —dijo Hans, señalándolos con un movimiento de la
cabeza.
Le agarré del brazo y tiré de él detrás de mí al tiempo que subía la
escalera tan rápido como podía.
—¡Corre! —grité.
Mi ayudante no se hizo de rogar. Enfrentarse a aquellos dos brutos en una
escalera empinada quedaba descartado, y más con Hans pegado a mí.
Llegados al último peldaño, remonté la via del Colosseo sin dejar de
arrastrarlo, tratando de no tropezar en los adoquines.
—Pero ¿qué quieren de nosotros?
No tuvo tiempo de responderse a sí mismo. Teníamos a los dos hombres
pisándonos los talones. ¿Atracadores de turistas? ¿Simples ladrones? Tenía la
intuición de que no eran nada de eso, así que con la mano libre aferré la
bandolera de mi mochila.
Al cabo de un centenar de metros, sentí que tiraban de mí hacia atrás y
Hans, al que seguía sujetando, dio un traspié. Uno de los dos hombres se
había agarrado a mi mochila. Me volví y le solté una patada con todas mis
fuerzas. Sorprendido, se dobló en dos en el suelo gimiendo, pero no tuve
tiempo de «rematarlo». Oí gritar a Hans. El segundo agresor arremetía contra
mí.
—¡Cuidado, Morg! —gritó Hans—. Tiene un cuchillo.
Como una exhalación, saqué la espada de titanio del largo bolsillo exterior
de mi mochila.
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El arma era pesada pero bien equilibrada. El rostro del hombre, frente a
mí, exhibió una amplia sonrisa. No parecía sorprendido en absoluto.
—Volevi questo? —pregunté entre dientes, con el corazón latiéndome
aceleradamente—. Ven a cogerlo, ¿a qué esperas?
Hizo una finta, pero lo esquivé. Su sonrisa se ensanchó. Se complacía
asustándome, como un gato que juega con un ratón.
—¿Quién te envía? —pregunté.
Divisé un cuatro por cuatro de lujo aparcado ante la puerta de uno de los
edificios.
«Me extrañaría mucho que no estuviera equipado con una alarma…
Alguien llamará a la policía».
—¿Quién te paga? —insistí, acercándome discretamente al cuatro por
cuatro.
Me respondió en esencia que mi madre debía de haberse acostado con una
piara de cerdos para llegar a traer al mundo a una cosa como yo. Lo que me
sorprendió fue no tanto la grosería del personaje, pues no esperaba otra cosa
por su parte, como que se hubiera expresado en griego.
—Pero ¿quiénes…?
Mi adversario no me dio tiempo a acabar la frase. Amagó un nuevo ataque
y aproveché el retroceso que me imponía para girar sobre mis talones y
golpear la luneta trasera del coche con todas mis fuerzas. El cristal se rompió
casi sin ruido en cientos de fragmentos, que cayeron sobre el asiento trasero, y
la alarma del vehículo empezó a aullar.
Al darse cuenta de lo que acababa de hacer, el hombre del cuchillo cesó
en sus fintas y arriesgó el todo por el todo. Se lanzó hacia mí hoja en ristre.
En un torpe esfuerzo por parar el golpe, describí con la espada un amplio
molinete de izquierda a derecha. No sin sorpresa, vi cómo una expresión
horrorizada paralizaba el rostro de mi agresor y su mirada se dirigía a su
camiseta blanca, que se teñía de rojo a velocidad de vértigo. La espada había
penetrado en la tela y la carne como si fueran mantequilla. Nunca hubiera
creído que pudiera estar tan afilada.
Una mujer gritó por encima de mi cabeza en el balcón de uno de los
lujosos pisos, y el hombre al que había despachado el primero titubeó hacia su
colega para sostenerlo. A trompicones, ambos se precipitaron hacia la
escalera, y me acuclillé junto a Hans, que seguía sentado en el pavimento.
Tenía el labio partido y parecía un poco castigado, pero no seriamente herido.
—¿Qué tal? —jadeé, lleno de náuseas y sin resuello—. Tienes suerte de
que el tipo no te haya apuñalado.
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—No me acerques esa cosa —dijo rechazando mi mano, que aún sujetaba
la espada, ahora reluciente de sangre en uno de sus filos—. Morg, ¡habrías
podido matarlo! —chilló.
Para entonces la gente estaba asomada a las ventanas, y la alarma del
coche nos taladraba los tímpanos. Cuando las sirenas de la policía se sumaron
al concierto, Hans se agarró la cabeza con las manos, y dos carabinieri,
pistola en ristre, me ordenaron que soltara mi arma y levantara los brazos.
Hans, sentado en el sillón del despacho del maresciallo Santini, se retorcía las
manos y consultaba su reloj.
—Pero ¿qué demonios estará haciendo? —dijo, palpándose la tirita que un
enfermero le había pegado en el labio partido.
Por la puerta entreabierta veíamos a Mae parlamentar con el maresciallo.
Nos encontrábamos en su despacho, que apestaba a sudor y a tabaco, desde
hacía más de cuatro horas. La moqueta beis estaba tachonada de manchas
cuya procedencia yo prefería ignorar.
Los carabinieri, alertados por los residentes, nos habían recogido como
un ramillete de violetas en la via del Colosseo para conducirnos a la pequeña
stazione dei carabinieri, a dos pasos del foro de Trajano.
«Pero ¿qué estará tratando de explicarle?», pensé, inquieto.
Veía al maresciallo menear la cabeza con aspecto obtuso mientras Mae le
hacía gestos suplicantes.
Como no podía más, me levanté y me dirigí en línea recta hacia el
maresciallo Santini. Este, al verme llegar con paso decidido y el rostro
descompuesto por una mezcla de ira y de angustia, se volvió hacia mí
llevándose instintivamente la mano a la pistola.
—Signore, le ruego que permanezca en el despacho.
—Escuche, maresciallo —exclamé—, ¡nos trata como a criminales,
cuando somos nosotros los que hemos sido agredidos! —El susodicho frunció
el ceño—. Nuestros papeles y los objetos que transportamos están en regla.
No tiene razón alguna para retenernos aquí.
—Signor Lafet, solo dispongo de su versión de los hechos. Al retenerlos
aquí no hago sino obedecer consignas. Mañana por la mañana, cuando nos
hayamos puesto en contacto con su consulado…
—¿Acaso se propone hacernos pasar la noche aquí?
Mae me lanzó una mirada de reproche, pero hice caso omiso.
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—Escuche, maresciallo, ignoro cuáles son sus consignas, pero por lo que
a mí respecta, sepa que…
—¡Basta! —me cortó con gesto cansado, y luego hizo una seña a sus
colegas—. ¡Metedme a estos dos al fresco!
—¿Qué? —exclamó Hans, que se había unido a nosotros—. ¡No tienen
ustedes derecho! ¡Quiero un abogado!
Un policía se llevó al gesticulante Hans.
—¿Va a mostrarse usted colaborador, signor Lafet, o debo pedir
refuerzos?
Mae apoyó la mano en mi brazo.
—Voy a llamar al señor Jurgen inmediatamente, Morgan. No pasarás la
noche aquí, te lo prometo. Aunque para ello tengamos que despertar a medio
consulado —añadió en dirección al maresciallo Santini, que perdió parte de
su soberbia.
Desde que nos había interrogado, estaba convencido de verse envuelto en
un ajuste de cuentas entre traficantes de antigüedades.
—¡Lléveselo! —ordenó a un policía, que me empujó (suavemente) hacia
la celda donde habían encerrado a Hans.
—¡Yo me ocuparé de ti, Morgan! —me aseguró Mae con una seña.
Cansado, me dejé caer en una de las banquetas de metal y solté un
profundo suspiro al tiempo que apoyaba la cabeza en la pared, cubierta de
pintadas.
—Siéntate, Hans, y deja de vociferar.
Obedeció a regañadientes, tan al límite como yo.
—¿Quiénes eran esos mastodontes? ¿Ladrones?
—Sí, pero que estaban al corriente de lo que transportábamos.
—¿Jurgen?
Meneé la cabeza.
—Mae habría podido arrebatarnos los documentos y la espada en
cualquier momento. No, se trata de otra cosa.
Se levantó para caminar arriba y abajo.
—¿Y si no fuera Mae quien visitó tu apartamento en París? ¿Si eran los
mismos tipos que nos han enviado a esos dos gorilas? ¿Los mismos que…,
que arrojaron al viejo profesor por la ventana?
Me mordisqueé el interior de la mejilla.
—Es posible.
—Mierda… —soltó, y se sentó a mi lado. Me lanzó una mirada entre los
dedos, que mantenía apretados contra la cara—. Morg…, me parece que
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empiezo a estar acojonado.
—¿Quieres volver a París?
—¿Volverías conmigo? —Meneé la cabeza, testarudo—. Entonces no
cuentes con ello.
Permanecimos en silencio largo rato, durante el cual intenté buscar una
conexión entre mi cerradura forzada, el asesinato de Bertrand, Jurgen, los dos
griegos que nos habían agredido, Mae y… Helios. ¿Quién era ese hombre?
¿Qué quería? Sus mensajes habían sido advertencias. Sabía lo que se tramaba,
lo que andábamos buscando, lo que hacíamos y, estaba dispuesto a jurarlo,
conocía la identidad de nuestros enemigos, pues no podía llamarlos de otro
modo. Helios…, un seudónimo griego. Y un hombre cultivado, por añadidura.
¿Un coleccionista, adversario de John Jurgen? ¿El mecenas de Bertrand
quizá? ¿Por qué no?
Hacia las once, vinieron a traernos dos bandejas con comida y mi paquete
de cigarrillos. Si bien tenía un nudo en el estómago que me impedía comer,
Hans devoró el contenido de sus bandejitas sin rechistar.
—¿Sabes? —murmuró mi compañero mientras se comía el yogur—,
tengo canguelo, pero, por otra parte, me digo que lo que nos ocurre resulta
flipante. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Miré al techo con resignación mientras expulsaba el humo por la nariz.
—Sobre todo, pienso que no te das cuenta de lo que se cierne sobre
nuestras cabezas.
—Les diste su merecido a los dos brutos, ¿eh? ¡Si hubieras podido verte,
enarbolando la espada! «¡El regreso de Thor!».
Sonreí a mí pesar.
—¿Sabes?, cuando el abuelo nos presentó, nunca habría creído que eras
esa clase de tipo. Un auténtico duro.
Le lancé una mirada desde mi asiento.
—No tengo nada de superhéroe, Hans. Allí, en la via del Colosseo, no las
tenía todas conmigo, debo admitirlo.
—No lo entiendes. ¿Cómo explicártelo? Un auténtico duro es el tipo que
hace cosas que nadie se atrevería a hacer por miedo a pasar por un marica o
un blandengue, pero de quien nadie se burla porque puede hacerte tragar la
lengua en menos que canta un gallo. ¿Entiendes lo que quiero decir? ¡Un tipo
que sabe hacerse respetar, eso es! Un tío que reflexiona. Por eso sé que
podemos lograrlo. Estoy acojonado, pero sé que contigo podemos surfear
sobre la ola. Tienes suficientes músculos y sesos para ello. Encontraremos esa
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tumba, y tus amigos podrán pasárselo pipa durante años examinándolo todo
con lupa.
Esa perorata significaba: «Tengo confianza en ti». Viniendo de Hans, que
no creía en nada ni en nadie, y en sí mismo todavía menos, una confesión
semejante resultaba tan sorprendente como conmovedora.
El propio maresciallo Santini vino a abrir la puerta de nuestra celda a las tres
de la madrugada, con aspecto derrotado. Mae. que vestía ropas de viaje color
crudo, sahariana y falda larga de hilo, se mantenía a su espalda, satisfecha.
—Pueden largarse —masculló el policía, indicándonos por señas que
saliéramos—. Se les devolverán sus efectos personales en cuanto hayan
firmado el descargo.
Hans salió de la celda pavoneándose como un gallito y provocando con
insolencia al maresciallo, a quien a todas luces habían sacado de la cama.
—¿Qué ha pasado? —pregunté a Mae, mientras recuperábamos nuestras
cosas.
—He telefoneado al señor Jurgen para explicarle lo que había ocurrido.
Varios de sus contactos en el consulado y en el Ministerio de Justicia han
hecho el resto —explicó con cierto orgullo—. Venid, hemos de ir a recoger
nuestras maletas al hotel. Partimos hacia Alejandría en menos de tres horas.
—¿Qué?
Me hizo una seña para que bajase la voz y me empujó fuera de la stazione
dei carabinieri.
—No podemos irnos tan deprisa, Mae. Tengo una cita a las diez de la
mañana con el padre Ilario. Debe mostrarme ciertos documentos que…
—¿Ha autentificado el informe de las excavaciones sí o no? —me
interrumpió.
—Sí, pero…
—Entonces nos vamos. Los billetes están reservados. Quedarse aquí es
demasiado peligroso, Morg. ¡Ayer habrían podido mataros a los dos!
Las preguntas me quemaban la lengua, pero no me atreví a plantearlas en
el taxi, por temor a que el chófer nos oyera. Empezaba a desconfiar de todo el
mundo.
Una vez en la habitación del hotel, arrinconé a Mae contra la puerta.
—Sabe quiénes eran esos hombres, ¿no es cierto?
Hans se sentó en una de las camas y cruzó los brazos, aguardando también
él la respuesta.
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—Probablemente secuaces de coleccionistas privados —murmuró nuestra
compañera—. Aunque no sean moneda corriente, no por eso algunos de ellos
recurren a tales métodos, poco escrupulosos. El señor Jurgen algo sabe de
ello. Perdió a dos investigadores el año pasado, en Delfos, y el yacimiento en
el que trabajaban fue saqueado. Al parecer, en Italia algunas personas han
tenido noticias de nuestra presencia y, sobre todo, de los objetos que
transportáis. Por consiguiente, es preciso que abandonemos el país lo antes
posible. Aquí esos círculos están muy próximos a la mafia. No es cuestión de
toparse con esa gente, Morgan, no daríamos la talla.
—Así pues, ¿la mafia italiana?
—Sin la menor duda, sí. —La solté y ella se reajustó la sahariana de hilo
crudo—. Voy a hacer el equipaje y a llamar otro taxi. ¿Nos encontramos
abajo en, pongamos, una hora?
Asentí y Hans empezó a desnudarse.
—Entonces, ¿nos vamos a Egipto?
—Sí.
—¡Genial! Nunca he estado allí.
Se largó para darse una ducha y yo me dejé caer en la cama, con la
mochila sobre las rodillas. Sentía cómo la espada me pinchaba el muslo,
como si se tratase de una advertencia. La mafia italiana… ¿Y por qué no el
KGB, ya puestos?
Justo antes de embarcar en el vuelo directo a Alejandría de las 6.27, hice
una llamada al Vaticano, para anular mi cita con el padre Ilario. Una joven
voz masculina me respondió.
—Buongiorno! —dije en italiano—. ¿Puedo dejar un mensaje para el
padre Ilario? Teníamos una cita a las diez y no… ¿Perdón? ¿Cuándo?… No,
yo…, no era nada realmente importante. Gracias.
Apagué el móvil en estado de trance y Mae frunció el ceño.
—¿Qué te ocurre? Se diría que acaban de anunciarte el fin del mundo.
—El padre Ilario no ha encontrado los documentos que necesitaba.
—¿Ves? —soltó—. Habríamos perdido un día por nada. Hala, en marcha.
Se embarcó en la pasarela tras haber hecho validar su tarjeta de embarque
y la seguimos de cerca.
Nos instalamos en el avión, Hans al lado de la ventanilla, Mae en el
pasillo y yo entre los dos. Fingí dormirme poco después del despegue para no
tener que soportar su insustancial charla sobre las últimas técnicas de
skateboard y para tratar de olvidar la conversación que había tenido con el
secretario del padre Ilario.
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«El padre Ilario nos ha dejado, señor… Esta misma noche, señor, que
Dios le perdone. Soy yo quien lo ha encontrado. Se ha ahorcado en la
biblioteca. ¿Puedo serle de alguna utilidad?».
«Se ha ahorcado…». Habría dado cualquier cosa por conocer la identidad
del que le había ayudado a hacerlo.
Tras un desayuno engullido a toda prisa, Hans sacó el ordenador portátil y
el diario de Lechausseur. Por la ventanilla, la luz sanguinolenta del sol recién
salido nos martirizaba los ojos, y bajé la cortinilla inclinándome por encima
de las rodillas de mi «ayudante».
—¿Y bien? —le preguntó Mae—. ¿Qué hay de nuevo que puedas
contarnos?
—Aquí no —intervine con voz sorda.
—Morg…, te estás volviendo paranoico. ¿Y bien, Hans?
Este hizo un globo con su chicle para evitar responder y nuestra
compañera soltó un leve suspiro de fastidio.
Una azafata nos invitó a recoger nuestras mesillas y abrocharnos el
cinturón. No tardaríamos en aterrizar. Hans guardó el ordenador portátil y el
piloto inició el aterrizaje.
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VI
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—¡Sobre todo no os cortéis ni un pelo, pandilla de desequilibrados!
—Mae —la reprendí con suavidad—. Vas a causarnos problemas.
—Vale, me callo —dijo entre dientes. Una lujosa limusina azul marino de
cristales tintados se abrió paso hasta nosotros—. Creo que nuestro chófer ha
llegado.
El cristal automático de la ventanilla bajó y un hombre con austero traje
negro asomó por ella.
—¿Míster Lafet? —preguntó.
—¡Vaya, se ha tomado usted su tiempo! —vociferó nuestra compañera en
inglés.
Disculpándose con sencillez, el chófer bajó y metió nuestro equipaje en el
maletero antes de abrirnos amablemente la portezuela.
El aire acondicionado me produjo la impresión de pasar de un baño turco
a un frigorífico, y me estremecí. El coche arrancó y dejamos atrás el
aeropuerto, mecidos por el murmullo de la Séptima de Beethoven, que se
filtraba discretamente desde la tapicería, y por las cortesías de rigor del chófer
acerca del viaje, la fatiga y la promesa de que pasaríamos una estancia
soleada.
—¿Adónde debo llevarlos en primer lugar? —preguntó por fin.
Por un momento Mae pareció desconcertada, pero se recobró enseguida.
—He reservado una suite en el Renaissance Hotel.
Puse mala cara. Nos había hablado del El-Salamlek Palace.
—Pasaremos por los muelles y rodearemos la bahía. Hay importantes
obras en la cornisa y el este del centro de la ciudad está colapsado a esta hora.
—Haga como le parezca.
Me incliné discretamente hacia ella, por encima de las rodillas de Hans,
para conocer la razón de aquel cambio de itinerario, pero ella se me adelantó
y me cuchicheó al oído:
—Hay un problema, Morgan… Y quién sabe —añadió en voz más alta,
como riendo de una buena broma—, ¡tal vez incluso te haga un masaje!
Entré en su juego y reí a mi vez, pese a mi aprensión. Eché una ojeada por
la ventanilla. Estábamos en una vía rápida. Imposible saltar del coche en caso
de necesidad.
Como si leyera mis pensamientos, Mae me apretó la rodilla, dándome a
entender de ese modo que llegado el momento me haría una seña. La vi
meterse discretamente la mano bajo la falda sin dejar de hablar animadamente
con el chófer. Este echaba de vez en cuando una mirada por el retrovisor.
Aunque las gafas de sol le ocultaban la mitad de la cara, no había que ser un
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lince para darse cuenta de que sus rasgos no eran los de un oriental. Su
bronceado era demasiado dorado, y sus cabellos, aunque morenos, eran finos,
lacios y brillantes, de reflejos castaños.
Al cabo de un trayecto que se me antojó interminable, llegamos, no sé
cómo, a la plaza de Saad Zaghloul. Un auténtico hormiguero humano recubría
casi por completo la estatua del célebre hombre de Estado. Los niños se
atracaban de helado en los bancos repletos de gente, y las mujeres, con los
brazos cargados de bolsas y de paquetes, se apretujaban, procedentes de las
calles comerciales de Saad Zaghloul y Satiyyah Zaghloul. Por una de esas
calles se metió nuestro chófer antes de que el coche empezara a dar sacudidas.
—Perdónenme —se disculpó—. Creo que tengo un problema de
embrague. Será solo un instante.
Mae me pellizcó el muslo. Era el momento.
—Nada grave, espero —dije en griego, con la mano en el cierre de la
portezuela.
El hombre meneó la cabeza mientras giraba por una callejuela desierta.
—No, me paree…
Calló, al darse cuenta de que no me había expresado en inglés, y frenó
bruscamente.
Abrí la portezuela y salté, arrastrando a Hans conmigo en mi caída.
—¡Eh! ¿Qué es lo que…?
Choqué con dureza contra el suelo y mi compañero aterrizó pesadamente
sobre mi vientre. Luché por incorporarme, listo para enfrentarme al chófer,
cuando vi cómo Mae salía con calma del vehículo para rodearlo. Abrió la
portezuela del conductor…, que se inclinó hacia un lado y se derrumbó a sus
pies, con la frente ensangrentada.
—Ayúdame a sacarlo, Morgan —ordenó, al tiempo que introducía la
pistola en la correa que le ceñía el muslo, bajo la larga falda.
Hans ahogó un grito y yo me puse de pie, blanco como el papel.
—¿Lo ha matado a sangre fría?
—Era él o nosotros. ¿Crees que nos ha traído hasta aquí para ofrecernos
unos pastelillos? —Con la punta del pie levantó un faldón de su chaqueta,
dejando al descubierto una pistola medio sacada de la funda—. Bueno,
¿vienes o qué? ¿O tienes miedo de un muerto?
Eché una ojeada a uno y otro extremo de la callejuela, que resultó ser un
callejón sin salida, y la ayudé a sacar el cuerpo del coche. Mae lo registró, sin
éxito. Ningún documento, por supuesto. Ocultamos el cadáver bajo una pila
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de escombros y de cajas viejas, frente a lo que debía de haber sido una tienda
de comestibles.
—Bien, y ahora, ¡ya basta! —exclamé—. ¡Quiero saber quiénes son esos
tipos, quién es usted y por qué el querido John me ha obligado a cargar con
una chiflada que nos expone a que nos metan en la cárcel al subir a un avión
con un pistolón!
—¡Aquí no! —replicó ella, señalándome el coche—. Sube —ordenó a
Hans, que, sentado en el suelo, parecía a punto de desmayarse.
—Pero…, pero ¡hay que llamar a la poli!
—¡No estás en Europa, padrecito! —se burló ella—. ¡Sube!
Obedeció como un pelele, temblando, y se derrumbó en el asiento trasero.
Mae se instaló al volante y yo me acomodé en el asiento del pasajero, todavía
bajo los efectos del shock.
Arrancó enseguida y no cambiamos palabra alguna hasta llegar al El-
Salamlek Palace, donde entregó las llaves del coche al hombre de uniforme
que vino a recibirnos.
El hotel se alzaba en el corazón de los jardines de Montazah, una antigua
dependencia del palacio del rey Faruk. Mae había reservado una lujosa suite
que, además de dos salones, incluía tres dormitorios con cuarto de baño, todos
tapizados de seda, dorados y maderas preciosas, el típico sello nostálgico de
las antiguas residencias reales. Uno de los más bellos lugares donde había
tenido ocasión de alojarme, excepción hecha, claro está, de los palacios
indios, que a mi modo de ver no tenían parangón en todo el mundo. Ahora
bien, instalados en los divanes bordados del gran salón, no teníamos ánimos
para disertar sobre las tapicerías o las fachadas esculpidas de colores
tornasolados. Mae, sentada en el borde de la pequeña fuente de recreo que
reinaba en el centro del salón, hablaba por teléfono con Jurgen mientras
hundía los dedos en el agua clara sembrada de flores frescas.
—Han encontrado el cuerpo de Selim, el hombre que debería habernos
recogido al desembarcar del avión, en el parking del aeropuerto —suspiró al
colgar.
Aplasté con rabia mi cigarrillo y clavé la mirada en la de Mae.
—Bien, exijo explicaciones. ¿Quién es usted?
Ella apuró su vasito de té de un trago y tendió la mano en mi dirección.
—Invítame a un cigarrillo, por favor. —Le tendí mi paquete y una cajita
de cerillas del hotel—. Y pensar que casi había conseguido dejarlo… —Dio
una honda calada y asintió con la cabeza—. El señor Jurgen me ha contratado
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para protegeros —confesó por fin—, no para ayudaros, por eso no estoy muy
preparada, como sin duda habréis notado.
—Protegernos —me burlé—. Y… ¿de qué? O, mejor dicho, ¿de quién?
Ella se encogió de hombros.
—Aún no sabemos nada, pero el señor Jurgen estaba seguro de que iban a
ir a por nosotros. Aunque no tan pronto. Alguien ha dado el soplo, eso está
claro.
Hans se inclinó hacia delante, repentinamente interesado.
—Entonces, ¿eres una guardaespaldas?
—Algo por el estilo, sí.
—¿Por qué estaba seguro de que nos seguirían? —intervine—. ¿Qué
saben ustedes que yo ignore?
Ella caminó arriba y abajo alrededor de la fuente.
—¡Morgan! ¡Te lo ruego! Estamos hablando de la tumba de Alejandro.
¿Cómo podías esperar ni por un momento que semejante búsqueda no
despertase codicias?
Encendí otro cigarrillo y crucé las piernas.
—En Roma, cerca del Coliseo, fue la espada lo que quisieron arrebatarme.
No un…
—La espada, el diario y el documento del Vaticano. Alguien espera
encontrar esa tumba antes que nosotros, y quién sabe, acaso posea
información que ignoramos. De no ser así, sus hombres se habrían contentado
con seguirnos, dejarnos hacer todo el trabajo y liquidarnos en el último
momento. El hombre que mató a Selim para ocupar su lugar quería
eliminarnos y recuperar los objetos de Lechausseur. —Se sentó a mi lado con
un hondo suspiro—. Y nuestras sorpresas no han terminado, puedo
asegurártelo. Somos una china en su zapato. No nos soltarán hasta que nos
hayan metido una bala en la cabeza.
—¿Cómo te las arreglaste para pasar los detectores con una pistola?
Se levantó la falda y sacó el arma de la correa para tendérmela. Era ligera,
de un gris opaco y moldeada en un material que no conseguí determinar.
—Este juguete no incluye ningún elemento metálico —explicó—. Es una
especie de resina muy dura.
—¿Y las municiones?
—Agua.
—¿Agua? —farfullé, creyendo que se trataba de una broma.
—La recámara, esto, es un enfriador por nitrógeno. Cinco mililitros de
agua por bala. Pueden atravesar hasta tres milímetros de acero y se funden
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una vez alojadas en el objetivo, sin dejar huella alguna, o casi.
Hans me cogió con prudencia el arma de la mano y la examinó con
precaución.
—Debemos actuar deprisa, Morg —prosiguió Mae tras recuperar su joyita
de alta tecnología—. Cada minuto perdido nos aleja un poco más de la tumba
de Alejandro y nos acerca a la nuestra. Se acabaron los secretitos. Debo saber
por qué has insistido en venir a Alejandría y qué idea tienes en mente. Haz de
llanero solitario, juega al musculitos y la próxima vez será a Hans y a ti a
quienes encontrarán en el contenedor de un parking.
—¿Por qué no nos dijo todo eso desde el principio? ¿Por qué ese ridículo
papel de fulana de lujo? ¿Para tratar de ablandarnos?
—El señor Jurgen no quería asustarte. Temía que abandonases el proyecto
si olfateabas riesgos.
Señalé a Hans con el dedo.
—¿Y él? ¿Pensó en él?… ¿Se puede saber qué clase de hombre es?
—John Jurgen es un apasionado, Morg. Un coleccionista inveterado.
Mentiría si dijera que la presencia de un chiqui…, de este muchacho —se
corrigió—, no le contrarió, pero necesitaría mucho más para renunciar que el
temor a arriesgar vidas humanas.
—Cabrón… —me enfurecí.
—No soy yo quien dirá lo contrario, Morgan. Pero ese cabrón en cuestión
me paga generosamente por protegeros, y no podré hacer mi trabajo si te
obstinas en librarte de mí, como en Roma, o en ocultarme información. Eres
muy libre de proseguir tu juego del escondite si insistes en jugarte el pellejo y
el de tu protegido. Ahora sabes de qué va la cosa. Solo pido que me dejes
cumplir mi parte del contrato, pero si prefieres pasar de mis servicios, yo me
lavo las manos, Morgan. Me pagarán ocurra lo que ocurra.
Hans me lanzó una mirada suplicante y asentí con la cabeza.
—Muy bien. Colaboraré —dije a regañadientes.
—¿Quién estaba al corriente del proyecto?
—Además de nosotros tres, Ludwig Peter y su hijo, por supuesto, mi
padre, el director del Museo del Louvre y un colega en quien tengo absoluta
confianza.
—Eso está por ver… ¿Qué pensabas encontrar en Alejandría?
Rebusqué en mi mochila para sacar de ella mi cartera y le tendí un trozo
de papel.
—El profesor Lechausseur debía tomar el avión para Alejandría al día
siguiente de su muerte. En su diario encontré un papel que llevaba anotado un
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número de teléfono junto a un nombre local, «Amina». Pero ninguna
dirección.
Ella me tendió su móvil.
—¿Y bien? ¿A qué esperas? Prueba y saldremos de dudas.
Marqué el número de teléfono, con la nariz hundida en el trozo de papel, y
mi corazón empezó a latir aceleradamente cuando una voz grabada soltó en
árabe una frase que debía de ser algo así como «El número solicitado no
existe…», aun cuando no la entendí.
—Vuelta a la casilla de salida —suspiró Mae.
—No del todo. No hemos terminado de descifrar el diario, quizá contenga
información más precisa.
—Esperemos.
—¿Hay manera de tener acceso a internet? —pregunté.
—Iré a informarme en recepción. Aprovechad para tomar una ducha y
descansar un poco, salta a la vista que lo necesitáis. Y echad el cerrojo a la
puerta —añadió cerrando esta última.
Hans corrió el cerrojo y se apoyó contra el batiente. Oscuras ojeras le
hundían las mejillas y su sudadera gris pálido estaba manchada de polvo y de
aceite de motor.
Tampoco yo debía de tener mejor aspecto, tras haber pasado parte de la
noche en la celda de una stazione dei carabinieri y saltado de un coche.
—Haríamos bien en seguir sus consejos —dije levantándome con
esfuerzo del diván.
—Morg…, entonces, ¿podemos confiar en Mae?
—No —respondí, al tiempo que me arrastraba hacia el baño de mi
dormitorio.
Él hizo una mueca y me pisó los talones con un suspiro.
Cuando oí el ruido de la ducha en el cuarto de Hans, me descolgué el
móvil del cinturón. Marqué de nuevo el número de nuestra misteriosa Amina,
pero esta vez correctamente, y dejé un mensaje.
—Amina, Morgan al aparato. Hemos llegado a Alejandría antes de lo
previsto y no…
—¿Diga?
—¿Amina?
—Sí, hola, Morgan. Perdóneme, filtro las llamadas, como usted me
aconsejó. Estaba muy preocupada. Me había dicho que me llamaría desde
Roma.
—Tuvimos algunos problemas, ya le contaré.
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—Dios mío, nada grave, espero.
—No puedo hablar por el momento. Y en cuanto a usted, ¿no la han
molestado?
—En absoluto. Su padre hizo que enviaran un dossier para usted a mi
casa. Por supuesto, no me he permitido abrirlo. Y también me puse en
contacto con quien ya sabe.
—Perfecto. ¿Podríamos vernos hoy?
—Sí, desde luego. Tenía que dar unas clases, pero puedo aplazarlas sin
problemas. ¿Ha encontrado los planos?
—No, volví del revés la biblioteca de Bertrand antes de irme, pero sin
resultado. ¿A qué hora podemos vernos?
—¿Está usted en El-Salamlek Palace?
—Sí.
—Pasaré a buscarle dentro de dos horas. Esperaré en la puerta de los
jardines, en un Renault 5 blanco.
—Muy bien. Si no llego antes de media hora, es porque no he podido
zafarme.
—Entendido. Hasta ahora, Morgan, y que Dios le ayude.
Colgué y tomé una ducha rápida antes de echar una ojeada en la
habitación de Hans, que dormía a pierna suelta. Me puse un albornoz del hotel
y me tendí en la cama, aguardando el regreso de Mae.
Estaba en contacto con Amina desde hacía ya varios días. El sonido
oriental de su nombre y el hecho de que Lechausseur tuviera previsto ir a
Alejandría me habían llevado a la conclusión evidente de que debía de vivir
en la zona. Al principio se había mostrado muy desconfiada, pero no tardó en
tranquilizarse al comprobar, mediante una simple llamada a mi padre, de
quien Bertrand le había hablado mucho, que yo era sin duda quien pretendía
ser. Papá me había dicho que se desmoronó al teléfono cuando él le confirmó
la muerte del viejo profesor, su mentor durante años, y le relató las
misteriosas circunstancias de su fallecimiento. Volvió a contactar conmigo
casi de inmediato para asegurarme su apoyo en mis investigaciones, y fue
entonces cuando le aconsejé que fuera prudente, que pusiera en lugar seguro
los documentos de trabajo de Bertrand que poseía, que echara el cerrojo a la
puerta y que filtrase sus llamadas. Profesora de latín y de griego en un
instituto privado de Alejandría, Amina se había forjado una sólida reputación
de arqueóloga gracias a su participación en las investigaciones en el
asentamiento del faro y a las excavaciones de las catacumbas de Kom el-
Shugafa.
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Oí cómo giraba una llave en la cerradura de la puerta de entrada y fingí
dormir. Entre las pestañas vi la cabeza de Mae en el quicio de la puerta de mi
cuarto. Aguardé, inmóvil, acechando el menor ruido. La cisterna del váter, la
ducha, la puerta de un armario y… el silencio. Esperé así una hora larga y,
cuando consulté mi reloj, el cuadrante indicaba las 12.42. Amina debía de
esperarme ya abajo.
Con mil precauciones, me puse unos tejanos, una camiseta y los zapatos y
salí de puntillas de mi habitación, con la mochila al hombro. Hans dormía a
pierna suelta y, tras una rápida ojeada al cuarto de Mae, constaté que también
ella se había abandonado en brazos de Morfeo.
Descorrí en silencio el cerrojo, salí al pasillo y, tras cerrar suavemente la
puerta a mi espalda, tomé el ascensor hasta la planta baja. Pasé lo más
discretamente posible por delante de la recepción y atravesé los exuberantes
jardines hasta las rejas forjadas que daban a la calle.
—¡Morgan! ¡Morgan, por aquí!
Volví la cabeza hacia una joven delgada con vestido floreado que agitaba
la mano, apoyada contra un Renault 5 blanco, y crucé la calle esquivando
entre los coches y a los transeúntes.
—¿Amina? —pregunté, estrechando su mano tendida.
—Encantada de conocerle. Su padre no me mintió, resulta difícil no
reparar en usted entre la multitud.
—Me lo tomaré como un cumplido —dije, dirigiéndole una sonrisa.
No me esperaba que mi misteriosa alejandrina fuese tan bonita: delgada
como un junco, esbelta y elegante, la cabellera negra le caía suelta sobre los
hombros y la espalda, enmarcando un rostro de grandes ojos de un negro
intenso.
—Suba, iremos a mi casa.
Obedecí tras comprobar que no me seguían ni tenía a Mae pegada a los
talones, y Amina arrancó.
—Nunca le agradeceré bastante su ayuda ni los riesgos que acepta correr.
Me sonrió amablemente y tuve que dominarme para no dejar que mi
mirada se demorase en su escote, no obstante discreto.
—¿Cree sinceramente que Bertrand Lechausseur fue asesinado?
Le conté los detalles de la investigación policial y proseguí con los
problemas que habíamos tenido en París y luego en Roma. Las manos
empezaron a temblarle sobre el volante.
—¿Quiere que conduzca yo? He sido algo brutal, perdóneme, pero no
tenemos mucho tiempo.
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Elle meneó la cabeza y trató sin mucho éxito de sonreír de nuevo.
—Jamás habría creído que las cosas llegarían a ese punto —murmuró—.
Bertrand era muy desconfiado, es cierto, pero de eso a… Dios todopoderoso.
—Así pues, ¿tenía motivos para desconfiar? ¿Lo habían amenazado?
Amina encogió los bonitos hombros y encendió un cigarrillo tras haberme
ofrecido otro.
—Sé que las cosas empezaron a torcerse entre Bertrand y su mecenas con
ocasión de su última visita a Alejandría. Habíamos llegado a la conclusión de
que la tumba debía de hallarse bajo la mezquita de Shorbagi, que contiene
restos antiguos y, como muchos lugares de culto monoteístas, fue construida
sobre antiguos asentamientos paganos. Pero Bertrand se negó a hacer
partícipe de esta investigación a su mecenas. Desconfiaba de él. Creo que ese
hombre, contrariamente a lo que afirmaba, deseaba apoderarse del contenido
de la sepultura.
Estuve a punto de dejar caer el cigarrillo.
—Entonces, ¿Bertrand descubrió el sitio?
—No estamos seguros de nada. Pero, según sus planos, los que usted no
encontró, había grandes probabilidades de que la tumba se encontrase allí, en
efecto. Al día siguiente de su muerte, Bertrand debía venir a Alejandría para
ver al mulá Yousri Marzouk, que estaba muy dispuesto a escuchar su teoría.
Es un hombre encantador, ya lo verá. Un poco extraño pero encantador.
—¿Extraño?
Se echó a reír, como ante un chiste que solo ella podía entender.
—Digamos que le costaría encajar en la idea que uno pueda hacerse de un
mulá severo y porfiado. Habría divertido mucho a Bertrand, estoy segura
—añadió con tristeza.
—Y pensar que estaba tan cerca del objetivo… —suspiré—. Amina, ¿qué
sabe usted exactamente del mecenas de Bertrand?
—No gran cosa. Es alemán, según creo.
—¿Bertrand le dijo su nombre?
—Un tal Jim…, no, John Jurgen.
Mi corazón se saltó un latido.
—¡En el nombre de Zeus! Dé media vuelta. ¡Deprisa!
—¿Por qué?
—Ya se lo explicaré. Se lo ruego, ¡dé media vuelta!
Hizo girar las ruedas bruscamente, provocando una sinfonía de cláxones,
y volamos en dirección al hotel.
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Amina estacionó ante la entrada principal y yo me precipité fuera del
vehículo para correr hasta la recepción, donde, pretextando haber olvidado mi
llave en la habitación, pedí una copia.
Entré en la suite con un nudo en el estómago. Nada parecía haberse
movido desde que me fuera.
Con sigiloso paso de lobo, entré en el cuarto de Hans y lo sacudí
suavemente.
—¿Morgan? —se quejó—. ¿Qué hora…?
—¡Chist! —le dije, poniéndole un dedo sobre la boca.
Por gestos le indiqué que cogiera sus cosas y saliera sin hacer ruido al
pasillo. Obedeció sin rechistar. Recuperé mi mochila y nos dirigimos a paso
sigiloso hacia la puerta. Mae seguía durmiendo.
Una vez en el pasillo, nos metimos en el ascensor, siempre de puntillas, y
luego atravesamos el vestíbulo en dirección a la salida.
—Mierda, Morgan, ¿qué es lo que ocurre?
—Cállate y camina.
—Pero… ¿y Mae?
Lo empujé ante mí, cuando de repente algo rebotó contra un árbol, a
pocos centímetros de mi cabeza. Me sobresalté y, al volverme, vi a Mae en
uno de los balcones de la suite, con el arma en la mano. Alguien de recepción
debía de haberle avisado de que dejábamos el hotel con nuestro equipaje.
—¡Corre! —grité, tirando a Hans de la manga.
Dos balas rebotaron aún a mis pies y, cuando salimos de los jardines,
constaté con indescriptible alivio que Amina había conseguido estacionar
justo delante de la entrada.
—¡Arranque! —le grité, y empujé bruscamente a Hans al asiento trasero.
Amina giró la llave del contacto y, aún no había cerrado la portezuela del
lado del pasajero, cuando arrancó, con el pie en el suelo.
—¿Quién es? —balbuceó Hans—. ¿Y por qué Mae nos ha disparado?
—Te presento a Amina Saebjam. Trabajó con el profesor Lechausseur
durante cerca de tres años. Amina, este es Hans. Mi ayudante en prácticas, el
nieto del profesor Peter, del que debió de hablarle Bertrand.
—¿Peter? ¿Ludwig Peter? ¿El célebre helenista?
—Sí —asintió Hans—. Morgan, ¿no habrás olvidado contarme algunas
cosas…? Creía que tú y yo formábamos un equipo.
—No quería que, si Mae te tiraba de la lengua…
—Nos siguen —me interrumpió Amina con voz estrangulada tras echar
una ojeada por el retrovisor.
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Me volví para mirar por la luneta trasera. Un cuatro por cuatro conducido
por un hombre corpulento que no dejaba de recordarme al que había
derribado en la via del Colosseo.
—¿Uno de los agresores de los que me habló? —quiso saber Amina,
nerviosa.
—¿Cree que podrá despistarle?
Ella giró de repente, aplastándome contra la portezuela.
—¡Esa es mi intención!
—¡Está chalada! —exclamó Hans al verla tomar una vía rápida en
dirección contraria.
—Espero que sepa lo que hace —dije con voz estrangulada agarrándome
a mi asiento.
—Yo también lo espero.
Un autocar de turistas apareció de repente ante nosotros y oí cómo Hans
soltaba un grito, que se confundió con el claxon ensordecedor del monstruo.
Cerré los ojos, esperando el choque, pero Amina, de un volantazo, tomó la
primera salida que se le presentó. Detrás de nosotros sonaron toques de
claxon, chirrido de frenos y un estruendo de chatarra y cristales.
—¡Lo ha enviado a tomar viento! —exclamó Hans, boquiabierto.
Justo antes de que una curva me tapase la vista, tuve tiempo de ver el
cuatro por cuatro embestido por un camión que transportaba jaulas llenas de
pollos vivos, la mitad de las cuales se rompieron contra la calzada.
Amina se coló por un dédalo de callejuelas antes de detenerse ante un
almacén de alimentación. Cerró el contacto y dejó caer la cabeza entre los
brazos, cruzados sobre el volante.
—Que Dios venga en nuestra ayuda —gimió, todavía temblorosa—. Con
tal de que a nadie se le haya ocurrido anotar mi número de matrícula…
Hans meneó la cabeza, estupefacto.
—No creo que nadie haya tenido tiempo para ello. ¿Con quién ha
aprendido a conducir así?
—No tengo la menor idea… —sollozó ella—. Oh, Dios mío… Nunca en
mi vida he pasado tanto miedo.
Apoyé la mano sobre su hombro y se lo oprimí muy suavemente.
—¿Se encuentra bien? —Ella asintió con la cabeza y se incorporó,
secándose los ojos con el dorso de la mano—. Lo lamento. Nunca hubiera
debido arrastrarla a esto.
—Yo ya estaba metida hasta el cuello —trató de bromear, llorando y
riendo a la vez.
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De pronto sonaron dos golpes secos en el cristal de la ventanilla y los tres
nos sobresaltamos a la vez.
—¿Bebidas frescas? —ofreció sonriente el comerciante ante el que
habíamos estacionado, mientras nos mostraba dos botellas de refresco.
—¡Menudo susto! —murmuró Hans, pálido como la cera, con la mano
contraída sobre el pecho.
Amina se agarró la cabeza entre las manos y yo me eché atrás en el
asiento con un lamento ronco. Al igual que Hans, había estado en un tris de
sufrir un ataque.
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—Hablando de su padre —dijo, mientras se volvía para hurgar en el cajón
de un mueblecito chino y sacaba de él un gran sobre—. Tenga, el dossier del
que le he hablado.
Abrí el sobre, que contenía un mensaje de mi padre y una nota del abuelo
de Hans acompañada de una hoja arrancada del catálogo de una subasta. Una
foto de una estatuilla femenina, tasada en dieciocho mil dólares.
—¿Qué es? —preguntó Hans, saliendo de su mutismo.
—Un mensaje de tu abuelo. Esta estatua fue subastada en Estados Unidos,
en enero de 1987. Se trata de Harmonía, la hija de Ares y de Afrodita. Mirad
la marca, en su collar.
—La mano con el martillo, el mismo sello.
—El sello de Hefesto. Según la leyenda, él habría forjado ese collar, que
Cadmo obsequió a Harmonía como regalo de bodas. Tras la caída de Tebas,
cuenta la mitología que este collar trajo la desgracia a todos sus propietarios.
Hans se encogió de hombros.
—¿Y todo eso adónde nos lleva?
—A ninguna parte, me temo. A no ser al hecho de que quien forjó la
armadura de Alejandro adoptó el sello del herrero divino.
—Genial… Hemos avanzado mucho. Voy a terminar la traducción del
diario, es lo mejor que podemos hacer hasta mañana.
Se acomodó en el sofá con su ordenador portátil y yo ayudé a Amina a
llevar los restos de la cena y la vajilla a su minúscula cocina.
—¿Le echo una mano? —ofrecí.
—Había olvidado que los varones occidentales participaban en las tareas
domésticas —bromeó ella amablemente—. No hace falta, no se preocupe.
—Me señaló un pequeño lavavajillas, bajo las placas eléctricas—. Se encarga
de ello mejor que yo. ¿Le apetece un té?
—Con mucho gusto, sí.
Reparé en la foto de una fascinante joven, en un pequeño estante que
cedía bajo el peso de las especias, y me recordó la de Etti, que había metido
en mi cartera antes de partir.
—¿Su compañera? —pregunté.
Ella siguió mi mirada y se echó a reír.
—No, mi mejor amiga.
—Lo siento —me disculpé, confuso.
—No tiene por qué. Confío en que el mulá pueda recibirnos mañana por
la mañana.
—Cuanto antes hayamos terminado, antes podremos largarnos.
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—¿Le resulta embarazoso alojarse en mi casa? —preguntó nuestra
anfitriona.
—Por supuesto que no, pero la ponemos en peligro al quedarnos aquí.
—Estoy más acostumbrada a ello de lo que pueda creer —suspiró, y se
sentó en la encimera.
—¿Qué quiere decir?
—Estamos en Egipto, Morgan. Ser mujer ya no resulta fácil en un país
musulmán, pero ser una mujer que trabaja, que enseña y que milita por la
causa de la mujer casi tiene algo de suicida.
Asentí con la cabeza, admirativo.
—Tiene usted mucho valor.
—Me gustaría tener más. ¿Sabía que todavía hoy jóvenes adolescentes
apenas púberes son casadas contra su voluntad con hombres que tienen la
edad de su padre? Miles de chiquillas de doce o trece años mueren al dar a luz
cada año. —Deposité el vaso sobre la mesa de la cocina, sin saber qué
decir—. Perdóneme, hago que se sienta incómodo. No todos los egipcios son
monstruos. Buscando un poco, es posible encontrar a algunos ateos y un
puñado de budistas —trató de bromear—. ¿Es usted ateo?
—Sí. Y no soy egipcio.
—Entonces le perdono que sea un hombre.
Sonreí, con cierta amargura, no obstante, y me acabé el vaso de té.
—Y yo, ¿le perdonaré que crea en Dios?
—Mi visión de Dios es muy poco corriente, ¿sabe? ¿O acaso es un ateo
militante?
—No, pero mi hermano decía que las religiones monoteístas son
intolerantes por definición, puesto que ni siquiera admiten la idea de la
existencia de otros dioses además del suyo.
—No andaba equivocado.
—¿Conoce el chiste del cosmonauta que vuelve a la Tierra y pide
audiencia al Papa? —le pregunté.
Ella dejó tintinear su suave risa aterciopelada.
—No.
—Es un cosmonauta que, tras haber pasado semanas en una estación
espacial, regresa a la Tierra, pide audiencia al Papa y le dice: «Muy Santo
Padre, he visto a Dios allá arriba, he hablado con él y, si no me entrega tres
millones de euros, diré la verdad al mundo entero». Entonces el Papa
responde: «Muy al contrario, hijo mío, semejante prueba solo puede ser
beneficiosa para nuestra santa Iglesia». «Pero, Santo Padre…, ¡Dios es
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negro!». Entonces sus amigos lo vieron salir con una maleta llena de fajos de
billetes. Hecho esto, fue a ver al gran rabino de Jerusalén, le soltó el mismo
discurso y añadió: «… pero Dios es también árabe». Y helo aquí con tres
millones suplementarios. Se dirigió entonces a La Meca y mantuvo una
conversación del mismo tenor con los jefes religiosos, que le respondieron:
«Pero si Dios existe, es negro y es árabe…, ¿qué podemos temer con vistas al
futuro de nuestra religión?». Entonces el cosmonauta se inclinó hacia ellos y
añadió en tono confidencial: «¡Es lesbiana!».
Amina rio de tan buena gana que las lágrimas se agolparon en sus ojos.
—¡Solo un occidental puede atreverse a contar ese tipo de chistes!
—¡Morgan! ¡Ya está, he terminado!
El grito de Hans rompió nuestro agradable momento de complicidad y
Amina corrió al salón.
—¿Has acabado de descifrar el texto? —pregunté tras reunirme con ellos.
Me senté en el diván y nuestra anfitriona se acomodó a mi lado.
—¿El diario del que me ha hablado?
Hans asintió, se aclaró la garganta y se sacó un chicle del bolsillo del
pantalón.
—Todo está ahí —dijo, dando unas palmaditas a su ordenador portátil—.
Y agarraos, porque vais a entrar en la cuarta dimensión. Nuestro profesor
esperaba encontrar el resto de la armadura de Alex en su tumba. Añade que la
leyenda la considera mágica, y adivinad cómo lo explica…
Me encogí de hombros.
—¿Superstición?
—¿Religión? —intervino Amina.
—Escuchad esto: mágica y blablablá…, aquí está: «En efecto, no hay más
que imaginar, en una época en que el acero todavía era desconocido, una
armadura de “un metal que el hacha más dura y más pesada no podía mellar”,
“ligera hasta el punto de que un niño de cinco años habría podido llevarla
todo un día sin notar su peso sobre los hombros” y con una espada de filo “tan
aguzado que podía partir la piedra más dura sin embotarse”. A la vista de esas
descripciones, transmitidas por Tácito, Agripina y Plutarco (véase nota
precedente), comprendemos por qué semejante armadura pudo ser calificada
de mágica. Suponiendo que era de idéntica factura que la espada, opinión a la
que tiendo a sumarme, resulta evidente que a las personas que pudieron
admirarla se les antojó mágica, y en consecuencia llego a la conclusión de
que, al igual que la espada, debió de ser moldeada…» —Hans hizo una pausa
para subrayar el efecto— «en titanio de aluminio».
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Solté un grosero juramento.
—¿Titanio? —exclamé—. ¿En aquella época? Así pues, ¿Bertrand estaba
convencido de que la espada era auténtica?
—Recuerda lo que dijo tu amiga —replicó Hans—. Para ella no existe
ningún medio científico de probar lo contrario.
—¡En el nombre de Zeus! ¿Qué más dice?
—Según los textos que consultó en el Vaticano, Calígula, ignora por qué,
no la conservó después de su pequeña demostración sobre su puente de
barcas. Su hermana cuenta: «Una noche, cuando todos los invitados dormían
tras un desenfreno de vino y de manjares exóticos, envió a Helicón…».
¿Quién es?
—Era su… mayordomo, en cierto modo —explicó Amina—. Un egipcio.
—Ah. «… envió a Helicón en busca de los hombres que, siguiendo sus
órdenes, habían sacado la armadura de Alejandro Magno de su tumba. Se
presentaron ante César sin temor alguno, seguros de que serían retribuidos por
su tarea impía, pero, en lugar de ello, Cayo los hizo meter en el calabozo,
donde germanos de su guardia recibieron orden de estrangularlos…».
Simpático, el chico.
—¿No la devolvió?
—Espera, no he terminado. «Una vez realizado esto, Helicón desapareció,
y nadie volvió a verle hasta el día siguiente, acompañado de hombres a
quienes nadie conocía. Estos últimos volvieron a marcharse casi de
inmediato, en carro cerrado y escoltados por varios germanos. Más tarde,
cuando interrogaron a César en relación con la armadura de Alejandro
Magno, que no había vuelto a lucir, afirmó que sencillamente la había
entregado a los “guardianes de la tumba” para que volviera a su legítimo
propietario. Creo que Cayo temía la ira de los manes del gran hombre y que
esa fue la razón de que se desprendiera de su posesión». Una pizca
supersticioso, nuestro Calígula.
—Pero, en ese caso, ¿por qué la espada se quedó en Italia? —pregunté.
Hans asintió con la cabeza.
—Según el profesor, fue robada durante el transporte. Escucha esto:
«Tácito informa que uno de los esclavos obsequiados a los “guardianes”
habría sido corrompido por un rico coleccionista, próximo al emperador,
quien le prometió la libertad y una fuerte suma si robaba para él la espada
mítica. En consecuencia, el esclavo la birló y huyó». Después, habla de una
especie de maldición. Al esclavo le rebanaron el pescuezo y el rico romano se
fue al otro barrio durante una pelea. Desde entonces, todos aquellos que han
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tenido ese objeto entre las manos han fallecido de muerte violenta. ¡Muy
tranquilizador!
—No te preocupes, Hans. Ese tipo de supersticiones rodea con su aura
todos los objetos insólitos —dije, agitando displicente la mano—. Al ser
muchos los que están dispuestos a todo por obtenerlos, las muertes y los
accidentes se acumulan. El objeto en sí nada tiene que ver.
—Lo decía en broma, no soy tan estúpido.
Amina disimuló una sonrisa. Había percibido muy bien el alivio de
nuestro joven amigo al oír mis explicaciones.
—Dicho y esclarecido esto, persiste un «quid» —dijo, mascando su chicle
de menta—. Según el profesor, nadie ha oído hablar jamás de guardianes de la
tumba de Alejandro y «ninguna fuente antigua habla de ello». Cita textual.
—Eso es otra cosa.
—¿Y si alguien le hubiera soltado una trola a Calígula? —aventuró
Hans—. ¿Si hubiera entregado la armadura a unos ladrones que se habrían
hecho pasar por los guardianes de la tumba de Alejandro?
Amina cruzó las bonitas piernas y se dio unos golpecitos en los labios.
—No con Helicón a su lado. Era egipcio, os lo recuerdo. Habría
presentido el engaño.
—¿Y si estaba implicado?
—No. Él no. Mucha gente del entorno de Calígula aguardaba el momento
propicio para hundirle un cuchillo en la espalda, pero Helicón no. Eran muy
íntimos. Incluso excesivamente, según ciertas fuentes. Fue uno de los únicos
que le fueron fieles hasta el final y jamás le habría traicionado. No, si la
armadura fue confiada a esos misteriosos «guardianes», es porque existían
realmente. Al menos en su época.
—Me adhiero a esa idea —dije mientras encendía un cigarrillo.
Mi compañera me sonrió y animó a Hans a continuar.
—La tumba se encuentra en efecto bajo la mezquita de Shorbagi, en la
calle de… Nokrashi, si no fue destruida durante la construcción. Pero el
profesor cree que no.
—¿Y cómo llegó a esa conclusión?
—Estudiando la configuración de la antigua Alejandría —respondió
Amina en el lugar de Hans—. Yuxtapuso las descripciones de las fuentes
antiguas y los trazados de la ciudad que las excavaciones han podido sacar a
la luz. Comparó los planos y los mapas, anotando todas las modificaciones. El
plano más antiguo de la ciudad que hemos encontrado data del siglo IX. Esos
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archivos deberían haberse hallado en su casa, pero, según lo que me habéis
dicho, existen muchas probabilidades de que hayan sido robados.
—¿Son esos planos lo que usted me hizo buscar?
—Sí, Morgan.
—¿Qué más? —pregunté a mi ayudante.
Él meneó la cabeza, impotente.
—Exactamente lo que ella acaba de explicar. Se extiende a lo largo de
más de treinta páginas refiriendo la manera como encontró el emplazamiento.
Aplasté el cigarrillo, decepcionado.
—Esperaba algo más espectacular, unas revelaciones más jugosas. —Hice
una mueca y miré fijamente el diario, como pudiera proporcionarme una
respuesta—. Tengo una sensación como de algo hecho deprisa y corriendo, la
intuición de que Bertrand no lo ha contado todo. —Les mostré el cuaderno—.
Diserta durante páginas y más páginas sobre la historia de la armadura, cita
todas las referencias, recopia fragmentos enteros de textos antiguos y de
repente se precipita, saltando directamente de Calígula a una mezquita
alejandrina. No, aquí hay algún problema.
—Bertrand trabajó sobre esos planos durante más de dos años, Morgan
—lo defendió Amina—, y con toda franqueza, no veo qué otra cosa podría
decir. No iba a describir las calles con todo lujo de detalles…
—Puede que tenga razón —admití.
—Creo, sobre todo, que estamos muy cansados —murmuró nuestra
anfitriona—, con los nervios a flor de piel, y que mañana por la mañana lo
veremos más claro.
Ayudamos a Amina a desplegar el diván y, tras un aseo rápido, caímos
derrotados.
—Buenas noches —dijo la joven mientras se disponía a cerrar la puerta de
su dormitorio—. Les despertaré a las siete.
Hans se durmió casi enseguida, pero yo di vueltas y más vueltas durante
largo rato antes de conciliar el sueño. Algo fallaba, algo se me había
escapado, pero ¿qué? Resultaba tanto más irritante cuanto que, en lo más
hondo de mí mismo, sentía agitarse la respuesta como una evidencia sin llegar
a aflorar. Tal vez después de varias horas de sueño…
Pero esa noche el sueño me eludió. No cesaba de interrogarme sobre los
hombres que nos habían perseguido en Roma, y luego en Alejandría.
¿Quiénes eran? Pensando en los medios de que John Jurgen disponía, no pude
reprimir un escalofrío.
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La mezquita de Shorbagi presentaba una fachada típica del Delta. El
revestimiento era de ladrillos vistos rojos y negros, con juntas de mortero
blanco. El mulá Yousri Marzouk había aceptado recibirnos por la mañana
temprano, cuando un atisbo de frescor planeaba todavía sobre las calles
atestadas de Alejandría, saturadas del aroma de las especias y el olor a
gasóleo. Para la ocasión, Amina había metido un amplio pañuelo bordado en
su bolso, con el que se cubrió la cabeza y los hombros antes de salir del
coche. En el umbral de la mezquita, multitud de fieles conversaban con
animación, intercambiando chismes, puntos de vista y comentando el último
sermón o las noticias del día. Mientras nos abríamos paso hacia la puerta, un
hombre corpulento se aclaró ruidosamente la garganta y escupió distraído en
el suelo, a dos pasos de Hans, que se puso rígido, asqueado, y sintió bascas al
verlo concluir su vaciado por el procedimiento de apretarse sucesivamente las
dos ventanas de la nariz, con el ruido de un fuelle de fragua.
—¡Menudo guarro!
—Hans —dije entre dientes, tirando de mi compañero por la manga de la
camiseta.
—Pero si es asque…
—¡Cierra el pico, Hans!
—Esperadme aquí —dijo Amina antes de entrar en el recinto sagrado.
Regresó pocos minutos más tarde, acompañada de un hombrecillo con
cara de ratón medio oculta por un enorme bigote, que nos invitó a seguirle a
través de los pasillos inmaculados hacia los aposentos de nuestro anfitrión.
Un empalagoso olor a incienso se mezclaba con el del producto detergente, y
vi cómo Hans arrugaba la nariz.
Penetramos en un confortable salón, amueblado con divanes de cuero
color dátil dispuestos alrededor de una gran mesa redonda de metal cincelado.
—Acomódense, haré que traigan té —murmuró nuestro guía, y se eclipsó
discretamente.
Nos sentamos y Amina se reajustó el pañuelo.
La puerta volvió a abrirse casi de inmediato y dio paso a un joven barbudo
vestido de blanco, que nos saludó amablemente y depositó una bandeja de té
y pastelillos orientales en la mesa. Tras servirnos, empezando por mí, se
inclinó y luego se retiró. El mulá no tardó en unirse a nosotros. Yousri
Marzouk era un hombre de unos cincuenta años, rubicundo y afable. Vestido
con un pantalón negro y una camisa oriental color antracita, me habría
costado reconocer en él a un religioso si me lo hubiera cruzado por la calle.
Sus ojos color avellana chispeaban de malicia, y se tiraba constantemente de
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los cortos pelos negros de la barba, arreglada con esmero, como si le
produjese picazón.
—¿De manera que es usted arqueólogo, señor Lafet? —preguntó.
—Helenista, sí.
Juntó las manos con un leve chasquido mientras asentía con la cabeza.
—¡Ah! Grecia… Mantenemos con ella una larga historia de amor.
Alejandría es un verdadero cruce de civilizaciones, nadie lo sabe mejor que
ustedes. —Hans pareció sorprendido—. Sí, en la actualidad Alejandría es una
ciudad totalmente árabe, pero no siempre fue así, muchacho. En sus tiempos
de gloria, era una ciudad abierta al mundo, tal como la había querido su
fundador, Alejandro Magno. En ella se codeaban gentes de todas las
nacionalidades y de todas las religiones. Los mayores sabios y pensadores
frecuentaron su biblioteca.
—Tras la conquista árabe del siglo VII —intervino Amina—, la ciudad fue
prohibida a los no musulmanes. Hubieron de transcurrir siglos para que
Alejandría acogiese de nuevo a los extranjeros entre sus muros. Luego se
produjo la nacionalización del canal de Suez, y las comunidades extranjeras
tuvieron que huir de Alejandría.
Yousri Marzouk se agitó, algo cohibido, pero asintió, ante la mirada
divertida de la joven egipcia.
—Un asno jamás tropieza dos veces con la misma piedra, mi joven amigo,
pero el hombre sí. Así son las cosas. Hablando de piedras… ¿Ha podido
admirar los vestigios de la isla de Antirrodos, señor Lafet? —Asentí—. Me
hallaba presente cuando se recuperaron las estatuas. Dios, en su inmensa
bondad, nos permitió entreabrir unos instantes la puerta de la historia.
—Pareció vacilar un momento y se inclinó para murmurar—: Pero dígame,
pues usted debe de saber esas cosas: ¿es cierto que la tumba de Cristo, en
Jerusalén, no es realmente la suya?
Permanecí un instante desconcertado. Amina me había avisado de que era
un individuo algo peculiar, pero no me esperaba aquello.
—Cada cual debe formarse su propia opinión —respondí con
prudencia—. Nadie puede afirmarlo, mas tampoco invalidarlo.
—¿Y cuál es su opinión?
—Que probablemente no es la suya, en efecto.
Frunció el ceño, hizo una mueca y finalmente se encogió de hombros con
una ligera mueca de decepción.
—¡Qué le vamos a hacer! Pese a todo, ese lugar resulta muy sorprendente.
Lo visité hace algunos años. ¿Es usted cristiano?
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Amina disimuló una sonrisa detrás de su pañuelo.
—No. Soy ateo.
—¿No cree usted en nada? —se sorprendió él.
Meneé la cabeza.
—En mí. Y a veces en mis semejantes, pero confieso que eso raramente
ocurre.
Yousri Marzouk prorrumpió en unas estruendosas carcajadas que me
desconcertaron un tanto.
—Entonces no es en «nada». ¿Han visitado la mezquita?
—Pensamos hacerlo después de esta conversación —intervino Amina,
para atajarle.
Solté un suspiro de alivio. El mulá parecía la versión musulmana del
padre Ilario y no me apetecía nada verme expuesto a una visita guiada cuando
íbamos tan mal de tiempo.
—Perfecto. Verán que en algunas zonas todavía se reconocen muy bien
los restos antiguos.
—Es precisamente de esos «restos» de lo que quería hablarle —respondí,
atrapando al vuelo la ocasión.
Yousri Marzouk asintió vigorosamente con la cabeza.
—Sí, eso fue lo que creí entender. ¿De qué se trata exactamente? El señor
Lechausseur, que Dios lo acoja en su paraíso, pobre hombre, me dijo por
teléfono que sin duda ocultaban testimonios esenciales para la historia de
nuestra ciudad. Es fascinante. Tanto más cuanto que nuestra mezquita no es,
lamentablemente, la más frecuentada, ni mucho menos.
—Me temo que eso puede cambiar rápidamente, créame… —suspiré.
El mulá abrió unos ojos como platos y apoyó los codos en las rodillas,
todo oídos.
—Cuénteme.
Le expuse las conclusiones de Bertrand, que Amina sustentó con todo lujo
de detalles, y al final de nuestra perorata, el mulá parecía haber recibido un
mazazo en la cabeza.
—¿Quieren decir… aquí, debajo de nuestros pies? —murmuró, señalando
el suelo con el índice.
Se levantó en estado de trance y dio unos pasos vacilantes por el saloncito
sin dejar de manosearse la barba e invocar la ayuda de Dios.
—¿Hacer excavaciones en la mezquita? —acabó por exclamar cuando
logró recuperar un atisbo de calma—. ¿Con el diario de un anciano por toda
prueba?
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—Así como las fuentes antiguas.
—Que están en el Vaticano, a juzgar por lo que me han dicho. ¿Qué se ha
hecho de esos planos y del material del profesor Lechausseur?
—Los planos fueron robados —dijo Amina—, pero tengo parte de la
documentación, copias y…
Yousri Marzouk la interrumpió con un gesto.
—Señor Lafet…, si solo dependiera de mí, ya estaríamos los cuatro en el
sótano con un pico en la mano, pero, aparte del gobierno egipcio, los
departamentos arqueológicos y la administración, tienen frente a ustedes un
muro infranqueable, un adversario al que no están en condiciones de
enfrentarse.
—¿Cuál?
—La religión.
Me agarré la cabeza entre las manos.
—¡Estamos hablando de la tumba de Alejandro Magno!
—Y yo le hablo de miles de fieles dispuestos a lapidarle si inflige a esta
mezquita lo que ellos considerarían una profanación. —Se sentó a mi lado y
me apretó el hombro—. Yo sé que Dios, en su infinita bondad, le recibiría con
júbilo en su casa, le dejaría explorarla hasta el último rincón si sabe usted
respetarla, pero hay gente que no le comprenderá ni ahora ni nunca.
—Sin duda existirá algún modo de hacer entrar en razón a un puñado de
ignorantes.
—Señor Lafet, ese puñado de ignorantes, como usted dice tan
acertadamente, se compone de gentes simples, manipuladas, ancladas en
creencias de otra época, cuando se recurría a la religión con el fin de
embrutecer y dominar. Sus líderes son peligrosos, capaces de despertar en el
corazón de multitudes ociosas un odio ciego, y de dirigirlo hacia hombres
como usted. Me niego a sacrificarle, a usted y a sus amigos, en el altar de su
fanatismo, de su… —apretó los puños, vacilante— ¡estupidez! —acabó por
explotar, cansado de medir las palabras.
—Pero…
—Morgan, por mucho que sea lo que ustedes llaman un religioso, soy
también un hombre, como usted. He cometido errores, lo reconozco, pero si
hay algo que no soy y que, a Dios pongo por testigo, me niego a llegar a ser
es un homicida. No le autorizaré a realizar investigaciones en este lugar y, de
todo corazón, crea que lo lamento. Este suelo sagrado no se verá mancillado
con sangre de inocentes.
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Me levanté, con la rabia y la decepción agazapadas en el hueco del
estómago.
—Lo será, Yousri Marzouk —aseguré, y él palideció—. Porque los que
me pisan los talones no tienen nada que envidiar a sus integristas. Solo espero
que esa sangre no sea la suya —añadí, antes de abandonar la estancia, seguido
de Hans.
—Me reuniré con vosotros en el coche —farfulló Amina en el pasillo,
tendiéndome las llaves antes de cerrar la puerta tras ella y el mulá, que estaba
desconcertado.
Hans y yo abandonamos la mezquita, y tuve que dominarme para no
dejarme llevar por la ira, lo que no fue el caso de mi compañero.
—¡Qué asco de religión! —se enfureció, golpeando con la palma de la
mano el capó del coche—. ¡Salvajes con barba!
Encendí un cigarrillo y me apoyé en la portezuela secándome el sudor que
perlaba ya mi frente. El día prometía ser sofocante.
—El problema no es la religión, Hans. Yousri Marzouk es un buen
hombre, como lo era el padre Ilario, pero no puede luchar solo contra la
ignorancia y la necedad.
—¿Qué piensas hacer ahora?
—Volver a Francia, alertar a la comunidad científica y a la prensa. Sin
duda, bajo la presión el gobierno obligará a las instancias religiosas a que
cedan.
—¡Olvidas a los chalados que nos persiguen! ¡Entrarán ahí, se cargarán al
pobre viejo y saquearán la tumba, puedes contar con ello! —Hizo un gesto de
rabia—. ¡Tan cerca del objetivo!
Vimos a Amina salir de la mezquita y correr hacia nosotros esquivando
entre los coches.
—Le he puesto en guardia contra los hombres que os atacaron —dijo,
quitándose el pañuelo con alivio—. Después de vuestro exabrupto, realmente
no tenía otra opción.
—¿Y?
—Propone alojaros hasta que regreséis a Francia —suspiró abriendo la
portezuela—. Cree que estaríais más seguros aquí que en mi casa.
La idea de aprovechar la hospitalidad de Yousri Marzouk para dar
discretamente una vuelta por los sótanos de la mezquita me tentó, pero
resultaba demasiado arriesgado. Podía ser visto en cualquier momento por un
fiel o uno de los «ayudantes» del mulá.
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—¿Cree que podría cambiar de opinión? —pregunté, sin muchas
esperanzas.
Amina le dio al contacto y meneó la cabeza.
—No. Ha sido muy claro sobre ese punto. Sin embargo, creo que le
encantaría participar en unas excavaciones semejantes. Durante las
excavaciones submarinas alrededor del faro, le tenía siempre pegadito a mí
—añadió con una sonrisa enternecida—. No entiende nada, pero la
arqueología le fascina.
Volvimos al piso teniendo cuidado de comprobar que no nos seguían y
pedí a Amina que se detuviera ante el primer cajero automático que viese.
Retiré el montante máximo que autorizaba la tarjeta de crédito que Jurgen nos
había facilitado y luego la tiré en la calzada antes de volver a subir al coche,
no sin antes haber anotado el código de acceso al dorso. Si alguien la
encontraba y la utilizaba, lo que no tardaría en ocurrir, nuestro querido
mecenas seguiría una pista falsa.
—Una pequeña indemnización por las molestias sufridas —dije,
guardando el fajo de billetes en mi mochila.
Hans consintió al fin en sonreír y Amina volvió a arrancar meneando la
cabeza.
Página 119
VII
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talones —pensé en voz alta.
—¿El cernícalo que nos siguió? —apuntó Amina.
—No. Helios me había puesto en guardia contra ellos. Estoy dispuesto a
jurar que no es ni un hombre de Jurgen ni el cómplice de nuestros misteriosos
griegos. Pero ¿qué objetivo persigue, por Dios?
Nuestra anfitriona volvió a servirnos té y se acomodó en el sofá.
—Creo que lo mejor que podemos hacer es esperar.
Así que esperamos. Y hacia las cinco, como había predicho Helios, el
teléfono sonó. Amina me dirigió una mirada asustada y el timbre sonó por
segunda vez. A la tercera, tendí la mano hacia el auricular, pero ella me
detuvo.
—Ya me pongo yo, nunca se sabe. Solo su padre, Helios y el mulá saben
que están en mi casa. —Descolgó—. ¿Sí? —Su rostro reflejó su
estupefacción—. Muy bien. Allí estaremos. ¿Qué le ha hecho camb…? De
acuerdo. ¿Y nunca había reparado en él? Oh…, ya entiendo. Sí, enseguida.
Colgó el auricular, como aturdida.
—¿Y bien? —la presioné.
—El mulá Yousri Marzouk —dijo con voz casi inaudible—. Nos espera
esta noche, a las once, justo después de la plegaria. Mahmoud, el hombre que
nos ha servido el té esta tarde, nos aguardará ante la puerta de servicio.
—¿Por qué quiere vernos en plena noche? —preguntó Hans, receloso.
—¿Una trampa? ¿Cree que le han obligado a llamarnos? Amina meneó la
cabeza.
—No. Después de irnos nosotros se ha dirigido a los sótanos de la
mezquita para explorar los cimientos. Y en el lugar indicado ha encontrado
una pared que tiene la certeza de que no estaba allí hace tres años, cuando se
efectuaron unos trabajos de refuerzo. Una pared que tapia una de las galerías.
Hans hipó y yo fruncí el ceño.
—¿Cómo no se ha dado cuenta antes?
—Nadie baja nunca a ese laberinto. Cuestión de superstición, pues los
cimientos pertenecen a un templo de un antiguo culto.
—Espere… ¿Qué quiere decir con «el lugar indicado»? No hemos podido
proporcionarle ninguna indicación precisa.
Hizo una profunda inspiración.
—Lo entenderá enseguida.
—Pero…
—Un minuto, Morgan. Por favor. —El teléfono sonó de nuevo, pero
Amina me impidió descolgar—. No. Es un fax.
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Aguardé con un nudo en la garganta a que el teléfono-fax acabase la
impresión de la página y la retiré con un golpe seco. Era un fax dirigido a
Yousri Marzouk, a las 13.17, sin cabecera ni número de remitente. En él
figuraba un plano de los sótanos de la mezquita. En la intersección de las dos
galerías habían trazado un círculo de trazo grueso y, en el centro de este, el
dibujo de una mano sujetando un martillo. Al margen podía leerse:
«Comprueba si tienes el valor. Olvida si lo consigues. Abandona si te atreves.
Helios».
—¡Él lo sabía! —exclamó Hans.
—Amina, ¿este plano era uno de los que había estudiado Bertrand?
—quise saber, suspicaz.
—Sí —confesó, apartando la vista—. Formaba parte de los que le pedí a
usted que buscase. Lo obtuvimos a través de unos arquitectos que participaron
en los trabajos de refuerzo de la mezquita. Pero no fue Bertrand quien trazó
ese círculo ni dibujó ese sello. Definitivamente no.
—Eso significaría que fue Helios quien… Por todos los dioses. Pero si fue
él quien asesinó a Bertrand, ¿por qué guiarnos? Es… ¡es ilógico!
Hans agitó las manos y sacudió con vigor la cabeza.
—Y si precisamente contaba con echarnos de la cancha esta noche, ¿eh?
¡Morg, no estoy de acuerdo en ir a meterme en la boca del lobo!
—Tengo confianza en Yousri Marzouk —replicó Amina—. Jamás habría
cedido al chantaje. Preferiría morir antes que salvar la vida pagándola con la
de otras personas. Él no nos ha traicionado. Haced lo que os parezca, pero
desde luego, ¡yo voy! Bertrand y yo trabajamos durante años en este proyecto
y no abandonaré tan cerca del objetivo.
Extrajo una mochila de un armario y empezó a amontonar en su interior
linternas, aparatos de medición, cámara numérica, buril, martillo y no sé
cuántas cosas más.
Eché una mirada interrogativa a Hans, que se encogió de hombros,
resignado, y fue a cambiarse de ropa.
Eran las once menos cuarto cuando estacionamos a unos cien metros de la
mezquita. Hicimos el resto del trayecto a pie, para no despertar sospechas. El
olor a comida inundaba el aire y por las ventanas abiertas de par en par
escapaban animadas charlas. Amina caminaba con paso alerta y decidido,
pero yo la había visto meter en el último momento un cuchillo y una bomba
lacrimógena en su mochila. Sentir la espada en la mía me tranquilizaba, pero
lamentaba no disponer de un arma menos arcaica para agitar bajo la nariz de
agresores potenciales en caso de necesidad. Vestidos de negro, avanzamos
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tratando de confundirnos con las sombras de las callejuelas y de los porches,
con la vana esperanza de pasar inadvertidos. Nos cruzamos no obstante con
algunos turistas despistados o con alejandrinos que aprovechaban el frescor
nocturno para un último paseo después de la plegaria de la noche.
Una vez la mezquita a la vista, la rodeamos evitando cuidadosamente la
entrada principal, donde algunos fieles se demoraban todavía, y Amina llamó
con discreción a una recia puerta de madera, que se abrió casi al instante. Mi
corazón dejó de latir, y eché una mirada en derredor antes de seguirla al
interior, creyendo vislumbrar un asesino a punto de saltar en cada rincón en
penumbra.
—Entren deprisa —dijo una voz masculina. El joven que nos había
servido el té por la tarde echó nerviosamente el cerrojo y nos indicó por señas
que le siguiéramos—. Es por aquí, vengan.
Observé que había cambiado su vestidura blanca y su fez bordado por
unos tejanos, una gorra y una amplia camisa manchada con marcas gredosas,
como si se hubiera apoyado en una pared encalada.
Nos guio a través de un dédalo de pasillos hasta una pequeña puerta que
daba a una escalera en tinieblas.
—¿Yousri Marzouk ya está abajo? —pregunté, desconfiado.
—Sí —murmuró, accionando un interruptor—. Síganme y cierren bien.
—Hice chasquear suavemente la puerta metálica tras haber dejado pasar a
Hans y Amina—. Cuidado, los peldaños son un poco empinados. Resulta fácil
resbalar.
Tuve que inclinarme para no chocar con el techo, donde colgaban
bombillas desnudas de luz enfermiza, y hubo veces en que temí quedar
atascado, tan estrecha era la escalera.
Al cabo de un descenso que pareció interminable, desembocamos en
mitad de un pasillo cuyos extremos no podían verse y Mahmoud, pues tal era
su nombre, se agachó para recoger una linterna, que probablemente había
dejado allí antes de subir.
—¿Y ahora? —pregunté.
Señaló el pasillo de la izquierda.
—Es por ahí. Pero esperen, quiero enseñarles algo —dijo, apuntando la
linterna hacia el suelo, muy sonriente—. Lo he visto hace un rato. Mire, señor
Lafet.
Me incliné a mi vez y me señaló unos cuadraditos multicolores, muy cerca
de la pared.
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—Es un resto de mosaico. Nos encontramos en lo que debió de ser la
planta baja del antiguo edificio.
Mahmoud abrió unos ojos como platos.
—Entonces, ¿es muy antiguo, señor Lafet?
Sonreí ante su asombro.
—Dada la profundidad a la que nos encontramos, a ojo de buen cubero
una decena de metros, yo diría que unos buenos dos mil años, sí.
—Dos mil años… —repitió, incrédulo—. Vengan, vengan —añadió tras
recuperarse—. Es por aquí.
Se adentró por un segundo pasillo, que se bifurcaba, luego tomamos por
un tercero y llegamos a un cruce de corredores, como indicaba el plano. El
que se extendía a nuestra izquierda parecía medio derrumbado y el que
teníamos enfrente estaba tapiado. Delante de este último se hallaba Yousri
Marzouk, también con tejanos.
Habían depositado en el suelo dos proyectores de batería, así como una
caja de herramientas y una bandeja de té.
—Es la pared de que les he hablado —dijo el mulá, con la voz vibrante—.
¿Les apetece un té?
—No, gracias —dije, examinando la pared.
—Es de ladrillo —intervino Mahmoud—. Y no muy gruesa; miren, he
conseguido retirar esto. —Señaló tres ladrillos, depositados junto a la pared,
que había desalojado cuidadosamente—. No me he atrevido a quitar más,
tenía miedo de estropear algo.
—¿Tiene idea de lo que hay ahí detrás? —preguntó Amina a Yousri
Marzouk.
Él se encogió de hombros, impaciente.
—Todavía no. Pero estamos aquí para saberlo, si Dios quiere.
Al igual que Mahmoud, no podía estarse quieto. Ciertamente, Amina tenía
razón cuando afirmaba que jamás habría aceptado tendernos una trampa.
Me saqué el fax del bolsillo para mirar el plano de las galerías a la luz de
los proyectores.
—Ah, señor Lafet —dijo Mahmoud—. Hemos recibido otro fax hace un
rato.
—Sí, es verdad —asintió el mulá mientras rebuscaba en la caja de
herramientas—. Me he dicho que debía de proceder del tal Helios, porque
está redactado en griego.
—¿Qué dice? —Yousri Marzouk se encogió de hombros con aire triste y
yo sonreí—. Voy a traducírselo, deme.
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Recorrí la línea de texto y fruncí el ceño antes de tendérselo a Amina.
—Parece una amenaza —murmuró ella.
—O un aviso —observé.
—¿Qué pone? —preguntó Mahmoud.
—«El hombre desconfiado, al igual que el gran hombre, siempre duerme
con un puñal bajo la almohada. Helios».
Yousri Marzouk se estremeció.
—Simpático, como tarjeta de felicitación —comentó Hans—. ¿Qué
hacemos?
—Nos ocuparemos de eso un poco más tarde —dije, metiéndome el fax
doblado en el bolsillo para concentrarme en el plan—. Veamos… Según esto,
deberíamos encontrar un callejón sin salida. Pero ¿por qué tapiar la entrada de
un callejón sin salida? ¿Hubo derrumbamientos durante las tareas de
refuerzo?
El mulá me señaló a su joven compañero, a quien el contenido del fax
había hecho perder todo entusiasmo.
—Mahmoud estaba presente durante los trabajos. Yo me había ido para
encontrarme con nuestros hermanos de Jerusalem.
Me vinieron a la memoria sus preguntas sobre la tumba de Cristo y sonreí.
—Sí, hubo un accidente muy grave, señor Lafet —asintió el
interpelado—. Cuatro hombres resultaron heridos. Allí —precisó, señalando
la segunda galería, todavía parcialmente tapiada por los escombros.
Me acerqué con Amina y observamos la estructura.
—Piedra —dijo ella—. Ninguna fisura. Junturas perfectas.
—Y una arquitectura irreprochable —añadí—. ¿Cómo pudo derrumbarse?
¿Una sacudida?
—No, señor Lafet. Tampoco los arquitectos podían creerlo. Vinieron
expresamente a verlo. Dijeron que, aplicando la lógica, eso jamás habría
debido ocurrir.
Intercambié una mirada de entendimiento con mi compañera. Tampoco
ella parecía creer en la tesis del derrumbamiento accidental.
—¿Adónde conduce esta galería? —preguntó.
Examiné el plano.
—Al generador eléctrico. Según parece, hay un segundo acceso por el
norte.
—Sí —confirmó el mulá—. La biblioteca. Desde allí bajamos al
generador en caso de necesidad.
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—Solo nos resta proseguir la labor de topo, Mahmoud —dije, dándole
palmaditas en el hombro para animarle—. Una decena de ladrillos y
deberíamos poder pasar. —Eso pareció devolverle algo de entusiasmo y se
aplicó de inmediato a la tarea—. Cada cual a lo suyo —añadí alegremente,
acuclillándome en el suelo.
El propio mulá se puso manos a la obra, encantado de participar en lo que
sin duda consideraba su «primera experiencia arqueológica». Al cabo de
media hora, habíamos logrado practicar en la pared un agujero de un metro
largo de diámetro, lo que me permitía deslizarme a rastras al otro lado.
—Debería funcionar —dije tras tenderme en el suelo, con una linterna en
la mano.
Al otro lado, el pasillo de dos metros de ancho se alargaba cosa de tres
metros antes de ser bruscamente obstaculizado por un muro de piedra.
—¿Y bien? —preguntó Amina.
Al volverme, vi cuatro cabezas curiosas que escrutaban la oscuridad por el
agujero de la pared de ladrillos.
—Podéis venir —dije haciéndoles una seña—. Es sólido. Coged los
proyectores.
Examiné los morrillos y di golpecitos en la piedra con el mango de un
pequeño destornillador mientras aguzaba el oído.
—Intentad dar con un lugar donde la piedra suene a hueco —dijo Amina,
imitándome.
Buscamos durante media hora larga, sin resultado.
—Voy a probar más abaj… ¡Aaah!
El grito de Amina nos hizo sobresaltar, y la joven se acurrucó contra mí
mientras me señalaba algo en el suelo. Una serpiente.
—Dios todopoderoso —gimió el mulá—. ¡Apártense!
—¿Cómo habrá llegado hasta aquí? —profirió Hans, asqueado—. ¡Bestia
inmunda!
Se apoderó de mi mochila, que yo había dejado en el suelo, y antes de que
tuviera tiempo de gritarle una advertencia, sacó la espada para aplastar al
pobre animal como si se hubiera tratado de una simple cucaracha. La agarró
con una mueca y la arrojó fuera, a través del agujero que habíamos
practicado. Le vimos secarse las manos en la sudadera negra, horrorizados.
—¡Hans, era una serpiente venenosa!
Se encogió de hombros.
—Lo sé. Cuando fui a hacer trekking a Turquía, ¡encontrábamos mierdas
de estas hasta en nuestros zapatos! Y unas arañas… —añadió con asco
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mientras guardaba la espada—. Esa lombriz de tierra, a su lado, es peace and
love. Eran grandes como hamburguesas.
Yousri Marzouk carraspeó para recuperarse de sus emociones y Amina
reprimió un escalofrío.
—¿Tienen muchos inquilinos del mismo tipo en los sótanos? —traté de
bromear.
—Sabe, señor Lafet —intervino Mahmoud—, las serpientes se deslizan
por los intersticios más diminutos.
—Una vez, incluso vi pasar a una por debajo de una puerta, a Dios pongo
por testigo —añadió el mulá.
Di un respingo.
—¿Por debajo de una puerta, dice?
—Sí, apenas un centímetro.
—Amina…, estaba en aquel rincón de allá, ¿verdad? —pregunté,
señalando con el dedo hacia el muro del fondo. Ella asintió con la cabeza—.
Si hubiera pasado por el agujero que hemos practicado y deslizado entre
nuestras piernas, habríamos reparado en ella. El pasillo hace apenas dos
metros de ancho y somos cuatro.
Viendo adónde quería ir yo a parar, Amina se dirigió hacia el lugar donde
se había erguido el reptil teniendo cuidado de dirigir hacia allí el haz de su
linterna.
—Pues el muro es sólido, lo he comprobado.
Pasé el dedo por los morrillos hasta que, a unos cuarenta centímetros del
suelo, sentí cómo el mortero se deshacía como arena.
—Estas piedras han sido desplazadas.
A la luz del proyector, pudimos darnos cuenta de que el mortero incluso
había desaparecido por completo en algunos puntos, dejando entre las piedras
intersticios desde uno o dos milímetros hasta casi un centímetro.
—Por ahí es por donde ha pasado nuestra amiguita —dijo con una ancha
sonrisa—. Ahí detrás hay algo.
—Tal vez el sótano de algún vecino.
—No hay que descartarlo —admitió ella—. Necesitaríamos una lámina de
metal para deslizaría bajo los morrillos y tirar de la piedra hacia nosotros.
Le dirigí una mueca.
—O… ¡empujarlas! —exclamé, y puse las manos planas sobre un
morrillo para empujar con todas mis fuerzas.
—¡Morgan, no! Tal vez podría dañar lo que… Vaya, menuda estructura.
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—Sí… —dije con los dientes apretados—. Estos bloques pesan sus
buenos treinta kilos cada uno.
—Me refería a usted —murmuró en mi oído, guasona.
Oí cómo Mahmoud tosía ostensiblemente. Ella se echó a reír y colocó las
manos debajo de las mías para ayudarme a empujar. Huelga decir que puse
gran cuidado en hacer más fuerza de la necesaria, con el fin de demostrarle
hasta qué punto mis bíceps y mis pectorales podían ser irresistibles… Incluso
en una situación como esa, por poco que una bonita mujer se encuentre al
alcance, no puedo impedir jugar al Adonis.
Al cabo de unos minutos de esfuerzo, el bloque se movió.
—Un poco más.
El morrillo cedió bruscamente y fuimos arrastrados por nuestro impulso.
Lo oímos caer desde donde lo habíamos desplazado y Amina y yo apretamos
la cara contra la abertura mientras apuntábamos con una linterna.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella—. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
—En el nombre de Zeus… —dije, con un nudo en la garganta.
—¿Qué, qué es lo que hay? —quiso saber Hans, mientras trataba de
atisbar entre nuestros cuellos—. ¿Es la tumba? ¡Morg! ¿Es la tumba?
—¿La hemos encontrado? —preguntó a su vez el mulá con voz vibrante.
—Dios mío —repitió Amina con voz estrangulada por la emoción—.
Parece intacta.
—Mire —dije, tendiendo la linterna al mulá—. Usted también, Mahmoud,
venga a ver.
—Si el abuelo viera esto… —se atragantó Hans.
Tiré de él hacia atrás para dejar sitio a Yousri Marzouk y a su joven
correligionario, que permanecieron boquiabiertos ante la abertura, con la
linterna dirigida hacia la tumba.
—Dios todopoderoso —no cesaba de repetir el mulá—. Dios
todopoderoso… Es magnífico. Magnífico…
Amina se dejó caer en mis brazos, emocionada hasta las lágrimas, y yo
prorrumpí en irreprimibles carcajadas. Lo habíamos conseguido.
Desprendimos dos morrillos más con el fin de poder penetrar en la tumba.
En circunstancias normales, jamás habría permitido que unos profanos
pusieran el pie en un lugar semejante, pero el tiempo apremiaba. Debíamos
abandonar el lugar antes de la oración de la mañana, al amanecer.
—Sobre todo, no toquen nada —ordenó Amina, pero era innecesario.
Yousri Marzouk y Mahmoud estaban paralizados. La cámara mortuoria,
una curiosa mezcla de tradiciones griegas y egipcias, medía unos veinte
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metros cuadrados, con el techo a dos metros del suelo. Tres de las cuatro
paredes, cubiertas de placas de alabastro del grosor de la mano, estaban
pintadas al fresco, y la cuarta, que nos quedaba enfrente, desaparecía bajo un
texto en griego que, según las primeras líneas, componía un panegírico a la
gloria de Alejandro. Sobre unos soportes se amontonaban columnas y
pequeños muebles de ébano o de alabastro, cuando no lo eran de plata o de
oro macizo, así como armas, joyas y exvotos. Un tesoro como jamás había
visto. Y en el centro de la estancia, depositado sobre un bloque impresionante
de lapislázuli puro, como un sol, el sarcófago de oro, y no de vidrio como
afirmaba la leyenda.
Amina se cubrió de repente la boca con las manos para reprimir un grito y
también yo sentí cómo me invadía la rabia. Estaba abierto.
—¡Los muy cabrones! —profirió Hans al observar la tapa, que descansaba
en el suelo, irremediablemente dañada—. Lo han asado… —farfulló tras
dirigir una breve mirada al sarcófago antes de retroceder bruscamente.
—¿Qué?
Salvé los pocos pasos que me separaban de él y eché una ojeada al cuerpo,
que, contrariamente a lo que pensaba, no había sido robado. Pero cuánto
habría preferido que ese fuera el caso…
Amina se dio la vuelta, con la mandíbula tensa.
—¿Qué ocurre, profesor Lafet? —preguntó el mulá con una vocecita
tímida.
—El cuerpo ha sido… —balbuceé, esforzándome para que las palabras
salieran de mi garganta—. Alguien ha vertido ácido sobre la momia.
Yousri Marzouk hizo un signo que no comprendí, sin duda para expulsar
el mal de ojo o invocar la ayuda de su Dios, y se obligó a mirar lo que
quedaba de aquel que había conquistado con sus manos el mayor imperio que
el mundo haya conocido.
—Dios misericordioso…
—No nos dejemos vencer por el desánimo, tenemos las horas contadas.
Hay que fotografiar e inventariar todo lo que podamos. Hans, ve a buscar la
cámara.
—Yo me ocupo de las inscripciones —dijo Amina.
—Ayúdenme a poner la tapa, ¿quieren? —pedí al mulá y a su
compañero—. Aguarden —proseguí, pues mi conciencia profesional asomaba
la nariz—. Antes hay que examinar este…, esta sopa.
Me incliné sobre el sarcófago para observar lo que quedaba de la momia,
a saber, no gran cosa salvo una papilla de vendas, de alquitrán y de hueso.
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Con el tiempo, el ácido que no se había evaporado se había transformado en
una especie de gelatina repugnante. El extremo de una sandalia se había
librado, así como la moneda de oro que habían introducido bajo la lengua del
difunto para pagar al barquero Caronte, algunos amuletos de metales
preciosos y lo que parecía una hebilla de metal.
—Hans…, dame el destornillador.
—¿Has conseguido descubrir algo?
—Se diría que el ácido utilizado solo ha destruido las partes orgánicas, no
las metálicas.
—¿Qué es esa porquería?
—A primera vista, la hebilla de un cinturón o de una correa.
—¡La armadura! ¡Eso es lo que se han llevado! Dijiste que Alex había
sido enterrado con la armadura, ¿no?
Observaba febrilmente a mi alrededor. Las armas, petos, espadas y
escudos eran numerosos, pero solo eran armas de ceremonial. Inutilizables.
—Tienes razón… —dije, observando la hebilla metálica, muy ligera en
relación con su tamaño—. Acerca la linterna. Y dame una lupa. —Estudié la
pieza metálica y llamé a Amina—. ¿Qué clase de metal es, en su opinión?
—Es muy ligero, como el aluminio, pero parece resistente. El ácido lo ha
ennegrecido.
—Titanio de aluminio —la interrumpí—. Probablemente se trate de una
de las correas del peto.
Hans juró como un carretero.
—¡Le han quitado la armadura y lo han asado como a un pollo!
El mulá se acercó tímidamente.
—Perdóneme, pero… ¿de qué están hablando?
—Los hombres que han saqueado esta tumba se han llevado la armadura
de Alejandro. Solo han venido a por eso. —Tendí a Hans el destornillador, en
el que había hecho deslizar la correa—. Envuelve eso con algo y ten cuidado
de no tocarlo, nunca se sabe.
—Pero… ¿qué necesidad tenían de profanar el cadáver si habían
encontrado lo que querían? —insistió Yousri Marzouk.
—Solo ellos lo saben. Al menos el sarcófago está casi intacto. Como el
cojín de oro sobre el que debía descansar la cabeza de… —Callé,
repentinamente inspirado—. «El hombre desconfiado, al igual que el gran
hombre, siempre duerme con un puñal bajo la almohada» —cité—. ¡Hans!
Vuelve a pasarme el destornillador.
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Me tendió la pequeña herramienta y mis cuatro compañeros se apretujaron
alrededor del sarcófago para observar cómo daba cuidadosamente la vuelta al
cojín metálico, enteramente tejido con hilos de oro. Un difunto no se muestra
demasiado exigente en lo tocante a la comodidad. Como pesaba sus buenos
cinco kilos, se me escapó y volví a dejarlo caer, temeroso de dañarlo. Lo
intenté de nuevo, sin mayor éxito. A la tercera fue la vencida y conseguí
mantenerlo en equilibrio puesto de lado.
—¡El puñal! —exclamó Hans.
—¡La pareja de la espada! —precisó Amina.
—Encontrad algo para recuperarlo y deprisa, el cojín se me escurre.
—Espere —dijo Mahmoud, tras quitarse la camisa para enrollársela en
torno a la mano—. ¡Ya lo tengo!
Lo depositó ceremoniosamente en el suelo y me agaché para examinarlo.
El hueso de la guarnición había sido un poco atacado por el ácido, pero el
cojín lo había protegido en parte. Le di la vuelta con la ayuda del
destornillador y en la hoja, justo bajo la guarnición, apareció el sello de
Hefesto.
—¡Y muy hábiles, además! —se pitorreó Hans—. ¡Se han dejado la
mitad!
—No del todo, pero al menos es un elemento que no tendrán.
—Perdonen que interrumpa tan bruscamente esta increíble experiencia
—dijo de pronto el mulá—, pero va a ser la hora de la plegaria.
Amina se apresuró a fotografiar todo lo que podía y yo asentí con la
cabeza, decepcionado.
—Quizá podríamos quedarnos aquí unos…
—No, señor Lafet. Tenemos el tiempo justo para volver a cerrar ese
sarcófago, poner los ladrillos en su sitio, peor para los morrillos, y dejar a ese
pobre hombre descansar en paz. Todo seguirá tal como está, tiene usted mi
palabra. Creo que dispone de lo suficiente para demostrar holgadamente la
existencia de este lugar y de ese modo obtener las autorizaciones necesarias.
Solo le pediré una cosa: no cite ni mi nombre ni el de Mahmoud, como quedó
acordado con Amina. Se han introducido aquí por sus propios medios sin
pasar por la mezquita, encontraremos una excusa a su debido tiempo. Si es
necesario, practicaré un agujero en la pared con mis propias manos, hasta la
alcantarilla más próxima, pero ningún miembro de esta cofradía le ha
ayudado y no ha profanado usted mezquita. ¿Tengo su palabra?
—La tiene —prometí estrechándole la mano—. Sin embargo, prefiero
prevenirle de que las presiones serán tales que se verá usted obligado a
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autorizar las excavaciones.
Él asintió con la cabeza, sonriente.
—Si el gobierno me obliga a ello…, ¿qué puedo hacer yo? No soy más
que un hombre al servicio de Dios y sometido a las leyes de nuestro país,
como los demás.
—Gracias por todo, Yousri Marzouk. Sé cuánto le debo.
—Nada en absoluto. Las experiencias de esta noche valen por todos los
agradecimientos. Vayan, y que Dios les guarde. Mahmoud volverá a poner los
ladrillos en su sitio y no se notará nada. Voy a conducirlos hasta la puerta.
Nos despedimos calurosamente del joven antes de recoger nuestras cosas
y adentrarnos por los corredores. Una vez fuera de los sótanos, tuvimos la
impresión de respirar oxígeno por primera vez desde hacía lustros.
—¡No me había dado cuenta de hasta qué punto hacía calor ahí abajo!
—observó Hans inspirando a pleno pulmón.
En la pequeña puerta de la mezquita, estreché por última vez la mano del
mulá y consulté mi reloj. Las tres de la mañana. No había bicho viviente en la
calle.
—Sed prudentes y sobre todo no…
—¡No os mováis! —ordenó una voz femenina, saliendo de las sombras.
—¡Oh, no! Ella no… —gimió Hans al reconocer a Mae.
No estaba sola. Un hombre la acompañaba: rasurado, tatuado,
gesticulante, era la caricatura misma de los mercenarios de las películas de
serie Z. Como buen soldadito, nos apuntaba con un revólver último modelo
provisto de silenciador.
—Mae —traté de parlamentar—, no…
—Cierra el pico, Morg. La espada y lo demás. Deprisa. No se te ocurra
olvidar ni una cnémida.
—¿Una cnémida? ¿Qué cnémida?
—No me tomes por idiota. ¡La armadura! ¡Y enterita! Contaré hasta
cinco. Uno… Dos…
—¡No había armadura! —intervino Amina—. ¡La tumba ha sido
saqueada!
—Tres…
—En el nombre de Dios —intervino el mulá—, le juro que dice la verdad.
El sarcófago estaba abie…
No tuvo tiempo de acabar la frase. Se oyó un leve silbido y Yousri
Marzouk se desplomó a nuestros pies, con las manos sobre el abdomen.
—¡Marzouk! —grité, acuclillándome a su lado.
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Hans soltó un juramento, Amina se tapó la boca con las manos y Mae
amartilló de nuevo, con una ancha sonrisa en sus labios sensuales.
—Puesto que os lo tomáis así, me serviré yo misma.
Apuntó la pistola hacia mí.
—¡No! —gritó Amina.
Cerré los ojos y me cubrí la cara con las manos por mero reflejo.
Un ruidito seco resonó en la callejuela y volví a abrir los ojos, primero
uno y luego otro, sorprendido de no sentir ningún dolor. El arma se le había
escapado a Mae de las manos y rodaba por el pavimento.
Como al ralentí, vi al cernícalo ponerse rígido y volverse hacia su
compañera. Entonces, ella abrió la boca, con los ojos desorbitados, y cayó
hacia delante, con la garganta atravesada por una bala que le habían disparado
por la espalda.
Su lacayo, tomado por sorpresa, disparó a ciegas hacia la callejuela desde
donde había partido el tiro. De pronto, nos deslumbraron los faros de un
coche, aparcado en la acera de enfrente, y vimos cómo el coloso se
derrumbaba a nuestros pies, con una bala alojada entre los ojos.
Paralizados, impotentes, incapaces de asimilar lo que acababa de ocurrir,
nos mantuvimos en el umbral de la puerta de la mezquita, sin resuello, hasta
que, con un zumbido de motor, el coche avanzó hasta nosotros.
—¡Métanse en la mezquita! —gritó Amina—. Deprisa.
—No les deseo mal alguno —dijo en griego una voz masculina
aterciopelada, teñida de un leve acento italiano—. Si hubiera querido
matarlos, ya estarían muertos.
La lucecita del retrovisor del coche se encendió y vimos a un joven de
cabellos castaños de unos treinta años que nos sonreía, acodado en la
ventanilla bajada. Nunca le había visto y no se parecía en nada a los brutos
que nos habían perseguido en Roma y en Alejandría.
—¿Quién es usted? —pregunté en la misma lengua.
—Un amigo de Helios.
—¡Morgan, hay que largarse! —me urgió Hans tirando de mi camiseta
por la espalda.
El joven asintió con la cabeza y subimos al coche, un confortable modelo
italiano gris metalizado que, aunque nuevo y flamante, no debía de atraer la
atención. Me acomodé en el asiento del pasajero y mis dos compañeros
detrás.
El desconocido arrancó enseguida y los nervios de Amina cedieron.
Prorrumpió en sollozos.
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—Tenga —ofreció amablemente nuestro chófer en francés al tiempo que
le tendía un paquete de kleenex.
—¿Cómo ha dejado que mataran al pobre hombre? —grité.
—Esa zorra ha sido más rápida que yo —se limitó a responder.
—¿Quién es y qué quiere? —insistí, dispuesto a apoderarme del volante y
liquidarlo.
Me miró de soslayo, como si adivinase mis pensamientos.
—Nervioso, ¿eh? Helios ya me lo había advertido.
—¿Quién es ese hombre?
—No es su enemigo. ¿Todavía no lo ha comprendido?
—¿Adónde nos lleva? —sollozó Amina.
—A un lugar seguro, dottoressa Saebjam.
—¡Quiero volver a mi casa! —exclamó ella, dando rienda suelta a la
histeria.
—Ya no tiene casa, signorina. En estos momentos, individuos poco
recomendables están poniendo patas arriba su piso y dos de ellos aguardan
cerca de su coche a que usted vuelva.
Hans le rodeó los hombros con el brazo para calmarla y me saqué el
paquete de cigarrillos del bolsillo. Vacío. Lo estrujé y lo arrojé a mis pies con
gesto de rabia, pero nuestro desconocido me tendió uno nuevo, exactamente
de la misma marca y estampillado con un sello italiano.
—Se diría que nada se le escapa.
—Estoy bien informado.
—Nos siguió usted en Italia, ¿no es así?
—Por supuesto —dijo con una ancha sonrisa.
Sus dientes blancos centellearon y le observé con detalle. Una foto de
anuncio. Delgado, elegante, de rasgos delicados y con el cabello ensortijado
en media melena.
—¿Qué piensa hacer con nosotros? —suspiré.
Rio, como ante un buen chiste.
—¿Han encontrado el puñal? —preguntó.
—¿Es eso lo que quiere?
—Aún no he recibido instrucciones en ese sentido. Como tampoco sobre
la espada. Fascinantes piezas, ¿no es cierto?
—Espere, ¿cómo sabía Helios que el puñal había sido olvidado en aquella
papilla?
Nuestro chófer frunció el ceño.
—¿Papilla? ¿Se ha estropeado el sarcófago?
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—Alex ha tomado un baño forzoso de ácido.
—Curioso… ¿Se ha resentido de ello el puñal?
—Apenas —admití, no sabiendo a qué carta quedarme.
—Hemos llegado, dottor Lafet —dijo mientras giraba por la gran avenida
que bordeaba la fachada marítima.
En aquel lugar de Alejandría, una magnífica cornisa se extendía a lo largo
de más de veinte kilómetros. Para un visitante desprevenido, completamente
impregnado del ambiente de los zocos y con la cabeza llena de pirámides,
suponía una fuerte impresión. Allí, Egipto adoptaba el rostro de la
modernidad y de la tecnología. La fachada marítima estaba impregnada de
una atmósfera muy europea pero muy siglo XXI. Las playas y las
construcciones futuristas se desgranaban, al capricho de la sinuosidad de la
cornisa, en un derroche de azules y blancos sembrados de espacios verdes
sabiamente estudiados. El sol naciente nimbaba el conjunto con una suave luz
y recamaba el Mediterráneo con lentejuelas doradas y plateadas.
—Es bonito, ¿verdad? —dijo nuestro conductor, sonriendo a Hans, que
había pegado la nariz contra la ventanilla, asombrado por el panorama—.
Tendrá mejor vista desde la terraza. —Se paró ante la puerta de un gran
edificio, desde donde un portero con librea se precipitó para hacerse cargo del
coche—. Síganme —añadió, y cogió la mochila de Amina, todavía bajo los
efectos del shock.
—¿Se encuentra bien? —quise saber, inclinándome hacia ella.
La joven asintió nerviosa con la cabeza y le ofrecí el brazo para atravesar
un vestíbulo cubierto de espejos y dorados, a fin de tomar un inmenso
ascensor hasta el último piso.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—En una de las residencias de invierno de Helios. Podrán lavarse,
descansar y cambiarse, si lo desean.
—¡Todo cuanto deseamos es largarnos de aquí!
—Harían mal. Resulta muy confortable.
El ascensor se detuvo con un leve «cling» musical y nuestro anfitrión
abrió la única puerta que se encontraba en el descansillo, vigilada por dos
cámaras, tras deslizar una tarjeta electrónica en la cerradura.
—Después de ustedes, se lo ruego —dijo nuestro guía.
—¿Tiene al menos un nombre? —le pregunté, haciéndole sonreír de
nuevo.
—Hyacinthe —respondió.
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El piso, inmenso, enteramente climatizado, ocupaba casi todo el último
piso de la torre. La decoración, un modelo del diseño y la modernidad, era
sobria, luminosa, y el mobiliario, armonizado en tonos crudos, confortable
pero desprovisto de todo adorno llamativo. Las líneas puras predominaban.
Observé con sorpresa que no se veía alusión alguna a la antigüedad. Las
pocas piezas de colección presentes eran estatuas de bronce modernas, y los
escasos cuadros, un vibrante homenaje contemporáneo al desierto.
Hans se sentó con precaución en un gran sofá de cuero blanco y Amina se
acomodó a su lado, mirando cuanto la rodeaba con ojo desconfiado.
Hyacinthe, si es que ese era su nombre, sacó varias botellas del frigorífico
del bar y las depositó ante nosotros, sobre una mesita baja que reconocí como
una de las obras maestras de los prestigiosos talleres de cristal de Baccarat.
—Té helado, refresco de cola y cerveza —dijo llenando los vasos—. Es
eso, ¿no? A menos que prefiráis un café, tan temprano por la mañana.
—¿Vamos a seguir mucho tiempo con este juego estúpido? —dije
arrellanándome en uno de los dos sillones, después de que nuestro anfitrión se
instalase en el otro—. Exijo explicaciones ahora mismo.
Hyacinthe asintió con la cabeza mientras chupeteaba una aceituna negra.
—En pocas palabras, ahora que su mecenas ya no está, Helios se…
—¿Perdón? —le corté.
Él exhibió una expresión de sorpresa y luego recuperó la sonrisa.
—Es verdad. Todavía lo ignora. Al igual que esa pequeña estúpida, que se
tomaba por un militar. Claro que, allí donde está ahora, esa información ya no
le será de ninguna utilidad. John Jurgen fue a reunirse con los nazis de sus
abuelos hace poco. Descanse en paz su alma de chacal. Nadie lo lamentará, y
menos usted, imagino —concluyó, dando un trago de Martini.
—¿Lo ha liquidado usted? —se atragantó Hans.
Nuestro anfitrión prorrumpió en carcajadas.
—¡Menuda manera de expresarlo!
—¿Fue él o Helios quien acabó con la vida de Bertrand Lechausseur?
—pregunté, temiendo la respuesta.
Hyacinthe se ensombreció, como si le hubiera ofendido.
—¡Helios no se ensaña con los cadáveres ni con los ancianos, dottor
Lafet! —replicó con voz seca—. Fue Jurgen quien hizo asesinar a su amigo,
para recuperar lo que consideraba que eran bienes suyos. Unos bienes que su
abuelo se había apropiado en mi país, durante la Segunda Guerra Mundial. La
espada y el documento que usted lleva consigo formaban parte de un conjunto
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de armas griegas robadas por los nazis a un coleccionista de arte antiguo
italiano.
—¿Y los planos de Bertrand? —intervino Amina, saliendo de su mutismo.
Nuestro anfitrión desapareció en una habitación contigua y regresó con
varios documentos, entre ellos un grueso dossier de cartón, que le tendió.
—Aquí están. Sin duda estaba trabajando en ellos cuando le
sorprendieron, pues dudo que los dejase andar rodando por su biblioteca. Los
recuperamos en casa de Jurgen, hace dos días. Pero volvamos a la razón de su
presencia aquí. Les decía que, puesto que su mecenas ya no está, Helios
desearía tomar el relevo a fin de que pudieran proseguir sus investigaciones.
Bebí un trago de cerveza, tenía la boca seca, y meneé la careza.
—¡Pero si han concluido! Hemos encontrado la tumba. Lo único que hay
que hacer es alertar a las…
—Dottor Lafet —se burló Hyacinthe—. Morgan… A Helios le trae sin
cuidado Alejandro. Ahora que tiene el puñal, quiere la armadura. No han
llegado ustedes al término de su búsqueda. Solo están en el comienzo.
Hans depositó bruscamente su vaso de refresco y se inclinó hacia él.
—¡Un momento, guapito de cara! ¿Cómo sabía su jefe que habían
olvidado el puñal? ¿Por qué nos necesita, si es tan competente?
—Brusco pero eficaz —me mofé yo, volviéndome hacia Hyacinthe—. ¿Y
bien?
—Para responder a la primera pregunta, tenemos nuestras fuentes. En
cuanto a la segunda, yo diría que Helios necesita a gente competente y usted
es un hombre competente, signor Lafet. Como lo era el bueno del dottor
Lechausseur. Helios sabe que es usted capaz de resistir las presiones para
recuperar la armadura.
—A usted le consta que eso es imposible. Las personas que profanaron la
tumba se la llevaron, solo los dioses saben adónde, tras haber reducido la
momia a una papilla ácida. ¿Cómo quiere recuperarla?
Hyacinthe meneó la cabeza, a la manera de un profesor ante un alumno
obtuso.
—Lee usted bien, Morgan, pero razona al revés. Y pensar que todos los
indicios se encuentran ante sus narices…, usted, un helenista… Debería
ruborizarse de vergüenza.
—¡No estoy aquí para permitir que me insulten!
—Explíquese —intervino Amina.
—Vuelva a examinar el cuaderno del profesor Lechausseur, dottoressa
Saebjam —murmuró nuestro huésped—. La página ciento treinta y dos.
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—¿Cómo conoces el contenido del cuaderno? —exclamó Hans.
—La puerta forzada… —caí en la cuenta—. Fue usted.
Hyacinthe me dirigió un guiño.
—Aún no habían puesto ustedes un pie en el avión, cuando el diario ya
estaba descifrado. A partir de ese momento, sabíamos que la tumba se
encontraba en la mezquita. Ya solo nos faltaban los planos… y ayudarles a
entrar para que recuperasen el puñal, por supuesto.
—¿Por qué no haberlo recuperado ustedes mismos?
—A cada cual su oficio, dottor Lafet. El arqueólogo es usted.
Amina había sacado la versión impresa del descifrado efectuado por Hans
y pasaba frenéticamente las páginas.
—Página ciento treinta y dos del diario, aquí la tengo.
—Vuelva a leer el pasaje relativo a Calígula.
—«… Cayo Julio César la había hecho sacar de la tumba de Alejandro
Magno, en Egipto. La hizo reparar, la adornó con uno de los puñales que,
según él, habían atravesado el corazón del asesino de su madre y la llevó en
varias ocasiones, pero la última que fue visto con ella fue el día en que,
siguiendo el ejemplo del rey de los medas, ordenó la construcción de un
puente de barcas en la bahía de Nápoles».
El rostro delicado de Hyacinthe se iluminó con una amplia sonrisa.
—El puñal… ¿Lo captan ahora?
—¿Insinúa que son los hombres enviados por Calígula quienes habrían
olvidado el puñal de titanio? ¿No las escorias humanas que tomaron a Alex
por una brocheta?
—¿Qué necesidad tendrían de sustituir el puñal que faltaba por un arma
de metal corriente, en caso contrario?
Me puse de pie y meneé la cabeza.
—¿Cómo sabía usted que la armadura original incluía un puñal?
—Helios sabía de qué piezas exactas se componía cuando la fabricaron,
Morgan —replicó.
—¿Y por qué milagro?
—Lo ignoro. Pero podría dibujarle cada elemento con los ojos vendados.
—Así pues, ¿ya la ha tenido en sus manos?
—Asegura que no.
—Calígula la hizo reparar —intervino Amina, pensativa, con la nariz en el
texto—. Morgan…
—¿Qué?
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—¡La hebilla! —exclamó Hans, captando de inmediato adónde quería ir a
parar.
Amina asintió.
—¿Qué hebilla? —preguntó Hyacinthe.
—Encontramos una hebilla de titanio, probablemente la del peto, en el
sarcófago. Los que se llevaron la armadura debieron de arrancar la correa de
cuero carcomida. Dicho lo cual, ese elemento también habría podido
desprenderse hace tres años.
—Imposible —aseguró Hyacinthe.
—¿Y por qué, si puede saberse? —pregunté.
—Porque la armadura nunca volvió a Alejandría.
Amina pasó las páginas y leyó en voz alta:
—«Más tarde, cuando interrogaron a César en relación con la armadura de
Alejandro Magno, que no había vuelto a lucir, afirmó que sencillamente la
había entregado a los “guardianes de la tumba” para que volviera a su
legítimo propietario».
—Eso es precisamente lo que yo digo, dottoressa Saebjam —dijo
Hyacinthe con una sonrisa disimulada—. La espada fue robada por el esclavo,
es cierto, pero en cuanto a la armadura, regresó a la tumba. Está escrito aquí.
Nuestro anfitrión le tendió un libro que había traído de la habitación
contigua: el célebre Vidas paralelas, del autor griego Plutarco, sobre cuyas
páginas todos los estudiantes habían sudado tinta un día u otro.
—«Vida de Alejandro». Capítulo XV, párrafo 7.
Hans se lo arrebató y se aclaró la garganta. Empezando a comprender
adonde quería ir a parar Hyacinthe, me golpeé la frente con la palma de la
mano, maldiciendo mi estupidez. Era tan evidente…
—«Tal era, pues, su impulso y tales sus intenciones cuando cruzó el
Helesponto. Subió a Ilión, donde ofreció un sacrificio a Atena y libaciones a
los héroes. En la tumba de Aquiles…» —Amina hipó, dándose cuenta en
aquel momento de que la evidencia le había pasado por alto igualmente—.
¿Qué?
—Nada —intervino Hyacinthe—, continúe.
Hans nos miró de hito en hito uno tras otro, pero le hicimos seña de que
continuase.
—«En la tumba de Aquiles, tras haberse frotado con aceite y haber…».
Vaya, no era muy limpio. «… haber corrido, desnudo, según la costumbre,
con sus compañeros, depositó una corona: “¡Dichoso eres por haber tenido en
vida un amigo fiel y, a tu muerte, un gran paladín para celebrarte!”, exclamó.
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Cuando estaba recorriendo y visitando la ciudad, se le preguntó si quería ver
la lira y la armadura de Paris; respondió: “Me interesan muy poco, pero
aceptaría de buen grado las de Aquiles, ¡testigos de su gloria y de sus grandes
hechos!”[9]. Los guardianes del templo, temiendo que su cólera cayera sobre
Ilion si se negaban, le entregaron, pues, los presentes sagrados que Hefesto
depositara antaño a los pies del hijo de Tetis.»[10] ¿Alejandro robó la
armadura de Aquiles?
—Los guardianes del templo —suspiró Amina alzando los ojos al cielo—.
La armadura de Aquiles… Pero ¿cómo no hemos pensado en ello?
Hans se puso rígido.
—Entonces, ¿los guardianes de la tumba? ¿Se trataba de eso?
—Sí, Hans. Calígula, al devolver la armadura a su propietario legítimo, no
la devolvió a Alejandro sino a Aquiles, por supuesto. ¡Qué idiota! —me
reconvine.
—Pero entonces… —farfulló Amina—, si es cierto que se trata de la
espada de Aquiles, ¡las dataciones son exactas! ¡Entre tres mil y tres mil
quinientos años, Morgan! Entre mil y mil quinientos años antes de
Jesucristo…
—La fecha supuesta de la guerra de Troya —asentí, desplomándome en el
sofá como si hubiera recibido un martillazo en el cráneo—. ¡En el nombre de
Zeus!
La boca de mi ayudante en prácticas adquirió tales proporciones que se
podría haber construido en ella una segunda residencia para la mitad de las
moscas alejandrinas.
—Aguarda… ¿Estás diciendo que ese tipo existió? Necesito beber algo.
Hyacinthe rio de su perplejidad y volvió a servirle un vaso de refresco de
cola, que él vació de un trago.
—Muchos héroes o personajes mitológicos están inspirados en hombres
reales. Y ese fue probablemente el caso de Aquiles. En cuanto al herrero, a fe
mía que debió de ser un genio. Por esa razón debemos encontrar la armadura,
ahora que hemos recuperado el puñal y la espada. En opinión de Helios, la
pieza más impresionante es el legendario escudo.
Hans, en quien toda fatiga y ansiedad se habían evaporado, se había
puesto de pie y daba saltitos a través de la habitación, para gran regocijo de
nuestro anfitrión.
—¿Qué quiere hacer Helios con esa armadura? —pregunté a bocajarro.
La sonrisa de Hyacinthe se desvaneció.
—Eso no le incumbe. Y a mí tampoco.
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—Me niego —dije sencillamente.
—¡Morg! —exclamó Hans—. ¡Estás desvariando! ¡Será posible!
—¡Cállate, Hans! —le reprendió Amina con una voz autoritaria que nunca
le había oído—. No sabes de lo que estás hablando.
De haber sido yo quien lo hubiera reñido de esa forma, me habría
insultado, pero, para mi gran sorpresa, mi ayudante se ruborizó y agachó la
cabeza. Criado por hombres, sin duda tomaba conciencia por primera vez en
su vida de lo que significaba «la autoridad materna».
—No recuperaré esa armadura para que sea ocultada a los ojos de todos
en el baúl de un coleccionista acaudalado —recalqué las palabras—.
Encuentre a algún otro. Los buscadores de tesoros no faltan.
Hyacinthe asintió con la cabeza haciendo una mueca y se sacó la cartera
del bolsillo del pantalón.
—Helios había previsto su reacción.
—Un cheque no me hará cambiar de opinión —dije, para reafirmar mi
postura.
—Lo supongo. Pero no se trata de dinero. En caso de que se negara, me
pidió que le mostrara… esto —murmuró tendiéndome una foto.
La cogí, desconfiado, y cuando vi lo que representaba, sentí cómo la
sangre se me helaba y abandonaba mi rostro.
—Pero… —farfulló Hans mirando por encima de mi hombro— si es Etti.
—¿Dónde ha conseguido esto? —gruñí, dispuesto a saltar sobre
Hyacinthe—. ¿Cuándo la tomó? ¿Desde cuándo me vigilan? ¡Mi hermano
lleva muerto más de un año!
—Hace un año, Helios ignoraba hasta su existencia, dottor Lafet. Esta
foto fue tomada hace cinco días. Por su seguro servidor —precisó con una
zalema.
—¡Es imposible! ¡Mi hermano está muerto!
—Está vivo —aseguró nuestro anfitrión, y se levantó para caminar arriba
y abajo por la estancia, con aspecto concentrado—. Y a salvo. Nadie le ha
hecho daño ni se lo hará, tiene usted la palabra de Helios. Pero niéguese a
cooperar y jamás volverá a verlo.
—¡Pedazo de cabrón! —me enfurecí. Me puse en pie de un salto—. Vas
a…
Me quedé paralizado y Amina soltó un gritito. Hyacinthe apuntaba una
pistola hacia mí.
—Siéntese, Morgan.
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Obedecí, con un nudo en el estómago debido a la sorpresa y la inquietud.
Nuestro anfitrión volvió a guardar la pistola en la funda que llevaba bajo la
americana.
—Mi hermano encontró la muerte durante las excavaciones del canal
de…
—No. No está muerto. Mire la fecha, en la revista que se encuentra a su
lado. Y mire su frente. ¿Tenía esa cicatriz la última vez que usted lo vio?
¿Llevaba tan largo el cabello?
Miré fijamente la foto sin atreverme a creerlo. Etti siempre se había hecho
cortar el cabello muy corto y, es cierto, no tenía cicatriz en la frente. En
cuanto a la revista, depositada entre tantas otras sobre la cama donde dormía
apaciblemente, indicaba, en efecto, el mes de junio de este año.
—¡Puede tratarse de un montaje! —exclamó Hans—. ¡Deme un buen
programa de retocar fotos y le haré quince por docena!
—Yo mismo tomé esta foto, ya se lo he dicho. En cuanto a esa cicatriz, es
el resultado de una herida causada por una de las piedras que se derrumbaron
sobre él, Morgan. —Meneé la cabeza, presa de náuseas, asqueado por una
perfidia tan sórdida—. ¿Sabe al menos lo que ocurrió en Corinto?
—¡Yo estaba allí!
—Entonces no ignorará, imagino, que era John Jurgen quien poseía las
joyas romanas y «misteriosamente» robadas que su hermano había extraído…
—Lo había adivinado.
—¿Adivinó también que fue Jurgen quien falsificó las lecturas
topográficas con el fin de extraer el tesoro con la mayor celeridad posible,
antes de que llegara el equipo del museo? ¿Adivinó que fue a causa de él por
lo que su hermano casi pierde la vida en el canal? —Me sobresalté—. Salta a
la vista que no. —Volvió a sentarse y suspiró—. Etti subía con los demás
cuando un bloque le golpeó, haciéndole perder el conocimiento. Las
corrientes lo arrastraron. Unos descargadores del muelle lo rescataron un poco
más lejos. No sé nada más, salvo que permaneció en coma durante largos
meses, según me dijeron los médicos. Salió de él en enero, mas en un triste
estado, no tengo motivos para ocultárselo.
—Suponiendo que todo cuanto dice sea cierto, ¿cómo se ha enterado de
todo eso?
—Al examinar cuidadosamente las cuentas bancarias de Bertrand
Lechausseur, descubrimos que cada mes hacía transferencias regulares. Una a
la dottoressa Saebjam aquí presente, la otra, mucho más importante, a la
clínica donde cuidaban a su hermano. Así pudimos llegar por un lado hasta la
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signorina, que realizaba parte del trabajo de investigación y de localización
para el profesor, y por otro hasta Etti y las excavaciones del canal. En su
calidad de coordinador de esas excavaciones, fue naturalmente al dottor a
quien las autoridades avisaron cuando recogieron a Etti.
Sentí cómo el suelo se hundía bajo mis pies.
—¿Por qué no me dijo nada?
—Lo ignoramos. Tal vez consideraba preferible que usted creyera muerto
a su hermano antes que… en ese estado. Pero puede estar tranquilo, desde la
muerte del dottor Lechausseur, los pagos siguen efectuándose, y será así hasta
que recupere usted a Etti. Si es que lo desea.
Amina se había encogido en el sofá y Hans parecía hundido. Por mi parte,
sería incapaz de describir lo que sentía. Una parte de mí me gritaba que mi
hermano estaba muerto y que todo aquello no eran más que mentiras y vil
manipulación, pero la otra saltaba y gritaba de alegría ante la idea de que tal
vez estaba vivo realmente.
—¿Acaso…? —cuchicheó Hans lanzándome una mirada ansiosa—.
¿Acaso quiere decir que Etti se ha convertido en un vegetal?
Contraje la mandíbula con tanta fuerza que oí cómo me rechinaban los
dientes.
—No llegaré a tanto —replicó con calma Hyacinthe—. Ha recuperado
todas sus facultades motrices, camina, come normalmente, manipula objetos
tan fácilmente como usted y como yo, pero parece… ausente. Solo pronuncia
palabras extrañas e incomprensibles y se pasa horas mirando fijamente al
vacío. Los médicos piensan que, si estuviera rodeado por los suyos, tal vez
podría recup…
—¡Basta de comedia! —vociferé, haciéndolos dar un salto a todos—.
¿Puede saberse qué obra está representando? ¿La del amable matón y el
hermano resucitado? ¡Es usted vomitivo!
—Sigue sin creerme, ¿verdad, Morgan?
—Lo que creo es que cogeré el avión a Francia en menos de cinco horas y
trataré de olvidar lo que he oído. ¡No caeré en su trampa!
Asintió con la cabeza y se levantó para coger el teléfono inalámbrico
depositado en el bar.
—Si no me cree a mí, tal vez crea a alguien que está por encima de toda
sospecha —dijo mientras marcaba un largo número, probablemente un
número internacional.
No sabiendo qué decir, Hans y Amina miraban fijamente el suelo.
—¿Qué conejo va a sacarse ahora del sombrero?
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Se puso un dedo en la boca para indicarme que me callara.
—¿Diga? —dijo una voz femenina.
—¿Madeleine? Hyacinthe al aparato.
Acusé el golpe.
—¡Oh! ¿Cómo está usted? ¿Por fin ha podido reunirse con Morgan y el
joven Hans?
—Sí, estamos en Alejandría y hace un tiempo magnífico.
—Morgan debe de haberse alegrado mucho de volver a verle, después de
tantos años. Con demasiada frecuencia perdemos de vista a los amigos de la
universidad. ¿Qué tal anda?
Apreté los puños hasta lastimarme las palmas con las uñas.
—Está muy bien y le ha sorprendido mucho verme. Echa de menos sus
deliciosas galletas, querida Madeleine.
—Cabrón —articulé yo silenciosamente.
—Dígale que les haré una cesta llena a su regreso.
—No dejaré de hacerlo. Pero dígame… La llamo por una tontería, de
hecho. Figúrese, estaba charlando con Morgan y le hablaba del querido dottor
Lechausseur; le he dicho que tenía un sobrino o algo así. El afirma que no, y
no obstante, yo estaba convencido de que me había hablado usted de él. Ya
sabe, ese chico para el que quería contratarla como enfermera, el que había
recibido un gran golpe en la cabeza y que él deseaba que abandonase la
clínica psiquiátrica.
—Sí, es verdad. Pero no era su sobrino, Morgan tiene razón. Era uno de
sus antiguos alumnos cuyos parientes más próximos estaban en Asia, por lo
que yo entendí. Sin duda no tenían medios para pagar los cuidados médicos,
pobre gente. Pero Bertrand falleció poco antes de que saliera del hospital y no
tengo información alguna a ese respecto. Su familia se habrá hecho cargo de
él. Qué tristeza, dese cuenta. Algunos no pueden siquiera acceder a una
atención médica indispensable y nosotros nos quejamos por una nadería.
Hans se oprimía el rostro con las manos y yo veía entre sus dedos sus ojos
desorbitados. Por mi parte, estaba paralizado.
—Sí, es muy triste, pero estoy seguro de que ese chico va muy bien. Y es
curioso, pero insisto en que estaba convencido de que era su sobrino. Espere,
Morgan quiere decirle unas palabras, se lo paso. Sí, yo también. Hasta la
vista.
Me tendió el auricular con una sonrisa cruel y yo lo cogí con manos
temblorosas y un nudo en la garganta.
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—Hola, Madeleine. No, algo cansado, eso es todo. Sí, me encantó volver
a verle… Sí. Comprendo. Es muy triste, en efecto. ¿Por casualidad no sabrá
en qué clínica estaba? —Hyacinthe meneó la cabeza—. Sí, probablemente. Sí,
Hans se divierte como un loco… No lo olvidaré. Un beso también. Hasta muy
pronto.
Colgué y tendí el teléfono a mi «amigo de la universidad», que soltó un
silbidito entre dientes.
—Buen intento, Morgan. Así pues, ¿me cree ahora?
Me derrumbé en uno de los sillones, rememorando otra conversación, en
la cocina de Madeleine, poco antes de nuestra partida.
«—… A los cincuenta y cinco años, ¿quién iba a requerir mis servicios?
»—Estoy convencido de lo contrario.
»—Al igual que Bertrand —dijo con coquetería—. Incluso llegó a
convencerme para que aceptase ocuparme de un enfermo. Un muchacho
conocido suyo que necesitaba ayuda psiquiátrica tras un grave accidente.
Finalmente, Bertrand nos dejó y la cosa no llegó a concretarse».
Sentía tal opresión en el pecho que apenas conseguía respirar. ¿Cómo iba
a establecer una relación entre esa historia y mi hermano? ¡Jamás se me
habría ocurrido!
—Etti… —gemí sin ser consciente de ello.
Amina me puso la mano en el hombro en un vano intento de consolarme.
—Encuentre esa armadura, Morgan —dijo Hyacinthe con voz suave—, y
le diré dónde podrá encontrar a su hermano.
—¿Y si no lo consigo?
Se encogió de hombros.
—Se lo diré igualmente. —Me incorporé y clavé la mirada en la suya.
Parecía sincero—. No se pueden pedir imposibles, y Helios no es ningún
monstruo.
—¿Y si me niego a ayudarlos?
—He dicho que no es un monstruo, no que sea idiota. Haga lo que pueda
y, con armadura o sin ella, recuperará a su hermano. Tiene usted su palabra.
—¿Quién nos dice que no va usted a eliminarnos cuando tenga en las
manos esa maldita de armadura? —intervino Hans.
—No se mata a la gallina de los huevos de oro para hacer paté con ella.
Esa armadura no es más que una de las piezas de un puzle que Helios trata de
reconstruir. Mientras estamos aquí hablando, diversos Morgan recorren el
mundo en busca de otras piezas por cuenta de Helios. Y nunca han tenido que
lamentarlo.
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—¿Quién es Helios, exactamente? ¿Un coleccionista? ¿Un loco por las
antigüedades, como Jurgen?
—No. Y si he de decirle la verdad, Morgan, ni siquiera le he visto jamás.
Pero sé que las piezas de museo las deja a los museos.
—¡La armadura de Aquiles es una pieza de museo!
—No, Morgan. Esa armadura le pertenece. Le corresponde por derecho,
como todas las piezas del puzle que se han desperdigado al hilo de los siglos.
—Para pertenecerle, tendría que llamarse Aquiles.
Se levantó y me dio la espalda para rehuir mi mirada.
—Ya he dicho más de lo que me estaba permitido. ¿Acepta el trato, sí o
no?
—¿Tengo elección?
—Siempre se tiene.
Amina me estrechó la mano con una sonrisa alentadora y Hans asintió con
la cabeza.
—Podemos conseguirlo, Morg. Encontraremos ese montón de chatarra y
recuperaremos a Etti o ya no me llamo Hans.
Le asesté un leve puñetazo amistoso en la barbilla.
—Yo les acompañaré —murmuró Amina.
—No está obligada a…
—Me apetece —me interrumpió ella—. Aparte de la curiosidad que me
corroe, creo que empiezo a acostumbrarme agradablemente a los «señorita» y
a los «después de usted, por favor».
Me levanté con una sonrisa un tanto confusa, pues no daba con las
palabras adecuadas para expresarles mi agradecimiento, y tendí la mano a
Hyacinthe.
—Estoy de acuerdo.
Él hizo chocar su palma contra la mía y me apretó vigorosamente los
dedos.
—Lo conseguirá —dijo—. Ya verá como no lo lamenta. —Señaló el
pasillo, a su izquierda—. Los dormitorios están por ahí. Tomen un baño y
descansen. Encontrarán ropa nueva en los armarios. Elijan la que gusten.
—He de anular las reservas de avión —dije masajeándome la nuca—. Y
avisar a mi padre, o se preocupará.
—Anulé sus reservas anoche.
—Previsor, por lo que veo —bromeé.
—Es mi oficio. En cuanto al teléfono, hay uno en cada habitación. No
están intervenidos —añadió con un guiño—. Los móviles aquí no funcionan.
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Cuestión de seguridad. Si necesitan cualquier cosa, estoy en la biblioteca.
Hans bostezó y yo le imité. Las emociones de la noche y de la mañana me
habían dejado para el arrastre. Mil pensamientos se debatían en mi cabeza,
pero los dejé pelear entre sí mientras me dirigía con paso pesado hacia uno de
los dormitorios. Estaba demasiado agotado para tratar de desenredarlos.
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—¿Cuál es el programa? —inquirí, para cortarlo en seco.
—Se lo haré saber en cuanto sus amigos se hayan despertado. ¿Tiene
apetito?
Meneé la cabeza.
—A decir verdad, no. —Me volví hacia él para mirarle bien de frente—.
¿Cuánto hace que me sigue?
—Desde que supimos que era a usted a quien habían encargado el
inventario de los bienes del dottor Lechausseur.
—¿El padre Ilario?
—No fui yo.
—¿Quién, entonces?
—Lo ignoramos.
—¿Jurgen?
—Es poco probable.
—En ese caso, ¿quiénes son los que nos atacaron? —insistí, superado por
su aire de serenidad.
Se encogió de hombros.
—Intentamos averiguarlo.
—¿Quiénes son «nosotros»?
—Nosotros. Yo, otros como yo, Helios y otros como usted.
—¡Enigmas! —me enfurecí, al tiempo que aplastaba rabiosamente mi
cigarrillo—. ¡Enigmas una y otra vez! ¿Qué papel desempeña usted en todo
esto? ¿Una especie de ángel guardián dispuesto a disparar sobre todo lo que
moleste? ¿Un espía de Helios? ¿Qué, si puede saberse?
—Un poco de todo eso. Y algo más. —Solté un juramento, irritado—. No
soy su enemigo, Morgan. Y Helios tampoco. Nosotros no…
—Dejémoslo estar, ¿quiere? —suspiré, masajeándome las sienes—. Su
letanía del buen mafioso me ataca los nervios.
—No tenemos nada que ver con la mafia. Nosotros… —Le dirigí una
mirada cansada y calló para encender un cigarrillo—. Helios contrata a
hombres como usted para buscar… ciertos objetos —dijo bajando la voz—.
Objetos muy especiales. Y a gente como yo para ayudarlos, protegerlos o
servir de intermediario.
—Entonces se trata sin duda de un coleccionista.
—No del todo, ya se lo he dicho. —Se levantó para dar unos pasos—. En
el curso de nuestras investigaciones, con frecuencia se da el caso de que
demos con yacimientos todavía desconocidos. Si nos resulta posible hacerlo
discretamente, señalamos siempre su presencia a las instancias implicadas,
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para que se emprendan excavaciones y se preserven los lugares. Solo nos
llevamos aquello que hemos ido a buscar, nada más. Esas son las órdenes. No
somos saqueadores.
—¿Y qué clase de «cosas» buscan exactamente? —Se mordió el labio y
apartó la mirada—. ¿Curiosidades?
—En cierto modo.
—¿Y qué más?
—Ya sabe usted lo esencial, incluso más de lo que habría debido decirle.
—Volvió a servirse café y me ofreció, cosa que acepté—. ¿Azúcar?
Se sentó a mi lado y vació su taza de un trago. Pese al autocontrol que
trataba de imponerme, no pude evitar plantear la cuestión que me quemaba la
lengua.
—¿Cuánto tiempo permaneció usted con mi hermano, si es que lo ha visto
alguna vez? —pregunté, obligándome a expulsar tales palabras de mi
garganta.
Una sonrisa tranquilizadora estiró los labios de Hyacinthe.
—Buena parte de la tarde. Está muy bien cuidado. Dimos un paseo por el
parque y le compré revistas y periódicos. Las enfermeras me dijeron que eso
le encantaba.
—Dijo que era afásico —le hice notar, desconfiado.
—Es verdad. No los lee, pero se pasa horas hojeándolos sin siquiera
parecer verlos. Los médicos tienen dificultad en interpretar ese
comportamiento. Tal vez un trastorno obsesivo compulsivo.
Encendí otro cigarrillo para fingir serenidad.
—Explíqueme eso —dije en un tono que esperaba fuese despreocupado.
Hyacinthe depositó la taza en la mesita baja y asintió con la cabeza,
perplejo.
—Los coge uno por uno, pasa las páginas a toda velocidad, aparta
algunos, sin razón aparente, y tira los restantes al suelo. Tiene toda una pila en
su habitación, y si a las enfermeras se les ocurre tirarlos u ordenarlos, da
muestras de gran nerviosismo, incluso de agresividad. Nadie sabe por qué
elige algunos periódicos y revistas y no otros. No tienen nada en común.
Sentí cómo una sonrisa me tensaba los labios y mi corazón empezó a latir
desbocado.
«—¡Morgan! ¿Dónde están las revistas que había ordenado en el sótano?
»—Si ni siquiera se podía entrar ya…
»—Supongo que no las habrás tirado…
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»—Etti…, ¡las encuentro incluso debajo de la cama! ¿No puedes arrancar
la página que te interesa en lugar de guardar todo ese papelamen?
»—¡Es la mejor manera de perderlas!
»—Entonces ponlas en un clasificador, por todos los dioses.
»—¡Me disponía a hacerlo, pero lo has tirado todo!
»—Es lo que dices cada vez».
La emoción me subió a la garganta y prorrumpí en unas carcajadas
nerviosas teñidas de melancolía, pero también de una alegría demasiado
intensa para ser expresada de otro modo. Nadie podía saber algo semejante.
Nadie estaba al corriente. Etti jamás hablaba de ello, por temor a las burlas.
Mi hermano estaba vivo. Etti se encontraba en alguna parte, aún no sabía
dónde, pero estaba vivo, Hyacinthe no había mentido.
—Morgan, le juro que le digo la verdad —se defendió este, interpretando
equivocadamente mi hilaridad—. Oyó usted a Madeleine, ha visto la foto.
Nunca le haríamos creer que…
—Recetas de cocina —dije entre dos estallidos de risa histérica.
—¿Perdón?
Hice una profunda inspiración para tratar de calmarme.
—El punto común entre esos periódicos y revistas —proseguí, con el
corazón tan dilatado que me dolía—. Contienen una o varias recetas de
cocina. Mi hermano tenía…, tiene —me corregí— la maldita costumbre de
guardar las recetas de cocina.
Hablar de Etti en presente me produjo el efecto de respirar de nuevo tras
haber pasado meses bajo el agua. Era como si lo que habíamos vivido desde
hacía algunos días, las tragedias que habíamos presenciado, jamás hubieran
tenido lugar. En aquel momento olvidé a Bertrand, a Jurgen, al padre Ilario, al
mulá y las amenazas que nos acechaban. Etti estaba vivo y ya nada tenía más
importancia.
Hyacinthe abrió unos ojos como platos y reventó de risa.
—Así que era eso… Informaré de ello a su médico cuando le vea, nunca
se sabe. Puede ser una buena señal.
—¿Tan mal está, pues? —murmuré; parte de mi entusiasmo se había
venido abajo.
—Hace progresos, y hará todavía más cuando esté cerca de usted, estoy
convencido de ello. Le dije que iría pronto a buscarle. Que todavía debía tener
un poquito de paciencia.
—¿Comprendió lo que le decía? ¿Cómo reaccionó?
Hyacinthe apartó la vista.
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—Ni siquiera sé si me oyó, Morgan. Se contentó con mirarme fijamente,
con sus grandes ojos dorados. —Sonrió—. Etti tiene unos ojos muy bonitos.
—Lo sé. ¿Cuándo piensa volver a verle?
—Dentro de dos días. Velaré por él hasta su regreso.
Di un respingo.
—Así pues, ¿su trabajo de ángel de la guarda ha concluido? Bajó los ojos,
turbado.
—He pedido a Helios permiso para abandonar esta misión.
—¿Por qué motivo?
Esbozó una mueca irónica.
—Me tira usted de la lengua con demasiada facilidad, Morgan.
Esa confesión me desconcertó y jugué nerviosamente con mi encendedor.
—Oh… ¿Y cómo ha reaccionado Helios?
—Me ha propuesto tomarme unas vacaciones en su villa de Mikonos
—respondió Hyacinthe con una mueca—. El sentido del humor no es la
menor de sus cualidades.
—Tenía entendido que nunca le había visto.
—Es cierto. Para mí no es sino una voz al teléfono. Creo que nadie le ha
visto nunca. Al menos, nadie a quien yo conozca. —Se levantó y se
desperezó—. Sus amigos no tardarán en reunirse con nosotros. Voy a pedir
que nos traigan una comida copiosa y, después de eso, resolveremos los
últimos detalles.
Desapareció en una estancia contigua y yo encendí un último cigarrillo
antes de comer, con la cabeza llena de la sonrisa de mi hermano.
—Pronto, Etti —prometí entrecerrando los ojos—. Muy pronto.
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VIII
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Pero fue en vano. No quiere decir una sola palabra sobre lo que pudo
descubrir en el curso de sus excavaciones.
—Y… ¿usted no le obligó a ello?
—Dottor Lafet, la tortura no forma parte de mis atribuciones.
—Contrariamente al chantaje.
Sin contestar, procedió a servirse vino.
—La pista de la tumba de Aquiles se detiene ante su puerta. A usted le
corresponde seguirla y averiguar algo más.
Amina se secó delicadamente las manos con la servilleta y tomó una fruta
del cesto.
—¿Por qué haber esperado tanto tiempo para continuar esta
investigación?
—Ya se lo dije, la armadura de Aquiles no es más que una pieza del
puzle, no una prioridad. Helios es un hombre paciente que sabe esperar el
momento adecuado para reanudar un trabajo en suspenso.
—La ocasión hace al ladrón —me guaseé.
—Perfectamente. Y esa ocasión es usted.
—¿Y si el profesor Tool se niega a decirnos lo que sabe, suponiendo que
sepa algo?
Hyacinthe alzó su copa en mi honor y rozó el borde con los labios.
—Hablará —aseguró—. No por usted ni porque tema a Helios, sino
porque difícilmente lo imagino permaneciendo insensible a la suerte que
puedan correr sus amigos. No dejará que una mujer y un adolescente
arriesguen la vida sin intentar al menos ponerlos en guardia contra lo que los
aguarda. Y esa información puede ser muy útil, dottor Lafet.
—Es usted repugnante…
Nuestro anfitrión se contentó con sonreír y me tendió una bolsita de cuero.
—Dentro encontrará una tarjeta de crédito y dinero en efectivo. ¿Alguna
pregunta?
—¿Con quién estaremos en contacto? —quise saber.
—Con nadie. Nosotros nos pondremos en contacto con ustedes si es
necesario.
—¿Y quién será el nuevo «ángel de la guarda», puesto que usted
renuncia?
—Consideren que ya no tienen ninguno. Saben de qué va la cosa, han
aceptado el trato y, en consecuencia, deberán arreglárselas por sus propios
medios.
—Ya veo. ¿Y si nuestros perseguidores nos atacan de nuevo?
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—No he dicho que esta misión careciera de peligros. De hecho, a ese
respecto… En el caso de que lograsen ponerle la mano encima, dottor Lafet,
Helios desearía sobremanera que no pudiesen llevarse nada. —Tendió la
mano abierta en mi dirección y fingí no comprender—. La espada y el puñal
que lleva en la mochila, por favor. Estarán más seguros conmigo que con
usted.
Hans soltó un taco y Amina apretó los dientes, pero yo obedecí, a
regañadientes.
—Me preguntaba cuándo pensaba reclamármelos —murmuré.
Se apoderó de los dos valiosos objetos y salió de la habitación, sin duda
para ir a guardarlos en una caja de caudales o cualquier otro escondrijo. Ya no
podría recurrir a la espada para defenderme de nuestros agres…
—¿Qué es esto? —pregunté al descubrir el arma oculta en el fondo de la
bolsita de cuero que tenía en las manos.
—Cien por cien carbono, incluidas las municiones —dijo Hyacinthe
mientras me cogía la pistola de las manos para quitar el seguro y amartillarla
con un ruido seco—. Funciona con aire comprimido. —Disparó a un grueso
cojín, haciéndonos saltar a todos—. Eficaz hasta cincuenta metros y pasa
todos los detectores. Una verdadera joyita tecnológica.
Me la tendió y yo la agarré con una mueca de repugnancia.
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—¡Chicas con minifalda! —exclamó Hans señalando a un grupo de
jóvenes en la terraza del café de un hotel—. Hacía mucho tiempo que…
Amina se echó a reír y le dio un suave codazo.
—No tan fuerte, Hans. Muchos turcos hablan francés.
—Mira allí —murmuró.
A través de la ventanilla del autobús, señalaba con el dedo a un grupo de
mujeres, las más jóvenes de las cuales lucían ropas de verano occidentales y
cabello corto, mientras que las de más edad iban envueltas en velos
tradicionales.
—Canakkale es una ciudad en la encrucijada de los caminos desde que el
mundo es mundo, Hans —intervine, divertido al verle abrir unos ojos como
platos a cuanto le rodeaba—. Pero creía que ya habías venido a Turquía a
hacer trekking.
—Sí, pero no aquí, era en el monte Ararat, en la frontera con Irán y
Armenia. ¿Qué hay al otro lado? —preguntó, señalándome la otra orilla del
estrecho.
—Europa —respondió Amina por mí—. Aquí te encuentras en la frontera
entre dos continentes. Canakkale monta guardia frente al estrecho de los
Dardanelos, antaño llamado el Helesponto, y se extiende sobre sus orillas.
Estamos en la raya divisoria entre el mar Egeo y el mar de Mármara, que a su
vez comunica con el mar Negro por el estrecho del Bósforo, allí. Durante
mucho tiempo Canakkale fue el puesto avanzado privilegiado de
Constantinopla y de los puertos del mar Negro, de ahí su papel primordial
durante la Primera Guerra Mundial.
—¿Y Troya dónde está, entonces?
—A unos treinta kilómetros de aquí, cerca del pueblo de Hisarlik —dije,
señalando un punto en el horizonte.
—Y en el museo al que nos dirigimos —precisó nuestra compañera—
están expuestos los objetos encontrados en el yacimiento.
—No el caballo, imagino.
—No, lamentablemente el caballo no.
Al cabo de tres cuartos de hora de autobús, llegamos por fin al museo,
pequeño pero admirablemente bien conservado.
Tras una llamada telefónica que se prolongó un buen rato, uno de los
conservadores nos informó de que el profesor Tool se encontraba en aquel
momento en plena restauración, pero que vendría a buscarnos en cosa de una
hora, cuando hubiera terminado. Nos habíamos presentado como profesores
universitarios franceses que, de paso por la región, deseaban saludarle.
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Probablemente, el hecho de que me acompañaran una mujer y un hombre
muy joven había tranquilizado al profesor, quien, según Hyacinthe,
desconfiaba de todo y de todos desde su «accidente».
Así pues, matamos el tiempo visitando las salas de exposición, lo que, por
lo demás, no tuvo nada de fastidioso, pues algunas piezas eran suntuosas y el
aire acondicionado en extremo agradable después del horno que era la calle.
Me cupo asimismo la grata sorpresa de ver cómo Hans hacía mil preguntas a
Amina mientras examinaba las vitrinas. No llegaré al extremo de decir que el
virus de la arqueología empezaba a adueñarse de él, tampoco había que
exagerar, pero daba prueba de una curiosidad de buen augurio. Es cierto que
pocos estudiantes tenían ocasión de iniciarse en la profesión como él llevaba
varios días haciendo. Caza del tesoro, seguimiento de pistas, carreras,
persecuciones, peleas, choques de civilizaciones: todos los ingredientes de la
película de aventuras estaban reunidos. Las muertes y el peligro parecía
haberlos olvidado con esa capacidad que tienen los adolescentes de enterrar
en el fondo de su memoria los recuerdos desagradables y vivir solo el
presente.
—¿Profesor Lafet?
Nos dimos la vuelta para ver llegar a la sala donde estaban expuestas las
joyas antiguas a un hombre de unos sesenta años en silla de ruedas.
Rubicundo, con la piel bronceada y el cabello y la barba estriados de gris,
Edward Tool me hizo pensar inevitablemente en un enano de jardín. Su
bonhomía y la suavidad de su voz inspiraban confianza de entrada, pero
cuando te miraba, sus ojillos negros tenían algo de predador. Algo así como
esos gatos que ronronean con las caricias y que, sin previo aviso, sacan de
repente las uñas para arañarte el brazo.
—Sí —dije al tiempo que me adelantaba para tenderle la mano, que
estrechó con calor.
—No será usted el hijo de Antoine Lafet, profesor…
—En efecto.
Su rostro se contrajo con una sonrisa enigmática.
—Tuve ocasión de conocer a su padre.
Nada en el tono de su voz dejaba adivinar si el encuentro había sido
agradable o no.
—Y estos son la profesora Amina Saebjam y Hans Peter, mi ayudante.
—¿Peter? Para trabajar con este joven debe de ser usted familia de
Ludwig, ¿me equivoco?
—Es mi abuelo —dijo Hans, incómodo.
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—¡Lo sabía! Él y Antoine están a partir un piñón.
Como en el caso anterior, no llegaba a saber si se trataba de una
observación desagradable o de una simple constatación divertida.
—Se conocen desde hace mucho tiempo —dije con prudencia.
—¿Han venido ustedes a la región de vacaciones o en viaje de estudios?
El momento de la verdad había llegado y encendí un cigarrillo mientras
Hans se ponía muy tieso en la silla.
—Hemos venido expresamente por usted, profesor. —Él se pavoneó—.
De hecho, estamos aquí «en misión».
—¿Ah? ¿Nuevas excavaciones? A fe mía que estoy muy ocupado en este
momento, pero si el proyecto es interesante, asumiré la dirección con placer.
Amina apartó la mirada, abrumada por tanta suficiencia.
—No se trata de excavaciones, profesor. Digamos que ofrezco mis
servicios a un particular acaudalado.
—¿Un coleccionista?
—Cabe calificarlo así.
—Y necesita un experto para certificar la autenticidad de las
adquisiciones —dijo con una sonrisa irónica—. Una cosa es arañar la tierra y
escribir artículos, muchacho, pero cuando se trata de atribuir una fecha y un
estilo a una antigüedad, la cosa se complica, ¿no es así? —Agitó con desidia
la mano—. ¡Le estoy tomando el pelo! Todo llegará con el tiempo, ya lo verá.
Mire cómo lo hago y con eso aprenderá el b…
—La tumba de Aquiles —lo interrumpí, al tiempo que me inclinaba hacia
él.
La reacción fue inmediata, pero menos espectacular de lo que habría
podido esperar. Los dedos se le crisparon sobre los brazos de la silla y un
estremecimiento lo recorrió.
Tras un silencio que pareció durar una eternidad, masculló con voz apenas
audible:
—Está usted loco. Abandone. No sabe a qué se expone, a qué los expone
—añadió, señalando a Hans y a Amina.
—No tengo elección, profesor. Debo encontrar la tumba de Aquiles por
todos los med…
—¡Cállese! —exclamó, presa del pánico.
Hundió la cabeza entre los hombros y la volvió en todas direcciones,
como si esperase ver a una horda de demonios salir de las paredes y arrojarse
sobre él.
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—Profesor, sé que dirigió usted las investigaciones sobre el asentamiento
de Troya donde Aqui…
—¡No pronuncie ese nombre aquí, es usted un loco! —Parecía a punto de
dejarse llevar por la histeria—. ¡Quién sabe si no nos estarán escuchando en
este mismo momento! ¡Si no habrán llenado de micrófonos esta habitación!
Son capaces de todo…
—¿Quiénes? —preguntó Amina—. ¿De quién está hablando? ¿Quiénes
son esos hombres?
Hizo retroceder la silla hasta la pared de la biblioteca.
—¡Váyanse! ¡Váyanse y abandonen ese loco proyecto! ¡No saben de lo
que son capaces! ¡Váyanse!
—Profesor Tool, yo…
—¡Váyanse! ¡Váyanse o llamo a seguridad!
—¡La vida de mi hermano está en juego! ¡Debe decirnos lo que sabe!
Tool se desplazó hasta su escritorio y descolgó el teléfono, pero las manos
le temblaban tanto que el auricular se le cayó. Quise correr a zarandearle, pero
Amina me lo impidió.
—¡Morgan, no! Es inútil, está aterrorizado.
—Profesor —supliqué.
Tool tecleaba ya un número. Salté y dejé caer la mano sobre el teléfono a
fin de cortar la comunicación, y él lanzó un grito ahogado. Al ver su rostro
descompuesto, por un momento temí que sufriera un ataque.
—Es inútil —proferí—. Nos vamos. Pero volveré. Día tras día le acosaré
y tarde o temprano los hombres a quienes tanto teme sospecharán algo. ¿Es
eso lo que quiere? —Él meneó la cabeza, mortificado—. ¡Entonces ayúdeme!
¡Dígame lo que sabe!
—No haga eso… —lloriqueó.
—¡Hable! ¡La vida de un hombre está en sus manos!
—Usted no lo entiende…
—Muy bien —espeté—. A partir de hoy, ¡sepa que me tendrá pegado a
sus ruedas como un perro tras una pieza de caza!
Le volví la espalda, seguido de mis compañeros que se mostraban
desconcertados. Salí furioso del museo.
—¡Morgan! —me reprendió Amina—. ¡No era necesario tratarle así!
—¡Necesitamos la información que tiene en su poder!
—¡Ese hombre es un anciano en silla de ruedas!
—¡Ese hombre es un anciano egoísta y obtuso, dispuesto a sacrificar a un
joven en lo mejor de la vida retenido como rehén para vivir todavía algunos
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años su infame existencia! ¡Eso es lo que es!
Paré el primer taxi que se presentó y nos subimos todos a él en silencio.
Tool hablaría. Estaba dispuesto a todo por salvar su miserable piel y, aunque
tuviera que ponerle una pistola en la sien, cantaría de plano.
Hacía bastante más calor que en Canakkale y las ventanas estaban igualmente
cerradas, para no dejar entrar la densa bruma que la contaminación hacía
planear permanentemente sobre la ciudad. La humedad no impedía a Etti
dormir profundamente. Cerrando los ojos, aún podía sentir el aroma de su piel
morena. Cuando volvimos a Francia, todavía adolescentes, a menudo me
había peleado con sucios chiquillos que se pellizcaban la nariz a su paso,
diciendo que olía mal. Yo adoraba aquella mezcla exótica de especias, de
cedro y de almizcle. Aquella mañana en Delhi, el ruido de un recolector de
basura le hizo sobresaltar. Sus ojos dorados se abrieron desmesuradamente y
todo su cuerpo empezó a temblar.
«—¿Etti? ¿Qué pasa? ¿No te encuentras bien?
»—Tendría que haberte hecho caso —había murmurado con voz
temblorosa y un nudo en la garganta—. No debimos haber venido a esta parte
de la ciudad…».
Había insistido en volver a ver uno de los barrios donde había pasado
parte de su infancia. A media hora a pie del hotel, artesanos curtidores
trabajaban cientos de miles de pieles de animales. Reinaba allí un olor
pestilente, el de la orina utilizada para el tratamiento del cuero, que los dalits
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transportaban en cubos o bidones. Un trabajo que Etti había hecho durante
varios meses con uno de sus tíos por unas pocas rupias.
El chirrido metálico se incrementó y mi hermano se acurrucó contra mí.
«—Etti, no es más que un recolector de basura —cuchicheé acariciándole
el pelo, como habría hecho con un chiquillo asustado.
»—No… —gimió—. Si no te despiertas a tiempo, te pinchan y la herida
se infecta. No hay que dormir mucho tiempo, nunca…».
Lo agarré por los hombros y traté de levantarle la barbilla, pero él
apretaba fuertemente los párpados y meneaba la cabeza, como para alejar una
pesadilla. Por un instante incluso me pregunté si no estaría aún dormido y
sufría una especie de sonambulismo.
«—¿De qué estás hablando? Etti, despierta. —Abrió mucho los ojos,
húmedos de lágrimas—. Etti…
»—No es un recolector de basura, Morgan. Es…, es el comedor de carne
—acabó con voz inaudible.
»—¿Qué? —Me contuve para no reventar de risa—. Etti…, el coco no
existe. Ni siquiera en la India».
Me levanté y me dirigí hacia la ventana.
«—¡Morgan! ¡No!
»—¡Ya basta, Etti, no seas ridículo! —Descorrí las cortinas y abrí los
batientes de par en par—. ¡Mira! No es más que un…».
Las palabras murieron en mis labios. Sí, se trataba desde luego de una
especie de recolector de basura. Un pequeño camión con remolque de otra
era, de hecho, y las inmundicias que aquellos curiosos empleados del servicio
municipal de limpieza recogían no eran ni bolsas de plástico llenas de
desechos, ni el contenido de los cubos de basura, sino cadáveres humanos.
«—¡Morgan! ¡Cierra la ventana! —suplicó Etti, cubriéndose la boca y la
nariz con la sábana».
Era incapaz de hacerlo; estaba paralizado con la mano en el batiente. En
los barrios pobres de Delhi, miles de personas dormían en la calle, en su
mayoría mendigos y dalits. Ya había visto horrores en la India, mi padre no
me había ahorrado nada, pero jamás me mostró algo parecido, y comprendía
fácilmente por qué. Los dos hombres que conducían el pequeño camión por
turno iban armados con largos bastones a cuyo extremo estaban fijadas
varillas de metal. Los utilizaban para pinchar sin miramientos los cuerpos de
los desdichados que yacían en la calle. Si no se movían, los consideraban
muertos y echaban sus cadáveres al remolque, donde se amontonaban.
«Por todos los dioses…», gemí.
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El olor se me agarró de pronto a la garganta y sentí náuseas.
«¡Morgan! ¡Cierra esa ventana!».
Obedecí, con el estómago revuelto, y corrí la cortina. Etti estaba
acurrucado en la cama y me precipité para estrecharlo contra mí. Jamás había
visto a mi hermano llorar de esa manera. Por un momento, sus temores
infantiles habían aflorado a la superficie, esas innumerables noches pasadas
en el suelo, en plena calle, luchando contra el sueño para no despertar con una
varilla de metal clavada en el muslo o, peor aún, sepultado bajo un montón de
cadáveres.
«—Morgan…
»—Ya ha pasado, Etti… Ya ha pasado…
»—¿Morgan?».
Comprendía su miedo, en esos momentos también yo lo sentía. Te
sacuden, pero tienes tanto sueño…
—Morgan.
Querrías abrir los ojos, pero es imposible. Y están ahí, con sus picas, y…
—¡MORGAN!
—¡No estoy durmiendo! —grité al tiempo que me incorporaba, con el
corazón desbocado.
—¡Ya se ve!
La silueta de Amina se dibujó ante mí y me froté la cara, presa de náuseas.
—Me…, me he dormido, perdóneme.
—Es para usted —murmuró tendiéndome mi móvil—. Como no
contestaba, he venido a descolgar.
En estado de trance, todavía entre las brumas de mi pesadilla, me pegué el
pequeño aparato al oído y Amina se sentó en mi cama. No llevaba más que
una larga camiseta e iba descalza.
—¿Diga?
—Le he sacado de su siesta, perdóneme.
La misma voz que en Italia, en la terraza del Di Rienzo.
—¿Helios? —dije con un nudo en la garganta—. Es usted, ¿verdad?
Amina palideció.
—¿Ha podido ver a su contacto?
Meneé la cabeza para poner mis ideas en orden y la cólera creció en mí.
—¡Bien sabe que sí!
—¿Y?
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Habría jurado que su voz estaba teñida de diversión, lo que aumentó aún
más mi irritación.
—¡Edward Tool es un payaso!
Una risa aterciopelada resonó en el auricular.
—Ese «payaso», como usted dice con tanta razón, tuvo la suerte de
encontrarse en el lugar adecuado en el momento oportuno. El azar guio sus
pasos con una felicidad indecente. A los inocentes, las manos colmadas, se
diría.
—¿Quiere decir que encontró la tumba de Aquiles por casualidad?
—Desenterró un templo, en el que se escondía una tumba, si me permite
esta somera aclaración. Él ignoraba que se tratase de la de Aquiles.
—Si se encontró la tumba, no veo lo que yo…
—Estaba vacía —me cortó Helios—. Y desde hacía mucho. Luego hubo
aquel… «accidente». Creo que el profesor Tool sabe de qué va la cosa.
¿Cómo reaccionó a su visita?
—Mal. Le amenacé y lo dejé al borde de una crisis de histeria.
Nueva risa.
—Si solo es «al borde», todo va bien. Sin duda Hyacinthe habría acabado
con él.
—¿Dónde está?
—¿Hyacinthe? ¿Ya le echa de menos? A él le encantaría oír eso.
—Me aseguró que iría a ver a mi hermano —dije, tratando de mantener la
calma.
—¿De veras? ¿Quiere decirle dos palabras?
—No tengo nada que decirle.
—Me refería a Etti…
Tuve la impresión de recibir un jarro de agua fría y se me secó la
garganta.
—¿A qué juego sórdido está jugando?
Oí un chirrido, como si Helios depositara el teléfono a su lado, y tuve que
aguzar el oído para percibir su voz, de repente lejana.
—… ti, es… rgan. ¿Quien… cirle… hola? ¿Te pas… éfono…?
Nuevo chirrido, y luego el ruido de dedos sobre el móvil, y una voz.
—¿Mor… gan?
La emoción me atenazó la garganta y por un momento temí no poder
pronunciar una sola palabra al reconocer las inflexiones de una voz que creí
que no volvería a oír jamás.
—¿Etti? —balbuceé—. Etti, ¿me oyes? ¡Soy Morgan!
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—Morgan… Morgan…
—Sí, Etti, soy yo. ¿Cómo estás? —Silencio—. ¡Etti! ¡Respóndeme!
¿Cómo estás?
—Mor… gan.
Repitió mi nombre varias veces con voz sorda, como si recitase un
mantra, y se me encogió el corazón.
—Etti…, voy a ir a buscarte. Pronto. Muy pronto. ¿Etti? ¿Estás ahí? —Oí
un ruidito sibilante que parecía una risa—. Etti… Me crees, ¿verdad? Iré y
nos marcharemos a casa, como antes. ¿Etti? Irem…
—Sí.
—¿Sí? ¿Entiendes lo que digo?
—Sí.
Una sonrisa involuntaria acudió a mis labios.
—Etti… Te echo tanto de menos…, no…
—Sí.
Mi sonrisa se borró.
—¿Sí qué?
—Sí.
—No entiendes una sola palabra de lo que te estoy diciendo, ¿no es así?
—Morgan… Morgan…
—Sí, Etti, soy yo, soy Morgan —murmuré, frustrado—. Tu hermano
—añadí, con un nudo en el estómago.
Repitió mi nombre varias veces y Helios recuperó el teléfono.
—No se asuste, Morgan, los médicos lo atontan con medicamentos para
que esté tranquilo. Sabe muy bien quién es usted.
Me levanté para caminar como un león enjaulado por la habitación. De no
haber conseguido mantener un mínimo de control, creo que me habría
arrancado el cabello.
—¡Es usted lo más inmundo que he visto jamás!
—Le espera, Morgan.
Me disponía a replicar àcidamente, pero colgó y, si Amina no me hubiera
sujetado el brazo, habría arrojado el móvil a través del cuarto.
—¿Has hablado con él? ¿Es él de verdad?
Observé que me tuteaba por primera vez.
—En cualquier caso, era su voz. —Me dejé caer en la cama y me di
cuenta de que estaba desnudo—. Lo siento —dije, tirando de una punta de la
sábana sobre mi vientre.
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—No me molesta —replicó con malicia—. ¿Qué ha dicho? —Me encogí
de hombros, desanimado—. Ya veo. Estoy segura de que cuando le tenga a su
lado su estado mejorará, ya lo verá.
—¿De nuevo nos hablamos de usted?
Ella sonrió y se desperezó.
—Entonces, ¿Helios estaba realmente con él?
—Eso parece. Si al menos supiera dónde…
—Tool nos dirá lo que sabe, Morgan —aseguró—. Aunque para ello
tenga que arrancarle los cabellos uno a uno con unas pinzas de depilar.
Me esforcé por reír.
—Esa es una forma de tortura cuya existencia ignoraba.
—Si tuvieras que depilarte las cejas, captarías de inmediato su crueldad.
Voy a despertar a Hans —añadió incorporándose—. Es hora de ir a hacer una
pequeña visita a domicilio al querido «profesor».
Pero no tuvo necesidad de ir a sacar del sueño a nuestro joven ayudante.
En el momento en que apoyaba la mano en el pomo de la puerta, este entró en
la habitación, ya vestido y con el pelo todavía húmedo de la ducha que
acababa de tomar.
—¡Morgan! Yo… Guau… —se pitorreó al darse cuenta de que yo estaba
completamente desnudo y Amina apenas más vestida—. ¿Molesto acaso?
Ella lo agarró por el cuello de la camiseta y lo arrastró dentro de la
habitación antes de cerrar la puerta.
—No, Hans, y a la próxima alusión de ese tipo —añadió, dirigiéndole una
sonrisa amenazadora—, te despellejo vivo.
Él agitó las manos, divertido por su reacción.
—Keep cool! Solo venía a decirle a Morgan que un crío había dejado esto
en recepción para él.
Me tendió un gran sobre de papel grueso.
—¿Un crío?
—Sí, un chiquillo de ocho o nueve años, según me ha dicho la
recepcionista.
«A la atención del profesor Lafet», leí en el sobre. Estaba lacrado con un
sello de cera azul donde se distinguían dos iniciales trabadas: «E. T.».
—¿Tras los misteriosos perseguidores, ahora unos extraterrestres? —trató
de bromear Amina.
Abrí el sobre y saqué de él una carta manuscrita.
—Casi. Edward Tool.
—¿Qué dice? —me urgió Hans, sentándose en la cama. Leí en voz alta.
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Querido joven colega:
Acabo de verlos desde mi ventana, y sé que mis horas están
contadas. Sin duda ya los están buscando. Sepa que quienes me
destrozaron las piernas no vacilarán en eliminarlos a los tres.
Si pese a mis advertencias decide, cosa que temo, proseguir sus
investigaciones, sepa que Aquiles tiene sus guardianes y que es a
ellos a quienes debe temer. Si bien, de esto hace siglos, esos
hombres eran sacerdotes inofensivos, en la actualidad son locos
peligrosos, fanáticos. No sé gran cosa al respecto, pero hay un
hombre que podría decirle más. Su nombre es Costas Sikelianos,
un ermitaño ortodoxo que antes de abrazar la religión era uno de
los mayores especialistas en Alejandro Magno.
Edward Tool
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aeropuerto de Estambul. Quiero que reservéis billetes en el primer avión que
se dirija hacia Larnaca. Me reuniré con vosotros en Estambul; si no llego a
tiempo, tomaré el vuelo siguiente para Chipre.
—¡Yo voy contigo! —intervino Hans.
—¡Tú te quedas con Amina! —vociferé—. No podemos dejarla sola —le
susurré al oído, agarrándolo por los hombros—. Debes protegerla —añadí en
tono de confidencia—. Necesita a un hombre a su lado.
Mi ayudante acabó por asentir, solemne. El golpe del caballero cortés, por
trasnochado que estuviera, siempre funcionaba con los adolescentes.
—De acuerdo. Pero no nos iremos sin ti.
—¡Démonos prisa!
Volvimos a recoger nuestras cosas en menos de cinco minutos y bajamos
al vestíbulo para pagar la cuenta y hacer que pidieran dos taxis. El primero,
un Mercedes blanco que ya no estaba en su primera juventud, se presentó casi
inmediatamente.
—Taxi for…, eh…, ¡miss Saebjam! —gritó el chófer al conserje tras
haber consultado su bloc de notas.
—Ven con nosotros, Morgan —suplicó Amina.
—Largaos —ordené.
Amina y Hans se metieron en el primer taxi con nuestras bolsas de viaje y
el segundo, un Ford gris metalizado, se presentó pocos minutos más tarde.
—¿Es usted el señor Lafet? —preguntó el chófer en un inglés impecable.
—Sí. Gracias por haber llegado tan deprisa.
—¿Adónde vamos? —Le di la dirección del domicilio de Tool, que
figuraba en el dossier entregado por Hyacinthe—. Esta noche se circula mal
por allí —dijo con una mueca.
—¿Ah, sí?
—Muchos embotellamientos.
—Haga lo que pueda.
Me ofreció un cigarrillo turco, que acepté, y respondí a sus trivialidades
con otras similares. Estaba nervioso y no cesaba de palpar la culata de la
pequeña pistola bajo mi holgada camiseta.
—La arqueología está bien. Mi hijo estudia inglés. Quiere ser profesor.
¡Ya está! —rezongó—. ¡Mire! Empieza aquí mismo. —Juró en turco y trató
de dar media vuelta entre un concierto de cláxones—. Pero, se puede saber
¿qué es lo que pasa esta noche?
Tuvo que hacerse a un lado para dejar pasar una ambulancia, y me asaltó
un mal presentimiento.
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—¿Un accidente? —pregunté.
—Es posible. ¡La gente conduce como loca!
«Le dijo la sartén al fuego», pensé al verle cerrar a una camioneta.
—¡Cuidado!
—No tenga miedo, señor —dijo guasón—, tengo costumbre. Tomaremos
por la calle de…
Juró de nuevo y frenó bruscamente. La calle estaba cortada. Un bombero
se acercó al vehículo y le vi cambiar unas palabras con el chófer, que
palideció. Las sirenas de las ambulancias, los gritos de los agentes de los
servicios del orden y los cláxones eran ensordecedores.
—¿Qué ocurre? —quise saber, elevando la voz para hacerme oír.
El taxista cambió unas palabras más con el bombero y me señaló con el
pulgar. El corazón me dio un vuelco cuando el desconocido me indicó por
señas que bajase la ventanilla.
—¿Sí? —dije con voz ahogada.
—¿A qué número quería ir, señor? —preguntó en un inglés vacilante.
Traté de discernir en su mirada el menor signo de desconfianza, pero solo
vi apuro y conmiseración.
—Al cuarenta y siete —respondí.
—¿Tiene familia en ese lugar, señor?
—No, yo… soy arqueólogo, venía a despedirme de un colega antes de
partir. Es…, es el conservador del museo arqueológico. ¿Qué ocurre?
Pero antes de que me respondiera, adiviné la razón de su malestar. Un olor
a humo se introdujo a través de las ventanillas bajadas y se me agarró a la
garganta.
—Una explosión, señor. Sin duda del gas. —Se sacó del bolsillo unas
hojas de papel en las que figuraba una lista de nombres—. ¿Cómo se llamaba
su amigo, señor?
—Tool. Edward Tool.
La mirada del bombero recorrió la lista y meneó tristemente la cabeza.
—Lo siento, señor. No forma parte de los supervivientes.
—Por todos los dioses… —murmuré, dejándome caer en el asiento.
—¿Se encuentra bien, señor?
Asentí con la cabeza, anonadado.
—Yo…, sí, yo… Estoy bien, gracias.
—Perdóneme, señor, pero no pueden quedarse aquí. Las ambulancias han
de…
—Lo entiendo. Nos vamos. ¿Ha habido muchas víctimas?
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—Aún no lo sabemos con exactitud, señor. Veinte. Quizá más. Los tres
primeros pisos del edificio se han derrumbado, y también está el humo, y el
fuego.
—Comprendo. Despejaremos la calle. Gracias por su amabilidad.
—A su servicio, señor.
Nos dirigió un saludo militar y el chófer puso el motor en marcha.
—¿Se encuentra bien, señor?
—Sí, gracias.
Abandonamos el caos de los embotellamientos y pegué la frente al cristal,
aturdido.
—¿Le llevo a su hotel?
Me sobresalté.
—¿Eh? No. No, mis amigos me esperan en el aeropuerto. ¿Puede
llevarme allí?
—¿A Estambul?
—Sí.
—¡Vamos allá! —Giró bruscamente en un cruce—. ¿No lleva equipaje?
—Lo llevan ellos.
—¿Solo la mochila?
—Sí —suspiré, cansado de sus preguntas.
—No llevará dentro nada metálico, espero…
Di un respingo y el corazón amenazó con salírseme del pecho. Nuestros
supuestos «guardianes de tumbas» ignoraban que ya no estaba en posesión de
la espada.
—¿Por qué?
—Porque en Estambul, en cuanto haces sonar un detector a causa de un
botón, todos se abalanzan como si hubieras cometido un asesinato —trató de
bromear—. Lo digo por si acaso lleva consigo objetos arqueológicos,
herramientas de excavaciones o cosas así.
—No llevo conmigo nada de particular, tranquilícese —respondí,
deslizando discretamente la mano bajo mi camiseta, con el pulso a mil—.
¿Por qué pasamos por los diques?
—Para evitar los embotellamientos. ¿Sus amigos le esperan en el
aeropuerto? ¿Regresan a Francia?
—Sí —mentí.
—¿En qué vuelo? Solo faltaría que llegásemos tarde.
—Deténgase —ordené con voz seca.
—¿Perdón?
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Antes de comprender lo que hacía, saqué la pistola de mi cinturón y lo
agarré por los cabellos para ponerle el cañón en la garganta.
—¡Alto! —vociferé en su oído. Él frenó bruscamente—. ¡Deja las manos
en el volante!
—Yo… ¡todo lo que tengo está en mi cartera! ¡Se lo puedo jurar!
—¡Las manos en el volante! Y no me tomes por imbécil. ¿Para quién
trabajas?
—Soy independiente, señor, conduzco el taxi desde… —Le hundí el
cañón de la pistola en la nuez de Adán y gimió—. No sé de qué me habla.
—¡En el volante, he dicho! —Hurgué en su camisa con mi mano libre y
noté una funda—. ¿Y esto? ¿Qué es? —grité, sacando una pistola—. ¡Fuera!
—Pero yo…
—¡Que salgas!
Apuntándole con el arma, salí del coche, abrí la portezuela y lo saqué de
su asiento por el cuello para arrastrarlo cerca de un almacén. Los diques
estaban desiertos.
—Ahora vas a decirme amablemente quiénes son tus amiguitos o te salto
los sesos aquí mismo.
—De acuerdo —farfulló en francés—. De acuerdo, pero baje esa arma.
—Le puse el cañón en la sien y él ahogó un juramento—. ¡Trabajo para
Helios! —exclamó—. ¡Sustituyo a Hyacinthe! ¡Estoy aquí para velar por su
seguridad! ¡En el nombre de Dios, Lafet, baje esa arma!
Los brazos me cayeron a los lados y retrocedí un paso como si me hubiera
golpeado.
—Descerebrado… —proferí con desprecio—. Pero ¿por qué ha pasado
por los diques?
—Se lo he dicho, a causa de los embotellamientos. Ese imbécil de
Hyacinthe me dijo que le había dado una pistola —añadió—. ¿Se da cuenta
de lo que habría ocurrido si le hubieran pillado en la aduana con eso? Solo
quería hacerle comprender hábilmente que no podía…
Lo pegué contra la pared del almacén sin suavidad alguna y apreté el
cañón del arma contra su nariz.
—¡Es de carbono, pobre idiota!
Lo solté y él se estiró nervioso la camisa. De pronto rememoré la
conversación que había tenido con Hyacinthe.
—¡Pero quién me habrá endilgado un tarado semejante! —me enfurecí.
—Pues lo mismo digo, si a eso vamos. —Me froté las sienes, resistiendo
las ganas de dislocarle las cervicales—. ¿Puedo recuperar mi arma?
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Tendió la mano abierta en mi dirección, pero yo me guardé las dos
pistolas en el cinturón.
—Lléveme al aeropuerto. Después ya veremos. ¿Al menos es capaz de
hacer eso?
Subió al taxi rezongando y mi móvil sonó. Era Amina.
—Muy bien. ¿Dentro de dos horas? Ahí estaré. En fin, si todo va bien
—añadí, con una mirada despreciativa hacia el retrovisor—. Ya os explicaré.
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IX
Cuando aterrizamos en Chipre, hacia las once, nos aguardaba una sorpresa en
el aeropuerto.
—Se ruega a la señora Saebjam que se dirija al mostrador de aduana
—anunciaron los altavoces—. Repito, se ruega a la señora Saebjam que se
dirija al mostrador de aduana.
Nos sobresaltamos.
—Dios mío —farfulló mi compañera, presa del pánico.
—¿No habrás perdido de vista tu equipaje? —le pregunté, inquieto.
—No.
—¿Nadie habría podido deslizar algo en él? —insistí.
—¡No!
Estaba aterrorizada.
—¿La señora Saebjam? —preguntaba un policía chipriota entre los
pasajeros del vuelo—. Busco a la señora Saebjam.
—¿Qué significa esto? —gimió ella, apretándome el brazo.
—Ya lo veremos. —Levanté la mano—. ¡Aquí!
El policía vino hacia nosotros, todo sonrisas, y el corazón me dio un
vuelco al ver cómo su mano se deslizaba en dirección a su pistola, pero se
limitó a rebuscar en el bolsillo para sacar de él un pasaporte europeo, que
abrió por la primera página. Tras haber mirado fijamente a Amina un
momento, volvió a cerrarlo y se lo tendió amablemente.
—Nuestros colegas turcos nos lo han hecho llegar, señora Saebjam. Se le
cayó en Estambul y un hombre se lo entregó al oficial de aduanas. Preste
atención en el futuro, no habría podido entrar en territorio europeo sin él.
—Yo…, esto…, gracias.
—A su servicio, señora. Feliz estancia entre nosotros.
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—¿Qué es todo este lío? —murmuró Amina abriendo el pasaporte una vez
que nos hubimos alejado del barullo—. «Amina Saebjam, nacida el 18 de
febrero de 1968 en El Cairo, nacionalidad francesa».
—¿Un pasaporte falso? —refunfuñó Hans, admirativo—. Nuestro Helios
piensa en todo.
—«Hecho en la prefectura de París el 25 de junio» —leí en voz alta—.
Hace tres días. No resulta muy serio.
—A caballo regalado no le mires el diente, como decís vosotros —replicó
Amina al tiempo que guardaba el valioso documento—. Un poco más y
consigo que me devuelvan a Egipto. Incluso me pregunto cómo he sido
autorizada a subir al avión.
—De buena nos hemos librado —asintió Hans, dirigiéndome una mirada
de reproche.
Eso era decir poco. Yo había pensado en todo excepto en el hecho de que
Amina no podía circular libremente por territorio europeo, al contrario que
nosotros.
Con nuestro equipaje bajo el brazo, atravesamos el aeropuerto hasta la
estación de autocares. Allí, una lanzadera nos condujo hasta Larnaca, a la
avenida de Athinon, en el paseo marítimo, donde estábamos seguros de
encontrar un hotel. Cansados y con los nervios a flor de piel, dejamos a un
lado la paranoia para tomar una suite de tres habitaciones en el Sun Hall, uno
de los palacios de la zona balnearia.
El recepcionista, un hombrecillo que intentaba disimular una calvicie
avanzada bajo un artístico arabesco de mechones de cabello gris rociados de
excesiva laca, me tendió las llaves con una sonrisa empalagosa. Era delgado,
casi flaco, y su piel bronceada contrastaba fuertemente con su traje beis claro,
del mismo matiz que el lujoso embaldosado. El cliente distraído habría
podido creer que formaba parte del decorado.
—Le deseo una feliz estancia, profesor.
Le di las gracias y un empleado subió nuestros equipajes hasta el último
piso, donde se encontraba la suite.
Penetramos en el gran salón con no disimulado placer, un derroche de lujo
y de refinamiento en tonos azules y blancos, climatizado hasta el último
rincón. Amina abrió de par en par las puertas vidrieras del balcón, por donde
se coló el alegre barullo que subía de las decenas de cafés y de restaurantes
que se extendían a lo largo del espacioso paseo peatonal.
—Es magnífica —murmuró mientras contemplaba el mar y la avenida,
bordeada de sus famosas palmeras—. ¿Es verdad que hay sesenta y cinco?
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—me preguntó, señalando los largos abanicos de las hojas.
—¿Quieres contarlas para comprobarlo? —bromeé mientras encendía un
cigarrillo—. Sí, sesenta y cinco. Ni una más, ni una menos.
—Vosotros no sé —masculló Hans desperezándose—, pero yo voy a
contar ovejitas.
—¿No quieres cenar nada antes? —se preocupó Amina, maternal.
—No, estoy bien. He picoteado en el avión. Hasta mañana.
—Buenas noches, Hans.
Se marchó en dirección a uno de los dormitorios y mi compañera frunció
el ceño.
—Me preocupa.
—¿Hans?
—No ha dicho ni mu durante el vuelo. Eso no es propio de él. —Suspiró y
prosiguió en voz baja—: Espero que tengas razón con respecto al profesor
Tool y que solo fuera un accidente.
Di una larga calada a mi cigarrillo y señalé con la barbilla el pasillo por
donde había desaparecido el chaval.
—He mentido.
—Lo sospechaba.
—¡También yo! —vociferó Hans. Me di la vuelta y lo vi plantado ante la
terraza, guasón—. Había olvidado mi cepillo de dientes —aclaró blandiendo
su bolsa—. ¡Buenas noches!
—Santo Dios, ¿crees realmente que han matado a toda esa gente
únicamente para desembarazarse de él? —murmuró Amina cuando un gluglú
de hidromasaje nos llegó desde el fondo de la suite.
—Mira el dossier de Hyacinthe. Tool vivía en el sexto piso, el último del
edificio. Y fue en el último donde todo saltó por los aires.
—Pero ¿quiénes son esos locos, por el amor de Dios? ¿Tú crees en esa
historia de la secta guardiana de la tumba?
Meneé la cabeza.
—Si es que se trata de una secta, es solo una tapadera. Las hermandades
secretas que custodian reliquias religiosas durante milenios solo existen en las
novelas.
—También yo creo eso, pero, en tal caso, ¿qué objeto tiene esta farsa?
—Una tapadera.
—Probablemente, pero ¿para ocultar qué?
—Hace algunas décadas, en Francia, a una banda de tunantes de tres al
cuarto se le metió entre ceja y ceja resucitar la orden del Temple. Su «gran
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maestre» afirmaba ser descendiente de Jacques de Molay[11]. Presentaba sus
restos calcinados, o lo que hacía pasar por tales, en cada ceremonia. Cada uno
de sus fieles habría estado dispuesto a matar para recuperarlos si hubieran
sido robados. Eran su más sagrada reliquia. Cuando el gurú fue detenido,
poseía siete propiedades, un palacio, una embarcación de recreo y varias
cuentas bancarias en paraísos fiscales.
—Según tú, ¿en este caso se trata de algo similar?
—¿Por qué se habrían tomado tantas molestias para recuperar la espada, si
no? Si exceptuamos un fanatismo enfermizo, hombres manipulados por un
carácter fuerte, no veo de qué podría tratarse.
—Solo nos faltaba eso…
Reprimió un bostezo.
—Deberías ir a acostarte.
—¿Y tú?
—Espero la llamada de Helios. El otro imbécil ha debido de hacerle saber
adónde nos dirigíamos y le habrá informado de la muerte de Tool.
Ella sonrió.
—Me cuesta creer que Helios pudiera contratar a un hombre tan torpe.
—Debe de tener sus razones. Mira a Tool. Por irritante que fuera, ese
anciano estaba en contacto con uno de los más grandes helenistas de este
siglo. No dejo de interrogarme a ese respecto, por otra parte. Es curioso. ¿Qué
podía ver Sikelianos en un fracasado como él?
—¡Morgan! No hables mal de un muerto, trae mala suerte.
—¿Supersticiosa? —la pinché—. Te entenderías bien con Etti.
Se puso de puntillas, apoyada en la barandilla, y con un suspiro, los ojos
medio cerrados, dejó que el aire del mar se enredara en sus cabellos. Llevaba
un vestidito de algodón floreado que apenas le cubría los muslos y se
amoldaba perfectamente a sus esbeltas formas.
Un vivo calor me inflamó el bajo vientre. Encendí un segundo cigarrillo
para fingir serenidad, pegado a la barandilla con el fin de ocultar una emoción
que no lograba atenuar.
Ella se acercó a mí, guasona.
El cigarrillo que iba a llevarme a la boca centelleó al caer en el vacío. Sus
manos se posaron en mis hombros, masajeándolos suavemente, y sentí cómo
su lengua húmeda y curiosa se deslizaba por mi nuca, sus labios ardientes me
pellizcaban la piel del cuello y sus audaces dientes me mordisqueaban los
hombros. Me quité la camiseta, hice deslizar sus ropas hasta el suelo, y luego
mis labios impacientes subieron a lo largo de sus piernas y de su pecho hasta
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su cuello, siguieron el contorno de una oreja y se aventuraron en la mejilla,
buscándole la boca. Su lengua se insinuó en la mía y la abracé bruscamente,
respondiendo a su beso profundo con idéntica pasión. Amina se apretó contra
mí, frotando el liso vientre contra mi sexo hinchado a través de mis tejanos, y
mis manos se cerraron sobre sus pechos tensos.
Aquella mujer era un volcán, cada centímetro cuadrado de su piel parecía
conectado con sus riñones, y durante unos minutos me divertí haciendo vibrar
aquel extraño instrumento, que con cada gemido de placer disparaba aún más
mi deseo.
Me liberé del resto de mis ropas y la tendí en el inmenso diván, con el
cuerpo presa de estremecimientos impacientes. Ella me dio la vuelta con una
sacudida de los riñones, se situó encima de mí, con una rodilla a cada lado de
mi cuerpo, y dejó deslizar las manos desde mis pectorales hasta mi bajo
vientre. Quise apoderarme de nuevo de sus senos, pero ella me agarró las
muñecas.
—No —murmuró—. A mi manera… —Arrancó la cinta de seda que
adornaba un cojín y me ató las manos por encima de la cabeza—. Esta noche
me perteneces…
Me mordisqueó las tetillas y me tensé como un arco, me retorcí entre sus
muslos y me mordí el bíceps para sofocar un gemido, temiendo despertar a
Hans.
—Quiero oírte, Morgan… —murmuró frotando las nalgas sobre mi duro
miembro—. Quiero oírte gritar, suplicar y mendigar…
Cerró las manos sobre mis testículos y los oprimió suavemente,
acentuando la presión de sus nalgas sobre mi sexo y haciéndome suspirar.
—Vuelve a hacerlo…
—¿Es esto lo que quieres? —preguntó, apoyando mi verga contra su
entrada ardiente.
—Sí…
—Todavía no… —susurró, pasándose la lengua por los labios.
Me volvió la espalda y se deslizó hacia atrás sobre mi pecho hasta que su
sexo alcanzó mi boca, mientras la suya se apoderaba del mío para tragarlo
todo entero. Veía las nalgas carnosas que no podía agarrar y separar, los dos
orificios ardientes donde ansiaba penetrar, y sentía la boca de Amina dedicar
sus atenciones a la sensible piel de mis testículos. Me abandonó al cabo de
unos instantes y gruñí de frustración.
—¿Quieres más? —preguntó, maliciosa, volviendo la cabeza hacia mí.
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La vista de sus labios hinchados y de sus mejillas coloreadas con un leve
matiz rosado me hizo sonreír. Jadeaba, consumida por el deseo, pillada en su
propia trampa.
Tiré de mis ridiculas ataduras. La cinta de seda se rasgó con un crujido.
—Para jugar a este juego conmigo se requiere menos pretensión o más
perfidia.
La tumbé sobre la espalda y le arranqué un profundo beso tras tenderme
sobre ella. Enlazó las piernas en torno a mis riñones y se arqueó con un
gemido.
—¿Quién suplica hora? —me mofé tiernamente.
—Morgan…
Me hundí lentamente en ella y una traidora quemazón me inundó el
vientre. Sentí cómo sus dientes se hundían en la carne de mi hombro para
sofocar un grito de placer y me derramé en ella con un suspiro ronco antes de
dejarme caer de lado, perdido el vigor y sin fuerzas. Amina había cerrado a
medias los ojos y sentía cómo su corazón latía con violencia contra mi pecho.
Mi boca buscó la suya y me devolvió el beso con una sonrisa mientras
acariciaba mi miembro saciado.
—Quiero la revancha —murmuró.
—A bodas me convidas…
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—No. Pienso pedir asilo político. La máquina está en marcha y creo que
mi país está perdido por lo que respecta a los derechos de las mujeres. Y en
cuanto a lo demás también, si a eso vamos, pese a lo que algunos hayan
podido intentar. —Tiró de los tirantes de su vestido—. La última vez que
llevé este tipo de ropa, participaba en unas excavaciones en Europa, hace casi
diez años. No sabes cómo odio la religión y sus dogmas oscurantistas… Sin
embargo, amo a Dios. Menuda paradoja, ¿verdad?
—No, lo entiendo. —Alcé los ojos al techo con una mueca—. Mi
hermano es un intocable. Un dalit. Casi un demonio, entre los hindúes. Sin
embargo, venera y respeta a sus dioses.
—La religión hindú es famosa por su tolerancia y su no violencia.
A punto estuve de atragantarme con la cerveza.
—¿Qué? —gesticulé tosiendo.
—Es lo que siempre me han dicho —farfulló.
Apreté los labios, girando siete veces la lengua en la boca para no
enfurecerme.
—Mi padre te diría que, tras haber dado diez veces la vuelta al mundo, le
resultaría difícil encontrar a alguien más segregacionista, más intolerante y
más violento que un hindú de casta. Uno de ellos molió un día a bastonazos a
mi hermano porque había tenido la osadía de sumergir sus sucias patas de
dalit en el agua de un pozo para beber.
Amina se ensombreció.
—Yo creía que Gandhi había…
—Olvida la imagen estereotipada de un Gandhi completamente vestido de
blanco predicando la paz al mundo. Él era un hindú de casta y el primero en
afirmar que un intocable no tenía más seso que un animal. Un brahmán, un
kshatriya o incluso un dalit, en ocasiones, preferiría ayunar antes que comer
en el mismo plato que tú o que yo, porque para ellos alguien que no sea hindú
es todavía más impuro que un intocable.
—¿Y tu hermano se adhiere a esos absurdos?
—No —repliqué con una sonrisa tranquilizadora—. Etti se formó su
propia idea del hinduismo, su propia religión. Algo así como tú —añadí.
Los sensuales labios de Amina se estiraron en una dulce sonrisa.
—Él no…
El timbre de mi móvil nos hizo sobresaltar.
—¿Diga?
Ella apoyó la barbilla en mi hombro y pegó el oído al teléfono.
—¿Morgan?
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—¿Hyacinthe? Creí que había abandonado usted su misión.
—Y así es. Solo llamo para recabar noticias, ya que Helios está ocupado.
¿Y bien? Según parece, conoció usted al querido Michaël…
—Si ese es el nombre del imbécil que vino a buscarme en taxi, le conocí,
en efecto.
—Mmm…, seis horas antes de ser descubierto, Michaël sube en mi
estimación. Está batiendo todos sus récords.
—¿Por qué Helios me envió a ese inútil?
—¡Lengua viperina! Por lo general, seguir a alguien no forma parte de sus
atribuciones. Estaba en la zona, eso es todo.
—¿Y puede saberse cuáles son sus atribuciones?
—Ruegue por no llegar a saberlo nunca. ¿No tuvieron problemas en la
aduana?
—No, ese falso pasaporte fue una idea genial, debo admitirlo.
—¿Falso? No tiene nada de falso. Amina es oficialmente francesa desde
hace tres días. Su carnet de identidad la aguarda en la prefectura. —Ella lanzó
un grito—. ¿Qué pasa? ¿No es eso lo que quería?
—¿Habla en serio? —balbuceé.
—Desde luego. Mire la fecha. Helios aún tiene algunos contactos, ¿sabe?,
y nada desdeñables. —Amina se apretó las manos contra la cara, le costaba
reprimir su alegría—. ¿Y bien? ¿Qué noticias hay? —Le hablé de nuestra
visita a Tool, de su carta y de la explosión—. ¿Una secta? Virgen
Santísima…, eso es otra cosa. ¿Costas Sikelianos, dice usted? ¿El helenista?
Voy a pedir a nuestros documentalistas que se pongan a investigar. Le
enviarán un e-mail hacia las diez con lo que hayamos podido encontrar. Y
hablando de e-mails, tiene usted dos de su padre en su buzón. Está
preocupado, debería llamarle.
—Y aparte de leer mi correo, ¿en qué ocupa usted sus días en este
momento?
Se echó a reír.
—Me echa de menos, confiéselo. Mañana iré a ver a Etti como le prometí,
esté tranquilo. Helios me dijo que pronunciaba algunas palabras de vez en
cuando. Me llevaré mi diccionario hindi-inglés… Estaba bromeando, no se
enfade.
—¡No tengo ganas de bromear!
—Bromas aparte, fue muy imprudente al separarse de sus amigos,
Morgan. Imagine por un momento que esos locos los hubieran raptado para
hacerle cantar.
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—Elegir entre dos maestros cantores —me burlé—. Sutil arbitraje donde
los haya.
—¡Por el momento no ha tenido motivos de queja, que yo sepa!
—¿Por quién habría optado? —proseguí, pendenciero—. ¿El gurú
fanático o el fantasma con voz de terciopelo?
—¡No nos hemos tomado tantas molestias para perder la espada, e incluso
tal vez el puñal, por culpa de un inconsciente impulsivo! —exclamó
Hyacinthe, fuera de sí—. ¡De manera que reflexione un poco antes de hacer
una tontería!
—¿La espada? Pero si fue usted quien me la cogió… —Di un respingo—.
Así pues, ¿habrían estado dispuestos a entregarla si…?
—¡No más iniciativas de ese tipo! —me cortó—. Permanecerán juntos,
¿queda claro? —Carraspeó—. Nos pondremos en contacto con usted mañana.
—¿Hyacinthe?
—¿Sí?
—Gracias por sacarnos del apuro en la mezquita.
—Hasta mañana —dijo con una voz demasiado seca para ser sincera.
Colgó y yo deposité el móvil en el sofá con una sonrisa.
—El guapo Hyacinthe está colado por ti —se guaseó Amina, divertida.
—Pues tendrá que aguantarse —repliqué desperezándome—. Los
hombres nunca han sido santo de mi devoción.
Volvimos a nuestras respectivas habitaciones y me tumbé en la cama sin
siquiera quitarme los pantalones cortos.
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Nuestra compañera, con la nariz hundida en un plano y el ojo en los
horarios de autobús, mordisqueaba un panecillo que iba mojando en el té.
Vestía un pantalón de chándal en el que habrían cabido dos como ella, una
camiseta holgada y unas bambas, prendas que había tomado prestadas a Hans,
además de una gorra.
—Dudo que puedas pasar por un chico —la pinché mientras encendía mi
primer cigarrillo del día.
—¡Fumas demasiado!
—No cambies de conversación.
Depositó la taza de té y arrugó la nariz.
En el e-mail que Hyacinthe nos había hecho llegar, nos anunciaba que
había encontrado con suma facilidad la huella del profesor Sikelianos, es
decir, del hermano Costas, que no hacía nada por ocultarse, el buen hombre.
Precisaba asimismo que las mujeres tenían prohibido alojarse en el
monasterio donde oficiaba.
—¡No he dejado Egipto para aceptar la discriminación sexual aquí! —Sin
darme tiempo a replicar, Amina prosiguió—: El monasterio Agia Varvara se
encuentra en un nido de águilas encaramado a setecientos cincuenta metros.
—Maravilloso —suspiré.
—¡Eso no es nada! —soltó Hans.
Le dirigimos una torva mirada y se echó a reír, burlón.
—Habrá que tomar el autobús de Limassol, bajar a medio camino y
acabar a pie —añadió Amina, cansada por anticipado.
Pedí un segundo café sin dejar de refunfuñar. Una caminata era lo último
que me apetecía. La brisa marina era fresca, el sol agradable, las chicas en
topless resultaban encantadoras y el agua azul indecentemente tentadora.
Gustoso habría hecho una pausa de un día en aquel pequeño rincón de
paraíso, para tumbarme en la arena y dorarme entre baño y baño, rodeado de
chicas guapas. Luego volví a pensar en mi hermano, atontado con calmantes
en la habitación de un sanatorio, esperando a que fuera a sacarle de allí, y mis
ganas de haraganear al sol desaparecieron como por ensalmo.
Consulté mi reloj: las 10.37 horas.
—¿A qué hora sale el próximo autobús? —pregunté.
—Hay uno cada veinte o treinta minutos. Si nos vamos ahora, y con un
poco de suerte, llegaremos allí antes de que el sol nos pegue demasiado fuerte
en la cabeza.
Resignado, pagué nuestras consumiciones, compré una botella de agua
mineral para cada uno de nosotros, así como bocadillos, que metimos en las
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mochilas, y partimos en dirección a la estación de autobuses tras haber
preguntado nuestro camino al camarero.
—Morg… —cuchicheó Hans al cabo de unos minutos de caminar por las
calles de Larnaca—. Nos sigue un tipo desde hace un rato.
El corazón me dio un vuelco y vi cómo Amina se ponía rígida.
—No os paréis —dije, comprobando que la pistola seguía embutida en mi
cinturón.
Fingí mirar el nombre de una calle y eché una discreta ojeada a nuestra
espalda. Un dandi moreno, con la piel dorada por el sol, caminaba a
respetable distancia, con una mano en el bolsillo del pantalón. ¿Un hombre de
Helios? ¿O uno de los chiflados que nos perseguían? Era mejor averiguarlo
enseguida.
Simulé ir a atarme el zapato y el hombre se detuvo, para arreglarse un
mechón de la frente mientras estudiaba su reflejo en el escaparate de una
tienda. Me disponía a ir a su encuentro, con la mano en el cinturón para sacar
rápidamente mi arma en caso de necesidad, cuando le vi saludar con la mano
a alguien en lo alto de un edificio. Una joven asomó la cabeza por la ventana,
le indicó por señas que bajaba y nuestro «perseguidor» le envió un beso y se
apoyó en la puerta del parking para esperarla.
Amina soltó un suspiro de alivio y Hans un taco. Si las cosas seguían así,
todos nos dejaríamos los nervios en la empresa.
—Falsa alarma por esta vez —comentó nuestra compañera—. ¡Creo que
nuestra carroza se ha adelantado! —añadió lanzándose a la calzada—. ¡Daos
prisa!
Cruzó la calle haciendo ostensibles señas al conductor del autobús, que
nos esperó amablemente antes de volver a arrancar.
Tras media hora de carretera, necesitamos casi dos horas de marcha y de
repecho para alcanzar el nido de águilas donde se encontraba el monasterio.
Si hubiéramos ido como turistas, aquel paseo habría valido la pena solo por la
vista. Desde allí arriba dominábamos todo el valle del Tremithos y, como solo
estábamos a principios del verano, el espectáculo era deslumbrante. Un
espectáculo mágico de colores y de aromas deleitaba nuestros sentidos.
Chipre cuenta con más de mil setecientas cincuenta especies vegetales, y
la maleza abundaba en narcisos, ranúnculos, jacintos y tulipanes silvestres.
Cuanto más subíamos hacia la zona rocosa, más se cubrían el suelo y las
paredes rocosas de tomillo, de mirtos y de anémonas de los bosques de color
púrpura, que, a decir de los antiguos, habrían nacido de la sangre de Adonis.
«La isla perfumada» merecía a todas luces su nombre.
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Alcanzamos la cima cuando el sol estaba en su cénit, y no creo que
hubiéramos podido recorrer cien metros más por aquel sendero escarpado.
Estábamos sin resuello.
—Me pregunto cómo se las arreglaron para subir los materiales de
construcción hasta aquí —observó Hans, sin aliento, mientras contemplaba el
pequeño monasterio.
La aguja de su minúsculo campanario de formas suaves apuntaba hacia el
cielo límpido, por encima de los tejados redondeados de ladrillos naranja. Los
muros se componían de piedra bruta cementada, y un balconcito adornaba una
de las fachadas.
El monasterio de Agia Varvara, construido en el siglo XIII o en el XIV, era
de hecho un anexo del monasterio de Stavrovuni, que se elevaba en la
montaña de la Cruz. Lo que teníamos ante nosotros no era la construcción
original, puesto que esta había sido incendiada en varias ocasiones, la última
en 1888, y restaurada con posterioridad. Según la leyenda, al igual que
centenares de lugares de culto y peregrinación en todo el mundo, se suponía
que también él conservaba un fragmento de la verdadera cruz de Cristo.
Para hacer rabiar a una de las amantes de mi padre, ferviente católica, un
día Etti se había divertido haciendo una relación de los lugares donde se
conservaba un trozo de esa misma cruz. Había llegado a la conclusión de que
Cristo debía de ser un titán de más de cuatrocientos metros de estatura, ya
que, unidos, ¡esos fragmentos daban una cruz que sobrepasaba largamente las
dimensiones de la torre Eiffel! Pero eso no es lo más sorprendente. Sumando
las santas reliquias, se había dado cuenta asimismo de que san Juan poseía
ocho pies, seis cráneos y quinientos ochenta y siete dientes. San Pablo tenía
veintinueve dedos y, exclusiva mundial, Jesucristo por sí solo podía jactarse
de ostentar el récord de catorce penes, cuyos prepucios dormían en relicarios
diseminados por todo el orbe. Así pues, los cristianos pueden estar tranquilos,
sus dioses no tienen nada que envidiar a los dioses hindúes, bicéfalos,
trióculos y multípedos.
—Supongo que hay que tocar este timbre… —se guaseó Amina señalando
una pequeña campana situada encima de una puerta maciza.
Un pastor que nos había abordado durante nuestro ascenso nos había
dicho que solo quedaba un monje en el monasterio y que no siempre estaba
dispuesto a permitir que los turistas visitasen el lugar.
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—¡Suben ustedes para nada! —había añadido—. No ha dejado entrar a
nadie desde Pascua. ¡Hasta puede que haya muerto desde entonces, quién
sabe!
Le di las gracias por sus consejos y él rio burlón y silbó a su perro, un
gran mastín devorado por las garrapatas.
—¡Adelante! —dijo Hans—. No vamos a quedarnos aquí a tostarnos
como chicharrones.
Amina se estiró la camiseta, se ajustó la gorra y trató de adoptar una
postura «viril», con las piernas firmemente plantadas en el suelo, el busto
ladeado, las manos en los bolsillos y el cuello hundido entre los hombros. Si
esa era la imagen que las mujeres tenían de los hombres, pobres de
nosotros…
Tiré del cordel y el tintineo de la campana resonó en todo el valle,
reverberando de colina en colina. Hans fingió destaparse los oídos.
—Discreto como timbre. ¡Difícil sustraerse a la curiosidad de fisgones
como Hyacinthe con un eco semejante!
Aguardamos unos minutos. Nada. Me disponía a tocar la campana por
segunda vez, cuando se abrió una pequeña tronera en la parte superior de la
puerta maciza.
—¿Qué quieren? —preguntó una áspera voz en griego.
—¿Profesor Sikelianos? —pregunté a mi vez.
Un silencio, y luego:
—El profesor Sikelianos ya no existe.
—Profesor, soy Morgan Lafet y estos son mis…
—¡El monasterio está cerrado! Váyanse.
—Es el profesor Tool quien nos envía —rogué—. Hemos hecho un largo
camino para venir a verle y es imprescindible que hablemos con usted.
—¡Aquí no hay ningún Sikelianos, váyanse!
La tronera volvió a cerrarse con un ruido seco y solté un juramento.
—¡Profesor Sikelianos! —grité, aporreando la puerta con mi puño
cerrado—. ¡Edward Tool ha muerto! ¡Abra la puerta!
Amina apoyó la mano en mi hombro.
—Morgan, es inútil.
Golpeé con todas mis fuerzas.
—¡Ha sido asesinado, profesor! ¡Debo hablar con usted!
—¡Morgan, basta! No…
Se interrumpió al oír el ruido de una barra de hierro que descorrían.
Retrocedimos y la pesada puerta se abrió para dejar asomar a un anciano de
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mediana estatura vestido de negro, barbudo y con la cabeza afeitada.
—Entren —murmuró.
Obedecimos y enseguida volvió a cerrar el batiente a nuestra espalda.
Hans le ayudó a volver a meter la enorme barra por los anillos de hierro y el
profesor Sikelianos —es decir, el hermano Costas— se volvió hacia nosotros
para estudiarnos. Su rostro bronceado estaba arrugado como una pasa y
parecía tener la pierna algo rígida.
—Por lo general, las mujeres no están autorizadas a entrar aquí —dijo,
señalando a Amina con la barbilla.
Esta apartó la vista y yo intervine.
—Creo que ya no procede preocuparse por las reglas monacales y la
doctrina, profesor.
—Hermano Costas —me corrigió—. Vengan.
Le seguimos a través de un pequeño patio para adentrarnos por los frescos
corredores del monasterio. Cada muro estaba adornado con iconos religiosos
cubiertos de polvo, como la mayor parte del escaso mobiliario. Del techo
pendían telarañas, y el pequeño huerto pedía a gritos un buen desbrozo.
—Ya no vive nadie en esta parte del monasterio —dijo nuestro guía,
como para disculparse por el estado del lugar—. Los hermanos tenían fama
por su pintura de iconos, pero, a su muerte, no fueron sustituidos. Ya nadie
quiere venir aquí.
—¿Vive usted solo? —quiso saber Amina.
—Sí, hace ahora más de cinco años.
—Ahora comprendo por qué el profesor Tool le describió como ermitaño
—observé.
—Esta vida me conviene perfectamente. Entren, se lo ruego.
Penetramos en un pequeño cuarto reluciente de limpio que, a todas luces,
hacía las veces de cocina, de salón y de cuarto de trabajo. Sobre la mesa de
madera maciza se amontonaban multitud de botes de pintura, pinceles y un
caballete.
—Es fascinante —dijo Amina contemplando el icono casi terminado.
Se trataba de una representación agreste del Edén. Los ángeles
cosechaban brazadas de trigo dorado al son de las trompetas y los tamboriles.
—Los vendo a tiendas para turistas a fin de adquirir algunos productos y
mercancías de primera necesidad —explicó con calma nuestro anfitrión
mientras disponía pan, queso y un jarro de leche de oveja sobre la mesa—.
Coman, deben de tener hambre después de su ascenso. No es muy opíparo,
pero la leche es fresca y yo mismo elaboro el queso y el pan.
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—Hemos traído bocadillos, no se moleste —intervino Hans, incómodo.
Sikelianos le dirigió una sonrisa.
—No me privan ustedes de nada, hijo mío, tranquilícese. No es más que
una colación muy modesta. Sírvase.
Sin aguardar su respuesta, el buen hombre cortó tres gruesas rebanadas de
pan, sobre las que dispuso buena parte del queso de cabra fresco, y nos llenó
los vasos.
—Está buenísimo —dijo Hans mientras daba grandes bocados al sabroso
pan.
No se equivocaba. Por modesto que fuera, aquel tentempié improvisado
era delicioso.
—Esto debería suponer un cambio respecto de la comida fast-food, como
dicen ahora —le tomó amablemente el pelo Sikelianos mientras le servía otro
vaso de leche. Mi ayudante asintió con energía y Amina prorrumpió en
carcajadas—. Así pues, Edward nos ha dejado —suspiró juntando las
manos—. Dios tenga piedad de su alma.
—Según parece, usted le conocía bien.
—No resulta muy caritativo por mi parte decirlo, pero me divertía. Pobre
hombre…
Deposité mi trozo de pan en la mesa y di un trago de leche.
—¿Sabe quiénes eran esos hombres a los que tanto temía? Los que
llamaba los guardianes de la tumba.
El viejo profesor soltó un profundo suspiro y asintió con la cabeza
esbozando una mueca.
—Sé quiénes eran, no lo que son en la actualidad.
—¿Qué quiere decir?
—Que vivieron hace muchísimo tiempo —dijo con voz suave—. Trece o
catorce siglos antes de nuestra era…
Se sentó más cómodamente en la silla, cruzó los brazos y su mirada se
volvió ausente. Una nube veló el sol y la brisa perfumada se insinuó entre los
postigos de ciprés para levantar los cabellos de Amina, que se estremeció. El
polvo remolineó un instante en un postrer rayo de luz que no tardó en
desaparecer, sumiendo la estancia en una oscuridad afelpada, habitada por
recuerdos antiguos y presencias de otra era. Hans dejó a un lado su pan en un
rincón de la mesa, acomodó la barbilla entre los brazos cruzados y prestamos
oídos al murmullo del tiempo.
—Diez años. La cuarta parte de una vida, en aquella época. La duración
de una guerra mítica que tuvo lugar hace tres mil quinientos años y sometió a
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sangre y fuego la próspera ciudad de Troya. Muchos héroes perdieron la vida
al pie de las gigantescas murallas, pero el más célebre de todos esos héroes
fue el legendario Aquiles. Tan notoria era su fama, tan grande su valor, que se
erigió un templo a su mayor gloria para acoger sus restos mortales, cerca del
Helesponto. Se hicieron numerosos homenajes a la memoria del gran Aquiles,
y más numerosos todavía fueron los peregrinos que atravesaron los mares
para depositar sus ofrendas al pie de sus sacerdotes, guardianes de su tumba.
¿Servían estos realmente de intermediarios entre los fieles y el ilustre
personaje sobre el que velaban? ¿Hablaba verdaderamente por su boca el
joven guerrero durante las ceremonias? Los antiguos aseguran que sí y que
cada hombre de Estado que visitó su postrera morada pidió consejo a sus
manes. Excepto uno.
—Alejandro… —musitó Hans.
—Alejandro —asintió el monje—. Sí, hijo mío. Alejandro, a la cabeza de
un ejército como nadie había visto otro igual desde los tiempos del rey Jerjes.
Alejandro y su sed de conquistas. Alejandro, convencido de que la armadura
de Aquiles, forjada por el propio Hefesto, le haría invencible. Y se apoderó de
ella en las propias barbas de los guardianes de la rumba, que, por temor a las
represalias, no osaron interponerse, pues ¿cómo aquellos pobres hombres,
consagrados al culto de un héroe, habrían podido hacer frente a miles de
soleados? Así pues, Aquiles fue despojado de su bien más preñado, pero, pese
a tanta indignidad, los sacerdotes guardianes prosiguieron su infatigable vela,
año tras año, siglo tras siglo, y el templo no se vació jamás; todos oraban por
que los dioses reparasen el sacrilegio. Sacerdotes, heraldos, príncipes y
embajadores se dirigieron a Alejandría para reclamar la armadura de Aquiles,
pero en todas las ocasiones su petición se vio rechazada, si es que llegó a ser
escuchada. Transcurrieron así cuatro siglos, y cuando nadie se lo esperaba ya,
el milagro se produjo. Nadie le vio llegar, pues no adoptó ni los rasgos de un
sacerdote ni los de un príncipe, sino los de un viejo esclavo.
—¿Helicón? —intervino Hans.
—No, muchacho. Aquel hombre, un antiguo favorito nacido en Palestina,
de madre frigia, se llamaba Apeles y era actor. Un ser insignificante. Un paria
en una ciudad donde los actores eran marginados de la sociedad: Roma. Pese
a su condición, Apeles se había labrado, no obstante, una buena reputación en
la ciudad eterna, pues su talento era grande y su ambición inmensa. Incluso
figuraba entre los allegados del emperador Calígula, que gustaba de rodearse
de actores, cantantes, poetas y mimos, y prestaba escasa atención a los
chismorreos. Por lo demás, con ocasión de una fastuosa puesta en escena, de
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una especie de parada militar, fue cuando se le ocurrió al Princeps la idea de
hacer que sacaran la armadura de la tumba de Alejandro. Apeles…, ¿estaba
acaso inspirado por los dioses?…, le refirió entonces lo que un día le había
contado su madre, que a su vez lo sabía por la suya, etcétera. Calígula,
sumamente impresionado por aquel relato, envió a su hombre de confianza,
Helicón, hasta el Helesponto para que comprobara las declaraciones de
Apeles y recabase la verdad ante los guardianes del templo. Estos, qué duda
cabe, confirmaron que Alejandro había profanado la sepultura y robado la
armadura divina. Dicen que el joven emperador fue presa de una rabia loca.
Una cosa era tomar las armas de un Alejandro y otra muy distinta expoliar a
un semidiós. Los guardianes de la tumba suplicaron a Calígula que devolviese
su posesión a Aquiles, pero los alejandrinos, por su parte, afirmaron que
César, descendiente de Venus,[12] y por consiguiente de naturaleza divina,
tenía derecho a quedársela. El joven, prestando tan solo oídos a su instinto,
cortó por lo sano. Devolvió la armadura a los sacerdotes del héroe y castigó a
los alejandrinos. «César perdona en ocasiones a los ladrones, nunca a los
aduladores», les dijo Helicón antes de hacerlos ajusticiar. Así pues, la
armadura volvió a la tumba de Aquiles, con excepción de la espada, que
desapareció. Transcurrieron los siglos y poco a poco la tumba de Aquiles fue
olvidada hasta que, hace algunas décadas, la guerra desgarró a Turquía y
Grecia.
—¿Qué ocurrió entonces? —quiso saber Amina.
El monje se encogió de hombros.
—Algunas ancianas de los pueblos próximos a Canakkale cuentan a quien
todavía quiere escucharlas que de niñas vieron con sus propios ojos cómo los
propios guardianes regresaban de entre los muertos para llevarse los restos
mortales del héroe. Solo Dios conoce la verdad, pero de lo que no cabe duda
es de que el profesor Tool encontró una tumba vacía. Los restos mortales de
Aquiles habían sido definitivamente puestos a buen recaudo.
—¿Sabe usted dónde? —inquirí.
—En Grecia, desde luego. En cuanto a qué ciudad fue digna de recibir a
un guerrero del temple de Aquiles… —Sikelianos se inclinó hacia mí, con
una sonrisa enigmática en los labios—. ¿Qué diría usted, profesor Lafet?
Me mordí la mejilla por dentro.
—Atenas sería una opción lógica —intervino Amina—. La patrona de la
ciudad es la diosa guerrera Atenea.
Mi mirada se cruzó con la de Sikelianos y una llamita divertida bailó en
sus ojos color avellana.
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—Atenas… —murmuré—. Ciudad de los refinamientos y de los filósofos.
No, Aquiles era un guerrero que solo vivía por y para la guerra.
Una sonrisa se dibujó en los labios de nuestro anfitrión.
—Profesor Lafet… Usted que tanto ha estudiado el tema debería
avergonzarse.
—¿Esparta? —farfullé.
La sonrisa de Sikelianos se ensanchó.
—Según la leyenda, Aquiles tomó el partido de los griegos contra Troya
porque el príncipe Paris había robado a la mujer del rey de Esparta. Sí, es en
Esparta donde hay que buscar, profesor Lafet. Esparta la guerrera. La ciudad
sin murallas.
—«La que no tenía murallas de piedra sino de carne» —recité—, un
hoplita[13] por cada morrillo.
—Exactamente —asintió el anciano profesor, al tiempo que sacaba un
viejo cuadernillo de apuntes para anotar algo en él—. Si el tema le interesa,
llame a este hombre. Debe de conocerle, es muy famoso. Cuando vino a
verme, hace dos meses, buscaba precisamente información sobre Alejandro,
pero no me sorprendería verle abandonar su estudio para emprender
excavaciones en el Peloponeso, pues el tema parecía apasionarle. Tenga.
También le he anotado las señas de Phâno Varnalis, la directora de las
excavaciones de Esparta.
Amina tenía gran dificultad en disimular su alegría y Hans se removía en
su silla, impaciente.
—Gracias, hermano Costas —dije cogiendo la hoja arrancada—. Conozco
bien a Phâno. No sé cómo agrad…
Mi agradecimiento murió en mis labios. En la hoja, Costas Sikelianos
había escrito el nombre y las señas de Bertrand Lechausseur…
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hijos.
Meneé la cabeza.
—Sabía muy bien que algo chirriaba en las notas del profesor
Lechausseur. No quería poner a John Jurgen sobre la pista de Aquiles, ¡por
eso dio tantas precisiones sobre la tumba de Alejandro y preparaba un nuevo
viaje a Alejandría! ¡Por eso hizo deprisa y corriendo su trabajo sobre el final!
Si ese chacal hubiera dado con su diario, ¡no habría sospechado nada!
—Morgan… —susurró Amina—. Estás en un recinto sagrado, modera tu
lenguaje.
—Lo siento —dije dirigiéndome al hermano Costas.
—Perdóneme —intervino este—, pero si está usted en lo cierto, su teoría
se contradice. —Enarqué una ceja. Hace unos minutos ha dicho que el
profesor Lechausseur habría sido asesinado por ese tal señor Jurgen porque no
quería proseguir con sus investigaciones. Y ahora, afirma que hacía todo lo
posible por poner a su mecenas sobre la pista de Alejandro.
Hans se frotó la cara con una mueca.
—¡Qué mierd…, menudo lío! —se corrigió en el último momento—. ¿Y
si no hubiera sido Jurgen quien lo mató?
Sikelianos agitó la mano como si recordase algo.
—¿Les he contado que, tras haberme hecho una visita, el profesor
Lechausseur se dirigió a Esparta para interrogar a Varnalis?
—¿Se dirigió al lugar donde descansa Aquiles? —farfulló Amina.
—Eso suponiendo que descanse allí, hija mía.
—¿Y si el profesor se hubiera mostrado demasiado curioso? —apuntó
Hans—. Sin duda nuestros amiguitos no habrían visto con buenos ojos que un
fisgón metiera las narices en sus asuntos…
—Aguarden, aguarden —dije poniéndome de pie, con el cerebro en
ebullición—. Eso explicaría muchas cosas.
Hans arrugó la frente.
—Hermano Costas, ¿cómo se le ocurrió al profesor Lechausseur la idea
de venir a verle? —pregunté, acuclillándome frente a él.
—Habíamos trabajado juntos a menudo y ya me había hablado de
emprender investigaciones en Alejandría hace varios años. Al releer a
Plutarco había establecido el paralelismo entre Aquiles y Alejandro, y como,
según parece, yo era un especialista en el tema cuando todavía estaba en el
mundo, vino a consultarme. Yo le confirmé que, en efecto, si localizaba la
tumba de Alejandro, probablemente no encontraría en ella la armadura. Lo
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cual pareció tranquilizarle, y a juzgar por el relato de ustedes, entiendo los
motivos.
—Creo que he comprendido lo que ocurrió —dije meneando la cabeza.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Amina.
—Jurgen, que no sabe nada de Aquiles ni del robo cometido hace dos mil
trescientos años, contrata al profesor para encontrar el resto de la armadura
con el pretexto de financiar las investigaciones de la tumba de Alejandro,
donde está convencido de recuperarla. Lechausseur empieza sus pesquisas y,
cuando casi ha localizado el sitio, se da cuenta de que la armadura arrebatada
por Calígula acaso no fue devuelta al lugar que él creía, lo que otorgaría a esta
pieza excepcional la oportunidad de escapar de la codicia de Jurgen. Con
objeto de obtener la confirmación a esta teoría, viene a ver al hermano Costas
y luego se dirige a Esparta con la esperanza de que Varnalis podrá
proporcionarle alguna información. Visita el yacimiento, interroga a los
arqueólogos, a los historiadores y, fatalmente, su curiosidad llega a oídos de
nuestros amiguitos chiflados. El engranaje se ha puesto en marcha. Antes de
que pueda dirigirse a Alejandría para darle el cambiazo a Jurgen y ofrecerle
una tumba que él sabe que no contiene la armadura, es asesinado.
Amina palideció.
—Entonces, ¿crees que fueron esos locos quienes mataron al profesor
Lechausseur?
—Me parece plausible, ¿no? Eliminaban a un curioso. Sin embargo, al
conocer la muerte de Bertrand, Jurgen… ¡Oh! No es posible…
—Envió a sus hombres a registrar la casa, pero no encontraron ni la
espada ni el cuaderno —concluyó Amina—. Solo los planos.
—Que la gente de Helios encontró a su vez en casa de Jurgen —concluí
yo.
Sikelianos dio un respingo.
—Por lo tanto, tienen ustedes un problema considerable, hijo mío —dijo
con voz velada.
—¿Cuál?
—Deben de creer que todavía tienen la espada en su poder. Quizá hayan
perdido su rastro por el momento, pero si se dirigen a Esparta, van a meterse
en la boca del lobo.
Los cuatro cambiamos una mirada de preocupación.
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Regresamos al hotel hacia las ocho. Tras descender del monasterio, habíamos
esperado un autobús durante casi una hora, sentados al borde de la carretera.
—¡Estoy reventado! —exclamó Hans, al tiempo que se dejaba caer en el
diván del salón de la suite.
No era el único. Yo ya no me notaba los pies, y tenía unas ganas terribles
de echar una cabezadita. Por su parte, Amina parecía demasiado nerviosa para
poder dormir, pese a los bostezos incesantes que no lograba reprimir.
—¿Qué hacer? —preguntó.
Saqué un cigarrillo pero me lo pensé mejor. Entre el calor y el
nerviosismo, tenía la boca como papel de lija.
—No confío en Phâo.
—¿La profesora Varnalis? ¿La responsable de las excavaciones? ¿La
conoces bien?
—¡Oh, sí!… Me odia.
—He oído decir que no estaba muy en sus cabales.
—Es maniacodepresiva. Desde que dio a luz a un hijo que nació muerto y
su marido se largó, hace seis años, es adicta a los antidepresivos y ya solo
vive para su trabajo.
Hans se incorporó sobre un codo.
—¿Qué le has hecho para que no pueda verte ni en pintura?
—Yo nada. Estaba locamente enamorada de Etti y mi hermano no… Para
resumir, Phâno no me lleva en su corazoncito, eso es todo. Vamos a tomar
una ducha, volveremos a hablar de todo esto durante la cena.
Nos arrastramos hasta nuestros respectivos cuartos de baño y solté un
suspiro desgarrador. Phâno… Solo faltaba ella para completar el cuadro.
Volvía a ver de nuevo a aquella histérica montándome sus escenitas
paranoicas durante las excavaciones de Amiclea.
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fuera…
«—¡Etti, ve a hablar con ella!
»—Me niego a cambiar más de tres palabras con esa descerebrada.
»—¡Dile de una vez para siempre que no te interesa y así pondremos fin a
esta estúpida historia!
»—¡Se lo he dicho!
»—No, Etti. Le echaste una paletada de barro en plena cara». —Es lo
mismo.
»—Ve a aclarar las cosas con ella. ¡Pudrís el ambiente!
»—¡No! ¡No quiero que se me acerque, no quiero sentir su aliento con
olor a clavos de especia ni sobre todo que me toque con sus manos grasientas
de crema solar, llenas de brazaletes y de anillos!».
Aquella comedia había durado dos meses y se había saldado con una
pelea. Entre Phâno y yo, desde luego. Cuando Etti la vio abalanzarse sobre mí
para morderme, le vertió un bidón de agua fría sobre la cabeza, haciendo
reventar de risa a todos los presentes. No obstante, nada habría podido obligar
a nuestros superiores a prescindir de la joven, ni siquiera a proponerle una
baja prolongada por enfermedad. El padre de Pháno, Nicos Varnalis, o más
bien el senador Varnalis, financiaba en sus tres cuartas partes las
excavaciones de Esparta y de Amiclea. Su hija podía delirar tranquila, en el
sentido estricto del término. Y era a esa mujer a quien debía convencer de que
me dejase curiosear en su yacimiento. La partida distaba de estar ganada…
Helios me llamó hacia la una de la madrugada, y le conté nuestra visita a
Costas Sikelianos. Todo lo que se le ocurrió decir fue: «Sed prudentes»,
«Veré lo que puedo encontrar» y «Tendréis vuestros billetes para Esparta
mañana por la mañana en la recepción del hotel». Saltad con los pies juntos al
foso de las serpientes y veremos lo que ocurre. Eso era lo que significaba.
Poco le importaba que nos dejásemos en ello la piel. Ahora que habíamos
recuperado la pista de la armadura, ya no importaba nada más. Se acabaron
los consejos, las palabras de ánimo y toda protección. Mientras pagaba la
cuenta y recogía nuestros billetes de avión, me pregunté hasta qué punto Hans
se equivocaba al afirmar que Helios nos metería dos balas en la cabeza una
vez tuviera la armadura en sus manos.
De nuevo traté de convencer a mis compañeros de que regresaran a
Francia, pero no hubo manera…
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Hans trató de recuperarla, pero cerré el puño.
—¿Dónde lo has cogido? —refunfuñé al observar el pequeño amuleto de
oro con el que mi ayudante en prácticas jugaba desde hacía un rato.
—¿Tú qué crees? Después de todas las dificultades que tuvimos, tenía
perfecto derecho a llevarme un recuerdo, ¿no?
—¡Hans!
—¿Qué? ¿Quieres que vuelva a la mezquita para devolverlo a su sitio?
Le entregué el pequeño objeto a regañadientes y Amina me palmeó el
hombro, divertida.
El autobús nos depositó en pleno centro de la ciudad y mi ayudante
pareció terriblemente decepcionado.
—¿Se supone que todo esto es viejo? —comentó mientras observaba los
edificios bajos y las calles rectilíneas e impecables, adornadas con
palmeras—. ¿Dónde están las ruinas?
—En el exterior de la ciudad.
—Es encantador —dijo Amina.
Caminamos bajo el sol en dirección al hotel Maniatis, donde había
reservado nuestras habitaciones antes de dejar Chipre. Era un lugar que
conocía bien por haberme alojado en él numerosas veces y apreciaba la
calidad del servicio, aunque no se tratase de un establecimiento de lujo. En
aquella época del año, los turistas afluían a él.
En la avenida de Paleologou, dos encantadoras muchachas me
interpelaron en griego desde la acera opuesta, seguras de que no entendería
nada de sus desvergonzadas frases. Sin duda me tomaban por un escandinavo
de vacaciones.
—¡Tu sitio está allá, homoi! —gritó la más bajita, indicando con el dedo
en dirección a la ciudad antigua, lo que hizo que su compañera reventara de
risa—. ¡Vuelve esta noche y te abriré mi puerta!
Prorrumpí en carcajadas. Los homoi, o similares, era el nombre que se
daba a los antiguos guerreros espartanos, reconocibles por su larga cabellera.
Vivían juntos, es decir, entre hombres, y si deseaban reunirse con una amante,
o con su joven esposa, los cadetes debían escapar por la noche para regresar
junto a sus camaradas antes del amanecer tan discretamente como habían
salido.
—¡He rebasado la treintena! —les grité en griego—. ¡Ya no necesito
esconderme! ¡Voy para allá!
Sorprendidas al oírme hablar su lengua, se desternillaron de risa.
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—¡Morgan! —me increpó Amina, con las mejillas encendidas, lo que
hizo redoblar la hilaridad de las desconocidas.
Me encogí de hombros en dirección a las bonitas espartanas, que se
alejaron con un saludo amistoso.
—Ese tipo de chanza es cosa corriente aquí. —Levantó los ojos al
cielo—. ¿Celosa?
Entró en el hotel, ante la puerta del cual nos habíamos detenido, y me dio
con ella en las narices.
—Celosa —afirmó Hans. Le lancé una mirada torcida—. ¿Te has
acostado con ella? —preguntó palmeándome la espalda—. ¡Menuda suerte!
Nuestra compañera nos aguardaba en recepción, con el rostro inexpresivo,
y pedí nuestras llaves a la recepcionista, una atractiva morenita que, para
añadir leña a la contrariedad de Amina, insistió en acompañarnos.
—¿Para quién es la habitación doble? —preguntó en un francés teñido de
un encantador acento.
—Para mi ayudante y para mí.
—Sígame, señor Lafet. Thyia, sustitúyeme, por favor —dijo a su colega.
Pasó por delante de mí rozándome el brazo con su pecho y Hans me hizo
un guiño que creyó discreto.
—Una bomba… —articuló silenciosamente.
Vestida con un traje chaqueta de verano de hilo blanco y encaramada en
altos tacones, la «bomba» en cuestión contoneó de forma ostensible las
caderas hasta el ascensor, donde se apretujó contra mí disculpándose por lo
exiguo de la cabina.
—Por aquí, se lo ruego —prosiguió amablemente cuando se abrieron las
puertas en la cuarta planta—. El aire acondicionado se…
—¿Dónde está mi habitación? —la cortó Amina con sequedad.
—Allí, señorita —respondió la interpelada, señalando con un dedo
manicurado hacia una de las puertas color cerezo.
Nuestra compañera le arrancó literalmente la llave de la mano y fue a
encerrarse en «sus cuarteles» sin siquiera darle las gracias.
La guapa morenita deslizó la llave en la cerradura de la puerta número
cincuenta y dos y nos invitó a precederla con gesto elegante.
La habitación era espaciosa, clara e inmaculada. Geranios multicolores
alegraban el balconcito, que daba a la avenida.
—Es perfecta —dije mientras me sentaba en una de las cómodas camas
gemelas.
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Nuestra anfitriona ejecutó una breve reverencia y me dirigió una sonrisa
arrebatadora.
—Si necesita cualquier cosa, señor Lafet, mi nombre es Delphia.
Le di las gracias, sorprendido por tantas atenciones, y ella salió de la
habitación contoneándose sobre los altos tacones.
—«Si necesita cualquier cosa, señor Lafet» —la imitó Hans dibujando un
mohín con los labios—. ¿Y yo? Siempre tienen suerte los mismos.
Me encogí de hombros y fui a darme una ducha.
Limpio como una patena, hice acopio de valor para ir a llamar a la puerta
de Amina.
—Soy yo, ¿puedo entrar?
—Está abierto.
Vestida con unos pantalones cortos y un top con la espalda al aire, estaba
sentada en su cama y tomaba notas en un cuaderno.
Cerré despacio el batiente a mi espalda y me senté a su lado.
—¿Dónde está Hans?
—Abajo, en el comedor. Le he dicho que no nos esperase para cenar.
Ella asintió con la cabeza, puso el capuchón al bolígrafo y clavó la mirada
en la mía.
—Lo siento, Morgan, he reaccionado como una imbécil.
—Yo no diría tanto. —Apartó la cara, incómoda—. Amina…, no me lo
perdonaría si te dejara creer que lo que ocurrió entre nosotros podría…
—Basta —me interrumpió, poniéndose de pie para ocultar el rubor que
acababa de teñirle las mejillas—. Te he dicho que me disculpaba, no
hablemos más de ello.
Alargué la mano para tomar la suya y obligarla a mirarme.
—Me gustas mucho, Amina, sinceramente, pero no me pidas más. —Ella
asintió enérgicamente con una sonrisa dolida, luchando por retener las
lágrimas—. Si he podido hacerte pensar que podría ser de otro modo, yo…
—No, Morgan, soy yo. Yo… por un momento me he dejado llevar por un
romanticismo exacerbado. Sin embargo, no está en mi naturaleza reaccionar
así; soy la primera sorprendida.
—Puesto que se ha aclarado este pequeño malentendido, ¿y si fuéramos a
cenar?
Retiró la mano de la mía y meneó la cabeza.
—Me caigo de sueño y no tengo mucha hambre, creo que las cuatro horas
de autobús me han alterado un poco el estómago. Nos veremos mañana por la
mañana.
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—Muy bien. Si me necesitas, llámame —dije dando unas palmaditas a mi
móvil, sujeto al cinturón de mis téjanos.
Me dio las gracias y la dejé tras desearle buenas noches. Algo despechado
a pesar de todo, me reuní con Hans en el restaurante del hotel. Mi ayudante
estaba ya en el postre.
—¿Y bien? —preguntó dejando la cuchara—. ¿Sigue de morros?
—No.
Cruzó los brazos y se pegó a la silla con una mueca burlona.
—En ese caso, ¿por qué no ha bajado?
Alcé los ojos al techo y pedí una ensalada variada al camarero.
—Conoces a las mujeres, ¿no? —me burlé, más secamente de lo que
habría querido.
—Está enamorada, ¿verdad? —Me encogí de hombros—. Solo nos faltaba
eso.
Se terminó la tarta de albaricoque sin dejar de rezongar y la regó con un
gran vaso de zumo de naranja.
—Morg…, ¿te has enamorado alguna vez?
—No —admití tras un instante de reflexión—. En fin, no lo creo.
—Entonces, no tienes la menor idea de lo que siente Amina.
—Solo necesita un poco de soledad para recuperarse. Mañana no quedará
ni rastro.
—¿Sabes una cosa, Morg? —dijo, echando atrás la silla para levantarse—.
Puede que seas un helenista sin igual y un arqueólogo muy competente, pero
¡de los seres vivos no entiendes ni jota!
—Hans, yo…
—Voy a acostarme, estoy reventado.
Salió del restaurante sin siquiera darme las buenas noches y aparté la
ensalada, un poco harto. Mi apetito había desaparecido.
—¿Va todo bien, señor Lafet?
Alcé los ojos hacia la atrevida recepcionista que nos había acompañado al
llegar. Había cambiado el traje de chaqueta blanco por una falda corta y una
blusa que no ocultaba demasiado sus encantadores senos.
—Sí, gracias.
—Mi turno ha terminado, pero si necesita cualquier cosa, estoy a su
disposición.
No hacía falta ser adivino para comprender la naturaleza de lo que me
proponía. Si hubiera estado de mejor humor, sin duda me habría apresurado a
aceptar, pero verdaderamente no tenía ánimos para jugar.
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—No. Me las arreglaré, gracias otra vez. Todo va estupendamente.
La dejé allí plantada, así como mi cena apenas empezada, y salí del hotel
para fumar un cigarrillo. Eran las ocho y la avenida comenzaba a llenarse de
paseantes y de turistas que aprovechaban el frescor.
Era demasiado temprano para acostarme y, de todos modos, estaba
excesivamente nervioso para conciliar el sueño. Tras una breve vacilación,
me adentré por la avenida en dirección al museo arqueológico.
Phâno no vivía lejos del museo de Esparta, del que era la conservadora
jefe, y si no había cambiado de costumbres, todavía debía de estar en el
trabajo.
Pasé por delante de la gran estatua de Leónidas, al pie de la cual un grupo
de jóvenes degustaban helados entre risas, y llamé a la puerta vidriera del
museo arqueológico. Un guarda se acercó y me hizo señas con las manos.
—El museo está cerrado, señor —me informó en inglés desde detrás del
cristal.
—Vengo a ver a la profesora Varnalis —respondí en griego—. Soy
Morgan Lafet. ¿Todavía está en su despacho?
Abrió unos ojos como platos y me rogó que esperase antes de alejarse
hacia el despacho de recepción. Le vi descolgar el teléfono, asentir con la
cabeza y volver con una sonrisa para descorrer el cerrojo de uno de los
batientes.
—Entre, profesor, y sea bienvenido. Soy nuevo aquí, perdóneme.
—No pasa nada. No, deje, conozco el camino.
Tomé una estrecha escalera hasta el primer piso e hice una profunda
inspiración al dirigirme hacia el despacho de los conservadores. La puerta
estaba entreabierta y la empujé para asomar la cabeza por el resquicio. Una
encantadora joven pelirroja se atareaba en el teclado de un ordenador, con el
largo cabello recogido en un elegante moño del que escapaban algunos
mechones rebeldes.
—¿Se puede?
Ella irguió la cabeza y se quitó las gafas.
—¡Morgan!
—¿Phâno? —me atraganté.
Soltó una risita chispeante y se levantó para venir a darme un cariñoso
abrazo.
—¡No has cambiado en absoluto! —dijo alegremente, apartándose para
examinarme—. ¡Siempre tan guapo!
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La miraba fijamente sin atreverme a dar crédito a mis ojos. La
metamorfosis era pasmosa. ¿Cómo la morenita entrada en carnes, taciturna e
irascible que conocía podía haberse convertido en aquella despampanante
pelirroja de sonrisa luminosa?
—Me cuesta reconocerte, Phâno…
Ella agitó con displicencia la mano y tomó la mía para guiarme hasta uno
de los sillones.
—Han pasado muchas cosas desde que te fuiste —dijo mientras se dirigía
hacia la cafetera para servirme un café exprés. Supe lo de Etti —añadió con
tristeza—. Lo siento muchísimo. —Estuve a punto de decirle que mi hermano
estaba vivo pero me contuve. Nunca se sabía—. Amiclea… Hoy tengo la
impresión de que fue en otra vida.
—¿Qué es lo que te ha devuelto semejante alegría de vivir? Estás
irreconocible.
Se encogió de hombros.
—No podía continuar así, atiborrándome de medicamentos y haciendo la
vida imposible a todo el mundo. Una mañana, de buenas a primeras, tomé las
riendas de mi vida e hice una cura en un establecimiento especializado, eso es
todo. Y he vuelto a casarme —añadió con un guiño.
—Enhorabuena.
—Gracias. ¿A qué debo la alegría de verte de nuevo, Morgan? ¿Alguna
investigación en marcha? Supongo que no estás aquí como turista.
—No… —Deposité la taza en su escritorio y encendí un cigarrillo—. ¿Te
acuerdas del profesor Lechausseur?
—¡Por supuesto! Vino a verme hace… ¿Fue en abril? No, en mayo. A
principios de mayo, sí. El pobre hombre estaba convencido de que los restos
mortales de Aquiles habían sido traídos aquí. ¿Cómo se encuentra?
—Ha muerto, Phâno.
Palideció.
—¿Cuándo?
—El mes pasado. Una caída accidental desde el balcón de su casa
—mentí.
—Dios mío…
—Es en relación con sus investigaciones por lo que quería verte. He
recuperado el dossier.
Mi colega asintió con la cabeza, contrariada.
—Solo puedo repetirte lo que ya le dije. No encontramos ninguna tumba
removida en fecha reciente, no durante los últimos cincuenta años, al menos.
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—¿Ni una galería, ni un templo donde estén excavando que pudiera
albergar una sepultura?
—No, no lo creo. Hemos reanudado unas excavaciones alrededor del
templo de Artemis Orthia, podrás echar una ojeada, si quieres. —Lanzó una
mirada por la ventana—. El sol se está poniendo, esta noche no veríamos
nada, pero ven a verme allí mañana por la mañana y buscaremos.
—He venido acompañado del hijo de Ludwig Peter y de la profesora
Saebjam, una arqueóloga egipcia.
—Ningún problema. ¿Has cenado?
—Esto…, no —respondí, al recordar mi ensalada abandonada en la mesa
del restaurante del hotel.
—¿Te invito al Mitra como en los buenos tiempos?
—Vale por el Mitra.
Pasamos una velada agradable y campechana, evocando recuerdos de
excavaciones y a amigos que habíamos perdido de vista. Hacia las once, el
esposo de Phâno, un hombre elegante de unos cuarenta años, se reunió con
nosotros para el café. Magistrado de oficio, le apasionaba la antigüedad y era
de un trato tan cordial como fácil. Me acompañaron al hotel en coche y se
marcharon cuando hube desaparecido en el vestíbulo.
Nunca habría esperado que nuestro reencuentro transcurriera tan bien y,
ciertamente, no iba a quejarme de ello. Aquel agradable interludio me había
hecho olvidar la atmósfera tensa que se había instalado entre mis compañeros
y yo, pero, cuando entré en la habitación que compartía con Hans, este no
pudo reprimir una ácida observación.
—¿Y bien? ¿Vale la pena la recepcionista?
Preferí no responder y le volví la espalda.
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Dejamos atrás el stadium y luego doblamos a la derecha en dirección al
Eurotas.
Los restos de la ciudad antigua estaban protegidos por una alambrada y
nos dirigimos a un guarda.
—Sí, la profesora Varnalis me ha avisado, los esperábamos. Venga,
profesor Lafet.
Lo seguimos hasta los restos del templo de Artemis Orthia, donde los
arqueólogos se agitaban como termitas. La mayoría tenían la edad de Hans, o
poco más, y no reconocí a nadie.
El sector estaba cuidadosamente distribuido en parcelas de excavaciones
regulares, delimitadas por cables y estacas etiquetadas. Dos barracones se
alzaban no lejos de allí, pero dudaba que en ellos hubieran almacenado
muchos hallazgos. Esparta era un sitio de una pobreza arqueológica
desesperante en cuanto superabas los primeros estratos, y los arqueólogos
habían empezado con los cimientos desde hacía ya tiempo, a juzgar por la
profundidad de las zanjas.
—¿Esto es tu ciudad antigua? —murmuró Hans, malhumorado.
—¿Qué esperabas encontrar? —preguntó Amina.
—Columnas, templos, yo qué sé. ¡No hay un solo fragmento de
monumento que siga en pie!
—Estás exagerando. Mira detrás de ti.
—¿Trozos de murete? ¡Vaya, pero si es Bizancio!
Phâno salió de uno de los barracones y nos hizo una seña con la mano.
Tras unas apresuradas presentaciones, nos ofreció una visita guiada por el
yacimiento.
—Creemos que el altar de Aquiles, el más susceptible de interesaros, se
elevaba en la acrópolis, allí, cerca del santuario de las musas.
—Perdóneme, pero ¿dónde ve usted una acrópolis? —intervino Hans.
—Allí. Justo delante de usted. En el noroeste.
Mi ayudante en prácticas observó la pequeña colina erizada de escasos
bloques de piedra al tresbolillo que Phâno le señalaba y sus hombros se
hundieron.
—Ah… Ya veo…
—Aguarde, ahora lo entenderá. —Phâno, divertida por el desencanto de
nuestro compañero, se sacó del cinturón un plano del yacimiento, que
desplegó ante él—. Esto es el altar de Aquiles. Y esto el templo de Heracles.
Cuanto más iba y venía la mirada de Hans entre los esmerados trazados y
lo que lo rodeaba, más se descomponía su rostro.
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—O bien tiene una imaginación desbordante —dijo—, o yo necesito
gafas, porque solo veo cascajos y montículos de tierra. ¿No tienen verdaderas
ruinas?
Mi colega abrió mucho los ojos y prorrumpió en carcajadas.
—Este plano se ha elaborado a partir de los cimientos y de fuentes
antiguas, Hans —intervine—. Una vista aérea podría… ¿Qué es esto?
—pregunté, señalando con el dedo una tracería de líneas rojas alrededor del
templo de Artemis.
—Los senderos que hemos despejado en las obras del templo desde hace
cinco meses. Probablemente, callejuelas a lo largo de las cuales se construían
las casas, pero, por desgracia, ya no queda ni rastro de estas últimas.
—Yo he visto esto con anterioridad —aseveré.
Me estrujé las meninges.
—¿En el diario? —aventuró Amina.
Hans meneó la cabeza.
—No, lo recordaría, forma como un laberinto con un redondel en el
centro, mirad.
—Es el altar de Artemis —especificó Phâno.
—Una maraña de callejuelas con un círculo en el centro… —murmuré sin
ser consciente de ello—. ¡Pues claro! ¡El diario!
—Te digo que no —insistió mi ayudante en prácticas.
Pero yo ya no le escuchaba. Rebuscaba en mi mochila como si mi vida
dependiera de ello.
—¿Morg? —inquirió Phâno—. ¿De qué estáis hablando? ¿Qué diario?
—¡Aquí está! —exclamé, enarbolando el trozo de papel barato donde
Bertrand había anotado el número de teléfono y el nombre de su ayudante
alejandrina—. Mirad. No era el plano del barrio de Amina, sino el del templo
de Artemis Orthia.
—Tienes razón —asintió mi colega—. Debió de reproducirlo cuando
vino.
—¿Eso significaría que la tumba de Aquiles se encuentra aquí? —inquirió
Hans.
Me encogí de hombros.
—¿Aquiles y Artemis? No tendría ningún sentido —aseguró Phâno—. Y
no veo dónde podría encontrarse; actualmente estamos excavando estratos de
unos dos mil setecientos años de antigüedad, y no hemos encontrado nada que
se parezca a una tumba. Venid a ver.
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Amina, Hans y yo recorrimos el yacimiento de arriba abajo hasta la tarde,
tomándonos apenas el tiempo de hacer un alto para almorzar. Mas en vano.
—Aquella sección aún no ha sido explorada —indicó un joven cubierto de
pecas.
—No —respondí, hundiendo la punta de una paleta en el blando suelo—,
es terreno fangoso y de aluvión. Estamos demasiado cerca del Eurotas.
Phâno, que se nos había sumado, suspiró, tan decepcionada como
nosotros.
—Lo lamento, Morgan. No veo dónde más buscar en esta zona. En mi
opinión, habría que intentarlo en la acrópolis, sería más lógico.
Amina asintió.
—Tiene razón, Mor…
Un sordo fragor la interrumpió y la joven arqueóloga soltó un juramento.
—Es la hora —dijo consultando su reloj—. ¡Ya la han vuelto a conectar!
—¿Qué es? —quise saber.
—La depuradora —respondió Phâno.
—Hace tres años no armaba tanto escándalo.
—Cambiaron las turbinas el año pasado. Se ponen én marcha a las cinco,
con suerte, y arman un bochinche de todos los demonios. Bienvenido a la
Esparta moderna, Morgan. ¡Se acabó por hoy! —gritó a su equipo, al tiempo
que agitaba los brazos—. ¡Es hora de volver a casa!
Hans se dejó caer en un bloque de mármol y se secó la cara con una
esquina de la camiseta.
—Entonces, ¿qué? ¿A empezar de nuevo mañana?
—Realmente no tenemos elección, Hans. Veremos lo que podemos
encontrar por la parte de la acrópolis.
Extenuados, nos despedimos de los arqueólogos y di calurosamente las
gracias a Phâno.
—¿Os llevo en coche? —ofreció.
Nos dejó en el hotel y, tras una ducha, Hans cayó rendido en la cama.
Bajé, pues, al restaurante con Amina y cenamos casi en silencio, demasiado
agotados para cambiar palabra. El año y medio que había pasado en el Louvre
me había oxidado y ya no tenía tanta resistencia.
Una vez acostado, no obstante, me fue imposible conciliar el sueño. Di
vueltas y más vueltas en la cama, hasta el punto de que desperté a Hans.
—¡Ve a fumar un cigarrillo o a pasear, haces rechinar la cama!
—Lo siento…
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Así pues, me vestí y bajé al vestíbulo, pero necesitaba caminar. Mientras
reflexionaba sobre las razones por las que Bertrand había reproducido una
parte del plano de Phâno, subí por la avenida adornada con palmeras, y no
tardé en darme cuenta de que mis pasos me habían llevado hasta el lugar de
mis reflexiones.
Tras echar una mirada a derecha e izquierda, me deslicé bajo la alambrada
en las mismas barbas del guarda, que dormitaba a unos veinte metros, y entré
en el yacimiento.
La noche era fresca, sin ser fría, y me senté en la hierba, recostado contra
uno de los muretes en ruinas, últimos vestigios del templo de Artemis.
Alcé los ojos al cielo y conté las estrellas, acunado por el chapoteo del
Eurotas. Las turbinas de la estación depuradora habían callado y el aire tenía
una deliciosa fragancia a los pinos, olivos y adelfas que salpicaban las riberas.
Traté de imaginar las risas y los gritos que debieron de resonar en aquel lugar
más de dos mil años atrás. Sin duda decenas de arrapiezos se enfrentaban con
grandes pescozones y pillerías. El mito de las sesiones de flagelación de niños
en el altar de Artemis Orthia venía de antiguo y muchos profesores hablaban
todavía de ello a sus estudiantes, olvidando precisar que dicha práctica solo
había tenido lugar durante el período romano. Cuando el gran imperio se
anexionó Grecia, Esparta ya solo era una sombra de sí misma. Entonces
intentó por todos los medios recuperar legendarias tradiciones de rigor
tiránico que, de hecho, solo existían en la imaginación de algunos autores
atenienses románticos.
El templo contra el que me hallaba recostado nunca había contemplado,
en su época de esplendor, las lágrimas de un niño siendo golpeado hasta la
muerte ni oído el chasquido de las varas sobre una espalda rota. A lo sumo
algunas peleas infantiles, encarnizadas, ciertamente, pero poco cruentas. Algo
sin demasiadas consecuencias. De hecho, se enzarzaban por un quítame allá
esas pajas, o mejor dicho, esos quesos. Por la época en que el célebre
Leónidas estaba a punto de entrar en la leyenda, era costumbre disponer unos
pequeños quesos sobre el altar de Artemis, quizá en el lugar mismo en el que
yo estaba sentado. Durante determinados períodos, un grupo de chiquillos
estaban encargados de vigilarlos e impedir que sus camaradas los birlasen.
Para conseguir hacerse con uno había que ser o bien muy fuerte, o bien muy
astuto, y semejante trofeo hacía que el valeroso ladronzuelo se granjease una
gran consideración. Eso por lo que respecta al mito de las flagelaciones
rituales…
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Con frecuencia, puntualizaciones como estas me habían valido la ira de
catedráticos de cortos alcances, como Edward Tool. Nunca he entendido por
qué esa gente se obstinaba en sostener las teorías más crueles, cuando a
menudo la realidad era mucho más chusca y más divertida. Tomemos, por
ejemplo, el caso de Sócrates. Cuántos…
Mis reflexiones se vieron interrumpidas por un crujido y me sobresalté
contra el murete. ¿Un gato? Los había a montones en las ruinas. Con el
corazón desbocado, me acurruqué en un rincón, tratando de penetrar la
oscuridad a través de una grieta. Un puntito rojo bailaba entre los árboles, a
unos veinte metros. Un cigarrillo. Lo que había oído era el chasquido de una
cerilla. Escuché reteniendo el aliento, con una mano en la pistola, que ya
nunca me abandonaba. «Crrc», «erre», «erre». Ruido de pasos regulares y
decididos. ¿Quién podía deambular por allí en plena noche? ¿Un guarda? ¿Un
policía? El yacimiento estaba prohibido al público. Tampoco yo, si a eso
íbamos, habría debido encontrarme allí.
El cielo estaba despejado y, gracias a la luz de la luna, vi una silueta que
se dibujaba entre dos pinos. Un hombre de unos treinta años, delgado y
vestido con elegancia. Se apoyó en uno de los troncos para saborear su
cigarrillo y, cuando aspiró el humo, el extremo incandescente iluminó un
rostro de rasgos irregulares. Había visto antes a aquel individuo, pero ¿dónde?
Le observaba con desconfianza, temiendo ser descubierto, pero cambió de
posición y la esquina del murete lo ocultó a mi vista. Al cabo de uno o dos
minutos, oí de nuevo el ruido de sus pasos. Venía en mi dirección.
Jurando en silencio, me introduje la rubia coleta por el cuello de la
camiseta negra, me subí esta para cubrirme la cabeza y contuve la respiración.
El hombre se sentó en el murete, por encima de mí, por así decirlo. Por
fortuna, no se le había ocurrido rodearlo…
Mi mano se contrajo sobre la pistola, y la sangre empezó a latir en mis
sienes. ¿Qué hacía allí aquel tipo? Levanté un poco la cabeza y lo observé por
la abertura de la camiseta. Solo veía su espalda. Estirando un poco el cuello,
habría podido rozarle las nalgas.
«Solo faltaría que mi móvil empezara a sonar…», pensé con un humor
fruto de la desesperación.
El desconocido dio una última calada a su cigarrillo y lo arrojó hacia atrás
sin siquiera apagarlo. Aterrizó a pocos centímetros de mi pie derecho, en un
pequeño matorral de hierbas secas. Apreté los dientes y resistí las ganas de
aplastarlo.
«Lárgate…», rogué en silencio.
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No me atrevía a esbozar un solo gesto, y las ramitas iban enrojeciendo
unas después de otras. No tardarían en prender, y entonces, indefectiblemente,
repararía en mi presencia.
La dama fortuna se apiadó de mí y oí cómo el hombre se alejaba. Al cabo
de unos segundos, que se me antojaron horas, aplasté el pequeño fuego
naciente de un furioso talonazo.
Inspiré hondo para calmar los latidos de mi corazón, saqué la cabeza de la
camiseta y me atreví a echar una mirada por encima del murete. El
desconocido se adentraba entre los pinos. Y sin embargo no había nada allá
abajo, la ciudad se encontraba en el lado opuesto.
Vacilé unos momentos, pues la razón me incitaba a salir a escape y la
curiosidad me impulsaba hacia delante, y acabé por deslizarme con el mayor
sigilo entre los árboles.
El suelo era rocalloso en algunos puntos y, por consiguiente, resultaba
fácil evitar que crujiesen las ramitas, cosa que al hombre a quien pisaba los
talones parecía traerle sin cuidado. No se volvió en ningún momento, y ni un
segundo pasó por su mente la idea de que podían seguirle. Pero ¿adónde
pensaba ir en esa dirección? Caminaba en línea recta hacia la alambrada que
cercaba el recinto. Al otro lado solo estaba el Eurotas.
No sin sorpresa, lo vi pasar bajo el enrejado y desviarse hacia un huerto de
olivos para entrar en la caseta de cemento de la depuradora. Aguardé largo
rato, oculto detrás de un olivo varias veces centenario, pero no le vi salir otra
vez. Harto de esperar, me acerqué a la caseta y eché una ojeada al interior por
el único tragaluz con reja de que disponía. Distinguí dos gruesas
canalizaciones, una gran caja metálica de la que escapaban cables eléctricos y
tubos, probablemente el panel de control de la estación, y… eso fue todo.
¿Dónde caray se había metido? Sin hacer ruido, traté de abrir la puerta
blindada, que no se movió ni un milímetro. Estaba cerrada con llave.
—Lo que faltaba… —murmuré.
Esperé todavía una hora larga, acuclillado al pie de un tronco, con la vista
clavada en la caseta, pero nadie entró ni salió de ella. Consulté mi reloj.
Medianoche. Sin duda era preferible volver cuando fuese de día.
Me puse, pues, en camino hacia el hotel, con la cabeza llena de conjeturas
y de preguntas. Me detuve en una fuente pública para beber y el retrato de
santo que habían colocado encima de la bóveda de piedra como para
bendecirla me sonrió con esa sonrisa que tienen todos los iconos religiosos.
La religión, antigua o no, empezaba a salirme por las orejas. Por supuesto,
no olvidaba a aquellos que habían pagado con su vida la ayuda que nos
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habían prestado, y si bien no podía pensar sin que se me encogiera el corazón
en el padre Ilario o en el mulá…
—¡El Vaticano! —caí en la cuenta de pronto, irguiéndome como
impulsado por un resorte, y a punto estuve de golpearme la parte posterior de
la cabeza en la bóveda de la fuente.
Ahora ya sabía dónde había visto a aquel hombre y por qué no lo había
reconocido enseguida. Había cambiado la sotana por un traje italiano. Sin la
menor duda, aquel labio leporino, aquella expresión afectada y los huesudos
hombros, que me habían llevado a preguntarme si no abusaría del ayuno
ritual, eran los del secretario personal del padre Ilario…
«El padre Ilario nos ha dejado, señor… Esta noche, señor, que Dios le
perdone. Soy yo quien lo ha encontrado. Se ha ahorcado en la biblioteca».
—Cabrón…
Reanudé el camino a paso de carrera en dirección al hotel con el fin de
despertar a Hans y a Amina. El asunto era demasiado grave para esperar al
amanecer. Tal vez había logrado conferir por fin una apariencia de identidad a
uno de los chiflados que nos acosaban…
—¿Estás seguro? —no dejaba de repetir Amina, que se frotaba los ojos para
ahuyentar los restos de sueño—. Debía de estar oscuro y…
—¡Seguro! Era él.
Hans, a quien había sacado de la cama para que me acompañase a ver a
Amina, daba vueltas en círculo por la habitación. Habíamos estado a punto de
matar a nuestra compañera de un ataque al hacer irrupción en su cuarto para
despertarla.
—Tal vez haya una entrada secreta, un túnel o algo por el estilo —dijo
Hans.
—Al menos debe de haber una trampilla —añadió Amina—. En caso de
avería se necesita un acceso al sótano. Han de poder reparar los cableados y
los tubos que parten del panel de control hasta el sistema de depuración.
¿Dices que tenía la llave de la puerta blindada?
—Sí, de lo contrario no veo cómo habría podido entrar allí.
Hans se sentó en la cama y apretó los labios.
—Lo que a mí me gustaría saber es qué puñetas hacía en el templo. ¿Salió
de su cabañita para fumarse el pitillo? Pero en tal caso, ¿qué necesidad tenía
de ir a las ruinas? ¡La orilla del río no es zona de no fumadores!
—Venía de la acrópolis —precisé—. De esa dirección, en cualquier caso.
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—O de la ciudad —dijo Amina.
—Sí, es posible. Tal vez se aloje en ella, como nosotros.
—¿Y si nos hubiera seguido? —murmuró Amina.
—No desde Roma. Lo tuve al teléfono antes de salir hacia Alejandría
cuando llamé al padre Ilario.
—Yo no…
Un ruido ensordecedor la interrumpió y, por reflejo, nos tiramos al suelo.
Los cristales de las ventanas de la habitación vibraron pero no cedieron. Tras
un silencio irreal de varios segundos, por todo el hotel resonaron gritos
histéricos.
—¿Qué ha sido eso? —jadeó Hans.
—Parecía una explosión.
Abrimos la puerta de la habitación a un espectáculo apocalíptico.
—Dios todopoderoso —gimió Amina.
En medio de una humareda negra y sofocante, la gente gritaba y corría por
el pasillo en todas direcciones y prácticamente se pisoteaban unos a otros para
salir del hotel. La deflagración había dañado parte del falso techo y los cables
eléctricos colgaban, crepitantes.
—¡Un atentado! ¡Es un atentado contra los turistas! —chillaba una mujer
que corría casi desnuda por entre los escombros y las personas sacadas de su
sueño.
—¡No se empujen! ¡Se lo ruego, no se empujen! —gritaban
desesperadamente los empleados del hotel, armados de extintores—. ¡El
edificio no está en llamas! ¡No se empujen!
No se distinguía gran cosa en aquella humareda cargada de cenizas, pero
las llamas que yo veía, al extremo del pasillo, no parecían, en efecto,
especialmente violentas.
—¡Hay que salir! —gritó Amina.
—¡Espera! —la retuve, empujándola de nuevo al interior de la
habitación—. Esas gentes se pisan unas a otras, nos exponemos a ser
aplastados. Dejemos que salgan. Hay mucho humo, pero los destrozos no
parecen de importancia.
—¿Todo bien, señor? —vociferó uno de los empleados, que apareció
delante de mí con un extintor en la mano.
—Sí. ¿Qué ha ocurrido?
—¡Una explosión, señor! En una habitación del fondo. Tal vez un aerosol.
Los bomberos están a punto de llegar. Hemos controlado el conato de
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incendio, son los colchones los que desprenden todo este humo, no tienen
nada que temer.
Mi tensión arterial se desbocó.
—¿Una habitación del fondo? ¿Cuál?
—La cincuenta y dos, señor. —Amina lanzó un grito y yo me precipité
entre el humo, con Hans pisándome los talones—. ¡No! ¡Señor, vuelva! Hay
que esperar a que los bomberos lo hayan comprobado todo. ¡Vuelva! Le digo
que allí no hay nadie.
Amina se puso rápidamente unos tejanos y una camiseta, agarró su bolsa
de viaje y se reunió con nosotros en la puerta. Otros tres empleados del hotel,
con un trapo sobre la nariz, vaciaban los extintores sobre lo que quedaba de
las camas, las paredes y el suelo. Todo estaba cubierto de una espuma gris.
—¡Salga, señor! —me gritó uno de ellos en griego.
—¡Es mi habitación!
—Lo siento, señor.
Hans pasó por delante de nosotros y se llevó las manos a la cabeza al ver
el armario. Las puertas de contrachapado se habían fundido literalmente por
la parte superior.
—¡Mi bolsa está ahí dentro, Morg! ¡Mis papeles!
—Espere —dijo uno de los empleados utilizando un fragmento de madera
de la cama para abrir la puerta del armario, que cayó a sus pies—. No se
mueva, yo miraré. Podría lastimarse.
Sacó nuestras bolsas de viaje y nos las tendió tras haber comprobado que
nada ardía en el interior. La tela sintética había resistido admirablemente,
aunque se había derretido en algunos puntos.
—¡Evacuen el edificio! —vociferó una recia voz en griego—. ¡Evacuen!
Sentí cómo tiraban de mí desde atrás con una manaza monstruosa. Un
bombero.
—¡Son sus cosas! —dijo el empleado, saliendo a su vez del cuarto con
nuestras bolsas.
—¡Cójanlas y salgan del hotel! —ordenó el bombero.
Obedecimos y nos dirigimos hacia el pasillo, invadido por hombres con
prendas ignífugas.
—¡Por aquí, señor! —llamó un quincuagenario que lucía el logo del
hotel—. Su amiga está abajo, no se preocupe.
Le seguimos por la escalera, donde varios bomberos y enfermeras curaban
a los turistas maltrechos por los empujones. Una mujer gemía en un
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descansillo, con la pierna rota y completamente doblada, y Hans fue presa de
náuseas.
Salimos por fin del edificio y respiramos hondo el aire fresco del exterior.
—¡Morgan!
Amina se precipitó hacia nosotros y se echó en mis brazos, deshecha en
llanto.
—Está muy afectada, señor —intervino un enfermero que la había
seguido, y me tendió su bolsa.
—Ya me ocupo yo —dije, estrechando a nuestra compañera contra mí.
—Vayan a sentarse allí.
Nos señaló uno de los pubs con restaurante que habían abierto sus puertas
de par en par con objeto de acoger a los turistas enloquecidos y a los heridos.
De hecho, por todas partes estaban curando a estos últimos. La calle era un
caos de coches de policía y de ambulancias.
—¿Por qué hay tantos heridos? —preguntó Hans, horrorizado, mientras
nos dirigíamos hacia uno de los restaurantes—. El tipo ha dicho que no había
muchos destrozos.
—Se han pisoteado en la escalera en sus prisas por salir del edificio.
Un hombre que llevaba un mandil de camarero me indicó por señas que
fuera a sentarme en una banqueta, cerca de la barra.
—Hablo griego —le dije, al verle hacer desesperados esfuerzos en inglés.
—Venga a sentar a su esposa. Voy a traerles agua. ¿Están ustedes
heridos?
—No, no, gracias.
Se marchó y yo me miré en uno de los espejos que cubrían las paredes.
Parecía un minero recién salido de las entrañas de la tierra, y la mayoría de la
gente que se había refugiado en el establecimiento no tenía mejor aspecto.
Muchos de ellos iban casi desnudos o en pijama. Los camareros, al igual que
los clientes en traje de noche, trataban de confortar a aquellos extraños
siniestrados, ofreciéndoles agua fresca, una toalla, una manta o un café.
—¿Seguro que estás bien? —pregunté a Amina.
Ella asintió con la cabeza y sonrió.
El propietario depositó ante nosotros una bandeja con tres vasitos, una
botella de ouzo, un cuenco de aceitunas y taquitos de queso especiado.
—Les sentará bien, ya verán —dijo—. Hala, beban. De un tirón.
Se lo traduje a Hans y me bebí mi vaso de un trago. El alcohol me quemó
la garganta, pero su calor me apaciguó un tanto. Animé a mis compañeros a
hacer lo mismo y obedecieron con una mueca que hizo sonreír al hombrecillo.
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Cuando se hubo alejado, Hans tosió como un poseso.
—¡Esta cosa te quema por dentro!
Le tendí el cuenco de aceitunas y él agarró una sin mucha convicción.
—En cualquier caso —murmuró Amina—, ahora tenemos la respuesta a
nuestra pregunta.
—¿Es decir…?
—Ahora sabemos de dónde venía el secretario de Ilario cuando le has
visto. Ha debido de poner la bomba durante la cena y dirigirse al yacimiento
dando un rodeo.
Un frío glacial se deslizó a lo largo de mi espina dorsal y me serví otro
vasito de ouzo. Hans y yo habíamos escapado por los pelos…
Mis compañeros acabaron por dormirse en la banqueta, y al amanecer, la
mayoría de los turistas habían sido realojados. También nosotros nos
disponíamos a trasladarnos a una nueva habitación, cuando el propietario del
hotel vino a vernos y se inclinó discretamente hacia mí.
—¿Es usted Morgan Lafet?
—¿Por qué?
—Venga —murmuró, mientras me indicaba con una seña que le
siguiera—. Sus amigos también.
Fruncí el ceño, desconfiado.
—No iremos a ninguna parte hasta que nos haya dicho por qué —dije,
deslizando el pulgar en el cinturón de mis tejanos.
Noté la culata de la pistola, bien en su sitio. Y pensar que hasta entonces
yo era uno de los primeros en deplorar la proliferación de las armas de fuego
y en abogar por controles drásticos…
—Me han dicho que le diga… —Pegó la boca a mi oído—. Helios. Que
usted comprendería —añadió en voz más alta.
Vacilé. ¿Y si era una trampa? Nuestros enemigos, pues ya no podía
llamarlos de otro modo, ¿conocerían ese nombre? Sin embargo, ¿acaso
teníamos otra opción? Sabían que estábamos en Esparta, y probablemente
también que el atentado había fallado. Éramos blancos vivientes.
—Muy bien, le seguimos.
Se dirigió hacia una puerta que ostentaba el letrero de «Private» y nos
precedió antes de volver a cerrarla a nuestra espalda. Se trataba de un
despacho, y cómodamente sentado en uno de los sillones, se encontraba un
hombre a quien había confiado en no volver a ver jamás.
—Os presento al rey de la vigilancia de Canakkale y alrededores —dije
irónico a mis compañeros al reconocer a Michaël, el sustituto de Hyacinthe.
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Hans hizo una mueca y Amina le dirigió una mirada desconcertada.
—Basta de bromas, profesor Lafet. Puedes dejarnos —dijo al dueño del
pub, que se eclipsó sin pedir más explicaciones.
Saltaba a la vista que el pobre hombre estaba atemorizado.
—¿Qué le ha dicho para asustarlo de ese modo?
—Contrariamente a usted, no a todo el mundo le cabe la suerte de tener a
Helios por escudo, profesor Lafet. Puede creer que, cuando ese escudo caiga,
me mostraré ante usted bajo un aspecto que no apreciará demasiado.
Suspiré; sus fanfarronadas no me impresionaban.
—Y aparte de amenazarme, ¿cuáles son sus intenciones?
—Le llevo al sur de la ciudad, donde esté seguro. La policía no tardará en
venir a buscarle para interrogarlo a propósito de la explosión y es preciso
evitarlo a toda costa hasta tanto Helios haya hecho lo necesario.
—¿Es decir…?
—Detener la investigación.
—¿Quitándome de en medio, quizá?
—¡No sea estúpido! Claro que si solo dependiera de mí… —Se sacó un
paquete de cigarrillos del bolsillo—. Esta noche tenemos trabajo, profesor.
—¿Qué…? ¿De qué está hablando?
Michaël se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió con una sonrisa.
—Pues de su amigo el depurador bien trajeado, profesor.
—¿Me ha seguido usted? —farfullé.
No había notado nada en absoluto. Tal vez Michaël no fuera tan torpe
como había pensado.
—Se trata del hermano Giovanni o, más bien, de Anselmo Vitto,
exmilitar. Un profesional del levantamiento de minas. Dimos con su dossier
al investigar sobre la muerte del padre Ilario. Tomó los hábitos a la edad de
veintisiete años y ha escalado los peldaños a velocidad de vértigo gracias al
apoyo de un monsignore amigo de su familia. El hermano Giovanni
desapareció de un día para otro de la ciudad vaticana tras el reciente
fallecimiento de su protector —prosiguió Michaël.
—Y aquí lo tenemos entre nosotros —dijo Amina con voz carente de
inflexión.
—No por mucho tiempo, me temo. —Palidecí y él se encogió de
hombros—. Quien a hierro mata, a hierro mue…
Un ruido de deflagración amortiguada se dejó oír y Amina soltó un grito.
—¿Otra explosión? —se horrorizó Hans—. Pero ¿es que habían colocado
varias bombas en el hotel?
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Llamaron nerviosamente a la puerta del despacho.
—¡Señor Michaël! ¡Señor Michaël!
Este frunció el ceño, irritado.
—¿Qué pasa, Georgios? —preguntó con voz seca.
—Señor Michaël…, ¡ha habido otro atentado en la calle! ¡Un coche!
—¡Déjenos! Ande, váyase, la policía hará lo necesario, ¡deje de temblar!
—La puerta volvió a cerrarse y Michaël consultó de nuevo su reloj—. Que su
alma descanse en paz. Nuestro frailecillo era madrugador. ¿Sabía que había
alquilado una habitación frente a su hotel para vigilarle?
Apreté los puños.
—¿Qué ha hecho usted? —murmuré con voz átona.
—Mi trabajo, profesor. A Helios no le gusta que maltraten a sus hombres
y yo estoy aquí para lavar los trapos sucios. En fin, eso cuando no hago de
niñera —añadió—. En marcha. Hay que largarse.
Nos levantamos los tres como si hubiéramos recibido sendos mazazos en
el cráneo y le seguimos hasta un coche de cristales tintados, aparcado detrás
del restaurante. Las sirenas resonaban de nuevo a lo lejos y Amina se tapó los
oídos.
Tal como había dicho, Michaël nos condujo al sur de la ciudad, a un
apartamento discreto, en la cuarta planta de un edificio de pisos. No era muy
grande, pero sí holgadamente más confortable que mi estudio, y amueblado
sobriamente en tonos anaranjado rojizos. La climatización ronroneaba sin
cesar, agitando un aire con discretos efluvios de cidronela, sin duda destinada
a repeler a los mosquitos.
—El avión para Atenas sale dentro de siete horas —dijo mientras tendía
una botella de agua y un blíster de comprimidos a Amina y a Hans.
—¿Qué es eso? —inquirió este último.
—Somníferos. Después de la noche que han pasado, los necesitarán para
dormir un poco. —Al verlos vacilar, los depositó en la mesita baja—. Como
prefieran. El cuarto de baño está al fondo del pasillo y las habitaciones al
lado.
Se sentó en el sofá color óxido que reinaba en medio del salón y encendió
un cigarrillo.
—Ya que nadie se decide, voy a tomar una ducha —dije, al ver cómo mis
compañeros intercambiaban miradas suspicaces.
El agua tibia me despertó, y me libré con placer de la ceniza y del olor a
humo. Tras haberme puesto ropa limpia, cedí el sitio a Amina para reunirme
con Hans, que estaba charlando con Michaël. Este había extendido una
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verdadera colección de armas de fuego sobre la mesita baja y se había lanzado
a un panegírico de las automáticas.
—Esta tiene una mira láser —dijo apuntándola hacia mí—. ¿Ves? —Un
puntito rojo trepó a lo largo de mi pierna y se detuvo en mi entrepierna—. Y
¡bang!
Dirigí a nuestro anfitrión una mirada torva.
—¡Guarde su artillería! —le sermoneé—. ¡El chico solo tiene veinte años,
por todos los dioses! ¿No cree que ya ha visto suficientes horrores por el
momento?
Mi ayudante se enfurruñó y Michaël prorrumpió en carcajadas.
—A su edad, yo ya había dejado fiambre a más de uno.
—¿En serio? —preguntó Hans.
—¡Hans! —exclamé.
—¿Qué pasa? ¡No todos los días tengo ocasión de hablar con un
liquidador!
—¿Un qué?
—Un liquidador, Morg —repitió como si hablara con un niño
retrasado—. ¿No sabes lo que es?
—¡Sé muy bien lo que es!
—Bien, pues ese es su trabajo y ya está.
Me froté la cara, desconcertado.
—Hans, sé bueno, ve a lavarte.
—¡No me hables como a un crío!
—¡Que vayas a lavarte! —vociferé, lo que hizo sonreír a Michaël.
Mi ayudante obedeció entre protestas y yo fulminé con la mirada al rey de
la limpieza.
—¿Cómo se le ha ocurrido? —me quejé cuando oí el chasquido de una de
las puertas de los dormitorios.
—Ya no es ningún niño, profesor.
—¿Y si alguna se hubiera disparado?
—No están cargadas, ¿por quién me toma? ¡Siga sobreprotegiéndolo y
hará un pelele de ese chaval!
—¿Sobreprotegerlo?
Un repentino cansancio hizo que me fallaran las piernas y me dejé caer en
un sillón. Hans había estado a punto de saltar por los aires en mi cuarto hacía
un rato. Por mi culpa. Al igual que Mae había estado a punto de levantarle la
tapa de los sesos al salir de la mezquita. Y del mismo modo que habrían
podido romperle las cervicales en Roma.
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—Si de veras pudiera… —suspiré.
Michaël dejó de quitar el polvo a las pistolas y se sacó un sobre del
bolsillo de la chaqueta.
—Tenga.
—¿Qué es?
—Billetes para sus amigos. Esperaba a que hubieran descansado para
anunciárselo. Me cuesta confesarlo, pero tiene usted razón. La situación se
está volviendo demasiado peligrosa para ellos. No estoy en condiciones de
protegerlos a los tres.
—Nunca aceptarán regresar a Francia.
—Son billetes de autobús. Le esperarán en la residencia ateniense de
Helios. Está permanentemente vigilada.
Dejé el sobre encima de la mesa y me froté los párpados. Por primera vez
desde que había salido de París, me sentía realmente agotado.
—¿Puedo cogerle un cigarrillo? —pregunté. Me tendió su paquete y su
encendedor—. Gracias.
Lo fumé en silencio y, cuando lo apagaba, me di cuenta de que Michaël
me estaba mirando fijamente.
—Los otros dicen que siempre es así —comentó.
—¿Perdón?
—Que se pasan meses, y a veces años, yendo a la caza del tesoro y, en la
recta final, ¡plof!, llega el desfallecimiento.
—¿Quiénes son esos «otros»?
—Pues otros como usted. Los pupilos de Helios.
—Yo no soy el «pupilo» de Helios.
Rio sarcástico.
—También ellos dicen eso. Al principio… —Preferí no replicar y cogí un
segundo cigarrillo—. Son los niños mimados —prosiguió con amargura—.
Cuando uno de los arqueólogos estornuda, ¡todo el personal se suena!
—¿Cuántos son? —Hizo un amplio ademán evasivo—. ¿Ha visto a Helios
alguna vez?
—Nadie le ha visto nunca. Pero es legal. Y paga bien. Muy bien, incluso.
Lo importante es que seas tan legal como él.
—¿Y en caso contrario?
—Nadie ha vuelto de allá arriba para dar detalles. Haría bien en ir a
dormir un poco, profesor.
Le dirigí una mirada de soslayo.
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—Para ser alguien que hace cinco minutos quería liquidarme, me parece
usted muy solícito.
—Nunca golpeo a un hombre caído, y ahora me da usted la impresión de
alguien que ha tocado fondo y que empieza a desmoronarse.
Sonreí a mi pesar.
—Con gusto le habría molido a palos en Turquía, para cobrarme el
acojono que me hizo pasar.
Abrió desmesuradamente los ojos.
—¿El acojono?
Asentí con la cabeza.
—No tengo nada de uno de sus «pupilos» cazadores de tesoros. No soy
Indiana Jones, arqueólogo estrangulador de cobras, con la pistola en una
mano y el látigo en la otra.
—A otro perro con ese hueso, profesor. Es usted un temerario al igual que
ellos. Puede que no el cuchillo con más filo del cajón, pero…
—Temo que eso no baste para llevar a buen término la misión —dije
poniéndome de pie.
Él me agarró el brazo y clavó su mirada en la mía.
—Okey, profesor. Pongamos las cartas sobre la mesa. Separarse de sus
amigos en Canakkale fue algo estúpido. Tomar una suite en un hotel de lujo
de Chipre con su verdadero nombre y pasearse por el monte bajo sin recibir
una bala en la cabeza fue un golpe de suerte como rara vez he visto. Llegar a
Esparta como si nada y confiar en que esos tipos no se le echaran encima fue
decididamente suicida. Ahora bien, pensar que no podrá aguantar el tipo en la
recta final después de todo eso… es la mayor majadería que jamás he oído.
Bajaremos allí, profesor. Nos sacará usted esa maldita armadura y, después de
eso, nos regalaremos unas vacaciones en las islas rodeados de tahitianas.
—Olvida usted a los que la guardan.
—A lo sumo, un puñado de inútiles medio chalados. Su trabajo consiste
en recuperar una antigüedad de hace tres mil años según las reglas del arte y
sin estropear nada. El mío consiste en aplastar al primer moscardón que se
atreva a posarse en su pincel, y eso sé hacerlo mejor que nadie, profesor.
Ocúpese usted del macabeo y yo me encargo de las polillas. ¿Qué me dice?
—¿Tengo elección?
Me tendió la mano, como para sellar un contrato, y me disponía a
estrechársela, cuando sonó su móvil.
—¿Diga? Sí, señor, están en lugar seguro. No, yo… —Una voz gritó en el
teléfono, arrebatándole la palabra—. Pero yo… —Fue a encerrarse en una de
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las habitaciones y yo agucé el oído—. ¡Desde luego que no! Pero ¿cómo
habría podido adivinar que iba a poner una bomba? No, no lo he comprobado.
Estaba convencido de que… Pero bueno, ¿cómo…? Yo… Sí, señor. He
sacado billetes para el autobús de las 13.45. ¿Perdón? Ayer. No veo por qué.
Ellos no… ¿Qué? Bien, señor. Si cree que es mejor… Muy bien, sí. Tendré
cuidado, señor. Sí, sin falta.
Habría podido echarme a reír si la situación no hubiera sido tan dramática.
Y pensar que por un breve instante casi me había parecido simpático… Aquel
hombre solo valía para eliminar los blancos que le designaban sin pararse a
pensarlo. ¿Por qué Helios me había asignado a semejante tarado?
Agotado, me tendí en la cama gemela a la de Hans, que dormía ya como
un bendito, y cerré los ojos, pero mi móvil sonó a su vez y me apresuré a
descolgar con el fin de no despertar a mi ayudante.
—¿Diga? —contesté, tras salir de la habitación para encerrarme en el
cuarto de baño.
—¿Morgan? ¿Cómo lo lleva?
Helios… Parecía irritado. Así pues, estaba claro que era él quien había
gritado en el móvil de Michaël.
—No demasiado bien, debo confesarlo.
—Le comprendo. ¿Conserva su arma?
—Sí.
—Sobre todo llévela encima.
—¿Por qué me ha impuesto a ese incapaz? —pregunté a media voz.
—Ya no tendrá que soportarlo mucho tiempo, Morgan. Ha recibido
instrucciones, la caballería está en camino, confíe en mí.
—Confiar en usted… —me burlé—. ¿Cómo está Etti?
—Muy bien. Al parecer se pasa horas vigilando las idas y venidas de la
clínica. Estoy convencido de que es a usted a quien aguarda.
—Si es lo mejor que se le ha ocurrido para aliviar mi estrés, se ha
marcado un tanto.
—No, Morgan. Eso significa sencillamente que ha comprendido lo que
usted le prometió y lo que le ha dicho Hyacinthe. Hace grandes progresos.
—¿Y si yo no pudiera ir?
—No diga tonterías. Todo va a salir bien.
—Nada nos asegura que la armadura siga ahí abajo, suponiendo que
alguna vez lo haya estado.
—Un equipo está estudiando en este mismo momento las lecturas
topográficas del sector donde vio usted a Anselmo Vitto, Morgan. Según
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parece, durante la guerra se excavaron una especie de bunkers improvisados
no lejos de donde actualmente se están haciendo las excavaciones. Los
cimientos antiguos habrían servido de muros de refuerzo para esos refugios,
donde los habitantes ocultaban hombres, municiones y víveres. Al acabar las
hostilidades, muchos de ellos se derrumbaron y, por seguridad, fueron tapados
nuevamente. Al menos esa es la versión oficial. Estoy dispuesto a apostar que
esta vez ha puesto usted el dedo en la llaga.
—Helios…, si las cosas no ocurrieran según lo previsto, ¿qué haría con
Etti?
—Se le cuidará como es debido, tiene usted mi palabra.
—Quiero que se lo confíe a mi padre. —Un largo silencio—. ¿Oiga?
¿Sigue usted ahí? ¿Me oye? —insistí.
—Todo va a salir bien.
—Quiero su palabra de que lo confiará usted a mi pad…
—Debo dejarle, Morgan. Buena suerte. Me pondré en contacto con usted
esta noche para transmitirle la información que hayamos podido conseguir.
—¡Espere!
Colgó y estuve a punto de llamar a mi padre en el acto para contárselo
todo, decirle que Etti estaba vivo, en alguna parte, que debía encontrar su
rastro, pero cambié de opinión. ¿Y si Helios le hacía daño?
Volví a meterme el móvil en el bolsillo y me tumbé de nuevo, confiando
en que podría mantener la promesa que había hecho a mi hermano.
«En casa… como antes».
París me parecía tan lejano en aquel momento…
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XI
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utilizarlo, debo reconocerlo. En apenas tres minutos, la puerta cedió y él me
empujó al interior, «cubriéndome las espaldas» él mismo.
Una vez a cubierto, no sin antes haber echado una última mirada en
derredor, cerró silenciosamente la puerta. Saqué una linterna de la mochila y
barrí la caseta con el haz luminoso. Michaël me agarró el brazo con
brusquedad y dirigió la linterna hacia el suelo.
—¡No en dirección al tragaluz! —refunfuñó—. Podrían vernos desde el
exterior.
Con un suspiro exasperado, examiné el suelo. Hormigón. Sin embargo,
como Amina había adivinado, existía una trampilla metálica debajo del panel
de control fijado a la pared. Tiré del asidero.
—Cerrada con cerrojo —dije tras volver a incorporarme.
—Déjeme a mí.
Michaël hizo saltar el cerrojo con mayor facilidad todavía que la cerradura
de la puerta y levantó la trampilla. A nuestros pies se abría una especie de
boca de alcantarilla cuadrada de un metro de lado cuyo fondo no se
distinguía. Barras de metal oxidadas estaban fijadas a intervalos regulares en
el hormigón, formando una especie de escalera de mano. Dirigí hacia allí el
haz de la linterna y vi algo parecido a un enlosado de hormigón a unos ocho o
diez metros de profundidad.
—Después de usted —murmuré, haciendo una seña a mi compañero.
Obedeció con mil precauciones, teniendo buen cuidado de no enredarse
los pies en los cables eléctricos y los tubos y, una vez que estuvo abajo, le vi
acuclillarse y hacerme una seña. Me eché la mochila al hombro y emprendí el
descenso, tras haber bajado de nuevo la trampilla a mi espalda…
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—Hágase a un lado, profesor.
Intentó forzar la cerradura, pero esta resistió.
—¿Qué hay? —inquirí.
—Tres cerrojos, y no son ninguna chapuza. —Golpeé el suelo con el pie,
impaciente—. ¿Quiere hacerlo en mi lugar?
Finalmente, al cabo de un buen rato, la puerta cedió y accedimos a un
espacio de lo más corriente donde rugía un gran generador eléctrico. Michaël
barrió el recinto con la linterna. Ni puerta ni trampilla en el suelo y, delante de
nosotros, la pantalla de control de la máquina infernal.
—Hemos debido de pasar algo por alto —concluí.
—No veo el qué. Es minúsculo.
Recogí una colilla de cigarrillo del suelo e hice una mueca. Había una
docena larga y no todos de la misma marca. «Minúsculo», en efecto, para un
lugar de reunión.
Michaël se impacientaba.
—Salgamos de aquí. Este estrépito me pone a cien.
Fruncí el ceño y observé con atención los cuadrantes del panel de control.
El generador funcionaba a toda marcha.
—Michaël…, ¿oyó usted algo antes de que bajásemos?
—Nos encontramos a varios metros por debajo del hormigón, profesor.
No es posible oír este follón desde el exterior.
—No, hablaba de la depuradora. —Enarcó una ceja—. ¿Ha oído el ruido
de las turbinas cuando hemos bajado?
—No, todo estaba silencioso.
—Porque la estación está en standby.
—¿Y qué?
—¿Y qué? —repetí, señalando los cuadrantes con el dedo—. ¿Puede
decirme adónde va toda esa corriente eléctrica, si no funciona por el
momento?
Michaël se rascó la barbilla, viendo adónde quería ir a parar.
—Tal vez ese generador alimente uno o varios edificios de la ciudad.
—El interés de un generador como este consiste precisamente en evitar
una conexión con la red eléctrica de la ciudad.
Una viva luz iluminó de pronto el lugar y la sangre se me heló en las
venas. Michaël me arrancó la linterna de las manos para apagarla y se puso un
dedo sobre la boca al tiempo que señalaba el techo. Desconcertado, vi una
reja, por la que se filtraba la luz, y cuatro pies. Dos hombres hablaban en
griego de las películas que habían visto recientemente y de sus pin-up
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favoritas. Si se trataba de nuestros guardianes, la castidad no formaba parte de
su doctrina. Como tampoco los cigarrillos, pues, cuando hubieron acabado de
charlar, dejaron caer las colillas a través de la reja y estas se reunieron con la
otra docena que había visto al entrar. Acabaron por alejarse, la luz se apagó y
oímos con claridad el chasquido de una puerta.
—Bingo —dijo mi compañero, y volvió a encender la linterna.
—¿Cómo se accede ahí arriba, según usted?
—¿Cuánto mide, profesor?
Le imaginé subiéndose a mis hombros e hice una mueca.
—No, debe de haber otra entrada. La que tomó nuestro amigo el
colocador de bombas para reunirse con sus pequeños camaradas. Me cuesta
imaginarlo haciendo escalada con un traje de dos mil euros.
—Es mejor pasar por ahí que por la puerta grande. Será menos probable
que reparen en nosotros. ¡Agáchese!
Me acuclillé a regañadientes y subió a horcajadas sobre mis hombros.
Michaël debía de pesar sus buenos setenta kilos, para una estatura de metro
setenta y cinco, y tuve cierta dificultad en incorporarme. Cuando lo conseguí,
tuvo que encogerse unos veinte centímetros.
—Despacio, profesor…, ¿quiere matarme o qué?
Con una simple presión, la reja giró sobre los goznes que la mantenían
sujeta por uno de los lados sin el menor ruido.
Michaël se izó a fuerza de brazos.
—¿Y yo? ¿Cómo subo?
—Tengo una cuerda en mi moch… ¡Dios santo!
—¿Qué pasa?
—Hágase a un lado, profesor.
—¿Qué?
—Hágase a un lado, no va a necesitar ninguna cuerda.
Oí un leve sonido sibilante y, con los ojos desorbitados, vi cómo una
escalera de aluminio se desplegaba del techo hasta mis pies, donde se detuvo
a pocos centímetros del suelo con el ruido característico de un gato hidráulico.
—En el nombre de Zeus…
—Suba.
Obedecí. Aunque algo inestable, la escalera era resistente, y con unas
cuantas zancadas me reuní con Michaël, que apretó otro botón en el pequeño
panel de la pared. La escalera se replegó con suavidad, casi silenciosamente, y
la reja se cerró sola.
—Me ha dejado atónito —murmuré.
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—No estoy seguro pero, según el letrero —susurró mi compañero
señalándome otro botón—, este parece accionar un sistema que oculta la reja.
Deben de utilizarlo durante el día.
Un fuerte olor a humedad flotaba en el aire. Nos encontrábamos en un
cuartito de paredes de hormigón equipado con dos mesas de jardín y ocho
sillas. En un rincón había un frigorífico enchufado y sobre él una máquina de
café exprés nueva, con vasitos, servilletas, cucharitas de plástico y azúcar. En
un pequeño estante habían apilado platos de cartón, vasos y cubiertos de
plástico, así como algunas botellas de alcohol, latas de galletas de aperitivo y
especias.
—Parece una sala de descanso —murmuré—. ¿Un quiosco de bebidas al
lado de una tumba? Resulta de dudoso gusto… —Michaël, tan desconcertado
como yo, examinó la puerta blindada, otra más, que cerraba el cubículo e hizo
una mueca—. ¿Algún problema?
—Sí, más bien.
—¿No puede forzarla?
—¿Quiere usted probar a poner su pulgar? —se burló mientras me
señalaba una pequeña pantalla electrónica que había a un lado.
—¿Perdón?
—Es un sistema de abertura por identificación de huellas dactilares. Trate
de forzarla y desencadenará toda una batería de alarmas.
—¿Qué hacemos entonces?
Se situó a un lado de la puerta, me hizo una seña para que me reuniera con
él, enroscó un silenciador sobre el cañón de su arma y apagó la linterna.
—Esperar, profesor —respondió mientras amartillaba la pistola.
No tuvimos que aguardar demasiado. Menos de un cuarto de hora
después, la puerta se abrió y dejó paso a un hombre con traje negro. Accionó
el interruptor pero, cuando nos vio, era demasiado tarde. Apenas había abierto
la boca para dar la alarma, cuando una bala se alojó en el centro de su frente.
Cayó pesadamente al suelo.
Yo había pensado estúpidamente que Michaël le obligaría a hacernos una
visita guiada o que…, no sé, pero no aquello. No matarlo a sangre fría sin
siquiera dejarle batir las pestañas.
—Deme mi mochila, profesor. Deprisa.
Le tendí la mochila y sacó de ella un largo machete de supervivencia.
Cuando lo vi apoderarse de la mano del cadáver, aparté la vista.
—Es usted un tarado… —dije entre dientes.
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Michaël se contentó con sonreír y arrastró el cuerpo hasta un rincón, junto
a la trampilla.
—Ábrala —me ordenó.
—¿Arrojarlo abajo? Está usted loco, alguien podría verlo.
—Ya hemos dejado huellas abajo al forzar todas las puertas. ¿Qué más da
un poco más o un poco menos?
—Pero…
—Tardarán más en encontrarlo ahí abajo. Salvo si usted no mueve un
poco el culo y se desangra sobre el hormigón —añadió con una mirada
asesina.
Obedecí y levanté la trampilla, con el corazón en la boca. Mi compañero
tiró el cuerpo al cuarto del generador como si se hubiera tratado de un vulgar
saco de residuos.
—¿Y ahora?
Enarboló el pulgar cortado del cadáver.
—Vamos a ver lo que ocurre aquí.
Con la pistola apuntando a la puerta, depositó su macabro trofeo en la
pantalla digital y el cerrojo del batiente se descorrió. Tras echar una mirada
por el resquicio, me hizo señas de que le siguiera y que cerrase la puerta a mi
espalda.
Nos encontrábamos al final de un pasillo de hormigón en penumbra y sin
abertura, que debía de extenderse a lo largo de dos o tres metros como mucho.
En el otro extremo, una viva luz de neón se filtraba por los cristales de una
puerta de doble hoja, como las que se ven en los hospitales.
Michaél se lanzó hacia delante sin sombra de vacilación, pistola en mano,
y yo le seguí a grandes zancadas. Se pegó a la pared, esperó a que yo hiciese
otro tanto y, prudentemente, aventuró una mirada a través del cristal. Le vi
sobresaltarse y dejó escapar una exclamación de sorpresa.
—¿Qué? —murmuré con voz apenas audible.
Como no aguantaba más, eché una ojeada a mi vez. Nos encontrábamos
en lo alto de una especie de estadio ultramoderno, y por la puerta tras la cual
nos ocultábamos se accedía a una plataforma que daba toda la vuelta,
guardada por hombres con traje y con un arma en el cinturón. Conté cinco en
total. Dirigían la mirada al centro de la pista, donde una decena de individuos
vestidos de blanco, sin la menor duda científicos, se agitaban en un
laboratorio como jamás había visto. Ordenadores, escanógrafos, microscopio
de barrido, analizador de espectro, lásers, cámara magnética, horno, no faltaba
de nada.
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Michaël me señaló algo al fondo del laboratorio. En gruesos tubos de
vidrio cuya presión y humedad cabía imaginar que eran controladas por un
sistema electrónico complejo, se encontraban las seis razones del despliegue
de tan impresionantes medios técnicos y científicos. Las piezas que
componían la armadura de Aquiles: el peto, el casco, el escudo, la lanza y las
dos cnémidas. Dos tubos vacíos esperaban la espada y el puñal.
Me quedé con la boca abierta. Y yo que pensaba que daríamos con una
tumba polvorienta y un frágil cuerpo momificado, guardado por adeptos de
una secta de místicos fanáticos.
—Nos largamos —musitó Michaël—. No había previsto esto.
De pronto sentí algo frío en la nuca.
—Ponga las manos donde pueda verlas, profesor —soltó en griego a mi
espalda una voz femenina.
Michaël no tuvo tiempo de reaccionar: un hombre fornido le había puesto
una pistola en la sien y le quitó el arma.
La mujer me obligó a volverme hacia ella y reconocí conmocionado a la
bonita recepcionista del hotel.
—¡Sorpresa, profesor!
—¡Koba! —llamó su amigo en dirección a la puerta—. Tenemos visi…
No tuvo tiempo de acabar la frase. Michaël había sacado una segunda
pistola de uno de sus bolsillos y lo había matado de un tiro que resonó en toda
la estructura.
Aprovechando la sorpresa, me apoderé del arma de la muchacha, pero esta
se derrumbó en mis brazos. Michaël le había disparado una bala entre los
omóplatos.
A través de los cristales veía a los hombres trajeados correr por la
plataforma para precipitarse hacia nosotros. Pero ya no eran cinco. Los que se
encontraban abajo, y en los que no habíamos reparado, subían de cuatro en
cuatro la escalera que llevaba a la plataforma. Por el hueco de uno de los
cristales, que había roto, mi compañero alcanzó a tres.
—¡Dispare, profesor! —me gritó sin dejar de apuntar, de cara a la puerta.
Me resigné, con el corazón desbocado. Tras romper el otro cristal, apunté
al más cercano y apreté el gatillo. Cayó hacia atrás y los otros se pusieron a
cubierto. En ese preciso momento, mi compañero recibió una bala en el
hombro y se desplomó.
—¡Michaël!
Una explosión retumbó de repente a mi espalda, desencadenando una
alarma que paralizó a parte de los hombres de la plataforma y provocó un
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enloquecimiento general.
En el pasillo por el que habíamos venido acababan de materializarse una
decena de hombres con pantalón y camiseta negros, armados con fusiles
automáticos.
—¡Morgan! —gritó uno de ellos—. ¡Echese al suelo!
—Hyacinthe…
Los cristales y la parte superior de las puertas volaron en astillas cuando
ametrallaron las hojas todos al mismo tiempo, y me tumbé en el suelo para
escapar de las balas y cubrir a Michaël, que yacía en tierra.
—¿Qué caray es este lugar? —gritó uno de los hombres de negro antes de
volver a cargar el arma.
—¡Vamos a averiguarlo! —replicó mi antiguo ángel de la guarda, al
tiempo que se precipitaba a la plataforma sin dejar de disparar.
Saltaron por encima de nosotros como si fuésemos simples sillas
volcadas, y me concentré en Michaël para no tener que contemplar la
carnicería. Perdía mucha sangre.
—Aguante —dije quitándome la camiseta para presionarle con ella la
herida.
—Ya no siento el brazo —gimió entre los disparos y los gritos—. ¡Ya no
siento el brazo derecho!
—¡No se altere!
Su rostro, contraído de dolor, hizo una horrible mueca y me escupió a la
cara.
—Tú… los esperabas, ¿verdad? Por eso… te quedabas atrás, ¡hijo de
puta!
—¿Qué? —farfullé mientras me secaba con el dorso de la mano.
—¿Teníais miedo… de que no estuviera a la altura, hatajo de cabrones?
¿Por eso… queríais libraros de mí?
—¿De qué está hablando? ¡Deje de gritar y de moverse! No…
El impacto de la bala me cortó el aliento y una quemazón insoportable me
inundó el costado. Intenté levantarme, pero caí hacia atrás, contra la pared. Mi
mirada iba de mis dedos cubiertos de mi propia sangre a la pistola que
Michaél apretaba en la mano derecha. Me había disparado. Aquel cabrón me
había disparado…
—¡No me gusta que me tomen… por idiota, profesor!
Apuntó de nuevo hacia mí y meneé desesperadamente la cabeza, incapaz
de pronunciar una sola palabra.
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Sin embargo, no tuvo tiempo de apretar el gatillo. Hyacinthe, que se
incorporó de repente por encima de él, lo llenó de plomo de los pies a la
cabeza.
—Morgan… —Se arrodilló a mi lado y me obligó a tenderme—.
¿Morgan? Respire. —El dolor me arrancó un grito—. ¡Hábleme! ¡Morgan!
—Me ha… disparado…
Hice una inspiración, pero un velo de bruma cayó ante mis ojos.
—¡Morgan! ¡Hábleme! ¡Siga conmigo! ¡Morgan!
Y luego, la negrura total…
Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue el neón del techo. Iluminaba la
estancia sin lastimar los ojos y dispensaba una agradable luz blanca. Un olor a
éter me cosquilleó las ventanas de la nariz; quise frotármela, pero algo tiró de
mi brazo. Bajando los ojos al hueco de mi codo, vi un esparadrapo del que
salía un tubito de plástico lleno de líquido. ¿Un gotero? Meneé la cabeza para
salir del aturdimiento, pero tenía el cerebro embotado. Luego sentí la
quemazón en el costado, y todo me volvió a la memoria.
—No se mueva, señor Lafet —dijo una suave voz en griego—. Está usted
en el hospital, en la sala de recuperación, no tema nada. Ha tenido un
accidente.
Un accidente…, pero ¿de qué estaba hablando? ¿Qué accidente? Me
habían disparado.
—¿Dónde están… los otros?
—¿Los otros? ¿Qué otros, señor Lafet? Vamos, cálmese, trate de
descansar. El efecto de la anestesia se disipará y todo le volverá a la memoria.
—Me acuerdo… muy bien.
—Cálmese.
Luché por seguir despierto, pero debo admitir que estaba más allá de mis
fuerzas, y me hundí en la inconsciencia.
Esta vez desperté en una habitación espaciosa, pintada en tonos azules muy
pálidos y adornada con flores secas, estrellas de mar y cuadros de motivos
acuáticos. La cama era cómoda y ya no sentía ningún tirón en el brazo. La
suave luz que se filtraba por el estor color arena me acariciaba
agradablemente el rostro.
—¿Señor Lafet?
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Volví la cabeza y vi a un enfermero de unos veinte años. Moreno, esbelto,
delicado y guapo como un efebo, no habría desentonado como decoración de
los vasos de sus antepasados.
—¿Dónde estoy? —pregunté.
—En la clínica Lemessos, señor Lafet. En Esparta. Llegó usted hace dos
días.
—¿Dos días? —me sorprendí.
—Sí. ¿Siente dolor?
Traté de moverme con prudencia. Seguía teniendo un dolor agudo en el
costado, como si me hubiera quemado con un cigarrillo, pero nada
verdaderamente insoportable.
—No, yo… Parece que todo va bien.
—Tanto mejor, porque le han quitado el gotero esta mañana y los
calmantes ya no deben de hacer efecto.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro de la tarde, señor Lafet. ¿Tiene hambre o sed? Tenía la
garganta seca y ganas de devorar un buey entero. —Sí.
—Voy a traerle algo de comer. Pero no se sorprenda si con unos cuantos
bocados tiene la sensación de estar ahíto, es normal.
—¿Mi herida era grave? —me atreví por fin a preguntar.
El efebo con voz de miel se sentó en mi cama y me apretó la mano.
—No, señor Lafet. Puede estar tranquilo. La bala resbaló por sus costillas
y quedó alojada entre dos de ellas. Ningún órgano interno resultó afectado,
pero perdió mucha sangre y tiene que descansar. Tenga, beba un poco de agua
—dijo llenando un vaso—. Voy a traer más, la jarra está ya tibia. —Se
levantó y se dio unos golpecitos en la cabeza con el dedo índice—. Lo
olvidaba. Ahí fuera hay dos hombres que desean hablar con usted. Policías,
según he creído entender. Voy a pedirles que entren.
Desapareció antes de que yo tuviera tiempo de abrir la boca. ¿Qué iba a
poder decirles?
No tuve tiempo de inventar un relato coherente, pues el efebo regresó con
ellos pocos minutos más tarde.
—Y no lo fatiguen demasiado, acaba de despertar —dijo con expresión
severa, antes de dejarnos.
Los dos hombres, dos agentes de pelo muy corto y traje impecable, se
situaron cada uno a un lado de la cama, con cara de pocos amigos y los labios
apretados. El más bajito me presentó su credencial y el corazón se me embaló
cuando vi el logo estampillado en ella, una mano que blandía una antorcha
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ante un globo terrestre. No eran realmente inspectores de policía sino agentes
del EYP, el servicio secreto griego.
—¿Caballeros?
El agente que me había enseñado su credencial se sentó en mi cama y
trató de sonreír. Cosa a la que visiblemente no estaba acostumbrado.
—¿Cómo se encuentra, señor Lafet?
—Bien, gracias.
—Tanto mejor —dijo su colega—. Porque dentro de tres días regresará
usted a su casa. Estamos convencidos de que tiene prisa por olvidar todo esto.
Fruncí el ceño.
—¿Qué quieren decir?
El más bajito se inclinó hacia mí.
—No ha visto usted nada. No ha ocurrido nada y su herida fue un
accidente, cosa que lamentamos, puede creerlo.
—¿Qué? —exclamé.
—Un vigilante, al verle en plena noche en el yacimiento, no le reconoció
y le disparó. Un desdichado accidente.
—Lo sentimos mucho —ratificó su colega.
La cólera se apoderó de mí.
—¿Quién era esa gente?
—Debe descansar, señor Lafet. Todavía delira.
—Sin duda por efecto de la conmoción —insistió su compañero—. A
veces cuesta pensar con claridad al salir del coma.
—¡Pero si no estaba en coma!
—Sí, señor Lafet. Está escrito claramente en su informe médico. Su
cerebro está un poco nublado.
Me incorporé en la cama pese a los tirones que me daba la herida.
—¿A qué juegan? —refunfuñé—. ¿A quién están protegiendo?
—A usted, tal vez —dijo el más alto con voz suave—. Descanse, señor
Lafet.
—Y váyase —añadió el otro, depositando un billete de avión de clase
business en la mesilla de noche—. Ya nadie le hará daño, no tiene objeto que
se preocupe.
—Tres días. Feliz restablecimiento, señor Lafet.
—Hasta la vista, señor Lafet, y no lo olvide: no vio usted nada.
Se fueron como habían venido y tuve que controlarme para no arrojar la
jarra de agua contra la puerta. ¿Qué eran aquellas historias? ¿Qué pintaba allí
el servicio secreto griego?
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—¿Señor Lafet? —dijo mi enfermero asomando su cara sonriente por el
resquicio de la puerta—. Le traigo algo con lo que reponerse. —Entró y
depositó la bandeja sobre una mesa de ruedas sobreelevada—. ¿Le han
irritado? Parece usted nervioso.
—¿Quién me trajo aquí?
—Una ambulancia. El policía dijo que un vigilante de las excavaciones de
la acrópolis le había disparado porque no le reconoció. ¿Quiere saber mi
opinión? Hoy en día confían un arma a cualquiera. ¿Ha visto usted a los
vigilantes del museo arqueológico? ¡Están más empapados en alcohol que la
mecha de una lámpara! Que se duerman en su asiento tiene un pase, pero si
ahora empiezan a disparar sobre los arqueólogos…
—¿Ha…, ha venido un tal Hyacinthe?
—¿Su colega? Sí, desde luego. Ayer. Un señor muy amable. Trajo sus
cosas. Están en el armario. ¿Quiere algo?
—Si no le molesta, me gustaría echarles una ojeada.
—Aquí no tenemos por costumbre robar, ¿sabe? —dijo, ofendido.
—No, no, no tiene nada que ver con usted. Solo querría comprobar que
Hyacinthe no ha olvidado mi diario y un documento muy importante que
debo estudiar lo antes posible.
Prorrumpió en carcajadas.
—Ustedes, los hombres de ciencia, están completamente locos. Les
disparan y, apenas despiertos, ¡de nuevo se abisman en sus investigaciones!
—Hurgó en mi mochila y en mi bolsa de viaje—. ¿Es esto? —preguntó
sacando un bloc.
—No, es un pequeño cuaderno muy grueso y un tubo de cartón.
Estiré el cuello para escrutar el interior de mi equipaje, pero solo vi mi
material y ropa nueva. El tubo que contenía el documento del Vaticano era
demasiado grande para pasar inadvertido.
—No encuentro nada más, señor Lafet.
Solté una risa sarcástica y amarga.
—Lo contrario me habría sorprendido…
—Sin duda su amigo temía que se agotara usted, y estaba en lo cierto.
—Aguarde, páseme la bolsa de aseo, ¿me hace el favor?
—¿Quiere que le ayude? —preguntó, al tiempo que me la tendía.
—No, gracias, me las arreglaré.
—Sobre todo no vaya a resbalar en la ducha.
Esperé a que saliera y rebusqué en la bolsa de aseo en busca de una bolsita
de cuero, que encontré arrinconada entre un tubo de dentífrico y una pastilla
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de jabón. Una sonrisa involuntaria se dibujó en mis labios y dejé caer en mi
palma el pequeño objeto que contenía. Mi sonrisa se heló cuando vi lo que
tenía en la mano. Hyacinthe había sustituido la hebilla de titanio recuperada
de la tumba de Alejandro por una copia de moneda antigua de oro que
representaba a Apolo, con la cabeza de su amante, Jacinto, muerto por Zéfiro,
sobre las rodillas. En uno de los cantos estaba escrito, en griego: «Se marchó
apresuradamente…, también él».
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—El lugar está cerrado y la profesora Varnalis se encuentra en Praga
hasta el jueves que viene. Váyase —ordenó con voz seca.
Viendo que era inútil insistir, retrocedí y fui en busca de otro taxi sin dejar
de rezongar. Bombas que databan de la guerra… ¿Cómo habían alertado a las
autoridades y por qué guardaban silencio sobre el tiroteo? Una veintena de
cadáveres tirando por lo bajo; habría tenido que salir en primera plana de los
periódicos. ¡Santo Dios! ¡Helios no podía tener contactos a tan alto nivel!
Me dolía la cabeza a fuerza de hacerme preguntas y los puntos de sutura
me hacían sufrir. Saqué el billete de avión en el autobús para comprobar la
hora de llegada a París y me lo volví a guardar en la mochila.
—¿Ha pasado una feliz estancia en Esparta? —me preguntó mi vecino de
asiento en un inglés penoso.
Se trataba de uno de esos simpáticos viejecitos vestidos con un elegante
traje color crudo y bastón en mano que todavía pueden verse en las guías
turísticas y los carteles promocionales de estancias en Grecia. Uno de esos
que dirías que se han vestido y arreglado para la foto. Pero, al parecer, estaba
claro que tales personajes folclóricos existían.
—Maravillosa —respondí en griego—. Inolvidable.
—¡Oh! ¿Cómo es que habla usted nuestra lengua?
—Soy helenista.
—¿Ha visitado nuestro museo arqueológico? Cuenta con muy hermosas
piezas de colección espartanas. Sobre todo la gran copa de los cazadores.
Vienen de todo el mundo para fotografiarla, ¿sabe?
—Procede del yacimiento de Amiclea, no de Esparta.
—¡Ah, no, señor! —dijo con orgullo—. La sacaron de la acrópolis de
Esparta. La próxima vez mire la placa.
—Debía de haber un error en el inventario. Algunas veces ocurre.
Se echó a reír.
—¡Es usted testarudo! ¿Por qué no cree que sea de aquí? Según usted,
¿los espartanos eran demasiado torpes para haberla pintado?
—No.
—Entonces, ¿por qué? —insistió.
—Fui yo quien la encontró.
Eso le cerró el pico unos instantes y luego prorrumpió en cordiales
carcajadas. Me pregunté fugazmente cuántos antidepresivos habría tomado
Phâno el día del inventario de la alfarería laconia.
—En tal caso, ¡bravo, joven! ¿Y qué es lo que le trae entre nosotros en
esta época del año, entre tanto turista? —Se inclinó hacia delante—. ¿Acaso
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forma parte del equipo de consejeros históricos de la película?
—¿Perdón?
—Van a rodar una película sobre Leónidas y la batalla de las Termópilas.
Los americanos —precisó con buen humor—. Han echado el ojo a «Leónidas
el héroe». Ojalá todos los demonios del más allá le roan los pies a semejante
imbécil. «La gran batalla», como dicen. Ignorantes…
—No, no estaba al corriente.
—Es una pena, usted podría haberles explicado lo que ocurrió realmente.
—Parece apasionarse por la historia de su país. —Asintió, ávido de
entablar una conversación sobre el tema—. ¿Cómo diablos sus antepasados
pudieron creer ni por un momento que iban a ganar esa batalla?
—¿Cómo que «iban a ganar esa batalla»? ¡El noventa y nueve por ciento
de ellos la creían ya ganada! Por la voluntad de Dios y del Espíritu Santo, sin
duda. ¿Quiere que le diga…? Si aún tenemos un nombre en el mapa de
Europa es porque los dioses, allá arriba, debieron de decirse que los
espartanos eran gente demasiado temeraria y divertida para permitir que
desaparecieran. ¡Seguir todavía en este mundo pese a la cantidad de pobres
muchachos que hemos enviado a la muerte a lo largo de los siglos tiene algo
de milagroso!
Reí de buena gana, torturando a mi pesar los puntos de sutura, y la
compañía de aquel alegre anciano erudito me permitió escapar por unas horas
a mis negros pensamientos.
Nos separamos delante de un café en Atenas, donde mi avión llevaba más
de dos horas de retraso. Tuve que esperar pacientemente en los pasillos del
aeropuerto fumando cigarrillo tras cigarrillo entre dos telefonazos a Hans. El
contestador, una vez más. Pero ¿qué podía haberles ocurrido?
Volvió a entrarme dolor de estómago, sin que supiera a qué atribuirlo, si a
la angustia, a mi herida o a un principio de úlcera.
«Se ruega a los pasajeros del vuelo 548 a París que se presenten en la
puerta de embarque…».
Salté de mi asiento y me puse en la cola de espera. Una parte de mí se
moría de ganas de volver a Francia y la otra me empujaba a huir al otro
extremo del mundo para no tener que explicar a mi padre y a Ludwig lo que
había ocurrido.
—¿Señor? —Me sobresalté. Era mi turno—. ¿Puedo ver su tarjeta de
embarque, señor?
Se la tendí.
—Perdóneme, estaba distraído.
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—Buen viaje, señor Lafet.
Entré en el avión y un auxiliar de vuelo me señaló mi asiento.
—¿Puedo servirle algo mientras esperamos el embarque de la clase
turista, señor? ¿Un refresco? ¿Una copa de champán?
Se alejó con expresión afectada y yo dormité hasta el despegue. Los
nervios se me comían, minando las escasas energías que me quedaban.
—Abróchese el cinturón —dijo una voz masculina en mi oído—. Vamos
a despegar.
—¿Mmm? —balbuceé sobresaltado—. Sí, gracias, yo… —Miré a la cara
al cordial pasajero que había tomado asiento en la butaca contigua a la mía—.
¡Hyacinthe!
Se echó a reír.
—¡Si pudiera verse la cara!
—Señor, si tiene la bondad de abrocharse el cinturón… —dijo
amablemente una azafata.
Obedecí y tuve que contenerme para no agarrar a mi vecino por el cuello
de la camisa una vez que ella se hubo alejado.
—¿Dónde están Hans y Amina? —mascullé.
—Calma, dottor Lafet —dijo al tiempo que consultaba su reloj—. Están
muy bien y deberían aterrizar en París en menos de una hora.
—¿Por qué Hans no contesta el teléfono? Hace dos días que intento
ponerme en contacto con él.
—En las residencias de Helios no hay acceso a las redes de telefonía
móvil. ¿Lo ha olvidado?
—¡Debería haberme llamado! Estaba loco de preocupación.
—Les hemos prohibido telefonear por razones de seguridad. No podíamos
correr el riesgo de que dieran información sobre el lugar donde se
encontraban.
El avión despegó y esperé a que nos hubiéramos estabilizado para
proseguir la conversación. Hyacinthe aceptó la copa de champán que le
ofrecía la azafata y yo le pedí un té helado.
—¿Qué pasó allá abajo? —murmuré.
—No tan alto, dottor Lafet.
—¡Responda!
—Helios recuperó la armadura; en esos momentos se halla en lugar
seguro.
—¿En los laboratorios del ejército griego?
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—¡Desde luego que no! No, es Helios quien la tiene, conforme al acuerdo
establecido con el EYP.
—¿Cómo diablos se han metido al servicio secreto en el bolsillo y echado
tierra sobre el asunto?
—Helios tenía argumentos, así como los contactos necesarios. Y no me
pregunte cuáles, lo ignoro.
—El ejército vigila el sector.
—Lo sé. Nueve cadáveres de investigadores fanáticos en un laboratorio
clandestino arman cierto ruido, hay que comprenderlos. ¡No! —exclamó al
verme abrir la boca—. Nada de preguntas a ese respecto.
—¿Por qué estudiaban la armadura tan minuciosamente? —Se encogió de
hombros—. Así pues, después de todos los riesgos que he corrido, ¿estoy
condenado a no obtener respuestas claras?
—Digamos sencillamente que esa armadura no debía caer en otras manos
que las de Helios y que ahora ese riesgo ha sido eliminado.
—Pero ¿qué tiene de extraordinaria, además de la época en que fue
fabricada?
—La manera como fue fabricada —acabó por confesar.
—¿Es lo que Helios quiere descubrir?
—Es lo que quiere evitar que descubran.
—¿Por qué?
—Tiene sus razones.
Suspiré, agotado.
—Muy impresionante, su pequeña operación de comandos —dije tras un
momento de silencio.
—Michaël tenía órdenes de no intentar nada y esperarnos —dijo
apartando la mirada—. Helios ya no confiaba en él. No deberían haber bajado
allí solos. Nunca se nos habría ocurrido que se atrevería a desobedecerle. Fue
una locura. Tuvo usted suerte de que llegásemos a tiempo.
—Ahora lo comprendo…
—Durante su última misión en México cometió un error garrafal. Helios
quería mantenerle apartado durante algún tiempo, pero Michaël prefirió
continuar, a riesgo de meter de nuevo la pata. Por eso se le destinó a
protegerlos, en Turquía. Creo que no soportó ser apartado. Quiso demostrar
que aún valía para algo. Lo siento mucho, Morgan. No debería haberse
saltado las instrucciones de Helios. Tuvo que haber perdido la razón para
decidirse a hacerlo —añadió con un estremecimiento—. A propósito…
Me tendió una tarjeta de visita.
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—¿Qué es esto?
—El lugar donde encontrará a su hermano. Habíamos hecho un trato.
—¿En Corinto? —resoplé—. Después de todo este tiempo, no se ha
movido de allí…
La azafata nos trajo nuestra cena, pero fui incapaz de tragar un solo
bocado.
—¡Allí están!
El grito de Hans y de Amina me hizo sobresaltar. Nos esperaban en el
desembarque de pasajeros del aeropuerto de Orly, acompañados de una mujer
con un elegante traje pantalón que Hyacinthe me presentó con el nombre de
Akesha…
Mis compañeros se me echaron literalmente encima, pero no tuve valor
para rechazarlos pese a los puntos de sutura.
—Akesha nos ha dicho que habías recibido un disparo de bala —me
apremió Hans—. ¿Y bien? ¡Cuenta, va! No hemos podido llamarte.
Demasiado arriesgado, según parece.
—Hans —intervino Amina—, ¡está cansado! Dale un respiro.
Hyacinthe sonrió y su colega meneó la cabeza, divertida.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Adónde vamos?
—Antes que nada a casa de Morgan, para el informe. Después ya
veremos.
—Akesha ya nos ha puesto al corriente de lo que debíamos decir o no
—rezongó Hans.
—Una revacunación no hace daño a nadie.
Nos dirigimos, pues, hacia el parking, Amina y Hans sin dejar de
acosarme a preguntas, y tras haber recuperado el soberbio BMW de Akesha,
tomamos la dirección de París. Los gases de los tubos de escape, los
bocinazos y la contaminación parisiense… ¡Dios, qué felicidad!
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XII
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expedientes que tratan, de la rapidez con la que los gestionan. Si vieras los
medios de que disponen… ¡Es inconcebible!
—¿Por ejemplo?
Apretó los labios en una sonrisa turbada y meneó la cabeza.
—No puedo hablar de ello, lo sabes muy bien.
Asentí, un tanto ofendido. No había duda posible, Helios sabía elegir a sus
colaboradores y la discreción parecía ser la primera de las cualidades
exigidas.
—Me parece que estoy listo.
—¡Se diría que vas al dentista!
—¿Crees que me reconocerá? —murmuré, con un nudo en el estómago.
—Estoy segura. Venga. Vámonos.
Agarré mi bolsa y bajamos los escalones de cuatro en cuatro. El taxi que
había cogido mi compañera nos esperaba delante del edificio y subí a él con
el corazón latiéndome aceleradamente. Iba a ver a Etti de nuevo…
En el aeropuerto de Orly, los pasajeros eran tan numerosos que la
facturación de los equipajes para el vuelo de Atenas se prolongó un tiempo
infinito. Por nuestra parte, solo transportábamos una bolsa de deportes
destinada a mi hermano, pues confiábamos en regresar esa misma noche con
él. Había metido en ella sus prendas favoritas, algunas revistas, un lector de
DVD portátil, así como dos massala movies para ayudarle a tener paciencia
durante el viaje de regreso. Según me había dicho Hyacinthe, podía sufrir
repentinamente crisis de cólera o agitarse sin motivo. Me angustiaba la sola
idea de que nos hiciera una escena en el autobús o el avión, pues no sabía en
absoluto cómo reaccionar o qué había que hacer para calmarle. ¿Y si nos
negaban el embarque?
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—¡El relevo promete! —bromeó.
Traté de compartir su diversión, pero era incapaz. Con la mirada perdida
en el golfo de Salónica, que bordeábamos, me consumí de nervios hasta
Megara. Allí subió un grupo folclórico local que, gracias a sus cantos y su
buen humor, logró levantarme un poco los ánimos hasta Corinto, adonde
llegamos al caer la tarde.
—¡Dios mío, qué calor! —suspiró Amina al abandonar la atmósfera
climatizada del autobús.
Recuperamos nuestra bolsa en el compartimiento de equipajes y nos
dirigimos hacia la parada de taxis cercana. Corinto me contraía el estómago.
Tenía demasiados malos recuerdos para que fuera de otro modo.
—¿Estás bien, Morgan? —preguntó mi compañera, preocupada por mi
repentina palidez.
Asentí con la cabeza sin una palabra, esbozando una sonrisa, y le rodeé
los hombros con mi brazo libre.
Estaba contento de tenerla a mi lado y agradecido porque hubiera decidido
acompañarme. Solo, sin nadie con quien hablar y a quien confiar mis
angustias, creo que no habría podido soportarlo.
En la cola de espera de los taxis, no obstante, el valor me abandonó.
—¿Quieres que vayamos a comer a algún sitio antes de ir allí?
—pregunté, rogando por que dijera que sí.
Me dirigió una mirada de soslayo y me pellizcó el brazo.
—Cuanto antes le veamos, antes te sentirás tranquilo —dijo con
dulzura—. Después de ti —añadió, abriéndome la puerta de un Mercedes.
Subí al vehículo y tendí al chófer la tarjeta de la clínica, que se encontraba
en la periferia de la ciudad, en una propiedad del paseo marítimo.
—¡Bonito lugar! —comentó el buen hombre—. ¿Tiene usted a alguien
allí?
«No, me encanta visitar los sanatorios de enfermos mentales», pensé con
amargura.
—Sí —respondió Amina por mí—, pero nunca habíamos venido.
—La clínica Christofias es muy famosa, ¿sabe? Y es un lugar muy bonito.
¡Yo tenía una abuela allí y eso le costaba un dineral a mi padre! Habla usted
muy bien el griego, ¿tiene familia aquí?
Prosiguieron su campechana charla durante todo el trayecto, pero yo no
tomé parte en ella, roído por una ansiedad que se centuplicó cuando el taxi
estacionó en el aparcamiento de la clínica.
—¡Ya hemos llegado! Es bonito, ¿a que sí? Ya se lo había dicho.
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Bajé la ventanilla, cogí un cigarrillo de mi mochila y lo encendí. La
aprensión me paralizaba. Tenía miedo de ver el estado de mi hermano, miedo
de que no me reconociese, miedo de no saber ocuparme de él, miedo de todo.
—Todo irá bien, Morgan —me animó Amina—. Ya lo verás.
El chófer nos observaba por el retrovisor, compasivo. Un buen mozo
como yo temblando como una jovencita debía de ser un espectáculo patético.
—Fume su cigarrillo tranquilo, señor —dijo, parando el taxímetro para
encender uno él también—. No hay ninguna prisa, ¿sabe? Aquí no estamos en
Atenas. Nosotros los espartanos sabemos tomarnos tiempo para vivir.
Le dirigí una sonrisa agradecida y abarqué con la mirada el gran parque
sombreado mientras inspiraba el aire con olor a salitre. Aprovechando el muy
relativo frescor de media tarde, los médicos habían sacado a los internos. Una
anciana hablaba sola meneando la cabeza y una adolescente apilaba cubos
sobre la hierba, ayudada por una enfermera. Otros caminaban haciendo
amplios ademanes, vigilados por ATS con bata azul.
Aparté la vista, incapaz de mirarlos un segundo más. Mi hermano no
podía parecerse a ellos. Él no, Etti no…
Amina me rodeó los hombros con un brazo.
—¿Quieres que vaya a informarme? Te diré en qué estado se encuentra.
—Espérenos aquí —dije al conductor mientras salía del coche antes de
que me faltase el valor.
—Desde luego, señor.
Mi compañera introdujo la mano por el hueco de mi brazo y lo apretó.
Subimos una pequeña avenida de grava hasta la puerta de entrada de la
clínica y miré recto frente a mí para no ver a los enfermos.
Entramos en el vestíbulo y nos dirigimos hacia la enfermera de la
recepción, que estaba hablando con un médico.
—¿Señor? —me preguntó amablemente la muchacha.
—Yo… vengo a buscar a mi hermano —logré articular con dificultad.
—¿Cómo se llama, señor?
—Etti. Perdón, Lafet. Bueno, Etti Lafet —farfullé mientras sacaba mi
carnet de identidad.
El médico acodado frente a la joven, un hombre de rostro rubicundo y
jovial que debía de tener más o menos mi edad, se volvió.
—Se llama usted Morgan, ¿verdad? —preguntó.
—En efecto. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
Su rostro se iluminó en una amplia sonrisa.
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—Perdón. —Estrechó calurosamente mi mano tendida—. Soy el doctor
Apostolos Yannitsis. Etti es uno de mis pacientes. Su colega me había
informado de su visita.
—¿Mi colega?
—Hyacinthe Bertinelli.
—Oh…
—¡Y su padre que decía que no quería usted ver a su hermano! Venga,
profesor, le conduciré hasta su habitación.
—Gracias. —Le cerré el paso, con el corazón latiéndome
aceleradamente—. Bertrand Lechausseur no era nuestro padre, doctor
Yannitsis, él…
—Hablaba de Antoine Lafet —me interrumpió.
Me detuve en mitad del vestíbulo.
—Mi padre no ha podido decirle nada semejante. No sabe que Etti se
encuentra en su establecimiento. —El médico hizo una mueca—. Escuche,
ignoro por qué Bertrand se hizo pasar por mi padre, pero le aseguro que ni
este ni yo sabíamos que Etti estaba ingresado aquí. En caso contrario, ya
habríamos venido a buscarle, créame.
Apostolos Yannitsis se pasó la lengua por los dientes y pareció
reflexionar.
—¿Quién le informó de que su hermano estaba entre nosotros?
—Mi «colega» recuperó su rastro a la muerte de Bertrand —respondí sin
mentir realmente—. El profesor Lechausseur pagaba sus gastos aquí.
—Creo que empiezo a comprender… —murmuró. Me empujó
suavemente hacia un banquito de teca, cerca de la máquina de café—. Vamos
a sentarnos, ¿quiere? —Me senté al lado de Amina y el médico se acuclilló
delante de nosotros—. Bertrand Lechausseur, qué en paz descanse,
acompañaba a su padre cuando este nos trajo a Etti. Salía de un prolongado
coma y…
—¡Eso es imposible! —Se disponía a protestar, pero me adelanté—. Mi
padre y yo creíamos que Etti había muerto.
Yannitsis meneó la cabeza, incómodo.
—Aguarde un instante, se lo ruego.
Se dirigió a la recepción con el fin de hablar con la enfermera, que
abandonó su silla para hurgar en un armario desbordante de historiales. Sacó
de él un clasificador rojo, del que el médico extrajo un expediente de
admisión, que me tendió tras venir a sentarse a mi lado.
—¿Se trata de Antoine Lafet o no? —preguntó.
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Una fotocopia del carnet de identidad estaba grapada al expediente y, en
la foto, mi padre sonreía al objetivo. Su firma figuraba al pie de la ficha de
admisión.
El expediente me cayó de las manos. Tenía la impresión de haber recibido
un escopetazo en pleno pecho. Si no hubiera estado sentado, creo que las
piernas me habrían fallado.
—Es él… —solté con voz velada.
El médico recogió con calma las hojas desparramadas por el suelo para
meterlas de nuevo en el clasificador antes de volver a depositarlo en la
recepción. Cambió unas palabras con la enfermera, cuyo rostro se
descompuso, y regresó hacia nosotros.
—¿Morgan? —preguntó con suavidad—. ¿Va todo bien?
Asentí, con las mandíbulas tan apretadas que mis dientes rechinaron. La
sorpresa y la incomprensión cedían paso a una sorda cólera, que rugía en mí
con la violencia de un maremoto. Si mi padre hubiera estado presente en
aquel momento, creo que habría sido capaz de matarlo con mis propias
manos.
—Menudo cabrón…
Yannitsis me apretó el antebrazo, conciliador.
—Profesor Lafet… Por desconcertante que pueda parecerle la actitud de
su padre, no tiene nada de infrecuente. Mucha gente cree que el fallecimiento
de un ser querido resulta más fácil de aceptar por parte de la familia que una
deficiencia mental acaso irreversible.
—Doctor —murmuró Amina—. Si Antoine Lafet le confió a su hijo, ¿por
qué era el profesor Lechausseur quien costeaba su estancia aquí?
El médico se encogió de hombros.
—Insistió en hacerlo, pero ignoro la razón.
—Etti tuvo el accidente que le trajo aquí durante unas excavaciones
dirigidas por Bertrand —dije entre dientes.
Apostolos Yannitsis asintió con la cabeza.
—Ya veo… No había sido informado de ese detalle.
—¿Cuándo fue la última vez que mi padre vino a ver a Etti? —inquirí,
con los puños apretados.
—En mayo, por su cumpleaños. Fue en esa ocasión cuando nos aclaró
quién era el «Morgan» a quien su hermano no deja de reclamar. —Amina se
levantó de un salto y nos volvió la espalda, muy afectada—. El señor Lafet
me informó de la negativa de usted a ver a su hermano tan deteriorado.
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Cuando su colega vino a advertirme de su visita, sencillamente pensé que
había reconsiderado la cuestión, como suele ocurrir en este tipo de casos.
—Hyacinthe…
—Pasó mucho tiempo con Etti cuando este empezó a salir de su mutismo.
Y ahora que está usted aquí, estoy convencido de que… ¡Ah!, hablando del
Papa de Roma…
Seguí su mirada y mi ritmo cardíaco se disparó. Con la mano en la de la
enfermera que nos había recibido y que había ido a buscarle, Etti estaba
paralizado, con su pijama blanco y los bellos ojos desmesuradamente
abiertos. El cabello, que llevaba algo largo, le caía en sedosos rizos sobre la
nuca, sus rasgos seguían siendo igual de delicados y expresivos, y su porte tan
digno como siempre.
Dio un paso vacilante en mi dirección, pero yo tenía la sensación de que
una gruesa capa de hielo me clavaba los pies al suelo. La emoción me había
dejado sin piernas.
—Mor… gan… —articuló en silencio.
Entonces me levanté de un salto del asiento para precipitarme hacia él y
estrecharle contra mí.
—Etti…
—¡Morgan!
—Chist, ya ha acabado todo, ahora estoy aquí. Se acabó…
Se aferraba a mí como si temiera que pudiese desaparecer. Con la cara
hundida en su delicado cuello, respiraba el aroma familiar de su piel castaña.
Seguía siendo Etti. Seguía siendo mi hermano. ¿Qué importaban algunos
problemas de elocución o unas reacciones un tanto extrañas?
—Morgan…, llévame a… casa. Quiero volver… a casa.
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Tendió los brazos, dio un paso para estrecharme contra él y una rabia
ciega me invadió. Como por voluntad propia, mi mano se levantó y fue a
estrellarse en su cara.
—¡Cabrón!
Mi padre me miraba fijamente con los ojos desorbitados y la mano en la
mejilla, sin atreverse a creer que le había abofeteado.
—Morgan…, pero ¿qué mosca te ha picado? —farfulló.
Lo empujé brutalmente al pasillo de su apartamento, haciéndole casi dar
un traspié, y cerré de un ruidoso portazo la puerta con el talón.
—¡Me dijiste que estaba muerto! —grité, luchando contra las ganas de
golpearle de nuevo—. ¡Me dijiste que estaba muerto y le dejaste pudrirse en
un manicomio en Grecia!
Aturdido, caminó hacia atrás hasta el salón, meneando la cabeza y sin
quitarme la vista de encima.
—¿Qué…, de qué estás hablando?
De un brinco me planté a su lado. Le agarré por la pechera de su batín y lo
arrinconé contra la biblioteca, volcando un jarrón chino antiguo, que se
estrelló sobre el parquet.
—¿Por qué? —grité en su oído—. ¿Por qué me dijiste que había muerto?
—Me ahogas —gimió, con el rostro congestionado.
Lo solté, asqueado, y recuperó el resuello mientras se masajeaba la
garganta.
—¡Y osabas llamarte su padre! ¡No vales más que aquellos a quienes se lo
arrebataste!
—Morgan —suplicó con voz de anciano y los ojos llenos de lágrimas.
Tendió una mano implorante en mi dirección y retrocedí con una mueca
de repugnancia.
—¡No se te ocurra volver a tocarme jamás! —Saqué la autorización de
salida de Etti del bolsillo de mis tejanos y se la tendí—. Vas a firmarme esto y
a desaparecer de nuestras vidas. No quiero volver a verte u oír hablar de ti, y
si te acercas a Etti o intentas encerrarle de nuevo…, que los dioses me
perdonen, pero juro que te mataré.
Se arrastró hasta el sofá, donde se derrumbó, y le oí sollozar.
—¡Firma! —ordené, tendiéndole el impreso.
Levantó la cabeza y experimenté una conmoción al ver su expresión, sus
ojos descoloridos y el rostro arrugado bañado en lágrimas. Mi padre tenía
setenta y dos años. Por primera vez me daba cuenta de que era un anciano.
Cuando pensaba en él, la imagen de un buen mozo vigoroso de elevada
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estatura, con el cabello blanco centelleante y la voz atronadora, se dibujaba en
mi mente; pero mi padre ya no era ese hombre, me daba perfecta cuenta.
Tenía las manos nudosas y cubiertas de manchas marrones, al igual que el
rostro. La piel del pecho y de los brazos se plegaba sobre lo que antaño fuera
una musculatura imponente, y su cuello evocaba un haz de cables apretados
en una hoja de celofán. Vestido con elegancia, jovial y dinámico como un
adolescente, daba el pego, pero en aquel diván de cuero marrón, con su
quimono mal ajustado y desgreñado, la ilusión se desvanecía. Mi padre ya no
era aquel a quien había admirado durante años. Ante mí tenía a un anciano
que languidecía.
—Firma —repetí, con un regusto a bilis en la garganta.
—No, Morgan.
—¡Firma o ya no respondo de nada!
Se incorporó lentamente, desplegando su elevado esqueleto hasta que sus
ojos quedaron a la altura de los míos. En breves instantes, volvió a ser el
hombre que había sido mi padre, orgulloso, decidido, y si no hubiera estado
tan furioso, creo que habría retrocedido un paso.
—¡No te firmaré ese papel! Por entonces acepté llevar solo esa carga
porque me negaba a ver cómo echabas a perder tu carrera para ocuparte de un
discapacitado, y no cambiaré de opinión, aunque tengas que romperme los
huesos uno a uno.
Si me hubiera abofeteado, no me habría desconcertado más.
—Etti es mi hermano…
—Etti es mi hijo. Y tú también. Tengo deberes para con vosotros y no me
zafaré de ellos hoy en mayor medida que ayer. —Abrí la boca para protestar,
pero me interrumpió—. Me niego a destrozar la vida de uno para facilitar la
del otro, Morgan. Y si hubieras estado en su lugar, habría hecho exactamente
lo mismo.
—¡Nos destrozaste a los dos al separarnos! ¿Es que no lo entiendes?
Meneó tristemente la cabeza.
—Etti ya no es el muchacho con quien compartiste tu adolescencia e
hiciste barrabasadas, Morgan. Necesita cuidados y una atención continua.
—Ha hecho enormes progresos desde la última vez que le viste. Y sin
duda habría hecho más si hubieras ido a verle un poco más a menudo —no
pude por menos que añadir.
—¿Crees que a un padre le resulta fácil ver a su hijo en ese estado? ¿Me
consideras insensible hasta el punto de poder permanecer horas en su
compañía sin deshacerme en llanto o maldecir a la tierra entera? Tal vez me
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haya condenado por eso, pues sin duda lo merezco, pero está más allá de mis
fuerzas.
—De las mías no, ¡así que fírmame este descargo!
Dio unos pasos por la habitación, con la espalda doblegada, como si el
arrebato de energía que había hecho mella en él unos momentos se hubiera
disuelto con su rebelión.
—Morgan…, ¿cómo quieres ocuparte de él? No eres ni psiquiatra ni
enfermero. Tendrás que vigilarle, alimentarlo, quedarte permanentemente con
él…
—Papá —le corté, aferrando sus antebrazos para obligarle a mirarme—,
Etti ha progresado mucho, ya te lo he dicho. Pasé toda la velada de ayer y la
mañana en su compañía. Se lava solo, come solo, arregla su cuarto, se peina,
habla, ríe y es tan expresivo como tú y como yo. Solo necesita apoyo y
tiempo para reponerse de nueve largos meses de coma.
—¿Tiempo? ¿Cuánto tiempo, Morgan? ¿Seis meses? ¿Diez años? ¡Tienes
una prometedora carrera y eres joven! Si abandonas ahora para ocuparte de
Etti, será tu fin, porque no podrás dejarle solo ni un momento. ¿Esperabas
seriamente poder llevarle al Louvre o a unas excavaciones? No, hijo mío.
Entonces, ¿qué? ¿De qué vais a vivir?
—Lo que pagas por su estancia en la clínica cubriría ampliamente
nuestros gastos.
—Tengo setenta y dos años, Morgan. Puedo morir mañana. Desde luego,
tengo dinero y te corresponderá por derecho, pero supón que Etti no se cura.
Incluso vendiendo hasta la última chuchería de tu herencia, ¡no podréis vivir
hasta el fin de vuestros días! —Le solté y me arrastré pesadamente hasta la
ventana como si el cielo entero acabase de caerme sobre los hombros—.
Morgan…, ¿crees que no he dado vueltas al problema en todos los sentidos
antes de tomar mi decisión? No pasa una sola noche sin que me pregunte si no
habré olvidado nada, si no existirá una posibilidad, siquiera ínfima, que me
haya pasado por alto.
Pegué la frente al cristal. Fuera, el sol empezaba a declinar y la gente
volvía tranquilamente a su casa para reencontrarse con su familia después de
su jornada de trabajo. Algunos turistas callejeaban y dos niñas chillaban ante
el escaparate de una pastelería acariciando la cabeza de un perrazo bonachón,
que esperaba pacientemente a su ama mientras vigilaba un carrito de la
compra desbordante de provisiones.
—Se lo he prometido, papá… —murmuré—. Le he prometido que le
sacaría de allí.
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Mi padre soltó un hondo suspiro y me puso la mano en la nuca para
masajearme el cuello, como siempre hacía cuando me sentía abatido.
—Si no se cura, Morgan, le reprocharás que haya arruinado tu vida. No
protestes, es humano. Os desgarraréis y los dos sufriréis. —No respondí, con
la mirada perdida en el vacío y un nudo en la garganta—. Muy bien… En tal
caso, hagamos una prueba. —Me volví hacia él, con el corazón desbocado—.
Cinco o seis meses —añadió con una sonrisa de ánimo—. ¿Te parece bien?
Ya veremos si funciona.
Asentí con la cabeza, más emocionado de lo que habría querido.
—Gracias…
—Pero si constatamos que no hace ningún progreso, quiero verte
abandonar ese trabajo ridículo en el Louvre y reanudar seriamente tus
investigaciones y tus clases, ¿me has entendido?
—Trato hecho —dije, dejando que me estrechase contra sí.
—Nada te impedirá sacar a tu hermano de la clínica de vez en cuando
—murmuró mientras alisaba mis enredados cabellos—. Tal vez incluso
llevarle de vacaciones, ¿por qué no?
Sonreí a mi pesar.
—Siempre la última palabra, ¿verdad? No cambiarás nunca, papá…
No obstante, por difícil que resultase reconocerlo, sabía que tenía razón.
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—¿Acaso quieres acomodar a Etti en este caos, con lo tiquismiquis que es
desde que dejó la India? ¿Y qué piensas darle de comer? ¿Barquillos
caducados y… qué era lo otro? —preguntó, mientras se apoderaba del frutero,
donde un plátano se había podrido. Hice una mueca—. Voy a anular mi cita
en el banco y prepárate para arremangarte. Ya puestos —dijo al tiempo que
descolgaba el teléfono—, ¿tienes bastante dinero?
—Eso creo, sí.
—¡Bien, pues compruébalo, demonios! ¡Salta a la vista que era tu
hermano quien se ocupaba de todo en esta casa!
Me mordí la lengua para no replicar àcidamente y recordé por qué Etti y
yo habíamos decidido marcharnos de casa cuando obtuvimos nuestro primer
diploma universitario.
Mientras papá llamaba a su asesor financiero, marqué el número de mi
banco en el móvil.
«Pulse asterisco…, teclee su número de cuenta y pulse almohadilla…,
teclee su código secreto… En estos momentos, su cuenta de cheques presenta
un saldo acreedor de 301 259,82 euros…».
Me atraganté con el humo de mi cigarrillo y mi padre frunció el ceño.
—¿Tan importante es tu descubierto? —cuchicheó, con la mano en el
auricular.
Agité la mano y negué con la cabeza, pidiendo confirmación de saldo.
«… presenta un saldo acreedor de 301 259,82 euros. Para conocer el
detalle de las últimas operaciones, pulse 1.»
Obedecí, con el corazón desbocado, y la voz grabada monocorde y
entrecortada anunció:
«El… 28 de junio…, débito, extracción… “EDF 125487 B.” de… 124,52
euros. El… 2 de julio…, débito, extracción… “Mutua UGT, la mutua donde
se está bien” de… 87,50 euros. El… 6 de julio…, crédito, ingreso…
“Enhorabuena, Helios” de… 300 000 euros. El… 7 de julio…».
Colgué, pasmado, y observé que mi padre me hacía gestos con las manos.
—Aguarde un instante, señora Chassieux, aquí está. —Tapó el micro del
teléfono con la mano—. ¿Cuánto he de ingresarte?
—Nada —me limité a decir—. Hay más que suficiente.
Me dejé caer en el sofá y mi padre colgó antes de llamar a la clínica.
Trescientos mil euros… Ahora comprendía mejor por qué los hombres de
Helios se sentían dichosos de trabajar para él.
—¿Y bien? —preguntó mi padre, haciéndome sobresaltar—. ¿Vamos a
hacer la compra?
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Le seguí hasta el pequeño supermercado que se encontraba no lejos de
casa y regresamos cargados como burros. Papá seguía sin creérselo.
—Dos millones de francos… Dios mío… Si a los demás les paga igual de
bien, ¡ese hombre debe de poseer una fortuna incalculable!
—Se supone que no te he hablado de ello —insistí.
—Lo sé, lo sé. Me pregunto quién será.
—A mí también me gustaría saberlo.
—¡Claro que dos millones de francos por una bala en el vientre no está
muy bien pagado!
Nos disponíamos a subir la escalera, cuando la portera nos llamó.
—¡Señor Lafet, su correo! ¡Oh! Señor Lafet padre, qué alegría volver a
verle. ¿Cómo está usted?
Hice una mueca. Las bolsas eran pesadas y los puntos de sutura me
tiraban.
—Señora Risoti…, vamos un poco cargados.
—Sí, sí, tenga —dijo mientras me embutía el correo debajo del brazo—.
Por cierto, ¡aún tengo su pequeña máscara! —gritó desde el pie del hueco de
la escalera—. Es verdaderamente preciosa. Y tan realista… Todos me
preguntan de dónde procede.
Mi padre reventó de risa y se asomó por encima del pasamanos.
—De un poblado amazónico, querida señora. ¡Incluso estuve a punto de
ser atacado por un tigre, en esa selva satánica!
—¿Ah, sí?
—Sí. Solo allí es posible encontrar todavía a esas tribus caníbales capaces
de hacer cabezas reducidas dignas de tal nombre.
Oí cómo la portera lanzaba un grito horrorizado y no pude contener la risa
por más tiempo.
—Eso no ha estado bien —comenté al meter la llave en la cerradura—. Se
nota que no te cruzas con ella todos los días. Tigres en el Amazonas…
—¿Sabes que pagué una pequeña fortuna por esa porquería? La encontré
en una almoneda, en Canadá.
Dejé las bolsas en la cocina y me puse a ordenar nuestras compras en los
armarios mientras mi padre abría mi correo.
—Una tarjeta postal de… ¿Bénédicte? Vaya, de esa no me habías
hablado.
—Una recepcionista.
—La cuota de conexión del teléfono ha vuelto a subir. Pronto será más
cara que las llamadas en sí. ¡Ah! Una cita para el mantenimiento de la
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caldera. ¿Está estropeada?
—No, hace un poco de ruido. Fíjalo en el frigorífico.
—Dios santo, no han perdido el tiempo…
—¿Quiénes? —Levanté la cabeza y vi cómo mi padre se sentaba en una
silla, con expresión alterada—. ¿Qué ocurre?
—Los bienes de Bertrand fueron subastados anteayer —dijo con voz
apagada tendiéndome el contenido de un sobre tamaño A4.
—El Tribunal de Cuentas metió las narices en las del Louvre hace poco
—comenté mientras repasaba el pliego de licitación—. Esos chacales deben
de rascar hasta el último céntimo para tapar agujeros. Si el pobre Bertrand
supiera para qué va a servir su patrimonio… —Hice una mueca—. Dicho lo
cual, no sé en qué me concierne esa venta. ¿Es el Louvre quien me lo envía?
Mi padre dio vueltas al sobre en todos los sentidos y se encogió de
hombros.
—Solo veo tu nombre en el sobre. Ni sello ni dirección.
Hojeé el catálogo y, en la página donde figuraba una descripción de la
casa de Bertrand con varias fotos, encontré un pequeño fajo de documentos
grapados. Cuando comprendí lo que eran, tuve que sentarme para no caerme.
—¿Qué? —se preocupó mi padre.
Incapaz de pronunciar una sola palabra, le tendí los documentos. Un acta
de venta validada por el juzgado donde figuraba el nombre del nuevo
propietario de la casa de Bertrand: yo.
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Epílogo
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—Esa es la habitación de Morgan, y este…, mira —dijo Hans,
empujándole suavemente al interior de lo que había sido el cuarto de
invitados—. Es tu propio rincón. Incluso he reconstruido esa cosa hindú que
tenías en el estudio —añadió señalándole el pequeño altar votivo que había
puesto sumo cuidado en trasladar.
Etti le dio las gracias con una sonrisa y se sentó prudentemente en la
cama.
—Pequeña —dijo tumbándose.
—¿Pequeña? —intervino mi padre—. Es más grande que la que tenías en
la clínica.
—Sí…
—¿Te gusta esto? —preguntó Hans.
Mi hermano se levantó bruscamente y salió de su dormitorio para
atravesar el pasillo y plantarse en lo alto de la gran escalera, donde gozaba de
una vista de conjunto sobre el interior de la vivienda. Me reuní con él y le
puse la mano en el hombro.
—Bienvenido a casa, Etti.
—¿Es… tuya?
—Es nuestra. Una verdadera casa como esa con la que soñabas, con un
granero y un jardín.
—Nuestra… casa…
Una vez guardadas nuestras cosas, Madeleine nos sirvió una cena que
dejó a mi padre saciado, cosa que, como tenía buen saque, no le impidió
repetir de tarta. Amina, Hans y él se marcharon poco antes de medianoche
con sendas cajas de galletas, y Madeleine se aseguró de que a Etti no le faltara
nada antes de regresar a su propia casa, a cincuenta metros de la nuestra. La
nuestra… Aún no era consciente de lo que nos estaba ocurriendo.
Salí al jardín a fumar un cigarrillo. Al levantar la cabeza, vi a Etti como
una sombra chinesca a través de las cortinas. Ordenaba la ropa en los
armarios.
«Siempre tan maniático…».
No obstante, aquello tenía algo de tranquilizador, demostraba que el
traumatismo que había sufrido no le había cambiado. Recuperaría todas sus
facultades, estaba convencido de ello. Era solo cuestión de tiempo.
Mi móvil sonó en el momento en que iba a reunirme con él para
acostarme.
—¿Morgan?
—Helios…
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—Me han dicho que Etti se ha trasladado a su nueva casa…
Noté que una sonrisa me tiraba de los labios.
—No sé si debo darle las gracias por este presente o maldecirle por lo que
he tenido que soportar.
—¿Acaso no le había asegurado que no lamentaría trabajar para mí?
—El doctor Yannitsis me juró por todos los dioses que ningún extraño
había ido a ver a Etti además de Hyacinthe. ¿Cómo pudo pasar inadvertido
con un vigilante en cada pasillo?
—La discreción no es la menor de mis cualidades, como ya sabe.
—¿Quién es usted? ¿Y por qué busca todos esos objetos?
—Hyacinthe tiene razón, profesor. Hace usted demasiadas preguntas.
—Que siempre quedan sin respuesta.
—Con el tiempo, cuando le conozca mejor… Entretanto, descanse y
ocúpese de su hermano. La supresión de su puesto en el Louvre llega en el
momento oportuno.
—¿Fue usted?
—No. Pero, de todos modos, usted merecía algo mejor que eso. Lo suyo
es el trabajo de campo, profesor, y necesito a hombres como usted.
—¿Se trata de una proposición?
—La prueba ha sido concluyente. ¿Tiene algún plan para la próxima
primavera?
—¿Qué me propone?
—Una caza del tesoro. Una máscara antigua que he extraviado.
—¿De qué clase?
—Egipcia.
—Sea más preciso.
Una risa aterciopelada resonó en el auricular.
—Desde luego que no. Al menos todavía no. Un poco de paciencia,
Morgan.
Suspiré.
—Helios… ¿Por qué dijo Hyacinthe que la armadura le pertenecía?
—Porque ese es el caso.
—Yo no…
—Aproveche estos pocos meses para descansar, Morgan. A su debido
tiempo me pondré en contacto con usted. Y dé recuerdos a su hermano de mi
parte.
—¡Aguarde!
Pero ya había colgado, y tiré el móvil al suelo, furioso.
Página 253
—¿Está… estropeado?
Me volví hacia Etti, que se había puesto un pijama de pantalón corto y
estaba descalzo sobre el césped.
—No, yo…, la comunicación se ha interrumpido y he tenido un arrebato.
Mi hermano recogió el móvil y me lo tendió.
—Es tarde.
—Sí, nos vamos a dormir. Etti… —Abrió mucho sus dorados ojos—. En
la clínica viste a un hombre, ¿verdad?
Su rostro se iluminó.
—Hyacinthe. Es… genial. Me trajo… revistas.
—Sí, es muy amable. Pero también viste a otro. Cuando hablé contigo por
teléfono, ¿te acuerdas? —Él asintió—. Ven a sentarte —proseguí, tras
acomodarme en una silla de jardín. —Se instaló frente a mí y yo saqué otro
cigarrillo de mi paquete—. Lo que voy a pedirte es muy importante, así que
quiero que lo pienses detenidamente antes de responder. —Asintió con la
cabeza y frunció el ceño—. ¿Qué aspecto tenía ese hombre?
—Alto… Fuerte…
—¿Era joven? ¿Viejo? ¿Moreno? ¿Rubio?
Mi hermano pareció realizar esfuerzos desesperados por recordar.
—Ya no lo sé —dijo patéticamente—. Era… encantador.
—¿Acudió solo a tu habitación? ¿Nadie le vio?
—No. Era…, era tarde.
—¿Se llamaba Helios?
—No.
—¿Ni siquiera te dijo su nombre?
—Sí. Se llama… Hefesto. —El encendedor se me escapó de las manos y
solté un juramento—. Estás… cansado. Yo también…
—Sí, Etti —farfullé—. Ya vamos.
Le cogí del brazo para volver a casa y, al cerrar la puerta, me di cuenta de
que mis manos temblaban.
—¿Quién… ha llamado?
—No lo sé, Etti —dije con voz apagada—. En cualquier caso, aún no…
Página 254
Agradecimientos
Página 255
Notas
Página 256
[1]Cuyos elementos, que datan del año 80 a. C., fueron encontrados en 1900
al norte de la isla del mismo nombre. Los expertos se muestran de acuerdo en
el hecho de que se trataba de un mecanismo muy complejo, similar a un reloj,
capaz de describir con increíble precisión los movimientos de los astros. En
otras palabras, ¡un ordenador de más de dos mil años de antigüedad! <<
Página 257
[2] Estudiadas por el doctor Wilhelm en 1938 y actualmente (si los
saqueadores no las han destruido o robado) en los sótanos del museo de
Bagdad, estas «pilas» llevan una pátina azul característica de la galvanoplastia
con plata. Según Marc Angée («los descubrimientos imposibles»), «diversos
especialistas han reproducido la pila utilizando zumo de uva como electrólito
y, efectivamente, han obtenido una corriente eléctrica de entre 0,5 y 1,5
voltios». Así pues, según los vestigios hallados en el asentamiento,
probablemente estas pilas servían para fabricar cobre chapado en plata y
vendido como plata. ¡Un bonito timo! <<
Página 258
[3]Julio César, Calígula y más tarde Nerón habían acariciado ese proyecto,
que no se concretó hasta muchos siglos más tarde. <<
Página 259
[4]En francés, Morgan Lafet suena como «Morgan lo ha hecho» (Morgan l’a
fait), y al revés, tal como menciona en el párrafo siguiente, evoca a «el hada
Morgan(a)» (Morgan lafée), personaje del ciclo artúrico. (N. de la T.). <<
Página 260
[5]La armadura griega antigua se componía de un escudo (aspis), un casco
(corys o cranos), un peto (thorax) y dos cnémides, canilleras de metal que
cubrían las piernas desde el tobillo hasta la rodilla. <<
Página 261
[6] Especie de «taparrabos-falda» que llevan los indios de condición modesta.
<<
Página 262
[7] Texto sagrado hindú. <<
Página 263
[8]«Triumphalem quidem ornatum etiam ante expeditionem assidue gestauit,
interdum et Magni Alexandri thoracem repetitum e conditorio eius». <<
Página 264
[9] Plutarco, «εσκρινε κομο υν χυλό περο εσκρινε», Libro LVII, 9. <<
Página 265
[10] Madre de Aquiles y esposa de Peleo. <<
Página 266
[11]Último gran maestre de los templarios, quemado en la isla de los Judíos,
en París, en el siglo XIV. <<
Página 267
[12]Se suponía que la familia Julia, una de las más antiguas familias romanas,
de la que Calígula formaba parte, llevaba en su sangre la de la diosa Venus en
persona. <<
Página 268
[13]Soldado de infantería griego. Su nombre procede del hoplon, un escudo
redondo. <<
Página 269