Encyclopedie - EL PHILOSOPHE

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EL PHILOSOPHE

[César Chesneau Du Marsais]

[De: Anónimo, Nouvelles libertés de penser, Amsterdam, 1743]

No hay nada que cueste menos adquirir hoy en día que el nombre de filósofo: una vida
oscura y retirada, ciertas apariencias de sabiduría con un poco de lectura bastan para atraer
ese nombre a personas que se honran del mismo sin merecerlo.
Otros, que han tenido la fuerza para liberarse de los prejuicios de la educación en
cuestiones de religión, se consideran como los únicos verdaderos filósofos. Algunas luces
naturales de la razón y algunas observaciones sobre la inteligencia y el corazón humanos
les ha hecho ver que ningún ente supremo exige culto de los hombres, que la multiplicidad
de las religiones, sus contradicciones y los diferentes cambios que se dan en cada una
prueban claramente que ninguna es revelada, y que la religión no es más que una pasión
humana, como el amor, hija de la admiración, del temor y de la esperanza. Se han quedado,
sin embargo, en esa única especulación, aunque con eso sea suficiente hoy en día para ser
reconocido como filósofo por un gran número de personas.
Pero es preciso tener una idea más vasta y justa del filósofo, y he aquí el carácter que le
damos. El filósofo es una máquina humana como cualquier otro hombre, pero es una
máquina que, por su construcción mecánica, reflexiona sobre sus propios movimientos. Los
otros hombres son determinados a obrar sin sentir ni conocer las causas que los hacen
mover, incluso sin pensar que haya tales causas. El filósofo, por el contrario, discierne las
causas tanto como puede, e incluso las anticipa y se entrega a ellas con conocimiento: es un
reloj que se arma a sí mismo algunas veces, por así decirlo. De esa manera, evita los objetos
que pueden causarle sentimientos que no convienen ni al bienestar ni al ser razonable, y
busca los que pueden excitar en él afecciones adecuadas al estado en que se encuentra.
La razón es en relación con el filósofo lo que la gracia es en relación con el cristiano según
el sistema de San Agustín. La gracia determina al cristiano a obrar voluntariamente; la
razón determina al filósofo sin quitarle el gusto de lo voluntario. Los otros hombres se
dejan llevar por sus pasiones sin que las acciones que hagan vayan precedidas de la
reflexión; son hombres que marchan en las tinieblas; mientras que el filósofo, incluso en
sus pasiones, no obra sino después de la reflexión: marcha en la noche, pero precedido por
una antorcha.
El filósofo forma sus principios a partir de una infinidad de observaciones particulares; el
pueblo adopta el principio sin pensar en las observaciones que lo han producido: cree que la
máxima existe en sí misma, por así decirlo. El filósofo, en cambio, toma la máxima de su
fuente; examina el origen de la misma, conoce el valor que le corresponde y hace de ella el
uso que le conviene.
Por esta conciencia de que los principios no nacen sino de las observaciones particulares, el
filósofo estima la ciencia de los hechos; gusta de instruirse en detalles y en todo lo que no
se adivina. Por eso considera una máxima muy opuesta a los progresos de las luces de la
inteligencia limitarse a la sola meditación y creer que el hombre saca toda la verdad de su
propio fondo. Ciertos metafísicos dicen: ¡evitad las impresiones de los sentidos! ¡Dejad a
los historiadores el conocimiento de los hechos y a los gramáticos el de las lenguas!
Nuestros filósofos, por el contrario, persuadidos de que todos los conocimientos nos vienen
de los sentidos, que nuestras reglas sólo provienen de la uniformidad de las impresiones

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sensibles, que estamos al cabo de nuestras luces cuando nuestros sentidos no son ni lo
bastante delicados ni lo bastante fuertes para proveernos de ellas, convencidos de que la
fuente de nuestros conocimientos está completamente fuera de nosotros, nos exhortan a
hacer una amplia provisión de ideas remitiéndonos a las impresiones exteriores de los
objetos. Pero remitiéndonos a ellas como discípulo que consulta y que escucha, no como
maestro que decide y que impone silencio. Quieren que estudiemos la impresión precisa
que cada objeto deja en nosotros, y que evitemos confundirla con aquello que otro objeto ha
causado.
De allí la certeza y los límites de los conocimientos humanos. Certeza: cuando se siente que
se ha recibido de afuera la impresión propia y precisa que cada juicio supone; puesto que
todo juicio supone una impresión exterior que le es particular. Límites: cuando no
podríamos recibir impresiones o por la naturaleza del objeto o por la debilidad de nuestros
órganos. Aumentad, si es posible, el poder de los órganos y aumentaréis los conocimientos.
No es sino después del descubrimiento del telescopio y del microscopio que se han hecho
tantos progresos en la astronomía y en la física. Es también para aumentar el número de
nuestros conocimientos y de nuestras ideas que nuestros filósofos estudian los hombres de
otro tiempo y los hombres de hoy en día. Libad como las abejas en el mundo pasado y en el
mundo presente, nos dicen, y volved después a vuestra colmena a componer vuestra miel.
El filósofo se aplica al conocimiento del universo y de sí mismo. Pero, así como el ojo no
podría verse, el filósofo entiende que él no podría conocerse perfectamente, puesto que no
podría recibir impresiones exteriores del interior de sí mismo, y nosotros no conocemos
nada sino por medio de ese tipo de impresiones. Este pensamiento no lo aflige para nada,
dado que se toma a sí mismo tal como es y no tal como parece a la imaginación que podría
ser. Por otra parte, esta ignorancia no es en él una razón para decidir que está compuesto de
dos sustancias opuestas; no conociéndose perfectamente, sólo dice que no conoce cómo
puede pensar. Pero como siente que piensa con tanta dependencia de todo su ser, reconoce
que su sustancia es capaz de pensar de la misma manera que es capaz de entender y de ver.
El pensamiento es en el hombre un sentido semejante a la vista o al oído, e igualmente
dependiente de una constitución orgánica. El aire por sí mismo es capaz de sonidos, el
fuego por sí mismo puede causar calor, los ojos por sí mismos pueden ver, las orejas por sí
mismas pueden oír y la sustancia del cerebro, por sí misma, es susceptible de pensar.
Si los hombres tienen tanta dificultad para unir la idea del pensamiento con la idea de la
extensión es porque jamás han visto pensar a una extensión. Son en este sentido lo que un
ciego de nacimiento respecto de los colores, un sordo de nacimiento respecto de los
sonidos; éstos no podrían unir esas ideas con la extensión que tocan porque jamás han visto
tal unión.
La verdad no es para el filósofo una amante que corrompe su imaginación y que cree
encontrar por todos lados. Se conforma con poderla discernir allí donde puede percibirla.
No la confunde nunca con lo verosímil; toma por verdadero lo que es verdadero, por falso
lo que es falso, por dudoso lo que es dudoso, por verosímil lo que es verosímil. Hace algo
más, y he aquí una gran cualidad del filósofo: cuando no hay motivo apropiado para juzgar
sabe permanecer indeterminado. Cada juicio, como ya se ha indicado, supone un motivo
exterior que debe excitarlo; el filósofo siente cuál debe ser el motivo apropiado del juicio
que debe hacer. Si este motivo falta, no juzga, espera y se consuela cuando ve que lo
esperará inútilmente.
El mundo está lleno de personas inteligentes y muy inteligentes que juzgan siempre. Tratan
de adivinar, puesto que juzgar sin sentir cuándo se tiene el motivo apropiado de juicio es

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adivinar. Ignoran el alcance del espíritu humano; creen que pueden conocerlo todo. Así, se
avergüenzan si no pronuncian un juicio y se imaginan que la inteligencia consiste en juzgar.
El filósofo cree que consiste en juzgar bien; está más satisfecho consigo mismo cuando ha
suspendido la facultad de determinarse que cuando se determinó sin haber sentido el
motivo apropiado de la decisión. De esta manera, juzga y habla menos, pero juzga con más
seguridad y habla mejor. No evita los trazos vivos que se presentan naturalmente a la
inteligencia por una súbita reunión de ideas que con frecuencia nos sorprendemos de ver
unidas. Es en esta rápida ligazón que consiste lo que se llama comúnmente inteligencia.
Pero también es lo que menos busca, y más que tal brillante prefiere el cuidado de
distinguir bien las ideas, de conocer la justa extensión de ellas y la ligazón precisa, evitando
tener que cambiar por haber llevado demasiado lejos algún vínculo particular que las ideas
tienen entre sí. Es en tal discernimiento que consiste lo que se llama juicio y justeza de
espíritu.
A esta justeza se unen además la flexibilidad y la claridad. El filósofo no está de tal manera
atado a un sistema que no sienta toda la fuerza de las objeciones. La mayor parte de los
hombres se entregan con tanta fuerza a sus opiniones que ni siquiera se toman el trabajo de
penetrar en las de otros; el filósofo, por el contrario, comprende el parecer que rechaza con
la misma extensión y claridad con que entiende el que adopta.
El espíritu filosófico es por lo tanto un espíritu de observación y de justeza, que refiere todo
a sus verdaderos principios. Pero el filósofo no cultiva únicamente su espíritu; lleva más
lejos su atención y sus cuidados.
El hombre no es un monstruo que deba vivir en los abismos del mar o en lo más recóndito
de un bosque. Las mismas necesidades de la vida le hace necesario el comercio con otros, y
cualquiera sea el estado en el que se encuentre, sus necesidades y el bienestar lo
comprometen a vivir en sociedad. Así, la razón exige de él que conozca, que estudie y que
trabaje para adquirir las cualidades sociales. Es sorprendente que los hombres se ocupen tan
poco de todo lo que se refiere a la práctica y que se enardezcan tanto por vanas
especulaciones. ¡Ved los desórdenes que tantas diferentes herejías han causado! Éstas
siempre han girado en torno a problemas de teoría: sobre el número de personas de la
Trinidad y su emanación, sobre el número de los sacramentos y sus virtudes, sobre la
naturaleza y la gracia. ¡Cuántas guerras, cuántos problemas por quimeras!
Los filósofos vulgares están sometidos a las mismas visiones: ¡cuántas disputas vanas en
las escuelas!¡cuántos libros sobre cuestiones vanas! Una palabra las resolverá, les haremos
ver que son indisolubles.
Una secta hoy famosa reprocha a las personas eruditas descuidar el estudio de su propio
espíritu para cargarse la memoria de hechos y de investigaciones sobre la antigüedad;
nosotros reprochamos a unos y otros que descuiden el hacerse amables y no participar para
nada en la sociedad.
Nuestro filósofo, pues, no se cree en exilio en este mundo; no cree estar en un país
enemigo; quiere gozar como sabio ecónomo de los bienes que la naturaleza le ofrece,
quiere encontrar placer en compañía de otros, y para encontrarlo hay que producirlo. De
esta manera, busca concordar con aquellos que por azar o elección viven con él y encuentra
al mismo tiempo lo que le conviene: es un hombre honrado que quiere agradar y ser útil.
La mayor parte de los grandes a quienes la disipación no deja tiempo suficiente para
meditar son feroces con los que no consideran sus iguales. Los filósofos ordinarios, que
meditan mucho, o, más bien, que meditan mal, lo son respecto de todo el mundo: huyen de
los hombres y éstos los evitan. Pero nuestro filósofo, que sabe repartirse entre el retiro y el

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comercio con los hombres está lleno de humanidad. Es el Cremes de Terencio [“Homo
sum, humani a me nihil alienum puto” Eautontimouromenos V, 77] que siente que es
hombre y que sólo su humanidad interesa a la buena o mala fortuna de su vecino.
Sería inútil subrayar aquí cuán celoso es el filósofo de todo lo que se llama honor y
probidad: he allí su única religión.
La sociedad civil es, por así decirlo, la única divinidad que reconoce sobre la tierra; la
inciensa, la honra con su probidad, con una atención exacta a sus deberes y con un deseo
sincero de no ser en un miembro inútil, un estorbo. Así, los sentimientos de probidad tienen
tanta participación en la constitución mecánica del filósofo como las luces de la
inteligencia. Cuanta más razón encontréis en un hombre más probidad encontraréis en él.
Por el contrario, allí donde reina el fanatismo y la superstición, reinan las pasiones y el
arrebato. Es el mismo temperamento ocupado en objetos diferentes: Magdalena que ama el
mundo y Magdalena que ama a Dios, es siempre Magdalena que ama.
Lo que hace al hombre honrado no es obrar por amor o por odio, por esperanza o por temor
[“oderunt peccare boni, virtutis amore”, Horat. L. I, Epist. 16]. Es obrar por espíritu de
orden, o por razón. Tal es el temperamento del filósofo. Ahora bien, nada debe tenerse más
en cuenta que las virtudes del temperamento. Confiad vuestro vino más bien a aquel que no
le gusta naturalmente que a aquel que todos los días resuelve no volver a emborracharse.
El devoto es un hombre honrado sólo por pasión, y las pasiones no son nada seguras. Más
aún, el devoto, me atrevo a decirlo, tiene el hábito de no ser un hombre honrado en relación
con Dios puesto que tiene el hábito de no seguir exactamente la regla.
La religión guarda tan poca proporción con la humanidad que el más justo de los hombres
es infiel a Dios siete veces por día, es decir, muchas veces. Las frecuentes comuniones de
los más piadosos nos permiten ver en sus corazones, según la manera de pensar de ellos,
una vicisitud continua de bien y de mal; basta al respecto que se lo crea culpable para que
lo sea.
El combate eterno al que el hombre sucumbe tan frecuentemente, con plena conciencia,
origina en él un hábito de inmolar la virtud al vicio; se acostumbra a seguir su inclinación y
sus vicios con la esperanza de rehabilitarse de ellos por medio del arrepentimiento. Cuando
se es con tanta frecuencia infiel a Dios estamos también dispuestos insensiblemente a serlo
con los hombres.
Por otra parte, el presente tiene siempre más fuerza que el futuro sobre el espíritu de los
hombres. La religión retiene a los hombres sólo por un futuro que el amor propio hace ver
siempre muy alejado. El supersticioso se jacta sin cesar de tener tiempo para reparar sus
faltas, para evitar las penas y merecer las recompensas. También la experiencia nos hace
ver que el freno de la religión es muy débil. A pesar de las fábulas que la gente cree acerca
del diluvio, del fuego del cielo cayendo sobre las cinco ciudades, a pesar de las vivas
pinturas sobre las penas y las recompensas eternas, a pesar de tantos sermones y tanta
prédica, el pueblo es siempre el mismo. La naturaleza es más fuerte que las quimeras:
parece celosa de sus derechos; ella se quita con frecuencia las cadenas en las que la ciega
imaginación quiere locamente contenerla: sólo el filósofo, que sabe gozar, la regula con su
razón.
Examinad todos aquellos contra los cuales la justicia humana está obligada a utilizar su
espada: encontraréis o temperamentos ardientes o espíritus poco esclarecidos, y siempre
supersticiosos e ignorantes. Las pasiones tranquilas del filósofo pueden muy bien llevarlo a
la voluptuosidad, pero no al crimen: su razón cultivada lo guía y jamás lo conduce al
desorden.

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La superstición sólo hacer sentir débilmente cuánto importa a los hombres, en relación con
sus intereses presentes, seguir las leyes de la sociedad. Ella condena incluso a quienes las
siguen con ese motivo, al cual llama con desprecio motivo humano. Lo quimérico es para
ella mucho más perfecto que lo natural. De esta manera, sus exhortaciones no operan sino
como debe operar una quimera: molestan, horrorizan, pero cuando la vivacidad de las
imágenes disminuye, cuando el fuego pasajero de la imaginación se extingue, el hombre
queda sin luces, abandonado a las debilidades de su temperamento,
Nuestro sabio, que, al no esperar ni temer nada después de la muerte, parece además perder
un motivo para ser un hombre honrado durante la vida, gana consistencia, por así decirlo, y
vivacidad en el motivo que lo lleva a obrar; motivo tanto más fuerte cuanto que es
puramente humano y natural. Este motivo es la misma satisfacción que encuentra de estar
contento consigo mismo al seguir las reglas de la probidad, motivo que el supersticioso no
tiene más que imperfectamente, puesto que todo lo que encuentra de bueno en él se lo debe
atribuir a la gracia. Con ese motivo se relaciona otro todavía más poderoso, es el propio
interés del sabio, un interés presente y real.
Separad por un momento la sociedad del hombre honrado: ¿qué queda de él? La sociedad
civil, su único Dios, lo abandona: lo veréis privado de las más dulces satisfacciones de la
vida, lo veréis desterrado para siempre del comercio con la gente honrada. Por eso le
importa mucho más que al resto de los hombres disponer todos sus resortes para no
producir más que efectos conformes a la idea de hombre honrado. ¡No temáis que, dado
que nadie tiene los ojos sobre él, se abandone a una acción contraria a la probidad! No, tal
acción no resulta conforme a la disposición mecánica del sabio. Él está amasado, por así
decirlo, con la levadura del orden y de la regla; está lleno de las ideas del bien de la
sociedad civil y conoce los principios de las mismas mucho mejor que los otros hombres.
El crimen encontrará en él una gran oposición, tendría demasiadas ideas adquiridas para
destruir. Su facultad de actuar es, por así decirlo, como una cuerda de instrumento de
música fijado en un cierto tono: no podría producir el tono contrario. Teme desentonar,
discordar consigo mismo. Y esto me hacer recordar lo que Veleyo dijo de Catón de Útica:
jamás realizó buenas acciones, afirmó, para que se viera que las hizo sino porque no
estaba en él hacerlo de otra manera [Numquam recte fecit ut facere videretur, sed quia
aliter facere non poterat].
Por otra parte, en todas las acciones que hacen los hombres no buscan más que su propia
satisfacción actual: es el bien, o mejor dicho el atractivo presente, siguiendo la disposición
mecánica en la que se encuentran, lo que los lleva a obrar. Ahora bien, ¿por qué queréis
que, dado que el filósofo no espera ni pena ni recompensa después de esta vida, él debería
encontrar un atractivo presente que lo lleve a mataros o a engañaros. ¿No estará, por el
contrario, más dispuesto por sus reflexiones a encontrar más atractivo y placer en vivir con
vosotros, en atraer vuestra confianza, en cumplir con los deberes de la amistad y el
reconocimiento? ¿Acaso estos sentimientos no están en el fondo del hombre,
independientemente de toda creencia sobre el futuro? Una vez más, la idea de hombre
deshonesto resulta tan opuesta a la idea de filósofo como la idea de estúpido, y la
experiencia nos permite ver todos los días que, cuanto más razón y luces se tiene, más
seguro y limpio se está para el comercio de la vida: un loco no tiene madera para ser bueno
[La Rochefoucauld]. No se peca sino porque las luces son más débiles que la pasión, y es
una máxima teológica, verdadera en cierto sentido, que todo pecador es ignorante [Omni
peccans est ignorans].

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Este amor a la sociedad, tan esencial al filósofo, deja ver cuán verdadera es la observación
del emperador Antonino: Los pueblos serán felices cuando los reyes sean filósofos, o
cuando los filósofos sean reyes. El supersticioso, elevado a los grandes cargos, se considera
tan extranjero en la tierra que no se interesa verdaderamente en los otros hombres. El
desprecio por las grandezas y las riquezas, y los otros principios de la religión, a pesar de
las interpretaciones que se han empeñado en darles, resultan contrarios a todo lo que puede
hacer a un imperio dichoso y floreciente.
El entendimiento que se somete al yugo de la fe se vuelve incapaz de las grandes miras que
demanda el gobierno y que son tan necesarias para los empleos públicos. Se hace creer al
supersticioso que un ente supremo lo ha puesto por encima de los otros, y es hacia tal ser, y
no hacia el público, que dirige su reconocimiento. Seducido por la autoridad que le da su
estado y a la cual los otros hombres han consentido someterse para establecer entre ellos un
orden cierto, se persuade fácilmente que está en lo alto sólo para su propio bienestar y no
para trabajar por el bienestar de los otros. Se considera como el último fin de una dignidad
que, en el fondo, no tiene otro objeto que el bien de la república y de los particulares que la
componen.
Entraría de buena gana en más detalles, pero se sabe ya bastante lo útiles que son a la
república aquellos que, elevados a los grandes cargos, sólo piensan en las ideas de orden y
bien público, y en todo lo que se llama humanidad, y sería deseable que se pudiera excluir a
todos los que, por el carácter de sus espíritus o por su mala educación, están dominados por
otros sentimientos.
El filósofo es por lo tanto un hombre honrado que obra en todo por razón y que combina un
espíritu de reflexión y de justeza con las costumbres y cualidades sociales. Por esta idea es
fácil concluir cuán lejos está el sabio estoico de la perfección de nuestro filósofo. Nosotros
queremos un hombre, y aquel sabio no es más que un fantasma; ellos se avergüenzan y
nosotros nos enorgullecemos de la humanidad; nosotros queremos obtener beneficio de las
pasiones, queremos hacer de ellas un uso razonable y en consecuencia posible, y ellos
quieren locamente aniquilar las pasiones y colocarnos por arriba de nuestra naturaleza por
una insensibilidad quimérica. Las pasiones ligan los hombres entre sí, y esta ligazón es un
dulce placer para nosotros. No queremos ni destruir nuestras pasiones ni ser tiranizados por
ellas; queremos servirnos y regularlas.
Se ve además por todo lo que acabamos de decir cuánto se alejan de la justa idea de filósofo
esos indolentes que, librados a una meditación perezosa, dejan de lado el cuidado de sus
asuntos temporales y de todo lo que se llama fortuna. El verdadero filósofo no está
atormentado por la ambición [B. vid. Horat. Epist 17. Lib. I: omnis decuit Aristippum, color
et status et res, etc.], pero quiere tener las dulces comodidades de la vida. La hace falta,
además de lo necesario para todos, un resto superfluo necesario para un hombre honrado y
por medio del cual se es feliz: es el fondo de decoros y de agrados.
La pobreza nos priva del bienestar que es el paraíso del filósofo: destierra lejos de nosotros
todas las delicadezas sensibles y nos aleja del comercio con la gente honrada. Por otra
parte, cuanto mejor tengamos hecho el corazón más ocasiones se encuentra para sufrir por
la miseria: tan pronto puede ser un placer que no podríais dar a vuestro amigo, tan pronto
una ocasión para serle útil y que no podríais aprovechar. Vosotros os hacéis justicia en el
fondo de vuestro corazón, pero nadie penetra hasta allí; y cuando se conociera vuestra
buena disposición, ¿no sería acaso un mal no poder sacarla a luz?
A decir verdad, no estimamos menos un filósofo por ser pobre, pero lo desterramos de
nuestra sociedad si no trabaja para librarse de su miseria. No es que temamos que se nos

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transforme en una carga; lo ayudaremos en sus necesidades, pero no creemos que la
indolencia sea una virtud.
La mayor parte de los hombres se hacen una idea falsa del filósofo, se imaginan que le
alcanza con tener lo imprescindible; las falsas filosofías han hecho nacer este prejuicio por
su indolencia y por sus máximas resplandecientes. Lo maravilloso siempre corrompe lo
razonable; hay sentimientos bajos que rebajan al hombre por debajo de la pura animalidad;
hay otras que parecen elevarlo por encima de sí mismo. Nosotros condenamos igualmente
unos y otros, porque no convienen para nada al hombre. Es corromper la perfección de un
ser no dejarlo ser lo que es, incluso si el pretexto es elevarlo.
Tendría ganas de terminar refiriéndome a otros prejuicios comunes en los filósofos
vulgares, pero no quiero hacer un libro. Que ellos se desengañen. Los tienen como el resto
de los hombres, y sobre todo en lo que concierne a la vida civil: liberados de ciertos errores,
que los mismos libertinos reconocen, y que apenas dominan hoy en día excepto en el
pueblo, en los ignorantes y en quienes no tienen tiempo suficiente como para meditar, creen
haberlo hecho todo; pero si han trabajado sobre la inteligencia, deben recordar que todavía
queda mucho por hacer respecto de lo que se llama el corazón y respecto de la ciencia de
los comportamientos.

(Traducción: Fernando Bahr, 2009)

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