Casas Patrick Avrane

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Colección Psicoanálisis outdoor

dirigida por Luciano Lutereau

1. Luciano Lutereau, La subjetivación patriarcal


2. Valérie Arrault y Alain Troyas, El narcisismo del arte
contemporáneo
3. Laurent de Sutter, Indignación total. Lo que nuestra adicción al
escándalo dice de nosotros
4. Patrick Avrane, Casas. Cuando el inconsciente habita los lugares
Patrick Avrane

Casas
Cuando el inconsciente
habita los lugares

Traducción: Víctor Goldstein


Avrane, Patrick.
Casas. Cuando el inconsciente habita los lugares- 1a ed. - Adrogué :
Ediciones La Cebra 2021.
192 p. ; 21,5x14 cm.
Título original: Maisons. Quand l’inconscient habite les lieux
Traducción de: Víctor Goldstein
ISBN 978-987-3621-86-4
1. Interpretación psicoanalítica 2. Ensayo literario. I. Víctor Goldstein,
trad. II. Título.
CDD 150.195

© Presses Universitaires de France/Humensis,


Maisons. Quand l’insconsient habite les lieux, 2020
© Ediciones La Cebra, 2021

Traducción
Víctor Goldstein

Foto de tapa
Javier Bendersky

Impreso en Mundo Gráfico Srl.


Encuadernado por Encuadernación Latinoamérica

Editorxs
Ana Asprea y Cristóbal Thayer

[email protected]
www.edicioneslacebra.com.ar

Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723


Índice

PREFACIO
Nos quedamos en casa 9

PRÓLOGO  17

1. HISTORIAS DE CASAS
Un encuadre silencioso 21
La certidumbre de lo que constituye una casa 23
El abrigo de la horda 24
Una estructura idéntica  27
Lo íntimo y lo público  29
El desafío a las fronteras  31
La ausencia de un lugar 33
Shu y crac 35
Sólidos o precarios 37
Palacios e insulae40
El lado no es “del lado” 41
El olvido de la transparencia  44

2. REFUGIO
La insolencia de casarse 49
La casa del gato que pelotea 50
La casa de la expiación 53
Berggasse 19 55
Una escalera 56
El escritorio de los sueños 57
Tres mujeres  59
Bellevue  62
Dos Garuda 64
Robinson Crusoe  66
Desamparo  68
El objeto garante de la casa 70

3. CUERPO 
Imagen del cuerpo y esquema corporal 75
Máquinas de habitar 76
La piel de los gatos 79
Manderley  81
Un cuento 83
En condicional  85
La casa de su lado 88
Yo, era yo 90
Amar un bloque de piedra 92
Las paredes de Narciso 94
La casa mortífera 96

4. FAMILIARIDAD 
Familiares antes de ser conocidas 101
Un espacio potencial  102
Soledad y abandono 103
Mujer de pie en un virginal 105
Proust y Vermeer  107
Un mundo compacto, duro y helado 110
“Estás en tu casa” 111
El Cupido de pie 113
Un recuerdo encubridor  115
Un comentario infantil 117
Casa natal 119
Adivinar el enigma 120

5. COMPARTIR 
El santuario del pudor 125
Bajo la mirada de Dios  126
El hotel de Nana 128
Un compartir imposible 130
Un gran efecto de conjunto  131
Buscar la grandeza 132
Un busto 134
El espacio del fantasma 136
Dos funciones de la casa 138
Principal y secundaria 139
Amnesia y descubrimiento  141
Dos casas 143
Un escritorio 145
“¡Silencio! ¡El abuelo está trabajando!” 147

6. CONJUNTO 
Oír el llamado 151
El gato 153
Una calle sin salida  155
Silencio  156
Marguerite, Clémence o Henriette 158
Aceptar el gato del otro  160
Compartir sus ideales 162
Vivir juntos pero separados 163
La casa y sus habitantes  165
Haussmann de ayer y de hoy 167
El fin de los timbres 168
Levantarse de la mesa 170
La Virgen del manto 175
Nutshel studies 176
La fortaleza de Chicago  178
La casa espejo 180
La armonía del mundo  182
Remedar la vida  183
El doble 185
En la rama 187
La extrañeza en la casa 189
PREFACIO

NOS QUEDAMOS EN CASA

En 1348 la peste se propagó por Florencia, la más bella


de todas las ciudades de Italia. Algunos años antes, este
flagelo se había hecho sentir en diversas comarcas de
Oriente, donde quitó la vida a una cantidad prodigiosa
de gente. Sus estragos se extendieron hasta una parte del
Occidente, de donde nuestras acciones inicuas, sin dudas,
la atrajeron a nuestra ciudad. Allí, en muy pocos días, hizo
progresos rápidos pese a la vigilancia de los magistrados.1

Lo hemos olvidado.
Para nosotros, esa peste ya no es más que el pretexto
del que se sirvieron algunos jóvenes, mujeres y hombres,
para encerrarse diez días en un espléndido castillo donde
narrar, cada uno por turno, las historias, a veces subidas
de tono, que nos refiere Bocaccio en su Decamerón. Del mis-
mo modo, la epidemia que se desploma sobre Londres en
1665 es lo que le permite a Daniel Defoe, tras las aventuras
de Robinson Crusoe, publicar una nueva obra exitosa: el
Diario del año de la peste.
Sin embargo, el contenido de este Diario resuena hoy
extrañamente. Fuga de la ciudad o confinamiento en su
casa prefiguran nuestras conductas del año 2020, al igual

1. Bocaccio, Décaméron, París, Prodifu, 1979. [El decamerón, varias


versiones en castellano. Salvo indicación en contrario, todas las
traducciones de las citas textuales son del traductor de la presente obra.]

9
Patrick Avrane| Casas

que el almacenamiento de provisiones y la inquietud del


contagio por enfermos que no saben que han sido infecta-
dos. Del mismo modo, el recuento de las personas enfer-
mas, la vigilancia y la progresión de la epidemia barrio por
barrio y de su transmisión en todo el país por aquellos que
abandonaron la ciudad, así como las órdenes que dieron
las autoridades —para clausurar las casas, requisar a los
cirujanos, secuestrar a los enfermos, sostener la economía
e impedir que se disparen los precios—, parecen muy
actuales.
Ya no creemos, como Bocaccio, que fueron nuestros
pecados los que atrajeron la enfermedad o, como Daniel
Defoe, que si bien el origen y la propagación de la peste
son naturales, sin embargo dependen de la potencia divi-
na, que se “complace en actuar sirviéndose de las causas
naturales”.2 No obstante, tal vez habíamos tenido dema-
siadas esperanzas de que la ciencia y la técnica habían aca-
bado con esas amenazas. La epidemia ya no se contenta
con ser el decorado de las aventuras del héroe esbozado
por Jean Giono o la admirable metáfora utilizada por
Albert Camus.3 En adelante, entre la peste y el cólera hay
un coronavirus.
Como medida de protección se dio la orden de que-
darse en casa. Y como siempre ocurre, como en el cuento,
el relato, las aventuras o la novela, la casa es un refugio.
Entonces ocupa plenamente su función primaria, aquella
que descubre el recién nacido al pasar de los brazos ma-

2. Daniel Defoe, Journal de l’année de la peste, París, Gallimard,


“Bibliothèque de la Pléiade”, 1959, p. 1082. [Diario del año de la peste,
varias versiones en castellano.]
3. Jean Giono, Le Hussard sur le toit, París, Gallimard, “Folio”, 1995;
Albert Camus, La Peste, París, Gallimard, “Folio”, 1990. [Hay versiones
en castellano: El húsar en el tejado, trad. de Francesc Roca, Barcelona,
Anagrama, 1998; La peste, varias ediciones en castellano.]

10
Prefacio | Nos quedamos en casa

ternos a la cuna, luego al descubrir las paredes que se le


vuelven familiares, aquellas reales o soñadas, de una casa
natal. Más tarde es una casa de la que sabrá entrar y salir.
Se va acostumbrando a los diferentes espacios, íntimos o
compartidos; allí encuentra su imagen del cuerpo, su estilo
de relación con el otro. Es la casa que llevamos en nosotros,
y se conjuga con la que habitamos, la mayoría de las ve-
ces en compañía de nuestros allegados. Con ellos vivimos
entre las paredes que narran su historia, compartimos el
mobiliario traído por unos y otros, el decorado que a veces
contiene la huella de ocupantes de antaño, todo cuanto
forja el alma de una casa, el inconsciente del inmueble en
el que vivimos. Nueva peripecia para las construcciones
más antiguas, experiencia inédita para las construcciones
jóvenes, el confinamiento casi no perturba la estructura de
la casa; pero la pone a prueba.
La casa es un refugio. Sin embargo, este no tiene la
misma coloración, no se inscribe en la misma relación
transferencial —para hablar como psicoanalista—, según
sea elegido u obligado. Cuando un niño es enviado a su
habitación, no es la misma cosa que cuando él decide ir.
Prohibirle salir es un castigo. Durante el confinamiento de
2020 en Francia, el certificado de desplazamiento excepcio-
nal que se debe llenar antes de cualquier salida se parece a
una nota de disculpa. Franquear la puerta, habitualmente
bajo el control de los habitantes, que pueden salir según
su voluntad y escoger a quien dejan entrar en su hogar,
está sometido a una regla que ellos no controlan, aunque la
acepten y comprendan. La puerta está cerrada. El refugio
está clausurado. Reina una prohibición. Lo que se transfor-
ma es la economía de la casa.
Salvo que se viva en un monasterio o se padezca la
coerción de la prisión o del hospital, habitar en un lugar
no implica la reclusión. La casa está abierta; y para una

11
Patrick Avrane| Casas

gran mayoría de individuos, la existencia cotidiana trans-


curre en el exterior. A los gatos domésticos en ocasiones
les disgusta una presencia constante de humanos en su
espacio. Ellos, como los hombres y las mujeres que los ro-
dean, necesitan aprender a compartir su residencia. Así,
los ocupantes establecen toda una estrategia de ocupación
de la casa. Esta atañe al reparto en el tiempo del goce de los
diferentes espacios, como el de las tareas que deben efec-
tuar —el aprovisionamiento y la constitución de reservas
de provisiones, de los productos necesarios para el mante-
nimiento de la vivienda y de las personas, la preparación
inédita de comidas que hasta entonces se hacían en restau-
rantes o bares diversos—, las innumerables elecciones y
decisiones que se deben operar para limitar los conflictos
aceptando la parte narcisista del otro, las cosas a las cuales
les parece imposible renunciar.
Se develan entonces las cualidades inadvertidas de la
casa: lo que torna fácil o difícil la cohabitación permanen-
te; pero también aquello que, para un sujeto, representa la
casa, la manera en que la habita y en que es habitado por
ella. Este entrecruzamiento entre la arquitectura real de un
inmueble y su construcción imaginaria constituye lo que
yo llamaría el inconsciente de la casa, que es propio de cada
uno y compartido por todos; y se comprende que, cuanto
mejor es compartido, tanto más fácil es vivir en la casa. Es
así como pueden parecer necesarios ciertos acondiciona-
mientos, que atañen tanto a la utilización de las piezas, la
disposición de los muebles como a la representación en sí
de la habitación. Los gatos aprenden a compartir el sofá
durante la jornada.
La reclusión es un aislamiento, mientras que el confina-
miento es un encierro: si bien la casa está cerrada, no por
ello están proscritas las relaciones con el mundo exterior.
En este comienzo del siglo xxi, es principalmente mediante

12
Prefacio | Nos quedamos en casa

las conexiones informáticas como el mundo es invitado al


interior. Las pantallas ya no se contentan con ser ventanas,
puesto que aquel o aquellos a quienes veo me ven. Es la
oficina, la escuela la que ocupan un lugar en mi casa. Y yo
puedo compartir un aperitivo con amigos, discutir con mis
padres o mis hijos en su propio hogar mientras que ellos
visitan el mío, mostrarles el último plato que cociné, así
como ellos me hacen partícipe de sus hazañas culinarias,
e incluso tener más intercambios cómplices con aquel o
aquella cuya presencia a mi lado me hubiera gustado.
El psicoanalista, por su parte, sigue siendo discreto.
Si bien no todas las sesiones fueron suspendidas, como
ocurre en las vacaciones, el intercambio se limita a la voz
para aquellas que prosiguen. La exploración del mundo
fantasmático es trabada por aquella de la realidad. Tal
psicoanalista que le propone a un niño continuar su cura
utilizando una aplicación de video rápidamente renuncia
después de que el varoncito, Edipo triunfante, ¡le muestra
el baño donde se encuentra su madre!
En todos los casos se trata de precaverse de la confusión
de los espacios. Por regla general, las viviendas contempo-
ráneas comprenden una parte dedicada a la recepción de
los visitantes, mientras que otra es más íntima. Entrada,
salón, comedor o sala de estar se distinguen del dormito-
rio, aunque esto sea menos visible en los lugares donde
los tabiques fueron suprimidos. Y si bien la distinción es
difícil en el espacio medido de una pequeña vivienda, esta
se hace en el tiempo. Visitar al ocupante de un monoam-
biente a la tarde no constituye una intrusión, como podría
serlo en la mitad de la noche; durante el confinamiento, los
cursos del colegio o del secundario no transcurren fuera de
los horarios escolares habituales, incluso por internet. Así,
el inconsciente de la casa es respetado.

13
Patrick Avrane| Casas

“Cada uno en su casa se acondiciona un espacio de tra-


bajo. Una redactora requisa los pupitres de sus dos hijitas
para hacerse una oficina en la sala. Una editora pone cables
y monta una tienda en su jardín”, explica un periodista al
informar acerca de las conferencias de redacción en video
de su periódico, durante las cuales “la aparición imprevis-
ta de un niño o de un gato en la pantalla, un intercambio
un poco intenso con un cónyuge cuando el micro quedó
abierto”, desencadenan una risa colectiva.4 Si los avatares
de las videoconferencias, a imagen de los lapsus y actos
fallidos, pueden provocar hilaridad o molestia, la seriedad
está a la orden del día. “Durante las clases virtuales se han
señalado comentarios y comportamientos desplazados,
que serán tratados y sancionados como corresponde”, pre-
viene el director de un gran colegio secundario parisino en
un mensaje a los padres de los alumnos.
Todo lugar lleva consigo sus costumbres, con un perfu-
me superyoico. Aquellas de los espacios de trabajo, como
aquellas del placer, no se confunden con los principios que
reinan en la casa. Quedarse en su casa implica transpor-
tar, durante un tiempo, usos que no pertenecen al hogar:
nada de niños en una reunión profesional, y en clase hay
que comportarse. Hasta lo que preconizan algunos psicoa-
nalistas de instalar la computadora del profesional en la
parte alta del diván, con la cámara vuelta hacia el panora-
ma que ve el paciente acostado, contemplando entonces el
analista el dorso de su computadora. No se especifica, a tal
punto esto parece evidente, que el analizante debe enton-
ces aislarse. Los aperitivos virtuales se toman al atardecer,
cada uno sentado en su sofá, a veces un balcón reemplaza

4. Gilles van Kote, “Le Monde au temps du coronavirus”, Le Monde, 27


de marzo de 2020.

14
Prefacio | Nos quedamos en casa

la terraza del bar; las maratones por etapas se corren el fin


de semana en una sala transformada en pista.
No obstante, romper durante un instante con los prin-
cipios de la casa no conduce a suprimirlos. El inconsciente
de la casa, que permite la vida en común, puede soportar
un tiempo esa intrusión del mundo exterior. Sin embargo,
no podría soportar, a riesgo de provocar una rotura del
grupo, que la clausura de la casa se borre definitivamente,
que sus paredes se vuelvan permeables. La casa protege
a cada uno de la enfermedad, pero también protege a los
que viven en ella*.

Abril de 2020

* En el original maisonnée, véase N. del T. de p. 26 [N. del T.].

15
PRÓLOGO

Él se acuerda de su primera casa. Se trata de una suerte de es-


tudio acondicionado en una casa antigua de la ciudad, para él
el más bello de los palacios. Un cartón apoyado en un taburete
constituye una espléndida biblioteca, una manta llamativa traí-
da de un viaje lejano transforma la cama, y un póster psicodéli-
co alegra la pared un poco apagada. Abandonaron sus habita-
ciones de estudiante para vivir juntos. Basta de reglamento de
la ciudad universitaria; las coerciones del alquiler compartido,
las miradas de sus padres desaparecen. En adelante, cada uno
de ellos puede decir “estoy en mi casa”, y juntos les anuncian
a sus amigos: “Estamos en nuestra casa”. Pueden entrar, salir,
comer, trabajar, dormir, amarse cuando quieren.
La casa es un envoltorio. Protege; permite los inter-
cambios. Podemos escoger quién entra en ella, y los
allanamientos son violaciones. En los sueños a menudo
representa nuestro cuerpo. “Las que tienen paredes en-
teramente lisas son hombres; las provistas de salientes y
balcones en los que uno puede sostenerse son mujeres”1,

1. Sigmund Freud, Leçons d’introduction à la psychanalyse, OCF. P XIV, p. 157


(en esta forma anotaremos las referencias a las Œuvres complètes de Freud.
Psychanalyse, París, PUF, 1991‑2015, 20 vol.). [Hay versión en castellano:
“Conferencias de introducción al psicoanálisis”. Todas las obras citadas
de Freud (con excepción de algunas que reúnen sus cartas) corresponden
a las Obras completas de Sigmund Freud, trad. de J. L. Etcheverri, Buenos
Aires, Editorial Amorrortu. Solo agregaremos ––además del título— el
volumen y el año correspondiente a su edición (y su paginación, en caso
de que transcribamos una cita textual); en este caso, vol. 15, 1991, p. 139.]

17
Patrick Avrane| Casas

observa Sigmund Freud. Esto es confirmado, añade, por


la lengua popular alemana: de una mujer con pechos ge-
nerosos se dice que tiene lo que hace falta para que uno se
quede. El francés es todavía más explícito con la expresión,
hoy totalmente incorrecta, “Il y a du monde au balcon”*.
Sin embargo, la casa se comparte. Acomat, ese anali-
zante que refiere el recuerdo de su instalación, evoca al
mismo tiempo a la joven con la cual fundó un hogar. Salvo
que uno viva como un ermitaño, nunca está solo en su
casa. Esta contiene una familia**, así no fuera sino por los
recuerdos que dejaron quienes allí vivieron; así se crea su
alma. Los deseos, expresados o silenciosos, de quienes allí
habitan se cruzan, se encuentran, se oponen; así se fabrica
el inconsciente de la casa.
La casa es un refugio, pero conserva una parte de mis-
terio. Un piso que cruje es quizá un fantasma que pasa;
un objeto largo tiempo perdido y encontrado es todo un
pasado que resurge. Y Pulgarcito, que espera haber encon-
trado un asilo, se da cuenta de que está en la casa de un
ogro; y Caperucita Roja que hizo mal al abrir la puerta de
su abuelita.
Nosotros habitamos una casa como habitamos nuestro
cuerpo y vivimos en el mundo, con nuestras creencias,
nuestros temores, nuestras alegrías y también toda nues-
tra historia pasada y nuestras esperanzas venideras. Si la
casa tiene un alma y un inconsciente es porque hombres y
mujeres no dejan de construirla.

* Hay gente en el balcón, literalmente, que puede traducirse como “tener


una buena delantera”. [N. del T.]
** En el original maisonnée, véase N. del T. de p. 26 [N. del T.].

18
1. HISTORIAS DE CASAS
“¡Su apartamento se parece mucho al de Freud!”, me dice
Hiltrude, una joven analizante al volver de un corto viaje
a Viena. La afirmación solo es muy lejanamente justa, y yo
mido toda su ambivalencia. Significa que no seré más que
un doble al vestirme con los oropeles de un maestro, casi
un impostor; o mucho mejor, una suerte de cangrejo que
se desliza en un caparazón abandonado. “Sí, en realidad,
sobre todo es la escalera del edificio la que es casi igual,
porque en su casa no hay una colección de antigüedades
y su sala de espera está llena de luz; en casa de Freud era
más bien siniestro”, corrige. Hiltrude vivió mucho tiem-
po en países soleados; el horizonte de su casa natal es el
océano Pacífico. De tanto en tanto se queja de la grisura
parisina. También comprendo que no se contentó con visi-
tar Berggasse 19 en Viena —el apartamento está ahora casi
vacío—, también conoce las fotos del consultorio de Freud,
repleto de estatuillas egipcias, griegas o romanas que son
hoy el orgullo de la última casa del padre del psicoanálisis,
en Londres, Maresfield Gardens 20.

Un encuadre silencioso

La casa, el apartamento donde reside el analista, o bien


el consultorio reservado al uso profesional, a veces com-
partido con otros, constituyen el encuadre silencioso del
psicoanálisis. Habitualmente, a la persona que viene a
consultar se le anuncia la duración y la frecuencia de
las sesiones y la tarifa. Pero el color de las paredes, la
orientación del diván o la comodidad del sillón no for-
man parte de la prescripción. Otro tanto ocurre cuando
visitamos a una persona, a unos amigos. Sabemos que
vamos a tomar un café, a cenar, a discurrir con un obje-

21
Patrick Avrane| Casas

tivo específico o no. Sin embargo, salvo que se trate del


estreno de una casa, el plano del lugar, la calidad de la
iluminación y de las cortinas, el orden o el desbarajuste
no forman parte de los intercambios. A veces el decorado
se venga. Tropezamos con un juguete; el polvo provoca
los estornudos de un invitado; Marie Cardinal interpela
así a su analista: “No tendría que dejar esa gárgola en
su oficina, es espantosa. Ya hay bastante horror y miedo
en la cabeza de la gente que viene aquí, no vale la pena
cargar las tintas”.1 En ocasiones son buenas sorpresas.
Una persona aficionada se siente atraída por un peque-
ño jarrón de Gallé perdido en medio de chucherías sin
interés. Una anticuaria, que había venido a exponer las
dificultades de su hijo, al entrar en mi consultorio no
puede dejar de prestar atención a los sillones destinados
a los pacientes (cuando se atiende a niños se necesitan
por lo menos dos para los padres), que están conmigo
desde hace décadas y aparentemente se han convertido
en butacas difíciles de encontrar.
No obstante, más allá de los objetos, es el conjunto de
la casa en la cual penetramos la que da cuenta, sin que lo
percibamos explícitamente, de la calidad, del estilo de sus
ocupantes. La frialdad de un azulejado brillante puede
dejarnos helados; la acumulación de muebles dispares no
nos deja mucho lugar; en el seno de una disposición impe-
cable, obra cuidada de un decorador, nos sentimos intru-
sos. Un poco de desorden muestra que los anfitriones no
rezongan por recibir en cierta intimidad; del mismo modo,
los psicoanalistas desconfían de los discursos construidos

1. Marie Cardinal, Les Mots pour le dire, París, Le Livre de poche, 1978, p.
129. [Hay versión en castellano: Las palabras para decirlo, trad. de Marta
Pessarrodona, Barcelona, Noguer y Caralt, 2000.]

22
1. Historias de casas

y saben esperar balbuceos y saltos de un asunto a otro an-


tes de decidirse a recibir a un analizante.

La certidumbre de lo que constituye una casa

Para percibir las dificultades en el habla de un sujeto es


necesario comprender el lenguaje en el cual se expresa.
La evidencia de la lengua permite captar sus fallidos, así
como la certeza de lo que constituye una casa hace posi-
ble comprender las particularidades de cada una. Hoy,
en Francia, por regla general una casa comprende: una
puerta de entrada, ventanas, un techo, un cuarto para la
ducha y un baño, un espacio para la cocina y uno para
dormir. El interior y el exterior son muy distintos; de
noche, la iluminación es artificial. La habita una familia
más o menos ampliada; más raramente, la comparten
personas que se eligieron mutuamente. Así eran el apar-
tamento de Freud en Viena y su casa en Londres. Esta
estructura, habitual desde hace más de dos siglos, nos
parece común y corriente.
La historia de la vivienda a través de los siglos puede
aparecer como un lento movimiento hacia su configura-
ción actual. Conocimiento de las reglas de construcción,
dominio de los elementos encontrados en el entorno
—madera, piedra, tierra— o invención de nuevos mate-
riales —alfarería, cemento, hormigón, acero— marcan a
partir de entonces sus diferentes etapas, concebidas como
otros tantos progresos.
Así, el hombre sabe fabricar vidrio desde hace mi-
lenios; sin embargo, el vidrio para ventanas, del que
se conocen escasos ejemplos en las termas romanas, no
hace su verdadera aparición en arquitectura sino hacia

23
Patrick Avrane| Casas

el siglo x: los vitrales de las catedrales. Las residencias


ricas lo utilizan a partir del siglo xv; reemplaza la vejiga
de puerco, el pergamino o la tela de lino aceitadas, e
incluso, en los palacios antiguos más prestigiosos, las
delgadas hojas de obsidiana o de alabastro. El vidrio
transparente de Murano se propaga, vidrios y venta-
nas se agrandan, los culos de botella —discos de vidrio
traslúcido— desaparecen. Lorenzo Lotto, en el siglo xvi,
debe abrir una brecha en la pared de la casa de María
para iluminar su Anunciación, porque los redondeles ver-
duzcos de un tragaluz casi no iluminan la escena. En el
siglo siguiente, la luz que pone en valor Una dama escribe
una carta con su sirvienta de Johannes Vermeer atraviesa
una ventana con vidrios compartimentados; en los años
veinte, la que ilumina los modelos de Matisse atraviesa
una puertaventana. En 1952, el Sol de la mañana baña a
esa mujer solitaria pintada por Edward Hopper; ella
está frente a un ventanal, no hay ninguna abrazadera,
ningún chasis: un agujero en la pared, ahora protegido
por un vidrio.2

El abrigo de la horda

Una docena de seres con miembros pesados, con la piel


de un amarillo lívido, el cráneo cubierto de pelos esca-
sos y negros que caen sobre sus ojos, de uñas ganchu-
das, están agrupados, apretados unos contra otros, bajo

2. Lorenzo Lotto, Anunciación (alrededor de 1530), Recanati, Villa


Colloredo Mels; Johannes Vermeer, Una dama escribe una carta con su
sirvienta (1670‑1671), Dublín, Galería Nacional de Irlanda; Henri Matisse
realiza varias Mujeres sentadas en los años veinte; Edward Hopper, Sol
de la mañana (1952), Columbus Museum of Art. Véase Béatrice Fontanel,
Nos maisons, du Moyen Âge au xxe siècle, París, Seuil, 2010.

24
1. Historias de casas

un árbol frondoso cuyas ramas bajas llegan al suelo y


son retenidas con ayuda de terrones de légamo. […]
Todos, enlazados como un nido de culebras, están dur-
miendo, salvo uno de ellos, que está despierto y lanza
en la oscuridad gritos lastimeros y prolongados para
alejar a los animales perjudiciales. Cuando lo gana el
sueño, va a despertar a uno de sus compañeros, que
toma su lugar.3

¿Son hombres esos seres que no tienen un techo para


protegerse, un hogar para calentarse, una casa?, se
interroga Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, en 1875, al
comenzar su Historia de la habitación humana. Con segu-
ridad, responde Freud algunas décadas más tarde, por-
que, ¿cómo no ver en ese grupo enlazado una expresión
de la horda primitiva que el inventor del psicoanálisis
pone en el origen de la humanidad? Una horda sin fe, ni
techo, ni ley,* bajo la férula de un padre feroz y omnipo-
tente, que pronto es muerto por sus hijos, los hermanos
coaligados que se reparten las mujeres y prohíben el in-
cesto, fundando así la civilización, la familia, el hogar.4
En la descripción imaginaria del arquitecto del Segundo
Imperio, tal vez acaba de producirse el asesinato ori-
ginal. En efecto, la banda de uñas ganchudas y pelos

3. Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, Histoire de l’habitation humaine


depuis les temps préhistoriques jusqu’à nos jours, París, Hetzel, 1875,
reimpresión Hachette-BNF, pp. 4‑5. [Hay versión en castellano: Historia
de la habitación humana, sin indicación de traductor, Buenos Aires,
Editorial Víctor Lerú, 1945.]
* En el original sans foi, ni toit, ni loi. El autor juega con una locución
francesa que dice: n’avoir ni foi ni loi [no tener ni fe ni ley], que se traduce
como “vivir al margen de la ley” (entre otras cosas). [N. del T.]
4. Véase Sigmund Freud, Totem et tabou, OCF. P XI. [“Tótem y tabú.
Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los
neuróticos”, vol. 13, 1991.]

25
Patrick Avrane| Casas

negros no está bajo la vigilancia de un solo amo; cada


uno a su vez, los compañeros comparten la guardia. La
familia* —el grupo de los emparentados— precede a la
casa —la construcción que los circunda.
En esta perspectiva darwiniana, compartida por Viollet-
le-Duc y Freud, el alma de las casas, lo que podemos llamar
el inconsciente de las casas5 —lo que una vivienda soporta
de los deseos inconscientes de sus ocupantes, como lo que
toda casa inscribe inconscientemente en cada uno—, surge
de la evolución razonada de estas, del recuerdo, en oca-
siones perdido, de su historia, de sus formas pasadas. A
imagen de los rebaños salvajes de bovinos y de caballos,
citados por Freud, que regularmente matan al animal-pa-
dre6, la horda original no parece tener una vivienda. Vaga,
encontrando un abrigo providencial en una gruta, bajo
un árbol, o una anfractuosidad rocosa. Es el grupo, no ya
la horda o el rebaño, el que aprende a confeccionar, con
ramas, cañas y follaje, una choza. Primera casa, alberga a
una primera familia. Luego, tras el dominio del fuego, es
el primer hogar. Se deja bajo la vigilancia de una mujer,
porque si un hombre debe obligarse a renunciar al placer
de sofocar las llamas orinando encima, la mujer es “guar-
diana del hogar porque su conformación anatómica no le
permitía ceder a esa tentación de placer”.7

* En el original maisonnée. Esta palabra no tiene traducción en nuestra


lengua; viene de maison, “casa”, y el autor juega con la “casa” que viene a
continuación (La maisonnée […] précède la maison). Estrictamente significa
“el conjunto de personas, generalmente de la misma familia, que habitan
la misma casa”. La traduciremos por “familia” o, según el contexto, por
distintas perífrasis, como “los de la casa”. [N. del T.]
5. Véase Alberto Eiguer, L’Inconscient de la maison, París, Dunod, 2013.
6. Sigmund Freud, Totem et tabou, op. cit., p. 361, n. 1.
7. Sigmund Freud, Le Malaise dans la culture, OCF. P XVIII, p. 277, n. 1.
[“El malestar en la cultura”, vol. 21, 1992, p. 89.]

26
1. Historias de casas

Una estructura idéntica

Parafraseando a Napoleón, que asegura a Goethe que el


destino es la política, pues, Freud enuncia: “La anatomía es
el destino”.8 Y ¿qué más racional y darwiniano que la ana-
tomía? El racionalismo de la teoría psicoanalítica es como
el de Darwin. Lo encontramos en una concepción, igual-
mente razonada en apariencia, de la historia del hábitat, la
que leemos en Viollet-le-Duc, o incluso en la Guía histórica
a través de la exposición de las viviendas humanas, destinada a
los visitantes de la exposición de París, en 1889.9 Para esta
exposición, en la que también se inaugura la torre Eiffel,
el famoso arquitecto de la ópera de París, Charles Garnier,
concibe una treintena de chalés que representan las casas
del mundo a través de los siglos. El caminante descubre
una cabaña de la edad de piedra, una choza gala, una casa
etrusca, etc. Con el historiador Auguste Ammann, Garnier
redacta una guía para esta visita. Enriquecido, publicado
por Hachette, se convierte en un libro de referencia tres
años más tarde. Allí, el hombre conquistador del siglo xix
afirma la supremacía de su raza. En esta perspectiva, más
allá de los siglos y las comarcas, la estructura de la vivien-
da humana sigue siendo semejante: los airyas (los arios),

8. Sigmund Freud, La Disparition du complexe d’Œdipe, OCF. P XVII, p.


31. Es Freud quien compara su frase con la de Napoleón, referida por
Goethe. Véase Johann Wolfgang von Goethe, Mélanges, París, Hachette,
1863, p. 309. [“El sepultamiento del complejo de Edipo”, vol. 19, 1992,
p. 185.]
9. Véanse Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, Histoire de l’habitation
humaine…, op. cit., cap. xxviii; Auguste Ammann, Charles Garnier, Guide
historique à travers l’exposition des habitations humaines, París, Librairie
Hachette, 1889, citado en Simone Roux, La Maison dans l’histoire,
París, Albin Michel, 1976, pp. 7‑9; Béatrice Bouvier, “Charles Garnier
(1825‑1898), architecte historien de L’Habitation humaine”, Livraisons
d’histoire de l’architecture, 2005, n° 9, pp. 43‑51.

27
Patrick Avrane| Casas

de quienes descienden los pueblos europeos civilizados,


supieron, en su gran sabiduría y su inteligencia, adaptar-
se a los climas y a la geografía, así como a los materiales
disponibles. Es exactamente el mismo análisis que hacen
los hermanos Grimm de las diferentes versiones de los
cuentos del folklore europeo: salieron de los mitos inme-
moriales del pueblo ario y se aclimataron a cada cultura.
Por consiguiente, de la choza paleolítica a la cabaña
gala, de los castillos medievales a las casas de madera es-
candinavas, se encuentra un mismo plano. Un espacio de
asamblea y de encuentros —la sala, el vestíbulo— se dis-
tingue del espacio reservado a la vida familiar, lugar invio-
lable. El gineceo de los griegos, la nursery de los ingleses
o el cuarto matrimonial son fundamentalmente idénticos:
es el espacio sagrado de la familia. Vida pública y vida in-
terior están separadas; esto constituye la residencia de los
humanos. Todo el resto es acondicionamiento en función
de las comarcas y los avances técnicos.
A medida que los vidrieros fabrican vidrios más gran-
des, más sólidos, más económicos, que las ventanas se
agrandan, el sol ilumina la casa. En cada uno de los cua-
dros que elegí citar para mostrar esta evolución figura una
mujer: María está un poco asustada en la Anunciación de
Lotto; la dama está muy ocupada escribiendo su carta en
Vermeer; las de Matisse están perdidas en sus pensamien-
tos; y, como ocurre a menudo en los cuadros de Hopper,
no captamos muy bien lo que esa joven sentada en su
cama, con el vestido levantado hasta arriba de los muslos,
espera frente al Sol de la mañana. A todas las sorprende-
mos. El pintor introduce al espectador en la intimidad de
la vivienda, el espacio sagrado. Eso lo adivinamos, cua-
lesquiera que sean la época y la nacionalidad de la obra,
ya sea que provenga de Italia, de Holanda, de Francia o
de los Estados Unidos. Sabemos diferenciar los sectores

28
1. Historias de casas

de una casa sin que sea necesario que nos los expliquen.
Hayamos leído o no a Charles Garnier o a Viollet-le-Duc,
cuando nos invitan a cenar no entramos en el cuarto de
huéspedes, salvo que hayamos sido invitados de manera
excepcional. Es un lugar abierto, menos privado, el que
recibe a los comensales.

Lo íntimo y lo público

La última cena de Leonardo da Vinci, en el primer piso de


esa construcción cercana al huerto de Getsemaní, como
la comida de los Peregrinos de Emaús del Tiziano, trans-
curren en el espacio accesible de una vivienda, el de los
encuentros y las asambleas. Allí no se podría admirar la
Venus de Urbino en compañía de su perro; desnuda en
su lecho, ella está en el secreto de la habitación conyu-
gal.10 Para ver la Venus del espejo de Diego Velázquez, en
el siglo siguiente, probablemente habría sido necesario
franquear la puertita en el fondo de la sala donde se en-
cuentran Las Meninas y perderse en los laberintos pro-
hibidos del castillo, antes de encontrar el lugar donde
descansa. Ciento cincuenta años más tarde, Francisco de
Goya parece convidarnos a la misma curiosidad cuando,
desviando nuestros ojos de la tela que representa La fa‑
milia de Carlos IV, miramos La maja vestida, luego La maja
desnuda, que conducirá al pintor ante el tribunal de la
Inquisición.11 Más cerca de nosotros, Eugène Delacroix

10. Leonardo da Vinci, La última cena (1495‑1498), Milán, Santa Maria


delle Grazie; Tiziano, Peregrinos de Emaús (1530), París, Museo del
Louvre, y Venus de Urbino (1538), Florencia, Galeria degli Uffizi.
11. Diego Vélasquez, Venus del espejo (alrededor de 1647), Londres, National
Gallery y Las Meninas (1656), Madrid, Museo del Prado; Francisco Goya,

29
Patrick Avrane| Casas

no habría sentado a sus Odaliscas en el patio que recibe


a la Boda judía en Marruecos, ni Renoir instalado a sus
Gabrielle en camisón sobre el sofá donde se exhiben La
señora de Georges Charpentier y sus hijos.12 Estos pintores
distinguen los emplazamientos de las diferentes funcio-
nes de la casa, y esa separación nos parece evidente.
El superyó del niño no se edifica […] según el mo-
delo de sus progenitores, sino según el superyó
de ellos; se llena con el mismo contenido, deviene
portador de la tradición, de todas las valoraciones
perdurables que se han reproducido por este ca-
mino a lo largo de las generaciones. […] La huma-
nidad nunca vive por completo en el presente; en
las ideologías del superyó perviven el pasado, la
tradición […] solo poco a poco ceden a los influjos
del presente, a los nuevos cambios.13

El superyó freudiano no es únicamente la instancia que


prohíbe o el juez cruel a los cuales a menudo se lo reduce.
También es portador de los ideales, de las tradiciones, de
lo que se transmite a través de las generaciones sin que
ello requiera un aprendizaje. No son las leyes fundadoras
de la humanidad, como la prohibición del incesto que los
psicoanalistas convirtieron en su emblema —con el com-

La familia de Carlos IV (1801), La maja vestida (alrededor de 1802-1805), La


maja desnuda (alrededor de 1790‑1800), Madrid, Museo del Prado.
12. Eugène Delacroix, Odalisca (alrededor de 1825), Cambridge,
Fitzwilliam Museum, La mujer con medias blancas (alrededor de
1825‑1830), Boda judía en Marruecos (alrededor de 1839), París, Museo del
Louvre; Auguste Renoir, Gabrielle con rosa (1911), París, Museo de Orsay,
Gabrielle con joyas (1910), Ginebra, colección Skira, y La Señora de Georges
Charpentier y sus hijos (1878), Nueva York, Metropolitan Museum of Art.
13. Sigmund Freud, Nouvelles conférences d’introduction à la psychanalyse,
París, Gallimard, 1984, p. 93‑94. [“Nuevas conferencias de introducción
al psicoanálisis”, vol. 22, 1991, pp. 62-63.]

30
1. Historias de casas

plejo de Edipo—, son las múltiples reglas que parecen


inmemoriales, porque su evolución es lenta. Sin embargo,
los historiadores saben datar el momento en que aparecen,
a imagen de la familia patriarcal, que no existió en toda la
eternidad, pero que se impone en Francia con lo que algu-
nos llaman la revolución gregoriana, en el siglo xi.
El pasado que sigue viviendo, el de los valores a prueba
del tiempo, es lo que se nos lega sin que lo sepamos cons-
cientemente. Algunos usos de la casa, aquellos que los pin-
tores ilustran separando las escenas, son de ese orden. La
distinción entre el vestíbulo y el gineceo, entre la sala y el
dormitorio, perdura; Velázquez, Goya, Renoir o Delacroix
dan cuenta de ello.

El desafío a las fronteras

Cuando no está clara la separación de los espacios, un


sentimiento de extrañeza, incluso una sorda ansiedad,
oprime al espectador. El cuadro de René Magritte La gi‑
ganta ilustra el poema epónimo de Charles Baudelaire.
No es únicamente insólito porque una mujer de tamaño
desmesurado se codea con un hombre minúsculo en una
habitación cuyos muebles están en la escala correcta,
sino también porque esa giganta, que no se extiende a
través del campo como lo sueña el poeta, está totalmen-
te desnuda en una sala de una banalidad aflictiva, con
paredes de un color insulso y con boiseries comunes y
corrientes; una desnudez que ni siquiera tiene el pre-
texto de un Almuerzo campestre. Encontramos la misma
extravagancia en La tentativa de lo imposible. Allí el pin-
tor se representa fabricando a su esposa con su pincel,
igualmente desnuda, en el ambiente donde se recibe a

31
Patrick Avrane| Casas

los visitantes. Probablemente también es eso la tentativa


de lo imposible: ¡la maja desnuda en la sala de recepción
de Carlos IV, una Venus entre las Meninas! Una fotogra-
fía de la misma fecha muestra a René Magritte imitan-
do la escena con Georgette, su esposa. Ella se puso un
maillot14, pudor, por cierto, pero que no conviene a la
extrañeza surrealista, su desafío a las fronteras.
En Hopper, como en Sol de la mañana, las odaliscas
están en su lugar en la intimidad de su pieza, desocupa-
das, aparentando estar ausentes a sí mismas. Si un poco o
mucho de desnudez se ofrece a la mirada del espectador,
no hay ninguna promesa: Eros no está en la cita.15 Otras
telas nos las muestran afuera, solas o acompañadas, en
el umbral; o las descubrimos en lugares públicos: bar,
restaurante, vestíbulo de un hotel, sala de teatro o de
cine, vagón de ferrocarril; y por último, ahí están, entre
un conjunto de personas, alineadas, sentadas frente al
sol en una terraza.16 Todos reconocen que los cuadros de
Edward Hopper difunden un sentimiento de extrañeza,
una sorda ansiedad. La ausencia de comunicación entre
los personajes, la soledad trivial, la aparente carencia de
sentido de ciertos paisajes pueden dar cuenta de eso. A

14. René Magritte, La giganta (1929), Colonia, Museum Ludwig, La


tentativa de lo imposible (1928), Toyota Municipal Museum of Art;
fotografía de Georgette y René Magritte en Perreux-sur-Marne en
1928, reproducida en Marcel Paquet, Magritte, Colonia, Taschen,
2005, p. 60. Édouard Manet, Almuerzo campestre (1863), París, Museo
de Orsay.
15. Véase también Edward Hopper, Interior en verano (1909), Nueva
York, Whitney Museum of American Art.
16. Citemos sus cuadros más conocidos: Verano (1943), Wilmington,
Delaware Art Museum; Atardecer en cap Cod (1939), Washington, National
Gallery of Art; Noctámbulos (1942), Chicago, Art Institute of Chicago; y
Gente al sol (1960), Washington, National Museum of American Art.

32
1. Historias de casas

menudo, las escenas están como suspendidas en el tiem-


po, en espera de un acontecimiento, de un suceso.17

La ausencia de un lugar

Pero Edward Hopper es un pintor de casas. Una gran


cantidad de sus obras, probablemente la mayoría de ellas,
las representan. Hopper diseña su interior o son vistas del
exterior, en su totalidad o en parte, aisladas o entre otros
edificios. Algunas son famosas, a imagen de la que sirve de
modelo a Alfred Hitchcock en Psicosis. Otras se reconocen:
un circuito de visita permite descubrir los chalés pintados
por Hopper en Gloucester (Massachusetts), donde pasó
varios veranos, y por cierto podríamos encontrar en París
la escalera del 48 rue de Lille que representa en 1906.18 Sus
cuadros están construidos, sus estudios preliminares son
cuantiosos y precisos. El espectador está afuera o adentro.
A veces, algunas ventanas permiten mirar en el interior de
la habitación o, por el contrario, ver una casa a partir de
una pieza. Interior y exterior, adentro y afuera, íntimo y
público parecen constantemente en juego; así se mantiene
un sentimiento de extrañeza.
No obstante, cuando yo recorro el conjunto de la obra
de Hopper —que es importante pero no pletórica— para
tratar de comprender un poco mejor el origen de esa extra-
ñeza, descubro que a todas esas casas, a todos esos perso-

17. Véase Patrick Avrane, Les Faits divers. Une psychanalyse, París, PUF,
2018, cap. 3.
18. Para Psicosis: Casa al borde de las vías (1925), Nueva York, Museum
of Modern Art y Escalera del 48 rue de Lille en París (1906), Nueva York,
Whitney Museum of American Art. Los cuadros que representan casas
en Gloucester son numerosos.

33
Patrick Avrane| Casas

najes, les falta un espacio. Salvo una excepción, me parece


que los hombres y las mujeres de Hopper nunca se codean
en una sala, un comedor, incluso una recámara, el espacio
de los encuentros, el de la cena de los Peregrinos de Emaús,
la pieza donde están Las Meninas o La familia de Carlos IV
o aquella de La señora de Georges Charpentier, y donde, sa-
crilegio, Magritte instala una mujer desnuda; aquel donde
el espectador no es ya un mirón sino un invitado. Cuando
nos parece que divisamos uno de esos lugares, el autor
nos desengaña: es una oficina, el vestíbulo de un hotel. En
otras partes reconocemos un salón de peinados, un cine
o un teatro, un bar, múltiples salones de restaurantes. La
única excepción que detecté es la de una pareja, cada uno
de los cuales ignora al otro, sentada en lo que parece ser un
salón, y que muy acertadamente se podría describir como
una sala de espera.19 En cambio, frecuentemente es afuera,
en la entrada o justo al lado de su habitación, donde se en-
cuentran esos hombres y esas mujeres. Están en el umbral,
la escalera de entrada, una terraza, el jardín de su casa.
¿Esperan a alguien? No necesariamente.
La pintura de Hopper, se puede observar, da cuenta de
una ausencia de comunicación entre los seres representa-
dos. Tomados en su inactividad o su banal actividad, no
se interesan en aquellos que comparten la escena de los
cuadros, así como tampoco buscan suscitar el deseo del
espectador. En términos freudianos, diría que está en
funcionamiento la libido del yo mientras que la libido de
objeto se empobrece.20 Nos encontramos frente a esas telas,
desamparados, como frente a esos niños a menudo califi-
cados de autistas con quienes el contacto es complicado,

19. Habitación en Nueva York (1932), Lincoln, Sheldon Museum of Art.


20. Véase Sigmund Freud, Pour introduire le narcissisme, OCF. P XII.
[“Introducción del narcisismo”, vol. 14, 1992.]

34
1. Historias de casas

incluso imposible; un acercamiento sin precauciones corre


el riesgo de convertirse en una violenta intrusión. Tanto en
las casas como entre los hombres se distinguen espacios
diferentes. Con Hopper comprendemos que la ausencia
del lugar correspondiente a los encuentros provoca nues-
tra perplejidad; falta una escena, aquella donde yo puedo
recibir a mi prójimo al tiempo que estoy a resguardo.

Shu y crac

En la actualidad, una mujer acomodada que se desviste


frente a su criado sin dudas sería tratada de Mesalina. Y
es cierto que la conducta de la marquesa de Châtelet, la
amante de Voltaire, perturba a su valet cuando la descubre
desnuda en su bañadera o bien al levantarse. En el corazón
del siglo xviii, la marquesa conserva costumbres del siglo
precedente, la ausencia de pudor doméstico.21 Del mismo
modo, un anfitrión que le proponga a un invitado de paso
que comparta su cama, de noche, con su esposa y sus hi-
jos, sería mirado con algo más que sospechas. No obstante,
durante toda la Edad Media, y hasta fines del siglo xvii, la
promiscuidad nocturna era normal en el pueblo del campo
y de las ciudades. Todos los de la casa, o más o menos,
servidores inclusive, pueden dormir en la misma cama. A
menudo, esta constituye lo esencial del valor de los bie-
nes poseídos. La ausencia de un espacio de encuentro que

21. Véase Sébastien Longchamp, Anecdotes sur la vie privée de Monsieur


de Voltaire, París, Honoré Champion, 2009; y para todo esto, véase Jean-
Louis Flandrin, Famille. Parenté, maison, sexualité dans l’ancienne société,
París, Seuil, “Points Histoire”, 1995. [Hay versión en castellano de: Jean-
Louis Flandrin, Orígenes de la familia moderna. La familia, el parentesco y la
sexualidad en la sociedad tradicional, sin indicación de traductor, Crítica
Biblioteca Digital de Aranjuez 1979, Material de archivo descargable.]

35
Patrick Avrane| Casas

detecto en Hopper, la molestia provocada por las telas de


Magritte son fenómenos contemporáneos. A la inversa de
lo que sostiene el hombre triunfante del siglo xix, las casas
tienen una historia, su estructura cambia, e incluso si po-
demos vivir en un edificio antiguo —las casas francesas
ocupadas más antiguas datan del siglo xv—, nuestras ma-
neras de habitarlas no son ya las mismas.
Según las épocas y las culturas, la composición de los
que viven en la casa varía. Hoy en día, la mayoría de las
veces, la vivienda alberga a una familia restringida: los
padres y los hijos, cualesquiera que sean los lazos de filia-
ción cuando se trata de familias llamadas recompuestas.
Actualmente, los criados ya no comparten la vida de un
hogar. La separación de estos —cocina al fondo del corre-
dor y cuartos de criados en el último piso de los edificios
haussmannianos* en París— se produjo a comienzos del
siglo xix. Los innumerables criados y doncellas de las
moradas aristocráticas del Antiguo Régimen, a imagen
de aquellos puestos en escena por Molière, Marivaux
o Beaumarchais, no eran relegados en espacios lejanos.
Recordemos la apertura de Las bodas de Fígaro:
Suzanne: ¿Qué estás midiendo […]?
Figaro: Mi pequeña Suzanne, miro si este bello le-
cho que nos da Monseñor quedará bien aquí.
Suzanne: ¿En esta habitación?
Figaro: Él nos la cede.
Suzanne: Y yo no quiero.
[…]
Figaro: Te pones de mal talante contra la habitación
más cómoda del castillo, y que ocupa la mitad de
los dos apartamentos. De noche, si Madame está

* Así se llamaron los numerosos edificios que mandó construir el barón


Haussmann, a mediados del siglo xix, a lo largo de las anchas avenidas
que transformaron el aspecto de París. [N. del T.]

36
1. Historias de casas

incómoda, llamará y ¡shu! en dos pasos estarás a su


lado. ¿El Señor quiere algo? No tiene más que ha-
cer sonar su campana y ¡crac!, en un salto estoy ahí.
Suzanne: ¡Muy bien! Pero cuando haya “tintinea-
do” a la mañana para darte alguna buena y larga
comisión, ¡shu!, en dos pasos estará ante mi puerta,
y ¡crac!, en tres saltos…22

Los esclavos de la domus del Imperio romano ya experi-


mentaban el “shu” y el “crac”. Se complacen en escuchar
los retozos de una pareja, se imaginan a un poeta satírico,
y si un amante es sorprendido en compañía de la dama,
puede pretender que vino por la pequeña criada que, tam-
bién, se acuesta en la pieza.23

Sólidos o precarios

Sin embargo, el castillo del conde Almaviva —que


Beaumarchais sitúa en Andalucía para tratar con cuidado
la susceptibilidad del reino de Francia— no es el herede-
ro directo de la ciudad patricia romana. La historia de las
viviendas está marcada por rupturas y continuidades. Es
diferente según el destino de la casa —lugar de poder o
de vida—, sus ocupantes —señores o plebeyos—, más que
según el espacio donde está construida —ciudad o campi-
ña— y los materiales que la constituyen —tierra, madera,
piedra. También está ligada a lo que se puede llamar, de

22. Beaumarchais, Le Mariage de Figaro, acto I, escena i, París, Gallimard


“Bibliothèque de la Pléiade”, 1988, p. 383. [Las bodas de Fígaro, varias
versiones en castellano.]
23. Véase Paul Veyne, “L’Empire romain”, en Philippe Ariès, Georges
Duby (dir.), Histoire de la vie privée, vol. 1, París, Seuil, “Points Histoire”,
1999. [Hay versión en castellano: Historia de la vida privada, trad. de
Francisco Pérez Gutiérrez, Tres Cantos (Madrid), Taurus, 2001.]

37
Patrick Avrane| Casas

manera genérica, el cambio de las costumbres. Las paredes


de las casas antiguas nos informan sobre las costumbres de
nuestros ancestros.
Tras la decadencia del Imperio romano y su caída en
el siglo v, las mansiones ricas son abandonadas en Galia.
La ciudad y sus infraestructuras colectivas (termas, letri-
nas), cuyos palacios daban el tono a toda la arquitectura,
son abandonados; el mundo rural domina. Las construc-
ciones galo-romanas son olvidadas; durante toda la Alta
Edad Media sirven eventualmente de canteras, pero no
son reutilizadas. El retroceso técnico hace que su comodi-
dad (circulación del agua, baños turcos, calefacción) sea
inaccesible.24 Las residencias lujosas, antiguos lugares de
poder económico y político, desaparecen. En la historia
de las casas, aquí se consuma una ruptura; merovingios
y carolingios reservan las construcciones prestigiosas y
sólidas a Dios. Si bien hoy podemos vivir en una cons-
trucción del siglo xv, podemos orar en un edificio alguna
de cuyas partes datan del siglo ix. La capilla palatina de
Carlomagno (año 800) sigue en pie en Aix-la-Chapelle,
mientras que arqueólogos e historiadores no pueden sino
reconstituir la parte residencial del palacio, construida
en madera. Así, Figaro y Suzanne no siguen los pasos de
algún esclavo o liberado de un patricio. El castillo de su
amo no está construido en fundaciones romanas. Puede
haber reemplazado uno de esos torreones erigidos en una
altura natural o artificial, que se multiplican a mediados
del siglo x antes de ser transformados en fortalezas, luego
reacondicionadas en el Renacimiento.

24. Para esto y lo que sigue, véanse Cécile Guibert Brussel, Lise
Herzog, Où vivent les hommes ? Une histoire de l’habitat, París, Éditions
du Patrimoine, 2017; Simone Roux, La Maison dans l’histoire, op. cit.; y
los catorce volúmenes de Joël Cornette (dir.), Histoire de France, París,
Belin, 2009.

38
1. Historias de casas

En cambio, no hay solución de continuidad para el


hábitat rural. Algunos sitios están ocupados desde el
neolítico y la arquitectura general de las casas es estable.
La estructura está formada por postes de madera, las
paredes por adobe —tierra mezclada con paja— sobre
un encañado de ramas. Según las regiones, paja, cañas u
otros vegetales cubren el techo. La mayoría de las veces,
la casa también hace las veces de establo; los animales,
separados por un tabique, calientan la vivienda durante
las estaciones frías. Esas casas no son obligatoriamente
perennes. Una vez que están demasiado deterioradas se
las abandona para reconstruir una nueva en las proxi-
midades. El pesebre es utilitario. Casi no se ve que esas
chozas sean objeto de una actitud sensiblera, incluso de
un fetichismo, acerca de la casa natal. Tampoco son el so-
porte de un nombre, el lugar sagrado de un poder. De las
casas largas —longa domus— que tienen hasta treinta me-
tros de largo sobre siete de ancho, o bien de las viviendas
más pequeñas, en ocasiones circulares, no quedan más
que huellas apenas visibles, huecos en el suelo, emplaza-
mientos de los postes.
El inconsciente de las casas es también la memoria de
su pasado. Aquí, la amnesia hizo su obra, allá, algunas si-
guen llevando el nombre de la finca donde vivieron sus
ancestros. El señor del castillo se define como depositario,
durante el tiempo de una generación, de su residencia; el
plebeyo lucha contra lo efímero. Probablemente conserve-
mos —el superyó es su guardián— el recuerdo lejano de
los hábitats antiguos, precarios o sólidos.

39
Patrick Avrane| Casas

Palacios e insulae

En Roma, no todos habitan los palacios cuyas ruinas aún


podemos visitar. En la campiña, algunas chozas costean los
chalés; las ciudades contienen suntuosas residencias, casu-
chas e insulae. Construidas a partir del siglo ii a. de J.-C., son
bloques de viviendas que a veces tienen una altura de siete
pisos. En la parte inferior se instalaban tiendas, los comer-
ciantes en el entresuelo, y los plebeyos más pobres habitan
los pisos elevados, e incluso sobre los techos.25 Debilidades
de la construcción, rajaduras, incendios y derrumbes ame-
nazan incesantemente estos edificios, cuyos vestigios tam-
bién fueron borrados en la actualidad.
Tras el desinterés de las ciudades durante la Alta Edad
Media, el crecimiento urbano —principalmente con las
casas de una sola planta— se recupera a fines del siglo xi;
luego, la densificación de los siglos xii y xiii favorece la
construcción de edificios con pisos. Para las mismas causas,
las mismas soluciones: al lado de las mansiones nobles,
inmuebles a imagen de las insulae romanas. En la planta
baja los obradores (talleres y tiendas); el primero es el piso
rico; luego, a medida que se trepa, hasta el ático, el hábi-
tat se densifica y los habitantes se pauperizan. Y, para las
mismas soluciones, los mismos inconvenientes: el riesgo de
derrumbe y de incendio, la ausencia de higiene debida al
amontonamiento. Ruan arde seis veces entre 1200 y 1225;
Bourges, tres veces entre 1252 y 1338; Limoges, Estrasburgo,
Toulouse también son presa de las llamas en el siglo xiii, y
a menudo contabilizan más de mil casas destruidas. En las
calles, los animales circulan y se tiran las inmundicias; los
que recolectan la basura son los puercos. No hay segrega-

25. Véase Paul Veyne, “L’Empire romain”, loc. cit.; y Patrice Faure, Nicolas
Tran, Catherine Virlouvet, Rome. Cité universelle, París, Belin, 2018.

40
1. Historias de casas

ción social de los barrios a la ciudad; a Felipe II de Francia,


llamado “El Augusto” (que reina de 1179 a 1223), el abuelo
de San Luis, lo atacan las náuseas cuando se asoma a la ven-
tana de su palacio de la Île de la Cité, a causa de los olores
infectos. Él ordena pavimentar las calles para eliminar el
fango fétido; su nieto logra imponerlo.
La evolución es lenta. Tras el repliegue de la guerra
de los Cien Años, materiales más sólidos, piedra, ladrillo,
reemplazan el entramado y el adobe; la evacuación de los
desperdicios, el suministro de agua son objeto de regla-
mentaciones. En el siglo xviii, al final de aquello que los
historiadores llaman los tiempos modernos, la casa pesada
y sólida se convierte en un bien que se transmite. Ya no es
tan susceptible de que se convierta en humo, de que sus pa-
redes se desmoronen, que desaparezca y no deje más que
ínfimas huellas, legibles únicamente por los arqueólogos.
En adelante, su recuerdo puede inscribirse en todos.

El lado no es “del lado”*

Alrededor de Combray había dos “lados” para ir de


paseo […]: el lado de Méséglise la Vineuse, que llamába-
mos también el camino de Swann, porque yendo por allí

* En el original Le côté n’est pas “du côté”, que traducimos literalmente


para mantener el juego de palabras, pero el autor juega aquí con
los títulos originales de los volúmenes uno y tres de En busca del
tiempo perdido: Du Côté de chez Swann y Le Côté de Guermantes, cuyas
traducciones al castellano son, respectivamente, Por el camino de
Swann y El mundo de Guermantes. Téngase esto en cuenta porque en
este apartado mantendremos ese juego, transformando la verdadera
traducción de sus títulos por su literalidad. Por otra parte, todas las
citas de ambos libros son transcripciones textuales de sus versiones en
castellano, trad. de Pedro Salinas el primero, y de este último y José
María Quiroga Plá el segundo. [N. del T.]

41
Patrick Avrane| Casas

se pasaba por delante de la posesión del señor Swann,


y el lado de Guermantes. […] Guermantes sólo se me
aparecía como el término, mucho más ideal que real, de
su propio “lado”.26

En consecuencia, está El lado de Guermantes y Del lado de


Swann. El primero perpetúa la casa en el sentido pleno de
la palabra, vivienda y linaje están confundidos. No es “del
lado de los Guermantes”. La casa Guermantes es la familia,
el torreón y el castillo, la mansión; mientras que, si uno pa-
sea por el camino de los Swann, no hace más que bordear
la propiedad de este hombre. Que se vaya, que la venda,
deja de ser su casa, y el apelativo cambia, aunque los más
antiguos conserven todavía por algún tiempo su uso. Yo
encuentro en esto la vieja distinción entre construcción ro-
busta y vivienda precaria. Probablemente, esta distinción
está en funcionamiento en nuestra percepción inconscien-
te de las casas. De una casa esperamos que nos proteja. Su
solidez no es solamente la de la piedra o de las vigas de
roble, es la de una familia que mantiene poder y rique-
za concediendo a sus integrantes la garantía de sus altos
muros. Los reyes, que no dejaron de arrasar los castillos
de los nobles felones* para aniquilar su poder, lo saben.
Tal vez sea también en esto como el lado de Guermantes
se distingue del lado de los Swann. Aquí, el prestigio se
alimenta de lo duradero.
Lo que se me había aparecido en torno a la señora
de Guermantes como su morada había sido su ho-
tel de París, el hotel de Guermantes, límpido como

26. Marcel Proust, Du côté de chez Swann, en À la recherche du temps perdu,


París, Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”, 4 tomos, 1987‑1989, tomo
1, pp. 132‑133. [Hay versión en castellano: Por el camino de Swann, trad.
de Pedro Salinas, Madrid, Alianza Editorial, 1997.]
* Aquellos que rompían el contrato de vasallaje con su señor. [N. del T.]

42
1. Historias de casas

su nombre, ya que ningún elemento material y


opaco venía a interrumpir y cegar su transparencia.
Como la iglesia no significa solamente el templo,
sino también la reunión de los fieles, aquel hotel
de Guermantes comprendía todas las personas que
compartían la vida de la duquesa.27

La casa es los que viven en ella; y a la coherencia del gru-


po, a la limpidez del nombre que lo designa, corresponde
la transparencia de la morada. El lado de los Guermantes
conserva las tradiciones del viejo mundo, aquel donde la
marquesa podía desnudarse delante de un criado, donde
la cama podía ser colectiva, donde no había ni vestíbulo, ni
corredor, ni piezas que tuvieran un uso específico.
La historia de las casas descansa en múltiples criterios,
de la evolución de las técnicas de construcción a los avata-
res políticos y guerreros. Así, en los siglos xi y xii, hay un
tiempo en que, para protegerse de los asaltantes, las puer-
tas a nivel del suelo desaparecen en beneficio de aberturas
elevadas a las que se puede acceder mediante una escala
portátil. La densidad de la población, relacionada sobre
todo con las grandes pestes y las hambrunas, tiene un rol
destacado, así como la voluntad de afirmar su prestigio: las
torres medievales de San Gimignano, en Toscana, siguen
en pie. La urbanización o la ruralización, la utilización de
materiales robustos o frágiles también forman parte de los
numerosos factores que dan su estilo a la construcción.
Aquí no hay nada que no sea consciente. Todo es visible,
está afirmado; esa es incluso una de sus funciones. El es-
pesor de los muros, el cierre o la abertura de las salidas, la

27. Marcel Proust, Le Côté de Guermantes, en À la recherche du temps


perdu, op. cit., tomo 2, p. 315. [Hay versión en castellano: El mundo de
Guermantes, trad. de Pedro Salinas y José María Quiroga Plà, Madrid,
Alianza Editorial, 2011.]

43
Patrick Avrane| Casas

altura de los torreones y la calidad del conjunto explican


el uso y la función de la construcción, y la calidad de sus
habitantes. Es el cuerpo de la casa, la afirmación de un yo.

El olvido de la transparencia

Por paradójico que pueda parecer, es la transparencia del


hotel de Guermantes, la ausencia de todo elemento opaco,
lo que depende de un registro inconsciente. La limpidez da
cuenta de un modo de estar en el mundo olvidado, aqueja-
do de amnesia, y donde, tal vez, la filogénesis encuentra la
ontogénesis, si la historia del individuo repite aquella de la
humanidad. Del mismo modo que, durante largo tiempo,
el niño pequeño se imagina transparente a los otros, muy
particularmente a sus padres, a quienes cree capaces de
adivinar sus pensamientos, el reconocimiento de la vida
íntima no está presente de entrada en el seno de aquellos
que comparten la misma morada.
Lo que consideramos como promiscuidad, con cierta
repugnancia, es una regla habitual y necesaria en la época
medieval. La soledad, salvo que dependa de un voto reli-
gioso, es sospechosa. Ya sea en la vivienda o en el exterior,
la vida se desarrolla en comunidad. Es el tiempo de las so-
lidaridades colectivas, sin una verdadera separación entre
privado y público. Los castillos albergan grandes salones
donde no hay tabiques. Los hombres de armas, la reserva,
los anfitriones, sus huéspedes, sus niños, se reparten en
los diferentes pisos. El mobiliario es restringido, simple y
desmontable, los cofres sirven de trastero y, para los festi-
nes, se pone una tabla sobre caballetes. Las casas campesi-
nas, que no difieren mucho de las chozas protohistóricas,
no comprenden más que una sola habitación; la cocina,

44
1. Historias de casas

como lo esencial de la vida social, se hace en el exterior


de la casa. A partir de la segunda parte de la Edad Media
se constituye una vida de familia. Sobre el modelo de la
realeza que se instala, cada hogar se organiza alrededor de
su jefe; cada casa es una suerte de principado soberano. Si
bien la cantidad de piezas aumenta, no tienen funciones
específicas. Las calefaccionadas se reservan a los amos, y
solo las camas se cierran con cortinas.
No obstante, a fines del siglo xvii se produce un cam-
bio: aparece lo que llamamos “intimidad”.28 Se trata del
nacimiento de la vida privada. Se acepta la soledad; el
individuo intenta sustraerse a las coerciones del grupo; al-
cobas de nicho, espacios entre cama y cama se convierten
en lugares donde uno puede atrincherarse. Pero las piezas
siguen estando en hilera; en las mansiones ricas hay un
vaivén de los habitantes, de los domésticos, de los invita-
dos. En el seno de los edificios parisinos, estrechos y altos,
la distribución vertical prevalece; las habitaciones de una
familia están distribuidas en varios pisos, cuando no hay
un entrelazamiento de piezas repartidas en los diferentes
niveles de la misma construcción. La noción de confort no
existe. La cocina se hace agachado, en el nivel del atrio. La
calle, el patio son lugares de vida. Los innumerables ven-
dedores de agua, de madera, los poceros, las lavanderas,
ofrecen los servicios que no se hacen en la casa. Más tar-
de, en el siglo xviii, cuando la familia nuclear se instaura
como el refugio de lo privado, la vivienda es de una sola
pieza. A partir de los años 1720 la distribución horizontal
se convierte en la regla. Una pareja y sus hijos viven en
una casa donde cada miembro de la familia conserva su

28. Véanse Annick Pardailhé-Galabrun, La Naissance de l’intime, París,


PUF, 1988; Perla Serfaty-Garzon, Chez soi. Les territoires de l’intimité,
París, Armand Colin, 2003.

45
Patrick Avrane| Casas

propia intimidad. Es el fin de la promiscuidad obligada,


de los lugares indistintos. En las residencias aparecen los
espacios libres, pasillos, recibidores, corredores. Cada uno
posee su cama, que ya no tiene cortinas: es el dormitorio lo
que constituye una clausura, y está separado de los salones
de recepción y los boudoirs femeninos. Pronto se impone
el salón comedor. El agua, considerada peligrosa desde
fines de la Edad Media, vuelve a ser utilizada. El cuarto de
aseo aparece en los años 1750, pero el baño sigue siendo
un placer de ricos, y uno se hace afeitar en la tienda del
barbero. En el siglo xix la cocina, aseptizada, alejada de los
espacios consagrados a las mundanidades, ocupa su lugar
en la vivienda; se crean las habitaciones para los niños; a
comienzos del siglo xx se crean los cuartos de baño; los
varones y las niñas dejan de dormir en las mismas habita-
ciones, y su proximidad con los domésticos es desterrada.
La promiscuidad y la transparencia han desaparecido;
la represión está en marcha, y se inscribe en las paredes.
Los pacientes de Freud pueden empezar a consultar.

46
2. REFUGIO
Cuando Hiltrude, esa joven analizante nacida en las antí-
podas, asegura que mi apartamento se parece al de Freud,
en realidad no sabe nada de eso, porque ella no conoce más
que las piezas donde es recibida: la entrada, la sala de espe-
ra, el consultorio. Por supuesto, esto se debe comprender en
la dinámica de la cura; proyección —ver en el consultorio
del analista todo tipo de lugares— y metonimia —tomar la
parte por el todo— son sus motores esenciales. Este comen-
tario no debe entenderse en una perspectiva de arquitecto,
de agente inmobiliario o de historiador del psicoanálisis.

La insolencia de casarse

No obstante, una necesidad reúne todos esos puntos de vista.


El constructor, el vendedor, el comprador, el inquilino, así
como el profesional y sus pacientes, lo saben: el lugar donde
ejerce el analista no puede estar constituido de piezas en hi-
lera. ¡Ni pensar que el compañero o la compañera, los niños
o cualquiera que atraviese el consultorio para dirigirse a sus
piezas o a la cocina, así como tampoco un analizante, esté
obligado a saludar a una familia que está almorzando o ce-
nando para acceder al diván! Es tan obvio y trivial que nunca
hizo falta aclararlo. Así, salvo un reacondicionamiento, las
construcciones anteriores al siglo xviii no son muy utilizables
para este ejercicio que apareció a fines del siglo xix, una época
donde corredores y pasillos se dan por descontado.
“Todo esto me parece extremadamente singular: […] mi
gran apartamento en la casa más bella de todo Viena, toda
la insolencia que tengo de casarme y hacerme pasar por un
hombre que se puede permitir todo eso”.1 Todo el tiempo

1. Carta a Minna Bernays del 25 de agosto de 1886, en Sigmund Freud,


Minna Bernays, Correspondance, 1882‑1938, París, Seuil, 2015, p. 210.

49
Patrick Avrane| Casas

de su largo noviazgo —cuatro años— con Martha Bernays,


Sigmund Freud se confía a Minna, la hermana menor de
esta. En consecuencia, ante ella se jacta de insolencia en
esta carta de agosto de 1886, respuesta indirecta a la re-
primenda que le dirigió algunas semanas antes su futura
suegra: la señora Bernays acusa a su querido Sigi —dimi-
nutivo habitual de Sigmund— de increíble ligereza, hasta
de sinrazón, de encarar una mudanza para casarse cuando
no tiene fortuna, pocos ingresos y cuando debe partir por
un mes para un período militar. “Alquilar un apartamento
en el mes de agosto, justo en el momento en que va a au-
sentarse por cinco o seis semanas, es literalmente tirar la
plata por la ventana. […] Querer asegurar la dirección de
un matrimonio sin tener los medios es calamitoso”2, insiste.

La casa del gato que pelotea

Aquí no hay nada que no sea muy clásico. Una madre —el
padre de Minna y Martha ha fallecido— se inquieta por
ver que su hija abandona el refugio familiar por un nido
de cuya solidez duda. El futuro jefe de familia apuesta que
él estará a la altura. El amor compartido y la complicidad
de la nueva pareja aseguran la calidad de la nueva casa,
a menos que las promesas no sean cumplidas. Ese es el
argumento de tantas novelas. Y también el de La casa del
gato que pelotea. Primera de las Escenas de la vida privada de
los Estudios de costumbres, Balzac pone este breve relato al
comienzo de La comedia humana. Su título es un emblema:

2. Carta de de Emmeline Bernays a Sigmund Freud del 17 de junio


de 1886, en Ernest Jones, La Vie et l’Œuvre de Sigmund Freud, París,
PUF, 1958, vol. 1, pp. 162‑163, subrayado en el texto. [Hay versión en
castellano: Vida y obra de Sigmund Freud, trad. de Mario Carlisky, Buenos
Aires, Horme, 1996.]

50
2. Refugio

un animal que se comporta como un ser humano; Balzac


compara su obra con la de Buffon. Su argumento evoca la
corta existencia de su joven hermana, Laurence, que murió
a los 23 años en la miseria y la pena tras haber desposado
a un noble depravado y jugador. Pero ante todo el escritor
pone en escena el destino de dos hermanas, la historia de
dos vidas, describiendo los lugares donde habitan. Sus ho-
gares dan cuenta de su ser.
“Los artistas en general son unos muertos de hambre.
Son demasiado despilfarradores para no ser siempre ma-
las personas”3 enuncia, en el tono que se le podría adju-
dicar a la señora Bernays, Monsieur Guillaume, honorable
comerciante de telas cuya hija menor, Augustine, quiere
desposar a un pintor de moda, Gran Premio de Roma y ba-
rón. El artista noble seduce a los padres con una tela digna
de los mejores cuadros de la escuela flamenca. Representa
la construcción del siglo xvi, al atardecer, en cuyo fondo —
transparencia de otros tiempos— una lámpara, detrás del
stand de la tienda, ilumina el salón comedor, su platería y
a sus comensales en su modesta y tranquila vida familiar.
—Esos paños desplegados […], se los podría tomar
con la mano.
—Los tapices siempre quedan muy bien —respon-
de el pintor […].
—Así que le gusta la tapicería —exclama el tío
Guillaume—. Y bien, ¡repámpanos!, estamos de
acuerdo, mi joven amigo.4

3. Honoré de Balzac, La Maison du chat-qui-pelote, París, LGF, 1970, p.


60. El editor aclara que en el siglo xix, en esta grafía, “meure-de-fin”
[deformación (pero con la misma homofonía) de meure-de-faim, “muerto
de hambre”. (N. del T.)] tiene un sentido injurioso. [Hay versión en
castellano: La casa del gato que pelotea y otros relatos, sin indicación de
traductor, Buenos Aires, Centro Editor, 1971.]
4. Ibid., p. 64.

51
Patrick Avrane| Casas

Por consiguiente, el pintor se puede casar. Se lleva a su


conquista a un apartamento embellecido por todas las
artes mientras que, el mismo día, Virginie, la hija mayor
del pañero desposa al primer auxiliar de la venerable tien-
da, futuro par de Francia en un esbozo no publicado de
La comedia humana.5 Después de algún tiempo, el artista
se cansa de la ausencia de fantasía, de la trivialidad, de la
ingenuidad de Augustine que solo sabe decir: “Es muy bo-
nito”, para comentar una obra. En lo más profundo de ella
misma conserva el alma de su casa natal, su tranquilidad,
su decorado inmemorial, las necesidades del comercio ins-
critas en el mobiliario. Al darse cuenta de que su marido
tiene una amante intenta pedir consejo a su hermana, pero
no encuentra más que indiferencia en la casa del gato que
pelotea, apenas lo bastante modernizada para el bien de los
negocios. Donde viven sus padres, ahora ricos negociantes
retirados, descubre una casa sin gusto, repleta de adornos
de oro y de plata, en los que parecen disputarse el ahorro y
la prodigalidad. Por último, en su candor y su inocencia, se
decide a conocer a su rival, duquesa y famosa coqueta que
atravesará tanto El tío Goriot como Las ilusiones perdidas.*
En el suntuoso hotel del Faubourg Saint-Germain, es el
golpe de gracia para Augustine, reducida a admirar el lujo
adornado con el desdén, la voluptuosa disposición de los
muebles, la elegancia en el desorden de los salones flori-
dos, el buen gusto de los bronces dorados y de los jarrones
de Sèvres, todo cuanto le es inaccesible porque no puede

5. Honoré de Balzac, La Femme artiste, en La Comédie humaine, París,


Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”, 12 tomos, 1976-1981, tomo XII,
p. 613.
* Solo a título indicativo, el hecho de citar un libro en castellano significa
que tiene traducción en nuestra lengua. Únicamente se darán sus
referencias completas (editorial, etc.) cuando sean citados con dichas
referencias en el texto o las notas al pie.

52
2. Refugio

ni pensarlo. Augustine reconoce su derrota. Y muere a los


27 años.
A pesar de las inquietudes de su madre, Martha Bernays
escapa a ese destino. Se casa en septiembre de 1886, a los
25 años, con Sigmund Freud, de 30, y se mudan al bello
inmueble vienés.

La casa de la expiación

A su regreso de París, donde pasa una temporada con


Charcot en la Salpêtrière, Freud decide abrir un consulto-
rio de neurólogo. En abril de 1886 se instala en un aparta-
mento, detrás del ayuntamiento de Viena, que comprende
dos piezas, una de las cuales, dividida en dos por una cor-
tina, sirve de dormitorio.6 La vivienda no sirve para una
pareja, ya que vida de familia y vida profesional deben
estar separadas. Por eso, antes de sus bodas, el joven mé-
dico poco razonable busca una nueva casa. Haciendo caso
omiso de la reticencia de muchos, alquila un apartamento
en la Stiftunghaus (casa de la fundación del emperador),
inmueble reciente de la Maria Theresienstrasse cuya fa-
chada inmensa evoca a la vez un palacio veneciano y una
catedral gótica.
Llamada por los vieneses Sühnhaus (casa de la expia-
ción), este edificio está construido en el emplazamiento
del Ringtheater, que desaparece en terribles circunstancias:
en el curso de la última representación de los Cuentos de
Hoffmann de Offenbach, en diciembre de 1881, un incen-

6. Para esto y lo que sigue, véanse Ernest Jones, La Vie et l’Œuvre de


Sigmund Freud, op. cit.; Ernst Freud, Lucie Freud, Ilse Grubrich-Simitis,
Sigmund Freud. Lieux, visages, objets, París, Gallimard, 2006; La Maison
de Freud, Bergasse 19, Vienne, fotografías de Edmund Engelman, París,
Seuil, 1979.

53
Patrick Avrane| Casas

dio dramático destruye el teatro. Brutalmente, la alegría


se transforma en tragedia, las sonrisas dan paso a gritos
de horror; el refugio del placer se convierte en un brasero
funesto. Para nosotros, esa catástrofe resuena con el incen-
dio del Bazar de la Caridad, en París, dieciséis años más
tarde, de la que todavía en los años cincuenta podíamos
oír hablar a testigos.7 En ambos casos, no se conoce el
número exacto de víctimas —alrededor de quinientas en
Viena—, muchas son difícilmente identificables, algunas
forman parte de la alta sociedad del imperio: un herma-
no de la baronesa Vetsera, amante del príncipe Rodolfo,
en Viena, una hermana de Sissi, la emperatriz de Austria,
en París. Las causas son similares: explosión de gas de las
lámparas en el teatro austríaco, del éter del proyector del
cinematógrafo en la venta de caridad parisina. Se toman
medidas para evitar la renovación de tal drama —insta-
lación de cortinas no inflamables entre la escena y la sala,
apertura hacia el exterior de las puertas de salida—, y
cada vez se erige una capilla conmemorativa. La de la calle
Jean-Goujon está siempre presente en París, la de Viena se
encontraba en la Sühnhaus, pero el edificio no resistió los
daños de la Segunda Guerra Mundial y fue demolido en
1951.
Después de la catástrofe, el emperador Francisco José
crea una fundación cuya tarea es construir en el lugar de
las ruinas del teatro un inmueble en alquiler cuyos ingresos
serán destinados a las víctimas y a sus familias. Sin embar-
go, el drama es demasiado cercano, el lugar está atormen-
tado por el recuerdo de los desaparecidos; la Stiftunghaus
(casa de la fundación) se convierte en la Sühnhaus (casa

7. Soyez témoin, 13 de abril de 1956, Radio France (archivos Ina); y véase


Michel Winock, “L’incendie du Bazar de la Charité”, L’Histoire, junio de
1978, n° 2.

54
2. Refugio

de la expiación); la superstición aleja a los candidatos a


tal vivienda. Sigmund Freud le pregunta a Martha si ella
está dispuesta a superar esos prejuicios, y en septiembre
de 1886 forman parte de los primeros locatarios. En octu-
bre de 1887 su hija mayor, Mathilde, ve allí la luz del día.
La leyenda familiar refiere que el emperador dirigió una
carta de felicitaciones a la joven pareja por esa nueva vida
surgida en un lugar donde hubo tantas muertes. Las ala-
banzas de Francisco José son tanto más merecidas cuanto
que, después de Mathilde, el lugar asiste al nacimiento,
en diciembre de 1889, de Martin, y luego, en febrero de
1891, de Olivier. Pero entonces las cuatro piezas de Maria
Theresienstrasse 8 ya no bastan; en septiembre, la familia
Freud se muda al primer piso de Berggasse 19.

Berggasse 19

En este edificio de cuatro pisos, de construcción maciza, de


factura clásica, sin el estilo rimbombante de la Stiftunghaus
y muy lejos del moderno Jugendstil que aparece en esa
época, los Freud no residen en el apartamento más presti-
gioso. El segundo piso, cuya altura bajo el techo es proba-
blemente más importante, con sus cornisas que dominan
las ventanas, sus columnas y su balcón, aplasta un poco al
que está debajo. Encontramos un estilo semejante al im-
puesto en París por el barón Haussmann. El primer piso,
por encima de las tiendas, como ocurre en la Berggasse,
sigue siendo del trabajo; el piso noble es el segundo. Es
el que será ocupado a partir de 1928 por la gran amiga
de Anna Freud, Dorothy Burlingham; la norteamericana,
heredera de Tiffany, que llega a Viena en 1925 por el psi-
coanálisis, reside allí con sus hijos hasta el exilio de 1938.

55
Patrick Avrane| Casas

El apartamento alquilado por Freud en 1891 compren-


de seis piezas; no hay corredor, se abren desde un vestí-
bulo de entrada. Esta disposición impone que algunas no
sean accesibles sino atravesando otras piezas, como en
los tiempos antiguos. Es lo que ocurre sobre todo con el
consultorio de Freud, entonces médico especializado en
neuropatología, que da a la calle. Mientras tanto, nuevos
niños llegan al hogar, Ernst en abril de 1892, Sophie exac-
tamente un año más tarde y por último Anna en diciembre
de 1895. Por eso el doctor Freud, a fines de 1896, desplaza
su consultorio. Lo instala en un apartamento de tres am-
bientes, en el entrepiso del edificio. “Martha ha vuelto a
tener un brillante desempeño, de manera que no eché de
menos ninguna hora de consultorio. Ahora el desorden es
de los de arriba”8, escribe a su amigo Wilhelm Fliess.

Una escalera

Tuve el siguiente sueño: Con una toilette muy incom‑


pleta salgo de una vivienda de la planta baja y trepo por
la escalera hasta el piso superior. […] De pronto veo que
una mujer de servicio baja por la escalera y entonces vie‑
ne a mi encuentro. Me avergüenzo […]. La situación
del sueño está tomada de la realidad cotidiana. En
una casa de Viena tengo dos viviendas que se co-
munican sólo exteriormente, por la escalera. En el
entrepiso están mi consultorio médico y mi escrito-

8. Carta a Wilhelm Fliess del 22 de noviembre de 1896, en Lettres à Wilhelm


Fliess, 1887‑1904, París, PUF, 2006, p. 261. [Hay versión en castellano:
Cartas a Wilhelm Fliess, 1887-1904, trad. de José Luis Etcheverry, Buenos
Aires, Amorrortu Editores, 1994. [La cita es transcripción textual de la
versión en castellano de este libro, así como también la siguiente de la p.
60.] En ambas daremos su paginación. Para esta, p. 216.]

56
2. Refugio

rio, y un piso más arriba las habitaciones. Cuando


he terminado mi trabajo, a hora tardía, subo por
la escalera hasta mi dormitorio. La tarde anterior
al sueño había recorrido ese breve camino con una
toilette realmente algo desarreglada, es decir, lleva-
ba desprendidos el cuello, la corbata y los puños.9

En la serie de asociaciones de ideas que hace a partir de


las imágenes del sueño, Freud explica que, aunque está
vestido a medias, la vergüenza no es únicamente sexual.
La criada, de edad avanzada, “gruñona y nada atractiva”,
le evoca la conserje de una casa donde va cotidianamente
para darle inyecciones a una anciana. Al subir la escalera
habitualmente siente la necesidad de aclararse la garganta,
pero no hay escupidera. “Sostengo el punto de vista de
que la limpieza de la escalera no puede mantenerse a mi
costa, sino que tiene que ser posibilitada colocando una
salivadera”10, explica. Por eso el producto de sus expecto-
raciones desemboca en los escalones, para el mayor perjui-
cio de la conserje, que desde entonces se niega a saludarlo.
Escupir en el suelo está en el orden de las cosas, caminar
sin corbata ni cuello es una indecencia. ¡Otros tiempos,
otras costumbres!

El escritorio de los sueños

Pero aquí, el escritorio entra en los sueños de Freud, y la


interpretación de los sueños entra en su escritorio. Los ni-
ños nacen y viven en el apartamento familiar del primer
piso; el psicoanálisis ve la luz del día en esas tres piezas

9. Sigmund Freud, L’Interprétation du rêve, OCF. P IV, pp. 277‑278. [La


interpretación de los sueños; vol. 4, 1991, pp. 249-250.]
10. Id.

57
Patrick Avrane| Casas

de un entrepiso sobre el jardín. Más precisamente, lo que


figura en el sueño es lo que une el consultorio y la alcoba,
la actividad profesional y la vida afectiva, una relación que
está en el corazón de la práctica psicoanalítica. La interpre‑
tación de los sueños se publica en 1900, la “Psicopatología
de la vida cotidiana” en 1901; son los sueños de Sigmund,
pero también de Anna, de Martin y de Mathilde, los que
son interpretados; y todos, tanto Martha como los niños,
están presentes en las asociaciones de los sueños, como en
los motivos de los actos fallidos, de los lapsus o de los ol-
vidos de nombres. La escalera que une los dos espacios es
una metáfora de la invención psicoanalítica: descubrir los
lazos que unen lo que parece no tener ninguna relación,
una imagen absurda de sueño con un deseo del sujeto, un
síntoma con un acontecimiento olvidado de su historia, un
lapsus con lo que no se confiesa. El consultorio médico se
transforma en escritorio de los sueños y los recuerdos.
En el primer piso, una joven hermana de Sigmund,
Rosa, vive con su marido Heinrich Graf, abogado, y sus
dos hijos, en el mismo palier que la familia de su herma-
no. En marzo de 1908, Heinrich Graf fallece brutalmente
de lo que entonces se llama un ataque cerebral, un ACV.
Dificultades financieras obligan a Rose y a sus hijos a
mudarse11, y la familia Freud toma su apartamento. En
adelante, y hasta su partida obligada en 1938, Sigmund
Freud y los suyos ocupan todo el piso. Freud instala allí
su escritorio. Abandona las tres piezas del entresuelo: allí
había instalado un consultorio de neurólogo; vuelve al pri-
mer piso con la práctica psicoanalítica que él inventó. El

11. Véanse cartas de Sigmund Freud a su hija Mathilde del 15 y 19 de


marzo de 1908, en Sigmund Freud, Lettres à ses enfants, París, Aubier,
2012, pp. 47‑49. [Hay versión en castellano: Cartas a sus hijos, trad. de
Florencia Martín y Alejandra Obermeier, Buenos Aires, Barcelona,
México, Paidós, 2012.]

58
2. Refugio

accesorio esencial de su actividad ya no es más un maletín


de médico, ahora es un diván. Su escritorio, insertado en
la vivienda familiar, poco a poco adquiere el aspecto que
se le conoce gracias a las fotografías tomadas justo antes
del exilio londinense;12 se llena de estatuillas y de objetos
antiguos, se cubre de cuadros y de tapices.
Si bien el decorado de las habitaciones profesionales
se enriquece, hasta volverse muy congestionado, su ins-
talación no cambia. De la entrada se pasa a una sala de
espera —donde, hasta 1910, cada miércoles se reúnen los
miembros de la Sociedad psicoanalítica de Viena—13, y una
puerta acolchada da paso al consultorio del psicoanalista.
Se puede salir de este por un corredor que rodea la sala de
espera; los analizantes no se cruzan. El espacio de trabajo
de Sigmund Freud comprende dos piezas: el consultorio,
con su sillón y el diván, y un estudio donde escribe, recibe
para las primeras entrevistas y las consultas y conversa
con los numerosos visitantes, psicoanalistas o no, que lo
visitan. Todas esas piezas dan al jardín del inmueble.

Tres mujeres

En la otra parte del apartamento, que cuenta con unas diez


habitaciones, no hay la misma estabilidad. Está la infraes-
tructura, la modernización, el confort. “El departamento
marcha bien, de a poco comienza a enderezarse y levantar
cabeza. Vamos a tener un hermoso baño con estufa de gas,

12. La maison de Freud, Bergasse 19, Vienne, op. cit.


13. Véase Les Premiers Psychanalystes. Minutes de la Société psychanalytique
de Vienne, vol. 1 y 2, París, Gallimard, 1976.

59
Patrick Avrane| Casas

y la cocina ha sido ampliada”14, explica en 1910 la joven


Anna a su padre, entonces de viaje en Italia. No obstante,
ante todo, está la partida de los hijos. Las chicas prime-
ro: Mathilde se casa en 1909, y se instala en las cercanías;
Sophie se casa con un hamburgués en 1913 pero ella, para
desesperación de su padre, fallece en 1920. Luego vienen
los varones. Después de la Gran Guerra, mientras com-
baten, se quedan poco tiempo en Berggasse 19. Martin se
casa en 1919; Ernst y Oliver parten a Alemania, el primero
justo después del matrimonio de su hermano, el segundo
en 1920. “¿Cómo hago para rendir el próximo invierno
que viene por 6 hermanos?”15, se inquieta Anna en julio
de 1915.
De hecho, a partir de los años veinte, quedan en el
apartamento familiar con Sigmund Freud tres mujeres:
su esposa, Martha; su hija más joven, Anna; su cuñada,
Minna. El novio de esta fallece en 1886; sabiendo que
estaba enfermo había roto su noviazgo; sin embargo,
Minna no utiliza esa libertad para anudar nuevos lazos.
De tanto en tanto ocupa un empleo de dama de compa-
ñía, pasa algunos meses en casa de su hermana en 1895,
luego se instala allí definitivamente el siguiente año. La
habitación de la tía Minna es contigua a aquella de la
pareja Freud; no tiene entrada independiente y para ac-
ceder a la suya debe atravesar la de Martha y Sigmund.
Esto, asociado con el buen entendimiento entre Freud y
su cuñada, las excursiones que hacen juntos y las pocas

14. Carta de Anna Freud del 13 de septiembre de 1910, en Sigmund


Freud, Anna Freud, Correspondance, 1904‑1938, París, Fayard, 2012, p.
55. [Hay versión en castellano: Sigmund y Anna Freud. Correspondencia
1904-1938, trad. de Martina Fernández Polcuch y Silvia Villegas, Buenos
Aires, Paidós, 2014. (La cita es transcripción textual de la versión en
castellano de este libro, p. 49).]
15. Carta de Anna Freud del 27 de julio de 1915, en ibid., p. 140 [p. 115].

60
2. Refugio

noches compartidas en el mismo hotel —de las que nada


sabemos—, después de la muerte de Freud no deja de
alimentar el rumor malintencionado según el cual él se
comporta a imagen de ese padre de la horda primitiva
que posee a todas las mujeres, y cuyo abuso denuncia.
Al arcaísmo de la casa respondería el arcaísmo del
comportamiento. Maravillosa acumulación de sofismas
propio de los rumores. Incluso si se considera que ese
mito del padre primitivo tiene una onza de realidad,
¡el plano de Berggasse 19 no fue dibujado por Freud!
Por otra parte, y esto es lo esencial, las construcciones
antiguas, sin espacios libres, no son el antro de algún
ogro legendario. Los corredores y las diversas zonas
de tránsito no introducen nuevas prohibiciones funda-
mentales, sino que permiten el aislamiento, autorizan
la intimidad, aquella que encuentra todo su lugar en el
consultorio del psicoanalista. Es la invención de la vida
privada la que clausura los cuartos, y no la prohibición
de una sexualidad desenfrenada, el fin de las bacanales
probablemente soñadas por aquellos que lanzan esos
anatemas. “El de pasar por una serie de habitaciones es
un sueño de burdel o de harén”.16 La interpretación de
los sueños confirma el origen del contenido del rumor: la
expresión de deseos reprimidos.
Una serie de cuartos, con seguridad —en la vivienda
vienesa varias piezas contiguas se comunican así—, pero
burdel o harén, por cierto que no. No es el estilo de la casa.
La parte privada del apartamento de la familia Freud, tal
como podemos descubrirla en las fotografías de 1938 o
en las diversas evocaciones de la correspondencia, de los

16. Sigmund Freud, L’Interprétation du rêve, op. cit., p. 400. [“La


interpretación de los sueños (continuación)”, vol. 5, 1991, p. 360.]

61
Patrick Avrane| Casas

recuerdos publicados17, parece de una desahogada trivia-


lidad. Sillones, sillas y mesas, papel pintado, tapetes y
chucherías no alterarían el salón donde Magritte pone a La
giganta y pinta La tentación de lo imposible. Mujeres seduc-
toras, Venus en el espejo, Maja desnuda o incluso vestida no
tienen allí su lugar. No estamos en un cuadro surrealista.18
Por lo que respecta a los sueños y a los fantasmas, eso ocu-
rre en otro lado.

Bellevue

“¿Crees tú por ventura que en la casa alguna vez se podrá


leer sobre una placa de mármol: Aquí se reveló el 24 de
julio de 1895 al Dr. Sigm. Freud el secreto del sueño?”.19

Fue en junio de 1900, tras la publicación de La interpretación


de los sueños, cuando el doctor Freud confía sus esperanzas
al doctor Fliess, su amigo. La placa será puesta en mayo
de 1977.
Sin embargo, la casa en cuestión no es el apartamento
vienés sino el castillo Bellevue, una suerte de muy peque-
ña, muy modesta y muy lejana evocación del castillo del
Belvedere de Viena, construido en una colina al norte de
la ciudad. “Antiguamente se la había destinado a local de
fiestas, de ahí que sus habitaciones fuesen inusualmente

17. Véanse La maison de Freud, Bergasse 19, Vienne, op. cit.; y, por ejemplo,
Detlef Berthelsen, La Famille Freud au jour le jour. Souvenirs de Paula Fichtl,
París, PUF, 1991. [Hay versión en castellano de Detlef Berthelsen: La vida
cotidiana de Sigmund Freud y su familia. Rrecuerdos de Paula Fichtl, trad. de
Pilar Esterlich, Barcelona, Península, 1995.]
18. Véase supra cap. 1.
19. Sigmund Freud, Lettres à Wilhelm Fliess, 1887‑1904, carta del 12 de
junio de 1900, op. cit., p. 527 [p. 457].

62
2. Refugio

vastas, como vestíbulos”20, subraya Freud, que durante


varios veranos toma posesión de ella con su familia. El
misterio que allí se devela es el del sueño prínceps de La
interpretación de los sueños: el sueño de la inyección a Irma.
El gesto médico del pinchazo —y en las asociaciones de
Freud se encuentran las inyecciones cotidianas a la anciana
cuya escalera sube escupiendo— está desviado de su fun-
ción, ocupa un lugar simbólico. La inyección conduce en
particular a lo que puede satisfacer a la joven viuda Irma,
luego al embarazo de Martha “Aunque debe comprender-
se que no he informado acerca de todo lo que se me ocu-
rrió”21, aclara Freud algunos años más tarde.
A veces, los descubrimientos no pueden hacerse en un
entorno demasiado habitual. En 1895 el escritorio del doc-
tor Freud está todavía en el apartamento familiar. Bellevue
es una casa diferente, “antiguamente destinada a la organi-
zación de fiestas y recepciones”.22 Sueños y fantasmas son
aquí recibidos como se puede imaginar que podían serlo
los bailes de máscaras, las veladas con sus conversaciones
brillantes o engañosas, sus encuentros inesperados; ellos
no corren el riesgo de deslucir ni el edificio ni su reputa-
ción. Aquí se pueden imaginar múltiples funciones a la je-
ringa, desviarla de su uso, sin que eso arruine la medicina.
Probablemente, para pasar del consultorio del neurólogo
al del psicoanalista, se necesita una etapa que desvíe, que
transite por un no-lugar, allí donde ya no se habita, donde
no se tiene un anclaje.23

20. Sigmund Freud, L’Interprétation du rêve, op. cit., p. 143. [La interpretación
de los sueños, vol. 4, p. 129.]
21. Ibid., p. 153, n. 1 (nota añadida en 1909). [“La interpretación de los
sueños (primera parte)”, vol. 4, 1991, p. 138.]
22. L’Interpretation du rêve, pero aquí, París, Seuil, 2010, p. 146.
23. Véase Isée Bernateau, Vue sur mer, París, PUF, 2018.

63
Patrick Avrane| Casas

Más tarde, cuando la revelación de los misterios del sueño


se erige en ciencia, el escritorio del psicoanalista se convierte
en un espacio definido; hasta es útil que lo sea para que se en-
table una cura. No conozco una representación del escritorio
de Freud en 1908, y no estoy seguro de que exista una des-
cripción precisa de él. No obstante, sabemos que su colección
de objetos antiguos comenzó muy pronto, hasta volverse
esa acumulación transportada a su vivienda londinense. Las
múltiples estatuillas, copas y jarrones habitan el lugar, le dan
un alma particular que zanja con el decorado convencional
del resto del apartamento. Allí es toda la aventura humana
la que se exhibe con esos objetos, algunos de los cuales datan
del Paleolítico o de Sumeria, de Egipto, de Grecia, de Roma;24
aquí, es la existencia de una familia, con sus recuerdos en una
vitrina, sus fotografías en un marco, sus flores en jarrones. Es
necesario que los espacios sean distintos. El discurso de un
analizante, su vida, sus sueños, sus deseos, su historia, ocu-
pan un lugar en la historia de la humanidad, no en la de una
familia que no es la suya. El inconsciente de todas las casas
debe poder oírse en el consultorio del psicoanalista.

Dos Garuda

Hiltrude está decepcionada de su visita a Berggasse 19,


pero tal vez es esa decepción lo que allí busca. En la fecha
en que la realiza es apenas un museo, solo un apartamen-
to vacío y deteriorado en el cual uno circula, con algunas
fotos en la pared y, aquí y allá, unos muebles que quieren
evocar la presencia del antiguo dueño del lugar, un espa-
cio abandonado que le recuerda las numerosas mudanzas

24. Véase Rodin et Freud collectionneurs, París, Ediciones del Museo


Rodin, 2008.

64
2. Refugio

de su juventud cuando, siguiendo a su padre al azar de sus


puestos de ingeniero en una sociedad internacional, deja
una casa que habitó durante un tiempo demasiado corto.
Ahora que la escalera de mi inmueble le evoca el de
Freud25, descubre mi escritorio. Hace algunos meses que se
tiende en el diván, pero hasta entonces el decorado no exis-
tía. Observa la biblioteca, los objetos que están diseminados
en ella, particularmente dos Garuda balineses de madera
oscura que le recuerdan una época en que residía con su
familia en Indonesia. “¡Vaya, se movieron!”, subraya cuan-
do las estatuillas son desplazadas. La pieza donde tienen
lugar sus sesiones está habitada, ya no es el consultorio mé-
dico del dispensario donde consultaba antes de conocerme;
probablemente tuvo que pasar por la vacuidad del aparta-
mento de la Berggasse para descubrirlo. Tanto en las curas
analíticas como en la vida, las etapas a menudo son necesa-
rias: Viena para Hiltrude, Bellevue para Freud, el Hôtel des
Réservoirs para Proust antes de que comience la redacción
de En busca del tiempo perdido, en el bulevar Haussmann.
Otros lugares, otras paredes, otras moradas vivifican la mi-
rada. El inconsciente de las casas se entiende difícilmente en
la rutina. “Puse el cuadro en la pared para olvidar que había
una pared, pero al olvidar la pared también me olvido del
cuadro”26 observa Georges Perec.
No obstante, es una segunda visita freudiana la que
permite a Hiltrude —esta analizante imaginada a partir
de diferentes figuras remodeladas para salvaguardar la
confidencialidad— poner de manifiesto los lazos particu-

25. Véase supra, cap. 1.


26. Georges Perec, Espèces d’espaces, en Œuvres, tomo I, París, Gallimard,
“Bibliothèque de la Pléiade”, 2017, p. 588. [Hay versión en castellano:
Especies de espacios, trad. de Jesús Camarero, Barcelona, Montesinos,
2007.]

65
Patrick Avrane| Casas

lares, a veces teñidos de angustia, que ella anuda con sus


viviendas. En ocasión de una estadía en Londres se dirige
a Maresfield Gardens 20, el último domicilio de Freud,
transformado en museo. Allí, el escritorio del padre del
psicoanálisis fue conservado; se reconoce la silla, el sillón,
el tapiz sobre el diván, fotografiados antes de la huida de
Viena; aunque la pieza esté menos repleta, buena cantidad
de las antigüedades están alineadas en mesas, consolas, vi-
trinas. No es una puesta en escena, ni una reconstitución,
el museo Grévin o Madame Tussauds, es el auténtico con-
sultorio de Freud con sus verdaderas colecciones, insiste
Hiltrude al referir hasta qué punto se sintió impactada por
esa visita. Lo que la perturba es la permanencia y la fra-
gilidad, explica, porque esas estatuillas, que atravesaron
los siglos, estuvieron a punto de desaparecer, espoliadas
por los nazis, ¡y siguen allí! Y luego añade: “¡Es como sus
Garuda!”. El apartamento, la escalera, y ahora el decorado
del escritorio, ¡así que estoy alojado en casa de Freud!
No obstante, parece que lo esencial no está tanto en esa
identificación como en la permanencia del encuadre del
análisis. Los objetos presentes en el escritorio son su marca;
mejor que la persona del analista, dan cuenta de la inmorta-
lidad. Las casas atraviesan el tiempo; en nuestra civilización,
siempre constituyen el primer bien transmitido por heren-
cia; su desaparición repentina provoca espanto, desamparo.

Robinson Crusoe

Mientras trabajaba […] detrás de mi tienda y justo en la


entrada de mi cueva, algo verdaderamente aterrador me
dejó espantado y fue que, de repente, comenzó a despren-
derse sobre mi cabeza la tierra del techo de mi cueva […]
Sentí verdadero pánico porque no tenía idea de qué podía

66
2. Refugio

estar ocurriendo […] escalé el muro por miedo a que los


trozos que se desprendían de la roca me cayeran encima.
No bien había pisado tierra firme cuando vi claramente
que se trataba de un terrible terremoto porque el suelo
sobre el que pisaba se movió tres veces en menos de ocho
minutos, con tres sacudidas que habrían derribado el edi-
ficio más resistente que se hubiese construido sobre la faz
de la tierra. […] Como nunca había experimentado algo
así, ni había hablado con nadie que lo hubiese hecho, esta-
ba como muerto o pasmado […] y ya no podía pensar en
otra cosa que en la colina que caía sobre mi tienda y sobre
todas mis provisiones domésticas, cubriéndolas totalmen-
te, lo cual me sumió en una profunda tristeza.27

Apenas Robinson Crusoe deja el hogar familiar, pese a las


exhortaciones de sus padres, que ya lo lamenta. Hasta su
encalladura en la isla desierta, tempestades, naufragios,
rapto y esclavitud, vagabundeo en busca de comida, ame-
nazas de caníbales y de animales salvajes alternan con los
encuentros con seres benévolos y caritativos, emisarios de
buena fortuna. El relato de sus veintiocho años de vida so-
litaria, luego en compañía de Viernes, no es más que una
parte de la novela de Daniel Defoe, incluso si esta transfor-
ma a su héroe en personaje de leyenda.
El terremoto sobreviene poco después de su instalación.
El náufrago comienza a conocer su isla, sus animales salvajes
pero no feroces, su naturaleza virgen pero no hostil. Recupera
en los restos de la nave suficientes fusiles, pólvora y herra-
mientas para procurarse alimento y construir su morada; una
cueva rodeada de una empalizada se convierte en el refugio
donde vive en total seguridad. Robinson ha reconstituido el

27. Daniel Defoe, Vie et aventures de Robinson Crusoé, París, Gallimard,


“Bibliothèque de la Pléiade”, 1959, pp. 81‑82. [Robinson Crusoe, varias
ediciones en castellano. Esta cita, y las siguientes, son transcripciones
textuales de este libro.]

67
Patrick Avrane| Casas

hogar perdido de su infancia, pero hete aquí que un sismo


lo pone en peligro. Más tarde, tranquilizado por la ausencia
de nuevas sacudidas, el héroe de Daniel Defoe se reconforta
con un poco de ron encontrado en las provisiones salvadas
del barco, “cosa que hice en ese momento y siempre con
mucha prudencia porque sabía que, cuando se terminara,
ya no habría más”28, aclara Robinson. Él prevé el porvenir,
supera la tristeza y la devastación y vuelve a entrar en la vida.
Recuperar así no fuese más que una brizna de lo que contenía
la casa destruida reconforta; la historia no se detiene.
La descripción de lo que experimenta Robinson, sus
reacciones, las palabras mismas que emplea, las oigo en el
transcurso de una sesión de Hiltrude que, de joven, vivió una
experiencia similar. La incomprensión, el terror y la huida,
luego el estupor frente a la devastación son relatadas por la
mayoría de las personas que padecieron un terremoto, inclu-
so si algunos están preparados para eso. En toda catástrofe
inevitable —deslizamiento de tierra, terremoto, inundación,
huracán—, cuando la casa se viene abajo, lo que se derrumba
es el mundo, un desamparo que parece insuperable.

Desamparo

La existencia intrauterina del hombre se presenta abrevia-


da con relación a la de la mayoría de los animales; es dado
a luz más inacabado que estos. […] eleva la significativi-
dad de los peligros del mundo exterior e incrementa enor-
memente el valor del único objeto que puede proteger de
estos peligros y sustituir la vida intrauterina perdida.29

28. Ibid., p. 83.


29. Sigmund Freud, Inhibition, symptôme et angoisse, París, PUF, 1981, p.
82. [“Inhibición, síntoma y angustia”, vol. 20, 1992, p. 145.]

68
2. Refugio

“Impotencia”, “desamparo”, “tribulación”, hasta el extra-


ño neologismo “desayuda” numerosas son las palabras
utilizadas para traducir “Hilflosigkeit”, el término emplea-
do por Freud con el objeto de describir el estado del lactan-
te indefenso cuando viene al mundo. Los psicoanalistas,
amantes de las controversias, están encantados de batallar
acerca de un concepto que cada uno puede comprender al
ver a un recién nacido incapaz de vivir sin cuidados. Estos,
aportados por el entorno, crean la necesidad de ser amado
inherente al ser humano; el valor inconmensurable del ob-
jeto que protege queda inscrito para siempre en cada uno.
Por supuesto, el objeto en cuestión no es una cosa, es la
madre. Pero tampoco es necesariamente una sola persona.
Aunque la mayoría de las veces existen lazos privilegiados
con aquella que se hace cargo del bebé después de su naci-
miento, es todo el entorno humano el que abriga del mun-
do exterior. Son los brazos que llevan, el biberón o el pecho
que alimenta, la cuna, pero también el nombre que da una
identidad, la ley que prohíbe el asesinato y el incesto, la
casa, clausura simbólica que separa del extranjero, paredes
que protegen del calor, del frío, de la intemperie. La mo-
rada garantiza la permanencia de la vida porque envuelve
a aquellos y aquellas que cuidan al lactante; ella alberga a
los protectores. “La casa resguarda la ensoñación, la casa
protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz”30,
subraya Gaston Bachelard. Cuando se derrumba, es una
madre que suelta a su lactante, el biberón que se rompe, el
pecho que se seca, el desamparo que se realiza. Robinson
deja de estar en una isla acogedora y caritativa, está aterra-
do, siente un verdadero pánico, en lo más profundo de su

30. Gaston Bachelard, La Poétique de l’espace, París, PUF, “Quadrige”, 2011,


p. 26. [Hay versión en castellano: La poética del espacio, trad. de Ernestina de
Champourcin, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1992.]

69
Patrick Avrane| Casas

ser. Nunca conoció nada semejante porque, como la mayo-


ría de los recién nacidos, fue mimado al llegar al mundo.
El desamparo no era más que una amenaza; el terremoto
lo llevó a cabo.
Entonces, el trago de ron de una botella salvada de un
naufragio, un jarrón antiguo que resistió a los siglos, dos
Garuda que se mueven pero que siempre están ahí son
otros tantos signos de que no todo fue destruido a pesar
de los sismos, los saqueos, las catástrofes reales o soñadas.
Las pocas gotas de alcohol revigorizan a Robinson Crusoe,
efecto consciente pero, por el lado inconsciente, también
dan testimonio de la permanencia de la vida. Así como no
desapareció en el naufragio, el brandy tampoco desapare-
ció en el terremoto; ese objeto es el salvavidas sobre el cual
puede agarrarse el deseo, el que permite no dejarse ahogar
por el desamparo.

El objeto garante de la casa

“El pecho es un pedazo mío, yo soy el pecho. Luego, sólo:


Yo lo tengo, es decir, yo no lo soy…”.31 El lactante no dis-
tingue el objeto caritativo de sí mismo. No es únicamente
el pecho, es el cuidado, la lactancia, el transporte, la cuna,
la habitación, el mundo que lo rodea, su casa, que no son
todavía objetos exteriores, aquellos que uno puede poseer.
“El tener es posterior, vuelve de contrachoque al ser tras
la pérdida del objeto”.32 La pérdida del objeto no es su
aniquilamiento, es su espera, la posibilidad de recuperar
el pezón o la tetina que no están constantemente a su dis-

31. Sigmund Freud, Résultats, idées, problèmes, OCF. P XX, p. 319.


[“Conclusiones, ideas, problemas”, vol. 23, 301.]
32. Id.

70
2. Refugio

posición, la madre que se ausenta; no es la casa destruida,


sino una puerta que se abre o se cierra.
El objeto es el garante de la casa, porque si la habita-
ción del bebé es su refugio, ella es también un abrigo que
corre el riesgo de desaparecer por la misma razón que el
vientre materno. Los barcos naufragan, las ciudades se
derrumban, las tiendas se vuelan, los niños nacen. Todo
esto, probablemente, es una fantasía de psicoanalista, pero
nos permite comprender que una dimensión inconsciente
de la casa descansa en su fragilidad, no importa cuán só-
lidamente haya sido construida, cuán insumergible fuese
el Titanic. No es la casa la que protege de los peligros al
lactante echado al mundo, es el amor que contiene, y su
marca son los objetos. Reliquias rescatadas del paquebote
que descansa en el fondo del océano, trago de ron, jarrones
y estatuillas del escritorio de Freud, Garudas identificados
por Hiltrude son otros tantos signos de que, más allá de
los avatares de la vivienda, lo que hace del recién nacido
un hombre, lo que lo inscribe para siempre en un linaje de
seres humanos, permanece.
Ni madriguera ni guarida, la casa no es únicamente una
protección contra los predadores, una reserva de alimento,
ella envuelve los objetos de amor del hombre, aquellos que
son necesarios para su vida.

71
3. CUERPO
La casa es una imagen del cuerpo, esa representación tan
personal que tenemos de nuestro cuerpo en función de
nuestra historia, nuestros deseos conocidos y desconoci-
dos, el inconsciente de nuestro ser.1 Los niños, que dibujan
su puerta como una boca y sus ventanas como ojos, lo sa-
ben. Los párpados y las persianas se cierran de noche, a
veces de día, para dormir o bien para ganar tranquilidad.
Bajo el techo reside el pensamiento o el alma, y cuando la
casa está viva, habitada, la chimenea echa humo. A menu-
do se representa un sendero para llegar a ella.

Imagen del cuerpo y esquema corporal

La imagen del cuerpo encarna la manera en que lo habi-


tamos, siempre demasiado grueso para una persona ano-
réxica que ve formas adiposas allí donde nosotros estamos
inquietos por su delgadez, nunca lo bastante musculoso
para algunos cuyos pectorales hinchan su camisa. Es la
manera en que vivimos con nuestro cuerpo, el modo en
que es nuestra morada. La imagen del cuerpo no es el es-
quema corporal. Este se apoya en nuestra anatomía, que
compartimos con todos los hombres, y cada civilización,
en cada época, compone una imagen ideal de él. Así, la
Venus de Botticelli o la Afrodita de Delos, el Poseidón del cabo
Artemisio o El hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci2

1. Véanse Françoise Dolto, L’Image inconsciente du corps, París, Seuil, 1984;


Paul Schilder, L’Image du corps, París, Gallimard, 1968; Patrice Cuynet,
La Maison de rêve. Image du corps familial et habitat, París, In Press, 2017.
[Hay versión en castellano de: Françoise Dolto, La imagen inconsciente del
cuerpo, trad. de Irene Agoff, Barcelona, Paidós, 1990.]
2. Botticelli, El nacimiento de Venus (1485), Florencia, Galeria degli Uffizi;
Leonardo da Vinci, Estudio de las proporciones ideales del cuerpo humano
(1490), Venecia, Galería de la Academia; Afrodita, Pan y Eros, mármol

75
Patrick Avrane| Casas

están en el horizonte de nuestro yo ideal. Esas pinturas,


esos bronces, esos mármoles representan otros tantos físi-
cos maravillosos y magníficos que no habitamos, mientras
que podemos reconocernos en esos hombres y esas mu-
jeres dibujados por Goya, Delacroix, Renoir o Hopper.3
Estos tienen que ver con la imagen del cuerpo, viven en
este mundo terrenal; aquellos dan testimonio del esquema
corporal, más allá de la fugacidad de una existencia.
Una casa es una imagen del cuerpo cuando no solo está
ocupada sino habitada, con sus cualidades y sus defectos,
su belleza y su fealdad, cosa que puede desagradar a un aje-
no y seducir a quienes viven en ella. Al dedicarse a construir
una residencia ideal, un esquema corporal perfecto, promo-
tores y arquitectos corren el riesgo de padecer decepciones.
El plano y el proyecto, por admirablemente concebidos que
estén, no siempre son habitables; omiten las preferencias
estéticas de sus residentes, sus tradiciones, sus caprichos, a
veces irracionales, el inconsciente de la casa.

Máquinas de habitar

En 1923, Henri Frugès, un industrial azucarero amante del


arte, compra un aserradero en Lège, Gironda, que fabrica
cajas para el azúcar. Entusiasmado por la lectura del ar-
tículo de un joven arquitecto4, le propone la creación de

(alrededor de 100 a. de J.-C.), y Poseidón del cabo Artemisio, bronce


(alrededor de 450 a. de J.-C.), Atenas, Museo Nacional Arqueológico.
3. Véase supra, cap. 1.
4. Véase Le Corbusier, Vers une architecture, París, Flammarion, 2008; y,
para lo que sigue, Le Corbusier de Pessac, film de Jean-Marie Bertineau,
France-Télévision/Vie des Hauts Production, 2013; Philippe Boudon,
Pessac de Le Corbusier, París, Dunod, 1985; Alain de Botton, L’Architecture

76
3. Cuerpo

una pequeña ciudad obrera donde estarán alojados los


empleados del aserradero. Se trata de la primera urbani-
zación concebida por Le Corbusier. Rápidamente se da a
este conjunto de casas de hormigón, provistas de un techo
terraza, el nombre de “barrio marroquí”. Poco después,
Henri Frugès decide con Le Corbusier la construcción
de un conjunto más importante, siempre destinado a los
obreros; se prevén ciento treinta casas, cincuenta de las
cuales en Pessac, en el suburbio de Burdeos. A pesar de
las reticencias de la administración frente a este proyecto,
el lugar se inaugura en 1926, en presencia del ministro de
la Vivienda.
Frugès da carta blanca a Le Corbusier. El arquitecto
proyecta una urbanización moderna en la que tanto el
chalé suizo como la casita bordelesa son registrados en
el museo. Según la definición que se ha vuelto famosa, lo
que se construye son máquinas de habitar. Ellas permiten
transformar el hombre y la sociedad, porque proponen so-
luciones racionales en un entorno donde nada fue dejado
al azar para el bienestar de los residentes. Las técnicas de
construcción son de vanguardia; las casas son notables.
Colores de las paredes, ventanas alargadas con marcos
metálicos, persianas corredizas, cuartos de baño y aseos en
Pessac (Lège no posee agua corriente), volúmenes diseña-
dos con cuidado, garaje para un automóvil, con la terraza
en el techo, ofrecen un aspecto aún muy moderno en la
actualidad. En adelante están clasificadas, y del mundo
entero vienen a admirar aquellas que vuelven a su estado
inicial, porque rápidamente fueron alteradas.

du bonheur, París, LGF, 2007. [Hay versiones en castellano de: Le


Corbusier, Hacia una arquitectura, trad. de Josefina Martínez Alinari,
Buenos Aires, Infinito, 2017; Alain de Botton, La arquitectura de la felicidad,
trad. de Mercedes Cebrián, Barcelona, Lumen, 2016.]

77
Patrick Avrane| Casas

En efecto, el barrio de Pessac acondicionado por Le


Corbusier no tiene mucho éxito, e incluso es más bien re-
chazado. Los obreros esperados no se instalan, y los que
vienen transforman su casa. Se ponen carpinterías y techo,
se agrandan las ventanas, otras se tapian, se cierran los pa-
tios para convertirlos en piezas, se añaden anexos, se clau-
suran los jardincitos, y todo eso muy pronto. Un habitante
se acuerda de una visita de Le Corbusier que, al compro-
bar una modificación, inscribe en su plano: “ejemplo de
mal gusto”. El hombre nuevo no hace acto de presencia.
Lo que se propone es un plano ideal, un esquema corpo-
ral que apunta a la perfección, y los que vienen a vivir en
esas construcciones son hombres y mujeres que tienen su
propia imagen del cuerpo. Algunos reacondicionamientos
son racionales. Las terrazas tienen fugas, se necesita un
techo; las casas son demasiado pequeñas, se añade una
pieza. Otros son más personales: a las ventanas abiertas, a
la transparencia obligada, se oponen con cortinas y persia-
nas. “No puedo esconder la escoba”, se queja una mujer;
“no se puede vivir sin alacenas”, confirma otra. Se necesita
un poco de pudor, de represión. Y cada uno viene con su
historia, sus chucherías, sus muebles. Un reloj de pie, una
colección de jarroncitos, sillones de estilo indefinible ocu-
pan su lugar en ese interior depurado. El inconsciente de
la casa ganó la partida.
El barrio Frugès en Pessac estuvo a punto de desapare-
cer, a tal punto las casas estaban desfiguradas, pero tam-
bién degradadas a causa de las deficiencias del hormigón,
cuya técnica no había sido controlada en el momento de
la construcción. No obstante, Le Corbusier se convirtió en
una figura mundial de la arquitectura; sus construcciones
fueron salvadas y clasificadas, son obras de arte. No todas
recuperaron aún su estado inicial, algunos trabajos están
en curso, sin embargo, hasta los más puristas de los restau-

78
3. Cuerpo

radores que las habitan reconocen que se necesitan acondi-


cionamientos. Aquí se hizo una abertura, allá se desplazó
una chimenea. Algunos lo proclaman: este barrio, estas
casas son un patrimonio, por la misma razón que Notre-
Dame de París o el castillo de Versalles; hay que saberlo
cuando se vive en ellas. Pero Notre-Dame es la casa de
Dios, y Versalles la de los fantasmas de los Borbones. Una
casa habitada no puede ser una obra de arte; imagen del
cuerpo, no es Venus o Poseidón.

La piel de los gatos

“Le asombraba que los gatos tuvieran abiertos dos agujeros en


la piel justo donde están sus ojos”.5 El chiste de Lichtenberg
puede parecer como el desafío que tienen que aceptar los
constructores. En esta perspectiva, se trata de fabricar el
estuche que mejor conviene para albergar a los seres hu-
manos; aquel en el cual todo hombre y toda mujer pueda
deslizarse al venir al mundo, sin que sea necesario remo-
delar su forma, cambiar sus aberturas o acondicionar el
interior. “A veces les parecería que podría transcurrir ar-
moniosamente una vida entera entre aquellos muros cu-
biertos de libros, entre aquellos objetos tan perfectamente
domesticados que habrían acabado por creerlos hechos
desde siempre para que los usaran ellos únicamente”6, se

5. Chiste de Georg Gustav Lichtenberg citado por Sigmund Freud, en


Le Mot d’esprit et sa relation à l’inconscient, París, Gallimard, 1988, p. 127,
subrayado en el texto. [“El chiste y su relación con lo inconciente”, vol.
8, 1991, p. 57.]
6. Georges Perec, Les Choses, en Œuvres, tomo I, op. cit., p. 9. [Hay
versión en castellano: Las cosas. Una historia de los años sesenta, trad. de
Jesús López Pacheco, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1967. La cita es
transcripción textual de este libro y esta edición, p. 17.]

79
Patrick Avrane| Casas

ilusionan Jérôme y Sylvie, los personajes de Las cosas de


Perec. Aquí, la casa aparece como en busca de armonía
entre sus ocupantes y sus paredes, entre su forma y la del
cuerpo humano, su plano y el esquema corporal.
A fines del siglo xv Leonardo da Vinci dibuja El hombre de
Vitruvio, inscrito en un círculo y un cuadrado. Corrigiendo
las proposiciones que dio el arquitecto romano del siglo i
a. de J.-C. utilizando el número de oro, esta representación
establece un nuevo ideal. En 1945, a partir de una silueta
humana y, una vez más, el número de oro, Le Corbusier
crea el Modulor, en adelante escala de referencia para
toda construcción armoniosa. No me caben dudas de
que algunos volúmenes son preferibles para la vivienda
humana; ellos representan la dimensión consciente, el
esquema corporal regular tan admirado por la estatuaria
antigua clásica. No obstante, la piel de los gatos, como la
del hombre, no es de bronce. Ellas envuelven un cuerpo
que cambia, que crece, que envejece; arrugas o calvicies
son los signos de los años que pasan, cuando los héroes
de la novela de Georges Perec sueñan con un tiempo de-
tenido en la somnolencia, donde estarán poseídos por las
cosas que creen necesarias para su felicidad. El mismo Le
Corbusier, al revisitar algunas de sus construcciones, reco-
noce que una casa no está destinada a ser perenne; algunos
acondicionamientos son bienvenidos. No es él quien hizo
de sus realizaciones obras museísticas congeladas, salidas
de la vida, ofrecidas a la contemplación.
La casa en que habitamos es tanto nuestra obra como la
de su constructor, y encarna aquello que los psicoanalistas,
desde Donald D. Winnicott, conciben como un espacio tran-
sicional o potencial.7 Un recién nacido no se distingue de su

7. Véanse Donald W. Winnicott, “Objets transitionnels et phénomènes


transitionnels”, “La localisation de l’expérience culturelle”, en Jeu et

80
3. Cuerpo

madre —como de toda persona que ocupa esta función—,


no concibe mamar un seno exterior a él; la realidad externa
del mundo no está aún constituida. Sobre todo, esa es la ex-
periencia de tomar el pecho, su discontinuidad, que poco a
poco distingue al bebé de su madre. Cuando en las primeras
semanas tiene lugar tomar el pecho, el lactante no lo integra
de entrada como procedente de un objeto independiente de
él. La madre se adapta a lo que ella reconoce como demanda
del bebé, y también sabe apartarse cuando es preciso; así, el
lactante cree que él crea un mundo exterior —y nosotros con-
servamos esa fascinación por la magia. Luego, por la ausencia
de una respuesta inmediata a sus expectativas, esa ilusión cae,
sin que el bebé sea por ello abandonado; la realidad exterior se
corporiza, enlazada con los cuidados aportados al infante. Ese
es el origen del espacio transicional: una zona intermediaria,
no disputada, donde realidad interior y vida exterior se conju-
gan, un primer entorno virtual, una de cuyas representaciones
son los brazos que sostienen, la cuna, la habitación. La casa lo
hereda. Y no es el único legado que soporta.

Manderley

“Anoche soñé que había vuelto a Manderley”.8 La prime-


ra frase de Rebeca, de Daphne du Maurier, es famosa. De

réalité. L’espace potentiel, París, Gallimard, 1975; y “La préoccupation


maternelle primaire”, en De la pédiatrie à la psychanalyse, París, Payot,
1971. [Hay versiones en castellano: Realidad y juego, trad. de Floreal
Mazía, Barcelona, Gedisa, 2013; Escritos de pediatría y psicoanálisis, trad.
de Jordi Beltrán, Barcelona, Paidós, 2015.]
8. Daphne du Maurier, Rebecca, París, Albin Michel, 2015. [Hay versión
en castellano: Rebeca, trad. de Fernando Calleja, México, Debolsillo, 2019.
La cita, al igual que las siguientes, es transcripción textual de este libro
y este traductor.]

81
Patrick Avrane| Casas

inmediato Manderley, la finca, es puesta en el corazón de


la intriga. Más aún, la autora la hace existir. Al hacer de la
casa el objeto de un sueño, la transporta a la realidad. Un
sueño, ya sea escrito en un libro, representado en el cine —
su narración también abre la Rebeca de Hitchcock—9 o con-
tado a su compañera, su compañero, su psicoanalista, es
un hecho. Para cada uno, el sueño es la parte novelada de
su vivencia. Nuestros sueños son nuestras ficciones, aque-
llas que vivimos. Sus relatos les dan cuerpo, hacen entrar
su objeto en el mundo. Por paradójico que pueda parecer,
el sueño de las primeras páginas de Rebeca puede así susci-
tar la creencia del lector en la realidad del argumento. Ese
sueño capta su atención, lo arrastra en la lectura.
En 1936, con La posada de Jamaica —que es adaptada y un
poco desfigurada por Hitchcock en una película estrenada
en 1939*—, Daphne du Maurier conoce su primer gran
éxito.10 No obstante, desde su publicación en 1938, Rebeca
es un superventas; el libro se vende en varios centenares
de miles de ejemplares en Gran Bretaña y en los Estados

9. Rebeca (1940), film de Alfred Hitchcock, con Laurence Olivier y Joan


Fontaine.
* La posada maldita. [N. del T.]
10. Daphne du Maurier, L’Auberge de la Jamaïque, París, Le Livre de
poche, 1975; La Taverne de la Jamaïque (1939), film de Alfred Hitchcock,
con Maureen O’Hara y Charles Laughton. Para Daphne du Maurier,
véase Tatiana de Rosnay, Manderley for ever, París, Albin Michel/Héloïse
d’Ormesson, 2015; para Alfred Hitchcock, véanse Patrick McGilligan,
Alfred Hitchcock, une vie d’ombres et de lumière, Arles, Institut Lumière/
Actes Sud, 2011; François Truffaut, Hitchcock, París, Gallimard, 1993;
Bill Krohn, Hitchcock, París, Cahiers du cinéma, 2007. [Hay versiones en
castellano de: Daphne du Maurier, La posada de Jamaica, sin indicación
de traductor, Barcelona, Plaza & Janés, 1993; Patrick McGilligan, Alfred
Hitchcock. Una vida de luces y sombras, trad. de Josep Escarré, Madrid, T
& B Editores, 2005; François Truffaut, El cine según Hitchcock, trad. de
Ramón G. Redondo et al., Madrid, Alianza Editorial, 2016.]

82
3. Cuerpo

Unidos. Las traducciones se multiplican (en Francia, en


1939, pero en un texto en parte truncado). En 1940, el film
de Hitchcock que, esta vez, gracias al productor David O.
Selznick, es fiel a la novela, es nominado a los Oscar en
once categorías; recibe el de la producción y es uno de los
mayores éxitos de taquilla del año, lo que aumenta todavía
más la notoriedad de la obra y produce una revolución
en la vida de Daphne du Maurier; este libro, considerado
como su obra maestra, le aporta gloria y reconocimiento,
así como una gran independencia material.
Primera novela gótica del siglo xx para algunos, siempre
clasificada entre las diez mejores novelas policiales, Rebeca
es también la historia de una casa. El título de la novela es
el nombre de pila de una mujer fallecida que el lector jamás
conocerá; en un primer argumento, rechazado, Hitchcock
quiere hacerla aparecer en un flashback. No conocemos el
apellido de la heroína, el “yo” que narra la historia comen-
zando por su sueño; “[Tiene usted] un nombre poco co-
rriente y encantador”11, se contenta con recalcar Maxim de
Winter, su futuro esposo. De los protagonistas principales,
solo este último y Manderley, la propiedad de la que es
indisociable, son a la vez llamados y están presentes; la
narradora es anónima, Rebeca ha muerto.

Un cuento

Una joven de 21 años, la narradora, tímida dama de


compañía de una esnob y ridícula norteamericana, la se-
ñora Van Hopper, que se cree una mujer de mundo, re-
side con ella en un hotel de Montecarlo. Llega un nuevo
veraneante, el propietario de Manderley, que no se re-

11. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., p. 38.

83
Patrick Avrane| Casas

pone de la muerte de su esposa, Rebeca, ahogada en una


bahía cerca de la finca, explica la señora Van Hopper.
Ávida de mundanidades, esta hace de manera de pre-
sentarse al prestigioso cuadragenario, pero el hombre
experimenta simpatía para con su acompañante. De co-
midas compartidas en paseos en automóvil, de diálogos
convencionales en confidencias, lazos de complicidad,
de afecto y luego de amor no confesado se anudan en-
tre el aristócrata y la modesta señorita un poco torpe.
Todo esto sigue siendo virtual hasta la decisión brusca
de la señora Van Hopper de partir. La joven, desolada,
informa de esto a Maxim de Winter. “De manera que la
señora Van Hopper se cansó de Montecarlo y quiere vol-
ver a casita. Pues mira, yo también. Ella, a Nueva York;
yo, a Manderley. ¿Cuál prefieres? Puedes elegir”.12 Ella
elige, y él le informa a la norteamericana de su decisión
de casarse con su dama de compañía.
Fin del cuento de hadas, pero no sin una amenaza que
emana de la presuntuosa mundana despechada. Para ella,
esa decisión es un error, la joven no tiene ninguna expe-
riencia para ser ama de una casa como Manderley, cuyas
recepciones son famosas; ella no forma parte de ese medio,
no conoce ni los usos ni los códigos. Maledicente, lanza
una última pica:
Claro que comprenderás por qué se casa contigo,
¿no? ¿No te habrás hecho la ilusión de que se ha
enamorado de ti? La verdad es que aquella casa
vacía le ataca los nervios y casi lo ha vuelto loco.
Eso fue lo que me dijo antes de que entraras en el
cuarto. No puede seguir viviendo solo…13

12. Ibid., p. 78.


13. Ibid., p. 91.

84
3. Cuerpo

Comienzo de la historia bajo el signo del desastre anuncia-


do. Desde su llegada a Manderley, la profecía se realiza.
La joven casada, con vestidos pobres y gestos torpes, ate-
morizada por una numerosa domesticidad que es incapaz
de dirigir, no comprende nada de los rituales de las co-
midas y se pierde en la gigantesca casa. Incompetente, en
cada visita, constantemente está inquieta por los pasos en
falso que va a dar y teme la compasión o las burlas que
estos suscitan. El ama de llaves de Manderley, la señora
Danvers, que consagra un culto a Rebeca y desprecia a
la nueva señora de Winter, la espanta. Maxim es de poca
ayuda; perfectamente cómodo en su castillo, ni se imagina
la desolación de su esposa.

En condicional

La narradora no se apropia de la casa, los agujeros en


la piel no están frente a los ojos, en vano la vida intenta
ser armoniosa. Manderley está habitada por la antigua
señora de Winter. La casa gobierna a la joven, mientras
que Rebeca dirigía la mansión. Grandes pasajes del relato
están redactados en condicional; el fantasma prevalece
sobre la realidad. La joven casada se imagina lo que se-
ría su vida, simple y tranquila, si vivieran en un chalé
anónimo; ella se conduce en función de lo que pensarían
los domésticos, los invitados, si no actuara como Rebeca.
Está segura de que Maxim no deja de compararla con su
antigua esposa. Un sentimiento de impostura se apodera
de ella, mantenido por la señora Danvers, hasta el apo-
geo de un baile donde, siguiendo los pérfidos consejos
del ama de llaves, ante un Maxim horrorizado, se pone
un vestido idéntico al que llevaba Rebeca. Es el colap-

85
Patrick Avrane| Casas

so y, casi hipnotizada por la señora Danvers, un tiempo


después está a punto de arrojarse por una ventana de
Manderley cuando, acontecimiento imprevisto, el relato
se transforma en novela policial.
El acontecimiento imprevisto* es un cañonazo
que anuncia un naufragio en la costa que bordea a
Manderley. En el curso del salvataje se descubre en el
fondo del mar el pequeño velero de Rebeca. Se la creía
ahogada —y Maxim de Winter había reconocido su
cuerpo—, la encuentran muerta, encerrada en la ca-
bina de su barco voluntariamente hundido. Maxim le
confiesa todo a su nueva esposa: es a ella a quien ama,
mientras que odiaba a Rebeca. Inmediatamente después
de su matrimonio, esta le muestra su verdadera cara.
Mujer perversa y depravada, le propone a su marido
dar a Manderley ese aspecto maravilloso a cambio de
su libertad de costumbres y de una discreción absoluta.
El acuerdo se mantiene hasta el día en que, haciéndole
creer que está encinta de uno de sus amantes, se burla
de su marido: ese niño ilegítimo heredará Manderley.
Exasperado, Maxim mata a Rebeca, lleva su cadáver al
velero y lo hunde. Luego de peripecias que son parte del
suspense del film de Hitchcock —que solo involucran
cinco capítulos de los veintisiete de la novela—, la in-
vestigación concluye en el suicidio de Rebeca de Winter.
Tras el feliz desenlace del caso, en la ruta de regreso,
antes de llegar a la finca, Maxim y su mujer divisan un
resplandor en la noche: Manderley está en llamas.
El espectador de la película sabe que la señora
Danvers prendió el fuego, la ve desaparecer en el in-
cendio, mientras que el lector solo puede suponerlo;

* En el original coup de tonnerre, cuyo significado primario es “trueno”,


de ahí lo que sigue. [N. del T.]

86
3. Cuerpo

más tarde, la misma narradora se pregunta qué ocurrió


con el ama de llaves desde el drama. Con la muerte
accidental, y no el homicidio, de Rebeca en el curso de
su disputa con Maxim —el código Hays en vigor en
Hollywood no puede aceptar que un criminal no sea
castigado—, y algunos acondicionamientos debidos al
pasaje por la puesta en escena, es el único cambio nota-
ble, en el seno de la intriga, entre la obra original y su
adaptación cinematográfica. Mucho tiempo después,
evocando su carrera en una entrevista con el cineas-
ta François Truffaut, Alfred Hitchcock toma alguna
distancia con su trabajo. Sostiene que Rebeca ¡no es un
film de Hitchcock! Es cierto que, en ese primer rodaje
norteamericano, el productor Selznick no le dejó total
libertad; por otra parte, este último fue el recompensa-
do con el Oscar al mejor film. Así, asegura Hitchcock,
Rebeca no es más que una suerte de cuento, uno de cu-
yos personajes es Manderley.
Porque la diferencia fundamental es esa. Incluso
considerado como un personaje, en el film, Manderley
sigue siendo el decorado de un cuento, de una aventura
sentimental y psicológica que se transforma en intriga
policial. Está fabricado por el realizador para estar al
servicio de la película, a imagen de Joan Fontaine, a
quien Hitchcock mantuvo en un clima de inseguridad
para que encarnara de la manera más cercana posible
a la tímida heroína de la obra. En cambio, en la novela,
la finca está en el centro de la historia. Manderley es el
tema del libro de Daphne du Maurier y un objeto en el
film de Hitchcock. Sin lugar a duda, los dos creadores
no tienen el mismo lazo con las casas: la primera las
vive, el segundo las utiliza.

87
Patrick Avrane| Casas

La casa de su lado

“Si paso frente a un lugar donde viví […], a menudo pien-


so en entrar como si siguiera siendo mi casa, sacarme el
abrigo, instalarme, e intento imaginar la sorpresa del nuevo
propietario. […] Siempre pienso que la casa […] sigue es-
tando de tu lado, pero por supuesto los muebles de la otra
persona te serían hostiles, […] sin embargo, la atmósfera
volaría en tu ayuda”14, confía Daphne du Maurier a su
amiga Oriel Malet.
Nieta de George du Maurier (1834‑1896), dibujante y
escritor británico que nació en Francia, amigo de Henry
James; hija de Sir Gerald du Maurier (1873‑1934), actor in-
glés lisonjeado por el público, la novelista, nacida en 1907
en Londres, conoce la buena sociedad y frecuenta las bue-
nas residencias desde su infancia. Con Rebeca, formidable
éxito literario que, según se dice hoy, tuvo una difusión de
varias decenas de millones de ejemplares, no se contenta
con hacernos entrar en una de esas casas, sino que —y esto
seguramente no deja de tener lazos con la celebridad de la
obra— capta su viva dimensión, porque Manderley forma
parte de la vida de Daphne du Maurier. La historia corre a
lo largo de varias décadas, donde se habla de reminiscen-
cias y de sueños infantiles, de deseos realizados y de casas
habitadas o abandonadas.
A fines de la Primera Guerra Mundial Daphne, su ma-
dre y sus hermanas pasan una temporada en Milton Hall,
inmensa residencia de la familia Fitzwilliam desde hace
cuatrocientos años. La niña conserva un recuerdo fasci-
nante de esa finca, y más tarde confía a lord Fitzwilliam

14. Carta del 5 de agosto de 1963 a Oriel Malet, en Daphne du Maurier,


Lettres de Menabilly, París, Albin Michel, 1993, pp. 216‑217, subrayado en
el texto.

88
3. Cuerpo

que la descripción del interior de Manderley descansa en


sus recuerdos de Milton Hall.
Unos diez años más tarde, Gerald du Maurier, su pa-
dre, compra una casa al borde del mar, junto a Fowey,
en Cornualles, esa punta extrema sudoeste de Inglaterra.
La muchacha y luego joven mujer aprecia el lugar, donde
pasa el mayor tiempo posible. En las cercanías, invisible
de la costa y bien oculta, se sitúa otra propiedad señorial:
Menabilly. Este es el principal modelo de Manderley.
Menos imponente que Milton Hall, la finca pertenece des-
de el siglo xvi a la familia Rashleigh; es un mayorazgo, in-
alienable y deshabitado, porque su poseedor del momento
prefiere una residencia más confortable; una parte está en
ruinas. Daphne, fascinada por la casa, hace incursiones
subrepticias y luego, después de un pedido por carta al
propietario, se le concede un permiso para pasear por el
parque. Es posible que una novela corta de tono onírico, La
Vallée heureuse [valle feliz]15, publicada en 1932, dé cuenta
de eso; incluso parece premonitoria. Entre sueño, fantas-
ma y realidad, una joven visita una propiedad abandona-
da y allí descubre una casa desierta que se convertirá en la
suya… valle feliz es el nombre que la novelista da a una
parte del parque de Manderley.
A comienzos de la Segunda Guerra Mundial, todo el
mobiliario de Menabilly es vendido, y la casa abandona-
da. Cuando Daphne la vuelve a ver en 1943, “ya no tenía
persianas, y los vidrios estaban rotos. La estaban dejando
morir”16, comprueba la que se había vuelto una joven ma-
dre —sus tres hijos nacieron entre 1933 y 1940.

15. Daphné du Maurier, La Vallée heureuse, en La Poupée, París, Albin


Michel, 2013.
16. Daphne du Maurier, La Maison des secrets, en Le Rendez-vous, suivi du
Journal de Rebecca, París, Sylvie Messinger, 1981, p. 256.

89
Patrick Avrane| Casas

Luego, por fuerza de la escritora, el imaginario y la rea-


lidad se mezclan; la casa y la autora se encuentran. Más
precisamente, el relato imaginado y escrito en primera
persona se vuelve realidad. Después de algunas negocia-
ciones, Daphne du Maurier recibe el acuerdo inesperado
de alquilar Menabilly para habitarla si acepta volver a po-
nerla en condiciones. Es el argumento de La Vallée heureuse
que se hace realidad. Y son los derechos de autor de Rebeca,
publicada cuatro años antes, los que permiten emprender
los trabajos necesarios. La novelista reside allí treinta y
cinco años, hasta 1969, cuando el nuevo heredero de la
finca, tras muchas vacilaciones, decide volver a su casa. A
su locataria le propone Kilmarth, la dower house de la finca,
la casa donde vive la viuda del señor tras haber dejado su
lugar en la casa madre. Daphne du Maurier, que había en-
viudado hacía poco tiempo, sigue ese camino. Veinte años
después, es en Kilmarth donde se apaga.

Yo, era yo

“Sí, el yo de Rebeca era yo […]. Nunca fui Rebeca desde


entonces, pero creo que lo seré cuando venga el príncipe
Felipe y yo tropiece al estrecharle la mano”17, confiesa en
1952 la autora a su amiga Oriel, recuperando en su carta el
tono de su heroína. Daphne du Maurier está casada con un
brillante oficial del ejército británico que, después de la gue-
rra, es nombrado en un puesto prestigioso ante el príncipe
Felipe, esposo de la futura reina Isabel II. Precisamente por
eso un miembro de la casa de Windsor pasa una noche en
Menabilly —algunos años más tarde la misma reina viene

17. Carta del sábado 25 de octubre [1952], en Lettres de Menabilly, op. cit.,
p. 54.

90
3. Cuerpo

a tomar el té, una taza, sin tocar los scones—, y también


por eso Daphne se ve como la narradora de Rebeca.
Al arrendar Menabilly, la novelista la convirtió en su
casa, la de su familia. Probablemente, el edificio fue su-
ficientemente abandonado por los Rashleigh para que
esta morada se convierta, para cada uno de sus nuevos
habitantes, en un espacio donde se sienten en su casa, sin
demasiados conflictos con su imagen del cuerpo.
Es también lo que espera la heroína de Rebeca al llegar a
Manderley. En el hotel de lujo de Montecarlo, excolegiala
tímida con los codos enrojecidos y el pelo caído, ella solo es
tolerada, desconsiderada por el personal, que no responde
a sus llamados, o le sirven platos que rechazan los otros
clientes. En adelante, en Manderley, le ofrecen comidas de
primera calidad, pero ella no las elige; todos los domés-
ticos están a su servicio, pero no la estiman demasiado.
Pasó de ser un cero a la izquierda a ser una impostora. Ni
el hotel de lujo ni el palacio la reconocen. Su imagen del
cuerpo no les conviene.
Cuando el príncipe Felipe llega a Menabilly, son las
casas principescas y nobles, los Fitzwilliam, los Rashleigh
o los de Winter los que recuperan su finca. Un miembro
de una casa, en el sentido de “familia”, va a la casa de otro
linaje. En esas mundanidades, la descendiente de un oscu-
ro francés que se disfrazó con el nombre de un pueblo no
está en su lugar, aunque su padre sea el ídolo de las salas
de teatro, y aunque su abuelo, tras haber deleitado a los
lectores de Punch, el famoso diario satírico, haya conocido
un inmenso éxito con Trilby, una novela publicada en 1894.
Esos du Maurier, acróbatas y artistas, no pueden rivalizar
con familias que desde hace cuatro o cinco siglos ocupan la
misma finca. Es lo que, con ironía, Daphne podría explicar
a lady Auriel Rosemary Malet Vaugham, hija del conde de
Lisburne, cuyo seudónimo es Oriel Malet.

91
Patrick Avrane| Casas

Sin embargo, el “yo” de Rebeca no es la novelista sino


un instante, el tiempo de percibir el lazo entre el libro y
la realidad, entre la heroína y su autora; el tiempo, diría
un psicoanalista, de percibir la dimensión del fantasma.
Al día siguiente, las contingencias materiales toman la de-
lantera; Daphne prosigue su carta. No hay un criado que
abra la reja a la llegada del Daimler real, no hay más que
cuatro cuchillos con un mango entero, y un candelero de
plata necesita ser pegado otra vez… “El príncipe Felipe
debe aprender cómo vive el común de los mortales, y si
no está dispuesto a conducirse como un hombre común,
no tendría que venir aquí, y nosotros no tendríamos que
invitarlo”18, concluye. Menabilly es su morada, su espacio,
el reflejo de su imagen del cuerpo.

Amar un bloque de piedra

“Es un error, me digo, amar ese bloque de piedra como se


ama a una persona”19, escribe Daphne du Maurier. Error
seguramente no, porque ese amor le hace escribir Rebeca,
cuyo proyecto se le aparece en el momento en que, acom-
pañando a su esposo en un puesto en Alejandría, está lo
más lejos posible de Cornualles. Esas idas y vueltas entre
imaginario y realidad permiten comprender lo que yo lla-
mo el inconsciente de las casas, porque, reconozcámoslo,
una cosa no puede tener un alma, salvo aquella que se le
presta; una casa no puede tener la pretensión de poseer
una imagen del cuerpo, sino de aquella que se le fabrica.
No obstante, esa fabricación se inscribe en las paredes.
Manderley representa la imagen del cuerpo de Rebeca, no

18. Ibid., p. 56.


19. Daphne du Maurier, La Maison des secrets, op. cit., p. 259.

92
3. Cuerpo

solo porque la señora Danvers, el ama de llaves, eterna


enamorada de esa mujer, sigue reinando allí, sino tam-
bién porque cada lugar, cada objeto llevan la marca de
la primera señora de Winter. El prestigio y el tamaño de
los salones son la manifestación de su mundanidad; las
chucherías preciosas, el lugar de los jarrones floridos dan
testimonio de su gusto; los platos servidos en la mesa, de
sus preferencias culinarias; las sábanas del lecho, de su
sensualidad; hasta el empleo del tiempo, siempre regulado
por el horario del té y el encendido de las chimeneas en
las diferentes piezas como ella lo ordenó. “Rebeca, siem-
pre Rebeca. Fuera donde fuera, en Manderley, me sentase
donde me sentase, incluso en mis pensamientos y sueños,
allí me encontraba con Rebeca”.20
En sus pensamientos, en sus sueños. Para vivir en
Manderley sería necesario que la narradora habitase el
cuerpo de Rebeca, a la manera en que el hombre moder-
no es esperado en los chalés de Le Corbusier. Así como
los primeros ocupantes de la urbanización de Pessac no
están cómodos en las casas con techo terraza y con venta-
nas oblongas del arquitecto innovador, la modesta joven
tampoco lo está en los muros varias veces centenarios del
castillo. Es aquí donde el inconsciente de la casa adquiere
sentido. Rebeca está en su lugar en Manderley como los
admiradores de Le Corbusier se complacen hoy en las
viviendas que él construyó. Rebeca se casa con Maxim de
Winter, pero desposa a su finca. No dice “sí” a la fideli-
dad y a la vida común con un hombre —eso es inmedia-
tamente ultrajado—, sino que acepta velar por el hecho
de que la buena marcha y el prestigio de un patrimonio
se perpetúen. Ella forma un bloque con la casa, pero so-
lamente con la casa. No comparte su amor con su esposo,

20. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., pp. 331-332.

93
Patrick Avrane| Casas

sino que desempeña el papel de su mujer, aquella que no


desluce el linaje.
Daphne describe la historia del linaje de los amos de
Menabilly.
A todos los evocaba en imaginación, hasta al ac-
tual propietario, que no podía amar su vivienda; y
cuando pensaba en él […], yo veía […] un niño que
quedó huérfano a los 2 años, que venía de vacacio-
nes, en su traje de Eton, de chaqueta negra ajustada
y gran cuello, observando a su anciano abuelo con
una mirada nerviosa y vacilante.21

Algunos no se dejan intimidar. Daphne comprende


por qué fue despedazada la casa, vendidos sus mue-
bles, abandonado el edificio. Cuando las paredes son
portadoras de tantos recuerdos desesperantes —los de
un huérfano en chaqueta negra—, su propietario pue-
de odiarla. Como no puede separarse de la casa —su
venta está prohibida—, la mata. La novelista no tiene
esa memoria, así que la resucita. Con su amor, vuelve
a dar vida a la finca, hace de manera que los recuerdos
nefastos dejen de frecuentar los salones y las piezas, y
permite que los descendientes recuperen su vivienda,
en la que siguen residiendo en la actualidad. Daphne
du Maurier, que conoce la fuerza del inconsciente de las
casas, fue la terapeuta de Menabilly.

Las paredes de Narciso

Con Manderley, la escritora no tiene la misma benevolencia.


Maxim de Winter no puede separarse de Rebeca —imposi-

21. Daphne du Maurier, La Maison des secrets, op. cit., p. 256.

94
3. Cuerpo

ble divorciarse sin provocar un escándalo—, así que la mata.


Pero al suprimirla, condena la finca.
En un primer bosquejo de la obra22, la heroína, la nueva
esposa de Maxim (que entonces se llama Henry) intenta
poner fin a sus días consumiendo somníferos. Al despertar,
Maxim le asegura su amor y le confiesa su odio por Rebeca,
y su crimen. El epílogo de este argumento sentimental pro-
bablemente le habría convenido a Hollywood: al volver
a Manderley, una vez admitido el suicidio de Rebeca, la
pareja tiene un accidente de auto. Maxim, homicida cul-
pable declarado inocente, es castigado, se vuelve inválido.
Manderley, que en esta versión no es más que un decorado,
se transforma en club deportivo… una muerte dulce.
La potencia del texto publicado radica en el papel
de la finca. A lo largo de toda la novela es un ser vivo.
Manderley, joya admirable y sin defectos, cuya atmósfera
puede ser solemne, alegre o apacible, vive y respira. Su
rutina es inexorable, porque la construcción es narcisista.
Manderley, apacible, callado, gracioso. No importa-
ba que quien viviera entre sus muros penara y su-
friera y derramara lágrimas amargas; no importaba
que entre ellos naciera el dolor; la paz de Manderley
no podía alterarse ni ser destruida su belleza.23

Esta casa es a imagen de todos esos seres impregnados de


narcisismo que nos encantan porque parecen bastarse a sí
mismos: hombres y mujeres amantes de la belleza, dandis,
gatos o grandes fieras salvajes.24 Rebeca misma es narcisista.

22. Daphne du Maurier, Le Journal de Rebecca, y L’Épilogue de Rebecca, op.


cit., pp. 217‑249.
23. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., p. 502.
24. Véase Sigmund Freud, Pour introduire le narcissisme, OCF. P XII.
[“Introducción del narcisismo”, vol. 14, 1992.]

95
Patrick Avrane| Casas

“No estaba enamorada de nadie. Estaba por encima de esas


cosas. Despreciaba a todos los hombres”25, afirma la señora
Danvers. En una atrevida novela corta, La Poupée26, publi-
cada en 1937 pero escrita en 1928, una Rebeca testimonia
su narcisismo satisfaciendo su libido con una muñeca. Por
eso esta mujer comprende la casa, la adorna, la magnifica, le
ofrece flores y objetos costosos, organiza recepciones don-
de, en espejo una de otra, todo su esplendor es admirado.
Cosa que no hace aquella que le sucede. La narrado-
ra de la novela sueña con una vida sencilla, un desorden
ocasionado por niños, unas comidas sin ceremonias. Esta
segunda señora de Winter, que llegó tímida, torpe y des-
mañada, sabe, cuando es necesario, sentir seguridad y
jugar a las amas de casa. No obstante, si bien admira la
finca, está enamorada de su esposo. Se interesa en él, no
hay narcisismo en ella. Más que atraerla, el Manderley de
Rebeca la espanta; teme las garras de la fiera.

La casa mortífera

Narciso rechaza la decrepitud. Rebeca, aquejada por un tu-


mor incurable, anhela una muerte rápida y sin dolor. En el
primer bosquejo de la obra y en el texto publicado, pues, el
lector puede interpretar el gesto mortífero de Maxim como
un suicidio de Rebeca: deliberadamente, ella provocó a su
marido para que la mate, un enigma policial que se resuelve
con la comprensión psicológica de las relaciones entre los
personajes.
A su regreso de Egipto, Daphne du Maurier se instala
con su familia en una casa solariega antigua, de la época

25. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., p. 480.


26. Daphne du Maurier, La Poupée, op. cit.

96
3. Cuerpo

de los Tudor, en Hampshire, el condado de Jane Austen, al


sur de Inglaterra. Allí redacta Rebeca. No sé si las paredes
del siglo xvi la inspiran, pero no obstante Manderley entra
en la obra. La autora entiende el inconsciente de la casa,
sus amores y sus odios; su pasión gobierna el epílogo. Por
primera y única vez oímos la voz de Rebeca, su comentario
es referido con exactitud. Deja suponer a su esposo que
está encinta de uno de sus amantes y proyecta el porvenir
de ese niño. “Crecería aquí, en Manderley […]. Y cuan-
do tú te murieras, heredaría Manderley”.27 Ella describe
el coche bajo los castaños, el ilegítimo futuro propietario
jugando en el parque. En este punto, su perfidia va dema-
siado lejos; Maxim le tira una bala en el corazón. Él puede
tolerar las infidelidades de su mujer, su conducta disoluta
y su libertinaje; pero Manderley no padece la traición.
La casa comprende que el único amor de Rebeca es ella
misma, que no la halagó y embelleció sino para su interés.
La finca y su propietario son indisociables. La finca ina-
lienable debe permanecer en el mismo linaje (fee tail en la
ley inglesa), y la finca es el ama, sus propietarios no hacen
sino sucederse de una generación a otra. Manderley no
puede aceptar que un ajeno la ocupe, y mucho menos por
la astucia de un engaño. La casa arma a su propietario del
momento. Maxim mata a Rebeca. “El yo no es el amo en su
propia casa”28, escribe Freud, tomemos la metáfora al pie
de la letra.
El fin habría podido convenir a los censores de
Hollywood de haber comprendido que el verdadero

27. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., pp. 395-366.


28. Sigmund Freud, “Une difficulté de la psychanalyse”, OCF. P XV,
p. 50; véase también Leçons d’introduction à la psychanalyse, OCF. P
XIV, p. 295. [“Una dificultad del psicoanálisis”, vol. 17, 1992, p. 135;
“Conferencias de introducción al psicoanálisis”, vol. 15, 1991.]

97
Patrick Avrane| Casas

asesino es la casa. Cuando se descubre que el desafío de


Rebeca era un último ardid para suicidarse por persona
interpuesta, Manderley desaparece en las llamas sin que,
en la novela, se sepan las causas del incendio. La casa está
en llamas; el culpable es castigado. En Daphne du Maurier
las casas tienen pasiones, pero también valores morales; su
inconsciente, como el nuestro, se teje con eso.

98
4. FAMILIARIDAD
Pasillos que volvían sobre sus pasos y cuyas idas y veni-
das sin finalidad cruzaba uno a cada momento; vestíbulos
largos como corredores y decorados como salones […], a
modo de vecinos ociosos, pero callados […] y que cada
vez que me los encontraba en mi camino daban muestras
de una silenciosa deferencia para conmigo.1

Esos espacios amueblan la soledad inquieta del narra-


dor de En busca del tiempo perdido, que acaba en ese pa-
lacio del siglo xviii transformado en hotel para viajeros.
Curioso, hace huir en desorden las pequeñas piezas que
corren a su alrededor, o sorprende un pequeño gabinete,
detenido por la muralla, que lo mira con espanto desde
su ojo de buey.

Familiares antes de ser conocidas

Los escalones de una escalera secreta, hábilmente


dispuestos uno tras otro, le permiten descubrir la
sensualidad, la voluptuosidad que hay en subir y ba-
jar, como en respirar, esos actos habitualmente no
percibidos:
Recibí la exención de esfuerzo que solo nos conce-
den aquellas cosas de que hemos hecho un largo
uso, cuando puse por vez primera los pies en aque-
llos peldaños, familiares antes de ser conocidos,
como si poseyesen […] la anticipada blandura de
costumbres que aún no había contraído yo.2

En la anticipada blandura de costumbres que aún no se


han contraído, y en esos peldaños familiares antes de ser

1. Marcel Proust, Le Côté de Guermantes, op. cit., p. 381.


2. Ibid., p. 382.

101
Patrick Avrane| Casas

conocidos, yo encuentro lo que conocemos de los primerí-


simos tiempos de la vida de un bebé, aquellos de las rela-
ciones con su madre nutricia.3 Dar el pecho o el biberón no
es engullir el pezón o la tetina; alimentar no es atiborrar,
es responder al llamado de un niño, y también saber sus-
pender la satisfacción. “¡Ya va, bebé, la leche está un poco
caliente!”, “Ahora va mamá a darte el pecho”; las palabras,
los gestos llenan la espera. Así se crea la blandura de las
costumbres, las de los tiempos del amamantamiento que
el bebé aprende a prever. Tetina y pezón son a imagen de
esos peldaños puestos tan hábilmente, uno tras otro. La
escalera cuidadosamente ejecutada permite subir y bajar
sin un esfuerzo excesivo, con la misma voluptuosidad que
aquella que experimenta el recién nacido alimentado con
amor. La casa puede ser una buena madre.
Cuidar a un lactante es también cambiarlo, lavarlo, ves-
tirlo, cubrirlo y descubrirlo, manipularlo: otros tantos ges-
tos prodigados a su manera por cada una de las personas
que se ocupan de él. Es incluso ser acunado, llevado por
brazos que, a imagen de los escalones por los que avanza
nuestro viajero proustiano, se convierten en familiares an-
tes de ser conocidos. Los brazos que sostienen al pequeñito
rápidamente se le vuelven familiares, mucho antes de que
conozca a la persona a la que pertenecen, e incluso antes
de que la distinga radicalmente de él.

Un espacio potencial

Esas primeras semanas, las de la familiaridad antes del


conocimiento, de la blandura que anticipa las costumbres,
lo sabemos, son las de la separación del cuerpo del bebé de

3. Véase supra, cap. 3.

102
4. Familiaridad

aquel de su madre. Se crea un primer espacio fuera de él: el


espacio potencial, el del objeto transicional, el peluche que
cada uno conoce, vivo e inanimado a la vez —que pertene-
ce al niño, pero parece tener su propia existencia—, aquel
que sigue los pasos del pezón perdido y participa en su
permanencia. En este espacio los objetos son cosas que uno
puede manipular, pero tienen su vida personal, aquella de
lo imaginario. Allí, los corredores se pasean, las pequeñas
piezas corren y los vestíbulos son serviciales. Es el naci-
miento de la familiaridad, esa relación particular que dis-
tingue nuestra casa, nuestro “hogar”, el home, de cualquier
otra habitación, así fuera de idéntica construcción.
La familiaridad protege de la angustia; tranquiliza,
permite superar el desamparo y se elabora en el curso
de los primeros meses de la vida. Es hija de la costum-
bre. “¡Costumbre, celestina mañosa, sí, pero que trabaja
muy despacio y que empieza por dejar padecer a nuestro
ánimo durante semanas enteras en una instalación pre-
caria!”4, comenta Marcel Proust, nunca alejado de la in-
quietud infantil con la cual comienza el relato de En busca
del tiempo perdido.

Soledad y abandono

Desde el primer capítulo conocemos los tormentos del


narrador cuando, siendo niño, se encuentra solo, al ano-
checer, en el momento de acostarse. Él detesta la escalera
que conduce a su cuarto, sus peldaños son los de la pena;
el pijama se convierte en un sudario, el lecho en un ataúd;
la pieza misma es una tumba. Una astucia —unas palabras
en un papel que lleva Francisca, la cocinera, que con un

4. Marcel Proust, Du côté de chez Swann, op. cit., p. 8.

103
Patrick Avrane| Casas

pretexto falaz le pide a su madre que venga— es un hilo


que lo reúne con su madre, pero la negativa a responderle
aviva el sentimiento de ser apartado. El niño se siente más
desguarnecido que el hombre de las cavernas, como un en-
fermo que intenta dormir en un hotel desconocido, feliz de
ver la luz del día bajo la puerta de su pieza, creyendo que
llega la mañana, pero adivinando, cuando la luz desapa-
rece, que es medianoche y que el último empleado parte y
cierra el pico de gas. La soledad se convierte en abandono.
“Acerca de la soledad, el silencio y la oscuridad, todo
lo que podemos decir es que son efectivamente los fac-
tores a los que se anudó la angustia infantil, en la mayo-
ría de los hombres aún no extinguida por completo”5,
escribe Freud como conclusión de su ensayo sobre “Lo
ominoso”, al tiempo que remite a sus trabajos anteriores
donde la angustia de los niños no es otra cosa que la ex-
presión de la ausencia de la persona amada. Así, Proust
no va en contra de los tormentos de la multitud, solo que
los convierte en una obra cuando los psicoanalistas hacen
de ellos una teoría.
La capacidad para soportar la soledad en calma no está
dada desde el inicio, sino que se adquiere a partir de la
experiencia del infante de estar solo en presencia de su ma-
dre, de la persona de cuyo amor está seguro, sin que en ese
momento estén en interacción. Cada uno tiene sus propias
ocupaciones; el bebé hace gorgoritos, juega con sus pies o
sus pantuflas; la madre se dedica a sus asuntos. Los pinto-
res casi no representan esa situación, cuyo género no está
definido; no es una madre que amamanta, que mima, que

5. Sigmund Freud, “L’inquiétant”, OCF. P XV, p. 188. El título original


“Das Unheimliche” es considerado intraducible; el psicoanalista François
Roustang propuso: “L’étrange familier”. Para lo que sigue véase: Trois
essais sur la théorie sexuelle, OCF. P VI, p. 162. [“Lo ominoso”, vol. 17,
1992, p. 251; “Tres ensayos de teoría sexual”, vol. 7, 1992.]

104
4. Familiaridad

acuna o que educa; se adivina un eco de esto en Chardin:


su Lavandera6 está delante de una tina; junto a ella, un niño
juega a hacer pompas de jabón con una paja.

Mujer de pie en un virginal

No obstante, es en la pintura holandesa del siglo xvii don-


de vuelvo a encontrar esta escena. Por cierto, existen telas
que la figuran, pero en Vermeer el espectador, al identifi-
carse con el infante, puede percibirlo. El decorado es fa-
miliar. Una habitación de una casa burguesa acomodada,
pero sin ostentación. Incluso si no hay más que una mujer
presente —la joven madre—, presumo la huella del padre.7
Contemplemos la Mujer de pie en un virginal. Sus manos
están posadas en el teclado del clavicordio, su cabeza gira
hacia nosotros; nos mira. El cuadro está pintado en ligero
contrapicado, por eso estamos más abajo que ella, somos
más pequeños. En esta tela, detrás de la mujer, colgado en
la pared en un marco, hay un Cupido. Como en un espejo,
es una imagen del espectador de niño. Este esgrime un
cartón, que significa que el amor no tiene más que un solo
objeto, aseguran los comentadores eruditos… ¡lo cual me
confirma en mi lectura de la obra! Una de las razones del
interés que suscita el arte de Vermeer, de la familiaridad,
más allá de los siglos, de las casas donde nos hace pene-
trar, es probablemente permitir que el espectador recupe-
re el recuerdo perdido de su capacidad para estar solo en
presencia de su madre. Es un Cupido seguro del amor que
tienen por él. Mujer de pie en un virginal es ejemplar, pero

6. Jean Siméon Chardin, La lavandera (alrededor de 1730), San


Petersburgo, Museo del Hermitage.
7. Véase Patrick Avrane, Les Pères encombrants, París, PUF, 2013, cap. 3.

105
Patrick Avrane| Casas

su réplica, Mujer sentada tocando la espineta, como Mujer con


una jarra de agua o Una dama escribe una carta con su sirvienta8,
tienen la misma dinámica inconsciente. Solo frente al cua-
dro, el espectador está sereno.
Puede suponerse que inconscientemente revive esos
momentos olvidados donde, muy joven, está separado de
aquel o aquella que lo cuida, al tiempo que se siente en se-
guridad. El niño descubre entonces el mundo que lo rodea
sin temor ni angustia. Está a la vez aislado y acompañado,
solo y en presencia de su madre. Esta, como en las telas de
Vermeer, puede estar cerca, pero no necesariamente en el
lugar mismo donde él se encuentra; entonces la cuna, los
muebles, las paredes decoradas de la habitación la repre-
sentan.9 La atmósfera de la morada expresa la benevolen-
cia materna, y su perfume es su ambiente. El inconsciente
de las casas se arraiga en esta experiencia de los primeros
meses de la vida.
Volvamos a ponernos frente a los cuadros del pintor
holandés, imaginemos que la mujer sentada o de pie to-
cando el clavicordio haya partido, que aquella que escribe
haya dejado su pluma y su tinta, o que aquella que abre
la ventana sosteniendo una jarra de cobre haya dejado la
pieza. El instrumento de música sigue allí, Cupido sigue
esgrimiendo su cartoncito, la ventana quedó entreabierta;

8. Johannes Vermeer, Mujer de pie en un virginal y Mujer sentada tocando


la espineta (alrededor de 1670), Londres, National Gallery; Mujer con
una jarra de agua (alrededor de 1662‑1665), Nueva York, Metropolitan
Museum of Art; Una dama escribe una carta con su sirvienta (alrededor de
1665), Washington, National Gallery of Art.
9. Véase Donald W. Winnicott, “La capacité d’être seul”, en De la pédiatrie
à la psychanalyse, op. cit.; Sándor Ferenczi, “Supporter la solitude”,
en Journal clinique, París, Payot, 1985. [Hay versión en castellano de
Sándor Ferenczi: Diario clínico, trad. de Beatriz Castillo, Buenos Aires,
Conjetural, 1988.]

106
4. Familiaridad

sillas, mesas, escritorio, palangana y cántaro dan testimo-


nio de la presencia de esas damas. La edad de oro de la
pintura flamenca da cuenta de la familiaridad de las casas.
Ellas están habitadas. No hay ningún personaje en Vista
de interior de van Hoogstraten10, zuecos en un umbral, un
conjunto de llaves colgado de una cerradura, una vela a
medio consumir, rubrican una presencia habitual. Es el es-
pectáculo de una casa apacible donde los niños no deben
inquietarse por la ausencia de una madre, un decorado
a imagen de aquel que, en la novela de Balzac, seduce al
comerciante pañero de La casa del gato que pelotea. El artista
enamorado de Augustine, su hija, bosquejó una tela que
representaba su tienda de manera suficientemente viva
y plácida para que el comerciante acepte las bodas.11 La
familiaridad de la obra lo puso en confianza; ella ilustra la
tranquilidad de la casa, nunca en falta, la serenidad en la
cual creció su hija. Nada ansiógeno en ese pintorzuelo, no
hay riesgo, piensa. Más tarde, Augustine descubre que no
todas las casas son tan tranquilas.

Proust y Vermeer

Marcel Proust, en su correspondencia y en su obra, no deja


de aclamar el genio de Vermeer, ese maestro inaudito, re-
descubierto desde hace poco en su época, y cuyos cuadros
pudo admirar en ocasión de sus viajes a los Países Bajos en
1898 y 1902, luego en 1921 en París en una exposición en el
Museo del Jeu de Paume. Ver Meer, como él lo llama (cuando
en los catálogos su patronímico era escrito habitualmente

10. Samuel van Hoogstraten, Vista de interior (658), París, Museo del
Louvre.
11. Véase supra, cap. 2.

107
Patrick Avrane| Casas

Vermeer), es objeto, en En busca del tiempo perdido, de un es-


tudio erudito de Charles Swann, seguro de que Diana y sus
compañeras comprado por el Mauritshuis de La Haya es una
pintura falsamente atribuida a otro artista, cosa que es confir-
mada más tarde. No obstante, es la Vista de Delft, “el cuadro
más bello del mundo”12, el que da el pasaje famoso donde la
muerte brutal del escritor Bergotte en su visita a la exposi-
ción parisina da paso, en dos páginas espléndidas, a todo un
campo de reflexión sobre el estilo de un autor, la esencia de
la literatura, de la vida misma. La pequeña sección de pared
amarilla con un alero, ese minúsculo fragmento de la tela de
Vermeer apenas localizable, se convierte, tras la publicación
de La prisionera, en una referencia insoslayable de todos los
estudios sobre el arte del pintor y el del escritor.
Es notable que la Vista de Delft, única veduta de Vermeer
entre todas sus telas que representan interiores de casas con
sus ocupantes, sea la única obra de este artista presente en el
seno del texto de Proust. En sus cartas, el escritor menciona
La encajera, exquisita; una calle de Delft (La callejuela), encan-
tadora; o incluso un retrato de mujer observado en La Haya
(probablemente La joven de la perla)13; sin embargo, solo la
Vista de Delft provoca su entusiasmo, una admiración que

12. Marcel Proust, carta a Jean-Louis Vaudoyer del 2 de mayo de 1921,


citada en La Prisonnière, en À la recherche du temps perdu, op. cit., tomo 3,
p. 1740. Para lo que precede, véase Du côté de chez Swann, op. cit., p. 348; y
para lo que sigue, La Prisonnière, op. cit., pp. 692‑693. Johannes Vermeer,
Diana y sus compañeras (título actual de La Toilette de Diane, alrededor de
1653) y Vista de Delft (alrededor de 1661), La Haya, Mauritshuis.
13. Johannes Vermeer, La encajera (alrededor de 1669), París, Museo del
Louvre, La callejuela (alrededor de 1659), Ámsterdam, Rijksmuseum
y probablemente La joven de la perla (alrededor de 1665), La Haya,
Mauritshuis. Véanse Marcel Proust, carta a Hélène de Caraman-Chimay,
de junio de 1907, y a Walter Berry, de julio de 1919, citadas en Pierre
Assouline, Proust par lui-même, París, Tallandier, 2019, pp. 611‑612 y pp.
599‑600.

108
4. Familiaridad

se empeña en compartir con sus corresponsales. Delante


de las otras telas, las que pueden detener al espectador sin-
tiéndose niño solo con su madre, parece pasar con rapidez.
“Ver Meer”, escribe Marcel Proust. Pero las obras de este
pintor no las contempla con una mirada de hijo “hacia una
madre”*… ¡juego de palabras de psicoanalista, por cierto!
En efecto, Marcel Proust no pudo ver el conjunto de los
cuadros del artista; en su época, una gran cantidad figura en
colecciones privadas, a veces bajo una falsa atribución. En el
seno de la exposición de 1921 no son presentados más que
tres Vermeer (La lechera, La joven de la perla y Vista de Delft),
en medio de los Franz Hals, Ruisdael, de Hoogh, y de unos
sesenta dibujos y cuadros de Rembrandt. Proust los conoce.
Ya los vio con algunos otros en Holanda. Pero también cono-
ce las telas conservadas en Alemania y en Austria. Así, a su
amigo Walter Berry, diplomático norteamericano, en 1919 le
pide, en forma de humorada, ¡que intervenga para que, en
concepto de reparaciones de daños de guerra, sean traídos
a Francia los Vermeer de Dresde (La alcahueta y La lectora) y
de Viena (probablemente El arte de la pintura)! Por último,
a Jean-Louis Vaudoyer, el crítico de arte que lo acompaña
a la exposición del Jeu de Paume —y donde Marcel Proust
experimenta un malestar, como Bergotte—, le confía haber
conseguido una obra belga que contiene las reproducciones
de los cuadros de Vermeer.14

* En el original vers une mère, casi homófono del apellido Vermeer y juego
de palabras semánticamente imposible de traducir. [N. del T.]
14. Para ello, véanse cartas de Marcel Proust a Walter Berry y a Jean-
Louis Vaudoyer citadas más arriba; George D. Painter, Marcel Proust,
París, Mercure de France, 1965, vol. 2, pp. 397‑399; Exposition hollandaise.
Tableaux aquarelles et dessins, avril-mai 1921, La Haya, Mouton & Cie,
1921; Walter Liedtke, Vermeer, Amberes, Ludion, 2008. [Hay versión en
castellano de: George D. Painter, Marcel Proust. Biografía, trad. de Andrés
Bosch, Barcelona, Lumen, 1992.]

109
Patrick Avrane| Casas

Un mundo compacto, duro y helado

Las reproducciones tal vez no sean de excelente calidad, el


escritor no vio el conjunto de las obras del pintor; cuidé-
monos de todo psicoanálisis salvaje para explicar su falta
de interés por las numerosas telas donde encontramos la
familiaridad de la casa, la que permite que un niño esté
solo sin experimentar inquietudes. No obstante, esa ca-
pacidad para soportar la soledad, si bien no la percibe en
Vermeer, Marcel Proust no deja de hacérnosla percibir, a
tal punto, en él, es azarosa.
Aquí tenemos a Jean Santeuil, ese primer héroe de
Proust, más autobiográfico todavía que el narrador de En
busca del tiempo perdido; llega al hotel de Roches-Noires en
Trouville, bien conocido por el escritor.
Cuando abrió la puerta de lo que se había llamado,
como para profanar el pasado […], “su cuarto”,
divisó, en un orden en apariencia desconocido, dos
sillas que no le decían nada pero parecían respon-
derse, un espejo en cuya dureza reía irónicamente
el mármol de un lavabo […], [se] sintió a su pesar
disminuido, endurecido, falto de filo para poder
[…] labrarse un camino en ese mundo compacto,
duro y helado.15

Sale apurado, quiere partir, pero no hay tren. Sin embargo,


está el teléfono, un solo cable en el inicio de ese siglo xx. La
comunicación es difícil de obtener —como la que pasaba
por Francisca, la cocinera, cuando de niño el narrador se
acostaba, a la noche—, luego oye la voz de su madre, su
dulzura que se quiebra y funde suavemente en el oído, la

15. Marcel Proust, Jean Santeuil, París, Gallimard, “Bibliothèque de la


Pléiade”, 1971, pp. 357‑358. [Hay versión en castellano: Jean Santeuil,
trad. de Consuelo Berges, Madrid, Alianza Editorial, 1971.]

110
4. Familiaridad

única ternura que fuera totalmente suya, viático para la


noche en una habitación desconocida. En una casa ajena,
cuyas paredes no resuenan con la presencia materna, estar
solo, para él, es también ser abandonado, excluido.
Para experimentar familiaridad en una pieza que uno
no conoce, con muebles misteriosos, y poder percibir en la
pintura holandesa del siglo xvii un elogio de lo cotidiano16
liberado de toda inquietud, sin lugar a duda es útil haber
adquirido la capacidad de estar solo, no ya en presencia
de una madre ausente, representada por aquello que lo
rodea y que conserva su huella, sino de estar solo consigo
mismo. Entonces, el inconsciente de la casa, los vestigios
que conserva de sus anteriores habitantes, el decorado
plantado por otro que no es la madre, todo eso deja de ser
persecutorio, es decir, ya no es como una figura extraña
de la que uno tiene que defenderse. Mientras la pieza es la
prolongación de la envoltura materna protectora —la que
permite superar el desamparo del recién nacido—, el niño,
incluso ya grande, no puede estar solo. La novedad es pe-
ligrosa, lo desconocido arriesgado; el hábitat no puede ser
sino habitual. Soportar la soledad se aprende, o se gana;
esto implica una ruptura. Marcel Proust hace dar ese paso
a su héroe.

“Estás en tu casa”

“Jean se quedó a dormir una vez en el hotel de Inglaterra.


Por primera vez en su vida en un cuarto nuevo no estu-

16. Véase Tzvetan Todorov, Éloge du quotidien. Essais sur la peinture


hollandaise du xviie siècle, París, Points Essais, 2009. [Hay versión en
castellano: Elogio de lo cotidiano, trad. de Noemí Sobregués, Barcelona,
Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2013.]

111
Patrick Avrane| Casas

vo angustiado, ni triste”17, refiere el escritor, recordando


probablemente la estadía que hizo en Fontainebleau, en el
hotel de Francia e Inglaterra, en 1896. “No tuve tiempo de
estar triste, porque ni un instante estuve solo”18, confirma
el narrador de En busca del tiempo perdido.
Por solitario que esté, si el joven no está ni angustiado ni
triste en esa casa desconocida, no es únicamente porque ve
en los pasillos, los corredores y las pequeñas habitaciones a
vecinos acogedores sino porque hace de esa pieza una mo-
rada agradable y tranquilizadora donde puede estar solo
sin inquietudes, sin experimentar la necesidad de llamar en
ayuda a su madre. Son los apoyabrazos de madera blanca de
un sillón los que guardan amablemente sus cosas, una mesa
y un tintero los que lo esperan, la doble puerta que exhorta
a guardar silencio, una pequeña chimenea dispuesta a calen-
tarlo, y otro asiento listo para acogerlo, pero sin obligación.
“No te preocupes, siempre me encontrarás allí si tú quieres.
Haz lo que te plazca, estás en tu casa”19, parece decirle.
“‘Yo estoy solo’ constituye una evolución del ‘yo estoy’”,
subraya Donald W. Winnicott. Se lo comprende al leer a
Proust. Al narrador, niño solo, triste, que aguarda la llegada de
su madre, a Jean Santeuil, asustado al penetrar en su cuarto de
hotel en Trouville, se opone el joven viajero solitario, feliz de
entrar en una casa desconocida. Al “yo estoy” del muchacho
en la incapacidad de estar solo, preocupado por su búsqueda
de una presencia maternal, frenado en una existencia donde
lo que reina no es más que esta espera, se opone el “estoy solo”
del joven en su cálida morada, que descubre la voluptuosidad
de caminar, de subir y de bajar, de respirar, de vivir su cuerpo,
de estar en su hogar, y de hacer allí lo que le place.

17. Marcel Proust, Jean Santeuil, op. cit., p. 551.


18. Marcel Proust, Le Côté de Guermantes, op. cit., p. 381.
19. Marcel Proust, Jean Santeuil, op. cit.

112
4. Familiaridad

“Haz lo que te plazca, estás en tu casa”. Las dos propo-


siciones parecen ligadas. ¿Dónde hacer lo que nos place, de
no ser en nuestro hogar? Y ¿por qué no haríamos lo que
nos place cuando estamos en nuestro hogar? Son incluso los
factores que permiten distinguir su habitación personal de
cualquier otro lugar. Aquí, mi intimidad está preservada. Si
soy arrendatario, el propietario de la vivienda no está autori-
zado a entrar. Puedo pasearme en paños menores sin que eso
sea exhibicionismo, comer con los dedos sin ser maleducado,
cantar desentonado bajo la ducha sin que me pidan que haga
silencio. Jean Santeuil experimenta un sentimiento exaltado
en comprender que puede abrir y cerrar las puertas como
quiere, aislarse si lo desea e imaginar que en total seguridad
puede ocultar secretos o cometer crímenes. Ninguna mirada
que lo juzgue. El yo es amo en su casa… cree.

El Cupido de pie

Volvamos a ponernos frente a la Mujer de pie en un virginal,


la tela de Vermeer. Podemos imaginarnos como un niño
ante su madre. Detrás de ella, un espejo devolvería nues-
tra imagen idealizada como Amor. Ese Cupido regordete,
aunque muy joven, está de pie solo, a menos que se apoye
en su arco, en parte oculto por la cabeza de la mujer. No
es, o ya no es, el niño que, entre 9 y 18 meses, se descubre,
llevado por su madre —o cualquiera que se ocupe de él—
a un espejo. En ese tiempo de la fase del espejo20, el infante
distingue su cuerpo de aquel del adulto que lo sostiene,

20. Jacques Lacan, “Le stade du miroir comme formateur de la


fonction du Je”, en Écrits, París, Seuil, 1966. [Hay versión en castellano:
Escritos 1 y 2, trad. de Tomás Segovia, Buenos Aires, Siglo XXI Editores
Argentina, 2007.]

113
Patrick Avrane| Casas

y adivina el futuro control de su motricidad, que aún no


adquirió neurológicamente. Se diferencia absolutamente
de los brazos familiares que lo sostienen. El arco, tal vez
utilizado por Cupido como un bastón, sería su huella sim-
bólica. Pero el arco no es un peluche, un objeto transicio-
nal, es un apoyo real que sucede a los brazos que rodean,
a la cuna que protege, funciones, más tarde, de las paredes
de la casa.
A la familiaridad de aquel que lleva, que nutre, que
lava, que cambia, que presta atención al calor, sucede la
familiaridad de la vivienda. En efecto, si el bebé inventa un
espacio transicional imaginario, sus padres construyen su
habitación real. El inconsciente de la casa depende de esas
dos dimensiones, la del juego y la de la realidad, en ocasio-
nes fuentes de conflicto. “Haz lo que te plazca, en el límite
de lo aceptable. Tú estás en tu casa, nosotros también”. Esto
no requiere ser enunciado, salvo cuando lo implícito de la
vida en común es puesto en entredicho, cuando una pareja
se desgarra, cuando un varón, una muchacha entran en la
adolescencia, en los momentos de conflicto. No obstante,
por regla general, lo esencial de las maneras de habitar la
casa, de utilizar los muebles y las piezas, permanece. Por
sus cuidados más que por la educación, a tal punto esto
ocurre sin que haya muchos aprendizajes explícitos, los
padres transmiten lo que constituye un hogar.
El ideal del yo, esa parte del superyó heredado de los
padres, es una figura mensajera de los ideales transmitidos
por la familia, el entorno, los ancestros, a la cual cada uno,
en mayor o menor grado, trata de identificarse.21 Ese mo-
delo soporta las costumbres, las tradiciones, las maneras
de conducirse en la existencia, como la manera de vivir
en una casa, los usos domésticos y la disposición de las

21. Véase supra, cap. 1.

114
4. Familiaridad

paredes de la vivienda. El inconsciente de la casa participa


del ideal del yo.

Un recuerdo encubridor

“¡Hizo caca en el bidet, y se limpió con el pompón de su


hermana!” Bajazet refiere ese recuerdo, esa frase cuyo con-
tenido recuerda con exactitud, en el curso de una sesión en
la que está sumido en su primera infancia, entre 4 y 6 años,
antes de los 7, está seguro, porque sabe que a esa edad
dejó el inmueble donde eso ocurre. No es él quien comete
esa tontería sino su gran compañero de esa época. Un día
que, como hace casi todos los días, va a buscarlo para jugar
con él, le dicen que no es posible porque su amigo está
castigado. Un poco más tarde le revelan, como un secreto
vergonzoso, la naturaleza de la fechoría de su compañero.
Esas palabras se graban en él, se convierten en un recuerdo
encubridor, el recuerdo de un acontecimiento real que reú-
ne varios elementos reprimidos de la vida infantil.22 Así, al
recordar las preguntas que hace en ese momento sobre qué
es el pompón de una chica —él, que no tiene más que un
hermano—, recupera su descubrimiento de la diferencia
de los sexos.
No obstante, es también todo un mundo lo que surge
entonces en los relatos de Bajazet, el de su casa natal. No
solo él y su compañero —tienen la misma edad, con algu-
nas semanas de diferencia— viven en el mismo inmueble
—una construcción suntuosa de los años treinta—, sino
que sus apartamentos, en pisos distintos, son idénticos. En

22. Véase Sigmund Freud, “Sur les souvenirs-écrans”, en Névrose,


psychose et perversion, París, PUF, 1973. [“Sobre los recuerdos
encubridores”, vol. 3, 1991.]

115
Patrick Avrane| Casas

esos años, en la segunda parte del siglo xx, una mayoría de


viviendas en París eran arrendadas. Los ocupantes no te-
nían que hacer trabajos importantes, desplazar una cocina
o demoler un tabique. Bajazet y su amigo corren por los
mismos corredores, se lavan en el mismo cuarto de baño,
donde ven un lavabo, una bañadera y un bidet idénticos.
No obstante, si bien son inseparables, incluso en el jardín
de infantes, donde son acompañados alternativamente
por una u otra de las criadas de cada familia, sus padres
apenas se conocen, y no mantienen más que relaciones dis-
tantes de buena vecindad, no se frecuentan, como se dice
entonces; no son del mismo mundo.
Bajazet es el último descendiente de una familia judía
emigrada de Europa central alrededor de 1910, que logró
atravesar la Ocupación nazi. Más tarde se entera de que
el apartamento, que había quedado vacío después de la
partida del dignatario alemán que lo ocupaba durante la
guerra, les fue propuesto, en la Liberación, por no sabe qué
comisión de distribución. En cambio, la familia de su ami-
go, parisina desde tiempos inmemoriales, cree que se ins-
taló allí desde la construcción del inmueble. Los primeros
ejercen profesiones liberales o mercantiles, los segundos
dirigen y poseen una empresa de trabajos públicos que se
transmite de padres a hijos. Unos conducen automóviles
extranjeros un poco ostentosos, los otros son fieles a los
Peugeot negros. Estos van a misa, aquellos a ninguna par-
te. Se alojan en espacios similares, pero en ellos viven de
manera totalmente distinta.
En el curso de las sesiones en que aparecen esos re-
cuerdos, Bajazet descubre que nunca comprendió el acto
de su compañero. Es esa parte misteriosa la que hizo del
acontecimiento un recuerdo encubridor; este da testimo-
nio de los enigmas que están en el nacimiento de los niños,

116
4. Familiaridad

la distinción entre las chicas y los varones, pero nada dice


de las causas de esa extraña tontería.

Un comentario infantil

El joven, durante varias semanas, se acuerda de ese tiempo


de su temprana juventud, revisita esos lugares donde pasa
sus primeros años. Él mismo es un muchachito más bien
juicioso, y su compañero es más atrevido. Juegan mucho
en las partes comunes del inmueble, un gran patio, aun-
que no esté totalmente autorizado. También van a veces a
casa de uno, otras a casa del otro; sin embargo, las reglas
a las cuales están sometidos son mucho más coercitivas en
casa de su amigo. Se acuerda del sentimiento mezclado
de familiaridad —una vivienda tan parecida a la suya— y
de extrañeza —un modo de vida tan distinto— que siente
cuando va a su casa. Niño dócil, sigue las consignas que no
existen en su propia casa. No tienen derecho a jugar sino
en la habitación del muchacho y los regañan cuando lan-
zan sus autitos por el corredor o se meten en la cocina en
busca de alguna golosina. El resto de las habitaciones les
están estrictamente prohibidas, y tal vez van al salón cuan-
do son invitados, en ciertas ocasiones excepcionales. Hasta
los aseos: están en el cuarto de baño, al que no entran y
deben utilizar los que usan los domésticos en el palier de
la escalera de servicio. Bajazet prefiere entonces subir muy
rápido a su casa, tres pisos más arriba, lo cual, una o dos
veces, no se hace sin accidentes; pero un poco de pipí en el
calzoncillo de un niño de 4 años no es un drama en su fa-
milia, aunque guarde de eso un leve recuerdo vergonzoso,
mientras que a su amigo sin dudas lo habrían reprendido
con fuerza.

117
Patrick Avrane| Casas

En efecto, en casa de Bajazet, el estilo de vida y la atmós-


fera de la casa son muy diferentes. No existen ni lugares
prohibidos ni lugares reservados, tal vez no los suficientes,
porque no se acuerda de haber tenido una habitación pro-
pia, apenas una cama en una habitación que comparte con
su hermano mayor, pero también a veces con otros miem-
bros de la familia, un tío, una tía, primos de sus padres que
siempre encuentran asilo en esta casa. Los niños están en su
lugar en todas partes, pero no tienen verdaderamente un
lugar. Las paredes son acogedoras, pero no pertenecen a
nadie. Bajazet comprende entonces un comentario infantil
que hizo reír mucho a sus padres. En el apartamento de su
amigo —“es un secreto”, explica— se encuentra un mueble
muy valioso donde están encerrados todos los tipos de tie-
rra que el padre de su amigo transporta en sus camiones…
¡el escritorio encierra todos los secretos de la tierra! Las pa-
labras del niño, como los lapsus, dan cuenta de los deseos
inconscientes. Lo que con seguridad hubiera sido valioso
para él en esa época habría sido tener un lugar un poco se-
creto, una puerta cerrada, poder estar solo consigo mismo.
Eso es lo que encuentra en la casa de su compañero. A
imagen de Jean Santeuil al instalarse en el hotel de Inglaterra,
cuando entra en esa casa de costumbres tan distintas de la
suya, no se siente ajeno. Los sillones le tienden los brazos y,
si aquello que lo calienta no es una chimenea, es un radiador,
si los que se ofrecen a él no es una mesa y un tintero, es un
baúl de juguetes, soldados, automóviles, una granja en minia-
tura. En una ocasión u otra, cuando se encuentra solo en la
habitación de su amigo, no experimenta ningún desamparo,
por el contrario, aprecia su silencio, tan raro en su casa. No
es únicamente el apartamento donde llegó justo después de
su nacimiento lo que le es familiar, sino toda una parte del in-
mueble: la habitación de sus padres, la de su amigo, y las esca-
leras, los corredores, los laberintos del edificio que no dejan de

118
4. Familiaridad

recorrer. En todos esos lugares él oye: “estás en tu casa”, pero


sin embargo no es cada vez el mismo “haz lo que te plazca”.

Casa natal

Es aquí donde su hogar se distingue de los lugares cono-


cidos; para Bajazet, el apartamento de su familia, su casa
natal, del resto del inmueble. Cuando el visitante del mu-
seo, en la sala de los maestros flamencos del siglo xvii, se
considera en terreno conocido, no cree estar viviendo en
esa pieza donde una mujer, cubierta con un vestido de
formas olvidadas desde hace largo tiempo, da golpecitos
a un instrumento de música cuyo nombre ni siquiera es
ya utilizado. No obstante, frente a la tela que representa
un decorado familiar, puede revivir la experiencia infantil
de estar solo sin angustia; habría podido estar en su hogar.
Sin embargo, el condicional es importante: no está en su
hogar, así como tampoco lo está Jean Santeuil en el hotel
de Inglaterra, o Bajazet en casa de su amigo. Para habitar
en un lugar familiar no es necesario estar en su casa, pero
se necesita haber podido vivir solo en su hogar para poder
recuperar la familiaridad en otra parte.
La incitación para formar el ideal del yo […] partió […]
de la influencia crítica de los padres, ahora agenciada
por las voces, y a la que en el curso del tiempo se su-
maron los educadores, los maestros y, como enjambre
indeterminado e inabarcable, todas las otras personas
del medio (los prójimos, la opinión pública).23

23. Sigmund Freud, Pour introduire le narcissisme, OCF. P XII, pp. 238‑239
[“Introducción del narcisismo”, vol. 14, 1992, p. 92.]; para esto, véase
también Alberto Eiguer, Une maison natale. Psychanalyse de l’intimité,
París, Dunod, 2016.

119
Patrick Avrane| Casas

No todo el mundo tiene una casa natal, a imagen de Bajazet,


pero, la mayoría de las veces, los primeros tiempos de un
pequeño humano transcurren en un lugar específico, el de
la primera familiaridad, aquel donde vive con sus padres o
aquellos que ocupan esa función. Es en ese lugar donde se
oye sus voces, fuente del ideal del yo que guía la conducta
del niño. Las paredes de la casa resuenan de ellas; el estilo
de vida, el amueblamiento, las puertas abiertas o cerradas,
el orden o el desorden de los objetos, de los horarios, for-
man parte de los múltiples signos que dan cuenta de eso.
La casa natal, el hogar, sustenta el ideal del yo, y este da su
contenido a la proposición “haz lo que te plazca”.
Porque, se lo reconozca o no, de manera consciente o
inconsciente, el ideal del yo, esa parte del superyó freu-
diano orienta los deseos. Yo deseo lo que él me autoriza, o
bien lo que él me prohíbe. Por mis actos, mis realizaciones,
yo muestro mi acuerdo o bien mi oposición, pero para que
eso sea audible es preciso que mis actos sean reconocidos
como tales, que se les pueda atribuir un sentido.

Adivinar el enigma

Bajazet adivina por qué la tontería de su compañero sigue


siendo un enigma: es incomprensible en él. Está dirigida
a los padres de este niño; se produce en su casa. Ellos
pueden darle un sentido a partir de las prohibiciones que
hacen reinar, y contra las cuales su hijo, que ese día está
furioso, se rebela. De esa manera, al defecar en el bidet,
les está diciendo: “Yo hago donde quiero”. Ese gesto, para
el padre y la madre de Bajazet, es absolutamente insen-
sato. No puede tener significación en su vivienda, donde
tal segregación entre los lugares reservados a los adultos

120
4. Familiaridad

y aquellos autorizados a los niños no existe y ni siquiera


es imaginable. Pueden concebir una puerta que restalle,
un cerrojo echado, en su apartamento donde todo está un
poco demasiado abierto, pero tal acto, para ellos, tiene que
ver con la locura, no con la ira.
Cada casa natal impone más o menos firmemente su
huella, su modo de vida instituido sobre todo por la voz de
los padres, de los ancestros. A menudo los niños descubren
tardíamente que existen otras reglas, que algunos niños
pueden salir de su cuarto, tener cinco minutos de retraso,
o desplazar algunos centímetros un vaso sin que eso sea
objeto de reproches virulentos. Con el correr del tiempo,
el grupo innumerable de las personas del entorno modera
la influencia crítica de los padres, aporta flexibilidad en
las exhortaciones del superyó… cuando eso no ocurre en
el consultorio del psicoanalista, porque la cuestión es que
este último lugar sea lo suficiente familiar para que la regla
de la asociación libre encarne la proposición: “Haz lo que
te plazca, estás en tu casa”.

121
5. COMPARTIR
La escena es ejemplar. Escrita en el corazón del siglo xix,
cuando reina el pudor, narra una aventura de la tormenta
revolucionaria.
Un atardecer, una tropa republicana de Bleus rodea la
casa donde se oculta un caballero chuan. Se encuentra en
compañía de la joven señorita noble, pura como un lirio,
que allí reside. La noche cae, ella entreabre las cortinas para
que los soldados la vean. Es hora de acostarse, ella se desvis-
te, va dejando sus velos uno a uno, como si no estuviera sino
bajo la mirada de Dios. Se desnuda. Ante ese cuadro, a los
Bleus no les cabe la menor duda: la joven solo puede estar
sola. Parten. El caballero está salvado. Probablemente no
había tenido la fuerza de cerrar los ojos ante tanta belleza, y
su recuerdo queda grabado para siempre en él. Cuando se
evoca su nombre frente a la señorita, que se había converti-
do en una solterona, el rubor tiñe de rojo su cuerpo.

El santuario del pudor

Es así como Jules Barbey d’Aurevilly concluye El caba‑


llero Des Touches1, en un último capítulo donde revela el
secreto de los accesos de rubor de Aimée de Spens. La
escena es narrada dos veces, por el mismo caballero, en un
momento de lucidez en el seno del hospicio que lo recibe,
porque se volvió loco, y por el narrador que reconstituye
el espectáculo. Adivinamos su dimensión fantasmática,
el arte del novelista. Es poco probable que la vivienda
de la joven señorita —aunque pasillos y corredores estén

1. Jules Barbey d’Aurevilly, Le Chevalier Des Touches, en Œuvres romanesques


complètes, París, Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”, 1964, vol. 1, pp.
869‑870. [Hay versión en castellano: El caballero Des Touches, trad. de Juan
José Llovet, Buenos Aires, México, Espasa-Calpe Argentina, 1950.]

125
Patrick Avrane| Casas

ausentes de ella— no esté constituida más que de una sola


pieza, su cuarto, y que el caballero no haya podido desli-
zarse a algún otro lugar, fuera de su vista.
La casa es el santuario del pudor. El desprecio de esta es
de tal violencia que los protagonistas quedan marcados para
siempre. Aimée de Spens siempre se ruboriza al evocar esto;
en su extravío, es el único recuerdo que emerge de la memoria
gastada del caballero Des Touches; tampoco caben dudas de
que los soldados anónimos recuerden la escena, terminado su
combate. Ellos no pueden dar crédito a sus ojos. No pueden
imaginar que una virgen se preste a tal ofensa. El tabú es el
mismo, como quiera que fuese el campo de los combatientes,
o sus clases sociales. Barbey d’Aurevilly, por monárquico que
sea, reconoce que en este caso hasta los republicanos aceptan
esos valores, los que organizan la casa. El lugar cerrado de
la vivienda no lo autoriza todo. Compartir una vivienda im-
plica usos, dichos o no dichos. El pudor forma parte de ellos.
Nosotros, a menudo sin saberlo conscientemente, integramos
esas reglas que moldean la vida en común en una casa.

Bajo la mirada de Dios

El escritor lo aclara, Aimée se desnuda como si no estuviera


sino bajo la mirada de Dios. Ciertamente, la mirada de Dios
atraviesa las paredes, lo sabemos. El hombre desgreñado,
lívido, que huye ante Jehová, por mucho que construya pa-
redes de bronce, de granito, gruesas como montañas, o cave
una fosa profunda, no puede escapar. Victor Hugo lo com-
prueba: “El ojo estaba en la tumba y miraba a Caín”.2 Sin

2. Victor Hugo, La Conscience, La Légende des siècles, París, LGF, 1968, p.


42. [Hay versión en castellano de: La leyenda de los siglos, trad. de José
Manuel Losada, Madrid, Cátedra, 1994.]

126
5. Compartir

embargo, Aimée no es culpable de nada. No es la conciencia


moral del poeta, el superyó cruel de Freud quienes la escru-
tan. Esa mirada de Dios está en la casa, como la de un dios
del hogar. Lleva el tesoro de las tradiciones, de los usos y
costumbres, de las conductas que se deben tener para que
cada uno, no solo encuentre un lugar en la vivienda, sino
que pueda garantizar que está en su casa. “Con todas sus
prohibiciones, aquí no estoy en mi casa”, enuncia el com-
pañero de Bajazet burlándose de manera tan asombrosa de
una regla evidente;3 evidente pero no intangible.
La joven noble está en su casa. No obstante, de haber-
se encontrado un espejo en la habitación, sabemos que
se habría cuidado mucho de no mirarse; contemplar su
desnudez tiene que ver entonces con el pecado. Dios no
aborrece tanto la desnudez como lo que ella provoca: el
deseo. En esta escena escrita por Jules Barbey d’Aurevilly,
en ese fantasma, todo es cuestión de mirada. Las paredes
de las casas no hablan. Reflejos de los cuerpos, muestran,
transportan silenciosamente las prohibiciones. Aimée de
Spens entreabre las cortinas, como haría con sus párpados,
para que los soldados vean lo que no pueden imaginar que
les está destinado. La astucia tiene éxito. El lector piensa
que, si la desnudez de la señorita hubiese sido ofrecida a
un hombre, ella habría cerrado cuidadosamente esas cor-
tinas. Sin embargo, en los siglos xviii y xix, en el tiempo
de la escritura —El caballero Des Touches es publicado en
1863—, como en el de los acontecimientos narrados —fines
de los años 1790—, la desnudez siempre es inconveniente,
licenciosa y marcada de oprobio, inclusive en el seno de las
parejas, incluso legítimas. Desvestirse es para rápidamente
volver a vestirse. Aimée —ni la Venus de Velázquez ni la

3. Véase supra, cap. 4.

127
Patrick Avrane| Casas

Maja de Goya, y mucho menos la Gigante de Magritte—4 no


puede estar sino absolutamente sola. Su develamiento no
es concebible de otra manera. La casa solariega no es ni el
Olimpo ni una casa cerrada, y a fortiori tampoco un refugio
surrealista, que las cortinas estén abiertas o cerradas en
nada cambia la cosa. El Creador reina sobre las paredes.
Hoy, para la mayoría de nosotros, el deseo del amante
o de la amante es el más bello ornamento de la desnudez;
ella no ofende el pudor de una pareja. Basta con que no sea
impuesta a las miradas exteriores, y esa es la función habi-
tual del dormitorio. Así están organizadas nuestras casas,
en lugares que pueden cerrarse cuando otros permanecen
abiertos. Son laicos, por lo menos de construcción, Dios no
es su arquitecto.

El hotel de Nana

Desde el vestíbulo se aspiraba un olor a violetas en me-


dio del aire tibio encerrado entre espesos cortinajes. […]
Cuatro mujeres de mármol blanco, los senos desnudos,
levantaban lámparas, […] los divanes recubiertos de an-
tiguos tapices persas, y los sillones con viejas tapicerías
amueblaban el vestíbulo, adornaban los descansillos y
formaban en el primer piso como una antesala en donde
siempre se veían abrigos y sombreros de hombres. Las
telas ahogaban los ruidos y el recogimiento era total. Se
hubiese creído entrar en una capilla inundada de un es-
tremecimiento devoto.5

4. Véase supra, cap. 1.


5. Émile Zola, Nana, en Les Rougon-Macquart, París, Gallimard,
“Bibliothèque de la Pléiade”, 1960‑1967, 5 tomos, tomo 2, pp. 1347‑1348.
[Nana, varias ediciones en castellano. Las citas entrecomilladas son
transcripción textual de este libro.]

128
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Penetramos en el hotel de Nana, atravesamos el gran salón


Luis XVI, demasiado rico, el salón comedor decorado con
Gobelinos y platería antigua, luego un exquisito saloncito
rosa pálido con dos estatuillas de porcelana sin esmaltar:
una mujer en camisón buscando sus piojos y otra, total-
mente desnuda, caminando sobre las manos, con las pier-
nas al aire, ensucian el decorado; entramos en el cuarto con
el lecho acolchado, bajo como un sofá. “Por una puerta, casi
siempre abierta, se veía el cuarto de baño, de mármol y de
espejos, con el ribete blanco de su bañera, sus tarros y sus
palanganas de plata, sus adornos de cristal y de marfil”.6
Si la desnudez disuade la entrada en la casa noble, invita
a visitar aquella de la cortesana. La ancestral casa solariega
aristocrática y el hotel estilo Renacimiento, con escayolas
recién hechas, da cuenta de la imagen del cuerpo de las
dos jóvenes.7 Las heroínas de Barbey y de Zola, como sus
viviendas, se oponen una a otra; sus capillas no son atrave-
sadas por los mismos estremecimientos, sus autores tam-
poco. Entre Jules Barbey d’Aurevilly y Émile Zola reina el
más profundo desprecio mutuo. Para el primero, Zola, ese
enemigo del catolicismo, es un jactancioso amante de las
basuras que reduce el amor a la fisiología animal y cuya
fortuna está asegurada por su obscena crudeza. Fortuna
que, lo sabemos, permite que el escritor, con los derechos
de La taberna, compre en Médan, en el oeste de París, una
casita que da al Sena y a una vía férrea. Al edificio se añade
una primera torre: Nana; luego otra gracias a los ingresos
de Germinal; y con Miseria humana, un invernadero para
las flores raras.8 No deja de agrandar la propiedad, que

6. Ibid., pp. 1348-1349.


7. Véase supra, cap. 3.
8. Véanse Évelyne Bloch-Dano, Madame Zola, París, LGF, 2007, y Mes
maisons d’écrivain. D’Aragon à Zola, París, Stock, 2019.

129
Patrick Avrane| Casas

pasa de 400 m2 a 4 hectáreas, incluyendo una isla sobre el


Sena donde hace instalar un chalé noruego procedente de
la Exposición Universal. Lo nombra como el edén de La
culpa del abate Mouret, obra vilipendiada por Barbey: “Le
Paradou”.

Un compartir imposible

Émile Zola, por su parte, incrimina al hombre: Barbey tie-


ne la originalidad ficticia de un mosquetero que lleva una
existencia de pequeño rentista, y abriga sus reumatismos
al atardecer en su pequeña vivienda de un barrio perdido
de París. Jules Barbey, efectivamente, nunca ganó mucha
plata con sus obras; en ciertos momentos se queja de sus
finanzas poco florecientes. El escritor pone su pluma al
servicio de múltiples diarios que pagan con dificultad.
Solo al final de su vida le llega la fama. Su “apeadero” de
la calle Rousselet —en un barrio no tan perdido, el de los
grandes almacenes Bon Marché, el modelo de El paraíso de
las damas— se convierte entonces en un lugar de encuentro
literario; sin embargo, allí el espacio está medido. Es en
la muy aristocrática ciudad de su infancia, Valognes, en
Cotentin, donde el autor se siente cómodo, en el seno del
apartamento de un hotel noble donde transcurre regular-
mente una parte del año. Pero cuando un diario propone
sus columnas a Jules Barbey d’Aurevilly para responder a
los ataques de Zola, aquel prefiere exclamar: “¡Ser ridículo
a los ojos de Zola es mi propia honra!”.9

9. Jules Barbey d’Aurevilly, “Lettre à propos de Zola”, en Le xixe siècle,


Des œuvres et des hommes, París, Mercure de France, 1966, vol. 2, p. 319,
véanse los otros artículos sobre Zola en el mismo volumen.

130
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¡Estos dos no podrían compartir la misma habitación! Sus


casas dan cuenta de sus historias, la manera de amueblarlas
de sus combates. En eso leemos su profunda diferencia.

Un gran efecto de conjunto

El salón, que acababan de instalar, estaba repleto de viejos


muebles, de viejas tapicerías, de chucherías de todos los
pueblos y de todos los siglos, una oleada que subía, que
a esa hora desbordaba […]. Tenían un furor dichoso de
comprar; y él contenía allí antiguos deseos de juventud,
ambiciones románticas […]; a tal punto que ese escritor,
tan salvajemente moderno, se alojaba en la rancia Edad
Media en la que soñaba vivir a los quince años.10

En La obra, uno de los Rougon-Macquart más autobiográficos,


bajo los rasgos de Jules Sandoz —un escritor que se lamenta
de estar en la confluencia de Hugo y de Balzac—, Zola cuenta
su amistad con Cézanne, Claude Lantier en la novela, aunque
pinta un Almuerzo campestre. El acondicionamiento del apar-
tamento de Sandoz describe el que Émile Zola, en compañía
de su esposa Alexandrine, realiza para sus habitaciones pari-
sinas y luego, sobre todo, para la casa de Médan.
Entre Balzac, cuyo furor por comprar, a veces muy caro,
objetos o muebles históricos, y Hugo, cuyas casas en París
y en Guernesey conservan el sorprendente decorado fabri-
cado a partir de paneles esculpidos, cofres viejos, piezas
antiguas de todo tipo y todo material, Zola confecciona el
interior de su vivienda como escribe sus libros, no retro-
cediendo ante la acumulación de detalles —sórdidos para

10. Émile Zola, L’Œuvre, en Les Rougon-Macquart, op. cit., tomo 4, p.


323. [Hay versión en castellano: La obra, trad. de José Ramón Monreal,
Barcelona, Debolsillo, 2008.]

131
Patrick Avrane| Casas

Barbey—, buscando gangas al igual que busca documen-


tación en las estaciones, las minas, los mercados de abastos
de París, los grandes almacenes.
Su casa no es la de un coleccionista, aclara. Lo que él
espera de las viejas lámparas de Delft, de los gabinetes ita-
lianos, de las vitrinas holandesas descritas en La obra, o de
los vitrales del siglo xv, de la chimenea Renacimiento, de las
tapicerías y las armaduras medievales que se ven en Médan,
es un gran efecto de conjunto. El novelista narra un instante
de la humanidad. Émile Zola reúne e instala sus hallazgos
en su casa del mismo modo que escribe la Historia natural
y social de la familia bajo el Segundo Imperio: nada está oculto.
Sus libros muestran los efectos de la pulsión sin maquillaje;
su vivienda y las de sus personajes proclaman la evidencia
tanto del pasado como del presente. Las mujeres desnu-
das, los accesorios onerosos, la sala de baño abierta, el olor
a violeta, todo eso indica el refugio de la rica cortesana; y
cada apartamento del inmueble haussmanniano de Miseria
humana permite adivinar la condición de sus ocupantes.
“Quien dice psicólogo, dice traidor a la verdad”11, profiere
Jules Sandoz en una página de La obra, manifiesto del na-
turalismo. El alma de la casa no puede ser inconsciente. Su
decorado es real, describe a quien la habita.

Buscar la grandeza

Así, puesto que Jules Barbey d’Aurevilly vive en medio


de muebles de los más comunes fabricados en la Rue du
Faubourg Saint Antoine*, no puede ser más que un peque-

11. Ibid., p. 161.


* En la Rue du Faubourg Saint Antoine, de París, se encuentra una gran
cantidad de mueblerías convencionales. [N. del T.]

132
5. Compartir

ño burgués. “Un día, mostrándole el espejo, le habría dicho


a un visitante: ‘Este espejo me parece un gran lago’. Él se
encuentra por completo en esa frase”.12 Barbey mismo se
engaña, comenta Zola. La casa refleja la realidad. El sueño
es una mentira para el naturalista.
Habíamos nacido para ser ricos; no tenemos más
que el trozo de pan que da la independencia al
orgullo […]. De las tres casas que teníamos en
Saint-Sauveur y en las cuales transcurrió el sueño
turbulento de nuestras infancias, ya no hay ni una
viga que sea de nosotros.13

Jules Barbey d’Aurevilly procede de una familia reciente-


mente ennoblecida (en 1756) cuyo apego a la corona no es
recompensado en el momento de la Restauración: hijo ma-
yor, no obtiene la entrada a la escuela militar real solicitada
por su padre. En adelante, su destino ya no está trazado. A
los 12 años deja su casa natal de Saint-Sauveur-le-Vicomte
para vivir en casa de su tío, médico en Valognes —marco de
varias novelas cortas de Las diabólicas—, durante el tiempo
del colegio; luego, después de dos años de liceo en París,
emprende estudios de derecho en Caen antes de volver a
París. Dandi luego convertido, siempre monárquico, vive
allí de su pluma y se muda varias veces hasta su instalación
en 1860, cuando tiene más de 50 años, en su vivienda de la
calle Rousselet de la que se burla Zola. Más tarde, a partir
de agosto de 1872, alquila en Valognes un apartamento en
el hotel Grandval-Coligny, donde pasa varios meses todos
los años en primavera, mientras su estado de salud le per-
mite viajar. Es una espléndida vivienda Luis XIV. Bajo un

12. Émile Zola, Documents littéraires. Études et portraits, París, Hachette-


BNF, 2018, p. 353.
13. Jules Barbey d’Aurevilly, Disjecta membra, en Œuvres romanesques
complètes, op. cit., vol. 2, p. 1569.

133
Patrick Avrane| Casas

techo de catorce pies de alto —más de cuatro metros, por-


que, incluso para las unidades de medida, Barbey d’Au-
revilly quiere mantener el Antiguo Régimen—, un salón
comedor, un dormitorio y un boudoir dan a un magnífico
jardín estilo Le Nôtre. Cocina y habitación del criado com-
pletan la vivienda. “El carácter de todo esto es la grandeza.
[…] Amueblaré esto con sobriedad, pero con grandeza […],
sin que haya ahí una sola cosa vulgar”.14

Un busto

Entre las cosas que no carecen de grandeza, la más valiosa


para él es el Busto amarillo que puso en la chimenea monu-
mental del salón. Siempre conoció en la casa familiar ese
retrato esculpido de su tía abuela materna, madame de
Chavincour, famosa en la corte de Luis XV, que falleció a
los 27 años. Ese busto, al que él llama el primer amor de su
corazón solitario y declara haber idolatrado en su infancia,
es el único objeto que tuvo una importancia absoluta para
Jules Barbey en la sucesión paterna, a riesgo de provocar un
conflicto con sus hermanos. Barbey lo describe como una
escultura de arcilla rubia que representa una mujer con ras-
gos aguileños y finos, peinada y vestida como la reina María
Antonieta, pero sin nudos ni cintas, con una blusa cuyo es-
cote desciende hasta la abertura entre los senos.15

14. Jules Barbey d’Aurevilly, carta a Madame de Bouglon del 22 de


agosto de 1872, en Correspondance générale, París, Les Belles Lettres, 1987,
vol. VII, pp. 122‑123, subrayado en el texto.
15. Véanse Jules Barbey d’Aurevilly, Le Buste jaune y Niobé, en Œuvres
romanesques complètes, op. cit., vol. 2, p. 1187 y p. 1203. El busto,
efectivamente muy escotado, fue destruido durante los bombardeos de
1944; la casa natal de Jules Barbey d’Aurevilly, que se puede visitar en
Saint-Sauveur-le-Vicomte, posee una copia.

134
5. Compartir

Sin embargo, ese busto se confunde con el de Níobe


—“que tanto miraba en mi infancia mientras me chupaba
el pulgar hasta que sangraba”16—, cuyos senos se escapan
orgullosamente de la túnica. ¡Los gustos del hombre ma-
duro coinciden con los sueños del niño! La mitología entra
en la historia del sujeto, en la de su casa. Al igual que Freud
y los hombres cultivados de su tiempo, Barbey d’Aurevilly
conoce la vida de los dioses antiguos, adivina la aventura
que brota detrás de cada estatua, cada bajorrelieve. Aquí
se trata de mujer y de madre: Níobe, reina de Tebas, hija
de Tántalo, estaba tan orgullosa de sus siete hijos y sus
siete hijas que su orgullo le hizo pedir a su pueblo que la
honraran a ella, más que a la diosa Leto, que solo tenía dos
hijos, Apolo y Artemisa. Los dioses se vengaron. Artemisa
y Apolo mataron a todos los hijos de Níobe. Al descubrir
ese horror, esta quedó petrificada. Transformada en roca,
sus llantos crearon una fuente inagotable. Níobe es una
figura recurrente en la obra y la vida de Jules Barbey d’Au-
revilly. Es citada en sus novelas, sus diarios íntimos (los
Memoranda), su correspondencia. Orgullo de madre, ima-
gen de desesperación, cara congelada, belleza de la mujer,
cantidad de sus heroínas y algunas de sus conocidas están
adornadas con los rasgos de la antigua tebana. Hasta el
cuarto de La cortina carmesí, una de las novelas cortas más
famosas de Las diabólicas —donde una joven, a espaldas
de sus padres, se ofrece al joven oficial acuartelado en su
casa—, contiene un busto de Níobe, sorprendente entre
esos burgueses vulgares, cosa que, sobreentiende el autor,
no lo es en una casa aristocrática como la suya.
El escritor nos ofrece notables retratos de la madre,
más mujer que madre, aquella cuyos hijos, a imagen de

16. Jules Barbey d’Aurevilly, carta a Trébutien del 22 de marzo de 1853,


en Correspondance générale, op. cit., vol. III, p. 197.

135
Patrick Avrane| Casas

Níobe, son objetos de orgullo narcisista o representan-


tes de un padre idolatrado antes que sujetos amados,
como la madre de Lasthénie de Ferjol, “tan esposa, esa
mujer más esposa que madre”.17 La literatura precede a
la clínica. El profesor Jean Bernard, famoso hematólogo,
describe en 1967 un “síndrome de Lasthénie de Ferjol”,
por el nombre de la heroína de Una historia sin nombre,
que apareció en 1882. Esa nosología da cuenta de una
anemia que resiste a todas las explicaciones clínicas
hasta que se descubre que el enfermo se extrae regular-
mente pequeñas cantidades de sangre, a veces hasta la
extinción, a imagen de lo que hace la joven en la novela
de Barbey d’Aurevilly. Una vez muerta, adquiere su es-
tatus de ídolo.

El espacio del fantasma

Morir al nacer es el riesgo que corrió Jules Barbey, según


él mismo se complace en contar. Su madre, al negarse a
interrumpir una partida de whist que se jugaba en casa
de su tío, dio a luz en su casa. El recién nacido habría
sido salvado por una mujer que se dio cuenta de que el
cordón umbilical estaba mal atado. Si bien su casa natal
en Saint-Sauveur-le-Vicomte no es efectivamente la casa
de sus padres, nada viene a confirmar el supuesto sal-
vataje. Probablemente, Le Dessous de cartes d’une partie
de whist, otra novela corta de Las diabólicas, es un lejano
eco de eso. La escena se juega en un salón semejante al

17. Jules Barbey d’Aurevilly, Une histoire sans nom, en Œuvres romanesques
complètes, op. cit., vol. 2, p. 322. [Hay versión en castellano: Una historia
sin nombre, trad. de Nicole Vaïsse, México, Gobierno del Estado de
Guanajuato, 1995.]

136
5. Compartir

del hotel Grandval-Coligny, donde reinan una condesa


y su hija. Furiosas partidas de whist, últimas pasiones
de la nobleza en los años 1820, se entablan mientras está
presente un seductor aristócrata escocés, famoso juga-
dor. Una vez que este parte, después de varios meses,
el juego sigue con menos interés, y vemos a la condesa
que mastica pensativamente los tallos de reseda de una
magnífica jardinera de su salón. Su hija fallece rápida-
mente de una enfermedad de languidez; poco después
muere la condesa. Entonces quieren enterrar las esplén-
didas resedas y encuentran en el cajón el cadáver de un
niño, del bello escocés, por cierto; no se sabe si de la
madre o de la hija…
Al instalarse en Valognes en una morada aristocrática
llena de la grandeza del siglo de Luis XIV, el escritor se
siente por fin en el decorado que le corresponde, aquel al
que los Barbey habrían accedido si la Revolución, triunfo
de lo vulgar, no hubiese decapitado la ambición de la jo-
ven nobleza. No obstante, las piezas majestuosas del hotel
Grandval-Coligny no son únicamente el marco nostálgi-
co de una existencia desaparecida, también son el de los
argumentos imaginarios del autor, aquellos con que hace
novelas, cortas o largas, los que alimentan sus ensoñacio-
nes, su vida fantasmática, allí donde las madres no pueden
dejar de ser mujeres seducidas o seductoras, donde sus
hijos no son más que objetos con que ellas se adornan o
bien de los que se liberan. Al poner el Busto amarillo en la
chimenea de su salón, no solo honra a su antepasada de la
corte de Luis XV, sino que evoca sus recuerdos de infancia,
exhibe sus deseos conscientes e inconscientes. El busto es
un trozo de sueño; las piezas de catorce pies de altura son
el espacio del fantasma.

137
Patrick Avrane| Casas

Dos funciones de la casa

Zola edifica su casa de la misma manera que construye su


obra, extrayendo los materiales que se encuentran a su dis-
posición. Flanquea el edificio original de Médan con una
torre redonda y una torre cuadrada, extraña construcción;
cuando busca gangas, nada es sagrado, en su comedor
hay un frontal de altar. Barbey, por su parte, se desliza en
la piel de una sociedad desaparecida. No se arriesgaría a
cometer una blasfemia. El carácter de grandeza es tanto el
de los lugares como el de las personas que allí vivieron.
La calidad de la arquitectura importa menos que la de sus
habitantes pasados. El acondicionamiento de la vivienda
está en la obligación de respetar las costumbres y creencias
del fin del reino de Luis XIV, cuando es erigido el hotel
Grandval-Coligny.
No obstante, entre Barbey y Zola, entre la casa solarie-
ga de Aimée de Spens y el hotel de Nana, la habitación
de Valognes y el chalé de Médan, no es simplemente un
asunto de decorado que refleja los puntos de vista y los
compromisos de sus ocupantes, lo que está en juego es la
constitución misma de la casa. Las de Jules Barbey d’Au-
revilly y de sus héroes —la mayoría de las veces de sus
heroínas— toman sus elementos de lo imaginario; las de
Émile Zola y de todos los Rougon-Macquart se arraigan en
lo real. Por cierto, ¡él habría explicado con muchos detalles
cómo podía desvestirse Aimée de Spens ante una ventana
sin que el caballero Des Touches fuera capaz de escapar a
ese espectáculo! Si bien difícilmente se puede concebir la
manera en que estos dos escritores compartirían la misma
vivienda, no es únicamente porque proyectan continuos
altercados, sino porque paredes y muebles no tienen la
misma función. Cuando Barbey supone un lago en un es-
pejo, Zola no percibe más que el reflejo, en un espejo de

138
5. Compartir

mala calidad, de la banalidad de la pieza, y en el Busto ama‑


rillo probablemente no vería más que la imagen pasada de
moda de una dama de otro tiempo. La habitación de uno
da paso a la dimensión fantasmática, la del otro explica la
realidad social.
Por regla general, el alma de la casa une esas dos funcio-
nes. Aquí, para estos escritores, las veo repartidas en dos
viviendas. Sabemos que, para Émile Zola, el deseo anida
en otra parte, a poca distancia de Médan, en Verneuil-sur-
Seine, donde vive Jeanne Rozerot, la antigua lavandera de
la pareja, con la que él tiene dos hijos. En cuanto a Barbey,
es en su domicilio parisino donde se encuentran cada
domingo cierta cantidad de escritores, entre ellos Paul
Bourget, Léon Bloy, François Coppée u Octave Mirbeau,
para hablar de literatura, del oficio de hombre de letras.
Los sueños en Valognes y Verneuil, la realidad prosaica en
París y Médan.

Principal y secundaria

Sin embargo, no es necesario ser nostálgico de un pasa-


do aristocrático desaparecido o bien tener una doble vida
para implicarse así en dos viviendas; aquí el principio de
realidad, allá el principio de placer. Un gran número de no-
sotros lo hace —es incluso una particularidad francesa—,
cuando se dispone de una residencia secundaria. Durante
los períodos de actividad profesional, la vivienda está en
el apartamento de una gran ciudad, la residencia princi-
pal. Esta es habitualmente la residencia fiscal, porque es el
lugar donde cada uno “se gana la vida”, entra en la circu-
lación simbólica de la moneda que permite el intercambio
de los bienes y servicios sin que se conozca íntimamente al

139
Patrick Avrane| Casas

proveedor. Los períodos de descanso transcurren en una


propiedad balnearia, o en la montaña, en una casa de cam-
po, a menudo situadas en una comunidad restringida don-
de se puede pensar en el imaginario del trueque, puesto
que los intercambios no son anónimos. Esta escisión tiene
consecuencias sociales y políticas. Fuera del incremento
del valor de las viviendas en ciertas regiones apreciadas,
lo cual impide que los habitantes permanentes, en general‚
menos acomodados que los urbanos, compren sus vivien-
das, las expectativas de las personas que están de vacacio-
nes difieren de aquellas que están en actividad.
Claro que a uno le gusta el campo, pero no con un gallo
que cante y mucho menos con estiércol que huela o tracto-
res que contaminen; ¡casi tratan de convencer a los últimos
agricultores que quedan de que críen a sus cerdos como
perros domésticos y que siembren amapolas! Entonces se
quejan de que uno quiera que sus campos y sus prados
sean decorados para ciudadanos con nostalgia de vegeta-
ción, que su actividad sea un conservatorio de los siglos
pasados, olvidando que también era el tiempo de las ham-
brunas recurrentes. Como Barbey magnificando el reino
de Luis XV frente a Zola denunciando las injusticias del
Segundo Imperio.
Compartir una casa es compartir un territorio. Existen
lugares de reunión: la sala y el living room son el lugar del
pueblo; y de las vías de paso: corredores y escaleras repre-
sentan calles y rutas. Algunas piezas están reservadas a
tareas particulares, cocina, comedor o salón se convierten
en lugares públicos a imagen de las tiendas, de la iglesia
o del café; algunas son privadas, el cuarto es la pequeña
casa de cada uno; otras están estrictamente prohibidas
cuando están ocupadas: los baños, ya sean de médicos,
de psicoanalistas o water closet, son de uso privativo. Pero
compartir una casa es también hacer de manera que cada

140
5. Compartir

uno de sus habitantes, hombre de la casa o mujer de ne-


gocios, un niño escolar o una estudiante avanzada, pueda
decir: “Estoy en casa”. Es el acondicionamiento del uso
de la casa el que lo posibilita. Del mismo modo que es
muy necesario que aquellos que ejercen una actividad y
aquellos que están de vacaciones, residentes de siempre
y ocasionales, puedan vivir en el mismo espacio, la casa
soñada de cada uno debe poder encontrar su lugar en la
construcción ocupada por varios.

Amnesia y descubrimiento

“¡Ah, no! ¡Esa ocupa todo el lugar con su perfume!”


Néféret, al entrar en mi escritorio, se queja del olor embria-
gador que dejó la persona recibida antes que ella para una
primera entrevista. En una sesión anterior, Néféret había
observado que el consultorio del psicoanalista le resultaba
suficientemente familiar para que se sienta como en la casa,
pero también bastante alejado para sentirse autorizada a
decir, e incluso a pensar, lo que le parecería inconveniente
en otra parte. Es en el curso de sus sesiones cuando descu-
bre la importancia de las diferentes casas donde vivió, así
como el sentimiento difuso de no haber estado jamás en la
suya propia.
Mujer joven de unos treinta años, que vino a consultar
para comprender por qué no llega a fundar un hogar, pese
a la demanda insistente del hombre con quien tiene una re-
lación amorosa profunda, Néféret no tiene recuerdos de su
casa natal, el hogar donde vivió con sus dos padres juntos.
Un trauma, un grave accidente de auto de sus progenito-
res donde su padre encontró la muerte y su madre se salvó
casi por milagro, al parecer le produjo una amnesia.

141
Patrick Avrane| Casas

Después del fallecimiento accidental de su padre cuan-


do ella tiene 5 años, es confiada, con su hermano de 3, a sus
abuelos paternos. Su madre, gravemente herida, no puede
ocuparse de los niños. A medida que mejora su estado de
salud y que progresa la reeducación motriz, esta sale cada
vez más del centro de cuidados que la alberga y se insta-
la en casa de sus propios padres. Las dos familias viven
en las cercanías, en una rica región de viñedos; los niños
pasan tiempo con su madre durante los fines de semana y
las vacaciones, en el modo de los padres divorciados, com-
prende ahora Néféret.
En el momento de su entrada en el colegio, a los 10 años,
su madre —que ya está curada y ha recuperado su activi-
dad profesional en la administración en un puesto eleva-
do— vuelve a hacerse cargo de los niños. Se van a vivir a
un apartamento en la gran ciudad regional. Es el tiempo
del trabajo, de la escolaridad, de las exigencias. Néféret
experimenta una ruptura en su existencia, que se ha vuel-
to un poco austera. Felizmente una niñera, ya presente en
casa de sus abuelos paternos, los sigue y vive con ellos.
Después de algún tiempo —no puede fecharlo con preci-
sión—, su madre, cada vez más ausente, vuelve a menudo
muy tarde y confía a los niños a sus padres todos los fines
de semana, cosa que es más bien apreciada por Néféret y
su hermano. Sin embargo, durante una sesión la joven adi-
vina que su madre escondía una relación amorosa. Néféret
se queda estupefacta de que hasta entonces esa evidencia
se le haya escapado.
A partir de esta revelación —no tanto anulación de una
represión, porque ella no olvidó los hechos, como autoriza-
ción para darle un sentido—, la joven percibe que la figura
paterna planea sobre el destino de su familia. Su madre no
podía reemplazar abiertamente a su esposo desaparecido.
Néféret descubre hasta qué punto la imagen de este está

142
5. Compartir

presente en la casa de sus antepasados paternos, donde


ella habita después del accidente. No es un busto sobre la
chimenea, ni un retrato en el salón, sino apenas una foto-
grafía en la mesita de luz y más bien una atmósfera general.
En el momento del accidente, los abuelos viven desde hace
poco en esa vivienda familiar. El abuelo de Néféret había
abandonado la región en su juventud para proseguir sus
estudios en la capital, donde se instala, antes de volver —
después del éxito y la jubilación que tomó siendo joven— a
su casa natal, donde conserva las costumbres de rigor que
tenía en su trabajo. La vida está regulada, las comidas se
hacen a una hora fija; los niños, hasta los 7 años, edad de la
razón, no están en la mesa familiar. La cortesía y el respeto
son exigidos con suavidad pero firmeza. Néféret y su her-
mano aceptan plenamente estas coerciones, más pruebas
de amor que una conducta dictatorial. Su padre había se-
guido el camino de su propio padre, y probablemente las
condiciones materiales, fuera del cambio de vivienda, casi
no cambiaron para los niños. La casa de los abuelos sigue
siendo la del padre. Néféret no está bajo la mirada de Dios,
como Aimée de Spens, la heroína de Barbey, sino bajo la de
una figura ideal. Esta rige tanto más la existencia cuanto
que la madre de los niños está hospitalizada; en un primer
tiempo incluso se teme por su vida.

Dos casas

Entre esos abuelos —no demasiado mayores— y esos


niños —muy jóvenes—, la que establece el lazo es una
niñera. Ellos exigen, ella explica. También percibe la
pena de aquellos que perdieron a su hijo mayor detrás
de una fachada a veces un poco demasiado intransigente.

143
Patrick Avrane| Casas

De esos años Néféret conserva una actitud tímida en el


seno de las casas a las cuales se dirige. Siempre vacila
frente a una puerta cerrada, y en ocasiones se siente mo-
lesta cuando entra en una pieza ya ocupada. Otras tantas
conductas de las que toma conciencia en el curso de sus
sesiones, recordando entonces el asombro de sus abuelos
maternos frente a eso.
En efecto, el ambiente es muy distinto en su vivienda.
Su familia materna permaneció atada a su terruño, y pro-
sigue la explotación de la misma finca desde hace varias
generaciones. Su tío, un hermano de su madre, y su familia
están presentes en la gran construcción donde reina un ale-
gre alboroto. Aquí, nada de hora fija de comidas, todo se
rige en función de los trabajos que se deben efectuar en los
viñedos, nada de puertas cerradas, bastante poca intimi-
dad, sino un respeto que no se apoya en reglas explícitas.
Se trata de un saber vivir en común que a veces a Néféret
le cuesta captar. Cuando se habla de su padre se evoca a
un desaparecido, no una presencia tutelar. Lo que rige esta
casa no es un ideal sino la coacción —a veces imprevisible
por estar ligada a los cambios climáticos— del cultivo o de
la elaboración del vino.
Dos casas, la de un padre, la de una madre, dos estilos
de vida, reunidos en una pareja, pero nadie que las reúna;
precisamente a eso se enfrenta Néféret. Sus padres ya no
están presentes para mantener el hogar que ella conoció
durante sus primeros años y cuya estructura ha olvidado.
Amnesia infantil, probablemente, amnesia traumática
tal vez; como quiera que fuese, una manera de evitar la
nostalgia.
Las casas donde luego habita no participan en ese
mismo esfuerzo. Pocos recuerdos tiene del apartamento
que ocupa con su madre y su hermano en la gran ciudad.
Los hechos sobresalientes de su vida juvenil transcurren

144
5. Compartir

en el colegio, el liceo, afuera, en casa de amigos o bien en


estadías en casa de sus abuelos. Allí descubre la vida, las
penas, las dichas, el amor. Más tarde, su madre se decide
a presentar a su nuevo compañero; se casan. Néféret, que
se entiende bien con su padrastro, vive poco tiempo con
ellos. Es una existencia de estudiante y luego de mujer
joven que debuta en una actividad profesional, piezas,
estudios, nunca arrendamientos compartidos, ahora un
pequeño apartamento que no comparte con su amante.

Un escritorio

Mi escritorio siempre estuvo en el apartamento donde


resido. Es una elección decidida en común. Se trata de
encontrar el lugar conveniente para que dos espacios se
confundan y se distingan. En París, los edificios hauss-
mannianos que separan las piezas de recepción de las pie-
zas privadas comunicadas por un corredor más o menos
largo, que remite los espacios domésticos bien al fondo, no
convienen únicamente a los psicoanalistas. Cada inmueble
de mi calle contiene uno o dos consultorios médicos donde
viven los especialistas, reumatólogos y cardiólogos en la
planta baja, los otros en los pisos, raramente más allá del
tercero; en cuanto al último piso, un poco retirado con una
terraza, sin dudas es demasiado residencial para ser pro-
fesional. No obstante, semejante plano no conviene mucho
hoy salvo para ese uso calificado de “mixto” por la admi-
nistración. En cantidad de estos apartamentos, cuando no
son utilizados así, las piezas cambian de destino, muy par-
ticularmente la cocina, que está cerca de los lugares donde
se hacen las comidas.

145
Patrick Avrane| Casas

De ahí a pensar que los psicoanalistas son los guardia-


nes de una arquitectura del siglo xix, seguro que no. Sin
embargo, a pesar del cientificismo a veces ostentado, no se
practica en un lugar aseptizado, así no fuera sino porque el
psicoanalista ejerce como sujeto, con sus gustos y sus aver-
siones, su inscripción en las costumbres de su época. En la
actualidad, estaría mal visto que, a ejemplo de Freud en los
años 1890, escupa en la escalera, pero recibir sin corbata no
es prohibitivo, y si uno se pusiera un cuello postizo sería
ridículo.18 Su escritorio está fuera del tiempo, porque allí
no es cuestión de actualidad, pero tampoco es intempo-
ral. Las acumulaciones de aquel de Berggasse 19 en Viena
evocan ahora más un gabinete de curiosidades que el de
un especialista de la psiquis; en los años setenta, el sillón
Charles Eames y el diván Le Corbusier son la punta del
progreso, pero en el siglo xxi son objetos de anticuarios.
Recibir en su casa no es estar ni en una clínica médica
ni en un museo; no es tampoco invitar a los pacientes a
compartir una vida de familia. Como dijimos, la invención
de los corredores y los pasillos lo permite. Sin embargo,
puertas que se abren y se cierran, timbres de teléfono,
voces lejanas o bien llantos de bebés, disputas de niños,
incluso olores de cocina, señalan la vida y la presencia de
un entorno. Los que viven con el psicoanalista conocen
las reglas. La menor cantidad de palabras posible ante la
puerta del escritorio, que no debe ser franqueada durante
las consultas; el respeto de cierta confidencialidad, nada
de “¿cómo le va?” dirigido a una persona a la que se cruza
por azar en la entrada. Se trata tanto de proteger a los ha-
bitantes de la casa de un imaginario que no les atañe como
de evitar a quienes consulten que compartan una realidad

18. Véase cap. 2.

146
5. Compartir

que no es la suya; y hacer de manera que esto sea posible


en el mismo lugar.

“¡Silencio! ¡El abuelo está trabajando!”

Durante esta sesión de Néféret la puerta de entrada del


apartamento se abre y oímos, pasando por la entrada y
luego tomando el corredor que rodea el escritorio, a unos
niños que susurran claramente: “¡Silencio! ¡El abuelo está
trabajando!”. Para mis hijos, esto forma parte de su vida en
casa de ellos, no es necesario que recuerden las consignas;
para mis nietos ese día es un descubrimiento, y esos geme-
los de 2 años están felices de mostrar que comprendieron.
Néféret oye, se ríe, hace una observación divertida y no
dice nada más. Cierto tiempo después refiere haber cruza-
do a esos niños con su madre en la escalera del inmueble.
“Es gracioso, pero tal vez bueno, poder trabajar donde uno
vive”, enuncia. Es un poco como reunir dos casas, la de
su padre y la de su madre. Más tarde me hace saber que
decidió vivir con el hombre que desde hace tiempo le pide
que comparta su vida y su casa.

147
6. CONJUNTO
“¡Vaya! ¿Los psicoanalistas encierran a los gatos en sus
armarios?” Hace algunas semanas que un gatito vive en
el apartamento. Es juguetón, temerario y un poco torpe.
En mi escritorio, contra el tabique que lo separa de la
pieza principal, hay un armario. Grimoald, el analizan-
te que hace esta observación irónica, no se equivoca. Se
tiene la impresión de que maullidos quejumbrosos salen
del mueble. Como estos continúan, Grimoald, que es ins-
truido, prosigue en el mismo tono. “¡Atención! Puede estar
denunciando un crimen, como en el cuento de Edgar Poe
cuyo título no recuerdo”. Yo sí, es El gato negro, el segun-
do texto de las Nuevas historias extraordinarias. Un hombre
que mató a su esposa empareda el cadáver detrás de un
tabique de su bodega. No se da cuenta de que al mismo
tiempo encierra al gato. En el curso de la visita de unos
policías, este lanza un maullido horrible; derriban la pared
y descubren el cuerpo. Así que, aquí estoy yo, ¡tratado de
asesino por Grimoald!

Oír el llamado

Los maullidos desesperados persisten. Sé que en ese mo-


mento ninguna otra persona de la familia está presente en
la casa. Estoy en la obligación de preservar mi inocencia,
y de comprender la causa de ese llamado. Prevengo a
Grimoald y salgo del escritorio. El desdichado y audaz ga-
tito presumió de sus fuerzas y de su habilidad. En la pieza
de al lado, trepó a la barra de una cortina de la que es in-
capaz de bajar. Busco un taburete y lo saco de su peligrosa
posición, y él corre a guarecerse bajo el sillón que adoptó
como refugio. Cuando vuelvo al escritorio es la hora del
fin de la sesión. Grimoald está de pie; me espera.

151
Patrick Avrane| Casas

— ¿Salvado? —me interroga.


— Sí.
¿Soy yo el que estoy salvado, porque no hay un cadáver en
el clóset, o bien el bebé gatuno? Es un asunto que podrá ser
comprendido más tarde en el curso de la cura.
Por el momento, ese acontecimiento me recuerda una
experiencia vivida poco tiempo antes en una consulta de
psiquiatría infantil donde ejerzo. Acomat, un niño de 4
años, incapaz de estar solo, que no logra separarse de su
madre, sobre todo para ir a la escuela, entra por primera vez
en el escritorio sin estar acompañado. Se ha convenido con
su madre que se quede en el dispensario para que su hijo
la encuentre al final de la cita. Terminada esta, Acomat se
dirige a la sala de espera donde —cosa que probablemente
habría debido prever— ¡ella no está! Sus llantos y aullidos
conmocionan a todo el personal, con excepción de un con-
sultante, en apariencia sordo al desamparo e instalado en
una neutralidad con un aspecto poco indulgente, que me
habla de un problema material. Lo dejo para ver lo que
ocurre; el niño encontró un refugio provisorio en los brazos
acogedores de una secretaria. No asisto al retorno de su ma-
dre pero, por su alejamiento, demostró la imposibilidad de
la separación. Se necesitará mucho más tiempo y escucha de
este niño y de su familia para que el espanto de la soledad y
el miedo a la desaparición de sus padres se borren.
Acomat no es mi hijo, no vivimos juntos. Sin embargo,
mientras él se encuentra en el dispensario, permanece bajo
la responsabilidad de quienes allí trabajan, que no pueden
sustraerse a sus gritos de desamparo. La consulta se convierte
en nuestra casa común. Compartir una casa no se hace en
el silencio; es oír y responder, de múltiples maneras, a las
demandas, las exigencias, los rechazos, los llamados. Esto es
tanto más cierto aquí donde no se enseña, no se cuidan los
cuerpos; se intenta comprender las dificultades que tienen

152
6. Conjunto

algunos niños en sus relaciones consigo mismos y con otros.


Esta perspectiva se encuentra, de manera más radical, en
las casas verdes, inventadas por la psicoanalista Françoise
Dolto, la primera de las cuales abre en 1979. Destinadas a re-
cibir a pequeños hasta los 3 años (pero también van algunos
de mayor edad), no son lugares de cuidados, ni parvularios
o guarderías1 —el adulto responsable del niño permanece
en la casa—, es un lugar donde se descubre el compartir y se
aprende a socializar, donde la palabra es central: se habla de
lo que ocurre, se dice lo que uno hace, se explican las reglas.
Desgraciadamente, Acomat no frecuentó una casa verde, en
cuyo caso mucho antes se hubieran puesto algunas palabras
sobre lo que lo asusta en la partida de su madre, antes de
que se vuelvan inaudibles, recubiertas por llantos de terror.

El gato

Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, como el


sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta
convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, por
completo anormal e inhumano, un aullido, un clamor de
lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo
puede haber brotado en el infierno.2

1. Véase Françoise Dolto, “Nous irons à la maison verte”, en La Cause des


enfants, París, Robert Laffont, 1985. [Hay versión en castellano: La causa
de los niños, trad. de Irene Agoff, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica,
1994.]
2. Edgar Allan Poe, Le Chat noir, en Nouvelles histoires extraordinaires,
París, Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”, 1951, pp. 287‑288. [El
gato negro, varias ediciones en castellano. La cita es transcripción textual
de la traducción de Julio Cortázar para las ediciones de la Revista de
Occidente, San Juan, Puerto Rico, Obras en prosa, tomo I, p. 60, 1956.]

153
Patrick Avrane| Casas

Ese grito, lanzado por el gato negro de Edgar Poe, es el que


tememos oír en nuestra casa. Ese grito rubrica la catástro-
fe, aquella de la que nuestro hogar debería preservarnos,
el desamparo de un ser vivo, el que atravesó el lactante, el
que rozó Robinson Crusoe3, aquel del que debe proteger-
nos el amor. Cuando una casa es un hogar contiene esas
pruebas de amor, lo que hace admisible el llamado del otro
para cada uno. Vivir juntos no es únicamente renunciar a
una parte de su espacio en beneficio de aquellos y aque-
llas que habitan el mismo lugar, es también compartir ese
espacio, ponerlo en común como el aire que transporta el
sonido de la voz.
A veces, cuando el desacuerdo toma la delantera, ya
no se pronuncia ninguna palabra, no se oye ningún lla-
mado; las paredes de la casa delimitan superficies, los
muebles son las propiedades de cada uno. El hogar ha
perdido su alma.
Terminó por escribir con mayúsculas:
“EL GATO”.
Luego se volvió a quedar un tiempo inmóvil antes
de poner otra vez en el bolsillo la libreta de donde
había arrancado una tira de papel.
Finalmente la plegó varias veces […]. En ese juego
se había vuelto de una habilidad sorprendente, casi
maquiavélica.
El papel se acomodaba entre su pulgar y su dedo
mayor. El pulgar se replegaba como un percutor y,
soltándose de pronto, enviaba el mensaje al regazo
de Marguerite.4

3. Véase supra, cap. 2.


4. Georges Simenon, Le Chat, en Romans, tomo 2, París, Gallimard,
“Bibliothèque de la Pléiade”, 2003, pp. 1377‑1378. [Hay versión en
castellano: El gato, trad. de Mercedes Abad, Barcelona, Tusquets, 2004.]

154
6. Conjunto

Lo que es más notable en El gato, novela de Georges Simenon


adaptada al cine por Pierre Granier-Deferre5, es quizá su
fuente autobiográfica. Autor prolífico, cuyas cualidades
literarias son ahora reconocidas, aunque a menudo sean
todavía reducidas a las aventuras policiales de Maigret,
Simenon publica El gato en 1967, en la última parte de su ca-
rrera, pero antes de la desaparición en 1970 de su madre. En
1974, en Carta a mi madre, describe los últimos días que pasó
en su compañía, a su cabecera, en el hospital. Allí, algunas
líneas mencionan lo que está en el centro de la intriga de
El gato.6 Después de algunos años, su madre y su segundo
esposo —dos viudos que se volvieron a casar— dejan de
hablarse, pero se intercambian pedazos de papel escritos; se
rozan, pero hacen como que se ignoran en su casa, donde ya
no comparten nada salvo una desconfianza recíproca.

Una calle sin salida

Marguerite Doise, la heroína de El gato, última descendiente


de una familia arruinada, viuda de un distinguido violinis-
ta de la Ópera, posee la hilera de la derecha de las casas
de una calle parisina sin salida en un barrio tranquilo de
París, y ella habita la del fondo, la más tranquila. La hilera
del frente se vendió para pagar las deudas familiares. En
una de esas casas, en una habitación alquilada, se instala
un inspector retirado de la administración de vialidad de

5. Le Chat, film de Pierre Granier-Deferre (1971) con Jean Gabin y Simone


Signoret.
6. Véase Georges Simenon, Lettre à ma mère, en Pedigree et autres romans,
París, Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”, 2009, pp. 1474‑1475.
[Hay versión en castellano: Carta a mi madre, trad. de Carlos Manzano,
Barcelona, Tusquets, 1993.]

155
Patrick Avrane| Casas

París: Émile Bouin, viudo, exalbañil que vive solo con un


gato que encontró un día en una obra. En la vivienda de
Marguerite aparece una fuga de agua. Desamparada, apela
al primero que encuentra. Émile repara la plomería; ella le
agradece con un vaso de licor, él solo toma vino tinto barato.
Se vuelven a ver, pasan el tiempo juntos, se casan por conve-
niencia, porque Marguerite es piadosa y se preocupa por los
buenos modales, aunque nada inmoral ocurre entre ellos.
Émile se instala en la casa con su gato llamado Joseph, al
que Marguerite, que guarda en una jaula un loro en recuer-
do de su esposo, detesta. De tanto en tanto previene a su
nuevo marido: “Sería mejor que nos dejes un momento…”.7
Émile sale con su gato; Marguerite abre la jaula, el pájaro
se encarama a su hombro, frota el pico contra la mejilla y la
piel suave detrás de la oreja. Gestos de ternura ausentes en
la pareja. Aunque Marguerite dice estar dispuesta a padecer
los ardores de Émile, así como soporta sus cigarros italia-
nos, sus maneras toscas y a su gato Joseph, este no insiste.
Viven juntos. Él corta madera para la estufa, saca la basura,
da vueltas por el barrio; ella encera, plancha, va a misa. Está
el piano que nadie toca, los muebles heredados del esplen-
dor de la familia Doise, el sillón y la televisión que aportó
Bouin, con su cama. El alma monótona de la casa rige su
existencia. Sin embargo, Marguerite sigue sin aceptar que el
gato duerma sobre las piernas de su dueño.

Silencio

Una noche de invierno Émile Bouin, engripado y con


fiebre, se sorprende de que Joseph no se trepe a su cama.
Sale a la nieve a pesar de las exhortaciones de su esposa, lo

7. Georges Simenon, Le Chat, op. cit., p. 1381.

156
6. Conjunto

busca en el callejón, todavía más lejos; lo descubre muerto,


muy en el fondo del sótano. Aquí Simenon no se olvida del
detective; una caja de raticida a base de arsénico fue des-
plazada: se ve el círculo viejo que dibujó sobre el estante
polvoriento. Marguerite envenenó al gato.
La casa tranquila se llena de ira. Émile esgrime el cadá-
ver del animal, se lo frota en el rostro a Marguerite, que se
desvanece sin que él le dedique una mirada; luego la fiebre
hace que se derrumbe en su cama. A la madrugada pone
el cuerpo del gato en el basurero, toma algunos vasos de
vino y, sin haberlo premeditado, abre la jaula del loro y
le arranca las plumas. Tiene sangre en las manos, su mu-
jer lanza un grito. Un veterinario se lleva al animal, que
volverá… disecado. Algún tiempo después Marguerite
le da a Émile un papel con estas palabras: “Dios nos hizo
marido y mujer y debemos vivir bajo el mismo techo. Sin
embargo, nada me obliga a dirigirle la palabra y le ruego
encarecidamente que usted haga lo mismo”.8 La casa cae
en el silencio, el silencio de las palabras.
Porque la casa está sumida en el ruido. Simenon nos lo
hace oír desde el primer capítulo; el libro está construido
por una serie de retrospectivas. El estrépito ensordecedor
de la demolición de las casas de enfrente, premonición
de la desaparición de un mundo; vueltas a vender, deben
dejar sitio a un inmueble moderno. Cuando la obra con-
cluye, el péndulo del reloj de mármol negro y el desgra-
nar de los golpes de su repique, el tintineo de las agujas
de tejer de Marguerite, el crujido de los leños que arden,
el murmullo de la lluvia y el de la fuente instalada en
el fondo del callejón, luego la manteca que se funde en
la sartén y las cebollas que se doran, Émile que masti-
ca ruidosamente y, más tarde, que se suena cuando un

8. Ibid., p. 1438.

157
Patrick Avrane| Casas

cantante inicia una canción de amor en la televisión. El


gato ya no está allí para maullar o ronronear —roncar,
decía Marguerite—, el loro con ojos de vidrio está defi-
nitivamente mudo. Ya no hay palabras, es decir, que ya
no hay llamados, ni preguntas, ni respuestas. Los leños
arden, pero el hogar está apagado; el alma de la casa hizo
silencio al morir los animales domésticos.
En adelante, cada quien por su lado. Hacen su parte de
las tareas domésticas ignorándose, van a las mismas tien-
das, pero uno después del otro, para comprar alimentos di-
ferentes que guardan en sus alacenas cerradas con llave an-
tes de cocinarlos por separado y comerlos cada cual en una
punta de la mesa. Luego, una noche, cuando vuelve Émile,
el silencio es completo. Descubre a Marguerite muerta al
lado de su cama. “¿Había llamado? ¿Había pronunciado su
nombre en el vacío de la casa sin ecos?”9, se pregunta.

Marguerite, Clémence o Henriette

Para muchos, Émile Bouin tiene la silueta de Jean Gabin


y Marguerite la de Simone Signoret, los dos intérpretes
del film de Pierre Granier-Deferre. El cineasta conserva la
trama de la novela, pero suprime el loro. La casa, que debe
desaparecer en la construcción del barrio de la Défense, a
las puertas de París, fue comprada, varias décadas antes,
por Julien y Clémence (Émile y Marguerite), una joven
pareja seducida por una vista fabulosa al campo. Porque
ellos no son viudos vueltos a casar; se conocieron de jóve-
nes. Él es tipógrafo, ahora jubilado, ella es una extrapecista
que se hirió en una caída, bebedora de ron. Hoy, él prefiere
a su gato. Borracha, ella mata al animal a tiros; él es el que

9. Ibid., p. 1498.

158
6. Conjunto

luego se niega a hablar y el que comienza los intercambios


con papelitos. La puesta en escena conserva por lo tanto
lo esencial: la pareja, el asesinato del gato, el silencio en la
casa. Lo que forma parte de la historia personal de Georges
Simenon (por lo menos la que él reconstruye) desaparece.
El destino de Marguerite, la hija más joven de una fa-
milia arruinada, es el de Henriette, la madre del escritor.
Última hija de una importante fratría, tiene 5 años cuando
muere su padre, dejando deudas, sumiendo a su viuda en
una indigencia vivida como humillante. Dejan una gran
casa solariega por la modesta vivienda de un barrio po-
pular de Lieja, y Simenon, una vez hecha su fortuna, du-
rante un largo tiempo no deja de adquirir casas grandes
y lujosas. El miedo a que algo le falte, el temor a estar en
aprietos, organizan la vida de Henriette. Habiendo enviu-
dado a su vez, se casa, cuando Georges tiene 26 años y
hace mucho ha partido, con un jubilado del ferrocarril bel-
ga, cuya pensión puede cobrar si él fallece. Precisamente
con ese hombre decide dejar de hablar, pero intercambiar
mensajes garabateados cuando sea necesario, y él es quien
retira una a una las plumas del loro de Henriette. Se llama
Joseph André; tiene el nombre de pila que Simenon le da
al gato de Émile, el personaje de su novela.10
Así, en El gato de Georges Simenon, que de ninguna
manera pretende ser un texto autobiográfico, todo surge
de lo que el escritor refiere de la historia de su madre: su
origen, su segundo casamiento, el silencio en la casa, el re-
chazo de las palabras y el intercambio de palabras escritas,
hasta el loro… ¡salvo el gato!

10. Para esto, véase Georges Simenon, Pedigree et Lettre à ma mère, op. cit.;
Pierre Assouline, Simenon, París, Gallimard, “Folio”, 1996. [Hay versión
en castellano de: Georges Simenon, Pedigrí, trad. de Núria Petit Fontseré,
Barcelona, Acantilado, 2015.]

159
Patrick Avrane| Casas

Aceptar el gato del otro

Existen múltiples maneras de cohabitar. La práctica de


algunos alquileres compartidos donde cada ocupante se
reserva un lugar en la heladera, donde los medios de coc-
ción son utilizados alternativamente y la distribución de
las tareas domésticas se exhibe en la pared de la cocina,
y donde los animales de compañía no siempre son bien-
venidos, no deja de recordar el modo de existencia en la
casa de Marguerite. La indiferencia, el odio, no impiden
la vida bajo el mismo techo. Sin embargo, vivir juntos en
una casa no es simplemente cohabitar; compartir un lu-
gar es aceptar el gato del otro.
La esposa de Max Eitingon es como los gatos, y yo
no amo los gatos. Ella posee el encanto y la gracia
de un gato […], pero no tiene la menor simpatía
por los ideales de su marido. […] De hecho, está
celosa, el psicoanálisis molesta y distrae su poder
sobre su marido,11

confía Freud a Arnold Zweig. Max Eitingon, probable-


mente el menos conocido de los discípulos de la primera
hora, no deja de desempeñar un papel importante en la
fundación y la organización del movimiento psicoana-
lítico. Hete aquí que Freud le reprocha a esa esposa de
actitudes felinas que le impida a su esposo vivir en la
casa común de los psicoanalistas. Ve en ella a una de esas

11. Sigmund Freud, carta a Arnold Zweig del 10 de febrero de 1937, en


André Bolzinger, Portrait de Sigmund Freud. Trésor d’une correspondance,
París, Campagne Première, 2012, p. 86. Esta carta no figura en la edición
francesa de la correspondencia entre Freud y Arnold Zweig. [Hay
versión en castellano: Sigmund Freud y Stefan Zweig. La invisible lucha
por el alma. Epistolario completo, 1908-1939, trad. de Agostina Salvaggio y
Marcelo Burello, Madrid, Miño y Dávila Editores, 2016.]

160
6. Conjunto

mujeres narcisistas cuya seducción denuncia, que solo se


aman a sí mismas y que parecen bastarse a sí mismas;
solo quieren ser amadas, sin ninguna contrapartida, y se
muestran inaccesibles y enigmáticas. Poseen “el [atrac-
tivo] de ciertos animales que no parecen hacer caso de
nosotros, como los gatos”12, añade Freud en su estudio
sobre el narcisismo.
Al introducir un gato en su novela redactada a partir
de la historia reconstruida de su madre, Simenon pone
de manifiesto lo que provoca la ira de Marguerite: el gato
encarna el narcisismo. Marguerite, mujer narcisista, úni-
camente preocupada por sí misma, por su pasado, por su
presente, por su porvenir, no puede tolerar un rival. No
hay lugar para dos Narcisos; ni siquiera hay lugar para
el narcisismo del otro. Porque nosotros construimos so-
bre nuestro propio narcisismo. Aunque no nos veamos
por dentro, esa imagen idealizada que nos forjamos de
nosotros mismos en nuestra primera infancia está en el
origen de los ideales conscientes e inconscientes que or-
ganizan en mayor o menor grado nuestra existencia, y a
veces nos precipitan en el encuentro amoroso. El gato de
Émile Bouin no está separado de él; Simenon lo subraya
en su texto, el animal no deja de seguir a su dueño. No
es un ser amado distinto, competidor de Marguerite:
representa la parte narcisista del hombre. Aceptar el
gato del otro es aceptar sus ideales, aunque difieran de
los nuestros, cosa que no hace Marguerite. La sexuali-
dad dichosa, la existencia sin miedo por el qué dirán
ni temor por el mañana que Émile vivía con su primera
esposa no están en su horizonte.

12. Sigmund Freud, Pour introduire le narcissisme, OCF. P XII, p. 232.


[“Introducción del narcisismo”, vol. 14, 1992, p. 86.]

161
Patrick Avrane| Casas

Compartir sus ideales

El hogar es el lugar donde se pone a prueba la puesta en


común de los ideales. Sin embargo, no se trata aquí de ex-
tender ese ideal como un absoluto perfecto inalcanzable.
Lo que está en juego, en términos freudianos, es el ideal
del yo.13 Es lo que cada uno integró en sí, lo que fue trans-
mitido por sus padres, sustentado por su educación, en-
riquecido por los modelos encontrados a lo largo de toda
su vida. Dicta la conducta que se debe tener en tal o cual
circunstancia. Es la infinidad de los pequeños gestos de la
existencia, la mayoría de las veces inadvertidos. Cuando
algún otro actúa de diferente manera, eso provoca asom-
bro, hasta reprobación. Los europeos que viajaban a China
hace algunas décadas estaban sorprendidos, y un poco
asqueados, por oír constantemente carraspeos seguidos
por expectoraciones que aterrizaban en el suelo o en una
escupidera; pero eso probablemente no hubiera intrigado
a Freud.14 En la actualidad, algunos japoneses se quejan de
que los disuadan de tomar la sopa haciendo ruido, porque
eso molesta a los extranjeros que cenan en sus restauran-
tes; gargarismos que, hace uno o dos siglos, no habrían
ofendido a ningún comensal francés.
En el interior de la casa encontramos lo que ocurre en el
interior del mundo, y es sabido hasta qué punto el pasaje
a la vida en común a menudo es difícil para una pareja
joven. La mudanza a la misma casa en ocasiones conduce
a la ruptura. Vivir juntos implica cambiar o bien aceptar.
Émile adopta la costumbre de su mujer, que enciende y
luego apaga la luz cuando entra y sale de una pieza; y ella
acepta el humo de sus cigarros. En cambio, él no puede

13. Véase supra, cap. 4.


14. Véase supra, cap. 2.

162
6. Conjunto

entrar en una bañera sin sentirse oprimido y prefiere la


ducha; no soporta el colchón de plumas y el enorme edre-
dón, y aporta su cama; pero ella se niega a dormir con la
ventana abierta. Sacar la basura y cortar leña para el fuego,
sin discusión, son un trabajo de hombre, pero sin embargo
tanto uno como otro pasan la aspiradora, lavan los azule-
jos y enceran el parqué. La vida juntos se va instalando.
Vino para él, un vasito de licor para ella, el piano cerrado
en recuerdo del marido difunto, y un reparto exacto de
los gastos, porque Marguerite se empeña en eso. Simenon
describe la rutina de una pareja, es decir, lo que cada uno
acepta o no del modo de vida de su compañero.

Vivir juntos pero separados

Algunos se niegan, a veces en nombre de la libertad, a


imagen de sus predecesores del siglo pasado, Simone de
Beauvoir y Jean-Paul Sartre, o porque se niegan a dejar
sus empleos alejados uno de otro.15 Esos LAT, acrónimo
por “living appart together”, “vivir juntos pero separados”,
parecen multiplicarse en estos tiempos marcados para al-
gunos por el individualismo, cuando la pequeña batalla
por la elección de los canales de televisión a la que se en-
tregan Émile y Marguerite se resuelve mirando cada uno
su pantalla.
Otro modo de vivienda, pero que en general atañe a
personas que viven solas, compartir el alquiler en adelante
se declina en coliving. No es ya una casa, un apartamento
alquilado por varias personas que hicieron esa elección en
común, sino un inmueble, un chalé organizado para este

15. Véase Christophe Imbert, Eva Lelièvre, David Lessault (dir.), La


Famille à distance, París, Ined Éditions, 2018.

163
Patrick Avrane| Casas

tipo de residencia. Ambientes privados y ambientes en


común son previstos en la construcción o la remodelación.
Dirigidos habitualmente a personas jóvenes, para un pe-
ríodo nunca muy largo, es notable que los promotores de
estas viviendas prevén distribuir, gracias a un algoritmo, a
los diferentes ocupantes en función de sus gustos, sus cos-
tumbres, sus características con el objeto de poner juntos
a quienes se parecen, y el deseo de evitar de ese modo los
conflictos. Triunfo del narcisismo… en el papel, porque no
dudo que se anuden relaciones que no respondan exacta-
mente al proyecto. Es en el seno de las casas que albergan
a los héroes de Simenon, particularmente en la parte más
conocida de su obra —aquella de las investigaciones del
comisario Maigret—, donde el tiempo está detenido, una
necesidad de la novela policial. El móvil del homicidio,
así como el descubrimiento de su autor, se deducen de la
revelación de las relaciones silenciosas, no tan inconscien-
tes como ocultas, entre los protagonistas de la intriga. El
alma de la casa está fijada por las necesidades del libro,
así como la del coliving parece que puede ser regida por
un algoritmo por las necesidades de la promoción de esos
nuevos hábitats.
No obstante, las casas cambian con el correr del tiempo.
Solo unos habitantes que están emparedados en su narci-
sismo esperan que no varíen; ellos intentan negar el paso
de los años. Pero, para iluminarse, el gas reemplaza a las
velas, y luego la electricidad al gas. Aparece el teléfono,
luego las conexiones informáticas. Se adoptan nuevos há-
bitos, los niños nacen y crecen, los padres envejecen. La
casa conserva la huella de sus ocupantes. La moqueta cu-
bre el parqué antes de que este vuelva a ponerse de moda,
siempre y cuando no lo hayan quitado; los interruptores
antiguamente de cerámica se hacen de material plástico;
los recién llegados lamentan que sus predecesores hayan

164
6. Conjunto

destruido las chimeneas de mármol. Vivir juntos es acep-


tar compartir sus ideales con el otro, renunciar a veces a los
suyos, transmitir otros. Los niños precisamente heredan
eso, y a su vez lo acondicionan.

La casa y sus habitantes

Sin embargo, vivir juntos en una casa es también vivir


con la casa. Retomemos los preceptos freudianos. Por un
lado, el ideal del yo, que aceptamos flexibilizar para com-
partir nuestra existencia con el otro, proviene, así como lo
recalcamos más arriba, de la influencia de los padres a la
que sucede la de una multitud, educadores, profesores, y
tantos otros entre nuestros semejantes. Por otra parte, el
superyó no se construye a partir del modelo de los padres
sino según el superyó parental. Es portador de valores
a prueba del tiempo que se perpetúan de generación en
generación y que solo lentamente dejan el sitio a las in-
fluencias del presente y a las modificaciones.16 El ideal del
yo depende de los habitantes, el superyó se encarna en la
casa. Vivir juntos en una casa es permitir que el ideal del
yo de los ocupantes del hogar encuentre su sitio en una
construcción que sostenga los valores del superyó.
Es lo que leemos en la novela de Simenon y, más aún, lo
que vemos en el film de Granier-Deferre. El gato no narra
únicamente el fin de una pareja, sino también el fin de una
casa, la desaparición de toda una tradición. Las imágenes y
el estrépito de la destrucción acompasan la obra. El cineas-
ta, en varias oportunidades, nos muestra las máquinas, los
obreros y la bola al cabo de un cable sostenido por la flecha
de una grúa que en una nube de polvo hace trizas las cons-

16. Véase supra, cap. 3.

165
Patrick Avrane| Casas

trucciones vecinas de la casa, que a su vez comparte ese


mismo futuro. Las escenas son tanto más realistas cuanto
que son verdaderas. No es ni un decorado ni una recons-
titución, sino las obras en curso del barrio de negocios de
la Défense próximo a París. Tanto la calle sin salida como
la casa son destruidas después del rodaje. Como tantas
otras, una pareja modesta se había mudado a un chalé del
suburbio cercano y ve que su vivienda es atrapada por la
extensión de la ciudad. Es la desaparición de un estilo de
vida, el de los chalés del suburbio, de las calles tranquilas,
humildes y familiares, a dos pasos de la capital.
La ruptura de la pareja de Marguerite y de Émile se
hace sobre el fondo de la demolición de un mundo, cosa
que, en la novela y el film, refuerza la vivencia de fin. No
obstante, uno hubiera podido producirse sin el otro. Una
pareja puede desgarrarse en la más bella de las moradas
eternas y permanecer unida cuando a su alrededor el
mundo se derrumba. Ideal del yo y superyó no se inscri-
ben en la misma temporalidad. Aquí, el cambio es brusco,
a la ejecución del gato corresponde el derrumbe de la casa.
No obstante, por regla general, las modificaciones del
marco de la vivienda, a imagen de aquellas del superyó
freudiano, se hacen progresivamente. Hemos visto que la
brutalidad, la de Le Corbusier en Pessac, puede provocar
un rechazo; y, en La casa del gato que pelotea, la heroína su-
cumbe al pasar de la venerable casucha, donde su herma-
na prospera, a la vivienda acorde con el gusto de la época
de su marido el artista. En cambio, los pequeños salones y
corredores del hotel para viajeros donde reside el narrador
de En busca del tiempo perdido conservan sus hábitos de la
época en que, en el siglo xviii, formaban parte de un ho-
tel noble. Zola agranda su casa de Médan, y poco a poco
el confort moderno entra en el apartamento de Freud.
Cuando la configuración de la vivienda cambia, no es úni-

166
6. Conjunto

camente el decorado lo que se renueva; lo que adopta otra


forma es la manera en que los habitantes viven juntos, en
que se dirigen la palabra entre ellos.

Haussmann de ayer y de hoy

En París, pero también en otras grandes ciudades fran-


cesas, en todos los barrios, porque la renovación es ge-
neral, los inmuebles haussmannianos, cuya construcción
con el mismo plano se perpetuó hasta la Gran Guerra,
están muy presentes, y son apreciados por la burguesía.
En buena parte dan su estilo a la capital de Francia con
sus techos de cinc que cubren las piezas del sexto piso.
Ese plano es a la vez variado e inmutable. Los ambientes
de recepción (o el único comedor) dan a la calle, o al pa-
tio para los inmuebles dobles; los ambientes familiares
(dormitorios más o menos numerosos) se comunican por
uno o varios corredores que pueden funcionar como vías
secundarias; los de la vida íntima (gabinetes de tocador,
cuartos de baño, water closet) están más o menos desarro-
llados y equipados según la fecha de construcción; los de
la vida doméstica (cocina, lavadero, trasteros) son rele-
gados bien al fondo del apartamento. Dan a una escalera
de servicio por donde suben las provisiones, el carbón, la
madera, y que permite el ascenso, sin ascensor, hacia las
habitaciones “de las criadas” en el último piso, cuyo la-
berinto de corredores reproduce el de las cavas, con piso
de tierra apisonada, para el vino y los combustibles. En
esas habitaciones no hay ni calefacción ni agua, un surti-
dor en el pasillo y aseos comunes en el palier; chimeneas
en el apartamento, gas, electricidad, calefacción central a
veces, a medida que van apareciendo.

167
Patrick Avrane| Casas

Julio Verne aplica ese plano incluso en su famoso


Nautilus. Si la construcción del submarino de Veinte mil
leguas de viaje submarino fuera hoy realizable, su concep-
ción interior sería totalmente obsoleta. Un gran salón y
una habitación para el capitán, los marineros relegados al
fondo, es el inmueble haussmanniano, ¡salvo la escalera!
El escritor, gran conocedor de las técnicas de su época,
que sabe llevar hasta los últimos límites, no anticipó la
evolución de la sociedad.

El fin de los timbres

Venían a llamarme muy suavemente a la escalera: era


una vocecita dulce que me gritaba: “La buena*, buena
Zinguette, buena amiga, ven, mamá te llama…”. ¡Oh! Eso
se entiende, es humano; son voces que hablan a orejas y a
las que se puede responder.17

Zinguette, la doméstica retratada por Pierre-Louis


Roederer, un político y periodista bajo el Consulado y el
Primer Imperio, echa de menos el tiempo en que el timbre
que la gobierna aún no se había inventado. Sin embargo, la
novedad bajo el Primer Imperio se convierte en regla bajo
el Segundo. La distribución de los ambientes a lo largo de
todos los corredores, el alejamiento, hasta la barrera entre
espacios domésticos y vida familiar y social, hacen que las
palabras sean ineficaces. Campanillas y timbres, mecáni-

* En el original bonne, que significa “buena” pero también “criada”,


o “doméstica”. En esta oración mantenemos en sus tres apariciones
“buena”, porque ese significado está implícito. [N. del T.]
17. Pierre-Louis Roederer, Opuscules, tomo I, año X (1801‑1802), citado
por Michelle Perrot, en “Les premières sonnettes à domestiques”,
L’Histoire, octubre de 1982, n° 49, p. 98.

168
6. Conjunto

cos y luego eléctricos, permiten llamar a los servidores. Lo


que se instala es toda una economía de la manera de vivir
juntos, de la manera de responder a los llamados. En esas
casas del siglo xix, aquellas donde vive tanto Freud como
sus pacientes, escisiones y puertas cerradas, represiones
y lugares cerrados van a la par con la especialización ex-
trema de los espacios y los roles de cada uno en la vida
burguesa. Sería aberrante que el dueño de casa se desplace
para responder al llamado de un gato, y si un niño llora,
ocuparse a la niñera le corresponde, cuando no a la madre.
Sin embargo, el mundo cambia. En Europa, la domes-
ticidad servil desaparece. Los timbres solo previenen la
llegada de un visitante a la casa, única situación en la cual
aún son aceptados, pero diversas campanillas de carillón a
menudo atenúan su carácter imperativo. Sin embargo, con-
trariamente a lo que se produce en la novela de Simenon,
las habitaciones haussmannianas no son destruidas; su
evolución se hace lentamente. Cocinas desplazadas, baños
modernizados, cuartos de servicio agrupados o transfor-
mados en alojamientos precarios son los acondiciona-
mientos en curso. Si bien en ocasiones es difícil suprimir
pasillos y corredores, estos desaparecen en las construccio-
nes modernas. Si la gente no se entiende por fuerza mejor
en las casas contemporáneas, se oyen más fácilmente las
palabras y los llamados de aquellos con quienes se com-
parte la vivienda. De la especialización de los ambientes
la mayoría de las veces no subsiste más que la distribución
entre cuidados del cuerpo en los cuartos de baño, usos de
la cama en las piezas y el resto, comida y cocina, recepción
y vida común, más o menos reunidos según el tamaño de
las habitaciones y los deseos de sus ocupantes.
El ideal del yo de cada uno hace de manera que el arnés
del superyó no sea demasiado coercitivo. Vivir juntos es
también decidir acerca de las paredes de su casa. Reunir el

169
Patrick Avrane| Casas

sitio donde se come y aquel donde se cocina, o bien abrir


la cocina sobre el espacio donde se hacen las comidas, o
incluso separarla de este, más allá de las modas, no es una
elección anodina, sino que rubrica lo que juntos aceptamos
como legítima coacción del superyó. Cambiar las paredes
es hacer evolucionar la tradición, la que también regula la
manera en que podemos compartir entre varios una vi-
vienda o constituir un hogar, nuestra casa.

Levantarse de la mesa

Algún tiempo después de la sesión del gato que voy a


salvar, Grimoald refiere un recuerdo de infancia. Tiene
12 años y una hermana mayor de 15. Sus padres están
separados y en esa época ellos viven con su padre, quien
se volvió a casar desde hace algún tiempo con una mujer
cuya primera preocupación al llegar al apartamento de su
nuevo esposo fue hacer instalar campanillas en todas las
piezas con un cuadro en la cocina, cosa que a los niños les
pareció totalmente ridícula y que por otra parte nunca fue
utilizada. Apoyándose en preceptos de otro tiempo que, se
burla Grimoald, ella debía haber leído en alguna obra que
tratara de los principios del saber vivir, no deja de querer
inculcar lo que llama los buenos modales: prohibición de
correr en la casa, de hablar fuerte, de levantarse de la mesa
antes que las personas mayores… Rápidamente, entre la
hermana de Grimoald y su madrastra las cosas se ponen
mal. Conflictos y desobediencia esmerilan su relación.
Sin embargo, valga lo que valga, la casa mantiene una
apariencia de familia. Cada uno conserva su habitación, en
la cual la madrastra acepta dejar de entrar para velar por
su buen orden, y todo el mundo se encuentra para la cena

170
6. Conjunto

ritual de la noche, hasta que la joven decide no ir más a la


mesa y comer en su cuarto. Ira de la madrastra, tentativa
de negociación del padre; no hay caso. Ultimátum de esta
mujer, que no acepta que se coma en otra parte que no sea
allí donde está prescrito, negativa del padre, que no acepta
matar de hambre a su hija. La madrastra se va. Grimoald
no refiere nada más en ese momento. Yo sé que el hermano
y la hermana irán más tarde a vivir con su madre. Pero
comprendo que, al levantarme antes del fin de la sesión, lo
que salvé fue probablemente la continuidad del análisis.
No me sometí a las exigencias que prohíben levantarse an-
tes del fin de la comida, no me adapté a las reglas tiránicas
del superyó de otro tiempo.

171
Epílogo
Extrañeza
Una Virgen María muy grande, con un largo vestido y
una capa; separa los brazos y su manto forma una suer-
te de dosel que recibe a personajes de tamaño reducido.
Esta figura de la Virgen de la Misericordia aparece en el
siglo xiv: preserva a monjes y monjas que se consagraron
a ella. Después de 1400 son hombres y mujeres, religiosos
o laicos, los que son abrigados por el manto de María. La
Virgen del manto garantiza de las flechas divinas, o de la
peste enviada para castigar a los pecadores. Piero della
Francesca o Lippo Memmi la representan; La Virgen con el
manto de armiño es uno de los lienzos pintados franceses
más antiguos.1

La Virgen del manto

Esas Vírgenes del manto son abrigos, suertes de chozas, de


casas. María constituye su pilar, solo su cabeza aureolada
sale de la cumbrera; su capa sostenida por sus brazos, a
imagen de una tienda de tela, envuelve a aquellos a quie-
nes protege. Bajo su vestimenta se vuelven hacia ella, bien
ordenados como niños obedientes: clero de un lado, insta-
lado en orden jerárquico, seculares del otro; o bien, cuando
se trata del pueblo laico, hombres a su derecha, mujeres a
su izquierda. Imagen maternal, la madre de Cristo es mise-
ricordia, ella salvaguarda de las pestes y flagelos divinos;
preserva de lo extraño aterrador porque nos es familiar.

1. Piero della Francesca, Madonna della Misericordia (1445), Sanselpocro,


Museo civico di Sanselpocro; Lippo Memmi, Madonna dei Racommandati
(1350), Orvieto; anónimo, La Virgen con el manto de armiño (alrededor de
1410), Le Puy-en-Velay, Museo Crozatier. Véase Dominique Donadieu-
Rigaut, “Les ordres religieux et le manteau de Marie”, Cahiers de
recherches médiévales et humanistes, 2001/8, pp. 107‑134.

175
Patrick Avrane| Casas

Nos guarda de lo ominoso freudiano, el Unheimliche: lo


que no pertenece a la casa, pero sin embargo está allí.2
La casa nos representa, y las representaciones de casas
son como nuestros espejos inconscientes. En los cuadros
de la Virgen del manto veo una figuración de esa choza
original imaginada por Viollet-le-Duc.3 Pero el arquitecto
de un siglo xix cientificista garantiza a los hombres de los
animales feroces, de la naturaleza salvaje, cuando los pin-
tores del siglo xv muestran una María que nos preserva
de nosotros mismos, porque, como buen freudiano, ¿acaso
puedo pensar la ira de Dios de otra manera que como la
que yo me destino, el fruto de un superyó cruel? Así es
como concibo todos esos pequeños personajes ordenados
juiciosamente bajo la capa de la Virgen como otros tantos
habitantes de una casa que integraron los juiciosos precep-
tos de la vida en comunidad, y olvidaron los deseos im-
petuosos que harían imposible esa vida. La vivienda está
tranquila, lo ominoso no tiene allí su lugar, no hay ningún
misterio en la casa. En ocasiones, los diques de la prohibi-
ción ceden. La casa se convierte en el lugar del crimen, la
atormentan los fantasmas, surge el enigma.

Nutshel studies

La escena es extraña. Tres o cuatro fortachones, algunos


con una pistola en el cinturón, todos con un vaso o una
lata de gaseosa en la mano, giran alrededor de una casa de
muñecas. Entre dos tragos hablan de huellas de sangre, de
ventana abierta o cerrada, de sillas caídas, de un cuchillo

2. Véase Sigmund Freud, L’Inquiétante Étrangeté, París, Gallimard, 1985,


y aquí cap. 4. [“Lo ominoso”, vol. 17, 1992.]
3. Véase supra, cap. 1.

176
Epílogo | Extrañeza

plantado en un cuerpo, de un fusil abandonado. Estamos


en Baltimore, Maryland, en los Estados Unidos, en el cuar-
to piso de la morgue.4 Estos inspectores de policía siguen
el seminario de investigación criminal creado en 1945 en
Harvard por Frances Glessner Lee. Lo que comentan con
atención son escenas de muerte sospechosa. Crímenes,
suicidios o accidentes, no se sabe, son puestos en escena
a escala 1/12a en viviendas muy fielmente reproducidas.
Después de un examen profundo deben proponer una
explicación de la muerte violenta de la muñeca. Se puede
considerar que esos Nutshell studies, estudios en cáscara de
nuez (término inglés utilizado cuando se trata de maque-
tas), toman el relevo de Study in Scarlett (Estudio en escarla‑
ta), la aventura prínceps de Sherlock Holmes.
Sin embargo, Arthur Conan Doyle, por médico que
sea, no inventa esas historias sino para divertir, mientras
que Frances Glessner Lee, primera mujer especialista de
medicina legal —aunque no médica— y primera mujer
oficial de policía en los Estados Unidos, fabrica esas vi-
viendas en miniatura con sus cadáveres con un objetivo
didáctico. A esto consagra toda la segunda parte de su
existencia, y una buena parte de su inmensa fortuna.
Con ella, las investigaciones dejan de ser desordenadas;
los indicios son estudiados con la misma atención que
aquella que le dedica Sherlock Holmes, cuya celebridad
nace en los años de juventud de Frances Glessner. Las
realizaciones de esta mujer no pretenden ser literarias.
Ella reconstituye escenas inspiradas en noticias policia-
les, que representan lo más fielmente posible la realidad,

4. La Mort en minuscule, documental de Florent Muller, Frédéric Capron,


Ghislain Delaval, Mathieu Parmentier, France Télévision, 2018; y véase
también Corinne May Botz, The Nutshell Studies of Unexplained Death,
Nueva York, Monacelli Press, 2004.

177
Patrick Avrane| Casas

la que ella imagina. El enigma que inventa está cubierto


en esas casas de muñecas; son los observadores los que
deben escribir la novela y encontrar la solución ya redac-
tada, encerrada en la caja fuerte de la morgue. El arte de
Frances Glessner, porque al ver sus obras eso se perci-
be, no reside en la invención de argumentos, sino en la
fabricación de casas en miniatura. Otros tantos hogares
que encubren otras tantas muertes violentas y extrañas.
Otras tantas viviendas que parecen estar en oposición a
aquellas que conoce esta rica norteamericana, y cuya vida
está acompasada por los cambios de casa.

La fortaleza de Chicago

1887, Prairie Avenue, Chicago, la dirección más encope-


tada de la ciudad, una casa de granito, maciza y austera,
ventanas con barrotes de piedra o siempre ocultas por cor-
tinas, es terminada después de dos años de construcción.
Su aspecto poco atractivo zanja con las ricas mansiones
victorianas de la avenida donde, cuenta un periodista de la
época, residen setenta y siete millonarios. George Pullman
—el de los trenes y los vagones—, un vecino, se pregunta
de qué es culpable para encontrarse frente a semejante for-
taleza cuando sale de su casa.5
John J. Glessner (1843‑1936), riquísimo hombre de ne-
gocios, copropietario de International Harvester —uno
de los más importantes fabricantes de máquinas agrícolas
en los Estados Unidos—, mandó construir esa vivienda
para vivir en ella con su esposa Frances y sus dos hijos,
un varón, luego una chica, Frances, que lleva el mismo

5. Glessner House, inscrita en el Registro Nacional de sitios históricos,


se sigue visitando en Chicago.

178
Epílogo | Extrañeza

nombre de pila que su madre. La casa, construida en base


a sus indicaciones por un arquitecto famoso, es de estilo
“romanesco”: recupera ciertos códigos del arte románico
europeo. No obstante, su plano parece emparentarse con
el de un castillo fortificado. Un largo corredor detrás de la
fachada que da a la calle, y paralelo a ella, a la manera de
un camino de ronda, refuerza la protección de los habitan-
tes; en la fachada interior, unas redondeces como si fueran
una torre que encierra una escalera evocan los torreones;
estos edificios ocultan un patio totalmente cerrado e invi-
sible desde la calle. No es el manto de la Virgen sino más
bien la ciudadela de Tubal-Caïn.6
Acondicionamiento y decoración son dejados en manos
de Frances Macbeth Glessner, que no se contenta con ser
una madre de familia prudente. Pilar de la alta sociedad
de Chicago, comprometida con su esposo en el mecenazgo
cultural, pianista consumada, es una ferviente aficionada
al movimiento Arts & Crafts (Artes y artesanados), pre-
cursor inglés del Modern Style. Mobiliario, vajilla, múlti-
ples objetos de la casa provienen de artesanos escogidos
o son realizados por la misma Frances M. Glessner. Ella
confecciona los uniformes de los empleados, los manteles
y los cubrecamas, se inicia en la carpintería y la orfebrería,
y fabrica recipientes de plata y joyas en un taller instalado
en el subsuelo.
Es la casa ideal que esta pareja muy unida nunca aban-
donará, incluso cuando, veinte años más tarde, la alta so-
ciedad abandona Prairie Avenue. Y cuando después de la
Primera Guerra Mundial ese barrio pierda definitivamente
su carácter atractivo, John J. Glessner redacta The Story of

6. Victor Hugo, La Légende des siècles, op. cit.

179
Patrick Avrane| Casas

a House.7 Allí explica la importancia, en su hogar, de la


presencia de muebles y objetos que tengan una historia.
Provienen de herencias familiares, de regalos escogidos
por amigos; fueron modelados por artesanos o por su es-
posa, no son fabricados de manera industrial por manos
anónimas. Así la casa se vuelve familiar, no hay ajenidad
ni extrañeza, no hay Unheimliche. Posee un alma, pero allí
el inconsciente no encuentra su sitio.
Frances Glessner, la hija (1878‑1962), no tiene diez años
cuando se muda con sus padres a esa vivienda donde todo
está minuciosamente concebido. Hijos de la muy alta bur-
guesía, ni ella ni su hermano van a la escuela, sino que
los preceptores se encargan de su educación. Aprende de
su madre la decoración, la pintura, el trabajo del metal y
los trabajos de aguja, como las reglas de la vida social y
la manera de mantener una casa. Siendo mujer, no va a
la universidad cuando su hermano entra en Harvard; ella
forma parte de “la categoría de las mujeres ricas que no
tienen nada que hacer”8, enuncia más tarde; otro elemento
Arts & Crafts.

La casa espejo

Nada que hacer… salvo casarse. En 1898, a los 20 años, se


convierte en Frances Glessner Lee; su esposo es un austero
profesor de derecho en la universidad. La pareja vive en
Mirror House, siempre en Prairie Avenue, una de las dos

7. John Jacob Glessner, The Story of a House (1923), Chicago Architecture


Foundation, 1992.
8. Carta de junio de 1951, citada en Corinne May Botz, The Nutshell
Studies of Unexplained Death, op. cit., p. 22 (en todos los casos, la traducción
es mía).

180
Epílogo | Extrañeza

casas gemelas, cuyas fachadas están en espejo, que John


J. Glessner hizo construir para su hijo y su hija. No deja
de apoyar financieramente a su yerno para que la pareja
conserve el mismo tren de vida. Rápidamente tienen dos
hijos, el primogénito es llamado John, ¡la segunda Frances!
Después de cuatro años de matrimonio se separan, pero el
marido vive en las cercanías; tienen un tercer hijo; luego,
en 1906, su ruptura se vuelve definitiva; se divorcian en
1914. El extraño sale de la casa.
Después de una estadía en un lugar de veraneo de
renombre en la costa del Pacífico para limitar el escán-
dalo, Frances Glessner Lee, que en adelante depende
totalmente de la fortuna paterna, se instala con sus hijos
en otra propiedad familiar. No es ya una fortaleza, sino
una finca en el modelo de las propiedades aristocráticas
británicas. En el norte de New Hampshire, un estado de
la Nueva Inglaterra, entre el océano Atlántico y Canadá,
John Glessner, a partir de 1882, constituye una finca de 800
hectáreas, The Rocks, cuya casa principal de diecinueve
piezas, The Big House, se convierte en la residencia estival
de la familia.9 Se erigen muchos otros edificios, algunos
por arquitectos de renombre, para las diferentes activi-
dades de la propiedad, porque esta se convierte en una
granja próspera, que gana premios en la cría de aves de co-
rral y suministra todos los productos de consumo para la
residencia de Chicago. También sirve de terreno de expe-
riencia para las nuevas máquinas agrícolas de la empresa
de John Glessner. Sin embargo, es siempre el espíritu Arts
& Crafts el que rige el acondicionamiento tanto del paisaje
como de las construcciones. En el seno de ese principado
donde reina el espíritu de la familia, Frances Glessner Lee,

9. La finca The Rocks está inscrita en el Registro Nacional de lugares


históricos, pero casi todas sus casas originales desaparecieron.

181
Patrick Avrane| Casas

sus dos hijas y su hijo, residen en el Cottage, la vivienda


prevista para el guardián, por lo tanto, lo más alejado de
la casa principal.

La armonía del mundo

En 1912, y durante numerosas semanas, ella emprende la


fabricación de su primera maqueta: la de la orquesta sin-
fónica de Chicago en su totalidad, con todos sus músicos
y sus instrumentos dirigidos por un director de orquesta,
noventa personajes de unos doce centímetros, cada uno
con sus rasgos distintivos, los gestos precisos y la partitura
adaptada; un regalo de aniversario para su madre, fervien-
te seguidora y principal mecenas de esta formación musi-
cal. Dos años más tarde reedita la hazaña con un cuarteto.
Trompeta, violonchelo, violín y flauta, que pueden produ-
cir notas, están en las manos de músicos en miniatura cuya
cara y actitud son el exacto retrato de aquellos a quienes
representan.10 ¡Aquí tenemos a los pequeños personajes
que vemos bajo el manto de la Virgen María! Están bien
en orden, cada uno en su lugar, dispuestos a agradecer a
su benefactora. Frances, a imagen de un artista de fines
de la Edad Media, ofrece a su madre un cuadro que rinde
homenaje a aquella que permite la armonía de la casa, de
la música, de su mundo.
No obstante, la joven no deja de conocer la falta de ar-
monía del mundo, los asesinatos, las muertes enigmáticas,
aunque eso no organiza su vida de rica heredera. En el
momento en que su hermano estudia en Harvard, ella co-
noce a uno de sus condiscípulos, George Burgess Magrath;

10. Las maquetas, largo tiempo olvidadas, fueron encontradas y


expuestas en Glessner House.

182
Epílogo | Extrañeza

entre ellos se anudan lazos de amistad que no se interrum-


pen. Magrath se convierte en un médico legista de renom-
bre, llamado como experto en todos los Estados Unidos, y
suscita el interés de Frances por su actividad. Por primera
vez afirma poder encontrar la posibilidad “de hacer algo
con mi vida que tenga un sentido para la comunidad”.11
Algunos afirman que su interés por la medicina legal se
debe a su interés por George Burgess Magrath, pero pro-
bablemente es también una manera de rozar la extrañeza
en una existencia protegida, como bajo la capa de María.
En algunos años, su vida da un vuelco. Su hermano
muere en 1929, su madre en 1932, su padre en 1936. El
doctor Magrath desaparece en 1938. Frances Glessner Lee
hereda la fortuna familiar, y The Rocks, compartida con la
familia de su hermano. Es libre de sus elecciones. Después
de la Segunda Guerra Mundial, en la finca, hace demoler
la Big House, la casa de sus padres, y después la de su her-
mano; ella se queda en la suya. La gran casa es destruida,
las minúsculas son construidas…

Remedar la vida

Mientras que las viviendas construidas para la serenidad


de sus habitantes son pronto derribadas, en los años cua-
renta Frances Glessner comienza la construcción de esas
extrañas casas de muñecas del crimen y de la violencia. Sus
medios considerables le permiten no escatimar tiempo ni
dinero. Emplea a un carpintero, notable maquetista, pero
ella también participa en la fabricación, así como impone
detalles de una precisión que supera de lejos el objetivo os-

11. Citado en Corinne May Botz, The Nutshell Studies of Unexplained


Death, op. cit., p. 27.

183
Patrick Avrane| Casas

tentado de formación de los policías. Los cubiertos en mi-


niatura pueden ser de auténtica platería, las cerraduras de
las puertas funcionan, los cajones de los muebles se abren.
A su orden, el carpintero confecciona un rocking-chair cuyo
balanceo cesa después de cinco idas y vueltas, pero debe
cambiar un apoyabrazos porque el modelo reducido no
posee el nudo en la madera del original. Una infinidad de
pequeños accesorios son recolectados o bien realizados,
a veces por una manufactura de juguetes. Se dice que se
necesita tanto tiempo para construir la maqueta como para
erigir una casa real. Los cadáveres, muñecas que Frances
Glessner Lee concibe ella misma, llevan ropa interior, y
el color de su cuerpo indica desde hace cuánto tiempo el
personaje supuestamente está muerto.
Una casa de tres habitaciones. Frente a la puerta, en
el porche, tres botellas de leche y un juguete. En la co-
cina, que también sirve de sala común, todo está impe-
cablemente ordenado, cajas y recipientes en un estante,
trapo plegado, tostadora y cafetera a la derecha de la
pileta, el hervidor en la cocina y la mesa dispuesta para
el desayuno, pero en el suelo un fusil. Dos puertas abier-
tas, una conduce al dormitorio de los padres, la otra a la
del hijo. Se ven huellas rojas en el suelo. Cuando se entra
en la primera pieza se ve primero la gran mancha de
sangre sobre las sábanas antes de descubrir a la madre
muerta, todavía acostada, en camisón, como si hubiese
sido muerta en su sueño. Su marido, en pijama, cubierto
de sangre, está tumbado, muerto, de cara al suelo, sobre
un edredón al pie de la cama. En la pieza del niño: una
silla dada vuelta al lado de un osito de peluche, y dos
sillitas de juguete (casa de muñecas en la casa de mu-
ñecas) también dadas vuelta, apoyadas en una cómoda.
Salpicaduras de sangre en la pared y los barrotes de la
cama bastan para adivinar la masacre.

184
Epílogo | Extrañeza

La acumulación de accesorios en miniatura reproduci-


dos hasta en los menores detalles —mecedora con un cojín,
espejos y cuadros en las paredes, tapetes en las cómodas
cuyos cajones sabemos que se pueden abrir, rueditas en
la cama del bebé, latas de conserva con etiquetas legibles,
guía bajo un teléfono del que uno se pregunta si no va a so-
nar— provoca un sentimiento de extrañeza. Pero más allá
de la precisión, en los nutshells, el tiempo está detenido.
Todas las casas de muñecas representan nuestras vivien-
das, no obstante lo cual los personajes que pueden poner
en ellas hijos o coleccionistas, por fieles que sean a sus mo-
delos, siguen siendo maniquíes estáticos. No tienen el mo-
vimiento de la vida, a imagen de la inquietante Olympia, el
autómata imaginado por Hoffmann en El hombre de arena,
pretexto para el estudio de Freud.12 Aquí, en esta escena
del crimen, los muñecos son cadáveres tanto más realistas
cuanto que no se mueven. Al figurar la muerte, ¿Frances
Glessner remeda la vida, su vida?

El doble

El motivo del doble está en el corazón del efecto de ex-


trañeza, subraya Freud. Él remite a ese tiempo originario
de la vida psíquica en que el niño aún no experimentó el
“yo soy”, cuando el mundo exterior no es distinto de él,
y cuando el otro amigable es un doble de sí mismo. Más
tarde, en el momento en que él puede sostener su soledad,
cuando el límite del cuerpo es semejante a las paredes de
la casa, “el doble ha devenido una figura terrorífica del
mismo modo como los dioses, tras la ruina de su religión,

12. Véase Sigmund Freud, L’Inquiétante Étrangeté, op. cit.

185
Patrick Avrane| Casas

se convierten en demonios”13, porque hace resurgir ese pe-


ríodo olvidado, su recuerdo reprimido. Freud, que como
Sherlock Holmes en general comienza por experimentar
sobre sí mismo, refiere haber vivido ese espanto en un
compartimento de wagon-lit: la puerta del baño se abre
bruscamente y ve que entra un hombre mayor en bata. Se
precipita para pedirle que salga y entonces se da cuenta
de que se trata de él mismo que se refleja en el espejo de
la puerta.
Las casas en miniatura de Frances Glessner son en es-
pejo de aquellas donde vivió. Las víctimas, esencialmente
femeninas, pueden ser comprendidas como dobles inver-
tidos de ella misma. Viviendas comunes y corrientes, a
veces bien cuidadas, a veces en desorden, nunca ricas y
elegantes, con un mobiliario barato, residencias impensa-
bles en Prairie Avenue; personas de condición modesta, en
ocasiones descuidadas, otras bien vestidas; un mundo que
no entra en Glessner House. Sin embargo, Frances desliza
en los nutshells indicios que significan su presencia, como
esos peces, su emblema fetiche, dibujados en un papel pin-
tado o sobre el vidrio de una puerta.
Luego, en su biblioteca en miniatura, entre la literatura
inglesa al lado del Who’s Who, de Los tres mosqueteros y de
Nuestra Señora de París, un título, también en francés, pero
este muy olvidado hoy: En la rama, de Pierre de Coulevain.14
Al descubrir este libro, me imagino que estoy asistiendo
a la escena donde Sigmund Freud es sorprendido por la

13. Ibid., p. 239 [“Lo ominoso”,vol. 17, 1992, p. 236.]; y para lo que sigue,
nota 1, p. 257.
14. Pierre de Coulevain, Sur la branche (1901), París, Calmann-Lévy,
1940 (primera traducción norteamericana, 1904). Identificado por
Florent Muller, La Mort en minuscule, documental citado. [Hay versión
en castellano de Pierre de Coulevain: Ave sin nido. En la rama, trad. de
Pedro Simón Pineda, Madrid, Ediciones Literarias, 1925.]

186
Epílogo | Extrañeza

intrusión de su doble en el wagon-lit. La obra y su autor se


me aparecen inmediatamente en espejo a la existencia de
Frances Glessner.

En la rama

Pierre de Coulevain es una mujer, Jeanne Philomène


Laperche (1853‑1927), que, a ejemplo de las hermanas
Brontë, adopta un seudónimo masculino para sus publica-
ciones. Su primer libro, Nobleza americana, que aparece en
1896 y es recompensado por la Academia Francesa, con-
cierne ya a la situación de la familia Glessner: allí asegura
que la casta de los fundadores puritanos de los Estados
Unidos es suplantada por la nueva elite de los multimillo-
narios que saben gastar para hacerse reconocer. Sus obras
siguientes dependen de la autobiografía novelada. En la
rama, aparecido en 1904 y traducido al norteamericano en
1909, adopta la forma del diario íntimo de una escritora.
Esta, a los 57 años —la edad en la cual, tras haber perdido
a su hermano y a su madre, fallece el padre de Frances
Glessner—, se encuentra sola, sin marido, sin familia, pero,
también ella, con cierta fortuna. Asume su independencia,
viaja. Alaba a los norteamericanos ricos e independientes;
estos le explican que en “Chicago, ahora, se cultiva la mú-
sica con pasión”15, ¡frase casi soplada por Frances Glessner!
Se la supone feminista; sin embargo, a imagen de aquella
que se convierte en la primera capitana de policía en su
país, no reclama para las mujeres más que su participación
en los asuntos del mundo. Frances Glessner Lee desento-
na en las fotografías, rodeada de policías, necesariamente
varones. Jeanne Laperche redacta su obra bajo un nombre

15. Pierre de Coulevain, Sur la branche, op. cit., p. 151.

187
Patrick Avrane| Casas

masculino, y debe su primer reconocimiento a cuarenta


inmortales que no habían contemplado tener a ninguna
mujer bajo la cúpula de su casa común, pero ella forma
parte de las fundadoras del premio Femina.
Jeanne Laperche escribe En la rama poco después del
deceso, en 1903, de su esposo, de su madre y la partida de
su hijo. No conozco la parte exactamente autobiográfica
de la obra. No sé si, como su heroína, ella descubre la rela-
ción que mantenía su marido con una de sus allegadas, y
el hijo ilegítimo que surge de esa relación, del que ella se
hace cargo al morir su madre. No obstante, la narradora
se describe “como un pájaro en la rama” porque, como su
creadora, su hogar ha desaparecido. Decide no reconstruir
un nido, no tener ya una casa, hacer de los hoteles su vi-
vienda y el escritorio donde escribe. Las ramas son lujo-
sas, son palacios: Ritz y Castiglione en París, Grand Hôtel
o Palace Hôtel en Bagnoles-de-l’Orne y Aix-les-Bains,
Ambassadeur en Vichy. Ella está en el mismo mundo que
el de los Glessner. Allí hace conocidos, anuda amistades,
es invitada por estadías más o menos largas en casas sola-
riegas, castillos, fincas. Cada vez es una nueva historia, con
encuentros azarosos, que debe referir, otras tantas páginas
de su diario íntimo.
La extrañeza de los nutshells desaparece cuando se los
considera como relatos para leer. Frances Glessner Lee
narra aventuras que hay que descifrar. Ella no remeda su
vida; como la novelista, realiza su deseo. No necesita un
seudónimo masculino, se pone el traje de oficial de policía.
No se encierra en un rol de mujer del hogar, lo destruye
simbólicamente al divorciarse, luego demuele las casas de
The Rocks; sin dudas, la fortaleza de Chicago es demasia-
do sólida. Nos muestra que al ser la casa, como el manto
de María, demasiado benevolente, amarra la existencia de
quienes la habitan.

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Epílogo | Extrañeza

La extrañeza en la casa

Nosotros construimos y decoramos nuestras viviendas


para preservarnos de la extrañeza. Múltiples rúbricas de
diarios y de programas televisados, numerosas revistas
dan sus recetas, y las innumerables tiendas de muebles o
de bricolaje suministran sus ingredientes. Nada está nunca
terminado. A medida que nuestra manera de domesticar el
mundo evoluciona, nuestras viviendas cambian. En fun-
ción de los períodos de nuestra existencia, pero también
de aquellos y aquellas con quienes compartimos la vivien-
da, elegimos nuestros muros y lo que hacemos entrar en
el interior. Pero la extrañeza en la casa es el Arenero o el
fantasma, papá Noel o san Nicolás, el sueño o la pesadilla,
nuestros propios misterios. Ninguna pared los detiene.
Entonces, si la extrañeza no tiene ningún lugar en la vi-
vienda, a la manera en que Frances Glessner imagina sus
sorprendentes casas de muñecas, debemos encontrar otros
lugares para conjurarla. Las iglesias, los templos, los casti-
llos embrujados, los trenes fantasmas y los consultorios de
los psicoanalistas zumban de las palabras inquietas o de
los gritos de espanto que suscita.
Las paredes de las casas construidas por los albañiles
y los arquitectos aíslan el espacio donde vivimos. Las
paredes de la casa inconsciente, aquella que nos abriga
tanto como nosotros a ella, son a imagen de una banda de
Moebius; el interior y el exterior no se distinguen.

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Esta primera edición de Casas. Cuando el inconsciente habita los
lugares, se terminó de imprimir y encuadernar en febrero de
2021 en Mundo Gráfico Srl. y Encuadernación Latinoamérica
Srl., ambas ubicadas en Zeballos 885, Avellaneda.

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