Hablaba Con Las Bestias Los Peces PDF

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Konrad Lorenz
HABLABA CON LAS BESTIAS,
LOS PECES Y LOS PÁJAROS

Traducción de Ramón Margalef

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Título original: Er redete mit dem Vieh, den Vögeln und den Fischen

1.ª edición en colección Fábula: junio de 1999


1.ª edición en esta presentación: noviembre de 2017

Este libro fue publicado por primera vez en 1949 por Dr. Gerda Borotha-Schoeler
Verlag, Viena
© 1983 dtv Verlagsgesellschaft mbH & Co. KG. Múnich/Germany. www.dtv.de
Este libro fue negociado a través de la Agencia Literaria Ute Körner, Barcelona
– www.uklitag.com

© del prólogo: Miguel Delibes de Castro, 2017


© de la traducción: Ramón Margalef, 1999
Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. - Avda. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona
www.tusquetseditores.com
ISBN: 978-84-9066-454-4
Depósito legal: B. 16.264-2017
Fotocomposición: David Pablo
Impresión y encuadernación:
Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, co-


municación pública o transformación total o parcial de esta obra sin el permiso es-
crito de los titulares de los derechos de explotación.

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Índice

Queríamos ser Konrad Lorenz, por Miguel Delibes de


Castro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Sobre algunos defectos de fábrica. Un prólogo compun-


gido a la segunda edición austríaca . . . . . . . . . . . . . . 17
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
Los animales pueden resultar incómodos . . . . . . . . . . . . . 25
Algo que nunca puede causar daño: un acuario . . . . . . . . 37
Dos animales de presa en el acuario . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
Sangre fría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
Sempiternos camaradas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75
El anillo del rey Salomón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125
Nuestra pequeña Martina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
Hazme caso y no compres ningún pinzón . . . . . . . . . . . . . 163
La compasión hacia los animales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187
La moral y las armas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197
Después de todo, la fidelidad existe . . . . . . . . . . . . . . . . . 221
Reírse de los animales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239

Créditos de las imágenes en las guardas . . . . . . . . . . . . . 253

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Los animales pueden resultar incómodos

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¿Por qué deseo tratar previamente de los lunares y sombras que


enturbian nuestra convivencia con los animales? Porque el grado
en que estamos dispuestos a tolerar estos aspectos menos agrada-
bles, a sacrificarnos por ellos, nos da una medida de nuestro amor
hacia los animales. Siento una gratitud inmensa hacia mis pa-
cientes padres, que se limitaban a menear la cabeza o a suspirar
resignadamente cada vez que, en mis años de escolar y joven es-
tudiante, traía a casa un nuevo «inquilino» que sólo podía augu-
rar inéditos maleficios. ¡Y lo que ha tenido que aguantar y con-
llevar mi esposa en el transcurso de los años! No sé de otro que
se atreviera a pedir a su mujer que dejara correr por su domicilio
una rata que, aun siendo mansa, sabe cortar preciosos agujeritos
circulares en las sábanas para procurarse el material con que mu-
llir su nido. O tolerar que una cacatúa se dedicara a arrancar to-
dos los botones de la ropa tendida en el jardín. O que un ganso
montaraz pernoctara en el dormitorio, para salir volando cada
mañana a través de la ventana. Y es de notar que los gansos mon-
taraces son incapaces de aprender a conservarse limpios dentro
de las habitaciones. Y ¿qué diría cualquier mujer cuando averi-
guase que los vistosos puntitos azules que dejan esparcidos sobre
muebles y tapicerías ciertos pájaros después de comer bayas de
saúco son completamente indelebles...? En fin, esta exposición
se haría casi interminable.
Se me preguntará: ¿es absolutamente necesario todo esto?

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Y mi respuesta será un «¡sí!» rotundo y categórico. Desde luego,


es posible encerrar a animales en jaulas adecuadas para tener en
el salón; pero sólo se puede conocer a los animales superiores y
de mayor inquietud psíquica cuando se deja que puedan moverse
con entera libertad. ¡Cuán pobre e interiormente mutilado nos re-
sulta un mono, un prosimio o un gran papagayo, acostumbrado a
vivir en una jaula, y cómo contrasta con la increíble movilidad,
diversión e interés del mismo animal cuando goza de absoluta li-
bertad! Sea como fuere, es condición previa estar dispuesto a
aceptar daños y molestias. El tener a los animales superiores en
libertad ilimitada ha sido siempre mi especialidad, aunque por
razones de método científico, puesto que una parte muy conside-
rable de mis investigaciones la he llevado a cabo con animales
libres y mansos. La tela metálica de las jaulas ha desempeñado
en Altenberg un papel poco corriente e incluso opuesto al habi-
tual: debía impedir que los animales entraran en la casa o en el
jardincito que hay delante.
También les estaba rigurosamente prohibido permanecer
dentro del vallado que circundaba los bellos parterres de flores.
Pero tanto para los niños como para estos inquietos animales
todo lo prohibido tiene una mágica fuerza atractiva. Añádase a
esto que los gansos montaraces, deliciosamente afectuosos, ne-
cesitan la compañía humana. Así, una y otra vez, antes de que
uno se apercibiera, de veinte a treinta gansos estaban paciendo en
los parterres floridos o, mucho peor, invadían la galería con rui-
dosos saludos. Ahora bien, es extraordinariamente difícil mante-
ner alejada de un determinado lugar un ave que puede volar y
que no teme al hombre. De nada servían los gritos estentóreos ni
mover los brazos violentamente. El único espantajo resultó ser
un enorme parasol de jardín, de color rojo subido. Cual antiguo
caballero lanza en ristre, mi esposa avanzaba hacia los gansos
con el parasol plegado bajo el brazo, se detenía lanzando un grito
de guerra y abría de golpe el parasol. Esto era más de lo que po-

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dían tolerar nuestros gansos, y la bandada se elevaba ruidosa-


mente por los aires.

Por desgracia, mi padre anulaba en buena parte todas las me-


didas adoptadas por mi esposa para la educación de los gansos.
El buen señor se había aficionado a estas aves, atraído especial-
mente por el comportamiento «caballeresco» y valeroso de los
machos, y nada podía evitar las invitaciones diarias a los gansos
en la galería. Puesto que por entonces su vista no era ya muy
buena, no advertía bien las consecuencias materiales de semejan-
tes visitas de los gansos, a no ser que pusiera el pie encima. Un
atardecer, al acudir al jardín, eché de menos, con asombro, la ma-
yor parte de los gansos. Temiendo lo peor, me dirigí al estudio de
mi padre y, ¡oh, santo cielo! Sobre una preciosa alfombra persa
se habían instalado veinticuatro gansos en torno a mi buen pro-
genitor, el cual estaba sentado ante su mesa de trabajo, tomando
té, leyendo el periódico y dando a las aves trocitos de pan. No
cabía duda de que los gansos se sentían algo extraños en la habi-
tación, pues daban ciertas muestras de nerviosismo, que se mani-
fiesta de manera muy poco agradable en su actividad intestinal.

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Lo mismo que otros animales que tienen que digerir mucha fibra
vegetal, el intestino ciego de los gansos está muy desarrollado, y
en su interior la celulosa se convierte en asimilable para el ani-
mal después de ser descompuesta por la acción de determinadas
bacterias. Por lo regular, a cada seis u ocho evacuaciones norma-
les del intestino corresponde una del contenido del ciego, que se
caracteriza por un típico olor fuerte y que es de color verde os-
curo muy intenso. Pero cuando uno de estos gansos se siente co-
hibido o nervioso, las evacuaciones del intestino ciego se suce-
den rápidamente. Han pasado más de once años desde esta visita
de los gansos, y durante este tiempo, las manchas de color verde
oscuro sobre la alfombra sólo han empalidecido, y actualmente
son de un verde amarillento.
En resumen, los animales vivían en completa libertad y esta-
ban familiarizados con nuestra casa. Tendían siempre a venir ha-
cia nosotros, no a escapar de nosotros. Las frases que en cual-
quier otra vivienda podrían ser: «El pájaro se ha escapado de la
jaula, ¡cierra aprisa la ventana!», en la nuestra era: «¡Por Dios,
cierra la ventana, que la cacatúa —o el cuervo, el maki, el capu-
chino— quiere entrar!». La aplicación más genial del «efecto in-
verso de las alambradas» fue experimentada por mi esposa cuando
nuestro hijo mayor era todavía muy pequeño. Precisamente en-
tonces teníamos algunos animales grandes, que podrían ser peli-
grosos: cuervos, dos grandes cacatúas de moño amarillo, dos ma-
kis mongoz y un mono capuchino, a los que —en especial a los
cuervos— no era prudente dejar solos con el niño. Como solu-
ción más práctica, mi mujer improvisó una gran jaula en el jardín
y metió en ella... el cochecito con nuestro hijo.
Por desgracia, en los animales superiores la capacidad y la
tendencia a causar daños guarda proporción con sus facultades
psíquicas. Por eso no conviene dejarlos que corran a sus anchas
mucho tiempo, sin vigilancia, especialmente a los monos. Sin
embargo, esta precaución no es tan necesaria con los prosimios,

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especialmente con el delicioso maki mongoz, que durante mu-


chos años nos proporcionó solaz y amistad, pues estos animales
carecen de un verdadero interés para investigar los utensilios del
menaje doméstico. Por el contrario, los verdaderos monos, e in-
cluso los monos del Nuevo Mundo (platirrinos), que son filoge-
néticamente inferiores, se interesan con excesiva afición por todo

objeto nuevo, y tratan de «hacer experimentos» con él. Por inte-


resante que esto pueda ser desde el punto de vista de la psicolo-
gía animal, a la larga resulta una cualidad insoportable para la
economía doméstica. Aquí va un ejemplo para ilustrarlo.
Cuando era un joven estudiante tenía en el piso de mis pa-
dres, en Viena, un magnífico mono capuchino (Cebus fatuellus),
de sexo femenino, al que pusimos el nombre de Gloria. Vivía en
una espaciosa jaula instalada en el cuarto que me servía de dor-
mitorio y estudio. Cuando yo estaba en casa y la podía vigilar, la
dejaba libre en mi habitación; pero cuando me marchaba, la en-
cerraba en su jaula, en la que se aburría soberanamente y mos-
traba siempre deseos de salir. Después de una ausencia algo
larga, al regresar a casa un atardecer y girar el interruptor, vi que
la luz no se encendía; pero los chillidos de Gloria, que no pro-
cedían de la jaula, sino que venían de la barra de la cortina, no
dejaban duda alguna acerca de quién era el causante de la avería
eléctrica. Cuando volví con una vela encendida, puede ver, estu-

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pefacto, la escena: Gloria había derribado de su soporte la pesada


lámpara de bronce que tenía en la mesita de noche, la había arras-
trado a través de la habitación —aunque olvidándose, como es
natural, de sacar el enchufe de su base—, la había subido hasta el
acuario más alto, y con ella golpeó y rompió, como con un ariete,
el grueso cristal que hacía de tapa, de manera que la lámpara se
hundió en el agua. Ésta era la razón del cortocircuito. Entonces, o
quizás antes, consiguió abrir mi librería —extraordinaria proeza,
si se tiene en cuenta la pequeñez de la llave—, sacó los volúme-
nes II y IV del texto de Medicina interna, de Strümpel, llevó los
libros hasta el soporte de los acuarios, los hizo trizas y metió en
los acuarios todos los pedacitos de papel. En el suelo quedaban
sólo las tapas vacías, sin un trocito de papel de las páginas. En
los acuarios se veían tristes actinias con los tentáculos completa-
mente empapelados...
Lo interesante de este incidente fue la tenacidad que Gloria
demostró en sus investigaciones: el mono tuvo que invertir un
tiempo considerable en llevar a cabo su proeza, y ya, sólo desde
el punto de vista físico, el trabajo realizado era ciertamente im-
portante para un animal tan pequeño. ¡Lástima que resultara tan
caro!
¿Existe algo positivo que compense esta serie interminable
de disgustos y dispendios que supone el tener a los animales li-
bres en casa?
Huelga tratar de las razones de método que, para determina-
das investigaciones de psicología animal, hacen indispensable
disponer de un animal de experimentación psíquicamente sano,
no influido por los perniciosos efectos de la cautividad. Indepen-
dientemente de ello, el animal libre que podría escapar, pero pre-
fiere quedarse, y precisamente se queda por haberme cobrado
afición, proporciona un placer inenarrable. Cuando, durante un
paseo por las riberas del Danubio, oigo la voz sonora del cuervo
y, a mi respuesta, el gran pájaro encoge sus alas allá en lo alto y

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se precipita en silbante caída, frena con un hábil aletazo y se


posa, con delicadeza ingrávida, sobre mi hombro, compensa to-
dos los libros desgarrados y los huevos de pato totalmente va-
ciados que el cuervo tiene en el «debe» de su cuenta.
El encanto de la vivencia no desaparece aunque se haga habi-
tual y el ave de Odín se haya convertido para mí en un compa-
ñero tan normal como para otro puede ser un perro o un gato,
pues el animal, una vez que ha adquirido confianza, no sólo me
da lo que en aquel momento le ofrece su destino, sino también
aquello cuyos recuerdos despierta en mí. Así, un día neblinoso de
principios de primavera marchaba yo hacia el Danubio. La cinta
del río, estrecha y sombría, presentaba aún su aspecto invernal.
A lo largo del cauce viajaban porrones, serretas y, de vez en
cuando, alguna bandada de gansos o ánsares frontialbos y cam-
pestres, y, entre ellos, un grupo de gansos grises o comunes. Vi
que el ganso que volaba en segundo lugar a la izquierda de la es-
cuadrilla triangular carecía de una de las plumas remeras de un
ala. Y entonces reviví interiormente cuanto sabía de aquel ganso
y de la pluma que le faltaba, del accidente en que la perdió. Por-
que, desde luego, los viajeros son mis gansos, pues no hay otros
de su especie en el Danubio, ni tan sólo en tiempo de migración.

Por tanto, el segundo ganso del ala izquierda del triángulo es


Martín, un macho. En su tiempo se «prometió» con mi ganso
domesticado Martina, y por esta razón se le dio un nombre. An-

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tes era sólo un número, ya que únicamente recibían nombre los


gansos criados por mí. En los gansos grises o comunes, el novio
sigue a la novia, literalmente, a todas partes. Puesto que Martina
se movía a su talante y sin miedo alguno por todas las habitacio-
nes de nuestra casa, sin pedir consejo al novio que había crecido
en el exterior, éste se veía forzado a arriesgarse en habitaciones
desconocidas. Si se piensa en los inconvenientes que representa
para el ganso —como ave de grandes espacios libres que es— el
moverse entre matas o bajo los árboles, podemos considerar a
Martín como un pequeño héroe cuando, con el cuello erguido,
sigue a su amada a través del umbral de la puerta, hacia el vestí-
bulo, y luego escaleras arriba, hasta el dormitorio. Todavía lo veo
en mitad de la habitación, altivo y estirado, con el plumaje ex-
traordinariamente alisado sobre el cuerpo, el pico abierto, tem-
blando a causa de la tensión interna que lo embargaba, pero sil-
bando fuerte y retando a combate a los grandes desconocidos. En
aquel momento se cierra violentamente una puerta tras él. Que
permaneciera impasible era pedir demasiado, incluso a un ganso
heroico. Emprendió el vuelo y se lanzó en línea recta sobre la
lámpara. La lámpara perdió algunos abalorios, pero el caballero
Martín perdió una pluma remera.
Esto es lo que sé sobre la pluma que le falta al ganso que
vuela el segundo a mano izquierda; pero sé también otras cosas
y, por cierto, más reconfortantes. Sé, por ejemplo, que cuando
vuelva a casa después de mi paseo, los gansos estarán en la esca-
lera delante de la galería y me saludarán con los cuellos estira-
dos, lo cual, entre gansos, viene a tener el mismo significado que
el menear la cola el perro.
Y mientras sigo con la vista a los gansos, hasta que desapare-
cen en el próximo meandro del río, volando a escasa altura sobre
el agua, me embarga súbitamente la admiración por lo que me es
familiar, y que es el nacimiento de toda filosofía. En lo más pro-
fundo de mi ser me sorprendo de que sea posible entrar en una

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relación de tanta confianza con un ave que vive en libertad, y


tengo la sensación de que este hecho constituye algo extraña-
mente consolador o satisfactorio, como si por él se pusiera de
nuevo a nuestro alcance una pequeña porción del Paraíso del que
fuimos expulsados.
Los cuervos están ahí; los gansos emigraron quién sabe
dónde desde la asediada ciudad de Köenigsberg, en cuya Univer-
sidad profesé últimamente. De todas mis aves voladoras sólo
quedan las chovas o grajillas. Fueron los primeros pájaros que
instalé en Altenberg. Las aves, para las cuales parece que no pase
el tiempo, siguen describiendo sus círculos alrededor de los ele-
vados pináculos, y sus sonidos claros, cuyo significado entiendo
hasta en sus menores detalles, siguen resonando a través de la
chimenea y llegan hasta mi estudio. Y, año tras año, sus nidos
obstruyen la salida del humo y me crean conflictos al causar da-
ños en los cerezos del vecino.
¿Comprenderá ahora el lector por qué los enfados y los dis-
pendios no sólo son compensados por los resultados científicos
obtenidos, sino por algo más, por algo que vale mucho más?

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