Arrullo Del Pecador - Nicole Fox

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ARRULLO DEL PECADOR

LA MAFIA MAZZEO
LIBRO 2
NICOLE FOX
ÍNDICE
Mi lista de correo
Otras Obras de Nicole Fox
Arrullo del Pecador
1. Charlotte
2. Lucio
3. Lucio
4. Charlotte
5. Lucio
6. Charlotte
7. Lucio
8. Charlotte
9. Lucio
10. Charlotte
11. Lucio
12. Lucio
13. Charlotte
14. Lucio
15. Charlotte
16. Charlotte
17. Lucio
18. Charlotte
19. Lucio
20. Charlotte
21. Charlotte
22. Lucio
23. Charlotte
24. Lucio
25. Charlotte
26. Lucio
27. Charlotte
28. Charlotte
29. Lucio
30. Charlotte
31. Lucio
32. Charlotte
33. Lucio
34. Lucio
35. Charlotte
36. Lucio
37. Lucio
38. Charlotte
39. Lucio
40. Charlotte
41. Lucio
42. Charlotte
43. Lucio
44. Charlotte
45. Lucio
46. Epílogo: Charlotte
Copyright © 2022 por Nicole Fox
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de este libro puede reproducirse de ninguna forma ni por ningún
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Arrogante Equivocación
la Bratva Zhukova
Tirano Imperfecto
Reina Imperfecta
la Bratva Makarova
Altar Destruido
Cuna Destruida
Dúo Rasgado
Velo Rasgado
Encaje Rasgado
la Mafia Belluci
Ángel Depravado
Reina Depravada
Imperio Depravado
la Bratva Kovalyov
Jaula Dorada
Lágrimas doradas
la Bratva Solovev
Corona Destruída
Trono Destruído
la Bratva Vorobev
Demonio de Terciopelo
Ángel de Terciopelo
la Bratva Romanoff
Inmaculada Decepción
Inmaculada Corrupción
ARRULLO DEL PECADOR
LIBRO DOS DE LA MAFIA MAZZEO

ME LLENÓ DE MENTIRAS Y ME ROBÓ A MI HIJA.


AHORA ME TOCA A MÍ AJUSTAR CUENTAS.
Charlotte entró en mi casa con mentiras en sus labios.
Con deudas en su cabeza.
Con odio en su corazón.
A pesar de todo eso, pudimos encontrar algo juntos.
Esperanza.
Sanación.
Familia.
Pero todo no era más que una bonita canción y un baile.
La canción del pecado.
Ella me hizo débil…
Y ahora es mi pequeña la que paga el precio.
Recuperaré a mi hija cueste lo que cueste.
Entonces, encontraré a Charlotte Dunn…
Y verá lo que pasa cuando le mientes al Don.
Arrullo del Pecador es el segundo libro del dúo de la Mafia
Mazzeo. Asegúrate de haber empezado con la historia de
Lucio y Charlotte desde el principio en el Libro 1, Arrullo
del Mentiroso.
1
CHARLOTTE

Seis semanas pasaron desde la última vez que vi a Lucio


Mazzeo y sigo soñando con él.
Seis semanas desde la última vez que me tocó. Desde la última
vez que me besó.
Sin embargo, cada noche, cuando me tumbo en la cama y
cierro los ojos, ahí está.
Esos ojos grises. Clavándose en mí. Astillándome en un millón
de fragmentos, cada uno más irreparable que el anterior.
Lo único que hay es miedo. Miedo y arrepentimiento.
Miedo, arrepentimiento y soledad.
“Por favor”, le susurro en esos sueños cada noche. “Por favor,
perdóname. Te lo suplico. Te lo ruego. Lo siento”.
Y todas las noches pasa lo mismo.
El gris de sus iris se vuelve oscuro. Casi negro.
El hombre se pierde detrás de la ira.
En su lugar, está la bestia indiferente que era cuando nos
conocimos.
La mano de Lucio sale disparada. Me rodea la garganta.
—Luc… —me ahogo.
No me escucha. No le importa.
Él solo aprieta y aprieta y aprieta, y las luces empiezan a
desvanecerse, a desdibujarse, a atenuarse. Y mi respiración no
funciona, no puede funcionar, yo estoy arañando su brazo pero
él es demasiado fuerte, esto era inevitable desde el principio
así que solo voy a…
Mis ojos se abren de golpe.
Me incorporo y reprimo un grito. Mi pecho se agita con
enormes jadeos. Respiro con avidez, con desesperación.
Me toco la garganta con un dedo. Se siente caliente. Como si
una mano acabara de soltarme.
Pero sé que todo eso está en mi cabeza. Todo fue un sueño.
No hay nadie aquí conmigo. Nunca hay nadie.
Echo un vistazo al pequeño apartamento. Es cómodo y está
bien amueblado, pero, después de seis semanas confinada en
él, solo puedo describirlo como claustrofóbico.
Más una celda que otra cosa.
Las persianas están bajadas, pero puedo ver que fuera aún está
oscuro. Me levanto y me apoyo en el cabecero de la cama.
Estoy desesperada por alguna forma de contacto humano.
Cualquier cosa que no sea una mano alrededor de mi garganta.
Acerco una almohada a mi pecho y la abrazo con fuerza,
intentando calmar esta necesidad de contacto. Pero la
almohada es un sustituto de mierda. Al cabo de unos instantes,
me deshago de ella.
El sueño sigue conmigo.
Un sueño que en realidad no es un sueño. Al menos, no la
primera parte.
Han pasado seis semanas desde aquel horrible día en la
biblioteca de Lucio, y sigo viendo las mismas imágenes una y
otra vez. Me atormentan. Me persiguen.
Todos los sueños empiezan igual.
Exactamente igual que cuando ocurrió de verdad.
Con los ojos grises de Lucio encontrando los míos.
Dándose cuenta poco a poco.
Robándome la oportunidad de decirle yo misma que lo
traicioné. A él y a su hija. Ante sus enemigos jurados.
Cierro los ojos y lo repito otra vez…

SEIS SEMANAS ANTES - LA BIBLIOTECA DE


LUCIO
—Tienes una rata en tu cama, Lucio Mazzeo. Y el único
culpable eres tú mismo —el soldado polaco en el suelo
cacarea ante un Lucio desesperado.
El bastardo sabe que está a punto de morir.
Así que me lleva con él.
No puedo apartar la mirada de Lucio, aunque quiero.
Sus ojos están fundidos. Pero su cuerpo bien podría estar
tallado en mármol. Frío. Inmóvil. Congelado en el tiempo.
El disparo es tan repentino que no puedo evitar gritar.
En un instante de locura, realmente creo que me ha disparado.
Pero, cuando miro hacia abajo, veo que la sangre se acumula
alrededor de la cabeza del soldado polaco como un halo
perverso.
Los ojos del hijo de puta siguen siendo rencorosos, incluso en
la muerte.
—Dime que no es verdad —gruñe Lucio, forzando mi
atención de nuevo hacia él.
—Lucio, puedo explicar…
—Dime que no es verdad, maldición —escupe.
Aparto las lágrimas y sacudo la cabeza. —No puedo hacer eso.
—¿Les contaste de Evie? —pregunta. Su voz es grave y
peligrosa. Es una bestia salvaje—. ¿Les hablaste de mi hija?
Tiemblo.
Pero no por mí.
Tiemblo por el daño que he causado. Por los errores que
cometí.
—No era mi intención —sollozo.
Eso es todo lo que tengo que decir.
Es todo lo que puedo decir.
Se aparta de mí. Se encorva con incredulidad por un momento,
como si yo misma lo hubiera apuñalado. Demonios, en cierto
modo lo hice.
Cuando se da la vuelta, es porque se oyen pasos corriendo.
—¿Lucio? —llega una voz.
—Adriano —Lucio suspira su respuesta hacia la nueva
presencia en la puerta—. Estamos aquí.
Adriano aparece en el umbral. El alivio inunda las facciones
normalmente despreocupadas del hombre.
—Gracias a Dios —dice—. Pensé que habíamos llegado
demasiado tarde.
—Por poco —hace una mueca Lucio.
—¿Charlotte?
Me giro en dirección a la vocecita aterrorizada de Evie. El
instinto me hace avanzar y doy un paso hacia ella.
—Alto ahí.
Me congelo.
Lucio es quien dio la orden. Me mira como si no fuera mejor
que el soldado polaco al que acaba de disparar en la cabeza.
—No te acerques a mi hija —me gruñe.
Me quedo allí. Siento los ojos de Adriano que se lanzan entre
Lucio y yo.
—Adriano —dice Lucio, con una voz que no admite discusión
—, llévala al sótano.
—¿Qué? —pregunta el hombre.
—Ya me oíste —responde Lucio—. Lleva a esta perra allí
abajo. Y mantenla allí hasta que haya decidido qué hacer con
ella.
—¡Charlotte! —vuelve a gritar Evie.
Doy un respingo al oírla. Asoma la cabeza por detrás del sofá.
Tiene las mejillas llenas de lágrimas. Sus ojos están hinchados.
Me mira confundida. Se pregunta por qué no acudo a ella.
Se pregunta por qué su padre está tan enfadado.
Se pregunta por qué su mundo no tiene sentido… otra vez.
Me vuelvo hacia Lucio. —Déjame hablar con ella —le ruego
—. Solo un minuto.
Ni siquiera soporta mirarme. Sus ojos me atraviesan como si
no existiera. Como si me hubiera borrado de su mundo.
Arrancada y arrojada a un lado.
—No volverás a hablar con ella —entona—. Adriano, sácala
de mi vista.
La mano de Adriano se cierra alrededor de mi muñeca. No me
resisto y él tira de mí. Toda la fuerza se ha ido. Toda la lucha.
Todo el fuego.
No me queda más que vergüenza.
—Charlotte, espera…
Vacilo, mi cuello se inclina hacia atrás para mirar a Evie.
Se revuelve alrededor del sofá para llegar hasta mí. Empieza a
correr, pero Lucio se le adelanta y la coge en brazos antes de
que pueda alcanzarme.
Y entonces me arrastran por la puerta y me llevan por el
pasillo destruido hacia la escalera. Puedo oír a Evie gritando
por mí.
Puedo oír su tristeza, su confusión.
Y sé que ese sonido me perseguirá por el resto de mi vida.
—¿Qué coño has hecho? —pregunta horrorizado Adriano
cuando llegamos a la escalera.
No lo miro. Sé que sus ojos estarán llenos de lástima y no
puedo soportarlo.
Porque yo merezco esta tortura.
Cuando encuentro las palabras, salen en un ronco graznido.
—Lo que no debía —le digo—. Hice lo que no debía.

EL PRESENTE
La luz comienza a asomarse a través de pequeñas rendijas
entre las persianas. Miro el reloj que hay en la pared frente a la
cama.
Cinco y media de la mañana.
Solo he dormido unas tres horas.
Y estoy bastante segura de que soñé durante la mayor parte del
tiempo.
Salgo de la cama y me dirijo directamente al baño. Me lavo la
cara, me cepillo los dientes y me deslizo hasta la cocina.
Si se trata de apartamentos, este sitio es agradable. Las paredes
son de un alegre castaño rojizo. Los muebles son de cuero
italiano caro. Incluso la cocina está limpia y bien equipada,
aunque últimamente no he cocinado mucho. No me apetece.
No he estado de humor para mucho, la verdad.
Leí todos los libros de la mesita, pero apenas los recuerdo.
He visto toda la televisión y todas las películas que he querido
ver en Netflix, pero todas pasaron como un borrón.
La mayoría de los sitios de Internet están bloqueados, así que
tampoco me molesto ya mucho con eso.
Es una prisión cómoda.
Pero una prisión, al fin y al cabo.
La mayoría de las veces me siento a mirar a través de la
ventana, con una taza de café en la mano. Estos días he estado
bebiendo una taza tras otra. Hay algo relajante en el amargor
contra mi lengua.
Me siento en el alféizar de la ventana y contemplo el mundo.
Parece sencillo. Feliz. Normal.
Arbustos y árboles salpicados a lo largo de la acera.
Lavanderías, cafés y librerías de segunda mano a lo largo de la
calle.
Padres acompañan a sus hijos pequeños al colegio. Mujeres en
albornoz pasean perros. Hombres trajeados pasan de camino al
trabajo.
A los pocos días de mi encarcelamiento aquí, empecé a dar
nombre a algunas de las caras conocidas.
Está el hombre que vive en la casa de piedra rojiza junto a la
lavandería. Tiene el pelo castaño plateado y una cara
distinguida. El tipo de cara en la que confías al instante. Lo
llamo Derek. Suena como un nombre de confianza.
Todas las mañanas, Derek acompaña a sus dos hijos a la
escuela primaria a la vuelta de la esquina. Su hijo pequeño, de
nombre en clave Harry, es igual a él.
Su hija pequeña, Meryl, debe de ser muy parecida a su madre,
porque su pelo rubio contrasta con el castaño apagado de su
hermano y su padre.
Tienen el mismo aspecto que el resto del mundo fuera de mi
puerta.
Simple.
Feliz.
Normal.
Empecé a repetírmelo como un mantra cada vez que los veo.
La puerta de su casa se abre de golpe.
Meryl baja los escalones.
Harry se acerca corriendo a continuación.
Por último aparece Derek, trajeado, con el periódico de hoy
bajo el codo.
Simple. Feliz. Normal.
Pide a sus hijos que reduzcan la velocidad y lo esperen. Los
dos niños se detienen en seco y miran a su padre.
Baja a trote los escalones de piedra, se une a ellos y cada uno
de ellos desliza una mano entre las suyas.
Ese pequeño gesto me rompe el corazón.
Tener un padre que te dice que vayas más despacio… que se
preocupa lo suficiente como para gritarte… que te coge de la
mano para asegurarse de que estás a salvo…
Nunca tuve eso. Nunca supe qué es eso.
Y puedo sentir esa carencia como una bala alojada en mi
pecho, que ha estado ahí desde el día en que nací.
Derek y sus hijos doblan la esquina y desaparecen de la vista.
A lo largo de la siguiente hora, mientras observo y bebo mi
café, van saliendo más vecinos. Anita May con sus tres
labradores.
Juan con esa fanfarronería suya.
El dueño de la bodega, de apodo Stevie, sale a fumar un
cigarrillo en su puerta. Me aferro a ellos porque son todo lo
que tengo ahora.
A medida que aparecen, pronuncio sus nombres en voz alta,
como si fueran personajes de una película antigua y familiar.
No pueden oírme. Tampoco pueden verme, gracias a los
cristales polarizados a prueba de balas.
Así que, aunque quiero gritar pidiendo ayuda, no lo hago.
Solo miro.
Bebo mi café.
Y me pregunto cómo mi vida llegó a ser tan amarga y solitaria.
Escucho el movimiento en el pasillo y miro la hora. Son las
ocho en punto. Hoy es día de cambio de guardia.
Lo que significa que el nuevo guardia debería llamar a mi
puerta para ver cómo estoy en tres, dos, uno…
Toc.
Toc.
Toc.
Suspirando, dejo mi sitio junto a la ventana y me dirijo a la
puerta. No me molesto en ver por la mirilla. La abro y me
encuentro cara a cara con otro recluta hosco.
No puede tener muchos más años que yo. Tiene las mejillas y
la mandíbula cubiertas de acné.
—Hola —saludo, sosteniendo mi taza de café entre las dos
manos.
—Soy Matteo —dice bruscamente.
Es claramente inexperto. Algo en su postura cambiante grita
“novato”. Me doy cuenta de que no me cambié ni me puse la
bata.
Llevo una fina bata negra. Una que deja poco a la
imaginación.
—Soy Charlotte —le digo, obligándolo a mirarme a los ojos.
—Estaré pendiente de ti cada…
—Conozco el procedimiento —interrumpo—. ¿Quieres café?
Me mira dubitativo. —No —dice finalmente—. Grazie.
Asiento con cortesía y le cierro la puerta.
Se rompe el hechizo de la tranquila mañana. El terror del largo
y vacío día aguarda.
Intento mantenerme ocupada. Hago inventario de la cocina.
Cuscús, arroz y algunas verduras a punto de estropearse.
Una vez hecho esto, vuelvo al dormitorio y me pongo unos
pantalones cortos de ciclista y un sujetador deportivo.
Pongo un par de videos de ejercicios y hago una sesión de dos
horas que me deja exhausta. Es exactamente lo que quiero.
Limpio el apartamento.
Me tomo otra taza de café.
Vuelvo a hacer ejercicio.
Luego pongo una película y me duermo en el sofá mientras el
sol se pone sobre la ciudad. El cansancio y el letargo se
mezclan.
Pero, haga lo que haga, el sabor amargo en mi lengua nunca se
va.

C UANDO ME DESPIERTO , todavía es de noche y tengo el


estómago revuelto.
Me planteo comer algo. Todo lo que he tomado hoy es café, y
aun así no es hambre lo que siento. Es solo… vacío.
Depresión, probablemente.
Entonces, llaman a la puerta.
Frunzo el ceño y miro la hora. Se supone que Matteo debe
verme cada hora en punto. Pero recién son las ocho menos
cuarto.
Me acerco y abro la puerta para encontrarme a Matteo con una
pizza.
Mi cerebro está nublado por la soledad y, por un momento,
pienso que es un gesto considerado. Una especie de regalo.
—¿Has pedido una pizza? —pregunta con acento marcado.
Oh. Esto es raro.
—Em…
Estoy a punto de decirle que no, pero entonces me doy cuenta
de que la repartidora está justo detrás suyo.
Grandes ojos marrones. Pelo rubio rizado. Curvas de infarto
bajo la camiseta de reparto sin forma que lleva puesta. Incluso
lleva una gorra de béisbol.
Es Vanessa.
Oculto la sorpresa en mi rostro mientras vuelvo a mirar a
Matteo.
—Sí —respondo, cogiéndole la pizza—. Me muero de
hambre.
—Um, ¿perdón? —dice Vanessa, que aparece por detrás de mí
—. Odio ser entrometida, pero ¿puedo usar el baño antes de
irme? Ya no puedo aguantar.
Matteo la mira con las cejas levantadas. —Hay un baño
público a la vuelta de la esquina —le dice.
Ella le hace monerías con los párpados. Yo me quedo mirando.
Espero.
—En los baños públicos nunca hay productos higiénicos
femeninos —dice sin perder el ritmo—. Y estoy teniendo una
pequeña emergencia aquí. Así que, si no te importa,
necesito…
—Vale, vale —dice rápidamente, claramente incómodo con
esta conversación—. Jesús. No necesito los putos detalles.
¿Señorita Dunn? ¿Está de acuerdo con esto?
Parpadeo estúpidamente. No esperaba que me consultara nada.
—Sí, claro, por supuesto —respondo, intentando no parecer
demasiado emocionada—. Tengo cosas que puede tomar
prestadas. Adelante.
Se cuela enseguida. La puerta se cierra en la cara de Matteo.
Me vuelvo hacia Vanessa, dispuesta a abrazarla.
—Espera —dice inmediatamente, haciendo que me quede
helada—. Hay muchas posibilidades de que nos estén
vigilando. Tienes que fingir que no me conoces.
—Uh… ¿de acuerdo?
—Llévame a tu dormitorio —me indica Vanessa—. No
queremos que nadie sospeche.
—Justo por ahí —le señalo—. Además: ¿cómo coño estás
aquí? ¿Cómo averiguaste dónde estaba? ¿Fuiste al complejo?
—Más despacio —me dice Vanessa por encima del hombro.
Se dirige al baño y me hace un gesto para que la siga—.
Probablemente no haya cámaras aquí.
—¿De qué estás hablando? —pregunto—. El apartamento no
tiene vigilancia.
Vanessa me sacude la cabeza consternada. —A veces puedes
ser tan ingenua.
Cierra la puerta del baño y se vuelve hacia mí.
Frunzo el ceño. —¿Porque encerrarnos juntas en el baño no es
nada sospechoso?
Vanessa se encoge de hombros indiferente. —Pronto no
importará. Ahora, para responder a tus preguntas: no tuve que
ir al complejo a buscarte —continúa—. Porque Adriano me
dijo dónde estabas. Y, antes de que preguntes, no. Él no sabe
que estoy aquí ahora mismo.
—¿Adriano? —digo con incredulidad—. Ni siquiera sabía que
se conocían.
—Me llamó la atención en el recinto cuando te visitaba —se
encoge de hombros—. Y nos volvimos a ver cuando vine al
hospital a verte. Hemos mantenido el contacto desde entonces.
—Espera —interrumpo, oliendo algo rancio—. ¿Te acuestas
con él?
Vanessa pone los ojos en blanco, pero parece que hace
demasiado esfuerzo por parecer despreocupada.
—Por supuesto que no. Es solo un contacto útil. Y estar en
contacto con él significa que sé lo que te pasa.
Suspiro con frustración y me siento en el asiento cerrado del
inodoro.
—Sí, mi vida es una verdadera mierda —digo—. ¿Te lo contó
Adriano?
—En parte —responde ella—. Me dijo que te habían…
descubierto.
—Es una bonita forma de decirlo. Y este es mi castigo —digo,
señalando el apartamento—. Atrapada aquí por Dios sabe
cuánto tiempo.
—¿Has hablado con Lucio o Evie?
—Ni una palabra. No he visto a ninguno de los dos en seis
semanas. No tengo ni idea de lo que está pasando. Ni idea de
cómo está Evie —le digo—. Me está castigando.
—Bueno, como castigo, no es malo.
—¿Perdón? —exijo.
—Oye, no me mates. Solo digo que al menos no estás tres
metros bajo tierra. No te lastimó en absoluto. Te instaló en un
apartamento muy bonito, en un barrio muy bonito. Eso tiene
que significar algo.
—Significa que le gusta jugar juegos mentales —digo
bruscamente—. No lo hace por amabilidad, Vanessa.
—Solo digo… ¿Quizá todavía se preocupa por ti?
Sacudo la cabeza, luchando contra las lágrimas de rabia. —
No. Ya no. No después de lo que hice.
Vanessa me pone la mano en el hombro y me aprieta. —
Ánimo, cariño. Hay luz al final del túnel.
—¿Ah, sí?
—Sí —responde Vanessa con una sonrisa cómplice—. Soy yo.
Soy la luz al final del túnel.
—¿Qué significa eso? —pregunto.
Su sonrisa se ensancha y sus ojos brillan. Está claro que se
divierte. —Significa que te sacaré de este antro.
2
LUCIO
UNA HORA ANTES - DESPACHO DE LUCIO

Mi mirada se desvía hacia los nuevos monitores instalados


junto a mi mesa. La señal está encendida y en directo. Veo
movimiento, pero no quiero mirar más de lo necesario.
Aunque es jodidamente difícil no verlos obsesivamente.
Miro fijamente la lista de nombres que tengo enfrente.
¿Cuánto tiempo llevo mirando esta misma maldita hoja de
papel?
Demasiado tiempo, maldita sea. Mi mente es un caos en estos
días. Durante seis semanas, apenas he sido capaz de
concentrarme lo suficiente para leer una sola frase.
Con un gruñido, vuelvo a centrar mi atención en la carpeta en
mi mano.
Hay veinticuatro nombres en la página. Todos los hombres que
han jurado su lealtad a los polacos. En otras palabras, zombies
andantes.
Porque voy por ellos. Por todos ellos.
Solo necesito aclarar mis ideas antes de hacerlo.
—¿Papá?
Levanto la vista justo cuando Evie entra en mi despacho.
Lleva pantalones cortos y una camiseta que le queda grande.
Demasiado grande. Está agarrando a Paulie con una mano.
Desde que Charlotte se fue, se ha vuelto aún más apegada a
esa cosa. Grita como si se estuviera muriendo si alguien
intenta separarlos, aunque sea por un momento.
—Buenos días, tesoro —le digo, echando mi silla hacia atrás
para que pueda sentarse en mi regazo.
Me aseguro de apagar la señal en directo para que no pueda
ver los monitores. El único inconveniente es que ahora yo
tampoco puedo verlos.
—¿Dónde está Enzo?
—Afuera —dice ella—. Me dijo que te enfadarías si entraba y
te molestaba.
—No estoy enfadado.
—Se lo dije —me dice sonriendo.
Muchas cosas han cambiado en las últimas seis semanas. La
casa está atormentada por la ausencia de Charlotte. Todas las
habitaciones están más vacías sin ella.
Evie empezó a tener pesadillas casi todas las noches. A veces
falta a clase porque tiene ataques de gritos y se niega a salir
del recinto.
—¿Qué haces hoy? —pregunto—. ¿Y dónde está Becca?
—Me escondo de ella —me dice Evie.
—Evie…
—No me gusta Becca.
Suspiro.
La nueva niñera venía muy recomendada. Tiene unos treinta
años. Guapa, culta y con ganas de agradar.
Además, tiene credenciales que la avalan.
El problema es que ella no es Charlotte. Y Evie es demasiado
consciente de ello.
Yo también.
—Becca es genial —miento.
Evie sacude la cabeza de inmediato. —Quiero a Charlotte.
Aprieto los dientes.
He intentado ser lo más paciente posible con mi hija. Pero,
cuando empieza a hablar de Charlotte, me dan ganas de
estallar.
—No vamos a volver a hablar sobre esto.
—Becca no hace comida rica como Charlotte —se queja Evie
—. Ella siempre trata de hacerme comer cosas verdes.
Resoplo. —Bueno, la comida verde es buena para ti.
—Charlotte solía hacer que supiera delicioso. Becca no.
—Cada persona tiene talentos diferentes —le digo.
Evie suspira. Me rodea el cuello con una manita y se le cae el
labio inferior.
—Vamos —le digo, bajándola suavemente de mi regazo—. Ve
a buscar a Becca.
—No quiero —insiste mi hija—. Prefiero quedarme con Enzo.
—Enzo no es tu niñera.
—Soy demasiado mayor para una niñera —me dice Evie con
remilgos.
Levanto las cejas. —No eras demasiado mayor para Charlotte
—señalo.
—Charlotte es mi amiga —me informa.
Mis ojos se mueven de nuevo hacia los monitores oscurecidos.
A estas alturas, es instintivo. Como un adicto desesperado que
busca su dosis.
—Evie —digo, mi tono se vuelve severo—, tengo trabajo que
hacer…
—¡Siempre dices lo mismo! —grita Evie, arrebatando a Paulie
de mi alcance y retrocediendo alrededor de mi escritorio—. Ya
nunca juegas conmigo.
—Eso no es verdad…
—¡Es verdad! —grita.
Antes de que pueda responder, sale corriendo de la habitación
y desaparece en la esquina.
Gimiendo, me reclino en la silla, justo cuando Enzo asoma la
cabeza por la puerta.
—Lo siento, jefe —dice—. Insistió en verlo.
—Lo sé —hago una mueca—. No pasa nada. Solo necesita…
Estoy a punto de decir que necesita a Charlotte, pero no me
atrevo a admitirlo en voz alta. No cuando sé que Enzo está
pensando lo mismo.
—A alguien —me conformo con decir—. Ella necesita a
alguien.
Enzo asiente. —Y tiempo —sugiere—. Esto pasará.
—No estoy seguro de que el tiempo sirva —respondo—.
¿Cómo lleva Becca las cosas?
—Por lo que veo, hace lo que puede —responde Enzo con
diplomacia—. Intenta relacionarse con Evie tanto como puede.
Pero…
—¿La niña no se deja endulzar?
—Es un hueso duro de roer —dice Enzo—. Cabezota.
Me río. Me pregunto de dónde habrá sacado eso.
Despido a Enzo con un gesto de la cabeza y desaparece por el
pasillo.
En cuanto se va, enciendo el monitor. La imagen aparece de
nuevo en la pantalla. Tengo una vista de pájaro de la mayor
parte del apartamento. Recorro los diferentes ángulos.
Dormitorio.
Cocina.
Sala de estar.
El único lugar que no está vigilado es el baño. Estuve tentado
de poner una cámara allí también, pero decidí no ser un
imbécil.
Charlotte sigue en el sofá. Es el mismo sitio en el que ha
estado las últimas horas.
Se quedó dormida allí con una película en marcha tras fregar
febrilmente todos los rincones del apartamento.
Tiene las piernas entrelazadas y las manos echadas con
descuido sobre el pecho. No puedo verle la cara, pero sí el
sutil vaivén de su respiración.
Me revuelve el estómago.
Seis semanas después, su traición sigue siendo difícil de
digerir.
No solo por lo que hizo. Sino por cómo no lo vi.
No es que no hubiera señales. En retrospectiva, había un
montón de señales.
Simplemente hice la vista gorda. Elegí la ignorancia, cuando
debería haber atacado.
Un estruendo interrumpe mis pensamientos. Golpeo la mesa
con la mano.
—¡Maldita sea!
Tres pitidos penetrantes y luego se silencia.
El nuevo sistema de seguridad me está volviendo loco. Se
supone que es de última generación y, al parecer, eso sobre
todo significa que es sensible como la mierda.
Si alguien se acerca a menos de un metro de la verja, todo el
recinto recibe una alarma atronadora.
La semana pasada tuve que pagarle a una pobre anciana diez
mil dólares en efectivo cuando se acercó demasiado. Sonó la
alarma y salí corriendo con media docena de hombres armados
y la puse contra la valla para interrogarla sobre para quién
trabajaba.
Fue una vergüenza.
Esta noche, el sistema vuelve a las andadas.
Al menos, sé que no es una amenaza.
Es porque estúpidamente acepté que mi primo Orlando
celebrara su despedida de soltero aquí.
Me lo pidió hace unas semanas, y yo sabía que rechazarlo
significaría tener que lidiar con todas mis tías y tíos.
Prefiero una alarma incesante que los pinchazos de mi familia.
Pero ahora, me arrepiento de la decisión.
Estoy tan irritado por toda la puta situación que no escucho el
ruido de pasos que se acercan hasta que llaman a mi puerta.
—Adelante.
—Hola —saluda Adriano, entrando con una enorme sonrisa en
la cara.
—¿Por qué coño estás tan contento? —exijo.
Adriano se detiene en seco y alza las cejas. —Depende. ¿Por
qué coño estás tan malhumorado? —pregunta y se deja caer en
la silla frente a mi escritorio.
Lo fulmino con la mirada. —Mi familia. El nuevo sistema de
seguridad. La puta fiesta de esta noche en mi propiedad. Elige
lo que quieras.
—Hombre, ¿qué hay de malo en hacer una fiesta? —pregunta
—. Si me preguntas, necesitas una desesperadamente.
—Vete a la mierda.
—Hablo en serio —insiste, subiendo la pierna al reposabrazos
—. Necesitas soltarte, hermano. Desahogarte un poco.
—Necesito destruir al polaco —replico—. Así es como pienso
desahogarme.
—Sí, sí. Y lo haremos, cuando llegue el momento —insiste
Adriano—. Pero no esta noche. De todas formas, últimamente
están muy callados.
—Demasiado —concuerdo—. Han pasado seis semanas desde
el ataque al complejo y esos cabrones han pasado a la
clandestinidad.
—Quizá los asustaste.
Entorno los ojos hacia él. —¿Cuán probable crees que sea? —
pregunto con sarcasmo.
—El día del ataque te libraste tú solo de la mayoría de ellos —
señala Adriano—. Tiene sentido que teman aún más al lobo
feroz.
—Independientemente —digo— de lo que sientan, eso solo
significa que estarán más preparados la próxima vez.
Adriano se endereza y se apoya un momento en mi escritorio.
—Lucio, lo entiendo. Quieres acabar con esos hijos de puta.
Yo también. Pero no puedes obsesionarte con esta mierda cada
minuto de cada día. Te va a consumir.
—Necesito proteger a Evie.
—Sí protegiste a Evie. Hoy está viva precisamente porque la
protegiste —subraya—. Y eso es lo que seguirás haciendo en
el futuro. Pero también necesitas darte un respiro.
Pongo los ojos en blanco. —¿Es tu discurso para la fiesta de
esta noche?
—Por supuesto. Tienes que unirte —me dice.
—No tengo que hacer nada.
—Jesús —murmura Adriano. La sonrisa se le cae de la cara—.
¿De verdad prefieres quedarte aquí mirando ese monitor todo
el día?
Me tenso un momento y me doy cuenta de que no apagué la
cámara cuando entró Adriano. La cámara no lo apunta a él,
pero está claro que sabe lo que vigila.
Quizás no soy tan sutil como pensé.
—Estoy trabajando en la lista de nombres que consiguió
Stefano.
—De acuerdo —balbucea Adriano—. ¿Olvidas con quién
estás hablando? Soy yo, tu mejor amigo.
—¿Qué coño quieres de mí? —suspiro.
—¿Qué tal la verdad? —sugiere—. Empecemos por ahí.
—Bien.
—Bien —dice Adriano—. ¿Qué planeas hacer con Charlotte?
Me encojo de hombros. —Lo que me dé la gana.
—Pensé que ibas a ser honesto conmigo.
—¡Todavía no lo sé, maldición! —me quejo—. No lo sé,
maldita sea. ¿Qué tal eso?
Asiente con complicidad, como si le estuviera dando todas las
respuestas que quiere. —La has tenido en ese apartamento
durante seis semanas.
—¿Qué estás diciendo? —presiono—. ¿Que no se lo merece?
—Eso no es lo que he dicho.
Me paso una mano frustrada por el pelo. —Entonces, ¿qué
intentas decir? —gruño—. Porque esta conversación me está
haciendo perder la cabeza.
—Estás tratando de castigarla —dice Adriano lentamente—. Y
entiendo por qué. Ella te traicionó. Puso a Evie en peligro. Te
mintió durante meses.
—Presiento que viene un ‘pero’.
—Peeeero… —levanta el dedo como un profesor a punto de
explicar un punto clave— …Nunca le diste la oportunidad de
explicarse.
Se me cae la mandíbula. —¿Hablas en serio? —me reclino en
la silla, consternado, y niego con la cabeza—. ¿Sabes qué?
Estoy seguro de que no lo dices en serio, así que fingiré que ha
sido una broma que ha salido mal. Te daré el beneficio de la
duda y dejaré que te pavonees fuera de aquí, que vayas a la
fiesta o…
—Por algo la tienes en un bonito apartamento en el centro —
me interrumpe Adriano—. Hay una razón por la que le das
ciertas comodidades, ciertas protecciones…
—No es por puta protección —gruño—. Es seguridad.
—Llámalo como quieras —responde Adriano con calma—. La
estás vigilando, y no es porque te preocupe con quién pueda
tener contacto.
—¿Ah, no? ¿Entonces por qué crees que lo hago? —pregunto
sombríamente—. Lo haces porque te preocupas por ella.
Las palabras de Adriano se sienten pesadas en el espacio entre
nosotros. Está incómodamente cerca de la verdad.
No es que lo vaya a admitir en voz alta.
—Lo haces porque no quieres dejarla ir —continúa Adriano
—. Aunque sabes que deberías hacerlo.
Cruzo los dedos. —Estás pisando terreno peligroso.
—No te tengo miedo, stronzo —responde Adriano.
Sonrío. —Entonces eres más estúpido de lo que pensaba.
Adriano sonríe, totalmente indiferente. —¿Cuántas veces al
día miras esos monitores? —pregunta.
Mis ojos parpadean hacia la pantalla.
Me detengo en seco al darme cuenta de que hay un repartidor
de pizza en la puerta. Por el ángulo de las cámaras, no puedo
ver su cara con claridad.
Pero me satisface saber que Matteo está allí, examinándolo
cuidadosamente. Igual hay algo que me molesta.
Charlotte nunca ha pedido pizza.
Pero tampoco ha comido nada en todo el día.
—¿Lucio?
—¿Qué?
—No importa —replica Adriano con cierta suficiencia—.
Acabas de responder a mi pregunta.
—Vete a la mierda —digo—. ¿Cuándo reclutamos a Matteo,
por cierto?
—¿Está de servicio hoy?
—Sí.
—Es un recluta nuevo. Lleva menos de un año, pero el chico
tiene potencial.
—¿Es joven?
—Veintitrés —responde Adriano—. ¿Por qué?
—Solo me preguntaba si está a la altura.
—¿De qué? ¿De mantener a Charlotte confinada en el
apartamento? ¿O de protegerla?
—Ella es claramente hábil en la manipulación —señalo—. Y
cuanto más inexperto es el hombre, más vulnerable.
—Has conseguido retenerla todo este tiempo.
Asiento con la cabeza, resistiendo el impulso de volver a mirar
los monitores. —Hemos cubierto ese detalle, sí —digo en voz
baja.
—¿Cuánto tiempo más vas a mantenerla allí?
—Ya te lo he dicho —digo con impaciencia—. No lo sé.
Adriano suspira. —Bien. No lo sabes.
—¿Podemos poner un alfiler en esta conversación? —exijo—.
Estamos yendo en círculos y realmente empieza a molestarme.
—Me encantaría —responde Adriano—, …Si vienes a la
despedida de soltero conmigo”.
Pongo los ojos en blanco. —No estoy de humor.
—¡Pues ponte de buen humor! —responde—. Necesitas un
descanso.
—No tienes descansos cuando eres un Don. Especialmente
cuando tienes un enemigo al que destruir.
—¿Planeas destruirlos esta noche?
Lo fulmino con la mirada.
—No lo creo. Entonces será mejor que te diviertas —continúa
Adriano—. Va a haber strippers. Conociendo a Orlando,
incluso podría haber algunas prostitutas…
—No pagaré por sexo.
—Nunca dije que lo necesitaras —dice Adriano levantando las
manos—. Pero sí necesitas echar un polvo. Eso podría mejorar
significativamente tu estado de ánimo.
—Mi humor está bien.
Adriano se pone en pie y apoya las manos en mi mesa.
—Tienes que sacarte a Charlotte de la cabeza —me dice sin
rodeos.
—Por el amor de Dios —gruño, levantándome de mi asiento
—. Bajaré. Pero solo para quitarte de encima mío.
—¡Sí! Mi héroe. Podría besarte ahora mismo.
—Hazlo y verás lo que pasa —gruño.
Se ríe por lo bajo mientras hace una reverencia y un gesto
hacia la puerta. —Después de usted, mi señor.
Conduzco a Adriano fuera de mi despacho, asegurándome de
cerrar la puerta tras nosotros. Mientras caminamos hacia la
escalera, oigo movimiento justo detrás de mí.
—¿Sr. Mazzeo?
Me giro y veo a Becca de pie. Parece incómoda. Tensa.
—¿Sí?
—Siento molestarlo —dice—. Pero estoy buscando a Evie.
Tengo que ocultar mi sonrisa. —¿Jugando al escondite otra
vez?
—Podría decirse que sí —responde con una risita nerviosa—.
Excepto que yo no era realmente consciente de que estábamos
jugando.
Tiene el pelo rubio fresa y los ojos azules. Pero nada como los
de Charlotte. Los ojos de Becca son de un azul más oscuro y
turbio.
Los de Charlotte son brillantes. Claros. Ardientes.
—Era apegada a su anterior niñera —le digo a Becca—. Dale
tiempo. Ya debería estar en su habitación.
—De acuerdo. Gracias.
—Oh, ¿y Becca?
—¿Sí, Sr. Mazzeo?
—Daré una fiesta esta noche para mi primo. Necesito que
mantengas a Evie arriba y en su habitación hasta mañana.
—Por supuesto. Entendido.
—Y puedes llamarme Lucio.
Sus ojos se abren de par en par por un momento y me dedica
una sonrisa que hace meses me habría hecho saltar la polla.
¿Pero ahora?
Nada.
Ninguna reacción.
—Lo haré… Lucio.
La saludo con la cabeza y sigo a Adriano escaleras abajo. Me
mira cuando llegamos al rellano.
—Tienes la costumbre de elegir niñeras calientes —bromea.
—En lo que a mí respecta, bien podría ser un robot —
respondo con amargura—. Ya cometí ese error una vez.
Y tengo el cuchillo en la espalda como prueba.
3
LUCIO

La fiesta acaba de empezar cuando Adriano y yo salimos a la


terraza de la piscina.
Detrás de enormes altavoces, hay un DJ en plena actuación.
Un bajo atronador hace vibrar todas las ventanas de la casa.
El bar está lleno. Las luces parpadean.
Al girarme, veo una línea de coca en la mesa del patio, lista
para ser aspirada. Una pandilla de hombres risueños se
desparrama en las sillas a su alrededor.
Me fijo en Marcelle, que se prepara para dar el primer pase.
Lleva una camisa blanca casi transparente y un billete de cien
dólares enrollado en la mano. El look cierra combinado con
unos pantalones dorados de Gucci y varias cadenas doradas de
gángster.
El hijo de puta parece un gigoló barato.
—Pues que me aspen —murmura Adriano, fijándose en él al
mismo tiempo que yo—. Tu primo es un personaje.
Meneo la cabeza y me acerco a Marcelle antes de que se pase
con la coca, dejando a Adriano detrás de mí.
—Marcelle.
Me mira. Veo la aversión cruzar sus ojos.
El sentimiento es jodidamente mutuo.
—¡Primo! —canturrea con falso entusiasmo—. Tienes un gran
espacio aquí.
—Empiezas temprano la fiesta —comento mientras observo la
línea de cocaína en mi mesa de cristal.
—Pareces un poco amargado, cugino —dice Marcelle,
mirándome de arriba abajo—. ¿Alguna razón en particular?
—¿No es suficiente razón estar aquí hablando contigo?
La sonrisa de Marcelle se tensa. —Ahí está ese famoso sentido
del humor del que tanto he oído hablar —dice—. Creía que era
un mito.
—¿Quién dice que estoy bromeando?
Su sonrisa vacila un poco.
Sé que lo estoy provocando, pero mierda, necesito una razón
para quedarme en esta fiesta idiota. Incluso si esa razón es
hacer que este tarado se retuerza.
—¡Lucio!
Me giro y veo a otro de mis primos, Dante, que camina hacia
nosotros.
Siento los ojos de Marcelle clavados en mi espalda, abriéndose
paso a través de mi camisa. Pero lo ignoro y le doy una
palmada en la espalda a Dante.
—Justo a tiempo. Necesito un trago —le digo—. Vamos al bar
que he pagado.
Dante mira por encima del hombro el espectáculo de mierda
detrás de mí. Lo asimila al instante y reprime una carcajada.
—¿Qué le has dicho a Marcelle? —se ríe—. El hombre parece
a punto de cagarse en sus pantalones dorados delante de todo
el mundo.
—Nada que le gustara —respondo sombríamente.
Nos acercamos a la barra. —Whisky —le digo al camarero—.
Que sea doble.
—Bourbon para mí —dice Dante. Se sube a uno de los
taburetes y gira hacia mí—. Ha pasado un tiempo, primo.
—En efecto.
—¿Cómo está Evie?
—Genial.
—Escuché que empezó la escuela.
El camarero, Sampson, nos pone las copas delante. Recorre la
sala con la mirada.
Lo traje de uno de mis restaurantes por esta noche. Lleva
mucho tiempo en la familia, así que hace doble trabajo, de
camarero y de seguridad.
Si alguno de los fiesteros se alborota, lo pondrá a raya rápida y
eficazmente. Y con brutalidad, si es necesario.
Además, hay un destacamento de seguridad estacionado
alrededor del recinto durante la noche. Pero están un poco
alejados, parados más allá de la zona designada para la fiesta.
Más para la gente de fuera de la fiesta que para la gente de
dentro.
Entrecierro los ojos para asegurarme de que están donde deben
estar. Veo a uno de mis guardias en el jardín.
También veo el brillo de la luz de la luna reflejándose en el
AR-15 en sus brazos.
—¿Estás bien, hermano? —pregunta Dante—. Pareces tenso
esta noche.
—No era partidario de celebrar la despedida de soltero aquí —
admito—. El complejo es un objetivo.
—Sí, he oído hablar de eso —responde—. Suena jodidamente
loco.
—Lo manejé.
—Me alegro de que Evie no saliera herida. Evie o Char…
Se detiene en seco, sus palabras se entrecortan un poco cuando
sus ojos encuentran los míos.
—Lo siento, hermano —suspira—. Escuché lo que pasó con
Charlotte, también.
Entorno los ojos hacia él. —¿Qué has oído exactamente?
—Solo que ella… bueno… que estaba trabajando con los
polacos —termina—. Adriano me informó.
Cierto. Son amigos.
Aunque eso no impide que me moleste lo mucho que sabe
Dante. Se siente como una traición a mi confianza.
Menor, comparada con lo que hizo Charlotte. Pero estoy
susceptible con ese tipo de cosas en estos días.
Dante debe ver la irritación en mi cara, porque interviene
rápidamente y dice: —Escucha, solo me lo dijo porque le
pregunté. Quería saber cómo estaba Charlotte.
—¿Por qué?
Se detiene en seco. —¿Por qué qué?
—¿Qué te importa cómo le va a Charlotte? —le pregunto
secamente. No olvidé lo fuerte que coqueteó con ella la noche
que asistió a la cena dominical de la familia Mazzeo.
—Oh, bueno… ella estaba…
—Está fuera de los límites —interrumpo, dando un gran sorbo
a mi whisky.
—Sí, por supuesto. Después de lo que hizo…
—Siempre estuvo fuera de los límites.
Dante vacila un momento. Comprende. —Ah, vale —dice
finalmente, inclinando la cabeza—. Entendido.
Da un sorbo a su bebida y observa el espacio.
Oigo chapoteos junto a la terraza cuando un grupo de amigos
idiotas de Marcelle se lanza a la piscina con la ropa puesta.
El alcohol ya está fluyendo demasiado libremente. Gruño de
desagrado.
—¿Dónde está el futuro novio? —pregunto, dándome cuenta
de que no he visto a Orlando desde que entré.
—La última vez que lo vi, estaba fumando un porro junto a la
piscina.
—¿A cuántos putos tipos invitó a esta cosa? —pregunto,
sabiendo que es más probable que Dante me diga la verdad.
—Cincuenta fue el número que me dio.
Sacudo la cabeza. —Imbécil.
—¿No es lo que te dijo?
—Veinticinco, como mucho —cito con amargura—. Me
aseguró que todos los invitados habían sido debidamente
investigados.
—Podrías haber dicho que no a esta fiesta, ¿verdad?
Levanto las cejas y me río. —¿Y enfrentarme a la ira de las
tías? Mierda, no —respondo—. Prefiero volver a enfrentarme
al polaco.
Dante resopla. —No te culpo.
—¡Esto es un puto festival de salchichas! —grita alguien
desde atrás—. ¿Dónde están las jodidas tetas?
—Imbéciles —refunfuño—. ¿Sabe la prometida de Orlando en
lo que se está metiendo?
—No me corresponde preguntar —dice Dante—. Pero, si
tuviera algo de sentido común, lo dejaría plantado en el altar.
—¡En serio! —dice alguien más—. ¡Queremos coños!
—¡Ahí estás! —grazna Alberto, que se materializa entre Dante
y yo en la barra. Golpea a Dante en el brazo—. Te me perdiste,
chupavergas.
Dante hace una mueca y se frota el hombro donde Alberto le
golpeó. —Sálvese quien pueda en esta multitud.
—La fiesta está genial —dice Alberto, mirando al DJ que
mezcla canciones junto a la piscina—. La gente no tanto.
—¿Qué esperabas? —pregunto—. Es Orlando.
—Lo sé. Por eso me sorprende que no haya ninguna mujer
aquí —dice Alberto—. Aunque he oído el rumor de que ha
pedido strippers.
—Peor. Marcelle lo hizo —aclara Dante—. Es el padrino,
¿recuerdas?
Un nudo de irritación me aprieta el estómago. He hecho
concesiones a la familia, pero estos hijos de puta me están
presionando demasiado.
Y no estoy de humor para que me presionen.
—¿El maldito Marcelle? —repito—. Jesús.
Me levanto del taburete y me dirijo hacia mi primo borracho.
Acaba de inhalar otra línea de mi mesita y está cogiendo su
bebida. No acierta, la golpea con fuerza y parte del whisky cae
al suelo.
—Marcelle.
—¡Lucio! Volvió el grandote —grazna—. ¿Qué puedo hacer
por ti, cuzzo?
—¿Pediste strippers? —exijo.
Enarca una ceja. —Es una puta despedida de soltero, amigo.
¿Cuál es el problema?
Aprieto el puño a mi lado. —¿Qué compañía usaste?
Se levanta tambaleante y sonríe como un loco. —¿Acaso
importa?
—Sí importa, mierda —digo—. Espero que hayas investigado
a todas las chicas.
—¿Investigado? —pregunta Marcelle, con una ceja levantada
—. ¿Preguntas si cada una de las chicas me ha hecho un baile
erótico? No, pero te prometo que las fotos son muy atractivas
—me guiña un ojo y me hace un gesto cursi con el pulgar
hacia arriba.
Achico la distancia que nos separa, agarro su estúpida
camiseta transparente y lo estampo contra el pilar que sostiene
el techo de la cabaña.
—Me importa una mierda lo “atractivas” que sean, idiota —le
gruño en la cara—. Te estoy preguntando si comprobaste sus
antecedentes.
—Jesús, son putas strippers —se queja Marcelle,
encogiéndose de hombros para zafarse de mí—. No son putas,
ya sabes… agentes encubiertas o alguna mierda así. Tienes
que calmarte.
Algunos nos miran con curiosidad.
Es obvio que parezco el malo aquí. El irracional.
Y, aunque sé que tengo razón, estoy demasiado cansado para
esta mierda. Han sido seis largas semanas. No me queda
mucho combustible en el tanque.
Así que lo dejo así. Suelto a Marcelle y doy un paso atrás.
—Más vale que estas strippers estén limpias, Marcelle —le
digo con un fuerte suspiro—. Si no, tú y yo vamos a tener unas
palabras.
—Todo irá bien, hombre —responde Marcelle—. Aquí tengo a
mis músculos. Y están armados.
Ya estoy al tanto de eso. Unos cuantos matones de cabeza
rapada han estado siguiendo a los miembros clave de la fiesta
del cortejo. Ninguno de sus supuestos “músculos” oculta que
llevan armas.
Puto principiante.
—Solo mantén el control de todo, ¿de acuerdo? —le digo.
Entonces me voy.
Me dirijo a una parte oscura del jardín, con la esperanza de
encontrar algo de paz y tranquilidad.
Pero no importa a dónde vaya, la música me sigue.
Los aullidos. Las risas. El sonido del caos descuidado que se
desata.
¿Hubo un tiempo en el que realmente disfruté de este tipo de
fiestas? Si es así, fue hace toda una vida.
Miro hacia el tercer piso, esperando que el ruido no mantenga
a Evie despierta toda la noche. Capto un destello de Becca,
que pasa por la ventana.
Vuelvo a suspirar.
Al volver la vista hacia abajo, veo que dos trajeados suben a
grandes zancadas por el camino asfaltado que conduce a una
de las entradas del recinto.
Uno es Enzo. Justo detrás de él, sigue Giovanni.
Están escaneando la oscuridad constantemente. Buscando
amenazas. Protegiendo a su Don.
Profesionales serios, en otras palabras. Contentos de
permanecer en las sombras. El polo opuesto a los llamativos
idiotas a sueldo de Marcelle.
Les hago señas para que bajen. —Buonasera, caballeros.
—Buenas noches, jefe —corean.
—¿Quién está en la puerta de Evie esta noche?
—Marco —responde Enzo—. Estará allí toda la noche.
—Bien —me desplomo en un banco de piedra junto a la
fuente.
El agua gotea agradablemente. Es una noche agradable. Fresca
y clara.
—¿Algo más, jefe? —pregunta Enzo obedientemente.
—No —digo, negando con la cabeza. Entonces se me ocurre
algo—. Oh, espera… vienen algunas mujeres —hago una
mueca—. Strippers. Idea de Marcelle.
Enzo frunce el ceño. Es como yo: protector y paranoico hasta
la exageración. Por eso le confío la seguridad de mi casa.
—¿Las investigó?
Me río entre dientes. —Supuestamente. Pero dile a los chicos
de delante que lo hagan otra vez cuando lleguen, ¿vale? Nada
de armas.
Asiente con la cabeza. —Los llamaré por radio ahora.
—Grazie, mio amico —murmuro—. Pueden volver a sus
labores.
Ambos hacen una media reverencia y vuelven a su patrulla.
Mientras desaparecen en el jardín, oigo el crujido de Enzo
transmitiendo mis instrucciones a los demás guardias de
servicio.
M E SIENTO en la oscuridad durante un rato. Sin pensar en
nada. Solo respiro. No tardo en oír un aullido procedente de la
zona de la piscina.
Deben haber llegado las strippers.
Mi plan era quedarme aquí fuera un rato más, pero me apetece
otra copa y dejé el vaso dentro.
Así que, tragándome mi enfado, me levanto y me dirijo de
nuevo a la casa principal.
La piscina ha sido abandonada. Todos los hombres se agolpan
ahora en el salón, y las strippers ya están repartidas entre ellos.
Los viejos hábitos no mueren, así que hago un rápido escaneo
y recuento.
Hay diez mujeres en total. Todo un arco iris de colores de piel
y pelo. Lo que tienen en común es que ninguna de ellas lleva
mucho o nada puesto.
Cuento seis tangas y dos bikinis entre las diez.
Tanta desnudez. Tetas, culos y labios deliciosos, todos girando
y susurrando dulces tentaciones a los oídos de los rugientes y
borrachos hombres.
Todos están ansiosos por poner sus manos sobre las mujeres.
A mí no me hace ni puta gracia.
Incluso cuando una de ellas me ve entrar por las puertas de
cristal.
Es una bomba rubia, con un tanga verde neón. Cuando me ve,
sus ojos se iluminan como el 4 de julio.
Me lanza un guiño mientras se recuesta en el regazo de Dante,
pero yo le doy la espalda con el ceño fruncido y me dirijo a la
barra.
—Otro trago, Sampson —le digo.
—Entendido, jefe.
Miro a mi alrededor y veo a Adriano en una esquina de la sala.
Una de las mujeres mueve el culo para él, y él se ríe mientras
bebe un trago de tequila.
Parece que se lo está pasando bien.
Y, por un segundo, siento envidia. Ese tipo de cosas ya no me
parecen posibles.
—Hola, guapo.
Otra de las mujeres se aprieta entre mis piernas. Me fulmina
con la mirada.
Tiene el pelo oscuro de un tono similar al de Charlotte. Pero
sus ojos son oscuros y marrones. Lleva bragas rosas y un tanga
a juego.
—Me llamo Midnight —añade.
Alzo las cejas. —¿Y cuál es tu verdadero nombre?
—¿Te importa?
—No —reconozco—. Ni un poco.
Me pasa la mano por el pecho, abriéndome un poco la camisa.
—¿Te apetece un baile erótico? —pregunta.
Sin duda es atractiva, y algo en su voz me llama la atención.
Habla como alguien con educación. Con clase.
Pero no puedo obligarme a sentir algo. Cualquier cosa.
—No.
—¿No? —repite ella, claramente aturdida por la negativa.
—No —repito—. Prueba con otro.
—Oh, vamos, guapo —resopla, intenta recuperarse rápido—.
Estoy muy buena.
—Y realmente no me interesa.
La cojo del brazo y la hago girar entre mis piernas. La ira se
dibuja en su rostro, pero logra disimularla rápidamente.
Me lanza una última mirada y mueve las caderas en dirección
contraria. Vuelvo a mirar a Sampson.
—Sigo esperando esas bebidas —ordeno.
Cuento unos tres segundos de silencio antes de que Adriano se
acerque dando saltitos.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —exige y ocupa
el taburete contiguo al mío.
Suspiro internamente. —Beber. ¿Qué parece que hago?
—Estaba buena —dice.
—Todas están buenas.
—¿Y cómo es que no pareces interesado en ninguna?
—Porque son aburridas a morir —le digo—. Tienen tanto
maquillaje en la cara que parecen Barbies.
Adriano resopla de risa. —Eso es un poco duro, ¿no crees?
Me encojo de hombros. Ser educado fue mi prioridad.
Veo a Marcelle que se relaja en el sofá mientras una belleza de
marfil le muele la polla. Su “músculos” permanecen en
posición firme detrás de él, con una mano apoyada en la funda
de su arma.
—Mira a ese imbécil —me burlo—. Así es como se imagina
que es ser Don todo el tiempo. Coca en la mesa, mujeres en tu
regazo, matones armados a tu lado.
Adriano resopla. —Normalmente lo es… A menos que seas
Lucio Mazzeo.
Le muestro el dedo medio, pero solo se ríe más.
Las strippers están repartidas por la sala. Me fijo en una chica,
una belleza de piel oscura que baila sobre uno de los guardias
de seguridad que trajo Marcelle esta noche.
Sus ojos se llenan de lujuria posa las manos lentamente en el
culo de ella.
—Tiene unos guardias muy profesionales.
—Probablemente les dio armas a sus amigos y les dijo que
fingieran —dice. ‘Háganme sentir como un pez gordo’,
¿sabes? Ese es el tipo de cosas que haría.
—Lo triste es que podría ser cierto.
—Vale, Marcelle y Orlando son unos putos mierdas —concede
Adriano—. Eso no significa que tú no puedas disfrutar.
—Estoy disfrutando —respondo sin intentar sonar convincente
—. Estoy disfrutando del alcohol.
Adriano murmura algo en voz baja, y yo capto una palabra que
suena sospechosamente a “Charlotte”.
—¿Qué fue eso? —exijo.
—Nada —se apura a responder Adriano—. Sampson, otro
para mí.
Se toma el trago que le sirve Sampson, se lo echa a la garganta
y me dedica una sonrisa salvaje.
—Una vez más, a llenar vacíos, mi amigo —cita.
Arrugo la nariz. —¿Desde cuándo citas a Shakespeare?
Guiña un ojo. —No es francés, pero tampoco está mal.
Luego, se adentra entre la multitud y se sienta en uno de los
sofás de cuero. En cuestión de segundos tiene a una bailarina
en el regazo, manoseándole la camisa.
Y entonces me doy cuenta de algo.
Todas las chicas parecen hacer el mismo movimiento.
Encuentran a un hombre, e inmediatamente sus manos
recorren su pecho y bajan hasta sus caderas.
Como si los estuvieran cacheando.
Como si estuvieran buscando algo.
Frunzo el ceño, mi cuerpo se tensa lentamente mientras
empiezo a prestar atención.
Cada una de las chicas consiguió milagrosamente situarse a no
más de unos centímetros de todos los guardias de seguridad
armados de la sala.
Me pongo en pie. La bebida en mi mano cae al suelo. Explota.
Es entonces cuando siento que me miran.
Me giro a la izquierda y sorprendo a alguien que me mira
fijamente.
Es la primera stripper de ojos oscuros que se me acercó.
Midnight se hacía llamar.
Su cuerpo está tenso. Atento.
Maldición.
—¡Ahora! —grita en cuanto comprende que me he dado
cuenta.
Todas las strippers se mueven en sincronía.
Sacan las pistolas de las fundas de los guardias idiotas y
apuntan directamente a los hombres a los que han robado.
Todas excepto Midnight…
Que tiene un pequeño cuchillo contra mi garganta.
—¿Qué carajo?
Marcelle tiene la cara desencajada de asombro mientras mira
fijamente a la stripper que estaba en su regazo hacía solo unos
segundos.
Adriano sigue en el sofá individual de cuero, con la mirada
perdida entre las diez mujeres.
Está buscando debilidades. O quizá está buscando pistas.
—¿Para quién trabajas? —le balbuceo a Midnight—.
¿Kazimierz?
Sonríe, pero se niega a darme una respuesta. En lugar de eso,
señala con la cabeza a otra de las strippers. La rubia del tanga
verde que me examinó cuando entré.
Saca su teléfono y teclea un mensaje corto.
Aprieto los dientes con furia autodestructiva. Pensé que estos
fiesteros eran los idiotas.
Pero resulta que yo soy el mayor idiota aquí.
Marcelle sigue balbuceando. —Pagué… Quiero decir, se
suponía que…
Está tratando de sentir indignación, pero todo lo que puedo ver
es su miedo.
—Te han engañado, Marcelle —le digo a mi primo imbécil—.
Tu supuesta seguridad, también.
—Somos leales —se atreve a decirme uno de ellos.
—¿Leales? —me río—. No se trata de lealtad, mierda. Se trata
de competencia. Si hubieras hecho tu trabajo, tú las tendrías a
punta de pistola, no al revés.
—Oye, no me quejo —dice la rubia, conversando—. Chicos,
me lo han puesto en bandeja de plata.
Mi teléfono empieza a sonar, pero lo ignoro.
—Yo que tú atendería —me dice la rubia con suficiencia—.
Anda. Contesta.
Sin dejar de mirarla, saco el teléfono del bolsillo y cojo la
llamada.
—Jefe —la voz de Enzo llega desde la otra línea—. Hay
alguien en la puerta. Quiere hablar contigo.
Maldición.
Sé exactamente quién es.
Y una conversación con Kazimierz, el psicótico jefe polaco,
no es lo que me apetecía hacer esta noche.
—Deja entrar al bastardo —grito.
—Es una mujer, Jefe.
¿Una mujer?
¿Qué coño está pasando?
—Vale —ronco—. Déjala entrar.
Puedo oír la incertidumbre de Enzo. —¿Seguro, jefe?
—Teniendo en cuenta que todos estamos siendo retenidos a
punta de pistola aquí, sí, estoy seguro.
—¿Qué carajo? —empieza a exclamar.
—Si tus hombres vienen hacia nosotros, dispararemos —me
advierte Midnight.
Me lo imaginaba.
—Quédate en tu puesto —ordeno—. Y envíala sola.
—Sí, jefe.
La línea se corta.
La morena de ojos oscuros me ofrece una sonrisa de
satisfacción.
—Midnight, ¿eh? —pregunto.
Sonríe más. —Hiciste bien en preguntarme mi verdadero
nombre —dice—. Tu error fue no preocuparte.
Me río con amargura. —Ahora me importa.
—Lo siento, guapo —se encoge de hombros—. Perdiste tu
oportunidad.
Noto un destello de movimiento repentino por encima del
hombro de Midnight.
Es uno de los hombres de Marcelle. El mismo idiota que
alardeaba de su “lealtad” como si eso importara a estas alturas.
El idiota parece creer que puede arrancar el arma de las manos
de la stripper más cercana. Se acerca a ella unos cinco
centímetros antes de…
Boom.
Su bala le alcanza en el cuello.
Y el imbécil cae al suelo. Todos observan en un tenso silencio
cómo se revuelca por el suelo como un pez moribundo.
La sangre salpica por todas partes, sobre mi alfombra blanca, y
él balbucea incoherencias.
Hasta que, poco a poco, el sonido y el movimiento se
desvanecen.
Y da el salto final de idiota a idiota muerto.
—¡Mierda! —exclama Marcelle horrorizado—. ¡Maldición,
zorra!
—Quizá no fuimos lo suficientemente claras —sisea la rubia a
toda la sala—. Si alguno de ustedes se mueve, ¡apretamos el
gatillo!
Todos los tontos borrachos y drogados tragan con fuerza.
Entonces, oigo pasos.
El agudo clip-clap de los tacones altos sobre mis suelos de
madera.
Veo un destello de pelo rubio dorado a través de las ventanas
de cristal.
Veo su andar seguro y confiado. Los vaqueros negros
ajustados bajo una chaqueta de cuero roja entallada.
Dobla la esquina y entra en la habitación como si fuera suya.
Sus profundos ojos marrones se posan de inmediato en mí.
Una suave sonrisa se dibuja en sus carnosos labios rosados.
Siento que el ambiente de la habitación cambia.
Los hombres que la reconocen parecen dejar de respirar. Los
hombres que no saben quién es miran con confusa fascinación.
¿Y yo?
No sé qué coño pensar. Qué sentir. Qué hacer.
—Hola, Lucio —dice con frialdad—. Ha pasado tiempo.
El nombre de mi exesposa cae de mis labios como ceniza
caliente.
—Hola, Sonya.
4
CHARLOTTE
APARTAMENTO DE CHARLOTTE

—¿Qué?
Vanessa mueve las cejas.
—Estoy aquí para rescatarte —repite, dramática como el
infierno—. Soy tu caballero de brillante armadura. ¿Por qué si
no me pondría una ropa tan horrible? Todo esto es por ti, nena.
No sé si reír, llorar, gritar o volverme loca.
—Vanessa, esto es una locura. Incluso para ti.
—Exactamente por eso funcionará.
Tiene la audacia de rematar esa ridícula frase de película de
acción con un puto guiño.
—¿Cómo? —presiono—. ¿Cómo funcionará? Tengo un
guardia armado de la mafia apostado ante mi puerta
veinticuatro horas al día. Si tienes razón sobre las cámaras,
podría haber cien guardias más en camino con solo pulsar un
botón.
—Por favor —dice Vanessa con un gesto de la mano, como si
Matteo no fuera más que un pequeño bache en el camino en
lugar de un Problema con mayúsculas de dos metros y medio
de altura.
—Saldremos de aquí antes de que llegue la caballería. ¿Y ese
pequeño cachorro de ahí fuera? Puedo encargarme de él.
—Lo estás subestimando.
—Y tú le estás dando demasiado crédito —replica Vanessa—.
Llevo días vigilando este lugar. Es el primer guardia que te
asignan que no está preparado para el trabajo.
—¿Qué te hace decir eso?
—Por un lado, lo vi fumarse un porro antes de subir aquí —me
dice—. Por otro, me miró de arriba a abajo.
Pongo los ojos en blanco. —La mayoría de los hombres lo
hacen —señalo—. Gran cosa. ¿Qué quieres decir?
—Mi punto es que puedo manipularlo.
—¿Planeas seducirlo? —le pregunto—. Porque no me sentaré
aquí mientras tienes un rapidito.
Una sonrisa conspiradora ilumina su rostro.
Me quedo mirándola un momento, todavía estupefacta.
—¿Qué? —pregunta Vanessa con inocencia.
—Lo estás disfrutando —me doy cuenta.
Ella se encoge de hombros. —La vida sin ti es aburrida.
—Jesús, Van —suspiro—. ¡Esto no es un juego! Si tienes
razón y Lucio me está vigilando, nos seguirán la pista.
—No si tenemos cuidado.
Sacudo la cabeza. Siento cómo el pánico clava sus garras en
mi carne. —No puedo irme.
—¿Por qué demonios no? —exige Vanessa, sus ojos me miran
peligrosamente.
Me detengo en seco.
Es una pregunta justa, en realidad.
¿Por qué no puedo irme?
Compruebo mi propia vacilación, preguntándome por qué
estoy tan nerviosa para hacer algo que no hace mucho habría
sido algo natural para mí.
—Dios mío —la exclamación de Vanessa corta mis
pensamientos.
—¿Qué?
—Dios mío —repite.
La fulmino con la mirada. —Si hay algo que quieras decir,
ahora es el momento.
Baja la voz hasta un susurro reservado. —Estás enamorada de
él.
Siento que mi cuerpo se tensa instintivamente. Intento
rechazar las palabras.
Quiero decirle lo ridículas que son. Lo falsas que son.
Pero mi lengua se siente pesada de alguna manera.
—Eso… eso no es…
—Mírate —dice Vanessa asombrada, con los ojos clavados en
mi cara—. Te estás poniendo roja.
—Porque estoy nerviosa.
—Porque tengo razón. ¿No es así?
—No —digo, mi voz es tímida.
—¡Por el amor de Dios, Charlotte! —exclama Vanessa,
levanta las manos—. ¡No puedo creer que te hayas enamorado
de él!
—No estoy enamorada de él —niego—. Solo… puede que
sienta algo leve por él.
—¿Leve?
Suspiro, cansada. —No es para tanto.
—¡Es para mucho! Deberías saberlo.
Frunzo el ceño. —¿Debería saberlo?
—Oh, vamos, nena —dice Vanessa—. Enamorarte de un
hombre solo te pone en la posición más débil. Dios sabe que
ellos nunca corresponden de la misma manera. Mira lo que
pasó con Xander.
Sus palabras son como una daga en el pecho.
Sobre todo, porque sé que tiene razón.
—No puedo controlar lo que siento.
—Puedes intentarlo —dice Vanessa—. Y puedes elegir
alejarte ahora. Solo ven conmigo.
Tiene razón.
Tiene toda la razón.
No puedo seguir esperando que Lucio decida milagrosamente
perdonarme. Han pasado seis semanas y no he sabido nada de
él.
Nada.
Cada vez que pido hablar con él, los guardias me ignoran.
Cada vez que pido ver a Evie, hacen como que no existo.
Tengo que aceptar el hecho de que nunca conseguiré el perdón
de Lucio. Que estoy atrapada en este infierno de culpa para el
resto de mi vida.
Y eso significa que tengo que cuidar de mí misma.
—Vale —digo, respirando hondo—. De acuerdo. Salgamos de
aquí.
—¡Sí! —dice Vanessa, bombea su puño en el aire—. Ese es el
puto espíritu.
—¿Cuál es exactamente tu plan?
—Voy a fingir que estoy muy enferma —dice Vanessa con
seguridad—. Voy a empezar a vomitar y se verá obligado a
llevarme al hospital.
Frunzo el ceño. —Vale. Ahora en serio.
Ella parpadea. —Es en serio.
—¿Ese es el plan?
—Sí —dice Vanessa. Suena satisfecha.
Suspiro. —Se me había olvidado.
—¿Qué se te olvidó?
—Que eres una idiota.
Hace un gesto de dolor, como si la hubiera abofeteado. —¡Ay!
¿Qué quieres decir? ¿Crees que no funcionará?
—En primer lugar, no le importará que estés enferma —señalo
—. Y segundo, definitivamente no dejará su puesto para
llevarte al hospital. Es más probable que te meta en un taxi. Y
eso suponiendo que no te deje tirada en la acera antes de que te
salgan las palabras de la boca.
—¿Incluso si estoy mortalmente enferma? —pregunta
Vanessa.
—Aunque estés mortalmente enferma.
—Creo que puedo convencerlo de que me lleve —dice,
encogiéndose de hombros con indiferencia—. Quiero decir,
puedo ser muy persuasiva.
Me estremezco de pronto al recordar a Vanessa inclinada sobre
Lucio, tentándolo con sus curvas. Parece como si hubiera
ocurrido hace años.
Pero me sigue dando náuseas.
—Vale, suspendamos la incredulidad por un momento y
asumamos que este plan tuyo funciona y Matteo te lleva al
hospital…
—¿Mhmm?
—¿Crees que podré salir de aquí? —pregunto.
—Um…
—Me encerrará, Vanessa —suspiro—. Si no hay un guardia
apostado frente a mi puerta, estoy encerrada. Ese es el objetivo
de este pequeño castigo, ¿recuerdas? No tengo libertad.
—Mierda —suspira Vanessa.
—Eso pensé.
—Maldita sea. Pensé que tenía el plan completo.
Se apoya en la puerta cerrada del baño y mira al techo. —¿Y si
primero intento sacarle la llave?
—¿Cómo?
—¿Seducirlo? —pregunta, recurriendo a sus viejos trucos.
—¿Justo antes de vomitarle en la cara? —pregunto con una
risita.
No puedo evitar reírme de lo absurdo de toda esta situación.
Es eso o deprimirme de verdad.
—Solo necesito distraerlo el tiempo suficiente para que puedas
escabullirte de aquí —dice Vanessa con paciencia—. Abrirá la
puerta para dejarme salir y, antes de que pueda volver a
encerrarte, podré usar mis encantos con él —apoya una mano
reconfortante en mi hombro—. Cíñete a lo que sabes, ¿vale?
Todavía me siento un poco mal del estómago. —No sé nada de
esto.
—Confía en mí.
—Van, ¿y si se da cuenta?
—No lo hará —dice con confianza—. Soy buena en esto,
¿recuerdas?
—Sí, pero…
—Deja de buscar razones para quedarte —me suelta.
Me detengo en seco. —Eso no es lo que estoy haciendo.
—¿Ah, no? —pregunta Vanessa—. Entonces ¿no te da culpa
intentar escapar?
Frunzo el ceño. —No.
—Bien. Entonces será pan comido —dice. Chasquea los dedos
para dar por concluida esta locura y se aleja de la puerta.
Se acerca al espejo y evalúa su reflejo. Luego, se quita la
camiseta grande de la pizzería y muestra un sujetador negro.
—Hm, me alegro de haberme puesto este hoy —dice con
aprobación—. ¿Qué te parece?
Sus tetas son realmente increíbles. Puede ser bastante básica,
pero lo básico puede ser muy bueno.
—Definitivamente estás muy buena —le respondo—. Pero
¿qué hay de nuevo en eso?
—Que dulce —dice Vanessa, soplándome un beso—. ¿Estás
lista?
—Espera —digo—. Tengo que hacer la maleta.
—Que sea rápido —dice—. Y que sea ligera. Tenemos que
hacerlo rápido.
—Entendido.
Vuelvo a entrar en la habitación y no puedo evitar echar un
vistazo alrededor, buscando las cámaras.
Si están ahí, están bien escondidas. Imagino a Lucio al otro
lado del objetivo. Observándome. La idea me produce un
escalofrío.
Me lo quito de la cabeza mientras reúno algunas cosas.
Tomar mis cosas no lleva nada de tiempo. No tengo mucho
aquí. Vuelvo al salón con la bolsa colgada del hombro.
—Ok, estoy lista.
—Bien. Hagámoslo.
Vanessa se acerca a la puerta y la abre de un tirón. Matteo se
vuelve hacia ella con ojos suspicaces.
—Estuviste ahí mucho tiempo.
Sus ojos recorren su nuevo atuendo y la arruga entre sus ojos
se profundiza. —¿No vestías algo diferente cuando entraste?
—Me estaba lavando la cara y me volqué agua —dice—. ¡A
veces soy tan torpe!.
Vanessa se vuelve hacia mí. —Gracias por dejarme usar tu
baño.
—No te preocupes —respondo como si fuéramos
desconocidas—. Voy a devorar esa pizza. Me muero de
hambre.
Les cierro la puerta a los dos, pero no del todo.
Entonces, aprieto el oído contra la superficie de la puerta. Pero
no tengo que esforzarme demasiado, porque puedo oírlos a los
dos con claridad.
—¿Y qué pasa aquí? —pregunta Vanessa con curiosidad.
La voz de Matteo es ronca, pero no desinteresada. —¿Qué
quieres decir?
—¿Quién es ella? Debe ser alguien importante, ¿eh? Si
necesita un guardaespaldas.
—No soy su guardaespaldas.
—¿No? ¿Qué eres entonces?
—No es asunto tuyo.
Se hace un silencio.
—Aunque debes sentirte solo, ¿verdad? —sigue Vanessa. Lo
está diciendo muy alto. Está usando su voz de estrella porno,
como si cada palabra fuera un gemido—. Hacer guardia todo
el día y toda la noche, sin compañía, sin nadie con quien
hablar.
—No necesito hablar con nadie.
—Todo el mundo necesita alguien con quien hablar.
—Yo no.
—¿No? —pregunta Vanessa. Su tono se vuelve francamente
sugerente—. Bueno, entonces, no tenemos que hablar en
absoluto.
No puedo ver, pero sé lo que Vanessa está haciendo. La he
visto jugar este juego con toneladas de otros hombres.
Sonríe, coquetea, piropea, seduce… y, al final de la noche, se
marcha con la cartera llena o un reloj caro.
Imagino que le recorre el pecho con los dedos, empujando su
cuerpo contra el de él. Oigo un pequeño golpe en la puerta.
Sí. En el clavo.
Pero, si quiero tener alguna esperanza de escabullirme,
Vanessa tendrá que alejarlo de la entrada.
Cojo mi bolsa y me la cuelgo del hombro, esperando alguna
señal que me permita abrir la puerta sin miedo a que me
descubran.
—Tienes que dejar de hacer eso.
Sin duda lo está tocando ahora.
—¿Puedo ser sincera contigo? —pregunta Vanessa, ignorándol
—. En realidad no tenía que ir al baño. Solo quería armarme
de valor para hablarte.
La chica es hábil. Tengo que reconocerlo.
—Tienes que salir de aquí. No puedo hacer esto.
—No puedes, pero quieres… ¿Estoy en lo cierto?
Oigo un pequeño gemido, pero no estoy segura de si es él o
Vanessa.
Estoy bastante segura de que ha ido por su pene.
—Sabía que te gustaba.
Sí. Definitivamente fue por su pene.
—No podemos estar haciendo esto —vuelve a decir.
Ya está acalorado, excitado, le falta el aire.
—¿Por qué no? —pregunta Vanessa—. Ella está segura ahí
dentro. Si alguien sube, lo escucharemos antes.
Sus palabras se ahogan. Sé que Vanessa se abalanzó. Lo está
besando contra la misma puerta contra la que está pegada mi
oreja.
Oigo sonidos de forcejeo. Gemidos. Un gemido gutural.
Vanessa otra vez: —Te deseo. Vamos. Ese rincón oscuro es
perfecto.
—No, no puedo…
—Vamos, muchachote —gimotea Vanessa—. Te mereces un
pequeño descanso. Y siempre he querido hacerlo en público.
Puedo sentir su peso tirando de la puerta mientras se deslizan
por el pasillo.
El corazón me late deprisa, pero intento contener la adrenalina.
Tengo que prestar atención.
Mantengo mi posición mientras cuento hacia atrás desde cien.
Como solía hacer con Evie cuando jugábamos al escondite.
Sin embargo, ahora hay algo más en juego.
Cuando llego a cero, respiro hondo para calmar mi acelerado
corazón. Entonces, abro la puerta tan silenciosamente como
puedo.
Me quedo inmóvil un segundo y escucho el zumbido de las
luces del pasillo.
Cuando nadie viene corriendo a la puerta, la abro de un tirón y
asomo un poco la cabeza.
Giro la cabeza hacia la derecha y veo a Vanessa y Matteo en la
esquina, apretados contra el cristal de la ventana, junto a los
ascensores.
Las piernas de Vanessa rodean la cadera de Matteo y sus
manos arañan su espalda. Él le besa el cuello, dejándola libre
para mirarme por encima del hombro.
Me guiña un ojo.
Hora de irse.
Salgo del apartamento con mi bolsa a cuestas.
En cuanto doblo la esquina y me pierdo de vista, salgo
corriendo hacia las escaleras.
Me cuido de no hacer ruido hasta llegar al siguiente rellano.
Entonces, acelero y salgo del edificio lo más rápido que
puedo.
Casi espero que alguien salte de las sombras y me agarre.
Pero nadie lo hace. Lo que significa que el plan de Vanessa
funcionó.
Soy libre.
Me paro al aire libre en la calle. No hay guardaespaldas. Nadie
me vigila. Una sonrisa se dibuja en mi cara…
Y una lágrima resbala por mi mejilla.
¿Y ahora qué?
5
LUCIO
LA MANSIÓN MAZZEO

Jodida Sonya Prescott.


Era problemática cuando la conocí.
Problemática cuando me casé con ella.
Problemática cuando desapareció sin dejar rastro. Cuando
perdí la esperanza de volver a encontrarla. Cuando celebré un
funeral con un ataúd vacío y decidí que tenía que seguir
adelante con mi vida.
Y ahora ha vuelto. Sana y salva.
Y sigue siendo problemática.
Mira alrededor de la habitación. Alta, rubia, delgadísima. La
pistola cuelga flácida en su mano, pero sé que es solo una
actuación. No tiene miedo de apretar el gatillo si surge la
necesidad.
—Bonito lugar —dice—. Siempre has tenido buen gusto.
—Excepto en las mujeres —digo.
Ella sonríe. —Vamos. No seas así.
—¿Qué coño estás haciendo aquí?
Se encoge de hombros. —Me pareció que era hora de que
tuviéramos una conversación.
—Quiero decir, ¿qué haces viva?
—Oh —dice, una risita febril se escapa de sus labios—. Eso.
—Sí —digo—. Eso.
—¿Estabas triste? —pregunta ladeando la cabeza.
—¿Qué?
—¿Te pusiste triste? —repite—. Cuando pensaste que estaba
muerta.
Suspiro. —No. La verdad que no.
Levanta las cejas y silba bajo, como si estuviera impresionada.
—Vaya, no tienes pelos en la lengua, ¿verdad?
—¿Alguna vez los tuve?
—Buen punto —concede—. Esperaba que la paternidad te
hubiera ablandado.
—¿Por qué debería haberme cambiado? —pregunto—.
Ciertamente no te ha cambiado a ti.
Me mira a la cara como si buscara algo.
—Al contrario —susurra—. Me ha cambiado mucho.
No da más detalles. No me importa lo suficiente como para
preguntar.
Todavía estoy aturdido por su repentina aparición.
Preguntándome qué coño quiere de mí.
—Evie cree que estás muerta —le informo.
Eso provoca una reacción.
Apenas.
Se estremece ligeramente. La duda ensombrece su aspecto, por
lo demás perfectamente medido.
—Eso es lo que tenía que creer —dice finalmente. Tiene la
delicadeza de parecer un poco arrepentida—. Si no, te habría
dicho la verdad. No podía dejar que eso ocurriera hasta que
fuera el momento adecuado.
—¿Cuál es la verdad, Sonya? —pregunto con calma—. ¿Eres
siquiera capaz de ello?
—Eso es gracioso, viniendo de ti —suelta a la defensiva.
—¿Hablas de mí? —pregunto incrédulo—. Ni se te ocurra.
Nunca te he mentido.
—Así es —dice amargamente—. Siempre fuiste honesto.
Dolorosamente.
—¿Y eso te molestaba?
—¿Si me molestaba? —repite con disgusto—. Me enfurecía
—en sus ojos brilla una ira ardiente.
Todos los demás en la habitación están quietos. Silenciosos.
Como estatuas clavadas al suelo.
—¿Qué verdad no podías manejar?
Sus ojos se dirigen a los míos y vuelven a apartarse con la
misma rapidez.
Lleva el peso del pasado sobre sus hombros.
Bien.
Puedo hacer uso de eso.
—Que la Familia fuera siempre lo más importante en tu vida
—me dice—. La Familia siempre sería tu prioridad. Nunca yo.
Nunca tu mujer.
Exhalo con tristeza. Está revelando una ira tan mezquina.
Pensé que estaba por encima de eso.
Al parecer, pensé mal.
—Sabías en lo que te metías cuando aceptaste casarte
conmigo.
Frunce sus labios rojos. —Esperaba más de ti.
—Entonces queda claro que no estabas prestando atención.
Su labio superior se curva de rabia. Todavía le duelen las
viejas heridas.
Típico de Sonya. Protege sus rencores como si fueran joyas
preciosas.
Todavía me sorprende un poco volver a verla en persona.
Debo admitir que es una hermosa fachada la que creó.
Ha mantenido su belleza y su cuerpo y ha sabido usar sus
activos.
Pero, en el fondo, sigue siendo la misma mujer insegura que
me dejó porque tenía mucho miedo de tener que hacer de
segundona de la mafia toda su vida.
Nunca entendió nada de mí.
No en ese momento.
Definitivamente no ahora.
—¿Te gustaría saber cómo está tu hija? —pregunto
despreocupadamente—. ¿La que abandonaste?
Veo la terquedad de su mandíbula y sé que estoy llegando a
ella. Lo que de por sí la enoja.
Nunca le gustó ceder el control.
—Nunca la abandoné —responde Sonya—. Ni por un
segundo.
—¿No? —presiono—. Apareció en mi puerta completamente
sola. Todo lo que tenía era un peluche sarnoso y una
lamentable nota.
—Había que hacerlo.
—¿Por qué?
Se detiene en seco. Sus ojos se deslizan en modo de control de
daños.
—Tenía mis razones.
—Estaba aterrorizada, Sonya —le digo—. La abandonaste en
la boca del lobo, y el lobo me la trajo a mí.
—¿Estás diciendo que fue un error?
—Digo que deberías habérmela traído tú —le explico—. Si es
que de hecho ya no podías cuidar de ella. De alguna manera,
no creo que ese sea el caso.
Me mira con una emoción ilegible en los ojos durante un
segundo y aparta la mirada.
Continúo. —Estás trabajando con los polacos, ¿verdad?
No dice ni una palabra. Solo me mira fijamente, furiosa pero
vacilante.
—¿La dejaste con ellos? —pregunto—. ¿Dejaste a mi hija con
los malditos polacos?
—Para —interrumpe—. Deja de fingir que eres un puto padre.
Has estado en su vida cinco minutos.
—¿Y de quién es la culpa? —exijo—. Nunca tuve la
oportunidad de ser padre porque tú me la robaste. ¿Sabías que
estabas embarazada cuando te fuiste?
No duda. —Sí.
La palabra arremete como un látigo. Quiere lastimarme.
Ya sabía la respuesta. Pero su confirmación sigue siendo como
agua helada en mi espalda.
—Lo sabías y aun así te fuiste.
—Si te lo hubiera dicho, nunca me habrías dejado marcharme
—señala.
—Sí, lo habría hecho —refuto—. Pero me habría quedado con
mi hija.
Ella estrecha los ojos. —¿Me habrías pedido que dejara a mi
hija?
—¿Es tan difícil de imaginar? —pregunto—. Igual la dejaste.
—Pero siempre planeé volver por ella —me dice Sonya—. Y
aquí estoy.
La miro fijamente, dejando que esas palabras calen por un
momento.
—¿Así que te llevarás a Evie de vuelta? —pregunto con
calma.
—Eso es exactamente lo que haré —un brillo acerado aparece
en sus ojos.
Sacudo la cabeza. —No va a pasar.
Chasquea las uñas contra la pistola. —¿Perdón?
—Dije que no lo vas a hacer, Sonya.
Entrecierra los ojos y levanta la mano para agitar el arma en
mi línea de visión. —Por si no te has dado cuenta, la que tiene
el arma aquí soy yo.
Me encojo de hombros. —¿Y?
—Y mis chicas tienen a tus hombres a punta de pistola —
continúa—. “No tienes muchas opciones.
—Me arriesgaré.
Siento un hilillo de sangre resbalar por mi cuello desde la
punta del cuchillo de Midnight. La stripper, si eso es lo que es,
no se movió ni un milímetro. Está claro que busca órdenes en
Sonya.
Sonya sacude la cabeza. —Te olvidas, Lucio: te conozco.
—Corrección —interrumpo—, me conocías. Ya no soy ese
hombre.
Me mira fijamente, sopesando la sinceridad de mis palabras.
—¿Me amabas? —pregunta de repente.
Parpadeo. Eso fue inesperado.
Me aclaro la garganta. —¿Qué quieres que te responda?
—Vete a la mierda —sisea, claramente nerviosa—. Quiero la
verdad.
—La verdad —resueno—. La verdad. No, no creo que te
amara. Amaba la idea de ti. Pero no a ti. No de verdad.
—¿Qué coño se supone que significa eso?
Sacudo la cabeza. —Todavía no lo entiendes, ¿verdad?
—Ilumíname.
—No tengo paciencia —digo—. Y, francamente, no tengo
ganas. Tú elegiste tu camino y yo el mío. Y ahora… ahora
tienes que largarte de mi casa.
—No sin mi hija.
Veo cómo aprieta los nudillos alrededor de la pistola. La sujeta
con comodidad, hábil.
Yo se lo enseñé.
—Ahora es mi hija —digo apretando los dientes.
—Solo te la presté —dice Sonya—. Pero ahora la quiero de
vuelta.
Me quedo mirándola un momento, preguntándome qué coño
motiva a Sonya. ¿Qué le habrán ofrecido los polacos para que
use a su propia hija como peón en sus maquinaciones?
—Tiene seis años, Sonya —gruño—. Tiene seis putos años. Y
es tu maldita hija. No es una pieza de ajedrez para que muevas
en un tablero como y cuando te parezca.
Veo cómo la vergüenza inunda los ojos de Sonya por un
momento.
Luego la sustituye por rabia.
—No me conoces —dice—. Y no conoces mis razones.
—Entonces dímelas —la desafío.
—Oh, lo averiguarás… con el tiempo.
Gruño con furioso disgusto. —Jesús, Sonya, ¿te escuchas a ti
misma? —pregunto—. Dices que te fuiste porque querías
proteger a Evie de mí. Entonces, ¿por qué volver a meterla en
el ojo de la tormenta?
Su respuesta es clara e inquebrantable. —Es por un bien
mayor.
—Un bien… ¿Qué carajo?
—No lo entenderías —dice, sacudiendo la cabeza—. Solo has
pensado en ti toda tu vida. Nunca has amado de verdad a nadie
más.
—Eso no es verdad —digo firmemente—. Amo a Evie.
—¿Sí? —pregunta, su curiosidad parece auténtica.
—Sí —le digo—. Descubrir que existía no fue fácil.
Francamente, fue un inconveniente. Pero, en algún momento,
eso cambió.
Sonya me mira pensativa durante un momento.
—Es conmovedor —dice, después de un momento—. Y casi
convincente. Por un momento, casi te creo.
—Sonya…
—¡Morgan! —grita Sonya por encima del hombro,
cortándome.
—¿Qué estás…?
—No te muevas, maldita sea —sisea, apuntándome con la
pistola—. Un maldito movimiento y disparo. Lo juro por Dios.
Levanto las manos.
—Sonya, no hagas esto.
No me quita los ojos de encima mientras una de sus chicas
aparece a su lado. —¿Sí, Ama?
—Ve a buscar a mi hija —instruye Sonya—. Nos vamos.
—No te la vas a llevar —digo con los dientes apretados.
—Obsérvame.
A la mierda con esto.
Mataré a esa zorra antes de dejar que toque a mi hija.
Pateo a Midnight en el estómago. El cuchillo resuena en la
mano de la chica. Doy una estocada hacia Sonya…
Y entonces, ella dispara.
Siento dolor.
Instantáneo e implacable. Es como lava caliente.
Estalla en mí como una estrella. Explota en mi brazo
izquierdo, donde impacta la bala. Me encorvo por la mitad, mi
visión se ennegrece.
Pero me niego a caer al suelo y sucumbir a ella.
Evie me necesita. No puedo caer.
Así que lucho contra el dolor.
Ya lo he hecho antes. Puedo volver a hacerlo.
—Te dije que no te movieras —dice Sonya con suficiencia. Se
acerca un poco más a mí. Tengo la vista nublada, pero puedo
ver esos zapatos de tacón, rojo brillante sobre el blanco y el
negro de las baldosas del suelo de mi salón—. La próxima vez
que decidas no escuchar, apuntaré a esa cara de niño bonito
que tienes.
—¿Siempre fuiste una psicópata? —jadeo contra el dolor—.
¿O eso llegó después de que me dejaras?
Me pone dos dedos bajo la barbilla y me levanta para que la
mire a los ojos. Sonríe como un gato depredador. —Adularme
no te llevará a ninguna parte, cariño.
Mierda.
—¡La tengo! —suena una voz desde arriba.
—No… —gruño débilmente. Pero mi voz se está apagando.
Mis fuerzas se esfuman.
Intento moverme. Son movimientos descuidados y
descoordinados.
Pero al menos es algo.
No avanzo mucho antes de que Sonya me azote en la cara con
la culata de la pistola.
Caigo de rodillas con un gruñido agónico. El dolor de mi
brazo es tan jodidamente intenso. La sangre mancha la manga
de mi camisa. Se me nubla la vista y se me oscurecen los
bordes.
Sonya se arrodilla delante de mí. —Quédate ahí, Lucio —me
dice con voz suave y acaricia mi mejilla—. No quieres que
Evie te vea morir, ¿verdad?
Eso hace que me detenga.
Y ella se da cuenta.
Sus ojos parpadean con incertidumbre por un momento.
Luego, desaparece. Se levanta y me deja de rodillas, con la
barbilla apoyada en el pecho.
Movimiento en la escalera. La mujer a la que Sonya llamó,
Morgan, creo, baja las escaleras… Con mi hija en brazos.
Evie sigue medio dormida, con el pelo rubio enmarañado a un
lado de la cara y las pestañas agitándose suavemente.
—Evie…
Susurro su nombre, pero sé que no puede oírme.
Apenas puedo oírme yo mismo.
La realidad se desvanece en algo, una pesadilla, quizá. No veo
nada. Me duele mucho el brazo. Y mi cabeza se tambalea por
un shock tras otro.
Mientras las mujeres salen, Sonya me echa una mirada por
encima del hombro.
—Ha sido genial ponernos al día, bebé —dice burlona.
Me guiña un ojo. Y siento la rabia que se retuerce en mis
entrañas.
Sonya ha aprendido mucho en el tiempo que ha estado fuera.
Pero no lo suficiente.
Porque ha cometido un error. Uno grave. El error de dejarme
vivo.
Y voy a ir por ella.
Lo juro por el nombre de mi hija.
6
CHARLOTTE

Tomo asiento en la cafetería de la calle.


Me aseguro de elegir un lugar que me dé la máxima cobertura,
pero que me permita ver el apartamento con claridad. Si
alguien sale, podré verlo.
—Hola, cariño, ¿puedo traerte algo?
Miro a la camarera. Rizos rojos, hoyuelos bonitos. Parece que
debería estar en la portada de una caja de galletas. Tiene ese
aire hogareño y amistoso.
O quizá estuve encerrada demasiado tiempo.
Esta es la primera conversación que tengo con alguien que no
sean los guardias apostados fuera de mi apartamento o celda-
prisión. Y esas apenas eran conversaciones.
Compruebo que llevo unos cien dólares en la cartera.
Cenar y salir corriendo es lo que me metió en todo este lío. No
volveré a cometer ese error.
—Café, por favor —le digo—. Espera. En realidad…, un
batido.
De lo amargo a lo dulce. Hay una pequeña metáfora que se
ajusta perfectamente en alguna parte. Pero estoy demasiado
cansada y ansiosa por descifrarla.
Sonríe como si compartiéramos un pequeño secreto. —
Tenemos de caramelo, fresa, chocolate y nuez.
—Hmm… nuez, por favor —decido—. Y un plato de patatas
fritas rizadas.
—Enseguida, cariño —me dice. Se aleja guiñándome un ojo.
Sigo mirando el apartamento. Espero a que aparezcan Matteo
o Vanessa.
Pero, a medida que pasan los minutos y no hay rastro de
ninguno de los dos, empiezo a ponerme cada vez más
nerviosa.
¿Vanessa no debería haber escapado ya?
¿Por qué tarda tanto?
—Aquí tiene —dice la camarera, que aparece por mi hombro.
Me sirve una generosa ración de patatas fritas rizadas
espolvoreadas con sal, queso parmesano y una pizca de chile
en polvo. Luego deja el batido de nueces, que es mucho más
grande que lo que esperaba.
—Vaya —respiro.
Se ríe. —Todo es casero —me dice.
—Se ve increíble —respondo, y mis ojos vuelven a revolotear
hacia la ventana.
—¿Esperas a alguien, querida?
Vacilo. —Más o menos.
—¿Alguien especial? —pregunta. Ella asume que estoy aquí
para ver a un hombre.
Resisto el impulso de reírme en su cara ante la mera idea.
—Solo una amiga —digo diplomáticamente mientras cojo una
patata frita rizada.
—Vale, bien, si necesitas algo, solo grita. Me llamo Casey.
Disfruta —dice, dirigiéndose al mostrador.
Me meto la patata frita rizada en la boca, e inmediatamente
hago un viaje de ida al paraíso de la grasa y la delicia.
También me recuerda lo hambrienta que estoy. Es
sorprendente. Hacía tiempo que no me interesaba por la
comida.
Al parecer, la libertad puede hacer maravillas con el apetito.
La siguiente patata es igual de buena. Y la tercera también.
Estoy a medio comer cuando veo a Vanessa salir del edificio.
Mira a un lado y a otro, buscando claramente alguna señal
mía.
Estoy a punto de levantarme de mi asiento con la boca llena de
patatas fritas y batido para decirle que se acerque.
Por suerte, me ahorra el esfuerzo. Cuando se acerca lo
suficiente, empiezo a mover los brazos como una loca. Me ve
a través de la ventana y entra en la cafetería.
Vanessa se desliza en la cabina de vinilo.
—Muévete. Mierda, qué buena pinta —coge las patatas fritas
y empieza a masticar una alegremente.
—¿Entonces…? —digo sin aliento.
—Entonces ¿qué?
—¿Qué pasó? —grito.
Se encoge de hombros. —¿Qué te parece?
—¿De verdad te lo tiraste?
Pone los ojos en blanco. —No, claro que no. Solo nos
manoseamos un poco.
—¿Cómo escapaste?
—Fingí malestar estomacal —dice riendo un poco—. Le dije
que iba a vomitar y que quizá fuera la pizza vieja que había
comido.
Resoplo de risa mientras Vanessa se mete unas cuantas patatas
fritas más en la boca.
—En ese momento estaba a punto de acabar, así que fue
complicado. Pero al final lo conseguí.
—¿Y simplemente te dejó ir?
—¿Qué podía hacer? —pregunta—. Fingí casi vomitar un par
de veces y luego me dejó caer como una piedra caliente.
No puedo evitar soltar una risita. —Eres diabólica.
—Vaya, gracias por notarlo —dice con un falso acento
elegante.
Sacudo la cabeza. Mi mejor amiga me ha metido en bastantes
problemas con sus payasadas.
Pero también me ha sacado de bastantes problemas.
Me alegro de que esté en mi equipo.
—Me quedé un poco atrás para comprobar su próximo
movimiento —me dice—. Ni siquiera pasó a chequearte. Solo
cerró tu puerta. Obviamente…
—Pensó que todavía estaba allí —termino por ella.
—Sí —Vanessa sonríe triunfante—. Lo que significa que nadie
sabe que te has ido.
Suspiro amargamente. —Aunque es solo cuestión de tiempo.
—Quizá —admite—. Pero creo que hemos ganado tiempo
suficiente para terminar este pequeño bocadillo. Ahora dame
un poco de ese batido. Tiene buena pinta.
Entre las dos nos acabamos las patatas fritas y el batido en
tiempo récord. Pero no dejo de mirar hacia el edificio de
apartamentos cada cinco segundos.
—Deberíamos ponernos en marcha —digo nerviosa.
—De acuerdo. Estoy llena, de todos modos. Pongámonos en
camino.
—¿A dónde vamos? —pregunto.
Se encoge de hombros, totalmente despreocupada. —
Empecemos por largarnos de aquí. El resto lo resolveremos
sobre la marcha. ¿De acuerdo?
Quiero decir que “no es tan buen plan”, pero me contengo.
Van está mucho más cómoda que yo con la vida sobre la
marcha. Pero los mendigos no tienen elección.
Así que sobre la marcha será.
Me dirijo al mostrador para pagar la comida. También le dejo
a Casey una generosa propina.
—Vuelve pronto, cariño —me dice mientras me saluda.
—Haré lo que pueda —le digo con una dulce sonrisa, aunque
probablemente nunca la vuelva a ver.
Me despido con la mano y Vanessa y yo volvemos a la calle.
No tenemos un destino en mente, así que nos limitamos a
zigzaguear de un lado a otro.
Aquí a la izquierda. Ahí a la derecha.
Cruza la calle y vuelve sobre tus pasos.
Camino por un mercado de Chinatown, a contracorriente de la
multitud. Si alguien intenta seguirnos, lo va a tener muy
difícil.
No volveré a esa prisión sin luchar.
Todo está tranquilo al otro lado del mercado. Entramos en una
zona residencial. Es bastante solitaria y está mal iluminada. La
luna se cierne sobre nosotras, pero unas nubes oscuras
empañan su brillo.
—¿Charlotte?
—¿Sí?
—¿Estás bien?
—Estoy bien.
—No suenas bien.
Tiene razón. No estoy bien. Tengo una horrible sensación en la
boca del estómago, y no creo que sea por las papas fritas.
Lo más loco es que reconozco este sentimiento.
Es culpa.
Culpa con un poco de rabia, por si acaso.
—Puede que no —suspiro.
Nos detenemos en un umbral sombrío y Vanessa me lleva a
sentarme en el escalón de al lado.
—Debería estarlo ¿verdad? Debería estar contentísima de
dejar a ese imbécil y toda la mierda que me ha hecho en el
retrovisor.
—Char, nena… —Vanessa me arrulla con suavidad—. Sientes
algo por él. No es tan simple cuando hay sentimientos de por
medio.
Parpadeo para contener las lágrimas de rabia. —¡Que se joda!
No tenía dinero ni para pagar una puta comida —grito,
perdiendo completamente la cabeza—. Y por eso, ¿soy su
prisionera? ¿Soy de su propiedad? ¿Tengo que hacer lo que él
quiera? Yo…
Mi voz se apaga en la oscuridad.
—Que se joda es lo correcto —insta Vanessa—. Olvídate de
él.
—Olvídate de él —repito. Me oigo a mí misma y sueno
lastimera y débil—. Ojalá pudiera.
La verdad es que estoy empezando a entender lo que significa
Lucio para mí.
Cuando estaba en su casa, era fácil fantasear con liberarme. O
concentrarme en Evie y fingir que Lucio no importaba.
Pero sí importaba.
Él sí importa.
Incluso después de todo lo que me ha hecho…
Después de todo lo que le he hecho…
Lo amo.
—Conectamos —admito despacio, en voz baja—. Nos
entendimos.
—Oh, seguro —murmura sarcástica—. Un tipo tan sensible.
Apuesto a que sabe escuchar.
—Deja eso —la regaño—. Lo digo en serio. Se abrió a mí.
—¿Sobre qué?
—Muchas cosas. Lo difícil que fue para él ser padre. Lo dura
que fue su propia infancia. Es… complicado.
—¿Te dijo todo eso?
—Sí —susurro—. Y le hablé de mamá.
Vanessa aspira una bocanada de aire. —Jesús, ¿en serio?
—Sí.
—Nunca hablas de ella. Ni siquiera a mí.
Me encojo de hombros. —A él sí.
Me mira con atención. Casi con cautela.
—Entonces ¿esto es algo más que sexo? —pregunta
finalmente.
—Eso creo —titubeo—. Pero ¿quién sabe lo que es ahora?
Suspiro y vuelvo a levantarme.
—Deberíamos seguir moviéndonos.
Vanessa se une a mí de nuevo y desliza su brazo entre los
míos. Nos adentramos en la noche, rumbo a quién sabe dónde.
Solo se oyen nuestros pies contra el asfalto y las bocinas de los
coches.
—Solo por curiosidad —reflexiona Vanessa al cabo de un rato
—, ¿cómo era el sexo?
—¡Van!
—¿Qué? No puedes culparme por preguntar —dice a la
defensiva—. El hombre está demasiado bueno.
—No importa. Nada de esto importa, de verdad. El sexo o mis
sentimientos o Evie o nada de eso. La cagué. Mentí. Lo
arruiné.
Me aparta un pelo de la cara y me aprieta fuerte el brazo. —
Todo tiene solución, cariño —me consuela—. Algún día
recordarás todo esto y te reirás.
—Lo dices como si confiaras en que voy a sobrevivir a esta
mierda.
Vanessa se ríe, esa risa despreocupada suya. —¡Somos libres
como pájaros, cariño! —suelta mi brazo y hace piruetas por la
acera como la peor bailarina del mundo.
Quiero reír. Dios, se sentiría tan bien reír.
Pero, en lugar de eso, estoy a punto de romper a llorar.
Porque no soy libre. Incluso ahora solo estoy retrasando lo
inevitable.
Entre el polaco y Lucio, tengo dos enemigos muy grandes,
muy malos y poderosos interesados en hacerme pagar por mi
traición.
Estoy entre la espada y la pared.
Y ambos quieren matarme.
Vanessa se da la vuelta desde unos metros más abajo y me
mira con simpatía. —Cariño, háblame.
Pero ¿qué se supone que debo decir?
Amo a un hombre que me odia.
Cuido a una niña que necesita desesperadamente una figura
materna.
Mi vida es un caos y todo es culpa mía.
No me atrevo a decir nada de eso en voz alta. Apenas puedo
admitirlo en mis propios pensamientos.
Pero tengo que empezar por algún lado. No puedo enterrar esta
mierda para siempre.
—Solo creo…
Antes de que pueda terminar, un coche frena a nuestro lado.
Bajan las ventanillas y la música a todo volumen. El conductor
asoma la cabeza.
—Hola, chicas —dice con una sonrisa salaz.
Si tuviera que adivinar, tiene unos veinte años. Lleva una gorra
de béisbol al revés y una enorme camiseta de fútbol americano
de los New York Giants.
Lo acompañan dos amigos. Ambos parecen igual de tontos.
—Se ven solas aquí fuera —nos canturrea—. ¿Quieren
compañía?
—¿De ustedes? —pregunta Vanessa, la agresión se entrelaza
en su tono—. Creo que estamos más que bien.
—Oh, vamos. No seas zorra —suelta—. Podemos hacerte
pasar un buen rato.
—Podemos pasarla bien solas, gracias —gruñe con malicia—.
Vete ya.
La ventanilla trasera se baja. —¿Cuánto? —pregunta uno de
los amigos de mierda. Nos tiende un fajo de billetes y mueve
las cejas como si fuera Papá Noel.
Mis mejillas se inflaman de rabia.
—No somos putas, idiota —escupo—. Y si lo fuéramos
tendríamos estándares. Aléjate de nosotras.
La cara del conductor decae por un momento. Luego, se
transforma en esa máscara de ira masculina que conozco
demasiado bien.
—¡Vete a la mierda, puta! —grita.
Los neumáticos chirrían mientras se aleja a toda velocidad por
la carretera. Deja un dedo corazón colgando de la ventanilla
para nuestro deleite.
—Bastardos —murmura Vanessa.
—Chicos —siseo con disgusto—. No son más que unos
malditos chicos estúpidos.
—En efecto. Y son todos iguales. Lo cual, para volver a
nuestro tema anterior… ¡Olvídalo! ¡Déjalo en el polvo! Hay
tantos hombres buenos por ahí, nena, y tú eres una belleza y
eres inteligente y eres dura y sé que vas a encontrar a alguien
que…
—No —digo rotundamente, cortándola—. Solo… no.
Suspira y me pone una mano amistosa en el hombro. —
Cuando quieras, entonces. Te sacaremos de esto primero.
—Yo…
Mis palabras se ven interrumpidas por el chirrido de los
neumáticos de otro coche que se detiene junto a nosotras.
—¡Maldita sea! —grito. Me giro hacia el vehículo—. Si
buscas una mamada, hijo de puta, has venido al puto sitio
equivocado…
Me detengo en seco cuando bajan la ventanilla y veo al
hombre sentado en el asiento del conductor.
—¿Adriano?
Me dedica una sonrisa exasperada.
—Esta noche no busco una mamada —me dice con una risita
oscura en el borde de la voz—. Algo me dice que de todos
modos me arrancarías la polla de un mordisco.
Vanessa se ríe a carcajadas. Le lanzo una mirada de fastidio.
—¿Cómo nos has encontrado? —pregunto horrorizada.
Adriano levanta las cejas como si la respuesta fuera obvia.
Cuando baja la mirada hacia el móvil en mi mano, me doy
cuenta de lo estúpida que fui.
—¿Instalaste un rastreador en mi teléfono?
—No puedes haber esperado que fuera tan fácil escapar —dice
amablemente. Suena casi compungido. Reflexivo.
Pero no importa.
El consejo de Vanessa era acertado, aunque olvidar a Lucio
parece casi imposible. Necesito alejarme de él. Quedarme muy
lejos.
Y eso significa que no voy a entrar en el coche de Adriano.
Sacudo la cabeza y retrocedo lentamente.
—No —le digo—. No, no, no. No voy a volver a esa celda —
unas lágrimas desesperadas asoman por la comisura de mis
ojos—. No puedo. No lo haré.
—No te preocupes —dice Adriano—. No te llevaré allí.
—Entonces, ¿a dónde me llevas?
—Te llevaré al complejo.
Lo miro fijo un momento. —¿El complejo?
—El lugar que todos conocemos y amamos —responde
Adriano—. Entra.
Miro a ambos lados de la calle. Aquí no hay nadie más. No
puedo gritar pidiendo ayuda, pero tal vez, si empiezo a correr
ahora mismo, podría llegar a esa valla y…
Adriano suspira. —Por favor, no me hagas perseguirte —
suplica—. Ha sido un día muy largo y realmente me
complicarías la vida. Porque tendría que correr, y luego tendría
que sujetarte, y tendría que explicarle todo eso al grandulón
cuando volviéramos a la mansión. Así que, por mi bien, si no
por otra cosa, por favor, entra en el coche.
Su mirada es tranquila y ecuánime.
Y, para mi sorpresa, obedezco.
Como si todo esto fuera el destino. Como si alejarse de Lucio
nunca fuera realmente una opción.
Camino hasta la puerta del acompañante y entro. Unos
segundos después, oigo cómo se abre la puerta trasera y
Vanessa entra conmigo.
Adriano se gira en su asiento para mirarla.
—Menudo numerito montaste con Matteo —dice con tristeza.
Ella le guiña un ojo. —Usé mis poderes de persuasión.
—Tengo la sensación de que sé exactamente qué poderes
usaste con él —responde Adriano—. Juegas sucio.
Vanessa sonríe sin remordimientos. —Juego para ganar.
—Bueno, Vanessa 1, Matteo 0. Eso seguro —se ríe entre
dientes.
Pongo los ojos en blanco. —Si ya terminaron, ¿podemos irnos
ya? Siento que voy a vomitar.
Adriano acelera el motor y, en cuestión de segundos, tomamos
la carretera en dirección al complejo Mazzeo.
Se me revuelve el estómago, pero lo ignoro todo lo que puedo.
—Tengo que admitirlo —dice Adriano, mirándome—, pensé
que opondrías más resistencia.
—Oh, tengo mucha lucha —le digo con amargura—. Solo la
estoy guardando para alguien más.
La sonrisa de Adriano se ensancha un poco más. Lo oigo
murmurar algo en voz baja mientras sacude ligeramente la
cabeza.
Suena sospechosamente como…
—El pobre cabrón no sabe lo que le espera.
7
LUCIO
LA MANSIÓN MAZZEO

Mis ojos están fijos en la verja negra del fondo del jardín.
Estoy sentado en una de las sillas del porche.
Esperando.
Han pasado cuarenta putos minutos.
Pero parece que ha pasado más tiempo. Parece que han pasado
horas desde que le di la orden a Adriano.
Ve a buscarla, le dije.
Hizo lo que le dije sin cuestionar.
Tengo el brazo vendado, pero el dolor que no deja de subir y
bajar es una distracción bienvenida. Me mantiene atado al
momento. A mi propósito.
Tengo ganas de beber algo, pero resisto el impulso. Quiero
estar alerta cuando llegue.
No puedo permitirme bajar la guardia. Después de todo lo que
conseguí, después de todo lo que logré como Don… parece
irónico que dos mujeres puedan ser mi perdición.
A la mierda.
Nada será mi perdición.
Nada me romperá.
Ni siquiera ella.
La puerta negra se abre y me tenso al instante. Pero me quedo
sentado. Primero veo a Adriano.
Entonces la veo a ella.
Lleva una camiseta blanca ajustada y unos pantalones cortos
vaqueros, deshilachados en los bolsillos y en los bordes, que
muestran pequeñas partes de su pálida piel.
Medio esperaba que Adriano la arrastrara aquí pateando y
gritando.
Parece que no fue necesario.
De hecho, Charlotte toma la iniciativa y camina directamente
hacia mí, con unos ojos azules ardientes que avergüenzan a la
luna. Barbilla alta. Pecho orgulloso.
Adriano me mira y levanta las cejas.
Es una advertencia silenciosa.
Me pongo en pie justo cuando Charlotte se acerca a mí,
acechando alrededor de la piscina. Adriano se escabulle en
dirección contraria para darnos intimidad, o huye como
cordero, no sé cuál de las dos opciones.
—Charlotte… —empiezo. Me aseguro de sonar distante.
Indiferente.
Internamente, me recuerdo que ella ya no significa nada para
mí.
Sus ojos parpadean hacia mi brazo vendado, pero no pregunta.
En lugar de eso, vuelve a centrarse en mi cara y me espeta: —
Cabrón.
Hago una pausa. Me sube la adrenalina al ver a esta mujer. A
esta luchadora a punto de estallar.
Tampoco se lo demuestro. Ladeo la cabeza y la miro con fría y
leve diversión. Cualquier cosa para cabrearla más.
—Seis semanas —gruñe—. ¡Seis putas semanas!
—¿Dices que no te lo merecías? —pregunto.
Ella retrocede. Parece que no se lo esperaba, pero redobla su
ira de inmediato. —Vale, sí, tienes toda la razón para sentirte
herido, enfadado…
—¿Traicionado? —ofrezco.
—Traicionado —asiente con un suspiro—. Eso también. Pero
no conoces las circunstancias…
—No quiero conocerlas —interrumpo con dureza—. No me
interesan tus putas razones.
Reboza de emociones. Ira, culpa, un millón de otras cosas que
compiten por la máxima prioridad.
La culpa se impone.
—Me lo debes —dice en voz baja—. Me debes el escucharme.
—No te debo una puta cosa —siseo—. Nada de nada.
—¡Cuidé de tu hija durante meses! —se burla.
—Y también la vendiste a los polacos en la primera
oportunidad que tuviste.
Se echa hacia atrás, con las facciones teñidas de dolor. —No
es justo —susurra. La ira se enfría rápidamente.
—Dime una cosa —le digo. Quiero ver hasta dónde puedo
presionarla antes de que se quiebre—. ¿Te pegaste a ti misma
esa noche? ¿O le pediste que lo hiciera por ti?
Parpadea, intentando seguir mi hilo de pensamiento.
—¿Qué?
—El prisionero que tenía en el sótano —le explico—. El que
dijiste que te atacó y escapó. ¿Cómo te hiciste el moratón,
Charlotte?
Duda. Su cuerpo se tensa ferozmente.
—Continúa —le insto ácidamente—. Querías explicarte. Pues
explícate. ¿Quién te hizo ese moratón, Charlotte?
Cierra los ojos un momento. —Él.
—¿Así que le pediste que te pegara? —presiono—. ¿O fue
idea suya?
—Yo…
—Contéstame —gruño.
Charlotte se estremece, pero se mantiene firme. —Fue idea
mía.
—Claro que sí —asiento—. Chica lista. La actuación posterior
fue inspiradora. Debes haber estado riéndote por dentro todo el
tiempo.
—Eso no es verdad —protesta desesperada—. Eso no es lo
que sentía.
Me encojo de hombros. —No es que pueda creerme nada de lo
que me dices. Has demostrado que eres una actriz talentosa.
—No todo fue una actuación —dice—. De hecho, salvo por
eso, nada lo fue.
—Conveniente.
—Sé que suena así —reconoce—. Pero es la verdad. Me vi
obligada a…
—Claro que te obligaron. No esperaba que dijeras otra cosa —
le digo con calma—. Dime: ¿quién te obligó a quedarte ahí
mientras te daba puñetazos en la cara?
Ella sacude la cabeza. —Si me escuchas…
—No.
Estoy perdiendo la paciencia.
Y para ser sincero…
También estoy perdiendo fuerza de voluntad.
Porque que me aspen si no me siento tan atraído por ella ahora
como entonces.
He estado marinando en mi propia furia durante las últimas
seis semanas. Durante seis semanas, era fácil verla en ese
video y odiarla a primera vista.
Era fácil creer que, cuando llegara el momento de volver a
enfrentarla en persona, seguiría odiándola.
Que no la querría de la misma manera que una vez la quise.
Que ya no me importaría de la misma manera que antes.
Y sin embargo aquí estoy.
Deseándola.
Preocupándome por ella.
De la misma. Puta. Manera.
—¿No? —repite, mirándome fijamente con sus ojos
demasiado azules—. ¿Ya está? ¿Me descartas sin escuchar mi
versión de los hechos?
—Déjame aclarar una cosa —le digo—. Si cualquier otro
hubiera hecho esto, estaría muerto.
Le tiemblan las manos. Me odio por eso.
Aparto el sentimiento y lo supero. Ella se buscó esta mierda.
—Estoy agradecido por lo que has hecho por mi hija —
continúo—. Esa es la única razón por la que sigues viva.
Baja la mirada un momento. Una cortina de pelo oscuro cae
hacia delante y me impide ver su rostro.
—Bien —dice, con la cabeza gacha—. Bien.
Levanta la cabeza de a poco. Su expresión es resignada. El
reflejo de las estrellas en la piscina resalta sus pómulos hasta
que parece brillar.
—Eso explica por qué estoy viva —dice—. No explica por
qué estoy aquí. ¿Por qué enviaste a Adriano a buscarme?
Hago una pausa.
Una pausa larga y sin aliento.
Necesito todo lo que tengo para forzar las palabras. La
amargura del fracaso no es un sentimiento al que esté
acostumbrado.
—Evie se ha ido.
Charlotte respira horrorizada. El pánico y el miedo en sus ojos
son inconfundibles e inmediatos.
Y, lo más desconcertante de todo… genuinos.
—¿Qué quieres decir?
—Se la llevaron.
—¿Se la llevaron? —jadea Charlotte—. ¿Cómo pudiste dejar
que esto pasara?
Me erizo ante sus palabras, pero contengo la ira.
Tiene razón.
¿Cómo permití que esto sucediera?
—Nos tendieron una emboscada —le digo—. Bajé la guardia.
Ella se aprovechó de eso.
Es una excusa de mierda y lo sé.
—¿Ella? Ella ¿quién?
Suspiro con pesadez. —Sonya —su nombre es veneno en mis
labios.
—¿Sonya? —repite Charlotte con las cejas juntas.
—La madre de Evie.
La expresión de Charlotte no cambia durante mucho tiempo.
Lentamente, sus cejas se despliegan.
—La madre de Evie —dice lentamente, como si no pudiera
comprender las palabras hasta que las dice ella misma—. ¿La
madre que se supone que está muerta?
Sacudo la cabeza con disgusto. Sobre todo hacia mí mismo. —
Nunca estuvo muerta. Solo quería que lo pareciera.
—Mierda —respira Charlotte—. ¿Estás seguro? ¿Esto es real?
—Tuvo a mis hombres a punta de pistola mientras me robaba
a mi hija —digo en un tono sombrío—. Y me dejó un regalo
de despedida —agacho la cabeza hacia las vendas manchadas
de sangre que envuelven mi brazo—. Así que sí, yo diría que
es real.
Charlotte mueve la cabeza de un lado a otro como, si no
pudiera hacerse a la idea de este giro. —Fingió su muerte y
dejó a su hija con extraños. ¿Qué clase de madre trastornada
hace eso?
—Es una buena pregunta —respondo—. Una que no puedo
responder.
—Evie debe estar tan asustada ahora mismo. Tan confundida.
Aprieto los dientes. He hecho todo lo posible por no pensar en
eso.
—Voy a recuperarla —juro.
Es un juramento que me he hecho a mí mismo.
Uno que pienso conservar.
—¿Lucio? —la voz de Charlotte es ligeramente desigual
cuando habla—. ¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Por qué me
hablaste de Evie?
Ahora viene la parte difícil.
La parte que estaba temiendo.
La parte que me mantiene despierto y conectado con
adrenalina desde el momento en que Sonya me dejó
retorciéndome en el suelo de mi casa mientras me robaba a mi
hija.
—Porque necesito tu ayuda para recuperarla.
Se queda paralizada un momento.
No estoy seguro de si percibo cansancio en ella. O esperanza.
O algo completamente distinto.
—¿Mi ayuda? —repite.
—Sí.
—¿Qué esperas que…?
—Tienes contactos entre los polacos —digo secamente—. Voy
a necesitar que los uses.
Ahora lo entiende. Sus ojos azules parecen apagarse un poco.
No sé qué rezaba para que le dijera, pero no creo que fuera
eso.
Quizá esperaba el perdón. No sé si alguna vez estaré preparado
para eso.
En el mejor de los casos, esto hará un borrón y cuenta nueva.
Yo recuperaré a mi hija. Charlotte recupera su libertad.
Y luego no nos volvemos a ver.
—No tengo contactos —susurra con tristeza.
—Mentira —respondo—. Una puta mierda. Estabas
trabajando con ellos.
—¡Me obligaron a trabajar con ellos! —replica, alza la voz—.
Lo hice para proteger a alguien.
—Ya te dije: No me importan tus razones —digo bruscamente
—. Solo me importa a quién conoces de los polacos.
—¡A nadie! —dice—. No conozco a nadie. Conocí a algunos
subjefes una vez. Una vez. Y eso porque tiraron mi puerta
abajo y me amenazaron a punta de pistola.
—¿Y qué hay del hombre que liberaste? —exijo.
Suspira, pero sus ojos no se apartan de los míos.
—Se llama Xander —dice con voz minúscula.
—¿Xander? —repito—. ¿Por qué me suena tanto ese nombre?
—Porque es mi ex —explica.
Frunzo el ceño. En parte es rabia. En parte confusión. —¿Tu
ex?
El cabrón estuvo en mi casa. A mi merced.
Y dejé que se me escapara de las manos.
Una oleada de ira se enciende en mi vientre, caliente y
despiadada. No sé si es porque es un espía polaco…
O porque es el ex de Charlotte.
—Xander es policía —explica—. Un poli corrupto. Lleva unos
años trabajando con los polacos. Uno de los negocios que
llevaba se fue al traste y le echaron la culpa. Así que una
noche le tendieron una emboscada en su apartamento. Resulta
que yo estaba con él.
No quiero oír esto. Una explicación solo complicará más las
cosas.
Pero tampoco la interrumpo.
—Iban a matarlo —sigue—. Así que intervine. Hice un trato
con ellos para proteger a Xander. Les dije que haría lo que me
pidieran si le daban otra oportunidad a Xander.
Respira entrecortadamente. Como si revivir aquella noche
fuera traumático para ella.
Siento el impulso de acercarme y acariciarle la mejilla.
Consolar a la mujer que una vez creí amar.
Pero, en lugar de eso, mantengo las manos apretadas detrás de
la espalda.
—Rompimos poco después, y pareció que se habían olvidado
de mí al cabo de un tiempo. Entonces acabé en tu casa y…
—Se acordaron de ti. Conveniente.
Charlotte suspira. —Enviaron a Xander para hablar conmigo,
para recordarme el trato que había hecho con ellos —dice—.
Se coló en el recinto una noche y vio a Evie. No le dije nada
de ella, Lucio. Fue él quien la usó como moneda de cambio
para salir de un apuro.
—Deberías haberme contado todo esto —gruño.
Me niego a dejarla escapar tan fácilmente.
—¿Crees que era tan fácil? —exige—. ¿Crees que eres el tipo
de hombre que inspira confesiones honestas? Estaba
aterrorizada, Lucio. Y que conste que pensaba confesarme
contigo antes de que pasara todo.
—Mentira.
—Sé que parece mentira, pero hablo en serio —dice—. Por
eso quise salir de casa el día que atacaron el complejo. Fui a
ver a Xander.
—¿Por qué?
No sé si creer su confesión.
Pero todo lo que dice suena a verdad. Todo tiene sentido. Solo
una fea coincidencia.
—Para decirle que había terminado el juego. Para decirle que
no iba a espiar más. Para ponerle fin. Así que cuando digo que
ya no tengo conexiones con los polacos, lo digo en serio. No
las tengo.
La miro atentamente, intentando discernir cuánto de lo que me
dice es cierto y cuánto no.
Quiero aceptarlo.
Pero no confío en mí mismo cuando se trata de Charlotte.
Tengo un punto ciego con su cara.
—Bueno, entonces es hora de suplicar —digo.
Su expresión parpadea de confusión. —¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que tienes que volver con ellos —le digo—.
Tienes que convencerlos de que estás de su parte, de que
quieres trabajar para ellos.
Se echa hacia atrás como si la hubiera abofeteado. —¿Quieres
que vuelva al polaco? Ni de coña.
—Sí, coño. Pero —digo, haciendo una larga pausa—, esta
vez… trabajarás para mí.
El dolor le recorre la cara, pero reprime la emoción.
—Es una misión suicida.
—No tienes elección.
Estamos de pie, uno frente al otro. La tensión es como
electricidad estática en el aire. Oscuras nubes de tormenta
asoman a lo lejos por las ventanas. Esta noche, lloverá a
cántaros. Truenos. Rayos.
Combina con mi estado de ánimo.
Finalmente, Charlotte levanta los ojos para volver a mirarme.
—¿Cómo? —susurra.
—Los polacos dirigen un ring de lucha clandestino. Es muy
lucrativo para ellos, así que todos los grandes jugadores están
involucrados. Tú…
—Jesús —me interrumpe antes de que termine—. Sé lo que
me estás pidiendo. Y lo diré otra vez: esto es un suicidio.
—Las chicas del ring se acercan más que nadie —digo—. Es
la mejor manera. Es la única manera.
Charlotte respira tranquilamente mientras lo asimila.
Al final, llega a la misma conclusión que yo.
Adriano y yo revisamos todas las opciones. Esto fue lo mejor
que se nos ocurrió.
Las chicas del ring trabajan en las peleas en nombre de los
polacos. Son mujeres tontas con poca ropa, que se pasean
sirviendo bebidas y flirteando con los hombres que vienen a
apostar en las peleas.
Cualquiera de mis soldados sobresaldría como un pulgar
dolorido allí.
Pero un par de tetas y un buen culo ayudan mucho a distraer a
los hombres peligrosos.
Charlotte es nuestra mejor apuesta.
—Entonces, ya sabes lo que tienes que hacer.
Me mira fijamente durante largo rato.
—Vale —dice ella—. No me gusta la idea de volver. Pero, si
eso significa recuperar a Evie… entonces haré lo que sea
necesario.
En sus ojos brilla la determinación y siento que mi cuerpo se
llena de adrenalina.
Es una jodida luchadora.
El tipo de mujer que una vez pensé que era Sonya.
—Pero la única forma de que este plan funcione es que Xander
no haya informado a sus jefes de mi decisión —señala.
—Cierto. Entonces, será mejor que lo llames y averigües —
sugiero.
Sus ojos se abren de par en par. —¿Ahora?
—¿Qué mejor momento que el presente?
—¿Qué le digo? —pregunta.
—Algo convincente —le digo—. Aprovecha la habilidad que
usaste para engañarme.
Sus ojos azules centellean, pero se muerde la réplica que sé
que tiene en la punta de la lengua. Saca el móvil y consulta su
lista de contactos.
Me mira antes de pulsar su teléfono.
—Ponlo en el altavoz —ordeno.
Lo hace sin mediar palabra y escucho el tono de llamada que
llena el tenso silencio que hay entre nosotros.
—¡Jesús! —responde—. ¿Char?
El sonido de su voz me revuelve las entrañas de una rabia
oscura. Me sorprende lo visceral que es mi reacción al oírlo.
Y de nuevo surge la misma pregunta: ¿por qué lo odio?
¿Por lo que me hizo?
¿O por lo que le hizo a Charlotte?
—Hola, Xander —murmura Charlotte en voz baja.
—¿Dónde coño has estado? Llevo semanas intentando
llamarte.
—Lo siento —dice Charlotte—. He estado… —sus ojos se
clavan en los míos antes de terminar—, ocupada.
—¿Dónde estás ahora?
—No importa —dice secamente—. ¿Le diste mi mensaje al
polaco?
—¿Crees que tengo algún tipo de deseo de morir? —pregunta
Xander—. ¿Estás jodidamente loca?
—Vale, entonces no lo saben. Bien.
—¿Bien? —dice Xander—. ¿Qué significa eso?
—Significa que cambié de opinión —gruñe Charlotte. Incluso
yo tengo que admitir que es convincente—. Vuelvo al juego.
Quiero que Lucio Mazzeo arda.
Me sostiene la mirada mientras lo dice. Ojos azules brillantes
y firmes. Todavía hay miedo en ellos, pero lo domina. Lo
ignora.
Se me aprieta el pecho al verlo.
—Eso es… Bueno, es jodidamente bueno de oír —murmura
Xander—. Pero ¿qué ha pasado? ¿Por qué el cambio de
opinión?
—Tengo mis razones.
—¿Se acostó con otra?
Veo cómo a Charlotte se le ponen blancos los nudillos y
aprieta el teléfono con más fuerza.
—No…
—¿Por qué si no cambiarías de opinión? —pregunta—. La
última vez que hablamos, querías dejar de espiarlo aunque eso
supusiera poner en peligro tu vida.
Ahora evita mirarme.
—Eso era antes —dice secamente—. Esto es ahora. La
cuestión es que volví. Y estoy dispuesta a demostrar mi
lealtad.
—¿Ah, sí? —pregunta Xander—. ¿Cómo?
—Fingiré ser una doble agente. Lucio creerá que espío para él.
Pero es mentira.
—¿Una agente doble dónde?
—Quiero ser una chica del ring.
Respira. Suena vacilante. Pensativo.
Pero no sospecha.
Maldito cabrón estúpido.
—¿Cómo planeas hacer esto? —pregunta Xander—. ¿No
sospechará cuando estés en el ring?
—Ahora tú confía en mí —dice Charlotte—. No será un
problema.
—Hm.
—¿Qué? —insiste.
—Nada. Solo te subestimé.
—No serías el primero —responde Charlotte con amargura—.
Por cierto: ¿han preguntado por mí?
—Varias veces —dice Xander.
Siseo para mis adentros. Quizá este plan no sea tan infalible
como esperaba.
—¿Les mentiste?
—Mi plan en la vida es evitar la muerte tanto como pueda —
dice Xander a la defensiva—. Y, por desgracia para mí, mi
vagón está enganchado al tuyo. Al menos en lo que respecta a
los polacos. Les dije que habías desaparecido. Les dije que es
posible que te atraparan y, ya sabes… se ocuparan de ti.
—¿Creen que estoy muerta?
—Bueno, es una posibilidad —dice Xander—.
Definitivamente querrán saber dónde estuviste los últimos
meses.
Charlotte medita la pregunta. —Diles que estuve fuera por
orden de Lucio. No podía arriesgarme a contactar con nadie,
porque él se habría dado cuenta. Pero ahora he vuelto. Y él
confía en mí más que nunca.
Vuelve a mirarme. Ojos ilegibles.
—Asegúrate de que te crean —añade—. Hazlo bien.
—De acuerdo —dice. Oigo codicia en su voz. Sin duda, piensa
que traer a una nueva chica del ring y retener a una valiosa
espía lo congraciará con los polacos.
De nuevo: maldito bastardo estúpido.
—Llámame cuando hayas hablado con ellos.
Charlotte cuelga antes de que pueda contestar y me mira
directamente. —¿Contento? —gruñe.
—Por ahora —mi expresión no delata nada—. Hemos sentado
las bases.
Mira hacia la piscina.
Pero está claro que solo quiere evitar mi mirada. Cojo el móvil
y escribo un mensaje rápido a Adriano.
Cuando vuelvo a levantar la vista, me está mirando el brazo
vendado.
—¿Es muy grave? —susurra. Alarga los dedos como si
quisiera tocarlo, pero refrena el impulso a medio camino y
vuelve a llevarse la mano al costado.
—Eso no te concierne.
Abre la boca, pero cambia de opinión casi de inmediato y la
cierra de golpe.
—Dejemos una cosa clara ahora mismo, Charlotte —gruño—.
Ahora trabajas para mí. Lo que significa que me eres leal. Me
respondes. Solo recibes órdenes mías.
—¿Órdenes? —repite, dudando de la palabra.
—Órdenes —repito con firmeza—. ¿Quieres redención? Esta
es la única forma de conseguirla —algo parpadea en sus ojos.
Su respiración parece agitarse por un momento, antes de
volver a disminuir.
Parece que está al borde de la ira. Pero se retrae
constantemente. —Estoy haciendo esto por Evie —dice
suavemente.
—Entonces, hazlo bien —respondo—. Recuperar a Evie
depende de lo bien que representes tu papel.
—De acuerdo —dice secamente—. Lo comprendo.
—Seguirás en el apartamento —le digo—. Pero los guardias
serán retirados. No puede parecer que estás siendo vigilada por
nosotros. Tiene que parecer que confío en ti.
Suelta una carcajada burlona.
La ignoro.
—Cuando consigas el trabajo y termines tu turno en el ring,
espero que vuelvas directamente al apartamento —le digo—.
No te mezclas con nadie después del trabajo. Nada de copas
con los amigos. Nada de fiestas. Directamente al puto
apartamento.
Frunce los labios desafiante, pero no dice nada.
—¿Estoy siendo claro? —exijo, dando un paso amenazador
hacia adelante.
Mi visión periférica capta la silueta de Adriano. Se queda
atrás, esperando a que termine.
—Como el cristal —sisea.
—¿Para quién trabajas? —le pregunto.
Sus ojos azules brillan furiosos. Pero mantiene la calma.
—Para ti.
—¿Qué espero de ti?
—Lealtad —dice entre dientes apretados.
—¿Si te digo que saltes?
Su mandíbula se aprieta. —Pregunto a qué altura.
Sonrío. —Buena chica.
—No me llames así.
Mi sonrisa no hace más que aumentar. Me enderezo y llamo a
Adriano por encima del hombro. Sale de entre las sombras y
se acerca a nosotros.
—Hemos terminado aquí —digo tajantemente—. Ya puedes
llevarte a Charlotte al apartamento. La quiero fuera de mi
maldita casa.
La mirada de Adriano se desvía hacia Charlotte.
—Vale —dice en voz baja—. Vámonos.
Resisto el impulso de mirar en su dirección mientras me alejo.
Aunque, en realidad, no supone ninguna diferencia.
Porque incluso en su ausencia…
Veo su cara en mi mente.
8
CHARLOTTE
DOS DÍAS DESPUÉS - FUERA DEL RING DE COMBATE
CLANDESTINO DE LOS POLACOS

—¿Eso elegiste ponerte?


Pongo los ojos en blanco mientras Xander me mira de arriba
abajo, con una decepción evidente en el rostro.
Llevo un cárdigan blanco y unos vaqueros con sandalias
negras. Hay que reconocer que se acerca más a “bibliotecaria”
que a “sex symbol”.
—Supuse que me proporcionarían el atuendo de chica del ring.
—Lo harán, pero esa no es la cuestión —dice Xander—.
Tienes que causar una puta impresión. Esta reunión no fue
fácil de organizar.
Lo dudo mucho. Xander tiene un don para exagerar su rol en
las cosas. Pero, si espera que se lo agradezca, conseguirá otra
cosa.
—Dame un respiro. Llevo meses en territorio enemigo —le
recuerdo—. Es imposible que no quisieran conocerme.
Xander me estrecha los ojos. —No los subestimes —me
advierte—. Tienen preguntas para ti.
—No lo dudo. Yo tengo respuestas.
Ojalá me sintiera tan tranquila como aparento.
—Más vale que sean jodidamente convincentes —me gruñe
Xander—. Si tú caes, yo caigo contigo.
—No es una gran sensación, ¿verdad? —pregunto,
ajustándome el fino cárdigan blanco que llevo.
En realidad no hace nada de frío, pero aun así siento un poco
de frío. El tipo de frío que hace eco desde dentro.
Estamos fuera, en medio de un amplio aparcamiento alrededor
de un gimnasio enorme y de aspecto impresionante.
Parece perfectamente normal, completamente de manual. Pero
este gimnasio es propiedad de la mafia polaca. Así que sé que
hay más de lo que parece.
Xander sigue zumbando en mi oreja infeliz. —Al menos
podrías haberte maquillado un poco, joder.
Me giro para mirarlo. —Jesús, ¿cuál es tu problema?
—¿Mi problema? —dice Xander, avanzando y agarrándome
dolorosamente del brazo—. Mi problema es que no estás
entendiendo lo seria que es esta mierda. Aún no te han dado el
trabajo. Es solo una reunión para determinar si confían en ti.
¿Y si deciden que no…? No saldrás viva de aquí. Diablos,
probablemente yo tampoco.
Le devuelvo la mirada.
—¿Charlotte? —el tono brusco de Xander interrumpe mis
pensamientos—. ¿Me estás escuchando?
Me sacudo los pensamientos. —Lo siento.
—Maldita sea —respira, pasándose la mano por el pelo ralo—.
Esto es serio, Charlotte.
—Sé que lo es.
—Esto no es algo seguro —sigue—. Se molestaron cuando les
dije que habías reaparecido. Tenían la impresión de que habías
muerto.
—Puedo explicar todo eso.
—Será mejor que puedas explicarlo —interrumpe—. Porque si
llegan a oler un engaño, ambos estamos muertos. Y, si
supieran que viniste a verme hace un mes y me dijiste que
querías dejar de espiar para ellos, bueno…
—Lo entiendo —le respondo—. Lo entiendo, ¿vale? No tienes
que seguir parloteando.
Respiro hondo, como si su sola presencia me asfixiara. Y en
cierto modo es así.
Resisto el impulso de mirar hacia atrás, por encima del
hombro.
Sé que hay un coche a lo lejos. De bajo perfil y sin
pretensiones.
Pero retiene a dos miembros del equipo de Lucio, con equipos
de vigilancia de largo alcance.
Tiene los ojos puestos en mí. Aunque no pueda escuchar todo
lo que pasa, siempre está mirando.
Protección.
Una red de seguridad.
Una póliza de seguros.
Así lo llamó cuando me lo dijo esta mañana.
Pero sé que no es así.
No se trata de protegerme.
Se trata de protegerse a sí mismo.
Simplemente no confía en mí.
Y lo dejó muy claro.
La quiero fuera de mi maldita casa.
Solo de recordarlo me estremezco. Esas palabras persiguieron
mis sueños durante las dos últimas noches.
Pero ahora no es el momento de distraerse con eso, ni con
ninguna otra mierda relacionada con Lucio que haya estado
flotando en mi cerebro.
Xander tiene razón en una cosa: el resultado de esta reunión
podría significar la vida o la muerte para ambos.
A él puedo tomarlo o dejarlo. Se merece algo de dolor.
Pero yo no quiero morir.
Y aún más que eso, tengo una niña pequeña en la que pensar.
Ya ha sufrido bastante.
—¿Estás lista entonces? —pregunta Xander con un tono un
poco ácido.
Asiento lentamente. —Sí. Sí, lo estoy.
—Solo recuerda… —empieza a parlotear sin parar. Es un
hablador nervioso.
No le presto atención. Hemos repasado los detalles un millón
de veces. Están grabados en mi cerebro.
Me reuniré con tres de los subjefes de Kazimierz. El gran
hombre no estará allí. Por lo que parece, no echaré mucho de
menos su presencia.
Su hermano ya fue bastante malo. Y todos los informes
sugieren que él es peor.
Soy vagamente consciente de que Xander murmura de nuevo
los perfiles de los subjefes. —Juliusz es el más joven de los
tres. Y posiblemente el más fácil. Tiene unos cuarenta años, y
sé que eres exactamente su tipo.
Juliusz. Joven. Ingenuo. Entendido.
—Feliks es difícil de leer. El hombre ha estado en esto por un
tiempo y es un profesional. Está cerca de los setenta, pero
todavía le gustan las mujeres jóvenes.
Feliks. Furtivo. Espeluznante. Entendido.
—Y por último, está Nowak —me dice Xander—. Es
probablemente el más cercano a Kazimierz. Definitivamente
lo escucha. Lo que significa…
—Que es a él a quien tengo que convencer.
Nowak. Objetivo primario. Entendido.
—Lo que te pidan, hazlo. ¿Vale?
Un carámbano de miedo me atraviesa el pecho y me hace
estremecer. Hay algo en su tono que sugiere… algo. No sé
qué.
Solo sé que no me gusta.
—¿Qué?
Me mira con ojos de perrito. —Ya sabes cómo se juega a esto,
Charlotte —me recuerda—. No olvides lo que está en juego.
Mierda.
Respiro hondo.
Evie. Ella es lo que está en juego.
—Basta de esperar —hago una mueca—. Vámonos.

E L ESPACIO interior del gimnasio es enorme y está repleto de


maquinaria y equipos de entrenamiento de última generación.
Es el paraíso de los fanáticos del fitness.
Unas cuantas personas se ejercitan en diferentes rincones del
enorme espacio. Yo escaneo y cuento como modo de aliviar
mi ansiedad.
Dos hombres en la sección de pesas. Seis mujeres en las cintas
de correr. Otras cuatro en las máquinas elípticas.
Todos parecen gente normal. Ninguno de ellos parece tener
nada que ver con este mundo.
—Es un gimnasio de verdad —me dice Xander, que nota mi
preocupación—. Toda esta gente es socia. Es la única forma de
usar las instalaciones. No es necesario tener contactos, pero sí
ser rico.
En la esquina más alejada del gimnasio, hay una serie de
puertas. Todas están marcadas.
Personal.
Almacenamiento.
Aseos.
Xander me guía por la que dice “Equipo”.
Es una habitación grande, claramente destinada a servir de
almacén. Xander se acerca a la pared del extremo derecho y
abre una puerta discreta medio oculta por un montón de cajas.
Respiro hondo para tranquilizarme y paso detrás de él.
Salimos a un rellano al final de un largo tramo de escaleras.
—Guau —susurro.
El lugar es cavernoso. Un ring de combate rodeado por una
barrera de alambre ocupa el centro de la arena.
Como ahora estamos básicamente bajo tierra, la única luz es
artificial. Enormes focos cuelgan de las vigas de arriba.
La mayoría están apagados, así que el lugar está lleno de
sombras profundas. Teniendo en cuenta que no es una noche
de lucha, no me sorprende.
Pero la habitación me pone la piel de gallina.
Es como una discoteca de lujo mezclada con el Coliseo de los
gladiadores de Roma. Las gradas se elevan alrededor del
perímetro. Me las imagino llenas hasta los topes de mafiosos
gritones, y toda la escoria degenerada de la zona triestatal.
Los bares de los dos extremos relucen con cientos de botellas
de licor en las estanterías. Unas cuantas personas pululan,
haciendo quién sabe qué para preparar futuras noches de pelea.
Xander me conduce a una hilera de habitaciones privadas
adosada a una pared. Jadeo por segunda vez cuando
atravesamos una de las gruesas puertas de piel roja y entramos.
Suelos alfombrados. Papel pintado con un dibujo oscuro y
dentado que me inquieta vagamente. De lo alto cuelgan
ostentosas arañas de cristal, pesadas con cristales que refractan
la luz.
Sofás de felpa dispuestos en semicírculo ocupan el centro de la
sala…
Y, en ellos, tres hombres nos esperan.
Se giran en cuanto entramos. Tres pares de ojos se clavan en
mí a la vez. Tres depredadores en la noche.
Acaban de encontrar una presa fresca.
Mi instinto es tensarme. Huir. Pero no puedo permitir que mi
cuerpo me traicione.
Tengo una oportunidad de causar impresión.
Una oportunidad para convencerles de que pueden confiar en
mí.
Por Evie.
Estoy haciendo esto por Evie.
El hombre del centro habla primero. Parece ser el más joven.
Creo que es Juliusz.
—Así que esta es la chica.
Sus ojos brillan con avidez.
Reprimo mi enfado ante la palabra.
Chica lista. Así me llamó Lucio el día que sus matones me
arrastraron ante él por primera vez. Lo odié entonces.
Ahora lo odio aún más.
Pero mi expresión no revela nada. Inclino la cabeza con
respeto.
—Gracias por acceder a verme.
Me señala con el dedo y canturrea: —Acércate.
Cuando doy un paso adelante, los veo mejor a los tres.
Juliusz es guapo, en el sentido convencional del término.
Tiene una espesa cabellera oscura y unos ojos claros que
pueden volverse traviesos tan pronto como pueden volverse
peligrosos.
El hombre sentado a su lado es el más viejo de los tres, a
juzgar por sus arrugas. Ojos turbios que chocan extrañamente
con el tono de su piel. Es calvo, brillante y regordete.
Feliks.
El tercer hombre se sienta frente a los otros dos. Lleva una
camisa azul demasiado abierta, que deja ver una cantidad
nauseabunda de vello en el pecho.
Es rubio, delgado y, de alguna manera, el más intimidante de
los tres.
Nowak.
Sé lo que quieren. Y, aunque me da escalofríos, se los doy.
Avanzo hacia la luz y hago una lenta pirueta. Sus miradas me
recorren de arriba abajo. Evaluando. Analizando.
Con suerte, admirando.
Es la primera vez en mi vida que recuerdo querer que a un
hombre le guste lo que ve en mí. No, la segunda.
Quería que Lucio me quisiera. Ese primer día en su oficina.
Solo que no sabía que eso era lo que quería en ese momento.
—Te llamas Charlotte, ¿verdad? —pregunta Nowak.
—Sí.
Juliusz se lame los labios.
Feliks ronronea como un gato gordo.
—¡Tú! —ladra Nowak. Su mirada se dirige a Xander, de pie
justo detrás de mí.
Casi se siente como si mi estúpido ex me usara para
esconderse de los hombres en el sofá.
—¿Sí, señor? —la voz de Xander es un patético gorjeo.
—Ya no requerimos tu presencia aquí. Puedes irte.
Sale corriendo de la habitación. No tengo que volver la vista
atrás para darme cuenta de que no me ha dirigido ni una sola
mirada.
Cobarde.
La puerta se cierra detrás de Xander. Me quedo allí sola, en la
boca del lobo… Y las bestias dan vueltas.
—Siéntate, Charlotte —dice Juliusz. Su tono es amistoso.
Interesado. Abierto.
Pero no me fío ni un segundo.
—Gracias —digo, sentándome en la desvencijada silla que me
espera.
—Desapareciste un tiempo —continúa Juliusz—. Seis
semanas es mucho tiempo. Creíamos que habías muerto.
—Estaba con Lucio Mazzeo —respondo, resistiendo el
impulso de hacer sonar mis manos.
Confianza. Esa es la única manera de convencer a estos
hombres de mi lealtad.
Debo tener confianza.
Tengo que comprometerme con este papel.
Por Evie. Por Lucio.
—Después del ataque al complejo, se puso nervioso —les
digo, las palabras salen de mí con fluidez. Me aseguro de
mirar a cada uno de ellos a los ojos—. Quería reagruparse.
Sobre todo, quería alejar a su hija del complejo durante unas
semanas. No supe nada del viaje hasta que me pidieron que
hiciera la maleta y me reuniera con él abajo.
—¿A dónde has ido? —pregunta Nowak.
—A un piso franco de Mazzeo en Los Ángeles.
Ninguno de ellos da muestras de que les importe la pequeña
información que acabo de darles. Pero yo sé que sí les importa.
Descubrir un refugio enemigo es información importante.
Información que les estoy entregando por orden de Lucio.
Dar algo para conseguir algo. Así funcionan las cosas en este
mundo.
Lo que no saben es que este bocado es solo cebo en un
anzuelo. Y Lucio está al otro lado de la caña. Bobinándolos
poco a poco.
—¿Un piso franco en Los Ángeles? —pregunta Feliks.
Asiento con la cabeza. —Una pequeña propiedad en East
Hollywood. Está diseñada para pasar desapercibida. Por lo que
oí, la familia Mazzeo la usa como punto de encuentro para
reunirse con ciertos clientes.
Nowak frunce el ceño mientras sopesa la información. Sus
ojos recorren mi rostro antes de posarse en mi pecho.
No oculta su hambre de mí. Mejor dicho, de mi cuerpo.
Pero tengo la ligera sospecha de que todavía no me gané a
ninguno de ellos.
—Lucio confía en mí —hablo—. Me confía a su hija, y ella
me quiere. Esa es parte de la razón por la que me llevó con
ellos.
—¿Parte de la razón? —pregunta Juliusz.
Dudo un momento. —También… me desea —admito. Incluso
consigo sonrojarme.
Aunque no es difícil fingir lo complicada que es esa situación
en particular.
—No lo culpo —ronronea Feliks—. Un hombre como Lucio
Mazzeo suele conseguir lo que quiere.
Sé lo que está preguntando. Y tengo una respuesta preparada.
—Hemos dormido juntos —digo sin rodeos.
Eso provoca la reacción de Juliusz y Feliks. Ambos parecen
inclinarse un poco con renovado interés.
Nowak no me da nada.
El hombre se me queda mirando como si todo lo que saliera de
mi boca fuera mentira.
—Lucio, Lucio, Lucio —murmura Juliusz, con voz aguda y
una risita en el borde—. ¿El hombre te la puso?
Me estremezco ante su tono, ante la franqueza de la pregunta,
aunque no es una gran pregunta.
—Sí —susurro. Trago saliva.
—Y dime: ¿te divertiste?
Una vez más, su franqueza me hace retorcerme. Pero, en este
caso, me dejo llevar por la reacción. Funcionará a mi favor.
—¿Es posible disfrutar cuando no tienes elección? —
pregunto, impregnando mi tono de amargura.
—No es un hombre de cortejar, supongo.
—Tomó lo que quería —suelto—. Todavía lo hace.
Nowak interviene. —¿Es eso lo que te trae por aquí?
Sigue siendo cauteloso. Dudoso.
El momento de la verdad. Si esto falla, estaré bien muerta.
Tengo que venderlo. Tengo que hacer que me crean.
Respiro hondo y empiezo.
—En cierto modo. Tomó lo que no le pertenecía cuando me
tocó. Me arrebató mi inocencia. Y tengo la intención de hacer
que arda en el infierno por eso.
Los hombres permanecen silenciosos. Atentos. Aprieto los
puños con fuerza hasta que se me ve el blanco de los nudillos.
Respiro a borbotones por la nariz.
Véndelo, Charlotte. Haz que te crean.
—Cree que estoy aquí para espiarlos para él. Pero eso es
mentira. Estoy en su casa para espiarlo por ustedes. Solo estoy
aquí para continuar la treta. Para adormecerlo en la
complacencia. Así puedo alimentarlo con las mentiras que
necesiten para asegurarme de que caiga. Quiero que sufra
como me hizo sufrir a mí.
Me encuentro con el silencio.
Es una afirmación difícil. Lo sabíamos cuando empezamos a
planearlo. Pero es lo único que convencerá a estos hombres
desconfiados de mi repentina reaparición y mi nuevo interés
en este trabajo.
El dinero no es suficiente motivación.
Tampoco el miedo.
Tienen que creer que lo estoy arriesgando todo porque odio a
Lucio Mazzeo con una pasión ardiente. Que estoy dispuesta a
vivir detrás de las líneas enemigas, a mentirle a la cara una y
otra y otra vez.
—Una agente doble —resume Juliusz—. Trabaja para
nosotros. Días en la mansión Mazzeo. Noches en el ring.
Asiento con la cabeza. No confío en que mi voz no se quiebre.
—Interesante —murmura Feliks—. Muy interesante.
Los dos están rodeando el cebo. Están tan cerca de morder.
El tercero, el objetivo más importante, permanece distante.
—Ser una chica del ring requerirá que estés aquí al menos
unas cuantas noches cada semana —señala Nowak—. ¿Te
dejará salir de su casa cuando lo desees?
Está tratando de llevarme a una trampa.
Pero Adriano y yo repasamos mis explicaciones varias
docenas de veces la noche anterior.
Estoy preparada.
—Ya te dije que ahora confía en mí —le digo—. Supone que,
como me mantiene, no tengo motivos para dejarlo. Incluso me
ha instalado en un apartamento en el centro.
—¿Por qué trasladar su juguete favorito fuera de su recinto?
—dice Juliusz con el ceño fruncido.
Hago una pausa y mis ojos bajan por un momento hasta mis
manos. Mis hombros se hunden por la humillación y la rabia.
Cuando vuelvo a levantar la vista, dejo que el resentimiento
inunde mi expresión.
—Porque ya no soy su juguete favorito.
—Ah…
Juliusz me mira con simpatía, pero no me lo creo ni por un
segundo. Es un fino velo que apenas contiene la sádica
diversión que hay debajo.
—Te ha reemplazado.
—Sí —digo con acidez—. Pero igual me necesita. Como he
dicho, su hija me quiere. Soy la única que puede calmarla.
Hago que suene como si estuviera un poco desesperada.
Temerosa de perder el favor de Lucio y, por extensión, de
dejar de ser útil para los polacos.
Y se lo están creyendo.
Cebo, sedal y caña.
Es hora del señuelo final.
—Tampoco puede permitirse perderme, porque su imperio se
desmorona.
Eso los termina de interesar.
—¿Repite eso? —pide Nowak.
—El ataque al complejo le afectó mucho —me apresuro a
decir como si confesara secretos comerciales—. Lo escuché
hablar con uno de sus subjefes en Los Ángeles. Está a punto
de perderlo todo.
Nowak me mira a los ojos. Es la primera vez que busca mi
mirada.
—¿Y la hija de Mazzeo?
—No lo entiendo —digo, repentinamente nerviosa.
—Has mencionado varias veces que la chica te quiere —
continúa—. Dime: ¿qué sientes por ella?
Podría rechazar la pregunta. Decirle que Evie no significa
nada para mí.
Pero toda buena mentira tiene una perla de verdad en su
corazón.
Así es como lo haces convincente.
Eso es lo único que convencerá al hombre cuya opinión más
importa aquí.
—Yo también la quiero —admito, con la voz ligeramente
quebrada—. No quiero que nada de esto la lastime. Intentaré
protegerla si puedo. No por el bien de Lucio. Por su bien.
Nowak me mira fijamente, buscando las grietas de mi
armadura.
—Elegirnos no garantizará tu libertad —me dice, la amenaza
evidente en su voz—. Eres consciente de ello, ¿verdad?
—Soy consciente de los riesgos —digo—. Pero mi lealtad está
con los polacos. Esta es mi mejor oportunidad de ser libre
algún día.
Nowak me mira un poco más. Me pregunto si este es su
método. La forma en que destroza a sus víctimas.
Me niego a quebrarme.
—Bienvenida a las filas, querida —dice finalmente Nowak—.
Informarás directamente a uno de nosotros. Mientras tanto,
Xander será el intermediario.
Mantengo la compostura. No quiero parecer demasiado
aliviada.
—Gracias —respondo, poniéndome en pie.
—Espera —dice Nowak, levantando la mano.
Mierda.
¿Me he equivocado?
Feliks sonríe con desagrado. —¿Quieres ser una chica del
ring? —comenta—. Tienes que interpretar el papel.
Lo miro confundida.
Juliusz está encantado y me mira de arriba abajo.
—Tenemos que probar tus herramientas —dice pasándose la
lengua por el labio inferior—. Quítate la ropa.
El miedo se me agolpa en la boca del estómago.
Pero la advertencia de Xander resuena en mis oídos.
A pesar de su advertencia, sé que no puedo rechazar a estos
hombres.
—Por supuesto —susurro con la voz entrecortada.
Me trago la humillación.
Luego, enrosco los dedos alrededor del dobladillo de mi
cárdigan y me lo subo por encima de la cabeza.
9
LUCIO
UNA SEMANA DESPUÉS - LA MANSIÓN MAZZEO

—Vuelve a comprobar su ubicación.


Adriano me lanza una mirada de impotencia, pero yo aprieto
los dientes y él vuelve a mirar su teléfono.
—Hermano, eh… parece que va a un club.
—¿Qué puto club?
—Savoretti’s —me dice Adriano.
Frunzo el ceño. —No he oído hablar de él —respondo—. ¿Es
un sitio polaco?
—No —contesta—. Es francés.
Mi mirada es fría. Intenta reírse, pero su risa se apaga al ver la
expresión de mi cara.
Ojalá pudiera unirme a él. Ojalá todo esto fuera cosa de risa.
Pero me siento muy jodidamente reprimido.
Adriano traga saliva y vuelve a centrarse en la tarea que tiene
entre manos. —Bien. Savoretti’s. Por lo que sé, es básicamente
Suiza. Realmente no tiene lazos con ninguna organización.
Me pongo en pie de un salto y empiezo a pasear.
Charlotte.
Mintiéndome otra vez.
Siempre es una mentira con ella, ¿no? Una tras otra. Una y
otra vez.
Cuanto más lo pienso, más me enfado.
La rabia oscurece mi visión por un momento, y casi me tiro de
cabeza contra Adriano. —¿Qué coño se cree que está
haciendo? —grito. Respiro con dificultad y miro a Adriano
como si él tuviera la respuesta.
Levanta las manos para aplacarme. —Lucio, no sabemos qué
está pasando. Quizá no tuvo elección.
—Es un puto club —gruño—. Ella tuvo una maldita opción.
Golpeo la mesa con el puño. Los cajones traquetean.
—Se lo dije. Le dije explícitamente que, una vez que termine
en el ring, tiene que volver directamente al apartamento. Sin
desvíos de mierda. Sin putas paradas.
—Quizá tenga sus motivos.
Me vuelvo contra él. —¿De qué lado estás?
—No sabía que hubiera bandos.
—Estoy a punto de darte un puñetazo en la cara —ronroneo.
Adriano me dedica una sonrisa lobuna y vuelve a mirar el
móvil. —Escucha, mio amico —dice con calma—. La vigilaré.
Te avisaré en cuanto vuelva al apartamento.
—A la mierda —digo, sacudiendo la cabeza—. No vamos a
esperar.
Adriano frunce el ceño. —¿Qué quieres decir?
—Trae a dos de los nuevos reclutas aquí. Ahora.
—Lucio…
—Ahora, Adriano —le digo.
Me lanza una mirada cansada y sale de la habitación para
hacer la llamada.
Yo sigo caminando con los puños apretados por la rabia.
¿Qué me hizo pensar que podía confiar en ella? Demostró
claramente que es incapaz de ser leal.
Adriano aparece de nuevo en el umbral. Me mira como si
fuera un león enjaulado.
—¿Qué? —suelto cuando se queda parado sin decir nada.
—No estarás pensando en ir, ¿verdad? —sus ojos verdes
brillan de preocupación.
—Ella conoce las reglas.
—Ella está efectivamente encubierta en este momento —me
recuerda suavemente—. Si vas allí, lo arruinarás.
—Lo creas o no, no soy un puto idiota. No pienso dejarme ver
—le digo enfadado—. Para eso están los reclutas. Serán mis
ojos.
—O, y escúchame bien, porque sé que esto suena como una
locura, podrías esperar a que llegue a casa esta noche.
Me habla como si estuviera a punto de saltar de un puente.
Pero yo no pienso tragármelo.
Ya me han mentido bastante.
No más.
No cuando la vida de mi hija está en juego.
—No sabemos cuándo será eso —suelto—. Ni siquiera
sabemos si planea volver.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Adriano con incredulidad
—. ¿Crees que ha desertado?
—No sería la puta primera vez.
—Lucio —dice Adriano con urgencia—, “estás cayendo en
espiral, hombre.
—Ella tiene que saber que no puede traicionarme. Que
siempre la estoy vigilando.
—¿Te preocupa que esté trabajando en tu contra? —pregunta
Adriano—. ¿O estás preocupado por su seguridad?
Freno en seco, considerándolo un segundo antes de descartar
la idea.
—Me importa un carajo su seguridad.
Adriano suspira.
—Si tienes algo que decir, Adriano, dilo de una puta vez.
—Lo intento —responde con impaciencia—. Pero te niegas a
escuchar.
Levanto una mano disgustado y vuelvo a pasearme.
Adriano se deja caer en un sillón y entierra la cara entre las
manos.
—¿Dónde están? —exclamo un minuto después, cuando los
reclutas aún no han aparecido.
—Dales unos minutos.
—¿A quién llamaste?
—Emile y Salvatore.
Conozco a todos mis reclutas. Yo mismo los elijo. Pero, por mi
vida, no puedo poner caras a ninguno de esos nombres.
—Lucio.
—¿Qué?
—¿Estás seguro de esto? —pregunta.
Me doy cuenta de que sigue esperando a que salga de mi furia
y entre en razón. Pero no voy a cambiar de opinión sobre esto.
—Estoy muy seguro.
—Bien. Entonces déjame ir contigo al menos.
—No —respondo—. Podrían reconocerte.
—Podrían reconocerte a ti, stronzo —señala. Se está
frustrando con mi terquedad.
—Como dije, no está en mis planes ser visto.
—Claro —dice Adriano con sarcasmo—, porque eres de los
que suelen pasar desapercibidos.
Sonrío sombríamente. —Tengo mis maneras.
—Muy espeluznante. Sé por qué estás haciendo esto, Lucio.
—Me aseguro de que sepa con quién está tratando —ladro.
—No, estás preocupado por ella —insiste—. Puedo verlo en tu
cara.
—Entonces, estás perdiendo tu toque.
Tiene el pelo revuelto y alborotado de tanto tirárselo. —
¿Siempre has sido tan poco razonable? —grita—. ¿O Evie y
Charlotte te están jodiendo la cabeza?
Me doy la vuelta para mirarlo, pero Adriano se mantiene
firme. —No vuelvas a preguntarme eso —le gruño en la cara.
Me sostiene la mirada durante un largo momento.
Y entonces, su ferocidad cede espacio al agotamiento.
—Escucha, hermano, solo estoy preocupado. Creo que tu
juicio puede estar un poco…
—¿Un poco qué? —exijo.
—Nublado.
—¿Qué coño significa eso?
—Significa que no piensas con claridad porque estás
preocupado por Evie y quieres recuperarla a toda costa —dice
Adriano en voz baja—. Charlotte es nuestra mejor apuesta
para hacerlo, Lucio. ¿Por qué arruinarlo delatándola ahora?
—No lo estoy haciendo.
—Entiendo que puede ser una petición difícil dadas las
circunstancias, pero tienes que confiar en su criterio —me dice
Adriano.
Antes de que pueda responder, llaman a la puerta.
—¿Señor?
Me vuelvo hacia la puerta y veo a dos hombres de pie, hombro
con hombro.
Ambos son altos, delgados y ligeramente musculosos.
Salvatore tiene rasgos afilados y pelo rubio blanquecino.
Emile es moreno y de ojos oscuros.
Son olvidables al instante. Completamente no amenazantes.
Perfecto.
Necesito que se fundan con la multitud. Necesito que parezcan
dos hombres en un club y no dos mafiosos en una misión.
—Emile, Salvatore —digo, haciéndoles un gesto hacia
adelante—. Estarán conmigo esta noche. ¿Han oído hablar de
Savoretti’s?
—Es un club —responde Emile.
—Bien. Iremos allí esta noche. Necesito ver a una de mis…
personas.
Me acerco a la caja fuerte de pared, oculta tras un cuadro
especialmente oscuro de un maestro italiano. Introduzco la
combinación y, al abrirla, descubro una serie de artilugios
diferentes, así como algunas de mis pistolas favoritas,
montones de dinero en distintas divisas y varios pasaportes.
Un Don nunca está demasiado seguro.
Ignoro la otra mierda y saco dos diminutas microcámaras.
Sincronizo ambas cámaras con mi teléfono y entrego los
dispositivos a Emile y Salvatore. —Asegúrense de que nadie
pueda verlos —le digo—. Esto tiene que ser sutil.
—¿A quién vigilamos, señor? —pregunta Emile.
—Una chica. Se llama Charlotte —respondo, abro el cajón de
mi escritorio y saco una foto suya.
La foto se tomó hace unos meses, durante la primera semana
de colegio de Evie. Enzo la tomó fuera, junto a la fuente de
agua.
Charlotte está de rodillas con los brazos alrededor de Evie, que
está de pie frente a ella y sonríe alegremente. Paulie está
fuertemente abrazado a Evie.
No me detengo en ninguno de los rostros por mucho tiempo.
Aunque la mera visión me rompe el corazón en pedazos.
Me cuesta un gran esfuerzo entregarle la foto a Salvatore.
—Ella está encubierta con los polacos —les digo—. Así que
es importante mantener esa cubierta. Obtengan una visual de
ella. Vigílenla un poco. Pero sean sutiles. Nadie puede
sospechar que ninguno de los dos está relacionado con la
Familia.
—Entendido, señor —responde Salvatore, pasándole la foto a
Emile.
—Asegúrense de que esas cámaras estén a resguardo —les
digo—. Una vez dentro, localícenla, busquen un sitio que les
dé una línea de visión clara de ella y pidan unas bebidas.
Cuando la tengan localizada, uno de ustedes se acercará a ella
y la dirigirá a un punto de encuentro.
Adriano escucha todo este plan con escepticismo apenas
disimulado. Pero lo ignoro.
Veo cómo ambos hombres se sujetan las cámaras a la camisa.
Enciendo mi teléfono y cargo la señal en él.
Unos segundos después, me veo en la pantalla. La definición
es cristalina.
—No se muevan demasiado rápido —les digo—. Va a
interferir con la conexión. Vámonos.
—Yo también voy —insiste Adriano.
—Bien —gruño—. Pero te quedas en el puto coche.
Hago que Emile traiga uno de mis coches más discretos.
Entramos los cuatro.
El viaje a Savoretti’s es rápido. Demasiado rápido. No deja
espacio para que mi rabia disminuya.
Una misma pregunta me ronda la cabeza: ¿Qué demonios cree
que está haciendo?
Cuando llegamos al club, todo parece estar en plena
ebullición. Es pasada la medianoche, así que el público ya está
animado y alborotado.
Aparcamos al otro lado de la calle, junto a Savoretti’s. Una
ubicación que me proporciona una visual mientras que todavía
nos ofrece una cierta cantidad de invisibilidad.
La cola para entrar en el club no es larga. Pero mis hombres no
tienen que hacerla, de todos modos.
Le doy un par de cientos de dólares a Emile para que soborne
al portero. Luego, él y Salvatore salen del coche y se dirigen a
la entrada.
Adriano respira hondo.
—Cállate —digo.
—No dije nada.
—Puedo oírte pensar.
Adriano sonríe. —Intentaré no pensar mucho.
—Intenta con más fuerza.
Espero a que Emile y Salvatore hayan desaparecido en el club
antes de encender mi pantalla. Cambio entre la perspectiva de
Salvatore y la de Emile.
Pero, de momento, no hay mucho que ver.
Solo un montón de luces palpitantes, cuerpos sudorosos y
conversaciones de borrachos a su alrededor mientras caminan
por el club.
Y así esperamos.

T ARDAN CASI media hora en ver a Charlotte.


Está sentada en una de las cabinas VIP, con una minifalda de
cuero negro y un top de lentejuelas que deja ver demasiado
escote.
Ignoro cómo me salta la polla al verlo.
Emile y Salvatore eligen una mesa frente a ella. La pantalla es
irritantemente pequeña, pero al menos ahora la veo.
Está sentada junto a un hombre enorme. Al menos cien kilos
de puro músculo. Lleva una camisa tan ajustada que parece
pintada.
—Jesús. Debe ser un luchador —reflexiona Adriano. Se
inclina sobre mi hombro para mirar la pantalla a mi lado.
—O un puto elefante —respondo apretando los dientes—. La
pregunta es, ¿qué está haciendo con él?
Su brazo cae sobre los hombros de Charlotte,
empequeñeciéndola con su enorme tamaño.
Tenso los brazos y siento que me invade una poderosa oleada
de posesividad. Si yo estuviera allí, ese cabrón estaría bajo mis
talones, con una bala Mazzeo entre los ojos.
Sus músculos no marcarían la diferencia.
No puedo ver la cara de Charlotte con demasiada claridad,
pero sé que está sonriendo. Está prestando toda su atención a
la bestia.
Pero se está riendo demasiado. Una señal segura de que está
fingiendo.
Eso me hace sentir un poco mejor.
Llega la voz de Salvatore. Habla directamente al micrófono de
su solapa.
—Jefe, la tenemos vigilada —me dice Salvatore—. Ella está
en…
—Lo sé —digo con impaciencia—. Estoy viendo lo mismo
que tú. ¿Exploraste el club?
—Los baños están en la parte trasera del edificio —me dice,
según el plan que urdimos en el trayecto—. Cerca de las
salidas de emergencia. Debería poder acceder a ellos desde la
parte trasera del club. La desviaremos allí.
Aprieto el puño. Perfecto.
—Haz contacto con ella —le ordeno—. Dile que se dirija allí
ahora.
—Entendido, jefe.
Le doy mi teléfono a Adriano y empiezo a desabrocharme el
cinturón. —Sigue comprobando la pantalla —le ordeno—. No
debería tardar.
Suspira como si estuviera harto de resistirse. —De alguna
manera, lo dudo.
Le ignoro y salgo del coche.
Doy vueltas alrededor del club, asegurándome de mantener
una amplia distancia para no llamar la atención.
Unas cuantas personas permanecen cerca de la parte trasera
del edificio. Un puñado de chicos de veintipocos años que ya
están borrachos y se aferran a la conciencia con dificultad.
El único miembro del personal de seguridad que vigila la
entrada trasera está ocupado intentando ahuyentar a los idiotas
borrachos del club.
Me da la oportunidad perfecta para entrar.
Está de pie en la esquina del edificio, rugiéndoles mientras se
alejan bailando por el callejón. Se ríen y le tiran botellas.
—¡Malditas ratas…! —brama.
Una botella sale disparada por el aire. Demasiado alto para
golpear al guardia en la cabeza. Pero justo para aterrizar con
precisión en mi mano.
La cojo en el aire.
El guardia de seguridad hace una pausa. Está esperando un
golpe y una botella rota que nunca llegarán.
Cuando se gira para ver qué ha pasado con la botella, me
balanceo.
CRACK.
Los cristales se rompen sobre su cabeza calva.
Se desploma al suelo de inmediato.
Lo arrastro hasta perderlo de vista detrás de un contenedor y le
meto un billete de cien dólares en el bolsillo de la camisa para
compensar el golpe en el cráneo.
Entonces, vuelvo a lo que vine: a la caza de la mentirosa de
ojos azules.
La puerta trasera está oxidada, así que le doy una fuerte patada
para que se abra de golpe. La atravieso a grandes zancadas y
camino por el pasillo poco iluminado.
Los baños aparecen a la vuelta de la esquina. Hay una larga
cola para las dos unidades femeninas. Me desvío hacia la
puerta marcada con un cartel de “Fuera de Servicio”.
Aquí huele a moho, pero apenas puedo notarlo por mi
impaciencia.
Miro la hora. Solo han pasado unos minutos.
Será mejor que aparezca pronto.
Camino arriba y abajo, lamentando no haberme traído el
móvil. Solo escucho el lejano sonido de los bajos y el tic-tac
de mi reloj.
Pasan dos minutos.
Me estoy enojando.
Estoy a punto de dirigirme a la puerta y arrastrar a Charlotte
fuera del club por el pelo… cuando oigo pasos.
El agudo sonido de los tacones al golpear el suelo.
Me vuelvo a colocar contra la pared interior y veo cómo
Charlotte entra en el cuarto de baño, con los ojos muy abiertos
e inseguros.
Dirige la mirada hacia los puestos oscuros de la esquina.
Entonces, se gira y me ve.
—¡Jesús! —jadea, su mano vuela a su pecho—. ¡Mierda,
Lucio! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Podría hacerte la misma pregunta —espeto, abalanzándome
acaloradamente hacia delante para cerrar la puerta. Me vuelvo
contra ella, aunque siento alivio porque parece estar de una
pieza—. Esto no formaba parte del puto plan.
—¡Sí, bueno, a veces los planes cambian, imbécil! —responde
ella—. Tienes que irte. No pueden vernos juntos.
Su top de lentejuelas capta la luz tenue cada vez que se mueve.
Su escote está a la vista. Sus piernas también. Parecen
kilométricas.
Su maquillaje es ligero. Sutil. Excepto en los ojos, que tienen
delineador oscuro y sombra de ojos gruesa.
Parece lo que es: un sueño convertido en pesadilla.
Doy un paso adelante, obligándola a retroceder contra la
puerta.
—Me iré cuando esté listo —gruño—. Y, cuando lo haga,
vendrás conmigo.
Sus ojos azules brillan con determinación.
—No.
—¿No?
—Eso es lo que he dicho —sisea, empujándose hacia mí
desafiante—. No. No me voy. Tengo un trabajo que hacer.
—Tu trabajo es lo que yo te diga —le recuerdo—. Y ponerle
las tetas en la cara a un imbécil musculoso no es tu puta
trabajo.
Una sombra recorre su rostro. Su mandíbula sobresale con
obstinación.
—¿Qué te importa dónde pongo las tetas? —exige—. Mientras
consigas lo que quieres.
—Charlotte, no me presiones.
En respuesta a eso, pone sus manos en mi pecho y me empuja.
Literalmente.
—Entonces, sal de mi camino.
Esta mujer me va a volver loco.
Eso es lo que pienso mientras la agarro y la inmovilizo contra
la puerta.
—¡Suéltame, bastardo! —grita.
Me acerco y mi nariz casi toca la suya.
Estoy tan cerca que puedo ver cada línea de sus iris.
—¿Con quién demonios crees que estás hablando, mujer? —
susurro.
Espero que me responda con algún comentario descarado.
Espero que explote contra mí. Me abofetee. Me empuje de
nuevo.
En cambio, su labio inferior se mueve.
Tiembla, para ser exacto.
Solo un momento, pero estoy tan cerca que es imposible
equivocarme.
Sabe que he visto su momento de debilidad.
Sabe que he visto la grieta en su actitud.
Y puedo ver lo que pasa cuando se da cuenta de que está
perdida.
Vergüenza en su rostro. Frustración. Derrota.
—Estoy hablando con mi amo —responde con amargura—.
Mi dueño. Mi carcelero. Mi…
Mis labios se cierran sobre los suyos, cortando su airada
perorata. La siento jadear bajo mi beso.
Por un momento, estoy seguro al mil por cien de que va a
empujarme otra vez.
En lugar de eso, sus manos me rodean el cuello, me atraen con
desesperación.
Es suave y delicado al principio. Pero no vine aquí para ser
suave.
Vine a hacer gritar a esta pequeña mentirosa.
Mis manos recorren su cuerpo. Se estremece y gime con cada
roce. Le subo la minúscula falda y, con un dedo, rozo la fina
tira de sus bragas. Se las bajo con fuerza por los muslos
temblorosos.
Estoy seguro de que las rompí, pero no me importa. Tampoco
parece que le importe.
Está demasiado ocupada gimiendo mientras le agarro el culo y
aprieto con fuerza.
La alzo por la cintura. Sus piernas se cierran en torno a mis
caderas y mi erección se tensa al calor de sus muslos.
Sigue aferrada a mis hombros cuando saco mi polla y la meto
dentro de ella.
—¡Lucio! —grita mientras me hundo en ella temerariamente.
Está empapada. Su coño me traga entero, me toma
profundamente, sus paredes se aprietan a mi alrededor.
Me alejo de ella lo suficiente para poder verle la cara.
Quiero ver el dolor y el placer escritos ahí.
Tiene los labios hinchados, el carmín descolorido y manchado
en los bordes. Tiene los ojos dilatados por la lujuria. Lleva el
pelo alborotado sobre los hombros.
Y, mientras miro, su boca se abre de placer. Gime. Nunca vi
nada tan jodidamente hermoso.
Cuanto más fuerte me abalanzo sobre ella, más se clavan sus
uñas en mi espalda.
Su culo golpea la puerta con fuerza, la hace sonar. Me agarra
con fuerza mientras me la cojo cada vez más fuerte, cada vez
más rápido. No me contengo nada.
No es paciencia.
No es suavidad.
No es amor.
Soy yo reclamando lo que es mío.
En cuestión de minutos, sus suaves gemidos se tornan gritos
agudos de placer. El orgasmo se apodera de su cuerpo.
En el momento en que la siento explotar en mi polla, yo
también me libero.
Nos sacudimos unas cuantas veces más mientras la sensación
nos desgarra.
Luego, con un gruñido en el pecho, la vuelvo a poner de pie.
Se agarra al pomo de la puerta para mantener el equilibrio.
Noto que le tiemblan las piernas.
Una gota de mi semilla rueda por sus muslos. Me deleito con
el espectáculo mientras me vuelvo a subir la cremallera.
Mía.
Ella es toda mía.
Charlotte respira hondo e intenta serenarse. Luego, se
tambalea hacia los lavabos y abre el grifo.
Sale un fino hilo de agua y ella coloca las manos debajo.
Mira el espejo que tiene enfrente, pero sus ojos se centran en
mi reflejo, no en el suyo. Cuando termina de limpiar mis
huellas de sus muslos, mira a su alrededor y ve sus bragas en
el suelo.
Definitivamente, están rasgadas. No hay manera de que pueda
usarlas.
Me emociona menos el hecho de saber que tendrá que volver
ahí fuera, en un mar de hombres borrachos y cachondos, sin
ropa interior.
Razón de más para que se venga conmigo ahora mismo.
—No me iré contigo —me dice como si leyera mi
pensamiento.
—¿Por qué no? —exijo.
—Porque estoy aquí por una razón. Una buena razón.
Estamos justo donde estábamos antes de follar. Justo en medio
de la discusión que abandonamos para arrancarnos la ropa.
—Si me escucharas —dice, volviéndose hacia mí—, lo
entenderías.
—Bien —gruño—. Te escucho.
—El chico con el que estoy es uno de los luchadores de MMA
del ring —me dice.
—No necesité ser el puto Sherlock Holmes para darme cuenta.
Me fulmina con la mirada. —Pero también tiene muchos tratos
con los polacos —añade—. Trabaja con ellos con frecuencia,
fuera del ring. Y puede que tenga información sobre Evie.
Me burlo. —Improbable.
—Pero posible —insiste—. Me invitó a tomar unas copas
después de mi turno. Pensé que no haría daño seguirle la
corriente. Intentar sacarle algo de información.
No es una idea horrible, pero no soy capaz de ser objetivo en
este momento.
—Este no es el plan, Charlotte.
—¡Olvida el plan, Lucio! Se trata de hacer lo que sea
necesario para recuperar a Evie, ¿verdad? —pregunta—. Eso
es lo que estoy haciendo.
Respiro con fuerza y exhalo mi frustración.
Me guste o no, tiene razón.
—Bien —concedo con enfado—. Lo entiendo.
—Entonces, deberías dejarme seguir con esto —me dice,
implorándome que la entienda—. No sabemos quién podría ser
útil. No sabemos quién tiene la información adecuada. Por lo
que sabemos, Igor tiene lo que necesitamos.
Me freno en seco.
—¿Has dicho Igor? —pregunto—. ¿Igor Zelinski?
Sus ojos se abren de par en par por un momento. —¿Lo
conoces?
—Solo de nombre —respondo—. Es peligroso.
—Bueno, trabaja con los polacos —dice, intentando quitarle
importancia a mi reacción—. Ya lo había supuesto.
—Es un puto depredador, Charlotte —le digo, intentando bajar
el tono—. No quiero que te acerques a él.
—Bueno, no es tu decisión…
—Trabajas para mí —gruño—. Todo es mi puta decisión.
Cambié de opinión. Digo que esta operación tuya está
acabada.
Me mira con los ojos entrecerrados. El azul de sus ojos parece
volverse más azul. Más profundo. Más peligroso.
—Y yo digo que no.
—Mierda, Charlotte —gruño—. No me pongas a prueba.
—Tengo que hacerlo —insiste.
—No…
—¿Por qué demonios estás tan en contra de esto? —exige.
—¡Porque no te perderé a ti también!
Las palabras salen volando de mi boca antes de que mi cerebro
pueda examinarlas.
Maldita sea.
¿Acabo de decir eso?
¿En voz alta?
Charlotte me mira fijamente, con ojos enormes de…
¿confusión? ¿Incertidumbre? ¿Preocupación?
No puedo discernirlo.
He dicho más de lo que pretendía. Y eso me tiene
absolutamente lívido.
—Te vas conmigo ahora. Puedes irte por tu cuenta o te sacaré
a rastras, pateando y gritando.
La suavidad de su expresión desaparece al instante.
—Ya entendí tu jugada —dice—. No hay forma de que hagas
que me descubran. Y, si me tocas, gritaré tan fuerte que todos
en el club lo sabrán. Incluido el polaco.
—No te atreverías.
—Pruébame —me responde, mirándome con una confianza
capaz de hacer que se me ponga dura otra vez.
Si tan solo dejara de ser tan jodidamente exasperante.
Si tan solo hiciera lo que se le dice.
Puedo ver la férrea determinación en sus ojos. Va en serio.
Así que no hago ningún movimiento hacia ella.
Ella gana esta ronda.
Se le levanta una comisura de los labios.
—Estaré en contacto —dice, pasando a mi lado hacia la puerta
—. Buenas noches, Lucio.
10
CHARLOTTE

Me duele todo el cuerpo.


Llevo casi todo el día de pie. Y ha sido un día muy largo.
Pero no es eso. No es la verdadera causa.
La verdadera causa está en algún lugar en la oscuridad del
club, observándome con esos brillantes ojos grises.
Todavía tengo la cara enrojecida por mi encuentro con Lucio
en el baño, y los muslos resbaladizos y temblorosos.
Me alegro por las locas luces estroboscópicas parpadeando por
todas partes. Oculta la evidencia de las manos brutales de
Lucio. Su beso febril. La forma en que su polla me reclamó
una y otra vez contra aquella puerta desvencijada.
De todas formas, a Igor no le preocupa demasiado mi cara. Sus
ojos están clavados en mi pecho desde que volví.
Gracias a Dios por los sujetadores push-up, supongo.
La multitud en la pista de baile ha disminuido un poco, pero
todavía quedan toneladas de malas decisiones por tomar en el
club esta noche.
—Vamos a mi casa —retumba Igor cuando vuelvo a meterme
en la cabina.
Mi cuerpo se tensa instintivamente, pero mantengo la sonrisa
seductora pegada en mi cara.
—Me encantaría —canturreo—. Pero esta noche no puedo.
Una sombra de disgusto se dibuja en sus ojos. Al menos, eso
creo. A decir verdad, no sé si mis observaciones son exactas o
imaginarias en este momento.
Maldito Lucio. Consiguió sembrar semillas de duda en mi
cabeza.
Zelinski es un puto depredador.
Me burlé de la advertencia. Pero ahora las palabras dan en el
clavo. Hay algo en los ojos del polaco, en sus manos, en la
forma en que inclina su cuerpo para cortar mis vías de
escape…
¿Estoy en problemas?
—¿Por qué no? —pregunta Igor. No se me escapa la amenaza
que persiste al borde de su pregunta.
No espera a que le responda. Se levanta y tapa las luces
estroboscópicas vibrantes del club.
Lo único que puedo ver es a él.
Su volumen. Su masa.
No es difícil imaginar lo que esas manos monstruosas le harían
a una chica como yo. Tengo que pensar rápido.
—Tengo que ir a un sitio —digo. La excusa sale de mis labios
antes de que pueda pensarla.
En cuanto a excusas, es una mierda.
Frunce el ceño. —Son las tres de la mañana.
—Lo sé, pero…
Y entonces, como un regalo del cielo, llega la inspiración. —
Pero el hombre con el que he quedado me está esperando.
—¿Hombre? —parece francamente ofendido por eso.
—Sí —respondo, dedicándole mi sonrisa más deslumbrante y
mi mejor voz de rubia tonta—. Kazimierz, creo que se llama.
La oscuridad de los ojos de Igor se aclara de inmediato.
Retrocede literalmente. Como si el nombre del jefe polaco
bastara para hacerlo tambalearse.
—Kazimierz —repite—. Por supuesto. Jamás se me ocurriría
apartarte de esa reunión.
—He pasado una noche maravillosa contigo —le digo,
apoyando la mano en su brazo.
Me sacude y se estremece. —Es mejor que no menciones que
estuvimos juntos esta noche —dice bruscamente—. No quiero
que Kazimierz se haga una idea equivocada.
Mierda. Mi plan podría haber funcionado un poco demasiado
bien.
—Oh —tartamudeo—. Bueno, vale…
Sin decir nada más, se da la vuelta y vuelve a su séquito. No se
vuelve hacia mí ni una sola vez.
Y me quedo sola en la cabina, sintiéndome desinflada.
Cojo mi bolso y salgo de la discoteca. Lejos de las luces que
provocan migrañas y los ritmos que hacen temblar los dientes.
Tengo las piernas acalambradas de cansancio, así que me
hundo en el oxidado banco de una solitaria parada de autobús,
a unas manzanas de Savoretti’s.
Ha sido una noche de locos. Una que no olvidaré en mucho,
mucho tiempo.
Pongo la cara entre las manos y respiro hondo. Una sola
respiración lenta.
Eso es todo lo que consigo antes de que mis instintos
empiecen a sonar.
Alguien me vigila.
Levanto la vista rápidamente y mis ojos recorren la carretera
desierta.
Intento no ser alarmista, pero de pronto soy muy consciente de
que estoy atrapada entre dos grupos mafiosos rivales muy
poderosos, apostando un bando contra el otro, y el precio del
más mínimo desliz será una muerte prolongada y dolorosa.
Puedo oír la voz de mamá en mi cabeza: ¿Qué clase de
desastre has cocinado ahora, Charlotte Dunn?
Si lo supieras, mamá. Si lo supieras.
Giro la cabeza hacia un lado y veo a un hombre de pie en el
lado opuesto de la calle.
Lleva vaqueros oscuros y una parka de gran tamaño. Gafas
redondas. Pelo castaño desordenado. Parece completamente
normal.
Mi corazón late irregularmente por un momento cuando
nuestras miradas se cruzan.
Luego agacha la cabeza como diciendo “Buenas noches” y
sigue caminando por la calle.
El alivio inunda mi cuerpo.
Es tarde. Estoy claramente cansada. Estoy siendo paranoica
sin razón. Quiero llegar a casa.
Sé que hice enojar a Lucio, y no soy tan ingenua para creer
que lo dejará pasar.
Pero es un problema para la Charlotte del futuro. No puedo
lidiar con eso esta noche.
Me obligo a ponerme en pie y empiezo a caminar hacia la
calle principal, confiando en poder coger un taxi desde allí.
Estoy casi en el cruce cuando escucho un coche que viene por
detrás. Me tenso un poco, pero me calmo. No es más que mi
sentido del pánico, mi instinto de lucha o huida. La paranoia
normal de una chica sola en la ciudad por la noche, ataviada
con un traje muy revelador.
Al menos, eso es lo que intento hacerme creer.
Pero entonces, el coche frena. Justo detrás de mí.
Mierda.
El vehículo acelera y la ventanilla se baja.
—Nos volvemos a encontrar —dice una voz espeluznante.
—Por el amor de Dios, Adriano —siseo enfadada—. ¿Tienes
que seguir haciendo esto?
Sonríe. —Lo siento, Charlie. ¿Prefieres caminar?
Suspiro y me subo al asiento del copiloto junto a él. —Por
favor, dime que estás aquí para llevarme al apartamento —mi
voz es esperanzada, aunque no estoy ni cerca de sentirme así.
Adriano me hace un gesto comprensivo con la cabeza. —Me
temo que no.
—Maldita sea —gimo, golpeándome la cabeza contra el
respaldo del reposacabezas.
—Un trabajo de primera esta noche. Llevo años intentando
hacer enfurecer al gran hombre como tú lo has hecho esta
noche. Realmente lo hiciste enloquecer. Me quito el sombrero.
—Bueno, ¿qué más hay de nuevo? —hago una mueca.
—Deberías tener cuidado —dice con suavidad.
Pero puedo sentir que sus palabras tienen un significado más
pesado. Uno que estoy demasiado cansada para descifrar en
este momento.
—Bueno —continúa—, pareces agotada, así que me callo —
pone una falsa voz de DJ de radio nocturno y dice—: “Aquí
tienes unas canciones relajantes para que te duermas…
Me río. Realmente es un tipo divertido. Es alucinante que elija
quedarse con un amargado como Lucio.
Y entonces, el cansancio me golpea como una tonelada de
ladrillos. Me duermo un poco en el coche mientras nos
escabullimos por las oscuras calles de la ciudad.
Solo me despierto cuando Adriano apaga el motor.
—Hola, campeona —dice suavemente con un golpecito en las
costillas—. Llegamos.
Me froto el sueño de los ojos y salgo del coche.
—Voy a estacionar el coche, ¿vale? —me dice Adriano a
través de la ventanilla abierta del lado del pasajero.
Aprieto los labios. —Cobarde.
Sonríe tímidamente. —Te está esperando en su despacho.
Asiento. Adriano desaparece en el garaje.
Ahora estoy sola.
Al acercarme a la casa, observo un nuevo añadido junto a la
puerta principal.
Es un enorme teclado, con una luz roja parpadeante en el
lateral. Claramente, Lucio ha comprado un nuevo sistema de
seguridad. Uno caro, por lo que parece.
Cuando lo miro, algo pita. Oigo el zumbido de las cerraduras
de la puerta.
Y entonces, se abre por sí sola.
—Impresionante —digo en voz baja. Espero que el arrogante
bastardo esté escuchando.
Entro y percibo los viejos olores. Es extraño lo familiar que
me resulta este lugar. No he estado aquí en seis semanas, pero
todavía me siento como en casa.
Me burlo de mi propio pensamiento.
Este no es mi hogar. Nunca lo fue.
Y ese tipo de pensamiento solo va a conducir a más angustia.
Así que basta de tonterías, Charlotte.
Enderezo la mandíbula y subo por la casa desierta.
Estoy segura de que las cámaras de seguridad siguen todos mis
movimientos. Probablemente, incluso algunos guardias
escondidos, con ojos y armas apuntándome desde las sombras.
Pero, dondequiera que estén, no los veo. No veo a nadie en
absoluto.
No hasta que llego a la oficina de Lucio.
La puerta está abierta de par en par. La empujo, doy un paso y
me detengo.
No está en su mesa como yo esperaba.
Frunzo el ceño cuando la puerta se cierra automáticamente.
Los cerrojos suenan y me atrapan.
Giro, buscando en el resto del espacio cavernoso. Y lo
encuentro apoyado en la repisa de la chimenea, con la mirada
perdida en las profundidades de las llamas.
Me acerco sin mediar palabra.
Tampoco habla.
De hecho, ni siquiera me mira.
Tiene un trago en la mano. Bebe con moderación. Y se queda
mirando. No deja de mirar. Como si hubiera respuestas
importantes en algún lugar de las llamas.
Aunque no sé muy bien qué preguntas hace.
—¿Me ha convocado, sensei? —pregunto con voz bobalicona,
rompiendo el embarazoso silencio. Me siento culpable en
cuanto lo digo.
No es el momento adecuado para bromas. Inclina su cuerpo
hacia mí. Su mirada sube lentamente hasta mi cara.
—Igor Zelinski.
Exhalo irritada. —Sí, ¿qué pasa con él?
—Lo detuvieron hace diez años —me dice Lucio—. ¿Sabes
por qué?
Me tenso. Esto no va a salir bien.
—Ni idea.
—Adivina.
Suspiro cansada. —Lucio, es muy tarde. Estoy agotada.
¿Podemos hacer este estúpido cuestionario en otro momento?
—Adivina de una puta vez —gruñe.
—¿Drogas? —supongo—. ¿Asesinato? ¿Cruzar la calle sin
mirar a los lados? No sé. Todas las anteriores.
—Cuatro mujeres diferentes lo acusaron de violación —dice
Lucio—. De hecho, afirmaron que las encerraba en el sótano
de su casa y las mantenía allí durante días. Las violaba
sistemáticamente. Las obligaba a realizar una serie de actos
sexuales degradantes y, cuando no lo hacían…
—¡Basta! —grito, incapaz de seguir escuchando—. Detente.
—¿Basta? —pregunta Lucio con calma—. Pensé que querrías
saber con qué clase de hombre te estás asociando.
—No me estoy asociando con él —digo bruscamente—.
Estaba intentando investigar.
—¡Ese no es tu puto trabajo! —grita Lucio.
Probablemente es la primera vez que levanta la voz. Y me
hace dar un paso atrás, sorprendida por la furia en su rostro.
—Tu trabajo es hacer lo que yo te diga —continúa, impasible
ante mi reacción—. Hagas lo que hagas, hazlo solo con mi
autorización.
Lucio tiene razón. Casi me meto en un montón de peligro esta
noche. Solo soltar el nombre de Kazimierz me salvó.
Pero que tenga razón no es lo importante. La cuestión es que
está siendo un imbécil.
—¡Tienes que confiar en mí, joder! —le grito de vuelta.
Las palabras salen de mi boca y me doy cuenta de la verdadera
razón del peso que se hunde en mi pecho.
—¿Confiar en ti? —pregunta Lucio. Una risa amarga baila al
borde de sus palabras—. ¿Confiar en ti?
—Sí —susurro. Es difícil esconder la vacilación en mi voz,
pero lo intento de todos modos—. Te guste o no, ahora
estamos juntos en esto. Tú fuiste quien me reclutó, ¿recuerdas?
Tú me pediste ayuda. Eso requiere cierta confianza.
Sacude la cabeza. Los cubitos de hielo de su vaso tintinean.
—Que te esté usando no significa que tenga que confiar en ti.
Lo lanza para hacerme daño.
Y lo hace, un poco.
Pero aquí hay algo más. La verdadera conversación está
ocurriendo entre líneas. Las palabras que usa son solo una
distracción.
—Sí, así es —insisto—. Y seamos sinceros: si no confiaras en
mí, al menos un poco, nunca me habrías arrojado al nido de
serpientes en primer lugar.
Veo el conflicto arder en sus ojos grises.
—Siempre puedo volver a sacarte —amenaza—. Y hacer lo
que debería haber hecho el día que me enteré de tu traición.
Inclino la cabeza hacia un lado. —Puede ser. Pero entonces
perderías la única oportunidad que tienes de encontrar a Evie
—señalo—. Y los polacos sabrían que soy una espía. Bien
podrías despedirte de tu hija.
Sacude la cabeza. Como si el mero hecho de decir “No” al
mundo significara que todo va a encajar para él.
¿Qué es lo que no entiende de esto? No puede controlarlo
todo. No puede chasquear los dedos y hacer que el universo se
comporte según sus caprichos.
Ni siquiera Lucio Mazzeo consigue hacer eso.
—Que quede claro —gruñe, acercándose cada vez más a mí
—. No eres una espía. No eres de la mafia. No eres Mazzeo.
No eres más que una pieza de ajedrez en mi tablero.
De nuevo, esgrime sus palabras como un arma. Cada una abre
una parte invisible de mí. Pero eso no significa que tenga que
darle la satisfacción de confirmar que funciona.
—¿Ah, sí? —exijo.
—Sí.
Me muevo hacia su espacio. Él no retrocede, así que acabo
básicamente apretada contra su ancho pecho, mirándolo.
Reduzco la voz a un susurro ronco. —¿Soy solo un peón para
ti?
—Eso es exactamente lo que eres.
—¿Tienes la costumbre de follarte a todos tus peones?
Algo brilla en sus ojos. Se parece mucho a la lujuria.
Pero también hay ira. Agresión. La necesidad desesperada de
dominación. De control.
—Solo a los de coños estrechos que se rinden al chasquido de
mis dedos —replica.
Es un comentario cruel e innecesario. Pero, si quiere actuar
como un matón de patio de colegio, más le vale estar
preparado para pelearse como tal.
Así que retrocedo y le doy una bofetada.
O al menos lo intento.
Pero él lo ve venir. Y es más rápido que yo. Mucho más
rápido.
Su mano sale rápidamente y me agarra la muñeca justo antes
de que haga contacto con su cara. Una oscura sonrisa se dibuja
en su rostro mientras sacude la cabeza.
—Oh, Charlotte. Esa no fue una buena idea.
Sintiendo la punzada caliente de lágrimas furiosas, intento
sacudirme su mano.
Pero me agarra como un grillete. Inquebrantable.
—¡Suéltame! —ladro, pero mi tono ya no tiene garra.
—Te soltaré cuando esté listo —dice.
Su aliento me hace cosquillas en la nariz. Me roza los labios.
Siento que mis piernas se aprietan automáticamente y el
malestar se agolpa en mi pecho.
¿Cómo es posible que un solo hombre pueda provocar
sentimientos tan opuestos?
¿Cómo es que puedo querer abofetearlo y besarlo al mismo
tiempo?
¿Cómo puedo odiarlo tanto como lo amo?
—Lucio —le suplico, con la voz quebrada por la derrota—.
Por favor, déjame ir.
Busca mis ojos. Estudia mi expresión.
Está buscando algo.
Y me temo que, si mira mucho más, verá la verdad reflejada
en ellos.
—¿Quieres siquiera que te deje ir? —pregunta en un susurro
ronco.
Abro la boca, pero no sale nada.
No sé cómo podría responder a esa pregunta.
Me mira fijamente. Sus ojos son icebergs. Fríos e
imposiblemente profundos. Estoy cansada, frustrada y
enfadada. Y toda esa emoción está buscando liberarse. Su
mano aún me aprieta la muñeca cuando me inclino hacia él y
lo beso.
No es mi intención. Incluso a mí me choca, pero no me
detengo.
Y él tampoco.
Me hace retroceder contra la pared, y entonces sus dos manos
me inmovilizan las muñecas a ambos lados de la cabeza.
Nuestras lenguas guerrean entre sí, luchan por el dominio
mientras Lucio choca conmigo. Su polla me acosa a través de
las capas de ropa que nos separan.
Lucho contra sus manos, soltando las mías para poder quitarle
la ropa.
Tanteo los botones de su camisa y él me deja, observando mi
progreso con ojos pesados y dilatados que encierran todo tipo
de oscuras promesas.
Le quito la camisa de los anchos hombros e inmediatamente
bajo las manos por sus caderas. La boca se me llena de saliva
cuando le saco la polla de los calzoncillos. Está caliente y
pesada contra mis dedos. Palpita de necesidad.
Y, mierda, yo también.
Una vez desnudo delante de mí, empieza a desvestirme. Me
recorre con la mirada, me quita la blusa y la tira con asco.
Nuestras miradas se cruzan mientras me baja la falda.
Estoy desnuda. Todavía dolorida y mojada por lo que hicimos
hace unas horas.
Exactamente como me dejó.
Me agarra con tanta fuerza que estoy segura de que dejará
huellas en mi piel y me levanta, alzándome alrededor de su
cintura como hizo en el baño del club.
Esta vez, sin embargo, no se limita a follarme sin descanso
contra una puerta.
Me lleva hasta el sofá de cuero de caoba frente a la chimenea.
Me tira encima. Grito de sorpresa al hundirme en sus mullidos
cojines, pero, antes de que pueda volver a respirar, está entre
mis muslos.
Me separa. Me sorprende la ternura de su tacto. Su lengua en
mi coño es todavía más delicada que eso.
Solo un susurro de lamida. La punta de su lengua, burlona y
tanteadora, que promete más.
—Ahh —gimo, mis dedos se clavan en sus hombros—.
Joder… Lucio…
Su lengua hace círculos y ochos contra mi clítoris. Y entonces
pierdo la noción de lo que pasa ahí abajo.
Todo lo que sé es que cada célula de mi interior vibra más y
más rápido a cada segundo que pasa. El calor me atraviesa
como un frente de tormenta. Los relámpagos crepitan en la
superficie de mi piel.
Los músculos de Lucio se mueven bajo las yemas de mis
dedos y, cuando grito y me aferro a su cabeza, puedo sentir la
suave seda de su pelo.
Me lame ligeramente el clítoris mientras una de sus manos cae
sobre mis pechos.
Hace rodar mi pezón entre sus dedos y presiona mi punto más
sensible, provocándome un escalofrío que parece una pequeña
explosión.
—Estoy tan cerca…
Aprieto las caderas contra su cara, desesperada por liberarme.
Casi.
Casi.
Casi…
Pero se aparta con un brusco tirón.
Jadeo de horror, de asombro, de rabia. —¿Pero qué…?
—Te vendrás cuando yo te diga que puedes venirte —
interrumpe. Sus ojos son oscuros e innegables.
Y esa polla… oh, que Dios me ayude.
Estoy tan excitada que apenas puedo reunir la fuerza de
voluntad suficiente para fulminarlo con la mirada.
—Eres un bastardo.
—No puedo decir que esté en desacuerdo —sus labios están
resbaladizos con mis jugos. Brilla a la luz del fuego.
Nunca he estado más mojada.
Luego, se desliza por mi cuerpo y me hunde su dura polla de
una sola y brutal embestida. El sofá resopla debajo de mí y yo
gimo con él.
—¡Maldición! —jadeo.
El siguiente empujón es más suave, y el siguiente aún más
suave. Me siento como flotando, levitando en una nube.
Por primera vez, no estamos follando como enemigos.
No, esta vez, el jefe de la mafia me está haciendo el amor
como si significara algo.
¿Es así? ¿Podría ser así? ¿Debería ser así?
No lo sé. Todo lo que sé es que no quiero que esto pare nunca.
Mis manos se posan en su pecho. Es como si lo hubieran
esculpido en mármol. Ni siquiera su brazo vendado puede
estropear la perfección de su cuerpo tatuado.
Si la herida le causa alguna molestia, no lo demuestra. Bajo
mis manos hacia sus abdominales, maravillada por lo
perfectamente esculpidos que están.
Entre mis muslos, me penetra agonizantemente lento. Hasta el
fondo, hasta que mi cuerpo grita por estar tan lleno de él. Y
luego todo el camino hasta afuera, hasta que mi cuerpo grita
por estar tan deprimente vacío.
Lucio me aparta las manos y baja la cabeza hasta mi pecho. Su
lengua me rodea el pezón derecho hasta que está hinchado y
sensible. Entonces, se lo mete en la boca y empieza a
chuparlo.
Me retuerzo debajo suyo, desesperada por sentir alivio.
Desesperada por la dura follada que sé que quiere darme.
Pero se niega a darme lo que quiero.
Cambia a mi pezón izquierdo, pero esta vez es más agresivo.
Me lo pellizca y el dolor se irradia a través de mi pecho hasta
llegar a mi clítoris. El dolor se transforma poco a poco en
placer.
¿Cómo demonios lo hizo?
Entonces, como si hubiera conseguido lo que quería, mi
sumisión total y absoluta, empieza a aumentar la velocidad y
la intensidad.
Más duro. Más rápido.
Hasta que cada embestida es un choque brutal de nuestras
caderas. Hasta que apenas puedo respirar. Hasta que lo único
que puedo hacer es aferrarme a él con todas mis fuerzas. Y
entonces, justo cuando creo que no puede follarme más fuerte,
lo hace.
Me empuja hasta el borde. Podría correrme, pero entonces
recuerdo sus palabras. Te vendrás cuando yo diga que puedes
venirte.
Así que me convulsiono sobre su polla, retorciéndome y
jadeando sin decir palabra.
Pero entonces, vuelve a moverse. Me levanta y me voltea para
quedar a horcajadas sobre él.
—Móntame —me gruñe al oído.
Y así lo hago.
Muevo las caderas con fuerza contra él, mientras su polla se
desliza todavía más dentro de mí. Lugares a los que nunca
había llegado antes.
Me aferro a su cuello. Nuevos gemidos escapan entre mis
dientes apretados. Me aprieta el culo mientras me empuja. La
presión aumenta entre nosotros.
—¿Quieres correrte? —me pregunta, mordiéndome la oreja.
—Por favor…
Me pellizca los pezones lentamente, enviando una nueva
oleada de placer directamente a mi coño.
—Puedes correrte.
Me empuja con fuerza, empalándome en su polla gigante.
A su orden, el orgasmo se dispara por todo mi cuerpo y
convierte mis piernas. Mi corazón está incendiado.
Él también se viene. Explota en mí.
Grito, grito, grito. La habitación resuena. El olor de Lucio y el
mío se entremezclan.
Calor y sumisión y aceptación y nuestras dos almas
obstinadas, chocando tan fuerte que acaban colapsando la una
en la otra.
Y ya está.
En cuanto acabamos los dos, me empuja y se pone en pie.
Cuando me incorporo con dificultad, ya se ha puesto los
calzoncillos.
Frunzo el ceño, sintiéndome de repente extremadamente
vulnerable y muy cohibida por mi desnudez.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto. Cojo un cojín y lo aprieto
contra mi cuerpo.
—¿Qué parece que hago? —responde, tomando sus
pantalones.
—¿Qué fue eso?
Deja la camisa en el suelo y se vuelve hacia mí. Ni siquiera se
molesta en ocultar el arrepentimiento en su rostro.
—No deberíamos haber hecho eso.
Mi cuerpo se enfría al instante.
—¿Cuál de todas las veces? —exijo amargamente—. ¿Cuando
me follaste en el club? ¿O ahora?
Le tiembla la mandíbula, pero no contesta.
—Pásame mi ropa —le digo.
Coge la falda y la incómoda blusa de lentejuelas que llevé toda
la noche y me las entrega.
Me las pongo rápidamente. El plan es salir furiosa en cuanto
esté vestida.
Pero la idea de dejarlo… me quema entre las costillas.
—¿Por qué? —pregunto, dándome la vuelta y abandonando mi
plan anterior—. ¿Por qué besarme? ¿Por qué follarme? ¿Por
qué hacer nada de eso?
Evita mis ojos. Pero no estoy de humor para ser ignorada. Lo
cojo del brazo y lo obligo a volverse hacia mí.
—¡Contéstame!
—¡Porque no pude contenerme! —me grita—. ¿Es eso lo que
quieres escuchar?
Me detengo en seco. El sentimiento familiar de impotencia
surge de nuevo.
—Lucio…
—Me traicionaste —sisea antes de que pueda hablar.
Me quedo en silencio, mis ojos van a mis pies
automáticamente. Susurro: —Lo sé.
—Te confié a mi hija.
Levanto ligeramente la barbilla. —Nunca haría
intencionadamente nada que pusiera en peligro a Evie —digo,
con la voz temblorosa—. La quiero.
—Ella te quiere —me dice—. Pero la lastimaste, Charlotte.
Profundamente.
¿Así se siente cuando te rompen el corazón?
Una lágrima se escapa.
—¿Y sabes qué? —dice con voz estrangulada y dolorida—.
Aun así, nunca dejó de preguntar por ti.
Me aparto de él, intentando evitar que las lágrimas me
inunden.
—Odiaba a su nueva niñera —sigue Lucio—. La mujer estaba
realmente cualificada. Era buena en su trabajo. Y no era
suficiente. Nada era suficiente. Nada más que…
Se queda callado. Vuelvo a mirar por encima del hombro y me
doy cuenta de que Lucio está lidiando con su propio dolor. Su
propia pérdida.
Ojalá pudiera ir con él, ayudarlo a superar esto.
Pero soy la última persona con derecho a ofrecerle consuelo.
—Hice lo que hice para sobrevivir —le digo con suavidad—.
No intentaba hacerte daño. O a Evie. Solo… intentaba
sobrevivir.
—Felicitaciones por un trabajo bien hecho.
—¿No crees que me sacrificaría por Evie en un abrir y cerrar
de ojos? —pregunto—. Toda mi vida, solo he sido yo. No
tenía a nadie en quien confiar, y no había nadie que confiara
en mí. Entonces, conocí a Evie. Y eso cambió.
Se burla. —No lo suficientemente pronto, al parecer.
Me estremezco. Pero tiene razón.
—Me lo merezco —admito. Me limpio las lágrimas de los
ojos—. Merezco tu ira, tu acusación. Y asumo la
responsabilidad de los errores que cometí. Pero esto no es todo
culpa mía, Lucio.
—No —responde, sus ojos se vuelven oscuros—. Es culpa
mía. Por dejarte entrar en mi casa en primer lugar.
Respiro hondo, intento tragarme la rabia.
No funciona.
—Realmente me preocupo por Evie —le digo—. Y, aunque
suene increíble, tú también me importas.
Me mira a los ojos, pero no puedo leerlo. Es como si se
hubiera transformado en un extraño delante de mí.
Sus labios se mueven en silencio, como si estuviera a punto de
decir algo que le resulta difícil.
Me pregunto si quizá saldremos de esta. Si nos queda un
resquicio de esperanza para atravesar esta mierda y salir
intactos por el otro lado.
Pero lo veo antes de que diga nada: el hielo vuelve a cubrir sus
ojos.
Me deja fuera.
Arranca de mis manos el último resquicio de esperanza.
—Sal de mi casa, Charlotte —dice en el susurro más frío que
he oído nunca.
Asiento lentamente.
—Buenas noches, Lucio.
Me doy la vuelta y salgo de su despacho.
En cuanto llego al pasillo, las lágrimas empiezan a caer con
más fuerza.
11
LUCIO
DOS DÍAS DESPUÉS - DESPACHO DE LUCIO

El teléfono de mi mesa vuelve a sonar. Lo miro con temor.


—Mierda.
Sabiendo que no hay forma de que pueda evitar esta llamada
durante mucho más tiempo, contesto y pongo el altavoz.
La voz de la tía Pia rompe el silencio reconfortante de mi
despacho. —Lucio Serrani Mazzeo.
—Tía Pía —refunfuño—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—¡Para empezar, puedes responder a las llamadas de tu primo!
—chilla.
Por supuesto que llama en nombre de Marcelle. Siempre mimó
a ese patético cabrón.
Siempre le dejé pasar eso. Después de todo, su único crimen
real es amar a su hijo.
Ella no tiene la culpa de que su hijo sea un puto bastardo.
Bueno, no es completamente su culpa.
—No tengo nada que decirle a Marcelle.
—Es tu primo —me regaña. Su voz chillona ya ha empezado a
crisparme los nervios—. Tu pariente de sangre. Se deben todo.
—No nos dejemos llevar.
—¡Lucio! —grita Pia—. La sangre es más espesa que el agua.
—Precisamente —le respondo—. Y, por la estupidez de tu
hijo, perdí a mi hija.
Choco con un silencio espinoso.
Sé que mi tono la coge desprevenida. Puede que sea el don de
una de las organizaciones mafiosas más poderosas del país,
pero siempre traté a mis mayores con respeto.
Hasta ahora.
Algunos han perdido la gracia de mi paciencia.
—Cometió un error —dice por fin Pia. Ahora es cautelosa.
Quizá haya recordado el orden jerárquico de los Mazzeo.
—Conocía mis condiciones —le digo—. Si contrataba a
alguien de fuera, debía ser investigado. Juró que se encargaría
de ello. Me miró a los ojos y me lo prometió.
—Lo engañaron…
—Mentira —digo—. Apenas tuvieron que mover un puto
dedo. Marcelle no hizo una mierda. Se limitó a elegir a un
montón de mujeres como un adolescente cachondo.
—Ha estado bajo mucho estrés últimamente…
—Me importa una mierda el estrés. Nació con una cuchara de
plata, no, con todo un puto cajón de cubiertos en su maldita
boca. Nunca tuvo que trabajar por una mierda. Yo le di todo.
Hice de su vida lo que es.
—Eso no es…
—Todas las inversiones de sus negocios han venido de mí —la
interrumpo—. Y, cuando fracasan, lo saco del apuro. ¿Y por
qué? Porque compartimos el mismo puto nombre.
Pia respira entrecortadamente.
—Ciertamente no es porque me guste. Porque no me gusta.
Nunca me ha gustado. Es un niño de cuarenta años que aún
tiene a su madre peleando sus batallas por él.
—Lucio…
—¿Entiendes que no me ha llamado desde que se llevaron a
Evie? —digo, cortándola—. Debería ser él quien hiciera esta
llamada. No tú.
—Entiendo que estás pasando por muchas cosas —dice Pia,
tratando de tomar el control de la conversación—. Perder a
Evie. Y… a Charlotte.
Me detengo en seco.
—Estaba muy claro para todo el mundo que tú y la niñera
estaban muy unidos.
Miro fijamente al altavoz.
—La niñera no es un problema —suelto en una voz baja y
peligrosa.
—Marcelle estaba preocupado por ti la noche de la despedida
de soltero de Orlando —sigue hablando—. Sintió que
estabas…
—¿Por qué llamas, Pia? —exijo.
—Marcelle y tú tienen que reconciliarse.
—Que me llame.
Ella vacila un momento. —¿Lo… perdonarás?
—¿Perdonarlo? —repito—. Joder, no. Partiré su estúpida
cabeza antes de perdonar a ese hijo de puta. Debería coger el
teléfono y llamarme para que yo mismo se lo diga.
Pia intenta hablar, pero la interrumpo.
—Oh, ¿y Pia? —digo, inclinándome hacia el altavoz—. Si
vuelves a llamarme en nombre de Marcelle, retiraré mi
financiación para todas sus ‘aventuras empresariales’.
Entonces, serás tú quien pague sus putas. Y tú no querrías eso,
¿verdad?
No espero a que responda.
Supongo que no está de humor para responder.
—Buona maldita notte, zietta.
Colgarle es más satisfactorio de lo que debería ser.
Pero ya no me muerdo la lengua en lo que respecta a la
familia. Se han acostumbrado a obtener de mí lo que quieren.
Y yo he estado dispuesto a ceder, porque no tenía que dar
prioridad a nadie por encima de ellos. Son familia, después de
todo.
Pero eso era antes de Evie.
Ahora, nada ni nadie importa salvo mi hija.
Llaman a mi puerta.
—Adelante —me recuesto en la silla y espero.
Adriano entra. —¿Una llamada divertida? —pregunta.
Pongo los ojos en blanco. —¿Cuánto tiempo estuviste
escuchando a escondidas?
—Más o menos desde que llamaste a Marcelle patético cabrón
—sonríe—. ¿O bastardo cabrón? Mierda, no lo sé. Realmente
ibas a toda velocidad.
Asiento con la cabeza, pero ya me desentendí de esta
conversación en particular. Sobre todo, sabiendo de dónde
viene Adriano.
—Entonces —digo mientras Adriano se deja caer en un
asiento y levanta los pies sobre mi escritorio—, ¿está en el
apartamento?
—No tiene que estar en el ring hasta el próximo fin de semana
—responde Adriano—. Se fue a la cama en cuanto volvimos.
Asiento, sintiendo que la vena de mi cabeza se contrae.
—¿Qué pasó, amigo? —pregunta Adriano con cautela.
—Nada —digo. Un poco demasiado rápido para sonar casual.
Levanta las cejas. Una pequeña sonrisa se dibuja en la
comisura de sus labios.
—Suena exactamente como nada.
Reprimo un suspiro. —Le dije la verdad.
—Parecía bastante angustiada —dice Adriano—. Hacía todo
lo posible por ocultarlo, pero me di cuenta.
—Bueno, la verdad te hace eso.
Adriano sigue mirándome con esa mirada suya de sospecha.
—¿Qué? —exijo.
—¿Le dijiste la verdad? —pregunta con cuidado—. ¿O solo
querías lastimarla?
Entorno los ojos hacia él. —¿Estás diciendo que no se lo
merece?
Adriano levanta las manos. —Digo que se esfuerza mucho por
enmendar su error.
—La palabra error implica que lo que hizo fue pequeño.
Perdonable —señalo—. Lo que hizo fue una traición. Es una
traidora, no una torpe.
—No te lo discuto —dice Adriano con calma—. Solo digo que
la percepción es todo.
—Jesús, ¿cuándo te convertiste en Yoda?
Adriano se ríe. —Estaba en un aprieto. Hizo el trato con los
polacos antes de conocerte de verdad. Y, una vez que lo hizo,
intentó arreglarlo.
—Demasiado tarde, maldita sea.
Adriano inclina la cabeza en señal de silenciosa concesión y
deja el tema.
Sé que estoy siendo terco con mi enojo. Pero, sin Evie, es fácil
recordar todas las formas en que Charlotte lo arruinó.
—Oye, voy a salir, ¿de acuerdo? —dice Adriano bruscamente
—. ¿Necesitas algo antes de que me vaya?
—No, estoy bien.
Adriano se pone en pie justo cuando entra un mensaje en su
teléfono. Lee el mensaje y sonríe.
Es una sonrisita reveladora, que lo delata de inmediato.
—Bueno, bueno, bueno —murmuro.
Guarda su teléfono y me mira con una expresión
cuidadosamente entrenada. —Para.
—¿Quién es la chica? —pregunto.
—Ella es, um… no hay ninguna chica.
Me río mucho con eso. Es como un niño al que pillan con las
manos en la masa.
Adriano suspira y pone los ojos en blanco. —No es gran cosa.
—Si te está mandando mensajes, significa que le has dado tu
número —señalo—. Y no lo has hecho en… ¿dos años?
¿Tres?
—Buen trabajo detectivesco, Sherlock —Adriano hace una
mueca—. Cuatro años, en realidad. Y no es así.
—¿No te la estás tirando? —pregunto sin rodeos.
—No —responde.
—Todavía no, querrás decir.
Adriano sonríe. —Somos amigos.
—Si puede hacerte sonreír así, dudo que sigan siendo solo
amigos por mucho tiempo.
—Sí, sí, sí. Que te jodan. Buenas noches, Don —dice Adriano
y gira hacia la puerta.
Lo miro marcharse. Me siento extrañamente vacío.
La casa permanece como siempre: tranquila y quieta.
Y, sin embargo, se siente diferente.
Sin Evie, el silencio es opresivo. La quietud es espeluznante.
El vacío se abre como un abismo.
Voy al bar y me sirvo una copa. Luego, vuelvo a mi mesa y
enciendo los monitores a mi lado.
La pantalla se vuelve azul antes de que aparezcan las imágenes
en directo desde el apartamento de Charlotte.
No he encendido los monitores en casi dos días. No desde
nuestra pelea.
Las luces de su habitación están encendidas y puedo ver la
hendidura donde yacía su cuerpo en la cama.
Pero ella no está a la vista.
Me planteo echar un vistazo a los otros ángulos para averiguar
a qué parte del apartamento se fue. Pero me resisto. No saldrá
nada bueno de ello.
Abstinencia. Es la única opción. Dejarla completamente.
Seguir adelante con mi vida.
Apago el monitor y doy un sorbo a mi bebida.
El ardor del whisky recorre mi garganta. Es un alivio
bienvenido.
Una vez vacío el vaso, salgo de mi despacho y bajo a la cocina
para no caer en la tentación de servirme otro.
Evité todo el espacio religiosamente durante los últimos
meses. Desde que descubrí la traición de Charlotte.
Pero ya no evito esos recuerdos.
Es hora de volver a tomar las riendas de mi mundo.
Enciendo las luces de la cocina. La iluminación artificial
inunda el amplio espacio y se derrama sobre la terraza de la
piscina, justo al otro lado de las puertas de cristal.
Evie amaba la piscina. Se quedaba allí todo el día, si le daban
la opción.
—Ama —me corrijo en un murmullo bajo—. En puto
presente.
Abro la nevera y saco los bocadillos de cerdo que pedí ayer
para cenar.
No me molesto en calentarlo. Simplemente lo muerdo.
Pero la comida es insípida. Después de tragarla, se me queda
en el estómago como un trozo de carbón.
Vuelvo a meter el bocadillo en la nevera y miro sin pestañear
en sus profundidades. Brilla una luz blanca. El motor zumba.
Interminable. Sin sentido. Vacío.
Y entonces, como un grito contra el silencio, el sistema de
alarma empieza a sonar.
—Joder —salgo corriendo de la cocina hacia la armería.
Irrumpo y cojo una pistola del estante. La primera que
encuentro.
Luego, me dirijo hacia las puertas principales para averiguar
quién demonios ha venido a joder a Lucio Mazzeo.

E N MI CAMINO HACIA ALLÍ , algunos de mis hombres aparecen


desde sus puestos, todos con sus armas en alto.
—¿Dónde está la brecha? —le pregunto a Stefano.
—Puerta principal —responde, sus ojos ámbar alerta—. Aún
no han entrado en el recinto.
—Bien. ¿Cuántos hombres hay en las puertas principales?
—Media docena.
Miro a mi alrededor. Tengo unos ocho hombres a mi espalda.
Algunos más hacen la ronda por los jardines del recinto.
La pregunta es: ¿cuántos hombres han venido por nosotros?
Me sorprende un poco el movimiento. Atacar un recinto rival
una vez ya es de locos. Hacerlo dos veces es una declaración
de guerra. Una invitación al caos.
Pero, habiendo conocido a Kazimierz, tiene sentido. El
hombre es el caos encarnado.
Hago una señal a mis soldados para que se desplieguen y se
acerquen a las puertas desde distintas posiciones.
—Pónganles los ojos encima —les ordeno—. Y, si alguno de
ustedes tiene un tiro claro, disparen.
En cuanto llegan los jeeps, me subo. Nos lanzamos por el
largo camino hacia las puertas. Entrecierro los ojos cuando nos
acercamos.
No escucho nada.
No veo nada.
Una noche oscura, que se extiende en todas direcciones.
—¿Quién está apostado ahí? —le pregunto a Stefano.
—Dominic está al mando esta noche.
—Consígueme una radio.
Stefano coge una y me la arroja. Se oye el crujido de la
estática cuando lo enciendo.
—Dominic —entono claramente—. Dominic, adelante.
Otro crujido de estática.
Y entonces: —Jefe, tenemos visión de los atacantes —la voz
de Dominic llega fuerte y clara—. Pero…
—¿Pero qué? —exijo.
—Sin armas. Entró con las manos en alto —dice cauteloso—.
Dice que quiere…
—¿Que quiere qué?
Respira. —Dice que solo quiere hablar.
Stefano y yo intercambiamos una mirada.
—Es una puta trampa —me dice, sacude la cabeza.
Puede que tenga razón. Pero no podemos volver atrás todavía.
No con mi hija todavía en algún lugar de la ciudad.
Salgo del jeep. Mis hombres me siguen. Las puertas están bien
cerradas y la alarma sigue sonando.
Al menos el sistema de seguridad funciona correctamente.
—Dom, ¿cuántos hombres?
—Es un solo coche —dice, todavía suena estupefacto—. Por
lo que puedo ver, también es un solo tipo.
—¿Un tipo? —repito con incredulidad.
¿Kazimierz vino solo? ¿Después de lo que le pasó a Bartek?
Nada de esto tiene sentido para mí.
Vuelvo a mirar a Stefano.
—Envía a algunos hombres a rodear el complejo —ordeno—.
Podría ser una distracción para atacar otra parte.
Stefano asiente y se vuelve hacia los hombres bajo su mando,
mientras yo me concentro en la radio que tengo en la mano.
—Jefe —la voz de Dom crepita a través de la radio—.Este no
es el polaco.
Stefano viene a mi lado después de dar la orden de patrullar el
perímetro a algunos hombres—. ¿Crees que esto es un truco?
—Solo hay una manera de averiguarlo —le digo. Estoy
perdiendo la paciencia con este juego del gato y el ratón—.
Abre las putas puertas.
—¿Qué? —Stefano me mira con ojos alarmados.
—Ahora.
Inmediatamente, dos de mis hombres se abalanzan sobre los
mandos del lado de la puerta. Y, lentamente, se abre para
revelar el vehículo estacionado delante.
Mis hombres y yo formamos una línea delante de la puerta
frente al coche enemigo. Las armas se colocan en posición.
Si el bastardo estornuda de una manera que no me guste,
tendrá una docena de balas en el pecho antes de que pueda
volver a respirar.
Pero no parece que vaya a ser necesario. No hay más que un
hombre solitario de pie frente a nosotros.
No es Kazimierz. Y, por lo que sé, tampoco es ninguno de sus
subjefes.
Quienquiera que sea este hijo de puta, parece completamente
ordinario. El tipo de cara que olvidas en cuanto apartas la
mirada.
Un pequeño bigote tupido. Pálido. Escuálido y alto como un
frijol. Ni siquiera parece mafioso.
—¿Quién coño eres? —exijo, dando zancadas hacia adelante
lejos de mis hombres.
—¿Yo? —pregunta suavemente—. Me llamo Jacobsen.
Frunzo el ceño.
Definitivamente no es mafioso.
—¿Qué puedo hacer por ti, Jacobsen? —gruño.
—Puede bajar su arma, señor —me dice—. Y puede pedir a
sus hombres que hagan lo mismo.
—Podría hacerlo —le digo—, si me dices lo que quieres.
Parpadea. Las cejas pelirrojas y las pecas pálidas lo hacen
parecer un fantasma a la luz de los focos instalados en la verja.
—Lo quiero a usted —dice con calma—. Estoy aquí para
arrestarlo, Sr. Mazzeo.
Lanzo una carcajada incrédula. —¿Arrestarme?
Asiente mientras abre la parte delantera de su chaqueta para
mostrar una placa.
Una puta placa.
—FBI —explica—. En realidad, soy el agente Jacobsen.
Queda arrestado, Sr. Mazzeo.
No puedo evitar sonreír. —¿En qué te basas?
—Asesinato, tráfico de drogas, blanqueo de dinero… Elige.
Tengo una orden aquí mismo —añade, golpeando el bolsillo
del pecho de su chaqueta.
Mi sonrisa se ensancha.
—¿Y esperas que me acerque a ti y me ofrezca?
Asiente con confianza. —Es exactamente lo que espero.
—¿Y eso por qué?
Se gira para echar un vistazo al vehículo aparcado justo detrás
de él. Las puertas traseras se abren y primero sale un hombre.
Luego, mete la mano y saca a otra persona.
Una mujer.
Esposada.
—Lucio —jadea.
—Charlotte.
Sus ojos azules están llenos de preocupación e incertidumbre.
—Entraron en mi apartamento, y…
Jacobsen la hace callar. —Basta ya, cariño. Sr. Mazzeo, por
favor, no nos lo ponga difícil.
—¿Por qué la arrestan? —exijo.
Levanta una ceja con humor. —Creo que sabe muy bien por
qué, señor. La Srta. Dunn ha sido cómplice de varios de sus…
logros.
Respiro hondo, pero la furia no disminuye.
Llamo por encima del hombro. —Caballeros… Lascia cadere
le tue armi.
Tiren sus armas.
Mis hombres dudan, me miran confundidos.
—Háganlo —recalco. Miro fijamente a Stefano—. Llama a
Adriano.
Le pongo el seguro a mi pistola y se la tiro a Stefano. Luego,
me dirijo directamente hacia Jacobsen con las manos
extendidas.
—Puedes hacer los honores —digo con calma.
—Lucio, ¿qué estás haciendo? —susurra Charlotte,
mirándome asombrada.
Le dirijo una mirada tranquilizadora.
—Pueden arrestarme —le digo, antes de volver la mirada
hacia Jacobsen—. Pero no podrán retenerme.
El engreído agente entrecierra los ojos y frunce el ceño. —
¿Estás seguro de eso, hijo?
Sonrío sin ganas. —Muy seguro. Pero puedes intentarlo,
mierda.
12
LUCIO
UNAS HORAS DESPUÉS - SALA DE INTERROGATORIOS DEL FBI

Los ojos oscuros del agente Jacobsen son astutos cuando me


echa un vistazo. Y no es la primera vez. Lleva intentando
analizarme desde que entró por la puerta.
Encaja perfectamente con la sombría sala de interrogatorios.
Palidez gris en la piel, sal y pimienta en el pelo. Corbata gris.
Camisa gris. Ni una pizca de color.
Veo mi propio reflejo en el espejo bidireccional justo detrás de
él. Le echo un vistazo cada pocos segundos.
Probablemente haya un puñado de observadores al otro lado
del espejo. Puedo sentir sus ojos en mí.
Me siento y respiro.
Pero no tengo que fingir calma. Estoy realmente tranquilo.
—¿Puedo ofrecerle algo, Sr. Mazzeo? —pregunta Jacobsen—.
¿Café? ¿Agua?
—Nada para mí, gracias.
—¿Estás listo para empezar?
—Es tu fiesta —digo, abriendo bien las manos—. Estoy a tus
órdenes aquí.
Endereza unos papeles en el escritorio y se sienta en la silla
frente a mí. —Llevamos mucho tiempo observándolo, señor
Mazzeo.
—Lucio está bien —le digo.
—Lucio —corrige—. Has estado involucrado en algunos
negocios de alto perfil.
Alzo las cejas con interés. —¿En serio?
—¿El cártel Ruiz? —pregunta—. ¿Te suena?
Tengo que contener una carcajada. El cártel Ruiz lleva inactivo
cinco años. ¿Tan lamentablemente obsoleta es su información?
—En realidad, no.
—Se dice que los cazaste hasta extinguirlos.
—Si así fuera, deberías agradecerme —digo. Guiño un ojo—.
Los canales de noticias hicieron parecer que esos tipos eran
unas manzanas terriblemente podridas.
—Algunos dirían lo mismo de ti.
Me río entre dientes. —Entonces has estado hablando con la
gente equivocada.
Me mira fijamente. Su expresión no cambia mucho, pero pasé
suficiente tiempo estudiando a los agentes de la ley como para
percibir cierta incomodidad.
Está empezando a darse cuenta de lo fuera que está de su liga.
Hace esta mierda porque es su trabajo.
Yo lo hago porque es mi derecho de nacimiento.
—¿Quién es la chica? —pregunta Jacobsen de repente. Su
tono pasa de informal a brusco.
—¿Chica?
—Charlotte Dunn.
—Charlotte, Charlotte… —finjo pensar—. Oh, cierto.
Charlotte. Es la niñera de mi hija.
—¿Niñera? —repite con falsa sorpresa—. Es extraño tener una
niñera cuando no tienes un hijo.
Frunzo el ceño. —¿Qué se supone que significa eso?
—Matriculó a su hija en la escuela —dice—. Staffordshire,
creo —me mira y silba—. ¡Qué elegante! Pero ahora parece
que ya no asiste.
Eso me desconcierta. ¿Cómo coño saben tanto sobre Evie?
—Está con su madre por el momento.
—Ya veo…
Su tono implica que quiere seguir con esta línea de
interrogatorio. Pero algo lo detiene.
—Hay algo entre tú y el polaco —dice. Vuelve a cambiar.
Intenta despistarme con nuevas vías de ataque, una y otra vez
—. Monitoreamos la situación durante meses.
—¿Lo han hecho? —pregunto—. Entonces estás al tanto del
ataque a mi recinto. Fue muy amable por tu parte intervenir
y… oh, espera. No hiciste una mierda.
—No nos corresponde involucrarnos en disputas mafiosas.
Me inclino hacia delante y le dirijo una fría sonrisa. —
Entonces, ¿por qué hacerlo ahora?
—Porque esto se está yendo de las manos. Tres hombres
aparecieron muertos anoche.
Me congelo.
Eso es nuevo para mí.
—¿Y crees que yo tengo algo que ver con eso?
—Los tres hombres tenían vínculos con la mafia polaca —me
dice Jacobsen—. Sus cuerpos fueron encontrados fuera de un
bar. Un bar que casualmente frecuentaban tus hombres.
—Jesús —suspiro—. ¿De verdad crees que mis hombres son
tan estúpidos como para asesinar y luego deshacerse de los
cuerpos en nuestro puto patio trasero?
—¿Qué estás diciendo?
—Digo que esos cadáveres fueron colocados allí para que
pareciera que éramos los responsables de los asesinatos —digo
con impaciencia—. Permíteme ahorrarte la molestia: no lo
somos.
—Me perdonarás si no te tomo la palabra.
Me encojo de hombros. —La verdad es que me da igual.
—Las tensiones entre tu banda criminal y los polacos están
aumentando —continúa. No queremos que esto se convierta en
una guerra a gran escala.
Ah, así que por eso han decidido actuar ahora.
Típico de los federales.
Nunca hacen una mierda mientras la fiesta está en marcha,
pero luego tienen los cojones de hacerse los sorprendidos
cuando la casa se quema.
Sacudo la cabeza. —No sé de qué me hablas. Me llevo muy
bien con los polacos.
Jacobsen se frota el bigote con irritación. —Esto irá mejor si
eres sincero conmigo.
—¿De verdad? ¿Por qué tú estás siendo sincero conmigo ahora
mismo?
—Lucio…
—Edgar.
Se detiene en seco, claramente desconcertado por el uso que
hago de su nombre de pila. Se presentó como el agente
Jacobsen. Se supone que no debo saber su nombre de pila. Se
supone que no debo saber nada de él, de hecho.
Por eso sonrío.
Está tenso, como si acabara de amenazarlo.
En cierto sentido, lo hice.
Porque sé mucho. Mucho más de lo que él quiere que sepa.
Intenta desesperadamente recuperar la ventaja. No es que
alguna vez la tuviera para empezar.
—Tengo algunas preguntas sobre…
—No —lo interrumpo—. He terminado de responder
preguntas. He terminado de hablar. La única persona con la
que hablaré es mi abogado.
—Lucio…
—Puedes llamarme Sr. Mazzeo —gruño—. Y tomaré esa taza
de café ahora.
Los ojos de Jacobsen se oscurecen. Tengo que esforzarme
mucho para no sonreír.
Se pone en pie. Percibo la rabia que desprende. Sus pesados
pasos se alejan de la sala de interrogatorios y me quedo solo.
Miro fijamente mi reflejo en el espejo de dos caras.
Sonrío despacio y hago un pequeño saludo al vidrio.
No debería estar jodiendo con ellos. Pero, diablos, han sido un
par de semanas duras.
Tengo derecho a divertirme un poco.

U NOS MINUTOS MÁS TARDE , un hombre más joven entra en la


habitación con una taza de café para mí.
Cuando se vuelve a marchar, me quedo allí sentado quién sabe
cuánto tiempo antes de que llegue mi abogado.
Entra con la cara desencajada y los ojos hinchados. Un claro
indicio de que estaba en pleno sueño cuando recibió la llamada
de Adriano.
—Ah, William —saludo—. Qué bien que hayas venido.
Se sienta a mi lado y pone sus carpetas sobre la mesa.
—Lucio —murmura, bajando la voz para que no nos oigan—.
Me llamó Adriano.
—Lo sé. Yo se lo pedí.
—Bien.
—¿Y bien? —pregunto—. ¿Has hablado con las autoridades
pertinentes?
—Por supuesto —dice William. Su rostro hosco parece aún
más hosco que de costumbre—. No tienen nada sólido con lo
que inmovilizarte. Todo son rumores y escudos de papel.
—Claro que sí —gruño—. Gasto mucho dinero cada año
haciendo desaparecer toda la mierda.
—Bueno, funcionó —me dice William—. Están actuando por
desesperación. Tú diriges esta ciudad, y a estos desgraciados
les preocupa que, si no frenan la actividad mafiosa ahora,
perderán el control total.
—Ese barco ya zarpó.
—La negación puede ser algo poderoso —afirma con
sobriedad.
Con su pelo canoso y su notable calva, William no parece un
tiburón. Pero precisamente por eso me gusta. No te das cuenta
de que está a punto de arrancarte la cabeza hasta que es
demasiado tarde para escapar.
—¿Con quién has hablado? —le pregunto.
—Hamlin. Es el jefe de la División de Investigación Criminal
del FBI. Ya está moviendo hilos para retirar los cargos contra
ti.
—¿Cargos?
—Asalto y agresión —dice William disgustado con un gesto
despectivo de la mano—. Por lo de los irlandeses el año
pasado. Lo denunciaron ahora.
Tamborileo con los dedos sobre la mesa. —¿Han estado al
acecho todo este tiempo?
—Así parece.
Miro al espejo. —Algo traman —digo, sin apenas mover los
labios.
—Sin duda alguna.
—¿Qué tan pronto puedes sacarme de aquí? —pregunto.
—Hamlin dará la orden pronto —me dice William—. No
debería tardar mucho.
Asiento con la cabeza. —¿Y Charlotte? —pregunto.
—La tienen en una de estas habitaciones.
—Ah…
Lo fulmino con la mirada. —También la quiero fuera.
—Hamlin mueve los hilos por ti, no por ella.
—Tienen aún menos sobre ella de lo que tienen sobre mí —
escupo.
—Hablé con uno de los detectives sobre ella —dice William
—. ¿Está trabajando actualmente con los polacos? ¿Algo
llamado… chica del ring?
Maldita sea.
—Sí.
—Lucio —dice William con un suspiro—, eso por sí solo la
compromete.
—Aun así, no tienen nada concreto —señalo—. Le ofrecieron
un trabajo. Lo aceptó.
—Tiene lazos con los Mazzeo y con los polacos —dice
William escéptico—. No es un buen augurio para su
reputación.
—A la mierda con su puta reputación —gruño. Golpeo con el
puño la desvencijada mesa de metal—. La quiero fuera.
William no se inmuta ante la muestra de ira. —La sacaré de
aquí —me asegura.
—Bien.
Cojo el café y me lo bebo de un trago. Luego, sostengo la taza
vacía frente al espejo.
—Otra por favor —digo en voz alta—. Y que sea rápido.
Un minuto después, oigo el chasquido de unos tacones y se
abre la puerta de la sala de interrogatorios.
La mujer que entra es alta, de piel oscura y esconde un cuerpo
de asesina bajo sus pantalones negros y su camisa blanca.
Hay algo familiar en ella, pero no puedo precisarlo.
—Sr. Mazzeo —dice con frialdad.
—Olvidaste mi café.
Su mandíbula se tensa. —Ya que eres libre, pensé que podrías
buscarlo por ti mismo.
Sonriendo triunfante, me pongo en pie mientras William busca
sus carpetas.
Me detengo ante la agente al salir, consciente de cómo sus ojos
me recorren con lujuria.
—De verdad, agente, debería ser menos transparente —la
regaño—. No soy un trozo de carne.
Sus ojos se dirigen a mi cara, pero no hay signos de
vergüenza.
—¿No? —replica ella—. Podrías haberme engañado.
Sonrío. —¿Te conozco de algún sitio?
—Quizá —responde ella—. Deberías prestar más atención.
—Siempre presto atención —aseguro—. ¿Cómo te llamas?
Así me acuerdo para la próxima.
—Ladipo —responde ella—. Mara Ladipo.
Inclino la cabeza. —Ahora, si me disculpas…
—Vamos a retener a tu chica un poco más —dice—. Parece
que tiene mucho que desahogarse.
No me doy por aludido ante esa evidente puya. Intenta
asustarme haciéndome creer que Charlotte habla.
Pero mi instinto me dice que no.
Sonrío agradablemente. —Espero que nos volvamos a ver,
agente Ladipo.
Salgo de la sala de interrogatorios con William siguiéndome
de cerca.
Una vez despejado el pequeño grupo de detectives, me vuelvo
hacia él. —¿Te quedas?
—Por supuesto —dice—. Te avisaré cuando la liberen.
—Buen hombre.
Le doy una palmada en la espalda y salgo del imponente
edificio del FBI.
Un coche me espera en la acera. Adriano está junto al Range
Rover, apoyado en la puerta del acompañante.
Se endereza al verme llegar.
—Estás hecho una mierda —comenta.
—Nada como pasar toda la noche en una sala de
interrogatorios del FBI —nos damos la mano y Adriano me
clava una mirada solemne. Luego me suelta y subimos a
nuestros respectivos lados del coche.
—¿Qué tenían contra ti? —pregunta mientras despegamos.
—No tienen una mierda —me burlo—. Nada con lo que
puedan clavarme a la cruz.
—Bien —dice Adriano, claramente aliviado—. ¿Qué pasa con
Charlotte?
—La mantendrán en custodia por un tiempo más.
Las palabras me queman la lengua al salir.
Y añado: —La agente con el que hablé me dio a entender que
está hablando.
—Pero ¿qué puede darles? —pregunta Adriano—. Nada
concreto.
—Suficiente para hacer algún daño.
Lo evalúa por un momento. —No. Ella no hablará.
—¿Cómo puedes estar seguro? —pregunto, haciendo de
abogado del diablo.
—Porque —replica Adriano—, resulta que creo que de verdad
se preocupa por ti.
Miro el monstruoso edificio del FBI por el retrovisor.
Está ahí, en alguna parte.
No sé qué le haré cuando salga. Qué le diré.
Solo sé que quemaré todo el puto edificio para liberarla si hace
falta.
—William cree que puede sacarla —digo.
—Pues lo hará —me asegura Adriano, apretándome el hombro
—. Déjalo hacer aquello por lo que le pagan. Deja que
lleguemos a casa.
Suspiro y me hundo en el asiento. El zumbido del coche me
relaja. Ruido blanco para calmar mi cerebro febril.
Pero mis pensamientos se niegan a acobardarse. Vuelven una y
otra vez sobre los mismos temas.
Charlotte.
Kazimierz.
Evie.
Ladipo.
Jacobsen.
Un millón de cosas diferentes tiran de mí en un millón de
direcciones diferentes. No es nada nuevo. Viene con la
naturaleza de ser don.
Pero nunca tuve nada que perder. Ahora… siento que todo lo
que amo está en juego.
Abro los ojos. —¿Algo nuevo sobre Evie?
La expresión de Adriano cambia.
—Raffaele lleva semanas tras su pista —admite—. Y… nada.
Nada, mierda.
—Sonya está trabajando con los polacos —respondo
sombríamente—. Al parecer, no escatiman en gastos para
cubrir sus huellas.
—Lo que significa que está más arriba en los rangos de lo que
nos dimos cuenta.
Golpeo el salpicadero con un puño frustrado. —Hace unas
semanas estaba muerta. Ahora tiene a mi hija.
—Recuperaremos a Evie —dice Adriano—. Lo juro.
—Pero ¿cuándo? —exijo—. ¿Cómo? ¿Y a qué precio?
Se calla. No es una respuesta que pueda darme.
Nadie puede.
13
CHARLOTTE

Llevo horas sentada en la sala de interrogatorios. Nadie entró


aquí en todo este tiempo.
Estoy reseca. Cansada. Y con frío.
Como, realmente con frío. Frío ártico.
Hay unos respiraderos en la esquina del techo expulsando aire
helado. Daría mi dedo meñique del pie para sellarlos.
Estoy segura de que ese es el punto, sin embargo. Solo una
táctica de manipulación de mierda.
Así que agacho la cabeza y me rodeo con los brazos.
Cualquier cosa con tal de no mirar el enorme espejo que ocupa
una pared.
He visto suficientes series de policías para saber lo que hay al
otro lado de ese cristal. Me están vigilando.
¿Por qué me vigilan?
¿Por qué no me hablan?
Creo que me sentiré aliviada cuando por fin se abra la puerta,
pero lo único que siento es mi propio miedo. Mi propia
sensación de aislamiento.
Ya no sé con quién puedo contar.
Apenas sé por quién estoy luchando.
No estoy más cerca de resolver esos enigmas cuando la puerta
se abre.
La mujer que entra en la habitación es lo suficientemente
guapa como para estar en una pasarela de moda. Es alta,
delgada, de ébano. Lleva el pelo oscuro recogido en gruesas
trenzas, que resaltan su fuerte mandíbula y sus pómulos.
—Buenas noches, Srta. Dunn —dice—. Soy la Agente Ladipo.
—Hola —chillo, molesta por lo temblorosa e insegura que
sueno.
—¿Estás cómoda? —pregunta con amabilidad. ¿Te traigo un
poco de agua?
—Sí, por favor —respondo.
Mira al espejo y asiente. Un momento después, un joven con
corbata entra con un vaso lleno de agua. Lo deja en la mesa
frente a mí y sale corriendo sin decir palabra.
La agente Ladipo ocupa el asiento solitario en el lado opuesto
de la mesa y me dedica una sonrisa amistosa. Parece amable,
cálida, genuina.
No me fío en lo más mínimo.
Cojo el agua y la escurro rápidamente. Cuando vuelvo a dejar
la taza sobre la mesa, se me aclaró la garganta.
Parece que la temperatura también ha cambiado. Por fin puedo
dejar de abrazarme para mantenerme caliente.
No hay nada que me distraiga de la detective de ojos de acero
que me observa.
—¿Estás bien ahora? —pregunta—. ¿Cómoda?
Miro a mi alrededor. —Tan cómoda como se puede estar en
una celda de prisión.
La agente Ladipo alza las cejas. —Sala de interrogatorios.
—Jesús —respiro—. Eso suena mucho peor.
Ella sonríe disculpándose. —No tienes que estar nerviosa.
—¿No? —pregunto incrédula—. Porque entraron en mi
apartamento y me sacaron esposada.
—Le pido disculpas. Debe haber sido traumático.
Sé que está tratando de adormecerme con una falsa sensación
de seguridad. Pero, si ese es el objetivo, haberme metido en
esta habitación para que sufra en silencio durante horas me
parece un movimiento extraño.
—Mi vida ha sido traumática —suspiro—. Añadiré esto a la
lista.
—¿De dónde eres? —pregunta.
—No de aquí.
—¿Y elegiste esta ciudad porque…?
—Era lo más lejos que podía estar de mi madre.
Se ríe entre dientes. —Puedo entenderlo.
Ella está tratando de aplacarme. Trata de relajarme.
Pero no pierdo de vista por qué estoy aquí.
La única razón por la que van tan lejos es por Lucio. Quieren
los trapos sucios sobre él. Creen que seré el eslabón débil. El
pequeño canario que cantará si lo aprietan bien.
Me subestiman.
—Solo tengo unas preguntas para usted, Sra. Dunn.
—¿No debería haber un abogado presente? —pregunto.
—Si necesita un abogado, podemos conseguirle uno…
—Me gustaría.
—…Pero —continúa—, si no has hecho nada malo, no hace
falta abogado, ¿verdad? Solo di la verdad y todo esto se
resolverá rápidamente.
—Estoy segura de que no puedes decir eso —le digo.
Ella guiña un ojo. —Entonces lo mantendremos entre
nosotras, señorita, ¿sí? Solo un consejo amistoso.
La agente Ladipo se inclina un poco y me mira a los ojos.
Tiene la expresión de una amiga que confía en la otra.
—Charlotte —dice dejando de lado mi apellido—, esto será
más fácil si respondes a mis preguntas y cooperas.
No parece haber ningún atisbo de amenaza en su tono ni en su
expresión.
Pero eso no significa que no esté ahí.
—¿Puedo tomar otro vaso de agua, por favor? —grazno.
La detective Ladipo se apoya en su silla y asiente lentamente.
Nos sentamos en silencio. La misma rutina de antes: se abre
una puerta. Alguien entra. Me ponen un vaso de agua delante.
Pero no es el mismo joven que entró la primera vez.
Este es diferente. Mayor.
Y lo más loco de todo… Es familiar.
Lo miro a la cara mientras deja el vaso con manos cuidadosas.
¿Dónde lo he visto antes?
Gafas redondas. Pelo castaño desordenado.
Las piezas del rompecabezas encajan. Mis ojos se abren de par
en par al darme cuenta de dónde lo conozco.
—¡Estuviste cerca de Savoretti’s! —exclamo—. Estaba
sentada junto a la parada del autobús cuando pasaste.
Mira a su colega, me hace un gesto de despedida con la cabeza
y sale de la habitación sin decir palabra.
—¿Hiciste que me siguieran? —pregunto, volviéndome hacia
Ladipo.
—Sí.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —responde con una pequeña sonrisa—. Parece
que trabajas con un poderoso grupo mafioso. Y, sin embargo,
estás en casa de otro poderoso mafioso. Ayúdame a
entenderlo, Charlotte.
—Tengo mi propio apartamento.
—Que paga Lucio Mazzeo, ¿tengo razón?
Vacilo. —¿Cómo lo sabes?
—Somos el FBI, Charlotte —dice con condescendencia—.
Investigamos.
Sacudo la cabeza. —No estoy involucrada en nada.
Sonríe. —Puedes entender por qué me cuesta creerlo.
Aprieto los labios. —Quisiera un abogado, por favor.
—Y tendrás uno —me dice—. Pero, hasta que llegue… no te
importa que me quede charlando, ¿verdad?
De hecho, sí me importa.
Pero no creo que sea útil decirlo. No quiero que piense que
tengo algo que ocultar. Me encojo de hombros y bebo un sorbo
de agua.
—¿Cómo conseguiste el trabajo de chica del ring para los
polacos? —pregunta.
—No sabía en absoluto que trabajaba para los polacos —
miento con suavidad—. Me ofrecieron un trabajo y lo acepté.
Una chica tiene que ganar dinero de alguna manera, ¿no?
—¿Y cuál es tu conexión con Lucio Mazzeo?
—No tenemos ninguna relación —respondo—. Soy, era su
niñera.
—Mis fuentes dicen que su hija ya no está a su cargo —ofrece
Ladipo. Me observa atentamente en busca de la más mínima
expresión.
—¿Creo que ahora ha vuelto con su madre? —sugiero.
Espero no dispararme en el pie al responder a estas preguntas.
Y, lo que es más importante, espero no disparar a Lucio en el
pie al responder a estas preguntas.
—Me resulta curioso que sigas pasando tanto tiempo con
Lucio Mazzeo teniendo en cuenta que su hija ya no está en
casa —señala—. Después de todo, tus servicios como niñera
no son necesarios si no hay nadie a quien cuidar, ¿verdad?
Miro más allá de ella, insegura de cómo responder.
—¿Charlotte?
—¿Sí?
—Te enfrentas a cargos muy graves —me dice—. No me
gustaría que acabaras siendo el chivo expiatorio de un hombre
peligroso como el señor Mazzeo.
—¿Qué intentas decirme? —le pregunto.
—Te digo que, si nos cuentas lo que sabes sobre cualquiera de
los dos grupos, los italianos o los polacos, podemos protegerte
—insta—. Podemos asegurarnos de que los cargos contra ti
desaparezcan.
La miro fijamente un momento. —Quieres que los delate.
—Es la única manera de que tengas una segunda oportunidad
de tener la vida que mereces.
Entrecierro los ojos y me siento en la silla. —Quiero un
abogado.
—Charlotte…
—Abogado.
—Solo estoy tratando de cuidarte…
—A. Bo. Ga. Do.
—Si me dices lo que sabes, podemos proteger…
—¡He dicho que quiero un puto abogado!
Ladipo se calla enseguida.
Yo también me sorprendo un poco.
No parezco la Charlotte Dunn que solía ser.
La que huyó de Mickey en aquel asqueroso edificio de
apartamentos hace tantos meses.
La que dejaba que mamá la reprendiera una y otra vez.
Sueno fuerte. Poderosa.
Asustada, tal vez, pero dispuesta a actuar a pesar de ese miedo.
Sueno como Lucio Mazzeo.
Y Ladipo lo sabe. Su mandíbula se aprieta con fuerza. La
sensación de “guardiana amistosa” desaparece de inmediato.
Echa la silla hacia atrás y se levanta de la mesa.
El sonido de las patas metálicas sobre el suelo de cemento es
chirriante, pero no me inmuto. No me muevo.
Me limito a mirarla con frialdad un momento antes de que gire
sobre sus talones y salga corriendo de la sala de
interrogatorios.
La puerta no llega a cerrarse antes de que alguien entre justo
después de ella.
—¿Charlotte Dunn? —pregunta el hombre.
Es pequeño, flaco, con una calva y el pelo canoso. Lleva un
traje gris plateado y una camisa blanca con cuello que parece
terriblemente arrugada.
—Esa soy yo.
—Soy William Henley —dice, me tiende su mano—. Hoy
actúo como tu abogado.
No quiero juzgar un libro por su portada, pero el aspecto
desaliñado del hombre no inspira mucha confianza.
—Encantada de conocerlo, Sr. Henley.
—William, por favor —dice, acercándose a la silla que acaba
de dejar libre la agente Ladipo. La acerca a la mesa y la pone a
mi lado antes de sentarse.
—Soy el abogado de todos los asuntos relacionados con los
negocios del señor Mazzeo —me dice—. Una categoría a la
que usted pertenece ahora.
Levanto las cejas por la sorpresa. —¿Eres el abogado de
Lucio?
—Así es.
—¿Dónde está? —pregunto—. ¿Está bien?
—Está bien —dice William, bajando la voz—. Ya está fuera.
—Oh. Eso es bueno.
—No te preocupes. Te sacaré de aquí también.
—Dicen que tienen cargos contra mí.
—Dicen eso de todo el mundo —William lo descarta con un
gesto de la mano—. No significa una mierda. Solo intentan
asustarte. Déjame adivinar: ¿querían que delataras a Lucio
para sacarte de la cárcel?
Trago saliva y asiento con la cabeza. —Sí. Más o menos.
—¿Les diste algo?
—Nada que no supieran ya —digo sinceramente—. Confirmé
que me contrató como su niñera, pero eso fue todo.
—¿Te preguntaron por tu trabajo en el ring polaco de MMA?
—Sí. Pero le dije a la agente que era solo un trabajo. Que no
sabía para quién trabajaba.
—Bien —dice William—. Eso está muy bien.
—William —digo—, parecen saber mucho. Casi como…
—¿Sí?
—Bueno, casi parece que alguien está delatando a Lucio desde
dentro.
Su expresión no delata nada. De hecho, parece francamente
decepcionado.
—Es una posibilidad —dice—. Pero podemos hablar de eso en
otro momento. Dame un momento.
Se levanta de nuevo y sale por la puerta arrastrando los pies.
Dejó atrás su fina carpeta azul. Siento la tentación de echar un
vistazo.
Sin embargo, soy consciente del espejo de dos caras frente a
mí. Así que me guardo las manos.
Un segundo después, William reaparece en el umbral.
—De acuerdo, Sra. Dunn —dice—. Vámonos.
Me giro en mi asiento para mirarlo. —¿Qué?
—Eres libre de irte.
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo —confirma—. Y trae mi expediente contigo.
Me pongo en pie y recojo la carpeta antes de dirigirme hacia la
puerta.
—Gracias —dice William, arrancándome la carpeta de la
mano.
—¿Realmente soy libre de irme? —pregunto con incredulidad.
—Libre como un pájaro. Vuela fuera de aquí.
Cuando salimos de la sala de interrogatorios, veo a la agente
Ladipo al otro lado del enorme pasillo. Está junto al hombre
con gafas que me espiaba fuera de Savoretti’s.
—Seguro que volveremos a vernos, Sra. Dunn —me dice al
pasar.
Otra vez el apellido, por lo que veo. No más Agente Buena
Onda.
—Espero que no.
Sin molestarme en esperar su respuesta, sigo a William fuera
del edificio del FBI.
Su coche está esperando en la esquina del estacionamiento.
Me sorprende lo discreto que es para alguien que debe de
cobrar muy bien. Un Buick marrón totalmente anodino, de
hace unos años.
Le queda bien.
Me subo al asiento del copiloto sin decir palabra y me abrocho
el cinturón. Aquí dentro huele a él: a loción y a cigarrillos.
Mejor que el café rancio y el hedor a desinfectante de la sala
de interrogatorios.
Respiro de alivio al salir. Estoy más que contenta de ver la
parte de atrás de este edificio en particular.
Pero, de todos modos, no puedo evitar echar un último vistazo.
—¿Primera vez en una sala de interrogatorios? —pregunta.
Asiento. —Y espero que la última.
Ríe entre dientes. —Con Lucio nunca se sabe.
—¿Tuvo que mover algunos hilos para sacarme de allí?
—Sí —responde William sin pelos en la lengua.
Bueno, eso es algo para analizar. No me dejó pudrirme allí.
Eso es… bueno de su parte. Eso creo.
—¿Cuánto tiempo has sido el abogado de Lucio? —le
pregunto y responde—. Veamos. 1989 … así que… Más de
treinta años.
—Vaya. ¿Así que lo conoces desde hace tiempo?
—Desde que era pequeño —responde William—. Era
diferente entonces.
—¿Cómo de diferente? —pregunto, girando en mi asiento para
no perderme nada.
William se encoge de hombros. —Era un chico callado —me
dice—. Siempre en algún rincón, con la nariz metida en un
libro.
—¿Leyendo? —se me escapa. Es difícil de cuadrar con mi
experiencia con el hombre.
William se ríe entre dientes. —Ah, sí. Antes de tener todos
esos músculos impresionantes que hacen que las damas se
desmayen, era un pequeño ratón de biblioteca.
Pongo los ojos en blanco. —Yo no me desmayé.
Quiero decir, lo hice por dentro. Un poco. Pero nadie más lo
sabe.
William me lanza una mirada que da a entender que no me
cree en absoluto.
—¿Qué? —pregunto—. No es mi tipo.
—¿No? —pregunta William—. ¿Es por eso que mantuviste la
boca cerrada allí y no les diste nada sobre él?
—Yo… Yo… hice eso porque…
—Escucha, Charlotte —interrumpe William—. Sé que parezco
un don nadie. Pero he dado varias vueltas a la manzana. Lo
reconozco cuando lo veo.
—¿Reconoces qué?
—El amor —se limita a decir—. El amor.
14
LUCIO
LA MANSIÓN MAZZEO

Estoy en la cocina cuando recibo un mensaje de Giovanni en


la puerta principal.
Está aquí.
Me quedo inmóvil. Un minuto después, escucho pasos.
Es el único sonido en la casa. Solo el silencio de los pies
cansados sobre mis suelos de mármol.
Y entonces, ella está aquí. De pie en mi cocina, otra vez.
Susurra mi nombre al verme.
Solo mi nombre. Nada más.
—Lucio…
Parece agotada.
Lleva el pelo desordenado y se le escapa del moño. Sus ojos
están inyectados en sangre, diluyendo el azul de sus iris.
Sudadera negra y camiseta blanca de tirantes bajo un cárdigan
desgreñado de gran tamaño.
Y aún así, se las arregla para ser hermosa.
—Charlotte —murmuro a mi vez.
Respiramos sincronizados por un momento.
—Gracias por sacarme.
No la miro a los ojos. —Ciertamente, los polacos no iban a
hacerlo.
Es un comentario amargo. Una parte de mí se arrepiente en
cuanto sale de mis labios.
Pero, si le afecta, no dice nada.
Se queda en silencio durante mucho tiempo. Luego se acerca
al mostrador, a pocos metros de mí.
—No dije nada —me dice sin mirarme a los ojos—. Me
hicieron muchas preguntas, pero no les dije nada. No lo haría.
Asiento lentamente. —No iba a preguntar.
Se apoya en los codos y apoya la frente en la encimera. Su
sola mirada también me agota.
Una voz en mi cabeza me insta a ir con ella.
Quita el pelo de su frente.
Besa su columna vertebral hasta que se derrita en tus brazos.
Llévala a la cama y fóllatela suavemente hasta que se duerma.
En lugar de eso, me quedo donde estoy y me clavo las uñas en
las palmas de las manos con tanta fuerza que siento el cálido
hilillo de sangre cuando la piel se rompe.
—De todos modos —digo bruscamente—, es tarde, y no sé si
la policía todavía te tiene vigilada. Así que puedes quedarte
aquí esta noche. Pero solo esta noche.
Entonces, antes de hacer ninguna tontería, me dirijo a la
puerta.
—¿Cuánto tiempo seguirás enfadado conmigo? —exige ante
mi espalda en retirada.
Me detengo en seco.
Sé que no debería darme la vuelta.
No respondas.
No compliques las cosas más de lo que ya están.
—Lucio, mírame. Al menos sé lo suficientemente hombre para
hacerlo.
Aprieto la mandíbula, negándome a dejarme arrastrar por este
drama. Este drama de mierda que no necesito ahora mismo.
Pero no terminó.
—El Gran Señor Jefazo con sus pistolas y su séquito de
idiotas. El Señor Sin Miedo A Nada. Y mírate. Ni siquiera
puedes mirarme a los ojos. Eres un cobarde, lo sabes. Eres un
puto cobarde.
Muerdo el anzuelo.
Me doy la vuelta y la miro. Esperaba una furia ardiente, así
que mantengo la calma.
Mi rabia hierve a fuego lento bajo la superficie, por supuesto.
Pero está contenida.
Por ahora.
—Respóndeme —me pincha—. ¿Cuánto tiempo vas a guardar
rencor?
—Una vez que mi hija esté de vuelta conmigo —le digo con
una peligrosa aspereza—. Tú estarás fuera de nuestras vidas
para siempre.
Se echa hacia atrás como si la hubiera golpeado.
Por un momento, parece que sí.
Es un puto golpe bajo. Pero no me retracto.
Dejé que esta cosa rara y tóxica entre nosotros se me vaya de
las manos. Se ha convertido en un lastre, no en un activo.
Y eso es culpa mía. Es culpa mía. Cargaré con la culpa por
haberlo causado. Pero también asumiré la responsabilidad de
arreglarlo.
Eso empieza por hacer consciente a Charlotte de lo que
significa para mí: ni una puta mierda.
Rodea la isla de la cocina para colocarse frente a mí. Ya no
hay una barrera entre nosotros. Siento que el aire chisporrotea
con estática cargada y crepitante.
—Mírate, ahí de pie, defendiendo la moral —gime, el fuego
vuelve a sus ojos—. No eres más que un maldito hipócrita.
—Un hipócrita, ¿eh?
—¡Sí! Un hipócrita —grita—. Estás muy molesto porque te
mentí. Pero ¿y tú? ¿Qué opción me diste? Me hiciste tu
cautiva. No tuve elección cuando me trajiste a esta casa y me
metiste en tu puto sótano.
Se acerca y me clava un dedo furioso en el pecho.
—¿Eso inspira mucha confianza, Lucio? ¿Lo hace? Sí,
traicioné tu confianza. Pero tú lo hiciste primero.
—Eso es completamente distinto —gruño. Avanzo hacia ella y
la hago retroceder sobre sus talones.
—¿Ah, sí? Bueno —dice, echando una mirada melodramática
a la sala—. ¡Te escuchamos! Vamos, cuéntame cómo. Dime
por qué tienes razón.
—Cuando llegaste a esta casa, no te conocía —siseo—.
Cuando decidiste delatarme a los polacos y poner a mi hija en
peligro, me conocías. La conocías.
—¡Nunca le di nada a nadie sobre ninguno de los dos! —grita.
Tiene los ojos nublados por las lágrimas, pero consigue
parpadear.
—Traté de detenerlo. Fui y le dije a Xander que no iba a
hacerlo más. Intenté…
Me acerco. Ella retrocede.
Es un baile loco y jodido el que estamos haciendo.
Pero nos estamos quedando sin espacio. La pared se cierne
detrás de Charlotte.
No queda mucho por retroceder.
—Quizá si te hubieras esforzado más —gruño—, Evie seguiría
aquí.
Se detiene en seco, atormentada por mis palabras. O quizá la
persigue el veneno que contienen.
Veo caer una sola lágrima de su ojo derecho. Brilla al reflejar
la luz y rueda por su mejilla.
Ver esa lágrima me hace odiarme a mí mismo.
Veo sus labios temblar por el peso de intentar defender sus
acciones.
Y entonces, para. Se traga lo que iba a decir. Cierra los ojos y
su cuerpo se queda inmóvil.
Cuando vuelve a abrir los ojos, parece resignada.
¿Es esto lo que quería hace tantos meses cuando juré que la
rompería?
No se siente como una victoria.
Charlotte no me dedica ni una mirada, gira sobre sus talones y
sale a grandes zancadas de la cocina. Atraviesa las puertas
correderas de cristal y sale a la terraza de la piscina.
Se quita el cárdigan que lleva puesto y lo tira a un lado.
Frunciendo el ceño, la sigo.
¿Qué mierda está haciendo?
Luego, se quita la camiseta blanca de tirantes. Deja al
descubierto un sencillo sujetador negro que sostiene sus
pechos a la perfección.
Hay una intensidad frenética y desesperada en su striptease.
Como una mujer poseída. Se baja los pantalones. Da un paso
fuera de ellos. Se los quita de encima sin mirarlos dos veces.
Está de pie en el borde de la piscina en nada más que su
sujetador y bragas negras a juego. Respira
entrecortadamente…
Y se zambulle en la piscina resplandeciente.
Es una inmersión elegante.
Y, de alguna manera, una zambullida lúgubre.
Como alguien que no está seguro de volver a salir a la
superficie y a quien no le importa demasiado una cosa u otra.
Su cuerpo atraviesa el agua sin apenas salpicar
Espero a que vuelva a aparecer.
No lo hace.
Espero.
Todavía nada.
¿Qué coño?
Me dirijo a la cubierta de la piscina, preguntándome a qué
coño está jugando.
Entonces, la veo.
Está sumergida en el fondo de la piscina. Su rostro se oculta
tras la nube arremolinada de su cabello oscuro.
Espero.
Solo pasó un minuto.
Pero aun así, eso es mucho puto tiempo cuando estás bajo el
agua.
—¡Charlotte! —le ladro.
No da la menor señal de haberme oído. Su postura empieza a
cambiar lentamente. A aflojarse. A arrugarse.
Casi como si estuviera a punto de desmayarse.
—Mierda —murmuro—. Charlotte. ¡Charlotte!
Nada.
Y no puedo dejar de actuar.
Me arranco la ropa hasta quedar en calzoncillos. Luego me
zambullo en la piscina y pataleo hasta el fondo.
El agua fría me golpea los tímpanos. Mi respiración se escapa
en furiosas burbujas al zambullirme hacia abajo.
No se mueve cuando me acerco. Ni siquiera parece saber que
estoy aquí.
Sus extremidades flotan perezosamente en el agua. Todo está
moteado de tonos verdes y azules y el lejano resplandor blanco
de las luces.
Me agarro a su muñeca. Más burbujas oscurecen mi visión.
Pero al menos la tengo en mis brazos.
Mis pies encuentran el áspero fondo de hormigón. Me planto,
recojo y doy una patada. Y, con el cuerpo inerte de Charlotte
en mis manos, salimos a la superficie.
Me arden los pulmones cuando nos abrimos paso. Ambos
aspiramos ávidas bocanadas de aire.
Me paro en mi sitio y la miro.
Es tan frágil en mis brazos. El pálido trazo de sus pómulos. El
sutil fruncimiento de sus labios.
Luego tose una vez, vuelve a toser y sus ojos se abren.
Cuando se da cuenta de dónde está, aprieta la mandíbula. Me
empuja hasta que la suelto y la dejo flotar unos metros.
La miro irse sin la menor idea de lo que tengo que decir.
Para mi sorpresa, se echa hacia atrás y me salpica la cara con
una gran ola de agua.
—¡Que te jodan! ¿Qué crees que estás haciendo?
—¿Yo? —pregunto incrédulo—. ¿Estás loca? Te salvé.
Mueve la cabeza irritada. —No pedí que me salvaran.
—¡Seguro que lo necesitabas!
—Estaba bien. Solo… necesitaba alejarme de todo.
—¿Suicidándote? —rujo.
Me fulmina con la mirada. —No intentaba suicidarme.
—Seguro que no. Como quieras llamarlo, no será aquí. Ya
tengo bastantes problemas. No necesito otro cuerpo que
encubrir a la policía.
La ira brilla en sus ojos. —Es bueno saber a qué atenerme —
se burla—. Otro lastre más en el recetario Mazzeo.
—Charlotte…
No espera a que termine la frase. Me salpica más agua en la
cara e intenta salir de la piscina. Pero la agarro cuando pasa a
un lado.
—¡Suéltame! —grita.
—¡Basta! Espera un maldito segundo.
—¿Para qué? —sisea entre dientes apretados—. ¿Para que
dejes de ser un bastardo? Porque no parece que eso vaya a
ocurrir pronto.
—Estoy intentando hablar contigo —gruño.
Es cierto. Aunque es complicado por lo extremadamente
consciente que soy del hecho de que está casi desnuda en mis
brazos.
—Oh, ¿ahora quieres hablar? —dice, volviéndose hacia mí—.
¿Ahora quieres tener una conversación?
—Charlotte…
—¡No hagas eso! —gruñe, desplazando más agua con
movimientos maníacos—. No te hagas el tranquilo y sereno y
me hagas quedar como la psicótica. No después de haber sido
tú quien me llevó al límite. No después de todo lo que me has
dicho y hecho…
La agarro por las mejillas con una mano ancha y tiro de ella
hacia mí.
Entonces, estrello mi boca contra la suya. Ella calla y lo
acepta, se funde en el beso. Sus labios se separan y su mano
roza mi costado…
Y entonces, algo en ella se rompe.
Sus ojos se abren de golpe y me empuja lejos de ella mientras
nuestros labios se separan una vez más.
—Eres un imbécil —sisea por segunda vez—. No vuelvas a
tocarme.
Luego se va, patalea hasta el borde de la piscina.
Sale del agua y sube a la terraza. La sigo de cerca.
—He dicho que te alejes de mí —ordena mientras el agua
corre por su apretado cuerpecito. Hago caso omiso de su orden
y la agarro del brazo. Cuando la cojo por la muñeca, la giro
para que me mire antes de que pueda entrar corriendo en casa.
Se resiste a que la agarre, pero no la suelto.
Atrapada, me abofetea con la mano libre.
Aprieto la mandíbula. Pero, aparte de eso, no reacciono. —¿Te
sientes mejor? —murmuro.
—Ni de coña —sisea—. Suéltame.
—No.
Intenta golpearme de nuevo, pero bloqueo su mano con
facilidad.
Luego, con un movimiento rápido, la giro hacia atrás para que
su culo se apoye en mi polla palpitante y ella quede apretada
contra la puerta de cristal.
Mis labios se posan cerca de su oreja, y casi puedo oír los
frenéticos latidos de su corazón.
O quizá sean los míos. Ni siquiera puedo decirlo en este
momento.
—¡Suéltame, Lucio!
La forma en que jadea mi nombre… Suena como un gemido.
Parece una súplica.
Parece una invitación.
No puedo evitar lo que ocurre a continuación. Mi mano toca
su cadera y la acerca aún más a mí.
Se queda quieta un momento y su cuello se inclina hacia atrás
para dejarme un mejor acceso al rastro de mi lengua.
—Para… —susurra.
Pero su cuerpo no me da las mismas señales. Su culo empuja
contra mi polla y yo le pellizco el cuello.
Mis manos recorren todo su cuerpo antes de deslizarse bajo las
copas húmedas de su sujetador.
Gime y noto lo duros que tiene los pezones. Una mano se
queda allí, acariciando su pico tenso. La otra mano roza su
cuerpo.
Deslizo los dedos dentro de sus bragas y rodeo el húmedo
montículo de su coño.
—Lucio —vuelve a susurrar—. ¿Qué coño estamos haciendo?
¿Qué coño estamos haciendo?
Asume su parte en el desastre de química que compartimos.
Reconoce que esta calle es de doble vía.
Me desea tanto como yo a ella.
Me odia tanto como yo a ella.
Y, en algún lugar de todo ese caos, hay algo por lo que vale la
pena luchar.
Introduzco mis dedos en su interior y arranco un gemido
estremecedor de sus labios.
Hace fuerza contra mí. Todavía se agita, pero sus piernas se
abren voluntariamente, permitiéndome meter los dedos más
adentro.
Vuelve a ponerme la mano en el cuello y gira la cara para
encontrarse con la mía. Nos besamos con desesperación.
Nuestros cuerpos chocan entre sí.
El beso se interrumpe cuando mis dedos se vuelven más
intensos. Ella gime y apoya la cabeza en mi hombro mientras
la follo con los dedos.
Pienso en llevarla dentro para buscar una cama o un sofá, pero
no puedo esperar tanto. Mi polla está desesperada por estar
dentro suyo y ella parece igual de ansiosa.
Gira en mis brazos y se pone frente a mí. Su mano cae de
inmediato en mis calzoncillos hasta mi polla y la rodea.
Me da unas cuantas caricias. Sus ojos azules brillan de lujuria.
Luego, se inclina y me muerde el labio inferior. Tira
ligeramente de él entre los dientes antes de soltarlo.
¿Cómo coño se supone que voy a luchar contra eso?
Volvemos a tropezarnos en una de las tumbonas que hay junto
a la piscina. En algún punto entre la piscina y la tumbona, le
quito las bragas. Y ella me quita los calzoncillos.
Toma el control, me empuja contra la tumbona y se hunde
sobre mi cuerpo.
Sin dudarlo, se traga toda mi polla, me coge desprevenido.
—Mierda, micetta… —gimo.
Me chupa la polla como si estuviera hambrienta. Me rodea con
la palma de la mano mientras sube y baja. Consume mi polla
antes de soltarla y volver a empezar.
Todavía frenética, todavía gimiendo, baja y me empieza a
lamer los huevos.
—Charlotte…
Me chupa y lame los huevos mientras su mano bombea mi
pene erecto. Siento que se acerca el orgasmo, pero lo
contengo.
Todavía no estoy listo para que esto termine.
—Ven aquí —gruño.
No necesita que se lo pida dos veces.
Se levanta y se sienta a horcajadas sobre mí. Veo cómo se
hunde en mi polla.
No hay fricción. Puro y hermoso, tan jodidamente dulce que
casi me corro. Ella está luchando contra lo mismo que yo.
Aguanta todo lo humanamente posible.
Pero, cuando nos fundimos, me doy cuenta de lo profundo que
estoy. Lo cerca que ya estamos los dos.
Sus estrechas paredes se cierran a mi alrededor. Ella se arquea
hacia atrás y suelta un gemido en el cielo nocturno.
Sube y baja, trabaja mi longitud. Sus pechos rebotan. Alargo la
mano para cogerlos y apretarlos.
Tiene las manos detrás suyo, sobre mis muslos. Sostiene su
peso mientras se penetra hasta el fondo, vacila un instante y
vuelve a empalarse. Murmullos suaves escapan de sus labios a
cada centímetro.
Está perdida en otro mundo. Va lentísimo.
Tan malditamente lento que siento que mi cabeza me va a
explotar.
Estoy tentado de meter mi polla dentro suyo, tomar el control,
follármela a lo bestia.
Pero me contengo.
Me digo que debo ser paciente.
No hay nada como una combustión lenta. El punto de ruptura
es siempre más intenso.
Cuando pellizco suavemente sus pezones, abre los ojos y
encuentra los míos.
La intensidad aumenta.
Me sigue montando sin romper el contacto visual. Yo tampoco
lo rompo.
Solo sus ojos. Azules como zafiros.
Su coño. Húmedo y caliente.
Y el jadeo de nuestra respiración, que se mezcla en el espacio
entre nuestras caras. Ella es todo lo que puedo ver. Todo lo que
puedo sentir.
Una parte de mí se pregunta si estamos yendo demasiado lejos.
Si estamos haciendo de esto algo que no debería ser, algo que
nunca debió ser, algo de lo que nunca podremos recuperarnos.
Pero no me detengo.
Y ella tampoco.
Rebota en mi polla un poco más y luego cambia de
movimiento. Se hunde en mi polla hasta el fondo y luego
mueve las caderas de un lado a otro.
Crea una oleada de nuevas sensaciones y arranca una nueva
maldición de lo más profundo de mi pecho.
Sus manos caen sobre mi pecho. Encuentro sus caderas y
aprieto fuerte. Cada vez más rápido.
Ahora me cabalga frenéticamente. Cabalga y gime. Los dos
sudamos. Los dos respiramos muy fuerte. La silla vibra debajo
de mí, a punto de ceder en cualquier momento.
Su nombre estalla de mis labios. —Mierda… Charlotte…
Abre la boca y empieza a gemir.
Empieza a jadear.
Empieza a soltarse.
Y sé que la estoy llevando al orgasmo.
No me contengo más. Me agarro a sus caderas y empiezo a
embestirla desde abajo.
Sus ojos se abren de par en par mientras intento romperla con
mi polla. Se rinde. Ahora tengo todo el control.
Y tengo la intención de hacer que se desmorone encima mío.
Mientras la empujo tan fuerte como puedo, solo puede
aferrarse a mi cuerpo.
El sonido de nuestra carne chocando solo me excita aún más.
Estoy a punto de perder el control, de estallar. Aunque estoy
decidido a durar más que ella.
Ella intenta hacer lo mismo.
Es un juego, el mismo al que llevamos jugando desde el
principio de nuestra relación, o lo que coño sea esto.
Un juego de poder. Un juego de control. Pero lo pierde
rápidamente.
Lo veo en la salvaje impotencia de sus ojos, cuando sus
gemidos dan paso a gritos de placer. Agarro sus caderas un
poco más fuerte y empujo con fuerza.
Una vez.
Dos veces.
Es la tercera la que la rompe.
—¡Oh, Dios! —Charlotte grita mientras su orgasmo se
apodera de ella.
Sus paredes se convulsionan agresivamente, ahogando mi
polla y empapándome.
No puedo contenerme cuando eso ocurre. Lo echo todo dentro
suyo. Siento que mi alma también fluye dentro de ella.
Se queda encima de mí mientras me corro, a horcajadas sobre
mí, con las manos extendidas sobre mi pecho.
Sus ojos están nublados por el cansancio y la pasión gastada.
Nuestros cuerpos están empapados de agua clorada y sudor.
Durante largos minutos después, lo único que oigo es el sonido
de nuestras respiraciones caóticas. Nuestros cuerpos luchan
por bajar del subidón del polvo.
Mantiene la cabeza agachada, la frente contra mis
abdominales. Pero no intenta apartarse de mí. Y yo no la
obligo a hacerlo.
Me quedo tumbado con las manos aún ancladas a sus caderas.
Después de unos minutos que parecen una puta hora, levanta
la cabeza. Se encuentra con mi mirada y nos miramos sin decir
nada.
Si está esperando que rompa el silencio, se va a decepcionar.
No digo nada.
No porque no quiera. Sino porque no tengo ni puta idea de qué
decir.
Veo que sus ojos azules se apagan un poco. Rompe el contacto
visual y, poco después, se levanta de encima mío.
El aire frío corre a mi alrededor en su ausencia. Es peor que
cualquier tortura que pueda sufrir en manos de mis enemigos.
Tiembla buscando su sujetador y sus bragas. Quizá por el frío.
Tal vez por algo más.
Pero no se los pone. Simplemente, los recoge y se vuelve hacia
la casa.
Sin mediar palabra, se aleja de mí completamente desnuda.
Una visión que nunca podré olvidar.
Ella desaparece en la casa. Y yo me quedo tumbado bajo las
estrellas…
Preguntándome qué coño estamos haciendo.
15
CHARLOTTE

Subo descalza las escaleras. Funciono por instinto automático


e irreflexivo, pero de todos modos me sorprendo cuando acabo
frente a la puerta de mi antigua habitación.
Podría entrar. Hay una cama perfectamente buena ahí. Y estoy
tan cansada. Sería fácil acurrucarse y desmayarse.
Pero, cuando intento cruzar el umbral, no puedo hacerlo.
Esta habitación está conectada con la de Evie. Está llena de
recuerdos. De los ecos de su risa.
No puedo lidiar con eso. No después de lo que pasó esta
noche.
Ya estoy cansada y emocionalmente agotada. No creo que
tenga la energía para lidiar con ver la habitación vacía de mi
pequeña. Sabiendo que está ahí fuera en alguna parte.
Asustada. Confundida. Quizá sola o quizá no, aunque no
puedo decidir qué es peor.
Así que me retiro a un sofá de la sala común cercana. Pongo
mi ropa interior a secar y enseguida caigo rendida.
No hace falta decir que doy vueltas y vueltas la mayor parte de
la noche.
Y, cuando consigo dormir, me acosan las pesadillas.
Pesadillas de Lucio. Me folla y hace que me corra, y luego
rodea mi garganta con sus manos y me estrangula hasta
matarme.
M E DESPIERTO DE UN TIRÓN . Mis dedos se agitan
instintivamente alrededor de mi cuello.
Es solo un sueño, Charlotte.
En mi cabeza, lo sé.
En mi corazón, sin embargo, todo parecía tan real.
Estoy envuelta en una gruesa manta decorativa. En parte
porque por la noche hacía frío, pero sobre todo porque debajo
estoy desnuda.
Mi ropa está extendida en los sillones junto al sofá. Ahora que
ya está seca, me levanto y me pongo el sujetador y las bragas.
Luego me pongo el pantalón, pero ignoro la camiseta de
tirantes y el abrigo.
Me acerco a la ventana y contemplo la belleza inmaculada del
jardín.
Es extraño cómo una niña pequeña puede transformar el
espacio y hacer que cobre vida. Cuando Evie estaba aquí, esto
era el Edén. Puro paraíso.
¿Y ahora? Solo parece un jardín.
—Ejem.
Grito y me volteo.
Pero, en cuanto veo a Enzo, me relajo de alivio.
—Enzo —resoplo—. “Qué casualidad encontrarte aquí.
Me dedica una sonrisa complicada y entra en la habitación
cauteloso.
—Puedo volver en un rato si aún no estás lista.
—¿Eh? Está bien… oh, lo siento —me doy cuenta de que
estoy de pie delante de él con solo un sujetador, por lo que
desvía la mirada hacia abajo con respeto—. Un segundo.
Me acerco rápido al sillón. Cojo la camisa y me la pongo
encogiéndome de hombros.
—¡Shazam! —digo con una sonrisa triste—. Ahora estoy
decente. Pasa.
Me mira con una suave calidez en la cara mientras recorre el
resto de la habitación.
—¿Cómo estás? —pregunta.
—Bastante mal, para ser honesta —admito—. Han sido unas
semanas infernales.
—Eso escuché.
—¿Escuchaste qué, exactamente?
—Que trabajabas para el enemigo —dice.
No hay acusación en su tono, pero siento que se me ponen los
pelos de punta.
—No les dije nada —digo en voz baja—. Y no les hablé de
Evie. Nunca la habría puesto en peligro de esa manera.
—Lo sé.
Las palabras caen de su boca de inmediato. Con simpleza.
Totalmente sin esfuerzo. Como si fuera el hecho más obvio del
mundo.
—¿Tú… me crees? —balbuceo entre la sorpresa y la gratitud.
—Por supuesto —dice Enzo—. Te he visto con esa niña
durante meses. La quieres.
De nuevo, es la absoluta facilidad con la que lo dice lo que me
derrite el corazón.
Lo miro fijamente durante un largo momento.
Entonces, doy unos pasos hacia delante y me arrojo a sus
brazos.
Definitivamente no se lo espera, porque se tambalea
sorprendido y casi nos caemos.
Cuando habla, parece atónito.
—Uh, ¿Charlotte?
No contesto. Sigo abrazándolo, hundiendo la cara en su pecho.
Ni siquiera me importa que él no me devuelva el abrazo.
—¿Charlotte?
—Dame un minuto —digo.
Tras un segundo de vacilación, siento que sube los brazos. Me
devuelve el abrazo y aprieto con más fuerza.
Al parecer, se da cuenta de lo mucho que necesito esto, porque
empieza a acariciarme la cabeza.
Debería ser un gesto familiar y nostálgico. Debería recordarme
mi infancia, cuando mi madre me arropaba en la cama o me
calmaba cuando estaba enferma o triste.
Pero no es un gesto familiar.
No tuve una madre que me metiera en la cama.
No tuve una madre que me acariciara la cabeza cuando estaba
enferma o triste.
Lo único que tenía era a mí misma. Así que, cuando las cosas
se ponían feas, me automedicaba y seguía con mi día.
Cuando no puedes permitirte el lujo de descansar, aprendes a
sobrellevar el dolor.
Y desaprender eso puede ser lo más difícil del mundo.
Aunque estoy trabajando en ello. Así que, cuando Enzo sigue
acariciándome la cabeza, lo dejo.
Porque, maldita sea, así es como se siente la curación.
Ni siquiera me importa incomodarlo. Necesito esto ahora
mismo.
Nos quedamos así un par de minutos más, hasta que
finalmente me apiado y lo suelto.
Doy un paso atrás y me limpio las incipientes lágrimas de los
ojos. Tardo otro minuto en volver a mirar a Enzo.
Espero que muestre una expresión de incómoda tolerancia.
Pero, en lugar de eso, me mira con preocupación.
—Charlotte —murmura—, ¿estás bien?
—Oh, sí, yo…
Estoy a punto de darle la respuesta genérica que se espera que
des cuando alguien te hace una pregunta así.
¡Sí, todo bien! ¡Viviendo el sueño! ¡La vida es maravillosa!
Pero nada de eso es cierto. Ni mucho menos.
—En realidad, no —digo, cambiando mi respuesta—. No
estoy bien.
—Lucio recuperará a Evie —me dice.
—Sé que lo hará.
—Entonces, ¿qué te preocupa? —pregunta y yo miro por la
ventana.
—Lucio ya no confía en mí —admito—. Y una parte de mí no
lo culpa. Pero…
—¿Es más complicado de lo que él dice? —sugiere Enzo.
—¡Sí! —cacareo, agradecida de que parezca entender—. Sí.
—Y él te importa.
Suspiro profundamente. Todo el mundo y su maldita madre
parecen insistir en decirme eso.
Pero ¿por qué negarlo a estas alturas?
En todo caso, anoche nuestra conexión se hizo dolorosamente
obvia.
—Sí —susurro—. Sí, así es.
—¿Se lo has dicho? —pregunta Enzo.
—No me cree.
—O —sugiere—, tal vez simplemente no quiere creerte.
Frunzo el ceño. —¿Por qué…?
Enzo se encoge de hombros. —¿Autopreservación?
Me detengo en seco y lo pienso un momento.
Tiene sentido que alguien tan fuerte, tan poderoso, tan
dominante como Lucio se tome una traición como la mía
como algo personal. Me echaría de su vida antes que
permitirme la opción de volver a hacerle daño.
—Está en su habitación —me dice Enzo—. Si quieres hablar
con él de, ya sabes… cualquier cosa.
Sonrío. —Gracias, Enzo.
Me guiña un ojo y sale al pasillo.
Luego, respiro hondo y me dirijo hacia la habitación de Lucio.
El corto paseo ocurre en un abrir y cerrar de ojos. Y, antes de
darme cuenta, estoy delante de su puerta. Con los nudillos
listos para llamar.
Lo oigo maldecir violentamente en italiano desde dentro.
—…¡Che cazzo…! Va’fanculo…
—¿Lucio?
Los insultos se interrumpen por un momento.
—¿Está todo bien? —murmuro.
—La puerta está abierta —dice bruscamente en lugar de
responder.
Supongo que es la mejor invitación que puedo recibir, así que
la abro de un empujón y entro. No está en el dormitorio, pero
la puerta del baño está abierta de par en par.
Me acerco y veo a Lucio de pie delante del lavabo. Intenta
quitarse las vendas del brazo. Las vendas están muy
descoloridas, pero al menos no hay sangre fresca.
La herida parece estar sanando, pero es mucho peor de lo que
pensaba.
¿Cómo no me di cuenta antes?
Quiero decir, lo noté. Solo que no pensé que fuera tan malo.
—Mierda —respiro.
Me acerco y tomo como una buena señal que no intente
arrancarme la cabeza ni me exija que me vaya. Para ser justos,
parece preocupado por quitarse las vendas. Está claro que hay
que cambiárselas.
—Déjame hacerlo —digo automáticamente.
Se aleja de mi alcance.
—No es necesario —me dice—. El médico vendrá pronto. Me
las cambiará. Solo quería dejar que la herida respirara un poco.
Gruñe un poco mientras desenrolla la larga venda.
Lo ignoro y avanzo, apartando sus manos para tomar el
mando.
Se resiste. —No necesitas…
—Esto será mucho más fácil si aceptas mi ayuda —digo
bruscamente—. No te hará menos hombre.
Me mira, pero no con el calor habitual. De hecho, parece haber
dormido tan bien como yo.
Con un suspiro cansado, deja de luchar y me permite tomar el
mando.
—Jesús —murmuro—. Esto es feo.
Se encoge de hombros. —He tenido peores.
Estoy un poco impresionada de que fuera capaz de hacer tanto
conmigo anoche teniendo en cuenta esta lesión. Me pregunto
si esa es una de las razones por las que le está dando un poco
de problemas en este momento.
Decido no preguntar.
—¿Vas a decirme qué pasó? —pregunto.
—Me crucé en el camino de una bala perdida.
Lo fulmino con la mirada. —Bien, no me digas…
—Sonya —me corta Lucio—. Ella me disparó.
Me detengo en seco y me quedo mirándolo un momento. —
Ella… ¿ella qué?
—La noche que emboscó el complejo y secuestró a Evie —me
cuenta—. Intenté detenerla y me disparó.
—Jesús —digo, mirando las venas alrededor de la herida que
aún cicatriza—. Parece extremo.
—Es un tipo extremo de mujer.
—Otra razón por la que tenemos que recuperar a Evie —digo
con determinación.
—¿Tenemos? —repite Lucio.
Concentro mi atención en su herida para evitar sus penetrantes
ojos grises.
—Tienes —corrijo torpemente—. Me refería a ti.
Le quito el resto de las vendas hasta que su brazo queda libre.
Luego, saco el desinfectante y empiezo a embadurnar la zona
alrededor de la herida.
—¿Realmente has tenido heridas peores que esta?
—Joder, sí —Lucio hace una mueca—. Múltiples heridas de
bala, numerosas conmociones cerebrales, huesos rotos, una
nariz rota. Y una vez estuve en coma.
—¿En qué?
—Solo fueron dos días.
—Igual —digo asombrada, mirándolo con la boca abierta—,
fue un coma.
—Uno pequeño. Como una siesta prolongada.
Se me escapa una burbuja de risa. —¿Existe algo así?
—Te acostumbras.
—¿A los comas?
Se le alza una comisura de los labios. —Al dolor.
Vuelve a rondarme por la cabeza un pensamiento, el mismo
que cuando abrazaba a Enzo: cuando no tienes el lujo de
descansar, aprendes a sobrellevar el dolor.
Lucio es la prueba viva de ello.
—Puede que sea más fácil para ti —sugiero con cuidado—,
pero apuesto a que no lo es tanto para la gente que se preocupa
por ti.
Lucio se encoge de hombros. —Solo he tenido que
preocuparme por mí mismo. Nunca he estado realmente cerca
de nadie más.
—¿Tu madre?
Se burla. —Está insensibilizada con todo el maldito mundo.
Eso me incluye.
—¿Adriano?
—Forma parte de este mundo tanto como yo. Entiende los
riesgos.
—¿Sonya? —pregunto.
Eso lo hace detenerse un momento.
—No lo sé —dice finalmente—. Quizás.
—Le pediste matrimonio y dijo que sí —le recuerdo—.
Debiste importarle. Debe haberte querido.
—También desapareció antes de que pudiéramos casarnos.
Lo miro de reojo.
—¿Te explicó por qué se fue? ¿Por qué nunca te habló de
Evie? ¿Por qué volvió ahora?
—No puedo fiarme de nada que salga de la boca de esa mujer
—murmura Lucio—. Entonces ¿por qué debería importar lo
que me dijo?
—Porque tal vez algo de eso era verdad.
Los ojos de Lucio se oscurecen. —Ya no me importa. Sus
razones para irse son discutibles. Lo único que me importa
ahora es recuperar a mi hija. Sonya está tan muerta para mí
como lo estaba entonces.
Asiento y paso los dedos por su piel con suavidad. Sé que el
desinfectante debe picarle, pero él no da ninguna señal de que
sea así.
—¿Lucio?
—¿Hm?
—No crees… no crees que Sonya le haría daño a Evie,
¿verdad? —pregunto cautelosa. Llevo unos días dándole
vueltas a la idea.
Simplemente creo que es más que extraño que la mujer
abandonara a su hija y fingiera su muerte solo para aparecer de
la nada y llevársela de vuelta.
Nada de esto tiene sentido para mí.
Y ahora, después de lo que Lucio acaba de decir, tengo aún
más razones para estar preocupada por Evie.
—No —responde Lucio de inmediato.
Pero su expresión cambia sutilmente. Casi como se lo
planteara de verdad por primera vez.
Y entonces, se cae. Se agrieta, más o menos. Como si se
permitiera sentir el peso de lo que significaría esa pérdida.
De lo que le provocaría si Sonya dañara un solo pelo de la
cabeza de Evie.
—¿Sinceramente? —dice con un profundo suspiro—. No lo
sé, joder. La noche que irrumpió en el complejo, tenía el
control. Se veía poderosa. Parecía una mujer con un plan, una
mujer que sabía lo que hacía…
Su descripción de ella me hace sentir excepcionalmente
inadecuada. Pero no quiero hacer esto sobre mí.
—Basándome en lo mucho que Evie preguntó por ella las
primeras semanas que estuvo aquí, tengo que suponer que es
una buena madre —continúa.
Pero parece que intenta convencerse a sí mismo.
—La verdad es que nunca las he visto juntas. No he visto a
Sonya ser madre. Así que no puedo quitarme la sensación de
que…
—¿Que…? —animo.
—Parece haber utilizado a Evie como moneda de cambio. Un
peón en su plan para acabar conmigo —dice—. Para
lastimarme a cambio de cómo ella sintió que yo la lastimé.
Que es exactamente lo que he estado pensando los últimos
días.
Sin embargo, yo no añado nada. Necesita este espacio para sí
mismo.
—¿Cómo era ella? —susurro—. ¿En aquel entonces?
Me mira. Su mandíbula se tuerce un poco y me pregunto si va
a cerrar la conversación.
Para mi sorpresa, me sigue la corriente.
—Siempre fue una mujer segura de sí misma. Confiada,
resistente, ingeniosa —dice—. Pero tenía ego. Tenía un gran
sentido de la importancia personal.
Pienso en Evie y en lo libre de eso que está. Lo pura y cariñosa
que es. Lo sensible. Lo totalmente desinteresada que es.
—Siempre fue rencorosa y, claramente, eso no ha cambiado.
Podía ser amable, tierna. Incluso dulce. Pero podía ser
temperamental e impredecible con la misma frecuencia.
Me mira con una pequeña sonrisa en la comisura de los labios.
—En resumen, ella era un puto trabajo.
Sonrío. —Hablas como si hubieras esquivado una bala.
Se mira la herida manchada de sangre y se encoge de
hombros. —Quizá no tanto —una risa centellea en sus ojos.
Luego ríe a carcajadas. Yo también me río. Hace maravillas
para liberar la tensión contenida que gira entre nosotros.
—Bueno, al menos en sentido figurado —me corrijo.
—Cierto —dice Lucio—. Esquivé una bala en lo que respecta
a Sonya. Se alió con los polacos por Dios sabe qué razón.
Pero, al final del día, sigue siendo la madre de Evie. Y eso
significa que siempre voy a estar relacionado con ella.
Esas palabras dan que pensar. Termino de limpiarle la herida y
bajo la mano.
Ahora soy yo la que está desesperada por cambiar de tema.
—¿Te duele? —pregunto.
—¿Si me duele qué? —pregunta con el ceño fruncido.
Me doy cuenta de que piensa que todavía estamos hablando de
Sonya. O quizá incluso de Evie.
—La herida, tonto.
—Oh. Está bien.
—Cierto, lo olvidé. Has tenido peores.
Casi sonríe. Casi.
Levanta la vista y nuestros ojos se encuentran. La química
entre nosotros es casi tangible. Tengo la sensación de que, si
alargara la mano e intentara tocarla, me electrocutaría.
Estamos muy cerca.
Me recuerda a la noche anterior, cuando hicimos el amor bajo
las estrellas. Me hormiguean los pezones al recordarlo.
Algo cambia. Se intensifica. Me inclino al mismo tiempo que
él…
Entonces, veo que algo pasa por sus ojos y su expresión
cambia. Se echa hacia atrás antes de que nuestros labios se
encuentren.
El cambio es tan rápido que me latiga.
—Deberías irte —dice bruscamente—. ¿No tienes que estar en
el ring esta noche?
—Oh. Sí.
Asiente. —Espero un informe cuando termines tu turno —me
dice. Su tono vuelve a ser formal.
Odio lo mucho que duele. Lo fría y sola que me hace sentir.
—De acuerdo —digo.
Entonces, me largo de allí antes de que pueda ver el dolor en
mi cara.
16
CHARLOTTE
MÁS TARDE ESA NOCHE - EL RING DE LUCHA POLACO

Los vestuarios para las chicas del ring son bastante elaborados.
Probablemente, para compensar los percheros de ropa que
adornan cada pared.
“Ropa” es un término relativo en este caso. “Lencería raída” se
acerca más a la verdad.
—¡Chica nueva! —chirría Roxy, haciéndome un gesto hacia
adelante—. Por aquí.
Dirige a las chicas del ring, así que todos la llaman “Madam”.
Puede que ya no sea una chica de ring, pero sigue vistiendo
como una.
Lleva un corpiño negro que le sube tanto las tetas que
prácticamente le tocan la barbilla. Su minifalda roja parece de
cuero de lejos, pero no de cerca.
Me escabullo hacia ella en vaqueros y sudadera. Ya noto el
calor de su mirada desaprobatoria.
—Ponte esto —dice, señalando un conjunto que obviamente
eligió ella misma.
Se me revuelve el estómago.
Es un sujetador rojo transparente, que apenas me cubre los
pezones. Va con una falda negra corta de un material vaporoso
que parece más un tutú que una prenda de vestir.
—¿Esto? —pregunto incrédula.
—¿No es eso lo que acabo de decir, mierda? —ladra—. Y
borra esa mirada de tu cara, Pequeña Señorita Superior. Ese
tipo de actitud no va a funcionar aquí.
—Lo siento —murmuro.
Conozco lo suficiente a Madam Roxy para saber que no es una
mujer con la que se pueda jugar.
—Sí, será mejor que lo sientas —suelta—. Este es un puto
buen trabajo. Hay docenas de chicas que matarían por este
puesto. Así que no la cagues.
—Sí, señora… eh, Madam.
Sonríe. No es amistosa, pero al menos es algo indulgente.
—Cámbiate, y asegúrate de maquillarte.
Se está alejando cuando se detiene de repente y se gira hacia
mí. —Pensándolo mejor, que Alexis te maquille.
Luego, se escapa a través de la cortina de cuentas.
Me quedo embobada tras ella.
—Oh, no te preocupes tanto. Soy muy buena maquillando.
Me vuelvo hacia la chica que habló. Alexis. La vi en el ring,
por supuesto, pero nunca hablé con ella.
Para ser justa, eso es un hecho con la mayoría de las chicas.
Ninguna se mostró demasiado dispuesta a conocerme. Hay un
ambiente muy cerrado entre las trabajadoras.
—Vístete primero —me dice Alexis—. Luego reúnete
conmigo en la estación de maquillaje.
Ya me siento como una corista de mala muerte y me dirijo a
uno de los vestuarios. Es una pequeña zona acordonada,
separada del resto de la sala por cortinas.
Me quito la ropa y me pongo el sujetador y la falda.
En cuanto salgo de detrás de la cortina, me veo en uno de los
espejos de pie que hay por toda la sala.
Estoy lo más cerca que puedes estar de estar desnuda sin que
te arresten por exhibicionismo.
Parezco un maniquí de sex shop. Totalmente expuesta. Culo
fuera, tetas fuera, vientre expuesto.
Que, supongo, es de lo que se trata.
Alexis me espera delante de una de las mesas de maquillaje.
Tiene un pequeño cofre abierto sobre la mesa. Está rebosante
de tubos, brochas y frascos de todo tipo de cosas que,
literalmente, no vi en mi vida. Como si alguien hubiera robado
un almacén de Revlon a punta de pistola.
—Eso es mucho maquillaje —comento.
—Créeme —dice con voz brusca pero no indiferente—,
querrás ponerte todo lo que puedas soportar. Piensa en ello
como pintura de guerra.
Me río. Pero no bromea.
Supongo que tiene razón. Que vean a la muñeca y no a la
persona real debajo. Hará más fácil que me traten como un
objeto sexual en vez de como un ser humano.
—Aquí —añade. Le da unas palmaditas al taburete de al lado.
Me hundo en el asiento con cautela y ella se pone a trabajar de
inmediato para aplicarme la base de maquillaje en la cara.
—Diez años después, sé un par de cosas sobre cómo lidiar con
las multitudes —comenta.
No puedo hacer muchas expresiones faciales sin arriesgarme a
que me apuñale el globo ocular. Así que me conformo con
levantar las cejas muy sutilmente.
—¿Diez años? Vaya.
No digo lo obvio: no parece lo bastante mayor para eso.
A decir verdad, no parece mucho mayor que yo. Debajo de
todo ese maquillaje que lleva, el brillo de su juventud sigue
siendo obvio.
Alexis debe notar mi confusión, porque se ríe entre dientes.
—Empecé aquí a los dieciséis años —explica—. Ahora tengo
veintiséis.
—Gracias por la lección de matemáticas —suelto. Entonces
me doy cuenta de que estoy hablando con una aliada.
No con Lucio.
No con una agente del FBI tratando de encerrarme.
Una amiga.
Puedo tomarme un puto calmante.
Pero Alexis no se inmuta lo más mínimo. Se ríe.
—¡La niña de los ojos de cachorrito tiene garras, después de
todo! —exclama—. Me gusta. Nos vamos a llevar muy bien.
Mis hombros se relajan ante su despreocupada amabilidad.
Hacía mucho tiempo que no conocía a alguien nuevo sin tener
que mantener la guardia alta.
Demasiado, demasiado tiempo.
—De todos modos, sí. Diez años aquí. El tiempo vuela cuando
te diviertes, ¿verdad?
Vuelve a sumergirse en el bolso para buscar un cepillo de
rímel. Aprovecho para mirar por encima del hombro en la
dirección en que se ha ido Madam Roxy.
—Sí —le contesto bromeando—, definitivamente parece un
verdadero placer estar con ella.
A Alexis le brillan los ojos. —¿Con quién, Agatha?
Me río a carcajadas. —De ninguna manera su verdadero
nombre es Agatha.
—Definitivamente sí —me dice Alexis con una sonrisa irónica
—. Empezamos más o menos al mismo tiempo. Ella es mayor,
así que le dieron el puesto de madame. No es que me queje.
No me gustaría hacer su trabajo.
—Ella como que tiene un don para eso, ¿no? —le digo.
Oigo la voz áspera de la mujer, que se filtra desde algún lugar
de la arena. Está regañando a otra chica por una infracción u
otra.
—Un talento natural —sonríe Alexis.
Empieza a empolvarme la cara. Ni siquiera me molesto en
mirar al espejo para ver qué está haciendo.
—¿Cómo es que te has quedado tanto tiempo? —pregunto—.
Diez años es…
—De locos. Lo sé —Alexis suspira—. Momento de demasiada
información: le gusté a uno de los subjefes. Estaba sirviendo
mesas en un barrio de mala muerte cuando llegó un día. Me
instaló en un bonito apartamento, me dio un trabajo aquí y…
no sé, resumiendo, esto se convirtió en mi vida. Le gusta decir
que me sacó de la cuneta.
La miro fijamente mientras me doy cuenta de lo que eso debe
haber significado para ella. La implicación de que un hombre
así se interesara por una chica como ella.
Especialmente siendo tan joven.
—Así que… básicamente…
—Me convirtió en su pequeño negocio paralelo —completa.
Se encoge de hombros con indiferencia, pero puedo jurar que
veo un destello de algo en sus ojos. Tristeza, tal vez. Cicatrices
que ha aprendido a ocultar bien.
—No es del todo malo, sin embargo. Los primeros años,
estaba casi obsesionado conmigo. A medida que fui creciendo,
se interesó menos. Pero todavía le gusta tenerme cerca. Ahora
solo me visita una o dos veces al mes.
—Alexis…
Sinceramente, no sé qué decirle.
Sonríe ante mi reacción. —No es tan malo, en serio. No hace
cosas raras, ni nada. Solo sexo normal. Le gustan las mujeres
jóvenes.
Le gustan las mujeres jóvenes.
Esas palabras me tocan la fibra sensible. Me recuerdan algo.
—¿Cómo se llama?
—Feliks —responde Alexis.
Me estremezco. Recuerdo a Feliks.
El gato gordo tomando el sol en el sofá durante mi “audición”.
El de los ojos de cerdito y los mechones de pelo gris.
Era el mayor de los tres subjefes polacos que conocí para
conseguir este trabajo. A punto de cumplir los setenta, si no
me falla la memoria.
Lo que significa que cuando su retorcida relación, si es que
puede llamarse relación, comenzó, él tenía más de sesenta
años y ella solo…
Me encojo interiormente.
—Cierra los ojos para mí, por favor —ordena Alexis—.
Vamos a probar con oscuro y sensual. A los hombres les
encanta esa mierda.
Hago lo que me dice, pero ya tengo preparada mi siguiente
pregunta.
—¿Puedes… puedes tener una vida fuera de él? —pregunto.
—Si te refieres a si puedo salir con otros hombres, la respuesta
es no. Soy suya. Incluso si decide ignorarme, sigue pagando
mi apartamento.
—¿Pero tiene otras mujeres?
—No se las puede llamar ‘mujeres’ —dice Alexis—. La
mayoría son menores de dieciocho años. Pero sí. Ha pasado
por docenas en el tiempo que llevamos juntos.
Me estremezco. —Eso es horrible.
Alexis no parece entender mi reacción.
—Los hombres son inútiles. El amor es una pérdida de tiempo.
Las mujeres rara vez sacan algo de él —dice con naturalidad
—. Y, para ser sincera, prefiero el dinero y la seguridad al sexo
y al amor.
Lo dice sin rodeos. Sin pelos en la lengua.
Me pregunto si lo dice en serio. Me pregunto si ayuda.
—En eso tienes razón —le doy la razón—. El amor es una
pérdida de tiempo.
—Hablas como alguien que ha ido a esa guerra.
—Varias veces.
Me gusta Alexis, pero no he olvidado por qué estoy aquí.
Es una gran fuente.
No solo tiene diez años de experiencia en el ring, sino también
el oído de uno de los subjefes más importantes de la mafia
polaca.
Puede que ya no esté en su cama todo el tiempo, eso no
significa que no confíe en ella.
Al menos, sobre cosas menores. El hecho de que su relación
haya durado diez años significa que, como mínimo, confía en
que ella no lo apuñalará por la espalda.
Así que, si consigo su confianza, estaré un paso más cerca de
conseguir información real.
Información importante.
Cosas que realmente podamos usar.
Pero ¿cómo puedo conseguir que confíe en mí?
Construir ese tipo de relación podría llevar semanas. Tal vez
meses. Y yo no tengo ese tiempo.
—¿Cómo conseguiste este trabajo? —pregunta Alexis.
Considero mi respuesta por un momento. Entonces me doy
cuenta de que, tal vez, para ganarme su confianza, tenga que
ofrecérsela a cambio.
Miro a mi alrededor antes de mirarla a ella. —Es una larga
historia.
—¿Oh? —Alexis sonríe—. Y claramente una jugosa.
Le devuelvo la sonrisa. Pero me aseguro de que parezca un
poco vacilante. Un poco cautelosa. Un poco insegura.
—No lo sé —respondo—. Pero definitivamente es
complicado.
—Las mejores historias siempre lo son, cariño.
—¿Puedo hacerte una pregunta… de chica del ring a chica del
ring?
Su sonrisa se ensancha un poco más. —Dispara.
Respiro hondo.
Aquí vamos.
—¿Sabes algo de una niña que se llevaron hace poco?
Alexis abre mucho los ojos. —¿Sabes lo de la chica Mazzeo?
—susurra.
Tengo su atención. Ahora tengo que mantenerla. Manipularla.
Darle lo suficiente para que me dé algo a cambio.
—Esa chica es la razón por la que estoy aquí —admito.
Vuelvo a mirar a mi alrededor como si estuviera buscando
fisgones.
—Mieeeeeeerda —respira.
—¿Sabes algo de ella?
—Feliks me la mencionó hace unas semanas —admite—. Dijo
que la niña es la clave para derribar el…
Se interrumpe a mitad de la frase, dándose cuenta de que
probablemente está hablando demasiado.
—Está bien, Alexis —le digo, fingiendo confianza—. “Estoy
en el plan para acabar con los italianos. La familia Mazzeo.
Deja la brocha y me escruta. —¿En serio?
Me inclino un poco. —¿Puedo confiar en que guardes un
secreto?
—Por supuesto.
—Estoy espiando a Lucio Mazzeo para los polacos —le digo
—. Fui yo quien les hizo saber de la existencia de la hija de
Mazzeo. Así supieron que debían llevársela.
Alexis me mira con los ojos muy abiertos. —Vaya. No te
ofendas, pero nunca habría adivinado que estabas tan metida.
—Nadie lo sabe —me encojo de hombros—. Probablemente
por eso me eligieron.
—Espera, ¿sospecha algo de ti? —pregunta Alexis con
urgencia.
Siento una punzada de culpabilidad por mentirle. Pero sé que
es necesario. Mis prioridades están claras.
Recuperar a Evie es lo único que importa ahora mismo.
—No, en absoluto —le digo—. Pero es bastante inflexible
sobre recuperarla. Y eso lo ha vuelto… difícil.
—¿Difícil?
—Me contrataron como niñera de la niña —le digo—. Pero
Lucio se interesó por mí.
Ella resopla: —Claro que sí.
—Por eso me mantuvo cerca incluso después de que se
llevaran a la chica —continúo—. Pero me ha estado acosando
más desde que se la llevaron. Supongo que es una forma de
liberar sus frustraciones contenidas.
—Mierda, cariño. ¿Es agresivo contigo? ¿Violento?
Se me retuerce el estómago. Pero esta vez, la culpa que siento
va más en dirección a Lucio. Odio inventar esta mierda sobre
él.
No es un hombre perfecto, ni mucho menos.
Pero sé que nunca forzaría a una mujer.
Tiene demasiado orgullo. Demasiado amor propio para caer
tan bajo.
Espero que entienda por qué tengo que hacer esto.
Dejo caer los ojos sobre mi regazo, como si recordara
pesadillas sufridas a manos de Lucio.
—Sí —digo con voz quebrada—. A veces. Y cada vez es peor.
—Cariño, eres increíblemente valiente —me consuela Alexis
—. No sé si yo sería capaz de soportarlo.
—Sé que los polacos me mantendrán a salvo —digo. Las
palabras saben tan amargas al salir—. Pero, a veces, tengo
miedo cuando estoy con él.
Eso, al menos, no es mentira.
Alexis se me queda mirando un momento.
Cuando se inclina, su espesa melena rubia forma una especie
de cortina a la izquierda de su cara. Yo también me inclino un
poco.
—Yo no me preocuparía demasiado —me dice. Su voz está
impregnada de la promesa de un secreto. De algo que está a
punto de revelar.
Un cambio de juego.
Frunzo el ceño. —¿Qué quieres decir?
Alexis mira a ambos lados de la habitación, buscando intrusos.
Siento que mi ritmo cardíaco aumenta un poco.
Tiene algo para mí.
Abre la boca para soltarlo…
Y, en ese preciso momento, irrumpen dos de las chicas
mayores del ring.
Pasan junto a nosotras y se dirigen al perchero de la esquina.
Alexis se aparta de mí inmediatamente y coge el pintalabios a
medio usar de su pequeño baúl.
Maldita sea.
Entonces, Madam Roxy asoma la cabeza por la puerta
principal. Sus ojos se clavan en mí.
—Hola, chica nueva —ladra—. Te quiero aquí en cinco.
—Casi he terminado con ella —responde Alexis.
Temo que el momento haya pasado, pero tampoco quiero
dejarlo pasar. En cuanto las chicas vuelven a hacen sus
piruetas para salir, agarro la muñeca de Alexis.
—¿Qué ibas a decir?
Duda un poco. No sabe si debe decírmelo.
—Por favor —susurro—. Por favor.
Suspira. —Solo sé que no tendrás que tratar con Lucio Mazzeo
por mucho más tiempo. No mucho.
Mi corazón se hunde un poco, pero hago todo lo posible para
que no se me caiga la cara de vergüenza.
Me siento allí, tratando de entrenarme para sonreír incluso
cuando siento ganas de gritar por dentro.
Todo el tiempo, Alexis aplica una generosa capa de pintalabios
sobre mi cara ya empapada.
—Ya está —dice, dando un paso atrás por fin—. Estás
perfecta.
Miro fijamente mi reflejo en el espejo. Parezco al menos cinco
años mayor.
Mis ojos están delineados con un toque de carbón y
manchados en los bordes. La oscuridad de mi maquillaje solo
acentúa el azul de mis ojos.
El pintalabios que eligió Alexis es oscuro. Ha optado por un
look de sirena sexy. Y es definitivamente efectivo.
Apenas reconozco a la mujer que me devuelve la mirada.
Pero, de nuevo, creo que esa es la cuestión.
—¿Lista, cariño? —pregunta Alexis, sacándome de mi
ensoñación—. A Roxy no le gusta pedir las cosas dos veces.
—Lista —confirmo—. Gracias, Alexis.
—Mis amigos me llaman Lexy —dice.
Amigos.
Siento una punzada de arrepentimiento. Ella y yo no podemos
ser amigas.
Estamos en bandos opuestos, aunque ella aún no lo sepa.
La amistad no se construye con mentiras.
Aprendí esa lección de la forma más dura posible.
—Nos vemos, Lexy —le digo.
Reconozco que empiezo a sonar mucho más convincente.
Recuerdo las palabras de Lucio de hace tanto tiempo.
Pensar rápido requiere práctica. El engaño también es una
habilidad.
Una que se me está dando muy, muy bien.
Me pongo en pie y camino con confianza hacia la puerta. Por
dentro, quiero gritar.
Pero no lo hago.
Entierro el grito en lo más profundo de mi pecho y me cubro
con una sonrisa falsa. Es fácil con la pintura de guerra puesta.
Salgo a la arena e inmediatamente siento los ojos de cientos de
hombres clavados en mí. Madam Roxy entra en mi campo de
visión.
—Hazlos felices —ordena.
Me trago la amarga réplica que me queda en la punta de la
lengua.
Es para lo único que he servido.
17
LUCIO
UNAS HORAS DESPUÉS-LA MANSIÓN MAZZEO

—¿Cómo se ve, doc? —pregunta Adriano, asomándose por


encima del hombro del Dr. Hellman para ver mi herida.
—Se está curando bien —responde Hellman. Tiene cara de
amargado, algo ligeramente preocupante.
Pero, por otra parte, siempre tiene una cara amarga.
Viene con el trabajo de ser médico de la mafia, supongo.
—Levanta el brazo para mí y gíralo lentamente —instruye
Hellman.
Hago lo que me dice.
—¿Algún dolor?
—Leve —digo.
—Bien —Hellman parece satisfecho—. Deberías estar
completamente curado en un par de semanas más.
—¿Semanas? —gimo.
Sigue siendo un gran progreso. Pero, dada la situación en la
que me encuentro actualmente, me parece demasiado tiempo.
Jodida Sonya.
Mi único consuelo es que no apuntó a matar.
—La herida está bien desinfectada —pronuncia Hellman—.
¿Lo hiciste tú mismo?
—No exactamente —admito.
—Hicieron un buen trabajo —vuelve a decir—. Muy
minucioso.
Me venda de nuevo y sale de mi despacho una vez que ha
recogido todo su material médico. Espero que Adriano siga al
doctor a la salida.
Pero, en lugar de eso, se queda quieto con los ojos clavados en
mí.
—¿Qué? —pregunto cuando no deja de mirar.
—¿Quién te limpió la herida? —pregunta con una sonrisa de
ya sé quién.
Pongo los ojos en blanco. —No te hagas el tierno —le digo—.
No te queda bien.
—Tonterías —responde él, ampliando su sonrisa—. Mi madre
siempre dice que soy muy guapo —se inclina hacia delante—.
Charlotte, ¿eh?
—Si lo sabías, ¿por qué preguntas?
—Por nada. ¿Disfrutaste de la piscina ayer?
—Ayer no usé la piscina —le digo impaciente, terminando de
ponerme la camisa—. ¿Por qué estás tan raro?
Adriano se ríe. —Según algunas de las grabaciones de
seguridad que tenemos, sí que usaste la piscina… y luego la
silla, y la puerta…
Ahora entiendo.
Las putas cámaras de seguridad.
Están en todas partes desde la emboscada polaca.
Especialmente en los exteriores.
Que. Me. Jodan.
Gruño. —¿Cuánto vieron los chicos?
—Bueno, está todo grabado —dice Adriano—. Por suerte,
estaba revisando las grabaciones, parte de mi control de
seguridad semanal, y me topé con ellas. Y, antes de que
preguntes, no, no lo vi entero. No soy un pervertido.
—¿No? Podrías haberme engañado.
Adriano ríe de buena gana. —Si yo fuera tú, estaría más
agradecido con el tipo que consiguió suprimir tu video sexual.
—No era un video sexual.
—Debería serlo. Sería jodidamente popular. Mucha intensité,
como dirían los franceses —aúlla como un lobo para dejar
claro su punto.
Entorno los ojos hacia él. —¿Pensé que no lo habías visto?
—Solo lo suficiente para asegurarme de que no había ninguna
amenaza para la Familia —dice con un brillo malvado en los
ojos—. Pero luego lo apagué. Palabra de explorador.
—Borra esa mierda del disco duro —ordeno—. Y bórrala
también de tu cerebro, maldito enfermo.
—Lo haré. ¿Seguro que no quieres verlo antes? —mueve una
ceja.
—No, stronzo, no quiero verlo primero. Solo borra la
grabación.
—Así será, jefe —dice. Sigue sonriéndome como un puto gato
de Cheshire.
Estiro un poco el brazo y abandono el escritorio para ir a la
silla frente a la chimenea. Adriano coge la que está justo al
lado de la mía.
—Así que, dejando de lado las juergas de piscina, ¿qué pasa
entre ustedes? —pregunta sin rodeos—. Lo último que supe es
que estabas muy molesto con ella.
No tiene mucho tacto, mi mejor amigo. Nunca lo tuvo. —Sigo
estándolo —respondo automáticamente.
Adriano levanta las cejas. —Oh. Que complicado.
Suspiro profundamente. —No tienes ni puta idea.
—No puedes resistirte, ¿verdad? —pregunta—. El jefe tiene
una fijación con la niñera.
Ojalá fuera así de sencillo. Así de claro.
Algo tan fácil de definir como “una fijación” sería igual de
fácil de controlar. De ignorar.
Lo que siento por Charlotte no es nada fácil.
Sin embargo, todo empezó así. Hace solo unos meses, no era
más que una simple niñera.
Mi hija se encariñó con ella.
Y yo confié en ella.
Confié en ella, joder.
—No sé cómo explicarlo, hombre —admito—. Sé que tengo
que mantenerme alejado de ella. Y entonces se acerca y olvido
todas las reglas que me he impuesto.
—Solo hay suficiente sangre para una cabeza a la vez,
¿verdad? —cacarea como un adolescente.
—Haces un trabajo excepcional expresándote con delicadeza
—refunfuño.
Se tranquiliza un poco. —Actúas como si esto fuera solo una
atracción.
—¿Qué otra cosa podría ser? —exijo.
Adriano se encoge de hombros. —Algo más fuerte.
Pongo los ojos en blanco. —No es un puto cuento de hadas,
hombre —señalo—. Ella no es una princesa y yo no soy un
príncipe.
Por alguna razón, Adriano lo encuentra divertidísimo. Echa la
cabeza hacia atrás y se ríe durante medio minuto.
Espero a que termine. —¿Listo?
—Perdona —resopla entre carcajadas—, es que estoy
pensando en ti… como un príncipe… con esas estúpidas
mallas… y la peluca rizada… Mierda, es demasiado
gracioso…
Se disuelve en otra carcajada.
—Que Dios me ayude —murmuro—. ¿Por qué demonios me
enredé en esta conversación?
Por fin, Adriano se relaja y se seca las lágrimas de risa de los
ojos. Se echa hacia atrás y levanta una pierna por encima del
reposabrazos para quedar frente a mí.
—Vale, así que tienes esta conexión ardiente con Charlotte. La
deseas. Ella claramente te desea —dice—. Entonces, ¿por qué
no ceder?
Levanto las cejas con incredulidad. —¿Has olvidado para
quién trabajaba?
—Intentó dejarlo, ¿no?
—¿Quién coño eres, su abogado defensor? —me quejo.
Sonríe, mi tono no le afecta. —Solo digo que quizá antes no
podías confiar en ella. Pero existe la posibilidad de que puedas
confiar en ella ahora. Está en la boca del lobo, bajo tus
órdenes. ¿Por qué arriesgarse así si no quiere hacer las paces?
Es una buena pregunta.
Pero no puedo permitirme ir allí. Si lo hiciera, y ella me
traicionara de nuevo… Tendría que hacer algo jodidamente
drástico.
—Y ella mató a esos dos bastardos polacos para proteger a
Evie. ¿Recuerdas?
—Claro que me acuerdo.
—¿Por qué hacer eso si no se preocupaba de verdad por tu
niña?
—No me lo dijo —digo, forzando las palabras—. Podría haber
venido a mí y decirme la verdad.
Adriano levanta las cejas. —No te ofendas, hermano. Pero no
eres el tipo más accesible.
—Estoy a punto de acceder a tu cara con mi puño ahora
mismo. ¿Qué tan accesible es eso?
Adriano solo me sonríe. —Justamente mi punto.
Pongo los ojos en blanco.
Pero no terminó. —¿Ha estado Charlotte en contacto con esa
amiguita suya…?
Frunzo el ceño. —¿Qué?
—Su amiga. Valerie o Vanessa o lo que sea —lo dice como si
fuera algo casual, sin importancia. Pero detecto un hilo de
interés genuino en alguna parte.
—Oh —digo—. Ella. La pequeña tonta que pensó que podía
sacar a Charlotte del apartamento sin que me diera cuenta.
—Sin duda no lo pensó bien —dice Adriano—. Pero también
fue un poco atrevido, ¿sabes?
—Valiente y estúpida —resoplo—. Parece ser el modus
operandi de la chica.
Adriano guarda silencio un momento. Los dos miramos las
llamas de la chimenea, parpadeando en silencio.
Entonces, se me ocurre algo. ¿Por qué mencionó a Vanessa?
—Espera. ¿Qué querías saber de ella?
—Solo si han estado en contacto —dice Adriano—. ¿Ha ido a
ver a Charlotte?
—No según mis grabaciones de seguridad. Ningún contacto
desde su fallida operación de rescate.
Ha pasado tanto que dejé pasar las pequeñas cosas.
No porque no me haya fijado en ellas, sino porque no tengo ni
el puto tiempo ni la energía.
—Aunque quizá tenga que charlar un poco con la chica —
reflexiono.
Adriano me mira con curiosidad. —¿Por qué?
—Quiero saber cómo averiguó dónde estaba Charlotte. Nadie
más sabía la ubicación de Charlotte excepto nuestros hombres.
—Está claro que tiene recursos —señala Adriano.
—Claramente —respondo—. Eso es menos que ideal.
—Debería haber hablado antes con la chica —digo—. Pero es
que no tengo el puto tiempo.
—Tienes razón —dice Adriano asintiendo—. Tienes otras
mierdas de las que ocuparte. Puedo hacer tiempo para hablar
con ella. Averiguar lo que sabe, si es que sabe algo.
Asiento distraídamente. —Sí… hazlo.
Mi cabeza rebota por las últimas semanas y me siento un poco
más erguido.
Quizá subestimar a Vanessa sea un error.
Quizá por eso me he perdido tantas cosas.
—¿Qué? —pregunta Adriano—. Conozco esa expresión. Estás
intentando descifrar algo.
El cabrón me conoce demasiado bien.
—Solo me pregunto si Vanessa sabe más de lo que parece —
digo—. Ella ciertamente supo cómo encontrar a Charlotte. ¿Y
si está más conectada de lo que pensamos?
Adriano frunce el ceño. —¿Crees que tiene lazos con los
polacos? —suena incrédulo.
—¿Por qué no? —pregunto—. Reclutan jóvenes. Y ella
ciertamente encajaría en su perfil.
—No lo creo —dice Adriano con desdén.
—¿Por qué no? —exijo.
—Es demasiado joven. Demasiado inexperta —intenta razonar
—. No se arriesgarían.
—No lo sé. Se me quedó grabado algo que dijo Kazimierz en
nuestra reunión…
—¿Eso de las serpientes en la hierba, o algo así? —pregunta
Adriano.
—Era como si intentara decirme algo.
—Intentaba meterse en tu cabeza, hombre —argumenta
Adriano con impaciencia.
—No, no es eso —replico—. Era más bien que me tenía manía
y quería que lo supiera.
—¿Quizá se refería a Charlotte? —ofrece Adriano—. O
Sonya, por lo que sabemos.
—Sí —concedo—. Probablemente sea eso.
—Escucha, no te culpo por estar alerta. En este mundo, la
traición es inevitable —dice Adriano.
La traición es inevitable. En eso tiene razón.
¿Debería haberlo visto venir con Charlotte?
¿Debería seguir esperándolo?
—De todos modos, basta de charla de negocios. ¿Quieres ir a
un club esta noche? —pregunta Adriano.
—No.
Sonríe. —¿Por Charlotte?
Lo fulmino con la mirada. —No seas idiota.
Aunque soy muy consciente de que no me acosté con ninguna
otra mujer desde que empecé a follarme a Charlotte.
¿Cuándo fue la última vez que me acosté exclusivamente con
una mujer?
No desde Sonya…
Y eso fue hace siete putos años.
—Tengo mierda que tratar aquí —le digo a Adriano—. Mierda
de Don.
—De acuerdo, entonces —responde con facilidad—. Llámame
si surge algo.
Asiento agradecido. —Mantén los ojos abiertos.
—Siempre lo hago —dice Adriano, guiñándome un ojo
mientras se pone en pie.
Justo antes de irse, se vuelve hacia mí.
—Ah, y escucha, Luc… —dice de repente, casi como una
ocurrencia tardía—. No te hará daño hacerle creer que confías
en ella. Aunque no lo hagas.
Enarco una ceja. —¿Oh?
—Si cree que confías en ella, quizá baje la guardia y se abra
un poco más a ti. O descubres que puedes confiar en ella y que
realmente te es leal. O te enteras de que ha sido convertida.
Obtendrás la verdad, de una forma u otra.
La verdad.
Quizá sea eso lo que más temo.
Adriano me da una palmada en el hombro al salir.
Entonces, la puerta se cierra y apoyo la cabeza en el respaldo.
Ha sido una noche infernal. Solo quiero que termine.
Sobre todo, porque sé que Charlotte volverá a su apartamento
en algún momento. Quizá incluso ahora.
Me pongo en pie y me dirijo al monitor de mi escritorio. Lo
enciendo y abro la transmisión en directo.
Es tarde, así que espero ver a Charlotte dormida o
preparándose para irse a la cama. Pero está en la cocina.
Cocinando todo lo que existe en el mundo, según parece.
Frunzo el ceño. Noto que es la primera vez que la veo cocinar
en mucho tiempo.
No escucho nada, pero está claro que tiene música de fondo.
Se balancea frente a la estufa, con el pelo castaño oscuro
revoloteando de un lado a otro. Parece más feliz de lo que la vi
en semanas.
Pero la cocina siempre hace eso por ella.
Nunca está más segura de sí misma, más en control o más
contenta que cuando está en la cocina, con un millón de cosas
chisporroteando, marinándose u horneándose a la vez.
Sé que debería apagar el monitor e irme a la cama. Pero no lo
hago.
Sigo mirando fijamente los monitores, mirando con hambre a
la tentación de cabello oscuro que parece que no puedo
quitarme de la cabeza.
Parece tan lejos de mí, ahora mismo.
Y tampoco hablo en términos de distancia física.
Parece que todo lo que he llegado a considerar importante está
fuera de mi alcance.
Charlotte.
La venganza.
Evie.
Incluso pensar en el nombre de mi hija me produce una oleada
de rabia.
Excepto que la rabia esconde una emoción más profunda, que
se niega a mostrar su rostro por completo.
Una más dolorosa. Una que no puedo procesar
completamente.
Así que la suprimo bajo las emociones que estoy mejor
equipado para manejar.
Sé qué hacer con la rabia. Puedo canalizarla hacia algo útil.
Puedo hacer que trabaje para mí y no al revés.
¿Las otras cosas? No tanto.
En la pantalla, Charlotte da vueltas en medio de su pequeña
cocina. Casi vuelca la sartén, pero consigue cogerla a tiempo,
con una floritura dramática y una reverencia.
Si fuera capaz de reír esta noche, lo haría.
No para de bailar. Sigue moviéndose, moviendo las caderas y
el pelo y pronunciando la letra en silencio.
Lleva unos shorts diminutos y una camiseta demasiado grande
que parece tragársela entera.
Parece un maldito sueño húmedo. Uno hecho a mi medida.
En cuestión de segundos, estoy empalmado. Y nunca he sido
más consciente de mi soledad.
Quizá un club habría sido lo mejor para mí esta noche.
Necesito con urgencia liberar algo de la tensión acumulada
dentro mío.
Pero ya sé que el sexo con otra mujer solo me dejará
insatisfecho y frustrado. Hay una sola como ella.
Entonces, ¿para qué molestarse con nadie más?
—Che cazzo —gruño en italiano mientras apago los
monitores.
Mi polla sigue dura, pero la ignoro. Ni haciéndome una paja
haría mella en lo que me consume. No después de haber tenido
la cosa real tan recientemente.
No después de tener su coñito apretado en mi polla,
ordeñándome y gimiendo como música en mi oído. Una
canción del pecado para mí, y solo para mí.
En lugar de eso, me levanto y me sirvo un trago.
Me lo bebo y rezo para que me quite la lujuria.
Mientras lo hago, me recuerdo algo: Charlotte es solo una
droga.
Y yo soy más fuerte que cualquier droga.
Pero, por si acaso…
Me sirvo otra copa.
18
CHARLOTTE
LA NOCHE SIGUIENTE - APARTAMENTO DE CHARLOTTE

—El coche estará allí en quince minutos.


Al principio, no respondo. Todavía me sorprende que Lucio
me haya citado en casa.
—Espera, espera —digo al teléfono rápidamente—. ¿Quince
minutos?
—Sí.
La línea se corta antes de que pueda hacer más preguntas.
Cielos.
Miro mi sudadera desgastada y mi camiseta de tirantes fina.
Definitivamente, tengo que cambiarme antes de que llegue mi
transporte.
Pero ¿qué me pongo?
Me dirijo a mi habitación y empiezo a rebuscar entre mi ropa.
Me llama la atención un vestido negro de tirantes finos, pero
me detengo justo a tiempo. Esto no es una puta cita.
Si Lucio quiere hablar conmigo, desde luego no será sobre
nuestra relación, si es que puede llamarse así.
Elijo unos vaqueros ajustados y un jersey fino de algodón sin
hombros. Luego, me paro frente al espejo del baño y miro
fijamente mi reflejo.
Me veo bien. Pero no exagerada. Casual. Despreocupada.
De eso se trata.
Resisto el impulso de maquillarme y vuelvo al salón en el
mismo momento en que suena el timbre de mi puerta.
Respiro hondo, cojo mi bolso y salgo.
No reconozco al conductor que vino a recogerme. Me hace un
gesto brusco con la cabeza y se asegura de que me acomodo
en el asiento trasero antes de subir.
No puedo evitar preguntar. —¿Sabes si Lucio… si, uh, el Sr.
Mazzeo está en el complejo?
—No, señora —responde, con más educación de la que
espero.
Genial. Más putas sorpresas.
Al hombre le encantan sus juegos mentales.

C UANDO LLEGAMOS AL RECINTO , Enzo está en la entrada de la


mansión esperándome. Parece sombrío.
Al menos, eso creo. ¿Me lo estoy imaginando? ¿Los juegos
mentales de Lucio ya me están afectando?
Mi corazón se tambalea un poco cuando el pánico anula mi
sensación de calma.
—Enzo, ¿está todo bien? —le pregunto—. ¿Pasó algo? ¿Es
Evie… ha…?
—Eh, eh, Charlotte —me insta Enzo, acercándose y
agarrándome por los hombros—. Cálmate. Respira.
Mi respiración se entrecorta.
—Es que no esperaba que me llamaran hoy —confieso—. No
estaba segura de si algo iba mal o… ¿está Lucio aquí?
Enzo sacude la cabeza. —Lucio está fuera. Lo ha estado todo
el día.
—Oh.
La decepción que se apodera de mí es tan aguda que realmente
la siento. Como una réplica inoportuna.
—Entonces ¿por qué estoy aquí? —digo cuando he recuperado
la cordura.
Enzo sonríe. —Acompáñame.
Aparto la decepción y lo sigo al interior de la casa.
—No vas a matarme, ¿verdad? —pregunto con cautela.
Se ríe entre dientes. —Hoy no.
—¿Hoy no? —repito—. Vaya, gracias.
—No te preocupes. Es una sorpresa agradable.
—¿Me vas a dar una sorpresa?
—Eso parece.
—¿De… quién? —pregunto con cautela.
—¿De quién crees?
—Oh, Dios —gimo—. Vas a matarme, ¿verdad?
Se ríe por lo bajo mientras me lleva a la cocina.
Veo a un hombre de pie, de espaldas a nosotros cerca del
lavabo. A medida que nos acercamos a las puertas de cristal,
me doy cuenta de que me resulta muy familiar.
Oh. Dios. Dios.
—¿Es Edmund Santiago? —le susurro a Enzo.
—Sí.
—Pregunta de seguimiento: ¿Qué demonios está haciendo
aquí?
Antes de que pueda responder, el chef Santiago se vuelve y me
ve.
—Ah, por fin ha llegado mi alumna —anuncia, levantando las
manos con entusiasmo.
Alumna.
Espera, ¿qué?
—Chef Santiago —digo, dando un paso adelante con cautela
para estrechar la mano que me ofrece—. Es tan agradable
volver a verlo.
—Lo mismo digo, Sra. Dunn.
—Por favor, solo Charlotte, ¿recuerda?
—Bueno, entonces insisto en que me llames Edmund.
Sonrío y asiento con la cabeza. —Edmund. De acuerdo.
Me vuelvo para mirar a Enzo, pero ya ha desaparecido.
Tragando saliva, vuelvo a mirar a Edmund.
—Esto es una sorpresa —le digo—. No estoy totalmente
segura de lo que está pasando.
Sonríe. —Bueno, Lucio me contó lo apasionada que eres con
la comida. La última vez que nos vimos, admiró mucho tus
instintos naturales. Y pensó que te gustaría una lección
personal de este servidor sobre cómo refinar esos dones en
algo especial.
Por un momento, me quedo absolutamente sin palabras.
¿Lucio organizó esto para mí?
Es increíblemente dulce. Por no hablar de que es un gran
cambio en el intercambio antagonista en el que hemos estado
envueltos en las últimas semanas.
Es tan diferente que no me fío.
¿Cuál es el truco?
—Lucio organizó esto —repito tontamente—. ¿Estás seguro?
—Por supuesto que estoy seguro —responde Edmund—. Me
llamó personalmente.
Lo miro boquiabierta.
—Pareces agitada, Charlotte.
Me río torpemente. —Estoy aturdida —admito—. La verdad
es que no me lo esperaba.
—Bueno, cuanto más tardes en procesar esto, menos tiempo
tendremos para cocinar —señala—. Y mi tiempo es precioso,
querida.
Eso me saca de mis pensamientos.
—Por supuesto, Chef —tartamudeo—. Es un honor ser su
estudiante por hoy.
—Excelente —dice, dando una palmada—. Pensé que
podríamos probar un buen pâté en croûte de pato.
Abro mucho los ojos. —Eso suena increíble. Y complicado.
Sonríe perversamente. —Nada de eso —dice con un gesto de
la mano—. Solo tenemos que preparar una masa de hojaldre
casera, cuanto más hojaldrada mejor, y acompañarla con una
sabrosa gelée. Tal vez, si tenemos tiempo, podemos hacer un
jus para acompañar también.
Me trago los nervios y me concentro en la emoción.
—Soy un libro en blanco, sensei.
Parpadea, confundido. —¿Qué?
—Lista para aprender —rectifico mientras un rubor
avergonzado sube a mis mejillas.
—Ah. Eso lo entiendo —me guiña un ojo—. Tu delantal está
allí.
Me apresuro a cogerlo. En cuanto me lo pongo, Edmund me
encarga algunas tareas de preparación, mientras él se sirve una
generosa copa de vino.
—Te ofrecería un poco, pero pareces demasiado joven.
Me río a carcajadas. —Tengo veintiuno, en realidad.
—Nada de vino para ti en ninguno de los casos. Los novatos
permanecen sobrios. Solo los profesionales pueden beber y
cocinar.
—Me parece justo —digo—. No soy mucho de beber, de todos
modos.
—Eso es bueno para la cabeza. Quizá no para el corazón. Pero
cada loco con su tema —alza su copa y brinda en mi honor.
Solo me río vertiginosamente, todavía asombrada de que vaya
a hacer una comida con Edmund Santiago.
Después de meter la pata hasta el fondo la última vez, estaba
segura de que no volvería a tener una oportunidad como esta.
El mero recuerdo de la debacle anterior me vuelve a enrojecer
la cara. Qué desastre más absoluto.
—¿Edmund? —digo con voz finita.
—¿Sí, querida? —pregunta—. Pica esas cebollas más
pequeñas.
—Solo quiero disculparme contigo por lo de la última vez.
Me mira con el ceño fruncido, como si realmente no supiera
de qué le estoy hablando. —¿La última vez?
—Viniste a cenar —le recuerdo—. Y yo cociné.
—No lo entiendo —dice—. Pareces insinuar que algo salió
mal.
—Bueno, la comida que te preparé —digo, sintiendo un
escalofrío en la garganta al forzar las palabras—. No estaba
muy buena.
Ladea la cabeza y me mira divertido. —¿Ah, sí?
Dudo un momento. —Um, bueno, hubo problemas con cada
plato…
—Charlotte —interrumpe—, ¿has ido alguna vez a la escuela
culinaria?
—Eh, no.
—¿A la escuela de pastelería?
—No.
—¿Has trabajado en un restaurante profesional?
—No.
—¿Una cafetería?
—No.
—No —repite con rotundidad—. En otras palabras, eres una
aficionada sin verdadera educación ni experiencia. Tienes que
dejar de ser tan dura contigo misma.
Por alguna razón, sus palabras no me hacen sentir mejor.
—Pero pensé que mis instintos eran mejores —protesto—.
Deberían haber sido mejores.
—Tu comida estuvo bien —dice con firmeza—. No fue
perfecta. No estaba exenta de defectos. Le faltaba delicadeza
en ciertas áreas. Pero, en general, había talento en bruto allí. Y
un instinto para el sabor que es raro.
Eso sí que me hace sentir mejor.
Aunque todavía no estoy segura de hasta qué punto me lo
creo.
—¿En serio?
—De verdad —confirma—. Cocinar es un arte. Tanto como
pintar, cantar o bailar. Algunas personas nacen con talento.
Pero incluso esos afortunados tienen que trabajar para
construir sobre esa base. Hay que practicar. Hay que trabajar.
Lleva tiempo perfeccionarlo.
—Bien. Sí, claro. Por supuesto. Ya lo sé —corto con gusto. El
cuchillo choca con la tabla de cortar con un shiiiink
satisfactorio, una y otra vez.
Y, poco a poco, mi ansiedad está volviendo a niveles normales.
—¿Lo sabes? —pregunta con una ceja levantada—. Porque
parece que quieres ser perfecta desde el… cómo se dice… el
principio.
Me muerdo el labio inferior e intento no arrancarme la punta
del dedo.
—Pareces poco convencido.
—No, no —me apresuro. Alzo la vista y veo que se ríe de mí
—. Vale —admito—, quizá un poco.
—Tengo tres estrellas Michelin y seis restaurantes en cuatro
continentes, mi amor —dice Edmund con un generoso guiño
—. Y todavía quemo las tostadas algunas mañanas. Suelo salar
demasiado. Mi pescado sigue teniendo espinas de vez en
cuando. La perfección es un espejismo inalcanzable, cariño —
chasquea los dedos y me señala—. Escucha y pica al mismo
tiempo.
—Lo siento —me sonrojo y vuelvo a mi tarea—. Esa fue
tremenda charla motivacional.
—¡Bah! —rechaza—. Yo no doy charlas motivacionales.
Enseño de la vida. Ahora, ven aquí. Te enseñaré a preparar el
pato.

L AS HORAS SIGUIENTES PASAN VOLANDO . Me enseña muchas


técnicas diferentes, muchos atajos y trucos que nunca habría
aprendido en un libro o canal de cocina.
También me hace darme cuenta de lo mucho que me queda por
aprender. El instinto solo puede llevarte hasta cierto punto.
Para llegar hasta el final hay que estudiar.
Vuelven a pasar por mi cabeza las palabras de Lucio, que no
vienen a cuento de absolutamente nada.
El engaño también es una habilidad.
Me estremezco y vuelvo a concentrarme en el presente.
—¿Qué es lo que más te gusta hacer? —pregunto una vez que
el pato está envuelto en la masa y metido en el horno.
Edmund levanta su segunda copa de vino y bebe un sorbo. —
Eso es fácil —dice—. Pan tostado con queso.
Lo miro fijamente antes de echarme a reír. Estoy esperando el
remate del chiste.
Pero no llega.
—Estás bromeando, ¿verdad?
—Un chef nunca bromea —dice sombríamente. Luego, vuelve
a guiñar un ojo.
—¿Cómo es esa tu respuesta? —pregunto—. El tostado con
queso es la cosa más sencilla de hacer del mundo.
—Y sin embargo, es delicioso —dice—. ¿No es hermoso?
—Yo… eso creo —digo insegura.
Su sonrisa se amplía. —Charlotte, ¿quieres saber la verdadera
razón por la que me encanta hacer ese platillo?
—Por favor.
—Porque es lo que solía hacer para mis hijos todos los fines
de semana que estaban conmigo —dice en voz baja.
Sus ojos se suavizan notablemente cuando habla de sus hijos.
—Hattie y Sam —me dice—. Después de que su madre y yo
nos divorciáramos, los tenía dos veces al mes durante todo un
fin de semana. Se despertaban tarde y hambrientos. La forma
más rápida de hacerlos sonreír era prepararles pan tostado con
queso. Nos sentábamos a desayunar y comíamos juntos,
intercambiábamos historias y contábamos chistes. Ahora,
Hattie tiene veinticuatro años y Sam veintiséis. Pero esos
siguen siendo mis mejores recuerdos de ellos.
Mientras me cuenta la historia, puedo ver la escena en mi
cabeza.
Un Edmund más joven, quizá con la cabeza llena de pelo.
Sentado con dos niños alrededor de la mesa. Cada uno de ellos
agarrando su pan tostado rezumantes de queso y riendo al sol
de la mañana.
Lo que habría dado por tener una mañana así de pequeña.
—No hay mayor gesto de amor que cocinar para la gente que
amas —me dice Edmund con la certeza de la sabiduría.
Resoplo. —Entonces no me extraña que mi madre nunca me
hiciera una comida casera.
—¿Es así? —pregunta Edmund de repente.
Me sonrojo de vergüenza. —Lo siento. No sé de dónde ha
salido eso. Parece que últimamente le hablo de ella a todo el
mundo.
—No lo sientas —responde Edmund con firmeza—. No todo
el mundo tiene padres que cocinen para ellos. O que cuiden de
ellos. Yo no los tuve. Por eso estaba tan decidido a estar ahí
para mis hijos.
—¿Cómo era tu madre? —pregunto, desesperada por desviar
la atención de mí.
—Era una auténtica zorra —se ríe—. Me perseguía por la
mesa con una sartén cuando se ponía de mal humor. No era
buena cocinera. Mi padre tampoco. Me alegro de que ninguno
de los dos pueda atribuirse el mérito.
Hay una gran calidez en él. Es claramente un hombre que ya
no huye de sus demonios.
De hecho, se dio vuelta, los invitó a entrar y les preparó una
abundante comida.
Y liberó su alma.
El olor del pato asándose llena la cocina. Es sabroso y
penetrante.
Yo hice esto. Debería estar orgullosa de mí misma. Debería
estar feliz.
Pero no lo estoy.
No del todo, al menos.
Todavía falta una parte de mí. Insatisfecha.
Sin un ser querido aquí, la cocina no es más que una
habitación de una casa donde se hace la comida. No hay magia
en el lugar en sí.
La magia se fue con Evie.
Tengo que recuperarla.
19
LUCIO
UNA HORA DESPUÉS - DESPACHO DE LUCIO

Son cerca de las nueve cuando escucho un débil golpe en la


puerta. Más un ruido sordo que un golpe, en realidad.
Frunzo el ceño. —Entra.
—Necesito ayuda.
Frunzo el ceño.
¿Charlotte?
Hoy es el día en que quedé con Edmund Santiago para que
venga a enseñarle algunas cosas en la cocina. Fue una decisión
espontánea. Una de la que espero no arrepentirme.
Me levanto y me dirijo a la puerta.
Cuando la abro, Charlotte está de pie al otro lado, con una
enorme bandeja entre las manos. En el centro, una campana de
plata oculta el contenido del gran plato blanco debajo.
Hay una pequeña cesta de pan fresco a un lado, con unas
palmaditas de mantequilla de hierbas.
—¿Qué es esto? —pregunto.
Me ofrece una sonrisa cautelosa y tentativa.
Le pasa algo. Me doy cuenta por el ceño fruncido. Se le nota
hasta en la sonrisa. Pero decido que no me corresponde
preguntar.
—Bueno, es la cena —responde ella—. Edmund acaba de
volver a casa y pensé que tendrías hambre —su voz se eleva
en algo parecido a una pregunta al final.
—No tengo hambre —respondo secamente—. Cené temprano.
—Oh —dice ella. Su cara decae al instante—. Bueno, está
bien entonces —se da vuelta lentamente—. Llevaré esto a la
cocina. Solo… quería mostrarte lo que aprendí hoy.
Mierda.
—Charlotte —la paro en seco—. Espera. Ahora que lo pienso,
comí hace mucho tiempo. Definitivamente puedo volver a
comer.
Ella sonríe. —Genial.
Entra en la habitación y deja la bandeja sobre mi mesa. En
cuanto me siento frente a la mesa, quita el pañuelo con una
sonrisa orgullosa.
—¿Y? —pregunta. No hay duda del orgullo en su voz—. ¿Qué
te parece?
Definitivamente se ve delicioso.
Y además huele de maravilla.
Jugosa y suculenta carne envuelta en masa hojaldrada y
aderezada con un espeso jugo. Acompañado de crujientes
tubérculos carbonizados.
—¿Qué es? —pregunto.
—Pâté en croûte de pato.
—Whoa… suena elegante.
Su sonrisa es brillante. Detrás de sus ojos, brilla una luz que
hacía tiempo que no veía.
Me encanta haberle dado eso. Era el objetivo de esta pequeña
aventura con el Chef Santiago.
—De todos modos, puedes decirme lo que piensas más tarde
—dice.
Se dispone a marcharse.
Y debería dejarla hacerlo, ¿no?
Sé lo que me hace. Lo que siempre me hace. Y, cuanto más
tiempo la dejo estar a mi alrededor, peor es el efecto.
Pero la idea de que se vaya me revuelve el estómago.
—¡Charlotte! —suelto antes de poder contenerme.
—¿Sí?
—¿Por qué no te sientas? —le digo—. Hay demasiado aquí
para una sola persona. Podemos compartir.
La sorpresa aparece en sus ojos, pero la disimula rápido. —No
hace falta —murmura—. Sé que estás ocupado y…
—Charlotte. Siéntate.
Su vacilante sonrisa recobra fuerza. —Vale —susurra en voz
baja y entrecortada.
Se posa con elegancia en el asiento de enfrente. Su sonrisa de
emoción no pasa desapercibida.
—Puedes hacer los honores —dice—. Intentaré no quedarme
mirando cuando des el primer mordisco.
No puedo evitar que se me escape una pequeña sonrisa
mientras corto el hojaldre. Me llega el olor. Picante y
condimentado, con un fondo suave y mantecoso.
Me lo meto en la boca y dejo que los sabores golpeen mi
lengua.
Dios mío.
No me quita los ojos de encima en todo el rato.
Solo cuando mastico y trago puedo por fin volver a hablar.
—Por el amor de Dios… —gruño.
Charlotte me mira con ojos de ciervo encandilado. Al borde de
su asiento. Prácticamente puedo oír los latidos de su corazón
agitándose ansiosamente.
Hasta que termino: —…Es increíble.
Sus ojos se desorbitan al darse cuenta de que me encanta. —
¿En serio? —exclama—. ¿Te gustó?
—Es el mejor puto bocado de comida que probé en mi vida —
digo solemnemente. Y lo digo en serio.
Suspira aliviada y vuelve a acomodarse en su asiento.
Le apunto el tenedor acusadoramente. —Sabes muy bien que
esto está delicioso.
—Esperaba que lo estuviera. Pensé que podría estarlo. Pero
nunca sabes si tu juicio es acertado.
—¿Y el de Santiago?
Agita la mano. —Ahora le gusto. Su opinión no es objetiva.
Sonrío. —Ahora le gustas, ¿eh?
La sonrisa de Charlotte se cohíbe. Se encoge de hombros. —
Tuvimos una buena conversación. Llegamos a conocernos un
poco mientras cocinábamos —dice—. Fue una velada
increíble.
Doy otro bocado, degustando realmente cada uno de los
sabores. Sedoso, terroso, cálido. No puedo evitar cerrar los
ojos y dejar que el sabor se cocine a fuego lento en mi lengua.
—¿Pato? —pregunto.
—Ujum. Cuaa cuaa.
—Esto sí que está bueno —suspiro, dando buena cuenta de la
comida que tengo delante—. Demasiado para no tener hambre.
Sonríe, claramente emocionada por lo mucho que me gusta su
comida.
—¿Dije que compartiríamos? —pregunto después de un
momento.
Se ríe. —Puedes acabártelo todo —dice—. Ya lo probé antes.
—Puedo ofrecerte el último bocado —digo amablemente,
atravesando un trozo de hojaldre y pato y ofreciéndoselo.
Mira el tenedor que le tiendo.
Su vacilación dura solo un instante antes de inclinarse, con la
boca abierta. Sus labios se cierran alrededor del tenedor.
Y, por el amor de Dios, mi puta polla se estremece.
Al instante, el ambiente de la sala cambia. Como si alguien
hubiera succionado todo el oxígeno.
Está tenso. Crepitante. Vivo.
Hay algo tan íntimo en este gesto.
Se aparta y traga. Se lame los labios. Observo cada
movimiento, mi cuerpo hormiguea de pies a cabeza.
¿De dónde demonios ha salido eso?
Puedo sentir cómo el aire entre nosotros se empieza a doblar,
se retuerce. Un recordatorio de que, a pesar de la tregua en la
que parecemos estar inmersos, nada se ha resuelto en realidad.
Hay tantas cosas que aún no se han resuelto.
—¿Lucio?
Sus ojos se dirigen a los míos. Su mirada es directa.
—¿Sí?
—Gracias —susurra con fervor—. Gracias por lo de hoy. Ha
sido… Ha sido todo.
Me doy cuenta de lo mucho que le importa.
Pero rechazo su gratitud como si no significara nada para mí.
—No, en serio —continúa—. Significó tanto para mí que tú…
—Charlotte —interrumpo—. Ni lo menciones.
Se detiene en seco, claramente sorprendida por mi tono. Su
expresión vuelve a ser de cautela, como si ya no estuviera
segura de con quién está hablando.
—Escucha, Lucio, hay algo que quería decirte.
Espero en silencio a que continúe, con las manos en el regazo.
—Me hice amiga de esta chica del ring. Se llama Lexy.
Resulta que es la amante de Feliks.
—¿Feliks? —repito—. Es uno de los subjefes de Kazimierz,
¿verdad?
—Así es —confirma Charlotte—. Al parecer, le habló a Lexy
de Evie.
—¿Qué le dijo? —suelto—. ¿Dónde está?
Charlotte sacude la cabeza con tristeza. —Nada que delate su
ubicación —dice Charlotte, demorándose un poco—. Pero
creo que hay algo entre manos… que te involucra.
Frunzo el ceño.
—Creo que están planeando darte un golpe —me dice con
verdadera preocupación escrita en la cara—. Pronto.
Maldita sea.
Me desplomo en mi asiento, rebosante de decepción. No me
molesto en ocultárselo.
—¿Eso es todo? —pregunto vacuamente.
Se queda un poco con la boca abierta.
—Lucio —dice con urgencia—. ¿No lo entiendes? Intentarán
matarte pronto.
—Ya te escuché —respondo—. ¿Y qué más hay de nuevo?
—Lucio…
—Charlotte —la interrumpo—. Soy el jefe de la mafia más
poderosa de la ciudad. Los hombres han estado intentando
matarme desde el segundo en que tomé el poder. Eso nunca
cambiará. Los polacos son los últimos en intentarlo.
Me mira boquiabierta, totalmente muda durante un largo
momento.
Luego, traga saliva y lo intenta de todos modos. —¡Tu vida
está en peligro! —chilla—. Emboscaron este recinto una vez.
La próxima vez que lo hagan, podrían matarte.
—Es poco probable —suspiro—. Pero desde luego son
bienvenidos a intentarlo.
Se vuelve a sentar en su asiento y se me queda mirando un
momento. —¿Esperabas histrionismo de mí? ¿Te he
decepcionado con mi reacción?
Sé que estoy siendo cruel. Insensible.
Solo se preocupa por mí. O eso parece.
Pero no puedo evitar que las palabras suban a mis labios como
veneno.
—¿No vas a hacer nada al respecto? —su voz es diminuta.
—¿Qué quieres que haga?
—¡No lo sé! —exclama, levantando las manos en señal de
frustración—. ¡Consigue más seguridad! ¡Contrata a un
guardaespaldas! ¡Lleva un arma encima! Huye.
Enumero cada sugerencia con los dedos. —Ya tengo seguridad
las 24 horas en este recinto. Llevo un arma en todo momento.
Soy más peligroso que cualquier guardaespaldas que pudiera
contratar. Y no, no voy a huir. Eso hacen los cobardes.
—Eso es una cuestión de opinión —responde. En sus ojos
vuelve a brillar el resplandor familiar.
—La bueno es que aquí mi opinión es la única que importa.
Se nota que está enojada.
Hace unos meses, podría haberme reñido. Podría haberme
empujado y gritado para intentar salirse con la suya.
Ahora, sin embargo, veo que algo diferente se apodera de ella.
Algo un poco más acerado. Un poco más de madurez, tal vez.
Luego, respira hondo.
—Puedes ser fuerte y poderoso, Lucio. Puede que tengas un
ejército a tus espaldas y una cámara acorazada de armas en tu
sótano —dice al fin—. Pero eso no te hace invencible.
—Nunca dije que lo hiciera.
—Entonces, ¿cómo puedes ser tan indiferente acerca de esto?
Sus ojos están abiertos y expectantes.
—Porque no me preocupa morir —le digo.
Pausa.
Silencio.
Incredulidad.
Me mira como si hablara un idioma extranjero.
—¿Hablas en serio?
Me encojo de hombros. —Sé lo que significa esta vida —le
digo—. Sé cómo es probable que termine.
Sacude la cabeza, como si eso descartara la verdad de lo que
digo. De lo que acepté hace mucho tiempo. —No es posible
que seas tan pesimista.
—No pesimista. Solo realista.
—Tienes una hija —escupe como una acusación.
—No —le espeto—. Tuve una hija. Ahora ya no está.
—Vamos a recuperarla —susurra con fiereza.
Me inclino hacia delante y golpeo la mesa con las manos. Los
cubiertos y los platos traquetean. —¿Y si no quiere volver? ¿Y
si quiere a su madre? ¿Y si no soy lo bastante bueno para ella?
Creí que el silencio anterior era difícil.
El silencio que sigue es diez veces peor.
No sé de dónde salió.
En realidad, no es cierto. Sé muy bien de dónde salió: de mis
pesadillas.
Desde el día en que Sonya me arrebató a Evie, sueño lo mismo
cada noche.
Mi hija y yo de pie en un pasillo.
La busco. La llamo para que venga a mí.
Y, cada vez, me mira a los ojos…
Luego se da vuelta y camina en la otra dirección.
Lejos de mí.
Entre las sombras.
Me despierto sudando frío de madrugada y me siento como si
Sonya me hubiera disparado de nuevo.
Así que quizá no sea tan exagerado que por fin ponga ese
miedo en palabras. Era solo cuestión de tiempo.
—Eres mejor para ella que Sonya —dice Charlotte con
confianza—. Eres su padre. Te preocupas por ella por lo que
es, no por lo que puede hacer como peón a tu disposición.
Levanto una ceja. —¿Ah, sí? —pregunto—. ¿Cómo lo sabes?
—Vamos —dice Charlotte apasionadamente—. ¡Sonya
abandonó a su propia hija en manos de extraños! Extraños que
la trajeron aquí y la dejaron fuera de tus puertas. Dejó que
Evie creyera que estaba muerta. ¿Y luego aparece de repente,
te apunta con una pistola y se la lleva?
Sus ojos azules no paran de brillar. Se inclina hacia delante y
me coge las manos.
—No actúa como una madre. Está actuando como una
jugadora de ajedrez, barajando las vidas de otras personas
según su conveniencia. Ella tiene una estrategia, Lucio. Y
nada en esa estrategia sugiere que esté haciendo lo mejor para
Evie.
Nunca la había visto tan decidida.
Tan indignada.
Tan vehemente.
Y me está excitando.
—Si alguna vez la conozco —añade Charlotte—, le daré un
puñetazo en la puta cara.
No puedo evitar la sonrisa que se dibuja en mis labios.
Y no puedo negar que las palabras de Charlotte contribuyen en
gran medida a alejar los demonios de mis pesadillas.
—Me gustaría verlo —admito.
—Quizá algún día lo hagas —se burla.
La energía entre nosotros cobra más vida al mirarnos.
Lo único que quiero es desnudarla y follármela con todo lo
que tengo. Decir con mi cuerpo lo que no sé expresar con
palabras.
Mis músculos se contraen de deseo.
Ya puedo verlo desarrollarse ante mis ojos.
Ya puedo oír sus gemidos.
Ya puedo sentir cómo su coño se aprieta alrededor de mi polla.
Mierda.
Cada vez que creo haber controlado mi deseo por ella, va y
dice algo que refuerza mi atracción.
—Eres un padre increíble, Lucio —sigue—. Diste un paso al
frente aunque no estabas preparado. Cuidaste de esa niña
cuando Sonya se negó a hacerlo. Te enamoraste de ella. Y sé
que ella también se enamoró de ti.
Me levanto de mi asiento y me dirijo a la ventana.
Esta conversación se volvió más pesada de lo que pretendía.
No tengo energía para lidiar con ello ahora mismo.
Especialmente cuando mi polla se pone dura con el mero
sonido de su voz.
Distánciate, dice la voz inteligente en mi cabeza. Esto se nos
está yendo de las manos, como siempre.
—Deberías irte ya —digo bruscamente, sin voltearme.
Me encuentro con el silencio.
Entonces, escucho cómo la silla retrocede y se pone en pie.
Oigo sus pasos…
Pero no se retiran.
Vienen hacia mí.
—Mírame.
Me giro y la miro. Todo lo que veo son sus ardientes ojos
azules. Atrapado en ellos está todo ese dolor, todo ese dolor
disfrazado de ira.
—Estoy de tu lado, Lucio —susurra con urgencia—. Estoy de
tu lado.
—Charlotte…
—¿No crees que a mí también me corroe? —exige antes de
que pueda terminar la frase—. ¿No crees que sé que es culpa
mía que Evie se haya ido? ¿Que está en manos de una mujer
que parece una completa psicópata?
Cada vez se emociona más.
Su mano se levanta y me empuja el pecho. No me lo esperaba,
pero tampoco me inmuto.
Ni siquiera parece darse cuenta de que me golpeó. Sus ojos
brillan con lágrimas, pero no deja que caigan.
—¡Sé que soy la razón por la que Evie se ha ido! —grita—. Si
te hubiera dicho la verdad entonces… entonces… nada de esto
habría pasado. Y… y…
La agarro, aunque sus manos sigan arremetiendo contra mí.
La obligo a mirarme. A mirarme de verdad.
Luego la atraigo hacia mi pecho y la rodeo con mis brazos.
Empieza a sollozar, ahogando sus lágrimas en mi camisa. En
algún momento, deja de luchar y se aferra a mí.
Como si fuera su último salvavidas.
Como si yo fuera todo lo que le queda.
Y, por un momento…
También siento que ella es todo lo que me queda.
20
CHARLOTTE

Me despierto en la habitación de Lucio.


—¿Lucio?
No hay respuesta.
Estoy sola.
Las persianas están bajadas y el lado de la cama de Lucio tiene
una huella corporal inconfundible. Anoche durmió a mi lado,
pero… ¿tuvimos sexo?
Todavía tengo la memoria borrosa por el sueño.
¿Qué pasó anoche?
¿Por qué estoy aquí?
¿Y por qué me siento tan agotada emocionalmente?
Entonces todo vuelve de golpe.
Cómo lloré en los brazos de Lucio.
Cómo me llevó a su habitación.
Cómo me mantuvo arropada contra su costado hasta que por
fin me dormí.
Suspiro profundamente, aunque no estoy segura de si es de
alivio o decepción.
No dormimos juntos.
Bueno, no del todo.
Uno junto al otro. Acurrucados como dos personas que se
quieren y se cuidan.
No como dos personas que llevan meses enfrentadas.
Me deslizo fuera de la cama y compruebo el cuarto de baño,
pero tampoco está allí.
—Probablemente se despertó a mi lado, echó un vistazo y
echó a correr —le digo a la habitación vacía.
No responde ninguno de los muebles. Así acaba mi momento
de Bella en el castillo de la Bestia.
Suspirando, me acerco a la ventana y subo las persianas.
El jardín luce inmaculado al sol de la mañana.
Casi puedo imaginar a Evie corriendo por él hacia la fuente.
Casi puedo oír su risita, elevándose por encima de los setos
floridos y su carcajada mientras grita: —¡Vamos, Paulie!
Pero todo está en mi cabeza. El jardín está vacío.
No está Evie.
No hay risitas.
No está Paulie.
—Paulie… —susurro el nombre como si fuera una oración.
Incluso echo de menos su maldito peluche.
Entonces me detengo en seco. Me doy cuenta de algo.
Según Lucio, Evie fue sacada de su cama por la noche, cuando
aún estaba medio dormida. Lo que significa que podría no
haber estado lo suficientemente consciente como para haber
agarrado a Paulie.
Salgo del dormitorio de Lucio y me dirijo directamente a las
habitaciones comunicadas que Evie y yo compartimos una
vez.
Soy consciente de que hace meses que no voy, pero algo me
hace avanzar.
Doblo la esquina que lleva directamente a la habitación de
Evie, pero me detengo al oír el ruido de algo que se estrella.
¿Qué demonios es eso?
Escucho un ruido de astillas. Otro golpe.
Un segundo después, me doy cuenta de que viene de dentro de
la habitación de Evie.
Sin pensar en lo que me podría encontrar, corro el resto del
pasillo y me lanzo al interior.
Al principio, todo lo que veo es caos.
Entonces, lo veo.
Lucio está sin camiseta. Suda. Coge la pequeña estantería azul
montada en la pared junto a la cama de Evie y la arranca de
cuajo. Gruñendo, la lanza contra la pared del fondo.
PUM.
Explota con un ruido sordo. Los libros caen al suelo. Una bola
de nieve se rompe y se desparrama por todas partes. Los
rotuladores y lápices de colores ruedan bajo la cama y la
mecedora del rincón.
Lucio ni siquiera parece darse cuenta de mi presencia. No sé
cuánto tiempo lleva así, pero la habitación es un puto desastre.
Casi todo está en ruinas.
El buró. La cama. Los marcos de los cuadros.
Lo peor de todo es que Paulie yace en medio del caos, con la
cabeza arrancada de sus deformes hombros.
Y no terminó. Se da la vuelta, agarra la mesita de noche con
sus enormes manos y la lanza por los aires.
—Lucio… —susurro conmocionada.
Golpea la pared junto al alféizar. La pared se derrumba y veo
que le brota sangre de los nudillos casi de inmediato.
Esta vez grito.
—¡Lucio!
Se da vuelta con los ojos muy abiertos y desorbitados.
Puedo ver el dolor en ellos. La desesperación.
Es tan fuerte todo el tiempo que a veces olvido que sigue
siendo un padre que perdió a su hija.
—Te equivocaste —me dice. La emoción es evidente en su
rostro.
Sus músculos se agitan con el esfuerzo. Su pecho sube y baja
con cada dolorosa respiración.
—Estabas tan jodidamente equivocada —dice de nuevo—.
Esto no es culpa tuya. Es mía. Evie se ha ido por mi culpa.
Sacudo la cabeza.
—Lucio, eso no es verdad.
—Lo es —dice con fiereza, con los ojos vidriosos—. Es
verdad. Debería haberla protegido mejor. Debería haber
detenido a Sonya aquella noche. Debería haber muerto antes
de dejar que esa zorra se llevara a mi hija.
La furia se desprende de él en oleadas intimidantes.
En otro tiempo, me habría hecho salir corriendo.
Pero ahora, lo único que hace es acercarme.
Avanzo hasta situarme enfrente suyo. Poso mis manos
suavemente sobre su pecho tembloroso.
—Lucio —digo suavemente—, mírame.
Sus ojos se posan en los míos sin luchar. Pero es como si
mirara a través de mí.
—Si morías, Evie se habría quedado con Sonya el resto de su
vida —le recuerdo—. Tenías que vivir. Viviendo es como la
proteges.
—Se ha ido.
—No se ha ido —digo con firmeza—. Solo está lejos ahora
mismo. Pero la encontraremos. Te lo prometo.
Veo un parpadeo en sus ojos.
¿Conciencia? ¿O aceptación?
No lo sé.
Se aleja de mí angustiado. Mis manos caen a los lados. Parece
un animal enjaulado desesperado por ser liberado.
Se vuelve hacia la ventana, pero noto que su respiración se
calmó desde que entré en la habitación.
Lo sigo hasta donde está de pie. —Estás sangrando —le digo
con delicadeza, cogiéndole la mano y mirándole los nudillos a
la luz.
—He…
—Tenido peores —termino rápidamente con una pequeña risa
—. Lo sé. Pero igual me gustaría limpiar esto un poco.
—No puedes arreglarme, Charlotte —advierte.
Vuelve a sonar más como él mismo.
Vuelve a tener el control.
—No intento arreglarte —respondo—. Porque no necesitas
que te arreglen. Intento ayudarte.
Me mira, pero su expresión se ha cerrado. Volvió a meter su
dolor en la cajita que esconde tras su fortaleza.
—Y te lo agradezco —dice—. Pero, esta vez, creo que tengo
que tomar cartas en el asunto.
Sin más explicaciones, se da la vuelta y se marcha.
Me quedo mirando su espalda un momento, antes de
apresurarme a alcanzarlo.
—¿Lucio? —lo llamo—. ¿Qué significa eso? ¿Vas a tomarte la
justicia por tu mano?
No contesta. Solo sigue caminando.
Lo sigo hasta su habitación, pero no parece importarle.
Ni siquiera cuando entro en el baño detrás de él. Abre el grifo
y pone la mano bajo el agua. Ni siquiera hace una mueca
mientras se enjuaga la sangre, aunque estoy segura de que
debe doler.
—Lucio —vuelvo a intentar—. ¿Qué significa eso?
Me lanza una mirada superficial.
—Es hora de descender a los infiernos con los cabrones que
tienen a mi hija —prácticamente gruñe.
—No sé qué significa eso.
Se vuelve hacia mí. —Supongo que tendré que decírtelo en
algún momento, pues tendrás que pasar desapercibida mientras
yo esté allí.
Nada de lo que dice me hace sentir mejor.
—Lucio…
—Voy a entrar en el ring.
Mis ojos se desorbitan de incredulidad. —Eso es una locura.
—No, no lo es. Es agresivo. Hay una diferencia.
—Lucio —digo, avanzando—. Este ring es territorio polaco.
Son los dueños de todo. ¿Crees que te van a dejar entrar ahí y
tomar asiento en primera fila para el espectáculo? ¿Después de
lo que le pasó a Bartek?
Se burla. —No voy a mirar —explica—. Voy a luchar.
—¿Luchar? —repito como una tonta—. ¿Vas a pelear… en el
ring… en uno de los combates?
—Eso es lo que dije.
Es extraño lo tranquilo que está en este momento, teniendo en
cuenta el hecho de que hace unos momentos estaba
enloqueciendo en la habitación de Evie.
Eso acababa de pasar… ¿verdad?
¿Estoy perdiendo la cabeza?
¿O no?
—No estás pensando con claridad —le digo, con la esperanza
de poder convencerlo de bajar de esta cornisa.
—Funcionará —dice Lucio. En sus ojos brilla una nueva y
fresca determinación.
—Lucio —le digo, agarrándolo del brazo—. Piensa en esto.
Vas a subir al ring con un luchador polaco. Vas a estar rodeado
de hombres leales a Kazimierz. Incluso si ganas el combate,
¿qué esperas ganar con ello? ¿Crees que simplemente te
dejarán salir de allí después? Eres el líder de la mafia más
poderosa de la ciudad.
—Esto podría sorprenderte, Charlotte —dice Lucio con calma
—. Pero incluso en el inframundo hay reglas.
—¿Qué demonios significa eso? —chillo.
—Significa que voy a entrar ahí y voy a llegar a un acuerdo.
Voy a hacer un trato —explica—. Si lo aceptan, se verán
obligados a cumplir su parte.
—¿Por qué harían eso? —exijo.
—Porque, si no lo hacen, crecerá como un cáncer entre sus
filas —continúa Lucio—. Sembrará la desconfianza y la
incertidumbre entre los hombres de Kazimierz. Si demuestra
ser un Jefe que no cumple sus acuerdos, su palabra no
significará nada. Y ningún hombre seguirá a un líder en el que
no puede confiar.
Sacudo la cabeza. —Tantas cosas podrían salir mal.
—Como cualquier cosa en la vida.
Gimo de frustración. —¿Y si Kazimierz no acepta los
términos? ¿O qué pasa si pierdes?
Alza una ceja. —¿Crees que voy a perder?
—¡Es una posibilidad!
—Gracias por el voto de confianza.
—Basta —le digo—. Estás siendo completamente irracional.
—Estuve pensando como un padre roto —dice
inesperadamente—. Necesito empezar a pensar como un puto
jefe, que es lo que soy.
—Lucio…
—No voy a perder —responde, negándose siquiera a
considerarlo—. No puedo. La única persona en la que puedo
confiar es en mí mismo.
—Puedes confiar en mí —replico con rotundidad—. Lexy, la
chica del ring de la que te hablé… seguro que tiene más
información. Solo necesito ganarme su confianza y…
—No puedo esperar a eso, Charlotte —gruñe, cortándome—.
No tengo tanto tiempo. Evie no tiene tanto tiempo.
Lo miro fijamente, intentando descifrar su complicada
expresión.
—¿Es esa la verdadera razón? —pregunto—. ¿O es que
todavía no puedes confiar en mí?
Se aparta de mí. —Esto no se trata de ti.
Me estremezco ante sus palabras.
—No siempre tienes que hacerlo todo solo, ¿sabes? —le
respondo con acidez—. ¿Pedir ayuda? ¿Aceptar ayuda? No te
hace débil. Eres tonto si crees que es así.
—Soy muchas cosas, Charlotte —dice, su tono se vuelve
oscuro—. Pero no soy tonto. Conozco este mundo. Tú no.
Vacilo.
Y ahora ¿qué?
Tomó una decisión. No va a dar marcha atrás en esta idea.
Eso me aterroriza.
Ya perdí a Evie.
No puedo permitirme perder a Lucio también.
—¿Y mi tapadera? —exijo—. Voy a estar en el ring.
Me lanza una mirada indiferente. —Mantendrás un perfil bajo
esa noche. Tenemos que mantener viva la farsa todo el tiempo
que podamos.
—¿No te importa en absoluto? —pregunto—. Si ven algo
sospechoso, me matarán.
Su cuerpo se tensa de repente.
Me pregunto qué significa, pero no puedo asegurarlo, porque
no se vuelve hacia mí.
—No te preocupes por eso —dice, al fin—. Me aseguraré de
que estés a salvo.
—¿Te asegurarás de que estoy a salvo? —repito incrédula—.
Lucio, eres el hombre más fuerte y poderoso que conozco.
Pero ni siquiera tú puedes prometerme eso.
Me mira lentamente, pero su expresión es sombría.
—Ya veo por qué piensas eso —responde—, teniendo en
cuenta que ni siquiera pude proteger a mi propia hija…
—No, eso no es lo que yo…
—Pero yo soy el puto jefe de la mafia Mazzeo —gruñe—.
Recuperaré a mi hija. Y cuando lo haga, todos los que tuvieron
parte en arrebatármela sufrirán por sus pecados.
Le miro fijamente y me doy cuenta de que mis sentimientos
heridos ni siquiera se comparan con los suyos.
Ha perdido una hija.
Por mucho que quisiera a Evie, por mucho que la echara de
menos, no es lo mismo.
Antes de que pueda dudar, alargo la mano y le acaricio la cara.
Se queda inmóvil bajo mi contacto, pero no se mueve para
apartarme. Y la oscuridad de sus ojos se disipa un poco.
—Lo siento —susurro—. Lo siento mucho. Sé que esto es
duro. Ojalá pudiera arreglarlo de alguna manera.
—No puedes arreglarlo —responde—. Solo yo puedo.
Doy un paso adelante. Nuestros cuerpos están muy juntos, lo
que aumenta la intimidad del momento.
Esto me asustaba no hace mucho.
Pero ya no me importa. Solo quiero estar ahí para él.
—Sé que puedes —le digo—. Si alguien puede hacerlo, eres
tú. Todo lo que digo es que, si necesitas ayuda, la tienes.
Mi mano se desliza por su mandíbula y se posa en su cuello.
Contemplo los hermosos y detallados tatuajes que serpentean
por su garganta. Siento el impulso de apretar mis labios contra
los suyos. Enterrarme entre sus brazos, su tacto, su olor, su
beso.
Las cosas tienen sentido cuando estoy allí.
Es el resto del mundo el que se niega a alinearse.
Esa es la salida del cobarde, sin embargo. Eso es lo que dijo
Lucio, ¿verdad? Tengo que enfrentarme al mundo. Tenemos
que enfrentarnos al mundo. No podemos encerrarnos en
nosotros mismos y dar la espalda a todos y a todo lo demás.
Así que, en lugar de sucumbir a mi deseo, fuerzo mis ojos de
nuevo en los suyos.
—Sé que no parezco una luchadora —le digo—. Pero no me
subestimes. Lucho cuando tengo que hacerlo. Y lucharé por
Evie.
Y por ti.
También lucharé por ti.
Quiero terminar mi frase.
Pero, mirándolo a los ojos, sé que no puedo.
No ahora. No cuando todavía no puede confiar en mis
palabras.
Me dolería demasiado si las dijera en voz alta y viera esa duda
delatora parpadear en sus ojos.
Así que me las trago y espero que algún día, en el futuro,
pueda decírselas.
Y que, cuando llegue ese día, sea capaz de aceptarlas.
21
CHARLOTTE
ESA MISMA NOCHE - EN EL RING

—Oye tú, sexy.


En cuanto oigo esa voz, siento que mis entrañas buscan salir
de mí. Esbozo una sonrisa falsa y me doy la vuelta.
—Henry —saludo con cautela.
—Henryk —corrige, con la frente visiblemente fruncida.
Mierda.
—Lo siento —digo rápidamente. Amplío un poco la sonrisa
para compensar mi error—. Mi error.
—Sí, tu error —asiente, con sus ojillos brillantes recorriendo
mi cuerpo de arriba abajo—. Entonces, ¿cómo vas a
compensarme?
—¿Qué tal si te traigo algo de beber? —sugiero.
Se burla. —¿Crees que eso me hará feliz?
—El alcohol hace felices a la mayoría de los hombres —
bromeo. Me cuesta mantener el tono coqueto de mi voz, pero
no tengo otra opción.
—¿Sí? Siento decírtelo, cariño, pero no soy como la mayoría
de los hombres —responde—. El alcohol solo me enfada.
Por supuesto.
Es uno de esos hombres.
Tiene los ojos demasiado juntos. Su barba es de un rubio tenue
que no combina con el marrón oscuro de su cabeza. Es alto y
larguirucho, pero sus enjutos brazos me indican que está hecho
de músculos.
Henryk me ha echado el ojo desde el momento en que puse un
pie aquí.
Habría intentado cultivar su interés por mí para ver si podía
sacarle alguna información. Pero, en cuanto a la jerarquía
polaca, está más cerca de “chico de los recados” que de
“subjefe”.
No quiero perder el tiempo acicalando una fuente que no tiene
nada que darme.
Lucio tiene razón. El tiempo es esencial.
En cualquier caso, esta noche no estoy bien de la cabeza.
Son casi las diez, pero sé lo que se avecina. Escaneé el espacio
toda la noche, tratando de determinar qué tan grande será el
fiasco que está por suceder.
—¿Y?
Casi grito cuando Henryk se me echa encima.
Me mira lascivamente y mi estómago vuelve a retorcerse.
Por suerte, hoy apenas comí. No queda nada para vomitar en
mi estómago.
Aunque no me importaría hacerlo sobre su cara ceñuda.
—¿Entonces…?
Ladea la cabeza hacia mí. Sus ojos brillan de ira. A ninguno de
estos hombres se le da bien el rechazo.
Se acerca un paso a mí y me da una palmada en el culo. Con
fuerza. Dada la endeble tela que apenas cubre mi trasero,
realmente la siento.
Mi primer instinto es darle un rodillazo en las pelotas. De
hecho, mi pierna se tuerce con impaciencia.
Pero reprimo el impulso. Solo me metería en más problemas.
En lugar de eso, le sonrío.
—Eso es lo que quieres, ¿eh? —pregunto, tratando de
encontrar una vía de escape.
El lugar está abarrotado esta noche. Hay una gran multitud,
que es probablemente por qué Lucio la eligió en primer lugar.
Dzik lucha esta noche.
Es el campeón polaco. Mide 1,75 m y es musculoso, una bola
de boliche de puro músculo. Ni un gramo de grasa corporal en
él.
Empezó a luchar a los dieciocho años. Once años después, aún
no ha perdido ningún combate.
—Sí —murmura Henryk—, eso es lo que quiero, nena.
No puedo evitar pensar en Lucio estando aquí.
Si viera esto, ¿qué haría? ¿Se preocuparía? ¿Intervendría?
Algo me dice que le daría una paliza a Henryk sin pensárselo
dos veces.
—Bueno, tendrá que esperar —le digo con un guiño coqueto
—. Esta noche trabajo.
—Nadie te echará de menos durante diez min…
—¡Charlotte!
Se oye la voz de Lexy. Me mira con expresión de enfado
fingido.
—¡Creí haberte dicho que llevaras las bebidas a la sección
VIP! —me suelta—. ¿Qué demonios estás haciendo?
Miro a Henryk. —Lo siento, cariño —le digo—. Tendré
muchos problemas si no me pongo las pilas.
Entonces salgo corriendo, dejando a Henryk solo y con el ceño
fruncido. Voy directo hacia Lexy, resistiendo el impulso de
abrazarla.
—Gracias —trago saliva, intentando no parecer demasiado
feliz—. Eres un ángel.
—Pensé que te vendría bien algo de ayuda —responde Lexy
con una sonrisa perspicaz—. Henryk te ha echado el ojo, ¿eh?.
Gruño. —El hombre es persistente.
—Cariño —se compadece—. Todos lo son.
—Dime algo que no sepa. ¿Hay algo que necesites que haga?
—En realidad sí necesito que lleves algunas bebidas al VIP.
—Sí, no hay problema.
Nos acercamos a la enorme barra instalada en un rincón del
elaborado local. No puedo evitar echar un vistazo a la
multitud.
Lucio no me ha dicho cuándo piensa llegar. Apenas me ha
dicho nada.
Si es por mi protección o por la suya, no estoy segura. Pero no
me gusta nada.
—Parece que vas a vomitar, cariño —observa Lexy después de
dar los pedidos de bebidas a la camarera.
Sacudo la cabeza con tristeza. —Solo las secuelas de tratar con
hombres como Henryk.
Lexy se ríe. —Te entiendo. Tienes que desarrollar un
estómago más fuerte. Es parte del trabajo.
Asiento con la cabeza. No necesita saber que no pienso seguir
en este trabajo mucho más tiempo.
—Esta noche hay mucha gente —comento. La sección VIP a
la que me dirijo ya está llena a reventar.
—Dzik —explica Lexy en pocas palabras.
—Cierto. Es así de popular, ¿eh?
—Locamente popular. Y tiene la vida resuelta desde que
consiguió el favor del jefe.
—Kazimierz?
—Bartek también —dice Lexy—. Al menos, antes de que ese
cabrón italiano lo mandara al otro mundo.
Siento un arrebato de ira cuando menciona a Lucio, pero no
tengo más remedio que sonreír a pesar del enfado.
No puedo dejar caer la máscara. Ni siquiera por un segundo.
Aun así, es un buen recordatorio de que Lexy no es mi
verdadera amiga.
—¿Está aquí esta noche? —pregunto despreocupadamente.
—¿Quién?
—El pez gordo. Kazi… ¿Cómo era…? Kazimierz.
—¿Por qué, quieres algo de tiempo a solas con el gran jefe? —
pregunta Lexy con astucia.
Me estremezco. —Definitivamente no.
—No te preocupes —dice con un gesto de la mano—. No
serías la primera. Todas las chicas piensan que, si pueden
caerle bien al jefe, irán viento en popa por la vida.
—Eso no es lo que…
—No pasa nada —me interrumpe—. No juzgo. En cualquier
caso, no está aquí esta noche.
—Huh, pensé… Hay mucha seguridad.
—Sus subjefes están aquí —me dice Lexy—. Juliusz y Feliks.
La camarera carga nuestras bandejas con los pedidos de
bebidas terminados. Lexy coge una bandeja y me hace un
gesto para que coja la otra.
—Vamos. Vámonos.
Nos desviamos entre la multitud hasta llegar a la sección VIP.
El lugar está repleto de hombres intimidantes, con trajes
oscuros y armas de fuego muy visibles.
Sin embargo, en cuanto ven a Lexy, se abren como el Mar
Rojo y nos dejan pasar.
La sigo dócilmente mientras me conduce a una zona
acordonada que ofrece una vista directa del ring central.
Me fijo inmediatamente en Feliks y Juliusz.
Juliusz ya está tomando un trago, pero está casi vacío.
Feliks abandonó su vaso por una mujer morena con un vestido
transparente que resalta la tanga verde neón que lleva debajo.
Se retuerce en sus brazos para mirarnos cuando Lexy y yo nos
acercamos.
Me estremezco.
La chica ni siquiera parece tener edad para conducir.
—Jesús —murmuro en voz baja—. Si tiene más de dieciséis,
me comeré la minifalda de cuero de Roxy.
Debe tener una madre como la mía.
Desvío la mirada y coloco la bandeja en la mesa, delante de
Juliusz y Feliks.
—Vaya, vaya, vaya… ¡Mira a quién tenemos aquí! —grazna
una voz enfermiza.
Por supuesto, Juliusz me reconocería de inmediato. En nuestro
primer encuentro, me pareció el tipo de hombre que presta
atención a los detalles.
Parece que tenía razón.
Lexy me mira, pero no muestra ninguna emoción al dejar su
bandeja junto a la mía. Cuando se inclina, Feliks alarga la
mano y le da una palmada en el culo. Me recuerda a la forma
en que me azotó Henryk antes.
No somos más que objetos para estos hombres. Posesiones
sobre las que sienten algún tipo de propiedad retorcida e
inmerecida.
—¿Eh? ¿Quién? —pregunta Feliks a su colega, que se da
cuenta un poco tarde.
Juliusz me señala con su vaso. —Limpia bien, ¿no?
Feliks me reconoce, sabe quién soy, pero no dice nada.
Juliusz me sonríe peligrosamente.
Sonrío amablemente e intento escabullirme antes de que
ocurra alguna locura.
Pero no soy lo suficientemente rápida.
Juliusz enrosca el dedo índice y me llama para que me
acerque. Sin otra opción, me acerco a él.
Se golpea el regazo con la palma de la mano. —Siéntate.
No es un pedido.
Vacilo solo un segundo antes de hacer lo que pide. Intento
sentarme en su regazo inferior, pero me agarra por la cintura y
me atrae hacia su cuerpo para apoyarme en su entrepierna.
Respiro suavemente por la nariz y me digo a mí misma que
tengo que ignorar cualquier sensación por debajo de la cintura.
Solo tiene una pistola en el bolsillo, siseo en silencio una y
otra vez.
Se inclina hacia mí, con los labios a un palmo de mi oreja. Su
aliento es caliente. Codicioso.
—Podría comerte entera, sabes.
No puedo evitar que un escalofrío me recorra el cuerpo.
Espero que no se dé cuenta, pero ya sé que no es el tipo de
hombre al que se le escapan las cosas.
Y menos cuando están en su regazo.
Espero por Dios que Lucio no entre en este momento. Al
diablo con el plan, estrangularía a Juliusz con sus propias
manos si ve esta mierda.
—Estás temblando, cariño —comenta sin dejar de hablarme al
oído—. ¿Es deseo? ¿O miedo?
Esta vez reprimo el escalofrío. Me vuelvo hacia él y lo miro
directamente.
—¿Pueden ser ambas?
Sonríe. —Hm. Me gustas.
—Le gusto a la mayoría de los hombres —me burlo,
proyectando una seguridad que definitivamente no siento.
Ríe entre dientes. Con una mano me masajea el culo y con la
otra me acaricia por debajo del borde de la malla harapienta,
en curso de colisión con mi pecho desnudo.
—Oh, no me cabe duda —gruñe—. No me extraña que
Mazzeo te tenga cerca.
Me congelo.
—Dime —continúa Juliusz—, ¿cuándo fue la última vez que
te folló?
Levanto la vista en busca de un aliado, pero Lexy ya no está.
Estoy rodeada de caras desconocidas y hostiles.
Me sonrojo y agacho la cabeza para no contestar.
Por favor, Dios, que alguien me ayude a salir de aquí.
Esto va a toda velocidad en una dirección que no me gusta
nada.
Juliusz se ríe agriamente. —Debe de haber sido reciente. ¿Te
ha gustado? ¿Es duro contigo, cariño? ¿Te hace daño?
No sé qué espera de mí. No sé cómo se supone que debo jugar
a este enfermizo juego del gato y el ratón.
Su mano en mi cadera se convierte en una garra. Las uñas se
clavan en mi piel.
Quiere hacerme daño como cree que Lucio lo hace.
Quiere demostrarme que, por muy malo que sea Lucio
Mazzeo… los polacos son mucho peores.
Para rematarlo, me acerca, sus labios rozan mi oreja. Son
calientes, húmedos y repugnantes.
—Un día no muy lejano —promete—, te enseñaré lo suave
que era Lucio Mazzeo contigo.
Entonces, me da otra palmada en el culo y me empuja para que
me aparte de él.
No miro atrás. No dudo.
Tomo su despido y corro hasta que estoy lo más lejos posible
de la sección VIP.
En cuanto me acerco a la barra, Lexy está frente a mí con los
ojos desorbitados por la curiosidad.
—Parece que le gustas mucho a Juliusz —comenta.
Me estremezco, pero trato de sacudirme la sensación. Me
encojo de hombros con toda la frialdad que soy capaz de
reunir.
—Me parece que le gustan muchas mujeres —digo—. Algo
así como Feliks.
Espero que retroceda ante el comentario frívolo y me deje a
solas con mis pensamientos.
Pero el insulto no tiene ningún efecto en ella.
—Te lo dije, le gustan jóvenes —dice ella—. Puede que ya no
quiera follarme tanto. Pero se preocupa por mí, a su manera.
La miro atónita. Parece orgullosa de su conexión.
Como si fuera un logro.
—Juliusz es poderoso —aconseja—. Y es relativamente joven.
Puede mantenerte a salvo.
¿Me está… animando?
Sacudo la cabeza. —Pero ¿quién me mantendrá a salvo de él?
—pregunto con picardía.
—Hazlo feliz y no tendrás que averiguarlo.
Pienso en responder, pero ¿qué más da? Esta vida, su vida, es
todo lo que conoce. Eligió la seguridad sobre la libertad.
No puedo identificarme con eso.
Ni siquiera un poco.
—Debería ir a hacer la ronda —digo, más que nada para
evadirme.
—No olvides sonreír —aconseja.
Sí, sonríe.
La mayor mentira de todas.

Q UINCE MINUTOS MÁS TARDE , camino alrededor del ring


cuando se hace el silencio entre el público. Mi corazón
empieza a latir más rápido casi de inmediato, porque sé por
qué.
Está aquí.
Lucio Mazzeo está en el edificio.
Elijo un lugar que me permita un punto de vista decente. Mi
sincronización es perfecta. Justo en ese momento, irrumpe por
la entrada lateral como un reguero de pólvora. Todo control,
poder y confianza.
Solo hay un pequeño puñado de hombres a su espalda, pero
actúa como si tuviera un ejército con él.
Miro hacia la sección VIP.
Su presencia ya se hizo notar. Tanto Feliks como Juliusz se
ponen en pie con los ojos hambrientos, llenos de excitación
como lobos en la matanza.
El espacio en el que nos encontramos es enorme y, sin
embargo, toda la atmósfera cambió de un plumazo.
Las voces se elevan por encima de la multitud.
—…de ninguna maldita manera…
—… ¿Es realmente él…?
—Sí… Mazzeo… Puto Lucio Mazzeo…
Un remolino de energía gira cada vez más rápido bajo las
vigas y acaba con cualquier esperanza de calma.
Este lugar es una bomba a punto de explotar.
Algunas personas pasan a mi lado. Soldados polacos que
apenas notan que estoy aquí.
Está claro que quieren ver mejor al famoso Jefe de los
Mazzeo.
Yo también quiero verlo de cerca. Pero, para guardar las
apariencias, no puedo ponerme en la línea de visión de Lucio.
—Jesucristo.
No tengo que girarme para saber que Lexy está junto a mi
hombro izquierdo.
Prácticamente se le salen los ojos de las órbitas. —¿Es él? —
me pregunta agarrándome del brazo.
Asiento lentamente. —Es él.
—Maldita sea —suspira en una exhalación soñadora.
Ni siquiera se da cuenta de la mirada que le lanzo. Está
demasiado ocupada mirando a Lucio.
Ojalá eso no me enfadara tanto como lo hace.
Lucio camina por el enorme espacio subterráneo hacia Juliusz
y Feliks. Lleva un pantalón de traje gris oscuro y una camisa
azul marino lo bastante entallada como para resaltar lo
musculoso que es su cuerpo.
Busco a Adriano entre su pequeño séquito. Pero un vistazo me
dice que no está con el grupo. No estoy segura de qué
significa, pero registro la ausencia de todos modos.
Lucio habla ahora con los dos subjefes.
Estamos demasiado lejos para oír nada de lo que pasa. Está de
espaldas a mí, así que no puedo verle la cara.
Pero lo conozco lo suficiente como para saber que está
tranquilo y despreocupado ante el hecho de estar rodeado de
hordas de enemigos armados.
Solo Lucio Mazzeo puede entrar en una situación así y sentir
que tiene las de ganar.
Solo Lucio Mazzeo se atrevería a venir, en primer lugar.
Para cualquier otro, es un suicidio.
Me alejo por instinto.
—¿Adónde vas? —pregunta Lexy.
—A la parte de atrás —digo sin dar explicaciones.
—Te cubriré aquí afuera.
—Gracias, Lexy.
Me dirijo a los vestuarios, pero, en cuanto sé que no me
observan, giro de lado y me dirijo a los vestuarios reservados a
los luchadores.
Me escabullo dentro y me escondo en el armario de las
escobas.
Un minuto después, oigo pasos. Mi corazón se acelera.
Sé que estoy corriendo un riesgo viniendo aquí. Entrar en
contacto con Lucio en territorio polaco es francamente suicida.
Pero no puedo evitarlo.
Tengo miedo.
Es irónico que el miedo pueda hacerte valiente.
Pongo el ojo en la rendija de la puerta y observo. Lucio entra
primero, seguido de dos de sus hombres. La puerta se cierra y
Lucio empieza a desvestirse.
Mis ojos se posan en su brazo herido.
Y mi determinación no hace más que fortalecerse.
Salgo del cuarto de las escobas. En cuanto la puerta vuelve a
girar sobre sus goznes, los tres hombres se arremolinan y me
apuntan con sus armas.
Me congelo.
Un segundo después, miro a Lucio a los ojos. Está delante de
mí en calzoncillos y nada más.
Sus abdominales destacan bajo la única luz del techo. Sus
tatuajes son negros como la tinta. El vello en su pecho es
masculino, salvaje.
Desde luego, parece invencible.
Pero el vendaje alrededor de su brazo demuestra lo contrario.
—Mierda, Charlotte —suelta.
Baja su arma y sus hombres hacen lo mismo.
Les hace un gesto para que se vayan y salen inmediatamente
sin decir palabra, dejándonos la habitación.
—¿Estuvieron de acuerdo? —pregunto.
—Por supuesto que estuvieron de acuerdo.
—No hagas esto.
—Ya hemos hablado de esto, Charlotte.
Avanzo y le cojo la mano. —Te van a enfrentar a Dzik,
¿verdad?
Lucio suspira. Al parecer, es la única confirmación que está
dispuesto a darme.
—Lucio —presiono—, tu brazo ni siquiera está
completamente curado. Dzik es mortal.
Me estrecha los ojos. —Tengo noticias para ti. Yo también soy
mortal.
—También estás herido.
—Bien —responde, apartándose de mí—. Lo hace más justo
para él.
—¡Maldito seas! —grito.
Lucio se vuelve y me fulmina con la mirada. —¿Quieres que
te pillen aquí conmigo? —me exige—. ¿No? Entonces mantén
la boca cerrada. Pasará. Te guste o no.
—¿Por qué los hombres son tan jodidamente testarudos? —
gruño apretando los dientes.
La comisura de sus labios se tuerce en un leve gesto de
diversión. —Funcionará, Charlotte.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Toda una vida de práctica.
Suspiro profundamente y doy un paso hacia él. Su cuerpo es
precioso. Odio pensar que alguien pueda estropearlo.
—¿Qué acordaron? —pregunto en voz baja.
—Acordaron entregarme a Evie si gano la lucha —dice Lucio.
Respiro con fuerza. —¿Y si pierdes?
Me mira fijamente. No me gusta lo más mínimo.
—Si pierdo, muero.
—¡Jesús, Lucio!
Se encoge de hombros. —Es un riesgo que estoy dispuesto a
correr.
Quiero hacerlo entrar en razón, pero sé que probablemente no
sirva de nada.
—¿Has considerado siquiera la posibilidad de que puedas
perder? —pregunto—. ¿Qué pasa con la mafia después de
eso?
—Adriano sabe lo que tiene que hacer —responde Lucio con
frialdad.
Así que se ha preparado.
No entró aquí asumiendo que va a ganar. No sé si eso me hace
sentir mejor o peor.
Se me llenan los ojos de lágrimas de rabia, pero me niego a
volver a llorar delante de él. Me las limpio violentamente,
dejándome manchas de rímel en los pómulos.
Un segundo después, el público ruge. Luego, un fuerte golpe
en la puerta.
—Jefe, cinco minutos.
Lucio se vuelve hacia mí. —Esa es mi señal.
—No vayas —le ruego, agarrándolo del brazo.
—Tengo que hacerlo —susurra—. Por Evie.
Sacudo la cabeza, pero no tengo más palabras.
Al menos, ninguna que yo crea que le vaya a suponer la más
mínima diferencia.
—Mantente vivo —ordeno—. Por mí.
Me ofrece una pequeña sonrisa.
Y, de repente, sus labios se estrellan contra los míos.
Jadeo, completamente sorprendida por el beso áspero y
apasionado. Mis labios se separan ligeramente y la lengua de
Lucio se desliza dentro de mi boca.
Me inclino hacia él, deseando su cuerpo.
Hasta que, tan repentinamente como me besó, se separa y
arranca sus labios de los míos.
Me acaricia la cara y sus ojos se clavan en los míos durante un
segundo.
Luego asiente, como si todo lo importante ya se hubiera dicho.
Me suelta y sale de los vestuarios…
Hacia una muerte segura.
22
LUCIO

—¡Señoras y señores! Bienvenidos. ¡Esta noche, tenemos un


enfrentamiento muy especial y muy espontáneo para ustedes!
Escogieron la noche correcta.
Juliusz está trabajando en el micrófono.
Su encanto superficial funciona perfectamente para la ocasión.
Está de pie en uno de los estrados elevados de la sección VIP,
rodeado por un pequeño contingente de guardias de seguridad.
Todo sea por el espectáculo.
Una demostración de poder.
De importancia.
A lo que yo digo: A la mierda con ese bastardo.
Pronto lo tendré bajo mis talones.
Y al resto de sus compinches, también.
El público parece haberse duplicado desde que entré. Hombres
rudos se empujan unos a otros para llegar a la parte delantera
del ring y encontrar un lugar privilegiado para el combate.
Ya estallaron dos o tres peleas a puñetazos entre la multitud
empapada de testosterona. El ambiente está cargado de
emoción. Como si estuviéramos en pleno frenesí alimenticio.
Se acaba de derramar sangre y los tiburones acechan.
Mis hombres se colocan en una estrecha formación cerca del
ring. Están severamente superados en número y todos son muy
conscientes de ello.
Pero el trato es duro y sencillo.
Llegamos a un acuerdo de caballeros. Nos dimos la mano.
El ganador del combate se va con su vida.
Si yo gano, me quedo con Evie.
Si Dzik gana, bueno… mi muerte servirá de premio.
No tengo intención de morir esta noche.
Pero hasta los mejores planes se tuercen.
—¿Estás listo para esto? —brama Juliusz.
Su rostro está animado. Sus labios se curvan en una sonrisa
grotesca que lo hace parecer un villano de dibujos animados.
La multitud ruge al unísono.
Puedo distinguir a la mafia polaca de los rezagados, los
hombres y mujeres que vienen simplemente a hacer apuestas,
emborracharse y pasar un buen rato.
Pero todo el mundo parece ser consciente de lo importante que
es este combate. Y, por si alguien tiene dudas, Juliusz decide
aclararles las cosas.
—Dejen que les explique por qué este combate es tan
importante —canturrea a través del micrófono—. ¡Lucio
Mazzeo acaba de desafiar a nuestro competidor más feroz! Sí,
hablo del que todos conocen, El Don Lucio Mazzeo de la
Mafia Mazzeo.
Llueven abucheos desde las gradas. El edificio tiembla.
—A la luz del día, somos enemigos —continúa Juliusz,
inyectando a su tono más teatralidad de la necesaria—. Pero
esta noche somos meros competidores. Y respetaremos el
resultado del combate.
Stefano me mira y pone los ojos en blanco.
Reprimo una carcajada e intento concentrarme en el ring.
Cuando esté dentro, el público no importará.
El polaco no importará.
Mis hombres no importarán.
Lo único que importará será el hombre en la jaula conmigo.
Dzik.
Me arde un poco el hombro. Como si mi cuerpo intentara
recordarme que esto no es algo seguro.
Existe una posibilidad muy real de que muera esta noche.
Entre otras cosas porque aún estoy en recuperación.
Mientras Juliusz sigue pontificando hasta que todas las
apuestas estén hechas, observo a la multitud.
No veo a Charlotte por ninguna parte, pero siento sus ojos
clavados en mí. Igual que puedo sentir el rastro fantasmal de
sus labios rozando todavía desesperadamente los míos.
Ese beso era justo lo que necesitaba.
Un recordatorio físico de por qué estoy aquí.
Siento una renovada determinación mientras vuelvo a centrar
mi atención en el ring.
Tengo que ganar.
Por su bien tanto como por el de Evie.
—Demos la bienvenida a nuestro primer luchador —grita
Juliusz—. La Bestia Polaca, el Titán Loco, el Portador de la
Muerte. ¡Jakub Dzik!
No puedo evitar poner los ojos en blanco. Sin embargo, el
resto del público no opina lo mismo.
Enloquecen. Golpes, pisotones, gritos y silbidos. Vuelan cosas
por encima de la multitud. Estallan más refriegas, que se
sofocan rápidamente.
Nadie quiere perderse esto.
Mis hombres miran tensos a su alrededor. Todo lo que nos
protege es un apretón de manos y un intercambio de promesas.
Sabemos muy bien lo poco que vale esa mierda.
Siento una punzada de pena de que Adriano no esté aquí. Pero
no había elección.
Discutió mucho. Incluso recurrió a los gritos, algo muy poco
habitual en él.
Pero, cuando le di mi última orden, obedeció. Soy su amigo
siempre, pero hay momentos en los que soy su jefe primero.
Esta noche es uno de esos momentos.
La multitud frente al ring se separa y Dzik se acerca. Su
aspecto es idéntico al de su nombre. Como un jabalí.
Encorvado y musculoso como un montón de rocas. Lleno de
cicatrices, aplastado y jodido de pies a cabeza, como prueba de
cientos de peleas pasadas.
Pero todo en él grita fuerza. Se ganó cada una de sus
cicatrices. Puedo respetar eso.
No es que eso me vaya a impidir destruirlo.
Dzik salta al ring y lanza los brazos al aire. El público vuelve a
gritar, pero el hombre no esboza ni una sola sonrisa.
He oído hablar de él. Es popular en la clandestinidad, en los
círculos de apuestas. Pero nunca vi al hombre luchar.
Eso me pone en desventaja, pero no me preocupa demasiado.
—¿Y quién será su oponente esta noche? —grita Juliusz—.
Saben su nombre. El Jefe Lucio Mazzeo, el hombre que
asesinó al Jefe Bartek Kowalczyk cuando era huésped en su
casa.
Ah, maldita sea.
La mierda se ha vuelto real.
La multitud hierve a fuego lento. El cambio con respecto a
momentos antes es tan inmediato que el silencio comparativo
lastima mis oídos.
No es exactamente tranquilo, pero hay un peligroso silencio
entre la multitud. Una que cobra impulso, se retuerce y se
transforma en algo mortal. Nunca iba a recibir mucho apoyo
de este público.
Pero ahora Juliusz puso la baraja en mi contra.
Aunque consiga ganar este combate, ¿me dejarán salir de
aquí?
¿O cientos de desconocidos me harán pedazos?
No importará que más de la mitad de estas personas no
conozcan a Bartek Kowalczyk. Algunos probablemente ni
siquiera hayan oído su nombre antes de esta noche.
No se trata de eso.
La cuestión es que me marcaron como un hombre que fue a
por uno de los suyos. Hay poder tribal en algo así. Lo que
significa peligro para mí y los míos.
Miro a Juliusz, que me sonríe lentamente.
—¿Estás listo, oh intrépido líder? —pregunta directamente al
micrófono—. Aunque supongo que no importa. No hay vuelta
atrás.
Levanto el puño y salto al ring.
El público guarda silencio solo un momento antes de que
comiencen los abucheos y los insultos, avivando a la multitud
una vez más.
No hay nada tan peligroso como la mentalidad mafiosa. Se
extiende como un reguero de pólvora y se instala como un
virus implacable.
Los ojos de la multitud me atraviesan, impregnados de odio y
del hambre primitivo por presenciar la violencia.
¿Quieren un espectáculo?
Les daré un puto espectáculo.
Vuelvo a escudriñar entre la multitud. Sé que Charlotte está
mirando. Está ahí fuera, en alguna parte, pero quizá sea mejor
no tener su cara en mi cabeza cuando empiece el combate.
Me basta con sentir sus labios sobre los míos.
Cuando me fijo en el hombre que tengo enfrente, todas las
sensaciones externas se desvanecen.
Los insultos y los abucheos del público se desvanecen en la
nada. El fondo se oscurece. La sangre me corre por las venas.
En mi cabeza, ya estoy evaluando. Calculando. Buscando
ángulos de ataque. Soy más alto y delgado que Dzik, aunque él
es musculoso.
Y más joven.
Pero lo cuento como un punto a mi favor. Los jóvenes son
imprudentes. Calentones.
Me gruñe. Echa los dientes hacia atrás en una fea mueca. Si
intenta intimidarme, no lo consigue. La sonrisa de mis labios
se convierte en carcajada.
La expresión de Dzik vacila. Al principio parece sorprendido.
Luego, furioso.
Al menos, el jabalí sabe que me río de él.
Juliusz grita en el micrófono por última vez. —¡¿Están listos?!
La respuesta del público es un ensordecedora y simultánea —
¡SÍ!.
Entonces: ¡Ding! ¡Ding! ¡Ding!
Suena la campana.
Y empieza la primera de las tres rondas.
Dzik hace el primer movimiento de inmediato. Sus pies
descalzos se clavan en la lona mientras carga en mi dirección.
Es un ataque directo, audaz y agresivo.
Pero, en definitiva, una tontería.
Me agacho, lo agarro por la cintura y me lo echo al hombro.
Gruñe al caer al suelo, pero vuelve a levantarse casi de
inmediato.
Su velocidad es impresionante para un hombre tan corpulento.
Tengo que hallar una debilidad para poder destrozarlo.
Pero, cuando lanza su segundo ataque en cuestión de
segundos, me doy cuenta de que quizá no tenga tiempo de
trazar ninguna estrategia.
Arremete. Esquivo el golpe y finto hacia un lado.
De nuevo, se recupera al instante. Ni siquiera tengo tiempo de
respirar antes de que se dirija a mi garganta con una enorme
zarpa.
Lo bloqueo con el brazo izquierdo y le golpeo en las tripas con
el derecho.
Retrocede dando tumbos, mostrando los dientes y gruñendo
como una bestia salvaje.
Levanto los puños, preparándome para pasar a la ofensiva
cuando él ataca de nuevo.
El cabrón es implacable, lo reconozco. Pero su estilo de lucha
es todo caos y fuerza. Es rápido, decidido y, sobre todo,
directo.
Pero el muy cabrón aguanta bien los golpes. Incluso cuando
recibe uno, se lo quita de encima tan rápido que ya está
preparando su siguiente ataque antes de que yo tenga tiempo
de lanzar el mío.
Y darle un puñetazo es como darle una bofetada de carne.
Absorbe todos los golpes sin esfuerzo.
Solo soy vagamente consciente de los gritos de la multitud que
nos rodea. Sus caras y sus voces no me llegan.
Internamente, siento el hombro y el brazo lesionados como si
ardieran.
Ahora estoy empezando a darme cuenta de lo mucho que
subestimé la herida que me dejó Sonya.
Pero ya no hay marcha atrás. Juliusz acertó en eso.
El asalto es una mezcla de codazos y bloqueos contundentes.
Ninguno de los dos consigue nada importante durante la
mayor parte.
El reloj avanza. Empezamos con cinco minutos. Quedan
menos de dos.
Respiro a borbotones. El dolor punzante de mi hombro va en
aumento, aunque no tengo más remedio que ignorarlo.
Dzik, por su parte, suda como el cerdo que es, pero no muestra
signos de ralentizarse.
Cada vez está más claro: su plan es desgastarme.
A la mierda.
Acabaré con esta mierda ahora mismo.
Se acerca con un puño giratorio.
Me agacho, pero su siguiente golpe me alcanza en la
mandíbula. El sabor metálico de la sangre llena mi boca al
instante.
Pero se deja al descubierto.
Su cuello venoso está ahí para que lo coja. Me deslizo hacia un
lado para ponerme en su cadera, disparo un brazo para
rodearle la garganta y caigo de espaldas.
Nos desplomamos sobre la colchoneta en un montón de sudor.
Gruñe y se agita, desesperado por encontrar un asidero.
Pero soy como una maldita anaconda. Envuelta alrededor de
su garganta y lentamente, lentamente, lentamente drenándole
el aire.
Ya casi ha terminado.
Tan cerca. Tan jodidamente cerca.
Sus movimientos son cada vez más descuidados, más
frenéticos. Terminaré esto en la primera ronda.
Voy a…
Mierda.
Oigo el ruido de madera que indica que quedan diez segundos
para el final del asalto.
Eso significa que tengo diez segundos para obligarlo a
someterse o para estrangularlo hasta que pierda el
conocimiento, o de lo contrario iremos definitivamente al
segundo asalto.
Redoblo mi esfuerzo.
Me araña el antebrazo.
Me duele mucho el hombro. Apenas puedo sujetar al cabrón.
Se está desvaneciendo. Estoy casi…
¡DING!
Lo salva la campana.
Que me jodan.
Gané la primera ronda.
Pero Dzik escapó antes de que pudiera terminar la pelea del
todo.
Lo suelto y cae de lado. Gruñendo, me levanto y me dirijo a
mi esquina de la jaula. El polaco hace lo mismo del otro lado.
Stefano se acerca para ponerme un taburete y limpiar el sudor
de mis ojos con una toalla.
—Lo has hecho bien —me dice. Me ofrece un sorbo de agua.
—¿Tienes ojos en Juliusz y Feliks?
—Sí. Se hizo una llamada a Kazimierz hace unos minutos.
Asiento.
Entonces, todo va según lo previsto. —¿Nuestros hombres? —
pregunto.
—Fuera —responde Stefano, mirando por encima del hombro
—. Tenemos cinco equipos a la espera si esto se va a pique.
—Si es así, coge a Charlotte y lárgate de aquí —le digo con
urgencia—. En realidad, hazlo en cualquier caso.
Stefano frunce ligeramente el ceño. —Jefe… se supone que
está encubierta.
—La situación es demasiado volátil —digo. Intento sonar
razonable. Mantener la emoción fuera de la ecuación—. Tengo
que asegurarme de que está bien pase lo que pase. Hay poco
que ella pueda hacer desde aquí de todos modos.
—Entendido, jefe.
—Buen chico.
El timbre vuelve a sonar. Demasiado pronto.
Pero es lo que es.
Porque, a pesar del dolor chirriante en mi hombro…
A pesar de la multitud hostil y borracha…
A pesar de que el boxeador alimentado con esteroides se ha
recuperado a una velocidad de vértigo y ahora está listo para
volver…
Vine por una cosa: recuperar a mi hija.
Y me niego a irme de aquí sin ella.
Al instante, me siento revitalizado. Es hora del segundo asalto.
Le devuelvo la botella de agua a Stefano y me pongo en pie.
Dzik está en su rincón. Hay un hombre alto susurrándole al
oído y una mujer rubia blanca que se aferra a su brazo como si
no quisiera soltarlo.
Se sacude a ambos y se levanta.
Nos alineamos uno frente al otro y asentimos una vez.
Entonces, vuelve a sonar la campana y volvemos al combate.
Esta vez, tiene más cuidado cuando viene hacia mí. Me doy
cuenta por su cara de que lo afecté con el estrangulamiento
que casi acaba con él.
Esperaba que fuera una victoria fácil. Esperaba un asesinato
esta noche.
Y ahora, está empezando a dudar de sí mismo.
Bien.
Puedo usar eso.
Le dirijo otra sonrisa burlona, asegurándome de mantener el
contacto visual todo el tiempo.
Me gruñe. Un gruñido gutural que cruza el ring hacia mí.
Entonces, carga contra mí de cabeza, como hizo en el primer
asalto.
Vuelvo a esquivar el ataque y me escabullo, haciéndolo bailar
alrededor del ring.
Nos alineamos de nuevo. Y, de nuevo, carga cabeza abajo.
Hago una finta hacia la izquierda y voy a deslizarme hacia mi
derecha de nuevo.
Pero esta vez extiende una enorme y carnosa pata y me agarra
por la cadera. Es suficiente para hacerme perder el equilibrio.
Y eso le da toda la oportunidad que necesita para pivotar y
clavar un hombro en mi pecho. Siento como si una maldita
montaña de acero se abalanzara sobre mí. Se me escapa el aire
de los pulmones.
Jadeo en busca de oxígeno mientras me empotra contra la
pared de la jaula.
Echa espumarajos por la boca, desesperado por recuperar su
orgullo. Veo venir su puño e intento bloquearlo, pero la falta
de aire hace que la cabeza me dé vueltas y él es rapidísimo.
Sus nudillos me dan en un lado de la cara. Las estrellas se
arremolinan.
Le devuelvo los puñetazos desesperadamente, pero mis golpes
no son lo bastante potentes cuando estoy así inmovilizado. Se
los quita de encima como si fueran moscas.
Ataca con venganza, con la desesperación de un hombre que
teme perder terreno si afloja aunque solo sea un momento.
Consigo zafarme de su agarre, pero viene por mí.
Le doy un puñetazo en la mandíbula para que retroceda.
Ruge, se tambalea unos metros, pero se mantiene erguido.
Entonces, en ese momento de pausa, ocurre algo.
No sé cómo.
No sé por qué.
Pero mis ojos se desvían de Dzik.
Y la veo.
Es solo un segundo, pero capto la cara de Charlotte entre la
multitud.
Está más cerca de lo que debería. Todavía con la misma ropa
de zorra que le eligieron.
Sin embargo, se las arregla para parecer un maldito sueño.
Sus ojos azules están muy abiertos por el miedo. Su suave
cuerpo está tenso por la preocupación. Mi pecho se aprieta de
la misma manera que lo hizo hace todas esas semanas cuando
entré en mi cocina y vi cómo mi hija amaba a esta mujer.
A esta extraña.
A esta mentirosa.
Ahora sé lo que significa ese sentimiento, aunque me haya
negado a darle un nombre. Ahora puedo nombrarlo.
Ese sentimiento es…
BOOM.
El puño de Dzik se estrella contra mi nariz y me saca de mis
pensamientos.
Crujen los huesos. Más estrellas negras atraviesan mi visión. Y
un dolor parecido al de una supernova estalla en el lugar donde
cayó el golpe.
Dejé escapar mi atención por un maldito segundo.
Podría costarme la vida.
Me desplomo sobre mi espalda. Y, cuando miro hacia arriba,
solo veo los focos fluorescentes a lo lejos, como soles
remotos.
Hasta que Dzik pasa por encima de mí y los borre.
Solo está su silueta. Enorme y gruesa de músculo y violencia.
Levanta el puño sobre su cabeza. El puño que acabará
conmigo. Me queda quizá medio segundo antes de sentirlo.
Y entonces…
¡DING!
La segunda campana. Fin del asalto.
Esta vez me salva a mí, igual que la primera lo salvó a él. Veo
la horrorizada decepción en la cara de Dzik antes de que
Stefano y los demás me levanten y me lleven a mi taburete.
Me hablan al oído, me vuelven a tumbar e intentan limpiar la
sangre lo mejor que pueden.
—Sacúdete, jefe…
—…haciéndolo bien, solo mantén tus manos arriba…
—¡Se está cansando! Puedes…
No escucho mucho, y lo poco que oigo no tiene mucho
sentido.
Estoy demasiado ocupado escupiendo sangre sobre la lona.
Estoy empapado en sudor. Siento que me arden el hombro y la
cara. Los miembros me pesan demasiado.
Me están sacando la vida a golpes, poco a poco.
Las palabras de Charlotte en el vestuario vienen nadando al
primer plano de mi conciencia.
Mantente vivo. Por mí.
En el centro del ring, Juliusz se acerca de nuevo a su
micrófono.
—¡Qué combate, damas y caballeros! —grita—. ¡Un asalto
más!
Sigue sonando maníaco en su excitación, pero puedo percibir
la preocupación que subyace.
Los tengo asustados.
Sí, perdí uno.
Pero también gané uno.
Ahora tienen la medida de la lucha. Estamos igualados.
Dzik puede tener experiencia en combates en jaula. Tiene más
velocidad, más resistencia y posiblemente más fuerza.
Pero tengo ventaja en habilidad.
La pregunta es… ¿cuál triunfará?
Siento que una mano me roza el tobillo.
Cuando miro hacia abajo, veo esos ojos azules
desgarradoramente familiares que me miran desde el suelo.
Tiene una bandeja de bebidas en la mano.
—Lucio…
—Estoy bien —gruño.
—¿Bien? —dice con incredulidad—. Estás de broma,
¿verdad? Acabas de perder.
—Perdí un asalto —señalo—. Él perdió el primero.
Me fulmina con la mirada. —Te molesta el brazo, ¿verdad?
—Puedo manejarlo.
—¿Por qué eres tan jodidamente testarudo? —exige,
tambaleándose al borde del ring.
Se quitó parte del maquillaje de la cara. Me dan ganas de
agarrarla y aplastar mi boca contra la suya.
—No puedo irme ahora, Charlotte. Lo sabes.
—¡Claro que puedes! —responde ella—. Hay formas de salir
de aquí, Lucio. Puedo enseñártelas. Puedo sacarlos a ti y a tus
hombres de aquí.
Suspiro profundamente. —Charlotte…
—Por favor —me interrumpe—. Por favor… no quiero que
mueras.
Sus palabras son temblorosas.
Me freno en seco.
Me mira con esos hermosos ojos brillantes y puedo sentir su
miedo.
Ahora es tangible.
Y todo es por mí.
—Todo va a salir bien.
—No puedes prometer eso.
—Quiero decir que, de cualquier manera, pase lo que pase, tú
estarás bien.
Sus ojos se abren de par en par. Da un paso atrás, tratando de
asimilarlo.
—Por favor, no vuelvas ahí fuera —susurra—. Encontraremos
otra forma de recuperar a Evie. Si te importo algo, no volverás
ahí fuera.
La miro fijamente y niego con la cabeza.
—No puedes pedirme que haga eso.
—Estoy pidiéndotelo —suelta.
—Entonces te vas a decepcionar.
No lo digo tan duramente como parece. Su rostro decae y
asiente lentamente.
—Tienes razón —dice, con una voz que ni siquiera parece
suya—. No debería pedirlo. Buena suerte.
Luego se escabulle entre la multitud.
Ni siquiera tengo la oportunidad de decirle que agache la
cabeza antes de que desaparezca.
Me paso la mano por la cara. —¡Mierda!
—¿Jefe?
Suena una campana.
Es hora del asalto final.
Me pongo de pie. Stefano aparta el taburete. Él y los otros
hombres se van. Otra vez solo estamos Dzik y yo.
Nadie más puede salvarme.
Solo me tengo a mí mismo.
Una punzada de dolor me atraviesa el hombro y me recorre el
brazo. Pero la ignoro, igual que hasta ahora. ¿Qué otra opción
tengo?
Suena la campana en el estadio. El público empieza a animar.
Por tercera vez, Dzik corre directamente hacia mí.
Espero un golpe en la cara, así que levanto los brazos,
dispuesto a bloquearlo. Pero él hace una finta hacia un lado y
me lanza un codazo irregular al costado.
La potencia del golpe me lanza al suelo.
Aterrizo con fuerza sobre mi brazo herido. Algo se rompe.
Cruje. Quiero rugir de dolor, pero me lo trago.
No muestres debilidad, Lucio. Las palabras de mi padre
suenan en mi cabeza.
Me pongo en pie y vuelvo a enfrentarme a Dzik. Mi brazo
malo cuelga sin fuerza a mi lado. Los ojos de Dzik van y
vienen entre él y mi cara.
Capto el brillo de la codicia en su mirada. Sabe que ahí puede
hacerme daño. Sabe que es la única manera de ganar este
combate.
Y no pierde tiempo en aprovecharse de ello.
Se abalanza sobre mí otra vez. Rápido.
Me agacho, giro, tiro un puñetazo.
CRAC. Ese aterriza bien.
Otra pirueta, otra maraña de miembros. Le doy un fuerte
rodillazo en las tripas.
Eso también le duele.
Pero cada golpe me está drenando la energía. No me queda
mucha en reserva.
Y todavía queda mucho tiempo en el reloj.
Cada vez es más difícil respirar. Golpear. Bloquear y esquivar
a este bastardo loco.
Viene hacia mí con los puños en alto. Cuando me lanza un
golpe intento bloquearlo, pero soy demasiado lento y estoy
demasiado débil. Se cuela entre mis antebrazos y me alcanza
en el mismo lugar donde me golpeó antes.
El dolor es fundido. Inmenso.
Pongo toda mi fuerza de voluntad en mantenerme en pie. Pero
no es suficiente.
Tropiezo, tropiezo… y luego caigo.
Mi espalda golpea con fuerza la lona. El golpe me deja sin
aliento.
¡Levántate, hijo de puta! ¡Levántate de una puta vez! De
nuevo las palabras de mi padre.
Intento ponerme de pie. Realmente lo intento.
Pero no soy lo suficientemente rápido.
El pie de Dzik es un borrón mientras me patea. Me golpea con
fuerza en el torso y me rompe una costilla.
Otra patada.
Otro crujido.
¡Levántate!
No puedo.
¡Levántate, maldita sea!
No puedo, no puedo, no puedo.
En el momento crucial, mi cuerpo me falla. Aunque mi
cerebro grita y mi alma está entregada a Evie, a Charlotte y a
mis hombres, mis miembros se niegan a moverse.
Y entonces, me doy cuenta.
Estoy perdiendo este asalto.
Y, si pierdo este asalto, pierdo el combate.
Y, si pierdo el combate, muero.
Intento levantarme de nuevo, pero el monstruo encima mío se
niega a soltar su ventaja sobre mí.
Los pensamientos empiezan a rondar por mi cabeza.
Pensamientos de moribundo.
Adriano sabe qué hacer.
Recuperará a Evie. La protegerá.
Mantendrá a Charlotte a salvo.
Entonces suena una voz, brutalmente áspera. —¡Zatrzymać!
Sé lo suficiente de polaco para saber lo que eso significa.
BASTA.
Alguien ha parado el combate.
A pesar de que cada célula de mi cuerpo gime de agonía,
ruedo sobre mis manos y rodillas. Con mis últimas fuerzas de
voluntad, alzo la cabeza para ver quién me salvó.
Sonya está de pie delante de la sección VIP, con sus ojos fijos
en mí.
Una sonrisa viciosa juguetea en sus labios, rojos como la
sangre.
23
CHARLOTTE

No la veo hasta que habla.


Hasta que se sube a las barandillas de la sección VIP y ladra
una palabra cortante en un idioma extranjero y áspero.
—¡Zatrzymać!
Esa sola palabra hace que una arena llena de bestias borrachas
se detenga en seco.
Es rubia. Etérea. Viste un ajustado vestido blanco y una
chaqueta de cuero.
Sus tacones aguja rojos añaden al menos diez centímetros a su
ya alta estatura, y el color granate como sangre de sus labios
combina a la perfección.
Su voz resuena en todo el estadio.
Nadie mueve un músculo.
Nadie se atreve a respirar.
Sepan o no quién es, todas las personas que viven bajo este
techo pueden estar seguras de una cosa: no es una mujer a la
que molestar.
Juliusz se mueve a su lado.
No parece contento, pero tiene un aire resignado.
Las preguntas se extienden entre la multitud.
—¿Quién es esta mujer?
—¿Quién es ella para decirnos lo que tenemos que hacer?
—¿Qué quiere…?
—… ¿por qué lo salvó?
Las preguntas se convierten en irritación. La irritación se
convierte en ira. La ira quiere desatarse, quiere causar
estragos.
Pero no.
Al menos, todavía no.
Solo burbujea a fuego lento en la superficie, como agua a
punto de hervir. Como un géiser hinchado y a punto de
estallar.
Los hombres de Lucio lo ayudan a salir del ring. El público
murmura.
Se me retuerce el estómago al verlo.
Está golpeado y magullado. Le gotea sangre del corte en la
frente y las mejillas. Su brazo herido está inerte e inútil.
Está de pie, pero solo con ayuda de sus hombres.
Honestamente, parece a un centímetro de la muerte.
Salgo de la multitud y doy vueltas alrededor, asegurándome de
mantener la cabeza baja.
Pero nadie se concentra en mí. Bien podría ser invisible.
Me cuelo en la sección VIP a través una de las entradas
traseras y me refugio en la sala contigua al bar.
Nunca había estado tan adentro de la sección VIP.
Pero sé que este lugar suele estar reservado para Kazimierz
cuando está aquí.
Si esta mujer es lo suficientemente poderosa como para
detener el combate cuando Dzik estaba a segundos de la
victoria, entonces asumo que está lo suficientemente cerca de
Kazimierz como para usar este espacio también.
Mi razonamiento es acertado. Escucho pasos. El agudo clic-
clac de los tacones de aguja.
—¿Qué coño estás haciendo? —exige Juliusz en un susurro.
Ambas aparecen en mi rango de visión.
Su espeluznante sonrisa habitual se sustituye por un ceño tan
fruncido que me hace volver a las sombras.
Por supuesto, a la rubia no parece afectarle en absoluto su
enfado. De hecho, parece totalmente aburrida.
—Déjate las bragas puestas, Juliusz —suspira—. Tengo mis
razones.
—¿Y el Jefe Kazimierz? —exige—. ¿Está al tanto de tus
razones?
Se sienta en una de las tumbonas y solo veo sus delgadas
piernas y los tacones de sus zapatos. Es elegante en todos sus
movimientos. Como si flotara en vez de caminar.
—Claro que está al tanto —reprende—. Ahora, sé un buen
chico y tráeme una copa.
A Juliusz se le nublan los ojos por el odio. —No soy tu puto
lacayo. Soy subjefe de Kazimierz.
—Soy consciente de los títulos, cariño —dice con una
carcajada—. Solo que me importan un bledo.
Juliusz está a punto de replicarle, pero entonces Feliks entra
por otra puerta lateral.
—Juliusz.
El hombre se interrumpe a mitad de la frase. —¿Qué?
—Basta —dice Feliks en lo que pasa por un tono suave—. Si
el Jefe Kazimierz ha sancionado esto, entonces no podemos
cuestionarlo.
Eso no mejora mucho el humor de Juliusz. Se vuelve hacia la
rubia, disgustado.
—Solo quiero entender: ¿qué sentido tuvo eso? —pregunta,
forzándose a hablar con calma—. El italiano estaba a segundos
de una muerte segura.
—¿Y luego qué? —suelta ella.
—¿Eh? —pregunta Juliusz.
Está completamente agotado. La rubia está lo más alejado de
eso.
Ella es equilibrada. Tranquila. La frescura encarnada.
—Te pido que me digas qué habría pasado si Lucio Mazzeo
hubiera sido asesinado ahí fuera esta noche.
Juliusz alza las manos. —¿Qué hubiera pasado? ¡Habríamos
ganado, joder! Habríamos acabado con el jefe más poderoso
de la ciudad.
Mira a Feliks en busca de apoyo, pero el gordo no hace más
que encogerse de hombros y parpadear.
—¿Sabes por qué Lucio Mazzeo es tan poderoso? —insiste la
rubia. Su voz tiene un tono peligroso.
—¡Me importa una mierda…!
—Mmmm. Debería importarte —dice como si estuviera
decepcionada—. El hombre es poderoso porque sus hombres
le son leales. ¿Crees que, si muere esta noche, los italianos
serán destruidos?
—Yo…
—No —me interrumpe con frialdad. Se pone en pie como una
bailarina y vuelve a mi campo de visión—. Seguirán luchando.
Si hubiera muerto esta noche, habrías empezado una guerra
que no puedes ganar.
Se produce un tenso silencio.
Desde mi escondite, tengo una vista completa de la cara de
Juliusz. Parece acobardado. Como si reconociera la sabiduría
de sus palabras.
Entonces, su expresión se tuerce.
Una oscura sonrisa se dibuja en sus labios. —¿Kazimierz se
comió esa sarta de tonterías? —se ríe—. Qué noble por su
parte. Debería haber sabido que solo viniste a salvarle la puta
vida a tu ex.
Dios mío.
La hermosa rubia es la ex de Lucio.
La madre de Evie.
Mi cabeza parece a punto de explotar por un momento. Pero
claro, debería haberlo visto. Lo que no esperaba eran los celos
calientes y amargos en mi pecho.
Quiero destrozar su rostro impecable con mis uñas.
Quiero arrancarle cada mechón de sedoso pelo rubio de la
cabeza.
Quiero arruinarla. Romperla. Herirla.
Por lo que le hizo a Lucio. A su hija.
Por lo que quiere hacerme.
Sonya se pone rígida imperceptiblemente. —Eres un tonto si
crees que soy una mujer que vive para pequeñas venganzas.
—Parece que te gustan tus jefes —rezuma Juliusz.
Su fachada de reina de hielo se enfría aún más. Ni siquiera está
hablando conmigo, pero siento el cosquilleo del miedo.
—Voy a ignorar ese pequeño comentario, Juliusz —sisea ella
—. Pero no creo que esté dispuesta a ignorar mucho más de ti.
Sus ojos se entrecierran como los de una rata acorralada. —Te
estoy observando, Sonya —dice en voz baja.
Juliusz se da la vuelta y sale furioso de la sección VIP.
Sonya se ríe con amargura. Toda la admiración que sentí por
ella antes, más bien asombro, se revuelve en mi vientre.
La odio.
Los odio a todos.
Feliks se ríe por lo bajo mientras ve desaparecer a Juliusz.
Cuando el hombre se ha ido, mira hacia Sonya.
—Sí que sabes cómo apretarle las clavijas.
—No puede tenerme —comenta Sonya encogiéndose de
hombros—. Así que descarga toda su frustración contenida de
otras maneras. Los hombres son tan jodidamente fáciles.
—Deberías ser amable con él.
—¿Por qué? —pregunta ella. La silueta de sus curvas contra el
vestido blanco translúcido es larga e impecable—. Me gusta
divertirme. ¿Vas a hacerme un numerito tú también?
—Claro que no —dice Feliks. Inclina la cabeza hacia abajo—.
Hiciste lo que te propusiste. ¿Y ahora qué?
—Ahora, tengo una audiencia con el hombre en persona —
dice—. Envíalo aquí.
—¿Sin compañía? —pregunta Feliks alzando una ceja.
—No me hará daño.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
Ella se burla. —Tengo a Evelyn.
—Muy bien —dice Feliks. Hace una reverencia—. Lo haré
pasar.
Aprieto la mandíbula. Nada en esta mujer me parece correcto.
Es calculadora y manipuladora. Seguramente, Lucio se dará
cuenta… ¿verdad?
Unos pasos me devuelven al presente.
Lucio entra tambaleándose en la habitación.
Me tiembla el corazón al contemplar su rostro magullado.
Tiene un ojo morado, y varias laceraciones y cortes a lo largo
de la cara y el cuerpo. Sangra, cojea y silba ligeramente al
respirar.
El hecho de que siga de pie, y mucho más caminando, me
parece asombroso.
—Sonya —gruñe Lucio. Su único ojo bueno está clavado en
ella.
Incluso desde aquí, tiemblo. La habitación rebosa un odio
helado.
—¡Qué frío, Lucio! —ronronea Sonya—. Esperaba un saludo
más cálido. Acabo de hacerte un gran favor.
—Corta el rollo —gruñe Lucio—. ¿Dónde está mi hija?
—Querrás decir nuestra hija —corrige con delicadeza.
—Quise decir lo que dije. Ella era nuestra. Luego la
abandonaste. Ya no es tuya.
—Tenía mis razones.
—Igual que tienes tus razones para intervenir ahora. ¿Estoy en
lo cierto?
—¿Hay un ‘gracias’ en alguna parte de tus palabras? —
pregunta, avanzando un paso hacia Lucio y posando las manos
con ternura en su pecho—. Porque me encantaría oírlo.
—Reza para que no te mate ahora mismo, mujer —le gruñe.
Se ríe ligeramente. Incluso su risa suena como puta música.
—Oh, sé que no lo harás —dice Sonya—. Puedes negarlo todo
lo que quieras. Pero aún te importo, Lucio.
La mira fijamente, pero su expresión está oculta tras los
moretones y la sangre.
Siento que mi cuerpo se enfría.
Están muy juntos. Sonya se inclina y Lucio la mira.
Desde donde estoy, definitivamente parecen amantes.
Amantes que tienen mucha puta historia. Y algunos asuntos
pendientes.
Me giro y se me nublan los ojos. Necesito calmarme pero
siento que me deshago por dentro.
No estoy hecha para este mundo. Para su mundo.
¿Estos dos? Están hechos para jugar estos juegos del corazón,
del cuerpo.
Yo no.
Y me está destruyendo, se lleva un pedazo de mi alma a la vez.
Soy consciente de que Lucio y Sonya siguen hablando, pero
sus palabras se escapan por mi mente como si fuera un
colador. Ya no puedo respirar aquí atrás.
Necesito aire. Necesito libertad. Necesito salir.
Así que me escabullo por la salida trasera del VIP y vuelvo
sobre mis pasos hasta el estadio principal.
Mientras me dirijo a los vestuarios, siento que me observan.
Me giro y veo a Stefano, el lugarteniente de Lucio, mirando
fijamente en mi dirección. Su expresión no revela nada, pero
sé lo que está pensando.
¿Qué estás haciendo?
¿La verdad?
Ya no tengo ni idea.
Estoy aquí para intentar conseguir información sobre dónde
está Evie.
Pero aparentemente, Lucio no me necesita. Ya no.
¿Qué sentido tiene?
Mientras camino a los vestuarios, solo hay un pensamiento
dominante en mi cabeza: Tengo que irme a casa.
Lejos de aquí. Volver a mis raíces, a lo que era antes de que
me arrastraran pataleando y gritando a la órbita de Lucio.
Tengo que recordarme a mí misma lo que sabía entonces: la
independencia es la única forma que tiene una mujer de
sobrevivir.
En algún momento, me até a Lucio. Físicamente.
Emocionalmente.
Así que, ahora, cualquier cosa que haga me afecta.
Y no debería. No debería, maldita sea, porque no somos nada.
No soy nadie para él.
Y, a partir de ahora, él no es nadie para mí.
Llego al vestuario y cambio mi atuendo de chica del ring por
mi propia ropa. En cuanto me pongo los vaqueros y la
camiseta negra, me siento un poco mejor. Más como yo.
Salgo del vestuario cuando una voz me detiene en seco.
—Te estuve buscando por todas partes.
Me giro y veo a Henryk apoyado en la pared del vestuario,
mirándome con ojos de borracho.
—Henryk. Hola.
Se corre de la pared y camina hacia mí. Como un depredador
que acecha a su presa.
—¿Terminaste tu turno? —pregunta.
No es que pueda mentir.
—Fue una larga noche —digo con cautela—. Me voy a casa.
—¿Qué tal si te llevo yo? —sugiere.
Estoy a punto de negarme, pero me detengo.
Que Lucio piense que no sé hacer una mierda no significa que
sea verdad.
Y que Lucio no se preocupe por mí no significa que yo no me
preocupe por Evie.
Que los jodan a él y a Sonya por igual. No estoy aquí jugando
juegos como ellos.
Estoy aquí por una niña que me necesita.
Evie sigue ahí fuera y no estamos cerca de averiguar dónde.
Henryk es una bola de baba, pero podría tener información
útil.
Quizá pueda sacarle algo antes de desaparecer para siempre.
Le debo a Evie el intento.
—Claro —respiro—. Puedes llevarme.
Parece ligeramente sorprendido por la rapidez con la que
acepto su oferta, pero intenta disimular su expresión.
—Bueno, entonces —me dice con una sonrisa extraña. Me
rodea los hombros con el brazo—. Vámonos.
Mientras caminamos hacia la salida, veo a un hombre
desplomado contra una pared mugrienta con la cabeza echada
hacia atrás, extasiado. Tiene los pantalones bajados hasta los
tobillos.
Hay una chica acurrucada entre sus piernas. Su cabeza se
balancea sobre su entrepierna mientras se la chupa. Reconozco
la tanga verde neón.
Es la joven que antes estaba sentada en el regazo de Feliks.
Él gime mientras le pone las dos manos en la nuca y la obliga
a chuparlo más profundamente.
Ella forcejea, tose, pero él se niega a soltarla.
Desvío la mirada y me trago las náuseas.
Eso es todo lo que seré en este mundo.
Un juguete sexual.
Un juguete.
Una doña nadie.

H ENRYK HUELE a cerveza fuerte y cigarrillos rancios. Me


agarra con fuerza mientras avanzamos hacia su coche entre la
multitud que se dispersa.
Cuando llegamos a su vehículo, me abre la puerta del
acompañante. Un gesto que, estoy segura, tiene más que ver
con el miedo a que me eche atrás que con un acto de
caballerosidad.
Salimos del aparcamiento y nos adentramos en la noche. Las
calles están vacías.
—¿A dónde? —pregunta Henryk.
—Calle Coalson —le digo—. Gira a la derecha en el cruce.
Se pasa al carril izquierdo y sigue conduciendo recto. Pero, de
vez en cuando, me mira como si no se creyera que estoy
sentada en su coche.
No me importa lo que piense de mí. Lo que quiere de mí.
Todo lo que me importa ahora es tratar de encontrar a Evie.
Una vez que lo haga, podré irme.
Antes de que este mundo malvado me trague entera.
24
LUCIO

Sus labios parecen un beso de sangre.


Y las palabras que salen de ellos son veneno bañado en miel.
Todo es intencionado. Todo es deliberado. Sonya siempre supo
manejar su apariencia como un arma.
—Vamos —murmura, aprieta sus pechos contra el mío—. ¿No
recuerdas lo que solías decirme?
No contesto. No me muevo. Sobre todo porque me duele
hacerlo.
Sonya parece decepcionada por la falta de respuesta.
Pero, de nuevo, todo es una actuación. Este momento está
totalmente guionado. Estoy seguro de que estuvo soñando con
ello durante semanas o meses. Cada palabra está planeada de
antemano.
—Terco como siempre. Así que eso no ha cambiado. Está
bien. Llenaré los espacios en blanco.
Se aclara la garganta y trata de imitar mi voz. Es una imitación
cómica de mí, pero no me molesto en sonreír.
—Me dijiste que era una mujer que sabía hacer las cosas. ¿Te
suena, cariño? —me acaricia la cara con una uña roja como la
sangre.
Me está presionando. Y con razón.
La verdad es que recuerdo cada palabra que le he dicho a
Sonya.
Gruño sin palabras.
Sonríe. —Pensé que eso podría refrescarte la memoria. Y
mírame ahora —da un paso atrás y gira delicadamente, como
una bailarina—. Estoy en mi elemento. Haciendo cosas. Justo
como me enseñaste.
—Excepto que estás en el puto lado equivocado —gruño.
Una sonrisa reservada se dibuja en su rostro. —Quizá.
Voltea y se desliza hasta los sofás de cuero de felpa apoyados
en las paredes retroiluminadas. Luego se posa en uno de los
reposabrazos, con las piernas colgando del borde.
—¿Qué se supone que significa eso? —pregunto con
impaciencia.
Su sonrisa se vuelve seria. —Significa que quizá deberías
confiar en mí.
—Tan pronto como me entregues a mi hija.
Suspira. —¿Volvemos a esto otra vez?
—Esa es la única razón por la que estoy aquí. La única.
—¿Ah? —dice con sarcasmo—. ¿Y cuál era tu plan? ¿Morir y
dejar que tus hombres intenten rescatarla?
—Confío en mis hombres mucho más que en ti.
—Mhmm —tararea. Suena amarga—. Otra cosa que no ha
cambiado.
—¿De verdad se trata de eso? —exijo—. ¿Estás tratando de
vengarte de mí por poner a la Familia primero? Parece indigno
de ti.
Intenta verse despreocupada, pero capto la expresión de sus
ojos antes de que pueda bajar el telón.
Son celos puros y duros.
—Eso ya no me importa una mierda —dice encogiéndose de
hombros despreocupadamente—. Esto ya es más grande que
tú. Es más grande que Kazimierz. Es más grande que yo.
Frunzo el ceño.
No me gusta cómo suena eso.
¿En qué coño está metida Sonya?
—¿Por qué interrumpiste la pelea? —pregunto sin rodeos.
Ella levanta las cejas. —¿No es obvio? —pregunta—. No
quería que mueras. Y créeme, Lucio, habrías muerto si yo no
hubiera intervenido.
—Mi muerte te habría simplificado las cosas.
Se encoge de hombros. —No necesariamente. Una guerra total
de la mafia no habría beneficiado a nadie.
—¿Cómo fuiste capaz de parar el combate? —pregunto—.
¿Por qué te hacen caso?
Sonríe.
—¿Te sorprende mi influencia en estos círculos, Lucio? —
pregunta. Está radiante de orgullo oculto.
Siento que a cada segundo que pasa entiendo menos lo que
está pasando.
—Mucho.
La ira se arremolina en sus ojos marrones por un momento.
—Siempre fui un activo —me sisea, dejando de lado por un
momento su aire de divertido distanciamiento—. Siempre.
Solo que nunca lo viste.
—Si se trata de una venganza personal, Sonya —gruño
—,dime lo que tienes que decir o acaba con esto. Pero no
pongas a Evie en medio de nosotros.
Su frente se arruga por un segundo. Parece desconcertada.
—Si no te conociera mejor, pensaría que realmente quieres ser
su padre —sugiere. Suena como una acusación.
—Sí, quiero —le digo mirándola a los ojos.
Esa confesión la deja sin habla durante unos instantes. —
Vaya…
—¿Vaya qué? —chasqueo impaciente.
—Estás siendo muy convincente ahora mismo —explica—.
Estoy impresionada.
—No intento impresionarte, zorra —gruño. Doy un paso
amenazante hacia ella. Mis heridas no ayudan en absoluto a
mejorar mi humor—. Te estoy diciendo la puta verdad. Quiero
que me devuelvas a mi hija. ¿Dónde coño la tienes?
—No puedo decirte eso.
—¡Mierda, Sonya! —rujo—. Esto no es un juego. No puedes
usar a Evie…
—¿Usarla? —dice, haciendo ademán de parecer insultada—.
Intento protegerla.
Me río con desprecio. —Si eso fuera verdad, la tendrías lo más
lejos posible de ti. La habrías dejado conmigo y te habrías
quedado jodidamente muerta.
Una sombra cruza su rostro.
Se toma un momento para serenarse antes de hablar.
Me desconcierta.
La Sonya que yo conocía era impulsiva. Temperamental.
Ciertamente, nunca se contuvo durante una pelea.
—Hay muchas cosas que no sabes —dice en voz baja—. Lo
mejor para ti y para Evie es que confíes en mí.
Me burlo y me alejo de ella.
El dolor recorre mi cuerpo. Me duele todo, joder.
Pero la ira tiene un efecto anestésico.
La miro por encima del hombro. —No habrías interrumpido el
combate sin la bendición de Kazimierz. ¿Cómo conseguiste
convencerlo de que era lo correcto?
—Si te lo digo, ¿confiarás en mí?
—Maldita sea, jamás.
Suspira dramáticamente. —Supongo que te lo diré igual. Le
dije que podía convencerte de que hicieras un trato conmigo.
—¿Un trato?
Ella asiente. —Le dije que te convencería para entregarle el
control de la mafia Mazzeo.
La miro fijamente durante un largo momento.
Entonces, suelto una oscura carcajada. —¿Lo dices en serio?
Parpadea perezosamente.
La risa se convierte en ceniza en mi boca y la carcajada se
corta bruscamente.
—Estás loca.
Suspira. —No estoy loca —corrige—. Solo soy razonable.
—¿Crees que le voy a entregar el control de mi imperio a ese
demente hijo de puta?
—Eso es lo que le dije —dice Sonya con calma—. Tus
hombres no seguirán a nadie más, a menos que lo decidas por
ellos.
—¿Y crees que es una posibilidad real? —pregunto incrédulo.
—Sí.
—Ilumíname, ¿cómo?
Sus ojos bajan peligrosamente. Sus labios rojos como el rubí
se curvan en las comisuras en un simulacro de sonrisa, pero no
hay verdadera calidez en su rostro.
Es francamente inhumana.
—Porque es la única forma que tienes de recuperar a Evie.
Quiero arrancarle la cabeza del cuerpo.
Quiero rodear su garganta con mis manos y estrangularla hasta
que la vida se desvanezca de sus ojos.
Tengo la sensación de que se da cuenta, porque se tensa al
instante y su expresión se vuelve cautelosa.
—¿Me estás amenazando? —grito.
—Te estoy aconsejando —corrige. Su voz tiembla de rabia al
final—. Esto es por un bien mayor, Lucio. Solo tienes que
confiar en mí.
Gruño. —Ahí está, esa puta palabra otra vez. ‘Confianza’.
—¿Es tan difícil hacerlo? —pregunta—. Ya lo hiciste una vez.
—Eso fue hace mucho tiempo —le recuerdo—. Cuando casi
eras mi mujer. Entonces un día decidiste desaparecer y llevarte
a mi hija nonata contigo.
—No quería que ella fuera la segunda en tu vida —responde,
con la ira subiendo lentamente a la superficie. Mancha su cara,
roja y fea. Una grieta en su elegante armadura—. No quería
que la descuides y la ignores.
Siete años de ausencia me hicieron olvidar el constante y
exasperante estancamiento que era nuestra relación.
Cada pelea desembocaba en una nueva. Eran los mismos
problemas, solo que envueltos en cajas de diferentes colores
cada vez.
Las mismas quejas de siempre. Las mismas diferencias de
opinión, reempaquetadas en formas diferentes.
Es la razón por la que nunca la busqué.
La dejé ir.
Me pareció que era lo mejor.
Por supuesto, no conté con que volviera para vengarse.
—Dime dónde está Evie —gruño, intentando retomar el
rumbo. No dejaré que me distraiga.
Me hace un gesto con el dedo y niega. —No.
Mis manos se cierran en puños. Ignoro el dolor que me sube y
me baja por los brazos.
—¿Qué vas a hacer, Lucio? —pregunta con leve diversión—.
¿Obligarme a decírtelo?
—Puede que lo haga.
Sonríe. —No estás en posición de ponerme un dedo encima —
anuncia—. Este es mi territorio ahora.
—Orgullosa de eso, ¿verdad?
—Hice lo que tenía que hacer.
Sonríe con suavidad. Veo un destello de la mujer que solía
conocer. Pero ya no hay conexión.
Solo arrepentimiento.
Tanto puto arrepentimiento.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repite—. Porque soy una madre soltera con
algo que demostrar.
—¿Y qué es eso?
—Puedo mover montañas, Lucio —dice ella—. Soy tan
poderosa, tan fuerte y ambiciosa como tú. Y Kazimierz. Y
cualquier otro hombre ahí fuera.
Frunzo el ceño. —¿Crees que no lo sé? Nunca te consideré
inferior. Nunca pensé en ti como un premio o una posesión. Te
respetaba.
Abre la boca para decir algo, pero la interrumpo.
—Pero tú no eras feliz con eso —continúo—. Querías ser el
todo y el fin de mi existencia. Querías ser el centro de mi
mundo. Nunca entendiste lo que significaba mi papel de Don.
—Lo entendía —responde ella—. Significaba que siempre
quedaría en segundo lugar. Y yo no me conformo con el
segundo lugar, Lucio Mazzeo.
—¿Y entonces? —pregunto—. Decidiste desaparecer durante
años. Y luego, cuando apareces, ¿te unes al puto Kazimierz
Kowalczyk? ¿De verdad crees que te va a poner por delante de
todo?
—Lo ha hecho —responde ella.
—Te estás acostando con él.
Ya sé que así es. Pero quiero oírla decirlo.
—La conversación de almohada es interesante —confirma con
un guiño.
—¿Y ahora qué, Sonya? —pregunto, disgustado y agotado—.
¿Qué sentido tuvo todo esto?
—Te salvé la vida —dice con orgullo—. Puedes salir de aquí y
volver con tus hombres. Diles que se retiren. Sabemos que
tienen el lugar rodeado. Y, si realmente quieres recuperar a
Evie, entonces harás exactamente lo que le dije a Kazimierz
que harás. Le entregarás el control de la Familia.
—Eso nunca va a suceder.
—Entonces nunca volverás a ver a Evie.
La agarro tan rápido que ni siquiera puede gritar para pedir
ayuda. Le aprieto la garganta con la mano, impidiéndole
hablar. Me mira con ojos grandes y asustados, clavándome las
uñas en la muñeca.
—No me jodas, mujer.
—Luc… Lucio…
Aprieto un poco más fuerte, luego la empujo hacia atrás y la
alejo de mí.
Tose y se lleva las manos a la garganta. Toma grandes
bocanadas de aire. Cuando se endereza, me mira con renovado
temor.
—No puedes hacerme daño —jadea, su voz es cruda—. Soy la
madre de Evie.
—Evie está mejor sin ti.
¿Se da cuenta de que está usando a su propia hija como
moneda de cambio?
No. Está demasiado lejos de entenderlo.
Demasiado perdida en su propia ambición para ver todas las
formas en que está fallando como madre.
—Intento crear un mundo mejor para Evie —susurra con voz
ronca.
—Sigue diciéndote eso.
—No tienes mucho tiempo para tomar una decisión, Lucio —
me dice Sonya—. Tic-tac. La elección es tuya.
Empieza a irse, pero se detiene cuando la persigo.
—¿Y si estoy de acuerdo con esto? ¿Entonces qué? ¿Esperas
que crea que Kazimierz va a dejarme vivir?
Se da la vuelta lentamente. —Si estás de acuerdo, entonces
puedes huir. Abandonas el país. No volver.
—Eso no tiene ningún puto sentido —gruño—. Hiciste todo lo
posible para alejar a Evie de mí. ¿Ahora vas a devolverla y
dejarnos huir?
Duda un momento, y es la primera vez que veo una emoción
real en su rostro. Está retorcida de luto.
Como si fuera ella la que hace grandes sacrificios.
—Ya no serás un Don —susurra—. Te estoy quitando eso. O
la tienes a ella, o no tendrás nada. La elección es tuya. Sé que
harás lo correcto.
Sus palabras son como copos de nieve. Heladas, frágiles y
hermosas. Tiene tantas ganas de hacerme daño que ya nada
más importa.
La mujer que una vez conocí está tan lejos.
Sacudo la cabeza. —Estás jodidamente loca.
Ella suspira. —Quizá algún día lo entiendas.
Lo dice casi con esperanza.
Entonces, su expresión se endurece. —Después de que me
vaya, tienes quince minutos para salir de aquí.
Se aleja de mí tres pasos más y se detiene bruscamente, como
si acabara de recordar algo.
—Ah, y una cosa más —dice, con ojos conflictivos—. ¿Quién
es Charlotte?
—¿Qué?
—Charlotte”, repite Sonya—. Evie la mencionó un par de
veces.
Interesante.
Parece que Kazimierz no le habló de Charlotte a Sonya. Lo
que significa que no confía en ella tanto como ella cree.
—Charlotte era la niñera de Evie.
—¿Eso es todo? —pregunta.
Frunzo el ceño. —¿Qué quieres decir?
Veo la emoción en sus ojos antes de que la sacuda.
—Nada —dice ella—. Tienes que tomar una decisión, Lucio.
Y no tienes mucho tiempo.
Luego, se gira y desaparece por el pasillo.
Casi inmediatamente, mis hombres entran en la sección VIP
hacia mí.
—Jefe —dice Giovanni con urgencia—, tenemos que salir de
aquí antes de que la mierda llegue al ventilador.
Asiento con la cabeza. —Vámonos. Stefano, coge a Charlotte.
Viene con nosotros.
La expresión de Stefano se nubla un poco. —Uh, jefe, sobre
Charlotte…
—¿Dónde coño está? —exijo.
—La vi irse con un tipo.
—¿Un tipo? —repito incrédulo.
¿A qué demonios está jugando ahora?
—¿Tenemos una identificación de él?
—No —responde Stefano—. Seguro que está con los polacos.
Pero supongo que es de bajo rango.
—Maldición —gruño, saliendo de la sección VIP con mis
hombres a mi espalda—. Comprueba su teléfono. Hay un
rastreador ahí.
—Ya lo he comprobado, señor —dice Stefano de inmediato—.
Ella, ah… lo apagó.
Maldita sea.
Si Sonya no termina matándome…
Charlotte definitivamente lo hará.
25
CHARLOTTE
EN EL COCHE DE HENRYK

Me está costando todo lo que tengo mantener la calma, la


frialdad y la serenidad en el exterior.
Porque, por dentro, me grito a mí misma.
Concéntrate.
¡Mete la cabeza en el puto juego!
Si quiero a obtener alguna información de este cabrón, tengo
que interpretar el papel.
Necesito ser segura, astuta, seductora.
Como Sonya.
Me asusto de pensarlo, pero no puedo negar que es
exactamente el tipo de mujer que necesito emular.
Miro a Henryk y sonrío. Pero noto lo tensa que tengo la boca.
Qué falsa debe parecer mi sonrisa.
—Ha sido una noche intensa —comento.
—Casi acabamos con ese cabrón engreído —gruñe—. Si no
fuera por esa zorra saltarina en tacones…
—¿Por qué haría eso? —hago mi mejor esfuerzo para sonar
tan decepcionada como él.
Echo un vistazo a la carretera que tenemos enfrente.
Henryk tomó el camino largo hacia mi apartamento. Pero sigo
reconociendo la zona, así que no me preocupa demasiado.
Probablemente tardaremos otros veinte minutos en llegar.
Tiempo de sobra para seguir buscando información útil.
—No tengo ni puta idea —dice—. Pero estuvo rebotando en la
polla de Kazimierz, así que probablemente así es como se sale
con la suya.
No me esperaba esa revelación. Mis cejas se disparan. —¿En
serio?
—¿En serio qué?
—¿Se está acostando con Kazimierz?
Se ríe. —Claro que sí. ¿Por qué crees que los subjefes se
hicieron a un lado y la dejaron hacer lo que le diera la gana?
—Jesús —respiro.
¿Lo sabe Lucio?
Y lo que es más importante: si lo supiera, ¿le importaría?
—¿La conoces? —pregunto con indiferencia.
—¿A quién? ¿A esa zorra engreída? —se burla—. No, ella no
pierde el tiempo con las tropas. Con la basura.
Percibo la amargura en su tono.
Es el tono de un hombre que siempre estuvo rodeado de
hombres más poderosos. Le hablaron con desprecio toda su
vida.
Esa será mi entrada.
—No creo que seas basura —digo, inclinándome un poco
hacia mi izquierda.
—¿No? —pregunta.
—No —recalco—. Si lo pensara, no estaría en este coche
contigo.
Una sonrisa se abre paso a través de su fachada malhumorada.
Me ruborizo.
Voy por buen camino.
—A mí también me han tratado como basura toda mi vida —le
digo—. “Pero nosotros somos los que tenemos todo el poder.
Levanta las cejas, intrigado. —¿Ah, sí? ¿Cómo es eso?
—Todo el mundo subestima a la gente como nosotros —le
digo. Mi propia voz está impregnada de amargura. Una parte
falsa. Otra parte es real—. No nos consideran importantes, así
que pasamos desapercibidos. Oímos cosas que los demás no
oyen.
En su caso, realmente espero que sea cierto.
—Sí —murmura—. Sí.
—Estoy segura de que sabes mucho más de lo que la gente
piensa.
—Joder, sí.
—Como lo de esa mujer y Kazimierz —digo, clavando los
talones en el punto—. Apuesto a que supiste de ellos dos antes
que nadie.
—Eso es porque soy jodidamente listo —golpea el volante con
una mano enfadada. El coche se desvía con el movimiento y
recuerdo que aún está bastante borracho por las peleas.
No puedo irritarlo demasiado, o nos matará a los dos.
—Mhmm —estoy de acuerdo—. Muy inteligente. Y eso es
sexy.
—Sexy —repite, como un loro descerebrado—. Sí…
—Ya sabes, las chicas del ring siempre hablan —digo,
desviándome hacia el tema que realmente quiero discutir—.
Siempre cotillean sobre una cosa u otra.
—Apuesto a que lo hacen.
—Pero ninguna de ellas sabe una mierda. En realidad, no —
digo—. No como tú.
—Esas zorras se creen que saben una mierda porque se la
chupan a la mafia —responde—. No saben nada.
—Sí, pienso igual —digo—. Anoche hablaban de esta chica…
—¿Sí? —pregunta Henryk moviendo una ceja—. ¿Está
buena?
Mi exasperada mueca de disgusto está a un segundo de salir a
la superficie, pero consigo reprimirla justo a tiempo.
—No. La chica de la que hablaban es joven.
—No tengo ningún problema con eso.
Tengo que contener mis nauseas.
—Quiero decir que es una niña —digo—. Seis años. O…
siete, algo así.
Se queda callado un momento. —Oh. Vale.
Intento volver al tono meloso. —Así que sí, estaban hablando
de este gran complot o lo que sea que involucra a esta chica —
continúo—. Me imaginé que podría tener algo que ver con por
qué Lucio Mazzeo estaba en el ring esta noche.
Me mira. —¿Acaso importa?
—No, claro que no. Es que… tienes que saber lo que pasa a tu
alrededor, ¿no? —digo—. Para mantener la cabeza fuera del
agua, y todo eso.
Me mira de reojo un momento. —Supongo.
—Escuché a una chica del ring mencionar que la chica era de
Mazzeo.
Veo sus manos apretarse alrededor del volante.
Mierda.
Fui demasiado lejos.
Henryk gira bruscamente el coche en la curva de la carretera.
Se desabrocha el cinturón, pero no abre las puertas.
Me muevo incómoda.
Estamos al borde de una calle solitaria. Las luces bailan a unas
manzanas de distancia.
Pero justo aquí está oscuro.
No sé dónde estamos. Estaba tan ocupada pidiéndole
información a Henryk que olvidé la regla más básica de la vida
de una mujer sola en la ciudad: prestar siempre atención a lo
que te rodea.
Se vuelve hacia mí con el ceño fruncido. —¿Qué te importa
una niña? —me reclama con impaciencia.
—No me importa —digo, tratando de encogerme de hombros
—. Solo era curiosidad. No pasa nada. Podemos olvidarlo —
miro a mi alrededor, cada vez más nerviosa—. Por cierto,
¿dónde estamos? —pregunto—. Este no es el camino a mi
apartamento.
—Eso es porque no vamos a tu apartamento —eructa—.
Vamos al mío.
Me congelo. —Oh.
—¿Eso es un problema para ti?
—Solo esperaba que me llevaras a mi casa —digo en voz baja,
con cuidado.
Su expresión parece cuajar cuanto más me mira. Sus ojos
inyectados en sangre se oscurecen y su cuerpo se queda
inmóvil.
—Bien —responde—. Te llevaré al tuyo. Pero primero…
Alarga la mano y me la coge. Antes de que pueda resistirme,
me la lleva a la entrepierna.
Está duro. Completamente duro.
Aparto la mano y me alejo de él todo lo que puedo dentro del
coche. Toco la manilla, pero la puerta está cerrada y Henryk
no parece dispuesto a dar por terminada la velada.
Me mira con desprecio. Sus cejas se anudan en el centro
formando una gran uniceja.
—¿Qué pasa? —exclama—. No me digas que solo has venido
conmigo para hablar.
—Yo… Henryk…
Una mujer como Sonya sabría qué hacer.
Una mujer como Sonya sabría ser astuta y sagaz en una
posición como esta.
Diablos, una mujer como Sonya probablemente se lo follaría
solo para conseguir la información que necesita.
¿Y yo?
Siento que se me revuelven las tripas de asco. Lo único que
escucho es mi propio miedo. Mi propia sensación de pánico.
No puedo hacerlo.
No estoy hecha para esta vida.
Yo no soy como ella.
—Solo quiero irme a casa —le digo.
Asiente con falsa simpatía. —Como te dije. Te llevaré a
casa… tan pronto como seas útil.
Se señala la entrepierna.
—No necesito tu coño. Las chicas del ring como tú siempre
andan con enfermedades, de todos modos. Solo chúpamela y
estaremos en paz.
Mi expresión se tuerce de disgusto. —Déjame salir de este
puto coche.
Ni siquiera tengo tiempo de gritar antes de que me golpee.
Su puño sale disparado y me golpea en la mandíbula. Me
desplomo contra el asiento del copiloto, tambaleándome de
dolor.
—Viniste conmigo porque querías algo —dice
acusadoramente—. No querías mi polla. Entonces, ¿qué
era…?
Se detiene en seco.
—¿Información? —pregunta—. ¿Eso es?
Parpadeo para alejar las estrellas que bailan en mis ojos.
Vuelve a enfocarse.
Me duele todo. Tengo miedo.
Esto ha sido un error y quiero largarme de aquí.
—Tenías mucha curiosidad por esa niña que dijiste que está
relacionada con Lucio Mazzeo.
Lo está entendiendo todo rápido.
—¿Así que es eso? —presiona, sus ojos arden a través de mi
cara—. No estás aquí por mí. Estás aquí por él.
—Henryk…
—Cierra la puta boca —gruñe—. No te atrevas a decir mi
maldito nombre.
Su puño se crispa como si quisiera volver a golpearme.
Cuando miro hacia abajo, veo que sigue duro.
—¿Quién eres? —exige. Sale como un ladrido.
—¿Qué quieres decir?
—¿Quién eres? —vuelve a preguntar—. ¿Y para quién
trabajas?
Siento que mi corazón tropieza.
Estoy sobrepasada y ambos lo sabemos.
—No trabajo para nadie. Yo…
—Cierra la puta boca, zorra mentirosa —me aprieta la parte
superior del muslo con una gran palma y aprieta fuerte. Sus
uñas se clavan en mi piel.
—Empieza a hablar o esta mierda se va a poner muy fea para
ti.
Está esperando a que lo cuente todo. Y en ese momento tengo
dos opciones.
La Vieja Charlotte le habría dado lo que quería. Es lo que
mamá me enseñó, ¿verdad? Las cosas son más fáciles cuando
le das a los chicos lo que quieren.
Pero la Nueva Charlotte no está dispuesta a ceder así.
La Nueva Charlotte tiene cosas por las que vale la pena luchar.
Evie, por supuesto.
Pero también lucho por mí misma.
Así que, cuando arremeto contra Henryk, no lo golpeo solo a
él.
Golpeo a cada asqueroso que me agarró el culo al pasar en el
metro.
Golpeo a cada obrero que me preguntó si quería chupársela
mientras cruzaba la calle.
Golpeo a Mickey y Feliks y Juliusz y a cualquiera que piense
que este mundo está hecho para los hombres y que las mujeres
solo están aquí de adorno.
Y Dios, se siente tan jodidamente bien cuando mis uñas
encuentran su mejilla y desgarran la carne del bastardo.
El golpe deja marcas rojas y oscuras en la cara de Henryk.
Grita como un cobarde y se tambalea hacia atrás, llevándose
las manos a donde le hice daño.
Esa es mi señal para largarme de aquí.
Encuentro el desbloqueo manual de la puerta y lo abro, pero,
antes de que pueda soltar la manilla, Henryk se me echa
encima otra vez.
—¡Ven aquí, puta estúpida! —brama furioso—. ¡Te vas a
arrepentir, puta! Voy a…
Consigo soltar la mano y vuelvo a golpearle la cara. Los
nudillos chasquean contra su sien. Se hunde de dolor.
Pero solo por un momento.
No hace mucho más que molestarlo aún más.
—¿Para quién coño trabajas? —sigue gritándome—. Eres del
FBI, ¿no? Eres una jodida puta del FBI…
Intenta arrancarme la camisa.
—¿Dónde está el puto micrófono, eh? —sigue gritando—.
¡¿Eh?!
Está a medio camino sobre mi asiento.
Si tan solo pudiera abrir la maldita puerta…
Oigo un fuerte desgarro cuando consigue rasgar la parte
delantera de mi camiseta de tirantes. Por instinto, le meto el
dedo en el ojo.
Grita por tercera vez y, en el momento en que afloja su agarre
sobre mí, abro de un tirón la puerta del coche.
Salgo a trompicones del coche y caigo de rodillas sobre el
duro pavimento.
Ni siquiera noto el dolor. Me pongo en pie tambaleándome y
empiezo a correr.
Me grita insultos, pero lo único que realmente oigo son mis
propios pasos mientras corro hacia las luces que veo más
adelante.
Estoy ferozmente agradecida de haberle dado en el ojo.
La probabilidad de que me atropelle es significativamente
menor ahora.
Aun así, me aseguro de avanzar por zonas en las que sería
imposible atropellarme. No me molesto en mirar hacia atrás
por encima del hombro para ver si me persigue. Sigo corriendo
hacia delante.
Incluso cuando siento que mis pulmones van a estallar de
agotamiento sigo adelante. La sangre corre por mis rodillas
raspadas y se me acumula en los zapatos, así que cada paso es
pegajoso y asqueroso.
Pero no me detengo.
No puedo parar.
No hasta que giro en la calle de donde emanan las luces. Es
tarde, pero hay un sitio que parece estar abierto.
Empiezo a andar despacio y cojeo hacia una fila de gente que
espera fuera de lo que parece ser un restaurante bastante
destartalado.
Solo al acercarme me doy cuenta de que es un comedor social.
Me sirve. Cualquier puerto en una tormenta, ¿verdad? Otra
expresión de mamá.
Mirando por encima del hombro, me cuelo en la fila y agacho
la cabeza.
En pocos minutos, la cola pasa por debajo del toldo y entra en
el edificio. Me encuentro en una zona adusta, como la
cafetería de un instituto.
A medida que la línea se mueve hacia arriba, voy con ella.
—Hola.
El joven afroamericano que tengo delante me dedica una
sonrisa de esas que calientan por dentro.
—Aquí tienes —dice entregándome una bandeja—. Esta
noche solo tenemos estofado. Pero está caliente y aliviará el
hambre.
¿Tengo hambre?
En este momento, estoy demasiado entumecida para sentir
nada en absoluto.
De hecho, estoy demasiado entumecida para hacer otra cosa
que seguir instrucciones.
Coge la bandeja.
Cómete el estofado.
Ese es el tipo de instrucciones sencillas que soy capaz de
seguir en este momento. Todo lo demás me intimida
demasiado.
Así que cojo la bandeja y le agradezco con la cabeza mientras
avanzo por la cola.
Cojo mi cuenco de estofado y busco una mesa en el rincón
más oscuro del local. Me meto el estofado en la boca sin
pensarlo.
Estoy de cara a la ventana, para poder ver a cualquiera que
pase por allí.
A esta hora de la noche, no hay mucho tráfico peatonal.
Estoy bastante segura de que Henryk no me seguirá aquí. No
con tantos testigos sentados alrededor.
Pero, si no renunció a perseguirme, me estará acechando.
El miedo me recorre la espalda al pensar en salir de este
comedor social.
—Hola.
Levanto la vista y veo al hombre que me había entregado la
bandeja.
—Hola —respondo.
—Señora, ¿está bien?
—No… no lo sé —digo sin pensar.
Se sienta en la silla frente a la mía.
—Pareces muy agitada —dice—. Y tu camisa está rasgada por
delante.
—Es una larga historia.
Me imagino empezando desde el principio de todo.
Bueno, robé un plato de espaguetis…
Me río amargamente al pensarlo.
Asiente lentamente y me dedica una sonrisa.
—No quiero entrometerme —dice alzando las manos—. Solo
quería asegurarme de que estabas bien. Soy Greg.
—Gracias —digo despacio—. “Soy Charlotte. Buen estofado.
Greg se ríe ligeramente. —No hace falta que mientas —dice
—. Sé que no está bueno. Pero hacemos lo que podemos.
Miro a la gente sentada alrededor, comiendo su comida. Es la
primera vez que realmente les presto atención.
Hay una mujer con dos niños pequeños, todos ellos claramente
viviendo de mochilas. Un anciano canoso con uniforme de
combate manchado al que le falta una pierna.
Una mujer joven, más o menos de mi edad si tuviera que
adivinar, devorando su plato de estofado como si no hubiera
comido en días.
Me doy cuenta con un sobresalto de que lo más probable es
que eso sea cierto.
—No debería estar aquí —digo, mirando con culpabilidad el
guiso que tengo delante—. No necesito esto tanto como esa
gente ahí fuera haciendo cola.
—Oye —dice, atrayendo de nuevo mi atención hacia él—. No
nos gusta juzgar. Aceptamos a cualquiera. Algo te hizo venir
esta noche. Y esa es razón suficiente para darte la bienvenida.
Lo miro fijamente. La emoción me atasca la garganta durante
un minuto mientras intento hablar.
—Es… es increíble lo que hacen aquí —digo finalmente—.
¿Cuánto tiempo llevan operando?
—Casi seis años —dice orgulloso. Luego se le cae la cara de
vergüenza—. Por desgracia, seis años parece que serán.
—¿Qué?
—Sí —suspira con un gesto de resignación—. Llevamos un
año luchando para financiar esta cocina. Es probable que
cerremos en los próximos dos meses.
—Greg, lo siento mucho.
—No lo sientas por mí —dice, mirando a toda la gente que
tenemos delante—. Ellos son los que saldrán peor parados.
Ojalá el Estado se preocupara lo suficiente como para
financiarnos. Pero, al parecer, los sin techo no son una causa
benéfica de moda en este momento.
Cuelga la cabeza un momento y luego se la sacude.
—Lo siento. Eso sonó amargo.
—Si no estuvieras amargado, me preocuparía —le digo con
una sonrisa—. No es justo.
—No —está de acuerdo—. ¿Pero desde cuándo la vida es
justa?
—Según mi experiencia, nunca. Lo siento —repito, porque es
lo único que puedo ofrecerle en este momento.
—No lo sientas.
Sonríe alegremente. Puedo ver por qué está en esto. Tiene
agallas, calidez y compasión.
—No voy a dejar de ayudar a la gente —añade—.
Simplemente encontraré otra forma.
—Vaya.
—¿Qué? —pregunta confundido.
—Había oído que existían personas como tú, pero nunca había
visto una de cerca —le digo—. Un ser humano real, bueno de
verdad. Eres un maldito unicornio.
Se echa a reír. Es la risa buena, la que me hace querer reírme
con él. De las que te hacen llorar de risa, de las que te hacen
doler la barriga.
Hacía mucho tiempo que yo no me reía así.
—Bueno, gracias. Me siento halagado —dice cuando recupera
el aliento—. Hago lo que puedo. Pero, ya sabes, somos más de
los que crees.
Sacudo la cabeza. —No por lo que he visto.
—No, no, lo digo en serio —insiste—. Pero no todo el mundo
es igual. La bondad de algunas personas tarda un tiempo en
brillar. Pero, si les das el beneficio de la duda, puede que te
sorprendan.
Levanto las cejas. Se ríe otra vez.
—Mierda, parezco un anuncio de la escuela dominical.
Sonrío. —En absoluto. Suenas como un hombre con fe.
—A veces, eso es todo a lo que tienes que aferrarte —me dice
—. La fe.
—Intentaré recordarlo.
Asiente. —Hazlo —dice, poniéndose en pie—. Encantado de
conocerte, Charlotte.
Luego se va a la mesa de al lado a hablar con la madre de los
dos niños pequeños.
Lo escucho saludarla con cálida familiaridad. —¡Marissa! —
cacarea con una sonrisa contagiosa. “¡Carlos! ¡Elena! ¿Qué tal
están…?
Aparto las lágrimas de las comisuras de mis ojos y me vuelvo
hacia el cuenco de estofado que tengo delante.
Entonces, respiro hondo y cojo el teléfono.
Lo apagué antes de subir al coche de Henryk para que Lucio
no pudiera seguirme.
Pero ahora, Lucio es la única persona que quiero ver en esa
ventana de cristal.
Enciendo el teléfono y espero a que se lea la señal. Cuando lo
hace, mi teléfono es asaltado con un aluvión de llamadas
perdidas.
Lucio.
Lucio.
Lucio.
Marco el número de Lucio y espero a que atienda.
No tengo que esperar mucho.
—Jesucristo, Charlotte —gruñe—. ¿Dónde coño estás?
—Yo… lo siento —tartamudeo—. Yo solo… pensé que
podría…
—Responde a la pregunta —dice Lucio con firmeza—.
¿Dónde estás?
—En realidad no estoy segura —digo, tropezando con el nudo
en la garganta—. Es un comedor social y… hay un jardín
cerca…
—No importa —interrumpe—. Rastrearé tu teléfono. Te
recogeremos pronto.
La línea se corta, pero sigo sin sentir alivio.
No creo que lo sienta.
No hasta que lo vea.
26
LUCIO

—¿En qué coño estabas pensando? —exijo en el momento en


que ella está en el coche.
No contesta.
No dice una puta palabra.
Se pone el cinturón y mira por la ventana, en dirección al
deprimente comedor de beneficencia del que acaba de salir.
Acelero el motor innecesariamente y salgo volando por la
carretera. En cuestión de minutos, salimos del barrio y nos
dirigimos a mi parte de la ciudad.
Charlotte sigue con la mirada perdida en la distancia.
—¿Vas a contarme lo que pasó? —exijo—. ¿Vas a explicarme
por qué coño te subiste a un coche con un pandillero polaco?
Ya bailamos esta canción antes. ¿Tengo que recordarte cómo
acabó?
Se vuelve hacia mí lentamente, pero su pelo forma una cortina
a lo largo de su perfil, ocultándome la mayor parte de su
expresión.
—Fue un error de juicio.
—¿Tú crees?
—Lo siento.
La miro de reojo, preguntándome qué demonios pasó para que
la fiera que conozco se haya convertido de repente en una
introvertida mansa y callada.
Reduzco un poco la velocidad para poder observarla más de
cerca.
—Charlotte.
Se vuelve hacia mí y veo su cara con claridad por primera vez
desde que subió al coche.
Tiene un moretón reciente en la mejilla izquierda.
—¿Qué dem…?
Arrastro el coche hasta el bordillo y lo aparco de golpe.
Estamos a solo diez minutos del complejo, pero no me
importa. Estoy demasiado molesto para seguir conduciendo.
Ni siquiera sé con quién estoy molesto: con el hombre que le
hizo ese puto moretón a Charlotte o con la propia Charlotte.
No dice ni una palabra. No me pregunta nada ni parece
sorprendida.
Se gira en su asiento para mirarme, como si no la asustara la
conversación.
—¿Él te hizo eso? —pregunto en voz más baja, levantando la
mano y rozando con los dedos el moretón morado enfermizo
—. ¿El tipo con el que fuiste?
Hace un gesto de dolor cuando la toco. Retiro mi mano
inmediatamente.
—¿Lo hizo? —presiono.
Ella asiente. —Nombre.
—No importa.
—Dime su puto nombre, Charlotte —le digo.
—Henryk —dice con un suspiro—. No sé su apellido.
Tomo nota mentalmente. Henryk.
El hijo de puta pagará por tocarla.
—Volveré a preguntar —digo apretando los dientes—. ¿En
qué coño estabas pensando?
Ella mira a través del parabrisas. Empiezo a tener la sensación
de que quiere salir del coche. Sus manos se mueven nerviosas.
—Esta noche no pensaba con claridad —admite—. Estaba
alterada. Emocionada. Quería probarme a mí misma.
Frunzo el ceño.
¿De qué está hablando?
—Solo quería ayudar —continúa, con una desesperación
desgarradora en el tono—. Quería ser útil. Pensé que podría
sacarle información a Henryk. Información sobre Evie. Pensé
que podría ser como…
Se calla, dejando su frase inacabada colgando entre nosotros.
—¿Cómo qué? —pregunto.
Menea la cabeza y aprieta los labios.
—Eres exasperante. Eres consciente de ello, ¿verdad? —digo,
mirándola.
Espero una réplica mordaz o una burla sarcástica dirigida a mí.
Pero no consigo nada. Incluso su expresión parece
adormecida. Es como si se hubiera ido por la noche.
—Fue una mala decisión —vuelve a decir, rompiendo por fin
el tenso silencio—. Fue un error. Lo asumo.
—¿No funcionó como esperabas?
—Casi desde el principio —admite.
—Cuéntame.
Suspira. No parece frustrada ni enfadada.
Parece agotada.
—Empecé a hablar de las chicas del ring, afirmando que había
oído rumores de ellas sobre una niña que se llevaron —me
cuenta—. Intenté ser lo más sutil posible. Pero, al cabo de un
rato, empezó a oler rancio.
Juguetea con el cinturón de seguridad y mira por la ventanilla
a los despreocupados peatones que pasan.
—Paró y empezó a interrogarme. Intenté dar marcha atrás,
pero estaba molesto. Y… y…
—Quería que te lo follaras —supongo.
Ella asiente. —Cuando quedó claro que no iba a hacerlo, se
dio cuenta de que solo vine con él porque quería información
—explica—. Intentó forzarme. Me defendí.
Vuelvo a mirarle el moretón. Me estremezco al verlo.
Empeorará antes de mejorar.
—Entonces le metí el dedo en el ojo y salí corriendo del coche
—continúa—. Fue entonces cuando encontré el comedor
social.
—¿Y el maldito polaco?
—No lo sé —responde ella—. No creo que me siguiera. Debo
haber metido mucho el dedo ahí.
—Bien.
Ella asiente con la cabeza y se mira las manos en el regazo.
Hay algo raro en ella. Puedo verlo en la arruga en su frente, la
triste inclinación hacia abajo en sus ojos.
No está derrotada.
Todavía no.
Pero está cerca.
—Lo siento.
—¿Qué?
—Lo siento —repite—. No encontré nada útil sobre Evie.
Pensé que podría ayudar. Pero al parecer no tengo lo que se
necesita.
—Charlotte…
Freno, sin saber qué decir.
Estoy desarmado por este nuevo cambio. No estoy
acostumbrado a verla así. Acobardada. Dócil. Callada.
—Charlotte, ¿qué tienes en mente?
Levanta los ojos, pero sigue sin mirarme.
Más bien mira a través de mí.
—Pensaba en el comedor social —susurra.
Frunzo el ceño. —¿El comedor social?
—Sí. Tenían estofado esta noche. No era genial, pero estaba
caliente. Y es la única comida que algunas de esas personas
han tenido en días.
—¿Vale…?
—Greg es el tipo que lleva el local —continúa, con voz suave
pero firme—. Es un encanto. Lleva haciéndolo casi seis años.
Pero parece que van a cerrarlo. No hay fondos suficientes.
Estoy esperando a que diga algo que tenga sentido para mí.
Con toda la mierda que está pasando, los polacos, el FBI, Evie
y la pelea, ¿se fija en un comedor social?
Estoy desconcertado.
—Había una mujer sentada frente a mí con sus dos hijos —
dice—. Los niños… eran muy jóvenes. Y sin hogar. Tuve una
infancia de mierda, pero al menos teníamos una caravana. Al
menos teníamos un techo. Y siempre sabíamos de dónde iba a
venir nuestra próxima comida. Por lo general, venía de una
lata. Pero al menos teníamos algo que comer, ¿sabes? Nunca
me fui a la cama con hambre.
Divaga un poco, pero la dejo hablar.
Lo necesita.
Quizá haya catarsis en hablar en voz alta y saber que alguien
te está escuchando.
—Al principio me sentí culpable por entrar allí. Por quitarle un
plato de comida a alguien que lo necesitaba más que yo —dice
—. Pero Greg me dijo que algo me hizo entrar allí, y eso me
dio la bienvenida.
Alza los ojos hacia los míos.
—¿No es increíble? —pregunta—. Había olvidado que hay
gente así en el mundo. Gente amable. Gente desinteresada.
Gente que quiere marcar la diferencia. Gente que trabaja duro,
se sacrifica y hace un esfuerzo extra por los desconocidos. No
obtienen nada a cambio, pero lo hacen de todos modos. Porque
es lo correcto.
Le tiembla ligeramente el labio inferior, pero consigue
mantenerlo firme.
Está tan emocional ahora mismo. Inestable en todos los
sentidos.
Sé cómo manejarla cuando está combativa y reactiva.
¿Pero esto?
Estoy completa y totalmente perdido.
—Lo siento —vuelve a decir—. Sé que no paro de hablar. Es
solo que… creo que es triste que un lugar así tenga que cerrar.
No dejo de pensar en toda la gente que depende de él.
—No tiene por qué cerrar.
Ella parpadea confundida. —¿Eh?
—No si yo tengo algo que decir al respecto —ronco en voz
baja.
Esta vez, me mira a mí.
—¿Qué quieres decir?
Me encojo de hombros. —Se cierra porque no hay fondos
suficientes, ¿no? Pues yo tengo dinero.
Sus ojos se abren por un momento al darse cuenta de lo que
estoy diciendo. Entonces, veo la chispa de un brillo que
reconozco atravesando toda esa tristeza.
—¿En serio? —dice ella—. ¿Harías eso?
—Puede que no sea un buen hombre, Charlotte. Pero tengo el
poder de hacer cosas buenas. Así que dalo por hecho.
Se muerde el labio como si no supiera qué decir. Al final, se
limita a tocar mi mano en el volante.
Brevemente.
Solo un momento.
Pero lo dice todo.
—¿Lista para ir a casa ahora? —pregunto.
—¿A casa? —repite, como si la palabra le resultara extraña.
—A casa —vuelvo a decir.
Ella asiente con cautela. —Vale —susurra—. Vamos a casa.

E L VIAJE ES tranquilo y sin sobresaltos. Cuando llegamos al


recinto y entramos, me doy cuenta de que todavía no estoy
dispuesto a dar las buenas noches.
—¿Quieres comer algo?
—No, gracias.
—¿Qué tal algo de beber, entonces? —pregunto—. Tenemos
zumo de naranja en la nevera.
Ella asiente y nos vamos a la cocina.
Charlotte saca el zumo de naranja y se sirve un vaso. Luego,
sin que se lo pida, me sirve un vaso de whisky.
Reprimo una sonrisa mientras camino al congelador y saco la
cubitera. Pongo un par en un paño de cocina limpio y lo ato.
—¿Para qué es eso? —pregunta Charlotte mientras me acerco
a ella.
—Para tu moretón.
Me siento a su lado y le pongo el paño en la mejilla
magullada. Al principio se estremece, pero luego se relaja
cuando el frío empieza a aliviar el escozor.
—Gracias —suspira.
Probablemente sea el cansancio y la fatiga, pero ahora hay
calma entre nosotros. Todavía me duele el cuerpo, pero un
poco menos en su presencia.
—Dijiste que estabas alterada —le recuerdo—. Dijiste que
estabas emocional y que por eso acabaste tomando la decisión
de subirte al coche con ese polaco hijo de puta.
Se tensa un poco, claramente no espera la pregunta.
Pero encuentra mi mirada.
—Sí.
—¿Por qué estabas enfadada?
Se mueve en su sitio. —No importa —dice incómoda.
—Charlotte.
Suspira y me mira nerviosa. —Estaba disgustada por lo tuyo
con Sonya —admite.
Y, por primera vez esta noche, hay algo de vida en su voz.
—¿Lo mío con Sonya? —repito confundido—. ¿De qué estás
hablando?
Intenta encogerse de hombros como si nada.
—Háblame —insisto.
—Estaba en la sección VIP cuando hablaron —admite—. Me
colé antes y esperé. Escuché parte de la conversación.
Entrecierro los ojos. —Continúa.
—Es que me sentía un poco… insegura —dice, como si
tuviera que forzar las palabras—. Quiero decir, no esperaba
que tu ex fuera tan perfecta.
Me burlo. —Créeme, ella no es jodidamente perfecta.
—¿De verdad? Porque, desde donde yo estaba, parecía tu
pareja perfecta.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Significa que ella realmente puede hacer cosas —le digo—.
Mientras que yo solo puedo hacer un desastre de las cosas.
Como esta noche.
Ahora empieza a tener sentido para mí. Su repentina reserva.
Tiene miedo de perdernos a Evie y a mí por Sonya.
—Eso no es verdad.
—¿No? —desafía ella—. Porque se las arregló para salvarte la
vida esta noche. Y yo tuve que llamarte para que vinieras a
recogerme a un comedor social en medio de la nada.
Le pongo la mano en el brazo. Sus ojos siguen el gesto al
instante.
—Hay una cosa que estás obviando —le digo.
—¿Sí? ¿Y qué es eso?
—Sonya es la puta psicótica que causó toda esta mierda en
primer lugar —digo—. Y tú no lo eres. No lo has hecho. No lo
harías.
Una sonrisa de sorpresa se dibuja en su rostro.
Y entonces, surge una pequeña burbuja de risa.
—Aun así, te salvó la vida.
—Dame un respiro. Tenía a Dzik justo donde quería.
Me lanza una mirada cómplice, con una risa incierta bailando
en sus ojos.
—¿Cómo está tu hombro? —me pregunta, acercándose y
pasando sus dedos por mi brazo.
—Duele como la mierda.
—Sonya realmente odia ese hombro en particular, ¿eh?
Primero la bala, luego Dzik.
Me río antes de que se convierta en un suspiro. —Tiene un
motivo oculto, Charlotte —digo—. Hay un plan en marcha. Y
todo es cosa de Sonya. Ni siquiera creo que Kazimierz esté al
tanto.
Charlotte frunce el ceño. —¿Te dijo algo sobre Evie?
—Ni una puta cosa.
—¿En serio?
—Todo lo que me dio fue un ultimátum.
Charlotte frunce el ceño con preocupación. —¿Cuál?
—Entrega el control de la mafia a Kazimierz… o no vuelves a
ver a Evie.
—Dios mío —respira—. Oh, Dios mío.
Suspiro profundamente y dejo caer la cabeza.
Hay varios latidos de silencio. Entonces, siento su mano
rozándome la cara.
Levanto la vista y me encuentro frente a sus hermosos ojos. Se
inclina lentamente y presiona sus labios contra mi mejilla. Es
el más suave de los besos, probablemente porque le preocupa
lastimarme.
Pero Dios, lo siento.
Hasta los dedos de los pies.
—No puedes renunciar —dice en voz baja, pero con fiereza.
—No, no puedo.
—Tiene que haber otra manera de recuperar a Evie. La
encontraremos. Estoy segura.
La miro larga y fijamente.
Por la voluntad en sus ojos.
La firmeza de su mandíbula.
El fuego en su expresión.
¿Cómo puede pensar que Sonya si quiera le llega a los
talones?
Ella es mucho más para mí de lo que Sonya fue jamás.
Probablemente debería decírselo yo mismo. Lo fuerte que me
parece. Lo orgullosa. Lo noble.
Abro la boca para expresar precisamente esos pensamientos.
Pero antes de que pueda, Charlotte me pone una mano en el
pecho para detenerme.
Hay un brillo malvado en sus ojos.
—Espera un segundo —dice.
Frunzo el ceño. —¿Qué pasa?
Me mira y sonríe. —Creo que tengo una idea.
27
CHARLOTTE
UNA SEMANA DESPUÉS

—¿Estás segura de todo? —pregunta Lucio.


Le dirijo mi mirada más feroz.
—Lucio —digo, tratando de ser paciente—. Ya hemos hablado
de esto.
Maldice en italiano en voz baja y gira para mirar por la
ventana.
—No creo que te des cuenta de lo arriesgado que es este plan
—le dice a la ventana—. Hay tantas cosas que podrían salir
mal.
—Es un riesgo que estoy dispuesta a correr —respondo con
picardía, repitiendo como un loro las mismas palabras que me
lanzó en el vestuario polaco del ring no hace mucho.
Sonríe, exasperado pero divertido. —Charlotte…
—Lucio —le respondo, imitando el tono que está usando
conmigo.
—Esto es arriesgado —presiona.
—Soy consciente. No es que piense que esto va a ser como
soplar y hacer botellas. No estoy siendo ingenua. Solo tengo
esperanzas.
—Eso es lo que me preocupa. ¿Y si Henryk le contó a alguien
lo de esa noche? —pregunta Lucio.
—Está claro que no lo hizo —digo con confianza—. Si les
hubiera hablado de mí a los subjefes, ya habrían intentado
contactarme. Me habrían llamado. Habrían hecho algo. Pero
no, nada. Ayer hablé con Xander y tampoco tenía ni idea.
—Xander —se burla Lucio—. Ese puto despistado no sabría
nada de todos modos. Está demasiado abajo en la jerarquía.
—Puede ser —estoy de acuerdo—. Pero también es el hombre
que me trajo al redil. Si realmente hay sospechas sobre mí,
puedes apostar que llamarán a Xander.
Le tiembla un músculo de la mandíbula, pero no discute mi
lógica.
—Henryk no ha dicho ni una palabra —continúo—. Estoy
segura de ello. Lo que me dice que no está seguro de que yo
sea del FBI. De momento es solo una sospecha.
Probablemente querrá pruebas contundentes antes de ir a los
subjefes.
Lucio frunce los labios.
—¿Qué? —exijo.
—De repente eres una experta, ¿eh?
Sonrío. —Este plan puede funcionar, Lucio. Sabes que puede.
—Hay demasiados factores en juego —dice con cautela—. No
quiero arriesgar tu vida por una posibilidad remota.
—No es una posibilidad remota —insisto—. De todos modos,
incluso si lo es, podría ser nuestra única oportunidad. Tenemos
que aprovecharla.
Se vuelve hacia mí y se apoya en el marco de la ventana.
Cruza los brazos sobre el pecho y me distraigo
momentáneamente con la ondulación de los músculos que
recorren la parte superior de su cuerpo.
Le han curado las heridas y tiene mucho mejor aspecto. Pero
sé que sigue sufriendo mucho.
De hecho, ambos estamos igual.
Simplemente lo lleva mejor que yo.
—La idea de que ese cabrón esté cerca de ti después de lo que
te hizo…
Me acerco a él y le pongo la mano en el brazo. —Estaré bien
—le digo con suavidad.
—Sí, ¿como aquella noche?
Entrecierro los ojos. —Me escapé de él, ¿no?
—Por un pelo —me recuerda—. ¿Te has parado a pensar en lo
que podría haber pasado si no hubieras conseguido escapar?
No puedo evitar que un escalofrío recorra mi cuerpo.
Por supuesto, Lucio se da cuenta.
—Exactamente —dice—. “No estás pensando con claridad.
—¡Sí lo hago! —le respondo—. Sé lo que estoy dispuesta a
arriesgar si eso significa recuperar a Evie.
Sus ojos se suavizan notablemente, pero me doy cuenta de que
sigue intentando convencerse a sí mismo.
—Estoy preparada, Lucio —le digo, intentando proyectar el
tipo de confianza que vi en Sonya—. ¿Quieres repasar el plan
otra vez?
Su mandíbula se aprieta. —Bien.
Respiro hondo y me lanzo. —Primero, encuentro a Henryk.
No debería ser difícil. Todos los polacos andan por el ring o el
gimnasio de arriba.
Lucio observa con los ojos encapuchados.
—Una vez que lo encuentre, ‘confesaré’. Le diré que tiene
razón: que trabajo para el FBI y llevamos años vigilando la
actividad del grupo, y estamos muy cerca de apretar la soga. Si
quiere evitar la cárcel, responderá a mis preguntas y me dirá
todo lo que sabe. Si no, caerá con el resto.
Lucio asiente. —¿Y de verdad crees que va a confesar?
—Tengo un presentimiento sobre el tipo. Está a punto de
desmoronarse. Todo lo que necesita es un buen empujón.
—¿De qué tipo de ‘empujón’ estamos hablando? —pregunta
Lucio.
Me miro a mí misma.
Llevo un vestido blanco con un fino lazo en la parte delantera.
Levanto la mano y tiro del cordón. El escote se abre y deja al
descubierto un generoso escote.
Al instante, los ojos de Lucio se oscurecen de lujuria.
Pero también parece molesto.
La última emoción se impone. Aprieta la mandíbula y sacude
la cabeza con fiereza. —Vanessa puede ir por la vida
moviendo las tetas para salirse con la suya. Eso no significa
que tú tengas que hacer lo mismo.
No retrocedo ante su enfado. —Tú haces las cosas a tu
manera, Lucio. Yo tengo que hacer las cosas a la mía.
Se inclina hacia mí. Su aliento me hace cosquillas en la nariz
cuando sus ojos se encuentran con los míos. —Puede que
decida matarte.
—Entonces se arriesga a morir él mismo —replico—. No va a
querer correr ese riesgo.
—En realidad no conoces a este cabrón, Charlotte —señala
Lucio—. ¿Qué te hace estar calificada para predecir sus
movimientos?
Gimo de frustración. —¿Tienes un plan mejor? —exijo—.
Porque, si es así, me encantaría oírlo.
—Esperamos —dice enseguida—. Yo indago más.
Encontramos a Evie a la antigua.
—Sonya es inteligente —señalo—. Lo anticipará. Tendrá a
Evie escondida en algún sitio donde nunca la encontrarás. Y,
de todos modos… eso llevará demasiado tiempo. Tú fuiste el
que me dijo que Sonya te dio un ultimátum. La próxima vez
que aparezca, querrá una respuesta de tu parte.
—Oh, ¿ha dicho eso? Se me debe haber olvidado —dice
sarcásticamente.
—Esto nunca iba a ser fácil, Lucio —le digo, apoyando la
mano en su pecho.
Sus manos caen a los lados.
—Déjame hacer esto —presiono—. Puedo hacerlo. Lo sé.
—Charlotte…
—No me subestimes.
—No lo hago —dice de inmediato—. Pero creo que tú sí los
estás subestimando.
—¿Qué te haría sentir mejor con este plan? —pregunto,
intentando por todos los medios hacerlo ver la luz.
Reflexiona. —Que estés armada.
—¿Armada? —me resisto—. ¿Quieres que entre ahí con un
arma? ¿Estás loco?
Ni siquiera pestañea. —Has manejado una antes.
—Sí, pero eran situaciones de vida o muerte.
—Esta también podría serlo.
—Aun así, Lucio…
—¿Te cachean antes de entrar en el local? —pregunta.
—Lo hicieron la primera vez —respondo—. Pero, desde que
me dieron mi tarjeta de identificación, entro sin problemas.
—Perfecto —dice—. Entonces, no debería ser demasiado
problema ocultar un arma en tu ropa.
Me empuja y sale de su despacho.
—Oh, claro —anuncio malhumorada—. Ya que estamos
totalmente de acuerdo, supongo que te seguiré.
Ya me lleva mucha ventaja, así que tengo que trotar para
alcanzarlo.
—¿A dónde vamos? —exijo cuando llego junto a él.
—A tu habitación.
—¿Mi habitación?
No me ofrece ninguna explicación hasta que entramos en mi
habitación.
Me detengo en el umbral y miro a mi alrededor.
—Ven aquí —ordena Lucio desde donde está, frente a mi
armario—. Elegiremos algo mejor para que te pongas. Algo
que oculte un arma fácilmente.
Saca un vestido azul de manga larga y largo hasta los tobillos,
con un dobladillo extremadamente modesto.
Lo miro fijamente. —¿Es una sugerencia seria?
—¿Qué?
—Tiene que ser sexy —digo.
—Tú puedes hacer que esto sea sexy —dice inocentemente.
Pongo los ojos en blanco. —Vamos, tengo que interpretar el
papel. Ese vestido no va a servir. ¿Qué tal este?
Saco un pequeño vestido negro, que podría pasar fácilmente
por lencería.
Los ojos de Lucio se abren de par en par al contemplar el
vaporoso material. —Sé que no es una sugerencia seria.
—¡Es perfecto!
—¿Y dónde vas a esconder la pistola? —exige.
—Puedo usar una de esas fundas que he visto que llevan las
espías en la parte superior de los muslos —sugiero—. ¿Qué te
parece?
Se detiene en seco, con los ojos ligeramente vidriosos.
Sonrío al darme cuenta de que me está imaginando con eso
puesto. Por la expresión de su cara, deduzco que lo aprueba.
—No es una idea horrible —concede finalmente.
—¿Ves? Estoy llena de grandes ideas.
—La funda, sí. Esta no es una de ellas —dice con el ceño
fruncido, arrancándome de las manos el pequeño vestido
negro.
—¡Eh!
—Hablo en serio —responde Lucio con firmeza—. Ese
vestido es un puto problema.
No puedo evitar la sonrisa que se instala en mi cara. —Pareces
celoso.
—¿Por qué tendría que estar celoso? —exige.
Me encojo de hombros. —Tienes razón. No tienes motivos
para estar celoso, por eso no deberías tener problema con que
lleve ese vestido.
En cuanto termino de hablar, intento arremeter contra él, pero
lo levanta por encima de su cabeza, donde no puedo
alcanzarlo.
—¡No es justo! —resoplo.
Pero me ignora y deja el vestido encima del armario, fuera de
alcance.
—Este —me dice con firmeza. Saca otra percha del estante y
me la muestra.
Es definitivamente sexy. Pero no tan escandaloso como el
negro que había elegido.
El dobladillo azul marino termina justo por encima de mis
rodillas y, aunque el escote es bajo, los tirantes son gruesos y
resistentes. ‘Ejecutiva sexy’ podría ser el término adecuado.
—Funciona —concedo.
Lo cuelga sobre el respaldo de la silla frente al tocador.
—Te conseguiré una de esas pistoleras —me asegura—.
Tendremos que asegurarnos de que no se vea a través del
vestido.
—No se verá.
—¿De dónde viene tanta confianza? —pregunta con
curiosidad.
Me encojo de hombros. —Sinceramente, me encanta sentirme
útil —respondo—. Quiero ser capaz de hacer algo. Poder
contribuir. Me gusta tener un plan de acción.
—Solo desearía que el plan fuera un poco menos… volátil.
—No es volátil —digo enseguida—. Es audaz.
Lucio se limita a suspirar. Parece profundamente preocupado.
Le toco la mandíbula con los dedos para obligarlo a mirarme.
—Puedo hacerlo, Lucio —susurro—. Solo tienes que confiar
en mí.
Me mira fijo. La expresión de su cara es complicada. Hay
mucho que desentrañar. Pero, antes de que pueda intentar
descifrar las distintas emociones, sus labios bajan sobre los
míos.
Siento que se me entrecorta la respiración y el beso se
intensifica casi de inmediato. Sus manos se posan en mis
caderas y me abrazan.
Ya está completamente erecto. Su polla empuja con fuerza
contra mi muslo.
Su tacto me moja al instante y empiezo a tirar de la parte
delantera de su camisa. La tela se abre bajo mis manos y tiro
su camisa al suelo.
Exploro la dura pared de músculos que se extiende por su
torso. Bajo con los dedos, desesperada por sentir más de él.
Le desabrocho los pantalones y sus labios se dirigen a mi
cuello. Me chupa la suave piel y hace que me arquee un poco
hacia atrás para facilitarle el acceso.
Se baja la cremallera. Los pantalones caen.
La dureza irrumpe bruscamente de sus boxers. En el mismo
instante, me agarra, aparta la silla de una patada y me sube al
tocador.
Me sube el vestido y, antes de que pueda coger su polla con las
manos, aparta la entrepierna de mis bragas y me penetra.
Jadeo por la presión mientras me llena.
—Joder —gimo—. Lucio…
Su mano aprieta mi pecho izquierdo en el instante en el que
empieza a follarme. Duro y vigoroso.
Me penetra tan fuerte que noto cómo tiembla todo el tocador.
Algunos de los objetos sobre el escritorio se tambalean y caen
al suelo.
Pero no podría importarme menos.
Creo que Lucio ni siquiera se da cuenta de que estamos
destrozando todo el espacio. Se limita a seguir follándome,
embistiendo con tanta fuerza que sigue arrancando nuevos y
desesperados jadeos de mis labios.
Entonces, me arranca de la superficie superior y siento cómo
su polla se desliza fuera de mí. Mis piernas flaquean. Mi
cuerpo se estremece con tanta violencia que estoy
completamente bajo su control.
Por suerte, él toma el mando aquí.
Y, ahora mismo, estoy feliz de darle las riendas.
Me voltea y me inclina sobre la misma superficie en la que me
estaba follando hace solo unos segundos. Me apoyo en la fría
superficie de la mesa y mis ojos se deslizan hasta el reflejo del
espejo que tengo delante.
Lucio agarra su polla y se coloca detrás de mí. Su cabeza me
acaricia entre los muslos.
Una amenaza.
Una promesa.
Y entonces, empuja dentro de mí. Un fuerte empujón.
—Lucio… —vuelvo a gemir.
Mirar mi reflejo casi me hace reír a carcajadas.
Mis ojos están nublados por el deseo.
Tengo el pelo revuelto alrededor de la cabeza.
Mis labios se abren de deseo.
Parezco una mujer que ha sido bien follada.
Pero quiero más.
Lucio también parece darse cuenta, porque empieza a
golpearme con fuerza y sus caderas chocan con mi culo.
Sus dedos se enredan en mi pelo, me agarra de un puñado y
tira de él hacia sí, obligándome a arquear la espalda. Y, de
repente, lo siento moverse aún más dentro de mí.
Me folla frenéticamente hasta que llego al orgasmo.
E incluso después de correrme, sigue penetrándome una y otra
vez.
El segundo llega justo después del primero.
Solo entonces, cuando me estremezco y jadeo, me atrae hacia
él con la espalda pegada a su pecho y se corre dentro de mí.
Seguimos masturbándonos juntos durante unos cuantos
empujones más.
Y entonces, toda la fuerza se desborda de mi cuerpo.
Mis rodillas están a punto de ceder, pero él me coge antes de
que caiga. Me levanta en brazos y me lleva hasta la cama.
Me deja encima y se sube a mi lado.
El pecho de Lucio sube y baja con la respiración agitada, pero,
aparte de eso, parece tan tranquilo como nunca le he visto.
—Si el stronzo intenta algo —dice rompiendo el silencio—, y
me refiero a cualquier cosa… sacas esa pistola y aprietas el
puto gatillo. ¿Entendido?
Vuelvo la cara hacia él y asiento con la cabeza. —Bang bang
—digo, haciendo una pistolita de juguete con los dedos.
—Hablo en serio, Charlotte.
—Lo sé.
—No corras riesgos innecesarios —dice—. Si parece que las
cosas se están torciendo, entonces sal de ahí. Hallaremos otra
manera de encontrar Evie.
—De acuerdo.
Me coge por los hombros y me estrecha contra su pecho. —
Esta es tu última oportunidad de echarte atrás.
Sacudo la cabeza. —No me echaré atrás, Lucio —le digo con
firmeza—. Ahora estoy en esto. De todo corazón.
Nuestros ojos conectan.
Y siento que la energía entre nosotros cobra vida por un
momento.
Me mira como si esperara que me retracte.
Pero no lo hago.
Mis palabras son completamente ciertas.
Estoy en esto.
Estamos en esto.
Juntos.
28
CHARLOTTE
ESA NOCHE - EL RING DE LUCHA POLACO

Me encamino hacia las escaleras que conducen al edificio


subterráneo de MMA.
Mi corazón martillea con fuerza contra el pecho. Respirar
duele un poco.
Pero estoy orgullosa de lo tranquila que me veo.
Finge hasta que lo consigas, supongo.
Me miro en uno de los espejos alrededor del gimnasio.
El vestido que Lucio eligió para mí es perfecto. Es ceñido, se
ajusta a mis curvas y acentúa mi cuerpo sin revelar demasiado.
Llevo un blazer transparente encima para cubrirme un poco
más, pero solo porque no quiero que se noten demasiado mis
motivos.
Con el pelo suelto, poco maquillaje y zapatillas, desde luego
no me parezco a Sonya.
Pero decido que me veo lo suficientemente bien.
Esperemos que Henryk piense lo mismo.
Ya sé que hoy estará bajo tierra. Llamé a Lexy esta mañana
para comprobarlo. Ella cree que estoy enamorada de ese
cretino y yo estoy de acuerdo con eso por el momento.
Me doy cuenta de que los hombres me miran cuando paso a su
lado. Incluso recibo algunos silbidos y abucheos. Pero eso no
es precisamente nuevo en este ambiente.
Lucio quería que llevara un micrófono, pero me negué.
No quiero que escuche. Sobre todo porque no estoy segura de
que pueda controlar su temperamento si oye algo que no le
gusta.
Y una cosa es segura: habrá muchas cosas de esta noche que
no le gustarán.
En cuanto estoy bajo tierra, miro a mi alrededor buscando a
Henryk.
—¿Charlotte?
Me giro y veo a Lexy caminando hacia mí.
—¿Qué cojones haces hoy aquí? —pregunta—. No tienes
turno hoy. O espera… ¿lo tienes?
—No, no —me apresuro a corregirla—. Hoy no estoy de
servicio.
—Oh —dice Lexy, mirando mi vestido—. Estás muy guapa.
—Gracias.
—¿Vienes a ver a alguien especial? —pregunta con un brillo
cómplice en los ojos.
Urgh… mátame.
—En realidad sí, en cierto modo.
—Henryk, ¿eh? —pregunta Lexy—. Tengo que decir que me
sorprendió. No parece tu tipo.
Tengo que esforzarme mucho para mantener la sonrisa. La
disimulo con un encogimiento de hombros. —En realidad no
tengo un tipo. ¿Lo viste por ahí?
—Lo vi en la sección VIP —admite.
—¿La sección VIP? —repito.
—Sí.
¿Por qué estaría Henryk en la sección VIP?
—¿Está trabajando hoy? —le pregunto.
—Chica, no tengo ni puta idea —dice Lexy—. Realmente no
sigo los movimientos de ese cabrón. Quiero decir, sin ofender
ni nada. Solo creo que es un puto baboso.
No sé cómo reaccionar ante eso, así que decido no reaccionar
en absoluto.
—Me acercaré a ver si lo veo —le digo.
—Mierda, alguien está ansiosa —dice, moviéndome las cejas
—. ¿Esto significa que es bueno en la cama?
Sonrío para disimular el disgusto que casi me traiciona. —Una
dama nunca cuenta sus intimidades. Hasta luego, Lexy.
Como el ring aún no está abierto, se respira tranquilidad bajo
tierra. En el silencio del espacio flota una cierta inquietud.
Solo estoy acostumbrada a estar aquí cuando las cosas están en
pleno apogeo.
Hay un par de guardias de seguridad en la entrada de la zona
VIP. Puedo ver algunas de las cabinas vacías, pero nada más
allá.
—Hola, cariño, ¿buscas a alguien? —pregunta el jefe de
seguridad.
—La verdad que sí —respondo.
—Bueno, aquí estoy —sonríe con picardía. Me cuesta no
poner los ojos en blanco ante su terrible insinuación.
Antes de que pueda replicar, un hombre alto y delgado aparece
entre la corta fila de guardias de seguridad. No lo había visto
en mi vida.
Pero cuando me mira, está claro que sabe exactamente quién
soy.
—¿Charlotte Dunn?
Frunzo el ceño. —¿Sí?
—Vamos —dice—. Te quieren dentro.
¿Me quieren dentro?
Mis entrañas empiezan a agitarse dolorosamente. Las cosas se
descarrilan antes de empezar.
Empiezo a darme cuenta de cuánta razón tenía Lucio sobre la
realidad de este plan.
Hay muchos factores en juego, ninguno bajo mi control.
A pesar de ello, sigo decidida.
Esto no se acaba hasta que se acaba, joder.
Asiento con la cabeza y sigo al flacucho hasta la sección VIP.
Y más allá.
Atravesamos todas las cabinas VIP hasta una puerta negra tan
cuidadosamente camuflada, que prácticamente se funde con la
pared.
—¿Qué es esto? —pregunto.
—El jefe quiere una audiencia contigo —responde.
¿El jefe? grito en mi cabeza.
—¿El jefe? —pregunto con calma.
—Don Kazimierz.
Maldito hijo de puta.
—¿Está aquí hoy? —pregunto, intentando que el pánico no se
note en mi voz.
—Obviamente.
Mierda. Mierda. Mierda.
Mi instinto inicial es voltear y correr en dirección contraria.
Pero, si lo hago, solo conseguiré que me arrastren de vuelta.
Si lo hago, nunca podré demostrarle mi valía a Lucio.
Si lo hago, me arrepentiré el resto de mi vida.
Así que, cuando empuja la puerta y me hace un gesto para que
entre, respiro profundamente y entro en la habitación.
Es enorme. Y lujosa. El resto de la sección VIP ni se compara.
El suelo es de moqueta, de esa tela tan cara en la que se
hunden los pies de lo gruesa y suave que es. Las paredes son
de un ónix resplandeciente, y del techo cuelgan tres
deslumbrantes lámparas de araña que proyectan luz ámbar por
todas partes.
Puedes hacerlo, Charlotte. Tú puedes.
No te acobardes, mierda.
—Bueno, hola.
Su voz suena como mantequilla derretida. En serio.
Es lo primero que pienso cuando habla. Una cuba de
mantequilla derretida. Excepto que no hay nada remotamente
reconfortante en ello.
Sentado en lo que solo puede llamarse un trono está Kazimierz
Kowalczyk. Lleva un elegante traje azul. Las piernas cruzadas.
Un vaso de vodka helado en la mano.
Nunca vi a ese hombre, pero sé instintivamente a quién estoy
mirando. Hay algo en él que hace saltar todas mis alarmas.
Es un hombre de contrastes. De paradojas.
Tan encantador como peligroso.
Guapo y aterrador.
Suave y ronco.
—Qué belleza eres —canturrea con su voz enfermiza.
¿Por qué estoy aquí?
—Jefe Kazimierz —le digo respetuosamente—. Es un honor
conocerlo por fin.
Se lleva la mano al corazón, como si estuviera profundamente
conmovido. —El sentimiento es mutuo.
Sonríe. El miedo se me agolpa en el estómago, se me pone la
piel de gallina y, de repente, siento frío. El tipo de frío que
viene de dentro.
Una advertencia.
—Te estarás preguntando por qué te han llamado aquí —
pregunta.
—Bueno…
—No te preocupes —dice—. Claro que te lo preguntarías. Es
natural.
Se ajusta las solapas de la chaqueta y se sienta un poco más
erguido.
—¿Cuánto tiempo llevas atada a nosotros?
—No… no estoy segura… unos años, supongo —tartamudeo.
—Cierto —murmura—. Pero fuiste reclutada por mi hermano,
¿no?
Su expresión se tuerce asquerosamente con la palabra
“hermano”.
—Sí.
Una sonrisa de tiburón se dibuja en su rostro. —Ah. Atada a
nosotros. Suena como un lazo cuando lo digo así, ¿no?
Trago saliva. No estoy segura de qué se supone que debo
responder.
Tengo la sensación de que intenta ponerme la zancadilla.
Incomodándome a propósito.
La sonrisa de Kazimierz se vuelve amarga. Chasquea los
dientes irritado. —No estés tan rígida, querida. Esto es una
conversación amistosa, no un interrogatorio. Aunque tengo
una pregunta para ti…
Vuelvo a tragar. De repente se me seca la garganta.
—¿Qué… Qué pregunta? —pregunto.
—¿Por qué estás aquí esta noche, Charlotte Dunn? —da un
sorbo a su bebida, mirándome todo el rato por encima del
borde del vaso—. Resulta que sé que no tienes turno.
Sus ojos recorren mi cuerpo. Me siento como si estuviera
desnuda delante de él. Es difícil mantener la compostura bajo
una mirada como la suya.
Hay algo en este hombre que me pone la piel de gallina.
—Yo… vine a encontrarme con alguien.
—¿Alguien? —pregunta Kazimierz con interés—. ¿Es así?
¿Alguien que yo conozca?
No tengo más remedio que asentir. —Trabaja para ti —le digo
—. Pero no estoy segura de que lo conozcas.
—¿Nombre?
—Henryk —le respondo.
—Henryk, Henryk… —repite.
Tiene la costumbre de repetir todo lo que digo. Casi como si
sopesara la verdad de mis palabras probándolas en su propia
boca.
—¡Ah, por supuesto! Henryk. Qué curiosa coincidencia —dice
al fin.
Mi cabeza empieza a palpitar dolorosamente. Todo se está
torciendo. Está mal. Todo está tan jodidamente mal…
—¿Qué cosa? —pregunto, sintiendo que se me estrecha la
garganta.
Ojalá hubiera escuchado a Lucio y aceptado el micrófono. Al
menos, así sabría lo que me está pasando.
Lo que está a punto de pasarme.
—Uno de mis hombres se pasó los dos últimos días intentando
contactar conmigo —reflexiona—. Y, cuando por fin lo hizo,
me contó la extraña experiencia que tuvo con una chica del
ring que trabaja aquí —le brillan los ojos—. Y ¿sabes qué?
Acabo de recordar que también se llama Henryk. ¿No es
increíble?
Joder.
Estaba muy equivocada. Juraba que Henryk no habría dicho
nada.
Pero no solo lo hizo. El hijo de puta fue directamente al jefe.
No lo puedo creer.
No imaginé a Henryk como el tipo de hombre que hablaría tan
rápido. Me equivoqué desde el principio.
No es de extrañar que la mierda me esté llegando al cuello tan
rápido.
—¿Qué te ha dicho? —pregunto, luchando por ocultar mi
temblor.
Kazimierz no contesta. Mira más allá de mí, justo cuando
siento que alguien entra en la habitación. A pesar del frío que
me recorre la piel, no miro atrás.
El jefe hace un gesto al hombre que está detrás de mí para que
se acerque. —¿La reconoces? —pregunta Kazimierz.
Miro hacia Henryk, que me mira con evidente desagrado
desde unos metros.
—Sí —dice asintiendo con firmeza—. Es ella.
Mantén la calma, Charlotte. Tú puedes.
Pero, incluso mientras el mantra se repite en mi cabeza, puedo
sentir cómo mi cuerpo se repliega sobre sí mismo,
preparándose para el dolor que sé que está a punto de llegar.
No hay forma de que salga de esto.
—Henryk parece creer que trabajas con el FBI, Charlotte —
dice Kazimierz—. ¡Vaya acusación! ¿Qué tienes que decir al
respecto?
—Definitivamente lo hace —escupe Henryk—. La perra…
Kazimierz levanta la mano y el efecto es inmediato. Henryk se
calla de inmediato, tragándose el resto de sus palabras.
—Fuera —le dice a Henryk.
—¿Señor?
—Fuera —repite Kazimierz.
Henryk no espera a que se lo digan por tercera vez. Voltea y
desaparece por donde vino.
—¡Y que entre el otro! —Kazimierz llama a la espalda de
Henryk en retirada.
¿El otro?
—Entonces, Charlotte, dime: ¿tiene razón Henryk?
—No.
—¿No?
Cada vez que repite algo que yo digo siento el impulso de
poner los ojos en blanco.
—No —vuelvo a decir—. No estoy trabajando con el FBI.
—¿Así que Henryk miente?
—Puede pensar lo que quiera —digo encogiéndome de
hombros—. No tengo control sobre sus suposiciones. Su
orgullo está herido, así que intenta inculparme de algo.
—Ajá —murmura sin romper el contacto visual—. ¿Así que
dices que lo rechazas y luego decide acercarse a su jefe con
información falsa?
Me llevo las manos a la espalda para que no me tiemblen. —
Como dije, no tengo control sobre sus suposiciones. Puede
creer lo que quiera creer.
Kazimierz asiente lentamente, como si comprendiera mi
explicación. Antes de que pueda decir nada más, llaman
tímidamente a la puerta.
—¡Adelante!” —canta con alegría.
Esta vez, me doy vuelta.
Y mi corazón se desploma.
—¿Xander?
Entra en la habitación lentamente. Tiene ojeras y parece haber
perdido mucho peso.
—Señor —dice, agachando la cabeza cuando mira a
Kazimierz.
—Conoces a esta mujer, ¿verdad? —pregunta el polaco—.
¿Fuiste tú quien la trajo al redil?
Xander me lanza una mirada nerviosa antes de volverse hacia
Kazimierz.
—Bueno, no exactamente, señor. Ella es la que hizo el trato
con sus hombres cuando vinieron a cobrar.
Cobarde. Por supuesto que me tiraría a los tiburones a la
primera oportunidad.
—Intentaba salvar tu patética vida —digo bruscamente—.
Algo de lo que ahora me arrepiento profundamente.
Xander me ignora. Ni siquiera me mira.
—Ella es la que quería que la trajeran al redil, señor —añade.
No es exactamente una mentira.
Pero está lejos de la verdad.
—Sé de buena fuente que no es lo que parece —le dice
Kazimierz a Xander—. Aparentemente, nuestra linda sirenita
es un peón del FBI.
Xander abre mucho los ojos. En cuanto a reacciones, la suya
es bastante convincente.
—¿FBI? —repite, volviéndose hacia mí.
—No es verdad —protesto.
Kazimierz me ignora. —¿Qué opina, agente Murphy? —le
pregunta a Xander—. Tú la conoces mejor que nadie. ¿Qué
opinas? FBI: ¿sí o no?
Xander parece sentir el deseo estar en cualquier otro lugar del
mundo. Se lame los labios secos y finos.
—Yo… no lo sé, señor.
—Esa no era una opción —rechaza Kazimierz en voz baja.
Suena más peligroso que si gritara.
Y tiene el efecto deseado. Xander parece a punto de mearse
encima.
—No lo creo —murmura Xander—. Ella no haría eso.
Kazimierz asiente con aparente satisfacción . —¿Algo más que
quieras añadir?
—No, señor.
El jefe suspira como si estuviera muy decepcionado. —Muy
bien. Déjanos.
Xander da media vuelta y desaparece antes de que pueda
mirarlo.
—Policías —me comenta Kazimierz. Sacude la cabeza—.
Inútiles, ¿verdad?
—Pero tiene razón —le digo—. No estoy trabajando con los
federales.
—Eso has dicho. Pero ¿por qué no te creo?
—¿Problemas de confianza? —sugiero en un arrebato de
sarcasmo del que me arrepiento al instante.
Vuelve a sonreír. Sus labios se mueven hacia arriba, pero sus
ojos son fríos.
—Vale, Charlotte —dice—. Vamos a suspender la
incredulidad por un momento y fingir que no estás con el FBI.
Entonces, eso significa que estás con los italianos.
Mi cuerpo se entumece. Estaba tan concentrada en un camino
que olvidé el otro.
—No. Con ninguno de los dos.
—¡Mentirosa! —sisea. Sus ojos se abren con rabia.
Está empezando a molestarse. Puedo ver cómo se desmorona.
El instinto me dice que, si lo empujo al límite, no podré dar
marcha atrás.
Si me expone como una aliada de los Mazzeo, estoy muerta.
Tan simple como eso.
—Hace tiempo que tengo los ojos puestos en ti, Charlotte —
dice—. Algo no cuadra. Estás conectada con los polacos. Estás
conectada con los Mazzeo. Estás en el medio, y sin embargo
no te has movido contra ninguno. Todavía no. Hazme
entender.
Sé que no tengo mucho tiempo para decidir qué camino tomar.
Mi mente salta a través de las posibilidades que aún me
quedan.
Lucio no tiene ni idea de lo que está pasando. No tiene ni idea
de que estoy en grave peligro. Eso significa que tengo que
confiar en mi propio ingenio para salir de este lío.
Si niego cualquier relación con el FBI, Kazimierz llegará a la
conclusión de que soy un agente doble de Lucio.
Además de ser la verdad, también es la teoría más obvia.
Porque tiene razón. No le di a los polacos ninguna información
real. No les di nada que puedan usar.
Todo lo que les di son promesas vacías.
Y las promesas no me mantendrán viva en este momento.
Pero si confirmo su sospecha actual, entonces quizá tenga una
oportunidad.
Viviría para luchar otro día.
Tomo la decisión en cuestión de segundos.
—¿Quieres la verdad? —pregunto.
—Eso sería encantador.
—Tenías razón. Soy federal.
Sus cejas se levantan. Infinitesimalmente, pero lo noto. Está
sorprendido. Y quizás un poco… ¿Decepcionado?
—FBI —respira Kazimierz—. Hace una pausa y sus ojos se
clavan en mi cara—. Vaya, vaya. Están reclutando jóvenes.
—Soy mayor de lo que parezco —respondo—. Parte de la
razón por la que me eligieron para esta misión. Nadie sospecha
de una joven inocente.
Sonríe. —Es gracioso que pienses que pareces inocente,
querida —dice irónicamente—. No hay nada inocente en ti.
—Los había engañado, ¿verdad?
Estoy enhebrando la línea. Jugando con fuego. Pero tengo que
parecer confiada para que este plan funcione.
—Hmm… —me mira de arriba a abajo—. Quizás. Así que
dime, ¿cuánto tiempo llevas monitoreándonos?
—Hace años que la Unidad tiene los ojos puestos en ti —
respondo, satisfecha por la rapidez con que llegan mis
respuestas.
—Interesante —dice Kazimierz, tan tranquilo como siempre
—. Solo por curiosidad, ¿cuántos años tienes?
—Veintisiete.
No reacciona a eso. No sé si se lo cree o no.
—¿Y tu relación con los italianos?
—El FBI me puso al alcance de Lucio. Tenía que ser él quien
me ofreciera un puesto en su casa. Tenía que ser idea suya —
continúo—. Funcionó. Por suerte, su hija entró en escena justo
antes que yo.
—Conveniente.
—Es bonito cómo funcionan las cosas a veces, ¿no?
—Te funcionó todo este tiempo —acepta—. Pero me pregunto
si las cosas irán como tú quieres a partir de ahora.
Me dedica otra sonrisa. Esta vez, muestra los dientes.
Tengo que apretar los puños para no encogerme. No puedo
mostrar miedo. Si lo hago, me descubrirá.
—Oh, tengo la sensación de que lo harán.
Arquea una ceja perfecta. —¿Ah, sí? Soy todo oídos.
—Bueno, para empezar, matar a una agente del FBI será
bastante difícil de encubrir. Especialmente, una metida tan
profundo en las trincheras polacas.
Agita una mano con desdén. —Puedo culpar a los italianos.
—Podrías —estoy de acuerdo—. Excepto que mi gente sabe
dónde estoy. En todo momento. ¿De verdad crees que no
saben dónde estoy ahora mismo?
Su expresión no cambia, pero noto que empiezo a penetrar la
coraza.
—Es un engaño bastante enrevesado —reflexiona—. Traerte
aquí a través del clan Mazzeo. Inspirador, realmente. No tenía
ni idea de que el FBI fuera tan creativo.
—Cuando tratas con delincuentes, tienes que pensar como uno
de ellos.
Suspira exageradamente. —Podrías haber sido brillante aquí
—dice—. Elegiste el lado equivocado.
Le ofrezco una sonrisa malvada. —Al contrario, estoy
exactamente donde quiero estar.
—Todavía podría matarte —sugiere Kazimierz—. Tengo
amigos en las altas esferas. Nadie echaría de menos a una cosa
tan bonita como tú.
—No puedes haberlo olvidado ya: ahora mismo estoy en los
dos bandos —le digo—. Sé cosas sobre los Kowalczyks. Y sé
cosas sobre los Mazzeo. Cosas que podrían interesarte, de
hecho.
—¿Lucio vendrá por mí? —parece ligeramente interesado.
Respondo a su pregunta con otra pregunta. —¿Qué harías tú
en su lugar?
Su expresión sigue siendo la misma. Pero ahora parece
orquestada. Como si se esforzara por no traicionar sus
emociones.
Cuando miro hacia abajo, me doy cuenta de lo blancos que
tiene los nudillos. No es miedo.
Un hombre como Kazimierz no siente miedo muy a menudo.
Es ira.
—Eres un hombre poderoso —le ofrezco con generosidad—.
¿Pero tan poderoso como para enfrentarte a los Mazzeo y al
FBI al mismo tiempo? No estoy segura.
—Siempre podemos averiguarlo —me dice, tratando de que
muerda el anzuelo.
—Tú eliges —concedo con un encogimiento de hombros
despreocupado—. Y tu vida.
Se me queda mirando un momento, pero entonces se le dibuja
una sonrisa en la cara. Por un momento, parece de verdad.
—Salude a su gente de mi parte, agente Dunn —dice,
exagerando el título como si aún no estuviera seguro de
creerme o no—. Estaré pensando en ti.
Lo tomo como un despido. Me giro hacia la puerta para
marcharme, pero no me permito sentirme aliviada.
Todavía no.
No hasta que salga de este infierno.
—Oh, y ¿Charlotte?
Me quedo paralizada, pero consigo controlar mi expresión
antes de volverme hacia él. —¿Sí? —pregunto, mirando por
encima de mi hombro.
—¿Piensas volver al lado de Lucio?
Me obligo a sonreír con simpatía. —Eso es asunto de la
Oficina.
Su sonrisa se ensancha. —Supongo que sí. Pero, si te vuelvo a
ver por aquí —dice—, no acabará bien para ti.
No es una amenaza sutil.
Pero tampoco hace falta.
Tengo la suerte de escapar con vida esta noche.
No tendré esa suerte una segunda vez.
—Entendido —digo.
—Entonces buenas noches, Agente Dunn. Cuidado con las
serpientes. Esta ciudad está llena de ellas.
Reprimo mi escalofrío mientras doy la vuelta una vez más, y
salgo a grandes zancadas por la misma puerta negra por la que
entré.
El hombre que me trajo está fuera. No es mi imaginación,
parece sorprendido de verme. Eso confirma mi sospecha: no
estaba destinada a salir viva de allí.
Solo gracias a la suerte y a una mentira que funcionó conseguí
sobrevivir.
No es hasta que estoy de vuelta fuera del edificio que dejo que
mis lágrimas de terror empiecen a caer.
29
LUCIO
EN UN COCHE CERCA DEL RING DE LUCHA POLACO

El silencio se rompe con el estridente sonido de mi tono de


llamada.
Quiero ignorarlo, pero sé muy bien que Adriano no dejará de
llamar hasta que atienda.
—¿Y bien? —me pregunta cuando contesto—. ¿Cómo va
todo?
—No tengo ni puta idea —respondo apretando los dientes.
—¿No lleva micrófono?
—Se negó.
Al oír las palabras en voz alta, me doy cuenta de lo estúpido
que fui por no haber insistido en ello. Así, al menos no estaría
aquí sentado, ciego y sordo a lo que pasa dentro.
Si está en problemas, si esto se tuerce, no tendré forma de
saberlo. De protegerla.
Hay un segundo de silencio mientras Adriano se da cuenta de
lo estresado que estoy.
—Seguro que está bien, hermano —dice—. Ella es inteligente.
Saldrá bien de esta.
Pero no parece convencido.
—No lo sé. Lleva ahí casi una hora.
—Eso no es nada.
—¿Nada? —repito—. Es un puto milenio.
—¿Estás en el sitio? —pregunta—. Puedo ir allí.
—No —digo con firmeza—. No quiero llamar la atención.
Estoy fuera del edificio, lo suficientemente lejos para que no
se fijen en mí.
—¿Seguro que no puedo ir?
—Positivo —respondo con firmeza—. Solo tengo que confiar
en que Charlotte tiene esto bajo control.
—¿Cuánto tiempo más le darás?
—Otra media hora —respondo, mirando la hora en el
salpicadero.
—¿Y después qué?
—Voy a irrumpir. Destrozaré el lugar hasta que la encuentre.
—¿Tú solo? —pregunta incrédulo Adriano.
—Claro que no. No soy un maldito idiota —gruño—. Tengo
cinco equipos en espera. No están lejos de mi posición. Todo
lo que tengo que hacer es dar la orden.
Hay un segundo de silencio.
—¿Por qué no estoy al tanto de este puto plan? —pregunta
Adriano.
—Porque sabía que insistirías en estar aquí.
—¡Claro que sí! ¿Y qué cojones hay de malo en ello? —exige.
—Adriano —digo con calma—, eres mi segundo. Eres el que
tiene las llaves del castillo si la mierda nos llega al cuello. No
puedes estar en riesgo también. Si eso ocurre, la Familia habrá
desaparecido.
—¿Realmente planeas dejarme a cargo? —pregunta Adriano.
Parece realmente desconcertado.
—Sí.
—Lucio… No soy Mazzeo.
Sé lo que quiere decir. —Ser Mazzeo es algo más que un
apellido.
—Intenta decírselo a tus primos —señala Adriano—. Querrán
el título después de ti. Y, como no tienes hijos, tienen más
derecho al trono que yo.
—Te dejé instrucciones en mi despacho por si no vuelvo —le
digo—. En cualquier caso, los hombres te seguirán mucho
antes de lo que seguirían a cualquiera de mis primos. ¿Te
imaginas a Marcelle al mando? Habría un motín en una
semana.
—¿Lo has pensado bien? —pregunta Adriano con cautela.
—Sí —respondo—. Y en caso de que empieces a tener ideas,
en realidad no tendrás que tomar el control, porque no planeo
morir esta noche. Ni pronto.
Hay una burbuja de risa en la otra línea.
—Maldita sea —murmura—, eres un estúpido incluso cuando
estás siendo amable.
Estoy a punto de decirle que se quede en el recinto hasta que
yo vuelva. Pero veo que alguien sale por delante del gimnasio
y las palabras se me secan en la lengua.
Adriano se da cuenta.
—Luc, ¿todo bien?
—Mierda —respiro.
Mi mirada se fija en la mujer que sale del edificio. Se detiene
cerca de la entrada del aparcamiento contiguo y saca un
cigarrillo.
Alta y con curvas. Ojos oscuros. Piel oscura.
Su cara… He visto esa cara antes.
Pero ¿dónde?
Lo tengo en la punta de la lengua. Pero no acabo de encajar las
piezas.
—¿Lucio? ¿Hermano? ¿Qué coño está pasando? —pregunta
Adriano, claramente empezando a entrar en pánico.
—Nada —digo rápidamente—. Escucha, tengo que irme. Te
llamaré más tarde.
Cuelgo mientras Adriano protesta, pero ahora no puedo
concentrarme en una conversación.
Solo en ella.
Y entonces, me acuerdo.
Es la que agarró a Evie de arriba. Una de las strippers. Las
pequeñas putas a sueldo de Sonya.
Observo cómo fuma su cigarrillo y camina hacia delante en
busca de su coche.
Saca las llaves del coche y abre un Toyota azul. Abre la
puerta, mete el bolso y se apoya en el capó del coche mientras
se termina el cigarrillo.
Ahora no está tan lejos de mí. Sus rasgos son indiscutibles.
Es ella. Sé que lo es.
La fotografío, asegurándome de que su matrícula salga en la
foto.
Luego llamo a Enzo.
—¿Jefe? —responde de inmediato—. ¿Estamos listos para
movernos?
—No —digo rápidamente—. Este es otro trabajo, uno que
requiere sutileza.
—Lo que necesites, Jefe.
—¿Quién es nuestro equipo más cercano?
—El mío —responde Enzo—. Estamos en la calle 2, cerca de
Ripley.
—Perfecto —digo—. Conduce hasta aquí. Hay un Toyota azul
que está a punto de salir del aparcamiento. Quiero que lo sigas.
—Entendido, jefe —responde Enzo sin siquiera preguntar.
—Un coche. Dos hombres como mucho —continúo—. Solo
quiero ojos en el coche y en la mujer que lo conduce. Hazme
saber dónde aterriza.
—Lo haré.
—Asegúrate de seguirla a distancia —reitero—. No querrá que
la sigan.
—No sospechará nada.
Mientras la observo, tira el cigarrillo al suelo y lo apaga con la
punta de la bota.
—Se está moviendo —le informo—. Estará en la carretera en
treinta segundos.
—Tenemos el objetivo a la vista —dice Enzo—. Listos y
esperando.
La mujer entra en su coche y arranca. Su expresión es
tranquila, sin prisas. No se da cuenta de que la estoy
observando.
Ni idea de que todo en su mundo está a punto de empeorar.
Maneja el coche hasta la salida del aparcamiento y su
intermitente gira a la izquierda. Sale a la carretera.
Veinte segundos después, veo que el sedán negro de la familia
la sigue.
—Te tenemos, zorra —me susurro.
Agradecido por haber conseguido seguirla, vuelvo a centrarme
en el gimnasio que tengo delante.
Todavía no hay señales de Charlotte.
Los nervios empiezan a aflorar.
Me prometí darle otra media hora. Diez minutos menos, faltan
veinte. Se siente como una maldita tortura.
Tal vez…
Me enderezo cuando veo una silueta familiar salir del edificio.
Está bastante lejos, pero estoy bastante seguro…
Sí… sí, es Charlotte.
Una avalancha de alivio se apodera de mí.
Me fuerzo a reprimir la necesidad de celebrarlo y espero con
paciencia mientras ella atraviesa el aparcamiento y cruza la
calle hasta mi coche.
Solo acelera cuando cruza la calle. Abro las puertas y, un
momento después, ella entra.
Le tiembla todo el cuerpo, la piel se le eriza.
—¿Estás bien? —pregunto inmediatamente.
—¡Jesús! —exclama, como si no pudiera creerse que lo haya
conseguido—. Conduce.
Salgo inmediatamente a la carretera y la miro cada dos
segundos.
Sigue temblando, pero por lo demás parece ilesa.
—No puedo creerlo —respira, pasándose las manos por la cara
—. Realmente logré salir de allí.
Frunzo el ceño. —¿Estabas nerviosa porque no lo harías? —le
pregunto con insistencia.
Me mira. —Se puso un poco… complicado.
—¿Qué? —aprieto el volante con la adrenalina a tope.
—No pasa nada —dice rápidamente, su mano revolotea un
momento sobre mi brazo en un gesto de tranquilidad—. Estoy
bien. Estoy bien. He salido de esta.
—¿De qué? —exijo—. ¿Ese hijo de puta trató de forzarte otra
vez?
Un coche que pasa me hace sonar el claxon cuando me acerco
demasiado al tráfico que circula en sentido contrario.
—¡Jesús, Lucio! —jadea Charlotte—. ¿Puedes intentar no
matarnos, por favor?
Aparco en una calle tranquila. Me desabrocho el cinturón y
giro el cuerpo hacia el suyo. —Dime qué pasó ahí dentro —le
digo con urgencia.
Respira hondo.
Nada en su aspecto sugiere que haya estado en una
confrontación física. Tiene el mismo aspecto que cuando entró
en el edificio.
Los cambios están en sus ojos.
Se siente enormemente aliviada. Eso salta a la vista.
Pero hay una cierta cantidad de pánico que todavía se aferra a
ella. El aire de alguien que escapó de la muerte por los pelos y
aún no se recuperó del shock.
Me mira. Sus ojos azules se cruzan con los míos.
—No puedo volver allí, Lucio —susurra, con la voz
entrecortada—. Nunca.
—Ahora sospechan de ti, ¿no?
—Creen que soy del FBI —responde Charlotte—. Y lo
admito, dejé que lo creyeran.
Echo un vistazo a mi teléfono, esperando que suene pronto.
Tengo un presentimiento sobre esa mujer del Toyota y no
quiero que se me escape.
Cuando vuelvo a mirar a Charlotte, aún respira por lo que sea
que le haya pasado en el ring.
—¿Es horrible decir que me alegro de no tener que volver allí?
—pregunta, mirándome con culpabilidad.
—Por supuesto que no. ¿Por qué dices eso?
—Porque seguimos sin estar cerca de encontrar a Evie —dice
—. Podría haber tenido alguna oportunidad de conseguir
información si me quedaba en el ring.
—A la mierda —digo, haciendo caso omiso de su
preocupación—. Siempre fue una posibilidad remota. Para
empezar, nunca debí meterte ahí.
—Era un buen plan.
—Fue desesperado —replico—. Solo estaba…
—Querías recuperar a tu hija a cualquier precio —sugiere
Charlotte—. Yo también. Lucio, escucha… cuando bajé allí,
alguien…
Se interrumpe mientras miro el móvil.
—¿Pasa algo? —pregunta Charlotte al captar mi
preocupación.
—Estoy esperando un mensaje de Enzo —le digo—. Está
siguiendo a alguien por mí. A una mujer.
Charlotte frunce el ceño, captando el tono de mi voz. —
¿Estaba en el ring?
—Ella se fue poco antes que tú —le explico—. Y puse a dos
de mis hombres a seguirla.
—¿Dónde la has visto? —pregunta Charlotte de inmediato.
—En el complejo —respondo—. Es la mujer que sacó a Evie
de allí.
Charlotte se queda boquiabierta. —¡No!
Asiento. —Tengo la sensación de que, sea quien sea, su lealtad
está con Sonya. No con los polacos.
—¿Eso es bueno? —pregunta Charlotte, con el ceño fruncido
por la preocupación—. ¿O malo?
Respiro profunda y frustradamente. —Supongo que lo
averigu…
Antes de que pueda terminar la frase, mi teléfono empieza a
sonar. Ni siquiera tengo que mirar la pantalla para saber que es
Enzo. Puedo sentirlo.
—¿Enzo?
—Jefe, la seguimos hasta un motel a las afueras de la ciudad.
—¿Un motel?
—El Castillo del Sol —me dice Enzo—. No es un castillo, eso
seguro. Se metió en una habitación del segundo piso.
—¿Sola?
—Llevo veinte minutos vigilando la habitación —me dice—.
Parece que hay alguien más dentro. Es difícil decirlo con
seguridad.
—¿Quién?
—Eso no puedo decirlo, jefe. Estamos demasiado lejos para
ver.
—Envíame tu ubicación —le digo—. Conduciré hacia allí.
En cuanto cuelgo, Charlotte se me echa encima. —¿Y bien?
—me pregunta.
—Está en un motel a las afueras de la ciudad. Te dejaré en el
complejo y luego…
—No.
Me detengo en seco. Charlotte me mira fijamente.
—No me vas a dejar fuera.
—No te estoy dejando fuera de nada. Yo solo…
—Voy contigo y punto.
Reprimo una sonrisa y arranco el coche. —Como quieras —le
digo.
Entonces, nos ponemos en marcha. Vuelo por las calles, con el
corazón bombeando con fuerza en mi pecho. Algo grande está
a punto de pasar.
Puedo sentirlo.

E L C ASTILLO DEL S OL resulta ser un motel de ladrillo de tres


plantas. Puede que fuera bonito en su época de esplendor, pero
el tiempo y el abandono le quitaron todo el atractivo que tuvo
en su día.
—Jesús… —murmura Charlotte mientras aparcamos fuera de
los bajos muros del motel—. Me recuerda a mi antiguo
apartamento. Y eso no es un cumplido.
—¿Tan malo era? —pregunto.
—Peor de lo que puedas imaginar —se gira en su asiento para
mirarme de nuevo mientras apago el motor—. Antes de que
digas una palabra, quiero que lo sepas: Voy contigo.
Suspiro. Me preocupaba que dijera eso.
—¿Segura que no quieres quedarte fuera? —pregunto—. No
sabemos lo que va a haber al otro lado de esa puerta.
—Me arriesgaré.
—Bien —concedo—. Pero entonces te llevas un arma contigo.
Se palmea el muslo. —Eso ya lo tengo cubierto.
—Entonces, vamos.
Salimos del coche y nos dirigimos al aparcamiento del motel.
Al acercarnos, Enzo y Stefano salen de su vehículo, ambos
desenfundando armas de fuego.
—Ve delante —le ordeno.
Me aseguro de caminar delante de Charlotte.
Afortunadamente, ella no protesta.
Subimos sigilosamente a la segunda planta. Enzo nos lleva
hasta el borde del estrecho pasillo. Cuando nos acercamos a la
puerta, saco mi pistola y la martillo.
Enzo y Stefano hacen lo mismo.
Me devuelven la mirada y yo asiento con la cabeza.
Es hora del espectáculo.
Quienquiera que sea esta perra, eligió al hombre equivocado
para joder.
30
CHARLOTTE

Escucho el ruido metálico de tres armas distintas. Un


escalofrío recorre mi cuerpo.
Soy muy consciente de la funda de pistola que llevo atada al
muslo, pero no me atrevo a sacar el arma.
Eso no me corresponde a mí.
Todavía no. No a menos que tenga que hacerlo.
Los dos hombres de Lucio le devuelven la mirada, esperando
su señal.
Lucio asiente una vez. Contengo la respiración cuando Enzo
se abalanza hacia delante y derriba la puerta de una violenta
patada que la hace saltar por los aires.
Se oye un grito ahogado.
Un gemido.
Y entonces…
Un grito. El grito de una niña.
Del tipo que solo una niña en concreto puede hacer.
—¡Evie! —jadeo.
No planeaba entrar en la habitación con Lucio y sus hombres,
pero el sonido me empuja hacia adelante. Me lanzo detrás de
Lucio y Enzo, tratando desesperadamente de ver hacia dentro.
—¡Evie! —vuelvo a gritar.
Las armas de los hombres están levantadas, pero, por suerte,
nadie disparó todavía.
Miro alrededor de Lucio para ver a qué nos enfrentamos.
Y se me cae la mandíbula.
La mujer a la que Enzo y su colega siguieron la pista es alta,
atractiva, de piel suave y acaramelada. El hombre es pálido, de
pelo castaño y lleva gafas.
Ambos están pegados a la pared. Más allá de ellos, hay una
pequeña grieta que obviamente conduce al cuarto de baño.
Ambos están desarmados. Ambos tienen las manos levantadas.
Cogimos a los bastardos por sorpresa.
Pero conozco a estos bastardos en particular.
La agente Ladipo y su colega, el que asignó para vigilarme
fuera de Savoretti’s.
¿Qué coño?
Solo hay una explicación: hay policías corruptos en el FBI. La
pregunta es… ¿para quién trabajan realmente?
—¿Dónde coño está mi hija? —ruge Lucio, apuntando con su
pistola a la mujer.
—Ella… ella…
—¿Papá?
La vocecita asustadiza de Evie rompe el tenso silencio y siento
que resuena en mi interior.
—¡Evie! —hablo antes que Lucio—. ¿Dónde estás, princesa?
—¿Charlotte? —responde ella, asomando la cabeza por el
baño.
La visión de esa carita me llena de tanta alegría que me olvido
por completo del tenso enfrentamiento que bloquea mi camino
hacia Evie.
Paso por delante de Lucio, ignoro a la pareja que está a ambos
lados de Evie y extiendo los brazos hacia ella.
La sonrisa de su rostro vacila ligeramente. Luego, mira a la
mujer que está a su lado.
—Evie —susurra Lucio—. Tesoro.
Noto que baja la mano. Es como si de repente fuera consciente
de que lleva una pistola en la mano.
—Soy yo. Tu papá —dice con cautela.
No es que esté confundida. Sabe exactamente quiénes somos.
No está segura de qué hacer.
No parece asustada por la pareja que la flanquea. Solo
nerviosa. Abrumada.
—¡Evie! —vuelvo a intentar—. Cariño, te hemos echado
mucho de menos.
Le tiembla el labio inferior. Las lágrimas saltan a mis ojos al
instante. ¿Qué le ha pasado en los últimos dos meses?
—Mamá dice que no confíe en ti —acusa Evie.
A Lucio se le tuerce la mandíbula. Me doy cuenta de que está
haciendo todo lo posible para reprimir su ira por el bien de
Evie.
—Nunca te haría daño, Evie —dice Lucio. Guarda el arma y
se arrodilla—. Jamás.
Ella se aparta. —Mamá dice que eres un hombre malo.
—Eso no es cierto, Evie —digo, esperando no estar
extralimitándome—. Sabes en tu corazón que no es verdad,
¿cierto?
Asiente lentamente, pero aún parece insegura.
La pareja está muy callada. Intentan interpretar la situación,
probablemente preguntándose si saldrán vivos de esta.
—Evie —dice Lucio—, “¿dónde está tu madre?
—No lo sé —responde Evie—. A veces viene a verme.
—¿A veces? —Lucio se resiste.
Evie asiente. —Sobre todo, estoy con Nathan y Mara.
Su mano sube inconscientemente y se aferra al borde de la
blusa de Mara.
—Nathan y Mara —repite Lucio, mirándolos a los ojos.
Claramente están intimidados, porque ninguno ha dicho una
palabra desde que Lucio y sus hombres irrumpieron aquí.
—¿Dónde está Sonya? —les pregunta Lucio.
Nathan habla con un crujido ronco. —No podemos decirlo.
Lucio gruñe, pero sus reacciones se moderan en beneficio de
Evie.
—Tesoro —dice, volviendo a centrar su atención en su hija—,
¿cómo has estado?
—Bien —dice tímidamente, como si no estuviera segura—.
No me gusta quedarme en esta habitación. Es demasiado
pequeña.
—Ya lo veo —dice Lucio. Intenta sonreír, pero parece más
bien una mueca de enfado.
—Pero mamá dice que soy importante, así que tengo que
seguir moviéndome —añade Evie.
La mujer, Mara, hace una mueca. Al parecer, Evie está
diciendo mucho más de lo que se siente cómoda con
compartir.
—Eres importante —le dice Lucio—. ¿Pero eres feliz?
A Evie se le cae un poco la cara. —Los echo de menos a
Charlotte y a ti —dice, mirándonos a cada uno—. Pero mamá
dijo que ya no me querían cerca. Dijo que querías que me
fuera.
Me invade la ira. La furia más ardiente que he sentido nunca.
Pero lo único que puedo hacer para expresarlo es cerrar las
manos en puños.
—Eso no es cierto en absoluto, Evie —digo ferozmente—. Yo
te quiero. Tu padre también. Ninguno de los dos quería que te
fueras.
Evie abre mucho los ojos. —¿En serio?
—De verdad, de verdad —digo—. Promesa de meñique.
Evie me mira con renovada fe. Se acerca y me ofrece su dedo
meñique. Nos damos la mano y, cuando nos separamos, Evie
vuelve a sonreír.
Entonces, salta a mis brazos y la abrazo fuerte.
El dúo inmovilizado contra la pared no esperaba que se
ablande con nosotros tan fácilmente, pero no tienen forma de
impedirlo.
Veo que los hombres de Lucio no han cambiado de posición.
Siguen apuntando a Ladipo y Nathan.
La forma en que Evie parece ciega a eso me hace darme
cuenta de lo acostumbrada que está a esta violencia.
¿Qué coño ha estado haciendo Sonya?
¿Qué le ha hecho a esta pobre niña?
—Hora de irse, dulzura —le susurro al oído.
Se aparta de mí. —¿Mamá va a venir con nosotros?
Me congelo.
Mis ojos se desvían y se encuentran con los de Lucio por
encima de la cabeza de Evie. Veo el conflicto en su expresión.
Una sombra pasa por su rostro. —No lo creo, cariño —
responde con sinceridad—. Si te vienes conmigo ahora, puede
que no la veas en un tiempo.
Evie lo sopesa durante un largo momento. Mientras piensa, se
parece a su padre. Pensativa y profunda. Melancólica.
Me pregunto qué tipo de daño invisible le habrán hecho ya en
su corta vida. Qué clase de cicatrices invisibles hay en su
corazón.
Luego se retuerce en mis brazos y mira hacia la pareja, que
sigue encajonada en un rincón de la habitación.
—Adiós, Mara —les dice Evie—. Adiós, Nathan.
Es tan decisivo como podría serlo.
Ni Nathan ni Ladipo dicen una palabra mientras nos volvemos
hacia la puerta, con Evie aún en mis brazos.
En el umbral, se detiene y se vuelve.
—Dile a Sonya que le mando saludos —dice.
No necesita decir nada más para que sepan que es una
amenaza.
Lo sigo hasta la puerta y sus hombres salen de la habitación
con las armas en alto. Primero nos acompañan al coche, pero
ninguno de ellos guarda las armas.
Ni siquiera mientras nos alejamos en dirección al complejo.
Me siento atrás con Evie. Se desploma contra mí, con la
cabeza apoyada en mi pecho mientras conducimos por las
tranquilas calles.
Le acaricio el pelo hacia atrás y en unos minutos se duerme.
—Se durmió —le hago saber a Lucio—. La pobre está
agotada.
Lucio está callado. Peligrosamente callado.
—¿Lucio?
—La retuvo en un puto motel —gruñe Lucio. Es consciente de
que debe bajar la voz para no despertar a Evie, pero el nivel de
veneno sigue siendo chocante—. La movieron como si fuera
un polizón. La pusieron al cuidado de putos extraños. Maldita
escoria polaca.
Quiero ser capaz de alcanzarlo y tocarlo, calmarlo. Pero, con
Evie apoyada contra mí, tengo las manos atadas.
En cualquier caso, creo que tiene motivos para estar enfadado.
—Lo sé —estoy de acuerdo—. ¿En qué estaba pensando?
—Está claro que no estaba pensando, maldición —gruñe
Lucio—. ¿Escuchaste lo que dijo Evie?
—¿Qué parte?
—Sobre ver a Sonya a veces”
—Sonó como si apenas hubiera estado con Evie todo este
tiempo.
—Probablemente porque se está follando a ese cabrón de
Kazimierz. Tener a su hija cerca probablemente le quita el aire
de mujer fatal.
—No la entiendo —admito.
—Es una psicópata —suelta—. No hay nada más que
entender.

C UANDO LLEGAMOS AL RECINTO , Lucio lleva a Evie a la casa y


yo los sigo. Se agita mientras subimos las escaleras hasta su
habitación.
Abre los ojos y me mira por encima del hombro de Lucio.
—¿Charlotte?
—Hola, preciosa —la tranquilizo.
—¿Ya estamos en casa? —pregunta somnolienta.
—Lo estamos —respondo—. ¿Estás contenta de haber vuelto?
—Mhmm —responde ella—. Eché de menos mi cama. Y a
Paulie.
Le abro la puerta a Lucio y enciendo una de las luces. Solo
cuando me encuentro con el impoluto orden de la habitación
de Evie, recuerdo que la última vez que estuve aquí, Lucio lo
estaba destrozando todo.
Alguien debe haber entrado y arreglado las cosas. Los objetos
nuevos sustituyen a los que Lucio destrozó.
Sin embargo, no veo a Paulie por ninguna parte. La última vez
que lo vi, estaba roto en dos pedazos en medio del dormitorio
arruinado de Evie.
Le lanzo una mirada mientras deja a Evie en su cama. —¿Lo
arreglaste?
—Por supuesto —responde—. No iba a dejarlo así como así.
Tenía que prepararme para la posibilidad de recuperarla.
Sonrío suavemente. —Siempre un paso por delante, ¿eh?
—Siempre.
—¿De qué hablan? —pregunta Evie, frotándose los ojos con
sus dos puñitos.
Me siento en el borde de su cama, justo enfrente de Lucio. —
Nos alegramos de que hayas vuelto —le digo.
Sonríe. —¿Podemos ir a nadar a la piscina? —pregunta—. ¿Y
luego comer tortitas de mantequilla de cacahuete?
Me río. —Me parece un plan estupendo. Pero ya es tarde,
princesa. ¿Qué tal si lo hacemos mañana?
—¿Los tres?
Miro a Lucio, que le dedica a Evie una sonrisa tranquilizadora.
—Los tres —le promete.
Sonríe alegremente. —¿Podemos llamar a mamá también?
A Lucio se le borra la sonrisa de la cara al instante. La rodeo
con el brazo y salto rápidamente para distraerla de la reacción
de Lucio.
—Tu madre puede estar ocupada, cariño —le digo—. Así que
quizá no pueda venir a verte mañana.
Evie suspira. Es el tipo de suspiro que esperarías de alguien
décadas mayor. Su sonido me rompe el corazón un poco más.
—Mamá siempre está ocupada —dice con evidente decepción
—. Ya nunca pasa tiempo conmigo.
Lucio y yo intercambiamos una mirada por encima de la
cabeza de Evie.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a tu madre? —pregunta
Lucio con cautela.
—No me acuerdo —responde Evie con inseguridad—. Hace
unos días, tal vez.
—¿Qué hacen cuando están juntas? —pregunto.
Evie vuelve a bajar la cara. Se encoge de hombros. —Mamá
nunca quiere jugar a nada —admite—. Solo quiere hablar todo
el tiempo. A veces es muy aburrida. Pero a veces me lleva a
nadar. Aunque el último sitio donde estuvimos no tenía
piscina. Así que tampoco pudimos hacerlo.
—¿En cuántos sitios distintos te has alojado, pequeña? —le
pregunto.
—No me acuerdo —vuelve a decir—. El lugar sin la piscina,
el lugar con el feo empapelado verde, el lugar con el hombre
ruidoso al final del pasillo…
Se interrumpe y siento que se me revuelve la ira en las tripas.
Cualquier admiración que pudiera haber tenido alguna vez por
Sonya desaparece al instante.
Puede que sea segura de sí misma, fuerte y poderosa. Pero es
una madre de mierda, y eso no es algo que pueda perdonar.
Supuse que se había llevado a Evie porque quería darle una
vida mejor, un entorno más seguro. Pero, por todo lo que Evie
nos ha contado, no parece ser el caso.
Miro a Lucio, cuyos nudillos están blancos y tensos por la
rabia que sé que está reprimiendo. Está demasiado furioso para
las palabras.
Dejo caer un beso sobre la cabeza de Evie. —¿Qué tal si ahora
duermes y mañana jugamos a montones de juegos divertidos?
—¿Lo prometes?
—Te lo prometo —le aseguro.
Lucio se levanta de la cama y se dirige a su armario, situado
en un rincón de la habitación. Me doy cuenta de que el
habitual armario blanco fue sustituido por uno azul.
Hay otros cambios en la habitación, pero estoy demasiado
cansada y agotada emocionalmente para prestarles mucha
atención.
—Tengo algo para ti, Evie —dice, abriendo el armario azul y
sacando algo. Veo cómo la expresión de Evie pasa de la
curiosidad a la alegría.
—¡Paulie!
Lucio se ríe mientras le entrega su ornitorrinco de peluche.
Noto un hilo delgado, expertamente entretejido a lo largo del
borde del cuello de la criatura y asegurándolo donde
pertenece.
Le arregló el juguete.
Se me derrite el corazón.
—Creo que te ha echado de menos —retumba Lucio.
Evie agarra a su viejo amigo y lo aprieta contra su pecho. Se le
ilumina la cara y no puedo evitar reírme de su expresión.
Realmente parece que la Navidad ha llegado antes de tiempo.
—Gracias, papá —sonríe.
—Buenas noches, tesoro —le dice, agachándose para besarla
en la frente.
Yo también le doy un beso, y luego Lucio y yo utilizamos la
puerta de conexión para entrar en lo que antes era mi
dormitorio.
En cuanto se cierra, me vuelvo hacia él.
—¿Estás bien?
Parece un hombre al límite. Tiene los músculos tensos y el
ceño fruncido por la preocupación y la ira.
Pero sobre todo, parece aliviado.
—Ha vuelto —respira.
Sonrío y asiento con la cabeza. —Lo has conseguido.
—Mierda —dice, cerrando los ojos un momento.
Le cojo la mano y le doy un apretón reconfortante. —Sabía
que la recuperarías.
—¿Sí? —pregunta—. Porque, algunos días, ni yo mismo
estaba seguro.
Sacudo la cabeza. —Nunca tuve dudas.
Me mira y sus ojos se clavan en los míos.
Parece que haya pasado toda una vida desde que salimos de
casa. ¿He estado realmente en el ring polaco hace solo unas
horas? ¿Tuve realmente una audiencia con el mismísimo
Kazimierz?
Me doy cuenta de que aún no le he contado todo eso a Lucio.
Pero, antes de que pueda hacerlo, la mano de Lucio se posa en
mi nuca. Su contacto me devuelve al presente.
De repente, lo único de lo que soy consciente es de él.
El calor que desprende me hace darme cuenta de que tengo
frío. Estoy temblando. Doy un paso adelante y su agarre contra
mi cuello se intensifica mientras inclina mi cabeza hacia él.
Luego se mueve y presiona sus labios contra los míos.
Es un beso suave y travieso. Un recordatorio de que estamos
vivos. Que hemos superado este día.
Me siento fuerte. Casi invencible.
En cuestión de segundos, estamos desnudos con la ropa
encharcada a nuestros pies, y manoseándonos el uno al otro,
hambrientos y desesperados.
Volvemos a caer juntos en la cama y me subo sobre el cuerpo
musculoso de Lucio.
Estoy tan mojada que, en cuanto le agarro la polla, se desliza
dentro de mí con facilidad. Quiero ir despacio. Quiero que
dure.
Pero mi cuerpo tiene otras ideas.
Lo cabalgo con fuerza, moviendo las caderas contra las suyas,
metiendo su polla tan adentro como puedo.
Me mira fijamente, con los ojos inundados de lujuria, los
dientes apretados por el esfuerzo mientras empuja sus caderas
hacia arriba para encontrarse con las mías.
Esto es lo que necesito.
Estoy bastante segura de que es lo que él también necesita.
La tensión y el estrés del día se disipan entre nosotros y yo me
dejo llevar por el subidón de nuestra enorme victoria mientras
un pensamiento me ronda la cabeza, una y otra vez.
Es un pensamiento ingenuo, pero no puedo evitar perderme en
él en el momento.
Todo va a salir bien.
31
LUCIO
A LA MAÑANA SIGUIENTE

Olas de placer me obligan a abrir los ojos.


Estoy empalmado, pero hay algo suave y húmedo envolviendo
mi polla.
Miro hacia abajo y descubro una oscura cabellera agazapada
sobre mí.
Charlotte.
Y, que Dios me ayude, así es como quiero que me despierten
cada mañana.
Me toca los huevos con las manos, jugando suavemente con
ellos mientras me la chupa. Es suave, me hace volver a la
consciencia.
Pero, en cuanto se da cuenta de que estoy despierto,
profundiza un poco más. Su lengua lame mi pene con
creciente entusiasmo.
—Mierda —gimo mientras mi polla golpea el fondo de su
garganta.
Le pongo la mano en la cabeza, pero no necesita que le insista.
Prácticamente se está ahogando con mi polla.
Y aun así sigue adelante.
Me la chupa con fuerza, subiendo y bajando la cabeza por mi
pene hasta que siento mi orgasmo en el horizonte.
Mis pensamientos se disuelven en monosílabos.
Por favor.
Más.
No lo hagas.
Para.
Ni siquiera puedo hablar. No puedo respirar.
No hasta que estallo violentamente en su dulce boca.
Los espasmos me desgarran, uno tras otro.
Y entonces se desvanecen poco a poco, y Charlotte me libera
de sus labios con un estallido.
Observo cómo se lame el labio inferior y se pasa un pelo por
detrás de la oreja. Me dedica una sonrisa lenta y perezosa.
—Buenos días.
—Por el amor de Dios —respiro, desplomándome de nuevo
sobre la almohada.
Se ríe ligeramente mientras trepa por mi cuerpo y se acomoda
a mi lado, bajo mi brazo.
—¿Dormiste bien? —murmuro.
Duda un momento. —Sí —dice—. Es bueno tener a Evie de
vuelta.
—Lo sé. Se levantará pronto.
—Estoy pensando en tostadas francesas para el desayuno —
dice Charlotte.
—Suena celestial.
Se apoya en el codo y me mira. —Lucio… ¿qué vas a hacer?
—¿Con qué?
Agita la mano hacia el techo. —Todo.
Suspiro. Esa es la gran pregunta, ¿no?
—No tengo ni idea —digo—. Pero lo averiguaré.
Ella asiente y lo deja así.
Entonces, oímos el golpeteo de unos piececitos que nos alertan
de que Evie se ha levantado.
—¡Mierda! —maldice Charlotte. Coge las sábanas y las
enrolla alrededor de su cuerpo desnudo.
Yo también estoy un poco irritado. Esperaba otra ronda antes
de tener que levantarnos. Parece que eso tendrá que esperar.
—¡Lucio! —me sisea Charlotte—. Levántate.
—¿Qué? —pregunto, confundido por su repentino pánico.
—Vendrá corriendo y nos verá a los dos así —señala.
Oh. Cierto.
Me levanto de la cama y consigo colarme en el baño, justo
cuando se abre la puerta principal. Dejo la puerta ligeramente
entreabierta para ver a Evie correr hacia Charlotte.
—¡Buenos días! —saluda alegremente.
—Buenos días, chiquilla —dice Charlotte con entusiasmo.
Pero me doy cuenta de que está un poco nerviosa.
Para ser honesto, es jodidamente adorable.
—¿Qué llevas puesto? —pregunta Evie con una expresión
interrogativa.
—Uh, yo, solo… la sábana.
—¿Por qué?
—Yo… derramé algo sobre mi pijama —dice Charlotte.
Tropieza con sus palabras.
Tengo que reprimir una carcajada. Es una buena mentirita
piadosa.
—Oh. Vale —dice Evie, aceptándolo fácilmente.
—¿Por qué no vas a tu habitación y eliges un conjunto para el
día, pequeña? —pregunta Charlotte, aprovechando la
oportunidad—. Yo iré al baño a cambiarme. Enseguida voy.
—De acuerdo —se va corriendo, la cabeza de Paulie se
balancea en sus brazos.
Con la sábana envuelta como una bata, Charlotte coge unos
vaqueros y una camiseta sencilla y se dirige al baño. Me hago
a un lado para que pueda entrar.
En cuanto se cierra la puerta, se vuelve hacia mí con un
suspiro.
—Estuvo cerca.
—¿Qué se te derramó en el pijama? —pregunto
inocentemente.
Me da un manotazo y deja caer la sábana. —Ja, ja. Muy
gracioso.
La miro vestirse, admirando su cuerpecito firme mientras se
agacha para meterse los vaqueros.
—¿Quieres dejar de mirarme? —replica. Pero el tímido rubor
de sus mejillas es demasiado bonito para ignorarlo.
—No, prefiero no hacerlo.
Sonríe y se pasa un peine por el pelo antes de volverse hacia
mí.
—Prepararé a Evie. Nos vemos en la cocina —empieza a
escabullirse, pero justo cuando me roza, se detiene—.
Deberías ducharte. Estás sucio.
Me guiña un ojo, se pone de puntillas para besarme en la
mejilla y se va.
Y así como así, estoy duro de nuevo.
Mierda, es increíble.
Me doy una ducha fría, me visto y bajo a la cocina. Las chicas
ya están ahí.
—… ¿en serio? —está diciendo Charlotte.
—Mhmm —chirría Evie, levantando los brazos.
—Buenos días, señoras —digo mientras entro en la cocina.
—¡Papá! —arrulla Evie. Salta del taburete y corre de cabeza a
mis brazos.
La cojo con un movimiento suave y le doy vueltas. Suelta un
gritito de excitación.
—¿Podemos ir a nadar después del desayuno? —suplica.
Me río. —¿Qué tal por la noche? —le digo—. Cuando vuelvas
del colegio.
—¿Del colegio? —repite Charlotte con sorpresa.
Miro más allá de Evie, donde Charlotte está de pie junto a la
isla de la cocina. Ya está remojando el pan para las tostadas.
—Ya ha faltado bastante —le explico—. Tiene que volver hoy.
—¿Me llevarás, papá? —pregunta Evie.
Hago como que lo pienso. —Bueno…
Evie abre mucho los ojos. —¡Papá, por favor!
Sonrío. —Oh, de acuerdo entonces, supongo. Que chica tan
persuasiva, ¿no?
Mi hija se carcajea en mi brazo justo cuando el primer trozo de
tostada cae en la sartén y la dulzura empieza a llenar la cocina.
La vida parece tan buena en este instante.
Un momento puro y hermoso, capturado en el tiempo como
una mosca en ámbar.
—¿Puede venir Charlotte también? —pregunta Evie,
retorciéndose en mis brazos.
—Eso tendrás que preguntárselo a ella —digo solemnemente.
Aún con Evie en brazos, giro para mirar a mi niñera, que es
mucho más que eso.
Nos mira por encima del hombro desde su posición frente a la
estufa. Una tímida sonrisa se dibuja en su rostro.
—Si tú quieres —murmura.
Evie aplaude y chilla: —¡Sí!
—De acuerdo, entonces —responde Charlotte—. Está
decidido. Pero primero el desayuno.
Evie mira entre nosotros y asiente, satisfecha de cómo está
yendo la mañana hasta ahora. —¿Y mamá?
Me tenso al instante. Es mi reacción inmediata cada vez que
menciona a Sonya.
No se me escapa el tono esperanzado y tengo que seguir
recordándome que, por muy madura que parezca a veces, Evie
solo tiene seis años.
Y los niños de seis años quieren a sus madres.
—Mamá está… ocupada, tesoro —le digo.
—Oh —se lo piensa un segundo. Luego pregunta—: ¿Papá?
—¿Sí?
—¿Por qué me dijiste que mamá había muerto? —Yo me
congelo.
Charlotte también.
Mierda.
Recuerdo el caótico momento en la biblioteca cuando
finalmente le dije a Evie que Sonya había muerto.
Claro que ahora parece mentira.
Pero, en ese momento, creí que le estaba diciendo la verdad a
Evie.
Dejo a mi hija en el suelo, me arrodillo a su altura y cojo su
mano entre las dos mías.
—Lo siento, ángel —le digo directamente—. En ese momento,
pensé que sí.
Se queda inmóvil, con la cabeza inclinada hacia un lado.
Busco a tientas qué más decir. —Pero resulta que, más tarde,
me enteré de que tu madre estaba muy viva.
Exhalo un largo suspiro. Charlotte sigue trabajando en las
tostadas, pero noto que sus hombros están nerviosos. Está
atenta a todo.
—Las cosas con tu madre son… complicadas —concluyo—.
Muy complicadas.
—¿Complicadas? —repite, tropezando con la palabra.
—Sí. Quizá algún día, cuando seas mayor, te lo explique —le
digo.
—¿Y entonces lo entenderé?
—Eso espero.
Ladea la cabeza y se lo piensa un momento. —De acuerdo.
Su manita estira el brazo y agarra a Paulie, que está tumbado
en la encimera a medio metro de ella. Lo estrecha contra su
pecho, apretando la tela contra su nariz.
—Le echabas de menos, ¿eh? —digo, ansioso por cambiar de
tema.
—Mhmm —Evie asiente—. Solía llorar por las noches sin él.
—¿Había alguien contigo por la noche?
—Nathan o Mara —responde Evie—. Mami decía que no
podía quedarse conmigo, pero tenía muchas ganas. Le hablé de
Paulie y me dijo que me lo traería. Y lo hizo. Bueno, lo
intentó. Pero no era Paulie. Aunque se parecía a Paulie.
Doy un respingo. ¿Un juguete falso?
Ahí va, otro hilo de confianza entre madre e hija cortado en
dos.
Nunca perdonaré a Sonya por lo que le hizo a mi pequeña.
Le pongo la mano en el hombro a Evie. Tiene toda la
amabilidad y la consideración que le faltan a su madre. No sé
de dónde ha salido. Dios sabe que esas cosas no son naturales
en mí, pero me alegro de que las tenga.
Es especial en más sentidos de los que ella podría imaginar.
—Bueno, ahora tienes al verdadero Paulie de vuelta —la
consuelo—. Eso es todo lo que importa.
Evie asiente y dirige su atención a los fogones, de donde nos
llega el olor a canela y a tostadas francesas.
—Mm, ¡eso huele súper delicioso! —dice Evie, cerrando los
ojos un momento.
—Así es, ¿no? —coincido.
Charlotte nos sonríe a los dos. —Bien, porque voy a hacer esto
extra especial para tu primera mañana de vuelta, pequeña.
Puedo oír el afecto en el tono de Charlotte. Me dan ganas de
atraerla hacia mí. Vivir del calor que irradia.
Quizá de ahí viene parte de la dulzura de Evie. Su luz.
Charlotte es la que trajo eso aquí.
Mientras voltea una tostada, oigo pasos en el pasillo. La alta
silueta de Enzo aparece a través de la mampara de cristal y
dobla la esquina para entrar en la cocina.
—Buenos días, jefe. Yo…
—¡Enzo! —grita Evie antes de que pueda terminar su
pensamiento.
Lorenzo se detiene alarmado. Antes de que pueda darse cuenta
de lo que está pasando, Evie está sobre él, lanzándose
temerariamente a su abrazo.
Se ríe sorprendido mientras la coge y la levanta en brazos. —
Evie, chica —dice—. Escuché que habías vuelto.
—¡He vuelto! ¡He vuelto! ¡He vuelto! —le grita al oído.
Se ríe de nuevo antes de volver a ponerla en pie. —Eso parece.
Vamos entonces, déjame mirarte.
Se gira para él y luego hace la reverencia que Charlotte le
enseñó la noche que fuimos al restaurante.
—Has crecido —comenta. Luego frunce el ceño—. Y estás
más delgada.
No se equivoca. Yo también me di cuenta.
No delgada en el sentido de no comer mucho. Más bien
delgada por no comer lo suficiente.
Otro strike para Sonya.
—A veces no me gustaba la comida que me traía mamá —
admite Evie—. Y Mara y Nathan no saben cocinar como
Charlotte.
—Nadie cocina como Charlotte —coincide Enzo.
—Todavía no he vuelto al jardín, Enzo —dice Evie cogiéndole
la mano—. ¿Me acompañas? Quiero visitar la fuente mágica.
—Buena idea —dice Enzo. Se deja arrastrar hacia las puertas
correderas que dan al patio.
Cuando pasan a mi lado, se encoge de hombros disculpándose.
Me río y le hago señas para que siga.
No puedo evitar sonreír al ver cómo se arrastra el hombre
hacia el jardín con Evie y Paulie. Completamente a su entera
disposición.
Conozco muy bien esa sensación.
—Esa es una amistad improbable, si alguna vez he visto una
—comento, volviéndome hacia Charlotte.
Está sirviendo las tostadas, pero no responde a mi comentario.
De hecho, está claro que no escucha nada.
Tiene el ceño fruncido y los labios apretados. —¿Charlotte?
Se sobresalta, levanta rápidamente las cejas. —Lo siento —
dice distraída.
—¿Me decías?
—No es importante —respondo—. ¿Pasa algo?
—Estaba pensando…
—¿Sí?
—Escuela, ¿eh? —pregunta Charlotte, con el ceño fruncido
por la preocupación.
Es extraño que sienta la necesidad de darle explicaciones.
Como si ella debiera haber tenido la misma voz en la decisión.
—No tienes que preocuparte, Charlotte —le aseguro—. La
escuela es segura. Hice que mis hombres la revisaran y es a
prueba de balas.
—¿No habrías dicho eso del complejo antes de que Sonya
irrumpiera en él?
Alzo las cejas. Tiene algo de razón.
Pero es su miedo el que habla.
Lo entiendo. Puedo arreglarlo.
—Charlotte, entiendo por qué estás nerviosa, pero no tienes
por qué estarlo. Cuando está en esa escuela, no hay nada que
pueda alcanzarla.
—¿Qué tan seguro estás de eso?
—Ciento diez por ciento —respondo con seguridad—. Si no,
no la enviaría.
—Vale —respira Charlotte, como si tratara de convencerse a sí
misma—. De acuerdo entonces.
Termina de adornar los decadentes platos de tostadas que tiene
delante con una espolvoreada de azúcar y rodajas de fresa tan
finas como el papel.
Pero lo veo en sus ojos: sigue preocupada.
Si tan solo Sonya se preocupara por Evie la mitad de lo que lo
hace Charlotte.
Charlotte coge un plato lleno de la bandeja que tiene delante y
me lo acerca. El olor me llega a la nariz, rico, mantecoso,
cremoso y tan malditamente dulce que me dan ganas de reírme
a carcajadas.
—¿De dónde saliste? —le pregunto asombrado.
Me sonríe tímidamente. —Cállate y come, payaso —dice
juguetona—. O me comeré tu porción también.
32
CHARLOTTE
STAFFORDSHIRE PREPARATORY ACADEMY

Veo a Lucio despidirse de Evie en las escaleras de su colegio.


Siento un hormigueo en la piel, porque esa camiseta negra que
lleva le sienta de maravilla. Le pinta los brazos y los
abdominales como una segunda piel y se le ven todos los
músculos.
Más vale que todas las madres que están dejando a sus hijos
no le pongan un ojo encima.
Evie me saluda con la mano y sube corriendo las escaleras
hacia sus profesores.
Parece feliz.
Parece relajada.
Y, por primera vez desde que volvimos a encontrarla, mi
corazón se abre un poquito.
Mientras Lucio camina de vuelta hacia el Wrangler, me
esfuerzo por no quedarme boquiabierta. Aunque las gafas de
aviador que lleva no me lo ponen precisamente fácil.
—¿Te importa si hacemos un recado rápido? —pregunta
cuando se acomoda de nuevo en el coche.
—Claro —digo con una voz extrañamente ronca, todavía con
la fantasía en la cabeza de levantarle la camisa a Lucio para
revelar los abdominales que sé que se esconde debajo—. Lo
que tú quieras.
Es vergonzoso lo difícil que es apartar los ojos de él.
—Parece emocionada por volver al colegio —comenta Lucio
mientras enciende el motor y nos aleja del bordillo.
—Sí, bueno, estar atrapada en habitaciones de hotel durante
dos meses seguidos no debe haber sido fácil para ella.
Lucio murmura algo en voz baja, pero no logro captar lo que
dice.
Sin embargo, puedo adivinar que no es nada halagador sobre
la maternidad de Sonya. Salimos de las altas verjas del colegio
y giramos por una carretera principal. Miro a Lucio y me
pregunto si debo plantearle la preocupación que me ronda la
cabeza desde hace varias horas.
—¿Qué? —pregunta.
—¿Qué?
Sonríe. —Tú eres la que tiene algo en la cabeza —dice.
Frunzo el ceño. —¿Cómo lo sabes?
—Esa expresión arrugada en tu cara —dice con suficiencia—.
Lo delata. Es marca registrada de Charlotte Dunn.
Frunzo el ceño. Parece que soy más transparente de lo que
creo. —Bueno…
—Vamos —insta Lucio—. Cuéntame.
—Puedes confiar en todos tus hombres, ¿verdad? —pregunto
tentativamente.
Me mira, su sonrisa se desvanece. —¿Qué quieres decir?
—Solo estoy nerviosa —admito—. Ahora que tenemos a Evie
de vuelta, me preocupa que Sonya tenga a alguien dentro.
—¿Dentro de la Familia? —pregunta Lucio, como si esa
posibilidad no se le hubiera pasado por la cabeza.
—¿No lo has considerado?
—No seriamente —admite.
—¿Por qué no?
—Porque mis hombres son leales —dice Lucio con firmeza.
No está a la defensiva, pero tengo la sensación de que, si
insisto, eso es lo que conseguiré. Decido seguir adelante, de
todos modos. Estoy dispuesta a enfrentar su ira por la
seguridad de Evie.
—¿Y Adriano? Él es…
—Adriano es mi mejor amigo y mi mano derecha —dice
Lucio, cortándome antes de que pueda terminar—. Lo conozco
desde que tengo uso de razón. Es más cercano que la sangre.
Antes de traicionarme, moriría. ¿Entendido?
De repente está tenso. Vibra con energía caliente. Veo el
blanco de sus nudillos cuando aprieta un poco más el volante.
—Bien. Sí, claro. Por supuesto.
—Nunca me daría la espalda ni a mí ni a la Familia —dice
Lucio. Sus ojos miran por el retrovisor con intensa
concentración.
Respiro hondo. —De acuerdo.
La postura de Lucio no se relaja. De hecho, empieza a parecer
de nuevo un Don. Frío, alerta… molesto.
—Lucio —digo tímidamente—, lo siento. No quería
ofender…
—Alguien nos está siguiendo —interrumpe.
—¿Qué? —me doy vuelta en el asiento para mirar por encima
del hombro.
El coche negro que nos sigue definitivamente parece
sospechoso. Pero podría ser cualquiera.
—¿Estás seguro?
En lugar de responder, Lucio gira bruscamente a la izquierda
para cruzar el tráfico.
Suenan bocinas airadas y los coches que circulan en sentido
contrario se apartan furiosamente del camino…
Y el coche negro nos sigue.
Mierda.
—¿El polaco? —pregunto, mirando a Lucio con alarma.
—Tiene que ser —gruñe—. Pero solo hay un coche.
—¿Llevándonos a una emboscada? —sugiero. Entonces, veo
el coche detrás de nosotros parpadear sus faros—. Espera,
¿qué significa eso?
Empiezo a tener un poco de pánico.
Lucio mira por el retrovisor. —Quieren que paremos.
Lo miro boquiabierta. —No vamos a hacerlo, ¿verdad?
De repente, su teléfono empieza a sonar. Los dos miramos la
pantalla al mismo tiempo.
Número desconocido.
Lucio lo coge y lo pone en el altavoz.
La suave voz de Sonya se derrama a través del teléfono.
—Hola, cariño —dice—. ¿Es un buen momento?
—¿Qué demonios haces? —gruñe.
—Solo quiero hablar —dice—. Me lo debes. Te llevaste a mi
hija.
—Es mi puta hija —gruñe Lucio.
Sonya suspira. —¿Tenemos que hacer esto cada vez?
—¿Qué quieres, Sonya?
—Como dije, quiero hablar.
—Entonces habla.
—Preferiría tener esta conversación cara a cara —responde
Sonya.
Suena extraordinariamente tranquila, extraordinariamente
serena para una mujer que acaba de perder a su hija… otra
vez.
La mujer me pone jodidamente nerviosa.
—No me interesa verte la cara —le dice Lucio.
—Pues estás de suerte —canturrea Sonya sin vacilar—. No es
contigo con quien quiero hablar.
Me quedo paralizada, mirando a Lucio confundida.
Seguro que no está hablando de mí…
¿Verdad?
—Es con esa preciosura del asiento del copiloto con la que me
gustaría charlar. Charlotte, ¿tengo razón?
¿Qué carajo?
Lucio aprieta los dientes. —Ella no tiene nada que ver con
nada de esto.
—Teniendo en cuenta que mi hija no paró de hablar de ella
todo el tiempo que estuvo conmigo, diría que está muy
implicada.
Lucio me mira. Le pongo la mano en el brazo. —Déjame
hablar con ella —le digo con los labios.
Frunce el ceño.
Está claro que no le gusta la idea, pero veo que su curiosidad
es suficiente para que se lo plantee.
—¿Cuántos hombres tienes contigo? —pregunta Lucio
primero.
—Solo uno. El conductor —responde Sonya—. Puedes revisar
el coche si no me crees, cariño.
—Bien. Detente.
Con mirada asesina, Lucio aparca el jeep a un lado de la
carretera. El vehículo negro lo sigue y se detiene a unos
metros de nosotros.
—¿Llevas la pistola encima? —me pregunta Lucio.
—Uh, no.
No vacila. Abre su guantera y me pasa una Glock.
—Escóndela bajo el vestido —me indica.
—Lucio…
—Hazlo —dice firmemente—. Puedes apostar que esa perra
está armada.
Suspirando, cojo la pistola y la escondo bajo mi pierna,
asegurándome de que el dobladillo de mi vestido la mantiene
completamente oculta a la vista.
Un segundo después, Sonya aparece en la puerta de Lucio.
Baja la ventanilla.
Una vez más, me sorprende lo increíble que está.
Lleva un blazer azul marino sobre un jersey negro de cuello
alto. Su pelo rubio está ondulado sobre los hombros y el
maquillaje es impecable.
—Lucio, querido —murmura—, no te importará cederme tu
asiento, ¿verdad?
—¿Perdón? —retumba.
—Me gustaría hablar con Charlotte en privado —dice con una
sonrisa amable, como si él fuera demasiado tonto para
entenderlo.
—¿Hablas en serio? —Lucio frunce el ceño—. ¿Quieres que
te dé el coche?
—Oh, cálmate —le dice. Agita una mano en su cara—. Puedes
quedarte con las llaves. No me voy a ir con tu juguetito.
Entrecierro los ojos. —No soy su juguete —le suelto—. Estás
proyectando.
Ladea la cabeza y me mira por primera vez.
—¡Vaya, vaya! Es una luchadora —le dice Sonya con
admiración a Lucio.
—Si quieres hablar conmigo, ¿por qué lo miras todo el rato?
—le exijo.
Me mira con ojos penetrantes y escrutadores.
—Vale, corderito —dice—. Hablemos. De mujer a mujer.
La fulmino con la mirada. Hace una pausa y frunce los labios.
Creo que empieza a darse cuenta de que ya empezó con mal
pie.
Lucio me mira con las cejas levantadas.
Puedo decir que me está dando a elegir. Si elijo no estar sola
en el Wrangler con Sonya, no me dejará con ella.
Pero no es propio de mí rehuir situaciones incómodas. Sobre
todo si pueden ser útiles.
Después de todo, Sonya es la madre de Evie.
Y para ser sincera, tengo una curiosidad que te cagas por esta
loca.
Tan hermosa y a la vez tan rota.
—Está bien —digo, asintiendo a Lucio—. Puedo manejar esto.
No parece sorprendido en lo más mínimo.
—Estaré fuera —dice. Efectivamente, coge las llaves del
coche por si acaso.
Y, justo antes de bajarse del Wrangler, me mira el muslo. Un
sutil recordatorio de que la pistola está ahí por una razón.
Luego se va, dejando el asiento libre para que lo ocupe Sonya.
Le hace un gesto pícaro con la mano y se mete en el asiento
del conductor, cerrando la puerta tras de sí.
Lucio se aleja solo unos metros, pero su cuerpo está tenso y
alerta. Sus ojos recorren el Wrangler y el vehículo negro que
está aparcado detrás de nosotros.
—Tenso, ¿verdad? —pregunta Sonya conversando. Las dos lo
miramos a través del parabrisas mientras se coloca a unos
metros de distancia, con la espalda apoyada en la pared de
ladrillo.
No aparta la mirada de nosotras ni un segundo.
Finalmente, desvío mi atención hacia la mujer a mi lado. Ella
me devuelve la mirada, sin pestañear y tranquila.
Sus ojos son preciosos. Son marrones, pero no tienen nada de
aburridos. Tienen ese suave y cálido color marrón caramelo
con toques dorados alrededor del iris.
Mi opinión sobre ella no podría ser más baja.
Sobre todo después de lo que supe en los últimos días.
Pero eso no significa que no me intimide.
Eso no significa que no me compare con su aplomo, con su
confianza, con su seguridad.
—¿Cómo está mi hija? —pregunta Sonya.
—Evie está bien —respondo, tratando de imitar su tono
tranquilo—. Está prosperando de vuelta en el recinto. Nunca
debieron sacarla de allí.
Sonya arquea una ceja perfecta. —¿Crees que era mejor para
ella estar lejos de su madre? —replica.
Frunzo el ceño. —¿Bromeas? —exijo—. La abandonaste.
Tú…
—Yo no abandoné a mi hija —dice Sonya en un tono cortante.
—Bien —digo—. La dejaste en manos de unos putos sucios
desconocidos, que luego la dejaron en la puerta de Lucio.
Podemos discutir sobre la elección de palabras. Pero es lo
mismo, en mi opinión.
Sonya se queda callada un momento. Me doy cuenta de que no
le gusta que la pongan en una situación en la que se vea
obligada a defenderse.
Sí… bueno, una puta pena.
—En primer lugar —dice tras un largo silencio—, no eran
desconocidos. Son personas en las que confío mucho. Por eso
dejé a Evie a su cuidado. Tuve que tomar ciertas decisiones, y
sí, fueron decisiones difíciles. Pero había que hacerlo para
garantizar la seguridad de Evie a largo plazo.
—¿Seguridad a largo plazo? —repito—. ¿Qué significa eso?
—Estoy tratando de explicarte, si me dejas —cacarea Sonya
irritada.
Su mirada se dirige a Lucio, que ha empezado a pasearse entre
dos grandes árboles.
—Pues no estás haciendo un gran trabajo —vuelvo a soltar—.
¿Qué te hace pensar que dejar a Evie con pandilleros polacos
habría contribuido a su seguridad a largo plazo?
Sonya vuelve su atención hacia mí.
—No son miembros de bandas polacas —dice—. Ninguna de
las personas con las que trabajo lo son. La pareja con la que
estaba Evie la noche que Lucio irrumpió en el motel y se llevó
a Evie… no es de la mafia polaca.
—Entonces, ¿quién coño son? —exijo impaciente.
—FBI —dice Sonya con calma.
La miro estupefacta.
Sé que tengo la mandíbula abierta, pero no puedo evitarlo.
Me vuelvo hacia el parabrisas y noto que Lucio me mira
fijamente, consciente de que me acaban de decir algo
increíble.
Aunque tendrá que esperar la explicación.
—¿Estás trabajando con el FBI? —pregunto.
—Es curioso, ¿verdad? —dice Sonya con una risita cálida—.
¡Sorpresa!
Sacudo la cabeza. Nada cuadra. —¿Qué coño?
Sonríe. —Lo sé, cariño, es mucho para procesar. Pero no
dudes en preguntarme lo que quieras.
—Empieza por el principio —le ordeno—. Claramente, ¿esto
sucedió después de que dejaras a Lucio?
—Oh, sí —confirma Sonya—. Me quedé embarazada de Evie
y eso me hizo darme cuenta de lo atrapada que estaba.
—¿Atrapada?
—Ya estaba insegura de mi posición en la vida de Lucio. Él
era ante todo el jefe de la familia Mazzeo. Yo siempre estaba
en segundo lugar. Siempre sería su segunda prioridad. Y eso
no era suficiente para mí.
—¿Así que huiste? ¿Desapareciste?
—No podía confiar en que me dejaría ir —explica—. Sobre
todo si se enteraba de que estaba embarazada. No podía correr
ese riesgo. Así que sí, desaparecí. Y él me dejó ir.
Dudo, leyendo la expresión de su cara. —¿Esperabas que te
buscara?
—Supongo que supuse que, si yo era importante para él,
lucharía más por mí —confiesa—. Pero no lo hizo. Demostró
lo que siempre sospeché: yo era su segunda prioridad. Quizá ni
siquiera eso.
—¿Dónde estuviste?
—En casa de mi madre.
—¿Tu madre? Evie nunca mencionó una abuela.
—Murió cuando Evie tenía cuatro años —explica Sonya.
Para mi sorpresa, hay un rastro de emoción en su voz. Quizá
no sea tan reina de hielo como creí.
—Fue duro para las dos. Hice lo que siempre hago: reunir mis
fuerzas. Supongo que la manera de Evie de sobrellevarlo era
aferrarse a ese maldito juguete de peluche.
Me paro en seco. —¿Paulie?
—Bien —dice Sonya distraídamente—. Paulie o lo que sea.
Mi madre se lo trajo justo antes de morir. Supongo que le
pareció bonito. Así que cuando Paula, así se llamaba mi
madre, perdió su lucha contra el cáncer, esa criaturita se
convirtió en el mundo de Evie.
Paula.
Paulie.
Una pérdida tras otra.
Siento que se me hace un nudo en la garganta, pero lo aplasto.
Sonya es la última persona delante de la que quiero
derrumbarme.
La emoción tendrá que esperar.
—En fin… unos meses después de su muerte, el FBI me
contactó. Me dijeron que querían reclutarme para una misión
especial. Había tensiones entre dos grandes bandas mafiosas, y
ellos sabían que yo estaba relacionada con una de ellas. Por
supuesto, acepté su oferta. Me entrené. Formé estrategias.
—Te infiltraste entre los polacos —deduzco.
—Había archivos y más archivos sobre los dos hermanos
Kowalczyk —me dice—. Los revisé todos. Y trazamos un
plan.
Me aseguro de que mi cara no delate nada. Aunque mis manos
empiezan a temblar y a sudar ante la avalancha de recuerdos.
—Sabíamos que las tensiones estaban aumentando
rápidamente. Y ahora, es solo cuestión de tiempo que
exploten.
Levanto una mano. —Espera —digo—. Algo no tiene sentido
para mí.
—Entonces pregunta.
—Si estás trabajando activamente para acabar con ambos
grupos, ¿por qué poner a tu hija justo en medio? —pregunto
—. ¿Por qué ponerla en peligro?
Sonya suspira, su cuerpo se tensa ligeramente. —Lucio es…
que lo haya dejado no significa que dejara de importarme.
Puedo decir que está resistiendo el impulso de mirar hacia él
en este momento.
—Me preguntaba si quizá era capaz de poner a alguien por
encima de sí mismo o de su preciada mafia —explica—. Era
una oportunidad para salvar su alma. Quería ver si la
aprovechaba. Así que hice un trato con el FBI a cambio de mi
ayuda.
Mentiras sobre mentiras.
Juegos y más juegos.
La cabeza me da vueltas.
—Al FBI solo le importan el dinero y los asesinatos —me dice
—. Todo lo demás es negociable. Así que, esencialmente, les
dije que podía intentar desarticular a la Familia Mazzeo
sacando a Lucio de la ecuación.
—¿Quitando a Lucio de la ecuación? —repito—. Eso suena
como…
—Lo que quiero decir es que podría ver si Lucio se alejaría del
Mazzeo —me dice Sonya.
—Pero…
Me detengo en seco, con los ojos desorbitados al recordar el
ultimátum que le dio a Lucio la última vez que hablaron.
—Le dijiste a Lucio que dejara el país con Evie —digo—. Y
que entregara el control de la Familia a los polacos.
Ella asiente.
—¿Y los polacos?
—Serían aplastados. No soy leal a ellos. No son más que un
medio para un fin.
—Ya veo —respiro. Mi cabeza sigue siendo un caótico
torbellino de pensamientos, pero empiezan a tomar forma.
—¿Lo ves, Charlotte? —presiona Sonya—. ¿En serio? —coge
mi mano entre las suyas y me aprieta.
—¿Por qué yo? —pregunto—. ¿Por qué no tener esta
conversación con Lucio?
Ella gime cansada. —Porque Lucio y yo… Nunca pudimos
hablar. Una simple conversación siempre se convertía en una
pelea. Toda nuestra relación era un gran estancamiento. Pensé
que serías capaz de llegar a él, ya que ustedes dos son tan…
cercanos.
Frunzo los labios e ignoro ese último comentario.
—Tú y yo sabemos que Lucio nunca se alejará de esto. Es su
derecho de nacimiento. Su reino.
No me siento culpable de hablar por Lucio en este caso. Sé a
ciencia cierta que nunca abandonaría a sus hombres en manos
de nadie, ni polacos ni FBI.
La expresión de Sonya se enfría. —Convéncelo.
—¿De verdad quieres que se vaya del país con Evie?
—Sí —responde ella—. Si se queda aquí, las cosas no
acabarán bien para él. Se están preparando cargos. Y si no se
mantienen… bueno, digamos que el gobierno tiene una
manera de hacer que sus problemas más espinosos
simplemente desaparezcan.
Lo dice con descaro. Con confianza.
Pero, enterrada en algún lugar, está la semilla de una duda.
Me cuenta que el FBI reclutó a la ex mujer despechada de un
jefe para provocar y luego aplastar una guerra de mafias entre
dos de las organizaciones criminales más poderosas de Nueva
York.
¿Por qué llegar tan lejos si era tan fácil meter a Lucio en la
cárcel o asesinarlo?
Está tirando un cebo.
Todos.
No tienen nada contra Lucio.
Y seguirán agarrándose a un clavo ardiendo hasta que
consigan lo que quieren, o hasta que Lucio haga que se
arrepientan de haber mirado siquiera en su dirección.
—Mentira.
Me suelta la mano y retrocede alarmada. —¿Disculpa?
—No tienes pruebas de una mierda —reto—. Ni una mierda.
—Oh, encontraremos pruebas cuando las necesitemos —sisea
—. Hay cuerpos enterrados por toda la ciudad. Los
desenterraremos uno por uno, si es necesario.
Me encojo de hombros. —Hazlo entonces.
Alza las cejas y me estudia un momento.
Entonces. todo su comportamiento cambia.
Se está dando cuenta de que intimidarme no la llevará lejos.
El mundo ha pasado veintiún años intentando doblegarme.
Una zorra reina del hielo no va triunfará donde todas las
demás han fracasado.
—Charlotte —dice cambiando el tono—, ayúdame. Si lo
haces, podríamos acabar con dos poderosas mafias al mismo
tiempo. El mundo será un lugar más seguro por ello.
Y ahí está. La oferta que me quería presentar.
Es una salida, si la tomo. Ya puedo imaginarme el resto que
tiene preparado.
Protección de Testigos podría alejarte de todo este lío. Darte
un nuevo comienzo en algún lugar lejos de aquí.
Una parte de mí quiere eso. Cortar lazos y huir.
Flotar.
Ser libre.
La libertad es lo único que importa, ¿no? ¿No es eso lo que
siempre dije?
Pero no.
Así no.
No a través de ella.
Respiro hondo, me armo de valor y miro a Sonya directamente
a sus preciosos ojos marrones.
Entonces, digo lo que me moría por decir desde que supe toda
la mierda que le hizo a Evie.
—Me enfermas.
La última sonrisa invitadora de su rostro desaparece al
instante.
—¿Qué mierda me acabas de decir, zorra? —suelta con voz
ronca y enfadada.
—Me escuchaste —gruño—. Estás dispuesta a sacrificar a tu
hija y a hacer daño a mucha gente para vengarte de un hombre
que intentó amarte. No intentes venderme esa mierda de
‘salvar el mundo’. No te importa una mierda el mundo. Todo
lo que te importa eres tú, tú, tú. ¿Sabes siquiera dónde está tu
hija ahora mismo? ¿Te importa? Pasó por más mierda en sus
seis años en este planeta de las que nadie debería pasar en mil.
Y es tu culpa. Se la quitaste a su padre. La usaste como un
peón. La dejaste tener un momento de felicidad en casa de
Lucio y luego la sacaste de allí a punta de pistola. Así que vete
a la mierda tú y el caballo en el que cabalgas. No voy a
ayudarte a hacer una maldita cosa. Ni hoy, ni mañana, ni
nunca. Quiero que te vayas ahora mismo y no vuelvas. Pero si
vuelves, te juro que haré todo lo que esté en mi mano para
hacerte daño. Es una puta promesa.
Me quedo sin aliento cuando termino.
Pero mierda, me siento bien.
—¿Esa es tu respuesta definitiva? —dice con resentimiento.
Pongo los ojos en blanco. —¿Necesitas que te lo repita? —
exclamo.
Se vuelve hacia la carretera vacía que tenemos delante. Puedo
ver los pensamientos tormentosos que parpadean en sus ojos.
Ya está pensando en su próximo movimiento.
—Entonces, acabaré con los italianos y los polacos por igual
—dice—. Y, cuando lo haga, no habrá amnistía para Lucio. Ni
para nadie relacionado con él —se vuelve lentamente hacia mí
—. ¿Entiendes lo que digo?
Lo entiendo perfectamente. Trata de amenazarme.
Y no me gusta que me amenacen.
—Sí —respondo con calma—. Y no me preocupa.
Sonya suspira amargamente, sus ojos marrones captan la luz.
Y por un momento, su belleza parece falsa. Superficial. Vacía.
Igual que el resto de ella.
33
LUCIO
ESA MISMA TARDE

Estamos estacionados afuera de la escuela de Evie.


Es una hora demasiado temprano para la recogida. Pero,
después del encontronazo con Sonya, me siento mejor aquí,
justo delante de las gigantescas puertas de la escuela.
Puede que tenga a mi hija de vuelta a donde pertenece, pero
las cosas están lejos de haber terminado.
—¿Estás bien? —pregunta Charlotte, apoya su mano en mi
brazo.
Me mira con una expresión preocupada que me hace querer
subirla a mi regazo y mantenerla allí. Indefinidamente.
—Ni siquiera lo sé —murmuro, levantando las manos en señal
de frustración—. Esa puta de mierda.
Charlotte asiente. —Yo también sigo procesándolo —confiesa
—. Todo lo que hizo, todo lo que quiere hacer… es una locura.
—El FBI —repito entumecido—. El puto FBI.
—La reclutaron específicamente porque sabían que era tu ex
mujer —dice Charlotte.
—Habrá soltado todo lo que sabía de nuestro tiempo juntos.
Charlotte enarca las cejas. —¿Es muy grave?
—No tanto —le aseguro—. Sabemos cubrir nuestros rastros.
Si hay un rastro, me aseguro de taparlo. Les contó un montón
de historias entretenidas, pero no se pueden llevar las historias
a los tribunales. Necesitan pruebas contundentes, y eso no lo
tienen.
Charlotte exhala con alivio y me doy cuenta de lo interesada
que parece en el futuro de la Familia.
O quizás es mi futuro lo que le preocupa.
—Vale —dice ella—. Bueno, ¿entonces qué más pueden
hacer?
—No los subestimo —digo—. Reclutar a Sonya fue un golpe
jodidamente genial. Todo este tiempo… ha estado trabajando
con el FBI. Y yo no lo vi.
—Creías que trabajaba con los polacos —señala Charlotte—.
Es una muy buena cortina de humo.
Sacudo la cabeza. —Debería haberme dado cuenta. Sabía, lo
sabía, que algo no iba bien. La mujer me dejó porque no
quería ser una segundona. No iba a volver a meterse en la
misma situación con Bartek o Kazimierz. Especialmente, con
un hombre que es mucho peor de lo que yo nunca fui.
—Estabas preocupado por recuperar a Evie —dice Charlotte,
dándome una salida.
—Eso no lo hace mejor.
Mi ex-mujer está tramando activamente mi caída.
Intenta manipularme para que haga lo que siempre quiso que
hiciera.
Y lo peor de todo, usó a Evie para forzar mi mano.
No me gusta nada esta mierda.
—Lo sé —responde Charlotte empática—. Está psicótica.
—Repíteme lo que le dijiste —le pido.
—Le dije que nunca te alejarías de la Familia —responde
Charlotte de inmediato—. Especialmente ahora que tienes a
Evie de nuevo.
Asiento con la cabeza. —¿Y su respuesta?
Charlotte me mira nerviosa, y me doy cuenta de que evitó
contarme esta parte de la conversación.
—Ella… um…
—Va a acabar conmigo en venganza —supongo.
Charlotte suspira. —Pero no va a tener éxito.
—Eso es jodidamente cierto, no lo tendrá —concuerdo—. Esa
zorra ya me quitó bastante.
Charlotte alarga la mano y entrelaza sus dedos con los míos.
—Oye —dice suavemente—. Lucio.
—¿Qué?
—A la mierda lo que piense Sonya. A la mierda lo que quiera.
Eres un padre increíble. Puede que ella no esté convencida,
pero yo sí.
Frunzo el ceño, sopesando la verdad de sus palabras y sus
sentimientos hacia mí.
—Puede que no seas objetiva —le digo.
—No me malinterpretes, no eres perfecto.
Sonríe tímidamente y no puedo evitar reírme.
Le guiño un ojo. —Eso es nuevo para mí.
—No para mí. Tengo una lista de defectos de Lucio Mazzeo.
Empiezo a contar con los dedos mientras enumero: —
Demasiado guapo. Demasiado fuerte. Demasiado, demasiado
bueno en la cama…
Charlotte suelta una risita, un sonido musical del que nunca
me canso. —Cállate, chiflado. Tu ego ya es bastante grande.
Ese es el defecto número uno.
—¿Ese es el comienzo y final de la lista? —digo optimista.
—¡Ya quisieras!
Levanta la mano y empieza a dar golpecitos con los dedos.
—Eres testarudo. Nunca aceptas ayuda cuando te la ofrecen.
Eres muy temperamental. No aceptas un buen consejo. Tú…
—Ya está bien —gruño juguetón, cortándola con la palma de
la mano sobre la boca.
Se ríe y me aparta de un manotazo. —Y no puedes aceptar una
crítica constructiva.
—Sí, sí, ya lo has dejado claro.
Se ríe de nuevo y su cara se ilumina al instante.
Me doy cuenta de que no estoy tan enfadado como hace unos
momentos.
El ambiente en el coche cambió. Es más ligero. Más
burbujeante.
Incluso el sol parece más brillante, coño. Pero algo me sigue
pesando.
—Vale, así que me ves como soy.
—Claro como el agua —confirma Charlotte—. Te tengo
calado, Lucio Mazzeo.
—Entonces, ¿por qué no aceptar la oferta de Sonya? —
pregunto en voz baja.
Me mira confundida. —¿Qué quieres decir?
—Hablo en serio —sigo—. Si resulta que el FBI tiene pruebas
suficientes para hacer lo que amenazan, caerías conmigo. Por
una mierda con la que no tienes nada que ver. ¿Dices que me
ves como soy? Soy un hombre malo, Charlotte. He hecho
cosas malas. Aunque no puedan probar nada, lo sé. Tú lo
sabes. Ambos hemos visto la sangre.
Mira hacia la hermosa carretera frente a la que estamos
sentados.
Los arbustos floridos se alinean a los lados: exuberantes
verdes con brillantes estallidos de color como fuegos
artificiales.
Un cielo azul. Peatones risueños y sonrientes que pasean
cogidos de la mano.
Luego, vuelve a mirarme.
—Porque es lo correcto.
Su voz es pequeña pero feroz.
La miro con una sensación de ahogo en el pecho. Ella sigue
mirándome fijamente a los ojos.
—Sé que no tiene sentido. Es como dijiste, veo quién eres. Es
solo que… no sé, me pareció lo correcto en ese momento.
Todavía lo veo así.
—Quizá logré engañarte, después de todo —digo con una sutil
sonrisa.
Ella sacude la cabeza solemnemente. —No. Por primera vez
en mucho tiempo, veo las cosas con claridad. Tú no tomaste la
decisión por mí. Yo la tomé por mí. Por Evie. Por ti.
Esa última parte me hace palpitar el pecho inesperadamente.
Hay tantas cosas en esa frase. Tanto que analizar.
Por Evie.
Por ti.
—¿A pesar de mi larga lista de defectos? —pregunto,
intentando hacer una broma.
Pero Charlotte no sonríe. Tengo la sensación de que puede ver
a través de mí, como dice.
—Lucio, Sonya se equivoca contigo. Sé que eres capaz de
amar a otra persona por completo.
La miro dubitativo.
Toda una vida de crueldad de mi padre me enseñó lo contrario.
Me inculcó, con sus palabras, con sus puños, con su
salvajismo, que yo era una herramienta para la Familia. Que
nunca sería nada más que eso.
—No sé…
—¿Por qué? —exige ella—. Como te has pasado toda una vida
cultivando esa imagen de tipo duro, ¿ya te la empezaste a
creer?
Le dedico una sonrisa tensa. —Eres demasiado inteligente
para tu propio bien.
—En este caso, no —responde—. Solo tengo experiencia.
Frunzo el ceño. —¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir es que pasé toda mi infancia rodeada de
gente a la que yo no le importaba una mierda —explica—. Sé
lo que significa ser una ocurrencia tardía. Un inconveniente.
Una molestia. Y definitivamente conozco lo suficiente ese
sentimiento como para saber cómo es lo contrario.
Me mira ansiosa. No digo nada, lo que ella interpreta
inmediatamente como una negativa.
—Vale, no ha sido la explicación más elocuente…
—No —interrumpo, negando con la cabeza—. Lo has dicho
perfectamente.
Charlotte sonríe. —Es que veo cómo miras a esa niña —dice
—. Y, después de todo lo que ha hecho Sonya, no hay duda de
quién debería tener la custodia de Evie.
Respiro despacio y espero. Le queda algo más por decir.
—¿Quieres saber por qué dije que no a la oferta de Sonya? Es
porque creo en ti. Confío en que eres un buen hombre, que
protegerá a Evie con su vida. Por muy impresionante que sea
Sonya, no le confiaría ni una puta piedra de mascota, y mucho
menos una niña.
Respiro. Lento, suave.
Con miedo de romper este momento.
Miedo de decir algo equivocado.
Sin embargo, en los ojos de Charlotte no hay ni un ápice de
duda. Son tan claros y brillantes como siempre.
Perfectamente seguros. Perfectamente fuertes.
Y ese pensamiento vuelve a surgir en mi cabeza. Puedes
ponerle nombre a eso que sientes cuando la miras.
Se llama…
—Deberíamos entrar ya —suelta de repente. Un rubor
enrojece sus mejillas. Señala a través del parabrisas—. Los
niños están empezando a salir.
Me aclaro la garganta y me ocupo de arrancar de nuevo el
coche para meterme en la fila de recogida.
—Sonya es impresionante, ¿eh? —presiono.
—Tiene a Kazimierz de su lado, ¿no? Quiero decir, ese tipo es
un loco hijo de puta. Por no hablar de que es aterrador. Habrá
necesitado mucha habilidad para engañarlo.
—¿Habilidad? —me burlo—. Más bien ganas de chupársela.
Charlotte arruga la nariz con desagrado. —Hablo en serio. Un
hombre como Kazimierz puede conseguir a la mujer que
quiera simplemente por ser quien es. Pero Sonya consiguió
captar su interés y mantenerlo. Eso es impresionante.
Me encojo de hombros, reacio a darle el más mínimo crédito si
puedo evitarlo.
—Eso es porque se parece mucho a ese puto psicópata —
gruño.
—Aun así… es aterrador —dice Charlotte—. Esa única
conversación con él fue suficiente para asustar al…
Giro el cuello para mirarla. —¿Qué coño acabas de decir?
Se queda paralizada, claramente sorprendida por mi brusca
reacción. —¿Qué quieres decir?
—¿Qué puta conversación con él? —pregunto lentamente.
Se le abren mucho los ojos. —Oh, Dios mío, es verdad, no te
lo conté…
—¿Qué, Charlotte?
—Cuando entré aquel día en el ring, el día que recuperamos a
Evie, buscaba a Henryk, pero me llevaron a una de las salas
VIP privadas…
—¿Que qué? —exclamo.
Freno bruscamente y me detengo. Los coches de detrás
empiezan a tocar el claxon, pero me importa una mierda.
Pueden esperar.
Esto es mucho más importante.
Suspira. —Lo siento. Con todo lo que pasó ese día, se me
olvidó.
—¿Te encontraste cara a cara con el jefe polaco y se te olvidó?
No puedo evitarlo. La rabia corre por mis venas como lava
caliente. Todo mi autocontrol sale por la ventana mientras la
miro fijamente.
—Lucio…
—¿Cómo coño has podido olvidarte de mencionarlo?
—¡Iba a decírtelo! —insiste.
—¿Ibas a? —repito—. ¡Debería haber sido lo primero que
saliera de tu puta boca cuando entraste en mi coche!
—¡Disculpa! —responde Charlotte. Sus ojos brillan con fuego
mientras intenta defenderse—. Estaba aterrorizada. No sabía si
iba a salir viva de allí. Intentaba asimilar todo lo que acababa
de pasar.
—¿Y después? —exijo—. ¿Cuál es la excusa?
Cierra los ojos un momento. —Después, fuimos a la caza de
Evie, por si lo olvidaste.
—¿Por si lo olvidé? —repito furiosamente.
Sus ojos arden. —Kazimierz también lo hacía mucho: repetía
todo lo que yo decía —me gruñe—. ¿Eso es propio de un
macho alfa o de un bastardo común y corriente? En cualquier
caso, es molesto.
—¿De dónde demonios sacas la osadía de estar molesta
conmigo? —la fulmino con la mirada.
—Porque no hice nada malo —dice apretando los dientes—.
Tú eres el que está exagerando.
Me río burlonamente de ella y sus mejillas enrojecen de
fastidio. Me parecería gracioso si no estuviera tan furioso.
—Convenientemente ‘olvidaste’ decirme que tuviste una
reunión a solas con mi enemigo. No, Charlotte, no creo que
esto cuente como ‘exageración’.
—¿Reunión? —jadea—. ¡No fue una puta reunión, Lucio! Me
arrastró hasta allí. Planeaba atraparme, torturarme y, muy
probablemente, matarme al final de la ‘reunión’. Lo único que
me salvó el culo fue hacerle creer que era del FBI. Y eso fue
antes de saber que los federales estaban metidos en toda esta
mierda.
—Mierda —gruño pasándome los dedos por el pelo.
Charlotte me mira con disgusto. —Están abriendo las puertas
—señala bruscamente.
—Ya lo veo.
—Solo lo señalo por si luego me gritas por no habértelo dicho.
La fulmino con la mirada. —No seas infantil.
—No soy yo la que está siendo infantil —replica.
Mis manos caen contra el volante. El ambiente en el coche
cambió en cuestión de minutos. La calidez entre nosotros casi
ha desaparecido.
Ahora el aire está cargado de tensión.
Malestar.
Desconfianza.
—¿De qué va esto realmente? —pregunta Charlotte mientras
pasamos por delante de las enormes puertas negras del
colegio.
—Se trata de que me ocultes cosas, obviamente. ¿No lo dejé
claro?
Ella gime exageradamente. —Por el amor de Dios, no te
oculté nada. ¿Por qué iba a hacerlo? Realmente se me olvidó.
—Sigues diciendo eso.
—Porque es verdad.
—‘Verdad’ —me burlo—. No creo que conozcas el
significado de la puta palabra.
—Si confiaras en mí…
Hago un gesto de dolor.
Y eso le dice todo lo que necesita saber.
—Eso es, ¿no? —pregunta. Esta vez, su voz es suave y baja.
Melancólica—. Sigues sin confiar en mí.
Vacila. —Sería mucho más fácil confiar en ti si fueras
transparente conmigo.
Sacude la cabeza y tensa la mandíbula. La tensión la invade en
oleadas, pero noto que ha terminado de hablar.
—Evie saldrá pronto —le digo—. No quiero que sepa que algo
va mal. Ya pasó por bastante. Así que… ahora no. Deja esta
mierda para después.
No dice ni una palabra. Solo gira la cabeza hacia la ventana
para que no pueda ver su expresión.
—¿Qué? —exijo—. ¿No me hablas? ¿Es eso?
—¿Qué sentido tiene? —pregunta ella—. No me estás
escuchando.
Veo a Evie bajar las escaleras con uno de sus profesores. Otros
niños se arremolinan y empiezan a separarse uno a uno.
Muchas niñeras y au pairs esperan junto a la escalera. Algunos
padres también.
Salgo del coche, contento de alejarme aunque solo sea un
momento.
Noto que unas cuantas cabezas giran en mi dirección cuando
me acerco a Evie. Se le ilumina la cara al verme y se acerca
corriendo con la mochila a cuestas.
—¡Papá! —arrulla.
—Hola, tesoro —le digo, tragándome mi enfado e intentando
esbozar una sonrisa por su bien—. ¿Qué tal el colegio?
—Genial —me dice—. Hoy aprendimos sobre volcanes.
—Eso suena genial. ¿Puedes contármelo en el coche?
—Mhmm —dice Evie con entusiasmo—. ¿Vino Charlotte
también?
Hace media hora, esa pregunta no me habría preocupado en lo
más mínimo.
Ahora sí.
Evie se acostumbró demasiado a tener a Charlotte cerca todo
el tiempo. De hecho, yo también.
Puede que haya llegado el momento de hacer algunos cambios
en mi personal doméstico.
—Está en el coche —digo de mala gana.
—Wiiiiii —ulula Evie, prácticamente saltando hacia el
vehículo.
Se mete en el asiento trasero. Me aseguro de que se ha
abrochado el cinturón antes de ponerme al volante. Evie ya
está hablando con Charlotte sobre su día.
Charlotte asiente, responde cuando es necesario y sonríe con
esfuerzo.
Pero puedo notar la diferencia. La luz detrás de sus ojos se ha
ido.
Está sufriendo detrás de esa sonrisa.
Ojalá no me afectara tanto como lo hace.

—¿C HARLOTTE ? —pregunta Evie cuando estamos casi en el


recinto.
—¿Sí, pequeña?
—¿Por qué pareces tan triste?
Por Dios. La niña es demasiado observadora para su propio
bien.
—No estoy triste, cariño —responde Charlotte—. Solo estoy
cansada.
—¿Por qué estás cansada?
—Ha sido un día largo —dice—. Eso es todo.
—Oh —dice Evie. Parece meditarlo un momento—. Mamá
también estaba siempre cansada. Decía que por eso no siempre
podía pasar tiempo conmigo. Porque estaba ocupada y eso la
cansaba.
Charlotte se tensa ante la mención de Sonya. —Bueno, eso es
probablemente cierto.
—Gracias por venir a recogerme al colegio, aunque estés
cansada —dice Evie amablemente.
Charlotte evita mis ojos mientras observo este intercambio. —
De nada, cariño —responde con ternura.
Sus palabras son sinceras.
Pero puedo verlo: su sonrisa es solo otra mentira.
34
LUCIO
A LA MAÑANA SIGUIENTE - LA MANSIÓN MAZZEO

Me despierto sintiéndome como una mierda.


Anoche olvidé cerrar las persianas, así que la luz entra a
raudales en la habitación. Me doy vuelta y escondo la cara
bajo la almohada, pero no sirve de nada.
Así que, con un gemido, tiro las mantas a un lado y me obligo
a soportar una ducha helada. Cuando llego a mi despacho,
Adriano ya está allí, tomando una taza de café.
—¿Desde cuándo bebes café? —pregunto sentándome frente a
él.
—No te preocupes, tiene un poco de brandy —me asegura—.
¿Quieres un poco?
—No.
Adriano alza las cejas. —Estás hecho una mierda.
—Te lo agradezco.
Sonríe. —Ya sabes lo que quiero decir. ¿Qué pasó?
—¿Qué te parece?
—¿Charlotte se escapa para unirse al circo?
Entrecierro los ojos y le miro. —Se olvidó de decirme algo —
le explico con cuidado—. Algo que debería haberme dicho en
cuanto me vio, joder.
Adriano frunce el ceño. —¿Qué cosa?
—Que fue arrastrada a una conversación privada con el
maldito Kazimierz Kowalczyk.
—Guau —respira Adriano, sus cejas golpean la parte superior
de su frente—. ¿Cuándo pasó esto?
—El día que fue a tantear el terreno con ese cabrón de Henryk
—le digo—. Al parecer, la llevaron directamente a una sala
VIP privada.
—¿Y salió viva de allí? —dice Adriano, silbando bajo—. La
chica es ingeniosa, hay que reconocerlo.
—Jugó inteligentemente —digo, recostándome en mi asiento
—. Afirmó que era del FBI y que matarla haría que las fuerzas
del orden cayeran sobre él con tanta fuerza que no tendría
recursos para luchar contra nosotros y los federales.
—Muy inteligente.
—No discuto ese punto —reconozco—. Quizá es demasiado
lista para su propio bien.
Adriano se acaricia la barbilla. —¿Crees que te lo ocultó a
propósito?
Hago una pausa, pensándolo un momento.
—No —digo al fin—. No, no creo que lo hiciera a propósito.
Estaba bastante agitada cuando volvió al coche conmigo. Y
justo después…
—Encontraste a Evie —comprende Adriano—. Así que se le
olvidó.
—Eso es lo que ella afirma.
—Suena como si no estuvieras seguro de si creerle o no.
—Yo… no, mierda, sí que le creo —gruño—. Solo que no
estoy seguro de si debería. Si eso me convierte en un tonto.
—Ah.
—A veces me preocupa que cuando se trata de Charlotte, soy
un poco…
—¿Blando? —ofrece Adriano, tratando de reprimir una
sonrisa.
Entrecierro los ojos. —‘Ciego’ es lo que iba a decir, imbécil.
—Claro que sí —dice Adriano. Su tono es bastante amistoso,
pero la sonrisa que se dibuja en su cara definitivamente se ríe
de mí, no conmigo.
—Que te jodan mucho —refunfuño.
Se ríe. —¿Cómo te enteraste del encuentro con Kazimierz? —
pregunta—. ¿Te lo dijo ella misma?
—Sí. Con el tiempo.
—Así que te lo dijo. ¿Cuál es el problema? Quizá deberías
darle el beneficio de la duda. Ella no está acostumbrada a esta
mierda, ya sabes. A este mundo. A la gente en él. Puede ser
mucho, por decir algo.
Aprieto los dientes. —Tengo que pensar en Evie —señalo—.
Ella quiere a Charlotte. Demasiado. Eso me preocupa.
—Parece que el sentimiento es mutuo.
Asiento lentamente, dándome cuenta de que Adriano tiene
razón. Sé que Charlotte quiere a Evie. Ha arriesgado
demasiado como para que no sea cierto.
—¿Crees que exageré? —pregunto.
Adriano sonríe. —¿Tú? Nunca —dice con sarcasmo.
—Me arrepiento de haber preguntado. Es demasiado temprano
para tu mierda, Adriano —ríe entre dientes y se reclina en la
silla—. Bueno, se sabe que exageras de vez en cuando —
pongo los ojos en blanco—. Por cierto, ¿dónde has estado?
pregunto tratando de entender por qué parece un poco
diferente esta mañana.
—¿Qué quieres decir? —pregunta inocentemente.
Pero su expresión se frunce un poco. Como un hombre
atrapado en el acto. —Has estado un poco desaparecido
últimamente.
—Aw, ¿me extrañaste? —pregunta Adriano, moviendo las
pestañas—. Bueno, no te pongas celoso, pero estuve saliendo
con Kazimierz. Te lo habría dicho, pero se me olvidó.
Resoplo de risa. —Solo tú te sales con la tuya diciéndome
mierdas así, ¿sabes?
—Un privilegio por el que le estoy eternamente agradecido,
Jefe Mazzeo —dice en tono arqueado, con una mano solemne
en el pecho.
—No uses tus acentos de bobo para despistarme —entrecierro
los ojos, intentando encontrar una explicación—. ¿Se trata de
una mujer?
Su expresión no cambia, pero su cuerpo se tensa un instante
antes de volver a relajarse.
Parece que me topé con la verdad.
—No, ya me conoces —refuta—. Me gusta la variedad. El
sabor de la semana, y luego al siguiente.
—Mm —gruño—. La variedad tiene menos complicaciones,
lo reconozco.
Adriano sonríe. —Te preocupas por ella, ¿verdad?
No tengo que preguntar de quién está hablando.
Aun así, eso no significa que vaya a obtener una respuesta de
mí. —¿Tienes nuevos informes para mí? —pregunto,
cambiando de tema.
Adriano se ríe, sacudiendo la cabeza con consternación.
—De hecho, sí —suspira y deja el café—. Y así comienza el
día de trabajo con el chasquido del látigo de Jefe.

P ASAMOS la siguiente hora en mi despacho, repasando las


noticias que nuestros informantes han recogido en las últimas
semanas.
Definitivamente, los polacos se están preparando para una
guerra. Y, por lo que parece, se están preparando para una
grande.
Sin embargo, tomo nota de algunos puntos flagrantes en los
informes. Unos cuantos chiflados polacos desaparecieron. Y
parece un trabajo desde dentro.
Parece que hay disensión en las filas. Eso definitivamente
trabajará a nuestro favor.
—¿Hemos terminado aquí? —dice Adriano cuando cierro el
archivo.
Mis cejas se juntan. —¿Tienes que estar en algún sitio?
—No —responde, un poco demasiado rápido—. Simplemente
supuse que tú sí.
—Ya estoy en casa —señalo.
Adriano se encoge de hombros. —Sí, pero tienes a Evie. Y a
Charlotte. Pequeñas chupadoras demandantes de atención,
ambas.
Me está ocultando algo. Eso está claro. No estoy seguro de si
debo presionar para obtener información o dejar que venga a
mí cuando esté listo para compartirla conmigo.
—¿A dónde vas? —pregunto en su lugar, cediendo.
—A casa —responde. Duda un momento—. …¿A menos que
me necesites para algo?
—Eres mi segundo al mando —le digo—. Siempre te necesito
para algo.
—De acuerdo. Estoy a su servicio, comandante.
¿Es decepción lo que veo en su cara?
—Necesito que vayas a los muelles —le digo—. Comprueba
nuestras cadenas de suministro. Asegúrate de que todo
funciona correctamente. Si hay una guerra en nuestro futuro,
necesitaremos dinero y aliados.
—Entendido —dice mientras se pone en pie.
—Tengo que decir, hombre, que pareces muy ansioso por salir
de aquí —digo—. ¿Tan aburrido me volví?
Adriano sonríe satisfecho. —Eso es exactamente lo que estoy
tratando de no decir.
Le hago una seña con el dedo medio. Se dirige a la puerta
riéndose por lo bajo.
—Pero no te sientas mal —dice por encima del hombro—.
Ahora eres un hombre de familia. Esa vida salvaje ya no es
para ti.
Frunzo el ceño. —Tengo una hija —señalo—. Eso no significa
que esté jodidamente muerto.
Adriano se da vuelta y se apoya en el umbral de la puerta. —
¿Ah, sí? —pregunta—. ¿Así que dejarías a Charlotte aquí esta
noche para irte de discotecas conmigo?
Hago una pausa.
Adriano se ríe. —Sí, ya me lo imaginaba.
El bastardo engreído cree que me agarró. Así que decido
tirarle un cebo.
—¿Sabes qué? —digo, hablando por encima de su risa—. Me
apunto.
La risa de Adriano se corta bruscamente. —¿Qué?
—Sí —asiento—. Tienes razón. Hace tiempo que no salimos
juntos a buscar culos. Hagámoslo esta noche.
—¿Esta noche? —Adriano me mira boquiabierto.
Sonrío. —¿Por qué tengo la sensación de que esto no te
entusiasma?
Adriano intenta disimular su expresión. —Yo solo… yo…
eh…
Sí. Definitivamente hay una mujer involucrada aquí.
Decido dejarlo en paz.
—Solo te estoy jodiendo. Lárgate, Adriano —me río entre
dientes—. Nos vemos mañana. Tenemos que repasar la
seguridad de todos los pisos francos de la ciudad.
Se relaja un poco. —Entendido, jefe.
En cuanto se va, apoyo la cabeza en el respaldo de la silla y
respiro hondo.
Charlotte me preguntó hace poco si estaba seguro de la lealtad
de Adriano. Y yo le respondí con seguridad.
Sigo confiando.
Pero quizá un grado menos.
Creer que nunca te van a traicionar es una buena forma de
garantizar que ocurra.

S ALGO de mi despacho y bajo las escaleras.


No vi a Evie ni a Charlotte esta mañana. De repente me doy
cuenta de lo mucho que me altera.
Las encuentro en el jardín, jugando al escondite junto a la
fuente. Evie chilla al verme y corre directo a mis brazos.
Charlotte se ve obligada a abandonar su escondite. Pero, en
lugar de venir hacia nosotros, se desplaza hasta el banco del
rincón más alejado de los jardines y se sienta allí.
—¿Papá?
Mis ojos siguen fijos en Charlotte, pero los aparto por un
momento.
—¿Sí, tesoro?
—Bridget quiere que vaya hoy a jugar con ella —dice con el
aire reservado de una confesión—. Pero Charlotte parece
triste.
Frunzo el ceño. —¿Ella te dijo eso?
—No. Pero me doy cuenta.
Claro que se da cuenta. La niña es muy perceptiva.
—Quiero ir a casa de Bridget —continúa—. Pero no quiero
que Charlotte esté triste. Si voy, ¿pasarás tiempo con Charlotte
y la harás sonreír?
La dejo en el suelo con un suspiro.
—Vamos, pequeña —le digo, cogiéndola de la mano y
llevándola hacia donde está sentada Charlotte.
Sonríe cuando nos acercamos. Parece bastante genuina cuando
la dirige a Evie.
Pero falsa como el infierno cuando vuelve su atención a mí.
—¿Mañana ocupada? —pregunto.
—En realidad, no —responde Charlotte sin mirarme a los ojos
—. Acabamos de desayunar y estuvimos en el jardín desde
entonces. De hecho, me alegro de que hayas venido. La Sra.
Van Stanton llamó para invitar a Evie hoy.
—Me lo acaba de decir —respondo—. Van Stanton, ¿eh?
—Los millonarios de los cereales.
—Vale —digo, aunque el nombre apenas me suena—. Vale,
Evie. Ve a cambiarte.
—¿Puedo ir? —exclama Evie, con los ojos abiertos como
platos.
—Puedes ir.
Salta con alegría y corre hacia la casa sin mirarnos a ninguno
de los dos. Es exactamente lo que esperaba.
Me siento junto a Charlotte. Respiro hondo y digo las tres
palabritas que llevan Dios sabe cuánto tiempo abriéndose paso
en mi pecho.
—Charlotte, lo siento.
Gira bruscamente en mi dirección. —¿Qué acabas de decir?
—No te hagas la sorprendida.
—¿Por qué no? —pregunta—. En realidad nunca te has
disculpado conmigo antes.
Me trago una sonrisa. —No te acostumbres.
Se le tuerce la comisura de los labios, pero resiste el impulso
de sonreír. —¿Así que por fin te has dado cuenta de que
estabas siendo un imbécil?
Pongo los ojos en blanco. —Yo no iría tan lejos.
Me fulmina con la mirada.
—Deberías habérmelo dicho inmediatamente —añado.
Suspira. —¿Esta es tu idea de una disculpa? Fue un comienzo
tan prometedor…
—Déjame en paz, ¿vale? —argumento—. No estoy
exactamente acostumbrado a esto.
Me mira y veo que la suavidad vuelve a sus facciones.
—Yo también lo siento —murmura—. Tienes razón: debería
haberte contado lo de Kazimierz inmediatamente. Pero
realmente se me olvidó. Sé que suena ridículo, teniendo en
cuenta quién es, pero…
—Sucedió.
—Sucedió —concuerda—. Y yo estaba tan metida en la
búsqueda de Evie…
—Ya me explicaste, Charlotte —le digo suavemente—. Está
bien. No tienes que volver a hacerlo.
—¿Así que me perdonas? —me pregunta, mirándome a través
de sus espesas pestañas.
Parece que pertenece a este puto lugar. Rodeada de verdor y de
flores. Una belleza veraniega, con ojos como el cielo que se
cierne sobre nosotros.
Me encojo de hombros. —No hay nada que perdonar.
Sus ojos se abren de par en par y una sonrisa se dibuja en su
rostro. Todavía la estoy admirando cuando se abalanza sobre
mí y me rodea el cuello con los brazos.
La subo a mi regazo y ella se sienta a horcajadas sobre mí con
facilidad, sujetándome los hombros con las manos.
—Anoche te eché de menos en mi cama —susurra.
Lo dice con dulzura, pero sin dejar de sonar jodidamente
seductora. Mi polla se hincha debajo de ella y su sonrisa se
ensancha.
—¿Llevas la pistola encima? —pregunta.
Sonrío. —No. Me alegro de verte.
Se ríe y se inclina para besarme. Le acaricio el culo y la
atraigo hacia mí. El calor entre sus piernas choca con mi polla
y empiezo a empujarla contra mí.
La fricción aumenta en segundos.
—Lucio —gime ella—. No podemos estar haciendo esto aquí.
—¿Qué? —pregunto con inocencia—. ¿Qué estamos
haciendo?
—Evie podría volver en cualquier momento.
Soy consciente, pero no me parece una información pertinente.
Miro por encima de su hombro.
—Vamos.
Chilla cuando la levanto y empiezo a caminar hacia el borde
del jardín. —¿A dónde vamos?
—Esos rosales me parecen bastante grandes. Lo
suficientemente grandes como para escondernos detrás,
diría…
Se ríe, pero no intenta apartarse de mí. De hecho, ahora se
aprieta contra mí. Estoy bastante seguro de que lleva unas
braguitas endebles. De las que prácticamente no existen.
Imaginarme quitándolas con los dientes solo me excita más.
—Vale —dice Charlotte sin aliento—. Basta. Para.
—No suenas nada convincente —le digo, dejando que mis
labios recorran su cuello.
Se arquea hacia mí, sus manos se posan en mi pecho y
presionan mis pectorales.
—Lucio —gimotea.
—¿Quieres que pare? —pregunto—. Dilo como si lo sintieras,
micetta…
—N… no…
—¡Charlotte!
Jadea cuando oye a Evie llamarla por su nombre. En cuestión
de segundos, se arranca de mi agarre y corre a ponerse a unos
metros de distancia justo cuando mi hija aparece alrededor de
la fuente de agua.
—¡Estoy lista! —anuncia Evie con una enorme sonrisa.
Está claro que no ha visto nada.
Reprimo la sonrisa mientras me ajusto los pantalones y me
levanto despacio. Charlotte tiene las mejillas coloradas, pero
hace lo posible por parecer despreocupada.
—Estás estupenda, dulzura —dice Charlotte.
Evie nos da una vuelta con su vestido vaquero de tirantes. Lo
combina con zuecos, un jersey blanco claro y una mochila rosa
llena de juguetes.
Veo a Paulie asomando por la parte superior del bolsillo sin
cremallera, con los ojos brillantes y… bueno, no con la cola
tupida, sino con cualquier otro término que se pueda usar para
un ornitorrinco de peluche.
—¿Tienes todo lo que necesitas? —pregunta Charlotte.
—Mhmm —responde Evie—. ¿Podemos irnos ya?
—Claro —respondo—. Salgamos.
Los tres salimos a mi garaje. Elijo uno de mis vehículos más
discretos. Tengo una idea sobre lo que Charlotte y yo podemos
hacer después de dejar a Evie, y requiere que evitemos llamar
la atención innecesariamente.
Evie nos mantiene entretenidos durante todo el trayecto hasta
la casa de su amiga con su constante parloteo. Parece que
Bridget y ella tienen un día lleno de actividades por delante.
Cuando nos detenemos frente a la mansión de dos plantas de
estilo moderno, Charlotte se desabrocha el cinturón de
seguridad para llevar a Evie dentro.
—Espera —le digo, deteniéndola.
Ella levanta las cejas. —¿Qué pasa?
—Nada —le digo—. Solo pensé en llevar a Evie yo mismo.
—Oh —dice Charlotte, levantando las cejas en señal de
sorpresa. Le devuelve la mirada a Evie y le sonríe—. Vale,
entonces te espero aquí. Diviértete, pequeña.
Mantuve un perfil bajo con los otros padres. Sobre todo
porque no quería invitar a un montón de preguntas
innecesarias.
Supuse que podían asumir lo que quisieran. Pero algo cambió
en los últimos días.
Me siento menos dispuesto a mentir sobre quién soy en
relación con Evie. Quiero que la gente sepa que soy su padre.
Caminamos hasta la entrada de la casa y llamamos al timbre.
Menos de un minuto después, la puerta de hierro corrugado se
abre y aparece una mujer bajita con un impecable vestido de
lino blanco.
—¡Evie, querida! —sonríe—. Me alegro mucho de que hayas
podido venir. Te hemos echado de menos estas últimas
semanas. Sube, Bridget te espera en su habitación.
—¡Adiós, papá! —Evie grita por encima del hombro y
desaparece en la casa.
—Llámame si necesitas algo —grito tras ella, pero ya se ha
ido.
La mujer que responde a la puerta se ríe. —Mi Bridget estuvo
esperando esto toda la mañana. Ella y Evie son uña y carne en
el colegio. ¡Fue muy molesto cuando nos enteramos de que la
madre de Evie había aparecido para llevarla de viaje sorpresa!
Y nada menos que en mitad del curso escolar.
—Oh —digo, arrastrando los pies con torpeza—, claro.
Bueno… viajar es bueno para un niño, creo.
La mujer me observa críticamente durante un largo momento,
antes de que su rostro se funda en una cálida sonrisa. —No
podría estar más de acuerdo —me ofrece la mano—. Soy
Alana, por cierto. Encantada de conocer por fin al famoso
papá de Evie.
—¿Famoso? —repito, de repente receloso.
—Famoso por aquí, al menos. Evie habla mucho de ti.
Me pongo rígido, pero consigo mantener la sonrisa. —Oh, no.
¿Qué dice?
—Todas cosas buenas, no te preocupes —me asegura Alana
—. Sobre todo de cómo nadas con ella y le lees cuentos por la
noche.
Me relajo un poco. —Mis secretos están a salvo, entonces.
Alana se ríe un momento antes de que se le borre la sonrisa. —
Mi marido, Robert, siempre está trabajando —suspira—.
Apenas ve a Bridget. Es tan importante que los padres
dediquen tiempo a sus hijos.
—Estoy de acuerdo.
—¿Te gustaría entrar un rato? —pregunta—. Hoy tengo el
almuerzo preparado fuera.
—Es muy amable, pero tengo que estar en un sitio —le digo
—. Te agradezco la invitación.
—La próxima vez —comenta. Parece una mujer bastante
agradable. Ni entrometida ni cotilla. Solo cálida y amable.
No conozco a muchas así.
—La próxima vez —acepto.
Vuelvo al coche, donde me espera Charlotte, estirando el
cuello para ver un poco mejor.
—¿Conociste a la madre de Bridget? —me pregunta en cuanto
se cierra la puerta.
—Lo hice. Parece simpática.
—Me sorprende que hayas ido —dice tras dudar.
—No quiero ocultarlo más —digo en voz baja—. No quiero
fingir que no soy su padre. No quiero que piense que no me
hago cargo.
Charlotte se me queda mirando un momento y luego sonríe. Es
una sonrisa suave y tierna, llena de promesas.
Mierda.
—Lucio —respira—. Estoy tan feliz.
—¿Sí?
—Sí —dice con firmeza—. De hecho, me dan ganas de
saltarte encima ahora mismo.
Me río. —Tentador. Siempre me apetece un rapidito en el
asiento de atrás. Pero quizá después de que terminemos
nuestra próxima parada.
Charlotte levanta las cejas con curiosidad. —¿Nuestra próxima
parada? —pregunta—. Creía que nos íbamos ya a casa.
A casa.
Me gusta cómo se acostumbró a referirse al complejo como su
casa.
—No, ahora no.
—Vale —dice ella—. ¿Vas a decirme a dónde vamos?
—Digamos que es un paraíso para los amantes de la comida.
Frunce el ceño, intentando averiguar a dónde la llevo. —¿Me
llevas a un restaurante?
—No del todo.
—¿Un café?
Pongo los ojos en blanco. —Un café y un restaurante son
básicamente lo mismo.
Ella sonríe. —Solo para un ignorant como tú.
—No sé lo que significa, así que te daré el beneficio de la
duda y asumiré que es ‘guapo del demonio’ en francés.
Se ríe y me da un manotazo en el brazo. —Cállate y dame una
pista.
—Es un evento exclusivo al aire libre, que se celebra varias
veces al año —le digo—. Y todos los chefs, profesionales o
no, asisten.
Parece un poco confundida por un momento.
Y entonces, se enciende la bombilla.
—No —jadea, agarrando el brazo con el que sujeto el volante
—. ¡No puede ser!
Me río.
—¿Me llevas al mercado de granjeros de Grandin?
—Eso mismo —confirmo.
—¡Dios mío! —chilla—. ¡Lucio! ¿Has estado antes?
—Será mi primera vez —le digo—. Me pareció que serías la
guía perfecta.
Empezamos a alejarnos y ella empieza a parlotear sin parar.
Sonrío y escucho cada maldita palabra.
—Leí sobre esto cuando me mudé aquí —dice—. Tiene los
puestos más increíbles. Hay uno dedicado al chorizo español,
al caviar… Hacen unos helados artesanales con… Hay un
puesto que tiene…
Está tan jodidamente emocionada. Me recuerda a mi hija.
Charlotte y Evie.
Las dos luces de mi vida.
Pasé tanto tiempo en la oscuridad.
En la sombra y el dolor.
Es con lo que mi padre me envolvía de bebé. Es con lo que me
ahogaba de niño. Corre por mis venas, espesa como la sangre.
Y durante toda mi vida creí que esa oscuridad era todo lo que
había.
Pero ahora, Evie y Charlotte me muestran que hay otra
manera.
No son solo luces al final de un túnel.
Son un par de estrellas en el centro de un universo
completamente nuevo.
35
CHARLOTTE

—Fueron las cuatro horas más increíbles de mi vida —suspiro


dando vueltas por la habitación como una bailarina borracha.
Suelto una risita vertiginosa y le rodeo el cuello con las
manos, obligándolo a besarme.
—Gracias —agrego.
—De nada —dice con una sonrisa misteriosa—. Ahora, ve a
ducharte. Estás sudando a través de ese vestido.
—Justo lo que toda dama sueña con oír —digo.
Se ríe y me da una palmada en el culo mientras voy al baño.
Me quedo en la puerta. —¿Vienes? —pregunto, señalándolo
con el dedo.
Sin dudarlo un instante, se quita la camiseta, la tira al suelo y
se lanza hacia mí.
Nos metemos juntos en la ducha, los dos riendo, las manos de
Lucio deslizándose por mi cuerpo con avidez posesiva. Me
quita el vestido de un tirón, me da la vuelta y me mete la polla
por el culo.
Gimo mientras el agua caliente alivia nuestra piel bronceada.
Las yemas de sus dedos suben por mis caderas y aterrizan en
mis pechos. Me aprieta con fuerza, haciéndome gemir de
placer. Arqueo el cuello hacia atrás y me besa suavemente.
Luego, me empuja hacia delante y me agarro a las paredes de
la ducha mientras me penetra por detrás.
Su polla es tan grande que el primer momento de la
penetración es siempre un crescendo de presión y placer.
—Luc… —jadeo mientras se hunde en mí.
Me folla despacio, masajeándome los pechos mientras sus
caderas empujan contra mi culo. A medida que mis rodillas se
debilitan, empieza a follarme más profundamente. Con cada
embestida, siento las vibraciones recorrer desde mis piernas
hasta los dedos de mis pies.
Soy vagamente consciente de que mi teléfono está sonando en
la encimera del baño, pero ahora mismo no me importa.
—Sí, Lucio… oh, Dios… así…
El choque de nuestras carnes se funde con el sonido del agua
al caer. Casi ahoga mis gemidos cuando me corro con fuerza
sobre su cuerpo.
Se retira y me hace girar para quedar frente a él.
Caigo de rodillas por instinto y lo miro mientras se agarra la
polla y sigue bombeando. Está cerca. Puedo verlo en sus ojos,
en sus labios, en la relajación de su mandíbula.
Así que me hago cargo y empiezo a bombear por él.
Gime más fuerte. Acerco mis labios a la punta y su cabeza cae
hacia atrás mientras explota caliente y espeso sobre mi lengua.
Cuando termina, me agarra y me pone de pie. En sus ojos
nadan más cosas de las que jamás podría descifrar.
Nos lavamos mutuamente con ternura, delicadeza, sin
intercambiar ni una palabra. Recién cuando Lucio cierra la
ducha me doy cuenta de que mi teléfono vuelve a sonar.
Frunzo el ceño.
—Alguien te llama —comenta él.
—¿Vanessa? —me pregunto.
Me envuelvo el cuerpo con una toalla y salgo de la ducha para
echar un vistazo a mi pantalla.
Me detengo en seco, los nervios me recorren el cuerpo al ver
quién llama.
—¿Quién es? —llama Lucio desde donde se está secando.
Mi teléfono se queda en silencio. Le devuelvo la mirada.
—Xander.
La expresión de Lucio se ensombrece al instante. —¿Qué
quiere ese bastardo?
—No lo sé —admito—. No sé nada de él desde la reunión con
Kazimierz.
Lucio parece curioso, pero no especialmente preocupado.
—Probablemente quiere usarte para algo —dice con desdén—.
Ignora al cabrón.
Vuelvo a mirar el teléfono.
Tres llamadas perdidas de Xander.
Todo en la última media hora.
—¿Y si Kazimierz intenta hacerme llegar un mensaje? —
pregunto, volviéndome hacia Lucio.
Sigue desnudo y ligeramente mojado por la ducha. Sus
hombros anchos gritan poder. Incluso cuando no está
flexionando, parece que sí.
La herida de bala que le hizo Sonya ya está casi
completamente curada. Solo queda una pequeña cicatriz
moteada por donde entró la bala.
—Que se joda Kazimierz —gruñe Lucio.
—¿No crees que debería llamarlo? —pregunto vacilante.
—Diablos, no.
Mis dedos se mueven hacia el teléfono, pero lo dejo sobre la
encimera y le doy la espalda.
—Tenemos que recoger a Evie en unas horas —le digo—.
¿Quieres pasar el rato en la cocina? Puedo prepararte algo
delicioso.
Lo sigo a la habitación, admirando cómo capta la luz su
esculpido culo.
—Llevamos cuatro horas comiendo —señala.
—Llevamos cuatro horas probando muestras —corrijo—.
Cosa muy diferente. Dos estómagos diferentes.
Sonríe. —Si tú lo dices. Aunque quizá quieras volver a
comprobar tu biología. O, mejor, ven aquí. Yo comprobaré tu
biología por ti.
Me río cuando me coge de la mano y me tira hacia él. No me
esperaba la fuerza de su tirón y choco con su sólida pared.
Al instante, mi centro empieza a hormiguear. Cuando miro
hacia abajo, me doy cuenta de que Lucio vuelve a estar
empalmado.
—Vaya, poco tiempo de recuperación, ¿eh? —comento.
Sonríe más. —¿Qué puedo decir? Soy un hombre con muchos
talentos.
Le pongo las manos en el pecho y le empujo contra la cama.
Luego me subo encima de él, asegurándome de ofrecerle una
vista completa de mis pechos.
Sus manos recorren mi cuerpo de arriba abajo mientras me
coloco justo contra su punta.
—¿Viste esas langostas? —pregunto con la voz más sexy que
puedo reunir, subiendo y bajando sobre él unos lentos y
burlones centímetros.
Se me queda mirando un momento. —¿En serio sigues
hablando del puto mercado de granjeros?
Lo ignoro. —Y los granos de cacao de México… Nunca he
olido nada tan bueno.
Una comisura de sus labios se tuerce. —Jesús, eres una
extraña.
—¿Qué? —pregunto—. Este es el tipo de charla que me pone.
—¿Te pone? —se ríe.
—Significa que me excita, abuelo.
Pone los ojos en blanco. —Sé lo que significa —resopla—.
Solo que nunca lo había oído en el contexto de langosta y
granos de cacao.
—Eso es porque claramente no sales con los chicos divertidos.
Su risa sale en un bufido, que se corta cuando le agarro las
manos y las empujo hacia abajo, apoyando todo mi peso en
sus muñecas.
—Creo que no te das cuenta de la posición vulnerable en la
que estás —amenazo.
Lucio parece completamente despreocupado al levantar una
ceja desafiante.
—Estoy en una posición vulnerable, ¿eh?
—Sí —respondo—. Tengo todo el poder.
Me dedica una sonrisa malévola y se encoge de hombros.
Entonces, con un movimiento tan rápido que ni siquiera me
doy cuenta de lo que está pasando, me lanza, se retuerce y, de
repente, soy yo quien está de espaldas.
Y Lucio es el que está arriba, me mira triunfante.
—¿Qué decías?
Hago un puchero. —Mierda.
Ríe peligrosamente, se inclina hacia mí y empieza a
mordisquearme el cuello, haciendo que unos pitidos de deseo
recorran mi cuerpo.
Siento que aún me estoy recuperando de la última vez.
Pero quiero más.
Quiero todo lo que pueda tener de él.
Hoy. Mañana. Siempre.
Sus labios recorren mi cuello y mi pecho. Solo se detiene
cuando llega a mis pechos.
Su lengua rodea cada pezón con perfecta precisión,
haciéndome estremecer.
Pero mis movimientos están limitados porque me tiene las
muñecas sujetas a la cama.
Venganza por mi pequeño comentario, supongo.
Me retuerzo contra las sábanas mientras se mete mis pezones
en la boca, lamiéndolos suavemente con la lengua. Estoy
empapada cuando su longitud recorre mi raja, aprovechando lo
mojada que estoy.
—Eres jodidamente sexy —gime mientras me chupa las tetas.
Me muerdo el labio e intento aguantar. Lo deseo tanto ahora
que mi cuerpo se apodera de mí, intenta impulsarse hacia
arriba, intenta cerrar cualquier pedacito de espacio que nos
separe.
Y entonces, lo escucho: mi teléfono otra vez.
Mi tono de llamada atraviesa el relativo silencio y rompe la
bruma en la que estamos perdidos.
—Maldita sea —gruñe Lucio—. ¿No está esa cosa en
silencio?
—Lo siento —murmuro—. ¿Pero quizá debería echar un
vistazo?
—¿Por qué?
—¿Y si Evie nos necesita? —pregunto.
—Su madre me habría llamado —dice Lucio, acariciándome
el cuello.
—¿Tiene tu número? —le pregunto—. Porque sé que tiene el
mío.
—Mierda —dice, soltándome las muñecas—. Vale. Ve a ver.
Me levanto de la cama y corro al baño. La llamada se corta
justo antes de llegar, pero veo el nombre en la pantalla.
Xander.
Otra vez.
Es la cuarta llamada.
Y está empezando a incomodarme de verdad.
¿Por qué me llamaría con tanta frecuencia en tan poco tiempo?
¿A menos que algo estuviera realmente mal?
—¿Charlotte?
Salto ante el ruido repentino. El teléfono casi se me resbala de
la mano. Consigo cogerlo justo a tiempo y vuelvo al
dormitorio.
Lucio está sentado al borde de la cama, esperándome.
—¿Y bien? —pregunta—. ¿Quién era?
—Era Xander —digo—. Otra vez.
—Jesucristo. ¿Qué quiere? —exige.
—No lo sé. He vuelto a perder la llamada —introduzco mi
código de acceso y abro el teléfono.
—¿Qué estás haciendo?
Levanto la vista. —Le devuelvo la llamada —digo.
Lucio frunce el ceño. —¿En serio, Charlotte?
—¿Qué?
—Ignora a ese hijo de puta —dice Lucio con firmeza—. No
merece tu tiempo.
—¿Y si es importante?
—¿Alguna vez se puso en contacto contigo con algo
remotamente importante? —pregunta Lucio.
Suspiro y sacudo la cabeza. —Entonces, ignora la llamada.
Su tono es duro e impaciente. Me molesta.
Me habla como si fuera uno de sus hombres. No su…
Me detengo en mis propios pensamientos al darme cuenta de
que no tengo ni idea de lo que somos. He vuelto a caer en mi
papel de niñera de Evie. He vuelto a caer en la cama con
Lucio.
Pero no aclaró exactamente nada sobre nuestra posición.
¿Soy solo la niñera?
¿Soy solo un peón útil?
¿Soy solo una calentadora de camas temporal?
Me agoto solo de pensarlo. No tengo energía para empezar una
pelea. Para preguntar. Para discutir con él en este momento.
Así que calmo el fuego de mi interior y respiro hondo.
—Bien —digo al fin—. De acuerdo. Ignoraré la llamada.
—Gracias —dice Lucio bruscamente mientras coge sus
pantalones.
Estoy en parte decepcionada y en parte aliviada.
—¿A dónde vas?
—Abajo —responde—. Necesito un trago. ¿Vienes?
Dudo solo un segundo. —Claro. Deja que me vista y nos
vemos allí.
Asiente mientras se pone la camiseta y sale de la habitación.
Suspiro, me desplomo en la cama y miro al techo unos
instantes. Sigo pensando en lo que Xander podría tener que
decirme.
Tengo una extraña pero clara sensación de fatalidad inminente.
Sé que es una locura. Paranoia, en realidad.
Y sé que, si se lo confieso a Lucio, pensará que solo invento
una excusa para justificar volver a llamar a Xander.
Me pongo unos vaqueros y una camiseta sencilla con cuello de
pico, pero, justo cuando me dirijo a la puerta, mi teléfono
emite un mensaje de alerta.
No me sorprende ver el nombre de Xander al principio del
mensaje. Lo abro antes de poder dudar de mí misma.
Char, por favor, contesta tu puto teléfono. Estoy desesperado,
nena. La mierda está llegando al cuello con los polacos y
creo que intentan deshacerse de mí. Me están enviando al
complejo Mazzeo ahora.
Mientras sigo leyendo e intento descifrar lo que significa,
aparecen los tres puntos que indican que está escribiendo.
Mi cuerpo vibra con energía nerviosa.
¿Por qué demonios envían a Xander al complejo Mazzeo?
Antes de que pueda preguntar, responde a mi pregunta.
Se supone que debo entregar algo. Una carta. No sé lo que
contiene. No la abrí, ni nada. Pero se supone que debo
entregársela a
Deja de teclear, el mensaje sigue incompleto.
—¿Entregársela a quién? —siseo—. ¿Entregársela a quién?
Sigo mirando mi teléfono, pero los puntos no vuelven a
aparecer.
Cuando, tres segundos después, mi teléfono suena con una
llamada entrante, casi grito y vuelvo a soltarlo.
Me lanzo al vacío y respondo.
—¡Xander!
—Joder, gracias —respira, suena extremadamente aliviado—.
Char, ¿dónde estás?
—Estoy… en casa —respondo.
Lo único que escucho por un momento es una respiración
agitada.
—¿De verdad?
—Sí. ¿Qué quieres, Xander?
—Tengo miedo, Char. Estoy jodidamente asustado.
Su voz suena áspera y con pánico. Tengo la sensación de que
su aspecto no es mucho mejor. Pero no puedo dejar que me
absorba de nuevo en su torbellino negro.
Esta vez no.
—Xander, lo que sea que esté pasando, no puedo ser parte de
ello.
—Mierda, Char —gimotea—. Tú no lo entiendes. Creo que
intentan matarme.
Suspiro. —¿Por qué harían eso? —pregunto impaciente—. Tú
eres el que decía constantemente que eres demasiado valioso
para matarte.
—¿En serio? —grazna—. ¿Ahora decides decir que me lo
dijiste?
—Ya no formo parte de esta mierda, Xander —le recuerdo—.
Por si lo olvidaste, Kazimierz descubrió mi secreto.
—Sí, lo he oído —responde—. Eres del FBI. Algo que ambos
sabemos que es una puta mierda.
—¿Perdón?
—Vamos, Char. No estás trabajando con los federales. De
ninguna puta manera.
No sé si tomármelo como un cumplido o como un insulto.
Decido que da igual.
—Xan…
—Escúchame —interrumpe Xander desesperado—. Estoy
conduciendo hacia el complejo ahora. ¿La carta que debo
entregar? No es para Lucio. Es para ti.
Me congelo, la fría conciencia golpea mi cuerpo desde todos
los lados.
—Kazimierz lo sabe —murmuro.
—¿Que en realidad no eres del FBI? —pregunta Xander—.
Obviamente. Le dije que no lo eras.
—Te das cuenta de que decirle eso es una forma segura de
hacer que me maten, ¿verdad? —le respondo.
Vacila. —Yo… no lo pensé tanto.
—¡No piensas en nada! —le digo bruscamente.
—Lo sé, ¿vale? —dice.
Pero su voz no tiene absolutamente nada de fuerza. Nada más
que desesperanza y desesperación.
—Lo sé. He cometido tantos malditos errores, Char. Lo he
jodido todo. Y ahora… y ahora…
—Xander —interrumpo alzando la voz—. Estás lloriqueando.
—Van a matarme, Char. Lo sé.
Parece un niño indefenso. Esto es lo que me hizo ponerme
delante de él la noche en que los polacos entraron en nuestro
apartamento de mierda.
Estaba en el suelo, lloriqueando y mirándome como si yo fuera
todo lo que le quedaba en el mundo.
Así que me puse delante de él y me ofrecí a los lobos.
Lo hice sin pensar en mí ni en mi futuro.
Lo hice porque eso es lo que haces por la gente que te importa.
—Char, no quiero morir. No quiero morir, joder.
Suspiro. —No sé qué esperas que haga, Xander —digo con
impotencia.
—Si aparezco en las puertas de Mazzeo, Lucio me matará en
el acto —dice—. Tú lo sabes.
Ah. Por supuesto. Eso tiene más sentido.
Xander solo llama porque espera que salte delante de él otra
vez. Esta vez, es de Lucio de quien lo salvo.
Como siempre, soy el escudo humano que necesita contra el
mundo.
—No lo sé —le digo—. Tú tampoco.
—A la mierda, Char. Me matará —dice Xander, un sollozo
escapa entre sus palabras—. Joder, lo sabes.
—¿Y realmente crees que Lucio me escuchará? —le pregunto.
—Sí, creo que lo hará. Tienes algún tipo de control sobre los
hombres, Char. Eres una puta sirena.
—Cállate, Xander —siseo—. Si esta es tu forma de intentar
convencerme de que te ayude, estás delirando. ¿De verdad
crees que puedes manipularme tan fácil? Que te jodan.
—Cometí errores, Char. Sé que los cometí, especialmente
contigo. Pero nunca tuve tu fuerza.
Mi mano se aprieta alrededor de mi teléfono.
No quiero oír estas palabras.
No quiero dejarme absorber.
Ya no quiero hacer de héroe para su papel de víctima.
—Por favor, ayúdame.
Sacudo la cabeza, intentando ahogar sus sollozos para poder
escuchar mis pensamientos.
No tengo ni idea de qué hacer.
—Estoy casi en el complejo. A cinco minutos máximo. ¿Char?
El corazón me retumba con fuerza en el pecho.
Ahora Kazimierz sabe con seguridad que estoy con los
italianos. No con el FBI.
Lo que significa que estará furioso.
Lo que sea que haya en esa carta, no es bueno.
—¿Char? ¿Estás ahí?
—Estoy aquí —digo en voz baja.
—Eras la mejor chica que un chico podría pedir —dice—. No
te merecía.
Son palabras que nunca pensé que escucharía de Xander. Y
ahora que lo he hecho…
Suenan vacías.
Suenan huecas.
No tienen sentido.
¿Pero eso significa que merece morir?
No contesto. Cuelgo y bajo las escaleras lo más rápido que
puedo. Corro hacia la cocina cuando la voz de Lucio me hace
detenerme en seco.
—¿Charlotte?
Doy marcha atrás y sigo su voz hasta una de las salas comunes
al final del pasillo desde la cocina.
Está de pie junto a las puertas correderas de cristal, con
algunos de sus hombres a su alrededor.
—¿Qué está pasando? —pregunto, mirando a cada uno de
ellos.
—Supongo que sabemos por qué llamaba Xander —dice.
—¿Qué quieres decir?
—Está aquí —me dice Lucio—. Acaba de aparcar fuera del
recinto. Al parecer, quiere una audiencia conmigo.
Frunzo el ceño. —¿Cómo lo sabes?
—¿Por qué si no iba a estar aquí? —pregunta Lucio.
Soy muy consciente del hecho de que no estamos solos en este
momento. También soy cada vez más consciente de que me
sudan las palmas de las manos.
—¿Vas a dejarlo entrar?
Lucio sonríe lentamente. Me hiela la sangre.
—Por supuesto —responde con malicia—. No me gustaría
cerrarle las puertas en la cara a un invitado.
—¿Lo vas a matar?
—¿Qué harías tú en mi lugar, Charlotte? —dice con voz ronca
—. Casi hace que te maten, ¿verdad? —la mirada en sus ojos
es desapegada. Alejada. Férrea.
Ahora no es Lucio.
Es el Don Mazzeo.
Y es jodidamente aterrador.
—Yo no lo mataría —respondo a pesar de mi miedo.
Sus ojos se oscurecen.
—Es bueno que no estés a cargo, entonces.
Se da vuelta y sale de la casa.
Sus hombres se filtran detrás de él. Están todos armados. Y
estoy dispuesta a apostar cualquier cosa a que Lucio también
lo está. Todos se encaminan hacia las puertas.
No me invitaron, pero a la mierda.
Yo voy.
—¡Lucio! —le llamo—. ¡Espera!
—Yo no saldría aquí, Charlotte —me advierte Lucio sin
mirarme mientras atraviesa la casa a zancadas—. No te gustará
lo que vas a ver.
Acelero el paso y empujo a sus hombres para llegar hasta él.
Consigo agarrarlo del brazo, pero me sacude con frialdad.
—Lucio, por favor —le digo—. Es un cobarde y un cabrón,
pero no merece morir.
—Todo cobarde merece morir —gruñe Lucio con veneno.
Me alegro de que no me mire a los ojos. Tengo la sensación de
que, si lo hiciera, me convertiría en piedra.
—¡Lucio, tengo algo que decirte!
—Ahórratelo —dice—. Ya terminé de hablar. Quiero ver qué
trama este cabrón.
—¿Podrías escucharme? —prácticamente grito.
Se arremolina contra mí. —Ahora mismo, me estás
impidiendo hacer mi trabajo —dice con la voz más áspera que
he oído nunca—. Y, cuando la gente me impide hacer mi
trabajo, sale herida. Aléjate, Charlotte.
Es suficiente para callarme.
Es suficiente para que me arrepienta de haber abierto la boca.
Asiente satisfecho y luego gira para mirar hacia la entrada.
—Abran las putas puertas —ordena Lucio en voz alta.
Las puertas se abren con un gemido metálico.
Cuando se separan, descubren el destartalado sedán que
condujo Xander durante los últimos ocho años. Golpeado.
Marrón. Oxidado.
La puerta del conductor chirría al abrirse.
Xander sale.
Está a unas decenas de metros de mí. Pero, incluso desde esta
distancia, me doy cuenta de que está temblando.
Mueve los labios, pero no habla lo bastante alto. Ninguno de
nosotros puede oírlo.
—¡Habla más fuerte, cobarde! —grita Lucio.
Xander mira hacia mí con impotencia. Muevo la cabeza de un
lado a otro.
Traga saliva y grita: —Tengo una carta que entregar.
—Entrégala entonces —dice Lucio.
Xander sacude la cabeza. —No es para ti. Es para… Charlotte.
Lucio me da la espalda, pero se tensa notablemente. —No te
acercarás a ella —gruñe.
—Yo… tengo que entregársela —grazna Xander—. O me
matará.
—Entonces deja que te mate —dice Lucio con un
encogimiento de hombros.
Da un paso atrás. —Cierra las puertas. No quiero ver su puta
cara nunca más.
—¡No! —grita Xander.
Pero no mueve un músculo.
Se queda clavado en el suelo, como si tuviera los pies
bloqueados. Como que, si se alejara de él, estuviera perdiendo
una protección imaginaria que cree tener.
—Por favor… Char. Yo…
Se traga el resto de sus palabras.
Junto con el resto de él.
Su coche explota, lanzando metralla en todas las direcciones.
Siento un calor insoportable en la cara un segundo antes de
que las ondas expansivas me lancen fuera de las puertas.
Golpeo el suelo con fuerza.
Pero no puedo sentir dolor.
Solo terror.
Antes de que pueda procesar nada, siento que me levantan.
Mis piernas son levantadas del suelo por un par de brazos
fuertes y robustos.
Brazos familiares.
Alzo la vista y veo la cara de Lucio, pero no me mira.
Ladra órdenes a sus hombres.
Tiene la cara manchada de ceniza. Su expresión está marcada
por la furia.
Se gira y, por encima de su hombro, veo las ruinas en llamas
del coche de Xander.
Entonces, veo una mano.
Una sola mano cortada.
Yace en el arcén, parcialmente en llamas, llenando mis fosas
nasales de olor a gasolina y carne quemada.
Esa mano pertenece a alguien.
Alguien que conozco.
Alguien que conocía.
—No —digo, dejando caer la cabeza contra el pecho de Lucio
—. No. Xander, no.
Y, cuando empiezo a perderme en la oscuridad…
La acepto agradecida.
36
LUCIO

—¿Y bien?
Adriano suspira y se sienta frente a mí.
—Un coche bomba detonado a distancia. No hay forma de
saber quién lo hizo explotar, o por qué. Pero creo que es
bastante fácil conectar los puntos aquí.
—Kazimierz —completo.
Asiente con la cabeza. —¿Quién más?
—¿Y la carta?
Adriano sacude la cabeza y exhala frustrado. —La carta está
completamente destruida. Pero apuesto a que estaba en blanco,
de todos modos. Solo querían enviar un mensaje. Sabían que
Xander no se acercaría al complejo. O a Charlotte.
Aprieto los dientes.
—¿Qué tipo de mensaje?
—Si tuviera que adivinar, algo en la línea de No jodas con los
polacos, porque no estamos por encima de matar a nuestros
propios hombres.
—El miedo no inspira lealtad —argumento.
—Al parecer, Kazimierz no está de acuerdo —Adriano suspira
y se inclina—. Tenemos que pasar a la ofensiva.
Asiento con la cabeza. —He estado pensando lo mismo.
—¿Y el FBI? —pregunta.
—¿Qué pasa con ellos?
—Nos vigilan. Controlan todo lo que hacemos —dice—.
Charlotte le dijo a Kazimierz que no tenía fuerzas para
enfrentarse al poder combinado del FBI y la Familia. Eso
también es cierto para nosotros. Podemos enfrentarnos a uno o
al otro. No a ambos.
—Tal vez no llegue a eso.
—Si crees que los federales se van a quedar sentados viendo
cómo se desarrolla esto, te espera otra cosa.
—No van a involucrarse directamente en una guerra de
mafias. Me lo dijeron ellos mismos.
—No —asiente—, no lo harán. Esperarán a que uno de
nosotros derrote al otro y se abalanzarán sobre el
superviviente.
Suspiro. Tiene razón.
—Solo digo —continúa Adriano—, que es el tercer ataque que
los polacos hacen en el recinto. Tenemos que responder.
—Estoy de acuerdo —respondo—. Y lo haré. Pero necesito
ser jodidamente inteligente con esto. Tengo una familia que
considerar ahora.
Una familia.
Solo después de que la palabra haya salido de mi boca, paro a
considerar su significado.
Evie es mi hija. Mi sangre.
¿Pero Charlotte?
Ni una sola vez hemos hablado de lo que somos o hacia dónde
vamos.
Siempre fue una zona gris que nunca hemos tocado.
—¿Cómo está Charlotte? —pregunta Adriano, salvándome de
mis pensamientos.
—Ella está…
Me detengo, inseguro de cómo responder a la pregunta.
—Está en mi habitación desde que ocurrió —termino
vagamente.
—¿Y Evie?
—Envié a Enzo a recoger a Evie. Pasó la tarde con él en el
jardín antes de acostarla. Le dije que Charlotte estaba enferma.
—No lo está tomando muy bien, ¿eh? —conjetura Adriano.
—Vio a su ex explotar delante de ella —le digo—. Así que no,
yo diría que no lo está tomando demasiado bien.
—Quizá…
Adriano se detiene en seco, pero lo miro.
—¿Qué?
—Estaba pensando… ¿quizás le vendría bien una amiga?
—Charlotte no tiene amigas —digo despectivamente.
—¿Y Vanessa?
—Meh.
Adriano enarca una ceja.
—No confío en Vanessa —le explico.
—No confías en nadie.
—Se llama autopreservación.
—Bueno, me alegro de que te sirva. Pero ella no es un jefe,
Lucio. Puede que necesite una amiga.
—Me tiene a mí —respondo bruscamente mientras me levanto
—. Sigue comprobando nuestras comunicaciones de
seguridad. Quiero una actualización cada hora.
Adriano suspira cansado. —Claro, jefe.
Salgo de mi despacho y me dirijo directamente a mi
dormitorio. De camino hacia allí, oigo el arrastre de pies y
reduzco la velocidad.
Giro la cabeza hacia un lado, justo a tiempo para ver cómo un
rizo de pelo rubio desaparece por la esquina.
—¿Evie?
Hay unos cinco segundos de silencio y luego vuelve
arrastrando los pies con su camisón blanco.
—Tesoro —suspiro, haciéndole un gesto para que se acerque
—. ¿Qué haces fuera de la cama?
Se muerde el labio. —Busco a Charlotte. No está en su
habitación.
—Te dije que estaba enferma.
—Pero ¿por qué no está en su habitación? —pregunta Evie—.
¿No debería estar descansando?
Dudo un momento al darme cuenta de lo preocupada que está.
La cojo de la mano y la llevo a la escalera. Nos sentamos
contra los escalones y me vuelvo hacia ella.
—Charlotte no quiere que te contagies —intento explicar—.
Así que está usando otra habitación de la casa hasta que se
sienta mejor. Solo necesita tiempo. Y descanso.
—Vale —suspira Evie—. Pero ella está realmente aquí, ¿no?
Frunzo el ceño. —¿Qué quieres decir?
—¿No me dejó?
Mierda.
Supongo que puedo agradecerle a Sonya los problemas de
abandono de nuestra hija.
—No —le digo a Evie con toda la seriedad de la que soy capaz
—. Te lo juro. Ella está aquí. Solo necesita un poco de tiempo
para ella.
—De acuerdo —dice Evie.
—¿Dónde está Paulie? —pregunto, intentando cambiar de
tema.
—Está dormido —me dice—. Así que no quería despertarlo.
Sonrío. —Bien pensado. ¿Qué te pareció tu día con Brenda?
Evie me mira con el ceño fruncido. —Bridget, papá.
—¿No es eso lo que dije?
Se ríe. —¡Noooo!
—¿Y bien? ¿Te divertiste?
—Fue muy divertido —dice con entusiasmo—. La mamá de
Bridget nos hizo paletas de frutas y para cenar comimos pasta.
Pero no estaba tan buena como la de Charlotte.
—No me sorprende.
—Aun así, estuvo bien —añade, como si se sintiera mal por
haber delatado a la madre de su amiga.
Sonrío para mis adentros. Esta preciosa niña puede provenir de
dos personas gravemente jodidas.
Pero, a pesar de todo, es un milagro.
—Papá, no te preocupes.
Ladeo la cabeza hacia ella. —¿Qué te hace pensar que estoy
preocupado?
—Veo las arrugas de tu frente —me dice en tono serio.
—Hm —sonrío—. ¿Eso me delata?
—Sí —asiente con decisión—. Pero no te preocupes.
No se me escapa la ironía del momento. De mi propia hija de
seis años consolándome. Se levanta y se pone delante de mí
para rodearme el cuello con las manos.
—Todo estará bien, papá.
La atraigo hacia mí y la abrazo fuerte.
—¿Sí? —le susurro al oído.
—Sí —dice con confianza.
—Gracias, tesoro —le digo—. Lo necesitaba. Ahora ven, te
acompaño a tu habitación.
Llevo a Evie a su cama y la arropo. Tarda unos minutos en
dormirse. Solo cuando su mano se relaja alrededor del cuerpo
de Paulie, me levanto y me voy.
Mi habitación está en silencio cuando me acerco a la puerta.
Respiro hondo y entro.
Charlotte está en la misma posición fetal en la que estaba
cuando la dejé hace horas. No puedo verle la cara, pero sé que
está despierta porque su cuerpo tiembla levemente.
—¿Charlotte?
Se estremece, pero ni siquiera intenta levantar la cabeza o
moverse para mirarme.
Al acercarme, me doy cuenta de que cambió su ropa por la
mía. Lleva una de mis camisetas blancas y nada más.
No sé qué pensar de eso.
Me meto en la cama a su lado, pero no intento tocarla. Durante
mucho tiempo, nos quedamos así.
Entonces, lentamente, Charlotte se da la vuelta y se gira para
mirarme.
Tiene los ojos enrojecidos e hinchados y huellas de lágrimas
secas en la cara.
—Sé lo que estás pensando —dice.
Su voz es ronca. Oxidada. Tensa.
—¿En qué estoy pensando? —pregunto.
—Te preguntarás por qué lloro por Xander —dice—. Sobre
todo porque era un bastardo y un cobarde. Y mi ex. ¿Verdad?
No digo nada.
No está del todo equivocada.
Pero tampoco tiene toda la razón.
—Y tendrías razón —dice antes de que pueda decir nada—.
Era un bastardo. Era un cobarde. Pero estuve con él mucho
tiempo.
La miro, silencioso y observador.
—Eso es lo que a veces no entiendes. No puedes evitar lo que
sientes por la gente. Que no se lo merezcan no significa que
puedas dejar de sentir algo por ellos.
Sus palabras salen algo confusas.
Es como si intentara dar sentido a sus propios pensamientos
fragmentados.
—No lo amo. En realidad, nunca lo hice —continúa—. Pero
me preocupaba por él.
Mira hacia el techo y sus ojos se nublan por un momento.
—¿Sabes qué es lo gracioso? —pregunta—. Creo que me
quedé con él tanto tiempo por sus padres.
Frunzo el ceño. —¿Sus padres?
—Sí —dice Charlotte—. Son la gente más dulce. Solo los vi
un par de veces, pero siempre fueron encantadores conmigo.
Cuando los conocí, no dejaba de pensar: ¿cómo una pareja
como ellos ha engendrado a un hombre como él? Para mí no
tenía sentido.
—Supongo que no sabían de sus vínculos con los polacos.
Ella sacude la cabeza. —Para ellos, es el hijo perfecto. Un
policía trabajador, que se juega la vida cada día por la gente —
me dice—. Supongo que sentía que había esperanza para él. Si
tenía unos padres como ellos, no podía ser tan malo.
Se seca las lágrimas en la funda de la almohada y respira
suavemente.
—Y lo querían mucho. Su madre le tejía jerséis todas las
Navidades. Su padre le enviaba tarjetas hechas a mano en su
cumpleaños. Eran la clase de padres que me hubiera gustado
tener. Oh, Dios —respira, sus ojos vuelven a llenarse de
lágrimas—. Van a estar destrozados. Era su único hijo.
—Charlotte…
Sacude la cabeza y se sienta en la cama.
—Estaba ahí mismo, Lucio —susurra como si no entendiera la
lógica de todo aquello—. Estaba ahí de pie. Caminando,
hablando, respirando. Y, al segundo siguiente, ya no estaba.
Voló en pedazos como un muñeco de trapo.
—Deja de revivirlo, Charlotte —le digo—. Eso no lo hará más
fácil.
—No merecía morir así —dice.
Me quedo en silencio. No puedo ofrecerle ningún consuelo
que suene sincero.
Así que me siento a su lado e intento hacer lo que puedo.
Aunque, en este momento, eso no es mucho.
—Lucio —solloza, mirándome mientras una nueva lágrima
rueda por su mejilla—, no habrá cuerpo. Sus padres ni siquiera
tendrán un cuerpo para enterrar.
Le pongo la mano en la pierna. —Lo siento, Charlotte.
La verdad es que no lamento la muerte de Xander. Su muerte
no significa nada para mí. No fingiré que sí.
Pero siento el dolor que está sufriendo ahora.
—He visto morir a hombres antes —dice Charlotte, abriéndose
paso entre mis pensamientos—. Pero esto es diferente.
—¿Cómo?
—No estaba amenazando a nadie, Lucio —dice—. Solo estaba
allí de pie, aterrorizado porque iba a morir. Lo sabía. Sabía que
iban a matarlo. Y todo por mi culpa.
Frunzo el ceño. —¿Qué quieres decir?
Ella asiente. —Kazimierz mató a Xander por mi culpa. Incluso
aquel día en la sala VIP privada… Kazimierz hizo un
comentario después de que Xander se fuera. Algo sobre que
nunca le gustó.
—¿Qué tiene eso que ver contigo? —le pregunto.
—Xander fue quien me contactó con los polacos. Fue mi
reclutador. Una vez que Kazimierz se dio cuenta de que yo en
realidad trabajaba para ti, marcaron a Xander.
—No es culpa tuya, Charlotte —le digo con paciencia—. Así
son las cosas.
Frunce el ceño y sacude la cabeza. —No es cómo deberían ser.
—‘Cómo debería ser’ no funciona en este mundo —le digo—.
No puedes ser tan ingenua.
Levanta su mirada hacia la mía. Sus ojos azules están
nublados, llenos de arrepentimiento y culpa.
Solo me hace odiar más a Xander.
Incluso muerto, el cabrón no la dejará en paz.
—Sé que no lo entiendes —dice con suavidad—, pero tuvimos
una historia juntos. Fue una parte importante de mi vida
durante mucho tiempo.
—Fue una gran parte de tu vida —digo, asintiendo con la
cabeza—. Sonya también fue una gran parte de la mía. Yo tuve
que dejarla marchar. ¿Tú puedes dejarlo ir?
La pregunta la deja perpleja por un momento.
Está callada durante mucho tiempo.
Luego, suelta un largo suspiro. Un suspiro frustrado. Un
aliento cansado.
—Me duele el corazón, Lucio —dice—. ¿Puedes abrazarme?
Asiento con la cabeza y ella se da la vuelta para que pueda
hacerle cucharita. Nos quedamos así un buen rato.
Tanto tiempo que, de hecho, empiezo a preguntarme si estoy
haciendo alguna diferencia para ella.
37
LUCIO
UNOS DIAS DESPUES - EL FUNERAL DEL OFICIAL DE LA
POLICIA DE NUEVA YORK XANDER MURPHY

Las lágrimas caen como a cámara lenta.


No entiendo mi propia fascinación por esto.
He visto a gente llorar, por supuesto, pero nunca tan en mi
cara. Sin tapujos. Tan descarado.
Por otra parte, esto es un funeral.
No es mi primera vez.
Pero el tipo de funerales a los que voy es totalmente diferente.
En los bajos fondos se espera la muerte. Es un hecho. Un día
llamarán a tu número y todo habrá terminado para ti.
Siempre lo acepté. Siempre lo supe.
¿Esta gente? Lloran, sollozan y se lamentan como si el mundo
se hubiera acabado.
Para el oficial Xander Murphy, supongo que sí.
—¿Papá?
Miro a Evie. Está sentada a mi lado en una de las sillas
plegables, con un vestidito negro.
—¿Sí?
—¿Conocías al amigo de Charlotte? —pregunta.
Probablemente, debería haberla dejado en casa para esto. Pero,
con todo lo que pasó, me resisto a perderla de vista.
Además, creo que tenerla cerca ayudó a Charlotte a superar los
acontecimientos del día hasta ahora.
—No —respondo. No es del todo mentira.
—Oh —dice Evie—. Charlotte está muy triste, ¿eh?
Cojo la mano de Evie. —Así es.
En silencio, añado: Aunque no entiendo una mierda por qué.
—Es una buena persona —dice Evie, respondiendo a mi
pregunta sin siquiera saberlo—. Por eso se pone muy triste
cuando le pasan cosas malas a la gente.
Lo he dicho antes y lo volveré a decir: mi niña es lista.
Pero, tengo que preguntarme: ¿es lista porque es especial?
¿O es porque ya ha visto demasiado mundo? ¿Demasiada
muerte, ira y separación?
Sé lo que me hizo a mí ver esa mierda.
Rezo para que no le cause el mismo trauma.
Le dedico una suave sonrisa. —Así es —le digo—. Exacto.
—Me gusta la amiga de Charlotte. La que tiene el pelo rubio
como el mío —dice Evie. Mira hacia la izquierda, donde está
Charlotte con el brazo de Vanessa sobre los hombros.
Odio admitirlo, pero Adriano tenía razón en eso. Vanessa ha
sido más consuelo que yo para Charlotte.
Entró en el recinto esta mañana y la ayudó a vestirse para el
funeral. Desde el momento en que salimos de casa, se aferró
con fuerza a la mano de Charlotte.
Y Charlotte se aferró a ella. Me molesta lo mucho que me
quema.
—Y su nombre es bonito —continúa Evie.
—¿Lo es? —digo distraídamente. Mi atención está en
Charlotte.
Lleva un sencillo vestido negro, con el que está absolutamente
hermosa.
—Mhmm —responde Evie. Pronuncia las tres sílabas con
cuidado—. Va-nes-sa.
—Es genial, tesoro…
Su vestido es modesto. Tiene mangas cortas, escote cuadrado
y un dobladillo que le llega a las rodillas. Lleva el pelo
recogido en un moño cuidadosamente enrollado.
El tipo de peinado que me hace querer alcanzarla y agarrarla.
—¿Papá?
—¿Hmm?
—No me estás escuchando.
Aparto los ojos de Charlotte. —Lo siento, ¿qué decías?
—¿Por qué no pude traer a Paulie? —exige, no por primera
vez.
—Evie —suspiro—, ya hemos hablado de esto.
—Siempre está callado.
—Es un funeral —vuelvo a intentar—. No podemos traer tu
peluche aquí.
Ella frunce el ceño. —No es un peluche —insiste—. Es mi
amigo.
Intento contener la impaciencia, pero me está agotando. Noto
que me miran mucho.
No hace falta ser un genio para saber por qué.
Destaco aquí.
Quizá algunos de los colegas de Xander, los hombres y
mujeres vestidos con uniformes azules planchados, sepan
quién soy. Aunque sea por nombre y reputación, si no por
aspecto.
Pero la gente no se queda mirando por eso.
Me miran por el aura que irradio. Por lo que soy. Porque llevo
las cosas que hice, los pecados que cometí, como un as en la
manga.
Y por eso mantienen las distancias.
Veo que Charlotte se gira y se detiene en seco al ver a alguien
entre la multitud.
Se queda boquiabierta. Le susurra algo a Vanessa, que se
acerca un poco más.
Charlotte avanza hacia donde estamos sentados Evie y yo.
Pero sus ojos siguen fijos en la persona que captó su atención.
Una anciana avanza. Tiene el pelo blanco como la nieve y
rizos en los bordes. Tiene una ligera joroba, acentuada por el
voluminoso abrigo negro que lleva sobre el vestido de luto.
—Charlotte, querida —murmura la señora mayor y extiende
las manos.
Charlotte se abalanza sobre ella y la abraza. Las dos se aferran
y empiezan a llorar. Los sollozos de Charlotte son apagados,
mientras que los de la anciana son desenfrenados y
desesperados.
Evie desliza sus dedos entre los míos y se apoya en mi
hombro.
—Papá…
—Está bien, Evie —le digo—. Es común llorar en los
funerales.
Sinceramente, no sé qué coño hago aquí. Fui un tonto al
insistir en venir, pero quería estar ahí para Charlotte.
Y me preocupa la amenaza a su vida.
Kazimierz tiene precio para su cabeza. Sabe que está con
nosotros y no querrá dejarla ir. Los hombres como él guardan
rencor de por vida.
Finalmente, después de lo que parece una eternidad, Charlotte
y la mujer se separan.
—Silvia —dice Charlotte, estrechando las manos de la mujer
mayor entre las suyas—, siento mucho tu pérdida.
—No puedo creer que se haya ido —llora Silvia—. Era tan
joven. Ni siquiera tuvo la oportunidad de vivir.
—Lo sé.
—Pasó toda su vida al servicio de los demás, Charlotte —
continúa Silvia—. Ya lo sabes. Siempre fue un chico valiente.
Un chico tan cariñoso.
Tengo que resistir las ganas de poner los ojos en blanco.
Así que esta es claramente la madre. ¿Quién más podría tener
una perspectiva tan sesgada y ciega de la escoria que era su
hijo?
—Sé que esto debe ser duro para ti —consuela Charlotte—.
Para mí también es duro.
—Todavía no me lo creo —dice Silvia, sacudiendo la cabeza
—. Es tan surrealista. Como si estuviera en una pesadilla de la
que no puedo despertar.
Charlotte sigue diciendo lo mismo. —Lo sé. Lo sé.
—Sé que Xander y tú tomaron caminos separados, pero él
siempre hablaba muy bien de ti —dice—. Tenía la esperanza
de que algún día lo volvieran a intentar.
Noto que Charlotte se pone un poco rígida.
—Creo que Xander y yo funcionábamos mejor como amigos
—ofrece con torpeza.
—No, no. Tonterías. Tú eras el amor de su vida —afirma
Silvia—. Solo que no supo demostrarte cuánto te quería”.
Aprieto los dientes, pero consigo mantenerme en mi asiento.
Me alegro de que Evie esté conmigo. Si no fuera por ella,
podría hacer algo estúpido. Como acercarme al ataúd cerrado
del cabrón y tirarlo del estúpido pedestal en el que descansa
ahora mismo.
—Eras tan buena para él, Charlotte —continúa Silvia—. Tan
buena para él. Era feliz cuando estaba contigo.
Me pregunto qué estará pasando por la mente de Charlotte en
este momento. Sus expresiones solo delatan tristeza. No
mucho más.
No que yo pueda ver, al menos.
—Puedo preguntar: ¿cuándo fue la última vez que ustedes dos
hablaron?
Charlotte contiene el aliento, pero consigue hacerlo pasar por
un sollozo. Se seca las lágrimas de los ojos.
—No me acuerdo, Silvia —balbucea—. Puede que fuera hace
unas semanas.
—Hablé con él esa mañana —dice Silvia—. La mañana en que
murió…
Vuelve a sollozar. Otra mujer aparece junto a ella y se la lleva.
Charlotte se queda de pie, mirándola fijamente con cara de
completa impotencia.
Por el rabillo del ojo, veo que Vanessa se acerca a Charlotte.
Me levanto y la intercepto.
—Vanessa, ¿te importaría sentarte con Evie un momento? —
pregunto con amabilidad.
—Oh. Uh, claro —dice ella.
—Grazie.
La dejo atrás y voy hacia donde está Charlotte.
—Charlotte.
Me mira, con las pestañas manchadas de lágrimas. —Hola.
—¿Cómo estás?
—Solo quiero superar este funeral y volver a casa —me dice.
—¿De verdad quieres quedarte hasta el final? —pregunto.
Sus cejas se juntan de inmediato. —Por supuesto. Para eso
estamos aquí.
Intento y me recuerdo que debo ser paciente con ella en estos
momentos. Pero es jodidamente difícil.
¿Qué es lo que no entiende? Era un bastardo egoísta y
miserable. El mundo es mejor sin él. El mundo de Charlotte es
mejor sin él.
—Supuse que querías presentar tus respetos a su madre —
digo, bajando la voz.
—También —asiente con la cabeza—. Pero es más que eso.
Necesito despedirme.
Frunzo el ceño. —¿Necesitas despedirte? —repito—. ¿De
quién, de Xander?
Su expresión se endurece. —Sé lo que piensas de él, Lucio —
dice—. Pero tuvimos una historia…
—Eso dijiste.
Me fulmina con la mirada. —¿En serio? —pregunta—. ¿Estás
haciendo esto ahora?
—No estoy haciendo nada.
—Sabes muy bien lo que haces.
Tengo que morderme la lengua para no mofarme. Quizás estoy
molesto.
Molesto porque llora por Xander como si él valiera una sola de
las lágrimas que derrama.
No puedo entender por qué su muerte la afecta tanto.
—Estoy aquí, ¿no? —digo al fin—. Estoy aquí en el funeral de
tu exnovio. A pesar del hecho de que estaba tratando de
matarte. Y probablemente a mí”.
—No estaba…
—Habría hecho cualquier cosa con tal de salvar su pellejo —le
digo en voz baja—. Y tú también lo sabes. La muerte no
cambia lo que una persona era cuando vivía.
Charlotte gime y se cubre la cara con las manos.
Como si intentara hacerme desaparecer y esta fuera la única
forma que conoce de hacerlo.
—No nos peleemos, ¿vale? —dice finalmente—. Te agradezco
que estés aquí.
Parece que se acerca un ‘pero’, pero no se explaya. Se quita
las manos de la cara y mira a su alrededor con expresión
perdida.
—Voy a dar el pésame al resto de su familia —murmura.
Asiento con la cabeza. —De acuerdo. Estaré con Evie.
Me volteo y voy hacia donde está Evie sentada con Vanessa.
Vanessa se levanta en cuanto me acerco.
—Discúlpame, niña —le dice a Evie—. Voy a ver a Charlotte,
¿de acuerdo?
—Vale —dice Evie, con cara de gran decepción.
Doy un paso adelante, pero ya no tengo ganas de sentarme.
Mire a donde mire, hay dolor. Tristeza. Luto.
Y aquí estoy. Impasible ante todo ello.
Miro hacia donde está Charlotte con Vanessa. Habla en voz
baja, con los músculos de la cara más relajados. Incluso su
lenguaje corporal parece más relajado.
Todo subraya un punto obvio: no pertenezco aquí.
Molesto, me vuelvo hacia Evie.
—Oye, tesoro, Charlotte va a tardar un rato. ¿Qué tal si
salimos de aquí?
Ladea la cabeza. —Pero ¿estará bien Charlotte?
Me fuerzo a sonreír. —Estará bien.
La cojo de la mano y la acompaño fuera de la iglesia. Al salir,
veo a la madre de Xander en la puerta de la iglesia, dando las
gracias a los asistentes por venir al funeral.
—Mi más sentido pésame —le digo, esperando parecer
sincero.
Por mucho que me desanime todo el pesimismo que se expone
aquí, no tengo ningún deseo de hacer que una anciana se sienta
peor el día en que va a enterrar a su hijo.
Aunque ese hijo fuera un desperdicio de vida.
—Gracias —dice con una media sonrisa que no termina de
funcionar. Sus ojos se detienen en Evie—. ¿Tu hija?
—Sí, ella es Evie.
—Evie —repite—. Tiene tus ojos. Vinieron con Charlotte,
¿verdad?
Hago una pausa. —Sí, lo hicimos.
—Eso fue muy amable de tu parte. ¿Y tú eres su…?
Dudo, no sé qué contestar.
Afortunadamente, Evie me salva, habla por mí.
—Charlotte es mi niñera —dice—. Es la mejor niñera.
Silvia abre mucho los ojos. —No sabía que era niñera
profesional. Bien por ella.
—Lo siento, tendrá que disculparnos —digo, cortando su
siguiente pregunta—. Pero de nuevo, mi más sentido pésame.
Entonces, saco a Evie de la iglesia y bajo los escalones.
—¿Quién era, papá? —pregunta Evie.
—Solo… alguien que conoce a Charlotte —respondo distraído
mientras intento recordar dónde he aparcado el coche.
Una vez que lo encuentro, me aseguro de que Evie lleva el
cinturón y me subo al asiento del conductor. Estoy saliendo del
recinto de la iglesia cuando marco el número de Enzo.
—Hola, jefe —dice, su voz llena el coche.
—¡Hola, Enzo! —dice Evie con entusiasmo.
—Hola, chica —se ríe Enzo.
—Enzo, necesito que vengas a la iglesia de San José —le
ordeno—. Charlotte está aquí. Después del funeral, llévala de
vuelta al complejo.
—Entendido, jefe.
Cuelgo, sintiéndome ya aliviado por haber salido de aquella
atmósfera aplastante.
—¿Volvemos a casa, papá? —pregunta Evie.
Dudo. —En realidad, no —le digo—. Tengo una sorpresa para
ti.
—¿En serio? —dice, dando una palmada—. ¿Cuál es la
sorpresa?
—Vas a pasar la noche con tu nonni.
Los aplausos se interrumpen bruscamente.
—¿Mi nonni? —repite Evie. Suela recelosa de repente.
No la culpo.
—Sí. Tu nonni. Tu abuela —aclaro—. Estoy seguro de que le
encantará pasar tiempo contigo. Estará bien que se conozcan.
Miro a Evie por el retrovisor.
Parece desconfiada.
Me siento mal.
Pero hay una buena razón para esto.
Se está gestando una pelea entre Charlotte y yo. Una feroz. No
quiero que Evie esté cerca para presenciarla.
Dios sabe que ya sufrió bastante.
—No te preocupes, no muerde. Y siempre hay buena comida
en su casa.
Evie reflexiona un momento. —Vale, pero quiero llevarme a
Paulie conmigo. Y quiero uno de los brownies que Charlotte
hizo la semana pasada.
La pequeña tiene serias habilidades de negociación.
Pero, dado que estoy a punto de dejarla con mi madre por una
noche, estoy dispuesto a ceder fácilmente a sus exigencias.
Giro el coche en dirección al recinto.
—Trato hecho.
38
CHARLOTTE

—¿Has visto a Lucio y Evie en alguna parte? —le pregunto a


Vanessa. Estiro el cuello para ver por encima de la multitud.
No debería ser tan difícil detectarlos.
Lucio sobresale como un pulgar dolorido.
Vanessa mira a su alrededor conmigo. —No creo que estén en
la iglesia. ¿Quizá salieron a dar un paseo?
Me muerdo el labio y recorro de nuevo el espacio.
Definitivamente no hay señales de ellos en ninguna parte, y
empieza a preocuparme.
Soy consciente de que Lucio ha estado con los nervios de
punta todo el día. Más malhumorado que de costumbre.
Pero no pensé mucho en ello. Hasta ahora.
—Voy a salir a echar un vistazo —le digo a Vanessa.
—Claro, nena. Te espero aquí.
Le dedico media sonrisa y voy hacia las enormes puertas
arqueadas de la iglesia. Hay un pequeño grupo de gente que
bloquea la entrada. Estoy tan concentrada en esquivarlos que
casi no veo a Silvia haciéndome señas para que me acerque.
—Lo siento, Silvia —le digo—. Solo necesitaba un poco de
aire.
—Las dos, cariño —dice con una sonrisa triste—. Si buscas al
apuesto caballero con el que viniste, salió con su hija.
—Oh. Gracias.
—Me dijo que eras su niñera —dice Silvia—. Me alegro de
que hayas salido adelante. Siempre supe que lo harías.
Frunzo el ceño. —¿Salido adelante? —repito, algo confundida
por su elección de palabras.
Parece incómoda al instante. —Lo siento, querida. Xander me
habló de tus problemas —admite, con cara de culpabilidad.
—¿Mis problemas?
Se aclara la garganta y me da una palmada en el hombro. —
Olvídalo. Solo soy una vieja diciendo tonterías. No tiene
importancia.
—¿Qué te dijo Xander? —presiono.
—Me habló de tu lucha contra el abuso de sustancias —dice al
fin.
Me pongo rígida al instante. Me hormiguean los miembros. La
ira hace desaparecer la tristeza.
Me quedo allí de pie, completamente sorprendida e
increíblemente furiosa.
—¿Qué te dijo qué? —le pregunto.
—Bueno, me dijo que estabas en rehabilitación intentando
superarlo —dice—. Y no podría estar más orgullosa de ti por
haberlo hecho. No imagino que hubieras conseguido un
trabajo como niñera para una familia tan agradable si no
hubieras vencido a esos demonios de vuelta a donde
pertenecen. Bien por ti, amor.
Me trago la amarga rabia.
Pero necesito de toda mi fuerza de voluntad para mantener la
calma y la compostura.
—¿Así que te dijo que por eso rompimos? ¿Porque era una
adicta?
—Pues sí —dice Silvia, que asiente con desconcierto—. ¿No
es…?
Podría decir la verdad ahora mismo. Decirle lo que pasó.
Rasgar el velo de mierda. Asegurarme de que entiende qué
clase de cobarde llorón ha parido antes de que lo entierren para
siempre.
Pero, tan rápido como aparece mi ira, se disipa.
Me olvido de mis propios sentimientos.
Y solo miro a la anciana rota, encorvada frente a mí.
Su único crimen fue creer lo que le dijo Xander. Confiar en su
hijo.
No la desprecio por ello.
Me compadezco de ella. Empatizo.
Porque yo hice exactamente lo mismo.
—Claro —le digo—. Fue la razón por la que rompimos. Quise
centrarme en mi sobriedad.
A mis oídos, mis palabras suenan forzadas y robóticas.
Pero Silvia no parece darse cuenta.
—Y fue la elección correcta, querida —dice—. Mírate ahora.
Estás radiante.
Fuerzo una sonrisa dura en mi cara.
—Disculpa, Silvia. Voy a salir un momento.
—Por supuesto.
Bajo la escalinata de la iglesia y echo un vistazo al enorme
prado. Hay policías de uniforme y civiles, vestidos de luto.
Pero ¿dónde están Lucio y Evie?
Rodeo la iglesia, preguntándome a dónde habrán ido. No hay
señales. Ni rastro.
Me doy por vencida y decido volver a entrar y esperar…
cuando empieza a sonar mi teléfono.
—Hola —digo, descolgando sin comprobar antes mi pantalla
—. ¿Lucio?
—Es Enzo.
—Oh. Hola, Enzo. ¿Qué tal?
Duda un segundo. —Solo quería que supieras que estoy
aparcado justo fuera de la iglesia. En el sedán negro. Cuando
termines allí, te llevaré a casa.
Frunzo el ceño. —Lucio está aquí.
Otra vacilación. —Oh, uh. No lo creo.
—¿Perdón?
—Lucio se fue —me dice Enzo—. Me dijo que te trajera a
casa cuando terminara el funeral.
Se fue.
Me dejó aquí sola.
No debería sorprenderme, pero me sorprende.
Pero me siento más que sorprendida. Me siento abandonada.
Me dejó cuando más lo necesitaba.
Me trago las lágrimas de rabia y vuelvo a la iglesia para la
misa. Encuentro a Vanessa sentada en uno de los bancos del
medio y me deslizo a su lado.
—¿Estás bien? —pregunta, fijándose en mi expresión.
—La verdad es que no.
—Te lo estás tomando muy mal —observa con cierta sorpresa.
—No es eso —le digo—. Bueno, más o menos. Pero Lucio se
fue.
La cabeza de Vanessa gira en mi dirección. —¿Se fue?
—Cogió a Evie y se largó —digo, consciente de lo amargada
que sueno.
¿Por qué sigo haciendo esto?
Me enorgullezco de ser independiente. Me enorgullezco de
poder decir que no dependo de nadie, y menos de un hombre.
Y sin embargo, aquí estoy.
Destruida porque Lucio me dejó sufriendo sola.
—Quizá solo fue a tomar un poco de aire —sugiere Vanessa.
—No, Enzo acaba de llamarme. Él me llevará de vuelta al
complejo.
—Bueno… yo no le daría demasiada importancia —dice.
—¿En serio? —la fulmino con la mirada—. ¿Me estás
diciendo que no le dé demasiada importancia? Eres la reina de
darle demasiada importancia a las cosas.
Levanta las cejas e, inmediatamente, me siento mal.
Suspiro. —Lo siento, Vanessa. Es que…
—No pasa nada —dice dándome una palmadita en la mano—.
Lo entiendo. Han sido días duros.
Empieza el servicio, pero no estoy prestando atención. Y sé
que Vanessa tampoco.
—¿Quieres ir atrás? —pregunta.
—Buena idea.
Nos excusamos y vamos a la parte trasera de la iglesia. Nos
sentamos lo suficientemente lejos del resto de los dolientes
como para que no se oiga demasiado nuestra conversación.
Vanessa extiende la mano y me la aprieta.
—No puedes esperar que lo entienda —dice con dulzura.
—Lo sé. Yo solo…
—¿Quieres que lo haga igual?
—¿Es completamente irrazonable de mi parte?
Vanessa lo medita un momento. —Más o menos.
Casi sonrío. Siempre pude contar con la sinceridad de Vanessa.
—Es un tipo de hombre diferente al que estás acostumbrada,
Charlotte —dice—. Es más duro. Más rústico. Más áspero en
los bordes.
—Vaya —digo—. Has dicho eso sin salivar.
Ella sonríe tristemente. —Bueno, es un funeral.
Me vuelvo hacia el púlpito, donde el cura está terminando su
sermón. Veo cómo ayudan a Silvia a subir al estrado. Empieza
a hablar de Xander a través del micrófono del podio.
Qué buen hijo era.
Qué hombre tan desinteresado era.
Era un ciudadano honesto y honrado.
Me revuelve el estómago.
Miro a Vanessa y le hago un gesto para que me siga. Luego,
salimos de la iglesia.
De pronto, siento que puedo volver a respirar.
—Jesús —respiro.
—¿Ahora rezas?
Una sonora y ansiosa carcajada burbujea en mis labios.
Vanessa me mira alarmada y luego echa una mirada nerviosa a
la puerta de la iglesia.
—No podía escuchar el resto —admito una vez que vuelvo a
sentarme—. Es todo mentira.
—No puedes culpar a su madre por mentir sobre él —dice
Vanessa encogiéndose de hombros.
—Ese es el tema. No mentía. Solo se creyó la actuación de
Xander. Cree que era un buen hombre.
—Ah, la ingenua pureza del amor de una madre —suspira
Vanessa—. ¿No te gustaría tener unos padres así?
Sonrío amargamente.
Esta es la razón por la que Vanessa y yo nos unimos, en primer
lugar. Ella me entiende. Yo la entiendo.
Veníamos de situaciones similares. Las hijas no queridas de
padres que no sabían que existíamos y madres que nunca
quisieron tenernos.
Vanessa entiende lo que significa el ansia de amor y afecto.
Entiende por qué a veces las decisiones estúpidas parecen
merecer la pena si con ellas puedes robar un poco de
seguridad.
Hice exactamente eso con Xander.
Y no me juzgó.
¿Y ahora…?
¿Lo estoy haciendo otra vez con Lucio?
—¿Qué tienes en mente? —pregunta Vanessa.
—Todas las malas decisiones que tomé —admito con
honestidad.
Se ríe entre dientes. —Una lista larga, ¿eh?
—No tienes ni idea.
—Estuve ahí —responde—. No emito juicios.
Me inclino un poco hacia ella, apoyo la cabeza en su hombro.
—Siempre me dije que no sería como mi madre —digo,
mirando hacia las vidrieras que brillan a la luz del sol—. Pero,
sin darme cuenta, siento que repito sus patrones.
—¿En qué sentido? —pregunta Vanessa con curiosidad.
—Nunca se valió por sí misma —le explico—. Siempre
dependió de los hombres para que la salvaran. Como una
damisela en apuros. Y ahora, aquí estoy yo. Lo mismo.
—Es difícil no ser una damisela con Lucio —señala Vanessa
—. Ese hombre está hecho para ser el caballero de brillante
armadura. Bueno, es más idiota de lo que suelen sugerir los
cuentos de hadas. Pero tú me entiendes.
—Esa no es la cuestión —digo con impaciencia—. La
cuestión es que no debería depender tanto de él. Si me atuviera
a mis reglas, no estaría tan molesta ahora porque se fue.
Vanessa me mira con una expresión punzante, que no
entiendo.
—¿Qué? —pincho.
—¿Has considerado el hecho de que tal vez esto tenga menos
que ver con depender de Lucio y más con estar enamorada de
él? —pregunta.
La miro fijamente durante varios segundos, mientras mi
cerebro procesa lo que acaba de decir.
—No lo niegues. Está más claro que el agua.
Parpadeo confundida. Sin embargo, Vanessa sigue
presionando.
—¿Qué sientes por Lucio, Charlotte? —me pregunta
directamente—. Dímelo. Sin tonterías. Sin rodeos.
—Se… Se ha portado bien conmigo —tartamudeo.
Vanessa suspira. —Vamos, nena, no te estoy entrevistando —
dice—. Soy tu mejor amiga. No tienes que darme respuestas
políticamente correctas. Solo dime lo que sientes.
—No sé qué siento.
—Mentira.
—¿Perdón?
—Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Te conozco. Y
sé cuándo mientes.
—No estoy mintiendo.
—Mentirte a ti misma también cuenta.
Maldita sea. Esa me afecta.
Frunzo el ceño. —¿Por qué estamos hablando de esto?
—Porque es relevante. Y también porque fuiste tú quien sacó
el tema. Así que escúpelo, nena. Venga, vamos. ¿Qué sientes
por Lucio?
Miro a mi alrededor con frustración, como si algo aquí fuera a
ayudarme. —Sé que es un chico malo. A veces, al menos. Pero
es un padre increíble. Y me cuidó más de una vez. Y…
—Sé realista. Suenas como si estuvieras audicionando para
Miss Universo.
La fulmino con la mirada. —Estoy siendo honesta.
—No te pregunté qué clase de tipo es —dice—. Te pregunté
qué sientes por él.
Respiro hondo y cierro los ojos un momento. —Me importa.
—Mejor —dice Vanessa con aprobación y una pequeña
palmada burlona—. ¿Algo más para añadir?
—Nada en especial.
—Charlotte.
—No quiero que me lastimen —susurro.
Vanessa me mira con auténtica simpatía en los ojos. —Cariño,
siento decirte esto, pero creo que ese barco ya zarpó.
Mi corazón se hunde al instante al darme cuenta de la verdad
de sus palabras. Tiene razón.
El hecho de que me importe significa que el dolor es
inevitable.
—Me importa —suspiro—. Y, si te soy sincera, quiero un
futuro con él. Y con Evie. Pero no creo que eso sea posible.
—¿Por qué no?
—Porque no es ese tipo de hombre —le digo.
—¿Qué significa eso?
No contesto, porque en este caso no creo que Vanessa pueda o
quiera entender.
Pero pasé mucho tiempo con Lucio. Suficiente tiempo para
saber que él no tiene espacio en su vida para mí.
Es el jefe de la mafia Mazzeo.
Es el padre de Evie.
¿Y yo?
Soy la niñera de su hija. Soy su prisionera. Soy un peón en su
tablero de ajedrez.
—Tengo que pensar en mi futuro, Vanessa —le digo—.
Necesito hacer un plan.
—¿Este plan incluye a Lucio?
Me muerdo el labio.
Ojalá fuera así.
Dios, cómo desearía que así fuera.
Pero no veo cómo podría funcionar.
—No puede ser —respondo—. Vamos por caminos separados,
Vanessa. No creo que yo encaje en su vida. Y él
definitivamente no encajará en la mía.
—¿Cómo lo sabes si no lo intentas? —pregunta.
—Intentarlo requiere que ambos queramos lo mismo.
—¿Y cómo sabes que él no quiere lo mismo?
—Se fue hoy, Vanessa —señalo—. Sabía que lo necesitaba y
se fue igual. ¿Qué otra prueba necesito?
—El hecho de que haya venido significa algo —afirma.
Asiento lentamente. —Quizá —concedo.
Pero en realidad no me lo creo.
No me voy a permitir tener esperanzas.
La esperanza es dolorosa.
Requiere demasiada energía, y lo único que hace es prepararte
para la decepción en el futuro.
Ya estoy harta de decepciones.
Es hora de afrontar la realidad y aceptar ciertas duras
verdades.
Y la verdad es que estoy sola.
39
LUCIO

Miro el líquido dorado y quemado que se agita en el fondo de


mi vaso.
Sé que tengo que dejar de beber.
Pero el primer vaso de whisky no hizo una mierda para alterar
mi estado de ánimo.
El segundo marcó una diferencia marginal.
Así es como acabé con un tercero.
Las luces están encendidas en el jardín. Los tenues focos
iluminan tramos oscuros de hierba, y también a las polillas
atraídas por la luz.
Doy otro sorbo para vaciar el whisky y dejo el vaso decidido.
Estoy en el salón principal, lo que significa que tengo una
vista perfecta de la piscina y de gran parte del jardín. Si me
desplazo a la esquina más alejada de la sala, donde está el
piano, puedo ver la puerta.
Dejé de mirarla la última hora, probablemente por eso se abre
al fin. Charlotte pasa primero, todavía con su recatado vestido
negro de luto.
La sigue Enzo.
No hay señales de Vanessa.
Normalmente, Charlotte estaría hablando a los cuatro vientos.
Pero hoy, su rostro está abatido y su comportamiento es
sombrío.
Se quitó el moño y ahora el pelo oscuro le cuelga suelto
alrededor de los hombros. Lleva los tacones en la mano
derecha y camina descalza por el sendero empedrado que lleva
a la terraza de la piscina.
Me pregunto si siente mi mirada clavada en ella, porque en ese
momento levanta la vista y me ve de pie detrás de las puertas
correderas de cristal.
Se queda quieta un momento. Un ciervo encandilado.
Entonces, incluso desde tan lejos, noto que tensa la mandíbula.
Baja la cabeza y sigue caminando.
Un minuto después, aparece en la puerta, del otro lado de la
habitación.
Sus ojos ya no están rojos. Está preciosa. Embrujada, pero
controlada, al menos por ahora.
—¿Qué tal la misa? —pregunto sin girarme a verla.
Entra en la habitación, pero no parece dispuesta a acortar la
distancia que la separa de mí.
El abismo que nos separa palpita erráticamente.
—Triste —responde brevemente—. Te fuiste.
—Yo no pertenecía allí.
—¿Y crees que yo sí? —pregunta.
—Tú querías estar allí. Yo no.
Su mirada me hace un agujero en la nuca. Aun así, no me doy
la vuelta.
—¿Por qué fuiste conmigo? —pregunta en voz baja.
—Pensé que me necesitabas.
—Entonces, ¿por qué irte?
—Me equivoqué.
—¿Es eso lo que piensas?
Suspiro y giro a medio camino. La mitad de su cara se
ensombrece. La otra mitad está tensa por la ira contenida.
—Tenías a Vanessa. Ella te consoló más que yo estos últimos
días. No me necesitabas.
Abre mucho los ojos. Luego, sacude la cabeza y suspira
profundamente, como si yo fuera demasiado estúpido para
entenderlo.
—¿Dónde está Evie? —pregunta.
—Pasará la noche con mi madre.
—Oh —dice Charlotte, pareciendo justificadamente
sorprendida—. De acuerdo.
Vuelvo la mirada hacia la piscina. Sé que, si sigo hablando,
acabaré diciendo algo que la disgustará. Y eso solo derivará en
una pelea.
Puedo sentir la energía entre nosotros.
Está cargada. Volátil.
La cosa más pequeña podría encenderla, y entonces todo lo
que no nos decimos estallará.
No habrá vuelta atrás.
Mejor si se queda dando vueltas dentro de mi cabeza.
—Ojalá te hubieras quedado hoy —suelta—. Sé que es injusto
por mi parte haberte querido allí, pero…
—¿Por qué me querías allí? —exijo, cortándola a mitad de la
frase.
Se echa hacia atrás como si le hubiera gritado, aunque apenas
levanté la voz por encima de un susurro.
Sus ojos brillan de dolor.
—Yo… no lo sé.
Es una respuesta evasiva. Ella también lo sabe.
Tiene una respuesta. Una de verdad.
No está dispuesta a ser sincera conmigo.
—Quizá deberías irte a descansar —le digo despectivamente
—. Obviamente estás emocional.
Aprieta los dientes con fuerza. —Estoy bien —dice a la
defensiva.
—No, no lo estás.
—No me digas lo que siento —replica con los pelos de punta.
Sacudo la cabeza. —Quizá deberíamos hablar mañana.
Pero incluso mi aire de calma parece enfadarla.
—¿Qué hay de malo en este momento, ¿eh? —exige—. La
noche es joven. No estoy cansada.
—La palabra que usé fue ‘emocional’ —le recuerdo.
Ella responde: —Tampoco lo estoy.
Por fin, me doy vuelta para enfrentarla. —Estás buscando
pelea esta noche, ¿es eso?
Entrecierra los ojos enfadada. —Me parece que eres tú el que
busca pelea. ¿Cuántos tragos te has tomado?
Me río sombríamente. —No estoy borracho.
—Esa botella medio vacía dice lo contrario —acusa,
señalando la barra—. Pero bueno, digamos que no estás
borracho. Creo que estás bebiendo para lidiar con el hecho de
que estás molesto conmigo.
—¿Ah, sí? —pregunto irritado—. ¿Y por qué iba a
molestarme contigo?
Se encoge de hombros. —Porque no puedes concebir un
mundo en el que una chica pueda llorar la muerte de un
exnovio, sobre todo si ese exnovio era un imbécil. Tu gran
cerebro de macho alfa simplemente no puede asimilar el
concepto.
Hago crujir los nudillos. —Me importa un carajo cómo
decidas lidiar con tus sentimientos por la muerte de Xander.
Da medio paso hacia la luz. —Mis sentimientos por Xander no
son románticos —me dice—. Si es que lo quería, era algo
fugaz y débil. Puedo sentir algo por su muerte sin estar
enamorada de él.
—Eso está muy bien pensado.
—¿Qué está ‘muy bien pensado’, Lucio? —sisea.
—Esa explicación. Muy clara. Muy concisa. Muy bien
pensada.
Me mira fijamente y sé que mi golpe dió en el blanco.
—Intento decirte lo que siento —dice con voz ronca—. Nada
de esto está ‘bien pensado’. Lo voy descubriendo sobre la
marcha, igual que tú.
—Eso no significa mucho cuando mientes sobre lo que
sientes.
—¡Jesús! —dice, dándose la vuelta y levantando las manos
con un gemido—. ¿Qué te hace pensar que estoy mintiendo?
Doy un paso instintivo hacia delante. Seguimos separados por
el sofá de piel afelpada y me gustaría que siguiera siendo así.
Si me acerco más, voy a tener la tentación de hacerla entrar en
razón.
O quizá le meta la razón de otra manera.
—Cuando estabas con él, te trataba como una mierda,
¿verdad? —exijo.
—¿Qué tiene que…?
—¡Responde a la pregunta! —mi voz cruje como un látigo.
—¡Sí! —grita, apretando el sofá con sus uñas rojo oscuro—.
¡Sí, me trataba como a una mierda!
—Y cuando terminó, ¿te trató mucho mejor?
—No.
—¿Te usó?
—Sí.
—¿Te mintió?
—Sí.
—¿Sabías todo esto de él?
—Sí.
—¿Entonces por qué atendiste el puto teléfono? —gruño—.
¿Por qué contestaste a su puta llamada cuando te dije en
términos inequívocos que la ignoraras?
Se queda paralizada. Su expresión se tuerce al sopesar mis
palabras.
—¿Por eso estás enfadado? —dice en voz baja—. ¿Porque te
desobedecí? —parece incrédula.
—Responde la puta pregunta —insisto.
Me mira fijamente. Se le tuerce una vena de la frente.
Se acabó la tristeza de la iglesia.
Es reemplazada con ira. Con fuego.
—No pensaba coger la llamada —me dice—. Pero me mandó
un mensaje…
—Excusas, excusas, excusas —interrumpí—. Siempre tienes
una, ¿lo sabes? Nunca nada es tu culpa…
—Recibí un mensaje y lo leí. Vio que estaba en línea y…
—Ya escuché este discurso. No necesito oírlo otra vez.
—Temía por su vida…
—¿Y eso era tu problema porque…?
—¡Porque no soy un ser humano horrible! —me grita—.
Porque aunque me haya tratado mal, no puedo dar la espalda a
alguien que tiene miedo y pide ayuda.
Se agarra un puñado de pelo y reprime un grito de frustración.
—¿Era Xander un policía corrupto? ¿Era un cobarde? ¿Era un
estafador egoísta, solapado e intrigante? Sí, era todas esas
cosas. Pero también amaba a sus padres.
Solloza ligeramente, pero se traga el nudo en su garganta y
sigue adelante. —Reciclaba su puto correo basura —continúa
—. Rescataba animales callejeros. Su tío abusó de él cuando
tenía ocho años e intentó sacudirse ese trauma durante las dos
últimas décadas de su vida.
Me quedo helado ante la muestra de emoción. Nunca había
visto algo así en ella.
Me está tirando al suelo.
—La gente no es blanca o negra, Lucio —susurra mientras una
lágrima resbala por su mejilla—. Es complicada, rota y fea.
Con un poco de oscuridad y un poco de luz. A veces una
supera a la otra. Pero eso no significa que sean malos. No
significa que no valgan nada. Así que cuando vi su mensaje,
supe que estaba asustado. Y supe que estaba desesperado.
Vuelve a sollozar, se recompone y sigue.
—Así que atendí. Aunque me dijiste que no lo hiciera, tenía
que hacerlo. Porque sé lo que se siente al estar completa y
absolutamente solo. Sé lo que es estar en apuros y no tener a
nadie a quien recurrir. Por eso respondí a su llamada —dice.
Aún tiembla al pronunciar sus palabras, pero está decidida a
terminarlas.
—No porque aún esté enamorada de él. No porque pensara
que podía salvarlo. Sino porque no quería que se sintiera solo
al final. Nadie merece eso. Ni siquiera él.
Bueno… mierda.
La miro fijamente, mientras el silencio que se arremolina entre
nosotros discurre con energía gastada.
Ya no sé qué decir.
Me mira durante un segundo antes de apartar la mirada.
Pero no sale de la habitación.
Después de un momento, me doy cuenta de que hoy la alejé
activamente. Tal vez la alejé desde el principio y no me di
cuenta hasta ahora.
Porque eso es lo que hago.
Alejo a la gente antes de que decida irse.
Para que, cuando se vayan, me lo espere. Esté preparado.
No pueden hacerme daño, porque nunca dejo que se acerquen
lo suficiente para hacerlo. Charlotte me mira con los ojos
llenos de lágrimas, esperando que le dé algo a cambio.
Quiero darle ese algo que necesita.
El poder está en mis manos. La pelota está en mi lado de la
cancha.
Pero no estoy acostumbrado a dar.
Me aclaro la garganta.
Dilo, cabrón, rujo dentro de mi cabeza. Di algo honesto. Algo
real. Algo vulnerable. Ella no te hará daño. Se preocupa. Le
importa tanto que se desgarra por dentro, y es la cosa más
bonita que jamás hayas visto y si no dices algo ahora, nunca
volverás a tener otra oportunidad como esta.
Pues dilo.
Dilo.
Dile que la quieres.
Abro la boca para hablar.
—Kazimierz sabe que ahora estás conmigo —digo
bruscamente.
Charlotte hace una doble toma, su expresión cabizbaja.
Por dentro, siento lo mismo.
—¿En serio? —pregunta con una vocecita dolida—. ¿Eso es lo
que tienes que decirme ahora mismo?
—Estás en grave peligro, Charlotte —sigo. Me odio por ello,
pero lo digo igual—. Puede que tú no te des cuenta, pero yo sí.
Tengo que asegurarme de que estás protegida.
Suspira. —¿Y cómo vas a hacer eso? —pregunta cansada.
—Voy a acabar con el puto polaco —respondo sin perder el
ritmo.
Me mira implorante. —Lucio…
Rodeo el sofá, dejando un amplio espacio entre los dos
mientras me dirijo a la puerta.
—¿Te vas? —pregunta confundida.
—Tengo cosas que hacer. Estarás a salvo aquí esta noche.
Tengo un equipo de seguridad completo en el recinto.
—Eso no es lo que me preocupa. Yo…
—Tengo que irme.
Puedo ver la decepción en su cara cuando la interrumpo.
Pero no puedo quedarme.
Cometí un montón de errores en las últimas semanas.
Diablos, en los últimos malditos meses.
Pero ahora puedo corregirlas. Puedo arreglar las cosas a mi
manera. A la manera de la mafia.
Primero, tengo que asegurarme de que mi familia está a salvo.
Y eso incluye a Charlotte.
Sé que debería decírselo en la cara. Tengo que tranquilizarla.
Pero las palabras no salen. Están atascadas en el fondo de mi
garganta, atrapadas allí por décadas de cicatrices y represión.
—Lucio —dice con la voz ligeramente temblorosa—. Por
favor…
—¿Qué quieres, Charlotte? —pregunto con más dureza de la
que pretendo.
Se detiene en seco, baja la mirada y veo la derrota en el
encorvamiento de sus hombros.
—Nada —dice ella—. No importa.
Dejarla así no es una buena idea. Lo sé. Mis instintos me
gritan que me quede. Que haga frente a esto.
Pero ignoro esos instintos y me alejo de ella.
No voy a huir.
Tengo un plan.
Y empieza con la mujer que tejió toda esta sórdida red de
mentiras y engaños.
Primero, tengo que encontrarla.
40
CHARLOTTE

Se fue.
Simplemente se marchó.
Exactamente como lo hizo en el funeral de Xander.
Quizá eso estuviera justificado.
¿Pero esto?
Es una bofetada brutal.
Respiro hondo y echo un vistazo a la habitación vacía. Por
primera vez en mi vida, miro las botellas de alcohol que hay
en la barra de Lucio y me planteo beber unas cuantas.
Cualquier cosa con tal de adormecer el dolor que se asienta en
mi pecho.
El funeral fue intenso. Más agotador de lo que jamás hubiera
esperado.
Pero hay más cosas que siento que necesitan ser
desempacadas. Y apenas empecé a arañar la superficie.
Salgo a toda prisa, feliz de distanciarme del olor de Lucio que
perdura en la habitación.
Subo a mi cuarto y cambio el vestido negro de luto por unos
vaqueros y una camiseta. Me cepillo el pelo y bajo a la cocina.
No tengo hambre. De hecho, no tuve apetito en los últimos
días.
Pero cocinar siempre me ayudó a calmarme. Siempre me
ayudó a centrar mis pensamientos.
Lo necesito más que nunca.
Rebusco en la nevera y la despensa y saco algunos
ingredientes. Me decido por un risotto sencillo. Algo sin
sentido. Algo rutinario. Hay calabaza y salvia en el cubo de las
verduras del fondo de la nevera, así que también las cojo.
Estoy cortando la calabaza cuando Enzo aparece en la entrada
de la cocina.
—Hola —dice.
—Enzo —digo, intentando sonreír—. Hola.
—Vine a ver cómo estabas.
Lo miro. —¿Por qué?
—No estoy del todo seguro —dice, parece ligeramente
incómodo—. Instinto, supongo. Pareces alterada.
Respiro hondo. —Los funerales nunca son divertidos.
—Puede que me equivoque —dice con suavidad—, pero no
creo que estés disgustada por el funeral, ¿verdad?
Lo miro y le ofrezco una pequeña sonrisa. —¿Cuándo
empezaste a prestar atención?
Se ríe en voz baja. —Siempre presto atención —dice—. Es mi
trabajo.
—¿Quieres acompañarme? —pregunto—. Estoy haciendo
risotto.
—Mientras no tenga que ayudar.
Me río. —No tienes que hacerlo —le aseguro—. Siéntate ahí y
yo cocinaré. Solo quiero compañía.
—Eso puedo hacerlo —dice Enzo, acercándose y sentándose a
mi lado—. El apoyo moral es mi plato de especialidad.
Sigo cortando la calabaza. —¿Sabes dónde ha ido Lucio? —
aventuro despacio.
Enzo me mira. —Aunque lo supiera, ¿de verdad crees que te
lo diría?
Pongo los ojos en blanco. —Se toman en serio todo esto de la
lealtad, ¿eh?
—Sin ella, no hay nada —responde solemnemente.
Lealtad. Qué palabra tan graciosa.
¿Qué significa eso? ¿Era Xander leal a mí? ¿Yo le fui leal a él?
Cuando me mintió sobre todas sus aventuras, todas sus
folladas a mis espaldas, le creí. Le tomé la palabra.
¿Ese perfume en su camisa? Tuve que contener a una
sospechosa escandalosa, Char.
¿Las bragas de una chica en su coche patrulla? Criminales
locos, ¿qué puedo decir?
¿Toda la noche fuera sin llamarme? Vigilancia de última hora.
Ya sabes cómo van las cosas.
Me tragué todas sus mentiras y nunca hice preguntas.
¿Pero fue por lealtad? ¿O por conveniencia?
En el fondo, supe la verdad desde el principio.
Eso solo lo empeora.
—En eso tienes razón —asiento—. Xander no tenía un hueso
leal en su cuerpo.
Enzo me observa de reojo. —¿Fue una relación larga? —
pregunta.
—Más de lo que debería —admito—. Solo tenía dieciocho
años cuando lo conocí. Y él parecía más grande que la vida,
¿sabes? Me parecía un adulto de verdad. Tenía un
apartamento, un coche, un trabajo. Y no solo un trabajo de
mierda. Uno serio. Uno respetable. Me impresionó sin siquiera
tener que intentarlo.
—Apuesto a que él también lo sabía.
—Los tipos como él siempre lo saben —suspiro—. ¿Sabes qué
es lo peor de todo esto?
—¿Qué?
—Creo que desde el principio supe que era un canalla que no
tenía nada para ofrecerme —admito a regañadientes—. Pero
seguí con él porque era fácil y cómodo. Porque, cuando estaba
con él, me sentía segura.
Enzo me mira. Me escucha con todo su corazón, pero no me
interrumpe. Solo me da espacio y consuelo para que busque la
verdad en mis recuerdos.
—Era una sensación ilusoria de seguridad, lo admito. Pero
había huido de un parque de caravanas lleno de gente basura.
Después de dieciséis años en ese basurero, literalmente
cualquier cosa era una mejora. ‘El baboso’ era en realidad un
gran avance.
Enzo sonríe con simpatía. —Así que lo aguantaste.
—Simplemente hice la vista gorda —confieso—. Fingí. Me
mentí a mí misma.
—¿Por qué fingir? —pregunta Enzo.
No hay rastro de juicio en su tono, pero temo que me esté
juzgando de todos modos.
O quizá tengo miedo de juzgarme a mí misma.
—Porque era estúpida —digo sin rodeos—. Porque en ese
momento quería más seguridad que honestidad. Estaba
dispuesta a mirar hacia otro lado si eso significaba que podía
relajarme un poco.
—¿Valió la pena? —pregunta.
Lo miro fijo, perpleja por la pregunta durante un momento.
—No —respiro finalmente—. No. Supongo que, a la larga, no
valió la pena.
Enzo sonríe con amabilidad. —No pareces muy convencida.
Suspiro. —De alguna retorcida manera, siento que Xander es
el que me metió en todo este lío. Y, sin ese enredo, quizá
nunca hubiera conocido a Lucio ni a Evie.
Enzo alza las cejas. —¿Así que lo que dices es que todo lo que
pasaste vale la pena por ellos?
Suena tan crudo y real cuando lo dice así. No creo estar
preparada para enfrentarme a una verdad tan cruda.
Me concentro en mi calabaza picada.
—No se lo digas a Lucio —me río con amargura.
Enzo sigue mirándome suavemente. —No lo haré —promete
—. Pero quizá tú deberías hacerlo.
—No querrá oírlo.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es verdad —digo encogiéndome de hombros—.
Puede que se preocupe por mí. Por ahora. Pero es imposible
que me quiera a su lado a largo plazo. Es ingenuo de mi parte
creer eso. O esperarlo.
—Pero lo esperas de todos modos, ¿no?
Miro hacia abajo. Me arden las mejillas. —Tampoco se lo
digas a Lucio —murmuro.
—No hay que avergonzarse de exponerse, Charlotte —me dice
Enzo.
—Quizá no —concuerdo—. Pero seguro que puede traer
mucho daño. No creo que pueda pasar por eso.
—Eres un hueso duro de roer —afirma—. Puedes pasar por
cualquier cosa.
—No significa que quiera.
—Tienes que preguntarte si vale la pena correr el riesgo —
dice—. Algunas cosas sí lo valen.
Suspiro y pongo la calabaza en una bandeja antes de meterla
en el horno. —Sabes —le digo, volviéndome hacia él mientras
me limpio las manos en un paño de cocina—, si alguna vez
decides dejar este trabajo, tienes la opción de ser terapeuta
profesional.
Enzo se ríe. —No, gracias. No quiero que me molesten con los
problemas de los demás.
—Vaya, gracias —me río.
—Esto es diferente —dice inmediatamente—. Esto era un
consejo entre amigos.
—¿Amigos? —repito con las cejas levantadas—. ¿Somos
amigos?
—Oh, Dios. No se lo digas a nadie.
Riendo, le doy un puñetazo en el brazo.
Pero no puedo negar que mi corazón se siente un poco menos
agobiado.

M EDIA HORA DESPUÉS , una vez que el risotto absorbió todo el


caldo, nos sentamos a comer.
No tengo hambre, así que solo me sirvo una cucharada
pequeña en el plato.
Tener a Enzo cerca me ayudó a distraerme, pero no mucho.
Cada vez que respiro, vuelvo a pensar en Lucio.
—No estás comiendo —señala Enzo.
—No tengo hambre.
—Estás demasiado delgada, Charlotte —me dice—. Come.
Sonrío. —Suenas como el tipo de madre que me gustaría haber
tenido.
Pone los ojos en blanco. —Esto es lo que me pasa por tratar de
ser un buen tipo. ¡Insultos!
Sonrío y me meto un pequeño bocado de risotto en la boca
solo para hacerlo feliz.
Objetivamente, soy consciente de que sabe increíble. Pero no
consigo disfrutar de los sabores que preparé. Todo se queda en
nada, lastrado por mi estado de ánimo.
—Creo que le importas más de lo que parece, Charlotte —dice
Enzo, rompiendo el prolongado silencio—. Quizá deberías
intentar hablar con él.
Mi ánimo sigue bajo. Es imposible que Enzo lo sepa. Solo
intenta hacerme sentir mejor.
—Te agradezco el consejo, Enzo —le digo—. Pero es
imposible que hablar funcione con nosotros. Los dos somos
testarudos y cabezas calientes. Cada vez que intentamos tener
una conversación, se convierte en una discusión.
—No lo permitas.
Sonrío. —Es más fácil decirlo que hacerlo.
—Mierda —suspira Enzo—. Este risotto es mejor que el que
hacía mi nonni. Tampoco se lo repitas a nadie.
Me sienta bien compartir una risa. Y después, cuando insiste
en ayudarme a fregar los platos, me sienta bien trabajar en
silencio, codo a codo.
Es mi amigo. Y todo el consuelo sin juicios que conlleva esa
palabra es como el aloe en una brutal quemadura de sol.
Le agradezco su compañía.
Pero, mientras guardamos los últimos platos, siento que la
soledad vuelve a invadirme. Solo refuerza los temores que se
han ido acumulando en mi interior desde esta mañana. Todo lo
que me ha llenado de felicidad en los últimos meses, Evie,
Enzo, el chef Santiago, mis aspiraciones culinarias, incluso mi
habitación, está relacionado con Lucio.
Lo que significa que, en el momento en que decida que ha
terminado conmigo, esas cosas y esas personas también se
habrán ido.
Me permití confiar en factores externos y en otras personas.
Caí en el agujero en el que mi madre ha vivido la mayor parte
de su vida.
Necesito salir de esta casa.
Necesito dar un paseo y despejarme.
Pero tengo que hacerlo a escondidas, porque sé que no hay
forma de que Enzo me deje salir del recinto por mi cuenta.
—¿Qué planes tienes para esta noche? —me pregunta Enzo.
—No tengo planes —respondo—. Subiré a mi habitación a
dormir.
Asiente. —Avísame si necesitas algo.
—Gracias, Enzo.
Avanzo y me pongo de puntillas para besarle en la mejilla. Se
queda inmóvil, sorprendido por el gesto.
Pero lo permite.
Se aclara la garganta torpemente cuando me alejo. —Bueno,
vale entonces. Buenas noches —tartamudea.
Sonrío mientras se apresura a salir de la cocina.
—¡Y gracias por la cena! —lanza por encima del hombro.
Limpio las encimeras de la cocina, apago las luces y me cuelo
en el jardín. Llevo aquí el tiempo suficiente para conocer las
salidas secretas del recinto.
Hay un hombre apostado en la puerta cubierta de hiedra por la
que intento escabullirme.
Pero espero a que se vaya a orinar. Entonces, salgo por la
puerta oculta y me adentro en la tranquilidad de las calles.
Tardo varios minutos en darme cuenta de lo que necesito.
Necesito hablar con alguien que sepa exactamente por lo que
estoy pasando. Alguien que entienda la decisión a la que me
enfrento.
Necesito hablar con Vanessa.
Saco mi teléfono y marco su número.
Tarda seis o siete timbres en contestar y, cuando lo hace,
parece que le falta el aire.
—¿Nena?
—Hola, Van. ¿Te encuentras bien? ¿Dónde estás?
—Solo estoy, uh, pasando el rato en mi apartamento, eso es
todo.
—Oh. ¿Puedo ir? —pregunto—. Necesito una amiga ahora
mismo.
Vanessa se ríe ligeramente.
—¿Qué?
—Nada —dice ella—. Solo pienso en todas tus opciones.
—¿Es esa tu manera de decir que no tengo más amigos aparte
de ti?
—Tus palabras, no las mías.
—Perra.
Se ríe otra vez. Esta vez, más fuerte. Pero me doy cuenta de
que aún no me ha dicho que vaya a su apartamento. Y no es
como si pudiera ir allí, de todos modos.
Ahora que lo pienso, no tengo ni idea de dónde vive
actualmente.
—¿Vanessa?
—¿Hmm?
Frunzo el ceño, preguntándome qué le pasa.
Me doy cuenta tarde de que últimamente no estoy muy al día
de su vida. He estado demasiado preocupada con la mía.
—Lo siento, cariño —le digo—. Sé que no he sido muy buena
amiga últimamente.
—Oye, no digas eso. Eres una gran amiga. Solo has estado, ya
sabes, atrapada entre dos grupos mafiosos rivales. Quiero
decir, no es gran cosa.
Sonrío. —Entonces, ¿puedo ir o qué?
—Um, claro.
Arqueo las cejas al escuchar su tibia respuesta. —Vaya, has
tenido suficiente de mí hoy, ¿eh?
—No, no —dice Vanessa rápidamente—. Yo solo… ¿Sabes
qué? Ven aquí. Me encantaría que vinieras.
Algo no va del todo bien. —Vanessa, ¿te pasa algo?
—Te lo explicaré cuando llegues.
No me gusta nada cómo suena eso.
—Para llegar allí, necesitaré saber dónde está tu apartamento
—señalo.
—En realidad, ya lo sabes.
—¿Sí? —pregunto incrédula.
Sé que he estado en mi cabeza estos últimos meses, pero no lo
suficiente como para olvidar si he estado en la nueva casa de
Vanessa.
Vanessa se ríe culposa.
—Sabes dónde está mi nuevo apartamento porque viviste en él
como seis semanas —admite—. Antes de que te mudaras de
nuevo al complejo de Lucio.
—¿Te estás quedando en el apartamento? —pregunto con
asombro.
—Mhmm.
Me quedo paralizada. —¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo? Vanessa,
¿qué coño?
Se ríe alegremente, pero con un deje nervioso. —Como dije, te
lo explicaré cuando llegues.
Compruebo dónde estoy y hago unas rápidas cuentas
mentalmente.
—Estaré allí en unos quince minutos.
—Hasta pronto —dice Vanessa.
Justo antes de colgar, estoy casi segura de que oigo una voz
masculina hablando de fondo.
Pero, antes de que pueda preguntarle si está con alguien, la
línea se corta.
Por lo visto, no soy la única que tiene muchas cosas que hacer.
Solo espero que Vanessa no haya hecho algo estúpido. Con
alguien estúpido.
Giro a la derecha y empiezo a cargar hacia el centro. Espero
que mi amiga tenga más sentido común que yo en los últimos
meses.
41
LUCIO

Aparco ante el elegante y sofisticado edificio del motel de


lujo.
Me enviaron la localización hace media hora. Un número
bloqueado, por supuesto.
Algunas cosas es mejor hacerlas en secreto.
Rechazo al aparcacoches para estacionar. Luego, salgo y sigo
avanzando en rumbo a colisionar con el mismísimo diablo.
Las luces de la habitación están encendidas cuando me acerco
a la puerta.
Llamo dos veces y doy un paso atrás.
Cuando la puerta se abre, Sonya se detiene en seco y me mira
con una sorpresa que se convierte pronto en sospecha.
—¿Qué haces aquí?
Entonces, mira hacia abajo, ve la pistola en mi mano y
palidece.
Sonrío y la empujo para entrar en la habitación.
Parece nerviosa, cierra la puerta de un portazo y se vuelve
hacia mí con su bata rosa.
Está abierta a la altura de la cintura, revelando el sujetador de
encaje y las bragas que lleva debajo.
Definitivamente mantuvo su figura a lo largo de los años.
Pero ya no me genera nada.
Al notar que la miro, se ciñe la bata alrededor del cuerpo y la
sujeta bien con el lazo delantero. Su melena rubia le cuelga de
los hombros.
—¿Qué coño haces aquí, Lucio? —exige—. ¿Y cómo me has
encontrado?
—No eres la única con amigos en las altas esferas —le digo.
Guardo la pistola. No la necesitaré.
Es bueno volver a tener la sartén por el mango.
Echo un vistazo a la habitación. No es grande, pero es lujosa
que te cagas. Apliques dorados sostienen suaves luces ámbar.
Un enorme televisor parpadea suavemente con escenas de vida
submarina. Una cama matrimonial llena de almohadas suaves
como nubes.
No es exactamente lo que hubiera esperado de una informante
del FBI que intenta mantener un perfil bajo.
Por otra parte, Sonya siempre disfrutó de la buena vida.
Me acerco al escritorio y tomo asiento.
—¿Qué se supone que significa eso? —exige.
—Significa que ni siquiera el FBI está exento de filtraciones.
Ella aprieta los dientes. —¿Tienes un informante en el FBI?
—Yo no lo llamaría informante —digo con calma—. Más bien
un amigo en lo alto del escalafón.
—Y él…
—O ella —sugiero con inocencia—. Nunca se sabe.
—¿Él o ella te dio mi ubicación?
—Bueno, la pedí muy amablemente.
Se toma un momento para serenarse.
Es increíble de ver, en realidad. Realmente espeluznante.
Su transformación de nerviosa y confusa a controlada y
calculadora.
Incluso su lenguaje corporal cambia. Es un poco más alta, se
mueve con más sensualidad. Parece mucho menos preocupada
por la cantidad de piel que deja al descubierto con su fina bata.
Veo en lo que caí hace tantos años.
En lo que Kazimierz debe haber caído.
Pero solo ahora me doy cuenta de lo que hay debajo de toda
esa belleza y aplomo.
Ni una puta cosa.
Solo una desagradable, desesperada y arañadora bruja de
mujer.
Una cáscara de humano.
Un corazón ennegrecido y arrugado, que bombea odio en lugar
de sangre.
—¿Qué quieres? —grazna.
—Estoy aquí porque me debes algo.
Me mira con los ojos entrecerrados. —¿Yo te debo? —repite
—. Creo que tienes una idea muy retorcida de cómo
funcionarán las cosas, cariño.
—Me robaste a mi hija —señalo—. Luego me la tiraste
encima solo para poder arrebatármela de nuevo e intentar
llevarte a mi mafia en el mismo maldito movimiento. También
me disparaste. Parece que me debes mucho, Sonya.
—A los hombres como tú hay que encerrarlos —gruñe con
malicia.
—Y vas a ser tú quien me encierre, ¿es eso?.
Se encoge de hombros, como si no significara nada para ella.
Incluso cuando sé que es todo lo contrario.
—Te di a elegir.
—Vaya puta elección —retumbo—. ¿Dejarlo todo y huir del
país?
—Con Evie —añade con fiereza—. Estaba dispuesta a darte a
nuestra hija. Pero aparentemente ella no es suficiente para ti.
Me río con sorna. —¿Y qué? ¿Esa es tu justificación para
hacer todo esto? —pregunto.
Me pongo en pie y la miro con frialdad. Desde aquí arriba no
parece tan equilibrada y perfecta.
Parece asustada, de hecho.
Continúo: —¿Crees que porque no renuncio a la Familia
significa que no la quiero?
—No tienes ni idea de lo que es el amor —me espeta Sonya.
Sacudo la cabeza. —Sonya, Sonya, Sonya. Nunca entendiste
la Familia. Nunca entendiste la Vida. Probablemente por eso
nunca encajaste en ella.
Sus ojos son rendijas furiosas. Sus manos están torcidas en
forma de garras, con esas uñas rojas como la sangre brillando
a la luz de la lampara. —Nunca encajé porque nunca me
hiciste sitio.
—Mentira —respondo con calma—. Querías que mi mundo
girara a tu alrededor. No te interesaba ser mi compañera.
Querías ser la reina. Y, si no conseguías lo que querías, cogías
rabietas. Una niña malcriada y podrida, eso es lo que eres. Eso
es todo lo que siempre quisiste ser.
—¿Estás diciendo que me querías? —pregunta desafiante—.
¿Estás diciendo que todo estaba en mi cabeza?
Pregunta despreocupadamente. Como si ya no invirtiera nada
de su corazón en las ruinas de nuestro jodido matrimonio.
Pero puedo ver la esperanza tras su expresión meticulosamente
cuidada.
Veo cuánto necesita escuchar mi respuesta.
—Intenté que fueras mi prioridad, Sonya —digo en voz baja
—. Pero tenía un deber con la Familia que tú nunca entendiste.
Te lo habría dado todo. Te habría tratado como a una reina.
Pero eras demasiado ciega y egoísta para ver que incluso las
reinas tienen que hacer su parte.
Me estrecha los ojos.
—Entonces, ¿te amé? —musito—. No. Creo que nunca te
quise como se suponía que debía hacerlo. Y quizá en ese
sentido tuviste razón al irte.
Me mira asombrada.
Todavía está procesando mis palabras cuando acorto la
distancia que queda entre nosotros. Sigue siendo tan hermosa
como la recordaba. Pero su belleza perdió el atractivo para mí.
Ahora no es más que un recuerdo de mi pasado.
Y los sentimientos relacionados con ella son huecos, crudos.
Podridos por viejos remordimientos que ya no puedo arreglar.
—Vine porque necesito algo de ti.
Su expresión vuelve a ser de sospecha.
—¿Qué?
—Necesito que me digas dónde está Kazimierz.
—¿Quieres matarlo?
—Cruzó una línea. Amenazó a alguien a quien amo. Eso no lo
puedo soportar.
—La chica. La amas —adivina Sonya. Es mitad sorpresa,
mitad acusación—. La niñera.
—Se llama Charlotte —ofrezco en voz baja.
El nombre flota en el aire entre nosotros. Los ojos de Sonya no
delatan su emoción, pero su cuerpo sí.
Está tensa, como una leona justo antes de saltar a matar.
—Y sí. La amo.
Ahí está.
Las palabras que no pude decirle a la cara de Charlotte.
—No puedo ayudarte.
—¿No puedes? —pregunto secamente—. ¿O no quieres?
Su mandíbula se endurece. —La información del FBI es
clasificada, a pesar de lo que tu ‘filtrador’ parece creer. No
puedo entregarla así como así. Especialmente al jefe de una
banda mafiosa rival.
—Solo dime dónde está Kazimierz. Esa es toda la información
que necesito.
—¿Qué vas a hacer? —insiste—. ¿Irrumpir como acabas de
hacer conmigo y volarle los sesos?
—Estaba pensando en una muerte lenta y dolorosa en su lugar.
Pero ya me entiendes. Solo dime dónde va a estar.
—Él sabrá que fui yo. Me mataría si descubriera que hablé.
—Y yo te mataré si no lo haces.
Con eso, estoy sobre ella demasiado rápido para que
reaccione.
Una mano encuentra su garganta.
La levanto.
La inmovilizo con un fuerte golpe contra la pared.
Por primera vez desde que entré, parece realmente
aterrorizada.
Eso me hace preguntarme: ¿cómo pensó ella que iría esto?
Todos estos largos años desde que desapareció, todas esas
noches… Debió de quedarse despierta hasta tarde, mirando el
techo oscurecido y soñando con hacerme sufrir.
¿Se imaginaba un momento así? ¿Con todos sus planes
saliendo mal?
Tiene los ojos muy abiertos y me araña las muñecas con las
uñas, pero no la suelto.
—¿Matarías a la madre de tu hija? —se le escapa.
Le rodeo el cuello con más fuerza. —Sin ninguna puta duda
—siseo—. ¿Quieres ponerme a prueba y averiguarlo? Te
advierto que no te gustará el resultado.
Se queda sin habla.
Mirándome como si no pudiera reconocerme.
—Soy la madre de Evie —ronca de nuevo. Su rostro palidece
rápidamente.
—No —corrijo con veneno—. Una madre ama. Una madre
cuida. Una madre protege. Lo que tú eres es una amenaza.
Para Evie, para Charlotte y para mí. Matarte es una
misericordia para la niña que merece algo mejor que tú.
—No lo harías —dice en voz baja.
Pero no está segura.
Y esa pequeña semilla de duda es todo lo que necesito.
Me inclino un poco más para insistir.
—Esto es lo que nunca entendiste de mí —le digo—. Por eso
no puedo alejarme de la Familia. Por eso nunca me alejaré de
Evie o Charlotte. Cuido de los míos. Protejo a la gente que me
importa. Maté a mi propio padre para proteger a mi madre. Y
te mataré si eso se traduce en mantener a Charlotte y Evie a
salvo.
Los ojos de Sonya se abren de par en par al asimilar mis
palabras.
—¿Tú… tú hiciste qué?
Los recuerdos afloran en mi mente.
—Era un monstruo —mi tono de voz es vacío—. Lo vi
atormentar a mi madre durante décadas. La destrozó. Nunca
volverá a ser la misma por culpa de lo que él le hizo. Lo único
que lamento es no haberle matado antes.
Sonya sacude la cabeza como si no pudiera creerlo.
A decir verdad, yo tampoco. Todo parece una pesadilla lejana,
apenas recordada.
Escuchar su voz levantada en su despacho una noche.
Arrastrándose por el pasillo.
La dura bofetada que le dio a mi madre, mientras yo miraba
por la rendija de la puerta.
Durante trece años, lo vi hacer esto. Golpear, herir, gritar y
menospreciarnos.
Pero ahora era un hombre. O lo suficientemente cerca de un
hombre para finalmente hacer algo al respecto.
Me arrastré detrás de ellos, de mi madre y mi padre, mientras
discutían.
Mientras ella gritaba.
Mientras él la golpeaba una y otra vez.
Cogí el cuchillo ceremonial que guardaba en su escritorio.
Lo desenfundé. Caminé hacia él.
Le di un golpecito en el hombro.
—Papá… —dije con voz temblorosa, y quebrada por la furia.
Se giró.
Me vio. Entendió de inmediato.
Pero ya era demasiado tarde. Todos sus pecados habían vuelto
a escupirle en la cara.
Y, cuando le enterré el cuchillo en el pecho, me aseguré de que
me mirara a los ojos…
Así sabría exactamente quién lo enviaba a casa, al infierno.
Veinte años después, esa misma furia sigue corriendo por mis
venas.
Pero cambió. Se transformó. Ya no es tan caliente, fundida y
vengativa.
Ahora, está llena de amor.
—Como dije, haré lo que sea, y me refiero a cualquier maldita
cosa, para asegurarme de que mi familia esté a salvo.
Mis dedos aprietan más su garganta y ella empieza a arañar
mis muñecas con más fuerza. Se le corta el aire.
—Tienes que tomar una decisión, Sonya —le digo—. Y tienes
diez segundos antes de perder el conocimiento para tomarla.
Me da un golpecito en la muñeca y asiente, con los ojos muy
abiertos por el miedo.
Supongo que eso es un sí.
La suelto.
Se desploma en el suelo al instante. Jadea y tiene arcadas; se
agarra la garganta y respira agitadamente.
Me acerco al escritorio, abro un cajón y encuentro un bloc de
notas y un bolígrafo. Los saco y los pongo sobre la mesa.
—Anota todos los sitios en los que sepas que estará ese cabrón
—ordeno.
Se levanta temblorosa y camina lentamente hacia la mesa.
—Cuando acabes, quizá quieras ponerte en contacto con tus
superiores en el FBI le —digo—. Diles que te lleven lo más
lejos posible de esta ciudad.
Se sienta, pero se niega a mirarme mientras coge el bolígrafo.
—Oh, ¿y Sonya?
Se estremece, pero sé que está escuchando.
—Un consejo —continúo—. No vuelvas nunca.
42
CHARLOTTE

Es extraño subir los familiares escalones del apartamento.


Los subo de dos en dos. El corazón martillea con fuerza contra
mi pecho. Tengo muchas preguntas en la cabeza.
Pero también quiero que Vanessa me ofrezca voluntariamente
las respuestas. Quiero que ella quiera decírmelo.
Llamo a la puerta. Se abre de inmediato.
Vanessa está de pie al otro lado, con unos diminutos
pantalones cortos y una camiseta demasiado grande. Lleva el
pelo suelto y las mejillas sonrojadas.
Está preciosa.
Pero diferente.
¿Por qué parece tan diferente?
Es la camiseta, me doy cuenta con un sobresalto.
Nunca le gustó nada de gran tamaño. Se parece más a mí.
Vanessa siempre creyó en alardear de sus bienes en todo
momento. —Bonito conjunto —comento con una sonrisa
cómplice.
Se encoge de hombros. —Pensé en probar algo diferente.
Pasa.
Entro y miro a mi alrededor. Está exactamente como lo dejé.
Es decir, si lo hubiera dejado como un puto desastre.
Hay mierda por todas partes. Como si una serie de explosiones
hubieran estallado en algún momento del pasado reciente.
Revistas por toda la mesa. Ropa por todas partes. Incluso las
encimeras de la cocina tienen un montón de todo tipo de
basura, ninguna de las cuales pertenece realmente a una
encimera de cocina.
—Jesús, Vanessa —digo, mirando a mi alrededor—. ¿Alguna
vez has oído hablar de limpiar lo que ensucias?
Se encoge de hombros. —Me gusta el desorden.
—Había olvidado lo cerda que eres —digo riendo y con una
mueca.
Pone los ojos en blanco. —Y yo que había olvidado lo
maniática del orden que eres.
—Lo dices como si fuera algo malo.
—No está mal —reconoce—. Pero es muy molesto. Tienes
suerte de que te aguante.
Me levanta el ánimo al instante. Esto es lo que busco. La
charla cómoda y familiar. Una conversación con una amiga
que lo entiende. Que me entiende.
—Pedí pizza —añade con un guiño—. Una grande de
pepperoni y una extra grande especial para amantes de la
carne. Espero que tengas hambre.
—Vas a tener sobras para días.
—Chica, si crees que esas pizzas van a vivir para ver la
mañana, tengo un puente en Brooklyn que venderte.
—Tú y yo no seremos capaces de comernos dos pizzas enteras
de una sentada —le digo.
Espero que me responda con algún comentario gracioso, pero
no lo hace. Me dedica una sospechosa sonrisa de culpabilidad
y empieza a recoger la encimera.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto.
—Limpiando —responde avergonzada.
Frunzo el ceño. —Acabamos de establecer que te gusta el
desorden, ¿verdad? ¿Estoy alucinando?
Me mira cuando me acerco al otro lado del estrecho mostrador
para mirarla.
—Sí, bueno, tal vez estoy tratando de ser más adulta —ofrece.
—¿Desde cuándo?
—Desde…
Oigo el sonido de una descarga en el baño. Vanessa también lo
oye, porque se interrumpe a mitad de frase.
—Alguien está aquí.
—Sí —confirma vagamente.
—¿Interrumpo algo?
—No, en absoluto —dice ella—. Íbamos a sentarnos a cenar
juntos, eso es todo. Puedes unirte a nosotros.
—¿Nosotros? —repito—. ¿Desde cuándo hay un ‘nosotros’?
—Ya sabes lo que quiero decir —dice, todavía un poco vaga y
rara y a la defensiva—. Solo estaba cenando con un amigo.
—¿Un amigo varón? —pregunto suspicaz.
—Puedo tener amigos varones, ¿no?
Pongo los ojos en blanco. —¿Cuándo lo has hecho?
—Estoy probando algo nuevo, ¿vale?
Entrecierro los ojos y la miro. —Dios mío. Realmente te gusta
este tipo.
—No —replica ella, lo que obviamente confirma mis
sospechas de inmediato.
Una puerta se abre y se cierra. Se oyen pasos.
Este amigo varón aún no especificado está a punto de salir del
dormitorio.
Tres, dos, uno…
Se me cae la mandíbula al suelo.
—¿Adriano?
Me sonríe tímidamente al salir.
—Hola, chica Charlie —dice.
Entonces se le borra la sonrisa de la cara, como si acabara de
darse cuenta de algo.
—¿Se supone que estés fuera del recinto? —pregunta—.
¿Sabe Lucio que estás aquí?
—Cálmate. No estás en posición de hacerme preguntas —digo
con firmeza mientras miro entre los dos—. Más vale que
alguien empiece a explicar cosas deprisa. ¿Cuánto tiempo
lleva pasando esto?
Vanessa suelta una carcajada que suena demasiado forzada. —
Cree que estamos saliendo o algo así.
La sonrisa de Adriano es un poco más natural, pero sin duda
sigue siendo reservada. —Solo somos amigos —dice
convencido.
Sí, claro, y yo soy la Reina de Inglaterra.
—‘Amigos’ —repito, volviéndome hacia Vanesa—. Si es así,
¿por qué no me hablaste antes de esa supuesta ‘amistad’?
—Porque tenías muchas cosas entre manos —ofrece Vanessa,
se encoge de hombros—. Simplemente no pensé que fuera
muy relevante. O importante.
Sin embargo, en cuanto termina de hablar, mira a Adriano
como si estuviera nerviosa de que la malinterpretara. No capto
su expresión, pero el lenguaje corporal es inconfundible.
No nací ayer.
—¿Y qué hay de ti, Adriano? —pregunto con inocencia,
volviendo mi atención hacia él.
—Uh… ¿lo mismo?
Pongo los ojos en blanco y me acerco al sofá. Vanessa y
Adriano me siguen. Vanessa se sienta en el sofá a mi lado y
Adriano elige el pequeño asiento de una plaza adyacente a los
dos.
—Charlotte —dice Adriano, todo negocios de repente—.
“¿Qué estás haciendo aquí?
—Ni hablar —digo, negando con la cabeza—. Tú primero.
¿Qué haces aquí?
Suspira. —Vanessa y yo estuvimos en contacto —admite—. Y,
cuando volvió a la ciudad, necesitaba ayuda. Así que la ayudé.
—Nos hicimos amigos —dice Vanessa, encogiéndose
ligeramente de hombros—. Eso es todo. Fin de la historia.
Está siendo bastante casual al respecto.
Pero conozco a Vanessa.
Le gusta Adriano, probablemente más de lo que está dispuesta
a admitir, incluso a sí misma.
—Después de que te mudaste de nuevo al complejo, este
apartamento estaba sin uso —dice Adriano—. Y, como
Vanessa necesitaba un lugar donde quedarse, pensé, ¿por qué
no?
—¿Lo sabe Lucio?
Adriano hace una pausa. —Me ocupo de muchos de los bienes
inmuebles de la Familia y de la gestión de los pisos francos.
No necesito consultarlo primero con Lucio. Él confía en mi
criterio.
Resoplo. —Eso es un no rotundo.
Reprime una carcajada. —Basta de preguntas. Tu turno.
Ahora me toca a mí suspirar. —Necesitaba salir del recinto —
les digo—. Lucio y yo tuvimos otra pelea.
—¡Jesús! —exclama Vanessa—. ¿Otra más?
—Aparentemente, esa es nuestra configuración por defecto —
admito—. Cada vez que creo que hemos doblado una esquina,
pasa algo y acabamos enfrentados de nuevo. Quizá sea culpa
mía.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta Vanessa.
Me encojo de hombros. —Por suponer que tenemos un futuro
juntos —digo, forzando las palabras. Saben amargas, como
esperaba que supieran—. Ahora está bastante claro que no lo
tenemos.
Noto que Adriano y Vanessa intercambian una mirada.
—¿Por qué? —pregunta.
—Solo soy una distracción para él —digo, dando voz a mi
miedo más profundo y oscuro—. Era conveniente tenerme
cerca durante un tiempo. Pero pronto ya no me necesitará.
—¿Eso es lo que piensas? —pregunta Adriano.
—Vamos —le digo—. ¿Realmente nos ves a Lucio y a mí
juntos a largo plazo?
Adriano reflexiona un momento.
—Seré sincero —dice—. Al principio, no. La forma en que
entraron en la vida del otro fue… Digamos ‘poco
convencional’.
Me burlo. —Es una forma de decirlo.
Adriano sonríe. —Lo que quiero decir es que, con el paso del
tiempo, me di cuenta de que significabas mucho más para él
de lo que incluso él entendía.
—Lo dices por decir.
—Nunca dice nada por decir —insiste Vanessa.
—Hablo en serio —dice Adriano con seguridad—. Está
dispuesto a todo para protegerte. Y, cuando se enteró de que
trabajabas con los polacos… bueno, se volvió un desastre.
—¿Sí?
—En el único sentido en que Lucio puede ser un desastre,
como un adolescente hormonado. Se volvió más callado, más
melancólico, más retraído. Estaba ciertamente enfadado la
mayor parte del tiempo. Pero te mantenía cerca. Una traición
como esa debería haber traído serias consecuencias, no solo te
dejaría ir. Pero en lugar de eso, te dejó en este apartamento.
—Que, por si lo has olvidado, era más bien una celda de
prisión con seguridad las veinticuatro horas del día —le
recuerdo.
—Dijo que era porque no confiaba en ti. Pero creo que era
porque solo quería verte.
—¿Verme? —pregunto—. No me vio ni una sola vez en todas
las semanas que viví aquí.
Adriano me dedica una pequeña sonrisa. —Había cámaras,
Charlotte.
—¡Te lo dije! —Vanessa cacarea triunfante.
—¿Cámaras? —exclamo—. ¡Esa es una completa violación de
mi privacidad!
—Háblalo con el jefe —dice—. No fue mi decisión.
Entorno los ojos hacia él. —Como si tú hubieras hecho algo
diferente.
Se ríe. —Buen punto.
Vanessa se vuelve hacia él con repentina suspicacia. —Espera,
¿todavía están puestas las cámaras?
La inocente ingenuidad de Adriano es quizá demasiado
convincente. —No lo creo.
—¿No lo crees? —repite furiosa.
En ese preciso momento suena el timbre. Adriano se levanta
de un salto para contestar. —Bueno, ¡qué cosas! Llegó la
pizza.
—¡Vuelve aquí, tarado! Quiero una respuesta directa —le grita
Vanessa.
La ignora por completo y abre la puerta. Le paga al repartidor
y trae las dos grandes cajas de pizza. El aroma a queso recién
horneado recorre el pequeño apartamento.
Mi estómago ruge como un oso pardo.
Aparentemente, mi apetito está empezando a volver.
Adriano se reúne con nosotras alrededor de la mesa de café,
pero Vanessa no olvidó el pequeño comentario de hace un rato.
—Adriano —gruñe con voz peligrosa—, ¿todavía están las
cámaras?
Le sonríe culpable. —Puede que haya dejado una o dos —
confiesa—. Por seguridad.
—¡Cabrón! —grita ella, cogiendo el cojín contra el que está
apoyada y arrojándoselo.
Lo coge fácilmente y se ríe.
—¿Qué? —pregunta—. Es por tu propia seguridad.
—¡Dios mío… ando desnuda cuando no hay nadie! —jadea de
repente. Entierra la cara entre las manos y gime.
Esta vez, yo también me echo a reír.
La tensión de mi pecho parece disiparse ligeramente. Adriano
me ofrece la caja y cojo un buen trozo de pizza. La masa es
fina y crujiente y el pepperoni tiene un delicioso toque umami.
La pizza no puede resolverlo todo.
Pero, por Dios, puede intentarlo.
—Esta pizza viene del cielo —suspiro mientras mastico—.
Hecha a mano por ángeles. Horneada por los dioses.
—Estoy bastante seguro de que el Infierno es el lugar de los
hornos de leña —bromea Adriano—. No el Cielo.
—De donde sea que la envíen, me la quedo.
Vanessa sigue con el tema de las cámaras. —Tienes suerte de
que tenga hambre —amenaza—. Pero después de cenar puedes
apostar a que te parto la cara.
Adriano no parece muy preocupado. Parece bastante
emocionado, en realidad.
Tengo la sensación de que “patearle el culo” podría
transformarse en otra cosa muy rápidamente.
—Haz lo que puedas —dice.
—Y quiero que quiten esas cámaras.
Suspira. —Tus deseos son órdenes. Ahora, ¿podemos tener
una buena cena, por favor? —pregunta, tomando un gran
bocado de pizza—. Tenemos una invitada, después de todo.
Vanessa le lanza una mirada extra larga antes de volver a
centrar su atención en mí.
—Ignoremos al imbécil —suelta—. ¿Qué decías?
—Oh, ya casi no me acuerdo.
Eso no es del todo cierto. Durante un breve y hermoso
momento, me olvidé de todo lo demás en el mundo excepto
del siguiente bocado de delicioso queso.
Pero, como todas las cosas, tarde o temprano se acaba.
Y te quedas justo donde empezaste.
—¿Dónde está Lucio ahora? —pregunta.
Con la boca llena boca de queso y marinara, murmuro: —
Fuera, creo. No me dijo a dónde iba. Solo peleamos y, por
supuesto, se fue. Como siempre hace.
—Ustedes dos solo tienen que hablar las cosas —sugiere
Vanessa.
—No hay nada de qué hablar, Van —suspiro—. Él es el jefe, y
yo soy una mierda, no sé lo que soy. Quizá Sonya tenía razón.
Tal vez solo soy su juguete. Una calentadora de camas
temporal.
—No creo que sea verdad —murmura Adriano con la boca
llena, devorando ya su segundo trozo de pizza—. Es solo que
Lucio nunca fue bueno mostrando sus verdaderos
sentimientos. No creo que le guste ser tan vulnerable. Con
nadie.
—No me digas —le digo—. Me manda como si fuera uno de
sus hombres.
—El control es la forma en que muestra afecto.
Miro a Adriano con los ojos en blanco. —Qué encantador
rasgo de personalidad.
Ríe entre dientes. —Sé que no tiene sentido, pero lo digo en
serio. En su mente, piensa que controlarte podría mantenerte
viva más tiempo. Especialmente, dada la mierda en la que te
metiste con Kazimierz. Tienes que admitir que eres un poco
imprevisible, chiquilla.
—Te vio llorar durante días por tu exnovio —añade Vanessa
con simpatía—. Eso no debe haber sido fácil para él.
Me tomo un momento para reflexionar sobre ello.
Tienen razón.
Algo así.
Pero ¿por qué no pueden ver que las lágrimas que derramé por
Xander eran así? Él tiene un lugar en mi corazón, por
supuesto. Siempre lo tendrá.
Pero ni de lejos tan importante como el lugar que ocupa Lucio.
—Traté de explicarle que el hecho de estar de luto por Xander
no significa que aún lo ame.
—Dime esto: ¿qué sentiste cuando viste a Sonya? —me
pregunta Adriano.
Mi respuesta es obvia: —Una inseguridad que te cagas.
—Bien. Y si Sonya muere mañana y Lucio está devastado por
ello, ¿qué asumirías?
Maldita sea. La verdad realmente duele.
Cuanto más hablan, más tonta me siento.
Intento protestar de todos modos. Pero, cada segundo que
pasa, me siento menos enfadada.
Cada vez menos justificada.
Por supuesto, quiero que Lucio entienda por lo que estoy
pasando. Que esté conmigo.
Su apoyo es muy importante para mí.
Pero tengo que encontrarme con él a mitad de camino.
No lee la mente.
Y yo no siempre soy un libro abierto.
—Xander y yo éramos horribles juntos —digo—. Él se
quedaba conmigo porque sabía que yo aguantaría cualquier
cosa y yo me quedaba con él porque era mejor que estar sola.
No estábamos enamorados. Dudo que alguna vez lo
estuviéramos.
—¿Y Lucio? —pregunta Vanessa—. ¿Qué sientes por Lucio?
Hago una pausa.
Empiezo a darme cuenta de lo que siento exactamente por
Lucio… pero me cuesta sacar las palabras.
Y, desde luego, no quiero que Vanessa y Adriano sean los
primeros en enterarse de la pura verdad sobre mis sentimientos
por ese hombre.
—¿Hay vino? —pregunto bruscamente.
—¿Desde cuándo bebes? —pregunta Vanessa asombrada.
—Desde que mi vida se convirtió en un desastre —respondo.
—¡Si la chica quiere beber, que beba! —dice Adriano mientras
se levanta—. Además, tengo una buena botella en el bar. Te
encantará. Es francés.
En la cocina, abre una botella de vino y nos sirve un vaso a
cada uno, riéndose entre dientes como si acabara de hacer el
chiste más gracioso del mundo.
Cuando vuelve a entrar y me lo da, bebo un sorbo con la nariz
arrugada por el sabor desconocido.
—Te irá gustando —me asegura Adriano.
—Supongo que te tomaré la palabra.
Me encojo de hombros y bebo otro sorbo. Spoiler: no es
mucho mejor que el primero. Me sirvo un segundo trozo de
pizza.
La conversación deriva hacia otro tema. No me molesta el
respiro de pensar en todos mis problemas.
Mientras como, escucho a Adriano y Vanessa discutir sobre
alguna tontería relacionada con el apartamento. La energía
entre ellos está impregnada de afecto.
Me doy cuenta de que Xander y yo no discutíamos cuando
estábamos juntos.
Solía pensar que eso era algo bueno.
Pero ahora empiezo a ver que quizá no discutíamos porque en
realidad no nos importaba.
Quizá el odio y el amor, la ira y la pasión estén anudados.
Diferentes caras de la misma moneda. Diferentes líneas de la
misma canción.
Pensé que despreciaba a Lucio cuando lo conocí.
Ahora es algo totalmente distinto. Algo más grande. Algo más
profundo.
Lo echo de menos. Incluso cuando estoy molesta con él, lo
echo de menos.
Ya no hay remedio.
Quizá Vanessa tenga razón.
Quizá sea hora de dejar de lado los juegos de una vez por
todas, sentarme y hablar con él.
Decirle lo que siento de verdad.
Ponerle nombre a lo que seamos.
A lo que sentimos.
Solo pensarlo me llena de temor y miedo.
Pero quizá valga la pena correr este riesgo.
43
LUCIO
LA MANSIÓN MAZZEO

—¿Dónde coño está? —exijo.


Giovanni y Stefano intercambian una mirada nerviosa.
—Pillamos unas imágenes de seguridad de ella colándose en el
jardín —admite Giovanni—. Creo que…
—¿Qué crees? —escupo.
Giovanni traga saliva. La nuez de Adán sube y baja por su
garganta. —… Creo que salió del recinto.
—Me estás tomando el pelo —estoy rebosante de frustración.
—Ella conoce los entresijos de por aquí, jefe —añade Stefano,
muy poco útil—. Sabía cómo salir sin ser detectada.
—¿Qué pasó con ‘mantener las cosas bajo control’? —siseo
—. ¿Qué pasó con ‘nada de fugas’? Creí que siempre había un
hombre apostado en la puta entrada oeste.
—Se escabulló durante su descanso para ir al baño.
—Maldita sea —gruño—. Esto es jodidamente perfecto.
—Podemos rastrear su teléfono, jefe —sugiere Giovanni.
—No se molesten. Puedo hacerlo yo mismo —digo,
haciéndoles un gesto con la mano para que se vayan—.
Lárguense. Los dos.
Salen corriendo tan rápido como pueden. Estoy lívido.
¿Le doy la espalda durante dos putos minutos y ella huye de la
casa?
Cada vez que me digo a mí mismo que no vamos a pelear, ella
hace algo exasperante y me enfurece de nuevo.
Cojo el móvil para seguirla. Después de unas cuantas
pulsaciones, localizo su posición actual.
Muestra que está aquí, en el recinto.
De hecho, muestra que está en la misma habitación que yo.
Eso no tiene ningún puto sentido.
Esta cosa tiene una precisión de dos metros. Así que, o estaba
tan molesta como para dejar su teléfono en mi oficina como
burla, o…
—Déjame adivinar —dice Charlotte desde donde está parada
en la puerta—. ¿Estabas a punto de ir a buscarme para
patearme el culo?
Me doy vuelta para mirarla. —Estaría justificado si lo hiciera.
Se encoge de hombros. —Solo necesitaba un respiro.
—No es seguro para ti ahí fuera.
—Corrí el riesgo.
Acorto la distancia entre nosotros para ponerme justo en su
cara. —No puedes correr esos riesgos sin mi puto permiso.
Me mira fijamente, con la barbilla levantada con rebeldía. —
No soy un perro amaestrado, Lucio. No soy tu empleada. No
soy tu novia. No soy tu mujer. A decir verdad, no soy nada
tuyo. Así que no tienes derecho a decirme lo que puedo y no
puedo hacer.
—¿Quieres apostar?
Sus ojos brillan, pero me doy cuenta de que intenta
desesperadamente mantener la calma. Lástima que sepa
exactamente qué botones apretar.
—He vuelto, ¿no? —señala—. Y no pasó nada.
—Eso te hace afortunada —digo—. No inteligente.
Suspira. No es la reacción que esperaba.
Quería furia. Fuegos artificiales. Esas emociones tan
características en las que siempre puedo confiar.
¿Esto? ¿La mierda que está haciendo ahora?
Me desconcierta.
—No vine a buscarte para discutir más. ¿Podemos hablar? —
pregunta en voz baja—. Sin discutir, ni pelear, ni gritar. Solo
hablar.
Todavía estoy burbujeando con demasiados sentimientos para
nombrarlos. —Eso es un poco difícil cuando sigues haciendo
estupideces que te he dicho que no hagas.
—No viviré mi vida en una burbuja —me dice con calma—.
No estaré atrapada.
—¡Esto no es un puto juego, Charlotte! —exploto—.
Kazimierz es muy real y peligroso. Si te pone las manos
encima…
—¿Y eso te importa? —interrumpe.
¿Cómo?
La miro con incredulidad. —Yo… joder, claro que me
importa.
—¿Por qué?
El tono de su voz es inocente.
El contenido de su pregunta es exactamente lo contrario.
No sé qué decir. El calor de la discusión se disipó de
inmediato.
En su lugar queda… otra cosa.
Algo palpitante y delicado entre nosotros.
—¿Por qué qué? —pregunto, aunque sea una estupidez.
—¿Por qué te importa? —repite—. ¿Qué soy yo para ti,
Lucio?
Solo puedo mirarla, completamente sorprendido por la
pregunta.
Quizá debería haberla visto venir.
Pero, tonto de mí, estuve demasiado pendiente de su seguridad
como para plantearme que pudiera estar insegura sobre nuestra
relación.
—¿Ves? —dice, como confirmando lo que ya sabe—. No
tienes ni idea de lo que soy para ti. Lo que probablemente
significa que soy tan prescindible para ti como lo era para
Xander.
Entrecierro los ojos. —No me compares con ese bastardo.
—Tienes razón sobre él —dice simplemente—. No es como si
no lo supiera.
—¿Entonces por qué llorarlo como lo hiciste? —rujo, incapaz
de contenerlo por más tiempo—. ¡Lloraste hasta dormirte por
ese maldito cerdo traidor!
De nuevo, no explota como hubiera imaginado.
Sus ojos están profundos y lúgubres, sí.
Pero, sobre todo, están tranquilos.
—Porque —dice—, durante mucho tiempo, él fue todo lo que
tuve. Y sí, hay que reconocer que no era gran cosa. Pero lo
fue.
—¿Hablas en serio?
Empieza a pasearse por la habitación. Ni siquiera camina hacia
mí, solo de un lado a otro, como si necesitara expulsar de
algún modo toda la frustración contenida.
Conozco esa maldita sensación.
—¿Sabes lo que es crecer sin nadie, Lucio? —pregunta—.
¿Sabes lo que es creer que tu padre se fue porque no quería
saber nada ni siquiera de la idea de ti? ¿Sabes lo que es tener
una madre que prefiere pasar el tiempo tirándose a un montón
de vagos inútiles y alcohólicos que sacar tiempo para tener una
conversación con su propia puta hija?
Va y viene por la oficina.
Como un tigre enjaulado.
—Pasaba mis cumpleaños sola en mi pequeña litera con las
cortinas echadas alrededor. Pero aun así, no ahogaba el sonido
de ella follando con un extraño al azar en el sofá. Un
asqueroso que conoció el día anterior.
Me quedo quieto y observo. Me quedo quieto y escucho.
No muevo ni un músculo.
—No tenía amigos porque ninguna de las otras madres dejaba
que sus hijos salieran conmigo. Pensaban que mi madre era
una mala influencia y por lo tanto yo estaba contaminada por
asociación. Vivíamos en un puto parque de caravanas, Lucio.
¿Sabes lo mala que tiene que ser la reputación de alguien para
convertirlo en un paria en un parque de caravanas?
Sus ojos están desorbitados por los viejos recuerdos y el dolor
reciente.
Las palabras salen de su boca tan deprisa que me pregunto
cuánto tiempo habrá guardado todo eso en su interior.
Sigue caminando, con el pelo revoloteándole alrededor del
cuello cada vez que se gira. Pero, incluso en su estado de ira,
frustración y casi histeria…
Se ve jodidamente magnífica.
—Porque, por supuesto, mi madre no follaba con extraños al
azar. No exclusivamente, al menos. También se follaba a la
mayoría de los hombres que vivían en las caravanas vecinas. Y
no le importaba una mierda si tenían esposas o novias. Se los
follaba porque necesitaba reparar una gotera o desatascar un
desagüe. A sus ojos, era un intercambio digno. Su dignidad a
cambio de una pizca de comodidad.
Hay lágrimas brillando en sus ojos, pero las disimula, se niega
a dejarlas caer.
—Solía pensar que encontraría a mi familia en otra parte. Pero
no todo el mundo está hecho para tener una familia. Y, cuando
me di cuenta, me dije que no pasaba nada. Que yo estaba bien.
Pero ¿sabes qué? Creo que nunca lo acepté realmente.
Probablemente por eso me aferré tanto a Evie y a ti. Y quizá
sea mi culpa, porque debería haber sabido que no tenía que
enamorarme de ninguno de los dos. No estoy hecha para tener
una familia. Esa vida no es para mí.
Hace una pausa, se gira y me mira. Su barbilla está decidida.
Sus ojos brillan. —¿Y sabes qué? Tampoco es para ti. Quizás
Sonya tenía razón sobre ti.
Eso arde.
De verdad, joder, pero no traiciono mis sentimientos.
Me quedo ahí y aguanto su ira. Tomo su calor.
Porque me lo merezco.
Por fin, deja de pasearse.
Se vuelve hacia mí, con los ojos todavía brillantes de lágrimas
no derramadas. Espera a que yo diga algo. Que reaccione.
No lo hago.
Solo espero, preguntándome qué más me revelará si aguardo
lo suficiente.
O quizá solo estoy dando largas porque puede que Sonya
tenga razón. Y puede que Charlotte tenga razón, también.
No sé amar.
No sé ser compañero.
No sé ser padre.
Los ojos azules de Charlotte se clavan en mi cara. Le tiembla
ligeramente el labio inferior y baja la cabeza. Su pelo oscuro
se la traga por un momento.
Cuando vuelve a mirarme a los ojos, parece más tranquila.
Como si derramar su corazón ahora mismo templara el fuego
de su interior.
—Xander era un imbécil —dice lentamente. Es casi como si
hablara consigo misma—. Nunca me trató bien. Pero estaba
ahí. Se quedó.
Y ahí está el problema.
¿Realmente cree que le debe algo porque no la ignoró como
hicieron su madre o su padre?
¿Porque prefiere que la traten mal a que la abandonen?
No voy a quedarme ahí y dejar que haga de ese cabrón un
mártir.
No voy a decirle lo que necesita oír sólo porque la haga sentir
mejor en ese momento. A la mierda con esas estupideces.
Me gusta el amor duro.
—Merecía morir.
Jadea como si la hubiera abofeteado.
—Era una amenaza para toda esta puta ciudad —le digo—.
Era un cerdo, un cobarde, un tramposo y una serpiente. Pero
incluso eso podía soportarlo. Lo que realmente lo remata es
que era tóxico para ti. Ese fue su verdadero pecado. Ese fue su
verdadero crimen: hacerte daño. Y, por eso, me alegro de que
esté muerto —respiro y termino—: Si Kazimierz no lo hubiera
matado, lo habría hecho yo.
Me mira con una expresión conflictuada en sus ojos. No sé si
quiere correr a mis brazos o luchar contra mí.
Abre la boca…
Y entonces aparece la luz.
Un pequeño punto rojo, apuntando justo en medio de su
pecho.
Me paralizo, el miedo circula por mi cuerpo como veneno.
Por primera vez en mi vida, no tengo ni puta idea de qué hacer.
—¿Lucio? —dice, notando mi reacción. Sintiendo que algo
está pasando.
—Quédate quieta —le digo con urgencia—. No te muevas ni
un puto centímetro.
—Lucio, tienes un punto rojo en el pecho —se le escapa, con
el pánico dibujado en la cara—. ¿Por qué tienes un punto rojo
en el pecho?
—Estamos rodeados —le digo—. Los federales están aquí.
—¿Los federales? —pregunta, palideciendo visiblemente.
Sus ojos bajan hasta su propio pecho. Ve el punto rojo grabado
allí.
—Oh, Dios…
—Charlotte, confía en mí —le digo—. Mantén la calma. Te
mantendré a salvo.
—¿A mí? —grita—. ¿Y tú?
No me gusta hacer promesas que no puedo cumplir.
No sé si todo irá bien.
No sé qué pasará después.
Solo sé que me lanzaré delante de ella si hace falta.
—Mantén la calma —le digo de nuevo.
Un segundo después, los veo bajar al recinto. Llevan todo el
equipo antidisturbios.
Avanzan con las armas desenfundadas, tácticas, letales y
entrenadas.
La casa de cristal me ofrece una vista perfecta de su formación
mientras corren por el jardín y el camino de entrada.
Puedo ver a algunos de mis hombres siendo retenidos a punta
de pistola. Ninguno ha hecho un movimiento para atacar.
Estoy agradecido por ello. Si esto fuera el polaco, sería otra
historia.
Pero el FBI es una bestia diferente.
Veo que al menos seis hombres se acercan a las puertas de
cristal de la habitación en la que estamos Charlotte y yo.
Cuatro más entran por la entrada opuesta, la que está de
espaldas ella.
Ella parece percibirlos porque sus ojos revolotean a un lado,
pero no se mueve.
Es solo el golpeteo silencioso y aterrador de pies calzados y el
tintineo de armas apuntando a nuestras putas cabezas.
Cuando los antidisturbios nos tienen rodeados, me doy cuenta
de que una figura alta y delgada se acerca entre las filas.
Lleva un chaleco antibalas sobre la camisa de vestir, pero no
va ataviado como el resto de sus hombres.
Aunque reconozco ese bigote.
Pasa y observa la escena con ojos atentos.
—Agente Jacobsen —saludo tan fríamente como puedo—.
Muy amable venir sin avisar.
—Lucio Mazzeo —dice con voz grave—. Estás arrestado.
Otra vez.
—¿Supongo que tiene una orden?
Saca la orden judicial del interior de su camisa, la muestra
brevemente y vuelve a esconderla.
—¿Por qué lo arrestan? —exige Charlotte.
El detective la mira. —¿No hemos hecho ya esta rutina?
Tráfico de drogas, contrabando y comercio ilegal. Hay más,
pero es una larga lista.
Se vuelve hacia Charlotte.
—Charlotte Dunn —dice—. También tengo una orden de
arresto contra ti. Complicidad, obstrucción a la justicia… y así
sucesivamente. Una vez más, una bella hoja de antecedentes
penales.
No aspira ni jadea ni hace nada que sugiera que está
disgustada o conmocionada por la idea de su propia detención.
—Sonya te dio toda esta información, ¿verdad? —pregunta en
su lugar.
Me sorprende lo controlada que está ahora. Especialmente,
considerando lo emocional que estaba hace un segundo.
Parece haber saltado a modo supervivencia.
—Cómo conseguimos esta información no es tu…
—Esa zorra es una mentirosa con una vendetta —le espeta,
cortándolo—. Tiene una agenda personal contra Lucio. Si
hicieran bien su trabajo, irían a encerrarla por poner en peligro
a su propia hija y hacerlos ver como tontos.
Sus ojos brillan con fuego azul.
Y, aunque sé que probablemente debería intervenir, me quema
tanto el orgullo que no lo hago.
—¿Sabían del trato que le ofreció a Lucio? —exige Charlotte
—. ¿Fue aprobado por el FBI?
Las cejas del federal se unen. —Charlotte…
—Sra. Dunn para usted —suelta como si no estuviera rodeada
de hombres armados con equipo antidisturbios—. ¿Planea
matarnos esta noche, detective?
—No —hace una mueca—, no es el plan. Hacemos las cosas
de forma legal.
—¿Hay alguna razón entonces por la que tienen una diana en
mi pecho? —exige—. ¿Hay alguna razón por la que entraron
aquí con armas y un puto equipo SWAT en vez de llamar a la
puerta como personas razonables?
—Seguro —responde Jacobsen, inexpresivo—. Srta. Dunn, le
sugiero que cumpla mis órdenes.
—No le hará falta —la interrumpo.
Jacobsen arquea una ceja.
—¿Quieres cumplimiento? Estupendo. Puedes tenerme. Te
daré todo lo que quieras. Todos mis negocios, así como los
archivos relativos a mis diversas inversiones en la ciudad y
fuera de ella. Todo lo que he tocado estará en bandeja para ti y
tus investigadores.
Charlotte se queda boquiabierta.
Incluso Jacobsen parece jodidamente estupefacto, aunque lo
disimula mejor.
—¿Es eso cierto? —pregunta finalmente—. No puedo evitar
pensar que hay gato encerrado.
—No lo hay —respondo—. Solo es un simple trato.
—Por supuesto. ¿Cuál es el trato?
—Inmunidad —respondo de inmediato—. Para Charlotte y
para mis hombres.
—No —jadea Charlotte—. ¡No, Lucio!
La ignoro. —Conmigo en custodia, cortas la serpiente por la
cabeza —le digo—. No hay Familia sin mí. Soy el único al
que necesitas.
—No podemos dejar libres a tus subjefes.
—Sentencias reducidas para ellos —negocio—. Dos años
máximo, con la excepción de Adriano Bargnani. Sale libre.
Jacobsen entrecierra los ojos con desconfianza. —¿Y nos lo
darás todo?
—Cuando sepa que cumplieron su parte del trato, sí, les daré
todo.
—Lucio, ¿qué estás haciendo? —sisea Charlotte.
La miro.
—Esto no es un sacrificio —le digo—. Esto es un deber. Soy
el Don. Y un verdadero Don protege a su Familia. Tú eres mi
familia, Charlotte.
—Te encerrarán de por vida —argumenta, su voz tiembla
incluso ante su fuerza.
—Valdrá la pena si puedo asegurarme de que Evie y tú estén a
salvo —digo—. Adriano cuidará de ustedes. Debería haber
dicho esto antes, Charlotte, pero no lo hice, así que lo digo
ahora: Te amo.
Silencio.
Ella abre la boca para responder…
Pero sus palabras son tragadas por el catastrófico BOOM de
una erupción en el piso de abajo.
Algunos de los antidisturbios se tiran al suelo por instinto.
Retrocedo unos pasos pero me mantengo en pie, con los ojos
fijos en Charlotte.
—¿Qué coño fue eso? —brama Jacobsen, sacando su
dispositivo de comunicación—. Yo no autoricé un…
El aparato crepita con estática mientras entra una voz. —
¡Señor! ¡Señor! Nos han dado. Hay otro equipo aquí…
—¿Qué coño? —escupe el agente al radio.
Sus ojos se elevan hasta los míos. —¡Ordena a tus hombres
que se retiren! —ruge.
Sacudo la cabeza al comprender. —Esos no son mis hombres.
Son…
—¡Señor! ¡Se acercan más a la puerta!
Charlotte me mira. Ella también lo entiende.
—El polaco —susurra, completando mi pensamiento.
Lo suficientemente alto como para que el detective la oiga.
—Mierda —gruñe—. Necesitaremos refuerzos…
Otra explosión rasga el aire, haciendo temblar los cimientos de
la casa.
Esta es mucho más fuerte que la anterior.
Los antidisturbios rompen su perfecta formación y empiezan a
dispersarse. Nos dan la espalda a Charlotte y a mí y centran su
atención en la amenaza que se aproxima.
Me doy vuelta para salir de la habitación cuando Jacobsen me
apunta con su pistola.
—No te muevas, maldito —gruñe—. Sigues bajo arresto.
—No seas idiota —le gruño—. No vienen para una puta visita
social. Los polacos no se andarán con rodeos y vas a necesitar
toda la ayuda posible. Necesito buscar un arma.
—¿Para que puedas volverla contra nosotros? De ninguna
manera.
Se echa hacia un lado cuando el sonido de los disparos que
golpean una pared cercana nos destroza los tímpanos.
Están casi sobre nosotros.
Pero este idiota federal no quiere quitarme los ojos de encima.
Charlotte se interpone entre nosotros, atenta e insegura.
—Lo único que me importa es asegurarme de que ella está a
salvo —digo, señalando a Charlotte—. En este momento, me
importa una mierda quién gane o quién pierda, siempre y
cuando ella consiga salir de aquí. Necesito un arma para
defenderme y defenderla. ¡Así que baja el arma, hombre!
—¡No! —grita—. Te quedarás ahí. ¡No te muevas, joder!
—¡ENTRANDO!
Los soldados polacos descienden sobre nosotros como una
plaga. Las puertas de cristal estallan hacia dentro,
salpicándonos con pequeños fragmentos de vidrio.
Charlotte grita.
Hago un movimiento hacia ella, pero Jacobsen la agarra antes
de que yo pueda. La estrecha contra su pecho y se dirige hacia
la puerta.
Enredados, salen a trompicones de la habitación. Él mantiene
su arma apuntándome hasta el momento en que desaparecen.
No tengo más remedio que esperar, con el miedo y la rabia
ardiendo como un incendio en mi pecho.
Solo cuando se haya ido podré moverme de nuevo.
Odio la idea de perderla de vista aunque solo sea un momento,
pero no tendré otra oportunidad de armarme. Salgo corriendo
de la sala de estar, mientras los federales están ocupados con la
embestida polaca, y corro directamente a mi cámara
acorazada.
El caos me rodea. Gritos, explosiones, cristales rotos y armas
disparando sin pausa. El corazón martillea atronadoramente
contra mis costillas.
Pero siento que me invade una extraña sensación de calma.
Esto es guerra ahora.
Y, si hay algo que entiendo, es la guerra.
44
CHARLOTTE

Veo a Lucio desaparecer al doblar la esquina.


Entonces, Jacobsen me dirige a la escalera y me empuja hacia
arriba.
—Vamos —ordena con dureza—. Deprisa.
No espero a que me lo diga dos veces.
Me apresuro a subir al piso siguiente, dando dos o tres pasos
cada vez.
El estruendo de las explosiones y los disparos llena el aire. Me
siento casi mareada por el pánico. Agradezco que Evie no esté
aquí esta noche.
Sigo hasta llegar al siguiente rellano.
—¿Hay una habitación del pánico en este lugar? —exige
Jacobsen.
Señalo hacia abajo. —Está debajo. En el sótano.
—Mierda —suelta, se gira hacia la primera puerta a su derecha
y la abre de una patada—. Bien. Entra aquí.
Me doy cuenta de que no estamos solos. Otros dos federales
nos siguen hasta la sala común, escasamente amueblada, antes
de que la puerta se cierre tras nosotros.
Jacobsen se vuelve hacia los dos hombres equipados.
—¿Cuántos? —pregunta.
—No pudimos contar bien, señor —responde entre jadeos el
más alto de los dos soldados—. Docenas.
—Tenemos que traer refuerzos, pronto.
—Hicimos llamadas —confirma el segundo soldado—. Están
en camino.
—Lo que significa que los polacos también tendrán refuerzos
en camino —Jacobosen escupe en el suelo enmoquetado.
—Fuiste por el jefe equivocado —le digo—. Kazimierz es al
que deberías haber derribado primero.
Me fulmina con la mirada. —Los dos son iguales.
—Ahí es donde te equivocas —le digo con fiereza—. Puede
que Lucio no sea un santo, pero Kazimierz es el diablo. ¿De
verdad crees que se sacrificaría por sus hombres como acaba
de hacer Lucio? Puedes trabajar con Lucio. Con el polaco no
se trabaja.
—Ah, ¿y tú lo sabes con certeza? —me suelta.
—Sí, en realidad. Mejor que nadie. Y Sonya también. Me
sorprende que no te diera mejores consejos.
—La Sra. Prescott ya no trabaja para nosotros —me dice
bruscamente. No puedo decir que me sorprenda.
Los disparos son cada vez más pronunciados. Suena como si el
piso de abajo hubiera sido violado. Tengo una nauseabunda
sensación de déjà vu.
—¿Vendrán pronto tus refuerzos? —pregunto—. Porque si no,
todos moriremos.
Uno de los comunicadores del soldado se enciende y pulsa el
botón de la parte superior del aparato.
—¿Qué está pasando? —pregunta.
—Los muros norte y este han sido violados. Nuestros hombres
tuvieron que retroceder. Ahora mismo, estamos inmovilizados.
Jacobsen maldice con furia, sus ojos recorren la habitación.
No hay mucho para ponerse a cubierto. Solo un armario alto
lleno de antigüedades, una mesa junto a la ventana y unas
cuantas tumbonas dispuestas sobre una alfombra abierta.
Escucho un grito agónico. Suena como si viniera del final del
pasillo.
—Tenemos que salir de esta habitación —les digo a los tres
hombres que tengo delante—. Nos llenarán de balas aquí.
—¡Revisen las ventanas! —ladra Jacobsen a sus hombres.
Un soldado corre hacia las ventanas y empieza a abrirlas. Son
voluminosas, así que le cuesta separarlas del cristal.
Pero, cuando se abren, son lo suficientemente anchas como
para permitir que al menos una persona salte al tejado.
El agente Jacobsen me agarra del brazo y me dirige hacia las
ventanas abiertas.
—Vamos —me dice—. Tú primero. Agacha la cabeza y, si
oyes disparos, sigue adelante.
Siento que el corazón me salta en el pecho.
Puede que el agente y sus hombres no sean aliados, pero
tampoco son el enemigo. No ahora mismo, al menos. A pesar
de mi implicación con los italianos, siguen intentando
protegerme.
—¿Y tú? —pregunto.
Me empuja hacia la ventana. —Podemos cuidar de nosotros
mismos —me dice—. Solo vete.
Tengo una pierna enganchada a la ventanilla cuando derriban
las puertas. Retrocedo ante los escombros que vuelan por
todas partes y me cubro la cabeza con los brazos.
Lo único que oigo son disparos y la llamarada de calor que se
eleva a mi alrededor.
Entonces…
Silencio.
Cuando vuelvo a levantar la vista, veo a cinco soldados
polacos de pie al frente de la sala.
El único agente del FBI que sigue en pie es Jacobsen.
Sangra por un brazo y se desploma hacia un lado, pero sigue
con el arma en alto.
Y su postura es firme. Desafiante.
Me pregunto por qué los polacos no lo masacraron como a los
demás…
De repente, se separan para permitir la entrada de una sexta
persona.
Mi cuerpo se hiela cuando Kazimierz entra entre sus hombres.
No lleva ningún arma. Solo entra con una sonrisa en la cara y
las manos en los bolsillos.
—Agente Jacobsen —saluda, como si fueran viejos amigos—.
Qué casualidad encontrarte aquí.
—Kazimierz —gruñe Jacobsen—. Retírate ahora.
El líder polaco mira a su alrededor con expresión divertida. —
Perdóname, ¿entendí todo mal? Porque, desde mi punto de
vista, parece que soy yo quien tiene el poder aquí.
Sus ojos se mueven más allá de Jacobsen hacia mí, todavía
atrapada a medio camino en la barandilla.
—Ah, Charlotte Dunn —rezuma—. Qué irónico es esto. La
falsa agente del FBI acorralada justo al lado del verdadero.
—No deberías haber venido aquí, hijo de puta. Puedes derrotar
a Lucio o al FBI —le digo, tratando de sonar segura incluso a
través del castañeteo de mis dientes—. Pero no a los dos
juntos.
La sonrisa muere en su rostro.
Y sus ojos se vuelven furiosos.
—Ya me has soltado esa puta mierda antes, zorra —gruñe
entre dientes—. Esta vez, vine preparado.
—No eres el único que está preparado. A Lucio no le gustará
tu grosera entrada aquí.
—Me alegro de que lo menciones. ¿Dónde está el pobre? —
pregunta burlonamente Kazimierz.
—¿Está muerto? ¿O ya huyó como el cobarde que es?
—Estás proyectando.
Sinceramente, no sé por qué sigo hablando.
Llámalo falsa bravuconada.
Llámalo pánico, energía nerviosa.
O quizá solo quiero morir con un poco de orgullo.
Un poco de lucha. Un poco de dignidad.
Sea lo que sea, no puedo evitar que las palabras salgan de mi
boca.
—Lucio es el doble de hombre que tú, y tú morirás aquí en su
casa esta noche.
—¿Y quién me matará? —gruñe—. ¿Tú?
Antes de que pueda responder, más disparos atraviesan la casa.
¿Por qué ahora todo parece diez veces más ruidoso?
El sonido reverbera por toda la mansión y resuena en mi
interior como un canto fúnebre del que no puedo escapar.
Con cada disparo, me pregunto si estos monstruos habrán
matado a alguien a quien quiero.
Uno de los hombres de Kazimierz avanza y le susurra algo al
oído. Noto que una sombra se dibuja en su rostro, pero la
disipa casi al instante.
—Parece que la fiesta viene a nosotros —se limita a decir el
jefe.
Extiende la mano y le pasan una pistola. Lo hace tan
despreocupadamente que ni siquiera lo veo venir.
Solo cuando la bala que dispara se entierra en el pecho del
agente Jacobsen me doy cuenta de lo que pasó.
—¡No!
Mi voz suena tensa y diminuta cuando el agente golpea el
suelo con un gemido agónico, que es engullido de golpe por el
caos que se desata fuera de la habitación.
Cuando sus ojos se cierran, me doy cuenta de que ya no hay
nada entre el polaco y yo.
Me doy vuelta y saco la segunda pierna por la ventana.
Cierro los ojos.
Y caigo hacia adelante en la noche de abajo.
Pero apenas estoy en el aire cuando tres pares de manos
fuertes me agarran. El hombro me cruje dolorosamente y grito,
me agito y vuelvo a gritar.
Es inútil.
Me tienen.
Unos dedos toscos tiran de mí y me arrastran hasta el suelo
enmoquetado. Mi barbilla choca con la pata de una silla y veo
las estrellas.
—De pie, zorra —sisea Kazimierz desde arriba.
Más disparos. Más gritos.
El ambiente de la sala cambia sutilmente. La calma que
acompañó la aparición de Kazimierz casi desapareció.
Lo que me dice una cosa: los hombres que se nos acercan no
son polacos.
—¡Cúbreme! —ladra Kazimierz.
Me levantan y me empujan hacia él. Me agarra con las uñas
clavadas en el brazo y me empuja por delante.
Entonces, su brazo me rodea el cuello y me empuja a través de
la puerta, usándome como escudo humano.
—Nada de movimientos raros —me susurra al oído—. O te
llenaré de balas.
Para convencerme, me clava la pistola en la columna y me
empuja por el pasillo hacia la habitación contigua.
Una vez dentro, cierra la puerta y se vuelve hacia mí.
Estamos en la habitación de Evie.
La máquina de estrellas proyecta toda una galaxia en el techo.
Girando lentamente con una luz blanca resplandeciente.
Solo estamos nosotros dos aquí. Sus hombres no están a la
vista.
Retrocedo todo lo que puedo, para alejarme de él con el rostro
retorcido por las náuseas.
—No estés tan asustada, Charlotte —me dice con una sonrisa
que promete todo tipo de dolor—. Somos viejos amigos, ¿no?
—Esa no es la palabra que yo usaría.
Da un paso adelante y yo retrocedo instintivamente. Una
estrella palpitante atraviesa lentamente su rostro.
—Para. No te acerques más.
Es una declaración sin sentido, obviamente. Incluso aunque no
se acerque, tiene un arma. Un disparo es todo lo que
necesitaría para acabar conmigo.
Sonríe, aparentemente ajeno a los ruidos de lucha que vienen
del otro lado de la puerta.
—Sospechaba que mentías, ¿sabes? —me informa. Como si
eso importara ahora.
No quiere que piense que es un completo idiota.
No quiere que crea que creyó mi estafa de todo corazón. La
imagen lo es todo para hombres como él.
Incluso aquí, al final de las cosas.
—Y aun así, me dejaste marchar —digo.
—Lo hice —responde—. Me intrigas, Charlotte.
—Vaya, me halagas.
Cualquier cosa para que siga hablando.
Si está hablando, no está disparando.
—¿Puedo preguntarte por qué arriesgaste tu vida y te pusiste
en mi camino? —pregunta—. Debías saber que te iba a matar
cuando me enterara.
Trago saliva y doy otro paso atrás.
Su sonrisa no hace más que ampliarse.
—Lo hice por Evie.
Entrecierra los ojos, pero la sonrisa permanece en su rostro. —
¿Por Evie? —pregunta—. ¿O por Lucio?
—Por ambos.
—¿Por qué? ¿Porque crees que te protegerá cuando llegue el
momento?
—Sé que lo hará.
Se ríe con condescendencia. —¿De verdad crees eso? —se
burla—. Nunca te pondrá por encima de su preciada Familia.
Nunca te pondrá por encima de sí mismo.
—Lo hizo —le respondo sin pensar—. Está dispuesto a
sacrificarse por mí y por sus hombres. Algo que tú nunca
harías.
Kazimierz solo me mira con ese brillo lastimero y maníaco en
los ojos.
—¿Eso es lo que te dijo? —pregunta—. Uno creería que tú
reconocerías una mentira cuando la ves. Después de todo,
mentir es lo que mejor sabes hacer, ¿no?
Sacudo la cabeza. —No mentía.
—Déjame adivinar —Kazimierz dibuja con total confianza—.
Estaba siendo apuntado con una pistola cuando se ofreció
como sacrificio.
Me tenso al instante, dándole una respuesta sin querer.
Sonríe triunfante.
—¿Ves? —dice—. Conozco a Lucio Mazzeo, Charlotte. Yo
soy Lucio Mazzeo. La única razón por la que no puedes verlo
es porque estás enamorada de él. Él y yo estamos cortados por
el mismo patrón, Charlotte. Solo te engañó haciéndote creer
que es diferente. Estoy impresionado, de verdad. Interpretó el
papel bastante bien.
—Cierra la puta boca —suplico—. Deja de hablar.
Presiona, avanza. —Te está usando como yo lo hice. Como lo
hizo el oficial Murphy. Como cualquier otro novio antes que
él, sin duda. Porque no eres más que un juguete, Charlotte.
Choco con la pared del fondo. Ya no hay espacio. No tengo a
dónde correr.
Se acerca a mí y me pone la mano en la mejilla. Es tan suave
que me sobresalto por la sorpresa.
—Qué belleza eres —dice hambriento, mirándome fijamente
—. Debe haber sido fácil para él fingir que le importabas.
Cierro los ojos. —Para —le digo, pero sale como un susurro.
Una súplica que roza la oración—. Por favor, deja de hablar.
Sigue acariciando mi mejilla.
—Tienes que oír esto —continúa—. La verdad siempre duele.
Pero yo nunca te mentiré. No como él lo hizo.
Estoy tan metida en la conversación que grito cuando se abre
de golpe la puerta de la habitación de Evie.
Pero no es uno de los hombres de Kazimierz el que está de pie
en el umbral.
Tampoco es un agente del FBI.
—Lucio —susurro. Mis ojos se centran en él.
Pero, antes de que Lucio pueda avanzar, Kazimierz se da
vuelta y me azota delante de él. Su arma presiona contra el
lado de mi cabeza.
—Don Mazzeo —dice con calma—. Encantado de que se una
a nosotros.
Lucio no dice nada. Hay algo diferente en él en este momento.
Su expresión es fría, casi irreconocible.
Parece tan siniestro como Kazimierz.
Me recorre un escalofrío por todo el cuerpo.
Y nace del miedo de que tal vez, solo tal vez… no conozco a
este hombre tan bien como creo.
Que quizá Kazimierz tenga razón y no haya un corazón de oro
en el fondo del pecho de Lucio. Que, después de todo, está
cortado por el mismo patrón. Que no puede salvarse, ni
cambiar, ni redimirse.
—¿Pelearás conmigo como un hombre, Kazimierz? —
pregunta Lucio mientras se adentra en la habitación.
Soy consciente de las cosas de Evie esparcidas por el espacio,
pero no consigo centrarme en ninguna en particular.
No puedo dejar de mirar a Lucio.
Y la mirada sanguinaria de furia en su rostro.
—No tengo nada que demostrar —responde Kazimierz—.
Planeo vivir y, si esta putita es mi seguro para salir de aquí, no
tengo reparos en usarla.
Lucio me mira fijamente, pero no me mira a mí. Más bien,
mira a través de mí.
—¿Qué te hace pensar que es un seguro? —pregunta.
Siento que los latidos de mi corazón dan saltos erráticos.
¿Qué está diciendo?
—No hay nada que no esté dispuesto a hacer para matarte,
Kazimierz —continúa Lucio, negándose a mirarme a los ojos
—. No hay nadie a quien no esté dispuesto a sacrificar.
—¿Incluso a ella? —pregunta Kazimierz.
—Incluso a ella —responde Lucio sin dudar.
Hago una mueca de dolor. Es potente y paralizante, y me deja
sin fuerzas contra Kazimierz, apenas consciente de la pistola
presionando mi sien.
—¿En serio? —pregunta Kazimierz—. Entonces, ¿por qué no
me mataste todavía? Una bala a través de ella y luego una a
través de mí y todo esto habría terminado.
—Claro, pero ¿dónde está la diversión en eso? —sonríe Lucio
peligrosamente—. El FBI tiene planes divertidos para ti. ¿Por
qué matarte antes de que puedan hacer lo que planearon?
—A mí me parece una excusa.
—¿Una excusa para salvarla? —pregunta Lucio, como si la
mera sugerencia fuera ridícula. Se ríe—. Admito que es un
buen polvo. Pero, a fin de cuentas, no es importante.
Cierro los ojos.
¿Por qué Kazimierz no me dispara de una vez?
En este momento, realmente siento que el dolor de una bala en
el cráneo me dolería menos que esta tortura.
—Todo se reduce a una cosa, Kazimierz —continúa Lucio—.
La única dinámica con la que los hombres como nosotros
regimos nuestras vidas. Depredador y presa.
—¿Es así?
—¿Has oído hablar de los ornitorrincos? —pregunta Lucio.
Mis ojos se abren de golpe.
¿Por qué parece que me está hablando ahora?
Cuando miro a Lucio, él me devuelve la mirada. Nuestros ojos
se cruzan por primera vez desde que entró en la habitación.
Y olvido lo que acaba de decir.
Olvido lo que Kazimierz acaba de decir.
Me centro solo en lo que siento.
Y lo que en el fondo sé que es verdad.
Conozco a Lucio.
Amo a Lucio.
Y nunca estuve más segura de que él también me quiere.
—¿Los ornitorrincos? —repite Kazimierz, que parece
desconcertado.
Lucio asiente. —Es una criatura curiosa. Originaria de
Australia. A mi hija le encantan.
—¿Es eso cierto?
—Son feos de cojones. Al menos, eso pensaba antes. Pero me
están gustando mucho. ¿Sabes por qué?
Miro hacia abajo y veo algo.
Una cara conocida.
Lo último que pensé ver en una situación como esta. Paulie, el
peluche de Evie, está tirado en el suelo.
Recuerdo que Lucio no dejó que Evie lo llevara al funeral, así
que lo metió cuidadosamente en su camita en la estantería y lo
dejó atrás.
Todas las explosiones deben haberlo tirado al suelo.
Porque ahí está. Ojos de cuentas, que destellan con las
esporádicas ráfagas de disparos de las peleas que tienen lugar
en el jardín.
En el fondo, sé que es solo un peluche. Pero, por Dios, parece
tan vivo ahora. Como un puto ángel de la guarda.
—Caeré en tu cebo, Mazzeo —dice Kazimierz—. ¿Por qué?
Lucio sonríe. —Porque parecen presas, Kazimierz. Parecen
criaturas patéticas y arrugadas. Pero, si te acercas demasiado,
aprendes una pequeña verdad importante sobre ellas: tienen un
veneno que puede matarte.
Me doy cuenta de lo que Lucio intenta decirme.
Comprendo lo que tengo que hacer a su señal.
—¿Tú eres el ornitorrinco de esta analogía insoportablemente
larga? —exclama el polaco.
Lucio sacude la cabeza con tristeza. —No.
Me señala a mí. —Es ella.
En ese preciso momento, clavo el codo en las tripas de
Kazimierz y caigo al suelo.
Y salen tres disparos.
BANG.
BANG.
BANG.
No abro los ojos hasta que siento sus manos a mi alrededor.
Sé que es Lucio. No hay otra forma de que me sienta tan
segura tan de repente.
Me levanta de un tirón. Miro hacia atrás y veo el cuerpo de
Kazimierz tendido sobre la alfombra.
Sus ojos siguen abiertos por el shock. Su sangre empapa la
alfombra.
Justo antes de que el flujo carmesí alcance a Paulie, agarro el
juguete entre mis brazos.
—Lo lograste —respiro.
—Te agachaste —responde Lucio con una sonrisa triste.
—Tú me lo dijiste.
Sonríe. —Esa es mi chica.
Él se inclina y yo siento que hago lo mismo.
Estoy desesperada por sentir el calor de sus labios. Pero, antes
de que pueda tocar su calor, de repente nos invaden los
hombres antidisturbios una vez más.
—Manos arriba —ordena uno de los federales.
Una docena de armas diferentes apuntan en nuestra dirección,
pero Lucio no parece preocupado mientras alza las manos por
encima de la cabeza.
—Está bien, está bien —dice en voz alta—. Cálmense de una
puta vez.
Se vuelve hacia mí y me guiña un ojo.
Y, a pesar de todo…
Sonrío.
45
LUCIO
SEIS SEMANAS DESPUÉS - LA MANSIÓN MAZZEO

Me ajusto el ruedo del pantalón y mis dedos rozan el metal de


mi tobillera de seguimiento.
El artilugio es muy molesto.
Pero es un precio menor a pagar, considerando los hechos.
Me enderezo y me relajo en mi sillón de cuero.
—Ah —respiro—. Es bueno estar de vuelta.
—¿Esa cosa es segura? —pregunta el agente Jacobsen con
expresión agria.
De momento, lleva el brazo en cabestrillo. Pero se espera que
se recupere totalmente. Tuvo suerte de que su chaleco
antibalas absorbiera la mayor parte del impacto del disparo de
Kazimierz la noche del asalto.
—Oh, ¿este pequeño artilugio? —pregunto—. Puede
comprobarlo usted mismo para asegurarse —levanto la pierna
sobre la mesa de mi despacho y se la ofrezco.
—Baja la puta pierna —me gruñe—. No te tocaré.
Me río. —¿Puedo ofrecerle algo, agente? ¿Un trago? Parece
que le vendría bien.
Frunce el ceño miserablemente. —Vamos a vigilarlo de cerca,
Sr. Mazzeo —me dice—. Si sale del recinto…
—Lo sé, lo sé —respondo con cansancio—. Me llevarán a la
cárcel. Esa amenaza se vuelve vieja después de la tercera o
cuarta vez.
—Debería seguir en la cárcel —suelta—. Seis semanas entre
rejas es una puta broma.
No puedo evitar reírme de su mueca malhumorada. —Un
ciudadano tiene derecho a la fianza.
—No eres un ciudadano. Eres un criminal que casualmente
tiene más amigos en el FBI de los que creía.
No digo ni una palabra.
—¿Le importaría decirme sus nombres? —aventura.
Le ofrezco una mirada inquisitiva. —No tengo ni idea de lo
que está sugiriendo, agente Jacobsen —digo con un tono
inocente—. No tengo amigos en el FBI. Ni policías corruptos
en su departamento.
—Los encontraré —me promete—. Tarde o temprano.
—Puede intentarlo —le digo. Le guiño un ojo solo para
cabrearlo.
Aprieta los dientes y echa un vistazo al despacho en el que
estamos sentados. El bar ha sido completamente abastecido
antes de mi regreso a casa.
Me apetece un trago, pero creo que puede esperar a que se
vaya el agente.
Pudo haber protegido a Charlotte cuando más importaba. Se lo
debo.
Pero seguirá sin probar el buen licor.
—Te haré una visita cada dos semanas —me advierte—. Solo
para asegurarme de que cumples las normas de tu libertad bajo
fianza.
—Estaré aquí esperando —le digo—. Palabra de explorador.
—Claro que lo estarás —se burla—. ¿Qué son tres meses de
arresto domiciliario? Especialmente, en un palacio como
este…
Ambos echamos un vistazo a lo que podemos ver de la
mansión. Todavía quedan algunas reparaciones por hacer, pero
Adriano hizo un trabajo sorprendentemente bueno limpiando
las cosas mientras yo estaba detenido.
—Oh, vamos agente —espeto—, tienes lo que querías.
Me estrecha los ojos. —¿Lo tengo?
—Te di toda la información que me pediste —le digo—.
Negocios, rutas comerciales, alijos de mercancías ilegales.
Hicieron falta dos camiones para remolcar todas las carpetas
fuera de aquí.
Mantengo la compostura en mi rostro, aunque sé que Jacobsen
es demasiado astuto como para tragarse toda la basura con la
que alimenté a su unidad según los términos de nuestro trato.
—Puede que hayas sido capaz de engañar al resto del
departamento con ese camión lleno de mierda que entregaste
—me dice—. Pero no creas ni por un segundo que me
engañaste. Esos archivos no valen nada. Esos negocios son
viejos o discutibles. La información que nos diste es hueca. No
hay nada ahí. No significa nada.
Me encojo de hombros. —Siento haberte decepcionado, pero
es todo lo que tenía para dar. Deberías saberlo. Ya has
registrado el recinto varias veces.
—Que no hayamos encontrado nada no significa que no haya
nada.
—Eso es entre tú y tus hombres —respondo—. Yo cumplí mi
parte del trato.
Gruñe con desagrado. —Nos diste una mierda, ¿y esperas un
agradecimiento?
Me inclino un poco y mis ojos se clavan en los suyos. —Vale,
entonces, ¿qué te parece esto? —le ofrezco—. Cuando los
polacos cayeron sobre nosotros, cuando estaban moliendo a
palos a tus hombres y matando a los que se defendían, ¿quién
les salvó el culo?
La mandíbula de Jacobsen se mueve erráticamente, pero no se
apresura a darme una respuesta.
—Cuando un soldado polaco estaba junto a tu cuerpo,
dispuesto a acabar con tu vida, ¿quién intervino y te protegió?
Se puso de un tono morado poco favorecedor. Tengo que hacer
todo lo posible para no reírme.
—Oh, es cierto. Fueron mis hombres los que salvaron a los
tuyos. Fui yo quien los salvó a ustedes —le recuerdo—.
Fácilmente podría haberlos derribado a todos ustedes,
cabrones, y echarle la culpa a Kazimierz y a sus hombres. Pero
no lo hice. ¿No vale eso algo?
—Es la razón por la que estarás libre de sospecha dentro de
tres meses —responde Jacobsen a regañadientes.
—Algún día se alegrará de nuestra alianza, agente.
—Esto no es una alianza”, suelta. “No puede haber alianza con
un sinvergüenza como tú. Con una mafia como la tuya.
—No es una mafia —le digo, con los ojos brillantes de risa—.
Somos simplemente una Familia.
Sacude la cabeza con disgusto y se pone en pie.
—La amenaza polaca no se extinguió del todo —señala
cuando está a medio camino de la puerta.
—No, eso es cierto —estoy de acuerdo.
—Todavía hay muchos leales a Kazimierz. Hombres que
desean reagruparse bajo un nuevo líder.
—Soy consciente de la amenaza.
—Tú y tu llamada ‘Familia’ todavía no están completamente
fuera de peligro.
Sonrío. —Gracias por la advertencia, agente Jacobsen —le
digo—. Pero, a partir de ahora, asume siempre que, estés
donde estés, voy tres pasos por delante.
Me río mientras me cierra la puerta y desaparece.
Nuestras visitas quincenales serán sin duda divertidas para
todos.
Cuando se va, me levanto y me dirijo a mi bar recién
abastecido. Adriano se aseguró de que todos mis whiskys
favoritos estén bien ordenados en el estante superior.
Estoy cogiendo el Johnny Walker Black cuando se abre la
puerta.
—Ni siquiera pudiste esperar a que el buen detective dejara el
edificio para empezar a beber, ¿eh? —pregunta Adriano
divertido.
—No sé si ‘bueno’ —respondo—. ‘Dolor en mi culo’ podría
ser más exacto.
—¡Puaj! Podemos con ese cabrón gruñón —desestima
Adriano.
Abandono el whisky que estaba mirando y me giro para ver a
Adriano.
Siento que los latidos de mi corazón se aceleran ligeramente,
pero me aseguro de que mi expresión y mi lenguaje corporal
no me traicionen.
—¿Está aquí?
—Acaba de llegar —confirma—. Acaba de subir a su
habitación para cambiarse. No sabe que estás aquí. Si estás
listo, la haré pasar.
Me mira atento.
No me fío de mi voz, así que me limito a asentir.
Adriano se escabulle. Unos segundos después, la puerta se
abre de nuevo.
Y entra Charlotte.
Dios, es un ángel.
Recuerdo haber pensado algo parecido la primera vez que la
vi. Cuando era poco más que una irritación inoportuna.
Esa visión, el primer momento en que nos conocimos, está
tatuada en mi cerebro.
Estaba vestida como una camarera. Poliéster ajustado y barato.
Ojos asustados, pero llenos de fuego.
Ahora lleva un vestido blanco corto, de finos tirantes, que deja
a la vista sus afiladas clavículas y sus largas piernas. El pelo
oscuro le cae suelto por los hombros.
Y esos brillantes ojos azules…
Puede que les haya desaparecido el miedo.
Pero el fuego no hizo más que aumentar.
Su mandíbula se levanta desafiante hacia mí.
—¿Crees que porque eres el gran jefe malo puedes mandarme
a llamar cuando te dé la puta gana?
Tengo que reprimir mi sonrisa.
Pero no hay absolutamente nada que pueda hacer para reprimir
la forma en que mi polla se pone atenta tan rápido que es casi
doloroso.
—Eso es exactamente lo que pienso —digo, mirándola de
arriba abajo con autoridad.
Yo avanzo. Ella da un paso atrás.
—Dicen que eres peligroso —comenta burlonamente—. Dicen
que acabas de salir de la cárcel.
—Todo cierto.
—Dicen que mataste a un hombre —continúa.
—Se lo merecía. Eso es lo que pasa cuando se interponen en
mi camino.
Entorna los ojos hacia mí. Pero puedo ver la alegría detrás de
su mirada feroz.
—¿Ah, sí? —pregunta—. ¿Qué me harás si yo me interpongo
en tu camino?
Mi polla se retuerce desesperadamente en mis pantalones.
—Tendré que inclinarte —le digo mientras la agarro por las
caderas y golpeo su cuerpo contra el mío—. Y follarte hasta
dejarte sin fuerzas.
Su boca se curva en un atisbo de sonrisa. —Demuéstralo.
Aplasto mi boca contra la suya y escucho el jadeo de
bienvenida cuando sus labios se separan instantáneamente
debajo de los míos. La empujo contra la puerta cerrada y le
subo las piernas a mi cintura.
Me abraza con fuerza y me rodea el cuello con las manos,
atrayéndome hacia ella y profundizando el beso.
Es más una follada de lenguas en este momento. Pero después
de seis largas y miserables semanas sin su contacto, estoy
jodidamente listo para devorarla entera.
—Mierda —respira—. Lucio, estoy tan mojada por ti.
Mis manos se precipitan hacia mis pantalones, desesperadas
por desabrochármelos, desesperadas por follármela como se
merece.
Ella gime en mi oído. —No puedo esperar, Lucio… Fóllame.
Te he deseado tanto…
Mi polla se libera. Le subo el vestido y le aparto las bragas.
Se aferra a mí mientras la empujo. Un fuerte empujón que la
hace gritar y arquear el cuello.
No bromeaba. Está empapada y me deslizo dentro de ella con
facilidad. No hay delicadeza en mis movimientos. Ni sutileza
ni lentitud.
Todo es fuego, pasión y deseo.
Me la follo con una furia que lleva creciendo seis
interminables semanas. Me abalanzo sobre ella y le doy lo que
me suplica.
Golpea la puerta con fuerza, cada empujón hace vibrar la
gruesa madera.
Charlotte lo toma todo y pide más.
Le aprieto el culo, penetrando cada vez más hasta que siento
que su cuerpo se tensa a mi alrededor. Su coño se tensa,
ahogando mi polla mientras mi liberación estalla en su interior.
Ella se corre casi en el mismo momento, con mi nombre en los
labios.
Nos hundimos el uno en el otro. Ambos respiramos con
dificultad. Los dos resbalamos con el sudor del otro.
Pero brillamos. Brillamos tan jodidamente fuerte.
Antes de que podamos empezar a recuperarnos, oigo el sonido
de unos pasos pequeños. Y luego, unos tímidos golpes en la
puerta contra la que acabamos de follar.
—Charlotte, ¿estás ahí? —grita la voz de Evie—. ¿Qué es
todo ese ruido?
—¡Mierda! —grita Charlotte, poniendo sus manos en mi
pecho y empujándome lejos suyo.
Rápidamente, se sube las bragas y se alisa el dobladillo del
vestido.
—Deja de sonreír como un idiota —me dispara—. Pásame un
pañuelo. Rápido.
Sin dejar de sonreír, cojo un pañuelo y se lo doy.
—Súbeme la cremallera —me sisea antes de levantar la voz y
volverse hacia la puerta—. Lo siento, princesa. La puerta está
atascada. Solo intentaba salir.
—¡Tío Adriano! —grita Evie—. Charlotte está atrapada ahí.
Escucho una risita desde el otro lado mientras Adriano viene a
investigar. —Sí, pequeña, la puerta está atascada. Eso es
definitivamente lo que oíamos hace un momento.
—Adriano… —advierte Charlotte.
—¿Cómo se atascó, Charlotte? —se burla Adriano—. ¿Se
golpeó con algo?
—Es un pesado —murmura en voz baja.
Sonrío. —No te lo discuto.
—¿Están decentes?
—No desde que nací —respondo.
Charlotte pone los ojos en blanco, se gira y abre la puerta.
Se agacha y rápidamente pone una mano sobre los ojos de
Evie. —Hola, dulzura —dice alegremente—. Tengo una
pequeña sorpresa para ti.
Retira la palma de la mano y se aparta para dejarla verme.
Los ojos de mi hija se abren de golpe.
Entonces, una enorme y alegre sonrisa se dibuja en su rostro.
—¡Papá!
Corre hacia mí. La agarro y la lanzo al aire tan alto como
puedo.
Suelta una carcajada, el sonido más bonito que he oído nunca,
cuando vuelve a caer en mis brazos.
—Mi niña —canturreo, abrazándola fuerte.
—Papá, te he echado de menos.
—Te he echado de menos, tesoro —le digo, besándole con
fuerza la cabeza.
—Charlotte me contó muchas historias sobre ti mientras no
estabas —dice.
Miro a mi preciosa niñera. —¿Todas buenas historias? —
pregunto.
—Mhmm —responde Evie—. Todo sobre cómo luchaste
contra hienas y cocodrilos para salvar a Paulie.
—Todo cierto —confirmo con la mayor seriedad—. Algún
día, yo mismo te contaré esas historias.
Evie sonríe. —Me alegro mucho de que hayas vuelto —dice,
hundiendo la cara en mi cuello.
—Yo también. Y nunca volveré a dejarte.
Me mira. Su expresión se vuelve seria. —¿Me lo prometes?
Miro a Charlotte y luego a Evie.
—Lo prometo.
—Tienes que jurar con el meñique —me dice Evie
solemnemente.
—Los juramentos de meñique son cosa seria —me advierte
Charlotte—. No se pueden romper.
—Permíteme —le digo a Evie.
Estamos consolidando mi promesa con un ritual
sorprendentemente formal de juramento con el meñique, con
Charlotte y Adriano como testigos, cuando Giovanni
interrumpe el momento.
—Siento molestar, jefe —me dice—. Pero acaba de llegar algo
a la puerta principal para ti.
—¿Qué pasa?
—Es un… es un paquete inusual.
Me tenso al instante. —¿Lo comprobaron? —pregunto,
dejando a Evie en el suelo.
—Ya ha sido revisado y comprobado. Varias veces —me dice.
—Entonces ¿no es peligroso? —interviene Charlotte.
Giovanni mira entre nosotros. —Depende de lo que consideres
peligroso, supongo.
Intercambio una mirada con Charlotte.
—Quédate aquí con Evie —le digo—. Iré a revisar esto.
Me agarra la mano. —Lucio…
—Ha sido revisado —le aseguro—. No te preocupes. Dame
diez minutos y nos vemos abajo en la cocina. Podemos comer
juntos.
Me hace un pequeño gesto con la cabeza y bajo con Adriano y
Giovanni.
Voy a la entrada de la casa, donde hay un gran cajón junto a
las enormes puertas de entrada.
Al acercarme, escucho un ruidito que me hace detenerme.
—¿Qué coño?
—¿Hay algo ahí dentro? —pregunta Adriano con
incredulidad.
—Venía con una nota, jefe —dice Giovanni y me entrega un
delgado sobre.
Me acerco a la caja y miro dentro.
—Jesús —digo—. ¿Es eso lo que creo que es?
—Es un ornitorrinco —me informa Giovanni—. Lo pone en el
lateral de la caja. Aunque no sé de dónde demonios se saca
una de estas cosas.
—Australia —murmuro. Abro el sobre y saco la carta que
contiene.
—¿Y bien? —pregunta Adriano, antes de que haya empezado
a leer—. ¿De quién es?
Sonrío. —Sonya.
—Jesús —comenta Adriano—. Justo cuando crees que ya no
puede sorprenderte.
Lo ignoro y empiezo a leer su carta manuscrita.
Lucio,
La criatura es para Evie, como seguro que habrás adivinado.
Tuve que mover algunos hilos para conseguirla, y no es legal
poseerla, estrictamente hablando, así que yo tendría cuidado
paseándola por el vecindario. Es una gran responsabilidad,
pero creo que ella puede manejarlo.
Y creo que tú puedes manejarla.
Me equivoqué en muchas cosas. Pero quizá el mayor error fue
pensar que eras incapaz de anteponer otro ser humano a ti
mismo y a la Familia.
Ahora puedo ver cuánto quieres a Evie. Y creo que es correcto
que se quede contigo. Sé que puedes mantenerla a salvo. Sé
que será feliz contigo.
En cuanto al resto… me voy de Estados Unidos. Ya no tengo
un lugar aquí. Y, seamos realistas, todavía hay un montón de
imbéciles polacos que no están contentos con algunas cosas
que hice.
Pero no te preocupes por mí. Saldré adelante. Siempre lo
hago. Mantén a mi hija a salvo. Mantenla feliz.
Quizá algún día vuelva a pasarme por allí, solo para
asegurarme de que está bien.
Por cierto, no es una amenaza. Solo un deseo personal. Una
esperanza para el futuro, por así decirlo. La simple esperanza
de una madre que finalmente ve que alejarse es lo correcto
para su hija.
Cuídate, Lucio. Todos ustedes, cuídense.
Sonya.
Cuando termino de leer la carta, respiro hondo.
Es… mucho que procesar. Lleno de órdenes, lo cual es muy
propio de ella: huye del país para evitar las fuerzas del orden y
criminales por igual, y aun así encuentra tiempo para decirme
lo que tengo que hacer.
Pero no pasa nada. Algunas cosas pueden cambiar. Otras no.
Y hay suficientes cosas buenas en la carta que me hacen
pensar que aún hay esperanza de que cambie, al menos en lo
que importa.
—¿Papá?
Me giro y veo a Charlotte y Evie en el último peldaño de la
escalera. Las dos están concentradas en la caja con curiosidad.
—Papá, ¿qué es eso? —pregunta Evie.
—Es un regalo para ti —le digo a Evie, guardando la carta—.
Es de tu madre.
Evie abre los ojos muy grande y se precipita hacia delante.
Echa un vistazo al interior de la caja y chilla de alegría.
—¡Es un Paulie!
Evie chilla de nuevo y siento que Charlotte se acerca a mi
lado.
La miro. —¿Estás lista? —le pregunto.
Charlotte mira a Evie, que levanta la tapa superior de la caja
para poder acariciar a su nueva mascota. La criatura va a dar
mucho trabajo, pero ver la cara que pone Evie hace que me
guste mucho más.
—Estoy dispuesta a todo —dice sin inmutarse.
Le paso el brazo por los hombros y la atraigo hacia mí. Se
pone un poco rígida y hace un gesto hacia Evie.
—Nos verá —susurra con cautela.
—No creo que se esté dando cuenta de nada por el momento
—señalo con una risita.
Evie levanta al ornitorrinco de la caja con dificultad, pero
cuando por fin lo consigue, él frota su suave pico de pato
contra su mejilla y ella suelta una risita enloquecida.
—Y, de todos modos —continúo—, ya es hora de que empiece
a vernos así.
Charlotte me mira fijamente durante un momento.
Y entonces, sonríe.
Una sonrisa lenta, feliz y llena de promesas.
—Papá, Charlotte, mira… ¡es tan mono! —dice Evie,
obligándonos a romper el contacto visual.
—¿Y bien? —dice Charlotte emocionada—. ¿Qué nombre le
pondrás?
—Paulie —dice Evie inmediatamente.
Los dos nos reímos.
—Ya tienes un Paulie —le recuerdo.
—Se confundirán —añade Charlotte.
Evie se lo piensa un momento. Ni siquiera parece darse cuenta
de que mi brazo rodea a Charlotte. Claramente, no le molesta
en absoluto.
—Bien —dice contemplativa—. Entonces… Paulina.
Charlotte se ríe. —Paulie y Paulina, ¿eh?
—Mhmm.
—Me gusta —digo.
Sonríe y acaricia con cuidado a su nuevo amigo. —¿Puedo
llevármelo al jardín a jugar? —pregunta.
—Adelante.
Con otro chillido, echa a correr. El ornitorrinco, para mi
sorpresa, sale tras ella contoneándose.
—Almas gemelas —dice Charlotte mientras los vemos irse.
Me dirijo a ella. —Claramente. Toma, lee esto. Venía con el
paquete.
Le entrego la carta a Charlotte para que la lea ella misma.
—¿No te importa? —pregunta ella, tomándola con cautela.
—Adelante.
La lee despacio, con los ojos concentrados en la página.
Después de varios minutos, la dobla con cuidado y me la
devuelve.
—Vaya.
—Sí.
—¿Se va de Estados Unidos?
—Volverá —le digo—. Sonya siempre encuentra una manera.
—Sí, es cierto.
—De todos modos, estaba pensando…
—Uh, oh. No me gusta cómo suena eso.
—Evie estará ocupada las próximas horas con su nueva
mascota —señalo—. No nos echará de menos durante un
tiempo.
La cojo de la mano y la dirijo hacia la escalera.
—¿A dónde vamos? —pregunta Charlotte, riendo un poco.
—A nuestra habitación —respondo.
—¿Nuestra habitación? —repite Charlotte, con los ojos muy
abiertos.
—Nuestra habitación temporal —aclaro—. Hasta que nos
mudemos.
—Eso es nuevo para mí. ¿Nos mudamos?
—Cuando termine mi arresto domiciliario, pienso comprar una
casa nueva —le digo—. Esta ha sido volada y asaltada
demasiadas veces.
Charlotte se ríe. —Una casa nueva…
—Un nuevo hogar —corrijo—. Para nosotros tres. ¿Qué me
dices?
Su mano se estrecha en torno a la mía cuando llegamos al
rellano del segundo piso. Se frena un poco y me obliga a
girarme hacia ella.
—Me apunto —dice sin aliento—. Siempre quise un hogar.
46
EPÍLOGO: CHARLOTTE
TRES MESES DESPUÉS - LA NUEVA MANSIÓN MAZZEO

—No entiendo por qué Paulina no pudo venir —vuelve a


quejarse Evie.
Le paso los dedos por el pelo y niego con la cabeza.
—Ya hablamos de esto, princesa —le digo—. No podemos
llevar a un ornitorrinco a todos lados. O a cualquier lado, en
realidad. Y menos cuando estamos buscando un nuevo hogar.
Hace un mohín y se aleja hacia Adriano y Vanessa, que están
ocupados examinando el lujoso jardín de la propiedad.
Siento a Lucio incluso antes de que me toque. Se acerca
silenciosamente por detrás y me rodea la cintura con los
brazos.
—¿Y bien? —pregunta.
Miro el reloj que llevo en la muñeca.
—¿Pasamos por el restaurante? ¿A comprobar cómo va todo?
—pregunto distraída.
—Vamos, Charlotte —gime—. Esta es tu única noche libre.
—La segunda esta semana —lo corrijo.
—Segunda noche libre. Muy bien. Pero has estado trabajando
sin descanso. La semana de apertura fue un triunfo. Te
mereces algo de tiempo para ti. O para mí, más bien.
—Solo llevamos abiertos un par de semanas, Lucio —le digo
—. No puedo relajarme hasta que cumplamos un año, por lo
menos.
Vuelve a gemir y me gira para que me ponga frente a él.
—Sé que esta es tu pasión —me dice con fingida seriedad—.
Pero me niego a que me descuiden.
No puedo evitar reírme de eso. El gran mafioso malo es en
realidad un bebé berrinchudo cuando cree que no le presto
suficiente atención.
—Créeme, lo sé —me río—. Trabajaría más si no tuvieras la
costumbre de venir al restaurante solo para hacer cumplir tus
deseos.
Pone una mano solemne sobre su pecho. —Soy quien soy,
micetta.
Me río. —Bien. Esperaba que dijeras eso. El inspector de
sanidad podría no estar de acuerdo, pero…
—Lo que no sepa no lo matará —descarta Lucio—. Y, si lo
sabe, entonces lo mataré.
Espera un largo rato antes de esbozar una amplia sonrisa.
—Solo bromeaba.
Lo miro con seriedad. —Por cierto, hablé con Greg esta
mañana. Recibió el primer cheque. Estaba encantado.
Lucio resopla. —Yo también lo estaría si mi comedor social
estuviera financiado por una preciosa mujer con un corazón
sangrante y una cuenta bancaria infinita.
Entrecierro los ojos. —No soy un corazón sangrante. Solo creo
en ayudar cuando se puede.
—Oye, es tu restaurante el que financia ese local —dice
encogiéndose de hombros—. Tú decides cómo se gastan tus
ganancias.
Le dedico una mirada mordaz.
—¿Qué? —protesta.
Sonrío. —Finges estar al margen de todo esto. Pero estás
ayudando al comedor social tanto como yo.
Frunce el ceño. —¿Cómo lo sabes?
—El comedor social sigue abierto porque yo lo financio, y la
única razón por la que puedo financiarlo es porque tú me diste
el apoyo financiero y emocional que necesitaba para montar
mi propio restaurante.
Hace un gesto despectivo con la mano. —No te habría dado ni
un céntimo si fueras una cocinera terrible. En realidad, fue
solo un inteligente movimiento de negocios. Excelente
previsión por mi parte.
Me río. —Eres un imbécil. Pero en serio… —apoyo una mano
en sus abdominales—. El restaurante es un éxito gracias a ti.
Niega con la cabeza. —No, el restaurante es un éxito porque
eres una chef fantástica.
Me sonrojo un poco, pero acepto el cumplido.
Debe sentir mi duda, porque sigue presionando. —¿Cuántas
veces ha ido Edmund Santiago con sus hijos?
—Dos veces la semana pasada —admito.
—El hombre sabe de comida. Es muy exigente. La única razón
por la que es un cliente habitual es porque le gusta lo que
cocinas. Yo no tengo nada que ver con eso.
Siento una gran oleada de orgullo, pero sigue siendo una
sensación tan desconocida para mí que me limito a mirarme
los pies.
—Estoy mejorando —murmuro.
Lucio se ríe por lo bajo y sacude la cabeza.
Sabe que no acepto bien los elogios. Es algo en lo que estoy
trabajando.
Dios sabe que de sus labios no escasean. Si Lucio escribiera
mi biografía, diría que soy lo más grande que le pasó al mundo
culinario desde el descubrimiento del fuego.
Es un poco exagerado.
Pero no me importa.
Acerca sus labios a los míos y me besa suavemente durante un
momento. Luego, me voltea para que mi espalda se pegue a su
pecho.
Miramos juntos al jardín. Evie corre arriba y abajo por una
estrecha pendiente cubierta de hierba, que desemboca en un
semicírculo de flagrantes macizos de flores.
—¿Qué te parece este sitio? —me pregunta, rozándome la
oreja con los labios.
—Es absolutamente espectacular —admito—. Pero es muy
grande.
—Solo medio acre más grande que la antigua casa.
Frunzo el ceño. —Lo dices como si fuera poca diferencia.
Lucio observa el edificio que tenemos detrás. —Necesitaré el
espacio para construir un nuevo garaje —me dice—. Y quiero
un espacio abovedado separado de la casa.
Frunzo el ceño. —¿Para qué necesitas un espacio abovedado
fuera de la casa? —pregunto.
Levanta las cejas y me mira con complicidad.
—¡Lucio!
—¿Qué? —pregunta con inocencia—. Sigo siendo el Don. La
mierda puede llegarnos al cuello y lo hará en el futuro. Quiero
asegurarme de que Evie y tú estén lejos del lado más feo del
negocio. No más celdas de prisión en sótanos en nuestro nuevo
hogar.
Suspiro, sabiendo que no podré discutir con él sobre este
punto.
Pero ya estoy empezando a aceptar que algunas cosas nunca
cambiarán. Ahora, mi vida está llena de riesgos y peligros.
Es el costo de amar a Lucio.
Y es un precio que estoy más que dispuesta a pagar.
—Tendré que hacer un barrido completo de seguridad del
lugar, también. Me aseguraré de que todo esté hecho antes de
mudarnos.
—Espera —digo, estirando el cuello hacia atrás para verle la
cara—. ¿Eso significa que vas a comprar este lugar?
—Significa que vamos a comprar este lugar —corrige.
Respiro hondo y salgo de sus brazos.
—Lucio, hay como ocho habitaciones de invitados.
—Nueve, creo.
—Y cuatro pisos —señalo.
Parece imperturbable. —¿Qué pasa con eso?
—No puedo contribuir mucho —admito—. El restaurante está
empezando, así que las ganancias no son muchas,
especialmente con mi compromiso con el comedor social, pero
creo que puedo reunir…
—Charlotte —dice agarrándome de los hombros—. Respira.
No espero que contribuyas en nada a la casa. Aparte de tu
presencia, por supuesto. Y el ocasional desayuno de tostadas
francesas.
—Pero… dijiste que querías que compráramos esta casa
juntos.
—Me refería a que sería nuestra casa, nuestro hogar —
respondo—. No espero que contribuyas. Al menos, no
económicamente.
—Pero yo quiero —insisto.
—Y te lo agradezco —responde—. Pero es innecesario.
Me muerdo el labio. —Igual pondré mi granito de arena.
Suspira profundamente, pero intuye que no voy a dejarlo así
como así. No en este caso.
—Bien —responde—. Pon lo que puedas.
Sonrío triunfante. Sé que mi contribución va a ser una miseria
comparada con el valor real de lo que sin duda es la mejor
propiedad inmobiliaria de Nueva York. Pero me hace sentir
mejor saber que estoy haciendo algo.
Ambos oímos los chillidos de Evie y me giro instintivamente
hacia el jardín.
—¿Qué pasa? —pregunto, viéndola saltar hacia nosotros con
Adriano y Vanessa a remolque.
—Puede que haya sugerido que vayamos a la playa con Lenny
por la noche —explica Adriano.
—Primero tienes que consultarlo con los padres, imbécil —le
suelta Vanessa, poniendo los ojos en blanco.
La fulmina con la mirada. —¿Imbécil? —repite—. No soy yo
el que no sabe hacer cuentas sencillas.
—Jesús, cometo un error y no me dejas en paz.
—Por favor, si solo…
—Ejem —interrumpo con tono cortante.
Si no intervengo, es probable que sigan discutiendo durante
mucho tiempo. Ese parece ser su patrón.
Pero en el fondo, hay amor de verdad. Discutir es solo su
lenguaje del amor.
—Lo siento —dice Vanessa con timidez—. De todos modos,
pensamos en llevarnos a Evie y Paulina unas horas. Darles un
poco de tiempo a solas.
Frunzo el ceño, huelo a algo.
—¿Tiempo a solas?
Vanessa se encoge de hombros. —Has estado trabajando
mucho últimamente —dice—. Pensé que a Lucio y a ti les
vendría bien un poco de romanticismo.
Sonrío. —Vaya, Vanessa. Es muy considerado por tu parte.
—Por favor —se burla Adriano—. Fue idea mía.
—Imbécil.
—Llorona.
—Idi…
—¡Chicos! —interrumpo de forma significativa y los dos se
separan de nuevo. Me doy cuenta de que van cogidos de la
mano.
Evie, claramente ajena a las bromas de los adultos, tira del
brazo de Adriano.
—Vamos, tío Adri —dice—. ¡Cojamos a Paulina y vayamos a
la playa!
—Espera, pequeña —responde él, mirándola—. Primero tienes
que preguntar a los jefes.
Evie se vuelve hacia nosotros dos. —Papá, mamá, ¿puedo ir,
por favor? ¿Por favor?
Me detengo en seco, con la respiración entrecortada por sus
palabras.
Me acaba de llamar mamá.
¿Verdad?
¿Soy la única que lo escuchó?
Está claro que no, porque Lucio también parece un poco
atónito. Vanessa y Adriano lo llevan mucho mejor, aunque
ambos sonríen de oreja a oreja.
—Tomemos eso como un sí —se ríe Adriano—. Vamos, niña.
—¡Sí! Adiós, papá —dice Evie sin mirarnos—. Adiós, mamá.
Adriano me guiña un ojo, coge a Evie de la mano y se dirige a
la salida. Vanessa se demora un momento. Lo suficiente para
darme un apretón en el brazo.
Luego, sigue a Adriano y Evie al jardín.
Lucio me coge de la mano y salimos hacia el coche.
Aparcamos justo fuera del recinto cerrado.
—Es muy amable de su parte llevarse a Evie por la noche.
Lucio no responde mientras se abrocha el cinturón.
—¿Has notado lo unidos que parecen estar Adriano y Vanessa
últimamente? —pregunto.
Lucio frunce el ceño. —Siempre están peleándose.
—Exacto, la tensión sexual es palpable —digo—. Algo así
como…
—Nosotros. Al principio”, —termina.
—Sí. Creo que van en serio.
—Pregúntale a Vanessa”.
—Lo haría, es solo que Vanessa suele ser un libro abierto. El
hecho de que ella no me haya dicho nada significa que
Adriano probablemente significa mucho para ella —le explico
—. Quiero que me lo diga cuando esté preparada.
Lo miro de reojo mientras nos acercamos al recinto. —¿Te ha
dicho algo Adriano?
Sonríe. —No.
Gimo de frustración y él se ríe mientras aparcamos fuera del
complejo.
Entramos y enseguida me doy cuenta de que la iluminación es
muy minimalista esta noche.
Y, en cuanto entramos en el amplio pasillo que conduce a la
cocina, me llega un aroma que me hace la boca agua y me
revuelve el estómago de hambre.
—Dios mío —respiro—. Lucio, ¿qué es ese olor?
Sonríe con disimulo. —Te preparé una sorpresita mientras
estábamos fuera.
Me coge de la mano y me lleva al comedor formal, que casi
nunca utilizamos. Entro en el espacio circular y me quedo
boquiabierta.
En el centro de la sala, hay una enorme mesa adornada. Está
perfectamente decorada con vajilla de plata, pétalos de rosa y
velas blancas parpadeantes.
Todo tiene un aspecto espectacular.
—Lucio —respiro—. ¿Qué has hecho?
Se inclina y me besa suavemente la mejilla.
—¿Lista para nuestra comida de siete platos? —pregunta.
—¿Cocinaste? —digo con asombro—. ¿Sabes siquiera cómo
encender la estufa?
Frunce el ceño y se dispone a replicar, pero, antes de que
pueda hacerlo, una voz familiar llega retumbando desde la
puerta de la cocina.
—¡Claro que no cocinó! Lucio no podría hervir agua aunque
su vida dependiera de ello. La comida de esta noche es
cortesía de su servidor.
Me doy la vuelta y veo nada menos que a Edmund Santiago de
pie en el umbral de la puerta, sosteniendo una gran bandeja
con dos pequeñas campanas que ocultan los platos debajo.
—¡Edmund! —exclamo—. ¿Cocinaste para nosotros esta
noche?
—Así es —responde, dedicándome una sonrisa especial—.
Aunque debo admitir que estaba bastante nervioso.
—¿Nervioso?
—Sí, siempre es angustioso cocinar para un chef al que
admiras.
Mis mejillas se sonrojan. —Lo dices por decir.
—En absoluto —dice convencido—. Tu restaurante es un
triunfo, Charlotte. Y me alegro. Necesitaba un poco de
competencia sana para mantener mi sangre fluyendo.
Lucio observa nuestro pequeño intercambio con diversión,
pero parece impaciente por alguna razón.
—¿Empezamos la fiesta? —pregunta.
Le lanzo una sonrisa punzante. —Parece que alguien tiene
hambre.
—Mis disculpas —dice Edmund—. Empecemos con el plato
número uno. Ceviche de gambas con caviar.
—Vaya —digo—. Ya estoy salivando.
Lucio y yo nos sentamos. Edmund coloca las dos pequeñas
campanas frente a nosotros.
—Disfruten, gente hermosa.
Luego, se da vuelta con floritura y nos deja con nuestra cena
romántica.
—Qué raro —digo, bajando la mirada hacia mi plato.
—¿Qué?
—Bueno, el chef suele quitar la campana y luego se va —le
explico—. Probablemente se le olvidó.
Estoy a punto de coger la pequeña asa de la mía cuando Lucio
me detiene.
—Espera —dice, sus ojos centellean a la luz de las velas—.
Permíteme.
Se levanta de la silla y se acerca a mí. Lo miro sorprendida,
preguntándome a qué viene todo esto.
Quita la campana del plato delante de mí con una floritura.
Tardo un momento en darme cuenta de lo que estoy viendo.
—Eso no es ceviche de gambas —digo tontamente.
Es una cajita de terciopelo negro. La miro confundida.
Lucio, por su parte, se arrodilla lentamente en el suelo a mi
lado.
—¿Quieres abrirla? —pregunta.
—Yo… Lucio, ¿qué es esto?
—No no —refuta con una leve sonrisa—. Tienes que abrirla
primero.
Mi corazón martillea con fuerza contra mi pecho mientras abro
la caja.
En el centro de un pequeño cojín de marfil, está el anillo más
hermoso que he visto nunca.
Es un diamante cuadrado, flanqueado por zafiros azul oscuro
que se asemejan mucho al color de mis ojos.
—Dios mío —respiro lentamente—. ¡¿Robaste un museo para
conseguir esto?!
Aparto los ojos del anillo y miro a Lucio.
—Charlotte Dunn —dice simplemente con ese tipo de
confianza tranquila que me hace sentir fuerte y débil al mismo
tiempo—. ¿Quieres casarte conmigo?
Me quedo mirándolo.
Sobre todo, intento asimilar el momento. Parece demasiado
surrealista para estar sucediéndome a mí.
Solo soy una mentirosa.
Basura del parque de caravanas.
No me merezco esto.
—Lucio —susurro—. ¿Estás seguro?
Su sonrisa de respuesta es radiante. Eclipsa el brillo del
enorme diamante que hay entre nosotros.
—No te lo pediría si no estuviera seguro —responde
simplemente—. Cásate conmigo, Charlotte. Y podremos
conquistar el puto mundo juntos.
Me encuentro con sus intensos, melancólicos y hermosos ojos
grises.
Y siento que me invade una quietud.
Es una quietud que nace de la felicidad perfecta, de la
seguridad perfecta… y de la certeza perfecta.
Porque, honestamente…
¿Cómo puedo decir que no a eso?
—Sí —susurro—. Un millón de veces sí.
Sus ojos brillan una vez más y su sonrisa se amplía por
completo.
Me guiña un ojo.
Y luego añade: —Chica lista.
Epílogo Ampliado
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