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El ocaso Osamu Dazai

Un mundo cerrado, en ruinas, sin salida ni amanecer a la

vista es lo que se retrata en El ocaso, caída del sol y de sue-

ños de grandeza en el otrora Imperio del sol naciente.

Tras la II Guerra mundial la inestabilidad y la angustia se

apoderan de las nuevas generaciones japonesas. Un univer-

so de tradiciones y castas militares se desmorona. Esta no-

vela narra la historia de una desconcertada familia aristócra-

ta al tiempo que cada página va explorando una región de

la moder na conciencia nipona.

Una madre prisionera del pasado, un recién llegado del

frente adicto a la droga y a los tugurios húmedos, y una jo-

ven en busca de amor, de explicaciones y de nuevos cami-

nos son los protagonistas abatidos y aislados que se tocan

casi tangencialmente.

Refugios individuales y mucha incomunicación son las cla-

ves que nos acercan al paraíso perdido, un lugar donde el

sol poniente asedia y agota personajes y circunstancias has-

ta acabar, tras la publicación de este libro, con la propia vi-

da de su autor.

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El ocaso Osamu Dazai

El ocaso

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El ocaso Osamu Dazai

Introducción

Osamu Dazai es uno de los escritores moder nos más

apreciados en Japón. Tras cumplirse el cincuentenario de

su muerte, sus obras —de marcadas características autobio-

gráficas y con una rebeldía chocante en una sociedad de rí-

gido confor mismo—, cuentan con más seguidores que nun-

ca, tanto en Japón como en otros países.

Dazai, cuyo verdadero nombre fue Shuji Tsushima, nació

en 1909 en Kanagi, una pequeña ciudad en la península de

Tsugaru, en la norteña región de Aomori. Al ser el décimo

entre once her manos de una familia de terratenientes aco-

modados, careció de las atenciones de sus padres y creció

al cuidado de una tía y los sirvientes. Desde pequeño, mos-

tró un particular interés por la literatura, que utilizó como

medio de expresión de su desarraigo familiar y sus conflic-

tos inter nos.

A los veintiún años, en 1930, ingresó en el departamen-

to de Literatura francesa de la Universidad de Tokio, aun-

que dejó los estudios cinco años más tarde sin graduarse.

Durante este periodo, militó en el incipiente movimiento

marxista nipón, experiencia que influyó en su visión de la

sociedad y su producción literaria.

Tres años después, comenzó a publicar colecciones de

relatos. En 1935 y 1936 fue candidato al Premio Akuta-

gawa, el más prestigioso en lapón para escritores de fic-

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El ocaso Osamu Dazai

ción. Pese a que en ambas ocasiones otro autor recibió el

galardón, ya se había asegurado un lugar destacado entre

los jóvenes escritores de la época.

El éxito de las obras de Dazai corrió paralelo a una vida

privada tumultuosa en extremo. Después de ser deshereda-

do por su familia a causa de la relación con una geisha de

bajo rango, tuvo cuatro intentos de suicidio —dos antes de

cumplir los veinte—, sufrió de adicción a la morfina y al al-

cohol, y estuvo inter nado para tratamiento psiquiátrico y

aquejado de tuberculosis crónica.

Su boda a los treinta años, en 1939, con Michiko Ishiha-

ra, una maestra de escuela secundaria que le presentó el

escritor Masuji Ibuse, cambió su existencia y dotó de mayor

claridad y equilibrio a su trabajo.

Este periodo de tranquilidad duró hasta el final de la Se-

gunda Guerra mundial, en 1945. En los siguientes tres

años, Dazai escribió dos novelas consideradas sus obras

maestras: El ocaso (Shayo), en 1947, e Indigno de ser hu-

mano (Ningen shikkaku), en 1948.

En estas dos novelas, el autor se muestra mucho más

cercano a Dostoyevski que a sus contemporáneos nipones.

Las historias, en las que se aprecia con claridad la influencia

de la literatura europea, muestran el interés por la cultura

occidental entre las clases más educadas. Sin embargo, los

protagonistas de estas obras, caracterizadas por una honra-

dez sin ador nos al mostrar la decadencia del ser humano,

no escapan a la falta de comunicación personal habitual en

la sociedad japonesa, y Dazai recurre a retrospectivas o a la

descripción minuciosa de pequeños acontecimientos para

mostrar con mayor profundidad a los personajes.

En 1948, cuando se encontraba en la cumbre de su ca-

rrera, se suicidó con su amante —una joven viuda de guerra

—, dejando atrás a su esposa y tres hijos en precaria situa-

ción económica. Para ter minar con su vida, eligió un canal

del río Tama, en el suburbio tokiota de Mitaka, cuyas aguas

se encontraban muy altas y turbulentas por las habituales

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El ocaso Osamu Dazai

lluvias de junio, época de los monzones en Japón. Los

cuerpos de ambos, atados el uno al otro con una cuerda ro-

ja, fueron encontrados seis días después en un recodo del

canal, justo cuando Dazai hubiera cumplido treinta y nueve

años.

El diecinueve de junio, fecha de su aniversario, su tum-

ba en el templo de Zenrin-ji, en Mitaka, recibe un gran nú-

mero de visitantes, que le ofrecen flores, incienso, así como

cigarrillos, sake o cerezas —que le gustaban a Dazai en vi-

da—, junto a fervorosas plegarias por el descanso del es-

píritu del polémico escritor, que todavía ejerce una enor me

fascinación sobre los lectores japoneses, en particular las

jóvenes generaciones.

Montse Watkins

Kamakura, diciembre 1998

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El ocaso Osamu Dazai

La culebra

Por la mañana, cuando mamá estaba tomando sopa en el


comedor, emitió un pequeño grito.

—¿Un cabello? —pregunté, pensando que quizá había

encontrado algo desagradable en la sopa.

—No, no —dijo, tomó otra cucharada como si nada hu-

biera acontecido, volvió el rostro a un lado, contempló los

cerezos silvestres en plena floración por la ventana de la co-

cina, y, con la cabeza todavía vuelta, hizo revolotear una cu-

charada más entre sus labios levemente abiertos. En el caso

de mamá, decir «revolotear» no era una exageración. Su

for ma de comer era muy distinta de la que aparecía en las

revistas femeninas. Así me dijo en cierta ocasión mi her ma-


[1]
no menor Naoji, mientras tomaba sake .

—No se es aristócrata por tener un título nobiliario. Al-

gunas personas no los poseen, pero sus dones naturales les

convierten en espléndidos aristócratas, mientras que noso-

tros somos plebeyos pese a nuestro linaje. Por ejemplo,

Iwashima —explicó, refiriéndose a un compañero de clase

que era conde—, ¿no te parece más vulgar que cualquiera

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El ocaso Osamu Dazai

de esos rufianes de los barrios de placer? Hace poco se

presentó a la boda de su primo Yanagii en smoking. Pase

que llegara con esta indumentaria si le parecía necesario,

pero escuchar el discurso del banquete del tipo, repleto de

expresiones rimbombantes, daban ganas de vomitar. El

darse aires de este modo no tiene nada que ver con la dis-

tinción y es una fanfarronada deplorable. Al igual que por


[2]
los alrededores de Hongo se ven letreros que ponen

«Alojamientos de alta categoría», de la mayoría de los aris-

tócratas se podría decir que son «mendigos de alta catego-

ría». Un verdadero aristócrata nunca se daría unos aires tan

estúpidos como Iwashima. De nuestra familia, la única per-

sona que se podría considerar una verdadera aristócrata es

mamá, supongo. Ella es genuina y no la podemos igualar.

En el caso de la sopa, por ejemplo, nosotros nos inclina-

ríamos un poco sobre el plato, la tomaríamos con la cucha-

ra de lado y nos la llevaríamos a la boca en esta misma po-

sición; pero mamá, apoya ligeramente los dedos de la ma-

no izquierda en el borde de la mesa y, con la parte superior

del cuerpo bien recta, el rostro levantado y sin una mirada

al plato, introduce ligera la cuchara en la sopa, la levanta

hacia su boca y, como si fuera una golondrina —se puede

usar esta descripción por el movimiento ligero y grácil—, se

la lleva a la boca en ángulo recto, dejando deslizar por la

punta el contenido entre los labios. Y así, echando ojeadas

inocentes a su alrededor, baja la cuchara en una moción

idéntica a la de unas alas diminutas, sin derramar una gota

ni hacer el menor ruido de sorber o contra el plato.

Es posible que esta no sea la manera que más se ciña a

las buenas for mas, pero a mí me produce una impresión

graciosa y auténtica. De hecho, me parece curioso que la

sopa se sienta mucho más sabrosa tomándola con la espal-

da bien recta y deslizándola a la boca por la punta de la cu-

chara, que inclinándose sobre el plato y sorbiendo la cu-

chara de lado. Sin embargo, como dice Naoji, una mendiga

de clase alta como yo, no es capaz de hacerlo con la facili-

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El ocaso Osamu Dazai

dad y candidez de mamá, y, ¡qué le vamos a hacer!, me in-

clino sobre el plato y la tomo del modo sombrío que pres-

cribe la etiqueta.

Y no se trata solo de la sopa. La for ma de comer de ma-

má se suele apartar un poco de la habitual en la mesa. Si

sirven car ne, la corta toda en pedacitos con el tenedor y el

cuchillo; entonces deja el cuchillo, se cambia el tenedor a la

mano derecha y, pinchándolos de uno en uno, se los come

despacio y a gusto. En el caso de alimentos con hueso co-

mo el pollo, mientras que nosotros nos esforzamos por se-

parar la car ne sin hacer ruido con el cubierto en el plato,

ella levanta con naturalidad el hueso con la punta de los

dedos y mordisquea la car ne. Incluso una for ma tan poco

civilizada de comer parece encantadora en mamá, y aún un

poco erótica, por lo que puede decirse que las personas

genuinas son distintas. Además del pollo con huesos, inclu-

so come del mismo modo las verduras, el jamón y las sal-

chichas.
[3]
—¿Sabes porqué son tan sabrosos los omusubi ? Pues

porque los hacen las personas, dándoles for ma con los de-

dos —comentó en cierta ocasión.

Yo también pienso que puede ser más sabroso comer

con las manos; pero, siendo una mendiga de clase alta, si la

imito sin gracia, tengo miedo de parecer una mendiga de

verdad.

Mi her mano Naoji dice que no podemos rivalizar con

mamá, y yo misma he desesperado ya de conseguirlo. Una

noche, la primera de otoño con buen tiempo, mamá y yo

nos encontrábamos en el jardín trasero de nuestra casa del

barrio de Nishikata. Estábamos admirando la luna en el pa-

bellón de verano junto al estanque, comentando entre risas

que parecía una noche en que pudieran acontecer cosas

mágicas, cuando mamá se levantó de repente, se adentró

en unos arbustos de asiento de pastor cercanos y, asoman-

do entre las flores blancas un rostro más claro todavía, son-

rió.

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El ocaso Osamu Dazai

—Kazuko, ¿a que no adivinas qué está haciendo mamá?

—dijo.

—Cogiendo flores.

Cuando dije esto se rio un poco.

—No, estoy haciendo pis.

Me sorprendió porque no estaba en cuclillas, pero sentí

en ella una gracia, que yo no podría ser capaz de imitar.

Desviándome bastante de la sopa de esta mañana, hace

poco leí en un libro que en tiempos del rey Luis de Francia,

las damas de la corte no tenían ningún reparo en orinar en

el jardín de palacio. Entonces pensé que mamá sería, sin

duda, la última de estas aristócratas que se comportaban

con tanta inocencia y encanto.

Esta mañana, cuando su exclamación me hizo preguntar

si se trataba de un cabello, dijo que no.

—Entonces, ¿está salada?

La sopa era a base de guisantes de lata importados de

América, con los que yo había preparado una especie de

potaje, pasándolos por el pasapurés. No tengo mucha con-

fianza en mi habilidad para cocinar de modo que se lo pre-

gunté con inquietud, aunque ella me aseguró que no tenía

ningún problema.

—Estaba muy buena —dijo con seriedad. Cuando ter-

minó la sopa comió algunos omusubi con los dedos.

Desde pequeña, no me apetece desayunar y no tengo

apetito hasta cerca de las diez; por eso, en esa ocasión me

pude ter minar la sopa de alguna manera, pero coloqué en

mi plato un omusubi, más difícil de comer, y me dediqué a

desmenuzarlo con los palillos para después llevar me algu-

nos pedacitos a la boca, sujetándolos del mismo modo que

mamá la cuchara e introduciéndolos en mi boca en ángulo

recto, empujando la comida igual que si estuviera alimen-

tando a un pajarillo. Mientras comía con tal lentitud, mamá

ya había ter minado el desayuno, se había levantado en si-

lencio y quedado apoyada en una pared iluminada por el

sol, mirándome mientras comía.

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—Kazuko, no debes comer así. El desayuno debe ser la

comida que más disfrutes —dijo.

—Y tú, mamá, ¿lo disfrutas?

—Eso no importa, ya no estoy enfer ma.

—Pero yo tampoco.

—Tanto da, tanto da —añadió con una sonrisa triste, in-

clinando levemente el cuello.

Cincos años atrás tuve una cierta dolencia en los pulmo-

nes y tuve que guardar cama, pese a que tenía bien claro

que todo era producto de mi propio capricho. Sin embar-

go, la reciente enfer medad de mamá había sido preocu-

pante y triste. Aun así, ella se preocupaba tan solo por mí.

—Ah… —dije.

—¿Qué? —preguntó esta vez mamá.

Nos miramos y sentimos que nos habíamos entendido a

la perfección; cuando me reí un poco, ella esbozó una am-

plia sonrisa.

No sé por qué será, pero cada vez que me invade algún

pensamiento bochor noso, se me escapa uno de esos extra-

ños «ah». En esa ocasión, me vino a la memoria de repente

y de una for ma vivida el recuerdo de mi divorcio, seis años

atrás. No me pude contener y, sin dar me cuenta, me salió

un «ah». Pero ¿a qué se debería el de mamá? Por supuesto,

ella no tiene nada en su pasado de qué avergonzarse; pero

seguro que por algo era.

—Mamá, ¿verdad que hace un momento recordaste al-

guna cosa? ¿Qué era?

—Lo he olvidado.

—¿Algo sobre mí?

—No.

—¿Sobre Naoji?

—Sí… —comenzó a decir, pero dobló el cuello y añadió

—: quizás.

Mi her mano Naoji fue llamado a filas mientras estudiaba

en la Universidad y lo habían enviado a alguna isla del sur

del Pacífico; pero nunca más supimos de él y, aunque la

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El ocaso Osamu Dazai

guerra ter minó, todavía desconocemos su paradero. Mamá

ya se ha resignado a la posibilidad de no verle nunca más,

pero yo no lo he pensado ni una sola vez; estoy convencida

de que nos encontraremos de nuevo.

—Creía haber perdido toda esperanza, pero tomando

esa sopa tan buena, no pude evitar recordarle. Ojalá me

hubiera portado mejor con él.

Desde que Naoji entró en la escuela secundaria, se vol-

vió loco por la literatura y comenzó a llevar una vida desor-

denada; no puedo ni imaginar la cantidad de disgustos que

dio a mamá. Y a pesar de esto se acordó de él cuando to-

maba la sopa y le salió ese «ah». Empujando el arroz boca

adentro, se me llenaron los ojos de lágrimas.

—No te preocupes, Naoji está bien. Un sinvergüenza

como él no muere. Lo hacen las personas dóciles y her mo-

sas. Naoji no: mala hierba nunca muere.

—Entonces tú vas a morir joven, ¿no crees? —dijo con

una sonrisa, burlándose de mí.

—¿Qué dices? Como soy mala y fea llegaré a los ochen-

ta, por lo menos.

—¿Ah sí? Entonces yo a los noventa.

—Sí… —repuse, un poco preocupada. La gente malva-

da tiene una vida larga y la her mosa muere pronto. Mamá

es her mosa, pero quiero que viva muchos años.

—¡No seas mala conmigo! —exclamé un poco descon-

certada; pero el labio inferior me había comenzado a tem-

blar y no pude contener las lágrimas.

No sé si debería contar lo acontecido con la serpiente.

Una tarde, cuatro o cinco días atrás, los niños del vecinda-

rio descubrieron unos diez huevos de serpiente entre el

bambú de la verja del jardín.

—Son huevos de víbora —insistieron.

Pensé que si naciera esa cantidad de víboras entre las

matas de bambú, ya no sería posible salir tranquilamente al

jardín.

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—Vamos a quemarlos —dije. Los niños me siguieron,

bailando de alegría.

Junto a las matas de bambú amontoné hojas caídas y

pasto, les prendí fuego y fui echando los huevos, uno a

uno. Pero no había for ma de que ardieran. Los niños aña-

dieron más hojas y ramitas sobre las llamas para avivar el

fuego, aunque no parecía posible quemarlos.

Entonces, la muchacha de la casa de campesinos que

está más abajo, se acercó a la verja.

—¿Qué están haciendo? —preguntó sonriendo.

—Quemando estos huevos de víbora. Tengo miedo solo

de pensar que puedan nacer estas serpientes.

—¿De qué tamaño son los huevos?

—Igual que los de codor niz, y son blancos.

—Entonces son de una serpiente nor mal, no de víbora.

Además, es muy difícil quemar unos huevos crudos.

La muchacha se marchó riéndose.

Como intentamos quemarlos durante más de media ho-

ra, sin resultado, los niños enterraron los huevos al pie del

ciruelo. Yo recogí unas piedrecillas para hacer una tumba.

—Bueno, ahora todos a rezar.

Me agaché y junté las manos; los niños hicieron lo mis-

mo detrás de mí. Cuando se marcharon, subí con calma los

escalones de piedra; mamá estaba de pie bajo el emparra-

do de glicino.

—¿Cómo pudiste hacer una cosa tan cruel? —me repro-

chó.

—Pensaba que era una víbora, pero resultó ser una ser-

piente inofensiva. Sin embargo, los hemos enterrado como

es debido, de modo que no hay de qué preocuparse.

Mamá no era supersticiosa en absoluto; pero, diez años

atrás, cuando papá murió en nuestra casa de Nishikata, te-

nía mucho miedo a las serpientes. Poco antes de su falleci-

miento, mamá encontró algo parecido a un cordón negro

junto a su cabecera y, sin darle importancia, lo fue a reco-

ger; entonces se dio cuenta de que se trataba de una ser-

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El ocaso Osamu Dazai

piente, que salió reptando hacia el pasillo y desapareció.

Mamá y el tío Wada, los únicos que la vieron, se limitaron a

mirarse sin decir nada, por temor a turbar la quietud en la

habitación del moribundo. Por eso, ni yo ni mi her mano

Naoji, que les acompañábamos, nos dimos cuenta de la

presencia del animal.

Pero la noche en que murió papá, recuerdo haber visto

serpientes subiendo por los árboles junto al estanque. Co-

mo ahora tengo veintinueve años, entonces tenía diecinue-

ve. Ya no era una niña. A pesar de los diez años transcurri-

dos, todavía puedo recordar lo acontecido a la perfección,

sin lugar a equivocaciones. Había salido a cortar unas flores

para el difunto y me dirigí hacia el estanque, me detuve

junto a unas azaleas en la orilla, y, al mirar el arbusto, noté

que en el extremo de una rama había una pequeña ser-

piente enroscada. Me asusté un poco, y cuando iba a cortar

una rosa amarilla, también observé que tenía otra serpien-

te. En el olivo fragante, en el joven arce, en la retama, en el

glicino, en el cerezo; en cualquier árbol o arbusto del jardín

que mirase había una serpiente enroscada. No sentí miedo

en particular. Pensé que, al igual que yo, las serpientes es-

taban tristes por la muerte de mi padre y habían salido de

sus agujeros para rezar por su espíritu.

Cuando le conté lo sucedido a mamá, se lo tomó con

calma y pareció pensar algo con el cuello doblado sin decir

nada. A causa de estos dos acontecimientos, a partir de

aquel día mamá sintió un profundo desagrado por las ser-

pientes. Más que desagrado fue aprensión y miedo, un ex-

traño temor.

Al saber que había quemado los huevos, sin duda lo to-

mó como un acto de pésimo agüero, e incluso yo pensé

que había hecho algo terrible y no me pude quitar de la ca-

beza la preocupación de haber atraído una maldición sobre

mamá ni ese día, ni al siguiente, ni al otro. Y a causa de es-

to, por la mañana, cuando hice el comentario fuera de lu-

gar de que la gente her mosa moría joven, después no supe

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El ocaso Osamu Dazai

cómo salir del paso y no pude contener las lágrimas. Más

tarde, cuando lavaba los platos del desayuno, tuve la des-

agradable impresión de que en el fondo de mi corazón ha-

bía entrado una pequeña serpiente que acortaría la vida de

mamá. El pensamiento se me hizo insoportable.

Ese mismo día vi a la serpiente en el jardín. Era una ma-

ñana clara. Cuando ter miné el trabajo en la cocina, pensé

en llevar una silla de mimbre a la hierba y sentar me a hacer

punto. Al bajar al jardín con la silla, la serpiente estaba en-

tre las matas de bambú enano, junto a una roca. Solo sentí

un cierto desagrado, aunque volví sobre mis pasos y llevé

de nuevo la silla a la galería, me senté allí y me puse a tejer.

Por la tarde, iba al pabellón del fondo del jardín, donde

guardamos los libros, para buscar un volumen con las pin-

turas de Laurencin, cuando vi a una serpiente que reptaba

muy despacio por el pasto. Era la misma de la mañana, de

for ma delicada y elegante. Pensé que era hembra. Cruzaba

el jardín con calma, mirando a su alrededor, y al llegar al ro-

sal silvestre, se detuvo, levantó la cabeza, y sacó la lengua,

temblorosa como una llama. Después de echar una ojeada

a su alrededor como si buscara algo dejó caer la cabeza,

desanimada. Entonces solo pensé que era una serpiente

bonita. Por fin, fui al pabellón, salí con el libro de pintura, y

de regreso, al mirar al lugar donde había estado, la serpien-

te había desaparecido. Hacia el atardecer estaba tomando

el té con mamá en la habitación de estilo chino, cuando di-

rigí la vista al jardín; la serpiente se dejó ver, avanzando

despacio por el tercer escalón de la escalera de piedra.

—¿Esa serpiente…? —preguntó mamá al verla. Se acer-

có a mí, me tomó de la mano y se quedó de pie sin soltár-

mela, inmóvil como una estatua. Entonces caí en la cuenta.

—¿Es la madre de los huevos? —dije sin pensar.

—Así es —repuso con voz ronca.

Nos quedamos observándola en silencio, con las manos

unidas. El animal, que se había enroscado sobre la piedra

con aspecto decaído, comenzó a moverse con gesto vaci-

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FIN DEL FRAGMENTO

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