Clase 1 Taller.

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Clase 1.

¿Para qué escribir? ¿Qué es la literatura? Ficción/ No ficción. Confección de un


relato, poema a partir de la enseñanza, el testimonio, la observación del don o el
oficio de algún familiar (el primer personaje somos nosotros mismos). Confección
de una circunstancia ficcional. Algo (lo que sea) debe ocurrir en una marcha.
Pensar en el ambiente, los olores, los ruidos.

Escribir todos los días un diario. Fecha, hora, lo que sea.


Escritura como una experiencia en la que el sujeto, en la medida que escribe (y
porque escribe), reflexiona, piensa, indaga, cuestiona, descubre.
Concebimos la praxis de la escritura como un proceso de resolución de problemas
y de descubrimiento en el que el escritor toma decisiones en función de
determinados objetivos. (desafío cognitivo).
Un buen escritor es aquel que tiene en cuenta la situación comunicativa en la que
se inscribe su texto y considera al problema retorico como parte fundamental del
proceso.
El hombre da a la experiencia forma de relato. La narración se constituye en uno
de los modos fundamentales de organización de su discurso y en el esquema
mental que le permite comprender e interpretar al mundo. La ficcionalizacion
comienza allí donde el conocimiento termina. La ficción es un modo de indagar, de
construir una hipótesis sobre lo real. El texto encuentra un significado en la
intersección entre el mundo de texto y el mundo del lector. Cuando tiene una
realización en el discurso propio del sujeto que lee. El texto solo se hace obra en
la intersección de texto y receptor.
Es la experiencia como vivencia singular lo que distingue a la narración de otro
tipo de discursos. La narrativa es una estrategia básica del ser humano para
enfrentarse al tiempo, a los procesos y al cambio.
Narración prototípica: Situacionalidad, la secuencia de hechos, la representación
de un mundo y la disrupción de ese mundo y el como es.

Elaborar un relato en el que alguien desde una ventana de un departamento


observa, una escena extraña en el departamento de enfrente. Solo se pueden
describir acciones, no voces, no ruidos.
En el taller de mi abuelo
Samanta Schweblin
De los siete a los diecisiete años, mi abuelo materno me entrenó obsesivamente para convertirme
en una artista. Yo entonces no lo sabía, pero mi abuelo era también “el maestro”, como lo
llamaban sus discípulos, o “el artista”, como lo llamaba la prensa. Mi abuelo era Alfredo de
Vincenzo, uno de los últimos grandes grabadores argentinos, y este relato personal es mi
homenaje a los cien años de su nacimiento.

Cuando cumplí siete años, mi abuelo le pidió permiso a mamá para pasar una tarde conmigo. Ese
es el primer recuerdo que tengo de él, esperándome frente a la reja de la casa de Hurlingham
donde yo vivía: un hombre de pantalones hasta la rodilla, medias rojas debajo de las sandalias de
cuero, pipa en la boca y el ceño siempre fruncido.

A mamá le dijo que iríamos al zoológico, o a la calesita, o a tomar un helado; no recuerdo la


excusa. En cuanto nos alejamos algunas cuadras me aclaró sus intenciones: nada de calesitas, la
excursión se trataba de algo más complejo. Tomaríamos el tren a Retiro, pero sin boletos, es
decir, viajaríamos sin pagar, porque la austeridad era algo importante y uno no podía andar
gastando dinero en cualquier cosa. Dijo que nos esconderíamos debajo de los asientos y que, si
nos descubrían, iríamos a la cárcel. Me acuerdo de mi única pregunta, “y en la cárcel, ¿voy a
poder ver a mi mamá?”. Él negó y señaló la boletería “si los guardas hacen sonar el silbato, es
que nos descubrieron”.

Subimos al tren. Nos acercamos hasta a un par de asientos enfrentados, él se tiró al piso para
acurrucarse debajo de uno e indicó el de enfrente, que era el mío. Obedecí e hice lo mismo.
Cuando la mugre del piso se me pegó a los brazos pensé que, aún si nos salvábamos de la cárcel,
mi madre notaría lo sucia que regresaba a casa.

“Nos descubrieron”, dijo en cuanto sonó el silbato. “¿A nosotros?”, pregunté. “Sí”. ¿Era la
primera vez que yo viajaba en tren? No lo recuerdo. Sé que vi a dos guardas acercarse desde el
otro vagón y tuve la certeza de que nos estaban buscando. Yo no sabía que el silbato sonaba
siempre, que era la señal de entrada a cada nueva estación. El abuelo dejó rápido su escondite y
se acercó para ayudarme a salir. Recuerdo su mano firme esperándome, y cómo nos quedamos
de pie frente a la salida, con las narices pegadas al vidrio hasta que al fin las puertas se abrieron.
Yo quise correr, pero él me sostuvo del brazo y, rodeados de una decena de pasajeros, entendí
que caminaríamos lento, disimuladamente, entre la gente.

Antes de meternos en el siguiente tren y repetirlo todo otra vez, se agachó frente a mí y me
explicó qué era lo que estábamos haciendo. Un aprendizaje para el futuro. Lo llamaríamos “El
entrenamiento del artista”, y sería nuestro secreto. Nadie, “ni siquiera tu madre”, dijo el abuelo
levantando el dedo índice, “puede enterarse de lo que vamos a hacer”.
A partir de entonces me buscaba por casa cada quince días. Los encuentros tenían objetivos
distintos y, “jornada” tras “jornada”, como las llamaba él, yo mantuve mi promesa de no hablar
sobre lo que hacíamos. Viajábamos sin dinero y llevábamos viandas en las mochilas. Las
misiones iban desde la identificación de fósiles en los museos de ciencias naturales y los estilos
neoclásicos en las fachadas de los edificios de Buenos Aires, hasta el robo de frutas de los
cajones de las verdulerías. Con el tiempo, cuando entendió que yo guardaba nuestros secretos,
llegamos a confiscar algunos ejemplares de las librerías de la Avenida Corrientes. Él distraía al
vendedor y yo, que apenas llegaba al borde de las mesadas, me guardaba el botín entre la ropa.

Visitamos museos de arte, galerías y exposiciones. Los óleos de Xul Solar, los pesadillescos
grabados de Goya y las esculturas de Lola Mora, que eran sus preferidas. A mis once dejó de
venir a buscarme y me animó a viajar sola de Hurlingham a su barrio de San Telmo. Habíamos
practicado el recorrido muchas veces: un colectivo, un tren, dos subtes y una caminata de diez
minutos. Cuando llegó el día viajé agarrada a sus notas para combinar la línea B con la C,
moviéndome angustiada entre un tumulto de cuerpos tanto más grandes que el mío. Mi abuelo
vivía solo en un atelier que ocupaba todo un piso del edificio. Me armó una pequeña cama en su
oficina, vació un cajón y escribió en él mi nombre. La siguiente etapa del entrenamiento requería
también jornadas nocturnas, así que empecé a quedarme a dormir de viernes a sábado.

Las nuevas actividades incluían carreras de caballos donde apostábamos nuestro dinero,
recolecciones de “buena madera” en los potreros y basureros de Barracas, ensayos y funciones
del teatro Margarita Xirgu, visitas a las milongas, las zarzuelas, los carnavales de la Avenida de
Mayo, las sesiones de jazz en el Tortoni. Incluso hubo un período de excursiones a bares de mala
muerte del que recuerdo la cara de un barman mirándome desconcertado mientras lustraba una
copa, quizá preguntándose si, teniendo a una nena del otro lado de la barra en la madrugada, no
debería llamar a la policía.

Y una noche en particular (imagino ahora a mis padres leyendo estas líneas y enterándose de
semejante jornada), caminamos hasta La Boca para ir a la Isla Maciel. Un hombre nos cruzó a
remo, en esa época era la única manera de llegar. “Preparate”, dijo el abuelo antes de tocar tierra,
“que esta es la isla de las putas y los ladrones. ¿Sabés lo que pasa acá en la noche?”. Me acuerdo
de los remos empujando el agua casi negra, del miedo que tenía, y de cómo ese miedo fue
transformándose en otra cosa. Era una ciudad escondida que vivía casi a oscuras, pero los
colores, la música, las comidas, eran como ráfagas de luz abriéndose frente a mis ojos.

Si me preguntan cómo comencé a escribir, siempre tengo dos o tres respuestas breves y
aceptables. Cada una tiene su verdad, pero ninguna cuenta cómo empezó todo. Quizá porque el
entrenamiento del artista fue nuestro secreto, algo que solo yo podía atesorar, o quizá porque la
experiencia que lo disparó fue tan vital y profunda que se volvió para mí algo sagrado.

La escritura empezó en uno de esos días. El abuelo me había regalado el primer cuadernillo de lo
que sería nuestro “diario de entrenamiento”, con mi nombre y el año al frente, todo hecho y
cosido por él. Al final de cada jornada tomábamos juntos las notas del día, qué habíamos hecho,
visto y aprendido. Había una sola regla: no se podían escribir cosas como “fue muy lindo”, o
“me gustó”, o “estaba cansada”. Las opiniones de ese tipo solo se permitían si se describían al
detalle, la escritura era un ejercicio de precisión.
Cierta noche, después de haber visto una puesta de Esperando a Godot con tres actores
prácticamente desnudos latigándose entre sí, me tocó tomar nota de mis impresiones. Pero la
experiencia beckettiana me había dejado sin palabras. Mi abuelo lo entendió, se dio cuenta de
que me estaba pidiendo algo que me superaba. Se levantó de pronto del escritorio y se alejó hacia
su cuarto al grito de “sé que hacer”, “sé cómo se escribe lo que no puede escribirse”. Me quedé
mirando el largo pasillo oscuro hasta que lo vi regresar con un libro en la mano, triunfal.
“Poesía”, dijo. Abrió un poemario de Alfonsina Storni y se puso a leer en voz alta. Incluso yo,
que no entendía nada de nada, me daba cuenta de lo mal que leía: a los gritos, y tan emocionado
que el libro le temblaba en las manos. Pero ése fue el momento mágico. Todo empezó ahí.

El abuelo leía, y a pesar del espectáculo que daba, yo entendí que algo extraordinario estaba
pasando dentro de él, parecía una fuerza genuina y poderosa, y fuera lo que fuera, la quería
también para mí. Quería que esa fuerza me tocara. Storni, Mistral, Vallejo, Almafuerte. Estaba
fascinada. La magia se producía en la combinación de las palabras. Me puse a escribir ahí
mismo, tomando al azar frases que el abuelo leía y copiándolas en el diario. Quería esa magia en
mi propio cuerpo, y no iba a parar de escribir hasta encontrarla. La experiencia beckettiana
todavía pesaba en mi cabeza, pero entre las palabras que elegía algo nuevo se estaba
configurando, una suerte de explicación, o de lectura propia de lo que antes no había entendido.
De pronto el horror de la puesta de Godot tomó una forma distinta, se llenó de significado
propio, y me entregó un descubrimiento vital: la literatura podía ayudar a entender lo
inexplicable.

Según las reglas del abuelo, y las de una sociedad que funcionaba muy distinto a la de ahora, una
nena de once años podía apostar en las carreras de caballos y pasear de noche por la isla Maciel,
pero recién cuando cumplía los doce estaba preparada para incursionar en el verdadero objetivo
del entrenamiento: el arte del grabado. ¿Pero qué era el grabado? Me lo preguntaban mis
compañeros del colegio y yo decía que era como pintar, pero aún no entendía por completo de
qué se trataba.

Sabía que el filo de los buriles era muy peligroso, y que el ácido en el que se hundían las chapas
podía roerte también los dedos. Intuía que calibrar esa peligrosidad era de lo que se trataba ese
arte. Cada sábado de doce del mediodía a siete cumplía con mis funciones de “ayudante” del
abuelo: limpiar con alcohol las mesas de los tres grandes salones a los que él llamaba “taller”,
recoger y tirar las gasas cargadas de excesos de tinta y controlar que siempre hubiera papel y
jabón en el baño.

Lo que yo no sabía, y con los años empecé a entender, era que estaba siendo testigo del que
probablemente fuera el taller de aguafuerte y fotograbado más grande de toda Latinoamérica. Era
1988, y asistían al taller artistas como Bruno Venier, Roberto Gonzalez, Zulema Petruschansky,
Daniel Brambilla, Luisa Reisner, Abel Versacci, quienes muy pronto ganarían los grandes
premios nacionales, y recuerdo también a algunos más jóvenes, como Pablo Flaiszman, e incluso
visitas de Liliana Porter. Fue la primera vez que vi a gente adulta haciendo arte, y el asunto era
tan serio que un error de color o un mal pliegue en el papel podía colapsar a toda la tropa y
nuclearla horrorizada alrededor del incidente.
Todo olía a alcohol y tinta, todo el mundo andaba con las manos manchadas y la atención puesta
en las decenas y decenas de chapas de cobre y de zinc que se movían de la zona de barnizado al
cuarto de ácidos, de la zona de biselado a la de entintado, de la sala de imprentas a las sogas de
secado, para luego empezar todo otra vez.

Fue entonces cuando descubrí no solo el taller, sino al “maestro”. Así llamaban los alumnos a mi
abuelo. “¿Dónde está el maestro?”, preguntaban, cruzando los salones con sus estampas todavía
frescas, “¿Qué opina el maestro?”. Y también descubrí al “artista”, que era como lo llamaban
en Arte al día, Gente, La Gaceta, el Buenos Aires Herald, Primera Plana, los críticos y los
catálogos que a mí solo me llegaban de mano de sus orgullosos alumnos. Si se los llevaban al
maestro, él los devolvía al trabajo con un solo grito, proclamando enigmáticamente frases como
“es en lo sereno y no en el ruido donde se escucha la sustancialidad en su dimensión más
profunda”, o colgándoles carteles frente a sus puestos de trabajo que decían “solo en la
continuidad del taller, en la lucha diaria que sobrepasa al cansancio, en la excitante obsesión de
visualizar el torbellino interno, es donde los hilos se anudan”.

Alfredo nació en Avellaneda en 1921. Su madre era una inmigrante francesa y su padre un
albañil italiano que creció en un conventillo de La Boca y nunca llegó a hablar bien el español.
Mi bisabuelo se dedicaba a hacer frescos de yeso para las fachadas de los edificios, como
algunos detalles del Luna Park, o gran parte de todos los florones y las balaustradas del Palacio
de Correos de Buenos Aires.

Cuando Alfredo terminó la primaria quiso estudiar dibujo, pero la familia era muy humilde y a
sus doce años lo mandaron a trabajar a una fábrica de Dock Sur. Su tía Asunta, que daba clases
en una escuela de secretarias y era quizá la única en la familia que entendía sus inquietudes, lo
invitó a ir por las noches a aprender mecanografía. Imagino a Alfredo pequeño, con su entrecejo
ya arrugado, inclinado sobre su máquina de escribir y rodeado de aspirantes a secretarias. La
escuela de mecanografía era su guarida, el entorno en el que empezaron sus primeras lecturas y
el lugar donde llegó a sus manos el libro que, según él, marcaría para siempre el resto de su vida:
la biografía de Franz Winzinger del maestro Alberto Durero, el gran grabador renacentista.

¿Fue ese espacio su primer entrenamiento del artista? ¿Quién se ocupó de él como él se ocupó de
mí? ¿O fue algo que siempre le faltó y por eso lo obsesionaba estar presente en mi preparación?

A escondidas de su padre, que se lo había prohibido tajantemente, empezó a ir de noche a la


escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. Regresaba a Avellaneda a pie para ahorrar los
viáticos, y así compraba los materiales de pintura. De camino recorría las imprentas de algunos
diarios, donde recogía los restos de los últimos pliegues del día que usaba como papel para sus
estampas. Cuando llegaba de madrugada su mamá Eugenia se levantaba, le calentaba un poco de
comida, y lo miraba mientras le decía, “Ay, Alfredo, no vas a poder, no vas a llegar”.

Descansaba pocas horas porque a las seis había que estar otra vez en la fábrica, y un día se quedó
dormido frente a una de las máquinas de guillotinas. Perdió, de un solo corte, la primera falange
de su dedo índice derecho. ¿Se quedó dormido o lo hizo adrede? ¿Fue ese el precio a pagar para
dejar la fábrica? ¿Tres centímetros de un dedo de su mano de grabador, a cambio de su
liberación?
En esos años recibió dos grandes empujones. Primero, una estudiante de dieciséis años que lo
metió de prepo en las reuniones estudiantiles. Mi abuela Susana Soro no solo lideraba las
políticas de pasillo sino que también las formalizó, fundando junto con Alfredo y otros
compañeros el Centro de estudiantes de Bellas Artes y ganando su primera presidencia.

La segunda gran influencia fue el maestro Lino Spilimbergo, a quien siguió hasta Tucumán
como parte del equipo de artistas que fundaría el Instituto Superior de Artes: Víctor Rebuffo,
Pompeyo Audivert, Lorenzo Domínguez, Carlos Alonso, Miguel Dávila, Leonor Vasena, Albino
Fernandez (con quien más tarde fundaría el famoso “Club de la Estapa”). Era mediados de los
años 50 y todavía me resulta increíble pensar en un momento en la historia de las artes plásticas
argentinas en la que todos estos artistas convivían y trabajaban juntos compartiendo los ateliers
de la Universidad de Tucumán.

Spilimbergo le consiguió una beca en el Instituto, donde Alfredo fue ayudante de Víctor Rebuffo
y Pompeyo Audivert, y pronto le encargaron la dirección de la Escuela Infantil de Artes Plásticas
del Instituto y las clases de grabado en el departamento de Artes de la universidad. En el 55,
cuando regresó a Buenos Aires, expuso por primera vez en el Museo de Arte Moderno. Quienes
asistieron a esa muestra fueron testigos de algo inédito hasta entonces en el grabado tradicional,
que trabajaba sobre todo en formatos pequeños: una serie de xilografías monumentales, algunas
de casi dos metros de largo, y que la crítica calificó de “una audacia absoluta” y “un manifiesto
de gran envergadura para su época”.

Tengo algunas de estas notas en mi departamento, junto con una de las xilografías: una estampa
tan grande que ningún artesano de mi barrio se anima a enmarcar. La conservo en una carpeta
hecha por mí misma, porque tampoco encontré carpetas de ese tamaño, y la guardo prensada
entre mi escritorio y la pared. Escribo cada día frente a esa carpeta de tres metros de largo que
casi toca mi habitación de punta a punta.

En 1967 le otorgaron el premio francés Georges Braque. Viajó a París becado y durante dos años
visitó talleres de grabado de Francia, Inglaterra, Italia, Portugal, España, Holanda, Polonia y
Rusia. Los procedimientos del “color simultáneo”, que aprendió de manos del grabador Stanley
William Hayter, y las técnicas de fotograbado y aguafuerte, eran todas disciplinas prácticamente
desconocidas en Latinoamérica. Al regresar a Argentina abrió su taller con la misión de
compartir estas nuevas experiencias. Recuerdo artistas extranjeros de Perú, de México, de
Colombia, recuerdo incluso a un artista sueco. Algunos de ellos también eran profesores y venían
al taller becados por sus universidades o por el propio Alfredo. “Maestro de maestros”, lo llaman
en algunas de estas notas que tengo ahora sobre mi escritorio.

Cuando unos años más tarde le entregan el Gran Premio Nacional, Alfredo dice en su discurso de
aceptación que lo que quiere es hablar de “el hombre de hoy, y de la ciudad que lo corroe”. Era
1976. Curioso que, en medio de esa dictadura militar, él se empecinara en un arte que gira en
entorno al desgaste y la corrosión de sus materiales, y que, a pesar de la presunta rigidez del
grabado, lograra trasmitir la sensación de trazos ligeros, y la fugacidad imperiosa del escape. Leo
los títulos de sus obras de esos días Esta sangre, este clamor, Vencer para vivir, El dolor nos
hace más fuertes, Hasta el último día, y me parece entender qué es lo que estaba haciendo:
absorber toda esa corrosión y hacer con ella un magistral acto de exorcismo.
Qué podía saber yo de todo esto en ese entonces. Solo recuerdo cómo me gustaba estar en ese
taller, y que yo también grababa, porque quería ser parte de toda esa energía que se movía
alrededor. Adoraba ese mundo adulto sumido en el arte como en una misión espartana.

Había un descanso de quince minutos en toda la jornada, cuando se preparaba mate cocido con
galletitas y todos se apiñaban en una cocina diminuta a conversar. Ahí escuché por primera vez
hablar de Nietzsche, de la maldad de los críticos, de Perón, de un tal Paul Bowles enfermo en
Marruecos, de los desaparecidos, de un suicidio de alguien esa misma mañana, de las paradojas
del plagio, de Simone de Beauvoir. Recuerdo algunas charlas con Silvia Rocca y Néstor
Goyanes, quizá los alumnos más queridos y cercanos del abuelo.

Y algo más también. A mis doce, trece años, empecé a aprovechar esos descansos para leer en
voz alta mis primeros cuentos. Imagino que habría algún pacto implícito por el que, si la nieta
del maestro leía, debía ser escuchada y aplaudida, pero no me importaba. Yo escribía toda la
semana pensando en los cinco minutos de gloria del sábado, cuando todos harían silencio y me
escucharían pacientemente. Ése fue mi primer taller, incluso antes de los talleres literarios por los
que pasé más tarde. Mi primer taller fue de chapas, tintas y artistas plásticos. Ese taller, que fue
la gran usina de investigación del grabado latinoamericano, que llegó a tener más de treinta
exposiciones grupales y cuyos alumnos ganaron más de cuatrocientos premios alrededor de todo
el mundo, fue también mi taller fundacional, el espacio donde entendí, a la par de sus verdaderos
alumnos, cuáles serían mis herramientas y el trabajo extraordinario que implicaría dominarlas, o
al menos intentarlo. Recuerdo esas caras, sus voces, sus manos siempre sucias, y me siento tan
agradecida por todo el amor y la paciencia que esos artistas plásticos tuvieron con esta nieta que
hubiera debido ser grabadora, pero que estaba tan empecinada con las letras.

El entrenamiento del artista siguió unos años más. Aprendí a sacar y revelar mis propias
fotografías, recibí las obras completas de Borges y de Cortázar. Viajamos cada vez más lejos, a
La Plata, a provincias del interior, a Uruguay, a Nueva York. En el puente de Brooklyn le dije
que de grande quería vivir en esa ciudad. Él adoraba Nueva York, y viajaba seguido a ver a su
gran amigo de la adolescencia, el arquitecto César Pelli. Pero ante mi declaración negó
rotundamente con la cabeza. Dijo que en veinte años esa ciudad ya no sería la misma, que el
futuro era “de las mujeres y de los gays”, y que sucedería en Berlín. Berlín, la ciudad a la que,
veinte años después, terminé mudándome.

Cuando empecé la universidad nos vimos menos. Cada tanto llevaba al taller a algún novio, pero
a todos me los rebotaba. “O el arte o el amor”, decía, a veces incluso delante de ellos, “no hay
tiempo para las dos cosas”. A sus ochenta años, después de una de sus matutinas jornadas de
yoga y natación, tuvo una descompensación. “No llamen al médico”, dijo, nos lo pidió varias
veces, “son los médicos los que te matan”. Pero el médico vino, y Alfredo murió dos meses mas
tarde.

La familia vendió el piso de San Telmo. Alguien compró las prensas y las herramientas, y el
resto del taller, sin su maestro ni sus alumnos, se volvió puro papel, afiches viejos y latas de
pintura. Desarmar ese espacio fue devastador para todos.
Recuerdo que, antes de cerrar para siempre las dos grandes puertas de roble del recibidor, agarré
el último resto de basura que tocaba bajar, dos grandes potes del ácido que se usaba para grabar
las chapas. Ya habíamos vaciado su contenido, pero cuando llegué a la vereda me di cuenta de
que los potes todavía goteaban. Las marcas del ácido me habían seguido todo a lo largo de las
escaleras hasta la planta baja y crecían ahora en un charco final, fluyendo en líneas corrosivas
hacia la calle. No había necesidad, pensé, pero sí la había. Lo supe cuándo, varios años después,
volví a San Telmo solo para corroborar que la mancha siguiera ahí. Me paré sobre ella y me
quedé un buen rato mirándola. Ésta es la marca, pensé, y es irreversible. Me conmovía que mis
pies entraran completamente en ella.

Pienso en el abuelo y me pregunto, ¿hay un privilegio más grande que el que me tocó?

El 25 de octubre de 2021 fue el centenario de su nacimiento. El edificio donde Alfredo fue el


maestro de varias generaciones de grabadores, donde fue el artista que creó una obra de más de
mil quinientos óleos, estampas, dibujos y monocopias, y donde fue mi abuelo, y me leyó por
primera vez a Alfonsina Storni, queda en el 616 de la calle Estados Unidos. ¿Podría alguien ir
hasta ahí, por favor, y confirmarme que la marca de ácido sigue en su lugar?
XXXV EL POETA Y LOS SUEÑOS DIURNOS

Los profanos sentimos desde siempre vivísima curiosidad por saber de dónde el poeta,
personalidad singularísima, extrae sus temas —en el sentido de la pregunta que aquel cardenal
dirigió a Ariosto— y cómo logra conmovernos con ellos tan intensamente y despertar en
nosotros emociones de las que ni siquiera nos juzgábamos acaso capaces. Tal curiosidad se
exacerba aún ante el hecho de que el poeta mismo, cuando le interrogamos, no sepa
respondernos, o sólo muy insatisfactoriamente, sin que tampoco le preocupe nuestra convicción
de que el máximo conocimiento de las condiciones de la elección del tema poético y de la
esencia del arte poético no habría de contribuir en lo más mínimo a hacernos poetas. ¡Si por lo
menos pudiéramos descubrir en nosotros o en nuestros semejantes una actividad afín en algún
modo a la composición poética! La investigación de dicha actividad nos permitiría esperar una
primera explicación de la actividad creadora del poeta. Y, verdaderamente, existe tal posibilidad;
los mismos poetas gustan de aminorar la distancia entre su singularidad y la esencia
generalmente humana y nos aseguran de continuo que en cada hombre hay un poeta y que sólo
con el último hombre morirá el último poeta. ¿No habremos de buscar ya en el niño las primeras
huellas de la actividad poética? La ocupación favorita y más intensa del niño es el juego. Acaso
sea lícito afirmar que todo niño que juega se conduce como un poeta, creándose un mundo
propio, o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un orden nuevo, grato para él.
Sería injusto en este caso pensar que no toma en serio ese mundo: por el contrario, toma muy en
serio su juego y dedica en él grandes afectos. La antítesis del juego no es gravedad, sino la
realidad. El niño distingue muy bien la realidad del mundo y su juego, a pesar de la carga de
afecto con que lo satura, y gusta de apoyar los objetos y circunstancias que imagina en objetos
tangibles y visibles del mundo real. Este apoyo es lo que aún diferencia el «jugar» infantil del
«fantasear». Ahora bien: el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo fantástico
y lo toma muy en serio; esto es, se siente íntimamente ligado a él, aunque sin dejar de
diferenciarlo resueltamente de la realidad. Pero de esta irrealidad del mundo poético nacen
consecuencias muy importantes para la técnica artística, pues mucho de lo que, siendo real, no
podría procurar placer ninguno puede procurarlo como juego de la fantasía, y muchas emociones
penosas en sí mismas pueden convertirse en una fuente de placer para el auditorio del poeta. La
contraposición de la realidad al juego nos descubre todavía otra circunstancia muy significativa.
Cuando el niño se ha hecho adulto y ha dejado de jugar; cuando se ha esforzado psíquicamente, a
través de decenios enteros, en aprehender, con toda la gravedad exigida, las realidades de la vida,
puede llegar un día a una disposición anímica que suprima de nuevo la antítesis entre el juego y
la realidad. El adulto puede evocar con cuánta gravedad se entregaba a sus juegos infantiles, y
comparando ahora sus ocupaciones pretensamente serias con aquellos juegos pueriles, rechazar
el agobio demasiado intenso de la vida y conquistar el intenso placer del humor. Así, pues, el
individuo en crecimiento cesa de jugar; renuncia aparentemente al placer que extraía del juego.
Pero quienes conocen la vida anímica del hombre saben muy bien que nada le es tan difícil como
la renuncia a un placer que ha saboreado una vez. En realidad, no podemos renunciar a nada, no
hacemos más que cambiar unas cosas por otras; lo que parece ser una renuncia es, en realidad,
una sustitución o una subrogación. Así también, cuando el hombre que deja de ser niño cesa de
jugar, no hace más que prescindir de todo apoyo en objetos reales, y en lugar de jugar, fantasea.
Place castillos en el aire; crea aquello que denominamos ensueños o sueños diurnos. A mi juicio,
la mayoría de los hombres crea en algunos períodos de su vida fantasías de este orden. Ha sido
éste un hecho inadvertido durante mucho tiempo, por lo cual no se le ha reconocido la
importancia que realmente entraña. El fantasear de los adultos es menos fácil de observar que el
jugar de los niños. Desde luego, el niño juega también solo o forma con otros niños, al objeto del
juego, un sistema psíquico cerrado; aun cuando no ofrece sus juegos, como un espectáculo, al
adulto, tampoco se los oculta. En cambio, el adulto se avergüenza de sus fantasías y las oculta a
los demás; las considera como cosa íntima y personalísima, y, en rigor, preferiría confesar sus
culpas a comunicar sus fantasías. De este modo es posible que cada uno se tenga por el único que
construye tales fantasías y no sospecha en absoluto la difusión general de creaciones análogas
entre los demás hombres. Esta conducta dispar del sujeto que juega y el que fantasea tiene su
fundamento en la diversidad de los motivos a que respectivamente obedecen tales actividades,
las cuales son, no obstante, continuación una de otra. El juego de los niños es regido por sus
deseos o, más rigurosamente, por aquel deseo que tanto coadyuva a su educación: el deseo de ser
adulto. El niño juega siempre a «ser mayor»; imita en él juego lo que de la vida de los mayores
ha llegado a conocer. Pero no tiene motivo alguno para ocultar tal deseo. No así, ciertamente, el
adulto; éste sabe que de él se espera ya que no juegue ni fantasee, sino que obre en el mundo
real; y, además, entre los deseos que engendran sus fantasías hay algunos que le es preciso
ocultar; por eso se avergüenza de sus fantasías como de algo pueril e ilícito. Preguntaréis cómo
es posible saber tanto de las fantasías de los hombres, cuando ellos las ocultan con sigiloso
misterio. Pues bien: es que hay una clase de hombres a los que no precisamente un dios, pero sí
una severa diosa —la realidad—, les impone la tarea de comunicar de qué sufren y en qué hallan
alegría. Son éstos los enfermos nerviosos, los cuales han de confesar también ineludiblemente
sus fantasías al médico, del que esperan la curación por medio del tratamiento psíquico. De esta
fuente procede nuestro conocimiento, el cual nos ha llevado luego a la hipótesis, sólidamente
fundada, de que nuestros enfermos no nos comunican cosa distinta de lo que pudiéramos
descubrir en los sanos. Veamos ahora algunos de los caracteres del fantasear. Puede afirmarse
que el hombre feliz jamás fantasea, y sí tan sólo el insatisfecho. Los instintos insatisfechos son
las fuerzas impulsoras de las fantasías, y cada fantasía es una satisfacción de deseos, una
rectificación de la realidad insatisfactoria. Los deseos impulsores son distintos, según el sexo, el
carácter y las circunstancias de la personalidad que fantasea; pero no es difícil agruparlas en dos
direcciones principales. Son deseos ambiciosos, tendentes a la elevación de la personalidad, o
bien deseos eróticos. En la mujer joven dominan casi exclusivamente los deseos eróticos, pues su
ambición es consumida casi siempre por la aspiración al amor; en el hombre joven actúan
intensamente, al lado de los deseos eróticos, los deseos egoístas y ambiciosos. Pero no queremos
acentuar la contraposición de las dos direcciones, sino más bien su frecuente coincidencia; lo
mismo que en muchos cuadros de altar aparece visible en un ángulo el retrato del donante, en la
mayor parte de las fantasías ambiciosas nos es dado descubrir en algún rincón la dama, por la
cual el sujeto que fantasea lleva a cabo todas aquellas heroicidades, y a cuyos pies rinde todos
sus éxitos. Como veréis, hay aquí motivos suficientemente poderosos de ocultación; a la mujer
bien educada no se le reconoce, en general, más que un mínimo de necesidad erótica, y el
hombre joven debe aprender a reprimir el exceso de egoísmo que una infancia mimada le ha
infundido para lograr su inclusión en la sociedad, tan rica en individuos igualmente exigentes.
Los productos de esta actividad fantaseadora, los diversos ensueños o sueños diurnos, no son, en
modo alguno, rígidos e inmutables. Muy al contrario, se adaptan a las impresiones cambiantes de
la vida, se transforman con las circunstancias de la existencia del sujeto, y reciben de cada nueva
impresión eficiente lo que pudiéramos llamar el «sello del momento». La relación de la fantasía
con el tiempo es, en general, muy importante. Puede decirse que una fantasía flota entre tres
tiempos: los tres factores temporales de nuestra actividad representativa. La labor anímica se
enlaza a una impresión actual, a una ocasión del presente, susceptible de despertar uno de los
grandes deseos del sujeto; aprehende regresivamente desde este punto el recuerdo de un suceso
pretérito, casi siempre infantil, en el cual quedó satisfecho tal deseo, y crea entonces una
situación referida al futuro y que presenta como satisfacción de dicho deseo el sueño diurno o
fantasía, el cual lleva entonces en si las huellas de su procedencia de la ocasión y del recuerdo.
Así, pues, el pretérito, el presente y el futuro aparecen como engarzados en el hilo del deseo, que
pasa a través de ellos. Un ejemplo cualquiera, el más corriente, bastará para ilustrar esta tesis.
Suponed el caso de un pobre huérfano al que habéis dado las señas de un patrono que puede
proporcionarle trabajo. De camino hacia casa del mismo, vuestro recomendado tejerá quizá un
ensueño correspondiente a su situación. El contenido de tal fantasía será acaso el de que obtiene
la colocación deseada, complace en ella a sus jefes, se halla indispensable, es recibido por la
familia del patrono, se casa con su bella hija y pasa a ser consocio de su suegro, y luego, su
sucesor en el negocio. Y con todo esto, el soñador se ha creado una sustitución de lo que antes
poseyó en su dichosa infancia; un hogar protector, padres amantes y los primeros objetos de su
inclinación cariñosa. Este sencillo ejemplo muestra ya cómo el deseo utiliza una ocasión del
presente para proyectar, conforme al modelo del pasado, una imagen del porvenir. Habría aún
mucho que decir sobre las fantasías; pero queremos limitarnos a las indicaciones más
indispensables. La multiplicación y la exacerbación de las fantasías crean las condiciones de la
caída del sujeto en la neurosis o en la psicosis. Y las fantasías son también los estadios psíquicos
preliminares de los síntomas patológicos de que nuestros enfermos se quejan. En este punto se
abre un amplio camino lateral, que conduce a la Patología, y en el que por el momento no
entraremos. No podemos, en cambio, dejar de mencionar la relación de las fantasías con los
sueños. Tampoco nuestros sueños nocturnos son cosa distinta de tales fantasías, como lo
demuestra evidentemente la interpretación onírica. El lenguaje, con su sabiduría insuperable, ha
resuelto hace ya mucho tiempo la cuestión de la esencia de los sueños, dando también este
mismo nombre a las creaciones de los que fantasean. El hecho de que, a pesar de esta indicación,
nos sea casi siempre oscuro el sentido de nuestros sueños obedece a la circunstancia de que
también nocturnamente se movilizan en nosotros deseos que nos avergüenzan y que hemos de
ocultarnos a nosotros mismos, habiendo sido por ello reprimidos y desplazados a lo inconsciente.
A estos deseos reprimidos, así como a sus ramificaciones, sólo puede serles permitida una
expresión muy deformada. Una vez que la investigación científica logró encontrar la explicación
de la deformación de los sueños no se hizo ya difícil descubrir que los sueños nocturnos son
satisfacciones de deseos, al igual de los sueños diurnos, las fantasías, que tan bien conocemos
todos. Pasemos ahora de las fantasías al poeta. ¿Deberemos realmente arriesgar la tentativa de
comparar al poeta con el hombre «que sueña despierto», y comparar sus creaciones con los
sueños diurnos? Se nos impone, ante todo, una primera diferenciación: hemos de distinguir entre
aquellos poetas que utilizan temas ya dados, como los poetas trágicos y épicos de la antigüedad,
y aquellos otros que parecen crearlos libremente. Nos atendremos a estos últimos y elegiremos
para nuestra comparación no precisamente los poetas que más estima la crítica, sino otros más
modestos: los escritores de novelas, cuentos e historias, los cuales encuentran, en cambio, más
numerosos y entusiastas lectores. En las creaciones de estos escritores hallamos, ante todo, un
rasgo singular: tienen un protagonista que constituye el foco del interés, para el cual intenta por
todos los medios el poeta conquistar nuestras simpatías, y al que parece proteger con especial
providencia. Cuando al final de un capítulo novelesco dejamos al héroe desvanecido y sangrando
por graves heridas, podemos estar seguros de que al principio del capítulo siguiente lo
encontraremos solícitamente atendido y en vías de restablecimiento; y si el primer tomo acaba
con el naufragio del buque en el que nuestro héroe navegaba, es indudable que al principio del
segundo tomo leeremos la historia de su milagroso salvamento, sin el cual la novela no podría
continuar. El sentimiento de seguridad, con el que acompañamos al protagonista a través de sus
peligrosos destinos, es el mismo con el que un héroe verdadero se arroja al agua para salvar a
alguien que está en trance de ahogarse, o se expone al fuego enemigo para asaltar una batería; es
aquel heroísmo al cual ha dado acabada expresión uno de nuestros mejores poetas
(Anzengruber): «No puede pasarme, nada». Pero, a mi juicio, en este signo delator de la
invulnerabilidad se nos revela sin esfuerzo su majestad el yo, el héroe de todos los ensueños y de
todas las novelas. Otros rasgos típicos de estas narraciones egocéntricas indican la misma
afinidad. El hecho de que todas las mujeres de la novela se enamoren del protagonista no puede
apenas interpretarse como una posible realidad, pero sí desde luego comprenderse como
elemento necesario del ensueño. Y lo mismo cuando las demás personas de la novela se dividen
exactamente en dos grupos: «los buenos» y «los malos», con evidente renuncia a la variedad de
los caracteres humanos, observable en la realidad. Los «buenos» son siempre los amigos, y los
«malos», los enemigos y competidores del yo, convertido en protagonista. Ahora bien: no
negamos en modo alguno que muchas producciones poéticas se mantienen muy alejadas del
modelo del ingenuo sueño diurno, pero no podemos acallar la sospecha de que también las
desviaciones más extremas podrían ser relacionadas con tal modelo a través de una serie de
transiciones sin solución alguna de continuidad. Todavía en muchas de las llamadas novelas
psicológicas me ha extrañado advertir que sólo una persona, el protagonista nuevamente, es
descrita por dentro; el poeta está en su alma y contempla por fuera a los demás personajes. Acaso
la novela psicológica debe, en general, su peculiaridad a la tendencia del poeta moderno a
disociar su yo por medio de la autoobservación en yoes parciales, y personificar en consecuencia
en varios héroes las corrientes contradictorias de su vida anímica. Especialmente contrapuestas al
tipo del sueño diurno parecen ser aquellas novelas que pudiéramos calificar de «excéntricas», en
las cuales la persona introducida como protagonista desempeña el mínimo papel activo, y deja
desfilar ante ella como un mero espectador los hechos y los sufrimientos de los demás. De este
género son varias de las últimas novelas de Zola. Pero hemos de advertir que el análisis
psicológico de numerosos sujetos no escritores desviados en algunos puntos de lo considerado
como normal nos ha dado a conocer variantes análogas de los sueños diurnos, en las cuales el yo
se contenta con el papel de espectador. Si nuestra comparación del poeta con el ensoñador y de la
creación poética con el sueño diurno ha de entrañar un valor, tendrá, ante todo, que demostrarse
fructífera en algún modo. Intentaremos aplicar a las obras del poeta nuestra tesis anterior de la
relación de la fantasía con el pretérito, el presente y el futuro, y con el deseo que fluye a través de
los mismos, y estudiar con su ayuda las relaciones dadas entre la vida del poeta y sus creaciones.
En la investigación de este problema se ha tenido, por lo general, una idea demasiado simple de
tales relaciones. Según los conocimientos adquiridos en el estudio de las fantasías, debemos
presuponer las circunstancias siguientes: Un poderoso suceso actual despierta en el poeta el
recuerdo de un suceso anterior, perteneciente casi siempre a su infancia, y de éste parte entonces
el deseo, que se crea satisfacción en la obra poética, la cual del mismo modo deja ver elementos
de la ocasión reciente y del antiguo recuerdo. La complicación de esta fórmula no debe
arredrarnos. Por mi parte, sospecho que demostrará no ser sino un esquema harto insuficiente;
pero de todos modos puede entrañar una primera aproximación al proceso real, y después de
varios experimentos por mí realizados, opino que esa consideración de las producciones poéticas
no puede ser infructuosa. No debe olvidarse que la acentuación, quizá desconcertante, de los
recuerdos infantiles en la obra del poeta se deriva en último término de la hipótesis de que la
poesía, como el sueño diurno, es la continuación y el sustitutivo de los juegos infantiles.
Examinemos ahora aquel género de obras poéticas en las que no vemos creaciones libres, sino
elaboraciones de temas ya dados y conocidos. También en ellas goza el poeta de cierta
independencia, que puede manifestarse en la elección del tema y en la modificación del mismo, a
veces muy amplia. Ahora bien: todos los temas dados proceden del acervo popular, constituido
por los mitos, las leyendas y las fábulas. La investigación de estos productos de la psicología de
los pueblos no es, desde luego, imposible; es muy probable que los mitos, por ejemplo,
correspondan a residuos deformados de fantasías optativas de naciones enteras a los sueños
seculares de la Humanidad joven. Se me dirá que he tratado mucho más de las fantasías que del
poeta, no obstante haber adscrito al mismo primer lugar en el título de mi trabajo. Lo sé, y voy a
tratar de disculparlo con una indicación del estado actual de nuestros conocimientos. No podía
ofrecer en este sentido más que ciertos estímulos y sugerencias que la investigación de las
fantasías ha hecho surgir en cuanto al problema de la elección del tema poético. El otro
problema, el de los medios con los que el poeta consigue los efectos emotivos que sus creaciones
despiertan, no lo hemos tocado aún. Indicaremos, por lo menos, cuál es el camino que conduce
desde nuestros estudios sobre las fantasías a los problemas de los efectos poéticos. Dijimos antes
que el soñador oculta cuidadosamente a los demás sus fantasías porque tiene motivos para
avergonzarse de ellas. Añadiremos ahora que aunque nos las comunicase no nos produciría con
tal revelación placer ninguno. Tales fantasías, cuando llegan a nuestro conocimiento, nos parecen
repelentes, al menos nos dejan completamente fríos. En cambio, cuando el poeta nos hace
presenciar sus juegos o nos cuenta aquello que nos inclinamos a explicar cómo sus personales
sueños diurnos, sentimos un elevado placer, que afluye seguramente de numerosas fuentes.
Cómo lo consigue el poeta es su más íntimo secreto; en la técnica de la superación de aquella
repugnancia, relacionada indudablemente con las barreras que se alzan entre cada yo y las
demás, está la verdadera ars poética. Dos órdenes de medios de esta técnica se nos revelan
fácilmente. El poeta mitiga el carácter egoísta del sueño diurno por medio de modificaciones y
ocultaciones y nos soborna con el placer puramente formal, o sea estético, que nos ofrece la
exposición de sus fantasías. A tal placer, que nos es ofrecido para facilitar con él la génesis de un
placer mayor, procedente de fuentes psíquicas más hondas, lo designamos con los nombres de
prima de atracción o placer preliminar. A mi juicio, todo el placer estético que el poeta nos
procura entraña este carácter del placer preliminar, y el verdadero goce de la obra poética
procede de la descarga de tensiones dadas en nuestra alma. Quizá contribuye no poco a este
resultado positivo el hecho de que el poeta nos pone en situación de gozar en adelante, sin
avergonzarnos ni hacernos reproche alguno, de nuestras propias fantasías. Nos hallaríamos aquí
en trance de nuevas investigaciones, tan interesantes como complicadas.

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