Historia de Una Maestra
Historia de Una Maestra
Historia de Una Maestra
Es el comienzo de un sueño
que la llevará a trabajar en varias escuelas rurales en España y en Guinea
Ecuatorial. «Historia de una maestra» es la narración, hecha desde la
memoria, de la vida de Gabriela durante los años veinte y hasta el comienzo
de la guerra civil.
Con el trasfondo de la República, la revolución de Octubre y la guerra, esta
novela rememora aquella época de pobreza, ignorancia y opresión, y muestra
el importante papel de la enseñanza y de aquellos que lucharon por educar
un país.
Contada desde la verdad del recuerdo, con sentimientos que apenas nos
atrevemos a reconocer y desde una progresiva toma de conciencia, Josefina
Aldecoa nos abre un camino a la esperanza y al idealismo.
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Josefina Aldecoa
ePub r1.3
Titivillus 22.08.18
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Título original: Historia de una maestra
Josefina Aldecoa, 1990
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A mi madre.
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… como sé que los sueños, las más
veces, son burla de la fantasía y
ocio del alma.
Quevedo.
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Prólogo
Este libro lo escribí para regalárselo a mi madre, porque siempre me contó
muchas historias cuando yo era pequeña, me hablaba de situaciones que
ella, como maestra, había vivido. Basándome en todos esos recuerdos y
también en los de mi infancia, escribí Historia de una maestra, que es un
homenaje a mi madre y a los maestros de la República, a su esfuerzo y
dedicación en unos momentos de nuestra historia en los que su sacrificio
estaba justificado por la necesidad de salvar al país educándolo, pues tal fue
el mandato que recibieron.
La historia es ficticia pero todo lo que sucede en ella es real, es un
testimonio histórico que sirve además para conocer las durísimas
condiciones de trabajo de los maestros rurales y el papel tan importante que
desempeñaron haciendo gala de una constante muestra de vocación.
Después vinieron Mujeres de Negro y La fuerza del destino, las otras
novelas que completan la trilogía y que, lejos de formar parte de un plan
preestablecido, fueron surgiendo poco a poco, gracias al aliento de la gente
que me animaba a seguir con esa historia. Y también porque me pareció
justo permitir a la madre e hija que protagonizan la novela seguir con sus
vidas sobre el telón de fondo de los cambios que fue experimentado España
X.
a lo largo del siglo X
Historia de una maestra no ha perdido ninguna vigencia, al contrario, a
medida que nos alejamos de esa etapa, mayor es su interés, el interés del
testimonio que recoge. Creo que su autenticidad ha sido y sigue siendo el
factor que ha animado a las distintas generaciones de lectores a acercarse a
ella.
Josefina Aldecoa.
Diciembre de 2005.
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Primera parte
El comienzo del sueño ebookelo.com - Página
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—Señora maestra, le advierto que la van a recibir a palos porque la
maestra anterior los tenía muy abandonados…
No supe qué contestar. El hombre comía con parsimonia. Cortaba un
trocito de tocino con la navaja y lo extendía sobre una rebanada de
pan. Parece que lo estoy viendo. Reseco, renegrido, bajo y fuerte.
Venía a buscarme de parte del alcalde para llevarme al pueblo,
perdido en la montaña, que haría la tercera de mis interinidades.
Estaba sentado en un banco de la Plaza cuando el coche de línea se
detuvo y de él bajamos los tres viajeros que quedamos para el final:
un viajante de comercio con un maletín viejo y una capa sucia; un
tratante de ganados con pelliza, faja y boina, y yo, con mi maleta de
latón, la misma que mi padre había usado en sus escasos viajes. La
que le acompañó en la guerra de Filipinas, en la de Cuba y en una
excursión que hizo a Madrid a arreglar los papeles para trabajar en la
oficina del ferrocarril.
Yo no soy cobarde; entonces, menos. Pero las palabras del hombre
me encogieron el ánimo. En medio de aquella Plaza vacía —¿estaban
todos comiendo en sus casas?, ¿trabajaban en el campo?— sentí
miedo.
Me acordé de Rosa, mi compañera de curso: «Yo, si no me dan un
pueblo cerca de casa, no voy», solía decir. «Prefiero quedarme y
esperar…». «Esperar ¿a qué?», le decía yo. Pero ella insistía:
«Esperar». Es verdad que su padre era dueño de una fonda y allí
tenía ella su medio de vida asegurado y hasta oportunidades de
encontrar un novio conveniente. Como ella decía: «Nos interesa
encontrar un novio conveniente…».
La memoria selecciona. Archiva la versión de los hechos que hemos
dado por buena y rechaza otras versiones posibles pero inquietantes.
Yo creo que no me acuerdo nunca de la primera escuela que tuve
como interina porque fracasé en ella. Fue un fracaso mío, personal,
porque no supe, no pude en tan poco tiempo entrar de verdad en el
pueblo. Trato de organizar los recuerdos y se me escurren, se me
escapan entre los dedos como peces todavía vivos que se vuelven al
agua al menor descuido.
Era Tierra de Campos. Veo con claridad el pueblo apareciendo en el
horizonte, la primera vez que llegué acompañada de mi padre.
Habíamos andado varios kilómetros desde la Estación y de pronto en
una revuelta del camino, en el regazo de dos colinas suaves, allí
estaba el caserío pardo amarillento, la Iglesia, los dos árboles a la
puerta del cementerio. Cada vez que me viene a la imaginación esa
estampa me desazona: la soledad de los campos al atardecer, el color
morado del cielo que amenazaba tormenta. Ya de ahí el recuerdo
salta a la posada asentada al borde del camino que daba entrada al
pueblo. Me veo encogida al extremo de un banco corrido, ante una
mesa larga que compartía con los trajinantes. Eran hombres cansados
del camino. Bebían del porrón y apenas hablaban. Dormían en el
pajar y no eran hombres convenientes, como diría Rosa. Pero me
miraban y yo sentía que detrás de aquellas miradas había hambre de
tantas cosas, un hambre y un cansancio inmensos.
En el rompecabezas no encajo unas piezas con otras. De la posada
Los niños progresaban. Una tercera parte ya leían a los dos meses de estar
conmigo. «Estoy empezando a ser maestra», pensaba, «pero me falta mucho
todavía». Un día vino el Alcalde y me dijo: «Se tiene que ir. La semana que
entra viene la propietaria». Y me enseñó un papel de la inspección. Sólo
había hablado con él dos veces: el día que llegué y me acompañó mi padre a
saludarle y otro día que nunca olvidaré. Andaba yo paseando y me lo
encuentro recogiendo los granos de trigo que habían quedado prisioneros en
los rastrojos. Los arrancaba con la navaja y los iba metiendo en un saquito de
lienzo. «Aprovecho el tiempo y me entretengo», me confesó. Yo sentí una
opresión angustiosa en el pecho cuando pensé en los días que necesitaría
para llenar el saquito. Era el rico del pueblo pero se inclinaba mil veces por
no renunciar a un solo grano.
Si tuviera que buscar una imagen para recordar aquel pueblo, elegiría
ésta, la del viejo con el traje de pana gastada, el sombrero negro calado
hasta las cejas, inclinado sobre la tierra.
Y si poco me acuerdo de ese pueblo, menos del segundo.
Era un pueblo de vino y empecé en septiembre. Los diez niños del primer
día se convirtieron en tres en seguida. «¿Dónde están los otros?», pregunté.
«Vendimiando», me contestaron. Empezaban a incorporarse a la escuela
cuando me mandaron a casa. Dos meses escasos, ¿cómo me voy a
acordar? Estuve una temporada esperando y al fin me dieron la tercera
escuela. Ésta me iba a durar. Nadie pide los pueblos perdidos
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en la montaña. A nadie le interesa enterrarse en la nieve. Así que para
allá me fui con interés, con ilusión. Y mira por donde, cuando voy a
tocar tierra firme, viene el hombre que me mandan como guía y me
suelta aquello: «Señora maestra, le advierto que la van a recibir a
palos…». El hombre comía y de vez en cuando echaba un trago de la
bota de vino. «¿Quiere?», había sido su último ofrecimiento. Y
señalaba el pan con tocino y la bota. Yo dije que no con la cabeza.
Cuando terminó el almuerzo, limpió la navaja en el pan que le
quedaba, la cerró de un golpe seco y envolvió el resto de comida en
un trapo de limpieza dudosa. Lo colocó en el zurrón que colgaba a su
espalda y trabó en él la correílla de la bota de vino. Luego dijo:
«Vamos», y me señaló el caballo que permanecía atado a una de las
columnas de piedra de la Plaza.
No sé cómo, me encontré sentada en lo alto, la espalda erguida, las
piernas colgando hacia un lado.
—Así va bien, a mujeriegas —dijo una mujer salida de las sombras de
la Plaza. El guía sujetó la maleta con una cuerda a mi lado. Yo me
apoyé en ella y me sentí protegida por aquel cofre que guardaba mis
tesoros, todo lo que me unía a mi casa, mi familia, mi mundo.
El guía dijo: «Arre». Y el caballo empezó a andar lentamente. Por las
últimas callejas del pueblo sonaban los cascos: cloc, cloc, cloc. El
guía corría entre los cantos desiguales del empedrado y me salpicaba
el pañete de los zapatos nuevos. Por el camino en cuesta bajamos
hasta un puente de madera que cruzaba un río estrecho de aguas
turbulentas. Yo me agarré bien a la manta y me dije: «No me puedo
caer». Al vaivén de la marcha se me incrustaba en la cadera la
esquina de la maleta y el dolor intermitente del golpeteo me daba
ganas de llorar. Pero yo seguí pensando: «No me voy a caer y
tampoco voy a llorar. Nadie me va a recibir a palos. Tengo todos mis
papeles en regla. El Alcalde ha recibido el oficio comunicando mi
llegada…».
Al ritmo de la marcha, la indignación me subía a la garganta y
ahogaba la angustia y la sensación de lejanía que me había invadido
desde que contemplé el circo de montañas que rodeaba al pueblo
grande.
—Detrás de las primeras, las más altas, dando un rodeo, está su
pueblo —me había dicho el conductor al ayudarme a bajar del
autobús.
Ahora, por un camino angosto, tropezando a cada momento,
marchábamos los tres: el hombre que iba a pie, sujetando las riendas
del caballo; el caballo acostumbrado con toda seguridad a cargas más
pesadas y yo, pegada a mi maleta.
Las peñas grises aparecían moteadas del verde que brotaba entre sus
grietas. Por el cielo cruzó un águila, voló rauda sobre nuestras
cabezas. Al avanzar, el paso se iba cerrando cada vez más hasta
llegar a convertirse en un desfiladero. Un riachuelo discurría abajo,
sus riberas eran minúsculas, apenas una breve pradera fileteando el
curso del agua.
—Truchas. Muy buenas —dijo mi acompañante.
Y añadió al poco rato:
—Esto en invierno no hay quien lo cruce. Fíjese ahora, en buen
primero que me viene a la memoria son los olores, los colores, las
sensaciones más elementales. Aunque yo diga: pensaba esto o lo otro,
seguro que no era así, seguro que eso me lo imagino yo ahora, al paso del
tiempo. Pero de lo que sí estoy segura es de las sensaciones. Por eso
cuando hablo de la visita del Alcalde vuelvo a sentir el olor y el frescor de
aquella noche.
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El guía me había ayudado a bajar del caballo y al poner pie a tierra se me
doblaron las rodillas y casi me caigo después de las horas de tensión, subida
a la grupa del animal. Me sentí ridícula al hacer aquella entrada tan poco
airosa. Traté de sonreír.
—Buenas tardes —dije al Alcalde—. Soy Gabriela López.
El insistió:
—A ver ahora que está aquí todo el gentío, quién se decide a tenerla…
Parecía enfadado y más que ayuda era como si estuviera formulando un
desafío. Como si dijera: A ver quién se atreve… Los demás callaban. Una
vieja a mi lado me habló en voz baja:
—Dice don Wenceslao… —fue lo único que pude entender.
Me cogió de la mano y me sacó del grupo. Allí quedaron todos hostiles o
indiferentes. El guía dio un grito:
—A ver la maleta, quién la coge…
La mujer se acercó a buscarla.
—Raimunda, no tropieces —murmuró socarrón.
Ella no contestó, pero le lanzó una mirada de odio. Entre charcos y
piedras me fue conduciendo la mujer, cuesta arriba hasta un caserón que
marcaba el final del camino. —Aquí vive don Wenceslao —dijo. Y me empujó
suavemente hacia el portón de roble guarnecido de clavos. Sobre la puerta
un escudo sencillo de piedra carcomida, distinguía y dignificaba la fachada.
Detrás, el monte avanzaba sobre el pueblo en forma de bosque frondoso
de escajos y hayas.
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—Muchas modernidades trae usted para este pueblo —dijo el Cura
sacudiendo la cabeza. Pero en seguida cambió de actitud y se volvió amable,
casi zalamero—: Hoy me tocaba confesión en el pueblo de al lado y me dije:
Habrá que ir a echar un vistazo a la señora maestra…
Yo sonreí cortésmente.
—¿Y cómo ha encontrado a estos mozos en Catecismo? —preguntó a
continuación.
—Los encuentro mal en casi todo —dije evasivamente.
—Pues a ver si los mejora —dijo el Cura. Y el tono se había vuelto astuto
y desconfiado.
Se recogió el manteo y se lo echó al hombro. Con las dos manos se alzó
un poco los bordes de la sotana para no arrastrarla por el barro y se fue poco
a poco por la calle adelante.
A las doce, cuando cerré la escuela para irme a comer vi el caballo del
Cura atado junto a la casa del Alcalde.
—Estarán comiendo —dijo Genaro que caminaba a mi lado—. Comen y
se lo apañan todo juntos —continuó—. Ellos mandaron que usted no se
quedara en casa de don Wenceslao…
Mi padre tenía la cabeza muy clara y me había educado con libertad, pero
también con prudencia. Mi madre era una mujer bondadosa, pero
desdibujada. Dejó mi educación en manos de mi padre, a quien admiraba sin
reservas. Yo todo lo que soy, o por lo menos lo que era entonces, se lo debo
a mi padre. Era un modesto funcionario de ferrocarriles que consumía sus
días tras una mesa de escritorio, dibujando con su perfecta caligrafía
relaciones de mercancías, horarios de trenes, fechas de referencia. Y cuando
llegaba a casa se encerraba a leer.
Aún ahora que lo contemplo con la frialdad de los años pasados, valoro
su pasión por el saber, el ansia por alcanzar fines nobles que proyectó en mí.
«Dios no existe», me decía y le brillaban los ojos con el fervor del
descubrimiento. «Dios no existe como lo ven los que creen en Él. Si hay una
forma de divinidad está en todo lo que nos rodea: el mar y el monte y el
hombre son Dios…». Mi madre escuchaba y guardaba silencio. Una noche
les oí hablar. «Es una niña», decía mi madre, «y va a tener muchos disgustos
con las ideas que le metes en la cabeza».
Solíamos pasear juntos por la carretera que salía del pueblo hacia el
Norte. O subíamos a los montes cercanos por caminos que él conocía muy
bien. Eran los mejores momentos, aquellos en que los dos solos hablábamos
o hablaba él y yo escuchaba o interrumpía para que me aclarara alguna
duda.
A veces se quedaba pensativo, detenía su marcha y me miraba.
«¿Tú crees que estoy loco?», me preguntaba. Yo me apresuraba a negar
esa locura; le cogía de la mano y le sonreía. «Es muy difícil aceptar la
incongruencia de
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la vida», me decía. «Por eso debes entender que haya gente que necesita
religiones para dar respuesta a sus temores». Yo no lo entendía bien
entonces. Pero recibía el mensaje de mi padre: «Respeta a los demás,
respeta y trata de comprender a los otros».
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Traté de comprender que no debía quedarme a vivir en la casa de don
Wenceslao pero no lo conseguí. Fue una imposición, un abuso de poder, una
coacción. Acababa de entrar en la casa, empujada por la mujer que llevaba
mi maleta, y ya se oía tras de nosotras un cloqueo de madreñas,
repiqueteando sobre las piedras de la calle. «Pase, pase, adelante», me dijo
Raimunda. Y me señalaba una puerta cerrada al fondo del portal. Fui hacia la
puerta, la abrí y una sala luminosa y cálida apareció ante mis ojos. Las
lámparas encendidas en varios puntos de la enorme habitación despedían un
leve olor a petróleo quemado. Cerca de la chimenea encendida un anciano
sentado en una butaca, más bien hundido en ella, me contemplaba. No hizo
ademán de levantarse. «Acérquese», ordenó. Y su voz era firme y más joven
que el cuerpo del que procedía. Me fui acercando y me extendió la mano.
«Es usted una niña. ¡Vaya maestra!», dijo. Sostuvo mi mano entre las suyas
por un instante. Luego me invitó a sentarme. «Nadie le quiere, ¿eh? La
verdad es que no han tenido mucha suerte. La última maestra se pasaba la
vida en su pueblo, no muy lejos de aquí…».
Tenía unos ojos vivos que me examinaron con un par de giros rápidos, de
arriba abajo, de derecha a izquierda.
—¿Tú querrías quedarte con nosotros? La casa es grande y sobra sitio.
Raimunda te la enseñará. No hay otra decente en este pueblo…
En el portal se oían voces. Hablaban varias personas a la vez. A poco
Raimunda entró sin llamar:
—Don Wenceslao, dice el Alcalde que María la de la herrería se queda
con ella. —Y me señalaba como si fuera un objeto en una subasta que ha
encontrado, finalmente, comprador.
—Ya entiendo —dijo el anciano—. Nadie quería pero al fin ha surgido un
voluntario… Haga lo que quiera. Si no le van bien las cosas esta casa está
abierta para usted…
Cerró los ojos como dando por terminada la entrevista. Mi desconcierto
iba en aumento. ¿Debía irme o quedarme? ¿Rechazaba el alojamiento o lo
aceptaba sin discusión? Mi anfitrión no estaba dispuesto a intervenir. Me
dejaba a solas con la decisión. Raimunda esperaba.
—Está bien. Iré. Buenas noches.
El anciano murmuró algo y con la mano hizo un gesto de despedida. No
había sido una elección. Genaro tenía razón: ellos habían decidido por mí
que no me quedara en la casa que se me ofrecía.
—¿Y tú por qué crees que no querían? —pregunté a Genaro. Se quedó
callado reflexionando. Buscaba las palabras porque no dudaba de lo que iba
a decir sino de la forma de decirlo.
—Yo creo que les parece pecado, quedarse allí usted sola con ese
hombre. «Creo», me escribió mi padre «que lo hacen movidos por escrúpulos
de moral. Son estrechos de mente e ignorantes, no lo olvides. Trata de que
sus hijos se conviertan en algo diferente».
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Como Genaro, mi padre opinaba que había razones éticas para impedir
mi estancia en la casona de don Wenceslao. Era una forma de velar por mi
buen nombre o un deseo de impedir que me convirtiera en un mal ejemplo.
De todos modos, me parecía que aquellas razones tenían un punto de
nobleza que no acababa de aceptar.
La verdadera causa de aquella imposición la fui descubriendo poco a
poco. Tenía que ver con la amplitud de espíritu de don Wenceslao y con el
miedo a que, si yo la compartía, ambos nos convirtiéramos en una fuerza
peligrosa en el pueblo; la fuerza de la inteligencia.
Todos los días antes de acostarme, escribía a la luz de la vela mi Diario
de Clase. «He dividido a los niños en tres grupos. Los que no saben ni las
letras. Los que están torpes de lectura y escritura pero ya van sabiendo
dominar estos mecanismos y por último los que leen y escriben con cierta
soltura. Mientras unos trabajan en cálculo y los otros hacen ejercicios de
lenguaje, los más atrasados trabajan directamente conmigo. Estoy
empleando el método de la lectura por la escritura y me da buenos
resultados.
»Luego voy cambiando de actividad: enseño a contar a los últimos, hago
leer en voz alta al grupo intermedio y los más adelantados escriben una
redacción. Después del recreo, la última hora de la mañana hago una
explicación para todos de temas muy elementales, un día de ciencias, otro de
geografía, otro de historia.
»El estado de ignorancia es tan general que empleo el mismo vocabulario
y los mismos recursos para los tres grupos.
»Nunca han oído estos niños una explicación sobre el lugar que ocupa la
Tierra en el Universo, Europa en la Tierra, España en Europa. Creo que ni
siquiera están seguros del punto de España en que se encuentran. Les
entusiasma el descubrimiento de los movimientos de la Tierra, el paso del día
a la noche, la marcha de las estaciones. He encargado a Lucas, el
mandadero, el guía que me trajo, un globo terráqueo…».
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que yo tenga y yo se lo voy poniendo aparte y le llevo la cuenta en mi cabeza
de lo que me debe».
Al atardecer me afligía una sombra de angustia. Yo venía de un pueblo,
estaba acostumbrada a la vida tranquila y limitada de los pueblos. Pero el
mío tenía una carretera importante, pasaban gentes, automóviles, carros,
caballerías. Había Estación de ferrocarril y cuatro trenes diarios, dos hacia
arriba, hacia el Norte, y dos hacia abajo, hacia Castilla.
Desde mi ventana yo veía pasar los trenes, los del día y los de la noche, y
mi fantasía volaba tras el humo de la locomotora. Mi pueblo era alegre. Había
un gran mercado todos los sábados. Venían las mujeres de los caseríos
aislados en el monte. Traían pollos y conejos vivos, manojitos de cebollas,
judías verdes, tomates. Los buhoneros, los ganaderos, los negociantes
tomaban en la taberna de la estación su copa de orujo mañanero y se
instalaban luego para el trato y el regateo y la venta que terminaba hacia el
comienzo de la tarde.
Yo tenia amigas, parientes, conocidos y en la calle me saludaban sin
cesar, se detenían conmigo, me hacían preguntas, me contaban sucesos y
rumores. Mi pueblo estaba vivo pero yo siempre había imaginado que lo
dejaría, que mis estudios y mi carrera me servirían para ensanchar
horizontes, me llevarían a lugares más amplios y mejores, no a esta tristeza
del anochecer en un lugar perdido entre los montes.
Trataba de hablar con María. Le hacía preguntas sobre el pueblo, sobre la
gente, pero ella se resistía y sólo contestaba aquellas que exigían un si o un
no concretos. Vivía sola, por eso me había aceptado. Era viuda del herrero y
no tenía hijos. La herrería estaba en la misma casa. Tenía un yunque
silencioso y un horno apagado. El yunque fue un día sonoro, y el hogar
brillaría al rojo vivo. Pero María no sabía explicarme lo que había sido su vida
y creo que tampoco era capaz de distinguir entre su soledad actual y la
soledad de su hombre y ella, cuando dormían juntos y comían juntos y
callaban juntos. Para subir a mi cuarto, por la noche, me daba una palmatoria
con un cabo de vela. Yo quería una luz para leer pero nunca se lo dije. Con
frecuencia encargaba velas a Lucas y era el momento en que María dejaba
oír sus indescifrables murmullos, mezcla de gruñido animal y lenguaje
humano propiamente dicho.
«…, más que un entierro…», lograba descifrar yo. Y sabía que se refería
a las velas.
Entre la incapacidad de expresión oral y la poca necesidad de
comunicación que tenían mis nuevos convecinos, transcurrían los días en un
aislamiento parecido al de Robinsón Crusoe. Se me ocurrió que ése era un
libro bueno para leer con los niños. Pero en seguida rechacé la idea y devolví
el libro a don Wenceslao, mi proveedor. Porque me parecía imposible hacer
llegar a mis alumnos la sensación de desgajamiento social que el náufrago
literario había sentido al verse arrojado a la isla desierta. Sólo tratando de
explicar mi propio destierro, acertaría a interesarles por una situación que tan
lejana les era. Aunque ellos fueran, sin saberlo, auténticos robinsones en una
tierra aislada de la civilización y del progreso.
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—Señora maestra, a ver si usted sabe qué le pasa a la niña, que cada vez
la veo más ruin, que se me va a morir…
La mujer plañía y se llevaba a los ojos secos un pañuelo de yerbas.
Parecía una anciana, arrugada y sin dientes, y, sin embargo, la criatura que
sostenía entre los brazos era suya. Me estaba esperando a la salida de la
escuela y, ante mi estupor, me hacía una consulta médica. No supe qué decir
pero miré a la niña que venía arrebujada en un mantón de lana negra. Era
menuda y pálida y por su tamaño parecía tener muy pocos meses. «… la
tengo siempre así, como dormida…».
—Mejor el médico —murmuré.
Y la mujer se revolvió furiosa.
—El médico nos tiene abandonados. Siete pueblos a su cargo y al nuestro
nunca le toca —dijo chillando.
—¿Qué tiempo tiene la niña? —me encontré preguntando, atrapada en la
farsa de mi sabiduría.
—Seis meses —dijo la madre. Se había puesto seria y se concentraba
para contestar con repentino interés.
—¿Qué come? —pregunté invocando datos rudimentarios de mi libro de
Puericultura.
—Pecho —me contestó señalando la planicie de su tronco escuálido.
—Tomaba pecho al principio, pero ahora ni eso. Ni fuerza para agarrarlo
tiene… —Hambre —dije—. Yo creo que puede tener hambre.
La palabra me pareció terrible. No era una acusación pero sonaba a tal y
temí la reacción de la madre.
—Cinco he criado con la misma leche —dijo la mujer—. Y todos han
medrado que hasta el año no les daba más…
Contestó en voz baja, pero no estaba ofendida. Se había apagado,
desilusionada ante la escasez de mis conocimientos o decepcionada por la
falta de ayuda. —¿Por qué no prueba a darle leche de vaca hervida y
aclarada con agua? Poco a poco, a ver si la va tomando…
Me volvió la espalda y se marchó con su niña sin contestarme. Le conté a
María el encuentro y ella salió de su habitual silencio para decirme.
—Ha criado a cinco, es verdad, pero se le han muerto ya tres.
Hablaba con la misma indiferencia con que hablaría del ganado, con la
misma frialdad.
—Vende la leche, la poca que ordeña de la vaca —me dijo Genaro,
cuando traté de saber algo más de la mujer.
Y cuando llegué a don Wenceslao con mis preguntas, movió la cabeza
con desaliento.
—Ignorancia —dijo— y el abandono en el que viven. Sólo el veterinario
viene de vez en cuando por la cuenta que le tiene. Cobra una iguala por los
animales de cada vecino. Pero el médico no, el médico no cobra igualas y
viene cuando puede. Se pasa
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la vida montado en el caballo, de pueblo en pueblo por esos riscos. ¿Qué
quiere usted? De no ser algo muy grave…
Un niño iba a morir y eso no era muy grave. ¿Hasta el propio don
Wenceslao opinaba eso? Me dejó consternada y se dio cuenta.
—No se desanime, mujer. La niña saldrá adelante. Ya lo verá…
Lo vi. A los diez o doce días allí estaba la madre esperándome otra vez.
Un esbozo de sonrisa se dibujaba en la boca desdentada.
—Que si, que sí, que la ha recetado muy bien. Que ya come y se
revuelve… Mi fama creció rápidamente y sin saber cómo, al mes de
instalarme en la escuela, siempre había alguna mujer esperándome a la
salida. Sus consultas eran variadas, no siempre de medicina. La mayor parte
pude resolverlas con sentido común y buena voluntad. Se me ocurrió dar a la
nueva situación una salida más eficaz. Fui a ver al Alcalde y le dije:
—Si no le parece mal pensaba organizar clases de adultos. Las mujeres
vienen muchas veces a hacerme consultas y me parece mejor que cuenten
con una hora fija. Les iré preparando charlas sobre lo que más les pueda
interesar… Su primitiva hostilidad no había desaparecido.
—Y qué tienen que aprender las mujeres —dijo—. Tarea les sobra con
atender la casa y los animales.
No insistí. Estaba dispuesta a seguir adelante. El esperaba tener que
rebatir mis argumentos y al ver que éstos no llegaban su reacción fue más
suave. —Haga lo que quiera. Siempre se tiene que salir con la suya…
Yo sabía que estaría informado de mi actuación y que si algo había en
ella que no le gustara, me lo haría saber. De modo que un día a la semana,
los jueves, reuní a las mujeres que quisieron venir. Empecé por la higiene
doméstica. Al principio eran cuatro o cinco. Al cabo de un tiempo llegaron a
diez.
A finales de octubre el tiempo empeoró. Los cielos azules del otoño se
cubrieron de nubes y un cierzo helado azotó los montes y los valles. El día de
Todos los Santos amaneció nevado. Abrí el portillo y vi pasar gentes aisladas
que se dirigían al cementerio. Algunos llevaban en la mano manojitos de
flores malvas y rosadas, flores silvestres que hasta hacía poco tiempo
resistían en las praderas altas de la montaña. O geranios rojos, cultivados en
macetas de lata, en un rincón abrigado del portal. Las campanas tocaron a
muerto.
María se fue a la Iglesia con una vela. «Valdrá más que las flores»,
murmuró. Cerró la puerta al salir y desde fuera me dijo:
—Quítese de ahí que va a coger un pasmo.
Seguí su consejo y ajusté el portillo. La cocina estaba oscura y sólo las
brasas del hogar difundían un leve resplandor, un parpadeo que se apagaba
y se encendía al consumirse la leña lentamente.
La amenaza del invierno ya estaba empezando a cumplirse. Se habían
acabado los paseos a los bosques cercanos, la suavidad del sol de octubre
que bruñe las hojas de
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los árboles. La primera nevada era el anuncio de muchos días grises, y era
también el aislamiento definitivo. A veces, durante meses, ni las cartas
llegaban al pueblo, inaccesible para los caballos y los hombres.
La escuela sería mi único recurso. Por entonces, ya empezaba a sentir
esa profunda e incomparable plenitud, que produce la entrega al propio
oficio. Me sumergía en mi trabajo y el trabajo me estimulaba para emprender
nuevos caminos. Cada día surgía un nuevo obstáculo y, a la vez, el reto de
resolverlo. Los niños avanzaban, vibraban, aprendían. Y yo me sentía
enardecida con los resultados de ese aprendizaje que era al mismo tiempo el
mío.
Nunca he vuelto a sentir con mayor intensidad el valor de lo que estaba
haciendo. Era consciente de que podía llenar mi vida sólo con mi escuela.
Cerraba la puerta tras de mí al entrar en ella cada día. Y las miradas de los
niños, las sonrisas, la atención contenida, la avidez que mostraban por los
nuevos descubrimientos que juntos, íbamos a hacer, me trastornaban, me
embriagaban. Leíamos, contábamos, jugábamos, pintábamos, nos
asomábamos a mundos lejanos en el tiempo y el espacio; nos sumergíamos
en mundos diminutos y cercanos que encerraban milagros naturales. Tras el
descubrimiento de América, corría veloz el descubrimiento de la circulación
de la sangre. Tras la solución de un problema aritmético, la reflexión sobre un
poema. Y luego, por qué brillan las estrellas, por qué el hombre ha
conseguido volar. Por qué, por qué…
Yo me decía: No puede existir dedicación más hermosa que ésta.
Compartir con los niños lo que yo sabía, despertar en ellos el deseo de
averiguar por su cuenta las causas de los fenómenos, las razones de los
hechos históricos. Ese era el milagro de una profesión que estaba
empezando a vivir y que me mantenía contenta a pesar de la nieve y la
cocina oscura, a pesar de lo poco que aparentemente me daban y lo mucho
que yo tenía que dar. O quizás por eso mismo. Una exaltación juvenil me
trastornaba y un aura de heroína me rodeaba ante mis ojos. Tenía que pasar
mucho tiempo hasta que yo me diera cuenta de que lo que me daban los
niños valía más que todo lo que ellos recibían de mí.
El molino de Genaro estaba abajo, a la orilla del río. Una casita blanca unida
a la aceña, que se veía desde la escuela. Un día pregunté al niño: «¿De
dónde sacáis el trigo?».
—Del mercado del valle —me contestó—. El trigo se compra a los del
llano y se cambia por cosas de madera que hacemos en el invierno. Venga
usted al molino y mi padre se lo explica.
No me explicó mucho, pero la visita tuvo otro interés para mí. Al ver la
casa de Genaro y al conocer al padre pude imaginar mejor lo que debía de
ser su vida. En la única pieza habitable había un camastro, una mesa y un
escaño. Allí vivían los dos hombres, solos desde la muerte de la madre.
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Genaro me quería obsequiar. Trajo un puñadito de arándanos y me los
puso delante para que los probara.
—Los cojo en la braña del Oso cuando voy con las cabras…
El padre me pareció reservado, huraño. El niño parecía orgulloso de él,
satisfecho de la facilidad con que cargaba los sacos de trigo.
—Puede con mucho peso —me dijo.
Había algo en Genaro que me había chocado desde el principio. En
medio de la torpeza de expresión que mostraban mis alumnos sólo él
hablaba con cierta fluidez. Conocía los nombres de las cosas, tenía un
vocabulario aceptable, discurría con rapidez y agudeza y sabía contar
historias.
«En este pueblo», me encontré reflexionando, «sólo se puede conversar
con Genaro y con don Wenceslao».
La asociación de los dos personajes me reveló un descubrimiento que me
pareció fascinante. Los dos tenían la misma mirada, parecida manera de
adelantar la barbilla para escuchar, la misma sonrisa.
«Le imita», me dije. «Ha comprendido que don Wenceslao es la única
persona digna de ser imitada…».
—El que no sale a la raza se le mata —fue el críptico comentario de María
cuando le confié mi impresión. Solía buscar ocasiones de dirigirme a ella
para tratar de romper su lejanía.
Yo estaba cogiendo el puchero de leche que se calentaba colgado de la
plegancia. —No entiendo —dije. Y ella:
—A buen entendedor…
Casi dejo caer el tazón al suelo. Las preguntas se me agolpaban en los
labios: «Pero ¿cómo, cuándo, dónde…?».
—Ella trabajaba para él. El era un hombrón todavía. Todavía no se había
sentado en el sillón que ahí se quedó clavado cuando ella murió y no se ha
vuelto a levantar. —¿Y el marido, el padre de Genaro?
—Se quedó con el niño. Tenía cuatro años cuando murió ella pero ni oír
de dárselo al viejo. El viejo fue al molino y se encerraron a hablar y el otro no
sé qué le diría pero el niño se quedó con él. Y con él sigue…
—¿Lo sabe Genaro? —pregunté.
María se encogió de hombros, agotada por el inusitado esfuerzo que
había hecho. Se veía que la historia había despertado en ella la pasión de
unos sucesos que conmovieron la vida del pueblo.
—Si no lo sabe, se enterará cuando él se muera y herede. Porque eso sí,
la herencia no se la quita nadie, según dicen…
Habían pasado unos días desde mi visita al molino cuando me mandó
recado el Alcalde: que fuera a su casa que estaba allí una señora Maestra
que me quería
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conocer.
Entre perpleja y curiosa, me dirigí al Ayuntamiento, una habitación con
silla, mesa y una carpeta con pocos papeles. El resto era la vivienda del
Alcalde. Atravesé el portal oscuro y llamé con los nudillos al portón. Abrió una
vieja y me condujo sin palabras hasta el fondo de la casa. Allí, en un comedor
húmedo, en torno a una mesa con restos de comida, estaban sentados el
Alcalde y su mujer y otra persona, una mancha negra y gris, un cuerpo
menudo vestido de luto y una cabeza con el pelo corto manchado de canas.
Me quedé de pie, esperando, pero nadie me invitó a sentarme.
—Aquí la tienes, Elisa, ésta es la nueva maestra.
Elisa me miró con sus ojillos sepultados bajo una maraña de cejas
blanquinegras. —Hola, muchacha —dijo—, ¿qué tal te va por el pueblo?
—Bien —contesté.
—Al principio te será difícil pero ya te irás acostumbrando. Los chicos son
como animales pero hay que domarles. Y cuando no respondan, palo… No
contesté. Seguían sin invitarme a tomar asiento y me contemplaban con
indiferencia como si no acabaran de decidirse a tenerme en cuenta pero
tampoco a despedirme.
—Mi cuñada Elisa acaba de jubilarse y ha venido a visitarnos. Esta sí que
ha sido buena maestra. En la escuela que estaba los chicos no se le movían.
Y menudo respeto le tenían…
Era el Alcalde quien hablaba y me dirigió una media sonrisa socarrona e
impertinente de modo que no dudara que la alabanza de la vieja cuñada iba
dirigida a criticarme a mí.
—Si no me necesitan… —dije haciendo ademán de marcharme.
En aquel momento se oyeron voces fuera y la vieja que me había abierto
la puerta apareció en el umbral. A sus espaldas se dibujaba la figura de una
mujer con un bulto en los brazos.
—Se me murió la niña —gritó—. Se me murió —repitió dirigiéndose al
Alcalde — y aquí la tienes. No me quisiste avisar al médico y ahora la
entierras tú… Pero no soltaba el cuerpo inerte, lo mantenía agarrado con
fuerza ante los tres comensales, que no se movieron ni articularon palabra.
La mujer me vio y se dirigió a mí con el mismo tono violento y agudo.
—Ya no me tomaba la leche. Parecía que sí, pero en seguida volvió a
amurriarse…
La cogí del brazo suavemente, la fui sacando afuera. Yo no quería mirar
el cuerpo sin vida de la niña. La mujer insistió:
—Ya no tomaba la leche. Parecía que sí, al principio, pero luego… La
boca sin dientes de la madre se quedó abierta, sin emitir un sonido más. Me
miraba en silencio, dolorida, y me pareció que me hacía una pregunta muda:
¿De qué me han servido tus consejos? Y además ¿quién eres tú para dar
consejos?
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De una casa cercana salió una mujer que se acercó a nosotras.
Un poco más lejos apareció otra y ya éramos un pequeño cortejo tras la
madre con su liviana carga.
Al llegar a casa, María comentó:
—Ya le dije que ha enterrado a tres. Y ahora ésta. Pero seguirá teniendo
más…
A María le enseñé a hacer diferentes clases de punto: liso, con dibujos, con
calados. Tenía una manos torpes. En los dedos ásperos se le enganchaba la
lana retorcida, hilada por ella en las veladas del invierno. Lana blanca de
oveja que utilizaban las mujeres para tejer calcetines, escarpines, chalecos.
Pero no sabían tricotar. A los pocos días vinieron dos vecinas, igualmente
desmañadas y entusiastas, y a medida que los días disminuían y las tardes
sombrías del otoño se desplomaban sobre el pueblo, mi pequeño grupo de
alumnas aumentaba: «Enseñe a las niñas», me decían, «que esto les va a
valer más que las letras». A Lucas tuve que encargarle varias agujas porque
con las mías no era bastante. Y una tarde a la semana, en la escuela, inicié a
las niñas mayores con una advertencia previa.
—Las letras y los números y las lecciones que hacemos son más
importantes, pero también tenéis que saber estas cosas.
Los niños también querían aprender y no tuve inconveniente en
enseñarles. A las pocas sesiones ya me llegó a través de Genaro la noticia:
«Que dicen en la taberna que usted quiere hacer a los chicos, chicas, para
que pierdan la fuerza y no trabajen en cosas de hombres…».
Fueron desapareciendo los muchachos y me quedé solo con mis niñas.
Aproveché la ocasión para hacerles ver que, a pesar de todo lo que oyeran,
el hombre y la mujer no son diferentes por la inteligencia ni la habilidad, sino
por la fisiología. Se me quedaban mirando con asombro convencidas como
estaban de la absoluta superioridad de sus hombres, que lo mismo cazaban
jabalíes, que arrancaban los árboles a hachazos. La fuerza física es una
cosa, les expliqué. Pero hay otra fuerza que es la que nos hace discurrir y
resolver situaciones difíciles…
Estoy convencida de que lo entendían. Y aprendí una cosa más: que tan
importantes eran esas lecciones como las otras, las oficiales, las obligadas
por principio, porque todas guardaban relación entre sí, si pretendíamos
educar de verdad a aquellos hombres y mujeres en ciernes.
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acercaba la hora de cenar. Yo me retiraba temprano porque temía las
reticencias del Alcalde y los vecinos respecto a mi estancia en la casa
de un hombre soltero. Como yo era muy joven, me parecía que el
señor de la Casona era un verdadero anciano. Pero a pesar del sillón
y su permanente afincamiento en él, don Wenceslao pasaba poco de
los sesenta años. «Ya sé que su padre será más joven», me decía
Raimunda, «pero si usted quisiera, hija, si usted quisiera, se quedaba
de señora en esta casa. Déjese de chiquillos y de escuelas. De
señora la quería ver yo aquí…». Yo me reía de los sueños de
Raimunda que me parecían disparates de su rústica imaginación.
Un día que el señor se retiró pronto, Raimunda me retuvo y me contó
su historia que yo apenas había entresacado de nuestras
conversaciones.
Era así: Don Wenceslao venía de una familia del pueblo. Señores de
horca y cuchillo, decía Raimunda, de cuando el pueblo era más
importante que ahora y había ganados para vender en toda Castilla.
«Si serían importantes que aquí ha dormido un Obispo en tiempos de
la madre de don Wenceslao. El padre se había ido a Guinea llevado
por no sé qué pariente lejano que tenía allí negocios y plantaciones de
café. Cayó enfermo y no volvía y la madre llora que te llora y hasta
que no mandó al hijo no paró. A don Wenceslao le había tenido
interno en la capital y bien que lo había educado. Pues a Guinea lo
mandó y cuando murió el padre, allá se quedó más años de los que
ella pensaba, que no regresó hasta la muerte de ella. Para enterrarla
vino y luego se quedó en la casa como perro sin amo, sin que nadie
supiera si se volvía a las tierras aquellas o se quedaba aquí
administrando el capital que tenía, que no era poco. Sólo en leña», se
admiraba Raimunda, «los árboles que tiene esa familia… Y mira por
donde se metió por medio la madre de Genaro, que era joven y guapa
y mal casada porque con el marido no tenía hijos. Y se mete a servir
aquí, que andaba aburrida en el molino y con poco que hacer… Y vino
lo que vino, y pasó lo que pasó, aunque nadie lo puede demostrar…
Pero usted dirá. De la noche a la mañana, ella aparece con la tripa y
don Wenceslao más meloso que nadie con ella, que no trabaje, que
venga otra y así fue el entrar yo por esa puerta…
»Cuando yo llegué, la madre de Genaro se fue con el marido,
arrepentida o no, pero temerosa desde luego, porque para mí que el
marido le dijo o te vienes o te mato. Y ella se fue como si todo hubiera
sido de ley y como si al final su hombre hubiera cumplido y eso es
imposible porque uno de aquí que le conoce bien y que hizo con él la
mili dice que se quedó inútil de una cornada que le dio en sus partes
un toro cuando era zagal…».
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Todo empezó después de las vacaciones de Navidad. Yo regresaba de
casa de mis padres y había caído una gran nevada que tenía al pueblo
incomunicado. Tocaron a concejo y un grupo de vecinos me fue a rescatar al
pueblo grande. Las caballerías pasaban con dificultad por las hoces, así que
sólo llevaron una para mí y los hombres marchaban unos detrás y otros
delante del animal, protegiéndome y cuidando de que no nos despeñáramos.
Nos costó horas llegar y al alcanzar el pueblo sólo se veían columnitas de
humo porque las casas habían desaparecido cubiertas por la fuerte nevada.
Entramos por el tejado a la casa de María y bajamos hasta el primer piso por
unos escalones hechos en la nieve casi helada. Todas las casas estaban
sometidas al mismo enterramiento invernal.
Al día siguiente para ir a la escuela, los niños hicieron una cadena,
cogidos de la mano, y tiraban de mí como un juego en el que todos
patinábamos. Me habían regalado pieles de rebeco completas para mi cuarto
y tiras de otras pieles de animales pequeños para que forrara con ellas las
abarcas. Genaro me esperaba mustio y callado. «¿Qué pasa?», le pregunté.
Y él: «Mi padre que está malo. Fue al monte y cayó rodando y se mancó la
pierna y la espalda».
María regateaba el carburo. Me metía en la cama y tiritaba de frío aunque
entraba forrada de jerséis de lana gruesa, con escarpines y una piedra
envuelta en trapos que había calentado a la lumbre.
Una noche que tembló el techo y las vigas de roble gimieron, creí que
había llegado el fin, que nos hundiríamos sepultados en la nieve. Pero no fue
así. Habían llegado las lluvias —agua de Galicia, sentenció María—; y la
nieve se fue deshaciendo aunque quedaban neveros sólidos en la umbría de
la montaña.
Me fui a visitar a Genaro que no venía a la escuela ocupado en cuidar al
padre y atender al molino y al ganado.
Encontré al niño silencioso y remoto, como si se hubiera alejado de mí,
como si estuviera viviendo una experiencia no compartida con nadie. Esta
vez no me ofreció arándanos ni asiento. El padre yacía en el camastro y
emitió un gruñido de agradecimiento. Me fui en seguida y Genaro se quedó
en la puerta del molino. Me vio trepar torpemente pero no acudió en mi
ayuda.
Al llegar a casa sentí que tenía fiebre. Yo creo que aquello venía de
antes, del día de mi llegada y el recorrido de horas a caballo, y entre la nieve.
María me llevó a la cama leche caliente con miel y como tosía me puso
cataplasmas y ungüentos que me abrasaron la piel.
Al día siguiente vino Raimunda y me trajo coñac «de parte del amo». El
coñac me hizo sentirme estimulada y fuerte y, por un momento, entre la fiebre
y el alcohol me creí curada. Pero no fue así. La fiebre cada vez era más alta y
pasé un tiempo, nunca sabré cuánto, medio inconsciente e incorporada a
medias en la cama para no ahogarme.
El primer día que tuve fuerzas para levantarme, cuando le anunciaba a
María que pronto volvería, muy abrigada, a la escuela, se abrió la puerta y
apareció mi padre
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avisado por no sé quién.
—Ya hablé con el Alcalde —me dijo.
Y me obligó a seguirle bien abrigada, sí, pero no a la escuela, sino al
pueblo mayor desde donde regresaríamos a casa.
No me despedí de Genaro ni de don Wenceslao. Sólo de María que se
quedó a la puerta de su casa, mientras Lucas se colocaba a un lado y mi
padre a otro del caballo que me transportaba. Por las últimas revueltas de la
calleja aparecieron niños. Me miraban marchar pero ninguno dijo una
palabra. Yo les decía adiós con la mano. Tan débil estaba que apenas podía
sostenerme en la grupa. La maleta sujeta a mis espaldas me servía de apoyo
y, también, se me clavaba en las costillas a cada paso del animal. La
convalecencia fue larga. El médico me tenía sometida a un reposo
exagerado. «Pero hay que evitar la tuberculosis, porque ya sabe usted, usted
no ignora», le decía a mi padre, «que la tuberculosis es la muerte inevitable».
Cuando me dieron por curada ya era verano. En septiembre empecé a
preparar oposiciones y durante un curso todo fue estudiar y estudiar bajo el
cuidado amoroso y la vigilancia previsora de mis padres. Volví a Oviedo
cuando llegó el momento. Me examiné y lo mismo que un día apareció mi
nombre en la lista de final de carrera, también ahora lo vi brillar en otra lista:
Gabriela López Pardo, Maestra en propiedad. Habían pasado pocos años
entre las dos listas. Pero ya había llegado el momento de elegir, con todos
los derechos, mi escuela.
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Los niños eran todos negros. La mía era la escuela nacional y gratuita y sólo
los negros la frecuentaban. Todos dijeron que estaba loca cuando la elegí.
Yo tenía veinticuatro años y afán de aventuras. Si fuera hombre… pensaba.
Un hombre es libre. Pero yo era mujer y estaba atada por mi juventud, por
mis padres, por la falta de dinero, por la época. Era el año 1928. En la
oposición había sacado un excelente número: la tercera entre cincuenta. Miré
los mapas y el punto más lejano de la tierra al que podía llevarme mi carrera
estaba allí, en la línea del Ecuador. Una franja pequeñísima de África, unas
islas, un nombre que cruzaba sobre el mar y se adentraba en el continente:
Guinea Ecuatorial. Aquél sería mi destino. Pensé en don Wenceslao: «Si
algún día…», me había dicho y en seguida había rectificado: «Pero usted
nunca va a caer por allí». No puedo decir que me influyera el recuerdo del
viejo amigo. Hasta su Guinea me parecía distinta de la que yo estaba
eligiendo. Yo no iba a negociar ni a hacer fortuna. Yo iba a enseñar y al
mismo tiempo a aprender, a buscar paisajes nuevos, nuevas experiencias, en
un país que además de exótico era nuestro. Así que lo arreglé todo, desoí los
consejos y los llantos familiares y me bajé hasta Cádiz para embarcar. Cádiz
era el extremo sur, el final de mi mundo. De Cádiz arranqué un día de
septiembre y atrás dejaba límites y ataduras. Y el recuerdo de una escuela
perdida entre montañas.
Cuando el barco zarpó yo veía la tierra alejarse desde el puente. No
quería pensar en lo que abandonaba. Necesitaba la fuerza de los emigrantes,
el valor de los conquistadores. Recordé el último consejo de mi padre,
arrancado de una de sus lecturas:
«La aventura puede ser loca, el aventurero no». Y un respingo de
emoción me asaltó mientras la costa española se desdibujaba a lo lejos.
Con los embites de las olas, todo el barco crujía. Era un barco viejo y parecía
que iba a partirse en dos a cada instante. Al tercer día estalló una tormenta
que nos mantuvo encerrados durante doce horas en los camarotes,
reducidos y sofocantes. En el mío había plazas para cuatro, pero íbamos sólo
tres: la mujer de un empleado de telégrafos de Santa Isabel, que se pasaba
el tiempo maldiciendo; su hija, una muchacha de mi edad que vomitaba a
todas horas, y yo, que sufría y aguantaba con paciencia las inclemencias de
la navegación.
Macilentos y ajados avistamos un día la tierra de Guinea. Ya escaseaba el
agua y la comida disminuía por momentos en cantidad y calidad. El calor nos
quitaba el apetito y nadie hubiera osado protestar, desmadejados como
andábamos todos, del puente al camarote; del salón aliviado con las hélices
del ventilador que colgaba del techo, al comedor por el que discurrían
sudorosos los camareros repartiendo té y café en pesados recipientes.
El día antes de llegar a Santa Isabel me llamaron de primera y me
entregaron un telegrama de la Delegación anunciándome que me esperaban
en el muelle.
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Al clarear el día siguiente, vimos la costa, con grandes elevaciones, pero
todavía faltaban unas horas para divisar Santa Isabel.
Recuerdo la llegada. El puerto. Y a lo lejos el rumor de las voces que
anunciaban el barco. El paso por el puente balanceante que me llevaba a
tierra firme. La espera de mi baúl que no llegaba nunca. Me rodeaban mozos,
negros harapientos que ofrecían sus servicios en un defectuoso castellano:
Hola señora, hola mujer. Apareció un funcionario blanco y lacónico: «Señorita
Gabriela López; sí, de la Delegación, sí, la acompaño, vámonos pronto…».
Y luego la noche de insomnio en un Hotel de indescriptible suciedad. El
calor, la gasa rota del mosquitero, el obsesivo girar de las aspas sobre mi
cabeza; ruidos indescifrables arriba y abajo; la puerta sin cerrojo ni llave; un
lavabo roto con un jarrón desportillado como único suministro de agua.
Al fin el nuevo día y el mismo funcionario que me espera en el vestíbulo
del Hotel y me conduce al puerto y al barco, alemán, que iba a llevarme a la
última etapa de mi viaje.
Apoyada en la cubierta, veía los contornos montañosos de la isla de
Fernando Poo, los torrentes que se deslizan desde lo alto hasta el mar, la
exuberancia forestal de la costa.
A mi lado se había instalado un joven negro. Apoyaba, como yo, los
brazos en la barandilla y miraba en silencio la costa. El cielo estaba gris
azulado, el aire era sofocante pero yo me resistía a retirarme a la sombra no
menos calurosa.
—Hermosa isla —dijo el hombre sin dirigirse a mí, pero estábamos solos y
tuve que darme por aludida.
—Muy hermosa —contesté.
Me miró de frente y sonrió con una sonrisa blanquísima que iluminó su
rostro oscuro.
Su español era suave y melodioso. Hablaba como una persona educada.
Su lenguaje guardaba relación con el traje blanco, de corte europeo, y con su
forma especial, reservada y cordial al mismo tiempo, de dirigirse a mí.
—Soy médico —me dijo— y regreso a mi hospital. El continente es muy
distinto a esto. —Y señalaba la isla brumosa y cercana. Cuando supo la
razón de mi viaje volvió a sonreír—. La necesitamos —afirmó—. Necesitamos
medicinas y escuelas. Pero sólo nos mandan hombres de negocios… Los
niños la estarán esperando.
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equivocado.
En noches de verano, cuando el calor no me deja dormir, cierro los ojos y
me veo allí, bajo el techo de palma entretejida, tumbada en el chinchorro que
se mueve despacio esperando la caricia del mar en la amanecida. Manuel se
empeña en mover un abanico sobre mí. «Quieto, Manuel», le digo, «vete a
dormir». Se arrastra hasta la arena de la playa, desaparece en la pendiente
que desciende brusca, hasta el agua. «Báñate», me dice todos los días,
«báñate y saldrás del calor». Manuel, mi criado, me cuida y pretende calmar,
a su manera, mi desazón. Agua, de la barrica, bien fresquita… un poquito de
coco…
Pero el calor me aplasta. Un baño de vapor, una opresión en los
pulmones que se resisten a filtrar el oxígeno. Mi casa era como todas: una
cama de bambú, sin ropas ni almohada; un banco y una mesa también de
bambú y canastos distribuidos por la choza en la que guardaba mi ropa y mis
objetos personales.
Pero mi lugar preferido era el chinchorro que colgaba a la entrada, bajo la
sombra del tejado, que avanza y sobresale como un pequeño toldo vegetal.
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Les enseñaba mis canciones y ellos me enseñaban las suyas.
Bailaban y cantaban, atrás y adelante, adelante y atrás, con vigoroso
ritmo. Me enseñaban los nombres de sus árboles, calabó, ceiba, ukola; de
sus comidas, ñame, malanga, yuca; de sus animales y sus enseres.
Pero yo no estaba allí para aprender su idioma, sino para enseñarles el
mío que les correspondía por derecho propio, aunque todavía lo ignorasen.
He contado muchas veces los recuerdos que me quedan de Guinea.
Tantas, que llego a pensar si los transformo y los complico o, por el contrario,
los simplifico demasiado. Cuando vivimos sin testigos que nos ayuden a
recordar es difícil ser un buen notario. Levantamos actas confusas o
contradictorias, según el poso que el tiempo haya dejado en los recodos de la
memoria.
Por eso, cada vez que la mía regresa a aquella tierra, me pregunto si
reconstruyo de verdad los sucesos, si registro de modo fiable las
sensaciones; es decir, si recuerdo o fabulo. He llegado a incorporar a mi
historia las historias de Guinea. Parte de lo que fui después, empezó a nacer
allí. Quizás altero anécdotas, fechas, nombres, pero algo más profundo
permanece grabado en la médula del sentimiento. Algo que acaba echando
raíces y ramas y se enmaraña a medida que el calor del recuerdo lo hace
crecer.
Cómo olvidar la lucha por la supervivencia de unos pueblos asediados por
el hambre, la enfermedad, el miedo. Cómo olvidar a los niños.
Mis esfuerzos por enseñarles ciencias o geografía o historia chocaban
con una incomprensión que iba más allá del idioma. Eran despiertos pero no
podían comprender la prehistoria. ¿Acaso no vivían en ella? ¿Hasta qué
punto les añadiría felicidad el descubrimiento de los avances técnicos que
invadían el mundo civilizado? Rachas de pesimismo me embargaban. Me
parecía que había un desajuste entre los programas oficiales que hablaban
de una cultura ajena y la necesidad de aprender cosas relacionadas con su
medio ambiente, sus orígenes, su propia cultura. Yo trataba de armonizar
ambos caminos: el que les llevaría al conocimiento de los hallazgos culturales
del hombre y aquel otro que les ayudaría a conocerse mejor como pueblo y
les prepararía para trabajar por su país.
De todo esto tuve ocasión de hablar muchas veces con una persona que
había entrado de modo casual en mi vida desde el día que llegué: Emile, el
médico que conocí en el barco y que se convirtió en mi amigo, mi guía y mi
interlocutor en aquella isla fascinante y angustiosa.
En seguida pude observar que había muy pocas mujeres blancas, en aquella
pequeña ciudad, un núcleo urbano que era el centro de los poblados
cercanos. De modo que mi presencia no pasaba desapercibida. Mi traje de
hilo crudo, mi sombrilla, mi manera de andar me identificaban desde lejos.
Ahí va la maestra, debían de decir en su idioma los negros. Y los blancos que
llegaban a hacer compras
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desde sus fincas. No era difícil reconocerme y no fue raro que me encontrase
frente a mi compañero del barco.
—¿Qué tal su escuela? —me preguntó sonriente, con aquella sonrisa
distendida y anchísima.
—Muy bien —le dije.
Pero debió de observar mi cara de cansancio, mis ojeras, mi delgadez. El
calor era tan intenso que no se podía estar de pie en la calle, así que me
indicó con un gesto un edificio cuyo porche era soportado por cuatro
columnas. —Pase. Trabajo aquí.
Era un centro sanitario y en la oficina de entrada había dos hombres
blancos ante una mesa llena de papeles que el ventilador desordenaba.
—Hola —dijo uno de los hombres.
Y Emile contestó:
—Buenos días, doctor.
Me hizo sentar y quiso saber si había resuelto de la mejor manera mi
alojamiento y mi comida.
El segundo hombre le miró con una sonrisa torcida.
—Mal, muy mal —dijo—. Se niega a venir al «rancho» con nosotros. Se
queda en el poblado…
Era el Administrador del Hospital, uno de los personajes de quien me
habían hablado al llegar. Emile estaba sorprendido.
—No sabía nada porque llevo muchos días por las plantaciones. Pero
mañana pasaré por su escuela y le diré si puede o no seguir viviendo allí.
Al día siguiente me visitó como había prometido. Habló con los niños en
aquella lengua incomprensible para mí, les miró los ojos y los dientes y buscó
ganglios inflamados.
—Están muy limpios —intervine yo—. Son limpios —rectifiqué. Y era
verdad. Resplandecían cuando llegaban a la escuela. En contraste con otras
facetas de su ignorancia, tenían una tendencia natural a la limpieza que yo
reforzaba con mis consejos de higiene. Se lo explicaba a Emile mientras él
visitaba mi choza y parecía que no me escuchaba.
—Imposible que siga usted aquí —me dijo seriamente, casi ofendido—.
No sé cómo se lo han permitido. No crea que ha venido a cumplir una misión
sobrenatural. Usted viene a trabajar y necesita vivir en condiciones dignas…
Traté de decirle que me parecía bien vivir como mis niños.
—De ninguna manera —replicó—, usted carece de defensas para habitar un
medio tan ajeno al suyo. Y necesita mucha salud para llevar adelante su
tarea… De forma que al poco tiempo me vi instalada donde al principio me
habían propuesto: en una habitación de una casa colonial con ventanas
protegidas por mosquiteros, olor a desinfectante, ventiladores por todas
partes y, en la planta baja, el comedor colectivo al que acudían los
funcionarios de la metrópoli que también vivían
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allí.
—Menos exótico —me dijo el primer día el Administrador del Hospital—
pero más conveniente…
Me miraba y sonreía, entre burlón y suficiente. Me pareció que mi
presencia allí le disgustaba aunque era él quien la había propiciado.
Me limité a asentir y me retiré a mi habitación.
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El párroco me había hecho llamar y acudí a visitarle.
—Hija mía —me dijo—, usted sabe que estos negros practican
religiones salvajes. Nuestra misión ha sido siempre cristianizarlos.
Hoy están muchos bautizados, sobre todo los que viven en las
ciudades y sus cercanías, pero queda mucho por hacer. Ustedes, los
maestros, tienen que ayudarnos…
Se me quejó después de la persistencia de los negros en sus antiguas
creencias y de la mezcla ingenua de los ritos cristianos con los suyos.
Me pedía que, cercana la Navidad, acudiese a la Iglesia con los niños
a rezar y a cantar villancicos. En un intento de convivencia tranquila,
acepté su sugerencia, aunque estaba descansando en mis
vacaciones y no veía clara mi obligación misionera.
La noche del 24 asistí a la Misa del Gallo y me coloqué detrás de los
niños que habían aprendido varios villancicos con facilidad y bastante
entusiasmo. Cuando terminó el oficio religioso salí a la calle y en la
oscuridad me tropecé con Emile. Me saludó efusivo y a continuación
me invitó a seguirle.
—Quiero que vea nuestra verdadera fiesta…
Por toda la ciudad, recogida en torno a la bahía, resonaba la música
de los negros. Los cánticos, los golpes obsesivos de los bongos, los
bailes enfervorizados. Sólo ellos habitaban las calles. Seguían la
fiesta comenzada en la Iglesia y la transformaban en algo
exclusivamente suyo que brotaba al calor de la música y del alcohol
fermentado de la palma. Por calles y callejas, el rumor penetraba en
las casas de los blancos que celebraban dentro su propio júbilo ritual.
Paseábamos silenciosos cerca del agua, por el puerto donde
descansan los barcos, y los lanchones y el frenético fluir de la música
nos rodeaba.
—Todo esto es nuestro —dijo Emile—, nos pertenece y nadie puede
quitárnoslo, pero nos destruirán si no salimos de la ignorancia y la
esclavitud en que vivimos… Se había puesto triste y cuando me retiré
a mi alojamiento, sus palabras volvían una y otra vez a mis oídos.
Llevaba viviendo suficiente tiempo en la isla para comprender que sus
problemas tenían mal arreglo. Nadie, que yo supiera, estaba
interesado en resolverlo y pocos, entre ellos mismos, eran
conscientes de las raíces de sus males.
Cuando empujaba la puerta de mi cuarto para entrar en él, una
sombra salió de la oscuridad del pasillo. Creí que era Manuel porque
la sombra se movía con torpeza y pensé que estaba bajo los efectos
de las bebidas de la fiesta.
—Manuel —grité—. Manuel.
Nadie contestó. Entré en mi cuarto y traté de correr el desvencijado
cerrojillo que me protegía del exterior. Pero la sombra, de un empujón,
abrió la puerta y me echó a un lado.
—Manuel —volví a gritar asustada.
No era Manuel. Su cara desencajada se acercó a la mía y pude
débil luz que se filtraba por la ventana, la cara blanca, las manos blancas, las
oscuras palabras del Administrador del Hospital.
Me abrazaba con fuerza y pretendía besarme, me escupía su aliento de
borracho, murmurando con furia:
—Si eres buena para el negro también lo serás para mí…
Forcejeé como pude y traté de desembarazarme de él pero no lo
conseguí y ya sentía su cuerpo sudoroso sobre el mío cuando pude gritar. Mi
grito resonó por encima de la música, la fiesta, la ciudad negra. La puerta se
abrió y ahora sí, era Manuel, Manuel que se quedó mudo e inmóvil en el
umbral. Pero fue suficiente para que mi agresor reaccionara. Se alejó de mí y
de un manotazo lanzó contra la pared a Manuel. Cuando desapareció me
tumbé en la cama y me eché a llorar mientras Manuel cerraba la puerta y se
retiraba escaleras abajo, respetando mi soledad y mi dolor.
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puerta de mi cuarto, de la borrachera del blanco, de cierta grosería en su
actitud conmigo y del mal trato que había dado a Manuel.
Como yo me temía, Emile se puso furioso. Su habitual sonrisa dejó paso
a un ceño torvo.
—Estoy seguro —dijo— de que no puede soportar nuestra amistad.
Ninguno la aprueba pero él me odia y se niega a aceptar que soy un negro
emancipado con un título en la mano…
Me contó entonces cómo su padre había sido protegido por un alto
funcionario francés de las Colonias, a quien había salvado la vida en
circunstancias que no me aclaró, en la época de los tratados africanos entre
Francia y España.
—Yo estudié con los Padres aquí y luego me hice médico en Francia.
Pero nunca renunció a su país. Le brillaban los ojos cuando hablaba de la
belleza de su tierra, de la bondad de sus gentes y de las dificultades y
miserias por las que atravesaban.
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dinero. Esta meta no implicaba necesariamente que los blancos coloniales
fueran unos malvados. Pero sí suponía en ellos un comportamiento áspero,
poco dado a valorar matices y a aceptar sensiblerías.
Mi trato con la gente era muy limitado y se refería a lo estrictamente
profesional. Visitas, invitaciones, todo venía marcado por el carácter
oficialista de mi papel y mi puesto en la Colonia.
El párroco me invitó un día, poco después de Navidad, a visitar la Misión,
a tres horas de camino de nuestra ciudad. La Misión tenia unas cincuenta
internas adultas que vivían con tres monjas y una hermosa Iglesia atendida
por un sacerdote. Me cuesta trabajo identificarme con la innegable labor de
las monjas. Las internas aprenden oficios; salen de su condición de
analfabetas desnutridas y son educadas en la religión católica. Es verdad.
Pero ya entonces creía yo más en la justicia que en la caridad. Respetaba la
labor de las monjas pero no era mi labor. Mi sueño iba por otros rumbos.
Educación, cultura, libertad de acción, de elección, de decisión. Y lo primero
de todo, condiciones de vida dignas, alimentos, higiene, sanidad.
—No pides casi nada… —me decía tristemente Emile—. El hambre de
África no terminará nunca. África es la víctima del hombre blanco.
No le contradecía pero observé que vivía en una perpetua exaltación. A
veces pronunciaba frases amenazadoras cuyo significado último se me
escapaba. Cuando le pedía aclaraciones a lo que acababa de decir, se volvía
hermético. Me parece que luchaba entre el deseo de contarme algo
importante y la reserva exigida por el contenido mismo de lo que me
ocultaba.
Los días pasaban y yo adquiría rutinas, costumbres, formas de
convivencia. En una palabra, me adaptaba al medio. Me encontraba a mi
misma repitiendo actitudes de los blancos de la Colonia. Creo que eran
claves de supervivencia que yo imitaba inconscientemente: las comidas
convenientes, las ropas convenientes, los refugios según la hora del día, las
compras, las medicinas preventivas. Y al mismo tiempo me acercaba
despacio a otras claves que parecían regir la vida de mis niños.
Trataba de explicarles el ciclo vital de sus plantas, las consecuencias de
su situación geográfica, la importancia del clima, la humedad y el calor. Todo
les interesaba y a pesar de su escaso vocabulario daban muestras de
entender lo fundamental.
—Este es un país rico —les decía. Eso no lo entendían. Y yo no
encontraba las palabras para transmitirles los conceptos más elementales de
economía. «Más adelante», me decía.
—Más adelante —le dije a Emile.
—El día que lo entiendan —me contestó— tendrás que huir de aquí…
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agua se filtró con violencia a través de las fibras vegetales y su impetuoso
fragor me impedía oír nuestras propias voces. Una tabla mal ajustada se vino
abajo y arrastró toda la estructura del tejado. Los niños no tenían miedo. Me
miraban con sus grandes ojos risueños y trataban de ayudarme a recoger mis
papeles mojados, los objetos que la riada arrastraba dentro de la clase.
«Lluvia, lluvia», repetían entusiasmados de su conocimiento de mi idioma.
La sombrilla no me sirvió de nada. Empapada, chapoteando en el barro
me fui acercando a mi vivienda. Por el camino me encontré a Manuel que
venía a mi encuentro para ofrecerme ayuda y compañía. Descalzo, su
delgado cuerpo adolescente brillaba con las gotas de lluvia cuando el sol, o
mejor, la claridad de un sol oculto, fue dando paso a una calma engañosa.
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de Genaro y su rostro sensible. Un ramalazo de melancolía me sacudió
durante unos segundos. Sólo unos segundos. Lo que tardé en pedir otra taza
de café, lo que tardé en sonreír a Manuel que me acercaba el azúcar. Como
un ronroneo lejano me llegaba la conversación de mis compañeros de mesa
que divagaban sobre la cuantía de una fortuna: la de don Cipriano Sánchez,
mi visitante.
Don John, don Heinrich, don Max, don Cipriano. Estaban todos sentados en
sus mecedoras en la galería del club, el casino o comoquiera que se llamase
aquel salón donde zumbaban tres grandes ventiladores que agitaban el aire y
lo mantenían fresco.
Eran plantadores, eran blancos, eran hombres. Y me habían invitado a
comer a través de don Cipriano. El mismo se presentó en mi casa, llamó a mi
criado que dormitaba en el portal y Manuel anunció su visita. Era una hora de
calor y yo trataba de dormir bajo las aspas del abanico metálico.
—Es usted la única mujer blanca con un puesto de trabajo decente.
Queremos obsequiarla y presentarle nuestros respetos…
Sorprendida y un poco confusa, había aceptado.
«Los tiburones», fue el comentario de Emile cuando se lo dije. «Quieren
tomarte medida y ver si puedes ser peligrosa o no…». Estaba acostumbrada
a los comentarios sarcásticos del médico que siempre encerraban algún
sentido oculto.
En esta ocasión me molestaron. Vi en ellos una especie de resentimiento
contra mi por haber aceptado la invitación. No dije nada, pero por primera vez
empecé a preguntarme si mi amistad con aquel negro inteligente y rebelde no
significaba una dependencia.
—Un negro muy inteligente —dijo don Cipriano mientras cortaba
cuidadosamente los filetes blanquecinos.
El primer plato había consistido en huevos de tortuga, y el segundo, carne
de la misma, con una guindilla muy picante del país.
—Y levantisco —dijo don Heinrich—. Recuerden su relación con los
braceros de Flores. ¿A qué iba allí?, ¿qué se le había perdido? Los braceros
estaban contentos, eran buenos trabajadores, aunque torpes como todos los
negros. Pero él ¿qué quería…? Y luego tiene el run-run de los franceses.
Ellos no sueltan nada pero ¡cómo les gusta que los demás soltemos lo
nuestro…!
Hablaba un español duro, a pequeños ladridos ásperos que golpeaban los
oídos de sus oyentes.
No puedo recordar quién empezó a hablar de Emile. Casi seguro fue don
Cipriano, el enlace, el enviado para que yo compareciera ante el tribunal
blanco. Es muy posible que fuera él el primero en preguntar.
—¿Y su amigo Emile? —intempestivamente, sin relación con la
conversación que había girado en torno al clima, las comidas, la adaptación
al trópico; temas todos convencionales en un primer encuentro entre
europeos. Y de pronto el ataque, la
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insidiosa pregunta: ¿Y su amigo Emile?
Antes de que tuviera tiempo de contestar: Bien. O preguntar a mi vez:
¿Qué quiere decir? ¿Por qué le interesan mis amigos?, ya había
llegado la afirmación de don Cipriano sobre la inteligencia de Emile y,
en seguida, la áspera relación de agravios del alemán.
«Los tiburones», había dicho Emile. Pero no quise ceder al aparente
acierto de su definición. Tiburones o no, sería yo quien debería
decidirlo y comprobarlo. —Emile es un hombre muy inteligente, es
verdad —dije, cuando pude intervenir —, inteligente y generoso y
sensible. Vive pendiente de su gente y es natural. ¿Acaso nosotros
los blancos no nos ayudamos, no nos sentimos cerca de la gente de
nuestra raza?
—Así debía ser siempre —dijo un holandés fornido y rubicundo que
había centrado toda su atención en la comida hasta ese momento—.
Así debía ser, pero no es. Los blancos estamos indefensos ante estos
revolucionarios de color oscuro que son muchos y nos pueden
masacrar si se lo proponen…
Traté de disuadirle de sus opiniones.
—Yo trabajo con negros —le dije— y puedo asegurarle que, son
gente pacífica y no he tenido ocasión de advertir en ellos la menor
hostilidad hacia los blancos… La discusión transcurría en términos
amistosos. Se había convertido en un punto de interés común y se
desarrollaba dentro de normas elementales de corrección y tolerancia.
Fue el español el que irrumpió de pronto cortando en seco la
conversación. Su voz cargada de indignación extendió por la sala un
manto de acidez. —No nos vayamos por las ramas, Gabriela. Como
compatriota y caballero tengo que ser sincero: usted no puede alternar
como lo hace con un negro… Todos estaban de acuerdo, estoy
segura. Habrían hablado del asunto largo y tendido y la encerrona
había sido cuidadosamente preparada. Pero la forma, la brusquedad,
el tono, dejaron en suspenso al resto de los comensales. —No es eso,
señorita, no es exactamente eso —trató de intervenir el inglés. Pero
yo lo entendía muy bien. Lágrimas de rabia trataban de salir de mis
ojos y la voz se me apagaba en una tormenta de humillación. Cuando
pude hablar traté de controlar mi voz para que brotara serena.
—Señores —dije—, no son ustedes quiénes para velar por mi
conducta… —Se equivoca —gritó don Cipriano—. Se equivoca
—repitió bajando la voz—. Hay una prohibición que marcan las leyes.
Ni un solo blanco casará con negro, ni mucho menos tendrá una
blanca relación con un negro…
Fue con un negro con quien tropecé al salir del comedor.
Venía con las copas de licor y la bandeja saltó por los aires al chocar
conmigo. El negro me sujetó por los brazos para que no cayera.
«Perdone, señorita», dijo. Y trataba de limpiarme la ropa con la
servilleta.
De un empujón le aparté y salí corriendo. Me pareció que en la mesa
risas confusas. Pero en seguida percibí que no eran risas sino murmullos de
sorpresa y reconvenciones al negro que, como siempre, sería declarado el
único culpable.
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Estábamos sentados en la tienda de Pedro Ibu, junto al tenderete en el que
exhibía su oferta multicolor de artesanía: rionchilas pasadas por fibras
vegetales, pulseras de pelo de elefante, pieles de serpientes, trozos de marfil
tallado, pieles de mono, plumas de colores.
Pedro Ibu era tranquilo, respetuoso, amable. Admiraba a Emile y se veía
que entre ellos había otros lazos además de la amistad. De vez en cuando
intercambiaban frases en su idioma que sonaban en mis oídos con acentos
inquietantes.
Volví a recordar la agresividad de don Cipriano y sus amigos. Miraba a
Emile y me preguntaba si seria en verdad un rebelde activo, un luchador
contra la metrópoli, enviado por los franceses para levantar a los negros
contra nosotros.
Pero ya Emile volvía a dirigirse a mi en su español dulce y
arrastrado. —Iremos a la montaña…
Faltaban pocos días para las fiestas y él seguía insistiendo en su
excursión. Pedro sonreía; todo en él expresaba simpatía y dulzura.
—Hermosa la montaña —dijo.
Yo no contesté. Estaba sentada en el tronco hueco de un árbol y me
pareció que el tronco se escurría debajo de mí. Traté de sujetarlo.
—¿Qué te pasa? —dijo Emile.
Lo miré y quise hablar, pero las palabras que resonaban en mi cerebro no
salieron de mis labios.
Como envueltas en algodón llegaron a mis oídos fragmentos de frases
que se referían a mí: el calor… el cansancio… los mosquitos… Luego la
oscuridad me rodeó por completo.
Durante diez días y diez noches deliré en el Hospital. Cuando empecé a
distinguir lo que me rodeaba, allí estaba Emile que se inclinaba sobre mí y
me decía: «Ya pasó». Y Manuel que movía con suavidad el abanico de
plumas sobre mi frente. Y la bata blanca de una enfermera negra. Al
despertar de mi inconsciencia, una inmensa tristeza se apoderó de mí. O
más bien era mi estado físico, tan deteriorado, el que producía la tristeza.
Tardé mucho tiempo en mirarme al espejo, pero me recorría el cuerpo con
las manos y encontraba las aristas de los huesos, el esqueleto dibujado bajo
la piel, perfectamente palpable.
—No ha sido lo peor —me dijo Emile, cuando pude escucharle—. Ninguna
de las grandes fiebres, ninguna de las incurables. Pero ha sido suficiente…
Tardarás mucho tiempo en recuperarte. Te explicaré el tratamiento para el
viaje…
Los papeles los arregló la Delegación, Emile me acompañó a Santa
Isabel. Los porteadores subieron mi baúl al barco. En el muelle me crucé con
don Cipriano que no me reconoció o evitó reconocerme. Emile me sujetaba al
subir a bordo. No pude esperar en cubierta para decirle adiós. Me dejó
tendida en la litera, ordenó mis cosas, puso en mi mano la próxima dosis de
quinina y me besó en la frente.
La travesía no fue mala. Por alguna consideración especial me
adjudicaron un camarote de cuatro para mí sola. Me atendieron con cariño y
tuve la sensación de
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estar recibiendo un trato deferente. La deferencia ¿venía de la Delegación?
¿Venía de Emile? Noches y días descansaba rendida en la litera. Mi
debilidad hacía que nada me afectara demasiado, ni los movimientos del
barco, ni el calor, ni el lento transcurrir del tiempo. En permanente
duermevela, sólo una obsesión aparecía y desaparecía en las ondulaciones
de mi cerebro.
«Mi sueño no progresa. Mi sueño es un sueño maldito. Siempre estoy
empezando el sueño…».
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Segunda
parte El
sueño
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La boda fue en la ermita del Santo Sendero. Yo llevaba un traje de
seda negro, un ramito de violetas en las manos y en la cabeza una
mantilla de blonda larga, de mi abuela. Ezequiel también iba de negro.
Un traje de paño, muy justo, muy escaso. Le quedaban las mangas un
poco cortas y yo veía sus manos protegidas por los puños blancos de
la camisa y las mangas del traje, como volando, como en el aire. Los
dos estábamos serios. Y también mis padres. Al lado de Ezequiel, la
madrina, mi madre. A mi lado, mi padre, el padrino. El no tenía
padres, ni hermanos, ni parientes cercanos. Por eso habíamos elegido
a mis padres para los papeles principales.
—No tengo a nadie —me dijo el día que me pidió que nos
casáramos—. No tengo a nadie más que a ti.
Muchas veces he dado vueltas a mi matrimonio y siempre he llegado
a la conclusión de que aquella soledad de Ezequiel, aquel abandono
en que vivía, habían sido decisivos para que yo le aceptara y le
quisiera. Aún ahora, si vuelvo sobre aquellos años tan lejanos, tengo
que confesar que amor, amor, lo que se dice amor, no había entre
nosotros. Al menos por mi parte. Sin embargo nunca tuve la
sensación de haberme equivocado. Me pareció en todo momento que
mi elección había sido afortunada y que las cualidades de Ezequiel
suplían con exceso los espejismos del enamoramiento que veía en
otras parejas.
Yo no sé si pensaba en todo eso mientras el Cura de mi pueblo nos
echaba las bendiciones. Es probable que mis reflexiones tomaran otro
rumbo: cuánto tiempo duraría la ceremonia, cuántos amigos se
encontrarían entre la gente que había acudido a la Iglesia, cómo
transcurriría aquella noche, tan temida y esperada, de nuestra boda.
Cuando el Cura nos bendijo yo estaba pensando cómo nos
arreglaríamos para cargar en las maletas tantas cosas que mi madre
había ido acumulando para nosotros: ropas de cama, cacharros,
alimentos, café, una botella de orujo con guindas, un estor de
ganchillo hecho por ella, mañanitas de punto, un mantel largo
bordeado de puntillas.
Ezequiel me miró invitándome a salir. Entre la gente que se apiñaba
en los escasos bancos de la ermita, vi caras amigas, caras conocidas
y otras vagamente familiares.
¡Vivan los novios!, gritó alguien a la salida. Después supe que había
sido el marido de Rosa, mi amiga de la Normal, que en su día había
dado con un hombre aceptable y se había casado con él y vivía feliz
con sus tres hijos en una ciudad de Castilla. Por lo demás, la gente se
fue retirando con tranquilidad, una vez cumplidos los besos, los
abrazos y las felicitaciones, y nos quedamos sólo los de casa para
una comida sencilla y una despedida breve.
Con las maletas cargadas en una carretilla, enfilamos hacia la
Estación. Mi padre y yo delante; detrás Ezequiel con la carretilla y mi
madre a su lado como en la Iglesia, hablando con él, aconsejándole
sobre mí o sobre mi supuesta inhabilidad para las cosas del hogar.
Mi padre estaba triste. Yo sé que le costaba separarse de mí. Muchas
había hecho antes, pero sentía que esta separación era diferente. No por la
distancia, que no era tanta, sino porque en mi vida había entrado otro
hombre, que me influiría como él o más que él, que incluso trataría de
arrebatarle el papel preferente que él tenia en mi vida.
Traté de animarle.
—Vendremos pronto. En verano, ya verás…
Era el 1 de junio y el verano se anunciaba en las flores que brotaban por
los huertos del pueblo, en las riberas del río, en las orillas de la carretera de
nuestros paseos, en las laderas de los montes de nuestras excursiones
infantiles. —Era el momento, padre —le dije—, no podía esperar más…
Tenía veinticinco años y todas las chicas de mi edad, las amigas de la
infancia, las compañeras de estudios se habían casado ya o habían
aceptado quedarse solteras. —Yo nunca había pensado, pero…
Nunca había pensado en casarme por casarme. Pero al conocer a
Ezequiel me encontré considerando que, después de todo, eso era lo normal,
casarse y tener algún hijo. Y que, además, no era incompatible con mi
carrera ya que él también era maestro y precisamente por ahí, por la afinidad
de intereses y entusiasmos, había empezado todo.
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Cuando le devolví la visita, después de una buena caminata monte arriba,
me quedé perpleja. En la sala de la escuela, sombría y con ventanas
pequeñas, al fondo, junto a la pizarra y la mesa del maestro, había una cama,
cubierta con una manta parda. Al observar mi estupor se apresuró a
confirmar lo que era evidente.
—Sí, Gabriela, aquí duermo, aquí está todo lo que me pertenece… Señaló
la maleta cerrada, colocada en una silla al lado del camastro, y, con un
movimiento circular del brazo, abarcó los pupitres y los bancos de los niños.
—Las comidas las hago en la taberna, pero dormir y vivir, aquí, en mi
escuela…
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—Casados tenemos más derecho a vivienda —observó Ezequiel. Pero no fue
tan fácil. En el pueblo de Ezequiel casas no había o no parecían disponibles
para nosotros. En el mío tampoco encontré muchas facilidades. Yo estaba de
huésped en una casa, pero la habitación no era adecuada para dos personas,
ni por el tamaño, ni por los muebles, pocos y apiñados en los escasos metros
del cuarto. Finalmente surgió una propuesta. La planta baja de una casa,
mitad pajar, mitad cobertizo para herramientas y aperos de labranza.
En poco tiempo la pintamos y la arreglamos. Con ayuda del carpintero,
que era aficionado a la albañilería, construimos el hueco del hogar, la
chimenea con su tiro y un medio tabique para separar el dormitorio del resto.
Teníamos derecho a usar el pozo de la huerta para coger agua y la cuadra
como retrete, según la costumbre.
Cosí una cortina y la colgué de una barra a modo de puerta de dormitorio.
Compramos una mesa y cuatro sillas al carpintero y en el pueblo mayor, que
era cabeza de partido, los utensilios imprescindibles para cocinar y comer.
Todo lo habíamos dejado dispuesto cuando nos fuimos para celebrar la boda.
En eso andaba yo pensando cuando el tren se detuvo bruscamente y nos
levantamos con esfuerzo. Los músculos los teníamos entumecidos de tantas
horas sobre el asiento de madera sin apenas movernos para no molestar a
los viajeros y para sujetar como podíamos los bultos que llevábamos.
Ezequiel se bajó y yo le fui entregando el equipaje.
Cuando el tren arrancó, allí nos quedamos, en el apeadero vacío,
contemplando el voluminoso conjunto de maletas, capachos, cajas sujetas
con cuerdas, que debíamos transportar.
—Espérate aquí, que yo me acerco al pueblo a ver si encuentro a alguno
con un carro… —musitó Ezequiel.
Le vi marchar por el sendero polvoriento y una repentina congoja me
apretó el pecho. Era el comienzo de nuestra vida juntos y me pareció que se
extendía ante nosotros, erizada de obstáculos. La nostalgia inmediata de mi
casa y mi familia me poseyó. Pero al instante la rechacé. No podía caer en la
añoranza de un pasado del que sólo quedaban lazos entrañables con
personas queridas. Mi horizonte estaba allí, al final del camino que Ezequiel
recorría a grandes pasos en busca de ayuda.
Al cabo de una hora regresó sonriente, montado en un burro.
—Todo lo que he podido encontrar —dijo.
Colocamos sobre los lomos del animal toda la impedimenta y nosotros
emprendimos la marcha, uno a cada lado del paciente rucio.
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gran esfuerzo para convencerme de que fue verdad lo que viví… Estábamos
sentados en las almenas del castillo. Desde la altura se veía el río
centelleando entre la carretera y el pueblo de mi escuela, Castrillo de Abajo.
El de Ezequiel quedaba a nuestras espaldas, detrás del castillo en ruinas, y
se llamaba Castrillo de Arriba.
Los chopos se movían suavemente y las hojas doradas por el otoño
resplandecían al sol. La tarde de octubre derramaba su serenidad por los
campos. Ya éramos amigos y habíamos subido hasta lo alto del monte dando
un paseo. La placidez de la hora y el lugar nos mantenían en silencio,
absortos en la contemplación del paisaje.
De forma inesperada, Ezequiel dijo:
—Nunca hablas de Guinea. ¿Tan poco te acuerdas? ¿O lo recuerdas
demasiado? Me sorprendió porque no había mostrado curiosidad cuando le
dije que había estado allí y cómo había enfermado y me había visto obligada
a regresar. Tardé unos segundos en contestarle y él me miraba expectante.
—Guinea es como un sueño… —empecé a decir.
Trataba de ser sincera. Siempre lo intentaba con Ezequiel. El me
impulsaba a hablar. No directamente como ahora, sino en cualquier momento
aunque no lo pretendiera. Era su forma atenta de escuchar o quizá sólo la
confianza que despertó en mí desde aquella primera visita a mi escuela.
Habíamos llegado a ser excelentes compañeros. Juntos planeábamos
actividades para nuestros niños. Juntos organizábamos nuestras clases de
adultos que se convirtieron en seguida en reuniones semanales a las que
asistían gentes de los dos pueblos, cada domingo en una escuela.
—Te das cuenta —decía Ezequiel— de cómo reaccionan cuando se les
da la oportunidad…
De nosotros hablábamos poco. Por eso me sorprendió el matiz inquisitivo
que aparecía en la pregunta. ¿No te acuerdas de Guinea o te acuerdas
demasiado…? —… Guinea es lo más interesante que me ha ocurrido hasta
ahora… —dije. Y guardé silencio.
Pareció conformarse, pero a poco empezó a hablar con una violencia
extraña en él y su rostro, de ordinario relajado y tranquilo, se crispó de
disgusto. —No sé cómo pudiste ir a Guinea a educar africanos cuando
existen aquí tantas Guineas.
Sin transición, empezó a hablarme de su vida.
—… Muere mi madre, mueren mis hermanos siendo yo un niño todavía.
¿Y sabes por qué mueren? De hambre —dijo, sin esperar respuesta—, de
hambre y de miseria. Mi padre era pastor pero no tenía rebaño. Todo era del
amo. Las ovejas, la leche de las ovejas, las pieles de las ovejas… Para mi
padre sólo las heladas, los sabañones, el mendrugo compartido con el perro
del amo… Pero no está prohibido que se casen los pastores y tampoco que
tengan hijos…
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Se calló de repente y cuando volvió a hablar le brillaban
los ojos. —Tú no sabes la rabia que da el hambre…
Luego se fue dulcificando. Recuperó la calma que le era habitual y quiso
volver atrás, a la pregunta sobre Guinea que le había llevado a la
insospechada reacción. —África irredenta —dijo—. Lo entiendo. Y seguro
que hiciste bien. No me hagas caso. Creo que estoy empezando a tener
celos de todo lo que te atañe. Por ejemplo, tengo celos del médico que te
ayudó a ser más feliz o menos desgraciada allí… La sorpresa no me dejó
hablar. Ezequiel golpeaba el muro con una rama de avellano que había
recogido del suelo al pie del castillo. Era una vara fina y flexible y los golpes
sonaban como latigazos al restallar sobre la piedra. El juego le ayudaba a no
mirarme; le ocupaba y le distraía como a un niño tozudo que no quiere
escuchar la reprimenda que le espera. No hubo reprimenda. Aunque
tampoco supe cómo tranquilizar su desazón, remediar la debilidad y el
desamparo que le atormentaban como a un niño. No supe qué decir. Pero en
aquel momento comprendí que acabaría aceptando a Ezequiel y que él
compartiría mi destino.
Cuántas veces no me engañará la memoria. Cuántas cosas me inventaré
a mi gusto… Pero yo me empeño en dar por seguro que aquella época fue la
más feliz de mi existencia. Éramos jóvenes, me digo, y puede ser que lo que
yo recuerdo como felicidad fuese tan sólo la plenitud de nuestros cuerpos, la
facilidad para dormir y despertar, la resistencia de los músculos. Éramos
jóvenes y el vigor físico nos enardecía, nos impulsaba a luchar por algo en lo
que creíamos: la importancia y la trascendencia de nuestro trabajo.
Soñábamos. En voz alta levantábamos torres de esperanza,
proyectábamos puentes de fantasía. «Si algún día pudiéramos», «si nos
dejaran», «si nos ayudaran». Hasta los reproches de algunos padres que no
entendían nuestro afán de encender en los niños curiosidades y despertar su
imaginación, hasta esas críticas agrias y mal intencionadas a veces, se
convertían en estímulo para nosotros.
«La próxima semana voy a hablar de este asunto en la clase de
adultos…», decía Ezequiel. O bien decía yo: «No hablemos de ello, sigamos
adelante tratando de interesar a los mayores en lo que estamos haciendo con
los niños».
Ya antes de casarnos era el trabajo lo que creaba en nosotros nuevos
lazos, ya era el trabajo compartido lo que iba construyendo unos cimientos
para una relación que todavía no era más que amistad y camaradería.
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—Después de dos años dejé el Seminario. Me daba cuenta de que
aquello no era lo mío, pero al mismo tiempo me costaba desilusionar al Cura
de mi pueblo, que era quien me había metido allí, convencido como estaba,
le dijo a mi padre, de que yo era un chico demasiado listo para quedarme de
pastor…
—… Probablemente yo no elegí ser maestra. Mi padre me inculcó el amor
al trabajo, la disciplina y la exigencia y esos principios no sólo formaron mi
carácter sino que resolvieron una necesidad urgente: la necesidad de
ganarme la vida…
—… Mi padre no quería porque siempre vio a los curas como amigos del
amo. Pero poca elección tenia si quería mejorar mi destino…
—… A los ojos de mi padre, la carrera de maestra reunía las
características más favorables para una mujer: decencia, consideración
social, nobleza de miras… —… De modo que empecé a dar lecciones en
casa del Cura para completar las pocas horas de escuela que tenía a mis
espaldas…
—… Y otras dos fundamentales: era una carrera corta y barata… —… A
los catorce años, con muchas horas de trabajo en el monte, me fui al
Seminario…
—… En resumen, yo fui maestra porque las condiciones económicas de
mi familia así lo determinaron…
—… Me gustaba estudiar y recordar lo aprendido, pero quería marcharme
de allí. Así que me armé de valor y en las primeras vacaciones fui a hablar
con don Gervasio, que así se llamaba el Cura, y le dije: Nunca le agradeceré
bastante que me haya sacado de aquí para lo otro, para lo de ser Cura,
pero…
—… Lo que sí es cierto es que cuando niña ya andaba yo jugando con la
idea de ser maestra. Tenía una maestra joven y alegre y muy paciente y los
niños la adorábamos. No sé si la influencia de la maestra también pesó en mi
ánimo junto a las opiniones de mi padre…
—… Dejé el Seminario y me pasé a la Normal. Como pude, con becas y
trabajos, fui pagándome los estudios. Fíjate que hasta anduve por las calles
limpiándoles las botas a los señores…
Hablábamos. Cuando las confesiones alcanzaron su final, estábamos
listos para pensar en el futuro. Seriamente, con un punto de gravedad
exagerada hablamos de matrimonio.
Nuestro noviazgo fue el más puro y transparente, el más premeditado de
los noviazgos. Por eso digo que pasión, pasión, si queremos entender el
amor como pasión, de eso no hubo…
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perdiendo el azogue con el tiempo y la imagen aparece un poco borrosa,
oscurecida por puntitos y manchas.
Los restantes regalos, los obsequios de amigos y parientes y los que mi
madre me hizo, los habíamos distribuido con esmero y paciencia. Al final la
casa nos pareció hermosa.
No hacía una hora que habíamos terminado de organizarla cuando ya
teníamos en la puerta una comisión de niños de las dos escuelas con sus
regalos: dos gallinas para mí y un cordero para Ezequiel. Las gallinas las
dejamos en el portal hasta que Ezequiel construyó un gallinero detrás de la
casa. El cordero, con una marca azul en el costado, se lo entregó Ezequiel al
pastor con la advertencia de que lo cuidara bien, del mismo modo que él, dijo
risueño, cuidaba y atendía a sus hijos…
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cultura para ser capaces de sacar el país adelante…
Ezequiel le escuchaba atentamente.
—Ya lo sé, Amadeo. Ya leo los periódicos y veo que algo grande se
avecina. Y me da a la vez alegría y miedo. Quiero que ocurra lo que
tiene que ocurrir pero me asusta que no nos dejen llevarlo a cabo.
Por la noche Ezequiel y yo volvimos a hablar de aquel asunto que
traía a Amadeo preocupado.
—No sé si nosotros llegaremos a verlo. Pero habrá que intentarlo todo
si queremos que nuestros hijos lleguen a ser un día libres y, educados
como los niños de Francia o Inglaterra…
Las palabras de Ezequiel me conmovieron. Fue precisamente al oírlas
cuando tuve por cierto que estaba embarazada, después de tres
meses de dudas y esperanzas.
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ver aquellas amenazas con las reuniones de Amadeo? Al llegar a este punto
me quedé dormida, hundida como estaba en el limbo de mi maternidad.
Las clases de adultos seguían adelante. En los últimos meses era Ezequiel el
único que se encargaba de ellas para evitarme un esfuerzo más.
Había un espacio de tiempo dedicado a las clases propiamente dichas,
clases de alfabetización, de cálculo, de nociones científicas o históricas y
había otro espacio dedicado a la charla y discusión sobre temas cercanos,
sociales y sanitarios o sobre acontecimientos de actualidad que Ezequiel les
mostraba en los periódicos. Poco a poco, este segundo espacio fue
creciendo ante la avidez de los alumnos por informarse de todo lo que
sucedía lejos, en un mundo del que vivían aislados. Ezequiel se dejaba llevar
del entusiasmo. «Ya saben hablar», me decía. «Han aprendido a expresar lo
que piensan…».
Yo frenaba su exaltación. «Tienes que seguir con las clases. Primero leer
y aprender; luego ya vendrá lo demás». Asentía, pero una creciente inquietud
le desazonaba. «Sé que tienes razón. Pero ignoran sus derechos, sus
necesidades, son fáciles de convencer por cualquiera, están en manos de
quien mejor los sepa manejar. Yo no quiero hacer política; quiero sólo
defenderles de la política…».
Pronto iba a sufrir las consecuencias de sus excesos. Una visita del
Inspector de Enseñanza le dejó estupefacto. Como un jarro de agua helada
cayeron sobre sus fervorosos empeños las palabras del enviado: «Clases,
las que usted quiera, ciencia la que usted quiera, pero mítines, de ninguna
manera».
—Te han denunciado, Ezequiel —decía Amadeo, el carpintero—. Te ha
denunciado algún malnacido de por aquí. O el Cura o don Cosme, vete a
saber…
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tuvieran que parir.
En esto entró Ezequiel y se me vino a la cama y me cogió la mano
entre las suyas, que temblaban, y me dijo: «Ha llegado, Gabriela, ya
está aquí». Y yo con el pañuelo entre los dientes, desencajada,
desvariando de dolor, sin saber de qué estaba hablando, sin poder
ocuparme de otra cosa que del dolor, más fuerte, más cercano,
inmediato, ya sólo un único dolor interminable, sin pausa ni reposo,
brutalmente extendido por mi cuerpo…
«Viva la República», se oyó gritar fuera. Y en seguida: «Viva, viva…».
Luego las campanas cesaron y en ese instante me arranqué el
pañuelo y dejé escapar un grito que rodó libre, por las calles del
pueblo.
Dijo Ezequiel, me lo dijo después, que tras mi grito se había oído el
grito del Cura increpando al sacristán: «¿Y tú quién eres para tocar las
campanas, quién te dio permiso, quién te mandó?».
Un tercer grito, más débil, más pequeño vino a unirse a los del Cura y
el mío. Mi hija se abría camino en este mundo, se instalaba llorando
en nuestras vidas. Faltaba poco para las doce de la noche de aquel
día que nunca olvidaré. Era el 14 de abril del año 1931 y hacía diez
meses y medio que nos habíamos casado.
—Nunca he visto el mar —me dijo en una ocasión Ezequiel—. Ya ves,
hasta la mili la hice en Castilla…
Revelaciones de este tipo me hacían reflexionar sobre nuestras
diferencias. Aunque los dos veníamos de familias modestas, había un
grado de inferioridad, un matiz de precariedad en todo lo que tocaba a
la suya. Más pobres, más desamparados, más desvalidos que
nosotros, pensaba yo. Una ternura protectora me embargaba cada
vez que descubría el esfuerzo que había significado para Ezequiel
llegar hasta aquel pueblo, hasta aquella escuela con su cama y su
maleta por toda posesión y su titulo de maestro por todo futuro.
Ezequiel, que dedicaba una buena parte de su sueldo a comprar
libros, que disfrutaba compartiendo con los niños lo que aprendía en
ellos, no había visto nunca el mar.
—Esto se va a arreglar —me dijo esperanzado a los pocos días de
proclamarse la República—. Esto va a cambiar. Sostenía en las
manos el periódico y leía: «Los maestros se adhieren
entusiásticamente a la nueva República…». «Una de las reformas
más urgentes que va a emprender la República es la reforma de la
enseñanza…». «La dignificación de la figura del maestro será el
primer paso de esta reforma…».
Yo sostenía a la niña en brazos. Se acababa de quedar dormida y
también a mí se me cerraban los ojos, falta de sueño como andaba
desde su nacimiento. —Ha venido el Cura a ver cuándo queremos
bautizar a la niña —dije de pronto.
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clero».
Al terminar la Misa salió el Cura con el pelo blanco revuelto, la sotana mal
abotonada y empuñando un cepillo de raíces, que dirigió con fuerza contra el
muro. Las palabras se borraron, pero la mancha negra quedó allí, informe y
amenazante.
Los niños no eran ajenos al clima que empezaba a crearse en el pueblo.
En la escuela fluían los comentarios, inocentes unas veces, intencionados
otras. —Dice mi padre que la República quiere quitar las iglesias…
—Será porque tu padre es el campanero y tiene miedo a quedarse sin
oficio… —Peor es el tuyo que nunca lo ha tenido…
Poníamos paz. Entre Ezequiel y yo habíamos preparado una lección
ocasional sobre la República. Una lección histórica, llena de prudencia y
moderación, en la que eludimos pronunciar una sola palabra de ataque a
instituciones o personas. Los niños la escucharon en silencio y no
preguntaron nada.
Fue después, al discurrir de los días, cuando empezaron a surgir entre
ellos las pullas, los pequeños ataques, las desavenencias que reflejaban las
distintas posturas de sus padres. No obstante, poco a poco, una nueva
normalidad se instaló en el pueblo. La calma presidía la vida del lugar.
Aparentemente nada había cambiado a pesar de los continuos informes de la
prensa.
Reforma agraria, reforma sanitaria, reforma de la enseñanza. Las
reformas discurrían por la tinta fresca, pero todavía no se veían señales de su
realización. Entre el deslumbramiento por los cambios políticos del país y el
desconcierto de nuestra nueva situación familiar, el tiempo fue pasando y sin
darnos cuenta el verano se nos echó encima.
Yo estaba deseando llegar a casa de mis padres para que conocieran a
su nieta y para encontrar alivio a la crianza de Juana con la ayuda de mi
madre. La víspera de las vacaciones un suceso vino a empañar nuestra
alegría. Amadeo, el carpintero, nuestro amigo, fue asaltado una noche
cuando volvía andando, solo, de visitar a unos parientes en un pueblo
cercano. En la oscuridad no pudo reconocer a sus atacantes; aunque, decía
él, «seguro que no eran de aquí».
Le pegaron una buena paliza y dice que sólo una palabra pronunciaban:
masón, masón, masón, mientras le golpeaban.
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Ezequiel se acercaba a nosotras y pretendía ilusionarme con los
proyectos que le pasaban por la cabeza acerca del futuro de nuestra hija.
Pero yo no lo entendía. Absorta en su cuidado no podía imaginar otro
proyecto que el de su sueño, su próximo biberón o la mueca ¿de dolor? que
a veces cruzaba por sus labios. Mi vida transcurría ajena a cualquier
fenómeno que no fuera el de mi maternidad. Cuando la niña dormía en su
cuna, yo me instalaba a su lado y sin darme cuenta me sentía caer en un
letargo. Como si todavía no se hubiera resuelto la separación, el corte del
cordón que nos unía, seguía yo prisionera del ritmo y la frecuencia de sus
funciones vitales: dormía cuando ella dormía y me embargaba el dolor
cuando ella, por la menor causa, lloraba.
Fue un verano caluroso y espléndido. ¿El mejor de mi vida? Es difícil
seleccionar en el recuerdo los momentos felices. Pero aquél fue sin duda el
más hermoso y sereno de los veranos. Atrapada voluntariamente en mi papel
de madre, prescindía de lo que me rodeaba, hasta el punto de aislarme de
las conversaciones que mi padre y Ezequiel mantenían con frecuencia y de
las que me llegaba como un lejano eco de dudas y esperanzas.
Mi madre respetaba mis silencios. Nunca fue muy charlatana, pero ahora
la percibía activa a mi alrededor, atendiendo a todas las complicaciones que
nuestra presencia le creaba.
En cuanto a mi padre, se daba cuenta de lo necesaria que era su
compañía para Ezequiel. Los veía a los dos, torpes en su papel de hombres,
innecesarios y ajenos a la complicidad espontánea de las mujeres. Por
primera vez en mi vida prefería la cercanía de mi madre a la deseada y
siempre añorada de mi padre. Pienso que él lo entendía y volcaba su interés
en un Ezequiel abandonado y un poco receloso.
Poco a poco, el verano fue pasando y se acercó el momento de partir. Me
costaba trabajo arrancar de aquel delicioso refugio. Al despedirme de mi
madre, me sentí más hija que nunca, desamparada y huérfana al separarme
de ella. Cuando dejé a los dos en la Estación, uno al lado del otro, me
pareció intuir los confusos eslabones que nos unían; la red de misteriosas
ligazones, que nos encadenaban y que el nacimiento de mi hija había
desvelado en mi.
Cuando nació la niña, toda la casa se volvió cocina. La cortina que había
separado nuestra cama del resto de la estancia, permaneció ya siempre
corrida y así todo el espacio disponible quedaba a la vista, sin trabas ni
estorbos. El calor del hogar y el olor de las comidas se extendía por la
habitación.
La cuna presidía nuestra vida. Los biberones iban y venían del agua
hirviendo a la mesa en que se alineaban todos los utensilios de la niña. Yo no
podía criarla y desde el primer momento aquel trabajo de limpieza y asepsia
me tenía obsesionada.
—«Échelo todo junto, que uno encima de otro alimenta más», me decían
las mujeres del pueblo. Ellas ni siquiera lavaban el frasco y se limitaban a
añadir nueva
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leche, sin rebajarla ni hervirla, y las botellas tenían un fondo de cuajada agria.
Como madre primeriza todas me daban consejos y, a mi vez, aprovechaba yo
para tratar de convencerlas de los principios imprescindibles de la higiene
infantil. Algunas me decían que echaban en el biberón unas gotas de
aguardiente para que el niño durmiera mejor. Otras le ponían adormidera
para conseguir el mismo resultado. La ignorancia de aquellas mujeres me
tenía descorazonada. Tan pronto como volví a ocuparme de las clases de
adultos introduje, un día a la semana, charlas sobre el cuidado de los niños
pequeños. Las jóvenes venían y mostraban interés. Las viejas se burlaban y
aconsejaban a sus hijas que no me hicieran caso. «Toda la vida de Dios ha
sido así», decían con un convencimiento tozudo.
Nacían muchos niños, pero durante el primer año la mortandad era muy
frecuente. Yo vivía en constante preocupación con las infecciones y encargué
a Amadeo algún libro moderno sobre cuidados infantiles. Me trajo de León
una cartilla sanitaria con el ABC de tales cuidados y compartí con las mujeres
mis nuevos conocimientos.
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la dirección deseada.
—Lo que ocurre es que nosotros no podemos resolver casi ninguno de los
grandes problemas. El hambre y la enfermedad son asunto del Gobierno.
Pero ¿cuándo van a empezar los republicanos a cumplir sus promesas?
Mediaba febrero, con la escarcha brillando en las callejas del pueblo. El
humo de los hogares se disolvía con dificultad en un cielo duro, de un azul
blanquecino. Hacía daño respirar. Parecía que el aire estaba suspendido en
capas heladas. Llegó Ezequiel con la cara amoratada, envuelto en la pelliza y
la bufanda, golpeando los pies entumecidos de los kilómetros que recorría
cada día, de casa a la escuela, arriba y abajo.
—Hay novedades. —Más que novedades, instrucciones para poner en
práctica lo que ya sabíamos: se acabó la religión en las escuelas.
Y me enseñó la circular que acababa de recibir de la Inspección. «La
escuela ha de ser laica. La escuela sobre todo ha de respetar la conciencia
del niño. La escuela no puede ser dogmática ni puede ser sectaria…».
Estábamos de acuerdo pero también sabíamos las dificultades que
íbamos a encontrar. En primer lugar estaba el problema de los símbolos.
«La escuela no ostentará símbolo alguno que implique confesionalidad,
quedando igualmente suprimidas del horario y del programa escolares la
enseñanza y la práctica confesionales».
Todo estaba muy claro. Pero se esperaba que fueran los maestros
quieres dieran la primera batalla.
—¿Te imaginas a don Cosme? —pregunté yo.
—¿Y el Cura? —añadió Ezequiel. Era el mismo Cura para los dos pueblos
y para los caseríos que se agrupaban en pequeños núcleos de familias por
los montes cercanos.
Guardamos silencio durante algún tiempo y luego Ezequiel dijo:
—Lo haremos. Hablaré con el Alcalde para que toque a concejo,
informaré a los vecinos.
Estaba empezando a nevar. Los copos de nieve se aplastaban en el
cristal con una violencia agresiva.
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de vapor al contacto con la atmósfera gélida de la habitación.
Cuando el Alcalde terminó su breve discurso Ezequiel tomó la palabra.
—No es un ataque a vuestras creencias. No es un insulto ni un desprecio.
Pero tenéis que entender que la escuela no puede ser un lugar para hacer
fieles sino un lugar para aprender lo más posible, y llegar a ser hombres y
mujeres cultos. Para aprender a ser buenos cristianos, tenéis la Iglesia, no lo
olvidéis. La Iglesia Católica aquí y en otros lugares las Iglesias de otras
religiones que también merecen respeto. El silencio era total. De pronto una
vieja se echó a llorar.
—Ya ni a Dios nos van a dejar a los pobres —dijo entre
sollozos. Su marido le cogió la mano.
—No llores, Maria —le decía—. Que no es eso, mujer, que ya verás como
no es eso…
Un hombre joven tomó la palabra.
—Digo yo, don Ezequiel, si no sería bueno votar eso del Crucifijo, porque
digo yo que así se sabe si estamos o no todos de acuerdo.
El Alcalde intervino.
—No hay nada que votar, Andrés, porque esto es una orden de arriba, no
un capricho del maestro.
El silencio se había roto y todos opinaban; en voz alta unos y otros en
susurrados apartes cautelosos.
Ezequiel se dirigió al Alcalde: «Espero instrucciones sobre la forma y la
fecha en que se cumplirá lo anunciado. Yo explicaré a los niños…».
—Usted no va a explicar nada a mi hijo porque no va a volver a esa
escuela sin Cristo y sin moral… —dijo iracundo un vecino.
—Pues mándalo a los frailes de León —apuntó otro risueño—. Gástate
los duros y mételo allí interno.
Unos pocos se acercaron a nosotros. Los conocíamos. Eran nuestros
discípulos de las clases nocturnas. Pero no todos. También observamos que
algunos de entre ellos se retiraban prudentemente, sin decidirse a mostrar su
opinión.
Por las calles nevadas se retiraron todos presurosos hacia sus casas. Al
amor de la lumbre, crecería el rumor de las conversaciones.
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hogar, sentados hasta en el suelo, parecíamos un grupo clandestino
preparando una acción o una batalla. Pero era una acción pacífica y una
batalla incruenta. —No es la religión lo que les preocupa a algunos —decía
Amadeo—. Lo que les preocupa es que ya no van a poder explotar a los
demás con la cosa religiosa. —Tienen que comprender —decía Ezequiel—
que la moral es otra cosa; está por encima de las religiones. La moral es el
resultado de aceptar la verdad y la justicia en todas partes del mundo.
Porque la verdad y la justicia no tienen fronteras… Como el fuego se iba
consumiendo, se fueron marchando en silencio, uno a uno, como habían
venido, con su aire de conspiradores alegres.
Antes de dormirme recordé que ni don Cosme ni por supuesto el Cura
habían dado señales de vida. Al día siguiente Amadeo nos contó que hasta
las doce de la noche hubo luz en la sala de don Cosme. Desde la calle se
oían las voces de él y del Cura y de media docena más.
Al quitar el Crucifijo de la pared lo hice con sencillez, sin alarde alguno de
solemnidad. Lo guardé en el cajón de la mesa y empecé las clases del día.
Acababa de pedir a los mayores sus comentarios sobre un párrafo del
Quijote que habíamos leído, mientras los más pequeños copiaban el trabajo
preparado en la pizarra, cuando se abrió la puerta. En el umbral apareció la
figura conocida del sacristán.
—¿Qué pasa, Joaco? —le pregunté.
Era un hombre de escasa inteligencia, inútil para un trabajo concreto, pero
buena persona y dispuesto a ayudar a quien se lo pidiera.
—Que dice el señor Cura que me dé el Crucifijo…
La sorpresa me dejó muda un instante.
—¿Y para qué quiere él el Crucifijo? —fue todo lo que se me ocurrió decir.
—Para guardarlo bien, que usted le da mal trato —aseguró el torpe enviado.
—Dile al señor Cura que el Crucifijo es de la escuela y aquí estará bien
guardado hasta que me ordenen lo que he de hacer con él.
Los niños se miraban entre sí y me miraban a mí conscientes de la
embarazosa escena que el sacristán había provocado.
—Que me lo dé le digo, que luego me la cargo yo —insistió Joaco.
Fue el hijo de Regina, uno de los chicos mayores, quien resolvió la
situación. —Vete, Joaco, y no interrumpas, que estamos estudiando.
Joaco se fue con la boina entre las manos, como había venido, y me dejó
la certeza de una nueva angustia. Me pareció que nuestras vidas iban a estar
marcadas de ahora en adelante por el signo de la incomodidad. Señales de
alarma se encenderían periódicamente obedeciendo a un plan. Era la
reacción inevitable ante las transformaciones que iba a sufrir el país en
algunas de las cuales nosotros, los maestros, estábamos comprometidos.
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Regina, la vecina que tanto me ayudaba, había tenido un hijo de soltera. Se
había ido muy joven a servir al pueblo grande, el que era cabeza de partido.
Y cuando volvió traía en los brazos al pequeño. La señora de la casa en que
estaba era modista y Regina la ayudaba en todo lo que podía, así fue
aprendiendo el oficio a la vez que fregaba y planchaba y cocinaba. Cuando
llegó al pueblo con su hijo, abrió la casa vacía de sus padres —cuatro
paredes sucias llenas de telarañas—, la limpió y la pintó y se instaló a vivir en
ella. Al principio fue el blanco de la curiosidad del pueblo entero. Las aguas
del río arrastraron, con la suciedad de la ropa, la acidez de las críticas. Poco
a poco, a fuerza de trabajo y de constancia, Regina encontró su lugar. Cosía
para quien se lo solicitaba. Cobraba unas monedas o recibía el pago en
especies: huevos, chorizo, un saco de patatas. Cuando yo llegué al pueblo, la
historia de Regina y su hijo se había sedimentado.
El niño había crecido y era un chico grande dispuesto a abandonar la
escuela para aprender un oficio. Fue Ezequiel quien le aconsejó: «Busca
como puedas salir de aquí». Y a su madre: «Piensa a ver de qué modo
podrías ayudarle». Entonces, sorprendentemente, Regina contestó sin
vacilar:
—Con su padre, le voy a mandar con su padre, que se ocupe de él, que
va siendo hora al cabo de los años…
Era la primera vez que hablaba de su padre, pero no fue la última.
Llevada de la confianza y el afecto que nos teníamos, completó su historia.
—El chico es hijo de un señor de dinero. Casado y sin familia. Quiso
taparme la boca con unos billetes, pero yo no quise. «Espera, que ya llegará
el día», le dije. Y ha llegado. Con una carta se lo voy a mandar.
Escribió la carta, puso en el sobre el nombre, la dirección y otros detalles
y mandó al chico al camión de la teja con Amadeo, que se había ofrecido a
hablar con el conductor.
—Que paso por allí, hombre. Que me paro y le indico al chico la Plaza,
que es muy céntrica y fácil de encontrar…
Regina se quedó llorando. Le caían las lágrimas sobre el traje que estaba
cosiendo, color menta con un volante en el borde, para la hija del Alcalde.
Desde que se quedó sola, Regina venia con frecuencia a nuestra casa. A
última hora, cuando la luz de la tarde se desleía en las sombras, la ausencia
del hijo lo llenaba todo.
—Parece que la palpo, la soledad que me ha dejado —explicaba.
Entonces, con cualquier pretexto venía y yo trataba de darle tareas.
—Sujétame a la niña mientras hago la cena, Regina. Acércame la labor,
quería consultarte…
Ezequiel salía a veces hasta el taller de Amadeo, uno de los pocos
hombres que no estaba a esa hora en la taberna.
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Al cabo de un rato aparecían los dos silenciosos o hablando casi siempre
de lo mismo: España y la exaltada esperanza que la República había
encendido en los españoles.
La conversación seguía de puertas adentro. La luz de la lámpara de
petróleo creaba una zona cálida, un círculo luminoso sobre la mesa, que
invitaba a alargar la velada.
—Hay que salir del candil y del petróleo —decía Amadeo—. ¿Te
imaginas, Ezequiel, lo que sería tener aquí una radio?
Pero la luz eléctrica llegaba sólo al último pueblo grande y de allí en
adelante, hacia Galicia, la oscuridad y la miseria se extendían por los pueblos
agazapados en valles y montes.
Desde que me casé, todo en mi vida fue seriedad y trabajo. No es que antes
hubiera desperdiciado el tiempo en frivolidades pero en los períodos de
vacaciones salía con las amigas a pasear. Charlábamos y reíamos, nos
confesábamos nuestros deseos más íntimos, nuestros deseos imposibles.
Desde la aventura de Guinea yo cambié mucho.
—Hija, parece que las fiebres te han alterado el carácter —decían mis
amigas. No eran las fiebres. Pero sí un proceso febril de rememoración. De
modo obsesivo volvían a mí los días y las personas de aquel mundo lejano.
No me gustaba hablar de ello. Era ése un episodio que guardaba en celoso
secreto. Las confidencias amistosas se detenían ahí, cambiaba de tema si
surgía Guinea en alguna conversación y la curiosidad de mis amigas se fue
debilitando a la vista de mi reserva. A fuerza de mantenerlo escondido, me
parecía que no había sido cierto lo vivido. Evocaba mi escuela, los niños
negros, el color de los mercados, el calor húmedo que exhalaba la selva, el
gris azul del mar; las praderas que nunca alcancé. Emile aparecía sin cesar
en mis ensoñaciones. Apenas me atrevía a nombrarle pero, en mi soledad,
recreaba cada instante de nuestra amistad, reproducía los rasgos de su cara,
la expresividad de sus gestos, su sonrisa.
El día antes de mi boda, di un paseo con Rosa, mi amiga más querida,
casada y feliz al parecer en su matrimonio.
—¿Sabes en quién estoy pensando? —le pregunté.
Ella se rió y me dijo:
—En Ezequiel, me imagino, y en la boda.
—Pues no. Estoy pensando en Emile…
Se me quedó mirando asustada.
—No te cases —me dijo—. Estás a tiempo. No te puedes casar pensando
en otro hombre, Gabriela.
Me hubiera gustado tranquilizarla, pero no pude. A medida que hablaba
era consciente de estar echando sobre los hombros de mi amiga el peso de
una responsabilidad. Pero necesitaba ser sincera por una vez, sincera
conmigo misma ante
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un testigo que me sirviera de referencia.
—Emile ha sido el único hombre que hubiera abierto un camino distinto a
mi vida. Era la libertad, la lejanía, la aventura, la fantasía. Pero yo no tenía
fuerzas. No podía volver. Y al mismo tiempo, ¿quién me dice que él quería
que yo volviera? Emile es la señal dudosa que te hace vacilar en un cruce de
caminos. Seguramente elegí la dirección acertada.
Rosa lloraba y yo la consolé, liberada por mi confesión de todos los
fantasmas inmediatos.
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«Ahora sí», pensaba yo, «voy a tocar mi sueño con la mano».
Las nuevas esperanzas me llevaban a trabajar con afán. Para un
concurso de trabajos del Ministerio, presentamos uno, de geografía, en el
que desarrollábamos el proyecto de estudio de España sobre un mapa
natural. Con plantas de verdad, montañas, ríos, los niños lo habían hecho a
la sombra de un roble en la parte de atrás de la escuela. Estaban
entusiasmados y cada día añadían un nuevo elemento para completarlo. Una
mañana apareció destrozado. Una gran cruz de cal cubría toda la extensión
del mapa. Los niños estaban desolados. Varios padres vinieron a visitarme a
la escuela para decirme cuánto lo sentían.
Desalentada, esperé la llegada de Ezequiel para contárselo.
—No te extrañes —me dijo—, todo el mundo se quita la careta en estos
momentos. Pero lo malo es que algunos sólo se atreven a quitársela en la
oscuridad… Así pasaban los días con un sabor agridulce. Del Ministerio y de
la Inspección recibíamos ayuda y aliento. Entre la gente del pueblo, algunos
nos apoyaban abiertamente. Otros, por miedo o por convicción, se mantenían
al margen o actuaban, como decía Ezequiel, desde la impunidad de lo
oscuro.
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tristeza.
—Era lo que yo quería para él, pero me parece que a este hijo lo voy a
perder para siempre…
Aquella noche cuando se despidieron de nosotros, no oímos
conversaciones en la calle. No habían pasado dos días y todo el pueblo lo
sabía.
—Amadeo duerme con Regina. Claro, como a ella se le ha ido el hijo…
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de su ignorancia. «Os quitan vuestras costumbres». «Os negarán hasta el
descanso en sagrado». «Dejarán a vuestros hijos sin moral ni leyes».
El runrún se volvía más profundo en la noche, cuando inclinaban las
cabezas cansadas sobre la almohada y allí estaba, sonando el agua que fluía
bajo tierra. Sólo escarbar un poco, brotaría como un surtidor: «¿Y tu qué
crees, Juan o Basilio o Máximo? ¿Nos quitarán de veras lo que es nuestro?
¿Nos sacarán a los hijos de casa para llevarlos a trabajar para el
Gobierno?».
«No sé, María, Rosa, Genoveva. No sé, pero hay que estar al tanto, a ver
qué pasa». El sueño a veces era una pesadilla.
Cuando circuló la noticia de que las Misiones Pedagógicas llegarían al
pueblo de Ezequiel, el murmullo se convirtió en algarabía. Abiertamente, la
gente preguntaba: ¿Qué vienen a hacer? ¿Es para el voto? ¿Cuánto nos van
a sacar?
Apoyados por los jóvenes de las clases de adultos tratamos de
contrarrestar la campaña que se estaba extendiendo en contra de las
Misiones. «Y de los maestros, tampoco os fiéis. A ésos los tienen a sus
órdenes y enseñan a los niños para que no respeten a los padres ni a Dios y
hasta la Patria les parece pequeña». Ezequiel escribió al Inspector y le dio
noticia del clima que algunos estaban creando.
El Inspector ya no era el mismo que un día negara a Ezequiel derecho a
tocar temas que no fueran estrictamente académicos. Se presentó en el
pueblo y convocó en la escuela a los vecinos. Con discreción y prudencia
habló a la gente.
—No se trata de pediros dinero. Tampoco se trata de hacer propaganda
política. Tenéis que entender que es un esfuerzo de la República apoyado
por personas desinteresadas que dedican su tiempo libre a traeros una fiesta
de cultura… Luego estuvo un rato hablando con Ezequiel.
—Hay muchas reservas entre la gente que ha sido engañada tantas
veces. Por otra parte es una actitud primitiva. Les domina el miedo a lo
desconocido y eso es lo que explotan los que desean mantenerlos en la
ignorancia…
Ezequiel habló con los vecinos que voluntariamente se habían ofrecido a
dar alojamiento a los misioneros; se concretó el horario de actuación; se
acordó quién iba a prestar caballerías para trasladar el material de las
Misiones al pueblo de Arriba y el Inspector se despidió dejándonos más
tranquilos.
El lugar elegido para la Misión fue una explanada delante de la escuela.
Si llovía, había que habilitar el aula para niños y viejos y los demás quedarían
fuera protegiéndose del agua como pudieran. La asistencia prevista era de
unas doscientas personas como máximo si era aceptable el eco conseguido
por nuestros emisarios en los pueblos y caseríos cercanos. Había
expectación y curiosidad. El nerviosismo se extendía por el pueblo de Abajo.
Regina me contaba que muchas madres habían llegado con encargos de
arreglos para sus hijos.
«Bájame esta cintura, mujer». «Dale la vuelta al pantalón del padre, que
de tanto crecer ya no le valen los suyos».
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La mañana de junio amaneció radiante. El sol golpeaba con el vigor
del verano y de la tierra ascendían aromas maduros.
La fragancia de las flores se mezclaba con el olor al tomillo y el
romero. Por la carretera vacía, la luz del sol arrancaba destellos de los
guijarros clavados en el polvo.
La carretera discurría paralela al río, pero había que cruzar un puente
de piedra para salvar el agua. El río pertenecía al pueblo, lo
circundaba y regaba sus tierras. Pero la carretera quedaba fuera del
territorio, ajena y apartada. En realidad era un camino malo que se
perdía al noroeste hasta enlazar con otro igualmente áspero en tierras
de Galicia. Rara vez se veían automóviles circulando por ella. Todo lo
más, camionetas que transportaban materiales de construcción o
productos agrícolas de los pueblos próximos. Para ir a la ciudad había
que coger el tren en un apeadero a varios kilómetros y transbordar
después en una estación poco importante de la línea general.
A la orilla de la carretera, se fueron formando grupos desde muy
temprano. Primero los niños. Después algunos jóvenes. Los últimos
las mujeres y los viejos. Los hombres no habían abandonado sus
trabajos habituales y mostraban así, con forzada dignidad, su
independencia. Yo estaba con Ezequiel al borde de la carretera. La
hora prevista ya había pasado y no se adivinaba a nadie en la lejanía.
Una mujer cerca de mí murmuró: «Aquí quién va a venir. Aquí no
viene nadie…».
Los niños se habían puesto a jugar. Corrían unos en pos de otros, se
escondían, se cogían, reían y saltaban, dueños ya de la fiesta. Los
viejos, ni protagonistas ni responsables, dejaban pasar el tiempo con
indiferencia, vagamente conscientes de que nada podría ya cambiar el
trazado de sus vidas.
Un sordo zumbido detuvo el juego de los niños. Se oía lejano, como el
inicio de una tormenta. «Ya vienen, ya se oye el motor…», gritaron.
Una nube de polvo precedió al camión que apareció de pronto
retumbando sobre las piedras del pavimento.
Al llegar a nuestra altura se detuvo en seco. Encaramados en lo alto
del camión, sobre el voluminoso cargamento, dos muchachas y un
muchacho agitaban las manos saludándonos. De la cabina salieron
tres personas más, el inspector y dos hombres de mediana edad. Nos
adelantamos a saludarles. Los niños aplaudían y vitoreaban a los
recién llegados. «Vivan los republicanos», gritó uno y todos le
corearon. Los muchachos del camión descendían entre bromas y
risas y se incorporaron al bullicioso grupo.
—Bienvenidos —dijo Ezequiel—. Todo está preparado para subir allá
arriba — dijo señalando el castillo—. El pueblo está al otro lado.
Con ayuda de los chicos, los misioneros descargaban sus bártulos.
Paquetes, bultos, cajas, cables.
—Es para el cine. Nos van a echar cine… —dijo un niño.
—Sin luz no hay cine —replicó otro.
—Pero ha dicho la señora maestra que traen aparatos para hacer luz
primero.
Los encargados del transporte llegaban con una mula y un caballo pero
en seguida se vio que no era suficiente para cargar toda la impedimenta.
—Pues usted verá, don Ezequiel —dijo el mozo que sujetaba a los
animales—. Allá arriba no hay más y aquí abajo, pues usted verá…
Ezequiel me miró y los dos pensamos lo mismo: «Don Cosme. Hay que
acudir a don Cosme». Sólo él tenía caballos de refresco. Los pocos que
disponían de caballerías propias no estarían dispuestos a ceder su único
animal siempre ocupado en los trabajos del campo.
Mientras Ezequiel y el Inspector se dirigían a hacer la gestión cerca de
don Cosme, el resto de los misioneros se acercaron a mí. Me preguntaban
detalles de nuestros pueblos, de la escuela, del carácter y costumbres de las
gentes. Las mujeres y los viejos nos rodeaban mientras hablábamos e
intervenían cuando podían.
«Oiga, ustedes podrían decir en Madrid lo de la luz» o «Que se acuerden
que no tenemos médico en varias leguas a la redonda».
Confusos sobre el verdadero sentido de la embajada, llamaban la
atención de los visitantes sobre sus problemas.
—No tenemos poderes para arreglar las cosas. Ojalá los tuviéramos
—dijo el más alto, que también parecía el de más edad.
El más joven me preguntó sobre los cultivos y los animales y el difícil
equilibrio económico de estos pueblos.
—Esta es la clave de sus problemas. Cambiar las condiciones
económicas. Tomaba nota de todo y me dijo como justificándose:
—Preparo un informe de todo lo que veo. Soy agrónomo…
Nos dijeron sus nombres y apellidos, pero al hablar de ellos, tiempo
después, siempre lo haríamos con aquella primera identidad: el alto y más
viejo, el profesor; el joven y más bajo, el agrónomo. También los estudiantes
quedaron grabados en nuestro recuerdo por los rasgos que los
caracterizaban. De las dos muchachas una era pequeña y alegre. Se reía por
todo. La otra era espigada y arrogante y más seria. Tenía una hermosa voz y
unas manos ahusadas que movía con elegancia. Vestía un traje blanco,
inmaculado a pesar del viaje en camión, y unos zapatos de lona, también
blancos. Sus ojos brillaban con una chispa de ironía cada vez que los otros
discutían por cualquier incidente. Parecía marcar una distancia entre ella y los
que la rodeaban, pero no era así. Seguramente esa barrera invisible se
derivaba de la gravedad natural de su porte, porque fue muy cordial durante
todo el tiempo que estuvo entre nosotros. Se veía que ella era el alma de la
Misión, la parte viva y atractiva, la que convertía su actuación en una entrega
sin esfuerzo.
El muchacho era protegido y mimado por sus compañeras. Llevaba gafas
y un mechón de pelo le caía sobre la frente. La pequeña le trataba con cierta
desfachatez. —Enrique, olvida el griego y echa una mano al altavoz…
Enrique, mañana dices tú las poesías. La que mejor te sale es la de Lorca.
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Estuvieron dos días con nosotros y vivimos con ellos horas inolvidables.
Ayudándoles en lo que podíamos, siguiendo con fervor el desarrollo del
programa de actividades, unas para niños, otras para adultos, pero a las que
asistían todos fascinados.
Charlamos en las horas de descanso. Intercambiamos opiniones y
experiencias, preguntamos y criticamos. Soñamos juntos embargados por
una obsesión común: hacer del trabajo de todos la gran Misión que salvara a
España del aislamiento y la ignorancia.
Contra todo pronóstico, don Cosme había cedido dos caballos para el
transporte del material.
—Nos los dejó por reverencia al cargo administrativo —aseguraba
Ezequiel—. Me gustaría que hubieras visto cómo se dirigió al Inspector y
cómo le decía, plañidero: «Perdonen si no voy con ustedes, pero me cuesta
tanto subir hasta allá arriba…».
Respeto al cargo, deseo de agradar a los vecinos o cualquiera otra razón
que le impulsara, el caso es que allá fueron, atravesando el pueblo de abajo
y subiendo trabajosamente las cuestas del castillo, las cuatro bestias
cargadas, rodeadas, espoleadas por la jubilosa partida de las gentes que
acompañaban a los misioneros.
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precavidos.
El semicírculo se fue ensanchando. Primero eran tan sólo las filas más
cercanas al tablado con los bancos de la escuela ocupados por los niños y
detrás la gente sentada en sillas que habían arrastrado de sus casas. Luego
fueron cerrándose las filas de pie, detrás de los sentados, una y otra fila
hasta ocupar el espacio entero.
La música sonaba en los gramófonos durante la espera. Coplas
castellanas, gallegas, asturianas, coplas cercanas y reconocibles. Luego,
cuando todos parecían bien situados cesó la música y una voz de mujer se
elevó sobre la audiencia de cabezas morenas, pañuelos negros, boinas
pardas. La voz de la muchacha arrogante se dejó oír y sus palabras lo
ocuparon todo.
«Es natural que queráis saber, antes de empezar, quiénes somos y a qué
venimos. No tengáis miedo. No vamos a pediros nada. Al contrario; venimos
a daros de balde algunas cosas. Somos una escuela ambulante y que quiere
ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela ambulante donde no hay libros ni
matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a
nadie de rodillas, donde no se necesita hacer novillos. Porque el Gobierno de
la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos ante todo a las
aldeas, a las más pobres, a las más abandonadas y que vengamos a
enseñaros algo, algo de lo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan
lejos de donde otros lo aprenden y porque nadie, hasta ahora, ha venido a
enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros. Y
nosotros quisiéramos alegraros, divertiros casi tanto como os alegran y os
divierten los cómicos y titiriteros…».
Las palabras resbalaban sobre las gentes apiñadas en torno al tablado.
Un silencio total permitía apreciar la gravedad del contenido, la emoción
quebrada en la voz de la muchacha que transmitía el mensaje.
«… los mozos y los viejos de las ciudades, por modestas que sean, tienen
ocasiones de seguir aprendiendo toda la vida y también divirtiéndose porque
están en medio de otros hombres que saben más que ellos, porque sólo con
oírlos y mirar se aprende, porque todo lo tienen a la mano, porque la
instrucción y las diversiones se les entran sin quererlo por los ojos y oídos…
Y como de esto se hallan privadas las aldeas, la República quiere ahora
hacer una prueba, un ensayo, a ver si es posible empezar al menos a
deshacer semejante injusticia».
Algunas cabezas asentían con leves movimientos. Otras se inclinaban
hacia el suelo como queriendo recoger sin distraerse hasta la última palabra.
Un niño lloró. La muchacha de la voz hermosa hizo una breve pausa. Se oía
el canto de los pájaros en un árbol lejano. Una vieja aprovechó para decir:
«Sólo con esto ya tenemos bastante. Con oír esto, y sobre todo con que
hayan venido». Nadie rió, nadie trató de hacer callar a la vieja. La buscaban
con la mirada entre sorprendidos y aquiescentes. De nuevo, la voz se elevó:
«Traemos en estampas luminosas los templos y catedrales antiguos, las
estatuas, los cuadros que pintaron grandes artistas. Más adelante queremos
traer un pequeño
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Museo de copias en lienzo de las grandes obras que están en los
Museos…». Verso, teatro, música, la voz prometía, ofrecía, anunciaba
el contenido de la fiesta. Y ya el público, receloso al principio, estaba
ganado.
«… Cuando todo español, no sólo sepa leer, que ya es bastante, sino
tenga ansias de leer, de gozar y divertirse, sí, de divertirse leyendo,
habrá una nueva España. Para eso la República ha empezado a
repartir por todas partes libros y por eso también al marcharnos os
dejaremos nosotros una pequeña biblioteca…»[1]
Los aplausos torpes y suaves al principio, enérgicos en seguida,
cerraron la fiesta. Algunos tenían los ojos llenos de lágrimas.