Afectividad e Identidad

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Universidad San Sebastián

ASIGNATURA: Antropología Filosófica


PROFESOR: Dr. Rodrigo Figueroa W.
Correo del profesor: [email protected]

Afectividad e identidad
Al hablar de manera conjunta sobre afectividad e identidad podemos desde ya indicar que la
afectividad constituye un entramado relevante del modo de ser humano, de su identidad. En cierto
sentido, la afectividad es el “lugar” en la interioridad humana que contiene los sentimientos, las
emociones (a veces también llamadas pasiones) y los afectos. Puesto de otra manera, las
emociones, el modo cómo el hombre las integra en su vida, son fundamentales en lo que la persona
es o llega a ser. Los estados de ánimo, sobre todo el estado anímico preponderante en un sujeto, son
muy importantes al momento de evaluar o hacer consideraciones sobre una determinada persona.
No somos seres sin afectos, porque precisamente nuestra relación con nosotros, nuestros semejantes
y lo que acontece en el mundo transita por un soporte emotivo. Nos vinculamos de modo práctico,
pero también anímico con la realidad. La conciencia que cada ser humano tiene de sí mismo
supone sentir algo, estar afectado por aquello que piensa de sí mismo y por aquello que hace siendo
el que es o por aquello que le sucede. Por ejemplo, un filósofo alemán, Martin Heidegger (1889-
1976), en el capítulo V de la primera parte de Ser y tiempo (su libro más importante) resalta el
carácter decisivo que la afectividad tiene en la constitución del existente humano (de su identidad),
cuyo ser en el mundo consiste en comprenderse a sí mismo siendo. Es decir, la disposición afectiva
es el modo existencial de ser en el que el hombre se entrega constantemente al mundo y es
“afectado” por éste. Cada uno se encuentra consigo mismo en sus estados de ánimo (que suelen ser
variables y que oscilan de un extremo a otro, incluso durante un mismo día). Para Heidegger, el
estado de ánimo manifiesta el modo “cómo uno está y cómo a uno le va” (en la vida). Lo anterior
lo podemos llevar a un lenguaje más personal. Lo que uno siente sobre sí mismo es un aspecto
central a la hora de percibirse a si mismo de tal o cual forma. En el juicio sobre nosotros mismos no
ignoramos el sentir que le acompaña. Nadie piensa algo acerca de sí sin tomar nota de cuánto y de
cómo ese autoconcepto le afecta positiva o negativamente. Salvo singularísimas excepciones, el ser
humano no es neutro en términos emocionales (por darle otro nombre a lo afectivo).
Otro autor de la filosofía contemporánea, el español Xavier Zubiri (1898-1983), en su libro Sobre el
sentimiento y la volición, describe el sentimiento, en su aspecto más básico, como un modo de estar
o de sentirse en la realidad. El hombre responde a estímulos, pero además se hace cargo de la
realidad (de la suya), y en tal caso el sentimiento posee una dimensión tónica, es decir, se vincula
anímicamente (un cierto tono vital) con la realidad que ha de afrontar. Zubiri habla de
2

“atemperamiento”, como ese acomodo anímico ante la realidad que hemos de vivir. Respondemos
“sentimentalmente” frente a los sucesos de la vida. Esa respuesta emocional es una adaptación, a
veces adecuada, a veces no, ante lo que va ocurriendo y nos va ocurriendo. Zubiri reconoce que
existen muchos sentimientos distintos, pero fundamentalmente los reduce a dos: gusto o disgusto.
Éstas son dos dimensiones esenciales de todo sentimiento. Los sentimientos “actualizan” (me
hacen presente) la realidad (a tal punto que, sin ellos, dicha realidad no se haría presente para mí).
Parece darse, entonces, una estrecha relación entre la realidad que cada ser humano ha de afrontar
con el talante afectivo que posee y que participa de la respuesta que dicho hombre dé a esa situación
concreta frente a la cual ha de actuar.
Además de lo precedente, en este análisis sobre la afectividad es importante no omitir una
consideración de carácter etimológico. Cabe establecer una distinción de esta naturaleza entre
affectio, sentire (sensus) y pathein (pathos). La primera y la tercera apuntan más bien una
condición receptora del ser humano (lo que le viene dado por o con las emociones). En relación
con el pathein esa “pasividad” supone, en todo caso, una cierta disposición previa. En cuanto al
sentire, tiene una doble connotación de sensación y de sentimiento. En cambio, la palabra emoción
(motus) tiene una conotación más activa: se vincula con moción y con exmovere y, por ende, con
movimiento, con llevar al sujeto fuera de sí mismo. Podría pensarse que las emociones no tienen
que ver tanto con el modo en que el mundo nos afecta, sino más bien con cómo una afecta al
mundo, o se pone en movimiento para afectarlo (a partir de los afectos o en respuestas a ellos).
Sentimos algo y nuestra respuesta es una reacción frente a un acontecimiento. Un sentimiento más
bien mueve (en ocasiones remueve), más excepcionalmente paraliza. A raíz de ello, es común
entender por el ámbito de lo afectivo “tanto determinados sentimientos o sensaciones como algunos
de los motivos que nos impulsan a obrar… A la hora de considerar las emociones o pasiones en
cuanto sentimientos, es preciso advertir que el verbo ‘sentir’ se usa en el lenguaje ordinario tanto
para las sensaciones como para los sentimientos, del mismo modo que en inglés, el verbo ‘to feel’, y
el sustantivo ‘feeling’, designan ambas cosas”.1 En el contexto de esta sesión, la palabra refiere al
sentimiento, que si bien tiene efectos corporales (a alguien enamorado quizás se le acelere el
corazón) no es lo mismo una pura sensación orgánica que un sentimiento, como un estado interior
del sujeto. Sentir “frío”, por ejemplo, no es comparable a sentir “tristeza”, o sentir un “reloj en el
bolsillo” no es igual a sentir “alegría” porque mi hijo se recuperó de su enfermedad. El frío y el
reloj en el bolsillo son percibidos como sensaciones. La tristeza y la alegría, en cambio, son
percibidas como sentimientos.

1
Arregui, J. V.; Choza, J. Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad. Ediciones Rialp, Madrid
2002, p. 234.
3

Desde la perspectiva del filósofo francés Descartes (1596-1650), en su libro Las pasiones del alma,
no es posible no sentir las pasiones y no es posible equivocarse respecto de lo que se siente. Si
alguien se siente triste es porque está triste; si alguien se siente alegre es porque lo está. No puedo
sentirme triste o alegre y no estarlo respectivamente. No hay un sentir anímico que contradiga la
realidad sentida por uno mismo. Según Descartes, las pasiones “son aquellas percepciones que se
refieren solamente al alma, cuyos efectos se sienten en el alma misma, y cuyas causas próximas
desconocemos. Tales son los sentimientos de alegría, cólera y otros semejantes”.2 Por tanto, en
este autor del siglo XVII, “una emoción es un puro acontecimiento privado mental que es objeto de
una inmediata e infalible conciencia espiritual”.3 Las pasiones no responden a la voluntad humana,
si no que el hombre es receptor de ellas (aunque un hombre si puede decidir qué hacer con la
emoción que padece). En una línea semejante, el filósofo escocés David Hume (1711-1776), en su
Tratado sobre la naturaleza humana, sostenía que las pasiones son algo que se siente, y, por tanto,
la relación entre las pasiones y el hombre que las padece es la de perceptor-percibido. Esto es
interesante porque contrasta con el sentido que la palabra ‘pasión’ tiene muchas veces en el
lenguaje cotidiano, en el que solemos entender por ‘un hombre apasionado’ a un individuo muy
activo y comprometido en su quehacer).
Retrocediendo a la tradición aristotélica, es factible indicar que en ella el conocimiento, las
creencias o la valoración que del mundo se posea tienen un papel central en el concepto de
emoción. Las pasiones no sólo modifican nuestros juicios, sino que responden a un modo de juzgar
y valorar la realidad. La realidad se “pinta” de una manera o de otra, según el estado anímico
predominante del momento: es el color subjetivo que adquieren los hechos objetivos del mundo
externo. Así, Aristóteles, en Retórica II, por ejemplo, define el miedo como “un dolor o turbación
debido a una imagen mental de un mal destructivo o doloroso en el futuro… En Aristóteles, la
conexión entre el miedo y el peligro no es contingente. Sólo se puede sentir miedo ante lo que es
valorado como peligroso”.4 Este ejemplo sirve para manifestar que el estado afectivo también tiene
que ver con un juicio de realidad que el sujeto hace. Dicho con palabras nuestras, el ser humano no
enjuicia solo intelectualmente lo que experimenta o lo que sucede en torno a él, sino que junto a ese
juicio intelectual hay un sentir sobre eso. El conocimiento que el ser humano tiene de la realidad es
también un sentimiento sobre ella, incluye, por expresarlo así, una percepción anímica acerca de
algo. Hasta la indiferencia (si fuese el caso) supone ya un cierto estatus emotivo presente en una

2
Arregui, J. V.; Choza, J. Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad. Ediciones Rialp, Madrid
2002, p. 225.
3
Ibídem, p. 226.
4
Ibídem, p. 231.
4

persona (en el sentido de que habrá cosas o hechos que con toda certeza no le dejarán para nada
indiferente).
En Tomás de Aquino (1225-1274) “las emociones son los actos de los apetitos… Una pasión es
una tendencia sentida… Los sentimientos no son sentidos por un nuevo y misterioso inner sense, o
sentido interior, sino que los sentimientos son las tendencias sentidas. Los sentimientos no son el
objeto de un nuevo sentir interior, sino el modo de sentir las tendencias… Es decir, propiamente
hablando, no se siente tristeza, sino que la tristeza es la aversión del mal presente en cuanto que
sentida… No hay distinción entre estar y sentirse triste, no porque haya una percepción infalible de
la tristeza, sino porque llamamos tristeza a la aversión sentida de lo que es o nos parece mal. La
tristeza no es sentida, sino que es el conocimiento sensitivo de la aversión o rechazo del mal”.5 En
el ejemplo de este filósofo medieval, la tristeza es un astado de ánimo que se despierta al conocer
una realidad “triste”. Valga aquí precisar que la palabra “apetito”, presente en la cita de santo
Tomás, alude a inclinación (amor) o tendencia. Un “apetito” es un apetecer algo, dirigirse hacia
ello o tener al menos la inclinación a hacerlo (si bien con un acto de su voluntad una persona puede
no seguir esa inclinación). Incluso, cuando el hombre quiere algo para sí (una determinada
profesión, por ejemplo), la quiere porque también siente un interés o una particular inclinación
(afecto) hacia ella. Elegir es escoger algo por lo cual nos inclinamos, “sentimos” una razón para
llevarlo a cabo. Conviene añadir aquí que el amor es valorado por muchos “como el principio
radical de la dinámica afectiva cuyo término es la propia plenitud”.6
En continuidad con lo anterior, y tal como afirma Roger Verneaux (1906-1997) en su libro Filosofía
del hombre, hay una estrecha relación entre apetito y bien, dado que el apetito (que es concreto, se
dirige “a las cosas mismas) busca siempre un bien, siendo éste, por tanto, el término de tal
inclinación. Suele establecerse la diferencia entre apetito natural, apetito sensible y apetito elícito
(voluntario). El primero, el apetito natural, muestra la tendencia de cualquier ser hacia aquello que
lo satisface o realiza (se invocan aquí los principios de “causalidad” y de “finalidad”
respectivamente). El principio de causalidad apunta a que la acción sigue al ser. El principio de
finalidad señala que le ser está orientado hacia un fin (actúa por ello): se trata de nociones
metafísicas muy antiguas, de acuerdo con las cuales incluso los cuerpos carentes de sensación
aspiran o tienden (sin saberlo) a un estado de reposo o plenitud, consiguiente a la obtención de su
fin (en el caso de la piedra, el estado de descanso en su ‘lugar natural’, que el ‘abajo’ y no el
‘arriba’). El segundo, el apetito sensible, es la tendencia hacia un objeto concreto aprehendido
como bueno por los sentidos. El tercero, el apetito elícito, supone una tendencia del ser humano, en

5
Ibídem, pp. 231-232.
6
bídem, p. 249.
5

cuanto racional, que conoce de esa manera un determinado bien (concebido de un modo abstracto
por la inteligencia). Hay ciertos bienes que sólo un animal racional puede ‘desear’, como una
carrera profesional o un honor político o militar, cuya obtención lo ‘afecta’ y ‘emociona’).
El autor citado, Verneaux, siguiendo la doctrina aristotélico-tomista, dice que esta tendencia a un
bien (el amor) supone el movimiento inverso respecto a un mal, el odio (como aquello de lo que se
busca separarse). Son, por ende, dos movimientos, uno de búsqueda y el otro de huida, y ambos
pertenecen al apetito concupiscible. Cuando el bien que se pretende alcanzar se torna arduo o
difícil de obtener, el amor (la inclinación) se transforma en instinto de lucha contra dicha barrera.
Este instinto de lucha, si el caso lo exige, hace abandonar un placer y soportar un sufrimiento, se
esto es el medio para conseguir ese bien mayor. Y si el mal amenaza, el instinto de huida da paso al
instinto de resistencia. Esta tendencia es el apetito irascible. Sobre este aspecto, es frecuente la
clasificación básica de afectos del apetito concupiscible (deseo) y del apetito irascible (impulso,
sobre bienes más arduos o difíciles de obtener). Esta clasificación primaria de los afectos supone
los siguientes:
Del apetito concuspiscible: 1. Amor, inclinación al bien. 2. Odio, rechazo al mal. 3. Deseo,
inclinación respecto de un bien futuro. 4. Gozo, afecto respecto de un bien presente. 5. Aversión,
rechazo ante un mal futuro. 6. Tristeza, rechazo respecto de un mal presente.
Del apetito irascible: 1. Esperanza (como sentimiento, no como virtud), afecto respecto de un bien
futuro posible de alcanzar. 2. Desesperación, afecto ante un bien futuro que se estima imposible de
obtener. 3. Ira, rechazo respecto de un mal presente. 4. Temor, rechazo a un mal supuesto como
inevitable. 5. Audacia, sentimiento ante un mal pensado como evitable. Los apetitos son la raíz de
toda la vida afectiva, porque los sentimientos y las pasiones son, ya tendencias, ya estados de
conciencia que resultan de tendencias satisfechas o frustradas; y son el principio de la vida activa,
porque las acciones son consecuencia directa de las tendencias. No habría ninguna acción si no
hubiese una apetencia hacia algo.
Volvamos a las emociones. Para Aristóteles y Tomás de Aquino, estas “son las perturbaciones o los
afectos de la subjetividad ante la valoración de la realidad y su consecuente deseo o rechazo. Son,
pues, la alteración de la subjetividad ante una realidad que se desea o se rechaza, la reacción
procedente del apetito sensitivo que atrae al vivo hacia un bien o lo aleja de un mal percibido por
los sentidos. La pasión es, pues, pasiva, en cuanto que consiste en el ser atraído o alejado, y por
ello, los sentimientos son algo que a uno le pasa, más que algo que uno hace, pero es activa en
cuanto que es una tendencia sentida. Las pasiones se especifican por su objeto porque surgen de
una valoración de la realidad… De este modo, se pueden definir las emociones como la valoración
de la realidad, o la conciencia de la adecuación y armonía, o carencia de ella, entre la realidad y
6

nuestros deseos”.7 Sobre lo expuesto en esta cita ya se han formulado aseveraciones. No conviene
ser reiterativo, salvo insistir en que lo afectivo se vincula con lo cognoscitivo. Conocer y sentir se
dan entrelazados, porque también el hombre es un ser de necesidades y, por tanto, el ámbito de la
actividad humana responde al intento de satisfacer tales necesidades: “Desde el punto de vista de la
intimidad subjetiva, la necesidad objetiva comparece en la conciencia como deseo, y, por tanto, el
deseo sería el afecto más radical. La propia plenitud, o la felicidad a la que se aspira, es la
satisfacción de la necesidad... Pero como el deseo es el modo en que el hombre más radicalmente
sabe de sí, la desaparición del deseo es desaparición de la conciencia, pues ésta es, en el fondo,
conciencia dolorosa de sí”.8

A modo de conclusión
A lo largo de estas páginas hemos intentado mostrar la estrecha relación entre afectividad e
identidad o, dicho de otra manera, por qué la afectividad es tan importante al momento de
comprender lo que el ser humano es. El ser humano posee una identidad que no le es desconocida.
Supone una autoconciencia, una comprensión de sí mismo. Somos seres afectivos porque no
podemos no serlo, no podemos prescindir de las emociones en la propia biografía. No existe un
hombre sin afectos, aunque algunos hayan mal encauzado sus propios afectos.

7
Ibídem, p. 232-233.
8
Ibídem, p. 242.

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