Novia Ali Hazelwood
Novia Ali Hazelwood
Novia Ali Hazelwood
El Nido sigue siendo el edificio más alto del norte de La Ciudad y, tal vez,
el más característico: un podio de color rojo sangre que se extiende cientos
de metros bajo tierra, coronado por un rascacielos con la fachada espejada
que cobra vida al atardecer y vuelve a aletargarse con los albores del día.
Traje a Serena una vez, cuando me pidió que le enseñara el corazón del
territorio de los vampiros, y al ver las elegantes líneas y el diseño
ultramoderno se quedó boquiabierta. Seguro que esperaba encontrarse
candelabros, pesadas cortinas de terciopelo con las que bloquear los letales
rayos del sol y los cadáveres exangües de nuestros enemigos colgando del
techo. También cuadros de murciélagos, en honor a nuestros alados y
quirópteros antepasados. Y ataúdes, ya de paso.
—Es bonito, aunque me lo imaginaba más… ¿estrambótico? —
reflexionó, en absoluto intimidada por ser la única humana en un ascensor
lleno de vampiros. El recuerdo aún me saca una sonrisa, más de cinco años
después.
Versatilidad de espacios, sistemas automatizados, herramientas
integradas: eso es el Nido. No solo se trata de la joya de la corona de
nuestro territorio, sino que también constituye el centro de nuestra
comunidad. Un lugar con tiendas, oficinas y establecimientos donde hacer
recados, donde todo aquello que podríamos necesitar, desde servicios de
atención primaria a permisos de construcción o incluso cinco litros de AB
positivo, se encuentra a mano. Además, las plantas superiores cuentan con
zonas privadas, algunas de las cuales pertenecen a las familias más
influyentes de nuestra sociedad.
Básicamente a mi familia.
—Ven conmigo —dice Vania cuando se abren las puertas, y eso hago,
flanqueada por dos guardias vestidos de uniforme que, desde luego, no
están aquí para protegerme.
Me ofende un poco que se me trate como a una intrusa en el lugar donde
nací, sobre todo mientras pasamos junto a una pared llena de retratos de mis
antepasados. Han ido cambiando a lo largo de los siglos, del óleo al acrílico
y después a las fotografías, primero hechas en gris, luego con Kodachrome
y, finalmente, digitales. Lo que no cambia son las expresiones de los
protagonistas: distantes, arrogantes y, para ser sinceros, infelices. El poder
no conlleva nada bueno.
Al único al que llegué a conocer es al señor del retrato que está más
cerca del despacho de mi padre. Mi abuelo ya era mayorcísimo y tenía un
poco de demencia cuando Owen y yo nacimos, y el recuerdo más vívido
que guardo de él es el de la vez que me desperté en plena noche y me lo
encontré plantado en mi habitación, señalándome con un dedo tembloroso y
gritándome en la lengua algo sobre que mi destino era sufrir una muerte
espantosa.
Para ser sinceros, no iba muy desencaminado.
—El consejero está esperándote —dice Vania mientras llama a la puerta
con suavidad.
Escudriño su rostro. Los vampiros no somos inmortales; envejecemos
igual que cualquier otra especie, pero… joder. Está igual que el día que me
acompañó a la ceremonia de intercambio de Garantías. Hace diecisiete
años.
—¿Pasa algo?
—No. —Me vuelvo y alargo la mano hacia el pomo. Vacilo un instante
—. ¿Está enfermo?
A Vania parece hacerle gracia.
—¿Crees que si así fuera te llamaría a ti?
Me encojo de hombros. No se me ocurre ninguna otra razón por la que
quiera verme.
—¿Para qué, para contarte sus penas? ¿O buscar consuelo en el cariño
de su hija? Llevas con los humanos demasiado tiempo.
—Más bien pensaba que igual le hacía falta un riñón.
—Somos vampiros, Misery. Actuamos movidos por el bien de la
mayoría o no actuamos.
Se marcha antes de que pueda poner los ojos en blanco o mandarla por
fin a la mierda. Suspiro, les echo un vistazo a los guardias impertérritos que
me ha dejado de regalito y entro en el despacho de mi padre.
Lo primero que me llama la atención son las paredes llenas de
ventanales, que es justo lo que mi padre pretende. Todos los humanos con
los que he hablado asumen que los vampiros detestamos la luz y adoramos
la oscuridad, pero no podrían estar más equivocados. Tal vez el sol nos esté
vedado, pues no solo es tóxico para nosotros, sino que en grandes
cantidades resulta mortal, pero precisamente por eso lo codiciamos tanto.
Tener ventanas es un lujo, ya que se hacen con unos materiales
absurdamente caros que filtran todo lo que nos es perjudicial. Y unas
ventanas tan grandes como las que tiene mi padre constituyen un símbolo
de estatus de la leche, una demostración de poder y riqueza indecentes. Y al
otro lado de los cristales…
El río que divide el norte y el sur de La Ciudad: nosotros y ellos. Solo un
centenar de metros separan el Nido del territorio de los licántropos, pero la
ribera está repleta de torres de vigilancia y garitas de control custodiadas las
veinticuatro horas. Hay un puente, pero el acceso se encuentra
estrechamente vigilado desde ambas direcciones y, que yo sepa, ningún
vehículo lo ha cruzado desde mucho antes de que yo naciera. Al otro lado,
hay unas cuantas zonas de seguridad licántropas y el manto verde oscuro de
un bosque de robles que se extiende varios kilómetros hacia el sur.
Siempre me pareció que habían sido muy listos al no establecer
asentamientos civiles junto a una de las fronteras más sanguinarias del
suroeste. Cuando Owen y yo éramos pequeños, antes de que me mandaran a
vivir fuera de casa, mi padre nos oyó preguntarnos por qué la sede principal
de los vampiros se había construido tan cerca de nuestros enemigos más
letales.
«Para que no se nos olvide —explicó él—. Y para que ellos lo recuerden
también.»
No sé. A mí sigue pareciéndome bastante jodido veinte años después.
—Misery. —Mi padre deja de dar golpecitos a la pantalla táctil del
monitor y se incorpora desde detrás de su lujoso escritorio de caoba. No
sonríe, pero tampoco refleja frialdad—. Da gusto volver a verte por aquí.
—No sé si «gusto» es la palabra.
Los años han tratado bien a Henry Lark. Observo su alta silueta, su
rostro triangular y sus enormes ojos, y recuerdo lo mucho que me parezco a
él. Tiene el cabello rubio algo más salpicado de canas, pero sigue
llevándolo perfectamente peinado hacia atrás. Jamás lo he visto con un pelo
fuera de su sitio, jamás lo he visto lucir un aspecto que no fuera impecable.
Esta noche se ha arremangado la camisa blanca, pero de un modo del todo
meticuloso. Si su intención es la de hacerme pensar que se trata de una
reunión informal, la lleva clara.
Y por eso, cuando señala la silla de cuero frente a su escritorio y me dice
que me siente, opto por apoyarme en la puerta.
—Vania me ha dicho que no te estás muriendo. —Mi intención es sonar
borde. Por desgracia, creo que solo parezco curiosa.
—Confío en que tú goces también de buena salud. —Sonríe levemente
—. ¿Qué tal has estado estos últimos siete años?
Detrás de su cabeza hay un reloj antiguo. Lo observo hacer tic tac
durante ocho segundos antes de responder:
—De perlas.
—¿Sí? —Me echa un vistazo—. Será mejor que te las quites, Misery.
Alguien podría tomarte por humana.
Se refiere a mis lentillas marrones. Me planteé quitármelas en el coche,
pero al final opté por no molestarme. El problema es que hay muchos otros
indicios de que he estado viviendo entre humanos y la mayoría no pueden
revertirse así como así. Por ejemplo, es poco probable que se le escape el
estado de mis colmillos, los cuales me limo una vez a la semana.
—Estaba en el trabajo.
—Ah, sí. Vania me comentó que tienes trabajo. Conociéndote, será algo
relacionado con ordenadores, ¿no?
—Algo así.
Asiente.
—¿Y qué tal tu amiguita? Espero que ya sana y salva.
Me pongo rígida.
—¿Cómo sabes que…?
—Ay, Misery. No creerías que no íbamos a vigilar tus comunicaciones
con Owen, ¿verdad?
Aprieto los puños a mi espalda y me planteo seriamente la posibilidad de
marcharme dando un portazo y volver a casa, pero debe de haberme hecho
llamar por alguna razón, y necesito descubrir cuál. De manera que me saco
el móvil del bolsillo y, en cuanto tomo asiento frente a mi padre, lo dejo
boca arriba sobre la mesa.
Abro la aplicación del cronómetro, lo programo para que suene dentro
de diez minutos y levanto la vista para mirarlo. Acto seguido, me apoyo en
el respaldo de la silla.
—¿Qué hago aquí?
—Llevo años sin ver a mi única hija. —Aprieta los labios—. ¿Acaso no
es razón suficiente?
—Te quedan nueve minutos y cuarenta y tres segundos.
—Misery, hija mía. —La lengua—. ¿Por qué estás enfadada conmigo?
Enarco una ceja.
—No deberías estar enfadada, sino orgullosa. La mejor decisión siempre
es la que garantiza el bienestar de la mayoría. Y tú fuiste el medio para
poner en práctica dicha decisión.
Lo observo sin perder los estribos. Estoy convencida de que se cree esa
chorrada, de que cree que es un buen hombre.
—Nueve minutos y veintidós segundos.
Durante un instante, parece estar realmente triste. Y luego dice:
—Va a celebrarse una boda.
Echo la cabeza hacia atrás.
—¿Una boda? ¿Como… las de los humanos?
—Una ceremonia matrimonial. Como las que los vampiros celebraban
antiguamente.
—¿De quién es la boda? ¿Tuya? ¿Te vas a…? —No me molesto en
terminar la frase: la mera idea resulta absurda. No fueron solo las bodas las
que pasaron de moda hace siglos, sino también la idea de las relaciones a
largo plazo. Resulta que cuando a tu especie se le da de pena engendrar
hijos, el peregrinaje sexual y la búsqueda de una pareja reproductivamente
compatible tiene prioridad sobre el romance. Aunque no creo que los
vampiros hayan sido nunca particularmente románticos, la verdad—.
¿Quién se casa?
Mi padre suspira.
—Aún está por ver.
Nada de esto me gusta ni un pelo, aunque todavía no sé por qué. Noto un
zumbido en los oídos y el instinto me dice que debería largarme a la de ya,
pero cuando me dispongo a levantarme, mi padre me dice:
—Teniendo en cuenta que decidiste vivir entre los humanos, debes de
haber estado al tanto de las noticias.
—A veces —miento. Podríamos estar en guerra con Eurasia y a un tris
de clonar unicornios y yo ni me habría enterado. He estado ocupada.
Indagando. Buscando—. ¿Por?
—Los humanos han celebrado elecciones hace poco.
No tenía ni idea, pero asiento.
—Me pregunto cómo debe de ser eso. —Lo de tener una estructura de
mando que no está constituida por un consejo inaccesible compuesto
exclusivamente por miembros de un puñado de familias, que pasa de
generación en generación como un juego de porcelana destartalado.
—No muy conveniente, ya que Arthur Davenport no ha sido reelegido.
—¿El gobernador Davenport? —La Ciudad se encuentra dividida entre
la manada de licántropos de la zona y los vampiros, pero el resto de la
región suroeste pertenece casi en exclusiva a los humanos. Durante las
últimas décadas, han elegido al cretino de Arthur Davenport para que los
represente y, que yo recuerde, sin demasiados titubeos—. ¿Y quién ha
ganado las elecciones?
—Una mujer. Maddie García será la nueva gobernadora, y su mandato
dará comienzo dentro de unos meses.
—¿Y a ti qué te parece? —Debe de tener una opinión al respecto. La
colaboración entre mi padre y el gobernador Davenport es la fuerza que
impulsa la amistosa relación que mantienen ambos pueblos.
Bueno, a lo mejor tildarla de amistosa es un poco exagerado. Por lo
general, los humanos creen que tenemos unas ganas locas de dejar secos a
sus animalitos e hipnotizar a sus seres queridos; los vampiros, por su parte,
siguen pensando en su mayoría que los humanos son unos caraduras y unos
irresponsables de cuidado, y que su mayor talento es procrear y llenar el
mundo con más humanos. Salvo cuando se celebra algún que otro acto
diplomático de lo más artificial, nuestras especies no suelen relacionarse
mucho, pero llevamos bastante tiempo ya sin asesinarnos a sangre fría los
unos a los otros y estamos aliados contra los licántropos. Hay que mirar el
lado bueno, ¿no?
—No tengo opinión al respecto —me dice impasible—. Ni la tendré en
un futuro próximo, ya que la señora García se ha negado a reunirse
conmigo.
—Ah. —La señora García debe de ser más espabilada que yo.
—No obstante, mi tarea sigue siendo la de garantizar la seguridad de los
míos. Y en cuanto el gobernador Davenport sea historia, puede que no solo
tengamos que lidiar con el peligro constante al que estamos expuestos en la
frontera sur por culpa de los licántropos, sino que también debamos
enfrentarnos a una amenaza proveniente del norte. Por parte de los
humanos.
—Dudo que busque jaleo, padre. —Me toqueteo el esmalte de uñas
descascarillado—. Lo más probable es que deje la alianza tal y como está
ahora y se limite a reducir todas esas chorradas ceremoniales…
—Su equipo nos ha comunicado que, en cuanto asuma el cargo, se
deshará del programa de Garantías.
Me quedo tiesa. Y luego levanto la vista lentamente.
—¿Qué?
—Nos han solicitado formalmente que les devolvamos a la Garantía
Humana. Y ellos nos devolverán a la chica que ahora ejerce de Garantía
Vampírica…
—Al chico —lo corrijo de forma automática. No me siento las yemas de
los dedos—. La Garantía Vampírica actual es un chico.
Me topé con él una vez. Tenía el pelo oscuro y cara de mala leche y
cuando le pregunté si necesitaba ayuda para llevar la pila de libros con la
que estaba cargando, me respondió: «No, gracias». A estas alturas puede
que ya sea tan alto como yo.
—Sea chico o chica, el intercambio se producirá la semana que viene.
Los humanos han decidido no esperar a que Maddie García tome posesión
del cargo.
—No veo… —Trago saliva y me recompongo—. Es lo mejor. Era una
costumbre absurda.
—Una costumbre que ha garantizado la paz entre los vampiros y los
humanos durante más de cien años.
—A mí me parece un poco cruel —replico con calma— pedirle a un crío
de ocho años que se mude él solo a territorio enemigo y que asuma el papel
de rehén.
—«Rehén» es una palabra muy burda y simplista.
—Retenéis a un niño humano durante diez años, conscientes ambas
partes de que, si los humanos incumplen los términos de la alianza, los
vampiros asesinarán de inmediato al crío. También me parece bastante
burdo y simplista.
Mi padre entorna los ojos.
—No es algo unilateral. —Su tono de voz se endurece—. Los humanos
se quedan con uno de nuestros niños por la misma razón.
—Ya lo sé, padre. —Me inclino hacia delante—. Por si se te ha
olvidado, yo fui la Garantía anterior.
Tampoco me extrañaría, pero no. Puede que no se acuerde de cómo
intenté cogerle la mano mientras el sedán blindado nos conducía a la zona
norte, ni de cómo me escondí tras el muslo de Vania cuando vi por primera
vez los peculiares ojos de los humanos. Tal vez ignore lo que fue crecer con
la certeza de que, si el acuerdo de paz entre ambos pueblos llegaba a su fin,
los mismos custodios que me habían enseñado a montar en bici irrumpirían
en mi habitación y me clavarían un cuchillo en el corazón. Quizá no le dé
muchas vueltas al hecho de que obligó a su hija a ser la undécima Garantía,
a ser durante diez años la prisionera de unas personas que odiaban a los de
su especie.
Pero sí que se acuerda. Porque, por supuesto, la primera regla del
programa es que las Garantías deben guardar una estrecha relación con
aquellos que ostentan el poder. Con los que toman las decisiones relativas a
asuntos de paz y guerra. Y el hecho de que Maddie García no quiera echar a
los leones a un miembro de su familia en aras de la seguridad ciudadana
solo hace que la respete más todavía. El chico que me sustituyó cuando
cumplí los dieciocho es nieto de la consejera Ewing. Y cuando yo ejercía de
Garantía Vampírica, mi contraparte humana era nieto del gobernador
Davenport. A menudo me preguntaba si se sentía igual que yo: a veces
enfadado y otras, resignado. Prescindible, sobre todo. Me encantaría saber
si, ahora que han pasado los años, se lleva mejor con su familia que yo con
la mía.
—¿Te acuerdas de Alexandra Boden? —El tono de mi padre vuelve a ser
informal—. Sois de la misma quinta.
Me apoyo en el respaldo de la silla, en absoluto sorprendida por el
repentino cambio de tema.
—¿Una chica pelirroja?
Asiente.
—Hace poco más de una semana, su hermano pequeño, Abel, cumplió
los quince. Esa misma noche, él y tres amigos salieron a celebrarlo y
acabaron cerca del río. Los críos de esa edad suelen tener muy poco sentido
común, así que se retaron unos a otros a cruzarlo a nado, tocar la orilla
situada en territorio licántropo y volver. Una demostración de coraje, por así
decirlo.
No es que lo que le haya pasado al cabraloca del hermano de Alexandra
Boden vaya a quitarme el sueño, pero la sangre se me hiela de todas formas.
A todos los niños vampiro se les advierte sobre lo peligrosa que es la
frontera sur. Todos sabemos dónde acaba nuestro territorio y comienza el de
los licántropos antes de aprender a hablar. Y todos somos conscientes de
que debemos mantenernos lo más alejados posible de ellos.
Salvo estos cuatro memos, claro está.
—Están muertos —murmuro.
Los labios de mi padre adoptan una expresión más parecida al fastidio
que a la compasión.
—Se lo hubieran merecido, francamente. Al no hallar rastro de los críos,
nos temimos lo peor, desde luego. El padre del chico, Ansel Boden, que está
estrechamente vinculado con varias familias del consejo, quiso tomar
represalias. Alegó que la desaparición de los chavales era motivo suficiente
para atacar. Se le recordó que el bienestar de la mayoría del pueblo está por
encima del de un único individuo: el principio básico en el que se sustenta
la sociedad vampírica. La tasa de natalidad ha caído a niveles históricos y
corremos el riesgo de extinguirnos. No es momento de fomentar el
enfrentamiento. Y, aun así, en un despliegue impropio de debilidad, siguió
suplicándonos.
—Claro, menuda jeta, cómo se atreve a llorar la pérdida de su hijo.
Mi padre me lanza una mirada de reproche.
—Debido a su relación con el consejo, estuvo a punto de salirse con la
suya. La semana pasada, sin ir más lejos, mientras tú jugabas a ser humana,
a nosotros nos faltó un pelo para vernos envueltos en una guerra entre
especies; hacía un siglo que la cosa no se ponía tan fea. Y luego, dos días
después del disparatado numerito… —Mi padre se pone en pie. Rodea la
mesa y acto seguido se apoya en el borde. Es la viva imagen de la
parsimonia—. Los chicos aparecieron. Sin un rasguño.
Parpadeo, una costumbre que adquirí mientras fingía ser humana.
—¿Sus cadáveres, dices?
—Están vivos. Aunque se llevaron un buen susto, eso sí. Unos guardias
licántropos los interrogaron: al principio los tomaron por espías y luego por
unos gamberros, aunque finalmente los dejaron marchar sanos y salvos.
—¿Cómo es posible? —Me vienen a la cabeza media docena de
incidentes ocurridos durante los últimos veinte años en los que se
vulneraron las fronteras: lo que quedó de los infractores fue devuelto en
cachitos. Es más común que suceda a las afueras de la ciudad, en las zonas
forestales desmilitarizadas. No obstante, los licántropos jamás han mostrado
piedad alguna con los nuestros, ni nosotros con ellos, lo que significa…—.
¿Qué ha cambiado?
—Una pregunta excelente. Verás, la mayoría del consejo dio por hecho
que Roscoe se había ablandado por la edad. —Roscoe. El alfa de la manada
del suroeste. Mi padre lleva mencionándolo desde que era pequeña—. Pero
yo me reuní con él una vez. Solo una: siempre dejó muy clara su falta de
interés por la diplomacia y los hombres como él son huesos duros de roer.
Con el tiempo se vuelven cada vez más inflexibles. —Se gira hacia la
ventana—. Los licántropos siguen siendo tan reservados como siempre en
cuanto a su organización social, aunque nos las hemos apañado para obtener
información. Tras llevar a cabo algunas pesquisas, hemos descubierto…
—Que se ha producido un cambio en su estructura jerárquica.
—Muy bien. —Parece satisfecho, como si yo fuera su alumna y hubiera
exhibido un dominio sobresaliente de la lógica—. Quizá debería haberte
nombrado a ti sucesora. Owen se ha mostrado poco dispuesto a desempeñar
el papel; parece más interesado en socializar.
Agito la mano.
—Fijo que cuando te jubiles dejará las juergas con los ricachones de sus
amigos y se convertirá en el político ideal que siempre has soñado. —Ni de
coña—. Los licántropos. ¿Qué ha cambiado?
—Al parecer, hace unos meses, alguien… desafió a Roscoe.
—¿Cómo que lo desafió?
—Su sistema de traspaso de poderes no es particularmente sofisticado.
Al fin y al cabo, están emparentados con los perros. Basta decir que Roscoe
está muerto.
Evito señalar que nuestras oligarquías dinásticas y hereditarias parecen
ser aún más primitivas y que a todo el mundo le gustan los perros.
—¿Conoces al nuevo alfa?
—Después de que los chicos volvieran sanos y salvos, solicité una
reunión con él. Para mi sorpresa, aceptó.
—¿En serio? —Me joroba que el asunto me intrigue tanto—. ¿Y?
—Tenía curiosidad, la verdad. La compasión no es siempre una señal de
debilidad, aunque puede serlo. —Aparta la mirada de pronto y la dirige a un
cuadro de la pared oriental: un sencillo lienzo pintado de un intenso color
púrpura en recuerdo de la sangre derramada durante el Áster. Casi todos los
espacios públicos cuentan con obras de arte similares—. Y de la debilidad
nace la traición, Misery.
—¿Eso crees? —Siempre he pensado que la traición no era más que eso,
pero qué sabré yo.
—El nuevo alfa no es débil. Al contrario, es… —Mi padre se retrae—.
Otra cosa. Algo nuevo. —Posa la mirada en mí, expectante, paciente, y yo
niego con la cabeza, porque no se me ocurre qué razón podría tener para
contarme todo esto. Dónde entro yo en juego.
Hasta que una idea se abre camino en mi mente.
—¿Por qué has mencionado lo de la boda? —pregunto sin molestarme
en disimular el recelo.
Mi padre asiente. Debo de haber hecho la pregunta que toca, porque no
me responde.
—Al crecer entre los humanos, no gozaste de una educación vampírica,
así que puede que no estés al tanto de los detalles relativos a nuestro
conflicto con los licántropos. Sí, llevamos siglos enfrentados, pero también
ha habido intentos de diálogo. A lo largo de la historia, ha habido cinco
matrimonios interespecie entre ellos y nosotros, durante los cuales no se
registró ninguna escaramuza fronteriza ni se produjeron muertes de
vampiros a manos de los licántropos. El último fue hace dos siglos: un
matrimonio entre un vampiro y una licántropa que duró quince años.
Cuando ella murió, se concertó otro enlace, pero este no terminó bien.
—El Áster.
—Efectivamente. —La sexta ceremonia matrimonial acabó en masacre
cuando los licántropos atacaron a los vampiros, quienes, tras décadas de
paz, se habían vuelto demasiado confiados y cometieron el error de acudir a
la boda prácticamente desarmados. Entre la superioridad física de los
licántropos y el elemento sorpresa, fue un baño de sangre. Nuestra, en su
mayor parte. Púrpura con alguna que otra salpicadura verde, igual que un
áster—. No sabemos por qué los licántropos decidieron volverse contra
nosotros, pero desde que la relación quedó rota de forma irreparable, ha
habido algo que no ha cambiado: nosotros hemos estado aliados con los
humanos, pero los licántropos no. Hay diez licántropos por cada vampiro, y
centenares de humanos por ambas especies juntas. Sí, puede que los
humanos carezcan de nuestras habilidades y de la velocidad y la fuerza de
los licántropos, pero cuando una especie es tan numerosa, hay que andarse
con ojo. Tenerlos de nuestro lado resultaba… tranquilizador. —Mi padre
aprieta la mandíbula. Y luego, tras un prolongado instante, vuelve a
relajarla—. Seguro que entiendes por qué me preocupa la negativa de
Maddie García a reunirse conmigo. Sobre todo teniendo en cuenta su
relativa cordialidad con los licántropos.
Abro los ojos de par en par. Puede que no esté al tanto de todo lo que se
cuece en el panorama cultural humano, pero no me imaginaba que
establecer relaciones diplomáticas con los licántropos formara parte de su
lista de objetivos políticos de este año. Que yo sepa, ambas especies se han
ignorado siempre, algo que no ha resultado demasiado complicado, puesto
que no comparten fronteras importantes.
—Los humanos y los licántropos han entablado conversaciones
diplomáticas.
—Exacto.
Sigo sin estar convencida.
—¿Te lo dijo el alfa cuando os reunisteis?
—No, esta información nos ha llegado a través de otra fuente. El alfa me
dijo otras cosas.
—¿Como qué?
—Es joven. Tiene más o menos tu edad y está hecho de otra pasta.
Puede que sea tan salvaje como Roscoe, pero es más abierto de miras. Cree
que la paz es posible. Que las tres especies deberíamos cultivar alianzas
entre nosotras.
Lanzo una risotada.
—Pues le deseo suerte.
Mi padre ladea la cabeza y clava la mirada en mí, evaluándome.
—¿Sabes por qué te elegí a ti como Garantía en vez de a tu hermano?
Ay, no. No estoy de humor para esta conversación.
—¿Lo echaste a suertes?
—Eras una niña de lo más peculiar, Misery. No te interesaba lo que
sucedía a tu alrededor, te encerrabas en ti misma. Eras muy reservada y
costaba llegar hasta ti. Los demás niños intentaban hacerse amigos tuyos,
pero tú te empeñabas en no hacerles ni caso…
—Los demás niños sabían que sería yo la que acabaría viviendo con los
humanos y empezaron a llamarme «traidora desdentada» en cuanto
aprendieron a hablar. ¿O no te acuerdas de cuando tenía siete años y los
hijos de tus coleguitas consejeros me robaron la ropa y me echaron a la
calle al mediodía para que me friese al sol? Fueron los mismos que me
repudiaron y me pusieron a caldo cuando volví diez años después, tras
ejercer de Garantía para que ellos pudieran vivir tranquilos, así que no… —
Exhalo lentamente y me recuerdo a mí misma que no pasa nada. Que estoy
bien y no me pueden hacer daño. Tengo veinticinco años, un carné humano
falso, un piso, un gato (que te den, Serena), un… Vale, lo más seguro es que
me haya quedado sin trabajo, pero no tardaré en encontrar otro, uno con un
cien por cien menos de Pierces. Tengo amigos. Bueno, una amiga. Creo.
Y, sobre todo, he aprendido a que absolutamente todo me resbale.
—La boda esa que has mencionado. ¿De quién es?
Mi padre aprieta los labios. Transcurren varios segundos antes de que
retome la palabra.
—Cuando un licántropo y un vampiro se colocan frente a frente, lo
único que ven es…
—El Áster. —Bajo la mirada hasta el móvil, impaciente—. Tres minutos
y cuarenta y siete segundos…
—Ven la boda que debería haber facilitado la paz entre ambas especies,
pero que acabó en masacre. Los licántropos son animales y siempre lo
serán, pero estamos al borde de la extinción y debemos tener en cuenta el
bienestar de la mayoría. Si dejamos que los humanos y los licántropos
formen una alianza sin nosotros, podrían borrarnos del mapa por completo
y…
—Madre de Dios. —De pronto me doy cuenta del absurdo y disparatado
punto al que se dirige la conversación, y me tapo los ojos—. Estás de coña,
¿no?
—Misery.
—No. —Dejo escapar una risa—. Tú… Padre, no podemos librarnos de
la guerra con una boda. —No sé por qué me he pasado a la lengua, pero lo
dejo descolocado. Y tal vez sea algo bueno, tal vez sea justo lo que necesita.
Un momento para reflexionar con calma acerca de este despropósito—.
¿Quién iba a aceptar semejante locura?
Me mira de forma tan elocuente que no hace falta que diga nada. Porque
sé la respuesta.
Y me echo a reír.
Solo me río a carcajadas con Serena, lo que significa que debe de haber
pasado más de un mes desde la última vez. El cerebro casi se me
descoyunta del susto al oír los nuevos y misteriosos sonidos que producen
mis cuerdas vocales.
—¿Te ha dado por beber sangre podrida? Porque tienes ideas de chalado.
—Lo que tengo es la responsabilidad de velar por el bien común, y el
bien común equivale al crecimiento de nuestro pueblo. —Mi reacción
parece haberlo ofendido un poco, pero no puedo evitar que la risa me trepe
por la garganta—. Sería un trabajo, Misery. Remunerado.
Esto es… Joder, es para partirse. Y un disparate.
—No vas a convencerme por mucha pasta que… ¿Me pagarías diez mil
millones de dólares?
—No.
—Bueno, pues no conseguirás convencerme de que me case con un
licántropo por menos de eso.
—Económicamente hablando, tendrás la vida solucionada. Ya sabes que
el consejo tiene mucho dinero. Además, nadie espera que sea un
matrimonio de verdad. Solo estaríais casados sobre el papel. Permanecerás
en su territorio únicamente durante un año, lo que transmitirá la idea de que
los vampiros no tienen nada que temer de los licántropos y…
—Pero es que eso no es verdad. —Me pongo en pie de golpe y empiezo
a alejarme de él mientras me masajeo la sien—. ¿Por qué me lo pides a mí?
No me creo que yo sea vuestra primera opción.
—No lo eres —dice sin rodeos. Tiene muchos defectos, pero la falta de
sinceridad no es uno de ellos—. Ni tampoco la segunda. El consejo
coincide en que debemos actuar y varios de los miembros han ofrecido a
sus parientes. La hija del consejero Essen había accedido en un principio,
pero cambió de parecer…
—Madre mía. —Dejo de pasearme de un lado a otro—. Estáis tratando
el asunto como si fuera un intercambio de Garantías.
—Pues claro, igual que los licántropos. El alfa nos entregará a uno de los
suyos, alguien que sea importante para él. Permanecerá con nosotros
mientras tú estés allí. Así garantizaremos la seguridad de ambos.
Es un despropósito. Es un puto despropósito.
Tomo aire para tranquilizarme.
—Bueno, pues… —Creo que se os ha ido la olla a todos y que la boda
va a acabar siendo una carnicería y, además, me parece increíble que
tengas el morro de pedírmelo a mí—. Es un honor que al final os viniera mi
nombre a la cabeza, pero no, gracias.
—Misery.
Me acerco a la mesa para coger el móvil —queda un minuto y trece
segundos— y, durante un instante, estoy tan cerca de mi padre que noto el
ritmo de su sangre en mis huesos. Lento, constante y dolorosamente
familiar.
Los latidos del corazón son como las huellas dactilares: únicos,
inconfundibles, la forma más sencilla de distinguir a las personas. Los de
mi padre palpitaron contra mi piel el día en que nací, ya que él fue la
primera persona que me cogió en brazos, la primera persona que me cuidó,
la primera persona que me conoció.
Y que después se lavó las manos.
—No —le digo. A él. A mí.
—La muerte de Roscoe nos brinda una oportunidad.
—La muerte de Roscoe fue un asesinato —señalo sin alterarme—. Que
cometió el hombre con el que pretendes que me case.
—¿Sabes cuántos niños vampiro han nacido este año en el suroeste?
—Me trae sin cuidado.
—Menos de trescientos. Si los humanos y los licántropos unen fuerzas
para arrebatarnos nuestro territorio, nos exterminarán. El bienestar de la
mayoría…
—Es una causa con la que ya he contribuido, y nadie me ha mostrado
demasiada gratitud, que digamos. —Lo miro directamente a los ojos. Me
meto el móvil en el bolsillo con determinación—. Ya he hecho bastante.
Tengo mi vida y voy a seguir con ella.
—¿Seguro?
Me detengo mientras estoy dándome la vuelta.
—¿Perdona?
—¿Seguro que tienes vida, Misery? —Me mira a los ojos cuando
pronuncia las palabras, de forma deliberada, con cuidado, como si me
hubiera acercado un arma afilada a pocos milímetros del cuello.
«Necesito saber que te importa algo más que yo en esta puta vida,
Misery, sea lo que sea.»
Aparto el recuerdo de la mente y trago saliva.
—A ver si tienes más suerte con la próxima a la que se lo pidas.
—Te sientes rechazada entre los tuyos. Esto podría hacer que te vieran
de otra manera.
Una oleada de ira me recorre de arriba abajo.
—Creo que de momento paso, padre. Al menos hasta que consigan que
yo los vea a ellos de otra manera. —Retrocedo unos pasos y agito la mano
alegremente—. Me marcho.
—Aún no han pasado los diez minutos.
Mi móvil suena en ese preciso momento.
—Mira, por hablar. —Le dedico una sonrisa. Si mis colmillos romos le
molestan, que se joda—. Te garantizo que por muchos minutos más que te
diera, la conversación acabaría del mismo modo.
—Misery. —Su tono desprende cierto matiz suplicante, lo que me
resulta casi divertido.
Ay, qué penita más grande.
—Nos vemos dentro de… ¿siete años? O cuando se te ocurra otra idea
peregrina, decidas que la clave para lograr la paz es montar una estafa
piramidal con los licántropos e intentes encasquetarme pastillas para
adelgazar. Pero pídele a Vania que venga a buscarme a casa, no veas lo que
me joroba tener que actualizarme el currículum.
Me vuelvo y cojo el pomo de la puerta.
—No habrá otra oportunidad dentro de siete años, Misery.
Pongo los ojos en blanco y abro la puerta.
—Adiós, padre.
—Moreland es el primer alfa que…
Doy un portazo sin haber salido del despacho y me vuelvo de nuevo
hacia mi padre. El corazón se me ralentiza hasta casi detenerse.
—¿Qué acabas de decir?
Se aparta del escritorio con una expresión confundida en el rostro y algo
que podría ser esperanza.
—Ningún otro alfa…
—El nombre. Has dicho un nombre. ¿Quién…?
—¿Moreland? —repite.
—Su nombre de pila, ¿cómo se llama?
Mi padre entorna los ojos, receloso, pero tras unos segundos dice:
—Lowe. Lowe Moreland.
Bajo la mirada al suelo, que parece sacudirse, y luego la levanto hacia el
techo. Inspiro profundamente unas cuantas veces, cada bocanada más lenta
que la anterior, y acto seguido me paso una mano temblorosa por el pelo,
como si el brazo me pesara un quintal.
Me pregunto si el vestido azul que llevé para la graduación de Serena
sería demasiado informal para una ceremonia de boda entre especies,
porque sí…
Me da a mí que voy a casarme.
CAPÍTULO 2
Él antes pensaba que los ojos de todos los vampiros eran iguales.
Puede que se equivocara.
La actualidad
L. E. MORELAND
CAPÍTULO 4
La gente dice que hay que mantener a los amigos cerca y a los
enemigos más cerca aún.
La gente no tiene ni idea.
Al día siguiente duermo hasta bien entrada la tarde. Estoy tan cansada que
podría seguir durmiendo, pero oigo jaleo fuera, en la habitualmente
tranquila orilla del lago. Me llegan risas escandalosas y un olor como a
quemado, de manera que me arrastro hasta la ventana para comprobar a qué
se debe tanto barullo, asegurándome de evitar la luz directa que todavía se
cuela en la habitación.
Es una barbacoa o un pícnic o una merienda al aire libre: nunca pillé del
todo las diferencias, pese a que Serena me explicó los matices de las
distintas reuniones sociales que llevan a cabo los humanos. Los vampiros
no crean ese tipo de lazos comunitarios, no se reúnen sin un objetivo en
mente. Nuestras amistades son en realidad alianzas. No descubrí el
concepto de pasar el rato con alguien porque sí hasta que empecé mi
periodo como Garantía.
Pero fuera hay más de treinta licántropos. Deambulan por la orilla del
lago, trastean con la parrilla, comen, nadan. Se ríen. Los más escandalosos
son los niños: veo a unos cuantos, incluida Ana, pasándoselo en grande.
Me pregunto si estaré invitada a unirme a ellos. Me pregunto cómo
reaccionarían si me plantara allí y saludara a los invitados. Podría pedirle
prestado un bikini a Juno. Servirme una copita de sangre, sentarme a la
sombra y preguntarles a mis compañeros de mesa: «Bueno, ¿qué tal el
partido del otro día?».
La idea me hace una gracia tremenda. Me acomodo en el alféizar,
todavía con la camiseta desgastada que me dieron hace dos años en el
trabajo durante una actividad en grupo y los pantalones cortos del pijama
puestos, y contemplo a la gente. Y a Lowe, que ha vuelto a casa.
Mi mirada aterriza inmediatamente en él. Tal vez porque es…, en fin,
muy grandote. La mayoría de los licántropos son altos o atléticos o ambas
cosas, pero Lowe va un paso más allá. Aun así, no estoy segura de que sea
su apariencia lo que lo hace destacar.
No es… encantador, sino magnético. Sus labios carnosos adoptan una
ligera sonrisa mientras charla con algunos de los miembros de la manada.
El ceño se le frunce al atender a otros. Las comisuras de los ojos se le llenan
de arrugas cuando juega con los críos. Deja que una niña le gane a un pulso,
finge una exclamación de dolor cuando otra le da un puñetazo de broma en
el bíceps y lanza a un chico al agua, que se ríe y grita encantado.
La gente parece apreciarlo mucho. Aceptarlo. Está claro que ese es su
sitio, y yo me preguntó qué se sentirá al formar parte de algo. Me pregunto
si echa de menos a su pareja o compañera o como se llame. Me pregunto si
últimamente tiene tiempo para dibujar o si las casas bonitas permanecen en
su mayor parte dentro de su cabeza.
Desde luego no parece que le haya dado una insolación hace poco, pero
¿qué sabré yo? No soy médico.
Me dispongo a apartarme del alféizar y ponerme a hacer mis cosas
cuando lo veo.
Es Max.
Está separado del resto, en el límite de la orilla del lago, donde la arena
se encuentra salpicada de arbustos antes de dar paso al bosque. En un
primer instante, no le doy mucha importancia: a diferencia de los demás
invitados, lleva una camiseta de manga larga y vaqueros, pero bueno, yo
también he sido una adolescente vergonzosa intentando disimular con la
ropa el estirón de quince centímetros que di en tres meses. Y según Serena,
los melanomas son cosa seria.
Pero entonces se arrodilla y se pone a hablar con alguien más bajito que
él. La tensión se apodera de mi cuerpo.
Me digo que no hay ninguna razón para tomármelo tan a la tremenda.
Puede que Max y yo hayamos tenido nuestros rifirrafes (bueno, un rifirrafe,
si bien bastante movidito), pero tiene todo el derecho a hablar con Ana. A
lo mejor son parientes y lleva cuidando de ella desde que era un bebé. En
cualquier caso, no es asunto mío. Ninguno de esos licántropos quiere verme
ni en pintura y, además, tengo que ir a darme mi baño diario de una hora.
Sin embargo, no sé por qué, pero vuelvo a acercarme a la ventana. No
me gusta ni un pelo su forma de hablar con Ana, señalando con el dedo
algún lugar que no veo, algún lugar entre los árboles. Ana niega con la
cabeza: «No», pero él parece insistir y…
¿Estoy poniéndome paranoica? Probablemente. El hermano de Ana está
justo ahí, a unos cuantos metros de distancia, vigilándola.
En realidad, no. Está jugando a algo con el licántropo pelirrojo que hizo
de padrino en la boda —Cal, se llama Cal— y unas cuantas personas más.
A las bochas, si no me equivoco: a Serena le dio una temporada por los
juegos de bolas y madre mía, hay que ver la de cosas que tienen en común
los licántropos y los humanos. Tal vez mi padre haga bien en temer una
alianza entre ellos. Aun así, no es de mi incumbencia y…
Max coge a Ana de la mano y se la lleva hacia el bosque y mi cerebro
cortocircuita. Mick está de guardia, así que salgo de mi habitación descalza
con la intención de avisarlo, pero su silla se encuentra vacía salvo por un
plato con restos de ensalada de col.
Lo más probable es que esté en el baño y, durante un instante, me
planteo la posibilidad de ir a buscarlo, pero no hay tiempo que perder. Un
par de mis neuronas se espabilan de golpe y me indican que ahora sería el
momento ideal para entrar en el despacho de Lowe y buscar información
sobre Serena. Por desgracia, el 99 por ciento restante de mi cerebro
permanece centrado en Ana.
Joder. Me revienta que me preocupe su bienestar.
Bajo corriendo las escaleras y salgo por la cocina. El calor me embiste
como una ola y ralentiza mis pasos mientras los rayos del sol se me clavan
en la piel como un millón de dientecitos de tiburón. La hostia, cómo duele.
Todavía hay demasiada luz para mí.
Un par de licántropos me ven, pero nadie se fija en mí como tal. Las
piedrecitas del suelo se me incrustan en los pies y duelen, pero sigo
avanzando en dirección al bosque. Para cuando llego, la carne me arde, voy
coja y casi he perdido el equilibrio dos veces por culpa de un montón de
cubos de arena y un manguito.
Sin embargo, cuando vislumbro el bañador azul claro de Ana entre la
vegetación y el gris oscuro de la camiseta de Max, grito:
—¡Eh! —Me abro paso entre la espesura del bosque—. ¡Eh, volved
aquí!
Max sigue andando, pero Ana se gira, me ve y esboza una enorme
sonrisa desdentada. El corazón le late de forma alegre y tierna.
—¡Miresy!
—Y dale, que no me llamo así. Oye, Max, ¿a dónde te la llevas?
Debe de reconocer mi voz, porque se detiene, y cuando se vuelve hacia
mí, su rostro rezuma odio.
—¿Qué haces tú aquí?
—Vivo aquí. —Me da la sensación de que tengo agujas de pino
incrustadas por debajo de la piel. Y de que estoy ardiendo—. ¿Qué haces tú
con una niña de seis años en el bosque?
—Tengo siete —me corrige Ana en tono jovial. Suelta a Max y levanta
seis dedos. La madre que la…
—Ana, ven conmigo. —Le tiendo la mano y ella echa a trotar
alegremente hacia mí con los brazos abiertos, como si quisiera darme un
abrazo. Puaj.
Se me cae el alma a los pies cuando Max la coge en brazos y se la lleva
en dirección contraria.
—¿Qué narices…?
Y entonces suceden varias cosas al mismo tiempo.
Ana empieza a gritar y a patalear.
Yo me abalanzo sobre Max para que la suelte, dispuesta a hacerlo
pedazos con mis colmillos.
Y alrededor de una decena de licántropos saltan de pronto desde los
árboles de alrededor.
CAPÍTULO 8
Sería más fácil si ella no le cayera bien.
–¿L o de meter los colmillos donde no les llaman y jorobarles los planes
a los demás es típico de todos los vampiros o solo es una manía que
tienes tú?
Llevo menos de cinco minutos curándome las maltrechas plantas de los
pies en el sofá del salón, pero ya es la tercera vez que alguien me pregunta
algo del estilo, de manera que mantengo la cabeza gacha e ignoro al
segundo de Lowe —el que parece un muñeco Ken— mientras me arranco
un surtido de escombros y suciedad del dedo. Me hacen falta unas pinzas,
pero creo que no me he traído ningunas. ¿Las usarán los licántropos? ¿O
siendo como son los primeros furros de la historia las considerarán
moralmente repugnantes? Puede que el vello corporal les parezca sagrado y,
por lo tanto, cualquier cosa que amenace su legítimo lugar sobre la piel sea
vista como una blasfemia.
Da que pensar.
—Soltadme —se lamenta Max entre gimoteos.
Al igual que yo, está sentado en un sofá, pero a diferencia de mí, tiene
las manos atadas a la espalda. Hay varios guardias vigilándolo y tratándolo
con la frialdad que uno reservaría para alguien que ha intentado secuestrar a
una cría.
Que es exactamente lo que Max ha hecho.
—Deja ya de repetirlo —le dice Cal sin alterarse—. Porque no vamos a
soltarte.
Está claro que él y el Ken son los licántropos de mayor rango de la
estancia. También parecen estar llevando a cabo un numerito de poli malo y
poli aún peor. Cal es afablemente inquietante y el Ken, mordazmente
aterrador. Si les va bien así, pues a tope.
—Quiero ver a mi madre —gimotea de nuevo Max.
—¿Seguro, campeón? Porque a tu madre se le está cayendo la cara de
vergüenza ahí fuera por culpa de lo que has hecho y la gente con la que te
has estado juntando.
—No sé, Cal. —Ken se cala la gorra de béisbol—. Lo mismo
deberíamos dejárselo a su madre. —Se inclina hacia delante—. Me
encantaría ver el careto que pone cuando le arranque las zarpas de cuajo.
Max profiere un gruñido que acaba convertido en un gimoteo cuando su
alfa aparece por la puerta, seguido de Juno y de Mick. Le dirijo a Mick un
tímido y mudo «lo siento mucho», ya que me sabe mal que pueda meterse
en algún lío por haberse ido a mear y haberme dejado sola un par de
minutos. Me hace un gesto con la mano para que no me preocupe, y
después el silencio se apodera de la estancia: todas las miradas recaen en
Lowe, como si su presencia fuera una fuerza magnética que lo atrajera todo.
Ni siquiera yo puedo apartar la vista; mi dedo del pie tendrá que apañárselas
con la infección que seguro va a pillar. Lowe parece tan sumamente
cabreado que me estremezco, aunque igual es cosa del aire acondicionado,
que me da directamente en el cuerpo. Estoy llena de ampollas.
—¿Ana está bien? —pregunta Gemma.
Lowe asiente.
—Está jugando con Misha. —Pasea la vista por la estancia con las
manos en las caderas. Todo el mundo baja la mirada al instante.
Menos yo.
—¿Alguien quiere explicarme qué coño ha pasado? —pregunta
mirándome fijamente.
Pensaba que todo el mundo iba a ponerse a hablar a la vez para
explicarle lo ocurrido, pero la sumisión de los licántropos es total. El tenso
silencio se prolonga, interrumpido únicamente por las pisadas de Lowe, que
se sitúa frente a mí. Me dispongo a pronunciar mis últimas palabras antes
de irme al otro barrio, pero lo único que hace él es bajarse la cremallera de
la sudadera, colocármela alrededor de los trémulos hombros y contemplar el
resultado durante un instante demasiado largo.
Los demás siguen con la vista clavada en el suelo.
—Cal —dice él. La sensación de alivio que me recorre al ver que no se
dirige a mí resulta bochornosa.
—Todo iba según lo previsto —empieza a explicar Cal—. Tal y como
esperábamos, Max estaba intentando engatusar a Ana para llevársela al
bosque. Nosotros los hemos seguido a hurtadillas para ver con quién iba
encontrarse, pero entonces…
Se vuelve hacia mí y de pronto todas las miradas recaen sobre mi
persona. Está claro que mi alivio ha sido precipitado.
—Lo siento. —Trago saliva—. No tenía ni idea de que le estabais
tendiendo una trampa. Si veo a un tío que ha sido un capullo integral
conmigo coger a una niña y largarse, es normal que quiera… —¿Que quiera
qué? ¿Por qué me he metido dónde no me llaman? Ahora que la adrenalina
ha desaparecido, ya no me acuerdo de cuál fue mi razonamiento. No soy
ninguna heroína ni quiero serlo.
El Ken resopla.
—¿Estabas mirándonos desde la ventana?
—Pues… sí.
—Qué mal rollo. Búscate un hobbie o algo.
—Tienes razón. La gente habla maravillas del parapente o de las
competiciones de pastoreo con patos. Igual podría… Ah, no, espera, se me
había olvidado que estoy encerrada en una habitación de doce metros
cuadrados las veinticuatro horas del día.
—Pues ponte a leer, colmillitos.
—Basta. —Lowe cruza la habitación y se agacha frente a Max, que trata
de escabullirse al instante. Se dirige a él en un tono firme pero
sorprendentemente amable—: ¿A dónde ibas a llevarte a Ana? —Max no
contesta, así que prosigue—: Tienes quince años y no voy a castigarte como
si fueras adulto. No sé con quién te has juntado ni cómo, pero puedo
ayudarte. Te protegeré.
El sudor recorre las sienes de Max. Es mucho más joven de lo que creía.
—Si te lo cuento, te desharás de mí, me…
—Yo no hago daño a los míos y menos si todavía son críos —dice Lowe
con un gruñido—. No soy Roscoe.
—No. —Max vuelve la mirada hacia mí—. Él jamás se habría aliado
con los vampiros ni con los humanos, jamás le habría abierto las puertas de
su casa a una de ellos ni la hubiese dejado campar a sus anchas para que el
día menos pensado matase a algún licántropo…
—Tienes razón, Roscoe prefería cepillárselos él mismo. —Max baja la
mirada. No es más que un chaval—. ¿De verdad crees que es peor aliarse
con los vampiros que dejar que maten a más de los nuestros?
Max parece sopesar la cuestión mientras traga saliva, pero entonces la
rabia vuelve a invadirlo y suelta:
—No eres el auténtico alfa.
Es obvio que ha metido la pata hasta el fondo, porque los demás
licántropos de la estancia dan un paso al frente, dispuestos a intervenir, y
luego se detienen de golpe en cuanto Lowe alza la mano.
—¿Quién te ha dicho eso? —pregunta. Amenazante, despiadado—.
Puede que se trate de un error genuino. A lo mejor simplemente no se
encontraban presentes cuando Roscoe perdió el desafío. Me puse en
contacto con los Leales para hacerles saber que aceptaría encantado
cualquier desafío por su parte. Y, aun así, nadie ha venido a verme. —Lowe
se pone en pie—. Aquí podemos discrepar y debatir. No soy Roscoe: yo no
voy a deshacerme de los que no estén de acuerdo conmigo. Pero intentar
secuestrar a una niña, dañar infraestructuras, atacar brutalmente a todas las
cuadrillas que me apoyan… Eso son actos de insurgencia violentos. Y
mientras siga siendo el alfa de la manada, no pienso tolerarlo. ¿Quién te dio
las órdenes, Max?
Él niega con la cabeza.
—No lo sé.
—¿Se te ha olvidado? —El Ken se coloca junto a Lowe. Max retrocede
—. Tranquilo, podemos refrescarte la memoria.
—Pero solo es un crío —señala Cal.
—Pues que no hubiera colaborado con los Leales —responde el Ken
haciéndose crujir los nudillos.
Cal, para mi sorpresa, se encoge de hombros.
—Supongo que tienes razón. —Se hace crujir los nudillos también.
Escudriño el rostro de Lowe en busca de alguna señal que me indique
que no va a dejar que sus hombres… qué sé yo, le hagan el submarino a un
chaval. Su expresión rezuma indiferencia, como si le pareciera fantástico
dejar el asunto en sus manos. No es lo que una esperaría de alguien que
pretende apaciguar la situación.
—¡Esperad! —exclamo. Se ve que hoy me he levantado con ganas de
meterme en todos los fregados—. No le hagáis daño. Yo puedo ayudaros.
Todos se vuelven hacia mí, con mayor o menor grado de irritación en el
rostro.
—Bastante has hecho ya, sanguijuela —dice el Ken.
Pongo los ojos en blanco.
—A ver, para empezar me he criado con los humanos, y todo eso de
sanguijuela, garrapata, chupasangre, parásita, murcielaguarra, etcétera son
insultos muy poco currados, que lo sepáis. —Sí, los vampiros bebemos
sangre para sobrevivir y no nos avergonzamos de ello—. Puedo averiguar
quién envió a Max sin que tengáis que arrancarle las uñas o lo que sea que
estéis planeando.
—No sé —repone Cal—. Se merece un par de meneos.
Pero Max está temblando como un flan, y yo no debo de ser tan sádica
como creía.
—Por favor —le suplico a Lowe, desentendiéndome del resto de los
presentes—. Os puedo ayudar.
—¿Cómo? —Parece más intrigado que irritado.
—Resulta más sencillo enseñároslo. Mira. —Me pongo en pie y paso
rozándolo por su lado para dirigirme hasta Max. Lowe me detiene
colocándome los dedos en la muñeca. Cuando me vuelvo hacia él,
sobresaltada, tiene la vista clavada al frente.
—¿Por qué? —pregunta sin mirarme. Baja la voz para que solo yo lo
oiga.
No sé muy bien qué es lo que quiere saber, de manera que respondo con
lo que me dice el instinto.
—Ana viene algunas veces a mi habitación —digo empleando el mismo
volumen que él—. Me hace compañía y, aunque se le da fatal pronunciar mi
nombre y es evidente que no sabe muy bien si tiene seis o siete años… —
Trago saliva—. Preferiría que no…, pues eso, la secuestraran y se la
llevaran vete tú a saber dónde.
Por fin, vuelve la mirada hacia mí. Examina mi rostro durante un buen
rato y no sé qué es lo que está buscando, pero debo de pasar la prueba,
porque asiente y me suelta. Yo permanezco donde estoy.
—Ya que estamos, ¿me echas una mano? No es algo que se me dé
superbién, que digamos. —Frunce el ceño, así que me apresuro a añadir—:
Aunque me las apaño.
O eso creo. Solo se lo he hecho a Serena, que insistió en que fomentase
mi única habilidad vampírica de utilidad y practicase con ella. Me obligaba
a aturdirla y a usar el móvil que ambas compartíamos para grabarla
mientras se daba el lote con una col, recitaba el juramento a la bandera con
acento alemán o confesaba haber tenido toda una serie de sueños guarros en
los que el señor Lumiere, nuestro profesor de francés, aparecía como
estrella invitada.
Espero recordar cómo se hace.
Me arrodillo frente a Max e ignoro sus aterrorizados y asqueados latidos,
así como los bufidos que me lanza para que no me acerque.
—Tío, estoy intentando ahorrarte las descargas eléctricas o lo que sea
que los tuyos utilicen para sonsacar información, así que…
Algo húmedo aterriza sobre mi camiseta.
Max acaba de escupirme.
—Puaj —resoplo asqueada, pero antes de que pueda…, no sé,
devolverle el lapo o algo así, Lowe le pone la mano en el pecho y lo
inmoviliza contra el sofá.
—¿Qué coño acabas de hacer? —gruñe.
—¡Es una vampira!
—Es mi… —Lowe lo agarra de la mandíbula—. Pídele perdón a mi
mujer.
—Perdón. ¡Perdón! Por favor, no… Lo siento. —Max se echa a llorar.
Lowe se vuelve hacia mí.
—¿Aceptas?
—¿El… escupitajo?
—La disculpa.
—Ah. —Ay, madre. ¿Qué leches está pasando?—. Claro, ¿por qué no?
Ha sido muy… sincera y espontánea. Bueno, a ver, sujétale la cabeza y no
dejes que se mueva. Sí, las manos en la barbilla. Vale, voy a tardar un poco,
procura que no se retuerza.
Empiezo colocándole a Max el pulgar donde empieza la nariz y los
dedos índice, corazón y anular en la frente. Acto seguido, espero a que se
tranquilice y me mire a los ojos.
Consigo engancharlo al cuarto intento. El cerebro de Max es blando y
está sobreestimulado, por lo que no me cuesta introducirme en él. Adhiero
su mente a la mía y la revuelvo un poquito: una interferencia temporal. No
me detengo hasta que estoy totalmente segura de que lo tengo bien
agarrado, y, cuando me aparto, el cuerpo se le relaja de golpe y las pupilas
se le dilatan. A mi espalda, oigo algunos murmullos y a alguien que susurra:
«¿Qué hostias hace?», pero no me resulta complicado ignorarlo y dejar que
mis ojos hagan lo que tienen que hacer.
Para subyugarlo.
Los humanos afirman que tenemos poderes mágicos con los que
controlarles la mente. Que podemos poseerlos y atarlos metafóricamente de
pies y manos como a un pavo en Acción de Gracias. Aunque, como con
casi todo, se trata de una simple cuestión biológica. Contamos con un
músculo intraocular adicional que nos permite mover los ojos a gran
velocidad e inducir un estado hipnótico. Hay vampiros extraordinariamente
habilidosos, como mi padre, que son capaces de subyugar a su víctima sin
necesidad de tocarla y, además, mucho más deprisa. Sin embargo, los
vampiros así no abundan; los que somos menos mañosos necesitamos que
la persona esté sujeta y consideramos que es una técnica bastante peliaguda.
Huelga añadir que solo podemos subyugar a otras especies y que no
todos los cerebros responden igual. Y, desde luego, colarse en la mente de
alguien sin consentimiento constituye un acto de violencia y es algo
profundamente inmoral. El hecho de que podamos hacerlo no significa que
debamos, pero Max ha tratado de hacerle daño a Ana y podría intentarlo de
nuevo. Además, tampoco tengo tanta integridad moral.
—Vale. —Me echo hacia atrás mientras me froto los ojos con ganas.
Subyugar a alguien requiere muchísima energía—. Todo tuyo.
Todos se me quedan mirando con la boca abierta. Y puede que esté
imaginándomelo, pero estoy casi segura de que han retrocedido un paso.
Excepto Lowe, que está casi demasiado cerca.
—Yo de vosotros me daría prisa, solo va a estar así unos diez minutos.
—Señalo a Max, que se encuentra en un estado de estupor y no responde a
ningún estímulo. Si esto se me diera mejor, podría alterar de forma
permanente el cerebro de la gente, pero qué vamos a hacerle…—. No va a
contaros la historia de su vida así de sopetón, tenéis que hacerle preguntas.
—Nadie dice nada. ¿Los he subyugado sin querer a ellos también?—. Algo
así como: «¿Por qué intentabas secuestrar a Ana, Max?».
—Me encargaron llevársela a los Leales para así poder presionar a Lowe
y que renunciase a su posición como alfa.
Una oleada de murmullos ansiosos y desconfiados se extiende por la
estancia, aunque no tienen nada que ver con la respuesta de Max. Es más,
estoy segura de haber oído un: «Le ha freído el cerebro».
—Lo has subyugado —murmura Lowe.
—Sí, eso es. Nada de frituras. —Me pongo en pie y hago una mueca de
asco al ver el escupitajo en mi camiseta. Está empezando a filtrarse en la
tela, qué asco.
—Creía que solo era un mito —susurra Cal—. Un cuento que nos
contaban de críos para asustarnos.
Lo entiendo perfectamente, ya que yo crecí convencida de que, si me
portaba mal, un licántropo saldría del retrete y me mordería el culo.
—No lo es. Aunque en realidad no se me da muy bien subyugar. —Me
da la sensación de que es mejor no explicarles lo que alguien como mi
padre es capaz de hacer.
—Pues yo diría que se te da fenomenal —repone Cal.
Lo cierto es que parece impresionado. Por el contrario, el Ken me mira
con desconfianza, Mick frunce el ceño y Gemma menea la cabeza. Otros
licántropos intercambian miradas, Juno parece estar, como siempre,
preocupada y enfadada, y Lowe…
He dejado de intentar entender a Lowe.
—¿Cómo sabemos que no estás llenándole la cabeza de patrañas? —
pregunta el Ken.
Me encojo de hombros.
—Preguntadle algo que yo no sepa.
—¿Qué pasó cuando le pediste salir a Mary Lakes? —pregunta Juno.
—Me dijo que no —responde Max de forma automática.
—¿Por qué?
—Porque me colgaba un mocarro de la nariz.
Tiene gracia, pero nadie se ríe. El grupo parece haber dejado atrás la
incredulidad del principio y Cal empieza el interrogatorio:
—¿Fue la compañera de Roscoe la que te pidió que te llevases a Ana?
—Eso creo, aunque no hablé con Emery directamente.
Cal niega con la cabeza.
—Estaba claro, joder.
—Espera —lo interrumpe Lowe, y la estancia vuelve a quedarse en
silencio.
Se gira hacia mí. Mete el brazo dentro de la sudadera que me ha
colocado sobre los hombros y a mí se me corta la respiración. Me apoya la
palma durante un instante en la cintura, luego la desliza hacia arriba,
rozándome el pecho, y madre de Dios, qué narices…
Saca el móvil del bolsillo interior y se aparta.
Las mejillas me arden.
—Llévala a su habitación y vuelve —le ordena a Mick. Acto seguido se
dirige a Juno—: Ve a ver cómo está Ana, por favor.
Mick me acompaña fuera. Mi parte más cotilla debe de haber aflorado
tras presenciar todo el intercambio, porque me entran ganas de preguntar si
puedo quedarme. Quiero averiguar de qué va todo ese extraño conflicto
interno entre los licántropos. En cambio, sigo a Mick escaleras arriba sin
rechistar.
—Espero que no te hayas metido en un lío por mi culpa —le digo—,
pero he visto que Max estaba llevándose a Ana y, como el otro día me
atacó, aunque sé que no me creéis, pues…
—Nadie ha dudado de tu palabra —me dice con amabilidad.
Le lanzo una mirada.
—Te aseguro que Lowe sí.
—Lowe sabía que Max te había atacado primero. Huele las mentiras a
kilómetros.
—Ah. ¿Las huele en plan… literal?
Mick asiente con la cabeza, pero no me da más detalles.
—Sabía que Max tramaba algo con Ana y quería sonsacarle toda la
información posible. Lowe se encuentra en una posición delicada. No puede
ir interrogando a todo el que no le cae en gracia si no quiere acabar
convirtiéndose en lo que era Roscoe estos últimos años. Pero los Leales han
estado atacando a los suyos y alguien debe detenerlos.
—Parecía dispuesto a dejar que los demás torturaran a Max.
—No ha sido más que un numerito para asustar a Max. Y habría
funcionado, todos hemos olido su miedo, aunque tú nos lo has puesto más
fácil con tu… —Sonríe y me señala los ojos moviendo los dedos—.
Prométeme que no usarás tu truquito conmigo, ¿vale? No veas el miedo que
has dado ahí dentro.
—Jamás se me ocurriría. Eres mi carcelero favorito. —Sonrío sin
enseñar los dientes—. Además, soy yo la que tendría que estar asustada.
—¿Por qué?
Señalo la cicatriz que tiene en el cuello. La marca de unos dientes que le
adorna la clavícula.
—Pues porque te paseas por ahí con esa pedazo de cicatriz como si te
flipara meterte en peleas. —Ladeo la cabeza—. ¿Es así como te convertiste
en licántropo?
Enarca una ceja.
—Somos una especie de verdad, no una enfermedad contagiosa.
—Solo quería asegurarme de que, si alguien me muerde, no me
convertiré en uno de los tuyos.
—¿Si tú mordieras a alguien lo convertirías en vampiro?
Reflexiono un instante.
—Touché.
Se ríe con suavidad y sacude la cabeza con expresión nostálgica.
—Es la mordedura de mi compañera.
Compañera. Otra vez esa palabra.
—¿Tu compañera también tiene una igual?
—Sí, claro.
—¿La conozco?
Aparta la mirada.
—Ya no está con nosotros.
—Ah. —Trago saliva sin saber qué decir. Espero que no fuera por culpa
de uno de los míos—. Lo siento. Parece ser que todo este asunto de los
compañeros tiene mucha importancia.
Él asiente.
—Los vínculos entre compañeros constituyen la esencia de todas las
manadas, pero no me parece prudente hablar contigo de las costumbres de
los licántropos. —Me dirige una mirada que es al mismo tiempo
amonestadora y tierna—. Sobre todo si te comunicas con tu hermano en un
idioma que nadie más entiende.
Mierda.
—No es lo… Es que echo de menos mi hogar. Quería oír algo que me
resultase familiar.
—¿De veras? —Nos detenemos frente a mi habitación. Mick abre la
puerta y me hace un gesto para que entre—. Qué curioso, pareces de esas
personas que jamás han tenido un hogar.
Dejo que sus palabras revoloteen por mi mente durante varios minutos
después de que se haya marchado, preguntándome si tiene razón. Y, cuando
se detienen, llego a la conclusión de que no la tiene: sí que tenía un hogar y
se llamaba Serena.
Me cambio la camiseta por una que esté menos pringada con el ADN de
Max y salgo de mi habitación en silencio. Todos están distraídos con el
jaleo que se ha armado, así que colarme en el despacho de Lowe me resulta
tan fácil que casi desconfío un poco. Hay muchas formas de hackear un
ordenador, pero pocas que pueda poner en práctica en este momento. Por
suerte, no es la primera vez que tengo que recurrir a un enfoque más a lo
bruto, así que yo diría que no todo está perdido.
Está anocheciendo, pero no enciendo las luces. Localizo el escritorio de
Lowe gracias a la foto de Ana que hay encima. Me acerco de puntillas, me
arrodillo frente al teclado y me pongo manos a la obra.
No es que acostumbre a hacer esto todos los días, pero resulta
relativamente sencillo y no me lleva demasiado tiempo. Es evidente que los
licántropos no esperan que ninguno de los suyos vaya a colarse, y el
ordenador apenas cuenta con medidas de protección. Solo tardo unos
minutos en infiltrarme en su base de datos y unos cuantos más en configurar
tres búsquedas al mismo tiempo: Serena Paris, la fecha de su desaparición
y The Herald, por si mis sospechas son ciertas y Lowe estaba implicado en
algún caso que ella tenía la intención de cubrir. No es más que un
comienzo, pero espero que, si su nombre aparece mencionado en cualquier
dispositivo de comunicación que haga copias de seguridad automáticas
en…
Noto que algo suave me roza la pantorrilla.
—Ahora no —murmullo mientras aparto distraída al puto gato de
Serena. Los resultados empiezan a aparecer y toco unas cuantas teclas para
maximizar las ventanas. De momento, nada me llama demasiado la
atención.
Noto la nariz húmeda del gato en el muslo.
—Estoy ocupada, Chispitas. Vete a jugar con Ana.
Empieza a ronronear. No, más bien a gruñir. Me cabrea que siempre
quiera salirse con la suya, la verdad.
—Te he dicho… —Bajo la mirada y retrocedo tan rápido que estoy a
punto de caerme de culo.
Un lobo gris con los ojos amarillos me contempla furioso en la
penumbra.
CAPÍTULO 9
Ana lo interrumpe mientras él le lee un cuento para informarle de
algo muy importante y urgente: «Miresy es tan tan taaaan guapa.
Sus orejas me gustan un montón».
Él aprieta los labios antes de seguir con la lectura.
P ara los vampiros, los colmillos no son solo dientes, sino que
constituyen un símbolo de estatus.
Pensemos un instante en los humanos y los músculos: hubo una época,
hace la tira de milenios, en la que tener una pareja supermusculosa les
aseguraba una mayor protección frente a… ¿los dinosaurios? Yo qué sé, no
me va mucho la historia, a mí se me daban bien las mates y ya. La cuestión
es que el poderío físico proporcionaba una ventaja evolutiva que en la
actualidad, una época donde existen las bombas atómicas, ha quedado
bastante obsoleta y, sin embargo, a los humanos sigue pareciéndoles algo
atractivo.
Con los colmillos y los vampiros ocurre algo similar: se consideran un
símbolo de fortaleza y poder porque antiguamente cazábamos a nuestras
presas y les perforábamos la carne con los dientes para deleitarnos con su
sangre. Cuanto más largos, afilados y grandes, mejor.
Y los de este lobo… Los de este lobo podrían ganar premios. Dominar
civilizaciones enteras. Proporcionarle a su dueño el polvo de su vida y mil
promesas de amor eterno en cualquier fiesta de vampiros. Bueno, y hacerme
picadillo también.
—¿Eres un lobo de verdad? —pregunto procurando que no me tiemble
la voz—. ¿O uno de los de media jornada?
Como respuesta, obtengo un profundo y prolongado gruñido que hace
que me cague viva.
—Si te devuelvo el gruñido, ¿mejoraré o empeoraré las cosas?
—Dará igual —responde una voz desde la entrada.
Lowe. Está apoyado en el marco de la puerta, tan pancho como un
modelo durante una sesión fotográfica de prendas de andar por casa.
—Gracias, Cal —dice acercándose a mí—. Ya puedes marcharte.
Y, como por arte de magia, tras dirigirme un último y desganado
gruñido, el lobo sacude su precioso pelaje gris y se aleja trotando. Se
detiene junto a Lowe y le da con el morro en el muslo.
—¿Cal? ¿Te refieres…? —El animal se vuelve hacia mí y yo contemplo
su rostro en busca de alguna similitud. Creía que la forma de lobo de los
licántropos guardaría alguna semejanza con su forma humana, pero Cal es
pelirrojo. Estiro el cuello para contemplar mejor al lobo, pero Lowe se sitúa
delante de mí y me tapa la vista.
—¿Qué cojones haces, esposa mía? —pregunta. Su voz desprende una
volátil combinación de cansancio e irritación. Dejo de pensar al instante en
todo lo que tenga que ver con fenotipos licántropos.
Acaban de pillarme haciendo algo muy malo. Mi seguridad peligra.
—Solo buscaba… —¿El qué?—. Unos post-its.
—¿Los vampiros dejáis los post-its dentro de los ordenadores?
Mierda.
—Quería echar un vistazo a mi correo. —Trago saliva—. Ponerme al día
con mis amigos.
—Tú no tienes amigos, Misery.
No sé por qué me duele que diga eso cuando es verdad.
—Y no es que yo sea un genio de la informática, pero me da a mí que
eso… —señala mi código, que sigue procesando datos— no es Yahoo.
—¿Yahoo? Madre de Dios, Lowe, tenemos que actualizarnos un poquito,
eh.
—Pasa —ordena, y no entiendo cómo no me he dado cuenta de que Alex
estaba plantado en la puerta. Supongo que estaba demasiado ocupada
pensando en mi inminente muerte—. ¿Puedes averiguar qué estaba
haciendo?
—Enseguida.
Cierro los ojos y sopeso distintas posibilidades. Podría darle a Lowe un
rodillazo en las pelotas e intentar huir, pero no sé si la zona de la
entrepierna de los licántropos es tan sensible para ellos como para nosotros,
y de todas formas… hay lobos merodeando por los alrededores.
—Me has tendido una trampa —digo. Mi voz suena como la de una niña
pequeña, que es exactamente como me siento—. Le pediste a Mick que
volviera a la sala de estar delante de mí porque sabías que yo aprovecharía
la situación.
—Misery. —Chasquea la lengua, burlón, y se acerca aún más, como si
supiera que estoy pensando en echar a correr. Los latidos de su corazón me
envuelven, firmes y decididos—. La trampa te la has tendido tú solita,
porque esto se te da de pena.
—¿El qué?
—Lo de husmear.
—No estaba…
—¿Por qué entraste en mi habitación? ¿Por qué rebuscaste en mi
armario y mis cajones? —Se inclina hacia delante. Su voz se convierte en
un susurro para que solo yo la oiga. Desprende cierto matiz torturado, como
si le doliera algo—. ¿Por qué mi cama huele como si hubieras dormido en
ella?
Ni siquiera se me había pasado por la cabeza que dejaría mi olor en la
habitación. Que Lowe encontraría mi aroma adherido a cada superficie.
Joder.
—Lo siento —exhalo.
—Deberías sentirlo —dice él frente al aire que separa nuestros labios.
Me pregunto si el corazón me ha latido con tanta fuerza alguna vez. Tan
cerca de la superficie de la piel.
—Se ha colado en nuestros servidores… de una forma superingeniosa,
debo decir, y solo con herramientas básicas a su disposición —anuncia Alex
algo impresionado, lo cual resulta halagador.
—¿Eres el que diseñó el cortafuegos de los licántropos? —pregunto.
—Sí. Soy el jefe del equipo de seguridad —dice con aire distraído
mientras revisa mi código. Estando su alfa presente, no le doy ningún
miedo.
—Pues enhorabuena. —Qué raro resulta mantener una conversación con
Alex mientras contemplo fijamente los ojos de Lowe. Que se encuentran a
unos tres centímetros de los míos—. Es prácticamente impenetrable.
—Gracias. ¿Eres por casualidad la misma persona que intentó tumbarlo
hace unas semanas?
Trago saliva. La mirada de Lowe desciende hasta mi garganta y
permanece ahí posada.
—No me acuerdo.
—Alfa, estaba llevando a cabo una búsqueda en nuestras bases de
datos… Tres búsquedas, para ser exactos. Una de una fecha de hace poco
más de dos meses, otra de The Herald, un periódico humano, me parece, y
otra de alguien que se llama Serena. Serena Paris.
Me invade una oleada de terror. No queda en el mundo ni una pizca de
aire con el que llenarme los pulmones.
—¿Y esa quién es? —murmura Lowe relamiéndose los labios. Inhala mi
aroma profundamente, a propósito—. Qué interesante. Durante la última
semana he presenciado dos atentados contra tu vida y en ninguno he olido
tu miedo de forma tan intensa como lo huelo ahora. ¿Por qué, vampira? —
Su rostro es todo crudeza y ángulos bien definidos, moldeados por la
luminosidad del monitor. Veo cómo mueve los labios, carnosos y
despiadados. No puedo apartar la mirada—. ¿Quién es Serena Paris,
Misery?
Parece albergar sincera curiosidad y yo me pregunto si tal vez no tiene
nada que ver con su desaparición. Pero tal vez sí. A lo mejor está fingiendo.
A lo mejor no sabía su nombre, pero le hizo daño de todas formas.
Le apoyo la mano en el pecho e intento apartarlo, pero es como intentar
mover una aglomeración de montañas.
—Deja que me marche.
—Misery. —Me clava la mirada—. Sabes que no voy a hacerlo. Alex —
dice elevando la voz, pero sin dejar de mirarme—, ve a buscar a Cal. Parece
que vamos a tener que sacar a Gabi y poner fin al armisticio con los
vampiros.
Oigo un leve: «Sí, alfa» y las pisadas de unas botas al abandonar el
despacho mientras yo suelto:
—¿Qué?
—Debo considerar tu incursión como una agresión por parte de tu padre
y el resto del consejo vampírico. Han introducido una espía en territorio
licántropo haciéndola pasar por Garantía. —Tensa la mandíbula—. Y tu
aroma… lo han manipulado, ¿verdad? Sabían que me distraería…
—No. —Estoy agobiada. Sin aliento—. Esto no tiene nada que ver con
mi padre.
—¿A quién pensabas enviarle la información?
—¡A nadie! Pídele a Alex que lo compruebe. No he configurado
ninguna transmisión.
Se acerca aún más. Casi noto el sabor de su sangre en la lengua.
—Alex ya no está aquí.
Sabía que estábamos solos, pero ahora lo siento, al igual que siento la
calidez que irradia su cuerpo filtrándose en mi interior. El efecto que me
produce el calor no es nuevo: el estómago se me retuerce y se me contrae.
Hambre. Anhelo.
—Ya te lo he dicho, solo estaba trasteando un poco.
—Déjate de juegos, Misery. —Sus palabras reverberan en mis huesos—.
La alianza entre los vampiros y los licántropos es demasiado reciente y
frágil, y…
—Para. Para ya. —Le apoyo las manos en el pecho, implorándole para
que me conceda algo espacio, porque estoy… La cabeza me da vueltas,
repleta de pensamientos cálidos, abrasadores y extraños, pensamientos
relacionados con venas, cuellos y sabores—. Por favor. Por favor, no hagas
nada. Esto no tiene nada que ver con la alianza.
—Vale. —Retrocede un paso, con las palmas de las manos apoyadas
todavía en la pared, a ambos lados de mi cabeza, y el alivio me recorre. Su
sangre estaba empezando a olerme demasiado bien y…
Jamás me había pasado nada semejante. Se me debe de haber pasado
alimentarme.
—Vale —repite—. Podemos hacer lo siguiente. Uno: me cuentas quién
es Serena Paris y me das una explicación razonable para esta desastrosa
misión secreta que te traes entre manos. Después ya veré lo que hago
contigo. O dos: sigo adelante con la suposición de que eres una espía que
intenta recabar información de los licántropos y utilizo tu cadáver para
dejarle las cosas claritas a tu padre.
—Serena era mi amiga —suelto—. Mi hermana.
Lowe tensa todos los músculos del cuerpo, como si hubiera hecho
algunas conjeturas pero mi respuesta lo hubiera pillado desprevenido.
—Una vampira, entonces.
Niego con la cabeza.
—Es humana, pero nos criamos juntas. Durante mis primeros meses
como Garantía estuve muy depre y no hice más que meterme en líos.
Intenté huir, me expuse a muchos peligros, una vez incluso… Vivía sola
con mis cuidadores y ellos me odiaban, de manera que los humanos
pensaron que tal vez me portaría mejor si otra niña me hacía compañía.
Encontraron a una huérfana de mi edad y la llevaron a vivir conmigo.
Lanza un resoplido amargo y temo que no me crea. Pero entonces dice,
tranquilo y exaltado al mismo tiempo:
—Putos humanos.
Trago saliva.
—Hicieron lo que pudieron. Al menos lo intentaron.
—No lo suficiente. —Sus palabras no admiten réplica y yo no me
molesto en llevarle la contraria.
—Serena desapareció hace unas semanas y…
—¿Crees que la secuestró un licántropo?
Asiento.
—¿Quién?
No tengo más remedio que contarle la verdad. Y, si es el responsable de
su desaparición…, también será el responsable de la mía.
—Tú.
No parece sorprendido.
—¿Por qué yo?
—Dímelo tú. —Levanto el mentón—. Tu nombre aparecía en su agenda,
anotado en la fecha de su desaparición. A lo mejor tenía pensado quedar
contigo. Igual estabas relacionado con algún reportaje que estaba
escribiendo. No lo sé.
—¿Un reportaje? Ah, por eso has buscado The Herald. Era periodista.
No se trata de una pregunta, pero asiento.
Por fin, Lowe se aparta. Sigue situado entre la puerta y yo, pero se frota
la barba incipiente de la mandíbula con una mirada ceñuda en el rosto y
absorto en sus pensamientos. Intenta hacer memoria. Si su expresión de
confusión es fingida, es un actor como la copa de un pino. Y tampoco tiene
sentido que me haya mentido. Voy a estar atrapada aquí durante el próximo
año, casi sin poder comunicarme con el exterior y con gente supervisando
todos mis intercambios. Podría confesarme que dirige cinco cárteles de la
droga y que planea secuestrar el avión del presidente y yo no tendría forma
de avisar a nadie.
—Te la has jugado pero bien. —Escudriña mi rostro, pensativo. Casi
como si me viera por primera vez—. Te ofreciste como Garantía y te
casaste conmigo. Y todo porque alguien escribió mi nombre en su agenda.
Me muerdo el labio inferior. Se me cae el alma a los pies al pensar que
tal vez dice la verdad y no sabe nada. Que el rastro que estaba siguiendo me
ha conducido a un punto muerto.
—Mi mejor amiga, mi hermana, ha desaparecido. Y si yo no la busco,
nadie lo hará. Lo único que dejó, la única pista que me queda, es un
nombre, tu nombre, L. E. Moreland…
—¡Lowe! —La puerta se abre de golpe.
Espero ver a Alex o a Cal o a toda una manada de lobos rabiosos
dispuestos a descuartizarme. Lo que no espero es oír un lastimero: «¿Dónde
estabas?», seguido por las suaves pisadas de alguien que recorre el suelo de
madera en calcetines.
Yo paso de inmediato a un segundo plano. Lowe se arrodilla para saludar
a Ana y, cuando ella le rodea el cuello con sus delgados brazos, él alza una
de sus enormes manos y le acuna la cabeza.
—Estaba hablando con Misery.
Ella me dirige un saludo con la mano.
—Hola, Miresy.
Noto un nudo en la garganta.
—Mi nombre no es tan difícil de pronunciar —murmullo, pero a ella
parece hacerle gracia la mirada fulminante que le lanzo. También parece
estar de buen humor, pese al intento de secuestro. Admiro su resiliencia,
pero caray con los críos… No hay quien los entienda.
—¿Me lees un cuento antes de dormir? —le pregunta a Lowe.
—Pues claro, cielo. —Le coloca un mechón de pelo todavía húmedo
detrás de la oreja—. Ve a lavarte los dientes, iré en…
—Ana, ¿dónde estás? —La voz preocupada y entrecortada de Juno llega
desde el pasillo—. ¡Ana!
—¿Has dejado a Juno tirada? —susurra Lowe.
Ana asiente con expresión traviesa.
—Pues será mejor que vuelvas con ella.
La niña hace un mohín.
—Pero quiero…
—¡Liliana Esther Moreland! ¡Vuelve aquí ahora mismo!
Ana le da un beso a Lowe en la mejilla y murmura, risueña, algo sobre
lo mucho que pincha. Acto seguido se escabulle en un torbellino de tela
azul y rosa. La sigo con la mirada y continúo contemplando la puerta
entreabierta mucho después de que haya desaparecido.
Mareada.
Estoy mareada.
—¿Misery?
Me vuelvo hacia Lowe.
—¿Ana…? —Trago saliva, ya que esa no es la pregunta adecuada, sino
—: ¿Liliana?
Lowe asiente.
—Esther. —L. E. Moreland—. No sabía… No tenía ni idea.
Lowe vuelve a asentir con la mirada sombría.
—Misery, tú y yo tenemos que hablar.
CAPÍTULO 10
No es un hombre imprudente ni descuidado ni confiado. Pero
reconoce a una aliada formidable en cuanto la ve.
—… que descansar.
—No.
—Venga, Lowe. Tienes que dormir un poco. Me quedaré yo con ella
mientras tú…
—No.
D ebo de haberme quedado dormida otra vez, porque cuando abro los
ojos es casi medianoche. Ponerme una camiseta y unas mallas
constituye una hazaña digna de mil ejércitos y me cuesta horrores.
Hace una semana que no me alimento y mi cuerpo debe de haberse
recuperado lo suficiente como para exigir sustento, porque unos dolorosos
retortijones se apoderan de mi estómago.
Me tambaleo escaleras abajo, intentando recordar si alguna vez he
pasado tantos días sin beber sangre. Lo más cerca fue cuando me mudé de
nuevo a territorio humano, antes de que Serena me encontrase un vendedor
clandestino que pudiera permitirme. Para cuando me hice con una bolsita,
habían pasado tres días y me sentía como si mis órganos internos estuvieran
poniéndose las botas con ellos mismos.
Tal vez sea porque el cuerpo ya no me da para más, pero entro a
trompicones en la cocina y al principio ni siquiera me percato de la
presencia de Lowe y de Alex. Al verlos me quedo tiesa, igual que un
cervatillo asustado, preguntándome por qué están con el morro pegado a un
ordenador. Es un poco tarde para andar de reuniones.
—¿Le ha pasado algo a Ana? —pregunto, y ambos levantan la vista de
la pantalla sorprendidos.
—Ana está bien.
Me relajo. Y luego vuelvo a ponerme en tensión.
—¿Owen ha dado con las imágenes de las cámaras?
Lowe niega con la cabeza.
—Tenéis una cara muy larga, así que… Espera, Alex, ¿qué…?
Alex se ha levantado de la silla y me está abrazando.
Esto es una pesadilla. Al final resultará que los vampiros si pueden
soñar.
—Gracias —dice—. Por lo que hiciste por Ana.
—¿Qué hice por…? Ah. —Esto es raro de cojones—. Oye, no ingerí el
veneno a posta para protegerla, lo sabes, ¿no? Lo que pasa es que, por
desgracia, los cacahuetes me pirran.
—Pero lo habrías hecho —murmura contra mi pelo.
—¿El qué?
—Protegerla.
Lo empujo con suavidad, demasiado hambrienta como para ponerme a
discutir con él si soy buena persona o no. Creo que me cae mejor cuando
me tiene miedo.
—Oye, tengo que alimentarme antes de que me dé por comerme uno de
los peluches de Ana o… —Ahogo un grito—. Mierda.
—¿Qué?
—Mierda, mierda, mierda. Chispitas. El puto gato de Serena. ¡Me había
olvidado de él! ¿Alguien le ha dado de comer? ¿Está fiambre? —¿Cuánto
tiempo pueden pasar los gatos sin comer? ¿Una hora? ¿Un mes?
—Está con Ana —me informa Lowe.
—Ah. —Me llevo la palma al pecho—. Tendréis que devolvérmelo si…,
cuando encuentre a Serena. Aunque a estas alturas lleva más tiempo con
Ana. —Saco una bolsa de la nevera—. A lo mejor pueden compartir la
custodia o algo…
—Misery, lo he conseguido —me dice Alex emocionado—. ¡Serena
Paris!
—¿¡Has encontrado a Serena!?
—No, pero he descubierto algo que la relaciona con todo esto. —Me
guía hasta la mesa y ambos tomamos asiento junto a Lowe—. ¿Te acuerdas
de la búsqueda en la que estábamos trabajando antes de que tú…? —Me
hace un gesto.
—¿Antes de que casi la espichara?
—Sí. Seguí investigando por mi cuenta mientras tú estabas…
—¿Casi espichándola?
—Y resultó ser complicado de narices. Tan complicado que pensé que
íbamos por el buen camino.
—¿En qué sentido?
—Las identidades de los trabajadores de la Agencia Humanolicántropa
no aparecían por ningún lado, algo bastante inusual para esa clase de
funcionarios públicos. —Miro a Lowe, que me devuelve la mirada
tranquilamente. Él ya está al tanto—. De manera que escarbé… un poco
más, por así decirlo. Y acabé descubriendo una lista con un nombre muy
familiar.
—¿Qué nombre?
—Thomas Jalakas. Era el interventor…
—… humano de las cuentas del Estado. —Asiento lentamente. No sé
muy bien lo que significa, pero sé que tiene que ver con finanzas y
economía porque—: Serena se puso en contacto con su oficina por un
artículo que estaba escribiendo. Y luego se reunió con él en persona.
—Exacto. Lo entrevistó, aunque el artículo no llegó a publicarse.
—Pero comprobé el historial de este hombre. Investigué a todas las
personas con las que había hablado Serena… y no encontré nada que lo
relacionase con la Agencia Humanolicántropa.
—Precisamente. Su currículum está por todas partes, pero en ningún
sitio se menciona que hace ocho años estuvo trabajando once meses en la
Agencia.
La cabeza me da vueltas. Me tapo la boca.
—En fin —añade Alex—, ninguno de los dos soltáis prenda con el tema
y no entiendo muy bien qué significa todo esto, pero si me explicáis por qué
estoy investigando a este tío, podría…
—Alex —lo interrumpe Lowe con suavidad—. Se hace tarde, deberías
marcharte a casa.
Alex se vuelve hacia él con los ojos como platos.
—Has hecho un trabajo fantástico, buenas noches.
Alex vacila apenas una fracción de segundo. Se pone en pie, inclina la
cabeza una vez y me da una palmada en el hombro al salir. Lowe no aparta
la mirada de mí en ningún momento, pero yo espero a que la puerta de la
cocina se cierre del todo antes de decir:
—Thomas Jalakas debe de ser el padre de Ana. Es decir, ¿podría ser una
coincidencia?
—Sí.
Resoplo, burlona.
—Vale, pero ¿lo es?
Niega con la cabeza.
—No lo creo, no. —Abre una de las pestañas del navegador y me enseña
una foto—. Este es Thomas.
—Hostia puta. —Contemplo su amplia boca. Su mandíbula cuadrada.
Los hoyuelos. El parecido con Ana es innegable—. Eso significa que
Serena se reunió con el padre de Ana… y yo ni me pispé porque supuse que
fue para hablar de asuntos financieros.
Lowe asiente.
—Tuvo que ser él quien le contó lo de Ana. Tenemos que hablar con él.
—No podemos.
—¿Por qué? Yo puedo hacer que cante. Si me ayudas, podría subyugarlo
y…
—Está muerto, Misery.
Una sensación de espanto me recorre la columna.
—¿Cuándo?
—Dos semanas después de que Serena desapareciera. Un accidente de
coche.
Capto de inmediato las implicaciones de sus palabras. La muy zopenca
acabó envuelta en algo increíblemente peligroso. Y la otra persona que se
vio involucrada ahora está muerta, lo que…
—Misery. —Lowe me cubre la mano con la suya, grande y cálida—. No
creo que signifique que esté muerta.
Es justo lo que necesitaba oír. Le ruego en silencio que siga hablando.
—No creo ni por asomo que se trate de una coincidencia, pero
quienquiera que se deshiciera de él tenía los recursos necesarios para que
pareciera un accidente. Con Serena habrían hecho lo mismo para evitar
dejar cabos sueltos.
Contemplo sus fuertes dedos y sopeso sus palabras. Puede. Sí. Tiene
bastante sentido. Al menos, me brinda algo de esperanza.
—Aunque no podamos hablar con él, sí deberíamos ponernos en
contacto con sus ayudantes, sus compañeros, su predecesor, con alguien
que…
—El gobernador Davenport.
Levanto la mirada. La expresión de Lowe refleja calma. Concentración.
—¿Qué?
—El gobernador Davenport fue quien colocó a Thomas Jalakas. Tanto
en la Agencia Humanolicántropa como en su último puesto.
—Es… ¿Tiene siquiera sentido desde un punto de vista laboral? ¿Es
normal pasar de una agencia que se encarga de las relaciones entre especies
a un departamento financiero enorme?
—Excelente pregunta. —Lowe aparta la mano. El frescor nocturno me
asalta de golpe—. Deberías hacérsela al gobernador Davenport mañana,
mientras cenamos en su casa.
Me quedo boquiabierta.
—¿Cuándo has conseguido que nos invite a cenar?
—Hace tres horas, cuando Alex me ha informado del asunto.
—Qué rapidez.
—Soy el alfa de la manada suroeste —me recuerda, con un poco de
sorna—. Algo de influencia sí tengo.
—Ya veo. —Suelto una carcajada incrédula. Podría estamparle un
morreo. Quiero estamparle un morreo—. ¿Qué le has dicho?
—Que queremos darle un regalo. Por habernos permitido celebrar
nuestra boda en su territorio.
—¿Y se lo ha tragado?
—Es idiota y, por lo visto, a los humanos les encanta recibir regalos de
agradecimiento. —Se encoge de hombros—. Lo he leído en internet.
—Caray, has sido capaz de abrir el navegador tú solito y to…
Me hace callar poniéndome el pulgar en los labios.
—Sé que puedes luchar. Sé que te las has apañado sola desde que eras
una cría. Sé que no formas parte de mi manada, ni eres mi mujer de verdad
ni mi… Pero no hay ni una sola parte de mí que quiera meterte en territorio
enemigo, y menos cuando hace apenas unos días casi te matan en el mío.
Así que, por mi propia tranquilidad, haz el favor de llevar cuidado mañana.
Asiento con la cabeza, intentando no pensar en si alguna otra persona se
ha preocupado nunca tanto por mi seguridad como él. La respuesta me
dejaría demasiado depre.
—Lowe, gracias. Hacía mucho que no conseguía una pista sobre Serena
y… —El estómago me ruge, lo que me recuerda por qué había bajado a la
cocina.
Mi organismo se está devorando a sí mismo poco a poco.
—Perdona. —Me levanto y cojo la bolsa que me había dejado en la
encimera—. Sé que estábamos compartiendo un momento superbonito de
gratitud y arcoíris, pero de verdad que necesito alimentarme. Será solo…
Lowe se sitúa de pronto detrás de mí. Me coge la mano para detenerme.
—¿Qué…?
—No quiero que te bebas eso.
Miro la bolsa.
—Está sellada. No pueden haberla envenenado. Además, cuando la
sangre tiene algo raro, lo noto.
—Esa no es la razón.
Ladeo la cabeza, confundida.
—Úsame a mí.
Al principio no lo pillo. Pero luego sí, y todo mi cuerpo se convierte en
lava. Se endurece hasta tornarse de plomo.
—Ah, no. —Estoy acalorada. Más que después de alimentarme. Más que
cuando me atiborro de sangre—. No tienes que…
—Pero quiero hacerlo. —Es tan sincero. Y joven. Y jamás lo había visto
tan lanzado, y eso que normalmente ya lo es bastante—. Quiero hacerlo —
repite, aún más resuelto.
La hostia.
—Hablé con Owen. Antes de que me envenenaran.
Lowe asiente. Me mira impaciente.
—Creo que no debería haberme alimentado de ti.
—¿Por qué?
—Dijo que dos personas no deberían hacer algo así a menos que estén…
Lowe asiente como si lo entendiera. Pero luego se lame los labios.
—¿Y tú y yo no estamos…? —Tiene tantas ganas de saberlo que es
como si me inyectaran electricidad en las terminaciones nerviosas.
Pienso en los últimos días. En cómo ha ido aumentando el nivel de
intimidad entre nosotros. Sí, Lowe y yo estamos. Pero…
—Es algo que va más allá del sexo. Alimentarse de alguien durante un
periodo prolongado de tiempo genera vínculos con la otra persona y
entreteje la vida de ambas. Es algo que solo hacen aquellos que sienten gran
afecto mutuo o pretenden desarrollarlo.
Lowe escucha con atención, sin apartar la mirada en ningún momento.
Cuando me pregunta: «¿Y en nuestro caso no es así?», es como si un
cuchillo me atravesara el corazón.
—Pues… —Un dolor hueco y desgarrador me inunda el estómago—.
¿Lo es?
Guarda silencio. Como si él ya tuviera su respuesta, pero estuviese
dispuesto a esperar a que yo encontrara cuál es la mía.
—Es que sería distinto a lo que hemos hecho hasta ahora. No es solo
sexo o pasárselo bien un rato. Si nos acostumbramos a hacerlo, a la larga
podría tener… consecuencias.
—Misery. —Su voz es suave. Ligeramente divertida. Su mirada tiene un
brillo solemne—. Nosotros somos las consecuencias.
El problema es que esto no puede acabar bien. Ni siquiera sé con
seguridad si estoy preparada para exigirle a alguien amor y devoción
incondicionales, y Lowe ya tiene el corazón ocupado. Y considerar lo que
hay entre nosotros como algo más que la cercanía obligada de dos personas
unidas por culpa de un torbellino de maquinaciones políticas es una
insensatez.
Siempre ha habido algo o alguien más importante que yo, nunca he sido
más que un instrumento para alcanzar un fin, y lo tengo asumido. No le
guardo rencor a mi padre por considerar más importante el bienestar de los
vampiros que mi seguridad, ni a Owen porque lo eligiera como sucesor a él,
ni a Serena por valorar su libertad por encima de mi compañía. Puede que
jamás haya sido la prioridad de nadie, pero no soy tan insensata como para
pasarme la vida lamentándome.
Pero con Lowe la cosa cambia, porque él es distinto. Jamás me trata
como si fuera la segundona, pese a que sé que lo soy. Sé que acabaría
poniéndome celosa, sintiendo envidia. Codiciando lo que no puede darme.
El dolor de ser algo meramente secundario para él podría volverse
insoportable en un abrir y cerrar de ojos. Por no mencionar que si…,
cuando, joder, cuando encuentre a Serena, voy a tener que tomar ciertas
decisiones.
—Misery —dice pacientemente. Siempre desprende una mezcla de
paciencia e impaciencia a la vez. Me doy cuenta de que me ofrece la mano.
Está extendida, esperándome, y…
Esto no puede acabar bien. Y, sin embargo, creo que a lo mejor Lowe
tiene razón. Ni el uno ni el otro podemos evitar ya lo que hay entre
nosotros.
Sonrío. Su calidez está teñida de una intensa melancolía. Esto no va a
acabar bien, pero la mayoría de las cosas jamás acaban bien. ¿Por qué
privarnos entonces de lo que deseamos?
—¿Sí? —Le cojo la mano y percibo su sorpresa cuando deslizo los
dedos más allá de sus nudillos y los cierro en torno a su muñeca. Le agarro
la palma de la mano entre las mías y le doy la vuelta. Me gusta explorar la
carne que la conforma, llena de callos y cicatrices que salpican su áspera
piel.
Una mano grande, capaz e intrépida.
Me la llevo a los labios y la beso con suavidad. La recorro
cuidadosamente con los dientes, lo que provoca que se le cierren los ojos.
Farfulla unas cuantas palabras, pero soy incapaz de distinguirlas.
—Si lo hago —digo pegada a su piel—, mejor que no sea en el cuello.
—¿Por qué?
—Podría dejarte una marca. La gente se daría cuenta.
Abre los ojos de golpe.
—¿Crees que me importaría?
—No lo sé —miento. Dudo que a Lowe le importe lo que los demás
piensen de él.
—Puedes hacerme lo que quieras —dice, y me da la sensación de que no
solo se refiere a su sangre.
Le rozo la muñeca con los colmillos. Me provoco a mí misma tanto
como a él.
—¿Estás seguro? —Permanezco a unos milímetros de distancia,
preocupada porque no me guste tanto como la primera vez. Puede que haya
idealizado el recuerdo y su sabor sea idéntico al de todas las bolsas que he
tomado en la vida: aceptable, anodino.
—Por favor —ruega en voz baja, anhelante, y yo le hundo los dientes en
la vena.
La espera hasta que la sangre me alcanza la lengua se prolonga lo
suficiente como para que miles de civilizaciones se desmoronen. Entonces
su sabor me inunda la boca y a mí se me olvida cualquier cosa que no
seamos nosotros.
Mi cuerpo revive.
—Joder —murmura. Doy un fuerte tirón, sin dejar de beber, y me llevo
su brazo al pecho; él me aprieta contra la nevera. Me acerca los dientes al
cuello y me muerde con la suficiente fuerza como para dejarme una marca.
Parece actuar de forma instintiva, sumido en un estado de trance—. Lo
siento —dice con un jadeo y luego vuelve a succionarme el cuello, a
lamerme el punto donde me late el pulso. A marcarme—. Nada… —Me
coge las caderas mientras yo las restriego contra las suyas—. Nada en mi
puta vida me ha hecho sentir tan bien como tú.
Bebo una última vez y cierro la herida con la lengua. Tiene los ojos fijos
en mí, abiertos de par en par. Los ojos de un lobo. Contempla mis colmillos
como si se muriera de ganas de que volviera a clavárselos.
—¿En serio?
Asiente.
—Voy a… —Me besa con ansia, profundamente, saboreando el
suculento aroma de su sangre en mi lengua—. ¿Puedo…?
Me coge y me lleva escaleras arriba. Entierro el rostro en su cuello y,
cada vez que le mordisqueo las glándulas, noto cómo los brazos se le tensan
de placer.
La habitación de Lowe está a oscuras, pero la luz se filtra desde el
pasillo. Me deposita en medio de la cama, que está sin hacer, y retrocede al
instante para quitarse la camiseta. Me incorporo y miro a mi alrededor,
mientras asimilo que esto está sucediendo de verdad.
—Estuve sin cambiarlas la tira de tiempo —dice Lowe.
Contemplo admirada la belleza de su figura, la nervuda musculatura de
su cuerpo. Hallaría sustento en cualquier parte donde posara los colmillos.
Podría beber de uno de sus robustos bíceps, de la V de su abdomen, de la
colina de sus dorsales.
—¿Qué? —Estoy perdiendo el hilo. Dejándome palabras por el camino
—. ¿Sin cambiar el qué?
—Las sábanas.
—¿Por qué?
—Porque olían a ti.
—¿Cuándo…? Ah. —Cuando me colé en su cuarto—. Lo siento.
—Era un aroma tan dulce… No sabes la de guarradas que imaginé
mientras me pajeaba, Misery. —Me da la vuelta con suavidad y acabo
tumbada bocabajo contra el colchón. Noto cómo me baja las mallas hasta
los muslos. Mi camiseta toma la dirección contraria—. Y luego el olor se
desvaneció. —Se coloca encima de mí, a cada lado de mis piernas. Me
cierra las manos sobre las nalgas, un gesto a medio camino entre la caricia y
el apretón. A través de la áspera tela de sus vaqueros, noto cómo me
restriega la erección contra los muslos. Cuando vuelvo la cabeza, veo que
está trazándome los hoyuelos de la parte baja de la espalda con una
expresión de placer—. Aunque no las fantasías. —Desciende sobre mí y la
calidez que irradia su cuerpo es como un manto de hierro—. Con estas
cosas no puedo comportarme más que como lo que soy —me susurra
pegado al arco de mi oreja. Su voz desprende un atisbo de culpabilidad.
—¿Y qué eres?
—Un licántropo. —Me rodea la caja torácica, pero se detiene justo
debajo de mi pecho. Un recordatorio mudo de que podemos parar cuando
queramos—. Un alfa.
Ah.
—No querría otra versión de ti que no fuera esta.
—¿Puedo…? —Cierra los dientes con suavidad sobre mi hombro—. No
voy a hacerte daño ni tampoco sangre, pero ¿puedo…?
Asiento con la cabeza.
—Es lo justo.
Lanza un gruñido de agradecimiento y me lame la columna hasta llegar a
la nuca. Profiere efusivos murmullos de placer y alabanzas, y, pese a que no
lo entiendo del todo, me percato de que esto le encanta, de que para él es
algo importante, irresistible e incluso necesario. Su mano vuelve a
sujetarme las muñecas por encima de la cabeza, como si necesitara
cerciorarse de que estoy aquí y no me voy a marchar. Forcejeo un poco,
solo para comprobar su agarre.
—Pórtate bien. —Chasquea la lengua—. Estás bien, ¿verdad, Misery?
—Sí —digo de forma entrecortada.
—Bien. Muy bien. Estoy totalmente obsesionado con ellas. —Noto su
aliento caliente en la piel y me doy cuenta de que está hablando de mis
orejas—. ¿Las tienes sensibles?
—Creo que n…
Me muerde la punta y es como si me recorriera una corriente eléctrica.
—Ya veo que sí —dice arrastrando las palabras.
Aprieta la polla aún más contra mi culo y sus labios vuelven una y otra
vez a mi nuca, como si no pudiera evitarlo, como si fuera el centro de
gravedad de mi cuerpo. Me viene a la cabeza lo que pasó en el avión, lo
cerca que estuvo de perder el control cuando me tocó ahí por primera vez.
—¿Los licántropos tenéis una glándula ahí? —pregunto, las palabras
amortiguadas contra las sábanas. Jamás he estado tan mojada, que yo
recuerde. Si esto es lo más excitante que voy a experimentar en la vida, me
encantaría saber el motivo.
—Es complicado.
Me succiona la vértebra de la parte superior de la columna y yo profiero
un sonido gutural. Percibo cierto movimiento a mi espalda —se ha
desabrochado el cinturón y bajado la cremallera de los vaqueros— y, tras
oír el roce de la ropa durante unos segundos, noto cómo su polla me separa
las nalgas, abriéndose paso entre ellas. La tiene húmeda y caliente, y me la
restriega arriba y abajo en busca de fricción.
Lowe suelta un sonido incoherente.
—Un condón —digo entre jadeos. Los vampiros no se los ponen nunca,
pero a lo mejor los licántropos sí, ¿no?—. ¿Tienes alguno?
Me da un último mordisquito antes de girarme de nuevo.
—No.
Me quita las mallas con un brillo decidido en la mirada. Me contempla
con una expresión fascinada que se me antoja como la culminación de
muchas cosas que jamás me contará, y cuando se inclina para lamerme la
clavícula, noto lo dura que la tiene, las gotas que me humedecen el
estómago. El calor que irradia su piel aviva mi sed de sangre, que se
acumula de un modo confuso y precioso.
—¿Pero quieres que usemos algo? —pregunto.
—No hace falta —responde levantándome la camiseta. Esta vez me
muerde el costado del pecho. Traza círculos con la lengua alrededor de mi
pezón antes de darle un lametazo y, acto seguido, lo succiona, con la boca
húmeda e impetuosa.
—Para —me obligo a decir.
Él se echa de inmediato hacia atrás, apoyándose sobre las palmas de las
manos. Le cuesta un poco despegar la mirada de mi pecho.
—No tenemos que hacerlo —dice entre jadeos—. Si tú…
—Sí que quiero, pero… —Me apoyo sobre los codos. La camiseta se me
desliza hacia abajo y me cubre la curva superior de los pechos. Lowe
vuelve a desviar la mirada hacia abajo hasta que la aparta bruscamente y la
dirige a la ventana—. ¿Por qué no quieres usar anticonceptivos?
Si los licántropos y los humanos son capaces de reproducirse, no
podemos descartar nada.
—No es que… Podemos usarlos, si quieres, pero tú y yo no podemos
follar.
—¿No podemos?
—No de la forma habitual.
Me incorporo, me bajo la camiseta y él se echa hacia atrás y se sienta
sobre las rodillas. Nos miramos fijamente, con la respiración agitada, como
si estuviéramos en mitad de uno de esos duelos que se celebraban en la
época de la regencia.
—Igual deberíamos hablar del tema.
Su garganta sube y baja.
—No somos compatibles en ese sentido, Misery. —Lo dice como si lo
supiera a ciencia cierta y le hubiera dado muchas vueltas al asunto.
Enarco una ceja.
—Si Ana existe… —No lo veo tan descabellado.
—Es distinto.
—¿Por qué? ¿Porque soy vampira? —Bajo la mirada y veo que estoy
agarrándome el dobladillo de la camiseta extragrande que llevo como si
fuera una balsa salvavidas. Lo que hace falta aquí es algo de humor. Para
aligerar el ambiente—. Te juro que no tengo dientes en el chichi.
No esboza sonrisa alguna.
—El problema no es tuyo.
—Ah. —Espero a que prosiga. No lo hace—. ¿Y cuál es el problema?
—No quiero hacerte daño.
Le miro la entrepierna. Se ha vuelto a subir los calzoncillos. Está
empalmado; la habitación está a oscuras y no es que yo tenga visión de
rayos X ni nada, pero a mí me parece normal. Bien. Sí, da la impresión de
tenerla grande. Pero normal.
Me viene a la cabeza lo que me contó sobre Suiza. Lo de que las tres
especies convivían. Dijo que no se juntaba demasiado con vampiros, pero…
—¿Alguna vez has… con alguien humano?
Asiente.
—¿Y le hiciste daño?
—No.
—Entonces…
—Es distinto.
Estamos hablando de sexo, ¿verdad? ¿De coito con penetración? Este
obstáculo infranqueable del que habla debe de estar situado en algún punto
entre su hardware y el mío, pero desde un punto de vista estructural, él no
parece tener nada raro.
—Me crie con una humana. Mis órganos reproductivos no difieren
demasiado de los de los humanos a los que se les asigna género femenino al
nacer.
—No es porque seas vampira, Misery. —Traga saliva—. Sino porque
eres tú. Por lo que eso me provoca.
—No lo entien… —Me interrumpe con un beso arrollador que resulta
maravilloso y desesperado. Me coge la cara y me tira del labio inferior con
los dientes, y yo pierdo el hilo de la conversación.
—Vas a oler de esta manera —murmura pegado a mis labios—. Ya me
ha pasado una vez y ni siquiera estabas presente, joder. —¿Qué es lo que le
ha pasado?—. Y no seré capaz de contener las ganas de llegar hasta el final.
—No pasa nada. —Me río y poso la frente contra la suya—. Quiero que
llegues hasta el final, yo…
—Misery, somos de especies distintas.
Cierro los dedos alrededor de sus muñecas.
—Dijiste que… Dijiste que íbamos a hacerlo. Cuando estábamos en el
despacho de Emery. —Me ruborizo; me da muchísimo corte reconocer que
llevo días pensando en aquellas palabras.
—No, expresé un deseo. —Su garganta sube y baja—. Dije que te
follaría encantado, no que fuera a hacerlo.
Bajo la mirada.
—¿Pensabas decírmelo alguna vez? Que no podríamos hacerlo.
—Misery. —Sus ojos capturan los míos y yo sospecho que puede verlo
todo. Todo mi interior—. Lo que tú y yo hemos hecho también es sexo. Lo
que vamos a hacer. Todo es sexo. Y lo vamos a disfrutar muchísimo.
Le creo, de verdad que sí. Y sin embargo:
—¿Estás seguro? Que no podemos…
—Puedo enseñártelo si quieres.
Asiento con la cabeza. Vuelve a besarme, aunque esta vez con suavidad,
intentando tomarse las cosas con calma. Soy yo quien se aparta para
quitarse la camiseta.
—¿Has hecho algo de esto antes? —pregunta pegado a la curva de mi
cuello, y yo niego con la cabeza. Él jamás me juzgaría, pero quiero
explicárselo:
—No me parecía bien hacerlo con los humanos cuando yo estaba
mintiéndoles en todo. —Y jamás consideré hacerlo con ningún vampiro.
Siempre estuve sola, transitando la frontera entre ambos mundos. El hecho
de que me sienta más cómoda con un licántropo de lo que me he sentido
con nadie, con alguien con quien nunca debería haberme cruzado… Es algo
que no acaba de cuadrarme. O que me cuadra del todo.
—Bebe más —me ordena, empujándome contra la cama. Acabamos
tumbados de lado, cara a cara. No es una posición que asocie con sesiones
de sexo desenfrenado.
—Si lo hago, no podemos…
Me apoya una mano en la nuca y me acerca el rostro a su cuello.
—Sí que podemos.
Se quita los calzoncillos y solo noto su piel, caliente en contraste con la
mía; el vello áspero que le recubre los brazos y las piernas me resulta
vagamente extraño. Meto la espinilla entre sus rodillas y dejo que mi mano
vague, curiosa, por su cuerpo, impaciente por explorarlo. Es gloriosamente
distinto y, aunque no soy de las que le da importancia a la belleza, no puedo
dejar de pensar en lo mucho que me gusta: me gusta su aspecto, el tacto de
su piel, el hecho de que yo le guste a él. El ligero temblor de sus dedos
cuando me los posa en la cintura, los músculos de su cuerpo al tensarse con
paciente anticipación.
—Eres preciosa —murmura contra mi sien—. Siempre lo he pensado,
desde que te vi por primera vez en esa foto que me dieron. Durante la
ceremonia, te acercaste al altar por el pasillo y a mí me dio miedo mirarte.
Ni siquiera te había olido todavía y era incapaz de no quedarme
contemplándote fijamente.
Un pensamiento fugaz me cruza la mente, dulce y aterrador y muy poco
propio de mí: Ojalá fuera tu compañera. Sé perfectamente que no debo
decirlo en voz alta. Sé perfectamente que no debo ni pensarlo. En cambio,
noto cómo su enorme mano me envuelve la nuca:
—En serio, quiero que te alimentes de mí, Misery.
Hundir los dientes en él se está convirtiendo en algo cada vez más
natural y su sabor me parece maravilloso y familiar. No me permito pensar
en lo difícil que se me va a hacer volver a la sangre fría en bolsa. Me limito
a beber con ansia y gozo, y cuando oigo su intenso y prolongado gemido,
cuando me lleva la mano hasta su polla y me hace cogérsela, yo ardo en
deseos de complacerlo.
Está duro, pero también blando, y no tiene demasiadas exigencias. Guía
mi mano arriba y abajo un par de veces, pero aparte de eso, no me da
ninguna otra instrucción. Mi contacto parece serle suficiente, al igual que el
resto de mí.
—Voy a correrme enseguida —resopla.
Le suelto la vena con un sonido húmedo.
—No hace falta.
Se ríe, embistiéndome el puño.
—Es que no voy a poder evitarlo. —Me aprieta el puño,
proporcionándose a sí mismo la presión que anhela—. Y entonces te
enseñaré lo que me provocas.
Sea lo que sea que necesite, yo quiero lo mismo. Encaja uno de sus
muslos entre los míos y yo me froto contra él, algo avergonzada de los
ruidos rítmicos e indecentes que producen mis movimientos, avergonzada
del caos de fluidos que estoy dejándole encima. Pero me hace sentir muy
bien, demasiado bien para detenerme y lo bastante bien para olvidar la
vergüenza, y luego el deleite es aún mayor cuando me acaricia las tetas y se
desplaza hasta la parte baja de mi espalda para ladearme las caderas,
colocándome de forma que… Sí, ahí.
—Ahí —murmuro la palabra contra su cuello, entre sorbo y sorbo. No
siento ningún pudor, estoy mareada y feliz, y me restriego en busca de
placer como si Lowe me lo tuviera reservado: con la certeza de que va a
llegar sí o sí. Doy un último sorbo y entonces le pregunto:
—¿Te gusta?
Lowe me mira a los ojos, aunque sin ver nada, y el hecho de que parezca
estar demasiado aturdido como para hablar, el modo torpe y descoordinado
con el que asiente, es lo que me lleva al clímax.
Dejo escapar un gemido grave y sonoro y un orgasmo me recorre como
una oleada de calor. La respiración se me acelera, la vista se me nubla y
entonces me estremezco sobre el muslo de Lowe, retorciéndome como un
animal salvaje. Olvido lo que le estaba haciendo, el ritmo con el que se lo
hacía, las caricias lánguidas y sinuosas que le gustan. Pero, aun así, el
simple hecho de verme y oírme disfrutar parece llevarlo a él al límite.
Se aferra a mí con más fuerza. La polla se le endurece. Pega su boca a la
mía y masculla cosas obscenas e implorantes: las ganas que tenía de
hacerlo, lo preciosa que soy y cómo, a partir de ahora y hasta el día en que
se muera, siempre pensará en mí cada vez que haga esto. Noto la calidez de
su semen en los dedos, en el vientre. Los sonidos que brotan de su garganta
son propios de una criatura que vive entre la maleza del bosque, alguien que
ha perdido todo pensamiento racional.
Es maravilloso, pienso. No solo la sensación de placer, sino el
compartirla con otra persona, alguien que me importa y al que quizá quiero
un poco, tanto como me es posible. Y entonces sus palabras cambian. A
diferencia de mi orgasmo, que ha florecido hasta estallar y después se ha
desvanecido, el suyo se prolonga. Crece. Y Lowe se estremece y jadea y
gime antes de preguntarme:
—¿Quieres saber por qué?
Yo asiento, aún sin aliento. Posa la mano sobre la mía y la hace
descender por su polla hasta que llegamos a la base.
—Joder.
Tiene las mejillas encendidas y la cabeza inclinada hacia atrás. Al
principio no lo entiendo, pero entonces su piel suave cambia. Noto que algo
se hincha por debajo de mi palma. Lowe cierra la mano alrededor de la mía
y aprieta, envolviendo la protuberancia como si quisiera constreñirla,
contenerla. Esta crece aún más y los gemidos ahogados de Lowe se vuelven
más fuertes y…
—Misery.
Pronuncia mi nombre como si se tratara de una plegaria. Como si yo
fuera lo único que se interpone entre él y el paraíso. Y entonces entiendo lo
que quería decir.
Puede que, a nivel sexual, él y yo no seamos del todo compatibles.
CAPÍTULO 23
Ella lo hace reír, que no es poco.
C uando éramos pequeñas, a los once o tal vez a los doce años, Serena se
aburría algunas veces por tener que pasar las tardes sola haciendo los
deberes o viendo la tele, y como por aquella época aún no acababa de
entender lo distintas que eran nuestras fisiologías, se colaba en mi cuarto y
me despertaba cuando el sol todavía estaba demasiado alto. Era
increíblemente bruta y exhibía una contundencia sorprendente para lo
pequeño que era su cuerpo. Me agarraba del hombro y me zarandeaba con
la fuerza de una manada de rottweilers al coger su juguete favorito y dejarlo
hecho un amasijo de plástico lleno de babas.
Por eso sé que está aquí conmigo. Antes incluso de abrir los ojos. Los
vampiros no sueñan, de manera que todo este griterío debe de ser real. Y
tengo clarísimo que no hay ninguna otra persona en La Ciudad, ni en la faz
de la tierra, que sea tan puto…
—Pesada —digo.
O farfullo, más bien. Me cuesta mover la lengua: la tengo todavía
dormida y parece hecha de papel maché. Debería abrir los ojos o, por lo
menos, uno de ellos, pero parece que alguien me haya cosido los párpados a
las mejillas y luego me haya echado un chorro de pegamento encima.
Pensándolo bien, lo mejor sería ignorar todo esto y volver a dormirme.
—Misery. ¿Misery? Misery.
Suelto un gruñido.
—No… gritar.
Un resoplido.
—Pues entonces no… volver a dormirte, guarrapata.
Esa palabra me hace abrir los ojos. Estoy en otra puñetera cama donde,
de nuevo, no recuerdo haberme acostado. El reloj biológico se me ha
escacharrado y no sé si es de día o de noche. Muevo el cuello —ay— de
forma instintiva para comprobar si se filtra la luz del sol y descubro…
Que no hay ventanas. Estoy en un ático de madera, grande y
climatizado, con las paredes cubiertas de estanterías llenas de libros que
llegan hasta el techo. Veo un plato con restos de pasta sobre una mesita
auxiliar y un montoncito de latas de refresco y botellas de agua.
Tomo aire, dolorida, mientras noto cómo el efecto de las drogas se me va
pasando poquito a poquito. Aún no es de día, ni siquiera está a punto de
amanecer. Debo de haber estado inconsciente una o dos horas, lo que
significa que Mick no ha podido llevarme muy lejos. Mick —Mick. ¿Qué
cojones, Mick?— debe de haber optado por dejarme con…
Serena.
Estoy con Serena.
—Hostia puta —murmullo, intentando incorporarme. Me hacen falta dos
intentos y la ayuda de mi amiga para lograr colocarme en una posición un
poco menos horizontal—. Hostia puta.
—Hombre, hola. Cuánto me alegro de que mi amiga favorita haya
decidido darse un garbeo por mi humilde morada.
—Soy tu única amiga —suelto, preguntándome si el cerebro me está
jugando una mala pasada. Los vampiros no soñamos, pero sí tenemos
alucinaciones.
—Cierto, pero tampoco hace falta restregármelo.
—He... —Me lamo los labios. Debo ponerle remedio a lo de la boca
seca. ¿Por eso los humanos y los licántropos andan siempre bebiendo agua?
—. ¿Qué coño pasa?
—¿Te arrearon un porrazo? No te he visto ningún chichón.
—Me han drogado. Mick me ha drogado.
—¿Mick es el licántropo que ha dejado aquí tirado tu cuerpo exánime
como si fuera un saco de patatas y me ha traído unos espaguetis en lata?
—¡De exánime nada!
—No me dirás que los vampiros no parecéis fiambres siempre.
—Joder… Serena, ¿sabes cuánto tiempo llevo buscándote?
Me lanza una sonrisa compasiva.
—No, pero si tuviera que adivinarlo, diría que… —Se da unos
golpecitos en la barbilla—. ¿Tres meses, dos semanas y cuatro días?
—¿Cómo…?
Señala detrás de ella. Ha ido haciendo muescas en un lado de la
estantería, contabilizando los días de cinco en cinco.
—La hostia —susurro. Hay mogollón de marcas. Es la manifestación
física de todo el tiempo que Serena ha estado desaparecida y…
Ni me lo pienso: me levanto de la cama como puedo y le doy un abrazo.
Apenas soy capaz de alzar los brazos, y no creo que ella esté demasiado
cómoda, pero me devuelve el abrazo con ganas.
—¿Acabas de tocarme por iniciativa propia? ¿Qué ocurre? ¿Has
empezado a ir al psicólogo mientras yo no estaba?
—Te he echado de menos —le digo pegada a su pelo—. No sabía dónde
estabas. Te he buscado por todas partes y…
—Estaba aquí. —Me da unas palmaditas en la espalda y me aprieta más
fuerte.
—¿Y dónde coño es aquí? —Me echo hacia atrás y la observo. Lleva
unos vaqueros que le están demasiado grandes y una camisa que nunca le
he visto puesta. Su cuerpo luce tan blandito y curvilíneo como siempre,
pero, la última vez que la vi, llevaba flequillo y un corte recto justo por
debajo de la barbilla. Ahora el pelo le ha crecido y tiene una forma
totalmente distinta—. Tienes buen aspecto.
Enarca una ceja.
—Es un poco raro decir eso justo cuando estamos intercambiando
información vital en mitad de un secuestro.
—¡Te estaba haciendo un cumplido, leches!
—Vale. Gracias. Siempre he tenido complejo con mi frente, ya lo sabes,
aunque igual eran neuras mías. Lo mismo dejo de recortármelo cada mes
y…
—Guay, ahora calla. ¿Dónde estamos?
Pone los ojos en blanco.
—Ni idea. Y créeme que he intentado averiguarlo, pero no hay ninguna
ventana y la habitación está insonorizada. Por los ruidos de las tuberías del
baño, diría que debe de haber cuatro o cinco pisos por debajo. Los guardias
que vienen a traerme la comida procuran no acercarse demasiado para que
no los vea y no averigüe de qué especie son, pero ahora que sabemos que tu
amiguito Mick está implicado, supongo que estamos en territorio
licántropo. Aunque eso tampoco nos dice gran cosa.
Emery. Tiene que ser cosa suya. Y Mick debe de haber estado
ayudándola todo este tiempo. Al fin y al cabo, era uno de los segundos de
Roscoe.
Me pellizco la frente.
—¿Por qué te has metido en esta movida con los licántropos?
—¡Excelente pregunta! ¿Quieres la respuesta corta o la larga? He tenido
mogollón de tiempo libre los últimos meses para preparar ambas versiones.
—¿Te han hecho daño? ¿Te han torturado o interrogado o…?
Niega con la cabeza.
—Si no tenemos en cuenta la constante violación de mis derechos
humanos, me tratan bastante bien. Pero jamás me han sacado de aquí, y
mira que lo he intentado. He fingido estar mala, me he puesto farruca… y
nada. Los guardias son gilipollas integrales y se niegan a hablar conmigo.
—¿Cómo te trajeron?
—Lo último que recuerdo es que iba por la calle de camino a tu casa,
después de salir del trabajo, y de pronto, pam, estaba aquí.
Le echo un vistazo al ático.
—¿Y qué haces durante todo el día?
—Aprovecho para dormir. Repaso mis decisiones vitales. Me machaco
por ellas… Pero sobre todo leo. —Señala las estanterías—. Aunque la
mayoría son clásicos. Me he leído ya como tres novelas de Dickens.
—Qué horror.
—Y también El guardián entre el centeno.
—Cielo santo.
—Y toda una saga de misterio que ni siquiera me gusta. —Se encoge de
hombros—. Bueno, ¿quieres que te cuente por qué creo que han secuestrado
a la menda lerenda y así tú me sueltas un: «te lo dije»?
La irritación me proporciona el impulso suficiente para incorporarme
por fin.
—No, porque no te dije nada.
—Ah. —Asiente, perpleja—. Vaya sorpresa, por una vez no…
—No pude decirte nada porque no me contaste en qué estabas
trabajando ni la mierda que te traías entre manos.
Frunce el ceño.
—Vale. Bueno, al menos déjame explicarte…
—Ya estoy al tanto.
—No sé qué estarás pensando, pero no es eso. En realidad…
—Estabas investigando a los licántropos o a Thomas Jalakas o algún
delito fiscal o algo así. Descubriste que Liliana Moreland es medio humana
y medio licántropa, que seguramente no haya nadie más como ella, y
entonces te secuestraron.
Serena me mira asombrada.
—¿Cómo lo…?
—Tu gato estaba… Encontré el mensaje en clave que dejaste en tu
agenda y… —Me masajeo la sien—. Te lo digo de corazón, créeme que sé
muchas más cosas de las que me gustaría. Lowe me dijo…
—¿Quién es Lowe?
Se me encoge el corazón. Ahuyento el recuerdo y el dolor de un
plumazo.
—El licántropo alfa. Mi marido.
—Mira, me la sopla. Dime cómo… —Se interrumpe de pronto. Me mira
perpleja. Parpadea unas cuantas veces—. ¿Acabas de decir…?
Suspiro.
—Sí.
—Misery.
—Ya lo sé.
—En serio.
—Que ya.
—¿Desaparezco tres meses y ahora de repente me vienes con que estás
casada con un licántropo alfa? Si de normal tú nunca tenías nada que
contar…
—Sí.
—Madre de Dios.
—Técnicamente es culpa tuya.
—¿Perdona?
—¿Crees que me he casado porque me dio por abrirme una app de
ligoteo y me eché un noviete licántropo? Te he estado buscando desde el
primer día. De todas las formas posibles. Por eso terminé casada con el
hermano de la inocente chiquilla medio licántropa de la que estabas
dispuesta a aprovecharte y ahora estamos aquí metidas, y me juego todos
mis cachivaches de hackeo a que Emery está detrás del secuestro y a que
Mick lleva trabajando para ella desde el principio; me juego… ¿Sabes qué?
Me juego lo que quieras a que sabe que Ana es un híbrido y quiere
asegurarse de que no se convierte en un símbolo de unión entre licántropos
y humanos, y como tú has estado metiendo las narices, ha dado contigo y,
madre mía, Serena, no sabes lo mucho que me estaba costando encontrarte,
joder. —Me sale todo de golpe y apenas tengo tiempo de moderar el tono,
pero me arrepiento al instante, cuando veo que Serena se lleva la mano a los
labios agrietados. Se ha mordido las uñas a ras de piel: una costumbre que
se quitó hace años.
—Es que… —Traga saliva—. No estaba segura.
—¿De qué?
—De que estuvieras buscándome. Discutimos y… —La voz se le
quiebra un poco—. Dije algunas cosas de las que me arrepiento y pensaba
que a lo mejor ya no querías saber nada más de mí.
Me la quedo mirando un instante, sin saber qué decir. ¿A lo mejor algún
bicho se ha merendado su cerebro?
—Tía, esa opción ni siquiera se me había pasado por la cabeza.
Deja escapar una ligera risa, un poco más temblorosa que de costumbre.
—Es que aquí he tenido mucho tiempo para pensar en lo que dije.
Me paso la lengua por la boca. No solo la tengo sequísima, sino que
también noto un sabor muy amargo.
—Pues igual que yo ahí fuera.
Nos miramos la una a la otra. Si fuéramos mejores personas y
estuviéramos menos jodidas de la cabeza, seguramente seríamos capaces de
decir alguna cosa tipo Te quiero o Cuánto me alegro de volver a verte o
algo un poco más macabro como Menos mal que no estás muerta, hostia.
Pero las dos nos quedamos calladas porque es lo que siempre hacemos.
Ambas somos conscientes de lo que no decimos porque así es como
somos.
Serena es la primera en carraspear.
—¿Dejamos el asunto archivado por ahora? —pregunta—. Cuando
salgamos podemos cortarnos las uñas la una a la otra o algo.
—Excelente sugerencia. Centrémonos en lo que vamos a hacer ahora.
Toma aire para darse fuerzas.
—De hecho, he estado tramando un plan.
—A ver, dispara.
—Consiste en quedarnos aquí y comenzar una vida nueva. Hacernos
viejas. Sufrir cataratas.
Sonrío.
—Tus planes han sido siempre una mierda.
Ella se ríe y yo me río, y seguimos riéndonos hasta que nuestras
carcajadas se parecen más a un ataque de histeria que otra cosa, y joder,
cuánto echaba de menos esto.
—Otro plan —dice secándose los ojos y bajando la voz— que se me ha
ocurrido en los últimos tres minutos es llamar al guardia de la puerta para
que puedas subyugarlo con tu magia vampírica y obligarlo a que nos deje
marchar.
Frunzo el ceño.
—Sabes que no puedo subyugar a la persona si no estoy tocándola.
—Misery, corazón…
—¿Qué?
—Dudo que haya alternativa.
—Podríamos luchar. Somos dos y hemos dado clases de defensa
personal…
—Aquí no van a entrar. Me lo pasan todo a través de la ranura. —Señala
el panel cuadrado de la puerta—. Aunque ahora que estás conmigo, a lo
mejor podemos engañarlos. Podría distraer al guardia el tiempo suficiente
para que lo pilles.
Niego con la cabeza. Plenamente consciente de que no voy a decirle que
no.
—Esto podría salir fatal.
—Pero a ti no te harían nada —señala—. No solo eres la hija de un
consejero vampírico, sino también la mujer de un licántropo alfa. —Se
pellizca la nariz—. A diferencia de mí, eres una rehén muy valiosa a la hora
de negociar, y esa tal Emery debe de estar al tanto. Si acaso, la que pagará
el pato seré yo, lo cual…
—También es inaceptable.
Se muerde el interior de la mejilla.
—Me encantaría salir de aquí y pasar más tiempo con Sylvester.
—¿Quién es Sylvester?
—Mi gato.
—Ah. —Desvío la mirada con un aire de culpabilidad—. Pues verás…
—Te juro por Dios que como me digas que has dejado que mi gato se
muera de hambre o se atragante con algún cordel o se lo coma un
mapache…
—Para nada, aunque se lo hubiera merecido. No obstante, ahora se llama
Chispitas y se ha encariñado mucho con Liliana Moreland. O viceversa. —
Ignoro su mirada fulminante—. El mundo está lleno de gatos y Chispitas es
un ejemplar bastante mediocre, así que ya te pillaré otro si alguna vez…
Alguien llama a la puerta y ambas nos sobresaltamos.
—¿Sí? —exclama Serena. Me aparta a un lado, pese a que la puerta y la
ranura de la comida permanecen cerradas.
—Traigo una… bolsa de sangre. Para la vampira.
—¿Quién es ese? —pregunto.
—Bob.
Ladeo la cabeza.
—¿Quién narices es Bob?
—Es el nombre que les he puesto a los guardias. Todos se llaman Bob.
—Y luego, subiendo la voz—: Misery no se encuentra bien —grita. Lo cual
es cierto; me encuentro hecha polvo—. ¡No sé qué le han dado, pero parece
a punto de palmarla!
¿Qué cojones?, digo moviendo la boca pero sin emitir ningún ruido.
Ahora mismo no puedo lidiar con uno de los planes de Serena.
—No me pagan lo suficiente para que sea asunto mío. Y tampoco puedo
hacer nada por una sanguijuela…
—Oye, que es un pez gordo de la sociedad vampírica. No sé quién será
tu jefe, pero ¿crees que le hará gracia si la diña estando tú de guardia?
Se oyen un par de juramentos que apenas soy capaz de distinguir, y a
continuación se abre la ranura.
—¿Qué pasa?
Miro a Serena, perpleja. Lo único que hace es hacerme señas con
disimulo, intentando, probablemente, transmitirme su plan de forma
telepática. Arrugo la cara como una pasa, con la esperanza de encogerme
hasta desaparecer. Como no funciona, no me queda más remedio que
acercarme a la puerta a regañadientes.
La abertura se encuentra a la altura de la cabeza, pero debido a la forma
en que el ático está construido, la vista que tiene Bob del interior es
limitada.
—Me pasa algo en… el ojo —le digo cuando nos encontramos cara a
cara. Es un licántropo y, además, bastante más joven de lo que hubiera
creído. Demasiado joven para andar haciendo estas mierdas, igual que Max.
Que te jodan, Emery, y que te jodan a ti también, Mick.
Murmura no sé qué sobre sanguijuelas que le dan el coñazo y pregunta:
—¿El qué?
—Esto, mira. —Sorbo por la nariz y profiero una serie de ruiditos
dramáticos. A mi derecha, sin que Bob la vea, Serena me hace un gesto con
el pulgar hacia arriba. La compinche más inútil del mundo—. ¿Lo ves?
—No veo nada. —Se acerca un poco, pero es lo bastante listo como para
no inclinar la cabeza hacia la puerta. Una lástima, porque me habría
encantado darle una hostia. Aunque, por otro lado, yo me habría quedado a
gusto, pero seguiríamos encerradas—. Es un ojo violeta normal y corriente.
¿Qué se supone que tengo que ver?
—Debe de ser una reacción a lo que sea que me hayan inyectado. Tienes
que avisar a un médico —digo. Aunque tal vez de forma demasiado
monótona, porque Serena me está haciendo unas señas que solo pueden
significar: Ponte más dramática—. Podría morirme.
—¿De qué?
—De esto, ¿no lo ves? —Me señalo la parte inferior del ojo derecho y él
contempla con atención, intentando encontrar algo raro. Cuando mis
músculos intraoculares comienzan a agitarse para subyugarlo, yo me
esfuerzo todo lo posible para hacerme con él cuanto antes.
Durante un instante, la cosa funciona. Me aferro justo por debajo de la
superficie, y es obvio, por la mirada vacía y la boca entreabierta de Bob,
que está confundido. Creo que lo tengo. Lo tengo, lo tengo, lo tengo.
Pero entonces frunce el ceño y se echa hacia atrás, y yo me doy cuenta
de que he fracasado.
Estrepitosamente.
—¿Acabas…? —Parpadea dos veces y entonces cae en la cuenta de lo
que acaba de pasar—. ¿Acabas de intentar subyugarme? ¡Puta sanguijuela!
Tiene un cabreo de tres pares… Está tan enfadado que mete la mano a
través de la ranura e intenta agarrarme la garganta. Y entonces Serena me
recuerda una cosa.
Que siempre ha sido la puta ama.
Se mueve con más rapidez de la que cabría esperar para una humana, le
agarra la muñeca a Bob y se la retuerce en un ángulo imposible. Bob
profiere un grito y trata de retroceder, pero mi intento chapucero de
subyugación debe de haberlo afectado de algún modo, porque, a pesar de su
fuerza de licántropo, parece no ser capaz de zafarse de Serena.
—Abre la puerta —ordena Serena.
—Y una mierda.
Ella le retuerce más la muñeca. Él chilla.
—Abre la puerta o te haré esto… —Le rompe el pulgar. Oigo cómo se le
sale del sitio y es asqueroso—… en todos los dedos.
Tiene que romperle dos dedos más, pero al final Bob abre la puerta. Pese
a lo fuerte que es, se nota que no cuenta con adiestramiento de combate,
porque no nos cuesta nada meterlo en el ático y salir nosotras. Ambas
estamos magulladas y sin aliento, pero, en cuanto atrancamos la puerta, me
vuelvo hacia Serena para asegurarme de que está bien y me la veo
llevándose la mano a la boca y dando saltitos.
Puede que sea la puta ama, pero también es increíblemente payasa. Dios,
estoy tan contenta y aliviada que el corazón me da un vuelco. Serena está
aquí conmigo. Está bien. Y pese al tiempo que llevamos sin vernos, sigue
siendo ella al cien por cien.
—Ya te he dicho que no podía hacerlo sin tocarlo —digo. Bob nos grita
que lo dejemos salir y Serena le echa una mirada culpable a la puerta—.
¿En serio?
—A ver, sé que es un capullo, pero una vez me coló de extranjis unas
natillas.
—Es como si hubieras estado viviendo en un geriátrico, me muero de
ganas de que me cuentes todos los detalles.
Hace una mueca.
—Vamos. Creo que no llevaba el móvil encima, pero igual me equivoco.
Echamos a correr hacia el final del pasillo, pero nos topamos con otra
puerta cerrada.
—Esta no parece muy resistente. Yo creo que, si ambas la golpeamos a
la vez, podremos echarla abajo. A la de tres, ¿vale?
Serena me mira desconcertada y, a continuación, da un paso hacia
delante, coge el picaporte y lo gira.
La puerta se abre.
—¿Cómo sabías…?
—No lo sabía. Pero he hecho una cosa que se llama «comprobar si la
puerta está cerrada o no». La próxima vez ya sabes.
Carraspeo y la rozo al pasar por su lado. La he echado tanto de menos
que se me encoge el pecho.
—Me habría encantado ver cómo te abrías paso a hostias, pero… —Se
interrumpe y se detiene de golpe. Yo hago lo mismo. Ambas nos hemos
quedado inmóviles porque…
No me equivocaba al decir que la celda de Serena se encontraba en un
ático, pero el edificio es mucho más alto de lo que creíamos. Hay por lo
menos veinte pisos por debajo. Se trata de un rascacielos, uno que me
resulta muy familiar.
Porque crecí en él.
—¿Estamos en el Nido? —murmura Serena. Solo ha estado una vez,
pero es un lugar demasiado característico como para olvidarlo.
Asiento lentamente. Al darme la vuelta, me percato de que la puerta por
donde acabamos de salir está pintada del mismo color que la pared. Un
camuflaje casi perfecto.
—No lo pillo.
—Bob era un licántropo, ¿no? No me he confundido, ¿verdad?
Niego con la cabeza. El corazón de Bob latía mucho más rápido que el
de un humano y, desde luego, no era un vampiro.
—Así que los guardias y ese tal Mick que te trajo aquí son licántropos,
pero estamos en territorio vampiro. ¿Cómo es posible?
—No lo sé.
Serena se sacude.
—Ya lo averiguaremos después. Tenemos que salir cagando leches antes
de que alguien nos descubra.
Asiento y empiezo a bajar las escaleras. A mitad del primer tramo,
Serena me coge la mano. Cuando llegamos al final, entrelazo los dedos con
los suyos. No tengo ni idea de lo que pasa, pero Serena está conmigo y todo
saldrá bien si…
—Alto —dice una voz a nuestra espalda. Una que conozco a la
perfección.
Un escalofrío de miedo me trepa por la nuca. Al girarme sobre mis
talones, me encuentro a Vania sonriéndome.
—Voy a tener que pedirte que me acompañes, Misery. Una última vez.
CAPÍTULO 28
No creía que pudiera quererla más, pero ella nunca deja de
sorprenderlo.
H ay una cosa que voy a estar echándome en cara hasta el día en que me
muera, hasta el día en que desaparezca y no sea más que polvo: que
durante todas las semanas que conviví con los licántropos, jamás se me
ocurrió preguntarme qué pasaba con su ropa cuando adoptaban forma de
lobo.
Hay que ver lo cazurra que soy.
Y tras los acontecimientos de la noche más aterradora de mi vida,
sentada en las escaleras del Nido mientras Gabi me cura el corte que me ha
hecho mi padre en la clavícula, soy incapaz de dejar estar el tema.
—¿Creías que la ropa se transformaba también por arte de magia? —
Alex se apoya en la barandilla. La única razón por la que sigue aquí es para
tomarme el pelo. O puede que su interés sea genuino; a saber. Lo que está
claro es que echo de menos la época en que mi presencia lo acojonaba—.
¿Pensabas que al final aparecía un lobo vestido con un chalequito y una
pajarita? ¿En serio?
—Yo qué sé lo que creía. Pero es que ha sido muy fuerte ver a Serena
clavarle los dientes a Vania en la garganta mientras una camiseta rosa le
colgaba hecha jirones del cuello. —Me froto la cara con las manos,
intentando olvidar las últimas dos horas. Cuando vuelvo a levantar la vista,
veo que Ludwig, Cal y unos cuantos segundos más han salido del despacho
de mi padre. Se detienen frente a nosotros y…
Todos sabemos que estaban interrogando a Mick. Me pregunto si aún
parece que el Áster haya tenido lugar ahí dentro, con las paredes recubiertas
de salpicaduras de sangre púrpura y verde. La más horripilante de las flores
pintada a dedo por el niño más macabro del mundo.
—¿Sigue dale que te pego con lo de la ropa? —pregunta Ludwig.
Alex asiente con un profundo suspiro. Gabi reprime una sonrisa.
—Me gustaría saber qué puñetas pensaba que le pasaba a la ropa —
farfulla Cal.
—No pensaba nada —digo a la defensiva.
—Eso está claro —murmura Alex.
—¿No debería intimidarte mi presencia? ¿Y qué haces aquí, a todo esto?
No creo que jamás haya habido tantos licántropos en territorio vampiro.
—Lowe pensó que la ayuda de un experto en informática podría venirle
bien y, francamente, ya no intimidas ni a las moscas.
—Aún puedo dejarte seco, friki.
Owen llega e interrumpe nuestro intercambio de pullas.
—¿Han acabado de curarte eso, Misery? Tengo que hablar contigo un
momento.
Lo sigo en silencio escaleras abajo tras lanzarle una última mirada
asesina a Alex. Owen ha acabado algo vapuleado durante la pelea: el ojo
morado ha sido cortesía de Vania, o tal vez del guardia de pelo cobrizo que
llegó con él. Por su forma de moverse, diría que también tiene el costado
derecho magullado. Cuando llegamos a un pasillo oscuro y los demás no
pueden oírnos, le pregunto en voz baja:
—¿Estás bien?
—Eso debería preguntártelo yo a ti.
Medito la respuesta.
—Me sentiría mejor si pudiera hablar con Serena.
—Está con la chica. La pelirroja.
—Juno. Ya lo sé.
—Por lo visto aún no le tiene pillado el tranquillo a lo de transformarse
en un lobazo y luego volver a su forma humana; le cuesta un poco controlar
sus… yo qué sé, joder, impulsos lobunos. La pelirroja se la ha llevado a
correr un rato para…
—Ya lo sé —repito—. Y no se dice «transformarse».
—¿A qué te refieres?
—Los licántropos prefieren la expresión «cambiar de forma».
Me lanza una mirada de espanto, como si yo fuera la típica empollona de
clase sabelotodo, y, a continuación, se detiene frente a una puerta cerrada.
—He visto la cara que has puesto cuando he entrado en el despacho.
Creías que iba a joderte viva, ¿verdad?
Resisto la tentación de apartar la mirada.
—Bueno, es que has entrado con mi marido atado.
—Ha sido idea suya. Lo he llamado una hora después de que os
marcharais. Por fin hemos conseguido las imágenes del allanamiento del
piso de Serena.
Así que por eso Lowe se ha marchado después de que nosotros… Mejor
no pensar en eso.
—A ver si lo adivino: fue Mick.
Asiente.
—Le he enseñado a Lowe las grabaciones y lo ha reconocido de
inmediato. Misery, se ha puesto de los putos nervios.
—Sí, Mick y Lowe se conocen desde hace mucho…
—No, se ha puesto de los nervios porque sabía que tú estabas con Mick.
Creía que tu maridito era un tío bastante atemperado, pero resulta que da un
miedo de la hostia.
No me molesto en negarlo.
—¿Y qué habéis hecho?
—Los licántropos seguían vigilando al gobernador para ver cuál iba a
ser su siguiente paso, y lo que ha hecho ha sido llamar a papá. En ese
momento, hemos comprendido que los dos se traían algo entre manos y que
Mick los estaba ayudando. Lowe me ha dicho que llamara a papá y le
contara una trola, que le dijera que, después de que Mick y tú
desaparecierais, me había llamado para que lo ayudara a buscarte, y que, en
vez de eso, lo había capturado. Y ya has visto el resto. —Me mira con los
ojos entornados—. Como ya he dicho, ha sido idea suya.
—No he dicho nada…
—No te la voy a jugar, Misery.
Asiento, sintiéndome casi unida a mi mellizo. Es un sentimiento que
había olvidado hace ya tiempo, pero que me resulta familiar.
—Ni yo a ti.
—Estupendo. —Señala la puerta—. ¿Lista?
No me dice quién está dentro, pero yo ya lo sé.
Lowe solo lleva puestos un par de vaqueros que debe de haberse
encontrado por ahí. Se vuelve hacia nosotros cuando entramos, pero
permanece apoyado en la pared, con actitud paciente. A unos metros de
distancia, veo a un vampiro atado a una silla.
Mi padre.
Está cubierto de sangre, púrpura en su mayoría, aunque, bueno, yo
también. Y Owen, y todos los que estaban en el despacho mientras tenía
lugar la carnicería. Cuando Alex ha aparecido, lo primero que me ha
preguntado ha sido si ver toda esa sangre me había abierto el apetito. En
cuanto volvamos a territorio licántropo, pienso pasar una tortita por el
interior del váter y preguntarle lo mismo.
Si es que vuelvo alguna vez con los licántropos.
Los ojos de Lowe y los míos se cruzan durante un instante efímero y
eterno al mismo tiempo. Este resulta demasiado explosivo como para no
apartar la vista de inmediato.
—¿Estás bien? —pregunta.
No.
—Sí. ¿Y tú?
—Sí. —Este sí significa en realidad que no, pero por ahora lo dejaremos
estar.
Mi padre tiene los ojos vendados, supongo que para evitar que acabe
subyugando a cualquier incauto que pueda entrar de pronto. Los auriculares
que lleva puestos deben de tener cancelación de sonido, pero el olor de la
sangre y los latidos le indican exactamente quién se encuentra en la
habitación. Sus guardias son historia y ya no ostenta ningún poder. Por
primera vez en su vida, se encuentra indefenso. Cierro los ojos y aguardo a
que algún sentimiento, del tipo que sea, me sacuda.
No ocurre nada.
—¿Puedo? —pregunta Owen con cordialidad, señalando a mi padre.
Lowe asiente, observándolo con calma mientras le quita la venda y los
auriculares. Se agacha y se sienta de cuclillas. Es la primera vez que
presencio una interacción entre ambos como esta: mi hermano siendo la
parte proactiva y dinámica mientras mi padre se encuentra sometido e
inmóvil. Debilitado. Derrotado.
Se miran el uno al otro. Es mi padre quien finalmente rompe el silencio
y dice:
—Quiero que sepáis que volvería a hacerlo. —Su voz suena demasiado
firme para mi gusto, desprende una tranquilidad casi obscena. Desearía
verlo suplicar clemencia, verlo poner en duda su absurda rectitud moral y el
valor de sus ridículas convicciones. Desearía que sufriera, aunque solo
fuera un poco, aunque solo fuera al final. Desearía que recibiera su
merecido por todo lo que ha hecho.
Y entonces ya no me hace falta desearlo, porque, tras asentir de forma
reflexiva, Owen esboza una sonrisa de oreja a oreja.
—Me parece estupendo. Lo que yo quiero que sepas tú —promete con
voz grave y clara— es que cuando ocupe tu lugar en el consejo, me
aseguraré de deshacer todas las putas mierdas que has llevado a cabo
durante las últimas décadas. Pienso establecer alianzas con los licántropos y
con los humanos que no solo nos beneficien a nosotros. Haré todo lo que
esté en mi mano para fomentar treguas entre ellos, y, cuando no haya más
conflictos en la región y la influencia de los vampiros sea prácticamente
nula, cogeré tus putas cenizas y las esparciré por donde antes se
encontraban las fronteras entre territorios, para que los licántropos, los
humanos y los vampiros pasen por encima sin ser conscientes siquiera,
papi. —Vuelve a esbozar otra sonrisa, feroz y aterradora.
Vaya tela. Mi hermano es… Vaya tela.
—Misery, ¿quieres decirle algo a este cacho mierda antes de que deje de
poder oírte?
Abro la boca. Luego me lo pienso mejor y la cierro.
¿Qué voy a decirle? ¿Qué podría decirle que lo hiriese una milésima
parte siquiera de lo que nos ha herido él a mí y a mis seres queridos? Puede
que solo:
—Nah.
Owen suelta una risita y una expresión tierna y divertida a la vez cruza el
rostro de Lowe. Por desgracia, mi padre no se pone a patalear ni a echar
espuma por la boca ni pierde la compostura lo más mínimo, pero nuestros
ojos se cruzan un instante antes de que vuelvan a ponerle la venda. Su
mirada desprende cierta derrota y me digo a mí misma que a lo mejor lo
sabe: que, mientras pueda, procuraré no dedicarle ni un solo pensamiento.
—¿Qué quieres que haga con él? —pregunta Lowe en cuanto mi padre
ya no puede oírnos. Sus palabras deberían ir dirigidas a Owen, pero me está
mirando a mí. Puede que ahora mismo esté hablando no como líder de los
suyos, sino como un licántropo que se dirige a su…
Agacho la cabeza. No. Ni siquiera voy a pensar en esa palabra. Esta
noche ya se le ha dado bastante uso.
—¿Qué pasaría si lo dejáramos vivo? Es más, ¿qué pasaría si nos lo
cargáramos? ¿Habría consecuencias?
—No existe ningún organismo oficial que regule las relaciones entre los
licántropos y los vampiros. Sí —añade Lowe—, supongo que
correspondería al consejo vampírico tomar represalias… contra tu padre o
contra cualquiera que lo ejecutase. Quienquiera que ocupe su cargo tendrá
voz y voto en el asunto, desde luego.
—Owen, entonces.
Ambos intercambian una mirada. Y tras un instante de vacilación, Lowe
dice:
—O tú.
Owen asiente y yo me quedo a cuadros. Y entonces los dos se me
quedan mirando expectantes.
—¿En serio creéis que quiero formar parte del consejo?
Lowe guarda silencio. Owen se encoge de hombros.
—No lo sé. ¿Quieres?
Se me escapa una carcajada.
—¿De qué va todo esto?
—Nuestro padre decidió nombrarme sucesor hace décadas. —Owen
parece muy serio—. Creo que deberíamos dejar de hacer todo lo que él
dice.
—¿Me estás diciendo que si quiero el cargo me lo cederás?
—Pues… —Se envuelve los colmillos con los labios—. No me haría
mucha gracia. Y ya te digo yo que a los nuestros no les gustaría ni un pelo.
Pero no les quedaría más remedio que reconocer que has hecho más por los
vampiros que cualquiera de ellos y, con el tiempo, se harían a la idea.
No sabía que Owen pudiera ser tan sensato. Me quedo tan descolocada
que reflexiono un momento y me permito considerar la idea de un mundo
donde pudiera sentirme realmente en casa entre los vampiros, aunque solo
fuera porque la que dirigiría el cotarro sería yo. No estaría sola, no se me
consideraría una paria, no tendría que lidiar con la sensación constante de
que no encajo. Es una idea que…
Me atrae entre poco y nada. En serio, que les den a los vampiros.
—Lo que has dicho antes sobre lo de colaborar con los licántropos y los
humanos… —le pregunto a Owen—. Hablabas en serio, ¿verdad? No lo has
dicho solo para joder a nuestro padre, ¿no?
—Pues claro. —Owen frunce el ceño, ofendido—. Lowe y yo somos
prácticamente besties.
El gesto perplejo de Lowe no transmite precisamente dicho sentimiento.
Owen resopla.
—Gracias por el voto de confianza. Me anima una barbaridad saber que
el licántropo alfa y su mujer creen que sería un líder cojonudo. Y eso sin
mencionar que la mujer en cuestión es además mi puñetera hermana. No
podría tener una red de apoyo mejor. Capullos.
Sonrío. Lowe estira los labios también. Nuestras miradas se encuentran y
la sensación que me invade es aún más amenazadora que antes, una
peligrosa tormenta que se aproxima por el horizonte, como una corriente
que se desliza por mi columna y un chaparrón tras una sequía.
Esto que bulle entre nosotros resulta aterrador. Debo atajarlo.
—¿Puedo…? Tengo algunas preguntas —me apresuro a decir—. ¿Dónde
está el hijo de Mick?
—Owen y yo hemos mandado a varias personas a buscarlo —responde
Lowe. Se pasa la mano por la nuca con expresión apenada.
—¿Y Mick? ¿Qué va a pasar con él?
Su semblante se torna serio.
—Ya te avisaré cuando lo decida.
—¿Y Ana? Mi padre…
—… no descubrió dónde estaba. Se encuentra a salvo.
Una oleada de alivio me inunda.
—Menos mal.
—Volverá a casa en cuanto resolvamos la situación. ¿Quieres saber algo
más?
Aprieto los labios, deseando que fueran el momento y lugar indicados
para hacer más preguntas. Deseando que estuviéramos solos.
¿Soy tu compañera?
¿Te parece bien si digo que no tiene importancia? ¿Te parece bien si
quiero serlo?
¿Cuántas cosas de las que dijiste, de las que dije yo, de las que dijeron
los demás eran ciertas?
Alguna tuvo que serlo, ¿no?
—No. —Miro a Owen. O no es consciente de las ganas que tengo de que
se dé el piro o se la suda. Lo último, probablemente.
—Aún no me has dicho qué quieres que haga con tu padre —dice Lowe
en voz baja.
Echo un vistazo a la silla. Mi padre exhibe la misma postura erguida de
siempre, pero al tener las orejas ocultas bajo los auriculares y el pelo blanco
ligeramente despeinado, casi parece humano. ¡Con lo que él ha sido!
A lo mejor soy una persona horrible. A lo mejor se lo merece. A lo
mejor es un poquito de ambas cosas. Aun así, digo:
—Me da igual. Decididlo vosotros.
Al pasar junto a Lowe, el dorso de mi mano roza la suya y un cálido
cosquilleo me recorre el brazo.
Cojo el pomo de la puerta, sintiendo su calor todavía en los dedos. Sin
volverme, añado:
—Salvo que sea necesario, no quiero que me contéis lo que decidís al
final.
Me quedo dormida en la habitación de mi infancia, lo que resulta tela de
raro en una noche ya de por sí rara.
Durante el mes previo a la boda, visité a menudo el Nido, pero nunca
pisé mi habitación. Es más, llevo sin venir desde el breve periodo que pasé
en territorio vampiro después de cumplir mis funciones como Garantía. Está
bastante limpia, y me pregunto quién ha estado quitándoles el polvo a las
estanterías o cambiando las bombillas, y por orden de quién. Abro cajones
vacíos y armarios que no he usado nunca. Alrededor de una hora después de
que haya amanecido, me voy a dormir.
Mi cama es de estilo vampírico y consta de un fino colchón a ras de
suelo y una plataforma de madera situada a un metro por encima, ideal para
protegerse de la luz. «Es básicamente un ataúd del revés», dijo Serena la
primera vez que la vio, y aún la odio un poquito por ello. Sin embargo, es
cómoda de narices y me da bastante rabia no haber encontrado nunca nada
similar en territorio humano, y ya no digamos entre los licántropos.
Entonces, antes de quedarme frita, me pregunto si tiene alguna importancia.
¿Qué voy a hacer yo de aquí en adelante? Ahora que Owen va a ocupar el
puesto de mi padre, ¿serán necesarios los matrimonios de conveniencia
entre ambas especies?
No. Así que a lo mejor me vuelvo a mi piso. Y a trabajar en seguridad
informática. Aunque preferiría freírme al sol antes que volver a currar con
cómo-se-llame… con Pierce, eso era, antes de volver a currar con Pierce.
No estaría de más actualizar el currículum y…
Me despierto cuarenta minutos antes de que anochezca y me encuentro
un cuerpo al lado. Es cálido, blandito y me resulta la mar de familiar.
—Vete a tu cama, puerca —digo adormilada, y me vuelvo hacia Serena.
—Y una leche. —Bosteza con ganas, echándome el aliento mañanero,
sin ningún miramiento hacia mi pobre nariz—. En fin...
—Eso digo yo. —Me froto los ojos con los dedos y, por el olor que me
llega, advierto que aún tengo sangre de vampiro debajo de las uñas. Debería
darme una ducha.
—Acabemos con esto de una vez —empieza—. Sé que estás enfadada,
pero…
—Espera, no estoy enfadada.
Me mira perpleja.
—Ah.
—No voy a… Te prometo que no estoy enfadada.
Examina mi rostro.
—¿Pero…?
—Nada de peros.
—¿Pero…?
—Coño, que te acabo de decir que…
—Misery. ¿Pero…?
Me aprieto los ojos con los dedos hasta que empiezo a ver puntitos
dorados. Joder, me revienta que me conozca tan bien.
—Pues… ¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué no me lo contaste?
Se muerde el interior de la mejilla.
—Vale, resulta que durante el último año o así te he ocultado un huevo
de cosas y no sé muy bien a cuál de todas te refieres, así que…
—A lo más gordo. —Mi tono es neutro—. Que en realidad eres, ya
sabes, de otra puta especie.
—Ah. —Arruga la nariz—. Ya, bueno…
—Creía que confiabas en mí. Que tenías claro que podías contarme
cualquier cosa y que nuestra amistad era incondicional, pero a lo mejor…
—Y así es. Sí que confío en ti. Es que… —Hace una mueca y, a
continuación, se masajea la frente—. No estaba del todo segura, ¿sabes?
Sobre todo al principio, mi cuerpo hacía cosas raras y me invadían
sensaciones extrañas y todo me parecía una locura. No sabía si me lo estaba
imaginando o qué, y creía que era una de esas cosas en las que era mejor no
pensar y rezar para que se me pasara. Y al final, cuando empecé a atar
cabos… En fin, el caso es que vosotros odiáis a los licántropos.
Ahogo un grito, completamente indignada.
—Yo no.
—Haces chistes sobre ellos cada dos por tres.
—¿Qué chistes?
—Venga ya. Pues que corren detrás del cartero y están obsesionados con
las ardillas. Y esa noche que nos cruzamos con un perro mojado que olía
fatal…
—Era una coña. ¡Si por aquel entonces ni siquiera había olido a ningún
licántropo todavía!
—En fin… —Respira hondo—. Mi sangre es roja. Y cuando tu padre me
secuestró, aún no era capaz de cambiar de forma. No estaba segura. En
aquel momento, lo único que tenía claro era que me estaba ocurriendo algo
rarísimo y terrible y asombroso, y te lo digo de verdad, Misery, en los
últimos seis meses lo único que me venía a la cabeza era: ¿y si me muero?
¿Y si esto me mata? ¿Qué va a hacer Misery entonces? ¿Voy a llevármela
también por delante? ¿Seré la razón por la que mi hermana, la persona que
más me importa en el mundo…, qué cojones, la única persona que me
importa en el mundo, muera? Y todo por culpa de nuestra extraña
codependencia y…
Alargo el brazo y le cojo la mano, igual que hacíamos cuando éramos
pequeñas.
Serena se calma. Guarda silencio. Y luego, al cabo de unos instantes,
prosigue, mucho más tranquila:
—En los últimos tres meses, he tenido mucho tiempo libre. Obviamente.
Y aunque en el ático había una cámara de vigilancia, disponía de varios
puntos ciegos. Antes, tenía la sensación de que me hacía falta recabar
información. Había enfocado la investigación sobre mi posible naturaleza
licántropa como enfocaría normalmente la investigación de un artículo.
Pero, en cuanto estuve a solas, lo único que pude hacer fue buscar en mi
interior. Intentar conectar con mis sensaciones. Y me puse a practicar.
Cambiar de forma es como flexionar un músculo. Salvo que el músculo se
encuentra también en el cerebro. Y aun no entiendo del todo qué es lo que
me pasa ni cuánto tengo de humana y cuánto de licántropa, pero…
Toma una profunda bocanada de aire.
Y otra.
Y otra, mientras yo le cojo la mano.
—Así que… —No está llorando, pero percibo las lágrimas en su voz—.
¿Podemos… podemos volver a ser las mejores amigas del mundo mundial,
guarrapata?
Sonrío.
Y luego me río.
Y luego se ríe ella.
—Lo dices como si alguna vez hubiéramos dejado de serlo.
Ahora sí que está llorando y yo haría lo mismo, pero no puedo. En lugar
de eso, me inclino hacia delante y, tras una infinidad de codazos, la abrazo.
Ella me devuelve el abrazo aún más fuerte.
—Seas lo que seas, vas a seguir siendo mi amiga. Y tu parte licántropa
jamás me va a suponer un problema —le digo con la boca pegada a su pelo,
que está enmarañado y lleno de tierra. Madre mía, a esta lobita le hace falta
un baño tanto como a mí—. De hecho, creo que estoy enamorada de uno de
ellos.
CAPÍTULO 30
Podían haberle enviado a cualquiera. A cualquier vampira. Y, sin
embargo, la enviaron a ella.
Una cuestión de azar.
Una lotería.
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mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
Créditos