Rivales Divinos - Rebecca Ross
Rivales Divinos - Rebecca Ross
Rivales Divinos - Rebecca Ross
U
na niebla fría se había asentado sobre la estación como una
mortaja e Iris Winnow pensaba que el tiempo no podría
haber sido mejor. Apenas veía el tren a través de la
neblina, pero lo saboreaba en el aire del atardecer: metal, humo y
carbón ardiente, aromas entretejidos con trazas de petricor. Sus pies
resbalaban sobre la plataforma de madera donde brillaban los
charcos que había dejado la lluvia y los montones de hojas caídas.
Cuando Forest se detuvo a su lado, ella se quedó quieta también,
como si fuera su reflejo. A los dos los solían confundir por gemelos
debido a sus ojos grandes de color avellana, su pelo ondulado
castaño y las pecas que les salpicaban la nariz. Pero Forest era alto e
Iris, bajita. Él tenía cinco años más que ella, y por primera vez en su
vida, Iris deseaba ser mayor que él.
—No estaré fuera mucho tiempo —le dijo—. Solo unos pocos
meses, creo.
Su hermano se la quedó mirando en la luz que se desvanecía
mientras esperaba a que ella respondiera. Era el anochecer, ese
espacio de tiempo entre la oscuridad y la luz, cuando las
constelaciones empezaban a decorar el cielo y las luces de la ciudad
cobraban vida en respuesta. Iris podía sentir su atracción: el rostro
preocupado de Forest y la luz dorada que iluminaba las nubes que
sobrevolaban bajo… Y, aun así, sus ojos deambulaban, desesperados
por una distracción, por un momento para tragarse las lágrimas
antes de que Forest pudiera verlas.
Había una soldado a su derecha. Una mujer joven ataviada con un
uniforme perfectamente almidonado. A Iris la sorprendió un
pensamiento revelador. Uno que debió de cruzarle el rostro, porque
Forest se aclaró la garganta.
—Debería ir contigo —dijo Iris mientras buscaba su rostro—. No es
demasiado tarde. Puedo alistarme…
—No, Iris —respondió Forest con brusquedad—. Me hiciste dos
promesas, ¿recuerdas?
Dos promesas hacía apenas un día. Iris frunció el ceño.
—Cómo olvidarlas.
—Pues recuérdamelas.
Se cruzó de brazos para protegerse del frío otoñal y de la extraña
cadencia en la voz de Forest. Había un punto de desesperación que
no le había oído hasta el momento, y se le erizó la piel de los brazos
bajo el fino jersey que llevaba puesto.
—«Cuida de mamá» —dijo, imitando su tono grave. Los labios del
chico esbozaron una sonrisa—. «No dejes la escuela».
—Creo que fue algo más que un tosco «no dejes la escuela» —
añadió Forest, y le golpeó el pie con la bota—. Eres una estudiante
brillante que no se ha saltado ni una clase en todos estos años. Dan
premios por eso, ¿lo sabías?
—Está bien —cedió Iris, y un rubor le cubrió las mejillas—. Me
dijiste: «prométeme que aprovecharás tu último año de escuela, y
volveré a tiempo para tu graduación».
—Así es —confirmó Forest, pero su sonrisa empezó a decaer.
¿Y si hubiera sido yo la que oyera la canción?, pensó Iris. El corazón le
pesaba tanto que parecía que le estuviera lastimando las costillas. Si
yo hubiera encontrado a la diosa en vez de él…, ¿me dejaría marchar así?
Su mirada descendió hasta el pecho de Forest, el lugar donde su
propio corazón latía bajo el uniforme verde oliva. Una bala podría
atravesarlo en una milésima de segundo. Una bala podría evitar que
volviera a casa.
—Forest, yo…
La interrumpió un estridente silbido que le hizo dar un salto. Era
el último aviso para subir, y de repente había mucho movimiento
hacia los vagones. Iris se estremeció de nuevo.
—Ten —le dijo Forest mientras se descolgaba su bolsa de cuero—.
Quiero que te la quedes.
Iris se quedó observando a su hermano mientras abría el cierre y
sacaba una gabardina marrón claro. Se la ofreció y arqueó una ceja
cuando ella solo se la quedó mirando.
—Pero la necesitarás —repuso ella.
—Me darán una —contestó—. Algo adecuado para la guerra,
supongo. Venga, acéptala, Florecilla.
Iris tragó saliva y aceptó la gabardina. Metió los brazos en las
mangas y se ajustó la tela desgastada sobre la cintura. Le venía
grande, pero era cómoda. Le pareció una especie de una armadura.
Suspiró.
—¿Sabes? Huele como a la tienda del horólogo —dijo arrastrando
las palabras.
Forest se rio.
—¿Y a qué huele exactamente la tienda de un horólogo?
—A relojes medio heridos y polvorientos, y a aceite caro, y a esos
pequeños instrumentos de metal que se usan para arreglar las piezas
rotas.
Pero eso era cierto solo en parte. La gabardina también desprendía
reminiscencias del restaurante Revel, donde ella y Forest solían cenar
al menos dos veces por semana mientras su madre hacía de
camarera. Olía al parque ribereño, a musgo y piedras empapadas y
largas caminatas, y a loción para después del afeitado de sándalo,
porque no importaba cuánto quisiera tener una, era incapaz de hacer
que le creciera la barba.
—Entonces, debería hacerte buena compañía —dijo él mientras se
colgaba la bolsa al hombro—. Y ahora puedes tener el armario todo
para ti.
Iris sabía que estaba intentando rebajar la tensión, pero pensar en
el pequeño armario que compartían en su piso solo le provocó una
punzada en el estómago. Como si de verdad fuera a guardar su ropa
en algún otro lugar mientras estuviera fuera.
—Estoy segura de que necesitaré los colgadores que sobran,
porque, como ya sabes, estoy al día con todas las modas actuales —
terció Iris con ironía, con la esperanza de que Forest no pudiera
percibir la tristeza que desprendía su voz.
Su hermano se limitó a sonreír.
Y llegó la hora. En el andén apenas quedaban soldados, y el tren
silbaba a través de la niebla. Iris tenía un nudo en la garganta; se
mordió la mejilla por dentro mientras Forest la abrazaba. Cerró los
ojos y notó cómo le raspaba el tejido de su uniforme contra la mejilla,
y contuvo las palabras que quería soltarle como un torrente: «¿Cómo
puedes querer a esa diosa más que a mí? ¿Cómo puedes
abandonarme así?».
Su madre ya había expresado esos sentimientos, enfadada y triste
con Forest por alistarse. Aster Winnow se había negado a acudir a la
estación para despedirlo, e Iris se imaginaba que estaba en casa,
sollozando mientras asimilaba la situación.
El tren empezó a moverse, chirriando a lo largo de las vías.
Forest se soltó de los brazos de Iris.
—Escríbeme —le susurró.
—Te lo prometo.
Dio unos cuantos pasos atrás mientras le sostenía la mirada. No
había miedo en sus ojos, solo una determinación oscura y febril. Y
entonces Forest se dio la vuelta y se apresuró a subirse al tren.
Iris lo siguió hasta que desapareció dentro del vagón más cercano.
Levantó la mano y le dijo adiós, incluso mientras las lágrimas le
nublaban la visión, y se quedó de pie en el andén hasta mucho
después de que el tren se hubiera desvanecido en la niebla. El agua
de la lluvia le estaba calando los zapatos. Las luces tintinearon por
encima de su cabeza, zumbando como avispas. La muchedumbre se
había dispersado e Iris se sentía vacía, sola, mientras caminaba de
vuelta a casa.
Tenía las manos frías, y las metió en los bolsillos de la gabardina.
Fue en ese momento cuando la notó: una bola de papel. Frunciendo
el ceño, creyó que era el envoltorio de un caramelo que Forest se
había olvidado, hasta que lo sacó para examinarlo bajo la luz
apagada.
Era un fragmento de papel pequeño, doblado sin miramientos, con
una ristra de palabras mecanografiadas. Iris no pudo reprimir la
sonrisa, incluso mientras le dolía el corazón. Leyó:
I
ris pasó como una exhalación a través de la lluvia vestida con
un tacón alto roto y una gabardina raída. La esperanza le latía
con fuerza en el pecho y le proporcionaba velocidad y suerte
mientras cruzaba las vías del tranvía del centro de la ciudad. Llevaba
semanas esperando ese día, y sabía que estaba preparada. Incluso
aunque estuviera empapada, cojeando y muerta de hambre.
La primera punzada de inquietud le llegó cuando entró en el
vestíbulo. Era un edificio antiguo, construido antes de que los dioses
fueran derrotados. Algunos de esos seres divinos muertos estaban
pintados en el techo, y, a pesar de las grietas y la luz tenue que
proyectaban los candelabros que colgaban bajos del techo, Iris
siempre levantaba la vista hacia ellos. Dioses y diosas que danzaban
por las nubes y barrían el suelo con la mirada, vestidos con largas
togas doradas y estrellas brillantes en la cabeza. A veces tenía la
sensación de que esos ojos pintados la observaban, e Iris reprimió un
escalofrío. Se quitó el zapato roto y se apresuró hacia el ascensor con
un paso poco natural, mientras los pensamientos sobre los dioses se
desvanecían lentamente cuando él le venía a la mente. Tal vez la
lluvia hubiese ralentizado a Roman también y todavía podía tener
una oportunidad.
Esperó durante un minuto entero. El maldito ascensor debía de
estar atascado precisamente ese día, y decidió tomar las escaleras,
dándose prisa para llegar al quinto piso. Estaba temblando y
sudorosa cuando empujó por fin las pesadas puertas de la Gaceta de
Juramento y la recibió la luz dorada de las lámparas, el aroma
profundo a té y el ajetreo matutino de la preparación del periódico.
Llegaba cuatro minutos tarde.
Iris se quedó quieta en medio del barullo y con la mirada buscó el
escritorio de Roman.
Estaba vacío, y se sintió complacida hasta que desvió los ojos hacia
el tablero de asignaciones y lo vio allí de pie, a la espera de su
llegada. Tan pronto como sus miradas se encontraron, él le dedicó
una sonrisa perezosa, se acercó al tablero y descolgó un fragmento
de papel. El último encargo.
Iris no se movió, ni cuando Roman Kitt serpenteó alrededor de los
cubículos para saludarla. Era alto y ágil, con unos pómulos que
podían cortar la piedra, y ondeó el papelito en el aire, justo fuera de
su alcance. El papel que ella quería con todas sus fuerzas.
—Otra vez tarde, Winnow —la saludó—. La segunda vez esta
semana.
—No sabía que llevabas la cuenta, Kitt.
La sonrisa de superioridad se le desdibujó cuando bajó la vista y
vio cómo sujetaba el zapato roto.
—Parece que has tenido algún problema.
—Para nada —le contestó ella con la cabeza bien alta—. Lo tenía
todo planeado, por supuesto.
—¿Que se te rompiera el tacón?
—Que te asignasen ese encargo final.
—¿Tú, mostrándome simpatía? —Arqueó una ceja—. Menuda
sorpresa. Se supone que tenemos que ser rivales hasta la muerte.
Ella soltó una risita.
—Una expresión hiperbólica, Kitt. Que usas a menudo en tus
artículos, dicho sea de paso. Deberías tener cuidado con esa
inclinación si consigues el puesto de columnista.
Una mentira. Iris rara vez leía lo que él escribía, pero eso no lo
sabía.
Roman entrecerró los ojos.
—¿Qué hay de hiperbólico en que los soldados desaparezcan en el
frente?
A Iris se le formó un nudo en el estómago, pero ocultó su reacción
con una sonrisa apretada.
—¿Es ese el tema del último encargo? Gracias por decírmelo.
Le dio la espalda y se dirigió hacia su escritorio serpenteando por
los cubículos.
—No importa si lo sabes —le insistió mientras la perseguía—. El
encargo es para mí.
Llegó a su escritorio y encendió la lámpara.
—Por supuesto, Kitt.
No se iba. Seguía de pie en su cubículo, observando cómo dejaba
su bolso de tapiz y el zapato de tacón alto roto, como si fuera un
distintivo de honor. Se quitó la gabardina. Rara vez la miraba con
tanta atención, e Iris volcó su lapicero.
—¿Necesitas algo? —le preguntó mientras se afanaba en recoger
los lápices antes de que rodaran hasta el suelo. Por supuesto, uno se
cayó y aterrizó justo enfrente de los zapatos de cuero de Roman. Este
no se preocupó por recogerle el lápiz, y ella masculló una maldición
mientras se agachaba para recuperarlo, y se percató del pulido
perfecto de los zapatos.
—Vas a escribir tu propio artículo sobre los soldados
desaparecidos —afirmó—. Aunque no tienes toda la información
sobre el encargo.
—¿Y eso te preocupa, Kitt?
—No. Por supuesto que no.
Se lo quedó mirando, estudiando su rostro. Colocó el lapiz al
fondo del escritorio, lejos de cualquier opción de volverlo a volcar.
—¿Alguna vez te han dicho que pestañeas mucho cuando mientes?
Su mala cara se agravó.
—No, pero solo porque nadie se ha pasado tanto tiempo
mirándome como tú, Winnow.
Alguien en algún escritorio cercano soltó una risita. Iris se puso
colorada y se sentó en su silla. Caviló para encontrar una respuesta
mordaz, pero no fue capaz porque desafortunadamente Roman era
atractivo y a menudo captaba su atención.
Hizo lo único que podía hacer: se reclinó en la silla y le regaló a
Roman una sonrisa brillante. Una que le llegaba hasta los ojos y
hacía que le salieran arrugas en las comisuras. La expresión de
Roman se tornó tosca al instante, como había anticipado. Detestaba
que ella le sonriese de ese modo. Siempre lo obligaba a retirarse.
—Buena suerte con el encargo —añadió ella con alegría.
—Y tú pásatelo bien con los obituarios —repuso él en tono seco, y
se fue hacia su cubículo, que desgraciadamente estaba solo a dos
escritorios.
La sonrisa de Iris desapareció tan pronto como le dio la espalda.
Todavía estaba con la mirada perdida en su dirección cuando Sarah
Prindle apareció en su campo de visión.
—¿Té? —le ofreció Sarah mientras levantaba una taza—. Tienes
pinta de necesitarlo, Winnow.
Iris suspiró.
—Sí, gracias, Prindle.
Aceptó la taza, pero la dejó en el escritorio con un golpe sonoro, al
lado del montón de obituarios escritos a mano que la estaban
esperando para que los clasificara, los editara y los introdujera a
máquina. Si hubiera llegado lo bastante pronto como para agenciarse
el encargo, Roman sería el que estaría envuelto en esa tortura de
papel.
Iris se quedó mirando al montón, recordando su primer día de
trabajo, hacía tres meses. Cómo Roman Kitt había sido el último en
darle la mano y presentarse tras acercarse a ella con los labios
apretados y la mirada sagaz. Como si estuviera calculando la
amenaza que ella le podía suponer para su puesto en la Gaceta.
A Iris no le llevó demasiado tiempo saber lo que pensaba en
realidad sobre ella. De hecho, solo había tardado media hora tras
conocer a Roman. Le había oído decir a uno de los editores: «No
podrá competir contra mí. Para nada. Dejó el Instituto Windy Grove
en el último año».
Aquellas palabras todavía le dolían.
Jamás esperaba que pudieran ser amigos. ¿Cómo iban a serlo si los
dos competían por el mismo puesto de columnista? Pero sus
ademanes pomposos solo habían atizado su deseo de derrotarlo, y
además era alarmante que Roman Kitt supiera mucho más de ella de
lo que ella conocía de él.
Y eso significaba que Iris tenía que desvelar sus secretos.
En su segundo día de trabajo, se había dirigido hacia la persona
más amigable del personal. Sarah.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí Kitt? —le había
preguntado Iris.
—Casi un mes, así que no te preocupes por que él sea más
veterano que tú. Creo que los dos tenéis muchas posibilidades de
conseguir el ascenso —había contestado Sarah.
—¿Y a qué se dedica su familia?
—Su abuelo lideró el ferrocarril.
—Así que su familia tiene dinero.
—Montones —dijo Sarah.
—¿A qué escuela fue?
—Creo que a Devin Hall, pero no me hagas mucho caso.
Una escuela de prestigio a la que la mayoría de los padres de
Juramento enviaban a sus niños mimados. Un contraste directo con
la escuela humilde de Iris, Windy Grove. Casi se avergonzó al
saberlo, pero siguió preguntando:
—¿Se está viendo con alguien?
—No que yo sepa —había respondido Sarah con un encogimiento
de hombros—. Pero no nos cuenta demasiado de su vida. De hecho,
no sé mucho sobre él, más allá de que no le gusta que toquen sus
cosas del escritorio.
Satisfecha en parte por lo que acababa de descubrir, Iris había
decidido que el mejor plan de acción era ignorar a su competidor.
Durante la mayor parte del tiempo, podía fingir que no existía. Pero
pronto descubrió que eso iba a ser cada vez más difícil, ya que tenían
que avanzarse para obtener sus tareas semanales del tablero de
boletines.
Ella había conseguido el primero, triunfal.
Roman había obtenido el segundo, pero solo porque se lo había
permitido. Eso le había dado la oportunidad de leer un artículo
escrito por él. Iris se había sentado encorvada a su escritorio
mientras leía lo que Roman había publicado sobre un jugador de
béisbol retirado, un deporte al que Iris nunca le había hecho mucho
caso, pero que de repente despertaba su fascinación debido al tono
emotivo e ingenioso de la pluma de Roman. Se sentía transportada
con cada palabra y notaba la costura de la pelota en la mano, la
noche cálida de verano, la emoción del público en el estadio…
—¿Ves algo que te guste?
La voz altiva de Roman rompió el hechizo. Iris había arrugado el
papel que tenía en las manos por el sobresalto. Pero él sabía
exactamente lo que había estado leyendo y se mostraba engreído.
—Para nada —le había respondido. Y como estaba desesperada
por encontrar algo que la distrajera de la mortificación que sentía, se
fijó en el nombre, imprimido en letras negras pequeñas bajo el titular
de la columna.
Roman C. Kitt
Para cuando Iris casi había acabado la faena del día, el peso de los
obituarios había hecho mella en ella. Siempre se preguntaba qué
había ocasionado las muertes, y, aunque nunca se incluía esa
información, imaginaba que la gente estaría más dispuesta a leerlos
si la pusieran.
Se mordió una uña y le vino el sabor metálico de las teclas de la
máquina. Cuando no trabajaba en un encargo, estaba hasta arriba de
anuncios u obituarios. Los últimos tres meses en la Gaceta se los
había pasado inmersa entre esos tres trabajos, y cada uno le
despertaba palabras y emociones distintas.
—Ven a mi despacho, Winnow —le dijo una voz familiar. Zeb
Autry, su jefe, pasaba por su lado y dio un golpecito en el borde de
su cubículo con sus dedos con anillos de oro—. Ahora.
Iris dejó atrás los obituarios y lo siguió hasta una estancia con
paredes de cristal. Allí dentro el aire siempre estaba cargado y olía a
cuero lustrado, tabaco y el pungente aroma de la loción para después
del afeitado. Cuando se sentó a su escritorio, ella se acomodó en el
sillón con orejas de delante, resistiendo la tentación de crujirse los
dedos.
Zeb se la quedó mirando durante un minuto largo y tenso. Era un
hombre de mediana edad, con un cabello rubio que empezaba a
clarear, ojos azul claro y un hoyuelo en la barbilla. A veces pensaba
que sabía leer la mente, y eso la hizo sentir incómoda.
—Esta mañana has llegado tarde —afirmó.
—Sí, señor. Pido disculpas. Me he dormido y he perdido el tranvía.
Por la manera como los surcos de su frente se hacían más
profundos, se preguntó si su jefe también sabía detectar las mentiras.
—Kitt ha conseguido el encargo final, pero solo porque has llegado
tarde, Winnow. Lo he colgado en el tablón a las ocho en punto, como
todos los demás —dijo arrastrando las palabras—. Has llegado tarde
al trabajo dos veces esta semana, y Kitt no ha llegado tarde nunca.
—Lo entiendo, señor Autry, pero no volverá a ocurrir.
Su jefe se quedó callado durante un breve instante.
—En los últimos meses, he publicado once artículos de Kitt y diez
tuyos, Winnow.
Iris respiró hondo. ¿De verdad se iba a basar solo en los números?
¿En que Roman había escrito un poco más que ella?
—¿Sabías que le iba a dar el puesto a Kitt nada más puso un pie
aquí? —continuó Zeb—. Esa era la idea hasta que tu redacción ganó
el concurso de invierno de la Gaceta. De entre los centenares de
redacciones que revisé, la tuya me llamó la atención, y pensé que
eras una chica con un talento bruto y que sería una lástima dejarlo
escapar.
Iris sabía lo que venía a continuación. Había estado trabajando en
el restaurante, limpiando platos con los sueños rotos y en silencio.
Jamás pensó que la redacción que había entregado a la competición
anual de la Gaceta sirviese de algo hasta que volvió a casa y se
encontró con una carta de Zeb con su nombre escrito. Era una oferta
para trabajar en el periódico, con la tentadora promesa de ser
columnista si continuaba mostrándose excepcional.
Había cambiado la vida de Iris por completo.
Zeb encendió un cigarrillo.
—Me he dado cuenta de que tu escritura últimamente no está tan
afilada. Ha sido bastante desorganizada, de hecho. ¿Está pasando
algo en casa, Winnow?
—No, señor —respondió demasiado rauda.
Su jefe se la quedó mirando con un ojo más abierto que el otro.
—¿Cuántos años decías que tenías?
—Dieciocho.
—Dejaste la escuela el invierno pasado, ¿verdad?
Odiaba pensar en la promesa rota que le había hecho a Forest, pero
asintió con la cabeza, a sabiendas de que Zeb estaba indagando.
Quería saber más sobre su vida personal, y eso la ponía tensa.
—¿Tienes hermanos?
—Un hermano mayor, señor.
—¿Y dónde está ahora? ¿A qué se dedica? —la presionaba Zeb.
Iris desvió la mirada y se dedicó a estudiar el suelo cuadriculado
blanco y negro.
—Era un aprendiz de horólogo. Pero ahora está en la guerra.
Luchando.
—¿Por Enva, supongo?
Volvió a asentir.
—¿Por eso dejaste Windy Grove? ¿Porque tu hermano se fue? —
preguntó Zeb. Iris no respondió—. Es una pena. —Suspiró y soltó
una nube de humo; aunque Iris ya sabía la opinión de Zeb sobre la
guerra, siempre conseguía irritarla—. ¿Y tus padres?
—Vivo con mi madre —respondió en tono tajante.
Zeb sacó un pequeño frasco de la chaqueta y vertió unas gotas de
licor en su té.
—Sopesaré darte otro encargo, pero no es como suelo hacer las
cosas aquí. En fin, quiero esos obituarios en mi escritorio antes de las
tres de la tarde.
Ella se fue sin mediar palabra.
Iris colocó los obituarios terminados sobre el escritorio de Zeb una
hora antes de lo estipulado, pero no se fue de la oficina. Se quedó en
su cubículo y empezó a pensar en algo sobre lo que escribir, por si
acaso Zeb le diera la oportunidad de contraponerse al encargo de
Roman.
Pero las palabras se le helaban en el interior. Decidió ir hasta el
aparador para prepararse una taza de té cuando vio que Roman
Creído Kitt entraba en la oficina.
Para su alivio, Roman había estado ausente todo el día, pero lo vio
con ese molesto vigor en sus andares, como si las palabras lo
estuvieran desbordando y tuviera que verterlas en la hoja de papel.
Cuando se sentó a su escritorio y hurgó en su bolsa en busca de su
libreta, tenía la cara roja por el frío de inicios de primavera y el
abrigo salpicado de gotas de lluvia.
Iris lo observó mientras colocaba una hoja en blanco en la máquina
de escribir y empezaba a teclear frenéticamente. Estaba alejado del
mundo, perdido en sus palabras, así que no tuvo que hacer un rodeo
hasta su escritorio, como hacía normalmente para evitar acercarse
demasiado a él. Roman no se dio cuenta de que pasaba por su lado, e
Iris tomó un sorbo de té demasiado endulzado y se quedó mirando
la hoja en blanco.
Pronto todos empezaron a irse, excepto ellos dos. Se empezaban a
apagar las lámparas de escritorio, una a una, y aun así Iris se quedó,
tecleando lentamente y con dificultad, como si tuviera que sacar
cada palabra de su médula, mientras que Roman, a dos cubículos de
distancia, golpeaba las teclas.
Sus pensamientos volaron hacia la guerra de los dioses.
Era inevitable; la guerra siempre parecía estar latente en el fondo
de su mente, incluso aunque tuviese lugar a seiscientos kilómetros al
oeste de Juramento.
¿Cómo acabará?, se preguntaba. ¿Con la destrucción de un dios o de los
dos?
Los finales a menudo se encontraban en los inicios, y empezó a
teclear lo que sabía, fragmentos de información que habían recorrido
el país y llegaban a Juramento semanas después de que hubieran
ocurrido.
F
ue positivo que Roman le hubiera rechazado la oferta del
sándwich.
Iris se detuvo en una tienda de alimentos y se percató de lo
ligero que iba su bolso de mano. No se dio cuenta de que había
entrado en uno de los edificios encantados de Juramento hasta que la
comida de las estanterías empezó a moverse. Solo los productos que
se podía permitir se movieron hacia adelante, compitiendo por su
atención.
Iris se quedó quieta en el pasillo con la cara encendida. Apretó los
dientes al ver cuántas cosas no podía pagar, y entonces agarró una
barra de pan y medio cartón de huevos hervidos con celeridad, con
la esperanza de que la tienda la dejara en paz y cesara de contar las
monedas que llevaba en el bolso.
Por eso se mostraba recelosa con los edificios encantados de la
ciudad. Podían tener ventajas beneficiosas, pero también podían ser
indiscretos e impredecibles. Se formó el hábito de evitar las tiendas
que no le eran familiares, incluso aunque hubiera pocas y estuvieran
alejadas entre sí.
Iris se apresuró hacia la caja para pagar y de pronto se fijó en las
filas de estanterías vacías. Solo quedaban unas pocas latas: maíz,
judías y cebolla encurtida.
—¿Intuyo que últimamente la venta de verduras enlatadas ha
sobrepasado las previsiones? —preguntó con indiferencia mientras
pagaba al tendero.
—No creas. Los productos se envían al este en barco, al frente —
respondió—. Mi hija está luchando por Enva y me quiero asegurar
de que su tropa tenga suficiente comida. Es un trabajo duro,
alimentar a un ejército.
Iris pestañeó, sorprendida por la respuesta.
—¿Te ha ordenado el canciller que envíes ayuda?
El tendero resopló.
—No. El canciller Verlice no le declarará la guerra a Dacre hasta
que el dios esté llamando a nuestra puerta. Aunque aparente que
apoyamos a nuestros hermanos y hermanas que pelean en el este. —
El tendero metió la barra de pan y los huevos en una bolsa marrón y
la deslizó por el mostrador.
Iris pensó que era valiente por hacer esos comentarios. Primero,
por decir que el canciller del este o era un cobarde o un seguidor de
Dacre. Segundo, por confesarle a favor de qué dios luchaba su hija.
Eso lo había aprendido ella misma de Forest. Había mucha gente en
Juramento que estaba a favor de Enva y su reclutamiento, y que creía
que los soldados eran valientes, pero había otros que no. Esas
personas, sin embargo, tendían a ser las que veían la guerra como
algo que no les iba a afectar jamás. O eran personas que veneraban y
seguían a Dacre.
—Espero que tu hija esté sana y salva en el frente —le dijo Iris al
tendero. Dejó atrás la impertinente tienda con alivio, pero al salir
resbaló con un periódico mojado en la calle—. ¿No has tenido
suficiente de mí por hoy? —gruñó mientras se agachaba para
recogerlo, con la certeza de que era una publicación de la Gaceta.
No lo era.
Iris abrió mucho los ojos cuando reconoció la imagen del tintero y
la pluma de la Tribuna de Tinta, el rival de la Gaceta. Había cinco
diarios distintos esparcidos por Juramento, pero la Gaceta y la
Tribuna eran los más antiguos y los que más se leían. Si Zeb la
descubría con la competencia en las manos, seguramente le daría el
ascenso a Roman.
Estudió la portada con curiosidad.
MONSTRUOS AVISTADOS A 30 KILÓMETROS DEL FRENTE,
predicaba el titular en letras manchadas. Debajo había una
ilustración de una criatura con unas alas grandes y membranosas,
dos patas larguiruchas dotadas de garras y una colección de dientes
afilados que parecían agujas. Iris se estremeció, esforzándose por
entender las palabras, pero eran indescifrables, deshechas en
regueros de tinta.
Se quedó mirando el papel durante un rato más, completamente
quieta en la esquina de la calle. La lluvia le goteaba por la barbilla y
caía como si fueran lágrimas encima de la ilustración del monstruo.
Ese tipo de criaturas ya no existían. No desde que los dioses
habían sido derrotados siglos atrás. Pero, por supuesto, si Dacre y
Enva habían vuelto, también podían hacerlo las criaturas arcanas.
Criaturas que hacía mucho que solo vivían en los mitos.
Iris se dirigió hacia un cubo de basura para tirar el papel que se
deshacía, pero entonces la asaltó un pensamiento repentino.
¿Es este el motivo por el que están desapareciendo tantos soldados?
¿Porque Dacre pelea con monstruos?
Tenía que saberlo, así que dobló con cuidado la Tribuna de Tinta y
se la introdujo en el bolsillo interior de la gabardina.
Estuvo más tiempo bajo la lluvia del que le hubiera gustado,
especialmente sin el calzado adecuado, pero Juramento no era un
lugar fácil de recorrer a pie. La ciudad era antigua, construida hacía
siglos sobre la tumba de un dios caído. Las calles serpenteaban,
algunas eran estrechas y estaban llenas de suciedad, otras anchas y
pavimentadas, y unas cuantas estaban encantadas con
reminiscencias mágicas. Sin embargo, en las últimas décadas las
nuevas construcciones se habían disparado, y a veces a Iris le parecía
disonante ver edificios de ladrillo y ventanas relucientes al lado de
tejados de paja, parapetos resquebrajados y torres de castillo de una
era olvidada. O ver cómo los tranvías circulaban por las calles
antiguas y sinuosas. Como si el presente intentara pavimentarse por
encima del pasado.
Una hora después, Iris llegó por fin a su piso, sin aliento y
empapada por la lluvia.
Vivía con su madre en la segunda planta, e Iris se detuvo ante la
puerta, sin saber con seguridad con qué se iba a encontrar.
Fue exactamente lo que se esperaba.
Aster estaba reclinada en el sofá envuelta en su abrigo lila favorito
y con un cigarrillo prendido en los dedos. Las botellas vacías se
esparcían por todo el comedor. No había electricidad, cortada de
hacía ya semanas. Unas cuantas velas estaban encendidas en el
armario de la cocina y habían estado prendidas tanto rato que la cera
se había desparramado y había formado un charco sobre la madera.
Iris se quedó de pie en el umbral y observó a su madre hasta que
pareció que el mundo a su alrededor se convertía en un borrón.
—Florecilla —dijo Aster en tono ebrio, dándose cuenta de su
presencia—. Por fin has vuelto a casa para verme.
Iris respiró hondo. Quería soltar un reguero de palabras, palabras
amargas, pero entonces se percató del silencio. Un silencio terrible
que rugía y en el que se enroscaba el humo, y no pudo contenerse.
Miró hacia el armario de la cocina, donde las velas parpadeaban, y se
dio cuenta de que faltaba algo.
—¿Dónde está la radio, mamá?
Su madre arqueó una ceja.
—¿La radio? Ah, la he vendido, cariño.
A Iris le dio un vuelco el corazón, que le cayó a los doloridos pies.
—¿Por qué? Era la radio de la abuela.
—Apenas sintonizaba un canal, cariño. Le había llegado la hora.
No, pensó Iris, pestañeando con fuerza para retener las lágrimas.
Solo que necesitabas dinero para comprar más alcohol.
Cerró la puerta de entrada de golpe y cruzó el comedor,
esquivando las botellas para entrar en la pequeña y lúgubre cocina.
Allí no había ninguna vela encendida, pero Iris conocía el espacio de
memoria. Colocó la hogaza de pan deformada y el medio cartón de
huevos en la encimera antes de buscar una bolsa de papel y volver al
comedor. Recogió las botellas, muchas botellas, y eso le hizo pensar
en esa mañana y en el motivo por el que había llegado tarde al
trabajo. Porque su madre estaba tumbada en el suelo con un charco
de vómito al lado, rodeada por un caleidoscopio de cristal, y esa
imagen la había aterrorizado.
—Déjalo —dijo Aster con un movimiento de la mano. Le cayeron
cenizas del cigarrillo—. Lo limpiaré más tarde.
—No, mamá. Mañana tengo que llegar puntual al trabajo.
—He dicho que lo dejes.
Iris soltó la bolsa. El cristal repicó dentro, pero estaba demasiado
agotada como para discutir. Hizo lo que le pedía su madre.
Se recluyó en su oscura habitación, buscó a tientas las cerillas y
encendió las velas que tenía en la mesita de noche. Pero estaba
hambrienta, y al final tuvo que volver a la cocina para prepararse un
sándwich de mermelada, mientras su madre se había tumbado en el
sofá y bebía de una botella, fumaba y canturreaba sus canciones
favoritas, que ya no podía escuchar, puesto que la radio ya no estaba.
De vuelta a la tranquilidad de su habitación, Iris abrió la ventana y
escuchó la lluvia. El aire entraba frío y punzante, cargado de toques
de invierno, aunque Iris agradeció cómo le mordía la piel. Le
recordaba que estaba viva.
Se comió el sándwich y los huevos, y se cambió la ropa empapada
por una bata. Con cuidado, extendió el ejemplar mojado de la
Tribuna de Tinta sobre el suelo para que se secara. La ilustración del
monstruo estaba todavía más difuminada después de haberla
llevado en el bolsillo. Se la quedó mirando hasta que notó un tirón
en el pecho, y buscó debajo de la cama, donde escondía la máquina
de escribir de su abuela.
Iris la sacó a la luz de las llamas, aliviada de encontrarla después
de la desaparición repentina de la radio.
Se sentó en el suelo y abrió su bolso de tapiz, donde la redacción
que había empezado estaba ahora arrugada y empapada por la
lluvia. «Encuentra algo bueno sobre lo que escribir, y tal vez valore
publicarlo en la columna de la semana que viene», le había dicho
Zeb. Con un suspiro, Iris colocó una nueva hoja en la máquina de su
abuela y posó los dedos sobre las teclas. Pero entonces miró de
nuevo al borrón de tinta que ilustraba el monstruo, y empezó a
escribir algo completamente distinto a su redacción previa.
Hacía días que no había vuelto a escribir a Forest, y aun así se puso
a ello. Las palabras se le derramaban desde dentro. No se molestó en
poner la fecha o un «querido Forest», como había hecho con todas
las demás cartas que le había mandado. No quería escribir su
nombre ni verlo en la página. El corazón le dolía mientras iba directa
al grano:
No soy Forest.
3
Mitos perdidos
«N o soy Forest».
A la mañana siguiente, las palabras retumbaban en su interior
mientras caminaba por la calle Ancha. Estaba en el corazón de la
ciudad, los edificios se alzaban a su alrededor y atrapaban el aire
frío, las últimas sombras del alba y los distantes tañidos de los
tranvías. Casi había llegado al trabajo; había seguido su rutina
habitual como si la noche anterior no hubiera ocurrido nada extraño.
«No soy Forest».
—Entonces, ¿quién eres? —suspiró con las manos bien metidas en
los bolsillos. Empezó a caminar más lento hasta que se detuvo en
medio de la calle.
La verdad era que había estado demasiado asustada como para
volver a escribir. En vez de eso, se había pasado las horas nocturnas
en un torbellino de preocupación, mientras recordaba todo lo que
había dicho en las cartas anteriores. Le había dicho a Forest que
había dejado la escuela. Sería una sorpresa desagradable para él, una
promesa rota, así que había seguido rápidamente con la noticia de su
ansiado trabajo en la Gaceta, donde muy probablemente iba a
ganarse el puesto de columnista. Aparte de esa información
personal, no había revelado su nombre verdadero; todas las cartas
para Forest acababan con su apodo, Florecilla. Y estaba
completamente aliviada por…
—¿Winnow? ¡Winnow!
Una mano la agarró del brazo como una tenaza. De golpe se vio
propulsada hacia atrás con tal fuerza que se mordió los labios. Iris
trastabilló, pero recuperó el equilibrio justo cuando el zumbido
engrasado de un tranvía pasaba por delante de ella, tan cerca que
podía notar el sabor a metal en la boca.
Casi la habían arrollado.
Cuando se dio cuenta de ello, las rodillas empezaron a temblarle.
Y alguien todavía la agarraba del brazo.
Levantó la mirada para encontrarse con Roman Kitt y su chaqueta
beis de última moda, los zapatos de cuero pulido y el pelo
engominado hacia atrás. La estaba mirando como si le hubiera
brotado una segunda cabeza.
—¡Deberías fijarte por dónde vas! —exclamó soltándola como si el
contacto lo hubiera quemado—. Por un segundo pensaba que vería
cómo te hacían papilla sobre los adoquines.
—He visto el tranvía —replicó mientras se alisaba la gabardina.
Casi la había rasgado, y de ser así se habría llevado un gran
disgusto.
—No opino igual —contestó Roman.
Iris fingió que no lo había oído. Con cuidado pasó por encima de
las vías del tranvía y se apresuró a subir las escaleras que daban al
vestíbulo, con ampollas que se abrían en sus talones. Llevaba
puestas las botas delicadas de su madre, que le llegaban hasta el
tobillo y que le iban un número pequeñas, pero tenían que servirle
hasta que Iris pudiera comprar un nuevo par de tacones. Y como los
pies le palpitaban, decidió que debía usar el ascensor.
Desafortunadamente, Roman le seguía los pasos, y se dio cuenta
con un gruñido interno de que tendrían que compartir el viaje en
ascensor.
Se quedaron de pie esperándolo, hombro con hombro.
—Llegas pronto —dijo Roman al final.
Iris se tocó el labio magullado.
—Tú también.
—¿Acaso Autry te ha dado un encargo?
Las puertas del ascensor se abrieron. Iris sonrió como respuesta y
entró, situándose tan lejos de Roman como le fue posible antes de
que él se le acercara. Aun así, su colonia llenaba el pequeño espacio,
e intentó no respirar demasiado profundo.
—¿Te importaría si fuera así? —contraatacó mientras el ascensor
empezaba a subir entre ruidos.
—Ayer te quedaste hasta tarde, trabajabas en algo. —Roman medía
sus palabras, pero ella juraría que había notado un indicio de
preocupación en su voz. Se reclinó sobre el revestimiento de madera,
observándola. Iris mantuvo la mirada apartada, pero de repente los
arañazos que tenían los zapatos de su madre, las arrugas en su falda
a cuadros, los mechones sueltos que se le escapaban del moño firme
enrollado y las manchas de la vieja gabardina de Forest que llevaba
puesta cada día como si fuera una armadura parecían ser más
evidentes—. ¿No estuviste trabajando en la oficina toda la noche,
¿verdad, Winnow?
La pregunta la sacudió. Iris buscó su mirada con ojos penetrantes.
—¿Qué? ¡Claro que no! Viste cómo me fui, justo después de
ofrecerte un sándwich.
—Estaba ocupado —respondió.
Ella suspiró y desvió la mirada.
Estaban llegando al tercer piso. El ascensor ascendía lentamente, y
se detuvo como si notara la incomodidad de Iris. Emitió un sonido
metálico y las puertas se abrieron. Un hombre vestido con traje que
llevaba un maletín en la mano pasó la mirada de Iris a Roman y al
vasto espacio que los separaba antes de entrar con cautela.
Iris se relajó un ápice. Que se les uniera un extraño haría que
Roman mantuviera el pico cerrado. O eso creía. El ascensor
prosiguió con su ascenso laborioso, y Roman se saltó las normas del
ascensor cuando preguntó:
—¿Qué encargo te dio, Winnow?
—No es de tu incumbencia, Kitt.
—De hecho, sí que me incumbe. Tú y yo perseguimos lo mismo,
por si te has olvidado.
—No me he olvidado —respondió Iris secamente.
—No creo que sea justo que Autry te dé encargos sin que yo lo
sepa —siguió Roman—. Se supone que tiene que ser una
competición justa entre tú y yo. Jugamos siguiendo las reglas. No
debería haber ningún trato preferencial.
¿Trato preferencial?
Ya casi habían llegado al quinto piso. Iris se tamborileó con los
dedos sobre el muslo.
—Si tienes algún problema, ve a hablarlo con Autry tú mismo —le
dijo justo cuando se abrían las puertas—. Aunque no sé por qué
estás tan preocupado. Por si necesitas que te lo recuerden… «No
podrá competir contra mí. Para nada. Dejó el Instituto Windy Grove
en el último año».
—¿Perdona? —se quejó Roman, pero Iris ya se había alejado tres
pasos del ascensor.
Se apresuró por el pasillo hacia la oficina, aliviada al ver que Sarah
ya estaba allí, preparando el té y vaciando todas las bolas de papel
arrugado de los cubos de basura. Iris dejó que la pesada puerta de
cristal se cerrara tras de sí, justo delante de la cara de Roman, y oyó
el rechino de sus zapatos y su resoplido de enfado.
No le volvió a dirigir la mirada mientras se acomodaba en su
escritorio.
Ese día le había traído problemas mucho más acuciantes que
Roman Kitt.
S
u madre estaba dormida en el sofá cuando esa tarde Iris llegó
a casa. Un cigarrillo había dejado una quemadura en el cojín
deshilachado y las velas encima del armario de la cocina se
habían derretido hasta formar pequeños tocones.
Iris suspiró y empezó a recoger las botellas vacías y los ceniceros.
Se quitó las botas con una mueca de dolor al ver que las ampollas le
habían sangrado a través de las medias. Descalza, retiró las sábanas
manchadas de vino de la cama de su madre, recogió algunas prendas
para lavar y lo llevó todo a la zona común. Pagó algunas monedas
por agua y un vaso de jabón granulado, eligió una tabla de lavar y
un cubo, y empezó a frotar.
El agua estaba fría, bombeada gracias a la cisterna de la ciudad, y
el jabón le dejó las manos en carne viva. Aun así, frotó las manchas
hasta que desaparecieron y escurrió una prenda tras otra con la rabia
como único alimento, pues ya hacía rato que su estómago había
dejado de gruñir de hambre.
Para cuando lo había acabado de lavar todo, estaba lista para
responderle a la persona de «No soy Forest». Volvió al piso y tendió
toda la ropa en la cocina para que se secara. Debía comer algo antes
de escribir, o quién sabe qué podría ser capaz de decir. Encontró una
lata de judías verdes en uno de los armarios y se las comió con un
tenedor, sentada en el suelo de su habitación. Le dolían las manos,
pero aun así fue en busca de la máquina de escribir de su abuela
debajo de la cama.
Había guardado la nota que había recibido la noche anterior, y la
tenía abierta encima de las rodillas cuando empezó a teclear una
respuesta enérgicamente:
Dices quién no eres, pero sin dar más detalles de ti. ¿Cuántas cartas
mías has recibido? ¿Sueles tener por costumbre leer el correo de los
demás?
Iris dobló el papel y lo deslizó por debajo de la puerta del armario.
De nada por el buen rato, entonces. Estoy segura de que mis cartas han
sido un buen pasatiempo mientras han durado, pero no voy a molestarte
ni a volver a importunar a tu suelo.
¡Saludos!
Roman la leyó tres veces. Ahí estaba su escapatoria. Ya no más
papeles contaminando su suelo. No más oportunidades de que la
escritura de Iris lo persiguiera. Era positivo. Era brillante. Había
puesto fin a ello sin tener que avergonzarla ni exponerse a sí mismo.
Debería estar satisfecho.
Pero en vez de eso se sentó al escritorio y tecleó, dejando que las
palabras se vertieran como una confesión a la luz de las velas. Le
mandó la carta antes de que se lo pudiera pensar dos veces.
–S
i alguno de vosotros recibe una oferta así, quiero
saberlo de inmediato —dijo Zeb la mañana siguiente
mientras meneaba un fragmento de papel por la oficina
—. Es ruin, y no voy a permitir perder a ninguno de vosotros por un
empeño peligroso e inútil.
—¿Qué empeño, señor? —preguntó Roman.
—Léelo tú mismo y luego pásalo —respondió Zeb mientras le
entregaba la hoja.
Lo que fuera eso tardó un minuto en llegar hasta el escritorio de
Iris. Para cuando pudo ver el papel, estaba arrugado y notó a Zeb
cerniéndose sobre ella mientras leía:
—Ahí estás.
La voz de Roman le llegó mientras salía al vestíbulo, justo al
anochecer.
Iris se sorprendió cuando se puso a su lado en un par de zancadas.
—¿Qué quieres, Kitt? —preguntó tras un suspiro.
—¿Te has hecho daño?
—¿Cómo?
—Llevas todo el día cojeando.
Reprimió el instinto de mirarse los pies y las terribles botas con
punta de su madre.
—No, estoy bien. ¿Qué quieres? —repitió.
—Quiero hablarte sobre Autry. Te ha dado un encargo con tema
libre, ¿no es así? —le preguntó Roman, abriéndose camino para que
pudieran pasar por la abarrotada acera.
Iris creyó justo que lo supiera.
—Sí. Y no es porque me dé un trato especial.
—¿Ah, no?
Se detuvo, y eso provocó inmediatamente una ráfaga de
maldiciones de la gente que tenían que esquivarlos a ella y a Roman.
—¿Qué se supone que quiere decir eso? —preguntó Iris con voz
cortante.
—Quiere decir lo que parece que quiere decir —respondió Roman.
Las farolas empezaban a encenderse, iluminando su cara con luz
ambarina. Odiaba lo atractivo que era. Odiaba cómo se le enternecía
el corazón cada vez que él la miraba—. Autry te está dando un trato
especial para ascenderte a ti en vez de a mí.
Y esa ternura se evaporó, dejando tras de sí una herida.
—¿Qué? —La palabra erupcionó de ella; sabía a metal, y se dio
cuenta de que el corte en el labio se le había vuelto a abrir—. ¡Cómo
te atreves a decirme eso!
Roman frunció el ceño. Se metió las manos en los bolsillos del
abrigo.
—Creía que competiríamos de manera honesta por el puesto, y yo
no…
—¿Qué quieres decir con «un trato especial»?
—¡Le das lástima! —gritó Roman, exasperado.
Iris se quedó de piedra. Las palabras la habían afectado por
completo. Sintió un frío en el pecho que se extendía hacia las manos.
Estaba temblando, y tenía la esperanza de que él no se diera cuenta.
—A Autry le doy lástima —repitió Iris—. ¿Por qué? ¿Porque soy
una chica de clase baja cuyo lugar no está en un trabajo para la
prensa?
—Winnow, yo…
—Según tu opinión, debería estar fregando platos en la cocina de
un restaurante, ¿no es así? O debería limpiar casas, de rodillas,
puliendo los suelos para que los tipos como tú puedan pisotearlos.
Los ojos de Roman centellearon.
—Nunca he dicho que no merezcas estar en la Gaceta. Eres una
escritora increíble. Pero dejaste la escuela en el último año y…
—¿Y eso qué importa? —exclamó—. ¿Eres alguien a quien le gusta
juzgar a una persona por su pasado? ¿Por la escuela a la que fue?
¿Eso es lo único en lo que te puedes fijar?
Roman estaba tan quieto y callado que Iris pensaba que lo había
convertido en piedra con un hechizo.
—No —dijo al final, pero su voz sonó extraña—. Pero cada vez se
puede confiar menos en ti. Has actuado de manera descuidada, has
llegado tarde y perdido encargos.
Iris dio un paso atrás. No quería que él supiera cuánto la habían
herido sus palabras.
—Ya veo. Bien, es reconfortante saber que, si me dan el ascenso,
será solo por lástima. Y si tú consigues ser columnista, será solo por
lo mucho que podrá sobornar tu rico padre a Autry para que te lo
dé.
Se dio la vuelta y se fue dando largos pasos en dirección contraria
a la gente. El mundo se nubló durante un instante; se dio cuenta de
que tenía los ojos anegados en lágrimas.
Lo odio.
Por encima del ruido de las conversaciones, la campana del tranvía
y los empujones, podía oír cómo Roman gritaba su nombre.
—Espera un momento, Winnow. ¡No te vayas!
Iris se escabulló entre la multitud antes de que Roman pudiera
alcanzarla.
6
Cena con personas a las que amas (o
no)
I
ris estaba todavía dándole vueltas a lo que Roman le había
dicho hasta que llegó a su piso arrastrando los pies. No se dio
cuenta de que todas las velas estaban encendidas ni del aroma
de la cena hasta que su madre apareció con su mejor vestido puesto,
el pelo rizado y los labios pintados de rojo.
—Por fin estás aquí, cariño. Me estaba preocupando. ¡Llegas una
hora tarde!
Iris se quedó boquiabierta mientras paseaba los ojos de su madre a
la cena dispuesta en la mesa de la cocina.
—¿Esperamos a alguien?
—No. Solo estamos tú y yo esta noche —respondió Aster, y dio un
paso adelante para ayudar a Iris con la gabardina—. He pensado que
podíamos hacer una cena especial. Como solíamos hacer antes.
Cuando Forest todavía estaba con ellas.
Iris asintió con la cabeza y su estómago rugió cuando se dio cuenta
de que su madre había comprado la cena en su restaurante preferido.
Había un asado con verduras en una bandeja, acompañado de
panecillos con mantequilla que brillaban. Se le hacía la boca agua en
lo que tomaba asiento y Aster le llenaba el plato.
Hacía mucho tiempo que su madre no cocinaba o compraba la
cena. Y aunque Iris quería ser precavida, estaba hambrienta. De
comida caliente y nutritiva. De conversaciones con su madre. De los
días del pasado, antes de que Forest se marchara y Aster se diera a la
bebida.
—Cuéntame cómo va el trabajo, cariño —le dijo su madre,
tomando asiento en la mesa delante de ella.
Iris probó un bocado. ¿Cómo había pagado su madre un festín así?
Y entonces le vino a la cabeza: debía de haberlo pagado con el dinero
de la radio de la abuela, y muy probablemente también alcohol, y de
repente la comida le supo a ceniza.
—Últimamente he estado trabajando en los obituarios —confesó.
—Eso es maravilloso, cariño.
«Maravilloso» no era como Iris describiría el trabajo con los
obituarios, y se detuvo para estudiar el rostro de Aster.
En su opinión, su madre siempre había sido hermosa, con la cara
en forma de corazón, el pelo castaño rojizo y la sonrisa ancha y
encantadora. Pero esa noche en sus ojos había cierto brillo, como si
mirara las cosas y en realidad no las viera. Iris hizo una mueca
cuando vio que Aster no estaba serena.
—Cuéntame más cosas sobre la Tribuna —dijo Aster.
—Es la Gaceta, mamá.
—Ay, es verdad. La Gaceta.
Iris empezó a contarle algunos detalles, sin mencionar a Roman.
Como si no existiera, aunque las palabras que él le había dicho
seguían torturándola. «Has actuado de manera descuidada».
—Mamá… —empezó a decir Iris, y vaciló cuando su madre
levantó la mirada—. ¿Crees que me podrías ayudar a rizarme el
pelo?
—Me encantaría —respondió su madre, y se levantó de la mesa—.
De hecho, he comprado un champú nuevo para mi pelo. Lavaremos
el tuyo y le pondremos los rulos. Ven, vamos al baño.
Iris tomó una de las velas y la siguió. Tuvo que esforzarse un poco,
pero Aster pudo lavarle el pelo al borde de la bañera con el cubo de
agua de la lluvia que tenían. Entonces volvieron al dormitorio de su
madre, donde Iris se sentó frente al espejo.
Cerró los ojos mientras Aster le desenredaba los nudos del pelo.
Por un momento, no había ampollas en los talones ni penas
profundas en su corazón.
Forest volvería a casa pronto de la tienda de horología y su madre
encendería la radio y escucharían programas de debate nocturnos y
música.
—¿Hay algo en lo que estés interesada en el trabajo? —preguntó
Aster mientras empezaba a dividir el largo pelo de Iris.
Esta abrió los ojos de golpe.
—No. ¿Por qué lo preguntas, mamá?
Aster se encogió de hombros.
—Solo me preguntaba por qué quieres que te rice el pelo.
—Es para mí —respondió Iris—. Estoy harta de verme desaliñada.
—Nunca he pensado que fueras desaliñada, Iris. Ni una sola vez.
—Empezó a colocar el primer rulo en su sitio—. ¿Te lo ha dicho un
chico?
Iris suspiró y observó el reflejo de Aster en el espejo manchado.
—Tal vez —confesó al fin—. Es mi competidor. Los dos queremos
el mismo puesto.
—Deja que lo adivine. Es joven, guapo, agradable y sabe que
escribes mejor que él, así que hace todo lo posible por distraerte y
preocuparte.
Iris casi se echó a reír.
—¿Cómo lo sabes, mamá?
—Las madres lo sabemos todo, cariño —contestó Aster guiñándole
un ojo—. Y yo apuesto por ti.
Iris sonrió, sorprendida por lo mucho que la reconfortaba el apoyo
de su madre.
—Pero bueno. Si tu hermano se enterara de que un chico te ha
dicho algo así… —Aster chasqueó la lengua—. No tendría
escapatoria. Forest siempre fue muy protector contigo.
Iris pestañeó con fuerza para que no le saltaran las lágrimas. Quizá
fuera porque esa era la primera conversación real que tenía con su
madre desde hacía mucho tiempo. Quizá porque los dedos de Aster
eran suaves y hacían flotar los recuerdos hasta la superficie. Quizá
porque Iris tenía por fin la barriga llena y el pelo limpio. Era como si
pudiera ver a su hermano de nuevo, como si el espejo hubiera
retenido su imagen.
A veces revivía el momento que lo había cambiado todo. El
momento que Enva lo había detenido de camino a casa. Una diosa
disfrazada. Él había decidido escuchar su música, y esa música caló
en su corazón, empujándolo a alistarse esa misma noche.
Todo había ocurrido muy rápido. Iris apenas había tenido la
oportunidad de recobrar el aliento mientras Forest explicaba su
repentina decisión. Preparó las maletas con los ojos brillantes y
febriles. Nunca lo había visto tan entusiasmado.
«Tengo que ir, Florecilla», le había dicho mientras le acariciaba el
pelo. «Tengo que responder a la llamada».
Y ella le había querido preguntar: «¿Y yo qué? ¿Y mamá? ¿Cómo
puedes querer más a esa diosa que a nosotras?», pero no lo había
hecho. Tenía demasiado miedo como para hacerle esas preguntas.
—¿Mamá? —preguntó Iris con voz temblorosa—. Mamá, ¿crees
que Forest está…?
—Está vivo, cariño —afirmó Aster mientras colocaba el último rulo
—. Soy su madre. Lo habría sabido si hubiera abandonado este reino.
Iris soltó una exhalación entrecortada. Su mirada se encontró con
la de su madre en el espejo.
—Todo va a salir bien, Iris —dijo Aster tras apoyarle las manos en
los hombros—. Yo también estaré bien a partir de ahora. Te lo
prometo. Y estoy segura de que Forest volverá el mes que viene o
así. Todo va a mejorar pronto.
Iris asintió. Y, aunque su madre tenía la mirada vidriosa por el
alcohol que le distorsionaba la realidad, la creyó.
Roman se fue hecho una furia hacia casa. Estaba tan preocupado
pensando en cómo se había desviado y lo horrible que había sido la
conversación con Iris que no se dio cuenta de que había invitados en
la sala de estar. Al menos no hasta que hubo cerrado la puerta
principal de golpe y estaba avanzando a grandes zancadas por el
vestíbulo hacia la escalinata y la voz delicada de su madre lo llamó.
—¿Roman? Roman, querido, ven a saludar a las visitas, por favor.
Se le congeló el pie en el peldaño y reprimió un gruñido. Con
suerte podría saludar a quienquiera que fuera y luego retirarse a su
habitación para revisar el artículo sobre los soldados desaparecidos.
Un artículo que tendría que haber sido para Iris, pensó mientras
caminaba hacia el comedor bañado de oro.
Su mirada se dirigió primero a su padre, como si toda la gravedad
de la habitación estuviera centrada en él. El señor Ronald Kitt había
sido apuesto en su día, pero los años de pena, estrés, cigarros y
brandi habían hecho mella en él. Era alto pero encorvado y tenía un
rostro rojizo con ojos severos que brillaban como gemas azules. Su
pelo negro estaba salpicado de vetas plateadas. Siempre fruncía los
labios, como si nada pudiera complacerle o sacarle una sonrisa.
Había días en los que a Roman le aterrorizaba que se pudiera
convertir en su padre.
El señor Kitt estaba junto al fuego, detrás de la silla en la que su
madre estaba sentada como si fuera un adorno. Y mientras que la
presencia de su padre era intimidante, su madre teñía de gentileza
cualquier habitación. Sin embargo, ella se había vuelto más y más
distraída con el paso de los años, desde que había muerto Del. Las
conversaciones con ella a menudo no tenían sentido, como si la
señora Kitt perteneciera más al mundo de los fantasmas que al de los
vivos.
Roman tragó saliva cuando se encontró con la mirada de su padre.
—Roman, estos son el doctor Herman Little, químico de la
Universidad de Juramento, y su hija Elinor —los presentó el señor
Kitt después de extender hacia la izquierda el vaso de brandi que
sostenía.
Roman paseó la vista a regañadientes por la habitación y la posó
sobre un caballero mayor de pelo color arena y unos lentes
exageradamente grandes sobre una nariz pequeña y curvada. En el
diván que tenía a su lado estaba su hija, una chica pálida de pelo
rubio rizado que le llegaba a los hombros. Se le veían venas azules
que palpitaban en sus temples y en el dorso de las manos que tenía
entrelazadas. Parecía de aspecto frágil, hasta que Roman cruzó la
mirada con la de ella y no vio nada más que hielo en sus ojos.
—Doctor Little, señorita Elinor —continuó el señor Kitt—, este es
mi hijo, Roman Kitt. Está a punto de conseguir el puesto de
columnista en la Gaceta de Juramento.
—¡Qué maravilloso! —exclamó el doctor Little con una sonrisa
repleta de dientes amarillos—. Ser columnista del periódico de
mayor prestigio de Juramento es toda una hazaña. Tendrás mucha
influencia en tus lectores. Un gran logro para alguien de tu edad, que
es…
—Tengo diecinueve años, señor —respondió Roman. Debió de
sonar demasiado brusco, porque su padre frunció el ceño—. Es un
placer conocerlos a los dos, pero si me disculpan hay un artículo en
el que debo traba…
—Ve y lávate para la cena —lo interrumpió el señor Kitt—.
Reúnete con nosotros en el comedor dentro de media hora. No
llegues tarde, hijo.
No. Roman sabía que llegar tarde era lo peor que podía hacer si
estaba su padre. Su madre le sonrió mientras se daba la vuelta y se
marchaba.
En la seguridad de su habitación, Roman soltó la bandolera y se
quitó la máscara de hijo obediente.
Se pasó los dedos por el pelo, lanzó el abrigo al otro lado de la
habitación y le sorprendió buscar con la mirada su armario. No
había ningún papel en el suelo. Ninguna carta de Iris. Pero, claro,
todavía no habría llegado a casa. Roman tenía la terrible corazonada
de que no tomaba el tranvía, sino que iba y volvía andando hasta el
trabajo, y por eso a veces llegaba tarde.
No era problema suyo, pero seguía visualizándola en su mente,
cojeando. Como si esas botas horrorosas que llevaba puestas
tuvieran algún problema.
—¡Deja de pensar en ella! —susurró entre dientes mientras se
pellizcaba el puente de la nariz.
Expulsó a Iris de sus pensamientos. Se lavó, se vistió con un traje
negro para la cena y descendió hasta el comedor. Llegó dos minutos
antes, pero no tenía importancia. Sus padres y los Little lo estaban
esperando. Vio con desazón que tenía que sentarse justo enfrente de
Elinor. Su mirada fría lo atravesó nada más tomar asiento.
Ese fue el momento en el que Roman sintió temor por primera vez.
No iba a ser una cena agradable.
Su abuela tampoco estaba en la mesa, y eso significaba que su
padre estaba intentando controlar todo cuanto se dijera esa noche. La
abuela de Roman vivía en el ala este de la mansión. Tenía mucho
carácter y decía lo que pensaba, y Roman deseó con todas sus
fuerzas que estuviera presente.
Guardó silencio durante los dos primeros platos. También Elinor.
Sus padres eran los que hablaban, y comentaban el coste de algunos
químicos, el método de extracción, la ratio y los catalizadores de
reacciones, por qué un cierto elemento llamado praxinio se volvía
verde cuando se combinaba con la sal y cómo solo un tipo de metal
en concreto podía contenerlo.
Roman observó a su padre, que asentía y actuaba como si supiera
exactamente lo que el doctor Little le estaba diciendo. La
conversación viró hacia el ferrocarril demasiado pronto.
—Mi abuelo trajo la primera vía de tren a Juramento —dijo el
señor Kitt—. Antes de eso, si querías ir a algún lado, solo había
caballos, carros y diligencias.
—Qué visión tenían tus ancestros —comentó el doctor Little.
Roman dejó de prestar atención a la historia de su padre y a los
halagos del doctor Little, cansado de oír cómo su familia hizo eso y
aquello, y amasaron su fortuna. Nada de eso importaba en realidad
cuando intentaban tratar con sus semejantes de Cambria, que
contaban con fortunas antiguas y a menudo despreciaban a la gente
como los Kitt, que se habían apoderado de dinero nuevo e
innovativo. Roman sabía que eso preocupaba a su padre y lo
frecuente que era que en los eventos sociales ignoraran a su familia,
y el señor Kitt estaba siempre maquinando para cambiar el parecer
de esa gente. Uno de sus planes era que Roman ganara el puesto de
columnista en vez de ir a la universidad para estudiar Literatura,
como había querido hacer su hijo. Porque si el dinero no podía sellar
la pericia y el respeto en la ciudad, entonces las posiciones de poder
y el aprecio lo lograrían.
Roman tenía la esperanza de huir de la mesa antes del último
plato, y en ese momento su madre se giró hacia Elinor.
—Tu padre dice que eres una pianista talentosa —comentó la
señora Kitt—. A Roman le encanta oír el piano.
¿En serio? Roman tuvo que morderse la lengua para no soltar una
réplica.
Elinor ni siquiera lo miró.
—Lo era, pero ahora prefiero pasar las horas en el laboratorio de
mi padre. De hecho, he dejado de tocar.
—Oh. Qué lástima.
—No crea, señora Kitt. Papá me pidió que lo dejara, ya que estos
días la música está relacionada con Enva —dijo Elinor. Su voz era
monótona, como si no sintiera nada.
Roman observó cómo la chica apartaba la comida del plato. De
repente, tuvo la insidiosa sospecha de que los Little eran
simpatizantes de Dacre, y se le formó un nudo en el estómago. Los
que en la guerra estaban del lado de Dacre tenían la tendencia a ser
de uno de estos tres tipos: devotos acérrimos, desconocedores de las
historias mitológicas en las que se representaba la verdadera
naturaleza cruel de Dacre o, como Zeb Autry, personas temerosas de
los poderes musicales de Enva.
—No hay que tenerle miedo a la música de Enva —dijo Roman
antes de contenerse—. En los mitos, rasgaba su arpa sobre las
tumbas de los mortales que fallecían, y sus canciones guiaban las
almas de los cuerpos hasta el siguiente reino, ya fuera para vivir con
los protectores celestiales o bajo tierra con los infraterrenales. Sus
canciones están entretejidas con la verdad y con el conocimiento.
La mesa se había quedado completamente en silencio. Roman no
miraba a su padre, cuyos ojos lo estaban perforando.
—Disculpad a mi hijo —dijo el señor Kitt con una risita nerviosa—.
De pequeño leyó demasiadas historias.
—¿Por qué no nos cuentas más sobre la Gaceta, Roman? —sugirió
el doctor Little—. He oído que el canciller Verlice ha limitado lo que
pueden publicar los periódicos de Juramento sobre la guerra. ¿Es
verdad?
Roman se quedó de piedra. No lo sabía con certeza, los últimos
días había estado muy concentrado en intentar escribir mejor que
Iris… Pero entonces pensó en lo poco que había escrito sobre la
guerra y en cómo los encargos de Zeb habían versado sobre otras
cosas. El hecho de que estuviera escribiendo sobre soldados
desaparecidos era toda una sorpresa, aunque tal vez incluso fuera
una estrategia para poner a la gente en contra de Enva.
—No sé nada de restricciones —contestó Roman. Pero aquella idea
le parecía plausible, y podía imaginarse al canciller de Juramento, un
hombre alto de ojos pequeños y brillantes, y semblante severo,
obligando a aplicar esas normas para mantener el este lejos de la
destrucción de la guerra.
—¿Cuándo te nombrarán columnista? —preguntó el doctor Little
—. Ese día me aseguraré de comprar el periódico.
—No estoy seguro —respondió Roman—. Ahora mismo me están
evaluando para el puesto.
—Pero lo conseguirá —insistió el señor Kitt—. Aunque me toque
sobornar al viejo que dirige la empresa.
Los hombres se rieron. Roman se quedó rígido. Las palabras de Iris
le vinieron a la mente como un bofetón. «Si tú consigues ser
columnista, será solo por lo mucho que podrá sobornar tu rico padre
a Autry para que te lo dé».
Se levantó golpeando la mesa con el impulso. Los platos
traquetearon y la luz de las velas temblaron.
—Si me permitís… —empezó a decir, pero la voz de su padre se
sobrepuso a la suya.
—Siéntate, Roman. Hay algo importante de lo que tenemos que
hablar.
Roman volvió a sentarse despacio. El silencio estaba cargado de
tensión. Quería escurrirse por una grieta del suelo.
—Oh, querido —exclamó su madre—, ¡será tan emocionante! ¡Por
fin tendremos algo feliz que celebrar!
Roman la miró con la ceja arqueada.
—¿De qué estás hablando, madre?
La señora Kitt miró a Elinor, que se contemplaba fijamente las
manos, sin expresión.
—Hemos concertado un matrimonio para ti con la señorita Little
—anunció el señor Kitt—. La unión de nuestras familias no será solo
beneficioso para nuestro próximo proyecto, sino que también será
como ha descrito tu madre: una ocasión de júbilo. Hemos estado de
luto durante demasiado tiempo. Ha llegado el momento de celebrar.
Roman exhaló entre dientes. Era como si se hubiera roto una
costilla mientras procuraba comprender lo que habían hecho sus
padres. Los matrimonios concertados eran todavía algo común en las
clases altas, entre los vizcondes y condesas y cualquier otro que aún
se aferrara a un título desgastado. Pero los Kitt no eran ese tipo de
persona, por más empeñado que estuviera su padre en elevarlos a la
alta sociedad.
También le sorprendió lo extraño que era que su padre concertara
un matrimonio con la hija de un profesor, no la hija de un lord. Tenía
la sensación de que había algo más acechando bajo la superficie de la
conversación, y Roman tan solo era un peón del juego.
Con voz serena, empezó a decir:
—Siento informarte de que no puedo…
—No te comportes como un crío, Roman —lo cortó el señor Kitt—.
Te casarás con esta encantadora mujer y unirás nuestras familias. Ese
es tu deber como mi único heredero. ¿Lo has entendido?
Roman se quedó mirando a su plato. La carne con patatas a medio
comer ya estaba fría. Se dio cuenta de que todos los de la mesa
menos él ya lo sabían de antes. Incluso Elinor debía de saberlo,
porque lo observaba de cerca, como si examinara su reacción hacia
ella.
Roman se tragó las emociones —lo que él deseaba y la creciente
rabia que sentía— y las escondió en un lugar profundo de sus
huesos. El duelo todavía era acuciante, como una herida que no se
había cerrado aún. Pensó en la pequeña tumba del jardín, una lápida
que apenas soportaba visitar. Pensó en los últimos cuatro años, lo
miserables, sombríos y fríos que habían sido. Y su culpa le susurró:
Claro que tienes que hacerlo. Fracasaste en la más primordial de tus tareas,
y esto es por el bien de tu familia, ¿cómo no lo ibas a hacer?
—Sí, señor —respondió en tono plano.
—¡Excelente! —exclamó el doctor Little con una palmada de sus
larguiruchas manos—. ¿Hacemos un brindis?
Roman observó impertérrito cómo un sirviente le llenaba una copa
de champán. La mano no parecía suya cuando la levantó; fue el
último en alzarla para un brindis que ni siquiera oyó porque sentía
un pánico descomunal que lo invadía.
Justo antes de que se dignara a dar un sorbo, se encontró con los
ojos de Elinor. Vio un destello de miedo y se dio cuenta de que ella
estaba tan atrapada como él.
7
Guardianes celestiales contra
infraterrenales
Y
a era tarde cuando Roman volvió a su habitación tras la
cena. El sudor le perlaba la frente y le cubría las manos.
Se iba a casar con una desconocida. Con una chica que lo
miraba con desprecio.
Se quitó la chaqueta y se sacó de un tirón la pajarita que llevaba al
cuello. Se descalzó y apartó de un puntapié los zapatos, se
desabrochó los botones de la camisa, cayó de rodillas al suelo en el
centro de la habitación y se hizo un ovillo, como si pudiera así
disminuir el dolor que tenía en el estómago.
Se lo merecía, sin duda. Era culpa suya que fuera el único heredero
de su padre.
Merecía ser un desgraciado.
Tenía la respiración entrecortada. Cerró los ojos y se dijo a sí
mismo: Inhala, exhala, inhala.
Podía oír las manecillas de su reloj de muñeca. Los minutos
pasaban, uno tras otro. Podía notar la alfombra debajo de él. Lana
húmeda con sutiles reminiscencias de abrillantador de zapatos.
Cuando volvió a abrir los ojos, vio el papel en el suelo.
Iris le había escrito.
Gateó hasta la nota. Le temblaban las manos mientras desdoblaba
el papel, sorprendido al encontrase con un mensaje muy corto pero
intrigante:
Había dos familias que dividían a los dioses antiguos: los guardianes
celestiales y los infraterrenales. Los guardianes celestiales
gobernaban los cielos y los infraterrenales reinaban en el
inframundo. Lo más importante es que se odiaban, una inclinación que
tienen todos los inmortales, y se enfrentaban en retos para demostrar
quién era más digno de ser temido o querido o adorado entre los
mortales.
El infraterrenal Dacre, tallado en piedra caliza blanca con venas de
fuego azul encendido, decidió que atraparía a uno de sus enemigos
porque estaba aburrido de vivir día tras día, estación tras estación,
año tras año. Ese es el peso de la inmortalidad. Como era el dios de la
vitalidad y la medicina, anhelaba un reto, así que le preguntó a un
humano que moraba en el inframundo si sabía el nombre del protector
celestial más querido. Un dios o una diosa que los mortales alabaran y
quisieran.
«Oh, sí, señor», dijo el humano. «Toca música con un arpa que haría
derretir el más frío de los corazones. Guía a las almas mortales
después de su muerte, y no hay otra tan justa como ella en todo el
vasto mundo».
Dacre decidió que debía hacerse con esa protectora celestial.
Viajó hacia arriba de la Tierra, atravesando kilómetros de piedra,
las retorcidas raíces de los árboles y el amargo sabor de la tierra.
Cuando llegó a la superficie, el poder del sol lo sobrecogió, y tuvo que
recluirse en una cueva durante tres días y tres noches, hasta que sus
ojos pudieron soportar la luz de sus enemigos. Incluso entonces
decidió desplazarse por la noche, cuando la luna era más amable.
«¿Dónde está Enva?», les preguntaba a los mortales con los que se
encontraba. «¿Dónde puedo encontrar a la más justa de las protectoras
celestiales?».
«Suele aparecer en el último lugar en el que se te ocurriría», esa
fue la respuesta que obtuvo.
Y Dacre, que era demasiado impaciente y furioso como para mirar
debajo de cada piedra en su busca, decidió que llamaría a sus sabuesos
del inframundo. Vigorosos, de corazón ardiente, con piel translúcida y
dientes que engendraban pesadillas en los sueños, deambularon por la
tierra esa noche, buscando a la bella diosa y devorando a todos
aquellos que encontraban en su camino. Pues Dacre asumió que Enva
enamoraba a la vista. Pero cuando salió el sol los sabuesos se vieron
forzados a volver bajo tierra, de vuelta a las sombras, y no habían
encontrado aquella que Dacre tanto deseaba.
Así pues, invocó a los ezrals de las cuevas profundas del inframundo.
Son grandes guivernos con ojos de reptil, alas membranosas y garras
venenosas. Podían salir al sol y podían volar para buscar a la diosa y
destruir lo que sea que se moviera por debajo de ellos. Pero pronto
llegó una tormenta, y los feroces vientos amenazaron con desgarrar
las alas de los ezrals, así que Dacre los devolvió a las profundidades,
aunque tampoco habían encontrado a la que tanto anhelaba.
Fue solo cuando él mismo pisó la Tierra cuando llegó a una tumba. Y
en la tumba había una mujer, normal y corriente para los estándares
de Dacre, con cabello largo negro y ojos verdes. Vestía ropas humildes,
iba descalza y estaba raquítica, y decidió que no perdería el tiempo
preguntándole dónde encontrar a Enva.
Pasó delante de ella sin mirarla dos veces, pero mientras se
alejaba… oyó la música de un arpa, suave y dorada, incluso aunque el
cielo estaba gris y la brisa era fría. Oyó a la mujer cantar, y esa voz
lo atravesó. Su belleza lo dejó estupefacto, una belleza que no se podía
ver pero sí sentir, y volvió hacia ella pasando a rastras por encima de
las tumbas de los humanos.
«Enva» dijo. «Enva, ven conmigo».
Ella no detuvo la música por él. Dacre tuvo que esperar mientras
ella cantaba en cada tumba y se dio cuenta de que hacía poco que
habían removido la tierra, como si no hubiera pasado mucho tiempo
desde que habían enterrado a esos humanos.
Cuando Enva cantó la última canción, se giró para mirarlo. «Dacre,
dios infraterrenal, ¿por qué has traído el caos sobre los inocentes?».
«¿Qué quieres decir?».
Ella hizo un gesto hacia las tumbas. «Tus perros y tus ezrals han
matado a estas personas. Con tu poder, podrías haber curado sus
heridas. Pero no lo has hecho, y ahora debo cantar para guiar sus
almas hacia la eternidad, pues tus criaturas las tomaron antes de que
fuera su momento».
Dacre encontró las fuerzas para levantarse al fin. Cuando Enva lo
miraba, se sentía insignificante e indigno, y quería que ella lo
contemplara de otro modo. Algo muy distinto a la pena y la rabia.
«Lo hice para encontrarte», respondió.
«Podrías haberme encontrado por tu cuenta si te hubieras tomado el
tiempo de buscarme».
«Y ahora que te he encontrado, ¿vendrás conmigo al inframundo?
¿Morarás donde vivo, respirarás el aire que inspiro? ¿Te unirás a mí
para gobernar el inframundo?».
Enva se quedó callada. Dacre pensó que se moriría en ese momento de
silencio incierto.
«Estoy feliz aquí», le respondió. «¿Por qué iría al inframundo
contigo?».
«Para forjar la paz entre nuestras dos familias», contestó, aunque la
paz era lo último que tenía en mente.
«No lo creo», dijo ella, y se desvaneció en el aire antes de que Dacre
pudiera siquiera tocar el dobladillo de su vestido.
La furia le abrasó el cuerpo; la diosa se había escabullido. Lo había
rechazado. Por lo tanto, decidió que desataría el embate de su furia
contra los inocentes; se negaría a curarlos por el rencor, a sabiendas
de que a Enva pronto no le quedaría más remedio que darle una
respuesta y ponerse a su disposición como rendición.
Sus sabuesos arrasaron las tierras. Sus ezrals plagaron los cielos. Su
ira hizo que temblara la tierra y creó nuevos abismos y fisuras.
Pero tenía razón. En cuanto la gente inocente empezó a sufrir, Enva
se presentó ante él.
«Te seguiré hasta tu reino en el inframundo», le dijo. «Viviré
contigo en las sombras con dos condiciones: defenderás la paz y me
dejarás cantar y tocar mi instrumento cuando lo desee».
Dacre, que estaba prendado de ella, accedió sin reparos. Se llevó a
Enva bajo tierra. Pero poco sabía lo que haría la música de la diosa
una vez que ella la tocara en las profundidades de la tierra.
Roman acabó de teclear. Le dolía la espalda y tenía la mirada
borrosa. Echó un vistazo al reloj, tan cansado que le costó leer la
hora.
Eran las dos y media de la madrugada. Debía levantarse a las seis
y media.
Cerró los ojos durante unos segundos, rebuscando en su interior.
Tenía el alma en paz, ya no lo acosaba ese pánico sofocante.
Recogió las hojas de papel, las dobló en perfectos tercios y le envió
el mito a Iris.
8
Un sándwich con alma de anciano
R
oman Kitt llegó tarde.
Ni una sola vez en los tres meses que llevaba Iris trabajando
en la Gaceta había llegado tarde. Ella quería saber el motivo.
Se tomó su tiempo preparándose una taza de té del armario
mientras esperaba que llegara en cualquier momento. Cuando no
apareció, Iris hizo el camino hasta su cubículo y pasó por el lado del
de Roman. Se detuvo el tiempo suficiente como para reorganizar su
lapicero, el pequeño globo y los tres diccionarios y dos tesauros de
su escritorio, a sabiendas de que eso lo enervaría.
Volvió a su puesto. A su alrededor, la Gaceta empezaba a cobrar
vida. Las lámparas se encendían, los cigarrillos quemaban, se vertía
té, se atendían llamadas, se arrugaban hojas de papel y se oía el
sonido de las máquinas de escribir.
Parecía que iba a ser un buen día.
—Me encanta tu pelo, Winnow —dijo Sarah cuando se detuvo en
el escritorio de Iris—. Deberías llevarlo así más a menudo.
—Oh. —Un tanto cohibida, Iris se tocó los bucles, que le llegaban
hasta los hombros—. Gracias, Prindle. ¿Está enfermo Kitt?
—No —contestó Sarah—. Pero acabo de recibir esto, que el señor
Kitt quiere que se publique en el periódico de mañana, arriba y en el
centro de la columna de anuncios. —Le entregó a Iris un papel de
mensajes.
—¿El señor Kitt? —repitió Iris.
—El padre de Roman.
—Ah, espera un momento, ¿eso es…?
—Sí —dijo Sarah y se acercó un poco más a ella—. Espero que no
te entristezca, Winnow. Te juro que no sabía que se estaba viendo con
alguien.
Iris intentó sonreír, pero la sonrisa no le llegó hasta los ojos.
—¿Por qué debería sentirme triste, Prindle?
—Siempre pensé que vosotros dos seríais la pareja perfecta.
Algunos de los editores, yo no, por supuesto, hicieron apuestas de
que acabaríais juntos.
—¿Kitt y yo?
Sarah asintió y se mordió el labio como si temiera la reacción de
Iris.
—No digas tonterías —terció Iris con una risa poco entusiasta.
Pero de repente notó cierto rubor en la cara—. Kitt y yo somos como
el fuego y el hielo. Creo que seguramente nos mataríamos si
tuviéramos que estar en la misma habitación demasiado tiempo.
Además, jamás me ha mirado de esa manera. ¿Sabes a qué me
refiero?
¡Por los dioses, cierra la boca, Iris!, se dijo a sí misma al darse cuenta
de que estaba yéndose por las ramas.
—¿Qué quieres decir, Winnow? Un día lo vi… —Lo que fuera que
Sarah estuviera a punto de revelar se quedó a medias cuando Zeb
voceó su nombre. Le dedicó una mirada preocupada a Iris antes de
irse corriendo.
Iris se desplomó en la silla y leyó:
E
sa noche su madre no estaba.
Tranquila, se dijo Iris, de pie en el apartamento en silencio.
Una y otra vez se repetía esa palabra. Como un disco en el
fonógrafo.
Aster volvería a casa pronto. A veces se quedaba hasta tarde en un
club, donde bebía y bailaba. Pero siempre volvía cuando se le
acababa el dinero o el local cerraba a medianoche. No había motivo
para preocuparse. Y le había prometido a Iris que iba a estar mejor.
Tal vez no estaba en un club, sino en el restaurante Revel con la
intención de que la volvieran a contratar.
Aun así, la preocupación no se le quitaba y le provocaba un
pinchazo en los pulmones cada vez que respiraba.
Sabía cómo retener los sentimientos de angustia que le hervían por
dentro. Debajo de su cama estaba escondida la máquina de escribir
de su abuela con la que había creado poesía en su día. La máquina
que había heredado Iris y había usado desde entonces para escribir a
«No soy Forest».
No cerró con llave la puerta principal para cuando llegara su
madre y llevó una vela a su habitación, donde para su sorpresa la
esperaba un papel en el suelo. Su misterioso amigo por
correspondencia le había vuelto a escribir, aunque todavía tenía que
responderle a la carta del mito.
Empezaba a preguntarse si no compartían la misma línea
temporal. Tal vez habían vivido los dos en esa misma habitación, él
mucho antes que ella. Tal vez estuvieran destinados a vivir los dos
allí al cabo de unos años. Tal vez sus cartas estuvieran de algún
modo colándose a través de una fisura en el tiempo, pero era ese
lugar lo que lo estaba causando.
Iris recogió el papel y se sentó al borde de la cama para empezar a
leer.
¿Alguna vez sientes como que llevas una armadura, día tras día? ¿Que,
cuando la gente te mira, solo ve el brillo del metal con el que te has
revestido con tanto cuidado? Ven lo que quieren ver en ti; el reflejo
combado de su propia cara, o del cielo, o una sombra proyectada entre
edificios. Ven siempre que has cometido errores, todas las veces que
has fracasado, todas las veces que les has hecho daño o los has
defraudado. Como si eso fuera lo único que serás a sus ojos.
¿Cómo cambias algo así? ¿Cómo tomas las riendas de tu vida y dejas
de sentirte culpable por ello?
Mientras la leía por segunda vez, empapándose en sus palabras y
pensando cómo contestar a algo que era tan íntimo que lo podría
haber susurrado ella misma, otra carta apareció por el umbral. Iris se
levantó para recogerla, y esa fue la primera vez que intentó de
verdad imaginar quién era esa persona. Lo intentó, pero no eran más
que estrellas y humo y palabras tecleadas en una hoja de papel.
No sabía absolutamente nada sobre esa persona. Pero después de
leer algo así, como si esa persona hubiera volcado todo su ser sobre
el papel, quería saber más.
Abrió la segunda carta, que era apresurada:
Creo que todos llevamos una armadura. Creo que los que no lo hacen son
unos necios que se arriesgan a sufrir el dolor de los bordes afilados
del mundo, una y otra vez. Pero si algo he aprendido de esos necios es
que ser vulnerable es una fortaleza que la mayoría de nosotros teme.
Hace falta coraje para bajar la armadura, para dejar que las personas
te vean como eres. A veces me siento como tú: no puedo arriesgarme a
que la gente me vea por quien soy de verdad. Pero también hay una
vocecita en la parte trasera de mi mente, una voz que me dice: «Te vas
a perder muchas cosas por protegerte tanto».
Tal vez empieza con una persona. Alguien en quien confías. Te
quitas una parte de la armadura por esa persona y dejas que entre la
luz, aunque te cause aprensión. Tal vez así es como aprendes a ser
permisivo y fuerte de todos modos, incluso envuelto en el miedo y la
incertidumbre. Una persona, una parte de acero.
Te digo esto completamente a sabiendas de que estoy llena de
contradicciones. Como has leído en mis otras cartas, adoro la valentía
de mi hermano, pero odio que me haya abandonado para pelear por un
dios. Adoro a mi madre, pero odio lo que le ha hecho el alcohol, como si
la estuviera ahogando, y no sé cómo salvarla. Adoro las palabras que
escribo hasta que me doy cuenta de lo mucho que las odio, como si
estuviera destinada a estar siempre en guerra conmigo misma.
Y, pese a todo, sigo adelante. Algunos días tengo miedo, pero la mayor
parte del tiempo lo único que quiero es conseguir las cosas que sueño.
Un mundo donde mi hermano está en casa sano y salvo, y mi madre está
bien, y escribo palabras que no detesto en todo momento. Palabras que
significarán algo para alguien, como si hubiera trazado una línea en
la oscuridad y sintiera un tirón en la distancia.
Está bien, he dejado salir las palabras. Te he dado una parte de mi
armadura, supongo. Pero dudo de que te importe.
Iris envió la carta por el umbral y se dijo que no debía esperar una
respuesta. Al menos no durante un tiempo.
Empezó a trabajar en su artículo, intentando darle forma. Pero
tenía la atención puesta en la puerta del armario, en las sombras que
delimitaban el umbral y el extraño que moraba al otro lado.
Se detuvo para mirar la hora. Eran las diez y media de la noche.
Sopesó salir del piso en busca de su madre. La preocupación era un
peso agobiante en su pecho, pero Iris no sabía a ciencia cierta dónde
iría. Ni si sería seguro para ella caminar sola a esas horas.
Volverá pronto. Como siempre. Cuando los clubs cierren a medianoche.
Una carta se deslizó por el portal, devolviéndola al presente.
Iris la recogió. El papel crujía en sus dedos mientras leía:
A
l día siguiente, la oficina estaba llena de felicitaciones.
Iris se apoyó en el armario del té mientras observaba cómo
saludaban a Roman con sonrisas y palmadas en la espalda.
—¡Enhorabuena, Kitt!
—Me han dicho que la señorita Little es preciosa y experimentada.
Menuda pesca.
—¿Cuándo es la boda?
Roman sonreía y recibía los halagos con amabilidad, vestido en
ropas almidonadas y zapatos de cuero pulido. Su pelo negro
peinado no le tapaba los ojos, y llevaba la cara afeitada. Otra
apariencia perfecta. Si Iris no lo supiera, si no hubiera estado sentada
en el banco de un parque con él y le hubiese oído confesar lo reacio
que era a casarse con una desconocida, habría creído que estaba
encantado.
Se preguntaba si había soñado ese momento con él, cuando se
hablaron casi como amigos de toda la vida. Cuando se rio, la escuchó
y se disculpó. Porque de repente parecía una alucinación febril.
El alboroto se iba apagando por fin. Roman dejó caer la bandolera,
pero entonces debió de sentir su mirada. Levantó la vista y se
encontró con la suya al otro lado de la habitación, por encima del
mar de escritorios, papeles y conversaciones.
Durante un segundo, Iris no se pudo mover. Y la máscara que él
llevaba puesta para todos los demás —la sonrisa, los ojos contentos y
las mejillas sonrojadas— se desvaneció, hasta que vio lo cansado y
triste que estaba en realidad.
Le tocó la fibra sensible, una música que podía sentir en lo
profundo de su ser, y apartó la mirada.
E
ra de noche, hacía frío y había pasado la medianoche cuando
Iris volvió caminando a casa desde la comisaría con una caja
en las manos con las pertenencias de su madre. La niebla
revoloteaba en el aire y tornaba la luz de las farolas en vahos
dorados. Pero Iris apenas notaba el frío. Apenas notaba los
adoquines bajo sus pies.
Para cuando entró en el piso, su pelo y ropa estaban empapados de
humedad. Por supuesto, el apartamento estaba lleno de sombras
silenciosas. A esas alturas, ya debería estar acostumbrada. Y aun así
buscó entre las sombras para ver a su madre, la luz de su cigarrillo y
su sonrisa ladeada. Iris forcejeó contra el clamor del silencio en busca
de cualquier signo de vida: el tintineo de una botella o el murmullo
de su canción favorita.
No había nada. Nada aparte de su respiración entrecortada y una
caja con las cosas de su madre y la factura de la funeraria pendiente
de pago para transformar el cuerpo fallecido en cenizas.
Iris bajó la caja y se dirigió hacia la habitación de Aster.
Se tiró encima de la cama deshecha. Casi podía engañarse con el
recuerdo de los días anteriores a que el alcohol clavara sus garras en
su madre. Antes de que Forest las abandonara. Casi podía
sumergirse en la alegría del pasado, cuando Aster estaba llena de
historias y risas mientras hacía de camarera en el restaurante al final
de la calle. Cuando cepillaba el pelo largo de Iris cada noche y le
preguntaba cómo le iba en la escuela. Qué libros había leído. Qué
artículos había escrito.
«Algún día serás una escritora famosa, Iris», le había dicho su
madre mientras sus dedos hábiles le trenzaban el largo pelo castaño.
«Recuerda mis palabras. Voy a estar muy orgullosa de ti, cariño».
Iris se permitió llorar. Sollozó todos esos recuerdos en la almohada
de su madre hasta que estuvo tan agotada que la oscuridad se la
llevó de nuevo.
I
ris se pasó el resto del día envuelta en una neblina, intentando
darles sentido a las cosas. Pero era como si su vida se hubiera
roto en mil pedazos, y no sabía cómo volver a juntarlas. Pensó
que quizá el dolor que sentía no disminuiría nunca, y se mordía las
uñas hasta dejárselas en carne viva mientras deambulaba por el piso
como un fantasma.
Al final se acomodó en el suelo de su habitación. Buscó la máquina
de escribir de su abuela y la sacó a la luz tenue.
Si pensaba en ellas demasiado, las palabras se convertirían en
hielo. Así que Iris no pensó, sino que dejó que las palabras le
recorrieran del corazón a la mente, de los brazos a la punta de los
dedos, y escribió:
Rara vez comparto esta parte de mi vida con los demás, pero te la
quiero contar ahora. Una pieza de armadura, porque confío en ti. El
destello de acero que se desprende, porque me siento seguro contigo.
Tuve una hermana pequeña.
Mis padres apenas pueden hablar de ella hoy en día, pero se llamaba
Georgiana. Yo la llamaba Del porque ella prefería su segundo nombre,
Delaney. Yo tenía ocho años cuando nació, y todavía oigo el aguacero
que caía el día que vino al mundo.
Creció en un abrir y cerrar de ojos, como si los años estuvieran
encantados. La amaba con locura. Y mientras que yo siempre había sido
el hijo obediente y reservado al que nunca había que echar una
reprimenda, ella estaba llena de curiosidad, valor y fantasía, y mis
padres no sabían cómo criar en sociedad a una niña tan llena de vida.
En su séptimo cumpleaños, quiso ir a nadar a un estanque que no
está lejos de nuestra casa. Un poco más allá de los jardines y después
de cruzar un bosque, escondida del barullo y los sonidos de la ciudad.
Nuestros padres se negaron; tenían planeada una cena de gala por su
cumpleaños, aunque a Del no podía importarle menos. Así que cuando
me suplicó que me escabullera con ella y fuéramos a bañarnos con la
condición de volver a tiempo para la fiesta…, le dije que sí.
Estábamos en el pico del verano y el calor era abrasador. Nos
escapamos de casa descalzos e ingenuos, y corrimos por los jardines
hacia el estanque. Había un viejo columpio de cuerda que colgaba de
la rama de un roble. Hicimos turnos para lanzarnos hacia el centro
del estanque, porque allí era más profundo y estaba lejos de las rocas
y la arena del bajío.
Al cabo de un rato, estaba cansado y empapado, y se estaba formando
una tormenta sobre nuestras cabezas. «Volvamos», le dije, pero Del me
suplicó que nos quedáramos unos minutos más. Y yo, como el hermano
débil que era, fui incapaz de negárselo. Cedí y me senté en la orilla
para secarme mientras ella seguía zambulléndose y nadando. Cerré los
ojos un instante, o eso me pareció. Durante solo un segundo, con los
últimos rayos de sol sobre la cara, arrullándome para que descansara.
Fue el silencio lo que me hizo abrir los ojos.
En la distancia vi el relámpago, el viento y la cortina de lluvia,
pero el estanque se había quedado completamente quieto. Del estaba
flotando boca abajo en el agua con su cabello negro derramado a su
alrededor. Al principio pensé que estaba jugando, pero entonces el
pánico me invadió, frío y afilado como un cuchillo. Nadé hasta ella y
le di la vuelta. Me apresuré a llevarla hasta la orilla; grité su
nombre, le hice el boca a boca y le presioné el pecho, pero ya se había
ido.
Yo había cerrado los ojos durante un suspiro, y ella se me había
escapado.
Apenas recuerdo llevarla a cuestas hasta mis padres. Pero nunca
olvidaré el llanto de mi madre ni las lágrimas de mi padre. Jamás
olvidaré cómo se dividió mi vida en dos: con Del y sin Del.
Ocurrió hace cuatro años. Y la pena es un proceso largo y difícil,
especialmente cuando está tan atormentada por la culpa. Todavía me
considero responsable; debería haberme negado a ir al estanque.
Debería haberme mantenido alerta. No debería haber cerrado los ojos
mientras ella nadaba, ni por un breve suspiro.
Un mes después de perder a mi hermana, tuve un sueño en el que la
diosa se me presentaba y me decía: «Puedo quitar el dolor de tu
pérdida. Cortaré tus sentimientos de pena, pero también tendré que
sacrificar los recuerdos de tu hermana. Será como si Del no hubiera
nacido nunca, como si su vida no se hubiera entrelazado con la tuya
durante siete años. ¿Escogerías eso para así aliviar tu sufrimiento?
¿Para ser capaz de volver a respirar otra vez, para vivir una vida
tranquila de nuevo?
Ni siquiera dudé. Apenas podía mirar a la diosa a los ojos, pero le
dije firmemente: «No».
Ni siquiera por un instante cambiaría mi dolor para eliminar la
vida de Del.
Me he alargado más de lo que pensaba, pero sé qué se siente cuando
pierdes a alguien a quien quieres. Sentirte como si te dejaran atrás, o
como si tu vida fuera un caos y no hubiese una guía que te dijera
cómo volver a poner orden.
Pero el tiempo te curará poco a poco, como ha hecho conmigo. Hay
días buenos y días difíciles. La pena no se irá nunca del todo; siempre
estará contigo, una sombra que llevas en el alma, pero se hará más
débil a medida que tu vida se vuelve más brillante. Aprenderás a
vivir sin ello de nuevo, por imposible que pueda sonar. Los demás que
comparten tu dolor también te ayudarán a curarte. Porque no estás
sola. Ni en tu miedo, ni en tu dolor, ni en tus esperanzas o sueños.
No estás sola.
13
Una ventaja injusta
S
e hacía raro volver a la oficina.
Nada había cambiado; su escritorio todavía estaba cubierto de
anuncios y obituarios, las cinco teteras estaban hirviendo, el
humo todavía danzaba por entre los dedos de los editores y las teclas
palpitaban como un corazón. A Iris le parecía casi irreal volver a algo
que le parecía aparentemente tan familiar cuando por dentro ella se
sentía tan diferente.
Su vida había dado un vuelco irreversible, y todavía se estaba
intentando adaptar a lo que le ocurriría a ella en el futuro próximo.
Vivir en ese apartamento sola. Vivir sin su madre. Vivir en ese nuevo
ciclo desequilibrado un día sí y el otro también.
«La pena es un proceso largo y difícil, especialmente cuando está
tan atormentada por la culpa».
Se sentó a su escritorio y preparó la máquina de escribir en busca
de una distracción. Cualquier cosa que le mantuviera la mente
ocupada de…
—¿Te sientes mejor hoy, Winnow? —le preguntó Sarah, que se
detuvo a su lado de camino a la oficina de Zeb.
Iris asintió, pero mantuvo la vista clavada en el papel.
—Mucho. Gracias por preguntar, Prindle.
Se sintió aliviada cuando Sarah siguió su camino. Iris no creía que
pudiera soportar hablar de su madre todavía, así que focalizó toda
su atención en el trabajo. Pero supo el momento exacto en el que
Roman entró en la oficina. Lo supo como si una cuerda los uniera a
los dos, aunque se negó a mirarlo.
Él debió de sentir que lo estaba ignorando. Al rato caminó hacia el
cubículo de Iris, se apoyó en la madera y observó cómo tecleaba.
—Tienes buen aspecto hoy, Winnow.
—¿Quieres decir que antes tenía aspecto de enferma, Kitt?
En el pasado, Roman le habría devuelto el sarcasmo y se habría
ido. Pero siguió de pie en su espacio en silencio con los ojos
atravesándola abrasadoramente, y ella sabía que quería que lo
mirara.
Se aclaró la garganta con la atención anclada en el trabajo.
—¿Sabes? Si tanto te apetecía teclear los anuncios, lo podrías haber
dicho. No tienes que estar encima de mí.
—¿Por qué no dijiste nada? —le preguntó, y ella se sorprendió por
el tono irritado, o enfadado, o tal vez una mezcla de los dos.
—¿A qué te refieres?
—¿Por qué no le dijiste a nadie que el otro día no te encontrabas
bien? Simplemente… te fuiste, y ninguno de nosotros sabía dónde
habías ido ni qué te había pasado.
—De verdad, es un asunto que no te incumbe, Kitt.
—Sí, porque las personas de aquí estaban preocupadas por ti,
Winnow.
—Sí, les preocupa bastante que los anuncios no estén hechos a
tiempo.
—Eso es totalmente injusto, y lo sabes —respondió en voz baja.
Iris cerró los ojos. Su compostura estaba a punto de venirse abajo,
y esa mañana le había llevado toda su fuerza de voluntad levantarse
y vestirse, cepillarse el pelo y obligarse a ponerse pintalabios, todo
para dar la impresión de que estaba bien, de que no se estaba
desmoronando. No quería que nadie supiera por lo que estaba
pasando, porque que los dioses evitaran que le tuvieran pena… ¡Le
das pena! Tomó aire entre dientes.
—¡No entiendo por qué te importa, Kitt! —susurró bruscamente, y
abrió mucho los ojos para encontrase con su mirada—. Si no estoy
aquí, al fin conseguirás lo que quieres.
No respondió, pero le sostuvo la mirada, y le pareció ver que algo
centelleaba dentro de él, como una estrella que cae del cosmos o una
moneda bajo el agua que refleja el sol. Algo intenso y vulnerable y
completamente inesperado.
Se fue tan pronto como llegó, y él frunció el ceño.
Se lo debía de haber imaginado.
Por una vez, Zeb llegó en buen momento.
—¿Winnow? Ven a mi despacho. Ahora —le ordenó.
Iris se levantó del escritorio y a Roman no le quedó otra que
hacerse a un lado. Lo dejó en el pasillo y cerró la puerta tras de sí
nada más entrar en el despacho de Zeb.
Su jefe se estaba sirviendo una bebida sobre unos hielos que se
resquebrajaron mientras ella se sentaba en la silla delante de él. El
escritorio era una extensión caótica de papeles y libros y
archivadores. Esperó que Autry hablara primero.
—Supongo que ya tienes lista la redacción, ¿no? —le preguntó tras
tomar un sorbo.
La redacción. ¡La redacción!
Iris la había olvidado. Entrelazó los dedos mientras las manos le
temblaban y los nudillos se le ponían blancos.
—No, señor —respondió—. Lo siento, pero no está lista.
Zeb simplemente se la quedó mirando.
—Me has decepcionado, Winnow.
Quería llorar. Se tragó las lágrimas hasta que le inundaron el
pecho. Podía decirle el motivo por el retraso de la redacción. Debería
decirle que había perdido a su madre, que su mundo había
cambiado drásticamente y que en lo último en lo que estaba
pensando era en ser columnista.
—Señor, mi…
—Si te vas a ir antes del trabajo, tienes que avisarlo para que tus
tareas del día se puedan encargar a otra persona —le dijo
bruscamente—. Que no vuelva a ocurrir.
Iris se levantó y se fue. Se dirigió directamente a su escritorio y se
sentó, presionando los dedos fríos contra su rostro ardiente. Se sentía
como un felpudo. Le acaba de permitir que la pisoteara y todo
porque tenía demasiado miedo de ponerse a llorar delante de él.
¿En qué se estaba convirtiendo?
—Aquí tienes los obituarios del periódico de mañana —dijo Sarah,
que parecía haber aparecido de la nada. Dejó una pila de papeles
encima del escritorio de Iris—. ¿Estás bien, Winnow?
—Estoy bien —respondió con una sonrisa cansada y un resoplido
—. Acabaré con estos.
—Se los puedo dar a Kitt.
—No. Ya los hago. Gracias.
Después de eso, todo el mundo la dejó en paz. Incluso Roman no
le volvió a dirigir la mirada, e Iris sintió un gran alivio.
Tecleó los obituarios y luego se quedó mirando la hoja en blanco,
peleándose con sus sentimientos. Debería escribir uno para su
madre. Pero para ella era inmensamente distinto. Ser alguien que
sentía la angustia de un obituario. Alguien que sentía la raíz de las
palabras.
Iris empezó a escribir lo primero que le vino a la mente, y sus
dedos golpearon las teclas con brío:
I
ris dejó de teclear. Se quedó mirando la puerta de su armario,
preguntándose por qué le estaba escribiendo a su misterioso
amigo por correspondencia para informarlo. No tenía la
obligación, pero sentía que se lo debía; a él, como había descubierto
en su última carta —donde había contado la verdad—, porque era el
hermano mayor.
Había dejado la Gaceta de Juramento esa mañana y había ido a la
funeraria para pagar la incineración de su madre. Le habían dado un
pequeño tarro lleno de cenizas, e Iris decidió que debía volver a casa,
sin saber del todo qué hacer con ellas.
Pero tenía un plan. Tenía la intención de abandonar Juramento.
Entre esas paredes había demasiados recuerdos, demasiados
fantasmas.
El día siguiente iría a la Tribuna de Tinta y preguntaría si la podían
contratar como corresponsal de guerra. Y, si no lo hacían, tal vez el
esfuerzo en la guerra lo hiciera, de la manera que fuera que pudiera
ser útil. No era una combatiente, pero podía lavar la ropa, cocinar y
limpiar. Tenía dos manos y aprendía rápido. De cualquier modo,
tenía la esperanza de que la acercara a Forest.
Volvió a teclear:
Gracias por contestarme ese día. Por contarme lo de Del. Sé que no nos
hemos estado escribiendo durante mucho tiempo (más bien, yo te
escribía, pero tú no respondías), pero dejando eso de lado… El tiempo
parece ser distinto en una carta.
Cargaré con las cosas que has compartido conmigo en mi siguiente
aventura.
Un último adiós.
Iris la envió a través el portal antes de que pudiera arrepentirse.
Escogió la ropa que llevaría al día siguiente, sus mejores falda y
blusa, y se preparó para ir a la cama, intentando distraerse de lo
vacío que estaba el piso y lo profundas que parecían las sombras.
Esperó que le contestara, aunque se dijo que probablemente no lo
haría. La alcanzó el sueño todavía con la vela encendida. A altas
horas de la noche, un sonido la despertó. Iris se incorporó con el
corazón en un puño hasta que se dio cuenta de que era alguien que
salía de casa en el piso de abajo; estaban riendo a carcajadas y
bastante borrachos.
Era la una de la madrugada e Iris se dio cuenta adormilada de que
había una carta en el suelo.
La recogió, y no sabía lo que esperaba, pero no era algo tan
sucinto:
L
a Gaceta de Juramento estaba en silencio.
Roman estaba sentado a su escritorio, que estaba cubierto de
notas frente a él. Observaba la página en blanco que se
curvaba en su máquina de escribir. Debería sentirse emocionado. Se
había consolidado como el nuevo columnista. Ya no tenía que
preocuparse más por que alguien le tocara las cosas de su escritorio.
Ya no tenía que correr hasta el tablón con los boletines de los
encargos. Ya no tenía que fingir que estaba demasiado ocupado
como para comer un sándwich.
Si esa era la vida que quería, ¿por qué se sentía tan vacío?
Se levantó a por otra taza de té, evitando la tentación de mirar
hacia el escritorio desierto de Iris. Pero mientras se estaba echando
una cucharada de miel en la taza, una de las editoras se acercó al
aparador.
—Se hace raro estar aquí sin ella, ¿verdad? —le preguntó.
Roman arqueó una ceja.
—¿Quién?
La editora se limitó a sonreír, como si supiera algo que Roman
desconocía.
Esa noche, fue el último en salir de la oficina. Se puso el abrigo y
apagó la lámpara. No había escrito ni una palabra y estaba irritado.
Durante el viaje en tranvía hasta casa, sopesó sus opciones.
Tamborileaba con los dedos sobre la pierna, ansioso, mientras
pensaba en la mejor manera de lidiar con el dilema en el que se veía
atrapado. Si no mostraba ninguna emoción, su padre iba a
escucharlo.
Nada más llegar a casa, encontró al señor Kitt en su estudio.
Encima del escritorio había una caja extraña etiquetada con
«FRÁGIL» y «MANIPULAR CON CUIDADO».
—Roman —lo saludó su padre tras levantar la vista del libro de
contabilidad que estaba leyendo. Llevaba un cigarrillo entre los
dientes—. ¿Cómo ha ido tu primer día como columnista?
—No me voy a casar con ella, padre. —La afirmación se quedó
suspendida en el aire. Roman no se había sentido tan aliviado en su
vida hasta que el señor Kitt entrecerró los ojos. Su padre se tomó un
tiempo para aplastar el cigarrillo en un cenicero y se levantó, su
figura alta proyectando una sombra encorvada.
—¿Cómo has dicho, Roman?
—No me voy a casar con Elinor Little —repitió Roman. Mantuvo
un tono firme y una expresión serena. Como si no sintiera nada y
simplemente estuviera constatando un hecho—. Ella y yo no
hacemos buena pareja, pero hay otras maneras de que yo pueda serle
útil a la familia. Me gustaría hablarlas contigo, si esta noche tienes
tiempo.
Su padre sonrió. Sus dientes brillaron como una guadaña bajo la
luz de la lámpara.
—¿De qué va esto, hijo?
—De mi libertad.
—¿Tu libertad?
Roman apretó los dientes.
—Sí. Ya me he privado de una cosa que quería para satisfacer tus
deseos.
—¿Y qué era esa cosa, Roman? Ah, espera, ya me acuerdo —
respondió el señor Kitt con una risita—. Querías echar por la borda
años de tu vida estudiando literatura en la universidad. Ya te lo dije
una vez, pero supongo que debería volvértelo a decir: no puedes
hacer nada con esa carrera. Pero ¿ser columnista en la Gaceta de
Juramento? Eso te llevará lejos, hijo. Solo quiero lo que es mejor para
ti, aunque ahora no puedas verlo. Y un día, cuando entiendas mejor
las cosas, me lo agradecerás.
Roman tuvo que reunir todas sus fuerzas para mantener a raya su
temperamento. Afianzó entre las muelas las palabras que quería
decir y respondió:
—Me he hecho con el puesto de columnista, tal como querías. Al
menos, ahora deberías estar de acuerdo en que tengo el derecho
decidir con quién quiero casarme, como tú elegiste a madre.
—Esto tiene que ver con la chica pobre de la Gaceta, ¿verdad? —
preguntó el señor Kitt arrastrando las palabras—. Te ha llamado la
atención, en contra del buen juicio.
Roman se puso rígido. Podía sentir cómo el rubor le subía por la
cara, y batalló por mantener la voz calmada y sin expresión.
—No hay ninguna otra chica.
—No me mientas, hijo. Me ha llegado el rumor de que el otro día
compartiste el almuerzo con ella. Y menos mal que el maldito
compromiso no se había anunciado aún, pero ¿qué habría pasado si
los Little se hubieran enterado? ¿Qué habría pasado si te hubieran
visto con ella, sentado cerca de esa muchacha en ese banco,
compartiendo un sándwich y riéndole las cosas que te decía? ¿Cómo
lo podrías explicar?
—Solo eran cosas de trabajo —saltó Roman—. Estábamos
hablando de un artículo. Y no le pagué el almuerzo, para que lo
sepas.
De repente, el señor Kitt parecía divertirse. Roman se odiaba a sí
mismo, especialmente cuando se acordaba de la imagen de Iris
rebuscando en su bolso monedas en la tienda. Casi no había tenido
suficiente y eligió no comprar bebida, como si no quisiera una.
Él había pagado su sándwich, pero no el de ella. Le había parecido
lo correcto en ese momento, pero de pronto se odiaba por ello.
Roman se mordió el interior de la mejilla. ¿Sabía también su padre
que había ido al piso de Iris?
—No pienso permitir que la sangre de mis nietos se tire por la
alcantarilla —dijo el señor Kitt. Así que sí. También sabía lo de la
visita, por más breve que hubiera sido, pero Roman no le iba a dar
ninguna explicación. Porque nadie más aparte de sí mismo le había
dicho que fuera. Zeb Autry estaba molesto por la ausencia de Iris y
Sarah, preocupada, pero Roman fue el que agarró su gabardina,
buscó su dirección e hizo algo al respecto.
—Tus prejuicios son bastante extensos, padre —constató—. Y
deberías dejar de ordenar a gente que me siga.
—Dejaré de vigilarte el instante en que te cases con la señorita
Little —contrapuso el señor Kitt—. Y entonces te podrás acostar con
quien quieras siempre y cuando seas discreto. Puedes liarte con tu
amiga pecosa de la Gaceta, pero mi única condición es que no tengas
cachorros con ella. Está muy por debajo de ti, hijo.
—¡Ya basta, padre! —Las palabras salieron despedidas de Roman
como un estallido—. ¡No me voy a casar con la señorita Little, y tus
comentarios sobre mi compañera no tienen ninguna base ni son
bienvenidos!
—Me decepcionas, Roman —dijo el señor Kitt tras un suspiro.
Roman cerró los ojos, exhausto de repente. Esta conversación había
virado hacia lo peor, y no sabía cómo salvarla.
—¿Sabes qué es esto, hijo? —le preguntó. Roman abrió los ojos
para ver cómo su padre tocaba la caja—. Esto de aquí es nuestro
futuro. Nos va a salvar de la guerra, porque Dacre llegará algún día
a Juramento. Y, si rompes tu compromiso con la señorita Little,
pones en peligro mis planes para preservar nuestra familia.
Roman se quedó mirando la caja.
—¿Qué hay en ella?
—Ven a echar un vistazo —respondió el señor Kitt tras levantar la
tapa.
Roman se acercó unos pasos. Lo suficiente cerca como para obtener
una breve imagen de lo que había dentro: contenedores finos de
metal largos como su antebrazo que descansaban como balas de
plata en la caja.
—¿Qué son? —preguntó con el ceño fruncido—. ¿Son bombas?
Su padre se limitó a sonreír y cerró la tapa.
—Tal vez deberías preguntarle a tu prometida. Ayudó a su padre a
crearlas.
—Qué malvado —dijo Roman con voz vacilante—. Estas bombas o
lo que sea que son… No puedes volver de algo así. Van a matar a
gente inocente. Yo no…
—No, es algo ingenioso —lo interrumpió su padre—. Todos los
lores y damas de Juramento que se inclinan ante Enva… ¿Dónde
crees que irán sus títulos cuando Dacre tome la ciudad? ¿A quién
crees que recompensará?
Roman se quedó mirando a su padre con los ojos abiertos por el
horror.
—¿Es lo único que te importa? ¿Tu posición en la alta sociedad?
¿Cómo puedes aprovecharte de los demás? —Empezó a alejarse con
la respiración silbando a través de los dientes—. No voy a formar
parte de esto, padre.
—Harás exactamente lo que te diga que hagas, Roman —le
aseguró el señor Kitt—. ¿Lo has entendido? Si no lo haces para salvar
tu propio pellejo, al menos piensa en tu madre, que todavía está de
luto por tu imprudencia.
Roman notó cómo se le iba la sangre del rostro. La culpa por la
muerte de su hermana le quemaba como ácido en la boca, y perdió
toda intención de pelear o hablar.
—Es tu deber, hijo —dijo su padre con un tono más amable—.
Estoy muy orgulloso de que te hayan ascendido. Tienes un futuro
brillante frente a ti. No lo estropees por una chica pobre que sin duda
alguna quiere absorber toda tu herencia.
Roman se dio la vuelta y se marchó.
Apenas recordaba haber entrado en su habitación. La puerta se
había cerrado tras él con un suspiro mágico. Roman miró hacia el
armario, pero el suelo estaba desierto. No había recibido ninguna
carta. Ya asumía que a partir de ese momento no recibiría más
correspondencia de Iris, puesto que se había ido y solo los dioses
sabían a dónde. Y no estaba seguro de si había leído su última carta
o no, pero decidió que no se la iba a jugar.
Una de las placas de madera del suelo de debajo del escritorio
estaba suelta. Roman se agachó y la levantó con cuidado, revelando
así un escondite perfecto. En su día allí había guardado caramelos,
dinero, una pelota de béisbol que había atrapado después de marcar
un home run y recortes de periódico. Fue en busca de la caja de
zapatos llena con las cartas de Iris y la escondió, enterrando sus
palabras en la seguridad de la profunda oscuridad. Deslizó la placa
de nuevo a su sitio.
No pudo proteger a Del cuando más lo necesitaba, pero haría todo
lo que pudiera por proteger a Iris.
Porque no sabía seguro cuánto sabía su padre sobre ella en
realidad. Y Roman no iba a permitir que descubriera nada más.
E
l tren dio una sacudida.
Iris dejó de escribir y miró por la ventana. Observó mientras
el tren retumbaba y desaceleraba hasta detenerse por
completo, echando humo y soltando un silbido. Estaban en medio de
un campo en la Pedanía Central. No se vislumbraban edificios ni
poblaciones.
¿Se había averiado?
Dejó el cuaderno de notas a un lado y se levantó para asomarse al
vagón. La mayoría de los pasajeros habían desembarcado en las
paradas anteriores, pero un poco más adelante del pasillo vio a otra
chica que hablaba con un miembro del personal.
—Volveremos a arrancar cuando se ponga el sol, señorita —
anunció el miembro de la tripulación—. Dentro de una media hora
más o menos. Por favor, sírvase una taza de té mientras tanto.
Iris volvió a acomodarse en su compartimento. Habían parado a
propósito, y se preguntaba por qué tenían que esperarse a la
oscuridad para continuar. Estaba pensando en recoger sus bolsas e ir
en busca de la chica que acababa de ver cuando llamaron a la puerta
corredera.
—¿Está ocupado?
Iris levantó la vista, sorprendida al ver a la chica. Tenía la piel
morena y el pelo negro y ondulado. Llevaba un maletín de máquina
de escribir en una mano y una taza de té en la otra. Vestía el mismo
mono marrón oliva que Iris, con la etiqueta de PRENSA TRIBUNA
DE TINTA por encima del corazón, pero de alguna manera hacía que
el mono pareciera más moderno, con un cinturón ceñido a la cintura
y los pantalones remangados hasta los tobillos, que dejaban a la vista
unos calcetines rojos a rayas y unas botas negras. Un par de
binoculares le colgaban del cuello y llevaba en el hombro una bolsa
de cuero.
Otra corresponsal de guerra.
—No, entra si quieres —respondió Iris con una sonrisa.
La chica se adentró en el compartimento y cerró la puerta tras de
sí. Dejó la máquina de escribir, luego se liberó de la bolsa de cuero
con un gruñido y tomó el asiento justo enfrente de Iris. Cerró los ojos
y tomó un sorbo de té, para toser en el acto arrugando la nariz.
—Sabe a goma quemada —dijo, y procedió a abrir la ventana y
tirar el té.
—¿Sabes por qué nos hemos detenido? —preguntó Iris.
Su nueva compañera cerró la ventana y dirigió la atención hacia
ella.
—No estoy del todo segura. La tripulación parecía reacia a
contarme algo, pero creo que tiene que ver con las bombas.
—¿Bombas?
—Mmm. Creo que hemos llegado a la frontera con la Pedanía
Oeste, y a partir de aquí es una zona activa, donde se pueden sentir
los efectos de la guerra. No sé por qué, pero me han dado a entender
que es más seguro que el tren viaje de noche a partir de aquí. —La
chica cruzó las piernas por los tobillos, estudiando a Iris con ojo
atento—. No sabía que iba a tener una compañera en este viaje.
—Creo que llegué a la Tribuna de Tinta justo después de que te
fueras —contestó Iris, que todavía pensaba en las bombas.
—¿Helena te hizo mil preguntas?
—Sí. Pensaba que no me iba a contratar.
—Oh, te contrataría. Incluso aunque hubieras ido con el aspecto de
acabar de salir de darte unos bailoteos en un club. Los rumores dicen
que están desesperados por captar corresponsales. Por cierto, soy
Thea Attwood. Pero todos me llaman Attie.
—Iris Winnow, aunque la mayoría me llama por el apellido.
—Entonces te llamaré por tu nombre —dijo Attie—. Iris, ¿por qué
haces esto?
Iris hizo una mueca. No estaba segura de cuánto quería revelar
sobre su trágico pasado todavía, así que se decantó por una
respuesta simple.
—En Juramento no queda nada para mí. Necesitaba un cambio. ¿Y
tú?
—Bueno, alguien a quien respetaba en su día me dijo que no tenía
lo que hay que tener para que me publicaran. A mi escritura le
faltaba «originalidad y convicción», o eso me dijo. —Attie resopló,
como si esas palabras todavía la hirieran—. Así que pensé: ¿qué otra
manera de ponerme a prueba a mí misma? ¿Qué me podía enseñar
mejor que estar en constante amenaza de muerte, desmembramiento
y las demás cosas que la Tribuna de Tinta decía en el descargo de
responsabilidad para afilar mis palabras? De todos modos, no me
gusta intentar cosas en las que creo que voy a fracasar, así que no me
queda otra que escribir artículos espléndidos y vivir para verlos
publicados, para disgustar a mi antiguo maestro. De hecho, pagué
para darle una suscripción, así que la Tribuna de Tinta empezará a
presentarse en la puerta de su casa, y verá mi nombre impreso y se
comerá sus palabras.
—Una penitencia adecuada —dijo Iris impresionada—. Pero
espero que te des cuenta de que no tenías que apuntarte a escribir
sobre la guerra para demostrar tu valía a nadie, Attie.
—Lo sé, pero ¿dónde quedaría el sentido de la aventura? ¿Vivir la
misma rutina monótona y cuidada día sí y día también? —Attie
sonrió, y se le marcaron dos hoyuelos en las mejillas. Las siguientes
palabras que dijo Iris las sintió en el pecho, resonando como un
segundo corazón. Unas palabras que estaban destinadas a unirlas
como amigas—. No me quiero despertar cuando tenga setenta y
cuatro solo para darme cuenta de que no he vivido.
17
Tres sirenas
P
ara cuando el tiempo llegó traqueteando a la pequeña
estación de Risco Ávalon, Iris y Attie eran las únicas
pasajeras que quedaban, y pasaban las diez y media de la
noche. La luna se posaba en el cielo como una uña, y las estrellas
brillaban como Iris no las había visto nunca, como si se hubieran
caído más cerca de la tierra. Recogió sus cosas y siguió a Attie hacia
el andén con las piernas doloridas de haber estado sentada la mayor
parte del día, y soltó un suspiro largo.
Risco Ávalon olía a paja, hierba de campo, humo de chimenea y
barro.
Las chicas caminaron por la estación abandonada, que al poco
desembocaba en una carretera sucia. Helena les había dado
instrucciones sobre cómo localizar sus alojamientos: el hostal de
Marisol en la calle Principal, nada más salir de la estación, la tercera
casa a la izquierda, con una puerta verde que parecía que en su día
había pertenecido a un castillo. Attie e Iris tenían que ir allí
directamente sin dejar de estar atentas a su alrededor, preparadas
para ponerse a cubierto en cualquier momento.
—Supongo que esta es la calle Principal, ¿no? —preguntó Attie.
Estaban a oscuras, pero Iris entrecerró los ojos para examinar el
pueblo que tenían delante. Las casas eran antiguas, de dos pisos y
construidas en piedra. Algunas incluso tenían tejados de paja y
ventanas con parteluz, como si las hubieran construido hacía siglos.
Las vallas estaban hechas con rocas apiladas cubiertas de musgo, y
parecía que hubiera unos cuantos jardines, pero era difícil distinguir
las cosas solo con la luz de la luna.
No había farolas para guiarlas. La mayoría de las casas estaban
oscuras y envueltas en sombras, como si funcionaran con velas en
vez de con electricidad.
Todo estaba en silencio y vacío.
A lo lejos oyeron el mugido de una vaca, pero no había más
sonidos de vida. Ni risas, ni voces, ni música, ni ruido de cacharros
en alguna cocina. Ni grillos ni pájaros. Incluso el viento se mostraba
sosegado.
—¿Por qué parece que este lugar está muerto? —susurró Attie.
La temperatura había bajado y se empezaba a formar una neblina.
Iris reprimió un escalofrío.
—Creo que veo el lugar de Marisol —dijo, ansiosa por abandonar
la calle encantada.
Helena había estado en lo cierto: el hostal tenía una puerta
inconfundible, arqueada como si la casa se hubiera construido a su
alrededor, con un pomo de metal con la forma de la cabeza de un
león rugiente. El edificio era pintoresco, con persianas que a la luz de
las estrellas parecían negras. El patio frontal estaba abarrotado de
rosales con ramas escuálidas que todavía estaban desnudas del
invierno, y la hiedra trepaba por las paredes y llegaba hasta el techo
de paja.
Pero dentro estaba oscuro, como si la antigua casa estuviera
durmiendo o bajo un hechizo. Una sensación de desasosiego
atravesó a Iris mientras llamaba a la puerta. La cabeza de león hizo
demasiado ruido, dado el silencio sepulcral que envolvía al pueblo.
—Por lo visto, no está en casa —dijo Attie antes de maldecir en voz
baja—. ¿Las ventanas más bajas están selladas con maderas o me lo
estoy imaginando?
Iris prestó mayor atención a las ventanas. Sí, parecían estar
selladas, pero por dentro.
—¿Qué haremos si no responde? —Attie se dio la vuelta para
examinar el resto del pueblo, que no prometía gran cosa.
—Espera, creo que la oigo —contestó Iris.
Las chicas aguantaron la respiración, y sin lugar a dudas se oía el
ruido característico de unas pisadas, y entonces una voz dulce de
acento muy marcado dijo tras la puerta principal:
—¿Qué queréis?
Attie arqueó una ceja e intercambió una mirada llena de duda con
Iris.
—Helena dijo que no nos estaría esperando —le recordó Iris en un
susurro y entonces respondió—. Nos ha enviado Helena Hammond,
de la Tribuna de Tinta.
Estuvieron en silencio durante un segundo, y acto seguido oyeron
el sonido del cerrojo que se abría. La puerta verde se entornó un
palmo, y por el resquicio vieron a una mujer que sujetaba una vela.
Tenía la piel morena y el pelo negro atado en una trenza gruesa que
le colgaba por encima del hombro. Su ceño estaba fruncido hasta que
vio a las chicas, y su cara se suavizó de inmediato.
—Por el amor de Enva, ¿sois dos? ¡Y tan jóvenes! —exclamó con la
boca abierta de la sorpresa—. Pasad, por favor. Lo siento, pero es que
antes me habéis tomado por sorpresa. Estos días no sabes quién
puede llamar a la puerta de noche.
—Sí, hemos visto que aquí está todo bastante tranquilo —dijo
Attie, secamente.
—Así es, y hay una razón para ello, que os explicaré en breve —
terció Marisol mientras acababa de abrir la puerta como bienvenida.
Iris entró. El recibidor era espacioso, con un suelo frío de baldosas
cubierto de alfombras de colores vivos. Las paredes brillaban en las
sombras, e Iris se dio cuenta de que había una serie de espejos
dorados de todas las formas y tamaños colgados por encima de ellas
hasta las escaleras. Vio su tenue reflejo y sintió como si hubiera
viajado atrás en el tiempo.
—¿Habéis comido? —preguntó Marisol, cerrando la puerta tras
ellas.
—Galletas en el tren —fue la respuesta de Attie.
—Entonces, venid conmigo a la cocina. —Marisol las guio por el
pasillo hacia la luz de un fuego.
La cocina era grande, rústica y cálida. Aunque las ventanas
estaban cubiertas de tablones, como las puertas dobles. Como si
Marisol tuviera que mantener a alguien o algo fuera.
Hierbas y cacharros de cobre colgaban de las vigas, y había una
mesa en la que cabían diez personas. Ahí fue donde Attie e Iris se
desplomaron, como si no hubieran estado sentadas durante nueve
horas.
Marisol estaba ocupada abriendo armarios de la cocina y una
pequeña nevera, lo que permitió a Iris saber que había electricidad
en la casa; simplemente, había decidido no usarla para iluminar la
habitación.
—¿Qué os puedo preparar de beber? Mi especialidad es el
chocolate caliente, pero también tengo algo de leche y té —las
informó Marisol mientras preparaba una cebolla y un pimiento rojo
en la encimera.
—El chocolate suena divino —dijo Attie con un suspiro, e Iris
asintió como confirmación—. Gracias.
Marisol sonrió y se puso de puntillas para alcanzar uno de los
botes de cobre.
—Era la receta de mi abuela. Creo que os va a encantar. ¡Por el
amor de los dioses! ¡Perdonadme, pero me acabo de dar cuenta de
que no os he preguntado los nombres!
Attie habló primero.
—Thea Attwood de manera formal. Attie para los amigos.
—Es un placer, Attie —dijo Marisol, y sus ojitos de ratón se
dirigieron a Iris.
—Iris Winnow. Me puedes llamar por cualquiera de los dos.
—Iris —repitió Marisol—. Encantada de conoceros a las dos. Yo
soy Marisol Torres, y este es mi hostal, pero creo que eso ya lo
sabíais, ¿verdad?
—Sí, y es un lugar encantador —dijo Attie mientras admiraba la
cocina—. Pero si no te molesta la pregunta… ¿Por qué usas velas?
¿Estás ahorrando electricidad?
—Ah —exclamó Marisol mientras ponía una olla con agua a hervir
en la hornilla y picaba la cebolla—. Me alegro de que lo preguntes.
No, en realidad no, aunque los últimos meses me han enseñado
mucho sobre el ahorro. Es por la guerra y porque las líneas del frente
están muy cerca de Risco Ávalon.
—¿Cómo de cerca? —preguntó Iris.
—A unos ochenta kilómetros.
Iris miró a Attie. Esta ya la estaba observando con una expresión
inescrutable. Se preguntaba cuánto tardarían hasta notar que la
guerra era real. Antes de que notaran lo cerca que estaba, como un
temblor en la tierra bajo sus pies.
—Está bien —dijo Marisol empuñando el cuchillo—. ¿Cuántos
años tenéis? Porque me voy a merendar a Helena a base de bien
como me haya enviado a menores.
—Tengo dieciocho —aclaró Iris.
—Veinte —contestó Attie—. Por ley, las dos somos adultas legales
que pueden beber y a las que pueden acusar formalmente de
asesinato, así que Helena está a salvo por ahora.
—Aun así, sois muy jóvenes para estar informando sobre la guerra.
—¿Y cuántos años tienes tú, Marisol? —se atrevió a preguntar
Attie.
—Tengo treinta y tres, pero sé que aparento veinticinco —
respondió sin ofenderse.
—Eso no es malo —comentó Attie.
—Supongo —alegó Marisol arqueando una ceja. Pero una sonrisa
le iluminó el rostro, e Iris pensó que debía de ser una de las personas
más adorables que hubiera conocido nunca—. Está bien. Habladme
de vosotras mientras cocino.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Iris mientras se levantaba.
—¡Ni se te ocurra! —replicó Marisol—. Quédate sentada. Nadie
cocina en mi casa aparte de mí, a menos que tengan mi permiso.
Iris volvió a sentarse rápido. Attie casi temblaba de la risa, e Iris le
dedicó una mirada seria, lo cual solo consiguió que Attie acabara por
reír, y tenía una de esas contagiosas, igual que Roman Kitt.
Pensar en él hizo que Iris se quedara blanca.
Lo apartó lejos de su mente, y agradeció profundamente que Attie
empezara a hablar sobre su vida. Era la mayor de seis hermanos: tres
chicos y tres chicas, e Iris se quedó boquiabierta. No podía imaginar
cómo sería vivir en una casa abarrotada de hermanos.
—Son lo que más quiero en el mundo —prosiguió Attie, y desvió
su atención hacia Iris—. ¿Y tú? ¿Tienes algún hermano o hermana?
—Tengo un hermano mayor. Está luchando en la guerra por Enva
—contestó Iris.
Marisol se quedó paralizada.
—Es un chico muy valiente.
Iris se limitó a asentir, pero le subió el rubor a la cara cuando pensó
en todas las veces que había estado resentida con su hermano por
haberse ido. Inconscientemente, se llevó la mano al colgante que
tenía bajo el mono.
—¿Y tú, Marisol? —preguntó Attie.
—Tengo dos hermanas pequeñas. Haría cualquier cosa por ellas —
respondió.
Attie asintió, como si lo entendiera perfectamente. Iris experimentó
un breve ataque de celos hasta que Marisol continuó hablando.
—Ni siquiera son mis hermanas de sangre, pero yo las escogí. Y
ese tipo de amor dura para siempre. —Sonrió y les llevó dos tazas a
la mesa.
Iris rodeó la suya con los dedos e inspiró el aroma penetrante y
especiado.
—Es una delicia —dijo tras tomar un sorbo y soltar un pequeño
gruñido.
—Qué bien —contestó Marisol, que volvió a la hornilla, donde las
cebollas, los pimientos y los huevos fritos crepitaban en una sartén.
La cocina se quedó en silencio durante unos instantes, pero era un
silencio cómodo. Iris sintió que se relajaba de verdad por primera
vez en semanas. Bebió el chocolate caliente y notó un calor en el
pecho mientras disfrutaba con la conversación de Attie y Marisol.
Pero en algún lugar de su mente se preguntaba por qué ese sitio
estaba tan oscuro y silencioso.
Marisol no les dio ninguna explicación hasta que las dos chicas
hubieron dado buena cuenta del delicioso manjar que les puso
delante: platos llenos de arroz, verduras salteadas y hierbas picadas
con huevos fritos por encima.
—Ahora que estáis llenas —empezó a decir mientras se sentaba en
una silla enfrente de Iris—, ha llegado el momento de que os cuente
por qué Risco Ávalon es como es, para que sepáis cómo responder.
—¿Responder? —preguntó Iris con un atisbo de preocupación.
—A las sirenas y lo que predicen —dijo Marisol, colocándose un
mechón de pelo detrás de la oreja. Una pequeña joya roja
resplandeció en su lóbulo—. Hay tres tipos distintos de sirenas, y
pueden sonar en cualquier momento. No importa dónde os
encontréis de Ávalon, ya sea en la enfermería, en la verdulería o en la
calle; siempre tenéis que estar preparadas y responder acorde a ellas.
»Si una sirena suena de forma ininterrumpida durante la noche,
tenéis exactamente tres minutos para apagar todas las luces, cubrir
todas las ventanas y encerraros en un sitio cubierto antes de que
lleguen los sabuesos.
—¿Los sabuesos? —repitió Attie frunciendo el ceño—. Creía que
solo eran un mito.
—Para nada —respondió Marisol—. Nunca he visto a ninguno
porque no me he atrevido a mirar por la ventana cuando acechan de
noche, pero un vecino mío un día pudo ver a uno y me dijo que los
sabuesos son del tamaño de un lobo. Destruyen cualquier cosa viva
que encuentren en su camino.
—¿Han matado a alguien aquí? —preguntó Iris. Se acordaba del
mito que le había enviado su enigmático amigo por correspondencia
en el que Dacre buscaba a Enva. Cómo había invocado a sus
sabuesos del inframundo.
—No —contestó Marisol, aunque había un deje de tristeza en su
tono—. Pero perdimos un rebaño de ovejas y otros animales.
Probablemente estaréis conmigo por la noche; Ávalon tiene toque de
queda por esta… situación. Todos tenemos que estar en casa antes de
la puesta de sol. Así que, si os despertáis por la sirena, aseguraos de
que todas la velas y luces estén apagadas al instante, tapad las
ventanas y venid a mi habitación. ¿De acuerdo?
Las dos asintieron.
—La segunda sirena que os quiero comentar es la que suena de
forma ininterrumpida durante el día. Si oís esa, tenéis exactamente
dos minutos para poneros a cubierto antes de que lleguen los ezrals.
Son guivernos, y Dacre los usa para llevar bombas en las garras, que
lanzan a cualquier cosa que vean que se mueve. Si estáis en un sitio
cerrado, entonces cubrid las ventanas y quedaos en silencio hasta
que pasen. Si resulta que estáis en el exterior cuando llenan el cielo,
entonces tenéis que hacer algo impensable: tumbaos en el sitio
donde estáis y no os mováis hasta que se vayan. ¿Me habéis
entendido las dos?
Las dos chicas asintieron a la vez de nuevo.
—¿Por eso el tren no viaja de día por aquí? —preguntó Iris—. En
un punto concreto del viaje, nos hemos dado cuenta de que se
detenía y retrasaba el recorrido hasta que caía la noche.
—Sí, es exactamente por eso —respondió Marisol—. El tren tiene
más oportunidades de esquivar a los sabuesos durante la noche que
detenerse a tiempo si ven a un ezral. Y si bombardean las vías, sería
una catástrofe para nosotros. Y eso me lleva a la tercera y última
sirena que podéis oír; la que suena de forma intermitente en
cualquier momento. Día o noche. En Risco Ávalon todavía no la
hemos oído, pero con cada día que pasa es una posibilidad cada vez
más plausible para la que debemos prepararnos.
»Si oís esa sirena, tenéis que evacuar hacia el este inmediatamente.
Significa que nuestros soldados en el frente oeste se retiran y pierden
terreno, con lo cual no nos pueden defender aquí. Significa que viene
el enemigo y es muy probable que tome el pueblo. Dejaré preparadas
dos bolsas de emergencia para vosotras, que colgaré en la despensa
para que las agarréis y huyáis. Contendrán una caja de cerillas, una
botella de agua, latas de judías y otros víveres imperecederos. Lo
suficiente para que con suerte podáis llegar hasta el siguiente
pueblo.
»Sé que esto es mucho más de lo que pensasteis al inscribiros y
debéis de tener la cabeza embotada, pero ¿se os ocurre alguna
pregunta que hacerme?
Attie e Iris se quedaron en silencio durante diez segundos. Al final,
Attie se aclaró la garganta.
—¿Las sirenas… de dónde vienen? —preguntó.
—De un pueblo que está a unos kilómetros de aquí, llamado
Monte Trébol. Está anclado en un buen punto de observación y
tienen una sirena que antaño se usaba para anunciar el mal tiempo, y
aceptaron alertarnos cuando localizaran sabuesos, ezrals o soldados
enemigos. —Marisol empezó a recoger los platos vacíos. Iris se
percató de que llevaba un fino anillo dorado en el dedo anular
izquierdo. Estaba casada, pues, aunque no había mencionado a su
esposo. Al parecer, vivía sola en ese sitio—. Es tarde, casi
medianoche. Dejadme que os lleve al piso de arriba. Podéis escoger
habitación y disfrutar de una buena noche de descanso.
Siempre y cuando no suene una sirena, pensó Iris, y una chispa de
temor le recorrió el cuerpo. Tenía la esperanza de que no ocurriera, y
luego que sí, y así podría librarse del miedo de experimentar una.
—¿Podemos ayudarte con la limpieza, Marisol? —preguntó Attie,
levantándose de la silla.
—Esta noche no —contestó—. Tengo una norma. A los invitados,
durante su primera noche no les exijo que hagan nada más que
pasárselo bien. Pero mañana será distinto. El desayuno es a las ocho
en punto, y luego las dos me podéis ayudar a preparar la comida
para llevar a la enfermería, para alimentar a los soldados heridos. He
pensado que sería una buena manera de empezar con vuestra
investigación. Algunos de los soldados no querrán hablar de lo que
han visto y experimentado, pero habrá otros que sí.
—Estaremos listas —le aseguró Attie recogiendo sus bolsas.
Iris alcanzó su bolsa de cuero mientras los pensamientos sobre
Dacre le corrían salvajes por la mente y seguía a Marisol y Attie
hasta el vestíbulo para subir las escaleras. Marisol sostenía una vela,
cuya llama brillaba por los múltiples espejos de la pared. Les explicó
que muchos residentes de Risco Ávalon habían decidido dejar de
usar la electricidad, que era descaradamente brillante y de noche se
podía ver desde lejos, y usaban velas que se podían apagar con
facilidad de un soplido en caso de que hubiera sabuesos o una sirena
intermitente.
—Bueno —dijo Marisol cuando llegaron al segundo piso—. Esta es
la puerta de mi habitación. Hay cuatro más, todas vacías y muy
encantadoras. Escoged la que os haga más gracia.
Attie se metió en una e Iris en otra. Después de saber lo de las
sirenas, le pareció un delito encender el interruptor de la luz.
La habitación que había escogido Iris estaba decorada con tonos
verdosos. Tenía dos ventanas que daban a la parte trasera de la casa,
con una cama en una esquina, un armario empotrado en la pared
similar al de su casa y un escritorio perfecto para escribir.
—Esta habitación es de mis preferidas —dijo Marisol desde el
umbral—. Y puedes usar la electricidad, si quieres. O la vela.
—La vela servirá —dijo Iris justo cuando volvió Attie.
—Quiero la habitación que está delante de esta —comentó—. Es
roja y me pega.
—¡Maravilloso! —contestó Marisol con una sonrisa radiante—. Os
veré a las dos por la mañana. Tienes más mantas y toallas en el
armario, si las necesitas. Ah, y el baño está al final del pasillo.
—Gracias, Marisol —susurró Iris.
—No hay de qué. Buenas noches, amiga —se despidió Marisol con
amabilidad, justo antes de cerrar la puerta.
18
Una maldita y remota posibilidad
E
sa noche, Iris intentó dormir en la fría oscuridad de su nueva
habitación. Pero estaba demasiado inquieta. La pena y la
culpa por la muerte de su madre le estaba calando en los
huesos de nuevo, y no le quedó más remedio que encender la vela
conteniendo la respiración.
Se frotó los ojos con el dorso de la mano y los hombros
encorvados. Estaba tan cansada… ¿Por qué no podía dormir?
Cuando volvió a abrir los ojos, fijó la mirada en la puerta estrecha
del armario que había en la otra punta de la habitación. Se preguntó
si ese umbral funcionaría igual que el de su habitación. Si escribía
con la máquina de la abuela, ¿seguirían llegando las cartas al chico
sin nombre con el que se había estado escribiendo?
Iris quería descubrir lo fuerte que era esa conexión mágica. Si
seiscientos kilómetros la romperían. Se deslizó por el colchón y se
sentó en el suelo para abrir la caja de su máquina de escribir.
Eso le resultaba familiar, incluso en un sitio distinto, rodeada de
extraños que se estaban convirtiendo en amigos. Ese movimiento, los
dedos golpeando palabras en una página en blanco con las piernas
cruzadas sobre una alfombra, la estabilizaba.
Sé que es imposible.
Sé que es una maldita y remota posibilidad.
Y, aun así, aquí estoy, escribiéndote de nuevo, sentada en el suelo
con una vela encendida. Aquí estoy contactándote con la esperanza de
que contestes, aunque esté en una casa diferente y casi a seiscientos
kilómetros de Juramento. Y, no obstante, no puedo evitar preguntarme
si mis palabras podrán alcanzarte.
Si es así, tengo algo que pedirte.
Estoy segura de que recuerdas la primera carta verdadera que me
escribiste. En la que me detallaste el mito de Dacre y Enva. Solo
estaba la mitad, pero ¿crees que podrías encontrar el resto? Me
gustaría saber cómo acaba.
Debo irme. Lo último que quiero es que el sonido de las teclas
despierte a alguien, porque este lugar es tan tranquilo, tan silencioso,
que puedo oír hasta mi propio corazón, que me palpita en las sienes.
Y no debería tener esperanza. Ni debería intentar enviarte esto. Ni
siquiera sé tu nombre.
Pero creo que hay una conexión mágica entre nosotros. Un vínculo
que ni la distancia puede romper.
Iris sacó el papel con cuidado y lo dobló. Se levantó con un
chasquido de las rodillas y se acercó a la puerta del armario.
Será una locura si funciona, pensó, y deslizó la carta por debajo de la
puerta. Contó tres respiraciones, y entonces abrió el armario.
Para su asombro, el papel se había esfumado.
Era maravilloso y terrible, porque le tocaba esperar. Tal vez él no le
escribiera una respuesta.
Iris deambuló por la habitación, jugueteando con los mechones de
su pelo entre los dedos.
Su destinatario tardó dos minutos contestar, y el papel susurró por
el suelo.
Iris lo recogió y leyó:
Iris tiritaba mientras cargaba una cesta hasta la parte trasera del
edificio, donde unas cuantas enfermeras preparaban bandejas de
comida. Le sudaban las palmas de las manos; estaba nerviosa. No
sabía cómo prepararse para eso, para hablar con soldados heridos.
También estaba llena de una ansiosa esperanza. Tal vez Forest
estuviera allí.
—¿Has preparado preguntas con antelación? —le susurró Attie
mientras pasaba por su lado.
—No, pero las he estado pensando —contestó Iris, caminando de
vuelta a la furgoneta para recoger otra cesta.
—Yo tampoco —dijo Attie cuando se cruzaron de nuevo—.
Supongo que haremos lo que creamos correcto, ¿no?
Iris asintió, pero tenía la boca seca. Si ella estuviera herida y
tumbada en la cama de una enfermería, con dolor, ¿querría que una
desconocida la entrevistara? Probablemente no.
Marisol se quedó con las enfermeras en la cocina, preparando la
comida, pero Attie e Iris tenían permiso para pasear por la planta
baja. Algunas habitaciones estaban vetadas, pero les dijeron que la
mayoría de los soldados estaban en la sala de actos, y ahí debían
concentrar su labor.
Era una habitación amplia, con hileras de ventanas y camas. El
suelo era de madera dura rayada y crujía bajo los pasos de Iris
mientras paseaba. Empezó a buscar a Forest de inmediato. Procuraba
encontrar a su hermano en un mar de sábanas blancas y rayos de sol.
A algunos de los soldados los habían amputado. Algunos tenían
vendajes en la cara, quemaduras o cicatrices. Algunos estaban
incorporados y hablaban; algunos dormían tumbados.
Abrumada, Iris estaba preocupada por no reconocer a su hermano,
aunque estuviera allí. Pero tomó una bocanada de aire, porque sabía
que esos soldados habían pasado por más cosas que las que podría
empezar a imaginar. El aire olía a sirope medicinal de cereza, a
limpiador de suelos de limón y a acero inoxidable frío, todo envuelto
con un matiz de enfermedad. Cerró los ojos y se imaginó a Forest, tal
como lo recordaba el día que se marchó.
Te reconocería en cualquier sitio.
Cuando Iris abrió los ojos, centró la atención en una soldado en
concreto. La chica estaba incorporada en la cama. Parecía de la edad
de Iris y jugaba con una baraja de cartas desgastadas sobre la colcha.
Tenía el pelo de un tono rubio apagado, como el del maíz, que le
llegaba hasta los hombros. Su piel era pálida, y las manos le
temblaban mientras seguía colocando cartas. Pero sus ojos eran
cálidos, marrones y penetrantes, y cuando captaron la mirada de Iris,
ella ya estaba encaminándose en su dirección.
—¿Juegas? —preguntó la chica con voz frágil.
—Solo si encuentro a una buena compañera —respondió Iris.
—Pues acerca el taburete y juega conmigo.
Iris la complació. Se sentó al lado de la cama de la chica y miró
mientras ella barajaba las cartas con las manos temblorosas. Tenía los
dedos largos, como los de una pianista.
—Me llamo Pradera —dijo la chica mientras miraba a Iris—. Como
el campo.
—Yo soy Iris. Como un globo ocular.
Eso esbozó una pequeña sonrisa en el rostro de Pradera.
—No te he visto antes por aquí, Iris como un globo ocular.
—Llegué justo ayer —contestó Iris mientras tomaba las cartas que
le pasaba Pradera.
—Una periodista, ¿eh?
Iris asintió, sin saber qué más decir. No sabía si sería correcto
preguntarle a Pradera si podía…
—No hablo con la prensa —dijo Pradera, aclarándose la garganta.
Su voz siguió siendo ronca y débil—. Pero siempre busco a alguien
que me gane a las cartas. Te toca a ti primero.
Bueno, pues ya está, pensó Iris. Al menos la franqueza cándida de
Pradera disminuyó sus nervios y expectativas, así que pudo
dedicarse simplemente a disfrutar con la partida de cartas.
Las chicas guardaron silencio mientras jugaban. Pradera era
competitiva, pero Iris le iba a la zaga. Acabaron jugando dos rondas
más, hasta que las enfermeras repartieron la comida.
—Debería dejarte comer en paz —dijo Iris, y se levantó del
taburete. Pradera hundió la cuchara en el bol de sopa, que
repiqueteó irremediablemente a causa de sus temblores.
—Quédate si quieres. Los que hablarían contigo ahora estarán
comiendo.
Iris echó un vistazo alrededor y encontró a Attie sentada con un
soldado un poco más lejos. Un soldado joven atractivo que le
sonreía, y Attie tenía su cuaderno preparado y anotaba lo que le
estaba diciendo.
—Sí que tengo una pregunta para ti —dijo Iris, acomodándose en
el taburete—. Si quisiera saber dónde está destinado un soldado en
concreto, ¿a quién debería escribirle?
—Podrías escribir al comando central de Mundy, pero es posible
que no obtengas respuesta. No les gusta revelar dónde están
destinados los soldados. Es una medida de seguridad. Además,
ahora mismo la situación es un poco caótica. El correo no es
demasiado fiable.
Iris asintió intentando esconder su desesperación.
—Si un soldado está herido, ¿tengo alguna manera de saberlo?
Pradera se quedó mirando a Iris.
—¿Sabes el nombre de su pelotón o compañía?
Iris negó con la cabeza.
—¿Y su batallón?
—No, no sé ninguna información de esa. Solo su nombre y
apellido.
Pradera hizo una mueca.
—Entonces será muy difícil encontrar información o novedades.
Siento tener que decírtelo.
—No pasa nada. Solo me lo estaba preguntando —dijo Iris con una
sonrisa débil.
Su decepción debió de ser aparente, porque Pradera dejó la
cuchara y añadió: —No hablo con la prensa, pero ¿tal vez haya algo
que puedas hacer?
—¿El qué?
—¿Escribirías una carta en mi lugar?
Iris pestañeó.
La esperanza de los ojos de Pradera se derrumbó con el momento
de silencio incómodo, y desvió la mirada al suelo.
—Olvídalo.
—Sí —dijo Iris, recuperándose del momento de asombro. Rebuscó
en el bolsillo trasero, donde se había guardado el cuaderno y el
bolígrafo—. Sí, me encantaría. —Lo abrió por una página nueva,
esperando, con el bolígrafo preparado.
Pradera bajó la vista hacia la comida a medio terminar.
—Es para mi hermana.
—Cuando quieras.
A Pradera le llevó un momento, como si de repente tuviera
vergüenza, pero entonces empezó a decir palabras suaves y
nostálgicas, e Iris las apuntó.
E
sa noche, Iris se sentó al escritorio de su habitación, observó
cómo la luz del sol se perdía en los campos distantes y
empezó a teclear todas las cartas que había escrito en la
enfermería. Se sentía un recipiente, llena de las historias, las
preguntas y los consuelos que los soldados habían compartido con
ella. Escribía a gente que no conocía. Abuelas, abuelos, madres,
padres, hermanas, hermanos, amigos y amantes. Personas a las que
jamás vería, pero que en ese momento estaban conectadas con ella.
Una tras otra. Con cada palabra que tecleaba, el sol se hundía un
poco más, hasta que las nubes se tornaron doradas. Un suspiro
después, la luz dio paso a la noche. Las estrellas ardían en la
oscuridad e Iris tomó la cena en su habitación y siguió trabajando
bajo la luz de la vela.
Estaba sacando la última página de la máquina de escribir cuando
oyó el inconfundible ruido del papel sobre el suelo.
Él le había escrito.
Iris sonrió, se levantó y recogió la carta. Y leyó:
Por supuesto, estoy más que encantado de hacer eso por ti. Dejaré las
cartas en la oficina de correos mañana a primera hora. No hace falta
que me pagues los gastos.
Y sí, mi máquina de escribir tiene algunas particularidades. Era de
mi abuela. Me la regaló por mi décimo cumpleaños, con la esperanza de
que algún día me convirtiera en escritor, como mi abuelo.
Antes de leer tu carta, jamás se me había ocurrido inspeccionar la
base. Estoy alucinado por haber encontrado la placa de plata que has
descrito. El grabado dice así: LA SEGUNDA ALONDRA / HECHA
ESPECIALMENTE PARA H. M. A. Son las iniciales de mi abuela.
Tendré que preguntarle más detalles, pero ¿deduzco que tu máquina
también es una Alondra? ¿Crees que así es como estamos conectados?
¿Por nuestras peculiares máquinas de escribir?
Un calor le invadió el pecho, como si hubiera inspirado un fuego a
tierra. Se confirmaba su teoría, así que empezó a escribir la respuesta
de inmediato:
R
oman envió el mensaje por el armario poco después de que
Iris le hubiera mandado el suyo tan conciso. Sabía que algo
inesperado y terrible debía de haber ocurrido como para
que ella escribiera mal tres palabras distintas. Deambuló hasta altas
horas de la noche con la mirada desviándose hacia el armario, hacia
el suelo bien barrido de delante. Pasaron las horas una a una,
oscuras y frías, pero ella no escribió.
¿Qué estaba ocurriendo? Estaba desesperado por saberlo. Al final,
estaba tan cansado que se sentó al borde de la cama, abrumado por
las dudas.
Tal vez el pueblo en el que se alojaba Iris estaba siendo atacado. Se
la imaginó teniendo que ir a cubierto mientras llovían bombas,
explotando en un despliegue abrasador de chispas y destrucción. Se
imaginó que la herían. Se imaginó a los soldados de Dacre, que se
amontonaban victoriosos y la hacían prisionera.
Roman no podía soportar estar sentado.
Se levantó y volvió a dar vueltas, dejando una marca en la
alfombra tras sus pasos.
Si algo le pasara… ¿Cómo lo sabría?
—Iris —le habló a la lámpara—. Iris, escríbeme.
Eran las tres de la mañana cuando sacó las antiguas cartas de Iris
de su escondite. Se sentó en el suelo y las volvió a leer, y, mientras
que siempre se había emocionado por sus palabras hacia Forest, se
dio cuenta de que lo perforaban todas las que le había escrito a él. Le
hacían sentir dolor, y no sabía el motivo.
Se fue de su habitación para pasear por los pasillos oscuros de la
habitación. Hizo la misma ruta que había andado una noche tras otra
después de la muerte de Del, cuando el sueño lo evitaba. Cuando
tenía quince años y estaba tan roto que pensó que la lástima que
sentía lo acabaría enterrando.
Bajó las escaleras, silencioso como un espectro. Pasó por
habitaciones frías y pasadizos sinuosos. Al final lo atrajo una luz
débil que provenía de la cocina. Esperaba entrar en la habitación y
descubrir que la casa le había preparado leche caliente y galletas,
sintiendo su angustia. Roman se sorprendió en el umbral cuando vio
que era su abuela, sentada a la encimera con una vela y una taza de
té.
—Roman —dijo con su típico tono brusco.
—A-abuela —contestó—. Lo siento, no pretendía… Ya me voy.
—No digas tonterías —le respondió la abuela—. La tetera está
todavía caliente si quieres una taza de té, aunque sé que prefieres el
café.
Era una invitación para hablar. Roman tragó saliva; se le notaban
las ojeras, y entró lentamente en la cocina y alcanzó una taza. Se
vertió algo de té y se sentó en el taburete enfrente de su abuela,
temeroso de hacer contacto visual con ella primero. Su abuela tenía
una habilidad especial para leer la mente.
—¿Qué te mantiene despierto a estas horas? —preguntó su mirada
astuta penetrándole.
—Estoy esperando una carta.
—¿Una carta en medio de la noche?
—Sí —respondió mientras el rubor le subía al rostro.
La abuela siguió observándolo. Había sonreído tal vez tres veces
en toda su vida, así que Roman se quedó de piedra cuando vio sus
labios curvarse en una sonrisa.
—Por fin estás utilizando mi máquina de escribir como es debido,
entonces —dijo—. ¿Entiendo que le escribes a la nieta de Daisy
Winnow?
Roman vaciló, pero acabó asintiendo.
—¿Cómo lo has sabido?
—Una simple corazonada —contestó—, teniendo en cuenta que
tanto Daisy como yo estábamos decididas a mantener las máquinas
de escribir en propiedad de la familia antes que entregarlas a esa
lamentable excusa de museo.
Roman pensó en la carta que Iris le había estado escribiendo antes
de que la interrumpiera lo que fuera que estaba pasando a
kilómetros de distancia. Había descubierto la conexión entre sus
máquinas, y a él lo emocionaba saber qué era lo que los unía.
—¿Eras amiga de Daisy Winnow? —se atrevió a preguntar,
consciente de que su abuela era reticente a hablar del pasado.
—¿Te sorprende, Roman?
—Bueno… Sí, abuela —respondió con un atisbo de exasperación
—, nuestra familia es…
—¿Una panda de arrogantes de clase alta construidos a base de
una fortuna reciente? —le propuso—. Sí, lo sé. Y por eso quería tanto
a Daisy. Era una soñadora, innovadora y de buen corazón. Tanto a
Alondra como a mí nunca nos importó su estatus social. —Entonces
se detuvo. Roman estaba callado, a la espera. Contuvo la respiración
mientras su abuela comenzaba a contar la historia sobre su amistad
con Alondra Stone y Daisy Winnow, y sobre las máquinas de escribir
que un día las habían mantenido en contacto.
Al principio, se quedó boquiabierto. Se bebió el té templado y
escuchó, y empezó a ver los hilos invisibles que lo atraían hasta Iris.
No parecía ser cosa del destino; Roman no creía demasiado en esas
fantasías. Pero sí que parecía ser algo. Algo que le robaba el sueño y
hacía que le doliera el pecho con cada respiración.
—¿Cómo es ella? —preguntó su abuela—. Me refiero a la nieta de
Daisy.
Roman se quedó mirando el poso del té.
—No estoy seguro. No la conozco tan bien.
—Por si lo has olvidado, sé cuándo mientes, Roman. Entornas los
ojos.
Roman se echó a reír, porque ¿no le había dicho Iris exactamente lo
mismo la semana anterior?
—De acuerdo, abuela. Diré entonces que es como su abuela, por
cómo describes a Daisy.
—No me digas. —La abuela se quedó callada, pensativa—. Mmm.
¿Por eso querías la otra mitad del mito? ¿Para enviársela a…?
—A Iris —susurró.
Su abuela se limitó a arquear una ceja. Pero entonces repitió «Iris»,
y el sonido fue tan dulce que hizo que Roman se estremeciera.
—Sí. —Creía que era momento de irse, antes de que ella dijera algo
que lo incomodara. Se estaba levantando del taburete cuando su
abuela le dijo arrastrando las palabras:
—¿Y vas a dejar que se te escape?
Se quedó paralizado. ¿Qué se suponía que debía responder a eso?
—No creo que tenga otra opción, abuela —dijo.
La abuela soltó aire y agitó una mano.
—Siempre hay una opción. ¿Vas a dejar que sea tu padre quien
escriba tu historia o tú mismo?
Se quedó en silencio mientras ella se levantaba con un leve
gruñido. La abuela se dirigió hacia el umbral, pero se detuvo, y
Roman se tensó, inseguro de lo que iba a decirle.
—Tengo setenta y cinco años, Roman —empezó—, a lo largo de mi
vida he visto incontables cosas, y ahora mismo te aseguro que el
mundo está a punto de cambiar. Los días que vendrán serán cada
vez más oscuros. Y, cuando encuentras algo bueno, te aferras a ello.
No pierdes tiempo preocupándote por cosas que al final no tienen
importancia. En vez de eso, te arriesgas por esa luz. ¿Entiendes lo
que te digo?
Asintió, aunque tenía el corazón desbocado.
—Muy bien —dijo la abuela—. Ahora friega las tazas, o el cocinero
armará un escándalo por el desorden.
Y se fue. Las sombras de la cocina parecían más oscuras sin ella.
Roman llevó la olla y las tazas al fregadero, percatándose de que
nunca en su vida había lavado ningún plato.
Lo hizo lo mejor que pudo, colocando la porcelana de nuevo en el
armario antes de volver a su habitación, donde miró hacia el
armario. Todavía no había carta.
Se deslizó hasta el suelo y se adormiló al fin. Cuando se despertó
con la primera luz, vio que finalmente Iris le había escrito. Roman
gateó por la alfombra con el pulso martilleándole en el cuello
mientras desdoblaba la carta y se ponía a leer:
Estoy bien y a salvo. ¡No te preocupes! Siento haber tenido que irme
tan de repente anoche.
No tengo tiempo para escribir una carta larga esta mañana porque
tengo que irme. Hoy vuelvo a la enfermería, pero te escribiré pronto.
P. D. Espero enviarte más cartas de soldados esta noche o mañana,
para enviarlas por correo, si no te importa.
Roman se estremeció de alivio, aunque sabía que lo que fuera que
había ocurrido la noche anterior no había sido bueno. Pero Iris
estaba sana y salva, y él suspiró, apoyando la cabeza en el suelo.
La noticia le sentó como una manta cálida, y de repente se dio
cuenta de lo dolorido y magullado que estaba. Quería quedarse
dormido con Iris en su mente, pero resistió el poder tentador que ella
le despertaba.
Le molestaba el sonido de las manecillas de su reloj de pulsera.
Roman soltó un quejido cuando echó un vistazo a la hora. Se
levantó apresuradamente, recogió las cartas de Iris y las devolvió a
su escondite. Se vistió deprisa. No le quedaba tiempo para afeitarse,
pulir los zapatos ni peinarse.
Agarró la bandolera y bajó raudo las escaleras.
Llegaba tarde al trabajo.
—Venid, los últimos resquicios de helada se han ido y el jardín
necesita algunos cuidados —dijo Marisol esa tarde—. Me iría bien
que me ayudarais las dos. Araremos hoy y plantaremos mañana.
Iris se sintió aliviada por que le dieran una tarea, incluso si era una
difícil como la de romper la tierra dura con una pala, algo que no
había hecho nunca al haber crecido rodeada de la piedra y el asfalto
de Juramento. Las tres trabajaron en el jardín trasero del hostal,
donde una parcela ajardinada estaba inactiva por el invierno,
cubierta de malas hierbas y tallos marchitos.
—Es como si alguien hubiera estado aquí antes que nosotras —
remarcó Attie al agacharse para inspeccionar un socavón profundo
en el suelo.
—Habrán sido los sabuesos —dijo Marisol mientras trabajaba con
una paleta de jardinería—. Eso es lo que pasa cuando plantas un
jardín en Risco Ávalon. A los sabuesos les gusta pisotearlo todo
cuando acechan el pueblo de noche. A veces pasan meses sin que
vengan, pero a veces Dacre los envía cada noche.
Iris y Attie se quedaron mirando los socavones, que ya empezaron
a reconocer como marcas de garras. Un escalofrío recorrió a Iris, y
devolvió su atención a la labor de remover la tierra con la pala.
—¿Plantas el jardín cada año, Marisol? —le preguntó observando
los macizos elevados de las esquinas, donde florecían flores,
lechugas y otras plantas de invierno.
—Sí, pero solo por Keegan —respondió Marisol.
—¿Quién es Keegan?
—Mi esposa.
—¿Dónde está? —preguntó Attie. Iris reconoció el tono cuidadoso
y respetuoso; ninguna de las dos estaba segura de si la esposa de
Marisol estaba viva. No se había referido a ella en ningún momento,
aunque llevara puesta una alianza.
—Viaja por trabajo —respondió Marisol—. No tengo manera de
saber cuándo va a volver a casa exactamente. Pero pronto, espero.
—¿Es comercial? —inquirió Iris.
—Algo así.
—¿Cómo os conocisteis?
—Pues Keegan estaba viajando por el risco un día de verano, y se
hospedó en una habitación de aquí —empezó a contar Marisol,
limpiándose la suciedad de las manos—. Me dijo que la casa era
encantadora y la comida deliciosa y la hospitalidad perfecta, pero mi
jardín estaba en un estado deplorable. No me gustó demasiado el
comentario, como os podéis imaginar, pero la verdad era que este
sitio era de mi tía, y ella era una jardinera excelente y cultivaba la
mayoría de los productos con los que cocinábamos. Aunque yo
heredé este sitio de ella, desgraciadamente no adquirí su destreza
con las plantas.
»Después de enfurecerme con Keegan por su franqueza, ella
decidió quedarse lo suficiente como para ayudarme con el jardín.
Creo que se debió de sentir mal al principio, porque mi tía había
muerto hacía un año y yo la echaba muchísimo de menos. Y aunque
quise rechazar su ayuda, por la noche Keegan contaba las historias
más increíbles, así que decidí que, si quería ayudarme a restaurar el
jardín de mi tía gratis, ¿quién era yo para decirle que no?
»El jardín volvió a la vida, lentamente pero con firmeza, y las dos
trabajábamos codo con codo. A veces discutíamos, pero la mayor
parte del tiempo nos reíamos y disfrutábamos de la compañía y las
historias de la otra. Cuando al fin se fue, me dije que no tuviera
esperanzas. Pensé que no volvería hasta al cabo de mucho tiempo.
Siempre había sido un tipo de alma vagabunda, nunca propensa a
quedarse en un mismo sitio durante demasiado tiempo. Pero volvió
cuando no había pasado ni una semana, y decidió quedarse
conmigo, y supe que era la mujer de mi vida, por más tonto que
pueda sonar.
Attie estaba sonriendo, y los hoyuelos le brillaban mientras se
inclinaba sobre la pala.
—Para nada suena tonto. Y no puedo imaginarte hablando mal,
Marisol. Eres una santa.
Marisol se echó a reír.
—Oh, créeme, tengo carácter.
—Me lo creo —ironizó Iris, ante lo cual Marisol le lanzó un
hierbajo como reproche en broma.
Volvieron al trabajo, Iris viendo cómo la tierra se ablandaba y
crujía bajo sus esfuerzos. Habló antes de poder contenerse:
—Espero que conozcamos pronto a Keegan.
—Y yo, Iris. Os adorará a las dos —dijo Marisol, pero su voz de
repente temblaba, como si estuviera conteniendo las lágrimas.
Iris se dio cuenta de que Keegan debía de haber desaparecido
tiempo atrás, si el jardín había quedado tan desarreglado de nuevo.
Iris, llena de nervios, le escribió esa noche:
SÍ.
Pero también estás a seiscientos kilómetros de mí.
Iris contrargumentó:
Si tuviera alas, volaría hasta casa durante un día. Pero como no tengo,
tendrá que ser cuando sea que vuelva a Juramento.
Él preguntó:
Yo quiero lo mismo.
Tal vez podríamos ir a irritar a los bibliotecarios de Juramento
con nuestra misión de encontrar los mitos perdidos o podría llevarte
a conocer a mi abuela con un té y galletas. Creo que la dejarías
embelesada. También podrías tomar la decisión final sobre si mi
mentón es demasiado puntiagudo y afilado, y si parezco más un
caballero errante o un canalla. O incluso tal vez podríamos dar un
paseo por el parque juntos. Lo que sea que quieras, yo también lo
quiero.
Estaré aquí, esperando cuando estés preparada para verme.
Lo leyó dos veces escondiendo la sonrisa tras los pliegues del
papel.
I
ris dejó de teclear.
Se quedó mirando el tarro encima del escritorio, con las cenizas
de su madre. Tenía la respiración entrecortada y un nudo en el
pecho. Todavía se estaba debatiendo para decidir dónde esparcirlas.
Si debía hacerlo ya o esperar.
¿Qué preferirías, mamá?
Silencio. No había respuesta. Sus ojos volvieron a la página
mientras revisaba la maraña de emociones que estaba sintiendo.
Todavía no había visto el frente. Todavía no había vivido ningún
tipo de combate, catástrofe, hambruna ni lesión. Pero había sentido
la pérdida, y buscaba ver la guerra a través de ese prisma. Pasaron
unos minutos, e Iris suspiró.
No sé cómo escribir sobre la guerra.
Como si presintiera sus dudas, Attie llamó a la puerta.
—¿Cómo llevas el artículo? —preguntó.
—Es más difícil de lo que pensaba —confesó Iris con una sonrisa.
—Yo igual. Vayamos a dar un paseo.
Las chicas salieron por la puerta trasera del hostal, a través del
jardín acabado de arar y hasta cruzar la siguiente calle, hacia un
campo dorado que Iris podía ver desde la ventana de su habitación.
La hierba era alta y les rozaba las rodillas mientras caminaban una al
lado de la otra. Estaban lo bastante lejos del pueblo como para poder
hablar con libertad, pero lo bastante cerca como para que pudieran
llegar a cubierto si se disparaba la alarma.
Para sorpresa de Iris, Attie no le preguntó detalles sobre lo que
estaba escribiendo ni por qué le resultaba tan lento y arduo.
—¿Dónde crees que está la esposa de Marisol? —preguntó.
—¿Keegan? Marisol dijo que está de viaje, ¿no? —respondió Iris,
recorriendo con los dedos las flores ralas—. Supongo que está en
Juramento, o quizá en otra ciudad al norte.
Attie se quedó callada durante un momento, entornando los ojos
por el sol de la tarde.
—Tal vez. Solo tengo la extraña sensación de que Marisol nos
miente.
Eso tomó a Iris por sorpresa.
—¿Por qué tendría que engañarnos sobre eso?
—Tal vez «mentir» no es la palabra adecuada. «Confundir» es más
adecuado, porque está intentando protegerse a sí misma y a su
esposa.
—¿Protegerse de qué?
—No lo sé. Pero hay algo raro —masculló Attie.
—Creo que Marisol nos lo contaría si fuera importante —
respondió Iris.
—Sí, yo también lo creo. Puede que solo sean imaginaciones mías.
Caminaron un poco más lejos por el campo, y solo el movimiento
de andar, después de haber estado sentada y encorvada en el
escritorio la mayor parte del día, animó a Iris. No había nada aparte
del sonido de la hierba susurrando contra sus piernas y algunos
estorninos trinando sobre sus cabezas. Por más tiempo que viviera
allí, no creía que fuera capaz de acostumbrarse a esa calma.
—¿Crees que es posible enamorarse de un desconocido? —
preguntó Iris.
—¿Como amor a primera vista?
—No exactamente. Más como enamorarse de alguien a quien no
has llegado a conocer. Alguien de quien no sabes ni cómo se llama,
pero con quien tienes una conexión.
Attie se quedó callada durante unos segundos.
—No estoy segura. ¿A lo mejor sí? Pero solo porque soy una
romántica empedernida. —Le dirigió una sonrisa burlona a Iris—.
¿Por qué lo preguntas? ¿Algún desconocido te ha llamado la
atención en la enfermería?
—No. Es algo en lo que estoy pensando.
Attie elevó la vista al cielo, como si las respuestas se escondieran
allí arriba, por encima de las nubes. Las palabras que dijo a
continuación permanecieron en la mente de Iris durante horas: —
Estos días, creo que cualquier cosa es posible, Iris.
Querida Iris:
Tengo que decir que un globo ocular es la última imagen que me
viene a la mente. Incluso la feroz flor que inspiró a tu madre para
darte el nombre no ha sido lo primero en lo que he pensado. Más bien:
Irisar: verbo transitivo: hacer iridiscente.
Hagamos que nuestros nombres sean exactamente lo que queremos que
sean.
—C.
Querido oficial comandante de la Brigada E:
Me llamo Iris Winnow, y estoy buscando el paradero de mi hermano,
el soldado Forest. M. Winnow. Me informó el segundo ayudante del
general de brigada que asignaron a mi hermano al segundo batallón E,
quinta compañía de Landover, bajo el capitán Rena G. Griss.
No he tenido noticias de Forest desde el día en que se alistó, hace
casi seis meses, y estoy preocupada por su bienestar. Si pudieran darme
alguna información de la quinta compañía de Landover, o una
dirección a la que poder escribir, les estaría muy agradecida.
Saludos,
Iris Winnow
Corresponsal de guerra de la Tribuna de Tinta
destinada a Risco Ávalon, Pedanía Este, Cambria
23
Champán y sangre
R
oman le había dicho a Iris su segundo nombre, y le salía una
mueca cada vez que pensaba en ello. Lo pensaba mientras el
ascensor se elevaba hasta la Gaceta. Lo pensaba mientras se
preparaba el té en el aparador, con el deseo de que fuera café. Lo
pensaba mientras se sentaba al escritorio y abría los diccionarios y
los ponía del revés, como ella solía hacerle para irritarlo.
Pensaba demasiado en Iris, y sabía que eso lo iba a condenar.
Pero la realidad era que estaba nervioso. Porque cuando la viera de
nuevo tendría que decirle que él era Carver. Le preocupaba que ella
sintiera que le había estado mintiendo, aunque solo le hubiera estado
contando la verdad, si bien con rodeos.
Quiero que sepa que soy yo, pensó mirando a su máquina de escribir.
Quería que lo supiera de inmediato, y aun así sería una locura soltar
esa bomba por carta. No, tenía que hacerlo en persona. Cara a cara,
para que pudiera explicarse.
—Pareces enfrascado en el trabajo —le dijo una voz familiar.
Roman se tensó, girándose para mirar a la última persona a la que
esperaba ver en la Gaceta. Dejó la taza en el escritorio y se levantó.
—Padre.
El señor Kitt paseó la mirada por la oficina. Roman tardó unos
instantes en darse cuenta de que su padre la estaba buscando a ella.
A Iris.
—No está aquí —dijo Roman en voz fría.
—Oh, ¿y dónde está? —preguntó el señor Kitt mirándolo de
nuevo.
—No lo sé. No la he visto desde mi ascenso.
Un silencio incómodo se posó entre los dos. Roman pudo sentir la
mirada de Sarah mientras pasaba por su lado, y evitaba la del señor
Kitt. Algunos de los otros editores también se detuvieron,
observando a través de jirones de humo de cigarrillo.
Roman se aclaró la garganta.
—¿Qué estás…?
—Os he reservado una mesa para comer a ti y a la señorita Little —
dijo el señor Kitt secamente—. Hoy. A la una en punto en el
restaurante Monahan. Te casas con ella dentro de tres semanas y tu
madre ha pensado que estaría bien que los dos pasarais algo de
tiempo juntos.
Roman se obligó a tragarse una réplica. Eso era lo último que
quería hacer ese día. Pero asintió, incluso al notar cómo la vida se le
iba del cuerpo.
—Sí. Gracias, padre.
El señor Kitt lo analizó con la mirada, como si estuviera
sorprendido por que Roman hubiera cedido con tanta facilidad.
—Bueno, hijo. Te veré esta noche en la cena.
Roman observó a su padre mientras se marchaba.
Se dejó caer en la silla y observó la hoja de papel en blanco de la
máquina de escribir. Los diccionarios a los que les había dado la
vuelta. Se obligó a posar los dedos en las teclas, pero era incapaz de
escribir ni una palabra. Todo cuanto podía oír era la voz de Iris,
como si le estuviera leyendo su carta en voz alta.
«Te quitas una parte de la armadura por esa persona y dejas que
entre la luz, aunque te cause aprensión. Tal vez así es como aprendes
a ser permisivo y fuerte de todos modos, incluso envuelto en el
miedo y la incertidumbre. Una persona, una parte de acero».
Roman suspiró. No quería mostrarse vulnerable con Elinor Little,
pero tal vez haría caso al consejo de Iris.
Lentamente, empezó a encontrar palabras que darle a la página.
Roman se quedó quieto a la luz del sol y leyó cada palabra del
artículo. Olvidó dónde estaba, dónde tenía los pies. A dónde se
dirigía. De dónde venía. Lo olvidó todo cuando leyó sus palabras, y
una sonrisa se abrió paso en su rostro cuando llegó al final.
Maldita sea, estaba orgulloso de ella.
No había ni la más remota posibilidad de que lanzara ese
periódico. Lo dobló con cuidado y los escondió en la chaqueta.
Mientras se apresuraba para volver a la Gaceta, no podía pensar en
otra cosa que no fuera en Iris y en sus palabras.
Pensó en ella mientras esperaba al ascensor. Estaba roto, así que
tomó las escaleras, y su corazón seguía desbocado mucho después
de haber vuelto a su escritorio, sin saber por qué motivo.
Era ese dolor de nuevo. El que sabía a sal y a humo. Una añoranza
que temía que se hiciera más grande con el paso de los años. Un
arrepentimiento en camino.
Se movió y oyó el crujido del papel en la chaqueta. Un papel
tintando con sus palabras.
Estaba escribiendo cosas valientes y atrevidas.
Y a él le había llevado un tiempo, pero ahora estaba preparado.
Estaba preparado para escribir su propia historia.
Estimado Carver:
Siento no haberte escrito en este tiempo. Los días han sido largos y
arduos aquí. Y me han hecho pensar que no creo que yo sea lo
suficientemente valiente o fuerte para esto. No creo que mis palabras
lleguen nunca a poder describir cómo me siento ahora mismo. No creo
que mis palabras puedan describir alguna vez las cosas que he visto.
Las personas a las que he conocido. La manera como la guerra se
arrastra como una sombra.
¿Cómo se supone que tengo que escribir artículos sobre esto cuando
mis palabras y mi experiencia son tan poco adecuadas? ¿Cuando me
siento yo mismo tan poco adecuada?
Con amor,
Iris
Querida Iris:
Creo que no te das cuenta de lo fuerte que eres, porque a veces la
fuerza no son espadas y acero y fuego, como nos hacen creer tan a
menudo. A veces se encuentra en los sitios tranquilos y sosegados. La
manera como le sujetas la mano a alguien mientras llora. La manera
como escuchas a los demás. La manera como te presentas, día tras día,
incluso cuando estás agotada o asustada o simplemente insegura.
Eso es fuerza, y la veo en ti.
En cuanto a tu valentía… Puedo decirte con sinceridad que no
conozco a nadie con tu coraje. ¿Quién empaqueta todas sus cosas y
abandona la comodidad de su casa para ser una corresponsal de guerra?
No mucha gente. Te admiro, de muchas maneras distintas.
Sigue escribiendo. Encontrarás las palabras que necesitas compartir.
Ya las tienes dentro, incluso en las sombras, escondidas como joyas.
Siempre tuyo,
—C.
24
Instrumentos peligrosos
–E
stá de vuelta —dijo Marisol.
Iris se detuvo en el umbral del hostal con los ojos
abiertos por la sorpresa. Acababa de caminar desde la
enfermería hasta casa de noche, saltándose el toque de queda, y
esperaba que Marisol la recibiera con una reprimenda.
—¿Attie? —Iris tomó aire.
—Está en su habitación —dijo Marisol tras asentir y cerrar la
puerta tras ella.
Iris se apresuró a subir las escaleras y llamó a la puerta de Attie.
Cuando no obtuvo respuesta, el corazón se le aceleró atemorizado, y
abrió la puerta.
—¿Attie?
La habitación estaba vacía, pero la ventana estaba abierta. Una
brisa nocturna jugaba con las cortinas mientras Iris avanzaba por la
habitación; al asomarse por la ventana, vio a su amiga sentada en el
tejado, con los binoculares sobre el rostro, observando las estrellas.
—Siéntate conmigo, Iris —le dijo Attie.
—¿No crees que Marisol nos matará si nos sentamos en el tejado?
—Tal vez. Pero al menos lo hará después de la guerra.
Iris, que nunca había sentido mucha simpatía por las alturas, se
acercó lentamente y con cuidado al tejado, gateando para sentarse al
lado de Attie. Se quedaron en silencio durante un rato, hasta que Iris
preguntó suavemente:
—¿Cómo ha ido en el frente?
—Agotador —respondió Attie con la atención todavía puesta en
las estrellas.
Iris se mordió el labio, con los pensamientos desbocados. ¡Estoy tan
contenta de que hayas vuelto! Estaba preocupada por ti. No me sentía bien
aquí sin ti…
—¿Quieres hablar? —preguntó Iris con indecisión.
Attie se quedó callada unos segundos.
—Sí, pero no ahora. Todavía tengo que procesarlo. —Bajó los
binoculares de sus ojos—. Mira, echa un vistazo, Iris.
Iris hizo lo que le pedía, y al principio vio borroso y oscuro, hasta
que Attie le enseñó a enfocar los binoculares, y de repente el mundo
explotó con cientos de estrellas. Sin aire, Iris estudió las distintas
agrupaciones, y una sonrisa se abrió paso en su rostro.
—Es precioso —dijo.
—Mi madre es profesora de astronomía de la Universidad de
Juramento —informó Attie—. Nos enseñó a mí y a mis hermanos y
hermanas los nombres de las estrellas.
Iris se pasó algunos segundos más estudiando el cielo antes de
devolverle los binoculares a Attie.
—Siempre me han fascinado, pero se me da fatal nombrar las
constelaciones.
—El truco está en encontrar la estrella polar primero. —Attie
señaló hacia arriba—. Una vez la tienes, las demás son fáciles de
localizar.
Las chicas se volvieron a quedar calladas, mirando hacia las
constelaciones. Al final, Attie rompió el silencio con un susurro:
—Tengo un secreto, Iris. Y me estoy debatiendo si debería
contártelo.
Iris se la quedó mirando, sorprendida por la confesión de Attie.
—Pues ya somos dos —contestó—, porque yo también tengo un
secreto. Te diré el mío si tú me cuentas el tuyo.
Attie resopló.
—Está bien. Me has convencido, pero tú primera.
Iris empezó a contarle sobre la máquina de escribir encantada y las
cartas a Carver.
Attie escuchó con la boca abierta, que pronto se convirtió en una
sonrisa burlona.
—Por eso me preguntaste lo de enamorarse de un desconocido.
Iris soltó una risita, un poco avergonzada.
—Lo sé, suena…
—¿A algo sacado de una novela? —propuso Attie con ironía.
—En realidad, podría tratarse de una persona horrible.
—Es verdad. Pero sus cartas dicen lo contrario, supongo.
—Sí. Le estoy tomando cariño. Le he contado cosas que nunca le
había dicho a nadie —dijo Iris tras un suspiro.
—Es una locura. —Attie se movió en el tejado—. Me pregunto
quién será.
—Un chico llamado Carver. Eso es lo único que sé. —Se quedó
callada mirando de nuevo a las estrellas—. Muy bien. Ahora
cuéntame tu secreto.
—No es para nada tan fascinante como el tuyo —dijo Attie—. Pero
mi padre es músico. Hace años, me enseñó a tocar el violín.
Iris pensó de inmediato en la restricción vigente sobre los
instrumentos de cuerda en la ciudad. Todo por el miedo al
reclutamiento de Enva.
—Un día pensé que podía hacerme un hueco en la sinfónica —
empezó a contar Attie—. Practicaba durante horas al día, a veces
hasta que me sangraban las puntas de los dedos. Lo deseaba más
que nada. Pero, claro, el año pasado, cuando estalló la guerra, las
cosas cambiaron. De repente todo el mundo tenía miedo de caer
presa de las canciones de Enva, y Juramento empezó a repeler a los
músicos como si fuéramos una enfermedad. De hecho, un agente
vino a nuestra casa para confiscar cualquier cosa con cuerdas. Te
puedes imaginar cuántas había en nuestra casa. Te he dicho que soy
la mayor de seis hermanos, y mi padre estaba empecinado en que
todos sus hijos aprendieran a tocar al menos un instrumento.
»Pero mi padre se había preparado para eso. Entregó todos los
instrumentos de cuerda a excepción de un violín, que ocultó en un
compartimento secreto de la pared. Lo hizo por mí, porque sabía
cuánto lo adoraba. Y me dijo que todavía podía tocar, pero no tanto
como antes. Debía ir al sótano y tocar durante el día cuando mis
hermanos estaban en clase, cuando tras las paredes la ciudad era
bulliciosa. Y nadie, ni siquiera mis hermanos ni hermanas, podía
saberlo.
»Y eso es lo que hice. Entre clase y clase de la universidad, iba a
casa y tocaba en el sótano. Mi padre era mi único público, y mientras
parecía que nuestras vidas se habían detenido, me enseñó a ir con la
cabeza en alto. A no perder la esperanza ni dejar que el miedo me
robara la alegría.
Iris estaba callada, empapándose de la historia de Attie.
—Había algunas noches en que me sentía muy enfadada —
continuó Attie— porque una diosa como Enva había interrumpido
nuestras vidas y había robado a tanta de nuestra gente,
convenciéndola para que lucharan en una guerra a cientos de
kilómetros. Estaba enfadada porque ya no podía tocar el violín a
plena luz del día. Porque mis sueños de entrar en la sinfónica se
habían hecho añicos. Y sé que te hablé de mi estirado profesor, que
dijo que lo que escribía era «impublicable», pero otra razón por la
que me apunté a corresponsal es simplemente que quería saber la
verdad sobre la guerra. En Juramento, hay ese miedo de trasfondo y
preparaciones a medio hacer, pero siento que nadie sabe a ciencia
cierta lo que está pasando. Y yo lo quería ver con mis propios ojos.
»Así que aquí estoy, acabada de llegar del frente, y ahora lo
entiendo.
Iris tenía el corazón en un puño. Observó a Attie a la luz de las
estrellas, incapaz de apartar la mirada de su amiga.
—¿El qué, Attie? ¿Qué entiendes? —le preguntó.
—Por qué Enva le cantó a nuestra gente. Por qué les llenó el
corazón con razones para ir a la guerra. Porque eso es lo que su
música hizo y todavía hace: muestra la verdad. Y la verdad es que la
gente en el oeste estaba siendo pisoteada por la furia de Dacre. Nos
necesitaban y todavía nos necesitan. Sin soldados que vinieran de
Juramento, sin que nos uniéramos a la batalla, la lucha ya se habría
acabado y Dacre estaría reinando.
Attie se quedó callada y levantó de nuevo los binoculares hacia los
ojos para volver a estudiar las estrellas.
—¿Crees que vamos a perder? —suspiró Iris preguntándose cómo
sería el mundo si los dioses se levantaban de nuevo para gobernar.
—Espero que no, Iris. Pero lo que sí sé es que necesitamos a más
gente que se una a la guerra para ganarla. Y con la música tratada
como un pecado en Juramento, ¿cómo va a saber la gente la verdad?
—Tú y yo, Attie. Tendremos que escribirlo —suspiró Iris tras
meditarlo.
Querida Iris:
Tengo buenas noticias y noticias no tan buenas. Bueno, vale, son
noticias malas. Pero siempre he preferido dar las buenas primero, así
que ahí va: he encontrado un fragmento de un mito que creo que te va
a gustar. Es sobre el instrumento de Enva y dice así:
«El arpa de Enva, la única de su especie, se formó en las nubes. Su
diosa madre adoraba oír cantar a Enva y decidió fabricar un arpa
inimitable para ella. El marco está hecho de huesos de dragón,
rescatados de los páramos más allá del ocaso. Las cuerdas están hechas
de pelo, sustraído de una de las arpías del cielo más feroces. Toda la
estructura se sostiene por el mismo viento. Dicen que el arpa es
pesada para los mortales y se negaría a que sus dedos la tocaran sin
soltar un chillido. Solo las manos de Enva pueden hacerla cantar de
verdad».
Ahora, las noticias que no te van a gustar: estaré fuera un tiempo.
No sé cuánto de momento, y no podré escribirte. Eso no significa que
no piense en ti a menudo. Así que tenlo en cuenta, incluso en el
silencio que deberá separarnos durante un tiempo.
Te escribiré cuando pueda. Prométeme mantenerte sana y salva.
Un abrazo,
—C.
Querido Carver,
Permíteme primero que te agradezca el fragmento del mito. Me ha
gustado muchísimo. Me pregunto si tal vez eres un mago por la forma
en que eres capaz de encontrar mitos perdidos. Como si fuera por arte
de magia.
Pero tampoco puedo evitar preguntarme… ¿A dónde vas? ¿Te vas de
Juramento?
Con amor,
Iris
Esperó a que él le escribiera una respuesta. Y como no la recibió,
odió que en el silencio se le cayera el alma a los pies.
25
Colisión
Querido Carver:
No sé por qué escribo esto. Anoche me dijiste que te ibas, y aun así
aquí estoy. Escribiéndote. Como llevo haciendo compulsivamente los
últimos meses.
O tal vez en verdad me esté escribiendo a mí misma hoy, bajo la
apariencia de tu nombre. Tal vez sea algo bueno que no estés. Tal vez
ahora puedo quitarme la armadura por completo y mirarme, algo a lo
que me resistido desde que murió mi madre.
¿Sabes qué? Tengo que empezar de nuevo esta carta para ti para mí.
Querida Iris:
No sabes lo que está por llegar en los días venideros, pero lo estás
haciendo bien. Eres mucho más fuerte de lo que crees, de lo que sientes.
No tengas miedo. Sigue adelante.
Escribe las cosas que necesitas leer. Escribe lo que sepas que es
verdad.
—I.
enemos que plantar las semillas —dijo Marisol con un suspiro.
Todavía no habían sembrado el jardín, aunque ya estaba arado y
–T
preparado—. Aunque me temo que no voy a tener
tiempo de hacerlo hoy. Me necesitan en la cocina de la
enfermería.
—Iris y yo podemos plantarlas —se ofreció Attie, acabándose el té
del desayuno.
Iris asintió.
—Enséñanos cómo se hace y lo dejamos todo plantado.
Media hora después, Iris y Attie estaban de rodillas en el jardín con
la mugre debajo de las uñas mientras cavaban hileras de montículos
y plantaban las semillas. A Iris la sorprendió esa sensación de paz
abrumadora que sentía mientras le daba a la tierra una semilla tras
otra, consciente de que pronto brotarían. Tranquilizaba sus miedos y
preocupaciones dejar que la tierra se escurriera por los dedos, oler el
suelo y escuchar a los pájaros cantar en los árboles sobre su cabeza.
Soltar algo con la certeza de que volvería transformado.
Attie estaba en silencio a su lado, pero Iris supo que su amiga
sentía lo mismo. Casi habían acabado cuando una sirena empezó a
sonar a lo lejos. De inmediato, la calidez y la seguridad que estaba
experimentando Iris desaparecieron, y su cuerpo se tensó con una
mano en la tierra y la otra sujetando las últimas semillas de pepino.
Levantó la vista por instinto.
El cielo estaba brillante y azul, salpicado por nubes finas. El sol
seguía quemando cerca de su punto álgido, y el viento soplaba
amablemente desde el sur. Parecía imposible que un día tan
agradable pudiera agriarse tan rápidamente.
—Rápido, Iris —dijo Attie mientras se levantaba—. Vamos
adentro. —Hablaba con voz calmada, pero Iris percibió el temor de
su tono mientras la sirena seguía retumbando.
Dos minutos.
Tenían dos minutos antes de que los ezrals llegaran a Risco
Ávalon.
Iris empezó una cuenta atrás mental mientras corría detrás de
Attie y cruzaban las puertas del hostal. Las botas dejaron marcas de
suciedad en el suelo y en las alfombras en tanto las chicas
empezaban a echar las cortinas y cubrir las ventanas como Marisol
les había ordenado.
—Yo me encargo de las ventanas de la planta baja —indicó Attie—.
Tú ve arriba. Te veo allí.
Iris asintió y subió las escaleras a toda prisa. Primero fue a su
habitación, y estaba a punto de correr las cortinas de una de las
ventanas cuando algo en la distancia le llamó la atención. Por encima
del tejado de paja del vecino y del jardín, y hacia la extensión del
campo dorado, Iris vio una figura que se movía. Alguien estaba
caminando hacia Risco Ávalon entre la hierba alta.
¿Quién era? La absurda insistencia de caminar mientras sonaba
una sirena era una amenaza para todo el pueblo. Debería tumbarse
donde estaba, porque los ezrals invadirían los cielos pronto, y si esas
criaturas aladas soltaban una bomba a esa distancia… ¿Harían que la
casa de Marisol saltara por los aires? ¿Podría la explosión barrer
Risco Ávalon hasta los cimientos?
Iris entornó los ojos al sol, pero había demasiada distancia; no
podía discernir ningún detalle de la figura que se movía, más allá de
que parecía caminar enérgicamente desafiando a la sirena, y se
apresuró hacia la habitación de Attie, donde encontró los binoculares
encima del escritorio. Iris volvió junto a la ventana con ellos, las
palmas sudando profusamente, y miró a través de las lentes.
Al principio estaba borroso, un mundo de ámbar, verde y sombras.
Iris soltó una exhalación larga y tranquilizadora, y enfocó los
binoculares. Miró al campo en busca de la persona, y la encontró al
fin tras lo que parecía una eternidad.
Un chico alto y de hombros anchos vestido con un mono gris daba
zancadas a través de la hierba. Acarreaba una funda de máquina de
escribir en una mano y una mochila de cuero en la otra. Llevaba un
parche en el pecho; era otro corresponsal de guerra, reparó Iris. No
sabía si estaba aliviada o enfadada mientras arrastraba la vista a la
cara del chico. Una mandíbula perfilada, la frente fruncida y pelo del
color de la tinta, engominado hacia atrás.
Iris se quedó sin aire. Notó el pulso en las sienes, amortiguando
cualquier otro sonido que fuera el de su corazón, que latía con fuerza
y acelerado en su interior. Se quedó mirando al chico del campo, se
lo quedó mirando como si estuviera soñando. Pero entonces la
verdad la recorrió con un escalofrío.
Reconocería esa cara atractiva en cualquier sitio.
Era Roman Confundido Kitt.
Se le enfriaron las manos. No se podía mover mientras los minutos
seguían pasando, y se dio cuenta de que estaba muy cerca de ella y a
la vez muy lejos, caminando en ese campo. Su ignorancia supondría,
que les lanzaran una bomba. Estaba buscando que lo volaran por los
aires y lo mataran, e Iris intentó imaginarse cómo sería su vida si él
moría.
No.
Dejó los binoculares. Con la mente revolucionada, se dio la vuelta
y salió corriendo de su habitación, pasando por el lado de Attie en
las escaleras.
—¿Iris? ¡Iris! —gritó Attie, agarrándola del brazo—. ¿A dónde vas?
No había tiempo para explicaciones; Iris se zafó de su amiga y
cruzó como una exhalación el pasillo y salió por la puerta trasera
hacia el jardín, donde hacía escasos minutos estaban arrodilladas
plantando. Saltó por encima del muro bajo de piedra y cruzó
corriendo la calle, atravesando el patio del vecino. Sentía los
pulmones como si estuvieran ardiendo, y el corazón le latía en la
garganta.
Por fin alcanzó el campo.
Iris aceleró, sintiendo el impacto en las rodillas y el viento, que le
revolvía el cabello suelto. Ahora ya lo veía, ya no era una sombra
desconocida en un mar dorado. Podía verle la cara, y dejó de fruncir
la frente cuando la vio. Cuando la reconoció.
Por fin sintió el terror que ella emanaba. Dejó en el suelo la funda
de la máquina de escribir y la mochila de cuero, y empezó a correr
hacia ella.
Iris había perdido la cuenta que llevaba mentalmente. Por encima
del martilleo de su pulso y el rugido de la adrenalina, se percató de
que la sirena se había detenido. Apenas era capaz de resistir la
tentación de mirar hacia el cielo, pero se aguantó. Mantuvo los ojos
clavados en Roman mientras menguaba la distancia que los
separaba, y se azuzó para correr más rápido, más rápido, hasta que
sintió que los huesos se le romperían por el esfuerzo.
—¡Kitt! —intentó gritar, pero solo le salió un hilillo de voz. ¡Kitt,
agáchate!, pensó, pero él no entendía lo que estaba pasando, por
supuesto. Desconocía el motivo de la sirena y siguió corriendo hacia
ella.
En el momento previo a que colisionaran, Iris vio con claridad su
rostro, como si el tiempo se hubiera congelado. El miedo que
iluminó sus ojos, el ceño fruncido por la confusión y su expresión, la
manera como separaba los labios para tomar aire o decir su nombre.
Las manos de él se extendieron buscando las de ella, y la quietud se
rompió cuando se tocaron, como si hubieran resquebrajado el
mundo.
Se agarró a su mono y usó todo el impulso que llevaba para
empujarlo al suelo. Él no se lo esperaba y ella pudo desequilibrarlo
con facilidad. El impacto fue estremecedor; Iris se mordió la lengua
mientras se entrelazaban en la hierba larga, el cuerpo de él cálido y
robusto debajo del suyo. Roman la abrazó por la espalda,
sosteniéndola contra sí.
—¿Winnow? —dijo sin aire con la cara a tan solo una fracción de
centímetro de la de ella. La miraba como si acabara de caer de las
nubes y lo hubiera atacado—. Winnow, ¿qué ocu…?
—¡No te muevas, Kitt! —le susurró, su pecho subiendo y bajando
como un fuelle contra el suyo—. No hables, no te muevas.
Por una vez en su vida, le hizo caso sin discutir. Se quedó
completamente quieto y ella cerró los ojos y se esforzó por
tranquilizar su respiración, a la espera.
No pasó mucho tiempo para que la temperatura bajara y el viento
amainara. Unas sombras inundaron el cielo sobre ella y Roman a
medida que los ezrals daban círculos en el aire sobre sus cabezas y
bloqueaban el sol con las alas. Iris supo el momento exacto en que
Roman los vio: notó cómo la tensión arrollaba su cuerpo, sintió cómo
tomaba aire bruscamente mientras el terror le atravesaba el pecho.
Por favor… Por favor, no te muevas, Kitt.
Mantuvo los ojos completamente cerrados con el sabor de la
sangre en la boca. Tenía mechones de pelo esparcidos por la cara, y
de repente sintió la imperiosa necesidad de rascarse la nariz, de
secarse el sudor que empezaba a gotearle por la mandíbula. La
adrenalina que la había avivado a través de campo decaía, dejando
tras de sí un temblor en los huesos. Se preguntaba si Roman podía
notar cómo temblaba encima de él, y, cuando su mano apretó la suya
con más fuerza por la espalda, supo que sí.
Las alas batían incesantes sobre sus cabezas. Las sombras y el aire
frío seguía escurriéndose por sus cuerpos. Un coro de chillidos partía
las nubes, como las reminiscencias de unas uñas que arañan una
pizarra.
Iris decidió centrarse en el aroma de la hierba húmeda de su
alrededor, que se había aplastado por la caída. La manera como
Roman respiraba en contraposición a ella: cuando su pecho se
elevaba, el suyo se hundía, como si estuvieran compartiendo la
misma respiración, pasándola del uno al otro. Cómo su calor la
embriagaba, más que la luz del sol.
Podía oler su colonia. A especias y a magnolia. La llevaba de
vuelta a los momentos que habían pasado juntos en el ascensor y en
la oficina. En ese instante, su cuerpo estaba envuelto con el suyo y no
podía negar que se sentía bien, como si los dos encajaran a la
perfección. Un destello de deseo le calentó la sangre, pero las chispas
se apagaron rápidamente cuando le vino Carver a la mente.
Carver.
La culpa casi la partió en dos. Lo mantuvo en el primer plano de
su mente hasta que un escalofrío le recorrió el cuerpo, y tuvo la
extraña necesidad de abrir los ojos.
Se atrevió a hacerlo y descubrió que Roman estaba estudiando su
cara a conciencia. El pelo le caía enmarañado sobre la boca y el sudor
le estaba goteando sobre el cuello, y aun así no se movía, justo como
le había ordenado. Él se la quedó mirando y ella le devolvió la
mirada, y esperaron a que llegara el final.
Para cuando los ezrals se retiraron, fue como si la primavera
hubiera florecido en pleno verano. Las sombras se marcharon, el aire
se calentó, la luz brilló, el viento volvió y la hierba susurró contra las
piernas y los hombros de Iris. En algún punto en la distancia, pudo
oír unos gritos mientras la vida volvía lentamente a Risco Ávalon.
Tardó unos cuantos segundos más en apaciguar su miedo y en estar
lo suficientemente segura como para volver a moverse, para confiar
en que la amenaza se había ido.
Hizo una mueca al levantarse, sus muñecas y hombros estaban
entumecidos tras quedarse tanto rato quieta en la misma posición. Se
le escapó un pequeño gemido cuando se incorporó sobre la cintura
de Roman, con las manos que le ardían como si se hubiera clavado
imperdibles y agujas. El dolor era positivo, le recordaba lo furiosa
que estaba con él por haber llegado sin avisar en medio de una
sirena. Le recordaba que la completa estupidez de Roman casi los
había matado a los dos.
Iris bajó la mirada hacia él. Todavía la estaba mirando con
atención, como si esperara que revocara la orden, y una sonrisa se
abrió paso por sus labios.
—¿Qué cojones haces aquí, Kitt? —le preguntó empujándole el
pecho—. ¿Has perdido la cabeza?
Notó cómo le deslizaba las manos por la espalda y las posaba en la
curva de sus caderas. Si no estuviera tan cansada y tensa del
encuentro desgarrador al que acababan de sobrevivir de milagro, las
habría apartado de un manotazo. Lo habría abofeteado. Tal vez lo
habría besado.
Roman se limitó a sonreír como si le hubiera leído la mente.
—Yo también me alegro de volverte a ver, Winnow.
26
Eclipse
Iris leyó las primeras líneas por encima del hombro de Attie y el
asombro y la emoción la invadieron.
—Si me disculpáis, tengo que escribir una carta —dijo Attie de
sopetón.
Iris vio cómo salía disparada por el pasillo, con la certeza de que
iba a escribirle un mensaje poético y completamente vengativo al
profesor que había despreciado su escritura. Ella se quedó
sonriendo, pensando en las palabras de Attie en la portada y cuántas
personas en Juramento probablemente las habían leído.
Vio por el rabillo del ojo que Roman rebuscaba en su mochila de
nuevo. Oyó otro papel que crujía y se resistió a mirarlo hasta que
habló.
—¿Te pensabas que no iba a traer una para ti, Winnow?
—¿A qué te refieres? —preguntó, un poco a la defensiva. Al final le
dirigió la mirada y vio que le ofrecía otro periódico enrollado.
—Léelo tú misma —dijo.
Aceptó el periódico y lo desenrolló lentamente.
Otra publicación de la Tribuna de Tinta, de un día distinto. Pero en
esa era el artículo de Iris el que estaba en la portada.
Sus ojos leyeron esas palabras tan familiares, «Una guerra con los
dioses no es como esperas», y se le nubló la vista durante un
segundo mientras recobraba la compostura. Tragó saliva y volvió a
enrollar el periódico y se lo pasó a Roman, que la miraba con una
ceja arqueada.
—Iris de Tinta —dijo, y la manera como arrastraba las palabras la
hizo sonar como si fuera una leyenda—. Ah, Autry estuvo echando
chispas durante días cuando lo vio, y Prindle vitoreó, y de un día
para otro la ciudad de Juramento está leyendo sobre una guerra que
no es tan distante y se da cuenta de que solo es cuestión de tiempo
que los alcance. —Hizo una pausa, sin querer tomar el periódico que
ella seguía sosteniendo en el espacio que los separaba—. ¿Qué te
hizo venir aquí, Winnow? ¿Por qué decidiste escribir sobre la guerra?
—Mi hermano —contestó ella—. Tras perder a mi madre, me di
cuenta de que mi carrera no me importaba tanto como mi familia.
Tengo la esperanza de encontrar a Forest, y mientras tanto hago algo
útil.
Roman suavizó la mirada. Ella no quería que el sintiera lástima, y
se estaba armando de valor para ello mientras abría la boca, pero lo
que fuera que él tenía intención de decir nunca se pronunció, porque
la puerta de la casa se abrió de golpe con un golpe sordo.
—¿Chicas? Chicas, ¿estáis bien? —Marisol las llamaba por la casa
con voz histérica e irrumpió en a la cocina. Apareció por la puerta
con mechones de pelo que se le salían de la corona trenzada y la cara
roja, como si hubiera corrido desde la enfermería. Observó a Iris con
alivio, pero después se fijó en el desconocido que estaba en su
cocina. Apartó la mano del pecho mientras se erguía y miraba a
Roman—. ¿A quién tenemos aquí?
—Kitt. Roman Kitt —dijo con suavidad mientras le inclinaba la
cabeza como si estuvieran en la edad media; Iris estuvo a punto de
poner los ojos en blanco—. Es un honor conocerla, señora Torres.
—Marisol, por favor —contestó Marisol con una sonrisa,
encantada—. Debes de ser otro corresponsal de guerra.
—Así es. Helena Hammond me envía —contestó Roman con las
manos entrelazadas a la espalda—. Se suponía que tenía que llegar
con el tren de mañana, pero ha sufrido una avería a unos cuantos
kilómetros de aquí, y he acabado viniendo a pie. Pido disculpas por
haber llegado sin avisar.
—No te disculpes —dijo Marisol con un gesto de la mano para
quitarle importancia—. Helena nunca me avisa. ¿El tren ha tenido
una avería, dices?
—Sí, señora.
—Entonces, me alegro de que hayas podido llegar hasta aquí a
salvo.
Iris desvió la mirada hacia Roman. Él ya la estaba mirando, y en
ese momento compartido los dos estaban recordando la extensión de
un campo dorado, sus respiraciones entrecortadas y la sombra de las
alas que habían planeado sobre ellos.
—¿Os conocéis? —preguntó Marisol, con un tono engreído de
pronto.
—No —saltó Iris de inmediato, al mismo momento que Roman
decía lo contrario.
Hubo un silencio tenso.
—¿Qué es, entonces? —dijo Marisol.
—De hecho, sí —se corrigió Iris, poniéndose roja—. De vista.
Roman se aclaró la garganta.
—Winnow y yo trabajábamos juntos en la Gaceta de Juramento. Ella
era mi competidora principal, debo admitir.
—Pero en realidad no nos conocíamos demasiado bien —añadió
Iris innecesariamente, como si eso importara. ¿Y por qué estaba
Marisol apretando los labios, como si reprimiera una sonrisa?
—Vaya, qué adorable —comentó Marisol—. Estamos contentas de
que te unas, Roman. Me temo que le di a la enfermería todos los
colchones del hostal, así que vas a tener que dormir en el suelo,
como nosotras. Pero tendrás tu propia habitación privada. Si me
sigues por las escaleras, te la enseñaré.
—Eso sería maravilloso —dijo Roman mientras recogía sus cosas
—. Gracias, Marisol.
—Es un placer —dijo, dándose la vuelta—. Por aquí, por favor.
Roman pasó por el lado de Iris, y ella se dio cuenta de que todavía
sostenía el periódico con su artículo.
—Toma —le dijo en un susurro—. Gracias por traérmelo.
Él bajó la mirada hasta el periódico, hacia su mano con los nudillos
blancos que lo agarraba, antes de que dirigiera la mirada a la de ella.
—Quédatelo, Iris.
Iris observó cómo se iba por el pasillo. Pero sus pensamientos eran
una maraña. ¿Por qué ha venido hasta aquí?
Temía saber la respuesta.
Roman era el tipo de persona que prosperaba cuando tenía
competencia. Y había ido a Risco Ávalon para eclipsarla una vez
más.
L
legaba tarde al desayuno.
Iris se bebió la sorpresa con el té mientras Marisol resoplaba,
observando cómo las gachas se enfriaban sobre la mesa.
—Le dije a las ocho en punto, ¿no? —preguntó.
—Así es —confirmó Attie, renunciando a los buenos modales y
agarrando un bollo—. ¿Tal vez se ha dormido?
—Tal vez. —Marisol paseó a mirada por la mesa—. ¿Iris? ¿Puedes
ir a llamar a la puerta de Roman para ver si está despierto?
Iris asintió y dejó la taza en la mesa. Subió corriendo las escaleras
sombrías, viendo su reflejo, que saltaba de espejo en espejo. Se acercó
a la habitación de Roman y llamó con fuerza, apoyando la nariz en la
madera.
—Despierta, holgazán. Estamos sin probar bocado en el desayuno
por tu culpa.
Sus palabras cayeron en el silencio. Frunció el ceño y volvió a
llamar.
—¿Kitt? ¿Estás despierto?
Una vez más, no hubo respuesta. No podía describir por qué se le
oprimió el pecho y se le formó un nudo repentino en el estómago.
—Contéstame, Kitt. —Iris intentó abrir, pero la puerta estaba
cerrada con llave.
Sus miedos se elevaron, hasta que se dijo a sí misma que eran
tonterías y se las tenía que quitar de encima.
Regresó a la calidez de la cocina, y tanto Marisol como Attie se la
quedaron mirando, expectantes.
—No responde —dijo Iris mientras se dejaba caer en la silla—. Y la
puerta está cerrada con llave.
Marisol se quedó pálida.
—¿Crees que tengo que subirme al tejado y mirar por su ventana
para asegurarme de que está bien?
—Deja que de trepar a los tejados me encargue yo —exclamó Attie
mientras se servía la tercera taza de té—. ¿No tienes una llave
maestra, Marisol?
En ese momento, las puertas traseras se abrieron de golpe y
Roman entró como una exhalación en la cocina llevado por el viento
y con los ojos brillantes. Marisol chilló, Attie derramó el té por todo
el plato e Iris dio un salto con tanta fuerza que se golpeó la rodilla
con la pata de la mesa.
—Perdonadme —dijo Roman sin aire—. He perdido la noción del
tiempo. Espero que no me estuvierais esperando.
—Sí, claro que te estábamos esperando, Kitt —lo regañó Iris
echando chispas por los ojos.
—Mis disculpas —dijo él, y cerró las puertas dobles tras de sí—.
Me aseguraré de que no vuelva a ocurrir.
Marisol tenía la mano sobre la boca, pero la fue bajando
gradualmente hasta el cuello.
—Por favor, Roman, toma asiento.
Se sentó en la silla delante de Iris. Ella no podía evitar observarlo
de soslayo. Tenía la cara colorada, como si el viento lo hubiera
besado; los ojos le brillaban como el rocío, y tenía el pelo
enmarañado como si unos dedos se lo hubieran revuelto. Tenía un
aspecto un poco salvaje y olía al aire de la mañana, a niebla y a
sudor. Iris no pudo mantenerse callada más rato.
—¿Dónde estabas, Kitt?
Él levantó la mirada hacia ella.
—He salido a correr.
—¿A correr?
—Sí. Me gusta correr varios kilómetros cada mañana. —Se sirvió
una cucharada de azúcar en el té—. ¿Por? ¿Te parece correcto,
Winnow?
—Pues claro, mientras no muramos de inanición por esperarte
cada amanecer… —bromeó Iris, y creyó ver una sonrisa en los labios
de él, pero quizá se lo había imaginado.
—Una vez más, lo siento —dijo mirando a Marisol.
—No tienes por qué disculparte. —Marisol le pasó la jarrita de la
leche—. Lo único que te pido es que evites correr de noche, por la
primera sirena de la que te hablé.
Se quedó callado un segundo.
—Los sabuesos, sí. Esta mañana he esperado a que saliera la
primera luz antes de irme. Mañana me aseguraré de estar de vuelta a
tiempo. —Y le guiñó un ojo a Iris.
Ella se puso tan nerviosa que derramó el té.
Querido Carver:
Solo han pasado cinco días desde la última vez que me escribiste, y
aun así me parece que han sido cinco semanas. No me había dado cuenta
de lo mucho que me estaba acostumbrando a tus cartas, y aunque me
hace sentir demasiado vulnerable confesarte esto…, las echo de menos.
Te echo de menos a ti y tus palabras.
Me preguntaba cuándo
La interrumpió alguien que llamaba a la puerta.
Iris dejó de escribir y apartó los dedos de las teclas. Era tarde. La
vela había consumido la mitad de su vida, y ella dejó la frase
colgando en el papel mientras se levantaba para responder a la
puerta.
Se sorprendió al ver a Roman.
—¿Necesitas algo? —le preguntó. A veces se olvidaba de lo alto
que era hasta que estaba enfrente de él.
—Veo que estás trabajando en otro artículo de guerra para la
portada. —Su mirada se dirigió detrás de ella, hacia la máquina de
escribir que estaba encima del escritorio—. ¿O a lo mejor le escribes a
alguien?
—Lo siento, ¿mi tecleo nocturno no te deja dormir? —le preguntó
Iris—. Supongo que tendremos que pedirle a Marisol que te cambie a
otra habita…
—Quería preguntarte si querías salir a correr conmigo —le ofreció.
Consiguió de algún modo que la propuesta sonara sofisticada,
incluso aunque estuvieran uno frente al otro, vestidos con monos
arrugados a las diez de la noche.
Iris levantó las cejas.
—¿Cómo?
—Correr. Dos pies que pisan y se levantan del suelo, hacia
adelante. Mañana por la mañana.
—Me temo que yo no corro, Kitt.
—Debo decirte que no opino lo mismo. Ayer por la tarde, en el
campo, parecías un fuego descontrolado.
—Sí, bueno, es que era una situación especial —dijo, apoyándose
en la puerta.
—Y tal vez otra situación como esa ocurra pronto —rebatió él, e
Iris no tuvo nada que objetar, porque tenía razón—. He pensado que
te lo propondría por si estabas interesada. Si es así, nos vemos
mañana por la mañana en el jardín cuando rompa el alba.
—Lo pensaré, Kitt, pero ahora mismo estoy cansada y tengo que
acabar la carta que has interrumpido. Buenas noches.
Le cerró la puerta en las narices con amabilidad, pero no antes de
ver cómo los ojos de él brillaban y se abrían como si quisiera decir
algo más y hubiera perdido la oportunidad.
Iris volvió a su escritorio y se sentó. Se quedó mirando la carta e
intentó continuar por donde la había dejado, pero ya no tenía ganas
de escribirle a Carver.
Él tenía que escribirle primero. Cuando pudiera o quisiera.
Debía esperar. No debía mostrarse tan desesperada por un chico al
que no había conocido en persona siquiera.
Sacó el papel de la máquina de escribir y lo tiró al cubo de la
basura.
Querida Iris:
Anoche tuve un sueño. Estaba en medio de la calle Principal de
Juramento y llovía. Pasaste por mi lado; supe que eras tú en el
momento en que tu hombro rozó el mío. Pero cuando intentaba
pronunciar tu nombre, no salía ningún sonido. Cuando corrí detrás de
ti, aceleraste el paso. Muy pronto la lluvia se intensificó y te
esfumaste de mi vista.
No te vi la cara en ningún momento, pero sabía que eras tú.
Solo ha sido un sueño, pero me ha inquietado.
Escríbeme y dime cómo estás.
Abrazos,
—C.
P. D. Sí, hola. Puedo volver a escribir, así que puedes esperar que mis
cartas inunden tu suelo.
Querido Carver:
No me salen las palabras para describir lo feliz que me ha hecho
descubrir que me había llegado tu carta. Espero que esté todo bien en
Juramento, así como lo que sea que requiriera tu atención la semana
pasada. ¿Puedo aventurarme a decir que te eché de menos?
Un sueño raro, sin duda. Pero no tienes de qué preocuparte. Estoy
bastante bien. Creo que me gustaría verte en un sueño, aunque todavía
intento imaginar tu apariencia cada día, y a menudo no lo consigo.
¿Tal vez me podrías dar algunas pistas más?
Por cierto, ¡tengo noticias para ti!
Mi rival de mi empleo anterior se ha presentado aquí como
compañero corresponsal, como una mala hierba. No sé por qué está aquí,
aunque creo que es para intentar demostrar que su escritura es muy
superior a la mía. Todo esto te lo cuento… porque su llegada ha
causado revuelo, y no estoy segura de qué hacer con él en la
habitación de al lado.
Además, tengo más cartas transcritas de los soldados. Te las envío;
hay más de lo habitual, dado que acabamos de recibir a un grupo de
heridos en la enfermería, y espero que puedas dejarlas en la oficina
de correos. ¡Gracias de antemano por hacer esto por mí!
Mientras tanto, dime cómo estás. ¿Cómo está tu abuela? Me acabo de
dar cuenta de que no tengo ningún tipo de corazonada de con qué te
ganas la vida ni qué haces para divertirte. ¿Estudias en la
universidad? ¿Trabajas en algún sitio? Cuéntame algo de ti.
Con amor,
Iris
H
abían plantado el jardín, pero se habían olvidado por
completo de regarlo. Marisol hizo una mueca cuando se
dio cuenta.
—No quiero ni saber qué va a pensar Keegan de mí —dijo con una
mano en la frente mientras observaba las hileras torcidas que Iris y
Attie habían hecho—. Mi mujer está luchando en el frente y yo no
puedo hacer algo tan sencillo como regar un jardín.
—Keegan estará impresionada de que hayas instruido a dos chicas
de ciudad que nunca habían arado ni plantado o cuidado un jardín
para que te ayuden. Y las semillas estarán bien —dijo Attie—, ¿no?
—añadió en voz baja.
—Sí, pero sin agua no germinarán. La tierra tiene que estar
húmeda durante dos semanas más o menos. Será un jardín de finales
de verano, supongo. Si los sabuesos no lo pisotean.
—¿Tienes una regadera? —preguntó Iris, pensando en las sirenas
diurnas y en los rivales que llegaban inesperadamente y en los
soldados heridos que volvían del frente. Mucho es que se acordaran
de comer, ¿cómo iban a pensar en regar el jardín?
—Sí, de hecho, hay dos, en ese cobertizo de allí —dijo Marisol
señalando.
Iris y Attie intercambiaron una mirada cómplice. Cinco minutos
más tarde, Marisol se había retirado a la cocina para seguir
horneando para los soldados, y las chicas tenían las regaderas de
metal llenas y regaban los montoncitos de tierra.
—Seis mañanas —dijo Attie con una sonrisa—. Seis mañanas has
llegado tarde al desayuno, Iris. Todo por correr con ese Roman Kitt.
—De hecho, han sido cuatro mañanas. Hemos llegado a la hora
dos mañanas seguidas —rebatió Iris, pero se le encendieron las
mejillas. Se dio la vuelta para regar una segunda hilera antes de que
Attie se diera cuenta—. Es porque subestima lo lenta que soy. No
llegaríamos tarde si yo estuviera en mejor forma. O si él escogiera
una ruta más corta. —Pero adoraba las vistas sobre la colina, que
parecía destinada a superarla, aunque Iris nunca le confesaría tal
cosa a Roman.
—Mmm.
—¿Quieres venir con nosotros, Attie?
—Ni por asomo.
—Entonces, ¿por qué me sonríes así?
—Es un antiguo amigo tuyo, ¿verdad?
Iris resopló.
—Es un antiguo competidor, y solo está aquí para superarme de
nuevo. —Las palabras acababan de salir de sus labios cuando un
fragmento de papel doblado en forma triangular aterrizó en el suelo,
justo enfrente de ella. Iris se lo quedó mirando boquiabierta antes de
alzar la vista hacia la casa cubierta de hiedra. Roman estaba apoyado
en el alféizar de la ventana abierta del segundo piso, mirándola con
una sonrisa.
—¿No ves que algunos aquí intentamos trabajar? —le gritó Iris.
—Por supuesto —respondió con suavidad, como si estuviera
avezado a discutir desde una ventana—. Pero necesito tu ayuda.
—¿Con qué?
—Abre el mensaje.
—Estoy ocupada, Kitt.
Attie recogió el papel antes de que Iris lo pudiera deshacer con el
agua. Lo desdobló y se aclaró la garganta para leer en voz alta.
—Vaya, ¿un sinónimo para «sublime»? —Attie se calló como si
estuviera sumamente decepcionada y dirigió la vista a Roman—. ¿Ya
está? ¿Ese es el mensaje?
—Sí. ¿Alguna sugerencia?
—Me parece recordar que sobre tu escritorio tenías tres
diccionarios y dos tesauros, Kitt —dijo Iris, que siguió regando.
—Sí, y a alguien le gustaba darles la vuelta o ponerlos boca abajo
con las páginas abiertas. Pero eso ahora no importa. No te molestaría
si tuviera mi tesauro a mano —contestó—. Por favor, Winnow. Dame
una palabra, y te dejaré…
—¿Qué tal «trascendente»? —propuso Attie—. Suena como que
estás escribiendo sobre los dioses. ¿Los guardianes celestiales?
—Algo en esa línea —dijo Roman—. ¿Y tú, Winnow? Solo una
palabra.
Iris levantó la vista justo a tiempo de ver cómo Roman se pasaba
los dedos por el pelo, como si estuviera nervioso. Y rara vez había
visto a Roman Kitt nervioso. Incluso tenía una mancha de tinta en el
mentón.
—A mí personalmente me gusta «divino» —dijo ella—. Aunque no
estoy segura de si hoy en día describiría con eso a los dioses.
—Gracias a las dos —dijo Roman, y se metió de nuevo en su
habitación. Dejó la ventana abierta e Iris oyó su máquina tecleando
cuando empezó a escribir.
El jardín se sumió en un sospechoso silencio.
Iris miró a Attie y vio que su amiga se estaba mordiendo el labio,
como si estuviera escondiendo una sonrisa.
—Muy bien, Attie. ¿Qué pasa?
Attie se encogió de hombros despreocupadamente mientras
vaciaba la regadera.
—Al principio no me convencía del todo ese Roman Kitt. Pero es
un hecho que siempre consigue provocarte.
—Le das demasiada importancia —dijo Iris bajando la voz—. Tú
estarías igual si tu antiguo enemigo se presentara para retarte de
nuevo.
—¿Por eso está aquí?
Iris vaciló y luego jugueteó con la regadera.
—¿Necesitas más agua? —Agarró el cubo vacío de Attie y ya se
estaba dirigiendo hacia el pozo cuando vio que Marisol estaba de pie
en medio de la puerta de la cocina, observándolas. ¿Cuánto llevaba
apostada allí?—. ¿Marisol? —le preguntó Iris, leyendo su postura
tensa—. ¿Qué ocurre?
—No pasa nada —contestó Marisol con una sonrisa que no le
llegaba hasta los ojos—. El capitán está aquí y quiere llevar a una de
vosotras al frente.
Querida Iris:
¿Tu rival? ¿Quién es ese tipo? Si compite contra ti, entonces debe de
ser un completo iluso. No tengo la menor duda de que lo superarás en
todos los aspectos.
Ahora ha llegado el momento de hacer una confesión: no estoy en
Juramento. De lo contrario, llevaría estas cartas a la oficina esta
misma tarde. Siento causarte algún retraso o molestia, pero te las
devuelvo, puesto que creo que es la mejor opción. Una vez más, siento
no poderte ser de más ayuda, como me gustaría de corazón.
En cuanto a tus otras preguntas, mi abuela está bien, aunque algo
molesta conmigo en estos instantes… Te contaré el motivo cuando por
fin llegue a verte. A veces me pregunta si
—¿Winnow? —la llamó Roman al otro lado de la puerta, tocando
con suavidad—. Winnow, ¿estás lista?
Se metió la carta a medio leer de Carver en el bolsillo. No tenía
tiempo de pensar en sus palabras extrañas, «no estoy en Juramento»,
mientras recogía las misivas de los soldados y las colocaba encima
del escritorio, metiendo las esquinas bajo la máquina de escribir.
La realidad la golpeó como un puñetazo en el estómago.
Estaba a punto de ir al frente.
Estaba a punto de irse durante días, y no tenía tiempo de escribirle
a Carver y explicarle el motivo de su inminente silencio. ¿Qué
pensaría de ella y de su silencio repentino?
—¿Winnow? —volvió a llamarla Roman con urgencia—. El capitán
nos espera.
—Ya voy —dijo Iris con voz fina y extraña, como el hielo que se
rompe con el agua caliente. Se agenció un último segundo de paz,
tocando el tarro que contenía las cenizas de su madre. Estaba sobre
el escritorio, al lado de la Alondra—. Volveré pronto, mamá —
susurró.
Se dio la vuelta e hizo un inventario: manta, cuaderno, tres
bolígrafos, una lata de judías, cubiertos y calcetines extras, y lo metió
todo deprisa en la mochila, que se colgó al hombro. Cuando abrió la
puerta, Roman la estaba esperando en el pasillo lúgubre con su
propia mochila de cuero colgada a la espalda.
No dijo nada, pero cuando la miró le brillaban los ojos, casi
febriles.
Mientras lo seguía escaleras abajo, Iris se preguntó si Roman
estaba asustado.
TERCERA PARTE
Las palabras entremedio
29
El pelotón Sicómoro
P
or desgracia, tuvo que sentarse sobre el regazo de Roman
Kitt prácticamente todo el camino hasta el frente.
El camión iba lleno hasta los topes de comida, medicamentos
y otros suministros, y solo quedaba un sitio disponible. Justo como el
capitán les había advertido de antemano. Un asiento por el que
Roman e Iris debían pelear.
Iris dudó, preguntándose cómo manejar esa extraña situación, pero
Roman le abrió la puerta del copiloto sin tapujos, como si fuera un
vehículo de Juramento y no un camión enorme deteriorado por la
guerra. Iris evitó el contacto visual y la mano que le ofrecía, y entró
en la cabina polvorienta de un salto ayudada por el escalón de metal
lateral.
Apestaba a sudor y a combustible. El asiento de cuero estaba roto y
desgastado. Parecía tener un antiguo reguero de sangre, y el
salpicadero estaba lleno de mugre. «Reza para que no llueva», le
había dicho Attie antes de despedirse de ella con dos besos. Iris se
aclaró la garganta y deslizó su mochila al suelo, y la dejó entre las
piernas. Debía de pasar algo con la lluvia y las trincheras, conjeturó
Iris, aunque Attie todavía no le había contado demasiado sobre su
experiencia en el frente.
—¿Todo listo? —preguntó Roman.
Iris decidió que sería mejor abordar esa… situación desagradable
de frente. Se giró para dirigirse a él: «No hace falta que vengas, Kitt»,
pero Roman ya había cerrado la puerta y se había encaramado al
escalón lateral como había prometido hacer.
Iris obtuvo un buen vistazo de su pecho, que estaba bloqueando su
ventanilla. Pero podía ver que se estaba sujetando al tambaleante
metal del retrovisor, que parecía que se iba a desprender en
cualquier momento, y a la maneta de la puerta. Una ventada fuerte
podía llevárselo por los aires, pero se mordió la lengua mientras el
capitán encendía el motor.
Salieron de Risco Ávalon hacia la carretera oeste. Iris no había ido
nunca en un camión; era sorprendentemente lento y tambaleante, y
observó mientras el capitán cambiaba de marcha. Podía notar el
ronroneo del motor en las suelas de los zapatos, y no podía evitar
echarle un ojo a Roman a cada bache que pisaban. Y había unos
cuantos.
—Nadie se ha ocupado de estas carreteras desde hace tiempo —le
explicó el capitán a Iris cuando casi salió disparada del asiento—. No
desde que la guerra estalló en esta pedanía. Espero que tu amigo
pueda sujetarse fuerte. Lo peor está por venir.
Iris se encogió, protegiéndose los ojos de un repentino rayo de sol.
—¿Cuánto vamos a tardar en llegar?
—Tres horas, si el tiempo nos lo permite.
Media hora después, se detuvieron en el pueblo vecino de Monte
Trébol para que el capitán pudiera cargar una última tanda de
suministros en la parte trasera. Iris bajó la ventanilla y golpeó a
Roman en el pecho.
—No nos va a hacer ningún favor que te rompas el cuello antes de
llegar al frente —le dijo—. No me importa compartir el asiento. Si es
que no te importa que me siente encima de tu…
—No me importa —respondió él.
Roman se bajó con el pelo revuelto por el viento.
Iris abrió la puerta y se levantó en la estrecha cabina mientras
Roman subía y se deslizaba en el asiento. Hizo sitio a su mochila al
lado de la de ella y entonces la agarró de las caderas, guiándola para
que se sentara en su regazo.
Iris estaba rígida como una tabla, sentada sobre sus muslos.
La situación era mala. Muy muy mala.
—Iris —le susurró Roman, y ella se tensó—. Vas a atravesar el
parabrisas si no te echas atrás.
—Estoy bien.
Roman suspiró, exasperado, y apartó las manos de ella.
La determinación de Iris no duró más de diez minutos. El capitán
tenía razón; la carretera tenía más hoyos que la surcaban a causa de
las semanas de lluvias, y no le quedó otra que relajarse, apoyando la
espalda en el pecho de Roman. Él le pasó el brazo alrededor de la
cintura, y ella descansó en el calor de su mano, consciente de que la
estaba protegiendo de golpearse el cabeza contra el parabrisas.
Al menos él se llenaría la boca con su pelo, pensó. En su mente no
cabía duda de que Roman estaba tan incómodo como lo estaba ella.
Especialmente cuando lo oyó quejarse después de una serie de
baches especialmente hondos de la carretera, que pareció
zarandearles los pensamientos.
—¿Te hago daño? —le preguntó Iris.
—No.
—¿Estás pestañeando, Kitt? —le dijo en broma.
—¿Quieres darte la vuelta y comprobarlo tú misma, Winnow? —le
murmuró, y ella notó su aliento en el pelo.
No se atrevió porque pensaba que su boca estaría demasiado cerca
de la de él. Al menos la volvía a llamar Winnow. Eso era terreno
conocido para ambos; Iris sabía lo que podía esperar de él en ese
momento. Discusiones sobre palabras, sarcasmo y malas caras.
Cuando se dirigía a ella como Iris, era un territorio completamente
nuevo, y a veces la asustaba. Como si se estuviera acercando al borde
de un gran precipicio.
Llegaron al frente a última hora de la tarde.
Habían evacuado un pequeño pueblo y los residentes habían
cedido los edificios a la causa. El camión aparcó enfrente de lo que
parecía haber sido el ayuntamiento y unos soldados empezaron a
descargar rápidamente las cajas llenas de verduras, munición y
uniformes nuevos. Iris se quedó contemplando el ajetreo con Roman
detrás. No estaba segura de si debía ayudar ni qué debería estar
haciendo, y el corazón le latía desbocado.
—¿Corresponsales? —preguntó una mujer de mediana edad con
voz grave que se detuvo delante de ellos. El uniforme que vestía era
de un color verde oliva con hebillas de latón y llevaba una estrella de
oro colgada por encima del pecho. Un gorro le cubría el pelo negro
corto.
—Sí —afirmó Iris—, ¿dónde deberíamos…?
—Seguiréis a la compañía Amanecer. Soy la capitana Speer, y mis
soldados acaban su tiempo en la reserva y se dirigirán a las
trincheras al atardecer. Venid por aquí.
Iris y Roman le siguieron el paso mientras avanzaba rápidamente
por la calle mugrienta. Los soldados se apartaban de su camino y
dedicaban miradas curiosas a los corresponsales cuando pasaban
por delante. Iris tuvo la breve y repentina esperanza de encontrar tal
vez a Forest. Pero se dio cuenta pronto de que no se podía permitir
distraerse dejando que sus ojos deambularan por las múltiples caras
de su alrededor.
—Nuestras compañías cumplen rotaciones de doce horas —los
informó la mujer—. Desde la salida hasta la puesta de sol, ya sea
vigilando el frente, ocupándose de las trincheras de comunicación o
descansando en la reserva. Este pueblo es la base de la reserva. Si
tenéis que rellenar las cantimploras o tomar una comida caliente,
iréis allí, al comedor. Si tenéis que lavaros, iréis al antiguo hotel en la
esquina de la calle. Si necesitáis un doctor, iréis a aquella casa,
aunque quedáis avisados de antemano de que la enfermería ahora
mismo está desbordada y nos queda poco láudano. Y si miráis hacia
delante veréis que esta carretera conduce al bosque. Ahí es por
donde marcharéis con la compañía Amanecer hasta las trincheras de
comunicación, que están situadas al otro lado del bosque. Allí
pasaréis la noche y os prepararéis para alcanzar el frente al alba.
¿Alguna pregunta?
La mente de Iris daba vueltas, intentando revisar toda la nueva
información. Dirigió la mano al medallón de su madre, escondido
debajo del tejido de su mono.
—¿Hay alguna posibilidad de que veamos combates? —preguntó
Roman.
—Sí —dijo la capitana Speer—. Llevad casco, obedeced las órdenes
y manteneos a ras del suelo en todo momento. —Su mirada se topó
con un soldado que pasaba cerca—. ¡Lugarteniente Lark! Asegúrate
de que les den instrucciones y equipamiento a los corresponsales
para el tiempo que estén aquí. Seguirán a tu pelotón durante los
próximos días.
Un soldado joven se puso firme antes de que sus ojos se posaran
en Roman y en Iris. La capitana Speer estaba a medio cruzar la
carreta cuando Lark les habló:
—Es vuestra primera vez, ¿verdad?
Iris se reprimió el impulso de mirar a Roman. Para ver si sentía el
mismo pavor y emoción que experimentaba ella por dentro.
—Así es —contestó Roman, y le tendió la mano—. Roman Kitt. Y
ella es…
—Iris Winnow —dijo antes de que Roman pudiera presentarla. El
lugarteniente sonrió mientras le estrechaba la mano. Tenía una
cicatriz en la boca que le tiraba de la comisura de los labios hacia
abajo, pero sus ojos lucían arrugas en los lados, como si antes de la
guerra hubiera sonreído y reído a menudo. Iris se preguntó cuánto
tempo debía de llevar combatiendo. Parecía muy joven.
—Estamos contentos de teneros aquí a los dos —comentó Lark—.
Venid, justo iba de camino al comedor para saborear mi última
comida caliente durante unos días. Estaría bien que probarais
bocado vosotros también, y os explicaré más sobre lo que podéis
esperar.
Lark empezó a guiarlos hasta el ayuntamiento transformado en
comedor, e Iris se desplazó para caminar al otro lado, para que el
lugarteniente estuviera entre ella y Roman. Él se dio cuenta y le
regaló a Iris una mirada de soslayo antes de devolver la atención a lo
que tenían delante.
—Tengo que confesar algo, lugarteniente. No estoy familiarizada
con la división del ejército. ¿La capitana Speer ha dicho que iríamos
con su pelotón?
—Sí —respondió Lark—. Hay cuatro compañías por batallón.
Doscientos hombres y mujeres por compañía, y cuatro pelotones en
cada compañía. Yo superviso a unos cincuenta hombres y mujeres en
el mío, con el sargento Duncan como mi segundo al mando. Pronto
sabréis que nos han apodado como el pelotón Sicómoro.
Debería haber tenido el cuaderno preparado, pero se grabó en la
memoria los nombres y los números para registrarlos lo antes que
pudiera.
—¿El pelotón Sicómoro? ¿Y eso por qué?
—Es una larga historia, señorita Winnow. Y una que me gustaría
contaros cuando sea el momento adecuado.
—Muy bien, lugarteniente. Otra pregunta, si no le importa —dijo
Iris—. Tenía la curiosidad sobre cómo asignan a un soldado en una
compañía. Por ejemplo, si un soldado es de Juramento y se alista,
¿quién decide dónde tiene que servir?
—Buena pregunta, ya que tenemos bastantes soldados de
Juramento, y la Pedanía Este todavía le tiene que declarar la guerra a
Dacre y unirse a la batalla —dijo Lark con una sonrisa triste—.
Cuando alguien de Juramento se alista, se suma a una compañía
auxiliar. Todavía se los considera residentes de la Pedanía Este, pero
se los adjunta a una rama de nuestro ejército, como si fueran uno de
los nuestros.
Iris visualizó a su hermano. Quería preguntar dónde se encontraba
el segundo batallón E, quinta compañía Landover, pero otra
pregunta acudió en su mente.
—¿Hay algo sobre lo que no deberíamos informar?
Lark ladeó la cabeza, como si lo estuviera pensando.
—Bueno, por supuesto. Ninguna estrategia, en caso de que las
oigáis. Ningún mensaje que pasemos por las trincheras de
comunicación. Ninguna localización ni información que le pueda
proporcionar a Dacre una ventaja en caso de que se hiciera con el
papel. —El lugarteniente calló mientras le abría la puerta a Iris. Les
sobrevino el aroma a cebollas y pastel de carne—. Me han dicho que
se supone que sois periodistas neutrales, pero también creo que eso
es bastante imposible, si os soy sincero. Dudo mucho que seáis
bienvenidos en el bando de Dacre, y mucho menos que volváis de
una pieza de él. Creo que el mejor consejo, señorita Winnow, es que
escribas lo que veas que ocurre y lo que sientes y lo que somos, y por
qué es vital que la gente de Juramento y las demás ciudades se unan
a nuestros esfuerzos. ¿Crees que será eso posible?
Iris se quedó callada, y su mirada se cruzó con los ojos llenos de
esperanza del lugarteniente.
—Sí —respondió, casi en un suspiro.
Pero la verdad era… que se sentía atrapada. Como si le hubieran
atado una roca a los tobillos y la hubieran lanzado al mar.
Notas al pie:
T
res días llegaron y se fueron. Era un ritmo extraño al que
adaptarse: noches en las trincheras de comunicación y días
inflexibles en primera línea. Los sicómoros rotaban con otro
pelotón y seguirían haciéndolo durante siete días antes de volver a la
base para descansar y recuperarse durante una semana.
Y, mientras tanto, Iris llenaba su cuaderno.
Nunca escribía durante el día, cuando estaba agachada al lado de
Roman en el frente, aterrorizada por hacer algo tan inocente como
rascarse la nariz. Pero por la noche, cuando estaban en la reserva, el
pelotón Sicómoro empezaba a incluirla, y a menudo jugaba a las
cartas con ellos bajo la luz de las linternas, recordando cómo la
competitividad amistosa era una manera efectiva de obtener acceso a
historias más profundas e íntimas.
Les preguntó a los soldados sobre sus vidas en su lugar de origen y
las familias que los querían. Les preguntó qué les había hecho unirse
a la guerra. Les preguntó sobre batallas pasadas, derrotas y victorias,
y se empapó de las historias de coraje y lealtad y dolor que
compartieron. Los soldados se llamaban entre sí «hermano» y
«hermana», como si la guerra hubiera forjado relaciones que eran
más profundas que la sangre.
Esa información le hacía sentirse increíblemente realizada primero
y sumamente triste después.
Echaba de menos a su hermano. Echaba de menos a Forest. Echaba
de menos a Attie y a Marisol. Echaba de menos escribirle a Carver.
A veces intentaba trazar mentalmente el camino que la había
llevado a ese lugar, pero era demasiado difícil de revivir. Removía
sentimientos que tenía medio enterrados, demasiado peligrosos
como para sacarlos en ese momento.
Aun así… La sangre le resonaba en las venas.
Durante la cuarta noche, Iris estaba escribiendo sus notas del día
cuando la invadió una ola de cansancio.
Se detuvo con calambres en la mano.
Roman estaba sentado en su lugar habitual en la trinchera frente a
ella, comiendo una lata de judías. Su pelo negro le caía enmarañado
por encima de los ojos y su barba estaba creciendo, oscureciendo así
la mitad inferior de su cara. Tenía los pómulos más pronunciados,
como si hubiera perdido peso. Tenía los nudillos surcados de costras,
las uñas llenas de suciedad y un agujero en el mono a la altura de la
rodilla. Si tenía que ser sincera, no se parecía en nada al Roman al
que recordaba. Cuando estaban trabajando en la Gaceta de Juramento,
siempre iba arreglado y vestido con elegancia mientras caminaba
alrededor con aire pomposo.
¿Por qué está aquí?, se preguntó por enésima vez. Había pensado
que no le costaría nada entenderlo, pero con cada día que pasaba
empezaba a darse cuenta de que Roman Kitt era un misterio. Un
misterio que estaba tentada a resolver.
Iris no se lo quedó mirando durante mucho rato, por miedo a
captar su atención. Devolvió la mirada al cuaderno y de repente se
sintió vacía y cansada, como si hubiera envejecido años en una
noche.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza hacia atrás.
Antes de que se diera cuenta, se dejó vencer por el sueño.
E
sa tarde, la temperatura subió a niveles abrasadores. Al fin
había llegado la primavera con su sol caliente y los días que
se alargaban, y unas nubes enormes se estaban formando en
el cielo sobres sus cabezas. Roman observó cómo se desarrollaban,
consciente de que pronto desatarían una tormenta.
El sudor le caía por la espalda y le hacía cosquillas en la nuca. Su
mono estaba empapado y se le pegaba a la piel. A esa hora del día,
en las trincheras la sombra era escasa, y se intentó preparar
mentalmente para estar en breve húmedo y embarrado, atravesando
charcos que le llegaban hasta el tobillo. Su mochila, al menos, estaba
hecha de cuero engrasado, así que todo lo que contenía debería estar
protegido. Porque eso era lo único que le importaba. Las cosas de su
mochila e Iris, sentada delante de él. Muy pronto volverían a Risco
Ávalon, y podría respirar tranquilo al fin. Podría tener un momento
de relajación al fin.
Iris lo sorprendió mirándola.
De repente, se sintió agradecido de que en esa parte de las
trincheras estuviera prohibido hablar. O Iris podría haber hecho un
comentario sobre la frecuencia de sus miradas.
El viento empezó a soplar.
Silbaba por encima de las trincheras, pero algunas rachas se
dirigieron hacia abajo, y Roman agradeció el frescor.
Eso era en lo que estaba pensando, distraído: en su gratitud hacia
el viento, en Iris, en sus futuros artículos, en Iris, en cuánto quedaba
hasta la puesta de sol, en Iris… Cuando llegaron las explosiones,
rompieron la tranquilidad de la tarde de cielo azul. Los proyectiles
chillaron en fuego racheado, ensordecedores y haciendo temblar la
tierra. A Roman se le salió el corazón por la boca e Iris se cayó del
taburete, cubriéndose inconscientemente en el suelo.
Ahí estaba.
Ahí estaba su peor pesadilla haciéndose realidad.
Roman se lanzó hacia adelante y la cubrió con su propio cuerpo.
Los morteros seguían aullando y explotando. Uno tras otro y tras
otro. Las explosiones parecían eternas, y Roman cerró los ojos
mientras terrones y astillas de madera le llovían encima. Iris no se
movía de debajo de él; preocupado por estar aplastándola, la oyó
gimotear.
—Está bien —le dijo, sin saber si lo oiría por encima del estruendo
—. Quédate quieta y respira.
Por fin llegó la calma, pero el aire estaba lleno de humo y la tierra
parecía llorar.
Roman se apartó y ayudó a Iris a incorporarse.
Estaba temblando.
Cuando lo miró, tenía los ojos muy abiertos y desenfocados.
Roman se podía perder en esos ojos avellana, con la voluntad de
calmar el miedo que ardía en su interior. Pero él nunca se había
sentido tan aterrorizado ni indefenso, y no estaba seguro de si iba a
ser capaz de que salieran los dos de allí de una pieza.
Los soldados empezaron a pasar corriendo como una corriente,
preparando rifles y gritando órdenes. Aun así, había mucha quietud
entre él e Iris. Como si el tiempo se estuviera deteniendo.
—Recoge tu mochila, Iris —le indicó. Con calma, como si ya
hubieran experimentado eso juntos con anterioridad.
Iris agarró la correa de su mochila de cuero. Tardó un poco en
colocársela encima de la espalda, pues las manos le temblaban
violentamente.
Roman pensó en sus notas. En todas las historias de soldados que
había reunido en los últimos días. El horror, el orgullo, el dolor, el
sacrificio y las victorias.
Iris tenía que llevar esas palabras de vuelta a casa. Tenía que
sobrevivir a eso para poderlas escribir. Para que sus palabras
pudieran viajar en tren seiscientos kilómetros hasta la Tribuna de
Tinta en la ciudad superficial de Juramento.
Tiene que sobrevivir a esto, pensó Roman. No quería vivir en un
mundo sin ella ni sin sus palabras.
Soltó el aire; una exhalación temblorosa, como los huesos de su
cuerpo, y miró hacia el cielo. Se elevaba una columna de humo, que
el viento del oeste se llevaba. Pronto los cubriría y Roman notaba en
la boca el sabor a sal, metal y tierra.
Disparar, cubrirse y moverse.
—¿Vienen? —preguntó Iris.
La respuesta llegó con otra ronda intensa de artillería. Volvió a dar
un salto mientras los proyectiles explotaban más cerca que antes,
golpeando hondo en la tierra. Antes de que Iris pudiera acobardarse,
Roman la estaba apretando de pie contra la pared de la trinchera,
cubriéndola con su cuerpo. Si algo la hería, primero tendría que
atravesarlo a él. Pero la mente de Roman iba a toda velocidad.
Detrás de ellos estaba la zona de hombre muerto, que de repente le
pareció más peligrosa de lo que había imaginado jamás. Roman se
percató de que los soldados de Dacre quizá se estaban arrastrando
hacia sus trincheras, usando la protección del humo. Quizá se
estaban arrastrando como sombras por la hierba chamuscada,
empuñando rifles a unos pocos metros de ellos.
Se imaginó que la batalla llegaba a su punto crítico, se imaginó
luchando. ¿Saldría corriendo Iris si se lo ordenaba? ¿Debería
permitirse perderla de vista? Se imaginó que la escondía en un
búnker, huyendo de las trincheras con ella, espoleados por un miedo
extremo.
Esperó a que cesara el bombardeo, con la mano apoyada en la nuca
de Iris, manteniéndola cerca. Sus dedos estaban perdidos en su pelo.
El lugarteniente Lark empezó a zarandearlo para inculcarle juicio,
agarrándolo del hombro.
La artillería continuó gritando, cayendo y explotando, y el
lugarteniente tuvo que chillar para que pudieran oírlo:
—¡Los dos tenéis que retiraros al pueblo! Es una orden directa.
Roman asintió, aliviado de que se lo ordenaran, y tiró de Iris para
alejarla de la pared. Los dedos de su mano se entrelazaron con los de
Iris y, acto seguido, empezó a guiarla por el caos de las trincheras.
Por encima de madera partida y montículos de tierra y soldados
agachados. Roman tardó unos segundos en comprobar que algunos
de ellos estaban heridos y se doblaban por el dolor. La sangre
manchaba las placas del suelo. Fragmentos extraños de metal
resplandecían al sol.
Iris empezó a tirar de él.
—Kitt. ¡Kitt!
Roman giró en redondo para mirarla. El pánico lo atravesaba como
aceite caliente.
—Tenemos que correr, Iris.
—¡No podemos abandonarlos así! —estaba gritando, pero Roman
apenas podía oírla. Sentía los oídos llenos de cera, la garganta en
carne viva.
—Nos han dado una orden —respondió Roman—. Tú y yo… no
somos soldados, Winnow.
Pero conocía exactamente la emoción que Iris estaba
experimentando. Se sentía mal al correr. Al huir cuando los demás
estaban agachados, preparándose para luchar. Al ver a hombres y
mujeres tendidos en el suelo, quejándose de dolor, destrozados por
proyectiles de mortero, esperando a la muerte con los huesos
astillados y el brillo rojo intenso de la sangre.
Roman vaciló.
Fue entonces cuando vio un pequeño objeto redondo trazar un
arco en el aire. Al principio pensó que no era más que un coágulo de
tierra, hasta que aterrizó detrás de Iris en la trinchera con un
tintineo. Dio vueltas sobre la madera unos segundos, y Roman se lo
quedó mirando, comprobando… comprobando que era…
—¡Mierda!
Agarró a Iris por el cuello del mono y la levantó como si no pesara
nada. Le dio la vuelta hasta que se colocó entre ella y la granada de
mano. El terror le sabía agrio en la boca, y se dio cuenta de que
estaba a punto de vomitar los melocotones y la tostada que se había
comido esa mañana para desayunar.
¿Cuántos segundos tenían antes de que explotara la granada?
Roman empujó a Iris hacia adelante con una mano en la lumbar,
urgiéndole para que fuera más rápido, más rápido, hasta la siguiente
curva. Ya casi habían alcanzado el lugar donde la trinchera hacía un
giro abrupto que los podía proteger. Iris se tropezó con una de las
placas que sobresalían del suelo. Roman la agarró por la cintura,
empujándola hacia delante, hacia el humo y la luz que se desvanecía
y el perpetuo chasquido de las armas.
Se oyó un «clic, clic, ping» detrás de ellos cuando Iris dobló la
esquina primera.
—Iris —susurró Roman, desesperado.
La agarró con más fuerza justo antes de que la explosión los hiciera
volar por los aires.
32
Humo en los ojos
I
ris se movió. Tenía la cara apoyada en la tierra chamuscada y un
sabor de metal caliente en la boca.
Se levantó lentamente con el casco torcido sobre la cabeza.
Había soldados que pasaban de largo corriendo por su lado. El
humo se retorcía en la luz dorada. Había un chasquido constante que
le hacía acelerar el pulso y que el cuerpo se le encogiera. Pero se
sentó, escupió la mugre y la sangre de la boca y se pasó las manos
rápidamente por las piernas, el torso y los brazos. Tenía algunos
arañazos en los dedos y en las rodillas, y un corte largo en el pecho,
pero por lo general estaba ilesa, incluso cuando la rodeaban
fragmentos de metal que brillaban en el suelo.
Kitt.
Había doblado la esquina justo antes de que la granada explotara,
pero no estaba segura de que él lo hubiera logrado.
—¡Kitt! —gritó—. ¡Kitt!
Se puso de pie entre tambaleos, escrutando la niebla con los ojos.
Lo encontró tumbado a unos pasos de distancia. Estaba boca arriba,
y tenía los ojos abiertos como si pudiera ver a través del humo, hacia
las nubes.
Iris se tragó el llanto y cayó de rodillas a su lado. ¿Estaba muerto?
Su corazón se contrajo nada más pensarlo. No podía soportarlo, se
dio cuenta mientras reseguía con las manos su cara y su pecho. No
podía soportar vivir en un mundo sin él.
—¿Kitt? —lo llamó, posando la palma sobre su corazón. Respiraba,
y el alivio casi le derritió a ella los huesos—. ¿Kitt, puedes verme?
—Iris —respondió con voz rasposa. Su voz llegaba de muy lejos, y
comprobó que eran sus oídos, que pitaban—. Iris… En mi mochila…
—Sí, Kitt —respondió, sonriendo cuando Roman pestañeó y la
miró. Estaba aturdido, y ella empezó a comprobar el resto de su
cuerpo. Su estómago, sus costados, y entonces lo vio. Su pierna
derecha tenía fragmentos de metralla incrustados. El daño parecía
concentrarse mayormente alrededor de la parte exterior de su muslo
y gemelo, y alrededor de la rodilla, pero las heridas no paraban de
sangrar. Era imposible saber cuánta sangre había perdido ya. Las
manchas del suelo podían ser suyas o de otros que también estaban
heridos. Iris tomó una bocanada de aire con el deseo de calmarse.
—Está bien, Kitt —dijo Iris mirándolo a los ojos de nuevo—. Estás
herido. Tiene aspecto de ser sobre todo en tu pierna derecha, pero
hay que llevarte con un médico. ¿Crees…?
—Iris, mi mochila —murmuró Roman mientras la buscaba a
tientas inútilmente—. Quiero que…, necesito mi mochila. Hay
algo… Quiero que…
—Sí, no te preocupes por tu mochila, Kitt. Tengo que sacarte de
aquí primero —dijo Iris mientras se sentaba en cuclillas—. Vamos. Si
te ayudo, ¿te puedes apoyar sobre el pie izquierdo?
Roman asintió.
Iris se esforzó por levantarlo y mantenerlo recto. Pero era mucho
más alto y pesaba más de lo que había anticipado. Hicieron algunos
pasos tambaleándose hasta que Roman se desplomó lentamente en
el suelo de nuevo.
—Iris —dijo Roman—, tengo que contarte algo.
Ella se irguió. El miedo le recorría el cuerpo.
—Ya me lo contarás luego —insistió. Pero empezó a pensar que
Roman había perdido más sangre de la que creía. Estaba muy pálido,
y la agonía que había en sus ojos le cortó la respiración—. Ya me lo
contarás cuando estemos de vuelta en la casa de Marisol, ¿vale?
—No creo… —empezó a decir, a medias entre un suspiro y un
gemido—. Deberías agarrar mi mochila e irte. Déjame aquí.
—¡Y una mierda! —gritó Iris. Todo cuanto tenía dentro se estaba
cediendo bajo el peso de su miedo. No tenía ni idea de cómo iba a
llevar a Roman a un lugar seguro, pero en ese segundo de
desesperación vislumbró con claridad lo que quería.
Tanto ella como Roman iban a sobrevivir a esa guerra. Iban a tener
la oportunidad de envejecer juntos, año tras año. Serían amigos hasta
que ambos al final aceptaran la realidad. Y tendrían todo lo que las
demás parejas tienen: las discusiones y tomarse de la mano en el
mercado y la exploración gradual de sus cuerpos y las celebraciones
de cumpleaños y los viajes a nuevas ciudades y vivir como uno y
compartir la cama y la sensación paulatina de fundirse el uno con el
otro. Sus nombres serían inseparables: Roman e Iris o Winnow y Kitt
porque ¿acaso podías tener a uno sin el otro? Y escribirían en sus
máquinas y se corregirían mutuamente de manera implacable y de
noche leerían libros a la luz de las velas.
Lo amaba. Dejarlo atrás en las trincheras no era una posibilidad.
—Venga, vamos a intentarlo otra vez —dijo Iris, suavizando la voz
con la esperanza de que eso lo animara—. ¿Kitt?
Roman estaba con la mirada perdida y la cabeza apoyada en la
pared de la trinchera. Iris le tocó la cara. Sus dedos dejaron un
reguero de sangre en su mandíbula.
—Mírame, Roman.
Así lo hizo, con los ojos abiertos y la mirada vidriosa.
—Si mueres en esta trinchera —dijo Iris—, entonces yo muero
contigo. ¿Me has entendido? Si eliges quedarte aquí sentado, no me
quedará otra opción que arrastrarte hasta que llegue Dacre. Venga,
vamos.
Roman se las vio y deseó para ponerse de pie con su ayuda. Se
apoyó contra la pared, y dieron unos cuantos pasos laboriosos antes
de detenerse.
—¿Tienes mi mochila…, mi mochila, Iris?
¿Por qué estaba tan preocupado por su maldita mochila? Iris
exhaló y la buscó, su cuerpo ardía por el esfuerzo de aguantar el
peso de Roman. No puedo llevarlo yo sola, pensó justo cuando sus ojos
se posaron en un soldado que estaba a punto de pasar de largo con el
rifle cruzado a la espalda.
—¡Eh! —gritó Iris, interceptándolo—. Sí, tú, soldado. Ayúdame a
cargar con este corresponsal hasta el puesto catorce. Por favor,
necesito tu ayuda.
El soldado ni siquiera vaciló. Se pasó el otro brazo de Roman por
encima de los hombros.
—Tenemos que apresurarnos. Han tomado las trincheras del
frente.
Esas palabras enviaron una descarga de miedo al estómago de Iris,
pero ella asintió y se acomodó debajo del otro brazo de Roman, para
que estuviera entre ella y el soldado. Se movían más rápido de lo que
Iris se había imaginado, serpenteando por las trincheras. Había más
heridos tirados en el suelo. No le quedó más opción que esquivarlos,
y los ojos le escocían, la nariz le moqueaba y los oídos seguían
pitándole, pero estaba respirando y viva, e iba a sacar a Roman de
allí y llevarlo a un médico, y luego…
El soldado dobló una esquina y se detuvo de golpe.
Habían llegado casi al final de las trincheras. Ya casi estaban en el
bosque y el puesto catorce y la carretera que los llevaría hasta el
pueblo, pero a Iris no le quedó otra que seguir al soldado, y Roman
se quejó entre los dos por la sacudida. Iris reconoció al capitán que
los había llevado al frente moviéndose entre la confusión. Tenía un
reguero de sangre en la cara y sus dientes brillaban a la luz mientras
hacía muecas. Los soldados heridos llenaban las trincheras a su
alrededor; de ninguna manera Iris podría pasar a través de ellos, y la
invadió el pánico cuando el soldado empezó a bajar a Roman al
suelo.
—¡Espera, espera! —gritó, pero el capitán la vio. Dio unas cuantas
órdenes más antes de ir hacia ella, e Iris observó cómo transportaban
a los heridos en camillas y los sacaban de las trincheras.
—Señorita Winnow —dijo el capitán, y bajó la mirada hacia
Roman—. ¿Todavía respira?
—Sí, solo está herido. Metralla en la pierna derecha. Capitán,
¿podemos…?
—Haré que lo lleven en camilla y lo carguen en el camión para
transportarlo. ¿Usted está herida?
—No, capitán.
—Entonces, la necesito. Me faltan manos, y tenemos que traer a
tantos heridos hasta esta localización como sea posible antes de que
Dacre se los lleve. Vaya con el soldado Stanley y usen esta camilla
para traer a tantos como puedan. Tienen tiempo hasta que las armas
dejen de disparar. ¡Vamos!
Iris se quedó perpleja cuando el capitán se dio la vuelta y siguió
dando más órdenes. Ella era una corresponsal, no una soldado, pero
Stanley la estaba mirando, sujetando un extremo de la camilla
manchada de sangre y vómito, y de repente el tiempo le caló hasta lo
más profundo de su ser.
¿Acaso importaba quién era?
—¿Kitt? ¿Puedes verme? —dijo Iris tras arrodillarse a su lado.
—Iris —respondió él abriendo los ojos.
—Me necesitan en otro sitio, pero te buscaré, Kitt. Cuando esto
acabe, te buscaré, ¿vale?
—No te vayas —susurró Roman, y agitó la mano intentando
encontrarla—. Tú y yo… tenemos que estar juntos. Somos mejor así.
A Iris se le formó un nudo en la garganta cuando vio el pánico que
había en los ojos de él. Entrelazó los dedos con los suyos,
manteniéndolo firme.
—Tienes que aguantar por mí. Cuando te hayas curado, necesito
que escribas un artículo sobre todo esto. Necesito que me robes la
portada como haces normalmente, ¿está claro? —Iris sonrió, pero le
ardían los ojos. Era por el humo de la cortina de fuego, que se
acercaba—. Te buscaré y te encontraré —susurró, y le dio un beso en
los nudillos que le supo a sal y a sangre.
El dolor que sentía en el pecho aumentó cuando tuvo que liberarse
de su mano para agarrar el otro extremo de la camilla, cuando no le
quedó otra opción que darse la vuelta y dejarlo atrás, siguiendo el
trote continuo del soldado Stanley.
Recogieron a una soldado herida y la cargaron de vuelta al lugar
donde Iris había dejado a Roman. Mientras ayudaba a Stanley a
deslizar de la camilla a la soldado, Iris analizó a los demás y vio que
Roman seguía esperando, pero más cerca del punto donde lo
cargarían al camión.
Volvieron a irse, escurriéndose igual que las ratas por entre las
trincheras. Llevaron a otro soldado con una pierna magullada de
vuelta al puesto catorce. Esa vez, Roman ya no estaba, e Iris se sintió
aliviada y asustada a la vez. Debían de haberlo cargado y debía ir
camino a una enfermería. Pero eso significaba que ella no estaba allí
para maldecirlo, para insistirle en que mantuviera los ojos abiertos,
para agarrarle la mano y asegurarle que todo iba a salir bien.
Iris tragó saliva. Tenía la boca seca y llena de ceniza. Pestañeó para
quitarse las lágrimas.
Solo era humo en los ojos. Un humo en los ojos que le ardía desde
dentro.
—Creo que podemos llevar a uno más —dijo Stanley—. Mientras
sigan disparando, tenemos tiempo. ¿Te ves capaz?
Iris asintió, escuchando el retumbo de las pistolas en la distancia.
Pero le dolían los hombros y tenía la respiración entrecortada. El
corazón le latía al ritmo de una canción dolorosa mientras corría tras
Stanley y la camilla le golpeaba las piernas doloridas.
Esa vez se adentraron más en las trincheras. A Iris empezaron a
temblarle las piernas cuando se dio cuenta de que los disparos
empezaban a cesar. ¿Significaba eso que los soldados de Dacre
habían matado a todos los del frente? ¿Significaba que pronto
avanzarían hacia ellos? ¿La matarían si la veían, perdida en medio
de las trincheras? ¿Tomaban prisioneros?
«Antes de que Dacre se los lleve». Las palabras del capitán
volvieron a su mente, produciéndole un escalofrío.
Distraída, Iris tropezó con algo.
Cayó de rodillas y notó cómo algunos fragmentos desperdigados
de metralla le mordían la piel.
Stanley se detuvo, mirando por encima del hombro hacia ella.
—Levántate —le indicó, y de repente su voz parecía asustada,
porque los disparos menguaban.
Pero Iris apenas lo estaba escuchando a él ni cómo el mundo se
estaba envolviendo de nuevo en un silencio siniestro. Porque en el
suelo había una mochila de cuero que era igual a la que llevaba ella.
Arañada y salpicada de sangre y pisoteada por incontables botas.
La mochila de Roman.
Iris se la colgó a la espalda. Se la puso junto a su propia mochila, y
notó cómo el peso se le acomodaba mientras se ponía en pie una vez
más.
L
legaron a Risco Ávalon en medio de la noche. El aire era
fresco, estaba oscuro y las estrellas prendían en el cielo
cuando Iris bajó del camión con piernas inestables.
De repente, la rodearon enfermeras, doctores y gente del pueblo.
La llevaron en brazos hacia la luz de la enfermería, tan cansada que
apenas podía hablar. «Estoy bien, no gastéis energía en mí». Antes de
que pudiera protestar, una enfermera la había llevado al vestíbulo y
le limpiaba los arañazos y los cortes con un antiséptico.
—¿Tienes alguna herida más? —le preguntó la enfermera.
Iris pestañeó. Durante unos segundos, le pareció que veía doble.
No recordaba la última vez que había bebido o comido algo, la
última vez que había dormido.
—No —contestó, con la lengua pegada a los dientes.
La enfermera le alcanzó un vaso de agua y disolvió algo en ella.
—Tómate esto. Marisol está al final del pasillo. Sé que querrá verte.
—¡Iris! —La voz de Attie se alzó por encima del ajetreo.
Iris se puso de pie de un salto y miró ansiosa alrededor, y vio que
Attie se dirigía a ella esquivando a la multitud. Dejó el vaso de agua
y se lanzó a los brazos de su amiga. Tomó una bocanada de aire y se
dijo a sí misma que debía calmarse, pero al cabo de poco estaba
llorando en el cuello de Attie.
—Está bien, está bien —susurró Attie mientras la agarraba con
fuerza—. Déjame que te eche un vistazo. —Se inclinó hacia atrás, e
Iris se secó las lágrimas de los ojos.
—Lo siento —dijo Iris, resollando.
—No te disculpes —contestó Attie con voz firme—. He estado
muy preocupada por ti, desde que el primer camión llegó hace
horas. He mirado literalmente a cada persona que ha llegado, con la
esperanza de encontrarte.
El corazón de Iris se detuvo. Sintió que la sangre le abandonaba el
semblante.
—Kitt. ¿Está aquí? ¿Lo has visto? ¿Está bien?
Attie sonrió.
—Sí, está aquí. No te preocupes. Creo que acaba de salir de cirugía
en el piso de arriba. Te llevaré con él, pero tómate el agua primero.
Iris agarró el vaso. No se dio cuenta de que estaba temblando
convulsivamente hasta que intentó tomar un sorbo y derramó la
mitad en el pecho. Attie se dio cuenta, pero no dijo nada y la guio
hasta el ascensor. Subieron a la segunda planta. El ambiente era más
tranquilo en el piso superior; los pasillos olían a yodo y a jabón. A
Iris se le formó un nudo en la garganta mientras Attie la llevaba
hacia el fondo del pasillo, giraban una esquina y entraban a una
habitación poco iluminada.
Había múltiples camas, separadas por biombos de tela que daban
una escasa privacidad. Iris lo encontró de inmediato.
Roman estaba en el primer compartimento, tumbado en un catre
estrecho. Dormía con la boca abierta y el pecho le subía y bajaba
lentamente, como si estuviera en medio de un sueño profundo.
Parecía muy delgado en una bata de hospital. Parecía muy pálido
bajo la luz de las lámparas. Parecía que cualquier cosa minúscula
pudiera romperlo.
Iris se le acercó un paso, insegura de si se suponía que podía estar
allí. Pero una enfermera asintió en su dirección, e Iris siguió hacia el
lateral de la cama de Roman con indecisión. La pierna herida estaba
envuelta en gasas, posada en alto en un cojín, y le estaban
inoculando fluidos intravenosos por la mano derecha.
Iris se detuvo y bajo la vista hacia él. Se había llevado múltiples
heridas por ella. Se había interpuesto ante el peligro para mantenerla
a salvo, y se preguntaba si estaría allí en ese instante con solo
algunos rasguños si no fuera por él o si la metralla la habría roto a
pedazos y habría acabado muerta en las sombras de una trinchera. Si
Roman no hubiera ido con ella… Si no hubiera sido tan cabezota, tan
insistente en seguirla…
Iris no podía respirar, y se atrevió a alargar la mano y reseguir la
suya, con cortes en los nudillos.
¿Por qué viniste aquí, Kitt?
Levantó la vista hasta su cara, casi esperando que tuviera los ojos
abiertos y la boca levantada en una sonrisa burlona. Como si sintiera
la misma chispa peligrosa que ella sentía cuando tocaba su piel. Pero
Roman seguía durmiendo, ausente para ella en ese momento.
Iris tragó saliva.
¿Por qué te llevaste las heridas que deberían haber sido mías?
Resiguió sus brazos con las puntas de los dedos, el cuello y la
inclinación de su mandíbula, hasta su pelo. Le apartó un mechón de
la frente, instándole a que se despertara con sus caricias.
No lo hizo, por supuesto.
Iris estaba en parte aliviada, en parte decepcionada. Todavía estaba
llena de preocupación por Roman, y sentía que el hielo que tenía en
el estómago no se desharía del todo hasta que pudiera hablar con él.
Hasta que oyera su voz de nuevo y notara su mirada en la suya.
—Hemos sacado doce fragmentos de metralla de su pierna —dijo
la enfermera en voz baja—. Ha sido muy afortunado de que solo le
haya afectado la pierna y no le hayan acertado en ninguna arteria.
Iris apartó la mano del pelo de Roman. Miró por encima del
hombro y vio a la enfermera a los pies de la cama.
—Sí. Yo estaba con él cuando ocurrió —susurró Iris echándose
hacia atrás. Veía por el rabillo del ojo a Attie, que la esperaba en la
puerta.
—Entonces, ha podido llegar hasta aquí gracias a ti —siguió la
enfermera, acercándose para tomarle el pulso—. Estoy segura de que
mañana te querrá ver y agradecértelo personalmente.
—No —repuso Iris—. Estoy aquí gracias a él. —Y eso fue lo único
que le permitió decir el nudo que tenía en la garganta.
Se dio la vuelta y salió de la habitación, con la respiración
superficial y acelerada, y creía que se iba a desmayar en el pasillo
hasta que levantó la vista y vio a alguien que se dirigía hacia ella a
paso rápido. Un pelo largo negro que se escapaba de una trenza.
Tenía salpicaduras de sangre en la ropa y el fuego brillaba en sus
ojos marrones.
Era Marisol.
—¡Ahí estás! —gritó Marisol. Iris pensó que se había metido en
apuros hasta que se dio cuenta de que Marisol estaba llorando. Las
lágrimas brillaban por sus mejillas—. Por todos los dioses, ¡he
rezado cada día por ti!
Primero, Iris estaba de pie indecisa, temblando en el pasillo.
Después, Marisol la estaba abrazando, sollozando contra su pelo
apelmazado. Iris suspiró. Estaba a salvo, a salvo, podía bajar la
guardia y respirar… Y se aferró a Marisol, procurando esconder las
lágrimas que le anegaban los ojos.
No creía poder llorar más, pero cuando Marisol se apartó y le
rodeó la cara, Iris dejó que le cayeran las gotas.
—¿Cuándo comiste por última vez, Iris? —preguntó Marisol,
secándole con ternura las lágrimas—. Ven, te llevo a casa y te doy de
comer. Y después te puedes tomar una ducha y descansar.
Marisol buscó la mano de Attie y agarró a las dos chicas.
Y las llevó a casa.
I
ris entró en la enfermería diez minutos después, llevando un
mono nuevo y un cinturón bien ceñido. Su pelo seguía siendo
una maraña desesperante sobre sus hombros, pero tenía cosas
más importantes en mente. Llevaba en la mano todas sus cartas
dobladas mientras subía con el ascensor a la planta superior.
Las puertas chirriaron.
Avanzó por el pasillo y pasó por delante de algunas enfermeras y
de uno de los médicos, aunque ninguno de ellos le prestó atención, e
Iris dio gracias por ello. No estaba segura de qué, exactamente, iba a
desatar, pero la sangre le hervía.
Para cuando se acercó a la habitación de Roman, tenía la cara
sonrojada.
Él estaba en el mismo compartimento con cortinas y en el mismo
catre. Seguía teniendo la mano pegada a un tubo intravenoso y
llevaba un vendaje nuevo en la pierna derecha, pero estaba
incorporado, con la atención puesta en el bol de sopa que estaba
comiendo.
Iris se detuvo en el umbral y lo observó, con el corazón
suavizándosele por verlo despierto. No estaba tan pálido como el día
anterior. La alivió ver que tenía mucho mejor aspecto, y Roman tragó
una cucharada de sopa, cerrando los ojos brevemente como si
saboreara la comida.
Iris notó cómo las manos se le llenaban de sudor, que humedecía
las cartas. Las escondió a la espalda, se acercó a él y se detuvo a los
pies de la cama.
Roman levantó la vista y se sorprendió al verla. Soltó la cuchara
con un tintineo y se apresuró a dejar el bol en la mesita auxiliar.
—Iris.
Iris oyó la alegría en su voz. Sus ojos se empapaban de ella, y
cuando hizo ademán de moverse —¿en serio se estaba intentando
levantar para abrazarla sobre una pierna?—, se aclaró la garganta.
—Quédate quieto, Kitt.
Roman se quedó de piedra. Contrajo la frente.
Iris había ensayado lo que quería decirle y cómo empezar esa
conversación extraña. Se la había repetido mentalmente en todo el
camino hasta allí. Pero ahora que lo estaba viendo, las palabras se
desvanecieron de su interior.
Sostuvo en alto el montón de cartas.
—Tú —se limitó a decir.
Roman se quedó callado durante un segundo. Soltó una
respiración profunda.
—Yo —susurró.
Iris sonrió; era un escudo para ocultar lo humillada que se sentía.
Quería reír y llorar, pero se obligó a contenerse. Le empezó a doler la
cabeza.
—¿Todo este tiempo has estado recibiendo mis cartas?
—Sí —contestó Roman.
—Eso es… ¡No me lo puedo creer, Kitt!
—¿Por qué? ¿Qué te cuesta tanto creer, Iris?
—Que todo este tiempo fueras tú.
Pestañeó para retener las lágrimas y lanzó una de las cartas encima
de la cama de Roman. Le agradó oír el crujido del papel, una
distracción para la vergüenza que sentía. Dejó caer otra página, y
luego otra. Las cartas caían en el regazo de Roman.
—Ya basta, Iris —protestó Roman recogiéndolas a medida que se
amontonaban. Ella las iba arrugando descuidadamente—. Entiendo
que estés enfadada conmigo, pero déjame expli…
—¿Cuánto hace que lo sabes? —le preguntó secamente—. ¿Cuándo
supiste que era yo?
Roman se quedó quieto con la mandíbula apretada. Siguió
reuniendo sus cartas con cariño.
—Lo supe desde el principio.
—¿Desde el principio?
—Desde la primera carta que enviaste —corrigió él—. No dijiste tu
nombre, pero hablaste de tu trabajo en la Gaceta y del puesto de
columnista.
Iris se quedó paralizada por el horror mientras lo escuchaba. ¿Lo
había sabido todo ese tiempo? ¡Lo había sabido todo ese tiempo!
—Si te soy sincero, al principio pensé que era una broma —
prosiguió—, que lo hacías para meterte en mi cabeza. Hasta que leí
las otras cartas…
—¿Por qué no me dijiste nada, Kitt?
—Quería hacerlo. Pero me preocupaba que dejaras de escribir.
—¿Así que pensaste que era mejor tomarme por tonta?
Roman entrecerró los ojos, ofendido.
—Nunca te he tomado por tonta, Iris. Y nunca he pensado eso de
ti.
—¿Me seguías la corriente, entonces? —le espetó ella. Detestaba
cómo le temblaba la voz—. ¿Era algún tipo de broma que hacerle a la
pobre chica de clase baja del trabajo?
Iris metió el dedo en la llaga. Roman puso una mueca, como si
acabara de golpearlo.
—No. Nunca te haría ninguna de esas cosas, y si piensas lo
contrario es que no me…
—¡Me has mentido, Kitt! —gritó Iris.
—No te he mentido. Todo lo que te dije… Nada de eso era mentira.
Nada, ¿me oyes?
Iris se quedó mirando a Roman. Tenía la cara roja y sostenía las
cartas contra su pecho, y de repente debió tener en cuenta más cosas.
Todos los detalles de Carver. Pensó en Del, y se dio cuenta de que
Roman había sido un hermano mayor, que había perdido a su
hermana. La había arrastrado del agua después de ahogarse en su
séptimo cumpleaños. Había cargado con el cuerpo hasta casa para
sus padres.
Se le formó un nudo en la garganta. Iris cerró los ojos.
Roman suspiró.
—¿Iris? ¿Por qué no vienes aquí? Siéntate a mi lado un rato, y así
hablamos más.
Iris necesitaba un momento a solas. Para procesar ese enredo de
sentimientos que tenía dentro.
—Tengo que irme, Kitt. Ten. Toma tus cartas. No las quiero.
—¿Qué quieres decir con que no las quieres? Son mías.
—¡Sí! ¡Y esa es otra cosa en la que me mentiste! —dijo Iris
señalándolo—. Te pedí que me devolvieras mis cartas antiguas. Las
que le escribí a Forest. Y me dijiste que no podías.
—Dije que no podía, porque no quería hacerlo —dijo Roman—.
¿Has acabado de leer mi última carta? Aunque, por lo que parece, no
creo que puedas ni empezar a entender lo que tus palabras significan
para mí. Aunque al principio estuvieran dirigidas a Forest. Eras una
hermana que le escribía a su desaparecido hermano mayor. Y sentí
ese dolor como un hermano que había perdido a la única hermana
que tenía.
Iris no supo qué hacer. Ni con su dolor ni con el de él, que de
repente estaban fusionados. Una señal de emergencia se activó en su
mente; estaba bailando demasiado cerca del fuego, a punto de
quemarse. Le habían quitado la armadura, y se sentía desnuda.
—Aquí tienes —dijo Iris mientras le entregaba a Roman las últimas
cartas—. Me tengo que ir.
—¿Iris? Iris —susurró Roman, pero cuando intentó alcanzar su
mano, ella lo esquivó—. Por favor, quédate.
Iris dio un paso atrás.
—Hay cosas… cosas que tengo que hacer así que…, así que tengo
que irme.
—Lo siento —dijo Roman—. Siento haberte hecho daño, pero
nunca fue mi intención, Iris. ¿Por qué crees que estoy aquí?
Iris casi había llegado a la puerta. Se detuvo, pero evitó mirarlo. Se
quedó mirando sus cartas, que él tenía bien agarradas en las manos.
—Estás aquí para eclipsarme de nuevo —dijo en tono distante—.
Estás aquí para demostrar que tu escritura es muy superior a la mía,
como hiciste en la Gaceta.
Se dio la vuelta para irse, pero no había dado ni dos pasos cuando
oyó un repiqueteo, el crujido de un catre y un gruñido de dolor. Iris
miró por encima del hombro, y los ojos se le abrieron como platos al
ver que era Roman, erguido sobre una pierna, arrancándose la aguja
intravenosa de la mano.
—Vuelve a la cama, Kitt —lo regañó.
—No huyas de mí, Iris —dijo Roman mientras cojeaba hacia ella—.
No huyas de mí, no después de lo que acabamos de vivir. No sin
concederme una última petición.
Iris sintió pena al ver cómo intentaba alcanzarla a la pata coja. Se
adelantó, con las manos preparadas para agarrarlo, pero Roman se
apoyó en el marco de la puerta y pudo mantener el equilibrio. Sus
ojos azules perforaban los suyos. Solo había un nimio espacio entre
sus cuerpos, e Iris por poco se echó atrás, forcejeando contra la
tentadora atracción que sentía hacia él.
—¿Cuál es esa petición tuya? —preguntó Iris con voz fría, pero
solo para ocultar cómo le dolía el corazón—. ¿Qué es tan importante
para ti para que hayas actuado como un tonto y te hayas sacado la
aguja de la vena, y posiblemente te hayas abierto los puntos, y…?
—En ningún momento te he mentido —dijo Roman. Su expresión
se suavizó, pero mantuvo una mirada afilada—. Me lo preguntaste
una vez, hace meses, y me negué a contestar. Pero quiero que me lo
preguntes de nuevo, Iris. Pregúntame mi segundo nombre —
susurró.
Iris apretó los dientes, pero le sostuvo la mirada. Su memoria
empezó a girar como un fonógrafo, y oyó su voz pasada, sarcástica y
enojada y llena de curiosidad.
«Roman Cursi Kitt. Roman Chabacano Kitt. Roman Cascarrabias
Kitt…».
Se le paró la respiración.
—La «C» es de Carver —dijo Roman, inclinándose hacia ella—. Mi
nombre es Roman Carver Kitt.
Entrelazó los dedos en el pelo de Iris y acercó la boca a la suya. Iris
sintió cómo la conmoción la recorría como un calambre en el
momento en que sus labios se juntaron. Era un beso hambriento,
como si Roman lo hubiera estado anhelando desde hacía tiempo, y al
principio Iris no pudo respirar. Pero entonces la conmoción se
deshizo, y notó cómo el entusiasmo le calentaba la sangre.
Abrió la boca contra la de Roman, devolviéndole el peso.
Experimentó cómo un escalofrío la invadía mientras pasaba las
manos por sus brazos, aferrándose a él.
Cuando Roman cambió de posición, Iris pensó que se iban a caer y
no podría hacer nada para impedirlo, hasta que notó la pared en su
espalda. Roman se apretó contra ella, su cuerpo delgado y ardiente,
como si estuviera en llamas. Su calor impregnó la piel de Iris, caló
hasta sus huesos, y no pudo reprimir el gemido que se le escapó.
Roman le rodeó la cara con las manos. Sí, la había deseado desde
hacía mucho tiempo. Ella podía sentirlo por la manera en que la
tocaba, por la manera en que sus labios reclamaban los suyos. Como
si Roman se hubiera imaginado infinitas veces que ocurría ese
momento.
Iris apenas recordaba la hora, el día o dónde estaban. Los dos
estaban atrapados en una tormenta que ellos mismos habían creado,
y no sabía qué ocurriría cuando arreciara. Solo sabía que algo le
dolía dentro del pecho. Algo que Roman debía de necesitar, porque
su boca y su respiración y sus caricias estaban intentando sacárselo.
Alguien se aclaró la garganta.
Iris volvió en sí de inmediato, sintiendo el aire frío y punzante de
la enfermería. Vio las bombillas que brillaban sobre su cabeza y oyó
los sonidos metálicos de las bacinillas y las bandejas de la comida
que se movían.
Se separó de Roman, jadeando. Se lo quedó mirando a él y observó
sus labios hinchados. Él seguía contemplándola con ojos que
brillaban con una luz peligrosa.
—Voy a tener que restringir tus horas de visita si vuelve a haber
besuqueos, señor Kitt —dijo una voz cansada. Iris miró alrededor de
Roman y vio a una enfermera que sostenía la aguja intravenosa y el
tubo que él se había arrancado de la mano—. Deberías estar en cama.
Descansando.
—No volverá a ocurrir —prometió Iris, con la cara en llamas.
La enfermera se limitó a arquear una ceja. Roman, por su lado,
soltó aire como si ella le acabara de dar un puñetazo.
¿Qué estoy haciendo?, pensó Iris, y se escurrió por debajo del brazo
de Roman. Esto es una locura. Esto es…
Se detuvo en el umbral y lo volvió a mirar.
Roman seguía apoyado en la pared, pero su mirada estaba
completamente clavada en ella, incluso mientras la enfermera se
acercaba para ayudarlo.
Iris lo dejó con el hormigueo del recuerdo de su beso y las cartas
esparcidas por encima de la cama.
Querida Iris:
¿En qué estabas pensando?
¿Cómo pudiste permitir que el corazón te nublara la razón?
¡Deberías haberlo sabido!
¿Cómo no te diste cuenta? ¿Cómo pudiste permitir que te usara?
Roman «C es de Carver» Kitt te la ha jugado.
Kitt: 2 (1 punto por columnista, 1 punto por engaño premeditado)
Winnow: 0
Es que… ya no sé qué pensar. Estoy avergonzada, estoy enfadada. Estoy
triste e inesperadamente aliviada. Attie y Marisol siguen diciéndome
que las acompañe a la enfermería, pero si ahora veo a Kitt no sé cómo
voy a reaccionar. Esta mañana he quedado como una idiota, así que es
mejor que mantenga la distancia. En vez de eso, me he prestado
voluntaria para cavar tumbas en el campo. Cavo hora tras hora. Vierto
todo mi enfado y toda mi impotencia y tristeza en la tierra. Y ayudo a
la gente de Risco Ávalon a marcar los nombres de los soldados antes de
enterrarlos.
Es un trabajo agotador. Me han reventado las ampollas de las manos,
pero ni siquiera las noto. Han muerto muchos, y estoy agotada, triste y
enfadada, y no sé qué hacer con Kitt.
Anoche releí todas sus cartas. Y no creo que intentara burlarse de mí.
Al menos, tal vez quería al principio de todo, pero ya no. Tampoco sé
cómo describir con exactitud cómo me siento. Tal vez no haya palabras
para describir tal cosa, pero…
A veces todavía puedo notar su mano tocando la mía, arrastrándome
por el humo y el terror de las trincheras. A veces todavía siento cómo
me levanta en volandas como si no pesara nada, dándome la vuelta
como si estuviéramos bailando. O cómo se interpuso entre mí y la
granada, y todavía no puedo respirar. A veces recuerdo cómo el corazón
se me detuvo cuando lo vi despatarrado de espaldas, con la mirada
dirigida al cielo, como si estuviera muerto. Cuando lo vi caminando a
través del campo durante la sirena de los ezrals. Cuando colisionamos
en la hierba dorada. Cuando sus labios tocaron los míos.
Me estoy enamorando de él de dos maneras distintas. Cara a cara y
palabra a palabra. Si soy sincera, hubo momentos en los que quería
estar con Carver y momentos en los que deseaba a Roman, y ahora no sé
cómo unirlos. O si debería hacerlo.
Intentó decírmelo. Y yo estaba demasiado distraída como para unir
las piezas. Todo es por mi culpa; me han herido el orgullo, y tengo que
dejarlo ir y seguir con mi vida, con o sin él.
Estoy furiosa humillada triste enojada asustada.
Estoy asustada por que me haga daño. Tengo miedo de volver a perder
a alguien a quien quiero. Tengo miedo de soltar. De admitir lo que
siento por él. Y aun así me ha demostrado lo que vale. Una y otra vez.
Me encontró en el día más oscuro. Me ha seguido a la guerra, al frente.
Se ha interpuesto entre la muerte y yo, llevándose unas heridas que
estaban dirigidas a mí.
Hay algo eléctrico en mi interior. Algo que me está suplicando que
me quite lo que queda de mi armadura y le deje ver cómo soy. Que lo
escoja. Y, pese a todo, aquí estoy sentada, sola, tecleando palabra tras
palabra, mientras busco encontrar mi propio sentido. Veo el parpadeo
de la vela y lo único en lo que puedo pensar es…
Tengo mucho miedo. Y, con todo, cómo anhelo ser vulnerable y
valiente cuando hablamos de mi propio corazón.
35
La colina que casi pudo con Iris
I
ris se agachó en el jardín para regar el suelo. Durante el lapso
que había estado fuera en el frente, unos cuantos brotes habían
empezado a romper la tierra, y la visión de su frágil despliegue
le ablandaba el corazón. Se imaginó que Keegan volvía pronto de la
guerra, y la alegría que tendría cuando se diera cuenta de que
Marisol se había asegurado de que el jardín estuviera plantado. No
era el jardín más bonito ni ordenado, pero poco a poco se iba
despertando.
He hecho crecer algo vivo en tiempos de muerte.
Aquellas palabras reverberaron en el interior de Iris mientras
trazaba con la punta de los dedos suavemente el tallo que tenía más
cerca. Su regadera estaba vacía, pero siguió de rodillas, y la
humedad del suelo se filtró hasta las rodillas de su mono.
Se sentía muy cansada y le pesaba el cuerpo. El día anterior habían
acabado de enterrar a todos los fallecidos.
—Supuse que te encontraría aquí —dijo Attie.
Iris miró por encima del hombro y vio a su amiga de pie en la
parte trasera de la terraza, protegiéndose los ojos de la luz de la
tarde.
—¿Me necesita Marisol? —preguntó Iris.
—De hecho, no. —Attie vaciló y le dio un puntapié a una
piedrecilla con la bota.
—¿Qué pasa, Attie? Me estás preocupando.
—Roman acaba de volver de la enfermería —le anunció Attie, tras
aclararse la garganta—. Está descansando en su habitación.
—Oh. —Iris devolvió la atención al suelo, pero el corazón se le
aceleró de golpe. Hacía dos días que lo había ido a visitar con las
cartas en la mano. Dos días desde que lo había visto o había hablado
con él. Dos días desde que se besaran como si estuvieran
hambrientos el uno del otro. Dos días que ella se había pasado
analizando sus sentimientos, decidiendo qué hacer—. Es positivo,
supongo.
—Creo que deberías ir a visitarlo, Iris.
—¿Por qué? —Necesitaba una distracción. Ahí había una mala
hierba que arrancar. Iris llevó a cabo la tarea rápido, inmediatamente
deseando otra con la que ocupar las manos.
—No estoy segura de qué ha ocurrido entre vosotros dos, y no
preguntaré —dijo Attie—. Lo único que sé es que no tiene buen
aspecto.
Aquellas palabras calaron a Iris hasta los huesos.
—¿No tiene buen especto?
—Quiero decir… Es como si su espíritu se hubiera roto. Y ya sabes
lo que dicen sobre los soldados heridos con el espíritu decaído.
—Kitt es un corresponsal —contrapuso Iris, pero con voz
quebrada. No pudo evitar mirar hacia la ventana de Roman en la
segunda planta, recordando el día que él se había apoyado en el
alféizar y le había lanzado un mensaje.
La ventana estaba cerrada y las cortinas, corridas sobre los
cristales.
Attie no dijo nada. El silencio al final llevó a Iris a levantar la vista
hacia su amiga.
—Por favor, ¿le puedes hacer una visita? —le pidió Attie—. Yo me
encargo de regar por ti.
Antes de que Iris pudiera idear una excusa, Attie había recogido el
cubo de metal y se dirigía hacia el pozo.
Iris se mordió el labio, pero se levantó y se sacudió la suciedad del
mono. Vio lo sucias que tenía las manos y se detuvo para frotárselas
en el cubo para lavar de Marisol, solo para rendirse con un suspiro.
Roman ya la había visto en su estado más sucio, más desarreglado.
La casa estaba llena de sombras silenciosas mientras Iris ascendía
por las escaleras. El corazón se le aceleró cuando vio la puerta de la
habitación de Roman, cerrada al mundo. Se detuvo enfrente de la
madera, escuchando las fluctuaciones de su respiración, y entonces
se riñó a sí misma por ser tan cobarde.
No sabré lo que quiero hacer hasta que no lo vuelva a ver.
Llamó a la puerta, tres golpes rápidos.
No obtuvo respuesta. Con el ceño fruncido, llamó de nuevo, más
fuerte y deliberadamente. Pero Roman no respondía.
—¿Kitt? —lo llamó a través de la madera—. Kitt, por favor,
¿puedes responderme?
—¿Qué quieres, Winnow? —respondió al fin en tono neutro.
—¿Puedo entrar?
Roman guardó silencio un segundo.
—Por qué no —respondió arrastrando las palabras.
Iris abrió la puerta y entró en la habitación. Era la primera vez que
estaba en su dormitorio, pero su mirada se dirigió directamente a él
bajo la luz tenue, donde estaba tumbado en su somier improvisado
en el suelo. Tenía los ojos cerrados y los dedos entrelazados encima
del pecho. Iris olía el jabón en su piel, que estaba inusualmente
pálida. Llevaba la cara afeitada y sus pómulos marcados estaban
hundidos, como si estuviera demacrado.
Y ella tenía razón; sabía exactamente lo que quería escoger.
—¿Qué quieres? —repitió Roman, aunque su voz era más bien un
carraspeo.
—Buenas tardes a ti también —respondió Iris con alegría—.
¿Cómo te encuentras?
—Estupendamente.
Una sonrisa intentó esbozarse en la comisura de los labios de
Roman, y el pozo que sentía Iris en el estómago empezó a aflojarse.
Pero él seguía con los ojos cerrados. De repente, quería que la mirara.
—Ah, ahí está la segunda Alondra —dijo, fijando la vista en la
máquina de escribir. Se le ensanchó el corazón al verla—. ¡Aunque
aquí está demasiado oscuro, Kitt! Deberías dejar que entre la luz.
—No quiero luz —refunfuñó, pero Iris ya había corrido las cortinas
de la ventana. Roman levantó las manos para protegerse la cara de
los rayos de sol—. ¿Por qué has venido a torturarme, Winnow?
—Si esta es una tortura, no me gustaría nada ver cómo sería el
placer. —Roman no respondió, se quedó con las manos abiertas
sobre la cara. Como si lo último que quisiera fuera mirarla.
Iris caminó hasta el lado del somier, su sombra cerniéndose sobre
su cuerpo delgado.
—¿Vas a mirarme, Kitt?
Él no se movió.
—No deberías sentirte obligada a visitarme. Sé que en estos
momentos me odias.
—¿Obligada?
—Por Attie. Sé que te ha dicho que vengas. No pasa nada, puedes
volver a la tarea importante que sea en la que estabas ocupada.
—No estaría aquí si no quisiera verte —dijo Iris, y se le constriñó el
pecho, como si un hilo tirara de cada una de sus costillas—. De
hecho, he venido a hacerte una pregunta.
Roman se quedó en silencio, pero Iris detectó la curiosidad en su
voz cuando dijo:
—Adelante, pues.
—¿Quieres ir a dar un paseo conmigo?
Incrédulo, Roman bajó las manos de su rostro.
—¿Un paseo?
—A ver… Tal vez no un paseo exactamente. Si tu pierna… Si no te
apetece. Pero podríamos salir.
—¿A dónde?
Ahora que sus ojos estaban clavados en los suyos, Iris sentía que la
veía hasta los huesos. Apenas podía respirar y se miró las uñas
sucias.
—Pensaba que podríamos ir a nuestra colina.
—¿A nuestra colina?
—O tu colina —se apresuró a corregir—. La colina que casi pudo
conmigo. A no ser que pienses que ahora también va a poder
contigo. Si es así, creo que aparecerá en los titulares de mañana.
Roman guardó silencio, observándola. Iris no podía negarlo ni un
momento más. Buscó sus ojos y sonrió tentadoramente,
extendiéndole las manos.
—Venga, Kitt. Ven afuera conmigo. El sol y el aire fresco te
sentarán bien.
Despacio, Roman levantó los dedos y los entrelazó con los de ella;
esos dedos que habían escrito una carta tras otra para ella. Y lo puso
en pie.
Roman insistía en andar y usaba una muleta para evitar apoyar peso
en la pierna derecha. Al principio se movía a buen ritmo,
balanceándose hacia delante. Pero se empezó a cansar, y su paso se
ralentizó. Quince minutos por la calle adoquinada, y el sudor
brillaba en la cara de Roman por el calor y el esfuerzo. Iris pensó al
instante que debería haberse pensado mejor la oferta.
—No tenemos por qué ir hasta la colina —dijo mirándolo de
soslayo—. Podemos dar la vuelta a medio camino.
Roman soltó el aire con una sonrisa.
—No me voy a romper, Winnow.
—Ya, pero tu pierna está todavía…
—Mi pierna está bien. De todas maneras, me gustaría ver de nuevo
las vistas.
Iris asintió y jugueteó con la punta de su trenza, nerviosa por que
él se sobreesforzara.
Giraron hacia la calle que se convertía gradualmente en una
pendiente. Por primera vez desde que lo conocía, Iris no sabía qué
decir. En la oficina de la Gaceta, siempre tenía una respuesta
sarcástica para él. Incluso cuando le estaba escribiendo como Carver,
las palabras le habían desbordado de dentro hasta la página. Pero de
pronto se sentía inesperadamente vergonzosa, y las palabras eran
como miel en su lengua. Estaba desesperada por decirle las cosas
adecuadas.
Iris esperó a que hablara él, con la esperanza de que quizá
rompiese ese extraño silencio que los envolvía, pero su respiración
empezó a jadear a medida que la calle se empinaba. Obsesionada
con la última carta de él, de repente supo exactamente qué quería
decirle a Roman Carver Kitt.
Se dio la vuelta para enfrentarse a él, caminando hacia atrás.
Roman se dio cuenta y enarcó una ceja.
—Salado —dijo ella.
Él rio y bajó la vista a los adoquines mientras avanzaba con la
muleta.
—Ya lo sé, estoy sudando.
—No —dijo Iris, atrayendo sus ojos de vuelta a los suyos—.
Prefiero salado a dulce. Prefiero las puestas de sol que las salidas,
pero solo porque me encanta ver cómo las constelaciones se
empiezan a encender. Mi estación favorita es el otoño, porque mi
madre y yo creíamos que es el único momento en el que la magia se
puede percibir en el aire. Soy una devota amante del té y puedo
llegar a beber hasta mi propio peso en infusiones.
Una sonrisa cruzó la cara de Roman. Estaba respondiendo a las
preguntas que le había hecho en la última carta.
—Ahora, dime los tuyos —dijo Iris.
—Soy el peor goloso que te puedas imaginar —empezó Roman—.
Prefiero la salida del sol, pero solo porque me gustan las
posibilidades que trae un nuevo amanecer. Mi estación preferida es
la primavera, porque vuelve el béisbol. Prefiero el café, aunque me
puedo beber cualquier cosa que me pongan delante.
Iris sonrió. Se le escapó una carcajada y se afanó en seguir
caminando frente a él, justo fuera de su alcance por si intentaba
agarrarla. Porque tenía un brillo hambriento en los ojos, como si ella
fuera de verdad una zanahoria metafórica.
—¿Crees que mis respuestas son sorprendentes, Winnow?
—La verdad es que no, Kitt. Siempre supe que eras lo contrario a
mí. Un némesis suele serlo.
—Yo prefiero «exrival». —Su mirada bajó a los labios de ella—.
Cuéntame algo más de ti.
—¿Más? ¿Como qué?
—Lo que sea.
—Muy bien. Con siete años, tuve de mascota un caracol.
—¿Un caracol?
Iris asintió.
—Su nombre era Morgie. Lo tenía en una fuente con una pequeña
bandeja con agua, algunas rocas y unas cuantas flores marchitas. Le
contaba todos mis secretos.
—¿Y qué le pasó a Morgie?
—Se escabulló un día mientras yo estaba en la escuela. Llegué a
casa y descubrí que se había ido, y no lo encontré por ningún lado.
Lloré durante noches.
—Me imagino que fue desolador —dijo Roman, ante lo cual Iris le
dio un golpe de broma.
—No te burles de mí, Kitt.
—No me burlo, Iris. —Le agarró la mano sin esfuerzo, y los dos se
detuvieron en medio de la calle—. Cuéntame más.
—¿Más? —dijo con una exhalación, y, aunque su mano estaba
caliente como una brasa, no la apartó de la de él—. Si te cuento algo
más hoy, te aburrirás de mí.
—Imposible —susurró.
Iris sintió cómo la vergüenza le trepaba de nuevo por su cuerpo.
¿Qué estaba ocurriendo en ese instante y por qué le daba la
impresión de que tenía alas que batían en el estómago?
—¿Cuál es tu segundo nombre? —preguntó Roman de repente.
Iris frunció la frente, sorprendida.
—Puede que tengas que ganarte esa información.
—Oh, venga ya. Al menos me puedes decir la inicial, ¿no? Sería lo
justo.
—Supongo que no puedo negarlo. Mi segundo nombre empieza
por «E».
Roman sonrió, sus ojos arrugados en las comisuras.
—¿Y qué podría ser? ¿Iris Encantadora Winnow? ¿Iris Etérea
Winnow? ¿Iris Exquisita Winnow?
—Por todos los dioses, Kitt —replicó poniéndose colorada—.
Permíteme que nos ahorremos los dos esta tortura. Es Elizabeth.
—Iris Elizabeth Winnow —repitió Roman, y ella se estremeció al
oír su nombre en los labios de él.
Iris le sostuvo la vista hasta que la alegría desapareció de los ojos
de Roman. La miraba del mismo modo en que lo había hecho en la
oficina de Zeb. Como si él pudiera verlo todo de ella, e Iris tragó
saliva, diciéndole a su corazón que se calmara, que fuera más
despacio.
—Tengo que contarte algo —dijo Roman mientras trazaba círculos
en los nudillos de ella con el pulgar—. El otro día comentaste que
crees que solo estoy aquí para «eclipsarte». Pero eso es lo más
alejado de la realidad. Rompí mi compromiso, dejé mi trabajo y viajé
seiscientos kilómetros hacia una tierra derruida por la guerra para
estar contigo, Iris.
Iris sintió vergüenza. Aquella situación no parecía real. La manera
en que la estaba mirando, sosteniéndole la mano. Tenía que ser un
sueño a punto de romperse.
—Kitt, yo…
—Por favor, déjame acabar.
Iris asintió, pero se mentalizó por dentro.
—No me importa demasiado escribir sobre la guerra —dijo—. Por
supuesto que lo haré porque la Tribuna de Tinta me paga por ello,
pero preferiría que tus artículos aparecieran en la portada. Preferiría
leer lo que escribes. Incluso si no son cartas para mí. —Se quedó
callado, apretando los labios como si estuviera indeciso—. El primer
día que ya no estabas, mi primer día como columnista, fue horrible.
Me di cuenta de que me estaba convirtiendo en alguien que no
quería ser, y me desperté al ver tu escritorio vacío. Mi padre ha
planeado mi vida desde que tengo uso de razón. Era mi «deber»
seguir sus órdenes, e intenté acatarlas, aunque eso me estuviera
matando. Y aunque significara que no podía ni comprarte un
sándwich para el almuerzo, algo en lo que todavía pienso hoy en día
y por lo que me odio.
—Kitt —susurró Iris. Apretó la mano con la suya.
—Pero en el momento en el que te fuiste —se apresuró a seguir
Roman— supe que sentía algo por ti, algo que me había pasado
varias semanas negándome. El momento en el que me escribiste y
me dijiste que estabas a seiscientos kilómetros de Juramento… Creí
que se me detenía el corazón. Saber que todavía querías escribirme,
pero también que estabas tan lejos… Y a medida que nuestra
correspondencia fue avanzando, finalmente admití que estaba
enamorado de ti, y quería que supieras quién era yo. Fue entonces
cuando decidí seguirte. No quería la vida que mi padre había
planeado para mí, una vida en la que nunca podría estar contigo.
Iris abrió la boca, pero estaba tan saturada y abrumada que no dijo
nada. Roman la miró con intención, con las mejillas coloradas y los
ojos muy abiertos, como si estuviera esperando caerse al suelo y
romperse en mil pedazos.
—¿Estás…? —empezó a decir Iris, pestañeando— ¿Estás diciendo
que quieres una vida conmigo?
—Sí —respondió él.
Y como su corazón se estaba deshaciendo, Iris sonrió y se burló de
él.
—¿Me vas a pedir la mano?
Roman le sostuvo la mirada, completamente serio.
—Si te lo preguntara, ¿dirías que sí?
Iris se quedó callada, aunque su mente iba a toda velocidad, llena
de pensamientos dorados.
Un día, no hacía mucho, en su vida antes del frente, habría
pensado que eso era ridículo. Habría dicho que «no, ahora mismo
tengo otros planes». Pero eso era antes, en un tiempo que estaba
alumbrado por un rayo de luz dorado distinto, y en ese momento
presente estaba iluminado por el tinte azul del después. Había visto
la fragilidad de la vida. Cómo alguien se podía despertar con la
salida del sol y morir antes de la puesta. Había corrido a través del
humo, el fuego y la agonía con Roman, con las manos agarradas.
Ambos habían probado la muerte, se habían codeado con ella.
Tenían cicatrices en la piel y en el alma de ese momento quebrado, e
Iris veía más que antes. Veía la luz, pero también las sombras.
Allí el tiempo era un bien muy preciado. Si quería estar con
Roman, entonces ¿por qué no debía agarrarlo y asegurarlo con
ambas manos?
—Supongo que tendrás que preguntármelo y descubrirlo —dijo
Iris.
Y justo cuando pensaba que ya no la podía sorprender nada más,
Roman se empezó a arrodillar. Estaba a punto de pedírselo. De
verdad iba a preguntarle si quería casarse con él, e Iris se quedó sin
aliento.
Roman puso una mueca cuando su rodilla se apoyó sobre los
adoquines, con un destello de dolor en los ojos.
Iris bajó la mirada más allá de sus manos entrelazadas. La sangre
se filtraba por la pierna derecha del mono de Roman.
—¡Kitt! —gritó Iris, urgiéndole a que se pusiera de pie de nuevo—.
¡Estás sangrando!
—No es nada, Winnow —dijo él, pero empezaba a ponerse pálido
—. Debe de haber saltado un punto.
—Siéntate aquí.
—¿En la carretera?
—No, aquí, encima de esta caja. —Iris lo guio hasta el jardín de
entrada de la casa más cercana. Debía de ser la casa de los O’Brien,
porque había numerosos gatos tomando el sol sobre la hierba
muerta, y se acordó de que Marisol le había comentado que a la
mayoría de los habitantes de Risco Ávalon los preocupaba que esos
felinos hiciesen que un día los bombardearan a todos.
—Se me debe de haber pasado por alto comentarte que soy
alérgico a los gatos —dijo Roman, con el ceño fruncido mientras Iris
lo obligaba a sentarse sobre la caja de leche volcada—. Y soy más que
capaz de volver caminando hasta la casa de Marisol.
—No, no puedes —afirmó Iris—. Los gatos no te harán nada, estoy
segura. Espérame aquí, Kitt. No te atrevas a moverte. —Empezó a
alejarse, pero Roman se aferró a su mano, arrastrándola de vuelta a
él.
—¿Me vas a dejar aquí? —Hizo que sonara como si Iris lo
estuviera abandonando. El corazón le subió hasta la garganta
cuando recordó cómo lo había dejado solo en las trincheras. Se
preguntó si ese día lo perseguía a él igual que a ella. Cada noche
cuando estaba tumbada en la oscuridad, recordando.
«Tú y yo… tenemos que estar juntos. Somos mejor así».
—Solo será un momento —dijo Iris, apretándole los dedos—.
Correré a buscar a Peter. Tiene una camioneta y nos puede llevar
hasta la enfermería para que un doctor pueda echar un vistazo a
tu…
—No voy a volver a la enfermería, Iris —afirmó Roman—. Están
desbordados de trabajo, y no tienen sitio para mí con algo tan nimio
como un punto saltado. Puedo solucionarlo yo mismo si Marisol
tiene una aguja e hilo.
Iris suspiró.
—Está bien. Te llevaré al hostal, siempre y cuando no te muevas
mientras no estoy.
Roman cedió con un asentimiento. Renunció a su mano, aunque
lentamente, e Iris se echó a correr, volando por la calle y doblando la
esquina a un ritmo vertiginoso. Afortunadamente, encontró a Peter
en casa, al lado del hostal, y él accedió a conducir hasta arriba de la
colina para llevar a Roman.
Iris iba en la parte trasera de la camioneta, al lado de una bala de
paja, sujetándose al lateral de madera mientras el vehículo
retumbaba por las calles. No entendía por qué su respiración seguía
desatada, como si su corazón creyera que todavía estaba corriendo.
No entendía por qué la sangre le fluía a toda velocidad ni por qué de
repente estaba tan asustada.
Una parte de ella esperaba que al ascender la colina vieran que
Roman ya no estaba. Era como si estuviera atrapada en las páginas
de un extraño cuento de hadas, y no debía ser incauta sino astuta y
prepararse para que algo horrible le sobreviniera. Porque en su vida
las cosas buenas nunca duraban mucho. Pensó en todas las personas
que habían sido cercanas a ella, los hilos de las vidas que se habían
entrelazado con la suya: su abuela, Forest, su madre, y que todos se
habían ido, ya fuera por decisión propia o por el destino.
Estaba a punto de proponérmelo, Iris se dijo a sí misma, cerrando los
ojos mientras empezaban a sacudirse subiendo la colina. Roman Kitt
se quiere casar conmigo.
Se acordó de las palabras que se había escrito a sí misma noches
atrás. Se acordó de que, aunque la gente a la que quería la había
abandonado una y otra vez, Roman había ido a por ella.
La estaba eligiendo.
La camioneta empezó a ralentizarse mientras Peter reducía la
velocidad. Se oyó una pequeña explosión e Iris dio un salto. El
sonido era muy parecido al del disparo de un arma, y su pulso se
desbocó. Puso una mueca, resistiéndose al impulso de hacerse un
ovillo, y al final decidió abrir los ojos.
Roman estaba sentado sobre la caja de leche justo donde lo había
dejado, con mala cara. Y con un gato enroscado sobre su regazo.
Querido Kitt:
Ahora que tus puntos están en su sitio y te has recuperado del
encuentro con el gato, ha llegado el momento de resolver dos asuntos
muy apremiantes entre nosotros, ya que ambos no me dejan dormir. ¿No
crees?
—I. W.
Querida Winnow:
Tengo un pálpito en cuanto a uno de los asuntos, que fue
interrumpido groseramente por mis malditos puntos. Pero el otro…
Quiero asegurarme de saber qué es lo que te está quitando el sueño.
Es decir, ilumíname.
Tu Kitt
P. D. ¿No es raro que estemos puerta con puerta y aun así decidamos
enviarnos cartas a través del armario?
Querido Kitt:
Me sorprende que no recuerdes con todo lujo de detalles el debate
que mantuvimos en su día. Se suponía que tenía que ponerle fin una
vez que te viera.
Creo que tu abuela estará contenta con tu decisión.
Mi respuesta es firmemente esta: caballero errante.
—I. W.
P. D. Sí, es raro, pero mucho más eficiente, ¿no crees?
Queridísima Winnow:
Me halagas. Debe de ser por el mentón puntiagudo. ¿Y en cuanto al
otro asunto? Hay que hacerlo en persona.
Tu Kitt
P. D. Estoy de acuerdo. Aunque no me importaría verte ahora mismo…
Mi querido Kitt:
Tendrás que esperarte para verme hasta mañana, que es cuando tengo
planeado arrastrarte hasta el jardín. Nada de gatos ni paseos por el
momento, me temo. No hasta que te cures. Y entonces ya correremos
hasta la colina, y quizá te gane por una vez (pero no me lo pongas
fácil).
Y me lo puedes pedir oficialmente mañana.
Con amor,
Iris
P. D. Si me ves demasiado, estás destinado a aburrirte de mis tristes
historias de caracoles.
Querida Iris:
En el jardín, pues.
Tu Kitt
P. D. Imposible.
36
En el jardín
I
ris quería que Roman se lo pidiera en el jardín. Pero había algo
que tenía que preguntarle antes, y esperó a que estuviera
sentado en una silla en la sombra. Roman observó cómo Iris se
arrodillaba en el suelo, arrancaba malas hierbas y regaba una hilera
tras otra.
—Ayer por la noche estaba pensando en algo, Kitt —dijo Iris.
—¿Eh? ¿En qué, Winnow?
Levantó la vista hacia él. Parches de luz danzaban sobre sus
hombros, sobre los atractivos rasgos de su rostro. Su pelo negro casi
parecía azul.
—Estuve pensando en el tiempo que he desperdiciado en el
pasado.
Roman arqueó las cejas, pero sus ojos brillaron llenos de interés.
—No pienso en ti como alguien que «desperdicie» nada.
—Lo hice hace unos días. Cuando fui a verte a la enfermería.
Cuando te llevé mis cartas. —No era capaz de mirarlo mientras
hablaba, así que fingió arrancar otra mala hierba—. La verdad es que
tengo mi orgullo, y me daban miedo mis sentimientos. Y por eso te
dejé allí con muchas cosas por decir, y entonces establecí lo que creí
que era un margen de días entre nosotros. Un tiempo para
protegerme, para volver a ponerme toda la armadura. Pero entonces
me di cuenta de que no puedo dar por hecho nada. A estas alturas ya
debería saberlo de sobra, después de haber estado en las trincheras.
No puedo dar por sentado que dispondré de esta tarde, mucho
menos si viviré mañana. En cualquier momento podría caer una
bomba del cielo, y no habría tenido la oportunidad de hacer esto.
Roman estaba callado, empapándose de esa inconexa confesión.
—¿Y a qué te estás refiriendo exactamente? —preguntó Roman con
amabilidad.
Iris sintió la atracción irresistible de su mirada, y levantó la vista
para encontrarla.
—¿Estás seguro de que quieres que te lo diga?
—Sí —respondió él.
Iris se limpió la suciedad de las manos, se puso en pie y caminó
por la hilera hasta quedarse delante de él. Se metió la mano en el
bolsillo, donde la esperaba un pedazo de papel doblado.
—Verás, Kitt —empezó a decir—, le tengo bastante cariño a
Carver. Sus palabras me han acompañado durante algunos de los
momentos más oscuros de mi vida. Era un amigo que necesitaba
desesperadamente, alguien que me ha escuchado y me ha dado
ánimos. Nunca me he mostrado tan vulnerable con otra persona. Me
estaba enamorando de él. Y aun así tuve un conflicto de sentimientos
cuando llegaste a Ávalon, porque me di cuenta de que me medio
gustabas.
—¿Hay alguna manera de solucionar esa diferencia? —dijo Roman
intentando no sonreír. Y no lo consiguió.
—De hecho, sí. —Sacó la carta del bolsillo, manchada de sangre y
sucia—. Te conozco como Carver. Y te conozco como Roman Kitt.
Quiero unirlos a los dos, como debería ser. Y solo conozco una
manera de hacerlo.
Le extendió la carta.
Roman la aceptó. Su sonrisa se tambaleó cuando se dio cuenta de
qué carta era y rememoró sus propias palabras.
—¿Me estás pidiendo que…?
—¿Que la leas en voz alta para mí? —acabó Iris la frase con una
sonrisa—. Sí, Kitt. Eso es.
—Pero esta carta… —Roman soltó una risita mientras se pasaba la
mano por el pelo—. En esta carta en concreto digo unas cuantas
cosas.
—Es verdad, y quiero oír cómo me las dices.
Roman se la quedó mirando con ojos inescrutables. Iris sintió de
repente que la piel le ardía. Una brisa ligera jugueteó con su pelo
suelto. Y pensó: Le he pedido demasiado. Está claro que no lo va a hacer
por mí.
—Muy bien —accedió él—. Pero ya que no podemos dar por hecho
que nos queda esta noche, ¿cuál es mi recompensa si te leo esta carta
horrible y dramática?
—Primero léela y luego ya veremos. —Roman bajó la vista a sus
palabras, mordiéndose el labio—. Si te sirve —dijo Iris con voz
cantarina mientras se arrodillaba para arrancar las malas hierbas de
la siguiente hilera—, no te miraré mientras lees. Puedes fingir que ni
siquiera estoy aquí.
—Imposible, Iris.
—¿Por qué, Kitt?
—Porque eres una distracción muy grande.
—Entonces, no me moveré.
—¿Te quedarás simplemente aquí, en el suelo?
—Estás ganando tiempo, ¿verdad? —dijo Iris mirándolo de nuevo.
Sus ojos ya estaban posados en ella, como si nunca hubiera desviado
la vista. Iris notaba que el pulso le latía como un tambor, pero soltó
una exhalación profunda—. Léemela, Roman —dijo con un susurro.
Fuera la que fuera la emoción que lo acechaba por dentro —miedo
o preocupación o vergüenza—, se desvaneció. Roman se aclaró la
garganta y bajó los ojos a la carta. Sus labios ya se habían separado
para leer la primera palabra cuando se detuvo y dirigió la vista a Iris
de nuevo.
—Todavía me estás mirando, Iris.
—Lo siento. —No lo sentía en absoluto mientras desplazaba su
atención hacia el suelo para arrancar otra mala hierba.
—Está bien, ahí voy —dijo Roman—. «Querida Iris. ¿Tu rival?
¿Quién es ese tipo? Si compite contra ti, entonces debe de ser un
completo iluso. No tengo la menor duda de que lo superarás en
todos los aspectos». Voy a añadir una nota personal para decir que
disfruté escribiendo eso mucho más de lo que debería.
—Sí, muy audaz por tu parte, Kitt —dijo Iris—. Debería haber
sabido en ese momento que eras tú.
—De hecho, pensaba que te darías cuenta de que era yo en la
siguiente línea, en la parte donde digo: «Ahora ha llegado el
momento de hacer una confesión: no estoy en Juramento».
—Te tengo que recordar que, la primera vez que estaba intentando
leer esta carta, me interrumpiste porque nos íbamos al frente —
aclaró Iris—. La segunda vez que intenté leerla, me lanzaste una bola
de papel a la cara.
Roman se puso una mano sobre el corazón.
—En mi defensa, Iris, sabía que estabas leyendo esta misma carta
en las trincheras, y pensé que no era el mejor de los momentos para
mi confesión torpe.
—Comprensible. Por favor, continúa.
—Por todos los dioses, ¿por dónde iba antes de que me
autointerrumpiera?
—Solo llevas seis líneas, Kitt.
Encontró el punto y siguió leyendo, e Iris saboreó el sonido de su
voz. Cerró los ojos y su voz penetrante de barítono transformaba las
palabras que habían sido silenciosas en imágenes vivas que
respiraban. Siempre se había preguntado por el aspecto de Carver, y
ahora lo veía. Dedos largos que danzaban por encima de las teclas,
ojos azules como el cielo de mediados de verano, pelo negro
despeinado, mentón puntiagudo y sonrisa burlona.
A Roman le flaqueó la voz. Iris abrió los ojos y miró hacia la
neblina sofocante que se formaba a finales de la mañana.
Lentamente, Roman continuó:
—«He querido hacerlo bien hace semanas ya, pero la verdad es
que no sabía cómo, y me preocupa lo que puedas pensar. Es extraño
lo rápido que puede cambiar la vida, ¿no crees? Cómo algo tan
nimio como teclear una carta puede abrirte una puerta que nunca
viste. Una conexión trascendente. Un umbral divino. Pero si hay algo
que pueda debería decir en este momento, en que el corazón me late
salvaje en el pecho y te suplicaría que vinieras a calmarlo…».
Se quedó callado.
Iris lo miró. Roman tenía todavía los ojos pegados a las palabras
escritas hasta que ella se levantó del suelo y atrajo su mirada.
—«Es esto» —susurró Roman mientras ella se acercaba—, «tus
cartas han sido para mí una luz que seguir. Tus palabras, un festín
sublime que me ha alimentado los días que estaba hambriento. Te
quiero, Iris».
Iris le arrebató el papel, lo dobló de nuevo y se lo metió en el
bolsillo. Sabía lo que quería y, aun así, si lo pensaba demasiado,
podía arruinarlo todo. El miedo de que pudiera estropearlo era casi
abrumador.
Como si sintiera sus pensamientos, Roman le extendió la mano y la
guio para que se sentara sobre su regazo.
Estaba maravillosa e insoportablemente cerca de él. Tenían los
rostros uno frente al otro y las miradas alineadas. Su calor se filtraba
en ella e Iris se movió sobre sus muslos.
Ella se agarró de sus mangas, como si el mundo estuviera dando
vueltas a su alrededor. Él hizo un sonido, un atisbo de exhalación,
que hizo que el corazón de Iris se desbocara.
—¡Te voy a hacer daño, Kitt! —Iris empezó a echarse hacia atrás,
pero él le tocó los labios y la mantuvo sujeta.
—No me vas a hacer daño en la pierna —dijo con una sonrisa—.
No te preocupes por si me haces daño. —Se acercó más a ella, hasta
que Iris suspiró—. A ver, antes de que podamos proceder con
cualquier otra cosa, tengo una pregunta muy importante que
hacerte.
—Adelante —dijo Iris. Ese debía ser el momento. Estaba a punto
de declararse.
Una alegría pícara le iluminó los ojos.
—¿Hablabas en serio cuando le dijiste a la enfermería que no me
volverías a besuquear?
Iris se quedó boquiabierta, y entonces se rio.
—¿Eso es lo que más te preocupa?
Roman se aferró más fuerte a sus caderas.
—Me temo que una vez que has probado algo así…, no se puede
olvidar, Iris. Y ahora tengo que ver si mantienes tus palabras de hace
tres días o si las vas a reescribir conmigo aquí, en este preciso
instante.
Iris se quedó callada, llena de pensamientos emocionantes a
medida que las palabras de Roman le iban calando. Nunca había
querido a nadie con tanta voracidad, casi parecía que estaba
enfermando, y Roman cerró los ojos, completamente prisionero de
sus caricias. Iris aprovechó ese momento para estudiar su rostro, la
curvatura de su boca, mientras la respiración de él se aceleraba.
—Supongo que me podrías llegar persuadir de que reescribiera
esas palabras —susurró ella en una cadencia burlona, y Roman abrió
los ojos para mirarla. Sus pupilas eran grandes y oscuras, como
lunas nuevas. Iris casi se podía ver reflejadas en ellas—. Pero solo
contigo, Kitt.
—¿Porque soy un portento de la escritura? —contrapuso.
—Entre otras cosas —dijo Iris con una sonrisa.
Lo besó, un suave roce de sus labios con los de él, y Roman se
quedó quieto, somo si lo hubiera hechizado. Pero enseguida su boca
se abrió con ansia bajo la suya y sus manos trazaron la curva de su
espalda. La invadió un escalofrío al sentir cómo los dedos de Roman
memorizaban su cuerpo, al sentir cómo sus dientes mordisqueaban
su labio inferior mientras empezaban a explorarse mutuamente.
Ella de devolvió las caricias, aprendiéndose la anchura de sus
hombros, el hueco de su clavícula y el borde afilado de su
mandíbula. Era como si se estuviera ahogando, como si acabara de
correr hasta arriba de la colina. Sentía un dolor placentero en el
interior, un dolor brillante, vibrante y líquido, y se dio cuenta de que
quería notar su piel contra la suya.
Roman rompió el beso y los ojos se le vidriaron cuando se
encontraron brevemente con los de Iris. Apretó la boca contra su
cuello, como si se embebiera del aroma de su piel. Tenía los dedos
extendidos en la espalda de Iris, agarrándola cerca de él, y su
respiración despedía calor en el cuello de ella.
—Cásate conmigo, Iris Elizabeth Winnow —susurró Roman
inclinándose hacia atrás para mirarla—. Quiero pasar el resto de mis
días y mis noches contigo. Cásate conmigo.
Iris, con el corazón en llamas, le rodeó la cara con las manos.
Nunca había estado tan cerca de alguien, pero con Roman se sentía
segura. Y no había sentido esa seguridad desde hacía mucho tiempo.
—Iris… Iris, di algo —le suplicó.
—Sí, me casaré contigo, Roman Carver Kitt.
La confianza de Roman volvió con el destello de una sonrisa. Iris lo
vio en sus ojos, como estrellas que ardían al anochecer; lo sintió en su
cuerpo mientras la tensión se deshacía. Roman entrelazó los dedos
en su pelo largo lacio y le dijo:
—Pensé que nunca responderías que sí, Winnow.
Había sido cuestión de segundos.
Iris volvió a reír.
La boca de Roman encontró la suya y se tragó la carcajada.
Iris notaba cómo le palpitaba la sangre, y puso fin al beso.
—¿Cuándo nos casamos? —preguntó.
—Esta tarde —contestó Roman sin dilación—. Lo has comentado
antes: en cualquier momento podría caer una bomba. No sabemos lo
que nos depara el futuro.
Iris asintió, conforme, pero sus pensamientos se convirtieron en
polvo. Si intercambiaban los votos ese día, por la noche compartirían
la cama. Y, aunque se había imaginado estando con él, era virgen.
—Kitt, nunca me he acostado con alguien.
—Yo tampoco. —Le pasó un mechón de pelo detrás de la oreja—.
Pero si no es algo para lo que estés preparada todavía, podemos
esperar.
Iris apenas podía hablar mientras él le acariciaba el rostro.
—No quiero esperar. Quiero vivirlo contigo. —Se inclinó de nuevo
para besarlo.
—¿Crees que tengo que pedirle permiso a Marisol para casarme
contigo? —le preguntó al final con los labios pegados a los suyos.
Iris sonrió.
—No lo sé. ¿Deberías?
—Eso creo. También necesito el beneplácito de Attie.
Iban a hacerlo de verdad, pues. En cuanto Marisol y Attie
volvieran de la enfermería, se iba a casar con Roman. Estaba a punto
de decir algo más cuando las ramas del árbol crujieron sobre sus
cabezas. Oyó cómo se abría el portón del patio delantero y el quejido
de las bisagras oxidadas. Oyó las campanillas que Marisol tenía
colgadas en la terraza, una sucesión de notas plateadas.
Iris sabía que había sido el viento del oeste, un sorprendente
estallido de poder que soplaba desde las líneas enemigas.
Una sensación de inquietud la invadió. Era como si los estuvieran
observando a ella y a Roman, e Iris frunció el ceño, mirando
alrededor del jardín.
—¿Qué pasa? —preguntó Roman, y notó un deje de preocupación
en la voz.
—Es solo que tengo muchas cosas en la cabeza —dijo ella
devolviendo la atención a él—. Ahora mismo están pasando tantas
cosas. Y ni siquiera he empezado a trabajar en mi artículo.
Roman se rio. A Iris le encantó ese sonido, y casi se unió a él, pero
se resistió y lo miró con mala cara de broma.
—¿Qué te hace tanta gracia, Kitt?
—Tú y tu moral del trabajo, Winnow.
—Si no recuerdo mal, tú eras de los últimos en irse de la Gaceta casi
todas las noches.
—Así es. Y me acabas de dar una idea.
—¿Yo?
—¿Por qué no abres las puertas y traes nuestras máquinas de
escribir a la cocina? —dijo tras asentir—. Podemos escribir en la
mesa y disfrutar de esta brisa cálida mientras esperamos a que
vuelvan Marisol y Attie.
Iris entrecerró los ojos.
—¿Estás proponiendo lo que creo que estás proponiendo, Kitt?
—Sí. —Roman resiguió la comisura de sus labios con la punta del
dedo—. Vamos a trabajar juntos.
37
El delito de la alegría
S
e sentaron uno enfrente del otro a la mesa de la cocina, con
sus máquinas de escribir casi tocándose. Tenían los cuadernos
abiertos y papeles con pensamientos, guiones y recortes
esparcidos por encima de la madera. Mirar las notas que había
reunido en el frente, las historias de los soldados que sabía que ahora
estaban muertos, era más difícil de lo que Iris se había pensado.
—¿Alguna idea de por dónde empezar? —preguntó Roman, como
si sintiera la misma reticencia que ella.
A veces Iris todavía soñaba con aquella tarde. A veces soñaba que
estaba corriendo por una trinchera sin fin, incapaz de encontrar la
salida y con la boca llena de sangre.
—No —respondió Iris tras aclararse la garganta y pasando a la
siguiente página.
—Supongo que lo podríamos abordar de dos maneras distintas —
dijo Roman, dejando su cuaderno encima de la mesa—. Podríamos
escribir sobre nuestra experiencia y la cronología del ataque. O
podríamos editar las historias que hemos recopilado sobre los
distintos soldados.
Iris se quedó pensativa, pero pensó que Roman tenía razón.
—¿Te acuerdas de algo, Kitt? ¿Después de que explotara la
granada?
Roman se pasó la mano por el pelo, revolviéndoselo todavía más
de lo que ya estaba.
—Un poco sí. Creo que el dolor me aturdió bastante, pero te
recuerdo vívidamente, Iris.
—Entonces, ¿te acuerdas de lo cabezota que fuiste? ¿Te acuerdas
de cómo insistías en que agarrara tu bolsa y te abandonara?
—Recuerdo sentir que estaba a punto de morir, y quería que
supieras quién era yo —dijo Roman, encontrando los ojos de Iris.
Iris se quedó callada, arrancándose un hilo suelto de la manga.
—No te iba a dejar morir.
—Lo sé —dijo Roman, y una sonrisa se dibujó en su rostro—. Y, sí,
cabezota es mi segundo nombre. ¿No lo sabes a estas alturas?
—Creo que ya se han apropiado de ese nombre, Carver.
—¿Sabes qué le gustaría a Carver justo ahora? Un té.
—Háztelo tú mismo, holgazán —respondió Iris, pero ya se estaba
levantando de la silla, agradecida de que le hubiera dado algo que
hacer. Disponía de unos instantes para evadirse de los recuerdos que
la estaban invadiendo.
Para cuando hubo preparado dos tazas, Roman había empezado a
transcribir las historias de los soldados. Iris decidió que a ella le iría
mejor escribir sobre el ataque, puesto que había estado lúcida todo el
tiempo.
Metió una página nueva en la máquina y observó el blanco
impoluto durante un buen rato, mientras daba sorbos al té. Oír cómo
tecleaba Roman le era extrañamente reconfortante. Casi se echó a reír
al recordar cómo antes la irritaba saber que sus palabras fluían
mientras ella trabajaba con los anuncios y los obituarios.
Tenía que romper el hielo.
Sus dedos se posaron en las teclas, indecisos. Como si tuvieran que
recordar su función.
Empezó a escribir, y al principio las palabras le parecían lentas y
espesas. Pero se acomodó al ritmo de Roman, y pronto sus teclas
subían y bajaban, acompasadas a las de él, como si estuvieran
componiendo una canción metálica juntos.
Lo sorprendió sonriendo unas cuantas veces, como si hubiera
estado esperando oír cómo golpeaba sus palabras.
El té se les enfrió.
Iris se detuvo para lavar las tazas. Se dio cuenta de que el viento
todavía soplaba. De vez en cuando, una brisa entraba en la cocina y
revolvía los papeles de la mesa. Olía a tierra caliente, a musgo y a
hierba recién cortada, y observó cómo el jardín de fuera bailaba con
ella.
Iris continuó con su artículo, recortando sus recuerdos y
transportándolos al papel. Llegó al momento en que la granada
había explotado y se detuvo, con la vista dirigida hacia Roman. Él
tendía a contraer el rostro cuando escribía, y tenía unos surcos muy
pronunciados en la frente. Pero sus ojos estaban encendidos y los
labios apretados en una fina línea, y ladeó la cabeza para apartarse el
pelo de los ojos.
—¿Ves algo que te guste? —preguntó Roman, sin dejar de teclear.
Su mirada seguía en el papel, sus dedos volaban por encima de las
teclas.
Iris puso mala cara.
—Me estás distrayendo, Kitt.
—Me alegra oírlo. Ahora sabes cómo me he sentido yo durante
todo este maldito tiempo, Iris.
—Si te he estado distrayendo durante tanto tiempo, deberías haber
hecho algo al respecto.
Sin mediar palabra, Roman tomó una hoja de papel, la arrugó en
una pelota y la lanzó al otro lado de la mesa hacia ella. Iris la
bloqueó, con los ojos que echaban chispas.
—¡Y pensar que te he preparado dos tazas de té perfectas! —gritó
Iris, arrugando su propio papel para contratacar.
Roman la capturó como si fuera una pelota de béisbol, con los ojos
todavía centrados en su trabajo mientras con una mano seguía
tecleando.
—¿Crees que hay alguna posibilidad de que haya una tercera?
—Tal vez. Pero vendrá con comisión.
—Te pagaré lo que quieras. —Dejó de teclear para mirarla—. Dime
el precio.
Iris se mordió el labio y se preguntó qué debería pedirle.
—¿Estás seguro de eso, Kitt? ¿Y si quiero que me laves la ropa
durante el resto de la guerra? ¿Y si quiero que me masajees los pies
cada noche? ¿Y si quiero que me prepares una taza de té cada hora?
—Puedo hacer todo eso y más si quieres —dijo, completamente
serio—. Solo dime lo que quieres.
Iris inspiró, lento y profundo, intentando apaciguar el fuego que
quería arder con tantas ansias en su interior. Ese fuego azulado que
le encendía Roman. Él la estaba mirando, a la espera, y ella bajó la
vista hacia donde había dejado la frase colgada en la página.
La explosión. La mano de él que se separaba de la suya. El humo
que se elevaba. ¿Por qué ella había salido ilesa cuando tantos otros
no? Hombres y mujeres que habían dado mucho más que ella, que
no podrían volver a casa con sus familias, con sus seres queridos.
Que no volverían a ver su próximo cumpleaños, a besar a la persona
que menos se esperaban o a hacerse mayores mientras veían cómo
las flores germinaban en su jardín.
—No me lo merezco —susurró. Sintió que estaba traicionando a su
hermano. Al lugarteniente Lark. Al pelotón Sicómoro—. No merezco
ser así de feliz. No cuando hay tanto dolor, terror y pérdida en el
mundo.
—¿Por qué dices eso? —contestó Roman con voz amable pero
urgente—. ¿Crees que podríamos vivir en un mundo en el que
hubiera solo esas cosas? ¿Muerte, dolor y miedo? ¿Pérdida y agonía?
No es delito estar alegre, incluso cuando no parece haber esperanza.
Iris, mírame. Te mereces toda la felicidad del mundo. Y voy a
procurar que así sea.
Iris quería creerlo, pero su miedo proyectaba una sombra. Lo
podían matar. Lo podían volver a herir. Podía escoger abandonarla,
como Forest. No estaba preparada para otro golpe así.
Pestañeó para retener las lágrimas, con la esperanza de que Roman
no pudiera verlas. Se aclaró la garganta.
—Por lo visto, es un poco lioso, ¿no?
—Iris, mereces tener amor —dijo Roman—. Mereces sentir alegría
ahora mismo, incluso en la oscuridad. Y por si te lo estás
preguntando… No me voy a ir a ningún lado, a menos que me digas
que lo haga, e incluso en ese caso tal vez lo tendríamos que negociar.
Iris asintió. Aceptó confiar en él. Ya había albergado dudas con
anterioridad, y Roman le había demostrado que se equivocaba. Una
y otra vez.
Iris le dedicó un amago de sonrisa. Sentía el pecho pesado, pero
quería eso. Quería estar con él.
—Una taza de té —dijo ella—. Esa es mi comisión de hoy.
Roman le devolvió la sonrisa levantándose de la mesa.
—¿Una taza cada hora, supongo?
—Eso depende de tu habilidad preparando el té.
—Acepto el reto, Winnow.
Iris miró cómo cojeaba hasta la hornilla y llenaba la tetera en el
grifo. A Roman no le gustaba usar la muleta dentro de la casa, pero
parecía que todavía la necesitaba. Ella se mordió la lengua y admiró
la manera en que él se recortaba en la luz y el movimiento grácil de
sus manos.
Roman estaba sirviéndole una taza de té perfectamente preparado
cuando sonó la sirena. Iris se irguió, escuchando cómo el distante
lamento subía y bajaba, subía y bajaba. Una y otra vez, como una
criatura en las fauces de la muerte.
—¿Ezrals? —preguntó Roman, dejando la tetera con un sonido
metálico.
—No —dijo Iris, y se puso en pie. Tenía la mirada fija en el jardín,
en la brisa que lo movía—. No, es la sirena de evacuación.
No la había oído antes, pero había pensado a menudo que iba a
ocurrir. Iris se quedó clavada al suelo mientras la sirena seguía
sonando.
—¿Iris? —La voz de Roman la devolvió al presente. Estaba de pie a
su lado, mirándola con intención.
—Kitt. —Le agarró la mano mientras el suelo empezó a temblar
debajo de ella. Se preguntaba si era la réplica de una bomba distante,
pero el estruendo se intensificó, como si algo se estuviera acercando.
Hubo un sonido sordo e Iris se agachó al instante con los dientes
apretados. Roman tiró de ella hacia arriba y la agarró contra su
pecho.
—Solo es un camión que petardea. Aquí estamos seguros.
Conmigo estás a salvo —le dijo con voz suave contra su pelo.
Iris cerró los ojos y escuchó el latido de su corazón y los sonidos
que los rodeaban. Él tenía razón, el estruendo que había oído
provenía de un camión que pasaba por el lado de la casa. El sudor
helado todavía le perlaba las palmas y la nuca, pero en los brazos de
Roman pudo calmarse.
Debían de estar pasando numerosos camiones. Porque la sirena
siguió con su lamento y el suelo seguía temblando.
Abrió los ojos, con la urgencia repentina de mirar a Roman.
—Kitt, ¿crees que son…?
Roman se limitó a devolverle la mirada, pero había un brillo de
aflicción en sus ojos.
¿Crees que son los soldados de Dacre? ¿Crees que ha llegado el final? No,
¿verdad?
No lo sabía, reparó mientras le acariciaba la cara. Roman la tocaba
del mismo modo que hacía siempre, como si quisiera saborearlo.
Como si pudiera ser la última vez.
La puerta principal se abrió de golpe.
Iris dio un salto de nuevo, pero Roman siguió rodeándola con los
brazos. Alguien había entrado en la casa y avanzaba por el pasillo a
grandes pasos firmes. Entonces oyeron una voz desconocida pero
penetrante.
—¡Marisol!
Una mujer apareció en la cocina. Una soldado alta, vestida con un
uniforme verde oliva salpicado de sangre. Llevaba un rifle colgado a
la espalda y granadas en el cinturón. Tenía colgada una estrella
dorada encima del corazón que revelaba su estatus de capitana.
Llevaba el pelo rubio corto, pero unos pocos mechones brillaron a la
luz por debajo del casco. Su cara estaba demacrada, como si no
hubiera tomado una buena comida en los últimos meses, pero sus
ojos marrones eran afilados y se enfocaron hacia el otro lado de la
cocina donde estaban Iris y Roman abrazados.
Iris la reconoció de inmediato. Había estado arrodillada en el
jardín de esa mujer, preparándolo para su regreso.
—¿Keegan?
—Sí. ¿Dónde está mi mujer? —exigió Keegan. Apenas le dio la
oportunidad a Iris de responder antes de dar media vuelta sobre los
talones y desaparecer por el pasillo—. ¿Mari? ¡Marisol!
Iris se escurrió de los brazos de Roman y se apresuró tras ella.
—No está aquí.
Keegan pivotó en el vestíbulo.
—¿Dónde está?
—En la enfermería. ¿Qué ocurre? ¿Tenemos que evacuar?
—Sí. —La mirada de Keegan se dirigió hacia detrás de Iris, donde
Roman acababa de llegar cojeando hasta el pasillo, siguiéndolas—.
Uno de vosotros tiene que ir a buscar las bolsas de emergencia. El
otro, que venga conmigo. —Keegan volvió a la claridad del patio de
delante de la casa e Iris se giró hacia Roman.
—Marisol tiene las bolsas en la despensa —le explicó—. Debería
haber cuatro, una para cada uno. Si las recoges, me reuniré aquí
contigo dentro de cinco minutos.
—Iris, Iris, espera. —La agarró de la manga y la estiró hacia él, y
ella pensaba que iba a discutirlo hasta que la boca de Roman se topó
con la suya.
Un minuto después de aquel beso, cuando estaba persiguiendo a
Keegan por las calles caóticas, todavía estaba falta de aliento. Había
camiones aparcados en todos lados, y los soldados salían
desbordados de ellos, preparándose para la batalla.
—¿Keegan? —la llamó Iris, apresurándose para mantener el paso
de la mujer de Marisol—. ¿Qué ha pasado?
—Dacre está a punto de asaltar Monte Trébol —respondió Keegan
mientras esquivaba a un hombre que volvía a casa con tres cabras
atadas con correa y una cesta llena de vegetales en los brazos—. Es
un pequeño pueblo a solo unos kilómetros de aquí. No creo que
podamos resistir mucho tiempo, así que esperamos que el siguiente
ataque de Dacre sea en Risco, dentro de un día o así.
Las palabras atravesaron a Iris como balas. Sintió una ráfaga de
dolor en el pecho, pero entonces se quedó insensible por la
conmoción. Esto no puede estar pasando, pensó mientras veía a los
residentes de Risco Ávalon salir corriendo de sus casas con maletas y
bolsas de emergencia, acatando las órdenes de los soldados, que les
decían que se montaran en los camiones y evacuaran.
Había una familia que había arrastrado un retrato gigante
enmarcado de la casa hasta el patio delantero. Un soldado negaba
con la cabeza.
—No, solo lo esencial. Dejen todo lo demás.
—¿Evacúan a los residentes en camiones? —preguntó Iris.
—Sí —respondió Keegan, con la mirada clavada al frente mientras
seguían serpenteando a través de la abarrotada calle—. Los llevarán
hasta el próximo pueblo al este de aquí. Pero insto a cualquier
residente que quiera pelear y defender el pueblo a que se quede y
nos ayude. Con suerte, habrá unos pocos que se presentarán
voluntarios.
Iris tragó saliva. Sentía la boca seca, y el pulso le palpitaba fuerte
en la garganta. Quería quedarse y ayudar, pero supo en ese
momento que tanto ella como Roman debían evacuar.
—No me has dicho tu nombre —dijo Keegan mirándola.
—Iris Winnow.
Keegan abrió los ojos como platos. Tropezó con un adoquín suelto,
pero reprimió apresuradamente su reacción al oír el nombre de Iris,
y eso hizo que ella se preguntara si habían sido imaginaciones suyas.
Aunque la perseguía una pregunta sin respuesta…
¿Ha oído mi nombre antes Keegan?
Al fin podían ver la enfermería. Iris notó cómo los pasos de
Keegan se alargaban hasta que prácticamente estaba corriendo. El
patio estaba atestado de enfermeras y médicos que ayudaban a subir
a los pacientes heridos a los camiones.
¿Qué debería hacer? ¿Debería quedarme o irme? Los pensamientos de
Iris daban vueltas, irrefrenables, como la sirena que seguía sonando.
Keegan peleó contra el flujo de gente hasta el vestíbulo de la
enfermería, con Iris pegada a ella. La mayoría de los catres ya
estaban vacíos. Los pasos hacían eco en los techos altos. La luz del
sol seguía vertiéndose fielmente por las ventanas e iluminaba las
marcas del suelo.
El aire olía a sal y a yodo y a sopa de cebolla derramada. Keegan se
detuvo de golpe, como si hubiera chocado con una pared. Iris miró
por detrás de ella y contempló a Marisol, a unos pasos de ambas. El
sol la iluminaba mientras se agachaba para recoger un cesto lleno de
mantas, con Attie a su lado.
Iris aguantó la respiración, a la espera. Porque Keegan era como
una estatua, estaba paralizada en el sitio, observando a su mujer.
Por fin, Marisol levantó la vista. Se quedó con la boca abierta y la
cesta le cayó de las manos. Corrió hacia Keegan con un chillido,
sollozando y riendo, y llegó de un brinco a sus brazos.
Iris notó cómo se le empañaba la vista mientras veía la reunión. Se
secó las lágrimas de inmediato, pero no antes de que la viera Attie.
«¿Keegan?», articuló Attie con una sonrisa.
Iris sonrió y asintió.
Y pensó: Incluso cuando el mundo parece detenerse, con la amenaza de
derrumbarse, y el tiempo parece oscurecerse mientras suena la sirena, no es
un delito sentir alegría.
—Quiero que te vayas, Mari. Irás con uno de mis sargentos, y te
cuidarán bien.
—No. No, ¡ni de coña!
—Marisol, amor, escúchame…
—No, Keegan. Escúchame tú. No te voy a dejar. No voy a
abandonar nuestra casa.
Iris y Attie estaban en el patio de la enfermería, escuchando
incómodas mientras Marisol y Keegan discutían entre besos.
Keegan miró a Iris y a Attie, señalándolas con un movimiento de la
mano.
—¿Y qué dicen tus chicas, Mari? Tus corresponsales.
Marisol se quedó quieta. Una expresión afligida le invadió el rostro
mientras miraba a Iris y a Attie.
—Yo me quiero quedar —dijo Attie—. Puedo ayudar con lo que
necesitéis.
Iris vaciló.
—Yo también me quiero quedar, pero con la herida de Kitt…
—Deberías irte junto con él —dijo Marisol con amabilidad—.
Mantenlo a salvo.
Iris asintió, desolada. No quería abandonar a Attie ni a Marisol.
Quería quedarse y ayudarlas a combatir, a defender el lugar que se
había convertido en un hogar querido para ella. Pero no podía
soportar dejar atrás a Roman.
—Así que puedes querer que Iris y su Kitt estén a salvo, pero ¿yo
no puedo decir lo mismo de ti? —protestó Keegan arrastrando las
palabras hacia su mujer y rompiendo el momento tenso.
—Yo estoy mayor, Keegan —protestó Marisol—. Ellos aún son
jóvenes.
—¡Marisol! —gritó Attie—. ¡Solo tienes treinta y tres!
Marisol suspiró.
—No me pienso ir. Mis chicas, que hagan lo que consideren más
adecuado —dijo Marisol firmemente mientras miraba a Keegan.
—Muy bien —accedió Keegan frotándose la frente—. Sé que no
vale la pena discutir contigo.
Marisol se limitó a sonreír.
—Supongo que Kitt y yo deberíamos subirnos a uno de los
camiones, ¿no? —dijo Iris con palabras que le pesaban en la boca. Su
sentimiento de culpa se desató mientras bajaba la mirada a las
manos, llenas de suciedad del jardín y manchadas por los rollos de
tinta.
—Sí —respondió Keegan, con tono grave—. Pero antes de que te
vayas, tengo algo para ti.
Iris miró, hechizada, cómo la capitana buscaba en el bolsillo y
sacaba lo que parecía una carta. Keegan le extendió el sobre, y,
durante unos segundos, lo único que Iris podía hacer era observarlo.
Una carta, dirigida a ella, arrugada por la guerra.
—¿Qué es esto? —preguntó Iris en voz baja. Pero su corazón lo
sabía, y latía fuerte, lleno de pavor. Era la respuesta que había estado
esperando. Información sobre su hermano.
—Se clasificó con mi correo —explicó Keegan—. Creo que porque
tu dirección es Risco Ávalon. La iba a enviar por correo junto con mi
carta a Marisol, pero entonces tuvimos que movernos y siento que
no pudiera enviártela antes.
Insensible, Iris aceptó la carta. Se la quedó mirando: su nombre
garabateado en tinta negra en el sobre. No era la letra de Forest, e Iris
de repente se sintió mareada.
Les dio la espalda a sus amigas, insegura de si debía leerla en su
presencia o ir a buscar un lugar privado. Se alejó cuatro pasos y
entonces pensó que le iban a ceder las rodillas, así que se detuvo.
Tenía las manos heladas, incluso mientras entrecerraba los ojos
contra el embate del sol, y finalmente abrió el sobre.
Leyó:
Querida Iris:
Es cierto que su hermano estuvo combatiendo en el segundo batallón
E, quinta compañía Landover, bajo las órdenes del capitán Rena G.
Griss. Desafortunadamente, lo hirieron en la batalla del Río Lucía y
lo llevaron en transporte hasta la enfermería del pueblo de Meriah.
Como su capitán fue una de las bajas, esa noticia no pudo llegar hasta
usted.
Dos semanas después, atacaron Meriah, pero el soldado Winnow fue
evacuado a tiempo. Como sus heridas ocurrieron hace meses y toda su
compañía pereció en Río Lucía, se incorporó a una nueva fuerza
auxiliar y sigue luchando con valentía por la causa de Enva. Si llega
a mi escritorio alguna novedad sobre su situación, se la enviaré.
Lugarteniente Ralph Fowler
Asistente del comandante oficial de la brigada E
—¿Iris?
Iris se dio la vuelta mientras pestañeaba para quitarse las lágrimas
y Marisol le tocaba el hombro.
—Mi hermano —susurró Iris, sobrecogida con esperanza—. Lo
hirieron, pero está vivo, Marisol. Por eso en todos estos meses no he
tenido noticias suyas.
Marisol se quedó sin aire, tirando de Iris para darle un abrazo. Iris
se aferró a ella, batallando contra el sollozo de alivio que amenazaba
con abrirle el pecho.
—¿Buenas noticias? —preguntó Keegan.
Iris asintió, apartándose de los brazos de Marisol.
—¿A qué distancia está Meriah? —le preguntó a Keegan.
El rostro de la capitana se ensombreció. Debía de estar recordando
las batallas, el baño de sangre. La cantidad de soldados que habían
muerto.
—A unos ochenta kilómetros —contestó Keegan—, al suroeste de
aquí.
—Así que no está tan lejos —susurró Iris, resiguiéndose el arco de
los labios. Forest estaba luchando con otra compañía. Una que tal
vez estaba cerca de Risco Ávalon.
—¿Iris? —dijo Attie, rompiendo su ensimismamiento—. ¿Significa
que te quedas?
Iris abrió la boca para responder, pero las palabras se le quedaron
atascadas en la garganta. Pasó la vista de Attie a Keegan y a Marisol.
—Tengo que hablar con Kitt —soltó de golpe.
—Será mejor que te apresures —dijo Keegan—. El último camión
con evacuados saldrá pronto.
Esa información envió una ola de conmoción a través de Iris.
Asintió y se dio la vuelta para correr por la calle. El pueblo todavía
estaba frenético, pero los camiones llenos de residentes empezaban a
alejarse hacia el este. Iris saltó por encima de maletas descartadas,
por encima de un saco de patatas, por encima de una caja de latas de
verduras.
La calle Principal estaba sorprendentemente tranquila. La mayoría
de los residentes de esa zona ya habían sido evacuados, pero a
medida que Iris se acercaba al hostal, vio que la puerta principal
estaba completamente abierta.
—Con eso debería bastar, Kitt. Gracias, hijo.
Iris ralentizó el ritmo hasta caminar siguiendo la voz. Era Peter, el
vecino de al lado. Él y Roman estaban cargando posesiones en la
parte trasera de la camioneta.
—Encantado de ayudar, señor —dijo Roman mientras aseguraba
una caja. A medida que se iba acercando, Iris vio que su mono estaba
empapado en sudor. Iris miró a su pierna derecha en un acto reflejo,
preocupada por si veía que la sangre se volvía a filtrar por el tejido.
—Kitt —lo llamó, y Roman se dio la vuelta. Vio cómo la tensión en
su postura se relajaba, y él la agarró de la mano y la atrajo hacia sí.
—¿Va todo bien? —preguntó.
—Sí. —Pero las palabras parecían desmoronarse, y le dio la carta a
Roman en silencio.
Él frunció el ceño, confundido, hasta que empezó a leer. Cuando
volvió a mirar a Iris sus ojos brillaban con lágrimas.
—Iris.
—Lo sé —le dijo, sonriendo—. Forest está vivo y en otra compañía.
—Iris tragó saliva. No podía creer que estuviera a punto de decir
esas palabras. No podía creer que se encontrara en un momento así,
uno que podría sellar su destino—. Tenía pensado marcharme
contigo. Pero después de leer esta carta tengo que quedarme aquí. La
razón por la que me hice corresponsal era Forest. Es lo único que me
queda de mi familia, y viajé al oeste con la esperanza de que mi
camino se cruzara con el suyo. Y ahora que sé que se podría estar
dirigiendo hacia aquí, preparándose para defender Risco Ávalon de
Dacre… Tengo que quedarme y ayudar.
Roman apretó el brazo a su alrededor mientras la escuchaba. Tenía
los ojos tan azules que la perforaban hasta los huesos, e Iris se
preguntaba qué tipo de expresión lucía en la cara. Se preguntaba qué
veía él en ella, si parecía tener determinación o estar asustada o
preocupada o envalentonada.
—No te voy a pedir que te quedes conmigo —continuó Iris, con
voz titubeante—. De hecho, sé que es mejor que te vayas, porque
todavía te estás recuperando, y lo más importante de todo: quiero
que estés a salvo.
—He venido hasta aquí por ti, Iris —respondió Roman—. Si tú te
quedas, entonces yo también. No te voy a abandonar.
Iris suspiró, sorprendida por el alivio que sentía tras oír la decisión
de él. No la iba a abandonar, sin importar lo que trajera el mañana, y
lo rodeó con los brazos por la cintura. Y, aun así, no pudo evitar bajar
la vista de nuevo a su pierna.
—¿Queréis que os llevemos? —preguntó Peter—. Mi mujer irá de
copiloto, pero si queréis sentaros detrás, hay sitio.
—No, pero gracias, señor Peter —respondió Roman—. Nos
quedamos aquí para ayudar.
Iris observó cómo Peter y su mujer se alejaban envueltos en una
nube de humo.
Sintió un vacío en el estómago, y se preguntó si no estaría
cometiendo un error enorme, si llegaría a arrepentirse de la decisión
de quedarse. Resistirse a huir hacia el este con Roman cuando
todavía tenía la oportunidad.
La calle se quedó tranquila y en silencio excepto por unos pocos
soldados que marchaban. Un periódico se agitó sobre los adoquines.
Un pájaro trinó sobre los setos.
Iris empezó a caminar de vuelta a casa de Marisol, con la mano
agarrada a la de Roman. Pensó en la boda que habían estado tan
cerca de celebrar. Pensó en que habían estado a unas pocas horas de
entrelazar sus vidas. Pensó en que todo acababa de cambiar, como si
el mundo se hubiera dado la vuelta.
Pero Forest está vivo.
Se aferró a la esperanza de verlo, de que sus caminos se cruzaran.
A pesar de que en el caos que estaba por venir parecía improbable.
Iris y Roman volvieron a la cocina sin mediar palabra. Sus
máquinas de escribir estaban sobre la mesa, y las puertas de la
terraza estaban abiertas tal como las habían dejado. Una brisa se
había colado en la habitación y había hecho volar algunos papeles
sueltos al suelo.
Iris, sin saber qué otra cosa debería estar haciendo mientras
esperaba a Keegan, a Marisol y a Attie, se arrodilló y empezó a
limpiar el desorden. Roman estaba diciendo algo, pero uno de los
papeles del suelo le llamó la atención. Tenía la huella de una bota
embarrada encima.
Levantó el papel a la luz, estudiando la marca.
—¿Qué ocurre, Winnow? —preguntó Roman.
—¿Has caminado por encima de estos papeles con las botas sucias,
Kitt?
—No. Los papeles estaban en la mesa cuando me he ido a ayudar a
Peter. Trae, déjame echar un ojo.
Iris le pasó la página y se dio cuenta de que había otro papel en el
suelo con una marca de bota. Iris se puso en pie, y desvió los ojos
hacia las puertas abiertas. Siguió la luz hasta la terraza y se detuvo
en el umbral, estudiando el jardín.
El portón estaba abierto y chirriaba con el viento. Las ramas del
árbol crujieron. Las campanillas cantaron. Y había huellas de botas
que habían estropeado el jardín. Alguien lo había pisoteado por el
centro, por encima de las hileras puestas con tanto cuidado y de las
plantas que brotaban.
Iris apretó la mandíbula, mirando al camino. Tanto arduo trabajo,
tanta devoción y esfuerzo. Alguien había pasado por en medio sin
pensárselo dos veces.
Sintió el calor de Roman cuando se quedó detrás de ella. Sintió
cómo su aliento le removía el pelo cuando vio el rastro.
—Alguien ha entrado en la casa —murmuró Roman.
Iris no sabía qué decir ni qué pensar. Había sido un momento
caótico cuando la infantería había llegado en los camiones. Solo les
habían dado unos pocos minutos a los residentes para evacuar. El
del patio podría haber sido cualquiera.
Iris se agachó y empezó a arreglar rápidamente las marcas del
jardín antes de que Keegan volviera. Quería que estuviera perfecto
para ella. Quería que Marisol estuviera orgullosa.
La sirena de Colina Trébol al fin se calló.
38
La víspera del Día de Enva
R
oman estaba de pie con Keegan y Marisol en el borde del
jardín, observando cómo se apagaba la luz. Los votos
tendrían que ser rápidos, le había advertido Keegan antes,
lo cual le sonó perfectamente bien. Había estado sorprendido por el
apoyo y lo emocionado que estaba todo el mundo con sus planes.
Creía seguro que alguna de ellas diría: «No, hay cosas más
importantes que hacer, Roman. ¡Mira a tu alrededor! No tenemos
tiempo para una boda».
Se había encontrado con lo contrario, como si Attie, Marisol y
Keegan estuvieran ansiosas por hacer algo que les aliviara el peso
que sentían en el espíritu.
Seguía aguardando a Iris y no sabía qué esperar, pero cuando la
vio caminar a través de las puertas con el pelo recogido y adornado
con flores, sintió un arrebato de orgullo. De alegría inmensa, tan
profunda que no tenía fin y no había manera de medirla. Sintió cómo
se le extendía por la cara con una gran sonrisa y se quedaba un
segundo sin aliento.
Attie llevó a Iris hasta él por el camino de piedras, y había un brillo
en los ojos de Iris que no había visto antes. Parecía que la había
estado esperando durante horas, y, aun así, cuando Iris le agarró la
mano, sintió que solo habían pasado unos segundos.
Estaba cálida, sonrojada por la ducha. Su palma lucía un tacto
parecido a la seda.
Roman estudió el rostro de Iris. Quería memorizar cómo se
perfilaba en el ocaso. Lo vamos a hacer de verdad, pensó con un
escalofrío. Se iban a casar vestidos con los monos a las puertas de
una batalla, a seiscientos kilómetros de casa.
Roman no sabía por qué de repente la imagen de Iris empezó a
ponerse borrosa. Por qué su contorno se deshacía frente a él, como si
fuera una visión, un sueño a punto de desvanecerse. No lo supo
hasta que pestañeó y las lágrimas le cayeron por la cara.
No había llorado desde hacía años. No había llorado desde lo de
Del. Había mantenido sus sentimientos bien encerrados desde
entonces, como si estuviera mal soltarlos. Como si fueran una
debilidad, destinada a arruinarlo.
Pero las lágrimas caían como si hubiera abierto una presa. Una
pequeña grieta, y todos esos sentimientos de culpa fluían hacia el
exterior. Quería soltarlos, no quería llevar toda esa carga hacia su
matrimonio con Iris. Pero no sabía cómo liberarse de ello, y se dio
cuenta de que Iris debía simplemente aceptarlo tal como era.
—Roman —susurró Iris con ternura. Se puso de puntillas y le
rodeó la cara con las manos. Le secó las lágrimas, y Roman dejó que
cayeran hasta que pudo verla nítidamente de nuevo.
Y pensó: ¿Qué me has hecho?
—¿Estamos listos? —preguntó Keegan.
Roman casi se había olvidado de Keegan y su pequeño libro de
votos, de Marisol con las alianzas y de Attie con el cesto de flores.
Pero las estrellas empezaban a salir por encima de sus cabezas. El
sol se había retirado detrás de la colina y las nubes exudaban tonos
dorados. Casi era de noche.
—Sí —murmuró él sin dejar de mirar a Iris.
—Tomaos de las manos —dijo Keegan— y repetid mis palabras.
Iris dejó que sus manos volvieran con las de Roman. Tenía los
dedos húmedos de sus lágrimas.
Los votos que se prometieron eran antiguos. Unas palabras que se
habían tallado en piedra en un tiempo en el que todos los dioses
vivían y pululaban por la tierra.
«Rezo por que mis días sean largos a tu lado. Permíteme llenar y
satisfacer cada anhelo de tu alma. Que tu mano me acompañe, de
noche y de día. Dejemos que nuestras respiraciones se entremezclen
y nuestra sangre sea una, hasta que nuestros huesos se conviertan en
polvo. Incluso entonces, que pueda encontrar tu alma todavía unida
a la mía».
—Qué bonito —dijo Keegan, girándose hacia su esposa—. Ahora,
los anillos.
Marisol había encontrado esos anillos en su joyero. Le había dicho
a Roman que la alianza de plata que había sido de su tía le iría bien a
Iris. Y el anillo de cobre era para él, para que lo llevase en el
meñique. Solo hasta que Roman pudiera conseguir unas alianzas
idénticas.
Iris levantó las cejas por la sorpresa cuando Marisol le dio el anillo
de cobre. Obviamente, no esperaba que se fueran a casar ese día, y
mucho menos que tuvieran anillos que intercambiarse, y se lo
deslizó a Roman por el meñique. Él le devolvió el favor de inmediato
y le puso el anillo de plata en el dedo. Le iba un poco suelto, pero
por el momento serviría.
A Roman le gustaba verlo en la mano de Iris, brillando bajo la luz.
—Y ahora, para concluir la ceremonia —dijo Keegan, cerrando el
libro—, sellad vuestros votos con un beso.
—Por fin —dijo Roman, aunque los votos no les habían llevado
más de medio minuto.
Iris se rio. Por todos los dioses, Roman adoraba ese sonido, y la
atrajo hacia sí. La besó a conciencia; su lengua rozaba la suya y
disfrutó con el pequeño suspiro que le regaló Iris.
La sangre le bombeaba, pero todavía tenían que comerse la cena.
Marisol había insistido en ello. Por lo tanto, puso fin al beso.
Attie gritó de júbilo y lanzó las flores por encima de ellos. Roman
observó cómo los pétalos caían como la nieve y se les quedaban
atrapados en el pelo. Iris sonrió, entrelazando los dedos con los
suyos.
Roman pensó en quién había sido antes de conocerla. Antes de que
ella se hubiera presentado en la Gaceta. Antes de que su carta hubiera
cruzado la puerta de su armario. Pensó en quién quería ser ahora
que su mano agarraba la suya.
Siempre estaría agradecido por haber tomado la decisión aquella
noche de no hacía tanto. La noche en que decidió escribirle una
respuesta.
Marisol les pidió que se sentaran, lado a lado en la mesa. Iris estaba
hambrienta, pero también tan emocionada y nerviosa que no estaba
segura de cuánto sería capaz de comer.
—Sopa y pan esta noche —dijo Marisol, poniendo dos boles
encima de la mesa delante de ellos—. Comida simple, pero debería
bastar, ¿no?
—Marisol, es perfecto —dijo Iris—. Gracias.
Poco rato después, los soldados empezaron a llegar para compartir
una comida rápida antes de volver a sus puestos. El hostal no tardó
en llenarse de gente y de calor, rebosante de luz de velas y
murmullos bajos. Iris siguió sentada al lado de Roman, su mano en
la de él, apoyadas en su regazo.
—Me he enterado de que esta noche se ha casado alguien —dijo
uno de los soldados con una sonrisa.
Iris se sonrojó cuando Roman levantó la mano.
—Yo soy el afortunado.
Eso desató una ronda de vítores y aplausos, e Iris se sorprendió de
que pareciera normal, como si fuera cualquier otra noche. Y aun así
el día siguiente era el Día de Enva, el final de la semana. Cualquier
cosa podía ocurrir, e Iris intentó enterrar sus preocupaciones. Quería
limitarse a disfrutar del momento presente. Esa era la vida que
quería: lenta, fácil y vibrante, rodeada de la gente a la que quería.
Ojalá pudiera guardar ese momento en una botella. Ojalá pudiese
beber de ella en los días venideros para así recordar ese sentimiento
de calidez, plenitud y alegría. Como si todas sus piezas se hubieran
vuelto a unir, mucho más fuerte de lo que habían sido antes de
romperse.
Se dio cuenta de que esa se había convertido en su familia actual,
que había vínculos más estrechos que la sangre.
Demasiado pronto, el hostal se quedó en silencio.
Los soldados habían acudido y se habían marchado. Hasta la
última gota de sopa y miga de pan se había acabado, y los platos se
apilaban en el fregadero. Las velas estaban encendidas encima de la
mesa de la cocina; la luz parpadeaba sobre la cara de Roman
mientras se inclinaba hacia Iris y le susurraba en el oído:
—¿Estás preparada para ir a la cama?
—Sí —respondió ella, y el corazón le empezó a latir con fuerza—.
Pero a lo mejor deberíamos lavar los platos antes, ¿no?
—¡Ni se te ocurra hacer eso! —gritó Marisol, horrorizada—. Los
dos iréis a la cama y disfrutaréis de vuestra noche.
—Pero Marisol… —Iris empezó a protestar cuando Roman se
levantó, tirando de ella hacia arriba.
—Me da igual lo que digas, Iris —insistió Marisol.
—Y a mí también —dijo Attie, con los brazos cruzados—. Además,
la habitación de Roman está preparada para los dos.
—¿Qué? —exclamó Iris con la respiración entrecortada.
Attie se limitó a guiñarle un ojo y se giró hacia el fregadero.
Marisol los echó hacia el pasillo, donde pasaron por al lado de
Keegan, que volvía de hacer un recado.
La capitana les asintió con la cabeza con una sonrisilla, e Iris
empezó a sudar de inmediato mientras ascendía las escaleras con
Roman.
—Lo siento, voy bastante lento —dijo él poniendo una mueca con
cada paso.
Iris le dio la mano, esperando que la alcanzara.
—¿Todavía te duelen las heridas? —le preguntó.
—No demasiado —respondió él—. Pero no quiero que se me salte
otro punto.
Su respuesta preocupó a Iris. Tenía la corazonada de que le estaba
escondiendo cuánto le preocupaba a él la pierna, y decidió que esa
noche debían andarse con cuidado.
Llegaron a la habitación de Roman. Iris se preparó mentalmente,
insegura de lo que iba a encontrar. Dio un paso hacia dentro y se
quedó sin aliento.
Un montón de velas estaban encendidas para bañar la habitación
con su romántica luz. Había flores esparcidas por el suelo y sobre la
cama, que todavía consistía en un somier, puesto que el colchón
estaba en la enfermería. Pero por lo visto Attie había añadido
algunas mantas más a la pila, creando un lugar suave donde
pudieran dormir.
—Es precioso —susurró Iris.
—Y lo agradezco mucho —dijo Roman, y cerró la puerta—.
Desgraciadamente no me puedo atribuir el mérito. Ha sido todo cosa
de Attie.
—Entonces tendré que agradecérselo mañana —dijo Iris, girándose
para mirar a Roman.
Él ya tenía la vista clavada en ella.
Iris tragó saliva, sintiéndose extraña. No sabía si debía dar el
primer paso y quitarse la ropa, si tal vez él quería hacerlo. A veces el
rostro de Roman era difícil de interpretar, como si llevara una
máscara, y antes de que pudiera llegar al primer botón de su mono
Roman tomó la palabra:
—Tengo una petición, Winnow.
—Por todos los dioses, Kitt —dijo antes de poder contenerse—.
¿Qué pasa ahora?
Roman levantó la comisura de los labios, divertido.
—Ven a sentarte conmigo en nuestra cama. —Pasó por su lado y se
arrodilló sobre la pila de mantas, teniendo cuidado con las piernas
mientras se colocaba con la espalda contra la pared.
Iris lo siguió, pero decidió desatarse y quitarse las botas antes de
subirse a las mantas. Ayudó a Roman con las suyas, y fue la primera
prenda que se quitaron. Los zapatos.
Se colocó junto a él. Su calor empezó a filtrarse a su lado, y se dio
cuenta de lo espectacular que iba a ser dormir a su lado cada noche.
Jamás volvería a pasar frío.
—Muy bien, Kitt —dijo Iris—. ¿Cuál es esa petición?
—Me gustaría que me leyeras una cosa.
—¿Y qué es esa cosa?
—Una de tus cartas.
Eso la pilló por sorpresa. Se crujió los nudillos, pero pensó que era
justo devolverle el favor.
—De acuerdo. Pero solo una, así que escoge bien.
Él le sonrió y alargó la mano al suelo al lado del somier.
—¿Tienes mis cartas al lado de la cama? —preguntó Iris.
—Todas las noches releo la mayoría.
—¿De verdad?
—Sí. Aquí está. Es esta —dijo, acercándole un fragmento de papel
muy arrugado.
Iris alisó los pliegues de la carta, leyendo por encima algunas
líneas. Ah, sí. Esa carta. Iris se aclaró la garganta, pero levantó la vista
hacia Roman antes de empezar. Él la estaba mirando con intención.
—Hay una condición, Kitt.
—No te puedo mirar mientras lees —supuso al recordar su propio
dilema.
Iris asintió y él cerro los ojos y apoyó la cabeza contra la pared.
Ella devolvió la atención al papel. Empezó a leer, y su voz era
profunda y borrosa, como si estuviera sacando las palabras de su
pasado. De una noche en la que había estado sentada en el suelo de
su habitación.
—«Creo que todos llevamos una armadura. Creo que los que no lo
hacen son unos necios que se arriesgan a sufrir el dolor de los bordes
afilados del mundo, una y otra vez. Pero si algo he aprendido de
esos necios es que ser vulnerable es una fortaleza que la mayoría de
nosotros teme. Hace falta coraje para bajar la armadura, para dejar
que las personas te vean como eres. A veces me siento como tú: no
puedo arriesgarme a que la gente me vea por quien soy de verdad.
Pero también hay una vocecita en la parte trasera de mi mente, una
voz que me dice: “Te vas a perder muchas cosas por protegerte
tanto”».
Se detuvo, la emoción le subía por la garganta. No se atrevía a
mirar a Roman. No sabía si tenía los ojos abiertos o todavía cerrados
mientras continuaba, llegando al final.
—«Está bien, he dejado salir las palabras. Te he dado una parte de
mi armadura, supongo. Pero dudo de que te importe» —acabó, y
volvió a doblar la carta—. Ya está. ¿Estás satisfecho, Kitt? —le dijo
Iris, y le devolvió el papel.
—Sí. Aunque hay otra que también me gustaría que me leyeras.
¿Dónde la he metido…?
—¿Otra? A este paso, tendrás que leerme una segunda carta a mí.
—Acepto los términos. Esta es bastante corta, y puede que sea mi
favorita. —La encontró y sostuvo el papel entre los dos.
Iris sentía curiosidad. La aceptó, y estaba a punto de echarle un ojo
a la carta cuando un golpe firme hizo traquetear la puerta,
asustándolos a los dos. El estómago le dio un vuelco cuando se
imaginó todos los motivos por los que alguien pudiera
interrumpirlos. Han visto a Dacre. Tenemos que retirarnos. Es el principio
del fin.
Intercambió una mirada con Roman. Vio el mismo pavor en su
semblante. Les habían interrumpido su momento. Habían
conseguido decir sus votos, pero nunca tendrían la oportunidad de
cumplirlos.
—¿Roman? ¿Iris? —los llamó Marisol desde el otro lado de la
madera—. Siento mucho interrumpiros, pero Keegan ha decretado
un apagón para todo el pueblo. Ni electricidad ni velas en lo que
queda de noche, me temo.
Roman se quedó paralizado durante un segundo.
—¡Claro, por supuesto! Ningún problema, Marisol —le aseguró.
Iris trepó hasta ponerse en pie y sopló las innumerables velas que
Attie les había encendido. Las llamas murieron, una tras otra, hasta
que solo quedó una prendida, que Roman sujetaba en la mano.
Iris volvió a la cama. Esa vez se sentó de cara a él con la carta
todavía en la mano.
—Léemela rápido, Iris —le pidió.
Un escalofrío la recorrió. Se sentía como el azúcar que se deshace
en el té. Bajó la vista a la carta y empezó a leer en voz baja:
—«Probablemente volveré cuando acabe la guerra. Quiero verte.
Quiero oír tu voz».
Observó a Roman de nuevo. Se mantuvieron la mirada mientras él
soplaba la vela. La oscuridad cayó rauda y los envolvió. Y, aun así,
Iris no había visto tantas cosas antes de ese momento.
—Quiero tocarte —susurró.
—Eso no lo decías en la carta —bromeó Roman—. De ser así, la
habría enmarcado y colgado en la pared.
—Sin embargo —lo rebatió ella—, quise escribírtelo. No lo hice
porque tenía miedo.
Roman se quedó callado durante un segundo.
—¿De qué tenías miedo?
—De mis sentimientos hacia ti. De las cosas que quería.
—¿Y ahora?
Iris alargó la mano y encontró su tobillo. Lentamente, sus dedos
subieron hacia su rodilla. Podía notar las vendas debajo del mono,
podía ver sus heridas en la mente, la manera como le dejarían
cicatrices.
—Creo que me has convertido en una persona valiente, Kitt —dijo
Iris.
A Roman se le escapó el aire, un leve flujo, como si lo hubiera
estado conteniendo durante años solo para ella.
—Iris, amor —dijo él—, no hay duda alguna de que eres valiente
por ti misma. Me estuviste escribiendo durante semanas antes de
que yo reuniera el coraje de responderte. Entraste en la Gaceta y te
enfrentaste a mí y a mi ego sin pestañear. Tú eres la que vino al
frente, sin miedo a mirar la horrible cara de la guerra mucho antes
de que yo lo hiciera. No sé qué sería de mí sin ti, pero me has hecho
mejor en todos los aspectos de lo que era o podría haber esperado
ser.
—Creo que tú y yo somos mejor juntos, Kitt —dijo ella, y la mano
le viajó hasta su muslo.
—Me has quitado las palabras de la boca —respondió con una
pequeña exhalación. Iris sintió cómo se movía y bajaba las mantas
hasta las rodillas. Pensaba que se estaba apartando de ella, hasta que
le dijo:
—Acércate, Iris.
Se movió hacia delante, buscándolo. Sus manos al fin lo
encontraron y le tocaron la cara y la anchura de los hombros. Roman
la atrajo hacia sí, y, después de que el pie se le quedara atrapado un
momento en una de las mantas, se sentó a horcajadas sobre su
regazo.
Besarlo en la oscuridad era completamente distinto a besarlo con
luz. Cuando el sol los había iluminado hacía horas, estaban ansiosos,
torpes y hambrientos. Pero en ese momento, en la oscuridad de la
noche, eran lánguidos, meticulosos y curiosos.
Iris se sentía más atrevida en la oscuridad. Pasó los labios por la
mandíbula de él y apoyó la boca en su cuello, donde el pulso le latía
desbocado. Bebió el aroma de su piel y deslizó la lengua con la suya
saboreando sus suspiros. Vio cómo él la tocaba a cambio: con mucho
respeto y consciencia. Las manos de Roman llegaban a detenerse en
la parte de delante de sus costillas, con los dedos extendidos como
deseando más, y aun así no se movían más arriba ni más abajo.
Iris quería notar cómo la tocaba. No sabía por qué dudaba él hasta
que notó que sus dedos encontraban el botón de arriba de su mono.
—¿Puedo? —le preguntó.
—Sí, Kitt —respondió, estremeciéndose mientras él empezaba a
desabotonarlo, uno a uno, en la oscuridad. Iris sintió cómo el aire
frío la acariciaba mientras él le bajaba el mono por debajo de los
hombros. La tela cayó sobre su cintura, y ella esperó. Esperó a que él
la tocara, y Roman se tomó su tiempo, resiguiendo el hueco de su
clavícula, la curva de su espalda desnuda, las tiras de su sujetador.
Sus manos se detuvieron en sus costillas de nuevo. Iris temblaba,
expectante.
—¿Estás bien, Iris? —preguntó él.
—Sí —dijo ella mientras cerraba los ojos y las manos de Roman
empezaban a aprender el contorno de su cuerpo.
Nadie la había venerado de ese modo. Notó su aliento en la piel,
sus labios sobrevolando su corazón. Roman la besó una vez, dos,
primero suave y luego bruscamente, y ella levantó los brazos para
quitarse las flores, las perlas y las trenzas del pelo. Su melena se
liberó en ondas largas sobre su espalda, todavía húmedas y
fragrantes, y Roman enredó los dedos en su cabello al instante.
—Eres preciosa, Iris —murmuró.
Iris empezó a desabrochar su mono, desesperada por sentir su piel
sobre la suya. Uno de los botones salió disparado y acabó sobre las
mantas, junto a sus rodillas.
—Ten cuidado. Este es el único mono que tengo —dijo Roman tras
una risita.
—Mañana lo arreglaré —le prometió Iris, aunque no sabía lo que
les depararía la salida del sol. Apartó esas preocupaciones mientras
desvestía a Roman.
Ambos estaban ansiosos por deshacerse de las ropas que habían
pasado por tantos problemas con ellos. Una vez desnudos, lanzaron
los atuendos al otro lado de la habitación con una risa ahogada. Y el
mundo se fundió en algo nuevo.
Iris no lo podía ver con los ojos, pero sí con las manos. Con la
punta de los dedos y con los labios. Exploró cada pendiente y
agujero de su cuerpo, reclamándolo como suyo.
Es mío, pensó, y las palabras le enviaron una descarga placentera al
alma. Soy suya.
Iris lo tumbó debajo de ella, teniendo cuidado con su pierna,
aunque jurara que las heridas no le hacían daño. No sabía qué
esperar del todo —ni él tampoco—, y la situación fue extraña
durante unos instantes hasta que las manos de Roman la tocaron,
una confirmación cálida en sus caderas, y mantuvo la respiración en
lo más profundo de su pecho mientras se empezó a mover. La
incomodidad se hizo más acuciante, pero pronto se suavizó,
floreciendo en algo luminoso a medida que ambos se juntaban por
completo, enredados en las mantas. A medida que encontraban un
ritmo entre los dos, uno que solo ellos podían conocer. Iris se sentía a
salvo con él, piel con piel. Se sentía llena y completa; sentía la
plenitud en la oscuridad y cómo entretejían juntos los votos, los
cuerpos y las decisiones.
—Iris —susurró Roman cuando ella ya casi había llegado al
clímax.
Era agonía, era felicidad.
Iris apenas podía respirar cuando se rindió a las dos emociones.
Soy esto, pensó cuando de repente él se incorporó para sujetarla
cerca, con sus corazones alineados. Iris notó cómo Roman temblaba
en sus brazos.
—Roman. —Pronunció su nombre como si fuera una promesa, con
los dedos perdidos en su pelo.
Un sonido brotó de él. Podría haber sido un sollozo o una
exhalación. Iris quería verle la cara, pero no había más luz entre ellos
que la del fuego que escondían bajo la piel.
—Roman —repitió.
Él la besó, y ella probó la sal de sus labios. La ola empezó a
menguar; el placer se tornó perezoso, haciendo que les pesaran los
brazos y las piernas.
Iris lo abrazó mientras la calidez se desvanecía. Sus pensamientos
eran brillantes e iluminaban la oscuridad.
Y él es mío.
I
ris se despertó con los primeros rayos de luz del alba, con la
mejilla apoyada en el pecho de Roman. Él tenía el brazo
alrededor de ella y su respiración subía y bajaba lentamente
mientras dormía. Después de que Iris superara la sorpresa de ver lo
bien que le sentaba el contacto de sus cuerpos, se dio cuenta de que
tenía la cara y las manos heladas, aunque estaban envueltos en las
mantas y Roman desprendía calor como un horno.
Hacía demasiado frío para finales de primavera, pensó Iris
mientras se levantaba con cuidado.
Caminó hacia la ventana de Roman y movió la cortina para
asomarse por los cristales. No pudo ver a ninguno de los soldados
que se suponía que tenían que estar haciendo guardia en esa parte
del pueblo. El mundo lucía un aspecto gris, marchitado y vacío,
como si hubiera caído una helada.
—¿Kitt? —dijo Iris con tono urgente—. Kitt, levántate.
Él soltó un gruñido, pero Iris oyó cómo se incorporaba.
—¿Iris?
—Algo no va bien. —Tan pronto como las palabras salieron de su
boca, oyeron unos gritos distantes fuera. Desde donde se encontraba
no podía ver qué era lo que causaba el revuelo, y se giró para mirar a
Roman.
—Tenemos que vestirnos y bajar. A ver si Marisol sabe algo. ¿Me
estás escuchando, Kitt?
Roman la estaba observando como si estuviera aturdido. Iris
estaba desnuda enfrente de él, y no llevaba nada puesto excepto la
luz de la mañana sobre la piel.
—¡Tenemos que vestirnos! —repitió ella, apresurándose a recoger
sus ropas, que estaban esparcidas por toda la habitación.
Él siguió sentado en la cama, observando cada uno de sus
movimientos. Parecía petrificado, como si ella le hubiera lanzado un
hechizo, e Iris le llevó su cinturón y el mono. Lo puso en pie, y las
mantas de su cintura se deslizaron hasta el suelo.
Era perfecto, pensó ella con una intensa inhalación. Roman
observó cómo ella le estudiaba el cuerpo, y sus mejillas se
sonrojaron.
—¿Tenemos tiempo? —le preguntó cuando al fin sus miradas se
volvieron a cruzar.
—No lo sé, Kitt.
Asintió decepcionado y sujetó su mono. Iris lo ayudó a ponérselo,
sus dedos le abrocharon rápidamente los botones delanteros y le
ciñó el cinturón. Ojalá hubiesen tenido más tiempo. Ojalá hubieran
podido despertarse lentamente. Mientras intentaba atarse el
sujetador, las manos le temblaban. Roman dio un paso adelante para
ayudarla, sus dedos cálidos en su espalda. Le estaba abrochando los
botones del mono cuando llamaron a la puerta.
—¿Iris? ¿Roman? —los llamó Attie—. Marisol nos pide que
vayamos a la cocina. No toquéis las cortinas. Se han visto ezrals que
se dirigen al pueblo.
—Sí, ahora mismo vamos —dijo Iris mientras se le helaba la
sangre.
No habían oído ninguna sirena. Y entonces recordó que Monte
Trébol había desaparecido. Un escalofrío la recorrió en lo que Roman
acababa de abrochar sus prendas y ponerle el cinturón. Se ataron los
zapatos con rapidez.
—Vamos —dijo Roman, y sonó tan calmado que apaciguó los
miedos de Iris.
Entrelazaron los dedos y la guio por las escaleras. Iris vio que la
pierna todavía le molestaba, aunque intentara ocultarlo. Cojeaba
levemente mientras se dirigían a la cocina. Iris se empezaba a
preguntar si Roman sería capaz de correr por las calles y trepar por
encima de las barricadas, pero expulsó esos pensamientos cuando se
reunieron con Attie en la mesa.
—Buenos días —los saludó ella con Lila ronroneando en sus
brazos—. Espero que los dos tortolitos hayáis pasado una buena
noche de descanso.
Iris asintió. Estaba a punto de agradecerle a Attie toda la ayuda del
día anterior cuando la casa de repente tembló hasta los cimientos.
Una explosión demoledora zarandeó las paredes y el suelo, e Iris
cayó de rodillas con las manos tapándose las orejas. Ni siquiera se
acordó de separar sus dedos de los de Roman. No hasta que él se
arrodilló detrás de ella en el suelo de la cocina y la atrajo hacia sus
brazos, sujetando su espalda contra su pecho.
Le estaba diciendo algo. Su voz era baja pero tranquilizadora en su
oído.
—Saldremos de esta. Respira, Iris. Estoy aquí y saldremos de esta.
Respira.
Iris intentó calmar su respiración, pero sentía los pulmones
encerrados en una caja de hierro. Sus manos y pies se estremecían,
su corazón latía con tanta fuerza que creía que se iba a partir en dos.
Pero lentamente tomó consciencia de la presencia de Roman. Notaba
el pecho de él contra el suyo, sus respiraciones profundas y
calmadas. Poco a poco, lo imitó, hasta que las estrellas que veía en el
borde de su visión empezaron a desaparecer.
Attie. Marisol. Los dos nombres pasaron por la mente de Iris como
chispas, y levantó la cabeza para buscarlas por la cocina.
Attie estaba de rodillas justo delante de ellos, con la boca apretada
en una fina línea mientras Lila chillaba asustada. Todo temblaba. Los
cuadros se cayeron de las paredes. El estante de las especias se
sacudió. Las hierbas empezaron a caer como una lluvia. Las tazas se
hicieron añicos en el suelo.
—Marisol —jadeó Iris, intentando alcanzar la mano de Attie—.
¿Dónde está Mari…?
Cayó otra bomba. Un trueno ruidoso que no estaba muy lejos,
porque la casa se zarandeó con más fuerza todavía, hasta las raíces.
Las vigas de madera sobre sus cabezas gruñeron. El yeso del techo
empezó a caer a pedazos a su alrededor.
El hostal iba a derrumbarse. Iban a quedar sepultados con vida.
El miedo ardía en el cuerpo de Iris como el carbón. Estaba
temblando, pero respiraba cuando Roman lo hacía y se aferró
firmemente a la mano de Attie. Cerró los ojos y visualizó la noche
anterior. Una boda en el jardín. Flores en su pelo. Una cena a la luz
de las velas y risas y comida nutritiva. Un sentimiento cálido, como
que por fin había encontrado a su familia. Un lugar al que
pertenecía. Una casa que estaba a punto de derrumbarse.
Iris abrió los ojos.
Marisol estaba de pie a unos pasos. Llevaba el revólver enfundado
a un lado y las bolsas de emergencia en la mano. Su vestido era rojo,
un contraste llamativo con su largo pelo negro. Parecía una estatua,
mirando a la distancia mientras la casa se mecía por tercera vez.
Cayó polvo del techo. Las ventanas de resquebrajaron. Las mesas y
las sillas se movían por el suelo como si un gigante estuviera
golpeando la tierra.
Pero Marisol no se movía.
Debió de notar la mirada de Iris. En medio del caos y la
devastación, sus miradas se encontraron. Marisol se arrodilló
lentamente al lado de Roman y Attie, sus cuerpos formando un
triángulo en el suelo de la cocina.
—Ten fe —dijo tocándole el rostro a Iris—. Esta casa no caerá. No
mientras yo esté en ella.
Explotó otra bomba. Pero fue como Marisol había prometido: el
hostal se estremeció, pero no se derrumbó.
Iris cerró los ojos de nuevo. Tenía la mandíbula apretada, pero
visualizó el jardín y la vida que crecía en él. Pequeña y
aparentemente frágil, y aun así prosperaba más y más con cada día
que pasaba. Visualizó aquella casa con todas sus habitaciones y el
sinfín de personas que había ido y había encontrado consuelo allí. El
amor que se le profesaba a ese suelo. La puerta verde de castillo que
había visto asedios de una era antigua. La manera como brillaban las
estrellas desde el tejado.
El mundo se volvió a quedar en silencio de nuevo.
Un silencio pesado y cargado de polvo que hizo que Iris se diera
cuenta de que el aire era más caliente. El sol brillaba más fuerte a
través de las grietas de las paredes.
Abrió los ojos. Marisol estaba en medio de los escombros, mirando
su reloj de pulsera. El tiempo parecía distorsionado, los segundos se
derramaban por los dedos como arena.
—Quedaos aquí —les indicó Marisol después de lo que podía
haber sido dos minutos o toda una hora. Los miró a los tres con un
fuego oscuro en los ojos—. Volveré pronto.
Iris estaba demasiado conmocionada como para decir nada. Attie y
Roman debían de estar igual, porque no pronunciaron palabra
cuando Marisol se marchó.
—Iris —dijo Attie unos instantes después, con voz contenida—.
Iris, no podemos… Tenemos que…
No podían perder de vista a Marisol. Se suponía que la tenían que
proteger y asegurarse de que la llevaban a un sitio seguro con el
camión. Habían hecho una promesa.
—Deberíamos ir tras ella —dijo Iris. Ahora que tenía una tarea,
una misión en la que centrarse, podía tomar el control de sus
pensamientos. Se puso en pie y permitió que Roman la ayudara
cuando trastabilló. Sentía que le flaqueaban las rodillas y tomó unas
cuantas bocanadas de aire—. ¿Dónde crees que deberíamos mirar
primero?
Attie se levantó, acariciando a una contrariada Lila.
—Keegan estaba apostada en la colina, ¿no?
—Cierto.
—Empecemos por ahí. Pero déjame que ponga a Lila en algún
lugar seguro.
Iris y Roman esperaron en el vestíbulo mientras Attie encerraba a
la gata en una de las habitaciones de la planta baja. Un rayo de luz se
filtró por una grieta del mortero, cruzando el pecho de Iris. La puerta
de entrada colgaba torcida de las bisagras y crujió cuando Roman la
abrió con la mano.
Iris no estaba segura de lo que iba a encontrar más allá del umbral.
Pero dio un paso hacia un mundo vaporoso, iluminado por el sol. La
mayoría de los edificios de la calle Principal estaban indemnes, a
excepción de las ventanas rotas. Pero a medida que Iris, Roman y
Attie se adentraban más en el pueblo, empezaron a ver el alcance de
destrucción de las bombas. Las casas estaban destruidas,
acumuladas en pilas de piedra y ladrillo y vidrio brillante. Unas
cuantas estaban en llamas y el fuego lamía la madera y la paja.
No parecía real. Era como si fueran los colores vacilantes de un
sueño.
Iris esquivó las barricadas y los soldados que o bien mantenían la
posición con firmeza o bien corrían para apagar las llamas. Observó
a través de nubes de humo con el corazón entumecido hasta que
Roman la llevó al pie de la colina. Su destino.
Notó cómo Roman le apretaba la mano, e Iris levantó la vista para
ver lo que quedaba.
Habían bombardeado la colina.
V
io a su abuela. Era el cumpleaños de Iris, el día más
caluroso del verano. Las ventanas estaban abiertas de par
en par, el helado había dejado una mancha pegajosa en el
suelo de la cocina y su abuela sonreía mientras le daba a Iris la
máquina de escribir.
—¿De verdad es para mí? —gritó Iris, meciéndose sobre la punta
de los pies. Estaba tan emocionada que parecía que el corazón le iba
a estallar.
—Pues sí —dijo la abuela con su voz rasposa, plantándole un beso
en el pelo—. Escríbeme una historia, Iris.
Vio a su hermano. Forest estaba con ella en el lecho del río y
guardaba algo pequeño en el hueco de las manos. Ese era uno de sus
lugares favoritos de Juramento; casi parecía que ya no estaban en la
ciudad, sino adentrados en el campo. El sonido de las corrientes
enmascaraba el ruido de las calles bulliciosas.
—Cierra los ojos y extiende las manos, Florecilla —le dijo.
—¿Por qué? —preguntó Iris, aunque no era ninguna sorpresa.
Siempre lo preguntaba. Y sabía que hacía demasiadas preguntas,
pero a menudo la invadía la duda.
Forest, que la conocía bien, sonrió.
—Confía en mí.
Ella lo hacía. Su hermano era como un dios para ella, y cerró los
ojos y extendió las manos, sucias de explorar el musgo y las piedras
del río. Él colocó algo frío y baboso en su palma.
—Muy bien, abre los ojos —le indicó él.
Iris abrió los ojos y vio un caracol. Se rio, maravillada, y Forest le
dio un golpecito en la nariz.
—¿Cómo lo vas a llamar, Florecilla?
—¿Qué te parece Morgie?
Vio a su madre. A veces Aster trabajaba hasta tarde en el
restaurante Revel, y Forest la llevaba caminando hasta allí después
de la escuela para cenar.
Iris se sentó en la barra, observando cómo su madre servía platos y
bebidas a los clientes. Tenía su cuaderno abierto justo delante,
desesperada por escribir una historia. Por alguna razón, las palabras
eran como el hielo.
—¿Estás haciendo los deberes, Iris? —preguntó su madre, y le
puso un vaso de limonada enfrente.
—No, ya tengo todos los de hoy hechos —dijo Iris con un suspiro
—. Estoy intentando escribir una historia para la abuela, pero no sé
sobre qué debería escribir.
Aster se apoyó en la barra, sonriendo de lado y mirando la página
en blanco del cuaderno de Iris.
—Bueno, pues estás en el lugar perfecto.
—¿En el lugar perfecto? ¿Por qué?
—Mira a tu alrededor. Aquí hay bastantes personas sobre las que
podrías escribir una historia.
Iris paseó la vista por el restaurante, centrándose en los detalles en
los que nunca había prestado atención. Cuando su madre se fue a
tomar una comanda, ella agarró su bolígrafo y empezó a escribir.
Vio a Roman. Volvían a estar solos en el jardín, pero no era en
Risco Ávalon. Era un lugar que Iris no había visto nunca, y estaba a
gatas, arrancando malas hierbas. Se suponía que Roman tenía que
ayudarla, pero solo se dedicaba a distraerla.
Roman le lanzó un terrón de tierra del suelo.
—¡Cómo te atreves! —le dijo, levantando la vista hacia él. Roman
sonreía, y ella sintió cómo se le ruborizaba la piel. Nunca podía estar
enfadada con él durante mucho tiempo—. ¡Acabo de lavar este
vestido!
—Ya lo sé. De todas maneras, te queda mejor cuando te lo quitas.
—¡Kitt!
Le lanzó otro terrón. Y otro, hasta que no le quedó más opción que
dejar su tarea y hacerle un placaje.
—Eres lo que no hay —dijo Iris, sentándose a horcajadas sobre él
—. Y esta ronda la gano yo.
Roman se limitó a sonreír y le resiguió las piernas con las manos.
—Me rindo. ¿Cómo debo pagar mi penitencia esta vez?
Iris esperó que la bomba cayera. Esperó que llegara el final, y en su
mente destellaban recuerdos, que la arrastraban al pasado a la
velocidad de la luz. La gente a la que quería. Los momentos que la
habían marcado. Vio un resplandor de algo que tenía que venir, y ahí
fue donde se detuvieron sus pensamientos. En Roman y en el jardín
que habían plantado juntos y cómo estaba a cinco pasos de ella,
mirándola como si él viera el mismo futuro.
Al fin, la bomba golpeó el suelo.
Hubo un repiqueteo mientras rodaba por los adoquines hasta que
se detuvo en el recodo del cuerpo de un soldado.
Iris se la quedó mirando, incrédula. Observó la manera como
capturaba la luz. Un contenedor de metal.
Sus pensamientos eran lentos y espesos, todavía dependían del
«qué podría haber pasado», pero el presente le volvió como un
bofetón en la cara y la despertó.
No era una bomba.
Era… No sabía lo que era. Y eso la asustó todavía más.
Los ezrals revoloteaban sobre su cabeza. Sus alas proyectaban un
aire frío y podrido, y sus garras arrojaban un contenedor tras otro
por toda la calle. Se empezaron a oír voces llenas de pánico. Las
enfermeras, médicos y soldados que se habían mantenido
completamente quietos se empezaron a mover frenéticamente.
—¡Iris! —gritó Roman, tropezando con los escombros para cubrir
la distancia que los separaba—. ¡Iris, agárrame la mano!
Iris le estaba dando la mano a Roman cuando el gas silbó, saliendo
del contenedor en una nube de color verde. La golpeó como un
puñetazo, y tosió, apartándose de ella a rastras. Le ardían la nariz y
los ojos. No veía nada y sentía que el suelo se sacudía debajo de ella.
—¡Kitt! ¡Kitt! —gritó, pero hablar hacía que le ardiese la garganta.
Solo necesitaba algo de aire puro. Tenía que alejarse de la nube, y
se movió histérica hacia delante con los ojos cerrados y las manos
extendidas ante sí, sin saber en qué dirección iba.
Las lágrimas le cayeron por el rostro. La nariz le moqueaba. Iris
tosió y probó el sabor de la sangre en la boca.
Se cayó de rodillas. Se subió el cuello del mono para cubrirse la
nariz y gateó por encima de piezas de metal retorcidas y fragmentos
de cristal, sobre los restos de las casas destruidas y por encima de
soldados que habían muerto. Tenía que seguir adelante, tenía que
mantenerse oculta.
—¡Kitt! —intentó llamarlo de nuevo, a sabiendas de que debía
estar cerca. Pero tenía la voz destrozada. Apenas podía respirar,
mucho menos gritar.
Busca aire limpio. Y luego ya buscarás a Attie y a Marisol.
Siguió gateando, la sangre y la baba le caían de los labios mientras
jadeaba. La temperatura estaba subiendo. Pudo ver cómo la luz se
volvía más intensa a través de los párpados, y supo que había
escapado del gas.
Iris se detuvo y se atrevió a abrir los ojos. Tenía la visión
empañada, pero pestañeó y dejó que las lágrimas cayeran por sus
mejillas. Volvió a toser, escupió sangre al suelo y se sentó sobre los
talones.
Había gateado hasta una calle lateral.
Miró atrás y vio la nube de gas y cómo la gente salía gateando de
ella, como había hecho ella.
Debería ayudarlos, pensó.
Nada más intentar levantarse, el mundo le dio vueltas. El
estómago le dio un vuelco, y vomitó sobre los adoquines. No tenía
mucho dentro, y no le quedó otra opción que volver a sentarse,
apoyada contra un montón de escombros de piedra.
—Sigue moviéndote —le dijo un soldado que pasaba a rastras.
No creía que pudiera hacerlo. Lo hormigueaban los brazos y las
piernas, y un sabor extraño se adueñaba de su boca. Pero entonces el
viento empezó a soplar. Vio con horror cómo la brisa llevaba el gas
en su dirección, hacia la calle lateral.
Iris se puso de pie tambaleándose y echó a correr. Dio unos
cuantos pasos antes de que le fallaran las rodillas, y gateó hasta que
sintió que podía mantenerse en pie de nuevo. Siguió a una hilera de
soldados colina abajo. Pensó que estaría a salvo en la parte baja del
pueblo, pero en la calle Principal se elevaba más gas, y acabó dando
la vuelta y corriendo hacia el mercado, donde el aire parecía estar
limpio.
—¡Iris!
Oyó que alguien gritaba su nombre. Giró y buscó entre la multitud
que se había reunido a su alrededor, buscando desesperada a
Roman, Attie, Marisol y Keegan. Era el momento de huir. Lo sentía
en las tripas, y recordó lo que Attie le había dicho el día anterior.
«Yo iré a por Marisol. Tú recoge a Roman. Nos encontraremos en el
camión».
—¡Kitt! —gritó.
Iris estaba rodeada de un mar de uniformes verdes, un mar de
manchas de sangre, tos y botas que chirriaban sobre las piedras.
Algunos de los soldados llevaban máscaras de gas, con los rostros
ocultos mientras volvían corriendo hacia las calles mortíferas. Tuvo
un momento de gélido pánico de que la pisotearían si tenía la mala
suerte de caerse.
Por el rabillo del ojo vio un destello rojo.
Iris se giró hacia a él justo para ver a Marisol y Attie, que
zigzagueaban por la multitud. No la habían visto, se alejaban de su
posición hacia la parte este del pueblo, y ella sabía que se estaban
dirigiendo al camión.
El alivio y saber que estaban bien la tranquilizó. Pero entonces el
pavor regresó hasta ella, lo bastante afilado como para cortarle los
pulmones. Tenía que encontrar a Roman. No podía irse sin él, y
empezó a abrirse camino a través de la multitud, gritando su nombre
hasta que se le quebró la voz.
Tenía que subirse a una de las barricadas. De lo contrario, Roman
no la vería, perdida en la muchedumbre.
Iris empezó a buscar la manera de llegar a una de las estructuras y
se estremeció cuando por fin pudo salir del caos. Se tomó un instante
para apoyarse sobre las rodillas y respirar hondo.
Una mano firme la agarró del brazo, tan fuerte que supo que al día
siguiente tendría un moratón.
Gritó y se dio la vuelta, asustada cuando vio que era una persona
con máscara. Tenía la cara completamente cubierta por una máscara
de gas hecha de tela, dos lentes ambarinas redondas y un chisme
cilíndrico para respirar aire limpio. No podía verle la cara, pero sí oír
como inhalaba y exhalaba. También llevaba casco, que le ocultaba el
pelo, e Iris paseó la vista por su cuerpo, comprobando el mono que
llevaba puesto.
—¡Kitt! ¡Por todos los dioses, Kitt! —Iris lo abrazó con fuerza.
El agarre que tenía en el brazo se suavizó, pero solo durante unos
instantes. Él dio un paso atrás rígido, dejando un espacio entre los
dos, e Iris frunció el ceño, confundida.
—Ponte esto —dijo él.
Tenía la voz distorsionada por la máscara, e hizo que Iris se
estremeciera. Sonaba robótico, como si estuviera hecho de piezas de
metal y engranajes. Pero vio que había encontrado una máscara para
ella y deslizó las correas de cuero sobre la cabeza.
Era como estar dentro de una burbuja. La máscara le afectaba
todos los sentidos, y el mundo se tradujo en tonos de ámbar un poco
borrosos. Al principio era precioso, pero al poco Iris notó cómo le
crecía el pánico. Sentía que se iba a ahogar.
Se aferró a los bordes de la máscara. Roman se acercó a ella y giró
el cilindro que tenía cerca del mentón. Empezó a fluir aire fresco.
—Respira hondo —le indicó.
Iris asintió y el sudor le caía por la espada. Respiró y tranquilizó la
oleada de pánico. Podía mantenerlo a raya, porque por fin lo tenía a
él. Estarían a salvo.
—Kitt —dijo ella, preguntándose cómo le sonaría su voz. Si sonaría
como si estuviera hecha de bordes afilados y acero frío—. Kitt,
tenemos…
Él le tomó de la mano. El agarre volvía a ser fuerte, casi como un
castigo, mientras sus dedos se entrelazaban con los suyos. «Quiero tu
mano con la mía, pase lo que pase».
—Tenemos que irnos —dijo él, pero tenía la sensación de que no la
miraba a ella, sino a algo que tenía detrás. Tal vez veía a Keegan, que
les daba la orden de huir. Cuando Iris se estaba dando la vuelta para
verlo por sí misma, Roman tiró de su brazo.
—Ven conmigo. Iremos más rápido si no miras atrás.
La arrastró alrededor de la barricada, hacia las sombras de una
calle lateral desierta. Iris se sentía mareada, pero se centró en su
respiración y lo siguió.
Su oído no era tan agudo bajo la máscara, pero percibía cómo sus
botas golpeaban la calle y oyó un grito distante.
Roman se detuvo en una intersección. Iris pensaba que estaba
tomando aire hasta que volvió a mirar atrás y él tiró de ella hacia
adelante con prisa, adentrándose en una calle que estaba envuelta de
gas. Iris puso una mueca mientras lo seguía hacia la nube, esperando
notar el ardor en los pulmones y en los ojos. Pero la máscara la
protegió, filtrando el aire, y salieron al otro lado de la calle Principal.
Roman dudó de nuevo, como si se hubieran perdido.
Iris por fin consiguió orientarse. Estaban lejos del camión, y sintió
un hormigueo frío en la nuca. Algo no estaba bien.
—¿Kitt? Tenemos que ir hacia el este. Attie y Marisol nos esperan.
Por aquí.
Empezó a guiarlo por la dirección correcta, pero él le dio un tirón
para que volviera a su lado.
—Yo te guiaré, Iris. Este camino es más rápido.
Tiró de ella antes de que pudiera protestar. Se tropezó con las botas
mientras intentaba mantener su paso. Debía de estar asustado, pero
aun así le parecía extraño. No actuaba de manera normal. Iris intentó
observarlo mientras corrían, pero la máscara lo difuminaba todo, y le
dolían los ojos si los forzaba.
—¿De dónde has sacado las máscaras? —preguntó—. ¿No
deberíamos usarlas para ayudar a los que se han quedado atrapados
en el gas?
Roman no respondió. Solo se limitó a aumentar la velocidad de la
carrera.
Iris se dio cuenta al fin cuando llegaron a la linde del pueblo. Su
mente se agudizó mientras corrían hacia el campo dorado. Roman ya
no cojeaba. Corría como antes de las heridas.
Iris se quedó sin aliento al verlo esprintar y atravesar la extensión
de hierba. Poderoso y fuerte, la arrastraba para que lo siguiera. El
viento empezó a soplar a su espalda, como si los empujara hacia
adelante.
—Kitt… Kitt, espera. Tengo que parar. —Tiró de su mano, que
seguía sujetándola como si estuviera atornillada.
—Todavía no estamos a salvo, Iris. No nos podemos detener —
insistió él, aunque se ralentizó hasta adoptar un trote suave.
Casi habían llegado al lugar donde habían colisionado aquella vez.
Donde Iris había cubierto su cuerpo en el suyo, desesperada por
mantenerlo con vida.
No estaba dispuesta a que la arrastrara así. Algo no estaba bien.
Iris empezó a caminar, lo que lo obligó a él a ir más lento también.
Él la miró, e Iris deseaba poder verle la cara. Deseaba poder ver a
dónde miraba, porque su mano apretó todavía más la suya.
—Tenemos que apresurarnos, Iris. No estamos a salvo.
¿Por qué seguía repitiendo esas palabras?
Iris sintió la imperiosa necesidad de mirar tras de sí. Y se rindió,
así que inclinó el cuerpo para poder ver por encima del hombro. La
máscara distorsionaba la vista, pero vio algo en el campo. Una
sombra que se movía, como si alguien los estuviera persiguiendo.
Él le tiró del brazo.
—No mires atrás.
—Espera. —Clavó los talones en el suelo y se giró por completo
hasta estar de cara al pueblo. Enfocó los ojos en esa extraña sombra,
que descubrió que era un hombre. Un hombre alto con pelo negro,
que corría tras ella con paso tambaleante.
Iris se quitó la máscara, desesperada por ver sin la distorsión de las
lentes ambarinas. El mundo a su alrededor parecía querer ahogarla,
brillante e intenso. Amarillo, verde y gris. Su pelo enmarañado le
cruzaba la cara.
Vio a su perseguidor con un nivel de detalle estremecedor, aunque
los separaran veinte metros de hierba dorada.
Era Roman.
—¡Iris! —gritó.
El corazón se le detuvo. La sangre se le hizo hielo mientras lo veía
correr con cara angustiada. La sangre manchaba la parte delantera
de su mono. Se tropezó como si le doliera la pierna, pero recuperó el
equilibrio y siguió forzándose para seguir corriendo. Para acortar la
distancia que los separaba.
Pero si él era Roman, ¿con quién estaba ella? ¿Quién la agarraba de
la mano y la arrastraba por el campo hacia el bosque distante?
Iris miró al desconocido enmascarado, con los ojos abiertos por el
miedo. Estaba jadeando.
—¿Iris? Quédate conmigo. Te estoy intentando ayudar. ¡Iris! —dijo
con la voz distorsionada por la máscara.
Iris liberó la mano, se giró y salió corriendo hacia Roman.
Dio tres zancadas antes de que los brazos del desconocido la
rodearan y la empujasen hacia atrás. La furia de Iris prendió como
un fuego descontrolado y se enfrentó a él. Lanzó patadas y asestó
codazos y golpeó con la cabeza contra la máscara, provocando que él
lanzara gruñidos y maldiciones.
—¿Qué quieres de mí? ¡Suéltame! ¡Suéltame! —Le clavó las uñas
en las manos hasta que salió sangre. Se encolerizó, y mantuvo la
mirada clavada en Roman mientras este se desplomaba en la hierba.
Estaba a tan solo quince metros.
El viento se levantó y sopló el gas hacia su dirección. Iris se quedó
petrificada cuando comprobó que ya no podía ver Risco Ávalon, sino
una pared verde que se dirigía hacia ellos con paso firme.
Roman tenía que levantarse. ¡Levántate, levántate, levántate!, gritó su
corazón, y vio cómo se volvió a levantar y cojeaba hasta ella.
—¡Corre, Kitt! —gritó Iris. Tenía la voz rasposa, crispada por el
terror.
El hombre que la estaba sujetando le dio la vuelta y la zarandeó
violentamente por los hombros. Le crujió el cuello, y los
pensamientos la atravesaron rodando como si fueran canicas.
—¡Deja de forcejear! —le ordenó. Pero debió de ver el miedo que
brillaba en su interior, porque su voz se suavizó—. Deja de forcejear,
Florecilla.
El mundo se le partió en dos.
Y aun así… ¿No era lo que había estado deseando?
Encontró su nombre, escondido en lo más profundo de su corazón.
Un nombre que le hizo arder la garganta.
—¿Forest?
—Sí —respondió él—. Sí, soy yo. Y estoy aquí para mantenerte a
salvo. Así que deja de forcejear y vámonos. —Su mano volvió a
encontrar la de Iris y entrelazó los dedos. Tiró de ella, con la certeza
de que ahora iba a seguirlo voluntariamente.
Iris se puso rígida y tiró hacia atrás.
—Tenemos que ir a por Kitt.
—No podemos perder tiempo por él. Venga, debemos correr…
—¡Cómo que no podemos perder tiempo por él! —gritó ella—.
¡Está justo ahí! —Iris se dio la vuelta, desesperada por verlo de
nuevo. Pero solo pudo vislumbrar la danza que hacía la hierba,
inclinándose con el viento, y los remolinos de gas que se arrastraban
hacia ellos.
Se debía de haber caído. Debía de estar de rodillas.
No puedo abandonarlo así.
Iris entró en cólera de nuevo, desesperada por deshacerse del
agarre de Forest.
—¡Ya basta! —gruñó su hermano—. No podemos perder tiempo
por él, Iris.
—No puedo abandonarlo —dijo entre jadeos—. ¡Es mi marido! No
puedo abandonarlo. Forest, suéltame. ¡Suéltame!
No la escuchaba. Se negó a soltarla. Iris sentía que se le iban a
romper los dedos, pero siguió forcejeando. Tironeó con todas sus
fuerzas, y no le importó si se rompía todos los huesos de la mano. Al
fin consiguió deshacerse de él.
Era libre. El gas se acercaba e Iris se lanzó hacia allí, desafiante.
—¡Kitt! —gritó mientras corría con los ojos buscando en la hierba.
¿Dónde estás?
Creyó ver una sombra que se movía entre los tallos a tan solo unos
pasos. La esperanza repicó en su interior hasta que la mano de Forest
encontró su cuello y la arrastró de vuelta con él. Su pulgar y sus
dedos le apretaron fuerte el cuello, y empezó a ver estrellas en su
campo de visión.
—Forest —resolló mientras le clavaba las uñas en la mano que la
aferraba—. Forest, por favor.
Una fría punzada de terror la atravesó. Era un miedo que nunca
había sentido antes, y se le empezaron a entumecer las manos y los
pies.
Mi hermano está a punto de matarme.
Aquellas palabras retumbaron en su interior. Hicieron eco por sus
brazos y piernas mientras se revolvía contra él.
La luz se atenuó. Los colores se deshacían. Pero vio a Roman, que
se levantaba de la hierba. Estaba a solo cinco metros. Ya no podía
correr; apenas podía andar. A Iris se le rompió el corazón cuando
descubrió que había gateado por la hierba dorada para llegar hasta
ella.
La sangre le goteaba por el mentón.
El viento le apartó el pelo negro de la frente.
Sus ojos creaban un camino ardiente hasta ella. Iris nunca le había
visto un fuego así en la mirada, y le hizo hervir la sangre.
—Iris —dijo Roman con la mano extendida.
Cuatro metros. Casi la había alcanzado, y ella reunió las pocas
fuerzas que le quedaban.
Le temblaba la mano, llena de moratones y entumecida. Pero la
alargó hacia él, y el anillo de plata que llevaba en el dedo capturó la
luz. El anillo que la unía a él. Y pensó: Estoy muy cerca. Solo un poco
más…
La arrastraron de golpe hacia atrás. Forest maldijo mientras el
viento soplaba con más brío en su dirección. El aire empezó a picarle
en los ojos y los pulmones. La distancia entre ella y Roman volvió a
aumentar.
Iris intentó decir su nombre, pero ya no le quedaba voz.
Se estaba apagando.
Lo último que recordó ver era cómo la nube verde revoloteaba por
encima del campo y se tragaba a Roman Kitt.
42
Todas las cosas que nunca dije
I
ris se despertó con un dolor de cabeza demoledor.
Abrió los ojos; la luz de última hora de la tarde le iluminaba el
rostro. Las ramas se mecían encima de ella gracias a la brisa. Las
observó durante un instante hasta que descubrió que estaba rodeada
de árboles y el aire olía a magnolia, musgo y tierra mojada.
No tenía ni idea de dónde estaba, y extendió las manos, por
encima de agujas de pino y hojas. Tocó el tejido manchado de su
mono.
—¿Kitt? —preguntó con voz rasposa. Le dolía al hablar, y trató de
tragarse la astilla que notaba en la garganta—. ¿Attie?
Oyó a alguien que se movía cerca de ella. Entró en su campo de
visión, por encima de su rostro.
Iris pestañeó, y reconoció el pelo ondulado color avellana, los ojos
grandes marrones y el rostro salpicado de pecas. Se parecían mucho
a sus propios rasgos. Podrían haber sido gemelos.
—Forest —susurró, y él le tendió la mano y la ayudó a
incorporarse con cuidado—. ¿Dónde estamos?
Su hermano guardaba silencio, como si no supiera qué decir. Pero
entonces le acercó a la boca una cantimplora.
—Bebe, Iris.
Tomó algunos sorbos. Mientras tragaba el agua, empezó a
recordar. Recordó confundir a su hermano con Roman y la
determinación con la que la había arrastrado lejos del pueblo.
—Kitt —dijo ella, y apartó la cantimplora. Estaba preocupada y
anhelaba respuestas—. ¿Dónde está? ¿Dónde está mi marido?
Forest desvió la mirada.
—No lo sé, Iris.
Tuvo que reunir todas sus fuerzas para no perder los nervios.
—Lo he visto en el mercado. Gritaba mi nombre, ¿verdad? —
afirmó entre dientes.
—Sí. —El tono de Forest no mostraba ningún arrepentimiento. Le
sostuvo la mirada con la cara inexpresiva.
—¿Por qué no me dijiste quién eras, Forest? ¿Por qué no dejaste
que Kitt viniera con nosotros?
—Iba a ser una carga, Iris. Mi único plan era sacarte de allí a salvo.
Iris se empezó a levantar. Le temblaban las piernas.
—Siéntate, Florecilla. Tienes que descansar.
—¡No me llames así! —masculló, apoyada en el pino más cercano
para mantener el equilibrio. Pestañeó y miró a su alrededor. El
bosque se extendía interminable, y la luz se veía más intensa. Debía
de ser la última hora de la tarde. Dio un paso en dirección al oeste.
—¿A dónde te crees que vas? —preguntó Forest levantándose.
—Voy al campo a buscar a Kitt.
—No. ¡Iris, detente! —Estiró la mano para agarrarla del brazo, pero
Iris la apartó de un manotazo.
—No me toques. —Lo fulminó con la mirada.
—No puedes volver allí, hermana —dijo Forest mientras bajaba la
mano.
—Y yo no puedo abandonarlo. A lo mejor todavía está en el
campo.
—Lo más probable es que no. Escúchame, Iris. A estas alturas,
Dacre ya habrá atacado Risco Ávalon. Si nos ve, nos hará prisioneros.
¿Me estás escuchando?
Iris estaba caminando hacia el oeste. El corazón le latía con fuerza
y le dolía ante los diferentes escenarios posibles. Iris tropezó con algo
blando. Se detuvo y miró hacia abajo. Dos bolsas de emergencia. Las
dos que le faltaban a Marisol.
Así que había sido él. Su hermano había pisoteado el jardín y
entrado en el hostal y robado dos bolsas y el mono de Roman.
Se sintió traicionada. Se sentía tan furiosa que quería pegarle con el
puño. Quería gritarle.
Forest apareció delante de ella, con las manos en alto en señal de
rendición.
—Está bien, haré un trato contigo —empezó a decir—, te llevaré de
vuelta al campo para buscar a Kitt. Pero no podemos ir más allá, no
podemos adentrarnos en el pueblo. Es demasiado peligroso. Y
después de rastrear el campo, accederás a que te lleve a algún sitio
seguro. Me seguirás hasta casa.
Iris se quedó callada, pero su mente daba vueltas.
—¿Aceptas mis condiciones, Iris? —preguntó Forest.
Iris asintió. Tenía todas las esperanzas de que Roman estuviera
todavía en el campo, esperando a que ella fuera a buscarlo.
—Sí. Llévame allí. Ahora mismo.
Llegaron al campo casi de noche. Forest tenía razón: las fuerzas de
Dacre se habían apropiado del gobierno de Risco Ávalon. Iris se
agachó en la hierba y observó el pueblo. Había fuegos encendidos y
la música se oía fluida. El humo todavía se elevaba de las cenizas,
pero Dacre estaba celebrando. Había elevado su bandera blanca con
el ojo rojo de un ezral, que ondeaba al viento.
El gas ya hacía rato que se había disipado. Como si nunca hubiera
existido.
—Tendremos que arrastrarnos por la hierba —dijo Forest, con las
palabras entrecortadas por la tensión—. Parece ser que Dacre no
espera ningún contraataque de las fuerzas de Enva. No veo a ningún
guardia, pero eso no significa que no haya francotiradores
apostados. Así que muévete muy lentamente y mantente a ras del
suelo. ¿Me oyes?
Iris asintió. No miró a su hermano dos veces. Estaba demasiado
concentrada en el bamboleo de la hierba mientras el viento la barría.
En el sitio en el que creía que estaba Roman.
Ella y Forest se arrastraron codo con codo a través del campo. Iris
se movía con cuidado pero rápidamente, como le había ordenado
Forest. No puso ni una mueca cuando los tallos le hicieron cortes en
las manos, y parecía que había pasado todo un año antes de que
llegara al lugar donde había forcejado con su hermano, hacía horas.
Lo reconoció con facilidad. La hierba en ese sitio estaba rota,
apisonada por sus botas.
Se reprimió la tentación de llamar a Roman. Se mantuvo cerca del
suelo, arrastrándose sobre la barriga. Las estrellas empezaban a
parpadear sobre su cabeza. La música de Risco Ávalon seguía
sonando con el golpe retumbante de los tambores.
Ya casi no había luz. Iris forzó la vista, buscándolo por entre el lino.
¡Roman!
Sus respiraciones eran superficiales y dolorosas. El sudor le caía de
la frente, incluso aunque la temperatura estuviera descendiendo. Lo
buscó, a sabiendas de que ese era el lugar. Buscó, pero no había ni
rastro de él. Solo su sangre, que manchaba la hierba.
—Tenemos que irnos, Iris —susurró Forest.
—Espera —le suplicó—. Sé que tiene que estar aquí.
—No está. Mira.
Su hermano señaló algo. Iris frunció el ceño mientras lo observaba.
Había un círculo dibujado en el suelo. Los rodeaba a los dos donde
se habían quedado quietos, todavía agachados.
—¿Qué es esto, Forest? —preguntó Iris, y vio más sangre de
Roman en el suelo. Bajo la luz tenue, parecía tinta derramada.
—Tenemos que irnos. Ahora —siseó agarrándola del brazo.
Iris no quería que la tocara, y se liberó de una sacudida. Todavía le
dolía la mano, al igual que el cuello. Todo por su culpa.
—Solo un minuto más, Forest —le suplicó—. Por favor.
—No está aquí, Iris. Tienes que creerme. Sé más que tú.
—¿Qué quieres decir? —Pero tenía una terrible corazonada.
Notaba el latido de su corazón en la garganta como un colibrí raudo
—. ¿Crees que está en Risco Ávalon?
Se oyeron disparos en la distancia. Iris se asustó y se amorró al
suelo. Otra ronda de disparos seguida por un estallido de risas.
—No, no está allí —dijo Forest mientras paseaba los ojos alrededor
—. Te lo prometo. Pero ahora tenemos que irnos, como has
prometido, hermana.
Iris observó la hierba a su alrededor una última vez. La luna lucía
en el cielo, observándola mientras se inclinaba y gateaba de vuelta al
bosque con su hermano.
Las estrellas seguían prendidas mientras sus últimas esperanzas
menguaban, desesperadas.
Forest estaba paranoico por algo. Hizo que al día siguiente Iris se
levantara y empezara a andar muy pronto, y por la inclinación del
sol creyó que se dirigían hacia el este.
—Podríamos ir por la carretera —sugirió ella—. Podríamos
subirnos a alguno de los camiones. —Quería más que nada
encontrar a Attie y a Marisol. Seguir buscando a Roman.
—No. —La respuesta de Forest fue tajante. Aceleró el paso,
mirando hacia atrás para asegurarse de que Iris todavía lo estuviera
siguiendo. Las ramas se rompían bajo sus botas. Iris pensó que el
mono no le quedaba nada bien, y se preguntó cómo no se había dado
cuenta antes.
—Entonces, ¿vamos a caminar hasta Juramento? —preguntó, un
poco sarcástica.
—Sí. Hasta que sea seguro subirnos a un tren.
Pasaron las siguientes horas en silencio, hasta que su hermano se
preparó de nuevo para montar el campamento.
Tal vez Forest le daría al fin alguna explicación.
Esperó que lo hiciera, pero su hermano permaneció callado,
sentado al otro lado del fuego. Iris observó cómo las sombras
bailaban sobre su rostro, delgado y lleno de pecas.
Al final no pudo soportarlo más.
—¿Dónde está tu compañía, Forest? ¿Y tu pelotón? Me escribió un
lugarteniente y me contó que te habías unido a otra fuerza auxiliar.
Forest tenía la mirada fija en las llamas, como si no la hubiera oído.
¿Dónde está tu uniforme?, añadió para sus adentros, preguntándose
por qué se había tomado tantas molestias por robar uno de los
monos de Roman. Aunque cada vez era más evidente que su
hermano era un desertor.
—Se han ido —contestó de repente—. Todos ellos. —Lanzó otra
rama al fuego antes de tumbarse de lado—. Puedes hacer la primera
guardia.
Iris se sentó en silencio, con la mente dándole vueltas. Se preguntó
si su hermano se refería a la quinta compañía Landover, a la que
habían masacrado en Río Lucía.
No creía que estuviera bien presionarlo para más detalles, así que
divagó sobre otras cosas.
Lo más probable era que Attie y Marisol se hubieran ido en el
camión. Estarían conduciendo hacia el este. Iris sabía que las
encontraría en Río Bajo, donde estaba la hermana de Marisol.
Pero no estaba segura del destino de Keegan.
No estaba segura del de Roman.
Le dolía el estómago. Le dolía todo su interior.
El fuego empezaba a menguar.
Iris se puso en pie y se sacudió las agujas de pino de la espalda, en
busca de otro palo que arrojar a las llamas. Encontró uno en los
confines de la oscuridad y un escalofrío le recorrió la espalda
mientras volvía al campamento y alimentaba el fuego.
Forest estaba despierto y la miraba por encima de las chispas.
Su mirada la asustó al principio, hasta que se volvió a tumbar en el
suelo. Su hermano volvió a cerrar los ojos.
Llegó a la conclusión de que Forest pensaba que intentaba huir.
Querido Kitt:
He vuelto al campo para buscarte. Me he arrastrado por el dorado, he
sentido cómo la hierba me hacía trizas las manos. Forcé los ojos para
verte, y solo he encontrado trazas de tu sangre y un círculo en el suelo
que no sé qué significa.
¿Estás a salvo? ¿Estás bien?
No sé qué ocurrió después de que mi hermano me sacara de Risco
Ávalon. No sé si has sobrevivido al gas, y, aunque parece imposible,
siento que así es. Siento que estás en algún lugar a salvo, envuelto en
una manta y tomando sorbos de un bol de sopa, y tu pelo está todavía
más revuelto que antes, casi como el de un canalla. Pero respiras bajo la
misma luna, bajo las mismas estrellas y el mismo sol que yo, aunque los
kilómetros que nos separan aumenten.
A pesar de todas esas esperanzas, mi miedo es más acuciante. Es como
un cuchillo en mis pulmones que me corta un poco más y más profundo
con cada respiración. Temo no volver a verte nunca. Temo no poder
tener la oportunidad de decirte todas las cosas que nunca te dije.
No tengo mi máquina de escribir. Ni siquiera bolígrafo y papel. Pero
tengo mis pensamientos, mis palabras. En el pasado me conectaron
contigo, y rezo por que te puedan llegar ahora. Algún día. De alguna
manera. Una antigua traza de magia en el viento.
Te encontraré cuando pueda.
Tuya,
Iris
Querido Kitt:
Debería haber sabido que mi hermano no eras tú. Debería haberlo
sabido en el momento en que me agarró del brazo. Su agarre era
demasiado fuerte, demasiado firme. Como si estuviera aterrorizado de
que pudiera escurrirme entre sus dedos. No debería haberme puesto la
máscara. Debería haber insistido en dársela a los soldados que de verdad
las necesitaban para que las usaran a fin de sacar a los supervivientes
del gas. Debería haberle insistido a mi hermano para que detuviera su
carrera frenética. Debería haber mirado atrás.
Estoy rota, llena de contradicciones.
Ojalá fuera valiente, pero tengo mucho miedo, Kitt.
Subieron al tren, pero no antes de que Forest se dedicara un día a
lavar su mono en el río.
Iris pudo ver su pecho desnudo mientras frotaba la sangre de la
tela. Vio las cicatrices de su piel. No parecían ser heridas recientes, y
aun así la noche anterior habían sangrado. Llegó a contar tres, y solo
lograba hacerse una idea de lo que debió de sentir él cuando esas
balas le perforaron la piel.
Cuando el mono estuvo limpio y seco, caminaron hacia el pueblo
que estaba al otro lado del bosque. Para cualquiera que los viera,
solo eran dos corresponsales de guerra que se dirigían de vuelta a
Juramento. Forest la llevaba de la mano, con la palma sudada. Iris
tenía la insidiosa corazonada de que estaba preocupado por si salía
corriendo.
No lo haría.
Le había dado su palabra y él le debía más respuestas.
Iris se sentó frente a su hermano en el compartimento del tren. Y
mientras mantuvo la vista en la ventana, mirando cómo el paisaje
pasaba en un borrón, pensó en las cicatrices de Forest. Una justo
debajo del corazón. Una donde el hígado. Una incluso más abajo,
por encima de los intestinos.
Eran heridas mortales.
Debería estar muerto.
No debería estar allí con ella, respirando el mismo aire.
No sabía cómo él había podido sobrevivir a eso.
Querido Kitt:
Nunca te dije lo que me alivió descubrir que eras Carver.
Nunca te dije lo mucho que adoraba salir a correr contigo por la
mañana.
Nunca te dije lo mucho que adoraba oírte pronunciar mi nombre.
Nunca te dije las veces que releí tus cartas, y cómo ahora es una
agonía saber que las he perdido, esparcidas en algún lugar del hostal de
Marisol.
Nunca te dije que para mí eres un mundo, que quiero leer más
palabras tuyas, que creo que deberías escribir un libro y publicarlo.
Nunca te agradecí que fueras al frente conmigo. Por interponerte
entre mí una granada.
Nunca te dije que te quiero. Y eso es de lo que más me arrepiento.
D
acre esperó que sus ezrals se retiraran por segunda vez
antes de empezar a acercarse a Risco Ávalon. Sus mascotas
volvieron a su lugar de descanso bajo tierra, y caminó a
través del valle exuberante, lleno de esperanza.
El gas se elevaba, tornando verde el pueblo. Verde como las
montañas, como las esmeraldas que llevaba en los dedos. Verde
como los ojos de Enva, que todavía veía algunas noches cuando
dormía en el inframundo.
Los mortales habían hecho un buen trabajo al crear esa arma para
él. Y decidió que no quemaría ese pueblo porque tenía otros planes
en mente.
Con un chasquido elegante de los dedos, hizo una señal para que
sus soldados se adelantaran para rebuscar. A veces eran buenos
eligiendo a los adecuados. Pero en otras ocasiones sus elecciones
eran pésimas, y solo le presentaban restos de un ser.
El secreto era el siguiente: la voluntad todavía tenía que estar
presente en el espíritu. Normalmente brillaba más fuerte justo antes
de la muerte. Los mortales estaban fríos o calientes, sus almas eran
hielo o fuego. Había descubierto hacía mucho tiempo que el hielo le
servía mucho mejor, pero de vez en cuando el fuego podía
sorprenderlo.
Dacre decidió dar un largo paseo alrededor del pueblo. El viento
empezaba a soplar el gas hacia un lado, y siguió su camino hasta un
campo dorado. Sintió el alma que se tambaleaba y jadeaba antes de
verla. Esa estaba hecha de hielo: un espíritu frío y profundo como el
mar del norte.
Lo atrajo. Sus pies no emitían ningún ruido, no dejaban marca
alguna mientras caminaban sobre la tierra y buscaban a ese mortal
moribundo.
Al final, Dacre lo encontró.
Un hombre joven de pelo oscuro estaba arrastrándose por la
hierba. Dacre se detuvo delante de él y calculó. Al mortal le quedaba
un minuto y treinta segundos antes de que los pulmones se le
llenaran de sangre y expirara. También tenía heridas en la pierna
derecha.
Ese día, Dacre estaba de buen humor. De otra manera, tal vez
habría dejado que el hielo se fundiera en ese ser.
—¿Mi señor?
Dacre se dio la vuelta y vio a Val, el más fuerte de sus sirvientes, de
pie en su sombra.
—Mi señor, ya hemos asegurado el pueblo. Pero algunos de los
camiones han escapado.
Aquellas noticias deberían haber enfurecido a Dacre, y Val estaba
preparado para ello y se agachó cuando el dios lo miró.
—Que así sea —dijo Dacre, volviendo la vista al mortal que
jadeaba en el suelo. La sangre le caía por el mentón, y levantó la
cabeza, con los ojos cerrados. Sentía la presencia de Dacre.
—Este.
—Sí, ¿qué hacemos con este, mi señor?
Dacre se quedó callado mientras observaba cómo el hombre
gateaba. ¿Qué estaba buscando? ¿Por qué no se limitaba a tumbarse
y morir? Su alma estaba muy angustiada, casi partida por la mitad.
Hizo que Dacre pusiera una mueca.
Pero él podía curar esas heridas. Era un dios misericordioso, al fin
y al cabo. El dios de la curación. Ese mortal, una vez curado, le
serviría muy bien en su ejército. Porque Dacre se dio cuenta de golpe
con satisfacción de que no era un soldado, sino un corresponsal. Y
Dacre no había tenido nunca uno de esos.
—Llevadlo abajo.
Val hizo una reverencia antes de dibujar un círculo en el suelo,
encerrando al mortal. Era una manera rápida de abrir un portal para
desplazarse hacia abajo.
Satisfecho, Dacre miró hacia el este, hacia el camino que lo llevaría
hasta Enva.
Agradecimientos