Los Valores Literarios Azorin

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Los valores literarios

Azorín
Ensayo

Se reconocen los derechos morales de Azorín.


Obra de dominio público.
Distribución gratuita. Prohibida su venta y distribución en medios ajenos a la Fundación
Carlos Slim.

Fundación Carlos Slim


Lago Zúrich. Plaza Carso II. Piso 5. Col. Ampliación Granada
C. P. 11529, Ciudad de México. México.
[email protected]

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Á JOSÉ ORTEGA Y GASSET

En la segunda parte de su libro Racine y Shakespeare, Stendhal pone el siguiente


lema, que él titula Diálogo:
«EL VIEJO.—Continuemos.
EL JOVEN.—Examinemos.
He aquí todo el siglo XIX.»

Sí, tiene razón Stendhal: he aquí todo el siglo XIX. El siglo XIX en Francia y en otros
países. En España, ¿podríamos decir: he aquí el siglo XX? Todo el espíritu moderno
está en ese brevísimo diálogo del escritor francés. Ese es, precisamente, el espíritu que
aquí, en España, un grupo de pensadores, catedráticos, literatos—todavía muy
reducido—pretende, al fin y dichosamente, crear. «Continuemos», nos dice la
generación anterior, nos dicen los partidarios de todo lo viejo, todo lo carcomido, todo
lo podrido, en arte, en política, en moral. «Examinemos», comienza á contestar un
núcleo de gente nueva. No sigamos admitiendo á ciegas, supersticiosamente, los
viejos valores; no cubramos con palabras decorativas y pomposas las seculares
máculas; no nos prestemos á que, con la brillante algazara, con el ruido de los
discursos grandilocuentes, continúe dominando y prevaleciendo lo viejo nocivo. No;
examinemos. Detengámonos un momento; veamos lo que hay debajo de todas esas
oriflamas y alharacas. Examinemos.
Acepte usted, querido Ortega y Gasset, la dedicatoria de este libro. Completa este
volumen los dos anteriores titulados Lecturas españolas y Clásicos y modernos. He
intentado examinar en él algunos valores literarios. Es usted inspirador de un grupo de
gente joven que se moldea en la critica de los valores tradicionales, y á nadie mejor
que á usted pueden ir dirigidas estas páginas, trazadas por su cordial amigo.
AZORÍN.

Madrid, noviembre, 1913.

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SOBRE EL «QUIJOTE»

La Lectura ha publicado el tomo VI de su edición del Quijote. Cuida del texto y de


las notas—como es sabido—el señor Rodríguez Marín. El texto, puntuado, dispuesto
por el señor Rodrígez Marín, merece entera confianza; no le regatearemos nuestros
elogios. La labor realizada en las notas no puede ser expedida en cuatro palabras;
requiere un examen detenido, especial. Lo haremos otro día. En general, los
comentaristas del Quijote adolecen de trabajar en lo abstracto; pecan de aficionados
en demasía á los libros, papeles y documentos... y á lo que otros eruditos han dicho
antes que ellos. El Quijote es un libro de realidad; la Mancha, principalmente, es el
campo de acción de esta novela. En la Mancha hay ahora paisajes, pueblos, aldeas,
calles, tipos de labriegos y de hidalgos casi lo mismo (por no decir lo mismo) que en
tiempos de Cervantes. La Mancha comienza ahí mismo, á las puertas de Madrid, desde
el cerrillo de San Blas para abajo... Sin embargo, los comentaristas del Quijote escriben
en Madrid; revuelven mil mamotretos; se fatigan investigando documentos; corren
desalados tras de un librejo que pudiera traer un dato interesante; lo hacen todo, en
suma, todo menos darse un paseo por la Mancha, que está ahí, á tiro de escopeta, con
todas las particularidades vivas y tangibles que figuran en las páginas del Quijote.
Nada nos dicen los comentaristas de los tipos—existentes hoy—de Alonso Quijano y
de Sancho, ni del ama y la sobrina de Don Quijote, ni de las costumbres manchegas, ni
de los yantares y condumios propios de ese país (de los cuales Cervantes habla), ni de
la Cueva de Montesinos (que los viajeros nos describen), ni de las lagunas de Ruidera,
ni de los famosos batanes, que perduran al presente como en aquella noche infausta
de la célebre—y no aromática—aventura. Hablar de todo esto, poner en relación la
realidad de hoy con la realidad pintada por Cervantes, sería establecer una armonía de
humanidad y cordialidad entre la obra y el lector; sería ligar á sus raíces naturales—la
tierra manchega, mejor, española—una planta producida por las dichas raíces. Pero
para los comentaristas del Quijote la Mancha no tiene realidad; la Mancha no existe.
Nada más significativo á este respecto—aparte de lo dicho—que contemplar las
láminas que, en 1780, puso la Academia Española á la edición del Quijote que
entonces hizo. ¿Qué idea de España se tenía entonces? ¿Es posible que españoles, y
españoles eminentes, tuvieran tan estrafalaria y absurda idea de la realidad española?
¡Cómo! Estos hombres viven en España, tienen ante los ojos sus paisajes, han
deambulado por sus caminos, han posado en sus ventas, han tropezado y platicado
con hidalgos, labriegos, artesanos... Y ahora, cuando en el libro más español de todos
los libros quieren dar, gráficamente, un reflejo de la España en que ellos viven y ellos

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representan (con la más alta representación literaria), nos ofrecen un desconocimiento
absurdo de España; nos ofrecen una España grotesta y ridícula. Y todo esto cuando á
las puertas de Madrid, donde la edición se prepara, está la Mancha, con sus campiñas,
sus ventas, sus caminos, sus Quijanos y sus Sanchos.
La segunda parte del Quijote mejora notablemente con respecto á la primera.
Hablamos de la segunda parte porque á ella corresponde el volumen publicado ahora
por La Lectura. Mejora, repetimos, en cuanto á la técnica y en cuanto á la contextura
espiritual. Hay en ella algo de etéreo, de indefinible, de inefable que no hay en la
primera parte. El hombre que escribe este volumen no es el mismo que el que ha
escrito el primero. Antes había—tal vez—pleno sol; ahora la franja luminosa que tiñe lo
alto de las bardas (¡aún hay sol en las bardas!) es resplandor dorado, tenue, de ocaso,
de melancolía. Cervantes se despide de muchas cosas en esta segunda parte. La
segunda parte del Quijote es un libro de despedida. En ella llega el autor á una
tenuidad portentosa de estilo; se piensa en los grises de la última manera de
Velázquez. Como se ve toda la modernidad de la segunda parte del Quijote es
comparando su prosa á la de otros libros de la misma época, á la prosa de Vélez de
Guevara, de Castillo Solórzano, de Quevedo, de Gracián. Lo que aquí es trabajo,
técnica laboriosa, particularidades de la época, en Cervantes es ligereza, sutilidad,
inactualidad. Páginas hay que, con ligeras modificaciones ortográficas, parecerían
escritas ahora; el autor va escribiendo embebido en su propia visión interior sin reparar
en la forma literaria. Cervantes no se da cuenta de cómo escribe. Cuando se llega á
este estado es cuando realmente la expresión literaria alcanza su más alto valor.
La segunda parte del Quijote sugiere multitud de reflexiones; sobre todo, los
capítulos en que figuran los duques que aposentaron en su palacio á Don Quijote y
Sancho. Los tales duques nos parecen ahora gente inculta, grosera y aun cruel. No se
concibe cómo personas discretas y cultas pueden recibir gusto y contento en someter
á un caballero como Alonso Quijano á las más estúpidas y angustiosas burlas.
(Recuérdese la aventura de los gatos, el «espanto cencerril y gatuno».) Una temporada
están Don Quijote y Sancho en casa de los duques: se divierten éstos á su talante con
ello; son expuestos caballero y escudero á la mofa de toda la grey lacayuna; con la más
exquisita corrección se conduce y produce Alonso Quijano. Y luego los tales duques
dejan marchar, como si no hubiera pasado nada, al sin par caballero y á su simpático
edecán. Ya que se divirtieron de lo lindo los duques, ¿no había medio de demostrar su
gratitud de una manera positiva y definitiva? Á esos señores debía de constarles que
Don Quijote era un pobre hidalgo de aldea; ¿no se les ocurrió nada, para aliviar su
situación, más ó menos sólidamente? Pero dejan marchar á Don Quijote, y hacen
todavía más: como si las estólidas burlas pasadas no fueran bastantes, aun se ingenian
para traerle á su castillo cuando el caballero va de retirada á su aldea, y para darle una

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postrera y pesada broma. Hemos dicho que ahora notamos esta estúpida crueldad de
los duques; mas ya á últimos del siglo XVIII, cuando don Vicente de los Ríos compuso
su Análisis del Quijote, escribía que esas chanzas de los duques con Alonso Quijano
suponían un olvido «de la caridad cristiana y de la humanidad misma». Hoy existen
todavía comentadores que encarecen la afabilidad, generosidad y cortesía de los
duques...
El episodio de Sancho en su ínsula da pie á reflexiones que podríamos enlazar con la
moderna modalidad de los partidos políticos en España. Sancho demuestra ser un
excelente gobernante y un honradísimo administrador («Desnudo entré en el gobierno,
y desnudo salgo», repite él, cosa que ahora no podrían repetir muchos gobernadores y
gobernantes.) Sin embargo, los duques, señores que tendrán sus estados, que
necesitarán hombres aptos y probos para el gobierno de su casa; los duques no
advierten tales condiciones excepcionales en Sancho, y en vez de darse el parabién
por haber hallado un tal hombre, que tan útil les puede ser, lo dejan marchar, como si
no hubiera sucedido nada. Pensamos irremediablemente en Cervantes y el conde de
Lemos cuando, nombrado virrey de Nápoles, no quiso llevarse consigo á Cervantes,
que lo pretendía. Pensamos en la curiosa selección—al revés—que en la política
española se suele hacer.
Mucho tendríamos que escribir para comentar—á nuestro modo—los lances y
episodios de esta segunda parte del Quijote. Terminemos haciendo una indicación
sobre un incidente, de breves proporciones, pero de una maravillosa lejanía ideal.
Aludimos al encuentro y á la separación de Don Quijote y don Álvaro Tarfe. En una
venta se conocen uno y otro caballero. Pocas horas duran sus relaciones. Preguntó
Tarfe á Don Quijote:
—¿Adónde bueno camina vuesa merced, señor gentilhombre?
—Á una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural—respondió Don Quijote—.
Y vuesa merced, ¿dónde camina?
—Yo, señor—replicó Tarfe—, voy á Granada, que es mi patria.
Al otro día reanudaron el viaje. Juntos fueron hasta cosa de media legua de la venta.
Quedaba establecida entre los dos corazones una viva corriente de simpatía. «Á obra
de media legua se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba á la aldea de
Don Quijote, y el otro el que había de llevar don Álvaro.» Se abrazaron y cada cual
siguió su diferente camino. Ya Don Quijote iba vencido; sus días estaban contados. Ni
uno ni otro caballero habían de verse más. Nunca Alonso Quijano había de repasar
este camino. El presente minuto—eterno en la historia—que él permanecía en esta
bifurcación del camino, ya no volvería á vivirlo. El sol tenue y dorado de lo alto de las
bardas acababa de desaparecer. Estos minutos, insignificantes al parecer, tienen una

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importancia capital en nuestra vida; dejan una estela de melancolía dulce que no dejan
los clamorosos sucesos. Son unos días pasados junto al mar, ó en una montaña; ó es
una visita rápida que hacemos á una vieja ciudad; ó bien el conocimiento inesperado,
momentáneo y grato de alguien á quien no hemos de volver á ver. Delante de
nosotros se abre el camino de la vida; nos detenemos un instante y luego
proseguimos—inexorablemente—la marcha.

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LEMOS Y CERVANTES

En el artículo anterior aludíamos á las relaciones mediadas entre el conde de Lemos


y Cervantes. ¿Quién era el conde de Lemos? ¿Qué clase de protección dispensó á
Cervantes? Elucidaremos estas cuestiones teniendo á la vista el libro publicado por el
marqués de Rafal sobre don Pedro de Castro. Se titula el libro Un mecenas español del
siglo XVII: el conde de Lemos. El conde de Lemos no pasaba de ser un hombre
mediocre; hoy hubiera sido un excelente parlamentario; diversos ministerios hubiera
desempeñado. «No fué su elevación á los altos puestos que ocupó—nos dice Rafal—
sino consecuencia natural de su posición social y estrecho parentesco con el poderoso
duque de Lerma.» Líneas más arriba acaba de advertirnos el autor de que «nada de
verdaderamente extraordinario ocurre en la persona de nuestro biografiado». Ocupó
Lemos los más altos y pingües cargos de la política; fué presidente del Consejo de
Indias; desempeñó durante seis años el virreinato de Nápoles; presidió más tarde el
Consejo de Italia. Era el virreinato de Nápoles una de las sinecuras más suculentas y
preciadas entonces. Un autor de la época, hablando de este cargo, dice que era «el
mayor y más útil que daba el rey en Europa».
Mostróse Lemos aficionado á las letras. Como empresas suyas referentes á la cultura,
se citan varias. Imprimió á sus expensas La Dragontea, de Lope de Vega; estando en
Nápoles «fundó una Universidad y escuelas, para las que habilitó un magnífico edificio
comenzado en tiempo de su antecesor con destino á caballerizas». Intentó dotar á la
misma ciudad de Nápoles de una biblioteca; mas su designio no llegó á realizarse.
Escribió algunas poesías ligeras. Protegió á poetas y literatos... No cosa de mayor
entidad podemos decir del conde de Lemos. En resolución, para este prócer, como
para otros aristócratas de la época, las letras eran un solaz y un deporte. De cuando en
cuando se gustaba de los versos livianos: se componían en las tertulias poesías de
repente; se amaba las representaciones fastuosas y pintorescas de comedias de amor.
No se sentía el arte tal como hoy un artista puede sentirlo; tal como entonces lo sentía
un Cervantes ó un Góngora. No podía en aquel tiempo dispensar al arte un personaje
como Lemos más atención que la que se presta á un agradable devaneo. No lo
consentía la sensibilidad dominante en aquellas regiones sociales. Incompatible era el
goce estético delicado con el regodeo que se encontraba en las chocarrerías y juegos
de bufones, albardanes y demás sabandijas de los palacios. El mismo Rafal nos cuenta
en su libro un singular solaz que tomaron en cierta ocasión los aristócratas palaciegos.
Rodearon una noche la casa de un bufón estando éste dormido; lo despertaron con
estruendo de arcabuces; lo amedrentaron; lo acongojaron; lleváronlo á una prisión y lo

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pusieron en capilla, simulando que era llegada su última hora... Cuando terminó la
bárbara broma y quisieron indemnizar de sus angustias al cuitado, regalándole una
cadena de oro, el pobre hombre, con un rasgo de altiva dignidad que le colocaba por
encima de sus atropelladores, se negó á recibir el presente.
Una sociedad cuyos más elevados miembros encontraban solaz de tan bárbaros
devaneos no podía sentir el Quijote como hoy lo sentimos nosotros. Ya hemos dicho
en otra ocasión—paradójicamente—que el Quijote no lo ha escrito Cervantes, sino la
posteridad. No podía ser tampoco considerado Cervantes como hoy lo consideramos.
No caigamos en la ilusión espiritual, al juzgar al autor y su obra, de transportar al siglo
XVII el ambiente que ahora rodea á Cervantes y al Quijote. La clase de protección de
Lemos á Cervantes se explica teniendo en cuenta qué es lo que Cervantes era en la
sociedad y en las letras de la décimoséptima centuria. Más abajo volveremos sobre
este punto y veremos cómo, dado el carácter de Lemos y dada la clase de literatura
que producía Cervantes, no pudo ser otra la protección del conde. Ahora examinemos
el asunto referente á la ida á Nápoles.

Fué nombrado Lemos virrey de Nápoles. Podía, desde tan alto cargo, dispensar
amplia y decorosa protección á la gente de letras. Puesto que Lemos se ufanaba de ser
el amparador de poetas y literatos, ésta era la ocasión de demostrarlo cumplidamente.
Figuraos que hoy llegara á la presidencia del Consejo de ministros quien pusiera su
gloria en alentar y auxiliar á cuantos—dignamente—viven de la pluma. Ancho campo
se abriría á su noble afán. Con Lemos solicitaron pasar á Italia numerosos literatos y
poetas. Lo solicitaron, entre otros, Cervantes, Góngora, Cristóbal Suárez de Figueroa.
Había muerto el secretario del conde tiempo atrás. Lemos nombró entonces para este
cargo á Lupercio Leonardo de Argensola. Correría Argensola con el cuidado de
escoger el personal que había de llevar el conde á Nápoles. Á Argensola, y no á
Lemos, debían, pues, dirigirse los pretendientes. Lemos, tan amante de los hombres
de letras, ponía entre su persona y los literatos una barrera. Una barrera constituída por
otro hombre de letras, es decir, por un hombre que podía tener, respecto á rivales y
competidores, sus recelos, sus animadversiones, sus resquemores. ¿Cómo justificar la
conducta de Lemos en este caso, capital, capitalísimo en su vida? ¿Por qué él no se
entendió directamente con los que llamaba sus amigos, sus protegidos? «Todo
quedaba ya—dice Rafal—supeditado á la buena ó mala voluntad de Lupercio.»
Nuestro amado y gran Miguel fué de los que «más» solicitaron el ir á Nápoles. Había
puesto en ello Cervantes una fervorosa ilusión. No pudo conseguirlo. Lo rechazaron los
Argensola. El fracaso de su esperanza produjo á Miguel una honda amargura. Rafal
supone que la conducta de Lemos «debió, no sólo ser correcta, sino cariñosa para
Cervantes». (Entre paréntesis, dilecto marqués: en la frase citada falta un de; pero, sin

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querer, ha salido más exacta tal como está. En efecto, ésa era la obligación del conde
de Lemos para con Cervantes, obligación que Lemos no cumplió.) Pero á seguida de
escribir la frase transcrita, el autor se pregunta: «¿Cómo pudo ello compaginarse,
siendo, en último término, la voluntad del conde la que había de prevalecer sobre la
de sus secretarios?» «No acertamos á dar con la respuesta...»—añade Rafal.
Pero las razones que imagina nuestro historiador para justificar á Lemos, antes nos
confirman la mediocridad de éste que abonan su proceder. El conde—nos dice Rafal—
gustaba de las Academias en que se repentizaba; el amor de Lemos á las letras, como
el de sus congéneres, se manifestaba, como queda dicho, en estas liviandades y
devaneos ridículos. Cervantes no podía hacer brillante papel en tales tertulias; según él
mismo confiesa, era tartamudo; no podía producir una ligera y brillante cháchara. No
era, pues, «á propósito para certámenes como aquellos á que demostró Lemos y sus
consejeros ser aficionados». Dejemos esto. El hecho es que «ni uno solo de los
comentadores de la vida del insigne escritor puntualiza» al hablar de la protección de
Lemos á Cervantes. Como Cervantes hace en distintas partes protestas efusivas de
adhesión y cariño al conde, se viene á sospechar que la tal protección fuera no otra
cosa que una cantidad que periódicamente pasaba Lemos á Miguel. Y con esto
volvemos al punto que arriba dejamos para tratarlo ahora.
El conde de Lemos, gran señor, ocupador de suntuosas posiciones políticas, tuvo en
su vida numerosas ocasiones de favorecer, definitiva y decorosamente, á Cervantes.
Fácilmente pudo darle algún cargo digno; fácilmente pudo hacer que Miguel, ya en la
Administración, ya en la Justicia, ya en cualquier otro de los ramos y engranajes del
Estado, encontrara un decente y duradero acomodo. ¿Por qué no lo hizo así? ¿Por qué
su amparo tomó la forma de una pensión, cuya cuantía ignoramos, y que hoy nos
molesta, nos repugna? ¿Por qué esta manera de limosna y no la otra manera ostensible
y digna de la protección en un cargo lícito y decoroso? No olvidemos que el conde de
Lemos vivía en el siglo XVII, y que sobre eso—ello es importante—era un hombre
mediocre y frívolo. No olvidemos tampoco que Miguel no pasaba de ser un escritor de
obras festivas. Algunos de sus coetáneos le motejaban de ingenio lego; él mismo
sentía la pesadumbre de no ser mas que un romancista, es decir, un escritor en lengua
vulgar. Lo selecto y lo literario entonces, lo verdaderamente intelectual era escribir en
latín sobre especulaciones filosóficas ó políticas; y si no en latín, al menos, urdir en
castellano algún grave y recio infolio de erudición. El Quijote no pasaba de ser un libro
de burlas chocarreras. «¡Cómo!—podría decirnos Lemos—. ¿Os quejáis de mi
protección á Cervantes; la encontráis indecorosa, mezquina, y no reparáis que
Cervantes no es un gran literato, un filósofo, un erudito? ¿Decís que la tal protección
no corresponde ni á la persona ni á la obra? ¡No lo comprendo!»

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Y, en efecto, ni Lemos ni sus contemporáneos lo comprenderían. Pero Lemos,
cuando quería proteger, sabía proteger decorosa y espléndidamente. En el libro del
marqués de Rafal se citan varios casos. Uno es el de los propios Argensolas; á más de
lo consignado, el conde trabajó obstinadamente con la corte pontificia para que á
Bartolomé le fuera concedida una canonjía. Otro caso es el del jesuíta padre Mendoza,
en rebelión con la Compañía, hombre inquieto y bravío, para quien Lemos, después
de defenderlo y ampararlo largamente, logró un obispado. El tercer caso es el del
padre Arce, bibliotecario del conde, á quien también favoreció Lemos con otro
obispado. Sabía, sí, sabía proteger el conde. Pero, ¡ay, querido Miguel! Tú, ¿quién eras
y qué eras? Tú eras un pobre hombre, lisiado y desdichado; tú no habías compuesto
ningún libro serio; tú no habías sacado de tu cabeza mas que una historia estrafalaria y
risible.

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UNA NOBLE INDIGNACIÓN

Estas líneas no son mas que una apostilla al artículo anterior. Se nos pide que
insistamos—ampliándolo—sobre algún punto expuesto en dicho trabajo. Lo haremos
brevemente. ¿Cómo se compaginan—se dice—las fervorosas protestas de adhesión y
amistad hechas por Cervantes respecto al conde de Lemos y la conducta mezquina,
menguada de éste? Hemos dicho bastante sobre este importante extremo; pero
añadiremos algo más. Es preciso colocarse en la situación de Cervantes. El autor del
Quijote era un hombre pobre, necesitado; toda su vida la había pasado en angustiosas
y trabajosas andanzas. No figuró nunca entre la alta intelectualidad de su patria.
Cuando estuvo en Sevilla, aparte vivió de los aristocráticos, delicados ingenios que allí
había; su amigo y su protector—honremos su memoria—fué un hombre del pueblo: un
mesonero. En Madrid, al publicarse el Quijote, hubo para Cervantes una ventolera de
renombre; pero no nos hagamos ilusiones: aquel renombre no era como este de que
ahora goza Cervantes; aquel renombre era, más que respeto y comprensora
admiración, curiosidad, interés por un escritor que había trazado una historia graciosa,
llena de donairosos disparates. No fué nunca considerado Cervantes, como al presente
es considerado, un erudito ó un publicista consagrado oficialmente, académico, ex
ministro, etc.
Por otra parte, el conde de Lemos no pasaba de ser un hombre mediocre, limitado.
Afectaba ser amigo de los literatos y protegerlos; mas quienes verdaderamente se
llevaban su consideración eran los que en aquellos tiempos eran reputados por los
verdaderos literatos y pensadores: eruditos, teólogos, poetas aristocráticos. Aun
siendo Lemos amigo de Miguel, no podía colocar á éste en su estimación al nivel de
un Argensola, ó de un padre Arce, ó de un padre Mendoza. Le quería, sí; mas en su
afecto hacia Cervantes debió de haber esa corrección, esa urbanidad fría, ese discreto
acercamiento—ó alejamiento—que un gran aristócrata ó un gran político saben poner
entre su persona y la persona de un hombre á quien se debe cierta gratitud, pero con
quien no se cree que debe establecerse una sincera, honda, cordial solidaridad
espiritual. ¿Qué iba á hacer Cervantes? Su situación era sumamente apretada; si no le
pasaba una pensión, regular y periódicamente, el conde de Lemos (cosa que no está
demostrada), por lo menos, debió de hacerle, en ocasiones, algún señalado favor. Era
Lemos la única persona á quien Cervantes podía recurrir. ¿Iba Miguel á perder este
único asidero por adjetivo de más ó de menos en sus dedicatorias? ¿Qué importaba
un superlativo ó una hipérbole? Téngase en cuenta, además, el estilo especial—todo

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encarecimientos—de esa literatura nuncupatoria. Añádase también la generosidad
nativa é inagotable de Miguel...
El conde de Lemos, desempeñador de los más altos cargos de la política, pudo
asegurar decorosa y holgadamente el porvenir de Cervantes. No quiso hacerlo. Hemos
hablado del concepto social que rodeaba al autor del Quijote; ello influyó
eficacísimamente en la clase de relaciones que mediaron entre, Lemos y Miguel. ¿Se
podrá rastrear hoy, todavía, este concepto social de Cervantes? No se olvide que
Cervantes mismo se tenía—y ello le apesadumbraba—por un mero romancista; no se
eche en olvido tampoco el dictado de ingenio lego con que le motejaron algunos
intelectuales de su tiempo. ¿Podremos encontrar todavía en el subtractum español, en
lo hondo de ciertas regiones sociales españolas, este concepto respecto á Cervantes?
Los cervantistas (y, en general, los historiadores literarios) desdeñan la realidad viva;
buceando en el fondo de la realidad española pudieran encontrarse noticias y
pormenores curiosísimos. Las modas, las maneras de decir, las ideas, las modalidades
del sentimiento, de las altas capas sociales caen á lo hondo, poco á poco, y allí
perduran durante mucho tiempo. Giros del castellano clásico, vocablos desaparecidos
hace siglos, los encontramos en la parla de un mercado ó de un horno, en boca de
zabarceras y comadres. Puesto que el concepto Cervantes-ingenio lego ha existido y
ha dominado en la aristocracia intelectual de España, en el siglo XVII y durante
bastantes años, ¿podrá aún encontrarse rastro vivo de este concepto, concepto que no
calificamos porque no hace falta y que ahora se resuelve en gloria de Miguel?
En 1848 un colaborador del Semanario Pintoresco—J. Jiménez Serrano—hizo un
viaje por la Mancha; visitó ese escritor algunos de los parajes por donde anduvo Don
Quijote. Sus impresiones se publicaron en dicha revista. Cuenta Jiménez Serrano que
caminando de Argamasilla al Toboso se encontró á un clérigo que iba también al
mismo pueblo. Trabaron conversación los dos viandantes y el clérigo dijo, entre otras
cosas, al viandante, al enterarse del propósito de éste: «Hace cuarenta años que vivo
en Lugar Nuevo, famosísima patria de Don Quijote, pero nací en el Toboso, donde
pasé al lado de mis padres los primeros años de mi juventud y las vacaciones que nos
daban en la insigne Universidad de Toledo; he visto, por consiguiente, muchos
extranjeros que venían atraídos como usted por la fama de ese Cervantes Saavedra tan
celebrado en Madrid. Movióme entonces la curiosidad de leer El Ingenioso Hidalgo y
no me pareció, con perdón sea dicho, cosa de tanto asombro, pues ni allí hay doctrina
ni hechos; no pasa, en mi pobre juicio, de ser una obra graciosa, escrita por un hombre
chistoso, pero sin carrera».
Léanse y reléanse las últimas frases transcritas; ese es, en 1848, el concepto de
Cervantes que profesaban en 1610 los intelectuales, aristócratas, teólogos y grandes
políticos. El Quijote es una obra graciosa, escrita por un hombre chistoso; no hay en

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ese libro doctrina. Su autor es un hombre sin carrera. ¿Cómo había de dispensarle
Lemos la misma protección que á un Mendoza ó á un Arce? Dos años antes de que el
clérigo de Argamasilla expresara el juicio copiado, en 1846, un escritor había dado la
nota exacta al hablar de las relaciones mediadas entre el conde y Miguel. Aludimos á
Pablo Piferrer, agudo crítico y elegante poeta. En su libro Clásicos españoles, Piferrer
escribe, tratando del desamparo de Cervantes: «Sólo el conde de Lemos, don Pedro
Fernández de Castro, aquel protector de los hermanos Argensolas, le hizo alguna
merced, que, si bien muy digna de eterna loa, no debió de ser tan grande como
pudiera deducirse de las expresiones que su ánimo tan bueno y agradecido dictaba á
Cervantes.» «Mejor es verle así dechado de generosidad y dulzura—añade el autor—;
mas siendo un tanto más sobrio en los elogios ajenos, fiando su propia defensa y la
crítica de los demás á su noble sátira, quizá el temor le hubiera granjeado las
consideraciones que se negaron tan villanamente á la indulgencia.» «Aquí sólo la
indignación mueve mi pluma—agrega Piferrer—; ni puedo leer con calma que los
mismos Argensolas anduviesen regateando el favor del conde y dándose apariencias
de patronos con aquel anciano en cuya abierta frente resplandecía la bondad más
pura. ¿Acaso todos los versos juntos de aquellos poetas son en la sola poesía lo que
cualquier capítulo del Quijote en toda la literatura?»
Aquí sólo la indignación mueve mi pluma—dice Piferrer—. Acompañemos en su
noble indignación al querido y delicado poeta de la Canción de la primavera.

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HEINE Y CERVANTES

Una excelente revista—Hispania—que, en lengua castellana, aparece en Londres, ha


publicado, no hace mucho, el estudio de Heine sobre el Quijote. La traducción la ha
hecho un distinguido escritor americano: D. S. Restrepo. Lo traducido ahora, estaba ya
traducido en España; ignoramos si el señor Restrepo tenía conocimiento de esta
traducción. Aludimos á la publicada en la Revista Contemporánea correspondiente al
30 de Septiembre de 1877. El autor de esta traducción es el delicado poeta Augusto
Ferrán. En 1837 Enrique Heine escribió un prólogo para una traducción alemana del
Quijote; «escrito en París durante el Carnaval de 1837», dice la fecha de esas páginas
del poeta; no es baladí consignar ese detalle, al parecer nimio, pero interesante, de las
circunstancias—algunas circunstancias, desde luego—en que Heine meditó y redactó
su proemio á la gran novela. Los traductores españoles lo han desdeñado: Larra—que
veía trágicamente el Carnaval—hubiera tenido muy en cuenta este significativo
pormenor; significativo tratándose de un libro también cómico en la apariencia, pero
asimismo trágico en el fondo.
La edición del Quijote con proemio de Heine se publicó en Stuttgart el año citado
más arriba. No conocemos el original alemán de la obra del poeta; la hemos leído en
una edición francesa; incluída va en el volumen que figura en las Obras completas de
Heine con el título de De tout un peu; hizo esa edición Michel Levy, y la tirada que
tenemos á la vista es de 1867. Algo importante encontramos en la advertencia que el
editor pone al frente del volumen citado. Hablando del estudio de Heine sobre el
Quijote se dice lo siguiente: «Heine se ha mostrado severo, en su correspondencia,
con su Introducción al Quijote, que fué publicada en 1837 y que nosotros hemos
incluído entre sus fragmentos de crítica literaria. El lector seguramente no participará
sino á medias de ese juicio del poeta sobre uno de esos escritos; juicio que hubiera
sido menos duro, probablemente, si no se hubiera tratado en este caso de consolar á
su editor ordinario de Hamburgo de haberle visto á él, Heine, aceptar para este trabajo
los ofrecimientos de otro editor de la Alemania meridional.» Pequeño, pero curioso
problema de psicología literaria es éste; ante todo, ni enteramente ni á medias—como
dicen los editores parisienses—aceptamos el juicio de Heine sobre su trabajo
cervantista; luego habría que ver los pasajes de las cartas de Heine en que este habla
del asunto; finalmente, es verosímil, aunque parezca extraño, el motivo que se alega

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para la autodepreciación citada. Dejemos simplemente consignadas estas
observaciones.
No solamente no aceptamos á medias el juicio de Heine, sino que, lejos de ello,
tenemos las páginas escritas por el poeta acerca del Quijote como lo más bello,
fundamental y sentido que jamás se haya escrito. Siendo el Quijote una obra universal,
no es mucho lo que de un modo original y emocionador se ha dicho del gran libro.
¿Cuántos son los grandes espíritus que han hablado del Quijote? Estudios largos,
detenidos, podemos contar muy pocos; incidentalmente han hablado del Quijote
elevados ingenios de todos los países; son alusiones, indicaciones rápidas, frases
sueltas, no otra cosa. Así han hablado Rousseau, La Fontaine, Víctor Hugo,
Tourgueneff, Flaubert (éste, cuatro líneas, dedicadas á Sancho Panza, en su brevísimo
estudio sobre Rabelais). «Mil veces—ha escrito Clarín en sus Notas sueltas sobre el
Quijote—, mil veces, leyendo á mis filósofos, sabios, poetas y novelistas favoritos, de
extrañas tierras, he pensado: ¡Qué lástima que este espíritu no hubiese penetrado y
recordado bien el de Cervantes! La cita del Quijote estaba muchas veces indicada... y
no venía. En Carlyle, en Renán, por ejemplo, ¡cuántas veces la asociación de ideas
llamaba al ingenioso hidalgo... y no venía!»
En las páginas de Heine se contienen muchos de los más importantes puntos de
vista que modernamente se habían de adoptar respecto á la novela de Cervantes.
Algunas de estas ideas, si no han sido originales de Heine, al menos, la fuerza, la
plasticidad, la emoción del poeta las ha dado relieve extraordinario y las ha lanzado,
desde la penumbra, á plena y viva luz. No es inútil advertir que al hablar de tales
puntos de vista no nos referimos á triquiñuelas, fruslerías y minucias de erudición; de lo
que aquí se trata es de la interpretación psicológica, ideal, sentimental del Quijote,
cosa de que nuestros eruditos no tienen idea, ó á la cual conceden un valor muy
secundario. Indicaremos algunas de estas ideas que á Heine se deben; hoy las
opiniones del poeta se han convertido ya en tópicos corrientes.
Hablando el poeta de la impresión que causaba en él la lectura del Quijote, escribe:
«Despreciábamos el bajo populacho que atacaba cobardemente al héroe á estacazos;
pero mucho mayor era nuestro desprecio para el alto populacho que, vestido con
trajes de seda, hablando escogido lenguaje y adornado con un título ducal, se mofaba
de un hombre que le sobrepujaba en nobleza y en ingenio». (Todavía al presente se
elogia la caballerosidad y la cortesía de los duques con Don Quijote. Hay
comentaristas para todo.) El poeta ha hecho resaltar también las diversas impresiones
que, según la edad—es decir, según la evolución de la sensibilidad á través de los
años—, va produciendo la novela en los lectores. «Cada lustro de mi vida—escribe
Heine—he releído Don Quijote con impresiones alternativamente diferentes.» El
poeta, en un momento determinado de su vida, creía que lo ridículo del quijotismo

16
procedía de querer introducir en la vida, en contradicción con la realidad presente, un
pasado desaparecido definitivamente. (En el Quijote, el pasado legendario y heroico.)
«¡Ay!—exclama Heine—; yo he aprendido después que es una tan amarga locura el
querer introducir demasiado pronto el porvenir en el presente, cuando, en un combate
análogo contra los rudos intereses del día, no se posee sino un caballejo, una débil
armadura y un cuerpo no menos frágil.» (Pensamiento profundo; pensamiento en que
se revela la analogía entre Heine y el Quijote; no decimos Don Quijote porque
queremos comprender en la comparación tanto al caballero como á su edecán. Heine
osciló siempre, trágicamente, entre la añoranza del pasado y el anhelo de lo porvenir.
Este conflicto íntimo—que se da en muchos espíritus—es lo que marca la característica
del poeta y determina su romanticismo especial. Léase á este propósito el estudio
dedicado á Heine por el original pensador francés Jules de Gaultier; estudio publicado
primitivamente en la Revue des Idées y recogido después, según creemos, en alguno
de los últimos libros del autor.)
Cervantes—prosigue Heine—era un hombre de una intuición profunda; calaba en el
fondo de las gentes que le rodeaban. Sin quererlo él, su superioridad resaltaba por
encima de sus coetáneos, de las personas á quienes trataba, con quienes convivía.
«¿Qué de extraño tiene que Cervantes se haya enajenado así muchas simpatías y que
en su carrera terrestre no haya encontrado sino mediocres apoyos?» «Cervantes amaba
la música, las flores y las mujeres»—escribe poco más lejos Heine, románticamente.
(Pasemos sobre esta indicación del poeta; es posible que Cervantes amara las flores;
es posible que, como el Greco, amara la música... Pero todo esto es escenografía del
poeta.) En las novelas precervantinas, en los primitivos libros de caballerías, todo
estaba idealizado, alambicado, y la cotidiana realidad no parecía por ninguna parte.
«En ningún lado, rastro de pueblo.» Cervantes destruye el viejo y artificioso idealismo y
funda otro nuevo basado en la realidad. «Así proceden siempre los grandes poetas; al
mismo tiempo que destruyen lo que es viejo, fundan algo que es nuevo; no niegan
jamás sin afirmar á la par alguna cosa.» «Cervantes crea la novela moderna al introducir
en la novela caballeresca la descripción fiel de las clases inferiores, al mezclar en ella la
vida popular.»
Cervantes y Goethe se asemejan. Goethe recuerda á Cervantes hasta en las
particularidades del estilo, en «esa prosa fácil, coloreada de la más dulce y más
inocente ironía». (Sí; dulce é inocente... cuando es inocente y dulce. Dulce é inocente
en un sentido superior, elevado: en el sentido de la inefable indulgencia, de la
suprema comprensión de las cosas que se desprende de la obra de Cervantes como
de la de Goethe.) «Cervantes y Goethe se parecen aun por sus defectos, por la
prolijidad de sus discursos, por esos largos períodos que encontramos frecuentemente
en ellos, comparables á un cortejo de gentes regias.» No se encuentra á menudo en

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tales períodos sino un solo pensamiento, grave, lento; pero «esa sola idea es siempre
trascendental, considerable; es como el soberano de esa cohorte».
No queremos apuntar los demás puntos de vista del trabajo de Heine. Popularísimos
han llegado á ser todos; salidos de la pluma del poeta, se han desparramado por el
mundo, y hoy, acá y allá, de cuando en cuando, los tropezamos, manoseados,
viejecitos, valetudinarios, sin el brío y el fuego que les prestara el poeta, en artículos
periodísticos y peroratas académicas. Agradezcamos al gran poeta (hoy perseguido en
su patria, donde no tiene un solo busto); agradezcamos al poeta estas maravillosas
páginas que él, sobre el más alto libro tragicómico, escribió en 1837, durante el
Carnaval, la época—¡oh, Larra!—tragicómica del año.

II

Quedamos anteriormente en que Enrique Heine ha sido quien primero ha visto y


sentido—y, por lo tanto, interpretado—de una manera verdaderamente moderna la
obra capital de Cervantes. Ha visto y sentido así Heine el Quijote: Primero, porque ya
se había inaugurado la revolución romántica; es decir, porque ya se había introducido
en el arte el elemento personal, lo subjetivo (en ello se estaba en 1837), y, por lo tanto,
en la novela, el drama, el poema, etc., podía verse el reflejo del propio yo, ó podía
poner el artista el propio yo. El romanticismo ha renovado la crítica y la manera de
sentir el pasado; recuérdese, caso análogo al del Quijote, lo ocurrido con Calderón y
cómo, por los críticos alemanes, compatriotas de Heine, han sido vistos La vida es
sueño, El mágico prodigioso, La devoción de la Cruz. Segundo, Heine vió el Quijote
como lo vió por la afinidad suya moral con el libro de Cervantes; ó sea porque su
conflicto interior era análogo al conflicto expuesto en la gran novela. El mismo
Cervantes sentía su afinidad con Don Quijote. Un hispanista italiano, en un libro
recientísimo dedicado á Cervantes (Cervantes, por Paolo Savi López.—Nápoles, 1913),
habla de este oscuro senso d’affinità morale que une al autor con su creación, y en esa
afinidad secreta juzga che sta appunto il più delicato fascino del libro.
En la traducción del trabajo de Heine, motivo de estas líneas—la hecha por
Hispania—, el traductor ha suprimido las últimas páginas del ensayo del poeta.
Reputamos por desafortunada tal supresión. Á las ilustraciones del Quijote se refiere
Heine en esas páginas. ¿Cómo han visto los pintores y dibujantes Don Quijote? ¿Qué
pintores han sido los que han interpretado la genial figura? ¿Por qué hasta ahora—es
decir, hasta 1837—no se ha sabido interpretar ese personaje? Tales son las cuestiones
que plantea brevemente Heine. De Hamlet ha dicho un crítico que «hay tantos
Hamlets como melancolías». Muchos Quijotes existen, pintados y esculpidos por
diversos pintores y escultores; rara vez se llegó en esas obras á la expresión feliz; cada

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artista, en cada país, imagina y traza la figura del hidalgo manchego de distinta
manera. La edición á que ponía prólogo Heine, por ejemplo, iba ilustrada por Tony
Johannot. (También existe una edición española que lleva las mismas ilustraciones.)
Los dibujos de Johannot, como los de Doré, pecan de fantásticos, idealizadores en
demasía. Ese prurito de alambicamiento y sutilidad fantasmagórica, de que alardean
los dos citados dibujantes franceses, se da también en otro compatriota suyo;
aludimos á Celestín Nanteuil y á las litografías del Quijote hechas por él y estampadas
en Madrid—por «J. J. Martínez, Desengaño, 10».—(Nanteuil puso también algunas
ilustraciones á L’Espagne, de Cuendias y Fereal, luego traducida al castellano é
ilustrada con los mismos dibujos. La edición francesa es de 1848.)
Heine menciona en su trabajo, entre otras interpretaciones, «algunos bocetos de
Decamps, el más original de los pintores franceses vivos». No nos detendremos en ver
si Decamps era, en 1837, el más original de los pintores franceses. Desconocemos sus
pinturas sobre el Quijote. Heine, cuando escribía, no podía hablar de otro vigoroso y
singularísimo intérprete del inmortal caballero. Hasta bastantes años después
Honorato Daumier no pintó sus cuadros dedicados al Quijote. Un poderoso y secreto
atractivo lleva á los grandes artistas infortunados hacia el libro de Cervantes. La vida de
Daumier tiene mucho de trágica; artista de un recio nervio, de una vigorosa
originalidad, satírico violento y elocuente. Daumier trabajó infatigablemente, vivió
luchando con la pobreza, gozó de una cierta notoriedad superficial, y sólo en nuestros
días, al cabo de cuarenta ó cincuenta años, es cuando comienza á amársele y á
admirársele cordial y reflexivamente. En 1878, ya viejo y ciego Daumier, se celebró una
exposición de sus obras con objeto de allegarle recursos; en esa exposición figuraron
los cuadros sobre el Quijote. En el Daumier, de León Rosenthal, se dedican unas
páginas á hablar de esas obras y se reproduce una de ellas. Hay en ese cuadro, en su
cielo anubarrado y lóbrego, en la lejanía de montañas yermas, en las figuras de Don
Quijote y de Sancho, una sensación de misterio y de tragedia. El ambiente podrá ser ó
no español; pero de él se desprende un agudo sentido de la gran novela. Á grandes
rasgos, nerviosamente, con tosquedad genial, á la manera de Goya, el pintor ha
arrojado sobre la tela las figuras de Don Quijote y Sancho Panza. «Decamps, antes que
Daumier—se lee en el libro citado—, ha tratado los mismos temas, y ciertamente lo ha
hecho con acierto. Pero por divertidas que sean sus narraciones, ¡cómo el relato
aparece mezquino y recargado y cómo el artificio es mediocre, comparados con la
epopeya incorrecta de Daumier!» (Hagamos observar entre paréntesis, ya que hemos
nombrado á Goya, la afinidad que existe entre el pintor francés y el aragonés; afinidad
no sólo de manera y tendencia, sino también física. Maravilla la semejanza entre la
fisonomía de Goya, viejo, y Daumier, viejo, en 1878. Champfleury, citado por otro
crítico de Daumier—Raymond Escholier, en el libro dedicado al gran pintor—, escribe:
«Daumier y Goya no se asemejan sólo por el fuego interior; me sorprenden ciertas

19
analogías fisionómicas. Una apariencia burguesa á primera vista; ojillos interrogadores,
y, sobre todo, un labio superior de una amplitud particular en los dos maestros»...
Escholier, el autor de este libro, escribe también, hablando del cervantismo de
Daumier: «Frecuentemente, sus lecturas, su La Fontaine, su Cervantes, sobre todo, le
arrastran á un mundo irreal. Á través de la Mancha resecada, en el azul país del
ensueño, Daumier va siguiendo, según su fantasía, al caballero de la Triste Figura y á
su honrado Sancho Panza»).
Son raros los pintores que han interpretado originalmente el Quijote. Heine aventura
una explicación de este hecho. «¿Será acaso—pregunta—que detrás de las figuras que
el poeta hace pasar por delante de nosotros hay ideas más profundas que el artista
plástico no puede expresar, de tal suerte profundas que el artista no podría coger y
reproducir de ellas sino la apariencia exterior, aun siendo muy saliente esa apariencia,
pero no su más hondo sentido?» Es posible que eso sea lo verosímil—según añade el
mismo Heine—; pero lo que se nota examinando las pinturas consagradas á Don
Quijote es un hecho curioso. En 1837, cuando escribía Heine, ó mejor, treinta ó
cuarenta años antes, podría haber un paralelismo entre la representación crítica del
Quijote y su representación gráfica. Á últimos del siglo XVIII, por ejemplo, las láminas
de la edición de la Academia concuerdan exactamente con la manera como los
eruditos ven y explican la obra de Cervantes. Unos y otros veían el gran libro de un
modo externo, árido, sin cordialidad, sin humanidad, sin lejanías ideales.
Pero el tiempo ha ido pasando; á partir de Heine se inicia la interpretación
psicológica del Quijote; vemos y sentimos hoy la gran novela desde un punto de vista
que no es el formalista de los eruditos. (No hay que decir que estas interpretaciones
formalistas subsisten; pero son, ó secundarias, como trabajo auxiliador, ó de ninguna
importancia.) Y mientras la interpretación literaria ha evolucionado, la gráfica ha
quedado estacionada. Basta ver, para notar este fenómeno, los cuadros cervantistas de
algunos de nuestros pintores. La representación gráfica, pictórica, por ejemplo, sólo ve
en el Quijote los resultados, los hechos, en tanto que la literaria, la psicológica se
atiene al proceso que da por resultado ese hecho. Se objetará que tal diferencia radica
en la índole diversa de uno y otro arte; pero pintura existe (y ahora estamos pensando
en los dos cuadritos de la Villa Médicis, de Velázquez) que expresa sola y únicamente,
no un resultado, sino un estado espiritual—melancolía, idealidad—que se refleja en el
ambiente, en el paisaje, en una casa, en una simple y desnuda pared. ¿Por qué los
pintores del Quijote no han tratado de expresar esos estados espirituales en conexión
con Alonso Quijano, con sus tristezas, sus anhelos, sus ansias? ¿Por qué, lejos de esto,
se han limitado á las aventuras ruidosas y llamativas, á los actos notorios, á los
resultados? Don Quijote, en uno de esos momentos de desesperanza, de tristeza; en
uno de esos instantes—frente á la desolada llanura gris—en que parece dudar de sí

20
mismo y de su noble empresa, cansado, agobiado, dice más á nuestra sensibilidad
moderna que el mismo caballero alanceando unos molinos ó recibiendo el irónico
homenaje de unos zafios é inhumanos duques...

21
UNA CASA DE MADRID

Estamos en 1848. Es presidente del Consejo don Ramón María Narváez; antes lo ha
sido el señor García Goyena; antes, el señor Pacheco; antes, el señor Martínez Irujo;
antes, el señor Istúriz; antes, otra vez el señor Narváez... Paseando por las calles de
Madrid hemos llegado á la casa de una familia amiga; viven nuestros amigos en el
número 10 de la calle de la Luna. La vivienda es modesta; modestos son sus
moradores; subamos un momento á charlar con ellos. Son éstos un anciano—el
abuelo—, un matrimonio y un niño—el nieto. Tiene ocho años ahora el chico; es
vivaracho, despierto, curioso, revolvedor. Anda y devanea por todas las estancias de la
casa; se sube á los muebles; coge los diversos trebejos y cachivaches; enreda con las
figurinas que reposan sobre las consolas. La casa no es muy espaciosa. Examinémosla.
Consta de un recibimiento obscuro, de una sala, de un despachito, de un comedor, de
varias alhanías ó alcobas. La sala—pieza principal de la vivienda—está pintada al
temple; una consola de caoba se yergue junto á una de las paredes; sobre ella,
simétricamente colocados, aparecen dos floreros hechos con diminutas conchas, y
entre ellos se levanta, bajo un fanal, la figura de un templario—nada menos que un
templario—, con su larga capa blanca y su cruz de Malta. Floreros y templario se
reflejan límpidamente en un ancho alinde colocado sobre la consola. Al cuerpo ofrecen
descanso un sofá y ocho sillas de enea, blancas, con vivos y dibujos en negro. De las
paredes penden diez ó doce cuadros: litografías amarillentas, litografías hechas en
Lyon ó en Málaga, que representan las aventuras de Lavalliere ó las tristes gestas de
Chactas.
Junto á la sala hay un reducido gabinete; está separado de ésta por unas mamparas
con las cortinillas de seda roja. Cuatro sillas y una cómoda componen el menaje del
gabinete. Sobre la cómoda, otro gran cuadro: una imagen, grabada en cobre, del
Cristo de los Guardias de Corps. El anciano que vive en la casa guarda
cuidadosamente en la cómoda su ropa blanca. Dos artefactos hay también en la
estancia que sirven útilmente á este provecto morador de la vivienda. Fijaos bien: uno
es un molde de madera, á modo de cabeza humana, en que el anciano coloca todas
las noches, antes de acostarse, su peluca; otro es un pequeño garfio ó colgadero en
que pone su reloj: un reloj por el cual este hombre ha regulado toda su vida, un reloj
que ha contado durante sesenta años sus alegrías y sus tristezas, un reloj que el día
que este anciano—su fiel compañero—expire continuará marchando, marchando con
su tic-tac impasible, inexorable.

22
El comedor de la casa no tiene nada de notable. La luz la recibe por un balcón que
da á un patio. Un sofá, un péndulo en su caja y una mesa cubierta de hule (sobre cuyo
hule es de suponer que se extenderá un mantel á las horas del yantar) son todos los
muebles de esta pieza. No es menos modesto el despacho del anciano, que ya
conocemos. Hay en él un bargueño con diminutos cajones, una escribanía de bronce y
un cacharrito de porcelana lleno de obleas. El niño que anda por la casa, muchas veces
entra en este despacho, abre y cierra los cajoncitos del escritorio, vuelca las obleas,
desparrama los papeles que estaban cuidadosamente aperdigados. Cuando ha dado
sus lecciones, ha paseado por las calles y ha devaneado por la casa, este niño ha
cumplido—por ahora—su misión sobre la tierra. Á la noche entra en su alcoba y se
acuesta en una camita con barandilla; la barandilla es para que el pequeño durmiente
no caiga al suelo en su dormir inquieto. «Porque, según parece—escribirá este niño
muchos años después—, hasta durmiendo era yo revoltoso.»
Todo está limpio en la casa. La modestia no empece ni la pulcritud ni el orden. En
este año de 1848 (presidente del Consejo don Ramón María Narváez; antes, García
Goyena; antes, Pacheco; antes, Martínez Irujo, etc.); en este mismo año de 1848, un
desaforado romántico, un amigo de Larra y de Espronceda, don Jacinto de Salas y
Quiroga, acaba de publicar una novela; se titula El Dios del siglo, y ha sido estampada
en la imprenta de don José María Alonso, Salón del Prado, número 8. En el capítulo III
de esta novela el autor nos describe minuciosamente una casa, situada «en la calle de
Fuencarral, no lejos de la Red de San Luis». Salas y Quiroga hace su poco de filosofía á
propósito de esta casa. «En la coronada villa, capital de España, especialmente, donde
todavía no ha cundido el amor á las comodidades, y en donde se confunde el lujo con
la decencia, nada hay que dé más cabal idea de las cabezas de familia ó de las
señoras, que son las que más parte tienen, por lo regular, en estos arreglos, que la
elección de casa.»
«Viven—añade el autor—en las tertulias, en los paseos, en las tiendas, y la casa les
importa poco. Carecen de decoro doméstico, defecto tan vulgar en España, y ni
respetan á los demás ni se respetan á sí mismos.» Salas pasa luego á describir la casa,
y lo hace tan minuciosamente como nosotros hemos descrito otra. ¿Por qué la casa
número 10 de la calle de la Luna nos ha recordado esta otra casa situada cerca de ella,
en la calle de Fuencarral, y descrita por un novelista en el mismo año de 1848?
Seguramente porque en esta vivienda pintada por nosotros resplandecía ese decoro
doméstico de que, con frase exacta, habla el amigo de Larra y de Espronceda. Decoro
en la limpieza, en el menaje, en las idas y venidas y en el gesto de sus moradores—
gente discreta—, en la solicitud y escrupulosidad con que educan á este niño avispado
y nervioso.

23
Este niño se llama Julio Nombela. Setenta años más tarde, al escribir los cuatro
compactos volúmenes de sus Memorias—tituladas Impresiones y recuerdos—, este
hombre había de comenzar evocando el recuerdo de la casa en que transcurrió su
niñez. Con amor, con viva emoción, la casa en que viviera aquellos lejanos años ha
sido descrita en estas páginas. La vida de este hombre ha sido larga y varia. Ha
conocido á Rodríguez Rubí y ha visto pintar á Federico de Madrazo; ha escuchado
discursos políticos de González Bravo y conferencias económicas de don Luis María
Pastor; ha sentido la emoción de lo trágico viendo representar La carcajada á don José
Valero; aplaudió á don Manuel Catalina y á García Luna; se mezcló en las guerras
civiles; fué secretario de don Carlos; puso su firma en el acta de reconocimiento de la
legalidad por parte de Cabrera; en París trató á Aüer y á Janín; escuchó esas viejas
óperas que se llaman Poliutto, Linda di Chamounix, La muta di Portici; escribió en los
periódicos; anduvo por las provincias... Una impresión de vida laboriosa, humilde,
callada se desprende de estos volúmenes; acaso contribuya mucho á ello el estilo—
sencillo, minucioso—en que estas Memorias están escritas. La mejor definición que
podemos dar de las Impresiones y recuerdos de don Julio Nombela es decir que nos
parecen el complemento obligado de las comedias de Bretón y de los cuadros de
Mesonero.
Larga ha sido la vida de este infatigable y honrado obrero intelectual; muchos más
años le deseamos cordialmente que viva todavía. Toda suerte de incidentes y
acaecimientos han llenado esa existencia. Pero seguramente cuando don Julio
Nombela vuelva la vista á lo pretérito, no verá ni sentirá como lo capital sus andanzas
en París, ni su firma—ya histórica—puesta en el acta de Cabrera, ni su estrecha amistad
con este general, ni sus servicios á don Carlos. No; seguramente lo que entre lo
pasado destacará será el recuerdo de aquella modesta casa de la calle de la Luna, en
que él dormía, siendo niño, en una camita con barandilla; en la que había una consola
con la figura de un templario. Ocurría esto en 1848. Era entonces presidente del
Consejo don Ramón María Narváez; antes lo había sido el señor García Goyena; antes,
el señor Pacheco; antes, el señor Martínez Irujo; antes, el señor Istúriz...

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EL RETRATO DE CERVANTES

¿En qué estado se encuentra la cuestión relativa al retrato—supuesto—de


Cervantes? Recordará el lector que hace algún tiempo se descubrió un retrato de
Cervantes. Adquiriólo la Academia Española. Se publicaron respecto á él
propugnaciones é impugnaciones. Hubo entusiasmo lírico y efusivo. Entre los que—
cautamente—recelaron de la autenticidad del retrato se contó don Juan Pérez de
Guzmán; los artículos impugnativos publicados por este erudito en La Época causaron
indignación entre los cervantistas defensores de la efigie encontrada. ¿En qué estado
se encuentra esta cuestión? El señor Pérez de Guzmán no ha publicado el extenso
trabajo que anunciara (del cual sus artículos eran simplemente el prólogo); los
defensores del retrato, ante tal silencio, no han dado tampoco á luz los datos que
tenían preparados para combatir el estudio anunciado. Y el discutido retrato de
Cervantes se halla, según creemos, en la Academia Española... que tampoco se atreve
á decir nada.

El señor Foulché-Delbosc es un eminente amador de la literatura española. Dirige la


Revue Hispanique. Le estiman y admiran cuantos entre nosotros, sinceramente, sin
espíritu de bandería (que tantos estragos hace entre los eruditos), se dedican á las
investigaciones literarias. Su caudal de erudición española representa una cantidad
formidable de perseverancia y de trabajo. Y lo que es más raro tratándose de eruditos,
gente gregaria y anodina; lo que es más raro, lo que hace de este hispanista un
hombre aparte: Foulché-Delbosc tiene independencia mental, originalidad, juicio
propio, rebeldía á la noción secular y recibida. Decimos todo esto—que no huelga
tratándose, no del público de los profesionales, sino del gran público—para que se
tome en cuenta, en lo que vamos á exponer, el prestigio y la autoridad de quien habla.
Foulché-Delbosc ha publicado un breve trabajo sobre el supuesto retrato de
Cervantes. Dado á luz primeramente en la Revue Hispanique, se ha hecho después de
tal estudio una reducidísima tirada. Á la buena amistad del autor debemos un
ejemplar.
El retrato descubierto se atribuye á Juan de Jáuregui. En el prólogo de las Novelas
ejemplares, Cervantes dice que si algún amigo quisiera poner un grabado suyo—de
Cervantes—al frente del libro, «le diera mi retrato el famoso Juan de Xauregui». De
estas palabras se ha deducido que existía un retrato de Cervantes pintado por
Jáuregui. Mas la deducción es un poco precipitada. ¿Quiere decir Cervantes que el

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retrato ha sido ya hecho y que si un amigo quisiera grabarlo se lo podría dar su autor?
¿Quiere decir, por el contrario, que si ese tal amigo quisiera hacer un grabado,
Jáuregui, el pintor, podría hacer un retrato de donde sacar el grabado? El verdadero
sentido de la frase citada no aparece muy claro. Es éste un pequeño problema, no de
erudición, sino de psicología. Si tuviéramos que inclinarnos á algún lado, nos
inclinaríamos á creer en la segunda interpretación; es decir, en la que considera que el
retrato de Jáuregui no existe, en la que juzga que el pintor, á ser necesario, pudiera
pintar un retrato para los fines que se indican.
Cervantes escribiría el prólogo de las Novelas ejemplares en 1611; el retrato
descubierto lleva la fecha de 1600. ¿Tan peregrino es ese retrato de Jáuregui que
Cervantes se acuerda de él (y se acuerda para determinada finalidad importante) á la
distancia de once años? Once años en la vida de Cervantes eran cosa considerable;
once años de angustias, de estrecheces y de dolorosas privaciones hacen cambiar la
fisonomía de un hombre. Envejece la faz, y la luz de la íntima tristeza asoma—
irreprimible—por los ojos y se marca en todas las líneas del rostro. ¿Quería poner
Cervantes al frente de su nuevo libro un retrato que ya, con los once años
transcurridos, estaba en discordancia con el original? Si en ese mismo prólogo se pinta
el mismo Cervantes como envejecido, ¿de qué manera conciliar este espíritu de
sinceridad—noble espíritu—con el deseo de dar al público una imagen suya inexacta,
ya pasada, sin realidad presente? Otro pequeño problema de psicología es éste—¡oh,
eruditos!—De un lado está la delicada sinceridad de Cervantes; de otro, un prurito de
petulancia y rejuvenecimiento.
Observando el supuesto retrato se notan en él algunas repintaciones.
Importantísimos son esos retoques y desfiguramientos. «Nadie, que yo sepa, los ha
hecho notar»—escribe Foulché-Delbosc. Llegamos á la parte más grave del problema.
Las repintaciones á que aludimos interesan toda la región sincipital anterior. «La
cabeza, antes de ser retocada, tenía una frente de una mediana altura; el antiguo límite
del cabello es netamente visible, y el original no adolecía de ningún comienzo de
calvicie. Y Cervantes tenía una frente lisa y desembarazada. Hay aquí, pues, una
discordancia que, á mi juicio, es una nueva prueba de inautenticidad.» (¿No habrá
también—añadimos nosotros—repintación en esos bigotes del retrato, bigotes recios,
gruesos, pero hechos infantilmente, ingenuamente, para acomodarlos á los bigotes
grandes de que habla el propio Cervantes en el prólogo á las Novelas?) Ante tan
extraño hecho surge vehementemente la duda. La duda hace que imaginemos una
hipótesis. El retrato descubierto pudo ser arreglado y repintado en el siglo XVIII sobre
otro retrato antiguo. Indudablemente, alguien quiso hacer pasar por de Cervantes ese
retrato. Recordemos el ambiente que en esa época se formó—á manera de un
renacimiento, de una reivindicación—en torno de Cervantes. Comenzó en esa época el

26
verdadero amor al gran novelista. ¿Por qué ha de ser absurda la hipótesis indicada? No
se encontraba retrato auténtico de Cervantes; en el prólogo de las Novelas ejemplares
se daban minuciosos detalles de la fisonomía de Cervantes. Surgió en algún cerebro la
idea de crear una efigie auténtica del autor del Quijote. Á mano tenía un retrato
parecido; era sólo cuestión de desfigurarlo con hábiles retoques...
En 1600, fecha del retrato aludido, Jáuregui tendría—según los documentos
encontrados—unos diez y seis años. No es una maravilla la pintura; no pasa de ser un
retrato mediocre. Pero ¿hasta qué punto es verosímil que Jáuregui, á esa edad, hiciera
ese retrato? Y aparte de esto, ¿hasta dónde es verosímil también que Cervantes, á la
distancia de once años, sintiera la añoranza de una pintura, no obrada por la mano de
un gran maestro, sino mediocre, hecha por un mozo inexperto? Aquí se impone el
examen atento, detenido, escrupuloso, de la inscripción que la pintura lleva. La fecha
es de 1600. «La fecha de 1600, tan extraña hoy que sabemos que Jáuregui nació en
Noviembre de 1583, se explica fácilmente si recordamos que hasta 1899 se creía que
el pintor-poeta había nacido en 1570 ó hacia ese año.» El desconocido que en el siglo
XVIII—ó cuando fuere—simuló el retrato de Cervantes, puso bien la fecha, de modo
que, según entonces se creía, el retrato no resultaba una extraña precocidad de un
pintor adolescente.
Se impone—en conclusión—un examen técnico, realizado por técnicos, de las
condiciones materiales del retrato y de las condiciones del rótulo que lleva. Empléense
los reactivos y procedimientos que en estos casos se acostumbra. ¿Se hará así? Mucho
tememos que no. Y, sin embargo, no padecería el prestigio de nadie, ni habría
menoscabo de nada, si se demostrase que esta pintura no es auténtica. Los que la han
propugnado y defendido, ¿qué cosa más noble, laudable y delicada pueden haber
hecho sino desear que, al cabo del tiempo, tras tantas rebuscas é investigaciones,
poseamos una imagen auténtica del más grande de nuestros artistas literarios?

27
UN SENSITIVO

EL MARAVILLOSO SILENCIO.—Nos place imaginar un convento situado en el


declive suave de una loma; arriba está el pinar, rumoroso, bien oliente, desde donde,
cuando sopla el viento, descienden hasta el llano ráfagas perfumadas. Delante se
extiende la llanura inmensa, ondulada á trechos por los oteros y lomazos. La ciudad se
perfila en lontananza, casi en los confines del horizonte. Un río lleva en curvas amplias
su cinta de plata—entre el verde de las huertas—y acá y allá unos enhiestos y
tremulantes pobos mueven blandamente sus hojas al céfiro. Nada se oye en la
campiña. Ningún ruido denota la vida del convento. En el convento hay un patio
central con una galería abierta; destaca en el centro el brocal—labrado—de una
cisterna. El agua de la cisterna es delgada, frígida y cristalina. Cuando el caldero de
cobre sube lleno, desde lo hondo, en el breve cristal se refleja—límpidamente—el azul
del cielo.
Detrás del convento se abre un huerto plantado de frutales y legumbres; algún rosal
muestra sus rosas bermejas ó blancas sobre el obscuro follaje; y un vial de cipreses se
recorta agudamente en el aire limpio y diáfano. Á la noche, desde lo alto, mientras en
el cielo parpadean las eternas luminarias, se columbran, casi imperceptibles, allá abajo
los puntitos de las luces ciudadanas. Ni en el campo ni en el convento interrumpe la
paz augusta un solo ruido. En el convento, los corredores son amplios y claros; la cal
nítida de las paredes reverbera cegadoramente en las horas del mediodía. Las celdas
son chiquitas; desde sus ventanas se atalaya el paisaje. Algún religioso, sentado junto á
la ventana, al levantar la vista del libro, ha visto en la lejanía de un camino una
caravana que se dirigía de una ciudad á otra ciudad; acaso su corazón se ha oprimido
un momento y sus ojos han seguido el tropel hasta que se perdía en el horizonte. Hoy,
al cabo de cuatro siglos, esa ligera opresión la suscitaría tal vez el paso vertiginoso de
un convoy que deja sobre el añil del cielo un trazo negro de humo...
Miguel de Cervantes, que tanto había caminado por el mundo, amaba el silencio.
Cervantes había vivido, durante años, en un reducido piso donde apenas podían
revolverse las personas de su familia. Era en Valladolid. Cervantes ocupaba un angosto
cuartito que se hallaba situado encima de una taberna. Día y noche conturbarían el
silencio de Miguel el tráfago ruidoso, las idas y venidas, las vociferaciones, las riñas, los
cantos de los bebedores. Durante la noche, hasta la madrugada, hasta el alba, Miguel,
acostado en su cama, estaría oyendo, á través del piso delgado, allí cerca de su
cráneo, esas porfiadas, estólidas, soeces, inacabables altercaciones vinarias. Y mientras

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las voces resonaron en la soledad, turbando el sosiego, Miguel ansiaría cada vez más
el silencio: el silencio sedante, el silencio dulce, el silencio que es compañero de los
coloquios interiores del artista. Cuando Cervantes en el Quijote pinta la casa del
caballero del verde gabán, recordad cómo hace notar que en ella reinaba el silencio.
Recordad también cómo adjetiva ese silencio. Maravilloso silencio es—escribe Miguel.
Ese silencio maravilloso es el que reina en este convento, donde mora y tiene sus
soliloquios interiores un poeta.
NO HAY OTRO EN CASTILLA.—Al trazar la etopeya de nuestro poeta, del mismo
modo que necesitamos ver el paisaje, es preciso hablar de sus compañeros. Sus
compañeros, las gentes que han vivido en su mismo ambiente espiritual, unos han
pasado á la historia y son ilustres en la literatura; otros—humildísimos—han quedado
esfumados en el tiempo. La eterna corriente de las cosas se los llevó sin dejar de ellos
mas que un ligero recuerdo. Y, sin embargo, estas figuras tienen un profundo encanto.
Santa Teresa de Jesús ha pintado con rápidos rasguños algunas de estas figuras. Santa
Teresa de Jesús tiene la frase expresiva, plástica y popular. Hablando, por ejemplo, de
su pobreza, escribe: «Aquel día ni una seroja de leña teníamos para asar una sardina».
Santa Teresa de Jesús hace vivir en cuatro líneas las personalidades de Beatriz Óñez y
de fray Antonio. Al Libro de las fundaciones nos referimos. Beatriz Óñez era una mujer
abrumada y angustiada por el dolor; en sus años mozos estaba. Un mal terrible la
atenaceaba. No perdió, con todo, su serenidad. «Jamás por cosa la vieron de diferente
semblante, sino con una alegría modesta»—escribe Teresa. «Un callar sin pesadumbre,
que con tener gran silencio era de manera que no se le podía notar por cosa
particular»—observa también la santa en Beatriz. Y luego añade: «En todas las cosas
era extraño su concierto interior y exteriormente; esto nacía de traer muy presente la
eternidad». La semblanza de fray Antonio la hace Teresa de Jesús en dos líneas: fray
Antonio se le presentó pobre y humilde. No tenía nada. «Sólo de relojes iba proveído,
que llevaba cinco.» «Que me cayó en harta gracia»—añade Teresa. Este frailecito
llevaba nada menos que cinco relojes, «para tener las horas concertadas». Ese
frailecito, con sus cinco relojes, se nos aparece como obsesionado por el tiempo que
pasa, por el tiempo suave é inexorable, por el tiempo que todo lo trae y todo se lo
lleva.
Nuestro poeta es un hombre chiquito; tiene la cabeza pequeña, redondita, y en ella
destacan unos ojos luminosos y una boca de labios delgados. Su retrato da la
impresión de una sensibilidad hiperestesiada. Es nuestro poeta uno de esos hombres
tímidos y fogosos á la vez, uno de esos temperamentos silenciosos y delicados que
vibran fuertemente á los contactos del mundo exterior. No hay otro como él en
Castilla. «Es un hombre celestial y divino—escribe de él Teresa de Jesús en una de sus
cartas—. No he hallado en toda Castilla otro como él.» Otros poetas, como Garcilaso,

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han sido refinados y cultos; en sus versos han puesto la quinta esencia italiana; sus
conceptos amatorios han ido entremezclados de breves paisajes. Fray Luis de León ha
sido fogoso é impetuoso; tiene el ardimiento y la elocuencia de un pagano; á veces—
como en la primera Oda á Nuestra Señora—llega á lo trágico en la expresión de sus
dolores íntimos y de sus desesperanzas. Nuestro poeta, San Juan de la Cruz—de cuyo
Cántico espiritual acaba de publicarse una nueva edición—; San Juan de la Cruz es
mórbido, delicado, sensitivo. Ningún poeta castellano nos ofrece esta muestra de frágil
morbidez. Entre la penumbra de los símbolos, el espíritu del poeta ondula, tiembla,
gime, canta como un niño ó como una delicada mujer. Hay momentos en que el lector
de estos breves poemas permanece absorto, indeciso, desorientado, sin acertar á
distinguir la trascendencia alegórica de la aparente realidad.
En el silencio de la blanca celda vemos—espiritualmente—al poeta trazando sus
versos, y sintiendo al trazarlos una viva emoción, una ansiedad febril, como pocos de
nuestros poetas han sentido. No hay otro como él en Castilla.

LA FUENTE EN LA NOCHE.—El simbolismo de San Juan de la Cruz se halla


inspirado en la Naturaleza. El poeta nos habla de las montañas, los valles solitarios y
nemorosos, las ínsulas extrañas, las viñas florecidas, la soledad sonora, las aves ligeras,
las riberas verdes, las subidas cavernas de las piedras, el canto de la dulce filomena, el
agua pura, las frescas mañanas, las tortolicas que revuelan henchidas de amor...
Oigámosle en uno de los más típicos, sugeridores, trascendentes de sus poemas. El
poeta piensa en una fuente; él sabe dónde mana y corre. Y añade: Aunque es de
noche. No puede decir cuál es su origen; no lo tiene; pero todo se origina de esta
fuente. Aunque es de noche. No hay cosa tan bella en el universo; cielos y tierra beben
de este manantial. Aunque es de noche. Nunca ha sido su claridad obscurecida; toda
luz viene de ella; sus corrientes son caudalosas; la inmensidad de las gentes se riega
con ellas. Aunque es de noche. Todas las criaturas son llamadas para que sacien su sed
en esta fuente; mi más ardiente deseo está en sus aguas. Aunque es de noche... Y así,
el poeta—delicado y sensitivo—asocia á las tinieblas lóbregas y perdurables de una
noche la sensación de una fontana cristalina y amorosa, que va manando casi
calladamente, con un son apacible, melódico.

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UN LIBRO DE FRAY CANDIL

Emilio Bobadilla, nuestro querido y admirado crítico, acaba de publicar un libro


sobre ciudades y paisajes españoles. Viajando por España se titula el libro flamante de
Bobadilla. Tiene este escritor—lo saben los aficionados á las letras—una fina, extensa y
variada cultura; conoce escrupulosamente el movimiento filosófico y literario de
Europa; escribe en un estilo limpio, claro, preciso, nervioso. Bobadilla nos habla en su
libro—después de algunas páginas dedicadas á paisajes de los Pirineos—de las viejas
y gloriosas ciudades que se llaman Burgos, Valladolid, Salamanca, Toledo. Hermosas
son las descripciones que el autor traza de panoramas urbanos y agrestes; no tienen
menos interés las reflexiones—más bien breves estudios—que entre paisaje y paisaje
intercala Bobadilla. Se habla aquí, por ejemplo, de nuestra poesía medioeval, la lírica y
la heroica; del descubrimiento de América; de la vida estudiantil en el siglo XVI; de
Miguel de Cervantes y de sus dolorosas andanzas.

El estudio más largo y substancioso de todos éstos es el dedicado á la conquista de


América. El tema reviste un interés supremo para los españoles; fuera de España se
escribe también abundantemente en estos últimos años. La conquista de América ha
sido diversamente juzgada á lo largo de nuestra historia posterior á ella. Sucesos son
ésos en que se han fundamentado y se siguen fundamentando los juicios que de
España se hacen respecto á su actuación en el pasado: un pasado de cuatro siglos. Un
hombre generoso y ardiente—Bartolomé de las Casas—es quien primero da
argumentos copiosísimos á cuantos nos reprochan determinados procedimientos de
colonización. Codicia, violencia, rapacidad, crueldad: en estas palabras sintetizan sus
acusaciones los que se apoyan en Las Casas. Pero ¿qué es lo que hay de cierto en el
libro famoso de aquel hombre caritativo? ¿En qué cantidad se halla en él la verdad y
en qué la hipérbole?
Son numerosas las rectificaciones que se han hecho á Las Casas; reputamos por una
de las principales la publicada en el siglo XVIII por el clérigo catalán don Juan Nuix.
Tradujo esta obra, y la publicó en 1782, un ministro del rey: don Pedro Varela y Ulloa.
Alegamos la alta calidad del traductor para que se conceda todo su valor á ciertas
frases del prólogo que él pone á su traducción, y en que se dice que «aunque el fin del
autor es defender á los conquistadores de la América en común, no por eso pretende
disculparlos del todo». Bastan estas palabras para que la cuestión quede colocada en
sus verdaderos términos. En este largo y tenaz pleito de nuestra conquista americana;

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en la luenga porfía entre apologistas y detractores, se va haciendo un resquicio por el
que surge la verdad. Entre la muchedumbre de libros producidos á propósito de este
tema, lo que, á nuestro entender, quedará como expresión de serenidad y equilibrio
será el Diálogo entre Guatimocin y Hernán Cortés, trazado por don Francisco Pí y
Margall.
Pero si existe en el problema de la conquista de América este aspecto universal, que
interesa tanto en nuestro país como fuera de él, existe también otro aspecto
puramente, exclusivamente nacional: el que atañe á lo que influyó en la marcha de
España el descubrimiento del Nuevo Mundo. Ángel Ganivet ha indicado en el
Idearium español una teoría que merece ser meditada. Para Ganivet los Reyes
Católicos emprendieron la formación de España, de la nacionalidad española, sobre
tres bases: una, la política; otra, la intelectual; otra, la material. En la primera estaba
comprendida el saneamiento de las costumbres, corrección de corruptelas
administrativas, cauterización de abusos, escándalos, irregularidades, latrocinios, etc.,
etc. La segunda abarcaba el fomento de la instrucción pública, creación de centros de
enseñanza, protección á los estudios, aliento á literatos y publicistas, etc., etc. Y la
tercera, la material, iba encaminada á la creación de una industria y de un comercio
prósperos, al robustecimiento de la agricultura, construcción de caminos,
alumbramiento de aguas, trazado de canales, etc., etc. Prescindamos—dicho sea de
pasada—de exagerar un tantico una fórmula determinada, un determinado propósito;
al escribir trabajos de historia, fácilmente se incurre en este error de ampliar y
sistematizar en siglos pasados, en hombres de otras épocas, planes y designios que
acaso no fueron mas que ideas embrionarias é inconexas. Pero, en fin, hay mucho de
exacto en lo que escribe Ganivet. Ahora prosigamos.
Las dos primeras acciones—la política y la intelectual—comenzaron á realizarlas
Fernando é Isabel con gran brío y eficacia. Se pueden citar numerosos hechos que lo
demuestran. En cuanto á la tercera acción—la atañadera al fomento de la riqueza—, se
disponían á emprenderla cuando se interpuso el descubrimiento de América. Ese
hecho magno torció el curso de nuestra historia. América refulgió espléndidamente á
lo lejos con resplandores de oro. «Y dejando las prosaicas herramientas del trabajo—
escribe Ganivet—, allá partieron cuantos pudieron en busca de la independencia
personal, representada por el Oro; no por el oro ganado en la industria ó el comercio,
sino por el oro puro, en pepitas.» Á partir de ese éxodo alucinante de millares y
millares de españoles—lo mejor de la nación—, la decadencia de España se inicia.
Nótese que el esplendor verdadero, robusto, no ha tenido ocasión de comenzar; los
Reyes Católicos apenas han puesto las primeras piedras del nuevo y soñado edificio.
Pero va á comenzar un período de esplendor, de apogeo, de vitalidad nacional,
completamente ficticio, artificial, morboso.

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Tan exacto es esto, tan cierta es en el fondo la teoría de Ganivet, que no podremos
hallar otra más lógica y racional. En ella vienen á parar implícita ú ostensiblemente
cuantos reflexionan sobre el desenvolvimiento de España desde el siglo XVI hasta la
fecha. No de otro modo que Ganivet piensa Jovellanos en su Informe sobre la ley
agraria. Para el gran pensador, el esplendor de España, ocasionado por las conquistas
de América y por las guerras europeas, «pasó como un relámpago.» «Todo creció
entonces—añade—si no la agricultura». «Las artes, la industria, el comercio, la
navegación recibieron el mayor impulso; pero mientras la población y la opulencia de
las ciudades subía como la espuma—dice también Jovellanos—, la deserción de los
campos y su débil cultivo descubrían el frágil y deleznable cimiento de tanta gloria.»
Sí; el esplendor, la vitalidad, la solidez de un país no pueden ser resultado más que
del trabajo y de la ciencia. Ciencia y trabajo: he ahí en dos palabras, para los nuevos
españoles, todo un programa.

Fray Candil da en su libro una serie de visiones intensas y precisas de viejas ciudades
españolas. Toledo, Salamanca, Burgos pasan ante la vista del lector evocadas en un
estilo limpio, diáfano, nervioso, preciso. No es un sentimental Emilio Bobadilla, ni, por
el contrario, tiene parentesco alguno con los secos eruditos catalogadores. Culto,
erudito, la cultura y la erudición son en el ilustre crítico un medio. Lo importante para
este artista—como para todos los artistas—es la esencia de las cosas. Á ella llega Fray
Candil en esas páginas luminosas.
Á Bobadilla debe la moderna cultura literaria española muchas de las ideas que hoy,
entre los jóvenes, andan en circulación. Su obra crítica es paralela á la de Leopoldo
Alas. Se podría hacer (y habrá de hacerse) un catálogo de las ideas nuevas que la
generación actual debe á Clarín y á Fray Candil. Los dos han contribuído
poderosamente á renovar la sensibilidad artística española. Han enseñado á pensar... y
á sentir. Todavía Alas se sentía coartado por el compañerismo que le unía á los
escritores de la generación anterior; muchos de sus juicios—hiperbólicos—nos
desplacen hoy (por ejemplo, hablando de Balart, de M. Pelayo, de Núñez de Arce,
etc.); desearíamos un poco más de crítica, de examen.
Bobadilla, venido de fuera, más libre de toda solidaridad sentimental, ha podido ser
más sincero. Otro factor: su culto por la ciencia, su entusiasmo por la experimentación
ha hecho que en su espíritu chocaran, más que en el de Alas, la enorme incoherencia,
la formidable falta de lógica, la terrible superficialidad—hablamos en general—de la
literatura producida por sus contemporáneos. Verbalismo, hipérboles, falso lirismo,
prejuicios sentimentales, efectismos ilícitos, ausencia de cultura, mal gusto, chocarrería

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tradicional... todo esto ha sido combatido, ridiculizado, escarnecido por Bobadilla.
Viajero incansable por Europa, curioso de todas las literaturas, Fray Candil ha sido uno
de los obradores primeros del actual contacto con el pensamiento de fuera...
No son estas líneas mas que sumarias indicaciones. El autor de ellas, que tanto ha
modelado su espíritu en la obra crítica de Bobadilla, se complace en enviarle, desde
estas páginas, la expresión de su sincero reconocimiento.

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CEJADOR Y EL ARCIPRESTE

Anunciamos en uno de los artículos anteriores que dedicaríamos unas líneas á


comentar ciertas afirmaciones de Julio Cejador. Ha hecho tales aseveraciones Cejador
en el prólogo á la edición flamante de Juan Ruiz, por el dicho filólogo aliñada y por La
Lectura dada á luz. Américo Castro estudiará detenidamente—con su reconocida
competencia—la obra exegética de Cejador en el próximo y segundo número de la
Revista de Libros. Aquí no se trata de ningún examen serio—ni no serio—, sino de un
simple devaneo impresionista. Julio Cejador ha publicado también en estos días una
novela—Mirando á Loyola—; en el prólogo se lamenta de que hubiera quien, hace
meses, no dijese nada respecto de otro libro suyo. «Hubo quien no se arrestó—escribe
Cejador—á saludar su venida á esta común luz de la vida que todos gozamos.» Tiene
razón nuestro querido amigo en lamentarse del silencio; no hay nada peor que el
silencio para un literato, como para un actor, un orador, ó, en general, un hombre que
viva de la opinión y para la opinión. No somos nosotros de los que hacen á los libros la
guerra sorda del silencio. Mejor que callar, preferimos ofrecer nuestro juicio duro—
cuando es duro—con toda su sinceridad. Esta sinceridad—más, mucho más que la
loanza convencional—preferimos que se tenga con nuestros libros. ¿Le ocurre lo
mismo á Cejador? Pues con todos los respetos á su persona y con toda la admiración
que nos inspira su vasta, varia y cultísima labor, allá van las siguientes observaciones
sobre su introducción á Juan Ruiz.
Lo primero que hemos de anotar es que Cejador es aficionado en demasía á la
generalización. Criticar es diferenciar, establecer las discordancias, expresar los rasgos
característicos, únicos, de un autor ó de una obra. Recordemos siempre—aplicándolo á
la crítica—la lección de Flaubert respecto de la novela. «En la calle—decía Flaubert—
hay media docena de coches de punto estacionados en su parada. La cuestión es salir,
observarlos, y, aunque todos parecen lo mismo, hacer de modo que, al describirlos,
cada uno sea diferente de los otros, cada uno tenga su vida propia.» Con superlativos,
con hipérboles, con loanzas épicas no se pinta á un artista, no se nos dice cómo es.
No; lo que hay que hacer no es generalizar, sino particularizar. El juicio que Menéndez
y Pelayo formula, por ejemplo, de Gracián y El criticón (en la cubierta de la nueva
edición de esta obra ha sido reproducido), lo mismo conviene á Gracián, que á
Quevedo, á Carlyle ó á Swift. Cuando Cejador nos habla del Arcipreste de Hita, sus
palabras ardorosas lo mismo pueden convenir á este poeta ó á otro escritor
(verbigracia, Rabelais) por el que sintamos el lírico entusiasmo que Cejador siente por
Juan Ruiz. «Este hombre—escribe nuestro filólogo—es el gigantesco aquel llamado

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Polifemo que nos pintó Homero, metido á escritor.» «Los sillares con que levanta su
obra—añade—son vivos peñascos arrancados de las cumbres de las montañas y
hacinados sin argamasa ni trabazones convencionales, de las que no pueden prescindir
los más celebrados artistas.» (Note el lector de pasada ese más que hemos subrayado.
¿Por qué esas trabazones—no nos explicamos bien lo que quiere decir Cejador—no
las ha de tener Juan Ruiz y sí los demás artistas? Y ¿por qué no ha de haber ni uno solo
entre los más celebrados artistas que no posea esa condición? Los más celebrados: es
decir, todos. Homero, Shakespeare, Cervantes, Dante, Lope, Leopardi, Virgilio, etc.,
etc., etc.)
«El Greco se queda corto en pintura para lo que en literatura es Juan Ruiz»—escribe
más adelante nuestro buen amigo. Acaba de decir Cejador, líneas arriba, que el
arcipreste es «tan grande», «tan colosal», que se le ha ido de vuelo á los críticos más
agudos. No entendemos tampoco bien lo que aquí se ha querido decir. Pero lo
importante es la cita del Greco después de lo que se acaba de decir. Ningún pintor
estaba menos indicado que Theotocópulos para este acercamiento á Juan Ruiz. Aparte
de que el Greco, aunque pintó mucho en cantidad, no se hace notar por su
abundancia excepcional, existe la diferencia hondísima de orientación espiritual, de
tendencia y procedimientos, entre el poeta y el pintor. Si era preciso citar un pintor al
hablar de Juan Ruiz, más que al Greco, pudo citarse á Rubens, á Jordaens y aun al
mismo Tiziano, pintores todos del color, de la vida exuberante, de la jocundidad, del
goce pletórico de vivir. «Su obra, repito—sigue diciendo Cejador—, es el libro más
valiente que se halla en esta literatura castellana de escritores valientes y
desmesurados sobre toda otra literatura.» Repetimos nosotros también nuestra
observación: ¿para qué estos extremos del más y del menos? En la literatura castellana
hay libros que nos parece son tan valientes como el de Juan Ruiz. (Ignoramos el
verdadero alcance de este adjetivo.) Ahí está, por ejemplo, el Quijote, ó La Celestina,
ó La vida es sueño, ó el Don Álvaro, ó La Dorotea... Y ¿por qué la literatura castellana
ha de ganar á las demás en libros valientes? Cuando Rabelais y Montaigne escribían
las cosas que escribían, ¿había alguien en Castilla que dijera esas mismas cosas? Más
tarde, compárese, por ejemplo, lo que dice Quevedo (ingenio castellano de primer
orden) con lo que dice en sus Trágicas, y especialmente en la parte Los príncipes,
Agripa de Aubigné (ingenio francés, no de primera magnitud, sino secundario).
Sigamos comentando. Hablando de los poetas que han llevado una vida de
libertinaje y disipación, escribe Cejador: «Yo concederé que entre tales hombres
pueda darse un poeta; jamás un extraordinario poeta». «Los más encumbrados
pensamientos y los sentimientos más delicados no andan por las tabernas y
lupanares.» Llegamos á la discordancia á que hacíamos referencia en uno de los
anteriores artículos: la discordancia entre la vida del poeta y su obra. Sería difícil

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discutir sobre este punto con Cejador, porque á su arbitrio habría de quedar el alcance
que diera al vocablo extraordinario que acabamos de citar. ¿Qué es y quién es un
poeta extraordinario? ¿Dónde acaba en un poeta lo ordinario y dónde comienza lo
extraordinario? Aquí tenemos, por ejemplo, á un poeta libertino, relajado. Vivió la vida
más disipada que puede vivir ser humano. Figuró en una cuadrilla de bandidos;
cometió robos; mató á un clérigo en riña; estuvo en prisión; estuvo á punto de morir
en la horca. Se llamó este poeta Francisco Villon. ¿Es ó no extraordinario? ¿Hay ó no
emoción honda y delicadísima en sus baladas de Los ahorcados, de Las damas de
antaño, de Los caballeros de antaño? ¿Son ó no son esos poemas poesía, y poesía de
la más alta, de la que hace sentir? (¡Oh, las nieves de antaño! Mais où sont les neiges
d’antan?)
Pero no es sólo Villon. Los ejemplos abundan. ¿Es ó no gran poeta Baudelaire? ¿Lo
es ó no Edgardo Poe, aparte de sus libros en prosa? ¿Lo es ó no Verlaine, el pobre
Lelian? Terminemos. Tendríamos que examinar ahora la interpretación que Cejador da
de El libro de buen amor. Tarea larga sería esa. Cejador cree (lo repite á cada
momento) que el Arcipreste de Hita escribió su obra para edificación espiritual de los
lectores. Tanto valdría decir que Rubens pintó sus exuberantes desnudos para que
abomináramos de la carne. Más sencillo—y más lógico y racional—es creer que Juan
Ruiz escribió espontáneamente, sin designio ético ni ascético, del mismo modo que ni
Jordaens, ni Rubens, ni Tiziano llevaban tal mira cuando pintaban sus cuadros.

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UN LIBRO DE RAMÓN Y CAJAL

El doctor Ramón y Cajal ha publicado la tercera edición de su libro Reglas y consejos


sobre investigación biológica; aparece esta reimpresión considerablemente
aumentada. Hay libros que tienen un clamoroso, pero fugacísimo éxito. Hay otros cuyo
éxito parece como clandestino, como subterráneo; ni la prensa ni el gran público
hablan apasionadamente de ellos; mas poco á poco se van vendiendo; un círculo
reducido de estudiosos los comenta; en trabajos de revista y en conferencias y en
explicaciones de cátedras se va viendo lentamente un reflejo, una influencia de esos
libros; otros libros, en fin, nacen engendrados por ellos; y en definitiva, tal volumen
que no obtuvo éxito ruidoso, que no entusiasmó á la gente que se halla en los
aledaños de la intelectualidad, ni llegó á noticia de los parlamentarios; tal volumen,
repetimos, ha sido fundamental en la ideología de un país—en determinado
momento—y ha constituído uno de los factores de su evolución social ó literaria. De
esta clase de libros es el citado del doctor Cajal. Prueba de ello nos la ofrece la
extensión que por España y singularmente por los pueblos americanos van teniendo
sus repetidas ediciones, y las exhortaciones que, agotados los ejemplares, se hacen de
todas partes para que se le reimprima.
El libro de nuestro gran sabio no es, como pudiera creerse, un libro de técnica, de
técnica relacionada con las investigaciones que á Cajal le han dado renombre
universal. Se trata, sí, de un conjunto de observaciones y consejos dictados por la
experiencia que pueden ser útiles, no sólo al investigador biólogo, sino á toda clase de
estudiosos y científicos. Nada más lejos—aparentemente, al menos—de la biología
que la crítica literaria; sin embargo, pocos laboradores podrán sacar tanto provecho de
estas reglas y normas que dicta—sin dogmatismo alguno—nuestro sabio, como los
críticos literarios y los historiadores de las letras. Imaginad, para formar idea de este
libro, algo así como El criterio, de Balmes, hecho por un verdadero hombre de ciencia
y en el cual se hayan aprovechado todas las aportaciones del saber—y del sentir—
moderno, á más de la rica experiencia de uno de los cerebros contemporáneos más
poderosos. En igual sentido que Cajal, pero con un designio menos científico, menos
limitado á un solo objetivo, ha escrito el agudo é independiente pedagogo uruguayo
Carlos Vaz Ferreira, y su libro Lógica viva puede ser recomendado, sin reservas,
efusivamente, al igual que el de nuestro sabio, á cuantos deseen un directorio
espiritual á la moderna.

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Sobre las Reglas y consejos, de Cajal, habría mucho que hablar; nos limitaremos á
hacer algunas indicaciones; señalaremos, acá y allá, algunos pasajes del libro, que son
á manera de jalones en el espíritu del autor. Ante todo, hemos de hacer constar el
placer que causa el ver á un hombre que por sus trabajos parecería ajeno al arte de la
prosa, escribiendo en un estilo verdaderamente literario, un estilo claro, preciso,
limpio, ameno, insinuante. Cajal hace honor, con la pluma en la mano, á esa gran
estirpe de prosistas aragoneses de donde han salido los Argensola, Palafox, Gracián,
Mor de Fuentes, Costa, etc. Abriendo al azar el libro, y sin propósito de hacer una
crítica sistemática, nos encontramos con observaciones, atisbos, intuiciones de una
profunda clarividencia y de una grande y noble libertad de espíritu. Por ejemplo, en las
páginas 69 y 70 vemos el paralelo rápido que el autor hace entre el héroe y el sabio.
Después de hablarnos de este último, Cajal escribe: «Por el contrario, el héroe sacrifica
á su prestigio una parte más ó menos considerable de la humanidad; su estatua se alza
siempre sobre un pedestal de ruinas y de cadáveres; su triunfo es exclusivamente
celebrado por una tribu, por un partido ó por una nación, y deja tras sí en el pueblo
vencido, y á menudo en la historia, reguero de odios y de sangrientas
reivindicaciones.» Al hablar así, Ramón y Cajal se coloca plenamente dentro de la
tradición española; de una tradición creada por un núcleo—renovado á través del
tiempo—de pensadores y artistas literarios. En 1859 Campoamor decía en su poema
Colón, parte V, estrofa XXIV: «Toda fama es un crimen si es sangrienta—ó la gloria no
es gloria ó es incruenta». En el siglo XVIII Feijóo compara á los héroes con los
malhechores en su discurso La ambición en el solio, y escribe: «No es paridad, sino
identidad la que propongo; porque verdaderamente esos grandes héroes que celebra
con sus clarines la fama, nada más fueron que unos malhechores de alta guía. Si yo me
pusiese á escribir un catálogo de los ladrones famosos que hubo en el mundo, en
primer lugar pondría á Alejandro Magno y á Julio César». Cien años antes, en el siglo
XVII, Quevedo escribía en su Marco Bruto: «En el mundo los delitos pequeños se
castigan y los grandes se coronan, y sólo es delincuente el que puede ser castigado; y
el facineroso que no puede ser castigado es señor».
En la página 30 y en la 54 Cajal se rebela contra la superstición de lo sancionado y
consagrado. Regla fundamental es ésta. Ni un biólogo, ni un historiador, ni un crítico
literario podrán aportar nada nuevo á la ciencia y al arte si no están dotados de un
espíritu independiente. Y la base de esa independencia será la revisión minuciosa de lo
ya sancionado. No es que se trate de destruirlo todo absurda y estúpidamente. No; se
trata de ir á ver personalmente, con escrupulosidad, si lo que se dice de tal ó cual valor
científico, ó literario es exacto; se trata de ir á verificar un juicio formulado por las
generaciones pasadas ó por grandes autoridades, con el fin de comprobar si ese juicio,
si esa sanción se ajusta ó no á la realidad. Cajal cita diversos casos á él ocurridos en los
comienzos de sus investigaciones. No podría caminar la humanidad, ni evolucionarían

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la ciencia y el arte, sin ese espíritu de rebeldía, de insumisión, de no conformidad, que
es el más hondo propulsor del progreso.
Páginas de fina intuición también las dedicadas al por qué de los fenómenos.
¿Llegaremos alguna vez á desentrañar el secreto de la vida y del pensamiento? Hoy
nuestros sentidos—dice el autor—son de «una gran penuria analítica»; algún día acaso
alcancemos una agudización de los registros óptico y acústico que nos permita
escudriñar ese misterio; acaso el cerebro humano llegue á una sensibilización de que
no podemos formarnos hoy idea. Relacione el lector estas páginas en que nuestro
Cajal habla de los sentidos y de la realidad objetiva con otras páginas análogas de
Montaigne. Al cabo de cuatro siglos, es curioso observar cómo un gran sabio se nos
muestra embargado con la misma preocupación que embargara á un espíritu fino y
libre del siglo XVI. ¿Cuál es la verdadera realidad?—se preguntaba Montaigne—. ¿No
hay más que lo que nos dicen los sentidos? ¿Y si tuviéramos un sentido más, ó dos, ó
tres más? «Hemos formado una verdad por la consultación y concurrencia de nuestros
cinco sentidos; pero acaso era necesario el acuerdo y cooperación de ocho ó de diez
sentidos para percibir la realidad exactamente y en su esencia.» Certainement et en
son essence—así escribe Montaigne en el célebre capítulo XII, del libro II, de los
Ensayos. ¿Alcanzaremos algún día esa exactitud y esa esencia?—pregunta ahora
nuestro Cajal. Si para ello se necesitaran más sentidos y no los tenemos, ¿llegará á
hiperestesiarse el cerebro humano—á través de los siglos—en grado tal que supla esa
falta?
Nos vemos precisados á terminar; la última parte del libro de Cajal está consagrada
al «problema» de España. Se expone en ella las distintas teorías que sobre la
decadencia española se han formulado desde hace más de tres siglos: teorías
materialistas unas; teorías espiritualistas otras. Materialistas, por ejemplo, Saavedra
Fajardo, Gracián, Macías Picavea, etc., que ven nuestra postración en causas materiales
(guerras, abandono de los campos, falta de fomento en la Marina, etc.); espiritualistas,
los que consideran—como Larra, como Cadalso—que nuestro abatimiento proviene
de no habernos incorporado, en la época del Renacimiento, al movimiento de
renovación intelectual—y emocional—de Europa. Á decir verdad, las dos teorías
capitales suelen ir mezcladas y entreveradas, como en Joaquín Costa, y á la educación,
al trabajo de rehacer el espíritu, sobre bases científicas, fían la mayoría de los
palingenistas el remedio. Esa es la actitud—no podría ser otra—del doctor Ramón y
Cajal, y por eso su libro, en que tan bellas páginas hay, es un patriótico y alentador
libro.

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D. ESTEBAN MANUEL DE VILLEGAS

La Lectura ha publicado, en su colección de clásicos castellanos, una edición de las


poesías de don Esteban Manuel de Villegas. Ha cuidado del texto y de las notas don
Narciso Alonso Cortés. Es el señor Alonso Cortés un erudito tan benemérito como
modesto; de buen gusto, sobriedad—cosa tan difícil—y cultura da muestras en su
trabajo. Examinemos—brevísimamente—la vida del poeta riojano, su obra y la
influencia de su obra... Don Esteban Manuel nace en un pueblecito de la Rioja; viene á
Madrid siendo muchacho; estudia leyes en Salamanca; la ciudad castellana, henchida
de tráfago estudiantil, debió de ver los primeros ensueños, los primeros anhelos, los
primeros entusiasmos del poeta. En las orillas del Tormes muchos han sido los
soñadores españoles que han paseado sus quimeras. Vuelto á su pueblo, don Esteban
Manuel va tejiendo las poesías que más tarde ha de reunir en un volumen. En Madrid
lo publica; en la portada hace estampar—arrogantemente—esta inscripción: Me
surgente quid istae? Temeraria es la mocedad. «¿Qué diré—escribe en El Licenciado
Vidriera Cervantes hablando de los poetas—; qué diré del ladrar que hacen los
cachorros y modernos á los mastinazos antiguos y graves?» Indignáronse con el lema
del novicio poeta los mastinazos antiguos y graves; comprendió Esteban Manuel su
audacia—tinta en procacidad—y apresuróse á suprimir el dicho lema en los ejemplares
no sacados á plaza todavía.
Casóse el poeta; bien de la patria mereció en su matrimonio; siete hijos dió á la
tierra española. En Madrid anduvo entretenido en graves asuntos de erudición, historia
y humanidades; ricas bibliotecas de magnates frecuentaba. ¿Habíase amortiguado ya
en él la sacra llama? Compuso unas Disertaciones críticas, un Etimológico historial, un
Antiteatro ó discurso contra las comedias; alguno de estos libros se ha perdido; de
otros, más que decir que compuso, debemos decir que tuvo en proyecto. No sintamos
ni la pérdida ni la no ejecución; en las viejas bibliotecas solemos ver, de tarde en
tarde—nada más que ver—, estos libros gruesos, recios, llenos de citas griegas y
latinas, en que, difusamente, se dilucida algún punto que no interesa á nadie. (Afuera
luce el cielo azul; la vida pasa rumorosa y fugaz...)
Pasó el poeta por el dolor de ver morir en el albor de la juventud á alguno de sus
hijos. Tuvo pleitos; no sabemos, ó no recuerda el autor de estas líneas, si los ganó;
menos malo hubiera sido que los hubiera perdido. Una vez, hallándose charlando en la
paz de una biblioteca, dijo algo sobre el libre albedrío. Cosa terrible era ésta, en
verdad. Véalo el lector: «San Anselmo dice que el poder pecar en el hombre no

41
pertenece al libre albedrío». ¿Dice esto San Anselmo? Alguien escuchaba al poeta
íntimamente escandalizado; la especie fué llevada sigilosamente á los señores de la
cruz verde. Se deliberó sobre el caso; se deliberó madura, escrupulosa,
detenidamente. Debieron de darse muchas, muchas, muchas vueltas al asunto. Cinco ó
seis años pasaron en tales cavilaciones. Al cabo un día (¿no sería, para mayor color
local, una noche?), un día llamaron á la puerta del poeta y le participaron que estaba
procesado por la Santa Inquisición.
El proceso fué largo; encerrado estuvo don Esteban Manuel en las cárceles de
Logroño; diez y ocho testigos le acusaron de producirse temerariamente en materias
religiosas. Otros, en cambio, atestiguaron que era «hombre pío, limosnero, muy
frecuentador de los sacramentos». Fué condenado, sin embargo de esto; se le
desterró. ¿Escucharía su sentencia, como más tarde Olavide, con una vela verde en la
mano y una soga de esparto al cuello? Ya el poeta era viejo; estaba cansado, fatigado;
tenía más de setenta años. Volvió á su pueblo. En traducir el libro De consolación
filosófica, compuesto por Boecio, empleó sus últimas energías mentales. Un día murió;
contaba ochenta y ocho años. Había nacido en 1589; finaba en 1669.
Las poesías de don Esteban Manuel de Villegas, unas son originales, otras,
traducidas. De Anacreonte, de Horacio y de Tibulo ha traducido el poeta. La poesía de
don Esteban Manuel es ligera, graciosa, fugitiva, alada; á veces también, el poeta se
pierde y extravía en un sutilísimo preciosismo. En las poesías de don Esteban Manuel
encontramos arroyuelos mansos, ruiseñores que cantan entre los laureles, tortolillas,
vientos apacibles, auras leves, abejas que revolotean sobre las flores, prados verdes,
mirtos, jilgueros pintados, fontecicas que «corren con pies de plata por arenas de oro».
En esas poesías los galanes piden besos á sus enamoradas, y si éstas se resisten—
siempre con cierta coquetería—, ellos se atreven á dárselos por fuerza. El dios
ceguezuelo aparece en la figura de un niño, de carnes sonrosadas, con una aljaba llena
de pequeñas saetas á la espalda. Hay fugitivas carreras de las mozas entre la
enramada. Suenan rabeles. El vino luce en las tazas («con el suave vino doy sueño á las
tristezas»). En el invierno, mientras las castañas saltan en el fuego del hogar, los
enamorados beben y retozan («echa vino, muchacho; beba Lesbia y juguemos»). La
primavera viste de alegría el campo («ya las campañas secas empiezan á ser verdes»).
Cupido, Baco, Venus van y vienen de un verso á otro. Las pastoras se llaman—
escuchad esta escala melodiosa de nombres—: Camila, Celia, Drusila, Lidia, Filis, Flora,
Lamia, Lesbia, Licimna...
De las poesías de don Esteban Manuel de Villegas, dos han pasado á las antologías
y son citadas y comentadas en las cátedras. Una de ellas es la dedicada á un pajarillo
infortunado; otra, los célebres sáficos adónicos. Hay en la primera una nota de
delicada sentimentalidad mezclada á un matiz de prosaísmo. El pajarito, á quien le han

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robado su nido, pía plañideramente posado en un tomillo. «Dame mi dulce compañía,
rústico fiero»—dice la avecica. «No quiero»—responde, un tanto vulgarmente, pero
con sencillo realismo, el inhumano patán. En los sáficos, el verso que da la sensación
capital es el de «céfiro blando»; cuando leemos esta poesía sentimos cómo este
vientecillo, tan tenue, tan suave, tan dulce, un vientecillo que apenas mueve las hojas
de los árboles, lleva—allá á lo lejos, á través del espacio—nuestras quejas, nuestros
dolores íntimos. Y nos impresiona este contraste entre el aura tan sutil y nuestra pena
tan recia y permanente...
Don Esteban Manuel de Villegas ha influído considerablemente en nuestra lírica.
Todo el siglo XVIII está lleno de Filis, Livias y Lisis. Mientras eruditos, observadores y
filósofos escudriñan los secretos de la Naturaleza y de la historia; mientras, en este
siglo frío y reflexivo, se escribe de botánica, numismática, matemáticas, náutica, física,
epigrafía, embriogenia, los poetas van cantando las gracias, primores, hechizos y
retozos de Filis. De tal modo cantan Torres Villarroel, Gerardo Lobo, Huerta, Cadalso,
Forner, Sánchez Barbero, Iglesias, Moratín, Meléndez Valdés, Arjona. Algunos de estos
poetas han cantado otras cosas, se han significado, principalmente, por otros temas;
pero ninguno ha dejado de rendir homenaje á esta galantería alambicada y rusticana.
¿Cómo explicar esta especie de marea, de flujo y reflujo, que en la evolución de la
poesía se produce? La moda, el contagio, hacen que en determinadas épocas, toda
una generación poética afecte determinada sensibilidad. En los tiempos presentes, por
ejemplo, la lírica se tiñe de un neo romanticismo. Se vive en una pretérita edad.
Reviven—artificiosamente—los viejos hidalgos, las callejuelas, las tizonas, las espuelas
de oro, el Cid, el arcipreste de Hita. Todo ello es aparatoso y vacío; todo ello es tan
falto de vida como el neo clasicismo iniciado por Villegas... Poetas: observad vuestro
tiempo; sentid vuestro tiempo; amad vuestro tiempo; cantad vuestro tiempo.

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«LA CELESTINA»

La Lectura acaba de publicar en su colección de clásicos una nueva edición de La


Celestina. Ha cuidado del texto y de las notas Julio Cejador—trabajador infatigable.
Hagamos algunas observaciones sobre esta nueva aparición de nuestra antigua amiga
Celestina. Se referirán nuestras notas: unas, al autor del libro; otras, á la originalidad de
La Celestina en el siglo XVI, es decir, al elemento de innovación que la obra representa
en el arte; las demás, á la psicología y carácter de la protagonista.
¿Quién es el autor de La Celestina? La primera aparición de la obra fué de distinto
modo á como la vemos hoy; constaba sólo de diez y seis actos la obra primitiva; más
tarde se le añadieron hasta veintiuno. En esa forma la leemos hoy; en esa forma se la
reimprime hoy corrientemente. «¿De quién son los autos añadidos juntamente con el
Prólogo, en el cual alude á ellos y por ellos se escribió?—pregunta Cejador.—Todos
los críticos españoles, siguiendo á Menéndez y Pelayo, opinan que son del mismo
autor que compuso la primitiva comedia.» Recordamos haber leído que, tras
minuciosos exámenes, el fundamento de esta opinión lo ponen (Menéndez y Pelayo y
sus seguidores) en la perfecta unidad y solidaridad técnica y psicológica que existe
entre unos actos—los primitivos—y otros—los añadidos más tarde. Difícil sería no ver
tales identidades técnicas y psicológicas. Figurémonos que hoy, Eugenio Sellés añade
un acto á una obra de Dicenta, ó Linares Rivas á otra de Benavente. Dentro de tres
siglos, si se ignoraran estos añadimientos, ¿quién notaría diferencias entre una y otra
técnica y una y otra psicología? Existen indudablemente diferencias de estilo y de
observación entre los autores citados; no son completamente idénticas sus tendencias
y sus maneras de hacer. Pero esto que notamos hoy de obra á obra, en conjunto,
totalmente (y que se notará también dentro de cien años), ¿cómo notarlo cuando se
trata de una simple y accidental ampliación ó añadido?
Sin embargo, á pesar de todo, hay notables diferencias entre la primera Celestina, la
de los diez y seis actos, y la posterior, la de los veintiuno. En la primera existe más
ligereza, más sencillez, más espontaneidad; en la segunda se ha practicado una
especie de taracea en la prosa; á lo largo de las páginas han ido embutiéndose
sentencias, reflexiones más ó menos discretas, citas de autores clásicos, refranes y
proloquios traídos con mayor ó menor pertinencia. La obra, en su segunda aparición,
ha perdido soltura, gracia, ímpetu, frescor de pasión y de sentimiento. ¿Fué el mismo

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autor de la primera concepción quien modificó la obra? ¿Fué mano distinta la que hizo
estos cambios? Frecuente es el caso de que sean los mismos autores los que tales
cambios y mudanzas hacen en sus libros; hace poco, en Francia, se han publicado, en
un mismo volumen, tres versiones distintas de una misma novela. Aludimos á la novela
Charles Blanchard, del malogrado Charles-Louis Philippe, publicada por la Nouvelle
Revue Française. Y si se quiere ejemplo más insigne—aunque no más interesante, que
éste lo es en alto grado—, ¿cómo no recordar las distintas versiones de La tentación
de San Antonio, de Flaubert? ¿Puede darse nada más análogo, si bien á la inversa, que
el caso de Flaubert y el del autor—si es uno solo el autor—de La Celestina? Hemos
dicho á la inversa, porque en la obra del novelista francés, la primitiva versión es la
recargada y densa, en tanto que la última es la ligera, la tenue, la sencilla.
Julio Cejador opina que Fernando de Rojas fué el autor de los primeros diez y seis
actos de La Celestina, y un oficioso corrector, un aficionado á cosas de letras—sin ser
artista—, el de los restantes. Cuando se compuso la primera Celestina, Rojas debía de
tener, según los eruditos, veinticuatro años. ¿Fué realmente el autor Fernando de
Rojas? ¿No lo fué? Se arguye en contra de la hipótesis á favor de un autor de
veinticuatro años el que en la obra hay visiones y sensaciones de la realidad que
parecen indicar experiencia y fatiga del mundo. Más tarde veremos lo que tiene de
exacto ese concepto de La Celestina como obra sabia, obra de experiencia, obra
henchida de enseñanzas. Ahora limitémonos á preguntar: ¿quién es el que puede decir
los misterios y prodigios de la intuición artística? Alfredo de Musset, por ejemplo, que
hizo una obra de análoga tensión pasional y afectiva á la del autor de La Celestina—y
mucho más extensa—, ¿á qué edad la realizó? ¿Á qué edad murió nuestro Garcilaso? Y
entrando en esferas distintas, ¿no acabó sus días Larra á los veintisiete años? No
queremos decir con esto que nos inclinamos á creer que el indicado Rojas sea el autor
de La Celestina; ni afirmamos ni negamos. Lo que sí, decididamente, parece cierto es
que en la obra, tal como la vemos hoy, han intervenido dos manos: una, la del
primitivo autor, y otra, la de quien añadió los actos posteriores. Las observaciones que
á este respecto hace Cejador y las pruebas que aduce son interesantísimas.
El autor de La Celestina—llámese como se llame—debía de ser un hombre culto,
erudito, libresco, y por temperamento, vehemente, impetuoso; un hombre, en suma,
intelectual y joven. Se nota bien á las claras en el estilo en que el libro está escrito. Del
autor de La Celestina, dice Cejador: «El habla ampulosa del Renacimiento erudito la
pone en los personajes aristocráticos y á veces en los mismos criados que remedan á
su señor». (¿Que remedan á su señor de propio intento, dándose cuenta de ello, por
burlería? O bien, ¿que hablan así, imitándolos, sin propósito de escarnecerlos, por
creer que es más noble este lenguaje? Y aparte de esto, ¿no será esta manera de
hablar de los criados defecto de la obra, tan defecto como el habla de los señores...

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aunque menos excusable y justificado?) «Adviértase—dice más adelante Cejador—el
estilo propio del comienzo del Renacimiento clásico, enfático, rimbombante, lleno de
transposiciones y de voces latinas.» «Nos parece afectado—añade el autor hablando
de tal estilo—, porque de hecho lo era, pero debemos agradecer al autor el que nos lo
haya tan bien remedado del natural afectado de aquellos caballeros.» Tenemos por un
poco extremoso este concepto; ábrase La Celestina por la primera página; comiéncese
su lectura. «Calisto: En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios. Melibea: ¿En qué,
Calisto? Calisto: En dar poder á Natura que de tan perfecta hermosura te dotase é
facer á mi inmérito tanta merced que verte alcanzase, é en tan conveniente lugar que
mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda incomparablemente es mayor tal
galardón que el servicio, sacrificio, devoción é obras pías, que por este lugar alcanzar
tengo yo á Dios ofrecido, ni otro poder mi voluntad humana puede cumplir.» Tal es el
comienzo del libro. ¿Hablaban, efectivamente, así los caballeros del siglo XVI? De
ningún modo. Hay en la obra de arte (en el teatro, sobre todo) un realzamiento del
lenguaje cotidiano; el diálogo real es ennoblecido, dignificado. No hay mas que ver los
diálogos de las obras en que más se alardea de realismo.

La transposición literal, exacta, de las conversaciones vulgares sería absurda,


estúpida. Pero la estilización de la prosa hablada tiene también su límite discreto.
¿Quién fija ese límite? ¿Cómo saber en qué medida nos hemos de apartar de lo
cotidiano y cuál es la línea que en lo noble, en lo estilizado, no debemos traspasar?
Nadie puede decirlo; no existen normas precisas sobre tal materia. Existe, de una
parte, una especie de ambiente literario que domina en toda la época, en un
determinado período histórico, especie de temperatura espiritual. (Así vemos, por
ejemplo, que en España, y en 1885, domina en el estilo la nota solemne, amplia,
enfática de la oratoria. Es la época en que Castelar lo llena todo. Núñez de Arce es
poeta oratorio. Cánovas crea un estilo político de un ampuloso y artificioso casticismo
oratorio. Los artículos periodísticos son oratorios. Las crónicas literarias son oratorias.
Hay excepciones; pero el estilo, gracias á todas estas influencias, es lo que en esa
misma época se ha llamado con un adjetivo repetido á todas horas en todas las
redacciones: brillante. Hoy la temperatura intelectual ha variado, y no comprendemos
ni sentimos aquella prosa periodística, ni aquella oratoria, ni aquella poesía.) Existe,
por otro lado, el instinto del autor, es decir, su buen gusto, su delicadeza, su sentido
de la realidad innatos. Esos dos factores determinan el punto en que el autor ha de
situar su estilización de la vida diaria. El autor de La Celestina traspasa frecuentemente
la línea permitida al artista. ¿Es causa de ello, principalmente, las circunstancias
particulares que en el Renacimiento concurren? ¿Se trata de una concesión del autor á
determinado grupo de lectores? Afortunadamente, en La Celestina alientan y palpitan

46
otros elementos, que son precisamente los que salvan, á pesar de todo, la obra y
hacen de ella uno de los libros capitales de nuestras letras.

II

Nada más interesante que examinar cómo la obra de arte y el artista son mirados y
juzgados en el fondo del organismo social, entre los elementos primarios de la
sociedad. No sabemos, á punto fijo, lo que sucederá en otras sociedades; pero en la
española, en la primera etapa de la masa social, cuando se quiere encarecer y
ponderar el valor de un libro se hace referencia á la suma sabiduría, y cuando se quiere
exaltar á un artista se le adjetiva como un hombre muy sabio. ¿Cómo al pueblo ha
descendido esta modalidad crítica? De las altas clases seguramente ha bajado; un
tiempo ha habido en que—rudimentariamente—todo metro y todo contraste crítico se
reducían al tópico de sabiduría y de sabio. Recordemos el caso del Quijote; durante el
siglo XIX la ponderación y el ensalzamiento del Quijote, ó mejor dicho, toda su crítica,
se ha reducido á considerarle como un libro sabio, el más sabio de todos los libros.
Cervantes, en el Quijote, era jurisconsulto, estratega, geógrafo, botánico, médico, etc.,
etcétera. La crítica no decía las relaciones de la obra de arte con la sensibilidad
humana, sino que—infantilmente—se esforzaba en demostrar la sabiduría (suma de
conocimientos, enciclopedismo, docencia) de un libro. Perdura todavía en España este
procedimiento; procedimiento, si bien intencionado, totalmente absurdo. ¿Á quién se
le ocurrirá considerar como obras sabias una novela de Flaubert, ó una comedia de
Molière, ó un diálogo de Leopardi? No está en eso precisamente el arte. Cejador,
temperamento casticísimo, espontáneo, popular, ha cedido, al menos por esta vez, al
prejuicio del primario elemento social. «Que los que quieran conocer el mundo, el
hombre, el vivir y su amarga y dulce raíz, el amor, en que consiste toda la sabiduría, y
por cuyo conocimiento fuisteis vosotros mismos sapientísimos varones y maestros de la
filosofía española, leerán la Tragicomedia y aprenderán y... no se escandalizarán.» Así
escribe Cejador, refiriéndose á algunos autores graves (Guevara, Vives) que han
condenado La Celestina.
Tenemos con esto considerada La Celestina como libro sabio, libro de profundas
enseñanzas. De este modo—como antes con el Quijote—se arroja sobre la clásica
tragicomedia una luz que no es la que le conviene. Proyectada esta luz equívoca sobre
la obra, el lector desprevenido ve en ella las conclusiones, los resultados de los
procesos psicológicos, los actos, en suma, considerados desde un punto de vista, no
estético, sino ético; y no ve en ella, ó lo ve secundariamente, en segundo término, los
matices, las transiciones sutiles que componen esos mismos procesos de psicología,
los cambiantes aspectos de la sentimentalidad del autor—reflejada en las cosas, en el

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paisaje—; todo, en fin, lo que constituye lo alado, lo impalpable del arte. (Luego
veremos, al hablar de cómo se considera á la propia Celestina, fantástica,
hiperbólicamente; luego veremos una de las consecuencias prácticas de este modo de
hacer crítica.) Acéptese ó no lo que acabamos de exponer, discútase ó no, lo cierto es
que La Celestina no puede enseñarnos gran cosa respecto—como dice Cejador—del
mundo, del hombre y del vivir. ¿Dónde está este portento de sabiduría? Sabido y
archisabido tenemos ahora, como tenían en el siglo XVI, lo que puede enseñarnos La
Celestina. Si somos padres, sabremos que una mujer astuta y lisonjera puede hacer
cometer á nuestra hija una falta más ó menos reparable (reparable en el caso de
Melibea, reparable si Calisto no hubiera tenido la desgracia de matarse). Si somos
amantes, sabremos también que las trazas y artes de una cobejera pueden hacer que
se logren nuestros apetitos. Sabremos, en resolución, que hay madres descuidadas,
criados groseros, gentes de distintas condiciones que andan devaneando—aun las
más respetables—y buscando escondidamente sus placeres. ¿No es todo esto vulgar,
corriente y viejo de muchos siglos, por lo menos desde que escribió Luciano?

La Celestina—conviene repetirlo—es una obra de juventud; de juventud por su estilo


fogoso, ardoroso, brillante, recargado, profuso. (Un paréntesis: Cejador dice que La
Celestina es el libro «más natural y elegante escrito hasta entonces». Lo de natural riñe
con sus observaciones respecto al énfasis y á la pomposidad del estilo; observaciones
exactísimas. El libro más natural, todo diafanidad, coherencia y sencillez, es El conde
Lucanor, escrito hacia 1329.) Es de juventud La Celestina por su estilo, por su erudición
intempestiva—al menos, en boca de los criados—, por su dejo de petulancia, por su
lirismo. No hay nada en La Celestina que pueda ignorar un mozo inteligente y
despierto; no hay reconditeces y arcanos psicológicos sólo accesibles á una larga
experiencia del mundo. Todo, técnica, psicología, ambiente general de la obra, nos
están diciendo que La Celestina es cosa de un mozo. Como se puede comparar el
Tiziano de la primera manera con el de la última, compárese La Celestina, toda luz viva
y cegadora, toda movimiento, toda ímpetu y color áureo, con la segunda parte del
Quijote, toda tonos grises, transiciones calladas, simplificación técnica, suavidades casi
imperceptibles y melancólicas, dulzura y vaguedad de ese sol de la tarde que—según
el mismo Cervantes dice—queda todavía en lo alto de las bardas.
La originalidad de La Celestina en el siglo XV, lo que La Celestina representa en la
evolución del arte literario castellano, está contenido, á nuestro entender, en dos
hechos capitales. Primero: por primera vez nos encontramos—se encuentran los
coetáneos del autor—ante un psicólogo, es decir, ante un escritor que crea,
desenvuelve, anima caracteres. En el arcipreste de Hita ya hay muchos de los
elementos decorativos, pintorescos y ornamentales que figuran en La Celestina; pero

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en este libro hay lo que antes no existía. Juan Ruiz es un pintor, un colorista, un visual;
el autor de La Celestina es un analista de espíritus y de temperamentos. Pensemos en
lo que modernamente han sido Teófilo Gautier y Stendhal. En el Arcipreste,
maravilloso descripcionista, no encontraréis ni un solo momento de emoción; el poeta
nos hace asistir á pintorescos y variados espectáculos; describe el color y la forma; no
entra dentro ni de los hombres, ni de las cosas; su espíritu no vibra emocionado con lo
que pinta del mundo exterior. En el autor de La Celestina, en cambio, hay momentos
de íntima y honda emoción: suplica, plañe, amenaza, llora. Los personajes van poco á
poco iniciándose, creciendo, desenvolviéndose; tienen sus afanes, sus ansias, sus
dolores, sus codicias, sus alegrías, sus miserias... Segundo hecho: todos estos procesos
psicológicos, todo este análisis del espíritu no se desenvuelven en lo abstracto; bellos
procesos de amor y de pasión hay, por ejemplo, en los libros de caballería; mas lo que
allí, en esas historias amorosas falta, es lo que el autor de La Celestina ha traído al arte,
esto es, una base de realidad, y de realidad viva, cotidiana, menuda, prosaica. Y por
encima de esto, no de realidad indefinida (como lo es la de algunos cuadros de El
conde Lucanor), sino realidad de un determinado momento y de un determinado país;
realidad, en suma, española, castiza, de lo hondo de nuestro pueblo. Á la creación,
pues, de los caracteres, el autor de La Celestina añade el ligar íntima, profundamente
esos caracteres á la realidad de la vida de España. Ahí están viviendo perdurablemente
todos los detalles, los más pequeños detalles de nuestro vivir cotidiano: las tenerías, la
cuesta del río, el jarrillo desbocado de Celestina, la camarilla de las escobas, las
bujerías que la vieja lleva de una casa á otra, las mudas y mixturas que confecciona...
Únase á todo esto la rapidez y viveza del diálogo, los modismos populares y refranes,
el lirismo exaltado de Calisto en determinados momentos, y se comprenderá el
encanto profundo de este libro y su inusitada, maravillosa novedad en nuestro siglo
XVI.
Hemos anunciado antes que indicaríamos una consecuencia práctica de
determinada modalidad crítica; aludimos al modo como ha sido juzgada Celestina, uno
de los tres personajes principales del libro. Recuérdese lo que también hemos
apuntado respecto á la temperatura espiritual en que ha vivido la generación literaria
anterior á la actual; temperatura esencialmente oratoria. He aquí lo que dice
Menéndez y Pelayo hablando de Celestina: «Celestina es el genio del mal encarnado
en una criatura baja y plebeya, pero inteligentísima y astuta, que muestra en una
intriga vulgar tan redomada y sutil filatería, tanto caudal de experiencia moderna, tan
perversa y ejecutiva y dominante voluntad, que parece nacida para corromper al
mundo y arrastrarle encadenado y sumiso por la senda lúbrica y tortuosa del placer.»
(La última frase es completamente de melodrama ó de discurso en mitin popular.
Menéndez y Pelayo, que no era orador hablado, tenía la preocupación de serlo escrito.
El estilo oratorio hace que se piense más en cómo va á decirse la cosa, que en la cosa

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misma; las palabras, en ese estilo, son siempre mucho más grandes que las cosas.)
Julio Cejador, que copia la anterior cita de M. Pelayo, añade por su cuenta: «Hay en
Celestina un positivo satanismo; es una hechicera y no una embaucadora. Es el sublime
de mala voluntad, que su creador supo pintar como mujer odiosa, sin que llegase á ser
nunca repugnante; es un abismo de perversidad; pero algo humano queda en el
fondo, y en esto lleva gran ventaja al Yago de Shakespeare, no menos que en otras
cosas».
Como se ve por las frases transcritas, Menéndez y Pelayo se muestra terminante y
unilateral al juzgar á Celestina; Cejador condena con igual fuerza, pero hace algunas
atenuaciones (que no sabemos cómo concordar con sus juicios supremos). Tenemos,
pues, de lo copiado: que Celestina es «el genio del mal»; que tiene tanto caudal de
experiencia y tan perversa voluntad que «parece nacida para corromper el mundo»;
que, además de corromper el mundo, su idea es «arrastrarle encadenado y sumiso por
la senda lúbrica y tortuosa del placer»; que posee un «positivo satanismo»; que es «el
sublime de mala voluntad»; que es también, y finalmente, «un abismo de perversidad».
Nada menos. Ha quedado agotado el diccionario castellano en la calificación de la
maldad de un ser humano. Genio del mal—dice Menéndez y Pelayo. Abismo de
perversidad,—añade Cejador. Si después de esto quisiéramos adjetivar á un gran
criminal, no podríamos hacerlo. ¿Qué más podríamos decir de un Troppmann, de un
Lecenaire? Y dentro de las ficciones literarias, ¿cómo vamos á definir, por ejemplo, á
Lady Macbeth? (Hace pocos meses, un famoso abogado de París, Henri-Robert, hizo
en la Universidad de los Anales una supuesta defensa forense de Lady Macbeth; como
si realmente estuviera defendiendo á la acusada, el ilustre jurisconsulto examinó
minuciosamente los hechos inculpados y adujo las pruebas. Henri-Robert terminaba así
su defensa: «Con la lejanía del tiempo, considerando el ambiente sanguinario, y la
anarquía de la época, y el medio feudal, Lady Macbeth se nos aparece como digna de
alguna indulgencia». El original discurso forense de Henri-Robert se ha publicado en el
número de 1.º de Abril de 1913 del Journal de l’Université des Annales.)
¿Cómo definir á Lady Macbeth y á nuestra mala pelegrina? La mala pelegrina...
¿Quién es la mala pelegrina? Es una mujer real y singularmente perversa; hace su
retrato don Juan Manuel en el capitulo XLV de El conde Lucanor. La mala pelegrina,
astuta, sagacísima, logra que un matrimonio tranquilo y feliz se desevenga; comienza á
recelar el marido de la mujer y la mujer del marido; crecen los disturbios; llega el
marido, gracias á una traza verdaderamente diabólica de la mala pelegrina, á degollar
á la mujer; se enzarzan los parientes de ésta con el marido; lo asesinan; los deudos del
marido entran en batalla con los de la mujer; toman parte en la lucha los vecinos del
pueblo; resultan numerosos muertos... Tal es, en síntesis, la obra de esta fembra
perversa. ¿Se puede comparar con ella Celestina? Genio del mal, abismo de

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perversidad... No tanto, no tanto: Celestina ha tenido en su mocedad un prostíbulo;
quebró el negocio; Celestina, ya vieja, retiróse á una casilla miserable. Allí vive
obscuramente; su oficio es procurar ilícitas y solapadas recreaciones; pero lo hace
discretamente, sin escándalo. Todos, fiados en su discreción y sigilo, la buscan y la
solicitan. ¿Cuál es su enorme, formidable crimen en el asunto de Calisto y Melibea?
Tengamos en cuenta que Melibea está ya realmente enamorada de Calisto; todos
los detalles lo acusan; todos los detalles, incluso esa agria y destemplada respuesta
que da á Calisto en la primera escena, y luego, más tarde, el préstamo del ceñidor.
Está ya enamorada... sin que ella misma se dé cuenta; el caso es frecuentísimo.
Celestina no hace mas que alumbrar esa pasión de Melibea y poner en relación—
secreta—á uno y otro enamorado. En esta concertación solapada, urdida por
Celestina, estriba todo el crimen de la vieja. ¿Pueden cometer una falta Melibea y
Calisto? Sí; deplorémoslo sinceramente. Pero añadamos que el hecho puede ser
reparado. ¿Por qué no se han de casar Calisto y Melibea? Á familias igualmente
distinguidas pertenecen uno y otro; no hay desdoro para ninguna de las dos familias
en este enlace. Seguramente que si Calisto no hubiera tenido la desgracia de caerse
desde lo alto de una pared y de matarse, Melibea y Calisto se hubieran casado y
hubieran vivido felices. No se puede imputar á Celestina la muerte de Calisto (mera
casualidad), ni tampoco podemos hacerla responsable de la bárbara codicia de unos
criados (causa del asesinato de la vieja, por cuyo asesinato luego son ajusticiados los
matadores). ¿Qué queda, pues, de este genio del mal, de este abismo de perversidad?
El genio del mal se llama aquí—como en tantas otras ocasiones—casualidad, azar,
fatalidad... Y esa fatalidad de las cosas, esa inexorabilidad del destino es otro de los
atractivos profundos, misteriosos de La Celestina.

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LA CELESTINA, LA PELEGRINA...

Recordará el lector (ó ya no se acordará de tal cosa) que hace poco dedicábamos


dos artículos á hablar de La Celestina; comentábamos en esas líneas la edición reciente
publicada por La Lectura y cuidada y anotada por Julio Cejador—querido amigo
nuestro. Cejador, honrándonos con ello, ha replicado á nuestras observaciones; su
réplica la han constituído otros dos artículos: en «Los lunes de El Imparcial» del 15 y
del 22 del presente mes se han publicado. Termina Cejador su alegato de defensa
invitándonos á que reconozcamos nuestro error. La cortesía obliga á no dejar sin
contestación los artículos de Cejador. Contestación breve, en que satisfaremos la
urbanidad y aclararemos todos nuestros anteriores puntos de vista.
Cejador comienza diciendo que se nos han escapado en nuestro trabajo varias
«liebres». Al leer esto creímos que nuestro amigo iba á poner de relieve algún error de
hechos, de fechas, de nombres; algo, en suma, material y concreto. Nos parece que el
significado de la frase popular citada («escaparse una liebre») encierra la comisión de
un olvido, de una negligencia. En olvido ó negligencia (ó ignorancia) podíamos haber
incurrido nosotros al disertar sobre La Celestina; ante nosotros teníamos á un
verdadero erudito; esperábamos, por tanto, una rectificación completa de algo que
aturdida ó ignorantemente hubiéramos dicho. No ha habido, sin embargo, nada de
esto. (Luego veremos que, efectivamente, en nuestro artículo había un pequeño
error... hasta cierto punto.) Las liebres de Cejador no son tales liebres. Liebre habría
cuando alguien estuviera en posesión cierta de una verdad inconcusa, axiomática, y
viera á otro desbarrar, andar errado, y de pronto abriese su mano para soltar la verdad
que en ella tenía aprisionada. En el caso presente no se trata—lo repetiremos—de una
rectificación de hechos. Se trata, sí, de la interpretación psicológica de una obra de
arte. Cejador la interpreta de un modo; nosotros la interpretamos de otro. Suponer
que hay liebre (es decir, verdad irrebatible de una parte; error manifiesto de otra) es
suponer que no hay más verdad en este asunto que aquella que tiene en su posesión
Cejador. Lo demás es desvarío, y nosotros incautamente, como el meleno ó matiego
(seamos castizos) que comete un desliz, hemos caído en él, se nos ha escapado la
liebre. No creemos á nuestro buen amigo tan inmodesto.
No enseña La Celestina nada que no conozca un muchacho despierto y agudo de
veinticinco ó treinta años. Se considera tal obra como un dechado de enseñanzas
psicológicas, y nosotros nos negamos á ver en La Celestina tal libro extraordinario—
desde este punto de vista. La psicología de la famosa tragicomedia es de lo más

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primario y elemental. Una cobejera astuta, una madre descuidada, criados codiciosos,
un amante atolondrado y ferviente... esto es todo lo que encontramos en esas páginas.
Y esto dibujado y tramado de un modo impetuoso, enérgico, con transiciones
violentas, con fogosas y ardientes pinceladas. Libros de sutil psicología, de una
enseñanza honda del mundo y del vivir, ¿cuáles citaremos? Se nos ocurre ahora el
Wilhem Meister, de Goethe, libro que nos ofrece una trascendente lección de
conformidad filosófica con la realidad. Se nos ocurre—por citar ejemplos dispares—la
novela Volupté, de Saint-Beuve, calificada, no hace mucho, por Julio Lemaitre de
«libro extraño y profundo». Se nos ocurre el Tomás Graindorge, de Taine, en que se ha
querido ver una anticipación de Nietzsche y en que hay páginas (las dedicadas á
definir una cierta moral) de una larga significación psicológica. Pero la psicología de La
Celestina, ¿no es de lo más sabido y repetido desde que hay observadores en la
literatura? Nada sería esa obra si no contuviera, como contiene, subidos elementos de
arte.
Hemos dicho también—y este es el segundo punto rebatido por Cejador—; hemos
dicho también que Celestina, la protagonista, no es el monstruo de maldad que nos
pintan Menéndez y Pelayo y Cejador. Genio del mal la llama el primero; abismo de
perversidad la denomina el segundo. No tanto, no tanto, decíamos nosotros. Cejador
nos cita la relación pintoresca de lo que Celestina tiene guardado en su casilla
miserable y nos habla de sus misteriosos procedimientos, artes y trazas. Conocemos
ese pasaje; repetidas veces—y atentamente—hemos leído La Celestina. Celestina
tiene mil hierbas é ingredientes extraños en su cámara; Celestina hace tales ó cuales
cosas diabólicas, misteriosas. Todo eso no nos produce impresión ninguna. Todo eso
es una prueba más de la mocedad é inexperiencia del autor. Toda esa larga relación
de hierbajos, semillas y menjurjes, si interesante históricamente, sabe á presuntuoso
artificio: en ese aspecto de la pintura de Celestina, como en la intempestiva erudición
de los personajes de la obra, echamos de ver la mocedad del autor. ¿Se concibe que
un hombre experimentado, corrido, que haya devaneado mucho por el mundo, se
entretenga en tales trampantojos y en ellos crea? Aquí aludimos concretamente al
llamamiento que la vieja hace al demonio y á su pacto con tal personaje. «Como no
tengo yo á Azorín por tan aferrado á su propio juicio que no confiese lo que ve á vista
de ojos—escribe Cejador—, lo único que dirá será que no había leído este trozo, y que
verdaderamente Celestina, no sólo hizo declarar á Melibea el amor que ya sentía por
Calisto y les facilitó los medios de verse, sino que por el pacto hecho con Satanás forzó
á éste con su conjuro á meterse en el hilado y á que abriese y lastimase el corazón de
Melibea de crudo y fuerte amor de Calisto.»
Puestas las cosas en este terreno, no es posible replicar nada. Nosotros vemos en
Celestina una mujer que concierta y prepara amores más ó menos ilícitos; una astuta

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cobejera; una mujer á quien, por su habilidad y discreción, todos acuden en estos
trances. Antes pintó un tipo análogo en Trotaconventos el arcipreste de Hita; después,
Lope de Vega en la Gerarda de su Dorotea. Todo lo demás, hechizos, hierbajos,
ungüentos, conjuraciones, pactos con el demonio, nosotros lo tenemos por pura
fantasía, por pintorescas pataratas. Cejador, en cambio, saliendo de este campo
puramente terrestre, humano, cree en los maleficios, filtros mágicos y pactos
diabólicos de la vieja. Contando con tales fantasmagorías, nuestro amigo proclama á
Celestina monstruo ó abismo de perversidad.
Citábamos en nuestros artículos, como ejemplar de mujer realmente perversa, la
pintada por don Juan Manuel en uno de los capítulos de El conde Lucanor. (El error...
hasta cierto punto, á que aludíamos al comienzo consistía en haber llamado Pelegrina
á esta mujer, siendo así que en otras versiones de la obra parece ser que se llama
veguina, del francés béguine, es decir, hembra artera y falsa. Pelegrina dice la versión
publicada en 1575 por Argote de Molina. El mismo apelativo lleva esa mujer en la
lección impresa en Vigo en 1902. Pelegrina nos place más á nosotros por lo expresivo
y pintoresco.) ¿Se puede comparar la vieja Celestina á la vieja Pelegrina? Por las artes
de ésta—y un poco inverosímilmente—se enemista un pacífico matrimonio, el marido
degüella á la mujer, riñen sangrientamente los deudos del marido y los de la mujer,
traban también sanguinosa batalla todos los vecinos del pueblo. En Celestina no hay,
en cambio, mas que enlabios, arterías y zangamangas.
No aparece por ninguna parte el abismo de perversidad ni la genialidad en el mal
de la vieja. Muere Calisto. ¿Tiene Celestina la culpa de que Calisto se caiga de lo alto
de una pared? Matan dos codiciosos criados á Celestina para robarla una cadena de
oro. ¿Tiene Celestina la culpa de que estos hombres sean tan feroces que lleguen por
un robo casi sin importancia, ó de poca importancia, á cometer tal crimen? Se suicida
Melibea, angustiada por la desgracia de Calisto. ¿Podremos hacer de ello responsable
á Celestina? Fatalidad, inexorabilidad del Destino—hemos escrito nosotros. Esa
fatalidad de las cosas, esa ceguedad de la corriente eterna del mundo, que presta un
atractivo misterioso y doloroso á La Celestina, lo mismo que más tarde al Don Álvaro ó
á la maravillosa novela de Camilo Castello Branco Amor de perdición.
Pero Cejador no lo ve así. «¡Sortilegio, encantamiento, maleficio, pacto!»,—exclama
nuestro amigo, dejándonos un poco despavoridos. Mas nos recobramos de nuestro
espanto y apartamos lejos de nosotros toda intervención extrahumana. No hemos
citado indeliberadamente la obra de don Juan Manuel. Compárese El conde Lucanor
con La Celestina y se verá la experiencia y la madurez de un autor al lado de la
inexperiencia y de la mocedad del otro. En 1854 don Pascual Gayangos publicó un
estudio sobre El conde Lucanor en la Revista Española de Ambos Mundos (número
correspondiente á Agosto). «Su autor—decía Gayangos hablando de don Juan

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Manuel—se manifiesta constantemente superior á su siglo y libre de muchas de las
preocupaciones que á la sazón reinaban. En los capítulos XI y XIII se burla de los que
ponen su fe en falsos agüeros y vaticinios, y el XX es una sátira punzante de los frailes y
sus pretensiones. En el VIII se ríe de su tío don Alfonso el Sabio porque da crédito á las
patrañas de los alquimistas y pretendía haber descubierto la piedra filosofal.» «Toda la
obra—añade Gayangos—respira la observación fría y sagaz del hombre
experimentado que conocía á fondo el corazón humano y que ha sufrido demasiado
para conservar las engañosas ilusiones de la juventud.»
¿Se concibe al retratista de la Pelegrina dando crédito en su obra á hechicerías,
pactos demoníacos y sortilegios? Quien se reía de los horóscopos, de la piedra
filosofal, de los sortilegios, no podía menos de hacer un retrato verdaderamente
humano, sólo humano, de una mujer perversa. Si el autor de La Celestina hubiera
escrito su libro, no en la mocedad—como parece ser—, sino ya maduro, corrido y
desengañado, seguramente que en su retrato de Celestina no hubiera puesto todo ese
aparato excesivo y estrafalario de influencias extraterrestres y diabólicas. Y si de todos
modos lo hubiera puesto, á nosotros, hombres de ahora, hombres modernos, nos toca
prescindir mentalmente de él y considerar que si pasó lo que pasó en La Celestina, no
fué por obra misteriosa y siniestra de Satanás—¡qué horror!—, sino porque asi vinieron
las cosas.

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DEJEMOS AL DIABLO...

Cuatro palabras para terminar—por nuestra parte y cordialmente—la amistosa


discusión que venimos sosteniendo con Julio Cejador... La viejecita Celestina se halla
recogida en su casa. Vive muy lejos, allá fuera de la ciudad, en la cuesta del río. Cerca
están las tenerías. No muy distante se ve un viejo puente por donde pasan viandantes
y carros. La casa de Celestina es chiquita, medio caída; lo principal—y casi lo único—
de ella lo compone una camarilla con una ventanita; por la ventanita se columbra el río
manso y claro que discurre por debajo del puente y luego se aleja entre dos filas de
verdes álamos, unos campos labrados, la silueta azul de unas remotas montañas. De la
ciudad llegan, de cuando en cuando, los campaneos de sus iglesias. En la habitación
de Celestina hay dos ó tres filas de anchos vasares y un reducido armario: en los
vasares forman, cuidadosamente colocados, botecillos, picheles y redomas de diversos
tamaños y colores. Encierran esos botes y frascos variedad de ungüentos, aceites,
mixturas, grasas y jarabes; de todos estos aceites y ungüentos, unos curan dolores,
otros—aunque Celestina lo crea—no curan nada. Hacecillos de hierbas montaraces
penden del techo y de las paredes. Reposan en el armario, bien guardados, algunos
objetos y trebejos de apariencia y usos extraños. Aquí hay soga de ahorcado, piedra
del nido del águila, espina de erizo, pie de tejón. Todas estas cosas, aunque en
ocasiones Celestina las venda muy caras y misteriosamente á gentes que han perdido
un poco el seso, lo cierto es que no sirven para nada. En una cajuela la viejecita tiene
sus instrumentos más preciados: unas finísimas agujas y un sutilísimo hilo de seda. Y
tampoco esto sirve para gran cosa; pero sí puede engañarse con ello—alguna vez—á
los papanatas y á los incautos, á los incautos sobre todo, gente atropellada y que no
repara en detalles.
Celestina se encuentra en un momento crítico; va á invocar á Satanás. Necesita que
el demonio le ayude en un trance en que se halla metida. Ya ha cerrado la ventanita
que mira al río y ha encendido una vela (no la vela que se enciende á San Miguel, sino
la que se enciende al diablo). De todo su poder evocador va á usar Celestina; del más
formidable aparato mágico va á echar mano; del conjuro más poderoso, más fuerte,
más inapelable va á servirse. Todo es silencio y misterio en la estancia. (Pero á lo lejos,
de las tenerías, llegan unos cantos populares y picarescos que desazonan un poco á la
viejecita.)

Celestina exclama, tratando de ahuecar la voz y haciendo terribles aspavientos:

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—Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte
dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos
que los hirvientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos é
atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres furias: Tesifone, Megera y
Aleto; administrador de todas las cosas negras del reino de Stigie y Dite, con todas sus
lagunas y sombras infernales y litigiosos caos; mantenedor de las volantes arpías, con
toda la otra compañía de espantables y pavorosas hidras...
Se detiene un poco Celestina; no es para menos; la invocación que acaba de hacer
entra en la categoría de las más solemnes invocaciones. Luego continúa:
—Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas
bermejas letras, por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas, por la
gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen... vengas sin
tardanza á obedecer... hasta que Melibea con aparejada oportunidad... lastimes del
crudo y fuerte amor de Calixto... pide y demanda á mí tu voluntad... apremiaré con mis
ásperas palabras tu horrible nombre... me parto para allá con mi hilado, donde creo te
llevo ya envuelto.
Cuando la viejecita ha acabado su tremendo y formidable conjuro se ha abierto
bruscamente la ventanilla del chamizo y ha entrado un vivísimo rayo de sol que ha
dado en los ojos á Celestina. Celestina ha cerrado los ojos, y al abrirlos de nuevo ha
visto sentado en la única silla de la estancia á un mancebo de tez morena y luminosa
mirada.
—Un momento, querida Celestina—ha dicho con voz melódica este mozo—: tu
conjuro ha sido tan aparatoso y tan vehemente, que he querido venir yo mismo, en
persona, á ver lo que se te ofrecía. La cosa debe de ser de mucha importancia...
Aunque la viejecita está acostumbrada á tratar con el demonio (ó, por lo menos, lo
dice ella), ha sufrido una viva sorpresa al contemplar frente á ella al propio Satanás.
Apenas acertaba á balbucir unas palabras.
—Cálmate, Celestina, cálmate—ha proseguido bondadosamente el diablo—. El caso
que te ha hecho llamarme tan aparatosamente debe de ser verdaderamente grave y
difícil. Siendo cosa tuya, ha de ser, desde luego, cosa de amores... Sospecho que se
trata de algún amor imposible, desatinado. Acaso un viejo achacoso, decrépito,
miserable, nacido en el más bajo fondo social, se ha enamorado de una elevadísima,
angelical (permíteme la palabra) y elegantísima princesa...
Celestina, todavía sobrecogida, mueve la cabeza con ademán denegatorio.
—¿No?—prosigue el diablo—. ¿No? ¡Ah, ya caigo! Es el caso contrario... Una
labradorcita, una mozuela del campo, ingenua y linda, se ha enamorado de su señor,

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el altivo magnate que ha entrevisto ella un momento, al pasar él frente á la choza,
caballero en un brioso trotón...
La viejecita vuelve á hacer signos de negación.
—¿Tampoco?—torna á preguntar un tanto receloso el diablo—. Entonces...
entonces, ¿es cosa de algún rey... de la esposa de algún rey, que contra toda ley,
contra toda fidelidad...?
Celestina hace nuevos ademanes de que no.
—Pues no caigo; explícate; habla.
Celestina entonces, ya más serena, ha contado que dos jóvenes, Calisto y Melibea,
se han encontrado en una huerta y que el mozo ha quedado perdido de amor por la
muchacha. Ahora es el diablo quien ha quedado sorprendido, sin comprender.
—¿Ella es rica, de buena familia?—ha preguntado Satanás.
—Sí—ha contestado Celestina.
—¿Él es rico, de buena familia?
—Sí—ha vuelto á contestar Celestina.
—¿No hay enemistad ninguna entre las dos casas?
—Ninguna... Es más: yo creo que la muchacha, íntimamente, sin saberlo, sin haberse
dado cuenta de ello todavía, está enamorada del galán.
Satanás ha callado un momento, estupefacto, sin saber qué decir. Al cabo ha dicho:
—Pues no lo entiendo, amiga Celestina; no lo entiendo, á menos de que piense que
tú, esta mañana, en vez de beberte tu jarrillo habitual, te has bebido uno ó dos más.
Se me puede llamar á mí con el aparato y la vehemencia que tú lo has hecho, para
remediar un amor fantástico y quimérico, ó para que conceda toda la ciencia del
universo á un estudiante ó á un doctor (que á cambio de ella me venden su alma), ó
para que, con las mismas condiciones, dé á un perdulario todos los goces del mundo...
Pero llamarme para que intervenga en las relaciones de mozo y moza en cuyo
noviazgo no hay inconveniente ninguno, ni lo hay tampoco en su casamiento...
francamente, llamarme para eso es una verdadera simpleza.
Celestina ha sentido otra vez en los ojos un vivo resplandor. Los ha cerrado, y al
abrirlos de nuevo no estaba ya frente á ella el cetrino y gallardo mancebo. Había en la
estancia un ligero olor á azufre.

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Querido Cejador: Ya ve usted lo que acaba de decir el diablo. El diablo está muy
ocupado y sus negocios son harto graves. No se le puede llamar por una fruslería.
Dejémosle estar; respetemos sus trabajos. Si hemos de llamarle alguna vez, que sea,
no por una futesa, como esa de Calisto y Melibea, sino para hacerle hacer una que sea
sonada.

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LA INTELIGENCIA DE FEIJÓO

El profesor don Miguel Morayta ha publicado un excelente libro sobre Feijóo. No ha


dicho nada de él la prensa; no son muchos los periodistas que en España se consagran
á la divulgación de los libros; poca costumbre existe entre nosotros—en los
periódicos—de hablar de libros; los libros casi no existen entre nosotros. El libro de
don Miguel Morayta merece comentario y divulgación; publicado en una biblioteca
popular—la valenciana de Sempere—, podrá ser adquirido por cuantos no puedan,
ordinariamente, hacer grandes dispendios tocante á libros. Estudia el señor Morayta en
su obra una de las más simpáticas figuras de nuestro desenvolvimiento intelectual; es
el autor claro, sencillo, preciso. Ni hay en la obra las vacuas generalizaciones entre
nosotros tan usadas, ni estas páginas están escritas en el ampuloso oratorio estilo de
que no saben salir—en general—nuestros publicistas y nuestros parlamentarios. Es,
pues, la obra del señor Morayta obra á propósito para ser leída por el tipo medio de
lector deseoso de un discreto y selecto aprovisionamiento intelectual. Añadiremos que
en El padre Feijóo y sus obras (que así se titula el libro de Morayta) resalta un juicio
sereno, ecuánime, respetuoso y sin asomos de sectarismo y de pasión.
El libro de don Miguel Morayta nos ofrece oportunidad para trazar—
compendiosamente—la silueta moral y física de Feijóo. Veamos, por tanto, cómo era
Feijóo, cuál su obra, qué ideas eran las suyas, cuál era su sensibilidad, qué
consecuencias tuvieron sus trabajos. Feijóo era un hombre alto, gallardo, recio; había
dulzura, inteligencia y apacibilidad en su semblante; de miembros ágiles, flexibles, sus
movimientos hacíanse notar por su presteza y desenvoltura; gozaba de sanidad
perfecta; su persona, en resumen, como dice un biógrafo, sugería la sensación de un
«hombre grande». Sanos, fuertes, enhiestos, de prestancia gallarda y elegante, han
sido copiosos trabajadores intelectuales, como—por citar disparmente, en esferas
distintas—un Goethe ó un Joaquín Costa. Pero no generalicemos; otros hombres,
también formidables laboradores del cerebro, han sido frágiles, enfermizos,
raquíticos...
Feijóo, como Costa, era sano y robusto. Trabajó, también como Costa, de un modo
abrumador. No salió de su retiro provinciano sino para hacer rápidas visitas á Madrid;
en su celda de Oviedo escribió infatigablemente hasta los ochenta años; milagros de
erudición hizo con los no muchos libros que allí tenía; su intuición fina, delicada, suplía
muchas veces la falta de materiales para el trabajo. Serenamente, desde su rincón,
soportó la estruendosa baraúnda promovida en España en torno de sus libros; no se

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amilanó por la hostilidad—en algunos momentos verdaderamente terrible—que hacia
sus publicaciones mostraron elementos sociales poderosos; aun ante la amenaza de la
Inquisición se mantuvo ecuánime, confiado en sí mismo. No hay ejemplo en España de
más intensa agitación espiritual que la producida por Feijóo. Pensemos en la actitud
espiritual del escritor en medio de esta ardiente tolvanera de pasiones, envidias,
rencores, insidias; formidable era el aluvión de folletos, papeles, críticas suscitadas por
la labor de Feijóo. Hoy difícilmente podemos formarnos idea de la situación del
escritor en este ambiente; era en el siglo XVIII menos en cantidad y en calidad que
actualmente la tolerancia y la comprensión. Hoy sólo podemos imaginarnos la
situación de Feijóo pensando, por ejemplo, en Emilio Zola durante el período álgido
del asunto Dreyfus.
Á tal resistencia, fortaleza mental, unía Feijóo una delicadísima sensibilidad. Marqués
y Espejo, autor de un curioso Diccionario feijoniano publicado en 1802, y que no
recordamos haber visto citado en el libro, tan erudito, de Morayta; Marqués y Espejo,
resumidor en ese Diccionario de las ideas de Feijóo, escribe lo siguiente: «Su
beneficencia nacía de su ternura, y una y otra poseían su corazón. Se le veía temblar,
en efecto, cuando la casualidad disponía que presenciase la muerte de algún ave para
el uso de la mesa; y aún habrá tal vez algunos vecinos de Oviedo, de los que en la
época desgraciada de su necesidad le invocaban desde la calle, sin que jamás dejasen
de abrirse sus balcones y sus manos generosas para el socorro de su indigencia». (El
mismo Feijóo ha escrito muy sentidas páginas, que cita Morayta, respecto de la
compasión á los irracionales; páginas, por decirlo así, pretolstoyanas.) Una sensibilidad
delicada supone una inteligencia viva; lo que en Feijóo domina es la inteligencia. No
confundamos la inteligencia con la memoria; tal confusión es corriente en la vida diaria.
Se puede ser un hombre de una vastísima cultura (un formidable erudito ó un
maravilloso orador) y ser un hombre muy poco inteligente. La inteligencia implica
originalidad; y la originalidad es rebeldía. Cuanto más inteligente sea un hombre más
rebelde será, es decir, menos conformista, menos aceptador de lo ya hecho, de lo ya
pensado, de lo ya sentido. Feijóo—comprensor, humano, piadoso—se nos aparece, en
suma, como un rebelde, como una inteligencia en lucha contra preocupaciones,
prejuicios, supersticiones, corruptelas, convencionalismos de su tiempo y de su
pueblo. Una sensación de hostilidad hacia un determinado ambiente: así, en síntesis,
podemos definir la obra de Feijóo. La inteligencia viva, aguda, vigilante, dúctil y fuerte
del escritor va escudriñando, durante cuarenta años, por la sociedad y la historia de su
pueblo. Producto de ese examen libre y pertinaz ha sido la precipitación—en el
sentido químico—de un nuevo estado de conciencia y un gigantesco montón de
escorias que representan ideas y sentimientos que de esa crítica de Feijóo han salido
definitivamente muertos.

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«Logramos, en fin, que (como dice el señor Sempere en su Biblioteca española) las
obras de este sabio produjesen una fermentación útil.» Así escribe el autor del
Diccionario feijoniano. Y añade: «Hiciesen empezar á dudar; diesen á conocer otros
libros muy distintos de los que había en el país; excitasen la curiosidad...» Páginas
antes, en la introducción de su obra, el mismo autor del Diccionario expresa de una
manera pintoresca algunos aspectos de la labor de Feijóo. «Ya, gracias al inmortal
Feijóo—escribe—, los duendes no perturban nuestras casas; las brujas han huído de
los pueblos; no inficiona el mal de ojo al tierno niño, ni nos consterna un eclipse, que
con prolija curiosidad examinamos muy atentos.» Incontables son las cuestiones que
ha tratado Feijóo á lo largo de su extensa obra; á todas las disciplinas humanas
pertenecen los problemas por él examinados. En lo referente á la estética, por
ejemplo, Feijóo ha planteado la discutida cuestión del clasicismo en su verdadero
sentido; por la modernidad en el lenguaje se declara terminantemente; la belleza de la
obra de arte ve en la cantidad de vida que ésta tenga, y no en una ridícula y absurda
imitación de modelos pretéritos. Feijóo ha escrito, hablando de los poetas españoles,
lo siguiente: «El que menos mal lo hace, exceptuando uno ú otro raro, parece que
estudia en cómo lo ha de hacer mal. Todo el cuidado se pone en hinchar el verso con
hipérboles irracionales y voces pomposas; conque sale una poesía hidrópica que da
asco y lástima verla. La propiedad y naturalidad, calidades esenciales sin las cuales ni la
poesía ni la prosa jamás pueden ser buenas, parece que andan fugitivas de nuestras
composiciones. No se acierta con aquel resplandor nativo que hace brillar el concepto;
antes los mejores pensamientos se desfiguran con locuciones afectadas».
En resumen: las consecuencias de la obra de Feijóo podemos expresarlas en las
frases copiadas del autor del Diccionario feijoniano. La obra de Feijóo ha producido
una fermentación útil; ha hecho empezar á dudar; ha dado á conocer libros distintos
de los que aquí se leían; ha despertado la curiosidad. Vean los lectores si un libro
como el de don Miguel Morayta, en que tan escrupulosamente se refleja la
personalidad de Feijóo, merece ser leído y divulgado; si merece ser leído y divulgado
un libro consagrado á un despertador incansable de curiosidades en este país en que
no hay curiosidad ni interés casi por nada.

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LA PATRIA DE DON QUIJOTE

Cuando en 1905 un joven escritor (romántico y con el pelo largo) hizo un viaje por la
Mancha siguiendo la ruta de Don Quijote, ignoraba que muchos años antes, en 1848,
otro joven escritor (con el pelo largo, romántico) había realizado, en parte, el mismo
viaje. Hasta hace poco no ha sabido de las andanzas del primer viandante el segundo
deambulador. Quien viajó en 1848 fué J. Giménez Serrano. Colaboraba este escritor
en el Semanario Pintoresco; en esta Revista publicó sus impresiones. Las publicó en los
números correspondientes al 16 de Enero, 30 del mismo mes, 6 de Febrero, 2 de Abril
y 23 de igual mes. Cinco son, por tanto, los artículos publicados. Llevan el título de Un
paseo á la patria de Don Quijote. Extractaremos lo más interesante de ellos. Giménez
Serrano—según él mismo nos dice—hizo el viaje á pie; llevaba como guía á un
labriego de la propia tierra manchega. Era joven Giménez Serrano; también nos cuenta
él mismo—incidentalmente—que usaba melenas. Se trata, pues, al parecer, de un
mozo romántico que, enamorado del inmortal caballero, llega hasta emprender una
peregrinación á los principales lugares de su vida y andanzas.
El joven viajero amaba á Don Quijote y ansiaba la realidad. Deseando añadir un
comentario al libro de Cervantes, este mozo, en vez de revolver crónicas, papelotes y
libracos, emprendió sencillamente un viaje por la Mancha. Creemos que debieran
imitar en esto á Giménez Serrano los eruditos que, teniendo á mano la cantera viva, ahí
á las puertas de Madrid, se dan de calabazadas para encontrar en los libros lo que se
puede hallar en la realidad. «Desprecié el antiguo método—dice nuestro autor—, y
antes de todo me propuse visitar la patria de Don Quijote, recorrer las calles de su
lugar, seguir el camino de sus primeras y más famosas aventuras, recoger las populares
tradiciones y apurar cuanto allí se supiese de las desgracias del manco de Lepanto y
de lo que pudo dar origen á su riquísima historia.» El autor, además de sus
impresiones literarias, nos ofrece algunos croquis que ha ido trazando á lo largo de su
viajata. Curiosos son, en sus toscos grabados en madera, los dibujos de la venta en
que se supone fué manteado Sancho, de la iglesia de Argamasilla, de la casa llamada
de Medrano (en que la leyenda supuso prisionero á Cervantes; leyenda que todavía se
da como hecho positivo en 1912 en el Diccionario Enciclopédico Pal-las), de la iglesia
del Toboso. «Deseo—dice Giménez Serrano—dar una base á los ilustradores del
Quijote para que no sigan urdiendo disparatadas fantasías. Bien que con ello—añade

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el autor—no harían mas que seguir á las Academias y á otros no menos sabios
editores.» En efecto; nada más absurdo y disparatado que las ilustraciones puestas por
la Academia á su edición monumental del Quijote. ¿Cómo teniendo estos señores la
Mancha al alcance de la mano dieron en esas estampas una tan estrambótica
representación de España?
El primer paraje quijotesco que visita nuestro autor es la venta de que queda hecha
mención. Se halla situada á una media legua hacia el sudeste de Fuente del Fresno.
Dista como veinticinco leguas de Madrid y cuatro y media de Consuegra. Antes este
lugar era muy pasajero; dejó de ser frecuentado á causa de la desviación de un
importante camino. Antiguamente llamábase esta venta del Cuadrillero; á últimos del
siglo XVIII la tomó á su cargo de un rumboso sevillano: enjalbegó éste sus muros, y
desde entonces llevó el nombre de Casa blanca. Traspuesto el portal, á la izquierda se
veían las escaleras, «que daban al derribado camaranchón donde prepararon aquella
famosa y maldita cama que sirvió de potro para que le bizmasen al hidalgo manchego
los cardenales que en su cuerpo habían labrado las villanas estacas de los yangüeses».
(Advertencia: cuando Giménez Serrano visita la venta, ésta se halla casi derruída; su
techo lo componían unas faginas de carrizo; habitaba en ella un labriego). Á la
derecha, entrando, estaba el corral; unos poyos rodeaban el hogar de la cocina. «En
los poyos que rodeaban el hogar—dice el autor—leyó el cura la novela de El curioso
impertinente, tan dramática como buena y bien razonada, y, para mayor ilusión mía,
sobre un arcón, en aquel lado, vi un recio cuaderno que era nada menos que la
Historia de los doce pares.» Preguntó el autor al viejo habitador del mesón la causa de
llamarse éste del Cuadrillero. Contestóle el viejo con una larga historia de un episodio
sangriento de la guerra civil, que, en verdad, no tenía conexión con el apelativo de la
venta. Ahorramos el relato al lector. De aquel trágico lance resultó el incendio de la
venta. Y éste es uno de esos antiguos y hoy derruídos mesones—sin techos, con las
paredes ahumadas—que ahora contemplamos en nuestras peregrinaciones por las
quebradas andaluzas ó por los llanos de Castilla; ruinas que nos hacen pensar un
momento en un drama que desconocemos; ruinas inseparables del paisaje solitario y
yermo de las campiñas castellanas.
El autor sigue su viaje. Es verano; el sol inunda el campo manchego. «La tierra, seca
con los ardores del estío, comenzaba á hervir, según la enérgica expresión de los
segadores.» Sudoroso, jadeante, llega Giménez Serrano á un ameno vallecillo. «Tres
alcores sembrados de encinas, alfombrados de enebros, jara y oloroso romero,
rodeaban aquel voluptuoso apartamiento de los montes, y al pie de la más gallarda de
las colinas, al amor de los blancos pobos, murmuraba una fuentecilla que se
derramaba en un reducido lecho de menudísimas guijas de colores, cercado por una
corona de musgo y mastranzos. Tan cristalina y transparente era la superficie de aquel

64
nacimiento, tan verdes sus márgenes, que compararse pudiera con un espejo de acero
por marco de esmeraldas guarnecido.» (De acero el espejo, porque de acero los había
antaño.) En tan apacible lugar dice el autor que reposó Don Quijote después de haber
sudado buscando inútilmente á la pastora Marcela; allí hidalgo y escudero, echada
mano á las alforjas, tuvieron un sobrio yantar. Con tristeza abandona el autor este
grato lugar. Eran las dos de la tarde. «Una ligera neblina del color del hierro candente
velaba los últimos términos del horizonte, que cambiaba á cada paso como en todas
las travesías de montaña. Al torcer de un recodo vi sobresalir allá en la hondura la copa
de un ciprés.» Se encaminó el viajero hacia aquel lugar y vió que la tierra estaba
cubierta de astillas. «Unos leñadores acababan de cortar otros cuatro cipreses que
antes daban compañía al que ahora descollaba solitario.» Aquel paraje debía de ser el
lugar en que se desarrolló la triste aventura del pastor Crisóstomo. Parecían indicarlo
así «la quebrada que á la izquierda se veía, el tajo cortado, al pie del cual alzaba su
copa el ciprés que allí me habia traído». El viajero continúa su peregrinación en busca
de las ventas de Puerto Lápice.
Las ventas de Puerto Lápice se hallan en el camino de Madrid á Andalucía. «Si no
miente un editor famoso, distan quince leguas de Aranjuez y veintiséis de Bailén.»
«Situadas en el puerto que forman las cordilleras que ocupan el centro de la curva
elíptica trazada por la unión del Giquela y el Valdespino, rodeadas de colinas con
boscaje, son el teatro más á propósito, como decía Don Quijote, para meter las manos
hasta los codos en esto que llaman aventuras. Apenas se anda por estas tierras una
vara sin oir trágicas escenas de la última guerra, robos, acometimientos, incendios. El
viajero arriba al mesón, come y se tiende en una pétrea cama, dispuesto á dormir. Mas
fué en vano su propósito: los viandantes reunidos en la posada armaron tal trapatiesta
y baraúnda, que hizo imposible el sueño. He aquí la curiosa y archiespañola lista de los
viajeros del mesón: «cuatro estudiantes de la tuna, tres de los cuales eran
descabezados rapistas; un cedacero con gran provisión de sonajas; cuatro alegres
napolitanos, calderero el uno y santi boniti los otros; dos pañeros de Fortuna; un
abaniquero de viejo; dos gitanos cantadores de la viña de Cádiz y un respetable coro
de mayorales y mozos que así destripaban un zaque de vino y rascaban el vientre de
una vihuela ó de un tenor malagueño, como entonaban por el eco de los panes
calientes y de la castiza seguidilla manchega». (¡Oh, abaniqueros de viejo y
apañadores! ¡Oh, vosotros, pañeros de Fortuna, famosos pañeros de Fortuna, cuyos
pregones largos he oído tantas veces en las silenciosas, limpias y blancas callejuelas de
los pueblos levantinos!)
De Puerto Lápice se traslada Giménez Serrano á Villalta. En la llanura de Villalta nos
dice el autor que aconteció la temerosa aventura del vizcaíno. De Villalta pasamos á
Montiel. Por estos campos hizo Don Quijote su primera salida. «Frente de mis ojos se

65
alzaban las sombrías ruinas del castillo de Montiel.» Más á lo lejos se columbraban las
casas de la Torre de Juan Abad, de la que era señor Quevedo, y en donde el gran
satírico enfermó para ir á morir á Villanueva de los Infantes. Prosigue el viajero su
camino y llega á Argamasilla de Alba.

II

Nuestro buen Giménez Serrano—jóven romántico y con melenas—llega á


Argamasilla de Alba. Se llama también este pueblo Lugar Nuevo; la denominación de
Alba procede de haber reedificado esta villa el duque de ese título. Argamasilla «se
halla situada en una extensa llanura y rodeada de huertas, molinos harineros y
quinterías y alamedas. Su cielo es limpio, despejado y sereno». (Un poco paradisíaca
es tal sumaria descripción de los aledaños argamasillescos. Una huerta cerrada, un
cortinal, hay á las puertas de la villa; macizos de álamos se yerguen aquí y allá, á lo
largo del Guadiana. Y las uniformes llanas tierras paniegas se extienden hasta la
remota lejanía del horizonte.) Cuando el duque de Alba elevó la nueva población, los
moriscos la ocuparon en su mayor parte. «Como eran tan industriosos y frugales, la
tierra de migajón y fácil el regadío, se hizo opulenta la villa, y tanto, que en su lengua
la llamaban ellos Río de la Plata.» El viajero penetra por sus calles mal arrecifadas; las
casas están construídas con tierra apisonada; constan de un solo piso; ciento ochenta,
poco más ó menos, componen la villa; no llegarán á mil cuatrocientos los habitantes.
«En la plaza no hay árboles ni fuentes, y las casas todas, exceptuando algunas que
ostentan en sus portadas escudos de armas, son de miserable aspecto.» «Lo mal
blanqueado de sus paredes—añade el autor—, el polvo con que las cubre el viento
solano de la llanura, sus desvencijadas puertas y la desigualdad de los tejados y
techumbres, dan á este lugar, como á otros muchos de la Mancha, un aspecto
monótono y salvaje que repugna y entristece.» (La melancolía de la Mancha procede
de la llanura inmensa y gris. Hay en los pueblos unas paredes largas y blancas, nítidas,
con una ventanita angosta en toda su extensión, y entre las dos paredes, en la calleja
silenciosa y desierta, se otea allá á lo lejos la mancha verde de los trigales y la mancha
azul del cielo. Una campanada sonora, muy de tarde en tarde, rasga el silencio.)
Nuestro viajero se apresura á visitar la casa de Medrano; durante mucho tiempo se
ha creído que estuvo preso en ella Cervantes. La fachada es sencilla; las jambas y el
dintel de la puerta son de piedra; sobre la puerta campea un escudo. Rejas saledizas
destacan en el piso principal. De una de ellas pende un manojo de brezos:
advertimiento á los transeuntes de que en aquel lugar se expende vino. Del techo
sobresale un ancho alero morisco. «El portón está desvencijado y tiene por adornos
gruesos clavos de hierro. Penetré por su achatado postigo, que da entrada á un portal

66
medianamente largo y del ancho de la portada. Después está el patio, guarnecido, á la
usanza árabe de cenadores, de una galería descubierta en el piso principal, sostenida
por seis columnas de piedra y dos pilares de madera con capiteles labrados.» (Tipo de
la casa manchega; en una casa así, pero más modesta, fué á morir Quevedo, año de
1645, en Villanueva de los Infantes, desde su Torre de Juan Abad, donde se puso
enfermo. En la casa hay una galería con una barandilla de madera toscamente labrada.
El zaguán es chiquito; mezquina la estancia donde expiró el gran satírico. Titubeante,
exhausto de fuerzas, pálido, con la mirada triste, trágica, debió de entrar Quevedo—
para no salir vivo—por este zaguán empedrado de menudos guijos.) En la casa de
Medrano, puestos en el patio, lucían sus orondas barrigas las tobosescas tinajas llenas
del espeso vinazo de la tierra. «En el lado de la izquierda estaba el sótano inmundo
que me traía á aquella casa de aciago recuerdo.» Encendieron un candil,
desembarazaron la puerta de unos canastos que la obstruían, y nuestro mozo bajó por
una escalerilla de siete escalones. Se encontró Giménez Serrano en una bodeguilla
lóbrega y húmeda. La llenaban esteras y trastos inútiles. «Á los rojizos reflejos de la luz
huyeron los ratones que habitaban descuidados entre los trastos, y bandadas inmensas
de correderas se pusieron en agitado movimiento; un olor insalubre y fétido despedía
tan sucio conjunto. Aquel subterráneo está nueve pies más bajo que el nivel del patio;
tiene unas cuatro varas de ancho, seis y algunas pulgadas de largo, y una bóveda de
yeso lo cubre.»
Á la derecha de la entrada, en el muro, se conserva todavía un agujero donde se
supone estuvo clavada la cadena que sujetaba á Cervantes. (Queda así transcrita
circunstanciadamente la descripción que hace nuestro autor. Si no estuvo Cervantes en
este sótano, la opinión lo ha supuesto durante mucho tiempo. Ya este lugar es
definitivamente famoso. Cuando en 1905 le visitamos nosotros vimos que la puerta de
la cueva estaba mellada y astillada. Nos dijeron que los viajeros extranjeros que allí
aportaban se llevaban, como recuerdo, pedacitos de la madera de la puerta.)
De Argamasilla, Giménez Serrano se encamina al Toboso; de la patria de don
Quijote, á la patria de Dulcinea. En el camino encuentra nuestro autor á un clérigo que
marcha caballero en su mula; era natural del Toboso este cura; mas vivía en
Argamasilla desde hacía cuarenta años. Los dos viandantes traban conversación. El
joven escritor da cuenta al clérigo del motivo de su viaje.
—¡Ah, vamos!—exclama el cura—. Usted ¿es el joven de melenas que ha visitado
esta mañana la iglesia, que ha dibujado en la plaza de Argamasilla y que ha
permanecido un gran rato á solas con los ratones de la bodega de la preciosísima casa
de Medrano?
El clérigo relata al literato dos leyendas ó consejas relativas á Cervantes. Se refieren
las dos á una bárbara—y supuesta—venganza que en el Toboso se tomaron con un

67
recaudador de contribuciones ó alcabalero, llamado Cervantes. Dicho Cervantes no
era otro que el autor del Quijote. Habiendo llegado el alcabalero al pueblo, y
hallándose durmiendo por la noche en el pajar de una casa, lo despertaron los mozos
y, «medio arrastrando, con una soga á la cintura, le sacaron por las calles del pueblo».
Afortunadamente, llegaron á tiempo los cuadrilleros y libertaron á Cervantes de manos
de la chusma. No era otro el propósito de los mozos tobosinos sino el de llevar á
Cervantes á una laguna próxima y chapuzarlo en sus cenagosas aguas. En el Toboso
son peritísimos en esta operación. Cuando arriba allí algún recaudador, lo
somormugen en el dicho navazo. «¡Oh, en esto de atormentar á los ejecutores ó
comisionados son diestrísimos en el Toboso y con orgullo salvaje les oiréis referir mil
atrocidades de las consumadas en la villa con estos pobres emisarios de la Hacienda!»
(No olvide el lector que estamos en 1848. Hoy suponemos que tales prácticas habrán
desaparecido.) «Muchos—añade el autor—han sido encerrados desnudos en una de
las tinajas colosales que allí se fabrican; otros, después de haber bebido más de lo
necesario, estimulados por los que se fingían sus camaradas, han despertado en el
cementerio, vestidos de hábito y tendidos en un ataúd con sus blandones y su túmulo.
Los más han sufrido palizas, y ninguno ha vuelto con sus dietas sin poderlo contar
como milagro.» (¿Cómo, dado este ambiente, no había en el Toboso, en el año 1848,
plaza de toros?)
Cerca del pueblo, á cosa de «dos millas» de él, vió nuestro viajero las ruinas de un
parador. Por allí había también antaño un encinar: el boscaje en que Don Quijote
quedó esperando en tanto que Sancho iba al Toboso á celebrar una entrevista con
Dulcinea. «El Toboso ha sido pueblo de consideración, y así lo indican sus
aristocráticas casas, que, aunque de pobre aliño y en ruinas, ostentan portadas de
mármol, columnas, brocales y fuentes talladas, escudos sobre las puertas y labrada
rejería.» En su época de esplendor había en el Toboso telares y alfarerías; de éstos
salían las más admirables de todas las tinajas españolas.
«Desapareció todo esto, y un pueblo rico, industrioso, que ha contado con más de
4.000 vecinos, se halla hoy reducido á poco menos de 800, y apenas puede fabricar
algunas tinajas y gloriarse con sus rábanos, que son extraordinariamente gordos,
blancos y tiernos, según me han dicho.» Es mediodía; nuestro autor, después de
recorrer el pueblo, se sienta en los escalones del rollo que se yergue en la plaza, y
comienza á tomar un diseño de la iglesia. «Mas, en verdad sea dicho—escribe
Giménez Serrano—, no se muestran en el Toboso más aficionados á los artistas que á
los ejecutores, pues antes de que acabara de tantear la torre que tomó Don Quijote
por palacio, vino sobre mí tal nube de piedras, que forzoso me fué dejar la obra para
mejor ocasión, pues los tobosescos angelitos daban mayor impulso á los cantos de lo

68
que á mis delicadas carnes convenía.» (¡Tate, tate con los paisanitos de Dulcinea!
¿Cómo no había plaza de toros en el Toboso?).
El colaborador del Semanario Pintoresco da por terminado su viaje. Con objeto de
llevarse del Toboso un recuerdo, decide comprar un queso. No es esta operación
baladí. En una nota Giménez Serrano nos dice lo siguiente: «Según nuevas por mí
recogidas, han visitado muchos extranjeros estos lugares, que yo tengo el orgullo de
haber descrito el primero. Entre ellos, varios ingleses compraron quesos para dar con
ellos un banquete á sus amigos de Londres.» Cerremos estos artículos loando á los
ingeniosos sajones; esos hombres demostraron delicadeza y buen gusto al llevarse á
Londres unos quesos manchegos. Se llevaban con ellos un recuerdo de la patria de
Don Quijote, y daban á la par prueba de ser unos excelentes lamizneros, puesto que si
Don Quijote era el más excelso de los caballeros andantes, el queso manchego bueno
es el más exquisito de todos los quesos.

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GLOSARIOS Á XENIUS

Á 630 metros.—Á 630 metros de altura, en esta altiplanicie castellana, ante este
paisaje austeramente noble, hemos conocido—y con él cordialmente hemos
charlado—á un hombre que venía de las doradas riberas del Mediterráneo. Era un
joven alto, trajeado con aliño y sin atuendo; su musculatura destacaba proporcionada;
en la placidez de su cara brillaba una mirada inteligente. Ni era presuroso en el
ademán, ni locuaz. Su voz sonaba levemente; á menudo los finales de sus frases—
opacas, tenues—se perdían en una á manera de penumbra. Tras de lo dicho con
brevedad, flotaba como un ambiente de meditación y de recogimiento. Cuando hacía
una observación, se veía en la palabra sucinta, en la reflexión rápida, el trabajo
recopilador de una copiosa lectura. Hay hombres que atraen y hechizan más—ó por lo
menos, tanto—por sus silencios como por sus palabras. Este joven que subía á la
altiplanicie castellana desde el piélago azul era uno de ellos. En su presencia
estábamos, no ante un hombre que habla, sino ante un hombre que medita.
Este hombre medita y escribe. Todos los días en las cuartillas consigna alguna
impresión: una impresión sugerida por el espectáculo intelectual. Aparecen sus
anotaciones en un periódico diario—La Veu de Catalunya. Llevan el título genérico de
«Glosario». Los glosarios de Xenius son de todos los tamaños, tratan de todas las
materias. Unos tienen seis ú ocho líneas; alguno ha ocupado—ampliamente—toda una
plana del periódico. El espíritu ávido y curioso del glosador va comentando en sus
apuntes toda clase de acaecimientos, incidentes y novedades intelectuales. La muerte
de un poeta, la declaración de una guerra, la venta de un cuadro célebre, un concierto
clásico, la publicación de un volumen de poesías líricas... He aquí, en compendio, una
serie de temas de los que figuran en los glosarios. Durante ocho años, en la breve
sección del periódico barcelonés, ha ido reflejándose, día por día, la vida universal. La
vida universal vista, sentida, expresada por un temperamento que, siendo clásico,
pristinamente clásico, beneficia de todas las aportaciones—ya definitivas—de la
revolución romántica.

IMPRESO EN PARMA.—Sobre la mesa en que escribimos estas líneas tenemos un


libro impreso bellamente en Parma. Es un libro español: La comedia nueva, de
Moratín. Estampada está esta edición—blanca y clara—en la «oficina de don Juan
Bautista Bodoni» el año 1796. ¿Por qué hablamos de esta elegante edición, elegante

70
dentro de su sobriedad? No se ha hecho una edición de Moratín más en consonancia
con su genio. Siempre que pensamos en Moratín tributamos mentalmente nuestra
admiración á su sentido de las proporciones y del equilibrio, á su amor á la claridad, á
su preocupación por el bello ordenanamiento y por la simetría, á su buen gusto
irreprochable. Y nuestra admiración va acompañada de un irreprimible pesar:
quisiéramos que á todas estas cualidades enumeradas, que á tales condiciones de
artista impecable, se uniera un poco de entusiasmo, un poco de fuego, un poco de
ímpetu, un poco de exaltación ante el espectáculo de la Naturaleza ó los sublimes
artificios del arte. ¿Qué es lo que preferiremos: el fuego romántico ó la disciplina
clásica? ¿Con qué nos quedaremos: con la pasión romántica ó con la serenidad
clásica? Después de 1830, habiendo pasado tantos años, á la distancia en que nos
encontramos de aquella fecha, nuestra sentencia no puede ser dudosa. El ideal es el
de un escritor que sintiendo vibrar entusiásticamente su espíritu ante el mundo
exterior, que mostrándose ávido de todo espectáculo mental, que siendo capaz de
exaltación y de entusiasmo, logre mantener su arte en una armónica serenidad. La
inquietud romántica dentro de la línea clásica: así podemos expresar la fórmula del
artista moderno. Nuestro glosador pertenece á esta estirpe de artistas.

UN RETRATO DE INGRES.—Estando Ingres en Roma, en 1839, comenzó á pintar el


retrato de un célebre músico; dicho retrato no fué terminado hasta 1842, hallándose el
pintor ya de vuelta en París. El artista retratado figura en actitud pensativa,
ensoñadora. Detrás de él, una esbelta mujer—simbólica—extiende su mano sobre la
cabeza del artista... Xenius ha concentrado todo su arte de pensador y de poeta en
hacer el retrato de una mujer catalana, símbolo de la tradición y de la raza. El libro se
titula—con el apelativo de la protagonista—La ben plantada. Nos place imaginar el
retrato de Xenius con la figura por él ideada—concentración de Cataluña—,
extendiendo, amorosa y simbólicamente, sobre la cabeza del artista su mano.

EL ORO SOBRE LO VERDE; LO BLANCO SOBRE LO AZUL.—Imaginemos un


pueblecito en las márgenes del Mediterráneo, en tierra catalana. Las casas, puestas en
lo alto, escalonadas, son blancas; por la mañana, á los primeros rayos del sol, fulgen
las nítidas paredes; á la tarde, cuando el día muere, esas paredes albas hacen sobre el
pueblo, en la penumbra, en tanto que allá arriba brillan las primeras estrellas, un vago
resplandor. Esas paredes blancas son las que primero recogen la luz naciente y las
últimas que le dicen adiós. El pueblo está cercado de huertos; de entre las casas, por
las callejas, asoma el boscaje verde de jardincillos interiores. Sobre el verde de la
cortina de los huertos destacan—como en la enramada de Botticelli—los puntos

71
encendidos, gualdos, áureos, de los naranjos. El verde resalta sobre lo blanco del
caserío. Y lo blanco y lo verde—en inefable armonía—se funden sobre la inmensa
mancha azul del cielo y sobre la extensión azul del mar. Un profundo silencio reina
sobre tales radiantes colores. No es grande el pueblo; no hay en él fastuosidades ni
atracciones mundanas. Sólo unas pocas familias vienen en busca de sedante solaz en
los días caliginosos del verano. La intimidad reina entre todos los veraneantes.
Hombres y mujeres apegados á la tierra nativa, practicadores de los usos tradicionales,
el cosmopolitismo no ha borrado de ellos la mentalidad secular de la raza. Aquí todo
está en armonía: el paisaje, las usanzas familiares, el culto al hogar milenario, las
modalidades del habla, las inflexiones de la voz, el gesto, las actitudes de la marcha.
La tradición y la raza aquí son reposo, orden y claridad. Y entre todas las figuras que se
destacan sobre el azul, el verde y el blanco, ninguna como la de Teresa, á quien por lo
esbelta y por lo eurítmica llaman la ben plantada.
En Teresa ha querido modelar Xenius una figura simbólica y real á la vez. Ha
culminado en su libro—tan alado y sabio—la sensibilidad de su pueblo. No es posible
en lengua catalana expresar un más perfecto consorcio de romanticismo y de
clasicismo. Esto en cuanto al aspecto estético del libro. Pero tiene la ben plantada—y
ello es esencialísimo—una trascendencia social, nacional. Toda una fórmula de
tradicionalismo se encierra en esas páginas. Seamos nosotros como nuestra esencia
quiere lógicamente que seamos—parece decirnos Xenius—; en nuestro suelo, en
nuestro paisaje, en la disposición de nuestras casas, en nuestro idioma, en nuestro
arte, en nuestro derecho hay un tipo ideal sobre el que debemos plasmarnos. No nos
descentremos violenta y absurdamente. La continuidad de la raza exige la
perseverancia en nosotros mismos. Un pueblo no puede ser grande y bello en la
incoherencia. La incoherencia es la contradicción entre los elementos espontáneos y
naturales y los elementos innovadores. No se crea que por esto cerramos la puerta á la
innovación; la vida necesita renovarse. Mas la innovación ha de ser cauta, mesurada y
prudente... Y Xenius, tradicionalista, propugnador ferviente de determinada modalidad
social é histórica, nos da el ejemplo de la universalidad, de la renovación, asomándose
al tumulto del mundo moderno y anotando sus palpitaciones, día por día, en su
«Glosario».

72
EL CONDE LUCANOR

UN RETRATO IMAGINARIO.—Este señor que estamos observando—año de 1329—


es príncipe; su padre fué infante; su abuelo no era otro que el santo rey don Fernando.
Se llama este caballero el príncipe don Juan Manuel. Ha peleado ardientemente en la
guerra contra los moros; muchos años ha pasado en estas lides allí cerca del mar
Mediterráneo, en la tierra murciana, donde hay palmeras y granados. Ha entrado ya
ahora en la senectud; tiene el paso lento—un poco tremulante—y los cabellos canos.
Toda su prestancia es de sosiego y de nobleza. En la mano derecha, ahora cuando
escribe, vemos lucir una gruesa esmeralda en cerco de oro. Escribe atentamente el
caballero en su cámara, con el gesto sereno del Erasmo retratado por Holbein. En el
silencio de la estancia se percibe el vago rasgueo de la cortada pluma sobre el blanco
pergamino; de cuando en cuando, por la ventana abierta llega el lejano son—rítmico y
sonoro—de una campana.

Cuando don Juan Manuel estaba en la guerra, su nota característica era el ímpetu y
la decisión. Al cabo de los años, cuando la vejez ha venido, el príncipe quiere
depositar en un libro su experiencia del mundo. En prosa clara, limpia, irónica á ratos,
sentimental y patética de raro en raro, va escribiendo don Juan Manuel su libro en la
soledad de su cámara. Dos personajes figuran en la obra: un gran señor y un consejero
suyo. Á las dudas del magnate, en los trances dificultosos de la vida, va respondiendo
el consejero. Se llama aquél Lucanor; éste se apellida Patronio. Para mejor expresar su
doctrina, Patronio refiere casos, anécdotas y sucedidos que vienen de molde á lo
demandado por Lucanor. Luego, á la postre, referido el caso, el consejero hace la
aplicación en palabras sencillas, bondadosas y graves.
Una cuarentena de historias componen el libro de don Juan Manuel. El conde
Lucanor lo titulamos ahora. Cuando nuestro caballero acaba de escribir uno de sus
capítulos, se levanta, da unos paseos por la estancia, contempla sus libros, echa un
vistazo por la ventana al paisaje. Desde la ventana se descubre el severo y noble
campo de Castilla; una serranía azulina, con cimas blancas, cierra el horizonte; hasta la
línea azul se extiende una campiña suavemente ondulada por los oteros y recuestos.
Hay un encanto hondo en estas obras primitivas de nuestra literatura. En La Celestina
la espontaneidad pasional va mezclada con alardes intempestivos de erudición; la

73
fuerza, la emoción, el sentimiento del artista salva y hace olvidar estos engorrosos
arrequives escolásticos. En El conde Lucanor todo es sencillo, limpio y claro; la prosa
es como el paisaje clásico de Levante—que el autor tanto contemplara en su
mocedad—, y el espíritu que entre líneas circula, el alma del libro, semeja, por su
gravedad, por su sutileza, á este otro panorama que don Juan Manuel contempla
ahora, ya en la senectud, desde las ventanas de su cámara.

DON RODRIGO.—Para hacer ver lo que es el libro de nuestro autor, extractaremos


algunos de sus ejemplos; el lector nos perdonará si añadimos pinceladas y detalles...
Una vez vivía un caballero que se llamaba don Rodrigo Meléndez de Valdés. Asistía
con su consejo al rey. Vivía holgada y cómodamente. Su casa era ancha y rica; un
ancho huerto se abría detrás del edificio. Don Rodrigo caminaba lentamente;
reposados eran sus ademanes. No gustaba en su morada de ruidos turbadores. Su
mesa mostrábase blanca, limpia y bien abastada. Cuando hablaba nuestro caballero, lo
hacía con palabras mesuradas y breves. Su sosiego era inalterable. Si le acontecía un
contratiempo, don Rodrigo exclamaba sin irritarse: «¡Bendito sea Dios; ca pues Él lo
fizo, esto es lo mejor!» Siempre esta reflexión estaba en los labios del caballero. No
había pesadumbre ni angustia, por terribles que fueran, que lograran sacarle de esta su
sabia conformidad. Las gentes que le rodeaban llegaron á tomar enojo de esta
ecuanimidad. Sin duda el sosegado caballero no tenía alma.
Aconteció que los enemigos de don Rodrigo pusiéronle á mal con el rey. Dijéronle al
rey que el caballero había maquinado contra él una gran maldad. (Los reyes se dejan
engañar fácilmente.) El rey mandó matar á don Rodrigo. Llamólo á su palacio y
concertó con sus cortesanos que cuando don Rodrigo se hallase en camino lo
matasen. Nuestro caballero, con su sosiego de siempre, se dispuso al viaje. Ya sale de
su cámara. Ya va á bajar la escalera. De pronto da un traspiés, rueda por los escalones
y se quiebra una pierna. Las gentes del caballero plañíanle y le decían: «Vos que
decides siempre: Lo que Dios hace, esto es lo mejor, tened vos ahora este bien que
Dios vos ha fecho». Y el caballero movía tristemente la cabeza y perduraba en su
conformidad con lo acaecido.
No pudo don Rodrigo acudir al llamamiento del rey. Con ello salvó la vida.
Descubrióse tiempo después la falsedad de lo imputado al caballero y el rey le
perdonó, lo recompensó con nuevas mercedes y mandó castigar á los engañadores. La
moralidad del caso podemos exponerla en dos palabras. Conformémonos con la
realidad cuando contra la realidad no podamos hacer nada. Reaccionemos contra la
realidad cuando la realidad pueda ser modificada por nosotros. «Devedes entender
que aquellas cosas que acaescen son en dos maneras. La una es, si viene á hombre

74
algún embargo en que se pueda poner consejo. La otra es, si viene á hombre algún
embargo en que se non puede poner consejo alguno.» Cuando llegue el primero de
estos dos casos y la adversidad sea contra nosotros, por nuestra inercia, no nos
quejemos, no nos plañamos del Destino ni de la Providencia; en nuestras manos ha
estado nuestra salvación y no la hemos querido aprovechar. Cuando nos acontezca lo
segundo, es decir, cuando no podamos, ni por ingenio ó fuerza, torcer el curso de los
hechos, no nos lamentemos tampoco, no nos expandamos en vanos gemidos y
reproches: seamos dignos en nuestra actitud; mostrémonos tranquilos, serenos, ante la
inexorable corriente de las cosas.

II

VA HEDE ZIAT ALHAQUIME.—Una vez era un rey.... Era un rey moro. ¿Dónde vivía
este rey? ¿Dónde reinaba? Vivía y reinaba en Córdoba; hace ya de esto muchos siglos.
El palacio de este monarca debía de ser espléndido. Serían los pisos de grandes losas
de mármol blanco. Se tejerían y destejerían por las paredes arabescos azules, rojos y
dorados. Los techos serían de oloroso é incorruptible alerce. Habría fuentes de ancho
tazón en que caería—levemente—un surtidor de agua. (Y en que también, en una hora
trágica, caería, pesadamente, con un sordo ruido, una cabeza ensangrentada.)
Encuadrado en el patio—un patio con mirtos—se vería un pedazo de cielo azul
diáfano. Por una ventanita de una cámara silenciosa se vería, allá en la lontananza, la
serranía parda... Alhaquime se llamaba el rey. Se aburría angustiadoramente el rey.
Debía de tener una carne blanca, un poco fofa, unos ojos soñadores, de miradas largas
y lentas, y unos labios sensuales, de hombre que lo ha gustado todo y de todo se ha
hastiado. Alhaquime vagaría por las salas anchas y calladas de su palacio. No detendría
su mirada en las rosas rojas de los jardines, ni en el cielo azul, ni en los arabescos de
los muros. Cuando sus mujeres bailaran una danza lenta y milenaria; cuando los suaves
instrumentos tañeran una música melodiosa, Alhaquime, sin parar atención en los
movimientos rítmicos, eurítmicos, de las beldades, pondría su mirada á lo lejos,
indefinidamente, como hombre abstraído por completo del mundo.
Sin embargo, esta dulce música que suena entra en sus oídos y llega á su espíritu.
Plácenle al rey unas melodías singulares que el albogón hace, en tanto que los demás
instrumentos callan. Alhaquime ama el sonido del albogón. Tanto le place, que,
escuchando su tañido, él ha llegado á creer que este son que el albogón produce
podrá ser todavía perfeccionado. Mucho piensa el rey en este problema musical;
largos ratos se lleva imaginando cómo el albogón pudiera ser modificado. Al cabo
halló la manera. «Tomó el albogón y añadió en él un forado á la parte del yuso, en

75
derecho de los otros forados, y dende en adelante faría el albogón muy mejor son que
hasta entonces facía.»

Lo hecho por Alhaquime estaba bien hecho; no se podía negar. Mas no era aquélla
cosa en que pudiera emplearse un rey. («Non era tan gran fecho como convenía de
fazer al rey.») Por esto las gentes comenzaron á loar desmesurada é hiperbólicamente,
á manera de escarnio, la hazaña del rey. Todo era comentarios, risas, sonrisas y
alusiones en las cámaras y retretes de palacio. Todo eran burlas y trebejos entre los
populares. «Y decían cuando llamaban á alguno, en arábigo: Va hede ziat Alhaquime,
que quiere decir: Este es el añadimiento del rey Alhaquime.» El añadimiento regio de
un agujero al albogón, era, en suma, comidilla de todos los vasallos del rey moro.
Tanto se habló del caso, tan sin rebozo llegaron á ser las burlas, que el monarca se
percató de ello. Preguntó Alhaquime á sus cortesanos, y aunque los cortesanos son
artificiosos y lisonjeros, al fin tuvieron que hacer lo que rarísima vez hacen: decir la
verdad. Alhaquime, el rey de la mirada absorta y de los labios sensuales, debió de
sonreir. Y un día, mandando juntar todos los alharifes, tallistas y estofadores de su
reino, mandó que la mezquita de la ciudad, hasta allí harto menguada, fuese
ensanchada y ornada espléndidamente. Desde entonces, cuando los moros quieren
loar alguna empresa grande, exclaman: «¡Este es el añadimiento del rey Alhaquime!»;
es decir: «¡Va hede ziat Alhaquime!» Así el loamiento que antes se hacía por escarnio,
después se hizo por entusiasta admiración.
Cuando nosotros, hombres del siglo XX, empapados en la civilización occidental,
entremos ahora á lo largo de nuestras andanzas en el patio de la mezquita de Córdoba
y allí, gozando del silencio, de la paz y del cielo azul, nos detengamos entre los
naranjos, exclamemos también: ¡Va hede ziat Alhaquime! Y pensemos ante esta
mezquita maravillosa que aquel rey mandó agrandar; pensemos—nosotros, artistas,
políticos—que están bien las menudas y pulidas obras, pero que están mejor—y ése
debe ser nuestro ideal—las grandes, levantadas, generosas obras en que pongamos
nuestro corazón y nuestra fe.

DON CUERVO Y DON RAPOSO.—Un cuervo va volando por el azul. Lleva en el pico
un pedazo de queso: «un pedazo de queso muy grande». Va contento el cuervo; debe
de haber cogido este queso de algún cestillo que llevaba un niño al mercado; los ojos
del mozuelo habrán visto asombrados cómo de pronto el cuervo remontábase á lo alto
llevándose en el pico el queso. Ahora el cuervo va á darse un suculento hartazgo. Se
posa en la rama de un árbol. ¿En la rama de un ciprés? El ciprés es de las cornejas. ¿En

76
la rama de un olivo? El olivo es de los mochuelos; cada mochuelo tiene su ramita en un
olivo. ¿En la rama de un almendro? El almendro es de los cuclillos; en Levante, durante
las claras noches, en el llano plantado de grandes, sensitivos almendros, los cuclillos
tañen su flauta de dos notas... El cuervo se para en un árbol cualquiera; esta estada del
cuervo en una rama es accidental, fuera de sus costumbres. No nos imaginamos á los
cuervos posados serenamente en un árbol, sino volando, volando, volando por los
cielos azules ó cenicientos, desde donde, bruscamente, descienden á las llanuras
rasgadas por interminables surcos paralelos. Nuestro cuervo se halla posado en un
árbol; en el pico tiene su queso; está indeciso. ¿Se lo comerá aquí ó en la escondida
quiebra de una montaña?
Aparece el raposo. El raposo hállase pasando unos días muy amargos; tal premia
como ésta no la ha pasado él nunca. No cae ni una gallina, ni una perdiz, ni una
ingenua cogujada. Está harto el raposo de comer grillos y saltamontes; los racimos de
los majuelos están aún verdes. El raposo oye un leve ruido en un árbol y levanta la
cabeza. Allí hay un cuervo con un queso en el pico. Ya tiene pitanza el raposo para el
día de hoy. He aquí cómo el raposo comienza á hablar al cuervo: «Don Cuervo...»
(Cortés, exquisitamente cortés, según veis, es el raposo; por tanto, con el don con que
él agracia al cuervo le agraciaremos también á él nosotros.) Dice así don Raposo: «Don
Cuervo: muy gran tiempo ha que oí fablar de vos, y de la vuestra nobleza, y de la
vuestra apostura, é como quier que vos mucho busqué, non fué la voluntad de Dios,
nin la mi ventura, que vos pudiese fablar hasta ahora; y ahora que vos veo, entiendo
que ha mucho más bien en vos de cuanto me dezían. Y porque veades que vos lo non
digo por lisonja, también como vos diré las aposturas que en vos entiendo, también
vos diré las cosas en que las gentes tienen que non sodes tan apuesto».
Nótese cómo don Raposo da color de verdad sincerísima á su lisonja; él dirá las
gentilezas de don Cuervo, pero también le dirá á don Cuervo las cosas que, según las
gentes, no están bien á don Cuervo. Dicen las gentes que el color negro es
desapacible; negros tiene don Cuervo el pelaje, los ojos, las garras, el pico. Eso dicen
las gentes; mas las gentes se engañan. Porque, ¿qué color más hermoso en los ojos
que el negro?
Las péndolas del pavón, ¿no son negras también? Y ¿habrá animal más bello que el
pavón?... Todas las cosas, en fin, son cumplidas y graciosas en don Cuervo; todo: las
plumas, las garras, el pico, el volar majestuoso y raudo. Con todo ello sería gran
mengua si don Cuervo no supiese cantar. Don Raposo está seguro de que don Cuervo
canta maravillosamente; pero, por desgracia, él no le ha oído nunca. ¿No podría
hacerle don Cuervo la merced de cantar? «Si yo pudiese de vos oir el vuestro canto—
dice zalameramente don Raposo—, para siempre me ternía por de buena ventura.»

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Don Cuervo, emocionado, enternecido, va á cantar. Abre el pico, cae el queso...
Instantáneamente don Raposo lo coge y se aleja corriendo.
Las más dañosas falsías son aquellas que se realizan con elementos de la verdad.
Sepamos, en todo caso, resistir á la lisonja; más difícil es permanecer ecuánimes ante
el elogio que ante la diatriba. Artistas, poetas, pintores, oradores: cuando se nos haga
alguna loanza, no salgamos de nuestro diapasón habitual. Leamos serenamente los
elogios; sepamos distinguir lo que en ellos hay de exacto, y lo que en ellos se debe á
las circunstancias y al afecto del loador. ¿Qué harán de todos estos elogios las
generaciones venideras? Y ¿qué pensar de los elogios cuando vemos, frecuentemente,
ponderadas en nuestra obra aquellas partes deleznables, efímeras, á que no damos
importancia, mientras los entusiastas admiradores pasan en silencio, ignorándolas,
aquellas otras en que hemos puesto fervientemente toda nuestra alma?

III

DON ILLÁN EL MÁGICO.—Don Illán el Mágico vive en Toledo. Un mágico es un


hombre sencillo y respetable. Tenéis una idea errada de lo que es un mágico. Un
mágico no es un señor barbado y hosco que lleva en la cabeza un cucurucho con
estrellas pintadas; un mágico es un hombre silencioso, discreto, de una mirada
inteligente y dulce, de unas maneras suaves. Don Illán vive en Toledo; habita en una
casa silenciosa y limpia. Grande es su renombre de sabiduría; á todos los ámbitos de
España se extiende. Allá en Santiago de Galicia, un deán de la catedral ha entrado en
deseos de conocer los secretos del arte mágico. ¿Para qué querrá conocer tales
misterios este deán? Y ¿quién mejor que Don Illán podrá—si quiere—enseñárselos?
Pues á Toledo se encamina nuestro deán. Cuando llega á Toledo endereza sus pasos á
la casa de Don Illán. Á éste «fallólo que estaba leyendo en una cámara muy apartada»;
es decir, tal vez en un desván, en un cuartito lejos de los ruidos de la calle, y que tiene
por panorama—que se atalaya desde la ventana—una vasta extensión de tejados y de
torrecillas, que se destacan bajo el cielo azul; un cielo por el que caminan unas nubes
blancas.
Don Illán recibe cordialmente al viajero. Con exquisita amabilidad se dispone á
enseñar su ciencia al deán de Santiago. En el coloquio que acaban de tener, el deán
ha manifestado que él es hombre ante quien se abre un halagüeño porvenir; ahora es
deán; dentro de unos años, seguramente llegará á arzobispo, á cardenal, á papa. El
deán, en cambio de la ciencia que le iba á comunicar Don Illán, «le prometió y le
aseguró que de cualquier bien que de él oviere, que nunca faría sino lo que él
mandase». No hay, por lo tanto, más que hablar. Don Illán manifiesta que la ciencia
que él ha de enseñar «non se podía aprender sino en un lugar muy apartado». Esta

78
misma noche tendrán los dos la misteriosa conferencia. Antes, don Illán llama á su
cocinera y le ordena que prepare unas perdices para la cena. Don Illán desea
obsequiar con este yantar al viajero.
Llega la noche; se dirigen ambos á esa cámara secreta donde don Illán ha de dar su
conferencia. «Entraron ambos por una escalera de piedra muy bien labrada, y fueron
descendiendo por ella muy gran pieza en guisa que parescían tan bajos que pasaba el
río Tajo sobre ellos; é desque fueron en cabo de la escalera, fallaron una posada muy
buena en una cámara mucho apuesta que ahí havía, do estaban los libros y el estudio
en que habían de leer.» No os imaginéis retortas, matraces, hornillos y redomas. No un
gran caimán puesto colgando de una pared (como vemos en las ilustraciones del
Fausto). No tibias humanas ni un ancho infolio y un reloj de arena colocados encima de
una mesa. Esta cámara subterránea, tan honda que sobre ella quizá pase el río Tajo;
esta cámara no es mas que una biblioteca henchida de raros y preciosos libros. La
estancia no está alumbrada por el resplandor rojo de los hornillos (como también
vemos en las estampas populares). Don Illán debía de ser uno de estos hombres que,
viviendo en su siglo (el XII ó el XX), viven realmente en un futuro en que fuerzas
misteriosas que hoy desconocemos—pero que presentimos—harán que sea posible lo
que hoy juzgamos irrealizable. Cuando ha entrado por su puerta el deán de Santiago,
don Illán, á través de la materia y á través del tiempo ha leído el alma de este hombre.
Este hombre es un ingrato.
Ya se dispone don Illán á comenzar su conferencia, cuando aparecen unos
mensajeros que le traen una carta al deán. Hemos olvidado decir que el deán es
sobrino del arzobispo de Santiago. En la carta se le notifica una grave enfermedad del
arzobispo. El deán contesta con otra epístola, diciendo que siente mucho no poder ir á
acompañar á su tío. «Dende á cuatro días llegaron otros hombres á pie, que traían
otras cartas al deán, en que le fazía saber que el arzobispo era finado.» Se preparaba
en aquellos momentos en Santiago la elección de nuevo arzobispo; todos deseaban
elegir al deán. Transcurren siete ú ocho días más y aparecen «dos escuderos muy bien
vestidos y muy bien aparejados»; los cuales escuderos se llegan hasta el deán, le besan
reverentemente las manos y le entregan una carta en que se le notifica que ha sido
elegido arzobispo de Santiago.
Ya tenemos á nuestro deán hecho arzobispo electo. Ya rebosa de satisfacción. Ya se
ve en su palacio de Santiago sentado en uno de esos sillones de terciopelo, con
bordados ricos de sedas en que—más tarde—había de poner Antonio Moro algunos
de sus personajes regios. Don Illán da la enhorabuena al electo arzobispo. Y como don
Illán ha sido generoso con él enseñándole su ciencia misteriosa, don Illán ruega al
arzobispo que el deanazgo vacante lo provea en un hijo suyo. El arzobispo, cortés y
atento, se dispone á acceder á la petición de don Illán; sin embargo, deseaba

79
exponerle una cierta consideración. Él «le rogava que quisiese consentir que aquel
deanazgo lo hubiese un su hermano»... Nótese la irreprochable cortesía del electo
arzobispo; el deanazgo es para el hijo de don Illán; no hay más que hablar de ello; mas
él, el arzobispo, ruega á don Illán que quiera consentir que sea para un hermano del
arzobispo con quien el arzobispo tiene un grande y antiguo compromiso. Y añade:
«Más que él le faría bien en la Iglesia en guisa que él fuese pagado, y que le rogava
que se fuese con él á Santiago y que levase con él á aquel su fijo».
Ya están todos en Santiago. El arzobispo es un buen arzobispo; todos le quieren
bien; él es bondadoso con todos. Al cabo de algún tiempo llegan unos mandaderos
del papa. Ha vacado el obispado de Tolosa; para esa sede nombra el papa al
arzobispo de Santiago. Entonces don Illán pide con mucho encarecimiento que el
arzobispado vacante de Santiago sea para su hijo. De nuevo torna á darle la razón el
antiguo deán á su amigo y bien hechor; pero le ruega que permita que este
arzobispado sea para un tío suyo, hermano de su padre. «Y don Illán dijo que bien
entendía que le faría muy gran tuerto, pero que lo consentía en tal que fuese seguro
que ge lo enmendaría en adelante.» De muy buen grado se lo prometió el arzobispo, y
rogóle que fuese con él á Tolosa y que llevase á su hijo. Ya están todos en Tolosa. Á
los dos años llegan otra vez mandaderos del papa. El papa ha nombrado cardenal al
obispo; el obispado de Tolosa puede darlo á quien quiera. Aquí tenemos á don Illán
de nuevo solicitando la vacante para su hijo; tantas veces han fallado sus pretensiones,
tantas veces el favor le ha sido denegado, que parece absurdo que ahora no se le
cumplan sus afanes y el obispo le dé una nueva excusa. Pero así es, desgraciadamente.
El nuevo cardenal ruega—tan cortés como siempre—que el obispado vacante de
Tolosa sea para un tío suyo, hermano de su madre. «Y don Illán quejóse mucho, pero
consintió en lo que el cardenal quiso, y fuése con él para la corte.»
Ya están todos en Roma. El nuevo cardenal desempeña admirablemente su cargo;
gran consideración le guardan los demás cardenales. Ocurrió que el Papa falleció; los
cardenales eligieron por papa al antiguo deán de Santiago. Ha llegado la ocasión—
¡por fin!—de que don Illán pueda ver colmados sus deseos. Su amigo no podrá tener
efugio alguno para hacerlo. Al papa representa don Illán lo que espera de él. «Y el
papa dijo que no le afincase tanto, que siempre habría lugar en que le hiciese merced
según fuere razón.» Entonces don Illán, amargado, desesperanzado, se lamentaba con
palabras ardientes. Estas palabras pusieron en indignación al papa. El papa, apurada la
paciencia, reprochó su pesadez y pertinacia á don Illán. Más hizo: le amenazó con
meterle en prisión si persistía en su actitud; puesto que él, don Illán, era un hereje y un
nigromántico, ejercitador de reprobadas y diabólicas artes. Cuando esto oyó don Illán,
no quiso permanecer más en Roma. Ni para el camino le dió el papa, su antiguo
amigo, un viático...

80
Lector: Todo esto que nos cuenta un gran aristócrata, nieto de un santo y rey á la
vez—don Fernando—, no tiene nada de irreverente. Todo es una ingeniosa ficción. Al
llegar el relato al punto en que lo hemos interrumpido, bruscamente, mágicamente, el
deán de Santiago y don Illán se encuentran los dos en la cámara subterránea de
Toledo. Don Illán ha visto, en un segundo, á través de la materia y el tiempo. Despide
al deán y él se come solo las perdices preparadas para la cena. Don Illán había
adivinado que si él tuviera con este hombre la generosidad de enseñarle su ciencia,
este hombre luego no sería agradecido con él.
Seamos buenos, corteses, afables: que nuestro corazón esté siempre dispuesto al
bien. Pero cuando vayamos á poner toda nuestra alma, nuestro trabajo, nuestro
porvenir, la paz de los nuestros y aun nuestra propia vida al servicio de un hombre ó
de una causa, miremos si ese hombre y si esa causa son dignos de nuestro supremo
sacrificio.

IV

LA RAPOSA MORTECINA.—Una raposita ha salido de su manida y se ha dirigido


hacia la aldea. Todo duerme; es media noche. En la obscuridad no se percibe mas
que—allá lejos—la raya negruzca de las montañas sobre la foscura del cielo. Brillan las
estrellas: brillan con ese titileo radiante de las noches de invierno. En esas noches, á la
madrugada, en el profundo reposo de la tierra, ese relumbrar vivo, radiante, de los
astros trae á nuestro espíritu una profunda nostalgia—¡oh fray Luis de León!—de algo
que no sabemos... De cuando en cuando un vientecillo ligero trae de la aldea un olor
particular que nuestra raposita recoge en sus narices. El ejido del poblado está ya aquí;
luego las casas; detrás de una de ellas se extienden las largas tapias de un corral. No
se sabe cómo la raposita ha entrado en el corral. En los travesaños de un cobertizo
están acurrucadas las gallinas, los gallos. Los gallos, tan vigilantes, no se han percatado
de nada. Lentamente, pasito á paso, mirando á todos los lados, venteando todos los
olores, avanza la buena raposita.
—Un momento, querido cronista. ¿Por qué llama usted buena á esta raposa
inquietadora, sanguinaria, que va á poner el espanto y la destruccion en la república
de las gallinas?
—Perdón, querido lector. Todo es relativo, y la raposa, comparada con el taciturno y
violento lobo, es buena, es excelente. Hace mucho tiempo que un gran naturalista—
Buffón—ha hecho en pocas líneas el elogio de la raposa. «La raposa no es un animal
vagabundo, sino un animal domiciliado—escribe Buffón.—Esta diferencia, que se hace
sentir aun entre los hombres, tiene más grande eficiencia y supone más grandes causas
entre los animales. La idea sola del domicilio presupone una singular atención sobre sí

81
mismo; luego, la elección del lugar, el arte de fabricar la guarida y de solapar la
entrada á ella, son tantos otros indicios de un sentimiento superior.»
Tiene, pues, nuestra raposita un sentimiento superior de la vida y del mundo. Sólo
que... La vida es dura; se tienen hijos; los inviernos no ofrecen grandes recursos en el
campo. No hay nidos entre los atochares; las cepas de los majuelos aparecen
desnudas y secas. ¿Qué ha de hacer una raposa sino ir á los corrales donde las gallinas
reposan? En ello aventura la vida, que no es poco. Ya está en el gallinero nuestra
zorrita; las gallinas se han dado cuenta—un poco tarde—del huésped que viene á
visitarlas. La hora no es muy á propósito para cortesías. Se ha producido un ruidoso
remolino en el cobertizo á la vista de la raposa. Todas las gallinas cacareaban y los
gallos cantaban—despavoridos. La raposa ha cogido una gallina entre los dientes y la
ha zarandeado con violencia. Con una tierna y gorda gallina tendría la raposita para su
yantar. Pero cuando ha sentido la raposa correr entre sus fauces la sangre tibia,
humeante, de la gallina, ha perdido la cabeza. ¡Cómo brillan ahora sus ojos! ¡Cómo va
de una parte á otra furiosa, abstraída, tambaleándose, como ciega, como borracha!
No se harta de destrozar gallinas; tendidas quedan muchas por tierra. En la casa
deben de tener el sueño muy pesado; nadie se mueve. (O ¿qué sabemos? Estos
labriegos que trabajan á costa de un amo son muy ladinos. Pensad en las matanzas
que hacen los pastores y se las achacan á los lobos. Tal vez ahora saben que la zorra
está destrozando el gallinero; pero como la raposa no ha de poder llevarse todas las
gallinas y han de quedar algunas muertas...) Entusiasmada, encarnizada en su labor
siniestra, la raposita no ve que una claror blanquecina aparece por Oriente. La aurora
comienza á anunciarse.
Tiene este momento único de la madrugada un encanto profundo. Nos atrae
misteriosamente esta palidez que en el cielo se inicia. Todavía es de noche... y ya está
ahí el día que llega. En este minuto supremo las luces que han velado toda la noche
van á borrarse en la claridad del día; su misión ha terminado.
Durante las tinieblas han puesto sus resplandores sobre una mesa en que una
cabeza se inclinaba sobre los libros; ó han iluminado—tenuemente—la cara blanca,
sobre ropas blancas, de un enfermo; ó se han destacado, como puntitos rojos y
verdes, en el horizonte, en tanto que las locomotoras lanzaban agudos chillidos y
pasaban raudos los trenes. Cuando la claridad del día va aumentando, las luces, todas
las luces, luces trágicas ó luces de esperanza, se retiran, se esfuman, se disuelven, se
recogen en una tregua de reposo hasta la noche venidera. Á esta hora de la
madrugada, las montañas ya comienzan á destacarse más vivamente sobre el cielo; el
cielo es de una claridad vaga y lívida. Dentro, en las casas, se hace una densa y
confusa penumbra. Las cosas van á surgir á la vida; las ventanas van á recobrar su
espíritu de luz y de sol.

82
Á nuestra raposita se le ha hecho tarde. No puede salir sin peligro del gallinero; van
y vienen gentes por la aldea. Otros gallos lejanos cantan; un can ladra. No tiene más
recurso nuestra raposa que salir á la calle y tenderse en medio haciéndose la muerta.
Porque si la vieran correr por las calles del pueblo, ¿qué sería de ella? (Son muchos los
animalitos que se hacen los muertos para librarse de las trazas sanguinarias del
hombre. Se hace la muerta esta arañita que, en el campo, ha bajado desde un árbol,
por un hilillo sutil, hasta las páginas blancas de este libro que estamos leyendo. Se
hace el muerto, replegando sus patitas, este cetonia con que nuestros dedos han
tropezado en el fondo de una rosa, lecho fresco y fragante. Se hace el muerto este
glomérido que encontramos debajo de una piedra y que se convierte en una bolita de
acero. ¿Por qué se hacen los muertos? ¿Hemos dicho que para defenderse del
hombre? Pero ¿saben ellos del hombre? Esta es una idea antropocéntrica. No
sabemos siquiera si lo que hacen es hacerse los muertos.) Nuestra raposita se hace la
muerta; en medio de la calle está tendida. No es cosa rara, donde hay muchas zorras,
ver una zorra muerta en medio del arroyo. Va paseando la gente. «Á cabo de una
pieza, passó por hi un home, y dixo que los cabellos de la frente del raposo que eran
muy buenos para poner en las frentes de los mozos pequeños, porque no los ahojen.»
Con unas tijeras, este hombre curioso trasquila la frente de la zorrita. La zorrita se
estuvo quieta.
Después otro transeunte vió la raposa y dijo lo mismo de los pelos del lomo. Le
trasquiló los pelos del lomo. La raposita se estuvo quieta. Luego otro hizo la misma
observación respecto del pelo de las ijadas. Le trasquiló las ijadas. La raposita se
estuvo quieta. «Nunca se movió el raposo, porque entendía que aquellos cabellos non
le farían gran daño en los perder.» Otro viandante llegó más tarde y dijo que la uña del
raposo es buena para curar los panadizos. Tajóle las uñas á la raposita. La raposita no
se movió. Después otro dijo que el diente de la zorra cura los males de dientes.
Quitóle un diente á la raposita. La raposita no se movió. Á seguida vino otro y
manifestó que el corazón del raposo es conveniente para nuestros dolores de corazón.
Metió mano á un cuchillo para sacarle al raposo su corazón. «Y el raposo vió que le
querían sacar el corazón y que si gelo sacassen, que non era cosa que se pudiese
cobrar.» Entonces la raposita dió un salto, echó á correr y se perdió á lo lejos.
...En nuestras casas, en la vida cotidiana, debemos pasar por alto—
indulgentemente—las pequeñas cosas. En la vida pública, á la vista de todos, de igual
manera, no debemos de ponernos fieros ante lo que en sí tiene escasa importancia.
No coloquemos nuestro natural y legítimo deseo de dignificación y de reivindicación
en un plano demasiado alto. Si el puntillo de honor lo ponemos muy subido, á cada
momento tendremos que estar en altercaciones, porfías y denuedos. Nuestra vida se
hará imposible. Una palabra, un gesto, un ademán, un ligero desdén, una inflexión de

83
cólera, un matiz de irritación en los demás tendrán para nosotros una importancia
decisiva. No; sepamos pasar por todo esto. La raposita no se movía cuando le
trasquilaban el lomo y la frente; aquello no tenía para ella importancia. Pero cuando se
trate de cosa grande, cuando se trate del corazón—como en el caso de la raposa—,
entonces pongamos todas nuestras fuerzas, todo nuestro ardor, todo nuestro ímpetu
en defender la esencialidad de nuestro ser moral: las ideas, los procedimientos, la
conducta, la honradez, la sinceridad.

VALOR Y RIESGO DE LOS CONSEJOS.—Un breve epílogo á estas divagaciones


sobre motivos de El conde Lucanor. Ya se habrán percatado de ello los lectores. No
hemos expuesto fielmente las historias y ejemplos que trae en su libro don Juan
Manuel; muchos detalles hemos añadido; á nuestra manera hemos contado los casos
que el infante relata. No hemos sacado tampoco—generalmente—de tales
cuentecillos las enseñanzas que el autor pone por contera; diferentes han sido alguna
vez los proloquios deducidos. Hemos hecho con el libro de don Juan Manuel lo que se
suele hacer con la música de las grandes óperas; de aquí y de allá, tomando este tema
y dejando tal otro, hemos compuesto una rapsodia. Pero si algún lector entra en gana
de leer el libro de don Juan Manuel, desde luego habremos logrado nuestro
propósito; propósito modesto; el propósito de quien trata de excitar la curiosidad con
palabras encarecedoras de estas ó las otras excelencias de una obra.
Ahora digamos algo respecto del valor de los consejos y del riesgo que corre el que
se aventura á darlos. ¿Qué valor tienen los avisos, advertimientos y prevenciones que
se suelen hacer en la vida? Distingamos entre el consejo genérico y el consejo
concreto. Es decir, distingamos entre los consejos que se dan en los libros y los
consejos que, en la realidad cotidiana, damos al amigo ó al deudo. Los libros de
consejos por fuerza han de ser generales; aquí está precisamente su punto flaco.
Como es una regla genérica la que se da, no sabremos, cuando llegue el caso, si
precisamente en ese trance debemos ó no aplicar el consejo que hemos leído. La vida
es varia, compleja, contradictoria, ondulante; el consejo—ó la norma—es rígida,
siempre igual, inflexible. ¿Cómo concordaremos la realidad cambiante y fugitiva con el
canon permanente? Dificultad es ésta de una grandísima trascendencia; tanto lo es,
que en ella van implícitos todo el arduo problema de la moral y todo el magno
negocio de la política.
Contra la norma genérica de la ética surge el casuísmo, que toma en cuenta el
tiempo, el lugar, la persona y otras diversas circunstancias. Contra el cumplimiento de
la ley, en el gobernante surge la consideración—análogamente—de que la ley debe

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siempre ser cristalización de la justicia, pero que puede también no serlo. Puede no
serlo: 1.º, porque originariamente, al hacer la ley, no se haya interpretado en ella bien
la justicia; 2.º, porque, aun interpretándose primitivamente bien la justicia en la ley, el
tiempo puede haber hecho que cambie la sensibilidad ambiente (la justicia no es mas
que una cuestión de sensibilidad) y que la justicia contenida en el canon formulado
anteriormente sea escasa, pobre, deficiente; 3.º, porque, aun siendo buena la ley, ley
acomodada al tiempo, ley viva, ley actual, unas pasajeras circunstancias pueden hacer
que no se contenga en ella la justicia.
«¡Sed prudentes, sed enérgicos, sed sinceros!», nos dicen los consejos genéricos de
los libros. Está bien; la doctrina es inmejorable; muchos hombres eminentes han
practicado tales máximas. (Los hombres eminentes, eminentes de veras, han hecho
muchas cosas que han sacado, ingénitamente, de sí mismos, y no de los libros.) Está
bien; pero en este trance en que ahora nos hallamos precisamente, ¿debemos ser
audaces, intrépidos, temerarios? ¿Es ahora, con estas circunstancias, cuando debemos
ser brutalmente sinceros, ó bien será en otra ocasión y con tales otras particularidades?
Los libros de consejos no pueden decirnos nada de esto. «Un grano de audacia en
todo—escribe Gracián—es importante cordura.» ¿Hemos leído bien? En todo—dice el
psicólogo. O sea, seamos siempre audaces; con la audacia empleada en todos los
momentos, con todos los motivos, nos irá siempre bien. (Algunos políticos, harto
desaprensivos—no nombramos á nadie—, encontrarán admirable la máxima. Sí, la
audacia á todo pasto es posible que lleve á la fortuna; pero... las quiebras de tal juego
suelen ser terribles.)
«No hacer negocio del no negocio—escribe también Gracián—. Así como algunos
todo lo hacen cuento, así otros todo negocio.» (Los negocios de que aquí habla
Gracián no son los negocios en que suelen andar metidos los antes mencionados
parlamentarios y políticos. Esos, sí, es cierto, todo lo hacen negocio. Pero ahora
Gracián habla de otra cosa; Gracián nos dice que no lo hagamos todo cuestión
personal, cosa de honra y de dignidad.) «Siempre hablan de importancia—prosigue el
autor—; todo lo toman de veras, reduciéndolo á pendencia y á misterio. Pocas cosas
de enfado se han de tomar de propósito, que sería empeñarse sin él... Muchas cosas
que eran algo, dejándolas fueron nada; y otras que eran nada, por haber hecho caso
de ellas fueron mucho.» He aquí un sagaz consejo, basado en la más fina observación
de la vida diaria. Pero ¿cómo lo aplicaremos? En presencia de una de esas fruslerías
cotidianas que pueden ó no pueden ser algo—ó mucho—, ¿qué es lo que tendremos
que hacer?
Mas si los libros de consejos no pueden orientarnos en el caso concreto, aquí está el
deudo, el amigo, ó simplemente el hombre ducho y experimentado, á quien—sin
conocerle, ó conociéndole apenas—recurrimos en busca de una sabia prevención.

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Difícil y arriesgado es, en general, el dar un consejo. Desconfiad—¡oh escritores
renombrados!—de los que, acercándose á vosotros, os piden un consejo, una opinión,
un juicio sincero, completamente sincero, de una obra que os dan á leer. Si usáis,
incautamente, de vuestra sinceridad, os arrepentiréis; quien ha pedido sinceridad,
cuando sinceridad le sirven, cuando con ella le hablan y juzgan su obra, podrá por
cortesía, y por no desmentir las protestas hechas, agradeceros aparentemente vuestras
palabras; pero en el fondo ese hombre siente por vosotros un vivo disgusto, una viva
hostilidad. «Entonces—preguntará el lector—, ¿habrá que mentir siempre?
¿Tendremos que ser unos hipócritas, unos faranduleros?» No; lo que cabrá es, sin decir
la verdad ruda y brutalmente, usar de tal modo de los silencios, de los matices y de las
gradaciones, que los lectores entiendan nuestro verdadero pensamiento sobre la obra
de que se trata. Hay elogios en apariencia que son censuras, y hay pausas, silencios y
apartes que huelen á la más rotunda condenación.
En la vida cotidiana, el consejo nos puede exponer á molestias, contrariedades y
pesadumbres. En sus Empresas políticas (en la XLVII, al final) Saavedra Fajardo escribió
las siguientes palabras: «Ninguna cosa más peligrosa que el aconsejar. Aun quien lo
tiene por oficio debe excusarlo cuando no es llamado y requerido, porque se juzgan
los consejos por el suceso, y éste pende de accidentes futuros que no puede prevenir
la prudencia; y lo que sucede mal se atribuye al consejero, pero no lo que se acierta.»
No se puede decir sobre la materia nada más exacto. En el mismo Conde Lucanor
(historia del gallo y el raposo) el autor, encareciendo la dificultad y riesgo del consejo,
nos dice lo mismo que, más tarde, había de escribir Saavedra. Es difícil dar el
consejo—escribe don Juan Manuel—, porque «non es ome seguro á que pueden
recudir las cosas; ca muchas veces vemos que cuida ome una cosa é recude después
otra, ca lo que cuida ome que es mal, recude á las vegadas á bien, é lo que cuida ome
que es bien, recude á las vegadas á mal». ¡Grande es la perplejidad del consejero! De
todos modos, acierte ó no, no se le agradecerá nada al consejero. «Ca si el consejo
que da recude á bien, non ha otras gracias si non que dicen que fizo su debdo en dar
buen consejo, é si el consejo á bien non recude, siempre finca el consejero con daño é
con vergüenza.»

86
DON JUAN VALERA

Se están publicando en Madrid las obras completas de don Juan Valera. Entre los
volúmenes publicados figuran dos tomos de cartas particulares. Nació Valera en 1824;
murió en 1905, La primera de las cartas citadas lleva la fecha de 1847; la última
corresponde al año 1857. Aparecen escritas las cartas desde Madrid, Lisboa, Nápoles,
Río Janeiro, Dresde, Varsovia, Petersburgo. Tenía don Juan Valera cuando escribió la
primera carta veintitrés años. Documento importante es esta correspondencia para el
estudio del carácter del escritor cordobés. Dos notas dominan en estas páginas: el
ansia por el dinero y el amor—no á la mujer—á las mujeres. Era hijo Valera de una
familia distinguida; vivía Valera con sus deudos en provincias; tenía Valera un espíritu
vivo, fino; al llegar á Madrid encontróse con un mundo nuevo para él. Le atraía la
sociedad elegante; le causaba íntima aversión la convivencia con literatos—toscos y
pobres—y con gente de mediano pasar. Á la sociedad aristocrática pretendió
incorporarse desde su llegada á Madrid. Veamos cómo va sintiendo el espectáculo de
la vida y de qué manera va expresando sus anhelos y sus pesares.
«Este país—escribe Valera—es un presidio rebelado. Hay poca instrucción y menos
moralidad; pero no falta ingenio natural, y sobra desvergüenza y audacia.» Hablando
de los escritores madrileños dice: «Los que son eruditos están mal educados, son
sucios y pedantes; los que son limpios y cortesanos, tan mentecatos, que no hay
medio de poderlos aguantar.» «Con resignación—escribe—me propongo soportar el
trato de los pedantes del Café del Príncipe, y las cosas primitivas de mi patria, y la
presunción estúpida de sus hombres de Estado, filósofos y sabios.» En la tertulia
literaria del café del Príncipe «reina la mayor franqueza y españolismo, esto es, el más
exquisito mal tono y la peor educación posible». No hay en España mas que
mediocres prosistas é insignificantes pensadores. «El único economista que tenemos
es Flórez Estrada; el único filósofo, Balmes, y ambos no pasan de medianos.»
En este ambiente social se veía Valera: se veía pobre, sin medios de fortuna, sin
elementos que le hicieran dejar este ambiente de grosería y vulgaridad para vivir entre
la gente aristocrática, selecta, rica. Su obsesión á lo largo de todas sus primeras cartas
es el dinero. El estudio literario considéralo Valera como su «mayor deseo, después del
de tener dinero». «Mis necesidades son grandes, mis gustos por el lujo y el bienestar, y
mis recursos extremadamente escasos.» «Harto conozco que debiera ingeniarme y
buscar un medio de ganar dinero, pero aún no he hecho nada con este fin; sigo, sin
embargo, emborronando papel, pero nada me satisface.» «Si algo me impacienta es la

87
pobreza. Por eso me quiero meter, por el pronto, á autor dramático. Es el medio más
corto de obtener cien duros al mes, que es cuanto deseo para vivir holgadamente.»
Ingresa Valera en la carrera diplomática; el contraste entre su medianía y el lujo que le
rodea acentúase de un modo angustioso. Su anhelo es la conquista del bienestar;
aspira á vivir en un medio de refinamiento y cortesanía.
En el espectáculo de la vida le atraen las mujeres. Su sensibilidad meridional se
siente voluptuosamente conmovida ante la belleza femenil. Hay en sus cartas multitud
de pasajes referentes al amor sensual y tangible. Á sus deudos más íntimos no se
recata en hacer alusiones sobre la materia. En la primera carta de la colección habla á
su madre de sus cortejos á una dama casada. Le anima con miradas y palabras esta
señora, y él escribe á su madre: «Con todos estos avances, ya se puede usted figurar
que yo no estaría muy pacífico, así es que hubo pisotones y miradas lánguidas; me
ofreció la casa, me dijo que fuera á visitarla, que todo el día estaba sola, y también
puso en mi noticia la hora en que salía, dónde iba á pasear y cuándo acostumbraba
estar fuera de casa su digno consorte». Á su misma madre cuenta también otro
chichisveo con otra señora también casada: «La niña se reía mucho de todo esto. Yo la
he prometido llevarla á Nápoles sin hacerle nada por el camino que ofenda su
honestidad». De la coima de un amigo suyo habla asimismo Valera á su propia
hermana: «El señor Andrade se ha hecho grande amigo mío, me ha confiado la historia
de sus amores con la prima donna del teatro San Fernando, y el otro día me decía que
quisiera la viese yo desnuda para que admirase lo acabado de sus formas, lo que hace
que ella nunca lleve corsé». En Petersburgo, un día, tal impresión le causa una mujer
alta, gallarda, de labios encendidos, «respirando orgullo, energía y lujuria á la vez»,
que queda «atortolado», tropieza con el estribo de un coche y resbala en el hielo de
una manera absurda y cómica.
Notables son, por lo pintorescos, los pasajes en que Valera cuenta sus amores, en
Petersburgo, con la actriz francesa Magdalena Brohan. Durante una larga temporada
complacióse la comedianta en excitar diabólicamente al español; desesperábase éste;
no acabó de entregarse nunca la francesa. «Me estrechó en sus brazos—escribe
Valera—y unió y apretó su boca á la mía, y me mordió la lengua y el pescuezo, y me
besó mil veces los ojos, y me acarició y enredó el pelo con sus lindas manos, diciendo
que tenía reflejos azules y que estaba enamorada de mi pelo; y me quería poner los
besos en el alma, según lo íntima y estrechamente que me los ponía dentro de la
boca, y nos respirábamos el aliento, sorbiendo para adentro muy unidos, como si
quisiéramos confundirnos y unimismarnos.» Tal escena se repitió muchos días.
Exasperado Valera, dió un formidable empellón una vez á la actriz; no pudo, sin
embargo, pasar adelante en sus amores. Profundamente hechizaban á Valera las
mujeres. «Esta afición mía á las faldas es terrible»—escribe nuestro autor.

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Completemos los datos anteriores con otros varios; estas nuevas citas acabarán de
definir la idiosincrasia literaria de Valera. «El mundo, al fin, no es una cosa tan mala»—
escribe nuestro autor haciendo profesión de optimismo. «Ya conocerá usted—escribe
á su padre—que, á pesar de mi liberalismo filosófico, soy aficionadísimo á la gente de
alto copete, y tanto, que me aflige y entristece la de mal tono.» «Yo me siento incapaz
de ser dogmático en mis opiniones filosóficas; ando siempre saltando del pro al contra,
y dudando y especulando, sin atreverme á seguir doctrina alguna.» No transcribamos
más. Realizó don Juan Valera durante cuarenta años una copiosa labor literaria; ideó
novelas, compuso poesías, escribió multitud de ensayos críticos. Fué siempre Valera el
mismo que escribía estas cartas de 1847. En 1902, á los setenta y seis años, escribía
Valera lo siguiente en la introducción á su Florilegio de Poesías Castellanas: «¿Por qué
hemos de desdeñar ó estimar sólo como chiste ó agudeza de ingenio lo que inventa
Campoamor filosofando, y hemos de tomar tan por lo serio, pongamos por caso, á
Krause, Schopenhaüer ó Nietzsche?» Era esto parangonar las mediocres abstracciones
de Campoamor con los estudios de Nietzsche y Schopenhaüer. En el mismo trabajo
habla Valera livianamente de las doctrinas evolucionistas; por la misma época trataba
festivamente—al hacer la crítica de un libro de Pompeyo Gener—las concepciones de
Nietzsche. Fué Valera en sus últimos tiempos, toda su vida, el mismo de sus primeros
años. Tuvo ingenio, donosura, erudición vasta; le faltó poesía, emoción, idealidad. Un
artista que hondamente ame la belleza nos expresará en sus primeros años sus
anhelos, sus angustias, sus esperanzas por realizar la bella obra de arte. Valera, pobre,
desconocido, principiante, el ansia que siente es la de poder figurar en la sociedad
elegante, la de convivir con la gente cortesana y mundana, la de ser rico y vivir bien.
«Soy aficionadísimo á la gente de alto copete, y tanto, que me aflige y entristece la de
mal tono.» La Humanidad, para Valera, es esa gente de buen tono. No fué nunca
Valera poeta; no llegó nunca en sus obras á hacer sentir la emoción del dolor y de lo
trágico. Mariposeó sobre todo como un discreto y amable hombre de mundo. Á un
lado están los artistas de la laya de un Carlyle, de un Flaubert y de un Leopardi; los
artistas inquietos, tormentosos, obsesionados por la Idea. Á otro lado se hallan los
escritores amenos, agradables, áticos, irónicos. Sólo los primeros son grandes y
perdurables. Han sentido y hacen sentir. Han amado y hacen amar. Han sido poetas y
hacen soñar.

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GABRIEL ALOMAR

Gabriel Alomar se encuentra desde hace algunos días en Madrid. Antagonistas de


Alomar en política, no le regateamos la admiración—sincera y cordial—para su claro
talento, su vasta cultura, la impetuosidad y elegancia de su estro lírico. Enviamos
nuestro saludo al compañero en tareas literarias; algo queremos decir en estas líneas
respecto á su obra literaria. Gabriel Alomar es, á la hora presente, una de las
personalidades con más fuerte vigor representativo de la intelectualidad española; si
su nombre en tierras castellanas, entre el público castellano, es poco conocido, débese
á que Alomar ha escrito en lengua catalana casi todos sus libros; periodista militante,
en catalán pergeña también sus múltiples artículos. ¿Cuántos son los hombres de
letras, los periodistas, los aficionados á libros que en Castilla, es decir, fuera de
Cataluña, siguen atentamente el movimiento literario catalán? ¿Cuántos libros
catalanes vemos en Madrid en los escaparates de los libreros? Deplorable se nos
antoja este desconocimiento en Castilla de los libros catalanes; no mandan tampoco
sus libros los autores catalanes á los críticos castellanos. Aparte de esto, si los
mandaran—podrán argüir nuestros colegas de Cataluña—; si los mandaran, ¿se
hablaría de ellos en nuestros periódicos? ¿Se hablaría de ellos con frecuencia, con
interés, con efusión, con cordialidad?
En sus recientes Estudios de literatura catalana, Manuel de Montolíu ha escrito lo
siguiente hablando de Alomar: «Alomar es, sin duda, el más intenso y el más enérgico
condensador del idealismo moderno en nuestra Cataluña». La afirmación del crítico es
exacta; Gabriel Alomar sintetiza en su obra el más puro idealismo, basado en el más
profundo y escrupuloso sentido de la realidad. Su obra—joven todavía Alomar—no es
muy extensa; tiene, sí, una peregrina intensidad. Ha publicado nuestro autor un largo
ensayo titulado Futurismo; ha trazado una hermosa glosa del Quijote; en las revistas ha
publicado también diversos trabajos (como el aparecido recientemente en La Lectura,
originalísimo, con el título de Logometría); en un volumen, La columna de foc, ha
reunido sus poesías líricas; finalmente, en periódicos barceloneses, como El Poble
Català, La Campana de Gracia y La Esquella de la Torratxa, ha desparramado multitud
de artículos sobre palpitantes cuestiones sociales y literarias. Siguiendo la labor de
Alomar en periódicos y revistas se descubren, ante todo, en el autor dos cualidades
dominantes: una gran originalidad y una vastísima erudición. Alomar, crítico, es un
disociador formidable; lejos de aceptar los valores hechos, tradicionales, Alomar va
examinándolos á una luz nueva, contrastándolos, descomponiéndolos, para ver si
realmente se ajustan á la idea recibida ó si es preciso apartarlos de su concepto

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secular, sancionado. Algunas veces, al tratar de obras literarias castellanas, leíamos con
vivo interés el sutil análisis que el autor hacía de autores que entre nosotros no han
alcanzado todavía su verdadera significación; sirva de ejemplo su intento—tan
laudable—de rehabilitar al original José de Marchena; debemos también llamar la
atención sobre su comentario, de carácter puramente psicológico, del Quijote.
No es posible en un breve artículo de periódico dar una idea de una personalidad
literaria compleja. Aunque orientada francamente hacia un ideal de progreso—un ideal
futurista—, hay en el espíritu de nuestro autor sutilidades y complejidades de difícil
expresión. En todo artista verdadero existirá siempre una lucha íntima, más ó menos
dolorosa, entre la contemplación de la realidad tal como es y el anhelo de ver esa
misma realidad transformada con arreglo á un ideal de progreso. Se tratará, en suma,
de un combate interior entre la delectación estética y la idea ética. Claro está que todo
nuevo ideal ético lleva implícita una nueva estética. Pero ¿cómo el futurista más
entusiasta logrará desprenderse de un amor, de una simpatía (todo lo tenues que se
quiera, pero al fin amor y simpatía) por una realidad presente, cuya desaparición
considera necesaria, indispensable? Este ambiente de ahora, en el que nosotros
vivimos, formado por lo pretérito—la historia—y por lo actual; este ambiente físico y
moral, de hombres, de cosas, de ciudades, de paisajes, ha de desaparecer, se ha de
esfumar en el tiempo; su aniquilamiento lo percibimos, lo vemos, lo ansiamos en aras
de un ideal de justicia, de fraternidad y de bienestar. Todo se va transformando y
destruyendo en la corriente eterna y universal de las cosas... Pensamos largamente en
nuestras soledades sobre tal fatal necesidad; imponemos á nuestra sensibilidad de
hombres nuevos tal norma. Y sin embargo—¡oh, contraste!—, esta marcha inexorable
del tiempo, este desfile eterno hacia el ideal, esta corriente en busca de una verdad en
que nosotros firmemente creemos, produce en nuestro espíritu una honda melancolía.
Nuestro ideal ético—como decíamos antes—entra en pugna con nuestro ideal
estético.
¿Es que con tales cosas pasamos también nosotros? ¿Es que sentimos, con las cosas
fugaces, desvanecerse también nuestro fugacísimo yo, formado de tantos etéreos
sentimientos, de tantas etéreas ideas que han nacido de lo que nos rodea? Tal vez
nuestra melancolía tenga su parte en esta consideración de nuestra inestabilidad en
medio de la corriente eterna; pero si dentro de tres, de cuatro, de veinte siglos,
nosotros, futuristas fervientes; nosotros, enamorados fervientes del ideal, pudiéramos
resucitar en plena realización de ese ideal, seguramente nos sentiríamos satisfechos;
pero acaso habría en lo hondo de nuestro espíritu una añoranza, una rememoración
por estas cosas fugitivas y frágiles de ahora en que hemos puesto nuestras esperanzas
y nuestros dolores.

91
Leyendo las páginas consagradas por Alomar al futurismo, como leyendo algunas de
sus poesías, se percibe en nuestro artista este espiritual é íntimo conflicto que
acabamos de esbozar. Lo encontraremos también en algunos grandes pensadores,
que á la par eran delicados artistas. En esa lucha íntima, en ese febril desasosiego
perduró Enrique Heine durante toda su vida. Si al fin un excelso compatricio suyo—
Goethe—logró alcanzar la serenidad tras ese trágico conflicto, ¿cuánto y cuán
dolorosamente trabajó para alcanzarla? Y ¿hay derecho á alcanzarla sembrando la
angustia y la desesperanza en las almas que nos rodean? ¿No valdrá más la piedad
efusiva de un Francisco de Asís que la serenidad olímpica de un Goethe?
Sobre la tradición y la innovación, sobre el sentimiento del pasado y el ansia de lo
porvenir, tiene páginas Alomar en su Futurismo de un caluroso estro lírico. Esas
páginas, como sus poesías, traducen el fuego interno, la inquietud de su alma de
artista. Un admirable artista—plasmador de la prosa, cincelador del verso—es Gabriel
Alomar. Señalemos cordialmente su estancia entre nosotros. De desear sería que sus
compañeros de letras en Madrid le testimoniaran públicamente su respeto y su
admiración.

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UNA ANTOLOGÍA OLVIDADA

Recientemente leíamos las poesías de fray Luis de León y los primeros volúmenes de
versos de Gabriel D’Annunzio. Conforme avanzábamos en la lectura notábamos de
nuevo lo que ya anteriormente habíamos observado: el ambiente italiano que por las
poesías de fray Luis circula. Á la distancia de varios siglos, en el poeta español
percibíamos algo inefable, inconcretable, indefinible, que en el poeta italiano de estos
días respirábamos. No se trata de reminiscencias, ni de rasgos análogos en la técnica,
ni de idéntica fraseología. Podrá haber algo de todo esto; pero hay algo más: una
cierta atmósfera espiritual que circunda por igual á uno y otro poeta. De estas
afinidades se pueden señalar muchas en las letras: un escritor español, por ejemplo,
que haya frecuentado los libros de Flaubert y que sea un temperamento original,
tendrá siempre una cierta polarización intelectual pareja con la del novelista francés.
No descubriréis imitaciones, ni tal vez analogías técnicas; pero sí una dirección ideal
idéntica y casi imposible de expresar con palabras. Nuestro fray Luis leyó mucho y
tradujo al Petrarca y á Bembo; amaba apasionadamente á Italia; era su espíritu—
ardiente é impetuoso—similar al de un italiano del Renacimiento. Y sobre todo esto—
como el poeta moderno italiano—, enamorado de la antigüedad clásica. ¿Qué extraño
tiene que apasionado fray Luis de la lírica y del ambiente italianos, admirador al propio
tiempo de los poetas griegos y latinos; qué extraño tiene, repetimos, que se perciba
en sus versos el hálito particular que ahora, al cabo de cuatro siglos, percibimos en
Gabriel D’Annunzio? Y, sin embargo, á primera vista, y para nuestros pétreos y
herméticos eruditos, ¡qué extraño—y aun qué irreverente—ha de parecer este
acercamiento, á través del tiempo, de los dos tan lejanos y diversos poetas!
La lectura indicada suscitó en nosotros el deseo de leer á fray Luis en italiano, á fray
Luis y á otros poetas—Boscán, Garcilaso—que con fray Luis han ido espiritualmente á
Italia en busca de orientación. Fácilmente podíamos satisfacer nuestro deseo; al
alcance de la mano teníamos una breve antología de poetas clásicos españoles
puestos en la lengua de Petrarca. Publicó esta colección don Juan Francisco Masdeu.
Vió la luz en Roma en 1786; la estampó Luigi Perego Salvioni. Se titula: Poesie di
ventidue autori spagnuoli del cinquecento. El traductor hace seguir su nombre de su
calidad de barcellonese, y ostenta su título de arcade. Sibari Tessalicense se llamaba
Masdeu entre los arcades. La antología consta de dos volúmenes, publicados en el
mismo año y con paginación correlativa. Veintidós poetas, como se indica en el título,
son los autores traducidos: uno de ellos no es castellano, sino portugués: Camoens.
Los poetas que Masdeu traslada al italiano son: Alcázar, Lupercio Argensola,

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Bartolomé Argensola, Balbuena, Boscán, Camoens, Cetina, Ercilla, Figueroa, Frías,
Garcilaso, Góngora, Herrera, León, Lomas Cantoral, Martín, Hurtado de Mendoza,
Quevedo, Rioja, Squilache, Lope de Vega, Villegas. Á estos poetas añade Masdeu el
nombre de San Francisco Xavier. Á San Francisco Xavier atribuye Masdeu el célebre
soneto No me mueve, mi Dios, para quererte... Al final del libro lo ofrece traducido
para cerrar la antología.
El traductor de nuestros poetas presenta en una página el texto original, y en la
frontera su versión italiana. Un breve prólogo precede á las traducciones. Da también
el autor noticias sucintas de cada poeta traducido. En el prólogo nos dice Masdeu que
generalmente se cree que las características de nuestros poetas son «el desorden de la
imaginación, la hinchazón en el hablar y la agudeza en los pensamientos». (¿Por qué
entonces nos dice el autor, en su noticia de Góngora, que este poeta, en las poesías
cortas y de arte menor, marchó por el buen camino; «pero que en las demás
composiciones, así líricas como épicas y teatrales, caminó por sendas erradas,
afectando la hinchazón, las agudezas y las antítesis»? Pues Góngora es uno de los
capitales poetas clásicos de los que más han influído en España.) Los poetas
españoles—nos dice Masdeu—no son hinchados ni caóticos. Son esos rumores
infundados; los han hecho correr, «desde el siglo pasado, los enemigos de las armas
de España». Para demostrar la falsedad de tales especies, lo mejor que le ha parecido
á Masdeu es poner en italiano á los dichos poetas. No ha dudado en hacerlo. Doce
años atrás tradujo también á la lengua del Dante el Aljedrez, de Jerónimo Vida. Los
«efemeridistas romanos» censuraron su traducción; de ella dijeron que estaba escrita
con «spagnuola patavinità». Afortunadamente, otros cultos italianos intervinieron en la
contienda y defendieron cumplidamente á Masdeu.
Las noticias que nuestro autor da de los poetas traducidos son breves y casi
anodinas. Acá y allá se encuentra de raro en raro algún rasgo interesante. De Alcázar
elogia Masdeu «la delicadeza de sus epigramas y demás poesías cortas». Las tragedias
de Lupercio Leonardo Argensola le parecen que «tienen varios defectos notables, pero
que son mucho mejores que todas las demás tragedias del siglo décimosexto de
franceses, ingleses é italianos». Al mérito de Balbuena «no ha correspondido la fama ni
el concepto que suelen tener de él los mismos españoles»; su poema épico el
Bernardo es «el mejor tal vez que se haya hecho en lengua castellana». (Luego
veremos que, decididamente, el primero es La Araucana; y con esto está en lo cierto
Masdeu.) Las poesías de Boscán son «ingeniosas y elegantes y deben estimarse
mucho, porque sirvieron de modelo para los demás poetas castellanos de aquel siglo».
El poema La Araucana «es algo falto de invención en su principal argumento», pero es
admirable en lo demás; «en la estimación de los hombres ha merecido tener el primer
lugar entre los muchos poemas que tiene la lengua castellana». «El señor de Voltaire

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hizo de él un juicio en que quiso distinguirse, según su costumbre, por la
extravagancia. Dice que el razonamiento de Colocolo á los indios araucanos es
infinitamente mejor que el que hizo Néstor á los capitanes griegos en la Iliada, de
Homero; pero que en lo restante de la obra de Ercilla no hay otra cosa buena. Son dos
extremos dignos igualmente de censura.» Góngora fué el que, por distinguirse,
introdujo en España «la corrupción de Italia». Enemigos de la nueva manera fueron
«Bartolomé Leonardo de Argensola, Francisco de Quevedo, y aun Lope de Vega, á
quien, sin embargo, algunos extranjeros, ó por grosera ignorancia, ó por echar sus
cabras al corral de otro, atribuyen la introducción del mal gusto». Las poesías de fray
Luis «son muy estimadas por su llaneza, sublimidad, y, sobre todo, por la lindura y
propiedad del lenguaje». Hurtado de Mendoza «en medio de sus grandes ocupaciones
literarias y políticas y de su extraordinaria fealdad de rostro, vivió muy dedicado á los
amores, que le ocasionaron muy graves disgustos, singularmente en Roma. Esta
ardiente pasión de Mendoza nos ha privado de la mayor y mejor parte de sus poesías,
las cuales hasta ahora no se han impreso por su sobrada indecencia». Lope de Vega
escribió copiosísimamente; á pesar de tal abundancia, «sus poesías líricas y pastoriles
son casi todas de buen gusto. Sólo pudo pegársele en Nápoles un poco de la
corrupción poética del seiscientos, que era ya común y antigua en Italia». Donde
claudicó Lope fué en sus obras épicas y teatrales. «Fuera de muy pocas comedias
perfectas, todas las demás, aunque llenas de mil preciosidades (de que han robado
todas las naciones), son defectuosas.» Conocíalo el mismo Lope: excusábase diciendo
que lo hacía por agradar al público, «y, sobre todo, á las mujeres, que son las árbitras
del teatro». (Tomen nota los autores dramáticos de hogaño.) «Los mayores poetas de
Europa han tenido la misma flaqueza. Molière, muchas veces, no tanto atendió á las
reglas cuanto al designio de Luis XIV de divertir al pueblo. Shakespeare ha caído con
frecuencia en excesos increíbles para seguir el gusto de su nación. Metastasio ha
hecho de propósito varios monstruos deliciosísimos para dar gusto á las gentes. Es
muy conforme á la flaqueza humana el buscar el aplauso popular, aunque sea
luchando contra la propia razón.»
En los fragmentos de Boscán que Masdeu copia en castellano, para traducirlos,
suprime, dejándolos en blanco, numerosos versos; de esos versos sólo conserva la
palabra final. Lo mismo hace con otros fragmentos de Bembo, en que Boscán se ha
inspirado y que nuestro autor cita en nota. La razón que da Masdeu es que de
estampar esos versos suprimidos pudiera con ello «ofenderse la modestia». No nos
parece que, caso de haber ofensa, fuera precisamente la modestia la ofendida.
Menéndez y Pelayo, en el prólogo á su Antología de poetas líricos castellanos, habla
de algunas antologías análogas á esta de don Juan Francisco Masdeu; pero no cita la
de nuestro autor. Menciona Menéndez y Pelayo las traducciones francesas de Maury y

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las italianas de Conti. ¿Por qué no tener un recuerdo para esta empresa simpática de
Masdeu? Hablando de Conti, escribe el erudito montañés: «Puso en lengua toscana,
con singular elegancia y armonía, muchas obras de Boscán, Garcilaso, fray Luis de
León, Herrera, los Argensola y otros poetas clásicos nuestros». Por lo que respecta al
arte de traductor de Conti, pueden verse en la antología de Masdeu las notas
dedicadas á poner de relieve las infidelidades é inexactitudes de Conti en su
traducción de Garcilaso.
Otro gran erudito se ha olvidado también del libro de Masdeu; aludimos al querido
maestro Foulché-Delbosc. El director de la Revue Hispanique no cita á Masdeu en su
Bibliografía de Góngora. No pretende Foulché-Delbosc «disimularse ni las lagunas ni
las imperfecciones» de su trabajo. El primer libro que se menciona en dicha
bibliografía es la traducción de Las Lusiadas, publicada en 1580 por Gómez de Tapia;
figura en el volumen una poesía de Góngora; tenía entonces el poeta cordobés diez y
nueve años. Foulché-Delbosc va citando luego, tanto todas las ediciones de Góngora
como aquellos libros en que figuran, por varios títulos, composiciones suyas. De estos
últimos son, por ejemplo, algunas biografías de Cervantes (la de Pellicer, la de
Navarrete); la Agudeza y arte de ingenio, de Gracián; el primer número de El Criticón,
de Gallardo (en que se transcriben dos poesías del vate cordobés); la citada Espagne
poétique, de Maury... La mención de la antología de Masdeu (con dos canciones de
Góngora) era, como se ve, oportuna. Merece ser recordada esta colección estimable
formada por un hombre que sentía vivo amor á su país y que procuraba estimar y
juzgar las cosas de su país con cierto sentido de reserva y de crítica, no reñido con el
más acendrado patriotismo.

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PIFERRER Y LOS CLÁSICOS

Pablo Piferrer vivió treinta años. Nació en 1818; murió en 1848. Escribió el tomo de
Mallorca que figura en la colección de Recuerdos y bellezas de España; fué poeta. En
la breve antología formada por Menéndez y Pelayo, y que lleva el título de Las cien
mejores poesías líricas de la lengua castellana, figura un poemita de Piferrer; ninguna
de las poesías de esa colección más delicada, más fina, más emocionadora que la del
poeta catalán. Fué corta la vida de Piferrer; seguramente hubiera llegado, de vivir más,
á ser un gran artista. Con lo que escribió merece desde luego un lugar distinguido en
la literatura española. En los manuales de historia literaria se menciona ligeramente á
Piferrer; más ancho espacio merece quien supo ser delicado y original poeta y crítico
agudo de los clásicos castellanos.
La crítica de los escritores antiguos la hizo Piferrer en una colección de trozos
escogidos por él. Publicóse el libro en 1846 en Barcelona; se estampó en la imprenta
de Tomás Gorchs. Se titula la antología de Piferrer: Clásicos españoles: colección de
trozos de nuestros autores antiguos y modernos que pueden servir de muestra para la
lectura y el análisis en el curso de retórica. Menéndez y Pelayo, en su semblanza de
Milá y Fontanals, dice hablando de Piferrer que «fué un maestro de la lengua y de la
crítica en su libro Clásicos españoles». Nuestro autor recoge en su libro fragmentos de
diez autores; son éstos: Hurtado de Mendoza, Granada, León, Mariana, Cervantes,
Jovellanos, Capmany, Moratín, Quintana y Martínez de la Rosa. Al final de muchos de
los trozos citados, Piferrer hace unas breves observaciones de carácter crítico y
psicológico. Amaba apasionadamente los clásicos nuestro autor; estudiaba—y
escribía—escrupulosamente el idioma castellano.
«La experiencia de una larga enseñanza» dice él en la advertencia preliminar de su
libro que le ha hecho ver la necesidad de hacer practicar los clásicos á los jóvenes
estudiantes. Sólo estudiando prácticamente los autores antiguos podrá conocerse y
«aprenderse» su secreto; es el secreto de los clásicos «cierta trabazón ingeniosa y
espontánea de los miembros, una plenitud en el número y una redondez en la
proporción de su forma general, que ha venido á ser peculiar de España y distintivo de
las mejores épocas de nuestra literatura». Por esta manifestación, y por la orientación
toda de la obra de nuestro autor, se ve que Piferrer era entusiasta del castellano
elegante, levantado, elocuente. Más abajo veremos cómo su crítica, al llegar al estilo
de Santa Teresa, se muestra reservada y formula censuras en que se descubren las
preferencias íntimas del colector.

97
Los Clásicos españoles llevan al frente una extensa noticia histórica. No otra cosa es
esta introducción que una sucinta historia de la literatura española. En siete épocas
divide Piferrer la historia literaria de España. La primera comprende desde el siglo X á
principios del XIII. La segunda, desde el siglo XIII á principios del XV. La tercera, desde
el XV hasta el XVI. La cuarta abarca el reinado de Carlos I, ó sea desde el principio del
siglo XVI hasta el año 1556. La quinta comprende desde el último tercio del siglo XVI
hasta el año de 1620, esto es, los reinados de Felipe II y de Felipe III. La sexta, desde
el segundo tercio del siglo XVII hasta más de la mitad del XVIII, ó sea los reinados de
Felipe IV y Carlos II, Felipe V y Fernando VI. La séptima, desde el reinado de Carlos
III—1759—hasta nuestros días. La primera época está caracterizada por el Poema del
Cid. En la segunda figuran Gonzalo de Berceo, Juan Lorenzo Segura, López de Ayala.
En la tercera, el arcipreste Martínez de Toledo, Juan de Mena, el Tostado, Santillana,
Diego de Valera, Alfonso de la Torre. En la cuarta, Pérez de Oliva, Guevara, Villalobos,
Juan de Ávila, Morales, Gil Polo. En la quinta, Hurtado de Mendoza, fray Luis de
Granada, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Mateo Alemán, Mariana, Lope
de Vega, Cervantes. En la sexta, Quevedo, Gracián, Saavedra Fajardo, Solís, Melo,
Moncada, En la séptima, Feijóo, Isla, Jovellanos, Moratín, Larra.
No hemos citado todos los autores que examina nuestro autor. La crítica de Piferrer
es perspicaz, aguda; de cuando en cuando encontramos rasgos de verdadera
originalidad. En la cuarta época, la lengua castellana osténtase «ya formada, con
índole peculiar suya, copiosa en modos de decir vivos y rápidos, suelta en giros». Dos
hechos capitales contribuyeron al engrandecimiento del idioma: el estudio de la
antigüedad clásica y la influencia de Italia. «Mas uno y otro vinieron á punto de ser en
vano y en parte dañosos, así por el exclusivismo escolástico á favor de la lengua latina,
el cual llegó á lo sumo, como por el sesgo muelle é imitador por donde echó nuestra
literatura durante una temporada.» Apuntaremos algunas de las observaciones de
Piferrer al hablar de los principales clásicos. Con los escritos de fray Luis de Granada
«comenzó la España á leer repartido el pensamiento en aquella serie de cláusulas
llenas, sonoras y rotundas, y ciertamente de entonces ha de datar la elegancia de este
arte». «El carácter dominante del maestro Granada es la declamación.» (Más adelante,
en el examen de la época sexta, habla Piferrer también de «los tonos retóricos y en
demasía declamatorios del maestro Granada».) Á veces Granada—debido á su
«extremada facilidad»—adolece de «prolijidad, uniformidad y languidez». «Pocas veces
deja de emplearse en las obras de Granada el tono oratorio.» Santa Teresa de Jesús
«es una excepción entre los escritores que forman la escuela de Granada». No puede
señalarse la prosa de Santa Teresa como un modelo de estilo. Hay en ella calor y
vehemencia; pero de la misma facilidad y espontaneidad con que Santa Teresa escribe
«dimanan incorrecciones, repeticiones frecuentes, algún desorden y el romper de
repente el hilo de la oración, como también alguna llaneza demasiada». La historia de

98
Mariana «no será nunca citada como historia filosófica»; será, sí, tenida «como una
obra clásica de estilo».
Aun siendo brillante y fácil la versificación de Lope, «la literatura hubiera reportado
no escaso provecho de que se hubiese valido para algunas comedias de aquella prosa
tan corriente y llena de firmeza y gallardía de su obra dramática La Dorotea».
Cervantes pintó por primera vez «con toques graduados y exactos». Lo cotidiano y lo
excelso se expresa en su obra; «y el todo se enlazaba con una armonía general, en que
estaban muy en su punto las poblaciones, el verdor de los árboles, la soledad de los
barrancos, las corrientes deleitosas, el espacio henchido de luz y de aire». Cervantes
posee «sentimiento»; por el sentimiento llega á la «esencia de las cosas». «Por esto
hieren con tanta fuerza la imaginación todas sus pinturas de la Naturaleza». «No á otra
cosa, sin duda, hay que atribuir su colorido del paisaje, tan fresco, tan luminoso y tan
inundado de aire y de vida.» (Admirables son, en efecto, de una maravillosa—é
indefinible—sugestividad, los breves, etéreos apuntes de paisaje que de cuando en
cuando aparecen en las páginas del Quijote.) Quevedo no tiene «la ironía fina y
apacible» de Cervantes. «Como quiera que sea—dice el autor después de elogiar á
Quevedo—, la profundidad de su juicio, su conocimiento del corazón humano, su
espíritu de observación, no pudieron hacerle superior á su época.» Jovellanos «sintió
como pocos la verdadera belleza»; «anticipándose á los tiempos futuros, adivinó en
fuerza de ese sentimiento estético los principios que ahora han cambiado la faz de la
literatura y del arte». «Ni tan sólo los adivinó, sino que su mirada penetró en las más de
las particularidades y en la misma nomenclatura, hasta el punto de legar á la
posteridad, claras y fijas, las ideas fundamentales y parte de los procedimientos de la
escuela moderna.»
«Así como en Martínez de la Rosa y en Quintana remata la serie de escritores que
restauraron la literatura, don Mariano José de Larra encabeza otra mucho más fecunda,
y en cierto modo representa la época nueva que va discurriendo.» (Note el lector lo de
mucho más fecunda.) La frase de Larra es la que hoy cuadra á las plumas españolas.
«¿Y no marcan también otro período aquella aparente desigualdad, aquella viveza,
aquel desasosiego que tanto lo desasemejan, no sólo del sesgo majestuoso de
nuestros clásicos, sino aun de la sátira de Quevedo?» (Excelente visión crítica;
atinadísima. No olvide el lector que estamos en 1846.) Los artículos literarios, políticos
y de costumbres de Larra, «sin disputa, han sido lo más profundo que durante los
primeros años de este turbulento período llenó las páginas de los diarios».

Sirva lo antedicho como ejemplo—ligerísimo—de la manera que tenía Piferrer de ver


los clásicos. Aquí se nos descubre el crítico. Cuando releemos su Canción de la
primavera se nos aparece el poeta; el poeta que en sus versos sutiles y etéreos nos da

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una penetrante sensación del tiempo y de las cosas que—inexorablemente—se lleva el
tiempo. Pablo Piferrer murió á los treinta años. En sus retratos le vemos con una faz
ovalada, un bigote caído y una barba encrespada y primeriza; lleva un anchuroso,
abierto y doblado cuello blanco, como los que nos muestran en sus efigies Byron y
Shelley.

100
JUAN R. JIMÉNEZ

Juan R. Jiménez—el delicado poeta lírico—apareció en la literatura algo después


que la generación de 1898. Pertenece á la generación que sigue á ésta. No está
trazada aún la historia de la poesía lírica en el siglo XIX (ni en los otros siglos);
desconocemos casi en absoluto el movimiento romántico; sabemos mucho menos—
aunque está más cerca—del período de 1850 á 1870. Pero se puede decir que si el
período romántico fué fecundo para la lírica, en cambio, el lapso de tiempo
comprendido entre las fechas citadas lo fué calamitoso en extremo. La poesía, en ese
período, registra los nombres de García Tassara, López García, Carolina Coronado, la
Avellaneda... Vivía Zorrilla y publicaba profusamente versos, sí; pero aparte de que, á
nuestro entender, lo mejor de Zorrilla son sus primitivas colecciones, el poeta
castellano es para nosotros, más que un puro lírico, un poeta subjetivo, íntimo, un
orador en verso, un espléndido declamador, un admirable fabricante de retórica. Los
nombres estampados más arriba no dicen, en realidad, nada. ¿Quién podrá leer hoy la
Oda al sol ó cualquier otra poesía de Tassara? Pues con Bernardo López García pasa
como con esos discursos de reuniones populares, dichos enfática y caliginosamente:
los aplaudimos sin escucharlos, por el tono de la voz, por el gesto del orador; y luego,
á medida que pasa el tiempo, queda entre los recuerdos aquella soflama como una
obra de elocuencia abrumadora.
De 1870 á 1890 la poesía cuenta en España con Campoamor, Núñez de Arce,
Bécquer, Ventura Ruiz Aguilera, Rosalía de Castro. No son puramente líricos tampoco,
entre estos poetas, más que Bécquer y Rosalía; algo tiene también Ruiz Aguilera; mas
no puede ser puesto en la misma línea del poeta gallego y del sevillano. De Ferrari,
Velarde, Balart, no hablemos. En torno del libro Dolores, del último, se formó, cuando
apareció—en 1894—, un ambiente entusiasta de admiración; dos largos artículos
henchidos de elogios le dedicó Clarín. Hoy no comprendemos la admiración de 1894
por esas mediocres, vulgares poesías de Balart. La novela absorbe lo más principal de
la energía literaria en el período indicado; el movimiento positivista—tendencia
puramente crítica—prepara el advenimiento de una nueva literatura. El acercamiento á
la realidad que supone la novela de Galdós ha de ser indispensable para que florezca
una lírica flamante, espléndida. No puede darse la lírica sin una base sólida, fuerte, de
realidad. Lo que aparece menos real en la literatura, más caprichoso, más arbitrario,
necesita un constante alimento de realidad, de vida cotidiana, de sensaciones vividas,
de detalles auténticos.

101
La tendencia realista que se manifiesta en España de 1895 á 1900 había de producir
una renovación en la poesía. Se comenzó entonces á amar el paisaje; se viajó por las
campiñas; se estudió los viejos pueblos; se gustaba de penetrar en las viviendas
humildes y de observar la vida menuda, prosaica, cotidiana. Y todo esto—unido á otras
influencias de orden literario—determinó un ambiente especial, algo como un hálito
de las cosas, como un reflejo antes no visto de la vida, que fué lo que la poesía lírica
recogió en sus versos. Sería preciso hacer en un estudio detenido un examen de la
influencia de Rubén Darío en la poesía moderna española. Desde Rubén, la poesía
sigue una marcha distinta de antes; no olvidemos lo que acabamos de decir respecto
al factor capital de la dicha renovación; no olvidemos tampoco que antes que Rubén,
en 1884, Rosalía de Castro había sido la precursora de la revolución poética realizada
en la métrica y en la ideología.
Rubén Darío y su grupo llevan á cabo la obra iniciada años atrás por Rosalía de
Castro. La ideología poética sufre una considerable transformación. Hecho capital en la
nueva ideología es el siguiente: antes las imágenes, la representación de la realidad,
eran de una coherencia aparente, superficial; un poeta que hubiera pintado en sus
versos los rasgos capitales, pero ocultos, íntimos, de una cosa, hubiese pasado por un
extravagante; su poesía no hubiera sido comprendida; nadie hubiera podido
comprender que aquella incoherencia aparente del poeta llevaba en sí, en lo hondo,
una coherencia, una concordia de las características, una armonía de los rasgos de las
cosas, de un valor superior, estéticamente—y psicológicamente—, á la aparente,
brillante, sonora coherencia de antaño. (Un paréntesis: sin embargo, Góngora, en
muchos de sus misteriosos sonetos nos ofrece ejemplos de esa nueva ideología, y es
ahora cuando comenzamos á comprender y á gustar plenamente esas poesías.)
Entre todos los poetas nuevos, quizá ninguno represente más agudamente esta
modalidad psicológica que Juan R. Jiménez. Ha realizado ya nuestro poeta una
extensa labor; silenciosamente, año tras año, Juan R. Jiménez viene publicando sus
volúmenes de versos. Á más de veinte ascienden los libros de versos de Jiménez;
algunos lleva publicados también en prosa; libros en que expone sus doctrinas
estéticas ó comenta sentimentalmente la vida. El último libro de nuestro poeta se titula
Melancolía. Se compone todo él de breves poesías de doce versos. Pudiera creerse
que libro así ha de adolecer de monotonía; pero no hay tal; la gama visual y emotiva
del poeta es tan grande, que el lector va de una en otra página emocionado y
hechizado. De las diversas partes que componen el libro preferimos la titulada En tren.
Juan R. Jiménez en sucintos cuadros nos va pintando el paisaje—real é ideal—de
diversos pueblos y campiñas.
En estas páginas es donde se ve patentemente el procedimiento y la ideología de la
nueva lírica. Veámoslo. Subamos al tren con el poeta. ¿En qué tren? ¿Dónde? ¿Para ir á

102
qué parte? Nada de esto sabemos. (Y ya todo esto hubiera parecido absurdo á un
poeta de 1870.) El poeta está en el tren; junto á él se halla una mujer bella,
espumeante de batistas blancas. Una escena de amor, de pasión... «Pasa el colorismo
de oro de los pueblos.» Se ven torres con azulejos en cielos de esmalte. Las calles se
abren hacia el tren; en ellas, mujeres con un cántaro en la cadera saludan... Se
perciben sones metálicos de campanas que suenan unas vísperas; anhelos pasajeros
quedan atrás en «villas momentáneas»; la brisa de la tarde orea las mejillas. La dama se
recoge el cabello; «en sus ojos floridos las praderas pasaban».
Otra poesía. Un paredón romano, recio, de la ciudad antigua, se recorta sobre el
ocaso; una lejana luz se refleja alargada en el río que se desliza entre alcores. De una
pradera, en que surte una fuente blanca, llega un vago olor. Tintinea una esquila.
Aparece la visión de una moza de cántaro, «ya esfumada en la noche». Y el poeta—
fíjese el lector—termina: Parece que mi corazón remueve estampas de otros días,
estampas de una Edad Media de colores abigarrados; y parece que pasan sobre el
cielo sangriento del ocaso bosques de lanzas negras y morados pendones. (La íntima
coherencia de que hemos hablado se nos aparece aquí bien clara. Ciudad vetusta con
sus obras romanas—entrevista al pasar en el tren—, una moza al pie de un torreón—
enlace con el recuerdo histórico—, escenas de guerra y de leyendas que este secular
castillo evoca. No necesitamos más para comprender, para sentir. Todo eso un poeta
de hace treinta años hubiera necesitado para decirlo cien versos. Ahora á nuestro
poeta le han bastado doce).
Un ejemplo más, para terminar. Una grata frescura; el tren para. «Azoteas, campanas
melancólicas, miradores con sol.» Ocaso luminoso, vibrante. Se columbra un olivar de
plata á lo lejos; aquí las rosas asoman entre las adelfas blancas; en el cristal del río se
copia vagamente el paisaje. La arena del andén está regada. Huele á aguardiente.
Suenan cristales. Los postreros rayos del sol se reflejan en un balcón con rosas.
«Mujeres de otras partes» nos hacen soñar un momento contemplando la melancolía
de sus ojos, sus bocas encendidas. Por un camino se aleja, con son de cascabeles, un
coche azul y rojo. Se enciende el crepúsculo. Toca una campana; una corneta suena. El
tren parte. «Unos ojos grandes se vienen en la sombra»...
No podrá darse una más sugeridora idealidad basada en una más escrupulosa y
menudamente observada realidad. El acercamiento á la vida real es—lo repetiremos—
lo que ha determinado el espléndido renacimiento de nuestra lírica y ha hecho posible
un poeta tan delicado y sutil como Juan R. Jiménez.

103
LAS IDEAS ANTIDUELISTAS

Es interesante en grado sumo seguir á través del tiempo el incremento de una


corriente de opinión civilizadora. Ideas bienhechoras, síntomas de civilización son, por
ejemplo, los referentes al mejoramiento de las condiciones del trabajo, al feminismo, al
antialcoholismo, á la cruzada contra el duelo, á la impugnación de las corridas de toros
(esta repugnante barbarie ahora tan en alza, gracias á los periódicos). Desde que la
idea nace, confusa y difusa, hasta que adquiere expansión y robustez en una parte de
la sociedad—por esto mismo la mejor—, el camino es largo y las fuerzas y tentativas
suelen ser múltiples. Los libros que de la evolución de estas ideas hablan son
instructivos; ellos nos enseñan, palmariamente, la marcha de la humanidad; marcha
ondulante, claudicante, pero segura, hacia un fin. (Y perdonen los adversarios del
finalismo en sociología. Si no fuéramos, en esta materia, finalistas, ¿qué sería de
nosotros? ¿Dónde estaría nuestra fe, y con nuestra fe nuestro consuelo, nuestro gran
consuelo?)

Entre todas las ideas más arriba citadas fijémonos en la antiduelista. Hagamos
algunas indicaciones históricas. Contribuyamos así—modestamente— á la noble obra
del barón de Albi. Lo que expongamos no serán mas que datos sueltos que pueden
ser aprovechados para un estudio. En 1773 escribió Jovellanos su Delincuente
honrado; estrenóse este drama al año siguiente, en Aranjuez. El Delincuente honrado,
de Jovellanos, tiene como nudo de su fábula un desafío. Se bate un personaje y mata
á su contrario; queda en el misterio quién es la persona que se ha batido con el
personaje muerto. El matador sigue haciendo su vida junto á la familia del difunto (era
antes amigo de ella). Hay más: se casa con la viuda de su amigo, de quien él estaba
enamorado. Ni ella ni su padre saben que este individuo es el matador del esposo é
hijo respectivamente. Andando el tiempo se descubre el misterio; una terrible pena va
á caer sobre el duelista; mas se ponen en juego poderosas influencias y el rey le
indulta... Tal es el drama; luego examinaremos su doctrina. (Doctrina totalmente
opuesta á lo que Jovellanos quería demostrar.)
La idea lanzada por Jovellanos va haciendo camino. En 1795 se publica un librito
titulado El honor militar: causas de su origen, progresos y decadencia. Su autor es don
Clemente Peñalosa y Zúñiga. Se imprimió el volumen («con orden real») en la imprenta
de Benito Cano. Es elegante la impresión. Según la moda de últimos del siglo XVIII,
moda francesa, premonición del romanticismo, el autor finge que varios personajes se

104
cartean; la correspondencia de dichos corresponsales es lo que constituye el libro. En
esta obrita—dedicada á exaltar un heroísmo reflexivo, sereno—existe un capítulo
dedicado al duelo. Contra el duelo se declara terminantemente uno de los carteantes,
el principal, el que encarna el verdadero espíritu del autor. Contra el duelo se declara
aun entre militares; diremos más: con mayor razón entre militares que entre paisanos.
Las armas—dice Peñalosa—no pueden dar ni quitar valor á las palabras; las armas no
pueden hacer que una imputación falsa sea verdadera. «¡Qué! Los discursos y palabras
de un calumniador, ¿pueden erigirse en verdades inocentes con la punta del acero?
De ese modo el vicio, la mentira, el honor ó la infamia estarían sujetas á la suerte de un
desafío, y una sala de armas sería el santuario más augusto de la justicia.» Así escribe
nuestro autor. Hay que despreciar la opinión de las gentes incultas ó malvadas—añade
Peñalosa—; no procedamos en nuestras decisiones sino con arreglo á nuestra
conciencia; con arreglo á la honradez, á la virtud, á la inteligencia.
Uno de los personajes de este librito le reprocha á otro (militar) de haberse batido
(con otro militar). En ejemplos ilustres de la antigua Roma apoya su argumentación;
incontestable nos parece su dialéctica, fuerte y sutil. Además—añade—, ¿quién
hubiera murmurado de tí si no te hubieras batido? «Tus generales, ¿no saben que
tienes valor? ¿No has mostrado corazón en diez y seis acciones que has sufrido en
siete meses?» «Pues si eres valiente con los enemigos de la patria, importa poco que
seas cobarde con un hablador.» (Objeción: ¿y cuando el militar no ha tenido ocasión
de estar en campaña? No se podrá utilizar entonces este argumento, aunque desde
luego—claro es—se le suponga valeroso. El resto de la dialéctica del autor nos parece
más convincente.)
En 1806 aparece otro librito dedicado todo á combatir los desafíos. Lleva por título:
Impugnación físico moral á los desafíos dedicada á la memoria de Miguel de
Cervantes. (En una nota puesta en el cuerpo del volumen, en la página 81, se nos dice
que Cervantes combatió el duelo.) El autor de este libro se esconde bajo el seudónimo
de Lúnar y hace seguir su pseudónimo de las siguientes misteriosas iniciales: H. M. S.
S. F. N. M. P. Sumamente interesante es esta Impugnación; lo más completo y
circunstanciado que hemos leído sobre la materia se nos antoja. Los razonamientos del
tal Lúnar son de varias clases: físicos, psicológicos, morales, fisiológicos. También el
volumen está compuesto de una serie de cartas que cambian dos personajes. ¿Cómo
pudieron los autores de hace ciento ó ciento cincuenta años exponer sus ideas sin este
artificio de las cartas sentimentales, lacrimatorias y románticas, románticas antes del
romanticismo? «¡Oh débil opinión del hombre!—exclama uno de los corresponsales—.
En su errado concepto, Pepe, es un infame el infeliz que arrebató un pan, instigado del
hambre y obedeciendo al terrible mandato de la Naturaleza, y colma de alabanzas al

105
homicida que con ocultas insidias quitó un padre á su familia ó un ciudadano á la
patria.» «¡Cuánto asesinato con la máscara del duelo!»—exclama más adelante.
Lo verdaderamente notable en nuestro autor es la demostración minuciosa—y
científica, digámoslo así—que hace de que en los duelos no puede haber igualdad de
condiciones entre los combatientes. Desigualdad espiritual: no hay igualdad entre los
combatientes porque no la hay entre sus ánimos, sus espíritus. Un ciudadano honrado,
virtuoso, no puede ir al duelo con la impavidez con que va un pillete, ni conducirse en
él con la misma serenidad. Al uno no le importa nada de nada; al otro le sobrecoge su
responsabilidad, le impone su idea del deber, las consecuencias del acto—si fueren
desgraciadas—para los suyos, para su familia. Consecuencia: la lucha es desigual; por
lo tanto, inicua, criminal. Las páginas en que Lúnar hace esta exposición de doctrina
son interesantísimas; no podemos dar sino un extracto. (Entre paréntesis: más tarde,
allá por 1843, publica José Somoza su Carta sobre el desafío, y en ella dice que en los
casos en que un ciudadano honrado y pobre, padre de familia, se bate con un rico—
ésta es otra desigualdad—no debiera celebrarse el duelo sin antes asegurar, por
medio de contrato, una renta ó indemnización el combatiente rico á la familia del
pobre, en el caso de que éste muera ó quede inutilizado. Admirablemente dicho.
Contundente lógica.)
Desigualdad en las armas: no puede haber nunca igualdad en las armas—prosigue
Lúnar. Tal pretensa igualdad es una ilusión. Por muy idénticas que sean las espadas,
siempre habrá una ligerísima desigualdad entre ellas, un detalle de fabricación casi
imperceptible que hará que en un momento dado, en un instante supremo, exista una
diferencia á favor ó en contra de uno de los combatientes. Lo mismo que de las
espadas se puede decir de las pistolas. Nada más falso que la mayor igualdad que se
atribuye á esta arma. Lúnar se nos muestra en esta parte de su libro como un
conocedor técnico, profundo, de las armas de combate. La misma composición
química de la pólvora, por ejemplo, puede ser motivo de desigualdad; motivo de
desigualdad también la frotación, no idéntica (y ¿cómo podría serlo?) de la bala con el
cañón. No podemos extractar esta sección del volumen de Lúnar: sería necesario
citarlo por entero.
Y ahora, después de dejar probada la desigualdad en las condiciones del duelo, el
argumento supremo: aunque, por un milagro, se llegara á la absoluta y perfecta
paridad, ¿cómo el cambio de unas balas, el cruzarse de dos espadas pudiera tener la
eficacia de alterar los hechos? La verdad será verdad antes del duelo y lo será
después; la mentira lo era antes y lo será después. Escribe Lúnar: «El que mintió, el
que infamó al prójimo, el que usurpó, es tan falsario, detractor y usurpador antes del
desafío como después de verificarlo para libertarse de alguna de estas notas». «Un
millar de combates que sostenga por ello—agrega—no le añadirán una minutísima

106
parte de razón; ni cuanta sangre derrame ajena y propia lavará la mancha de su delito;
porque no hay fuerzas en lo humano para que no haya existido lo que una vez fué.»
Digamos ahora dos palabras del Delincuente honrado. En realidad, bien mirada la
cosa, en el drama de Jovellanos no se combate el duelo, pero la obra puede haber
influído en la formación de la corriente contra el duelo. Ha influído, seguramente. Las
obras literarias suelen tener una eficacia distinta de la que imagina el autor. No son, en
la generalidad de los casos, lo que el autor dice que son. Aparte de esto, la
posteridad, las generaciones y generaciones suelen ir formando la verdadera obra; una
obra que, siendo igual, es distinta de como salió de la pluma del autor. Y aparte de
esto—tercer aspecto de la cuestión—, muchas veces un matiz secundario de la obra
aventaja formidablemente en eficacia y significación á la esencia, al fundamento de
ella. Y así se forma el mito popular de la obra de arte. La ironía, sobre todo, sufre
hondas alteraciones en literatura; se asemeja en esto á los colores de los cuadros. La
ironía suele convertirse en sentir recto y serio, y aun en lo patético. Á tan corta
distancia de nosotros—relativamente—Homais, el de Madame Bobary, por ejemplo, ya
es distinto de como lo concibió Flaubert.
En el Delincuente honrado no se condena el duelo en absoluto; lo que se hace es
justificarlo sólo cuando existe una ofensa grave que, en virtud de las leyes del honor,
obliga al desafío. No es lícito el duelo en general; sí lo es cuando hay motivo grave
para ello, cuando hemos de dejar á salvo nuestro honor. Este es el pensamiento de
Jovellanos. Pero en el drama hay un personaje que representa ideas reaccionarias y
que es quien, á más de tener razón, encarna el verdadero espíritu progresivo. Este
personaje—don Simón de Escobedo—opina y sostiene que tan culpable es el retado
como el retador; tanto el que recibe la injuria como quien la infiere. Ante la ley todos
deben ser iguales. Posición de Jovellanos: «Yo quiero evitar por medio del duelo la
manera brutal, irregular, feroz de dirimir ó lavar una ofensa». Posición del personaje
reaccionario del drama: «Yo quiero que todas las ofensas, disensiones, injurias, etc., se
lleven ante los tribunales. Si se va al duelo, castíguese por igual á los dos
contendientes». La segunda posición (contra el designio del autor) es más progresiva
que la primera. Añadamos, para terminar, un dato importantísimo: este paladín del
honor, en el drama de Jovellanos; este hombre tan celoso de su inmarcesibilidad; este
prototipo de caballerosidad que el autor nos ofrece como modelo, no ha tenido
inconveniente en casarse con la viuda del hombre á quien ha muerto, ocultándole á
ella y á su padre—que le creen inocente—su acción. Él mismo lo reconoce así en un
monólogo (escena VI, acto I), y dirigiéndose á su mujer, ausente de la escena: «... Te
he conseguido por medio de un engaño». Pero ¿y el honor?

107
EL TEATRO Y LA NOVELA

Hace algún tiempo publicamos un artículo hablando del teatro clásico y de la novela
picaresca. Desagradó aquel trabajo; encontráronlo inconveniente los apasionados á
ultranza de una tradición literaria cerrada, dogmática. Deseamos ahora ampliar—
ratificándolos—algunos puntos de vista entonces, en la ocasión aludida, expuestos.
Parece que no se puede hablar de los clásicos con espíritu libre; es prueba tal
intransigencia de incultura. ¿Basta que sobre un autor haya pasado el tiempo—dos,
tres, cuatro siglos—para que sea considerado intangible? Hoy podemos hablar cuanto
nos plazca de un escritor contemporáneo nuestro; podemos decir: «No me gusta
Echegaray, no me gusta Alarcón, no me gusta Núñez de Arce». Pero no podemos
decir: «Me desagrada Calderón, me desagrada Quevedo; me desagrada Solís». Si lo
decimos, la indignación de los austeros varones que parecen tener en depósito la
tradición; la indignación, el sarcasmo y la burla de estos señores serán con nosotros.
Sin embargo, ¿por qué no admitir en esta materia el espíritu de tolerancia, de
diversidad de gustos que reina en otras? ¿Por qué si podemos decir que no nos gusta
más un paisaje andaluz que uno vasco—ó al revés—, no podremos afirmar que el
teatro clásico no nos place nada y en cambio nos encanta el moderno? ¿Por qué no
diremos que no nos interesa en lo más mínimo un drama de Calderón, y en cambio
nos apasiona una tragedia de Ibsen ó de D’Annunzio?
Existen muchas hipocresías, muchas mentiras convencionales respecto á la literatura
clásica; el teatro, como género más plástico y de relieve, ha formado en su torno
mayores y más indestructibles prejuicios. Nada más deleznable que nuestra clásica
dramaturgia; cuando se representa por acaso alguna obra (después de podada y
aliñada) fingimos experimentar un vivo placer estético. En realidad, no
experimentamos nada; si fuéramos sinceros, lo diríamos á voces. Si esa obra se
representa bien, las decoraciones, los trajes, los adminículos escénicos nos interesarán
un poco; tal vez el arcaísmo del lenguaje nos atraiga también. Pero eso es sólo un
momento y para un día; y eso es todo ello completamente ajeno al puro placer
estético. ¿Cuántos espectadores tolerarían una serie—seis ú ocho—de
representaciones clásicas? Haced otra prueba: coged una comedia clásica, modernizad
el lenguaje y haced que los personajes vistan como nosotros, es decir, conservando la
esencia de la obra; cambiadla hasta que desaparezca todo el arcaísmo de su forma.
¿Quién resistiría la representación de una obra tal? Sin embargo, salvo lo de los trajes,
eso es, en fin de cuentas, lo que se hace con una obra de Shakespeare, que traducida
del inglés á cualquiera otra lengua vemos representada en el lenguaje moderno. No

108
sabemos cuántas representaciones de Lope ó de Calderón podrían darse en francés ó
en inglés; no sabemos las que se han dado recientemente, ni en qué teatro, de La
estrella de Sevilla, de Lope, traducida al francés por Camille La Senne...
En las cátedras, academias y en los manuales de literatura se repiten respecto del
teatro y de la novela picaresca dos ó tres tópicos fundamentales. Uno de ellos consiste
en considerar el teatro clásico como un espejo de virtudes, como el reflejo de las
grandes cualidades del pueblo castellano, como la escuela del honor, en suma. Nada
más inconmovible que ese error. Nada más tremendamente falso que ese juicio. El
teatro—lo mismo que la novela picaresca—abunda profusamente en desafueros,
tropelías, vilezas é inmoralidades de todo género. Basta examinar de cerca una
colección de comedias para convencerse de ello. ¿De qué manera ha podido nacer
este falso concepto respecto á la dramaturgia clásica? ¿Cuándo ha comenzado á tomar
cuerpo esta absurda idea? Sospechamos que desde el movimiento romántico arranca
tal falsa visión; entonces, en los años en que se trataba de hacer resurgir un pasado—
más ó menos convencional—, surgió, se fué formando, fué cristalizando la idea del
teatro clásico espejo del honor. Revistió en España el romanticismo caracteres
particulares; no revistió caracteres hondamente realistas, como en Francia (en
oposición á la idealización clásica); tendencia fantaseadora más que realista,
enamorada más de un pasado legendario que de una realidad viva, mezclada de
cómico y de trágico, el romanticismo español había de mirar forzosamente el teatro
clásico en sus apariencias y no en su íntima, profunda verdad. De entonces arranca el
prejuicio, hoy tan arraigado en los medios universitarios y académicos.
Pero no han faltado en España críticos que hayan señalado el verdadero carácter de
la dramaturgia clásica; ya en 1737 lo hacía Luzán en su Poética; casi un siglo más tarde,
en 1820, lo hacía también Marchena en el prólogo de sus Lecciones de filosofía moral.
Algunas veces hemos tenido nosotros curiosidad en ir registrando, á lo largo de
nuestras lecturas de los dramaturgos, las tropelías y desafueros cometidos por los
personajes de las comedias antiguas. No es raro en ellas, por ejemplo, que un galán
deshonre á su dama y la abandone luego; tampoco que la apalee, dejándola sola en el
campo, una vez logrado su propósito. La mentira, el enlabio y las trapacerías son cosas
frecuentísimas entre aquellos gentiles hidalgos.
No hay nadie que no encubra una incorrección bajo las más floridas y retumbantes
palabras. El caso que hemos citado de una dama apaleada y abandonada en las
soledades de la campiña pertenece—si no recordamos mal—á La romera de Santiago,
de Vélez de Guevara. Hablando de El príncipe perfecto (nada menos que perfecto), de
Lope, dice Luzán: «No me parece que se pueda imaginar idea de príncipe más baja ni
más indigna de la que allí se propone en la persona del príncipe don Juan». Hablando
luego de Las travesuras de Pantoja y de En el mayor imposible nadie pierda la

109
esperanza, las dos de Moreto, escribe también Luzán: «Son una escuela de crueldad,
de venganza y de falso valor». Y el mismo juicio severo expone el crítico sobre otras
muchas. Merece ser leída detenidamente esa parte de la Poética, de Luzán.
Más tarde, en 1820, Marchena abunda en las mismas ideas. Ejemplos interesantes
de comedias inmorales cita también. «Adolecen casi todos nuestros poetas
dramáticos—escribe—del defecto capital de no retratar nunca un carácter
verdaderamente virtuoso.» «Si miramos como escuela de moral la escena—dice más
adelante—, apenas se hallará otra que más influya para estragar un pueblo que la
española.» Exacto es ese juicio. Y no hablemos del concepto fundamental del honor
expuesto por aquellos dramaturgos; concepto fundado en una desapoderada ansia de
derramamiento de sangre. Todo esto en cuanto á la ética; si examináramos ahora la
estética y la técnica, veríamos también que ese teatro no puede decirnos nada (salvo
alguna excepción) á cuantos deseamos una dramaturgia fundada en la observación y
en la verdad. Nuestra antigua dramática reposa toda en la casualidad, en la
inverosimilitud; pedimos ahora lógica, necesidad, idealidad que se apoye en una base
de sólido realismo.
La misma falta de verosimilitud y de lógica, en la novela picaresca. El pretendido
realismo de la novela picaresca no es mas que una deformación de la realidad.
Realismo es reflejo exacto, escrupuloso, sincero de la realidad, no reflejo
caricaturizado, hiperbolizado, deformado. Repásese cualquier novela picaresca y se
encontrarán en ella frecuentemente lances inverosímiles, absurdos. Inverosímil en El
Lazarillo, por ejemplo, el episodio de la llave que el mozuelo guardaba en la boca
mientras dormía (en la aventura de Maqueda); inverosímil, el lance del jarrillo de vino
con un agujerito tapado con cera. Inverosímil casi todo El Celoso Extremeño, de
Cervantes (es decir, si no en lo fundamental, que puede ser histórico, en su trama).
Inverosímiles, monstruosamente inverosímiles, casi todos los incidentes de El Gran
Tacaño, de Quevedo.
¿Qué pensar de una sociedad que no supo ver la realidad, como la sociedad
española del siglo XVIII; que no se colocó nunca, literariamente, nunca ó pocas veces,
por excepción, en un terreno de observación sincera, escrupulosa, de amor cordial y
humano á la realidad, á la vida? Hay excepciones, sí; pero ¿no es ésta, la marcada, la
norma psicológica, ideológica, general? Y ahora, para terminar, añadamos que, al
hacer la crítica del teatro citando textos de Luzán, no nos colocamos en el punto de
vista de los estéticos afrancesados del siglo XVII; compartimos con ellos la crítica, pero
divergimos en la aspiración ideal. Aceptamos su reiterada condenación de la
inverosimilitud y de lo absurdo; pero sobre una base de realidad, de minuciosa
observación, queremos un impulso lírico, una libertad intelectual, una independencia
estética, una rebeldía á toda regla y á todo canon que ellos no concebían.

110
111
MÁS DEL TEATRO CLÁSICO CASTELLANO

Perdone el querido amigo Ricardo J. Catarineu—tan bondadoso y leal compañero—


el que no nos hayamos hecho cargo antes, mucho antes, según nuestro deseo, de su
artículo en defensa del teatro clásico castellano. Lo hacemos ahora; con placer
aprovechamos cuantas ocasiones se nos presentan para afirmar nuestros puntos de
vista críticos. ¿De cuándo arrancan las falsas ideas—falsas, en nuestro entender—que
se tienen sobre el mencionado teatro? En dos grupos podemos clasificar esas
preocupaciones respecto á la vieja dramaturgia; se refieren unas al valor moral de tal
teatro; otras corresponden á su valor estético. Poco á poco, durante la segunda mitad
del siglo XIX, ha ido viéndose en el teatro clásico una «escuela del honor» (del honor
castellano, naturalmente). La tendencia arranca—no es preciso decirlo—del entusiasmo
que los primitivos románticos alemanes sintieron por ese teatro; de nuestras antiguas
comedias esos críticos hicieron—un poco frívola y atolondradamente—el dechado de
la caballerosidad y de la hidalguía. (La verdadera realidad es otra, como veremos
después.) Repercutió en nuestra casa ese entusiasmo; seguimos desde dentro la
corriente iniciada fuera; nos halagaba ese pasado—pasado literario—que de pronto
surgía esplendoroso, brillante; los académicos, catedráticos y políticos adoptaron con
entusiasmo ese punto de vista... Y allá fueron tópicos fervorosos, hipérboles,
encarecimientos, lirismos, apóstrofes, etc., basados en la indicada «escuela del honor»,
que el teatro clásico nos ofrece. Recuérdense, entre otros trabajos, los discursos
académicos de don Mariano Catalina y de don Adelardo López de Ayala.
Pero como la verdad era otra, la verdad, acá y allá, fragmentariamente, á retazos, iba
apareciendo. No es en estos días cuando el teatro clásico ha sido juzgado del modo
como nosotros—siguiendo á otros críticos—lo juzgamos. Como argumentos de
autoridad citaremos algunos de estos juicios; pertenecen á escritores de distintas
escuelas, países y tendencias. Comencemos por Goethe. Conocida es su crítica de La
hija del aire, de Calderón. «Juzgar esta comedia—escribe Goethe—es juzgar todas las
del autor.» «No tiene Calderón—añade—una manera original de ver la Naturaleza;
todo en él es puramente teatral, escénico.» «La inteligencia descubre fácilmente el
plan; las escenas se desenvuelven siguiendo una marcha que recuerda las piezas de
baile.» (Luego veremos cómo un crítico inglés—Jorge Meredith—ve también en
nuestro teatro clásico una especie de baile.) «Buen procedimiento—añade Goethe—y

112
que se encuentra en nuestras óperas cómicas modernas.» (¿Qué dicen los casticistas
oficiales? ¡Comparar una de nuestras comedias clásicas con una ópera cómica!) «Entre
las escenas consagradas al desarrollo poético de la acción principal se deslizan escenas
intermediarias; aquí se mueven elegantes y delicadas figuras que parecen ejecutar
pasos de danza; aquí reinan la retórica, la dialéctica, la sofística.» (Sigue la idea del
bailable... y además, la retórica, la dialéctica y la sofística.) Goethe compara luego, con
palabras profundas, á Calderón con Shakespeare; la página debe ser leída en su
integridad; algo dice el crítico de «tenebrosos prejuicios» y de «estolidez», que, no
haciendo falta para nuestra argumentación, no debemos recoger aquí.
Jorge Meredith ha hablado de nuestro teatro clásico—brevemente—en su Ensayo
sobre la comedia. He aquí, completo, el juicio del crítico inglés: «El teatro español es
más rico en comedias tales como la que ha dado origen al Menteur, de Corneille; pero
es preciso que nos violentemos para creer que ese embustero no exagera sus
disposiciones naturales cuando amontona mentiras sobre mentiras». (Acusación de
falta de verdad, de defecto de observación exacta, real.) «La comedia española—
continúa el autor—está, generalmente, construída como un esqueleto de líneas
generales bien definidas, de movimientos rápidos como los de los fantoches. Esa
comedia podría ser representada por una cuadrilla de danzarines, y el recuerdo que
nos queda de su lectura es, en suma, el de una agitación de pies que bailan.» (No
decía otra cosa Goethe.) «Esa comedia es, finalmente, cosa distinta de la verdadera
comedia. Donde los sexos están separados, los hombres y las mujeres se convierten,
como dicen los portugueses, en affaimados, hambrientos los unos de los otros. Don
Juan es un carácter dramático que hace desvanecer las almas; el devaneo de destrozar
los corazones de una docena de mujeres no concilia la musa cómica precisamente con
la efusión de sangre.» (No sabemos á punto fijo lo que quiere decir Meredith con esto
último. Meredith escribe, poco más ó menos, como Stendhal escribía, á trancas y á
barrancas y hablando de todo y aludiendo á las cosas más incongruentes... en la
apariencia. El Ensayo, de Meredith, puede colocarse al lado del Racine y Shakespeare,
de Stendhal.)
Hemos dicho que son dos los puntos de vista desde que se puede juzgar el teatro
clásico castellano: el moral y el estético. En las citas que hagamos á continuación irán
mezclados los dos criterios. Vengamos á la crítica española. Menéndez y Pelayo, al
hablar en sus conferencias sobre Calderón (1881, reeditadas luego con correcciones)
del teatro de este dramaturgo, dice algo que debemos tener en cuenta. Calderón
profesó, como sus coetáneos, «la moral del honor, moral relativa, detestable en
muchos casos y opuesta á la moral cristiana, y sostuvo tesis como la de A secreto
agravio secreta venganza, y extremó el espíritu vindicativo, duelista y de punto de
honra, y con esto y con ciertas ligerezas, ya que no liviandades, de sus damas y sus

113
galanes, dió pie á las declamaciones de algunos moralistas»... Á Luzán, según el mismo
Menéndez y Pelayo, «no le falta razón» al hablar de que las comedias clásicas parecen
«vaciadas en el mismo troquel, pareciéndose unos á otros, hasta confundirse, los
galanes, las damas, los padres, los hermanos». En fin, el propio Menéndez y Pelayo,
hablando de Shakespeare, confiesa que «efectivamente, el desarrollo de los afectos en
Calderón es superficial» y que «sólo por intervalos alcanzan sus personajes la expresión
verdadera y humana».
No olvidemos que quien habla es un apologista del pasado literario; apologista
intransigente en su mocedad, en 1881, y que las frases copiadas fueron dichas en
conferencias solemnes hechas con motivo de una apoteosis oficial de Calderón. Años
antes, en 1854, otro escritor, también netamente ortodoxo (y que había de ser más
tarde académico), Gavino Tejado, exponía también algunos juicios idénticos á los
expuestos luego por Menéndez y Pelayo; y los exponía en un trabajo escrito para
celebrar y exaltar la literatura clásica castellana. («Ensayo crítico sobre algunas épocas
de la literatura española», en la Revista Española de Ambos Mundos, correspondiente
á Enero del año citado. Interesante, curioso trabajo por el juicio que en él se hace
desde el punto de vista católico, de las comedias de Moratín.) Nuestra literatura
clásica, y en especial el teatro, según Gavino Tejado, tendía «más á retratar en sus
obras la vida externa, que al análisis erudito y entrometido de los afectos y de las
ideas; es decir, de la vida interior». (Con otras palabras: carencia de observación
psicológica, superficialidad en el estudio de los caracteres. ¿Qué le queda á una
literatura donde esto pasa? No hablamos nosotros; habla un panegirista entusiasta,
fervoroso, de nuestro pasado literario.)
«El carácter que más resalta en la forma de nuestro antiguo teatro—escribe también
Tejado—es la uniformidad, y casi pudiéramos decir, la monotonía de sus elementos
constitutivos, que nos representa como vaciados en un mismo molde á los ingenios y
las obras de aquella edad eminentemente literaria.» (Si todos los autores son lo mismo,
y si todos son superficiales psicólogos, ¿qué hacemos de nuestra vieja dramaturgia?)

II

Hemos citado anteriormente la Revista Española de Ambos Mundos; en uno de los


números de dicha publicación (el correspondiente á Noviembre de 1854) se publicó un
interesante trabajo del que vamos á tomar algunos datos. El trabajo aludido se titula El
Romanticismo, y es su autor el aragonés don Gerónimo Borao, conocido por su
diccionario de aragonesismos. Merece leerse el estudio de Borao; deben leerlo los
historiadores y críticos de nuestra literatura. No hemos tenido por acá un prefacio de
Cromwell; es decir, un manifiesto en que elocuentemente, audazmente, se expusiera y

114
propugnara la nueva tendencia estética. Nuestro romanticismo no ha tenido nada de
espontáneo, de hondo, de nacional; cosa superficial y pegadiza, nació por contagio de
las literaturas extranjeras: de la francesa, en Castilla; de la inglesa, en Cataluña. ¿Hay
nada más hueco, palabrero, incongruente y sin emoción que la poesía de Zorrilla?
(Correspondencia de literatura á literatura: de 1845, por ejemplo, el libro de leyendas
de Zorrilla titulado El desafío del diablo—Boix, editor. De 1843 son La muerte del lobo
y La salvaje, de Alfredo de Vigny... Hugo y Lamartine ya habían dado espléndidos
frutos.)
Pero, si algo retrasado, el estudio de Borao es una defensa vigorosa, minuciosa y
original del romanticismo. Tenemos este trabajo por lo más exacto y fundamental que
se ha escrito sobre la materia; algunos de los argumentos expuestos en estas páginas
se repiten en el día y suenan á nuevo. (No olvidemos el prefacio de Cromwell, ni la
parte que en su libro Racine y Shakespeare dedica Stendhal á definir y defender el
romanticismo. El trabajo de Stendhal es de 1823 y el de Hugo de 1827.) Borao, por
ejemplo, expone la idea del romanticismo de Racine y Corneille; idea que
recientemente desenvolvía con sutil ingenio un crítico francés: Emilio Faguet. Borao
rechaza la estética clasicista como impropia de una nueva modalidad social. «Cuando
en nuestros días—escribe—se ha desplegado por completo la revolución de las ideas;
cuando se han desmoronado los caducos y ominosos edificios del feudalismo y de la
intolerancia; cuando todo es nuevo para nosotros y todo es preciso que tenga su
definición, su justificación, su examen filosófico, ¿quiérese conservar para este orden
de acontecimientos, para este reciente planteo de nuestra civilización, la acompasada
tragedia clásica, el círculo de sus héroes, los caprichos de su estructura, las leyes de su
ya imposible composición?» La literatura es un producto social. ¿De qué modo, en
virtud de qué, se quiere imponer á una sociedad la norma estética, la sensibilidad que
otra, allí en la lejanía de lo pretérito, ha producido?
Una cita hace el autor de este estudio que queremos reproducir íntegra. Hablando
del concepto erróneo que se tiene del clasicismo, transcribe Borao unas palabras que
el helenista don Braulio Foz estampa en su Literatura griega, impresa en Zaragoza el
año 1853. «Ningún poeta griego—escribe Foz—fué clásico, del modo que aquí
entendemos esta palabra, en las grandes épocas de su literatura; porque ni padecieron
el yugo infeliz de la imitación, ni se ajustaron á las formas arrugadas del didactismo
(que no existía), ni se educaron en el servilismo de costumbres enemigas de la marcha
libre y generosa del entendimiento. Aristóteles mismo no hubiera criado verdaderos
clásicos; su Poética no es lo que después han sido las de sus pedantes intérpretes y
sucesores.» Importa mucho esta cita, porque en ella se halla contenida la verdadera
doctrina del clasicismo (y de lo castizo); profesores, eruditos, académicos propugnan y
fomentan el culto á lo antiguo por lo antiguo. Se es clásico—y se es castizo—, no por

115
la observación de la vida, no por la emoción y la fuerza que se ponga en la obra de
arte, sino por el giro que se dé á la frase, plasmándola sobre la frase de los autores del
siglo XVI ó XVII (este último más culto, más retorcido, más artificioso que el anterior).
Pero los griegos y los romanos no hicieron lo que han hecho sus imitadores franceses y
españoles de las centurias decimaséptima y décimoctava; pero Cervantes, Lope, Luis
de León, etc., no han hecho tampoco lo que ahora, copiándoles, calcándoles, hacen
algunos inocentes novelistas y poetas. El verdadero clasicismo está—como en la
antigüedad helénica y como en la España de Cervantes—en observar la vida y en
trasladarla, con emoción, con sentimiento, á la novela, al teatro y al poema.
Hechas estas indicaciones sobre el estudio de don Jerónimo Borao, vengamos ya,
concretamente, á nuestro asunto. Hemos hablado de las abundantes licencias é
inmoralidades de nuestro teatro clásico. «La licenciosidad—escribe Borao—campea sin
escrúpulos en el teatro de los religiosísimos Lope y Calderón, y del religioso
mercedario Téllez, no aduciendo nosotros prueba alguna en favor de esta proposición,
por parecernos cosa concedida y porque tendríamos que manchar la pluma con
obscenidades que hoy no son recibidas bajo ningún pretexto.» (Recordemos que en la
colección de comedias clásicas publicada, á principios del siglo XIX, por Gorostiza y
García Suelto, se ven sustituídos por líneas de puntos muchos pasajes de comedias de
Tirso.) El teatro clásico castellano se ha dicho que es representación del honor y de la
caballerosidad; imprudente y atolondradamente algunos escritores académicos han
llegado en este sentido á encarecimientos é hipérboles ridículos. Borao no quiere dar
en su trabajo—como acabamos de ver—muestras de las licenciosidades que en las
comedias clásicas abundan; pero cita, sí, otros ejemplos de hechos, que dejan
malparados el honor, la humanidad y la civilización de quienes los realizan. Muchos
más pudieran aducirse. Los reproduciremos en abono de nuestra tesis.
En La devoción de la Cruz Eusebio mata en duelo al hermano de su amante Julia, se
hace bandolero, escala el convento en donde aquélla se encuentra y viene ésta á ser
bandolero y asesino como él. En el Castigo sin venganza, de Lope, Federico ama á la
esposa de su padre el duque de Ferrara, y éste le obliga á que mate á un reo cubierto,
que se descubre ser Casandra, y le da muerte al punto, por medio de sus guardias
como á regicida. En No hay cosa como callar, de Calderón, Juan halla dormida á
Leonor, apaga la luz, tápale la boca, y cuenta después con descaro cínico los
pormenores de su perversidad. En Amigo, amante y leal, el príncipe de Parma dice á
Félix que quiere gozar con poder ó con violencia á Aurora, amada de su interlocutor.
En La Villana de Vallecas, ésta es deshonrada y después entretiene falsamente á un
don Juan y engaña torpemente á un labrador. En Don Gil de las calzas verdes se
presenta Juana como la anterior, y para que no se dude, con sucesión, consiguiendo
enlazarse con don Martín, en fuerza de perseguirlo disfrazada de hombre. En El

116
condenado sin fe, de Tirso, un asesino ajusticiado es conducido por ángeles al cielo,
mientras un ermitaño es condenado por un instante de duda. En Marta la piadosa, ella
y su hija abrazan á un mismo amante. En La dama presidente, de Leiva, Ana, que
odiaba el amor, se agencia un galán, le hace firmar de esposo, le da una daga para
que la mate y lo aburre hasta hacerle decir que «tras de la posesión se entra el
aborrecimiento». En Todo es enredos de amor, de Moreto, Elena sigue vestida de
estudiante á Félix, que no la conocía; sirve en casa de su novia, le desacredita con ella
y concluye por casarse con él... Recordemos también el modo brutal como muchos
amantes tratan á sus amadas; bofetadas, palizas, abandonos en medio del campo son
frecuentes en las comedias clásicas. En La Dorotea, de Lope, libro autobiográfico, ¿no
se habla de un bofetón propinado por Fernando—Lope—á Dorotea, ó sea á Elena
Ossorio? (También la madre de la muchacha, enfurecida, colérica, coge á ésta por los
cabellos violentamente y la maltrata.)

Todo esto en cuanto al teatro que inaugura y representa Lope de Vega. En el


período anterior, la dramaturgia llamada propiamente clásica—imitación del teatro
griego—ofrece asimismo considerable cantidad de horrores. Transcribiremos los casos
que cita nuestro autor. En La libertad de Roma, de Juan de la Cueva, hay
desorejaduras, desnarigaduras y quema pública de un cadáver. En Los siete infantes
de Lara, del mismo, doña Lambra es quemada, y en El príncipe tirano, éste hace que
Trasildoro abra una sepultura para cuando nazca su hermana, y los entierra después de
matarlos; esto sin la sencillez (al cabo es una prueba judicial) de dar tormento á varios
personajes. En La cruel Casandra, de Virués, los muertos son ocho, cinco en la escena,
no quedando en pie sino el rey y unos criados. En la Semíramis, del mismo, Nino
quiere casarse con la esposa de Menon; éste se ahorca; ella se declara á Zopiro, á
quien después mata; se casa con Nino, y más tarde lo destrona y envenena, y se
declara al cabo á su hijo Ninos, de quien recibe la muerte. En Atila, el rey mata á la
reina para casarse con Celia, es envenenado por Flaminia, mata á aquélla, ahoga á
ésta, y muere él propio haciendo compañía á cincuenta y seis personajes, que no son
menos los muertos en esa tragedia de Virués. En La infeliz Marcela, del mismo autor,
Felina trata de envenenar á su amante Formio; éste, intentando antecogerle el golpe,
envenena á Marcela, y el príncipe Laudino mata á todos. En la Nise laureada, de
Bermúdez, un guardia escupe á los tres nobles que causaron la muerte de Inés, el rey
cruza la cara á Coello con un látigo, el verdugo saca el corazón á los tres, y después se
procede á la quema de sus cadáveres. En la Isabela, de Argensola, mueren ella y
Muley, el rey mata á Eudalla, Aja mata al rey, y todo esto sucede con acompañamiento
de hogueras, suplicios, cadáveres y dos cabezas cortadas. En la Alejandra, del mismo,
Acoreo mata al rey, á la reina y á su esposa, Luperio es destrozado, Alejandra

117
envenenada, Acoreo muerto, Orodante apuñalado por una princesa y ésta
despeñada...
¿Desea algo más el lector? Ni el teatro clásico de Cueva, ni el romántico de Lope,
pueden ser presentados como ejemplos de humanidad. Más vale el segundo que el
primero desde el punto de vista artístico; pero no es gran cosa su trascendencia
estética... Nos quedan por hacer unas breves consideraciones.

III

Recapitulemos... Por acaso, y de tarde en tarde, se encuentra en el teatro clásico una


obra que merezca alguna consideración. ¿Habrá alguna que supere en trascendencia y
en poesía á La vida es sueño? Sin embargo, esa obra de Calderón no pasa de ser un
embrión de obra maestra; el pensamiento es admirable; su pensamiento encierra un
hondo simbolismo; hay en toda esa concepción grandeza ó idealidad. Pero vemos,
después de la primera lectura, sin necesidad de detenido examen, que La vida es
sueño no pasa de ser un boceto de drama, un rudimento, soberbio, sí; mas, al cabo,
un rudimento. El autor no acertó á desenvolver la idea del drama con toda su plenitud,
con toda la majestad y fuerza debida. Junto á la fábula principal—que debió ser
única—, Calderón, falto de vigor y de inspiración, ha tenido que tejer otra intriga—
infantil y absurda—con objeto de rellenar lo que faltaba para el drama. De haberse
penetrado de la grandeza de la idea principal y de haber contado con vigor bastante
para desenvolverla cumplidamente, el autor hubiera llegado á hacer de La vida es
sueño, no un boceto—que es en lo que ha quedado—sino una verdadera y robusta
obra maestra.
Y si esto se puede decir de una de las pocas obras capitales del teatro clásico, ¿qué
no se podrá decir del común de todas las demás comedias? Ahí está El mágico
prodigioso, y nada más inconsistente, estrafalario é inverosímil. («Hay en el desarrollo
de la obra—escribe Menéndez y Pelayo—puerilidades verdaderamente indignas de
Calderón y del asunto.») Ahí está El alcalde de Zalamea—cuyo desenlace nos
repugna—, en el cual la emoción delicada sólo aparece en la escena entre Pedro
Crespo y don Lope de Figueroa. En las comedias llamadas de capa y espada (y que
pudieran llamarse de alacena y balcón) lo absurdo y lo infantil llegan á grados
increíbles. Galanes que encuentran á otros galanes, ó al padre, ó al hermano, y que
han de esconderse en una alacena; galanes que se arrojan por el balcón; damas que se
disfrazan de hombre y no son reconocidas por sus amantes ni por sus padres: una
intriga dentro de otra intriga, y estas dos, á su vez, dentro de otras... tal es,
sumariamente, en esquema, el procedimiento usual de nuestros dramaturgos; ellos

118
mismos comprenden la puerilidad de todo este juego y así, de cuando en cuando, lo
ponen en ridículo por medio de alguna observación humorística de un criado.
Por ejemplo, en La niña de Gómez Arias, de Calderón (donde un galán, dicho sea de
pasada, abandona á su amada en medio del campo, y luego más tarde la vende, así
como suena, la vende á un capitán de bandoleros moriscos); en La niña de Gómez
Arias, al tener que esconderse un galán porque llega otro, dice el criado de aquél:
«Siempre vi suceder de esta manera este paso»... (En el Shylock, de Shakespeare,
Bassanio, que ya es prometido de Portia, no reconoce á ésta, de quien se acaba de
separar, cuando, vestida de hombre, hace de juez ante el tribunal, y cuando á él
mismo le pide el anillo que no mucho antes le había dado. Lo que nos parece absurdo
en Lope y Calderón nos lo parece también en Shakespeare.)
En el artículo de Gavino Tejado, que anteriormente mencionamos, dice este autor
hablando de nuestro teatro clásico: «Nuestra poesía clásica es el triunfo permanente
del espíritu sobre la materia; los intereses puramente mundanales, los que llamamos
intereses positivos en estos tiempos de materia y de prosa...» (¿Por qué son estos
tiempos—los de 1854—de materia y de prosa? ¿Por qué no lo eran también los de
1654, por ejemplo? Todos los tiempos son de materia y de prosa... ó no lo son.) «... en
estos tiempos de materia y de prosa, apenas tienen espacio ni lugar en nuestra
literatura; por eso no hay en ella nada que repugne...» (Recuerde el lector la multitud
de casos citados en el artículo II.) Una literatura en que no se ve el reflejo de los
intereses materiales, es decir, de la materia, es decir, de la realidad, es decir, de la vida
cotidiana y corriente, es una literatura sin apoyo ninguno en el mundo, sin base sólida
de verdad y de observación; una literatura fantaseadora, artificiosa, deleznable. No se
ha podido—en general—formular un más acertado juicio acerca del teatro clásico y de
la novela picaresca. La realidad se halla profundamente falseada en esos dos géneros.
Esta cuestión de la falta de observación de la realidad que se nota en la novela y en
el teatro está íntimamente ligada al problema—antaño tan debatido—de la ciencia
española. En la Revista Contemporánea (números del 15 de Agosto de 1876 y 15 de
Abril de 1877) expusieron su argumentación Manuel de la Revilla y José del Perojo;
deben ser leídos esos trabajos detenidamente; sus principales observaciones no han
podido ser rebatidas. No ha habido entre nosotros un vigoroso, continuado,
escrupuloso pensamiento filosófico y científico; un ambiente, en fin, de amor á la vida,
por las mismas razones por que no han existido un teatro y una novela basados en la
realidad. ¿Cómo pudiera haber ese ambiente cuando la literatura dramática y la
novelesca eran lo que eran? Si exceptuamos el caso de Cervantes—y algunos otros—,
¿qué escritores han dado entre nosotros una visión amorosa, honda y ecuánime de
realidad? Cuando se hable de presiones ó de determinadas influencias que han
podido evitar, coartar el desenvolvimiento del pensamiento científico, será preciso

119
tener en cuenta el caso de la novela y el teatro. Sí, se pudo coartar la libertad de la
investigación de la realidad—concedámoslo—; pero, ¿de qué manera el literato que
tenía la realidad ante él y pudo reflejarla escrupulosamente, no lo hizo? ¿Cómo la
observación no se ejercitó en el arte literario? ¿Por qué, lejos de esto—y salvo
excepciones—, dió en lo absurdo y en lo caricaturesco? El campo, sin embargo, estaba
libre; el artista no era probable que encontrara trabas ni obstáculos para su obra; no
los encontró para su deformación de la realidad: menos pudo encontrarlos para el
reflejo escrupuloso y cordial de la vida.
En 1841 don Nicomedes Pastor Díaz escribía en El Conservador un artículo,
recogido luego en el tomo III de sus obras completas, en que hablaba de la novela en
España. No se explicaba Pastor Díaz cómo, cuando en Francia escribían novelas
Balzac, Sand, Hugo, Vigny, en España no se cultivase este género. «Repetimos—decía
el autor—que se nos oculta la causa de este fenómeno.» La causa de este fenómeno
es que no puede haber novela sin observación de la realidad, y que este espíritu, este
amor, esta comprensión, aún no había comenzado á despertarse entre nosotros.
Cuando escribía Pastor Díaz, en 1841, ya hacía seis años que Vigny había publicado los
soberbios relatos de Grandeza y servidumbre militares; relatos de una fuerza, una
sobriedad y una emoción tales como no han sido sobrepujados por las modernas
páginas de un France, un Barrès ó un Lemaitre. ¿Cómo se hacía aquí el género
novelesco en esa época, en 1835?
Terminemos. Philarete Chasles, en sus Études sur l’Espagne, publicados en 1847,
compara nuestro teatro clásico al moderno periodismo. «En el siglo XVII el drama—
escribe Chasles—representaba el papel de nuestra prensa.» «Todos los
acontecimientos, todos los recuerdos, todas las ideas, todas las locuras, todas las
esperanzas creaban algún drama nuevo.» «Lope y Calderón obraron en su época como
brillantes periodistas: ¡valientemente, vivamente, con pompa y ligereza!» Comparar las
comedias clásicas á las brillantes crónicas de los periódicos, no está mal. Acaso tuviera
razón Philarete Chasles...

120
LOS ESPAÑOLES

De don Francisco Gregorio Salas hemos hablado en alguna ocasión. (Véase, si se


quiere, nuestro libro Clásicos y modernos.) Conocemos de Salas sus Parábolas
morales, políticas y literarias, especie de fábulas en prosa; su Observatorio rústico,
librito precioso para el estudio del idioma castellano; la Colección de los epigramas y
otras poesías críticas, satíricas y jocosas. De todos sus libros, el más popular, aquel de
que se han hecho más ediciones es el Observatorio. Pero todos los ejemplares de
todos los libros de Salas que se encuentran en los baratillos aparecen sumamente
grasientos, sobados y manoseados; señal de que han sido muy leídos. Salas tiene
reputación—merecida—de escritor prosaico, chabacano; se le cita de raro en raro
como modelo de vulgarismo. Mas lo que no se añade—y esto salva su nombre—es
que en su poesía alienta un vivo y curioso espíritu de observación. Don Francisco
Gregorio vivía pobre y apaciblemente; se le quería por su bondad; él iba poquito á
poco devaneando por el mundo (digo por Madrid) y escribiendo sus versitos, llenos de
una candorosa malicia y de una pulcra realidad.
De don Francisco Gregorio ha dejado un retrato Moratín; en otros autores de la
época hay también tal cual alusión. Hemos encontrado, por ejemplo, una referencia en
un librito titulado La Amalia ó cartas de un amigo á otro residente en Aranjuez. Su
autor se llamaba don Ramón Tamayo y Calvillo. Pues don Ramón habla elogiosamente
de don Francisco. La novelita—escrita en cartas—es una imitación de otro escritor
también original... á su manera, y también desconocido: Mor de Fuentes. (Ha llegado
la hora, señores míos, de hacer justicia á estos pequeños clásicos ignorados. No hay
más remedio.) Don Ramón, que es un erudito, escribe así en una de las cartas de La
Amalia, ó mejor dicho, escribe uno de los personajes de la fábula: «Anoche, después
de haber hablado con nuestro sabio don Francisco Gregorio de Salas, me ocurrió
tomar la pluma para escribir la conversación que tuvimos y él dedujo de las obras de
sus amigos Marcial, Valbuena y Argensola, cuyas circunstancias, si no las elevase á tu
noticia, creerías que era un hombre extravagante»... (No sabemos, á primera vista, lo
que quiere decir don Ramón. Luego vemos, fijándonos, que el autor tuvo una
conversación con don Francisco y que éste dijo tales cosas, apoyándose en Marcial,
Valbuena y Argensola—un poco incongruente es este manojo—, que si él, don Ramón
ó su personaje, citara las palabras de Salas sin añadir las autoridades en que éste las
apoyaba, se le tendría por un extravagante. ¡Qué misterioso es todo esto! ¡Caramba!)

121
En la Colección de sus poesías, «nuestro sabio amigo don Francisco»—como decía
Tamayo y Calvillo—dedica unas páginas á trazar el retrato moral ó etopeya de los
habitadores de las distintas regiones españolas. Hay cosas curiosas en este librito; por
ejemplo—todo en verso, desde luego—, las razones que da el autor para no imprimir
sus libros por cuenta propia, los motivos que alega para tener criados y no criadas en
su casa, la descripción que hace del «ajuar ó muebles que vió el autor en varias casas».
Dejando todas estas curiosidades aparte, nos ocuparemos, según hemos prometido en
el título, de los retratos españoles. El autor titula esta parte de su libro «Juicio imparcial
ó definición crítica del carácter de los naturales de los reinos y provincias de España».
Lo primero que hace Salas es darnos una pintura del español «en general». El
español es honrado, valiente, cauto, etc.; tiene ingenio, despierto; no le falta
disposición natural para las empresas. Pero al español «le falta aplicación» (en eso
estamos), y por eso se puede decir de él que es «un tesoro escondido». Después de
esto, don Francisco la emprende con Castilla la Vieja. Los castellanos viejos... Pero
antes permítame el lector—¡guarda Pablo!—que advirtamos que nosotros no hacemos
mas que transcribir lo que dice el sabio don Francisco; lejos, muy lejos de nuestro
ánimo está el hacer una terrible labor antipatriótica. Continuemos: el castellano viejo
es hombre franco y bien intencionado; se le puede buscar para que nos dé un buen
consejo. Pero «no es hombre de gran despejo» y, además de esto, peca de «algo
lerdo y mohino». No da más fruto su sencillez que el que da su tierra: «al pan, pan, y al
vino, vino». (Ignoramos lo que quiere decir con esto nuestro sabio amigo.)
Mucho más enredado está lo que Salas dice de Castilla la Nueva. Es éste un país
agradable; bondadosa se muestra la gente; pero «afecta al interés». Todos los campos
que vemos cultivados en Castilla la Nueva, «sin catar jamás el pan harán mucho más
que un Cid, si dan un año con otro, para Madrid, cebada». (Es decir, á lo que creemos
columbrar, que si los bancales de Castilla la Nueva dan cada dos años una cosecha de
cebada, y si esta cebada se vende en Madrid, los labradores pueden darse más por
satisfechos que si esas tierras produjeran pan.) Los asturianos son «cerdosos,
rechonchos, cuadrados». Se distinguen por su honradez. De Asturias salen todos los
alhameles ó soguillas de España. Los maragatos, «bonazos», pueden ser presentados
como modelos de obtusidad; sin embargo, el autor añade que «van y vienen muy de
prisa con sus lienzos» y que acaban por llevarse nuestro dinero. (Pues entonces no son
tan tontos...) De los gallegos, el que sale agudo puede darle ventaja al más astuto. No
comen mas que «coles y pan seco»; trabajan infatigablemente.
«Amigo verdadero, arrestado marinero, honrado mercader»; todo esto es el vizcaíno.
Y algo más es el vizcaíno; es «por su entereza capaz, sin que por ello la cabeza se le
canse, de escribir más que el Tostado.» (¿Cuántos tomos llevan escritos nuestros
queridos y admirados amigos Pío Baroja y Miguel de Unamuno? ¿Cuántos escribirán?

122
Ai posteri...) No se podrá negar que los navarros son rectos; pero también son «un
poco pesados». Comen tremendamente; beben al igual; todos son asentistas,
comerciantes, indianos y capadores. La gente riojana es «en tal manera oficiosa, que á
cualquier otra le puede cardar la lana».
La «gloria» del montañés consiste en su «grande ejecutoria»; ejecutorias que van á
parar á las «alojerías»; sabido es que los naturales de la Montaña de Santander se
distinguen por ser los alojeros, bodegoneros y botilleros de toda Andalucía. Del
retrato que Salas hace de los madrileños se han hecho populares los cuatro primeros
versos:
Aun las personas más sanas,
si son en Madrid nacidas,
tienen que hacer sus comidas
de píldoras y tisanas.

Con lo cual se quiere significar la destemplanza, rigor y desconcierto del clima


madrileño. Aparte de esto, los madrileños gustan de llevar «diamantes como avellanas,
corbatín estirado, espadín, ricas vueltas». (La afición á las sortijitas es algo cierta.)
Llevan también los naturales de Madrid «siempre marcado el cuello con sellos de
Antón Martín». (¿Á qué se alude con esto? Lo que hemos tardado en consultar el
Manual de Madrid, de Mesonero Romanos, edición de 1831, página 182, hemos
tardado en salir de dudas. En la plazuela de Antón Martín había un cierto hospital.
¡Pero querido y bondadoso don Francisco Gregorio...!) La Alcarria cría gente «muy
fiel». (Un dato interesante que añadir á la etopeya de Salas: don Fermín Caballero, en
su Manual geográfico de España—1844—dice que los alcarreños «han poblado de
libreros á Madrid, así como de criadas, que pasan por fieles y pegajosas por su
mojigatería». En lo de la fidelidad de los alcarreños están, pues, de acuerdo Salas y
Caballero). Los andaluces son ponderativos, festeros; muéstranse aficionadísimos á
galanteos; «jamás están sin comadre»; se pelean de palabra y se desafían; «luego
quedan tan compadres».
El aragonés es testarudo y porfiado; no perdona fatiga para llegar á lo que se
propone; «aspira siempre á la intriga, al dominio y á la memoria». (Algo de esto dijo,
mucho antes, Maquiavelo en el retrato de Fernando V.) Vamos ahora con vosotros,
catalanes. El catalán es «oficioso, carruajero, navegante, fabricante, mercader»; no se
da punto de reposo. En un país escabroso, con mil dificultades, «marca tierras, hace
planes». En resolución, «aunque sea en un establo», el catalán, por arte del diablo (lo
del establo es fuerza del consonante), «hace de las piedras, panes». Los valencianos
son ligeros y mudables. Su corazón es frío; «gente de regadío», se les puede llamar. El
tesoro del mallorquín es «el aceite y el vino». Aborrecen los mallorquines á los

123
argelinos y á los moros; «guardan bien su peculio»; en Mallorca, «todo el año es mes
de Julio»; «con rara veneración» los mallorquines «dan culto y veneración á su
Raimundo de Lulio». El murciano pasa la vida alegremente; su preocupación son «los
naranjicos» y «el gusanico».
Terminemos. Los canarios son «siempre vagos». Con «un plátano y un trago» se
sustentan. Los ingleses, «con halago», sacan el fruto de la tierra canaria. Por esto los
canarios vienen á ser «vasallos del rey de España y hermanos del de Inglaterra». Dos
décimas dedica también Salas á los portugueses y á los americanos; los primeros son
finchados; pretendientes eternos los segundos. Cuando leemos estas semblanzas de
los distintos españoles, trazadas por el buen don Francisco Gregorio, evocamos los
retratos de castellanos, andaluces, catalanes, etc., estampados, con lindos colores, en
los platos de una vajilla del Retiro. Pareja hace una cosa con la otra. Y es interesante la
descripción de Salas para el estudio—á través del tiempo—del concepto, concepto
popular, que los españoles han tenido de sí mismos.

124
EUGENIO NOEL

Eugenio Noel ha publicado recientemente un folleto titulado El flamenquismo y las


corridas de toros y un libro que lleva el título de Flamenquismo y república. Eugenio
Noel ha dedicado la mayor parte de su actividad á combatir el flamenquismo: da
conferencias en pueblos y ciudades españolas; publica multitud de artículos.
Continuamente se halla Noel en peregrinación por tierras de España; á menudo, en los
periódicos encontramos noticias de discursos pronunciados por el conferenciante;
alguna vez nos sorprende la nueva de algún incidente ruidoso provocado por las
prédicas de Noel. Nos hacen suponer estos incidentes—siempre lamentables—que el
propagandista ha estado demasiado agresivo en sus palabras; no podemos creer que,
á exponer sus ideas correctamente—y con todo el ardimiento que se quiera—, pudiera
haber quien atajase violentamente sus lícitas propagandas. De todos modos, el
espectáculo de un hombre joven que recorre España en perpetua y caliginosa
predicación contra el flamenquismo no puede menos de ser interesante.
En las dos obras que ahora publica, Eugenio Noel ha condensado su pensamiento
sobre la materia que él impugna tan denodadamente. Paralelamente á un
renacimiento fervoroso—fervoroso y vergonzoso—del flamenquismo, Noel inicia y
desenvuelve su cruzada. En el folleto citado escribe nuestro autor: «El español trabaja
poco, y lo que es peor, su trabajo está á merced de los Gobiernos; ignora el valor de la
tierra; huye del campo y se arrincona en las ciudades; permite una bárbara ocultación
de riqueza, y no le extraña ver en manos inertes inmensas extensiones territoriales que
harían la riqueza de un pueblo». Sumariamente, en cuatro rasgos, éste es el boceto de
un cuadro. Ahora el reverso. «Á cambio de esto—añade Noel—, he aquí lo que posee:
396 plazas de toros, en las que da anualmente 872 corridas, y á las que asisten, en
cifras redondas, siete millones de personas. En esas orgías se matan 4.394 toros, cuyo
valor es de 5.318.000 pesetas, y 5.618 caballos, que fenecen entre los más espantosos
é inmerecidos martirios. De divertir á tal gente y de tal modo se encargan 62
matadores de alternativa y 324 novilleros, con 1.148 cuadrilleros de oficio, que cobran
cerca de cuatro millones de pesetas.» En República y flamenquismo el autor expone en
unas páginas exactas un concepto del valor que entre nosotros goza de gran
predicamento y hace estragos. El flamenquismo—dice Noel—implica la idea de que
«el supremo valor es la serenidad suficiente para que el pitón del toro roce las axilas»;
de donde saca, en consecuencia, que los peligros de la vida han de afrontarse, como
los cuernos del toro, con habilidad, con el engaño. Es importante advertir que en otros
pasajes de sus discursos y de sus artículos el autor completa su idea del valor

125
flamenco: completa la idea del engaño (listeza en política) con la idea de obstinación,
de testarudez, de obtusa pertinacia en el error ó en la decisión desgraciada. Creemos
que este segundo aspecto del fenómeno social es más importante—y de más graves
consecuencias—que el primero. Sea de ello lo que quiera, el caso es que toda la
doctrina que Eugenio Noel desparrama en prosa hablada ó escrita se halla contenida
en las dos citas que acabamos de hacer. De un lado, la inmensa incultura, la
deplorable pasividad de una gran masa social en lo atañadero al problema de su
bienestar y de su conciencia de la vida; de otro, formidable caudal de energía, de
iniciativas y de riqueza, gastado, derrochado espléndidamente en un deporte cruel.
Agreguemos á esta visión social una visión complementaria de la palingenesia de
España tal como la concibe Joaquín Costa, y tendremos esbozado el pensamiento de
Noel; pensamiento expuesto en una prosa cálida, pintoresca, un poco redundante, un
poco amplificadora.
Las propagandas y los libros de nuestro autor se prestan á múltiples reflexiones.
Tendríamos que examinar, ante todo, los orígenes del flamenquismo. No es de ahora
esta tendencia; más de un siglo lleva de vida; aún podríamos decir que en la
decimoséptima centuria se ven rastros de flamenquismo en las sátiras y protestaciones
que contra él hacen, por ejemplo, Quevedo y Góngora. Pero el flamenquismo ó
majismo—que así se llamaba entonces—, cuando adquiere alarmantes proporciones
es á mediados del siglo XVIII; desde esa época sigue su marcha incierta, ondulante,
hasta que modernamente, con el aumento de las plazas de toros, con la
sistematización, digámoslo así, de las corridas, llega á su máximum. Nos hallamos
ahora en un momento álgido del flamenquismo. En 1899 publicó Morel-Fatio una
edición crítica de la sátira de Jovellanos contra la mala educación de la nobleza; en ese
trabajo el ilustre hispanista trata de dilucidar los orígenes del majismo y expone
interesantes textos que demuestran la preocupación que en el siglo XVIII inspiraba ese
morbo social. Clavijo y Fajardo, Jovellanos, Cadalso, describen el señorito flamenco—
con todas sus consecuencias—tal como hoy lo vemos circular por nuestras calles; Noel
no va más lejos en sus pinturas—ni en sus anatemas—de donde han ido estos insignes
pensadores. Si retocáramos algo el estilo de alguna de estas páginas de Clavijo ó de
Cadalso, y las publicáramos sin firma, diríamos seguramente que se trataba de cosas y
hombres de ahora, y no de cosas y hombres de hace más de un siglo.
La literatura taurina y la antitaurina son extensísimas. No intentaremos añadir una
página más á la última; no es ese nuestro propósito en este momento. Sí haremos
notar la inmensa influencia que ese deporte—si así puede llamarse—ejerce en todo un
pueblo. No son nocivos sólo los toros; es profundamente dañino también lo que
podríamos denominar los aledaños de los toros; es decir, el ambiente, la particular
espiritualidad que la fiesta taurina crea á su alrededor. Multitud de conceptos sociales,

126
políticos, hasta estéticos, son falseados por causa de los toros. La idea matriz del valor
que en los toros se engendra pasa á diversos órdenes de la vida. El valor, dentro de
ese ambiente, se concibe como fuerza física, como obstinación, como ciega
prosecución de un acto. En el extremo opuesto de la escala psicológica se halla el
valor-inteligencia, el valor-altruísmo. Toda la marcha de la humanidad pudiéramos
decir que estriba en sustituir al valor-fuerza el valor-inteligencia. En la misma guerra el
valor sufre una transformación; el valor va siendo, no ímpetu ciego, no intrépida
temeridad, sino reflexión, cálculo, inteligencia, ciencia. Vence quien más frialdad y
ciencia tiene; y en la guerra la victoria es lo que importa.
Sigamos con interés—en lo que tienen de laudables—las propagandas de Eugenio
Noel. Combatamos el flamenquismo; continuemos la obra de Jovellanos y de Cadalso.
Si invocamos la tradición, he aquí una bella tradición. Pongamos nuestros ojos, no en
el héroe de un deporte inhumano, sino en el héroe por la ciencia, en el héroe por el
progreso.

127
TORITOS, BARBARIE

Asistimos en estos tiempos á un renacimiento de la barbarie taurina. Se ensalza


fervorosamente á los toreros. Se llenan planas enteras en los diarios con las hazañas y
peripecias del estúpido espectáculo. En una ciudad cantábrica se celebra una corrida
de diez y ocho toros (en la misma ciudad á la cual ha legado su biblioteca Menéndez y
Pelayo). Escritores y publicistas que parecía que debieran estar libres de ese virus, se
complacen en tratar y debatir sobre cosas de toros... En un tiempo en que tal
exaltación se produce, cuantos no amamos esa fiesta cruel y estulta, cuantos
detestamos los toros, debemos ver con viva complacencia la campaña que contra los
toros y el flamenquismo viene haciendo desde hace tiempo un independiente escritor.
Aludimos á Eugenio Noel. Un libro nuevo sobre la materia acaba de publicar Noel. En
otra parte hemos hablado ya—con elogio—de la labor realizada contra el espíritu de
chulapismo por este publicista. Queremos aquí añadir algo más. Se titula el nuevo libro
de Eugenio Noel Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca. Se halla editado en
edición económica, al alcance de los más modestos lectores.
Nos permitirá Eugenio Noel que hagamos algunos reparos á su ideología.
Adversarios políticos del publicista, nos hallamos muy lejos de compartir con él todas
sus afirmaciones; vaya por delante esta salvedad como advertimiento á los lectores.
Noel se muestra (en sus discursos, mucho más que en sus libros) apasionado y acre en
demasía á veces; hemos hecho constar que deplorando, como deploramos, los
incidentes ruidosos á que han dado origen sus propagandas, esos lances y trapatiestas
pudieran haberse ahorrado con una poca más de mesura y de flexibilidad (no de
hipocresía) en la palabra. Todo se puede decir, sin protesta de nadie, cuando se sabe
decir. Y ¿cómo no creer que escritor tan experimentado como Noel no ha de hallar
forma—sin perjuicio de la verdad—de decir las cosas más ásperas sin que sean
rechazadas estruendosa y violentamente?
En su último libro, Eugenio Noel ha recopilado alguno de los trabajos más notables
publicados en la prensa. Hay en estas páginas invectivas contra los toros, paisajes
castellanos, excursiones por Andalucía, vistas panorámicas de ciudades, meditaciones
sobre monumentos artísticos, etc., etc. El estilo de Eugenio Noel es un tanto
amplificador; el autor nos dice que él ha leído todos, «absolutamente todos», los libros
de Emilio Castelar: algo del énfasis y de la redundancia castelarinas se nota en la prosa
de Noel. ¿Por qué no ser más precisos, más concretos? Da la impresión esta prosa de
que ha sido escrita febrilmente, al azar de los viajes, sin el reposo necesario para una

128
coordinación reflexiva. Así se ve, por ejemplo, que en las descripciones hay cierta falta
de matiz unificador, de transición de un detalle á otro, de un aspecto á otro.
Pudiéramos poner muchos ejemplos. Citaremos un texto para explicar mejor lo que
decimos. Noel está describiendo Sevilla desde lo alto de la Giralda. Nos hace ver «las
casas blancas del barrio clásico de Santa Cruz, con terradillos de un mismo color, con
azoteas llenas de tiestos y flores; el paseo de Santa Catalina Rivera, la torre y cúpula de
la iglesia de San Bernardo, la cúpula y macizo de los Venerables». Al llegar aquí acaba
el párrafo. Nos disponemos á entrar en un nuevo aspecto de la realidad descrita. En
efecto, entramos; el autor comienza así el párrafo siguiente: «De un jardincito sale un
ciprés; hay allí un cementerio de monjas»...; surge en nuestro espíritu la sensación de
uno de esos jardines reducidos recoletos en lo interior de las ciudades; el jardín de un
convento de monjas; un jardín—visto desde allá arriba, desde lo alto de una torre—en
que se divisan unos cipreses. Necesitamos algún detalle más que complete nuestra
visión. ¡Oh, esos cipreses de los huertos monjiles, cipreses que se yerguen sobre los
rosales! El autor añade: «Se delinean en el macizo blanco las estrechas calles con sus
mil leyendas...» Pero ¿no habíamos pasado á otra cosa? ¿Qué salto es éste que hemos
dado ahora? ¿Qué tiene que ver aquí ese macizo? Nuestro ritmo mental ha sido
bruscamente roto.
Otra observación hemos de hacer; ésta de más trascendencia. Nadie duda que
Eugenio Noel es un adversario acérrimo de los toros y el flamenquismo. Mas la lectura
de sus trabajos á las veces nos produce el efecto de una exaltación de lo que se trata
de deprimir y condenar. No sabemos cómo explicar esto; pero el hecho es exacto. Si
fuéramos amadores de los toros, acaso encontráramos, leyendo los libros de Noel,
más gusto que encontramos siendo adversarios. Noel sabe menudamente todo lo
referente á los toros: historia, bibliografía, biografía de toreros, gestos de toreros,
dichos de toreros, andanzas de toreros. No hay nada que se le escape. Nadie como él
nos informa tan bien de las cosas y lances del flamenquismo. Nadie ha descrito con
más entusiasmo, con más exaltación los bailes de una popular danzarina. Sus
meditaciones ante la estatua de un torero pueden colocarse por encima de las que
dedica al Pensador, de Rodín. ¿Qué sortilegio es éste? Veníamos á buscar una triaca
contra la ponzoña taurina y nos encontramos con una morosa delectación. En verdad,
en verdad que son algo peligrosos estos libros contra los toros y el flamenquismo.
Dicho esto, hemos de elogiar en el libro de Noel numerosas páginas; elogiarlas
desde el punto de vista artístico (bien que estas páginas á que nos referimos no sean
de aquellas que encierran una determinada tendencia política). Pueden servir de
ejemplo los capítulos dedicados á la descripción de Triana, ó á hacer el retrato de un
torero malogrado y pintoresco, ó á describir una capea en Medina del Campo. En este
último capítulo citado, el autor escribe: «En Tordesillas se lidia el llamado toro de la

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Vega, el cual en pleno campo se lancea; el mozo que da la última lanzada tiene
derecho á traer al pueblo en la punta de su pica la oreja del animal, y es fama que
aquella noche sueñan con él las mujeres». Estas líneas, mero incidente en el capítulo,
son para nosotros más sugeridoras que el capítulo todo. Cuarenta y seis años pasó una
infortunada mujer—Juana, la reina—recluída en un caserón de Tordesillas; Tordesillas
va unida á la página sangrienta y patriótica de los Comuneros. Eugenio Noel ha
recordado que en ese pueblo se lancea un toro en campo abierto.
Así es, en efecto. En el Semanario Pintoresco de 9 de Septiembre de 1849, uno de
sus colaboradores, don Juan de la Rosa, hace una detenida descripción de tal
espectáculo tordesillense. Ese alanceamiento no es mas (ó era en el año citado) que el
último número de una variada serie de espectáculos taurinos. Se corrían toritos
(«toritos» dice el cronista); se los lidiaba por los señoritos de la localidad; se celebraba
también una mojiganga taurina, en la cual, por cierto, entre otros personajes, figuraban
Don Quijote y Sancho. El prólogo de esas fiestas taurinas era la vaca encohetada. Se
celebraba ese espectáculo la noche antes de la primera corrida. La plaza del pueblo se
llenaba de una inmensa muchedumbre. «Cuando el concurso empieza á manifestar su
impaciencia—dice el señor Rosa—sueltan la vaca, la cual lleva puesta sobre el lomo
una manta impregnada de un combustible que se inflama con facilidad, y sembrada de
cohetes bien sujetos, y que á su tiempo se incendian.» «Apenas el animal—añade el
autor—siente el calor de la manta que arde, empieza á dar brincos lanzando quejidos
de dolor.»
El colaborador del Semanario Pintoresco describe después los otros festejos
taurinos. Al final pinta el espectáculo de los campos tordesillenses cruzados y
recruzados por los mozos que van persiguiendo con sus picas al toro. Todo esto
conmueve profundamente á don Juan de la Rosa. Estos parajes le parecen
encantadores. «Así es—escribe—que al separarse de ellos, al darles el último adiós,
siente uno renacer en su espíritu un vago deseo de tristeza, y no puede menos de
envidiar á los moradores de aquellos sitios destinados á la felicidad.» ¡Oh, ingenuidad
peregrina! ¡Una Arcadia donde se tuesta viva á una vaca enfundándola en una manta
embreada y cubriéndola de cohetes! Si viviéramos en 1849 diríamos, llenos de fervor:
¡Señor, líbranos de esa Arcadia!

130
CARROS

Xenius ha dedicado, hace tiempo, uno de sus glosarios á los carros; los carros—para
el glosador—componen una característica del ambiente de Cataluña; con el paisaje, el
pueblo, las costumbres se armonizan los carros. No sólo de la tierra catalana, sino de
toda la tierra española, son parte integrante los carros. Existen varias clases de carros.
La división fundamental es ésta: carritos ligeros; carros «gruesos». Los ligeros corren y
saltan por los caminos; son alegres y frívolos; tienen pocos asientos; son para ir á una
estación, para devanear por el campo, para hacer un viaje á una granja, para realizar
una alegre jira. En Levante, en los crepúsculos vespertinos de primavera, cuando el aire
tiene una tibieza voluptuosa, cuando los frutales blanquean de flor, los carritos tornan
con ruido de cascabeles, con chasquidos ligeros de látigos; de dentro parten, risas,
carcajadas y voces femeninas; parten canciones entonadas á coro. Esas levantinas, tan
delicadas y sensitivas, tornan de una merienda en un prado, al pie de una fontana, y
tienen los ojos brillantes, lucidores y las mejillas amapoladas.
Los carros gruesos son graves, solemnes. Con ellos se portea el vino, el aceite, los
granos. Con ellos se hacen largos viajes por los caminos que cruzan las llanuras,
bordean los ríos, reptan por las anfractuosidades de las montañas. Los varales de estos
carros son recios; recio el toldo, de unidos y trabados cañizos; recias las escalas—
pintadas de azul—; recia la honda «bolsa», que va cruzada por el eje y que casi roza la
tierra del camino.
Llevan estos carros una barjuleta á la derecha, donde se pone la botija con agua; á la
izquierda, en otra barjuleta, van las provisiones del viático. El ruido que hacen estos
carros es sonoroso, estruendoso; al rechocar en los hondos y pedregosos relejes, su
voz se extiende y repercute largamente. Una ringla de mulas arrastra al solemne
vehículo. En el paisaje levantino, el carro es inseparable de las redondas y finas colinas,
de las huertas que rodean las ciudades, de las ventas y paradores, puestos en lo alto
de los puertos, de los caminos viejos—estrechos y amarillentos—y de las carreteras
blancas y polvorientas.
Los carros evocan las andanzas de nuestra niñez y de nuestra adolescencia.
Evocamos los días en que—de un pueblo á otro—nos llevaban al colegio, con los
baúles, los colchones y la ropa blanca, y en que, ya mozos, hemos viajado por los
llanos y por los altozanos suaves avizorando los paisajes. Al pensar en los carros vemos
un panorama de verdes viñedos—en Julio—; un panorama por el que un camino
angosto, torcido, con hondas carriladas, se aleja entre la verdura. Caminamos y

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caminamos. El día ha llegado á su plenitud; está el cielo limpio; ya el sol reverberante
ha cegado los colores del campo. No se percibe ni el más pequeño ruido; á intervalos,
una bocanada tibia de viento nos trae olores de tomillo, romero, cantueso. Baja el olor
desde una montaña vecina, que cierra, á mano izquierda, el horizonte. Por la derecha
el panorama se extiende, se aleja, se dilata hasta perderse—esfumado, tenue—en el
vaho caliginoso de la tierra. Como en los paisajes de algunos maestros holandeses de
batallas, vemos en la extensión que la vista alcanza, caseríos blancos, acequias de agua
que relucen, un macizo de árboles, un pueblecito con su campanario enhiesto.
Callemos un momento; el carro ha parado. ¿No parece que oímos lejano, muy lejano,
casi imperceptible, el son de una campana?
Caminamos y caminamos. Ya es mediodía. Hemos pasado por delante de una casa
de labor y nos hemos detenido. La puerta es ancha; empedrado está el zaguán de
menudos guijos, ó solado con anchas baldosas; las sillas tienen el asiento de tomiza
urdida con esparto crudo. Las mesas son de pino blanco—con redondos nudos
rojizos—y una de ellas es bajita, casi terrera, y en torno de ella, en sillas también
bajitas, se sientan nuestros labriegos á comer. Con estos muebles forman concierto los
jarros, peroles, cazuelas, picheles en que se cocina ó se bebe. Las formas de estos
recipientes son armónicas y definitivas; de una vez para todas—revelación de la idea—
se han inventado estas rotundidades y estas angosturas del barro y del metal... Repica
el almirez; unas palomas se entran por la puerta y marchan por el pavimento
picoteando entre las piedras. Á lo lejos se divisa el verde de los viñedos, el azul tenue
de las montañas.
Cuando no comemos en una alquería que encontramos al paso, nos detenemos
junto á unos árboles. El olivo es el árbol de Levante; invierno y verano, el olivo es el
mismo; hiele ó haga calor, su ramaje es siempre idéntico. Su tronco se hiende y se
retuerce; su fronda cenicienta, plateada, se destaca sobre el tapiz verde de las viñas. Al
pie de un olivo, en el silencio del mediodía, hacemos nuestro yantar. Luego
proseguimos el viaje, hasta que, cuando va declinando el día, comenzamos á penetrar
por las huertas y herreñales que rodean el pueblo adonde nos dirigimos... Por los
caminos de España marchan lentos, muy lentos, los gruesos carros.
Los carreteros, de bruces sobre la mercancía, reposan amodorrados. Las picazas de
la Mancha conocen los carros; las bandadas de cuervos que cruzan sobre el azul son
conocedoras también de los carros. Con los carros se cruzan—ó siguen la misma ruta—
los cosarios y arrieros que portean cargas de carbón, corambres de aceite, cacharros
revueltos entre paja. Carros y almocrebes se perfilan sobre el cielo radiante y azul de
España. En Castilla los carros atronadores y recios y los carreteros membrudos y
coléricos nos traen á la memoria el manteamiento de Sancho, las palizas de los
yangüeses, el apedreamiento de Don Quijote en la noche de su vela de armas. Los

132
carros en Madrid, cargados enormemente, son destrozo de pavimentos, atascamientos
en las cuestas, vociferaciones iracundas, blasfemias, chasquidos de trallas, bárbaro
apaleamiento á las pobres mulas, corro de bausanes para presenciar la cruel y estulta
escena. No son éstos nuestros carros; no son los carritos de Levante, que armonizan
con los granados, con los almendros, con el mar lejano y con las voluptuosas
carcajadas femeninas.

133
LAS TEMERIDADES DE MARCHENA

La vida de Marchena ha sido dilucidada por los eruditos. Ninguna vida tan
pintoresca y desbaratada. Compendio es esta vida de la total vida española. Como
Duque de Estrada, como Ordóñez de Ceballos, como tantos otros españoles
aventureros, Marchena no tiene plan ni disciplina; á campo traviesa camina por el
mundo; los más contradictorios sentimientos se barajan en su alma. Ex seminarista—no
abate—revolucionario, actor de la revolución francesa, autor de una oda á Cristo
crucificado—que él cree de lo mejor del Parnaso castellano—, lector constante de la
Guía de pecadores, traductor de Voltaire, traductor de Molière... no hay nada en su
tiempo de que no haya sido curioso Marchena; no hay espectáculo intelectual á que
Marchena no se haya asomado. Nuestro autor ha sido también crítico literario; una
colección, en dos volúmenes, formó de trozos en prosa y verso de los clásicos; en el
largo prólogo puesto á esa obra (Lecciones de filosofía moral, Burdeos, 1820) es
donde el sacudido ingenio sevillano expone sus puntos de vista respecto á la literatura
castellana. Menéndez y Pelayo—en la introducción á su Antología de líricos, tomo I, ha
calificado de «temeridades críticas» estos juicios de Marchena. Temeridades—ó por lo
menos, intrepideces—son, en efecto, para el tiempo en que fueron escritas—y aun
para hoy—, estas opiniones de Marchena.
Examinemos algunas de ellas. Inútil creemos advertir que no nos adherimos á lo que
Marchena diga; hacemos ahora de expositor, y nada más. Ante todo, la estética de
Marchena, en general. Marchena, revolucionario; Marchena, innovador; Marchena,
demoledor de los viejos prestigios, es un enemigo formidable de la nueva fórmula
literaria que se anuncia allá por 1820; hablamos del romanticismo. Lo mismo ocurre
con otro arriscado revolucionario literario: con Mor de Fuentes. La contradicción se
explica (al menos en Marchena) teniendo en cuenta que nuestro autor escribía y se
había formado intelectualmente en Francia. En Francia el romanticismo de primera
hora fué tradicionalista, conservador (al revés de lo que sucedía en España); en Francia
lo liberal era el clasicismo; es decir, un ideal que tomaba su inspiración en las antiguas
democracias de Grecia y Roma. Son curiosos para la historia del romanticismo español
los pasajes—dos—en que Marchena habla de las nuevas tendencias.
Hablando de la literatura alemana dice Marchena que Gellert, Haller y Gessner «han
introducido la corrección en el tudesco, que repelen aún los sectarios de una nueva
obscurísima escolástica, con nombre de estética, que calificando de romántico ó
novelesco cuanto desatino la cabeza de un orate imaginarse pueda, se esfuerzan á

134
hacer del idioma y la literatura germánica tan desproporcionados monstruos, que
comparado con ello fuera un dechado de arreglo el que en su Arte poética nos
describe Horacio». Más adelante, el autor escribe también, ya más concretamente: «Si
cuando los tudescos defensores del romantismo ó novelería dijeron que cada pueblo
debía cultivar una literatura peculiar y privativa, se hubieran ceñido á decir que cada
nación debía pintar sus propias costumbres y ornarlas con los arreos que más á la
índole de su idioma, á las inclinaciones, estilo y costumbres de los nacionales se
adaptan, hubieran profesado una máxima de inconcusa verdad». (En realidad, si eso
que dice Marchena, es decir, lo que él apunta que debe ser el romanticismo, no era
todo el romanticismo, al menos, era una parte de él. Y esa es la enseñanza que se
deduce del libro De la Alemania, de la señora Staël.)
Era un adversario Marchena del romanticismo ó novelería (él dice, como Mor de
Fuentes, romantismo); un poco más tarde, y en España, nuestro autor hubiera sido tal
vez su partidario. Tal vez... ó acaso no. La estética de Marchena es profundamente
clásica; en 1870, en Francia, en la misma Francia en que él escribía, la hubiéramos
calificado de idealista. Frente al naturalismo, Marchena hubiera estado con Feuillet.
Hasta ahora, pues, nuestro inquieto revolucionario va resultando un conservador.
Donde expone Marchena su credo estético es al hablar de lo que en su concepto debe
ser la novela. El novelista, ¿debe copiar toda la realidad? (Fórmula del naturalismo.) ¿O
debe copiar tan sólo parte de lo que se ofrece á sus ojos? (Fórmula idealista.) (Otro
paréntesis detrás de estos paréntesis: en realidad, del naturalismo al idealismo sólo
hay una diferencia de grado, no de esencia. El arte no puede copiarlo todo, porque
dejaría de ser arte. Los naturalistas no lo han copiado todo. Aun los más extremados
de todos ellos, un Paul Alexis, por ejemplo, se han visto obligados á hacer una
selección previa in mente. Selección es ya, y, por lo tanto, aceptación y rechazamiento,
la manera de presentar la realidad en el fragmento escrito.) «No nos equivoquemos—
escribe Marchena—; no es el arte una imitación de la Naturaleza, tal cual ella es
generalmente; que el buen imitador escoge en los objetos lo más vigoroso y lo más
puro que en muchos de ellos ve esparcido, y de estos variados rasgos, verdaderos y
existentes todos, forma el tipo ideal, cuya concepción constituye el perfecto crítico
teórico, cuya ejecución forma el acabado escultor, el sublime poeta, realizando el
Júpiter de Fidias, el Aquiles de Homero, el Roger del Ariosto.» Si el lector tiene la
paciencia de repasar las Investigaciones sobre la belleza ideal, del jesuíta Arteaga, verá
que la estética allí expuesta—á fines del siglo XVIII—no es otra que esta que ahora, en
1820, expone Marchena. Para Arteaga, el ideal en pintura, por ejemplo, era Mengs;
lógicamente, para Marchena, si no era Mengs, no debía de ser Velázquez, el Velázquez
de los bufones.

135
Sobre tal fondo de estética conservadora, hondamente tradicionalista, Marchena
edifica su crítica literaria. No hay que decir que muchas veces las consecuencias
prácticas están reñidas con la doctrina fundamental. En realidad, Marchena no es un
crítico literario, sino un crítico social; según la obra de arte se acomode ó no á su ideal
político, en esa medida será buena ó mala. Y el ideal político de Marchena está
condensado en un ardiente y entusiasta progresismo. Toda la civilización de un pueblo
la gradúa nuestro autor según la mayor ó menor libertad de pensar y expresarse. Á
través de este prisma mira la historia de España. Durante la Edad Media, bien que mal,
nuestro pueblo iba progresando. Se cultivaban las ciencias, se escribía con ingenio é
independencia. (El autor que cita como cultivador de las ciencias al marqués de
Villena, no repara en el arcipreste de Hita, y sí en Juan de Mena, como ejemplo de
literatos independientes.) «Todo anunciaba la aurora de un día más puro, cuando, por
irreparable desgracia de la nación española, subieron Isabel y Fernando al trono de
Castilla y Aragón.» Se ha discutido años atrás—y aún hoy se discute—sobre el
momento en que comienza la decadencia de España; divergían las opiniones
expuestas por Salmerón y Costa. No recordamos exactamente en qué punto hacían
comenzar uno y otro el declive; pero aquí está Marchena que es más radical que
todos. Para Marchena no hay problema; no hay problema sobre la decadencia...
porque no ha habido período de apogeo. Pudo haberlo habido; mas por irreparable
desgracia de la nación española subieron al trono Isabel y Fernando. El natural y
espontáneo desenvolvimiento de la vida nacional, tal como lo incubó la Edad Media,
quedó interrumpido. Para ser sinceros, diremos que no es sólo Marchena quien así
opina; con más ó menos distingos y paliativos, no faltan quienes crean que muy
distinta hubiera sido la vida de España (distinta por lo próspera) sin el advenimiento de
Fernando é Isabel. Del mismo modo se ha preguntado también, en Francia, qué
hubiera sido del país vecino sin el Renacimiento; es decir, qué hubiera dado de sí, en
pleno desarrollo, la Edad Media, sin ingerimientos ni aportes de savia extraña...
Marchena, á seguida de la aseveración copiada, hace el retrato, en cuatro líneas, de
los Reyes Católicos. No creemos que hayan sido muchos los que de esta manera
áspera y cruel hayan pintado á dichos monarcas; por lo menos, de Isabel no se ha
solido hablar así. De Fernando, sí; y lo que Marchena dice no es mas que un eco de la
semblanza que Maquiavelo traza en Il Principe—capítulo XXI—de Fernando V de
Aragón. Dejando á un lado este asunto, habría que exponer ahora los puntos de vista
literarios de Marchena. Nos contentaremos con indicar algunos; aciertos son, á nuestro
entender, sus opiniones sobre el teatro clásico, que el autor considera semillero de
corrupción. Hoy, más que de inmoral—en muchos ejemplos, que Marchena
especifica—, lo calificaríamos de amoral. Acierto también es la crítica de los sainetes
de don Ramón de la Cruz, que á nosotros también se nos antoja una de las cosas más
desprovistas de observación, realidad y gracia que se han escrito en España. Acierto,

136
finalmente, lo que sobre Quevedo escribe Marchena; Quevedo, soberano ingenio,
pero que no caló más allá de la corteza social.
En resumen, y por lo que respecta al aspecto estético de la crítica de Marchena:
algunos de los juicios del autor podrán ser erróneos ó injustos; otros, en cambio, ó han
sido confirmados por los críticos posteriores, ó llevan camino de serlo. En todo caso, la
obra de Marchena no puede ser desdeñada; en cuenta habrá de tomarla el historiador
de las letras castellanas.

137
VÍCTOR HUGO EN VASCONIA

El popular editor inglés Tomás Nelson está publicando, en tomitos elegantes y


baratos, las obras completas de Víctor Hugo. El último volumen puesto en las librerías
es una colección de viajes que el poeta francés hizo por Francia, Bélgica, los Alpes y
los Pirineos. Tiene interés para los españoles este volumen, porque se contienen en él,
en la parte dedicada á los Pirineos, las impresiones de Víctor Hugo respecto á España.
Víctor Hugo estuvo con su padre, el general Hugo, en nuestro país, cuando era un
niño. No quedó de aquella mansión en España casi nada en la mente de Hugo; sin
embargo, el poeta hacía vanagloria de su españolismo, preciaba de conocer nuestra
lengua—lo cual no era cierto—, y en su obra, á lo largo de su fastuoso y espléndido
escribir, ha ido esparciendo visiones grandiosas de España. Recuérdese, en la Leyenda
de los siglos, su Romancero del Cid; Romancero en que nos ofrece un Rodrigo Díaz
que, en resumidas cuentas, digamos la verdad, no es ni más ni menos veraz—siendo
tan bello—que el Cid imaginario y poético del primitivo Cantar, ó el Cid de los
romances, ó el de Guillén de Castro, ó, modernamente, el de José María de Heredia,
en sus Trofeos, ó el de Manuel Machado, nuestro poeta, en el breve y luminoso
poema en que plastifica, amplifica y colorea una de las más hermosas escenas del
centenario, venerable Cantar.
Víctor Hugo no sabía el castellano; de nuestra lengua sólo conocía leves rudimentos.
Quien lo sabía muy bien y le fué muy útil al poeta en sus españolismos era su hermano
Abel. Pero Víctor Hugo sentía un gran entusiasmo por España; él mismo—si no
recordamos mal—se jactaba de ser un poeta español. En 1843 hizo un viaje á España
el poeta; más concretamente pudiéramos decir que la excursión la hizo al país vasco.
En Vasconia pasó Víctor Hugo el verano del citado año; su primera página sobre
España está fechada en San Sebastián, el 28 de Julio. El autor de Ruy Blas fué desde
Bayona derechamente á San Sebastián; desde allí trasladóse á Pasages y habitó una
temporada no larga en Pasages la casa en que, por solicitud patriótica de Deroulede,
se puso una lápida conmemorativa; de Pasages Víctor Hugo marchó á Pamplona;
permaneció unos días en la capital de Navarra; hizo una excursión por la montaña, y
regresó á Francia. Tal es el esquema de impresiones sobre España que en su libro nos
ofrece Hugo; marcado queda el itinerario de su viaje por Vasconia.
¿Dónde paró Víctor Hugo á su llegada á San Sebastián? En España—dice el poeta—
hay muchas ventas, es decir, tabernas; algunas posadas, es decir, hospederías; muy
pocas fondas, es decir, hoteles. El poeta trabuca aquí un poco las cosas, según su

138
costumbre. Las ventas, desde luego, no son tabernas; son simplemente hosterías
situadas fuera de poblado, en la campiña. En San Sebastián, en 1843, cuando estuvo
Hugo en la ciudad, no había, según nos cuenta él, mas que una fonda á la española, la
«fonda de Isabel», y un hotel á la francesa, «dirigido por un honrado y valiente hombre
llamado Laffite». (Saludemos reverentemente, de pasada, á esta Isabel y á este Laffite,
patriarcas de la industria hotelera que, andando los años, tanto auge, tanto esplendor
había de alcanzar en San Sebastián.) Víctor Hugo venía en diligencia de Bayona á
Donostia. Ya cerca de la ciudad, al llegar á lo alto de una colina, descúbrese de pronto
el panorama urbano de San Sebastián. Con cuatro rasgos, á manera de grandes,
airosos brochazos, traza el poeta lo que ven sus ojos en aquel momento: «Un
promontorio á la derecha; un promontorio á la izquierda; dos golfos; un istmo en
medio; una montaña en el mar; al pie de la montaña una ciudad. He aquí San
Sebastián». Y, en efecto, nada más sintético ni más exacto. El aspecto de San
Sebastián—añade el poeta—es el de una ciudad construída de nuevo, simétrica y
cuadrada como un juego de damas. (No se olvide que estamos en 1843, y que lo que
el poeta está contemplando es, en efecto, este tablerito de damas de la—ahora—
ciudad vieja.)

Aposentado en San Sebastián, Víctor Hugo nos refiere diversas impresiones


experimentadas por él en la ciudad; casi todas estas páginas están dedicadas á los
lances de la guerra carlista. Continuamente daba el poeta grandes paseos por los
aledaños de la ciudad; un día se alargó hasta un paraje en que el agua del mar,
después de pasar por un freo ó angostura, se remansa en un ancho lago. Cautivóle la
hermosura y placidez del sitio; admirándolo estaba, cuando le sacó de su arrobo una
greguería estrepitosa de voces humanas. Paró en ella atención el poeta y vió una grey
de mujeres que en la orilla del mar estaban apostadas y lanzaban gritos invitando al
embarque en unos ligeros bateles. ¿Á quién se dirigían estas mujeres? De todas
edades, trazas y pergeños las había entre ellas: ardimiento ponían en sus palabras,
pero ninguna de ellas se movía ni avanzaba. Víctor Hugo derramó la vista en su torno;
no había nadie allí mas que él; á él debían dirigirse estas nautas femeninas. Á él, en
efecto, se dirigían. El poeta—documento precioso—nos ha conservado, en lengua
castellana, las exhortaciones que le lanzaban. Eran éstas: «¡Señor francés, benga usted
conmigo!—¡Conmigo, caballero!—Ben hombre, muy bonita soy!» El autor de Los
Miserables tomó un batel y llegó á Pasages; dejamos aparte numerosos y pintorescos
detalles de la narración. Encanto profundo produjo en el poeta esta villa de junto al
agua. Las casas, desde el mar, eran sencillas, modestas, pobres; una vez en el pueblo,
se veía que tales edificios tenían otra faz: una faz noble, severa, con anchas puertas,
berroqueños blasones, muros recios, fornidos. De sorpresa en sorpresa caminaba

139
Hugo por las callejas de Pasages; su vista ponía con delectación en los escudos de las
puertas, en los hierros forjados de los balcones, en las paredes renegridas noblemente
por la pátina de los siglos. Á su vuelta á San Sebastián anunció su propósito de irse á
vivir á Pasages. Su designio causó «un espanto general».
—¿Qué va usted á hacer allí, señor?—le preguntaron—. Aquello es un hoyo, un
desierto, un país de salvajes. ¡No encontrará usted alojamiento!
—Me alojaré en la primera casa que encuentre—repuso el poeta—. Se encuentra
siempre una casa, un cuarto, una cama.
—Pero las casas no tienen techo, ni puertas los cuartos, ni colchones las camas.
—Eso será interesante.
—¿Qué comerá usted?
—Lo que haya.
—No habrá mas que pan mohoso, sidra agria, aceite rancio y vino con sabor á pez.
—Pues comeré eso.
—¿Está usted decidido?
—Decidido.
—Hace usted lo que nadie hace aquí.
—¿De veras? Eso me seduce.
—¡Ir á dormir á Pasages! ¡No se ha visto nunca tal cosa!
El poeta partió hacia Pasages; la misma batelera que habíale servido la primera vez,
le indicó una casa donde podría alojarse. Es la casa histórica que hoy contemplamos—
si somos artistas, si amamos la patria—con emoción. Víctor Hugo la describe
minuciosamente en estas páginas; hasta un pequeño plano de ella, dibujado por él,
nos ofrece. Allí vivió unos días feliz, tranquilo; la hija de su patrona se llamaba Pepita;
la comida que le servían—por cinco francos diarios—era abundante, sana, gustosa. Le
seducía al poeta morar en esta vieja casa, entre estos nobles muros; por las mañanas
deambulaba por el pueblo, en requisitoria de rincones y recovecos poéticos,
interesantes, históricos; á la tarde se marchaba hacia la montaña, peregrinaba
largamente, se sentaba en una eminencia frente al inmenso mar. Cuando al anochecer
retorna á la vieja casa consigna en las cuartillas sus impresiones. Trasladaremos una de
estas rápidas anotaciones del poeta. Víctor Hugo ha subido á un escarpadísimo
picacho; en su ascensión ha tenido, á ratos, que ir á gatas. Ya ha llegado á la cima.
«Descubro un inmenso horizonte—escribe el poeta—. Todas las montañas hasta
Roncesvalles. Todo el mar desde Bilbao á la izquierda; todo el mar desde Bayona á la

140
derecha. Escribo estas líneas acodado sobre un bloque en forma de cresta de gallo
que forma la arista suprema de la montaña. En esta roca han sido grabadas
hondamente con un pico estas tres letras, á la izquierda: L. R. H., y estas dos á la
derecha: V. H. En torno á esta roca hay una reducida meseta triangular cubierta de
prados calcinados y rodeada de una especie de foso abarrancado. En una quiebra
diviso una florecilla. La he cogido.»

¿Cuál es el lugar descrito aquí por Víctor Hugo? ¿Se conservará la inscripción de que
el poeta habla, grabada en esa altísima roqueda? Lezo, Hernani, Tolosa ocupan
también varias páginas en el libro de Hugo. El poeta ha dejado la vetusta casa de
Pasages—en que tan serenas y claras horas ha pasado—y se ha dirigido hacia
Pamplona. Durante el viaje ha podido ocurrir una catástrofe: la diligencia, parada en la
carretera, allí en lo alto de un precipicio, ha comenzado á recular; ya una de las ruedas
posteriores iba á llegar al borde del hondo barranco; entonces un mendigo que allí
estaba ha puesto una gruesa piedra ante la rueda, y el cocherón se ha detenido. Si la
diligencia se hubiera derrumbado por aquel abismo, y se hubiera matado Víctor
Hugo—como era probable, verosímil—, á estas horas no podríamos leer muchas de
sus hermosas obras; y todo esto hubiese sucedido—¡complicación sutil del sutil tejido
de los hechos humanos!—si aquel mendigo que puso obstáculo con la piedra á la
caída no hubiese estado allí. Á un mendigo vasco debe, pues, el Parnaso de Francia
multitud de maravillosos poemas. Tenía entonces, en 1843, Víctor Hugo cuarenta y un
años; hasta 1885 había de vivir produciendo, laborando infatigablemente.
En Pamplona mora Hugo unos días. Le encantan el claustro de la catedral, la ancha
plaza con soportales, el panorama que se descubre desde el paseo de la Taconera.
Corretea por las murallas y por las callejuelas. Se celebraba en aquellos días de Julio la
feria. Hugo discurre entre los tipos de campesinos y compra multitud de chucherías y
baratijas: ligas con letreros, de Segovia; una caja de cerillas químicas de Hernani;
pilillas de agua bendita, de Bilbao: un hacecillo de teas de Elizondo; papel de Tolosa;
un cinturón ó garniel de cuero, de Panticosa; dos mantas de Pamplona, «que son de
lana magnífica, de una manufactura recia y de un gusto exquisito». El libro del poeta—
en lo que se refiere á España—termina con una excursión de Hugo á las montañas
navarras, en donde el autor de las Orientales pasa un día ó dos viviendo en una choza.
¿Cuál debe ser nuestro juicio sobre estas páginas que Víctor Hugo dedica á España?
Las impresiones del gran poeta no tienen la densidad é intensidad de las de Teófilo
Gautier; son notas ligeras, rápidas. La más considerable es la referente á su estancia en
Pasages. Pero Hugo, como Gautier y como, años antes, Próspero Merimée, han sabido
encontrar en un rincón de España—descartando las inexactitudes en que hayan
podido incurrir—un aspecto de honda y perdurable poesía. Y vosotros los artistas ó los

141
que amáis el arte, contestad: ¿hay algo más real que la poesía? ¿Hay algo más
definitivo?

142
UN IDEÓLOGO DE 1850

El ideólogo á que nos referimos es don Ramón de la Sagra. Sobre La Sagra


encontramos indicaciones biográficas en el Manual de biografía y bibliografía de los
escritores españoles del siglo XIX, publicado por Ovilo y Otero en París, librería de
Rosa y Bouret, en 1859. Como no nos proponemos hacer un trabajo biográfico de La
Sagra, ni escribir un estudio crítico de sus obras, nos limitaremos á unas breves notas
sobre su persona y sus libros. Nació La Sagra en 1798; fué varias veces diputado;
figuró en las Cortes de 1854; desempeñó la cátedra de Botánica en la isla de Cuba;
realizó numerosos viajes por Europa y América. Era La Sagra lo que hoy llamamos un
«europeo». Profesó las más avanzadas ideas progresistas. «Hoy las ha modificado—
escribe Ovilo—, lo cual le ha valido algunas censuras.» Los libros, folletos y
publicaciones de distinta índole que La Sagra dió á luz son innumerables. Según
vemos en el Manual citado, existe un Tratado cronológico de los escritos de La Sagra;
pero sólo abarca este tratado las publicaciones de 1822 á 1845. Muchas más deben de
existir; con lo cual bien podemos imaginar que don Ramón de la Sagra ha sido uno de
los escritores más prolíficos, fecundos y caudalosos que podemos imaginar.
Á La Sagra le interesaba todo y escribía de todo. Escribió sobre botánica, geografía,
ciencia económica, sistemas penitenciarios, política, industria, agricultura. En el libro
de Otero, al copiar éste un juicio de don Manuel Colmeiro sobre La Sagra, dice el
autor: «El doctor Colmeiro que, como nosotros, no supone tanto mérito, tantos
servicios, ni tanta ciencia en este laborioso é infatigable escritor...» Se deduce de estas
palabras que La Sagra era, no un investigador original, sino simplemente un
vulgarizador, un viajero y un lector que luego iba exponiendo en libros y en artículos lo
que por el mundo había visto. Y juntamente con esto, no cabe, ni hay para qué negar,
que La Sagra poseería un deseo sincero de mejoramiento social, de adelanto y de
progreso respecto á España.
En resolución: La Sagra ha sido, con mayor ó menor originalidad y con mayor ó
menor desinterés, un precursor de los hombres que, más tarde, hacia 1898, trabajaron
en favor de una política de regeneración española. Hemos hablado de desinterés
porque, registrando, tiempo atrás, periódicos de la época, hemos hallado ataques á
empresas industriales de La Sagra; y entre las obras citadas por Ovilo figura una
Vindicación de una apreciación injusta de un proyecto de ley presentado á las Cortes

143
Constituyentes el 14 de Diciembre de 1854, seguido de algunas reflexiones sobre el
estado fisico y económico de España. No decimos nada ni en pro ni en contra de La
Sagra; lo que queremos evitar es toda incauta apología. Hoy existen hombres que,
vanagloriándose de las más modernas ideas y de los móviles más altruístas, se mezclan
á empresas y gestiones que no merecen beneplácito. Si ahora pudiéramos contemplar
á un escritor de 1960 escribiendo un artículo sobre estos hombres y desplegando en él
la más candorosa pompa apologética, seguramente que, por lo menos, sonreiríamos.
Nos proponemos ahora tan sólo hablar de algunas originales ideas que nuestro
autor expuso en un breve folleto. Se titula el opúsculo Aforismos sociales; lleva por
subtítulo: Introducción á la ciencia social. En Madrid y en 1849 se publicó el librito, y
en la portada se lee la siguiente indicación: «Edición hecha sobre la cuarta publicada
en Bruselas en 1848». El ejemplar del folleto que poseemos va encuadernado en
volumen juntamente con otro opúsculo de La Sagra escrito en francés y titulado
Revolution économique: causes et moyens. Del mismo año del folleto español es este
francés; en París se vendía en la librería de Capelle «et chez l’auteur, 27, rue
Lamartine». Los Aforismos sociales resumen la ideología de La Sagra (como hoy otros
aforismos, los publicados recientemente por Gustavo Le Bon, resumen la política, la
sociología y la psicología social de este escritor, también multiforme, abundante y
diverso).
Las máximas que nos presenta La Sagra son en número de 300. En varios capítulos
está dividida la obra.
En el primero se estudia el orden social antiguo; en el segundo, la emancipación del
pensamiento; en el tercero, la sustitución de un nuevo principio de orden social; en el
cuarto, el orden por la fuerza; en el quinto, la teoría del orden social racional; en el
sexto y último, las condiciones y medios para la organización social racional. Un
resumen y conclusiones cierran el folleto.
En el breve prólogo de la obra nos dice el autor que estos aforismos constituyen
«parte de los teoremas» cuya demostración larga, minuciosa, equivaldría á hacer el
estudio de la humanidad. La Sagra ha hecho cristalizar en ellos todo su pensamiento.
Persigue también otro propósito: el de «impedir que la calumnia ó la ignorancia le
coloquen en alguna de las escuelas en que se dividen las opiniones reinantes». La
Sagra desea ser conocido «no tal cual le suponen, sino tal cual es»; es decir—añade el
mismo La Sagra—, como «hombre observador y lógico». (Hombre observador y lógico
no así como se quiera, impreso en el mismo tipo en que va impreso lo demás, sino
estampado ostensiblemente, con versalitas: HOMBRE OBSERVADOR Y LÓGICO...
Repasando los periódicos á que hemos aludido antes, periódicos de mil ochocientos
cuarenta y tantos, tenemos bien presente el haber visto que uno de ellos llamaba
sabihondo, humorísticamente, á La Sagra.)

144
El autor, al publicar esta edición castellana de su libro, nos advierte también que el
trabajo ha sido redactado pensando en otros pueblos; otros pueblos «más
adelantados y, por consiguiente, más distantes de la época antigua». En esas naciones
se hallan muy debilitadas las creencias individuales; hállase también la fe social
«totalmente extinguida, es decir, enteramente eliminada de la legislación». Muy lejos
de ese estado «fatal» nos hallamos nosotros los españoles; «pero—añade La Sagra—
conduce á él la doctrina y la práctica del progreso». Esta última frase es altamente
significativa. ¿Qué concepto del progreso va á exponernos La Sagra? Él, un hombre
avanzado, moderno, científico, ¿va á lanzarnos por el camino de esas sugestionadoras
paradojas que, hablando del progreso (del progreso y sus ilusiones) han proclamado
también, bien mirados por los tradicionalistas, otros espíritus igualmente modernos y
científicos de estos días? Sí, algo hay aquí, aparte de la antinomia de Comte, creador
del positivismo y de una nueva religión; algo hay aquí de Sorel, de Le Bon y de otros...

II

Expongamos algunas de las ideas de don Ramón de La Sagra; nos limitamos


sencillamente al papel de expositores. No presentaremos tampoco sistematizadas las
ideas del autor (para eso, léase el libro); indicaremos puntos de vista, consideraciones,
observaciones. Vivimos—dice La Sagra—en un tiempo en que la opinión es quien reina
y legisla. «El reinado de la opinión tiene por resultado la anarquía, porque la opinión
es variable por esencia.» El sufragio universal es la consecuencia lógica de este
régimen de opinión; pero, imperando las mayorías, ¿á quién podrán apelar las
minorías? (No olvide el lector que estamos en 1849; la originalidad de estos juicios
consiste precisamente en haberse formulado en esa época en que eran novísimos... y
ahora también. No dejaremos, de cuando en cuando, de ir recordando la fecha de
este librito.) «El sufragio universal, considerado como base del derecho, es, en
realidad, la negación del derecho.» Con el sufragio universal, el derecho queda
sometido á la fuerza: á la fuerza de la mayoría. Se somete el derecho á una voluntad
general, universal, y de ella se le hace depender. No se tiene en cuenta que
actualmente la humanidad no posee todavía «una voluntad racional é incontestable».
Por eso todo voto es la expresión de un interés pasional.
Como no existe todavía una dirección racional en la sociedad, el voto del sufragio no
puede adaptarse á esa orientación. «Se llama ley lo que resulta de la decisión de
intereses más ó menos numerosos, ó de los que son bastante fuertes para hacerse
admitir como generales.» Las pasiones, los intereses, las razones individuales fingen
someterse á una supuesta voluntad general; esa voluntad general, expresión del
sufragio, flor de la democracia, no es mas que un agregado de voluntades unidas por

145
un interés que les es común. Y esta artificiosa voluntad general se convierte en
autoridad con el auxilio de la fuerza. «De consiguiente, bajo el imperio de las mayorías
no reina el derecho fundado en la razón social y universalmente reconocida, sino la
fuerza resultante del número ó de la intriga.»
El despotismo moderno se apoya en las mayorías; ese despotismo no es mas que
fuerza privada del prestigio de la fe. «Hallándose fundada la autoridad moderna en la
opinión, resulta contestable; y en una época de libre discusión es necesariamente
contestada». La supremacía del número, como base de la autoridad, se halla en pugna
con la razón; forzosamente la investigación moderna ha de discutirla y combatirla. En la
esencia misma de este régimen de mayorías se encuentra el origen del espíritu
revolucionario. El espíritu revolucionario, inseparable del régimen de mayorías, se
manifiesta en actos ilegales ó legales. «En la revolución llamada legal domina el voto;
en la revolucionaria domina la fuerza. Pero como en ambos casos son las pasiones las
que dan el impulso, resulta que la fuerza da la victoria, suponiendo que tiene los votos
en su apoyo.»
Faltando la unidad espiritual, psicológica, que antiguamente daba la religión al
agregado social, y no habiendo sido esa orientación reemplazada por otra, la
autoridad y el poder se hallan en quiebra. «En el día todo poder inspira desconfianza;
toda autoridad se pone en duda; todo mandato sugiere oposición.» La sumisión á la
ley, al dictado jurídico, á la regla moral, supone que lo que se ordena ha de ser
razonable, justo. «Pero ¿quién califica los actos como justos ó injustos? La opinión de
cada individuo. Por consiguiente, las órdenes de la autoridad son calificables para la
humanidad entera.» El desorden será permanente. El orden sólo se establecerá
cuando quede determinado de un modo absoluto lo que la razón debe dictar y
cuando cada ciudadano pueda conocerlo.
Lo que al presente se llama libertad no es mas que anarquía, desorden. Las
sociedades libres son eminentemente anárquicas. «La causa, pues, del sentimiento
revolucionario se halla en el principio mismo que sirve de base á la autoridad
moderna.» «La sociedad antigua reposaba sobre la fe; la sociedad moderna reposa
sobre la opinión, y la dominación por la opinión es esencialmente anárquica.» (Esta es
una de las ideas fundamentales de La Sagra; él ve la sociedad antigua como formada
toda de una pieza, compacta, solidaria, gracias al aglutinante, digámoslo así, de la
unidad espiritual que proporcionaba la religión, y hoy ve, por el contrario, fraccionado
en mil fragmentos el todo social, merced á la diversidad de opiniones que luchan, se
oponen é imponen unas á otras. Queda, por encima de todo esto, el sufragio, la
voluntad general; pero el sufragio es una ficción y no logra cohesionar las fuerzas
sociales ni dar una dirección lógica y racional á la humanidad.) Escritores antiguos y
modernos—continúa La Sagra—han combatido el principio de las mayorías como base

146
del derecho moderno. Sin embargo, sólo ese principio sobrevive á la muerte de la fe.
«Esto procede de que hasta ahora no ha sido posible sustituir á la destruída autoridad
de derecho divino más que la autoridad del número.»
Reina universalmente la anarquía: en el sistema industrial, en el intelectual, en el
moral, en el social. La dominación por la riqueza ha reemplazado á la antigua
dominación por el privilegio. «La antigua dominación era compensada por la
revelación, que declaraba meritorios en otra vida los sufrimientos de los desgraciados
explotados en ésta. La dominación moderna no da á la explotación que ejerce más
motivo que la fuerza sin consuelo alguno.» El desorden y la incongruencia social irán
siendo mayores de día en día. Ese progreso del mal llegará á hacer comunes á todas
las clases los sufrimientos que ahora afligen á las masas proletarias. Se hará preciso
buscar entonces el remedio á males que á nadie excluirán. El vínculo social que hoy
falta sólo puede darlo la ciencia. (Esta es otra de las ideas fundamentales de La Sagra;
de La Sagra, que escribe, repitámoslo, en 1849. Un año antes escribía Renán su libro El
porvenir de la Ciencia: pensamientos de 1848, libro que no fué publicado hasta 1890.)
«Hasta el día—añade La Sagra—la ciencia no ha llegado más que al período
materialista, que es la negación del espiritualismo.»
«Para la humanidad—añade nuestro autor—no puede haber mas que dos géneros
de existencia: ó por la fe ó por la ciencia. El reinado social de la fe ha desaparecido; es
preciso, pues, que el de la ciencia aparezca ó que la humanidad se extinga.» Nos
hallamos á la hora presente en un estado de conturbación espiritual y de
desorientación. No puede darse un período de más aguda crisis; en la historia de la
humanidad no habrá acaso época tan angustiosa como ésta. «En resumen: el
despotismo es imposible y la libertad es anárquica.» De este modo podemos
caracterizar los tiempos que alcanzamos. Es decir, que el elemento necesario para la
marcha (la libertad) es origen de perturbación y de desorden; y por otra parte, el factor
que pudiera remediar y encauzar el mal (la autoridad) se ha hecho imposible. ¿Cómo
resolver este formidable, trágico conflicto?
Tales son, sumariamente, las ideas de don Ramón de La Sagra. Sencillamente,
somos expositores. Y lo somos porque para la historia del pensamiento español
durante el siglo XIX nos parece interesante no olvidar á este divulgador de ideas,
cualquiera que sea nuestra opinión sobre él. Un hombre que en 1849 ha proclamado la
religión de la Ciencia: ése es La Sagra. La religión de la Ciencia como ideal para la
humanidad, como socializadora de la humanidad. La fe en la Ciencia acabará con la
anarquía producida por las opiniones diversas y pugnantes.

147
BAROJA, HISTORIADOR

Pío Baroja acaba de publicar un nuevo libro; es este volumen de Baroja el primero
de una serie de novelas históricas. Se titula El aprendiz de conspirador. El título
genérico que llevarán estas novelas será el de Memorias de un hombre de acción.
Digamos, ante todo, el motivo que Baroja ha tenido para emprender esta serie de
obras novelables é históricas: entre los antecesores del novelista se encuentra un vasto
andariego é inquieto, llamado Eugenio de Aviraneta; revolviendo Baroja papeles
viejos, allá en los arcones y armarios familiares, encontróse con algunos documentos
relativos á su antecesor; entróle curiosidad por conocer más datos referentes á
Aviraneta; leyó libros de Historia; metióse en las bibliotecas y husmeó por los puestos
de libros viejos; fué enfrascándose poco á poco en el estudio de una época; á la
postre, nuestro Baroja—antihistórico y antirretórico—se encontró con un cúmulo tal de
pormenores, particularidades y detalles, que fácilmente cayó en la tentación de
entrarse, pluma en ristre, por los campos lóbregos y falaces de la Historia.
Sin embargo, no se asusten los devotos del novelista; más adelante explicaremos
cómo entiende Pío Baroja la Historia; afirmemos desde luego que nuestro autor no es
un copiante servil de la realidad, no un amontonador de datos y fechas, no un frío
hacinador de prolijos pormenores que á nadie pueden interesar. El aprendiz de
conspirador palpita de vida, de pasión y de amenidad en todas sus páginas. La novela
ha alcanzado ya á estas horas lisonjero éxito; se la elogia entre los literatos y se la han
dedicado artículos fervorosos en los periódicos. Huelga decir que el libro está escrito
en el estilo sobrio, escueto, limpio, que es peculiar en Pío Baroja; nada más lejos que
Baroja de la prosa pseudocastiza, imitada de los clásicos del siglo XVII, artificiosa, sin
verdad y sin realidad. Todo un mundo separa á las novelas escritas en este estilo (por
ejemplo, la titulada Ave Maris stella, de Juan García) de las novelas de Baroja; nuestro
novelista escribe para decir algo, y lo dice de la manera más rápida y exacta.
Se comienza á contar en la nueva novela la vida de un hombre de acción. Los
hombres de acción han atraído siempre á Pío Baroja; él mismo se lamenta de no poder
ser un hombre de acción. Pero el concepto que se tiene del hombre de acción—el que
tiene Baroja—será preciso definirlo, con objeto de no exponernos á torcidas
interpretaciones. Un hombre de acción—para nosotros—es Goethe; lo es también
Spinoza; lo es Voltaire; lo es Spencer; lo es Tolstoi. Todos son hombres que no han
salido de las cuatro paredes de su estudio (como no salió tampoco Kant), pero que han
removido un mundo, han hecho transformarse las sociedades (ellos, con auxilio de

148
otros muchos), han creado nuevas visiones de las cosas, han troquelado flamantes,
desconocidos valores intelectuales; han sido, en suma, excitantes y levaduras
poderosas de la marcha humana. ¿Quién es más hombre de acción: Kant ó Garibaldi?
¿Quién: Spencer ó Hernán Cortés?
Mas Baroja, intelectual, removedor de prejuicios, impulsador—en más ó menos
escala—de deseos y de iniciativas (todo ello acción), se encuentra seducido, hechizado
por la otra acción: por las idas y venidas, el afanoso tráfago, las agitaciones populares,
las empresas industriales, los largos viajes. De aquí que, desde su mesa de trabajo,
cada vez que se sienta á escribir, ponga su pensamiento en aventureros, gentes
errátiles, cabecillas, vagabundos, bohemios, hombres, en fin, que se mueven
continuamente y que hacen cosas. Eugenio de Aviraneta—providencialmente
descubierto en un armario viejo—ha venido á ser el símbolo supremo, la
representación más alta—y, desde luego, ancestral—de la obra, las meditaciones, los
anhelos y las esperanzas de Pío Baroja. Un volumen acaba de consagrarle el novelista;
pero un volumen, ni dos, ni cuatro, es poco; de diez constará toda la vida de Aviraneta.
La obra que acaba de emprender Baroja, como toda obra henchida de intensa vida,
será motivo de comentarios y discusiones; se la comentará y se la discutirá (y las
discusiones y comentarios han comenzado ya) por la concepción que el novelista
expone en ella tanto de la vida como de la representación de la vida en el pasado; es
decir, de la Historia. Aviraneta nació á fines del siglo XVIII; toda su vida fué una
perenne agitación; se mezcló en las guerras civiles y tramó pintorescas conspiraciones.
Contemplemos desde lejos la vida de Aviraneta; ya con las 300 páginas que ahora
nos da Baroja podemos comenzar á contemplarla. Primera observación que se nos
ocurre hacer; Aviraneta no es ni liberal ni conservador; toma unas veces partido por los
liberales y otras por los conservadores. Aviraneta no es una línea recta; su vivir ondula,
se tuerce en un complicado zig-zag. Y, sin embargo—atajemos el pensamiento del
lector—, sin embargo, Aviraneta no es un vividor, un logrero, un negociante turbio (lo
que ahora son muchos políticos españoles); Aviraneta no es tampoco un inconsciente,
un ingenuo. ¿Cómo clasificar esta vida sinuosa? ¿De qué manera encasillar á este
hombre que, apenas nacido á la literatura, ya comienza á inquietarnos y preocuparnos?
No existen casilleros para los hombres como Eugenio de Aviraneta; evoluciona este
personaje por encima de los valores conocidos; obra independientemente de la
tradición sancionada. ¿Es un enamorado de la fuerza por la fuerza? ¿Un dominador
pre-nietzschano? ¿Un hombre que, secuaz de Maquiavelo, lector de Il Principe, no
repara en medios (zarpazo de león ó artimaña de vulpeja) para llegar al fin que se
propone: no su engrandecimiento—según el falso maquiavelismo—, sino el
engrandecimiento de la patria—según el verdadero maquiavelismo? ¿Es un
superhombre—como diría Nietzsche, ó un serpihombre—como diría Gracián? Es

149
realmente Aviraneta—por lo que comenzamos á ver—un hombre superior, fuera de la
medida ordinaria; pero su superioridad, tan lejana del sentir medio de la masa, nos
inquieta y nos hace reflexionar. El espectáculo del mundo no es para Aviraneta lo que
para la mayoría de los hombres; su representación de la realidad es distinta. Siendo la
representación diversa, diversa ha de ser también la moral. Aviraneta no es ni moral ni
inmoral. De amoral estamos tentados de calificarle; por lo menos, seguidor de una
moral que no acopla con nuestra moral; una moral que principiamos á entrever en este
primer volumen de su vida y que quizá cuando se publiquen los restantes podremos
comprender y definir. Para entonces aplazamos nuestro juicio sobre el asunto.
Vengamos á la concepción histórica de Baroja. Alfredo de Vigny ha sentado, en el
célebre prólogo á su novela Cinq-Mars, una teoría capital respecto de la Historia. En
síntesis, para Vigny, la verdad del arte es más verdadera que la verdad real. «El espíritu
humano—escribe Vigny—no parece preocuparse de lo verdadero mas que en cuanto
al carácter general de una época; lo que sobre todo le importa es la masa de los
acontecimientos y los grandes pasos de la humanidad que arrastran á los individuos.»
«Pero indiferente en los detalles—añade el autor—, el espíritu humano no los ama
tanto reales cuanto bellos, ó grandes y completos.» Es decir, que dada la realidad
histórica, á grandes pinceladas, de una época, luego, sobre ese fondo de autenticidad,
el artista, el gran artista, puede dar á los personajes que en realidad existieron una vida
distinta de la que tuvieron, pero más intensa, más bella, más verdadera que la
auténtica. Sirvan de ejemplos el Cid creado por el desconocido poeta del Cantar, ó el
Felipe II, de Schiller, de Alfieri y del moderno Verhaeren. Será inútil, completamente
inútil que protestemos; serán ineficaces cuantas refutaciones cuajadas de datos
hagamos. La creación artística vivirá perdurablemente, con luminosidad inextinguible,
por encima de la menguada rastrera realidad. Ante la sucesión de los siglos se
mantendrá incólume, tal como la ha creado el poeta alemán, la figura del monarca de
El Escorial; ante el tiempo, sin conmoverse, subsistirá la imagen de Rodrigo Díaz que el
ignorado vate ha estampado en su Poema.
La realidad que busca Pío Baroja en la serie de sus novelas históricas es la realidad
viva y palpitante que crea el arte. Sobre un lienzo de realidad histórica Baroja
construye sus figuras. ¿Qué importan detalles más ó menos? Lo que importa es la vida.
Y las creaciones de Pío Baroja se mueven, hablan, sienten, gesticulan, se apasionan,
ríen, plañen, llegan á nuestro corazón é inquietan nuestro espíritu.

150
ARANJUEZ Ó LA SENSIBILIDAD ESPAÑOLA

Aranjuez en otoño tiene un encanto que no tiene (ó que tiene de otro modo) en los
días claros y espléndidos de la primavera. Las largas avenidas, desiertas, muestran su
fronda amarillenta, áurea. Caen lentamente las hojas; un tapiz muelle cubre el suelo;
entre los claros del ramaje se columbra el pasar de las nubes. En los días opacos el
amarillo del follaje concierta—melancólicamente—con el color plomizo, ceniciento, del
cielo. Y si el viento, á intervalos, mueve las ramas de los árboles y lleva las hojas de un
lado para otro, la sensación del otoño—tristeza, anhelo infinito—es completa en estos
parajes, entre estos árboles, á lo largo de estas seculares avenidas, solos, rodeados de
silencio; y nuestro espíritu se siente sobrecogido, sin saber qué esperar y sin poder
concretar su inquietud. Un tren silba á lo lejos y pasa rápido, allá en la lontananza, por
el extremo de una alameda...
Aranjuez encierra recuerdos literarios y políticos de diverso orden. Viajeros ilustres
que han visitado en distintas épocas Madrid, han llegado luego hasta las frondas de
Aranjuez. Aranjuez, más ó tanto como Madrid, ha sido, desde este punto de vista
intelectual, el contraste de Europa con España, con su historia, con su paisaje y con su
raza. Aranjuez es una creación, no del pueblo, de la masa, sino de lo más selecto de
España; lo más elevado socialmente ha podido aquí, materialmente, exteriorizarse.
Alrededor de Aranjuez se extiende el campo manchego, el campo uniforme, gris,
triste, pobre, el campo con sus pueblecillos, sus cortijos, sus labores someras y
escasas. Si Aranjuez representa la exteriorización—en los jardines y en el palacio—de
lo selecto español, esta campiña es la expresión de lo popular de España. Por lo tanto,
quienes después de pasar por Madrid llegaban á Aranjuez desde los países
extranjeros, era aquí donde realmente ponían en contacto su espíritu moldeado en
otros medios con lo refinado español. Ningún elemento extraño estorbaba esta
comunicación espiritual; en Aranjuez, como en El Escorial, como en Sevilla, el choque
del resto de Europa con lo genuino de España podía perfectamente verificarse.
Saint-Simón es uno de los viajeros que nos han dejado sus impresiones de Aranjuez.
Vino á nuestro país Saint-Simón en 1721; precisamente en el otoño fué cuando el
aristócrata francés visitó el indicado Real Sitio. ¿Qué impresión le causó Aranjuez, con
los campos manchegos que le rodean, á este hombre que venía de Versalles, que traía
los ojos empapados con los espléndidos jardines de Le Nôtre, que vivía en el
ambiente espiritual formado por Descartes, Molière, La Bruyère, Pascal? ¿Cómo un
cerebro plasmado sobre el orden, la lógica, la simetría, la tradición ordenada y

151
coherente, sintió este medio nuestro? La visión que Saint-Simón nos da de España es
de las más originales, profundas y fuertes; este hombre, habituado á la temperatura
moral más alta que entonces había en Europa; este hombre fino y agudo, no se dejó
sorprender por la impresión primera; en sus juicios, semblanzas y escenas llega, casi
siempre, al fondo de las cosas. Un detalle hay en su pintura de Aranjuez que es
altamente significativo. Saint-Simón nos dice que, acostumbrado á los jardines de Le
Nôtre, no podía menos de encontrar en los de Aranjuez bien du petit et du colifichet.
Hemos preferido dejar la frase en su original. ¿Cómo traduciríamos la palabra colifichet
aplicada á los jardines de Aranjuez? (Dos colifichets clásicos é ilustres hemos
encontrado á lo largo de nuestras lecturas; clásicos é ilustres porque están usados en
dos obras capitales de la literatura francesa. Uno lo usa Molière en El Misántropo—
acto I, escena II—, cuando Alcestes habla de los versos artificiosos, pulidos,
rebuscados, de Oronte. Otro lo emplea Balzac en Eugenia Grandet, al enumerar las
fruslerías, perendengues y dijes que se lleva de París á provincias el primo de la
protagonista, joven elegante y apuesto.) Saint-Simón añade: «Pero el conjunto resulta
algo encantador y sorprendente en Castilla, á causa de la densidad de las sombras y
de la frescura de las aguas».

El detalle á que aludíamos antes lo da el autor en una observación que hace á


continuación. «Me chocó mucho—escribe—un molino sobre el Tajo, á menos de cien
pasos del Palacio; un molino que corta el curso del río y que produce un ruido que se
oye de todas partes.» Ya está aquí, junto á una expresión de sociabilidad, de
civilización (los jardines de Aranjuez), el pormenor revelador de la incuria tradicional,
de la insensibilidad histórica. Por una parte, estos jardines nos hacen pensar en una
obra—más ó menos perfecta—de coherencia, de afinamiento espiritual; por otra, este
molino estruendoso que afea el paisaje y molesta continuamente con su estrépito, nos
demuestra que existe una laguna en la sensibilidad creadora de estos parques.
(Análogamente, los enormes y toscos carromatos que discurren por las calles de
Madrid, con sus reatas de mulas y con sus violentos, coléricos y blasfemadores
carreteros; esos carros que pasan ante las tiendas modernas, lujosas, y sobre los
cuales, de noche, caen los resplandores de los arcos voltaicos; esos carros son otra
incongruencia de la sensibilidad española. Se podrían citar numerosos ejemplos.)
Saint-Simón no podía explicarse la existencia de este molino sobre el Tajo. Descartes
con su Discurso del método, y Racine con sus tragedias, y La Fontaine con sus fábulas
(todos creadores de una sensibilidad) habían hecho que, andando el tiempo, él, Saint-
Simón, no pudiera comprender esta aceña de nuestro Real Sitio.
Le preocupaba el tal molino al aristócrata francés. Vuelto á Madrid, Saint-Simón se
apresuró á hablar del asunto al rey. «Hablé del molino y me mostré sorprendido de

152
cómo se le toleraba tan cerca del palacio, en sitio en que su vista, que interrumpía la
vista del Tajo, y más todavía su ruido, eran tan desagradables que un particular no lo
toleraría.» Veamos cuál es la actitud del rey, es decir, de la representación más alta—
oficialmente—de la sensibilidad española. «Esta franqueza mía—añade Saint-Simón—
desagradó al rey, el cual me contestó que el molino había estado siempre allí...»
Detengámonos un momento, hagamos resaltar la frase que sigue: «... había estado
siempre allí, y que allí no hacía ningún daño». Se ha verificado el choque de las
modalidades de sensibilidad; un detalle, una pequeñez, una fruslería, si queréis, pero
detalle de una alta significación. Saint-Simón, ante las palabras del monarca, siente
instantáneamente la capital diferenciación. Je me jetai promptement sur d’autres
choses agréables d’Aranjuez... Y nada más.
Más tarde pasó por Aranjuez otro gran observador de hombres y de cosas: el
caballero Casanova de Seingalt. En Aranjuez moró una temporada Casanova. En estas
mismas páginas dedicadas al Real Sitio habla el autor de su «deseo de observar los
hombres y de hacerles hablar sobre el motivo de sus acciones». (¿Es de Casanova ó de
Stendhal esta frase?) Paraba Casanova en la casa de un empleado de palacio. «Desde
las ventanas—escribe el autor—yo veía á su majestad partir todas las mañanas para la
caza y volver luego agotado por la fatiga.» Unas páginas siguen en que Casanova
muestra, al hablar del rey, su visión diferencial de España. No nos detendremos en
ella; nos falta el espacio; esta parte de las Memorias de Casanova—la dedicada á
España—es sumamente interesante para los lectores españoles. Á notar: un
prodigioso, maravilloso retrato de mujer (la señora Nina). Á notar: las siguientes
profundas palabras, que sólo un gran observador pudo escribir: «¿Quién duda de que
España necesita una regeneración, que no puede ser sino el resultado de una invasión
extranjera, ella sola capaz de reanimar en el corazón de todo español ese hogar de
patriotismo y de emulación que amenaza extinguirse en absoluto?» (La invasión se
produjo años más tarde; soberbia explosión de patriotismo hubo también, en efecto;
pero...) «Si España—sigue Casanova—recobra alguna vez su puesto en la gran familia
europea, mucho tememos por ella que no sea sino á costa de una terrible conmoción.
Sólo el rayo puede despertar esos espíritus de bronce.» (Costa, Macías Picavea, ¿no
era esto lo que vosotros decíais un siglo más tarde?)
Chateaubriand pasó también por Aranjuez. Encontramos la referencia en sus
Memorias de ultratumba. La parte en esa obra consagrada á España fué traducida, en
1839, con el título de El Congreso de Verona (Madrid, «imprenta que fué de
Fuentenebro»), por don Cayetano Cortés, el mismo que escribió un agridulce estudio
de Larra que todavía figura al frente de algunas ediciones—la de Montaner, por
ejemplo—de las obras del satírico. «Un día—escribe Chateaubriand—nos paseábamos,
en 1807, á orillas del Tajo, en los jardines de Aranjuez, y vimos venir á Fernando á

153
caballo y acompañado de don Carlos. ¡Cuán ajeno estaba entonces de prever que
aquel peregrino de Tierra Santa contribuiría en algún tiempo á restituirle la corona!»
Nada más sugestivo que este encuentro del hombre que había de renovar toda la
sensibilidad literaria moderna y de Carlos IV y su hijo Fernando. Nada más antitético
que estas dos representaciones humanas, símbolos de dos grandes y opuestas
modalidades sociales...
... Aranjuez, Aranjuez: en los días grises, velados, del otoño, cuando paseamos por
las desiertas alamedas, una vaga tristeza invade nuestro espíritu. ¿En qué pensamos?
¿Qué tememos? ¿Qué esperamos? ¿Ponemos nuestro anhelo en un perfeccionamiento
de la sensibilidad española; un perfeccionamiento que haga desaparecer tantas cosas,
que haga surgir otras? Las hojas caen; á lo lejos suena el agudo silbido de un tren.

154
PROCESO DEL PATRIOTISMO

Solicitado el autor para que enviase artículos á un periódico de la Habana—el Diario


de la Marina—inauguró su colaboración con el siguiente trabajo (12 Septiembre 1913):

LA GUERRA
Un viejecito—simbólico—está viajando por España. Tiene este viejecito una
larga barba que le llega hasta las rodillas y unos ojos claros, azules. Es chico: como
un gnomo. Lleva en su mano un cayado con regatón de hierro. Cuenta con
muchos, muchos, muchos años. Allá en las pretericiones de la Historia conoció á
los primitivos pobladores de España; luego anduvo entre los godos; más tarde
estuvo con los alarbes; después, durante la Edad Media, presenció cómo
construían las catedrales y cómo en unos talleres angostos imprimían los primeros
libros. Ha departido este viejecito con Mariana; ha platicado con Saavedra
Fajardo; ha visto pensativo y angustiado á Cervantes; ha observado, desde lejos,
el último paseo de Larra por Recoletos el mismo día de su muerte... Nuestro
viejecito—con su luenga barba y su bastón herrado—camina sin parar por la patria
española. En el Norte ha subido á las verdes montañas y ha descansado, junto á
los claros riachuelos, en lo hondo de los sosegados valles. Ha preguntado á
labriegos y á oficiales de mano. Una paz dulce reina en las tierras españolas del
Norte; lo cantan así los poetas y los literatos. Pero por debajo de esa paz
tradicional, nuestro viajero ve la intranquilidad y la penuria del labriego. No falta el
agua del cielo, que fecunda los campos; mas la vida es pobre, limitada, y ya
algunos morbos terribles de la civilización moderna van entrando, poco á poco, en
el hogar milenario, y van, poco á poco, corroyendo y aniquilando esa dulzura que
loan los poetas. En ninguna región de España hace tantas devastaciones el
alcoholismo como en Guipúzcoa. El alcoholismo trae como secuela fatal é
inevitable la tuberculosis. Diezma la tuberculosis los habitantes de esa hermosa
región de España. El cuadro que nos presentan las estadísticas es verdaderamente
aterrador. ¿Quién creería que esta paz, que esta serenidad, que esta poética
dulzura encubre los estragos verdaderamente extraordinarios, hórridos, del
alcoholismo y de la tisis?
De las provincias vascas, el viejecito de los ojos azules pasa á Castilla. Atrás han
quedado las verdes pomaradas; atrás los suaves praderíos, con los puntitos rojos
de las techumbres de las casas, colgadas allá arriba en la altura; atrás los claros,
silenciosos regatos que se deslizan entre las anchas y resbaladizas lajas. Ya la

155
estepa castellana abre su horizonte ilimitado; antes la mirada no podía extenderse
más allá de un punto próximo; ahora se dilata por la inmensidad gris, rojiza,
amarillenta. Ya no hay bosques de árboles; si acaso, algún macizo de álamos
gráciles, tremulantes, se yergue á la vera de un riachuelo. La tierra de sembradura
produce poco; no se la beneficia toda á la vez y todos los años. Se la divide en
dos, tres ó más hojas, y en cada añada una sola de estas tres suertes ó tranzoneras
es la que produce el grano. Son breves y superficiales las labores; aún el labriego
rige la mancera del milenario arado romano.
Tan poco produce la tierra, que apenas tiene el labrador para pagar el canon
del arriendo, los pechos del fisco y los intereses de los préstamos usurarios. Todo
el día, desde que quiebra el alba hasta que el sol se pone, el labrador permanece
inclinado sobre su bancal. Los fríos le atarazan; los ardores del sol le tuestan en el
verano. No hay leña en su vivienda para calentarse en el invierno. No prueba la
carne en sus yantares mas que una ó dos veces al año (cuando la prueba). Largas
sequías dejan exhaustos de humedad los campos; en tanto que la sementera se
malogra ó que los tiernos alcaceles se agostan, allí á dos pasos, corre el agua de
los ríos por los hondos álveos hacia el mar, inaprovechada, baldía. No hay piedad
para el labriego castellano, ni en el usurero que presta al ciento por ciento, ni en
el Estado que agobia con su tributación, ni en el político que se expande en
discursos grandilocuentes y vanos. Castilla se nos aparece pobre y desierta. No
llegarán á treinta los habitantes por kilómetro cuadrado. Incómodos y escasos son
los caminos. En insalubres y desabrigadas casas moran sus gentes. Leguas y
leguas recorremos sin encontrar en la triste paramera ni un árbol...
Nuestro viajero deja Castilla y entra en Levante. Levante se abre ante la vista del
viandante con sus colinas suaves, sus llanos de viñedos y sus pinares olorosos. En
los pueblecillos, los huertos se destacan en los aledaños con sus laureles, sus
adelfas y sus granados. El aire es tibio y transparente; en la lejanía espejea el mar
de intenso azul. Pero el labrador de Levante se siente oprimido—como el de
Castilla—por los múltiples males que le deparan el Estado y la Naturaleza. Tan
frugal es este cultivador de la tierra como el cultivador castellano. No prueba
jamás la carne; legumbres y verduras constituyen su ordinaria alimentación. La
tierra rinde poco; la filoxera ha devastado la mayoría de los viñedos. El vino ha
llegado á una suma depreciación. De las campiñas y de los pueblos emigran á
bandadas los labriegos y los artesanos; emigran también de Galicia, de Castilla y
de Andalucía. Ahoga asimismo la usura á los pequeños propietarios; han de
malvender éstos sus casas y sus predios para pagar al usurero. Los malos años, las
sequías, las plagas del campo, hacen que el número de jornaleros empleados en
el beneficio de la tierra disminuya; en las viviendas pobres—los que no emigran—

156
pasan los días inactivos, sin pan, viendo en la miseria más cruel á sus mujeres y á
sus hijos.
Continúa nuestro viejecito su camino á través de España. Ahora ha llegado á
Andalucía. Sierras abruptas, como las de Córdoba y las de Ronda, nos muestra la
Naturaleza. Llanos grises y uniformes, como los de Sevilla, se extienden ante la
mirada. La frugalidad en los trabajadores agrarios llega á su colmo en la tierra
andaluza; una jornada de trabajo produce apenas para comprar un poco de pan y
una escasa porción de aceite. Escuálidos, exangües vemos á los labriegos; con
andrajos cubren sus carnes; á centenares abandonan la patria española. Y en tanto
que se alejan de los campos que los vieron nacer, en esos mismos campos
permanecen incultos, yermos, pertenecientes á unas pocas manos, leguas y leguas
de terreno.
¡Ah, viejecito de la barba luenga y de los ojos azules! ¡Ah, viejecito milenario,
que tantas cosas has visto á lo largo de la historia de España! La alborada de una
nueva vida floreciente y renaciente, el deseo formidable é íntimo de ser mejores
no es todavía sino un rudimento en los pechos de unos pocos españoles. Ahora,
sobre las calamidades tradicionales, centenarias, de la rutina, la ignorancia, la
pobreza, se añade la guerra. Una guerra devasta nuestra Hacienda y deja
exhaustos de brazos los campos y los talleres. Nuevos auxilios se le piden al
labrador, al industrial, al artesano, al pequeño propietario, todos abrumados y
angustiados por la usura, el fisco y las malas cosechas. Una tremenda causa de
despoblación se agrega á las ya existentes: las ya existentes, que hacen que se
camine durante horas por las llanuras de Castilla sin encontrar un ser humano. No
hay escuelas, no hay caminos, no hay árboles, no hay hombres. El viejecito de la
barba larga se ha sentado en la cima de una montaña. Desde la altura se divisaba
un vasto panorama de oteros y de valles; en ese paisaje estaba retratada en
compendio la patria española. Nuestro viajero ha pensado: «España: discursos,
toros, guerra, fiestas, protestas de patriotismo, exaltaciones líricas». Y ha pensado
también: «España: muchedumbre de labriegos resignados y buenos, emigración,
hogares sin pan y sin lumbre, tierras esquilmadas y secas, anhelo noble en unos
pocos espíritus de una vida de paz, de trabajo y de justicia».

El anterior artículo motivó vivas protestas en algunos diarios de la Habana; hemos


procurado indagar el motivo que estos periódicos pudieran tener para sus
destemplanzas. Nos han dicho que estos periódicos defienden á España. No lo
entendemos. No fué esto sólo: multitud de cartas llegaron á nuestras manos, en que se
protestaba también enérgicamente de nuestro artículo. Dimos de lado á protestas

157
periodísticas y á protestas postales y escribimos—continuando nuestra colaboración—
el artículo que transcribimos:

UN EXTRANJERO EN ESPAÑA
Cuando escribimos estas líneas, Madrid se prepara á recibir la visita del jefe del
Estado francés... Imaginemos una inocente fantasía. Un francés, un buen francés
que tenga un poco—aunque no sea mas que un poco—de la finura crítica de un
Sainte-Beuve, del colorismo de un Gautier, de la escrupulosidad de un Flaubert
(¿queréis más?), ha releído una de las Orientales del gran Hugo y se dispone á
visitar á España. Hugo, en esa poesía titulada Granada hace un compendio de su
visión de la tierra española. Las principales ciudades de nuestro país va
enumerando el poeta. Jaén tiene «su palacio gótico con torrecillas extrañas».
Segovia posee «el altar cuyas gradas besamos» y además «el acueducto con sus
tres hileras de arcos». (No son mas que dos, querido y glorioso poeta). Barcelona
«en lo alto de una columna, eleva un faro al mar.» Alicante «mezcla á los
campanarios los alminares». (¿Dónde están los alminares de Alicante?) Valencia
cuenta «con los campanarios de sus trescientas iglesias.» «Salamanca se duerme,
«al son de las mandolinas» y se despierta á los gritos de los escolares. Á Medina
del Campo no le quedan mas «que sus sicomoros; sus puertas las hicieron los
romanos y sus acueductos los moros»...
Saint-Simón, Beaumarchais, Hugo, Gautier, Merimée marcan la línea de la
observación francesa respecto á España. Estos son los grandes espíritus que de
nosotros han sabido ver algo personal, intenso, original. Conoce nuestro francés—
el que hemos imaginado—toda esta literatura hispanizante de sus compatriotas.
Conoce también—un poco—nuestros autores clásicos. Cuando se pone en el tren,
su imaginación va preparada para recibir el espíritu de España. (La «canción de
España», diría Barrès, que es el último de los románticos franceses; romántico en
una lengua clásica, densa, límpida y fresca). El país vasco de España es idéntico al
país vasco de Francia: el mismo cielo bajo y sedante, las mismas praderías verdes
y suaves, la misma lejanía cerrada por la montaña y por la bruma. Los franceses—
tal Hugo—que ya ven, desde Fuenterrabía, el paisaje de España, la reverberación
de la luz vivaz, el colorido espléndido, se precipitan un poco. Esperad un
momento, buenos amigos. Cuando se llega á Vitoria, ya el paisaje ha cambiado.
Es la llanura alavesa un feliz eclecticismo del paisaje vasco y del incipiente
panorama castellano. Los horizontes se descubren más dilatados y la luminosidad
del cielo es más brillante.
El tren—ó el automóvil—avanza. Ya en tierra de Burgos, el paisaje ha cambiado.
El aire es más puro y sutil; las llanuras comienzan. Nada más violento, más brusco,

158
que este contraste entre el terreno desolado, yermo, seco, uniforme de Castilla y
el verde y ondulado campo francés. Nada más distante de aquellos ríos plácidos y
anchos, que estos ríos hondos, angostos y turbulentos. Nada más lejos de
aquellos pueblecillos que se sospechan á lo lejos escondidos entre la fronda, que
estos otros pueblecillos que se destacan en lo remoto del horizonte, con silueta
enérgica, recortados fuertemente en el cielo radiante. ¿Á dónde iremos á parar en
nuestra peregrinación por España? ¿Cuál ha de ser nuestro primer contacto serio,
íntimo, con esta tierra de aspereza, de luminosidad y de aire vivo? No iremos á
Madrid; un hotel de Madrid—poco más ó menos—es como un hotel de cualquier
otra capital. No iremos á una ciudad populosa de provincias; las ciudades
populosas se van uniformando sobre un mismo patrón y con un mismo aire. El tren
ha llegado á la estación de una pequeña ciudad. Detengámonos aquí.
Un ómnibus nos lleva hasta la lejana población; este coche tiene los cristales
rotos, ó por lo menos, chiquitos, sucios; cuando anda hace un ruido sonoro de
tablas, de hierros, de desvencijamiento; si es de noche, un farolillo colocado en lo
interior humea apestosamente. Avanzamos por las callejas del pueblo. En la
fondita nos hacen subir al piso alto; recorremos varios pasillos (en que hay ladrillos
sueltos que se mueven sonoramente al poner el pie encima); al fin nos abren un
cuartito del que se exhala un fuerte olor á vaho, á humo de tabaco, tal vez á
yodoformo. Nos acomodamos en él. ¿Qué remedio nos queda? Ya en nuestro
interior nos sentimos vivamente contrariados. «No vale la pena—pensamos—de
hacer este viaje; en España no se puede viajar; no existen comodidades; los
españoles—¡los pobres!—están muy atrasados.» Nos disponemos á salir á la calle;
al pasar por uno de los corredores de la fondita nos asomamos á una ventana. El
panorama que entonces descubrimos nos deja profundamente pensativos. Es una
perspectiva de tejadillos, de paredones vetustos; entre la grisura de las
edificaciones columbramos unos cipreses que yerguen sus cimas puntiagudas y
negras. ¿De dónde salen esos cipreses? ¿Del patio de un convento de monjas? Al
final, más allá de las últimas edificaciones de la ciudad, se destaca la larga
pincelada de una sierra azul, y si es en invierno, con los picachos blancos. Hay una
serenidad profunda, inefable, en el ambiente; forman una delicada armonía los
cipreses rígidos, el cielo azul límpido, los viejos seculares paredones y la remota
mancha de la montaña. Y en el silencio, intenso, denso, diríase que el tiempo, en
su correr eterno, se ha detenido. ¿Cómo verá un extranjero todo esto? Es decir,
¿cómo sentirá un hombre, no habiendo nacido en España, la unión suprema é
inexpresable de este paisaje con la raza, con la historia, con el arte, con la
literatura de nuestra tierra?

159
En nuestros paseos por la ciudad vamos recorriendo las callejuelas, entramos en
la iglesia, nos asomamos á los viejos caserones. Hemos necesitado un libro;
hemos entrado en una tiendecilla; en el escaparate, polvoriento, había unas
estampas religiosas, artículos de escribir y unos libros. En la tiendecilla no tienen
ningún libro que hable de la ciudad; no se lee nada en el pueblo; nadie pide
ningún libro; el librero no sabe tampoco nada de nada. (Poco más ó menos le
ocurre lo mismo á los libreros de las grandes ciudades.) Volvemos á pensar,
entristecidos, en la pobre España; va nuestra ira irreprimible contra los que no
aman á España, contra los que no la conocen, ni quieren conocerla, ni,
enfrascados en concupiscencias y equívocos manejos, ni buscan ni procuran su
bien. Pero, llegados junto al río, en las afueras de la población, este panorama tan
noble en su austeridad, tan elegantemente severo, nos aplaca y hace olvidar el
enojo íntimo que antes nos desazonaba.
En la fondita, cuando vamos á comer, comenzamos á entrar otra vez en
desasosiego. El yantar es mediocre; toleramos esto. Pero ¿por qué no ha de ser
limpio? En todas las fonditas españolas (ó en casi todas) los tenedores tienen entre
los intersticios manchas amarillentas de huevo. ¿Por qué estas indefectibles
manchas de los tenedores de todas ó casi todas las fonditas españolas? Un
momento después, en nuestro cuarto, tenemos entre las manos las poesías de fray
Luis, ó el Quijote, ó La Celestina, ó El Conde Lucanor. Nuestro ánimo ha vuelto á
serenarse. Hemos contemplado durante el día el paisaje de Castilla, el cielo, las
ringleras de gráciles álamos, el río y los oteros, la llanura amarillenta, las
humaredas que se disuelven lejanamente en el aire, las remotas montañas.
Nuestro espíritu ha vibrado hondamente frente á la vieja tierra. ¡Cuántas alegrías,
cuántos dolores, cuántas esperanzas, cuántas decepciones han pasado por esta
tierra durante siglos, á través de los años y de los años, á lo largo de las
generaciones! Y todas estas exaltaciones y estas angustias de la larga cadena de
nuestros antecesores, han venido á crear en nosotros, artistas, esta sensibilidad
que hace que nos conmovamos ante el paisaje y que sintamos—ligada á él—esta
página de Cervantes ó esta rima de fray Luis. ¿Cómo un extranjero sentirá esto?
¿Cómo, aun el mismo Barrès, que esto siente en su Lorena, podrá sentirlo en la
castellana Ávila, á la vista del panorama? Y ¿de qué manera un extranjero pasará
por encima de la desapacibilidad de la fondita, del desabrimiento de los yantares,
de la falta de libros, de la parcial incultura—que nosotros mismos lamentamos—,
para ver tan sólo, suprema visión de arte, esta belleza de un paisaje concordado
íntima y espiritualmente con una raza y una literatura; para ver la exacta é inefable
relación que existe entre la grave prosa castellana y ese macizo de álamos que se
levantan esbeltos en el declive de un recuesto austero y limpio?

160
El anterior artículo no fué publicado. Se nos devolvió en pruebas. Comenzábamos á
comprender que el patriotismo es un cristal á través del cual se ve el paisaje de diverso
modo. El patriotismo de un pueblo no es igual al patriotismo de otro país. Cambia el
concepto del patriotismo según las mil circunstancias del agregado social. Queremos
ser escrupulosos al hablar de esta delicada materia. Indudablemente, en Cuba la
guerra colonial ha dejado un cierto sedimento afectivo, sentimental; no podrán los
españoles residentes allí escuchar—ó leer—una crítica de las cosas de España con la
ecuanimidad—relativa—con que aquí las escuchamos ó leemos. Además, y aparte de
esto, lejos, muy lejos de la patria columbramos las cosas de ella con otra luz con que
las vemos desde la propia casa. Desde la lejanía, el anhelo sentimental sufre menos,
mucho menos la crítica; la crítica, desde luego, justa, lógica, exacta, y, por lo tanto,
patriótica, alta, profunda, bienhechoramente patriótica.

Pero ¿era tan terrible el anterior artículo transcrito? ¿Era tan terrible que un gran
periódico no se atreviese á publicarlo? Creemos todo lo contrario; creemos que ese
artículo está henchido de amor, de dulce simpatía para las cosas de España. En la carta
que acompañaba á su devolución se nos pedía que habláramos de otro modo de
España. ¿De qué modo íbamos á hablar de España, de nuestra España?
Sin aludir para nada á las cartas iracundas y á las protestas de los periódicos,
quisimos dirigirnos, discretamente, á tales protestadores.
Enviamos al Diario de la Marina el siguiente artículo (7 Noviembre 1913):

EL PATRIOTISMO
La cultura—y la índole de la cultura—de un pueblo puede graduarse por su
manera de entender el patriotismo. Lo que se aplica á las naciones puede decirse
de los individuos. De cuando en cuando en la vida de un país surge un incidente,
más ó menos ruidoso, originado por la interpretación que, desde el punto de vista
del patriotismo, se ha dado á un hecho ó á una manifestación oral ó escrita. Ya es
un gobernante que lleva á cabo determinada resolución, ó ya es un publicista que
lanza un libro ó hace en la prensa periódica estas ó las otras manifestaciones. El
acto del gobernante puede llegar á concitar contra su persona las multitudes; las
manifestaciones del publicista pueden acarrearle la animadversión de una inmensa
mayoría de lectores. Sin embargo, gobernante y publicista habrán procedido
rectamente, lealmente, guiados por el más acendrado amor á su patria. Pasará el
tiempo; las pasiones se aplacarán; el enardecimiento de estos días no turbará el

161
juicio de los ciudadanos; otra generación, juzgadora de las consecuencias
desastrosas de un régimen, se dará cuenta de la pura intención de quienes lo
condenaron valientemente. Y los hombres antes denostados, vilipendiados,
escarnecidos, serán—¡tardía reparación!—honrados y enaltecidos.
¿Qué es lo que se puede decir en un país y qué es lo que no se puede decir?
¿Hasta dónde podrá llegar la crítica que un observador puede hacer de las cosas,
los hombres, las instituciones de su patria, y hasta dónde no podrá llegar? Hemos
citado antes, al hablar de un gobernante y de un publicista, el caso referente á un
determinado hecho que surge en la vida de una nación. Ahora no se trata de una
contingencia histórica, sino del ejercicio cotidiano, constante, de la observación
social, de la crítica. Un pueblo sin conciencia es un pueblo muerto. La conciencia
de un pueblo se manifiesta en el conocimiento de sí mismo. El conocimiento de sí
mismo supone la reflexión sobre sus hombres, sus sentimientos y sus ideas.
Reflexionar sobre todo es pensar, medir, contrastar los méritos y deméritos, las
ventajas y las desventajas, los avances y los retrocesos. Todo esto, en suma, es
crítica. Cuanto más espíritu de crítica se contenga en la vida de una nación, tanto
más esa nación tendrá conciencia de lo que ha hecho y de lo que le falta por
hacer. Ahora, imaginad que en nombre del patriotismo, en nombre de un falso,
absurdo, monstruoso patriotismo, se les dice á los ciudadanos de la nación:
«Suponed que todo son bienandanzas entre vosotros; cerrad los ojos á todas las
corruptelas, á todas las lacras sociales, á todos los desenfrenos de vuestros
gobernantes. Imaginad que todo va bien; desentendeos de toda censura y de
todo anatema para los obstáculos que mantienen retrasado en el progreso á
vuestro pueblo. Haciendo esto daréis muestras de patriotismo». ¿Qué haríamos al
escuchar tan extrañas palabras? ¿Cuál sería la disposición de nuestro ánimo?
Existen distintas clases de patriotismo. Las examinaremos brevemente. El primer
patriotismo lo ha expuesto pintoresca y amenamente Larra en uno de sus
artículos. Aludimos al titulado «El castellano viejo», que vió la luz en El Pobrecito
Hablador en Diciembre de 1833. Coleccionado está este trabajo en las obras de
Larra; de los más conocidos es entre los que salieron de la pluma del gran satírico.
El tipo retratado por Larra hace alarde del más puro, más ferviente, más entusiasta
patriotismo. Patriota, archipatriota es el castellano viejo ante todo. Nada hay para
él superior á lo de su patria. «Es tal su patriotismo—escribe Larra—, que dará
todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace
adoptar todas las responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que
defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede tener razón,
defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no
tenerla; á trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que

162
nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres...» (Un breve alto
y un paréntesis. Dice Larra—en 1833—que su castellano viejo bien pudiera tener
razón en creer que los vinos de España son los mejores del mundo. Bueno es el
jerez; bueno el málaga; buenos los vinos claros y ligeros de las llanuras
manchegas, del Rivero y de la Rioja; bueno el fondillón alicantino. Pero, querido
Larra, ¿y el champagne? ¿Y el oporto? ¿Y el rhin? ¿Y el burdeos? ¿Y el chianti? En
cuanto á la educación, es decir, á la cortesía, á la caballerosidad, cortesía y
caballerosidad hay entre franceses, ingleses, alemanes. Y mujeres, ¿no las hay
preciosas, encantadoras, en Inglaterra y Francia? ¿No son espléndidas las
americanas? Y respecto al cielo de España, ¿será menos bello porque declaremos
que en Nápoles—por no hablar de América—hay un cielo radiante y purísimo?)
¿Quién aceptará hoy el patriotismo del castellano viejo de Larra? ¿De qué
manera podrá condenársenos como antipatriotas, como poco afectos á nuestro
país porque proclamemos que no todas las cosas de él son las mejores del
mundo, que en el mundo hay cosas tan buenas—ó mejores—que las que existen
en nuestra patria? Y, sin embargo, aun en España perdura este concepto. «Es un
hombre, en fin, que vive de exclusivas»—añade Larra para acabar de trazar la
silueta de su personaje—. Abandonemos estos exclusivismos y mezclémonos á la
vida universal.
La segunda clase de patriotismo, á que antes hemos aludido, es un poco menos
restrictiva que la anterior. «Está bien—se dice—hagamos la crítica de nuestros
defectos y nuestras máculas. Examinémonos imparcial y rigurosamente. En tanto
que no lleguemos á esta crítica, no llegaremos tampoco á formar un anhelo firme
de progreso y mejoración. Está bien; pero esa crítica ejerzámosla dentro de casa,
entre nosotros, sin salir de la familia; no fuera, en el extranjero, á la vista de gentes
extrañas.» Así nos hablan estos patriotas y hemos de reconocer—lealmente—que
les impulsa, al hablar así, un noble sentimiento. Aman su patria, sí; quieren, sí, la
crítica de lo malo que hay en su patria; pero desean que de esas miserias, morbos
y corruptelas no se enteren las gentes extrañas. (Santa Teresa habla en su Libro de
las fundaciones de unos caballeros tan pundonorosos, tan celosos de su decoro,
que quieren más morirse de hambre dentro de casa, «que no que lo sientan los de
fuera». Grandeza hay en esa dignidad castellana.) Pero el sistema de crítica interior
y no exterior es totalmente imposible. ¿Cómo nos compondremos para lograr
esto? Figurémonos que á nosotros, publicistas, nos pide una revista extranjera un
estudio serio, imparcial, escrupuloso, sobre la situación de España, sobre el estado
de su agricultura, de sus artes, de sus letras. ¿Qué haremos en ese caso? ¿Diremos
la verdad, ó mentiremos? ¿Amañaremos la realidad innegable, ó expondremos
esa misma realidad tal cual es?

163
Aparte de esto, si en nuestra propia casa hacemos crítica imparcial, ¿de qué
manera podremos evitar que los periódicos, los discursos, los libros en que esa
crítica se hace traspasen la frontera? ¿Vamos á montar en los lindes de la nación
un cuerpo especial de aduanas encargado de no dejar pasar hacia afuera esos
periódicos, libros y discursos? Y cuando del extranjero se nos pida permiso para
traducir un libro nuestro en que se haga el examen de la vida española, ¿nos
negaremos á darlo? Todo esto es absurdo é infantil. Reconozcamos el buen
propósito; pero hagamos constar su impracticabilidad... y su inutilidad. Al hacer
constar tal cosa, entramos en la tercera categoría del patriotismo. Dentro de esta
categoría hay quienes aman con mayor ó menor conciencia, con mayor ó menor
reflexión la tierra en que han nacido y viven, pero todos la aman leal, recta y
noblemente. Dentro de esta categoría, el ejemplar más acabado de patriota
podríamos representarlo en un hombre que, conociendo el arte, la literatura y la
historia de su patria, supiese ligar en su espíritu un paisaje ó una vieja ciudad,
como estados de alma, al libro de un clásico ó al lienzo de un gran pintor del
pasado; es decir, el hombre que espiritualmente, lleno de amor, henchido de
callado entusiasmo, supiese fusionar, dentro de su espíritu, en un todo armónico,
todos estos elementos de su patria: el paisaje, la historia, el arte, la literatura, los
hombres. ¿Cuántos serán los que lleguen á estas síntesis de alto patriotismo?
Esta categoría de patriotismo no excluye la crítica, ni hace distingos entre la
crítica hecha en casa y la hecha fuera de casa. Como su amor á España es sincero,
perseverante y noble, su crítica transpirará siempre todas esas cualidades de
sinceridad y de delicadeza que él pone en su patriotismo. No habrá en ella
acrimonia ni odio; una melancólica desesperanza se desprenderá, si acaso, de los
lamentos y reproches de ese hombre. Si es español—como venimos
imaginando—al hacer la crítica de las cosas, ideas, hombres é instituciones de
España, no hará mas que repetir lo que los hombres más eminentes de la política
y del periodismo han expresado. Costa, Giner, Pí y Margall, Maura, Azcárate,
Sánchez de Toca, Macías Picavea, ¿cuán áspera y veracísima crítica no han hecho
de nuestra administración, nuestra justicia, nuestro parlamentarismo, nuestras
Universidades?
Cuando lejos de la patria, ausente largos años de la tierra española, estas cosas
se leen, irremediablemente un sentimiento de disgusto, de contrariedad y de
indignación invade nuestro espíritu. «¡Cómo se pueden decir—exclamamos—estas
cosas de nuestra amada España!» Con los ojos del espíritu, allá en las remotísimas
lejanías del espacio, vemos las montañas, las llanuras, las ciudades, tal callejuela,
tal casa, de nuestra amada España. La crítica que acabamos de leer se nos hace
intolerable; arrojamos con despecho el periódico... Y, sin embargo—¡oh, queridos

164
compatriotas! ¡oh, hermanos en historia y en raza!—esa crítica está inspirada en un
noble amor á España. Aquí, en el viejo solar, no alejados de él, nosotros sentimos
los dolores de España; sus angustias son nuestras angustias; sus tragedias están
hechas con nuestra sangre; con nuestro sudor regamos los campos de donde sale
el mantenimiento para todos; íntimamente maldecimos las causas funestas que se
oponen á su prosperidad; y desde lo más hondo de nuestro ser anhelamos para
ella—la noble y extenuada madre—días de bienandanza, de paz y de progreso...

Se publicó el anterior artículo; pero se nos comunicó por la Dirección del periódico
que nuestra colaboración quedaba suspendida. Aquí tiene el lector un pequeño
proceso del patriotismo. Podrá ser instructivo para el estudio—según las circunstancias
sociales é intelectuales—del sentimiento de patria.

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NOTAS EPILOGALES

NIETZSCHE, EL QUIJOTE, LOS DUQUES.—Añádase al concepto formulado por


Heine, respecto del Quijote y de los Duques, el formulado por Nietzsche. Heine: 1837.
Nietzsche: 1887. Nietzsche expone, incidentalmente, su concepto en La Genealogía
de la moral (utilizamos la versión francesa de ese libro hecha por Henri Albert.) Del año
citado es el libro de Nietzsche. Hablando del fenómeno referente á la
«espiritualización» y «deificación» de la crueldad, á lo largo de la historia humana, el
pensador alemán escribe:
«En todos los casos, no hace todavía mucho tiempo, no se hubiera podido imaginar
ni boda principesca ni fiesta popular de gran rumbo sin ejecuciones capitales, sin
suplicios ó sin algunos autos de fe; y del mismo modo toda casa de gente grande era
imposible sin algunos seres sobre los cuales se pudiera descargar la perversidad y la
socarrona crueldad»...
Al llegar aquí, Nietzsche abre un paréntesis—¡oh admirable paréntesis!—y añade:

«(Que se piense en don Quijote en casa de la Duquesa. Cuando hoy leemos el


Quijote íntegro, se nos pone en la boca un leve sabor amargo; nuestro espíritu se
angustia, cosa que parecería extraña y aun incomprensible al autor y á sus
contemporáneos—porque ellos leían ese libro con la más tranquila conciencia, como si
no hubiera nada más alegre, como si fuera cosa de morir de risa).»
Todo nuestro sentimiento moderno del Quijote está en estas frases, escritas en
1887. «El Quijote—hemos dicho paradójicamente—no lo ha escrito Cervantes; lo ha
escrito la posteridad.» Eso mismo es lo que quiere decir Nietzsche.

EL RETRATO DE CERVANTES.—Conocedores en pintura que han visto el cuadro y


han leído el artículo de Foulché-Delbosc, convienen en la falsedad de la pintura.
Decididamente, creemos que Cervantes, en el prólogo de las Novelas, lo que quiso
decir fué que su amigo Xauregui podía hacer el retrato, si se lo deseaba. Recuerdo y
lisonja de la amistad.
La mixtificación hecha—probablemente—á fines del siglo XVIII, es manifiesta. Pero
¿por qué se ha mezclado en este asunto el patriotismo? Graves varones de la tradición

166
y de la rebusca archivística, ¿qué tiene que ver, decid, el patriotismo con que sea falso
ó auténtico el retrato de Miguel? Sobre el arte de las falsificaciones, véase el libro de
Paul Eudel Le Truquage (Librairie Molière, París, sin año; pero de 1913.) Eudel cuenta
la historia curiosa de la falsificación, hecha por el maravilloso falsificador Vrain-Lucas,
de una extensa é importantísima correspondencia entre Newton y Pascal. También
entonces se apeló al patriotismo, y hombres políticos, entre otros Thiers, estimaron
caso de honra nacional el que tal correspondencia no fuera declarada falsa. Y su
falsedad no podía ser más patente. Cayeron todos aquellos defensores del epistolario,
defensores por patriotismo, en el más espantoso ridículo. Señores: ¿qué tiene que ver
el amor á la patria con estas cosas?

LA PATRIA DE DON QUIJOTE.—El Toboso, ¿ha debido á Cervantes el no ser alguna


vez saqueado y devastado? Charles Nodier habla de esto en el prólogo á sus novelas.
(Utilizamos la edición de Charpentier, 1855.)
Escribe Nodier: «En una de esas guerras imperiales que tenían por objeto dar á
España un soberano á la manera de nuestro dueño, los franceses, hostigados por las
bandas populares, se vengaban, siguiendo la usanza inmemorial de los héroes,
recorriendo el país á la luz del incendio. He aquí un pueblecillo más que la tea va á
consumir. Se le nombra: es el Toboso. Una explosión de carcajadas simpáticas estalla
en las filas. Las armas caen de las manos de los vencedores, y los dichosos
compatriotas de Dulcinea escapan á la matanza, bajo la protección del genio de
Cervantes.»
No lo hubiera podido imaginar el gran Miguel. Si es cierta la leyenda del atropello
cometido por los toboseños en la persona de Miguel, alcabalero, otra leyenda—ó
historia—nos dice que Cervantes, desde la lontananza de lo pretérito, libró de una
sangrienta calamidad al Toboso. Compensación...

GABRIEL ALOMAR.—Alomar vino á Madrid á hacer oposiciones á la cátedra de


Literatura de Barcelona—Instituto—. Había una inmensa distancia entre Alomar y los
demás opositores. Alomar pertenece al núcleo revisionista de los valores clásicos. No
ganó las oposiciones—excusado es decirlo—. Votó en el tribunal, á favor de Alomar,
don Rodolfo Gil. El programa de esas oposiciones es de lo más curioso (por su
incongruencia y futilidad) que hemos leído jamás. Tenemos propósito de publicarlo
para que los futuros historiadores tengan un documento preciosísimo referente á la

167
enseñanza de la Literatura en España y en 1913 (y muchos años antes... y suponemos
que muchos también de los venideros).
Algunos compañeros de letras de Alomar obsequiaron á éste en Madrid con una
comida íntima; el A B C del 4 de Abril de 1913 daba cuenta del acto en la siguiente
nota (escrita por el autor de este libro):
«En el restaurant Inglés celebróse anoche una comida en honor de Gabriel Alomar.
Tuvo el banquete carácter de intimidad, y exclusivamente literario—sin trascendencia
alguna política—fué tal acto. Poeta, periodista, pensador originalísimo Alomar, sus
compañeros de letras de Madrid han querido significarle su afecto y su admiración.
Originalidad é intensidad campea en toda la obra de Alomar. Poeta es ante todo, en
verso y en prosa, el autor de La columna de fuego. Con visión de delicadísima poesía
ha glosado Alomar el más glorioso de los libros españoles: el Quijote. Pocas páginas
se han producido en España—en el comentario psicológico y lírico—superiores á esa.
La concepción generosa y profunda de la realidad que el gran Hidalgo tiene, es la que
Alomar exalta y magnifica en su glosa; esa misma concepción informa toda la obra
filosófica y poética de Alomar. «¿Es la visión de Don Quijote—pregunta el poeta—la
que hay que aceptar como verdadera, en la íntima y esencial verdad, no en la verdad
aparente y externa?» La íntima y esencial verdad es la que persigue el artista. «No hay
frase que no tenga, animada por el estro de un poeta, una potencia de sentido
espiritual sobre la apariencia corriente del sentido literal», ha escrito también Alomar
en su ensayo De poetización. Elegante, férvida y tumultuosa, la obra poética de
Alomar descuella por ese sentido hondo de la realidad y de la vida.
Á tan exquisito escritor han querido festejar sus compañeros en Madrid. Reinó en la
comida la más efusiva cordialidad. Asistieron á ella Jacinto Benavente, Ortega y
Gasset, Roberto Castrovido, Valle-Inclán, Luis de Zulueta, Juan R. Jiménez, Amadeo
Vives, Luis Bello, Azorín.»

Pío Baroja no pudo asistir á esta comida, á causa de una desgracia de familia; en
espíritu y cordialísimamente estuvo con Alomar y sus amigos.

Derrotado Alomar y de regreso en Cataluña, los intelectuales catalanes le


obsequiaron con otro banquete. En él leyó Alomar un discurso que es preciso tener en
cuenta para el estudio de la estética del artista. Deseamos que el autor lo recoja en

168
alguno de sus libros. Se publicó ese trabajo en El Poble Catalá del 11 de mayo del año
citado.

XENIUS.—Respondiendo á las indicaciones que hacíamos sobre su modalidad


literaria, Eugenio d’Ors nos escribía una carta de la que vamos á copiar unos párrafos.
(Perdone el querido Xenius esta indiscreción; nos parece necesaria para completar el
estudio de su personalidad, ó por lo menos, para añadir á ese estudio un dato
interesante.)
Dice Xenius:
«Sí, en la fórmula del arte ha de entrar, para el artista moderno, la pasión. Pero yo no
llamo á esto romanticismo, sino á la ausencia del Dominio del orden sobre la pasión.
Más puede haber de ésta, púdica y recatada, en una bien medida estrofa que en un
libre grito.—¿Frialdad de los clásicos? Mi amigo Vand Landoskz ha encontrado en los
papeles de un maestro de baile sietecentista esta dichosa frase: «On ne voit pas tout
ce qu’il y a dans un menuet.» (Deliciosa, ¿verdad? Se ve al hombre de oficio, amante
de su oficio y que le de importancia, con una sabrosa punta ligera de pedantería, con
otra punta de melancolía, y que indica á la vez, en una fórmula de carácter general, la
exaltación de tantas heroicas fiebres como el sacrificio, que es esencial en el arte,
escondido bajo la perfección formal, bajo la limitación estricta...)
Fórmula de un verdadero clasicismo: «Sólo tiene valor la obediencia á la ley en el
que sería capaz de violarla».—Otra fórmula: «Sólo debe violarse una ley, cuando con el
acto de la violación se formula una ley nueva».

VÍCTOR HUGO Y VASCONIA.—Profesó el poeta un cordial amor al país vasco. En El


hombre que ríe—libro I, capítulo I—, escribe Víctor Hugo: «Vizcaya es la gracia
pirinaica, como Saboya es la gracia alpestre. Las temerosas bahías cercanas á San
Sebastián, Lezo y Fuenterrabía, mezclan á las tormentas, á los nublados, á las espumas
por encima de los cabos, á las cóleras de las olas y los vientos, al horror, al fragor, las
bateleras coronadas de rosas. Quien ha visto el país vasco, desea volverlo á ver. Ésa es
la tierra bendita»...
En el Semanario pintoresco de 19 de Enero de 1851, don Ramón de Navarrete daba
cuenta de una conversación con el poeta. Se titula el artículo Una tertulia en casa de
Víctor Hugo. La página es curiosa. El poeta habló de España. «Luego, volviéndose
hacia mí—escribe Navarrete—, me habló largamente de la España, de su niñez, que

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pasó en Madrid, siendo gobernador de Guadalajara el general Hugo, su padre; de la
casa del príncipe de Masserano, que habitaban en la calle de la Reina; de sus
impresiones y de sus recuerdos infantiles, pronunciando como parte de estos algunas
frases en castellano. Por último, conmemoró otro viaje que hizo á las provincias
vascongadas en 1844, expresándose con vivo entusiasmo acerca de las costumbres
sencillas y puras de aquel país, de su dulce clima y de su magnífica vegetación.
—Nada he visto en mis viajes—me decía—, tan pintoresco ni tan lindo como
Pasages, á no ser el lago de Ginebra. ¡Y van ustedes—añadía dirigiéndose á los
españoles en general—, van ustedes á visitar la Suiza, teniendo otra Suiza más bella en
su patria.»
Días después de esta conversación, Hugo envió á Navarrete los siguientes versos,
dignos de ser conocidos y divulgados...
... Espagnols! soyons frères!
Échangeons nos grandeurs! Du même laurier d’or
couronnons, vous Corneille et nous Campeador!
Fils du même passé, la glorie est notre mère,
car vous avez l’Achille et nous avons l’Homère.

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