Machado de La Mancha
Machado de La Mancha
Machado de La Mancha
Machado es un milagro y los milagros, le dice Don Quijote a Sancho, son cosas que rara vez
suceden. No obstante, milagro dado, ni Dios lo quita. Pero si el milagro es algo que rara vez
sucede, ¿no es algo que sucede en comparación con lo que siempre, o comúnmente, sucede? En
la literatura hispanoamericana del siglo XIX, hubo escasos milagros, salvo el de la poesía, que es
la compañera fiel, la sombra a veces, otras el sol, de la literatura escrita en castellano en las
Américas. De Ercilla a Neruda en Chile, de sor Juana a Sabines en México, las musas han estado
tan presentes como las misas. En el siglo XIX, Rubén Darío basta para comprobar esta fidelidad.
Hay otros: con el gran nicaragüense bastaría.
Pero si la poesía es nuestra compañera más constante, y antigua, una rival aparece a partir del
siglo XVIII para disputarle la primacía de nuestros amores. Esa usurpadora tardía se llama la
identidad. Por ello el XIX es siglo de grandes historiadores, del conservador Lucas Alamán al
liberal José María Luis Mora en México; Diego Barros Arana y Benjamín Vicuña Mackenna en
Chile; Bartolomé Mitre y Juan Bautista Alberdi en Argentina. Es siglo de educadores e
intérpretes del alma nacional como el venezolano Andrés Bello, el puertorriqueño Eugenio María
de Hostos, el ecuatoriano Juan de Montalvo y el argentino Domingo Faustino Sarmiento.
Señalo todo esto para recordar que el siglo XIX hispanoamericano fue fecundo, y sobre todo
fue Facundo: es Sarmiento quien eleva la conjunción de identidad e historia a una forma superior
de prosa a la vez analítica, descriptiva y novelesca: el Facundo puede leerse como todo esto, es
nuestra gran novela potencial del XIX, fotografía de la tierra, análisis de la sociedad, retrato del
caudillo, poderío de la lengua, y, junto con otra obra argentina, el poema de José Hernández,
Martín Fierro, constituye el díptico de las mejores obras literarias del siglo de la independencia:
la prosa de Facundo, la épica de Martín Fierro, abren los horizontes de la imaginación y el
lenguaje de los hispanoamericanos mucho más, me parece, que la tradición bastante pobre de la
novela que se anuncia como tal, y que puede ser tan divertida como las aventuras narradas por el
mexicano Manuel Payno o tan pedagógica como las crónicas sociales del chileno Alberto Blest
Gana. Pero ni Los bandidos de Río Frío, ni Martín Rivas pueden compararse, ni con las grandes
novelas escritas en la América española en nuestro siglo, ni con los libros que, como
el Facundo y el Martín Fierro, apuestan con audacia a su propia imaginación, a su propio
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lenguaje. La novela decimonónica hispanoamericana, en cambio, no se atreve a abandonar una
preceptiva que engañosamente sería señuelo de la modernidad: el romanticismo primero, el
realismo en seguida, el naturalismo finalmente. El romanticismo, escribe Machado de Assís, es
un jinete que agotó a su propio corcel hasta abandonarlo en el arroyo donde lo encontraron los
realistas convertido en carroña. Por pura piedad, añade el autor de Memorias póstumas de Blas
Cubas, los realistas se llevaron la carroña romántica a sus novelas. Un corcel agotado. Un
hermoso caballo vencido, devorado por las llagas y los gusanos. ¿Cuál fue su nombre original?
¿Rocinante? ¿Clavileño?
¿Qué supo Machado que no supieron los novelistas hispanoamericanos? ¿Por qué el milagro de
Machado? El milagro se sostiene sobre una paradoja: Machado asume, en Brasil, la lección de
Cervantes, la tradición de La Mancha que olvidaron, por más homenajes que cívica y
escolarmente se rindiesen al Quijote, los novelistas hispanoamericanos, de México a Argentina.
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Las imitaciones extralógicas de la era independiente creyeron en una civilización Nescafé:
podíamos ser instantáneamente modernos excluyendo el pasado, negando la tradición. El genio
de Machado se basa, exactamente, en lo contrario: su obra está permeada de una convicción: no
hay creación sin tradición que la nutra, como no habrá tradición sin creación que la renueve.
Pero Machado tampoco tenía detrás de sí una gran tradición novelesca, ni brasileña ni
portuguesa. Tenía, en cambio, la tradición que compartía con nosotros, los hispanoparlantes del
continente: tenía la tradición de La Mancha. Machado la recobró: nosotros la olvidamos. Pero,
¿no la olvidó también la Europa postnapoleónica, la Europa de la gran novela realista y de
costumbres, psicológica o naturalista, de Balzac a Zola, de Stendhal a Tolstoy? ¿Y no fue nuestra
pretensión modernizante, en toda Iberoamérica, reflejo de esa corriente realista que convengo en
llamar la tradición de Waterloo, por oposición a la tradición de La Mancha?
En su Arte de la novela, Milán Kundera, más que nadie, ha lamentado el cambio de camino que
interrumpió la tradición cervantesca continuada por sus más grandes herederos, el irlandés
Laurence Sterne y el francés Denis Diderot, a favor de la tradición realista descrita por Stendhal
como el reflejo captado por un espejo que se pasea a lo largo de un camino, y confirmada por
Balzac como el hecho de hacerle la competencia al registro civil.
Machado no. Está bien despierto. Su prosa es meridiana. Pero también lo es su misterio: un
misterio solar, el de un escritor americano de lengua portuguesa y raza mestiza que, solitario en el
mundo como una estatua barroca de Minas Gerais del realismo decimonónico, redescubre y
reanima la tradición de La Mancha contra la tradición de Waterloo.
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La Mancha y Waterloo.
En medio de ambas tradiciones, Machado de Assís, nacido en 1839 y muerto en 1908, revalida la
tradición interrumpida de La Mancha y nos permite contrastarla, de manera muy general, con la
tradición triunfante de Waterloo. La tradición de Waterloo se afirma como realidad. La tradición
de La Mancha se sabe ficción y, aún más, se celebra como ficción. Waterloo ofrece rebanadas de
vida. La Mancha no tiene más vida que la de su texto, haciéndose en la medida en que es escrito
y es leído. Waterloo surge del contexto social. La Mancha desciende de otros libros. Waterloo lee
al mundo. La Mancha es leída por el mundo. Waterloo es serio. La Mancha es ridícula. Waterloo
se basa en la experiencia: nos dice lo que sabemos. La Mancha se basa en la inexperiencia: nos
dice lo que ignoramos. Los actores de Waterloo son personajes reales. Los de La Mancha, son
lectores ideales. Y si la historia de Waterloo es activa, la de La Mancha es reflexiva.
Estas divisiones teóricas pueden resultar rígidas, pero las obras mismas son mucho más fluidas.
Por ejemplo, una de las características más notables de la tradición cervantina, la locura de la
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lectura, origen de la acción de Don Quijote, trasciende al plano realista en una novela como La
abadía de Northanger, parte de la comedia social inglesa de Jane Austen, cuya protagonista,
Catherine Moorland, pierde el juicio leyendo novelas góticas; y sobre todo, en una de las obras
maestras del realismo psicológico, Madame Bovary, donde la heroína de Flaubert pierde el
equilibrio entre su realidad social y su realidad psicológica porque lee demasiadas novelas
románticas. Y tanto Sorel como Raskolnikov, ya lo indiqué, son quienes son porque han
devorado demasiadas páginas sobre la epopeya napoleónica.
Más específicamente manchego es que una novela se sepa a sí misma ficción, sea consciente de
su naturaleza fictiva. Don Quijote, Tristam Shandy, Jacques el fatalista y Blas Cubas, además de
saberse ficción, celebran su génesis fictiva.
Don Quijote, desde un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiere acordarse, pero también
desde una imprenta de Barcelona donde el personaje de Cervantes visita el lugar mismo donde su
vida se vuelve libro, pues Don Quijote es el primer personaje de la novela moderna que se sabe
escritor impreso y leído, como Tristam Shandy se sabe escrito por sí mismo y como Blas Cubas
sabe que también está siendo escrito por sí mismo, pero no por un Blas Cubas cualquiera, sino
por un Blas Cubas muerto, que redacta sus memorias desde la tumba. Blas Cubas, además,
reclama, para inscribirse en una tradición, la de lector de Tristam Shandy, sólo que Tristam
Shandy, a su vez, se reclama de la tradición de Don Quijote.
Y Sterne dice, en el Tristam Shandy, que ha tomado su forma de “el incomparable caballero de
La Mancha al cual, por cierto, y con todas sus locuras, amo más y hubiese dado más por hacerle
una visita, que al más grande héroe de la antigüedad”.
El visitante del libro es nada menos que el Lector del libro, personaje central del Quijote desde el
momento en que Cervantes, en el prólogo, inicia la novela dirigiéndose al “desocupado lector”.
Pero en Cervantes, la relación con el lector es una discreta, aunque angustiada, llamada de
atención al otro socio de la lectura, el Autor incierto de la incierta novela que se inicia en un
incierto lugar de La Mancha donde vive un incierto caballero de incierto nombre que sale de su
incierta aldea a una geografía, ésta sí cierta, ésta sí poblada por muy concretos cabreros,
alguaciles, venteros, maritornes, curas, titiriteros y aristócratas, a los que Don Quijote vuelve
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inciertos también porque los somete a las leyes de la lectura anterior: los molinos son gigantes,
las ventas son palacios, los rebaños son ejércitos, los títeres son feroces moros y Aldonza es
Dulcinea.
Al borrar la frontera entre la realidad y la ficción, Cervantes no sólo celebra la génesis de ésta
como tal. La incertidumbre de lugar, nombre y acción cumple una función política: obliga a
dudar de todo dogma, así sean los del Concilio de Trento, las leyes de pureza de sangre y la Santa
Inquisición: con el Quijote hemos topado, Torquemada. Pero hay algo más: la fundación
cervantina critica al mundo sólo porque se critica a sí misma y le extiende al autor mismo la
incertidumbre crítica de la novela: ¿Quién es este autor que se dirige al “desocupado lector”? ¿Es
Cervantes, es Saavedra, es Cide Hamete, es un Sancho enmascarado, es el autor del Quijote
apócrifo, Avellaneda? ¿O son los autores de la tradición de La Mancha, los descendientes de
Cervantes, Sterne, Diderot, Machado y, al cabo, Pierre Menard, el autor del Quijote en el cuento
de Borges?
Sterne se dirige constantemente al lector: “Veo claramente, lector, por tu aspecto…”, le dice el
invisible autor al invisible lector, echándole piropos, preguntándole, y ahora, ¿qué debo hacer?,
poniendo el destino mismo de la novela en manos de su destinatario: El ser o no ser
shakesperiano se convierte en el libro de Sterne en un narrarlo o no narrarlo. Las voces del lector
irrumpen en la novela para animar o desanimar al narrador. Un lector le dice: “cuéntalo, no lo
dudes”. Otro, en cambio, le advierte: “Serás un idiota si lo haces”.
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2.- Cenando con un viejo amigo.
5.- En la casa de un par de Francia, donde carecieron de todas las necesidades en medio de todas
las superfluidades.
Esta es la tradición lúdica cuyo abandono Kundera lamenta pero que Machado, inesperadamente,
recupera. Memorias póstumas de Blas Cubas, publicadas en 1881 son escritas desde la tumba por
un autor cuya autoría puede ser tan cierta como la muerte misma, sólo que Blas Cubas convierte a
la muerte misma en una incertidumbre, ab initio, el tema cervantesco de la ficción consciente de
serlo:
“Soy un escritor muerto –dice Blas Cubas–, no en el sentido de alguien que ha escrito antes y
ahora está muerto, sino en el sentido de un escritor que ha muerto pero sigue escribiendo”. Este
escritor, para el cual “la tumba es en realidad una nueva cuna”, es el narrador póstumo Blas
Cubas, el cual, al renovar la tradición cervantina y sobre todo sterniana de dirigirse al lector, lo
hace a sabiendas de que, esta vez, el lector tiene que vérselas menos con un autor incierto como
el del Quijote, o con un autor angustiado por escribir la totalidad de su vida antes de morir, como
TS, que con un autor muerto que escribe desde la tumba, que dedica su libro “al primer gusano
que devoró mi carne” (nótese el uso del pretérito) y que admite la fatalidad de su situación:
“Todos tenemos que morir. Es el precio por estar vivos”.
De este modo, Blas Cubas traslada su propio pasado vivo y su propio presente muerto al lector,
con mucho del humor de Cervantes, Sterne y Diderot. pero con una acidez, a veces una rabia, que
sorprende en personaje y autor tan dulces como Blas Cubas y Machado de Assís, si no nos
advirtiesen ambos, desde la primera página, que estas Memorias póstumas están escritas “con la
pluma de la risa y la tinta de la melancolía”.
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Esta me parece la frase esencial de la novela manchega del novelista carioca: escribir con la
pluma de la risa y la tinta de la melancolía. La risa primero. La admiración de Tristam Shandy
por Don Quijote, a la que aludí líneas arriba, se basa en el humor: “Estoy persuadido —leemos en
TS—, que la felicidad del humor cervantino nace del simple hecho de describir eventos pequeños
y tontos con la pompa circunstancial que generalmente se reserva a los grandes acontecimientos”.
Sterne pone de cabeza este humor, describiendo los hechos pomposos con el humor de los hechos
pequeños. La guerra de la sucesión española, la herencia de Carlos el Hechizado, que ensangrentó
una vez más los campos de Flandes, es reproducida por el tío Toby de Tristam Shandy, privado
de luchar en la guerra porque recibió una herida en la ingle, en el césped que antes le sirvió de
boliche, entre dos hileras de coliflores. Allí, el tío Toby puede reproducir las campañas de
Marlborough, sin derramar una gota de sangre.
El humor de Machado va más allá del humor de Cervantes y el de Sterne: el brasileño narra
pequeños hechos en breves capítulos con la mezcla de risa y melancolía que se resuelve, en más
de una ocasión, en ironía. Libro epicúreo, lo ha llamado alguna crítica norteamericana. Libro
aterrador, añade otra reseña neoyorquina, porque su denuncia de la pretensión y la hipocresía que
se esconden en los seres comunes y corrientes, es implacable. No, corrige Susan Sontag: este es
solamente un libro de un escepticismo radical que se impone al lector con la fuerza de un
descubrimiento personal.
Es cierto: los elementos carnavalescos, la risa jocular que Bajtin atribuye a las grandes prosas
cómicas de Rabelais, Cervantes y Sterne, están presentes en Machado. Baste recordar los
encuentros picarescos con el filósofo-estafador Quincas Borca, el vodevil de los encuentros con la
amante secreta, Virgilia, y la descripción de la manera como ésta usa la religión: “como una ropa
interior larga y colorada, protectora y clandestina”. Basta evocar los retratos satíricos de la
sociedad carioca y de la burocracia brasileña, resueltos en un espléndido pasaje cómico que
reduce la política al problema de convertirse en secretario de un gobernador para poder
acompañar al interior a su amante, la mujer del gobernador: así se resuelve administrativamente
el problema del adulterio.
En gran medida, el humor de Machado determina el ritmo de su prosa: no sólo la brevedad de los
capítulos, sino la velocidad del lenguaje. Esta rapidez como hermana de la comicidad, obvia en la
imagen cinematográfica acelerada de Chaplin o Buster Keaton, tiene su antecedente musical
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en El barbero de Sevilla de Rossini, su antecedente poético en el Eugenio Oneguin de Puschkin y
su antecedente novelesco en Jacques el fatalista de Diderot, del cual extraigo el siguiente
ejemplo: El autor conoce “a una mujer bella como un ángel… Deseo acostarme con ella. Lo
hago. Tenemos cuatro hijos”.
En Blas Cubas, así se caracteriza a sí mismo el autor: “¿Por qué negarlo? Sentía pasión por la
teatralidad, los anuncios, la pirotecnia”. Y Virgilia, la amante del narrador, es descubierta y
descrita en unos cuantos trazos certeros: “Bonita, espontánea, frescamente modelada por la
naturaleza, llena de esa magia, precaria pero eterna, que es transmitida secretamente para la
procreación”.
Sin embargo, la risa rabelaisiana pronto se congela en los labios de la melancolía machadiana. Ya
he dicho que en Tristam Shandy las batallas de la guerra de la sucesión española ocurren en el
jardín potager del tío Toby, sin derramamiento de sangre. Machado hace hincapié en que el
encuentro de risa y melancolía en Blas Cubas tampoco desembocará en la violencia. Un párrafo
ilustrativo lo indica: ante la posibilidad de un encuentro de fuerza, el autor promete que no habrá
la violencia esperada y que la sangre no manchará la página.
El lector hispanoamericano podría encontrar en esta frase una sublectura histórica del Brasil
como la nación latinoamericana que ha sabido conducir los procesos históricos sin la violencia de
los demás países del Continente. Acaso las excepciones confirmen la regla. En todo caso, en la
novela de Machado el rumor del carnaval carioca va quedando lejos y afuera, a medida que la
tinta de la melancolía va ganándole espacios a la pluma de la risa.
Vi hace poco un documental de televisión dedicado a Carmen Miranda, que se inicia con la
infinita melancolía de las canciones tradicionales de Brasil en la voz de esta mujer excepcional
convertida por Hollywood en símbolo estrepitoso del carnaval, la alegría ruidosa y el frutero en la
cabeza. Pero a medida que el clisé revela la cara de la muerte, el estrépito de la Chica-Chica-Bum
se desvanece y retoma la voz auténtica, la voz perdida, la voz de la melancolía. Es como si, desde
la muerte, Carmen Miranda exclamase: “¡No me quiten mi tristeza!”.
Por eso digo que la frase más significativa del libro de Machado es ésta: ¿pues qué es Blas
Cubas sino la melancólica historia de un solterón que primero debe sortear los peligros del
adulterio y más tarde los de la vejez solitaria y ridícula? “La muerte de un solterón a la edad de
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sesenta y cuatro años no alcanza el nivel de la gran tragedia”, advierte el narrador al final de un
recorrido en el que descubre otra unidad olvidada por Aristóteles: la unidad de la miseria
humana.
Hay un momento casi proustiano en el que Blas Cubas abandona un baile a las cuatro de la
mañana y se nos pregunta: “¿Y qué creen ustedes que me esperaba en mi carruaje? Mis cincuenta
años. Allí estaban, sin invitación, no ateridos de frío o reumáticos, sino adormilados y exhaustos,
anhelando el hogar y la cama”. El olvido, nos dice Machado, nos acecha antes de la muerte: “El
problema no consiste en encontrar a alguien que recuerde a mis padres, sino en encontrar a
alguien que me recuerde a mí”. Blas Cubas empieza por imitar a la muerte: “No le gusta hablar
porque quiere que todos crean que se está muriendo”. Pero sólo la lectura crítica de esta gran
novela puede conducimos a la pregunta literaria, a la pregunta de la tradición que Machado
revive y prolonga, la tradición de La Mancha, contestada también, a su manera, por otra gran
novela latinoamericana escrita desde la muerte, el Pedro Páramo de Juan Rulfo. Esta pregunta es,
“¿ser muerto es ser universal” o, dicho de otra manera, “para ser universales, ¿los
latinoamericanos tenemos que estar muertos?”
Susan Sontag contesta afirmando la modernidad de Machado de Assís, pero advirtiéndonos que
nuestra modernidad es sólo un sistema de alusiones halagadoras que nos permiten colonizar
selectivamente el pasado. Sabemos que hemos sufrido de una modernidad excluyente, una
modernidad huérfana en América Latina —ni Mother ni Dad— y que estamos empeñados en
conquistar una modernidad incluyente, con papá y con mamá, abarcadora de cuanto hemos sido:
hijos de La Mancha, parte de la impureza mestiza que hoy se extiende globalmente para crear una
polinarrativa que se manifiesta como verdadera Weltliteratur en la India de Salman Rushdie, la
Nigeria de Wole Soyinka, la Alemania de Günter Grass, la Sudáfrica de Nadine Gordimer, la
España de Juan Goytisolo o la Colombia de Gabriel García Márquez. El mundo de La Mancha: el
mundo de la literatura mestiza.
Machado no reclama este mundo por razones de raza, historia o política, sino por razones de
imaginación y lenguaje, que abrazan a aquéllas. ¡Qué universales, pero qué latinoamericanas, son
sentencias como éstas de Machado!:
“Sólo Dios conoce la fuerza de un adjetivo, sobre todo en países nuevos y tropicales”.
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O esta otra:
La fe en las constituciones escritas devuelve a Machado a la pluma de la risa, pero esta vez dentro
de una constelación de referencias y premoniciones asombrosas, que nos conducen, nuevamente
por la vía cómica, del escritor que no tuvimos los hispanoamericanos en el siglo XIX –Machado
de Assís–, al escritor que sí tuvimos en el siglo XX –Jorge Luis Borges–. La estrategia borgiana
de romper la idea absoluta con el accidente cómico ya está presente en Machado cuando Blas
Cubas nos declara su intención de escribir el libro que nunca escribió, una Historia de los
Suburbios cuya concreción contrasta absolutamente con la abstracción de la filosofía a la moda
en el siglo XIX latinoamericano: el positivismo de Comte, el lema de su filosofía trinitaria, Orden
y Progreso, plasmado en la bandera brasileña y que los científicos porfiristas en México también
hicieron suya, opuesto al accidente cómico de Blas Cubas: escribir una historia de los suburbios y
sustituir el orden y el progreso por la invención práctica de un emplasto contra la melancolía.
Y sin embargo, el hambre latinoamericana, el afán de abarcarlo todo, de apropiarse todas las
tradiciones, todas las culturas, incluso todas las aberraciones; el afán utópico de crear un cielo
nuevo en el que todos los espacios y todos los tiempos sean simultáneos, aparece brillantemente
en Memorias póstumas de Blas Cubas como una visión sorprendente del primer Aleph, anterior al
muy famoso de Borges, del cual, el suyo, el propio Borges dice: “Por increíble que parezca yo
creo que hay, o que hubo, otro Aleph”. Sí: es el de Machado de Assís.
“Imagina, lector”, dice Machado, “imagina una procesión de todas las épocas, de todas las razas
del hombre, todas sus pasiones, el tumulto de los imperios, la guerra del apetito contra el apetito
y del odio contra el odio”. Este fue “el monstruoso espectáculo” que ve Blas Cubas desde la cima
de una montaña, como el ángel por venir de Walter Benjamín contemplando las ruinas de la
historia, “la condensación viviente de la historia”, dice el cadáver autoral de Blas Cubas, cuya
mente es “un escenario… una confusión tumultuosa de cosas y de personas en las que todo se
podía ver con precisión, de la rosa de Esmirna a la planta que crece en tu patio trasero al lecho
magnífico de Cleopatra al rincón de la playa donde el mendigo tiembla mientras duerme…”. Allí
(en el primer Aleph, el Aleph brasileño de Machado de Assís) “podía encontrarse –continúa el
autor– la atmósfera del águila y el colibrí, pero también la de la rana y el caracol”.
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La visión del Aleph de Machado, su hambre universal, da entonces un color a su pasión literaria,
a su forma de dirigirse al lector, “lector poco ilustrado”, lector que es “el defecto del libro”, pues
quiere vivir con rapidez y llegar cuanto antes al final de una obra que es lenta “como un par de
borrachos tambaleándose en la noche”. Es a este lector nada amable al que Machado dirige sus
juegos y conminaciones, más graves acaso, que las de Sterne o Diderot, por más que se asemejen
formalmente:
“Lector, sáltate este capítulo; vuelve a leer este otro; conténtate con saber que estas son
meramente notas para un capítulo vulgar y triste que no escribiré; irrítate de que te obligue a leer
un diálogo invisible entre dos amantes que tu curiosidad chismosa quisiera conocer; y si este
capítulo te parece ofensivo, recuerda que éstas son mis memorias, no las tuyas, y que desde el
principio te advertí: este libro es suficiente en sí mismo. Si te place, excelente lector, me sentiré
recompensado por mi esfuerzo; pero si te desagrada, te premiaré con un chasquido de dedos, y
me sentiré bien librado de ti…”
El trato un tanto rudo que Machado le reserva al lector no es ajeno, me parece, a una exigencia
comparable a la de los campanazos a la medianoche que escuchó Falstaff: se trata de despertar al
lector, de sacarlo de la siesta romántica y tropical, de encaminarlo a tareas más difíciles y de
abocarlo a una modernidad incluyente, apasionada, hambrienta.
Claudio Magris dice algo sobre nuestra literatura que me parece aplicable a Machado: “La
América Latina, escribe el autor de El Danubio, ha dilatado el espacio de la imaginación. La
literatura occidental estaba amenazada de incapacidad. Europa asumió la negatividad.
Latinoamérica, asumió la totalidad. Pero hoy Europa debe admitir su mala conciencia en la
celebración de Latinoamérica. Hoy, todos debemos leer a la América Latina en contra de la
tentación de la aventura exótica: los lectores europeos (y los latinoamericanos también, añadiría
yo) deben aprender a hacer la tarea escolar de leer en serio la prosa melancólica, difícil, dura, de
los latinoamericanos.”
Magris podría estar describiendo, a pesar de la hermosa ligereza total de su escritura, los libros de
Machado de Assís. Pero Machado, cuando escribe el primer Aleph, también le está exigiendo a
los latinoamericanos que sean audaces, que lo imaginen todo.
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En Cervantes y en Sterne, los modelos de Machado, el espíritu cómico indica los límites de la
realidad. La reproducción de los sitios de batalla de Flandes en un jardín de hortalizas señala,
en Tristam Shandy, no sólo los límites de la representación literaria, no sólo los límites de la
representación histórica, sino los límites de la historia misma. Pues la historia es tiempo y el
tiempo, nos dice Sterne al final de su bellísima novela, es fugaz, se gasta con demasiada prisa:
“cada letra que trazo me dice con cuánta rapidez la vida fluye de mi pluma —los días y sus horas,
más preciosas, mi querida Jenny, que los rubíes en tu cuello, vuelan sobre nuestras cabezas como
nubes ligeras en un día de viento, pero nunca regresan… y cada vez que beso tu mano para decir
adiós, y cada ausencia que sigue a nuestra despedida, no son sino preludios a la eterna
despedida… ¡Dios tenga piedad de nosotros!”
Con razón llamó Dostoievsky al Quijote el libro más triste que se ha escrito, pues es la historia de
una desilusión. Pero es también, añade el autor ruso, el triunfo de la ficción: en Cervantes, la
verdad es salvada por una mentira.
Machado de Assís también se ubica entre la fuerza de una ficción que lo incluye todo, como la
imaginación latinoamericana quisiera abarcarlo todo, y los límites impuestos por la historia.
“Viva la historia, la vieja y voluble historia, que da para todo”, exclama desde la tumba Blas
Cubas sólo para indicamos que esta capacidad totalizadora es sólo la del error, que el hombre no
es, como dijo Pascal, un carrizo pensante, sino un carrizo errante: “Cada periodo de la vida –dice
Cubas–, es una nueva edición que corrige la precedente y que a su vez será corregida por la que
sigue, hasta que se publique la edición definitiva, que el editor le entrega a los gusanos”.
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Recuerdo el amor de Julio Cortázar por la figura del loco sereno, que el propio Cortázar consagró
en varios personajes de Rayuela. Machado tiene el suyo, se llama Romualdo y es cuerdo en todo
salvo en una cosa: se cree Tamerlán. Como Alonso Quijano se creyó don Quijote; como el tío
Toby se cree un estratega militar y el personaje de Pirandello se cree el rey Enrique IV. En todo
lo demás, son personas razonables.
Machado atribuye esta locura a la idea fija que, llevada a la acción política, sí puede causar
catástrofes: véase, nos indica, Bismarck y su idea fija de reunificar a Alemania, prueba del
capricho y de la irresponsabilidad inmensas de la historia.
Por eso conviene respetar a los locos serenos, dejarlos tranquilos en su espacio, como el ateniense
evocado por Machado que creía que todos los barcos que entraban al Pireo eran suyos; como el
loco evocado por Horacio y recogido por Erasmo: un orate que se pasaba los días dentro de un
teatro riendo, aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía que una obra se estaba representando en
el escenario vacío. Cuando el teatro fue cerrado y el loco expulsado, éste reclamó:
“No me habéis curado de mi locura, pero habéis destruido mi placer y la ilusión de mi felicidad”.
Erasmo nos pide, por esta vía, regresar a las palabras de San Pablo: “Dejad que aquel que parece
sabio entre vosotros se vuelva loco, a fin de que finalmente se vuelva sabio… Pues la locura de
Dios es más sabia que toda la sabiduría de los hombres”.
Los hijos de Erasmo se convierten, en Iberia y en Iberoamérica, en los hijos de La Mancha, los
hijos de un mundo manchado, impuro, sincrético, barroco, corrupto, animados por el deseo de
manchar con tal de ser, de contagiar con tal de asimilar, de multiplicar las apariencias a fin de
multiplicar el sentido de las cosas, en contra de la falsa consolación de una sola lectura, dogma-
tica, del mundo. Hijos de La Mancha que duplican todas las verdades para impedir que se instale
un mundo ortodoxo, de la fe o la razón, o un mundo puro, excluyente de la variedad pasional,
cultural, sexual, política, de las mujeres y de los hombres.
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Con Machado y su ascendencia manchega y erasmiana, con Machado y su descendencia
macedonia, borgiana, cortazariana, nelidiana, goytisolitaria y julianofluvial, continuaremos
empeñados los escritores de Iberia y de América en inventar eso que el gran Lezama Lima
llamaba “eras imaginarias”, pues si una cultura no logra crear una imaginación, resultará
históricamente indescifrable.
Machado, el brasileño milagroso, nos sigue descifrando porque nos sigue imaginando y la
verdadera identidad iberoamericana es sólo de la nuestra, imaginación literaria y política, social y
artística, individual y colectiva.
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