Todo Lo Que No Vemos - Emma Colt
Todo Lo Que No Vemos - Emma Colt
Todo Lo Que No Vemos - Emma Colt
EMMA COLT
ÍNDICE
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Agradecimientos
¡Ayúdame a llegar a más lectores!
Secretos Inconfesables - Lee un fragmento
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Todos los libros de Emma Colt
© Amèlia Mora, 2024
https://emmacolt.com
[email protected]
ISBN: 978-84-947102-7-8
Todos los derechos reservados. Esto quiere decir que intento ganarme la vida
escribiendo libros que te apasionen, así que por favor, no realices ningún tipo
reproducción, distribución, comunicación pública o transformación totales o
parciales sin mi previa autorización, tal y como establecen las leyes sobre la
propiedad intelectual (pero estoy segura de que esto ya lo sabes ;). ¡Gracias por
apoyar el trabajo de los autores!
Siempre, para H.
PRÓLOGO
Max
Gabriel - Hoy
Sira
La pregunta que más odio en el mundo, pero la que más odio con
todas mis fuerzas, es si a Gabriel y a mí nos han dicho alguna vez
que haríamos muy buena pareja. En los últimos tres años nos lo han
preguntado tantas veces que es como si las palabras estuviesen
empezando a tomar cuerpo en el aire y colgasen de forma
permanente por encima de nuestras cabezas.
Bueno, para mí más bien es un martillo con el que me golpean la
cabeza demasiado a menudo.
Sea pregunta o martillo, siempre que aparece yo reacciono igual:
cual perrito bien entrenado, intercambio una mirada de complicidad
con Gabriel y uno de los dos aclara que lo nuestro es solo amistad,
que ven cosas donde no las hay. Porque, en estos tres años, nos
hemos convertido en mejores amigos, pero él no ha dejado de
verme solo como a una amiga o una hermana pequeña y sigue
completamente colgado de su exnovia. Y sí, yo sigo completamente
colgada de él.
Mi primer día de trabajo en Eventos Luxe fue más que suficiente
para volver a enamorarme de Gabriel. Vamos, solo me faltó caerme
a sus pies con la cara por delante. Y aquí seguimos, tres años
después, sin que nada haya cambiado. Él sigue siendo un tipo
increíble y yo… Pues soy yo.
Si lo miro por el lado positivo, es la primera vez que aguanto
tanto en un empleo. Sí, eso es bueno. De hecho, en la última cena
semanal familiar con mis padres, mi madre lo comentó. Qué bien
que por fin haya encontrado estabilidad profesional. Y en una
empresa de tanto éxito y en la que también trabaja Gabriel, al que
adoran.
Ajá, sí, qué bien.
Puede, solo puede, que lleve un tiempo ignorando el gusanillo
del aburrimiento que ha empezado a crecer en mi interior. Pero
vamos a hacer como que no existe. No me siento con fuerzas para
enfrentarme otra vez a mi inconstancia.
Gabriel es el principal motivo por el que he aguantado tanto
tiempo en Eventos Luxe. Al contrario que una servidora, él es
responsable y estable. Supongo que en este tiempo ha influido de
manera positiva en mí. Si es que con solo treinta y dos años ya es
jefe de departamento desde hace uno. Y fíjate que no se le ha
subido a la cabeza, sigue siendo el mismo de siempre.
La parte mala de todo esto es que sigo bloqueada. Que conste,
por favor, que yo he puesto de mi parte. Me he buscado citas, he
intentado algo más serio, pero nada funciona para olvidarlo. Y sí, me
acuesto con otros tíos a pesar de estar enamorada de Gabriel. El
sexo me gusta y no estoy dispuesta a vivir sin él.
Pero no puedo negar que estoy un poco preocupada. Hasta hace
poco, esto era suficiente para ir tirando. Una cita aquí, una cita allá y
seguía adelante un tiempo más con la esperanza de que algún día
apareciera alguien increíble que me ayudara a olvidarme de él. Pero,
de un tiempo a esta parte, después de acostarme con alguien me
siento… vacía. Anoche me pasó. No estuvo nada mal y fue divertido,
nos reímos, pero… él no era Gabriel.
Sospecho que mi corazón, o mi cabeza, está intentando decirme
algo, pero tampoco me siento lista para escucharlo. Así pues, me
siento ante el ordenador y me concentro en trabajar. Sin embargo,
una nubecita negra se ha instalado encima de mi cabeza y no deja
de hacerme compañía. Es como si me fuese dando golpecitos en la
nuca para que no me olvide del tema.
Por suerte, a media mañana sucede algo tan gordo que la
nubecita negra explota y se volatiliza.
Lucía, del Departamento de Grandes Fiestas, se pega como una
lapa al cristal que separa nuestros despachos y empieza a golpearlo.
—¡Venid! —grita.
Justo después, mi teléfono empieza a vibrar como loco por la
entrada de mensajes. Cuando compruebo qué está pasando,
descubro que los diferentes chats que tengo con compañeros de
trabajo están echando humo. Y cuando leo el primer mensaje de
todos, lo que está a punto de explotar son mis ojos.
«Carla está saliendo con el JEFAZO».
Me pongo de pie de un salto con tanto ímpetu que mi silla rueda
varios metros hacia atrás.
—¡Lo sabía! —grito, triunfal.
En su despacho, Sergio, el responsable de Prensa, se da tanto
impulso al levantarse mientras grita un indignado «¡¿Qué?!» que se
cae al suelo. Nadie le hace caso y todos corremos al despacho de
Grandes Fiestas, donde entramos como una tromba descontrolada,
empujándonos para ser los primeros y abriéndonos paso entre los
que ya están allí. Carla nos mira como si hubiésemos perdido la
chaveta.
Pero a ver, ¿cómo íbamos a reaccionar de otra manera? Hace
unos meses, debido a no sé qué problema, Max le pidió que ocupara
el puesto de asistente de dirección durante una temporada. No sé
cómo la convenció porque Héctor Bosch, el propietario de Eventos
Luxe, es muy bueno en su trabajo, pero tiene un mal genio histórico.
Se ventilaba varios asistentes de dirección cada semana. Pero, fíjate
tú, al cabo de un tiempo de trabajar codo a codo con Carla, su
carácter empezó a cambiar.
—A ver, ¡que todo el mundo suelte la pasta que me debe! —grito
para hacerme oír por encima del follón.
La gente empieza a soltar el dinero y yo lo recaudo, feliz como
una perdiz.
—Gracias, gracias… También acepto Bizum si no tenéis efectivo
—digo. Lo que sea por poner las cosas fáciles.
No parecía posible, pero la cara de asombro de Carla va a más.
—¿Te has liado con el jefe y yo no me había enterado? —le
pregunta Sergio. Es el mayor cotilla que hay sobre la faz de la Tierra
y no haberse enterado de algo así tiene que ser muy doloroso para
él.
—Bueno, procuramos ser discretos —contesta ella. La pobre casi
parece que se esté disculpando.
—¿Discretos? —pregunto yo.
—Hace semanas Sira empezó a decir que os habíais liado y nadie
más estaba de acuerdo —le explica Lucía, mirándola con los ojos
muy abiertos.
—A ver: Carla empieza a trabajar para él y, en vez de despedirla
o seguir como siempre, el tío se vuelve amable. Dos más dos, gente
—digo yo. Los billetes siguen llegando a mis manos.
—¿Apostasteis a mis espaldas que estaba saliendo con el jefe? —
pregunta el objeto de mi apuesta, indignada—. ¿Por qué no me
preguntasteis directamente?
—Eso no es divertido —respondo—. Además, acabo de sacarme
un pastón.
—No me lo puedo creer —dice entre indignada y atónita, pero yo
la abrazo con fuerza.
—Eh, que nos alegramos un montón por vosotros. —Lo digo con
absoluta sinceridad. Carla lo pasó mal cuando cortó con su anterior
novio y desde hace un tiempo se la ve… feliz.
De repente, se hace silencio absoluto en el despacho. Héctor
Bosch, jefazo de Eventos Luxe y el conocido propietario de la
mencionada histórica mala leche, está en la puerta mirándonos con
cara de querer explicaciones. Vale que a lo largo de los últimos
meses el hombre se ha vuelto amable, pero quizás le estamos
pidiendo demasiado.
Su mirada se dirige hacia Carla… y le dedica una sonrisa burlona.
—Era mejor escribir un correo electrónico —le dice.
Se me escapa una risa incrédula. ¿Pretendía anunciar que son
pareja a través de un correo electrónico? Qué tío, ha cambiado, pero
está claro que sigue siendo el jefe.
—¡No es culpa mía si se han vuelto todos locos! —se defiende
Carla.
—A ver si consigues que vuelvan al trabajo —dice el jefazo antes
de largarse.
—¡Venga, venga, ya habéis oído al jefe! ¡A trabajar! —grita, pero
pasamos de ella.
Sigo recogiendo billetes hasta que algo detrás de Carla llama mi
atención. Es Gabriel, que está mirando su móvil con una expresión
tan sombría que asusta.
—Gabriel, ¿qué pasa? —pregunto, preocupada.
—Es Andrea. Que se va a casar con Isaac —dice, consternado. Le
da la vuelta al teléfono para mostrarme la bonita invitación de boda
que acaba de recibir.
El ruido de toda la gente que hay a nuestro alrededor se
desvanece de forma súbita. Solo oigo un silencio denso y los latidos
de mi corazón en los oídos. Y solo puedo ver la expresión de Gabriel.
Cuando Andrea rompió con él creí que no podría estar peor, pero
ahora me doy cuenta de lo equivocada que estaba. Ahora me doy
cuenta de que, en el fondo y de manera inconsciente, no había
perdido la esperanza de recuperarla. Pero acaba de descubrir que la
ruptura era definitiva. Del todo, sin vuelta atrás.
Acaban de lanzar una bomba atómica a su corazón.
Entiendo tanto lo que debe de estar sufriendo en estos
momentos que incluso me duele el pecho. Sigue ahí, mirando su
móvil, como si todavía no hubiese comprendido del todo lo que está
pasando. Pero lo conozco. A Gabriel no le gusta que los demás
sepan cuando está mal. Con él, la procesión va por dentro. Su
expresión se ha vuelto algo neutra, pero sé que por dentro está
devastado. Tanto que es incapaz de reaccionar.
Necesita mi ayuda.
Me apresuro a plantarme a su lado y tiro de él.
—Eh, ven conmigo.
Él se deja llevar, es como si hubiese perdido la voluntad de hacer
nada. Lo guío hacia su despacho ahora vacío. Al menos, está alejado
del de Grandes Fiestas, donde está todo el mundo concentrado.
Gabriel se sienta en su silla y se queda ahí mirando el vacío.
Yo no sé qué decirle. ¿Qué se puede decir en un momento así?
No hay palabras que puedan ayudarlo. ¿«Te acompaño en el
sentimiento»? Mejor no, eso solo conseguiría hundirlo más. Ahora
mismo, lo único que tiene opciones de ayudar un poco es la
distracción. Intentar que piense en otra cosa.
—Eh, vamos a comer al parque. A esta hora seguro que
conseguimos una buena sombra —propongo. Con la que se ha liado
con el bombazo sobre Carla y el jefe, nadie nos echará de menos.
Gabriel asiente y yo sonrío aliviada porque al menos reacciona.
En el parque que hay cerca de la oficina encontramos una buena
sombra y Gabriel abre su fiambrera, la que le regalé. Después, se
queda en silencio mirando algún punto indeterminado del suelo que
tenemos delante. No toca la comida, no abre la boca, no se fija en
nada de lo que sucede a su alrededor. Y eso que los padres y
madres que siempre pasan por ahí con sus hijos suelen ofrecernos
horas y horas de entretenimiento. Los niños son muy divertidos,
pero también pueden ser bestias salvajes. Mi mayor respeto por sus
progenitores.
—Llamaré a la vinoteca para cancelar la cata de quesos y vinos
—digo al cabo de un rato. Gabriel no está en condiciones de ir a
ningún lado.
Sin embargo, mis palabras lo hacen reaccionar.
—No. Iremos igualmente —dice, firme.
—Pero…
—Quiero ir. Además, si cancelamos en el último momento les
haremos una faena.
Asiento mientras disimulo lo mucho que me enternezco. Él
siempre tan formal y pensando en los demás.
Después de eso, parece que vuelve un poco a la vida. Echa un
vistazo a su fiambrera y la cierra.
—No tengo hambre. ¿Regresamos a la oficina? Tengo mucho
trabajo que hacer —dice.
Yo asiento y me limito a seguir su iniciativa. Si ahora le apetece
centrarse en trabajar, adelante. Le sentará bien pensar en otra cosa
que no sea la boda de su ex.
En la cata me doy cuenta de que debería haber insistido para
cancelarla. Si la situación fuese otra, me reiría de la cara con la que
Gabriel está saboreando los vinos y los quesos. Parece que le sepan
a arena. Es tan exagerado que el chico que dirige la actividad
termina por acercarse a preguntar si hay algún problema con los
productos.
—Están perfectos. Solo tiene un mal día —informo yo con una
sonrisa.
El chico, más tranquilo, se aleja. Yo observo a Gabriel. Ahora
tiene la mirada clavada en la pared y más bien está masticando con
rabia. Coge la copa y se bebe el vino de un solo trago. Madre mía.
—Te acompañaré a casa, ¿vale? —anuncio.
—No hace falta, estoy bien —replica sin mirarme, serio pero sin
perder la educación.
—Podemos pedir algo para cenar y ver una película.
Él coge su servilleta y se limpia los labios mientras inhala aire y lo
suelta con fuerza. Deja caer la servilleta sobre la mesa.
—Gracias, Sira, pero estoy bien. Estoy bien. —Lo dice con
suavidad, esforzándose por no ser brusco. Y todavía sin mirarme.
Suspiro y me rindo, conteniendo las ganas de llorar. No soporto
verlo así. Es Gabriel, quiero que esté bien y que nunca le pasen
cosas malas.
Cuando la cata termina, nos despedimos en la puerta y cada uno
se aleja en una dirección distinta. En cuanto llego a casa, las ganas
de llorar revientan la presa imaginaria con la que intentaba
contenerlas. Es oír la puerta del piso cerrándose detrás de mí y me
echo a llorar como una magdalena. En cuestión de segundos,
Aissatou y Noa han dejado lo que estaban haciendo para acercarse a
ver qué me pasa. Qué monas son. No me las merezco. Las quiero
tanto que todavía lloro más.
—Sira, cariño, ¿qué pasa? —pregunta Noa.
—La ex de Gabriel va a casarse con su novio actual —gimo entre
sollozos.
Las caras preocupadas de mis amigas se transforman y dejan
paso a la incredulidad. Soy idiota, lo sé. Idiota, idiota, idiota.
—¿Y estás llorando por eso? —pregunta Noa, incapaz de
esconder el asombro. Aissatou se cruza de brazos y levanta una
ceja, implacable.
Lo sé, es absurdo que esté llorando por esto, pero es que me
sabe muy mal por Gabriel. No hay derecho a que le pase algo así.
No se lo merece.
—Tía, esto no puede ser. Tienes que buscarte otro empleo de
una vez y alejarte de Gabriel —sentencia Aissatou.
A su lado, Noa asiente. Antes, mi situación con Gabriel le parecía
emocionante porque era una fuente de morbo, pero desde hace un
tiempo ya no esconde su preocupación por mí. Así de mal me ve.
Sé que mis amigas tienen razón. Debería cortar radicalmente con
esta situación que me está haciendo tanto daño. Pero ¿cómo voy a
abandonar a Gabriel justo ahora? Está viviendo uno de los
momentos más difíciles de su vida. Aunque solo me vea como a una
amiga, sé que le importo. Si ahora me alejara, sería otro revés para
él. Sería una crueldad por mi parte. Lo que necesita ahora es apoyo
y saber que tiene a alguien con quien contar para superar este mal
trago.
De hecho, sé con exactitud lo que debe de estar haciendo en
estos momentos y no es saludable. Alguien tiene que sacarlo de ese
bucle.
5
Gabriel
Gabriel
Sira
Sira
Gabriel
Sira
Sira
Gabriel
Gabriel
Sira
Sira
Gabriel
Sira
Gabriel
Sira
Gabriel
Desde que nos han traído una ración descomunal de tarta de limón
para Sira, una galleta para mí y un café delicioso a todos, no he
vuelto a abrir la boca para hablar. Sira se ha encargado de ello.
Primero ha conseguido que mi madre se animara a probar un
poco del merengue de su tarta.
—No está mal —ha valorado mamá, poco entusiasmada,
mientras dejaba su cuchara sobre la mesa—. Dime, ¿a qué te
dedicas, Sira?
—Gabriel y yo trabajamos en la misma empresa. Yo me dedico a
organizar bodas.
—¿De veras? Pensaba que eras enfermera o por el estilo. De esas
a las que le gusta torturar a sus pacientes.
No escupo un montón de migas de galleta de milagro. No me
puedo creer que mi madre haya hecho un comentario así. No solo
no le pega nada porque ella siempre es muy correcta, sino que el
nivel de mala educación hacia Sira y hacia todas las enfermeras del
mundo podría romper cualquier escala medidora.
Sin embargo, Sira se ha echado a reír con ganas.
—No, yo me dedico a torturar a novios y novias que cometen la
locura de querer casarse.
—¿Y cómo lo haces? Cuéntame.
Sira no se dedica a torturar a nadie, claro. De hecho, todo lo
contrario. Su trabajo es procurar que el día de su boda los novios
estén lo más relajados posible. Así pues, se dedica a narrar algunas
de sus anécdotas más divertidas.
El día que la hermana del novio declaró su amor por la novia en
medio de la iglesia… y la boda se canceló porque, al parecer, era
correspondida.
El día que una vieja rencilla familiar provocó una tumultuosa
pelea durante el banquete.
El día que la novia rompió aguas durante la ceremonia.
Mamá no ha parado de reír. Y entre discreta carcajada y discreta
carcajada, ha ido probando más bocados de la tarta. Por lo que me
ha contado Saúl, que esté comiendo tanto es todo un paso adelante.
No quiero sentir el alivio que me invade. Al ver que mamá parece
un poco mejor… una pequeña parte de mí se alegra. Pero no me
gusta sentirme así, no quiero sentir nada al respecto.
La vibración del teléfono en el bolsillo me saca de mis
pensamientos. Es un mensaje de Saúl.
«Llegando a la cafetería».
Hace un rato me ha escrito para preguntarme dónde estaríamos
con mamá y me ha dicho que vendría él a buscarla.
—Saúl está a punto de llegar —anuncio mientras apuro el café y
me levanto para ir a pagar.
Unos minutos después, salimos a la calle. Espero ver a Saúl
acercándose a nosotros, solo, posiblemente dedicándome una de
esas miradas airadas que ahora tiene reservadas para mí. Así que no
estoy preparado para la imagen con la que nos topamos.
No viene solo. Va cogido de la mano de una mujer alta, que yo
diría que es siete u ocho años mayor que él. No sabía que tuviese
pareja. Pero eso no es lo que me sorprende, no. Lo que me
sorprende es que la mujer está embarazada. De unos cuantos
meses. ¿De seis, quizás siete? No sabría decirlo. Lo suficiente como
para que el embarazo sea evidente, pero sin que parezca a punto de
dar a luz.
Me quedo mirando la tripa de la mujer. Algo en el fondo de mi
cabeza me advierte que estoy siendo muy mal educado, pero no
consigo reaccionar de otra manera.
—Estela, ¿cómo estás? —saluda la mujer, acercándose a dar dos
besos a mamá.
—Bien, muy entretenida. Esta es Sira, la novia de Gabriel. Y este
es Gabriel. Y ella es Alba.
Sira y Alba se declaran encantadas de conocerse y se dan dos
besos. Yo sigo mirando la tripa.
—Enhorabuena a los dos —les dice Sira.
Yo por fin soy capaz de apartar la mirada del vientre de ella y los
observo. Los dos sonríen a Sira, agradecidos.
—¿Para cuándo lo esperáis? —pregunta Sira.
—Todavía nos faltan casi tres meses. Será una niña —revela Alba.
Yo siento un escalofrío.
—¡Muy bien! Así las chicas tendréis todo el poder en casa —le
dice Sira con un gesto de complicidad.
—Ya lo sé, ya. Me espera una… —bromea Saúl. Sin embargo, en
la mirada que le dirige a Alba hay auténtica reverencia. Es innegable
que la adora.
Por unos momentos vuelvo a ver al chico, ahora ya hombre,
jovial y afectuoso que siempre había conocido. Algo en el pecho se
me encoge. El corazón, el alma, no lo sé.
Alba me mira con prudencia.
—Me alegra conocerte, Gabriel.
—Yo también. Y enhorabuena —murmuro. Es un milagro que
consiga pronunciar tantas palabras—. Tenemos que irnos.
Sin decir nada más, cojo a Sira de la mano y tiro de ella para que
nos alejemos. Necesito salir de aquí. El corazón me palpita furioso y
la sangre se me agolpa en los oídos, embotando todos los sonidos a
mi alrededor. Apenas me entero de que Sira se gira un momento
para despedirse de todos. Me da igual. Necesito. Salir. De aquí. Ya.
No sé cuánto rato caminamos. Rápido. En silencio. Intento no
pensar, pero no puedo evitarlo.
Voy a ser tío.
Voy a ser tío de una niña.
Voy a ser tío y no lo sabía.
Si no quiero saber nada de mi familia, en realidad no seré tío,
¿no?
Los ojos me pican, noto que se me humedecen. Me detengo de
golpe. No, no voy a llorar. Hace años que no lloro, no voy a empezar
ahora.
—Gabriel —dice Sira con suavidad. Se coloca delante de mí e
intenta mirarme a los ojos, pero soy incapaz de sostenerle la mirada
—. Eh, ven aquí.
Me abraza y no se lo impido. Dejo que sus brazos me rodeen y
me aferro a ella mientras cierro los ojos con fuerza, porque, aunque
acepte su consuelo, no me permitiré llorar.
—Estoy bien —afirmo al cabo de unos segundos, sin apartarme
de ella.
Es parte verdad, parte mentira. El abrazo me está reconfortando,
pero… Voy a ser un no-tío.
—Oye, sé que no te gusta hablar de ello, pero necesito
preguntártelo —dice Sira, la cabeza apoyada en mi hombro—. ¿Qué
pasó con tus padres y tu hermano? Puede que me equivoque, pero
tengo la impresión de que los echas de menos y…
No termina la frase. Me está acariciando la nuca con los dedos de
forma distraída, provocándome un agradable cosquilleo. Cierro los
ojos por lo bien que me sienta. ¿Podemos quedarnos así el resto del
año y olvidarnos de todo lo demás?
Se me escapa un sonoro suspiro. Sira se merece una explicación.
Me despego con reticencia y contengo las ganas de acariciarle el
rostro al ver su expresión preocupada. En cambio, tiro de ella para
seguir caminando mientras empiezo a recordar lo sucedido. En mi
cabeza, retrocedo años y años…
—Hasta que cumplí los quince años, en casa todo fue bien. Para
mí, mis padres eran unos buenos padres —empiezo a explicar—.
Pero, en cierto momento, las cosas cambiaron. No lo entendía
porque fue de un día para el otro. Un día todo iba bien y al siguiente
mis padres empezaron a discutir como nunca. Era… Siempre estaban
enfadados el uno con el otro. Cualquier tontería era una excusa para
reprender al otro. Yo estaba desconcertado, pero Saúl… Saúl solo
tenía diez años. Con los años fue encontrando la manera de
enmascararlo, pero siempre fue un niño muy dulce, muy sensible.
Alegre, cariñoso… Era de los que necesitaban un abrazo cada cinco
minutos.
A mi lado, Sira ríe por debajo de la nariz.
—Era muy emotivo, todo le afectaba mucho —prosigo—. Seguro
que no te cuesta imaginar cómo estaba con esa situación. Además,
al principio mis padres no se contenían y discutían delante de
nosotros. Un día les dije que podrían ser más discretos y empezaron
a discutir a puerta cerrada, pero se los oía igualmente. Y siempre
que estaban juntos en una habitación, la tensión podía palparse. Lo
raro era que no explotaran las bombillas.
Me quedo unos instantes en silencio al recordar las mejillas de
Saúl cubiertas de lágrimas, su expresión desconsolada y
desconcertada cada vez que mis padres empezaban a tirarse los
trastos de nuevo. Era más de lo que yo podía soportar, así que me
convertí en su protector. Cada vez que las riñas empezaban, lo
sacaba de la habitación o incluso de casa y lo distraía con lo que
podía. Durante unos años pasamos mucho tiempo en parques,
bibliotecas públicas, cafeterías y el cine, que pagaba yo porque, en
cuanto pude, empecé a compaginar trabajo con los estudios.
—Intenté que Saúl lo sufriera lo menos posible. Con los años, las
discusiones remitieron, pero era como si mis padres se detestaran.
Un par de veces me atreví a preguntarles por qué no se separaban y
los dos me dijeron lo mismo: que no podían por dinero y que no era
tan fácil. —Reflexiono un poco más sobre lo que fueron esos años—.
Sé que te acabo de dibujar un retrato de pesadilla, como si nuestra
casa se hubiese convertido en un infierno. Pero no fue exactamente
así. Cuando no estaban juntos, y procuraban no estarlo demasiado,
seguían siendo nuestros padres. Estaban por nosotros, nos daban lo
que necesitábamos, nos querían. Aun así, era desconcertante. Y
difícil, porque las riñas seguían estando allí.
A mi lado, Sira no dice nada. Se limita a escuchar y esperar cada
vez que necesito tomarme una pausa. La de ahora es larga.
—La situación acabó por normalizarse, es decir, nos
acostumbramos a vivir así. Hace seis años, por fin se separaron.
Pero un año después volvían a estar juntos. Ni Saúl ni yo lo veíamos
claro, suponíamos que no tardarían en volver a las andadas. Pero
no, estaban muy bien. Hasta que, una tarde, mi madre por fin me
contó por qué había empezado todo.
Nunca olvidaré ese día.
—Al parecer, en el momento en el que las peleas empezaron, mi
madre acababa de descubrir que mi padre llevaba años
engañándola. Había tenido varias aventuras.
—Uf —dice Sira.
—Así que mi madre, en vez de echarlo de casa, se vengó
teniendo una aventura.
Sira abre la boca, pero está demasiado sorprendida como para
llegar a pronunciar nada.
—Y por algún motivo, mi padre decidió que eso le daba derecho
a estar enfadado con ella y seguir teniendo aventuras. De vez en
cuando se arrepentía, se disculpaba y prometía que no volvería a
hacerlo. Y mi madre siempre le perdonaba. Al final se hartó y lo
echó de casa, pero un año después volvió a perdonarlo. —Hago otra
necesaria pausa—. Cuando descubrí por qué había sucedido todo
eso… No me lo tomé muy bien. Me enfadé con mi madre por
perdonarle una vez detrás de otra, con mi padre por tratarla tan mal
y ser incapaz de mantener la polla detrás de la bragueta… Y con
Saúl por ponerse de su parte.
Esas últimas palabras provocan que los ojos me vuelvan a
escocer. De todo lo que pasó hace cuatro años, eso fue lo que más
dolió.
—¿Se puso de parte de vuestro padre? —pregunta Sira,
incrédula.
—No, de parte de los dos. No entendía que yo estuviese tan
furioso con mis padres. Supongo que él había olvidado lo dolorosos
que fueron todos esos años de discusiones. Y mis padres tampoco
parecían conscientes de lo que nos habían afectado a nosotros. Fue
más de lo que pude tolerar.
Así que no quise saber nada más de ellos. ¿Para qué quiero una
familia que me causa tanto dolor?
—Parece que tus esfuerzos para que Saúl sufriera lo menos
posible salieron bien, ¿verdad? Él no tenía tan mal recuerdo —
observa Sira.
Asiento. Sí, supongo que tiene razón.
Después, durante un rato caminamos en silencio. Cuando ella
vuelve a hablar, lo hace con prudencia.
—Solo me ha pasado un par de veces que alguien me ha hablado
de su familia y he pensado que lo mejor que les podía pasar era
estar lejos de ellos. Es triste, pero hay gente que tiene padres o
familias enteras tóxicos. Es fácil decirlo, pero soy de la opinión que,
para tener eso, más vale alejarte de ellos. Las familias no tienen por
qué ser biológicas, pueden ser encontradas —reflexiona. Después
añade, todavía con más prudencia—: Pero cuando me hablas de tu
familia, la palabra que me viene a la cabeza no es «tóxica». Es
«imperfecta».
No necesita decir nada más, ya sé a dónde quiere ir a parar.
—Hay ciertos niveles de imperfección que pueden ser muy
dañinos —replico. Después digo—: Quiero intentar llegar a una clase
al gimnasio, cogeré un taxi. Te llevo.
Sira me mira con los ojos entrecerrados, valorando mi cambio
radical de tema. No me veo con energías de enfrentarme a lo que
intenta decirme. Tan solo puedo pensar en que me machaquen en
alguna clase de spinning, o lo que sea, y después sumergirme en
una película de superhéroes. Lo que sea por no pensar.
Tras unos instantes, se limita a asentir. Y yo no podría estar más
agradecido.
20
Sira
Nunca habría dicho que un viaje en taxi podría ser denso, pero este
lo es. El silencio de Gabriel, empapado de su aflicción, pesa. ¿Pero
cómo no va a estar así? Acaba de descubrir que su hermano va a ser
padre en poco tiempo, lo que lo convertirá en tío de una niña de
cuyos padres no quiere saber nada. Por extensión, tampoco se
acercará a la pequeña, ¿no?
Normal que esté así. Pero sé que lo último que necesita ahora es
que me ponga a hablar, así que el trayecto transcurre en silencio.
Ya estamos bajando del vehículo cuando el teléfono me empieza
a sonar. Es mi madre. No es el mejor momento, pero me extraña
que me llame ahora porque anoche ya tuvimos la cena familiar
semanal. Hago un gesto de disculpa a Gabriel y contesto la llamada.
—Hola, mamá.
—Hola, Sira —dice en un tono extraño. Cómplice, cargado de
intención—. Tu padre y yo ya nos hemos enterado de la noticia.
—¿De qué noticia? —No finjo el desconcierto. No tengo ni idea
de qué habla.
Mi madre ríe, contenta.
—¡Que Gabriel y tú estáis saliendo! Ya te vale, ¿eh? Todos estos
días viniendo a cenar y no se te ha ocurrido decir nada.
Toda yo palidezco. Creo que incluso los pelos de las cejas se me
deben de poner blancos del susto. Después, enseguida pienso en
Ibai. ¿Cómo ha sido capaz de irse de la lengua? Voy a matarlo con
mis propias manos. Voy a envenenarlo, estrangularlo, cortarle la
cabeza y arrancarle el corazón como el sacerdote ese loco de
Indiana Jones y el templo maldito. ¡¿Cómo ha podido hacerme
esto?!
—Y tu hermano encima tiene la desfachatez de decirme que no
sabe de qué le hablo… —añade mi madre.
Ah. Parece que mi hermano acaba de recibir un indulto.
Mamá no parece molesta, más bien al contrario. Se la nota muy
feliz.
—¿Cómo os habéis enterado? —pregunto. No tiene sentido
intentar negar la supuesta verdad.
—Pues ha sido a través de Mariana, mi peluquera. Te acuerdas
de ella, ¿no? Pues su prima fue a una boda hace unas semanas y…
—Vale, da igual —la corto. Me duele el estómago y no quiero que
también me duela la cabeza intentando comprender cómo es posible
que la prima de la peluquera de mi madre sepa quién soy y se fijara
en que Gabriel y yo estábamos juntos en la boda de Andrea.
—¡Tenéis que venir a comer este fin de semana!
Oh, Dios mío, incluso quieren hacer una comida de celebración.
Hace años que sé que, si algún apareciese con la noticia imposible
de que Gabriel y yo somos pareja, mis padres se pondrían pletóricos.
¡Pero es que ni siquiera es cierto!
Quieren tratarlo como si fuese un hijo suyo y ahora creen que
podrán hacerlo, pero dentro de poco tendré que anunciarles que lo
hemos dejado. Da igual que les cuente que ha sido de mutuo
acuerdo, ellos seguro que pensarán que la culpa es mía por dejarlo
escapar y encima se les romperá el corazón. Será como una de esas
rupturas en las que no solo estás dejando a tu pareja, también a su
familia y amigos.
Tengo que hacer todo lo posible por minimizar los daños. Mis
padres no deben coincidir con Gabriel en una buena temporada.
—No sé si podremos… —empiezo a decir mientras intento
inventar una buena excusa.
—¡Nada de excusas! —me interrumpe mi madre gritando
bastante más de lo necesario. El tímpano me dolerá unos cuantos
días—. Os esperamos el sábado a la una y media. Ibai y Óliver
también vendrán.
Y corta la llamada.
Miro el teléfono con indignación, sujetándolo con tanta fuerza
que la mano me tiembla. No me lo puedo creer. Siempre cuesta la
vida terminar una llamada con mamá porque no hay manera de que
pare de hablar, y en cambio hoy… Y claro, no podemos dejar de ir a
la comida porque provocaría un descalabro familiar.
—No tires el teléfono al suelo y lo pisotees —dice Gabriel, que en
algún momento se ha situado a mi lado.
—¡¿Cómo sabes que es lo que quiero hacer?! —le grito, tan
indignada como sorprendida. Tiene razón. Quiero lanzar mi móvil
con rabia y saltar sobre él hasta que la pantalla, la carcasa y todos
sus componentes queden reducidos a polvo.
Me sonríe como quien sonreiría a un loco e intenta quitarme el
teléfono de la mano. Yo me resisto, pero él sigue tirando.
—¡Es mío!
—Yo te lo guardo, estará más seguro.
Da un último tirón y me lo arranca de la mano. Yo me cruzo de
brazos y me pongo de morros como una niña pequeña. Todo muy
maduro por mi parte, lo sé.
—¿Qué ha pasado? —pregunta cuando ya se ha guardado el
teléfono en el bolsillo.
—¡Mis padres se han enterado de que estamos saliendo! —
exclamo levantando los brazos.
Gabriel alza las cejas, abre mucho los ojos y dibuja una «o»
sorprendida con los labios. Después carraspea.
—Uy —dice al fin.
Yo abro la boca por el asombro.
—¿Uy? ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir?
Cruza los brazos delante del pecho para descruzarlos enseguida y
apoyar las manos en las caderas. Aprieta los labios.
—Esto me sabe mal.
Bueno, al menos parece un poco consciente del marronazo que
me acaba de caer encima. Me deshincho de forma repentina, como
si toda mi frustración saliera de mi cuerpo con el largo suspiro que
exhalo. Me cubro la cara con las manos.
—Es un desastre, Gabriel. Quieren que vayamos a comer el
sábado, como si fuese una celebración.
Acabo deslizando las manos por las mejillas hacia abajo con más
fuerza de la necesaria. Se me debe de poner cara de uno de esos
perros que siempre parecen tristes. Gabriel me está observando.
—¿Tan terrible es? —pregunta.
«¡Es lo peor de lo peor!», quiero gritar. Pero claro, aunque sabe
que mis padres lo aprecian, dudo que sea consciente de hasta qué
punto lo adoran. Y, por motivos obvios, nunca le he contado que
cada semana me preguntan si ya somos pareja.
—Hombre, pues en un par de semanas me tocará contarles que
hemos roto— digo en cambio, como si fuese una gran molestia.
—Y tendrán una pequeña decepción y luego se les pasará —dice
con una sonrisa amable y tranquilizadora.
Oh, Gabriel, si tú supieras.
Suspiro de forma exagerada mientras me masajeo las sienes.
Todavía estoy intentando asumir el horrible dolor de cabeza que va a
ser esto, pero él lo interpreta como que me he calmado y estoy
viendo las cosas desde otra perspectiva.
—Venga, que no será tan malo —dice.
Como respuesta, resoplo con muy poca finura.
—Y será divertido —añade.
—¿Divertido? —Mi tono agudo es una buena muestra de cómo
me altero otra vez.
Ríe mientras me introduce el teléfono en el bolsillo del pantalón.
Será cabrón, me está tomando el pelo. Pero está tan guapo cuando
ríe así y me alegro tanto de que se le haya pasado el disgusto por lo
de su familia que soy en incapaz de seguir indignada. Me pongo en
jarras.
—Muy bonito, reírte a mi costa.
—Solo un poco. Me voy o no llego al gimnasio —dice mientras
empieza a alejarse. Hace un gesto de despedida por encima del
hombro con la mano—. Gracias por lo de esta tarde.
—Me debes un millón de euros —bromeo.
No contesta, claro, y sigue alejándose. Al menos puedo disfrutar
de una hermosa vista de su trasero perfecto.
—Adelante, ¡pasad!
Sábado. La una y media del mediodía. Tanto mi madre como mi
padre han venido a recibirnos a la puerta. Sonrientes, amables,
felices, como si fuésemos unos duques que les honran con su visita.
Mi madre da dos besos a Gabriel como si hiciese años que no lo ve.
Mi padre le da un apretón de mano que debe de romperle varios
huesos. A mí me abrazan como si fuese su hija predilecta. Nunca los
había visto tan orgullosos de mí.
—¿Qué les pasa? —pregunto a Ibai cuando entro en el salón y
me lo encuentro allí junto a Óliver, ambos con una copa de vermut
en la mano.
—Han perdido el juicio —sentencia Ibai.
—Solo están contentos por tu relación con Gabriel —interviene
Óliver.
Resoplo, molesta. He tenido otras parejas y nunca habían
reaccionado de esta manera. Ya sé que no debería sorprenderme
que estén contentos porque se trata de Gabriel, pero que estén tan
contentos… ¿No es un pelín excesivo?
—Venga, a comer, que ya está todo listo —dice mamá al entrar
en el salón; hace gestos para invitarnos a dirigirnos a la mesa ya
preparada.
Cuando la veo, el asombro está a punto de hacerme explotar la
cabeza. ¡La mesa está llena de canapés! Parecen sacados de un
restaurante de lujo.
—¿Y ese aperitivo? ¿Hemos adelantado la Navidad? —pregunto.
—Cariño, estamos contentos por vosotros dos —dice mamá con
suavidad, frotándome la espalda con afecto.
Ay, pobres, qué decepción van a tener.
Necesito alcohol. Necesito mucho alcohol.
—¿Dónde hay más vermut?
—Buena idea, vamos a brindar —dice mi padre, que acaba de
entrar en el salón charlando con Gabriel.
En menos de dos minutos, todos estamos de pie alrededor de la
mesa y tenemos una copa de cava en la mano.
—Por Sira y Gabriel. Nos alegra mucho el paso que habéis dado
en vuestra relación —dice mi padre antes de animarnos a que
choquemos las copas.
Todos lo hacemos, yo porque si no lo hago me da miedo
destapar la perdiz y Gabriel porque no quiere ser maleducado. Pero
veo que está desconcertado por la actitud de mis padres.
—¿Por qué os estáis comportando como si estuviésemos en
nuestra boda? —pregunto mientras dejo la copa de cava en la mesa
y le robo el vermut a Ibai. No me gusta el cava y necesito alcohol.
Me lo tomo de un solo trago, pero es excesivo y me da un ataque de
tos.
Mis padres ríen y nos invitan a empezar a comer. Cojo todos los
canapés en los que distingo algo de queso y me los empiezo a
comer de forma ansiosa.
—Qué bien que por fin formes parte de la familia, Gabriel —le
dice mamá.
Yo casi me atraganto con los tres canapés que tengo en la boca y
bebo un buen trago de vino para intentar ayudar a tirarlos para
abajo. Él contesta con una sonrisa educada, pero sigo viendo el
desconcierto en su expresión. Sigue sin ser consciente del nivel de
adoración de mis padres y no consigue comprender qué está
pasando exactamente.
—Sira es afortunada de tenerte —añade papá con complicidad.
La velocidad a la que mastico va disminuyendo a medida que una
desagradable sensación se instala en mi estómago. Que estén tan
orgullosos de mí por una pareja, que yo sea la afortunada de los
dos… Creía que todo este espectáculo era por Gabriel, pero empiezo
a sospechar que también tiene algo que ver conmigo. Pero mientras
que lo que refiere a Gabriel es, sin lugar a duda, positivo, en mi caso
me temo que más bien es negativo.
—Él también es afortunado, ¿no? —pregunto.
He dejado de comer y apoyo los brazos en la mesa para observar
bien a mis padres. Ellos ni se dan cuenta, están absortos eligiendo
canapés.
—Claro que sí. Pero por fin te has decidido a salir con alguien
que te hará mucho bien. Te centrará —dice mi padre. A su lado,
mamá asiente con mucho convencimiento.
Yo parpadeo un par de veces. Por fuera puede parecer que no
estoy reaccionando a las palabras de mi padre, pero si alguien
echara un vistazo al interior de mi cabeza, se encontraría a todas
mis neuronas chillando a la vez un descomunal «¿Quééééé?».
¿Cómo se pueden decir tantas cosas en tan pocas palabras?
Óliver carraspea con delicadeza.
—María, estos canapés están deliciosos. ¿Los has preparado
todos tú? —pregunta.
Mamá sonríe halagada y se dispone a contestar su pregunta.
—No, un momento —me adelanto—. Papá, ¿qué quieres decir
con eso de que por fin salgo con alguien que me hará mucho bien?
—Bueno, cariño… —empieza mi padre. Intercambia una mirada
con mi madre, buscando su apoyo—. Tus novios nunca han sido…
—El tipo de chicos que podían ayudarte a centrarte —termina mi
madre—. En cambio, Gabriel…
¿Es posible que a una persona se le caiga al suelo la mandíbula
por el asombro? Tengo la sensación de que está a punto de
sucederme.
—¿Estáis diciendo que necesito tener siempre a alguien a mi lado
para estar… más centrada? ¿Para ser mejor persona? —pregunto. Sé
que sueno incrédula y horrorizada a la vez, pero así es como me
siento.
—Siempre has sido caótica, cariño, pero está bien… —empieza
mi padre.
—¿Por qué no lo dejamos aquí? —interviene Ibai—. Creo que
papá y mamá no se están explicando bien.
—No, se están explicando a la perfección. —Río sin humor—. Al
parecer soy tal desastre que solo conseguiré mejorar si tengo a un
hombre a mi lado que… ¿Que qué? ¿Que tome las riendas de mi
vida?
—No, no, nosotros no hemos dicho eso —dice mamá con los ojos
muy abiertos.
—¡Pues suena a eso!
Grito más de lo que pretendía y todos dan un respingo. Tras una
pausa, papá hace un gesto pidiendo tranquilidad. Cuando vuelve a
hablar, lo hace con amabilidad:
—Sira, todos sabemos que te irá bien sentar la cabeza de una
vez.
Ibai farfulla algo que no entiendo y Óliver hunde los hombros. A
mi lado, Gabriel está tieso como una estatua. Pero no les hago caso
porque me está a punto de salir fuego por la boca, la nariz y las
orejas a la vez que una fuente de lágrimas amenaza con salir
despedida de mis ojos. ¿Esto es lo que mis padres opinan de mí?
Cojo mi copa de vino, pero solo es por tener algo en la mano
mientras proceso este descubrimiento. Duele tanto que me tienta
salir corriendo, pero me niego a hacerlo. No, esto no puede quedar
así.
—Vale, no puedo negar que de adolescente y los años de
universidad fui un poco tarambana. Y es cierto, empecé tres grados
y no acabé ninguno. Y sí, cambio de trabajo cada dos por tres. Pero
¿de veras todo eso justifica que tengáis tan mal concepto de mí?
¿Que creáis que no puedo valerme por mí misma? —estallo. Creo
que estoy gritando un poco, pero no lo sabría decir con certeza—. El
día que os dije que dejaba la universidad también os dije que iba
directa a buscar trabajo. Y lo hice. En cuanto pude, me independicé,
y desde entonces nunca os he pedido ayuda económica. Incluso de
más joven, nunca me metí en problemas. ¿Y ahora que estoy
saliendo con Gabriel por fin soy la hija perfecta?
Miro a Gabriel, que está serio, muy serio. Aprieta los labios y me
devuelve la mirada. Está llena de comprensión y pesar.
Quiero gritar. Quiero ponerme a gritar como nunca porque la
dolorosa realidad es que todo esto ha salido a la luz a raíz de una
mentira. Gabriel y yo no somos pareja y nunca lo seremos.
Ahora sí, ya duele demasiado.
—¿Sabéis qué? Si os gusta tanto, quedáoslo.
Abandono el salón, corro a recuperar mi chaqueta y mi bolso y
me largo de la casa dando un portazo.
Camino rápido por la calle. No sé a dónde voy. Tan solo sé que
necesito alejarme de allí cuanto antes. Joder, si es que no me lo
puedo creer.
—¡Sira!
Es Gabriel. Me giro un momento y lo veo correr hacia mí, pero no
me detengo.
—Espera, por favor.
Lo hago con desgana. No me veo capaz de mantener una
conversación civilizada. Solo conseguiré gritar, llorar o hacer ruidos
raros. Posiblemente lo haga todo a la vez.
Me alcanza y me estudia antes de hablar.
—¿Estás bien? —pregunta con suavidad.
—Genial, nunca he estado mejor —digo con la voz temblorosa y
los ojos brillantes por las lágrimas que amenazan con brotar. Incluso
sorbo una vez por la nariz.
Él hace el gesto de acercarse, pero se detiene. Duda, algo lo
retiene. Pero se decide y me abraza. Con un suspiro, me dejo
envolver por sus brazos y su cuerpo fuerte y cálido. Es tan
reconfortante que el estado turbulento de mis emociones parece
calmarse un poco. Me siento como en casa, siento que pertenezco
aquí… solo que no es así. El eterno recordatorio rompe el momento,
pero no me aparto. Soy débil y me gusta demasiado estar pegada al
cuerpo de Gabriel.
—Tus padres… —empieza a decir. Noto que la voz le vibra en el
pecho. Es agradable, pero está estropeando el momento.
—No quiero hablar de ellos ni oír hablar de ellos, ¿vale? —le
interrumpo.
—Creo que se sienten bastante mal… —intenta insistir, pero calla
cuando niego con fuerza con la cabeza.
—He dicho que no quiero hablar de ellos, Gabriel. No tienen
excusa y… No quiero saber nada de ellos. Ni ahora ni nunca más.
Y me quedo así, rodeando su cintura y la cara enterrada en su
pecho. Él suspira.
—Vale, si es lo que quieres —dice al cabo de unos segundos,
comprensivo.
En realidad, no sé lo que quiero. Mentira, sí que lo sé. Quiero
quedarme entre los brazos de Gabriel por siempre jamás, quiero que
la ropa que nos separa desaparezca. No quiero hacer frente al
mundo. Me estoy agobiando. La ansiedad está creciendo dentro de
mí como un monstruo. En momentos así, sé lo que me va bien. Y él
está aquí, tan cerca…
—¿Podemos ir a follar? —pregunto de sopetón.
Todos los músculos de su cuerpo se tensan y se queda inmóvil y
yo me doy cuenta de lo que acabo de hacer. Despego la cara de su
pecho para mirarlo, alarmada. Es cierto que cuando estoy así lo que
más me ayuda a desconectar y calmarme es el sexo. Lo siento, soy
así. Pero no debería habérselo planteado a él. Me está mirando, muy
serio, la mirada oscurecida. No tengo ni idea de lo que debe de estar
pensando, pero no puede ser nada bueno.
—Perdona, no sé en qué estaba pensando —digo, empezando a
apartarme. Después añado, aunque es mentira porque no me
apetece nada—: Usaré la aplicación de citas para buscar a alguien…
Sigue tieso, pero me sujeta para que no me aparte más. Lo miro,
sorprendida. Respira hondo, como si…
—Vamos a mi casa, está más cerca.
Ahora la que se queda inmóvil soy yo. ¿Acaba de decir lo que yo
creo? Observo su rostro, su expresión decidida. Sí, le he entendido
bien. Un cosquilleo me recorre de pies a cabeza. Respiro hondo,
excitada.
—Vamos —dice. Me coge de la mano y tira de mí en dirección a
un taxi que acaba de detenerse para dejar bajar a una pareja.
No estoy en el estado mental adecuado para reflexionar con
sentido común sobre lo que vamos a hacer, así que ni siquiera lo
intento. Ahora mismo, solo me centro en las sensaciones de mi
cuerpo. Y está… calentándose. El trayecto dura menos de diez
minutos y lo hacemos en silencio. Durante ese tiempo, todas mis
partes sensibles se van estremeciendo, una detrás de otra,
anticipando lo que está a punto de pasar.
Tampoco abrimos la boca cuando entramos en el portal de su
casa ni en el ascensor que nos conduce al tercer piso. Sigo sus
pasos por el rellano hasta su entrada, donde Gabriel introduce la
llave en la cerradura, empuja la puerta para que se abra y se hace a
un lado para dejarme pasar.
Entro en el piso y enseguida oigo que la puerta se cierra detrás
de mí. Dejo caer el bolso al suelo y me giro hacia él. Nos miramos
unos instantes… y empezamos a desnudarnos el uno al otro. Le
desabrocho los botones de la camisa y él los de mi blusa. Estamos
tan impacientes que nos cuesta. Madre mía, no recuerdo haber
estado nunca tan excitada, hasta el punto de sentirme a punto de
perder el control. Como la ropa no coopera, nos lanzamos a
besarnos mientras seguimos intentando arrancárnosla.
Con mucha más lentitud de la que a mí me gustaría,
conseguimos quedarnos desnudos; y entonces… Ah, entonces.
¿Queda muy crudo decir que Gabriel me da lo que necesito? Pero es
que es lo que hace. Me levanta en volandas hasta la cama, donde
me deja caer sin ninguna finura antes de entregarse a explorar mi
cuerpo sin demasiada delicadeza. Pero es que no quiero delicadeza.
Hoy necesito esto, pasión y fuerza y que me hagan gritar. Y cuando
por fin se hunde en mí con impaciencia, lo que se me escapa es un
suspiro agradecido, pero después consigue llevarme hasta las
estrellas.
Gabriel
Sira
Sira
Gabriel
Gabriel
Sira
Gabriel
Sira
Estoy sentada en uno de los columpios del parque infantil del hotel.
A estas horas de la mañana está vacío, así que he aprovechado para
columpiarme un buen rato. Hacía siglos que no lo hacía. ¿Por qué
cuando crecemos dejamos de disfrutar de estas cosas?
Ahora, simplemente, estoy sentada con el rostro inclinado hacia
el sol de primera hora. Los rayos otoñales son suaves y agradables y
voy vestida con unos leggins y una sudadera, así que no podría estar
más cómoda. De fondo me acompaña el sonido lejano de las olas
del mar chocando con los pies del acantilado.
Recuerdos de lo que sucedió anoche me asaltan. La expresión de
Gabriel, cómo me miraba, sus besos, sus caricias, su ternura.
He despertado cuando el sol apenas empezaba a asomarse por el
horizonte. Al instante he sentido la imperiosa necesidad de alejarme
de la habitación. Y aquí estoy.
Necesito pensar.
Sé que Gabriel está preocupado por nuestra amistad. Yo ya lo
sabía y él anoche lo expresó con absoluta claridad. Pero de ahí a
hacerme el amor como lo hizo… Es que fue… ¿Quién hace el amor
con tanto sentimiento a alguien que solo es su amiga?
¿Puede ser que Gabriel sienta algo por mí?
Ah, ahí está. El pensamiento intruso que lleva un buen rato
llamando a las puertas de mi habitación de las esperanzas absurdas.
No debería pensar estas cosas.
Pero sigue siendo todo muy extraño. ¿Si no sintiese algo…?
Unos sollozos interrumpen mis confundidas cavilaciones. Me giro
hacia el origen del sonido. El parque infantil está rodeado por
algunos setos, así que solo sigo oyendo los sollozos. Se están
acercando…
Andrea entra en el parque, llorando mientras mira al suelo e
intenta secarse las lágrimas. Me pongo en pie al instante.
—Andrea, ¿qué pasa?
Ella da un respingo.
—Ay, perdona, no sabía que había alguien aquí… —dice,
empezando a dar media vuelta.
—No, espera. No te vayas.
Me apresuro a alcanzarla y la sujeto por el brazo con suavidad.
Ella se detiene y se queda ante mí, llorando y mirando al suelo.
Parece una niña pequeña muy afectada. No soporto verla así.
—Ven, siéntate. —La guío hacia uno de los columpios y me
arrodillo delante de ella para verle la cara—. Oye, ¿qué ha pasado?
Imagino que esto es culpa de los cretinos de sus cuñados.
—Nada, es que… —dice entre sollozos—. He discutido con Isaac
y…
Anda, eso no me lo esperaba. No dice nada más y sigue llorando.
Cada vez con menos energía, pero parece inconsolable. Creo que,
ahora mismo, lo único que la puede ayudar es una distracción.
—¿Has desayunado?
Ella niega con la cabeza. Supongo que está pensando que ni
siquiera tiene hambre, pero tengo que intentarlo.
—Antes de venir busqué un poco de información sobre la zona.
Leí que en la panadería de la plaza del pueblo venden unos
cruasanes de chocolate históricos. De los rellenos con auténtica
crema de chocolate, no con las mierdas de barritas de chocolate que
no saben a nada.
Andrea alza la mirada por primera vez. Sus ojos enrojecidos me
observan con interés.
—Un buen cruasán de chocolate suena bien.
Ah, el poder del chocolate.
—El pueblo está a unos veinte minutos caminando. Solo llevo el
móvil, pero puedo pagar con él. ¿Vamos directas hacia allí?
Soy recompensada con una sonrisa débil, pero una sonrisa al fin
y al cabo.
—Vamos.
Gabriel
Sira
Gabriel
Tras pasar unos minutos en un silencio cómodo, Andrea se siente
mucho más tranquila y anuncia que está lista para ir a hablar con
Isaac. Nos ponemos en pie justo cuando una sombra furiosa gira por
la esquina y cae sobre mí. Es tan rápido e inesperado que ni siquiera
reacciono.
—¡Tú! —ladra la sombra.
Un segundo después se estampa contra mí y caemos al suelo. Mi
espalda choca dolorosamente contra la tierra y las piedras. Se me
escapa un gruñido amortiguado mientras me doy cuenta de que la
persona que me está atacando es Isaac. Se sienta encima de mí y
me agarra de la chaqueta con rabia. Su expresión dice que está
dispuesto a acabar conmigo. ¿Se puede saber qué le pasa? Se lo
preguntaría, pero estoy tan descolocado que me he quedado sin
palabras.
—Isaac, ¡¿qué haces?! —chilla Andrea, tan sorprendida como yo.
—¡¿Estás intentando robármela?! —vocifera él mientras me
zarandea.
—¡Pero qué dices! —vuelve a chillar Andrea. Intenta apartarlo,
pero Isaac no parece ni enterarse del tirón.
Yo no entiendo nada. ¡Si estoy intentando salvar su matrimonio!
¡Le he pedido permiso para venir a hablar con Andrea!
—¡¿Estás intentando robármela?! —repite el monstruo en el que
se ha convertido.
Intento zafarme de él, pero su rabia le ha duplicado la fuerza y
no tengo nada que hacer. Cada segundo que pasa me zarandea con
más ímpetu y empiezo a sentirme como un muñeco que no controla
su cuerpo.
Juanjo y Enzo, seguidos del resto del grupo, llegan al lugar y se
abalanzan hacia nosotros. Isaac no es un tipo pequeño. Saca media
cabeza a los más altos y, encima, cultiva sus músculos en el
gimnasio, así que resulta bastante impresionante ver cómo Juanjo y
Enzo lo agarran por los brazos y lo apartan de mí en volandas
mientras patalea. El problema es que, en cuanto sus pies tocan el
suelo, vuelve a lanzarse a por mí. Consigue sentarse encima de mí
otra vez, y estoy sufriendo de lo lindo por mi cara porque en
cualquier momento recibiré un puñetazo, pero Andrea interviene: lo
sujeta por el cabello no demasiado largo y tira de él con fuerza y
rabia. Al instante, Isaac se olvida de mí y gime de dolor.
—Ah, ah, ah —se va quejando mientras Andrea lo obliga a ir
hacia atrás y ponerse en pie de forma patosa. Enzo me ayuda a
levantarme.
—¡¿Se puede saber qué te pasa?! —grita Andrea. Nunca la había
visto así de furiosa—. Gabriel está intentando ayudarnos, ¡¿y tú
intentas matarlo?! ¡¿Te has vuelto loco?!
Isaac, que se está frotando el cuero cabelludo dolorido, me
señala con un dedo acusador.
—¡Sira ha dicho que estaba intentando recuperarte!
—¡¿Pero qué dices?! —Ahora la que vocifera, y da un poco de
miedo, es Andrea. Yo inclino la cabeza. ¿Qué Sira ha dicho qué?
Isaac parece calmarse de golpe y nos mira, dudoso. Primero a
Andrea, después a mí, y otra vez a Andrea.
—¿No lo estaba intentando? —pregunta, inseguro.
—¡No! —chilla ella, perforando unos cuantos tímpanos mientras
levanta las manos.
—Ah —es lo único que acierta a decir Isaac.
Yo sigo atascado en eso de que Sira le ha dicho que yo estaba
intentando recuperar a Andrea.
—Disculpa, ¿qué es lo que te ha dicho Sira? —pregunto por si no
lo he oído bien.
—Que estabas aquí, intentando recuperar a Andrea,
aprovechando que no estamos muy bien —explica él un poco a la
defensiva, cruzándose de brazos. Al ver la mirada que le dedica su
mujer, descruza los brazos y adopta una postura algo avergonzada.
—¿Por qué te diría algo así? —le pregunto. Esto no tiene ningún
sentido.
—Eso mismo me pregunto yo. Parecía hablar muy en serio,
estaba muy enfadada. Y sabía que estabais aquí.
No entiendo nada. ¿Por qué diantres Sira pensaría que yo estaba
intentando recuperar a Andrea? Hago un repaso del día, de la
conversación con Isaac, de la conversación con Andrea…
Oh. Mi conversación con Andrea.
—Mierda.
—¿Qué pasa, Gabriel? —pregunta ella. Los demás no dicen nada,
pero hace rato que sus cabezas siguen nuestra conversación como si
estuviesen en un partido de tenis.
—Creo que Sira debe de haberme oído cuando te he dicho… eso.
—La declaración de amor que le habría recitado hace unas semanas.
Conociendo a Sira, seguro que ha salido corriendo en cuanto ha oído
esas palabras y no se ha quedado a escuchar el resto.
—¿Qué le has dicho? —pregunta Isaac, que vuelve a mirarme
con suspicacia.
—Nada —se apresura a decir Andrea.
Le agradezco el intento de protegerme, pero no funciona. La cara
de Isaac está volviendo a mutar hacia la de un ogro y, viendo la
expresión de los demás, nos acosarán hasta que lo contemos.
Malditos cotillas.
Miro al cielo y resoplo. Este va a ser el momento más humillante
de mi vida.
—He confesado que, hasta hace unas semanas, seguía
enamorado de Andrea, ¿vale? Y le pedí a Sira que se hiciera pasar
por mi novia porque no quería que nadie pudiese sospecharlo. Y la
cosa se complicó y acabo de darme cuenta de que estoy enamorado
de ella —explico de mala gana.
—¿Acabas de darte cuenta? —pregunta Marta, incrédula—. Pero
si es obvio.
Por las caras de los demás, comparten su opinión. Gracias,
colegas, así me ayudáis un montón.
Isaac, muy serio, se me acerca y doy un respingo hacia atrás. Él
me muestra las palmas de las manos, viene en son de paz.
—Siento de veras lo de antes. No tengo excusa —dice con
auténtico arrepentimiento.
—Está bien, me alegra que se haya aclarado.
—En cuanto a lo de Andrea… —me da unas palmadas afectuosas
en los hombros—, lo siento, tío, sé lo que se siente.
Hago un gesto para quitarle importancia. Lo que me preocupa
ahora es Sira.
Cuando Isaac regresa junto a Andrea, ella le da un cachete en el
brazo.
—Eres un neandertal.
—Lo siento —repite, cabizbajo. Después, la mira a los ojos—. No
soporto la idea de perderte, Andrea. Y sin querer te he presionado,
primero con la boda y después con lo de tener hijos…
—No quiero tener hijos. Todavía —replica ella, hablando muy
rápido.
—Lo sé, y me parece bien. Yo lo que quiero es estar contigo. Si
tenemos hijos algún día me hará muy feliz, pero si no los tenemos
también estará bien. Lo que quiero es estar a tu lado… No creo que
pueda quererte más de lo que te quiero, estoy loco por ti y…
La emoción le rompe la voz y no puede seguir hablando. A
Andrea también le brillan los ojos.
—Yo también iría al fin del mundo por ti.
Los dos sonríen y se dan un beso. Pero lo que empieza siendo un
beso de reconciliación cambia pronto. Se aprietan el uno contra el
otro, se abrazan y profundizan el beso. En un intento de estar
todavía más en contacto, Andrea acaba rodeándolo con las piernas y
él la sujeta por el trasero. Los demás nos miramos.
—Ha sido bonito, pero ahora ya es incómodo —comenta Susana.
Los demás murmuramos nuestros asentimientos y abandonamos
el lugar antes de ver como esos dos hacen el amor ahí mismo.
Como todavía sigo un poco consternado por todos los
acontecimientos, tardo un poco en reaccionar. Pero cuando por fin
recuerdo que llevo todo el puto día intentando hablar con Sira y que
encima ha sucedido este desastre, echo a correr hacia la puerta del
hotel. Mis amigos gritan algo a mis espaldas, pero ni los escucho.
Alcanzo la habitación en cuestión de segundos. Abro la puerta
entre jadeos y entro, deseando con todas mis fuerzas encontrarla
ahí. Pero me recibe una habitación vacía. Del todo. Las cosas de Sira
no están. Ni su maleta, ni su ropa tirada encima de la silla, ni el
contenido de su neceser desperdigado por el baño.
Mi mirada cae sobre mi mesita de noche, donde ayer dejé la llave
del coche. Ha desaparecido.
—No, no, no.
Corro hacia abajo temiéndome lo peor. Alcanzo el aparcamiento,
donde mi temor se confirma: nuestro coche no está. El corazón me
da un vuelco y siento náuseas.
—No. Joder. Mierda, mierda, ¡mierda!
Descubro que Amaya y Carmen, su novia, se están acercando a
mí.
—Gabriel, hemos intentado avisarte cuando has echado a correr,
pero no nos has oído —dice Amaya—. Sira se ha ido.
31
Gabriel
¿Por qué? ¿Por qué cuando más prisa tenemos menos espacios para
aparcar hay? Después de dar varias vueltas por el vecindario de Sira
y de maldecir a todas las demás personas de la ciudad que utilizan
coche, opto por entrar en un aparcamiento de pago que está
demasiado lejos. Qué mierda, si lo llego a saber voy directo allí.
Corro hacia el piso de Sira y llamo al timbre con desesperación. Me
abre la puerta Noa.
—Hola, Gabriel —saluda, sorprendida pero amable como
siempre.
—¿Está Sira?
La decepción me invade cuando veo el parpadeo desconcertado
de Noa.
—¿No estaba contigo?
Un segundo después, Aissatou y su habitual mirada acusadora se
asoman desde el salón. Quizás algún día descubriré qué he hecho
para ofenderla.
—¿No sabes dónde está Sira? —pregunta.
No se molestan en disimular la preocupación. Sé que les debo
una explicación, así que intento contarlo sin revelar demasiado.
—Ha habido un malentendido y creo que Sira se ha enfadado
conmigo.
—¿Crees? —pregunta Aissatou entre extrañada y suspicaz.
—Creo que ha oído algo que yo decía y lo ha interpretado mal.
Se nota que a ambas las están inundando las preguntas, pero
Aissatou se centra en la más urgente.
—Gabriel, ¿dónde está Sira?
Yo suspiro.
—No lo sé. ¿Podéis intentar llamarla, por favor? A mí me ha
bloqueado —suplico. No me molesto en esconder la desesperación.
Sin apartar la mirada de mí, Aissatou extrae el teléfono del
bolsillo y llama. Esperamos en silencio mientras ella se pone el
teléfono al oído y aguarda. Al cabo de unos largos segundos, corta
la llamada.
—No contesta, acaba saltando el contestador.
Mierda.
—Vale, gracias por intentarlo.
Iré a casa de sus padres. Quizás ha ido allí. Todavía seguía
enfadada con Aissatou, ¿verdad? Puede que no le apeteciera
regresar al piso.
—Gabriel.
El tono de Aissatou, seco, lo dice todo. Quieren una explicación
más completa.
De acuerdo. Supongo que se la debo.
—Me ha oído hablar con mi exnovia y creo que ha interpretado
que estaba intentando recuperarla. Y no se lo ha tomado muy bien.
—¿Tu ex? ¿La que se ha casado hace poco? —pregunta Aissatou.
Asiento.
—¿Y Sira se ha enfadado? —pregunta ahora Noa. Parece muy
sorprendida.
—Ha hecho la maleta, se ha ido sin despedirse y me ha
bloqueado. Ah, y ha avisado al marido de mi ex de que estaba
intentando robarle la mujer. Así que solo puedo deducir que se ha
enfadado. Mucho.
Noa mira asombrada a Aissatou, que parece sorprendida pero
satisfecha. Es oficial, me estoy perdiendo algo.
—¿Qué? —pregunto.
—Nada —contesta Noa con una sonrisa demasiado brillante.
—Nada, que ya era hora —dice Aissatou. Creo que esta mujer es
una sádica o yo le caigo muy mal, porque parece estar disfrutando
con mi sufrimiento. Y encima habla con enigmas.
—¿A qué te refieres?
—Pues que…
—Pues que nada —la interrumpe Noa antes de empujarla sin
miramientos hacia el salón—, que tiene que irse por ahí. Gabriel, si
tenemos noticias de Sira te aviso, ¿de acuerdo? Y si tú consigues
hablar con ella, avísanos, por favor.
—Claro. Gracias, Noa.
Dejo atrás la expresión preocupada de Noa y las preguntas sobre
lo que pretendía decir Aissatou y desciendo las escaleras del edificio
a toda velocidad.
Pero Sira tampoco está en casa de sus padres. A ellos solo les
cuento que se ha enfadado conmigo por un malentendido y consigo
dejarlos más que preocupados. Muy bien, Gabriel.
Por no dar más vueltas, llamo a la última persona con la que se
me ocurre que podría estar Sira: Ibai. Pero no, su hermano tampoco
sabe nada de ella y su respuesta a mis explicaciones vagas sobre
qué ha sucedido es:
—Vente a mi casa. Ahora.
Y cuando Ibai te habla así, a ver quién es el valiente que le dice
que no. Así que media hora después estoy en su casa, ante él. Me
observa con los ojos entrecerrados y los brazos cruzados delante del
pecho mientras vuelvo a narrar, con absoluto y humillante detalle,
todo lo sucedido. Incluido que yo seguía colgado de Andrea
(aunque, por cómo me mira mientras hablo, empiezo a sospechar
que ya lo sabía) y que he tardado mucho en darme cuenta, pero que
estoy enamoradísimo de su hermana.
—¿Sigues sin saber nada de ella? —pregunto al final,
atreviéndome a sentir esperanza.
—No.
—¿Se te ocurre dónde podría estar?
—Si tú, que eres su mejor amigo, no lo sabes, nadie lo sabe.
No creo que sea intención de Ibai hacerme sentir mal, solo está
constatando un hecho, pero es como si me diera un puñetazo en el
estómago. La bilis me sube a la garganta. Me aguanto las náuseas,
recordando la sensación de las últimas semanas de estar perdiendo
a Sira. ¿Seguro que sigo siendo su mejor amigo?
—Si me entero de cualquier cosa, te aviso —promete Ibai antes
de acompañarme a la puerta.
Lo último que me apetece es regresar al hotel, pero debo
devolver el coche. Durante todo el trayecto de vuelta no paro de
comprobar el móvil por si Sira llama o envía un mensaje, pero el
silencio del aparato es abrumador. Estoy empezando a odiarlo. Ya sé
que no es el responsable de que Sira no dé señales de vida, pero no
puedo evitar percibirlo como el objeto que ni me permite llamarla ni
me trae noticias suyas.
En fin.
Cuando llego al hotel, Edu y Maite están esperando en la puerta
con las maletas hechas.
—Gracias —digo tras descender del vehículo, tendiendo la llave a
Edu.
Él la coge con un gesto brusco y, mientras Maite se sienta en el
asiento del copiloto, da una vuelta al coche con expresión severa.
Supongo que va en busca de algún rasguño del que culparme.
Pero como no encuentra nada, no puede decir nada, así que
sube al vehículo y se largan sin ni siquiera despedirse.
—Qué maravilloso es tener familia, ¿eh? —dice Isaac detrás de
mí.
—Siento que las cosas hayan ido así con ellos.
—Sabía que no podía ir de otra manera. Hace muchos años que
renuncié a mi hermano —replica con una sonrisa triste—. Me alegra
que Andrea por fin esté decidida a pasar de ellos también.
—Yo también me alegro. —Sonrío al recordar su rapapolvo a sus
cuñados.
Isaac asiente y me da una palmada en el hombro.
—Vienes solo y con una cara que da pena. Deduzco que las cosas
no han ido bien con Sira.
—No la he encontrado —admito, desanimado y agotado.
—Todo se solucionará, ya lo verás —dice—. Venga, vamos a
cenar. A ver si conseguimos animarte un poco.
Todo el grupo se esfuerza en conversar conmigo durante la cena
y la sobremesa para mantenerme entretenido, pero mis ánimos se
mantienen arrastrándose por el suelo.
Esa noche, más que dormir me dedico a dar vueltas y más
vueltas en la cama. No paro de recordar la noche anterior, cuando le
hice el amor aquí mismo con todo el sentimiento del mundo, como si
la necesitara para vivir, y todavía no era consciente de mis
sentimientos. Soy un inútil. Cuando por fin consigo conciliar el
sueño, está amaneciendo. Cinco minutos después, mi teléfono
empieza a sonar. Me lanzo a por él a tal velocidad que me caigo de
la cama y el trasto desaparece bajo el somier.
—¡Maldita sea!
Definitivamente, lo odio. Al menos sigue sonando hasta que
puedo rescatarlo y responder sin ver quién llama.
—¿Sira? —pregunto esperanzado.
—No, Ibai.
Mierda.
Pero no perdamos la esperanza, quizás…
—¿Sabes algo? —pregunto.
—Sira nos ha escrito a mis padres y a mí para decirnos que está
bien, pero que necesita estar sola.
¡Han tenido noticias! El corazón me romperá una costilla de la
fuerza con la que me palpita.
—¿Solo eso? —pregunto sin poder evitar sentirme optimista.
—Sí —responde Ibai, destrozando mis esperanzas—. Y antes de
que empieces a machacarme a preguntas: sigue sin contestar
llamadas y ya le he escrito que lo que te oyó decir a Andrea es un
malentendido, pero no está leyendo ninguno de los mensajes que le
enviamos.
—Joder —se me escapa mientras me dejo caer sobre la cama.
Me quedo mirando el techo y suspiro—. ¿Qué puedo hacer, Ibai?
Algo tengo que poder hacer para hablar con ella.
Tras unos instantes de silencio, él también suspira.
—Me temo que, ahora mismo, lo único que puedes hacer es
esperar.
Ya, esperar. Nunca he creído en presentimientos, la intuición o
teorías sobre sextos sentidos. Sin embargo, hoy algo me dice que
esto no es un simple enfado de Sira. No creo que reaparezca más
tranquila para que podamos hablar. Hoy algo me dice que la he
perdido para siempre.
32
Sira
Gabriel
El primer día entero sin Sira me dejo arrastrar aquí y allá por mis
amigos, me alimento como un autómata y consigo mantener varias
conversaciones. Sin embargo, todo lo hago de manera más bien
inconsciente. Si en una semana me preguntan por lo que hice, seré
incapaz de responder. Lo único que recordaré es que me pasé todas
las horas del día pendiente del teléfono, de cualquier vibración,
sonido o música que pudiese emitir. Pero su silencio es absoluto, tan
contundente que duele.
La noche transcurre igual que la anterior: no consigo dormir
hasta bien entrada la madrugada y, cuando despierto, es porque el
teléfono se pone a sonar. Me gustaría poder decir que me incorporo
con más dignidad que ayer, pero sería mentir. Consigo no caerme al
suelo, pero me quedo medio colgado de la cama.
—¿Sira? —pregunto con la voz pastosa.
—Hola, Gabriel. Soy Max.
—¿Max?
Mientras lucho por regresar al centro de la cama en vez de
estamparme contra el suelo, me pregunto por qué recibo una
llamada del jefe de Recursos Humanos a estas horas de la mañana
de un sábado.
—¿Va todo bien? —añado.
—No lo sé —contesta él. Duda unos instantes—. Siento llamarte
un sábado, ¿pero sabes algo de la dimisión de Sira?
—¿Sira ha dimitido? —No tengo un espejo delante, pero sé que
me he puesto pálido.
—Eh… Veo que no sabes nada.
Su voz destila lo que está deduciendo a la velocidad del rayo: si
yo no sé nada de la dimisión de Sira, algo va mal entre nosotros dos.
—Max, por favor, cuéntame qué ha pasado —suplico.
Conociéndolo, y con lo respetuoso que es con la privacidad de los
demás, seguro que ya estaba pensando en despedirse con toda la
educación del mundo y cortar la llamada.
Su primera respuesta es un sonoro suspiro. Pero, al menos,
después habla.
—Pues acabo de entrar en el correo del trabajo por otro asunto y
me he encontrado con un mensaje de Sira. Me anuncia su dimisión
inmediata y se disculpa por no darnos las dos semanas para buscarle
un sustituto —explica—. Sinceramente, lo de las dos semanas no
podía importarme menos. Lo que me gustaría saber es si está bien.
La he llamado y le he enviado mensajes, pero no contesta.
«Pues ya somos dos», pienso mientras me hundo todavía más en
la miseria.
—Hubo un malentendido y se enfadó. —Es lo único que consigo
explicarle. Todavía estoy digiriendo que Sira esté dedicándose a
cortar por lo sano con todo lo que hay en su vida.
Esa afirmación no es el del todo precisa, lo sé. En realidad, lo
que está haciendo es cortar por lo sano con todo lo que tenga que
ver conmigo.
¿Pero por qué? No lo entiendo. Sí que entiendo que se enfadara,
¿pero esta reacción tan exagerada? ¿De dónde sale?
—Vaya —dice Max. Había olvidado que seguía al otro lado del
teléfono—. Bueno, espero que la cosa se arregle. Por favor, si hablas
con ella dile que puede cambiar de idea y regresar a la empresa.
Esperaremos unos días antes de ponernos a buscarle reemplazo.
—Gracias, Max.
Este hombre es un trozo de pan. Otro jefe de Recursos Humanos
estaría subiéndose por las paredes, echando fuego por la boca y,
posiblemente, tachando a Sira de traidora para arriba, pero lo que
hace Max es preocuparse.
Nos despedimos y corto la llamada, y al hacerlo descubro una
notificación en la pantalla: tengo un mensaje. ¡De Sira!
Me ha llegado hace un rato, justo cuando me había dormido.
¿Cómo es posible que no lo haya oído? ¿Significa que Sira me ha
desbloqueado?
Me falta tiempo para llamarla, pero no, sigo bloqueado. Mierda,
joder y me cago en todo, esto es mala señal. Ahora corro a ver qué
mensaje me ha enviado. Es un audio de más de cuatro minutos.
Trago saliva antes de darle a reproducir. Algo me dice que lo que voy
a escuchar dolerá.
—Hola, Gabriel. —Su voz suena cansada, incluso un poco
temblorosa. Se queda en silencio unos segundos, carraspea y sigue
hablando—: Sé que recuerdas el día que nos conocimos, porque lo
hemos comentado alguna vez. Yo estaba borracha como una cuba,
pero, a pesar de eso, yo… Ese día me enamoré de ti. —Otro
carraspeo—. Y estos últimos diez años han sido… Bueno,
básicamente me los he pasado intentando superarte porque o tenías
novia o estabas hecho polvo porque habías roto con ella. Pero la
verdad es que, aunque hubieses estado soltero y disponible, nunca
me habría atrevido a dar el paso porque creía que no te merecía,
¿sabes? Yo siempre he sido un caos, un desastre que no sabe lo que
quiere y se pasa el día cambiando de trabajo y tú… Para mí eras
perfecto, todo lo que quería pero que estaba fuera de mi alcance. —
Hace una pausa y suspira—. Estas últimas semanas, fingiendo ser
pareja, han sido… dolorosas. Y confusas. Pero el miércoles por la
noche estabas tan mal y… No sé, tal y como fueron las cosas pensé
que quizás tú también sentías algo por mí, pero te oí hablando con
Andrea, intentando recuperarla y… No me puedo creer que seas tan
cabrón, Gabriel. ¿Te acuestas conmigo y a la mínima corres tras
Andrea, que está casada con Isaac, que es amigo tuyo? Es que es…
Eres un cabrón. No me puedo creer que no haya visto antes que
eras capaz de hacer algo así. —Se ha ido enfadando y su voz ahora
suena más firme—. Al menos ya me he dado cuenta de que sí que
merecía tu afecto, por más desastre que sea. No tiene nada que ver.
Pero no puedes tratarme así, y yo no puedo seguir así. —Una nueva
pausa, tan larga que compruebo si el mensaje ha terminado. Pero
no, todavía le queda un poco—. Ahora mismo estoy muy enfadada
contigo, Gabriel, y me encantaría que eso fuese suficiente para
desenamorarme de ti. Pero no lo es, y mientras siga viéndote a
diario no saldré de este círculo vicioso. Necesito distancia. Así que,
por favor, no me llames ni me escribas, ni intentes que sigamos
siendo amigos. No va a funcionar. Quizás dentro de unos años
coincidamos en alguna parte y recordemos esto con una sonrisa.
Eh… No, ¿sabes qué? Olvida que he dicho eso. Si volvemos a
encontrarnos dentro de un tiempo será incómodo y me dará mucha
pena. Mejor que no volvamos a vernos. Siento ser tan radical, ¿eh?
Pero creo que es lo mejor. Es que todavía no me puedo creer que te
hayas estado acostando conmigo y a la mínima hayas corrido tras
Andrea, cabrón. —Las últimas frases han sido aceleradas y ahora se
detiene de golpe. Coge aire, supongo que para obligarse a calmarse
—. A pesar de todo, quiero que todo te vaya bien. Si Andrea volvió a
rechazarte, espero que la superes de una vez y seas feliz. Y haz el
favor de hacer las paces con tu familia, por el amor de Dios. Sabes
como yo que tus padres no son perfectos y sí, hicieron las cosas
mal. Pero lo saben y quieren ponerle remedio. Es una mierda, pero
ninguna familia es perfecta. Ya te lo dije, hay algunas horribles y es
mejor mantenerlas bien lejos, pero no creo que sea tu caso. Y sé
que tú tampoco lo crees porque, si no, no te afectaría tanto esta
situación. Y también sé que te duele haber perdido a tu hermano y
vas a ser tío y… En fin, que te reconcilies con ellos, joder. Perdón, he
vuelto a sulfurarme. Creo que voy a cortar aquí el mensaje. En
realidad, no quiero porque este es mi adiós y después de esto ya no
volveremos a hablar y me da mucha pena y… —Un suspiro
tembloroso, anegado de lágrimas—. En fin. Te quiero, Gabriel. Te
deseo lo mejor.
A estas alturas, Sira no es la única que está llorando. Desde el
principio, cada una de sus palabras ha sido un dardo en el corazón
que me recordaba lo ciego, estúpido, idiota y egocéntrico de mierda
que he sido. ¿Cómo no me di cuenta de lo que sentía? Y sabía que
se consideraba un desastre, ¿pero cómo no vi hasta dónde llegaban
sus problemas de autoestima? ¿Que no estaba a mi altura? ¿Que no
me merecía? ¡Pero si era yo el imbécil afortunado que la tenía a su
lado! Y lo difícil que tiene haber sido enviar este mensaje, contarme
todo esto. Es… es… La quiero tanto que siento que el pecho me
explotará en cualquier momento.
Me quedo un buen rato tumbado en la cama, boca arriba, las
manos cubriéndome la cara. El rato se convierte en minutos, puede
que alguna hora, porque no soy capaz de moverme. Me he quedado
atascado en lo que he perdido y soy el único culpable de que haya
sucedido. Sira se irá y se olvidará de mí porque está decidida a
hacerlo y yo… Yo sigo aquí, incapaz de moverme.
Es uno de esos estados del que solo es capaz de sacarte tu mejor
amigo, pero mi mejor amiga es Sira, así que pasa el rato y ni
siquiera me importa. Al final, en algún momento de la mañana,
Andrea e Isaac entran en la habitación y consiguen levantarme de la
cama. Supongo que algo les debo contar; no lo sé ni me importa
demasiado. Me dejo conducir por el resto del fin de semana, dócil,
insensible al mundo exterior, pero con tanto dolor dentro que temo
que en cualquier momento me aplaste.
34
Gabriel
Sira
Gabriel
Cuando veo que Sira salta se me escapa un grito ahogado, igual que
a toda la gente que hay a mi alrededor.
—¡Gabrieeeeeeel! —va gritando mientras cae, cae, cae y
desaparece en el agua, diminuta al lado del crucero.
—¡Sira! —chillo, horrorizado. No me cuesta nada verla ahogada
ahí debajo, golpeada por la hélice del crucero o devorada por
tiburones. Ya lo sé, aquí no tenemos tiburones, pero estoy en pleno
ataque de pánico.
Me deshago de mi chaqueta tan rápido como puedo y salto al
mar también. Aunque no es invierno, está fría de narices, pero no
me detiene. Nado a toda velocidad hacia donde he visto desaparecer
a Sira. Tendré que bucear para sacarla de debajo del agua. Espero
que no esté a demasiada profundidad, estas aguas son muy oscuras
y…
Una cabeza rompe la superficie.
—¡Sira! —grito, todavía con el susto en el cuerpo.
—¡Gabriel! —responde ella.
También nada hacia mí y no tardamos en alcanzarnos el uno al
otro. Es más difícil de lo que parece porque el crucero remueve las
aguas y es como si estuviésemos en alta mar.
—Gabriel —jadea, cansada.
Intentamos abrazarnos, pero no hacemos pie y nos hundimos.
Cuando volvemos a emerger, tenemos que conformarnos con
sujetarnos el uno al otro.
—Esto es difícil —dice ella.
—Sí.
—Y el agua está fría. —Hace una mueca de dolor—. Creo que me
he hecho daño en el tobillo al chocar con el agua.
—No me puedo creer que hayas saltado del barco —digo,
asombrado. Quiero explorar cada centímetro de su cuerpo para
asegurarme de que no está herida.
—Ya, creo que no ha sido uno de mis mejores momentos,
¿verdad? —admite con una sonrisa avergonzada.
Yo soy incapaz de devolverle la sonrisa. Por fin la tengo aquí, a
mi alcance. No es el lugar más cómodo porque estamos flotando en
el agua sin hacer pie, pero necesito decírselo:
—Te quiero. —Lo digo con todo el sentimiento del mundo.
—¿Me quieres? —pregunta, todavía insegura. Sus ojos exploran
cada rincón de mi rostro, como si temiera que en cualquier momento
me echaré atrás.
—Te quiero. Con locura. Siento que pensaras que intentaba
volver con Andrea. Y siento haber tardado tanto en…
—A ver, tortolitos —nos interrumpe la voz de un hombre.
Nos giramos, sorprendidos, y descubrimos una lancha zódiac con
dos guardias civiles a bordo. Por sus caras, parece que no saben si
reírse o reprendernos. Detrás de ellos, en el muelle, descubro que
otros dos guardias civiles están esposando a Isaac y Andrea, que, a
pesar de todo, nos sonríen.
El guardia civil que ya nos ha hablado añade:
—Venga, subid, que vais a pasar la noche en el calabozo.
37
Sira
FIN
Emma
SECRETOS INCONFESABLES -
LEE UN FRAGMENTO
Dulce caos.
Esas fueron las palabras que acudieron a su mente cuando vio a
Valeria Aguilar por primera vez.
Lo cual era absurdo, porque no había nada agradable en el caos.
Samuel odiaba el caos. El mundo era un lugar desastrosamente
caótico, y hacerse policía era la manera que había encontrado de
aportar su granito de arena para intentar ordenarlo un poco.
Los problemas familiares eran una variedad de caos. Y ciertos
tipos de problemas familiares solían dejar algún tipo de marca en la
gente. Por lo poco que sabía de Valeria Aguilar, había esperado
encontrarse a una persona o bien acomplejada, puede que incluso
algo retraída, o bien endurecida y amargada.
Sin embargo, la mujer que tenía delante, que debía de ser cuatro
o cinco años más joven que él, destilaba fortaleza y dulzura.
Y el caos.
Sin ir despeinada, se notaba que se había recogido el cabello
negro sin preocuparse por si cada mechón estaba en su sitio. En su
chaqueta había algunas delatoras arrugas, nada exagerado, pero
que evidenciaban que Valeria Aguilar no tenía una percha en la
entrada de casa. Y los bajos de los tejanos, doblados hacia fuera
para compensar el exceso de longitud, eran ligeramente desiguales.
Pero había algo más.
Obviamente, ahora también destilaba preocupación. Todo el
mundo se preocupaba cuando recibía una visita inesperada de la
policía y le pedían un lugar en el que hablar en privado. Y bien que
hacían. No solían ser portadores de buenas noticias.
Sin embargo, ese “algo más” no era la preocupación. Era otra
cosa. Algo que no lograba identificar.
La voz cristalina de la mujer interrumpió sus pensamientos.
—Claro —dijo, contestando a su petición de hablar en un lugar
privado—. Por aquí, por favor.
Al seguir caminando para precederlos hacia el ascensor, Samuel
descubrió que la cola alta con la que la señorita Aguilar recogía su
melena era bastante más larga de lo que había imaginado. El
recogido prácticamente le llegaba hasta la cintura. Tenía el cabello
espeso y fuerte. Brillante y sedoso.
¿En serio? ¿Espeso y fuerte? ¿Brillante y sedoso? ¿Qué demonios
hacía fijándose en esa tontería?
Aunque se sintió un poco mejor cuando, de reojo, vio a Montse
observar la melena de la señorita Aguilar con las cejas arqueadas y
expresión impresionada.
La puerta del ascensor se abrió y la señorita Aguilar entró
primero. Pulsó el botón del segundo piso y se situó en el fondo del
habitáculo, pegada contra la pared. Les dedicó una sonrisa forzada
y, en un gesto inconsciente, se cerró la chaqueta sobre el cuerpo,
como si intentara protegerse. Después paseó la mirada por varios
puntos del ascensor, pero sin mirarlos directamente.
Sí, ese era el efecto que solían provocar. Y ya les venía bien,
porque así Montse y él aprovecharon para observarla.
Tenía la piel bastante blanca, con algunas pecas diseminadas por
las mejillas y la nariz respingona. Tenía las facciones suaves,
agradables, con una boca redondeada y sexy. Se preguntó qué
aspecto tendrían esos labios alrededor de su…
Uooo, ¡¿en serio había pensado eso?!
Apartó la mirada y se obligó a centrarse. No estaba allí para
admirar una cara bonita. Estaba allí para determinar si Valeria
Aguilar era una posible sospechosa del asesinato de Bernardo
Rodríguez.
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