Todo Lo Que No Vemos - Emma Colt

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TODO LO QUE NO VEMOS

SERIE EVENTOS LUXE - LIBRO 2

EMMA COLT
ÍNDICE

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Agradecimientos
¡Ayúdame a llegar a más lectores!
Secretos Inconfesables - Lee un fragmento
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Todos los libros de Emma Colt
© Amèlia Mora, 2024
https://emmacolt.com
[email protected]

Diseño de cubierta: Nerea Pérez Expósito


Corrección: María Coco

ISBN: 978-84-947102-7-8

Todos los derechos reservados. Esto quiere decir que intento ganarme la vida
escribiendo libros que te apasionen, así que por favor, no realices ningún tipo
reproducción, distribución, comunicación pública o transformación totales o
parciales sin mi previa autorización, tal y como establecen las leyes sobre la
propiedad intelectual (pero estoy segura de que esto ya lo sabes ;). ¡Gracias por
apoyar el trabajo de los autores!
Siempre, para H.
PRÓLOGO

Max

Me llamo Max Escudero y estoy muy orgulloso de mí mismo.


Tengo motivos para estarlo. ¿Queda mal que lo diga yo? Puede
ser, sí, pero es que es la verdad.
Hace ya unos cuantos años que ayudé a mi mejor amigo, Héctor,
a levantar Eventos Luxe, una empresa de organización de eventos
que a día de hoy factura unos pocos millones de euros al año. Ahora
mismo yo soy su jefe de Recursos Humanos, trabajo que me
encanta, y sé que nuestros empleados están a gusto. No todo el
mundo tiene claro que este último detalle es importante para que la
compañía funcione lo mejor posible. Además, ¿para qué tener a la
gente amargada si puedes tenerlos felices? Es mucho más
agradable.
Sí, mi vida profesional es motivo de orgullo diario para mí. Pero
hoy la fuente de mi orgullo es otra: Héctor, mi mejor amigo y el
director general de Eventos Luxe, está bien. No solo está bien, está
feliz.
Hace tan solo unos meses, Héctor era un gruñón sin remedio
bastante insufrible. Nos conocemos desde niños y, tras todos estos
años, sentía que lo había perdido. Sabía que necesitaba ayuda, pero
no qué hacer. Pero, por fin, lo he recuperado. Está irreconocible de
lo bien que está. Y sí, ha sido gracias a mí. Bueno, no solo a mí,
pero yo fui quien dio el primer empujoncito a una piedra que
empezó a rodar cuesta abajo de manera imparable hasta que dio de
lleno en la diana del final feliz.
Hace unos meses me inventé que necesitaba que Carla, una de
las empleadas del Departamento de Grandes Fiestas, ocupara
temporalmente el puesto de su asistente. Debo admitir que no
esperaba este resultado tan maravilloso. Yo solo lo hice con la
intención de que Carla lo zarandeara un poco (en sentido figurado,
claro). Ella nunca se dejaría pisotear por nadie, ni siquiera por su
propio jefe.
Fue mi intento desesperado para que Héctor se diera cuenta de
que estaba amargado, que era infeliz, que desprendía energía
negativa allí por donde pasaba y que no podía seguir así. ¡Pero
resulta que Carla y él se han enamorado! No era mi intención que
algo así sucediera, pero no me podría haber salido mejor. Sin querer,
he hecho de celestina.
Hoy llego a la empresa silbando y, al ritmo de la melodía, me
encamino hacia la cocina a buscar mi café matutino. Me extraña
encontrar la puerta cerrada, pero cuando la abro entiendo el motivo:
Héctor y Carla están dentro. Héctor la ha arrinconado contra la
encimera y le está demostrando todo su afecto cubriéndole el cuello
de besos. Al verme aparecer, Carla se alarma, pero él ni se mueve.
Parece que no le importa que los descubran así.
—Hola, Max —me saluda.
—Buenos días, pareja.
Qué feliz estoy por ellos. No podría estarlo más. Sin embargo,
esto de que Héctor se dedique a prodigar muestras públicas de
afecto sin importarle quién pueda verlos… Quizás no es la forma
más prudente de actuar.
—Creo que sería mejor que anunciarais al resto de los empleados
que sois pareja en vez de que os encuentren enrollándoos en
cualquier rincón. Que el jefe esté saliendo con una empleada será la
comidilla de la oficina.
—Enviaré un correo a todo el personal —dice Héctor.
—¡¿Pero qué dices?! —se escandaliza Carla. Yo me parto de risa.
A Héctor le pega mucho hacerlo de esta manera, a lo bruto, sin
importarle lo que piensan los demás—. ¿Cómo vas a anunciar una
relación por correo electrónico?
Héctor se encoge de hombros; está claro que no ve el problema.
—Se nota que no trabajas codo a codo con ellos, ¿eh, jefe? —se
queja ella—. Será mejor que me encargue yo.
Me río mientras salen de la cocina comentando el tema y
empiezo a prepararme el café. Justo cuando termino, llegan otras
dos personas. Son Sira y Gabriel. Ella trabaja en el Departamento de
Bodas y él es el director del Departamento de Eventos Corporativos.
Desde que Sira llegó a la empresa, unos tres años atrás, se han
convertido en mejores amigos. Son uña y carne. Si no recuerdo mal,
ya se conocían de antes, pero su amistad creció al empezar a
trabajar juntos.
—Buenos días, chicos —los saludo.
—¿Cómo estás, Max? —pregunta ella.
—Muy bien, la verdad —contesto con absoluta sinceridad.
Los observo prepararse los cafés en un alarde de coordinación
mientras hablan. Todo en ellos emana una profunda complicidad. Es
algo que he oído comentar más de una vez en corrillos de
empleados: es evidente que estos dos son perfectos el uno para el
otro. Los únicos que no parecen verlo son ellos mismos.
Tras el éxito inesperado con Héctor y Carla, de golpe me siento
inspirado. ¿Y si también consiguiera dar el empujón necesario a Sira
y Gabriel para que acaben juntos?
—¿Os han dicho alguna vez que haríais muy buena pareja? —les
pregunto cuando ya han terminado de preparar sus cafés.
Ellos intercambian una mirada cómplice acompañada de una
sonrisita. Sira me da una palmadita amable en el brazo.
—Nos lo dicen como mínimo una vez a la semana, pero podéis
quedaros sentados esperando.
—Solo somos amigos —afirma Gabriel justo antes de que ambos
abandonen la cocina.
Yo me quedo donde estoy, con mi taza de café en la mano,
pensativo. Qué ciegos están los dos.
Quiero ayudarlos. Si estuviesen juntos, sé que serían felices.
Pero estas cosas no se pueden forzar, claro. Igual que con Carla y
Héctor, se trata de dar un empujoncito discreto.
Estaré atento a cualquier oportunidad que surja.
1

Sira - Hace diez años

—Niña, que ya hemos llegado.


Creo que emito un somnoliento «mmmm» mientras me esfuerzo
por abrir los ojos. Por unos instantes, pienso que es pedirme
demasiado. ¿Por qué hay tanta luz? ¿Y quién me ha llenado los ojos
de astillas?
En el fondo sé que no tengo ningún objeto extraño debajo de los
párpados, pero de verdad que tengo la sensación de haber metido la
cabeza dentro de un cubo de serrín. Con los ojos abiertos.
—¿Cuánto le bebo? —balbuceo—. Perdón, bedo. Dedo.
Dios, qué borracha estoy. Si lo estuviese un poco menos, creo
que sentiría algo de vergüenza.
—Tu amiga ya ha pagado la carrera —responde el taxista.
—Bien, eh… Buenas noches.
—El sol está un poco alto para ser de noche, pero si tú lo dices…
Me bajo del taxi mientras intento comprender sus palabras.
Acabo mirando hacia el cielo y sí, esa bola amarillenta que me
deslumbra sin piedad es el sol, no la luna. Y sí que está alto. ¿Se
puede saber qué hora es? Me saco el móvil del bolsillo y compruebo
la pantalla. Son las 10:06 de la mañana.
Se me escapa un resoplido a la vez que intento decir «Mierda»,
así que solo me sale un sonido un poco raro, como de un caballo
atragantándose o algo así. No sé, es que estoy muy borracha. A las
diez de la mañana. Todavía tengo la sensación de que es viernes,
pero en realidad ya es sábado, cosas del no dormir.
Tengo mucho sueño.
Pero no me muevo de donde estoy porque si papá y mamá están
en casa y me ven entrar en este estado… Mierda, justo hoy, que
quería hablar con ellos de cambiar de grado. Otra vez. Si me ven así,
no creo que estén muy receptivos a mi discurso de que estudiando
Turismo me siento tan miserable como cuando estaba en
Administración y Dirección de Empresas.
Genial, Sira, ya has vuelto a meter la pata. ¿Cómo consigues
hacerlo una vez detrás de otra? ¿Por qué te has pasado la noche de
fiesta y te has bebido hasta el agua de las plantas?
Pues yo qué sé, la verdad. Me apetecía salir con mis amigas a
bailar y, además, Óscar iba a estar en la fiesta también y ha valido la
pena porque nos hemos enrollado un buen rato. Pero claro, luego he
seguido bebiendo y ahí es quizás donde me he equivocado, porque
ahora son las diez de la mañana y no me apetece nada de nada que
mis padres me vean así de borracha a las diez de la mañana el día
que quiero pedirles pasarme a Humanidades. ¿Me estoy repitiendo?
Uf, qué lío de pensamientos tengo en la cabeza.
Quizás, si me quedo un rato aquí, se me vaya un poco la
cogorza. Vale, sí, puede que eso ayude.
Mientras espero a encontrarme un poco mejor, me dedico a
observar las casas de la calle donde vivimos. Es bonita. Con
viviendas de dos plantas que hoy parecen estar bailando. O
meciéndose. Mmm, creo que no son las casas, creo que soy yo. No
puedo parar de tambalearme. Qué curioso.
En fin. Sigo observando la calle. Cada casa tiene su propio jardín
que la rodea. Y las aceras están pobladas por árboles tan frondosos
que da gusto. Qué gracia, las hojas se están meciendo como yo.
¿También están borrachas? Qué campeonas, las tías. Y fíjate en los
rayos de sol primaverales, se escabullen por entre las hojas. Es
agradable de ver…
Hala, que me he dormido de pie y casi me caigo de morros al
suelo. No puedo más. Tengo tanto, tantísimo sueño.
Creo que será mejor entrar en casa de forma discreta. Con
suerte, no me encontraré con papá y mamá en el recorrido desde la
puerta hasta mi habitación. Solo tengo que pasar por delante de la
cocina y subir las escaleras, es pan comido.
Venga, vamos allá.
Saco las llaves del bolso mientras me acerco a la puerta. La
cerradura no para de bailar de un lado a otro, así que me cuesta un
poco meter la llave y girarla. La puerta se abre y la empujo con
cuidado, intentando no hacer ruido y que no choque con la pared.
Bien, paso uno conseguido.
El siguiente es cerrar la puerta de forma igualmente silenciosa,
cosa que también consigo. Ahora viene la parte más delicada: pasar
por delante de la cocina sin ser detectada. Con suerte, papá y mamá
estarán de espaldas y esto será coser y cantar. De hecho, no oigo
ningún sonido que provenga de allí, deben de estar concentrados
leyendo sus cosas.
Me quito los zapatos y, con ellos en la mano, me dirijo de
puntillas hacia la escalera. Voy muy concentrada mirando hacia
adelante porque parece que hoy los escalones se han puesto a
ondear como una serpiente en plena carrera. Qué raro.
En fin, el caso es que tardo un poco en darme cuenta de que hay
una figura que no reconozco en la cocina. Giro la cabeza y descubro
que en la isla central hay sentado un tío bueno que me está
observando con los ojos muy abiertos.
Hostias, que me he equivocado de casa y ahora llamarán a la
policía y acabaré detenida porque pensarán que he entrado a robar.
—Mierda, mierda, mierda.
Me falta tiempo para dar media vuelta y correr hacia la puerta,
pero la estúpida asa del bolso se engancha en algún sitio, salgo
despedida hacia atrás de forma brusca y me doy un señor hostión.
Joder, qué daño. Me quedo tumbada boca arriba justo a tiempo de
ver que el jarrón que hay encima de la cómoda de la entrada se está
tambaleando… Ay, no, el jarrón de la abuela no. No puedo cargarme
el jarrón de la abuela el mismo día que aparezco borracha a las diez
de la mañana, que quiero pedir un nuevo cambio de grado, que me
cuelo sin querer en casa de los vecinos y acabo detenida.
¡El jarrón se está cayendo, viene directo a mi cara!
Estiro los brazos, desesperada, y consigo cazarlo justo antes de
que mi cara y él acaben hechos un cristo. Se me escapa una risa de
triunfo, aunque puede que más bien suene un poco demencial, y
abrazo el jarrón como si fuese lo que más amo en el mundo.
Un momento…
El jarrón de la abuela.
Reconozco la puerta, la cómoda, el techo, las paredes. No me he
colado en la casa de ningún vecino.
En ese momento la cara del tío bueno aparece en mi campo de
visión.
—No llames a la policía, estoy en mi casa —le pido.
El tío bueno sonríe y debe de ser porque estoy borracha, pero
me parece que tiene la sonrisa más bonita del universo.
—Tú eres la hermana de Ibai, ¿no? ¿Estás bien?
—Sí, soy la hermana de Ibai.
En cuanto a si estoy bien, no sabría decirle, la verdad. Estoy
tirada en el suelo, descalza y abrazada a un jarrón. Y en cualquier
momento aparecerán mis padres…
—¡Mis padres!
Me incorporo de golpe, alarmada, y después intento ponerme de
pie a toda velocidad. Tengo que dejar el jarrón en su sitio y correr a
esconderme en mi habitación. Pero solo consigo volver a caerme,
esta vez con la cara por delante.
¡El jarrón!
Consigo caer boca arriba para salvarlo, pero ya no está en mis
brazos. Tampoco está en el suelo, hecho añicos. Está en las manos
del tío bueno. ¿Cómo…?
—Tus padres han salido hace poco. Han ido al supermercado.
—¿En serio? —pregunto. El tío bueno asiente mientras devuelve
el jarrón a su sitio. No me puedo creer la suerte que tengo—. Menos
mal, de la que me acabo de librar.
El alivio que siento es tan grande que me relajo de golpe. Las
ganas de dormir me invaden y se me cierran los ojos, necesito
descansar…
—Creo que es mejor que no te duermas aquí —dice el tío bueno.
—¿Por qué? Tengo sueño.
En vez de contestarme, él se ríe. No entiendo por qué.
—Venga, arriba —dice. Me coge de las manos y tira de mí para
que me levante.
Me sorprende el tacto agradable de sus manos. Son suaves,
cálidas y fuertes.
—Creo que te sentará bien tomarte un par de vasos de agua
antes de meterte en la cama —añade.
Ahora me empuja con suavidad hacia la isla para que me siente
en uno de los taburetes. Cuando me quiero dar cuenta, tengo dos
vasos llenos de agua delante y el tío bueno se está sentando
enfrente de mí.
—Oye, ¿tú quién eres y qué haces en mi casa? —pregunto.
—Me llamo Gabriel y soy amigo de Ibai, de la universidad.
Estudiamos juntos. Hemos quedado para hacer un trabajo. Tu
hermano está terminando de arreglarse.
Uf, cuánta información después de una noche de fiesta.
—Te llamas Gabriel y estás esperando a Ibai —resumo para
asegurarme de que he entendido bien la esencia de sus palabras.
—Eso es —afirma él. Después empuja uno de los vasos llenos de
agua hacia mí—. Bebe.
Lo dice con suavidad pero con firmeza, y yo me descubro
cogiendo el vaso sin rechistar. Me concentro en ir bebiendo el agua a
sorbitos pequeños. Está fresca, me sienta bien y me relaja…
—Sira.
La agradable voz de Gabriel me hace abrir los ojos. No me había
dado cuenta de que me estaba durmiendo. ¿Y por qué este hombre
está estudiando el doble grado en Derecho y Administración y
Dirección de Empresas con esa voz tan increíble? Debería dejarlo y
hacerse locutor de radio.
Él cruza los brazos delante del pecho y me observa, pensativo.
¿Se está aguantando la risa?
—Gracias por el cumplido, pero la idea de ser locutor de radio no
me atrae nada —dice al fin.
Válgame Dios, que lo he dicho en voz alta.
—Vale, ese pensamiento se ha escapado de mi cabeza a través
de mi boca. No tenía que haberlo hecho. Pensamiento malo.
Gabriel vuelve a deslumbrarme con su sonrisa. No me ciega, pero
siento como si pudiese caerme del taburete por la impresión. Por
suerte, me quedo donde estoy.
—Sigue bebiendo —me dice, descruzando los brazos y
apoyándose en la isla.
—Vale.
Y sigo bebiendo.
Ya me he terminado el primer vaso y he empezado con el
segundo cuando me doy cuenta de algo.
—Oye, ¿cómo sabes cómo me llamo?
—Por tu hermano.
—Ah, claro.
Tiene sentido. A veces yo también hablo de Ibai a mis amigos.
Básicamente, para presumir de que es la mar de listo, que está
estudiando un doble grado y que llegará a donde quiera en la vida.
Yo, en cambio…
—Seguro que lo que cuenta de mí es que soy un desastre que ni
siquiera sabe qué quiere estudiar. —Hala, que lo he dicho en voz alta
y ni siquiera me he sentido mal. Debe de ser cosa del alcohol,
porque admitir esto me suele hacer sentir al nivel de un pañuelo de
papel usado.
—No, solo ha comentado que estás estudiando Turismo y que
eres muy divertida.
—Anda, míralo que majo.
De repente, siento un amor tremendo por Ibai. Solo nos llevamos
dos años, pero es el mejor hermano mayor del mundo. Es un trocito
de pan dentro de un cuerpo que impone y a mí me encanta darle
achuchones, aunque también puede ser implacable, y ojalá acabe
encontrando al hombre de su vida porque hasta ahora no ha tenido
mucha suerte en el amor. Su último novio…
Los párpados vuelven a pesarme…
—Así pues, ¿empezaste ayer la fiesta y hasta hoy? —La increíble
voz de Gabriel consigue que los ojos se me abran del todo.
—¿Ayer? —pregunto, confusa—. No, he salido de fiesta hoy. El
viernes.
Gabriel carraspea. Juraría que vuelve a intentar aguantarse la
risa.
—Hoy es sábado —afirma.
—Ah, claro. —Me río como una idiota—. Como todavía no me he
ido a dormir, tengo esa sensación rara de que todavía es viernes,
¿sabes?
—No sabría decirte, nunca he estado de fiesta la noche entera.
—¿Nunca? —Intento no hacerlo, pero creo que no consigo evitar
mirarlo como si le estuvieran creciendo cebollas en la cabeza—. ¿No
te gusta salir?
—Sí, pero no toda la noche —responde él, encogiéndose de
hombros y muy tranquilo.
—¿Y si tus amigos quieren estar toda la noche de fiesta?
—Pues yo no me quedo —afirma con toda la seguridad del
mundo.
—Pero… ¿y si te piden que te quedes?
Es lo que me ha pasado a mí hoy. Quería irme pronto a casa y
sin estar demasiado perjudicada porque tenía que hablar con mis
padres, pero me insistieron para que me quedara, con esas caritas
de pena y, a ver, cualquiera les dice que no.
—Si me apeteciese quedarme, me quedaría. Pero nunca me
apetece alargar tanto, así que no me quedo —declara él.
—O te apetece o no te apetece.
—Exacto.
Uau, eso sí que es tener las cosas claras. Qué envidia.
—Además, normalmente al día siguiente tengo que estudiar o
trabajar.
—¿Estás haciendo un doble grado y además trabajas?
—Por temporadas; en época de exámenes solo me dedico a
estudiar —dice con un encogimiento de hombros.
Ahora ya no me deslumbra solo su sonrisa, sino todo él. Mis
estudios son un desastre, paso más tiempo en la cafetería de la
facultad que en clase y cada fin de semana salgo de fiesta. Yo nunca
he trabajado. Me encojo un poco, avergonzada.
—¿Y de qué trabajas?
—Casi siempre en cafeterías.
Asiento. Muy típico de estudiante, sí.
—Por lo que dices, seguro que ya sabes qué quieres ser de
mayor —observo.
Gabriel vuelve a sonreír.
En serio, ¿cómo es posible que tenga una sonrisa tan bonita? Es
algo nunca visto.
—Solo me gustaría encontrar un trabajo que me guste de verdad.
Que suponga preparar y controlar presupuestos, llevar a cabo tareas
de organización y gestión, que no me aburra. Más allá de eso,
cualquier opción me vale —explica él.
—¿No quieres montar tu propia empresa?
—No —contesta él sin ningún atisbo de duda.
Demonios, estoy impresionada. Ya me gustaría a mí tener las
cosas tan claras.
En ese momento, mi estómago ruge. Mira, esto es algo que
nunca me cuesta tener claro. O tengo hambre o no tengo hambre. Y
en estos momentos…
—Tengo hambre.
—No me digas —ríe Gabriel—. No te levantes. ¿Qué te apetece
comer?
—Un poco de queso.
Él se pone en pie y se dirige a la nevera. Jo, qué majo es. Soy
una desconocida para él y mira cómo está cuidando de mí.
Yo, en cambio, aprovecho que está de pie para repasarlo de
arriba abajo. Sí, todo él está buenorro. Hombros anchos, no es
demasiado alto pero está bien proporcionado. Es esbelto. Y, además,
tiene buen gusto para vestir. Se nota que no es de los que les valen
unos tejanos holgados y una camiseta cualquiera. Lleva unos chinos
de color beige y una camisa blanca que conjuntan con sus zapatillas
blanquísimas. Pero no son unas zapatillas deportivas cualquiera,
¿eh? Estas son de diseño elegante.
No me considero una fashion victim, pero me gusta la moda y no
puedo evitar fijarme en los atuendos de las personas con las que me
cruzo. Y me pierden las combinaciones con zapatillas, porque, a
pesar de lo mucho que me gusta la moda, solo visto un tipo de
zapato: zapatillas. Ah, el maravilloso mundo de las zapatillas, ¡y lo
cómodas que son! Mucho más que los zapatos de tacón y ciertas
salvajadas que aprisionan el pie como si fuese una salchicha a punto
de reventar.
—Me gustan tus zapatillas —digo.
Fíjate, puede que ya se me esté pasando la borrachera. He sido
capaz de elogiar solo sus zapatos y no provocar un momento
incómodo hablando de lo bien que le sientan los chinos y la camisa.
—Gracias —dice él desde la nevera—. En realidad, es el único
tipo de calzado que llevo.
—¿De veras? —pregunto muy sorprendida. Creo que incluso grito
un poco más de la cuenta, porque da un respingo—. ¡Yo también!
—Sí, me he fijado en las que llevas. Conjuntan muy bien con tu
vestido.
Sonrío, tan halagada como asombrada. Estoy especialmente
orgullosa de mi combinación de hoy. El vestido largo y colorido con
mis queridas zapatillas rojas.
—¿Te gusta la moda? —pregunto.
—Sí —contesta él con su propia sonrisa. A continuación, deposita
ante mí la caja en la que guardamos los quesos.
—Oh, muchas gracias.
—¿Cuchillos?
—Ahí.
Gabriel abre el cajón que le señalo y coge un par de cuchillos con
los que cortar el queso. Por el camino también encuentra una tabla
de cortar. Lo deja todo encima de la isla y vuelve a sentarse. Yo me
lo quedo mirando. Sé que es de mala educación, pero no puedo
evitarlo, todavía estoy un poco borracha.
—¿Por qué eres tan amable? —pregunto de sopetón.
Él hace un gesto de extrañeza.
—¿A qué te refieres?
—No sé, has salvado el jarrón de mi abuela, me has levantado y
puesto dos vasos de agua delante, ahora me consigues comida…
Entonces sucede algo que no me esperaba. ¡Se le sonrojan las
mejillas! ¡Y es tan encantador que quiero derretirme! Me pregunto si
no le hacen cumplidos a menudo o si, simplemente, le da
vergüenza.
—En cualquier caso, muchas gracias —digo para que no tenga
que contestar a mi indiscreta pregunta.
Él asiente y se fija en el queso que estoy abriendo. Un manchego
bien curado, como a mí me gusta. Bueno, si soy sincera, adoro el
queso en general. Sea fresco, blando, duro, semiblando, semiduro o
azul, de leche de cabra, de oveja, de vaca o de búfala, y provenga
de donde provenga. Yo podría vivir en el reino de los quesos,
dedicando la eternidad a probar un cachito de aquí y otro de allá. Y
con el interés con el que Gabriel está observando el queso que he
abierto, creo que al menos los manchegos curados también le
gustan. Corto dos trozos y deslizo la tabla de cortar hacia él, que me
dedica su sonrisa, que debería ser declarada maravilla universal, y
coge uno.
—Yo también podría vivir en el reino de los quesos —comenta.
—¿Lo he dicho en voz alta? —chillo—. Perdón. Normalmente no
soy tan chillona. Creo.
Ahora ríe. Es una risa suave, que emana la misma tranquilidad
que toda su persona.
—Hace unos meses fui de excursión con unos amigos por los
Pirineos y en un pueblecito compramos el queso más rico que he
probado nunca —explica—. Era un queso de cabra curado en vino.
Abro mucho los ojos y asiento despacio. Espero que parezca que
solo estoy interesada por lo que acaba de contarme, pero, en
realidad, en mi interior están pasando varias cosas que zarandean
mi existencia.
En primer lugar, queso curado en vino. Quiero probar ese queso.
Pero, teniendo en cuenta que he llegado a casa borracha como una
cuba, no voy a decirlo en voz alta. No quiero que Gabriel piense que
tengo un problema con el alcohol.
En segundo lugar, le gusta la montaña. Si se fue de excursión por
los Pirineos, no hay otra deducción posible. ¡Y a mí me encanta la
montaña! Me gusta vivir en la ciudad y al lado del mar, pero de vez
en cuando necesito alejarme, dejar atrás el asfalto y el bullicio
buscando un aire un poco más limpio y los colores verdes, marrones
y ocres de la naturaleza. Los espacios abiertos. No hay nada igual.
En tercer lugar, algo le está sucediendo a mi estómago y no creo
que sea culpa del alcohol. Tengo la sensación de que se está
llenando de mariposas. Están apareciendo de forma espontánea,
una detrás de otra, con un suave y delicado ¡pop! ¡Pop, pop, pop,
pop! Y se ponen a aletear con ligereza, acariciándome, juguetonas.
Casi puedo oír sus voces diminutas, como duendes traviesos,
canturreando: «Sira se ha enamorado, Sira se ha enamorado, Sira se
ha enamorado».
Ostras, no sabía que podía suceder algo así. Enamorarse así, de
golpe. ¿Es por el alcohol? No creo, ya no me siento tan borracha
como antes.
Joder, ¡que me he enamorado!
¿Cómo no voy a hacerlo? Gabriel es un encanto de tío. Le gusta
la moda, el queso y la montaña. Tiene la cabeza bien amueblada y
las cosas tan claras que quiero besarle los pies. Y sí, puede que sea
un poco superficial, ¡pero está para mojar pan! Mira ese rostro de
rasgos marcados pero agradable, la barba de un par de días, el
cabello castaño con ese corte cómodo pero moderno, los ojos
marrones y grandes, ese cuerpo…
Hostias, me he enamorado. ¿Y ahora qué hago? Lanzarme a sus
brazos para darle un beso con mi aliento de alcohol y queso no es
muy buena idea, ¿verdad? Pero es que nunca me había pasado algo
así. Ahora me doy cuenta de que hasta ahora solo me había sentido
atraída por otras personas, ¿pero esto? Adoración absoluta e
inmediata. Necesidad de lanzarme a sus brazos. Euforia. La opresión
en el pecho… Ostras. Es como si Cupido, en vez de disparar flechas
al corazón, condujera un tractor y me hubiese pasado por encima
con él. Qué barbaridad, ¡pero qué maravilloso!
Esa sonrisa que me llena el cuerpo de calidez vuelve a aparecer
en el rostro perfecto de Gabriel. Está llena de afecto y ternura.
—El mes que viene llevaré a mi novia a ese pueblo y
compraremos más queso —anuncia como quien no quiere la cosa
mientras observa el queso en la tabla de cortar, posiblemente
valorando si cortarse otro trozo.
Por mi parte, mi cabeza se inunda de una sola palabra: un
larguísimo y lastimero «Noooooooooooooooo».
Gabriel tiene novia.
¿Gabriel tiene novia?
¡¿Gabriel tiene novia?!
Cupido, eres un auténtico cabronazo. Primero pones mi mundo
patas arriba de la mejor manera posible y después me das un
bofetón con tu mano gigante.
Cabrón, cabrón, cabrón.
—A ella también le encanta el queso —añade.
Mira qué carita se le ha puesto al hablar de su novia. ¡Está tan
colgado que casi puedo ver cómo le salen corazoncitos por los ojos,
las orejas y la boca!
Esto es… Esto es… Tengo que salir de aquí.
—Me voy a dormir. —Me levanto tan rápido que me tambaleo un
poco. Pero al menos el agua y el queso han ayudado y no me caigo
al suelo.
Gabriel alza las cejas, sorprendido por mi brusquedad.
—No te has terminado el agua —dice. Y parece de veras
preocupado por mi bienestar. ¡Pero tiene novia! Joder, no hay
derecho.
Decidida a irme cuanto antes, cojo el vaso de agua y lo aprieto
contra mi pecho.
—Me lo llevo. Es que me han entrado muchas ganas de leer.
—¿Ahora? ¿Qué libro estás leyendo? Tiene que ser muy
interesante.
El tío es tan majo que ni siquiera lo pregunta con sorna, sino que
parece realmente interesado.
—Los pilares de la Tierra.
—Muy buen libro —dice, asombrado, mientras asiente y vuelve a
cruzar los brazos delante del pecho. Yo tengo que hacer un esfuerzo
para no admirar de forma descarada los músculos que se marcan
debajo de su camisa. Estoy a un paso de ponerme a babear ahí
mismo. Por suerte, sigue hablando y me distrae—: Lo leí hace un par
de años y me dejó impresionado. Yo ahora estoy leyendo El
jardinero fiel, de John le Carré.
Venga ya, resulta que incluso es muy aficionado a la lectura,
como yo, y nos pasamos diez minutos más hablando de nuestros
libros preferidos. ¿He dicho ya que no hay derecho? ¡El tío es
perfecto! Al final, incluso intercambiamos nuestros números de
teléfono para enviarnos recomendaciones de lectura.
No sé cómo me hace sentir eso de tener el número de teléfono
del hombre comprometido del cual me acabo de enamorar. Y mi
maravillosa frase de despedida es:
—Pues nada, encantada, ¿eh? Ya si eso… Pues no sé. Buenas
noches. No, buenos días. Yo me voy a dormir. Adiós.
Me escabullo de la cocina y corro escaleras arriba, desde donde
todavía me llega la agradable risa de Gabriel. Suspiro como una
idiota mientras entro en el baño, porque con eso de beber tanta
agua ahora me estoy meando, y cinco minutos después me dejo
caer en mi cama. Por suerte, estoy tan cansada que se me cierran
los párpados en cuanto la cabeza toca la almohada. Y antes de
perderme en el mundo de los sueños, tengo tiempo de desear que
esto de haberme enamorado solo haya sido algo pasajero por culpa
del alcohol.
2

Sira - Hace tres años

—Y me gustaría que los canapés de almendra, en vez de llevar una


almendra, lleven una avellana.
No voy a entrar a discutir por qué no tiene sentido decorar con
una avellana un canapé de almendra.
—Y que los de salmón ahumado sean de bacalao ahumado.
Dios, dame paciencia.
—Señora Benítez, me temo que ahora ya no estamos a tiempo
de efectuar esos cambios en su pedido. Los ingredientes ya están
comprados y la comida ya está siendo preparada para poder
servírsela mañana a la hora prevista —digo, toda amabilidad y
sentido común.
Pero la señora Benítez no es amable ni tiene sentido común y
todavía tengo que aguantar quince minutos más de quejas y
peticiones de cambios imposibles de hacer a última hora. Mientras
tanto, Salva y Lola, mis compañeros de despacho, me dedican
miradas guasonas. Yo les dedico una peineta.
En cuanto cuelgo el teléfono, apago mi ordenador y, entre risas
sobre la locura que es atender a algunos clientes, me despido de
Salva y Lola. También me despido con una sonrisa de otros
compañeros con los que me cruzo.
Sin embargo, en cuanto piso la calle, la sonrisa se me borra de la
cara. Solo llevo once meses trabajando en esta empresa de catering
y ya estoy aburrida y deseando buscar trabajo en otra parte. Otra
vez.
No lo entiendo. Aunque el sueldo no es para tirar cohetes, este
empleo no está mal. Al principio me parecía entretenido, hay
posibilidades de prosperar dentro de la empresa y el ambiente con el
resto de los trabajadores es muy bueno. Son majos. Si es así, ¿por
qué vuelvo a estar aburrida?
Soy un desastre. ¿Por qué soy así de desastre? Tengo veintisiete
años y soy una inconstante que todavía no sabe qué hacer con su
vida. ¿Ese tercer grado universitario en Humanidades que creía que
sería el definitivo? Pues no, tampoco lo fue ni lo terminé. Mis padres
se tomaron sorprendentemente bien esa debacle. Quizás porque,
cuando les anuncié que iba a dejar los estudios, estaba hecha un
mar de lágrimas y las acompañé de muchas disculpas. Pero tenían la
decepción y el pensamiento «Sira es un desastre» escritos en la
cara.
Desde entonces he trabajado en una empresa de telefonía móvil
como teleoperadora, en una cadena de comida rápida, en una tienda
de ropa, en una empresa de interiorismo, en una tienda de vestidos
de novia, en una aseguradora como secretaria y, ahora, en el
departamento comercial de una empresa de catering. Todos estos
trabajos me han durado alrededor de un año porque, llegado cierto
punto, parece inevitable: empiezo a aburrirme y agobiarme y
necesito buscar otra cosa. Y cada vez que anuncio a mi familia que
vuelvo a cambiar de trabajo, la expresión de mis padres vuelve a
decirlo todo.
¿Cómo debe de ser tener claro a qué quieres dedicar tu vida?
Como Ibai, que enseguida supo que quería dedicarse a la abogacía y
ahí lo tienes, petándolo en un bufete. Como mi madre, dermatóloga,
o mi padre, feliz con su cadena de ferreterías. En fin, podría poner
un montón de ejemplos.
Lo peor es que sé que, si intento aguantar en este empleo,
esperando a acostumbrarme y que me acabe gustando la idea de
quedarme, será un fracaso. Ya lo intenté en la empresa de
interiorismo y en la aseguradora. Me obligué a quedarme y, en
cuestión de un par de meses, en ambos casos me apagué, me
apagué, me apagué, hasta que al final me levantaba cada mañana
llorando.
Es que no lo entiendo. Tener que ir a trabajar cada día no es tan
malo, ¿no? Es lo normal. De hecho, la de gente que hay a la que le
gustaría tener trabajo y no lo consigue. A mí no me cuesta
encontrarlos. Vale, trabajar de teleoperadora y en el restaurante de
comida rápida fue un peñazo y nunca más lo repetiría, pero el resto
eran aceptables.
Durante todo el camino a casa, por mi cabeza rondan las mismas
palabras. Desastre, consentida, desagradecida, inconstante. Qué
maravilla.
Y encima, cuando entro en el piso, me encuentro a Aissatou y a
Víctor apoyados contra la pared dándose el lote como si el mundo
estuviese a punto de llegar a su fin.
—Madre mía, no hagáis esas cochinadas delante de mis ojos
inocentes —bromeo mientras me los cubro con una mano.
Ellos separan sus bocas, pero el resto de sus cuerpos no. Me
miran, sonrientes. No porque se alegren de verme, sino porque
siguen con las hormonas por las nubes gracias a tanto beso con
lengua. Y yo, a pesar de mi estado de ánimo, también sonrío.
Imposible no hacerlo con estos dos. Hace poco que salen, pero
están tan colgados el uno del otro que cualquier día sus ojos
adoptarán forma de corazón. Son una pareja bastante encantadora,
la verdad. Y curiosa, porque Aissatou es de padres senegaleses y
tiene la piel del color del chocolate más puro, mientras que Víctor es
pelirrojo y no podría tener la piel más blanca y pecosa.
—Hola, Sira —saluda él, que además es la mar de educado.
Cómo me alegra que Aissatou haya encontrado a alguien como
él. Siento un pequeño pinchazo de envidia, pero, por suerte, no
tengo tiempo de pensar en ello porque la puerta se abre y mi otra
compañera de piso hace su aparición.
—¡Buenaaaas! —saluda Noa a gritos. Para variar ni se ha fijado
en que estamos todos ahí mismo. Cuando nos descubre, se
sobresalta—. ¡Ah! Ostras, cómo sois, qué manera de asustar a la
gente.
Los demás resoplamos, divertidos. Noa y su despiste eterno y su
capacidad para asustarse. Ella nos muestra la bolsa de papel que
lleva en la mano.
—A ver si no os voy a invitar a helados, ¿eh?
—¿Has traído helados? —pregunta Aissatou, muy interesada. Esa
noticia sí que consigue que se despegue de Víctor. Él ni se inmuta;
ya sabe que al lado de un buen helado no tiene nada que hacer.
Noa trabaja en una empresa de distribución de helados y puede
comprarlos con descuento, así que de vez en cuando se trae algunas
cajas a casa. Y no sé si será porque han pasado por menos
vehículos de transporte y menos congeladores, pero a mí me parece
que están más buenos que cuando los compro en una tienda. Hoy
ha traído esos cucuruchos de nata y fresa que tanto le gustan a
Aissatou y los helados con forma de taco de chocolate y caramelo
que me vuelven loca a mí. Las dos corremos a abrazarla.
—¡Graciaaaas! —grito feliz. No lo estoy fingiendo. Una caja de
helados ha conseguido alegrarme el día.
Víctor se ha despedido y marchado en algún momento durante la
celebración heladera, y nosotras ya estamos planificando qué hacer
antes de ponernos a preparar la cena. Bajaremos juntas al gimnasio
a una clase de zumba, que es lo que nos apetece hoy.
Hace un año y medio que comparto piso con ellas. Antes de eso
estuve un piso compartido con dos chicas con las que apenas
intercambiaba tres palabras al día. Cada una hacía su vida y tenía
que caminar de puntillas por casa para no molestar a las otras dos.
Qué agobio. En cambio, el día que vine a entrevistarme con Noa y
Aissatou cuando les quedó una habitación libre en el piso,
conectamos enseguida y ahora son mis mejores amigas.
Estoy a mitad de cambiarme para la clase de zumba cuando mi
teléfono suena. Sonrío al ver quién es.
—Hermanitoooo, ¿con cuántos jueces te has peleado hoy?
—Hola, Sira. ¿Cómo estás? —saluda Ibai con su tono directo y
serio.
—Estupenda, como siempre. ¿Y tú?
—Bien.
—¿Y mi cuñado preferido?
—Él también está bien. —Esta vez, la voz de mi hermano se llena
de ternura. Siempre que habla de Óliver, su novio desde hace dos
años, le sucede. Su actitud siempre seria y firme, como el tronco de
un árbol centenario, se ablanda hasta límites insospechados.
Ay, entre Aissatou y mi hermano, qué tarde de pinchazos de
envidia. Yo también he intentado encontrar lo mismo que ellos. He
tenido varias parejas, pero…
—Gabriel está intentando contactar contigo —dice Ibai.
Sí, ahí está el motivo de todos mis fracasos amorosos.
—Ah, ya… —Es lo único que se me ocurre responder de entrada.
Después intento disimular—. ¿No tiene mi nuevo número de
teléfono? Qué raro.
Raro, rarísimo, vamos. Tan raro que es una mentira cochina.
Hace unos meses tuve un problema de spam con mi número de
teléfono y opté por cancelar la línea y contratar una nueva. Y, ay,
qué despiste el mío, con el cambio resulta que perdí el número de
Gabriel y también se me pasó enviarle mi nuevo contacto. Qué
cosas.
—Bueno, pues que sepas que quiere hablar contigo. Llámalo
cuando te vaya bien —dice Ibai.
Después de comentar alguna otra cosa, nos despedimos y
cortamos la llamada. La idea de llamar a Gabriel me distrae tanto
que ni siquiera pienso en preguntarle por qué no le ha pasado
directamente mi número de teléfono.
Termino de cambiarme, salgo al salón y me dejo caer en el sofá.
Aissatou no tarda en salir de su habitación y me descubre allí.
—¿Qué pasa?
—Gabriel quiere hablar conmigo.
Desde la habitación de Noa llega un grito ahogado.
—¡¿Y qué vas a hacer?! —pregunta a gritos.
—No lo llames —me dice Aissatou, mirándome con sus intensos
ojos marrones.
A menudo me recuerda a Gabriel; ella también tiene las cosas
muy claras. Si hay algo que no le gusta, que le molesta o que
directamente le está tocando las narices, lo hace saber. Cuidado,
también deja bien claras las cosas que sí que le gustan y siempre es
tan directa lanzando piropos que te hacen sentir muy bien, porque
sabes que no los dice por compromiso.
A ella también le tengo envidia.
Tanto ella como Noa están al tanto de mis… ¿Cuál sería la
palabra adecuada? ¿Problemas? Sí, dejémoslo en problemas con
Gabriel. El pobre no ha hecho nada más allá de existir, pero sí que se
trata de problemas con él.
A lo largo de los últimos años hemos coincidido pocas veces. Una
o dos veces al año, como mucho tres, siempre a través de mi
hermano. En cambio, sí que hemos tenido algo más de contacto por
mensaje, porque hemos ido recomendándonos libros de vez en
cuando. Tampoco muy a menudo. A veces hemos llegado a estar
seis o siete meses sin decirnos nada.
Por desgracia para mí, cuando hace siete años desperté después
de esa fatídica mañana de borrachera, descubrí que sí, que estaba
enamorada de él. No había sido cosa del alcohol. Me moría por sus
huesos, a pesar de haber hablado con él una sola vez durante
menos de media hora. Pero, con esa dinámica posterior de no
vernos ni hablar durante meses y meses, digo yo que debería ser
fácil arrancarse la estúpida flecha del cabronazo de Cupido, ¿no? Ese
amor repentino debería haberse visto erosionado por el paso de los
días, igual que una piedra pierde la forma por el continuo vaivén de
las olas del mar.
Pues mira qué afortunada soy que no me ha sucedido así. Cada
vez que me he reencontrado con Gabriel estaba convencida de no
estar ya enamorada, de haberlo superado por completo. Y ha sido
volver a verlo, hablar un poco con él y… ¡pam!, ya estoy enamorada
otra vez. Y es que sigue siendo el tío bueno, atento, encantador y de
ideas claras del primer día. Bueno, tiempo atrás tuvo algún tipo de
problema familiar del que no conozco los detalles. Desde entonces
tengo la sensación de que el carácter se le ha ensombrecido un
poquito, pero sigue siendo él, mi Gabriel.
Cierto, nunca ha sido mi Gabriel. En primer lugar, él siempre me
ha visto como a una hermana pequeña. Y, en segundo lugar, pero no
menos importante, está el pequeño detalle de que primero
pertenecía a Verónica, su novia de la universidad. Después estaba
hecho polvo y sin ganas de estar con nadie porque había roto con
Verónica, hasta que un día se descubrió enamorado de Andrea, la
que es y será la mujer de su vida. Imposible competir con esa chica.
No la conozco en persona y solo he visto fotografías de ella, pero es
tan guapa que cada vez que veo una imagen suya me caigo de culo
al suelo. ¿Cómo es posible que exista gente tan increíblemente
hermosa? Es de esas personas a las que no puedes parar de mirar. Y
encima, a nivel profesional, es una triunfadora. En toda regla. Tiene
una tienda online de juguetes de madera para niños y niñas con
clientes por todo el mundo y solo en Instagram tiene más de medio
millón de seguidores. Una barbaridad. ¿Cómo compites con eso? No
lo haces, y ya está.
A pesar de todo, yo sigo cayendo como una idiota. Cupido debió
de clavar su flecha a varios kilómetros de profundidad en mi
corazón. O quizá sí que pasó con su tractor por encima de mí,
dejando mi corazón hecho pedacitos y no hay manera de
recomponerlo ni con todo el pegamento del mundo. Es frustrante y
humillante porque una vez incluso me sucedió cuando acudí a una
fiesta junto al chico con el que estaba saliendo, Gonzalo. Fue ver a
Gabriel y… Qué mal momento. Dos días después ya habíamos
cortado.
Así que, cuando hace unos meses tuve el problema con el
número de teléfono y me lo tuve que cambiar, me pareció el
momento ideal para perder su contacto. Quizás eso me ayudaría a
olvidarlo de una vez por todas.
Y ahora resulta que él quiere hablar conmigo.
¿Por qué será? No será solo para hablar de libros, algún motivo
concreto debe de tener. Maldita sea, debería haberle preguntado a
Ibai si sabía de qué iba el tema.
Aissatou tiene razón, no debería llamarlo. Pero me sabe mal no
hacerlo. Eso sería hacerle el vacío sin dar una explicación y no se lo
merece. ¿He dicho ya que Gabriel es muy buen tío?
Aissatou debe de ver las dudas en mi expresión, porque dice:
—Tienes que protegerte, Sira.
Sé que tiene razón. La tiene. Pero…
—Id tirando para el gimnasio —digo cuando Noa sale de su
habitación lista para la clase de zumba.
Aissatou no dice nada, pero su mirada expresa sin lugar a duda
que cree que me estoy equivocando. Noa, en cambio, me dedica
varios alzamientos de cejas seguidos y muy exagerados.
—Ya nos contarás cómo va.
Río por debajo de la nariz. Noa es una cotilla sin remedio y
enseguida se emociona por cualquier cosa.
Cuando ya se han ido, rescato el contacto de Gabriel que Ibai
acaba de enviarme. Tras unos segundos de duda, hago la llamada.
Mientras suena la señal de tono, a la vez deseo que conteste y que
no conteste. Siempre me gusta hablar con él, claro, pero dadas las
circunstancias sé que me haría un favor si ignorara el móvil. Si ahora
no contesta y nunca devuelve la llamada, no será cosa mía, ¿no? Yo
habré intentado ponerme en contacto con él.
Al cabo de unos segundos contesta. Jolines.
—¿Diga?
No puedo evitar sonreír. La última vez que coincidimos me
explicó que nunca contesta al teléfono con un «¿Sí?». Al parecer,
alguien con malas intenciones te puede grabar y utilizar ese «¿Sí?»
en un montaje en el que parezca que estás dando tu consentimiento
para hacer algo, tipo contratar alguna cosa que no quieras o darle
dinero a alguien que ni siquiera conoces.
También me estremezco porque su voz de locutor de radio
siempre me provoca un agradable cosquilleo por todo el cuerpo.
—Hola, Gabriel. Soy Sira —digo, intentando sonar natural. Es
decir, molona, guay, como si hablar con él fuese como hablar con
cualquier otra persona.
—¡Sira!
Qué majo es, si incluso se alegra de oír mi voz. Lástima que sea
porque para él es como hablar con su hermana pequeña.
—¿Cómo estás? —me pregunta.
—Bien, bien, como siempre. —Consigo decirlo con mi actitud de
«hablar contigo no es superespecial para mí». Bien, voy bien.
—Tu hermano me ha dicho que tuviste no sé qué problema con
tu número de teléfono.
—Sí, unos pesados me llamaban y me enviaban mensajes a
todas horas. Perdona, se me pasó enviarte el nuevo número.
¿Se filtrará la mentira a través de la línea telefónica? Tengo la
sensación de que sí, que prácticamente goteará del teléfono de
Gabriel como un líquido denso y viscoso.
—Nada, mujer —dice. No parece haber detectado la mentira,
porque noto la sonrisa en su voz—. Oye, quería hablarte de trabajo.
¿Conoces la empresa donde estoy ahora?
—Creo que no —respondo después de intentar hacer memoria.
Recuerdo que hace un par de años empezó a trabajar en un sitio
nuevo, pero no creo que me diera más detalles.
—Se llama Eventos Luxe. Nos dedicamos a la organización de
eventos. Desde bodas y comuniones pasando por fiestas de todo
tipo y eventos corporativos, el departamento en el que yo estoy.
—Ajá… —digo porque todavía no tengo muy claro a dónde quiere
ir a parar.
—Están buscando a alguien para el departamento de
organización de bodas y creo que tú serías perfecta para el puesto.
Mi corazón intenta hacer un par de movimientos contradictorios,
provocándome unas sensaciones muy extrañas. Por un lado, quiere
hincharse. ¿Gabriel ha pensado en mí para un puesto de trabajo en
su empresa? Por el otro, quiere contraerse hasta convertirse en una
bolita diminuta. ¿Trabajar en la misma empresa que Gabriel? Ay, ay,
ay.
—Hay algo más —añade—. No están buscando a alguien para las
bodas clásicas de toda la vida, sino para bodas de estilo más
moderno o para gente que quiere hacer algo distinto. Y con tu
experiencia en interiorismo, con los vestidos de novia, con lo que te
gusta la moda… Y ahora estás en una empresa de catering, ¿no? Tu
currículum es perfecto.
Al escuchar sus palabras, los ojos me empiezan a escocer porque
quieren llenarse de lágrimas. ¿A Gabriel le parece que mi vida
profesional desastrosa es perfecta? ¿Y tiene presente todos los
trabajos por los que he pasado? «Jo, ¿ves? Por eso te quiero, porque
eres tan amable conmigo que cualquier día el corazón me
explotará», quiero decirle. Pero me guardo las palabras para mí,
claro.
—En fin, no sé cómo estás ahora en tu trabajo, pero que sepas
que esto está ahí. Eventos Luxe es una empresa exigente, hay que
trabajar bien, pero los sueldos lo compensan —prosigue él sin saber
nada de mis crisis internas—. Es cierto que el propietario de la
empresa tiene un mal genio considerable, pero en el cargo que
estarías tú no tratarías directamente con él. Por lo demás, el
ambiente de trabajo es bueno.
—Ostras, suena muy bien.
La respuesta es sincera. Dedicarme a organizar bodas que no
sean clásicas puede ser curioso y entretenido. Y la propuesta llega
justo cuando estoy empezando a agobiarme en mi trabajo actual.
Parece una señal, ¿no? Los astros se han alineado en el momento
perfecto.
El único problema es… Gabriel, claro. Gabriel estará ahí.
—Bueno, piénsatelo —dice él cuando no añado nada más—. Si te
interesa, envíame tu currículum. Se lo pasaré al jefe de Recursos
Humanos.
—Vale, sí —respondo como una autómata—. Gracias por pensar
en mí, Gabriel.
—Nada, quien saldrá ganando aquí es la empresa. —Casi puedo
ver el guiño y la media sonrisa con la que acompañaría esa frase.
Después de despedirnos y cortar la llamada, no me muevo de
donde estoy. Me quedo tirada en el sofá, pensativa.
Ni siquiera debería estar pensando en ello. Gabriel trabaja en esa
empresa y lo que yo quiero, precisamente, es alejarme de él.
Pero me apetece cambiar de trabajo.
Pero Gabriel estará ahí.
Pero estaría en otro departamento.
Pero seguirá estando ahí. ¿Y qué dirán mis padres si vuelvo a
cambiar de empleo?
Pero el trabajo parece interesante. Creo que podría gustarme. Y
el sueldo seguro que será bastante mejor. Esto es una buena
justificación.
Pero Gabriel seguirá estando ahí.
En otra sección de la empresa. No trabajaría codo a codo con él.
Y quiero otro trabajo.
Además, ni siquiera sé si me contratarán. Gabriel es tan amable
que mi currículum lleno de bandazos profesionales le parece
maravilloso, pero puede que otras personas lo vean como el
despropósito que en realidad es.
Y, suponiendo que sí me contraten, como mucho aguantaré un
año. Sí, Gabriel estará ahí, pero lo de verlo tan a menudo tendrá
fecha de caducidad.
Me cubro la cara con el único cojín que decora nuestro sofá y
suelto una mezcla de resoplido y suspiro.
Sí, parece que voy a hacerlo.
Arg, cuando Noa y Aissatou se enteren les dará un síncope. A
Noa, de la emoción, casi la veo explotando en un montón de confeti
de colorines. Y Aissatou… Con toda la razón del mundo, me dirá que
es una locura muy poco prudente. Que en el fondo sé que lo hago
para estar más cerca de él y eso solo me hará daño. Y no sabré qué
decirle. Quizás tenga razón. No lo sé. Y mis padres…
Joder, me estoy agobiando. Ya no sé qué hacer.
Me quedo un buen rato ahí, sin moverme, incapaz de tomar una
decisión. Hasta que me harto. La descripción del trabajo me gusta y
parece que el sueldo será mejor que el actual, sería una tontería
dejarlo pasar. A la mierda todo lo demás.
Me levanto de un salto del sofá y corro a mi habitación. Sin darle
más vueltas, actualizo mi currículum y se lo envío a Gabriel.
Hala, ya está hecho. Y ahora a ver qué pasa.
3

Gabriel - Hoy

No me gusta dormir con el aire acondicionado encendido, pero con


el calor que está haciendo este mes de julio estoy empezando a
replanteármelo. Me he despertado a las seis de la mañana, agobiado
por el bochorno y empapado de sudor. Parecía que alguien hubiese
echado un cubo de agua sobre las sábanas. Me ha faltado tiempo
para levantarme y meterlas en la lavadora.
Después de una ducha rápida y de cambiar la cama, me dejo
caer sobre ella y me permito hacer lo mismo que cada mañana al
despertar. Cojo el móvil, abro Instagram y visito el perfil de Andrea.
Desde ayer ha añadido un par de videos en los que aparece
mostrando unos juguetes nuevos que han llegado a su tienda online.
Tiene tanta gracia haciendo la presentación que no es de extrañar
que tenga tanto éxito.
Ya hace dos años y diez días que es más feliz sin mí.
Y ya hace dos años y diez días que yo estoy… En fin, dejémoslo.
Bajo un rato al gimnasio y, después de la ducha definitiva y de
comer un poco de fruta, me aseguro de que está todo bien
ordenado. Para variar, el sofá no está bien alineado con la pared. No
sé cómo lo hago, pero cada mañana lo pongo en su sitio y al día
siguiente vuelve a estar movido. Ah, y he olvidado en la pila un vaso
que debería estar en el lavavajillas. Ahora sí, está todo recogido, solo
me queda prepararme la bolsa con el desayuno y la fiambrera con la
comida. Es la de acero inoxidable que me regaló Sira. Cuando hace
un año me ascendieron a jefe del Departamento de Eventos
Corporativos, me preguntó con retintín si aprovecharía el aumento
de sueldo para ir a comer cada día de menú como los jefazos de la
empresa. Ella ya sabía cuál sería la respuesta, claro: no me gusta
comer de restaurante a diario y ya estoy acostumbrado a hacerlo en
la oficina con los demás compañeros. Al día siguiente apareció con
este regalo y me dijo que, como jefe de departamento, al menos
tenía que dejar de usar los táperes de plástico cutres. Un poco de
clase, por favor.
Sonrío al recordar ese momento. Qué graciosilla es.
Con la graciosilla me encuentro diez minutos después en el lugar
de siempre. Desde aquí caminaremos hasta el edificio que aloja las
oficinas de Eventos Luxe.
—Veraniego y a la vez elegante —comenta al alcanzarme
mientras observa mi ropa por encima de las gafas de sol—. Muy
acertado.
Hoy he elegido vestir pantalones y camisa de lino acompañados
de unas zapatillas con forma de náuticos. Cada mañana
comentamos nuestros atuendos. No podemos evitarlo, nos gusta la
moda.
—Gracias. Veo que tú te has decantado por una opción más
informal.
Hoy Sira viste una camiseta de tirantes verde, unos pantalones
finos y holgados de color negro y sus zapatillas de verano, también
de color verde. Lo acompaña con su bolso de croché de color beige
y la media melena rubia y rizada recogida en una sencilla coleta.
—Sí, hoy no me apetecía pensar mucho —admite con una
sonrisa. No le veo los ojos porque ha vuelto a ponerse las gafas de
sol, pero tengo la sensación de que es de esas sonrisas que no
alcanzan su mirada.
—¿Todo bien anoche?
Me comentó que había quedado con un tipo a través de la
aplicación de citas que suele usar.
—Pues sí —contesta sin dar más explicaciones.
A estas alturas ya sé que ese «Pues sí» significa que acabaron la
noche en la cama.
—Me alegro —digo. Pero teniendo en cuenta esa sensación sobre
la sinceridad de su sonrisa, lo digo con dudas.
Como respuesta, ella se limita a levantar un poco un hombro y
esbozar una pequeña sonrisa satisfecha. No comentamos nada más.
Nunca lo hacemos.
Sinceramente, en esta cuestión le tengo envidia. Cuando le
apetece, Sira se busca citas a través de esa aplicación y se acuesta
como mucho un par de veces con los tipos que quiere. Yo, en
cambio, estoy en un desierto desde que Andrea cortó conmigo. Llevo
dos años y veinte días sin acostarme con nadie. Es una situación
extraña, porque lo echo de menos, pero a la vez no me apetece
buscar a otra persona con la que practicar sexo. A no ser que esa
persona fuese Andrea.
Andrea era la mujer de mi vida, la perdí y ahora estoy bloqueado.
—¿Qué tal pinta tu día hoy? —Es como si Sira hubiese intuido
hacia dónde se estaban desviando mis pensamientos y me hubiese
hecho esa pregunta para obligarme a pensar en otra cosa.
—Creo que le pediré a Max que despidamos a Carlos.
—¿Por qué? —pregunta ella, alarmada.
—Ya lo sabes.
Hace medio año contratamos a Carlos como empleado júnior del
departamento. En la entrevista y las primeras semanas parecía que
iba a funcionar muy bien, pero no tardó en empezar a quedar claro
que le gusta demasiado salir de fiesta. A menudo llega medio
dormido a trabajar y, encima, presumiendo de si ha estado en este o
aquel club. Como tiene sueño, es lento y a veces se despista. Y su
escritorio… Solo de pensar en el nivel de desorden que reina allí me
pongo de mal humor. Cada día, cuando entro en el despacho y veo
esa monstruosidad, sueño con tirar todos esos papeles, carpetas y
material de oficina a la basura y dejarlo bien limpio y brillante.
—Carlos es un buen chico —lo defiende Sira.
—Un buen chico que no cumple en su trabajo.
—¿Has hablado con él o te has limitado a fulminarlo con la
mirada y hablarle de forma seca?
Aprieto los labios y no contesto a su pregunta.
—Te has limitado a fulminarlo con la mirada y hablarle de forma
seca.
Pongo los ojos en blanco y contesto con rotundidad:
—Yo no hago eso. —No lo hago. Pero es cierto que no he
hablado con Carlos del tema.
—Claro que sí —afirma mientras se ríe—. Mira, si hasta soy capaz
de imitar tu cara cuando fulminas a alguien.
Se baja las gafas de sol, frunce mucho el ceño y hace morros con
los labios, apretándolos mucho. Se le arruga toda la cara y no puedo
evitar echarme a reír.
—Yo no voy por el mundo poniendo esa cara de estreñido.
—Si eres más feliz pensando eso, adelante.
Niego con la cabeza mientras me río un poco más.
—Oye, no estoy defendiendo a Carlos. Es evidente que no lo está
haciendo bien —dice Sira cuando su cara recupera la normalidad—.
Pero antes de despedirlo, habla con él. Sé claro, pero dale una
oportunidad. Seguro que reacciona.
Suspiro. Supongo que puedo hacerlo y ver qué pasa durante las
próximas semanas. Además, conociendo a Max, el jefe de Recursos
Humanos de Eventos Luxe, seguro que me pediría que hiciera lo
mismo.
Hacemos el resto del camino en silencio. No es un silencio
incómodo, al contrario. Podemos estar un buen rato sin decirnos
nada y seguimos estando tan a gusto en compañía del otro.
Me alegré mucho cuando, tres años atrás, entró a trabajar en
Eventos Luxe. Sabía que sería perfecta para el puesto. El día que la
conocí, esa mañana que llegó borracha a casa después de una
noche de fiesta, ya me cayó muy bien. Nuestra amistad se estrechó
el primer año que estuvo en la empresa, pero cuando Andrea cortó
conmigo Sira fue quien más me ayudó. Desde entonces se ha
convertido en mi mejor amiga y hoy en día es la única persona que
conoce mi secreto.
Sigo enamorado de Andrea.
La conversación en la que cortó conmigo sigue grabada a fuego
en mi cabeza. Siempre lo estará. Era un domingo lluvioso y
estábamos sentados en el sofá viendo Orgullo y prejuicio, su película
preferida.
—Gabriel, esto no está funcionando, ¿verdad? —dijo ella de
repente, pensativa.
—¿Eh? —Esa fue mi maravillosa respuesta, sí, porque no tenía ni
idea de qué estaba hablando. Hasta que la miré y lo comprendí de
golpe. El estómago me dio un vuelco.—. ¿Por qué crees eso?
Se acomodó en el sofá para mirarme de frente.
—No acabamos de encajar… Es cierto que no discutimos, ¿pero
no te aburres un poco?
Yo sentí que el corazón se me resquebrajaba. ¿Andrea se aburría
conmigo? Para mí ella era perfecta. Dulce, graciosa, lista,
increíblemente generosa. Me encantaba cuidarla, hacer todo lo
posible para que estuviese a gusto. ¿Y eso la aburría?
—Yo no me aburro. Ni quiero dejarlo —afirmé con la boca seca y
la voz rota.
Su expresión, que hasta ese momento buscaba mi complicidad,
se llenó de culpabilidad.
—Pues yo sí.
Esas tres palabras, pronunciadas con tanta y definitiva seguridad,
sentenciaron la conversación y me destrozaron. No había nada que
hacer y yo ni siquiera lo había visto venir. Estaba convencido de que
pasaría el resto de mi vida con Andrea, pero se estaba aburriendo a
mi lado. ¿Puede haber algo peor?
Hoy sigo queriendo pasar el resto de mi vida con ella. Lo cual es
un problema de mierda porque hace casi un año y medio que sale
con Isaac, uno de nuestros amigos del grupo de la universidad. Los
tres, y unos cuantos más, nos conocimos ahí.
También recordaré toda la vida el día que Isaac me pidió quedar
para decirme que estaba loco por Andrea y que creía que ella le
correspondía, pero no se atrevían a dar ningún paso por respeto a
mí. Y yo, que llevaba meses fingiendo que no me había costado
superar la ruptura porque no quería dar pena a nadie, quería gritar
que Andrea era la mujer de mi vida, joder, pero le contesté que todo
estaba bien y que hiciesen lo que el corazón les dictase. Quiero que
Andrea sea feliz. Si conmigo no lo era, que lo intente con otro, ¿no?
Y yo… Al parecer yo me pasaré el resto de mi vida echándola de
menos porque no hay nadie como ella.
Eso solo lo sabemos Sira y yo. No sé qué habría hecho sin su
apoyo. Creo que en algún momento me hubiese derrumbado y no sé
si habría sido capaz de volver a ponerme en pie.
Cuando llegamos a la oficina, situada en un moderno edificio del
centro de la ciudad, cada uno se dirige a su despacho sin necesidad
de despedirnos. Cada mañana seguimos la misma rutina. Avanzamos
por el ancho pasillo principal, decorado con una acogedora
combinación de parqué y colores como el gris y blanco con otros
más alegres, y cada uno entra en el espacio diáfano y luminoso en el
que trabaja su departamento.
Dejo mi bolsa en mi escritorio, ignoro el estado demencial de la
mesa de Carlos y me dirijo a la cocina. Sira y yo llegamos a la vez y
nos encontramos con Max.
—Buenos días, chicos —saluda con su afable sonrisa.
—¿Cómo estás, Max? —le pregunta Sira mientras se dirige a la
cafetera. Yo me encargo de sacar las tazas, las cucharas, la leche y
el azúcar.
—Muy bien, la verdad —contesta él. Max siempre parece estar de
buen humor, pero hoy parece estar especialmente contento.
—Pues a mí acaban de denegarme el permiso para asistir a la
boda de la duquesa de Alboria —comenta Sira.
Lleva semanas intentando que le permitan entrar para ver el
evento. Al parecer, será la boda de la década. Su departamento
intentó conseguir que les encargaran la organización, pero ni
siquiera Eventos Luxe puede franquear ciertas barreras de la
aristocracia.
Sira me entrega el primer café, pensativa.
—Creo que intentaré colarme en la recepción.
—¿Qué dices? —me alarmo. Sé que es capaz de intentarlo—. En
un evento de ese tipo no solo te echarán, sino que acabarás
detenida.
—No exageres.
—No exagero.
Mientras prepara el segundo café, me preocupa ver en su
expresión que está decidida a hacerlo. Tengo que conseguir que
cambie de idea.
—Organiza una sesión para ver la boda en mi casa. —Se me
ocurre—. Invita a los de tu departamento; haremos palomitas y
compraremos cava y lo que te apetezca.
—Oh, nuestra propia fiesta de boda. —Sira abre los ojos, muy
interesada—. Me gusta como suena.
Yo me relajo. Ya podía verla detenida y metida en un embrollo
descomunal solo por colarse en esa boda.
Sira se acerca con el café y yo le añado un poco de leche y una
cucharada de azúcar, como a ella le gusta. Después uno guarda la
leche, el otro el azúcar y cada uno coge su taza. Al girarnos hacia la
puerta nos encontramos con Max, que sigue apoyado en el mismo
sitio de antes, con su taza en la mano, observándonos con una
sonrisa sospechosa. Ya nos han observado así otras veces. Y
normalmente después…
—¿Os han dicho alguna vez que haríais muy buena pareja?
Sí, ahí la tenemos. La PREGUNTA. No es la primera vez que nos
la hacen y supongo que no será la última. Es increíble la obsesión
tiene la gente con emparejarnos.
Sira y yo intercambiamos una mirada cómplice. Después, como
siempre, contestamos de la misma manera.
—Nos lo dicen como mínimo una vez a la semana, pero podéis
quedaros sentados esperando —dice Sira, dando una palmada
afectuosa al brazo de Max.
—Solo somos amigos —añado yo antes de abandonar la cocina.
Y nos olvidamos del tema. Fuera, Sira ya se está alejando hacia su
despacho.
—Esta tarde tenemos la cata de quesos y vinos —me recuerda,
hablando por encima del hombro.
—Lo tengo presente.
Le doy un sorbo a mi café y cojo aire como quien intenta aspirar
energía. Me toca enfrentarme a una conversación seria con Carlos.
4

Sira

La pregunta que más odio en el mundo, pero la que más odio con
todas mis fuerzas, es si a Gabriel y a mí nos han dicho alguna vez
que haríamos muy buena pareja. En los últimos tres años nos lo han
preguntado tantas veces que es como si las palabras estuviesen
empezando a tomar cuerpo en el aire y colgasen de forma
permanente por encima de nuestras cabezas.
Bueno, para mí más bien es un martillo con el que me golpean la
cabeza demasiado a menudo.
Sea pregunta o martillo, siempre que aparece yo reacciono igual:
cual perrito bien entrenado, intercambio una mirada de complicidad
con Gabriel y uno de los dos aclara que lo nuestro es solo amistad,
que ven cosas donde no las hay. Porque, en estos tres años, nos
hemos convertido en mejores amigos, pero él no ha dejado de
verme solo como a una amiga o una hermana pequeña y sigue
completamente colgado de su exnovia. Y sí, yo sigo completamente
colgada de él.
Mi primer día de trabajo en Eventos Luxe fue más que suficiente
para volver a enamorarme de Gabriel. Vamos, solo me faltó caerme
a sus pies con la cara por delante. Y aquí seguimos, tres años
después, sin que nada haya cambiado. Él sigue siendo un tipo
increíble y yo… Pues soy yo.
Si lo miro por el lado positivo, es la primera vez que aguanto
tanto en un empleo. Sí, eso es bueno. De hecho, en la última cena
semanal familiar con mis padres, mi madre lo comentó. Qué bien
que por fin haya encontrado estabilidad profesional. Y en una
empresa de tanto éxito y en la que también trabaja Gabriel, al que
adoran.
Ajá, sí, qué bien.
Puede, solo puede, que lleve un tiempo ignorando el gusanillo
del aburrimiento que ha empezado a crecer en mi interior. Pero
vamos a hacer como que no existe. No me siento con fuerzas para
enfrentarme otra vez a mi inconstancia.
Gabriel es el principal motivo por el que he aguantado tanto
tiempo en Eventos Luxe. Al contrario que una servidora, él es
responsable y estable. Supongo que en este tiempo ha influido de
manera positiva en mí. Si es que con solo treinta y dos años ya es
jefe de departamento desde hace uno. Y fíjate que no se le ha
subido a la cabeza, sigue siendo el mismo de siempre.
La parte mala de todo esto es que sigo bloqueada. Que conste,
por favor, que yo he puesto de mi parte. Me he buscado citas, he
intentado algo más serio, pero nada funciona para olvidarlo. Y sí, me
acuesto con otros tíos a pesar de estar enamorada de Gabriel. El
sexo me gusta y no estoy dispuesta a vivir sin él.
Pero no puedo negar que estoy un poco preocupada. Hasta hace
poco, esto era suficiente para ir tirando. Una cita aquí, una cita allá y
seguía adelante un tiempo más con la esperanza de que algún día
apareciera alguien increíble que me ayudara a olvidarme de él. Pero,
de un tiempo a esta parte, después de acostarme con alguien me
siento… vacía. Anoche me pasó. No estuvo nada mal y fue divertido,
nos reímos, pero… él no era Gabriel.
Sospecho que mi corazón, o mi cabeza, está intentando decirme
algo, pero tampoco me siento lista para escucharlo. Así pues, me
siento ante el ordenador y me concentro en trabajar. Sin embargo,
una nubecita negra se ha instalado encima de mi cabeza y no deja
de hacerme compañía. Es como si me fuese dando golpecitos en la
nuca para que no me olvide del tema.
Por suerte, a media mañana sucede algo tan gordo que la
nubecita negra explota y se volatiliza.
Lucía, del Departamento de Grandes Fiestas, se pega como una
lapa al cristal que separa nuestros despachos y empieza a golpearlo.
—¡Venid! —grita.
Justo después, mi teléfono empieza a vibrar como loco por la
entrada de mensajes. Cuando compruebo qué está pasando,
descubro que los diferentes chats que tengo con compañeros de
trabajo están echando humo. Y cuando leo el primer mensaje de
todos, lo que está a punto de explotar son mis ojos.
«Carla está saliendo con el JEFAZO».
Me pongo de pie de un salto con tanto ímpetu que mi silla rueda
varios metros hacia atrás.
—¡Lo sabía! —grito, triunfal.
En su despacho, Sergio, el responsable de Prensa, se da tanto
impulso al levantarse mientras grita un indignado «¡¿Qué?!» que se
cae al suelo. Nadie le hace caso y todos corremos al despacho de
Grandes Fiestas, donde entramos como una tromba descontrolada,
empujándonos para ser los primeros y abriéndonos paso entre los
que ya están allí. Carla nos mira como si hubiésemos perdido la
chaveta.
Pero a ver, ¿cómo íbamos a reaccionar de otra manera? Hace
unos meses, debido a no sé qué problema, Max le pidió que ocupara
el puesto de asistente de dirección durante una temporada. No sé
cómo la convenció porque Héctor Bosch, el propietario de Eventos
Luxe, es muy bueno en su trabajo, pero tiene un mal genio histórico.
Se ventilaba varios asistentes de dirección cada semana. Pero, fíjate
tú, al cabo de un tiempo de trabajar codo a codo con Carla, su
carácter empezó a cambiar.
—A ver, ¡que todo el mundo suelte la pasta que me debe! —grito
para hacerme oír por encima del follón.
La gente empieza a soltar el dinero y yo lo recaudo, feliz como
una perdiz.
—Gracias, gracias… También acepto Bizum si no tenéis efectivo
—digo. Lo que sea por poner las cosas fáciles.
No parecía posible, pero la cara de asombro de Carla va a más.
—¿Te has liado con el jefe y yo no me había enterado? —le
pregunta Sergio. Es el mayor cotilla que hay sobre la faz de la Tierra
y no haberse enterado de algo así tiene que ser muy doloroso para
él.
—Bueno, procuramos ser discretos —contesta ella. La pobre casi
parece que se esté disculpando.
—¿Discretos? —pregunto yo.
—Hace semanas Sira empezó a decir que os habíais liado y nadie
más estaba de acuerdo —le explica Lucía, mirándola con los ojos
muy abiertos.
—A ver: Carla empieza a trabajar para él y, en vez de despedirla
o seguir como siempre, el tío se vuelve amable. Dos más dos, gente
—digo yo. Los billetes siguen llegando a mis manos.
—¿Apostasteis a mis espaldas que estaba saliendo con el jefe? —
pregunta el objeto de mi apuesta, indignada—. ¿Por qué no me
preguntasteis directamente?
—Eso no es divertido —respondo—. Además, acabo de sacarme
un pastón.
—No me lo puedo creer —dice entre indignada y atónita, pero yo
la abrazo con fuerza.
—Eh, que nos alegramos un montón por vosotros. —Lo digo con
absoluta sinceridad. Carla lo pasó mal cuando cortó con su anterior
novio y desde hace un tiempo se la ve… feliz.
De repente, se hace silencio absoluto en el despacho. Héctor
Bosch, jefazo de Eventos Luxe y el conocido propietario de la
mencionada histórica mala leche, está en la puerta mirándonos con
cara de querer explicaciones. Vale que a lo largo de los últimos
meses el hombre se ha vuelto amable, pero quizás le estamos
pidiendo demasiado.
Su mirada se dirige hacia Carla… y le dedica una sonrisa burlona.
—Era mejor escribir un correo electrónico —le dice.
Se me escapa una risa incrédula. ¿Pretendía anunciar que son
pareja a través de un correo electrónico? Qué tío, ha cambiado, pero
está claro que sigue siendo el jefe.
—¡No es culpa mía si se han vuelto todos locos! —se defiende
Carla.
—A ver si consigues que vuelvan al trabajo —dice el jefazo antes
de largarse.
—¡Venga, venga, ya habéis oído al jefe! ¡A trabajar! —grita, pero
pasamos de ella.
Sigo recogiendo billetes hasta que algo detrás de Carla llama mi
atención. Es Gabriel, que está mirando su móvil con una expresión
tan sombría que asusta.
—Gabriel, ¿qué pasa? —pregunto, preocupada.
—Es Andrea. Que se va a casar con Isaac —dice, consternado. Le
da la vuelta al teléfono para mostrarme la bonita invitación de boda
que acaba de recibir.
El ruido de toda la gente que hay a nuestro alrededor se
desvanece de forma súbita. Solo oigo un silencio denso y los latidos
de mi corazón en los oídos. Y solo puedo ver la expresión de Gabriel.
Cuando Andrea rompió con él creí que no podría estar peor, pero
ahora me doy cuenta de lo equivocada que estaba. Ahora me doy
cuenta de que, en el fondo y de manera inconsciente, no había
perdido la esperanza de recuperarla. Pero acaba de descubrir que la
ruptura era definitiva. Del todo, sin vuelta atrás.
Acaban de lanzar una bomba atómica a su corazón.
Entiendo tanto lo que debe de estar sufriendo en estos
momentos que incluso me duele el pecho. Sigue ahí, mirando su
móvil, como si todavía no hubiese comprendido del todo lo que está
pasando. Pero lo conozco. A Gabriel no le gusta que los demás
sepan cuando está mal. Con él, la procesión va por dentro. Su
expresión se ha vuelto algo neutra, pero sé que por dentro está
devastado. Tanto que es incapaz de reaccionar.
Necesita mi ayuda.
Me apresuro a plantarme a su lado y tiro de él.
—Eh, ven conmigo.
Él se deja llevar, es como si hubiese perdido la voluntad de hacer
nada. Lo guío hacia su despacho ahora vacío. Al menos, está alejado
del de Grandes Fiestas, donde está todo el mundo concentrado.
Gabriel se sienta en su silla y se queda ahí mirando el vacío.
Yo no sé qué decirle. ¿Qué se puede decir en un momento así?
No hay palabras que puedan ayudarlo. ¿«Te acompaño en el
sentimiento»? Mejor no, eso solo conseguiría hundirlo más. Ahora
mismo, lo único que tiene opciones de ayudar un poco es la
distracción. Intentar que piense en otra cosa.
—Eh, vamos a comer al parque. A esta hora seguro que
conseguimos una buena sombra —propongo. Con la que se ha liado
con el bombazo sobre Carla y el jefe, nadie nos echará de menos.
Gabriel asiente y yo sonrío aliviada porque al menos reacciona.
En el parque que hay cerca de la oficina encontramos una buena
sombra y Gabriel abre su fiambrera, la que le regalé. Después, se
queda en silencio mirando algún punto indeterminado del suelo que
tenemos delante. No toca la comida, no abre la boca, no se fija en
nada de lo que sucede a su alrededor. Y eso que los padres y
madres que siempre pasan por ahí con sus hijos suelen ofrecernos
horas y horas de entretenimiento. Los niños son muy divertidos,
pero también pueden ser bestias salvajes. Mi mayor respeto por sus
progenitores.
—Llamaré a la vinoteca para cancelar la cata de quesos y vinos
—digo al cabo de un rato. Gabriel no está en condiciones de ir a
ningún lado.
Sin embargo, mis palabras lo hacen reaccionar.
—No. Iremos igualmente —dice, firme.
—Pero…
—Quiero ir. Además, si cancelamos en el último momento les
haremos una faena.
Asiento mientras disimulo lo mucho que me enternezco. Él
siempre tan formal y pensando en los demás.
Después de eso, parece que vuelve un poco a la vida. Echa un
vistazo a su fiambrera y la cierra.
—No tengo hambre. ¿Regresamos a la oficina? Tengo mucho
trabajo que hacer —dice.
Yo asiento y me limito a seguir su iniciativa. Si ahora le apetece
centrarse en trabajar, adelante. Le sentará bien pensar en otra cosa
que no sea la boda de su ex.
En la cata me doy cuenta de que debería haber insistido para
cancelarla. Si la situación fuese otra, me reiría de la cara con la que
Gabriel está saboreando los vinos y los quesos. Parece que le sepan
a arena. Es tan exagerado que el chico que dirige la actividad
termina por acercarse a preguntar si hay algún problema con los
productos.
—Están perfectos. Solo tiene un mal día —informo yo con una
sonrisa.
El chico, más tranquilo, se aleja. Yo observo a Gabriel. Ahora
tiene la mirada clavada en la pared y más bien está masticando con
rabia. Coge la copa y se bebe el vino de un solo trago. Madre mía.
—Te acompañaré a casa, ¿vale? —anuncio.
—No hace falta, estoy bien —replica sin mirarme, serio pero sin
perder la educación.
—Podemos pedir algo para cenar y ver una película.
Él coge su servilleta y se limpia los labios mientras inhala aire y lo
suelta con fuerza. Deja caer la servilleta sobre la mesa.
—Gracias, Sira, pero estoy bien. Estoy bien. —Lo dice con
suavidad, esforzándose por no ser brusco. Y todavía sin mirarme.
Suspiro y me rindo, conteniendo las ganas de llorar. No soporto
verlo así. Es Gabriel, quiero que esté bien y que nunca le pasen
cosas malas.
Cuando la cata termina, nos despedimos en la puerta y cada uno
se aleja en una dirección distinta. En cuanto llego a casa, las ganas
de llorar revientan la presa imaginaria con la que intentaba
contenerlas. Es oír la puerta del piso cerrándose detrás de mí y me
echo a llorar como una magdalena. En cuestión de segundos,
Aissatou y Noa han dejado lo que estaban haciendo para acercarse a
ver qué me pasa. Qué monas son. No me las merezco. Las quiero
tanto que todavía lloro más.
—Sira, cariño, ¿qué pasa? —pregunta Noa.
—La ex de Gabriel va a casarse con su novio actual —gimo entre
sollozos.
Las caras preocupadas de mis amigas se transforman y dejan
paso a la incredulidad. Soy idiota, lo sé. Idiota, idiota, idiota.
—¿Y estás llorando por eso? —pregunta Noa, incapaz de
esconder el asombro. Aissatou se cruza de brazos y levanta una
ceja, implacable.
Lo sé, es absurdo que esté llorando por esto, pero es que me
sabe muy mal por Gabriel. No hay derecho a que le pase algo así.
No se lo merece.
—Tía, esto no puede ser. Tienes que buscarte otro empleo de
una vez y alejarte de Gabriel —sentencia Aissatou.
A su lado, Noa asiente. Antes, mi situación con Gabriel le parecía
emocionante porque era una fuente de morbo, pero desde hace un
tiempo ya no esconde su preocupación por mí. Así de mal me ve.
Sé que mis amigas tienen razón. Debería cortar radicalmente con
esta situación que me está haciendo tanto daño. Pero ¿cómo voy a
abandonar a Gabriel justo ahora? Está viviendo uno de los
momentos más difíciles de su vida. Aunque solo me vea como a una
amiga, sé que le importo. Si ahora me alejara, sería otro revés para
él. Sería una crueldad por mi parte. Lo que necesita ahora es apoyo
y saber que tiene a alguien con quien contar para superar este mal
trago.
De hecho, sé con exactitud lo que debe de estar haciendo en
estos momentos y no es saludable. Alguien tiene que sacarlo de ese
bucle.
5

Gabriel

En el televisor, el señor Darcy hace un pequeño gesto con la cabeza


y da un paso hacia Elizabeth después de que ella le pregunte por el
señor Wickham. Llueve a cántaros en la campiña inglesa y el señor
Darcy acaba de ofender sobremanera a la orgullosa Elizabeth. De
fondo, Lana del Rey admite que el mundo es un lugar confuso y
caótico, pero ser joven y estar enamorado alimenta la esperanza.
Esperanza. Estaría bien tener un poco.
En un mes y medio, el 2 de septiembre, Andrea estará casada.
Ya no queda esperanza.
Desde que he recibido la invitación a la boda, me siento como si
estuviese atrapado en el fondo del mar. Estoy aprisionado por una
presión constante que amenaza con cortarme la respiración y tengo
la sensación de que todo lo que hay a mi alrededor, los sonidos, la
luz, me llega amortiguado. Lo único que me llega claro y nítido es el
pensamiento de que, ahora sí, he perdido a Andrea para siempre.
Ya había visto que las cosas con Isaac iban bien, pero hoy he
descubierto que, en el fondo, siempre había mantenido una pequeña
esperanza de recuperarla algún día. Tan pequeña que era diminuta,
pasando desapercibida en algún rincón perdido de mi mente.
Ahora tengo ante mí una botella de ron y una de Coca-Cola.
Porque Andrea se casa.
Me pregunto cómo será a partir de ahora el resto de mi vida. Me
va a tocar verla casarse, tener hijos, navegar por su vida, hacerse
mayor al lado de alguien que no soy yo. ¿Cómo voy a poder avanzar
por mis días siendo testigo de todo eso? Será una condena que no
podré evitar, porque nunca encontraré otra mujer como ella.
La presión que me atenaza aumenta y siento que en cualquier
momento me faltará el aire, pero un sonido del teléfono consigue
desviar mis pensamientos de la desagradable sensación. Echo un
vistazo rápido a la pantalla, aunque en realidad no tengo intención
de contestar llamadas ni mensajes. Es un mensaje de Sira.
«Has llegado a casa y te has dejado caer de cualquier manera en
el sofá».
Solo ella es capaz de arrancarme una risita en mi peor momento.
Pero es que tiene razón, es lo que he hecho.
Entra otro mensaje.
«Estás viendo la película Orgullo y prejuicio».
Ahora no sé si sonreír o sentirme mal por ser tan previsible.
Orgullo y prejuicio es la película preferida de Andrea, así que sí, la
estoy viendo.
«Estás escuchando en bucle la canción Love de Lana del Rey».
Es la canción que sonaba de fondo la primera vez que Andrea y
yo hicimos el amor.
«Tienes delante una botella de ron y una de Coca-Cola porque
quieres pillar la cogorza del siglo para olvidar el día de hoy, pero no
das el paso de empezar a beber porque cuando bebes no te importa
achisparte, pero no soportas emborracharte tanto».
Una sensación cálida y agradable me inunda el pecho. La presión
y la sensación de embotamiento remiten un poco. Quizás es un poco
patético que Sira sea capaz de describir con tanta precisión lo que
estoy haciendo ahora mismo, pero a la vez me reconforta. Entra un
nuevo mensaje.
«¿Recuerdas mi cogorza histórica de hace dos veranos en la
playa?».
Ahora sonrío con más ganas. Claro que la recuerdo. De hecho, en
el móvil incluso tengo guardado el vídeo de esa noche que alguien
me envió. Sira bebió tantísimo que apenas podía aguantarse de pie,
pero, aun así, seguía siendo de las personas más graciosas que
había en esa fiesta. Pero como no podía dar ni dos pasos sin acabar
con la cara enterrada en la arena, cuando llegó la hora de ir a casa
tuve que cargar con ella como un saco de patatas, momento que
ella aprovechó para usar mi trasero como si fuese un tambor. «El
tambor, el tambor, es un auténtico primor», iba canturreando
mientras me daba palmadas en las nalgas.
De vez en cuando, si quiero torturarla un poquito, menciono esa
noche. Y si me siento especialmente malvado, recupero el vídeo y se
lo muestro. Ella se muere de la vergüenza cada vez y después
vuelve a disculparse por haberme vomitado en los zapatos cuando la
dejé en la puerta de su casa.
Río por debajo de la nariz mientras niego con la cabeza. Esta
mujer es un caso. Y consigue que falte a mi intención de no tocar el
móvil. Alargo el brazo para cogerlo y escribir un mensaje.
«Tuve que tirar las zapatillas a la basura. Eran mis preferidas», le
contesto.
Un segundo después me entra una videollamada de Sira.
—¿Cuántas, cuántas veces tendré disculparme por ese incidente?
—exclama de forma dramática incluso antes de que su imagen
aparezca en pantalla.
—Estropeaste mis zapatillas favoritas. Tus disculpas nunca serán
suficiente —contesto mientras me incorporo en el sofá con gestos
cansados pero haciéndome el orgulloso.
Sira sabe que bromeo. Aun así, su rostro adopta una expresión
mortificada. Para ella, estropear una prenda de vestir de otra
persona (y si, además, dicha prenda ocupa un puesto elevado en la
escalera de los preferidos) es algo así como un sacrilegio.
—Te compré unas parecidas. ¿Eso no cuenta?
—Todavía estoy pensándomelo.
Sira ríe y nos quedamos un momento en silencio. Es suficiente
para que el recuerdo de Andrea y su boda regresen. Supongo que
mi expresión debe de cambiar, porque Sira se pone seria y me
observa a través de la cámara.
—Las cosas irán a mejor, ya lo verás —dice.
Agradezco sus palabras, pero me cuesta muchísimo creerlas. No,
de hecho, no me las creo.
—¿Cómo ha ido la charla con Carlos esta mañana? No me lo has
contado —añade.
—¿Eh? —El repentino cambio de tema me coge desprevenido y
no sé de qué me habla.
—Carlos, ¿el fiestero al que querías despedir?
—Ah, Carlos.
—El mismo.
Me paso la mano por la cabeza, desconcertado, mientras intento
situarme. Tengo la sensación de que esa conversación tuvo lugar
hace semanas.
—Creo que ha ido bien. Me ha prometido que no saldrá entre
semana y se pondrá las pilas —explico.
En cuanto le he planteado los problemas que tenía con él y que
si seguía así le quedaban dos días en la empresa, Carlos ha
palidecido tanto que me he asustado. Pero no se ha caído redondo y
ha cambiado por completo de actitud: ha perdido esa chulería que
había desarrollado últimamente y se ha centrado en trabajar y poco
más.
—¿Lo ves? Solo necesitaba un pequeño toque para reaccionar —
comenta Sira.
—Bueno, a ver cuánto dura.
—Madre mía, qué desconfiado eres. ¿De dónde sale esa manía
de que todo el mundo volverá a cometer los mismos errores una y
otra vez?
Lo sé por experiencias previas, pero me abstengo de decirlo. No
es un tema del que me apetezca hablar ahora. Bueno, ni ahora ni
nunca.
—En realidad, me gustan más las zapatillas que me compraste tú
que las que estropeaste —digo por cambiar de tema.
La táctica funciona y seguimos hablando de otras cosas y
bromeando hasta que me entra sueño y me dirijo a la cama, donde
consigo dormirme y pasar una buena noche.
Cuando el despertador suena a la mañana siguiente y abro los
ojos, me siento bien. Son unos breves segundos maravillosos hasta
que la realidad cae sobre mí de forma implacable.
La he perdido. Del todo. Ya no hay vuelta atrás.
La presión y el embotamiento regresan. Consigo arrastrarme
fuera de la cama y llegar hasta el trabajo, pero entablar
conversación con los demás, incluso con Sira, ya es pedirme
demasiado.
A las diez de la mañana recibo una llamada de Max.
—Gabriel, ¿te va bien verte ahora con Héctor y conmigo?
—Sí, claro.
—Genial, nos vemos en el despacho del jefe en cinco minutos.
Cuelgo el teléfono. Mi primera reacción es alarmarme. ¿Van a
darme un toque por mi comportamiento de los dos últimos días?
No, eso es absurdo. No voy a recibir una reprimenda del jefe de
Recursos Humanos y del director general de la empresa por estar
taciturno durante una tarde y una hora de la mañana siguiente.
Tiene que tratarse de otra cosa.
Ahora siento curiosidad. ¿De qué querrán hablar conmigo?
Al menos no tengo que esperar mucho para descubrirlo.
En su despacho, Héctor me recibe con un firme apretón de
manos y me invita a sentarme junto a Max en la mesa de reuniones
que hay en un rincón. Es increíble lo mucho que ha cambiado Héctor
en los últimos meses. Sigue siendo de trato serio y profesional, pero
ahora es amable. Te mira a los ojos cuando te escucha y te habla.
Nada que ver con la incomodidad que era antes asistir a reuniones
con él. Se sentaba de espaldas a todo el mundo mientras
recitábamos las presentaciones de diapositivas que habíamos
preparado para luego, simplemente, soltar sus críticas y largarse.
—Como las noticias y rumores corren por aquí más rápido que en
Radio Patio, supongo que lo que te contaremos no será una sorpresa
—dice Héctor—. Vamos a crear un Departamento de Eventos
Corporativos Internacionales. Empresas extranjeras que quieran
celebrar sus eventos en nuestro país podrán hacerlo con nosotros.
—Algo he oído —admito, prudente.
Héctor se inclina hacia delante y apoya los antebrazos en la mesa
antes de decir las siguientes palabras:
—Te queremos al frente de este nuevo departamento.
No puedo evitar alzar mucho las cejas y mirar a Max por la
sorpresa. Él asiente, sonriente. Va en serio. A pesar de los días
horribles que estoy viviendo, el corazón me empieza a latir con
fuerza por la emoción. Me esfuerzo por disimularlo.
—Se tratará de eventos de mucha envergadura porque las
empresas que pueden permitirse este tipo de eventos en otro país
serán principalmente multinacionales con centenares o miles de
empleados —prosigue Héctor antes de que yo tenga tiempo de decir
nada—. De hecho, ya tenemos previstos dos. El primero será en
marzo o abril del año que viene para una empresa con poco más de
cien trabajadores. El siguiente será dentro de dos años. Ese sí que
será todo un reto, porque es una multinacional americana con miles
de empleados. Ya he preparado un primer esbozo general del
evento, pero ya te lo pasaría y lo comentaríamos.
—Empezarías en el nuevo cargo a la vuelta de vacaciones, a
principios de septiembre —dice Max antes de proseguir con otros
detalles, como el aumento de sueldo que supondría, el equipo que
calculan que debería tener a mi cargo y a qué ritmo se incorporarían
en la empresa.
—Piénsatelo y nos dices algo en unos días —concluye Héctor.
—No necesito pensarlo —contesto con decisión.
Él sonríe porque solo necesita ver mi expresión para saber que
acepto su propuesta. ¿Cómo no iba a aceptar? Organizar eventos
más grandes, dirigir un equipo de más gente, más
responsabilidades… Es un reto y me encanta la idea. Y, obviamente,
está el aumento de sueldo.
—Muchas gracias por pensar en mí.
—No nos las des. Es una promoción bien merecida —dice Héctor
empezando a levantarse y, por lo tanto, dando la reunión por
concluida.
Me despido de los dos hombres y abandono el despacho. Al
instante, la emoción de antes deja paso a una sensación más agria
que dulce. Tengo motivos para estar contento, sonreír y regodearme
en mi éxito profesional. Pero no consigo hacer ninguna de esas
cosas porque un solo pensamiento me ocupa la mente: la persona
con la que más me gustaría celebrar esta promoción va a casarse
con otro.
6

Gabriel

Al menos Sira es capaz de gritar y sonreír por mí.


—¡Venga ya! —exclama cuando revelo la noticia durante la
comida. En su expresión hay consternación y algo más que no logro
identificar.
—¿A qué viene esa sorpresa? ¿No crees que me lo merezco? —
Alzo las cejas, esforzándome por bromear.
—Joder, claro que te lo mereces. Enhorabuena.
—Gracias. —Ahora sí que consigo sonreír un poco.
—Ostras, Gabriel, tienes treinta y dos años y ya eres un jefazo.
Qué fuerte —añade Sira—. Me alegro muchísimo por ti.
En su expresión vuelve a haber algo indescifrable. ¿Puede ser
algo de melancolía? Pero desaparece enseguida y me digo que no
tiene sentido que se trate de eso.
Entonces sucede algo que no me esperaba: sus ojos se llenan de
lágrimas.
—¿Qué pasa? —pregunto, alarmado.
Sira parpadea con fuerza.
—Nada, perdón. Es solo que estoy muy orgullosa de ti.
Evita mirarme mientras se seca un par de lagrimones y se aprieta
los ojos con las manos. Vuelve a asaltarme la sensación de que me
estoy perdiendo algo, pero ella cambia de tema con una de sus
bromas:
—Ahora tendré que comprarte una fiambrera de oro, ¿no? Para
que esté al nivel de tu nuevo cargo. O mejor, te compraremos unos
dientes de oro para que al sonreír deslumbres a todo el mundo.
Mi cara al imaginarme llevando dientes de oro debe de ser un
poema porque Sira se ríe con una carcajada. Yo río también, un
poquito. Menuda graciosilla.

De nuevo, supero los siguientes días gracias a Sira. No sé qué haría


sin ella. Me habla de cosas que me distraen, me hace reír con sus
bromas, me lleva a visitar exposiciones y al cine a ver películas con
tantas risas o explosiones que consiguen que durante un par de
horas me olvide de todo lo demás.
Pero al cabo de dos semanas regresa a mi cabeza un intercambio
de mensajes que tuve un par de días después de recibir La Noticia.
En ese momento no le di importancia, pero ahora que vuelvo a
pensar en ello me doy cuenta de algunas cosas.
El intercambio de mensajes en cuestión fue con Alicia, una de las
amigas con las que formamos pandilla en la universidad. Todavía
seguimos viéndonos de vez en cuando.
«Hola, guapetón. ¿Cómo llevas lo de Andrea?», decía su
mensaje.
«Bien. ¿Por?», mentí yo, por supuesto.
«Como no has dicho nada en el chat, y el otro día, hablando con
Andrea, también me dijo que no tenía noticias tuyas, pensé que…
Bueno, que quizá no lo estabas llevando muy bien».
«No, tranquila, todo bien. Es que he tenido mucho lío en el
trabajo», volví a mentir. Al instante escribí a Andrea e Isaac para
felicitarles y después me forcé a participar en el chat del grupo con
normalidad cuando se hablaba del tema.
Ahí quedó la cosa, pero ahora me doy cuenta de que:
Primero, llevo casi dos años fingiendo que he superado a Andrea
y que no me supuso ningún conflicto que empezara a salir con
Isaac.
Segundo, a pesar de (supuestamente) haber superado por
completo a Andrea, en estos casi dos años no he salido con nadie.
No ha habido nada, ni serio ni no serio, ni siquiera una cita suelta o
un lío de una sola noche.
Tercero, es posible que mi falta de citas o pareja y mi silencio
esos primeros dos días después de recibir La Noticia lleven a la
gente a pensar que, en realidad, no he rehecho mi vida después de
Andrea. Y eso puede provocar que el día de la boda (a la que no
puedo dejar de asistir o levantará muchas sospechas) reciba tantas
miradas compasivas que solo de pensarlo quiero enterrarme bajo
tierra. No creo que pueda soportarlo.
En esto estoy pensando una mañana especialmente calurosa
mientras espero a que Sira llegue a nuestro punto de encuentro para
acudir al trabajo.
—Estoy a punto de derretirme del calorazo que hace de buena
mañana, ¡pero no me importa porque mañana estaré de vacaciones!
—exclama cuando llega a mi lado. Me mira con cara de fingida pena
—. Siento que a ti todavía te toque pringar unos días más.
Yo sonrío e intento seguirle la corriente, pero estoy perdido en
mis pensamientos, demasiado preocupado por todas esas miradas
de lástima que odiaría recibir.
—Vale, en un minuto nos vemos en la cocina y me cuentas qué
diantre te pasa —me dice Sira cuando nos recibe el aire
acondicionado de Eventos Luxe.
Yo ni siquiera se lo discuto, porque claro que se lo voy a contar.
Necesito compartirlo con ella. En cuanto nos encontramos en la
puerta de la cocina, lo suelto:
—Si voy solo a la boda de Andrea, todo el mundo pensará que no
la he superado y me mirarán con lástima. Pero tampoco puedo dejar
de ir porque sería como anunciar a gritos que no la he superado.
Sira se queda quieta unos instantes y después emite un breve
murmullo de reconocimiento. Sabe a qué me refiero. Esta es una de
las muchas cosas que me gustan de ella. No va a intentar
convencerme de que asista a la boda solo y de que no me preocupe
de lo que piensen los demás. Sabe que, en lo que refiere a esta
cuestión, soy incapaz de enfocarlo así.
—Entiendo tu problema —me dice mientras entramos en la
cocina y empezamos nuestro ritual de prepararnos los cafés
matutinos—. Ir con una amiga de vuestra pandilla no te valdría,
¿no?
—No. Además, ahora mismo todas tienen pareja.
—¿Y si buscas alguna desconocida que se haga pasar por tu
novia ese día? Seguro que a través de Internet podemos encontrarte
alguna —propone con una sonrisa traviesa.
Yo la miro horrorizado. Hacer algo así sería… no triste, lo
siguiente. Patético.
Por desgracia, no tardo en darme cuenta de que no parece que
tenga mucha más opción.
—¿Y si Sira se hace pasar por tu novia el día de la boda?
Sira y yo nos sobresaltamos al oír la voz de Max y nos giramos
hacia él. Está apoyado contra la pared, con una taza de café con
leche en la mano.
—¡¿Qué haces aquí?! —pregunta ella como si Max hubiese
aparecido de la nada.
—Estaba aquí antes que vosotros.
—¿Has oído toda la conversación? —Siento que palidezco.
Estábamos tan enfrascados hablando que ni nos hemos enterado de
su presencia.
Max me mira con una sonrisa llena de misterio en los labios y no
contesta a mi pregunta.
—¿Qué te parece la idea? —replica en cambio.
—¿Qué idea? —pregunto, todavía preocupado por lo que puede
haber oído.
—Que Sira se haga pasar por tu novia el día de la boda —repite
él.
—¿Qué dices? —ríe ella.
Yo no río, pero también me parece que la propuesta no tiene
sentido.
—¿Cómo vamos a fingir ser pareja? Todo el mundo sabe que solo
somos amigos.
—Exacto —dice Sira señalándome con el dedo como si hubiese
dado con el mejor argumento posible. Parece bastante
escandalizada por la idea.
—Pero os conocéis mucho, sería muy creíble —insiste Max.
Yo frunzo el ceño, para nada convencido, e intercambio una
mirada con Sira. Ella niega varias veces con la cabeza; tampoco lo
ve.
—Estáis olvidando algo —dice Max, que ha recuperado su sonrisa
misteriosa. Hace una pausa durante la que nos quedamos
mirándolo. El tío incluso se toma el tiempo de dar un sorbo a su café
—. ¿Cuántas veces os han dicho que haríais muy buena pareja?
Alzo las cejas. No le falta razón.
—A la gente no le parecería raro que empezarais a salir. En
realidad, lo verían como una evolución de vuestra relación —añade
Max.
Sira resopla, incrédula, pero yo estoy valorando su razonamiento.
Es cierto que nos lo han dicho muchas veces. Es posible que la
gente no se sorprendiera tanto.
Pero pensar en salir con Sira, aunque sea de mentira, se me
hace… raro. Fuera de lugar.
Me rasco la cabeza. Miro al techo. Y suspiro porque…
—Creo que tiene razón —admito.
Sira me mira con los ojos muy abiertos y cara de susto. Niega
con la cabeza todavía con más energía que antes.
—Gabriel, no —dice como si me estuviese planteando hacer
escalada sin cuerda de seguridad.
—Bueno, os dejo que lo habléis —dice Max, todavía luciendo su
sonrisa de estar tramando algo. Sira lo fulmina con la mirada
mientras sale de la cocina, silbando y con su café en la mano.
Vuelvo a centrarme en Sira. A medida que le doy vueltas a la
idea, voy convenciéndome de que podría funcionar.
—¿El 2 de septiembre trabajas? —pregunto.
Como planificadora de bodas, a Sira le toca trabajar bastantes
fines de semana, sobre todo en primavera y verano.
—No, ese día no tengo ninguna boda, pero esa no es la
cuestión…
—En realidad, es muy buena idea —la interrumpo—. Como ha
dicho Max, todos saben que somos buenos amigos. Podemos contar
que hemos decidido darnos una oportunidad como pareja y unas
semanas después de la boda decir que lo hemos dejado porque no
funcionó, pero que seguimos siendo amigos.
El rostro de Sira hace una cosa extraña. Es como si una retahíla
de expresiones, todas ellas negativas, estuviesen luchando por
mostrarse.
—A mí también se me hará muy raro que finjamos ser pareja,
pero puede ser divertido, ¿no? —añado, intentando enfocarlo de una
manera positiva para ella. Todo lo que suene a diversión y algo de
travesura la atrae.
—No —replica, rotunda.
Confieso que empieza a costarme comprender su negativa. ¿De
verdad sería tan grave?
—¿Qué pasa con mi hermano, eh? No pienso mentirle. Además,
se lo contaría a mis padres y más gente se enteraría y sería un
embrollo —argumenta.
La miro, escéptico. Ibai nunca les contaría nada a sus padres sin
el permiso de Sira. De hecho, es de las personas en quien más
confío.
—A él podemos contarle parte de la verdad: que me estás
haciendo el favor para no recibir miraditas de pena, sin entrar en
detalles de lo que todavía siento por Andrea —propongo.
Ella se cubre la cara con las manos y acaba masajeándose las
sienes, como si se estuviese enfrentando a un gran problema.
—Gabriel, es muy mala idea —insiste.
Yo sigo sin conseguir ver por qué. Se trataría de fingir un día y, al
cabo de unas semanas, enviar un mensaje con la noticia de nuestra
(supuesta) ruptura amistosa.
A estas alturas, la propuesta de Max me parece la alternativa
perfecta y no estoy dispuesto a dejarla escapar. Necesito una
solución para la boda. Es decir, solo me queda una opción: suplicar.
Me acerco a la mesa que hay en el centro de la cocina y me
apoyo en ella para quedar a la altura de Sira. La miro a los ojos y
pongo cara de pena.
—Por favor.
Ella se me queda mirando. Sus ojos llenos de dudas me recorren
el rostro. Yo intento transmitirle que necesito mucho, muchísimo,
que haga esto por mí. Sé que es un gran favor, pero le estaré
eternamente agradecido. Al cabo de unos segundos, suspira.
—Está bien…
Yo sonrío y tomo aire, aliviado y muy agradecido. No se imagina
el peso que acaba de quitarme de encima.
—Gracias. Será divertido, ya lo verás —digo.
Ella me dedica una media sonrisa que cuestiona mis palabras.
—Venga, vamos a hacer algo de provecho —dice con otro suspiro
mientras se encamina hacia la puerta, y aquí cerramos el tema.
7

Sira

Noa y Aissatou están sentadas en el sofá, una al lado de la otra,


mirándome. Noa apoya las manos en el regazo y parece incapaz de
estarse quieta. Aissatou, en cambio, ha cruzado los brazos delante
del pecho y parece que esté intentando lanzarme rayos por los ojos.
Casi me parece oír la electricidad chisporroteando en el ambiente.
Cuando he llegado a casa y me he encontrado a Víctor haciendo
compañía a Aissatou en la cocina, me he atrevido a pensar que me
libraría de esto. Sin embargo, en cuanto he comentado como quien
no quiere la cosa que voy a acompañar a Gabriel a la boda fingiendo
ser su novia y Víctor ha visto cómo le cambiaba la cara a Aissatou,
ha dicho: «Bueno, chicas, nos vemos en otro momento». Le ha dado
un beso en la mejilla y se ha ido, abandonándome a mi suerte.
Cobarde. Yo que pensaba que podía contar con él.
Y aquí estoy ahora, sintiéndome como una niña pequeña que
está a punto de recibir una buena reprimenda de sus madres.
—A ver, no me parece demasiado prudente… —dice por fin Noa.
Después no puede evitar sonreír—. ¡Pero será muy divertido verlo!
—¡No la animes! —le recrimina Aissatou antes de girarse hacia mí
—. Sira, ¿en qué estás pensando? Sabes que hacer algo así no te
sentará nada bien.
—Lo sé, ya lo sé… Pero es que deberíais haber visto su cara
cuando me lo ha pedido. Estaba desesperado. ¿Cómo iba a decirle
que no? —intento justificarme.
Aissatou abre la boca para replicar, pero la interrumpo. Sé que
tiene razón, lo sé, pero no veo qué otra cosa podía hacer y no me
apetece hablar más del tema.
—Dejémoslo aquí, por favor. Será solo un día y después
podremos olvidarlo. Por fin acabo de empezar mis tres semanas de
vacaciones veraniegas y una de las cosas que me gustaría hacer
estos días es no pensar en Gabriel —digo, incluso a sabiendas de
que va a ser más fácil decirlo que hacerlo.
Para empezar, esta noche toca la cena familiar semanal.
Una vez a la semana, Ibai, Óliver (que ahora es el marido de mi
hermano) y yo acudimos a casa de mis padres para cenar juntos. No
es una obligación, sino una costumbre que empezó cuando Ibai se
independizó. Me gustan estos encuentros. Mamá siempre prepara
una de las típicas cenas de entre semana, de las que hemos comido
toda la vida. Sopa y tortilla de patatas, hervido y pescado, ensalada
y pollo. Son ratos agradables que me traen buenos recuerdos de
cuando vivíamos todos en la misma casa.
Además, suelen transcurrir siempre de manera parecida. Puede
que alguien lo considerase previsible y aburrido, pero a mí me
reconforta. Al principio, mamá y papá cuentan cosas destacables
que les han sucedido en el trabajo. Por ejemplo, esta semana, papá
estaba en una de sus ferreterías cuando pillaron a un cliente
intentando escabullirse con diez cajas de tornillos en los bolsillos. No
lo descubrieron por los bultos en la ropa, sino porque, por el exceso
de peso, al tipo se le cayeron los pantalones antes de cruzar la
puerta. Por su parte, mamá tiene la costumbre de contarnos con
demasiado detalle algunas cosas que ha visto en su consulta de
dermatología.
Después, proceden a preguntarle a Óliver qué tal le va en la
cocina del prestigioso restaurante donde trabaja desde hace varios
años. Siempre le va bien, aunque, por lo que me cuenta a veces, su
trabajo es de lo más estresante, pero le encanta. Después también
le preguntan a Ibai cómo le va en su bufete de abogados. Es un
puro formalismo, porque ya sabemos que siempre contesta igual:
—Bien.
Lo dice en su línea, seco y dejando claro que no quiere más
preguntas al respecto. Entre lo hermético que es y que el tío se
toma el concepto de secreto profesional tan a pecho que da rabia,
no hay quien le sonsaque ni el más mínimo cotilleo.
Y después me toca el turno a mí.
—¿Qué tal sigues en Eventos Luxe, cariño?
Lo preguntan papá o mamá, depende del día, pero ambos
siempre lucen la misma mirada de resignación: esperan que, en
cualquier momento, anunciaré que he vuelto a cambiar de trabajo. Y
sé que en el caso de Eventos Luxe les sabría muy mal, porque
consideran que es un muy buen empleo en el que debería hacer
carrera el resto de mi vida.
Esta noche ignoro la sensación desagradable que me invade al
recordar ese gusanillo del aburrimiento que se ha instalado en mi
interior y contesto con el mismo tono ligero de siempre:
—Genial. —Y después procedo a contar alguna anécdota
divertida o escandalosa vivida en una boda para que se olviden del
desastre andante que soy.
Finalmente, hay otra persona por la que mis padres preguntan
siempre, a pesar de que nunca está.
—¿Y cómo está Gabriel?
Por eso decía que iba a ser más fácil decir que no quiero pensar
en Gabriel que hacerlo. Al menos esta noche. Mis padres lo adoran.
Desde que conocieron al «nuevo amigo de Ibai de la universidad»,
solo saben deshacerse en halagos hacia él. Lo serio que es ese
chico, lo bien amueblada que tiene la cabeza, lo listo y apuesto que
es, lo bien que sabe estar en cualquier situación. Debería darme
rabia o envidia, pero me temo que estoy de acuerdo en todo.
Hoy, encima, puedo contarles la buena noticia de que se ha
ganado una nueva promoción dentro de la empresa, y mis padres se
alegran tanto que papá incluso saca una botella de champán con la
intención de brindar.
—¿Pero qué dices? —pregunto, partiéndome de risa.
Ibai hace un gesto a mi padre para que se detenga.
—Gabriel ni siquiera está aquí, no vamos a brindar por él —dice
como si hubiese perdido el juicio.
Mi padre entra en razón, pero no por eso pierde la alegría, ni él
ni mamá. Por unos segundos creo que esta semana me ahorraré la
preguntita. También cae cada semana.
Pero no, está claro que soy una ingenua. Mamá no tarda en
mirarme con complicidad y pregunta:
—¿Y seguís siendo solo amigos?
—Claro, ¿qué otra cosa íbamos a ser? —contesto yo haciéndome
la despistada. Después atrapo mi copa de vino y la vacío de un solo
trago.
Nunca preguntan nada más, y solo por eso creen que están
siendo discretos, pero a mis padres les encantaría que Gabriel y yo
terminásemos juntos. Pues ya somos tres. Una pena que no vaya a
suceder nunca.
Esta es la única parte de la noche que me ahorraría con mucho
gusto.
Por suerte, la cosa siempre queda ahí. No sé si lo hacen
expresamente, pero Óliver o Ibai acostumbran a mencionar la serie
que están viendo en ese momento y el tema de conversación cambia
por completo. Si todo va bien, ahora sí: ya no tendré que volver a
pensar en Gabriel el resto de mis vacaciones.

La primera semana la paso con Noa y Aissatou en un pueblecito de


playa lleno de encanto donde hemos alquilado un pequeño
apartamento. Durante esos días nos dedicamos a tumbarnos en la
arena para tostarnos bajo el sol, nadar en la playa y alimentarnos a
base de ensaladas y helados. Noa liga con un chico que trabaja en el
pueblo durante el verano, pero yo este año ni siquiera me planteo
enrollarme con nadie. No me apetece.
La segunda semana la paso con Ibai y Óliver en un hotel de
montaña de no sé cuántas estrellas que, por supuesto, pagan ellos
dos. Yo no me lo podría permitir ni vendiendo los dos riñones. Pero
dejo que me mimen y pasamos los días saliendo de excursión y
disfrutando de la bonita piscina del hotel. Y el restaurante. Madre
mía, qué comida tan deliciosa.
Y la tercera semana ya estoy de regreso a la ciudad, donde
básicamente me dedico a ir cada día a la playa, sola o con amigos, y
poco más. Esos días no veo a Gabriel porque ya ha empezado sus
vacaciones y está fuera con unos amigos del club de excursionismo.
No tiene planes para verse ni hacer nada con su familia porque hace
tiempo que no se habla ni con sus padres ni con su hermano
pequeño.
Hace tiempo que él y yo nos lo contamos todo. Bueno, casi todo.
Obviamente, nunca se me ocurriría hablarle de lo que siento por él.
Y el tema de su familia también parece estar vetado. He intentado
dos o tres veces que me cuente qué pasó, pero se cierra en banda.
«Prefiero no hablar de eso», dice con su aire serio, y cambia el tema
de conversación. Sin embargo, nunca logra esconder un brillo de
dolor en la mirada. Es obvio que le afecta y me sabe mal por él, pero
es una pared que no creo que consigamos derribar nunca.
En fin, el caso es que mi plan vacacional parece perfecto para
estar tres semanas desintoxicándome de Gabriel. De hecho, durante
esos días no hablo de él ni con Aissatou ni con Noa. En mi primer día
con Ibai y Óliver, me limito a contar de pasada el plan de la boda.
Para ellos, media verdad: que me haré pasar por su novia ese día
para evitarle miradas de pena.
Óliver reacciona alzando las cejas, sorprendido. Ibai, en cambio,
las frunce y se me queda mirando tanto rato que me remuevo
inquieta en la silla. Al cabo de unos segundos eternos, opta por
llamar al camarero para que nos tome nota y ahí queda la cosa. No
volvemos a mencionar el tema ni a Gabriel.
Por desgracia, como cualquier plan perfecto este tiene un defecto
importante. Se llama WhatsApp.
A lo largo de estas semanas, Gabriel se dedica a enviarme
mensajes y fotos tan atentos que sería una crueldad ignorarlo. Me
pregunta cómo van mis vacaciones, me envía fotografías de la
oficina casi vacía en agosto, también de una nueva heladería que
han abierto y que cree que me gustará, de libros que se han
publicado hace poco y que le parecen interesantes y también de
excursiones que hace y que cree que yo también disfrutaría. Tengo
razón, ¿no? Es tan mono que es imposible pasar de él. No hay
derecho.
La última semana de agosto me toca volver a trabajar. Cada año,
este regreso es un poco traumático porque en septiembre todavía se
celebran muchas bodas y mi departamento está a tope. Por suerte,
somos un buen equipo y estamos bien organizados, pero no
paramos en todo el día. Entre eso, que tenemos a una pareja
especialmente nerviosa con su evento (es decir, cada día me paso un
mínimo de cuarenta minutos al teléfono con ellos) y que Gabriel
todavía está de vacaciones, ni le veo ni me da tiempo de
intercambiar muchos mensajes con él. Pero algunos hay.
Y, casi a finales de esa semana, el jueves, quedamos para vernos
por la tarde. No ha pasado ni un mes entero, pero cuando lo veo
aparecer por la calle me siento revivir un poco, como una planta a la
que han olvidado regar durante demasiado tiempo. En una semana y
media se ha puesto bastante moreno y se ha relajado, y le sienta
muy bien. Está tan guapo que siento un pinchazo en el pecho. Debe
de ser mi corazón, saltándose varios latidos.
—Se te ha aclarado el cabello con el sol —comenta al verme—.
Te queda bien.
—¿Es una indirecta para que me tiña durante los meses del año
que no soy una lagarta que se pasa el día tomando el sol? —
Bromeo, aunque en el fondo me encanta que se fije en estas cosas.
—No, solo es una observación —dice, encogiéndose de hombros,
sin darle importancia.
Nos dirigimos a la nueva heladería que descubrió y nos sentamos
allí a tomar un helado que, es cierto, está delicioso. Yo tomo lo de
siempre: fresa y chocolate lo más intenso posible. No son sabores
muy originales, pero cuesta encontrarlos que sean realmente
buenos.
Durante un buen rato nos centramos en hablar de nuestras
respectivas vacaciones y Gabriel se entusiasma hablándome de los
rincones que ha descubierto con los del club de excursionismo. Al
final, aunque no me hace ninguna ilusión, me toca sacar el tema que
estamos evitando:
—Por cierto, yo ya tengo vestuario para la boda. ¿Y tú?
Su expresión cambia al instante. Es como ver una flor
resplandeciente arrugarse y encogerse de golpe. Su buen humor
desaparece y se queda en silencio unos largos segundos. Se frota la
cara y el cabello como si lo hubiese asaltado un fuerte cansancio.
Juguetea con su tarrina de helado vacía y suspira.
—He pretendido que ese tema no existía durante todo el mes. No
te voy a negar que he sido bastante feliz —confiesa.
Estiro el brazo por encima de la mesa para darle un apretón en la
mano.
—Eh, recuerda que no estarás solo, ¿vale? Yo estaré a tu lado.
Él me dedica una mueca que pretende ser una sonrisa de
agradecimiento. Yo, de forma un poco inoportuna, me fijo en lo bien
que sienta tocar su piel. Y me doy cuenta de algo: el día de la boda
quizás deberíamos hacer alguna muestra pública de afecto. Para que
sea todo más creíble, ¿no?
El pulso se me dispara. Muestras de afecto con Gabriel… Darle la
mano, abrazarlo, acariciarlo, tocarlo con la confianza de una pareja,
¿incluso darnos algún beso? Ahora palidezco. No sé si la idea me
gusta o me aterroriza. Por un lado, por una vez en la vida podré
pretender que Gabriel es mío, pero por el otro… Puede ser una
manera de tomar un pequeño bocado de lo que nunca más tendré.
Ay, no sé qué prefiero y ya estoy empezando a sudar más de la
cuenta, y eso que estamos en agosto. Corro el peligro de
convertirme en una fuente.
¿Qué hago? ¿Se lo digo o no se lo digo? La boda es dentro de
dos días, no hay margen para pensárselo mucho. No, esto no puede
quedar sin hablar. Si el tema surge el mismo día de la boda y no
reaccionamos bien, el montaje puede irse al traste. Pero la idea de
plantearle que nos demos besitos… Uf, uf, que alguien me preste un
abanico, por favor.
Él tiene la mirada clavada en nuestras manos, que todavía se
tocan. Carraspeo para disimular y me aparto, intentando que no
parezca que me he quemado. Entre mejores amigos a veces hay
contacto, pero no tanto. Me acomodo en la silla y, como quien no
quiere la cosa, planteo:
—Oye, ¿y qué vamos a hacer con los cariñitos típicos de pareja?
Algo deberíamos hacer el día de la boda, ¿no?
Gabriel frunce el ceño.
—No me lo había planteado —admite. Se queda mirando el vacío
—. Pero supongo que tienes razón.
—¿Te ves con ánimos de hacer el paripé allí directamente o crees
que es mejor que lo practiquemos un poco?
Lo que sucede a continuación me pilla desprevenida. ¡Los
pómulos de Gabriel se sonrojan! Me río por la sorpresa, aunque no
sé cómo tomármelo. ¿Es tan formal que la idea de fingir muestras de
afecto con una simple amiga le incomoda? ¿O es que la idea de
fingir muestras de afecto con su mejor amiga, a la que ve como una
hermana, le parece aberrante? Decido quedarme con la primera
opción, aunque me temo que algo de la segunda hay.
—Vale, viendo tu reacción creo que será mejor que practiquemos
un poco o el día de la boda sufrirás una combustión espontánea —
digo manteniendo el tono desenfadado—. ¿Qué te parece si vamos a
tu casa? Está más cerca.
—De acuerdo —asiente él, todavía con el ceño fruncido.
En el camino hasta su casa está callado. Su disgusto es más que
evidente. «No te ofendas, Sira. Es normal que se sienta así. Él sigue
enamorado de su ex y tú eres algo que no le apetece», me digo. La
intención era evitar echarme a llorar por la sensación de rechazo,
pero con esas maravillosas palabras lo he empeorado.
Para no venirme abajo, en su casa tomo el control de la situación
fingiendo que todo esto me parece divertido, que no tiene más
importancia. Saco el móvil y en la aplicación de música busco una
lista de reproducción de baladas y la pongo en marcha.
—Empecemos por practicar un baile de parejita, venga.
Estiro los brazos para que se acerque a mí y él obedece como un
autómata. Apoya las manos en mi cintura, casi sin atreverse a
tocarme, y yo le rodeo el cuello con los brazos.
—Mira qué bien lo hacemos —bromeo, ignorando lo bien que
sienta estar tan cerca de él a pesar de que está tan tieso como un
palo. No estaría bien pegarme como una lapa y restregarme por
todo su cuerpo, ¿no?
No, Sira, haz el favor de controlarte.
Opto por hacer el payaso y me dedico a acariciarle el cabello, el
rostro y los brazos.
—Oh, mi cariñito, cuánto me gustas. Me gustas tanto que no
puedo parar de tocarte —digo con voz aguda y cursi.
Gabriel ríe y siento como se relaja entre mis brazos. Ahora sí que
noto el peso de sus manos en la cintura.
—Esto ya está mejor —lo animo—, parecía que estuviese
bailando con una escoba.
—No lo hago tan mal —se defiende él, todavía un poco apurado.
—Claro, Gabriel. Si eres más feliz pensando eso, adelante.
—Qué graciosilla eres —dice, relajándose del todo.
Ahora que los dos estamos tranquilos, bailamos un poco más al
ritmo de la música. Bueno, prueba superada, yo creo que podemos
hacerlo.
Sin embargo, nos queda pendiente un tema espinoso.
—¿Es raro que una pareja que lleva poco tiempo saliendo no se
ponga pastelona en una boda? —pregunto sin darle importancia,
como si le estuviese preguntando qué calzado podría llevar mañana.
Me mira desconcertado.
—¿A qué te refieres?
—A besitos y esas cosas.
—Ah. Ya. —Aparta la mirada y de repente parece fascinado por
un rincón de su salón.
Seguimos bailando al ritmo de la música, pero casi siento como si
lo estuviésemos haciendo en un tenso silencio. Esto se está
volviendo incómodo…
—Sí que sería un poco raro —dice al fin al rincón de su salón.
—Vale —acierto a decir, aunque lo que me gustaría gritar es «¡Ay,
madre! ¡¿Y eso qué significa?! ¡¿Puede que esté a punto de besar a
Gabriel?!». El esfuerzo que tengo que hacer para mantener mi
máscara de diversión e indiferencia casi duele.
Sus ojos me miran un momento, pero enseguida se apartan.
—No creo que deba ser nada muy exagerado…
—No, claro —me apresuro de decir.
—Pero quizás sí que debería haber algo.
Por fin se atreve a devolverme la mirada. Mis ojos están clavados
en él desde que ha dicho «Sí que sería un poco raro». Sin necesidad
de decir nada más, nos ponemos de acuerdo: debemos practicar un
beso.
Madre mía, madre mía, madre mía, que estoy a punto de besar a
Gabriel. Sira, sigue con tu actitud de «esto es la monda, no le doy
importancia y para nada me afecta». Que no se note que el pulso
me va a mil por hora. No debo darle importancia a este momento
porque el ceño fruncido y la tensión regresan a su cuerpo. Sé que
está pensando que no soy Andrea, que solo soy un triste reemplazo
temporal y que… ¿Sabes qué? Mejor no sigo. Aunque es difícil,
porque resulta un poco deprimente ver que traga saliva, como si
necesitase coger fuerzas para enfrentarse a algo terrible. Después
asiente. Está listo.
Vamos allá.
Como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, paramos de bailar,
nos acercamos el uno al otro y nuestros labios se encuentran.
En mi cabeza, una explosión.
Estoy besando a Gabriel.
Estoy besando a Gabriel.
¿Puedo ponerme a reír como una loca que delira de la emoción?
Nooo, ya sé que no puedo. Pero así es como me siento. ¡Estoy
besando a Gabriel! En mi cabeza estoy gritando, con un megáfono
delante de la boca, que ¡ESTOY BESANDO A GABRIEL!
Es un beso casto, nos limitamos a unir nuestros labios, pero por
mí podrían lanzar fuegos artificiales a nuestro alrededor. Sus labios
son suaves y carnosos y me da tiempo a sentir cómo me envuelve el
adictivo olor de su piel.
Cuando nos separamos me lo quedo mirando, expectante. Con la
mirada intento transmitirle «Eh, que no ha sido tan malo, ¿no?»,
mientras me estoy preguntando qué habrá sentido él. Sí, soy una
idiota que a estas alturas todavía espera que un beso provoque que
Gabriel al fin se da cuenta de que…
—Ha sido como besar a mi hermana.
Lo dice así, seco y contrariado, mientras se pasa el pulgar por los
labios, como si intentase borrar el rastro de algo desagradable. Está
muy serio, parece que le ha resultado horrible.
Yo me cubro la cara con las manos y finjo reírme mientras lucho
por no echarme a llorar. Al hombre del que estoy enamorada le
parece asqueroso besarme. A veces me pregunto qué he hecho para
merecer esto; no sé, en otra vida debí de tener un comportamiento
detestable o algo así.
Cuando creo que conseguiré controlar la expresión y el tono de
voz, aparto las manos y voy a recuperar mi bolso mientras digo con
ligereza:
—Será mejor que no digas eso en la boda.
Gabriel sigue plantado en el mismo lugar, mirando al suelo con
las cejas formando un valle y las manos en las caderas. Acaba de
tomar conciencia de todo lo que implica su plan y es evidente que
no le gusta. Casi me parece sentir cómo la contrariedad emana de
su cuerpo en ondas.
Me cuelgo el bolso del hombro.
—¿Nos vemos el sábado? —Lo pregunto por si acaso. Quizás ha
cambiado de idea.
Como respuesta, una mirada rápida y un asentimiento.
—Bien —digo, y abandono el piso a paso ligero, como si tuviese
muchas cosas que hacer aparte de desear que alguien me clave un
cuchillo en el estómago y lo retuerza, porque será menos doloroso
que ver su reacción.
8

Sira

Son las diez de la mañana del día 2 de septiembre. Estoy en el baño,


ante el espejo, intentando cubrirme las ojeras con maquillaje. Sí, hoy
es el día. Andrea se casa. Y sí, he dormido como el culo.
Lo que me da rabia es que ni siquiera es culpa mía. ¡Es culpa de
Aissatou y Noa! Las muy… Mi intención era sencilla pero efectiva: no
pensar en esta boda hasta que estuviera en ella. Pero se han pasado
los últimos días echándome miraditas cargadas de significado.
Aissatou está, a la vez, preocupada y enfadada conmigo, mientras
que Noa también está preocupada, pero, de vez en cuando, no
puede evitar reírse como una idiota al pensar en la situación tan
retorcida en la que me encuentro. ¿Fingir ser la novia del hombre del
que estoy enamorada? Sí, es un poco demencial. Lamentable.
Patético. No se puede llegar más abajo.
En fin, que por culpa de mis amigas esta noche he dormido fatal.
No he podido parar de preguntarme cómo me sentará acompañar a
Gabriel a la boda de su ex.
Un poco antes de las once, alguien llama a la puerta. Tanto
Aissatou como Noa están liadas con algo, así que abro yo la puerta y
me encuentro con Gabriel, tan guapo con su vestuario para la boda
que mi corazón se salta un latido. Ha optado por un traje de lino
claro de corte elegante que contrasta bien con su cabello y ojos
oscuros. La barba de unos pocos días bien recortada le da un aire
todavía más sexy de lo habitual. Lo acompañan, cómo no, unas
zapatillas blancas y marrones de lo más elegantes. Es increíble los
diseños que tanto él como yo conseguimos encontrar con tal de
mantenernos fieles a nuestra decisión de solo vestir zapatillas.
—¡Hola! —saludo. Espero que mi falta de aire por lo mucho que
me deslumbra pase por sorpresa—. Qué detalle que subas a
buscarme. Pensaba que me enviarías un mensaje para que bajara.
—Me estás haciendo un señor favor, es lo mínimo que podía
hacer.
Por cómo habla, por la pequeña sonrisa que luce, parece que ya
ha superado su crisis por nuestra sesión de práctica de muestras de
afecto públicas. De hecho, observa mi vestuario con su habitual
actitud relajada, de hombre con mucho estilo.
—Me gusta tu vestido. ¿Te lo había visto ya? —pregunta.
Yo he elegido un vestido sin mangas y de falda plisada de color
amarillo intenso, que no chillón. Me puedo permitir llevarlo gracias a
lo morena que me he puesto estas últimas semanas. Lo he
conjuntado con unas zapatillas del mismo color, toma ya.
—Ya hace algún tiempo que lo tengo.
Es lo que tiene trabajar organizando bodas, que en el armario
tengo unos cuantos vestidos más que aptos para mezclarme entre
los invitados de las bodas en las que trabajo y no desentonar.
Además, este tipo de ropa, que uso poco, me dura mucho porque
llevo más de diez años gastando la misma talla. Es una suerte que
tengo, nunca me ha costado mantener el peso. Ni baja ni sube,
simplemente, me mantengo igual. Eso sí, no diría que no a trasladar
algo de mis caderas más bien anchas a mis pechos más bien
pequeños. Pero, en fin, qué le vamos a hacer, no se puede tener
todo.
—Caramba, qué guapos vais los dos. Parece que os vayáis de
boda —dice Noa, que acaba de aparecer en el recibidor.
—Qué perspicaz eres —digo sin esconder el sarcasmo. Después
me apresuro a añadir—: Bueno, ¿nos vamos ya?
Quiero salir de ahí cuanto antes. Gabriel no sabe que Noa y
Aissatou lo saben todo. Lo que yo siento por él, lo que él siente por
Andrea, que en la boda fingiremos ser pareja. Él cree que les he
contado que vamos a la boda solo como amigos.
Siempre han sido muy discretas con el tema, pero de un tiempo
a esta parte se refrenan menos y de vez en cuando lanzan unos
comentarios con segundas que me provocan temblores por todo el
cuerpo. Las temo.
Me apresuro a ir a mi habitación a coger el bolso y el móvil y
regreso a la puerta, donde Aissatou también se ha unido a la
conversación.
—Bueno, chicas, nos vemos esta noche. ¡Que paséis un buen
día! —Estoy hablando demasiado rápido, se nota que estoy
huyendo.
—Divertíos —dice Noa con voz insinuante.
—Que tengáis un buen día —se despide Gabriel, amable.
—Nosotras tenemos los ojos abiertos, así que siempre estamos
bien. No como otros —replica Aissatou.
La fulmino con la mirada mientras cierro la puerta con más
energía de la necesaria. Gabriel se queda un momento quieto, con el
ceño fruncido y las manos en los bolsillos del pantalón.
—Nunca le he caído bien a Aissatou.
—No digas tonterías. Ya la conoces, siempre dice cosas raras —
replico con una risa tonta.—. ¡Venga, vamos!
Gabriel ha encontrado sitio para aparcar a menos de un minuto
de casa. Ni él ni yo tenemos coche porque nos sale más a cuenta
alquilar uno cuando lo necesitamos, como hoy. El lugar donde se
casarán Andrea e Isaac está a algo más de media hora de la ciudad.
Es una antigua masía reconvertida en restaurante para bodas y
banquetes. En Eventos Luxe hemos celebrado más de un enlace allí
y debo decir que el lugar es increíble. La restauración del edificio
está muy bien hecha, el entorno está lleno de claros de césped con
una cantidad perfecta de sombra de los árboles y el salón donde se
celebran los banquetes es todo ventanal, por lo que tiene una luz
espectacular. Además, hoy el tiempo y la temperatura acompañan.
Va a ser un día feliz para los novios.
Durante el trayecto apenas hablamos y lo aprovecho para
mentalizarme. Hoy mi preocupación es Gabriel. Quiero ayudarlo a
superar el día de la mejor manera posible. Debo dejar mis
sentimientos a un lado. Centrarme en él y olvidarme de todo lo
demás.
Tras llegar y aparcar el coche, se queda sentado en su sitio,
mirando al vacío, ensimismado. Conozco esa expresión desolada. La
tenía el día que recibió la noticia de la boda y, hace dos años, la
tenía después de que Andrea cortara con él.
—Eh —digo con suavidad—, hoy conseguiremos que no recibas
ni una sola mirada de lástima.
Él fuerza una sonrisa agradecida y asiente débilmente. Sé que no
está demasiado preocupado por las miradas de conmiseración que
podría recibir hoy, sino porque en menos de una hora va a ver a la
mujer de su vida casarse con otro. Con esto último no puedo
ayudarlo, pero con lo primero sí.
—Venga, vamos allá —lo animo.
Doy el primer paso para bajar del coche y él me imita. Nos
encontramos en la parte delantera del vehículo. Me mira, toma aire
con fuerza y algo en él cambia; su aire decaído desaparece. Ahora
parece que esté bien.
—Vamos allá —repite.
Le tiendo la mano, que él coge como si fuese mi pareja.
Ignorando la agradable sensación que me nace en los dedos y me
recorre el resto del cuerpo, tiro de él hacia la masía.
A medida que nos acercamos, empiezo a ver la cantidad de
personas que ya hay en el lugar. Madre mía, esto no va a ser una
boda, va a ser un bodorrio. Caminamos entre los elegantes invitados
hasta que Gabriel señala un grupo de gente de nuestra edad.
—Ahí están. Parece que somos los últimos.
Catorce pares de ojos se giran hacia nosotros y nos observan.
Ibai nos saluda con un gesto de la cabeza mientras se fija en
nuestras manos unidas. Óliver es más educado y se acerca a
saludarnos. Al resto de su grupo de amigos de la universidad no he
llegado a conocerlo nunca, así que Gabriel me presenta a Alicia,
Juanjo, Enzo, Susana, Marta, Amaya y todas sus respectivas parejas.
Al acabar ya no recuerdo quién es quién. Solo faltan Andrea e Isaac,
que no están aquí por razones obvias.
—Me alegra mucho conocerte por fin, Sira. Tu hermano es un
rancio, pero Gabriel sí que nos ha hablado mucho de ti —dice uno de
sus amigos, creo que Juanjo.
Yo miro a Gabriel, preguntándole con la mirada si eso es cierto.
Él me sonríe con afecto.
—Solo les he contado cosas malas.
Después, Juanjo señala nuestras manos unidas.
—Al decir que venías con Sira no sabíamos si la traías como
amiga o como pareja. Pero veo que ya tenemos nuestra respuesta.
—Es muy reciente. Todavía no se lo hemos contado a mucha
gente —explica Gabriel de forma más que convincente.
Mientras tanto, yo procuro sonreír como la supuesta nueva y un
poco avergonzada pareja. Echo un vistazo rápido a mi hermano para
presumir de lo bien que lo estamos haciendo, pero lo descubro
mirándonos con aparente disgusto. No sé qué le pasa, debe de tener
un mal día o muchos gases o algo por el estilo.
—Bueno, me alegro mucho por vosotros —dice Juanjo.
—Sí, ¡ya era hora de que os animarais! —exclama una de las
chicas. Todos los demás asienten—. ¡Esto parecía algo cantado
menos para vosotros!
«Si vosotros supieseis…», suspiro para mis adentros mientras me
esfuerzo para que la sonrisa no desaparezca de mi cara. No me
permito mirar a Gabriel. No quiero saber qué puede delatar su
mirada.
El chico que creo que es Enzo se acerca a Ibai y le da una
palmada en el hombro.
—Estarás contento, uno de tus mejores amigos se ha convertido
en tu cuñado.
Como respuesta, mi hermano esboza una sonrisa tensa. Ostras,
no sé qué le pasa. Tanto Gabriel como yo no dudamos de que Ibai, y
por extensión Óliver, nunca nos delataría, pero ahora mismo tengo
dudas. ¿Se puede saber qué le pasa?
Óliver se coloca a su lado y lo coge del brazo con afecto.
—Sí que está contento, pero no puede evitar que le salga el
hermano protector que tiene dentro —dice.
Parece que su explicación convence a todo el mundo porque
nadie da importancia a la extraña actitud de mi hermano. Una vez
más, agradezco que tenga a Óliver en su vida.
Otra de las chicas del grupo saca su móvil y prepara la cámara.
—Hay que hacer una foto para Andrea e Isaac, ¡se van a poner
muy contentos!
Gabriel me agarra por la cintura con naturalidad mientras
posamos para la foto, que enseguida es enviada al chat de los
amigos.
Seguimos hablando unos minutos más hasta que un murmullo
empieza a recorrer los invitados. Algo, o alguien, se está abriendo
paso entre ellos hasta que … una chica rubia con un recogido y un
maquillaje perfectos, vestida con un albornoz tan blanco que
deslumbra y zapatillas deportivas, aparece ante nosotros. En
persona es incluso más guapa que en las fotos que he visto de ella.
—Andrea, ¿se puede saber qué haces aquí? —Esto lo dice
Susana, que ahora ya me he aprendido sus nombres.
Todo el grupo la mira divertido, pero otros invitados dedican a la
novia miradas entre consternadas y escandalizadas.
—Mi madre y mis hermanas me están poniendo de los nervios.
Esa foto que habéis enviado ha sido la excusa perfecta para salir un
ratito de allí —explica Andrea, caminando hacia Gabriel y hacia mí—.
Sira, no sabes cuánto me alegro de conocerte.
Me da un abrazo firme y un beso en la mejilla. Yo no me atrevo a
corresponderla por miedo a estropearle el peinado o el maquillaje.
La sorpresa también me tiene un poco paralizada.
—Gracias. Yo también me alegro de conocerte —consigo
pronunciar.
Después, Andrea se acerca a Gabriel y se funden en un abrazo
lleno de afecto.
—Cómo me alegra que estés aquí —dice ella. Es innegable que
sigue considerando a Gabriel un muy buen amigo. Un amigo muy
especial para ella, pero solo un amigo.
—Yo también. Enhorabuena, ¿eh? —Gabriel consigue decirlo con
mucha convicción.
El rostro de Andrea se ilumina al darle las gracias y después nos
dice con evidente sinceridad:
—Me alegro muchísimo por vosotros dos.
Un segundo después declara que debe regresar a su habitación o
su madre organizará una partida de búsqueda para encontrarla.
Vuelve a caminar entre la gente, moviéndose con la agilidad de los
que están en forma, saludando con amabilidad y bromeando con
gracia sobre su salto de protocolo. Lo hace de manera impecable.
No me extraña que Gabriel se enamorara de ella. Es perfecta.
Mírala, tan tranquila el día de su boda, incluso siendo capaz de
estar pendiente de los invitados. Nunca he sentido la necesidad de
estar casada con alguien para creer que mi compromiso es
definitivo, pero sé que, si algún día decidiera celebrar algo así,
estaría de los nervios. Pero Andrea no. Normal que sus amigos y
familiares la adoren. Y no olvidemos el exitazo que es su vida
profesional. Lo dicho, es perfecta.
Y yo, en cambio… No hace falta entrar en detalles, ¿no?
Un nuevo movimiento entre los invitados me salva de caer en
una espiral autocompasiva. Ha llegado el momento de desplazarnos
al lugar donde se celebrará la boda civil. Eso significa que ahora,
más que nunca, debo estar al lado de Gabriel.
9

Gabriel

En un claro de ensueño, cubierto de un manto de césped de color


verde intenso, rodeado de arces y moreras cuyas hojas se mecen
perezosas mientras dejan pasar algunos agradables rayos del sol,
han levantado un sencillo altar ante hileras y más hileras de sillas.
Somos muchos invitados, pero no desmerece el lugar. Es perfecto
para una boda.
Sira y yo nos sentamos junto a nuestro grupo de amigos.
Necesitaré unos minutos para mentalizarme para lo que estoy a
punto de presenciar…
Mierda, Isaac ya sale. Nervioso y pletórico, ocupa su sitio.
Y, muy poco después, una canción romántica empieza sonar.
Andrea aparece y no puedo evitar sumarme al suspiro generalizado
al ver lo guapa que está. No, no está guapa, está preciosa. Y feliz.
La manera como mira a Isaac mientras avanza por el pasillo… A mí
nunca me miró así.
Para ser una boda civil, la ceremonia es más bien larga, pero a
mí me parece que transcurre en un cerrar y abrir de ojos.
Demasiado pronto, los novios se dan el «sí, quiero» y a mí se me
corta la respiración. Ahora sí. La he perdido. Del todo. Ya no hay
vuelta atrás y…
Un apretón en la mano me sobresalta y vuelvo a respirar. Ha sido
Sira, que me mira sonriendo pero sin esconder la preocupación en la
mirada. Respiro hondo, agradecido por su rescate, y le devuelvo el
apretón.
Tengo que aguantar la compostura. Si alguien se da cuenta de lo
mucho que me afecta esta boda, empezarán todas esas miradas de
pena y compasión que odiaría recibir. Además, ahora que he
presentado a Sira como mi novia, sería un embrollo considerable
porque todos pensarían que ha empezado a salir con ella estando
enamorado de otra mujer.
Mi actuación tiene que ser impecable. Me grabo esas palabras en
el cerebro y, decidido a cumplirlas, me entrego a fingir que no podría
estar mejor. Al principio de la comida me cuesta comportarme con
normalidad. Pero, poco a poco, me sumerjo en las conversaciones
que Sira anima con su sentido del humor y todo va bien. A ratos
incluso consigo olvidarme de El Tema.
Cuando empieza a sonar la música que marca el inicio de la
fiesta, me uno a bailar con Sira. Nunca he sido de bailar mucho,
pero con ella es divertido. Salimos a la pista cogidos de la mano, ella
caminando delante mientras tira de mí. Aprovecho el recorrido para
observar el perfil de su rostro con su nariz respingona, el cabello
rizado y suelto y ese vestido que la favorece tanto. Está guapa, el
verano le ha sentado muy bien.
Durante las siguientes horas bailamos, hacemos el payaso, bebo
poco porque después hay que conducir y nos divertimos viendo
cómo el alcohol empieza hacer efecto entre los invitados. Unos
cuantos hombres, y unas pocas mujeres, terminan con corbatas en
la cabeza. Una de las hermanas de Andrea, borrachísima, pronuncia
un sentido discurso que nadie consigue entender porque está tan
emocionada que no puede parar de llorar a moco tendido. Al final,
su propio marido se la lleva de ahí cargándola como si fuese un saco
de patatas. El momento álgido llega cuando dos hombres intentan
imitar el famoso baile de la película Dirty Dancing y se meten tal
tortazo contra una mesa que durante unos minutos incluso
interrumpen la música para asegurarse de que están bien. Después,
todos les aplaudimos y la fiesta continúa.
Justo cuando Sira y yo decidimos darnos un descanso, empieza a
sonar una balada.
—Venga, parejita, esta tenéis que bailarla —dice Enzo. Los
demás están de acuerdo con él y nos animan hasta que nos
levantamos para regresar a la pista de baile.
—Al menos esto lo practicamos —susurra Sira cuando nos
pegamos el uno al otro, como haría una pareja, y empezamos a
movernos al ritmo lento de la música.
Tiene razón, suerte que lo practicamos. Cuando llegué a la
conclusión de que la idea de Max era muy buena y le pedí el favor a
Sira, ni se me ocurrió pensar en la confianza y afecto típico entre
parejas. Cuando hace dos días ella lo mencionó, la simple idea de
pensar en hacer según qué cosas juntos… me turbó. Solo somos
amigos. En nuestra relación no hay afecto físico. Al menos, Sira
consiguió que me relajara durante la práctica de baile, pero
después… nos besamos.
Fue muy desconcertante, porque me gustó.
No me lo esperaba. Siempre he sido fiel a mis parejas. Si estoy
enamorado de alguien, ni siquiera se me pasa por la cabeza besar a
otra persona. Es que ni siquiera me apetece. Desde que Andrea
cortó conmigo, no he sentido la necesidad de estar con otra
persona. Así que disfrutar de ese beso, aunque fue breve y muy
inocente, me cogió desprevenido. Es decir, no fue como besar a mi
hermana, ni por asomo. Eso lo dije para que Sira no se asustara.
Solo somos amigos y no creo que aprecie ciertas cosas.
Pero ese beso me resultó muy agradable, igual que me está
resultando muy agradable bailar ahora con ella. Es extraño. Y
confuso.
Sin embargo, el otro día decidí no darle vueltas y ahora es mejor
que tampoco lo haga. Sira es mi amiga y este tema está totalmente
fuera de lugar. Nunca haría nada que estropee nuestra amistad. Es
una de las cosas más valiosas que hay en mi vida.
—Desde que hemos salido a bailar, tus amigos nos están
observando. ¿Los dejamos tranquilos dándonos un besito de parejita
feliz?
Me gustaría que su tono juguetón me arrancara una sonrisa,
pero solo consigo tragar saliva.
—Solo un pico. No será tan terrible, hombre —dice Sira,
malinterpretando el motivo de mi apuro. Si lo que me preocupa es
que me guste.
—No es eso… —empiezo a decir, pero me interrumpo. No es
buena idea hablar de ello.
Esta vez no habrá nada raro en el beso, me digo. Solo estamos
haciendo teatro. Así pues, contesto lo único posible:
—Venga.
Nos acercamos el uno al otro y nuestros labios se encuentran. Me
sorprende y no me sorprende que, de nuevo, me resulte de lo más
agradable. Me pierdo en la sensación. El tacto sedoso de sus labios
cálidos y endulzados por el combinado que ha bebido. El escalofrío
que me recorre el cuerpo. No sé quién da el primer paso, o quizás lo
hacemos los dos a la vez, pero nuestros labios no tardan en
entreabrirse y el beso pierde cualquier asomo de castidad. Juraría
que hemos dejado de bailar, pero es que estamos demasiado
ocupados mordisqueándonos y lamiéndonos los labios. Nuestras
lenguas se encuentran y…
Una luz nos ilumina bruscamente y una voz conocida grita a
nuestro lado:
—¡Qué fuerte!
Sira y yo no separamos, mirándonos desorientados. Es como si
alguien nos hubiese zarandeado con brusquedad para sacarnos de
un sueño.
A medida que regreso a la realidad, me doy cuenta de dos cosas.
Primero, que la luz que nos ha iluminado era el flash de una cámara.
¿Acaban de hacernos una foto? Y segundo, que estaba besando a
Sira de una manera muy poco apropiada para ser mi amiga. Su
expresión desconcertada me confirma que lo de fingir se me ha ido
de las manos.
Sin embargo, por fin identifico al propietario de la voz que ha
gritado y me olvido de ese segundo pensamiento. A Sira debe de
pasarle como a mí, porque los dos abrimos mucho los ojos a la vez y
nos giramos de golpe.
Ante nosotros, móvil en mano, boca abierta y expresión
consternada, está Sergio, el responsable de prensa de Eventos Luxe
y el mayor cotilla del universo.
Joder.
—No me lo puedo creer, ¡¿estáis saliendo?! —chilla con voz
aguda por la emoción.
A mí, en cambio, lo que me gustaría chillar con voz aguda es
«¡¿Qué demonios haces tú aquí?!».
Intercambio una mirada apurada con Sira. El corazón me palpita
con fuerza y se me seca la boca. El pánico está tomando el control
de mi cuerpo y me paralizo.
—Sergio, qué casualidad encontrarnos aquí —comenta Sira con
voz débil—. ¿Qué haces aquí?
—Andrea es prima mía. Prima tercera o cuarta, siempre pierdo la
cuenta —responde. Mueve la mano con energía para quitarle
importancia—. ¿Y vosotros?
Sira me mira, esperando que yo conteste, pero las palabras se
me han atascado en la garganta. Nuestro montaje está a punto de
estallar y Andrea, Isaac y todos los invitados de la boda descubrirán
la verdad.
—Gabriel fue a la universidad con Andrea e Isaac —explica Sira al
cabo de unos segundos—. Son del mismo grupo de amigos.
Sergio asiente rápido, se nota que en realidad lo ha preguntado
por cortesía. Lo que de verdad le importa es…
—Entonces, ¿estáis saliendo?
No está dando saltitos de puntillas por la emoción, pero es como
si lo estuviese haciendo. Nos mira con los ojos muy abiertos,
expectante. De reojo veo que Sira me mira, no sabe qué responder.
O salgo de mi bloqueo o esto será un desastre. Si contamos la
verdad, la noticia correrá como la pólvora por toda la boda y la
oficina. Sería tan humillante que, solo de pensar en ello, me duele el
estómago. Pero si contamos la mentira a Sergio, también tendrá
consecuencias inmediatas que nos provocarán más de un dolor de
cabeza. Es decir, hay que poner ambas opciones en la balanza y
decidirse por una. ¿Humillación devastadora o molestia imprevisible?
No me cuesta decidirme.
Miro a Sira, suplicándole con la mirada que me perdone, y
carraspeo.
—Sí, estamos saliendo.
A Sergio se le escapa un «ooooh» extraño y agudo. Y ahora sí,
da un par de saltitos. Me doy cuenta en ese momento de que sigo
abrazando a Sira por la cintura, porque la noto tensarse.
—Pero es muy reciente, por eso no hemos contado nada —me
apresuro a añadir—. ¿Podrás ser discreto, por favor? Queremos ir a
nuestro ritmo, preferimos que por ahora no se entere nadie.
Sé que es una petición inútil, pero Sergio asiente con tanta
energía que temo que se le contracture el cuello.
—Claro que sí. Seré una tumba, os lo prometo.
Lo dice con absoluta convicción. El hombre realmente cree que
será capaz de mantener la boca cerrada. Sergio no solo es un cotilla,
también es una cotorra. Todos los que lo conocemos sabemos que
es incapaz de guardar un secreto. Siempre hay que tener cuidado
con las cosas que se le cuentan. ¿Estás preparando una fiesta
sorpresa para alguien? Pues que sea sorpresa para Sergio también.
¿Te cae mal un compañero de la oficina? Pues mejor que no esté
presente cuando lo critiques.
—Bueno, perdonad. Estaba hablando con unos familiares cuando
os he visto y… ¡Nos vemos el lunes, divertíos! —dice tan acelerado
que me cuesta seguirlo. Tras un gesto rápido de despedida,
desaparece entre la gente.
A Sira le falta tiempo para girarse hacia mí y volver a rodearme el
cuello con los brazos. Por la fuerza con la que me sujeta, me atrevo
a decir que no está contenta. Fuerza la sonrisa más falsa que le he
visto nunca y dice entre dientes:
—Gabriel, explícame una cosa. Fuiste el novio de Andrea durante
años. ¿Cómo es posible que no supieras que Sergio es primo suyo?
Si las circunstancias fuesen otras, creo que lo habría dicho
gritando.
—Ya lo has oído, es un primo lejano. Seguramente se ven poco,
incluso Isaac debe de haberlo conocido hoy mismo —intento
excusarme.
—Qué bien, eso es un gran consuelo. —Me aprieta los hombros
con la fuerza de un culturista. Está entrando en modo pánico y Sira
en modo pánico es imprevisible.
—Siento mucho la confusión…
—¡¿Confusión?! —me interrumpe—. ¡¿Sabes el embrollo en el
que acabamos de meternos?! ¡Pedirle a Sergio que guarde un
secreto es como pedirle a un volcán en erupción que no explote!
Eso es tan cierto como que yo tengo otro volcán en erupción
entre las manos. Si parece que tenemos una riña de pareja en mitad
de la boda, será igual de malo.
—Sira, lo siento mucho—digo—. Me ha pillado desprevenido y no
se me ha ocurrido de qué otra manera solucionarlo.
Ella se relaja un poco entre mis brazos. Suspira.
—Ya, supongo que ninguna de las opciones que había era buena
—admite.
Nos quedamos unos instantes en silencio mientras seguimos
bailando al ritmo lento de la música. Hasta que mi móvil vibra en el
bolsillo. Una vez. Dos veces. Tres veces. Mierda, es un no parar.
Saco el teléfono y lo desbloqueo. Los diferentes chats que tengo
con compañeros de trabajo están sacando humo. Un mensaje
aparece en la pantalla y Sira puede leerlo.
«¡¡¡¡SIRA Y GABRIEL ESTÁN JUNTOS!!!!».
Así, en mayúsculas y con muchos más signos de admiración de lo
necesario.
—Ay, Dios mío, ya ha empezado. Creen que estamos saliendo —
dice Sira con voz débil, horrorizada.
Alzo una ceja y la miro, sorprendido por esa reacción tan visceral
a que el mundo crea que ella y yo somos pareja. ¿Tan horrible le
parece la idea? Ahora frunzo el ceño, un poco molesto. Por suerte, el
sentido común enseguida hace aparición en mi cabeza. Sira y yo no
somos pareja y, por lo tanto, es normal que le parezca un engorro
que la gente piense que sí. Y todo por hacerme un favor. Tiene
derecho a sentirse así.
—¿Me permites? —dice antes de quitarme el móvil de la mano y
ponerse a leer los mensajes que están entrando. En seguida se le
escapa un lamento indignado—. Sergio es increíble. ¡Ha enviado una
foto de cuando nos estábamos besando!
Sigue deslizando el dedo por la pantalla y leyendo mensajes.
Vuelve a indignarse.
—¡Carla también montó una apuesta diciendo que acabaríamos
saliendo pronto! Cabrona vengativa, el lunes pienso arrancarle las
pestañas una a una, y después…
—Será mejor que me lo devuelvas —digo, quitándole el móvil y
volviendo a guardarlo en el bolsillo. A este paso, alguien acabará
herido. O mi móvil destrozado.
Sira me mira a los ojos, muy seria.
—Gabriel, ¿cómo solucionamos esto?
Se me queda mirando, sin parpadear, esperando una respuesta
inmediata. Si no estuviésemos en un buen lío, me echaría a reír. Sin
pretenderlo, Sira está… muy graciosa. Pero en un sentido mono,
enternecedor.
Pero no creo que agradezca un comentario de ese estilo, así que
mantengo la boca cerrada mientras pienso.
—¿Por qué no seguimos con el plan previsto? De cara a la oficina
y mis amigos fingimos que somos pareja durante tres o cuatro
semanas. Pasado ese tiempo, anunciaremos que hemos roto de
manera amistosa y que seguimos siendo amigos.
Sira aparta la mirada y la pasea por el salón lleno de gente
perjudicada por el alcohol. Hunde un poco los hombros. De repente,
parece muy cansada. Se masajea la frente y se frota la cara.
—De acuerdo. Pero solo tres o cuatro semanas.
Sus palabras me quitan un gran peso de encima.
—Muchas gracias, Sira —digo con absoluta sinceridad—. Siento
haberte metido en esto.
—Para eso están los amigos, ¿no? —contesta, aunque no parece
muy convencida.
Yo asiento y seguimos con nuestro paripé. Pero la alegría que
Sira ha derrochado desde el inicio de la velada se ha esfumado. Los
demás no lo notan porque no la conocen tanto, pero yo sí.
Me sorprende que esto la contraríe tanto. ¿Tan terrible es que la
gente piense que está saliendo con alguien? No le he conocido
ninguna pareja que le haya durado mucho, pero algunas ha tenido.
No sé, quizás desde hace un tiempo es antipareja y yo no lo sabía.
Me sabe mal que se haya disgustado tanto. Pero, a la vez, siento
tanto alivio por nuestro trato que el resto de la noche disfruto de la
fiesta como hacía mucho que no disfrutaba. Ni siquiera me detengo
a pensar en el beso que nos acabamos de dar.
10

Sira

Es lunes. Dos días después del despropósito de la boda.


Aissatou y Noa siempre salen unos minutos antes que yo de
casa. Hoy no es distinto. Estoy en el baño, terminando de peinarme,
cuando Noa pasa apresurada por el pasillo. Para variar, se asusta al
verme de reojo.
—¡Qué susto! —exclama. Esta mujer y sus sustos. Cada mañana
igual. Enseguida se recupera, como siempre, y se despide, alegre—.
¡Hasta luego!
Unos segundos después, la que pasa corriendo es Aissatou.
—¡Que pases un buen día! ¡Esta tarde toca gimnasio!
—Sí, lo tengo presente —contesto yo justo antes de que se cierre
la puerta del piso.
Suspiro y sigo peinándome. Dadas las circunstancias, están muy
contentas, ¿verdad?
¿Cómo lo he conseguido?
Pues muy fácil, he callado como si me hubiesen cosido los labios.
No les he contado nada, absolutamente nada, del morreo bastante
histórico que me di con Gabriel. No voy a darle vueltas porque solo
era una farsa por el bien del espectáculo. Una farsa que me gustaría
que fuese real, pero puedo seguir soñando.
Tampoco he contado a mis amigas que Sergio nos descubrió y
tardó menos de medio segundo en hacer correr la noticia entre los
compañeros de trabajo, ni que Gabriel y yo hemos acordado seguir
fingiendo ser pareja durante unas semanas. En cuanto procesé que
Sergio nos había pillado in fraganti, supe que esto se iba a
desmadrar. Y la principal perjudicada seré yo. Así pues, ¿por qué
acceder a hacerlo si ya sé que esto va a doler? Pues por lo de
siempre: ¿por qué no iba a hacerlo? Me sabe mal dejar tirado a
Gabriel, se supone que somos amigos. Además, solo serán tres o
cuatro semanas. Puedo superarlo.
En fin, el caso es que no se lo he contado a mis mejores amigas.
Y así quedará. Será uno de esos secretos que me llevaré a la tumba.
O, en todo caso, se lo contaré dentro de diez años. O veinte.

Un poco más tarde, Gabriel me espera en nuestro punto de


encuentro habitual.
—¿Lista? —me pregunta cuando lo alcanzo.
—No.
Él ríe, supongo que sorprendido por la absoluta seriedad con la
que he hablado.
—Te entiendo —dice.
—Quién sabe, quizás al final no es tan malo.
Quiero creerme mis palabras. Quiero pensar que, con el alboroto
que se montó el sábado en todos los chats con compañeros de
trabajo, el furor por la (falsa) noticia ya habrá pasado. Ya no será
una novedad y no nos harán ni caso.
No, no puedo ser tan ingenua. Temo a mis compañeros de
trabajo.
Sin embargo, ni en la peor de mis pesadillas habría podido
imaginar hasta qué punto debería tenerles miedo.
La primera señal de que algo se cuece nos llega cuando
entramos en la oficina y nos la encontramos en silencio. En absoluto
silencio. Es algo nunca visto. El pasillo está vacío excepto por Lucía.
Y ahí llega la segunda señal: Lucía, al vernos, corre a meterse en
su despacho y la oímos susurrar a gritos:
—¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí!
Gabriel y yo intercambiamos una mirada inquieta y avanzamos
poco a poco por el pasillo, como si temiésemos ser atacados por una
fiera salvaje dispuesta a devorarnos vivos.
Cuando alcanzamos el despacho del Departamento de Grandes
Fiestas, en el que ha entrado Lucía, mis ojos intentan saltar de las
cuencas. No sé si es por la sorpresa o si pretenden huir. Casi toda la
empresa está metida en ese despacho, que ha sido profusamente
decorado. Hay flores auténticas, flores de papel, guirnaldas de
colorines por todas partes y un globo gigante con forma de corazón
que flota libre por encima de las cabezas de todos los presentes.
Han vaciado uno de los escritorios y está cubierto de bandejas llenas
de canapés y pastas dulces.
—¡FELICIDADES! —gritan todos en cuanto nos ven. Después
estallan en un estruendoso aplauso mientras silban, ríen y gritan un
poco más.
Gabriel y yo estamos petrificados en la puerta.
Han perdido la chaveta. No, espera. Eso significaría que en algún
momento han estado cuerdos, y nunca lo han estado. Están
majaretas y no tienen remedio.
Me giro hacia Gabriel, que observa el espectáculo con la boca un
poco entreabierta, y le susurro en el oído:
—Me debes una. Y bien gorda. —Después fuerzo una sonrisa—.
Y ahora sonríe, cariño, que nos han organizado una fiestecita.
Lucía, Carla, Sergio, Mamen y otros se acercan para abrazarnos y
felicitarnos otra vez. Incluso Ainhoa, a pesar de lo discreta que es
siempre.
—¡Nos alegramos mucho por vosotros! —nos van diciendo.
Yo no me corto de decir lo que pienso:
—Sois muy majos, pero estáis pirados. Solo estamos saliendo. Si
algún día nos casamos, ¿qué vais a hacer? ¿Montar un castillo de
fuegos artificiales aquí dentro?
—¡¿Vais a casaros?! — pregunta Sergio al borde del colapso.
—¡Por Dios, no!
El brazo de Gabriel me rodea la cintura y me aparta de Sergio
antes de que el hombre la líe todavía más. Y así, agarraditos, nos
movemos entre la gente fingiendo estar la mar de felices y
aguantando comentarios del tipo:
—Ya era hora, ¿eh?
—Ay, estáis hechos el uno para el otro.
—¿Por qué habéis tardado tanto?
Para mí, cada uno de ellos es como una puñalada trapera en el
corazón atestada con un cuchillo romo y oxidado.
—Vamos a comer algo, por favor —pide Gabriel en cierto
momento. Supongo que también está saturado de tanta locura
felicitadora.
Estamos eligiendo algunos canapés cuando Héctor y Max entran
en el despacho. Ni siquiera se sorprenden por la fiesta ni parecen
molestos. Ver al jefazo tan cambiado sigue asombrándome.
Héctor se detiene ante nosotros y estudia con ojo crítico los
cruasanes que hay en una bandeja. Con expresión escéptica coge
uno y le da un mordisco. Tras unos segundos, tira a la basura el
resto que le queda y elige un minidonut recubierto de chocolate.
Creo que Carla ha mencionado alguna vez que el jefazo tiene una
relación muy curiosa con los cruasanes…
—Enhorabuena —nos dice antes de dirigirse a la puerta otra vez.
Por el camino, pasa por el lado de Carla y le da un discreto apretón
en el trasero. Ella intenta darle un cachete mientras lo fulmina con la
mirada, pero él se aleja riéndose. Increíble, en serio.
Ahora el que se acerca es Max, que también parece muy
interesado por la comida que hay expuesta en la mesa.
—Hola, pareja —nos saluda.
A mi lado, Gabriel lo mira con los ojos entrecerrados.
Seguramente está intentando adivinar si en las palabras de Max hay
rastro de sarcasmo. Al fin y al cabo, él conoce la verdad. Él nos dio
la idea de fingir ser pareja. Podría desvelar el pastel ahora mismo y
provocar una hecatombe en la vida de Gabriel.
Pero nada en su tono, ni su actitud, ni su sonrisa afable revela
que opine que estamos mintiendo. Quizás cree que nos hemos
convertido en pareja de verdad. De hecho, ahora que me fijo… ¿No
hay algo de mal disimulada satisfacción en esa sonrisa suya?
—¿Tú sabías que iban a organizar esto? —le pregunto.
—Sí, claro. Nos han pedido permiso.
—¿Y te ha parecido bien? ¿Y al jefazo también?
—Sí, ¿por qué no? Es por un buen motivo y todos están
dispuestos a salir un poco más tarde al final de la jornada para
recuperar el tiempo perdido —responde antes de despedirse y
largarse.
—Muy bonito esto de fomentar este disparate —le digo a su
espalda, pero con el jaleo que hay organizado no creo que me oiga.
Unas palmadas firmes suenan por encima del bullicio. Es Sergio,
que está intentando captar la atención de todos.
—Atención, silencio —dice hasta que todas las voces se apagan.
Nos mira—. Bueno, creo que puedo atreverme a decir por todos que
nos alegramos mucho por vosotros.
Ahogo un grito y finjo sorpresa absoluta.
—¿En serio? No nos habíamos dado cuenta.
Gabriel y los demás ríen. Como si fuese la cosa más natural para
él, Gabriel vuelve a sujetarme por la cintura y me da un beso en la
coronilla. Yo tengo que esforzarme para esconder la sorpresa.
Caramba, el hombre realmente está tomándose a pecho lo de fingir.
Y lo está haciendo muy bien. Este gesto tan lleno de cariño, el beso
de la otra noche…
No, no voy a pensar en ese beso.
—Todos llevamos mucho tiempo esperando que esto pasara, así
que queremos celebrarlo —prosigue Sergio.
—¿Y esto qué es? —pregunto señalando a nuestro alrededor—.
¿Un tentempié?
—Esto es una tontería, mujer. Lo haremos bien el sábado.
Después de la boda de la duquesa de Alboira…
—¡La boda de la duquesa de Alboira! —le interrumpo, mirando a
Gabriel.
Entre las vacaciones, la boda de Andrea y ahora esto, lo había
olvidado por completo. Por la cara de Gabriel, él también.
—Parece que el sábado tendré invitados —dice, encogiéndose de
hombros.
—El sábado, después de la boda de la duquesa de Alboira, que
veremos en casa de Gabriel —remarca Sergio—, aprovecharemos la
macrofiesta de Mirage y lo celebraremos como se merece.
Mirage es una cadena internacional de tiendas de ropa. Hace
unos meses lanzaron su propia línea de cosméticos y la están
promocionando por todo lo alto, contratando a la superactriz Jessica
Beltrán y celebrando fiestas y más fiestas que, sí, organiza el
Departamento de Grandes Fiestas de Eventos Luxe. Y, como
empleados, a este tipo de celebración se nos permite asistir.
Yo maldigo mi suerte. Justo esta semana tengo una boda el
jueves, pero el fin de semana libro.
—Oye, os agradecemos el entusiasmo, ¿pero no crees que se os
está yendo un poco la pinza? —digo. Con suerte, se darán cuenta de
lo exagerado que es todo esto y se echarán atrás.
Gabriel, a mi lado, sonríe.
—Nos parece muy bien.
Lo miro, incrédula. Qué lejos está llevando esto de fingir. No hace
tanto, algo así nunca le habrá parecido bien. Habría estado de
acuerdo conmigo en que es desproporcionado.
—¡Queremos ver un besito! —grita Carla. Más tarde voy a
tenderle una emboscada en el baño y la voy a estrangular con mis
propias manos.
—¡Eso, eso! —grita alguien.
Y todos empiezan a corear:
—¡Beso! ¡Beso! ¡Beso!
Al final, me echo a reír. Están locos, pero también son muy
graciosos. Incluso me siento un poco culpable porque todo esto sea
mentira, porque es enternecedor ver lo emocionados que están por
nosotros.
Fingiendo estar un poco avergonzada, me giro hacia Gabriel para
darle un piquito. Pero, al parecer, él tiene otras ideas. Me sujeta la
cara con suavidad y me besa con ternura y durante más tiempo del
necesario.
Cuando nos separamos, estoy un poco atontada. Es el peligro de
besar a Gabriel, que mi cerebro se cortocircuita y deja de funcionar
como debe.
—Vale. —Es lo único que acierto a decir.
Por fin, todos se dan por satisfechos y empiezan a recoger
porque ha llegado el momento de ponerse a trabajar.
11

Sira

Varias horas después, mis compañeros de trabajo ya no me parecen


ni majos ni enternecedores. La locura del inicio del día ha pasado,
pero eso no nos salva de ir recibiendo sin parar miraditas, sonrisitas,
mensajitos de «Me alegro un montón por vosotros», suspiros de
«Ay, qué bonito es el amor» y comentarios como «Ay, sois de esas
parejas que duran toda la vida».
Quiero ponerme a gritar hasta que todas las ventanas de la
oficina revienten y en la calle llueva confeti de cristal.
Sí, eso haría daño a los pobres transeúntes, pero en mi
imaginación no.
Encima, por la tarde recibo una llamada de Ibai de lo más
extraña.
—Ey, ¿todo bien? —digo en cuanto contesto. Nunca suele
llamarme en horas de trabajo.
Como siempre, no pierde el tiempo en formalismos y ni saluda.
Va directo al grano:
—¿Habéis seguido con el paripé en la oficina?
—¿El paripé? —pregunto, confusa.
—Gabriel y tú.
—Ah, eso.
—¿Y?
—Sí, pues sí —contesto, sin atreverme a decir más mientras
observo a mi alrededor. No quiero que ningún compañero me oiga
por accidente.
—¿Cómo han reaccionado? Por lo que has comentado alguna
vez, parece un grupo bastante exaltado.
—Llamarlos exaltados es quedarse cortos. Si te cuento lo que
han hecho para celebrar que estamos saliendo, no te lo creerías —
digo, cada vez más desconcertada—. Oye, agradezco tu interés,
pero esta conversación es muy rara. ¿Desde cuándo te preocupan
estas cosas?
—Venid mañana a cenar —replica él.
—¿Cómo? —pregunto, todavía más despistada.
—Gabriel y tú. Mañana a las nueve, en casa.
¡Y corta la llamada!
Miro el teléfono con expresión incrédula y acusadora, como si
fuese el culpable de la bordería de mi hermano. ¿Se puede saber
qué le pasa?
Estoy tan extrañada que necesito compartirlo con alguien. Y la
única opción es Gabriel, claro.
Su despacho ahora está en la otra planta, así que me toca correr
escaleras abajo y hacerle señales desde el pasillo para que salga.
Por ahora lo ocupa solo él, pero no quiero arriesgarme a que alguien
nos oiga. Tiro de él y lo arrastro hacia la diminuta habitación que
cumple la función de almacén de material de oficina. Abro la puerta,
lo empujo dentro, entro detrás de él y cierro la puerta.
—Mi hermano quiere que mañana vayamos a cenar a su casa.
—Vale… —dice. Parece que no ve dónde está el problema.
—Es muy raro, Gabriel. Primero me ha preguntado si hemos
seguido con la farsa en la oficina, y ya viste cómo estaba el otro día
en la boda…
—Sira. —Me apoya las manos en los hombros, un gesto que
resulta bastante reconfortante. Me mira a los ojos y sigue hablando
—: Tienes razón, es un poco raro. Pero es tu hermano, solo nos
contará lo que tiene en la cabeza cuando él quiera. Así que no vale
la pena darle más vueltas. Y ya hemos cenado con ellos otras veces,
no es ninguna novedad. Irá bien.
Sus palabras y su tranquilidad consiguen relajarme un poco. Hoy
llevo una camiseta de tirantes y sus dedos me están acariciando la
piel de los hombros. Es muy agradable. Recuerdo el beso que nos
dimos en la boda. Fue un beso… Ni siquiera tengo palabras para
describirlo. Fue intenso, tórrido, excitante y me conmocionó cada
célula del cuerpo.
Me recuerdo que no debo pensar en el beso ni ahora ni nunca.
Gabriel solo fingía, no debo darle vueltas ni permitir que me afecte.
Vuelvo a centrarme en la extraña situación con Ibai.
—Todo irá bien —repito como una autómata. Él asiente, muy
convencido.
La puerta del almacén se abre súbitamente y alguien nos
deslumbra con el flash salvaje de su cámara.
—¡Ah! —se me escapa.
Cuando los puntitos blancos dejan de taladrarme la visión,
descubro a Sergio, Lucía y Bruno, los tres apuntándonos con sus
teléfonos. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, los tres hunden
los hombros a la vez.
—Vaya, pensábamos que os pillaríamos aquí dentro dándoos el
lote —dice Sergio, decepcionado.
—Pervertidos, ¿por quién nos habéis tomado? Nosotros somos
gente decente —digo como si fuese una puritana indignada.
Me alejo de ahí con la cabeza bien alta, dejando atrás la risa de
Gabriel. Se me escapa un señor suspiro. Cómo me gusta hacerle reír.

A las nueve y media de la noche del día siguiente, Gabriel y yo


estamos sentados a la mesa del comedor del pisazo de Ibai y Óliver.
No es solo que sea grande, sino que está reformado con materiales
de tan alta calidad que creo que podría dormir en el suelo y me
sentiría feliz.
Ante nosotros está desplegada la deliciosa cena que Óliver ha
preparado, una colección de canapés de aspecto increíble y pescado
al horno con verduritas salteadas. Sin embargo, todavía no hemos
tocado la comida.
—¿Cuánto tiempo pensáis alargarlo? —pregunta Ibai mirándonos
con los ojos entrecerrados, sobre todo a Gabriel. Él me mira un
momento, está tan desconcertado como yo.
—Oye, ya está bien —me quejo—. Desde que hemos llegado nos
estás sometiendo a un tercer grado. Que de quién fue la idea, que
cómo de lejos vamos a llevarlo, y ahora esto.
—Sí, y no habéis contestado ni una sola de mis preguntas.
—¿De qué vas? —me indigno—. A ver, ¿vas a delatarnos? ¿Vas a
contárselo a vuestros amigos y a papá y a mamá?
La actitud de mi hermano cambia de forma algo repentina. Sus
hombros se relajan.
—No, claro que no —dice con suavidad.
—¿Y a qué viene todo esto?
Hasta ahora, Óliver se había mantenido al margen,
entreteniéndose con su copa de vino y una expresión algo
preocupada. Ahora decide intervenir. Deja la copa encima de la mesa
y después pasa el brazo por los hombros de Ibai para darle un
apretón afectuoso.
—Tu hermana tiene razón, cariño. Ten un poco de piedad de
nuestros invitados. Además, la cena se está enfriando. ¿Por qué no
comemos? Me muero de hambre.
Con estas palabras y ese gesto, Ibai acaba de relajarse y asiente.
Empezamos a cenar y el resto de la noche transcurre con
normalidad y es de lo más agradable.
Siempre me sorprende ver la influencia tan positiva que Óliver es
para mi hermano. Sé que los inicios de su relación no fueron fáciles.
Ibai iba cada día a comer al restaurante donde Óliver trabajaba
como camarero mientras se sacaba los estudios de cocina. Al
parecer, los dos estaban colados el uno por el otro, pero no se
atrevían a dar ningún paso. Óliver porque era tímido e inseguro; mi
hermano lo intimidaba mucho y creía que estaba fuera de su
alcance. E Ibai porque creía que alguien tan vital y dulce nunca
querría estar con alguien como él; no creía que se lo mereciera. Sin
embargo, al final Óliver se armó de valor y consiguió romper el duro
cascarón con el que mi hermano se protege del mundo. Siempre me
siento muy feliz por ellos.
Un par de horas después, Gabriel y yo abandonamos el piso y
decidimos pasear un trecho hacia nuestras casas. Se nos hará tarde,
pero a los dos nos apetece.
—Bueno, parece que hemos sobrevivido, ¿no? —comento—. Pero
sigo sin saber qué mosca le ha picado.
Él asiente, pensativo.
—Creo que no le gusta demasiado lo de nuestra falsa relación —
dice—. Nunca me había saludado con un apretón tan fuerte. Parecía
dispuesto a hacerme picadillo todos los huesos de la mano.
Lo miro y parpadeo un par de veces.
—¿Qué le importa a él lo que hagamos?
Gabriel se encoge de hombros, tan despistado como yo. La
conversación queda ahí porque su teléfono empieza a sonar. Es
tarde, así que lo saca del bolsillo con gesto extrañado. Al ver el
nombre de la persona que lo llama, palidece. Se queda mirando la
pantalla sin reaccionar.
—Gabriel, ¿qué pasa? ¿Quién es?
Tarda unos segundos en contestar. Cuando habla intenta hacerlo
en tono neutro, pero se le rompe un poco la voz.
—Es mi hermano.
Intento disimular la sorpresa. ¿El hermano con el que hace años
que no se habla?
—¿No vas a cogerlo?
No contesta, sigue mirando el teléfono hasta que deja de sonar.
Al instante, se lo guarda en el bolsillo.
—No —dice.
Sin embargo, un segundo después el móvil empieza a sonar de
nuevo. Vuelve a comprobar quién llama.
—¿Es él otra vez? —pregunto.
Como respuesta, un breve asentimiento, un gesto muy suyo.
Podría reconocerlo entre un millón de personas iguales solo por esa
manera de asentir.
—¿Por qué no lo coges? Puede que sea importante —digo con
suavidad.
Su expresión revela el conflicto que se ha desatado en su interior.
Quiere y no quiere contestar. Finalmente, pulsa la pantalla y habla al
teléfono, seco.
—Dime.
Su rostro se mantiene tenso pero inexpresivo mientras al otro
lado le cuentan algo. Él se limita a contestar con escuetos «Sí» o
«Vale». Un minuto después, corta la llamada.
Me quedo mirándolo. No necesito preguntarle qué pasa, sé que
me lo acabará contando. Solo necesita su tiempo para procesar lo
que sea que está pasando.
—Es mi madre. Está ingresada en el hospital. Parece que está
bastante grave, pero no saben qué es.
12

Gabriel

Mamá está enferma. Ingresada en el hospital.


¿Por qué siento esta opresión en el pecho? Es muy desagradable.
No debería sentir algo así, ¿no? Llevo cuatro años sin querer saber
nada de ellos. Ni de mamá, ni de papá, ni de Saúl, mi hermano.
Pero, por más que lo razono, no consigo librarme de la estúpida
opresión ni de la sensación de que me falta el aire.
La piel suave y agradable de la mano de Sira me acaricia el brazo
y me devuelve de golpe a donde estaba. Igual que el día de la boda,
justo después de que Andrea e Isaac se dieran el «sí, quiero», Sira
me ha sacado de la espiral en la que estaba cayendo.
—¿Estás bien? —pregunta con suavidad.
Mi intención es asentir, pero mi cerebro se niega a funcionar del
todo bien y a la vez intento negar, así que lo único que consigo
hacer es un giro raro con la cabeza.
—¿Quieres acercarte ahora al hospital?
No, no quiero. Pero sí quiero saber si mamá está bien. No quiero.
Sí quiero.
—Supongo que sí —admito con un suspiro—. Pero da igual,
porque ahora ya no es horario de visitas.
—Pues iremos mañana por la mañana —replica, decidida.
—¿Iremos? —pregunto sorprendido porque se incluya en la
acción. Algo pequeño como una semilla se instala en mi pecho.
—Si tú quieres, sí —contesta sin dudar. No lo está diciendo por
compromiso, está aquí para lo que yo necesite.
La semilla se expande y en mi pecho nace una sensación cálida,
reconfortante. Claro que quiero que Sira me acompañe al hospital.
Me da rabia admitirlo, pero, después de lo que pasó, no sé si me veo
con fuerzas de enfrentarme solo a mi familia.
Me fastidia sentirme así. Insisto, no debería importarme. Soy yo
el que cortó cualquier relación con ellos. Quiero tomarme las noticias
sobre mi madre con frialdad, pero estoy fracasando.
—Eh, es tu madre. Es normal que te preocupes por ella.
Aquí tenemos una nueva prueba de lo mucho que me conoce.
Sin necesidad de contarle nada, ya sabía qué me pasaba. Contengo
el impulso de abrazarla y darle un beso en la cabeza. Es lo que el
cuerpo me pide, pero con lo de fingir ser novios no creo que sea
apropiado.
—Gracias, Sira. —Se me vuelve a romper la voz sin querer,
dejando claro lo mucho que significa para mí.
—Venga, vámonos a descansar.
Tira de mí con suavidad y reemprendemos el camino de regreso
a nuestras casas.

La mañana siguiente, a las diez en punto, los dos estamos ante la


puerta del hospital donde han ingresado a mi madre. Hemos pedido
unas horas de asuntos personales en la oficina. Debería sentirme
mal porque Sira mañana tiene una boda y ha tenido que convencer
a su jefa, pero lo único que siento es un inmenso alivio por no estar
aquí solo.
Entramos en el vestíbulo y vamos directos hacia los ascensores.
Podemos subir solos en uno de ellos. A medida que ascendemos,
piso a piso, los nervios se van apoderando de mí. Quiero estar aquí y
no quiero estar aquí.
Justo antes de que se abran las puertas, Sira me da la mano y
me la sujeta con la fuerza justa para transmitirme ánimos. Creo que
es lo que consigue que no salga corriendo.
Avanzamos con lentitud buscando la habitación 407. Por el
camino, el olor a hospital me asalta. Soy una de esas personas que
no lleva demasiado bien lo de visitar un hospital. Su particular olor,
el calor sofocante, los sonidos suaves y amortiguados. Todo el
conjunto me deprime.
La puerta de la habitación 407 está entreabierta. Me detengo un
momento para coger aire y Sira me imita. Después, llamo a la puerta
con suavidad y la empujo.
Y ahí están, los tres, cuatro años después. Mi madre, tumbada en
la cama, delgadísima y con pronunciadas ojeras. Verla así, en los
huesos, me impresiona mucho. Ella siempre había tenido tendencia
al sobrepeso.
Papá está igual, tan solo con el cabello un poco más blanquecino
que antes y aspecto cansado. Y Saúl… Verlo también me impacta. La
última vez que hablamos tenía veintitrés años y, aunque ya había
terminado la universidad, todavía era un chaval. Ahora, con
veintisiete, es un hombre. La sensación se acrecienta porque, en
estos años, ha ganado una buena cantidad de músculos. Me mira sin
disimular el enfado, el mismo que me recuerdo que él despierta en
mí.
Papá y mamá me miran con los ojos muy abiertos, expectantes.
Durante unos segundos que me parecen eternos, nadie dice nada.
—Esta es Sira —digo, animándola a dar un paso hacia delante
para que la vean. Los ojos de mis padres se dirigen hacia nuestras
manos unidas.
—Hola —saluda, simpática, acompañándolo de un gesto de la
mano.
—Me alegra conocerte, cariño —dice mi madre con voz débil.
A su lado, mi padre sonríe y asiente. Saúl ni siquiera parece
haberla visto, sigue intentando lanzarme rayos por los ojos. Lo
ignoro y miro a mi madre.
—¿Cómo estás, mamá?
—Bueno, ya ves… —Se esfuerza por sonreír—. He tenido días
mejores.
—¿Qué dicen los médicos?
Saúl interviene, seco.
—Todavía no tienen ni idea de qué le pasa, aparte de la falta de
apetito. La tendrán ingresada mientras le hacen todas las pruebas
necesarias.
Por su tono, es evidente que no me quiere aquí. Ya me ha dado
la información, así que ya puedo irme. Supongo que es lo que
debería hacer, pero…
—¿Necesitáis algún tipo de ayuda? Puedo quedarme alguna
noche si hace falta.
Papá se mantiene impasible, pero en el rostro de mi madre veo
florecer la emoción. En cuanto a Saúl, sus hombros se relajan un
poco. Supongo que esperaba que, tras hacer acto de presencia,
volvería a largarme sin más. Yo también pensaba que haría eso,
pero por algún motivo estoy haciendo otra cosa.
—Lo tenemos cubierto hasta el domingo. Pero si hay que alargar
más, la semana que viene sí que necesitaremos ayuda —dice mi
hermano.
—Vale, pues cualquier cosa ya me diréis.
Les doy la espalda y tiro de Sira para salir de la habitación. De
regreso al ascensor no decimos nada, pero en mi interior estoy
manteniendo una dura conversación conmigo mismo. No puedo
ablandarme. Debo recordar por qué estamos como estamos. Mi
enfado con ellos es legítimo. No debo sentirme mal porque mi madre
esté en el hospital o por no haber estado presente desde que
enfermó. Le van a hacer todo tipo de pruebas y seguro que
descubrirán qué le pasa y pronto estará curada. Y yo podré seguir
con mi vida como si esto no hubiese sucedido.

El resto de la semana pasa volando. Ya he ocupado mi nuevo cargo


como director del Departamento de Eventos Corporativos
Internacionales, pero todavía estoy haciendo el traspaso a Zaira, que
me sustituye en mi antiguo cargo. También he empezado a hablar
con Héctor sobre los dos eventos internacionales que ya tenemos
contratados, así como todos los que pueden venir después. Debo
decir que agradezco muchísimo el cambio que ha dado Héctor estos
últimos meses. Está muy implicado en esta nueva fase de la
empresa y tener que tratar con el antiguo Héctor sería una auténtica
pesadilla.
Asimismo, tengo que hacer una primera selección de todos los
currículums que Max me ha pasado para dos incorporaciones
inmediatas al departamento. Esas dos personas empezarán por
dedicar unas semanas a dormir un par de noches en varios hoteles
de la provincia para ver cuáles son adecuados para alojar grandes
grupos manteniendo el buen nivel que queremos garantizar para
nuestros clientes.
A todo esto hay que sumarle que los compañeros de trabajo,
cuando nos ven a Sira y a mí juntos, siguen dedicándonos sonrisas
llenas de ñoñería. El viernes, en la cocina, Susana y Sergio incluso se
nos quedan mirando como si esperaran algo. Cuando les
preguntamos si se encuentran bien, casi nos suplican que nos
demos un besito.
—No os vemos daros besitos… —dice Susana con tono
blandengue.
—No es profesional darse el lote en la oficina, chicos —zanja Sira
sin miramientos.
Yo procuro no dar demasiadas vueltas a todo esto. Confieso que,
cuando le pedí que fingiésemos ser pareja durante unas semanas,
no esperaba que los compañeros de trabajo reaccionaran… así. Ni
siquiera tengo palabras para describirlo.
Y, cómo no, hay otro tema en el que intento no pensar, que es mi
madre ingresada en el hospital. No he tenido más noticias de Saúl,
cosa que supongo que es buena señal. Por desgracia, a pesar de mis
intentos de desterrar el tema de mi cabeza, he estado más
pendiente de lo habitual del teléfono y me he tenido que contener
un par de veces para no enviar mensajes y preguntar si había
novedades.
El sábado, mi casa es invadida desde primera hora por Sira, sus
compañeros de departamento y otra gente de la empresa que
vienen a ver la emisión de la boda de la duquesa de Alboira. Vienen
cargados con todo tipo de patatas fritas, snacks poco saludables,
cervezas y refrescos. A mí la boda no me interesa demasiado más
allá de ver cómo van vestidos los invitados, pero al menos pasamos
un buen día.
A última hora, cuando ya estamos con la vorágine de recoger
para irnos hacia la fiesta de Mirage, recibo un mensaje de mi
hermano. El corazón me da un vuelco.
«Seguimos sin saber nada y mamá tiene que quedarse algunos
días más. Te necesitamos para las noches de lunes y martes».
«No hay problema», contesto yo, sin saber cómo sentirme.
¿Aliviado porque no hay malas noticias? ¿Disgustado porque me
necesiten?
Todavía estoy dándole a enviar el mensaje cuando Lucía se me
planta delante:
—Mañana por la mañana iremos todos juntos a la playa.
Me lo dice dando por sentado que iré, como si no tuviese opción
de negarme. Y unos minutos después, ya estamos saliendo de casa
en dirección a la fiesta.
Empiezo a sentirme como si fuese un robot que actúa tal y como
se le ha programado. Trabajar, fingir ser el novio de Sira, no pensar
en mi madre en el hospital, parecer normal en la fiesta. Es como si
hubiese puesto el piloto automático para no pensar en Andrea ni en
las otras cosas que van mal en mi vida. Y, para no desentonar,
cuando en la fiesta empieza a sonar una canción lenta y todos se
apresuran a empujarme hacia Sira, ni siquiera lo discuto.
—Pobres, no tienen remedio —me dice Sira.
Reímos cómplices y nos abrazamos como una auténtica pareja.
Después de haberlo hecho en la boda ya no me resulta extraño. De
hecho, me resulta tan agradable que sin darme cuenta me relajo.
La canción suena y me siento a gusto, cada vez más a gusto…
Cuando me doy cuenta, estoy besando a Sira. No sé cómo ha
empezado. ¿Ha sido ella? ¿He sido yo? ¿Hemos sido los dos? No lo
sé. Sí sé que le estoy devorando los labios, la boca, mientras la
acaricio y la aprieto contra mí. Quiero estar todavía más cerca de
ella, quiero… Joder, hacía tiempo que no me excitaba tanto.
Me separo cuando la culpabilidad me estalla en el pecho. Es
como si le estuviera siendo infiel a Andrea. Ya lo sé, hace dos años
que no es mi novia y está casada con otro hombre, pero no puedo
evitar sentirlo así. Sin embargo, a la vez me estaba gustando mucho
besar a Sira. Otra vez. Pero ella solo es mi amiga, no debería hacer
algo así. Siento como si me estuviese aprovechando de la situación
al fingir que somos pareja.
¿Qué me está pasando? ¿Por qué me comporto así con mi mejor
amiga si sigo enamorado de otra mujer?
Necesito salir de aquí. No consigo poner en orden mis
pensamientos y me estoy agobiando.
—Creo que el cubata que he tomado no me ha sentado muy
bien. Será mejor que me vaya a casa —digo, esforzándome por no
salir corriendo.
Es una mala excusa, pero no parece que Sira note nada extraño.
De hecho, ni me mira. Está más pendiente de la gente que hay a
nuestro alrededor. Esto para ella no significa nada.
—Yo también me iré, estoy cansada. ¿Compartimos el taxi? —
propone.
Nos despedimos solo de Carla para que alguien sepa que nos
hemos ido y salimos a la calle en busca de un taxi. Durante el
trayecto de regreso nos mantenemos en silencio. Me extraña en
Sira, que está ensimismada mirando por la ventana. Ahora que me
doy cuenta, también es extraño que se haya retirado tan pronto de
una fiesta.
—¿Estás bien? —le pregunto, preocupado.
—Sí, solo es cansancio.
Diría que sus gestos despreocupados son forzados, pero sigo
agobiado por lo que acaba de suceder y opto por dar sus palabras
por buenas.
13

Gabriel

La mañana siguiente, Sira me espera apoyada en el respaldo de un


banco. Lleva un vestido playero con un intrincado y colorido
estampado abstracto, el cabello recogido en una sencilla coleta,
unas gafas de sol descomunales y chanclas. Del hombro le cuelga
una bolsa en la que imagino que carga con la toalla y todo lo
necesario para la playa. Tiene los ojos cerrados y los ojos vueltos
hacia el sol y parece en paz.
Al verla así, yo también me siento un poco mejor.
—Buenos días.
Al oír mi voz, primero sonríe y después abre los ojos para
mirarme.
—Buenos días, caballero —bromea—. ¿Listo para una mañana de
playa con los descerebrados de nuestros amigos?
—Eso nunca.
Sira me obsequia con su risa y echamos a caminar en dirección al
paseo marítimo. Nunca me había fijado en cómo ríe. Su carcajada es
relajada y parece que le sale del fondo del estómago, lo que significa
que es sincera. Es agradable oírla.
—He traído un poco de melón y sandía —anuncio.
—No sabes cómo te lo agradezco. No me ha dado tiempo a
desayunar y seguro que dentro de nada tendré hambre.
Yo me limito a sonreír y no digo que ya imaginaba que le pasaría
eso y que por eso he traído la fruta.
Cuando llegamos a la playa, seguimos hablando de nuestras
frutas preferidas. Todos nuestros compañeros de trabajo ya están
ahí y en general nos saludan con alegría, aunque algunos todavía
lucen una cara de sueño considerable.
—Mira a Sergio —comenta Sira.
Casi asusta ver al responsable de Prensa de Eventos Luxe.
Durante las fiestas que organiza la empresa siempre tiene mucho
trabajo y acaba agotado.
—¿Por qué no se ha quedado en casa descansando? —me
pregunto en voz alta.
—¿Y perderse los diez días de celebraciones porque tú y yo
hemos empezado a salir? No sabes lo que le pides —contesta Sira.
—¿Qué habría pasado si la noticia hubiese sido que nos
casábamos?
—Primero habrían explotado de la emoción y después habrían
decretado un año de festejos.
Todavía riéndonos por debajo de la nariz, colocamos nuestras
toallas. Está siendo un septiembre caluroso y el sol aprieta, así que
todo el mundo quiere meterse ya en el agua. Me quito la camiseta y
pierdo el mundo de vista un momento. Cuando vuelvo a verlo, me
encuentro con Sira quitándose el vestido y dejando a la vista un
bikini verde que contrasta con su piel bronceada.
Por unos instantes, mi cerebro renquea. Es como si la visión de
ese bikini le provocara un fallo bastante catastrófico. El bikini es…
tan pequeño que deja muy poco a la imaginación. Su piel parece
muy suave y las curvas de su cuerpo…
¡¿Se puede saber qué demonios me pasa?!
No puedo hacer esto. Sira es mi amiga, mi mejor amiga, y esto
no está bien. Ir por ahí solo puede conducir al fin de nuestra
amistad y no pienso permitir que eso suceda.
Mi cerebro recupera su capacidad de funcionamiento normal.
Aparto los ojos del trasero de Sira y los dirijo al Mediterráneo. Hoy
parece tranquilo, será un día de esos en los que las olas, en vez de
jugar con nosotros, se dedicarán a acariciarnos.
—¿Vamos? —pregunto, pretendiendo que llevo media hora
mirando al infinito.
—Venga. Oh, Carla se ha traído una colchoneta. —Ríe con malicia
—. Se va a enterar, voy a vengarme por la apuesta que hizo con
nosotros.
—Tú también apostaste con ella y Héctor.
—¡No la defiendas! —grita, poniéndose en jarras. Parece un
personaje de un manga y se me escapa una carcajada, una ofensa
que supone que me salpique con media tonelada de agua.
Cuando se cansa, se aleja en busca de Carla y yo aprovecho para
zambullirme y nadar un poco. No tengo la costumbre de hacerlo,
pero me gusta nadar en el mar.
Cuando me doy por satisfecho y regreso con el grupo, Sira
enseguida se acerca a mí.
—¿Ya te has cobrado tu venganza? —le pregunto.
—Sí, la he tirado al agua unas cuantas veces, se ha atragantado
un par y me ha llamado bruja rencorosa y vengativa. —Ríe,
encantada—. Ven, noviete mío, vamos a hacernos unos arrumacos
para contentar a esta panda de cotillas.
Sin esperar mi respuesta, Sira se pega a mí. Me rodea el cuello
con los brazos y, debajo del agua, me rodea el cuerpo con las
piernas. La sujeto por los muslos de forma instintiva y al instante me
veo transportado de regreso al momento en el que tenía los ojos
clavados en su diminuto bikini. Sí, su piel es muy suave. Y tocar su
cintura es agradable, como lo es que sus piernas me rodeen…
Mierda, ahora tengo un problema con forma de tienda de
campaña en mi entrepierna.
Joder, me cago en todo. No sé qué demonios me pasa hoy. ¿Por
qué estoy teniendo estas reacciones?
Me obligo a sonreír mientras Sira habla con Lucía y Ainhoa sin
despegarse de mí. Muevo las caderas de forma disimulada para
apartarlas lo máximo posible de ella e intento pensar en cosas muy
desagradables.
Un ciempiés gigante moviendo todas sus patas a la vez.
Vale, eso es asqueroso, pero no ayuda.
Estar desnudo ante un león hambriento.
Estar desnudo en el Polo Norte en plena tormenta de nieve.
Pues esas dos últimas cosas son muy desagradables, pero, no sé
por qué, tampoco ayudan.
Descubro que Sira me está mirando con curiosidad. Creo que se
ha percatado de mi malestar. Intento sonreír, pero solo me sale una
mueca cargada de tensión. Ella tampoco sonríe.
—Voy a reclamar la colchoneta de Carla, acaba de quedar vacía
—dice antes de separarse de mí y alejarse.
Gracias a Dios, aunque ahora estoy doblemente preocupado.
Primero, porque no sé qué me pasa. Y segundo, porque no sé qué
ha interpretado. ¿Ha adivinado mis pensamientos o solo cree que
tanta cercanía me ha incomodado? Espero que sea la segunda.
Por el momento, me toca quedarme dentro del agua hablando
con Sergio y otros hasta que puedo controlar la reacción inapropiada
y bochornosa de mi cuerpo. Al regresar a las toallas enseguida
compruebo con alivio que Sira se comporta con normalidad. No se
ha molestado conmigo.
Un rato después, al mediodía, empezamos a recoger las cosas
para irnos.
—Oye, la semana que viene compartiréis habitación, ¿no? —nos
pregunta Carla.
—¿Qué habitación? —replica Sira.
Yo tampoco sé de qué habla.
—El próximo fin de semana vamos al hotel de los Pirineos —nos
recuerda Carla, que está escribiendo un correo electrónico en su
teléfono—. Habíamos cogido una habitación para cada uno, pero les
estoy pidiendo que os pongan en una doble y cancelen la otra, así
pagamos menos.
—¿Una sola habitación? —pregunta Sira con voz débil. Después
de lo que ha sucedido hoy, a mí tampoco me hace demasiada
ilusión.
Carla, concentrada en su teléfono, no se percata del pánico que
esconde su tono. En cambio, sonríe con picardía.
—Que sí, salida. Pero haced el favor de no romper la cama.
Sira contesta con una risa muy poco convincente.
—Gracias por pensar en ello, Carla —digo.
Es evidente que a Sira le gusta tener su espacio, porque cuando
Carla se aleja, se gira hacia mí. Me fulmina con la mirada justo antes
de cubrirse los ojos con sus gafas de sol de estrella de Hollywood.
—Me debes una… —empieza a decir.
—Y bien gorda, sí —termino yo.

El lunes por la tarde, llego al hospital a las siete.


—Hola —saludo, serio.
Miro a mi padre, que está sentado en la silla que ahora tengo
que ocupar yo. Entiende el significado de mi mirada y se pone en
pie.
—Bueno, yo me voy.
Se acerca a mi madre y le da un beso tierno en la frente y un
apretón cariñoso en la mano. Observo el momento con los ojos
entrecerrados y una desagradable sensación en el cuerpo. No me
creo esos gestos.
—Que pases una buena noche —le susurra.
Mi madre le dedica una sonrisa agradecida.
—Cualquier cosa, nos llamas —me dice mi padre.
Yo me limito a asentir y, por fin, abandona la habitación. Sin
embargo, al quedarme a solas con mi madre, el silencio pesa. Me
concentro en sacar el portátil de mi bolsa y sentarme en la silla con
él en el regazo. Lo pongo en marcha. El rato que tarda en iniciarse
me parece eterno.
Mi madre carraspea.
—¿Cómo estás, Gabriel?
—Bien. Perdona, tengo trabajo —respondo con un tono más
cortante del que pretendía. No pienso entablar ningún tipo de
conversación, no estoy aquí para eso.
A mi lado, mi madre suspira y no dice nada más.
No voy a sentirme culpable. No voy a hacerlo.
Además, es cierto que tengo trabajo. De miércoles a viernes de
esta semana haremos las entrevistas a los candidatos que hemos
elegido para incorporarse al nuevo departamento y quiero revisar
todos sus currículums. Max se ha mostrado muy entusiasta con dos
de ellos, le parece que son los que más aportarán a la empresa. Es
verdad que ambos tienen buenos perfiles, pero, sin haberlos
conocido en persona, todavía no me quiero pronunciar.
Después de revisar los currículums, me pongo con los correos
electrónicos. Actualizo mi listado de tareas pendientes y, más tarde,
bajo a la cafetería a buscarme algo de cena. Cuando regreso, mi
madre se ha quedado dormida. Aliviado, guardo el ordenador. Tengo
la cabeza como un bombo. Por fin, yo también me permito cerrar los
ojos en la incómoda silla del hospital.

—¿Qué tal la noche con tu madre? —me pregunta Sira por la


mañana.
—Bien —respondo, encogiéndome de hombros.
Nota que no quiero hablar de ello, porque no insiste.
La noche del martes transcurre igual que la primera, y el
miércoles a primera hora nos anuncian que darán el alta a mi madre.
Todavía no saben qué le pasa, pero no ven motivos para que esté
ingresada. La derivan a su doctora de cabecera y algunos
especialistas para seguir haciendo un control y coordinar nuevas
pruebas. Y en casa tiene que intentar estar todo lo activa que
pueda. Moverse, salir a pasear, hacer cosas que le apetezcan.
Cuando explico las novedades a Saúl en la puerta del hospital, se
frustra.
—¿Cómo es posible que no le encuentren nada?
Estoy de acuerdo con él, no tiene mucho sentido. No hay más
que ver a mi madre para saber que está enferma. Algo tiene que
haber.
Saúl resopla y se aprieta los ojos con los dedos.
—Vale, a ver. Papá y yo no queremos dejarla sola en casa. Ella
tiene a sus amigas que nos pueden ayudar, pero no siempre
estaremos alguno disponible.
—Contad conmigo —digo, sorprendiéndome a mí mismo por la
rapidez con la que me he ofrecido.
Saúl asiente y, sin decir nada más, cada uno seguimos nuestro
camino. Él entra en el hospital en dirección a los ascensores y yo
recorro las calles en dirección al centro. Estoy agotado y llego muy
tarde a trabajar, pero al menos estas dos noches he podido avanzar
faena. Y la excusa del trabajo me ha ayudado a lograr el objetivo
que me había marcado: evitar hablar con mi madre.
Debería estar satisfecho.
Sin embargo, lo único que siento es un agujero en el pecho.
14

Sira

—¿Habéis visto al tiarrón que están entrevistando Gabriel y Max?


Carla, Lucía, Cristian y yo estamos formando un corro en la
cocina, como si estuviésemos de nuevo en el instituto y uno de
nuestros pasatiempos favoritos fuese cotillear en exaltados
cuchicheos.
—Cómo no verlo —comento yo.
Ha sido un momento de película. Gabriel ha pasado por el pasillo
acompañado de ese hombre alto, rubio y de rostro perfecto. Gracias
a las paredes acristaladas de la oficina, todos lo hemos podido ver. Y
todas las cabezas que había en los despachos, todas sin excepción,
se han alzado para observarlos al pasar. Había unas cuantas bocas
abiertas.
—Espero que esté soltero —dice Lucía con un suspiro, haciendo
el gesto de abanicarse. Qué dramática es y cuántas películas ha
visto.
—Yo también lo espero —interviene Cristian, pensativo.
—¡Pero si tú ya tienes novio! —le recrimina Lucía.
—No, ya no.
Todas lo miramos, sorprendidas.
—¿Por qué no nos lo habías contado? ¿Estás bien? —le pregunto.
—Ya os contaré.
Es decir, no está bien y no le apetece hablar de ello. Cristian es el
nuevo asistente de dirección de Héctor y hace muy poco que
empezó a trabajar en Eventos Luxe, pero ya lo conocemos lo
suficiente. Carla cambia de tema:
—Bueno, creo que todos los aquí presentes podemos afirmar que
el tipo al que Gabriel está entrevistando es el hombre más guapo
que hemos visto nunca en directo.
Todos asentimos con solemnidad a la vez que, detrás de
nosotros, alguien carraspea. Nos giramos, sobresaltados, para
descubrir al jefazo en la puerta de la cocina. Ostras. Nos quedamos
petrificados. Mi primer pensamiento va para Carla. Es imposible que
Héctor no haya oído su último comentario. Sin embargo, ella no
parece preocupada. Se apoya contra la encimera, relajada.
—Hola, jefe —saluda, tan tranquila. Solo le falta estar mascando
chicle y ponerse a hacer una pompa.
—Más tarde me gustaría hablar contigo —le dice Héctor.
—Claro, jefe, cuando quieras.
El jefazo no parece enfadado ni Carla preocupada. No es difícil
imaginar de qué hablarán estos dos cuando se queden solos.
¿Sabes qué? Prefiero no imaginármelo.
—Bueno, yo ya me iba —dice Lucía.
—Sí, yo también —murmuramos los demás entre asentimientos,
Carla incluida, y nos escabullimos de la cocina.
Más tarde, a la hora de comer, utilizo la excusa de no haber
traído comida de casa para ir a un restaurante. El día anterior estuve
de refuerzo en una boda, así que nadie se sorprende. Además, como
Gabriel está liado con las entrevistas, puedo ir sola. Lo necesito. Es
jueves y mañana por la tarde iremos al hotel donde compartiremos
habitación. Estoy hecha un flan. ¿Cómo no voy a estarlo? El fin de
semana anterior, en la fiesta de Mirage, nos dimos ese morreo. Y el
domingo, en la playa, ese minuto de estar tan pegada a él en el
agua, sintiendo sus manos sobre la piel, su cuerpo entre mis
piernas… Fueron una auténtica maravilla y un auténtico suplicio,
porque ni irán a más ni fueron auténticos. Solo hay que ver sus
reacciones posteriores. Después del beso salió corriendo de la fiesta.
Y en la playa su incomodidad era más que evidente. Hace estas
cosas por el bien del espectáculo y yo acepto que sea así porque le
estoy ayudando, pero sigue viéndome como a una hermana. Normal
que le provoque rechazo. Pero si esos dos brevísimos momentos
para mí ya fueron históricos, intensos e increíbles a la vez que
frustrantes y deprimentes, ¿cómo me va a sentar compartir
habitación y cama con Gabriel durante dos noches enteras? Ya lo sé,
no tendremos ni que tocarnos, pero estará ahí, tan cerca, lo que
tanto ansío y lo que siempre estará fuera de mi alcance.
En fin, que me sentará bien estar un rato sola porque en casa ni
siquiera se lo puedo contar a Noa y Aissatou. Si llegasen a enterarse
del trato que he hecho con Gabriel… No quiero ni imaginar las
consecuencias.
Me acerco a un restaurante donde sirven unas maravillosas y
grasientas hamburguesas, acompañadas de unas patatas fritas de
boniato que me pirran. Como es temprano, no tengo problema para
encontrar una mesa para mí sola en la sección de estilo americano:
bancos acolchados en mesas separadas por generosos paneles de
madera.
Hago mi pedido y me dispongo a esperar cuando, detrás de mí,
una voz de mujer que me suena dice con la boca muy llena:
—Madre mía, qué rico está esto.
Y corona la afirmación con un sonoro eructo.
Río para mí, pero frunzo el ceño. ¿Dónde he oído antes esta voz?
—Vale, pero ten cuidado. A ver si te atragantas por comer como
una cerda —dice otra mujer.
—¿Tú sabes el hambre que estoy pasando? —replica la primera
voz, la que me suena muchísimo pero no ubico—. Estos días en el
hospital han sido…
Un momento… Creo que… Creo que…
¡Ya sé quién es! Me giro de golpe. Solo veo la nuca de la mujer,
pero reconozco ese color de cabello. Me pongo en pie de un salto
para verle la cara.
¡La madre de Gabriel! Con la boca tan llena de comida que tiene
los carrillos más hinchados que un globo aerostático.
—Hola… —consigo farfullar.
La madre de Gabriel me mira con los ojos muy abiertos,
horrorizada. La otra mujer, que parece una amiga suya, me mira con
curiosidad.
—¿Ya te encuentras bien? —pregunto.
La cara de la amiga cambia y mira alarmada a la madre de
Gabriel, que va palideciendo por momentos. Es tan exagerado que
empiezo a preocuparme por ella.
—¿Estás bien, eh…? —me interrumpo, acabo de darme cuenta de
que ni siquiera sé su nombre.
—Estela —me ayuda la amiga.
—Estela, ¿estás bien?
Ella asiente mientras mastica a toda velocidad. Su piel sigue
teniendo un tono blanquecino alarmante.
—Es la novia de Gabriel —dice a su amiga, hablando muy rápido.
—Ah —dice la amiga—. Uy.
Yo ni siquiera me molesto en sacarla de su error. No entiendo
qué está pasando.
Estela traga la comida que le queda en la boca, y por su gesto
todavía debía de ser un buen bocado, y me mira suplicante.
—No le cuentes a Gabriel que me has visto aquí. Por favor.
—Pero… ¿Ya te encuentras bien?
Estela me coge la mano y me da una palmadita. Parece que se
me está escapando alguna obviedad, cosa que me hace sentir un
poco idiota.
—Nunca he estado enferma, cariño.
Abro la boca para decir algo, pero no llego a emitir ningún sonido
porque, en realidad, no sé qué iba a decir. «¿Oh?». «¿Ah?».
«¿Qué?». «¿Cómo?». Al final, en un alarde de inteligencia, digo:
—No estás enferma.
Al menos no físicamente. Lo que es la cabeza… Ya es otra cosa.
Estos pensamientos me los guardo para mí, claro.
—No estoy enferma. Ni tengo un trastorno mental. —Vaya,
parece que mi expresión me ha delatado—. Solo estoy intentando
que Gabriel regrese a la familia.
—¿Necesitas sentarte, bonita? —dice la amiga. Se desliza en su
asiento para hacerme sitio a su lado.
—Gracias. —Me siento y miro a Estela, muy seria—. A ver si lo
entiendo. En realidad, no estás enferma. Lo que has hecho es dejar
de comer hasta parecer enferma, acabar en el hospital y que eso
provoque que Saúl llame a Gabriel.
—¿Has visto qué listas se las busca mi hijo? —dice Estela a su
amiga con una sonrisa orgullosa.
—¿Y por qué no lo llamas tú directamente?
—En los últimos cuatro años lo habré hecho unas dos mil veces.
También intenté presentarme en su casa, seguirlo por la calle,
enviarle cartas, dejarle mensajes… —A medida que habla, se va
entristeciendo—. Hace dos años decidí dejarlo en paz. Esperaba que
la distancia lo ayudara a darse cuenta de que nos echaba de menos,
pero… —Suspira, desanimada—. Ya sabes lo tozudo que es. O quizás
solo es que está bien sin nosotros.
Dudo un momento. ¿Debería dar mi opinión? Sería meterme
donde no me llaman. Pero Estela parece tan apenada que la
compadezco.
—Nunca me lo ha dicho, pero creo que sí que os echa de menos
—admito.
Un destello de esperanza ilumina sus ojos. Se nota que querría
preguntar más, pero se esfuerza por ser discreta.
—¿Te ha contado lo que pasó? —dice en cambio.
Niego con la cabeza. Es algo que siempre ha despertado mi
curiosidad, pero no quiero que me lo cuente otra persona, aunque
sea su propia madre.
—Lo hará el día que esté listo para hacerlo —digo.
Ella suspira.
—Mi marido y yo no hemos sido los padres ideales. Y Gabriel… Es
mi hijo y quiero recuperarlo. Sé que les estoy haciendo sufrir, que
están los tres muy preocupados por mí, pero no sabía de qué otra
manera hacerlo.
Me quedo en silencio porque no tengo nada que decir. Es muy
rebuscado, pero la entiendo. En su mirada hay algo de
desesperación.
—No se lo cuentes, por favor.
Creo que es una de las situaciones más extrañas en las que me
he encontrado nunca, pero asiento. ¿Qué otra cosa voy a hacer?
Estela no tiene mala intención. Antes o después, Gabriel descubrirá
la verdad y entonces será cosa suya decidir qué hacer.
—Gracias, muchas gracias. —Me aprieta la mano, agradecida.
En ese momento llega el camarero con mi comida. Primero
descubre mi mesa vacía y, cuando me ve con Estela y su amiga, alza
las cejas.
—¿Cambiamos de mesa?
—¿Quieres comer con nosotras? Te invito a comer —me sonríe
Estela.
A ver, la madre de Gabriel parece muy agradable, pero quedarme
a comer con ella supondría superar el nivel de rareza que me
permito en un solo día. Y tampoco sería muy apropiado, ¿no?
—No, gracias. Se me ha hecho tarde. —Miro al camarero—. ¿Me
puedes poner la comida para llevar, por favor?
Cinco minutos después estoy en calle con la hamburguesa y las
patatas fritas de boniato en un envase dentro de una bolsa. Me dirijo
a un parque cercano y me siento en un banco a comer, pero debo
decir que no resulta demasiado agradable. ¡No paran de acercarse
palomas que pretenden picotear las migas que se me caen al suelo!
Arg, no soporto las palomas. En esta ciudad tenemos un problema
con ellas. A los turistas les encanta ir a la plaza Mayor, ponerse
comida en la mano y darles de comer, ¿pero no se dan cuenta de
que son como ratas voladoras? Cada vez que se me acerca una, no
puedo evitar verlas como si fuesen ratas con alas, con sus enormes
bigotes y su larguísima cola. Me estremezco solo de pensarlo.
Y con estos pensamientos tan agradables y para nada
exagerados, termino de comer y regreso a la oficina. Como necesito
un café voy directa a la cocina, donde me encuentro con Gabriel. Su
cara se ilumina con una sonrisa.
—Ey, me estaba preguntando dónde estabas.
Se nota que se alegra de verme y suspiro para mis adentros. No
tendré otras cosas, pero al menos tengo esto.
Mientras me prepara un café, le cuento dónde he ido a comer,
pero no le detallo con quién me he encontrado en el restaurante.
También me quejo de las palomas que han intentado devorarme.
Pero, en vez de compadecerme, se ríe de mí.
—¿Qué tal tus entrevistas, palomo? —le pregunto, cambiando de
tema.
—Muy bien —contesta, animado—. Puede que Max tuviese razón
con esos dos candidatos que tanto le gustan.
—¿Ya te decantas por ellos?
—De las entrevistas de ayer y hoy, por el momento sí. Pero faltan
las entrevistas de mañana, a ver qué tal. Y después quiero pensarlo
bien, sin precipitarme.
Sonrío al ver otra muestra de su prudencia.
—Por favor, dime que uno de los que te gustan es el tío bueno de
esta mañana. El rubio, alto con…
—Ya sé a quién te refieres —dice. Me observa con una media
sonrisa en los labios, pero no adivino qué debe de estar pensando—.
Sí que es uno de ellos.
—Oh, acabas de conseguir que me olvide de las palomas
asesinas. Alégrame el día del todo diciéndome que está soltero, por
favor.
Gabriel ríe mientras niega con la cabeza, como si me considerase
un caso sin remedio.
—Divorciado. Pero eso no significa que no tenga otra pareja.
—Bueno, tenemos un cincuenta por ciento de posibilidades.
Gracias por el café.
Y con una sonrisa en los labios, abandono la cocina.
15

Sira

El viernes por la tarde, diez personas nos repartimos en tres coches


distintos. Yo me hago la despistada y me monto en uno en el que no
va Gabriel. Así pospongo los nervios por tener que compartir la
habitación con él.
Ponemos rumbo a los Pirineos con la música pop que tanto le
gusta a Sergio. Es un viaje de algo más de dos horas que vale la
pena. Me encanta visitar esta zona. Siempre me sienta muy bien ver
los majestuosos picos, los impresionantes valles, los pintorescos
pueblos de piedra y el intenso color verde que reina en todas partes.
El hotel en el que nos alojamos es un rústico edificio de dos
plantas de paredes blancas, techo inclinado de pizarra y puertas,
ventanas y balcones de madera. El interior es acogedor, también con
la madera como elemento decorativo principal, acompañado de
esquís y raquetas de nieve antiguos colgados aquí y allá. Es un
establecimiento familiar, regentado por una pareja que recibe a
nuestro caótico grupo con amabilidad y que nos indica que ya
tenemos lista la mesa para la cena en el restaurante. El estómago de
Carla agradece la noticia rugiendo de forma escandalosa. Todos nos
reímos al ver la cara de susto del dueño del hotel. Lo de esta mujer
y el ruido que hace su tripa cuando está hambrienta es de película.
—Sí, me muero de hambre, ¿qué pasa? —se defiende ella, muy
digna.
—Tengo curiosidad. ¿Qué cara pone el jefazo cada vez que oye tu
estómago rugir? —le pregunto.
Carla ha venido sola, cosa que todos agradecemos en silencio.
Por suerte, parece que tanto ella como Héctor son conscientes de
que su presencia nos cortaría un poco el rollo. Además, por lo que
sé de él, no creo que le entusiasme la idea de pasar el fin de
semana con sus empleados.
—Se asegura de que nunca tenga hambre —sonríe Carla.
—Vamos, que te trata como a una reina.
Ella me ofrece una sonrisa misteriosa.
—Puede.
Definitivamente, la trata como a una reina. Fíjate tú, quién lo iba
a decir del gruñón de nuestro jefe.
—¿Nos compadecemos todos de Carla y vamos directos a cenar?
—pregunta Sergio.
—Venga, vaaaa… —decimos los demás, más o menos a la vez.
Ninguno admite que, en realidad, estamos todos muertos de
hambre.
Así pues, nos limitamos a subir a las habitaciones a dejar las
maletas y bajamos directos al restaurante, donde Gabriel y yo
compartimos un milhojas de brandada de bacalao y un filete de
ternera a la losa que casi se me saltan las lágrimas de lo ricos que
están. Por lo callado que está Gabriel mientras come, él también
debe de estar bastante impresionado. Solo se anima a hablar de
nuevo cuando nos traen los postres:
—¿Nos recomendarías alguna excursión interesante para hacer
por aquí? —le pregunta a la dueña.
—Sí, hay una con unas vistas espectaculares de todo el valle —se
emociona la mujer—. Solo tenéis que salir del pueblo por arriba y
seguir el camino. Un poco más adelante hay una buena cuesta, pero
lo que viene después vale la pena.
—¿Alguien se apunta? —pregunta Gabriel.
—Yo me apunto —digo sin dudar.
Entre el resto de los presentes en la mesa, silencio. Solo falta oír
el canto de un grillo.
—Cuando he oído lo de «una buena cuesta» he perdido todo el
interés —admite Susana al cabo de unos segundos.
Los demás asienten; están de acuerdo en que prefieren ir al
pueblo de al lado a visitar su feria anual del fiambre.
—Sois unos vagos —los acuso. Al menos, ni siquiera pretenden
negarlo.
Así que nada, parece que mañana iremos de excursión solo
Gabriel y yo.
Después de cenar descubrimos el armario de los juegos de mesa
del hotel. Acabamos pasando un par de horas repartidos en los
cómodos sofás de la sala de estar, riéndonos a carcajadas con
algunos juegos que no tocábamos desde que éramos pequeños.
Sin embargo, a partir de cierto momento la gente empieza a
bostezar y a retirarse a dormir. Uno detrás de otro van dando las
buenas noches hasta que solo quedamos Gabriel y yo.
—También deberíamos ir a descansar, ¿no? —pregunta él antes
de bostezar de forma exagerada. Se pasa la mano por el cabello,
que le queda todo despeinado. Qué rabia, incluso así está atractivo.
Mientras subimos a la habitación, los nervios que hasta ahora
había mantenido a raya se van apoderando de mi cuerpo. Madre
mía, que voy a compartir cama con Gabriel.
¿Pero por qué me pongo así? No debería ponerme así. No es
nada del otro mundo. Solo estaremos durmiendo uno al lado del
otro. Ni siquiera tendremos que tocarnos. Me he acostado con un
montón de tíos y nunca he estado así de nerviosa, y eso que con
ellos hacía un montón de… Bueno, que sí, que me gusta el sexo.
Así pues, si tengo tanta experiencia, ¿por qué me pongo histérica
solo por tener que tumbarme al lado de Gabriel? Soy un desastre sin
remedio.
En la habitación, él se comporta con absoluta normalidad. Como
era de esperar, deshace la maleta y guarda sus cosas en el armario
de forma metódica. Yo me limito a abrir la mía y sacar el pijama y el
neceser. Iré cogiendo las cosas según las necesite.
Gabriel pasa por el baño primero y después lo hago yo. Cuando
salgo, me lo encuentro tumbado en la cama, en el lado derecho. Si
no estuviera al borde de la histeria, me resultaría gracioso. Yo
siempre pido dormir en el lado izquierdo, es una manía que tengo.
Ni siquiera hemos tenido que hablarlo.
Carraspeo y, tras animarme con un «venga, tú puedes»
silencioso, me tumbo en mi lado, todo lo alejada que puedo de él.
—Sira, ¿qué haces? Te vas a caer de la cama.
—Estoy bien aquí.
Su tono sorprendido cambia a uno ligeramente molesto.
—Oye, no tengo bichos ni cosas raras que puedan asaltarte por
la noche.
Se me escapa una pequeña carcajada. ¿En serio cree que ese es
el problema? ¿Que me da cosa estar demasiado cerca de él? ¡Pero si
me muero de ganas de que me toque y haga lo que quiera con mi
cuerpo!
De repente, sus brazos me rodean y me arrastran hacia el centro
de la cama. Se me escapa un chillido muy poco digno, pero me
mantengo inmóvil como una estatua.
—Esta cama mide metro ochenta, hay espacio de sobra para los
dos —dice como si mi actitud fuese muy poco razonable.
Y tiene razón, porque seguimos sin ni siquiera rozarnos. Suspiro
y ni siquiera intento excusarme.
—Buenas noches, Gabriel.
—Buenas noches… —dice más tranquilo, acompañándolo con un
nuevo bostezo.
Unos minutos después, su respiración profunda y tranquila revela
que se ha dormido. Suspiro. Qué suerte tienen algunos. A ver cuánto
voy a dormir yo hoy. Me da miedo que, durante la noche, mi
subconsciente me traicione y me acabe pegando a él como una lapa
y murmurándole palabras de amor. Sería horrible.
Me muero de ganas de darme la vuelta y verlo dormir, pero no
me permito hacerlo. Mejor sigo dándole la espalda. Si no, seguro
que el pobre abriría los ojos en algún momento de la noche y se
asustaría al encontrarse con mi cara, mirándolo fijamente como una
acosadora. Sí, mejor me quedo donde estoy.
Me contento con oír su respiración constante, relajada… Me
pesan los párpados… Y puede que al final no pase tanto rato hasta
que me duermo.
16

Gabriel

El sábado por la mañana despierto aferrado a Sira. Estoy pegado a


ella, abrazándola por detrás, con una pierna por encima de las suyas
y con una erección del tamaño de un pino pegada a su trasero.
Primero me avergüenzo y después me preocupo. Si se despierta
y me encuentra así, no creo que se lo tome muy bien. Anoche dejó
bien claro lo poco que le apetecía dormir cerca de mí. Solo le faltó
tumbarse en el suelo.
Empiezo el proceso de despegarme de ella con mucho cuidado,
procurando no despertarla. Por si acaso, lo primero que aparto son
las caderas. Después la pierna y, finalmente, el torso y los brazos.
Ignorando lo agradable que me resultaba estar abrazándola así, me
encierro en el baño.
Cuando salgo unos largos minutos después, Sira se ha
despertado. Está sentada en la cama, con la melena rizada
despeinada, bostezando y frotándose un ojo con el puño. Está
graciosa. Y sensual.
Carraspeo, incómodo. No debería pensar estas cosas.
—Buenos días.
—Buenos días —responde ella en medio de otro bostezo—. ¿Me
he pegado mucho a ti durante la noche? Me han dicho que a veces
soy un poco lapa.
La miro y parpadeo un par de veces mientras recuerdo cómo me
había pegado yo a ella. Vuelvo a carraspear.
—No, para nada.
—Bien. Yo he dormido muy bien. —Lo dice con el ceño fruncido,
como si se sorprendiese de haber descansado.
—¿Creías que dormirías mal?
—No, es solo… —Al final se encoge de hombros—. Nunca se
sabe. Baja ya a desayunar, yo no tardo.
No sé por qué quiere echarme de la habitación (es evidente que
es lo que pretende), pero no me muevo de donde estoy. Cruzo los
brazos delante del pecho y me apoyo en el antiguo armario de
madera restaurado.
—Sería raro que no esperara a mi novia, ¿no crees?
—Oh, no lo había pensado. Bueno, si quieres podemos ser una
pareja poco habitual —dice con una sonrisa.
Niego con la cabeza.
—Yo siempre esperaría a mi novia. —Sira va a decir algo más, así
que me avanzo—: Pero es tarde y me muero de hambre. Ten piedad
de mí.
Sira entra en el baño riéndose y cierra la puerta tras de sí.
Menos de veinte minutos después, bajamos al comedor. El
desayuno tipo bufet está desplegado por varias mesas y todos
nuestros amigos ya están sentados a la mesa, comiendo.
—Buenos días, parejita. ¿Se os han pegado las sábanas? —
saluda Zaira. Su tono insinuante evidencia el motivo por el que cree
que hemos dormido de más. Si le decimos la verdad, que ambos
hemos dormido como troncos y nada más, no nos creerá.
—Ay, sí, anoche partimos en dos la cama de tanto follar y ahora
la espalda y el chirri me están matando —suspira Sira como quien no
quiere la cosa.
Qué bruta es. A mí se me escapa una risotada, mientras que
Zaira enrojece hasta la raíz del cabello. Antes de que suelte otra
barbaridad, agarro a Sira del codo y tiro de ella hacia la mesa del
pan y la tostadora.
—¿Qué te parece lo bien que cumplo mi papel? —me pregunta,
traviesa.
—Me parece que eres una salvaje.
—Vaya, ¿tus delicados oídos también se han escandalizado? —
pregunta con fingida inocencia.
—Anda, ponme a tostar dos rebanadas del pan de cereales y te
preparo un zumo de naranja —digo, dándola por imposible.
—A la orden.
Cuando, unos minutos después, se acerca a mí con dos platos
cargados con tostadas, no puede estarse quieta de la emoción.
—¿Qué pasa?
—¿Has visto cuánta comida hay? ¿Y la pinta que tiene todo? —
pregunta, abriendo mucho los ojos.
Me quedo mirándola, sorprendido. Ella se queda inmóvil.
—¿Qué pasa? —Ahora es ella quien lo pregunta.
—Eres una fanática de los bufets —sonrío.
—¿Qué quieres decir?
—Que te encantan los bufets. Quieres probar todo lo que hay.
—¿Y tú no? —Lo pregunta con la voz más aguda de lo habitual y
me arranca otra carcajada.
A pesar de lo mucho que la conozco, hasta ahora no había sido
testigo de este detalle. Es gracioso verla así de emocionada.
—Tienes que ver todo lo que hay. —Me arrastra hacia la mesa de
los fiambres y el queso, todos de productores locales. Después me
conduce ante la mesa de los cereales, que, según ella, no son los
típicos de supermercado, sino todos ecológicos y de alta calidad. Y,
para acabar, me lleva a la mesa de los dulces, donde hay
desplegados bollos, bizcochos caseros y varios tipos de chocolate,
mantequillas y mermeladas.
Cuando nos sentamos a la mesa, en mi plato hay tostadas y un
poco de fiambre y queso, mientras que el de Sira rebosa con una
muestra de todos los tipos de comida del bufet.
—Dicen por ahí que esta noche habéis hecho mucho ejercicio. Se
nota —dice Carla con una sonrisa pícara al ver su plato.
Yo me escondo detrás de mi zumo de naranja y Sira, que ya
tiene la boca llena, farfulla algo que nadie entiende.
Media hora más tarde, se ha terminado su desayuno apto para
un gigante y nos despedimos de los demás. Subimos a la habitación
a prepararnos para la excursión. Será sencilla, pero no dejamos de
equiparnos bien, protegernos con crema solar y meter en nuestras
mochilas agua, algo de comida, más protector solar, gorra y un
impermeable.
Como no tenemos prisa, antes de emprender el camino que nos
indicó la dueña del hotel paseamos un poco por el pueblo. Nos
reciben calles estrechas, franqueadas por viviendas de piedra limpias
y bien mantenidas. Algunas de sus fachadas están decoradas con tal
cantidad de flores que parecen el cuadro de un pintor. El conjunto
tiene encanto y está coronado por la iglesia de estilo románico. Sira
toma fotos aquí y allá e incluso tiene tiempo de colgar un par en
Instagram.
—Bueno, ¿vamos a ver esas vistas increíbles o qué? —pregunta
cuando se cansa de pasear por el pueblo.
Apoyo las manos en las caderas, fingiendo impaciencia.
—Si has terminado de colgar fotografías en redes sociales.
—Venga, que soy multitarea y lo he hecho mientras
caminábamos. Tú serías incapaz —bromea, aunque tiene razón. No
tengo su capacidad para estar pendiente de mi entorno y las redes
sociales a la vez. Qué pesadilla.
Entre pullas y bromas abandonamos el pueblo y no tardamos en
encontrarnos con la cuesta pronunciada sobre la que nos advirtieron.
Mientras la subimos dejamos de hablar, pero tampoco es tan terrible.
—Ostras, sí que vale la pena el esfuerzo —dice Sira cuando
llegamos arriba del todo.
Tiene razón. Prados verdes, el valle franqueado por montañas
recubiertas de bosques de pino, roble y hayas, extendiéndose hasta
el infinito bajo un cielo limpio y luminoso. Es espectacular.
Caminamos un buen rato en silencio, disfrutando de las vistas.
Por primera vez desde que me llegó la invitación de la boda de
Andrea e Isaac, me siento un poco en paz. Aquí arriba, los reveses
de la vida y las preocupaciones están lejos y parecen pequeños,
diminutos, y dejan espacio a una emoción que había perdido: la
esperanza.
La última vez que me sentí así, también estaba de excursión con
Sira. Fue poco después de que Andrea me dejara. No iba llorando
por cada esquina, pero esos días los recuerdo cubiertos por una
desagradable neblina. Imagino que no era la mejor compañía. Un fin
de semana, Sira decidió llevarme de excursión y fue allí donde
empecé a encontrar fuerzas para seguir adelante con mi vida y sin
Andrea a mi lado. También fue el momento en el que la amistad con
Sira se afianzó.
Ahora caigo en que… Mientras estaba con Andrea, había dejado
de ir de excursión a la montaña. Andrea es una urbanita extrema.
Siempre que practica turismo es de ciudad y la idea de ir al monte le
resulta tan extraña como encontrarse una vaca en medio de su casa.
Y del resto de mis amigos, ninguno es aficionado como Sira y yo.
—Oye, perdona que saque este tema aquí, pero tengo
curiosidad. —Sus palabras me distraen de mis pensamientos—. ¿Qué
tal las entrevistas? ¿Al final contrataréis al dios nórdico?
¿Dios nórdico? ¿En serio? ¿Y por qué me molesta que lo llame
así?
El jueves, cuando ya demostró su interés por él, reaccioné igual.
No estoy ciego y soy capaz de admitir que el tipo es muy apuesto.
Pero tanto como para llamarle «dios nórdico»… En fin. El caso es
que me apeteció descartarlo del proceso de selección. Enseguida me
di cuenta de que era absurdo además de injusto. El hombre es
simpático y está muy bien preparado. De hecho, al principio dudé de
si no estaría sobrecualificado, pero él mismo rechazó la idea y lo
justificó bien.
—Se llama Diego. Y es posible que lo contratemos, sí —contesto
finalmente.
Sira me dedica una amplia sonrisa.
—Bien.
Y seguimos con nuestra excursión.
Al regresar al hotel, pasamos por la ducha y comemos en el
restaurante. Después, con los demás visitamos una quesería
artesanal donde Sira pretende comprarse suficiente queso para un
año y medio.
—¿No crees que será demasiado? —pregunto con una ceja
levantada, aunque la respuesta es evidente.
— No. No es la primera vez que compro esta cantidad.
—¿Ya lo has hecho antes?
—Fue hace muchos años. Aunque es cierto que mis padres no se
pusieron muy contentos cuando me vieron aparecer con varios kilos
de queso… —admite, pensativa. No parece un buen recuerdo—. En
realidad, se enfadaron bastante. Casi como si les hubiese vuelto a
pedir cambiar de grado.
—¿Qué pasó con ese queso?
Aprieta los labios, no quiere contestar.
—Sira…
—Un par se acabaron estropeando, ¿vale? —confiesa al fin.
Me la quedo mirando como si fuese un profesor severo. No es
necesario añadir nada más.
—¡Pero es que está muy bueno! —dice con tono suplicante,
mirando los quesos como si fuesen su tesoro más preciado—.
Prometo comérmelo antes de que se estropee.
No puedo evitar reírme.
—A mí no me tienes que prometer nada. Pero te vas a dejar un
dineral y encima te pondrás enferma de comer tanto queso.
Su cara se contrae, todavía se resiste a ceder.
—Cuando se te acabe, vendremos a por más —propongo. No veo
de qué otra manera convencerla.
—¿Lo prometes? —pregunta esperanzada.
—Lo prometo.
—Trato hecho —dice, y regresamos al hotel con una cantidad
razonable de queso y una Sira más que contenta con su compra. A
mí también me gusta mucho el queso, pero lo de esta mujer y el
queso no tiene parangón. Pero mira qué fácil es hacerla feliz, solo
hace falta venir aquí a comprar uno bueno.
Después de cenar, decidimos no volver a sumergirnos en los
juegos de mesa de nuestra infancia. En cambio, nos acomodamos en
el solárium del hotel aprovechando que esta noche la temperatura
es agradable. Con copas y un par de botellas de vino en la mano,
Sira, Carla, Bruno y yo nos apoderamos de las tumbonas disponibles.
Los demás tienen que contentarse con sillas o el suelo. Pasamos un
rato agradable y relajado con risas que van en aumento a medida
que el vino nos achispa.
En cierto momento, Sergio se acerca a Sira y la echa de la
tumbona sin miramientos.
—¡Oye!
—Compártela con tu novio. Estoy harto de estar en el suelo.
Sonrío cuando Sira resopla y, muy erguida y con gestos dignos,
se acerca a mí.
—Hazme sitio, noviete —dice, y se echa a reír como si hubiese
dicho algo muy gracioso.
Yo me preocupo. ¿Y si por culpa del alcohol nos vamos de la
lengua y se descubre el engaño?
Pero la preocupación se diluye cuando se tumba a mi lado y se
abraza a mí. Yo la rodeo con el brazo. Será por el alcohol, pero me
resulta la mar de agradable estar así con ella. Reconfortante.
Es extraño que no me resulte extraño.
—¿Un besito por el bien del espectáculo? —me susurra al oído.
Su tono es travieso, pero a mí me provoca un escalofrío que decido
ignorar. Es por el alcohol, me digo.
—Venga.
Nos damos un beso en los labios que se alarga. Al cabo de unos
segundos, Sira hace algo…
Creía que nos daríamos un pico y lo dejaríamos ahí, pero lame y
atrapa mi labio inferior con los suyos en un gesto lento y muy
placentero. Todo mi cuerpo se estremece, pidiendo que continúe.
Nos separamos un momento y nos miramos a los ojos. Ella parece
sorprendida y yo… Yo no pienso con claridad. Solo sé que toda la
sangre del cuerpo me ha viajado a la entrepierna y que quiero que
ese beso se alargue más.
Un segundo después, nos estamos besando otra vez, sin prisas,
saboreándonos el uno al otro. No es como las otras veces que nos
hemos besado. Esta vez hay algo más. No sé qué, pero sea lo que
sea, no encuentro el momento de parar. De cara a los demás, la
demostración de afecto que prueba que somos pareja ya está hecha.
Podríamos parar. Pero no lo hacemos. Seguimos perdidos el uno en
el otro y acabo rodeándola con los dos brazos para intentar que esté
todavía más cerca de mí. Bajo las manos por su espalda, le acaricio
el trasero y la aprieto contra mis caderas… A ella se le escapa un
gemido y a mí un «joder» demasiado alto.
En ese momento recordamos que no estamos solos. Menudo
espectáculo estamos dando. Nos separamos un poco, la mirada
desenfocada y los labios brillantes e hinchados por los besos, y nos
giramos hacia nuestros amigos…
Pero estamos solos. Las tumbonas, las sillas y el suelo que antes
estaban ocupados ahora están vacíos.
Nos miramos, confusos. ¿Cuándo se han ido los demás? Esa
pregunta se pierde en el olvido porque me fijo en los labios de Sira,
dulces, tentadores, y mi cadera cobra vida propia y vuelve a
apretarse contra ella. Los dos gemimos y nos lanzamos de nuevo a
besarnos. Esta vez es más frenético, desesperado. El resto del
mundo ha desaparecido y solo existimos nosotros dos y nuestros
cuerpos que tienen demasiada ropa entre ellos.
—Vamos… a la… habitación. —Es un milagro que consiga
pronunciar esas palabras entre besos y jadeos.
—Por favor —suspira mientras le mordisqueo el cuello.
No tengo muy claro cómo logramos llegar a la habitación porque
no dejamos de besarnos y acariciarnos por el camino.
—Mi bolso. Tengo condones —dice ella cuando la puerta por fin
se cierra detrás de nosotros.
Doy gracias a que siempre vaya preparada y, en un brevísimo
momento de lucidez, recuerdo que llevo más de dos años sin
acostarme con nadie y me pregunto si estaré tan desesperado que
será vergonzoso.
Pero empezamos a quitarnos la ropa y mis absurdos miedos
desaparecen. Bajo la luz de la luna llena que entra por la ventana,
nos acariciamos y lamemos la piel desnuda. Nos perdemos en el
cuerpo del otro y suspiramos y gemimos, y me alegra descubrir que
todavía recuerdo cómo ponerme un condón, y cuando me hundo en
Sira veo estrellas de placer y descubro que a los dos nos gusta estar
arriba y durante un rato la dejo ganar, pero al final la aprisiono
contra el colchón y me dejo llevar y arrasar por unas oleadas de
placer que hacía mucho tiempo que no sentía.
17

Sira

La mañana del domingo despierto con una sensación muy agradable


en el cuerpo. Me siento bien. Todavía no he abierto los ojos y mi piel
desnuda bajo la suave sábana…
Desnuda.
Estoy desnuda bajo la sábana.
Ahora sí, abro los ojos de golpe.
Estoy en la cama, tumbada de lado, mirando a Gabriel. Él todavía
duerme. Desnudo bajo la sábana.
Me cubro la boca con la mano para no emitir ningún sonido que
lo despierte.
Me he acostado con Gabriel.
Me. He. Acostado. Con Gabriel.
Anoche hice el amor con Gabriel y fue… increíble. Espectacular.
Solo de pensar en ello me sonrojo un poco y me excito a la vez. Me
pondría a gritar como una adolescente emocionada si no lo tuviese
delante y… si no hubiese sido uno de los mayores errores de mi vida.
La sensación agradable se desvanece en una penosa frialdad.
Dios mío, ¿qué he hecho? Seguro que él se arrepentirá. Sigue
enamorado de Andrea. Es absurdo, pero se sentirá como si le
hubiese puesto los cuernos.
Pero eso no es lo peor de todo. Lo peor es que volverá a pensar
que ha sido como acostarse con su hermana y se sentirá tan mal
que yo me sentiré mal y querré echarme a llorar.
Ostras, que me he acostado con Gabriel.
El corazón me late con demasiada fuerza. A este paso se pondrá
a hacer tanto ruido que lo despertará, y yo necesito unos minutos de
soledad para procesar esto. Con mucho cuidado de no hacer ruido,
me levanto para encerrarme en el baño. Me miro en el espejo. Tengo
cara de susto. Qué mal, será mejor que me duche. Me ayudará a
despejar la cabeza y calmarme.
Sin embargo, me quedo de pie en la bañera, sin decidirme a abrir
el grifo. Me acerco el brazo a la nariz y aspiro con fuerza. Ay, madre,
mi piel huele a él. Y me encanta. Me derrito ante la idea de que todo
mi cuerpo tenga impregnado su olor. No exagero cuando digo «todo
mi cuerpo», porque no dejó rincón de mí sin explorar.
Vale, solo de pensar en ello ya se me ha acelerado la respiración.
Qué locura. Es que fue impresionante, ¿lo he dicho ya? Y además
resulta que a los dos nos gusta tener el control en la cama, cosa que
convirtió el sexo en una especie de lucha muy excitante para ver
quién ganaba. Cuando al final nos hizo rodar y se colocó encima de
mí para… Buf, ahora tengo problemas para respirar.
Jo, no hay derecho. ¿Por qué no puedo tener esto cada día del
mundo?
No debería estar pensando en esas cosas. Llegar tan lejos ha
sido un error. No debería haberlo hecho. Esto todavía me hará más
daño que todas las caricias y besos anteriores. Para mí significa
mucho, pero sé que para él solo ha sido un desliz, una manera de
evadirse de la que se arrepentirá. No tengo remedio, ya he vuelto a
meterme en otro lío. No solo por lo doloroso que será, también
porque esto puede poner en peligro nuestra amistad. ¿Y si es
demasiado para Gabriel? ¿Y si a partir de ahora no me habla igual o
se aleja de mí? Ahora el corazón me palpita de forma desagradable.
No estoy preparada para perderlo.
Qué mal, Sira.
Me viene a la cabeza una imagen de mis padres negando con la
cabeza, decepcionados. Sí, estoy de acuerdo con ellos. Y sí, es muy
raro estar pensando en ellos justo ahora, que estoy desnuda en la
ducha. A menudo ni yo misma entiendo cómo funciona mi cabeza.
Se me escapa un suspiro que más bien suena como un gemido
lastimero y abro el grifo. Me meto bajo el chorro de agua templada y
dejo que borre su olor de mi piel.
Alargo la ducha más de lo necesario. Después dedico tanto
tiempo a secarme con la toalla que parece que esté intentando
hacerme una exfoliación.
Cuando salgo del baño, envuelta en la toalla, estoy nerviosa.
¿Cómo se comportará? ¿Cambiará nuestra relación para siempre?
¿Me mirará con cara de asco a partir de ahora? Esto es horrible.
Tengo que intentar calmarme.
Lo mejor es que me comporte con naturalidad y, según como
esté él, iremos viendo.
El causante de mis quebraderos de cabeza está desperezándose
en la cama. La sábana se desliza por su cuerpo, dejando al
descubierto ese vientre perfecto por el que ayer pasé la lengua.
Podría tener más cuidado, ¿no? Recordar lo maravilloso que fue no
me ayuda.
Al verme en la puerta del baño, me dedica una sonrisa
amodorrada.
—Ey.
Sigue medio dormido, todavía no ha recordado lo que pasó
anoche.
Se acordará, ¿verdad? No íbamos tan borrachos. Ay, madre, que
como no se acuerde me da algo. Eso ya sería el colmo de la
humillación. No sé por qué sería humillante, pero sé que no me
sentaría nada bien.
Por fin, su cara empieza a cambiar. Ahora sí, está recordando.
Y nos quedamos mirando durante el instante más largo de la
historia de la humanidad. El silencio se alarga y yo me voy poniendo
de los nervios mientras imagino todo lo que está pensando detrás de
su rostro aparentemente inexpresivo.
Al final no puedo más, estoy a punto de vomitar el corazón. Me
cubro la cara con las manos.
—Por favor, no me digas que fue como acostarte con tu
hermana. Aunque lo pienses —le suplico.
—¿Que qué? —pregunta, muy sorprendido. Después parece
asqueado—. Por el amor de Dios, claro que no fue como hacerlo con
mi hermana. ¿De dónde sacas esas ideas?
—Es lo que dijiste el día que practicamos el beso —le recuerdo.
Se frota la cara y el cabello, todavía parece consternado.
—Sí, dije eso, pero… Olvídalo, por favor. No me siento como si
hubiese cometido ningún tipo de incesto, ¿vale?
—¿Seguro?
—Seguro.
Me tranquiliza un poco, pero no me sirve de mucho porque sigo
al borde de la histeria. Además, su expresión me hace temer qué
vendrá a continuación. Ya no me mira, se ha quedado pensativo y
con el ceño fruncido. Se está arrepintiendo, es evidente.
No quiero que me lo cuente. No quiero verlo en su expresión, ni
en sus gestos, ni en su tono de voz. Ni me veo capaz de adentrarme
en una charla que puede cambiarlo todo entre nosotros para
siempre.
Es decir, lo mejor que podemos hacer es evitar el tema.
—Bueno, aclarado ese asuntillo incómodo, ¿por qué no nos
vestimos y bajamos a desayunar? Me muero de hambre —digo
fingiendo de pena una ligereza que no siento.
Gabriel vuelve a mirarme. Todavía parece disgustado, pero, a la
vez, un poco… perdido. Siento el impulso de correr a abrazarlo y
asegurarle que todo estará bien. De hecho, me muero de ganas de
hacerlo. Pero no me corresponde, no soy su novia. Así que dibujo
otra sonrisa que debe de dar más miedo que el Joker de Batman, le
doy la espalda y empiezo a buscar ropa para vestirme.
Tras unos segundos, murmura que va a darse una ducha rápida y
se escabulle dentro del baño. Por mi parte, me dejo caer boca abajo
sobre la cama. Ojalá el colchón se abriera y me tragara, poniendo fin
a mi sufrimiento. ¿Cómo me meto siempre en estas situaciones? Soy
un desastre.
La ducha de Gabriel es un visto y no visto y diez minutos
después estamos entrando en el comedor. Igual que ayer, todo
nuestro grupo ya está desayunando en la larga mesa que tenemos
reservada. Tienen tantos platos distribuidos por la superficie que no
queda sitio para nosotros. Hoy lo agradezco. Después de saludarlos
con un simple gesto, nos servimos algo de comida y bebida y
ocupamos una mesa para dos personas. Lo hacemos todo en
silencio. Los dos estamos tensos. Aun así, él no ha dejado de
prepararme un zumo de naranja y un café con leche. Y yo le he
tostado el pan, claro.
Me concentro en untar mantequilla en una rebanada, pero de
reojo veo movimiento en la mesa de nuestros amigos. Los miro un
momento y me topo con varias sonrisillas que se acercan a la burla.
Opto por ignorarlos, pero en voz queda digo:
—Nos están mirando.
—¿Quién? —pregunta Gabriel, también con discreción.
—Nuestros amigos. Creo que saben que nos hemos acostado.
—¿Tú crees? —Ahora él también se inquieta.
Asiento, convencida. Después recuerdo algo y carraspeo.
—Todos nos vieron en la tumbona, así que supongo que no es de
extrañar, pero, aun así…
Qué vergüenza.
Él corona mi bochorno con una mueca apurada.
—Me temo que no fuimos demasiado discretos… —admite.
Después se le sonroja la parte superior de las mejillas—. Hubo un
rato que la cama golpeaba contra la pared.
—¿En serio? —pregunto con voz la voz muy aguda por el
espanto. Anoche estaba tan metida en… el tema que no presté
atención a nada más.
Asiente y yo escondo la cara detrás de las manos.
—Por favor, no hace falta que se me trague la tierra. Si se abre
un agujero en el suelo, saltaré yo misma.
Nos quedamos unos instantes en silencio. Yo sigo con la cara
escondida, pero oigo el sonido de la taza de café con leche de
Gabriel cuando la deja en su plato. Carraspea.
—Ya creen que salimos. ¿Qué más da que sepan que nos hemos
acostado? —pregunta.
Me lo quedo mirando con la boca un poco abierta. La leche, tiene
razón.
Nos echamos a reír como dos idiotas, pero a mí se me pasa
pronto.
—¿Y por qué nos miran así?
—¿Por el ruido?
—Vale, que vuelva el agujero en el suelo, por favor.
Estoy bromeando, pero sigo medio histérica. Estoy oscilando
como un péndulo, voy de la euforia absoluta al pensar que ME HE
ACOSTADO CON GABRIEL a la depresión al recordar que para él solo
ha sido un desafortunado desliz. Nunca lo admitirá para no hacerme
sentirme mal, pero seguro que se arrepiente.
Por mi parte, ha sido un error de los grandes.
Me alarmo cuando me empiezan a picar los ojos. No, no puedo
echarme a llorar aquí. ¿Qué pensarán los demás? ¿Y qué le contaré
a Gabriel?
Necesito salir de aquí.
—No tengo hambre. Voy a dar un paseo —digo. Sin darle opción
a replicar o detenerme, me pongo en pie y salgo del comedor.

Gabriel

Sira se escabulle del comedor sin apenas haber tocado su desayuno.


Es evidente que preferiría estar sola, pero yo quiero ir tras ella.
Tenemos que hablar. La conversación en la habitación ha sido un
desastre. Ella estaba muy alterada y yo demasiado perplejo por mis
actos. El sexo fue bastante increíble, pero…
—¿Todo bien? —dice una voz a mi lado. Es Sergio, que no duda
en sentarse en la silla que ocupaba Sira.
—Sí, ¿por? —pregunto, procurando fingir un desconcertado
interés.
Sergio observa la comida que ella ha dejado en su plato.
—Nada, me ha parecido que había tensión entre vosotros —dice
como quien no quiere la cosa. Qué mal disimula. Después me mira a
los ojos, incapaz de aguantarse la sonrisa—. Y después de lo que
anoche todos vimos y algunos oyeron, pues me extrañaba.
Parece que los temores sobre nuestra falta de discreción tenían
fundamento. Miro hacia la mesa de nuestro grupo. Absolutamente
todos me están mirando, luciendo sonrisillas. Algunos incluso
levantan sus vasos con zumo o tazas de café y hacen el gesto de
brindar conmigo. Vale, ahora mismo me encantaría tener al alcance
ese agujero en el suelo del que hablaba Sira. Suspiro, no vale la
pena fingir nada.
—Estamos bien, Sergio. Solo avergonzados.
—Oh, no os preocupéis por nosotros. Estamos entre amigos.
Sergio me dedica una mirada cómplice, roba el jamón serrano
ibérico del plato de Sira y regresa a su sitio. Yo me quedo donde
estoy, forzándome a comer algo a pesar de que no tengo apetito.
¿Qué me está pasando?
Yo no soy así. Anoche me achispé, pero no bebí tanto como para
perder el control. Me apeteció y… pasó. Me dejé llevar.
Pero sigo enamorado de Andrea. Si ahora entrase en el hotel y
me dijese que quiere volver conmigo, yo… correría a sus brazos.
Estoy convencido de ello, aunque no siento como si le hubiese sido
infiel, como sí me pasó en la fiesta de Mirage.
Estoy confuso.
Creo que solo es una cuestión de sexo. He pasado mucho tiempo
sin acostarme con nadie y supongo que el cuerpo me lo pedía,
aunque fuese con alguien diferente a Andrea.
¿Pero con Sira? ¿Es porque es muy amiga y tengo mucha
confianza con ella? Me dio un calentón, ella estaba ahí y…
Ahora me asalta la culpabilidad. ¿Eso no sería haberme
aprovechado de ella? Me apetecía echar un polvo y ella estaba a
mano y… El estómago se me cierra y encoge, es como si se
convirtiese en una piedra.
Dejo caer la tostada en el plato, asqueado conmigo mismo. Yo
nunca querría aprovecharme de nadie y mucho menos de Sira. Con
ella sería mil veces peor. ¿Y si opina que es lo que he hecho y por
eso está tan alterada? ¿Y si ahora la pierdo? Nunca me perdonaría
estropear nuestra amistad de esta manera.
Necesito hablar con ella.
También abandono mi desayuno y el restaurante. El día ha
amanecido fresco pero soleado y, conociéndola, estoy seguro de que
habrá buscado un rincón tranquilo en el que tumbarse o sentarse a
tomar el sol. Vago por los cuidados jardines del hotel hasta que la
encuentro en la parte más alejada, sentada en el césped con la
espalda apoyada contra una gran roca decorativa. Tiene los ojos
cerrados y el rostro inclinado hacia el sol.
Parece triste.
Me acuclillo delante de ella. Le hago un poco de sombra y seguro
que percibe mis movimientos, pero no reacciona. Ya sabe que soy
yo. Ella también me conoce, sabía que antes o después saldría a
buscarla.
—¿Estás bien? —pregunto, aunque ya sé la respuesta.
—Claro que sí. No te preocupes.
Miente.
—No es cierto —aseguro.
Abre los ojos, parece un poco alarmada.
—Está siendo una mañana con muchas emociones, necesitaba un
poco de espacio —dice.
—¿Y? —Sé que hay algo más.
—Y… Eh… —Evita mi mirada—. Está lo de la sensación de
haberte acostado con tu hermana y todo eso.
Malditos sean el día y el momento en los que dije eso.
—Sira, créeme. No hay nada de eso. Si tuviese esa sensación, no
habría sido capaz de seguir adelante.
Asiente, un poco más convencida. Pero sigue emanando esa
tristeza que me angustia.
—Oye… —Me cuesta pronunciar las palabras, pero es importante
que lo hablemos—. ¿Sientes que me he aprovechado de ti?
—¿Qué dices? —exclama como si mi pregunta fuera absurda.
Después debe de ver la preocupación en mi rostro porque se
tranquiliza de golpe—. Gabriel, lo de anoche fue cosa de dos. Puedes
estar tranquilo.
—No quiero que esto estropee nuestra amistad.
Ella me mira, esperanzada, como si eso también la preocupara
mucho.
—Yo tampoco lo quiero —dice.
—Entonces no lo hará, ¿verdad? —pregunto con suavidad.
—No —contesta mientras me observa el rostro. Después, vuelve
a apartar la mirada—. Lo de anoche nos apetecía a los dos. Estuvo
bien y ya está, no le demos más vueltas.
Asiento mientras suspiro, aliviado.
—Vale. —La observo unos instantes más—. A ver cómo digo lo
siguiente sin que suene mal. Aunque lo de anoche estuvo muy bien,
no se repetirá. No quiero hacer nada que ponga en peligro nuestra
amistad. Ni que las cosas cambien entre nosotros.
Decir que estuvo muy bien es quedarse corto, pero no me voy a
permitir pensar en ello por el bien de nuestra amistad.
Ella asiente y me dedica una sonrisa débil.
—Lo sé.
Me quedo con la sensación de que hay algo más, algo que no me
está contando, o que directamente intenta esconder. Desde el inicio
del verano me ha pasado varias veces y me inquieta un poco. No me
había pasado antes. ¿Es algo nuevo o ya estaba ahí y yo no me
había fijado?
—Quiero levantarme, pero el césped está húmedo y tengo el
trasero empapado —dice Sira, cambiando de tema de forma radical
—. Parecerá que me he meado encima.
—Tranquila, diremos que te has meado encima de tanto reír.
Venga, arriba.
Estira los brazos para que la ayude a levantarse mientras ríe. Con
ese sonido y su expresión risueña, consigo convencerme de que
todo está bien.
18

Sira

—Hola —saludo al entrar en casa el domingo por la tarde,


arrastrando la maleta. No consigo disimular el cansancio en mi voz.
Estoy agotada. Después de la charla matutina con Gabriel para
aclarar las cosas, parece que todo ha vuelto a la normalidad entre
nosotros dos. Eso no significa que yo me sienta normal. Por dentro,
sigo conmocionada. Ha sido un día tan intenso que, si mi cuerpo
funcionase con baterías, estarían a punto de fundirse.
Supongo que todas estas sensaciones tardarán unos días en
pasarse. Mientras tanto, solo tengo que procurar seguir fingiendo de
forma convincente ante todo el mundo.
Entro en el salón en dirección a mi habitación. Noa y Aissatou
están sentadas en el sofá, viendo un programa en el que reposteros
con muy poca experiencia hornean y decoran tartas lo mejor que
pueden… intentando que el resultado no sea demasiado desastroso.
Los adefesios que les salen son tronchantes.
—¿Qué tal el fin de semana, chicas? —saludo al pasar por su
lado, aparentando la normalidad de siempre.
Tardo un par de segundos en darme cuenta de que no me
contestan. En el umbral de mi habitación, me giro y las descubro
mirándome con los ojos muy abiertos.
—¿Qué pasa?
Intercambian una mirada. Después, Noa coge el mando para
detener el programa que estaban viendo. Las dos vuelven a dirigir
sus miradas inquisitivas hacia mí.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Aissatou.
—¿A qué os referís?
—Sira… —Aissatou habla como una maestra que sabe que su
alumno travieso solo se está haciendo el despistado.
—Siempre que llegas a casa y estamos viendo este programa te
sientas directamente con nosotras a verlo. Has evitado mirarnos al
saludar. Y estás muy seria —recita Noa, levantando un dedo distinto
con cada afirmación—. Algo pasa. Desembucha.
—Os juro que no sé de qué habláis —insisto, inquieta.
Normalmente agradezco mucho tener unas amigas con las que es
imposible tener secretos, pero en estos momentos estoy maldiciendo
mi suerte.
—Sira, te lo sacaremos antes o después. Ahórrate la tortura —
dice Aissatou.
Mierda. Tiene razón.
Suspiro de forma dramática para dejar claro que me están
sometiendo a un martirio.
—Será mejor que os quedéis sentadas —digo mientras arrastro
una silla para sentarme ante ellas. Y empiezo a hablar.
Cinco minutos después, siguen en el sofá, boquiabiertas y con los
ojos como platos. De los grandes.
—Vamos a ver —dice al fin Aissatou. Se frota la cara como si lo
que les acabo de contar le estuviese produciendo un fuerte dolor de
cabeza. Este es el motivo por el que no se lo había contado;
imaginaba este tipo de reacción—. Estás diciendo que llevas
semanas fingiendo ser la novia de Gabriel, que os habéis enrollado
varias veces…
—Solo han sido besos puntuales y no eran reales… —intento
aclarar.
Noa estalla en una sonora carcajada.
—¿Y lo de esta noche también ha sido puntual y no ha sido real?
—pregunta, incrédula.
—Sí que ha sido puntual —matizo con voz débil mientras
jugueteo con el dobladillo de mi camiseta.
—¿Y no se te había ocurrido contarnos nada? —termina Aissatou.
—Sí, porque sabía que os pondríais así —contesto,
acompañándolo de un gesto exasperado.
—¿Y por qué crees tú que nos ponemos así, Sira? Dime, ¿por qué
lo crees? —pregunta Aissatou.
Demonios. Cuando antes la he comparado con una maestra no lo
he hecho de forma gratuita: es profesora de instituto, y muy buena
por lo que cuentan sus compañeros de trabajo y Víctor. Al parecer,
sus alumnos la respetan, adoran y temen por igual. Es la
combinación perfecta.
—Lo sé, no es prudente y no me estoy protegiendo, pero…
—Sira, tienes que cortarlo ya —afirma.
La idea de terminar con esta situación y dejar de ver a Gabriel
me provoca una opresión muy desagradable en el pecho.
—Gabriel es mi amigo…
—No estoy diciendo que pases de él. Tienes que dejar de fingir
que eres su novia y hablar con él de una vez. Cuéntale lo que
sientes.
El día que le confiese mis sentimientos, lo perderé. Él nunca
sentirá por mí lo que yo siento por él y nos pondrá en una situación
incómoda e imposible. Será el fin de nuestra amistad.
—Das por sentado que él no siente nada por ti —observa Noa. Al
parecer, ya no tengo que decir las cosas en voz alta para que mis
amigas sepan qué estoy pensando—. Se ha acostado contigo. Por lo
que cuentas de él, ¿no crees que eso puede significar que también
siente algo por ti?
Los ojos me escuecen. Gabriel sintiendo algo por mí. Eso sería
bonito, ¿verdad?
—Anoche bebimos. Gabriel considera que lo que sucedió fue un
desliz y me ha dejado muy claro que no volverá a pasar —digo—. Yo
siempre seré su amiga, pero nada más. No soy el tipo de mujer que
le gusta, ¿vale? —Ya lo hemos hablado antes. ¿Por qué no consiguen
entenderlo de una vez?—. A él le van las mujeres perfectas como
Andrea. No desastres andantes como yo —añado.
—Ya empezamos —farfulla Aissatou.
—Gabriel es una persona muy centrada, con la cabeza bien
amueblada, reflexivo, sensato…
—Lleva años enamorado de una mujer que está con otro. ¿Qué
tiene eso de sensato? —dice Noa.
—Porque es muy leal.
—Tú también —dice Aissatou—. Y por más que te empeñes en
decir lo contrario, eres madura, generosa…
Me levanto de un salto. No puedo más. Sé que están intentando
ayudarme, pero solo están consiguiendo hacerme sentir peor. Porque
ellas son mis amigas y me quieren, pero no tienen razón.
Simplemente, no la tienen. Ahora ya no consigo contener las
lágrimas.
—Os agradezco mucho que queráis ayudarme, ¿pero podemos
dejarlo, por favor? Voy a encerrarme en el baño a darme la segunda
ducha del día. Cuando salga, os agradeceré un montón que no
volvamos a hablar del tema.
No espero respuesta. Tal y como he anunciado, me encierro en el
baño y me meto en la ducha, donde paso tanto tiempo que corro el
peligro de convertirme en una pasa humana. Cuando por fin me
atrevo a salir, tengo los ojos enrojecidos por el llanto. Ni siquiera
intento disimularlo.
Mis amigas han preparado la cena y están terminando de poner
la mesa. Aissatou se acerca a mí, me rodea los hombros con el brazo
y me da un beso en la sien.
—Venga, vamos a cenar.
Y esa noche no volvemos a hablar del tema.
Quiero a mis amigas.

Parece mentira lo que ayuda una llorera y evitar pensar en un tema


al que no sabes cómo enfrentarte. La semana siguiente consigo
funcionar y comportarme con normalidad. En cambio, el que está
algo taciturno es Gabriel. Pero sé que no es por lo del fin de
semana, sino porque su hermano le ha pedido que pase las tardes
de toda la semana con su madre. Y no lo está llevando muy bien.
—¿Qué hacéis tu madre y tú el rato que pasáis juntos? —acabo
por preguntarle el miércoles durante la comida. Desde el lunes, el
nivel de pesadumbre de su expresión ha ido en aumento de forma
alarmante. Y desde que descubrí por accidente el secreto de Estela
no hemos vuelto a hablar de su familia, así que no sé en qué punto
están.
Se encoge de hombros.
—Paseamos.
—¿Por su barrio?
—No, por el parque Antiguo.
—Es un buen sitio para pasear.
No lo digo porque sí. No hay ningún habitante de nuestra ciudad
al que no le guste el parque Antiguo, uno enorme que hay cerca del
centro. Tiene caminos por los que perderse, grandes explanadas de
césped y zonas de juego para los más pequeños y está decorado
con estatuas que parecen personajes y objetos sacados de cuentos
de hadas. Es un lugar animado y precioso a la vez.
—¿Qué parte le gusta más a tu madre?
Gabriel vuelve a encogerse de hombros. Está jugueteando con la
comida de su fiambrera, moviéndola de un lado a otro con el
tenedor.
—¿Y de qué habláis mientras paseáis? —pregunto ahora. Es
increíble lo hermético que es con este asunto.
—No hablamos.
La respuesta me deja petrificada unos instantes.
—¿Pasáis varias horas juntos cada tarde y no intercambiáis ni
una sola palabra?
La incredulidad en mi voz le llama la atención y me mira un
instante con gesto culpable.
Ostras. Recuerdo el brillo desesperado en la mirada de Estela
cuando me contaba que estaba intentando recuperar a su hijo
mayor. Algo me dice que no está yendo muy bien. Y, con lo tozudo
que es Gabriel, es capaz de seguir manteniendo la boca cerrada al
lado de su madre hasta el fin de los días.
No debería inmiscuirme. No es asunto mío. Además, no sé el
motivo del enfado con su familia. Quizás tiene razones de sobra.
A la vez… El día que hablé con Estela me pareció una mujer…
normal. Normal y agradable. ¿Qué puede haber hecho alguien como
ella que sea tan horrible? Y lo que dije el otro día es cierto: creo que
Gabriel sí echa de menos a su familia, pero nunca lo admitiría.
No debería meterme.
No es asunto mío.
—Esta tarde voy al gimnasio con Noa y Aissatou, pero ¿quieres
que mañana os acompañe? —me oigo decir.
Anda, no sé qué ha pasado, parece que mi boca ha cobrado vida
propia.
Vale, sí, estoy mintiendo. Quiero ayudarlo en lo que pueda. Y me
muero de curiosidad por saber qué pasó.
—¿Lo harías? —Me mira esperanzado.
—Claro. —No estoy segura de que Estela agradezca mi presencia,
pero tendrá que aguantarse—. Pero vamos a otro sitio. ¿Qué te
parece esa cafetería de la que Carla nos ha hablado? La Cabeza en
las Nubes.
Al parecer, en ese lugar preparan una colección de tartas que
haría babear incluso a alguien que odie el dulce.
—Suena bien. —Asiente y la sombra de una sonrisa se dibuja en
sus labios.

El jueves por la tarde, Gabriel y yo nos acercamos a su antiguo


barrio a recoger a su madre. Nos está esperando en el portal de su
casa junto a su marido y cuando me ve aparecer con su hijo, abre
tanto los ojos que resulta cómico.
Mi falso novio hace un gesto con la cabeza a su padre, sin abrir
la boca. El hombre se despide de Estela con un beso cariñoso y ella
camina hacia nosotros. Pasitos lentos, como si le costaran un
esfuerzo. Le falta tiempo para agarrarse al brazo que Gabriel le
tiende. Qué bien lo interpreta. Pero sus ojos inquietos se van
desviando hacia mí.
—Hola. Estela, ¿verdad? —digo como si fuese la primera vez que
nos vemos desde el hospital.
Ella asiente.
—Encantada de nuevo —sonrío.
Se relaja cuando se convence de que no voy a destapar su treta.
—Sira ha propuesto que vayamos a una cafetería que nos han
recomendado —dice Gabriel, seco.
Estela se sobresalta. No creo que sea por el tono de su hijo, sino
por el simple hecho de que le haya hablado. Asiente.
—Me parece perfecto.
En nuestra ciudad viven algo menos de ochocientas mil personas,
por lo que no es ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Para
mí, tiene un tamaño perfecto. Tenemos una buena red de metro y
autobuses, pero, según por qué barrios te muevas, puedes ir
caminando a todas partes. Hoy podemos hacerlo.
Nos encaminamos sin prisas hacia la cafetería, que está situada
en el Ensanche. Sus calles son rectas y anchas, formando una
cuadrícula perfecta, con edificios no muy altos de estilo modernista,
algunos con clara influencia francesa. Es bonito, me gusta pasear
por aquí. Y como está cerca del centro, tiene mucha vida comercial.
Puedes encontrar todo tipo de tiendas, restaurantes y cafeterías. Me
encanta este barrio. Ay, sí, algún día podré permitirme vivir aquí.
La Cabeza en las Nubes me enamora al instante por su
decoración de estilo rústico y las cortinas de pequeñas luces que
decoran sus grandes ventanales. Cuando entramos y descubro la
exposición de tartas, me declaro fan inmediata e incondicional del
lugar. Sin apartar la mirada del mostrador, golpeo un par de veces a
Gabriel en el brazo.
—Tenemos que venir aquí una vez por semana. Como mínimo. —
Me aseguro de subrayar estas últimas palabras.
—De acuerdo.
Algo en su tono me llama la atención. Me está mirando con una
sonrisa franca en los labios, la primera que le veo en toda la
semana, y un destello de… ¿ternura?
No, no puede ser. Son las ganas, me lo he imaginado.
Nos acomodamos en una mesa, pero Gabriel en seguida se
excusa para ir al baño. En cuanto desaparece de nuestra vista, la
actitud de Estela cambia por completo. Su supuesto cansancio y
malestar desaparecen y se inclina hacia mí con los ojos
entrecerrados.
—¿Qué estás tramando?
Miro hacia al techo y tomo aire como si fuese a desvelar un gran
plan maquiavélico, pero acabo por deshincharme como un triste
globo.
—No lo sé —confieso—. Esta semana Gabriel parecía muy triste y
me ofrecí a acompañarlo, eso es todo.
—¿Y propones venir aquí? ¡¿Es que quieres matarme?!
La miro sin comprender a qué viene ese nivel de indignación.
—Se supone que no tengo apetito. ¿Sabes lo que me va a costar
fingir que no quiero probar ninguna de esas tartas?
—Yo tampoco sabría por cuál empezar —digo, cómplice—. La de
plátano, canela y nueces tiene un aspecto increíble.
—Qué dices, yo empezaría por la de limón. ¿Has visto el grosor
de ese merengue?
—Aunque si a la de chocolate le echan por encima esa salsa que
huele tan bien, creo que tengo una ganadora.
Estela vuelve a adoptar su actitud de supuesta enferma de forma
súbita.
—Que sepas que hoy me has quitado varios años de vida —me
espeta entre dientes.
Justo después, Gabriel reaparece a nuestro lado.
—¿Ya sabéis qué queréis tomar? —pregunta.
Su madre hace un mohín.
—Yo no tengo hambre, la verdad…
—Yo quiero un trozo bien grande de tarta de limón. Que tenga
mucho merengue —pido yo—. Estela, pedimos una cuchara extra. Si
te apetece, la puedes probar.
Ella asiente como si la tarta no le despertara ningún interés, pero
en el fondo de su mirada hay algo más. No sé si es agradecimiento o
ganas de matarme.
19

Gabriel

Desde que nos han traído una ración descomunal de tarta de limón
para Sira, una galleta para mí y un café delicioso a todos, no he
vuelto a abrir la boca para hablar. Sira se ha encargado de ello.
Primero ha conseguido que mi madre se animara a probar un
poco del merengue de su tarta.
—No está mal —ha valorado mamá, poco entusiasmada,
mientras dejaba su cuchara sobre la mesa—. Dime, ¿a qué te
dedicas, Sira?
—Gabriel y yo trabajamos en la misma empresa. Yo me dedico a
organizar bodas.
—¿De veras? Pensaba que eras enfermera o por el estilo. De esas
a las que le gusta torturar a sus pacientes.
No escupo un montón de migas de galleta de milagro. No me
puedo creer que mi madre haya hecho un comentario así. No solo
no le pega nada porque ella siempre es muy correcta, sino que el
nivel de mala educación hacia Sira y hacia todas las enfermeras del
mundo podría romper cualquier escala medidora.
Sin embargo, Sira se ha echado a reír con ganas.
—No, yo me dedico a torturar a novios y novias que cometen la
locura de querer casarse.
—¿Y cómo lo haces? Cuéntame.
Sira no se dedica a torturar a nadie, claro. De hecho, todo lo
contrario. Su trabajo es procurar que el día de su boda los novios
estén lo más relajados posible. Así pues, se dedica a narrar algunas
de sus anécdotas más divertidas.
El día que la hermana del novio declaró su amor por la novia en
medio de la iglesia… y la boda se canceló porque, al parecer, era
correspondida.
El día que una vieja rencilla familiar provocó una tumultuosa
pelea durante el banquete.
El día que la novia rompió aguas durante la ceremonia.
Mamá no ha parado de reír. Y entre discreta carcajada y discreta
carcajada, ha ido probando más bocados de la tarta. Por lo que me
ha contado Saúl, que esté comiendo tanto es todo un paso adelante.
No quiero sentir el alivio que me invade. Al ver que mamá parece
un poco mejor… una pequeña parte de mí se alegra. Pero no me
gusta sentirme así, no quiero sentir nada al respecto.
La vibración del teléfono en el bolsillo me saca de mis
pensamientos. Es un mensaje de Saúl.
«Llegando a la cafetería».
Hace un rato me ha escrito para preguntarme dónde estaríamos
con mamá y me ha dicho que vendría él a buscarla.
—Saúl está a punto de llegar —anuncio mientras apuro el café y
me levanto para ir a pagar.
Unos minutos después, salimos a la calle. Espero ver a Saúl
acercándose a nosotros, solo, posiblemente dedicándome una de
esas miradas airadas que ahora tiene reservadas para mí. Así que no
estoy preparado para la imagen con la que nos topamos.
No viene solo. Va cogido de la mano de una mujer alta, que yo
diría que es siete u ocho años mayor que él. No sabía que tuviese
pareja. Pero eso no es lo que me sorprende, no. Lo que me
sorprende es que la mujer está embarazada. De unos cuantos
meses. ¿De seis, quizás siete? No sabría decirlo. Lo suficiente como
para que el embarazo sea evidente, pero sin que parezca a punto de
dar a luz.
Me quedo mirando la tripa de la mujer. Algo en el fondo de mi
cabeza me advierte que estoy siendo muy mal educado, pero no
consigo reaccionar de otra manera.
—Estela, ¿cómo estás? —saluda la mujer, acercándose a dar dos
besos a mamá.
—Bien, muy entretenida. Esta es Sira, la novia de Gabriel. Y este
es Gabriel. Y ella es Alba.
Sira y Alba se declaran encantadas de conocerse y se dan dos
besos. Yo sigo mirando la tripa.
—Enhorabuena a los dos —les dice Sira.
Yo por fin soy capaz de apartar la mirada del vientre de ella y los
observo. Los dos sonríen a Sira, agradecidos.
—¿Para cuándo lo esperáis? —pregunta Sira.
—Todavía nos faltan casi tres meses. Será una niña —revela Alba.
Yo siento un escalofrío.
—¡Muy bien! Así las chicas tendréis todo el poder en casa —le
dice Sira con un gesto de complicidad.
—Ya lo sé, ya. Me espera una… —bromea Saúl. Sin embargo, en
la mirada que le dirige a Alba hay auténtica reverencia. Es innegable
que la adora.
Por unos momentos vuelvo a ver al chico, ahora ya hombre,
jovial y afectuoso que siempre había conocido. Algo en el pecho se
me encoge. El corazón, el alma, no lo sé.
Alba me mira con prudencia.
—Me alegra conocerte, Gabriel.
—Yo también. Y enhorabuena —murmuro. Es un milagro que
consiga pronunciar tantas palabras—. Tenemos que irnos.
Sin decir nada más, cojo a Sira de la mano y tiro de ella para que
nos alejemos. Necesito salir de aquí. El corazón me palpita furioso y
la sangre se me agolpa en los oídos, embotando todos los sonidos a
mi alrededor. Apenas me entero de que Sira se gira un momento
para despedirse de todos. Me da igual. Necesito. Salir. De aquí. Ya.
No sé cuánto rato caminamos. Rápido. En silencio. Intento no
pensar, pero no puedo evitarlo.
Voy a ser tío.
Voy a ser tío de una niña.
Voy a ser tío y no lo sabía.
Si no quiero saber nada de mi familia, en realidad no seré tío,
¿no?
Los ojos me pican, noto que se me humedecen. Me detengo de
golpe. No, no voy a llorar. Hace años que no lloro, no voy a empezar
ahora.
—Gabriel —dice Sira con suavidad. Se coloca delante de mí e
intenta mirarme a los ojos, pero soy incapaz de sostenerle la mirada
—. Eh, ven aquí.
Me abraza y no se lo impido. Dejo que sus brazos me rodeen y
me aferro a ella mientras cierro los ojos con fuerza, porque, aunque
acepte su consuelo, no me permitiré llorar.
—Estoy bien —afirmo al cabo de unos segundos, sin apartarme
de ella.
Es parte verdad, parte mentira. El abrazo me está reconfortando,
pero… Voy a ser un no-tío.
—Oye, sé que no te gusta hablar de ello, pero necesito
preguntártelo —dice Sira, la cabeza apoyada en mi hombro—. ¿Qué
pasó con tus padres y tu hermano? Puede que me equivoque, pero
tengo la impresión de que los echas de menos y…
No termina la frase. Me está acariciando la nuca con los dedos de
forma distraída, provocándome un agradable cosquilleo. Cierro los
ojos por lo bien que me sienta. ¿Podemos quedarnos así el resto del
año y olvidarnos de todo lo demás?
Se me escapa un sonoro suspiro. Sira se merece una explicación.
Me despego con reticencia y contengo las ganas de acariciarle el
rostro al ver su expresión preocupada. En cambio, tiro de ella para
seguir caminando mientras empiezo a recordar lo sucedido. En mi
cabeza, retrocedo años y años…
—Hasta que cumplí los quince años, en casa todo fue bien. Para
mí, mis padres eran unos buenos padres —empiezo a explicar—.
Pero, en cierto momento, las cosas cambiaron. No lo entendía
porque fue de un día para el otro. Un día todo iba bien y al siguiente
mis padres empezaron a discutir como nunca. Era… Siempre estaban
enfadados el uno con el otro. Cualquier tontería era una excusa para
reprender al otro. Yo estaba desconcertado, pero Saúl… Saúl solo
tenía diez años. Con los años fue encontrando la manera de
enmascararlo, pero siempre fue un niño muy dulce, muy sensible.
Alegre, cariñoso… Era de los que necesitaban un abrazo cada cinco
minutos.
A mi lado, Sira ríe por debajo de la nariz.
—Era muy emotivo, todo le afectaba mucho —prosigo—. Seguro
que no te cuesta imaginar cómo estaba con esa situación. Además,
al principio mis padres no se contenían y discutían delante de
nosotros. Un día les dije que podrían ser más discretos y empezaron
a discutir a puerta cerrada, pero se los oía igualmente. Y siempre
que estaban juntos en una habitación, la tensión podía palparse. Lo
raro era que no explotaran las bombillas.
Me quedo unos instantes en silencio al recordar las mejillas de
Saúl cubiertas de lágrimas, su expresión desconsolada y
desconcertada cada vez que mis padres empezaban a tirarse los
trastos de nuevo. Era más de lo que yo podía soportar, así que me
convertí en su protector. Cada vez que las riñas empezaban, lo
sacaba de la habitación o incluso de casa y lo distraía con lo que
podía. Durante unos años pasamos mucho tiempo en parques,
bibliotecas públicas, cafeterías y el cine, que pagaba yo porque, en
cuanto pude, empecé a compaginar trabajo con los estudios.
—Intenté que Saúl lo sufriera lo menos posible. Con los años, las
discusiones remitieron, pero era como si mis padres se detestaran.
Un par de veces me atreví a preguntarles por qué no se separaban y
los dos me dijeron lo mismo: que no podían por dinero y que no era
tan fácil. —Reflexiono un poco más sobre lo que fueron esos años—.
Sé que te acabo de dibujar un retrato de pesadilla, como si nuestra
casa se hubiese convertido en un infierno. Pero no fue exactamente
así. Cuando no estaban juntos, y procuraban no estarlo demasiado,
seguían siendo nuestros padres. Estaban por nosotros, nos daban lo
que necesitábamos, nos querían. Aun así, era desconcertante. Y
difícil, porque las riñas seguían estando allí.
A mi lado, Sira no dice nada. Se limita a escuchar y esperar cada
vez que necesito tomarme una pausa. La de ahora es larga.
—La situación acabó por normalizarse, es decir, nos
acostumbramos a vivir así. Hace seis años, por fin se separaron.
Pero un año después volvían a estar juntos. Ni Saúl ni yo lo veíamos
claro, suponíamos que no tardarían en volver a las andadas. Pero
no, estaban muy bien. Hasta que, una tarde, mi madre por fin me
contó por qué había empezado todo.
Nunca olvidaré ese día.
—Al parecer, en el momento en el que las peleas empezaron, mi
madre acababa de descubrir que mi padre llevaba años
engañándola. Había tenido varias aventuras.
—Uf —dice Sira.
—Así que mi madre, en vez de echarlo de casa, se vengó
teniendo una aventura.
Sira abre la boca, pero está demasiado sorprendida como para
llegar a pronunciar nada.
—Y por algún motivo, mi padre decidió que eso le daba derecho
a estar enfadado con ella y seguir teniendo aventuras. De vez en
cuando se arrepentía, se disculpaba y prometía que no volvería a
hacerlo. Y mi madre siempre le perdonaba. Al final se hartó y lo
echó de casa, pero un año después volvió a perdonarlo. —Hago otra
necesaria pausa—. Cuando descubrí por qué había sucedido todo
eso… No me lo tomé muy bien. Me enfadé con mi madre por
perdonarle una vez detrás de otra, con mi padre por tratarla tan mal
y ser incapaz de mantener la polla detrás de la bragueta… Y con
Saúl por ponerse de su parte.
Esas últimas palabras provocan que los ojos me vuelvan a
escocer. De todo lo que pasó hace cuatro años, eso fue lo que más
dolió.
—¿Se puso de parte de vuestro padre? —pregunta Sira,
incrédula.
—No, de parte de los dos. No entendía que yo estuviese tan
furioso con mis padres. Supongo que él había olvidado lo dolorosos
que fueron todos esos años de discusiones. Y mis padres tampoco
parecían conscientes de lo que nos habían afectado a nosotros. Fue
más de lo que pude tolerar.
Así que no quise saber nada más de ellos. ¿Para qué quiero una
familia que me causa tanto dolor?
—Parece que tus esfuerzos para que Saúl sufriera lo menos
posible salieron bien, ¿verdad? Él no tenía tan mal recuerdo —
observa Sira.
Asiento. Sí, supongo que tiene razón.
Después, durante un rato caminamos en silencio. Cuando ella
vuelve a hablar, lo hace con prudencia.
—Solo me ha pasado un par de veces que alguien me ha hablado
de su familia y he pensado que lo mejor que les podía pasar era
estar lejos de ellos. Es triste, pero hay gente que tiene padres o
familias enteras tóxicos. Es fácil decirlo, pero soy de la opinión que,
para tener eso, más vale alejarte de ellos. Las familias no tienen por
qué ser biológicas, pueden ser encontradas —reflexiona. Después
añade, todavía con más prudencia—: Pero cuando me hablas de tu
familia, la palabra que me viene a la cabeza no es «tóxica». Es
«imperfecta».
No necesita decir nada más, ya sé a dónde quiere ir a parar.
—Hay ciertos niveles de imperfección que pueden ser muy
dañinos —replico. Después digo—: Quiero intentar llegar a una clase
al gimnasio, cogeré un taxi. Te llevo.
Sira me mira con los ojos entrecerrados, valorando mi cambio
radical de tema. No me veo con energías de enfrentarme a lo que
intenta decirme. Tan solo puedo pensar en que me machaquen en
alguna clase de spinning, o lo que sea, y después sumergirme en
una película de superhéroes. Lo que sea por no pensar.
Tras unos instantes, se limita a asentir. Y yo no podría estar más
agradecido.
20

Sira

Nunca habría dicho que un viaje en taxi podría ser denso, pero este
lo es. El silencio de Gabriel, empapado de su aflicción, pesa. ¿Pero
cómo no va a estar así? Acaba de descubrir que su hermano va a ser
padre en poco tiempo, lo que lo convertirá en tío de una niña de
cuyos padres no quiere saber nada. Por extensión, tampoco se
acercará a la pequeña, ¿no?
Normal que esté así. Pero sé que lo último que necesita ahora es
que me ponga a hablar, así que el trayecto transcurre en silencio.
Ya estamos bajando del vehículo cuando el teléfono me empieza
a sonar. Es mi madre. No es el mejor momento, pero me extraña
que me llame ahora porque anoche ya tuvimos la cena familiar
semanal. Hago un gesto de disculpa a Gabriel y contesto la llamada.
—Hola, mamá.
—Hola, Sira —dice en un tono extraño. Cómplice, cargado de
intención—. Tu padre y yo ya nos hemos enterado de la noticia.
—¿De qué noticia? —No finjo el desconcierto. No tengo ni idea
de qué habla.
Mi madre ríe, contenta.
—¡Que Gabriel y tú estáis saliendo! Ya te vale, ¿eh? Todos estos
días viniendo a cenar y no se te ha ocurrido decir nada.
Toda yo palidezco. Creo que incluso los pelos de las cejas se me
deben de poner blancos del susto. Después, enseguida pienso en
Ibai. ¿Cómo ha sido capaz de irse de la lengua? Voy a matarlo con
mis propias manos. Voy a envenenarlo, estrangularlo, cortarle la
cabeza y arrancarle el corazón como el sacerdote ese loco de
Indiana Jones y el templo maldito. ¡¿Cómo ha podido hacerme
esto?!
—Y tu hermano encima tiene la desfachatez de decirme que no
sabe de qué le hablo… —añade mi madre.
Ah. Parece que mi hermano acaba de recibir un indulto.
Mamá no parece molesta, más bien al contrario. Se la nota muy
feliz.
—¿Cómo os habéis enterado? —pregunto. No tiene sentido
intentar negar la supuesta verdad.
—Pues ha sido a través de Mariana, mi peluquera. Te acuerdas
de ella, ¿no? Pues su prima fue a una boda hace unas semanas y…
—Vale, da igual —la corto. Me duele el estómago y no quiero que
también me duela la cabeza intentando comprender cómo es posible
que la prima de la peluquera de mi madre sepa quién soy y se fijara
en que Gabriel y yo estábamos juntos en la boda de Andrea.
—¡Tenéis que venir a comer este fin de semana!
Oh, Dios mío, incluso quieren hacer una comida de celebración.
Hace años que sé que, si algún apareciese con la noticia imposible
de que Gabriel y yo somos pareja, mis padres se pondrían pletóricos.
¡Pero es que ni siquiera es cierto!
Quieren tratarlo como si fuese un hijo suyo y ahora creen que
podrán hacerlo, pero dentro de poco tendré que anunciarles que lo
hemos dejado. Da igual que les cuente que ha sido de mutuo
acuerdo, ellos seguro que pensarán que la culpa es mía por dejarlo
escapar y encima se les romperá el corazón. Será como una de esas
rupturas en las que no solo estás dejando a tu pareja, también a su
familia y amigos.
Tengo que hacer todo lo posible por minimizar los daños. Mis
padres no deben coincidir con Gabriel en una buena temporada.
—No sé si podremos… —empiezo a decir mientras intento
inventar una buena excusa.
—¡Nada de excusas! —me interrumpe mi madre gritando
bastante más de lo necesario. El tímpano me dolerá unos cuantos
días—. Os esperamos el sábado a la una y media. Ibai y Óliver
también vendrán.
Y corta la llamada.
Miro el teléfono con indignación, sujetándolo con tanta fuerza
que la mano me tiembla. No me lo puedo creer. Siempre cuesta la
vida terminar una llamada con mamá porque no hay manera de que
pare de hablar, y en cambio hoy… Y claro, no podemos dejar de ir a
la comida porque provocaría un descalabro familiar.
—No tires el teléfono al suelo y lo pisotees —dice Gabriel, que en
algún momento se ha situado a mi lado.
—¡¿Cómo sabes que es lo que quiero hacer?! —le grito, tan
indignada como sorprendida. Tiene razón. Quiero lanzar mi móvil
con rabia y saltar sobre él hasta que la pantalla, la carcasa y todos
sus componentes queden reducidos a polvo.
Me sonríe como quien sonreiría a un loco e intenta quitarme el
teléfono de la mano. Yo me resisto, pero él sigue tirando.
—¡Es mío!
—Yo te lo guardo, estará más seguro.
Da un último tirón y me lo arranca de la mano. Yo me cruzo de
brazos y me pongo de morros como una niña pequeña. Todo muy
maduro por mi parte, lo sé.
—¿Qué ha pasado? —pregunta cuando ya se ha guardado el
teléfono en el bolsillo.
—¡Mis padres se han enterado de que estamos saliendo! —
exclamo levantando los brazos.
Gabriel alza las cejas, abre mucho los ojos y dibuja una «o»
sorprendida con los labios. Después carraspea.
—Uy —dice al fin.
Yo abro la boca por el asombro.
—¿Uy? ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir?
Cruza los brazos delante del pecho para descruzarlos enseguida y
apoyar las manos en las caderas. Aprieta los labios.
—Esto me sabe mal.
Bueno, al menos parece un poco consciente del marronazo que
me acaba de caer encima. Me deshincho de forma repentina, como
si toda mi frustración saliera de mi cuerpo con el largo suspiro que
exhalo. Me cubro la cara con las manos.
—Es un desastre, Gabriel. Quieren que vayamos a comer el
sábado, como si fuese una celebración.
Acabo deslizando las manos por las mejillas hacia abajo con más
fuerza de la necesaria. Se me debe de poner cara de uno de esos
perros que siempre parecen tristes. Gabriel me está observando.
—¿Tan terrible es? —pregunta.
«¡Es lo peor de lo peor!», quiero gritar. Pero claro, aunque sabe
que mis padres lo aprecian, dudo que sea consciente de hasta qué
punto lo adoran. Y, por motivos obvios, nunca le he contado que
cada semana me preguntan si ya somos pareja.
—Hombre, pues en un par de semanas me tocará contarles que
hemos roto— digo en cambio, como si fuese una gran molestia.
—Y tendrán una pequeña decepción y luego se les pasará —dice
con una sonrisa amable y tranquilizadora.
Oh, Gabriel, si tú supieras.
Suspiro de forma exagerada mientras me masajeo las sienes.
Todavía estoy intentando asumir el horrible dolor de cabeza que va a
ser esto, pero él lo interpreta como que me he calmado y estoy
viendo las cosas desde otra perspectiva.
—Venga, que no será tan malo —dice.
Como respuesta, resoplo con muy poca finura.
—Y será divertido —añade.
—¿Divertido? —Mi tono agudo es una buena muestra de cómo
me altero otra vez.
Ríe mientras me introduce el teléfono en el bolsillo del pantalón.
Será cabrón, me está tomando el pelo. Pero está tan guapo cuando
ríe así y me alegro tanto de que se le haya pasado el disgusto por lo
de su familia que soy en incapaz de seguir indignada. Me pongo en
jarras.
—Muy bonito, reírte a mi costa.
—Solo un poco. Me voy o no llego al gimnasio —dice mientras
empieza a alejarse. Hace un gesto de despedida por encima del
hombro con la mano—. Gracias por lo de esta tarde.
—Me debes un millón de euros —bromeo.
No contesta, claro, y sigue alejándose. Al menos puedo disfrutar
de una hermosa vista de su trasero perfecto.

—Adelante, ¡pasad!
Sábado. La una y media del mediodía. Tanto mi madre como mi
padre han venido a recibirnos a la puerta. Sonrientes, amables,
felices, como si fuésemos unos duques que les honran con su visita.
Mi madre da dos besos a Gabriel como si hiciese años que no lo ve.
Mi padre le da un apretón de mano que debe de romperle varios
huesos. A mí me abrazan como si fuese su hija predilecta. Nunca los
había visto tan orgullosos de mí.
—¿Qué les pasa? —pregunto a Ibai cuando entro en el salón y
me lo encuentro allí junto a Óliver, ambos con una copa de vermut
en la mano.
—Han perdido el juicio —sentencia Ibai.
—Solo están contentos por tu relación con Gabriel —interviene
Óliver.
Resoplo, molesta. He tenido otras parejas y nunca habían
reaccionado de esta manera. Ya sé que no debería sorprenderme
que estén contentos porque se trata de Gabriel, pero que estén tan
contentos… ¿No es un pelín excesivo?
—Venga, a comer, que ya está todo listo —dice mamá al entrar
en el salón; hace gestos para invitarnos a dirigirnos a la mesa ya
preparada.
Cuando la veo, el asombro está a punto de hacerme explotar la
cabeza. ¡La mesa está llena de canapés! Parecen sacados de un
restaurante de lujo.
—¿Y ese aperitivo? ¿Hemos adelantado la Navidad? —pregunto.
—Cariño, estamos contentos por vosotros dos —dice mamá con
suavidad, frotándome la espalda con afecto.
Ay, pobres, qué decepción van a tener.
Necesito alcohol. Necesito mucho alcohol.
—¿Dónde hay más vermut?
—Buena idea, vamos a brindar —dice mi padre, que acaba de
entrar en el salón charlando con Gabriel.
En menos de dos minutos, todos estamos de pie alrededor de la
mesa y tenemos una copa de cava en la mano.
—Por Sira y Gabriel. Nos alegra mucho el paso que habéis dado
en vuestra relación —dice mi padre antes de animarnos a que
choquemos las copas.
Todos lo hacemos, yo porque si no lo hago me da miedo
destapar la perdiz y Gabriel porque no quiere ser maleducado. Pero
veo que está desconcertado por la actitud de mis padres.
—¿Por qué os estáis comportando como si estuviésemos en
nuestra boda? —pregunto mientras dejo la copa de cava en la mesa
y le robo el vermut a Ibai. No me gusta el cava y necesito alcohol.
Me lo tomo de un solo trago, pero es excesivo y me da un ataque de
tos.
Mis padres ríen y nos invitan a empezar a comer. Cojo todos los
canapés en los que distingo algo de queso y me los empiezo a
comer de forma ansiosa.
—Qué bien que por fin formes parte de la familia, Gabriel —le
dice mamá.
Yo casi me atraganto con los tres canapés que tengo en la boca y
bebo un buen trago de vino para intentar ayudar a tirarlos para
abajo. Él contesta con una sonrisa educada, pero sigo viendo el
desconcierto en su expresión. Sigue sin ser consciente del nivel de
adoración de mis padres y no consigue comprender qué está
pasando exactamente.
—Sira es afortunada de tenerte —añade papá con complicidad.
La velocidad a la que mastico va disminuyendo a medida que una
desagradable sensación se instala en mi estómago. Que estén tan
orgullosos de mí por una pareja, que yo sea la afortunada de los
dos… Creía que todo este espectáculo era por Gabriel, pero empiezo
a sospechar que también tiene algo que ver conmigo. Pero mientras
que lo que refiere a Gabriel es, sin lugar a duda, positivo, en mi caso
me temo que más bien es negativo.
—Él también es afortunado, ¿no? —pregunto.
He dejado de comer y apoyo los brazos en la mesa para observar
bien a mis padres. Ellos ni se dan cuenta, están absortos eligiendo
canapés.
—Claro que sí. Pero por fin te has decidido a salir con alguien
que te hará mucho bien. Te centrará —dice mi padre. A su lado,
mamá asiente con mucho convencimiento.
Yo parpadeo un par de veces. Por fuera puede parecer que no
estoy reaccionando a las palabras de mi padre, pero si alguien
echara un vistazo al interior de mi cabeza, se encontraría a todas
mis neuronas chillando a la vez un descomunal «¿Quééééé?».
¿Cómo se pueden decir tantas cosas en tan pocas palabras?
Óliver carraspea con delicadeza.
—María, estos canapés están deliciosos. ¿Los has preparado
todos tú? —pregunta.
Mamá sonríe halagada y se dispone a contestar su pregunta.
—No, un momento —me adelanto—. Papá, ¿qué quieres decir
con eso de que por fin salgo con alguien que me hará mucho bien?
—Bueno, cariño… —empieza mi padre. Intercambia una mirada
con mi madre, buscando su apoyo—. Tus novios nunca han sido…
—El tipo de chicos que podían ayudarte a centrarte —termina mi
madre—. En cambio, Gabriel…
¿Es posible que a una persona se le caiga al suelo la mandíbula
por el asombro? Tengo la sensación de que está a punto de
sucederme.
—¿Estáis diciendo que necesito tener siempre a alguien a mi lado
para estar… más centrada? ¿Para ser mejor persona? —pregunto. Sé
que sueno incrédula y horrorizada a la vez, pero así es como me
siento.
—Siempre has sido caótica, cariño, pero está bien… —empieza
mi padre.
—¿Por qué no lo dejamos aquí? —interviene Ibai—. Creo que
papá y mamá no se están explicando bien.
—No, se están explicando a la perfección. —Río sin humor—. Al
parecer soy tal desastre que solo conseguiré mejorar si tengo a un
hombre a mi lado que… ¿Que qué? ¿Que tome las riendas de mi
vida?
—No, no, nosotros no hemos dicho eso —dice mamá con los ojos
muy abiertos.
—¡Pues suena a eso!
Grito más de lo que pretendía y todos dan un respingo. Tras una
pausa, papá hace un gesto pidiendo tranquilidad. Cuando vuelve a
hablar, lo hace con amabilidad:
—Sira, todos sabemos que te irá bien sentar la cabeza de una
vez.
Ibai farfulla algo que no entiendo y Óliver hunde los hombros. A
mi lado, Gabriel está tieso como una estatua. Pero no les hago caso
porque me está a punto de salir fuego por la boca, la nariz y las
orejas a la vez que una fuente de lágrimas amenaza con salir
despedida de mis ojos. ¿Esto es lo que mis padres opinan de mí?
Cojo mi copa de vino, pero solo es por tener algo en la mano
mientras proceso este descubrimiento. Duele tanto que me tienta
salir corriendo, pero me niego a hacerlo. No, esto no puede quedar
así.
—Vale, no puedo negar que de adolescente y los años de
universidad fui un poco tarambana. Y es cierto, empecé tres grados
y no acabé ninguno. Y sí, cambio de trabajo cada dos por tres. Pero
¿de veras todo eso justifica que tengáis tan mal concepto de mí?
¿Que creáis que no puedo valerme por mí misma? —estallo. Creo
que estoy gritando un poco, pero no lo sabría decir con certeza—. El
día que os dije que dejaba la universidad también os dije que iba
directa a buscar trabajo. Y lo hice. En cuanto pude, me independicé,
y desde entonces nunca os he pedido ayuda económica. Incluso de
más joven, nunca me metí en problemas. ¿Y ahora que estoy
saliendo con Gabriel por fin soy la hija perfecta?
Miro a Gabriel, que está serio, muy serio. Aprieta los labios y me
devuelve la mirada. Está llena de comprensión y pesar.
Quiero gritar. Quiero ponerme a gritar como nunca porque la
dolorosa realidad es que todo esto ha salido a la luz a raíz de una
mentira. Gabriel y yo no somos pareja y nunca lo seremos.
Ahora sí, ya duele demasiado.
—¿Sabéis qué? Si os gusta tanto, quedáoslo.
Abandono el salón, corro a recuperar mi chaqueta y mi bolso y
me largo de la casa dando un portazo.
Camino rápido por la calle. No sé a dónde voy. Tan solo sé que
necesito alejarme de allí cuanto antes. Joder, si es que no me lo
puedo creer.
—¡Sira!
Es Gabriel. Me giro un momento y lo veo correr hacia mí, pero no
me detengo.
—Espera, por favor.
Lo hago con desgana. No me veo capaz de mantener una
conversación civilizada. Solo conseguiré gritar, llorar o hacer ruidos
raros. Posiblemente lo haga todo a la vez.
Me alcanza y me estudia antes de hablar.
—¿Estás bien? —pregunta con suavidad.
—Genial, nunca he estado mejor —digo con la voz temblorosa y
los ojos brillantes por las lágrimas que amenazan con brotar. Incluso
sorbo una vez por la nariz.
Él hace el gesto de acercarse, pero se detiene. Duda, algo lo
retiene. Pero se decide y me abraza. Con un suspiro, me dejo
envolver por sus brazos y su cuerpo fuerte y cálido. Es tan
reconfortante que el estado turbulento de mis emociones parece
calmarse un poco. Me siento como en casa, siento que pertenezco
aquí… solo que no es así. El eterno recordatorio rompe el momento,
pero no me aparto. Soy débil y me gusta demasiado estar pegada al
cuerpo de Gabriel.
—Tus padres… —empieza a decir. Noto que la voz le vibra en el
pecho. Es agradable, pero está estropeando el momento.
—No quiero hablar de ellos ni oír hablar de ellos, ¿vale? —le
interrumpo.
—Creo que se sienten bastante mal… —intenta insistir, pero calla
cuando niego con fuerza con la cabeza.
—He dicho que no quiero hablar de ellos, Gabriel. No tienen
excusa y… No quiero saber nada de ellos. Ni ahora ni nunca más.
Y me quedo así, rodeando su cintura y la cara enterrada en su
pecho. Él suspira.
—Vale, si es lo que quieres —dice al cabo de unos segundos,
comprensivo.
En realidad, no sé lo que quiero. Mentira, sí que lo sé. Quiero
quedarme entre los brazos de Gabriel por siempre jamás, quiero que
la ropa que nos separa desaparezca. No quiero hacer frente al
mundo. Me estoy agobiando. La ansiedad está creciendo dentro de
mí como un monstruo. En momentos así, sé lo que me va bien. Y él
está aquí, tan cerca…
—¿Podemos ir a follar? —pregunto de sopetón.
Todos los músculos de su cuerpo se tensan y se queda inmóvil y
yo me doy cuenta de lo que acabo de hacer. Despego la cara de su
pecho para mirarlo, alarmada. Es cierto que cuando estoy así lo que
más me ayuda a desconectar y calmarme es el sexo. Lo siento, soy
así. Pero no debería habérselo planteado a él. Me está mirando, muy
serio, la mirada oscurecida. No tengo ni idea de lo que debe de estar
pensando, pero no puede ser nada bueno.
—Perdona, no sé en qué estaba pensando —digo, empezando a
apartarme. Después añado, aunque es mentira porque no me
apetece nada—: Usaré la aplicación de citas para buscar a alguien…
Sigue tieso, pero me sujeta para que no me aparte más. Lo miro,
sorprendida. Respira hondo, como si…
—Vamos a mi casa, está más cerca.
Ahora la que se queda inmóvil soy yo. ¿Acaba de decir lo que yo
creo? Observo su rostro, su expresión decidida. Sí, le he entendido
bien. Un cosquilleo me recorre de pies a cabeza. Respiro hondo,
excitada.
—Vamos —dice. Me coge de la mano y tira de mí en dirección a
un taxi que acaba de detenerse para dejar bajar a una pareja.
No estoy en el estado mental adecuado para reflexionar con
sentido común sobre lo que vamos a hacer, así que ni siquiera lo
intento. Ahora mismo, solo me centro en las sensaciones de mi
cuerpo. Y está… calentándose. El trayecto dura menos de diez
minutos y lo hacemos en silencio. Durante ese tiempo, todas mis
partes sensibles se van estremeciendo, una detrás de otra,
anticipando lo que está a punto de pasar.
Tampoco abrimos la boca cuando entramos en el portal de su
casa ni en el ascensor que nos conduce al tercer piso. Sigo sus
pasos por el rellano hasta su entrada, donde Gabriel introduce la
llave en la cerradura, empuja la puerta para que se abra y se hace a
un lado para dejarme pasar.
Entro en el piso y enseguida oigo que la puerta se cierra detrás
de mí. Dejo caer el bolso al suelo y me giro hacia él. Nos miramos
unos instantes… y empezamos a desnudarnos el uno al otro. Le
desabrocho los botones de la camisa y él los de mi blusa. Estamos
tan impacientes que nos cuesta. Madre mía, no recuerdo haber
estado nunca tan excitada, hasta el punto de sentirme a punto de
perder el control. Como la ropa no coopera, nos lanzamos a
besarnos mientras seguimos intentando arrancárnosla.
Con mucha más lentitud de la que a mí me gustaría,
conseguimos quedarnos desnudos; y entonces… Ah, entonces.
¿Queda muy crudo decir que Gabriel me da lo que necesito? Pero es
que es lo que hace. Me levanta en volandas hasta la cama, donde
me deja caer sin ninguna finura antes de entregarse a explorar mi
cuerpo sin demasiada delicadeza. Pero es que no quiero delicadeza.
Hoy necesito esto, pasión y fuerza y que me hagan gritar. Y cuando
por fin se hunde en mí con impaciencia, lo que se me escapa es un
suspiro agradecido, pero después consigue llevarme hasta las
estrellas.

Después de alcanzar las estrellas, solo queda una cosa: estrellarse


estrepitosamente contra el suelo.
Después de esta nueva locura que acabamos de cometer, Gabriel
ha entrado en el baño. Y, al quedarme sola, he empezado a darme
cuenta de que he vuelto a hacerlo. Puedo culpar a mis padres y mi
necesidad de desconectar y lo que sea, pero esto no puede ser.
Porque sí, mientras estoy acostándome con Gabriel siento que todo
es maravilloso (porque, admitámoslo, el sexo con él es increíble),
pero después llega la realidad con la que tengo que convivir la
mayor parte del tiempo. Gabriel nunca será mío, no como a mí me
gustaría.
Esto no puede ser. Necesito dejar de encontrarme en situaciones
que acaben provocando que nos acostemos. O que lo faciliten.
Gabriel sale del baño. Se ha puesto los calzoncillos. Me regala
una sonrisa despreocupada; creo que todavía está con el subidón
postsexo porque no parece preocupado por el hecho de haber vuelto
a acostarse con alguien que no es Andrea. O quizás ya ha superado
eso y empieza a estar cómodo con el sexo casual. Pero no puedo ser
su amiga con derecho a roce.
—Deja eso —le ordeno cuando se dirige a la ropa que hemos
dejado tirada por el suelo. Su mano se detiene a cinco centímetros
de la bola que es su camisa—. Sé que te mueres de ganas de
recogerlo todo, pero puedes contenerte. No pasa nada si alguna
cosa está desordenada un rato. O incluso unas horas. Ven a
descansar, anda.
Tras un momento de duda, echa una mirada inquieta a la camisa,
pero cede y viene a tumbarse a mi lado. En realidad, le estoy
tendiendo una emboscada porque necesito hablar con él. Voy a
fingir toda la despreocupación del mundo, pero debo hacerlo.
Me tumbo de lado y apoyo la cabeza en la mano para mirarle.
—Tenemos que cortar ya. Las cosas se están complicando
demasiado.
Qué orgullosa estoy de mí misma, lo he dicho como si todo esto
solo fuese una situación molesta y sin echarme a llorar.
Él acaricia la sábana con aire distraído. Conociéndolo, está
analizando con detalle si la farsa ha durado lo suficiente como para
tener a todo el mundo convencido. Asiente.
—Tienes razón. ¿Lo anunciamos el miércoles? —propone, y qué
mierda, porque lo nuestro nunca ha sido real, pero siento un
pinchazo de decepción—. Dejando claro que seguimos siendo
amigos.
—Genial. —Me levanto y empiezo a recoger mi ropa. Necesito
salir de aquí—. Me voy a casa.
—¿Quieres quedarte a comer?
—No, gracias. No tengo hambre y aprovecharé para limpiar. Esta
semana me toca el baño.
Es mentira, estoy muerta de hambre y esta semana yo me
encargo de la cocina y la he limpiado esta mañana. Me esfuerzo por
seguir fingiendo que todo está bien.
—¿Puedes hacerme un favor? —digo mientras me visto—. No
recojas tu ropa. Aunque te parezca que el mundo explotará si no lo
haces, déjala ahí hasta mañana. Y el lunes me cuentas cómo te ha
sentado.
No sé por qué se lo he dicho. Pero ahora que está hecho, sé que
será un buen ejercicio para él. Es demasiado cuadriculado con
algunas cosas.
Él frunce el ceño.
—Tú puedes, Gabriel. Nos vemos el lunes.
Encuentro el bolso en el recibidor y abandono el piso. Cuando
alcanzo la calle, me echo a llorar. Con discreción, pero lloro.
21

Gabriel

Oigo que la puerta de casa se cierra, pero sigo tumbado en la cama,


incapaz de reaccionar. Quizás debería haberle insistido para que se
quedara a comer. O para hablar de lo que ha vuelto a suceder. Pero
estoy agotado. No solo físicamente (el motivo es obvio), también
mentalmente.
Tener toda mi ropa tirada por el suelo de cualquier manera es
una pequeña tortura. Se está arrugando y ensuciando y altera el
orden controlado de mi piso. Es cierto, desde donde estoy no puedo
verla, pero sé que está ahí.
Sin embargo, no me animo a levantarme a recogerla, y no es por
el cansancio. El cansancio nunca me ha impedido recoger y ordenar
lo que haga falta. Es por Sira. No me apetece retar su petición; al
contrario, me apetece darle ese capricho. ¿Es un mero capricho? No
lo sé. Solo sé que la complacerá y para mí es suficiente.
En realidad, es absurdo que esté considerando el desorden de mi
piso como primera causa de lo que me tiene agotado. Las otras
cosas que han sucedido hoy son bastante más importantes.
En primer lugar, los padres de Sira.
Ella no se ha dado cuenta porque estaba demasiado alterada,
con razón, pero sus expresiones mientras ella explicaba hasta qué
punto la habían herido lo decían todo. Los padres de Sira e Ibai
adoran a sus hijos. Se han esforzado por ser los mejores padres
posibles y siempre los han apoyado. Así que ha sido bastante
desgarrador ser testigo de cómo se daban cuenta de que llevan
mucho tiempo infravalorando a su propia hija y que, por el camino,
puede que le hayan hecho más mal que bien. Hoy he comprendido
de dónde viene esa absurda costumbre de considerarse un desastre
andante. Sus padres nunca se lo habrán dicho de una forma tan
directa, pero los comentarios y gestos sutiles, a veces inconscientes,
también son poderosos y calan.
Tras la abrupta salida de Sira de la casa, no me he quedado
hablar con ellos. Me he disculpado y me ha faltado tiempo para ir a
buscarla.
Y ha sucedido la otra cosa.
Sira nunca ha escondido que le gusta mucho el sexo y que a
veces la ayuda a desahogarse. Es decir, que haya buscado sexo para
olvidar durante un rato lo sucedido con sus padres no me sorprende.
Lo que me sigue sorprendiendo es mi reacción. En cuanto ella lo ha
pedido, mi cuerpo se ha… activado. Como si gritara que sí, que
estaba más que a punto. Pero insisto, yo no soy así. Visceral. Me he
quedado bloqueado por la mezcla de excitación y desconcierto.
Hasta que ella ha dicho que se buscaría a otro en esa aplicación de
citas y una oleada de rabia inesperada me ha recorrido el cuerpo. Ha
sido como si encendiera un interruptor en mi cabeza que me ha
puesto en modo sexo… eh… superenérgico. Por describirlo de alguna
manera que no suene demasiado vulgar.
Y ha vuelto a ser bastante asombroso. ¿Cuándo ha sido así el
sexo con mis otras parejas? No sé si nunca ha pasado o si hace
tanto tiempo que lo he olvidado. Pero da igual, la cuestión es que no
me arrepiento, ni me siento mal, ni deseo que hubiese sido con
Andrea.
Creo que estoy empezando a superarla.
El pensamiento es… extraño. Me da mucha pena dejar atrás a
alguien que ha sido tan importante en mi vida. Pero, a la vez, es
liberador. Por fin.
¿Pero es prudente estar dando este paso adelante en mi vida a
base de acostarme con Sira sin que tengamos ningún compromiso?
Puede que ella no quiera un compromiso serio con nadie, pero aun
así. Cruzar ciertas líneas es peligroso.
Cuando se ha ido la he visto bien, pero no me libra de la duda. Y
para mí lo más importante sigue siendo preservar nuestra amistad.
Tengo que cumplir lo que le prometí después de la primera vez: que
no volvería a pasar.

—¿Qué tal te sientes después de haber dejado ropa tirada en el


suelo una noche entera? —me pregunta Sira el lunes en cuanto me
ve.
A pesar del verano tan caluroso que hemos tenido, el otoño ya
ha llegado y parece que será fresco. Hoy Sira lleva, encima de la
ropa, una gabardina que le estiliza todavía más la figura. Está muy
guapa. Incluso cuando frunce el ceño y entrecierra los ojos,
suspicaz.
—Me hiciste caso, ¿verdad? No te atreverías a recoger la ropa,
¿no?
—Para tu información, no, no la recogí.
—¡Muy bien, Gabriel! ¿Cómo te sientes? ¿Eres un hombre nuevo?
¿Te parece que el núcleo de la Tierra se ha desequilibrado y está a
punto de explotar?
—Muy graciosa, listilla. No, todo sigue igual, excepto que ahora
mi camisa tiene una cantidad de arrugas que da miedo. ¿Me la vas a
planchar tú?
—Ni de coña. ¿Pero has visto? Resulta que hay momentos en los
que puedes relajarte.
No pienso admitir que tiene razón. Tampoco le daré el placer de
confesar que he decidido hacer alguna prueba más para tomarme
las tareas de casa con algo más de calma. Que no esté todo
dispuesto de manera geométrica. Y un día de estos dejaré la cama
sin hacer, a ver qué pasa.
Tampoco le pregunto cómo está, si sabe algo de sus padres. Se
está comportando como si no hubiese pasado nada, cosa que
significa que no ha hablado con ellos y que está evitando pensar en
el tema. Necesita tiempo.
La entrada de un mensaje en el teléfono, que resulta ser de Saúl,
me despista. Me pide que el día siguiente vaya a casa de mis padres
a limpiar un poco. Esta semana, tanto él como papá están muy
liados con el trabajo y no podrán hacerlo.
Qué pereza. No el limpiar, sino el tener que volver a poner los
pies en casa de papá y mamá.
El resto del día intento no pensar demasiado en ello, pero no se
puede decir que lo consiga. Definitivamente, no quiero visitar el piso
de mi infancia y juventud. Durante un rato me planteo contratar una
agencia para que vayan ellos a limpiar e incluso llego a mirar
precios. Puedo permitírmelo. Pero acabo por sentirme culpable
porque, si hago eso, mi madre estará sola; conociéndola, no querrá
salir de casa mientras haya un extraño limpiándola.
Al final, decido que sí que iré y no pienso más en ello. Tampoco
pienso en que, dentro de pocos meses, voy a ser un no-tío.

El martes por la tarde, mi propia madre me abre la puerta.


—¿Estás sola? —pregunto, mosqueado. Creía que papá todavía
estaría con ella.
—Tu padre se ha ido hace tan solo cinco minutos, llegaba tarde a
una reunión. Puedo quedarme sola cinco minutos —asegura—. Pasa,
pasa.
Con el esfuerzo que parece costarle caminar desde el recibidor
hasta el salón, no estoy yo tan seguro de esa afirmación.
Intento que cruzar la puerta del piso no me afecte, pero no lo
consigo. Me impresiona bastante más de lo que preveía. Volver a ver
el espacio, sentir el olor típico de casa de mis padres, es como
recibir una bofetada. Apenas ha cambiado. Hay un mueble nuevo en
el recibidor, pero el resto sigue todo igual. En la cocina, lo único
nuevo es el hule que cubre la pequeña mesa. Y en el salón hay una
nueva, más sólida, pero el resto tampoco ha cambiado.
Mamá se deja caer en el sofá y me dirige una sonrisa cansada.
—Gracias por venir, Gabriel. Pero me sabe mal que vengas a
limpiar.
Me encojo de hombros. Aunque quisiera dirigirle la palabra,
ahora mismo tampoco sería capaz de decir nada.
—La casa no está tan atrasada. Con que pases la mopa y el
mocho es más que suficiente.
Asiento y me dirijo a la cocina, al armario donde solíamos
guardar todos los utensilios de limpieza. Sí, siguen guardándolos allí.
Mientras mamá ve no sé qué serie de Netflix, empiezo por barrer
y fregar el recibidor, la cocina y el salón. Es un piso pequeño, así que
no tardo mucho.
Después paso al lado de la casa donde están los dos baños y las
tres pequeñas habitaciones. En el pasillo me asalta una visión que
me provoca un estremecimiento. La pared sigue recubierta de fotos
familiares. La gran mayoría ya las tengo vistas. Las hay de cuando
mis padres acababan de casarse y yo todavía no había nacido.
Después hay muchas de Saúl y de mí, otras en las que estamos toda
la familia o algunas de los hijos a solas con papá o con mamá. Esas
últimas son de la época de las discusiones.
Estos últimos cuatro años han añadido nuevas imágenes a la
colección. Mis padres, sonriendo y arreglados en alguna fiesta. Saúl
y Alba, sonriendo a cámara en una y dándose un beso en otra. No
parece que me hayan echado mucho de menos, ¿no?
Paso la mopa por el pasillo a toda velocidad y entro en mi
antigua habitación decidido a terminar lo antes posible. Pero lo que
me encuentro… Tenía la silenciosa esperanza de que hubiesen
convertido la habitación en un despacho o en un pequeño gimnasio,
o incluso un trastero.
Pero no.
Está exactamente igual que como la dejé cuando me
independicé. Hay el mismo edredón sobre la cama, el mismo armario
enorme que convierte el pequeño espacio en atiborrado, la misma
estantería rebosante de libros, el pequeño y gastado escritorio
debajo del cual apenas me cabían las piernas, los pósteres de Monty
Python en la pared.
Me asalta un aluvión de recuerdos. Buenos recuerdos, malos
recuerdos. Todos pesan por igual y me abruman. Esto empieza a ser
demasiado. Enfrentarme a los recuerdos, a mi familia, a lo que
pasó… No puedo.
Agacho la cabeza y presto toda mi atención al suelo. Termino de
pasar la mopa y el mocho por las estancias que faltan y después me
siento en la mesa del salón con el teléfono en la mano. Me pongo a
ojear las noticias más ligeras que encuentro en los periódicos.
Deportes, prensa rosa, curiosidades científicas.
—¿Quieres tomar algo?
La voz de mi madre me sobresalta. Me está mirando desde el
sofá. Parece dispuesta a levantarse si le digo que sí, cosa que me
fastidia. Si se encuentra mal, ¿cómo se le ocurre pensar en servirme
algo?
—Estoy bien.
Las palabras me salen más secas de lo que pretendía y ella da un
respingo. Siento una punzada de culpabilidad, pero estoy demasiado
ofuscado y el mal ya está hecho.
—Tengo trabajo —miento, y vuelvo a concentrarme en los
artículos más superficiales que puedo encontrar.
No volvemos hablar. Cuando, más tarde, llega papá, me falta
tiempo para irme. Podría decirse que salgo huyendo del piso.
En la calle, respiro un poco mejor. No era consciente de hasta
qué punto estar ahí arriba me oprimía el pecho.
Mientras empiezo a caminar hacia la parada de autobús, entra un
mensaje de Andrea en el chat del grupo de amigos. Como soy así de
imprudente, lo leo al instante.
«Queridos, seguro que tenéis presente que, dentro de dos
semanas, podremos disfrutar de un magnífico puente de cuatro días.
He encontrado un hotelito al lado de la playa, tirado de precio, desde
el miércoles por la noche hasta el domingo por la tarde. Hay sitio
para todos y más. ¿Quién se apunta?».
Siento una punzada, no sé muy bien de qué, en el pecho. Quizás
es añoranza, o melancolía, o admiración. Siempre me ha maravillado
la capacidad de Andrea para decidir organizar cosas en el último
momento y superar el reto más que airosa. Igual que su propia
boda. Por lo que me contó su madre el día de la ceremonia, la había
organizado ella misma en un tiempo récord. Todos fuimos testigos
de que le salió fenomenal.
Ibai es el primero en contestar anunciando que él y Óliver ya
tienen planes. Después pide educadamente (aunque lo acompaña de
unos cuantos emoticonos de peinetas) que estas cosas se organicen
con más tiempo porque, si no, ellos dos nunca podrán asistir. Sin
embargo, el resto va contestando que están libres y se apuntan con
sus parejas. Yo contesto que también me apunto y guardo el
teléfono, del que me olvido.
En casa me cambio y salgo a correr hasta que tengo la sensación
de que vomitaré los pulmones. Más tarde, mientras ceno, me pongo
una película de Marvel para desconectar. En la cama, leo hasta que
me pesan los párpados. Pero en todo ese rato no consigo olvidarme
de mi familia. Ni, llegado el momento, de dormirme rápido.
Cuando despierto por la mañana, enseguida me doy cuenta de
que hay demasiada luz en el dormitorio. Anoche olvidé poner la
alarma y me he dormido. Mierda. Me falta tiempo para enviar un
mensaje a Sira para avisarla de que voy tarde y que no me espere.
«Vale. Anunciaremos que hemos roto a la hora de comer»,
contesta.
«OK», respondo rápido, aunque me da tiempo a descubrir que
tengo un mensaje de anoche de Andrea:
«¿Vendrás con Sira?».
No contesto porque tengo que vestirme y prepararme para salir a
toda prisa, pero una sensación desagradable se instala en mi
estómago. Anoche contesté sin darle demasiadas vueltas que me
apuntaba a la escapada, pero no valoré que ya me tocará ir solo.
Tendré que explicar que Sira y yo hemos roto y… Quizás es por la
situación con mi familia, pero no me siento con fuerzas de
enfrentarme a varios días así.
Tendré que cancelarlo, decir que me ha salido un imprevisto en el
trabajo. Acaban de ascenderme, será una excusa creíble. Sí, haré
eso.
Al mediodía, los de siempre nos encontramos en el comedor de
la oficina para comer. No son todos los compañeros, pero sí que hay
una buena cantidad. Es el lugar ideal para que Sira y yo hagamos
nuestro anuncio.
Cuando ya estamos con los postres, ella me mira de manera
significativa, asiente y carraspea.
—A ver, por favor, escuchadme todos —dice, elevando la voz para
hacerse oír por encima de las diferentes charlas—. Gabriel y yo
tenemos que contaros algo.
Se hace silencio en la sala de forma instantánea. La sensación
desagradable regresa a mi estómago y se expande por el resto de
mi cuerpo. El corazón me empieza a latir con fuerza. No estoy
seguro de que esto sea buena idea.
—¿Qué tenéis que anunciar? —pregunta Lucía, que incluso se
sonroja un poco por la emoción. Creo que no quiero saber qué debe
de estar pasando por su cabeza.
—¡Vais a casaros! —exclama Sergio.
Se oye un grito ahogado generalizado.
—¿Pero qué decís? Cómo se os va la pinza —ríe Sira.
—¡Estáis embarazados! —grita Lucía, que ahora ya se pone del
todo roja.
Ahora el grito ya no es ahogado, sino que todo el mundo suelta
un chillido bastante ridículo. Sira también enrojece y es incapaz de
poner freno al estallido de conversaciones alteradas.
Yo sigo sintiéndome mal. Esto es un error. No es un buen
momento para cortar nuestra falsa relación. Está lo de mi familia, y
mis amigos insistirán para que acuda al hotel, aunque sean uno o
dos días, y me tocará dar muchas explicaciones… Y también está lo
de los padres de Sira, ¿no? Tal y como están las cosas, si encima
tiene que contarles que hemos roto…
Sira consigue reponerse de la vergüenza y se hace oír por encima
de las alteradas voces.
—A ver, panda de histéricos, lo que os tenemos que anunciar no
tiene nada que ver con eso. Más bien os llevaréis una decepción,
pero está todo bien. —Coge aire antes de decir las palabras
definitivas—. La verdad es que Gabriel y yo…
Se interrumpe cuando le paso el brazo por los hombros y me
pego a ella. Las sillas en las que estamos sentados lo dificultan un
poco, pero mi ánimo mejora al sentirla contra mí. Sí, voy a hacer lo
correcto.
—Vamos a pasar el puente de octubre a un hotel de la costa con
mis amigos —digo.
Durante unos segundos, en el comedor reina el silencio. Sira me
mira con los ojos muy abiertos.
—Para anunciar eso no hacía falta hacerlo de manera tan oficial
—se queja Carla—. Nosotros pensando que ibais a darnos la noticia
del año… Qué decepción.
Todo el mundo empieza hablar a la vez para darle la razón y no
tardan en olvidarse de nosotros. Yo respiro aliviado. También me
siento un poco culpable porque estoy siendo egoísta. Estoy pidiendo
mucho a Sira. Aunque sigo pensando que he hecho lo correcto. Pero
por cómo me mira, parece que ella no está de acuerdo. Creo que
está planificando mi asesinato. Más me vale justificar bien lo que
acabo de hacer.
22

Sira

—¡¿Se puede saber qué mosca te ha picado?!


En cuanto hemos terminado de comer, me ha faltado tiempo para
arrastrar a Gabriel al armario donde ya nos encerramos una vez.
Miro a mi alrededor preguntándome si puedo cometer un asesinato
con material de oficina y salir impune. Por desgracia, no creo que lo
que tengo en mente sea viable solo con paquetes de bolígrafos o
blocs de notas, así que desisto.
Gabriel tiene la decencia de mostrarse culpable, pero me
enfurece que no parezca arrepentido.
—Lo siento mucho —dice, pasándose la mano por el cabello. Por
un momento diría que parece sorprendido de sus propias acciones,
pero eso no tiene sentido. Era perfectamente consciente de lo que
hacía—. Ayer Andrea envió un mensaje proponiendo lo del puente y
fui incapaz de decir que no.
—¡Pues escribe para decir que te ha surgido un imprevisto! —
exijo—. Lo de tu madre sería una excusa perfecta.
Se queda en silencio y mira el techo, pensativo.
—En realidad —habla poco a poco, pensando bien sus palabras
—, creo que lo que necesito es pasar todo el tiempo posible con
Andrea. Si estoy cerca de ella, viendo lo feliz que es ahora, ¿será la
manera de olvidarla de una vez por todas?
Lo dice así, preguntándolo, como si ni siquiera él estuviese del
todo convencido. Hay que joderse. Lo miro con los ojos
entrecerrados, pero él me devuelve una mirada tan insegura como
esperanzada. Y yo suspiro. Un enorme suspiro, no porque me rinda,
sino porque mi enfado va a más. ¿Cómo voy a decirle que no ante
algo así?
—Oye… Me he dado cuenta de que la idea de que la gente crea
que estás en una relación seria con alguien te horroriza bastante —
dice Gabriel.
Se me escapa una risita incrédula. ¿En serio cree eso? No sé si
yo soy muy buena actriz o él está muy ciego. Frunce el ceño ante mi
reacción, pero no le da más importancia.
—Sé que te estoy pidiendo mucho, pero con todo lo que está
pasando, lo de Andrea, lo de mi madre… Me estás ayudando tanto
que creo que nunca te lo podré agradecer lo suficiente. En cualquier
caso, te prometo que después del puente de octubre cortaremos.
Sin excusas.
Vuelvo a suspirar, esta vez de manera exagerada.
—Vale, pero que sepas que estoy muy enfadada contigo —digo
mientras le clavo el dedo índice en el pecho varias veces—. Hoy no
quiero saber nada más de ti. Más te vale pasar de mí el resto del
día.
Salgo del almacén y cumplo con mi palabra: paso de él el resto
del día.
Es extraño estar así de enfadada con Gabriel. Nunca había
pasado. Pero estoy tan furiosa que no me cuesta ignorarlo.
Esa tarde, al llegar a casa, me encuentro con Víctor en el
recibidor, poniéndose la chaqueta para irse.
—Hola, Sira —saluda la mar de contento. Es un hombre risueño,
pero hoy parece estar pletórico.
—Buenas tardes. ¿Qué ha pasado? ¿Tienes buenas noticias?
—Ya te lo contará Aissatou.
Víctor se va y yo entro curiosa en el salón. Me encuentro a Noa
sentada en el sofá, llorando, y a Aissatou también hecha un mar de
lágrimas a la vez que sonríe.
—¿Qué pasa? —pregunto alarmada.
—Víctor y yo nos vamos a vivir juntos —anuncia Aissatou.
—¡¿Qué?!
Me cubro la boca con las manos. ¡Qué fuerte! Hacía mucho que
Víctor le pedía que se fueran a vivir juntos, pero mi amiga es el
colmo de la prudencia. Al parecer, al fin se ha decidido dar el paso. Y
está más que feliz, me alegro muchísimo por ella. Pero a la vez…
Vamos a perder a Aissatou. Llevamos muchos años compartiendo
piso las tres y perder un miembro de nuestro grupo irrompible va a
ser duro. Seguiremos siendo amigas, claro que sí, hasta el infinito y
más allá, pero ya no estará en casa con nosotras. No será lo mismo.
—¿Ya tenéis piso?
Mientras Aissatou explica que todavía no, pero que ya han
empezado a echar un vistazo a los que hay en alquiler por esta
zona, suena el timbre. Abre Noa, que no tarda en reaparecer con un
paquete en las manos para mí.
—¿Y esto? —pregunto cuando me lo entrega, sorprendida por lo
que pesa—. No estoy esperando nada.
Cuando abro el paquete me encuentro con un señor queso. No
es un queso cualquiera. Es el de la quesería de los Pirineos donde
Gabriel tuvo que ponerme el freno para que no me llevase cinco de
golpe.
—¿No hay ninguna nota? ¿Quién te lo envía? —pregunta Noa,
curiosa.
—No hay nada, pero estoy un noventa y nueve por ciento
convencida de que es cosa de Gabriel —explico, acariciando la
superficie del queso. Debería seguir enfadada con él, pero confieso
que su gesto me ha conmovido. Y me doy cuenta de mi error
demasiado tarde. No debería haber compartido esa información.
—¿Gabriel?
Los ojos de Noa y Aissatou rotan hacia mí con la rotundidad de
cuatro potentes focos rastreadores.
—¿Por qué Gabriel te enviaría esto? —pregunta Aissatou.
Uf, a ver cómo lo explico yo.
—Eh… Puede ser que hoy me haya enfadado con él —explico sin
dejar de prestar toda mi atención al queso.
Hay una breve pausa durante la que siento el peso de las
miradas de mis amigas.
—Sira, habéis contado a todo el mundo que habéis roto,
¿verdad? —pregunta Aissatou. Su tono no anticipa nada bueno.
Sí, les conté lo que hoy íbamos a hacer Gabriel y yo para que
estuviesen orgullosas de mí. Estoy empezando a ver que quizá fue
otro error.
—Pues veréis, yo estaba en proceso de hacerlo cuando Gabriel
me ha interrumpido y ha anunciado que íbamos a pasar unos días
en un hotel de la costa con sus amigos.
—Y supongo que le has enviado a la mierda y le has dicho que
no.
No es que el tono de Aissatou no anticipe nada bueno, sino que
directamente es peligroso.
—Lo he intentado, ¿vale? —replico con un gesto de impotencia—.
Pero me ha pedido que eso sea lo último que hagamos y después
romperemos.
—Ay… —musita Noa.
—Sira… —empieza a decir Aissatou.
—Lo sé, ya lo sé…
—¿Por qué sigues haciéndolo?
—¿Cómo voy a negarle ayuda cuando la necesita? —me defiendo
como si fuese obvio.
Por algún motivo, a ojos de Aissatou esa es la respuesta
equivocada. De repente, parece furiosa.
—Aissatou… —dice Noa con suavidad. Es el tono que emplea con
nosotras cuando ve que nos estamos calentando y que podemos
acabar diciendo algo de lo que nos arrepentiremos. Normalmente
funciona, pero hoy es como si Aissatou ni la hubiese oído.
—¿Sabes qué opino de tu adorado Gabriel? ¿Quieres saberlo? —
pregunta, muy seria.
Algo me dice que no me gustará, pero no me da tiempo a
decirlo.
—Gabriel es un cabrón de tomo y lomo que se está
aprovechando de ti —sentencia.
Joder, es bastante peor de lo que pensaba.
—¿Pero qué dices? —exclamo.
—¿Ah, no? Dime, ¿por casualidad habéis vuelto a acostaros?
Me sonrojo al instante. No les he contado nada de lo que pasó el
sábado.
—No fue él quien lo inició, fui yo —aclaro.
—Ya, él solo pasaba por allí y le vino bien, ¿no? —me espeta.
—El sexo no tiene nada que ver con todo esto, ¿vale? Y, en
cualquier caso, deja de culparle, por favor. Gabriel no sabe que estoy
enamorada de él.
—¡Pues habla con él!
Doy un respingo por su grito. No me gusta que me hable así ni
que estemos volviendo discutir lo mismo otra vez.
—Ya lo hemos hablado mil veces, Aissatou —le recuerdo, tensa—.
No soy su tipo. Si le confieso mis sentimientos, lo perderé como
amigo.
Hace un gesto de impaciencia o de desesperación, no estoy
segura.
—Estoy harta, Sira. ¿Cuándo empezarás a valorarte? Si no eres el
tipo de Gabriel, es que es un gilipollas que no te merece y deberías
pasar de él.
—Ostras, Aissatou, deja de echarle las culpas.
—¡Y tú deja de defenderlo! Gabriel no es perfecto. Deja de
pensar que no hace nada mal. Con toda esta mierda de Andrea lo
único que está haciendo es mirarse el ombligo. ¡Y tú le sigues la
corriente como un perrito faldero!
Sus acusaciones acaban de encenderme del todo. ¿A qué viene
esa agresividad? ¿Quién coño se ha creído que es?
—Mira, ¿sabes qué? No tengo por qué aguantar esto.
—Chicas… —interviene Noa con tono urgente.
Supongo que no le cuesta ver lo que vendrá a continuación, que
es que estallo y grito:
—¡Así que déjame en paz de una vez!
—¡Con mucho gusto! —replica Aissatou, también a gritos.
Cada una se dirige a su habitación y nos encerramos dando un
portazo. Soy consciente de que hemos dejado a Noa sola en el
salón, pero soy incapaz de hacer nada al respecto. Las manos me
tiemblan de la rabia y no puedo dejar de pensar en lo insensible que
se ha mostrado Aissatou. Vaya huevos que tiene, qué fácil es juzgar
a los demás.
Esa noche no ceno y, por la mañana, me levanto muy temprano
para no tener que cruzarme con nadie por el piso. Me sabe mal por
Noa, pero es que sigo furiosa con Aissatou. No solo por todo lo que
dijo, también por habernos puesto en esta situación. Nunca
habíamos discutido así. Alguna vez hemos tenido pequeñas
discusiones, pero nada parecido a esto.
Llego tan temprano a la oficina que, durante un buen rato, soy la
única que está allí. Hasta que llega alguien que no me esperaba.
—Gabriel —digo sorprendida cuando lo veo asomarse por la
puerta de mi despacho—. ¿Qué haces aquí tan temprano?
Se queda en el umbral, indeciso, como si no supiera si puede
acercarse a mí o no. Parece preocupado.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—Anoche recibí el queso. Es un buen regalo de compensación.
—¿Pero estás bien? —insiste.
Vaya, se ha dado cuenta de que he intentado evitar contestar a
su pregunta.
—Sí —miento, encogiéndome de hombros—. ¿Y tú? ¿Qué te
pasa?
Rasca algo en el marco de la puerta. Sospecho que solo debe de
ser una mancha imaginaria.
—Cuando esta mañana me has enviado el mensaje para que no
te esperara… He pensado que quizá me estabas evitando.
No puedo evitar sonreír, aunque sin muchas energías, al ver su
preocupación. Es mono.
—No es eso, puedes estar tranquilo. Es que… Ayer discutí con
Aissatou. Fue… feo.
Alza las cejas, muy sorprendido.
—¿Y eso? ¿Qué pasó?
—Nada, cosas de compañeras de piso. No te preocupes por ti y
por mí, estamos bien. Tengo mucho trabajo, esto me ha venido bien
para venir a avanzar cosas —vuelvo a mentir. Tengo el mismo
trabajo de siempre, pero me sirve de excusa para volver a
concentrarme en mi ordenador. Si sigo enfrentándome a la expresión
preocupada de Gabriel, me vendré abajo—. Nos vemos más tarde en
la cocina, ¿vale?
Todavía duda unos instantes, pero finalmente opta por no insistir.
Se va y yo respiro hondo.
23

Sira

El resto de la semana es una mierda. En la oficina funciono como


una autómata zombi. Me gustaría poder decir que mi trabajo me
ayuda a no pensar en todas las cosas que van mal en mi vida, pero,
por desgracia para mí, no es así. Estos días lo aborrezco más que
nunca y me cuesta un esfuerzo sobrehumano que los demás no se
den cuenta. La realidad me golpea con fuerza: mi inconstancia ha
vuelto a entrar en acción y me grita que me he cansado de organizar
bodas.
En casa, Aissatou y yo no nos dirigimos la palabra. Cada vez que
nos cruzamos me dedica una mirada enfadada y, como respuesta, yo
me enfado al momento. La situación me sabe mal por Noa, que va
hablando con las dos por separado y, de vez en cuando, intenta
juntarnos. Propone que vayamos las tres al gimnasio, o que
preparemos la cena juntas, o que nos sentemos a ver una película
en el sofá, pero nosotras encontramos una excusa u otra para no
hacerlo.
Así que mis días se resumen en ir a trabajar temprano, trabajar,
volver a casa para encerrarme en la habitación y dormir. No sé qué
me ocurre, pero me pasaría el rato durmiendo. Todas las horas que
estoy despierta, voy bostezando y deseando que llegue el momento
de acostarme.
En cuanto a Gabriel… No me quedan fuerzas para intentar fingir
ser la Sira divertida y despreocupada de siempre. Después del
primer día, desiste de seguir preguntándome qué ha pasado con
Aissatou y qué puede hacer para ayudarme. Teniendo en cuenta que
mi respuesta siempre es que solo estoy cansada y que no se
preocupe, no hay mucho más que pueda hacer. Pero veo en las
miradas inquietas que me dedica que está desconcertado y
preocupado. Me sabe mal, pero a mí lo que me gustaría es que
mundo entero me dejase en paz.
Por desgracia, el mundo tiene otros planes.
El viernes como tarde y acabo quedándome sola en el comedor.
Estoy admirando la forma perfecta e idéntica de todos los granos de
arroz de mi ensalada cuando alguien se sienta repentinamente
delante de mí. Me llevo un susto del copón.
—Joder, Carla —farfullo cuando veo de quién se trata. Ella sonríe
con astucia.
—Soy sigilosa como un gato.
—O como un pulpo.
—No, me temo que no tengo ventosas en las manos.
—¿Estás diciéndome que sí tienes bigotes de diez centímetros?
Carla ríe.
—Venía a decirte que estoy preocupada por ti, pero veo que al
menos mantienes el sentido del humor.
—¿Preocupada por mí? —digo, haciéndome la sorprendida.
—Ajá —dice ella con cara de no tragarse mi intento de
despistarla.
Se me escapa un suspiro. Si intento seguir convenciéndola,
podemos estar aquí hasta mañana.
—Estaré bien, solo estoy pasando por unos días tontos.
Una de las cosas que me gustan mucho de Carla es que sabe
leer muy bien entre líneas. Tras observarme unos instantes, asiente
y se pone en pie.
—Si necesitas hablar ya sabes dónde estoy, ¿vale? No lo olvides.
—Gracias, Carla.
Mi agradecimiento es sincero y aumenta de forma generosa
cuando me deja sola.
Después, el mundo sigue con sus propios planes y esa misma
tarde, cuando llego a casa, me encuentro a mi hermano
esperándome en la calle.
Ah, es cierto, que llevo desde el sábado ignorando las llamadas y
mensajes de toda la familia, Óliver incluido, cosa que me ha causado
mucha culpabilidad; me ha hecho sentirme al nivel de una persona
capaz de dar una patada a un cachorrito.
Cuando me ve, Ibai cruza los brazos delante del pecho, frunce el
ceño y se me queda mirando mientras me acerco. Y así se queda,
incluso cuando llevo varios segundos plantada ante él. Al final hago
un gesto de derrota con las manos.
—Ahora no me apetece hablar, Ibai.
—Me importa un comino. Papá y mamá llevan días intentando
hablar contigo.
Como si no me hubiese dado cuenta. ¿Se cree que no he visto
las decenas de llamadas perdidas en mi teléfono? Suspiro. Estoy
cansada, muy cansada. Ahora mismo, solo quiero meterme en la
cama.
—Pero yo estoy liada y no me apetece hablar, ¿vale?
La voz me tiembla un poco al hablar y su expresión se suaviza.
—Están hechos polvo, Sira. Y no me parece que tú estés mucho
mejor.
Creo que lo prefería enfadado. Su gesto comprensivo me pone al
borde de las lágrimas.
—Si es que no hay nada más que hablar. Total, tienen razón.
¿Sabes que estoy pensando en cambiar de trabajo otra vez? He
vuelto a cansarme. Soy el mismo desastre de siempre, inconstante…
—Llevas diez años enamorada de Gabriel, no te llames
inconstante.
Creo que, durante un minuto, lo único que consigo hacer es
boquear como un pez al que le falta el aire. En mi caso, no me estoy
ahogando, pero sí que me he quedado sin palabras.
—¿Qué? —grazno de forma muy poco elegante.
¿Mi hermano lo sabe? Me recorre una oleada de terror. Si él lo
sabe, ¿quién más lo sabe? ¿Gabriel?
—No, Gabriel no es consciente de ello —dice Ibai, leyéndome la
mente—. Está demasiado ocupado lamiéndose las heridas por lo de
Andrea.
Arg, abogados. ¿Cómo se dan cuenta de todo? O quizá solo es
que Ibai tiene una capacidad de observación que da mucha rabia.
Pero no sé de qué me sorprendo, siempre ha sido así.
Creo que por fin comprendo por qué se comportó de esa forma
tan extraña después de contarle la farsa que íbamos a llevar a cabo.
Pero da igual lo que yo entienda o deje de entender, porque en estos
momentos no cambia nada.
—No tengo fuerzas para hablar ahora de esto —digo con
absoluta sinceridad—. ¿Podemos hacerlo otro día?
—El martes. Vamos a cenar. Solos tú y yo. —Cómo no, no es una
propuesta ni una petición, es una orden.
—Ibai, no sé si el martes me apetecerá hablar —replico, negando
con la cabeza. No pienso ir.
—No hace falta que hablemos de nada que no quieras. Pero al
menos ven a cenar conmigo. Te invito al japonés ese tan caro que
tanto te gusta.
—Chantajista —resoplo.
—No, solo te ofrezco un trato.
Conociéndolo, si rechazo la invitación es capaz de no volver a
llevarme allí nunca más. Y ese restaurante me encanta. Qué débil
soy.
—Vale, nos vemos el martes.
—Ven aquí.
Ibai se acerca y me da un beso en la sien y un breve abrazo que
están a punto de conseguir que me derrumbe. Por suerte, no los
alarga mucho y, sin despedirse (para variar), me da la espalda y se
aleja.
Suspiro y entro en casa para esconderme en mi habitación. Total,
mañana tengo una boda y me toca madrugar.
Y así sigue mi vida, arrastrándome por los días.
El martes, todo el amor fraternal que pudiese sentir por mi hermano
se esfuma cuando entro en el saloncito privado que ha reservado en
el restaurante japonés.
Ibai no está solo, mis padres también están allí.
En cuanto me ven, se ponen en pie. Ibai no. Él me aguanta la
mirada fulminante que le dirijo, como si me estuviese diciendo:
«¿Qué? ¿Qué vas a hacerme? Atrévete conmigo, enana».
—Sira, cariño, no te vayas —me pide mi madre, que al parecer
también me conoce muy bien. Es exactamente lo que estaba
pensando en hacer.
Sujeta un pañuelo entre las manos y lo retuerce con nerviosismo.
Mi padre se ha apoyado en el respaldo de la silla y tiene los nudillos
blancos de la fuerza con la que lo aprieta.
Al verlos así, me ablando. Supongo que algo cambia en mi
postura, porque parece que se calman un poco. Mamá da un paso
hacia mí.
—Sira… Sentimos mucho todo lo que dijimos el otro día. Fue muy
injusto y no te lo merecías.
Vale, parece que no voy a conseguir aguantar las lágrimas.
Intento sacármelas con un gesto rápido.
—Solo lo decís porque no queréis que esté enfadada con
vosotros. —Me daba miedo sonar como una niña pequeña, pero creo
que he conseguido parecer una mujer adulta enfadada y herida.
—No —dice mi padre con tanta firmeza que todos nos giramos
para mirarlo. Se está esforzando por encontrar las siguientes
palabras. Nunca se le han dado bien este tipo de conversaciones—.
Estamos orgullosos de ti. Da igual si tienes pareja o no, o si vas de
un trabajo a otro. Estamos orgullosos de ti.
—Iluminas a los que tienes a tu alrededor, Sira —interviene mi
madre—. Creo que no sabes a qué me refiero ni te lo creerás
mucho, pero es así.
—Queremos que seas feliz —interviene de nuevo mi padre.
—Lo hemos estado hablando estos días —sigue mi madre—. Es
lo único que queremos para ti y para Ibai, que seáis felices. Sí, como
padres siempre querremos que os vayan muy bien las cosas
económicamente, que tengáis la vida solucionada y que nunca os
pongáis enfermos, pero en el fondo lo que nos da más tranquilidad
es veros felices. Y quizás nos hemos dejado engañar, porque hace
tiempo que tenemos la sensación de que tú no te sientes así, feliz. Y
a la vez tememos que nosotros, con comentarios desafortunados,
hemos provocado que no te sientas suficientemente buena.
«Es que no lo soy», quiero decir. No consigo ordenar mi vida y,
con treinta años, a menudo todavía me siento como si estuviese
volviendo a empezar.
Sin embargo, no lo digo en voz alta.
—Gracias —digo en cambio, y abrazo a mis padres y lloro un
montón y creo que consigo que se crean que estoy mejor. Con ellos
sí que lo estoy. ¿Qué padres son capaces de plantarse ante su hija,
disculparse así y decirle cosas tan bonitas? Soy afortunada de
tenerlos.
Por desgracia, yo sigo siendo yo, la Sira de siempre.
24

Gabriel

Es una suerte que esté solo en el nuevo despacho que ocupará el


Departamento de Eventos Corporativos Internacionales. Si tuviese
compañía, ya habría despedido a cuatro o cinco personas.
Estoy de muy malhumor y cada día que pasa va a peor.
No tiene nada que ver con el trabajo. Es por Sira.
Creo que la estoy perdiendo.
Su estado anímico es raro. Parece triste y enfadada a la vez y
está distante conmigo. Bueno, en realidad, está distante con todo el
mundo.
Al principio pensaba que era por la discusión con sus padres,
pero por lo que me contó, su hermano le tendió una emboscada: sus
padres estaban en el restaurante donde habían quedado para cenar
y se disculparon con ella. Hicieron las paces. Me dijo que todo
estaba bien.
Podría ser por su pelea con Aissatou. No he conseguido que me
dé más detalles sobre lo sucedido. En cualquier caso, por lo que sé,
siguen enfadadas. Nunca las había visto así. ¿Sobre qué habrán
discutido que es tan grave? Es algo tan extraño en ellas que no me
sorprende que Sira esté tocada. Pero tanto que incluso repercuta en
todos los compañeros de la oficina y en mí…
Hay algo más.
¿Podría ser por pasar el puente de octubre con mis amigos?
Pero ¿por qué la entristecería tanto? Ella no quiere que la asocien
con una relación y yo le he pedido que alarguemos el paripé un poco
más. Se enfadó, y con razón, ¿pero de dónde sale ese nivel de
desánimo?
Que no confíe en mí me está matando. Hace tiempo que nos lo
contamos todo. Cualquier motivo de aflicción lo compartimos y nos
apoyamos en el otro para superarlo. Pero ahora Sira me está
rehuyendo.
Aprovecho la soledad de mi despacho para coger el teléfono y
buscar el contacto de Noa. Quizás podría preguntarle si sabe qué
pasa, si puede darme detalles sobre la discusión con Aissatou.
Mi dedo duda sobre el botón de llamar durante casi un minuto
hasta que lanzo el móvil sobre la mesa con frustración. No puedo
hacer esto. Sería una intromisión en la intimidad de Sira. Es
excesivo, da igual lo preocupado que esté. Además, si algo
caracteriza a esas tres amigas es lo leales que son las unas con las
otras, así que dudo que Noa me cuente nada.
Para intentar consolarme, me digo que seguro que en los
próximos días la cosa mejorará. Recuperaré a la Sira de siempre.
No podía estar más equivocado.
No es que vaya a peor, pero se mantiene igual. Quizá habría
quien lo viera como algo positivo, pero para mí es un martirio. Estoy
empezando a desear como agua de mayo que llegue el miércoles
por la tarde para que podamos irnos al hotel de la costa. Estaremos
en compañía de Andrea, Isaac y el resto del grupo de amigos, pero
espero que estos días juntos nos den la oportunidad de hablar y
aclarar las cosas, que Sira confíe en mí y me deje ayudarla.
Es curioso. No hace tanto tiempo (de hecho, tan solo unas pocas
semanas), estaría temiendo el momento de llegar allí y ver a Andrea.
Llevo dos años temiendo y queriendo verla, pero ahora… Nada.
Supongo que mi preocupación por Sira está enmascarando todo lo
demás.
Ya queda menos.

—Deléitame con tu elección final de candidatos, por favor —dice


Max el martes por la mañana. Es el día límite que nos marcamos
para decidir a qué dos personas contrataremos inicialmente para el
departamento.
A pesar del malhumor que me acompaña estos días, no puedo
evitar sonreír al ver su ansia por saber a quién he elegido.
—Diego y Leire —anuncio sin florituras. Sira se habría hecho la
misteriosa un rato y le habría hecho sufrir, pero me temo que yo no
soy así.
El rostro de Max se ilumina con una amplia sonrisa. Diego y Leire
son los candidatos por los que se mostró tan a favor desde el
principio. Él es el dios nórdico que hace suspirar a más de media
oficina, Sira incluida. Es una reacción absurda y que me molesta un
poco, pero Diego me sigue pareciendo el mejor candidato al lado de
Leire.
Espero no arrepentirme de la elección.
—Genial, pues te dejo que los llames y luego ya los contactaré
para poner en marcha todo el papeleo —dice Max antes de
abandonar el despacho, silbando muy satisfecho. Es raro, nunca le
había visto tan emocionado por la contratación de nuevos
empleados.
Esa tarde, al salir de trabajar, voy directo a casa de mis padres
para recoger a mamá e ir a pasear. Pero en el portal me encuentro
con una sorpresa. Saúl está allí. Lo saludo con un gesto de la
cabeza, extrañado.
—Creía que tenías que trabajar.
—Sí, pero al final he podido escaparme. Ya me quedo yo, puedes
irte —dice con un tono que roza el desdén.
—¿Por qué no iba a quedarme? —digo, molesto—. Acordamos
que esta tarde acompañaría yo a mamá.
—Pensaba que te alegrarías, Gabriel. Te estoy dando la
oportunidad de librarte de la carga. Ya puedes salir corriendo,
aprovéchalo. —El tío incluso hace un gesto con la mano para que me
vaya largando.
Vale, ahora estoy oficialmente enfadado. Me muerdo el labio en
un intento de frenarme antes de espetarle una tontería, pero el dolor
del mordisco solo consigue cabrearme más.
—Saúl, ¿qué quieres de mí?
Él ríe sin humor, despectivo.
—¿De verdad necesitas que te lo explique? Mamá está fatal, ¿tú
la has visto? Y ni siquiera saben qué le pasa. Podría morirse en
cualquier momento y tú estás haciendo lo mínimo, solo lo que te
pedimos. Compañía por aquí, compañía por allá y luego a salir
corriendo —me espeta—. Ella no lo cuenta, pero sé que cuando
estás con ella apenas le diriges la palabra. Después de verte se pasa
horas hecha polvo. Debería darte vergüenza estar comportándote
así. Además, ¿por qué? ¿Por una cuestión de orgullo?
Las palabras de Saúl son como bofetadas, pero las últimas me
enfurecen. Tengo que contenerme para no propinarle un empujón.
—¿Orgullo? ¿Crees que esto es una cuestión de orgullo? Se nota
que no recuerdas lo que fue estar en casa con esos dos mientras
discutían —le devuelvo, acercándome a él—. No, claro que no lo
recuerdas. Me aseguré de que te enteraras lo menos posible. Si llego
a saber que acabarías diciéndome estas mierdas, me lo habría
pensado antes de protegerte.
Mi cólera va a más al notar que se me humedecen los ojos. Me
aparto y parpadeo con fuerza, rabioso. No pienso verter ni una sola
lágrima.
—¿Eso es lo que crees, que no recuerdo lo que hiciste por mí? —
pregunta Saúl entre incrédulo y sorprendido.
—Ah, ¿ahora resulta que sí que lo recuerdas? Pues comprenderás
que esté cabreadísimo con papá por ser incapaz de controlar la polla
y con mamá por perdonarle una vez detrás de otra, a pesar de lo
que nos supuso a nosotros.
—¡¿Y por qué me castigas a mí por lo que hicieron ellos?!
El grito de Saúl me sobresalta, pero me sobresalta aún más ver
que tiene los ojos húmedos.
—¿Castigarte? —Ahora el sorprendido soy yo.
—Joder, Gabriel. Perdí a mi hermano mayor de un día para otro
por intentar entender a mamá y papá. Sí, lo llevaron fatal y fue una
mierda, pero… De ahí a hacerme el vacío… ¿Cómo te puede resultar
tan fácil dejar de querer a alguien?
Sus palabras son como una nueva bofetada. Durante unos
instantes, soy incapaz de decir nada. Me aprieto los ojos con fuerza.
Ver su dolor me está desgarrando. Por un momento vuelvo a ver a
ese niño pequeño que tanto dependía de mí. Pero mi enfado sigue
ahí, mi propio dolor sigue ahí.
—Saúl, no eres el único que perdió a su hermano de un día para
otro. Me pasé años protegiéndote de toda esa mierda y cuando la
verdad salió a la luz… tú te pusiste de su parte sin parpadear.
¿Sabes lo que fue eso?
—Gabriel, son papá y mamá. No puedes…
—No —lo interrumpo.
Esto es más de lo que puedo soportar. La culpabilidad por haber
abandonado a mi hermano se mezcla con el dolor por su traición y el
enfado hacia mis padres por su comportamiento.
Saúl ya no me mira enfadado como todos estos días. Ahora está
desconsolado.
Tengo que irme.
Y eso es lo que hago. Le doy la espalda y me alejo del lugar que
tan malos recuerdos me trae.
Quedan menos de veinticuatro horas, pero, por favor, que llegue
ya la tarde del miércoles. Solo puedo pensar en salir de la ciudad
junto a Sira. Ojalá en el hotel no tuviésemos que estar en compañía
de conocidos. Lo único que me apetece es estar a solas con ella.
25

Gabriel

—¿Qué tal las bodas que estáis preparando ahora?


—Bien, lo de siempre —contesta Sira, encogiéndose de hombros,
sin apartar la mirada del paisaje más allá de la ventanilla.
Llevamos media hora de viaje en el coche alquilado, camino del
hotel, y mis esperanzas de que estos días sirvan para recuperarla se
están esfumando a velocidad alarmante. Estoy intentando entablar
una conversación desde que la he recogido en su casa y estoy
recopilando un fracaso detrás de otro. Contesta a todas mis
preguntas con monosílabos o pocas palabras, sonríe con pocas
ganas y se queda ensimismada mirando por la ventana.
Suspiro para mis adentros. «Todavía te quedan varios días», me
recuerdo. Es cierto, es demasiado pronto para estar tirando la toalla.
Tenemos cuatro días por delante, hay tiempo.
Me rindo, por ahora, y dejo que el silencio reine en el coche. El
problema es que entonces mi cabeza va directa a recordar la
conversación, o más bien discusión, sobre la que menos me apetece
pensar. La expresión desolada de Saúl regresa a mí una y otra vez,
torturándome.
No, no puedo permitirlo. Tuve motivos para enfadarme en ese
momento y sigo teniéndolos ahora. Que les den a todos.
Estiro la mano hacia la radio para encenderla. Necesito una
distracción.
Los gritos desgarrados de un hombre inundan el coche, dándome
un susto de muerte.
—¡Cuidado! —grita Sira cuando doy un volantazo.
A la vez, los dos nos apresuramos a aporrear la radio para
apagarla, con tan buena fortuna que ella la apaga y una milésima de
segundo después yo la enciendo. Los gritos vuelven a empezar.
—¡Yo me encargo! —grita Sira. Me sujeta la mano para
asegurarse de que no toco la radio y se encarga de bajar el volumen
—. Madre mía, ¿pero quién escucha esto?
Al parecer, a la persona que alquiló el coche antes que nosotros
le gusta escuchar emisoras de heavy metal a todo volumen.
—Hay gustos para todo —comento.
—Ya, pero un poco más y me explota la cabeza del susto.
Imagínate, todas las ventanas llenas de trocitos de cerebro.
Tendríamos un accidente porque no verías nada.
Me río ante la muestra de humor negro y mis esperanzas renacen
de golpe. Sira me está mirando, sonriendo. Yo le devuelvo la mirada
mientras mis ojos vuelven una y otra vez a la carretera. Y en el
proceso veo cómo, en cierto momento, parece darse cuenta de algo.
Su sonrisa se va apagando hasta desaparecer y acaba por girarse de
nuevo hacia la ventanilla.
Maldita sea, qué poco ha durado.
Por suerte, el viaje no se alarga mucho más. Para variar, Andrea
ha conseguido un alojamiento turístico de alta categoría a un precio
más que asequible. No sé cómo lo hace. Ni siquiera cuando salíamos
sabía cómo lo hacía. Conoce a mucha gente y cae bien a todo el
mundo, y como tiene tantos seguidores en redes sociales eso le
facilita las cosas, pero a la vez parece tener un sexto sentido para
saber cuándo es el momento adecuado para llamar a un sitio y
conseguir el mejor precio posible.
—¿Seguro que nos pasaron bien el precio? —pregunta Sira
observando el hotelito. No es muy grande, pero luce. El edificio
principal es de estilo mediterráneo, de paredes blancas y techo de
tejas de terracota. Es sencillo, pero con pequeñas decoraciones aquí
y allá que embellecen el conjunto. Pero lo que más impresiona es
que el recinto completo descansa al borde de un pequeño
acantilado. Al fondo, el mar Mediterráneo, acogedor como siempre.
—Sí —contesto a la pregunta—. Ya sabes, la magia de Andrea.
Sira está sacando su chaqueta de la parte trasera del coche y me
dedica una sonrisa triste.
—La magia de Andrea —repite.
La miro, confuso. Acaba de pasar algo, pero no sé el qué y me
siento como un idiota.
—¿Qué…? —empiezo a preguntar, pero ella me interrumpe.
Podría ser accidental, pero tengo la sensación de que no lo es.
—Venga, vamos, que por lo que has dicho debemos de ser los
últimos, ¿no?
Parece que se ha animado de golpe, pero la conozco lo suficiente
como para saber que finge. Y ya se está alejando. Suspiro, cojo mi
maleta y sigo sus pasos hacia el hotel.
Cuando entramos, nos topamos con una imagen que no
esperaba: un grupo de gente en bañador y, en algunos casos, en
albornoz. Sí, son mis amigos. Alicia, Juanjo, Enzo, Marta, Amaya, sus
parejas, Isaac, Andrea y otra pareja que no conozco (pero que
deduzco que se trata del hermano de Isaac y su mujer porque
también iban a venir) nos miran y sonríen. Bueno, todos menos el
supuesto hermano de Isaac y su esposa, que no sé si están
aburridos o les fastidia estar aquí.
—¡Por fin! —exclama Andrea, acercándose a darnos dos besos.
La miro, esperando sentir la misma impresión de siempre. Ha
pasado tantas veces que la espero de forma automática. El vuelco
en el estómago, la añoranza, el anhelo, la melancolía y, finalmente,
la tristeza por haberla perdido.
Pero hoy… no hay nada. Tan solo me alegro de verla, igual que al
resto.
Mmm, interesante.
Nos sumergimos en un pequeño caos de saludos, besos, abrazos
y encajes de manos, y la presentación del hermano de Isaac y su
mujer, Edu y Maite, de los que ahora no tengo dudas que preferirían
estar en cualquier otro lugar excepto aquí. Mientras me estoy
preguntando que para qué han venido entonces, descubro que Sira
se está escabullendo hacia nuestra habitación. Al parecer, Andrea ha
conseguido que le dieran una llave para cada uno y podemos pasar
más tarde a identificarnos.
—Habitación 107 —me dice, tendiéndome mi llave—. ¡Venga, os
esperamos en la piscina cubierta!
Me apresuro a seguir los pasos de Sira. Cuando entro en la
habitación, su maleta está abierta encima de la cama y ella se ha
encerrado en el baño. Supongo que ya se estará cambiando.
Yo también deposito mi maleta encima de la cama, la abro y saco
el bañador y las chancletas. En ese momento, la puerta del baño se
abre. Cuando Sira emerge de la estancia, mi cerebro vuelve a
renquear, igual que el día de la playa. O quizás esté amenazando
con cortocircuitarse y explotar en aparatosas llamas. Lleva puesto
ese bikini verde tan diminuto que le queda tan bien y que… me
gusta tanto.
«Me gusta tanto» es un eufemismo para no decir que tengo una
erección del copón, que me arde la cara y que esto no está bien,
Gabriel, que es tu amiga.
Me concentro en mi maleta. Saco el neceser, la vuelvo a cerrar, la
dejo al lado del armario y me dirijo hacia el baño evitando mirar a
Sira.
—¿Vas a dejar la maleta allí? —pregunta.
Suena tan sorprendida que me detengo a mirarla. A los ojos. Mi
mirada tiene prohibido posarse en nada que haya por debajo de la
punta de la nariz de Sira.
—¿No vas a deshacerla? ¿A poner cada cosa en su lugar en el
armario? —me pregunta cuando no contesto. En su voz hay un
asomo de burla y no puedo evitar sonreír.
—Nos están esperando —explico. Pero, para ser justos, hay algo
más que debería añadir—. Además, desde que me hiciste dejar ropa
sucia una noche entera en el suelo, he intentado tomarme las cosas
con un poco más de calma.
—¿Ah, sí? —pregunta, gratamente sorprendida.
—Si deshago la maleta más tarde, o incluso mañana, no pasará
nada.
—Ostras, muy bien. Esto es todo un avance. —Lo dice con un
punto de admiración y me hincho un poco del orgullo. Después
añade con tono travieso—: ¿Has dejado algún día la cama sin hacer?
—Uno. —La experiencia no me gustó nada. No soporto llegar a
casa y que la cama no esté hecha.
—¿Y la colada por plegar de un día para otro?
—Puede que sí.
—¿Y la cocina sin recoger después de prepararte la comida o la
cena?
—No, eso no. Hay cosas que nunca pasarán.
Sira ríe con suavidad, negando con la cabeza, y yo me siento
muy bien. ¡He conseguido hacerla reír! Pero mi alegría dura un
segundo porque su jovialidad enseguida vuelve a dejar paso a la
melancolía.
—Bien hecho, Gabriel —dice—. Voy bajando a la piscina. Nos
vemos ahí.
Y cubriéndose con el albornoz, abandona la habitación.
Con un nuevo suspiro, entro en el baño y me cambio procurando
no entretenerme. Es decir, me limito a dejar el neceser en la
encimera, sin colocar las cosas en su sitio, y la ropa que llevaba se
queda encima de la cama en vez de ir al armario.
Cuando entro en la piscina, me sorprendo al descubrir que es
bastante grande. Al ser cubierta, me esperaba algo más bien
diminuto. Casi todo el grupo, Sira incluida, está en el agua,
chapoteando o apoyados en el borde, relajándose. Edu y Maite están
en sendas tumbonas, las caras escondidas detrás de sus
descomunales teléfonos. Ostras, no sabía que fabricasen móviles de
ese tamaño.
Andrea, cargada con varias toallas, se me acerca y me tiende
una.
—Gracias. —Esta mujer, siempre pendiente de los demás. De
hecho, después se acerca a Edu y Maite y les tiende toallas también.
Ellos se limitan a cogerla sin ni siquiera mirarla ni apartar los ojos de
sus pantallas. Vaya par.
Dejo mi toalla en una tumbona y entro en la piscina. La
temperatura del agua es perfecta. Pasamos un rato agradable
charlando mientras nadamos perezosamente de aquí para allá. No
dejo de estar pendiente de Sira, que encaja a la perfección con mi
grupo de amigos. Ahora parece que está bien.
Al cabo de un rato, Andrea estira el brazo desde el interior de la
piscina para coger su teléfono.
—Gente, tenemos que decir qué platos del menú querremos para
cenar. En el restaurante necesitan saberlo antes de las ocho —dice
—. ¿Ya habéis elegido?
Un coro de voces responde que sí y todos proceden a recitar sus
elecciones, que Andrea apunta en la aplicación del hotel. Sira y yo ni
siquiera lo sabíamos, pero nos lee la lista de platos y elegimos al
momento. Después, Andrea mira a sus cuñados.
—¿Maite? ¿Edu?
Por respuesta, Maite resopla como si Andrea fuese una pesada.
Los demás intercambiamos miradas sorprendidas. Andrea no es una
pesada; al contrario, es el colmo de la amabilidad. De hecho, ni
siquiera reacciona ante tal muestra de mala educación. Se limita a
mirarlos, esperando, paciente.
—Edu —dice Isaac a su hermano cuando el silencio se prolonga.
—Tío, no nos atosiguéis. Si luego no nos pueden hacer lo que
queramos, ya pediremos algo del bar —espeta con auténtico fastidio.
El silencio se vuelve atónito. Ahora comprendo por qué Isaac
nunca habla demasiado de su hermano ni lo habíamos conocido
hasta ahora. Él y su mujer son unos auténticos imbéciles.
26

Sira

Edu y Maite son unos imbéciles del tamaño del Everest. No me


puedo creer que acaben de hablar así a Andrea y a Isaac.
Confesión: cuando me los han presentado antes, me ha parecido
que desprendían vibraciones de cretinos al cuadrado. Pero Isaac es
muy majo y, además, no se puede juzgar a la gente solo por la
primera impresión, ¿no?
Por desgracia, me temo que en este caso la primera impresión
era la buena. Si a mí me hablasen así, ya les habría respondido con
alguna bordería. De hecho, Isaac parece estar haciendo grandes
esfuerzos para morderse la lengua. Sin embargo, Andrea ni siquiera
parece molesta.
—Vale, como queráis —dice como si no hubiese pasado nada.
Tan tranquila, envía la petición de platos para la cena, deja su
teléfono y nada con una sonrisa hacia Isaac, que se relaja al
momento.
¿Cómo lo hace? ¿He dicho ya que Andrea es la mujer perfecta? Si
mis cuñados me tratasen así, yo sería incapaz de tomármelo con
tanta calma. Me sentaría mal, sería igual de borde con ellos y
después mi antipatía sería evidente. Y claro, en mi línea desastrosa
habitual, provocaría algún tipo de cisma familiar porque seguro que
acabaría discutiendo con ellos de forma irreparable. Viendo como
son esos dos, es lo que sucedería.
Pero ahí está Andrea con su amabilidad y paciencia infinitas. Si es
que no le llego ni a la suela de los zapatos. Es normal que a Gabriel
le cueste tanto dejar de suspirar por ella.
El resto del rato que pasamos en la piscina es agradable, igual
que la cena, excepto por esos momentos en los que me asombra el
comportamiento de Edu y Maite. Menudo par de… Bueno, dejémoslo
en que son muy maleducados con Andrea. Con el resto no, pero
porque pasamos de ellos. Andrea, en cambio, intenta incluirlos en la
conversación y está pendiente de que tengan las copas de vino y
vasos de agua llenos. A cambio, solo recibe respuestas
monosilábicas y ni un solo gracias.
Por suerte, los cuñados infernales se retiran a su habitación en
cuanto terminan de cenar. Menos mal. Todos les deseamos buenas
noches y nadie comenta nada, pero la tensión en el ambiente se
relaja de forma considerable. Qué pena que yo no consiga disfrutar
la agradable sobremesa posterior.
Temo el momento de irnos a la cama.
Mi miedo se resume en que, en lo que refiere a Gabriel, soy
débil. Si esta noche busca consuelo por tener que ver a Andrea con
otro y yo estoy cerca y soy conveniente… Seré incapaz de decirle
que no. ¿Y cuál va a ser el resultado, por más placentero que sea el
sexo? Un desastre. Empiezo a pensar que no podría seguir con mi
vida como hasta ahora.
Mis pensamientos tremendistas me acompañan hasta la
habitación después de que todos nos retiremos a descansar. El
corazón me palpita con fuerza. ¿Estoy al borde de la histeria? Puede
que esté al borde de la histeria. Por suerte, en cuanto entramos en
la habitación diviso mi salvación: encima de la cama está mi maleta
abierta, con el libro que estoy leyendo sobresaliendo de entre la
ropa. Intento que no se note que me apresuro a cogerlo. Es decir,
me esfuerzo por no lanzarme sobre la maleta como si fuese un león
hambriento.
—Oye, me ha gustado el rincón de lectura que tienen montado
abajo. —Me he convertido en la reina de fingir un tono desenfadado.
Al menos lo que he dicho es cierto. En una esquina del salón hay
dos librerías repletas de libros junto a un sillón orejero tapizado con
tela de patchwork de colores alegres, iluminado por una lámpara de
pie de hierro y bambú—. Voy a disfrutarlo un rato. Tú descansa.
Antes de que Gabriel pueda hacer ningún comentario, le dedico
una sonrisa tan falsa que asusta y me escabullo de la habitación.
Creo que ha quedado bastante claro que no quiero compañía y,
cómo no, él lo entiende. No sale a buscarme ni me sigue, cosa que,
eh, genial, es lo que yo quería. Pero… no hace tanto no habría
dudado en coger su propio libro y seguirme al salón, donde se
habría sentado a mi lado, o simplemente cerca, y habríamos leído en
silencio.
Sí, al parecer soy una idiota sin remedio, queriendo y no
queriendo cosas a la vez.
Al menos consigo sumergirme en la lectura un buen rato, hasta
que los párpados me pesan tanto que amenazan con quedarse
pegados. Compruebo el reloj, llevo más de una hora aquí. Tiempo
suficiente para que Gabriel se haya acostado y dormido. Me pongo
en pie y regreso a la habitación. En la casa reina ese silencio denso
de la madrugada cuando todo está oscuro, la gente descansa y el
tiempo parece avanzar más lento. Así pues, me llevo una buena
sorpresa cuando entro en la habitación, procurando no hacer ruido,
y me encuentro con la luz de una mesita de noche encendida y a
Gabriel sentado en el borde la cama, mirando por la ventana.
Nuestra habitación da al mar y, esta noche, el reflejo de la luna
creciente sobre el agua ofrece un señor espectáculo.
—¿Qué haces todavía despierto? —pregunto, sorprendida.
Baja la cabeza y se pasa la mano por el cabello.
—No podía dormir. He intentado leer, pero no lograba
concentrarme —dice. Suena muy afectado.
—¿Es por Andrea?
Vuelve a pasarse la mano por el cabello mientras ríe sin ganas.
—No, no es por Andrea.
Ah. En ese caso…
—¿Es por la discusión con tu hermano? ¿Quieres que lo
hablemos?
Hoy ha mencionado que había discutido con Saúl, pero no ha
dado más detalles. Por su expresión al decirlo, me ha parecido que
debió de ser una discusión bastante fea.
De entrada, no contesta. Unos segundos después, se pone en pie
y me mira.
Ay, madre, que va sin camiseta. ¡¿Cómo no me había dado
cuenta hasta ahora?!
Ver a Gabriel sin camiseta no es algo que necesite ahora mismo.
No creo que sea capaz de hablar con él con una mínima naturalidad
si encima va luciendo cuerpazo. Ya he dejado claro que está
buenorro, ¿no? Y su piel es suave. Agradable de acariciar y de lamer.
Y le gusta especialmente cuando…
Mejor dejémoslo ahí. Sira, mírale a los ojos, olvídate de su
cuerpo.
No me resulta muy difícil cuando se acerca a mí y veo su
expresión. Está… desconsolado, torturado. No recuerdo haberlo visto
nunca así.
—Gabriel, ¿qué pasa? —pregunto sin esconder la preocupación.
El sueño que tenía se ha esfumado.
—Lo de mi familia y la discusión con mi hermano está ahí, pero
no es eso lo que me tiene así de preocupado.
—¿Entonces?
Clava su mirada en mí.
—Te estoy perdiendo, Sira. Te estás alejando y… No sé qué está
pasando y no sé qué hacer para solucionarlo —dice—. ¿Es porque he
alargado demasiado el pretender que somos pareja? ¿Es porque…?
¿Es porque nos hemos acostado? Dime que eso no ha acabado con
nuestra amistad, por favor.
Un escalofrío me recorre de pies a cabeza. Me estremezco. Me
conmueve en lo más profundo esta muestra de lo importante que
soy para él. Y me rompe el corazón verlo así, tan afectado, tan
perdido.
Debería sincerarme con él. Es el momento, porque mis
sentimientos por él son la respuesta a todas las dudas que lo
corroen.
Sira, coge aire, ármate de valor y díselo. Dile que lo quieres, que
estás enamorada de él desde hace no sé cuánto y que te mueres
por sus huesos. Que irías hasta el fin del mundo por él, que es el
protagonista de todas tus fantasías sexuales. Que quieres estar a su
lado en los momentos buenos y en los malos, acostarte con él por
las noches y despertar a su lado al amanecer. Que nunca has
encontrado nadie que valga tanto la pena, que ya sabes que no
estás a su nivel, pero que gracias a él aspiras a mejorar.
Díselo.
—Gabriel…
Mis ojos recorren cada curva y cada ángulo de su rostro perfecto
y hermoso. Y lo veo. No está preparado para una confesión así. Si le
cuento la verdad, lo perderé. Para él, solo soy su amiga. Si sabe la
verdad, su actitud cambiará, las cosas se volverán incómodas y será
inevitable que nos alejemos el uno del otro.
O quizás solo soy una cobarde. Al pensar en abrirme a él, el
corazón se me encoge. Duele. Ahora está agrietado, pero perder a
Gabriel… lo haría añicos. Y supongo que es mejor tener un corazón
con grietas que destrozado.
—No es por ninguna de esas cosas —miento. Y sigo mintiendo—:
Todo irá bien, te lo prometo. Solo tengo unos días tontos. Anda, ven
aquí.
Me acercó a él y lo abrazo. Él me corresponde, me abraza con
tanta fuerza que parece que no quiera volver a soltarme. Cierro los
ojos y suspiro, disfrutando del momento, por unos instantes
sintiéndome en casa.
Sé que solo estoy posponiendo lo inevitable. No se trata de unos
días tontos, esto no va a cambiar. En algún momento, tendré que
dar un paso u otro. O sincerarme o alejarme. Y en ambos casos
significará perderlo. Así que, por ahora, me conformo con robar un
poco más de tiempo con él. Me empapo del abrazo, que él rompe de
forma algo repentina. Se aparta, pero no para alejarse, sino para
sujetarme la cara entre las manos. Me mira a los ojos.
Y me besa.
Al principio solo son nuestros labios encontrándose, pero no
tarda en atrapar mi labio inferior entre los suyos. Yo me derrito. ¿Es
excesivo decir que, para mí, un beso de Gabriel es como ascender al
cielo? Sí, creo que sí, pero ahora mismo mi cerebro no carbura
demasiado bien. Por la cosa de que Gabriel me está besando y me
aprieta contra él y me acaricia la espalda con una fuerza
desesperada. Este es el motivo por el que me he ido a leer a otra
planta durante más de una hora, lo que intentaba evitar. Pero ya lo
sabía: en lo que refiere a Gabriel, estoy perdida.
Esta vez, dejo que tome el control. Dejo que me devore la boca y
que me quite la ropa y me cubra el cuerpo de besos. Ah, los besos
de Gabriel. Ah, la lengua de Gabriel. Sus manos, acariciándome,
aferrándome. Aunque hay algo de desesperación en él, es tierno.
Sus besos y sus caricias me cubren de ternura y yo me dejo querer y
me dejo llevar hasta, por más cursi que suene, el cielo.
27

Gabriel

Despierto temprano de un sueño extraño, tirando a desagradable.


Tenía que ir a recoger a Sira para ir juntos a la universidad (cosa que
nunca hemos hecho porque ni siquiera estudiamos en el mismo
centro), pero allí donde iba a buscarla, ella ya se había ido. De su
casa, de la biblioteca, del metro, de la cafetería… El tiempo pasaba y
ella no aparecía y yo me iba preocupando cada vez más. No porque
fuésemos a llegar tarde, sino por no saber dónde estaba ella. Era
uno de esos sueños estresantes, de los que cuando despiertas
tardas unos instantes en darte cuenta de que tan solo era un sueño,
que no tienes necesidad de seguir angustiado. Es lo que me sucede
ahora. La inquietud permanece hasta que soy capaz de decirme que
solo era una pequeña pesadilla. Que, de hecho, Sira está a mi…
No, Sira no está a mi lado.
Su lado de la cama está vacío. Paso la mano por encima de la
sábana. Fría.
Me medio incorporo de golpe, buscando su maleta. ¿Y si se ha
ido? No, su maleta sigue en el mismo rincón, a los pies de la silla en
cuyo respaldo va dejando toda su ropa.
Me dejo caer de nuevo en la cama, aliviado. No se ha ido.
Me quedo quieto, mirando el techo sin verlo, recordando lo que
sucedió anoche. Soy mayor y puedo admitirlo. Básicamente, me
abalancé sobre ella. Sí, eso es lo que hice. ¿Qué mosca me picó?
Estaba solo en la habitación, sintiendo bastante pena por mí mismo
porque estoy perdiendo a mi mejor amiga, y cuando la tuve
delante… Es lo que me salió. Lanzarme a besarla y hacerle el amor
con desesperación. Noto que las mejillas me arden al pensar en ello.
Lo de anoche no fue un simple calentón. Fue algo más. ¿De dónde
demonios salió?
Y, encima, ahora ella no está aquí. Creo que, si pudiese verla,
tocarla, hablar con ella, me ayudaría a entenderlo. Además, quiero
que esté aquí conmigo.
Sin pensarlo demasiado, salgo de la cama, me visto y me aseo
rápido. Algo tira de mí hacia Sira. Sé que no está muy lejos y
necesito encontrarla.
Salgo de la habitación caminando a paso decidido. Para bajar a la
planta baja tengo que recorrer un breve pasillo, girar a la derecha y
recorrer otro pasillo hasta la puerta de las escaleras. Antes de
alcanzar el recodo, oigo una puerta que se abre con brusquedad. Del
interior de una habitación sale una voz que reconozco.
—Andrea, esto no puede ser. Tienes que parar.
Es Isaac y suena muy enfadado. Me quedo de piedra, inmóvil en
el pasillo, sin atreverme a seguir avanzando ni hacer ningún ruido.
La respuesta de Andrea no tarda en llegar:
—Déjame en paz. —Suena tan o más molesta que él.
La puerta de la habitación se cierra y la oigo alejarse hacia las
escaleras. Yo me quedo allí, incapaz de moverme. ¿No llevan ni dos
meses casados y ya están discutiendo así? Cierto, solo he oído un
breve intercambio de palabras y, en general, todas las parejas
discuten. Podría tratarse de eso. Sin embargo, sonaba muy serio.
¿Puede ser que estén sufriendo una crisis de pareja?
Estoy tan sorprendido que me quedo allí de pie un buen rato. Lo
que me asombra no es solo lo que creo que acabo de descubrir,
también lo que yo siento al respecto.
Si hubiese oído esa discusión unas semanas atrás, mi ánimo se
habría venido arriba, lleno de esperanza. Si hay una crisis entre
Andrea e Isaac, eso significa que yo tendría posibilidades de
recuperarla, ¿no? Remotas, pero reales.
Eso es lo que habría pensado, y es ridículo. Ahora me doy
cuenta.
Por suerte, parece que la tontería se me ha pasado y lo único
que siento tras oír esa discusión es preocupación. No quiero que
Andrea e Isaac estén en crisis al mes y medio de casarse. Quiero
que estén bien, que estén felices.
Pero esa preocupación por ellos no es suficiente como para
llevarme hasta la puerta de su habitación y llamar para hablar con
Isaac o seguir los pasos de Andrea hasta alcanzarla y poder
consolarla. No, hay algo que tira de mí con más fuerza. Es esa
necesidad de buscar y encontrar a Sira. Quiero darle los buenos
días, abrazarla, darle un beso, volver a hacerle el amor.
Había empezado a caminar de nuevo, pero vuelvo a detenerme.
No me lo puedo creer.
Soy un idiota.
Soy un estúpido, un cretino, un necio, un mentecato y un
merluzo. Por favor, que alguien me dé un bofetón porque es lo que
me merezco. Soy tan imbécil como Einstein era listo y un ciego
emocional del tamaño de un gigante.
¿Cómo no me he dado cuenta antes?
¿Cómo me ha podido costar tanto darme cuenta de que siento
algo por Sira?
28

Sira

Estoy sentada en uno de los columpios del parque infantil del hotel.
A estas horas de la mañana está vacío, así que he aprovechado para
columpiarme un buen rato. Hacía siglos que no lo hacía. ¿Por qué
cuando crecemos dejamos de disfrutar de estas cosas?
Ahora, simplemente, estoy sentada con el rostro inclinado hacia
el sol de primera hora. Los rayos otoñales son suaves y agradables y
voy vestida con unos leggins y una sudadera, así que no podría estar
más cómoda. De fondo me acompaña el sonido lejano de las olas
del mar chocando con los pies del acantilado.
Recuerdos de lo que sucedió anoche me asaltan. La expresión de
Gabriel, cómo me miraba, sus besos, sus caricias, su ternura.
He despertado cuando el sol apenas empezaba a asomarse por el
horizonte. Al instante he sentido la imperiosa necesidad de alejarme
de la habitación. Y aquí estoy.
Necesito pensar.
Sé que Gabriel está preocupado por nuestra amistad. Yo ya lo
sabía y él anoche lo expresó con absoluta claridad. Pero de ahí a
hacerme el amor como lo hizo… Es que fue… ¿Quién hace el amor
con tanto sentimiento a alguien que solo es su amiga?
¿Puede ser que Gabriel sienta algo por mí?
Ah, ahí está. El pensamiento intruso que lleva un buen rato
llamando a las puertas de mi habitación de las esperanzas absurdas.
No debería pensar estas cosas.
Pero sigue siendo todo muy extraño. ¿Si no sintiese algo…?
Unos sollozos interrumpen mis confundidas cavilaciones. Me giro
hacia el origen del sonido. El parque infantil está rodeado por
algunos setos, así que solo sigo oyendo los sollozos. Se están
acercando…
Andrea entra en el parque, llorando mientras mira al suelo e
intenta secarse las lágrimas. Me pongo en pie al instante.
—Andrea, ¿qué pasa?
Ella da un respingo.
—Ay, perdona, no sabía que había alguien aquí… —dice,
empezando a dar media vuelta.
—No, espera. No te vayas.
Me apresuro a alcanzarla y la sujeto por el brazo con suavidad.
Ella se detiene y se queda ante mí, llorando y mirando al suelo.
Parece una niña pequeña muy afectada. No soporto verla así.
—Ven, siéntate. —La guío hacia uno de los columpios y me
arrodillo delante de ella para verle la cara—. Oye, ¿qué ha pasado?
Imagino que esto es culpa de los cretinos de sus cuñados.
—Nada, es que… —dice entre sollozos—. He discutido con Isaac
y…
Anda, eso no me lo esperaba. No dice nada más y sigue llorando.
Cada vez con menos energía, pero parece inconsolable. Creo que,
ahora mismo, lo único que la puede ayudar es una distracción.
—¿Has desayunado?
Ella niega con la cabeza. Supongo que está pensando que ni
siquiera tiene hambre, pero tengo que intentarlo.
—Antes de venir busqué un poco de información sobre la zona.
Leí que en la panadería de la plaza del pueblo venden unos
cruasanes de chocolate históricos. De los rellenos con auténtica
crema de chocolate, no con las mierdas de barritas de chocolate que
no saben a nada.
Andrea alza la mirada por primera vez. Sus ojos enrojecidos me
observan con interés.
—Un buen cruasán de chocolate suena bien.
Ah, el poder del chocolate.
—El pueblo está a unos veinte minutos caminando. Solo llevo el
móvil, pero puedo pagar con él. ¿Vamos directas hacia allí?
Soy recompensada con una sonrisa débil, pero una sonrisa al fin
y al cabo.
—Vamos.

Andrea también lleva encima solo el móvil. Es evidente de qué época


somos hijas, ¿no? A pesar de su discusión con Isaac, le envía un
mensaje para que sepa dónde estamos. Yo no escribo a Gabriel
porque… Pues porque lo estoy posponiendo. Hay cosas sobre las
que debo pensar, pero tendrá que ser más tarde. Ya le avisará Isaac
cuando se vean.
Así pues, en esta salida de chicas improvisada, caminamos en
silencio por el margen de una solitaria carretera secundaria hasta
alcanzar el pueblo. Es más grande de lo que pensaba, pero no nos
cuesta encontrar su plaza principal y la panadería. Nos compramos
un cruasán cada una y comérnoslo es casi una experiencia mística.
No exagero. El cruasán no solo está delicioso, sino que es de esos
que, cuando lo muerdes, el chocolate se te sale por el otro lado. Ah,
es maravilloso. El consuelo perfecto para un día de depresión, en el
caso de Andrea, o de desconcierto absoluto, como es mi caso.
Con el estómago lleno, satisfechas y más relajadas, damos un
paseo por la parte antigua del pueblo. Sus casitas blancas dan fe de
su pasado como villa de pescadores. El ambiente tranquilo y soleado
ayuda a Andrea a acabar de relajarse. Terminamos caminando por el
paseo marítimo, que bordea varias calas de aguas cristalinas. En la
última, nos sentamos en la arena y nos quedamos ahí un buen rato
en silencio.
—¿Te caigo bien? —me pregunta sin venir a cuento.
—Claro que sí —respondo al instante, muy sorprendida. Pero si
es mi heroína, ¿cómo no va a caerme bien?—. ¿Te he dado la
sensación de…?
—No, qué va. Es solo… Creo que Edu y Maite no me soportan.
Se me escapa un resoplido muy poco elegante y ella me mira con
gesto interrogante.
—Creo que a tus cuñados no les cae bien nadie —aclaro.
No replica, pero no parece muy convencida. Se queda en silencio,
pensativa.
—Esta mañana Isaac y yo hemos discutido por Edu y Maite, pero
llevamos días… —empieza a decir. Está abrazada a sus propias
rodillas, como si se sintiera muy poca cosa. Se me hace muy extraño
verla así. Coge aire y suelta, hablando rápido—: Isaac me pidió que
nos casásemos y yo acepté, aunque me parecía pronto.
—¿Te arrepientes? —Lo pregunto con un poco de temor. Creo
que me acaba de confesar algo que no ha contado a nadie más, a
mí, que apenas me conoce, y no sé si tengo derecho a plantear
ciertas preguntas.
No parece que se moleste. Entrecierra los ojos, mirando al
horizonte, mientras piensa la respuesta.
—Me gusta tomarme las cosas con más calma, pero… No me
arrepiento. Quiero a Isaac. —Pero vuelve a coger aire y suelta—: Al
regresar de la luna de miel me propuso que tuviésemos hijos.
—Madre mía —me horrorizo—. ¿Y no saliste corriendo?
Me ruborizo al instante. Joder, soy una bocazas. No creo que esto
sea lo que Andrea necesita oír ahora. Sin embargo, para mi alivio,
ella ríe. Y tiene la carcajada más bonita que he oído nunca, cómo
no. Pero vuelve a entristecerse con rapidez.
—No estoy preparada para tener hijos —confiesa—. Quiero
tenerlos algún día, pero todavía no.
—¿Se lo has contado a Isaac?
Ella niega con la cabeza.
—Si se lo cuentas, seguro que lo entenderá —afirmo.
Y si no lo entiende, mejor que tengan esta crisis porque, desde
luego, estará mejor sin él. Esto me lo guardo para mí, claro. En
cualquier caso, Isaac me parece un tipo razonable. Me extrañaría
que no comprendiera sus dudas. Sin embargo, de nuevo no parece
muy convencida de mis palabras. Empiezo a sospechar que Andrea
es tozuda como una mula y que cuando cree algo, cuesta mucho
hacerla cambiar de parecer.
Mi suposición se confirma cuando regresamos al hotel para
comer. Isaac ha informado por mensaje a Andrea de que todo el
grupo, excepto los cuñadísimos, han ido a hacer una pequeña
excursión a un mirador y comerán en un restaurante cercano. Así
pues, estamos nosotras solas y… ellos. Sí, cuando entramos en el
restaurante del hotel, ahí están Edu y Maite. Acaban de sentarse,
porque todavía están leyendo el menú. Andrea lidera el camino
como la generala de un ejército, directa hacia ellos.
—¡Hola, chicos! —saluda alegre, simpática—. Qué bien que
comáis aquí. ¿Podemos sentarnos con vosotros?
Ellos no contestan, pero su cara transmite un «No» escrito con
brillantes y gigantescas luces de neón. Sin embargo, Andrea ya se
ha girado hacia la camarera y le está notificando que ocuparemos
los dos sitios que quedan libres en la mesa.
Y me encuentro atrapada en la comida más incómoda a la que
he asistido nunca.
Es cierto que Andrea se ha autoinvitado a comer con sus
cuñados, pero en su defensa hay que decir dos cosas. Primero, que
hemos venido a pasar varios días en grupo y, por lo tanto, lo normal
es comer juntos. Y segundo, Andrea no es precisamente una
compañía desagradable. Al contrario, charlando de nuestra visita de
hoy, invita a Edu y Maite a pronunciarse sobre el tipo de turismo que
prefieren y cosas similares. No es intrusiva ni pesada.
Pero ellos dos, para variar, son el colmo de la mala educación. No
me entra en la cabeza que haya gente que se comporte así. Son
treintañeros, pero su actitud es de adolescentes con un ataque de
pasotismo e imbecilidad. Muchos hemos pasado por ahí, es una
etapa de la vida. Pero lo normal es dejarlo atrás, no perpetuarlo
como forma de vida. Contestan a las preguntas y comentarios de
Andrea con simples monosílabos o encogimientos de hombros. La
respuesta a qué lugares prefieren ir de turismo es un histórico «Por
ahí». En otras circunstancias sería gracioso, pero aquí no lo es. Y
encima, y esto es nuevo, se dedican a intercambiar miradas
cargadas de significado. «¿Te puedes creer que nos haya
preguntado esto?», «¿Te puedes creer que nos esté hablando?»,
«¿Qué le pasa a esta tía?». Es… no tengo palabras más allá de
empezar a pronunciar tal cantidad de palabrotas que me acabaría
saliendo lava por la boca.
Y Andrea será un pozo de bondad (y también un poco ingenua),
pero no es ni ciega ni estúpida. Los estúpidos son los otros dos.
¿Acaso creen que no nos damos cuenta de lo que están haciendo? A
medida que avanza la comida, la incomodidad de Andrea va en
aumento hasta que su disgusto es más que evidente. En cierto
momento coge su copa de agua y veo que le tiembla un poco la
mano.
—Andrea, ¿cómo empezaste tu empresa de juguetes? —
pregunto, rogando para mis adentros que sirva para desviar la
conversación.
Ella me contesta y yo sigo haciéndole todas las preguntas que se
me ocurren sobre su negocio, hasta que solo hablamos ella y yo. No
consigue disimular que sigue muy afectada, pero al menos pasamos
de los otros dos. Y lo hacemos mientras hablamos de su más que
exitosa vida profesional, que seguro que les da mucha envidia y
rabia. Que se jodan por mamones, gilipollas, cabezas de alcornoque,
cabrones, mala gente. Ojalá pudiese darles una patada en el culo.
Ejem.
Perdón, me he alterado un poco.
Es que no puedo con ellos.
Justo cuando terminamos el segundo plato, y antes de que nos
pregunten si queremos postre, Andrea saluda a alguien que hay en
la puerta del restaurante.
—Los demás ya han regresado. Voy a ver a Isaac —dice. Le falta
tiempo para ponerse en pie y alejarse.
Al quedarnos solos, me dejo caer en el respaldo de la silla,
agotada. Observo a Edu y Maite, que siguen a la suya. Hasta que
deben de sentir mi mirada sobre ellos o deben de preguntarse por
qué sigo aquí, o lo que sea, y se dignan a mirarme.
No debería decirles nada.
No, no lo haré.
Debo contenerme o puedo enrarecer todavía más el ambiente
con estos dos.
No hables, Sira.
Pero, ay, algo arranca las palabras de mi boca. No sé, es una
fuerza misteriosa, no es culpa mía. Tampoco que mis labios les
dediquen una sonrisa cargada de veneno.
—Me alegra que no seamos familia. Así no tendré que volver a
ver vuestras caras de imbéciles nunca más.
Uy.
Seguro que esto tendrá consecuencias. Pero ya me arrepentiré
después. Por ahora, ver sus caras de asombro me produce una gran
satisfacción. Y alejarme sin mirar atrás, también.
Cuando salgo del restaurante, dudo. ¿Qué hago? ¿Voy a buscar a
los demás y Gabriel? ¿Me escabullo no sé a dónde? ¿Subo a la
habitación a dormir un poco? Al final, opto por dirigirme al rincón de
lectura y me dejo caer en la vistosa butaca. La comida ha sido
agotadora y estresante, pero no puedo dejar de pensar en ella. No
entiendo por qué Andrea sigue insistiendo con Edu y Maite. Quiere
caerles bien. Pero es evidente que ni ella ni nadie más del grupo les
caeremos nunca bien. Supongo que ellos tienen amistades con las
que congenian y no se comportan así. Cuesta de creer, lo sé, pero
seguro que sí (no querría precipitarme a juzgar a gente que no
conozco, pero si hacemos caso al dicho «Dios los cría y ellos se
juntan», seguro que también son una panda de gilipollas).
Así pues, ¿por qué Andrea sigue intentándolo?
Una lucecita se ilumina en mi cabeza. Creo que ya lo entiendo.
¡Andrea es una complacedora!
Se esfuerza porque todo el mundo a su alrededor esté contento.
Y lo hace muy bien, así que se gana simpatías allí por donde pasa.
No está acostumbrada a caerle mal a alguien.
Pero hay algo más: es una complacedora extrema, una
complacedora al cuadrado. Y tozuda como una mula. Por eso está
intentando, hasta la extenuación, ganarse la estima de sus cuñados.
Por eso aceptó casarse con Isaac aunque le parecía precipitado y por
eso es incapaz de decirle que todavía no quiere tener hijos.
Esto es… revelador. Estoy viendo a Andrea bajo una nueva luz.
Me sigue pareciendo una mujer admirable y sigo deseando
parecerme más a ella, pero… ahora me doy cuenta de que no es
perfecta. Tan solo es humana.
Y si alguien de su nivel no es perfecta, ¿significa que los que
estamos mil escalones por debajo de ella no tenemos que sentirnos
mal por ser tan imperfectos?
¿Es ese mi problema, que quiero ser perfecta cuando es
imposible serlo?
Petrificada en el sofá, con el ceño fruncido, me doy cuenta de
que sí, que llevo mucho tiempo deseando ser perfecta.
Pero eso es un imposible.
En primer lugar, ¿cómo tendría que ser para ser perfecta?
Ordenada, serena, reflexiva y constante son las primeras ideas que
me vienen a la cabeza. Pero entonces sería diferente. No sería yo. Y,
en segundo lugar, es imposible ser perfecta. Si Andrea no lo es,
¡nadie puede serlo! ¡Es imposible! Me repito, lo sé, ¡pero me importa
un pito! ¿Dónde están la música y los aplausos que celebren el
momento que estoy viviendo?
Fíjate, resulta que no debo sentirme mal por tener defectos.
Un momento. ¿Por qué siempre me he definido según mis
carencias? También tengo virtudes. Soy graciosa, soy activa, soy
trabajadora, soy profesional, soy leal, soy observadora, soy capaz de
escuchar a la gente. Tal y como les dije a mis padres, también soy
independiente y responsable. Soy muchas cosas más, y ahora no me
siento capaz de pensar en todas ellas, pero la conclusión es que ser
un caos y un desastre no es lo único ni lo que más me define, por
más que me haya empeñado en creerlo. Valgo la pena. Que sí, ¡que
valgo la pena, joder!
En mi cabeza, me imagino que me pongo en pie y lo grito a
pleno pulmón. En plan Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó,
con el puño en alto y la mirada decidida clavada en el horizonte. O
mejor, en plan Shakira y las mujeres ya no lloran, las mujeres
facturan, joder.
Pero no, sigo sentada, asombrada de estar teniendo una epifanía
en un sofá decorado con estilo patchwork. Las cosas que me pasan.
De forma inevitable, mis pensamientos acaban serpenteando
hacia Gabriel.
Gabriel tampoco es perfecto. O sí. Para mí, sí. Es mi perfecto
imperfecto. Y claro que me lo merezco. ¿Por qué no iba a hacerlo?
Yo lo quiero, ¿no? ¿Por qué no debería intentar conseguirlo? Al
menos intentarlo. Dejando de lado que la situación entre nosotros
dos se ha vuelto insostenible y que hay que aclarar las cosas de una
vez por todas, me lo debo a mí misma.
Ahora sí que me pongo en pie.
Tengo que hablar con Gabriel.
29

Gabriel

Por fin, regresamos al hotel. Cuando veo aparecer el edificio, me


apetece saltar de la furgoneta en marcha y correr, correr y no
detenerme hasta encontrar a Sira.
Esta mañana he bajado a buscarla, pero no estaba por ningún
lado. He dado vueltas por varios espacios del hotel hasta que Isaac
me ha informado de que ella y Andrea habían ido a desayunar al
pueblo. No sabía cuándo regresarían. Isaac intentaba disimular que
no estaba demasiado bien y tampoco le he preguntado por la
discusión que he oído. No parecía que le apeteciese hablar.
He supuesto que Andrea no agradecería, y quizás Sira tampoco,
que me plantara en el pueblo, así que me he resignado a esperar y a
hablar con ella más tarde. Porque eso es lo que quería, lo que
necesitaba hacer. Aclarar las cosas con ella y… Simplemente, aclarar
las cosas con ella. Averiguar si ella también podría sentir algo por
mí. Porque le he estado dando vueltas y… ¿Por qué ayudarme todo
lo que me ha ayudado estas semanas? ¿Por qué acostarse varias
veces conmigo? ¿Todo eso surge solo de la amistad? Quizás ella
todavía no es consciente, pero puede que sí sienta algo…
El caso es que esta mañana creía que solo tendría que esperar
un rato, pero durante el desayuno los demás han recordado el plan
previsto de visitar el pueblo. Isaac, sin lugar a duda buscando una
manera de evitar encontrarse con Andrea, ha propuesto un plan
alternativo. A todos les ha parecido bien, así que hemos ido a pasar
la mañana fuera. Yo creo que todo el grupo sospechaba que algo ha
pasado entre ellos dos porque han aceptado el cambio en seguida.
—Gabriel, ¿me ayudas a mirar por qué se ha encendido esa luz
en el salpicadero? —me pide Marta en cuanto nos detenemos, antes
de que yo pueda salir corriendo en busca de Sira.
Demonios.
Los demás vinieron aquí en la furgoneta de siete plazas de Marta
y otra parecida que alquilaron. Excepto Maite y Edu, que vinieron
solos en su propio vehículo. Mientras regresábamos al hotel se ha
encendido una lucecita roja en el salpicadero del vehículo y todos
sabemos que eso nunca es buena señal.
Aprieto los dientes, suspiro y me quedo con ella. Hace siglos,
cuando estábamos en la universidad, fui capaz de cambiar una
batería durante unas vacaciones. Desde ese día, todos parecen creer
que tengo habilidad para arreglar coches. No podían estar más
equivocados. De hecho, tras echar un vistazo al salpicadero y leer el
manual de instrucciones, solo soy capaz de decirle que esa lucecita
significa que no debería mover el vehículo hasta que venga a
revisarlo un mecánico.
—Pues qué bien. Gracias por la ayuda, ¿eh? —me espeta como si
lo hubiese estropeado yo. Sé que solo está frustrada, así que no se
lo tengo en cuenta. Enseguida parece sentirse mal por su
brusquedad.
—¿Quieres que llame al seguro por ti? —me ofrezco.
—No, ya me apaño. Gracias.
Al fin, puedo escabullirme y me encamino hacia la casa. Sira y
Andrea ya habrán regresado, ¿no?
Al pasar por delante de la puerta entreabierta de la piscina
cubierta, confirmo que sí han regresado porque oigo la voz de
Andrea. No entiendo qué dice, pero parece alterada. Me pregunto si
está discutiendo con Sira y me preocupo, pero en seguida me llega
otra voz, también airada. No se trata de Sira, sino de Isaac.
—Andrea, ¿cuándo lo entenderás? Me encantaría que no fuese
así. Durante muchos años luché por llevarme bien con él y que se
portara mejor con nuestros padres. Pero Edu es un cretino. Mi
hermano es un imbécil y se ha buscado una mujer tan imbécil cómo
él.
—Ya, pero… —intenta replicar Andrea, pero Isaac la interrumpe.
—Ya lo has intentado. Varias veces. Y ahora los has invitado a
venir y sigue sin funcionar. Olvídate de ellos.
—No, seguro que hay algo que no estoy haciendo bien —insiste
ella. No me cuesta imaginármela negando con la cabeza con
expresión decidida.
—Por favor, Andrea. No puedo más. —Isaac suena tan harto
como desesperado.
—¿Ah, no? ¡Pues yo tampoco puedo más!
Hago una mueca preocupada al oír su grito. Las cosas entre
estos dos no van nada bien.
Un segundo después, la puerta se abre del todo y Andrea, muy
alterada, sale de la piscina. Al verme se detiene un momento,
sorprendida, pero en seguida se aleja corriendo.
Me quedo allí plantado sin saber qué hacer. ¿Debería ir tras ella?
¿Entrar a hablar con Isaac? Yo solo quería encontrar a Sira…
Un lamento que proviene de la piscina decide por mí. Vuelvo a
suspirar. No puedo alejarme como si no hubiese oído nada.
Entro en el recinto y me encuentro a Isaac sentado en uno de los
bancos, con los codos apoyados en las piernas y la cara enterrada
entre las manos.
—Isaac —digo para que sepa que no está solo. No reacciona.
Tampoco cuando me siento a su lado—. Lo siento, he oído el final
de…
No sé cómo terminar la frase.
—¿De mi agradable conversación con Andrea? —propone él.
—Sí, podemos llamarlo así.
Durante un rato, nos quedamos en silencio. Está demasiado
afectado como para que hagamos otra cosa. Al final, acaba
apartando las manos de la cara y se entretiene tirando de un hilo
imaginario de su pantalón.
—La estoy perdiendo, Gabriel.
Su voz desprende tanto dolor que me estremezco.
—¿Es por tu hermano y Maite?
Isaac resopla. Sin lugar a duda, no le gusta hablar de esos dos.
No puedo culparlo. Estoy de acuerdo con él, ambos son unos
cretinos.
—Ya conoces a Andrea, quiere gustar a todo el mundo. Y no
consigo hacerle entender que mi hermano no tiene remedio, que
tenemos que pasar de él. Ni siquiera viene a las comidas familiares.
Hacen acto de presencia el día de Navidad y gracias —explica—.
Pero eso es solo una cosa más.
—¿Y qué es lo demás?
—Cuando le pedí que se casara conmigo… —Isaac suspira como
si el mundo entero le pesara sobre los hombros—. Sé que me
quiere, de eso no tengo dudas. Pero me dijo que sí porque era lo
que yo quería. No lo que ella quería. Me di cuenta tarde de que
quizás era pronto para ella. Pero ya estaba todo en marcha y
tampoco parecía disgustada, así que ni siquiera me planteé
posponer la boda —explica—. Pero después de la luna de miel metí
la pata.
—¿Cómo?
Isaac tarda un momento en contestar. Me dedica una mirada
fugaz, como el que sabe que ha hecho algo muy mal.
—Le propuse que tuviésemos hijos ya —dice, rápido.
No puedo evitarlo, hago una mueca. Isaac me ve de reojo.
—Metí la pata hasta el fondo, ¿verdad?
—Eh… —¿Cómo puedo expresar mi respuesta sin hundirlo más
en la miseria? Conozco a Andrea. Le gusta tomarse las cosas con
calma. Si la boda ya fue demasiado pronto para ella, la propuesta de
tener hijos debió de aterrorizarla—. Fue desafortunado, sí.
—Qué benévolo eres —resopla.
—¿Qué te dijo?
—Bueno, vamos viendo.
Me quedo mirándolo, sorprendido.
—¿Eso te dijo?
—Sí. Bueno, vamos viendo.
Río por debajo de la nariz. Menuda respuesta. Y qué significativa.
Isaac se pasa las manos por el cabello varias veces con fuerza y
acaba muy despeinado.
—Desde ese día, finge que está siempre superfeliz —continúa—,
pero a la vez está muy irritable y se altera por cualquier cosa. Y
cuando intento sacar el tema de los hijos, aunque sea para decir que
ya lo discutiremos más adelante, busca cualquier excusa para hablar
de otra cosa. Y yo me frustro y ella se frustra y… nos pasamos el día
discutiendo.
Ahora se pasa la mano por la cara. Creo que está intentando no
llorar. Lo consigue, pero cuando sigue hablando la voz le tiembla.
—Yo… Nunca te dije nada, pero… Me enamoré de ella el primer
día que la vi en la universidad. ¿Te acuerdas de su entrada triunfal?
Sonrío, porque claro que me acuerdo. Andrea entró en el aula
cuando ya había empezado la primera clase y todos nos giramos a
mirarla. Lejos de achantarse, sonrió, se disculpó por el retraso y se
presentó. Todos nos reímos e incluso el profesor, que tenía fama de
cascarrabias, fue amable con ella.
—En esa época estaba con ese novio que tenía, y luego empezó
a salir contigo… Pero siempre he pensado que es la mujer de mi
vida, Gabriel. Y soy tan idiota que la estoy perdiendo.
No sabía nada de todo esto y ahora me siento culpable. Isaac
tiene que haber sufrido mucho. ¿Estar convencido de eso y verme
ser el novio de Andrea durante años? ¿Cómo ha seguido siendo
amigo mío? Entonces tengo que aguantarme las ganas de reír
porque lo que él no sabe es que me he pasado los dos últimos años
pensando que Andrea era la mujer de mi vida y tenía que verla con
otro. Sin saberlo, ha tenido su revancha.
Pero yo ya no pienso que ella sea la mujer de mi vida. Ahora está
Sira, que… No sé en qué punto estamos, así que es mejor no
anticipar nada. Me muero de ganas de ir a hablar con ella. Pero soy
incapaz de dejar así a Isaac. Además, quiero que él y Andrea se
arreglen. No soporto verlos así. Son mis amigos y están sufriendo.
Esto tiene que poder arreglarse de alguna manera.
—Oye, ¿te importa si voy a hablar con ella?
Isaac se encoge de hombros, como diciendo que puedo hacer lo
que me dé la gana.
—Esto se arreglará, ya lo verás —aseguro, dándole un apretón
en el brazo.
—Gracias, tío —dice mientras se pone en pie con gestos
cansados, como si le pesase todo el cuerpo. No parece sentirse muy
optimista.
Salimos de la piscina y cada uno se va en una dirección distinta.
Yo paseo por el jardín del hotel hasta que encuentro a Andrea,
sentada en un banco apartado que hay al girar la esquina del
edificio. Los hombros hundidos y los suaves sollozos dejan claro que
se siente tan miserable como Isaac.
—Ey —digo con suavidad mientras me siento a su lado.
Ella me mira e intenta secarse las lágrimas con gestos rápidos,
pero desiste pronto con un resoplido frustrado.
—No sé para qué intento disimular.
—Es cierto, no necesitas hacerlo —sonrío. Tras una pausa, digo
—: No soporto veros así, Andrea.
—Ya, a mí tampoco me gusta estar así.
—Acabo de hablar con Isaac y el pobre está… Tiene miedo de
perderte.
Suspira y se le escapan nuevas lágrimas.
—Yo tampoco quiero perderlo —dice con voz entrecortada—.
Pero se ha vuelto todo tan complicado y no sé…
No puede continuar. Confieso que he venido a hablar con ella en
un impulso con la intención de ayudarlos, pero no tengo muy claro
cómo abordar esta conversación. Decido empezar por la parte que
me parece más sencilla.
—Sabes que Edu y Maite son unos imbéciles, ¿verdad?
Se encoge de hombros.
—No lo he hablado con nadie más, pero sé que lo pensamos
todos. ¿Por qué tú no? —añado, mirándola con verdadera curiosidad.
—Es que… —se interrumpe con el ceño fruncido y se queda
pensativa. Al final hace un gesto de impotencia con las manos—. No
entiendo por qué no les gusto.
—Andrea, ninguno de nosotros les gustamos —afirmo un poco
exasperado. Me mira sorprendida, como si fuese una novedad para
ella. No me puedo creer que no se haya dado cuenta—. Nos
aborrecen. A todos. ¿Y tú crees que tienen algún motivo para que no
les caigamos bien? No pienses en ti. Piensa en nosotros, en tus
amigos y en Isaac. ¿Crees que hay algún motivo por el que les
despertemos tanta antipatía?
Me mira un momento y después se queda pensativa.
—No, no lo hay —dice lentamente. Parece que, en su cabeza, la
situación por fin empieza a cobrar sentido—. Se trata de Isaac, su
hermano y su cuñado. Y vosotros sois mis amigos y sois gente
majísima. ¿Por qué no ibais a gustarles?
—Exacto.
—Pero yo…
—No —la interrumpo, serio—. No intentes cargarte con la
responsabilidad de hacerles cambiar de idea.
—Es que… —vuelve a intentarlo. Enmudece cuando se me
escapa una risa incrédula ante su empeño por cargarse con la
obligación de cambiar las cosas con esos dos. Me dedica una mirada
un poco molesta y se queda en silencio.
No me había dado cuenta de hasta qué punto Andrea es tozuda
y lucha por salirse con la suya. ¿Cómo es posible? Salimos durante
dos años. Solo ahora me doy cuenta de que la tenía tan idealizada
que todo lo que quisiese hacer me parecía bien, así que le decía que
sí a todo.
Decido enfocar la conversación de otra manera. El problema es
que lo único que se me ocurre decir supone confesar algunas cosas
que llevo mucho tiempo manteniendo en secreto. Eso y algunas
mentiras.
Mi corazón empieza a latir con demasiada fuerza. No me puedo
creer que esté a punto de hacerlo. ¿Voy a hacerlo? ¿Sí? ¿Estoy
seguro?
A falta de otras ideas, parece que sí. Si así consigo ayudarlos,
valdrá la pena.
—Tengo que contarte algo —digo. Me giro en el asiento para
encararla—. Desde que empezamos a salir, te he tenido en un
pedestal. Me ha costado mucho superarte.
Ahora es ella la que cambia de posición para que estemos frente
a frente. Frunce el ceño.
—Lo dices como si fuese algo reciente.
—Si hace unas semanas hubiese oído tu discusión con Isaac,
¿sabes qué habría hecho? Habría venido a verte y te habría dicho…
—Necesito parar un momento, porque al pensar en ello me da
bastante vergüenza. Creo que incluso me sonrojo un poco. Pero me
obligo a tomar aire y seguir hablando—: Andrea, sigo enamorado de
ti. Sé que han pasado dos años, pero siento lo mismo que el primer
día. Quiero que sepas que estoy aquí y, si me das otra oportunidad,
haré todo lo que esté en mi mano para hacerte feliz.
Se queda sin palabras. Se limita a mirarme con la boca abierta,
digiriendo la sorpresa.
—Pero… —es lo único que consigue decir.
—Es muy rastrero, lo sé. Así de desesperado estaba —admito con
una sonrisa avergonzada.
Ella frunce y desfrunce las cejas varias veces, como si le costara
entenderlo.
—¿Pero qué pasa con Sira?
Ahora sí que me sonrojo. Carraspeo.
—No quería que en vuestra boda nadie sospechase que seguía
enamorado de ti, así que le supliqué que se hiciese pasar por mi
novia —confieso—. Luego la cosa se complicó y tuvimos que
prolongar la farsa.
El movimiento de cejas de Andrea regresa, acompañado por la
boca un poco abierta.
—Pero… Pero estáis enamorados. Ayer era muy evidente —dice
al fin, muy desconcertada.
Se me escapa una risa avergonzada. Creo que si me sonrojo más
me estallará la cara. ¿Parecemos enamorados? Por parte de Sira no
lo sé, pero la idea me provoca un esperanzado cosquilleo en el
pecho. Por mi parte…
Se me corta un poco la respiración.
Un momento.
Ahora se me escapa una risa sorprendida.
Es cierto…
No solo siento algo por ella, esto va más allá. Mucho más.
—Tienes razón, estoy enamorado de ella —admito, sonriendo. Es
una bonita revelación. Aunque todavía no haya logrado hablar con
ella, me siento lleno de esperanza—. Al parecer, soy idiota y tardo un
poco en ver las cosas.
Andrea sonríe.
—Es cierto, estás un poco ciego. No te diste cuenta de que lo
nuestro no funcionaba. Estaba bien no discutir, pero era… aburrido.
Bromeando, hago un gesto de dolor, como si me hubiese clavado
un puñal en el pecho. Me da un golpecito con la mano.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Sí, creo que sí.
En realidad, Andrea y yo no teníamos tantas cosas en común.
Nos llevábamos bien, pero ni siquiera nos reíamos demasiado juntos.
Pero es difícil no quererla, así que no me di cuenta. Y después,
cuando ya no estábamos juntos, me aferré al ideal de lo que yo creía
que podríamos haber tenido. Para mí eso era la perfección y nada
podría superarlo. Yo y mi tendencia a pensar que las cosas son
blancas o negras… Provocó que me encerrara durante mucho tiempo
en una burbuja de autocompasión. Hasta que llegó Sira y me sacó
de allí. Y con ella me río, me sorprendo y me lo paso bien. No es
perfecta, pero yo tampoco, ni mucho menos. Y quiero estar con ella
cuando pretenda comprar quince kilos de queso de golpe y quiero
que se ría de mí y que me obligue a dejar la ropa tirada por el suelo.
Joder, necesito hablar con ella de una vez. Pero no puedo dejar a
medias la conversación con Andrea.
—Adonde quería ir a parar al contarte todo esto es que pasé
tanto tiempo enamorado de ti porque te consideraba perfecta —
continúo.
—¿Ya no crees que sea perfecta? —pregunta haciendo un mohín
triste.
—Andrea, tienes muchísimas cualidades —afirmo, rotundo—. No
conozco a nadie más positivo que tú. Estar a tu lado da gusto. Pero
no, no eres perfecta. Nadie lo es. ¿Y sabes cuál es tu mayor defecto?
—¿Cuál? —pregunta con gesto temeroso.
—Que no sabes decir que no. Es tan exagerado que creo que
deberías apuntarte a un cursillo para aprender a hacerlo. —Aunque
bromee, suavizo un poco el tono. Al fin y al cabo, le estoy diciendo
que debería cambiar algo que lleva tantísimo tiempo haciendo que
parece haber llegado a formar parte de su forma de ser. Pero, en
realidad, solo es una mala costumbre.
—¿Tan malo es querer tener contenta a la gente que quieres? —
pregunta con voz trémula.
—Cuando te hace infeliz, sí. Y me temo que, ahora mismo, tú no
eres feliz.
Las lágrimas vuelven a brotar de sus ojos.
—Y esto incluye a Isaac. A él también tienes que decirle que no
—continúo con suavidad—. Tienes que decirle que todavía no
quieres tener hijos, que está loco por habértelo propuesto tan
pronto. Lo conoces bien y te quiere con locura. Lo entenderá.
—¿Tú crees?
—Estoy convencido.
Andrea asiente y vuelve a secarse las lágrimas. En su expresión y
en sus gestos, veo que algo ha cambiado. Creo que la he
convencido. Puede que solo un poco, pero sé que será suficiente
para que haga las paces con Isaac.
Contengo un suspiro, aliviado. Ahora me toca a mí. ¿Podré
convencer a Sira para que me dé una oportunidad?
30

Sira

Quizás, al llegar, Gabriel ha ido a la habitación. Subo para


comprobarlo, pero está vacía. Debe de estar fuera. Doy vueltas por
los diferentes espacios del hotel, la piscina, la pista de pádel, la zona
infantil, los jardines… hasta que oigo su voz. Todavía es un murmullo
alejado, pero el corazón me empieza a latir con fuerza y las mejillas
me arden.
Sigo el sonido de su voz como Ulises quería seguir el canto de las
sirenas hasta que estoy a punto de alcanzar un recodo del edificio.
Creo que ahí detrás hay un banco. Mientras me acerco, me pregunto
con quién debe de estar hablando. No tardo en obtener mi
respuesta: se trata de Andrea. Me detengo en seco. ¿Y ahora qué
hago? Con la crisis de Andrea e Isaac, si estos dos están hablando,
quizás no agradezcan que los interrumpa…
Se quedan un momento en silencio. ¿Han terminado ya?
Parece que no, porque oigo que Gabriel toma aire y, a
continuación, dice:
—Andrea, sigo enamorado de ti. Sé que han pasado dos años,
pero siento lo mismo que el primer día. Quiero que sepas que estoy
aquí y, si me das otra oportunidad, haré todo lo que esté en mi
mano para hacerte feliz.
Me sorprende no caerme de culo al suelo. O que no se me
disloque la mandíbula de tanto que abro la boca por el asombro. Un
ruido sordo me tapona los oídos. Creo que me ha subido la tensión
de golpe y estoy oyendo mi propia sangre circular por mis venas.
Que no me explote ninguna, por favor. Ya solo me faltaría eso.
Doy media vuelta y me alejo de ahí. De alguna manera consigo
regresar a la habitación, donde cierro el pestillo para asegurarme de
estar sola. Estoy… No sé cómo estoy.
Acabo de oír a Gabriel declarándose a Andrea. Y además con
unas palabras muy bonitas. Aprovechando que Isaac y ella están
pasando por una crisis al mes y medio de casarse.
No puede ser. Gabriel siente algo por mí. ¿Cómo explicar si no lo
que ha sucedido estas últimas semanas? ¿Lo que sucedió hace tan
solo unas horas en esta misma habitación? Además, él nunca haría
algo así. Tan rastrero. Él no es así.
¿Verdad?
Pero lo he oído. Era su voz, era él, sin lugar a duda. Le ha dicho
esas palabras a Andrea. Quiere recuperarla, está dispuesto a hacer
lo que haga falta.
Las piernas me fallan y necesito sentarme en el borde de la
cama. Las manos me tiemblan. La incredulidad y la humillación me
arrasan.
Soy una estúpida. Estúpida, estúpida, estúpida.
Empiezo a sentir un bombeo extraño en la cabeza. Puede que al
final sí que me exploten unas cuantas venas y arterias del cuerpo.
¿Cómo he podido ser tan estúpida de pensar que podría sentir
algo por mí? ¿Cómo he podido estar tan escandalosa e
increíblemente ciega? Gabriel se está acostando conmigo, pero en
cuanto ha detectado la más mínima señal de crisis entre Andrea e
Isaac, ha corrido a intentar recuperar a su ex. ¿Cómo es posible que
nunca me haya dado cuenta de que es un cabrón de tomo y lomo?
Un cabronazo. ¿Quién hace algo así?
¿Y quién pone a un cabronazo en un pedestal durante diez años
y cuando descubre cómo es de verdad todavía le cuesta creérselo?
Yo, cómo no.
Porque incluso ahora algo en mi interior se resiste a creerlo. No
puede ser cierto. Pero sí que lo es. Lo he oído con claridad, he sido
testigo de ello. No hay dudas.
Sira, eres la mayor estúpida, necia, imbécil y mentecata sobre la
faz de la Tierra.
Y Gabriel es el mayor canalla, sinvergüenza, rastrero y cabrón. Y
mamón. ¡Cabronazo!
No sé cuánto rato paso con la cabeza apoyada en las manos. A
pesar de estar sentada, estoy jadeando. A punto de estallar.
Diez años, diez años de mi vida bebiendo los vientos por él. ¡Diez
años! Y solo era un espejismo, tan solo lo que yo quería ver. Acabo
de tener la mayor revelación de mi vida, y vaya revelación. ¡Llevo
una década enamorada de un gusano comemierda!
Tengo que salir de aquí. No quiero volver a verlo. Nunca más. No
pienso dignarme a volver a mirarlo a la cara.
Me pongo en movimiento. Me levanto de un salto y me abalanzo
sobre mi maleta. La abro encima de la cama y meto dentro todas
mis cosas, embutiéndolas como si quisiera prensarlas sin piedad.
Puede que más tarde me arrepienta si el tubo de la pasta de dientes
se ha abierto y vomitado todo su contenido, pero, sinceramente,
ahora mismo me importa un comino.
Encima de la mesita de noche veo las llaves del coche que
Gabriel ha alquilado para estos días. Me servirá. Él ya se espabilará
para regresar a casa. Si tiene suerte y Andrea decide darle una
nueva oportunidad, pues ya podrá llevarlo ella. Cabrón.
Salgo de la habitación y recorro el pasillo hacia las escaleras
pisando como si quisiera agujerear el suelo. Lástima que esté
cubierto por una alfombra, me encantaría ir haciendo mucho más
ruido. Desciendo las escaleras de dos en dos y no me mato de
milagro. Mientras cruzo la zona de recepción, ignoro las miradas
curiosas que me dirigen algunos del grupo que están por ahí.
Al cruzar la puerta casi me doy de bruces con Isaac, que me trae
una cara de pena… En otro momento de mi vida me habría detenido
a preocuparme por él, pero ahora me limito a esquivarle mientras le
digo:
—Ten cuidado, Gabriel está intentando robarte a la mujer.
—¿Qué? —pregunta desconcertado.
En realidad, ahora que lo pienso, el hombre se merece saber con
todo detalle lo que está sucediendo. Debe saber qué tipo de rata
asquerosa se le ha colado en el grupo de amigos. Me detengo sin
soltar la maleta y me giro hacia él.
—Debes saber que, en estos momentos, Gabriel está
declarándole su amor eterno a Andrea. Y con lo bien que habla y
como ella está pasando por un mal momento, seguro que ya la tiene
en el bote —explico.
Veo con placer que su cara cambia a medida que comprende del
todo mis palabras.
—¿Qué? —vuelve a preguntar, pero esta vez lo dice mientras se
yergue y abre mucho los ojos, empezando a enfadarse.
—Calculo que ya se habrán lanzado el uno a los brazos de la otra
—añado, feroz. No me cuesta imaginármelo y siento ganas de
ponerme a vomitar piedras al rojo vivo.
—¡¿Qué?! —grita.
—Están en el banco que hay al final del edificio —le informo
porque soy así de amable, incluso señalándole la dirección.
Isaac sale corriendo en la dirección que he indicado. Yo sonrío
con malicia para mis adentros, porque por fuera soy incapaz de
librarme de la cara de cabreo. «Espero que le rompas la nariz»,
pienso con auténtico sadismo.
Al fin, alcanzo el coche. Lanzo la maleta dentro del maletero,
subo al vehículo y pongo en marcha el motor.
No puedo quedarme aquí. Pero tampoco puedo regresar a casa y
seguir con mi vida como si no hubiese pasado nada. Esto no puede
ser. No puedo seguir así.
Tengo que irme. Lejos. A algún lugar donde ni Gabriel ni nadie
más pueda encontrarme. Nunca más.

Gabriel
Tras pasar unos minutos en un silencio cómodo, Andrea se siente
mucho más tranquila y anuncia que está lista para ir a hablar con
Isaac. Nos ponemos en pie justo cuando una sombra furiosa gira por
la esquina y cae sobre mí. Es tan rápido e inesperado que ni siquiera
reacciono.
—¡Tú! —ladra la sombra.
Un segundo después se estampa contra mí y caemos al suelo. Mi
espalda choca dolorosamente contra la tierra y las piedras. Se me
escapa un gruñido amortiguado mientras me doy cuenta de que la
persona que me está atacando es Isaac. Se sienta encima de mí y
me agarra de la chaqueta con rabia. Su expresión dice que está
dispuesto a acabar conmigo. ¿Se puede saber qué le pasa? Se lo
preguntaría, pero estoy tan descolocado que me he quedado sin
palabras.
—Isaac, ¡¿qué haces?! —chilla Andrea, tan sorprendida como yo.
—¡¿Estás intentando robármela?! —vocifera él mientras me
zarandea.
—¡Pero qué dices! —vuelve a chillar Andrea. Intenta apartarlo,
pero Isaac no parece ni enterarse del tirón.
Yo no entiendo nada. ¡Si estoy intentando salvar su matrimonio!
¡Le he pedido permiso para venir a hablar con Andrea!
—¡¿Estás intentando robármela?! —repite el monstruo en el que
se ha convertido.
Intento zafarme de él, pero su rabia le ha duplicado la fuerza y
no tengo nada que hacer. Cada segundo que pasa me zarandea con
más ímpetu y empiezo a sentirme como un muñeco que no controla
su cuerpo.
Juanjo y Enzo, seguidos del resto del grupo, llegan al lugar y se
abalanzan hacia nosotros. Isaac no es un tipo pequeño. Saca media
cabeza a los más altos y, encima, cultiva sus músculos en el
gimnasio, así que resulta bastante impresionante ver cómo Juanjo y
Enzo lo agarran por los brazos y lo apartan de mí en volandas
mientras patalea. El problema es que, en cuanto sus pies tocan el
suelo, vuelve a lanzarse a por mí. Consigue sentarse encima de mí
otra vez, y estoy sufriendo de lo lindo por mi cara porque en
cualquier momento recibiré un puñetazo, pero Andrea interviene: lo
sujeta por el cabello no demasiado largo y tira de él con fuerza y
rabia. Al instante, Isaac se olvida de mí y gime de dolor.
—Ah, ah, ah —se va quejando mientras Andrea lo obliga a ir
hacia atrás y ponerse en pie de forma patosa. Enzo me ayuda a
levantarme.
—¡¿Se puede saber qué te pasa?! —grita Andrea. Nunca la había
visto así de furiosa—. Gabriel está intentando ayudarnos, ¡¿y tú
intentas matarlo?! ¡¿Te has vuelto loco?!
Isaac, que se está frotando el cuero cabelludo dolorido, me
señala con un dedo acusador.
—¡Sira ha dicho que estaba intentando recuperarte!
—¡¿Pero qué dices?! —Ahora la que vocifera, y da un poco de
miedo, es Andrea. Yo inclino la cabeza. ¿Qué Sira ha dicho qué?
Isaac parece calmarse de golpe y nos mira, dudoso. Primero a
Andrea, después a mí, y otra vez a Andrea.
—¿No lo estaba intentando? —pregunta, inseguro.
—¡No! —chilla ella, perforando unos cuantos tímpanos mientras
levanta las manos.
—Ah —es lo único que acierta a decir Isaac.
Yo sigo atascado en eso de que Sira le ha dicho que yo estaba
intentando recuperar a Andrea.
—Disculpa, ¿qué es lo que te ha dicho Sira? —pregunto por si no
lo he oído bien.
—Que estabas aquí, intentando recuperar a Andrea,
aprovechando que no estamos muy bien —explica él un poco a la
defensiva, cruzándose de brazos. Al ver la mirada que le dedica su
mujer, descruza los brazos y adopta una postura algo avergonzada.
—¿Por qué te diría algo así? —le pregunto. Esto no tiene ningún
sentido.
—Eso mismo me pregunto yo. Parecía hablar muy en serio,
estaba muy enfadada. Y sabía que estabais aquí.
No entiendo nada. ¿Por qué diantres Sira pensaría que yo estaba
intentando recuperar a Andrea? Hago un repaso del día, de la
conversación con Isaac, de la conversación con Andrea…
Oh. Mi conversación con Andrea.
—Mierda.
—¿Qué pasa, Gabriel? —pregunta ella. Los demás no dicen nada,
pero hace rato que sus cabezas siguen nuestra conversación como si
estuviesen en un partido de tenis.
—Creo que Sira debe de haberme oído cuando te he dicho… eso.
—La declaración de amor que le habría recitado hace unas semanas.
Conociendo a Sira, seguro que ha salido corriendo en cuanto ha oído
esas palabras y no se ha quedado a escuchar el resto.
—¿Qué le has dicho? —pregunta Isaac, que vuelve a mirarme
con suspicacia.
—Nada —se apresura a decir Andrea.
Le agradezco el intento de protegerme, pero no funciona. La cara
de Isaac está volviendo a mutar hacia la de un ogro y, viendo la
expresión de los demás, nos acosarán hasta que lo contemos.
Malditos cotillas.
Miro al cielo y resoplo. Este va a ser el momento más humillante
de mi vida.
—He confesado que, hasta hace unas semanas, seguía
enamorado de Andrea, ¿vale? Y le pedí a Sira que se hiciera pasar
por mi novia porque no quería que nadie pudiese sospecharlo. Y la
cosa se complicó y acabo de darme cuenta de que estoy enamorado
de ella —explico de mala gana.
—¿Acabas de darte cuenta? —pregunta Marta, incrédula—. Pero
si es obvio.
Por las caras de los demás, comparten su opinión. Gracias,
colegas, así me ayudáis un montón.
Isaac, muy serio, se me acerca y doy un respingo hacia atrás. Él
me muestra las palmas de las manos, viene en son de paz.
—Siento de veras lo de antes. No tengo excusa —dice con
auténtico arrepentimiento.
—Está bien, me alegra que se haya aclarado.
—En cuanto a lo de Andrea… —me da unas palmadas afectuosas
en los hombros—, lo siento, tío, sé lo que se siente.
Hago un gesto para quitarle importancia. Lo que me preocupa
ahora es Sira.
Cuando Isaac regresa junto a Andrea, ella le da un cachete en el
brazo.
—Eres un neandertal.
—Lo siento —repite, cabizbajo. Después, la mira a los ojos—. No
soporto la idea de perderte, Andrea. Y sin querer te he presionado,
primero con la boda y después con lo de tener hijos…
—No quiero tener hijos. Todavía —replica ella, hablando muy
rápido.
—Lo sé, y me parece bien. Yo lo que quiero es estar contigo. Si
tenemos hijos algún día me hará muy feliz, pero si no los tenemos
también estará bien. Lo que quiero es estar a tu lado… No creo que
pueda quererte más de lo que te quiero, estoy loco por ti y…
La emoción le rompe la voz y no puede seguir hablando. A
Andrea también le brillan los ojos.
—Yo también iría al fin del mundo por ti.
Los dos sonríen y se dan un beso. Pero lo que empieza siendo un
beso de reconciliación cambia pronto. Se aprietan el uno contra el
otro, se abrazan y profundizan el beso. En un intento de estar
todavía más en contacto, Andrea acaba rodeándolo con las piernas y
él la sujeta por el trasero. Los demás nos miramos.
—Ha sido bonito, pero ahora ya es incómodo —comenta Susana.
Los demás murmuramos nuestros asentimientos y abandonamos
el lugar antes de ver como esos dos hacen el amor ahí mismo.
Como todavía sigo un poco consternado por todos los
acontecimientos, tardo un poco en reaccionar. Pero cuando por fin
recuerdo que llevo todo el puto día intentando hablar con Sira y que
encima ha sucedido este desastre, echo a correr hacia la puerta del
hotel. Mis amigos gritan algo a mis espaldas, pero ni los escucho.
Alcanzo la habitación en cuestión de segundos. Abro la puerta
entre jadeos y entro, deseando con todas mis fuerzas encontrarla
ahí. Pero me recibe una habitación vacía. Del todo. Las cosas de Sira
no están. Ni su maleta, ni su ropa tirada encima de la silla, ni el
contenido de su neceser desperdigado por el baño.
Mi mirada cae sobre mi mesita de noche, donde ayer dejé la llave
del coche. Ha desaparecido.
—No, no, no.
Corro hacia abajo temiéndome lo peor. Alcanzo el aparcamiento,
donde mi temor se confirma: nuestro coche no está. El corazón me
da un vuelco y siento náuseas.
—No. Joder. Mierda, mierda, ¡mierda!
Descubro que Amaya y Carmen, su novia, se están acercando a
mí.
—Gabriel, hemos intentado avisarte cuando has echado a correr,
pero no nos has oído —dice Amaya—. Sira se ha ido.
31

Gabriel

Sira se ha ido. Ha recogido sus cosas y se ha llevado el coche.


Empiezo a sentirme inmerso en una pesadilla. Sé que esto no
significa nada bueno.
—Mierda. ¡Mierda! —repito por enésima vez.
Saco el teléfono del bolsillo con manos temblorosas y la llamo,
pero no llego a conseguir tono y se acaba cortando la llamada. Al
quinto intento, deduzco por qué está pasando una vez detrás de
otra: ha bloqueado mi número. No me jodas.
Una oleada de pánico me recorre el cuerpo. Bloquearme es una
acción muy radical. Sira está tan enfadada que no quiere saber nada
de mí. Ni siquiera está dispuesta a darme la oportunidad de
explicarme, de demostrarle que se trata de un malentendido. Porque
esa es la única explicación posible a lo que está sucediendo: Sira ha
oído la que habría sido mi absurda y estúpida declaración de amor a
Andrea hace unas semanas y ha interpretado que me estaba
declarando.
Ya es mala suerte, joder.
Pero… Si Sira solo fuese mi amiga, se habría limitado a hablar
conmigo para recriminarme un comportamiento tan despreciable. Sin
embargo, este nivel de enfado… ¿Puede significar que sí siente algo
por mí?
Tengo que encontrarla. Necesito hablar con ella.
Me giro hacia Amaya y Carmen y me sobresalto al descubrir que
todos los demás también están allí, incluso Isaac y Andrea. Me están
mirando con expresiones preocupadas.
—Me ha bloqueado —anuncio—. Necesito un coche. ¿Podéis
prestarme un coche, por favor?
Miro a Marta, que hace una mueca culpable.
—No es que no quiera, ¿pero recuerdas esa lucecita que se ha
encendido en el salpicadero?
Mierda, lo había olvidado. No puede mover su furgoneta. Ahora
miro a Isaac, pues esta mañana ha conducido la otra furgoneta.
Como respuesta, obtengo otra mueca cargada de culpabilidad.
—Alicia y Marcos se la han llevado, tenían que acercarse a la
farmacia.
Solo ahora me doy cuenta de que no están. Con toda la
confusión, solo me he fijado en el grupo en general, no en si
estábamos todos.
—Venga ya —se me escapa, empezando a desesperarme. A
saber cuánto tardan en regresar.
—Está el coche de Edu y Maite —dice Enzo.
Todos le miramos, yo al menos como si hubiese perdido el juicio.
Esos dos no nos prestan el coche ni bajo amenaza de torturas y
muerte. Sin embargo, Isaac dice:
—Podemos intentarlo.
—¿Estás seguro? —pregunta Andrea.
—Por Gabriel y Sira, lo que haga falta —responde Isaac,
tendiéndole la mano a su esposa. Ella se la coge y, decididos, se
dirigen hacia el restaurante. Andrea supone que deben de seguir allí.
Los demás asienten, me dedican sonrisas llenas de apoyo y me
arrastran tras ellos.
—Lo conseguiremos —me murmuran.
Cuando nos plantamos ante la mesa de Maite y Edu, nos miran
como si fuésemos un circo de monstruos. En este caso no puedo
culparles. Que once personas aparezcan a tu lado, todas apiñadas y
mirándote fijamente, tiene que ser raro de narices.
Sin entrar en muchos detalles, Isaac les pide el coche para mí. La
respuesta de su hermano, cómo no, es:
—No.
—A Gabriel le ha surgido una urgencia y no tenemos las
furgonetas disponibles…
—Que no. Mi coche solo lo conduzco yo —lo corta Edu de forma
bastante desagradable.
—¿Podrías llevarlo tú? —propone Andrea. Sería una opción
horrible, pero estoy tan desesperado que lo aceptaría.
—Claro que no —le responde Edu, mirándola como si se hubiese
vuelto loca.
Isaac sigue intentándolo un poco más, explicando que es
impepinable que yo pueda ir tras Sira. Al mencionar su nombre, las
expresiones de Edu y Maite se endurecen.
—Esa novia tuya nos ha insultado. Así que, si es por ella, todavía
tengo más motivos para no prestarte el coche —me espeta Edu.
Nunca me había creído capaz de tener pensamientos homicidas,
pero ahora mismo están muy activos en mi cabeza. Imaginarme a
Edu con el cuello retorcido como un sacacorchos resulta de lo más
satisfactorio.
—Si os ha insultado es porque os lo merecíais.
Asombrados, todos nos giramos hacia la persona que ha
hablado: Andrea. Está fulminando con la mirada a sus cuñados, las
manos apoyadas sobre la mesa para inclinarse hacia ellos con
expresión amenazante.
—No es que seáis antipáticos, es que sois malas personas —
añade con la voz llena de veneno—. ¿Os pensáis que no sé por qué
seguís acudiendo a las comidas navideñas de la familia? Porque no
quieres que tus padres, Edu, os eliminen del testamento.
Por la manera como los dos se tensan, parece que ha dado en el
clavo.
—Exacto. Hay varias propiedades en juego y también queréis
vuestra parte, ¿verdad? Pues que sepáis que mis suegros me
adoran. ¿Y sabéis qué soy capaz de hacer? De convencerlos para
que os borren del testamento —dice Andrea con voz alta y clara.
Cuando sigue hablando, va elevando la voz hasta casi gritar—: Así
que, o lo prestáis el coche a Gabriel ahora mismo, ¡o id haciéndoos a
la idea de que no veréis ni un céntimo!
Los demás nos quedamos en silencio absoluto, conteniendo la
respiración. Creo que todos querríamos ponernos a aplaudir, pero
eso estropearía el momento.
Edu y Maite intercambian una mirada que al principio es
asombrada, pero que después se transforma. Es como si dijeran
«Maldita sea, nos han pillado». Maite hace un pequeño gesto de
asentimiento, molesta, y al instante Edu se mete la mano en el
bolsillo. Deposita la llave del coche sobre la mesa con un golpe seco.
—Más te vale no hacerle ni un solo rasguño.
Ni me molesto en contestar. Agarro la llave y echo a correr hacia
el aparcamiento.

¿Por qué? ¿Por qué cuando más prisa tenemos menos espacios para
aparcar hay? Después de dar varias vueltas por el vecindario de Sira
y de maldecir a todas las demás personas de la ciudad que utilizan
coche, opto por entrar en un aparcamiento de pago que está
demasiado lejos. Qué mierda, si lo llego a saber voy directo allí.
Corro hacia el piso de Sira y llamo al timbre con desesperación. Me
abre la puerta Noa.
—Hola, Gabriel —saluda, sorprendida pero amable como
siempre.
—¿Está Sira?
La decepción me invade cuando veo el parpadeo desconcertado
de Noa.
—¿No estaba contigo?
Un segundo después, Aissatou y su habitual mirada acusadora se
asoman desde el salón. Quizás algún día descubriré qué he hecho
para ofenderla.
—¿No sabes dónde está Sira? —pregunta.
No se molestan en disimular la preocupación. Sé que les debo
una explicación, así que intento contarlo sin revelar demasiado.
—Ha habido un malentendido y creo que Sira se ha enfadado
conmigo.
—¿Crees? —pregunta Aissatou entre extrañada y suspicaz.
—Creo que ha oído algo que yo decía y lo ha interpretado mal.
Se nota que a ambas las están inundando las preguntas, pero
Aissatou se centra en la más urgente.
—Gabriel, ¿dónde está Sira?
Yo suspiro.
—No lo sé. ¿Podéis intentar llamarla, por favor? A mí me ha
bloqueado —suplico. No me molesto en esconder la desesperación.
Sin apartar la mirada de mí, Aissatou extrae el teléfono del
bolsillo y llama. Esperamos en silencio mientras ella se pone el
teléfono al oído y aguarda. Al cabo de unos largos segundos, corta
la llamada.
—No contesta, acaba saltando el contestador.
Mierda.
—Vale, gracias por intentarlo.
Iré a casa de sus padres. Quizás ha ido allí. Todavía seguía
enfadada con Aissatou, ¿verdad? Puede que no le apeteciera
regresar al piso.
—Gabriel.
El tono de Aissatou, seco, lo dice todo. Quieren una explicación
más completa.
De acuerdo. Supongo que se la debo.
—Me ha oído hablar con mi exnovia y creo que ha interpretado
que estaba intentando recuperarla. Y no se lo ha tomado muy bien.
—¿Tu ex? ¿La que se ha casado hace poco? —pregunta Aissatou.
Asiento.
—¿Y Sira se ha enfadado? —pregunta ahora Noa. Parece muy
sorprendida.
—Ha hecho la maleta, se ha ido sin despedirse y me ha
bloqueado. Ah, y ha avisado al marido de mi ex de que estaba
intentando robarle la mujer. Así que solo puedo deducir que se ha
enfadado. Mucho.
Noa mira asombrada a Aissatou, que parece sorprendida pero
satisfecha. Es oficial, me estoy perdiendo algo.
—¿Qué? —pregunto.
—Nada —contesta Noa con una sonrisa demasiado brillante.
—Nada, que ya era hora —dice Aissatou. Creo que esta mujer es
una sádica o yo le caigo muy mal, porque parece estar disfrutando
con mi sufrimiento. Y encima habla con enigmas.
—¿A qué te refieres?
—Pues que…
—Pues que nada —la interrumpe Noa antes de empujarla sin
miramientos hacia el salón—, que tiene que irse por ahí. Gabriel, si
tenemos noticias de Sira te aviso, ¿de acuerdo? Y si tú consigues
hablar con ella, avísanos, por favor.
—Claro. Gracias, Noa.
Dejo atrás la expresión preocupada de Noa y las preguntas sobre
lo que pretendía decir Aissatou y desciendo las escaleras del edificio
a toda velocidad.
Pero Sira tampoco está en casa de sus padres. A ellos solo les
cuento que se ha enfadado conmigo por un malentendido y consigo
dejarlos más que preocupados. Muy bien, Gabriel.
Por no dar más vueltas, llamo a la última persona con la que se
me ocurre que podría estar Sira: Ibai. Pero no, su hermano tampoco
sabe nada de ella y su respuesta a mis explicaciones vagas sobre
qué ha sucedido es:
—Vente a mi casa. Ahora.
Y cuando Ibai te habla así, a ver quién es el valiente que le dice
que no. Así que media hora después estoy en su casa, ante él. Me
observa con los ojos entrecerrados y los brazos cruzados delante del
pecho mientras vuelvo a narrar, con absoluto y humillante detalle,
todo lo sucedido. Incluido que yo seguía colgado de Andrea
(aunque, por cómo me mira mientras hablo, empiezo a sospechar
que ya lo sabía) y que he tardado mucho en darme cuenta, pero que
estoy enamoradísimo de su hermana.
—¿Sigues sin saber nada de ella? —pregunto al final,
atreviéndome a sentir esperanza.
—No.
—¿Se te ocurre dónde podría estar?
—Si tú, que eres su mejor amigo, no lo sabes, nadie lo sabe.
No creo que sea intención de Ibai hacerme sentir mal, solo está
constatando un hecho, pero es como si me diera un puñetazo en el
estómago. La bilis me sube a la garganta. Me aguanto las náuseas,
recordando la sensación de las últimas semanas de estar perdiendo
a Sira. ¿Seguro que sigo siendo su mejor amigo?
—Si me entero de cualquier cosa, te aviso —promete Ibai antes
de acompañarme a la puerta.
Lo último que me apetece es regresar al hotel, pero debo
devolver el coche. Durante todo el trayecto de vuelta no paro de
comprobar el móvil por si Sira llama o envía un mensaje, pero el
silencio del aparato es abrumador. Estoy empezando a odiarlo. Ya sé
que no es el responsable de que Sira no dé señales de vida, pero no
puedo evitar percibirlo como el objeto que ni me permite llamarla ni
me trae noticias suyas.
En fin.
Cuando llego al hotel, Edu y Maite están esperando en la puerta
con las maletas hechas.
—Gracias —digo tras descender del vehículo, tendiendo la llave a
Edu.
Él la coge con un gesto brusco y, mientras Maite se sienta en el
asiento del copiloto, da una vuelta al coche con expresión severa.
Supongo que va en busca de algún rasguño del que culparme.
Pero como no encuentra nada, no puede decir nada, así que
sube al vehículo y se largan sin ni siquiera despedirse.
—Qué maravilloso es tener familia, ¿eh? —dice Isaac detrás de
mí.
—Siento que las cosas hayan ido así con ellos.
—Sabía que no podía ir de otra manera. Hace muchos años que
renuncié a mi hermano —replica con una sonrisa triste—. Me alegra
que Andrea por fin esté decidida a pasar de ellos también.
—Yo también me alegro. —Sonrío al recordar su rapapolvo a sus
cuñados.
Isaac asiente y me da una palmada en el hombro.
—Vienes solo y con una cara que da pena. Deduzco que las cosas
no han ido bien con Sira.
—No la he encontrado —admito, desanimado y agotado.
—Todo se solucionará, ya lo verás —dice—. Venga, vamos a
cenar. A ver si conseguimos animarte un poco.
Todo el grupo se esfuerza en conversar conmigo durante la cena
y la sobremesa para mantenerme entretenido, pero mis ánimos se
mantienen arrastrándose por el suelo.
Esa noche, más que dormir me dedico a dar vueltas y más
vueltas en la cama. No paro de recordar la noche anterior, cuando le
hice el amor aquí mismo con todo el sentimiento del mundo, como si
la necesitara para vivir, y todavía no era consciente de mis
sentimientos. Soy un inútil. Cuando por fin consigo conciliar el
sueño, está amaneciendo. Cinco minutos después, mi teléfono
empieza a sonar. Me lanzo a por él a tal velocidad que me caigo de
la cama y el trasto desaparece bajo el somier.
—¡Maldita sea!
Definitivamente, lo odio. Al menos sigue sonando hasta que
puedo rescatarlo y responder sin ver quién llama.
—¿Sira? —pregunto esperanzado.
—No, Ibai.
Mierda.
Pero no perdamos la esperanza, quizás…
—¿Sabes algo? —pregunto.
—Sira nos ha escrito a mis padres y a mí para decirnos que está
bien, pero que necesita estar sola.
¡Han tenido noticias! El corazón me romperá una costilla de la
fuerza con la que me palpita.
—¿Solo eso? —pregunto sin poder evitar sentirme optimista.
—Sí —responde Ibai, destrozando mis esperanzas—. Y antes de
que empieces a machacarme a preguntas: sigue sin contestar
llamadas y ya le he escrito que lo que te oyó decir a Andrea es un
malentendido, pero no está leyendo ninguno de los mensajes que le
enviamos.
—Joder —se me escapa mientras me dejo caer sobre la cama.
Me quedo mirando el techo y suspiro—. ¿Qué puedo hacer, Ibai?
Algo tengo que poder hacer para hablar con ella.
Tras unos instantes de silencio, él también suspira.
—Me temo que, ahora mismo, lo único que puedes hacer es
esperar.
Ya, esperar. Nunca he creído en presentimientos, la intuición o
teorías sobre sextos sentidos. Sin embargo, hoy algo me dice que
esto no es un simple enfado de Sira. No creo que reaparezca más
tranquila para que podamos hablar. Hoy algo me dice que la he
perdido para siempre.
32

Sira

Me pregunto si en algún momento podré parar de llorar. O quizás en


algún momento se me secarán los lagrimales. Desde ayer por la
tarde, ya han trabajado lo correspondiente a una vida entera. En
cuanto la ira remitió un poco, llegaron las lágrimas. Imparables.
Me da un poco de vergüenza cada vez que viene el camarero del
servicio de habitaciones porque abro la puerta con los ojos tan
enrojecidos que deben de parecer tomates maduros. El hombre me
observa con cierta preocupación, pero supongo que como le sonrío y
le doy las gracias, no pregunta. Con suerte, pensará que tengo un
caso de conjuntivitis salvaje.
Sí, estoy en un hotel con servicio de habitaciones. Ayer decidí
refugiarme aquí.
No, no es una huida. Es una medida de protección. Además,
necesitaba un poco de tiempo y soledad para pensar. Siento no estar
contestando los centenares de mensajes y llamadas de todo el
mundo, pero es lo que necesitaba.
Diez años así. Diez años. Intenté negármelo a mí misma durante
mucho tiempo, pero Ibai tenía razón: llevo diez años enamorada de
Gabriel.
Diez años.
¡Y resulta que el tío es un cabrón! Todavía me cuesta hacerme a
la idea. Creía que conocía a Gabriel, pero lo que hizo ayer… Es algo
que mi Gabriel nunca haría. Es una persona distinta de lo que yo
creía. Llevo diez años viviendo engañada. ¿He malgastado los
últimos diez años de mi vida?
Esta última pregunta consigue que mis ojos vuelvan a convertirse
en fuentes, pero no me permito que se alargue durante más de
treinta segundos. No puedo pensar estas cosas. No puedo valorar mi
vida según cómo haya sido la parte amorosa. Eso no me define.
¿Qué me define? ¿Quién soy? ¿Qué me hace ser quién soy?
Ayer, cuando tuve mi epifanía, me sentí fuerte, capaz, que iba a
poder con todo. Pero ahora veo que me he pasado tanto tiempo
deseando ser de otra manera que no me he encontrado a mí misma.
¿Y ahora qué? ¿Qué hago al respecto?
Me tumbo en la cama boca arriba, la mirada clavada en la
lámpara del techo.
De repente, algo se ilumina en mi interior. Eh, ¡la metáfora de la
bombilla es totalmente cierta!
Ya sé lo que debo hacer. Necesito tiempo. Necesito distancia. De
Gabriel sobre todo, pero también del resto de elementos de mi vida.
No de forma permanente. Nunca me alejaría así de mi familia y
amigos. Ayer lo pensé, pero estaba muy disgustada. Pero una
temporada conmigo misma me sentará bien.
En cuanto a Gabriel… a él sí que tengo que decirle adiós. Un
adiós para siempre.
Respiro hondo. De acuerdo, decisión tomada. Más tarde me
pondré a buscar un trabajo que me lleve lejos. Ahora empezaré por
enviar mensajes. Los primeros son a mis padres e Ibai, a los que
pido disculpas por irme sin decirles adiós en persona. Hacerlo sería
un error, sé que mis padres intentarían quitármelo de la cabeza. A
Ibai también le pido que ayude a Aissatou y Noa a recoger mis cosas
del piso. Eso también se merece una disculpa bien gorda, pero para
qué está la familia, ¿no?
Después envío otro mensaje a mis amigas, con la que también
me disculpo. Ahora me doy cuenta de que Aissatou tenía razón al
enfadarse, que he prolongado demasiado el hacerme daño a mí
misma. Le confieso que me habría gustado que entendiera que soy
un poco lenta en percatarme de ciertas cosas y que cuando ves algo
desde fuera es más fácil valorarlo. Pero sé que su enfado nacía de su
preocupación y amistad, así que la quiero un montón por ello. A Noa
también, por ser tan discreta e intentar lidiar entre las dos.
No envío más mensajes a familia y amigos. Ya se irán enterando.
Además, antes o después regresaré.
Mi siguiente paso es escribir un correo electrónico a Max para
presentar mi dimisión en Eventos Luxe. Otra disculpa que debo
enviar, en este caso por no dar las dos semanas de rigor para que
encuentren a alguien que me sustituya. El resto de los compañeros
de la oficina recibirán la noticia a través del mismo Max o de Gabriel.
Supongo que mi WhatsApp pronto empezará a echar humo, pero
solo le haré caso cuando me vea con fuerzas.
Bien. Una vez hechas todas estas cosas, solo me queda una.
Enviar el mensaje más difícil de mi vida.
33

Gabriel

El primer día entero sin Sira me dejo arrastrar aquí y allá por mis
amigos, me alimento como un autómata y consigo mantener varias
conversaciones. Sin embargo, todo lo hago de manera más bien
inconsciente. Si en una semana me preguntan por lo que hice, seré
incapaz de responder. Lo único que recordaré es que me pasé todas
las horas del día pendiente del teléfono, de cualquier vibración,
sonido o música que pudiese emitir. Pero su silencio es absoluto, tan
contundente que duele.
La noche transcurre igual que la anterior: no consigo dormir
hasta bien entrada la madrugada y, cuando despierto, es porque el
teléfono se pone a sonar. Me gustaría poder decir que me incorporo
con más dignidad que ayer, pero sería mentir. Consigo no caerme al
suelo, pero me quedo medio colgado de la cama.
—¿Sira? —pregunto con la voz pastosa.
—Hola, Gabriel. Soy Max.
—¿Max?
Mientras lucho por regresar al centro de la cama en vez de
estamparme contra el suelo, me pregunto por qué recibo una
llamada del jefe de Recursos Humanos a estas horas de la mañana
de un sábado.
—¿Va todo bien? —añado.
—No lo sé —contesta él. Duda unos instantes—. Siento llamarte
un sábado, ¿pero sabes algo de la dimisión de Sira?
—¿Sira ha dimitido? —No tengo un espejo delante, pero sé que
me he puesto pálido.
—Eh… Veo que no sabes nada.
Su voz destila lo que está deduciendo a la velocidad del rayo: si
yo no sé nada de la dimisión de Sira, algo va mal entre nosotros dos.
—Max, por favor, cuéntame qué ha pasado —suplico.
Conociéndolo, y con lo respetuoso que es con la privacidad de los
demás, seguro que ya estaba pensando en despedirse con toda la
educación del mundo y cortar la llamada.
Su primera respuesta es un sonoro suspiro. Pero, al menos,
después habla.
—Pues acabo de entrar en el correo del trabajo por otro asunto y
me he encontrado con un mensaje de Sira. Me anuncia su dimisión
inmediata y se disculpa por no darnos las dos semanas para buscarle
un sustituto —explica—. Sinceramente, lo de las dos semanas no
podía importarme menos. Lo que me gustaría saber es si está bien.
La he llamado y le he enviado mensajes, pero no contesta.
«Pues ya somos dos», pienso mientras me hundo todavía más en
la miseria.
—Hubo un malentendido y se enfadó. —Es lo único que consigo
explicarle. Todavía estoy digiriendo que Sira esté dedicándose a
cortar por lo sano con todo lo que hay en su vida.
Esa afirmación no es el del todo precisa, lo sé. En realidad, lo
que está haciendo es cortar por lo sano con todo lo que tenga que
ver conmigo.
¿Pero por qué? No lo entiendo. Sí que entiendo que se enfadara,
¿pero esta reacción tan exagerada? ¿De dónde sale?
—Vaya —dice Max. Había olvidado que seguía al otro lado del
teléfono—. Bueno, espero que la cosa se arregle. Por favor, si hablas
con ella dile que puede cambiar de idea y regresar a la empresa.
Esperaremos unos días antes de ponernos a buscarle reemplazo.
—Gracias, Max.
Este hombre es un trozo de pan. Otro jefe de Recursos Humanos
estaría subiéndose por las paredes, echando fuego por la boca y,
posiblemente, tachando a Sira de traidora para arriba, pero lo que
hace Max es preocuparse.
Nos despedimos y corto la llamada, y al hacerlo descubro una
notificación en la pantalla: tengo un mensaje. ¡De Sira!
Me ha llegado hace un rato, justo cuando me había dormido.
¿Cómo es posible que no lo haya oído? ¿Significa que Sira me ha
desbloqueado?
Me falta tiempo para llamarla, pero no, sigo bloqueado. Mierda,
joder y me cago en todo, esto es mala señal. Ahora corro a ver qué
mensaje me ha enviado. Es un audio de más de cuatro minutos.
Trago saliva antes de darle a reproducir. Algo me dice que lo que voy
a escuchar dolerá.
—Hola, Gabriel. —Su voz suena cansada, incluso un poco
temblorosa. Se queda en silencio unos segundos, carraspea y sigue
hablando—: Sé que recuerdas el día que nos conocimos, porque lo
hemos comentado alguna vez. Yo estaba borracha como una cuba,
pero, a pesar de eso, yo… Ese día me enamoré de ti. —Otro
carraspeo—. Y estos últimos diez años han sido… Bueno,
básicamente me los he pasado intentando superarte porque o tenías
novia o estabas hecho polvo porque habías roto con ella. Pero la
verdad es que, aunque hubieses estado soltero y disponible, nunca
me habría atrevido a dar el paso porque creía que no te merecía,
¿sabes? Yo siempre he sido un caos, un desastre que no sabe lo que
quiere y se pasa el día cambiando de trabajo y tú… Para mí eras
perfecto, todo lo que quería pero que estaba fuera de mi alcance. —
Hace una pausa y suspira—. Estas últimas semanas, fingiendo ser
pareja, han sido… dolorosas. Y confusas. Pero el miércoles por la
noche estabas tan mal y… No sé, tal y como fueron las cosas pensé
que quizás tú también sentías algo por mí, pero te oí hablando con
Andrea, intentando recuperarla y… No me puedo creer que seas tan
cabrón, Gabriel. ¿Te acuestas conmigo y a la mínima corres tras
Andrea, que está casada con Isaac, que es amigo tuyo? Es que es…
Eres un cabrón. No me puedo creer que no haya visto antes que
eras capaz de hacer algo así. —Se ha ido enfadando y su voz ahora
suena más firme—. Al menos ya me he dado cuenta de que sí que
merecía tu afecto, por más desastre que sea. No tiene nada que ver.
Pero no puedes tratarme así, y yo no puedo seguir así. —Una nueva
pausa, tan larga que compruebo si el mensaje ha terminado. Pero
no, todavía le queda un poco—. Ahora mismo estoy muy enfadada
contigo, Gabriel, y me encantaría que eso fuese suficiente para
desenamorarme de ti. Pero no lo es, y mientras siga viéndote a
diario no saldré de este círculo vicioso. Necesito distancia. Así que,
por favor, no me llames ni me escribas, ni intentes que sigamos
siendo amigos. No va a funcionar. Quizás dentro de unos años
coincidamos en alguna parte y recordemos esto con una sonrisa.
Eh… No, ¿sabes qué? Olvida que he dicho eso. Si volvemos a
encontrarnos dentro de un tiempo será incómodo y me dará mucha
pena. Mejor que no volvamos a vernos. Siento ser tan radical, ¿eh?
Pero creo que es lo mejor. Es que todavía no me puedo creer que te
hayas estado acostando conmigo y a la mínima hayas corrido tras
Andrea, cabrón. —Las últimas frases han sido aceleradas y ahora se
detiene de golpe. Coge aire, supongo que para obligarse a calmarse
—. A pesar de todo, quiero que todo te vaya bien. Si Andrea volvió a
rechazarte, espero que la superes de una vez y seas feliz. Y haz el
favor de hacer las paces con tu familia, por el amor de Dios. Sabes
como yo que tus padres no son perfectos y sí, hicieron las cosas
mal. Pero lo saben y quieren ponerle remedio. Es una mierda, pero
ninguna familia es perfecta. Ya te lo dije, hay algunas horribles y es
mejor mantenerlas bien lejos, pero no creo que sea tu caso. Y sé
que tú tampoco lo crees porque, si no, no te afectaría tanto esta
situación. Y también sé que te duele haber perdido a tu hermano y
vas a ser tío y… En fin, que te reconcilies con ellos, joder. Perdón, he
vuelto a sulfurarme. Creo que voy a cortar aquí el mensaje. En
realidad, no quiero porque este es mi adiós y después de esto ya no
volveremos a hablar y me da mucha pena y… —Un suspiro
tembloroso, anegado de lágrimas—. En fin. Te quiero, Gabriel. Te
deseo lo mejor.
A estas alturas, Sira no es la única que está llorando. Desde el
principio, cada una de sus palabras ha sido un dardo en el corazón
que me recordaba lo ciego, estúpido, idiota y egocéntrico de mierda
que he sido. ¿Cómo no me di cuenta de lo que sentía? Y sabía que
se consideraba un desastre, ¿pero cómo no vi hasta dónde llegaban
sus problemas de autoestima? ¿Que no estaba a mi altura? ¿Que no
me merecía? ¡Pero si era yo el imbécil afortunado que la tenía a su
lado! Y lo difícil que tiene haber sido enviar este mensaje, contarme
todo esto. Es… es… La quiero tanto que siento que el pecho me
explotará en cualquier momento.
Me quedo un buen rato tumbado en la cama, boca arriba, las
manos cubriéndome la cara. El rato se convierte en minutos, puede
que alguna hora, porque no soy capaz de moverme. Me he quedado
atascado en lo que he perdido y soy el único culpable de que haya
sucedido. Sira se irá y se olvidará de mí porque está decidida a
hacerlo y yo… Yo sigo aquí, incapaz de moverme.
Es uno de esos estados del que solo es capaz de sacarte tu mejor
amigo, pero mi mejor amiga es Sira, así que pasa el rato y ni
siquiera me importa. Al final, en algún momento de la mañana,
Andrea e Isaac entran en la habitación y consiguen levantarme de la
cama. Supongo que algo les debo contar; no lo sé ni me importa
demasiado. Me dejo conducir por el resto del fin de semana, dócil,
insensible al mundo exterior, pero con tanto dolor dentro que temo
que en cualquier momento me aplaste.
34

Gabriel

El lunes vuelvo a ser el centro de atención de los cotilleos de la


oficina. Cuando cruzo la puerta y mientras camino hacia mi
despacho, de reojo veo cómo todas las cabezas que hay en los otros
despachos se giran para mirarme y seguir mi recorrido. Es un poco
inquietante.
Es decir, no sé cómo, ya se han enterado de que ha habido una
crisis entre nosotros y que Sira ha dimitido. Dudo que haya salido de
Max, pero ni siquiera voy a intentar averiguarlo. Qué más da, el
mundo de los cotilleos es una red de ríos y afluentes, eterna e
imparable.
Por suerte, supongo que mi cara envía el claro mensaje de
«dejadme en paz o sufrid», porque nadie se acerca a preguntarme
nada. Al menos, no a primera hora. A media mañana, cuando sé que
es probable que no haya nadie en la cocina, voy a hacerme un café.
Estoy ante la cafetera, mirando ensimismado cómo fluye el oscuro
chorrito de líquido hacia la taza, cuando oigo la voz de Carla detrás
de mí.
—Eh, ¿va todo bien?
Ni siquiera me giro para mirarla. Tan solo suspiro, mientras
pienso que la pregunta deja entrever que no tiene muchos detalles y
que está preocupada.
—Sira se enfadó por algo, quiere un cambio en su vida y no sé
nada de ella —me limito a explicar. No me veo capaz de entrar en
más detalles sin echarme a llorar—. No me apetece hablar de ello.
Carla tarda unos segundos en replicar.
—Vale. Si necesitas algo, de mí o de quien sea, no dudes en
pedirlo. ¿De acuerdo?
Asiento a la cafetera, todavía evitando mirarla.
—Gracias.
Ese día y los dos siguientes transcurren así. Sigo dándome
cuenta de lo ciego y egoísta que he sido, me revuelco bastante en
mi propio dolor y evito hablar con otras personas todo lo que puedo.
Al final, me toca enfrentarme a un tema que ya no puedo
posponer más.
Cojo el teléfono y envío un mensaje: «¿Podemos vernos todos
mañana por la tarde en casa de papá y mamá?».
Al cabo de media hora, Saúl contesta: «Sí, a las 19 h».
Así pues, a las siete de la tarde del día siguiente llamo al timbre
de casa de mis padres. Me abren desde arriba, subo y me encuentro
la puerta abierta. Los tres me están esperando en el salón. Papá y
Saúl sentados en sillas a ambos lados del sofá, que ocupa mamá,
más delgada que nunca, con almohadones tras la espalda y debajo
el brazo. El corazón se me encoge al verla así.
Saúl me observa inexpresivo, nada en él me da una pista de
cómo se siente después de nuestra discusión de la semana pasada.
—Hola —digo mientras me siento ante ellos, en la butaca que me
han dejado libre. Y después no sé cómo seguir.
—¿Cómo está Sira? —pregunta mi madre.
La pregunta está hecha con toda la buena intención del mundo,
pero duele.
—Eh… Bien —consigo pronunciar. Después, me esfuerzo por
volver a centrarme—. Gracias por venir.
Qué gran frase, agradecer a mis padres que hayan venido a su
propia casa. Me froto la cara un poco desesperado. Esto es muy
difícil.
—Quería hablar con vosotros porque… —consigo empezar, pero
me detengo porque siento la imperiosa necesidad de carraspear.
Cojo aire para darme fuerzas—. Os echo de menos. No me gusta
haberos perdido.
Ninguno de los tres se mueve ni dice nada, casi parece que no se
atreven ni a respirar, pero noto el cambio en el ambiente, la
expectación. Sigo hablando. Es difícil, pero para eso he venido, ¿no?
—No me gusta estar siempre enfadado con vosotros. Y Saúl va a
ser padre y vosotros abuelos y… No quiero perdérmelo.
Miro a Saúl.
—Siento haberte apartado así. Yo… —me interrumpo porque no
sé cómo seguir. Hay tantas cosas que decir que me siento
abrumado.
—Yo siento no haberte entendido —interviene Saúl.
Lo miro, sorprendido y esperanzado. Nos aguantamos la mirada
unos segundos. Sí, hay muchas cosas de las que hablar, pero irán
saliendo. Paso a paso. Me giro hacia mis padres.
—Necesito que entendáis que fue muy difícil para mí cuando las
cosas se pusieron feas entre vosotros. Todavía ahora no comprendo
que no vierais lo mucho que nos afectaba a Saúl y a mí. Supongo
que llevaba mucho tiempo enfadado con vosotros y no me di cuenta
hasta que exploté.
—Lo siento —dice mi padre. Le sale como si llevara un buen rato
aguantándoselo dentro—. Lo que sucedió fue por mi culpa. Hace
tiempo que me di cuenta y no hay día que no me arrepienta. De
veras que lo siento. Pero —se inclina para coger la mano de mi
madre— las cosas han cambiado. Os lo prometo.
Los ojos de papá brillan. También los de mamá cuando le aprieta
la mano con fuerza y afecto.
—Los dos hicimos las cosas mal —dice ella—. Y la primera de
todas fue olvidarnos de que teníamos dos hijos maravillosos que no
se merecían nuestro comportamiento. Eso me llena de
arrepentimiento. —Los ojos se le llenan de lágrimas, pero se las seca
como si no quisiera que la molestaran—. Pero me haría muy feliz si
intentamos arreglarlo. Sé que no se tratará de pasar página y
olvidarnos de todo, hay muchas heridas que sanar. Pero hablémoslo,
por favor. Vuestro padre y yo estamos aquí para hablar de lo que
queráis.
Y eso es lo que hacemos durante las siguientes horas, hasta que
es bien entrada la noche. Les cuento cómo me sentí cuando
empezaron las discusiones, lo mal que lo pasaba al ver sufrir a Saúl
y lo responsable que me sentía de protegerlo todo lo posible. Saúl
también cuenta cómo lo vivió él, y descubro que mis esfuerzos le
ayudaron a sobrellevarlo mucho mejor, pero siempre fue consciente
de lo que yo estaba haciendo por él.
También me esfuerzo para que papá y mamá comprendan la
frustración que sentía. A solas con ellos estábamos bien y como
padres siguieron dándonos el apoyo que necesitábamos. Pero
cuando se juntaban… Costaba comprenderlo y era desquiciante.
Y lo comprenden todo. Por cómo hablan, por las cosas que dicen,
me doy cuenta de que han dedicado bastante tiempo a rememorar y
analizar las cosas que sucedieron. Y lo han hecho juntos. Ahora sí,
consigo creerme que las cosas entre ellos han cambiado.
A las diez pasadas nos damos cuenta de la hora que es y mamá
pregunta si tenemos hambre. La verdad es que hace un rato que mi
estómago se está quejando, pero no sé si tengo fuerzas para una
comida familiar. Es demasiado pronto. Esta noche está siendo muy
intensa y siento las emociones a flor de piel. Creo que si nos
sentamos a cenar juntos me desmoronaré y me echaré a llorar como
un crío. Ya sé que no sería malo, pero no me apetece.
—Es tarde, será mejor que vaya a casa —contesto a la pregunta
de mi madre.
Veo la pequeña decepción en su gesto y en la expresión de mi
padre, pero asienten. Lo comprenden.
—¿Queréis venir a comer el sábado? —pregunta mi madre.
Saúl y yo nos miramos. Parece que a los dos nos gusta la
propuesta, así que asentimos.
—Me encantaría. —La voz se me rompe al decirlo.
Por fin, todos nos atrevemos a sonreír con timidez. Hemos dado
un paso adelante muy importante, algo que todos necesitábamos
desde hacía mucho.
Mamá consigue ponerse en pie de forma sorprendentemente ágil
y todos la imitamos. Me doy cuenta ahora de que durante la
conversación se ha mostrado bastante enérgica. Debería estar
agotada. Sin embargo, se acerca a mí con paso seguro y me abraza
con tanta fuerza que me cuesta respirar. Pero me centro en que
hacía mucho que no sentía los brazos de mi madre a mi alrededor.
Recuperar la sensación es muy reconfortante.
—Ay, Gabriel, cuánto te he echado de menos —dice. Se aparta
para acunarme la cara y mirarme con las mejillas llenas de lágrimas.
Mi visión también se ha vuelto borrosa. Vuelve a abrazarme un
momento y después se aparta como si hubiese recordado algo—.
Pues habrá que empezar a pensar qué comeremos, ¿no? Tiene que
ser algo especial. Voy a ver qué tendremos que comprar.
Y se aleja hacia la cocina caminando con absoluta normalidad. Mi
padre, Saúl y yo la observamos alejarse y desaparecer por la puerta.
Después nos miramos.
—¿Por qué de golpe parece que ya no le duele nada? —pregunto.
—Eeeh… —Es lo que acierta a decir mi padre, mientras que Saúl
mira hacia la cocina con las cejas levantadas.
Creo que en nuestras cabezas está empezando a formarse la
misma sospecha, pero optamos por no decir nada.
—Ven aquí —dice mi padre, dándome un abrazo de oso lleno de
palmadas en la espalda.
No mucho después, Saúl y yo nos despedimos y abandonamos el
piso. Bajamos las escaleras hasta la calle y nos detenemos en el
portal. Nos quedamos en silencio, sin saber qué decir. Me iría a
tomar algo con él, pero no estoy seguro de si le apetecerá.
—¿Quieres picar algo ahí al lado? —propone, sorprendiéndome
otra vez—. El Bar Eto sigue abierto.
No puedo contener la gran sonrisa que dibujan mis labios.
—Estoy muerto de hambre —confieso.
Y nos instalamos en el bar de toda la vida, donde nos conocen
desde pequeños, hasta que nos echan a la una de la madrugada.
Mientras comemos tapas acompañadas de una cerveza, empezamos
por comentar un poco la conversación con mamá y papá. Los dos
sentimos que ha ido bien, que realmente las cosas han cambiado
entre ellos. Saúl ya lo había visto, aunque admite que durante
bastante tiempo lo creía con cierto escepticismo.
—Enhorabuena por el embarazo —le digo en cierto momento.
Saúl sonríe, ni siquiera intenta esconder lo emocionado que está
y se pasa un buen rato contándome detalles de lo que está viviendo
con Alba todos estos meses.
—¿Cómo la conociste? —le pregunto, curioso.
—En la empresa donde trabajo. Estoy de informático. Ella es la
jefaza de todo.
Estoy convencido de que está rebajando el cargo que tiene
porque recuerdo con claridad que en su momento ya se estaba
especializando en temas como inteligencia artificial, lo que debe de
haberlo convertido en un profesional muy bien valorado. Pero ya se
lo sonsacaré otro día. Ahora me centro en otro detalle.
—¿Te liaste con tu jefa?
—Sí —replica, muy orgulloso—. Ya te contaré algún día, fue toda
una historia.
Río con suavidad y le doy un trago a mi cerveza, momento que él
aprovecha para preguntarme por mi trabajo y por Sira. De ella solo
le explico que las cosas no han salido bien.
—Vaya, lo siento —dice Saúl.
—Si he venido hoy es gracias a ella —admito. Dios, la echo
mucho de menos.
—¿No hay posibilidades de que os arregléis? —pregunta,
estudiando mi expresión torturada.
Solo llego a contestar con un gesto pesimista porque en ese
momento nos echan del bar.
En la calle, volvemos a quedarnos en silencio, igual que en el
portal de casa de nuestros padres. Siento que la emoción me
embarga y me pican los ojos.
—Oye… —empiezo a decir—. Siento que las cosas fueran así.
—Yo también. Pero ya está, ¿vale?
Lo dice mientras le brillan los ojos y se le rompe la voz, y
después se lanza a darme un abrazo. Yo se lo devuelvo con ganas
mientras dejo que las lágrimas me resbalen por las mejillas. A él
también lo he echado mucho, muchísimo, de menos.
Después nos despedimos hasta el sábado y cada uno se va en
una dirección distinta. Es tarde, pero no me siento cansado. Por
primera vez en muchos días, me siento optimista. Creía que me
costaría conciliar el sueño, pero al llegar a casa me meto en la cama
y duermo como hacía días que no lo hacía.

Echo mucho de menos a Sira. Quiero contarle lo que sucedió ayer,


quiero decirle que fue gracias ella, que me dio el empujón que
necesitaba. Quiero agradecérselo, quiero abrazarla, acariciarla.
Quiero que esté aquí, joder.
Pero me guardo las ganas y el dolor y me esfuerzo por dar la
mejor bienvenida posible a Leire, la nueva empleada que se
incorpora hoy junto a Diego. Él ya ha pasado por el despacho de
Max y nos espera en el nuestro, empezando a familiarizarse con toda
la documentación de los proyectos en los que trabajaremos los
próximos meses.
—Os acompaño —dice Max cuando Leire termina de firmar su
contrato.
Hacemos una nueva visita a las oficinas y empezamos a
presentarle a Carla, Lucía, Mamen, Sergio y todos los demás. Y,
finalmente, nos dirigimos a nuestro despacho.
—Diego ya nos está esperando —explico a Leire.
Ella da un pequeño respingo.
—¿Diego? —pregunta con expresión asustada.
—El otro empleado que se incorpora hoy —aclaro, extrañado.
—Ah, claro —ríe Leire con un poco de apuro. Hace un gesto con
la mano para quitarle importancia—. Genial.
Sin embargo, cuando entramos en la oficina y Diego aparta los
ojos de la pantalla para mirarnos, se queda petrificado. A mi lado,
Leire hace un ruidito sorprendido. Su cara de susto ha regresado.
Se quedan en silencio, mirándose como animales asustados.
Empiezo a temer que uno de los dos, o los dos, eche a correr en
cualquier momento.
—¿Hay… algún problema? —pregunto, aunque es evidente que lo
hay.
Diego carraspea, incómodo, todavía consternado.
—Hola, Leire.
—Diego —replica ella, que parece estar deseando que la tierra se
la trague y ha enrojecido hasta la raíz del cabello.
—Ya os conocéis —afirmo. Es otra obviedad, pero no sé de qué
otra manera pedir algún tipo de explicación.
Diego está mirando a Leire con mucha intensidad y parece
incapaz de pronunciar palabra. Al final, ella carraspea y anuncia con
un hilo de voz:
—Diego es mi exmarido.
Oh. Ostras. Demonios. Volvemos a quedarnos en silencio, Max y
yo procesando sus palabras. Ahora el que se ha quedado sin habla
soy yo.
—Ostras, no lo sabía. —Es la aportación de Max al momento,
aunque debo decir que no suena demasiado sorprendido.
No tengo ni idea de cómo manejar la situación.
—¿Será un problema? ¿Necesitáis un rato a solas para hablarlo?
—acabo preguntando.
Diego y Leire vuelven a mirarse. Están llenos de dudas. Hay algo
entre ellos que pesa mucho. Sin embargo, acaban negando con la
cabeza los dos a la vez.
—No necesitamos hablarlo —dice Diego con el ceño fruncido.
—Podremos trabajar juntos —afirma Leire con discreción.
Yo pienso que eso está por ver, pero entiendo que ninguno de los
dos quiera perder su trabajo el mismo día que empiezan.
—Perfecto, pues yo os dejo. Cualquier cosa, ya sabéis donde
encontrarme —dice Max alegremente y se larga dejándome solo en
una situación muy incómoda.
No sé cómo conseguimos superar el resto de la mañana, pero lo
hacemos. A favor de Diego y Leire debo decir que ambos se
comportan con absoluta profesionalidad. Al mediodía me despido
porque voy a comer fuera solo para no toparme en el comedor con
Sergio y arriesgarme a que empiece a acribillarme a preguntas sobre
Sira. En el ascensor coincido con Max, pero no llegamos a
intercambiar ni una sola palabra porque mi teléfono suena.
—Ibai —respondo, esperanzado.
Él, como siempre, va al grano. A medida que habla, voy
comprendiendo que hoy tiene más motivos que nunca para hacerlo
así:
—Gabriel, tengo noticias. Sira ha enviado un mensaje hace cinco
minutos. Ha cogido un trabajo en un crucero. Estará seis meses
fuera, como mínimo. Zarpan en quince minutos. Isaac y Andrea
están yendo a buscarte, deberían estar a punto de llegar a tu
empresa.
—Joder. —Es lo único que acierto a decir mientras proceso sus
palabras—. Vale, a ver, vale. —Corto la llamada y miro a Max—: No
creo que esta tarde venga a trabajar, tengo que ir a buscar a Sira.
La puerta del ascensor se abre y echo a correr sin esperar
respuesta.
—¡Buena suerte! —grita a mi espalda.
Al salir a la calle, veo un coche acercarse a toda velocidad. Se
detiene delante de mí con un frenazo. Isaac, pálido, se asoma por la
ventanilla del copiloto.
—¡Sube!
Si la ventanilla de atrás estuviese bajada, subiría al coche
lanzándome a través de ella en vez de perder el tiempo con
estupideces como abrir y cerrar una puerta, pero me toca hacerlo a
la manera tradicional.
—Abróchate el cinturón —dice Isaac.
Por su parte, Andrea, al volante, me dedica una sonrisa que da
un poco de miedo.
—La alcanzaremos, Gabriel, ya lo verás.
Y pega un acelerón de esos que casi te fusionan con el asiento.
—Gracias por venir —digo mientras empiezo a temer por mi vida.
Andrea, en general, conduce bien, pero estoy descubriendo que
como piloto de carreras tardaría dos minutos en estrellarse de
manera catastrófica—. ¿Cómo es que habéis venido?
—Ibai sabe que no vienes a trabajar en coche. Nos ha llamado a
algunos y nosotros estábamos por aquí haciendo recados… ¡Aaah! —
Isaac termina la explicación con un grito agudo cuando esquivamos
de milagro el morro de una furgoneta.
De milagro en milagro, alcanzamos el puerto dos minutos antes
de la hora prevista de partida del crucero. En el muelle que tenemos
delante hay un crucero que ya ha recogido sus pasarelas de
embarque. Hay pasajeros que saludan desde las cubiertas y otras
personas que los despiden desde el muelle.
—¿Estáis seguros de que es este? —pregunto.
—¡No se ven más cruceros en todo el puerto!
Bajo del coche a toda prisa y corro hacia el muelle, buscando
frenético entre la gente que distingo en la cubierta inferior del
crucero. No es uno de esos gigantescos, pero sigue siendo enorme.
La cubierta superior queda arriba del todo y está muy pero que muy
lejos. No logro distinguir a Sira entre la gente.
Descubro a una empleada de la compañía marítima y corro hacia
ella.
—¡Disculpa! Por favor, necesito subir al barco.
—Lo siento, señor, el embarque ya se ha cerrado —me contesta,
toda profesionalidad.
—Por favor, es muy importante —suplico—. La mujer con la que
quiero pasar el resto de mi vida está a bordo de ese barco. Si no
consigo hablar con ella me temo que la perderé para siempre.
La mujer primero me mira con desconfianza, pero algo debe de
ver en mí que la ablanda.
—Déjame… —empieza a decir, pero en ese momento la
estruendosa sirena del barco nos ensordece a todos.
El crucero empieza a moverse. La mujer me mira con gesto de
disculpa.
—Lo siento, ya no estamos a tiempo.
—No, no, no —farfullo, presa del pánico. Después, grito a pleno
pulmón—: ¡Sira!
Las otras personas que hay a mi alrededor me miran, pero las
ignoro.
—¡Siraaaaa!
No veo que Sira se asome por ningún lado. Andrea e Isaac llegan
a mi lado y gritan su nombre conmigo.
—¡SIRAAAA!
Parecemos tres locos, pero no nos importa. Por desgracia, Sira no
aparece, y es que, en realidad, es imposible que nos oiga. Por un
momento me planteo que quizás estamos equivocados y no está
aquí, pero decido que me da igual. Me han dicho que está aquí y no
voy a permitir que la prudencia me paralice. Debo intentar
detenerla.
El problema es que ahora mismo solo tengo dos opciones: o
subir a ese barco o encontrar la manera de llamar la atención de
Sira. No soy un superhéroe, así que a estas alturas no veo cómo
embarcar. Miro a mi alrededor, desesperado. Tiene que haber alguna
manera, algo con lo que pueda llamar su atención.
Y entonces lo veo. Un objeto que uno de los trabajadores del
puerto que supervisa la partida del crucero sujeta en una mano. Es
lo que necesito.
Voy a meterme en un buen lío por lo que estoy a punto de hacer,
pero, por Sira, vale la pena.
35

Sira

Una oleada de emoción recorre a los pasajeros que hay en la


cubierta cuando el crucero hace sonar su sirena. Qué barbaridad de
sonido; seguro que hasta las ballenas del Ártico saben que vamos a
zarpar.
Muchas personas corren hacia la borda para despedirse de tierra
firme. Yo también siento curiosidad por ver cómo nos alejamos
porque nunca he navegado en un trasto tan grande, pero no me
corresponde y estoy concentrada en mis obligaciones: llevo más de
dos horas ayudando a pasajeros despistados a encontrar sus
habitaciones o dando indicaciones para ir hacia las piscinas, el casino
o los restaurantes.
Durante los próximos seis meses, seré una empleada de atención
al pasajero en este crucero. En resumen, tendré que pasarme todas
las horas de mis turnos paseando por el barco, atenta a si cualquier
pasajero necesita ayuda o atención. La consigna que me ha dado mi
jefa es «Que no tengan que pedirlo, nosotros nos anticipamos».
Ha sido una suerte encontrar este empleo con tan poco tiempo.
Al parecer, la persona que tenía que cubrirlo dimitió en el último
momento. El hombre que me hizo la entrevista y mi nueva jefa se
han explayado con explicaciones de la gran familia en la que entro a
formar parte, que valoran el trabajo en equipo y lo celestial que será
trabajar para ellos. Mi compañera de camarote, por su parte, me ha
explicado esta mañana que trabajar en un crucero es como vivir seis
meses en un infierno donde solo te detienes para dormir lo justo,
acabas odiando a los pasajeros por más majos que sean y hay una
rotación de personal tremenda. Al parecer, hay gente que solo
aguanta dos o tres días. De hecho, a mí me ha estudiado con su
mirada endurecida y ha sentenciado:
—A ti te doy un mes.
Pues vale.
He optado por no creer ni a unos ni a la otra. Supongo que la
experiencia será un punto intermedio de todo lo que me han
contado. Eso sí, estoy decidida a aguantar los seis meses, por muy
duros que sean. Y a aprenderme la diferencia entre babor y estribor,
porque todavía me hago un lío.
—¡Sira!
Eeeh…
—¡Sira!
¿Por qué hay alguien gritando mi nombre por un altavoz? ¿Y por
qué su voz se parece tanto a la de él?
—Sira, soy Gabriel. Por favor…
No me lo puedo creer. Gabriel está aquí. Gabriel está en el
muelle.
¿Cómo es posible?
¿Cómo ha sabido dónde encontrarme?
Mi desconcierto no tarda en dejar paso al enfado. Las únicas
personas a las que he avisado de mis planes para los próximos seis
meses han sido mis padres e Ibai. ¿Cuál de ellos lo ha avisado? ¿Y
cómo se atreve él, el gusano inmundo, a venir aquí? ¿No escuchó mi
mensaje de despedida, en el que le pedía de manera muy clara que
pasara de mí? ¿No está con su Andreíta? ¿Qué pasa, que le dio
calabazas y ahora viene a buscarme?
Seguro que es eso último. Es increíble.
Me acerco a la borda para poder ver el muelle. Muchos
pasajeros, sorprendidos, también se están acercando para ver qué
pasa. Por mi parte, como mínimo le pienso dedicar una peineta a
Gabriel. Puede que también le cante las cuarenta.
Sin embargo, cuando alcanzo la barandilla y diviso el muelle, me
quedo muda ante el espectáculo que hay abajo. Desde aquí arriba
se ve a la gente pequeñita, pero lo distingo claramente. Gabriel
sujeta en alto un megáfono mientras un trabajador del puerto
intenta arrebatárselo.
—¡Que me lo devuelvas! —se oye gritar al hombre a través del
megáfono.
—Solo lo necesito un momento para hablar con mi novia, por
favor —se escucha a Gabriel.
¡¿Su qué?! Abro tanto la boca que me hago daño en la
mandíbula. Qué morro tiene, ahora va diciendo que soy su novia.
Hay que tenerlos cuadrados. Estoy tan indignada que en cualquier
momento empezaré a echar humo por las orejas.
Gabriel logra zafarse del hombre y se aparta con rapidez de él
mientras habla a través del megáfono.
—¡Sira, por favor, escúchame! —grita—. No estaba intentando
recuperar a Andrea. Estaba admitiendo que antes de su boda le
habría dicho eso… ¡Oiga, que es solo un momento! —se interrumpe
cuando el trabajador lo alcanza y tira de él. Se los oye discutir de
nuevo a través del megáfono hasta que Gabriel sale corriendo y
sigue hablando, con urgencia, sin parar de moverse—. Es cierto que
al principio seguía colgado de ella, pero estas semanas… Estoy
enamorado de ti, Sira. Sé que he tardado la vida en darme cuenta y
lo siento…
—¡No te creo! ¡Eres un cabrón! ¡Y que te den! —grito yo,
desgañitándome.
Gabriel se interrumpe, creo que me ha oído. Me busca entre la
gente. A mi alrededor, todo el mundo me está mirando. Cuando al
fin me divisa, su emoción es evidente.
—¡Sira! —dice a través del megáfono—. Sira, por favor.
—¡Que te largues!
Se queda un momento quieto, desconcertado.
—No te oigo —dice a través del megáfono.
No me lo puedo creer. Le hago dos peinetas, alzando ambas
manos para que las vea bien y para que le quede bien clarito lo que
opino de él.
—¡Que te deeeeeen!
A mi alrededor, la gente sigue confusa por el espectáculo, pero se
oyen algunas risas y aplausos.
Ahora sí, Gabriel entiende mi mensaje.
—No, Sira, por favor —vuelve a decir a través del megáfono
mientras sigue huyendo del trabajador del puerto—. Te juro que fue
un malentendido. ¡Ah!
Se oye un gruñido cuando el hombre le hace un placaje y ambos
caen al suelo, pero una mujer se acerca corriendo y se apodera del
megáfono. Ese cabello me suena…
—¡Sira, es cierto!
Claro que me suena, ¡si es Andrea! Y el tipo que hay a su lado…
—Es cierto, solo fue un malentendido. Andrea y yo seguimos
juntos y es gracias a Gabriel —¡Es Isaac!
Andrea e Isaac siguen juntos. Gracias a Gabriel.
En el muelle, el trabajador del puerto va a por ellos, que le
devuelven el megáfono a Gabriel.
—¡Sira! No te vayas, por favor. Te quiero.
A mi alrededor, mucha gente estalla en aplausos y silbidos.
Yo estoy petrificada. Gabriel ha venido a buscarme para decirme
que fue un malentendido. Andrea e Isaac están aquí y lo confirman.
Siguen juntos. Gracias a Gabriel.
¿Solo fue un malentendido?
Solo fue un malentendido.
¿Eso significa que no interpreté mal las señales? ¿Que Gabriel no
es un gusano comemierda y que sí siente algo por mí? Ha dicho que
se ha enamorado de mí, que me quiere…
Gabriel me quiere…
¡Gabriel me quiere!
Una repentina explosión de felicidad me sacude de pies a cabeza
y tengo que sujetarme a la barandilla con fuerza. Joder, que Gabriel
también siente algo por mí. Estamos enamorados. Nos queremos.
Sonrío como si estuviese montada en una nube de algodón de
azúcar.
En el muelle, Andrea e Isaac están reteniendo al trabajador de
puerto y a otro que se le ha unido mientras Gabriel me mira,
megáfono en mano.
—¡Te creoooo! —grito.
Esta vez sí me oye.
—¿Me crees? —dice al megáfono. Suena tan aliviado que quiero
cubrirlo de besos.
—¡Y yo también te quierooooo! —grito ahora.
Madre mía, qué bien sienta gritarlo a los cuatro vientos. Ni
siquiera me importa que hayamos organizado este espectáculo,
aunque no sea demasiado profesional por mi parte. Pero es que
estoy en una nube de felicidad. Qué sensación tan dulce y bonita.
Es…
¡Es horrible!
¡Que estaré atrapada los próximos seis meses en este crucero! Mi
correcto Gabriel, el que siempre sigue las normas, ha robado un
megáfono para poder declararse desde el muelle… ¡¿y yo estoy
atrapada en este estúpido barco?!
—¡Gabrieeeeeeel! —grito ahora, horrorizada.
Solo ahora me doy cuenta de que ya lo veo bastante más
pequeño que antes. El crucero se está alejando del puerto,
imparable. Ya no tiene remedio.
Pero yo ya no quiero dejarlo todo atrás. Ya no quiero irme de la
ciudad durante seis meses. Quiero desembarcar y aclarar las cosas
con él. ¡Puedo encontrarme a mí misma aquí, en mi ciudad! Pero el
crucero ha zarpado y estoy aquí atrapada, gritando su nombre de
forma absurda porque, por más que chille, el barco seguirá
navegando, alejándose del puerto.
Miro a mi alrededor, buscando una manera de desembarcar. Hay
algo que debo poder hacer. Algo. Lo que sea. Por favor, algo…
Solo se me ocurre una manera. Es una locura, lo sé, pero no me
detengo a pensarlo demasiado. Ahora mismo solo me importa una
cosa: llegar hasta Gabriel.
Bien, pues parece que voy a batir todos los récords de poca
permanencia como empleada de un crucero. Menos de tres horas.
No está mal, ni siquiera para mí.
Vamos allá.
Cojo aire, me encaramo a la barandilla y salto al agua.
36

Gabriel

Cuando veo que Sira salta se me escapa un grito ahogado, igual que
a toda la gente que hay a mi alrededor.
—¡Gabrieeeeeeel! —va gritando mientras cae, cae, cae y
desaparece en el agua, diminuta al lado del crucero.
—¡Sira! —chillo, horrorizado. No me cuesta nada verla ahogada
ahí debajo, golpeada por la hélice del crucero o devorada por
tiburones. Ya lo sé, aquí no tenemos tiburones, pero estoy en pleno
ataque de pánico.
Me deshago de mi chaqueta tan rápido como puedo y salto al
mar también. Aunque no es invierno, está fría de narices, pero no
me detiene. Nado a toda velocidad hacia donde he visto desaparecer
a Sira. Tendré que bucear para sacarla de debajo del agua. Espero
que no esté a demasiada profundidad, estas aguas son muy oscuras
y…
Una cabeza rompe la superficie.
—¡Sira! —grito, todavía con el susto en el cuerpo.
—¡Gabriel! —responde ella.
También nada hacia mí y no tardamos en alcanzarnos el uno al
otro. Es más difícil de lo que parece porque el crucero remueve las
aguas y es como si estuviésemos en alta mar.
—Gabriel —jadea, cansada.
Intentamos abrazarnos, pero no hacemos pie y nos hundimos.
Cuando volvemos a emerger, tenemos que conformarnos con
sujetarnos el uno al otro.
—Esto es difícil —dice ella.
—Sí.
—Y el agua está fría. —Hace una mueca de dolor—. Creo que me
he hecho daño en el tobillo al chocar con el agua.
—No me puedo creer que hayas saltado del barco —digo,
asombrado. Quiero explorar cada centímetro de su cuerpo para
asegurarme de que no está herida.
—Ya, creo que no ha sido uno de mis mejores momentos,
¿verdad? —admite con una sonrisa avergonzada.
Yo soy incapaz de devolverle la sonrisa. Por fin la tengo aquí, a
mi alcance. No es el lugar más cómodo porque estamos flotando en
el agua sin hacer pie, pero necesito decírselo:
—Te quiero. —Lo digo con todo el sentimiento del mundo.
—¿Me quieres? —pregunta, todavía insegura. Sus ojos exploran
cada rincón de mi rostro, como si temiera que en cualquier momento
me echaré atrás.
—Te quiero. Con locura. Siento que pensaras que intentaba
volver con Andrea. Y siento haber tardado tanto en…
—A ver, tortolitos —nos interrumpe la voz de un hombre.
Nos giramos, sorprendidos, y descubrimos una lancha zódiac con
dos guardias civiles a bordo. Por sus caras, parece que no saben si
reírse o reprendernos. Detrás de ellos, en el muelle, descubro que
otros dos guardias civiles están esposando a Isaac y Andrea, que, a
pesar de todo, nos sonríen.
El guardia civil que ya nos ha hablado añade:
—Venga, subid, que vais a pasar la noche en el calabozo.
37

Sira

A lo largo de mi vida me he quejado bastantes veces de tener un


hermano abogado por todas las ventajas que eso le da sobre el
resto de los mortales, pero me temo que hoy debo tragarme mis
palabras y agradecerlo con creces. En unas pocas horas, Ibai
consigue que nos dejen a los cuatro en libertad. Ni siquiera llegamos
a tener que pasar la noche en el calabozo, tal y como nos habían
advertido, aunque parece que nadie nos librará de tener que pagar
una multa.
Andrea, Isaac, Gabriel y yo intercambiamos sonrisas cuando nos
encontramos en el vestíbulo del puesto de la Guardia Civil en el
puerto, pero se nos borran de forma instantánea cuando vemos la
expresión de Ibai. Parece un padre muy cabreado con sus hijos. Casi
me siento encoger unos centímetros bajo el peso de su mirada
censuradora.
—¿No podías dimitir y coger un avión en la primera escala del
crucero? —me pregunta.
Abro la boca para contestar algo, pero tiene tanta razón que no
creo que pueda defenderme de ninguna manera.
—Entonces no sería divertido, Ibai —dice Andrea dándole una
palmada en la espalda.
Mi hermano, que, al parecer, siempre ha tenido debilidad por
Andrea (y quién no, ¿verdad?), la mira y suaviza el gesto.
—Vámonos, gamberros. Que hay gente que os espera fuera.
Doy por sentado que se refiere a papá y mamá. Sin embargo,
cuando abandonamos el edificio, nos encontramos algo digno de
una fiesta sorpresa para celebrar los cien años de alguien. Sí, papá y
mamá están aquí. También Óliver. Y Noa y Aissatou. Y los padres, el
hermano y la cuñada de Gabriel. Y todos los que fuimos la semana
pasada al hotel de la costa (menos Maite y Edu, qué alivio). Y media
oficina de Eventos Luxe, Max incluido, que son los responsables de
haber traído una pancarta en la que hay escrita un enorme
«FELICIDADES», que gritan como posesos en cuanto nos ven y nos
cubren de confeti con unos cañones lanzadores dignos de una
cabalgata de Carnaval. Al verlos, me da la risa tonta.
Gabriel va a saludar a su familia mientras que yo voy hacia mis
padres, que me abrazan.
—¿Te ibas por lo que te dijimos? ¿Te ibas por lo que pasó? —me
pregunta mi madre, preocupada.
—No, os prometo que no tenía nada que ver. Está todo bien —
aseguro mientras dejo que me abracen un rato más.
Después, me giro hacia Noa y Aissatou. Noa sonríe y le brillan los
ojos por la emoción.
—No me puedo creer que saltaras del barco para ir con Gabriel
—dice, admirada. Es una romántica empedernida.
—No te recomiendo que lo hagas. Todavía me duele el tobillo por
la caída y el agua del puerto está sucia.
Llevo horas intentando no pensar demasiado en el tema de la
suciedad en el agua y lo mugrientos que siento el cabello, la piel y la
ropa. Es una sensación bastante asquerosa.
—No me puedo creer que fueras a largarte sin decir adiós en
persona —dice Aissatou, que me mira con los brazos cruzados.
—Lo siento —digo. Lo repito varias veces más mientras me lanzo
a abrazarla. Ella se deja hacer—. Gracias por preocuparte por mí.
Hechas las paces con Aissatou, la conversación con toda la
comitiva se alarga un rato. Carla incluso ha traído una caja enorme
llena de cruasanes de chocolate diminutos pero deliciosos que hace
circular entre todos nosotros. Después, también se los ofrece a los
guardias civiles que nos observan con cara de pocos amigos desde la
puerta del puesto. Parece que eso les alegra un poco el día.
De vez en cuando, Gabriel y yo cruzamos una mirada. Él me
sonríe o me guiña el ojo, cómplice, y yo me derrito como una idiota.
Qué le vamos a hacer, estoy en este punto. Además, sus ojos me
revelan que siente lo mismo que yo: agradecemos mucho que toda
esta gente se haya acercado hasta aquí por nosotros, pero
queremos estar solos.
En cierto momento parece que conseguiremos un minuto de
soledad, pero Max sale a nuestro encuentro.
—Bueno, chicos, ¿os alegráis de haber fingido ser pareja para
esa boda? —pregunta, luciendo una sonrisa más que satisfecha.
Gabriel y yo intercambiamos una mirada.
—Lo dices como si eso hubiese sido el inicio de todo —digo,
suspicaz. ¿Por qué parece tan complacido consigo mismo?
—Bueno, ¿y no lo fue?
Gabriel y yo volvemos a mirarnos.
—Supongo que si no hubiésemos fingido ser pareja en la boda y
la cosa no se hubiese desmadrado… —empiezo a admitir.
—No habrían pasado ciertas cosas —termina Gabriel,
ruborizándose un poco. Está claro a qué cosas se refiere—. Y esas
cosas son las que nos han traído hasta aquí.
Nos giramos hacia Max.
—Supongo que tienes razón. Gracias por la idea —admito al fin.
Él nos da una palmada en el hombro a cada uno.
—De nada, chicos —dice, henchido de orgullo—. Me voy a casa.
Y, silbando una alegre melodía, nos da la espalda y se aleja. Yo
sigo observándolo un buen rato, asombrada. ¿Max nos hizo de
celestino adrede?
Como ha empezado a oscurecer, los de Eventos Luxe proponen ir
a cenar a un restaurante asiático cercano en el que seguro que hay
sitio para todos. Unos cuantos se apuntan, otros no. Gabriel se
acerca a mí y me coge de la mano.
—Nosotros nos vamos a casa —anuncia. Después me mira para
asegurarse de que estoy de acuerdo.
—Sí, nos vamos a casa.
Y eso es lo que hacemos: nos dirigimos a casa de Gabriel, que
está ordenada, como siempre, pero no de esa manera maniática que
lo caracterizaba antes.
En el salón, nos miramos en silencio. Por algún motivo, no
podemos parar de sonreír.
—Hola —dice él.
—Hola. Qué locura de día, ¿no?
—Yo creo que ha sido bueno.
—¿Sí?
Él asiente, aunque se va poniendo serio. Da un paso hacia mí.
—Pero creo que te debo una disculpa. O unas cuantas.
—Yo también. Siento haber pensado que estabas intentando
recuperar a Andrea y…
Me interrumpo cuando Gabriel niega con la cabeza.
—Eso solo fue un malentendido.
—Pero mi reacción…
—No fue solo por eso. Tenías motivos para reaccionar así. Sira,
yo… —Toma aire, parece que se arrepienta de muchas cosas—.
Siento no haberme dado cuenta antes de lo que sentía por ti. Y
siento no haberte visto, a ti. Como dicen los anglosajones, tenía la
cabeza metida en el culo y no veía, no miraba. Te daba por sentado.
—Da otro paso hacia mí—. Nunca he pensado que seas un desastre.
Creo que eres así. Vas a tu ritmo, te interesas por muchas cosas, y
sí, te vas cansando de tus trabajos. ¿Y qué? —Hace una pausa. Me
observa con prudencia mientras yo trago saliva, intentando deshacer
el nudo que se me ha hecho en el estómago. ¿De verdad piensa eso
de mí?—. Creo que estás en un momento en el que necesitas
detenerte a redescubrirte a ti misma. Y si necesitas espacio para
hacerlo, lo entenderé. Yo seguiré aquí. Pero para mí sería un honor
poder estar a tu lado mientras lo haces. Si tú quieres.
Un honor estar a mi lado. Qué formal es mi Gabriel.
Ahora soy yo la que da un paso hacia él.
—Me encantaría tenerte a mi lado. —Los ojos me escuecen, pero
es bueno porque es culpa de la felicidad—. También me lanzaría a
tus brazos, pero estoy tan sucia que ni siquiera me atrevo a darte un
beso.
—Pues vamos a ducharnos, ¿no?
Acto seguido, se me escapa un chillido cuando Gabriel me carga
como si fuese un saco de patatas y me lleva a la ducha.
Y nos quitamos la ropa el uno al otro.
Y lo ayudo a limpiarse y él me ayuda a mí.
Y luego dejo las sábanas de la cama empapadas por culpa de mi
cabello mojado. ¿Pero a quién le importa cuando hay por medio sexo
tan lleno de ternura y amor?
38

Dos años después - Sira

—¿Y los hijos para cuándo?


Sergio es el mayor cotilla del universo, pero lo quiero.
Normalmente. Hoy me gustaría responderle como una leona furiosa
y arrancarle la cabeza de un mordisco.
Desde hace un tiempo, nos hacen bastante esa pregunta. Es un
poco rollo, la verdad. Ni Gabriel ni yo tenemos claro si querremos
tener hijos algún día. Quizás, puede que sí, puede que no. Por
ahora, ninguno de los dos siente especial interés. Nos encanta ser
tíos y en una competición ganaríamos la medalla de oro a mejores
tíos del país, del planeta y del universo conocido y por conocer, pero
ser padres… Pues no sé. Ahora estamos bien. Ya veremos qué pasa
en el futuro.
Gracias a Max me ahorro tener que contestar a la pregunta de
Sergio. El jefe de Recursos Humanos, que le ha oído, entra en la
cocina diciendo:
—Sergio, hombre, esas cosas hoy en día ya no se preguntan. —
Es increíble, consigue que sus palabras no suenen a recriminación,
sino a amable amonestación.
—¿Ah, no?
—No. ¿Y si no quieren tener hijos? Esa pregunta provoca que la
gente se sienta obligada a justificarse.
—Ya… —Sergio reflexiona sobre sus palabras. Después me mira
—. ¿Pero queréis tenerlos o no?
Pongo los ojos en blanco y me escabullo de la cocina, decidida a
dejarlo con la intriga por siempre jamás.
Sí, sigo trabajando en Eventos Luxe.
Después de mi precipitada dimisión hace dos años, hablé con
Max y le expliqué que organizar bodas ya no me apasionaba como al
principio. Daba por sentado que eso supondría mi marcha de la
empresa, pero me ofreció una solución: trasladarme a otra sección,
en concreto, a la de Eventos Corporativos Nacionales. Gracias a la
creación del nuevo departamento dirigido por Gabriel, iba a quedar
más de un puesto vacante. Y si en el futuro volvía a cansarme y era
posible, miraría de reubicarme en otro departamento si era lo que
quería. Es increíble, ¿no? ¿Cuántas empresas hay en el mundo con
un jefe de Recursos Humanos así?
Así que ahora me dedico a la organización de eventos
corporativos. Sigo bien, motivada, sin preocuparme por si algún día
me canso o no del trabajo.
Y sobre lo de encontrarme a mí misma… Sinceramente, no sé si
lo que he hecho ha sido encontrarme a mí misma o aceptarme a mí
misma. Soy quien soy, y sí, siempre hay cosas que se pueden
mejorar, pero me siento a gusto en mi piel.
Gabriel ha estado a mi lado todo este tiempo…
Pero ahora algo pasa con él. Por eso quería llevar a cabo una
carnicería con la cabeza de Sergio.
Gabriel lleva semanas raro.
De vez en cuando se va a algún sitio diciéndome que ha quedado
con alguien, o que se va de excursión mientras piensa en trabajo, o
yo que sé qué tonterías. Y después, cuando regresa a casa, es
indudable que ha pasado por la ducha. ¿Pero dónde se ha duchado?
Por si todo eso fuese poco, hoy se ha pedido el día libre para irse a
hacer otra excursión en solitario. ¿Qué mierda de excusa es esa?
Hace seis meses que me mudé a su piso. ¿Seis meses y ya tiene
una aventura? Puede que sea una malpensada, ¿pero qué otra cosa
voy a pensar que sucede?
Pero estamos hablando de Gabriel. Le pega tan poco tener una
aventura…
Sin embargo, las señales son las que son.
Tengo que hablar con él. No pienso sacar ninguna conclusión
precipitada o acabaré saltando otra vez de un crucero. Con una vez
tuve suficiente, gracias. Esta misma noche lo sentaré en la mesa y le
preguntaré qué demonios está pasando.
Al alcanzar mi escritorio, descubro que mi móvil está vibrando.
Fíjate, hablando del rey de Roma. Es Gabriel. Me siento tentada de
ignorar su llamada, pero al final soy incapaz y respondo.
—Hola.
—Hola… —Su voz suena rara. Parece que esté incómodo. ¿O que
le duela algo?—. Oye… Estoy en el hospital, en urgencias.
—¿Qué? —Me olvido de cualquier enfado y grito tanto que media
oficina me mira con alarma.
—He tenido un accidente y creo que me he roto el brazo.
—Madre mía. Vale, ¿en qué hospital estás?
Me dice el hospital, prometo acudir allí de inmediato y, tras avisar
a mi jefa, corro a la calle a buscar un taxi. Cuando llego, me dejan
entrar en urgencias y me acompañan al box que ocupa Gabriel. Está
reclinado en la camilla, con el brazo izquierdo en una posición
extraña y cara de estar muriéndose del dolor.
—¿Qué te ha pasado? —pregunto, todavía con el susto en el
cuerpo. Me acerco a él, pero me detengo—. ¿A qué hueles?
—A mierda de caballo.
Me quedo mirándolo y parpadeo un par de veces, intentando
comprender qué está pasando y de qué está hablando.
—¿Qué? —Es lo único que me acaba por salir. De hecho, ahora
que me fijo, no lleva su ropa habitual. Va vestido… ¿De qué va
vestido?
Resopla y se cubre la cara con la mano buena. Parece
avergonzado.
—Sé que siempre te ha hecho ilusión aprender a montar a
caballo.
—Sí… —De eso va vestido, ¡de jinete!
—Pues para tu cumpleaños te quería regalar clases, para que
aprendieses. Pero quería ser yo tu profesor de equitación —explica.
—Vale… —Creo que empiezo a comprender muchas cosas.
Bueno, o todo lo que ha estado sucediendo últimamente. ¿Es
demasiado pronto para morirme de amor?
—¿Pero tú has visto lo descomunales que son los caballos? Son
gigantescos y si te pegan una coz seguro que te arrancan la cabeza
y… —continúa diciendo.
—¿Te dan miedo los caballos?
—No sabes cuánto —admite con un gemido—. Pero quería
enseñarte a montar y… Al final, me he caído del caballo.
—Gabriel —susurro, emocionada. No me puedo creer lo que ha
intentado hacer. Me lanzo a abrazarlo.
—¡Ay!
—Perdón, perdón —me disculpo, evitando tocarle el brazo
lesionado—. ¿Te han hecho ya una radiografía?
—Han dicho que venían a buscarme en diez minutos.
—Vale.
Me limito a acunarle la cara con las manos y le planto un beso en
los labios.
—Me encanta el regalo. Pero ¿qué te parece si yo acudo a las
clases mientras tú nos miras desde la cerca?
—Eso sería maravilloso.
Su respuesta nos provoca un ataque de risa hasta que siento la
necesidad de darle otro beso.
—Te quiero.
—Yo también te quiero. Con locura.
Me lo dice a menudo. Y a mí me encanta. Con locura.

FIN

¡La serie Eventos Luxe continuará con la historia de Leire y Diego!


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AGRADECIMIENTOS

¡Gracias, gracias, gracias por llegar hasta aquí! En el momento de


escribir estas palabras me siento terriblemente complacida conmigo
misma. O, quizás, más que complacida, orgullosa e ilusionada.
Confieso que, para escribir la historia de Sira y Gabriel, en algunos
momentos he tenido que sacar tiempo de debajo de las piedras.
Pero lo logré y aquí estamos, con una servidora más feliz que una
perdiz porque el libro ha visto la luz y porque tú estás leyendo esta
página de agradecimientos. Así pues, gracias.
Y, cómo no, mi infinito agradecimiento a mi marido y a mis hijos
por todo el apoyo y tiempo que se esfuerzan por darme para que
pueda escribir mis libros. Lo sé, un bebé de menos de dos años no
puede apoyarte de ninguna manera consciente, pero aunque él no lo
sepa, ¡lo hace! También simplemente por existir y arrancarnos tantas
sonrisas. Y a su hermano mayor por ser el mejor hermano mayor del
mundo.
De nuevo, infinitas gracias a Patricia García Ferrer por analizar mi
manuscrito con tanto acierto y con ello ayudarme a escribir una
última versión mucho mejor de lo que era. A María Coco por la
corrección del texto y la infinidad de muletillas que repito hasta el
infinito y más allá. Y a Nerea Pérez por seguir creando unas
portadas maravillosas.
También quiero agradecer desde aquí los mensajes tan positivos
de lectoras y lectores que a veces recibo y que siempre consiguen
emocionarme. Animan muchísimo a seguir escribiendo y a seguir
haciéndolo lo mejor posible.
Y aunque no tengan que ver de forma directa con la escritura de
esta novela, también quiero enviar un agradecimiento a todas esas
personas que en redes sociales, blogs, clubs de lectura o sus círculos
más cercanos recomiendan libros y fomentan la lectura. Vuestra
labor es impagable.
¡AYÚDAME A LLEGAR A MÁS LECTORES!

Si te ha gustado el libro, ¿sabes cómo podrías ayudarme?

Es muy sencillo: escribe tu (¡siempre sincera!) opinión sobre Todo lo


que no decimos en la tienda donde hayas comprado el libro.
De esta manera, me ayudarás a que más personas descubran mis
novelas y a que yo pueda seguir escribiendo historias que te
apasionen.
¡Muchas gracias!

Emma
SECRETOS INCONFESABLES -
LEE UN FRAGMENTO

Descubre “Secretos inconfesables”, una novela de suspense


romántico con unos protagonistas irresistibles

Lee los primeros capítulos a continuación


1

Jueves 14 de mayo, 21.33 horas

—He conocido a alguien.


Samuel utilizó la esquina de la servilleta para limpiarse los labios
con cuidado. Después, volvió a doblarla bien para colocársela en el
regazo. No le gustaba que quedara puesta de cualquier manera.
Utilizó esos breves instantes para reflexionar sobre las palabras
de Lorena. Le llamó la atención cómo las había pronunciado.
Soltándolas de golpe, como si llevaran tiempo acumuladas tras sus
labios y ya no hubiera podido retenerlas más.
Había notado a Lorena extraña desde que se habían encontrado
en la puerta del restaurante, pero no había dicho nada porque tenía
la cabeza en el trabajo. Esa tarde habían conseguido encajar todas
las piezas del homicidio del carnicero, que llevaba semanas dándoles
quebraderos de cabeza. Y los descubrimientos finales lo habían
dejado… atónito.
Sin embargo, ahora las palabras de Lorena requerían su completa
atención. Al parecer, algo no iba bien. Pero como no le gustaba sacar
conclusiones precipitadas, preguntó:
—¿A qué te refieres?
—Ya lo sabes, Samuel —soltó ella con un resoplido—. He
conocido a otra persona.
—Yo ayer también conocí a alguien. El nuevo vecino del quinto.
Es un señor mayor, muy agradable.
—Mierda. No empieces ahora con tu perfeccionismo. Sabes de
sobras a qué me refiero —dijo Lorena, molesta.
—Pues no, no lo sé. Eres tan ambigua que podría sacar
conclusiones equivocadas —dijo él, seco.
Samuel tenía muy claro lo que Lorena intentaba decirle, pero no
pensaba ponérselo fácil.
—Vale. He conocido a otro hombre, Samuel. En las dos últimas
semanas, he salido con él varias veces. De hecho, en todas nuestras
citas hemos acabado follando como si se acercara el fin del mundo.
Él retiró la servilleta de su regazo y la volvió a colocar encima de
la mesa. Parecía que no hubiera llegado a utilizarla.
—De acuerdo. Entonces no hay nada más que decir —dijo con
frialdad. Buscó a su camarero con la mirada y con un gesto rápido le
pidió la cuenta.
Lorena no escondió su sorpresa.
—¿Y ya está? ¿Eso es todo lo que piensas decir?
—¿Qué quieres, Lorena? ¿Que te dé la enhorabuena por ser
incapaz de ser sincera conmigo antes de ponerme los cuernos? ¿Por
ser una mentirosa? —espetó él—. Has estado saliendo con los dos a
la vez, ¿de verdad quieres que diga en voz alta lo que pienso de ti
en estos momentos?
Ella forzó una sonrisa, pero solo consiguió esbozar una mueca
triste.
—Técnicamente, no es cierto que haya estado saliendo con los
dos a la vez —dijo—. ¿Eres capaz de decirme cuándo fue nuestra
última cita?
—Hace unos días, cuando fuimos al cine. ¿Qué tiene que ver…
—Eso fue hace tres semanas.
Samuel frunció el ceño. ¿Ya hacía tres semanas que habían ido al
cine? Hizo memoria y, sí, llegó a la conclusión de que Lorena tenía
razón. Había estado tan concentrado con el trabajo que los días le
habían pasado volando.
—Antes de nuestra cita anterior, ¿sabes cuánto tiempo estuvimos
sin vernos? —dijo Lorena.
Samuel dudó. También habría dicho que unos días, pero ahora ya
no se atrevía a pronunciarlo en voz alta.
—Otras tres semanas —contestó Lorena por él.
—Vale, Lorena, nos hemos visto poco. Eso no justifica tus actos.
—Claro que no, pero… mírate, Samuel. Ni siquiera estás dolido
porque esté rompiendo contigo y vaya a desaparecer de tu vida.
Solo estás molesto porque no hice las cosas en el orden correcto,
porque no te avisé antes de acostarme con otro tío.
—Eso no es cierto.
—No te mientas a ti mismo. Ni me insultes mintiéndome así. Si
yo te importara de verdad, no dejarías pasar semanas sin verme.
Pensarías en mí cada día, y no podrías pasar más de dos días sin
tocarme —dijo ella con los ojos brillantes. De repente, había en ellos
una desolación que antes no estaba—. No me llamarías solo cuando
te apetece echar un polvo, o cuando puedes descansar porque dejas
de pensar en tu trabajo durante dos minutos.
Él abrió la boca para replicar, pero no llegó a pronunciar nada.
¿De verdad Lorena creía que solo la llamaba cuando quería follar?
—Yo lo he intentado —dijo ella con la voz un poco rota.
Ahora él la miró sin comprender.
—Sé que necesitas tu espacio, que te gusta el orden y las cosas
bien hechas, que prefieres llevar el control. He intentado darte todo
eso, pero al parecer no lo he hecho suficientemente bien. O no soy
yo a quién necesitas. —Dos lágrimas resbalaron por las mejillas de
Lorena, que no se molestó en secárselas—. Siempre me ha
maravillado tu capacidad de observación, pero me horroriza lo ciego
que estás respecto a ti mismo.
Samuel no sabía a qué se refería, pero no necesitó preguntar
porque ella misma se lo aclaró:
—Acabarás solo. Más solo que la una —dijo sin reprimir un suave
sollozo—. No te gustará que te lo diga, pero te deseo de todo
corazón que algún día aparezca alguien que ponga tu mundo patas
arriba. Me habría gustado ser yo, pero… no ha podido ser.
Ahora sí, Lorena se secó las lágrimas con las manos. Se levantó y
recogió su chaqueta y su bolso.
—Adiós, Samuel.
Y, sin esperar una respuesta, se fue.

Viernes 25 de septiembre, 22.04 horas

El restaurante estaba a rebosar, con todas las mesas ocupadas y los


camareros apresurándose de un lado a otro. A pesar de todo,
gracias al aire acondicionado la temperatura del lugar era agradable
en comparación al calor que todavía sufrían en la calle.
Samuel no tardó en divisar a su amigo, sentado en una mesa
cercana a una pared. Mientras se dirigía hacia allí, lo observó. Tenía
una cerveza delante, aunque ni la había tocado. Estaba
ensimismado, y parecía preocupado. Ni siquiera se había dado
cuenta de su presencia, algo raro en él.
Samuel no se sorprendió especialmente. El final de verano de su
amigo había sido muy movido. Y no parecía que las cosas se
hubieran arreglado.
—Adam —saludó cuando alcanzó la mesa.
Este salió de su ensimismamiento y le sonrió, aunque la sonrisa
no alcanzó sus ojos grises.
—Hombre, Samuel —dijo. Se saludaron con un apretón de
manos.
—Disculpa el retraso, para variar nos ha salido trabajo en el
último momento…
Adam echó un vistazo a su reloj y ahora sí que sonrió.
—Solo pasan cuatro minutos de las diez. Esto no es llegar tarde.
—Técnicamente, sí que lo es —insistió Samuel.
—Pero estás dentro de los cinco minutos de cortesía.
Samuel resopló, divertido, y no insistió. Con un gesto, llamó a un
camarero que pasaba cerca de ellos.
—Como has llegado tarde y estaba muerto de hambre, ya he
pedido un par de tapas. Espero que no te importe —anunció Adam.
Ahora Samuel rio. Cuando el camarero se acercó, pidió otra
cerveza para él y añadió un par de tapas más a la petición de Adam.
Era bastante comida, pero, entre los dos, se la acabarían.
—Bueno, ¿qué te cuentas? —dijo Samuel.
Su amigo hizo una mueca que dejó bien claro cómo estaba. Era
una de las cosas que le gustaba de él: su franqueza. Era directo, sin
dobleces. En la breve época que ambos habían pasado en la unidad
de Estupefacientes se habían hecho buenos amigos, y la amistad se
había mantenido después, cuando cada uno había seguido su
camino profesional. Samuel se había decantado por Desaparecidos y
Homicidios, y Adam por Crimen Organizado.
—¿Las cosas siguen mal con Hugo? —preguntó Samuel.
Hugo era el amigo del alma de Adam, y hasta hacía solo unas
semanas tenía que ser su cuñado: iba a casarse con la hermana de
Adam. Pero después de que un caso se les torciera horriblemente y
Hugo fuera secuestrado junto a una testigo, el tipo rompió el
compromiso y Adam, que era ultraprotector con su hermana, montó
en cólera.
—No, con Hugo todo bien. Ahora ya sí —contestó Adam—. De
hecho, desde hace una semana él y Laura están juntos. Y está de un
feliz que da asco.
—¿Pero te alegras por él?
—Sí, claro, eso solo que… No recuerdo haberlo visto nunca tan
feliz con mi hermana. Quizá al principio, pero hacía mucho que no.
No sé, es raro.
—¿Y tu hermana? ¿Cómo está? —dijo Samuel, adivinando que
ese era el tema que lo tenía tan preocupado.
Ahora Adam resopló.
—Está… está muy rara. Hizo el viaje de la luna de miel ella sola y
volvió… es que no sé ni cómo describirlo. Volvió más fuerte, pero no
está bien —explicó—. Creo que me esconde algo.
—Bueno, ya es mayor de edad, ¿no? Tiene derecho a tener sus
secretos.
—Me gustaría ver tu cara si te pasara a ti.
Samuel no contestó, porque en ese momento les trajeron las dos
primeras tapas y su cerveza.
—Bueno, ya basta de mis lloriqueos —dijo Adam—. ¿Tú qué tal?
¿Cómo está Lorena?
Samuel estuvo a punto de atragantarse con la cerveza.
—¿Lorena? Lo dejamos en mayo.
Ahora fue Adam el que estuvo a punto de atragantarse.
—¡¿En mayo?! ¿Y por qué yo no me había enterado?
—La última vez que nos vimos querías matar a tu mejor amigo,
así que no hablamos de otra cosa.
—Joder, me sabe fatal… ¿Estás bien?
—No podía estar mejor.
Adam lo observó con los ojos entrecerrados.
—Te dejó ella, ¿no? —aventuró.
Pillado. Samuel estaba orgulloso de su intuición, que en su
trabajo le resultaba muy útil, pero la capacidad de Adam para leer a
las personas no se quedaba atrás.
—Sí, me dejó ella. Y encima por el motivo de siempre —confesó
Samuel.
—Ay.
Adam ya sabía a qué se refería, porque lo habían hablado varias
veces. No era la primera vez que una mujer cortaba con Samuel con
los mismos argumentos que Lorena. Que era un adicto al trabajo.
Que solo pensaba en sí mismo y en su trabajo. Que no se entregaba
en las relaciones.
Cuando pensaba en ello, lo afectaba y molestaba por igual. Él era
así. No sabía ser de otra manera.
—No sé qué quieren que haga, ¿qué me compre otra
personalidad? —bromeó, intentando esconder un pinchacito de
dolor.
—Eso nunca.
Después de romper con Lorena, durante un tiempo le dio vueltas
al asunto, y llegó a la conclusión de que vivía en una sociedad en la
que las personas como él no encajaban. Las normas sociales y las
costumbre dictaban que las relaciones de pareja tenían que
funcionar de una manera muy concreta, pero no todo el mundo
podía embutirse en ese patrón.
—Exacto. Y por ese motivo decidí unirme a tu club: huyo de
cualquier cosa que huela a relación estable —dijo Samuel.
Adam siempre había tenido muy claro que no quería ningún tipo
de compromiso sentimental. Y, a Samuel le sabía mal, pero debía
admitir que no echó en falta a Lorena en ningún momento. La
verdad es que le iba bastante bien y, a pesar de lo que dijera
Lorena, no se sentía solo. Tenía su trabajo, sus amigos más
cercanos, sus compañeros de trabajo, una familia que se quejaba de
lo poco que le veían el pelo y esos ligues esporádicos que lo
mantenían bastante satisfecho.
—Así me gusta, tío. Brindemos por ello —dijo Adam, muy serio, y
levantó su botella de cerveza para hacerla chocar con la suya—. El
amor está sobrevalorado. La gente es capaz de perder la cabeza por
culpa del amor.
—Y que lo digas. —Las palabras de Adam trajeron a su cabeza el
caso que, todavía meses después de resolverlo, seguía dejándolo
anonadado—. Te pondré un ejemplo. El mismo día que Lorena tuvo
el detalle de cortar conmigo, resolvimos el caso del carnicero. Era un
tipo que apareció muerto en su carnicería. Era todo un personaje.
Antes de poder señalar al culpable, tuvimos que descartar que no se
tratara de un robo que había acabado muy mal, de una represalia
por haberse acostado con las mujeres de tres vecinos distintos, de
un ajuste de cuentas por cierto dinero que debía a un conocido, o de
otro ajuste de cuentas por haber robado dinero a un conocido con el
que tenían que montar un negocio.
—La leche, menudo historial.
—Y, al final, ¿sabes quién lo había matado? Su cuñado —dijo
Samuel—. Le pusimos delante todas las pruebas que demostraban
su culpabilidad, pero el tío no soltó prenda de por qué lo había
hecho. Y entonces hablamos con su mujer.
Samuel todavía recordaba esa conversación con pelos y señales.
Al principio, la mujer se sorprendió mucho. Y después, de forma
inesperada, se vino abajo.
—Lo hizo para protegerme —dijo la mujer.
Samuel escondió su sorpresa.
—¿Por qué necesitaba protegerla de su propio hermano?
Ella apretó los labios, luchando contra la necesidad de liberarse
contando la verdad. Samuel, creyendo que sabía por dónde iban los
tiros, intentó ayudarla.
—¿La maltrataba?
Ella negó con la cabeza.
—¿Abusaba de usted?
Otra negación.
—¿La había amenazado de alguna manera?
La mujer dudó, y finalmente asintió con la cabeza.
—¿De qué manera la había amenazado su hermano?
Después de largos segundos de duda, ella explotó.
—¡Iba a denunciarme! —explicó entre sollozos—. Hace… hace
unas semanas atropellé a un ciclista y me di a la fuga… Yo, lo siento
mucho, me asusté y… el hombre murió y yo… —La confesión de la
mujer dejó a Samuel sin palabras. Pero lo que lo consternó de
verdad fueron las siguientes palabras, pronunciadas al borde la
histeria—: Mi hermano me notó extraña y acabé contándole lo
sucedido… ¡Y me dijo que si no me entregaba yo a la policía, lo haría
él! Mi marido no quiere que yo vaya a la cárcel… Intentó convencer
a mi hermano para que no me denunciara, pero… ¿Puedo ver a mi
marido, por favor? Necesito decirle que lo quiero mucho. No sé qué
haría sin él.
Obviamente, los dos acabaron en la cárcel.
—Así que, ya ves —acabó de contar Samuel a Adam—, el tipo
mató a su cuñado para evitar que su mujer acabara en la cárcel. Por
amor.
—¿Pero eso es amor o estupidez? —preguntó Adam, que
realmente parecía estar alucinando.
—No lo sé, pero no me entra en la cabeza que la gente llegue a
cometer las estupideces más estúpidas por amor. Es absurdo —
sentenció Samuel.
—Estoy completamente de acuerdo contigo. No tiene sentido —lo
apoyó Adam.
Unas semanas más tarde, llegó ese caso.
El que puso el mundo de Samuel patas arriba.
2

Miércoles 21 de octubre, 9.07 horas

La llamada lo encontró en el gimnasio, acabando su rutina de pesas.


—Samuel, a ti y a tu equipo os toca encargaros de un caso
importante. Han matado a Bernardo Rodríguez —dijo su jefe sin ni
siquiera saludar.
—¿El de las tiendas de ropa?
—El mismo. Ahora os enviamos la dirección. Moved el culo para
allá ya mismo.
—A la orden, inspector jefe.
—Por cierto, si no has desayunado, no lo hagas. Por lo que me
han dicho, la escena del crimen es todo un espectáculo.
De camino al vestuario, Samuel llamó a Montse para que avisara
al resto del equipo y se duchó en un tiempo de récord de cincuenta
y un segundos. Los contó.
Le costó casi catorce minutos llegar en taxi a su destino.
Concretamente, trece minutos y cincuenta y dos segundos.
Las oficinas centrales de Cool, el imperio textil creado por
Bernardo Rodríguez, se alzaban en la zona alta de la ciudad, en el
centro de negocios donde se instalaban las empresas más exitosas.
O las que querían aparentar que lo eran. Era un edificio de cinco
plantas, bastante nuevo y acristalado. Era difícil no fijarse en él de
tanto que brillaba.
Varios coches de la policía y dos ambulancias estaban aparcados
ante el edificio. La entrada principal, la lateral de emergencia y la del
aparcamiento privado ya estaban siendo custodiadas por agentes
uniformados. En la calle había decenas de personas reunidas en
pequeños grupos. Algunas se arrebujaban en sus chaquetas y otras
tiritaban con su insuficiente ropa de oficina. Todos ellos compartían
la expresión de consternación, incluso miedo. Algunos lloraban, otros
hablaban en voz baja, como si temieran molestar.
Un poco más allá ya se habían reunido unos cuantos curiosos. De
hecho, mientras descendía del taxi, Samuel vio acercarse a toda
velocidad una furgoneta de la Cadena 54.
—Mierda —maldijo, aunque ya debería haber imaginado que la
noticia del asesinato de Rodríguez correría como la pólvora.
Mientras se colgaba alrededor del cuello la placa identificativa, se
acercó con rapidez a la pareja de agentes uniformados que tenía
más cerca. Les mostró la identificación y se presentó.
—Inspector Schwartz. —Les señaló la furgoneta de la Cadena 54
—. Habrá que acordonar el edificio entero. Dentro de poco seguro
que llegarán más.
Los agentes miraron el vehículo con expresión de fastidio.
—Supongo que no podíamos esperar otra cosa —comentó uno—.
Ahora mismo lo hacemos, inspector.
En ese momento, Samuel divisó a Montse acercándose.
—Que ningún trabajador se vaya a casa, habrá que hablar con
todos. Y si la prensa intenta hablar con ellos, los metéis en el
edificio. No quiero que hablen con nadie salvo con nosotros. Sube en
seguida que puedas. ¿Y dónde están David y Fran?
—Están llegando —fue la respuesta de Montse, que ya volvía a
alejarse, esta vez a toda velocidad para repartir instrucciones.
Samuel entró en el edificio. En el vestíbulo había reunida
bastante gente y reinaba la misma consternación que en la calle.
Detrás del mostrador de recepción, dos paramédicos atendían a una
mujer de unos treinta años. Estaba sentada en una silla y tenía la
cara tan pálida que parecía haber visto un fantasma. Samuel ya
sabía quién había encontrado el cadáver.
A su lado, una chica de apenas veinte años lloraba en silencio.
Ortega, una agente con la que había coincidido en varias
ocasiones, se le acercó.
—Buenos días, inspector —saludó, dedicándole un indiscreto
repaso de pies a cabeza.
Ese repaso confirmó a Samuel lo que ya sospechaba: si
propusiera a Ortega ir a tomar una cerveza o un café, ella aceptaría.
Sin embargo, no se entretuvo a pensar en ello. Él nunca perdía la
cabeza por líos de faldas ni nunca lo haría. El caso que tenía entre
manos siempre era más importante.
—¿Qué tenemos? —preguntó.
Como si no lo hubiera desnudado con la mirada, Ortega habló
con absoluta profesionalidad. Señaló a la mujer que estaba siendo
atendida por los paramédicos.
—Hoy, alrededor de las ocho horas y treinta minutos, la
secretaria del señor Rodríguez ha entrado en su despacho y ha
encontrado el cadáver de su jefe. Como era temprano estaba sola en
la planta, y los de abajo han tardado un poco en escuchar sus gritos.
Han llamado a Emergencias a las ocho y treinta y ocho minutos.
Nosotros estábamos cerca y hemos llegado tres minutos después —
se explayó Ortega, consciente de que Samuel siempre quería que le
dieran todos los detalles. La agente apartó los ojos y su mirada se
oscureció, como si la hubiera asaltado un mal recuerdo—. Lo de ahí
arriba es una carnicería, inspector.
—¿Os habéis acercado al cadáver?
—Ni siquiera hemos entrado en el despacho. No ha hecho falta.
—Ya estamos todos —los interrumpió la voz de Montse. Acababa
de entrar en el edificio seguida de David y Fran, que llevaban una
cara de sueño considerable.
—Si todavía os estáis quitando las legañas, me vais a servir de
poco —recriminó Samuel, medio en broma, medio en serio. No
entendía que la gente no madrugase un poco para aprovechar bien
el día.
—El día que tengas un bebé de cuatro meses que llora de noche
y duerme de día, hablamos —espetó David, que no parecía llevar
demasiado bien eso de ser padre primerizo.
—Yo hoy tenía el día libre, así que ayer salí. Y ahora tengo resaca
—dijo Fran sin manías.
—Pues yo estoy estupenda —dijo Montse alegremente, con su
buen humor habitual. Con la de cosas que veían en su trabajo, a
Samuel le costaba comprender cómo conseguía Montse mantener su
optimismo ante la vida—. Por cierto, los de la Científica llegarán en
diez minutos. La jueza tampoco tardará en llegar.
—Quinta planta. Saliendo a mano derecha —informó Ortega al
ver que se encaminaban hacia el ascensor.
—Gracias, Ortega —dijo Samuel.
Los cuatro entraron en el ascensor y Samuel pulsó el botón del
quinto piso.
—¿Ya estáis saliendo? —preguntó Montse. A parte de un
optimismo desmesurado, también tenía una indiscreción
desmesurada.
—No es asunto tuyo —respondió Samuel, muy tranquilo.
—Ni están saliendo ni han follado. Ortega le ha mirado el culo
con muchas ganas —dijo Fran.
—Además, olvidas que, después de Lorena, el jefe no quiere
nada serio con nadie —apuntó David.
Joder, ya estaban otra vez metiendo las narices en su vida
sentimental.
—No deberías haber dejado escapar a Lorena, jefe. Con lo caros
que son los dentistas, vale la pena casarse con una —dijo Montse
con una sonrisa socarrona.
—A ver si voy a empezar a abrir expedientes y procurar que os
envíen a destinos donde lo más memorable que haréis será ayudar a
viejecitos a cruzar la calle —amenazó Samuel.
Montse, David y Fran eran su equipo y eran casi como su familia,
pero cuando metían las narices en su vida sentimental quería darles
una patada en el culo.
Y encima no se tomaron su amenaza demasiado en serio, porque
como toda respuesta recibió el sonido de varias risas suaves. Para
hacerlos cambiar de tema, les transmitió la información que le había
facilitado Ortega.
La puerta del ascensor se abrió. El pasillo estaba custodiado por
otros dos agentes uniformados a los que también conocían. Ambos
lucían una palidez poco habitual en ellos.
—Perea, Navarro —saludó Samuel.
—Señores —saludó la agente Navarro. Señaló una puerta abierta
—. Es ese despacho de ahí. Tienen un baño justo en frente.
Ni Perea ni Navarro hicieron el gesto de acompañarlos hasta el
despacho.
Samuel y su equipo caminaron decididos hacia la puerta que les
habían indicado. Después de doce años en la Policía y cinco
investigando homicidios, había pocas escenas del crimen que lo
sorprendieran. Sí que lo afectaban, porque demasiado a menudo no
comprendía por qué la crueldad humana, o la incapacidad de pensar
en el daño que se está haciendo a otra persona, podía llegar tan
lejos.
Esta escena logró sorprenderlo y asquearlo por igual. Soltó un
resoplido.
Entró en el despacho. Como no era posible acercarse más, se
quedó pegado a la puerta, dejando espacio para que su equipo
también pudiera entrar y observar.
—Joder —fue la reacción de Montse.
—Virgen Santa —dijo David.
Fran aspiró ruidosamente.
—Voy a potar —dijo, y salió corriendo en dirección al baño.
Samuel no pensaba recriminárselo. No descartaba acabar
usándolo él también. El olor a sangre se filtraba por los agujeros de
la nariz y llegaba al cerebro con demasiada intensidad.
Montse, siempre preparada, sacó varias mascarillas de su
mochila y las repartió.
Bernardo Rodríguez, o lo que quedaba de él, estaba sentado tras
su escritorio. Apoyaba la cabeza contra la silla y los brazos colgaban
por fuera de los reposabrazos, en una posición que hacía resaltar su
prominente y redondeado abdomen.
Había sangre por todas partes. Mesa, suelo, paredes. Incluso en
el techo.
Pero la visión de la sangre y su hedor no era lo que más
impresionaba, sino el estado del cadáver. Alguien se había ensañado
con el señor Rodríguez.
Tenía un profundo corte en la garganta que había sangrado
mucho y había convertido su camisa blanca en una mancha roja. El
cuerpo estaba cubierto de cuchilladas. Las orejas habían
desaparecido. Los ojos tampoco habían salido bien parados.
Escuchó a Fran regresar del baño y detenerse en la puerta. Cinco
segundos después, volvió a salir corriendo. Ni Samuel, ni David, ni
Montse dijeron nada, y eso que el sensible estómago de Fran solía
ser motivo de guasa entre ellos.
Samuel consiguió apartar la mirada del cadáver y observar el
despacho. Todo parecía en orden, excepto varios sobres que había
en el suelo, cerca de la puerta. Supuso que la secretaria había
entrado en el despacho del jefe para dejarle el correo de la mañana
encima del escritorio y, al ver el cadáver y asustarse, había dejado
caer los sobres al suelo.
Fuera del despacho, se escuchó el sonido de las puertas del
ascensor al abrirse y varias voces que se saludaban. Las reconoció
todas.
—Los de la Científica ya están aquí. Reunámonos en el pasillo —
dijo Samuel.
Después de intercambiar los saludos correspondientes con los
compañeros recién llegados, Montse, David y un pálido Fran lo
rodearon.
—A falta de las primeras observaciones de Castell y su equipo, la
primera impresión es que es un crimen pasional —dijo Samuel,
sabiendo que su equipo interpretaría bien el significado de
“pasional”. No tenía por qué ser un crimen amoroso, sino que podría
tratarse de un familiar o un amigo muy cercano.
Los otros tres asintieron. Sobre este punto no había mucha
discusión posible.
—Montse, averigua los nombres y direcciones de la familia más
cercana de Bernardo Rodríguez. Me suena que era viudo, pero
asegúrate. Mujer, pareja, hijos… Iremos tú y yo a darles la noticia y
quiero ver cómo reaccionan. —Montse asintió—. David, encárgate de
las imágenes de las cámaras de seguridad. Quizá tenemos suerte y
hay alguna dentro del edificio, aunque no me lo ha parecido. A ver si
podemos confeccionar un listado de todas las personas que han
entrado y salido del edificio en las últimas veinticuatro horas. —
Ahora fue David quién asintió—. Fran…
—Empleados —lo interrumpió éste.
Samuel lo fulminó con la mirada. Hacía tres años que trabajaban
juntos y el chaval todavía no había aprendido que Samuel no
soportaba que le interrumpiesen.
—Perdón… —dijo Fran como si se viera obligado a tener mucha
paciencia. Samuel decidió no tenérselo en cuenta porque quería
empezar a investigar cuanto antes.
—Fran, tú te encargarás de los empleados. Quiero una ficha para
cada uno de ellos, con sus datos y las horas a las que llegaron y se
fueron ayer. Aprovecha para preguntarles por su relación con
Bernardo Rodríguez y cuándo lo vieron vivo por última vez.
—Qué mierda de tarea, pero a la orden, jefe.
—No me interesa tu opinión. Necesitarás ayuda. Llama a la
oficina y que te envíen a alguien. Tratándose de Bernardo Rodríguez,
el inspector jefe no te lo negará —dijo Samuel—. Yo iré a ver si la
secretaria ya está en condiciones de hablar. En marcha.
Se separaron, cada uno perfectamente concentrado en su tarea.
Esa era una de las cosas que más satisfacía a Samuel del equipo que
tenía: en cuanto se ponían a trabajar, nada los distraía.
Aunque todavía estaba muy afectada, la secretaria fue capaz de
contarle que solo hacía dos meses que trabajaba para Bernardo
Rodríguez. Ella llegaba cada mañana a las ocho y quince minutos.
Alrededor de las ocho y treinta minutos dejaba el correo de la
mañana en el escritorio de su jefe, que solía llegar alrededor de las
nueve si no estaba de viaje ni tenía alguna reunión fuera. El día
anterior, la secretaria se fue a su casa a las cinco y cuarto de la
tarde, y Bernardo Rodríguez estaba vivo. Parecía tranquilo y serio,
como siempre. Al parecer, no era un hombre que destacara por ser
de trato especialmente agradable, pero era correcto.
Todavía debían confirmar toda esa información, pero de entrada
Samuel se inclinaba por creer lo que la secretaria contaba. La
intuición se lo decía, y Samuel sabía que podía fiarse de su intuición.
También habló con la chica joven que lloraba en silencio. Era la
recepcionista, y llevaba dos días haciendo una sustitución. Apenas
conocía a los trabajadores de la empresa y le habían dicho que no se
preocupara, que nunca se intentaba colar nadie indeseado. Así que,
según las palabras de la chica, cualquiera habría podido entrar en el
edificio y ella no se lo habría impedido. También añadió, con
bastante apuro, que la tarde anterior, antes de cerrar las puertas,
había dado una vuelta por el edificio pero había omitido la planta de
presidencia y el aparcamiento. Dio por sentado que el señor
Rodríguez ya no estaría.
Montse no tardó en reunirse con él con la información requerida.
—Tenías razón, el señor Rodríguez era viudo. Sin pareja actual
conocida. Sin padres que le sobrevivan ni hermanos. La primera
mujer murió en un accidente de tráfico poco después de divorciarse
y la segunda murió de cáncer hace algunos años —dijo, leyendo las
anotaciones que había hecho en su bloc—. Tiene un hijo de la
primera mujer, Iván. De la segunda mujer tiene una hijastra, Valeria
Aguilar. El hijo tiene veintisiete años y todavía vive en casa del
padre. Sin oficio conocido. Dicen que es un poco especial, sin
especificar por qué. Y atención a lo siguiente: al parecer, la relación
con la tal Valeria Aguilar es mala, hasta el punto que tiene prohibida
la entrada en este edificio.
—Esto se pone interesante —dijo Samuel, arqueando las cejas.
—Tengo la dirección de la casa de Rodríguez, pero de la hijastra
por ahora solo he conseguido la empresa donde trabaja. Siglo XXII,
se dedican a la gestión de centros comerciales.
—Empezaremos por el hijo —decidió Samuel. Algo le decía que
debían empezar por él. El detalle de la mala relación con la hijastra
era llamativo, pero la descripción de un joven de veintisiete años,
especial, que vivía con su padre y no tenía oficio conocido, requería
su atención.
Sin embargo, nadie contestó al timbre de la lujosa mansión de
Bernardo Rodríguez. Y el móvil de su hijo Iván estaba apagado.
Montse no había conseguido más información que les diera una pista
de por dónde buscarlo, porque en la empresa lo conocían muy poco.
—Vamos directamente a ver a la tal Valeria —dijo Samuel—. Por
el camino llamaré a la jueza para que nos emita una orden de
registro para la casa de Rodríguez. Con suerte la tendremos esta
misma mañana.
—Valeria Aguilar, la oveja negra de la familia —dijo Montse—. Me
pregunto cómo debe de sentarle ser la hijastra rechazada de uno de
los hombres más ricos del país.
—Tiene números para estar un poco amargada —observó
Samuel.
—Si no puede entrar en el edificio, seguro que Bernardo
Rodríguez la tiene fuera del testamento. O quizá estaba a punto de
desheredarla. ¿Hacemos una apuesta?
—Montse, no empieces con tus apuestas… —la amonestó Samuel
—. Sabes que no me gustan este tipo de especulaciones.
Ella resopló.
—Eres tan correcto y tan perfecto que a veces das asco,
Schwartz.
3

Miércoles 21 de octubre, sobre las 10.30 o las 11 horas

Valeria asomó la cabeza al pasillo y comprobó a lado y lado que no


se acercara nadie.
Vacío. Tenía vía libre.
Abandonó su despacho y avanzó rápidamente en dirección al
despacho de Julia. Sujetaba con mucho cuidado el pequeño paquete
que llevaba en las manos.
Se detuvo justo antes de entrar en el despacho, pegada a la
pared, y espió su interior. Julia estaba ante el ordenador, dando la
espalda a la puerta. María Jesús, su compañera de despacho, no
estaba, tal y como Valeria había previsto. Era su hora del cigarrillo
matutino con su posterior visita al baño. Eso le daría unos minutos.
Con mucho cuidado, desenvolvió el delicado paquete procurando
no hacer ruido. Del bolsillo extrajo los otros complementos con los
que venía equipada y acabó de prepararlo todo.
Ya estaba lista.
Cogió aire y… entró en el despacho.
—Cumpleaaaaaaños feliiiiiiiz… Cumpleaaaaaaños feeeeeliiiiz…
Julia hizo girar su silla para encararse hacia la puerta. La
expresión entre sorprendida y contrariada se suavizó al ver a Valeria,
solo a ella, sujetando el pequeño pastel con una vela encima. Esta
acabó de cantar la canción y depositó el pastel delante de su amiga.
—Feliz cumpleaños, Julia —deseó, dándole un beso en la mejilla
—. Ya sé que este año no querías ni felicitaciones ni celebraciones
en la oficina, ¿pero cómo podía dejarte sin tu tarta de chocolate
preferida y sin soplar al menos una velita?
La barbilla de Julia tembló y se le humedecieron los ojos.
—Ay, Valeria, eres un caso —dijo, emocionada.
Sin molestarse a contener el llanto, Julia la abrazó con tanta
fuerza que la dejó sin respiración.
—¿Qué haría sin ti? —preguntó entre sollozos.
—Si sigues apretando así, lo descubrirás pronto —dijo Valeria con
voz ahogada.
—Perdona…
Valeria dio otro beso a Julia, que seguía derramando lágrimas
mientras observaba la pequeña tarta.
—Venga, pide un deseo y sopla —dijo Valeria.
—Que Daniel se muera hoy mismo fulminado por un rayo. Y que
le duela mucho. Y que antes sea consciente de que se le ha caído la
polla —dijo Julia como si ya lo hubiera pensado antes, y sopló con
tanta fuerza que la vela se apagó y cayó sobre el escritorio.
—Así me gusta, pensamiento positivo.
—Ay, ahora mismo no soy capaz de otra cosa — suspiró Julia
mientras se secaba las lágrimas. Acto seguido cogió el pastel y lo
mordió sin complejos, sin importarle que le quedaran los labios y la
punta de la nariz cubiertos de chocolate.
Una semana y media atrás, Julia pidió permiso en el trabajo para
llegar pronto a casa. Quería dar una sorpresa a su novio de casi
siete años, que tenía unos días de vacaciones.
Vaya si lo sorprendió.
Concretamente, en la cama con la vecina del sexto segunda, una
mujer de algo más de cuarenta años que estaba casada y tenía dos
hijos. Valeria no veía qué importancia tenía la edad y la cantidad de
hijos de la amante de Daniel, pero al parecer para Julia la tenía, y
mucha, porque eran detalles que no paraba de repetir.
El descalabro pilló a Valeria en un momento en el que tenía sus
propios problemas, que procuraba mantener bien escondidos, pero
ayudó a Julia en todo lo posible: en su precipitada mudanza a casa
de su madre, en el consuelo que necesitaba. También le habría
gustado ser capaz de respetar su deseo de no celebrar su
cumpleaños, pero fue incapaz de resistirse.
—Así que estabas aquí —las sobresaltó una voz.
Manuel, el jefe de nuevos proyectos, las observaba desde la
puerta con una carpeta bajo el brazo. Bueno, concretamente la
miraba a ella, a Valeria.
—¿Me buscabas? —preguntó ella.
—La reunión del tercer miércoles de cada mes, Valeria… —dijo
Manuel con un suspiro—. ¿Cómo es posible que sigas olvidándote?
Valeria se cubrió la boca con las manos, horrorizada.
—¡He vuelto a olvidarme! ¿Se ha enfadado el jefe?
—Te he cubierto. He dicho que estabas acabando de cuadrar
unas cuentas para que fueran a nuestro favor. Ya sabes que si se
trata de pagar menos impuestos, el jefe te lo perdona todo —explicó
Manuel.
Ella se relajó, aliviada y muy agradecida. No sería la primera vez
que se llevaba una buena bronca por no acudir a una reunión.
—Muchas gracias, Manuel, de verdad.
Él no contestó, porque había dejado de prestarle atención. Tenía
los ojos clavados en Julia que, ajena a su conversación, había
seguido atacando su tarta de chocolate, relamiéndose dedos y
labios.
Valeria sonrió. Desde que Manuel había entrado a trabajar en la
empresa, era más que evidente que sentía debilidad por Julia. Era
un tipo guapo, un auténtico trozo de pan pero muy seguro de sí
mismo, y Valeria solo lo había visto tartamudear y sonrojarse ante
Julia. Valeria nunca había dicho nada porque Julia estaba con Daniel,
pero ahora las cosas habían cambiado…
—Bueno, pues voy a trabajar un poco. Al menos que parezca que
estoy evitando gastos a la empresa —dijo sonriendo a Julia, que por
primera vez en una semana parecía un poco feliz. Definitivamente, el
chocolate hacía milagros.
Su amiga le devolvió la sonrisa.
—Eres un cielo, Valeria. Me has alegrado el día.
Manuel parecía haberse quedado petrificado observando a Julia,
y Valeria prácticamente tuvo que empujarlo para poder salir del
despacho.
—Dale un par de meses. Entonces podrás pasar a la acción —le
susurró a sus espaldas.
Él dio un respingo y se giró un poco hacia ella, avergonzado.
—Yo no… ¿Cómo… —tartamudeó, con las mejillas
encantadoramente sonrojadas.
Valeria le guiñó un ojo y emprendió el camino de regreso a su
despacho, disimulando lo que dolía que Manuel nunca la hubiera
mirado así. En realidad, ahora ya no dolía como antes, pero
quedaban los restos del deseo de ser observada de esa manera.
Nunca nadie la había mirado así, con ese… ardor. Ni siquiera sus dos
exnovios. Y encima los dos la habían abandonado por el mismo
motivo: porque era “demasiado”. Demasiado caótica, demasiado
fuerte, demasiado feliz, incluso la habían acusado de ser demasiado
frívola y superficial.
Pero, ¿qué querían que hiciera? Ella era así, no sabía ser de otra
manera. No podía comprarse otra personalidad.
Sin embargo, lo que más dolió de esas rupturas fue que sus ex ni
siquiera se habían dado cuenta de que no era ni tan fuerte, ni tan
feliz como aparentaba. Solo sabía esconder bien sus miedos,
debilidades y preocupaciones. Años atrás, tuvo que aprender a
hacerlo por una cuestión de supervivencia.
Pero, al parecer, se había acabado convirtiendo en una mujer que
asustaba a los hombres. O que solo la apreciaban como amiga,
como Manuel.
Se sentó ante su escritorio con un suspiro. Había una cosa que
no podía negar: era un auténtico caos. El desorden de su mesa lo
atestiguaba. Suerte que a la hora de trabajar cumplía con creces
(excepto en la parte de las reuniones que olvidaba anotar en la
agenda), o la habrían echado de patitas a la calle mucho tiempo
atrás.
Movió el ratón para que se desactivara el salvapantallas de su
ordenador. En el monitor apareció la portada del periódico
económico que estaba ojeando justo antes de ir en busca de Julia.
En ese momento, la página se actualizó sola y el titular principal
cambió.
Lo que leyó la dejó petrificada.
“Bernardo Rodríguez, asesinado”.
Tuvo que leerlo varias veces para asegurarse de que no se
equivocaba con el nombre.
No podían referirse al marido de su madre. Seguro que era otro
Bernardo Rodríguez.
Un sudor frío le cubrió la espalda, y no necesitaba un espejo para
saber que había palidecido. Las manos le temblaban.
Sin conseguir controlar el temblor, guio el ratón para pinchar en
ese horrible titular. La noticia solo contenía un párrafo porque era
una exclusiva de última hora. Por ahora, la única información
disponible era que Bernardo Rodríguez, propietario de la cadena de
tiendas de ropa Cool, había aparecido asesinado en su despacho.
Valeria se cubrió la boca con una mano.
—Dios mío.
Iván.
“Iván, ¿qué ha pasado?”.
Se apresuró a coger su teléfono y tecleó un número. Ya tenía el
dedo sobre la pantalla, dispuesta a pulsar el botón de llamada,
cuando se detuvo.
Un momento.
Estaba siendo descuidada.
No debía precipitarse.
Nunca usaba su móvil para hablar con Iván. Para eso tenía su
móvil secreto. Pero su móvil secreto estaba en casa, porque el día
anterior lo había puesto a cargar y había olvidado cogerlo.
Sabía que, antes o después, la policía vendría a hablar con ella.
Su mala relación con Bernardo no era un secreto, seguro que estaría
en la lista de sospechosos y que, por lo tanto, revisarían sus
llamadas. No podían encontrar nada que la vinculara a Iván.
Pero necesitaba hablar con él.
Se maldijo para sus adentros. ¿Por qué era tan desastre y había
olvidado en casa el teléfono secreto el peor día posible?
No podía quedarse ahí lamentándose, tenía que ponerse en
marcha.
Abandonó la silla como si quemara, cogió su chaqueta y se la
puso mientras avanzaba rápidamente por el pasillo en dirección a las
escaleras. Descendió los dos pisos con rapidez, pero sin que
pareciera sospechoso.
—He olvidado el desayuno. Salgo rápido a comprarme algo para
comerlo mientras trabajo —dijo a Carmen, la recepcionista—.
¿Necesitas algo?
—No, gracias, cielo.
Valeria le sonrió y abandonó el edificio. La cafetería más cercana,
donde solían ir a desayunar, estaba a tan solo un minuto de la
oficina. Entró allí y se acercó a la barra. Tranquilamente, como si no
pasara nada fuera de lugar.
Echó un vistazo rápido al televisor. Si la noticia ya estaba en los
periódicos, también estaría en televisión. Afortunadamente, ese día
estaba apagado.
—Hola, Juan. Un bocadillo de salchichón, por favor —pidió al
camarero que se le acercó—. Voy a hacer un recado mientras me lo
preparáis, ¿de acuerdo? En seguida vengo a buscarlo.
—Claro, Valeria.
Abandonó la cafetería y caminó calle abajo, hacia la esquina.
Ahora sí que se apresuró, sin llegar a correr. La cabina telefónica que
buscaba no estaba precisamente cerca. Y aún podía considerarse
afortunada de que todavía quedara esa cabina en pie tan cerca de
su trabajo.
El camino se le hizo eterno, pero al fin llegó a su destino.
Y el teléfono marcaba línea. Definitivamente, estaba siendo muy
afortunada.
Introdujo las monedas en la ranura y marcó el número secreto
de Iván.
Al otro lado de la línea solo se escuchaba silencio.
Al fin, una voz contestó.
Teléfono apagado o fuera de cobertura.
—Mierda.
Decidió arriesgarse y marcó el número de Iván que tenía todo el
mundo.
También estaba apagado o fuera de cobertura.
—Mierda y mierda.
Colgó el auricular, recuperó las monedas que el aparato le
devolvió y emprendió el camino de regreso. Pasó por la cafetería,
recogió el bocadillo y caminó hacia la oficina.
En la puerta había aparcado un coche que, a pesar de ser gris y
no llevar distintivos, supo que era de la policía.
No se detuvo, pero se le puso la piel de gallina y aminoró un
poco la marcha. Respiró hondo para darse fuerzas y entró en el
edificio.
En recepción, delante de Carmen, había un hombre y una mujer
que le daban la espalda.
—Ya estoy de vuelta, Carmen —dijo.
La recepcionista no contestó con su amabilidad habitual. Parecía
incómoda. Preocupada.
—Estos señores han venido a verte, Valeria —dijo.
Ella se detuvo de golpe y arqueó las cejas, como si no tuviera
idea de qué iba la cosa ni fuera capaz de imaginárselo.
—Ah.
El hombre y la mujer se giraron para mirarla. La mujer tendría
unos treinta años, alguno más o menos. Cabello y ojos marrones, no
era especialmente guapa pero sus rasgos decididos la hacían
atractiva. Observó a Valeria de arriba abajo con interés, como si
estuviera valorándola.
Cuando posó los ojos sobre el hombre, Valeria dio las gracias por
no sonrojarse nunca. Ella creía que los policías buenorros solo
aparecían en las películas y las series de televisión. No era que este
se pareciera a un actor de Hollywood, pero sus ojos azules, grandes,
la dejaron mentalmente boquiabierta. También la nariz fina, los
labios carnosos, la barba de tres o cuatro días perfectamente
recortada. Llevaba el cabello castaño más bien corto, pero no tenía
ni un solo pelo fuera de lugar. Todo él transmitía tanta sensación de
pulcritud y perfección que se sintió acomplejada. Ella era incapaz de
plancharse bien las camisas, mientras que la ropa de ese hombre no
tenía ni una sola arruga.
Tampoco parecía tener ningún músculo fuera de lugar, por cierto.
Mmm, quizá no debería pensar esas cosas del policía que no
tardaría ni cinco minutos en añadirla a su lista de sospechosos. Si es
que no lo había hecho ya.
—¿Es usted Valeria Aguilar? —preguntó la mujer.
—La misma —dijo Valeria, con una pequeña y afable sonrisa, que
sabía que solo transmitía inocencia.
—Somos los inspectores Schwartz —dijo la mujer, señalando al
hombre, mientras ambos le mostraban rápidamente su placa— y
Coronado. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado?
Valeria perdió la sonrisa, fingiendo que empezaba a darse cuenta
de que no habían venido a visitarla para charlar del tiempo.
—Sí, claro… ¿Va todo bien?
—Si dispone de despacho privado, será un buen lugar donde
hablar —dijo el inspector Schwartz con una voz que le puso la piel
de gallina.
Al parecer su cabeza tenía claro que no debía dejarse
impresionar ni despistar por cuestiones tan superficiales como una
cara bonita y una voz, pero el resto de su cuerpo no. La piel de
gallina fue seguida por un escalofrío y un cosquilleo que la
recorrieron desde la raíz del cabello hasta la punta de los dedos de
los pies. Sí, su cuerpo parecía sentir mucha curiosidad por el
inspector Schwartz.
Era increíble. Y lamentable.
En fin. Iba a ignorar por completo todas esas sensaciones tan
inoportunas. Necesitaba centrarse en fingir que todavía no sabía
nada. Debía mantener la mentira que todo el mundo creía.
Lo que fuera por proteger a Iván.
4

Miércoles 21 de octubre, 11.27 horas

Dulce caos.
Esas fueron las palabras que acudieron a su mente cuando vio a
Valeria Aguilar por primera vez.
Lo cual era absurdo, porque no había nada agradable en el caos.
Samuel odiaba el caos. El mundo era un lugar desastrosamente
caótico, y hacerse policía era la manera que había encontrado de
aportar su granito de arena para intentar ordenarlo un poco.
Los problemas familiares eran una variedad de caos. Y ciertos
tipos de problemas familiares solían dejar algún tipo de marca en la
gente. Por lo poco que sabía de Valeria Aguilar, había esperado
encontrarse a una persona o bien acomplejada, puede que incluso
algo retraída, o bien endurecida y amargada.
Sin embargo, la mujer que tenía delante, que debía de ser cuatro
o cinco años más joven que él, destilaba fortaleza y dulzura.
Y el caos.
Sin ir despeinada, se notaba que se había recogido el cabello
negro sin preocuparse por si cada mechón estaba en su sitio. En su
chaqueta había algunas delatoras arrugas, nada exagerado, pero
que evidenciaban que Valeria Aguilar no tenía una percha en la
entrada de casa. Y los bajos de los tejanos, doblados hacia fuera
para compensar el exceso de longitud, eran ligeramente desiguales.
Pero había algo más.
Obviamente, ahora también destilaba preocupación. Todo el
mundo se preocupaba cuando recibía una visita inesperada de la
policía y le pedían un lugar en el que hablar en privado. Y bien que
hacían. No solían ser portadores de buenas noticias.
Sin embargo, ese “algo más” no era la preocupación. Era otra
cosa. Algo que no lograba identificar.
La voz cristalina de la mujer interrumpió sus pensamientos.
—Claro —dijo, contestando a su petición de hablar en un lugar
privado—. Por aquí, por favor.
Al seguir caminando para precederlos hacia el ascensor, Samuel
descubrió que la cola alta con la que la señorita Aguilar recogía su
melena era bastante más larga de lo que había imaginado. El
recogido prácticamente le llegaba hasta la cintura. Tenía el cabello
espeso y fuerte. Brillante y sedoso.
¿En serio? ¿Espeso y fuerte? ¿Brillante y sedoso? ¿Qué demonios
hacía fijándose en esa tontería?
Aunque se sintió un poco mejor cuando, de reojo, vio a Montse
observar la melena de la señorita Aguilar con las cejas arqueadas y
expresión impresionada.
La puerta del ascensor se abrió y la señorita Aguilar entró
primero. Pulsó el botón del segundo piso y se situó en el fondo del
habitáculo, pegada contra la pared. Les dedicó una sonrisa forzada
y, en un gesto inconsciente, se cerró la chaqueta sobre el cuerpo,
como si intentara protegerse. Después paseó la mirada por varios
puntos del ascensor, pero sin mirarlos directamente.
Sí, ese era el efecto que solían provocar. Y ya les venía bien,
porque así Montse y él aprovecharon para observarla.
Tenía la piel bastante blanca, con algunas pecas diseminadas por
las mejillas y la nariz respingona. Tenía las facciones suaves,
agradables, con una boca redondeada y sexy. Se preguntó qué
aspecto tendrían esos labios alrededor de su…
Uooo, ¡¿en serio había pensado eso?!
Apartó la mirada y se obligó a centrarse. No estaba allí para
admirar una cara bonita. Estaba allí para determinar si Valeria
Aguilar era una posible sospechosa del asesinato de Bernardo
Rodríguez.
SECRETOS INCONFESABLES

Un crimen sobrecogedor. Un policía de moral intachable.


Una tentadora sospechosa rodeada de misterio.

El inspector de policía Samuel Schwartz nunca permitiría que nada


se interponga entre él y su trabajo. Absolutamente nada, y mucho
menos el amor. Hasta que cae en sus manos la investigación del
asesinato de un poderoso empresario y conoce a su hijastra, Valeria
Aguilar.

Valeria Aguilar, dulce, caótica, tentadora… y enigmática. Samuel


sabe que ella esconde secretos, pero no logra frenar la atracción que
lo empuja irremediablemente hacia ella. ¿Será Valeria Aguilar su
perdición?

Valeria Aguilar lleva muchos años guardando secretos relacionados


con su padrastro. Por necesidad, ha aprendido a esconder verdades
y sentimientos. Es muy buena en ello. Hasta que entra en su vida un
irresistible policía de ojos azules, Samuel Schwartz, que parece ser la
única persona capaz de ver más allá de lo que ella muestra al
mundo. Valeria quiere contarle la verdad, pero no puede.

Son secretos inconfesables, secretos peligrosos que pueden acabar


con la carrera de Samuel, que amenazan con romperles el corazón
en mil pedazos a ambos y que ponen en peligro la vida de Valeria…

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