La Caja de Bombones

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LA CAJA DE

BOMBONES
Agatha Christie
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Era una noche tormentosa. En el exterior, el viento silbaba


siniestramente y ráfagas de lluvia azotaban las ventanas.
Poirot y yo nos hallábamos sentados ante la chimenea, las piernas
extendidas al amor del alegre fuego. Entre nosotros había una
mesita; en mi lado descansaba un vaso de ponche caliente
cuidadosamente dosificado; del lado de Poirot se veía una taza de
chocolate espeso, que yo no hubiera bebido ni por cien libras. Poirot
tomó un sorbo de aquella masa marrón contenida en la taza de
porcelana rosada y exhaló un suspiro de satisfacción.
—Quelle belle vie! —murmuró.
—Sí, este viejo mundo es magnífico —asentí—. Yo, con un buen
empleo, ¡y qué empleo! Y usted es famoso...
—¡Oh, mon ami! —protestó Poirot.
—Lo es. ¡Y con razón! Cuando pienso en su larga serie de éxitos, me
quedo de veras maravillado. ¡No creo que sepa usted lo que es un
fracaso!
—¡El que pudiera decir esto sería un bromista o un ejemplar fuera de
serie!
—No, hablo en serio. ¿Ha fracasado alguna vez?
—Innumerables veces, amigo mío. ¿Qué se imaginaba? No se puede
tener siempre la bonne chance. A veces he sido llamado demasiado
tarde. Muy a menudo alguien, empeñado en alcanzar la misma meta,
ha dado primero con la solución. Por dos veces caí enfermo cuando
estaba a punto de alcanzar el éxito. Se tiene que apechugar con los
malos momentos, amigo mío.
—No quería decir esto exactamente —repuse—. Me refería a si alguna
vez ha fracasado por culpa suya.
—¡Ah, comprendo! ¿Me pregunta si alguna vez me he comportado
como el «rey de los asnos» como dicen ustedes por estas tierras?
Una vez, amigo mío... —Una sonrisa lenta y meditativa se reflejó en
su rostro—. Sí, una vez hice el ridículo.
Se irguió súbitamente en su butaca.
—Mire, amigo mío, sé que guarda un archivo de mis modestos éxitos.
Podrá añadir una historia más a la colección: ¡la historia de un
fracaso!
Se inclinó y echó un leño al fuego. Luego, tras haberse frotado las
manos con el paño que colgaba de un clavo junto a la chimenea, se
acomodó de nuevo y empezó su relato.
—Lo que le cuento —dijo monsieur Poirot— ocurrió en Bélgica hace
muchos años. Fue en la época de la terrible lucha entre la Iglesia y el
Gobierno francés. El señor Paul Déroulard era un brillante diputado
francés. Se daba por descontado que le nombrarían ministro. Era el
más acérrimo militante del partido anticatólico, y cuando subiera al
poder tendría que enfrentarse a enemigos poderosos. En muchos
aspectos era un hombre peculiar. Aunque no bebía ni fumaba, no
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siempre se mostraba tan escrupuloso en otros sentidos. Me entiende,


Hastings, c'était des femmes, toujours des femmes!
»Algunos años antes se había casado con una damita de Bruselas que
aportó una dote sustanciosa. Indudablemente el dinero le fue útil en
su carrera, pues su familia no era rica, aunque, por otra parte, podía
usar el título de Monsieur le Baron si le daba la gana. El matrimonio
no tenía hijos, y su mujer falleció al cabo de dos años... a
consecuencia de una caída en la escalera. Entre las propiedades que
le legó su esposa figuraba una casa en la Avenida Louise, de
Bruselas.
»Fue en esta casa donde él murió repentinamente, coincidiendo el
luctuoso suceso con la dimisión del ministro cuya cartera tenía que
heredar. Su muerte repentina, ocurrida por la noche, después de la
cena, fue atribuida a un fallo cardíaco.
»Por aquel entonces, mon ami, como usted sabe, yo formaba parte
de la Brigada de Investigación belga. La muerte del señor Paul
Déroulard no ofrecía ningún interés particular para mí. Soy, como
sabe muy bien, bon catholique, y su óbito me pareció oportuno.
»Fue tres días después, recién comenzadas mis vacaciones, cuando
recibí la visita... de una dama; su rostro estaba cubierto por un
tupido velo, pero evidentemente era muy joven; y en seguida percibí
que se trataba de une jeune fille tout á fait comme il faut.
»—¿Es usted monsieur Hércules Poirot? —me preguntó con voz baja y
armoniosa.
»Me incliné en una leve reverencia.
»—¿De la Brigada de Investigación?
»Me incliné nuevamente.
»—Tome asiento, mademoiselle, por favor —le dije. Aceptó una silla y
se levantó el velo. Su rostro era encantador, aunque desfigurado por
las lágrimas y por una expresión de continua angustia.
»—Monsieur —dijo ella—. Tengo entendido que está de vacaciones.
Por tanto estará libre para poder hacerse cargo de un caso de índole
particular. Comprenda que no deseo que intervenga la policía.
»Meneé la cabeza.
»—Me temo que lo que me pide sea imposible, mademoiselle. Aunque
esté de vacaciones sigo perteneciendo a la policía.
»Ella se inclinó hacia adelante.
»—Écoutez, monsieur. Todo cuanto le pido es que investigue. Queda
usted en absoluta libertad de comunicar el resultado de sus
investigaciones a la policía. Si lo que me imagino resulta ser cierto,
necesitaremos de toda la maquinaria de la ley.
»Esto cambiaba en cierta manera el cariz del asunto y me puse sin
más a su disposición.
»Un suave color rosado coloreó sus mejillas.
»—Gracias, monsieur. Lo que pretendo que usted investigue es la
muerte del señor Paul Déroulard.
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»—Comment? —exclamé, sorprendido.


»—Monsieur, no tengo nada en que apoyarme... nada, salvo mi
instinto femenino, pero estoy convencida, le repito, convencida, ¡de
que el señor Déroulard no falleció de muerte natural!
»—Sin embargo, seguramente los médicos...
»—Los médicos pueden estar equivocados. Era tan robusto, tan
fuerte. Ah, monsieur Poirot, le suplico que me ayude...
»La pobre niña estaba casi fuera de sí. Se habría hincado de rodillas
ante mí. La calmé lo mejor que supe.
»—Le ayudaré, mademoiselle. Casi le aseguraría que sus temores son
infundados, pero ya veremos. Primero, le ruego que me describa a
los residentes de la casa.
»—Están, claro, las sirvientes: Jeannette, Félicie y la cocinera Denise.
Ésta hace muchos años que sirve en la casa; las otras son muchachas
venidas del campo. También contamos con François, pero también él
es un antiguo criado. Luego la madre de monsieur Déroulard, que
vivía con él, y yo; misma. Me llamo Virginie Mesnard. Soy prima,
pobre, de la difunta madame Déroulard, la esposa del señor Paul, y
he convivido con ellos durante más de tres años. Además, en la casa
teníamos a dos invitados.
»—¿Quiénes eran?
»—El señor de Saint Alard, un vecino del señor Déroulard en Francia.
Y un amigo inglés: el señor John Wilson.
»—¿Siguen todavía con ustedes?
»—El señor de Saint Alard se fue ayer.
»—¿Y cuál es su plan, mademoiselle Mesnard?
»—Si quiere puede presentarse en casa dentro de media hora; habré
preparado una excusa para justificar su presencia. Creo que lo mejor
es hacerle pasar por una persona más o menos relacionada con el
periodismo. Diré que ha venido de París, con una tarjeta de
presentación de parte del señor de Saint Alard. Madame Déroulard
está muy delicada de salud y apenas prestará atención a los detalles.
»Gracias al ingenioso pretexto de mademoiselle fui admitido en la
casa, y tras una breve entrevista con la madre del diputado fallecido,
una señora de magnífica presencia y porte aristocrático, aunque era
evidente su precaria salud, se puso la casa a mi disposición. Me
pregunto, amigo mío —prosiguió Poirot—, si puede hacerse una idea
de las dificultades de mi tarea. Se trataba de un hombre cuya muerte
había ocurrido hacía tres días. Si hubo en ella juego sucio, sólo cabía
una posibilidad: ¡veneno! Y yo no había tenido ocasión de ver el
cadáver, ni existía posibilidad de examinar, o analizar, ningún objeto
con el cual se hubiera podido administrar el veneno. No se tenían
indicios, falsos o no, que considerar. ¿Le habían envenenado? ¿Había
fallecido de muerte natural? Yo, Hércules Poirot, sin nada en que
basarme, tenía que decidir.
»Primero, me entrevisté con los sirvientes, y con su ayuda recapitulé
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los sucesos de aquella noche. Presté especial atención a la comida


servida en la cena, y el modo en que se sirvió. La sopa la había
distribuido el mismo señor Déroulard de una sopera. Luego una
fuente de chuletas y después un pollo. Por último una compota de
frutas. Y todo dispuesto encima de la mesa, y servido por el propio
señor Déroulard. Trajeron el café a la misma mesa donde cenaron, en
una cafetera. Por tanto, mon ami.., ¡imposible envenenar a uno sin
envenenarlos a todos!
»Después de la cena madame Déroulard se retiró a sus aposentos en
compañía de mademoiselle Virginie. Los tres hombres, tras pasar al
estudio del señor Déroulard, estuvieron charlando amigablemente
durante un rato. De repente, sin más, el diputado cayó pesadamente
al suelo. El señor de Saint Alard salió precipitadamente de la estancia
para ordenar a François que corriera en busca de un médico. Dijo que
sin duda se trataba de una apoplejía, explicó el criado. Pero cuando el
doctor llegó, el señor Déroulard había fallecido.
»El señor John Wilson, a quien fui presentado por mademoiselle
Virginie, era lo que en aquella época se tenía como el prototipo del
inglés corriente, un John Bull de edad madura y corpulento. Su
versión, expuesta en un francés muy británico, fue sustancialmente la
misma: "Déroulard enrojeció repentinamente y se vino al suelo."
»Por ese lado no se podía encontrar nada más. A continuación me
dirigí al escenario de la tragedia, el estudio, y a petición mía me
dejaron solo. Hasta aquí no había nada que sustentara la teoría de
mademoiselle Mesnard. Lo único que cabía pensar es que se trataba
de una idea sin fundamento de la joven. Evidentemente había
profesado una romántica pasión por el difunto, lo cual le impedía
considerar el caso desde un punto de vista normal. A pesar de ello,
registré el estudio con gran minuciosidad. Entraba dentro de lo
posible que hubieran introducido en el sillón del muerto una aguja
hipodérmica dispuesta de forma que la víctima recibiera un pinchazo
fatal. La diminuta marca dejada, probablemente pasaría inadvertida.
Pero no pude descubrir ningún indicio que apoyara esta teoría. Me
dejé caer en la butaca con un gesto de desesperación.
»—Enfin, ¡abandono! —exclamé en voz alta—. ¡No hay ningún indicio!
Todo es perfectamente normal.
»Mientras pronunciaba estas palabras mi vista se detuvo en una caja
de bombones situada en una mesa contigua, y el corazón me dio un
salto. Podía no ser un indicio relacionado con la muerte del señor
Déroulard, pero por lo menos allí existía algo que no era normal.
Levanté la tapa. La caja estaba llena, sin tocar; no faltaba ni un
bombón, pero eso hacía aún más notable la peculiaridad que habían
captado mis ojos. Pues, sepa usted, Hastings, que la caja era de color
rosa, pero la tapa era azul. Ahora bien, a veces se puede ver una caja
rosa adornada con un lazo azul, o al revés, pero la caja de un color y
la tapa de otro... no, decididamente no... ça ne se voit jamáis!
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»Todavía no percibía si aquel pequeño incidente podía serme de


alguna utilidad, sin embargo resolví investigarlo por el mero hecho de
que se salía de lo corriente. Pulsé el timbre para que acudiera
François, y le pregunté si a su difunto señor le gustaban los
bombones. Una leve sonrisa melancólica afloró a sus labios.
»—Le apasionaban, monsieur. Siempre tenía una caja de bombones
en casa. No tomaba vino de ninguna clase, ¿sabe usted?
»—No obstante, esta caja está intacta —Levanté la tapa para que lo
viera.
»—Perdone, monsieur, pero esta caja es nueva, adquirida el día de su
muerte, pues la otra estaba casi acabada.
»—Así la otra caja se terminó el día de su muerte —dije lentamente.
»—Sí, monsieur, la encontré vacía por la mañana y, la tiré.
»—¿El señor Déroulard comía bombones a cualquier hora del día?
»—Habitualmente después de cenar, monsieur.
»Empecé a ver claro.
»—François —dije—, ¿sabe ser discreto?
»—Si es necesario, sí, monsieur.
»—Bon! Sepa, entonces, que soy de la policía. ¿Puede encontrarme la
otra caja?
»—Sin duda, monsieur. Estará en el cubo de la basura.
»Salió, y al cabo de pocos momentos regresaba con un objeto
cubierto de polvo. Era el duplicado de la caja que yo sostenía excepto
por el hecho de que ahora la caja era azul y la tapa rosa. Di las
gracias a François, encareciéndole una vez más que se mostrara
discreto, y abandoné la casa de la Avenue Louise precipitadamente.
»Acto seguido fui a visitar al doctor que asistió al señor Déroulard. Mi
entrevista con él no fue nada fácil. Se parapetó tras un muro de
docta fraseología, pero tuve la impresión de que no estaba tan seguro
del caso como pretendía.
»—Han ocurrido infinidad de incidentes de este tipo —dijo, tras haber
logrado que se confiara un poco—. Un repentino acceso de furor, una
emoción violenta, tras una copiosa cena, c'est entendu, entonces, con
el berrinche, la sangre fluye a la cabeza, y ¡zas..., ya está!
»—Pero el señor Déroulard no fue presa de ninguna emoc¡ón
violenta.
»—¿No? Me cercioré de que había sostenido un tremendo altercado
con el señor de Saint Alard.
»—¿A qué se debió?
»—C'est évident! —El doctor se encogió de hombros—. ¿Acaso el
señor de Saint Alard no era un católico fanático? La amistad que
existía entre ambos se resentía por causa de esa cuestión entre
Iglesia y Estado. No pasaba un día sin que surgieran discusiones.
Para el señor de Saint Alard, su amigo Déroulard casi le parecía el
Anticristo.
»Esto era inesperado y me dio materia para reflexionar.
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»—Una pregunta más, doctor: ¿sería posible introducir una dosis fatal
de veneno en un bombón?
»—Es posible, supongo —dijo el doctor lentamente—. Ácido prúsico
puro sería lo adecuado, siempre que no hubiera posibilidad de
evaporación, y una diminuta píldora de cualquier cosa podría ser
tragada sin notarla... pero no me parece plausible. Un bombón lleno
de morfina o de estricnina... —Hizo una mueca—. Comprenda, señor
Poirot, ¡bastaría un mordisco! La persona engañada no podría
permitirse hacer cumplidos.
»—Gracias, monsieur le Docteur.
»Salí. Luego hice averiguaciones en varias farmacias, sobre todo en
aquellas que se hallaban cerca de la Avenue Louise. Es estupendo
pertenecer a la policía. Obtuve la información que deseaba sin
ninguna dificultad. Sólo en un caso me respondieron haber
despachado un veneno destinado a la casa en cuestión. Se trataba de
unas gotas para los ojos, compuestas de sulfato de atropina, para la
señora Déroulard. La atropina es un veneno poderoso, y por un
instante me sentí optimista, pero los síntomas de un envenenamiento
por atropina son muy semejante a los causados por ptomaína, y no
se asemejan en nada a los que estaba estudiando. Además, la receta
databa de mucho tiempo atrás. Madame Déroulard sufría de cataratas
en ambos ojos desde hacía muchos años.
»Descorazonado, ya me iba cuando la voz del farmacéutico me hizo
retroceder.
»—Un momento, monsieur Poirot. Ahora recuerdo, la chica que trajo
esa receta dijo algo acerca de que tenía que llegarse a la farmacia
inglesa. Puede intentar allí.
»Así lo hice. Imponiendo una vez más mi jerarquía oficial, obtuve la
información que quería. La víspera de la muerte del señor Déroulard
habían despachado una receta para el señor John Wilson. El
medicamento no necesitaba ser preparado. Simplemente consistía en
unos comprimidos de trinitrina. Pregunté si podía ver algunos. El
farmacéutico me los mostró y sentí que el corazón me latía más
aprisa... pues los comprimidos eran de chocolate.
»—¿Es un veneno? —inquirí.
»—No, monsieur.
»—¿Puede usted usted describirme sus efectos?
»—Baja la tensión arterial. Son adecuados para algunos tipos de
dolencias cardíacas, angina de pecho por ejemplo. Son
vasodilatadores. En la arteriosclerosis...
»Le interrumpí.
»—Ma foi! Todo ese galimatías no me aclara nada. ¿Hace que la cara
se ponga colorada?
»—Ciertamente.
»—Y suponiendo que yo tomara diez o veinte de esos pequeños
comprimidos, ¿qué pasaría?
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»—No le aconsejaría que lo hiciese —replicó secamente.


»—Y sin embargo, ¿dice que no es un veneno?
«—Existen muchísimas cosas a las que no llamamos veneno y sin
embargo pueden matar a un hombre —replicó en el mismo tono seco
de antes.
»Salía de la farmacia alborozado. ¡Por fin las cosas empezaban a
marchar!
»Ahora sabía que John Wilson dispuso del medio adecuado para
cometer el crimen, pero ¿y respecto al móvil? Se había trasladado a
Bélgica por negocios, y pidió al señor Déroulard, al que no conocía
mucho, que le hospedara. Aparentemente no existía ninguna razón
para que la muerte de Déroulard le beneficiara. Por otra parte, por
unas investigaciones que hice en Inglaterra, descubrí que desde años
atrás padecía de esa dolorosa enfermedad cardíaca llamada angina
de pecho. Por tanto, era lógico que poseyera esos comprimidos. Sin
embargo, yo estaba convencido de que alguien había tocado la caja
de bombones, tras abrir primero, por error, la caja llena. Luego de
haber vaciado el último bombón lo llenó con los comprimidos de
trinitrina. Los bombones eran de gran tamaño. Estaba seguro de que
habían puesto de veinte a treinta comprimidos. Pero ¿quién lo hizo?
»En la casa había dos invitados. John Wilson tuvo el medio. Saint
Alard el móvil. Recuerde, era un fanático, y no hay peor fanático que
el religioso. ¿Pudo él, por algún medio, hacerse con la trinitrina de
John Wilson?
»Entonces se me ocurrió otra pequeña idea. ¡Ah! ¡Se sonríe usted de
mis pequeñas ideas! ¿Por qué Wilson se había quedado sin trinitrina?
Seguramente trajo consigo de Inglaterra una adecuada cantidad. Una
vez más visité la casa de la Avenue Louise. Wilson se hallaba
ausente, pero hablé con Félicie, la chica encargada de hacerle la
habitación. Le pregunté de improviso si era cierto que el señor Wilson
se le había extraviado en los últimos días un frasco en su lavabo. La
chica contestó con vehemencia. Era totalmente cierto. Incluso le
echaron la culpa a ella. Por lo visto, el caballero inglés creía que ella
lo había roto y no quería confesarlo, pero la verdad era que ni
siquiera lo tocó. Sin duda la culpable era Jeannette... siempre
metiendo las narices donde no le llamaban...
»Tras conseguir que callara me despedí. Sabía todo cuanto quería
conocer. Me tocaba a mí patentizar la evidencia de] caso. Tenía la
corazonada de que no resultaría fácil. Yo podía estar seguro de que
Saint Alard había hecho desaparecer el frasco de trinitrina del lavabo
de John Wilson, pero para convencer a los demás necesitaría aportar
pruebas. ¡Y no tenía ninguna!
»¡No importa! Sabía..., eso era lo importante. ¿Recuerda nuestros
problemas en el caso Styles, Hastings? También en aquel caso
sabía... pero me llevó mucho tiempo encontrar el último eslabón que
completara mi cadena de pruebas contra el asesino.
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»Solicité una entrevista con la señorita Mesnard. Acudió en seguida.


Le pedí la dirección del señor de Saint Alard.
»Una mirada de inquietud ensombreció el rostro de la joven.
»—¿Para qué la quiere, monsieur?
»—Mademoiselle, me es necesaria.
»Parecía vacilante... turbada.
»—No puede decirle nada. Es un hombre cuyos pensamientos no son
de este mundo. Apenas se da cuenta de lo que ocurre a su alrededor.
»—Posiblemente, mademoiselle. No obstante, era un viejo amigo del
señor Déroulard. Quizá pueda informarme de algunas cosas... cosas
del pasado... acerca de viejos rencores... de antiguas intrigas
amorosas.
»La muchacha se ruborizó y se mordió el labio.
»—Como quiera... pero... pero... Ahora tengo el convencimiento de
que estaba equivocada. Fue muy amable por su parte acceder a mi
petición, pero entonces estaba trastornada... casi enloquecida. Ahora
me doy cuenta de que no existe ningún misterio que esclarecer.
Déjelo, se lo ruego, monsieur.
»La miré fijamente.
»—Mademoiselle —dije—, a veces a un perro le resulta difícil
encontrar un rastro, pero cuando lo ha encontrado, ¡nada en este
mundo se lo hará dejar! Es decir, ¡si es un buen perro! Y yo,
mademoiselle, yo, Hércules Poirot, lo soy.
»Sin proferir palabra salió de la estancia. Unos minutos más tarde
regresó con la dirección anotada en una hoja de papel. Abandoné la
casa. François me esperaba en la calle. Me miró con ansiedad.
»—¿Hay noticias, monsieur?
»—Ninguna todavía, amigo mío.
»—¡Ah! ¡Pauvre monsieur Déroulard! —suspiró—. Yo también
compartía sus ideas. No me gustan los curas. Pero no diría algo así en
la casa. Todas las mujeres son muy devotas... y quizá sea mejor.
Madame est tres pieuse... et mademoiselle Virginie aussi.
»Mademoiselle Virginie? ¿Ella "tres pieuse"? Al recordar aquel rostro
apasionado bañado en lágrimas de nuestra primera entrevista me
extrañó.
»Tras haber obtenido la dirección del señor de Saint Alard no perdí el
tiempo. Llegué a las inmediaciones de su castillo en las Ardenas, pero
tuve que aguardar varios días hasta dar con el pretexto que me
permitiese la entrada en la casa. Al final lo conseguí. ¿Se imagina
cómo? ¡Pues nada menos que como fontanero, mon ami! Fue
cuestión de un momento provocar un pequeño escape de gas en su
dormitorio. Salí en busca de mis herramientas y tuve buen cuidado
de volver con ellas a una hora en que me constaba que tendría el
campo libre. Casi ni yo mismo sabía lo que buscaba. No creía en la
posibilidad de encontrar algo comprometedor. Él jamás habría corrido
el riesgo de guardarlo.
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»Con todo, cuando vi un armario, cerrado, encima del lavabo, no


pude resistir la tentación de saber lo que contenía. Fue un juego de
niños abrirlo con una ganzúa. Al abrir la puerta descubrí que estaba
repleto de viejos frascos. Los inspeccioné uno a uno con mano
temblorosa. De repente proferí un grito. Imagínese, amigo mío, tenía
en la mano un frasquito con la etiqueta de una farmacia inglesa, en la
que figuraba escrito: Comprimidos de trinitrina. Tomar uno en caso
necesario. Mr. John Wilson.
»Dominando mi emoción, cerré el armarito, guardé el frasco en mi
bolsillo ¡y me puse a reparar el escape de gas! Se ha de ser
metódico. Luego abandoné el castillo y tomé el primer tren que salía
para mi país. Llegué a Bruselas muy avanzada la noche. A la mañana
siguiente estaba redactando un informe para el préfet cuando me
pasaron una nota. Provenía de la anciana madame Déroulard,
requiriéndome para que me personara sin demora en la casa de la
Avenue Louise.
»Me abrió la puerta François.
»—Madame la Baronne le espera.
»Me condujo a sus aposentos. Se hallaba sentada majestuosamente
en una amplia butaca. Ni rastro de mademoiselle Virginie.
»—Monsieur Poirot —dijo la anciana señora—. Acabo de enterarme de
que usted no es lo que pretende aparentar. Es un funcionario de la
policía.
»—Eso es, madame.
»—¿Vino a mi casa para investigar las circunstancias de la muerte de
mi hijo?
«Repliqué nuevamente:
»—Eso es, madame.
»—Me complacería saber si ha hecho algún progreso.
»Titubeé.
»—Primero me gustaría saber cómo se ha enterado de todo ello,
madame.
»—Por alguien que ya no es de este mundo.
»Sus palabras, y el modo ensimismado en que fueron proferidas, me
helaron el corazón. Fui incapaz de articular una respuesta.
»—Por tanto, monsieur, le ruego encarecidamente que me informe
con la máxima exactitud de los progresos que ha hecho en su
investigación.
»—Madame, mi investigación ha terminado.
»—¿Mi hijo?
»—Le mataron deliberadamente.
»—¿Sabe usted quién lo hizo?
»—Sí, madame.
«—¿Quién, entonces?
»—El señor de Saint Alard.
»La anciana señora negó con la cabeza.
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»—Está en un error. El señor de Saint Alard es incapaz de un crimen


semejante.
»—Tengo en mis manos las pruebas.
»—Le encarezco una vez más que me lo cuente todo.
»En esta ocasión obedecí, examinando paso a paso el camino que me
condujo hasta el descubrimiento de la verdad. Ella me escuchaba
atentamente. Al final movió la cabeza asintiendo.
»—Sí, sí, todo es como usted dice, excepto en una cosa. No fue el
señor de Saint Alard quien mató a mi hijo. Fui yo, su madre.
»La miré con asombro. Ella continuó asintiendo con la cabeza.
»—He hecho bien en mandarle llamar. Es la Providencia del buen Dios
el que Virginie me haya contado lo que hizo antes de partir al
convento. ¡Escuche, monsieur Poirot! Mi hijo era un mal hombre.
Perseguía a la Iglesia. Llevaba una vida pecaminosa. Y con él
arrastraba a otras almas; pero aún había cosas peores. Una mañana,
al salir de mi cuarto, en esta misma casa, percibí a mi nuera de pie
en lo alto de la escalera. Estaba leyendo una carta. Vi como mi hijo
se deslizaba hasta situarse a sus espaldas. Un rápido empujón, y ella,
su mujer, rodó escaleras abajo; su cabeza chocó contra los peldaños
de mármol. Cuando la recogieron, estaba muerta. Mi hijo era un
asesino, y sólo yo, su madre, lo sabía.
»Cerró los ojos por un instante.
»—No puede imaginarse, monsieur, mi agonía, mi desesperación.
¿Qué hacer? ¿Denunciarlo a la policía? No me atrevía a hacerlo. Era
mi deber, pero mi carne era débil. Además, ¿me creerían ellos? La
vista me fallaba desde hacía algún tiempo... argumentarían que me
había equivocado. Guardé silencio. Pero mi conciencia me remordía.
Callándome, yo también era una asesina. Mi hijo heredó la fortuna de
su esposa. Prosperó, subió como la espuma. Y ahora le iban a
nombrar ministro. Perseguiría aún con más fuerza a la Iglesia. Y
además estaba Virginie. La pobrecita niña, piadosa por naturaleza, se
sentía fascinada por él. Mi hijo poseía un extraño y terrible poder
sobre las mujeres. Vi lo que iba a ocurrir. Me sentía impotente para
impedirlo. Él no abrigaba ninguna intención de casarse con Virginie.
Llegó el momento en que la pobre se hallaba dispuesta a entregarse
totalmente a su capricho.
»Entonces vi claramente mi camino. Era mi hijo. Yo le había dado la
vida. Yo era responsable de sus actos. ¡Antes había destruido el
cuerpo de una mujer, ahora iba a destruir el alma de otra! Entré en la
habitación del señor Wilson y me apoderé del frasco de comprimidos.
Una vez, bromeando, comentó que contenía suficientes comprimidos
para matar a un hombre. Fui al estudio y abrí la gran caja de
bombones que siempre tenía sobre la mesa. Por error abrí la caja sin
empezar. La otra se hallaba también encima de la mesa. Sólo
quedaba en ella un bombón. Eso simplificaba las cosas. Nadie comía
bombones salvo mi hijo y Virginie. Aquella noche retendría a la joven
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a mi lado. Todo sucedió tal como lo había planeado...


»Hizo una pausa, cerrando los ojos un momento. Volvió abrirlos
lentamente.
»—Monsieur Poirot, estoy en sus manos. Me dicen que no me quedan
muchos días de vida. Estoy dispuesta a rendir cuentas por mi acto
ante el buen Dios. ¿Debo también rendirlas aquí, en la tierra?
»Vacilé.
»—Pero el frasco vacío, madame —dije a fin de ganar tiempo—,
¿cómo se explica que estuviera en posesión del señor de Saint Alard?
»—Cuando vino a despedirse de mí, monsieur, se lo puse dentro del
bolsillo. No sabía cómo deshacerme del frasquito. Estoy tan enferma
que no puedo moverme mucho sin ayuda, y de encontrarlo vacío en
mis aposentos podía levantar sospechas. Comprenda, monsieur... —
se irguió majestuosamente— ¡que no fue con la intención de
involucrar al señor de Saint Alard! Ni me pasó por la imaginación. Me
figuré que su criado, al encontrar un frasco vacío, lo tiraría sin darle
mayor importancia.
»Incliné la cabeza.
»—Lo comprendo, madame —dije.
»—¿Y cuál es su decisión, monsieur?
»Su voz era firme y segura, la cabeza erguida, como siempre. Me
puse en pie.
»—Madame —dije—, tengo el honor de desearle buenos días. He
llevado a cabo mis investigaciones... ¡y he fracasado! El asunto está
cerrado.»

Durante un momento Poirot guardó silencio, luego dijo quedamente:


—Ella murió justo una semana después. Mademoiselle Virginie pasó
su noviciado y a su debido tiempo tomó las órdenes. Ésa, amigo mío,
es la historia. Debo admitir que hice un triste papel.
—¡Pero si no fue un fracaso! —objeté—. ¿Qué podía pensar dadas las
circunstancias?
—Ah, sacre, mon ami —exclamó Poirot, recobrando de nuevo su
vivacidad—. ¿Es que no lo ve usted? ¡Fui treinta y seis veces imbécil!
Mis células grises no funcionaron, todo el tiempo tuve en mis manos
la verdadera pista.
—¿Qué pista?
—¡La caja de bombones! ¿No lo ve? ¿Habría cometido semejante
error una persona que viera perfectamente? Sabía que madame
Déroulard tenía cataratas... lo supe por las gotas de atropina. Sólo
había una persona en la casa cuya visión defectuosa le impidiera ver
qué tapa tenía que colocar. Fue la caja de bombones lo que me puso
sobre la pista, y sin embargo, durante toda la investigación, no supe
darme cuenta de su verdadero significado. Y también fallaron mis
dotes de psicólogo. De haber sido el señor de Saint Alard el criminal
Digitalizado por kamparina para Biblioteca-irc en Noviembre de 2.003
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jamás hubiera conservado en su poder un frasco comprometedor.


Encontrarlo era una prueba de su inocencia. Sabía ya por
mademoiselle Virginie que era un hombre muy abstraído. ¡En
conjunto fue un caso desdichado el que acabo de referirle! Esta
historia sólo se la he contado a usted. Compréndame, ¡no hago un
buen papel en ella! Una anciana comete un crimen tan sencilla y
hábilmente que yo, Hércules Poirot, me equivoco por completo.
Sapristi! ¡Es irritante pensar en ello! Olvídelo. O no... recuérdelo; y si
en cualquier momento cree que me estoy volviendo presuntuoso... no
es probable, pero podría darse el caso...
Disimulé una sonrisa.
—Eh bien, usted me dirá «caja de bombones». ¿De acuerdo?
—¡Trato hecho!
—Después de todo —dijo Poirot ponderativamente— ¡fue una
experiencia! ¡Yo, que indudablemente poseo en la actualidad el mejor
cerebro de Europa, puedo permitirme ser magnánimo!
—Caja de bombones —murmuré suavemente.
—Pardon, mon ami?
Mientras Poirot se inclinaba hacia mí con una expresión interrogante
miré su rostro inocente y mi corazón se conmovió. A menudo me
había hecho sufrir, pero yo, aunque no poseyera el mejor cerebro de
Europa, ¡también podía permitirme ser magnánimo!
—Nada —mentí, y encendí otra pipa, sonriéndome para mis adentros.

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