La Escritura Invisible Miguel Ors Villarejo

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La escritura invisible

Miguel Ors Villarejo


Desde finales del siglo
XVIII, el puesto de Dios ha
quedado vacante en nuestra
civilización; pero durante el
siglo y medio siguiente
ocurrieron tantas cosas
asombrosas que la gente ni se
dio cuenta. Ahora, sin
embargo, después de las
demoledoras catástrofes que
pusieron fin a la Era de la
Razón y del Progreso, el vacío
se hace sentir. La época en que
me crié fue una época de
desilusiones y de nostalgia.

Arthur Koestler
A mis padres
Índice de contenido
1
2
3
4
5
6
1
Sobre todo no te dejes ganar por la primera
impresión, me había advertido Ramón, ya te
acostumbrarás, me había asegurado. Y era verdad que
el pueblo era feo. Y sucio. Las calles, por ejemplo: las
calles estaban todas levantadas.
—Algún alcalde que se metió con el
alcantarillado y se quedó luego sin dinero —me
explicó el taxista. ¿Y desde cuándo duraban las obras?
El hombre no sabía decirme con precisión, pero Ramón
afirmaba que algunos de los socavones eran
auténticas reliquias, han sobrevivido a varias
corporaciones franquistas y las que llevemos de
democracia, decía.
Pero yo estaba aquí de paso, había venido a
acabar mi novela de gladiadores, o lo que saliera, y la
primera impresión me preocupaba poco. Me asustaba
más bien lo contrario, el ya te acostumbrarás, aprender
a querer el sitio, contraer su desidia, quedar allí
embarrancado. La costa está llena de trampas para
artistas y en este pueblo no debían de faltar, porque a
Jose Octavio se lo había tragado con todos sus
manuscritos y toda su sólida vocación literaria. Con
Jose Octavio no había podido la tontería bohemia de
Madrid, ni tampoco el periodismo, tumba habitual del
escritor. A José Octavio se lo había cargado esto,
Horcal, así que había que empezar a desconfiar de su
cochambre, sacarle pegas a todo, ser inflexible con las
casas mal enjalbegadas, con las pilas de cascotes cada
diez metros, con las playas sembradas de zurrapas de
alquitrán, con aquellas mujeres que bajaban a la
compra en bata y zapatillas y que parecían gritarse
cosas terribles las unas a las otras, cuando lo que
hacían era, sencillamente, hablar, hablaban así. Los
hombres estaban en el campo o en el mar, los niños, en
la escuela, y el pueblo, a estas horas, era suyo.

Todavía anduvimos un rato largo después de


dejar el pueblo. El camino era de tierra y terminaba en
una explanada que cerraba un antepecho de
mampostería. Despedí el taxi y me asomé. Había una
escalera. La casa estaba al final, en el centro de una
breve cala. Era blanca, tenía dos pisos y una terraza
enorme y solo la separaban del mar veinte metros de
roca negra. No se veía ninguna otra construcción en
los alrededores.
—¿Está la señora?
La mujer no respondió. Me examinó durante
unos segundos sin acabar de franquearme la entrada y
llamó al perro.
Vigila a este señor —le dijo. El animal no
resultó más expresivo. Tomó asiento en el umbral y
parecía ignorarme, pero, cuando quise sacar el tabaco,
estiró las orejas y gruñó siniestramente. Tuve yo
enseguida la idea de estamparlo contra la puerta de
una patada, pero era un interesante ejemplar de mastín
de los Pirineos y preferí agotar antes todas las vías de
una solución pacífica.
—Qué te pasa, bonito —dije. El perro redobló
sus gruñidos, se reincorporó. Tenía el hocico arrugado
y trataba de impresionarme exhibiendo horteramente
los colmillos. Le di a entender que también yo estaba
dispuesto a todo palideciendo, reacción que en el
hombre precede siempre al combate. Intentó
morderme. No me dejaba otra salida, y ya había
resuelto agotarlo mediante una carrera por la cala
antes de darle la paliza, cuando sonó firme la voz de
Elena:
—¡Quieto, Hans!
El animal volvió grupas de inmediato.
—Lo siento, Andrés —añadió, interpretando
sin duda erróneamente el hecho de hallarme subido en
una jardinera—, pero comprenderás que dos mujeres
solas necesitan algún tipo de protección… Emilia, por
favor.
Salió la muda.
Lleve la maleta del señor al dormitorio… ¿Qué
tal el viaje? —me besó—Agotador, claro. Querrás
tomar algo.
Pasamos a la casa. Sobre una mesa del salón
había servidas bebidas. La puerta del balcón estaba
abierta y un individuo miraba al mar apoyado contra la
barandilla.
—Es Norberto, el médico del pueblo. Fue
compañero de estudios de papá —me informó Elena.
Era un hombre grueso, mayor. Iba trajeado de gris a
pesar del calor. Sonrió cuando Elena le relató, en
términos claramente vejatorios para mi persona, el
incidente del perro, y me preguntó si pensaba
quedarme mucho tiempo en Horcal. Elena no me dejó
responder.
—El que sea preciso. Ha venido a escribir
una novela de romanos y no se marchará hasta que no
le ponga el punto final.
Una novela de romanos, muy interesante. Me
apasionan las novelas de romanos —comentó
Norberto en un tono que no dejaba la más mínima
duda sobre la opinión que le merecían las novelas, los
romanos y yo. El hombre sudaba aparatosamente, pero
su dignidad de médico de pueblo debía de estar por
encima de ciertas incomodidades. Siguió hablando de
literatura sin aflojarse ni un milímetro el nudo de la
corbata. Pensé que se nos iba a desplomar de un
momento a otro, pero el tío aguantaba más que un
buzo. Remató su ponencia con unas consideraciones
sobre el momento actual de la novela.
—El problema en España —dijo— es que ya
no se hacen buenas novelas. Los escritores carecen
de paciencia para elaborar una trama consistente, un
buen argumento. Se ponen a escribir sin plan fijo, a lo
que salga, y cuando llevan reunida una pila razonable
de folios, matan al bicho de cualquier manera y lo dan
a editar.
Manifesté una admiración adecuada a su
sagacidad y preferí reservarme mi opinión sobre la
profesión médica.
—Pero la culpa no la tienen ustedes —
prosiguió—. La culpa la tiene el público. Parece que le
gusta aburrirse. Yo he estado en el cine, en Madrid, y
la gente es que no sale espiritualmente satisfecha de
una película si el director no se ha tomado antes la
molestia de aburrirla un poco. Y cuando no se enteran
de nada, entonces ya lo abruman a uno de elogios…
Es increíble…
Elena sonrió y Norberto la miró con ternura.
Pensé que era sin duda eso, la sonrisa de Elena, lo que
el médico había estado persiguiendo durante todo el
tiempo y me sentí un poco avergonzado de mis ironías
mentales.
—Elena se ríe —dijo mirándome— porque
piensa que qué va a saber un médico de pueblo de
cine y literatura… Y tiene razón: ¿qué sé yo de esas
cosas? Yo, a mis enfermos —miró el reloj—, que por
cierto tengo un poco desatendidos.
Se incorporó, me estrechó la mano con
cordialidad y quedé solo en la terraza mientras Elena lo
acompañaba hasta la puerta de la calle. Encendí un
cigarro. El tiempo era espléndido. Y la casa, magnífica.
No, no iba a estar nada mal aquí. Por lo pronto,
pensaba tomar un baño y dedicar el resto del día a
descansar. Ya empezaría a trabajar mañana. Hoy,
natación, sol y alguna lectura. Revistas, naturalmente,
nada de libros. Había una sobre la mesa que tenía un
aspecto francamente frívolo y apetecible, con mucho
couché y cuatricromía, puede que hasta fuera un
“¡Hola!”… Pero no. Estaba abierta por un reportaje
titulado “El misterio de las coincidencias” y uno de
sus párrafos, subrayado en rojo, decía:
“En 1837, Edgar Allan Poe publicó Las
aventuras de Arthur Gordon Pym. En su relato, los
cuatro supervivientes de un naufragio, tras
permanecer muchos días en un bote a la deriva,
asesinan y devoran a un grumete llamado Richard
Parker. En 1884, la yola Mignonette se hundió y los
cuatro supervivientes que escaparon acabaron
comiéndose al grumete; éste se llamaba Richard
Parker”.

La habitación en que me instalaron estaba en


el segundo piso. Tenía una cama con su mesita, varias
sillas, una descalzadora, un armario enorme y un
maravilloso escritorio, el típico mueble delante del que
todos los aspirantes a literatos nos poníamos
religiosamente a babear cuando lo veíamos en algún
escaparate. De las paredes, blancas, colgaban fotos de
motivos marineros. La ventana daba sobre la cala y
por ella entraba la luz a chorros. Recordé en seguida
una escena de Las Nieves del Kilimanjaro. Gregory
Peck, contrafigura de Hemingway, tenía una vista
parecida desde su cuarto de trabajo, en La Riviera.
Fumaba displicentemente, con los pies apoyados
sobre la máquina de escribir, mientras la gente se
bañaba ahí abajo y él meditaba sobre las
incomodidades de la fama. Luego entraba alguien, no
recuerdo bien quién, su tío quizás, para felicitarle
seguramente por todas las toneladas que llevaba
vendidas de su última novela, aunque también podía
ser para preguntarle si se había decidido ya por Susan
Hayward o Ava Gardner, que era otro problema que
tenía Gregory Peck en la película. Susan Hayward
hacía de aristócrata riquísima y Ava Gardner creo que
posaba o algo así, pero el problema importante era el
de la fama, de eso sí que me acuerdo, y de Gregory
Peck dándole vueltas mientras fumaba
displicentemente junto a la ventana. La escena aquella
se me había quedado grabada a fuego, me había
acompañado todos estos años por todas las
redacciones por las que había pasado, por todas las
sucias pensiones en las que me había sentado a
escribir, helado de frío o muerto de calor, mis artículos,
mis cuentos, mis guiones, mis historias de vaqueros y
mi primera novela, con la que luego habían hecho
unos bonitos zorros en el café… Qué barbaridad, es
que no dejaron piedra sobre piedra, y yo
consolándome entre dientes: “Es envidia, Andrés;
tiene que ser envidia”…
—¿Te cambias o qué?
No había podido resistir la tentación, me
había dejado caer sobre la silla a fumar
displicentemente junto a la ventana.
—Perdona, Elena. Estaba aquí meditando
sobre las incomodidades del fracaso y se me ha
debido de ir el santo al cielo. En seguida bajo.
—Date prisa, porque parece que se está
nublando.
Y era verdad que la mañana se había ido
cargando de grises. Pero seguía haciendo calor y el
agua estaba tibia. Nadamos algo más de un kilómetro,
hasta la escollera que cerraba la ensenada, y nos
tumbamos sobre una laja.

No sabía yo entonces gran cosa de Elena.


Alguien la había llevado al café meses atrás,
probablemente Alexis, que era el más inquieto en
materia de faldas, y en seguida había empezado a
opinar con mucha autoridad sobre arte y literatura. Era
una mujer muy viajada y muy leída, había vivido un
par de años en Estados Unidos, y nuestras novelas la
dejaban al parecer sin aliento.
—No escribes mal, pero el caso es que no
hay manera de pasar de los diez primeros folios.
Eso se lo soltó a Ramón mientras le devolvía
un manuscrito sobre el que los más audaces no
habíamos pasado de sugerir vagamente que quizás le
sobrara algún capítulo. Ramón presidía aquella tertulia
con los plenos poderes que le confería su talento para
la ironía, su capacidad para amontonar sarcasmos
como hachazos sobre cualquier interlocutor que
intentara toserle en cuestión de libros. Que a mí, que a
José Miguel, que a Alexis nos destriparan las obras
maestras era cosa de todos los días. Pero que se lo
hicieran a Ramón revestía caracteres de golpe de
estado. Elena documentó además muy eruditamente su
capón.
—En alguna parte recordaba Ortega a los
hombres de ciencia que sus libros tenían que ser de
ciencia, por supuesto, pero también libros. Pues lo
mismo sucede con los de literatura: en España se hace
buena literatura, pero no buenos libros. A vuestras
novelas les sobra estilo, la literatura acaba por asfixiar
el argumento, aplasta el libro.
—Pero tú ni siquiera lo has leído entero —
protestó Ramón.
—Bueno, pero ya decía Wilde que no hace
falta beberse todo el barril para saber cómo es el vino.
Elena tenía una santabárbara llena de citas,
no rehuía nunca el combate, y a Ramón le costó volver
a poner las cosas en su sitio. También era cierto que
Elena jugaba con ventaja, porque Ramón escribía y
criticaba, mientras que ella solo criticaba. Deseoso de
tomarse la revancha definitiva, Ramón le preguntaba
con frecuencia si no escondía en algún cajón poemas
o cuentos. Pero Elena no escondía nada.
—Yo solo soy una espectadora, Ramón.
Alimentada por la ignorancia, toda una
misteriosa leyenda fue tejiéndose en torno a esta mujer
cuyos días se iban entre exposiciones, conferencias,
lecturas y visitas a familiares. Alexis nos confirmó que
problemas de dinero no tenía. Había estado un par de
veces en su casa y toda la información que pudimos
sonsacarle fue un elogio de la grifería. Alexis era
chileno, había dado la vuelta al mundo como enviado
de La Tercera de Santiago y lo primero que examinaba
cuando llegaba a un país era la instalación de
fontanería.
—¿Has visto tú qué grifos? Este sí que es un
país civilizado.
—Pero Alexis, coño, ¿te la has tirado o qué?
Alexis componía gesto de sorpresa.
—¿Yo? En absoluto. Nuestra relación es
puramente intelectual. Compartimos una gran
admiración por Wilde, los impresionistas y la nueva
grifería italiana, eso es todo.
Luego a Alexis le saldrían otras novias más
complacientes, pero Elena le había cogido cariño a
aquella tertulia y se convirtió en una asidua. Intimó
mucho con Ramón. Ramón tenía treinta años y seguía
viviendo de sus padres sin aparente menoscabo de su
dignidad. La preocupación por no haber ganado un
duro en su vida solo afloraba cuando, como él decía, le
echaban de comer una espuela.
—¿Una espuela? —preguntó Elena.
—Sí, una espuela. Por lo visto, en las
fortalezas inglesas de la Edad Media, cuando las
existencias se agotaban, la mujer le servía al marido
una espuela en una bandeja. Con ello le daba a
entender que había que salir por alimentos, y el noble
montaba a caballo y caía a saco sobre Francia… En
casa sucede igual. De vez en cuando, el amo del
castillo vuelve cabreado del Ministerio y la toma con
mi improductividad. No saca ninguna espuela, pero la
forma en que me grita resulta perfectamente
medieval… Así que mañana mejor como fuera…
Elena le pagó aquella comida. Pasaron
también la tarde juntos. Y la noche. Ramón intentaría
luego colocamos una historia llena de romanticismo,
con mucha mirada melancólica y muy poca luz, pero
Alexis lo sorprendió acariciándose el cuello un par de
veces y diagnosticó rápidamente: tortícolis de sofá.
—Venga, Ramón —le interrumpió—, que tú
tampoco llegaste más allá del salón. Conozco ese
dolor de cuello…
Ramón lo miró fijamente, pero en seguida una
sonrisa empezó a abrírsele paso por la cara.
—Sí que es incómodo el jodido sofá —
reconoció finalmente.
—Y no insistas más —le aconsejó Alexis—.
Yo he probado con métodos que normalmente
enternecen piedras, y no hay manera.
—Bueno, bueno, Alexis. Tú es que no tienes
paciencia. Te manejas muy bien entre psicologías
elementales, hay que reconocerlo, pero Elena es otra
cosa, un alma compleja. El aquí te cojo, aquí te mato,
que es la esencia de la moderna teoría de la seducción,
no vale con ella. Hay que ir más despacio.
Probablemente hasta le guste llevar la iniciativa,
sentirse más seductora que seducida, conducirte a su
terreno y devorarte allí eróticamente, como una mantis.
Y Ramón improvisó sobre el terreno una
florida meditación de Elena, con gran aparato de citas
y datos científicos. Aunque no acababa de llegar a
ninguna parte, se veía que el hombre le tenía dadas
muchas vueltas al tema, y lo que desde luego quedaba
muy claro es que el sofá aquel debía de ser
verdaderamente terrible.
—Pero vamos a ver —objetó Alexis —. Tú
dices que Elena es una mantis y que le gusta llevarte a
su terreno, ¿no? Bueno, pues yo he estado en su
terreno y a mí nadie me ha devorado eróticamente.
—No, ni a mí. Pero es que Madrid no es su
terreno. Su terreno es, por lo visto, un pueblecito de la
costa…
Y añadió después de sacudirse delicadamente
una ficticia mota de polvo de la solapa: “Al que, por
cierto, he sido invitado a pasar una temporada”.
Fue así como Ramón conoció Horcal.
Permaneció en el chalet tres semanas. Nadó mucho,
escribió mucho, leyó mucho y regresó algo deprimido
con respecto de sus dotes para la observación
psicológica.
—Mirábamos mucho el cielo —contaba
luego—, y yo pensaba: es una romántica impenitente.
Así que una noche le dije que las estrellas eran un
espectáculo que me llenaba de melancolía y que
muchas veces me quedaba mirándolas desde mi
ventana durante horas, cuando lo único que se ve
desde mi ventana es el tendedero del edificio de
enfrente. ¿Sabéis lo que hizo? Apagó todas las luces y
sacó un telescopio. Me tuvo dos horas contándole los
satélites a Júpiter. Y Júpiter tiene dieciséis satélites.
Cuando me lo dijo, creí que me moría, porque yo por
aquel maldito aparato no veía más que cuatro, y
aquella mujer era muy capaz de tenerme allí hasta que
no aparecieran los otros doce. Así que le dije que los
había visto todos, que eran muy bonitos, y ella se
extrañó un poco, porque al parecer los dos últimos los
descubrió el Voyager la semana pasada, pero por lo
menos me dejó irme a la cama… Ya no volví a hacer
ningún comentario: ni sobre las estrellas, ni sobre el
mar, ni sobre las flores del campo. Imagínate que le
digo que lo que me gustan son los peces de colores.
Me tiene buceando las tres semanas.

Pasó un mes largo antes de que Elena


volviera a aparecer por el café. Para cuando lo hizo,
nuestra actitud con respecto a ella había
evolucionado. Elena era definitivamente un ser
epiceno, sin sexo definido, casi sin piernas, como la
Reina de Inglaterra, y ya nadie la miraba con deseo. Ni
siquiera Alexis, cuya última aventura sentimental había
terminado abruptamente, con una precipitada salida en
calzoncillos delante de un piloto cuyo vuelo se había
suspendido a última hora por causa de la niebla.
—La culpa es mía —se lamentaba después—,
por no consultar los partes meteorológicos antes de
meterme en la cama con la mujer de un aviador.
Mientras permaneció en Madrid, la vida de
Alexis había sido eso, un perfecto vodevil, con sus
puertas falsas, sus armarios habitados y sus cornudos
surtidos. El final que le puso a su estancia tampoco
contravino las convenciones del género. Se iba
porque su mujer, a la que había dejado en Chile
entregada a la lucha contra la dictadura, le pedía que
volviera. Era el marido calavera que caía por fin en la
cuenta de que, en el fondo, nunca había dejado de
querer a la misma mujer, y solo faltaba la música de
violines.
No fue ésta la única novedad con que se
encontró Elena a su regreso. Tampoco José Miguel se
dejaba ver ya tanto como antes. Le había salido un
trabajo en Radio Nacional y el periodismo se lo
tragaba irremisiblemente. Aunque siempre tenía a
mano un público agradecido, Ramón encajó mal estas
deserciones.
—Esto se acaba —me decía lánguidamente
—, se acaba…
Pero yo no cobré verdadera conciencia hasta
que Alexis me abrazó en la terminal de Barajas y me
confirmó las auténticas razones de su marcha.
No íbamos a ningún lado, Andrés —dijo. Y
me dejó allí, abrumado por la incontrovertible
certidumbre de que no navegábamos hacia la gloria, de
que nunca nos habíamos movido del sitio, de que
llevábamos dos años empantanados en una mesa de
café.
Fue una mañana siniestra. No había
abandonado aún el aeropuerto cuando alguien me
posó la mano en el hombro. Me costó trabajo
reconocer a Julio dentro de aquel traje azul. Julio era
un compañero de universidad, hacía mucho que había
perdido todo contacto con él. Salía en seguida para
Londres, pero se empeñó en evocar antes los viejos
buenos tiempos, cuando el cataclismo social que
sucedió a la muerte de Franco nos hizo coincidir en la
Facultad de Políticas, sinceramente convencidos de
que de verdad podía uno llegar a verle pies y cabeza a
todo aquel follón. No se podía, claro, y yo tiré la toalla.
Pero él no; él siguió y ahora tenía un traje azul, un
cargo de ejecutivo y una esposa atractiva que le
recordaba a cada paso que iba a acabar perdiendo el
vuelo.
—No, mujer —la tranquilizaba él—, todavía
hay tiempo. ¡Pues no habré cogido yo veces este
avión!… Pero, cuéntame: no has cambiado nada, tú.
No, no había cambiado nada, efectivamente,
y no sabía él hasta qué punto me estaba doliendo en
aquel preciso instante. El reencuentro revolvía otra vez
en la herida abierta del tiempo perdido y respiré con
alivio cuando por fin conseguimos meterlo en el avión.
Su esposa ofreció entonces acercarme a Madrid. Se
llamaba, Teresa y era un animal esbelto y deseable,
perfecto, como todo lo que envolvía a Julio. Pensé que
seguir respirando aquella atmósfera de triunfo social
me iba a deprimir demasiado y rechacé la invitación.
Pero ella no insistió y eso me deprimió todavía más.
Recuerdo que, mientras subía al autobús amarillo, me
asaltó la certeza de que ella ya me había olvidado. Fue
lo que terminó de destrozarme.
Pasé la tarde tirado en la cama de la pensión.
Encendía un cigarro con la colilla del anterior y trataba
de ponerme de acuerdo conmigo mismo sobre la exacta
medida de mi insignificancia. Era, desde luego, un
insecto. Ahora, insectos los había de muy distintas
especies y cataduras, y no podía yo pretender
equipararme así, sin más, a un enorme escarabajo, por
ejemplo. Después de muchas vueltas, llegué a la
conclusión de que el pulgón de la rosa, con su medio
milímetro de largo, reunía las condiciones de tamaño,
pero en seguida consideré poco modesto atribuirme su
capacidad de destrucción. En descartes sucesivos,
rechacé al mosquito porque volaba, a la pulga por sus
proezas atléticas y a la oruga del pino porque producía
urticaria y a veces la citaban en los periódicos. Para
entonces ya me dolía el pecho como si me lo hubieran
pateado y las colillas se apilaban en el cenicero
formando una artística pirámide. Me reincorporé.
Había un folio metido en la máquina de escribir, el
decimoséptimo de mi segunda novela. Lo leí y me
pareció infame, impresión perfectamente habitual, pero
que en aquel momento le costó la vida. Luego me lavé
y salí a la calle.
Tomé el camino del café, pero sabía que allí
acabarían por reconciliarme con mi triste destino de
insecto escritor y yo estaba decidido a romper con
todo aquello, así que me desvié y anduve sin rumbo
fijo hasta que anocheció.

Estaba de verdad decidido a romper con todo


aquello, a dejarme de malabares e ir a lo seguro, al
periodismo. Tenía incluso hecha alguna gestión en
Valladolid, a través de mi padre. Pero Elena supo
trabajarme sabiamente los puntos débiles. En cuanto
advirtió mi desánimo, empezó a hablarme de mi novela.
Y a hablarme bien.
Yo de mi novela creía haberlo oído ya todo,
desde el “hay un genio en la familia” con que la había
recibido mi madre, hasta los más variados improperios.
Hubo incluso un editor, el único que no se acogió al
confort del silencio administrativo para rechazarla, que
me citó a Nabokov; me dijo muy serio: “aún le faltan
las alas y las garras”, comentario que nunca acerté a
entender porque yo hacía novelas, no gallinas. Pero
cuando Elena me dijo sencillamente que le había
gustado, me cogió el ego totalmente desprevenido. Al
principio pensé que me tomaba el pelo, pero en
seguida mencionó detalles que delataban una lectura
atenta y hasta interesada y comencé a respirar con
dificultad y a considerar si no merecería después de
todo otra oportunidad. La última, desde luego…
Por eso vine a Horcal.
2
Recuerdo bien aquellos primeros días en
Horcal. Llevábamos una existencia rutinaria y feliz.
Nos levantábamos temprano, sobre las ocho. Emilia
nos servía en la terraza un desayuno ligero: tostadas,
café con leche y zumo. Después nadábamos y yo me
encerraba hasta la hora de comer.
Al principio escribía mucho, pero también
rompía mucho y la novela progresaba penosamente.
Quería yo que aquella historia de romanos me quedara
perfecta y pasaba a lo mejor toda una mañana
puliendo y repuliendo un párrafo, una idea, una frase.
Tardé dos semanas en darme cuenta de que este celo
de miniaturista podía servir para las distancias cortas,
pero que el novelista es un corredor de fondo y
pretender mantener la calidad de página de un cuento
durante tanto kilómetro era una labor que podía
fácilmente llevarme toda la vida. Así que me resigné a
hacer las cosas con una cierta pulcritud y solo
entonces el invento empezó a funcionar.
Las sobremesas solían ser largas y
reposadas. Normalmente comíamos solos Elena y yo,
pero también de cuando en cuando se apuntaba un
tercer y hasta un cuarto comensal. Esto sucedía sobre
todo los viernes. Por alguna misteriosa razón, los
viernes carecían de relevancia social entre el gran
mundo horcaleño, era incluso hortera y de mal gusto
organizar nada ese día. El resto de la semana se podía
recibir y visitar sin mayores escrúpulos, y de hecho la
gente llevaba una vida agitadísima: en este pueblo
donde nadie tenía gran cosa que hacer, cualquier
pretexto valía para desencadenar un fuego cruzado de
invitaciones a comer, cenar, merendar, tomar el té,
entrar o salir. Pero el viernes había tregua y a Norberto
le gustaba aprovechar el armisticio para ver a Elena.
Norberto disfrutaba mucho haciéndonos la
crónica de aquella aristocracia provinciana en la que él
venía a ejercer un poco de niño terrible, con licencia
para denostar.
—Anoche estuvimos en casa de los Callona
—te decía a lo mejor—. Es increíble lo que ha
engordado esa mujer. Se ha multiplicado literalmente.
Más que un problema de obesidad, lo que le tiene
planteado a su marido es un problema de poligamia.
—Norberto, por favor —terciaba Elena—, no
digas esas cosas de la pobre Esperanza. Es una
persona tan tierna…
—Sí. Es un latifundio de ternura. Ahora se ha
comprado un bañador gris y tienes que verla en la
playa: igual que una marsopa, dan ganas de echarle
pescadito crudo… No sé cómo se le habrá ocurrido
elegir precisamente ese color. Supongo que la habrá
asesorado Carmencita.
—¿Quién es Carmencita? —preguntaba yo.
—La mujer del alcalde, un ser lleno de
sentimientos desinteresados: odia a todo el mundo por
igual. La gente dice que porque tuvo muchos
desengaños amorosos durante su juventud. Al
parecer, los novios la dejaban continuamente debido a
sus pasiones oscuras y desordenadas. ¿O eran sus
dientes los que resultaban oscuros y desordenados?
… No recuerdo exactamente.
A Norberto lo acompañaba a veces Armando.
Armando era murciano de la capital. Se había instalado
en el pueblo después de jubilarse. Tenía una finca
pequeña en la que cultivaba tomates, lechugas y
pimientos y le gustaba jugar al ajedrez. También le
gustaba hablar de sus tiempos de periodista. Las
primeras armas las había hecho Armando en el Madrid
de González-Ruano, con quien había tratado mucho.
—César me llamaba Armandito… Me decía,
por ejemplo: Armandito, ¿qué opinas tú de esto? O:
Armandito, ¿y a ti qué te parece aquello?… Era un
hombre muy entrañable, César… Recuerdo la vez
aquella en que…
Y aquí Armando colocaba invariablemente la
anécdota de cuando fue a ver a González-Ruano al
hospital y lo sorprendió fumando a escondidas de las
enfermeras.
Había también otra igual de buena en la que
Armando no iba al hospital, sino a casa de César y se
encontraba con que en ella estaba Cocteau tomando
un café, pero había tenido que dejar de contarla
porque nadie en Horcal parecía saber quién era
Cocteau y, claro, sin saber quién era Cocteau era muy
difícil apreciar la gracia de la anécdota.
Pero además de orientar la opinión de
González-Ruano o de sorprenderlo fumando a
escondidas, Armando había publicado en la prensa de
aquella época unas crónicas llenas de delicadeza y
literatura, unas crónicas densas que había que leer
muy despacito, con el diccionario a mano, y un botijo
también. Por alguna de ellas le dieron un premio,
siguiendo siempre ese criterio tan nuestro de premiar a
los escritores cuando empieza a no entendérseles
nada. Pero su éxito mayor fueron una serie de
entrevistas que hizo para el diario Madrid.
—Los directores se me rifaban. Ni uno dejó
de llamarme para hacerme su oferta. Ni uno…
Al final, aceptó una corresponsalía en París.
No sabía francés, ni tenía mayor idea de en qué podía
consistir el trabajo de corresponsal. Los compañeros
de otros medios le explicaron que todo lo que tenía
que hacer era descifrar como buenamente pudiera la
prensa del día, meter lo que trajera en cuatro folios y
mandarlos para Madrid, pero a Armando aquello le
pareció escandaloso, un fraude casi. Ellos, los
corresponsales, estaban en París para hacer algo
distinto; de lo que pasaba en la calle ya se ocupaban
los sabuesos de agencia.
—Hombre, sí, esa es la teoría —le replicaban
—. Pero, chico, qué quieres que te diga…
Nadie consiguió disuadirlo de su postura
ejemplar y Armando se dedicó a enviar cosas
efectivamente distintas. Encontró un filón temático en
las exposiciones. Todos los días, en París se inauguran
docenas de exposiciones de pintura, escultura o
fotografía, y mientras los demás corresponsales se
encerraban con la prensa del día y el Larousse, a
traducir a De Gaulle para sus periódicos, Armando
tomaba canapés y alternaba con la crema de la
intelectualidad francesa.
Aguantó así un par de años, pero luego
estalló Mayo del 68 y Armando seguía mandando
cuatro folios diarios de impresiones sobre arte y
literatura. París ardía por los cuatro costados, había
barricadas en el Barrio Latino, una huelga general
paralizaba el país, y todo lo que entraba por télex en la
redacción de Madrid era que, definitivamente, la
vanguardia pictórica parecía atravesar una fase de
profundo y preocupante desconcierto.
El director en persona le telefoneó para
comentarle lo que opinaba de la vanguardia pictórica y
su desconcierto.
—Estuvo sorprendentemente desagradable…
Una persona tan educada…

A Elena le gustaba pasear a la caída de la


tarde. Tomábamos un camino de cabras que discurría
al filo mismo de unos acantilados y desembocaba en
una rambla después de alguna revuelta. La rambla era
un lugar poco acogedor que ni tenía nombre siquiera,
pero la playa sobre la que se abría, sí. La playa sobre la
que se abría se llamaba de los enamorados y no era
raro tropezarse en ella con alguna pareja que atendía a
sus necesidades deprisa y corriendo, sin esmero ni
mayor concentración, el cura decía que como perros,
pero los perros, no hay más que fijarse un poco,
cuando se ponen lo hacen con aplicación y alegría,
recreándose en la suerte como corresponde.
Los fines de semana también paraban por allí
familias de pescadores. Llegaban por mar; por tierra no
había otro acceso que el del camino de cabras,
directamente intransitable para aquellas mujeres
descomunales que en seguida se dejaban caer a plomo
sobre una toalla y empezaban a dar voces y marear.
Los maridos solían desaparecer en cuanto podían, a
cazar cangrejos, decían, aunque también a veces
aguantaban la fiesta aturdiéndose con largos tragos
del vino áspero y cabezón que daba la tierra. Las niñas
se sentaban en la orilla. Eran pechugonas, anchas,
abundantes en general, y sonreían con coquetería a
todo el que quisiera mirarlas mientras sus hermanos
sobrellevaban con entusiasmo la misión de aplicar
pelotazos y llenar de arena a los demás bañistas. Sobre
las ocho, cuando ya José María García les había
anunciado que la quiniela era muy fácil, o muy difícil,
pero que en cualquier caso no les había tocado,
recogían melancólicamente sus bultos y se
embarcaban de vuelta al pueblo. Sobre el petardeo de
sus pequeñas motoras todavía se oía un rato la voz
chillona de la madre, también el restallido de algún
cachete suelto, y hasta donde alcanzaba la vista, la
playa aparecía cubierta por una marea negra de
cortezas de sandía, huesos de pollo, papeles, colillas y
latas de cerveza y cocacola.
Entre toda esta basura, Hans, el perro de
Elena, retozaba muy a sus anchas. Hans tenía el mismo
nombre que un medio pariente mío que vivía en
Stuttgart.
—¿Tienes familia en Alemania?
—No, qué va. Solo este señor, que está
casado con mi prima.
—Conozco Stuttgart. Estuve allí de viaje de
novios.
—¿De viaje de novios? ¿Estás casada?
—Lo estuve tres años. Fue una experiencia
bastante lamentable.
—No tenía idea…
—Del grupo de Madrid eres el único que lo
sabe. No es un tema del que me guste hablar.
—Vaya.
A mi medio primo Hans le hacíamos mucha
gracia los españoles. Los españoles solemos hacerles
por lo general mucha gracia a los alemanes y sucede a
veces que hasta se animen a llevarse a algún aborigen
de recuerdo. Esta simpática peculiaridad de la raza la
aprovechó mi prima cuando ya se quedaba para vestir
santos. Ahora, a mi medio primo Hans ya no le
hacemos tanta gracia los españoles. Tampoco a mi
prima le hace gracia Hans, pero se aguanta, a ver qué
vida…
—¿Y el perro? —dijo de repente Elena.
El perro estaba detrás de nosotros. Se había
detenido y permanecía estático, tenso, con las orejas
enhiestas.
—Habrá descubierto algún conejo —dije.
—No hay conejos por aquí —rechazó
secamente Elena. De pronto tenía la expresión alterada.
Los labios le temblaban y miraba desencajadamente
para donde el perro se había quedado apuntando.
Estaba pálida. Estaba aterrorizada.
—Ahí delante —musitó—, está ahí delante…
También yo busqué en aquella luz incierta,
pero delante no había nada: arena sucia, rocas, agua
estancada, el mar, nada. Entonces el perro rompió a
gemir y la sonrisa se me cerró definitivamente.
—Pero ¿qué pasa?
—Vámonos, por favor —me pidió Elena.
Regresamos al chalet a marchas forzadas. Yo
la seguía a duras penas, atropelladamente, por aquel
senderucho infame. Hans iba todavía más
despelotado, hizo la vuelta en un decir Jesús. El perro
de mis padres, que tampoco es Rintintín, pienso yo
que habría guardado un poco más las formas; se
habría parado de trecho en trecho para ver si aún
estábamos detrás, aunque solo fuera.

Emilia pareció comprender en seguida. La


llegada en solitario del perro la había alertado y nos
esperaba junto a la puerta con gesto inexpresivo.
Envolvió a Elena en un abrazo maternal y la acompañó
hasta el dormitorio. Nadie pronunció palabra, nadie
dijo: pues pasa esto, Andrés, pero yo ya había
empezado a atar cabos. Me serví un trago y salí a la
terraza.

Debía de referirse a esto, pensé. Elena llevaba


ya algunos días con el presentimiento sombrío de que
algo iba a suceder.
—¿De verdad crees en esas cosas, en
corazonadas y premoniciones, me refiero? —le había
preguntado. Ella asintió con un leve cabeceo. Luego
dijo:
—¿Has oído hablar de la escritura invisible?
—No. Nunca.
—Pero sí te habrás parado alguna vez a
meditar sobre el sentido de la vida.
—Alguna vez, sí.
—¿Y?
—Bueno —dije—, la verdad es que así, en
general, no parece que tenga mucho. La gente nace,
crece, sufre, se reproduce y muere sin motivo
aparente.
—No crees en Dios.
—Creo en lo que nos han dejado creer. ¿En
Dios? La ciencia no parece necesitarlo para explicar
nada. Siempre queda, desde luego, la sospecha de que
alguien ha tenido que darle un primer empujoncito al
mundo. Pero también puede pensarse que el mundo es
eterno, que ha existido siempre, con lo que no hace
falta ningún empujoncito inicial y puede prescindirse
de Dios hasta para eso. La ciencia ha relegado la
cuestión de Dios al ámbito de los gustos personales…
Pero no acabo de ver a dónde pretendes llegar, Elena.
Estábamos hablando de premoniciones. Y sigo sin
saber en qué consiste eso de la escritura invisible.
Elena se levantó y desapareció dentro de la
casa. Volvió en seguida, con un libro de cubiertas
verdes que me puso en las manos. Se titulaba La
escritura invisible.
—Es la Última parte de una autobiografía de
Arthur Koestler, un escritor húngaro —me explicó—.
Seguramente te sonará. Se suicidó hace algún tiempo,
en Londres.
—No he leído nada suyo.
—Koestler estuvo aquí durante la Guerra
Civil. Se supone que vino como corresponsal de
prensa. En realidad, militaba desde 1931 en el Partido
Comunista alemán y lo que hizo fue enviar a París
material que luego se utilizaba en la elaboración de
libros de propaganda antifranquista. Él mismo
reconoce que la objetividad era lo de menos y que
muchas de las informaciones que incluían en aquellos
libros provenían de fuentes perfectamente dudosas;
pero tampoco los servicios de propaganda rivales eran
más escrupulosos. De modo que siguió contando
media guerra hasta que, en Málaga, los nacionales lo
capturaron y lo internaron en la prisión de Sevilla.
Once días después, tres oficiales de Falange le
comunicaban que Franco lo había condenado a muerte
por espionaje, pero que aún estaban a tiempo de que
se le conmutara la pena por la de cadena perpetua.
Solo tenía que firmar una declaración elogiando los
sólidos principios humanitarios que habían inspirado
el alzamiento. Koestler se negó. Los falangistas se
fueron y ya no volvió a ver a nadie más durante
sesenta días. Todo ese tiempo lo pasó incomunicado
en la celda número 40, a la espera de que lo fusilaran.
Muchas noches oía cómo los guardias se llevaban a
otros condenados. Algunos se subían a los camiones
cantando. Otros sollozaban, o gritaban apagadamente
“Madre” y “Socorro”. Una madrugada, el carcelero
introdujo la llave en la cerradura de su puerta, pero no
llegó a abrirla. Venía por los prisioneros de las celdas
39 y 41, las dos que flanqueaban la suya.
»—Al final —prosiguió Elena— se iba a
salvar. Lo canjearon por la mujer de un piloto
franquista. Pero Koestler ignoraba que se estuvieran
ejerciendo presiones para liberarlo. Su único contacto
con el exterior eran las palabras que ocasionalmente
cruzaba con el carcelero, a Quien tenía muy intrigado
el que un hombre tan educado pudiera ser de verdad
un rojo. El resto del día lo pasaba apoyado junto a la
ventana de la celda. Se daba cuenta de que cualquier
noche podían subirlo a él también a uno de aquellos
camiones. Cada día era el día del Juicio Final. ¿Qué
sentido tenía todo aquello? Ninguno. La vida era un
cuento narrado por un idiota, una historia absurda en
la que los niños eran arrollados por las bombas y a los
campesinos andaluces se les fusilaba regularmente,
mientras a los periodistas húngaros se les pedía que
firmasen papeles en los que se hablaba de sólidos
principios humanitarios. Y sin embargo…
»—Sin embargo, una idea iba tomando poco
a poco cuerpo en la cabeza de Koestler. La existencia
era, desde luego, un cúmulo desordenado de
acontecimientos, no tenía pies ni cabeza. Pero ¿no
había sucedido lo mismo con el mundo de la
percepción sensorial, con la realidad tal cual nos la
presentaban los sentidos? ¿No había vivido el hombre
durante siglos convencido de que el sol se hundía
todas las noches en el mar, de que la tierra no se movía
y las estrellas eran pequeños puntos de luz fijados en
una bóveda negra? Ahora sabíamos que todo esto no
eran más que ilusiones. Constituían un primer orden
de la realidad que la ciencia había ido envolviendo en
conceptos, en fenómenos no directamente
perceptibles (como la gravitación o la deriva de los
continentes o la evolución) hasta organizar un
universo, una realidad de segundo orden que contenía
y daba sentido al primer orden. Koestler se preguntó
entonces si ese segundo orden sería el final del
camino, si no existiría otro más por encima, una
realidad superior a cuya luz la existencia cobrase
sentido, del mismo modo que las absurdas piezas
sueltas del mundo sensible lo habían cobrado gracias
a la ciencia. La idea resultaba seductora. El problema
era cómo aprehender ese tercer orden de la realidad.
Los sentidos nos ponían en contacto con el primero;
los conceptos, con el segundo. Pero nada nos llevaba
hasta esa realidad última. Aquello era un texto escrito
con tinta invisible del que solo en contadas ocasiones
nos era dado leer alguna palabra, alguna frase suelta.
—¿En qué ocasiones? —pregunté. Elena hizo
caso omiso de mi interés por los detalles prácticos.
—Koestler, ya te digo, se salvó finalmente
gracias a una operación de canje. El solo hecho de
haber permanecido preso en una cárcel franquista lo
convertía en un sujeto sospechoso a los ojos del
Partido. Cualquier cosa podía haber sucedido,
efectivamente, durante su cautiverio; no sería la
primera vez que un condenado a muerte se pasa a las
filas enemigas con tal de salvar la vida. Así que tuvo
que someterse a un interrogatorio de rutina. No fue
nada desagradable. Se celebró en un café de París y
apenas duró una hora. Todo marchó perfectamente,
pero la formalidad deprimió a Koestler. De repente se
dio cuenta de que le importaba muy poco que el
aparato siguiera confiando en él. Su fe revolucionaria
se venía abajo por momentos. No era ya solo que le
disgustase el funcionamiento interno del Partido, con
sus consignas herméticas, sus suspicacias y sus
periódicas purgas. Había viajado por la Unión
Soviética y lo que había visto no le había gustado.
Luego, durante la elaboración de una novela, sus
dudas habían llegado más lejos, hasta la misma base
teórica del marxismo.
Hizo una pausa, me miró, sonrió.
—Era una novela de romanos —dijo. Volvió
la frente hacia el mar y siguió hablando de Koestler.—
La Guerra Mundial había terminado y ahora era ya un
autor respetable, que vivía en Londres y escribía libros
que no tenían nada que ver con la política. Retomó su
idea de la escritura invisible. Antes me has preguntado
por las veces en que nos es dado leer alguna palabra o
alguna frase suelta. Piensa en las casualidades. ¿No te
has fijado nunca en que los acontecimientos de
naturaleza similar tienden a agruparse en el tiempo,
formando rachas? Hace siglos que la tradición popular
recogió esta circunstancia en una frase que habrás
oído muchas veces: las desgracias nunca vienen
solas. Y parece como si, efectivamente, los aviones y
los trenes se pusieran de acuerdo para estrellarse
todos a la vez.
—¿Y esas son las famosas manifestaciones
de una realidad superior?
—Es solo un ejemplo. Pero no hace falta irse
muy lejos para encontrar otros más inquietantes.
¿Sabías que las estadísticas prueban que el número de
billetes cancelados es mucho mayor en los vuelos que
sufren accidentes que en los que llegan a su destino
sin novedad? ¿Sabías que un novelista relató el
hundimiento del Titanic con todo lujo de detalles y
trece años de antelación? Son solo coincidencias,
claro. Pero coincidencias que se parecen a
premoniciones como un huevo a otro huevo.
Recordé entonces la revista que había sobre
la mesa de aquella terraza el día de mi llegada a Horcal.
El párrafo subrayado en rojo hablaba de uno de estos
casos: el de un grumete al que sus compañeros de
naufragio habían devorado, reproduciendo
minuciosamente un argumento desarrollado por Poe
cincuenta años antes. Iba a comentarlo, pero Elena no
me dejó meter baza.
—Durante años —decía—, la ciencia ha
hecho del azar una especie de principio organizador
del universo. Todo lo explicaba el azar: la formación de
las galaxias y las estrellas, la aparición de los sistemas
planetarios, el origen de la vida y su evolución.
Nosotros mismos éramos el resultado de una serie de
accidentes, no había nada que no pudiera el
omnímodo azar. Alguien llegó incluso a sugerir que, si
se dejase a una horda de chimpancés aporrear
máquinas de escribir durante el tiempo suficiente,
acabarían reproduciendo las obras de Shakespeare.
»—A nadie se le ocurrió entonces objetar si
tendría el universo conocido espacio bastante para
meter a tanto mono, tanta máquina de escribir y tantas
papeleras como harían falta. La objeción surgió
después, cuando se aplicó una matemática rigurosa a
las teorías sobre el origen de la vida. Se descubrió en
seguida que, para ensamblar moléculas inorgánicas
hasta dar con alguna forma elemental de materia
orgánica, había que tener mucha puntería. Las
probabilidades de que ello sucediera por sí solo eran
de un uno contra varias páginas llenas de números. El
azar no era ya la diosa ciega de los romanos, sino una
señora que sabía muy bien dónde daba cada uno de
sus bastonazos.
—Perfecto —repuse—. Pero una cosa es que
el origen de la vida esté sujeto a algún tino de plan
superior y otra, que lo esté también el que los aviones
se caigan, o el hundimiento del Titanic.
—Nadie ha hablado de planes superiores —
dijo—. No pretendo demostrar la existencia de Dios.
Solo he dicho que la vida está llena de casualidades
significativas.
—Pero sí has mencionado una misteriosa
escritura invisible, y una realidad de tercer orden.
Mi réplica la traspasó limpiamente. Quiero
decir que le entró por un oído y le salió por otro. Me
miraba, pero era evidente que no me veía.
—Cuando mi padre murió —dijo de repente
—, yo tenía quince años. Estaba en Suiza, en un
internado para señoritas. Una noche soñé con él. Soñé
que estábamos en el cuarto de baño. Era por la
mañana, temprano. Mi padre se estaba afeitando y yo
me peinaba. De pronto se oía un ruido sordo, un
estallido, y empezaba a manarle sangre por la boca,
sangre a borbotones, mientras lentamente se doblaba
sobre sí mismo y moría. Me desperté aterrorizada. Ya
ves tú, la gente suele decir que cuando sueñas con
alguien que muere le estás dando más vida. Al
mediodía, la celadora me sacó del comedor para
decirme que mi padre se había puesto enfermo y que
tenía que volverme a Madrid. En el aeropuerto me
esperaba Norberto, ya le conoces, el médico de Horcal.
Me pasó el brazo por el hombro y me dijo que había
que ser fuerte. Mi padre acababa de morir. Se le había
reventado la aorta aquella mañana, mientras se
afeitaba.
El recuerdo la había emocionado. Tenía los
ojos cargados y moqueaba. Dijo: perdona, y se sonó
delicadamente la nariz. Yo nunca he sabido muy bien
qué es lo que se dice en estas situaciones. Pensé que
lo más fácil era meter la pata y me entregué a un
estudio apasionado del cenicero. Era un interesante
cenicero de loza, artesanalmente decorado con
motivos florales. Las flores estaban hechas un poco a
la pata la llana, casi ni parecían flores. Se conoce que
el artesano había empleado unos pinceles demasiado
gruesos, unos pinceles pensados más bien para
decorar botijos, por ejemplo. Se me ocurrió que si yo
tuviera que vivir de estas cosas, decoraría sobre todo
botijos. Son más agradecidos. Claro que, hoy en día,
seguramente encontraba más salida un cenicero que
un botijo.
—Desde entonces —dijo por fin Elena—, he
tenido otros sueños. Ninguno ha sido ya tan
claramente premonitorio como aquél. Pero sí que me
han proporcionado pistas sobre el futuro. Sé, por
ejemplo, que cuando uno de ellos se repite varias
noches seguidas, algo está a punto de suceder.
—¿Algo? ¿El qué?
Elena denegó con la cabeza.
—Nunca se sabe. La escritura invisible no
suele proporcionar detalles concretos.
Y añadió enigmáticamente:
—Quizás alguien va a venir.

Una semana había pasado desde aquella


conversación. Nadie había vuelto a mencionar
escrituras invisibles, premoniciones, sueños ni
casualidades significativas. Tampoco se había
presentado nadie. Nadie de carne y hueso, al menos.
¿Qué era lo que acababan de ver Elena y Hans en la
playa de los enamorados?
Miré el reloj. Llevaba cerca de una hora
atando cabos al relente de la terraza. Elena seguía en
su habitación y Emilia preparaba la cena. Iba y venía
por la casa, acarreando platos y cubiertos con esa
expresión que debía de haberle dejado algún oscuro
drama de pueblo. Mis relaciones con ella habían
mejorado, pensé. Ya no me azuzaba al perro, por
ejemplo.
Por fin, sobre las diez, apareció Elena. Se
sentó a la mesa sin decir palabra y comenzó a tomar la
sopa. Era una sopa clarita, con un huevo escalfado
flotando como una medusa en medio. Yo intentaba
acabar con aquel huevo y lanzaba breves miradas por
encima del plato a Elena. Seguía quebrada de color. Le
había preguntado qué tal se encontraba y me había
respondido encogiéndose de hombros y torciendo
tristemente el gesto. Se me ocurrió que quizá la
distrajera oír tribulaciones de novelista. Le dije que mis
romanos se me desmandaban por momentos. Un
personaje en particular me traía de cabeza: Nereo, el
preceptor macedonio. Para empezar, este señor se
negaba a acatar su condición de figurante y llevaba ya
varios folios haciendo y diciendo exactamente lo que
le venía en gana. Y luego estaba su temperamento: me
había salido como muy moderno, existencialista casi, y
no veía yo la manera de convertirlo al cristianismo.
—¿Y para qué quieres convertirlo? —
preguntó Elena.
—No sé —dije—. En todas las historias de
romanos hay un preceptor cristiano. Es una
convención de género, como los leones. Además,
alguien tiene que llevar la nueva fe a mis
protagonistas. Hombre, siempre queda el recurso de la
esclava, ya sabes: coges a una esclava creyente y
atractiva y se la metes en la cama al joven y alocado
patricio. Este se enamora perdidamente y la necesidad
de legitimar su pasión interclasista lo lleva suavemente
al convencimiento de que, efectivamente, todos los
hombres deben de ser iguales. Así es como se las han
arreglado generalmente los novelistas tradicionales:
del amor concreto por una esclava pasaban al amor
abstracto por la humanidad. Como recurso literario, no
está mal; pero como explicación general, esta difusión
del cristianismo colchón por colchón parece poco
realista.
Elena me espetó bruscamente:
—¿Y tú qué estás escribiendo? ¿Una novela o
una tesis sobre los orígenes del cristianismo?
“Que yo no te he hecho nada”, pensé, y dije:
—Solo trato de hacer las cosas con un poco
de sentido común…
Íbamos ya por el segundo plato: salchichas y
puré de patata. Las salchichas estaban poco cocidas y
se rompían en la boca con un leve chasquido. Eso, y el
rumor del mar, fue todo lo que se oyó hasta los
postres. Entonces Elena me soltó a boca de jarro la
pregunta. Me preguntó si creía en los fantasmas.
—Estoy hablando en serio —añadió, y no
había más que fijarse en su expresión para darse
cuenta de que no bromeaba.
—Hombre, Elena —respondí—. Yo soy un
materialista y ¿qué quieres que te diga? Desde un
punto de vista teórico, un fantasma es un absurdo.
Ahora, desde un punto de vista práctico, el asunto es
completamente distinto. ¿Hay alguno ahora mismo por
aquí?
—No, pero esta tarde sí que lo ha habido. En
la playa.
—Yo no he visto nada.
—No tardarás en escucharlo.
—En escuchar ¿el qué?
—Los ruidos que hace. Es muy escandaloso.
Golpea las paredes, abre y cierra las puertas, silba…
Pero no te preocupes. Es absolutamente inofensivo.
Emilia acababa de retirarnos el postre y servía
el café. Estaba oyendo todos aquellos disparates y no
había en su rostro el menor asomo de extrañeza.
Quizás pensaba: los señoritos están como cabras, pero
no parece que vayan a ponerse a gatear sobre la mesa
inmediatamente.
—Y dices tú que silba —dije—. ¿Qué silba?
¿Alguna pieza clásica? ¿O prefiere la música moderna?
Elena sonreía a duras penas cuando
respondió:
—Ravel, silba siempre la Pavana de Ravel. La
Pavana para una infanta difunta.

Una de las primeras cosas que había hecho,


nada más llegar a Horcal, había sido visitar a Jose
Octavio. Jose Octavio debía de llevar ya como dos
años en Horcal y nadie en el café sabíamos muy bien a
qué se dedicaba. Elena lo conocía, pero no de Madrid.
Elena lo conocía de haber coincidido con él en algún
sarao del pueblo.
—Me parece que anda un poco despistado,
Jose —comentó.
Me lo había estado describiendo como un
chico despierto y culto, simpático, cariñoso; pero
luego había añadido aquello del despiste y, de un solo
golpe, todos los hilos sueltos de una personalidad
brillante habían quedado anudados en el retrato de un
perdedor. Por lo visto, Jose había medido mal sus
fuerzas antes de meterse donde se había metido y
ahora no sabía salir. ¿Y dónde era que se había metido?
Elena me dio el nombre de un bar: Estrómboli.
—Está en la carretera de Mazarrón —me
explicó—. No tiene pérdida, en seguida verás los
letreros.
—Estrómboli —dije—. Eso es un volcán,
¿no?
—Sí, un volcán italiano. La dueña del bar es
de Sicilia. Se llama Laura, Mantiene a Jose desde hace
un año.
—Es una mecenas…
—No. Es una prostituta.

Cuando me lo presentaron, Jose llevaba el


pelo engrasado y gastaba gafas oscuras y ropa cara,
con mucho cocodrilo y mucho caballito bordado
encima. Tenía una novia que era una hermosa mujer,
una novia alta y rubia que atendía por Pocho, pese a
disponer de media docena larga de nombres
perfectamente normales, y que daba bastante la lata
con que Jose tenía que acabar sus estudios de
medicina. Jose había dejado la carrera colgada en
segundo. Una tarde, en la sala de disección, le sacaron
de las tripas a un cadáver un carcinoma grande como
una pelota de tenis. El profesor babeaba de emoción,
comentó: qué hermoso, y le pidió a Jose que le
acercara un frasco con formol. Jose estaba a su lado,
pálido. Dijo: en seguida, pero nunca llegó hasta los
frascos con formol. Cayó redondo a medio camino.
—Ya no volví a aparecer más por la facultad.
¿Para qué? A mí todo aquello me daba asco, yo lo
único que quería era ser escritor.
A Jose le habían puesto entonces sus padres
una guardilla por el barrio de Malasaña y allí hacía
mucha vida social y escribía a salto de mata sobre
todo lo que le llamaba la atención, generalmente
cuentos y preferentemente con algún muerto dentro.
“Tengo un talento morboso, se conoce”, decía, y
luego te contaba lo que el señor Bogliolo, su profesor
de francés y latín durante el bachillerato, le había
dicho una vez a su madre:
—El francés se le resiste un poco, por la
ortografía, más que nada, y por las redacciones,
también. No es cómo escribe, escribir no escribe mal;
es lo que escribe: siempre desgracias. Si les digo: para
el lunes me traéis un ejercicio sobre un partido de
fútbol, por ejemplo, en el suyo los jugadores salen en
camilla, apedrean a los linieres, le dan mil palos al
árbitro. Y si es sobre las vacaciones, en lugar de
hablarme de excursiones y de vacas, como todo el
mundo, me ahoga a los bañistas o me llena de
tiburones la playa…
—¿Y el latín?
—No el latín se le da muy bien. Como es una
lengua muerta…
Con aquel niño pijo me había yo pateado
medio Madrid discutiendo de todo lo divino y lo
humano. Según fuera el tiempo, acabábamos bien en
algún bar de por la Gran Vía, bien en una terraza del
Dos de Mayo. El Dos de Mayo ya estaba entonces
lleno de yonquis y perros sueltos. Los yonquis
sesteaban al sol detrás de sus gafas oscuras y bebían
cerveza, y los perros buscaban pendencia y se
aliviaban allí donde primero los agarraba la necesidad,
le tenían levantado a la puerta del Parque de Artillería
un cerco defensivo de deposiciones a cuyo alrededor
zumbaban las moscas y los niños. Bonaparte y sus
mamelucos no habrían pasado esta vez.
Jose y yo solíamos hablar de literatura. A
Jose le intrigaba profundamente el misterio de la
vocación: ¿por qué escribimos?
—Antes todo era más sencillo —me decía—.
Piensa en el siglo pasado: las novelas eran todavía
ejemplares, Tolstoi estaba convencido de que la
literatura tenía por objeto el perfeccionamiento moral
del individuo y Gorki veía en el escritor a una especie
de guía que debía ayudar a la humanidad a elevarse
por encima de sus pasiones terrenales y encontrar la
ruta que, al parecer, había perdido. Pero ahora ¿de
verdad crees tú que una novela o un poema pueden
hacer mejor a nadie? Las grandes obras de la literatura
encierran experiencia de la vida, y la experiencia de la
vida enseña siempre lo mismo: que la naturaleza
humana es débil y que el mundo no tiene remedio.
Leyendo Ana Karenina o Madame Bovary aprendes a
ser más prudente, menos generoso, por no hablar ya
de El Quijote o de Misericordia. Si había en mí alguna
vocación heroica, la gran novela la ha matado.
También los días del socialrealismo habían
pasado.
—Los escritores no vamos a cambiar nada.
Podemos, desde luego, llamar la atención sobre las
injusticias y los abusos del mundo, pero no creo que
eso sirva más que para crear un cierto malestar de
conciencia, totalmente pasajero, por otra parte. En ese
sentido es mucho más eficaz el periodismo. O una
tertulia de café. En los cafés de Madrid se han cocido
durante años las grandes decisiones políticas que han
sacudido este país. Fíjate en Alfonso XIII. Abdicó
después de unas municipales que no perdió. En
realidad, en aquellas elecciones los monárquicos
habían obtenido cinco veces más concejales que los
republicanos. El campo votó mayoritariamente a favor
del rey, pero las grandes ciudades lo rechazaron. En
estricta democracia, la República nunca debió
instaurarse. Cuando Josep Pla le comentó estos
resultados a Francisco Cossío y le preguntó si no
valían lo mismo la opinión de un campesino y la de un
madrileño o un barcelonés, Cossío le respondió que
naturalmente que no. Le dijo: “En España siempre han
pesado más las tertulias de los cafés de Madrid que
cualquier interés nacional auténtico.” No creo que
nadie pueda decir nunca nada parecido de una novela.
»—No —proseguía—, si lo que de verdad le
preocupa a uno son las grandes cuestiones de la
humanidad, antes o después tendrá que reconocer que
lo más práctico no es hacer novelas. En el fondo, ése
ha sido siempre el problema de la literatura, y del arte
en general: que no tiene una utilidad específica. Platón
iba todavía más lejos. Platón afirmaba directamente
que el arte no servía para nada. Su argumentación era
un poco pedestre. Decía, por ejemplo, que sobre la
pintura de una cama no se puede dormir. Pero no debía
de faltarle algo de razón cuando la humanidad no ha
dejado de producir desde entonces una Teoría del
Arte detrás de otra. ¿Tú has oído alguna vez hablar de
una Teoría de la Fontanería o de una Teoría de la
Albañilería? Nunca. Todo el mundo sabe para qué
valen un fontanero o un albañil. Mientras que un
poeta…
—Y sin embarco, escribimos —le decía yo.
—Sí. Y me encantaría saber por qué.

Al año de conocernos, Jose tenía reunida una


buena colección de papeles. Una tarde me invitó a
examinarlos. Me dolió comprobar lo que ya
sospechaba: allí no había nada consistente, nada
definitivo. Salvo algún poema suelto y media docena
de cuentos, todo eran borradores, notas, esquemas,
obras de teatro inacabadas, los capítulos iniciales de
tres o cuatro novelas.
—Ahora estoy con la adaptación de un relato
de Wilde —me dijo.
Jose siempre estaba ahora con algo, pero no
remataba nunca nada. En el café ya nadie lo tomaba en
serio. Ramón me decía:
—A este chico, lo que de verdad le gusta es
figurar. No escribe por el placer de escribir, sino para
poder ir luego por ahí tirándose el folio de que es
escritor. Le encanta invitar a sus amiguitas al piso que
le ha puesto papá y alardear de bohemio delante de
ellas; enseñarles la máquina de escribir y los ceniceros
llenos de colillas y darles a entender: “Ya veis, todavía
quedan seres heroicos que renunciamos a las
seguridades burguesas y nos lanzamos a una
existencia incierta en aras de la Belleza y el Arte…”
Algo de eso había, desde luego. Pero algo de
eso había también en Ramón y en Alexis y en mí.
Además, ahí estaban sus reflexiones, todas orales, eso
sí, sobre literatura. Jose no era ningún idiota.
—Claro que no —replicaba Ramón—. Pero
para escribir no basta con ser inteligente y culto. Es un
problema de temperamento sobre todo; temperamento
del que Jose carece, evidentemente. Ya verás tú como,
en cuanto la vida le aplique dos pescozones seguidos,
corre como un conejo a meterse debajo de la falda de
su mamá y su papá lo coloca en alguna empresa de la
familia… Sí, hombre, sí, Andrés: esas cosas tan
profundas que él te cuenta sobre la violenta pasión de
escribir que lo posee son historias chinas, le durarán
lo que tarde en asomar las orejas el lobo.
Y añadía:
—Si es que antes no le pega fuego al pisito
durante una de esas juergas que organiza…
Porque ésa era otra: Jose perdía las mejores
horas de cada día, ésas que había que consagrar a
escribir, reponiéndose de la borrachera anterior o
agarrando la siguiente.
Yo repasaba aquellos papeles y pensaba en
todas estas cosas mientras Jose fumaba
despreocupadamente y me exponía desde un sofá sus
últimas conclusiones sobre el sentido de la literatura.
—Fíjate lo que leí anoche —me decía
echando mano de una revista—. Es una entrevista a
Manuel Puig, el de El beso de la mujer araña y
Boquitas pintadas, ya sabes. Dice, hablando de su
pasión por el cine: “Donde vivía, en aquel pueblo de la
pampa, la realidad era incomprensible y, sin embargo,
las películas eran algo que se entendía muy bien. Yo
en el cine entendía el mundo, en el pueblo, no. En el
cine, en la sala, era donde yo me había sentido
cómodo en mi vida. Todo en el cine era una realidad
muy clara”.
Devolvió la revista a la mesa baja de donde la
había cogido y prosiguió entusiasmado:
—¿Te das cuenta? “Yo en el cine entendía el
mundo, en el pueblo, no”. Ahí está la clave, una de las
claves, al menos, que explicarían por qué el arte ha
sobrevivido a pesar de su aparente inutilidad. La
ficción, lo mismo da que sea una película o una novela,
ordena la realidad, le pone un arriba y un abajo, un
antes y un después, la hace inteligible. Sin la ficción, el
hombre se hallaría indefenso ante el caos que lo rodea,
no se enteraría de nada, yo creo que hasta
enloquecería, o se convertiría en un salvaje.
—¿Y la ciencia? ¿Y la filosofía? —objeté—.
También ellas ordenan la realidad.
—La ciencia y la filosofía son disciplinas
técnicas. Como vías de conocimiento superan en
precisión y eficacia a la ficción, desde luego; pero se
ocupan de cuestiones demasiado específicas o
demasiado generales. Te explican cómo funcionan las
neuronas o para qué existe el amor, pero no por qué
Ana Karenina se enamora del conde Vronski. No le
ponen carne y hueso a las cosas. No te hablan de ti.
El timbre de la calle lo interrumpió. Era Pocho.
Me dio la impresión de que mi presencia no la hacía
feliz. El humor acabó de agriársele del todo cuando
Jose le anunció que esperaba a más gente. Se quedó
parada en medio de la habitación.
—Pensé que ibas a pasar la tarde escribiendo
—comentó con decepción. Traía en la mano el
envoltorio de una pastelería. Lo tendió hacia Jose y
dijo: “Te había comprado una merienda.”
Jose se sintió claramente cogido en falta.
Bajó la frente, balbució: “Ya, sí, bueno, pero…”, se
encogió de hombros, “me ha llamado Antonio…”, alzó
la vista, sonrió.
—Ponla por ahí —dijo finalmente.
Pocho se llegó hasta la cocina, arrojó
literalmente dentro la merienda y se sentó en el sofá.
Jose seguía de pie, junto a la puerta de la calle. Ahora
estaba irritado.
No soy un experto en mundología, pero me di
cuenta de que se imponía una retirada.
—Me voy —dije.
—Adiós —replicó inmediatamente Pocho.
Jose intentó retenerme, por fastidiar a su
novia más que nada, supongo. Hubo un pequeño
forcejeo y ya casi había ganado la escalera cuando, de
repente, sonó el timbre e irrumpió en el apartamento
como una veintena de individuos.
—Ahora vienen los otros —dijo uno de ellos.

Llegaron a juntarse hasta cuarenta personas.


Yo conocía solo a un par de ellos, y dudo que Jose y
Pocho conocieran a muchos más. Eran gente joven,
alegre y despreocupada, y no se anduvieron con
grandes ceremonias: pasaron directamente a la cocina
y ellos mismos se sirvieron las cervezas, pusieron el
tocadiscos a todo volumen y empezaron a comentar a
voz en cuello lo deprisa que habían bajado de
Torrelodones en sus poderosos vehículos
turboalimentados.
—Son mi grupo de la Sierra —me explicó
Jose. Tenía a su lado a un tipo corpulento y cejijunto
que lo miraba todo con una expresión profunda de
buey. Se llamaba Iñigo. Jose le aplicó un palmotazo en
la espalda y me contó alguna de sus hazañas. Al
parecer, Iñigo llevaba ya varios años dedicado
profesionalmente a las broncas de pueblo. Entraba a lo
mejor en una discoteca de Villalba y, en cuanto
advertía que algún lugareño se fijaba en sus amigas, le
espetaba:
—¡Eh, tú! ¿Qué miras?
—¿Yo? Nada, nada… —solían responderle.
—¡Ah, bueno! Porque es que las tías de
Torrelodones son para los de Torrelodones.
—Ya, ya, claro…
—Y las de Villalba, también.
—¡Pero qué hablas, tío! —decía el otro,
dejando el vaso sobre la barra y echando el cuerpo
hacia adelante.
Y entonces Iñigo le soltaba un puñetazo y le
partía la cara.
Hice constar prudentemente una discreta
admiración y Jose le dio otro palmotazo en la espalda.
¿Verdad, Iñigo? —le dijo.
Iñigo sonrió incómodo, sinceramente turbado
por las explicaciones de Jose, y le reprochó alguna
exageración.
—No siempre consigo romperles la cara —
precisó con modestia—. Eso fue una vez…
La masa humana inicial había ido
descomponiéndose en pequeños grupos en los que se
defendían apasionadamente las ventajas de los todo—
terreno japoneses sobre los europeos o se hablaba de
música y fútbol. Las mujeres habían formado tertulia
aparte. En medio de ellas, Pocho presentaba un aire
ausente y preocupado. Jose lo advirtió y compuso
gesto de contrariedad.
—En el fondo, tiene razón —me confió —.
No hago nada en todo el día. Llevo ya un año
encerrado aquí y ¿qué he sacado en limpio? Un
montón de folios llenos de garabatos. Nada.
Se encendió un cigarro.
—Quizás me convenga un cambio de aires.
Aislarme en algún pueblo perdido de la costa, lejos de
todo este follón, centrarme de una vez para siempre…
Permaneció en actitud reflexiva durante unos
instantes y luego exclamó:
—Pero ¡qué coño! También hay que vivir.
¿Qué quieres tomar?
Yo era definitivamente partidario de un buen
güisqui con hielo, pero en cuanto Antonio nos vio
agarrar la botella, cayó sobre nosotros como un rayo y
nos la quitó de las manos.
—¿Qué hacéis, desgraciados? —gritó.
Antonio era un individuo bajito. La barba le
brotaba aquí y allá, rala y sin mucha convicción, pero
tenía un bigote hermoso, un bigote de una
frondosidad tropical que casi se le salía de la cara.
Antonio venía a ejercer un poco de coordinador
general de borracheras del grupo aquel. Nos explicó
que si empezábamos directamente por el güisqui,
estaríamos subiéndonos por las paredes antes de
media hora. Jose me miró. La perspectiva no parecía
desagradarle demasiado. Dijo: claro, y yo asentí con
un leve cabeceo.
—¿Cómo que claro? —bramó Antonio—. Y
los demás ¿qué?
Lo bonito era, por lo visto, llegar todos
juntos a la inconsciencia.
—No tenía ni idea —me disculpé.
Antonio me miró con condescendencia.
—Toma, anda —dijo por fin, mientras me
ponía en la mano una cerveza. Luego añadió—:
Emborracharse no es ningún deporte. Tiene sus reglas,
existe un método empíricamente establecido que
garantiza unos resultados científicos.
A mí todo aquello me parecía naturalmente
perfecto, pero yo detestaba la cerveza, lo único que
pretendía era tomarme un güisqui con hielo. Intenté
hacérselo ver, pero no hubo manera de colocar una
palabra. Antonio estaba engolfado en una florida
exposición sobre los fundamentos de la borrachera
científica y avanzaba resueltamente hacia la
superación definitiva de todos los males de la
humanidad.
—Mira —me decía—: la borrachera científica
es un estadio superior de la conciencia humana. El
alcohol nos llena de confianza y nos ayuda a
transgredir las barreras que habitualmente coartan la
comunicación del sobrio. El alcohol hermana, ignora
las diferencias de clase, raza, sexo o religión y realiza el
viejo sueño de una sociedad comunista sin necesidad
de pasar por las incomodidades y el polvo de una
revolución…
No sé bien cuánto tiempo siguió en ese
mismo tono delirante. Creo que luego pasó a aspectos
más técnicos: lo que debía beberse y cómo, los
alimentos que convenía ingerir entre medias, etcétera.
Recuerdo también que mi copa no acababa nunca de
vaciarse del todo. Y supongo que, en algún momento,
aquella metódica administración de cerveza minó mi
escepticismo, porque, cuando Antonio me demostró,
papel y lápiz en mano, que la energía de una
borrachera (E) era igual a la cantidad de alcohol bebido
(C) partida por la masa del bebedor (M), yo sentía
unos deseos incontenibles de prorrumpir en aplausos
y de abrazar a todo el mundo.
—¡Claro! —exclamé entusiasmado a la espera
de otras revelaciones, pero Antonio se limitó a mirarme
y sonreír. Me miraba y sonreía con la cabeza levemente
ladeada. En la mano derecha sostenía a media altura un
vaso vacío y el brazo izquierdo le colgaba inerte a lo
largo del cuerpo.
Me miraba y sonreía y yo ya empezaba a
aburrirme, así que le concedí cortésmente algunos
minutos más y luego lo apoyé un poco contra la pared,
para mejorar su estabilidad, y me fui. Mi ausencia no
parecía molestarle mucho, de todas formas. Dos horas
después, aún seguía allí, sin mayor novedad. Solo el
vaso vacío había desaparecido. Alguien se lo había
cambiado por un florero que Antonio sostenía siempre
a media altura, con la misma sonrisa y el mismo
ladeamiento de cabeza.

Me resulta difícil precisar cómo acabamos


metidos en aquel pilón. Estaba desde luego fuera de
Madrid. Recuerdo a Jose con los pantalones
remangados hasta la rodilla, chapoteando con una
piedra en la mano detrás de aquellos peces rojos,
explicándome muy serio que así los había visto pescar
en un documental del UHF, y organizando un barullo
considerable. Recuerdo también las ventanas del
vecindario llenándose de cabezas despeluzadas que
nos gritaban gamberros y amenazaban con avisar a la
policía.
Y recuerdo por fin la expresión de profunda
tristeza con que Pocho lo observaba todo a distancia.

Pocho rompió con Jose dos días más tarde.


—Por lo menos ha tenido la delicadeza de
esperar a que se me pasara la resaca —me comentó
con cinismo. Luego añadió que, en el fondo, ya se lo
esperaba, que no podía decir que lo hubiera cogido
por sorpresa. Pero la verdad es que no terminaba de
creérselo del todo. Estaba desconcertado. Por primera
vez, la vida lo maltrataba de alguna manera y, mientras
callejeábamos en silencio por el Madrid de los Austria,
yo pensaba en las palabras de Ramón: “Ya verás tú
como, en cuanto la vida le aplique dos pescozones
seguidos, corre como un conejo a meterse debajo de la
falda de su mamá.”
Dimos dos vueltas completas a la Plaza
Mayor y luego bajamos hasta Sol. Sol estaba en obras.
Un periodista holandés que había pasado por España
hacía poco había dejado escrito que la Puerta del Sol,
en “aras de la construcción de aparcamientos y
reorganización general, ha sido destruida mucho más
gravemente de lo que jamás lograsen los
bombardeos.” Tenía razón, probablemente.
Propuse tomar algo y nos metimos en un bar
de la calle Arenal. Era un bar normal y corriente.
Quiero decir que había servilletas sucias y huesos de
aceituna por el suelo, que olía a calamares fritos y que,
si le echabas mucho entusiasmo al apoyarte en las
mesas, te quedabas pegado. Los camareros sobaban
también bastante todo el género que se despachaba.
Luego se restregaban las manos en un mandil de color
incierto, y en paz.
Jose pidió un té. No dio más pistas, así que le
sirvieron una taza llena de leche, con el sobrecito y
una rodaja de limón dentro.
Jose se bebió aquel yogur, de todas formas,
sin protestar.
Tampoco dijo nada cuando le pregunté por
esa adaptación de Wilde en la que andaba metido. Se
miraba fijamente los zapatos y fumaba sin descanso un
cigarro tras otro.
—Supongo que se asustó —soltó, por fin, de
repente.
—¿Quién?
—Pocho. Y no puedo reprochárselo. ¿Te has
parado tú alguna vez a considerar seriamente lo que es
la vida material del escritor en España? Yo he estado
en casas de escritores, de escritores consagrados, de
esos que vienen en las enciclopedias y en los
manuales de bachillerato. Y me he dado cuenta de que
Umbral no exagera cuando escribe que las casas de la
gente son tristes en general, pero que las de los
escritores son directamente deprimentes. No se sale
nunca de un modesto confort de metalúrgico
escribiendo, Andrés. Y ya no sé si compensa tanto
sacrificio por acabar algún día en el Espasa.
—¿Qué vas a hacer, entonces? ¿Volver a
estudiar? ¿Conseguir un trabajo?
Jose se encogió de hombros. Dijo solo: no, y
pidió la cuenta. Luego, antes de salir a la calle, me
explicó que por lo pronto pensaba irse de Madrid.
—Es algo que tenía proyectado desde hacía
tiempo, ya te lo he contado muchas veces: una casita
junto a la costa, la máquina de escribir y pocas
distracciones. A la vuelta ya sabré si valgo o no para
este maldito oficio.
No llevábamos andados más de un centenar
de metros cuando se detuvo bruscamente y añadió:
—No, no voy a correr como un conejo a
meterme debajo de la falda de mi mamá. Díselo a
Ramón, por favor.
3
La historia de Laura, la dueña de Estrómboli,
era muy sencilla. Había ejercido la prostitución
prácticamente desde que tenía uso de razón. La había
ejercido siempre con un gran sentido de la
profesionalidad, por encima de credos, idearios y
banderías, y las cosas le habían rodado con salud y
alegría hasta que los americanos entraron en Italia, en
el 43, y tuvo que abandonar el país con alguna
precipitación. Sus compatriotas la acusaban de haber
colaborado con las tropas de ocupación alemanas
durante la guerra, y ella desde luego no le había
negado nunca hospitalidad a nadie que hubiera estado
en disposición de pagársela, fuese o no miembro del
Africa Korps. Podía haber alegado que de su dinero
habían comido muchas mujeres y muchos hijos de los
que ahora bajaban de los montes clamando con muy
malos modos. Pero vio los ánimos bastante exaltados
y prefirió no entrar en mayores explicaciones: aceptó la
invitación de un comandante nazi y se embarcó con él
rumbo a España.
Traían algunos ahorros y supieron sacarles
partido evolucionando con el paisaje político. Durante
la fase autárquica del franquismo, la del bloqueo
internacional y la carne argentina, se dedicaron al
estraperlo. Luego vinieron los días de la estabilización
y la apertura de fronteras, y Laura y su comandante se
metieron en asuntos de importación. El dinero lo
mandaban a una cuenta numerada en Suiza, pero Laura
ya consideraba la posibilidad de mejorar su
rendimiento invirtiéndolo en negocios inmobiliarios,
cuando el alemán falleció y se descubrió que en el
banco aquél de Ginebra no quedaba un duro. El nazi
había dejado al parecer mujer e hijos por Renania o así.
Nunca habló de ellos con nadie, jamás les escribió, ni
ellos le escribieron a él; pero a través de un abogado
les hizo llegar unos papeles con los datos de la cuenta
y un poder para disponer libremente de sus ingresos.
Fue probablemente este mismo abogado quien les
comunicó la muerte del padre y les aconsejó retirar
todo el dinero antes de que Laura pudiera echarle
mano.
—Así que otra vez estaba en mitad del arroyo
—me explicó Jose—. Solo que ahora rondaba la
cuarentena… ¿Qué podía hacer? Tenía una casita en
Horcal. Le colgó un farolito rojo en la puerta, contrató
a algunas chicas rebotadas del servicio doméstico y
creó Estrómboli.

—Pues yo no he visto ningún farolito rojo.


Estábamos sentados en la terraza de
Estrómboli. La terraza tenía tres niveles que se
escalonaban desde la casa hasta una playa de piedras
menudas y traslúcidas como granos de arroz. Esto tan
delicado de las piedras menudas y traslúcidas como
granos de arroz no es ninguna prueba de dominio del
idioma o de capacidad lírica. Esto tan delicado
supongo que se nos ocurría a todos cuando leíamos lo
que decía aquel letrero de regulares proporciones.
Playa del arroz, ponía. Había estado paseando por ella
mientras subían a buscar a Jose. Jose había perdido
peso, pero no tenía mal aspecto.
—El farolito rojo se cayó hace mucho —me
respondió—. Esto es ahora un sitio respetable. Ya te
digo que Laura ha sabido evolucionar con los tiempos.
En cuanto el turismo empezó a entrar con fuerza en la
zona, despidió a las chicas y reconvirtió el local.
Estrómboli fue el primer pub que hubo en Horcal.
—¿Por qué no le cambió también el nombre?
—Por el morbo, claro. Mucha gente bien del
pueblo se pasaba por aquí al principio solo por
dárselas de malditos. Luego, los veraneantes, que no
tenían ni idea de que esto hubiera sido un burdel, que
venían porque no había otro sitio mejor adonde ir, han
acabado de limpiarle la imagen.
Notaba a Jose tenso, inquieto. Después de
tanto tiempo, me había acogido con bastante frialdad y
ahora sus rodillas no paraban de bailar debajo de la
mesa. Tenía en la mano un güisqui. A mí me había
servido otro. Era un líquido que podría haberse
comercializado sin problemas como producto para la
limpieza de sanitarios y que yo aparqué después del
primer trago con la mejor de mis sonrisas. José se
bebió un vaso como si fuera agua de Vichy y pidió
otro. Se lo sirvió una mujer ya entrada en años, pero a
la que todo aquel maquillaje hacía por lo menos dos
veces mayor. Era Laura.
Jose nos presentó y yo hice ademán de
besarle la mano. Casi me devuelve a la silla de una
bofetada. Me dijo que esos modales los reservase para
las ancianas de verdad, que a ella aún le quedaba
mucha guerra por dar.
—Como dice Jose —añadió tomando asiento
—, no hay jóvenes y viejos, sino jóvenes y
enfermos…
—Eso no lo digo yo —la corrigió Jose —. Lo
dice Laín Entralgo.
—Bueno, pues ese. ¿Cómo quieres que me
acuerde de tanto nombre como sueltas al cabo del día?
Es un chico tan culto, da gusto oírle hablar… ¿Cómo
era eso otro tan ingenioso que me dijiste una vez? Los
matrimonios sin amor son terribles, pero hay algo peor
un matrimonio en el que hay amor, pero solo de una
parte. ¿Verdad que es bonito?
Conocía la cita de Wilde. Y sabía también que
no acababa donde le había puesto Laura el punto.
Seguía: fe, pero solo en uno de los esposos; y en el
cual, de los dos corazones, uno de ellos tiene la
seguridad de quedar destrozado.
Lo que yo no entendía muy bien era por qué
Jose le decía estas cosas a Laura. Se trataba de una
frase ideal para desalentar propósitos conyugales.
—Y usted ¿a qué se dedica?
—Escribe también —respondió Jose por mí.
—¿Ah, sí?
Expliqué a grandes rasgos lo de mis romanos
y cómo me habían traído a Horcal cuando ya tenía
prácticamente decidido capitular. Laura sonreía y
comentaba de cuando en cuando: qué bien, qué
interesante, pero el bar empezaba a llenarse y la mujer
estaba cada vez menos a mis palabras y más a las
evoluciones de los camareros. Los camareros eran
todos chicos jóvenes. Vestían de calle, pero no
resultaba difícil distinguirlos de los clientes: los que
más cargados iban, esos eran.
La conversación entró en una fase
nostálgica. Jose me había preguntado por la gente de
Madrid y yo le ponía un poco al día en la vida y
andanzas de todos. Le decía que Alexis se había
vuelto a Chile, que Jose Miguel trabajaba ahora en
Radio Nacional y que Ramón allí seguiría, en el café.
No recuerdo muy bien a quién tenía exactamente en
boca cuando Laura me interrumpió. Sí sé que estaba
justo a mitad de una frase.
—Jose —dijo de repente —¿por qué no vas a
echar una mano? Llevas aquí parado más de una hora.
Jose atendía a mis explicaciones. Giró la
cabeza con violencia y miró tensamente a Laura.
Luego se incorporó muy poquito a poco, murmuró:
perdona, Andrés, y se alejó hacia la barra.
—Es buen muchacho —me comentó Laura—,
pero tiende a pensar que el negocio funciona solo.
Todavía me hizo un rato más la visita. Me
habló del pub, de lo dura que se había puesto la
competencia y de lo bien que seguramente iba a
pasarlo en Horcal.
—No es Madrid, pero tiene sus ventajas —
dijo mientras me entregaba la nota. Mil pesetas. Por
ese lado no veía yo grandes ventajas.
—Te ha cobrado la muy bruja, ¿no? —me dijo
Jose cuando me acerqué a despedirme.
—Mil pesetas —confesé con tristeza.
—Tenemos que vernos otro día, pero no
aquí. Los lunes cerramos, podíamos quedar en algún
bar del pueblo. ¿Elena tiene teléfono?
—No.
—Bueno, da igual. Yo te paso a recoger. El
lunes por la tarde, ¿de acuerdo?
El lunes, de acuerdo.
A Jose en seguida le había deslumbrado de
Horcal la forma de entender la vida. Me habló mucho
de ello aquel primer lunes.
—El trabajo se ha convertido un poco por
todas partes en la religión del hombre moderno, y es
natural. El siglo XX ha presenciado la voladura de la
mayoría de los mitos de la cultura occidental. Solo el
dinero ha quedado en pie; es el único valor sólido. ¿Y
cómo se obtiene el dinero? Trabajando. El hombre
dedica la tercera parte de su existencia a trabajar. Si
consideras que otra tercera parte la pasa durmiendo,
que casi la mitad del tercio restante la invierte en
desplazarse del dormitorio a la oficina y de la oficina al
dormitorio, y que además tiene que alimentarse, ir al
cuarto de baño y resolver papeleos, te sale un cuadro
bastante desalentador de lo que es la vida del rey de la
Creación…
—Todavía le quedan los fines de semana.
—Sí, claro, y disfrutan como enanos
colapsando con sus coches los accesos de las
grandes ciudades para llenarse los pulmones de un
poco de aire puro antes de ponerse a cortar el césped,
arreglar ventanas, pasar el aspirador y reponer las
tejas que se ha llevado el viento. Delicioso. Aunque,
en el fondo, probablemente sea mejor así. El hombre
moderno está tan hecho a ese continuo trasiego que,
si se le quitase, acabaría seguramente llorando de
aburrimiento.
—¿Y aquí? ¿No se aburre la gente aquí?
Porque Horcal parece el sitio ideal para suicidarse de
tedio.
—No lo creas. Aquí está todo el mundo mejor
educado para el ocio. Ten en cuenta que trabajar, lo
que se dice trabajar, en Horcal no ha trabajado nunca
nadie. ¿Para qué? ¿Para ganar más dinero? ¿Y para qué
quieren más dinero si luego no hay en qué gastarlo?
¿Qué vas a comprar aquí?
—También es verdad.
—De modo que el horcaleño ha tenido que
aprender a organizar su felicidad sobre otros valores.
Por ejemplo, la amistad. No es que aquí los amigos
sean más importantes que en otros lados; es que aquí
se usan. Y se usan para todo: para jugar a las cartas,
para salir por ahí y también, por qué no, para hacer
carrera. No sé quiénes estarán ahora mismo en el
Ayuntamiento, si serán de izquierdas o de derechas;
pero ten la seguridad de que ninguno de los que están
allí puestos lo está porque sea el más listo o el más
capaz.
—Hombre, supongo que habrá habido
elecciones, como en todas partes.
—Claro. Se han votado listas cerradas.
Cerradas atendiendo a criterios de amistad y
parentesco, naturalmente.
—Y eso te parece estupendo…
—Estupendo, no: distinto. La amistad es un
criterio selectivo tan digno como la eficacia. Los
cabrones no tienen amigos; para tenerlos hace falta
una cierta categoría humana. Así que, en la vida
pública horcaleña, habrá a lo mejor metido mucho
manazas, pero no cabrones.
—¿Y no es preferible un malo eficaz a un
torpe cargado de buenos propósitos?
—Aquí les va muy bien con sus torpes
bienintencionados.
—¡Pero si están todas las calles levantadas,
Jose!…
—Eso fue precisamente por un alcalde eficaz
que tuvimos. Los torpes no se complican la vida. Se
limitan a resolver crucigramas y dejan las calles en paz.

Todo aquello estaba muy bien, era muy


divertido y muy ocurrente. Pero a mí me interesaban
cuestiones menos abstractas. ¿Qué había sido de la
vida de Jose en estos dos últimos años? Tardé en
hacerlo salir de los Cerros de Úbeda. Ni siquiera estoy
seguro de que lo consiguiera aquel primer lunes.
Debió de ser el segundo o el tercero cuando por fin me
confesó que no, que no había escrito mucho.
—A estos sitios —me explicó— hay que traer
las cosas muy maduradas y muy organizadas, como
cuenta Umbral que hacen turismo las europeas, que lo
anotan todo en un papel y luego no hay quien las
aparte un milímetro de lo que pone en el papel. Si
vienes como vine yo, con ideas vagas y proyectos
difusos, sin papelito, se te traga en seguida la
pachorra con que se lo toma todo esta gente… De
todas formas, algo he hecho. Llevo un diario.
También me habló de sus escarceos
sentimentales. Había tenido una especie de novia al
principio. No era muy guapa, me dijo, pero tenía unas
piernas magníficas y andaba con mucho bamboleo de
caderas. La historia había durado un verano. Luego
ella se había ido a estudiar a Madrid. Aún se veían, de
cuando en cuando.
—¿Y Laura?
Había lanzado la pregunta en aquel preciso
contexto deliberadamente. Jose la dejó flotar un rato
ahí, en el aire, mientras se encendía un cigarrillo con
mucha parsimonia.
—Laura se portó muy bien conmigo —
respondió finalmente—. Me dio trabajo y me dio
techo cuando decidí que ya había abusado bastante
de mis padres, hace un año o así. Lo que pasa es que
luego ha querido ver… Lo que haya querido ver
donde solo había gratitud.
Recordé la frase de Wilde sobre el
matrimonio. Se la repetí y Jose sonrió.
—Te diste cuenta, ¿no? —dijo—¿Y qué
pensaste?
—Pensé que te ha pedido que te cases con
ella y que tú te has salido muy eruditamente por la
tangente.
—No fue exactamente una petición formal de
mano —matizó—. Sencillamente me expuso las
ventajas de esa boda. Trató de comprarme, vaya. Me
dijo que ella, en mi lugar, no rechazaría una oferta
similar: dar algo de alegría a los últimos años de una
persona a cambio de convertirse en su heredero
universal.
—Y tú le citaste a Wilde.
—Y yo le cité a Wilde.
Tenía Jose una manera muy peculiar de estar
en los cafés. Hay, en los cafés, quien se sienta muy
tieso y dominador, con la frente alta y el cuello bien
estirado, controlando mucho no se sabe exactamente
el qué, pero controlando; y hay quien, por el contrario,
prefiere volcarse sobre las mesas y los contertulios y
dar sus explicaciones con el mentón haciendo vuelo
rasante como un piloto israelí sobre las tazas y las
cucharillas. Hay también quien se sienta muy
formalito, con las manos entrelazadas en el regazo y
cara de aplicación, como si estuviera en la escuela o
temiera que, de un momento a otro, el señor que lo
controla todo fuera a preguntarle la lista de los reyes
godos; y está, por fin, el pesado que ni siquiera se
sienta o sí se sienta, pero entonces no se quita el
abrigo ni la bufanda ni nada.
Jose no formaba parte de ninguno de estos
grupos. Jose era de los que se ponen cómodos. Se
colocaba la mesa a un costado, clavaba en ella un
codo y descargaba luego todo el peso de su cabeza y
del cuerpo entero en aquel brazo. Más que sentarse,
Jose se desmoronaba.
Estaba ahora ahí, desmoronado, con el rostro
envuelto en una nube de humo, sonriendo
suavemente.
—Hice bien, claro —me dijo.
—Sí.
—Todo —prosiguió—, todo en mi vida lo he
sacrificado por la literatura: una novia, una carrera, la
comodidad material… Pero casándome con Laura
habría llevado demasiado lejos mi vocación. Tú sabes
lo que decía Bernard Shaw, ¿no? Bernard Shaw decía
que el verdadero artista dejará que su mujer se muera
de hambre, que sus hijos vayan descalzos, que su
madre tenga que ganarse el sustento a los setenta
años, antes que dedicarse a otra cosa que no sea su
arte. Eso decía. Y cuando Laura me hizo su
proposición, yo tenía aquella frase en la cabeza.
Pensaba: bueno, cabrón, ¿qué harías tú ahora?… No
se habría casado, naturalmente.
Hizo una pausa, me miró, dijo:
—Al final, toda esta historia me ha
perjudicado bastante. Antes, vivía como un señor,
hacía más o menos lo que me daba la gana. Ahora, ya
lo viste tú el otro día, Laura me trata como a un
camarero más.
—Y no te puedes ir…
—De momento no me interesa. Incluso en el
peor de los casos, es un trabajo cómodo para un
escritor. Me deja las mañanas libres. Pero, sí, claro, no
voy a aguantar ahí toda la vida.

“Es un trabajo cómodo para un escritor”.


Resultaba chocante la soltura de cuerpo con que Jose
se calificaba a sí mismo de escritor. A Elena, este
detalle la irritaba profundamente.
—Pero, bueno —me decía—: ¿qué ha escrito
este chico? Nada. No ha escrito nada.
Luego, meneaba la cabeza y añadía:
—Acabará mal, Jose…
Teniendo en cuenta de quién venía, el
comentario era casi un fallo inapelable. Pero yo no
empecé a inquietarme por la suerte de Jose hasta más
adelante. Por de pronto solo había observado que
bebía mucho. También tenía cierta propensión a
considerar con toda seriedad proyectos claramente
delirantes. Por ejemplo: irse al palangre con una
partida de pescadores.
—Como escritor, es fundamental estar
siempre abierto a cualquier experiencia nueva —me
explicó.
Afortunadamente, al final nunca le salía nada
y allí seguía, en Estrómboli, despachando garrafón y
llevando un diario.

Elena, por el contrario, sí que me preocupaba.


Después del incidente de la playa de los enamorados,
no volvimos más sobre el tema de los fantasmas y las
premoniciones. Pasó una semana y no notaba yo nada
anormal en la casa: las puertas y las ventanas
precisaban aún de nuestra colaboración para abrirse y
cerrarse, ningún golpe importunaba mi sueño y seguía
sin escuchar la Pavana de Ravel.
Estaba por decírselo a Elena aquella mañana,
mientras desayunábamos en la terraza. Hacía un día
espléndido. Emilia me servía la leche y Elena miraba
por encima una revista cuando algún objeto pesado
cayó dentro del salón.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Elena. Lo
preguntó distraídamente, sin ninguna alarma. Ni
siquiera dejó de hojear la revista.
—Un ruido —respondí yo sin temor a
equivocarme demasiado.
Solo Emilia adoptó un gesto grave. Elena lo
advirtió y el rostro se le demudó también a ella.
—Ha sido el cuadro, ¿verdad? —dijo.
—Creo que sí, señora —asintió Emilia.
Elena se dejó caer contra el respaldo de su
asiento. Tragó saliva, respiró hondo y me pidió que
comprobara, por favor, si el cuadro que había sobre el
aparador del salón seguía en su sitio. Era un lienzo de
algún tamaño. Representaba a un grupo de músicos
muy pobres y desnutridos sobre un fondo de ruinas y
tonos sombríos.
Lo encontré en el suelo, boca abajo.
—Ha sido el cuadro —les grité mientras me
agachaba a recogerlo. No parecía haber sufrido ningún
daño. Examiné los cáncamos. No se habían soltado.
Pensé que quizás las alcayatas hubieran cedido; pero
las alcayatas seguían firmemente alojadas en la pared.
¿Cómo se las había arreglado entonces para acabar en
el suelo? Estaba además el misterio del aparador: el
cuadro lo había salvado limpiamente, sin rozarlo
siquiera. Aparentemente, los músicos aquellos se
habían descolgado ellos solitos con todo cuidado y
habían sobrevolado luego medio metro de mueble
antes de dar en tierra.
Puse el cuadro en su sitio y volví a la terraza.
Empecé diciendo: “¡No os lo vais a creer…!”, pero
algo en la expresión de Elena y Emilia me indicó
inmediatamente que sí, que se lo iban a creer. Ya había
sucedido otras veces, por lo visto.
—¿Igual que hoy? —pregunté.
—Igual que hoy —respondió Elena.
—Quiero decir, con los músicos haciendo
fosbury por encima del aparador también —insistí.
—Igual, igual. Detalle por detalle.
—¿Qué explicación tienes entonces?
Elena me miró y pronunció con absoluta
circunspección la palabra “fantasmas”.
—Fantasmas, sí, señorito; fantasmas —
recalcó abriendo mucho los ojos Emilia.
—Me refería a una explicación lógica, que
tome en consideración cosas como la gravitación
universal, por ejemplo.
—Prueba a encontrarla tú —me desafió
Elena, dando la discusión por zanjada. El pulso le
temblaba cuando se llevó el tazón de café a los labios.
Fue todo su desayuno, aquel café.

Luego vendrían los ruidos. No me llamaron la


atención en seguida. Supuse que eran los propios de
una casa con alguna solera. Entonces Elena me explicó
que el chalet no tendría más allá de treinta años y debo
confesar que el asunto empezó a resultar vagamente
inquietante.
Pero ni ella ni Emilia habrían conseguido
nunca minar mis sanas convicciones materialistas si
una noche no hubiera llegado con toda nitidez hasta
mi dormitorio aquella melodía. Alguien la silbaba ahí
fuera mientras yo le escribía a Ramón una carta en la
que le reprochaba no haberme hablado para nada de
las peculiaridades del lugar.
Había que salir, claro.
Lo pensé dos veces y abrí la puerta. La casa
estaba a oscuras. No sabría precisar si también en
silencio, porque no tenía oídos más que para el ritmo
enloquecido de mis latidos.
Avancé hasta la escalera. Al fondo se veía
luz, por el lado de la cocina. Bajé. Eran Elena y Emilia.
—La Pavana, ¿verdad? —pregunté.
—Sí.
—Y no la silbabais ni Emilia ni tú,
naturalmente.
—Naturalmente.
Elena estaba sentada a la mesa. Tenía delante
una taza con un sobrecito de tila dentro. Emilia, de pie
junto a los fuegos, calentaba agua.
—Ponga un poquito más para mí, por favor
—dije.
4
Jose me escuchó con mucha atención y luego
se encendió un cigarro. Le dio unas caladas, sacudió
la ceniza al suelo y dijo:
—No pretenderás que me crea una sola
palabra de toda tu historia.
Había empezado por el encuentro en la playa
de los enamorados y había seguido hasta la parte de
los ruidos y los silbidos, sin omitir ningún detalle: ni
las charlas de Elena sobre Koestler y la escritura
invisible, ni los sueños premonitorios, ni el vuelo de
los músicos sobre el aparador. Todo lo había
comprimido en una hora de explicaciones, mientras
despachábamos con algún trabajo un potente cocido,
y ahora experimentaba una sensación extraña. Podían
ser los garbanzos, desde luego. Los garbanzos
suscitan en los españoles un entusiasmo difícilmente
comprensible para otros pueblos. Los ingleses, por
ejemplo, nunca han sabido muy bien si tenían que
catalogarlos entre las legumbres o entre los artículos
militares, directamente. Brenan se ocupa de este
importante asunto en “Al sur de Granada”. Allí admite
que, efectivamente, el garbanzo puede comerse, pero a
renglón seguido lo define como un proyectil amarillo
que estalla en el estómago produciendo varios
centímetros cúbicos de gas.
De todos modos, pienso que la naturaleza de
mi incomodidad era más espiritual que fisiológica. Por
un lado, me había molestado la salida escéptica y
suficiente de Jose. Pero también me confortaba dar por
fin con alguien juicioso; alguien que no iba a dejarse
impresionar, dispuesto a someter al microscopio toda
aquella novela.
—Elena está mal —me dijo—. Lo ha estado
siempre. No sé lo que te habrá contado de su vida,
pero supongo que no habrá sido mucho, porque es
bastante reservada. Sabrás por lo menos que estuvo
casada.
—Sí. Tres años, creo.
—Así es. ¿No te ha dicho nada más?
—Que fue una experiencia lamentable.
—Y tanto. Su marido la pegaba. Unas palizas
tremendas. Por celos. Era un enfermo. Nadie sabe muy
bien de dónde salió.
—¿Tú lo conociste?
—Cuando yo llegué, ya se había ido. Hacía
tiempo, además. Esto que te estoy contando sucedió
siendo Elena muy jovencita, con veinte años o así.
De repente, nos habíamos quedado solos en
el restaurante. Miré el reloj: las cuatro y media.
Estaban las sillas puestas patas arriba sobre las otras
mesas y el maître nos sonreía con mucha cordialidad
desde una esquina del comedor. Tenía a su lado a dos
mujeres con cubos y fregonas. También nos sonreían
con mucha cordialidad.

Ya en la calle, Jose me explicó que, después


de separada, Elena había sufrido una crisis depresiva.
—La atendió primero Norberto. Pero luego
hubo que llevarla a Madrid, a un profesional. Yo creo
que nunca se repuso del todo. De vez en cuando, tiene
recaídas y ve y oye cosas raras.
Anduvimos hasta la plaza. No había un alma.
Solo un guarda, en la puerta del Ayuntamiento, miraba
las moscas y se hurgaba en las narices.
—Está todavía la gente haciendo la siesta —
comentó Jose.
Nos sentamos delante de la fuente. Era una
piscina circular, con unos bichos de bronce en el
centro. Uno de ellos era una serpiente, sin duda. Del
otro, todo lo más que podía aventurarse es que se
trataba de un pájaro. Componían un dramático
episodio de la lucha por la supervivencia. La serpiente
tenía envuelto al pájaro y se disponía a asestarle el
bocado definitivo. El pájaro aleteaba y estiraba el
cuello, y del pico abierto le brotaba, sin demasiado
entusiasmo, un chorro de agua.
—O sea —resumí—, que tu teoría es,
sencillamente, que Elena está de los nervios y sufre
alucinaciones. Perfecto. Pero quedan aún al menos
dos puntos oscuros. Uno: el cuadro. Nadie pudo
descolgarlo. En el momento en que se cayó,
estábamos juntas en la terraza las tres únicas personas
que había en la casa. Y dos: los ruidos, sobre todo los
silbidos. ¿Quién los hacía? Ni Elena ni yo, eso por
descontado. Y la pobre Emilia estaba tan asustada
como la que más.
Jose arqueó las cejas.
—Desde luego —repuso—, si todo sucedió
tal como me lo has contado, resulta bastante extraño.
Pero puede tratarse de un caso de sugestión colectiva.
—Los ruidos. ¿Y el cuadro?
—Se me ocurren dos explicaciones. La
primera es que se descolgara efectivamente él solito.
Un simple fenómeno de telequinesia…
—Claro, pasa todos los días.
—Pues me temo que la segunda te va a
parecer aún más descabellada: que alguien esté
tratando de volver definitivamente loca a Elena.
—Ya. Y se pasea por la casa silbando y
descolgando cuadros. ¡Venga, Jose! Es absurdo.
¿Quién querría hacer una cosa semejante?
Jose se encogió de hombros.
—No tengo ni idea —respondió—. Pero date
cuenta de que oportunidades no le faltaron. Tú mismo
me has confesado que no te abalanzaste precisamente
sobre la puerta del dormitorio cuando escuchaste los
silbidos. Y el cuadro, ¿cuánto tiempo pasó desde que
lo oísteis caer hasta que tú entraste en el salón? Más
del que tardaría nadie en desaparecer después de
haberlo descolgado. Así que en ningún caso puede
descartarse la intervención de un simple mortal.
—Me parece un poco retorcido. Si yo
quisiera acabar con los nervios de Elena, no me
tomaría tantas molestias. Compraría en cualquier
farmacia un producto alucinógeno y se lo echaría en el
café, directamente.
—Es más razonable, desde luego.
—Además, está Hans. El perro nos habría
alertado en seguida de la presencia de cualquier
extraño —concluí con mucha seguridad. Entonces me
vino a las mientes la imagen del animal volviendo de la
playa de los enamorados a todo lo que le daban las
piernas, y maticé—: Confío…
Todavía permanecimos un rato más delante
de aquella fuente, hablando de otros temas. Jose había
recibido carta de sus padres. Le preguntaban si
pensaba volver pronto. Meses atrás habría
respondido que no. Ahora dudaba.
Luego, el reloj de la plaza dio las seis y Jose
se reincorporó. Se le hacía tarde, tenía que ir a abrir el
pub. Le acompañé hasta el coche y allí nos
despedimos.
Había insistido en acercarme, pero el tiempo
era espléndido y preferí pasear hasta el chalet.

En casa me esperaban Elena y Armando.


Habíamos comido juntos la víspera y, durante una
sobremesa de cerca de cuatro horas, cuyo recuerdo
todavía hoy me empapa la frente en un sudor frío, el
hombre había hablado sin parar de unos yacimientos
del pleistoceno que habían encontrado en el pueblo y
que confirmaban, por lo visto, la presencia del homo
erectus en Europa. El tema había surgido a los postres
y a mí, al principio, no me pareció imprudente
manifestar un tibio interés. Otras cuestiones más
delicadas, como la pintura surrealista o la cerámica
china de la dinastía Tang, podían desencadenar
intervenciones de Armando que se prolongaban
fácilmente durante días y terminaban en escenas de
pánico colectivo e intentos de suicidio. Pero el
pleistoceno ofrecía un aspecto inofensivo. ¿Qué podía
decir un espíritu sensible como Armando de algo de
tan obvio mal gusto como el homo erectus? Cuatro
generalidades que tendría despachadas en menos de
diez minutos.
Nos equivocamos de medio a medio.
Armando estaba puestísimo. Había leído toneladas de
libros y revistas, había visto documentales de la BBC,
había mantenido correspondencia con
paleoantropólogos americanos. No nos perdonó ni un
solo detalle. Antes de un cuarto de hora, Elena y yo
braceábamos asfixiados entre montones de molares,
tibias, huesos sacros y parietales, mientras Armando
se alejaba con ligereza cuaternario adentro. Vimos un
rato cómo su cabeza emergía de cuando en cuando
allá, en los límites de la historia, y luego lo perdimos
definitivamente.
—Vaya, qué sorpresa —saludé. Sobre la mesa
había ahora esparcidos unos cartoncitos. Observé con
horror el contenido. Eran dibujos de dientes y
mandíbulas, con flechitas, líneas de trazo discontinuo
y leyendas que decían: “Dimorfismo sexual en los
caninos humanos y de chimpancé”, “Arcada dentaria
y diastema (antropoide)”, “Desgaste de los molares en
el australopiteco”.
—Te estábamos esperando —dijo Armando,
antes de que pudiera localizar algún abrigo donde
ponerme a cubierto—. Había traído unas fichitas, por
si no te había quedado del todo claro lo de ayer.
—Clarísimo. Lo de ayer me quedó clarísimo.
Armando me miró con desconfianza por
encima de las gafas.
—¿Seguro? —dijo. Volvió la vista al cielo y
añadió—: De todas formas, aunque tuvieras dudas, no
iba a podértelas resolver ahora. El sol se pone ya y
hay que darse prisa si queremos llegar con alguna luz.
—¿Adónde?
—A los yacimientos, naturalmente —me
respondió, mientras empezaba a recoger sus
cartoncitos. Elena se inclinó también sobre la mesa
para echarle una mano. A pesar del dramatismo de la
situación, parecía bastante serena. Sonreía, incluso.
Había llegado a la conclusión de que era,
definitivamente, una mujer admirable, cuando
Armando comentó:
—Entonces tú, Elena, no vienes por fin, ¿no?
Elena respondió cualquier cosa con aire de
profunda contrariedad y luego me miró. Armando
había hecho con las fichas un mazo perfecto y lo ataba
cuidadosamente con un cordel. No pudo ver el
relámpago de satisfacción que cruzó el rostro de la
muy miserable.

Los yacimientos se hallaban a una docena de


kilómetros. Los primeros se hacían por carretera.
Después había que tomar un desvío de tierra,
seriamente maltratado por el tráfico de tractores.
Íbamos por él dando terribles sacudidas. A cada
barquinazo, Armando decía muy educadamente:
perdón, pero no dejó de coger ni un solo bache.
Bueno, uno sí que lo erramos. Yo tenía una mano
apoyada en el salpicadero y la otra crispada, con los
nudillos blancos, alrededor de un asidero sobre la
ventanilla, y comenté, irónicamente desde luego:
—Ese se te ha escapado, Armando.
Creo que consideró la posibilidad de dar
marcha atrás.
El camino se adentraba en un serrijón. A
derecha e izquierda había labrantíos y tomateras.
También, cada cien o doscientos metros, los anuncios
de una urbanización hacia la que, por lo visto, nos
dirigíamos. La urbanización se llamaba Edenes de
Horcal y en seguida tuvimos delante sus
construcciones blancas y elementales como cajas de
zapatos. En todas las ventanas se distinguían grandes
cruces pintadas. No parecía que nadie se hubiera
animado aún a habitar ninguno de aquellos pisos.
Armando detuvo el coche ante la verja de
acceso y tocó el claxon. A nuestro lado, dos vallas
explicaban que Edenes de Horcal era un núcleo
residencial dotado de todas las ventajas y
comodidades de la vida urbana y equipado con las
más modernas instalaciones polideportivas. Las
ilustraban unos dibujos en color, sobre los que había
escrito: Fase 1 (terminada), Fase 2 (en proyecto), Fase
3 (en proyecto). La Fase 3, según aquello, iba a ser
más o menos como Babilonia bajo Nabucodonosor. El
dibujo estaba lleno de jubilados, perros, pajaritos,
niños jugando y ecologistas montando en bicicleta.
Pasaron unos instantes, Armando volvió a
tocar el claxon y finalmente se dejó ver el encargado.
Era un hombre mayor. Llevaba puesto un enorme
sombrero de paja, todo desflecado, y debajo,
manteniéndoselo aparentemente a la altura de los ojos,
unas orejas amplias que se desplegaban sin complejos
a la consideración general. Avanzaba con cara de
pocos amigos. Luego reconoció a Armando y se llegó
en una carrera hasta la puerta. Nos la franqueó
mientras se tocaba respetuosamente el ala del
sombrero.
—Qué tal, Fabián.
—Pues ya ve usted, don Armando, con
mucho calor… ¿Qué vienen? ¿A lo de los huesos?
—Eso es. Si nos deja usted las llaves…
—En seguida, don Armando.
Fabián se metió en una caseta de ladrillo
visto, en uno de cuyos lados se leía: “Información y
venta”. Reapareció a los pocos segundos con las
llaves. Armando las tomó y aparcó el coche unos
metros más adelante. Nos bajamos. Se oía el zumbido
de las chicharras, el bordoneo de algún moscardón y,
muy remoto, el mar.
—¿No vive nadie más aquí, aparte de Fabián?
—pregunté.
—No. No han conseguido vender ningún
apartamento. Ni creo que lo consigan nunca.
—¿Y eso?
Armando arrugó la nariz. Dijo:
—Pues porque está muy mal la urbanización.
Hace calor, está lejos de la playa y, luego, no han
tenido mucha suerte. Iban a hacer una piscina
magnífica y, cuando excavaban, empezaron a aparecer
los fósiles de homo erectus. Normalmente, no tendría
por qué haber pasado nada. A los horcaleños, los
huesos no les han preocupado nunca ni mucho ni
poco. Pero el alcalde que estaba entonces era un tipo
inquieto, fue el mismo que levantó las calles, ¿sabes?
Pensó que disponer de unas ruinas sería bueno para el
pueblo, atraería turismo. Hay también quien dice que,
en realidad, lo que quería era hacer la puñeta, porque
él era socialista y Norberto, un cacique de toda la
vida…
—¿Norberto?
—Sí, claro. Todo esto es de Norberto. ¿No te
lo había dicho Elena?
—No.
—Pues sí, es suyo.
Armando paseó la mirada en derredor.
Musitó: qué pena, ¿verdad?, y prosiguió:
—El caso es que el alcalde, en cuanto se
enteró de que aquí debajo podía haber un yacimiento
de algo, le dijo a Norberto que suspendiera
inmediatamente las obras. Norberto le explicó que no
tenía el menor inconveniente, siempre que el
Ayuntamiento se hiciera cargo de los costes. El alcalde
respondió: vale, pero luego echó un vistazo a los
números y cambió de idea. Norberto insistió en que él
no podía correr con los gastos, que eso le supondría la
ruina, el alcalde le gritó que era un capitalista y un
enemigo del pueblo y Norberto lo despidió después de
sugerirle muy educadamente dónde se le ocurría a él
que podía meterse sus fósiles. El alcalde estaba que se
subía por las paredes. Cogió el teléfono y, sin
pensárselo dos veces, contó a cuatro o cinco
periódicos que habían encontrado unas termas
romanas. Eso fue un lunes. El martes, las termas eran
una necrópolis goda y, el miércoles, los restos de un
poblado fenicio. Daba lo mismo: el caso era hacer
ruido, y se hizo tanto que hubo que parar las obras.
Vinieron unos funcionarios del Ministerio de Cultura,
también socialistas, examinaron los huesos y se
volvieron a Madrid. En general, no compartían el
entusiasmo del alcalde. Fue más o menos cuando lo
del hombre de Orce, ¿te acuerdas? El hueso aquél de
homínido que al final resultó ser de asno…
—Sí, lo recuerdo.
—En Madrid tenían miedo de meter la pata.
La sola idea de desenterrar más burros les ponía los
pelos de punta. Llamaron al alcalde y lo felicitaron por
su celo cultural, pero le dieron a entender que el
partido le agradecería que, en futuras ocasiones, fuera
menos bocazas, compañero. De todas formas,
mandaron muestras de fósiles a varias universidades.
Las obras prosiguieron con toda normalidad hasta
que, unos meses después, se presentó en el pueblo un
americano con uno de los huesecitos que había
distribuido, por todo el mundo, al parecer, el
Ministerio. Lo había analizado con mucho cuidado y
abrigaba fundadas sospechas de que se trataba del
molar de un homo erectus. El alcalde lo soltó
entusiasmado en las zanjas y el americano salió
todavía más convencido. Solicitó las autorizaciones
pertinentes, trajo un equipo y se puso a excavar. Hizo
un trabajo magnífico. Mira.
Estábamos al borde de un profundo socavón.
Tendría las dimensiones de una piscina olímpica, quizá
algo más: de una piscina olímpica y dos pistas de
tenis. De unas modernas instalaciones polideportivas.
En uno de los taludes había apoyada una
escalera de madera. Armando descendió por ella y me
invitó a seguirle. Avanzamos hasta lo que parecía el
tronco abatido de un olivo.
—Es parte del esqueleto de un elefante —me
explicó Armando—. El resto está diseminado por todo
el yacimiento, lo que revela claramente la presencia de
depredadores que lo desmembraron después de
matarlo. Pudieron ser lobos, o una jauría de perros
salvajes. Pero el americano dedujo que se trataba de
homo erectus por el molar aquél que le envió el
Ministerio y por otros huesos que empezaron a
encontrarse en seguida. Además, el estudio geológico
demostró que esto había sido una ciénaga. Los
elefantes no se aventuran por terrenos pantanosos
normalmente. Tienen que estar asustados, huir de
algo. Un fuego, por ejemplo. Se buscaron huellas de
algún incendio y todo lo que apareció fueron los
restos, muy dispersos, de algún que otro arbusto
chamuscado. ¿A qué conclusiones podía uno llegar
con este puñado de datos: una ciénaga, un elefante
descuartizado, fósiles de homínido y matorrales
calcinados? El americano pensó que la única
explicación era que esto había sido una especie de
trampa para grandes mamíferos como elefantes. Las
bandas de homo erectus los acorralaban aquí,
ahuyentándolos con gritos y arbustos en llamas, y,
una vez inmovilizados por el barro y su propio peso,
los mataban y los despedazaban. Admirable, ¿verdad?
El americano publicó una serie de artículos muy
notables en Nature.
Armando estuvo un rato como extasiado ante
el trozo aquél de elefante. Luego me mostró el resto de
la excavación. La noche se nos echaba encima y hubo
que verla deprisa.
—Y los homo erectus estos —dije, ya de
vuelta al borde del socavón— ¿no tenían otro sitio
mejor para cazar sus mamíferos que la piscina de
Norberto?
Armando se sacudía el polvo de los
pantalones. Sonrió de medio lado y comentó que,
desde luego, le habían acabado de arruinar el negocio.
—Nunca fue fácil venderle a nadie un piso
aquí —añadió—, conque una urbanización entera… Ni
siquiera con una buena piscina y todas las pistas de
tenis que pensaba montar. Y sin ellas, pues imagínate.
—Puede hacerlas en otro sitio, ¿no? Comprar
más terreno…
—¿Con qué dinero? Él se ha quedado sin un
duro. Y nadie en el pueblo parece querérselo dejar. La
única quizás sería Elena… —Hizo una pausa,
reconsideró brevemente lo que acababa de decir y
rectificó frunciendo el ceño—: Aunque ni siquiera ella
creo que esté dispuesta a meter una peseta en esto.
Me sorprendió esa última puntualización.
—¿Elena tiene tanto dinero? —pregunté.
—Eso dicen.
Habíamos llegado a la caseta de ladrillo visto.
Dentro, Fabián miraba la televisión. Estaba de
espaldas a la ventana. Sin sombrero y con aquellas
orejas, parecían tres personas. Armando golpeó el
cristal con los nudillos y gritó:
—Aquí le dejo las llaves, Fabián. Muchas
gracias.
—A mandar, don Armando —respondió
Fabián, incorporándose—. Espere, que les abro la
puerta.
—Ah, sí, la puerta, es verdad —comentó
Armando.
Refrescaba y al coche le costó arrancar.
—Me extraña eso que me has contado —dije
—. Yo creo que si Norberto necesitara dinero y Elena
lo tuviera, se lo dejaría sin pestañear.
—Eso pensaba yo también. Hasta que un día
los sorprendí discutiendo el tema… Fue una discusión
bastante violenta. Por lo menos el final, que es a lo que
yo llegué. Elena decía con gesto firme que Emilia y ella
no iban a acabar en la calle por su culpa. Norberto
estaba muy nervioso. Sacudía la cabeza y bufaba de
desesperación, incapaz de torcer su punto de vista.
Iba a articular una frase, pero desistió al advertir mi
presencia. Dijo: "Adiós". Se levantó y se fue. Elena
nos había invitado a los dos a comer, pero él ni
siquiera se acabó el aperitivo.

—¿Qué? ¿Te has divertido?


Elena estaba sentada delante de la chimenea
encendida, con los pies recogidos sobre el sofá. Tenía
puesto un albornoz y sonreía con mucha sorna.
—No ha estado mal —respondí, dejándome
caer junto a ella.
—Necesitarás un trago…
—Sí, me voy a servir un güisqui.
—Ya te lo traigo yo, no te muevas.
Me encendí un cigarro con una brasa de la
chimenea, como un auténtico vaquero, y me puse
cómodo. Elena volvió en seguida con dos copas y un
sobre.
—Ten, has recibido carta.
Era de Ramón. Estaba muy sorprendido por lo
que le contaba yo en la mía. Durante todo el tiempo
que él había permanecido en Horcal, nadie le había
hablado de fantasmas, ni había oído ruidos raros ni
nada por el estilo. El asunto le parecía francamente
interesante y había resuelto hacernos una visita. La
carta no incluía ninguna fórmula de cortesía del tipo
“si a Elena no le importa” o “si no hay mayor
inconveniente”. Indicaba directamente el día y la hora
a la que debíamos pasar a buscarlo a la estación y
terminaba con unas instrucciones muy precisas sobre
cómo desactivar un telescopio que, naturalmente, no
mencioné a Elena.
5
Una piscina con un elefante dentro, un
médico de pueblo necesitado de dinero, una mujer con
ese dinero y los nervios fregados y una casa que la
empujaba suavemente al fondo de la locura. Le había
dicho a Elena:
—¿Por qué no nos vamos a Madrid?
Elena no me había respondido. Estaba
acodada en la barandilla de la terraza, dándome la
espalda. Observaba el mar, abstraída. El mar era un mar
de invierno, metálico.
—Digo que por qué no nos vamos a Madrid
—insistí.
—¿Para qué? —dijo al cabo, sin volverse.
—Quizás un cambio de aire te sentase bien.
Dejó caer lentamente la cabeza a un lado.
—¿Tú crees? —repuso.

Norberto hacía tertulia con las demás fuerzas


vivas del pueblo tres veces por semana. Se reunían
generalmente en la plaza. Armando, con quien me
hallaba en muy buenos términos después de lo del
homo erectus, no tuvo inconveniente en llevarme una
tarde. Yo ya los conocía a todos, pero eso no me daba
de ninguna manera derecho a presentarme por las
buenas y compartir mesa con ellos así, sin más. Las
tertulias, las tertulias comme il faut, se entiende, están
sujetas a un protocolo muy estricto que las preserva
de tanto indocumentado con cuatro cosas que decir
como anda por el mundo. Integrar en calidad de
miembro pleno una tertulia comme il faut es un
privilegio al que solo se accede después de un
noviciado de duración variable. También se admite
ocasionalmente a personalidades ilustres o a simples
visitantes, pero incluso en este último supuesto, que
era el mío, hacen falta recomendaciones al más alto
nivel.
La tertulia la componían, además de Norberto
y Armando, Ramón Callona, el dentista, Fernando
Aguilar, el farmacéutico, don Ernesto, el notario, y
Enrique Moreno y Emilio Bardán, terratenientes. Este
era el siete titular, pero siempre había alguna baja por
lesión o trabajo o algún otro compromiso. Aquella
tarde faltaban los dos terratenientes. Habían ido con
sus esposas a Murcia, a El Corte Inglés. Alguien lo
dejó caer con gesto despectivo sobre la mesa e
inmediatamente Norberto comentó que Emilio y
Enrique se le estaban amariconando, Fernando, el
boticario, dijo que sí, que los venía notando un poco
calzonazos últimamente, y Ramón Callona añadió que
debían de ser los años. Allí nadie gastaba salva; se
tiraba con bala y al cuello.
Hubo una pausa, mientras se reponía
munición. El día era perfecto y a Armando se le ocurrió
glosarlo. Empezó:
—La primavera ha venido y nadie sabe cómo
ha sido…
Tratándose de Armando, cabía desde luego la
posibilidad de que recitara el poema completo, y hasta
de que nos colocara a continuación la canción de Luis
Mariano. Todos éramos conscientes del peligro y el
boticario lo interrumpió sin contemplaciones.
—Eso era antes, Armando —dijo, y le explicó
—: Ahora ya se sabe que el plano de la eclíptica corta
el del ecuador con un ángulo determinado, según la
línea de los equinoccios; esta recta y la perpendicular
a ella, que es la línea de los solsticios, cortan a su vez
la trayectoria aparente del Sol en cuatro puntos,
limitando otros tantos arcos. Los tiempos que emplea
la Tierra en recorrerlos son las estaciones. La
primavera, en concreto, comienza para nuestro
hemisferio con el equinoccio de marzo y se prolonga
hasta el solsticio de junio. ¿Quieres que te lo dibuje?
Armando encajó el bastonazo con admirable
presencia de ánimo. Yo miraba a mi alrededor, sonreía y
procuraba no moverme demasiado. Me daba cuenta de
que, de un momento a otro, mi persona tenía que salir
a relucir en la conversación. Alguien diría mi nombre y,
a la voz de ¡plato!, aquellos salvajes abrirían fuego por
turno contra mi vida.

Al final, no fue la cosa tan terrible. Estuvieron


incluso afectuosos. Fernando, por ejemplo, solo dijo
que me veía bastante calvo para la edad que tenía, y
Armando, a quien yo había abandonado
cobardemente unos minutos atrás, replicó con toda
seriedad que eso era signo de inteligencia y elogió mi
curiosidad cultural. Explicó también nuestra excursión
a Edenes de Horcal. Norberto rebulló incómodo en su
asiento. El dentista lo advirtió y le preguntó cómo
estaba el asunto.
—Mal —respondió escuetamente el médico,
mirando para otro lado. De repente, todo el mundo
repasaba con mucha atención el estado de sus zapatos
o de sus uñas, y Ramón Callona iba de rostro en
rostro, sonriendo y haciendo visajes. En el del
boticario ponía muy clarito: estúpido. El dentista lo
leyó y hundió la frente, carraspeó, volvió a levantarla,
me vio.
—De modo que tú eres de Madrid —dijo al
cabo.
—Sí.
—¿Y estás a gusto aquí?
—Perfectamente. Hombre, echo quizás en
falta algo más de movimiento, pero es normal.
—Sí, claro. Madrid es increíble.
Me encogí de hombros.
—Está bien —dije—. Yo no soy ningún
madrileñista furioso. Pienso lo que Woody Allen de
Nueva York: es una ciudad muy agradable, siempre
que uno se tome la molestia de pasear por los sitios
adecuados.
—Eso es muy madrileño —observó don
Ernesto—: sacarle pegas a todo, no estar nunca
completamente satisfecho. Seguro que también
encuentras algo que objetarle a Horcal.
Uno solo tenía que dar una ojeada en
derredor para comprobar que el pueblo estaba
exactamente manga por hombro. El notario me
vacilaba, sin duda. O no. En el norte de África, los
contribuyentes se arremangan la chilaba para hacer de
vientre en cualquier esquina y no le preguntes a nadie
si les molesta, porque es que ni lo ven. La gente
agachada forma parte del paisaje magrebí, lo mismo
que aquí los socavones, los cascotes, los pegotazos
de alquitrán.
—Pues usted me perdonará, don Ernesto,
pero algo descuidado sí que está —me atreví a sugerir.
—Pero no creo que ni la suciedad ni el
desorden te afecten demasiado —terció Armando—.
Tú buscabas un lugar tranquilo para escribir y esto es
una balsa.
—Bueno… —empecé.
—¡No te digo! —saltó el notario—. Todavía
va a tener el valor de afirmar que tampoco la calma le
parece perfecta…
—Es que no lo es —dije—. En la casa donde
estoy hay fantasmas.
Hubo un movimiento general de
escepticismo. Don Ernesto declaró que yo sí que
estaba hecho un fantasma y Fernando me preguntó
qué historia era ésa. Por lo visto, nadie allí sabía nada.
—¿Cómo que qué historia es ésa? —dije—.
¿No la conocían?
—No.
Miré para Norberto. No entendía nada, pero
era evidente que, a sus ojos, acababa de cometer una
indiscreción imperdonable. Me encendí todo turbado
un cigarrillo y referí en pocas palabras los incidentes
del cuadro y los silbidos. Luego, el médico dijo:
—Andrés lo cuenta en un tono muy ligero,
pero lo cierto es que el asunto está tomando un giro
inquietante.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Fernando.
—No quiero decir nada más que lo que has
oído: que el tema hace tiempo que perdió cualquier
ribete cómico.
—Y que ese fantasma existe… —insistió el
boticario.
Norberto alzó las cejas con mucho misterio,
se echó lentamente hacia adelante. Tenía la vista
puesta en una taza vacía cuando comentó que ahí
estaban los hechos, y todos nos volvimos
estúpidamente para la taza.
—Es difícil encontrarles una explicación
racional —siguió el médico—. Cuando Elena me habló
de ello por primera vez, reaccioné con vuestra misma
incredulidad. Elena, no es ningún secreto, sufre
profundas depresiones y pensé que, sencillamente, la
enfermedad degeneraba. Pero ahora hay testigos. Y no
me refiero solo a Andrés. También Emilia, la mujer que
tiene empleada Elena, ha presenciado fenómenos
parecidos. —Calló un instante, se dejó caer contra el
respaldo de la silla y añadió—: Yo mismo he
escuchado los silbidos. Te ponen la carne de gallina.
El aire grave del médico desconcertó a la
mesa. Pasó un rato y nadie comentaba nada, nadie
hizo un chiste, nadie dio un ruido. Luego, Ramón
Callona tomó la palabra. Dijo:
—La verdad es que, sobre estas cuestiones
de fantasmas y parapsicología, la ciencia empieza hoy
en día a reconocer la posibilidad de que,
efectivamente, tengan un fundamento y…
El boticario lo cortó en seguida.
—Eso lo habrás leído en un libro de Von
Däniken, por lo menos —le espetó.
—No, hombre. Es una opinión muy difundida
entre eminentes científicos que…
—¡Venga ya, Ramón! Ningún eminente
científico en sus cabales ha admitido nunca la
existencia de fantasmas.
El dentista empezó a recoger trapo.
—Públicamente, no —reconoció—. Pero se
sabe de experimentos…
—Experimentos secretos, naturalmente.
—¡Es imposible mantener una conversación
civilizada contigo! —exclamó finalmente Ramón
Callona.
Norberto consultó el reloj y se incorporó.
Tenía que hacer, antes de pasar consulta. Fernando lo
observó alejarse y gruñó: qué extraño. Le había
sorprendido la actitud del médico.
—También a mí —convino don Ernesto, y
sacudió aparatosamente la cabeza mientras silabeaba,
escupiendo mucho—: ¡Fantasmas!
—No hará ni dos años —recordó el boticario
—, en esta misma mesa, alguien contó una historia
parecida… ¿Quién fue? ¿Enrique Moreno? Sí, bueno,
da igual. El caso es que nos estuvo hablando de un
bastón que, por lo visto, se movía él solito por la casa.
Había pertenecido a una abuela y lo guardaban
siempre en un paragüero, pero el bastón se conoce
que se aburría en el paragüero aquél y cada día
aparecía en un sitio distinto: en el patio, en la cocina,
en el comedor, viendo muy serio las noticias, o
atravesado en alguna puerta para que se cayera con
todos los trastos una criada a la que en seguida te
explicaban que la abuela le había tenido mucha manía
en vida, porque decía que les robaba… Un cuento
increíble, vamos —sentenció despectivo. Tomó aire y
acabó—: Bueno, pues había que oír aquella tarde a
Norberto. No es que no le diera ningún crédito a
Emilio: es que lo crucificó.
—Sí, sí —confirmó el notario—. Lo llamó
ignorante y supersticioso. Estaba yo delante.
El boticario estiró teatralmente las facciones,
exorbitó los ojos, mostró las palmas vacías de las
manos.
—Y, ahora —dijo—, va por ahí declarando
con tono solemne que hay un fantasma en casa de
Elena.
Se retrepó, apoyó un codo en el brazo del
asiento, se llevó la mano al mentón.
—¿Y qué os parece —preguntó frunciendo el
ceño— el misterio y el secreto que le echa a todo? Me
he fijado en la cara que ha puesto cuando has sacado
tú el tema —me miró—. Le ha molestado, y mucho.
¿Por qué?
La pregunta se deshacía en el silencio como
una voluta y alguien añadió:
—Lo que yo no termino de entender es cómo
Norberto no ha sacado ya a Elena de aquella casa.
Yo dije que Elena no quería, pero que
tampoco me constaba que el médico hubiera insistido
demasiado. El notario puso unos ojos minúsculos.
—Hombre —dijo—, dados a pensar mal, se
me ocurre que quizás no le interese que Elena se
mueva de Horcal. Elena es un buen pastel para quien
la herede. Y si no se casa ni tiene hijos, lo que
sucederá con toda seguridad mientras siga aquí, será
él quien…
—¡No digas barbaridades, Ernesto, coño! —
saltó Armando.
—Bueno, bueno…

No habían abierto aún Estrómboli cuando


llegué, al día siguiente. Llamé un par de veces y
esperé. No apareció nadie. La puerta estaba entornada.
La empujé y pasé al salón. La luz entraba a chorros por
el ventanal de cuarterones que daba a la terraza y
sobre el mostrador y los muebles flotaban infinitas
partículas de polvo. También de la terraza se colaba,
amortiguado, el único sonido de la casa: música de los
Rolling. Salí. Había una chica tendida sobre una
esterilla, tomando el sol. Llevaba puestas unas gafas
oscuras y unas braguitas esquemáticas. Era una chica
robusta, dotada con mano próvida de unos pechos
que se le desparramaban desordenadamente por los
costados, libres y blandos, como flanes demasiado
cocidos. Junto a ella, desde una cadena portátil de
bastantes vatios, Mick Jagger explicaba:
—¡Hey, hey, hey, do the Harlem shuffle!
La chica me dijo que Jose estaba arriba, en su
dormitorio. Lo encontré con un lío de ropa entre las
manos y la maleta desplegada sobre la cama.
—De modo que te vas —comenté. La
víspera, mientras yo andaba de tertulia en la plaza,
Jose había ido a buscarme a casa de Elena para
decírmelo. Había esperado durante un par de horas y,
al final, en vista de que no regresaba, había dejado
recado de que me pasara por el bar antes del mediodía.
—Sí —respondió solamente, con gesto triste.
Me acomodé en la única silla libre y lo miré
hacer en silencio. Terminó en seguida. No tenía mucho
que guardar: papeles y libros, sobre todo. La maleta
cerró sin problemas.
—Mete dentro la máquina de escribir —
sugerí—. Cabe perfectamente.
Jose echó el último pestillo, de todas formas.
—La máquina se queda —dijo—. Se la he
dado a una chica que quiere ser secretaria. Seguro que
le saca mejor partido que yo.
Apeó la maleta al suelo de un tirón seco, se
agarró los riñones y paseó la vista en derredor. Los
cajones, el armario, la cómoda: todo estaba abierto y
vacío.
—Bueno —suspiró después de comprobarlo
—. Se acabó. ¿Nos vamos?
Bajó la persiana. El cuarto quedó sumido en
una suave penumbra. Me incorporé y abrí la puerta.
Jose pasó delante, cargando con la maleta. Yo me
colgué una bolsa de viaje y, con una mano en el
picaporte, giré la cabeza y di también una última
ojeada. Sobre una repisa advertí un bulto. Era un libro
de Ortega y Gasset: ¿Qué es filosofía?
—¿Vienes? —gritó Jose desde fuera.
—Te lo olvidabas —dije, saliendo a la carrera
y blandiendo en alto el libro de Ortega. Jose lo miró
brevemente por encima del hombro.
—No. Te lo regalo —respondió, y siguió
escaleras abajo.
Arrimó la maleta al mostrador y fue a la
terraza.
—¿Laura no ha vuelto aún? —le preguntó a
la chica. La chica irguió su tórax lujuriante, cruzó las
piernas y apoyó una muñeca en cada rodilla.
—No —denegó—. ¿A qué hora sale el
autocar?
Jose estaba en jarras, con los ojos
entrecerrados por el resol.
—A las cuatro —dijo—. Pero quería comer
algo en el pueblo, antes del viaje.
—¡Bueh! —hizo la chica—. Te sobra tiempo.
¿Me das un cigarro?
Jose repartió tabaco. Arrastramos unas sillas
debajo de una sombrilla de paja y nos sentamos a
fumar. La chica se llamaba Angela. Era de Barcelona.
Tenía veintitrés años, había estudiado Psicología,
hablaba dos idiomas y ahora, con un poco de suerte, a
lo mejor le salía un trabajo en una autoescuela de
Murcia. Más adelante, pensaba poner una guardería.
Iba a ser un buen negocio, una guardería, con tanto
yuppie como se veía últimamente por el país.
—¿En Murcia hay yuppies? —pregunté con
algún escepticismo.
—De momento, no creo —dijo Angela. Y
añadió con mucha resolución—: Pero los habrá. Como
en todas partes.
La puerta del salón chirrió y apareció Laura.
Traía detrás una montaña de bultos, en precario
equilibrio sobre dos piernas vacilantes y peludas.
—Lleva eso a la cocina —le indicó a la
montaña de bultos con un elegante golpe de muñeca,
mientras ella se arrellanaba bajo la sombrilla—. ¡Qué
calor, por Dios! ¡Y cómo estaba el mercado!
La montaña de bultos inició un giro a
derecha, luego otro a izquierda y, finalmente, gimió:
—¿Por dónde se va a la cocina? ¿Dónde
estoy?
Angela se levantó a echarle una mano. Laura
miró a Jose.
—Algo más espabilado sí que eras tú —
comentó, en transparente alusión a la época en que
también Jose era un dócil montón de paquetes y dos
piernas peludas.
Jose entrecerró los ojos, pero era otro resol el
que ahora lo cegaba. Dijo muy sereno:
—Me voy, Laura. Y me voy ya.
Nos pusimos en pie y salimos.
La estación de autobuses eran cuatro metros
mal medidos de despacho y un trozo de acera limitado
por dos señales de prohibido aparcar. Uno le
compraba a un viejo unos papeles pequeños y
amarillos, como tickets de carnicería, y se iba a esperar
fuera, en la calle, o se metía en un bar. Esto último nos
pareció lo más razonable: eran las tres de la tarde y
caía un solazo que partía las piedras.
Jose preguntó al camarero por el teléfono y
se fue a hacer una llamada. Habíamos comido en un
chiringuito del puerto. Jose no había hablado
prácticamente en todo el tiempo. Atendía a mis
explicaciones con aire disperso y sonreía de cuando
en cuando, viniese o no a cuento. También a ratos la
vista se le enredaba en algún objeto y permanecía así,
ensimismado y ausente, durante largos minutos.
Pedí un café. Traía en la mano el libro de
Ortega y empecé a hojearlo, sentado en un taburete.
En seguida tropecé con un subrayado, dos frases que
decían: “Todo ser es feliz cuando cumple su destino,
es decir, cuando sigue la pendiente de su inclinación,
de su esencial necesidad, cuando se realiza, cuando
está siendo lo que en verdad es. Por esta razón decía
Schlegel (…): 'Para lo que nos gusta tenemos genio'.”
En el margen había trazados varios signos de
interrogación. Se los mostré a Jose cuando regresó.
—¿Y eso? —le pregunté.
Jose echó un vistazo y volvió la cara para los
estantes de botellas.
—Es mentira —respondió. Luego matizó—:
Por lo menos en lo que a mí respecta. Yo ni he sido
feliz siguiendo la pendiente de mi inclinación ni tengo,
a lo que parece, ningún genio para lo que me gusta.
—Eso no lo sabes —protesté—. Y no lo
sabrás mientras continúes quedándote
sistemáticamente a medio camino y no acabes nunca
nada.
Jose soltó una risita seca y amarga.
—También eso forma parte del genio,
Andrés: no quedarse a medio camino —dijo—.
Cuando se piensa en una vocación, se da
habitualmente por supuesto que, además del gusto
por una actividad concreta, esa vocación incluye la
paciencia para sacarla adelante, la fuerza de voluntad y
hasta una pizca de talento. Pero la vocación no es más
que eso: una llamada, la necesidad de hacer algo y,
sobre todo, la certeza de que, fuera de esa pasión, la
vida carece de sentido.
Guardó silencio un instante.
—Estas últimas noches —continuó—,
después de cerrar Estrómboli, me tumbaba en la cama
boca arriba y me preguntaba por qué lo tiré todo por la
borda un buen día y me empeñé en esta carrera
absurda. No era, desde luego, porque tuviera algo que
contar, y creo que son pocos los que se meten a
escribir porque les queme las entrañas alguna historia.
La voluntad de escribir se nos da vacía, es previa a
cualquier contenido, se organiza con polvo y aire,
como un remolino, en torno a nada. Los novelistas
somos siempre autores en busca de personajes.
Circulamos por la vida errabundos, y probablemente
sin terminar nunca de disfrutarla porque, estemos
donde estemos, ya pueden ponemos delante las
montañas más imponentes y los ríos más caudalosos
que nosotros lo único que vamos a ver son unos
folios mecanografiados a doble espacio. Camba lo
contaba con mucha gracia en el prólogo de un libro
suyo…
Se encendió un cigarro, exhaló unas
bocanadas.
—Así que las horas y los días se nos pasan
corriendo detrás de algún personaje, de algún
argumento. Pero ¿por qué corremos?
Me miró.
—¿Te acuerdas de aquella entrevista a
Manuel Puig que te leí una tarde, en Madrid? —
preguntó.
—Sí.
—Yo en el cine entendía el mundo, decía.
También yo escribiendo entiendo el mundo. A otra
gente quizás la vida le resulte inteligible desde el
primer vistazo. A mí no. Yo necesito encerrarla en
historias en las que las cosas suceden ordenadamente,
unas detrás de otras, como Dios manda. Escribiendo
me defiendo del caos que me rodea, vertebro esa masa
amorfa que es la realidad y le pongo un argumento y
un sentido. Ese es el germen de mi vocación. Y es
también la única madera de que está hecha. No hay
más: no hay ni paciencia, ni talento, ni tan siquiera
voluptuosidad, como querían Ortega y ese tal
Schlegel. No valgo para escritor, en suma.
Arrojó al suelo el cigarro a medio apurar y
consultó el reloj.
—Menos cuarto —dijo—. Vámonos.
El autocar tenía ya el motor en marcha. Nos
abrazamos y, con un pie puesto en el estribo, Jose se
volvió todavía para decir algo, pero la voz se le
quebró.
O quizás fue solo que aquel otro pasajero lo
empujó, con las prisas.
6
Norberto nos pasó a buscar media hora
después de lo convenido. En la estación le habían
confirmado que el tren traía retraso.
—Tomáoslo con calma —dijo—. Hasta las
dos, como pronto, no llega.
Pensé: pobre Ramón. Yo había hecho el
mismo viaje para venir a Horcal y era como la
Anábasis. El correo que cogías en Atocha, a las diez
de la noche, estaba hasta los topes y tu asiento,
ocupado, naturalmente. Podías encontrarte encima a
un pacífico contribuyente y podías encontrarte encima
a un individuo de aspecto claramente patibulario. A
efectos prácticos, la diferencia era irrelevante, porque
ninguno de los dos tenía la menor intención de
moverse y, al final, acababas de pie lo mismo con uno
que con otro. Pero por lo menos el primero no te daba
a entender que levantarlo iba a ser lo último que
hicieras en la vida; el primero te reconocía incluso sin
problemas que sí, que era tu asiento, pero que también
a él le habían quitado el suyo y que, en general, nadie
parecía estar haciendo mucho caso de los numeritos
que venían en los billetes. Tú sonreías y le explicabas
muy cordialmente que habías pagado una reserva con
el objeto de viajar sentado, no para sufragar el Colegio
de Huérfanos de Empleados del Ferrocarril. El te
devolvía la sonrisa y replicaba que comprendía tu
punto de vista, pero que no fueras tan estrecho,
hombre, que igual que él se había hecho con un
asiento sin andar mareando, tú podrías conseguir
seguramente otro libre en algún otro departamento. Le
respondías, sin sonreír ya ni leches, que no, que
debían de estar todos cogidos desde primera hora de
la mañana y que, en consecuencia, se levantase. Este
era el momento crítico. Todo dependía del tono con
que hubieras pronunciado: levántese. Hay levántese
que caen como una bomba en el ánimo del interlocutor,
provocando abundantes efusiones de adrenalina y un
aflojamiento general de esfínteres; y hay levántese
que salen enclenques y medio aflautados, que se te
enredan desde el principio en las cuerdas vocales y en
seguida se ve que no se los va a creer nadie.
El mío debió de ser del género segundo. El
contribuyente me examinó de arriba abajo, denegó
definitivamente con la cabeza y se arrellanó con toda
tranquilidad en el asiento.
Dije muy serio:
—Me temo que no me queda otra salida que
ir en busca del revisor…
—Vaya, vaya —me animó amablemente—.
Ahí lo tiene usted, mire: en el andén —me indicó
incluso, señalando a través del cristal a un corro de
gente. En medio, un hombre mayor, uniformado de
azul, despachaba billetes a los viajeros que no habían
podido encontrarlos en taquilla. Dentro de los
vagones teníamos planteados graves problemas de
espacio: había que abrirse paso a codazos, algún
pasajero se dejaba matar defendiendo una reserva de
plaza y la atmósfera empezaba a cargarse con aires de
fronda, entreverados con otros de índole menos
política; pero el revisor aquél seguía vendiendo
billetes con dos narices así de grandes.
Podía contarle mi problema, desde luego,
pero sospechaba que no iba a prestarme demasiada
atención. Busqué acomodo en alguna plataforma.
Había un hueco libre delante de la puerta del lavabo.
Me apoyé contra ella y traté de conciliar sueño, pero
mean mucho los españoles y creo que veía elfos por
las esquinas cuando me apeé, ya amanecido, en
Alcantarilla.
Eran las siete y hasta las nueve no pasaba el
primer tren con dirección sur. Me metí en la cantina y
allí me enteré de que se trataba de otro correo.
—Los catalanes lo llaman el rápido de
Andalucía y los andaluces, el rápido de Cataluña —me
dijeron, y tanta insistencia sobre su rapidez escamaba.
En seguida comprobé que era un rasgo más de ironía.
El tren no rebasó nunca los cuarenta kilómetros por
hora y, en algunos trechos particularmente empinados,
circulaba a diez y cinco. La gente se bajaba de él en
marcha y se subía otra vez a la carrera. Algunos traían
de vuelta piedras que luego arrojaban contra el
ganado y los pastores. El viaje desde Barcelona era
largo y pesado y el pueblo soberano entretenía sus
ocios en estos juegos inocentes.
A eso del mediodía, el rápido me dejó en
Almendricos, desde donde un ferrobús debía llevarme,
por fin, a la costa. El ferrobús no salía hasta que no
estuvieran dentro los pasajeros del rápido, me habían
dicho; el ferrobús está ahí para eso precisamente, me
habían asegurado. Pero, conforme saltábamos al
andén, alguien gritó: ¡Que se va, tú!, y el pánico
prendió fácilmente en nuestros cerebros reblandecidos
por tantas horas de traqueteo. Echamos a correr
desesperados por aquel apeadero grande y
desaseado, arrastrando detrás enormes maletones y
bultos inverosímiles. A lo lejos, el ferrobús tenía
efectivamente los motores en marcha y, haciendo un
esfuerzo, hasta lo veía uno moverse. Los niños
lloraban, las madres chillaban y los más viejos, al
borde del resuello, se quedaban en el camino y decían
patéticamente:
—Seguid vosotros, yo ya no puedo…
Unos cuantos jóvenes no tardamos en
abordar los vagones y, colgados de los asideros que
había junto a las puertas, tendimos solidariamente la
mano al resto del pasaje, mientras el conductor del
ferrobús, de pie en tierra firme, fumaba y observaba
perplejo aquel brote de locura colectiva.

Así que pensé: pobre Ramón, sacudí la


cabeza y, con un suave giro de muñeca, le arranqué
más música de cascabeles a un vaso lleno de güisqui,
soda y cubitos de hielo.

La estación de Horcal no acogía ya


prácticamente otro tráfico que el del ferrobús de
Almendricos. Había sido, sin embargo, un punto de
mucho trajín tiempo atrás, cuando las compañías
inglesas explotaban los yacimientos de mineral de
hierro que se suceden a lo largo de la costa murciana,
desde La Unión hasta Aguilas, ya en la linde de la
provincia con Almería. De aquellos años conservaba
la estación su aspecto ocre y desaliñado y unas
proporciones exageradas en las que la forma modesta
del ferrobús venía a perderse dos veces a la semana. El
andén principal no mediría menos de quinientos
metros y Norberto y yo lo paseábamos arriba y abajo
mientras Elena saludaba a un empleado de Renfe
pariente de Emilia. Hablaron unos minutos y, luego, el
hombre se metió en su despacho y Elena se sentó en
un banco, a la sombra. Se encendió un cigarro y nos
miraba ir y venir hasta que, de repente, la asaltó una
duda y nos interrumpió para preguntarme si estaba
seguro de que era hoy cuando Ramón había dicho que
llegaba.
—Claro —dije, y saqué de todas maneras la
carta para comprobarlo—. “Confío —le leí—en que el
martes 24, al mediodía, estéis los dos esperándome”.
Doblé la carta y concluí:
—Hoy es 24 y es martes, ¿no?
Elena no pareció quedarse más tranquila.
Dijo:
—Tengo una sensación extraña.
Entonces sonó una sirena, el pariente de
Emilia salió de su despacho de chaqueta y con una
gorra de plato puesta y, cuando el tren asomaba por la
cabecera de la estación, oímos cómo Elena decía
detrás nuestro:
—Ha habido un accidente. Ramón no viene
ahí.
Norberto y yo nos volvimos violentamente.
Elena no se había movido del banco. Seguía allí, pálida
y abstraída, mirándonos con unos ojos enormes.
—Ramón no viene ahí —empezó a repetir—,
Ramón no viene ahí —cada vez más alto—, Ramón no
viene ahí —y un temblor iba gradualmente
adueñándose de su cuerpo entero hasta que “Ramón
no viene ahí” fue un aullido y Norberto tuvo que
llevársela entre sollozos, completamente histérica.
Ramón no venía efectivamente en aquel tren.

Estuve una hora intentando hablar con


Madrid. Al principio, no debía de haber nadie en casa
de Ramón. Luego, comunicaba. Por fin, pasadas las
tres, me cogían el teléfono. Era la madre. Ramón no
estaba, me dijo, acababa de llamar precisamente para
avisarle de que no iría a comer. No, no tenía ni idea de
dónde podía localizarlo. Sabía que la víspera se había
traído un jaleo loco de maletas; pensaba marcharse,
por lo visto, a un pueblo de la costa esa misma noche,
pero al final había tenido que suspender el viaje
porque un amigo suyo se había dado un golpe en
coche. Un golpe grave, puntualizó, y el corazón me dio
un vuelco.
—Y ese amigo ¿quién era? ¿Lo sabe usted?
—le pregunté.
Sí, lo sabía. Bueno, en realidad, no: Ramón le
había dicho el nombre, pero ella, claro, no se acordaba
ya. No era un nombre corriente, de eso sí que se
acordaba. Sonaba raro. A ella por lo menos le había
sonado raro. ¿Cómo era…? sí, hombre, sí: era algo así
como… No sé, hijo, no sé, se rindió.
—Es igual, muchas gracias de todas formas
—dije.
—No las merece, hijo. ¿Quieres que le diga
que le has llamado?
—Sí, por favor. Dígale que le ha llamado
Andrés y que volveré a llamarlo esta noche, a las diez.
No hizo falta esperar hasta las diez para
averiguar qué había retenido a Ramón en Madrid. A
media tarde, recibíamos un telegrama suyo. Decía:
“Imposible llegar a Horcal día previsto. Jose
Octavio muerto en accidente de carretera.”

Iba solo en el coche. Ramón me contó que


había pasado el fin de semana en Torrelodones. El
sábado comió con Pocho y su marido. Parecía muy
animado y les comentó que pensaba quedarse una
temporada larga. Pero el domingo cambió bruscamente
de idea. Estaba en una discoteca, con su grupo de
siempre de la sierra. Se levantó y dijo:
—Me vuelvo a Madrid.
—No dio más explicaciones —siguió Ramón
—. Solo cuando Antonio le habló de que el martes
probablemente bajarían ellos y que podían verse y
tomar unas copas, él contestó: no creo. Luego se
subió al coche y lo estampó contra un árbol, a dos
kilómetros escasos del pueblo. La Guardia Civil no ha
encontrado rastros de frenazo. Dicen que debió de
dormirse.
Ramón también me dijo que el funeral era el
viernes.
—Vendrás, ¿no?
—Claro —respondí.

Regresé a pie desde la cabina pública. No


tenía ninguna gana de pasear, ni de pensar, ni de estar
solo; pero no hubo manera de dar con un taxi en
aquella época del año y era medianoche pasada
cuando llegué al chalet. Emilia no se había acostado
aún. Estaba en el salón, sentada en el filo de una silla,
con la barbilla hundida en el pecho y un pañuelo todo
estrujado entre las manos. Levantó la frente al oírme
entrar. Había llorado mucho.
—¿Qué tal está Elena? —pregunté.
Emilia sacudió la cabeza a izquierda y
derecha.
—Mal, muy mal, señorito —respondió, y se
sorbió entrecortadamente los mocos y se pasó el
pañuelo por la nariz y los ojos.
Me acerqué hasta ella y la tomé por los
hombros.
—Vamos, Emilia, que no se diga —dije con un
hilo de voz.
Me miró, hizo un puchero.
—No se preocupe, señorito; ya no voy a
llorar más —prometió.
Me dejé caer en el sofá y encendí un cigarro.
—Está Norberto ahí dentro con ella, ¿no? He
visto su coche en la calle.
Emilia asintió con un gesto y esperamos en
silencio hasta que el médico apareció. Norberto no
tenía mala cara. Dijo:
—Bueno, ya se ha dormido.
Pronunció también unos nombres de
medicamentos irreproducibles y le pidió un café a
Emilia. Emilia salió como despedida de la silla hacia la
cocina. Norberto tomó asiento enfrente de mí y me
preguntó qué más había averiguado de lo de Jose. Le
expliqué lo que Ramón acababa de contarme. Hizo una
mueca y dijo:
—Lo que en ningún caso conviene ahora es
que Elena se entere.
Fruncí el ceño, ladeé la cabeza y me atreví a
recordarle que Elena ya lo sabía.
—Fue la primera en saberlo —precisé—.
Antes incluso de que recibiéramos el telegrama…
—Me refiero a los detalles —aclaró Norberto,
y añadió después de una pausa—: Es increíble,
¿verdad?
—Sí que lo es —dije.
Volvió Emilia y en la bandeja traía, además del
café del médico, embutidos, queso, pan tostado,
mantequilla y mermelada. Lo dispuso todo sobre la
mesa, rechazó sin ninguna misericordia nuestras tibias
alegaciones y se retiraba otra vez, pero Norberto dijo:
—Emilia, por favor, quédese un momento.
Lo dijo con un tono neutro, muy profesional.
Emilia se asustó. Norberto le indicó una silla y ella se
sentó con cuidado, dejando siempre mucho más culo
fuera que dentro. El pecho le subía y bajaba
aparatosamente y no perdía de vista ningún
movimiento del médico. Norberto cambiaba
absurdamente de sitio algunos objetos pequeños: el
tabaco, el encendedor, el cenicero. Luego empezó:
—La señorita Elena ha tenido más
apariciones esta tarde y probablemente va a haber que
internarla. De hecho, ya he hablado con Murcia y
mañana vendrán a recogerla.
Emilia ahogó un suspiro.
—Yo confío en que se trate de una medida
temporal —continuó el médico—, pero no puedo
asegurarle nada. En estos casos es inútil hacer
previsiones de ningún género. Quizás esté bien dentro
de un mes, quizás tarde solo dos semanas, quizás
mucho más… No lo sé.
—Pero, don Norberto —protestó Emilia, al
borde del llanto—, usted sabe que nosotras no
tenemos dinero y yo no quiero que a la señorita la
lleven con los locos…
—No se preocupe usted, Emilia —la
tranquilizó Norberto—. La señorita no va a ir con los
locos. La señorita va a ir a una clínica donde estará
perfectamente atendida. Yo me encargo de todo.
Emilia lo miró fijamente unos instantes.
Después rompió a llorar. Decía:
—¡Ay, mi señorita! ¡Ay, mi señorita!
Norberto la acompañó a su dormitorio.
Cuando regresó, la casa estaba de nuevo en silencio.
Se sirvió café y hablamos hasta el alba.

Norberto no se hacía falsas ilusiones. Sabía


que la enfermedad de Elena había entrado en su fase
terminal.
—Tarde o temprano tenía que suceder —
comentó.
Del árbol genealógico de Elena colgaban ya,
por lo visto, varios suicidas, algún esquizofrénico y
bastantes maníacos raros. Su propia madre no había
sido del todo normal. Se llamaba Alicia. Era una mujer
menuda y hermosa, llena de encanto. Ignacio, el padre
de Elena, y Norberto la conocieron de estudiantes, en
Madrid, y en seguida los había enamorado sin
remisión. La acosaban con flores y esquelas
encendidas y ella se dejaba querer, sin acabar de tomar
partido por ninguno de los dos. Por fin, una tarde citó
a Norberto en un café.
—Me confesó que el fuego de la pasión la
consumía por dentro, que era ya inútil y superior a sus
fuerzas intentar ocultarlo por más tiempo, y siguió en
ese mismo tono, describiéndome muy gráficamente
sus sentimientos ardientes, mientras yo me esponjaba
y me esponjaba y todavía hoy no entiendo cómo no
me salía del café. Luego me preguntó si creía que
podía abrigar alguna esperanza. Aquello me escamó:
¿no estaba viendo que sí? Le dije: no te entiendo,
Alicia. Y ella, con toda la inocencia del mundo pintada
en el rostro, respondió: claro, Norberto; tú conoces
bien a Ignacio, sabrás a qué puedo atenerme.
Norberto sonrió con amargura.
—Qué horror —dijo—. Recuerdo que, una
hora antes de la cita, estaba terminando de perfumarme
delante del espejo y que Ignacio había entrado en mi
habitación y me había estrechado la mano con mucha
deportividad y mucha tontería británica. Yo caminaba
de vuelta a la residencia y pensaba alternativamente
en esa escena y en la del café: en la nobleza magnífica
de Ignacio deseándome suerte y en la tierna inocencia
de Alicia sincerándoseme, y entre medias intercalaba
otras en las que los dos morían lentamente de
enfermedades venéreas o se ahogaban durante un
crucero por el Adriático.
Alicia e Ignacio se casaron en cuanto él
obtuvo la licenciatura. Estuvieron por Europa de viaje
de novios. Los dos eran de buena familia y llevaban
una existencia en consonancia con su posición:
muchas idas y venidas, muchas temporadas en el
norte y muchas relaciones del más alto standing.
Aquello duró poco, de todas formas. Una serie de
inversiones desafortunadas se les comieron
rápidamente las rentas y tuvieron que reducir
drásticamente el ritmo de gastos.
—Ahora vivían al día, sin agobios, por
supuesto, pero ya no era aquel no parar del principio.
Y parecían bastante felices. De hecho, al año, Alicia
daba a luz a Elena. Fue un parto sin complicaciones.
Ignacio les construyó esta casa a las dos, para
celebrarlo, y Alicia y la niña empezaron a vivir largas
temporadas en Horcal.
Durante una de ellas murió la madre de Alicia.
—Era viuda y no dejó más que alguna deuda
de poca monta y un hijo imbécil. Imbécil en el sentido
clínico del término. Se llamaba Carlos. Alicia tenía
otros tres hermanos, pero se dedicaban a apagar
incendios en pozos petrolíferos, o a rescatar galeones
hundidos o algo por el estilo. De modo que Alicia se
hizo cargo del tío Carlos.
Todo discurrió de la manera más vulgar en los
años siguientes. Elena crecía sana y feliz, a caballo
entre Madrid y Horcal, y el único quebradero para sus
padres les venía por el lado del servicio doméstico.
Las chicas le duraban poco a Alicia. Se le iban porque
decían que el señorito Carlos las miraba raro y no se
fiaban. Alguna llegó incluso a quejarse de que le había
echado mano a sus zonas íntimas mientras limpiaba los
cristales.
—Y en el pueblo, más de una vez se le vio
pasear con los perendengues al aire, desde luego. Pero
Alicia se negaba a internarIo.
Hasta que un día trató de abusar de la niña.
—Nadie supo exactamente cómo sucedió.
Alicia oyó los gritos y, cuando llegó, se los encontró a
los dos llorando aterrorizados, cada uno en una
esquina de la habitación. El tío Carlos estaba desnudo
de cintura para abajo.
Elena era muy pequeña, no tendría más de
tres años, y pareció olvidarlo todo en seguida. Pero el
incidente desequilibró profundamente a su madre.
Languidecía a ojos vista, en medio de atroces
remordimientos.
—Cuando se la llevó un derrame cerebral yo
creo que aún no se había repuesto. Elena acababa de
cumplir seis años. Ya te digo que era una chiquilla
perfectamente normal. Ignacio, durante el viaje de
novios, se había quedado prendado del orden y la
limpieza con que vivían los suizos y decidió enviarla
allí a estudiar. Hizo el bachillerato interna, en Ginebra,
y luego estuvo dos años en Estados Unidos. En
Baltimore conoció a un joven y se casaron al bote
pronto. Ignacio ya había fallecido y nunca conoció a
su yerno. Supongo que también a él lo habría
engañado, lo mismo que nos engañó a todos. Cuando
finalmente se marchó de Horcal, Elena estaba hecha
una ruina. Sufría depresiones, jaquecas, crisis de
ansiedad. Le dije que le diera tiempo al tiempo, que ya
vería como todo terminaría pasando. Pero ella insistió
en que la tratara un especialista, un amigo suyo que
empezaba y en el que tenía mucha confianza. Aquel
anormal la sometió a hipnosis. No solo no consiguió
aliviarla lo más mínimo, sino que, durante una de las
sesiones, la hizo revivir el episodio de su violación a
manos del tío Carlos.
Norberto suspiró y concluyó lentamente:
—Desde entonces, el tío Carlos la ha estado
visitando periódicamente.
—¿Y los ruidos? —dije—. ¿Y los silbidos? ¿Y
los cuadros que se descuelgan y las premoniciones?
Norberto se encogió de hombros.

Elena murió en la clínica algunos meses


después. Tuvo días de lucidez y tuvo días de atarla a
la cama. En uno de aquéllos me escribió una carta. Me
transmitía su pésame por lo de Jose y me preguntaba
por mis romanos. También decía:
“He dado instrucciones a Norberto para que
venda el chalet y disponga del dinero como mejor
considere. Con lo que al fin hemos logrado que me
pase mi ex marido me basta y sobra para pagar esto y
darle algo a Emilia. Norberto se ha opuesto,
naturalmente, y mucho me temo que hayamos
discutido con alguna acritud. Solo en dos ocasiones
he discutido con Norberto, y las dos a propósito de la
casa. La vez anterior también yo pretendía hipotecarla
y también él se negó. Me dijo que con lo que pudieran
darnos difícilmente sacaría adelante su urbanización;
en el mejor de los casos, únicamente le permitiría ganar
unos meses y, en el peor, podíamos perder la vivienda.
Se puso muy nervioso. Intenté tranquilizarle. Le dije
que Emilia y yo no íbamos a acabar en la calle por su
culpa, pero no tienes ni idea de lo cabezota que puede
llegar a ser este hombre. Se puso a bufar, se levantó y
se fue… Ahora, ¿qué más da todo? Yo ya no creo que
salga de aquí.”
NOTA DEL AUTOR

Cualquier parecido entre les caracteres aquí


descritos y alguna persona viva o muerta es fruto de la
casualidad. No obstante, no todo en este relato es
ficción. Algunos hechos sucedieron realmente. Son,
además, aquéllos cuya verosimilitud suscitará
probablemente mayores reparos: el perro que advierte
al amo de presencias insólitas, el cuadro que se
descuelga solo o la premonición cierta de que alguien
a quien se espera en una estación no acudirá
finalmente. Con leves variantes, tuvieron lugar en
algún momento de 1935, en la aldea, no sé si suiza o
italiana, de Caslano, a orillas del Lugano. El lector
curioso podrá encontrar su versión original en el
volumen segundo de la autobiografía de Arthur
Koestler, en el capítulo titulado “La casa del lago”.
En ellos está inspirada parte de esta novela.
Madrid, marzo de 1987.
NOTA DEL AUTOR, CASI 30 AÑOS
DESPUÉS

Escribí esta novela entre el otoño de 1986 y la


primavera de 1987, mientras trabajaba como redactor
de cierre en el diario Expansión. Me parecía
interesante describir los esfuerzos de un puñado de
personajes por dotar de sentido sus vidas dentro de
los estrechos márgenes de la Era de la Razón y del
Progreso, pero no debió de parecérselo a ninguno de
los editores a quienes envié el manuscrito, ni entonces
ni en 1994, en que volví a intentar publicarlo.
Finalmente, una vez eliminadas la mayoría de
las barreras del negocio editorial gracias a los
prodigios de la técnica (y a la habilidad y la paciencia
de mi hijo Miguel), la historia puede ver la luz. Por
decirlo con un pésimo juego de palabras, la escritura
ha dejado de ser invisible.
Quiero agradecer a fulanito la cesión de la
imagen del embarcadero del Hornillo (Águilas, Murcia)
que sirve de portada.
Orgaz, Toledo, julio de 2013.

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