La Escritura Invisible Miguel Ors Villarejo
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La Escritura Invisible Miguel Ors Villarejo
Arthur Koestler
A mis padres
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Sobre todo no te dejes ganar por la primera
impresión, me había advertido Ramón, ya te
acostumbrarás, me había asegurado. Y era verdad que
el pueblo era feo. Y sucio. Las calles, por ejemplo: las
calles estaban todas levantadas.
—Algún alcalde que se metió con el
alcantarillado y se quedó luego sin dinero —me
explicó el taxista. ¿Y desde cuándo duraban las obras?
El hombre no sabía decirme con precisión, pero Ramón
afirmaba que algunos de los socavones eran
auténticas reliquias, han sobrevivido a varias
corporaciones franquistas y las que llevemos de
democracia, decía.
Pero yo estaba aquí de paso, había venido a
acabar mi novela de gladiadores, o lo que saliera, y la
primera impresión me preocupaba poco. Me asustaba
más bien lo contrario, el ya te acostumbrarás, aprender
a querer el sitio, contraer su desidia, quedar allí
embarrancado. La costa está llena de trampas para
artistas y en este pueblo no debían de faltar, porque a
Jose Octavio se lo había tragado con todos sus
manuscritos y toda su sólida vocación literaria. Con
Jose Octavio no había podido la tontería bohemia de
Madrid, ni tampoco el periodismo, tumba habitual del
escritor. A José Octavio se lo había cargado esto,
Horcal, así que había que empezar a desconfiar de su
cochambre, sacarle pegas a todo, ser inflexible con las
casas mal enjalbegadas, con las pilas de cascotes cada
diez metros, con las playas sembradas de zurrapas de
alquitrán, con aquellas mujeres que bajaban a la
compra en bata y zapatillas y que parecían gritarse
cosas terribles las unas a las otras, cuando lo que
hacían era, sencillamente, hablar, hablaban así. Los
hombres estaban en el campo o en el mar, los niños, en
la escuela, y el pueblo, a estas horas, era suyo.